visibilidad política de la violencia y visualidades estéticas de su cotidianidad

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w w w . m e d i a c i o n e s . n e t Visibilidad política de la violencia y visualidades estéticas de su cotidianidad Jesús Martín-Barbero Conferencia (Cambridge, 2005) « “ (…) La historia sólo se ha desprendido del tiempo cíclico para caer en el orden de lo reciclable”. Que es la operación asumida por las miles de imágenes que se alimentan comercialmente de la violencia en su incapacidad de hacer/tejer un mínimo de relato y de historia para nuestras violencias. Claro que para eso necesitaríamos no sólo de una televisión otra que la modelada y moldeada por el mercado, sino también de una investigación social capaz de tomar en serio –y ayudar a comprender– aquella perturbación interior que entrelaza las antiguas violencias a los miedos actuales. »

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« “ (…) La historia sólo se ha desprendido del tiempocíclico para caer en el orden de lo reciclable”. Que es laoperación asumida por las miles de imágenes que sealimentan comercialmente de la violencia en suincapacidad de hacer/tejer un mínimo de relato y dehistoria para nuestras violencias. Claro que para esonecesitaríamos no sólo de una televisión otra que lamodelada y moldeada por el mercado, sino también deuna investigación social capaz de tomar en serio –yayudar a comprender– aquella perturbación interior queentrelaza las antiguas violencias a los miedos actuales. »

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w w w . m e d i a c i o n e s . n e t

Visibilidad política

de la violencia y visualidades

estéticas de su cotidianidad

Jesús Martín-Barbero

Conferencia

(Cambridge, 2005)

« “ (…) La historia sólo se ha desprendido del tiempo cíclico para caer en el orden de lo reciclable”. Que es la operación asumida por las miles de imágenes que se alimentan comercialmente de la violencia en su incapacidad de hacer/tejer un mínimo de relato y de historia para nuestras violencias. Claro que para eso necesitaríamos no sólo de una televisión otra que la modelada y moldeada por el mercado, sino también de una investigación social capaz de tomar en serio –y ayudar a comprender– aquella perturbación interior que entrelaza las antiguas violencias a los miedos actuales. »

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Si la reflexividad ha de ser algo más que un tema de conver-

sación entre sociólogos centroeurpoeos, necesitamos situar

esa categoría en el ámbito de una política del reconocimiento

cuyo referente se halla en la situación de una modernidad que ha llegado al punto en el que su propia razón, identifi-

cada con la lógica del conocer especializado y del saber

experto, se ha tornando ella misma en fuente estructural de

riesgo para la sociedad. Z. Bauman1 nos ha alertado acerca del lazo que anuda el metafísico proyecto de pensar el ser al

moderno proyecto de pensar el orden. Avocándonos a repen-

sar las tradiciones categoriales desde las que pensamos, Bauman ve en el orden el lugar desde el que opera la razón

moderna mediante la operación fundante del clasificar y el

separar, resultado de la exigencia que ubica a cada objeto en

una sola categoría. A través de esa operación el lenguaje nos propone un mundo liberado de la ambigüedad y la

arbitrariedad a que nos somete la contingencia, y logra arrancarnos así al malestar y la inseguridad que conlleva la

ambivalencia: lo contrario del orden moderno no sería otro orden sino el caos. Pero resulta que la discontinuidad, en

que se basa el clasificar, remite a la discreción y transparen-cia del mundo, cualidades que se ven hoy cuestionadas y contradichas por un movimiento que es a la vez de auto-propulsión y autodestrucción: al pretender reducir la

ambigüedad a un problema de ingeniería –de descubrimiento

1 Z. Bauman, Modernidade e ambibalencia, Jorge Zahar, Rio de Janeiro,

1995.

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y aplicación de la nomenclatura y la tecnología adecuadas– el saber multiplica los riesgos, los fomenta. U. Beck ha visto justamente en ese movimiento el paso de los peligros que

entrañaba la sociedad industrial a los riesgos que estructuran

la nueva sociedad: la del riesgo2. Pues se trata de un riesgo

estructural, esto es, un riesgo del que la sociedad no se pue-

de liberar más que pensándose a sí misma como problema.

A. Giddens, U. Beck y S. Lash llaman reflexividad3: a la ca-

pacidad de la propia modernidad para cuestionarse asu-miendo que algunos de los objetivos más importantes de su

proyecto emancipador se hallan pervertidos radicalmente; y

también a la indispensable articulación de los conocimien-tos especializados con aquellos otros saberes que provienen

de la experiencia social y de las memorias colectivas4.

I La visibilidad de las violencias sin relato

Pensar la visibilidad en y desde Colombia significa pensar este país como el laboratorio sociocultural en que lo ha conver-

tido el entrecruce de los tráficos globalizados –de narcó-

ticos, de armas y de “blancas”– con los irresueltos conflictos de su formación nacional. Pues Colombia no es el país más

violento del mundo, como acostumbran a llamarlo las agen-

cias trasnacionales de información, sino el país en el que más visiblemente se entrecruzan las violencias y miedos del

fin del segundo milenio con los del primero. Con su cínica expresividad, J. Baudrillard ha descrito una situación que caracteriza especialmente a la colombiana al afirmar: “Na-

da de lo que se creía superado por la historia ha desapare-

2 U. Beck, La sociedad del risgo, Paidos, Barcelona, 1998. 3 A. Giddens, U. Beck, S. Lash, Modernização reflexiva, UNESP, São

Paulo, 1995. 4 Boaventura de Sousa Santos, A crítica da razão indolente. Contra o

desperdício da experiência, Cortez, São Paulo, 2000.

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cido realmente, todo está ahí dispuesto a resurgir, todas las formas arcaicas, anacrónicas, como los virus en lo más hondo de un cuerpo. La historia sólo se ha desprendido del

tiempo cíclico para caer en el orden de lo reciclable”5. Que

es la operación asumida por las miles de imágenes que se alimentan comercialmente de la violencia en su incapacidad

de hacer/tejer un mínimo de relato y de historia para nues-

tras violencias. Claro que para eso necesitaríamos no sólo de una televisión otra que la modelada y moldeada por el

mercado, sino también de una investigación social capaz de

tomar en serio –y ayudar a comprender– aquella perturba-

ción interior que entrelaza las antiguas violencias a los

miedos actuales. Tal perturbación tiene una de sus figuras

más extremas en la paradoja sobre la que se funda la visibi-

lidad hoy: todo ‘hacerse visible’ es al mismo tiempo un

‘tornarse vulnerable’ a la vigilancia acosadora del poder; y esto último no significa el aplastamiento de los dispostivos

de reconocimiento sociocultural y aun de subversión políti-

ca que movilizan la visibilidad, pero sí viene a perturbar el optimismo esteticista de abundante innovación meramente

formal.

Enfrentando el esencialismo que subyace a la idea de que

la peculiaridad de la violencia en Colombia reside en la

precariedad del Estado, que a su vez respondería a la au-sencia que el país sufre de un fuerte mito fundacional –ausen-cia debida al tamaño, diversidad y aislamiento de las co-

munidades indígenas en el territorio– el colombianista Francés Daniel Pecaut ha afirmado: “Lo que le falta a Co-

lombia más que un mito fundacional es un relato nacional”6.

Se trata de un relato que posibilite a los colombianos de todas las clases, razas, etnias y regiones ubicar sus experien-cias cotidianas en una mínima trama compartida de duelos

5 J. Baudrillard, La ilusión del fin, p. 21, Anagrama, Barcelona, 1993. 6 D. Pecaut, Guerra contra la sociedad, Espasa Hoy, Bogotá, 2001.

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y de logros. Un relato que deje de colocar las violencias en la sub-historia de las catástrofes naturales, los cataclismos o los puros revanchismos de facciones movidas por intereses

irreconciliables, y que empiece a tejer una memoria común,

que como toda memoria social y cultural será siempre una memoria conflictiva pero anudadora.

