walter f. otto, epicuro

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W alter f. O tto Epicuro Colección \ ih *m n

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W a l t e r f. O t t o

Epicuro

Colección \ i h *m n

Walter F. Otto, en este pequeño libro, proyecta lo mejor de mi pensamiento y nos deslumbra con su increíble potencia nan.i tiva.-Una de las principales razones de su excepcionalidad i·» que se aventura a maridar dos posturas consideradas irrecon ciliables: el materialismo más puro y la absoluta certeza de la existencia de los dioses. Para ello recurre a uno de los filósofos más importantes y peor comprendidos del pensamiento grieui' tardío: Epicuro. Otto arremete, con una economía expresii.i portentosa, contra el cúmulo inveterado de clichés qui· · i han esparcido a lo largo de los siglos sobre el ateísmo y ·Ί hedonismo epicúreos. La postura filosófica que proclama »I máximo placer como fin supremo de la vida es iluminada |>"i Otto a partir de una exégesis detallada de los fragment!)1· >ι > ■ propio Epicuro y de las noticias que nos legaron otros gran il ι pensadores, como Lucrecio en su De rerum natura. I I pl.n ■ ■ nada tiene que ver con una escalada libertina, sino t|n■ relaciona con la ausencia dedolor; lo que se busca es bicna« ■ " turanza y serenidad. De igual forma, el materialismo epimn desemboca en una visión divina de la existencia: recordem ■ que los dioses están hechos de los átomos más sullli - i|m pueden existir. Otto parte de una premisa indispensable i « libertad sólo es posible si nos acompañan los dioses, y.i Ί ' nos alejan de la estupidez humana y nos acercan as ui ·'■ · que es pura luz y libertad. En sus propias palabras, «i·! , ullo epicúreo es la religión del hombre superior, el hom bir de soportar que todo acontecer terreno no les concicrn j ·■ i <

dioses. Ésta es la más pura de las devociones, la original Id i materialismo radical, lejos de cuestionarla creencia epiiún la protegió de las esperanzas, deseos y temores humano* ni· sólo podían turbar la grandiosa imagen de los diose*'

piso

Walter F. Otto

Epicuro

Traducción de Erich Lassm ann Klee

W sextopisoed ito r ia l

Madrid 2006

Título de la version original:Epikur

© 1975 by Klett-Cotta Primera edición en español: 2005 Traducción: Erich Lassmann Klee

Ilustración de portada: Volcán encendido, Vicente Rojo, 2001 Cortesía Galería López Quiroga Fotografía: Carlos Alcázar

© Editorial Sexto Piso S.A. de C.V., 2005 Sexto Piso España S.L. e l Monte Esquinza, 13, 4o. Dcha.2 8010 Madrid, España www.sextopiso.com

ISBN-13: 978-84-934739-8-3 ISBN-10: 84-934739-8-7 Depósito legal: M -38486-2006

Todos los derechos reservados.Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o transmitida de manera alguna sin previo permiso del editor.

Impreso y hecho en España

Palgraphic, S.A.

Humanes (Madrid) www.palgraphic.com

Epicuro

Armauirumque
Armauirumque pons

P r e f a c i o

Esta pequeña obra no puede aspirar a resumir todo cuanto cabe decir sobre Epicuro. Por otra parte, tampoco hay biografía alguna del filósofo. Sus antecesores, que lo influyeron de manera defin itiva, son aquí vagam ente discutidos. Tampoco se hace un análisis más preciso sobre la transmisión de sus enesñanzas a través de él mismo y de sus discípulos y seguidores. De igual manera, se habla poco del efecto que Epicuro ha tenido desde su época hasta nuestros días. Para profundizar en estos temas existen algunos textos ya conocidos. En especial recomiendo el magní­fico capítulo escrito por Praechter en Überwegs}

1 La obra a la que Otto hace referencia es: H. Praechter, Überwegs G rundriß d er G eschichte der Philosophie, vol II. (N del T)

Por mi parte, busco asentar el espíritu de su doctrina bajo una luz adecuada y espero que la forma de expresión usada logre legitimar esta tentativa.

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EPICURO.- Sí, estoy orgulloso de percibir el carácter

de Epicuro de una manera diferente, tal vez, a la de

los demás, sobre todo por lo que he leído y escucha­do sobre él; y con ello tener la suerte de disfrutar

el atardecer de la antigüedad — veo cómo sus ojos

observan un extenso y blancuzco mar con peñascos

enclavados en la costa, sobre los cuales se recuesta

el sol, mientras grandes y pequeñas criaturas juegan

entre su luz, seguras y tranquilas como la luz y el ojo

mismos. Una felicidad tal, sólo la podría descubrir un penitente, es la felicidad de una mirada frente a la

cual el mar de la existencia ha enmudecido; mirar esta

superficie, esta colorida, delicada, pero estremecedora

piel marina y jamás cansarse: nunca antes hubo tal modestia de la voluptuosidad.

Nietzsche, La gaya ciencia, 45

Se ha difamado a Epicuro como el filósofo de la incredulidad y la vida placentera. En parte es cierto. Epicuro entiende el placer (ήδονή) como el bien más preciado y además nos propone una visión profanadel mundo, una visión sin dioses. Sin embargo es justo recordar que de todas las filosofías de la antigüedad, sólo la suya sirvió de inspiración a un gran poeta que, en este caso, era además un noble hombre: T. Lucretius Carus. Los más prominentes espíritus, desde Lucre­cio hasta Nietzsche, se han visto fuertemente atraídos por su pensamiento. De algún modo todos ellos comprendieron que detrás de los presupuestos comunes y superficiales en torno a Epicuro, había oculto un espíritu de claridad y grandeza excepcionales. Nietzsche llegó a decir que, en todo cuanto pensaba y deseaba,

mantenía la vista fija en Epicuro, y que sentía la mirada de éste fija en él.

¿Cuál es la voluntad de este espíritu?Es la libertad que acerca a los hombre a la di­

vinidad. No la libertad de actuar, pero tampoco la libertad de rechazar por fidelidad a un dogma.

La libertad de estar conscientemente abierto a lo abundante para no sospechar de los regalos de la vida y la felicidad, pero tampoco subesti­mar lo que amenaza nuestras vidas. Si el cuerpo y los sentidos, debido a su pugna con el alma, representan una amenaza para la libertad espiri­tual, entonces el miedo nacido de esta amenaza impone otra forma de esclavitud: esclavitud surgida de la oposición entre la materia y el alma que irónicamente busca su liberación en la división de la unidad.

Cien años antes de Epicuro, Sócrates enun­ció, como hicieron los pitagóricos, la ruptura de la unidad esencial entre el espíritu y la materia, determinando así de manera decisiva el curso

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del pensamiento occidental. Por suerte nunca han faltado voces contrarias; voces procedentes de espíritus abiertos y verdaderamente libres que no estaban sometidos a un dogma filosófico o religioso. No en vano Goethe llamó a la materia y al espíritu, ai cuerpo y al alma, al pensamiento y a la extensión,1 el «ingrediente doble» del ser; ambos señalan y contienen en la misma medida a Dios.

Epicuro pensaba del mismo modo: escu­char la voz amena de la naturaleza, aprender a escuchar lo que ella pide y espera de la materia y el espíritu. Esta voz natural hace resonar la vacuidad que esconden las ambiciones, los bie­nes materiales y el poder, y nos guía sabiamente hacia la vida de la autosatisfacción. Esto era para él la verdadera libertad , aquella que abre al sabio la auténtica fuente del bienestar y que regala al

1 Ausdehnung, se refiere a aquello que se extiende, se ensancha y se prolonga, puede ser entendido como devenir o espacio- tiempo. (N del T)

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hombre el más alto sentimiento de grandeza. Ésta es la libertad que Epicuro alaba como el b ien1 más preciado, y en la que el sabio puede disfrutar de la felicidad y la bienaventuranza2 (ε υ δ α ιμ ο ν ία ) que se conjugan en el placer (η δ ο νή ).

Escuchemos a Lucrecio en su introducción al segundo libro de De rerum natura pregonar la feliz celebración del sabio que desde su atalaya observa silenciosamente los salvajes e infortuna­dos movimientos de los hombres (Lucr. 2, 16 ss.):

¿No ves que gritando el ser natural

reclama del cuerpo alejar los dolores,

y acercar grata sensación al alma,

1 Gut: puede entenderse aquí como un don o un bien no material. (N del T)2 Glückseligkeit·, concepto importante para entender esta obra. Se refiere a una síntesis de valores que aluden a la perfección del cuerpo y del espíritu. También se puede entender como un estado de iluminación. La Odisea hace referencia a este estado en el cuarto canto (560 ss.), cuando en su muerte Menelao es llevado a la «isla de los bienaventurados», donde moran todos los amigos de los dioses después de morir. (N del T)

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librándola de miedo y de cuidado?

Ve cuán pocas cosas requerimos

para proteger el cuerpo de los dolores, y bañarlo en delicias abundantes.Más no pide la naturaleza,aunque no se vean estatuas de niños de oro,de cuyas diestras juveniles cuelguenlámparas encendidas por las salas

que nocturnos banquetes iluminan,ni el palacio con plata resplandece,ni reluce con oro, ni retumba el ecodel artesón dorado con las liras;se desquitan, no obstante, allá tendidosen tierna grama, cerca de un arroyo,en sombra de altos y frondosos árboles,a cuyo pie disfrutan los placeressin gran derroche; particularmentesi el tiempo ríe y la primavera esparceflores en las hierbas de los campos.Y la fiebre no abandonará el cuerpo,

si en bordados púrpuras te revuelves, más rápidamente que si te acostases

en simple y tosca jerga de sayo.Para la bienaventuranza del cuerpo

los tesoros y el renombre nada pueden,

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ella nos convence que al ánimo del alma

tan poco provecho nos traen; crees tú que cuando tus legiones

veas, en la lejanía del Campo de Marte

balancearse en imágenes de guerra, cargadas de violentas lanzas tus tropas,

decoradas excelentemente con armas, en la más valiente espera se encuentren; cuando veas tus velas pulular en el mar, y hasta por todas partes esparcirse:

¿acaso no con esto el temor religioso huye

espantado del alma, y serena el tiempo alejando

el sufrimiento, y el miedo a la muerte

deja así el pecho aligerado de penas?Pues si vemos que estos temores

absurdas y graciosas vanidades son; y en hecho y verdad los miedos y cuidados

de los hombres no temen el estruendo

de las armas ni las crueles lanzas; y en toda osadía con reyes y poderosos

se pasean, ni del resplandor del oro, ni de su ropaje púrpura hacen caso;

¿dudas todavía que todo esto en

la razón del poder no se encuentre?Ya que toda vida a obscuras anda

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así como niños que de todo tiemblan

y se asustan en la penumbra.Así tememos a cosas en el claro día

que como un niño en la sombra

se asusta y ya lo imagina pasando.Este anochecer que asusta a nuestra alma

no se destierra con la luz solar, ni con las más lúcidas flechas del día, sino con la visión y razón de las cosas.

