volvemos a la antigua y entraÑable ciudad

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DDDaDaDDaDaODDDnOODDODDDOnDDDDDODDDDODDDDODaaaDDnODDDDDDDDDOnnDnDDDDDDODDDDODODDDDDDODDDDDDDDODDDDDÜDDODQa aDDDGDDnDDnDDDnonODDDaODDDDDDDODDDnDaDDDDnDDDOODnOODDnODDaDDDDDDaDODnnODDODDODQDDDGaDDODGODDaDDaODQDDDgggD S ANTA Cruz de Tenerife, ciu- dad de espíritu inquebranta- ble, tiene rincones en los que el Tiempo —así, con mayúscula— parece dormido. Son rincones —muy pocos ya— en los que, hasta un antaño reciente, los callaos que empedraban las calles parecía guardaban aún el color y el hervor de la playa que fueron. Con su sencillo y profundo ana- cronismo, aquellos callaos acen- tuaban y daban carácter a los lu- gares que, sin duda alguna, tenían espíritu propio, innegable, espíri- tu lleno de sonrisas y piedades. En algunos barrios de Santa Cruz, viejas, centenarias casas —viejos, centenarios patios que an- tes eran corazones de sol y verdor— se asoman a las calles que nos hacen evocar juegos y sonri- sas infantiles. Allí revivimos —en el recordar que es volver a vivir— los mismos juegos y risas infanti- les que disfrutramos en nuestra pe- quenez y que, por imperativos del tiempo que avanza inexorable, hoy están vedados a las nuevas gene- raciones. Aquellos antiguos rincones —aquellas antiguas calles y plazas— son de muchos años an- tes de que fuésemos llamados a la vida. En ellos vivimos los inocen- tes placeres de la niñez, las fogo- sas alegrías de la juventud y, aho- ra, las serenas alegrías de la edad madura. La vida, hecha de sombra y luz —de alegría y dolor— nos ha he- cho comprender que la juventud es imaginación, fuego, espontaneidad creadora. Y todo esto lo entende- mos cuando llegamos al sereno ocaso después de jornadas —muchas jornadas— de horas in- finitas y plenas. En la actualidad, cuando el re- cuerdo del pasado no es más que un soplo de brisa sobre la sombra de los ocasos, aún muestra antigua y buena ciudad tiene rincones que conservan todo el ambiente de an- taño. Por la playa de Añaza —allí, donde el Eterno fijo su voluntad de callaos— nació y creció Santa Cruz de Tenerife. Al filo de la ola —a la misma vera de la mar— cre- ció y creció y, así, en pocos años el caserío fue como un relámpago de claridad en un cielo de luz se- rena. Entre las calles con tráfico an- gustiado y angustiante, rincones que, pese a sus años, dan la sen- sación de cosa bien hecha, de aquellas que antaño se hacían con- cienzudamente, para que de verdad durasen. En tales rincones —po- cos, por desgracia— nos vienen a la mente evocaciones de una ciu- dad de Santa Cruz que no vivimos, ciudad de la que sí mucho oímos de los que nos precedieron por el camino de la vida. En aquellos rincones, los landos y coches de punto, con sus estam- pas clásicas pasaban y paseaban con calmas que, entre los adoqui- nes y los callaos, dejaban ver el verde intenso y extenso de la hier- ba. Aquellas calles, llenas de dul- ce añoranza —vanas sombras de un pasado— hoy resultan insuficien- tes para dar salida, cabida y aco- modo, a los vehículos relucientes que bien guardan en su interior, trepidantes y simbólicos, a los ca- ballos de antaño. Aquellas calles y plazas —to- das— estaban hechas para el sono- ro, tranquilo y acompasado trotar de los corceles que fueron y que, en la actualidad, nos vuelven en las antiguas estampas de Santa Cruz. Eran calles para las firmas y fé- rreas herraduras que bien marca- ban con parsimonia todo el ritmo y latir de la ciudad. Frente a la mar alta y libre, la centenaria Alameda del Muelle —o de la Marina, que también así se la llamaba— en poco recuerda su primitivo pasado, pero con- serva su aire de antaño. Su histo- ria comenzó cuando, en el reina- do de Carlos III, el entonces co- mandante general del Archipiéla- go, marqués de Branciforte, sugirió La calle de San Francisco —o del Doctor Comenge, si se prefiere— una de las que bien conserva la sencillez y gracia de antaño Volvemos a la antigua y entrañable ciudad tal construcción que, aceptada, luego se llevó a la práctica. En sus «Apuntes para la histo- ria de Santa Cruz de Tenerife», don