Hoy día la ausencia de un relato nacional incluyente se expresa en una imagen de Colombia que resulta tan expre-

siva como estremecedora: la de un país atrapado entre el

blablabla de los políticos y el silencio de los guerreros. Pocas

imágenes tan certeras para expresar la complicidad y co-rrespondencia entre las dos trampas que entraña la guerra:

los políticos atrapados en una habladuría incapaz de hacer-

se cargo de la complejidad de los conflictos y las demandas que planteas el país, incapaces de visibilizar los modos

como el país quisiera ser reconocido regional, racial y gene-

racionalmente; y junto a esa inflación de la palabra política,

junto a tanta palabra hueca se alza el silencio de los guerreros,

manifiestado en el hecho de que la inmensa mayoría de los

miles de asesinatos que se producen cada año no sean re-

clamados, no merezcan la pena ser reivindicados, es decir, no tengan el más mínimo relato. Se tiran los cadáveres en el

campo, en los ríos, al borde de las carreteras, o en las ave-nidas urbanas, y lo único parecido a una palabra, pero que se queda en el mero gesto mudo, son las marcas de la cruel-dad sobre los propios cuerpos de las víctimas7. Silencio

tenaz de los guerreros de un bando y de otro, y del otro

también. Silencio tanto o más sintomático que la impuni-dad, pues el que no haya una palabra que se haga cargo de la muerte infringida tiene quizá una resonancia más ancha

que el hecho de que no se juzgue al asesino: la ausencia de

un relato mínimo desde el que podamos dotar de algún sentido a la muerte de miles de conciudadanos.

7 M. V. Uribe Alarcón, Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpre-

tativo del terror en Colombia, Norma, Bogotá, 2004.

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Los medios y los miedos

Mi primer acercamiento a la cuestión de la visibilidad se

produce cuando el asesinato de Luis Carlos Galán, candida-to a la presidencia en la elecciones del año 1990. Las

constantes amenazas a los candidatos trastornaron esa

campaña hasta el punto de casi acabar con la teatralidad callejera de la política, con su visibilidad pública en las

plazas, obligando a resguardarla y reducirla al espectáculo

televisivo. Fue entonces cuando caí en cuenta de que los

medios viven de los miedos, que no era sólo durante las cam-

pañas electorales cuando los medios sustituían a la vida de

calle, al espacio público de la ciudad. Y comencé a estudiar

las complicidades, los secretos parentescos entre medios y

miedos8; el que no podamos comprender el sentido y la envergadura de los nuevos miedos refiriéndolos únicamente

al aumento de la violencia, de la criminalidad y la inseguri-

dad en las calles, pues los miedos son una clave de los nuevos modos de habitar y de comunicar, son expresión de

una angustia más honda, de una angustia cultural. Angustia

que proviene, primer lugar, de la pérdida del arraigo colec-

tivo en unas ciudades en las que un urbanismo salvaje –pero que a la vez obedece a un cálculo de racionalidad formal y

comercial– va destruyendo poco a poco todo paisaje de familiaridad en que pueda apoyarse la memoria colectiva. En segundo lugar, es una angustia producida por la manera como la ciudad normaliza las diferencias: al normalizar las

conductas, tanto como los edificios, la ciudad erosiona las

identidades colectivas, las obtura, y esa erosión nos roba el piso cultural, nos arroja al vacío. Y, por último, es una angustia que proviene del orden que nos impone la ciudad;

pues la ciudad impone un orden, precario, vulnerable, pero eficaz. ¿De qué está hecho ese orden y a través de qué fun-

8 J. Martín-Barbero, “Comunicación y ciudad: entre medio y miedos”,

en: V.As. Imágnes y reflexiones de la cultura en Colombia, 427-434, Colcul-

tura, Bogotá, 1991.

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ciona? Paradójicamente es un orden construido con la in-certidumbre que nos produce el otro, que va inoculando en nosotros cada día la desconfianza hacia el que pasa a nues-

tro lado en la calle. Y es que en la calle se ha vuelto

sospechoso todo aquel que haga un gesto que no podamos descifrar en veinte segundos; de modo que el crecimiento de

la intolerancia, la imposibilidad de ese pacto social del que

tanto se habla, tiene mucho que ver con la dificultad de coincidir, con la diferencia en lo que el otro gusta o cree,

con cómo el otro se mueve o se viste, y desde ahí en el hori-

zonte vital, estético o político de los otros.

Es por eso que la televisión ha entrado a fagocitar toda la

capacidad de comunicación que ya no puede vivir la gente

en la calle. Es la realidad de un país con una muy débil so-

ciedad civil, un largo empantamiento político y una pro-

funda esquizofrenia cultural la que recarga cotidianamente

la capacidad de representación y la desmesurada importan-

cia de los medios. La capacidad de interpelación no puede ser confundida con los raitings de audiencia, porque la ver-

dadera influencia de la televisión esta menos en la cantidad

de televisores encendidos que en su capacidad de movilizar imaginarios colectivos, esa mezcla de imágenes y represen-

taciones de lo que vivimos y soñamos, de lo que tenemos derecho a esperar y desear. Y eso va mucho más allá de lo medible en horas que pasamos frente al televisor, pues eso sólo puede ser evaluado en términos de la mediación social

que logran sus imágenes.

Si la verdadera influencia de los medios masivos, y espe-cialmente de la televisión, reside en la formación de imaginarios colectivos, esa capacidad de mediación no

proviene únicamente del desarrollo tecnológico de los me-dios o de la modernización de sus formatos, proviene sobre todo del modo como una sociedad se mira en un medio, de lo que

de él espera y de lo que le pide . Y lo que las mayorías del país

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le piden hoy a la radio y muy especialmente a la televisión9 se halla profundamente ligado a lo que las instituciones del Estado y de la sociedad civil, la Iglesia o la escuela no han

podido o no han sabido darle. Dicho de otra manera, es

imposible saber lo que la televisión le hace a la gente si desconocemos las demandas sociales y culturales que la

gente le hace a la televisión. Y esas demandas tienen que

ver no sólo con lo que hace la televisión en sí misma, esto es,

con su entramado tecno-ideológico y su dispositivo comer-

cial, sino también con las necesidades y las frustraciones

que la gente vive en la humillación cotidiana, en la insegu-

ridad ciudadana y el desarraigo cultural, y también con el ansia de una vida mejor no reducible al arribismo, con la

capacidad de burlar las exclusiones y de meterle humor e

ironía a la tragedia. Pero para eso necesitamos asumir que, aun dominados por la lógica mercantil, los medios de co-

municación operan como espacios de visibilidad y reconoci-

miento social; y es en relación a los diversos ámbitos y prácti-

cas del reconocimiento ciudadano como es posible evaluar la acción que ejercen y los usos que la gente hace de los

medios.

Todo lo cual conduce a la pregunta de fondo: ¿qué país se hace visible en los medios masivos y qué país es invisibliza-do en ellos? O, siguiendo la pista de B. Sarlo sobre “a costa

de qué olvidos recordamos”10, ¿a costa de qué imágenes de la violencia se invisibliza el país que la sufre y las causas de

su delirante ferocidad? En las imágenes hay tanta capacidad de mostrar como de velar, de dar a ver como de ocultar: y es esa profunda, constitutiva, ambigüedad –en el sentido que le da Z. Bauman– la que desafía nuestros modos usar,

de trabajar con la red categorial que configuran imagen,

9 J. Martín-Barbero y G. Rey, Los ejercicios del ver, Gedisa, Barcelona,

1999. 10 B. Sarlo, Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo, p.60,

Ariel, Buenos Aires, 1996.