Tras la penum bra del m aterialism o radical epicúreo, cuyo origen lo encontramos en De­mocrito, persiste la libertad. La opinión que tenemos en la actualidad sobre aquella expli­cación física del mundo es secundaria, puesto que en el pensamiento de Epicuro subyace de manera incontrovertible su modestia y su deseo imperturbable de libertad. Pero aún más: no sólo la vana codicia y los pesares alejan al hu­mor humano de su com pletitud1 y paz serena.

1 Vollkommenheit·, substantivación de «estar completo». Sinó­nimo cercano de «perfección». (N del T)

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La incertidumbre conservada en el temor a los dioses se balancea en nosotros y nos inquieta; por un lado nuestro descuido de lo divino trae consigo la enloquecedora idea de enfurecer al dios benefactor; por otro lado, las formas tra­dicionales de veneración nos siguen acarreando terribles e incesantes eventualidades que ponen en duda nuestro fervor antiguo. Todo esto se opone en el camino del hombre hacia la paz del espíritu y la libertad. Pero cuando no existe el poder divino que sustenta al hombre, éste es lla­mado a tomar el trono de la libertad, a discernir con razón propia lo que le beneficia y lo que le daña. El hombre sin dioses sabe que no existen aspiraciones ni represiones dolorosas, y puede disfrutar de la silenciosa felicidad atesorada en la autosatisfacción (αύτάρχεια).

Y en semejante alegría sin congoja viven los dioses tal y como los veía Homero; aquellos a los que apodaron «los bienaventurados» (μ ά χ α - ρες) no sólo por su fuerza creadora y su poder,

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sino por que, libres de cuidados, inquietudes y esfuerzos, disfrutan la más completa alegría de existir. Epicuro contempla esta verdad de los dioses y a ella dirige serenamente su mirada veneradora.

Estos dioses viven fuera del mundo, despreo­cupados de su propio destino. Pero son y su ser es la libertad que para el hombre representa el valor más elevado. Su reino es luz pura, la más íntegra paz espiritual y la despreocupación ab­soluta que ilum ina a quien es capaz de elevar hacia ellos la mirada. Sin embargo, no es posi­ble emular al dios, porque, aunque su cuerpo parece humano, está constituido por fibras tan finas que no están expuestas a la desaparición. Pero el hombre que quiere ser libre, puede ser acogido por ellos en su amistad.

Así preparó Epicuro a Lucrecio para la liber­tad, y por eso Lucrecio honra al maestro que le enseñara distancias infinitas con la apertura del tercer himno del De rerum natura·.

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Oh tú, que en tal obscuridadfuiste el primero en levantar tan clara luzpara alumbrar la vida y sus bienes.

Oh oda del pueblo griego, a ti te sigo

y pongo mi pie donde tu huella dejaste. No tanto por competir, sino por amor

ansio imitarte: ¿pues qué golondrina

cantaría en desafío con los cisnes?

¿Pueden los chivos compararse, con sus

temblorosas patas, al brioso corcel?Tú, padre, el descubridor de cosas, tú nos brindas las enseñanzas paternales; en los escritos inmortales que nos diste, como abejas en un campo de flores,

bebemos la miel de tu sabiduría.Y así en tus palabras de oro pasto, de veras las más preciosas y

muy dignas de tener vida eterna.En cuanto tu saber

levanta su voz de procedencia divina, para decir la naturaleza de las cosas, huyen los miedos del alma, se abren

las puertas del muro del mundo y

las cosas ajetrearse en el infinito veo; el don de los dioses y sus tronos serenos

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se asoman ahí, donde el viento no sacude

ni con tormenta las nubes salpican, tampoco la nieve que en gris helada cae.Un cielo sin niebla las cubre ahí y en larga sonrisa la luz se esparce: es la naturaleza que los alcanza

en su totalidad, y nunca una pena

en la eterna paz de su ánimo mella.Y así en ningún lugar tenemos a Aqueronte, ni la tierra impide ver todo

cuanto ocurre en el vacío bajo nuestros pies. Éstas son las cosas que me avasallan

con estremecedor placer divino, porque tal naturaleza ante nuestros ojos

por la fuerza de tu espíritu se mostró

tan clara y por todos lados abierta.

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El poderoso arco que ha formado el espíritu griego (y del cual ha tomado vida y fuerza Eu­ropa hasta nuestros tiempos) se tensa desde la época de los héroes, donde se origina la poesía homérica, hasta el helenismo del siglo iv y m antes de Cristo, que es cuando aparece el pueblo romano como heredero. Su trayecto elíptico fue similar al recorrido celeste del sol; desde su ascenso hasta su descenso todos los cambios de luminosidad y juegos de colores fueron un triunfo para su luz. Y después del crepúsculo, un largo obscurecer, y una noche, una noche griega llena de estrellas.

Sobre este crepúsculo trataremos, ya que el sentido de lo posterior, del atardecer, no tiene mayor importancia que el del claro amanecer. Siempre es el mismo sol, y entender esto no

implica registrar sólo los cambios de esta luz donde la Historia cree ver su trabajo, sino tener en cuenta la valiosa luminosidad restante. El mar tiene día a dia, hora a hora, un movimiento y un color diferente. Pero en sus profundidades lleva el mismo ritmo. El arco del sol griego se cierra en donde su inicio y su fin se tocan. Lo que se prometió en la mañana, en la noche se cumple.

En el siglo iv antes de Cristo, el mito empezó a perder su vivacidad originaria, a pesar de que dos generaciones antes Eurípides mostrara la fuerza creadora de su poesía. El palidecer del mito significó indudablemente que los dioses ya no se mostraban con la cercanía inmediata de antes. Acerca de esta crisis en la relación de los hombres con los dioses, que se muestra en todas las religiones, pero más profundamente en la griega, nos habla Hölderlin y nos dice que los dioses nos abandonaron porque nuestra forma de vida se había vuelto intolerable. Pero después

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de una penumbra sin dioses, donde sólo serán recordados con presentes en forma de símbolos, ellos regresarán.

Ya que, hace ya tiempo, que nos pareció largo, hacia lo alto subieron todos ellos, los que glorificaban

[la vida,desde que el Padre apartó su rostro de los hombres,

y con razón empezó el duelo en la tierra...

Com o seña de que una vez aquí estuvo y regresará,

dejó algunos presentes al coro celeste, y como humanos, nos alegramos cuando pudimos,

con arrebato y alegría lo Grande se volvió demasiado

[grande...

El pan es el fruto de la tierra, pero por luz está

[bendecido,y del relampagueante Dios viene la alegría del vino.

Así lo vio Hölderlin. Pero ante los griegos se presentó una luz distinta. Como su grandiosa fuerza reflexiva, que fue esclarecedora ahí donde

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otros pueblos sucumbían en duda y desespera­ción, así sucedió con las religiones, donde los griegos vieron a sus viejos dioses magnificarse, mientras los dioses de otros pueblos desapa­recían en un fatídico abrir y cerrar de ojos, haciendo dudar de que alguna vez hubieran estado ahí. Un nuevo mito y un nuevo culto griego divulgaron la presencia de lo divino, y les permitió, a pesar de la lejanía de los dioses, formar parte de la divinidad. Este nuevo mito aún divulgaba la presencia de los viejos y eternos dioses de la temprana época clásica, sobre los que cantó Homero; tal y como antiguamente Atenea era diosa de Aquiles. Y como Aquiles, los hombres se acercaron al ideal más elevado y recuperaron la antigua imagen celestial del hombre superior. Y el mito pudo perdurar, ya que su transformación no fue necesaria. En todas las tormentas del destino, el mito se man­tuvo bienaventurado como una estrella sobre el mar. A pesar de cómo se le presentara al hombre

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lo temporal y lo eterno, o cuán esperanzadoras o funestas fuesen su ciencia y sus vivencias, este mito era inamovible; esta estrella no sería alcanzada por tormenta alguna. Y aunque fue­ran pocos los que pudieran elevar su mirada hacia la estrella del nuevo mito, siempre fueron los hombres superiores iluminados por ella: y aún siguió resplandeciendo tras el declive de la Helenidad, aunque pocos tuviesen conciencia de ello. Sobre este resplandecer de un nuevo mito trataremos aquí.

Este nuevo (y al mismo tiempo antiquísimo) mito, es el que señala las imágenes divinas de la Grecia posterior al periodo clásico, como en el caso del Apolo de Belvedere que movió a W inckelmann a decir: «Si la divinidad quisiese manifestar lo mortal con esta efigie, todo el mundo estaría orando a sus pies». Pensemos que estas imágenes de los dioses representan la primitiva fuerza terrenal descargada en las

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formas más puras nacidas de las divinidades; y el turbio y estrecho punto de vista de las ge­neraciones posteriores condenó su significado religioso y trató de ocultarlas. En su última obra (Berl. Abh. 1943), G. Rodenwaldt muestra lo contrario diciendo que por vez primera los dioses homéricos «los que viven con levedad» (ρεΤα ζ ώ ο ν τ ε ς ) , vuelven a aparecer; lo cual indudablemente nos recuerda a Hölderlin:

Vosotros paseáis arriba, por la luz,

sobre suave suelo, ¡genios bienaventurados!Resplandecientes aires divinosos rozan levemente,como los dedos de la artistaa las sagradas cuerdas.

Pero antes de Hölderlin, Schiller ya le había hecho saber a su amigo W. v. Humboldt (30 de noviembre de 1795) que no conocía una visión más propia de los dioses que la del reino luminoso del Olimpo, y que lo más anhelado

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para él, si le Fuera posible, sería crear un verso en el cual «juntara toda su fuerza, toda la parte etérea de su naturaleza y, si fuera necesaria para esta empresa, aun la pureza». «Imagínese usted, querido amigo, una creación poética en donde lo mortal se desvanece, tanta luz, tanta libertad, tanto poder, ninguna sombra, ninguna barrera, no ver más todo esto — me mareo fuertemente cuando pienso en esta tarea— cuando pienso en la posibilidad de su solución. Representar una escena en el Olimpo: ¡el más alto de todos los placeres!»

¡Qué maravillosas y excitantes palabras para nosotros, acostumbrados a éxtasis religiosos muy diferentes! ¡Y se está hablando realmente de dioses! Nos quedamos perplejos como ante lo nunca antes oído. Sin embargo esta visión celestial no es otra que la de Homero, y sin ella todo lo griego sería impensable.