José Desiré Dugour definió al mar- qués de Branciforte —que luego fue virrey de México— como per- sona «educada en la escuela de los hombres nobles que ilustraron el remado de Carlos III, era el ver- dadero tipo del gran señor, del ca- ballero urbano y siempre obs^ quioso, al par que valiente militar y entendido administrador, y em- pezó a señalar su advenimiento a la Comandancia de las islas por muchas mejoras notables». Mucho ha cambiado la antigua alameda del Muelle que, pese a todo —pese a la pérdida de su ele- gante fachada aún conserva la fuente de mármol que, desde siem- pre, con su dedo de agua apunta a las estrellas. Innumerables fue- ron las disposiciones que el mar- qués de Branciforte tomó en bene- ficio de Santa Cruz de Tenerife. En 1785 llevó a cabo obras decisivas e importantes de carácter benéfi- co —Hospital Civil, Hospicio, etc.— pero «no se contentó el acti- vo general con éstas mejoras. Dis- puso la plantación de una alame- da en la Marina y en el sitio que aún ocupa, a cuyo embellecimiento hizo contribuir a sus amigos y con- tentulios. Ordenó también la for- mación de una plataforma al extre- mo del muelle, suficiente para co- locar en ella artillería y aprovechar aquella excelente posición para aumentar las defensas de la bahía». Dos lápidas de mármol daban fe y paso a la Historia: «Ha sido cos- teada por la generosidad de las per- sonas distinguidas de este vecinda- rio, movidas del buen gusto y de- seo de reunir su sociedad en tan propio recreo. Y estimuladas de la eficacia con que se dedica y con- tribuye el citado comandante gene- ral a la hermosura, adelantamien- to y mejora de la Plaza y Pobla- ción». Por la antigua Alameda, ya am- pliada, todo el espíritu marinero de la ciudad que por sus aguas vio cruzar a los marinos y descubrido- res —Magallanes, Elcano, Cook, Dumont D'Urville, D'Entrecas- teaux, Fitroy, Laperouse, etc.— que iban en búsqueda de islas nue- vas, de tierras nuevas, de nuevos continentes. Fueron los que, con escala en este puerto a la sombra del macizo de Anaga, mudaron la figura e imagen de la Tierra. LA ANTIGUA PAZ Santa Cruz de Tenerife siempre ha tenido paz casera y dormida, la misma que se refleja en los luga- res —repito que pocos ya— seña- lados por el paso del Tiempo. A la sombra de la centenaria to- rre de la iglesia de Nuestra Seño- ra de la Concepción —siempre la paz de antaño, ahora presidida por el busto que bien nos recuerda al bueno del Padre Luis Eguiraun. Allí se alzaron —ya sólo en parte— caserones señalados por los años, caserones que, toaos, cu lo alto tenían miradores abiertos y orientados hacia la mar alta y li- bre. En la plaza tranquila, laure- les de Indias y, casi en la esquina con la calle de Santo Domingo, la flecha vegetal de la araucaria, her- mana gemela de la que se alzaba en la plaza del Príncipe. Ambas murieron pero, en nuestros recuer- dos de niñez y pequenez, aún les tenemos bien presentes, lo mismo que a la que, en el jardín del Hos- pital Militar, hasta hace poco lu- ció estampa elegante y cargada de años. Por la plaza de la Iglesia, callaos de playa que empedraban el recin- to que bien comunicaba con la ca- lle de la Caleta y el callejón de la Cruz, tan bien recordado recien- temente por Carlos Díaz y Díaz en su historia sobre las calles de Santa Cruz. Ya remozada, la plaza de la Igle- sia vuelve a nosotros con olor a ta- baco, tanto del suave habano —en fardos envueltos en yaguas— como del oloroso y fuerte que, en boco- yes, llegaba desde Virginia. Otros tabacos —Brasil, Java, Sumatra, etc.