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imaginario, visiblidad y visualidad. A tejer esas categorías, sin escamotear las tensiones que las entraban y dinamizan, está dedicada la segunda parte de este texto.

II Nuevos regímenes de visibilidad

El pensamiento actual acerca de las relaciones entre cul-

tura y tecnología llega mayoritariamente a conclusiones

desesperanzadas y se detiene. Los conservadores culturales

dicen que la televisión por cable es la ultima ofrenda de la

caja de Pandora y la transmisión por satélite coronará la to-

rre de Babel. Al mismo tiempo una nueva clase de intelec-

tuales, que dirige los centros en que operan las nuevas tec-nologías culturales e informáticas, habla confiadamente de

su ‘producto’. Ninguna de esas posturas es un suelo firme. Lo que tenemos es una pésima combinación de determinismo tec-

nológico y pesimismo cultural. Así, conforme una tras otra de

las viejas y elegantes instituciones se ven invadidas por los

imperativos de una más dura economía capitalista no resul-

ta sorprendente que la única reacción sea un pesimismo

perplejo y ultrajado. Porque no hay nada que la mayoría de

esas instituciones quiera ganar o defender más que el pasa-do, y el futuro alternativo traería precisa y obviamente la

pérdida final de sus privilegios. Raymond Williams

Para mantener y fomentar la identidad y las formas de co-

municación autónomas, las comunidades debían abordar

las tecnologías de comunicación de masas (...) Pero, una

vez más, los movimientos sociales y las fuerzas de cambio político pasaron por alto el potencial de estos medios y lo

que hicieron fue desconectar la televisión o utilizarla en

forma puramente doctrinaria. No se intentó vincular la vi-

da, la experiencia, la cultura del pueblo con el mundo de

las imágenes y los sonidos. Manuel Castells

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Cegueras intelectuales, obstáculos epistemológicos

Desde dos frentes se descalifica o mistifica la hegemonía

de la cultura audiovisual en la sociedad contemporánea tornando imposible la comprensión de su envergadura esté-

tica y política. Desde la ciudad letrada, en la que se atrin-

chera aún buena parte de los intelectuales latinoamericanos,

las transformaciones de la visibilidad y su hegemonía social son percibidas como la más radical de las decadencias cultu-

rales y morales de la Ilustración y por lo tanto de Occidente.

Desde el mundo audiovisual, los propagandistas del milagro

tecnológico y los mercaderes globales confunden interesa-

damente sus transformaciones con el advenimiento de una

sociedad trasparente y de una democracia sin mediaciones

políticas.

Ahorrándose la trama de contradicciones y rupturas de

que está hecha la historia, y las incertidumbres del presente, mucha de la intelectualidad y en especial la académica,

carga a los medios audiovisuales con la causa de la crisis de

la lectura y del empobrecimiento cultural en general. Un

amargado desencanto se trasviste de profetismo para pro-clamar como dogma el más radical de los dualismos: en los libros se hallaría el último resquicio y baluarte del pensar

vivo, crítico, independiente, frente a la avalancha de frivoli-dad, espectacularización y conformismo que constituiría la

esencia misma de los medios audiovisuales. Pero ese apoca-líptico logocentrismo nos ha estado impidiendo por dema-siado tiempo hacernos preguntas como ésta: ¿cómo es posi-ble hoy comprender las oscilaciones e hibridaciones de que

están hechas las identidades sin auscultar la recuperación actual de los imaginarios populares por las imaginerías electrónicas de la telenovela, el cruce de arcaísmos y mo-dernidades que hacen su éxito, y los nexos que enlazan las

nuevas sensibilidades a un orden visual social en el que “las

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tradiciones se desvían pero no se abandonan, anticipando en las transformaciones visuales experiencias que aún no tienen discurso”?11.

Es frente toda una larga y pesada carga de sospechas y

descalificaciones que se abre paso una mirada nueva que,

de un lado, des-cubre la envergadura actual de las hibrida-

ciones entre visualidad y tecnicidad, y de otro rescata las

imaginerías como lugar de una estratégica batalla cultural.

En América Latina la hegemonía audiovisual pone al des-

cubierto las contradicciones de nuestra modernidad otra, esa

a la que acceden, y de la que se apropian, las mayorías sin dejar su cultural oral, mestizándola con las imaginerías de

la visualidad electrónica.

Pues, aunque atravesados por las lógicas del mercado, los medios y las tecnologías de comunicación constituyen hoy

espacios decisivos de la visibilidad y del reconocimiento social.

Ya que más que a sustituir ellos han entrado a constituir una

escena fundamental de la vida pública, a hacer parte de la

trama de los discursos y de la acción política misma. La

mediación televisiva refuerza la funcionalización mercantil

de la política, pero a la vez produce una fuerte densificación de las dimensiones simbólicas, rituales y teatrales que siem-pre tuvo la política; de manera que por las imágenes pasa

una construcción visual de lo social, esa que recoge el despla-

zamiento de la lucha por la representación hacia las demandas de reconocimiento. Pues lo que los nuevos movi-

mientos sociales y las minorías –las etnias y las razas, las

mujeres, los jóvenes o los homosexuales– demandan no es tanto ser representados sino reconocidos: hacerse visibles socialmente en su diferencia, dando lugar a un modo nuevo

de ejercer políticamente sus derechos.

11 S. Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a ‘Blade

Runner, FCE, México, 1994.

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La posiciones del dualismo latinoamericano más radical

han encontrado apoyo en algunos pensadores europeos de

la talla del politólogo italiano Sartori12, quien identifica la

videocultura con el post pensiero, es decir, con el fin del pen-

samiento, o en la condena proferida por G. Steiner sobre el

rock, esa nueva esfera sonora identificada con “un martilleo

estridente, un estrépito interminable que, con su espacio envolvente, ataca la vieja autoridad del orden verbal”13; y

hasta en M. Kundera, para quien el rock es “el aullido extá-

tico en que quiere el siglo olvidarse de sí mismo (...)”14. Es

como si a medida que el mundo audiovisual se torna so-cialmente más relevante y culturalmente más estratégico, se

exasperara cierto rencor intelectual –del que hablara Nietzs-

che– hasta el paroxismo. Ahí está demostrándolo el profun-do parentesco entre los títulos de dos libros que, situados en

las antípodas de la denigración y la celebración de las tecno-

logías audiovisuales y electrónicas, convergen sin embargo

en la descarada apelación a la metafísica: Homo videns de

Giuseppe Sartori y Ser digital de Nicolás Negroponte. El

dilema no puede ser más tramposo: o se desvaloriza la vi-

deocultura declarándola enemiga de la humanidad civili-

zada, o se la exalta como la salvación del hombre actual… en ambos casos –tan distantes como el de un tecnólogo y el de un politólogo– la metafísica acaba suplantan-do a la

política.

Lo que sucede en la otra orilla no es menos tendencioso. La propensión del pensamiento hegemónico entre los exal-tados predicadores de la cultura audiovisual es la de pensar la

12 G. Sartori, Homo videns. Televisione e post-pensiero, Laterza, Roma,

1997; N. Negroponte, Ser digital Gedisa, Barcelona, 1999. 13 G. Steiner, No castelo do Barba Azul. Algumas notas para a redefinição da

cultura, pp. 118 y 121, Antropos, Lisboa, 1992. 14

M. Kundera, Los testamentos traicionados, pp. 247 y 249, Tusquets,

Barcelona, 1994.