Pero por supuesto que los «inm ortales» (ά υ ά ν α τ ο ι) y los bienaventurados (μ ά χ α ρ ες)

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de Homero no pudieron ser considerados seria­mente por todos. ¿Debía respetarse a dioses — es decir, los seres más dignos de nuestra devoción y reverencia— que tenían a sus amantes entre los hombres y que castigaban a quienes los despreciaban, pero que celebraban sus festejos olímpicos sin preocupaciones en absoluto por lo terrenal? ¿De qué sirven dioses con los que no es posible contar en nuestras penas, dioses de los cuales no podemos esperar que a la hora de la muerte nos tomen de la mano e impidan nuestra caída, que nos eleven y glorifiquen? Ésta es hasta hoy la objeción, más o menos contun­dente, contra el mundo religioso de Homero — objeción de gentes controladoras y temerosas que celosamente vigilan que la imagen de dios no se encarne en los hombres, contradiciendo así el mito y la finalidad de toda religión— . Y así, sin darse cuenta, con esta vigilancia hacen lo contrario: diseminan el mito. Estas almas temerosas resaltan el poder, la sabiduría, la

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justicia, la bondad y la disponibilidad del dios; copiosas características que representan la escala de valores más alta para los hombres. ¿Pero a quién le es posible elevarse tan alto sobre los deseos y esperanzas para ser digno del poder absoluto que hay en la mirada del dios? Y toda comparación es en vano, porque las caracterís­ticas humanas más sobresalientes no le atañen, ni son comparables a él, ya que él es Dios.

Ningún hombre experimentó y entendió esto mejor que el hombre griego. El mito de la exis­tencia de los olímpicos — que el elevado espíritu de Schiller consideraba la más alta de nuestras visiones— nos lo muestra. Pero después de la época en la que estas imágenes religiosas se forja­ron, vivió el único hombre que realmente podía hablar sobre estos dioses luminosos, el hombre al que todos los grandes hombres deberían honrar como libertador y salvador: Epicuro.

El supo elevar su visión por encima de las penas y fantasías estériles de la vida. Su mate-

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rialismo radical contribuyó a liberar su visión de aquellas imágenes que la turbaban.

Deliberadamente su enseñanza de la η δ ο νή , que en griego significa alegría y bienestar, ha sido presentada como el valor más alto de un culto ateo al placer más burdo, a pesar de que en sus escritos, en su propio comportamiento y en la vida que llevaron sus seguidores se pudo ver que su finalidad no era sólo el bienestar y la salud del cuerpo, sino la paz espiritual y el liberar al hombre de toda ilusión, de todos sus desenfrenos y miedos a través de la razonable inspección de la realidad de las cosas, y de la búsqueda de lo verdaderamente activo en el bienestar y la salud.

Durante largo tiempo Epicuro se definió a sí mismo como «democriteano», con el fin de hon­rar al hombre de quien decía «haber ganado los conocimientos fundamentales». Metrodoros, su amigo y alumno predilecto, explicaba que

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«si Demócrito no hubiera caminado primero, Epicuro nunca hubiera encontrado el camino hacia la filosofía» (cfr. Plut. adv. Coíot. 3). Pero Epicuro no sólo retomó la teoría atómica, sino que la siguió desarrollando de una manera muy particular. Su pasión por ella y por los cambios que ocasionó en la existencia del hombre lo convirtieron en representante del materialismo radical fundado en el atomismo.

Una hermosa anécdota nos enseña cómo desde joven Epicuro preguntaba por la razón de las cosas sin aceptar respuestas metafísicas. El maestro leía con sus alumnos la Teogonia de Hesiodo: «En el inicio estaba el caos...». Entonces Epicuro preguntó por la procedencia del caos y, al ver que el maestro no le podía dar una respuesta que le satisficiera, abandonó la escuela (Diog. 10, 2).

Epicuro, en la famosa carta a Herodoto res­ponde a esa antigua pregunta (Diog. 10, 38): Sobre lo imperceptible hay que saber, desde

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un principio, «que nada se genera de la nada» — por esto todo lo que nos acontece tiene su explicación en otra cosa que lo originó.

Hace miles de años que la ciencia investiga según ese «principio del fundamento» — léase la importante obra homónima de Heidegger— y su deseo de descubrir ha terminado por llevarla mucho más allá del atomismo epicúreo. Pero entre esta forma de investigación moderna y el espíritu antiguo, existe una diferencia conside­rable que se gesta cuando nos preguntamos por la importancia de estas formas de conocimiento para la vida humana.

En pocas palabras: la investigación actual se dirige directamente hacia la técnica, como si desde un principio su finalidad fuera ésa. El saber antiguo, sin embargo, pretendía la explicación y elevación del espíritu humano; esto no puede ser leído con más intensidad que en Epicuro.

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El legendario astrónomo Eudoxos de Knidos, amigo y seguidor de Platón (vale mencionar que a diferencia de Platón, y al igual que Epicuro, Eudoxos entendía la ή δ ο νή como el bien más elevado: Arist., Et. Nicom. 1172b), dijo alguna vez que si le fuera posible acercarse tanto al sol para percibir el tamaño y forma reales de esa monstruosa estrella, entonces con gusto se quemaría en sus llamas como Faetón (Plut. c. Epic. 11).

En el nacimiento de la nueva era, el espíritu humano festejaba la caída de los muros divi­sorios que nacieron de la visión medieval de las esferas celestes; y el alma se encontró libre balanceándose por el infinito. En esa época, el científico Giordano Bruno se convirtió en poeta, tal y como lo hiciera alguna vez Lucre­cio. De inm enso1 es el nombre de la obra con la que Bruno anuncia la entrada del espíritu

1 Giordano Bruno, Del infinito: e l universo y los mundos, Madrid, Alianza, 1993. (N delT)

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humano a un nuevo mundo y se eleva hada la gran poesía, recordándonos los grandes versos romanos.

Pero el espíritu moderno festejó poco y acalló prontamente. El espíritu de la ciencia se separó decididamente del espíritu de la gran contemplación. ¿Y qué fue de los hombres y del sublime entendimiento del ser? Ahora lo sabemos: los estrepitosos adelantos científicos llevaron a la par el crecimiento del desorden, el desconcierto, el menosprecio y la desdicha; y en este descomunal crecimiento todo el saber humano fue disminuyendo hasta desaparecer. Pero alejado de esta catástrofe se encontraba el espíritu de la música y la poesía, que el sol seguía iluminando como hace miles de años y al que no le importaban los descubrimientos y cálculos de la ciencia; para este espíritu inmutable, el sol simplemente aparecía en la mañana para hacer su recorrido celeste, y las estrellas seguían siendo la escritura sagrada de los dioses.

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La ciencia siempre ha sido una sola, pero la galopante exactitud de la investigación, que requería de una profunda especialización, hizo que la ciencia se fragmentara en ámbitos cada vez más parciales y pequeños, los cuales cada vez tenían menos que ver con lo humano. Así es como la unidad de la ciencia desapareció en sí misma. Su totalidad se escondió tras las funcio­nes particularizadas, así como el ser del mundo se escondió tras las múltiples especializaciones de la especulación científica.

¿Y cuál es el resultado final de este método especulativo que nos prometió la objetividad pura haciendo olvidar la subjetividad, la con­templación y el pensamiento humanos? Nos parece cada vez más claro que este camino lleva a la sofocación de nuestro saber en un pequeño círculo de preguntas sin respuesta.

Este detrimento del saber humano se mues­tra en el saber técnico obtenido de la investiga­ción científica. La técnica es el testimonio más

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de comprender su postura espiritual, ya que él no es menos serio en su fundamentación del acontecer de la naturaleza que Demócrito o Empédodes. El discurso atómico democri- teano revivió con Epicuro, cuya estricta visión materialista del mundo inspiró inmensidades al espíritu humano. Lucrecio, uno de los más geniales poetas de la antigüedad, desarrolló este pensamiento y lo eternizó en el lenguaje poético. ¿A qué doctrina científica posterior se le ha concedido semejante honor?

La verdadera sabiduría nos muestra que, a pesar de todo, el conocimiento científico no es el fin último de todas las cosas. Esta sabiduría no se basa únicamente, como la ética moder­na, en imponerle barreras éticas y morales a la especulación científica. Precisamente en esto reside la diferencia abismal que separa a los sabios modernos de los antiguos.

A nosotros nos parece comprensible deman­darle al espíritu especulativo la revelación de

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todos los secretos reservados y ocultos por la naturaleza, sin importar las consecuencias para la vida humana.

La libertad del espíritu y la armonía absoluta del alma son la meta a la que aspira siempre Epicuro; y nos dice, que para alcanzarla, por idealista que parezca, no requerimos de esfuerzo alguno.

La ignorancia subyuga, amedrenta y hace crédulo al hombre. Por eso Epicuro nos instru­ye sobre los elementos básicos de la realidad: los átomos, partículas independientes e ind i­ferentes a cualquier dios, y que por medio de azarosas configuraciones de necesidad física, construyen el mundo sin dejar espacio para un obrar divino que alivie o atemorice el alma. Tampoco la comprensión de la evolución de los seres vivos, desde las formas más primitivas hasta los seres humanos, necesita de una explicación o planificación divina. En este sentido Epicuro retoma la doctrina de Empédocles, predecesora

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del darwinismo y con ella se adelanta a cualquier pensamiento evolucionista.

Pero Epicuro sabía que hay cuestiones que imponen un lím ite a la especulación.

En casos donde la mayoría se pelea y disputa con pasión, Epicuro prescribe algo difícil de entender para quienes en estos días sondean la realidad física: la indiferencia. Un ejemplo típico se haya en la doxografía de la anigüedad (Aët. 2, 22), que cerraba la lista de teorías sobre la forma del sol — tan contradictorias como las de Anaxi­menes, Heráclito y los estoicos— con Epicuro, que se conformaba con el juicio de que todas estas opiniones eran igualmente posibles.

Pero lo más sorprendente es la generosidad con que Epicuro acepta concesiones e inconse­cuencias en lo que respecta a la libertad humana, alejándose del fatalismo estoico y acercándose al denostado pensamiento mítico, en cuyo núcleo Epicuro reencuentra la permanente disponibili­dad de los dioses que se impone a la fatalidad del

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destino. La libertad humana es tan ineludible para él, que su concepto de libertad rompe con las constantes condiciones materiales de los sucesos, y le confiere al hombre la posibilidad de jugar con la cadena de los acontecimientos a partir de la libre determinación de la voluntad (cfr. Lucr. 2, 251 ss.; Cic. nat, deor. 1, 69). La libertad no puede venir de la nada, sino que debe encontrarse en la misma naturaleza de las cosas, y por eso Epicuro se atreve a atribuirle a los átomos una forma particular, aunque m í­nima, de libertad y voluntad de movimiento.Y aquí le sirve de ayuda su propio sistema físi­co. Puesto que su teoría atomista se aparta de Demócrito al sustituir el movimiento elíptico del átomo por un movimiento de caída verti­cal, de acuerdo con su peso, surge la pregunta de si alguna vez podrán los átomos chocar o unirse. Según Epicuro, esto sucede a través de una m ínima desviación voluntaria — es decir, libre— respecto a la caída estrictamente vertical

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( π α ρ ε γ χ λ ισ ι ς , d eclin a tio ; cfr. Aët. 1, 23; Lucr. 2, 216 ss.). Un físico como Epicuro, en búsqueda de la coherencia de su sistema espe­culativo, no podía ser menos consecuente y al mismo tiempo tan contradictorio en su método de investigación. Por esta razón siempre hubo críticas irónicas acerca de su rigor científico. Aunque hoy en día, con los resultados de las nuevas investigaciones, hay quienes se inclinan a no enjuiciar tan duramente sus teorías.