— compartían su aroma con el que, desde la isla hermana de La Palma, llegaba a las industrias de Santa Cruz. En la plaza de la Igle- sia, las fábricas de don Manuel Herrera, los hermanos Padrón Elizmendi y don Fernando Fran- quet que, con la de doña Amparo Hernández —en la calle de la Noria— y la de Benítez, en la de Santo Domingo, mucho y bien tra- bajaban en la exportación de labo- res canarias en los tiempos de la Tabacalera. En la entonces plaza tranquila —con verdadera placidez de alma— los antiguos caserones que, todos, tenían patios interiores que eran verdaderos corazones de sol. En las azoteas, gallos que inven- taban amaneceres y, sobre los ca- llaos, el resonar de las llantas de acero de los carros y «carros ca- narios» que atendían las necesida- des de los almacenes de don Luis Hernández. En ellos, que daban al callejón de la Cruz —la oscuridad la rompía alguna que otra charaboya— todo el vasto bregar y vasto ganar: carros de muías en faenas de carga y descarga y, con ellos, los borriqueros se encarga- ban del transporte a las ventas de las cargas «al menudeo» que, por entonces, eran vitales para el de- sarrollo del comercio en los ba- rrios. De aquellos años, allí recuerdo a don Luis, siempre atareado, a ,»_ i2-.:i:^ WArnández. eme era el encargado, y al carrero —cuyo nombre no recuerdo, pero creo era también Emilio— con su buen cui- dado tipo de muías siempre lustro- sas. Por la calle de la Caleta, a la pla- za de la Iglesia —siempre tranqui- la— llegaban de cuando en cuan- do los camiones de entonces, aque- llos «Thornycroft» y «Mack» que, con sus ruedas macizas, vencieron a los carros que, hasta poco antes, monopolizaban el transporte. Aquellos camiones eran ruidosos, antiestéticos para nuestros ojos de hoy —chatos radiadores, volante casi vertical y el «chain drive» al eje trasero —pero mantuviéronse constante servicio durante años y décadas. Durante los últimos años —ya ninguno se conserva— suavi- zaron sus líneas con la adopción del neumático moderno. Carros y camiones por las calles de Santa Cruz. Taxis de las ya ine- xistentes paradas, guaguas «perre- ras» de blanco y azul, tranvías, eléctricos y, con los «carritos», la antes citada humildad de los bu- rros, siempre sencillos y pacientes, ante los comercios y ventas de la ciudad. Por sus antiguas plazas, Santa Cruz de Tenerife mantiene el so- siego que invita al paseo, al diálo- go inútil con un amigo que no ten- ga prisa. En años idos —cuando cerca se alzaban las casonas de prosapia, mansiones de antaño, no- bles casas de fachadas sencillas, historiados aleros —gárgolas como gatos petrificados, anchas y guar- necidas portaladas. En los almace- nes cercanos —largos y oscuros— los peones rezaban la inacabable letanía del esfuerzo y, a todos los barrios, afluía paz de vida. Abierta a todos los soles y todas las brisas, Santa Cruz tenía y bien mantenía calles, plazas y jardines bendecidas por la sonrisa del sol. Por el viejo y buen Toscal aún en- contramos calles —de la Rosa, Santiago, San Miguel, etc.— que, pese a los años, son siempre nue- va luz de llama nueva. Día a día salen a la viva alegría del sol y, en la nueva ciudad, ponen e imponen su impronta antigua y plena de ale- gría. Por los antiguos Toscales —por la zona de Cabo-Llanos, Duggi, Salamanca, Perú, etc.— toda una gracia y sencillez de años idos para siempre. Y es que Santa Cruz de Tenerife —nuestra antigua y bue- na ciudad— tuvo, tiene y siempre tendrá, hombres que supii ber v &ab»»M uü< - ! 'fe ui ^uin y alegría todo el trabajo encami- nado nacía ei futuro de la ciudad que nació al filo de la ola. Las calles de la Marina, San Francisco, La Rosa, Santiago y San Miguel, apuntan —como siempre— al buen y antiguo barrio del Toscaí. Eran —son— vías tra- dicionales a las que, luego, desde la de San Martín se unió la prolon- gación de la de Méndez Núñez. Esta, amplia, terminó con el céle- bre campo del Iberia F.C. y, tam- bién, con el que a nivel inferior —el del Pirata— era para el entre- namiento de los jugadores que sur- gían y prometían. Cerca, la casa terrera en la que se alquilaban bi- cicletas por un cubano que allí te- nía un taller de reparaciones. Por allí, en la calle de San Isi- dro, las ventas de don Lázaro Dor- ta, don Paco y doña Clara, la de doña Peregrina y, en la esquina de la del Saludo con la de Santiago, don Juan y doña Celia con su co- mercio. Luego, por San Martín —bajando a la derecha— estaba el de don Pepe «el cubano», en una casa terrena, con el sencillo toca- do de tejas canarias, que aún se conserva. Por aquel antiguo barrio del Tos- cal, la «muralla» de la calle de la Marina era el balcón sobre la ca- rretera de San Andrés —el cami- no de las locomotoras empenacha- das y traqueteantes— y las playas de La Peñita, San Antonio y Los Melones. Abajo, sobre el reposo húmedo de los callaos, las embar- caciones de la pesca de bajura y, en los varaderos de la Hamilton y la Eider Dempster, goletas, remol- cadores, gabarras carboneras y los aljibes flotantes rematados por chi- meneas grotescas y en candela. Con los veleros que fueron —«La Paula», «Progreso», «Juani- ta», «Joven San Blas», «Felicia», «Joven María Candelaria», «El Mocho», etc.