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“sociedad de la comunicación generalizada” como una sociedad trasparente15; entendiendo por ésta la suma de la

autoregulación que resulta de la retroacción y la circulación

constantes, y la transparencia que proporciona la existencia

de un lenguaje al que serían traducibles todos los idiomas y discursos. Estaríamos ante una sociedad capaz de “ordenar

y traducir esas nubes de socialidad a matrices de im-

put/output, según una lógica que implica la conmensurabi-

lidad de los elementos y la determinabilidad del todo”16. ‘Transparente’ es entonces una sociedad en la que ser y

saber se corresponden, puesto que lo que ella es coincide

con la información que posee acerca de sí misma. Ello sig-nifica que lo social, tanto en su trama cultural como

política, pierde su opacidad al superar la naturaleza conflicti-

va de sus relaciones y descubrir que su más valiosa riqueza

se halla en la información acumulada.

No resulta entonces tan extraño que, ante el vacío de

utopías que atraviesa el ámbito de la política, tal espacio se vea llenado en los últimos años por las utopías provenientes

del campo de la tecnología y la comunicación: “aldea glo-

bal”, “mundo virtual”, “ser digital”… y la más engañosa de

todas, la “democracia directa”17. Con esta última se atribu-ye al poder mismo de las redes informáticas la renovación de la política y se dan por superadas las viejas formas de la

representación por la expresión viva de los ciudadanos, una expresión que se hallaría ahora en la votación por Internet desde la casa o en la emisión telemática de la opinión civil. Esto es, la opinión pública se convierte en la traposa demo-

cracia de las encuestas y los sondeos. Estamos ante la más tramposa de las idealizaciones, ya que en su celebración de

15 Criticada por G. Vattimo en el texto central del libro que lleva ese

nombre: La sociedad transparente, Paidos, Barcelona, 1990. 16

J. F. Lyotard, La condición postmoderna, p. 10, Cátedra, Madrid, 1984. 17 O. Monguin, “La democratie a l’utopie de la comunication”, in: Face

au scepticisme, pp. 109-131, Hacchette, Paris, 1994.

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la inmediatez y la transparencia de las redes cibernéticas lo que se está minando son los fundamentos mismos de “lo público”, esto es los procesos de deliberación y de crítica; al

mismo tiempo que se crea la ilusión de un proceso sin in-

terpretación ni jerarquía, se fortalece la creencia en que el individuo puede comunicarse prescindiendo de toda media-

ción social, y se acrecienta la desconfianza hacia cualquier

figura de delegación y representación. Nuevas figuras de razón y nuevos regímenes estéticos

Lo que hay de realmente nuevo en la llamada sociedad del

conocimiento es la aparición de nuevas figuras de razón18 que

replantean algunos de los rasgos más paradigmáticos del

proceso de elaboración de las ciencias, tanto en sus modos

de experimentar como de explicar. Pero quizá el cambio más desconcertante para el racionalismo, con el que se

identificó la primera modernidad, sea el que introduce el

nuevo estatuto cognitivo de la imagen. Desde el mito platónico

de la caverna y durante siglos la imagen fue identificada con

la apariencia y la proyección subjetiva, lo que la convertía

en obstáculo estructural del conocimiento. Ligada al mundo del engaño la imagen fue, de un lado, asimilada a instru-mento de manipulación, de persuasión religiosa o política, y

de otro, expulsada del campo del conocimiento y confinada al campo del arte. Hoy día nuevas formas articular la obser-vación y la abstracción, basadas en el procesamiento –

digitalización y redes de interfaz– de las imágenes no sólo

las remueve de su (hasta ahora irremediable) estatus de “obstáculo epistemológico”, sino que las convierte en in-grediente clave de un nuevo tipo de relación entre la simulación y la experimentación científicas19.

18 G. Chartron, Pour une nouvelle economie du savoir, Presses Universitai-

res, Rennes, 1994; A. Renaud, “L’image: de l’economie informationelle a la pensée visuelle”, in: Reseaux , N° 74, p.14 y ss., Paris, 1995. 19 P. Lévy, L’intelligence colective. Pour une antropologie du cyberespace, La

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La revaloración cognitiva de la imagen pasa paradójica-

mente por la crisis de la representación que examinó M.

Foucault en Las palabras y las cosas donde, mediante una

lectura del cuadro Las Meninas de Velásquez, nos propone

entender la representación no por lo que da a ver sino por la

invisibilidad profunda desde la que vemos20. Y es asumien-

do esa invisibilidad como el pensamiento rompe el para-

digma del desciframiento de los signos en sus juegos de vecin-

dad, imitación, analogía o empatía, para hacer posible el

conocimiento científico. El fin de la metafísica reside según

Foucault en dar la vuelta al cuadro: el espejo en que al fondo

de la escena se mira el rey, al que el pintor mira, se pierde

en la irrealidad de la representación; y en su lugar emerge el

hombre, ahora hecho vida, trabajo y lenguaje. Lo que im-

plica que en adelante el saber es inseparable de la trama significante que tejen las figuras y los discursos (las imágenes y

las palabras) y de la eficacia operatoria de los modelos, que es

lo ha hecho posible ese particular saber que hoy denomi-namos ciencias humanas.

Es justamente en el cruce de los dispositivos señalados

por Foucault –la economía discursiva y la operatividad lógi-ca– donde se sitúa la nueva discursividad constitutiva de la

visualidad ligada a la nueva identidad lógico-numérica de la

imagen. Estamos ante la emergencia de otra figura de la razón

que exige pensar la imagen, de una parte, desde su nueva configuración sociotécnica: el computador no es un instru-

mento con el que se producen objetos, sino un nuevo tipo de tecnicidad que posibilita el procesamiento de informacio-nes, y cuya materia prima son abstracciones y símbolos; lo

que además inaugura una nueva aleación de cerebro e in-

formación, que sustituye a la relación exterior del cuerpo

Découverte, Paris, 1994; O que é o Virtual? Ed. 34, São Paulo, 1996. 20 M. Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, Paris, 1966.

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con la máquina. Es la emergencia de un nuevo paradigma de pensamiento que rehace las relaciones entre el orden de lo discusivo (la lógica) y de lo visible (la forma), de la inteli-

gibilidad y la sensibilidad. El nuevo estatuto cognitivo de la

imagen21 se halla ligado a su informatización, esto es, a su inscripción en el orden de lo numerizable, que es el orden del

cálculo y sus mediaciones lógicas: número, código, modelo.

Inscripción que no borra, sin embargo, ni las muy diferentes figuraciones ni los efectos de la imagen, pero que hasta en

sus más funcionales figuras remite ahora, más que a sus

efectos, a una nueva economía informacional22 que reubica la

imagen en los antípodas de la ambigüedad estética y la irracionalidad de la magia o la seducción. El proceso que

ahí llega entrelaza un doble movimiento. Uno, el que prosi-

gue y radicaliza el proyecto de la ciencia moderna –Galileo, Newton– de traducir/sustituir el mundo cualitativo de las

percepciones sensibles por la cuantificación y la abstracción

lógico-numérica; y dos, el que reincorpora al proceso cientí-

fico el valor informativo de lo sensible y lo visible. Una nueva episteme cualitativa abre la investigación a la interven-

ción constituyente de la imagen en el proceso del saber:

arrancándola a la sospecha racionalista, la imagen es percibi-

da por la nueva episteme como posibilidad de experimenta-ción/simulación que potencia la velocidad del cálculo y permite inéditos juegos de interfaz, de arquitecturas de len-

guajes. Virilio denomina “logística visual”23 a la remoción que las imágenes informáticas hacen de los límites y fun-

ciones tradicionalmente asignados a la discursividad y la visibilidad, la dimensión operatoria –control, cálculo y

21 J. M. Catalá Domenech (coord.)Imagen y conocimiento, Analisi N° 27,

Barcelona, 2001. 22 D. M. Levin, Modernity and hegemony of vision, University of Califor-

nia, Berkeley, 1993; T. Lenain, (coord.) L’image. Deleuze, Foucault,

Lyotard, Vrin, Paris, 1996. 23 P. Virilio, La máquina de visión, Cátedra, Madrid, 1984; Esthétique de la

disparition, Galilée, Paris, 1989.