Para Epicuro la ciencia no es un fin en sí mis­mo y ha de servir a un propósito más alto: la libertad humana.

En la libertad se muestra la dignidad del hombre. El hombre libre se alza sobre el do­minio del miedo, de las esperanzas y de las ideas irracionales nacidas del sufrimiento. En la libertad, Epicuro cree reconocer claramente el bien más alto del existir, y en ella funda el camino que guiará la vida del sabio hacia la

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cercanía con los dioses — cercanía sobre la que se hablará— y que le otorga la posibilidad de tener una vigorosa amistad con ellos pese a su lejanía. Por eso Epicuro cerraba su retirada del verdadero sabio afirmando que vivía como un dios entre los hombres (Diog. 10, 135).

Con esta figura del sabio, Epicuro se eleva por encima de la filosofía. El explica claramente (Diog. 10, 132) que el «pensamiento sensato» ( φ ρ ό ν η σ ή ) 1, y su correspondiente postura práctica, se encuentran más allá de la filosofía.

El hombre superior o sabio epicúreo con­tradice claramente el materialismo radical, de tal manera que podríamos llegar a pensar que Epicuro fue llamado a la existencia tan sólo con el propósito de promulgar la libertad. El valor científico de su pensamiento queda al margen, ya

1 Einsicht·, entendido aquí como el concepto aristotélico de «frónesis»: se traduce en ocasiones como «pensamiento práctico» o «prudencia» y designa la capacidad para actuar de la mejor manera posible. (N del T)

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que su vaJor radica en poder liberar al hombre de la ciega creencia en fuerzas severas que le impiden la dicha y lo amenazan incesantemente. En un mundo sin providencia divina, el hombre es libre — pero no como el personaje ruso de Dostoïevski que, interrogado por su postura ante la posibi­lidad de la inexistencia de Dios, responde: ¡En­tonces podría hacer lo que me plazca! Es libre, su espíritu despierto e inteligencia clara le muestran el verdadero objetivo del esfuerzo humano y el camino que lleva a ese bien preciado. Es posible que el hombre angustiado y esclavizado se sienta perdido cuando no puede encontrar refugio en los profetas, pero el sabio epicúreo conoce el valor de la autosatisfacción (α ΰ τ σ ρ χ ε ια ) y, a pesar de su propio bienestar o sufrimiento, conserva un refugio destinado al fin más elevado: resguardar la confianza en los dioses que en el camino hacia la libertad y la completitud, más allá del gozo y la pena, lo preceden.

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Pero ¿cómo define Epicuro este altísimo bien, principio y fin (ά ρ χ ή χα 'ι τ έ λ ο ς ) de todo esfuerzo razonable? (cfr. para esto y para lo subsecuente la carta de Epicuro a Menoikeus, Diog. 10, 127-135).

Como la escuela cirenaica, Epicuro llama a este bien el p la cer (ή δ ο νή ) y la fe licidad .

Era de esperar que la escuela epicúrea pro­vocara la sospecha y el desprecio de idealistas y dogmáticos, que culparon y calumniaron sin cesar a Epicuro. Pues cuando alguien convierte la felicidad — aquello por lo que, de entrada, todos se esfuerzan, incluidos los idealistas— en «principio», pero sin ligarla a un rimbombante objetivo vital, parece fácil creer que está enfocado a los bajos placeres. Pero la sospecha de los moralistas recae sobre todo en la libertad espiritual, pues determ ina el valor de aquello que nos aportará felicidad en todos los casos según la medida propia de cada uno.

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EI «imperativo categórico» kantiano exige a los hombres obediencia incondicional y promete a cambio paz espiritual. Este imperativo constitu­ye una ley abstracta y deshumanizada que regula el hacer y el permitir humanos, indiferente ante cualquier clase de actuar benéfico mientras éste se atenga a la estrecha totalidad de las leyes. Nada puede ser en sí y para sí fuente de alegría, menos aún el placer de los sentidos.

«Entre la felicidad de los sentidos y la paz espiritual al hombre sólo le queda la medrosa decisión», nos dice el kantiano Schiller. Así la «felicidad de los sentidos» y la paz espiritual se contraponen y dejan al hombre en una «me­drosa decisión». Es cierto que Epicuro tampoco conoce una meta más alta que la paz espiritual, pero quiere que la felicidad de los sentidos se libere de las pruebas de autenticidad que se le han impuesto a lo largo de la historia, y desea que la paz espiritual se libere del juez que no per-

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mite una ley conjunta para el cuerpo y el alma. Sabe que no somos almas o espíritus carentes de cuerpo a quienes les fuera asignado combatir contra los sentidos. Y sabe que la armonía es­piritual le debe al bienestar carnal mucho más de lo que los moralistas quieren creer, ya que la compleja estructura de los sentidos está ahí para proporcionarle al alma las más altas satisfaccio­nes. Lamentablemente cuando el ser espiritual y el sensible se contraponen y la materia se desgarra del alma, el bienestar ya no es posible, pues la unidad del ser humano se destruye y, finalmente, la verdadera curación del alma que Epicuro pregona, fracasa en esta tierra.

Goethe se pronunció una vez con gran intensidad contra tal separación entre lo espi­ritual y lo material. Cuando apareció el texto de Schelling contra la acusación de Jacobi al ateísmo («Memoria de W. J. Schelling sobre el escrito De las cosas divinas del señor Friedrich Heinrich Jacobi y las acusaciones en él vertidas

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sobre un ateísmo conscientemente engañoso y mentiroso, 1812»), le dijo Goethe a Riemer CMitteilungen über Goethe 2, pp. 689 ss.): «A quien no le entre en la cabeza que espíritu y materia, alma y cuerpo, pensamiento y exten­sión... eran, son y serán los ingredientes dobles y necesarios del universo, que ambos imponen los mismos derechos para sí mismos y que, por tanto, ambos han de tomarse juntos como representantes de Dios, debería haber abando­nado el pensamiento hace mucho y dedicarse al parloteo mundano».

Uno puede imaginarse cómo los idealistas se persignaban, tal y como siguen haciendo al escuchar lo que Epicuro explica en Sobre la fina lidad (Athen. 12, 546e). En este manuscri­to Epicuro afirma que no puede entender qué podría ser «bueno» si clausuráramos la alegría del deleite y la alegría del amor, y se atreve a decir que el origen y raíz de todo lo «bueno» es

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el bienestar del estómago, y que para encontrar este bienestar del estómago ha de comer uno sin discreción y refinamiento (Athen. 12, 546s). Frecuentemente se expresaba de esta forma, con la cínica intención de confrontar y expresar de la manera más abierta lo que los moralistas intentaban encubrir. Los detractores de la doc­trina epicúrea del placer la redujeron a vano sensualismo y a placer desenfrenado.

En el manuscrito que acabamos de mencio­nar, Epicuro agrega que no es posible imaginar aquello que es «bueno» (Athen. 12, 546e) sin la placentera movilidad que percibimos de las formas audibles y visibles. — ¿No están los elevados placeres y manifestaciones espirituales unidos a nuestros sentidos?

Para mostrar que su doctrina fue mal inter­pretada como una introducción a la búsqueda desenfrenada del placer, me basta tomar la famo­sa carta a Menoikeus como referencia (Diog. 10, 127-135), donde Epicuro establece la diferencia

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entre las distintas necesidades humanas: unas son naturales, las otras son vanas y vacías; de las naturales, unas son necesarias, las otras son solamente naturales pero no necesarias; de las necesarias, unas son necesarias para la paz espi­ritual, otras para el bienestar del cuerpo y otras son importantes para la vida misma. A pesar de que distingamos claramente la división de las necesidades humanas, Epicuro sabe que en la vida práctica el hombre con sentido común, al experimentar, por un lado, la embriaguez extáti­ca del placer y, por el otro, el dolor que le causa la interrupción de éste, rechazará el placer y lo relacionará con el dolor, y por lo tanto preferirá vivir en la negación del placer.

Pero lo importante en todo esto es discernir el bien duradero que sirve al bienestar corporal y espiritual de la excitación del momento, por muy prometedora y tentadora que parezca. En este sentido, Epicuro señala la autosatisfacción (α ύ τ ά ρ χ ε ια ) como la solución que nos con-

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duce a la vida más sencilla y despreocupada, la vida de la libertad. En la sencillez no existe una jerarquía de reglas o una ley inquebrantable y absoluta, como en el caso de los mandamientos de tipo moral. La vida sencilla es buena porque mantiene el alma sana y fresca, libera al hombre y lo prepara ante los tiempos de necesidad y carencia, ayudándole a soportarlos con resigna­ción, pero siempre teniendo presente que todo rigor y ascetismo se contraponen a la libertad, ya que los amigos de la sencillez, de vez en cuando, mientras no sea dañino para ellos o para los demás, pueden ser generosos y disfrutar enérgicamente.

Epicuro no sólo enseñó esta doctrina, sino que vivió de acuerdo a ella. Por sus cartas (cfr. Diog. 10, 11) podemos saber que con agua y pan corrientes ya estaba satisfecho. Todo su círculo de amigos y alumnos vivían en la misma aus­teridad. «Una pequeña vejiga de vino barato

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era suficiente para ellos, ya que solían beber agua» (Ibid.). En una carta del maestro aparece un gracioso encargo: «Mándame un poco de queso kitniano (de la isla de Kitnios, cerca del Ática), por si acaso quisiera verme algún día muy opulento» (Ibid.).

Así conoció Nietzsche, decisivo continuador, a Epicuro. «El filosofo de la opulencia» lo llama en un bello aforismo: «Un jardincillo, higueras, un poco de queso y tres o cuatro buenos amigos — ésta era la verdadera opulencia de Epicuro» {Der Wanderer und sein Schatten , 192).

En la carta ya citada a Menoikeus, Epicuro ya no deja espacio libre para interpretaciones equívocas y nos explica claramente que: «cuan­do decimos que la meta es el placer (ηδονή ), no nos referimos al placer del libertino, que en el puro placer se consume... sino a la liberación del cuerpo de las molestias y las inquietudes espiri­tuales». A diferencia del pensamiento cirenaico, él piensa que el sufrimiento del espíritu es más

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fuerte que el carnal, ya que la carne sólo sufre el dolor del presente, en cambio el espíritu sufre el dolor del pasado, del presente y del futuro, y por consiguiente la más grande de las alegrías debe ser la del espíritu (Diog. 10, 137). Sí, su enseñanza sobre el placer pone al descubierto el goce de los sentidos y viene a desempolvar el antiguo mito de la fuente originaria del placer (ηδονή ) de la vida (Plut. c. Epic. 18).

Estuvo convencido de esto hasta el último aliento. Para ello tenemos el más valioso testi­monio, sus palabras. En su agonía, entre duros sufrim ientos, escribe a su amigo y alumno Idomeneus (Diog. 10, 22): «Esto lo escribo en el más glorioso y al mismo tiempo último día de mi vida. Me quejo de un dolor disentérico y renal que empeorar no puede. Pero por encima de mis penas se eleva mi alegre alma al pensar en las experiencias (o conversaciones) que me regaló la vida. Tú, que me tomaste a mí y a la filosofía con el amor que desde joven te hizo

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digno, toma a los hijos de Metrodoros (su amigo y alumno fallecido anticipadamente) como si fueran los tuyos».