— los fruteros del ca- botaje que, en sus chimeneas, lu- cían las contraseñas de Rodríguez López, Padrón Saavedra, Peña Hermanos y Canaria de Vapores. Había una hermandad de velas abiertas y blancas con los negros y espesos penachos y, por el am- plio balcón de Santa Cruz sobre la mar, toda una paz y serenidad que sólo rompían los gualdrapazos de los foques y cangrejas y, también, los escapes de las maquinillas cuando viraban anclas. En la década de los años 20, Santa Cruz de Tenerife era ciudad con casas terreras que rompía su monotonía —muy grata monoto- nía— cuando, alguna de dos pisos, se alzaba con legítimo y sencillo orgullo y, desde alto y solitario mi- rador, por sus ventanales siempre iluminados por el sol, tanto desde el naciente como el poniente se presenciaba el espectáculo gratui- to de la mar pintada de barcos. Por todas las calles de Santa Cruz, un silencio amplio y profun- do. Por todas ellas —Castillo, San Francisco, del Norte, del Sol, Can- delaria, Marina, Cruz Verde, San José, etc. la ciudad del sosega- do vivir y el sosegado sentir. Aque- lla nuestra ciudad hizo que Eduar- do Zamacois, el eterno andariego, aquí sintiese por un momento —tras el encuentro emotivo con Samburgo, bien recogido por don Leoncio Rodríguez— aquí quiso acabar sus días. Y, desde la lejana ciudad de Buenos Aires, hasta el fin de sus días por Santa Cruz sus- piraba —«ciudad blanca y callada, repleta de sol y de luz»— en el li- bro con el que se despidió del mundo el hombre que ya sentía el peso de los años. BLASONES DE LA CIUDAD Santa Cruz de Tenerife supo, a través de su Corporación Munici- pal, pagar una deuda de gratitud y, desde hace unos años, la ciudad luce en una de sus calles el nom- bre del hombre que, para siempre, dejó hambre de recuerdos en el co- razón de todos los hombres. torre de San Fran- cisco eleva su sencilla estampa clá- sica que, con la de la Concepción, es verdadero blasón de la ciudad de ayer y de hoy, de siempre. La ciudad reciente —blanco, verde y amarüloresonante como una mar nueva se dilata en recta ansia hasta el recio macizo de Ana- ga bajo un azul extendido con, de cuando en cuando, el susurro ver- de la primavera. La mirada navega sobre la tran- quila perspectiva de azoteas. De cuando en cuando, la rojez de la humilde y elegante teja canaria rompe la monotonía del paisaje. Santa Cruz, ciudad abierta y cor- dial, está aquí —en clara y antigua perspectiva— en ese su suave de- clive en busca de la mar donde na- ció. Parece mediodía. Soledad alta y silencio humano por la antigua ca- lle que, día a día, recibe la bendi- ción sonora de las altas campanas de bronce. Y es ahora cuando alma, cansada de años, se va en su barco de paz a todos los sueños jó- venes. Y es ahora cuando vive lar- gamente, en una tarde, en las tie- rras bellas y siempre lejanas que, por paradoja, tan cercanas son a todas sus atrevidas fantasías, a las que fueron sueño en los años de ni- ñez y pequenez que refleja la anti- gua estampa de la ciudad. Amarrada a la costa, como una clara nave, Santa Cruz de Teneri- fe —con un puerto que es un rega- lo azul, un azul pintado de barcos —vuelve, día a día, al trueno de los mares, al cantar y encantar de las olas. Todo se recoge y suma un nudo más al hilo de la vida y, con la in- justa manía de los olvidos, la jus- ta manía de los recuerdos. Volve- mos a la antigua y entrañable ciu- dad, a las calles de la mar, calles con olor y mar desnuda. Y es que el ayer es un árbol de larga y rese- ca ramazón a cuya sombra nos ten- demos para recordar, para el vol- ver a vivir de don Miguel de Una- muno. Juan A. Padrón Albornoz

