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1 Publicación en 2019: Anthologica Annua (Roma, Instituto Español de Historia Eclesiástica, 2017) JUAN DE ÁVILA, ACTUALIZACIÓN HISTÓRICA DE SU FIGURA Y DE SU ENSEÑANZA Juan Esquerda Bifet SUMARIO: Presentación. 1.Importancia de la actualización histórica de una figura y de su enseñanza (El hecho de una “actualización” histórica permanente. El evangelio sigue aconteciendo. La “actualización” de las figuras históricas) 2.La actualización de los contenidos evangélicos y de las figuras históricas en san Juan de Ávila (Sus comentarios a la carta de San Pablo a los Gálatas. Las lecciones sobre la primera carta de San Juan. Los contenidos bíblicos de su predicación en un proceso de actualización. Su base patrística, magisterial y teológica) 3.Aplicaciones concretas de Juan de Ávila para su actualización en nuestro momento histórico actual (El amor de Cristo, Verbo encarnado y redentor, tema de perenne actualidad. La vida cristiana como itinerario de amor en San Juan de Ávila. El amor de Dios en Cristo a la luz de la Encarnación. El amor de Cristo con el símil de la “mirada”, como actitud relacional y de comunión. Este Evangelio del Amor, predicado y vivido por los santos durante toda la historia de la Iglesia, sigue aconteciendo hoy. La importancia de la “actualización” del tema del amor de Dios en Cristo, desde María Madre de misericordia en San Juan de Ávila. La clave para la renovación eclesial y especialmente sacerdotal a partir del concilio Vaticano II y de su postconcilio). Conclusión (Importancia de la “actualización” del Maestro Ávila para la aplicación del concilio Vaticano II y su postconcilio) *** PRESENTACIÓN: El Evangelio (y toda la revelación) sigue aconteciendo, como una realidad que se actualiza en todos los momentos de la historia. El mismo Dios Amor, que ha creado todo y sigue dirigiendo la historia por medio de su Palabra , nos ha enviado su Palabra

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Publicación en 2019: Anthologica Annua (Roma, Instituto Español de Historia Eclesiástica, 2017)

JUAN DE ÁVILA, ACTUALIZACIÓN HISTÓRICA DE SU FIGURA Y DE SU ENSEÑANZA

Juan Esquerda Bifet

SUMARIO:

Presentación.

1.Importancia de la actualización histórica de una figura y de su enseñanza (El hecho de una “actualización” histórica permanente. El evangelio sigue aconteciendo. La “actualización” de las figuras históricas)

2.La actualización de los contenidos evangélicos y de las figuras históricas en san Juan de Ávila (Sus comentarios a la carta de San Pablo a los Gálatas. Las lecciones sobre la primera carta de San Juan. Los contenidos bíblicos de su predicación en un proceso de actualización. Su base patrística, magisterial y teológica)

3.Aplicaciones concretas de Juan de Ávila para su actualización en nuestro momento histórico actual (El amor de Cristo, Verbo encarnado y redentor, tema de perenne actualidad. La vida cristiana como itinerario de amor en San Juan de Ávila. El amor de Dios en Cristo a la luz de la Encarnación. El amor de Cristo con el símil de la “mirada”, como actitud relacional y de comunión. Este Evangelio del Amor, predicado y vivido por los santos durante toda la historia de la Iglesia, sigue aconteciendo hoy. La importancia de la “actualización” del tema del amor de Dios en Cristo, desde María Madre de misericordia en San Juan de Ávila. La clave para la renovación eclesial y especialmente sacerdotal a partir del concilio Vaticano II y de su postconcilio).

Conclusión (Importancia de la “actualización” del Maestro Ávila para la aplicación del concilio Vaticano II y su postconcilio)

***

PRESENTACIÓN:

El Evangelio (y toda la revelación) sigue aconteciendo, como una realidad que se actualiza en todos los momentos de la historia. El mismo Dios Amor, que ha creado todo y sigue dirigiendo la historia por medio de su Palabra , nos ha enviado su Palabra personal (su Verbo, su Hijo), insertándolo en nuestra historia concreta que sigue desarrollándose continuamente. Es el misterio de la Encarnación. A partir de la revelación de este misterio, en todo momento histórico y en toda circunstancia, el Padre nos repite: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadlo” (Mt 17,5). Es algo siempre actual y siempre nuevo, porque la verdad divina es infinita y no se anquilosa. Es un don inmerecido y comprometedor.