Éste es el hombre que habló y transmitió a sus alumnos una enseñanza resumida en la sentencia «dar es más digno que recibir». Hacer actos pia­dosos no es sólo noble, sino que nos da aún mas alegría (ηδιου) que recibirlos (Plut, philos, essec. prine., 3). Y nada nos da más alegría (χαρά) que ser benevolentes (χάρις). El texto griego es intra­ducibie, porque carecemos de un concepto que una la alegría con la benevolencia. Aglaya, Eufro- sina, Talía son los nombres de las mosas en las que refrescantemente se muestra el sentimiento de grandeza y felicidad que nos trae la benevolencia (χάρις). Que esta actitud se mantuvo entre los alumnos de Epicuro es algo que constatamos gracias a Plutarco (c . Epic. 15).

Es inconcebible, sin embargo, cómo un hombre de la talla de Plutarco pudo entender

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tan burdamente el pensamiento de Epicuro. En una critica técnicamente magistral, le reprocha a Epicuro su concepto de amistad diciendo que ella se extingue en la voluntad del placer (η δ ο νή ), ya que éste contradice la posibilidad de reconfortar al mejor de los amigos en sus más grandes penas (adv . Colot. 8).

Se sabe que Epicuro valoraba la am istad como uno de los bienes más preciados (cfr. Diog. 10, 120, Cic. de fin . 1, 69s.). En una notable polémica sobre la idealización del eros platónico, Epicuro sitúa al eros por encima del amor. La crítica que algunas almas sensibles le hicieron, afirmando que valoraba la amistad únicamente por conveniencia, no merece res­puesta. Como dice el epicúreo Valerius Triarius en un libro de Cicerón (d efin . 1, 70), «los sa­bios, hasta cierto punto, sellaron un pacto en el que se debe de amar al amigo como a uno mismo». Para ello tenemos ejemplos suficientes que proceden de nuestra propia experiencia y

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muestran indudablemente que no hay nada más placentero en la vida que la amistad. Pero la ver­dadera amistad sólo existe en la libertad. Cuanto más íntimo sea el circulo, más dispuestos están los amigos al sacrificio; pero toda forma de obligación social de la amistad es para Epicuro deshonrosa, y se opone decididamente a la idea pitagórica de que el bien de la amistad le perte­nece a todos (χ ο ιν ά τ ά τ ώ ν φ ίλ ω ν ) , ya que esta idea no proviene de la íntima convicción de los amigos, sino de los hombres vacilantes que urgen de una ley para confiar en los demás (Diog. 10, 11).

Recordar y mantener cerca del corazón a los amigos fallecidos atempera el alma (Plut. c. Epic. 20). En sus cartas era común leer que la resigna­ción ante la muerte de un ser querido no es nada benéfico, sino algo dañino, inhumano y sumiso, ya que ninguna clase de sabiduría puede impedir a una persona noble el llanto y el sufrimiento. También hay testimonios donde se muestra a

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Epicuro compartiendo el duelo ajeno. ¡Qué insignificante suena ahora Plutarco (c . Epic., 28) frente al valor de un pensamiento que nos presenta una forma de sobrellevar la muerte!

Otros ejemplos que disminuyen la fuerza calumniadora contra Epicuro, los encontramos en Diógenes Laercio, quien hace referencia a la ingente cantidad de amigos que tenía Epicuro (quienes le tributaron honores casi divinos después de su muerte), a su bondad, que a cualquiera de sus antagonistas causaba remor­dimiento y, en especial, a «la piedad hacia sus padres, la bienintencionada preocupación por sus hermanos, la bondad con la que trataba a sus esclavos, a los que dejaba participar en dis­cusiones filosóficas... y su amor p or los hombres ante todo» (Diog. 10, 9).

Pero lo verdaderamente importante es la libertad y la razón.

En la carta anteriormente citada (p. 49), Epi­curo afirma: «No son el ágape del vino y el beber

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constante, ni el regocijo en muchachos y mujeres, ni el pescado que ofrece la opulenta mesa, los que logran un vida placentera (ήδύς), sino la sobriedad del pensamiento (υήφωυ λογισμός) que pregunta por lo valioso del esforzarse y por lo deleznable de ello, y desecha los prejuicios, que más que cualquier otra cosa angustian al alma. Iodo placer tiene su origen en la más justa razón (φρόνησις), que es e l bien más alto. Por eso la razón es más valiosa que la filosofía. De ella se ramifican todas las demás virtudes (άρεταί) que nos muestran la imposibilidad de la felici­dad (ήδε'ως) en la vida si ésta carece de honor, razón y justicia (φρονίμως χα'ι χ α λ ώ ς χα'ι διχαίως). Pero tampoco se puede ser honorable, razonable y justo sin ser feliz, ya que los virtuosos forman una unidad con la felicidad (ήδέως) de la vida, y la felicidad de la vida no puede separarse de la virtud» (Diog. 10, 132).

Y de ahí su alabanza a la postura vita l y espi­ritual d el sabio, que se mantiene en cercanía con

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los dioses a la manera de los antiguos devotos; que mira a los ojos de la muerte; que sabe cla­ramente qué quiere de verdad la naturaleza, y que los verdaderos bienes son, en conjunto, fáciles de alcanzar; que sabe que todos los sufri­mientos son, o bien intensos y breves, o durade­ros y soportables; que no se deja engañar por el discurso de la voluntad todopoderosa, sino que se aferra a la idea de que todo lo que vivimos depende, o bien de nosotros mismos, o de la casualidad (τύχη). La fortuna es inconstante, pero lo que atañe a nuestra voluntad acontece sin ningún dios, en plena libertad. Tan impor­tantes son para Epicuro el conocimiento y la razón, que finalmente se atreve a decir acerca de ellos que es mejor vivir infelizmente con un pensamiento razonable (εύλογίστως) que vivir felizmente (άλογίστως) sin razón.

«Todo esto, y con lo que está relacionado, se afirma finalmente; medítalo, día y noche, por ti mismo y únicamente en lo que te iguala, y así

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jamás estarás intranquilo o angustiado, ya sea que estés despierto o soñando, vivirás como un dios entre los hombres, porque el hombre que vive entre bienes inmortales ya no se parece a un mortal».

A este ideal del sabio que es libre dedica Lu­crecio la introducción al segundo libro del De rerum natura. Así dice: «qué dulce es, cuando los vientos alborotan el mar, mirar desde la tierra la pena y trabajo de otros, no porque sea un agrado o gozo ver a alguien sufrir, sino porque es dulce ver de qué males uno está a salvo; dulce también es mirar los grandes combates de guerra, cuando uno se encuentra lejos del peligro, pero no hay nada más dulce que estar parado sobre los templos erguidos por el verdadero saber de los sabios y desde ahí mirar hacia abajo a los demás, cómo vagan sin tino, ciegos, errantes, buscando el camino de la vida... ¡Ah, ciegos corazones, ah, mísero espíritu humano!»

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No es de sorprender que esta alabanza al es­píritu libre y consciente, este culto a la verdad de lo natural y la sencillez, tan distante del patetismo humano, fuera una molestia para las voluntades creyentes y fieles al orden. Sus pequeñas conciencias se atemorizaron frente a la prominencia de una doctrina que no se basaba en el miedo o la búsqueda desesperada, ni en la fe y la obediencia, sino únicamente en la claridad de un pensamiento razonable y en la libertad, que en todo momento puede elegir con entereza lo verdaderamente benéfico — es decir: la bondad y la pureza. En tanto los dogmáticos, desairados, hacían lo posible para calumniar y denigrar a Epicuro, éste se alegraba de contar con numerosos seguidores, que, en muchas ocasiones, fueron grandes hombres.

En una ocasión, él mismo narra (cfr. Plut. c. Epic. 18) cómo en uno de sus discursos su alumno y amigo Colotes se tiró violentamente frente a él, abrazándole las rodillas (cfr. Plut.

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Adv. Colot. 17 sobre la adoración casi deica de sus alumnos y amigos). Como estaba especifi­cado, sus amigos llevaron puntualmente a cabo su testamento (Diog. 10, 18; cfr. Cic. de fin . 2, 102) condecorando a su padre, a su madre, a sus hermanos y a él mismo con el título de heroicos mártires ( έ υ α γ ίσ μ α τ α ) ; y celebraron todos los años su natalicio en el décimo día del mes Gamellón, y en el vigésimo de cada mes festejaron su memoria y la de su amigo Metrodoros.

A la mitad del último siglo antes de Cristo, Lucrecio se hizo a la idea de que una de las tareas más bellas de la gran poesía sería representar la filosofía de Epicuro en un poema ddidáctico. Puesto que Lucrecio murió en el año 55 antes de Cristo, fue Cicerón quien publicó la obra inacabada. En este poema, que durante miles de años ha sido valorado por los espíritus más prominentes, se honra a Epicuro como a un salvador {De rerum natura 1, 62 ss.) y se glorifica

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a Atenas por ser la ciudad que vio nacer a tan grandioso hombre (Op. cit. 6, 1 ss.).

Más o menos en la misma época, el joven Virgilio abandonó la escuela de retórica para poder escuchar directamente los discursos del epicúreo Sirón y liberar su vida de toda pena; en un meritorio poema (Catal. 5), se despidió del «hueco palabreo» del maestro, de sus amigos y compañeros e, incluso, de las queridas Musas.

También en la modernidad eran los espíritus más libres y de gran corazón quienes se reen­contraban en Epicuro. Nietzsche lo nombra y lo honra en casi todos sus escritos. En Menschliches, Allzumenschliches1 (2, 408) podemos leer un afo­rismo titulado «Viaje al Hades», donde nombra a Epicuro como el primero entre ocho hombres sobre los cuales dice: «Lo que digo, decido e ideo para mí y los demás: en estos ocho fijo mi mirada y veo la suya fija en mí».

1 Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado hum ano, Alianza, Madrid, 2000. (N del T)

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Lo que divide el pathos epicúreo del de otras filosofías, lo explica claramente Schelling en su homenaje al revelador poema lucreciano {Philosophie der Kunst} S. W. 1, 5, 666): «No se puede hablar con más veracidad y precisión que él sobre el infértil anhelar, el desear insa­ciable, la vacuidad del miedo y la esperanza; y, como en el caso de Epicuro, que no es grande por su lado especulativo, sino por el moral, así sucede con Lucrecio, que siendo sacerdote de la naturaleza es muy subjetivo, y en cambio, siendo maestro de la sabiduría práctica es muy objetivo y, casi como un ser de orden divino, observa en conjunto desde un punto elevado el discurrir de todas las cosas. Uno no puede pasar por inadvertida esta paradoja, ya que en este sentido lo que normalmente hacen otras formas de filosofía, a diferencia de la epicúrea, es transformar pequeñas convicciones morales,

1 Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, Filosofia d e l arte, Tecnos, Madrid, 1999. (N delT)

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con apoyo de los más virtuosos pensadores, en las más grandes con la única finalidad de dar un vuelo más alto a lo especulativo. No es necesario desarrollar más esta comparación si mencionamos aquí la filosofía kantiana».