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1990/04/15

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Page 1: VOLVEMOS A LA ANTIGUA Y ENTRAÑABLE CIUDAD

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SANTA Cruz de Tenerife, ciu-dad de espíritu inquebranta-ble, tiene rincones en los que

el Tiempo —así, con mayúscula—parece dormido. Son rincones—muy pocos ya— en los que, hastaun antaño reciente, los callaos queempedraban las calles parecíaguardaban aún el color y el hervorde la playa que fueron.

Con su sencillo y profundo ana-cronismo, aquellos callaos acen-tuaban y daban carácter a los lu-gares que, sin duda alguna, teníanespíritu propio, innegable, espíri-tu lleno de sonrisas y piedades.

En algunos barrios de SantaCruz, viejas, centenarias casas—viejos, centenarios patios que an-tes eran corazones de sol yverdor— se asoman a las calles quenos hacen evocar juegos y sonri-sas infantiles. Allí revivimos —enel recordar que es volver a vivir—los mismos juegos y risas infanti-les que disfrutramos en nuestra pe-quenez y que, por imperativos deltiempo que avanza inexorable, hoyestán vedados a las nuevas gene-raciones.

Aquellos antiguos rincones—aquellas antiguas calles yplazas— son de muchos años an-tes de que fuésemos llamados a lavida. En ellos vivimos los inocen-tes placeres de la niñez, las fogo-sas alegrías de la juventud y, aho-ra, las serenas alegrías de la edadmadura.

La vida, hecha de sombra y luz—de alegría y dolor— nos ha he-cho comprender que la juventud esimaginación, fuego, espontaneidadcreadora. Y todo esto lo entende-mos cuando llegamos al serenoocaso después de jornadas—muchas jornadas— de horas in-finitas y plenas.

En la actualidad, cuando el re-cuerdo del pasado no es más queun soplo de brisa sobre la sombrade los ocasos, aún muestra antiguay buena ciudad tiene rincones queconservan todo el ambiente de an-taño.

Por la playa de Añaza —allí,donde el Eterno fijo su voluntad decallaos— nació y creció SantaCruz de Tenerife. Al filo de la ola—a la misma vera de la mar— cre-ció y creció y, así, en pocos añosel caserío fue como un relámpagode claridad en un cielo de luz se-rena.

Entre las calles con tráfico an-gustiado y angustiante, rinconesque, pese a sus años, dan la sen-sación de cosa bien hecha, deaquellas que antaño se hacían con-cienzudamente, para que de verdaddurasen. En tales rincones —po-cos, por desgracia— nos vienen ala mente evocaciones de una ciu-dad de Santa Cruz que no vivimos,ciudad de la que sí mucho oímosde los que nos precedieron por elcamino de la vida.

En aquellos rincones, los landosy coches de punto, con sus estam-pas clásicas pasaban y paseabancon calmas que, entre los adoqui-nes y los callaos, dejaban ver elverde intenso y extenso de la hier-ba. Aquellas calles, llenas de dul-ce añoranza —vanas sombras de unpasado— hoy resultan insuficien-tes para dar salida, cabida y aco-modo, a los vehículos relucientesque bien guardan en su interior,trepidantes y simbólicos, a los ca-ballos de antaño.

Aquellas calles y plazas —to-das— estaban hechas para el sono-ro, tranquilo y acompasado trotarde los corceles que fueron y que,en la actualidad, nos vuelven en lasantiguas estampas de Santa Cruz.Eran calles para las firmas y fé-rreas herraduras que bien marca-ban con parsimonia todo el ritmoy latir de la ciudad.

Frente a la mar alta y libre, lacentenaria Alameda del Muelle—o de la Marina, que también asíse la llamaba— en poco recuerdasu primitivo pasado, pero sí con-serva su aire de antaño. Su histo-ria comenzó cuando, en el reina-do de Carlos III, el entonces co-mandante general del Archipiéla-go, marqués de Branciforte, sugirió

La calle de San Francisco —o del Doctor Comenge, si se prefiere— una de las que bien conserva la sencillez y gracia de antaño

Volvemos a la antigua yentrañable ciudad

tal construcción que, aceptada,luego se llevó a la práctica.