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previsibilidad–, la potencia interactiva (juegos de interfaz) y la eficacia metafórica (traslación del dato cuantitativo a una forma perceptible: visual, sonora, táctil). La visibilidad de la

imagen deviene legibilidad24, permitiéndole pasar del estatu-

to de “obstáculo epistemológico” al de mediación discur-siva de la fluidez (flujo) de la información y del poder vir-

tual de lo mental.

Acompañando ese proceso emergen también hoy nuevos

regímenes estéticos especialmente ligados a la mutación que

sufre el arte cuando la digitalidad y la conectividad comien-

zan a poner en cuestión la excepcionalidad de las “obras” y a

emborronar la singularidad del “artista”, desplazando los

ejes de lo artístico hacía las interacciones y los aconteci-

mientos. Quizá los primeros en sentirse tocados han sido los

museos por la con-fusión que afecta tanto al sentido de las prácticas artísticas como a los modos de valorar/valorizar sus

productos. Pero adonde apuntan los cambios es mucho más

allá de lo que concierne al acceso virtual a las resguardadas obras de arte, o a la venta del arte a través de la web; nos

hallamos en el umbral de cambios en el sensorium colectivo

como los que por primera vez vislumbrara W. Benjamin al estudiar el surgimiento y formación de la ciudad moderna indagando sus huellas en el libro París, capital del siglo XIX.

Y es que lo que hoy experimentamos presenta conexiones muy profundas con algunas de las pistas más desconcertan-

tes de la lectura de W. Benjamin tanto en la extrañamiento

de sus objetos de estudio como en el de estrategias de su indagación y de escritura.

Para W. Benjamin, el cambio de sensorium sólo podía ser

rastreado dando un verdadero vuelco a la historia que per-mitiera mirarla ya no desde los grandes acontecimientos y

las obras consagradas sino desde las modificaciones de la per-

24 G. Lascaut, et al., Voir, entendre, UGE-10/18, París, 1986.

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cepción colectiva25. Y lo que ahí emerge es una transformación que afecta a la función íntegra del arte desde la fotografía y el cine, dado que esas nuevas artes no viven ya de la ejecu-

ción unitaria sino de su re-producción incesante y

transportable: la imagen del espejo puede ahora despegarse de él y

transportarse. Que es el modo como el nuevo arte sale al

encuentro del sentir de la masa, pues “la masa es una matriz”

de la nueva percepción: “el crecimiento masivo del número

de participantes ha modificado la índole de su participa-ción”26. Y es tal el trastorno que sufre el arte que, según W.

Benjamin, las escrituras han entrado en un estado de refundi-

ción, al punto de poner en crisis el acostumbrado y legitima-

dor canon de los géneros y las oposiciones en que se susten-

taban las autorías y las jerarquías.

Tres dimensiones del cambio en el sensorium van a intere-

sar especialmente a W. Benjamin desde bien temprano27. La

primera afecta al orden de la lectura. Arrancada de la pasivi-

dad estructural a que la condenaba el estatuto social y cultural del lector, la lectura se coloca del lado de la produc-

ción: se evade de la cartografía burguesa de los oficios

especialistas, y reencuentra el trabajo en el corazón mismo

de la escritura volviéndose ella misma incitación a la escritu-ra. La segunda es el orden de la técnica, que, liberada de la

trampa ideologista que condicionaba su utilidad a su sumi-sión doctrinaria a la ideología –la “tendencia justa”–, pasa a ser valorada como mediación de fondo entre escritura y política.

Y una tercera dimensión es la tenaz barrera que experimen-

tan los intelectuales para manejar las relaciones entre

escritura e imagen, que se convierte en incapacidad de desci-

25 W. Benjamin, Discursos interrumpidos I, p.47, Taurus, Madrid, 1982.

26 W. Benjamin, op.cit. p. 52. 27 W. Benjamin “El autor como productor”, Conferencia dictada en

Paris en 1934, y traducida al español en: Tentativas sobre Brecht, Taurus,

Madrid, 1975.

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frar los nuevos lenguajes y las posibilidades estéticas. Cierto es que la fotografía, el cine y la música se presentan como “una masa en fusión de nuevas formas” cuya significación

es contradictoria pues, de un lado, se prestan a su uso como

“mero objeto de consumo”, y aun peor, en el caso de la fotografía, a un uso capaz de hacer objeto de consumo

incluso la lucha contra miseria, convirtiéndose en mero dispo-

sitivo de excitación. Pero, como lo ha demostrado Brecht, es

posible suspender el efecto de excitación para que esas téc-

nicas se transformen en dispostivo de cuestionamiento y de

estimulación social. La suspensión de la excitación –el prin-

cipio de distanciamiento en Brecht– es puesta en relación por

Benjamin con ese otro dispositivo nuevo que organiza la

escritura del film, de la radio y la fotografía: el montaje. Es

en el montaje donde se anudan los cambios de los géneros y

las formas literarias con las transformaciones de la técnica.

De otro lado, Benjamin entrevió una “estética del dese-

cho” –aquello de lo que la sociedad se deshace– que aplicó al estudio de todo lo culturalmente marginal, como son los

pasajes comerciales, la moda, la publicidad, los juguetes, los

espejos, etc. Y ello a partir de una concepción de la propia sensibilidad como montaje de fragmentos y residuos, de

arcaísmos y modernidad. Influenciado por el surrealismo,

lo que Benjamin intentaba era “capturar el retrato de la historia en las representaciones más insignificantes de la realidad, sus fragmentos por así decirlo”. Fragmentos, sí, porque no creía en la continuidad de la realidad ni de la

historia, sino en su trabazón por correlaciones “oscuras”,

alegóricas, como las que hacen el coleccionista o el alqui-mista. Y ¿qué más cercano al tejido de links engranados en

el hipertexto que el método de montaje puesto en marcha por

Benjamin para su investigación y el tejido de huellas –de

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citaciones, intuiciones y reflexiones– que configuran su “libro” Los pasajes o Paris, capital del siglo XIX ?28.

La relación del arte con las técnicas de comunicación señala

hoy no sólo un modo de divulgación o difusión de estilos y modas, de configuración de públicos y mercantilización de

formas, sino un espacio de tensiones fecundas entre resi-

duos y emergencias, entre contemporaneidades y destiem-pos, un espacio de des-ordenamiento cultural. Pues sólo desde

ese des-ordenamiento el arte puede seguir entregándonos,

en este desencantando cambio de siglo, el mínimo de utopía

sin el cual el progreso material pierde el sentido de la eman-cipación y se transforma en la peor de las perversiones. En

su encuentro con la creación artística actual, la experimenta-

ción tecnológica que posibilita la red digital (net/art)29 hace

emerger un nuevo parámetro de evaluación y validación de la técnica –muy distinto a su instrumentalidad y su funcio-

nalidad al poder–: el de su capacidad de significar, la cual,

junto con la “voluntad de creación”, permite al arte desa-fiar, y en cierto modo romper, la fatalidad de una revolu-

ción tecnológica cuya prioridad militar y usos depredatorios

están amenazando la existencia misma de nuestro planeta.

Lo anterior no significa en modo alguno que la creación

se confunda con el mero acceso, o que la interactividad se

reduzca en muchos casos a navegación programada. La web

representa una nueva modalidad de cooptación que pone al arte de manera mucho más sinuosa en manos de la indus-tria y el comercio, con lo que, al hacer pasar todo lo nuevo

por la misma pantalla, ella torna aun más difícil diferenciar

28 W. Benjamin, Paris, capitale du XIX siecle. Le livre des passages, Du Cerf,

Paris 1989. 29 B. Lafargue (coord.), Anges et chiméres du virtuel. Figures de l’art 6, PUP,

Pau, 2002; J. La Ferla (Comp.) , De la pantalla al arte transgénico, Libros

del Rojas, Buenos Aires, 2000; A. Machado, Maquina e imaginario. O

desafio das poéticas tecnologicas, Edusp, São Paulo, 1996.