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Hasta ahora sólo se ha tratado acerca de liber­tad, de autosatisfacción y paz espiritual, que no requieren de ninguna ayuda externa o divina.

¿Es realmente cierto que esta clase de hombre no vea algo superior a sí mismo? ¿Se encuentra realmente a solas el sabio razonable frente a este mundo de átomos indiferentes y ciegas casua­lidades? El sabio epicúreo desea saber tan poco acerca de la dirección o de la guía divina, como de la necesidad del destino, el fatalismo, aunque por momentos pueda entusiasmar el alma y llevarla a la entrega amorosa — am orfati.

Hasta ahora, esto parece ser todo.Pero a partir de aquí se muestra a Epicuro

en su verdadera magnitud.Como su teoría natural, que, pese a su serie­

dad científica, estaba destinada en su esencia a

liberar al hombre de prejuicios y preocupaciones huecas, así su mirada se liberaba para reconocer y contemplar el verdadero existir de lo divino que habitaba sobre él, sí, para recibir la liberación que tanto necesita el hombre libre y honorable.

Uno se sorprende ante las aparentemente ridiculas contradicciones de Epicuro, al negar la existencia de una voluntad divina y, al m is­mo tiempo, sostener la devoción (ε υ σ έβ ε ια ) como valor fundamental (cfr. por ejemplo Plut. adv. Colot. 8). Y uno se pregunta: ¿por qué debe­mos alabar cuando no hay milagros que esperar0 castigos divinos que temer? Aun así sabemos que públicamente Epicuro formaba parte del culto a los dioses y los festejos religiosos (sobre lo que hablaremos más tarde) e impulsaba a sus discípulos a formar parte de ellos. (Filod. depiet. fr. 13, U sener).1 También veremos qué mal

1 Hermann Usener (1834-1905): filólogo alemán nacido en Weilburg. Autor de importantes estudios sobre la filosofía epicúrea. (N del T)

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se entendería a Epicuro si lo sumáramos a los hipócritas que se adecúan al comportamiento común y esconden su verdadera convicción.

Entre los antiguos textos aún conservados en contra de Epicuro, encontramos los panfletos de Plutarco (principalmente c. Epie, y adv. Colot.) que testifican el malentendido que se fijó inclusi­ve en el espíritu de hombres notables. «¿Fue algu­na vez comprendido?», se preguntaba Nietzsche {Fröhlichen Wissenschaft, 1 45, en donde dice estar «orgulloso de percibir el carácter de Epicuro, tal vez, de diferente manera que los demás»).

La posibilidad de la fe en un dios que no se basa en el poder, la preocupación y el castigo, sino en la comprensión de que él es, de que él es Dios — ¡qué pocos saben acerca de esto!— . Hölderlin nos dice en uno de sus poemas más profundos:

1 Friedrich Nietzsche, La ga ya c i en c ia , Alianza, Madrid, 2000.

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Y el siervo só lo ad ora a los vio len tos.

Y más adelante:

En lo divino creen

sólo aquellos que lo son.

(3, 45)

Que es posible atribuir al ateísmo epicúreo estas palabras llenas de devoción, lo entenderemos cuando oigamos que los dioses adm iten en su círculo a los hombres que se les asemejan. Pero esta «amistad entre dioses» (como se dice literalmente) no puede ser vivida por espíritus débiles, esclavizados y temerosos que se refugian bajo un ser poderoso y que, al obedecer cie­gamente sus mandatos y promesas, encuentran una falsa seguridad. Sólo los hombres libres, alegres y despreocupados, que en la claridad espiritual llegan a reconocer la imagen de su propia completitud en la pureza de los dioses, pueden sentirse realmente seguros.

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Y con esto regresa nuevamente la épocá de la antigua fe de los héroes. Los dioses olímpicos también fueron venerados por el pueblo con fervor. Pero si Atenea hubiese sido únicamente la diosa de la herrería y otros oficios, su esencia viva no habría perdurado hasta nuestros días. Atenea, como diosa del Olimpo, era diosa de Heracles, Aquiles, Agamenón y Odiseo: los hombres más orgullosos y heroicos, los hombres de espíritu superior. En las obras de Homero podemos leer cómo Atenea le dice a Odiseo — en un momento donde sus palabras no son nada esperanzado ras— que ella no se mantiene a su lado debido a la fe que Iöl profesa, sino a causa de la pureza de entendim iento que ve en él. La fortaleza de estos hombres se mostra­ba en la más ardua orfandad. Estos hombres grandes y libres podían soportar que los dioses, aunque influyeran en cuanto sucedía en la tie­rra, disfrutasen de su reino de luz eterno y de su bienaventuranza divina, por completo ajenos

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a nosotros, como ρεϊα ζώ οντες que eran; no conocían el miedo a la muerte, que destruiría toda la vida humana, y la fugacidad no podía acobardarles ni reducir su ánimo.

Gracias a Epicuro regresa el elevado entu­siasmo y la postura libre del héroe antiguo. El sabio, tal y como lo entiende Epicuro, es ahora el nuevo héroe que alaba a los dioses en su prominente e inalterada gloria, sin sentirse por ello miserable o insignificante. El no ve amenaza o humillación alguna en la certidumbre de la muerte.

En los milenios que siguieron hubo hombres que pensaron de la misma manera. Spinoza, a quien Goethe honraba entre otras cosas por su postura espiritual, dice en su Ética: «Quien ama a dios no puede esperar que dios le corresponda».Y Hölderlin hace decir a su Diotima frente a la muerte: «las estrellas han elegido lo constante... Nosotros representamos, en cambio, lo com­pleto; en melodías cambiantes compartimos los

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grandes acordes de arpa junto al trono de los más antiguos, de los silenciosos dioses del mundo, así vivimos, divinos rostros mismos, con la fugaz canción de la vida suavizamos la seriedad dichosa del dios solar y de los otros».

Ya se mostrará cómo las palabras de Hölder­lin tienen que ver con la doctrina de Epicuro más de lo que uno cree.

Pero nos hemos anticipado demasiado.¿Cómo pueden existir dioses para un mate­

rialista como Epicuro? ¿Y quiénes son?*«Eso que siempre te enseño y te repito», se

dice al inicio de la carta de Epicuro a Menoikeus (Diog. 10, 123), «lo tienes que practicar con la ardua convicción de que éstos son los elementos de una vida noble ( χ α λ ώ ς ) .

*Para responder a esto hago referencia al excelente tratado de Wolfgang Schmid, Götter und M enschen in d er Theologie Epikurs, (Rh. M. 94, 1951) en donde se asientan las bases para lo siguiente.

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Antes que nada debes pensar que el dios es un ser inmutable y bienaventurado , tal y como se muestra en el entendim iento total de lo divino (ή χοινή το υ υεοΟ νόησις); por eso no debes imputarle nada que contradiga su inm utabi­lidad o su feliz bienaventuranza, sino más bien debes pensar en todo lo que, como dios, tiene de atesorable. ¡Puesto que los dioses son ! Claro y definido (εναργής) es su saber. Pero no son como la mayoría (oí πολλοί) los concibe. Esta mayoría no es capaz de retenerlos en su entendimiento (νοοΰσιν, Usener lo entiende como νομίζουσι). Ateo no es aquel que niega la religión de la mayoría, sino aquel que atribuye la opinión de la mayoría a los dioses».

¿Entonces de qué forma llega este claro y definido saber del ser de los dioses al hombre?

Epicuro nos dice: por percepción directa. Ya que todo lo visualmente perceptible acontece, según su teoría, al desprenderse cuantiosas imá­genes de los objetos que flotan hacia los órganos

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sensoriales y los afectan. De la misma manera, los dioses irradian imágenes (ε ίδ ω λ α ) que for­man una representación infalible en el espíritu de los hombres, representación que después necesita ser confirmada por el pensamiento (cfr. Diog. 10, 139; Cic. nat. deor. 1, 49 u. a.). Co­múnmente los creyentes caen en la desesperación y en la equivocación, porque son incapaces de aferrar esta imagen originaria del dios y la tratan de imitar de muchas y extrañas maneras.

Pensemos lo que pensemos sobre la teoría epicúrea de la percepción, se trata de una es- clarecedora imagen acerca del saber inmediato del hombre acerca de los dioses y nos muestra un incuestionable conocimiento humano sobre el sentido de lo divino. Este conocimiento no necesita de ninguna clase de revelación que deba resguardarse en lo más profundo de las religiones, ni necesita de ninguna providencia divina, o de profetas que hablen en nombre de dios. Menos aún necesita las conclusiones

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innumerables de los teólogos sobre las que se trata de fundamentar el origen del pensamiento religioso. El hombre sabe acerca de lo divino, no por medio de experiencias, enseñanzas, o enga­ñosas ilusiones, sino por medio de la irradiación directa de su forma luminosa. Y así, desde un principio, el hombre tiene conocimiento directo acerca de lo decisivo y contundente de la vida, conocimiento que la teología y las ciencias en general no suelen comprender. Normalmente uno se atiene a las características benéficas o amenazantes atribuidas a los dioses, de entre las cuales la fuerza y la omnipotencia son las que con mayor frecuencia son reconocidas, para al final preguntarse por el origen de una creencia con características de esta índole. Todas estas ca­racterísticas, por dignas y apreciables como sean, tienen una explicación, pues son exaltaciones de poderes y virtudes humanas que se muestran en los dioses. Pero el hecho de que sean dioses los que ostentan estos atributos no encuentra

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en ellos mismos su explicación. Lo divino, o de una manera más general: lo sagrado, es un ser esencial que no tiene comparación con ningún otro ser, ni con la verdad accesible al hombre; por lo tanto, no se permite descripción o defi­nición alguna. Y sólo por confrontación directa puede uno saber o ponerse en contacto con lo divino. Si esto no fuera posible, el significado de lo divino se reduciría a una palabra vacía.

Y este encuentro se lo da la naturaleza a todos los hombres, ya que, por ser hombres, tendremos siempre por encima de nosotros, algo sobrehumano. Claro está que muy pocos logran mantenerse fieles a esta experiencia primordial y aferrarse a la grandiosidad de esta visión; opinio­nes, anhelos, esperanzas y temores particulares la esconden y la obscurecen. Para las religiones positivas, el pensamiento epicúreo es demasiado amargo, por eso hicieron todo lo posible para esconderlo de los corazones y conciencias de la mayoría tras este culto a lo humano-demasiado

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humano. Y aún así nunca se hubiera llegado a un culto a los dioses o a una doctrina sobre ellos sin el saber originario de los seres prominentes, que habitan sobre los hombres y que deben ser nombrados con la palabra «Dios».