En sus «Apuntes para la histo-ria de Santa Cruz de Tenerife», donJosé Desiré Dugour definió al mar-qués de Branciforte —que luegofue virrey de México— como per-sona «educada en la escuela de loshombres nobles que ilustraron elremado de Carlos III, era el ver-dadero tipo del gran señor, del ca-ballero urbano y siempre obs^quioso, al par que valiente military entendido administrador, y em-pezó a señalar su advenimiento ala Comandancia de las islas pormuchas mejoras notables».

Mucho ha cambiado la antiguaalameda del Muelle que, pese atodo —pese a la pérdida de su ele-gante fachada aún conserva lafuente de mármol que, desde siem-pre, con su dedo de agua apuntaa las estrellas. Innumerables fue-ron las disposiciones que el mar-qués de Branciforte tomó en bene-ficio de Santa Cruz de Tenerife. En1785 llevó a cabo obras decisivase importantes de carácter benéfi-co —Hospital Civil, Hospicio,etc.— pero «no se contentó el acti-vo general con éstas mejoras. Dis-puso la plantación de una alame-da en la Marina y en el sitio queaún ocupa, a cuyo embellecimientohizo contribuir a sus amigos y con-tentulios. Ordenó también la for-mación de una plataforma al extre-mo del muelle, suficiente para co-locar en ella artillería y aprovecharaquella excelente posición paraaumentar las defensas de la bahía».

Dos lápidas de mármol daban fey paso a la Historia: «Ha sido cos-teada por la generosidad de las per-sonas distinguidas de este vecinda-rio, movidas del buen gusto y de-seo de reunir su sociedad en tanpropio recreo. Y estimuladas de laeficacia con que se dedica y con-tribuye el citado comandante gene-ral a la hermosura, adelantamien-to y mejora de la Plaza y Pobla-ción».

Por la antigua Alameda, ya am-pliada, todo el espíritu marinero dela ciudad que por sus aguas viocruzar a los marinos y descubrido-res —Magallanes, Elcano, Cook,Dumont D'Urville, D'Entrecas-teaux, Fitroy, Laperouse, etc.—que iban en búsqueda de islas nue-vas, de tierras nuevas, de nuevoscontinentes. Fueron los que, conescala en este puerto a la sombradel macizo de Anaga, mudaron lafigura e imagen de la Tierra.

LA ANTIGUA PAZSanta Cruz de Tenerife siempre

ha tenido paz casera y dormida, lamisma que se refleja en los luga-res —repito que pocos ya— seña-lados por el paso del Tiempo.

A la sombra de la centenaria to-rre de la iglesia de Nuestra Seño-ra de la Concepción —siempre lapaz de antaño, ahora presidida porel busto que bien nos recuerda albueno del Padre Luis Eguiraun.

Allí se alzaron —ya sólo enparte— caserones señalados porlos años, caserones que, toaos, culo alto tenían miradores abiertos yorientados hacia la mar alta y li-bre. En la plaza tranquila, laure-les de Indias y, casi en la esquinacon la calle de Santo Domingo, laflecha vegetal de la araucaria, her-mana gemela de la que se alzabaen la plaza del Príncipe. Ambasmurieron pero, en nuestros recuer-dos de niñez y pequenez, aún lestenemos bien presentes, lo mismoque a la que, en el jardín del Hos-pital Militar, hasta hace poco lu-ció estampa elegante y cargada deaños.

Por la plaza de la Iglesia, callaosde playa que empedraban el recin-to que bien comunicaba con la ca-lle de la Caleta y el callejón de laCruz, tan bien recordado recien-temente por Carlos Díaz y Díaz ensu historia sobre las calles de SantaCruz.

Ya remozada, la plaza de la Igle-sia vuelve a nosotros con olor a ta-baco, tanto del suave habano —enfardos envueltos en yaguas— comodel oloroso y fuerte que, en boco-yes, llegaba desde Virginia. Otrostabacos —Brasil, Java, Sumatra,etc.— compartían su aroma con elque, desde la isla hermana de LaPalma, llegaba a las industrias deSanta Cruz. En la plaza de la Igle-sia, las fábricas de don ManuelHerrera, los hermanos PadrónElizmendi y don Fernando Fran-quet que, con la de doña AmparoHernández —en la calle de laNoria— y la de Benítez, en la deSanto Domingo, mucho y bien tra-bajaban en la exportación de labo-res canarias en los tiempos de laTabacalera.