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y apreciar lo que de veras vale, y la instantaneidad del acon-tecimiento artístico puede comprimir su duración al punto de

volverlo irrescatable del flujo, esto es, radicalmente efímero e

insignificante. Desde hace años Virilio y Baudrillard han

advertido que el vértigo general de la aceleración, al confundir

la compulsión de las experimentaciones estéticas con la

exaltación de lo efímero y desechable, produce una estetiza-

ción creciente de la vida cotidiana cuyo efecto es el

emborronamiento no sólo del aura del arte, sino de los lin-

deros que lo distancian del puro “éxtasis de la forma en la

infinita proliferación de sus variaciones”30. Sin embargo,

nada de esto anula la enorme posibilidad de performatividades

estéticas que la virtualidad abre no sólo para el campo del

arte en particular, sino también para la recreación de la

participación social y política, recreación que pasa por la

activación de las diversas sensibilidades y socialidades hasta ahora tenidas por incapaces de interactuar con la contem-

poraneidad técnica y, por tanto, de actuar y de crear.

III Entre veedurías ciudadanas y visualidades urbanas

Nuestras sociedades se hallan hoy desgarradas y movili-zadas a la vez por dos grandes movimientos: el de las migraciones sociales –de un tamaño estadístico y una enver-

gadura intercultural nunca antes vistos– y el de los flujos

informacionales cuya innovadora densidad está trastornan-do tanto los modos de producción como los de estar juntos.

Redes sociales y redes cibernéticas se entrelazan tan inextri-cablemente que resulta imposible deslindar con plena claridad dónde termina, en palabras del geógrafo brasileño Milton Santos31, la perversidad sistémica –que produce y con-

30 J. Baudrillard, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona, 1991;

P, Virilio, L’art du moteur, Galilée, Paris, 1993. 31 Milton Santos, Por uma outra globalização, do pensamiento único á cons-

ciencia universal, Record, Río de Janeiro, 2002.

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duce al aumento de la pobreza y la desigualdad, del desem-pleo tornado crónico, de enfermedades que como el sida se tornan epidemia devastadora en los continentes no más

pobres sino más saqueados–; y dónde empieza la posibilidad

epocal que le abren al planeta, por primera vez, la enorme y

densa mezcla de pueblos, razas, culturas y gustos que se

produce hoy –aunque con enormes asimetrías– en todos los

continentes, el dinamismo adquirido por el mestizaje de culturas y filosofías otras que ponen en crisis la hegemonía

del racionalismo occidental, la reconfiguración de la rela-

ción entre poblaciones y territorios por la aglomeración de

una gran masa de población en áreas cada día menores, y la apropiación creciente por grupos de los sectores subalternos

de nuevas tecnologías que les posibilitan una verdadera

“revancha sociocultural”, esto es, la construcción de una

contra-hegemonía a lo largo del mundo.

Es por eso que la visibilidad que más nos interesa escu-

driñar hoy en América Latina es la que emerge de la conflictividad y el entrelazamiento entre ciudadanías y urba-

nías, entre experiencia ciudadana y experimentación urba-

na, entre ciudadanos y cibernautas. Y para ello voy a narrar

sucinta y analíticamente algunas experiencias y experimen-tos colombianos referidos a la innovadoramente visibilidad de la ciudad de Bogotá y a la peculiares visualidades de los

jóvenes en Colombia.

Bogotá: entre el caos y la creación

Si las narrativas del origen identifican a la ciudad con el caos –en el relato bíblico el caos es caracterizado por la vio-

lencia que señala el que el fundador de las ciudades sea el

fratricida Caín, y por la confusión que es lo significa Babel, la

primera gran gesta que protagoniza la ciudad–, Bogotá puso una de las más altas tallas de caos del mundo a comienzos

de los años noventa. A fines del siglo XIX, Soledad Acosta

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de Samper, una de las primeras feministas de Colombia que vivió gran parte de su vida entre Paris y Lima, escribió un cuento titulado Bogotá en el año 2000: una pesadilla , en el que

cuenta la “pesadilla” de una señora de la alta sociedad que

regresa a Bogotá en el año 2000 y se encuentra con que las sirvientas son universitarias –la cocinera es filósofa, la em-

pleada doméstica es graduada en la Academia de Bellas

Artes– ateas y anarquistas, y se visten en formas deslum-brantes; además, la ciudad acaba de crear el Instituto de la

Alegría, cuyo slogan es “Viva la emancipación y la libertad”.

La premonición es paradójica y certera: Bogotá en el 2000

será caos, violencia y confusión. ¡Pero ese caos provendrá de la emancipación de la mujer, con lo que pesadilla será

sólo para las aristócratas!

A mediados de los años noventa Bogotá era una ciudad “mojada y sucia, fragmentada, peligrosa y desquiciada”,

según dice un cronista, con una población aproximada de

siete millones (mal contados). En los últimos veinte años había vivido un proceso galopante de disminución de sus

habitantes autóctonos, y una acelerada heterogenización de su

poblamiento por el aluvión de gentes procedentes de todas las regiones del país, y más recientemente, recibiendo la mayor parte del millón y medio de desplazados por la gue-

rra. A la permanente informalidad de sus procesos de urba-

nización –permanente construcción y destrucción, precarie-dad de la malla vial, deficiencia en los servicios y caos del

trasporte público– se añadía la discriminación topográfica: su

división entre el norte de los ricos y el sur para los pobres,

entre el territorio de los conjuntos residenciales cerrados y los barrios de pobres a medio hacer, llenos de emigrantes y desplazados. Una ciudad carente de espacios públicos dis-

frutables colectivamente y con enormes espacios “vacíos” impactados por un gran deterioro físico y social. La narrati-va de su caos agregaba a ese mapa este otro: a) la mayor cantidad de lesiones violentas se daban –a pesar de sus altos

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índices de criminalidad e inseguridad– no entre extraños sino en los ámbitos vecinales, privados e íntimos, que es donde operan las “deudas” y las venganzas, el maltrato

entre familiares y los delitos sexuales; b) “sus habitan-tes

transitaban entre la casa y el lugar de trabajo como si lo hicieran por entre un túnel”32, atentos sobre todo a cual-

quier indicio de peligro y, por tanto, sin enterarse de lo que

pasaba en el entorno.

Pero esa misma Bogotá eligió para alcalde en 1995 al ex

rector de la Universidad Nacional, matemático y filósofo,

Antanas Mockus –de padres lituanos que huyeron de la guerra en su país primero a Alemania y después a Colom-

bia– quien se presentó de cadidato sin el apoyo de ningún

partido político, prácticamente dobló en votos a su mayor oponente, y formó luego su gobierno con independientes y

gente proveniente de la academia. Esa decisión transforma-

ría radicalmente el futuro de Bogotá. El lema de su cam-

paña fue realmente el lema de su gobierno: formar ciudad33.

Ello significaba tres cosas: lo que da su verdadera forma a

una ciudad no son las arquitecturas ni las ingenierías sino

los ciudadanos; para que ello sea posible los ciudadanos tienen que poder re-conocerse en la ciudad; y ambos proce-

sos se hallan implicados en un tercero: el de hacer visible la

ciudad como un todo, es decir, en cuanto espacio/proyecto

/tarea de todos. Si antes la ciudad era invisibilizada por sus múltiples desastres y los mil fallos desde los que afectaba cotidianamente a la gente –fallos en el acueducto, la energía

32 M. T. Uribe, “Bogotá en los noventa, un escenario de intervención”,

en: F. Giraldo y F. Viviescas (comp.) Pensar la ciudad, pp. 391-408,

Bogotá, 1996; ver también a ese propósito: S. Niño Murcia y otros, Territorios del miedo en Santafé de Bogotá, Tercer Mundo, Bogotá, 1998; F.