La m ayoría de los hombres entiende la palabra «Dios» como una fuerza que crea y mantiene todas las cosas y que recompensa a los bienintencionados, así como castiga a los traidores. Esta mayoría no concibe cómo este culto a lo divino puede ser digno de veneración si no compadece la suerte de los hijos de la tie­rra. Pero aquel que recibe el puro e inalterado mensaje de la divinidad es tan bienaventurado y bendecido por la imagen celestial del reino lu­minoso que su ser se abre por completo. Este ser bendito sabe de una felicidad que se encuentra por encima de toda clase de compasión, porque la presencia divina lo toma en su gracia, no por sus acciones benevolentes o juramentos, sino por la prominencia de su ser.

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El culto epicúreo es la religion del hombre superior, el hombre capaz de soportar que todo acontecer terreno no le concierna a los dio­ses. Ésta es la más pura de las devociones, la originaria. El materialismo radical, lejos de cuestionar la creencia epicúrea, la protegió de las esperanzas, deseos y temores humanos que sólo podían turbar la grandiosa imagen de los dioses.

Y el contenido abstracto de este esencial y ra­zonable pensamiento se nos revela nuevamente en la carta a Menoikeus (Diog. 10, 123): los dioses son seres vivos de presencia eterna y gra­cia inalterada. Uno debe aferrarse a esta idea y jamás pensar, como sí hace la religión popular, en algo que contradiga el carácter divino de los dioses. Esto es la verdadera devoción y glorificación de la vida, algo que la mayoría no puede entender ni formar parte de ello. Y la carta continúa diciendo: «el ser permanente

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y bienaventurado no tiene preocupaciones ni tampo se las causa a otros, por lo que no conoce la ira ni la benevolencia, ya que todo aquello es debilidad» (Diog. 10, 139). «El dios no hace, en ningún menester se relaciona, no tiene ninguna obra planeada: él se alegra en su virtud y plena sabiduría» (sua sapientia et virtute gaudet., Cic. nat. deor. 1, 51). Dios tiene forma humana (Diog. 10, 139). Y con esa forma nos muestra su manifiesta visión, estemos dormidos o en vigilia, y el pensamiento razonable lo atestigua (Cic. nat. deor. 1, 49 s.): la forma humana es la más bella y completa de entre todas las formas vivas y, ya que la feliz bienaventuranza no es posible sin virtud, y la virtud no es posible sin razón, y la razón únicamente habita el cuerpo hum ano, forzosamente los bienaventurados dioses deben tener forma humana.

Los griegos consideraban que las formas de los dioses no eran esquemas inmateriales, sino formas plenas de corporeidad. El origen que

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otorga la materialidad a las divinidades olímpicas proviene del mito de la madre tierra. Empédo- cles no era ajeno a esta idea de dioses formados por elementos fundamentales o substancias de las cuales todas las cosas se conforman (fr. 21 y 23). Pero Epicuro piensa que la diferencia entre la corporeidad de los dioses y la de los humanos reside en el tipo de materia que las constituye, pues la divina está compuesta por los átomos más finos y puros del universo. Esto hace que los dioses estén capacitados para evadirlo efímero, ya que su constitución atómica o su favorable posición en el universo los protege. No habitan nuestro mundo, ni en uno de los múltiples mundos (χόσμο ι) que existen según Epicuro, sino que se hallan en los llamados «in- termundos», es decir, los espacios intermedios entre los mundos, sin pertenecer a ninguno.

Éstos son los dioses homéricos que «viven con levedad» (ρ εϊα ζ ώ ο ν τ ε ς ) , libres de penas y

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sufrimientos en el reino luminoso del Olimpo, sin que su feliz bienaventuranza sea alcanzada por pensamientos sobre las necesidades y los destinos humanos.

Pero a los dioses este estado de felicidad no se les otorga gratuitamente, sin esfuezo alguno. Ellos tam bién tienen virtudes y virtuosismo (ά ρ ε τ ή ) , que se definen por su capacidad para alejar todo lo que no les corresponde, aquello que les resulta extraño a su condición de ser. El epicúreo Filódemo explica (en la acertada traducción de Wolfgang Schmid, De dis, fr. 32 a 1 ss.) «que los dioses, a causa de su cuidado y cálculo en la disposición de los materiales que los constituyen, han generado resistencia contra las adversidades, sin condicionarlos a ejercer ninguna clase de esfuerzo y facilitándoles lo que genera eternidad».

Este comportamiento activo de los dioses, esta «virtud» (ά ρ ε τή ) de atraer hacia sí mismos únicamente lo «bueno» ( ά γ α υ ό ν ) se podría

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definir como «valentía» (ανδρεία) (cfr. Filod. De dis III, fr. 81, 2 ss.).

Ahora comienza a mostrarse lo asombroso y grandioso a lo que todo esto nos lleva.

Los indiferentes dioses que «viven con leve­dad», en su reino de luz, sin mezclarse en asuntos humanos, separados del mundo, contradicen la visión homérica de los dioses. Nuestro mundo se mantiene bajo el curso establecido por la naturaleza y el hombre libre tiene que enfren­tarse a solas a lo que la naturaleza le impone. Sin embargo, cada uno de nosotros busca la felicidad. Pensaríamos que toda clase de ma­terialismo radical serviría, en su negación del reino divino, para exaltar la libertad humana, pero irónicamente la renuncia a toda clase de culto a los dioses ha mantenido al hombre en una incertidumbre constante que no le permite encontrar la calma que la razón y la autosatis- facción (αύτάρχεια) pueden ofrecerle. Se ha

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llegado a sugerir, como hemos dicho, que todo el materialismo de Epicuro, con su negación de la regencia divina en el mundo, debía servir, en el fondo, para liberar al hombre y llevarle a la verdadera paz del espíritu.

Nuestros pesares se aligeran al escuchar que, aunque los dioses estén totalmente alejados de nuestro mundo, y más por esta razón, pueden ser de gran valor y ayuda (ώφελεια) — pero sólo para aquel que es capaz de levantar li­bremente la mirada hacia ellos y es susceptible a una forma de «ayuda» diferente de la que la mayoría de los devotos busca en su sumisión. Esta clase de ayuda es, para la temerosa y nece­sitada mayoría, irrelevante. Pero para los libres y grandes pensadores representa una certeza absoluta, ya que ellos conocen otra forma de protección: la protección en el ser de los dioses que, en su elevada prominencia sobre el tiempo y el espacio, reconocen a los hombres como sus iguales y los «acogen» en su divino círculo como

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amigos. Así encuentra la serenidad del alma su consagración en el ser de dioses pasivos.

La primera condición para formar parte de esta dicha es no pensar nada «indigno» que con­tradiga la gloria o la permanencia de los dioses (cfr. Porph. ad Marc. 17). Esto significa no relacionarlos con el sinsentido de las esperanzas, deseos, temores y supersticiones humanas.

Este legítimo concepto del ser de la divinidad es por primera vez e l bien más elevado de los hombres. Y dice un texto epicúreo (W. Schmid, S. 137 s.): «Pero tú, hombre, piensa que no hay nada más glorioso que tener el justo concepto de aquello que podemos entender y observar como lo más completo (π α ν ά ρ ισ τ ο υ ) de toda la circunferencia de lo existente». Esto son los dioses. Y continúa diciendo: «¡Maravíllate con esta visión y venera esto divino!»

El hombre sabio, el verdadero filósofo, dice Filódemo {De dis III, c. col. 1, 14), «se maravilla ante la naturaleza (de los dioses), ante su ser,

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e intenta acercarse a ellos, anhelando, por así decirlo, el contacto directo y la comunión con ellos. Por eso, que a los sabios se les llame amigos de los dioses, y a los dioses amigos de los sabios». Y Filódemo nos dice (D epiet. 28 p. 148): «Quien esté convencido de las palabras del oráculo acerca del ser de los dioses, se afanará, como le sea humanamente posible, a im itar su feliz bienaventuranza».

Si el pensamiento correcto acerca de los dioses y la verdadera ambición filosófica de aproximarse a ellos nos traen la más grande bendición para la vida humana, entonces el pensam iento perturbado falsifica la imagen de ellos y nos acarrea el peor de los daños y la peor de las maldiciones. Lamentablemente este pensamiento perturbado puede convertir a los espíritus más puros, luminosos y pacíficos en los más violentos y devastadores. El hombre perturbado, en sus ideas absurdas, crea su propio verdugo.

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En uno de los más esclarecedores versos de su revelador poema (6, 58 ss.), Lucrecio nos habla del peligro que corren aquellos que recibieron el saber de la eterna y despreocupada calma de los dioses, ya que están sujetos al horror de ver el aparente milagro del cielo y caer nuevamente en las antiguas y absurdas confabulaciones religiosas, como si arriba existiesen poderosos amos a los que debiéramos temer. «Quien no pueda rechazar y arrojar lejos de su ánimo los pensamientos de aquello que es indigno e inconciliable para la paz de los dioses, hace que aquellas majestades celestiales, por él mismo mancilladas, lo dañen {delibata deum p er te tibi numina sancta saepe oberunt). No es que se pueda ofender al elevado poder de un dios, y causarle sed de venganza, sino que tú mismo te figurarás siendo arrastrado por una gran ola de ira por aquellos que descansan gloriosamente en paz, y no podrás entrar a los santuarios de las divinidades con el corazón se­reno, y menos aún estarás en posición de recibir

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de sus santos cuerpos los mensajes de la presencia divina, en la completa serenidad del alma. ¡No me asombro ante lo que te deparará la vida!»

En la carta de Epicuro a Menoikeus podemos leer sobre la sumisión de la mayoría (Diog. 10, 124): «lo que la mayoría dice acerca de los dioses no son conceptos (προλήψεις) reales, sino sólo opiniones inciertas, de las cuales las malinten­cionadas son las que reciben mayores daños (βλάβαι) de parte de los dioses, mientras que las buenas reciben grandes beneficios (ώφελειαι), ya que los dioses, en concordancia con sus cua­lidades, resguardan a sus semejantes, mientras que todo lo que no es de esta clase lo toman como extraño y lo apartan de sí» (άλλότριου υομίζουτες - έξορίζουτες, W. Schmid).

Lucrecio no se cansa de representarnos con los colores más terribles los «daños» provocados a los ignorantes, a causa de sus cultos a dioses demandantes, celosos y vengativos. La idea de amenazas y promesas divinas los mantiene en

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constante preocupación, obligándolos a llevar a cabo abominables demostraciones de sumisión. Los dioses de las creencias populares inclusive demandan sacrificios humanos. Lucrecio co­mienza su poema con la imagen terrible del sacrificio de Ifigenia (1, 84 ss.). A quién no le recuerda todo esto los injustos sucesos de los siglos anteriores legitim ados en nombre de dios, como el sacrificio narrado por Goethe en Braut von Korinth , 1 donde no se derramó una sola gota de sangre, pero una infeliz joven fue obligada a convertirse en monja:

Sacrificios hay aquí, no de cordero ni buey,

pero humanos demasiados.