La reflexión teológica sobre los contenidos de la fe, consiste en estar atentos al “hoy” de la acción del Espíritu Santo sobre los textos de la revelación. Es un “hoy” que abarca la herencia del pasado (en todos sus períodos históricos) y se prepara para construir un futuro. Hay armonía de la fe y de la revelación, que es el mejor antídoto contra el relativismo, el sincretismo y el secularismo.

Un buen teólogo vive pendiente de este camino que está realizando la Iglesia, día a día, como comunidad de creyentes en Cristo. Su reflexión es “contemplativa”, como de quien se adentra con humildad y confianza en el misterio de Dios Amor. Por esto, su corazón tiende a vivir desprendido (con humildad y pobreza) para vivir en sintonía con Cristo, quien es la Palabra definitiva que Dios sigue pronunciando en nuestras circunstancias. Entonces la fe se hace conocimiento vivencial de Cristo.

Cada figura histórica, especialmente cuando se trata de una figura que destaca por su santidad (como configuración con Cristo) y por su enseñanza (como transmisión del mensaje de Cristo), está encuadrada dentro de esta perspectiva histórica que deriva de su pasado y que, al mismo tiempo, continúa actualizándose. Forma parte de una herencia que se recibe, se aumenta y se transmite, como parte integrante de una misma familia humana, reflejo de la “comunión” trinitaria. Este dinamismo histórico no ha terminado.

Es la “novedad” continua de la manifestación de Dios, que ratifica y profundiza todo lo que el mismo Dios nos ha ido manifestando desde el principio. No se pierde nada de la verdad ya revelada. Dios es siempre Él, tal como se nos ha ido mostrando y también “más allá” de lo que nosotros ya hemos aprendido. Un día, esta epifanía armónica se convertirá en encuentro y visión definitiva. Todos podemos colaborar en la construcción de esta realidad epifánica y armónica, también estudiando e imitando las figuras históricas auténticas y, de algún modo, compartiendo con ellas la misma histórica salvífica.

Cuando se estudia una figura del pasado, no se la puede sacar de su contexto histórico (que es necesario estudiar continuamente y cada vez más a fondo), sino que hay que detectar en ella la acción del Espíritu Santo para aplicar el Evangelio (releído en los Santos Padres, Concilios, etc. y en su actualidad), como una herencia que se recibe, se enriquece y se transmite. Si sólo se encuadrara la figura en su contexto histórico de modo exclusivista, se haría de ella un fósil sin incidencia o un artículo de museo mal contextualizado. Pero, precisamente al encuadrarla en este contexto más amplio, se percibe una historia de milenios que comenzó en el corazón de Dios y que continúa en la historia humana hasta el final.

Es, pues, importante estudiar las figuras históricas de la Iglesia, en su contexto sociocultural y eclesial, pero especialmente en el eco “evangélico” de una historia de gracia que es anterior a esas figuras y que continúa en la historia de la humanidad y de la Iglesia. Entonces la figura “se actualiza” sin anacronismos. Nuestro estudio de “actualización evangélica” de una figura histórica colabora en un proceso de gracia que todavía no ha terminado. Pero el creyente que intenta hacer este estudio, tiene que comprometerse él mismo en este proceso evangélico con humildad y confianza, para no caer en tergiversaciones.

La figura de San Juan de Ávila ha sido estudiada desde muchos puntos de vista: Escritura, historia, teología, pastoral, espiritualidad, antropología, literatura, etc. Todo el siglo XX y hasta el presente, ha sido un momento especial de redescubrimiento y de recuperación de esta figura providencial, ahora ya Doctor de la Iglesia. Cualquier estudio tiene el riesgo de centrarse casi exclusivamente en el propio punto de vista. Pero las aportaciones son válidas para “rescatar” esta figura sin sacarla de su contexto histórico, dentro de la armonía de la revelación y de la fe, en una historia de salvación que sigue construyéndose.

La contextualización de su figura no puede reducirse a su época, sino que debe enmarcarse en su propia relectura del “Evangelio”, siguiendo el ejemplo de los Santos Padres, de los concilios y de los santos y buenos teólogos de todas las épocas. Entonces es una figura válida para alentar al nuevo trabajo que nos toca a todos, con vistas a actualizar el evangelio en las propias circunstancias, también en un proceso de nueva evangelización.