Thomas, “Pensar la ciudad para que ella nos piense... una mirada femenina sobre la ciudad”, en: Pensar la ciudad (ya citado), p. 413. 33 A. Mockus, Cultura ciudadana. Programa contra la violencia en Santa Fé

de Bogotá, Colombia, 1995-1997, Alcaldía de Bogotá, 1995.

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eléctrica, el transporte, etc.– de lo que se trataba ahora era de que la mirada cambiara de foco y pasara a percibir las deficiencias no como un hecho inevitable y aislado, sino

como el rasgo de una figura deformada en su conjunto, esto

es, deforme, sin forma.

Y la ciudad comenzó a hacerse visible cuando una serie

de estrategias comunicativas callejeras sacaron a sus habi-tantes del “túnel” por el que la atravesaban provocándolos a

mirar y ver. La primera estrategia fueron los más de cuatro-

cientos mimos y payasos –estratégicamente ubicados en

múltiples lugares de la ciudad especialmente congestiona-dos– señalando las líneas de zebra para el paso de peatones

y acompañándolos, con el consiguiente revuelo, protestas y

desconcierto tanto de los conductores de automóviles como de los asombrados transeúntes. Lo que en principio se tomó

como un “mal chiste” del alcalde, se convirtió pronto en

una pregunta acerca del espacio público, pregunta que en-

contró rápidamente su traducción en gesto y conducta: la alcaldía regaló a miles de conductores un tarjetón en el que

se veía, por una cara, el gráfico de un dedo pulgar hacia

arriba, y por la otra el pulgar hacia abajo, que muy pronto aprendieron a usar para aplaudir las conductas respetuosas de las normas y solidarias, o bien para reprochar las infrac-

ciones y violencias. A los pocos meses abrió un concurso

para que Bogotá tuviera himno, pues una ciudad sin himno no se oye; y después fue la aparición de la zanahoria como

signo de la muy polémica implantación de una hora-tope

para los establecimientos de bebidas alcohólicas; y después los rituales de vacunación contra la violencia, la instalación

en los barrios más pobres de casas de justicia para que la

gente dirimiera sus conflictos localmente y sin aparato for-mal, o la creación de la noche de las mujeres, etc.

De lo que se trataba era de un rico y complejo proceso de

lucha contra la explosiva mezcla del conformismo con la

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acumulación de rabia y resentimiento, y ello reinventando a la vez una cultura política de la pertenencia y una política cultural de lo cotidiano. De ahí que fueran dos los hilos que

entrelazan las múltiples dimensiones de esa experiencia:

una política cultural que asume como objeto pro-mover no tanto las culturas especializadas sino la cultura cotidiana de

las mayorías, y un objetivo estratégico: potenciar al máximo

la competencia comunicativa de los individuos y los grupos como forma de resolver ciudadanamente los conflictos y de

dar expresión a nuevas formas de inconformidad que susti-

tuyan la violencia física. Con una heterodoxa idea de

fondo, la de que lo cultural (el nosotros) media y establece un

continuum entre lo moral (el individuo) y lo jurídico (los

otros), como lo ponen de presente los comportamientos que

siendo ilegales o inmorales son sin embargo culturalmente

aceptados por la comunidad. Fortalecer la cultura ciudadana

equivale entonces a aumentar la capacidad de regular los

comportamientos de los otros mediante el aumento de la

propia capacidad expresiva y de los medios para entender lo que el otro trata de decir. A eso lo llama Antanas “aumento

de la capacidad de generar espacio público reconocido”34.

Armada inicialmente de ese bagaje conceptual, la alcaldía

de Bogota contrató una compleja encuesta sobre contextos ciudadanos, sentido de justicia, relaciones con el espacio público, etc., dedicó a su campaña de Formar Ciudad una

enorme suma (el 1% del presupuesto de inversión del Distri-to Capital), emprendiendo su lucha en dos frentes –la in-teracción entre extraños y entre comunidades marginadas–

y sobre cinco programas estratégicos: el respeto a las nor-

mas de tráfico (mimos en las cebras), la disuasión del porte de armas (a cambio de bienes simbólicos), la prohibición del uso indiscriminado de pólvora en festejos populares, la “ley

zanahoria” (fijación de la una de la madrugada para el

34 A. Mockus, “Cultura, ciudad y política”, en Y. Campos e Y. Ortiz

(comp.), La ciudad observada. Violencia, cultura y política, p.18, Tercer

Mundo, Bogotá, 1998.

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cierre de establecimientos públicos donde se expenden lico-res, y propuestas de cocteles sin bebida alcohólica), y la “vacunación contra la violencia” (un ritual público de agre-

sión simbólica especialmente entre vecinos, familiares y

contra el maltrato infantil).

El otro hilo conductor fue el de una política cultural enco-

mendada al Instituto Distrital de Cultura, que pasó de estar dedicado al fomento de las artes a tener a su cargo la articu-

lación de los muchos y muy diversos programas culturales

del proyecto rector de Formar Ciudad, en el que se inserta-

ban tanto las acciones de la alcaldía como las de las instituciones especializadas de cultura y las de las asocia-

ciones comunitarias en los barrios. Y mientras los estudio-

sos de las políticas culturales en América Latina estábamos convencidos de que no podía haber política cultural sino

sobre las culturas especializadas e institucionalizadas –co-

mo el teatro, la danza, las bibliotecas, los museos, el cine o

la música–, la propuesta de Formar Ciudad estuvo dedicada

a lo contrario: partir de las culturas de la convivencia social,

desde las relaciones con el espacio público –en los andenes

y los autobuses, los parques y las plazas– hasta las reglas de

juego ciudadano en y entre las pandillas juveniles. La ruptura y la rearticulación introducidas sonaron a

blasfemia a no pocos, pero otros muchos artistas y trabaja-dores culturales vieron en ellas la ocasión para repensar su

propio trabajo a la luz de su ser de ciudadanos. El trabajo en barrios se convirtió en posibilidad concreta de recrear, a través de las prácticas estéticas, expresivas, el sentido de pertenencia de las comunidades, la reescritura y la percep-

ción sus identidades. Redescubriéndose como vecinos descu-

brían también nuevas formas expresivas, tanto en las narra-tivas orales de los viejos como en las oralidades jóvenes del

rock y del rapp. Un ejemplo precioso de esa articulación

entre políticas sobre cultura ciudadana y culturas especiali-

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zadas es el significado que empezó a adquirir el espacio público y los nuevos usos a los que se prestó para el montaje de infraestructuras culturales móviles de disfrute colectivo.

Devolverle el espacio público a la gente comenzó significar

no sólo el respeto de normas, sino su apertura para que las comunidades pudieran desplegar su cultura en un proceso

en el que ciudadano empezara a significar no sólo partici-

pación sino también pertenencia, y creación.