El sabio tiene la conciencia limpia y puede formar parte de los cultos a los dioses de la

1 Johann Wolfgang Goethe, La novia d e Corinto, Ambrosía, 2002. (N del T)

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misma forma que lo hizo Epicuro. El epicúreo goza de la alegría festiva de las coronaciones y de todo el placer del buen comer, beber y danzar al recuerdo y honra de la imagen de la más grande dicha de los dioses; tal y como los dioses quieren ser alabados en realidad. Un fragmento de papiro nos ilustra (Oxyrh. Pap.II 215): «Con la realización de sacrificios haces una obra bienintencionada sólo cuando sucede en el tiempo justo y demuestras admiración a tu propia visión de los dioses con la alegría de los sentidos».

Para algunos todo esto debe sonar demasiado bello. ¿Pero a quién le puede convencer? ¿Y es realmente cierto lo que Epicuro propone, al basar todo su pensamiento en un axioma don­de el mensaje infalsificabie del ser de los dioses dirigido a los hombres no habla de participación ni compensación divina, sino únicamente de eternidad y de pura feliz bienaventuranza? ¿Es

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realmente la veneración de un dios omnipre­sente y omnipotente y la santificación de las fuerzas originarias de la naturaleza una idea absurda? ¿Es esta postura religiosa, fuertemente enjuiciada por Epicuro, realmente incapaz de llevarnos a un conocimiento directo, a una ex­periencia para y esencial? ¿No eran los espíritus más abiertos al mundo aquellos que también buscaron legitimar esta clase de conocimiento y experiencia?

Éstas son las voces que se levantan en contra de la doctrina religiosa de Epicuro y la hacen ver como arbitraria y sin sentido.

Pero seguimos con la esperanza de que la antigua religión griega nos pueda ofrecer un pensamiento profundo y generoso. Homero, quien acuñó la expresión griega de los dioses qye «viven con levedad», observó el secreto sagrado del ser de los dioses. Es cierto que los dioses homéricos llevan una vida eternamente alegre y libre de preocupaciones en el reino

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luminoso del Olimpo, pero al mismo tiempo estos dioses están presentes en todo lo terrenal y nada le acontece al hombre sin que ellos lo provoquen. ¿No nos encontramos aquí con una contradicción? Epicuro así lo piensa. El clausura la posibilidad de que la feliz bienaven­turanza se relacione con las penas humanas. Pero la experiencia antigua de los griegos con lo divino sabe de la maravillosa unidad entre las dos visiones aparentemente contrapuestas. La antigua creencia griega muestra cómo la actividad de los dioses en el mundo no afecta a su despreocupación ni su feliz bienaventuran­za. Para profundizar más, pensemos que, si su propia intromisión en lo terrenal los afectara, su divinidad no sería tal, y, por lo tanto, ellos no serían «los que viven ligeramente», ni los eternamente despreocupados.

¡Y miremos aún con más precisión! Las bellas palabras con las que vestimos nuestras creencias

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nos tientan a menospreciar lo ajeno y desde un principio evitamos pensar que, en la otredad, pudiera estar vivo lo divino en su más profunda entereza. Es razonable que, por eso, la sabiduría epicúrea no expandiera nuestro entendimiento sino que se convirtiera en una simple curiosidad histórica.

Cuánto parecen haberse alejado las enseñan­zas de Epicuro de la unidad con lo divino, de un Aquiles que en la batalla definitiva dice a su rival: «¡Ahora te dará muerte Palas Atenea por medio de mi lanza!» (II. 22, 270).

Pero el d istanciam iento no parecerá tan grande cuando definamos detalladamente el emplazamiento del héroe griego.

Aquiles sabe que sin su diosa él no es nada y de nada es capaz. Pero esta forma de humildad del héroe griego frente a su dios es en esencia muy diferente a la humildad que profesan los devotos modernos, ya que el héroe griego jamás se humilla o empequeñece ante sus deidades.

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Él está tan orgulloso y consciente de sí mismo como si siempre actuara a solas. La divinidad y el héroe son dueños de su propia obra. En el momento decisivo, el hombre y el dios se encuentran tan cercanos el uno al otro que la diferencia entre ambos se desvanece y su obrar se conjuga. Ésta es la experiencia divina pro­cedente de la antigüedad griega que jamás un saber dogmático podrá menospreciar.

Epicuro también sabe que, sin dioses, no puede ser lo que debe ser. El hombre bien nacido posee una capacidad e inclinación hacia la liber­tad interna. Y propiciar esta libertad es tarea de los hombres superiores. Pero para alcanzar esta meta, el hombre necesita del apoyo y la compañía de las divinidades, ya que a su lado el hombre se libera del ciego yugo de los sufrimientos, am­biciones, temores, deseos y esperanzas que no lo dejan alcanzar la calma, la autosatisfacción y la libertad suprema. O en resumen: la felicidad y la bienaventuranza en la serenidad de la vida.

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Todas estas bendiciones pertenecen a los dioses y a su total integridad, porque ellos, como dice Epicuro, están hechos de los más finos y puros átomos, y su afán por mantener su ser y por alejar todo lo que les es extraño se convierte en una tarea agradable y fácil, casi exigua, que se realiza indefectiblemente. Mientras que la existencia humana es tan sutil, que necesita de una voluntad impetuosa y una resistencia constante. Pero esta carga existencial puede ser aligerada.

¿Y de qué forma nos son útiles los dioses?Para las religiones populares esta pregunta

es innecesaria. En éstas los dioses son señores todopoderosos que recompensan a sus fieles con toda clase de dones y nutren sus almas y espíritus con maravillosa energía vital. Pero los dioses, tal y como los ve Epicuro, están tan desarraigados del mundo, que se clausura toda posibilidad de intervención divina. Ellos viven despreocupados de las cosas terrenales, rodeados de exacerbada luz, gozando de su poderío. Si además de todas

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sus cualidades y virtudes agregamos que para los hombres ellos significan lo más elevado, entonces es cuando nos damos cuenta de que los cultos de la mayoría son infantiles y que su forma de expresión de lo divino es obsoleta. Esta imposibilidad expresiva es la causa de que las religiones populares dejen al margen la idea de lo divino, o la tomen como simple curiosidad. ¿No sería más correcto tomarla con más seriedad y preguntarnos si ésta en particular nos puede llevar a una comprensión más elevada del actuar de los dioses?

Confrontamos la autentica espiritualidad griega cuando Aristóteles dice que el ser más elevado mueve al mundo, igual que el ser amado, con su puro ser, mueve al amante sin tocarlo. ¿No es esto auténticamente griego? ¿Y no es esto tam bién fundam entalm ente el pensamiento homérico?

Si los dioses homéricos no hacen milagros; si, como se ha señalado en detalle, aquello que

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hacen es la obra del hombre y su honra; si no se agradece la adoración divina, como ha señalado Homero en todo cuanto se hace, quiere y cumple, entonces hombre y dios no se comportan como emisor y receptor, lo divino mueve a los hombres porque los ama y, como en todo amor, los alza y reconforta, pero no por lo que les hace, sino porque es. El agradecimiento, aquí, ya no tiene sentido. Pues lo que el amante recibe del amado es más que cualquier otra cosa, es lo propio.

Precisamente éste es el pensam iento de Epicuro cuando habla de los dioses y su ser para los hombres. La diferencia con Homero es que lo divino — que alza a los hombres a causa de su puro ser, y no por una intervención acti­va— se aparta de todo mundo, radicalmente, de forma que toda influencia, toda maniobra, es ya impensable y ya no puede tener lugar relación alguna con todos los sucesos naturales — a los hombres sólo les es posible ser atraídos hacia lo divino por amor.

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Así es como el amor de los hombres se eleva hasta las eternas formas luminosas, donde la libertad, la paz espiritual, la despreocupación y finalmente la bienaventuranza están completas y rebosantes. Epicuro no piensa, como los ra­cionalistas, que el hombre traslade sus propios deseos a la imagen de los dioses, ni que ésta únicamente represente aquello — como dice Feuerbach— que los hombres desearían ser. Ya que para él la experiencia viva verifica que el saber sobre la completitud de los dioses no es un simple espejismo creado por la insatisfacción humana. Su carácter es tal que sorprende a los hombres y toma posesión de ellos — siempre que estén abiertos a él y puedan soportar su pura luz.

Estar abiertos y poder soportar su pureza significa: no obscurecer la imagen del dios con preocupaciones, deseos, temores y esperanzas particulares; tampoco transformar su imagen hacia lo terrible o hacia lo bondadoso; y no acercarse a él como un necesitado, sino mirar

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serenamente su gloria sin esperar nada a cam­bio. Cuanto menos piense un hombre en su encuentro con lo divino, en sí mismo, en sus propias necesidades, en su pequeñez y en su imperfección, más puramente recibirá — no al salvador— sino al dios. Por eso el materialismo de Epicuro no fue ningún obstáculo para la veneración de los dioses, sino al contrario, fue la liberación de la mirada hacia una observación más pura de lo divino. Al desconocer cualquier tipo de poder divino, alejó todo temor, esperan­za y pretensión de la veneración a los dioses y la devolvió totalmente a su tarea original: venerar y contemplar la divinidad como lo divino.

Los dioses premian a los devotos de una forma que no esperaban. Los dioses, en vez de hacer milagros, toman al hombre superior en su contemplación bienaventurada y lo elevan hacia ellos para convertirlo en su igual.

Vemos cómo Epicuro se expresaba sin pudor sobre su semejanza con los dioses. Con los dioses

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todo está asegurado y el apoyo constante ya no es necesario. El hombre libre, a semejanza del dios, realiza todo por sí mismo y puede sentirse orgulloso de sus acciones — como los héroes homéricos que fueron llamados por el poeta «semejantes a dios» (υεοειδεΐς).

Armauirumque
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No se exagera si se califica al verdadero epicu­reismo como uno de los acontecimientos más grandiosos en el ámbito de las religiones. Algo así sólo pudo ser vivido y pensado por el espíritu griego, que, como espíritu, dijo con el epicureis­mo sus últimas grandes palabras.

Como siempre sucede en estos casos, los de­tractores de Epicuro simplificaron su juicio y su doctrina, ya que lo denunciaron como ateo y ene­migo de todo saber elevado, diciendo que negaba a todos los dioses y las festividades que santificaban la vida de los hombres. Así sucedió en la antigüedad, tal es el caso de Plutarco (cfr. adv. colot. 22), pero también se repitió en épocas posteriores. Así cre­yeron evitar el peligro de que este hombre pudiera ser alabado y glorificado como el más fuerte y fiel venerador de dios que haya existido.

Mientras las doctrinas religiosas intentaban fundar el culto en la creencia del poder ilim ita­do, la atención y la justicia de lo divino, Epicuro logró alejarse de toda providencia divina y clausuró todo pensamiento — no para negar la existencia de los dioses, sino, al contrario, para dirigirles la más elevada, pura y desinteresada mirada veneradora.

Esto fue nuevo y al mismo tiempo antiguo para Grecia, un verdadero retoño del espíritu griego.

Y, ¿no fueron los grandes filósofos poste­riores, con su postura esp iritu a l, los que, consciente o inconscientemente, le dieron la razón a Epicuro?

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