En la entonces plaza tranquila—con verdadera placidez dealma— los antiguos caserones que,todos, tenían patios interiores queeran verdaderos corazones de sol.En las azoteas, gallos que inven-taban amaneceres y, sobre los ca-llaos, el resonar de las llantas deacero de los carros y «carros ca-narios» que atendían las necesida-des de los almacenes de don LuisHernández. En ellos, que daban alcallejón de la Cruz —la oscuridad

la rompía alguna que otracharaboya— todo el vasto bregar yvasto ganar: carros de muías enfaenas de carga y descarga y, conellos, los borriqueros se encarga-ban del transporte a las ventas delas cargas «al menudeo» que, porentonces, eran vitales para el de-sarrollo del comercio en los ba-rrios.

De aquellos años, allí recuerdoa don Luis, siempre atareado, a,»_ i2-.:i:̂ WArnández. eme era elencargado, y al carrero —cuyonombre no recuerdo, pero creo eratambién Emilio— con su buen cui-dado tipo de muías siempre lustro-sas.

Por la calle de la Caleta, a la pla-za de la Iglesia —siempre tranqui-la— llegaban de cuando en cuan-do los camiones de entonces, aque-llos «Thornycroft» y «Mack» que,con sus ruedas macizas, vencierona los carros que, hasta poco antes,monopolizaban el transporte.Aquellos camiones eran ruidosos,antiestéticos para nuestros ojos dehoy —chatos radiadores, volantecasi vertical y el «chain drive» aleje trasero —pero mantuviéronseconstante servicio durante años ydécadas. Durante los últimos años—ya ninguno se conserva— suavi-zaron sus líneas con la adopcióndel neumático moderno.

Carros y camiones por las callesde Santa Cruz. Taxis de las ya ine-xistentes paradas, guaguas «perre-ras» de blanco y azul, tranvías,eléctricos y, con los «carritos», laantes citada humildad de los bu-rros, siempre sencillos y pacientes,ante los comercios y ventas de laciudad.

Por sus antiguas plazas, SantaCruz de Tenerife mantiene el so-siego que invita al paseo, al diálo-go inútil con un amigo que no ten-ga prisa. En años idos —cuandocerca se alzaban las casonas deprosapia, mansiones de antaño, no-bles casas de fachadas sencillas,historiados aleros —gárgolas comogatos petrificados, anchas y guar-necidas portaladas. En los almace-nes cercanos —largos y oscuros—los peones rezaban la inacabableletanía del esfuerzo y, a todos losbarrios, afluía paz de vida.

Abierta a todos los soles y todaslas brisas, Santa Cruz tenía y bienmantenía calles, plazas y jardinesbendecidas por la sonrisa del sol.Por el viejo y buen Toscal aún en-contramos calles —de la Rosa,Santiago, San Miguel, etc.— que,pese a los años, son siempre nue-va luz de llama nueva. Día a díasalen a la viva alegría del sol y, en

la nueva ciudad, ponen e imponensu impronta antigua y plena de ale-gría.

Por los antiguos Toscales —porla zona de Cabo-Llanos, Duggi,Salamanca, Perú, etc.— toda unagracia y sencillez de años idos parasiempre. Y es que Santa Cruz deTenerife —nuestra antigua y bue-na ciudad— tuvo, tiene y siempretendrá, hombres que supiiber v &ab»»M uü<-! 'feui ^uiny alegría todo el trabajo encami-nado nacía ei futuro de la ciudadque nació al filo de la ola.

Las calles de la Marina, SanFrancisco, La Rosa, Santiago y SanMiguel, apuntan —comosiempre— al buen y antiguo barriodel Toscaí. Eran —son— vías tra-dicionales a las que, luego, desdela de San Martín se unió la prolon-gación de la de Méndez Núñez.Esta, amplia, terminó con el céle-bre campo del Iberia F.C. y, tam-bién, con el que a nivel inferior—el del Pirata— era para el entre-namiento de los jugadores que sur-gían y prometían. Cerca, la casaterrera en la que se alquilaban bi-cicletas por un cubano que allí te-nía un taller de reparaciones.

Por allí, en la calle de San Isi-dro, las ventas de don Lázaro Dor-ta, don Paco y doña Clara, la dedoña Peregrina y, en la esquina dela del Saludo con la de Santiago,don Juan y doña Celia con su co-mercio. Luego, por San Martín—bajando a la derecha— estaba elde don Pepe «el cubano», en unacasa terrena, con el sencillo toca-do de tejas canarias, que aún seconserva.