Colombia entre veedurías y visualidades

El conjunto de estrategias simbólicas movilizadas en la

ciudad de Bogotá encontró su colofón en la creación de la

Veeduría ciudadana, una institución puesta en marcha al

comenzar la segunda alcaldía de A. Mockus, entre el 2001 y

el 2004. Se trata de una institución impulsora y organizado-

ra de los ciudadanos por comunas en cada una las localidades

en que se halla dividida la administración de Bogotá, orien-tada a permitirles hacerse-ver y valer en la formulación de

demandas, en la instauración de denuncias y en la elabora-

ción de proyectos sociales y culturales. Veeduría es una

palabra cuyos lazos con el ver y lo visible no son únicamen-te fonéticos; pues si lo propio de la ciudadanía hoy es estar

asociada al reconocimiento recíproco, ello pasa decisivamente

por el derecho a ser visto y oído, ya que equivale al de exis-tir/contar social política y culturalmente, tanto en el terreno

individual como el colectivo, en el de las mayorías como de

las minorías. La relación entre lo público y lo comunicable pasa cada

vez más densa y contradictoriamente por la mediación de las

imágenes; una mediación presente y actuante a lo largo y lo

ancho de la vida cotidiana en la ciudad, desde las vallas a la televisión, pasando por las mil formas de afiches, graffitis,

etc. Esa presencia constante y delirante de las imágenes en nuestra vida es casi siempre asociada –o llanamente reduci-

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da– a una especie de mal inevitable, una incurable enferme-dad del mercado y la política contemporáneos, y casi nunca a los fenómenos y dispositivos de la visibilidad, idea ésta

asociada predominantemente a su otra cara: la de la vigilan-

cia a la que nos somete el poder cada día más descarada-

mente. Y es cierto: todo hacerse visible es al mismo tiempo

tornarse vulnerable al acoso vigilador del poder, cuya figura

más extrema se halla en Internet: no puedes existir/estar en

la red sin ser visto –detectado/observado– por miles de ojos, ¡y sin hacerte vulnerable a miles de virus! Pero así

como esa vulnerabilidad aleja a muy pocos de Internet,

pues lo que moviliza y posibilita la red contrarresta los riegos, así también la visibilidad social y política significa ir

más allá de a la obsesión panóptica, incluso ahora, después

del 11S, cuando toda ciudad amenaza convertirse en aero-

puerto dada la cantidad de ingenios electrónicos de chequeo automático y de vigilancia agresiva.

Ese ir más allá comienza a asumir lo que la acosadora

mediación de las imágenes produce socialmente, único

modo de poder intervenir sobre ese proceso. Y lo que en las

imágenes se produce es, en primer lugar, la salida a flote, la emergencia de la crisis que sufre desde su interior mismo el discurso de la representación. Pues si es cierto que la creciente

presencia de las imágenes en el debate, las campañas y aun en la acción política, espectaculariza ese mundo hasta con-fundirlo con el de la farándula, los reinados de belleza o las

iglesias electrónicas, también es cierto que por las imágenes pasa una construcción visual de lo social en la que esa visibili-

dad recoge el desplazamiento de la lucha por la representa-

ción hacia las demandas de reconocimiento.

En segundo lugar, en las imágenes se produce un profun-

do des-centramiento de las instituciones y las formas que mediaron el funcionamiento social de las artes. Es verdad que en las contradictorias dinámicas de ese descentramiento

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el mercado juega un papel clave al funcionalizar –y en no pocos casos cooptar– a los nuevos actores y los modos de experimentación y de comunicación estética; pero también

lo es que, como apuntamos anteriormente, la expansión y

proliferación de las performatividades estéticas desborda las estratagemas del mercado. Y hablo de performatividades

porque me parece la categoría que mejor permite entender

los nuevos modos de la visibilidad social hoy, cuando la me-

diación de las tecnicidades pasa a ser estructural; esto es,

cuando ellas median justamente las trans-formaciones –los

cambios de forma en el sentido que le dieron Marx y Freud a

ese concepto– de lo público, las nuevas formas tanto del confi-

gurarse de lo público como de su percepción. Es a esas perfor-

matividades a lo que he venido llamando en mis últimos

trabajos visualidades. Terminaré este trabajo mencionando

algunas visualidades del protagonismo social logrado por los jóvenes en Colombia.

“Las imágenes de los jóvenes como perpetradores de vio-lencia son las que, irónicamente, dieron principio a su

visibilidad y las que les abrieron una forma de participación

en la sociedad a través de la negociación de acuerdos de paz o de espectaculares representaciones mediáticas”35. Efecti-vamente, fue a partir de las imágenes de los dos jóvenes

sicarios que, montados en una moto asesinaron, a mediados de los años ochenta, al Ministro de Justicia, cuando el país percibió por primera vez la presencia de un nuevo actor social: los jóvenes, que comenzaron a ser protagonistas en

titulares y editoriales de periódicos, en dramatizados u otros

programas de televisión, en novelas y films. Y unos pocos años después, en un extraño libro titulado No nacimos

pa’semilla36 se hará también público el primer intento de

35 P. Riaño, Habitantes de la memoria: jóvenes, memoria y violencia en Mede-

llín, p.149, ICANH, Bogotá, en prensa. 36 A. Salazar, No nacimos pa’semilla, CINEP, Bogotá, 1990.

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comprensión de la performatividad estética de los jóvenes sicarios de Medellín; su autor, Alonso Salazar, se arriesga por primera vez investigar el mundo de las pandillas juveniles

urbanas desde la cultura. Cuestionando el que se reduzca la

violencia juvenil a un efecto de la injusticia social, del des-empleo, la violencia política y la facilidad de dinero que

ofrecía el narcotráfico, la investigación de Salazar –lejos de

ignorar esas realidades– muestra que la violencia juvenil se inscribe en un contexto más ancho y de más larga duración:

el del complejo y delicado tejido sociocultural del que están

hechas las violencias que atraviesan por entero la vida coti-

diana de la gente en Colombia y de la sociedad antioqueña en particular. Se pone así al descubierto la complejidad y el

espesor cultural de los rituales de violencia y muerte de los

jóvenes, en su articulación a rituales de solidaridad y de expresividad estética, reconstruyendo el tejido desde el que

esos jóvenes viven y sueñan: desde el rock duro, el metal, y

sus peculiares modos de juntarse, hasta las memorias del

ancestro paisa con su afán de lucro, su fuerte religiosidad y la retaliación familiar; pero también los imaginarios de la

ciudad moderna, con sus ruidos, sus sonidos, sus velocida-

des y su visualidad electrónica. Siendo esos jóvenes los primeros a los que se les aplicará en Colombia el apelativo de desechables, Salazar nos ayuda a entender la densidad del

sentido en que los jóvenes sicarios constituyen ese desecho de

la sociedad; pues desechable significa la proyección sobre la

vida de las personas de la rápida obsolescencia de que están hechos hoy la mayoría de los objetos que produce el merca-do, pero desechable tiene que ver también con desecho, esto

es, con todo aquello de lo que una sociedad se deshace o se quiere deshacer... porque le incomoda, le estorba. Empe-zamos así a comprender de qué dolorosas y a la vez gozosas

experiencias, de que sueños, frustraciones y rebeldías estaba hecho ese desecho social que conforman las bandas juveniles,

esas que desde los barrios populares llevan la pesadilla –en las formas del sicario en moto, pero también en las del rock

Page 32: Visibilidad política de la violencia y visualidades estéticas de su cotidianidad

Visibilidad política de la violencia y visualidades…

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y el rapp– hasta el centro de la ciudad y sus barrios bien habientes y bien pensantes. La visualidad de los jóvenes emergerá cada día más fuerte de las voces de esos nómadas

urbanos que se movilizan entre el adentro y el afuera de la

ciudad montados en las canciones y sonidos –de los grupos de rock, como Ultrágeno y La pestilencia, o en el rapp de las

pandillas y los parches de los barrios de invasión–; todos

ellos vehículos de una conciencia dura de la descomposi-

ción de la ciudad, de la presencia cotidiana de la violencia en las calles, de la sinsalida laboral, de la exasperación y lo

macabro. En la estridencia sonora del hevy metal y en las

barrocas sonoridades del concierto barrial de rapp los jugla-

res de hoy hacen la crónica de una ciudad en la que se

hibridan las estéticas de lo desechable con las frágiles utopí-

as que surgen de la desazón moral y el vértigo audiovisual.

Bogotá, febrero de 2005.