En la actualización de la figura de San Juan de Ávila, siguiendo la invitación de Pablo VI para la canonización, y de Benedicto XVI para el Doctorado, nos fijaremos en la peculiaridad del amor de Cristo (Verbo Encarnado y Redentor), tal como el santo Maestro lo presenta, que es también el fundamento de la renovación de la Iglesia y de la vida sacerdotal, en su momento histórico (aplicación del concilio Trento antes de la contrarreforma católica) y en el nuestro (aplicación del concilio Vaticano II y de su postconcilio).

1.IMPORTANCIA DE LA ACTUALIZACIÓN HISTÓRICA DE UNA FIGURA Y DE SU ENSEÑANZA

El hecho de una “actualización” histórica permanente:

No tenemos expresiones humanas perfectas, pero hemos de usarlas intentando no traicionar los contenidos auténticos de la fe que tienen valor permanente. Lo que acabamos de decir se puede concretar en la expresión tradicional ya conocida: el evangelio “aumenta” en cierto sentido. Era la enseñanza del Papa San Gregorio Magno: “Las palabras divinas crecen con quien las lee”.

Todos sabemos que la revelación transmitida por Cristo ya ha terminado. Pero la luz del Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras, sigue esclareciendo, profundizando y aplicando la revelación que ya hemos recibido. No sería recto estudiar los textos y contenidos bíblicos (inspirados por el Espíritu Santo), sin estudiar las nuevas gracias que el mismo Espíritu ha dado y sigue dando a su Iglesia durante el devenir histórico. La verdad no cambia, pero su comprensión y vivencia puede crecer.

Se podría aplicar aquí la explicación de San Pablo sobre la vida del cristiano, que se convierte en una “carta” de Cristo que el Espíritu Santo todavía sigue escribiendo: “Sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2Cor 3,3). Es como una página biográfica en blanco que todos hemos de ir redactando.

No nos referimos a las llamadas inadecuadamente “revelaciones” privadas, que, cuando son auténticas, son propiamente motivaciones “nuevas” para vivir los contenidos de la revelación. Si estas “motivaciones” (“revelaciones privadas”) quisieran imponerse por encima de la revelación (y de quienes tienen el servicio de interpretarla), sería un contrasentido.

Una figura cristiana auténtica, por su testimonio de vida y por sus enseñanzas, es el mismo evangelio “personalizado” y vivido, que se va actualizando (sin aumentar la revelación). Cada cristiano se está modelando a base de la Palabra revelada (que podemos concretar en el Evangelio), de la Eucaristía y del servicio fraterno en la comunidad. Es una realidad de gracia que sigue aconteciendo y “aumentando”.

El estudio de esta realidad no puede ceñirse sólo a una figura concreta a la que nos podemos referir, sino que es una labor de “comunión” eclesial (a modo de camino “sinodal”) que está encuadrado en el camino de la Iglesia de todos los tiempos. Cada figura (como cada creyente) es una piedrecita preciosa que se engarza en el mosaico de la “comunión” de Iglesia como reflejo de la Trinidad. Sólo al llegar a la visión beatífica de todos los elegidos habrá terminado este proceso de crecimiento histórico.

Es una tarea en la que todos vamos colaborando para construir el “templo” del Espíritu Santo, como familia de hermanos en la que todos tienen algo peculiar que decir o que aportar. La persona concreta y la comunidad, en la perspectiva de una historia global, se completan mutuamente. Cada uno es irrepetible y complementario.

Todo creyente (y más esas figuras eclesiales a las que aludimos) está dentro de un proyecto irrepetible de Dios Amor, en armonía con los fundamentos “apostólicos” queridos por el Señor: “Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Efes 2,19-22).

Además de este símil de “aumentar” o de “crecer”, también ya desde el período patrístico, se ha usado la expresión “contemporaneidad”, en el sentido de que Cristo se nos hace contemporáneo: “La verdadera fe tiene este poder de no estar ausente en espíritu de los hechos en los que no ha podido estar presente con el cuerpo. Ya se vuelva el corazón del creyente hacia el pasado o se dirija hacia el futuro, el conocimiento que tiene de la verdad no está limitado por ningún cambio de tiempo”.