Por aquel antiguo barrio del Tos-cal, la «muralla» de la calle de laMarina era el balcón sobre la ca-rretera de San Andrés —el cami-no de las locomotoras empenacha-das y traqueteantes— y las playasde La Peñita, San Antonio y LosMelones. Abajo, sobre el reposohúmedo de los callaos, las embar-caciones de la pesca de bajura y,en los varaderos de la Hamilton yla Eider Dempster, goletas, remol-cadores, gabarras carboneras y losaljibes flotantes rematados por chi-meneas grotescas y en candela.

Con los veleros que fueron—«La Paula», «Progreso», «Juani-ta», «Joven San Blas», «Felicia»,«Joven María Candelaria», «ElMocho», etc.— los fruteros del ca-botaje que, en sus chimeneas, lu-cían las contraseñas de RodríguezLópez, Padrón Saavedra, PeñaHermanos y Canaria de Vapores.Había una hermandad de velasabiertas y blancas con los negros

y espesos penachos y, por el am-plio balcón de Santa Cruz sobre lamar, toda una paz y serenidad quesólo rompían los gualdrapazos delos foques y cangrejas y, también,los escapes de las maquinillascuando viraban anclas.

En la década de los años 20,Santa Cruz de Tenerife era ciudadcon casas terreras que rompía sumonotonía —muy grata monoto-nía— cuando, alguna de dos pisos,se alzaba con legítimo y sencilloorgullo y, desde alto y solitario mi-rador, por sus ventanales siempreiluminados por el sol, tanto desdeel naciente como el poniente sepresenciaba el espectáculo gratui-to de la mar pintada de barcos.

Por todas las calles de SantaCruz, un silencio amplio y profun-do. Por todas ellas —Castillo, SanFrancisco, del Norte, del Sol, Can-delaria, Marina, Cruz Verde, SanJosé, etc. — la ciudad del sosega-do vivir y el sosegado sentir. Aque-lla nuestra ciudad hizo que Eduar-do Zamacois, el eterno andariego,aquí sintiese por un momento—tras el encuentro emotivo conSamburgo, bien recogido por donLeoncio Rodríguez— aquí quisoacabar sus días. Y, desde la lejanaciudad de Buenos Aires, hasta elfin de sus días por Santa Cruz sus-piraba —«ciudad blanca y callada,repleta de sol y de luz»— en el li-bro con el que se despidió delmundo el hombre que ya sentía elpeso de los años.

BLASONES DE LA CIUDAD

Santa Cruz de Tenerife supo, através de su Corporación Munici-pal, pagar una deuda de gratitud y,desde hace unos años, la ciudadluce en una de sus calles el nom-bre del hombre que, para siempre,dejó hambre de recuerdos en el co-razón de todos los hombres.

torre de San Fran-cisco eleva su sencilla estampa clá-sica que, con la de la Concepción,es verdadero blasón de la ciudadde ayer y de hoy, de siempre.

La ciudad reciente —blanco,verde y amarülo — resonante comouna mar nueva se dilata en rectaansia hasta el recio macizo de Ana-ga bajo un azul extendido con, decuando en cuando, el susurro ver-de la primavera.

La mirada navega sobre la tran-quila perspectiva de azoteas. Decuando en cuando, la rojez de lahumilde y elegante teja canariarompe la monotonía del paisaje.Santa Cruz, ciudad abierta y cor-dial, está aquí —en clara y antiguaperspectiva— en ese su suave de-clive en busca de la mar donde na-ció.

Parece mediodía. Soledad alta ysilencio humano por la antigua ca-lle que, día a día, recibe la bendi-ción sonora de las altas campanasde bronce. Y es ahora cuandoalma, cansada de años, se va en subarco de paz a todos los sueños jó-venes. Y es ahora cuando vive lar-gamente, en una tarde, en las tie-rras bellas y siempre lejanas que,por paradoja, tan cercanas son atodas sus atrevidas fantasías, a lasque fueron sueño en los años de ni-ñez y pequenez que refleja la anti-gua estampa de la ciudad.

Amarrada a la costa, como unaclara nave, Santa Cruz de Teneri-fe —con un puerto que es un rega-lo azul, un azul pintado de barcos—vuelve, día a día, al trueno de losmares, al cantar y encantar de lasolas.

Todo se recoge y suma un nudomás al hilo de la vida y, con la in-justa manía de los olvidos, la jus-ta manía de los recuerdos. Volve-mos a la antigua y entrañable ciu-dad, a las calles de la mar, callescon olor y mar desnuda. Y es queel ayer es un árbol de larga y rese-ca ramazón a cuya sombra nos ten-demos para recordar, para el vol-ver a vivir de don Miguel de Una-muno.

Juan A. PadrónAlbornoz