El evangelio sigue aconteciendo:

San Juan Pablo II recordaba que es el mismo Cristo quien, como en el evangelio, “sale al encuentro del hombre de cada época” (Redemptor Hominis, n.12). “El evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales y elevando sus valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo” (Pastores dabo vobis, n.55).

Se trata propiamente del tema de la “contemporaneidad” de Cristo en la vida de la Iglesia, especialmente por medio de su Palabra, según Benedicto XVI en la exhort. apost. Verbum Domini: “La relación entre Cristo, Palabra del Padre, y la Iglesia, no puede ser comprendida como si fuera solamente un acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la cual cada fiel está llamado a entrar personalmente. En efecto, hablamos de la presencia de la Palabra de Dios entre nosotros hoy: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta al fin del mundo» (Mt 28,20) … En la Palabra de Dios proclamada y escuchada, y en los sacramentos, Jesús dice hoy, aquí y ahora, a cada uno: «Yo soy tuyo, me entrego a ti», para que el hombre pueda recibir y responder, y decir a su vez: «Yo soy tuyo»“.

El concilio Vaticano II, en la Const. Apost. Dei Verbum, afirma: “Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado; y el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cfr. Col 3,16)” (Dei Verbum, n.8).

Todo creyente y toda comunidad cristiana se encuentra en un proceso de dejarse plasmar por la Palabra de Dios, como proceso de configuración con Cristo para participar en su misma filiación. Comentando el texto del prólogo de San Juan («A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios», 1Jn 1,12), afirma Benedicto XVI: “Recibir al Verbo quiere decir dejarse plasmar por Él hasta el punto de llegar a ser, por el poder del Espíritu Santo, configurados con Cristo, con el «Hijo único del Padre» (Jn 1,14). Es el principio de una nueva creación, nace la criatura nueva, un pueblo nuevo. Los que creen, los que viven la obediencia de la fe, «han nacido de Dios» (cfr. Jn 1,13), son partícipes de la vida divina: «hijos en el Hijo» (cfr. Gal 4,5-6; Rom 8,14-17)”.

El evangelio se lee, medita y anuncia, desde dentro, como dejándose envolver por él y ayudando a otros a dejarse moldear en este proceso de perfección en el amor. El catequista y el predicador cristiano es auténtico cuando su explicación deja entender que se encuentra comprometido en el mismo proceso de remodelación en Cristo en que se encuentran los oyentes.

Se necesita una conversión continua para proclamar el Evangelio y para escucharlo, como afirma el Papa Francisco: “El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos… Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener «olor a Evangelio»“ (Evangelii Gaudium, n.39).

El sentido dinámico de la predicación se concretiza más al exponer la homilía, que pide la “conversión” de todos, tanto la del predicador como la de los oyentes: “Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida… El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía… El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2Cor 4,5)”.

La “actualización” de las figuras históricas:

El hecho de que el Papa Benedicto XVI dedicara numerosas catequesis a exponer las diversas figuras históricas de la Iglesia (Apóstoles, Santos Padres, algunos santos y escritores, etc.), tiene una importancia especial dentro de nuestro tema. La exposición es objetiva y técnica, encuadrando la figura en su síntesis biográfica y a partir de sus escritos o enseñanzas. Lo más importante es que, en cada figura, se hace resaltar lo que es común a una herencia recibida que se va enriqueciendo y transmitiendo. Al mismo tiempo, en cada figura (sin olvidar las limitaciones) se nota la armonía con toda la historia eclesial, como si se tratara de una herencia familiar que estamos guardando y aumentando entre todos. No se cede ante un error o una inexactitud, pero se subraya lo que es común: la experiencia de encuentro con Cristo, que se hace presente “en medio” de la comunidad eclesial histórica y actualiza su propia enseñanza.

No sería un sistema teológico y pastoral constructivo si se absolutizaran estas figuras soslayando a las demás. Lo importante y auténtico es hacer resaltar el modo como las diversas figuras históricas se han comportado, haciendo referencia a la Escritura y a otras figuras anteriores a la propia época, para poder responder al presente histórico, el suyo y el nuestro.

La Iglesia, en cada momento histórico, actualiza el Evangelio como “herencia” recibida y con nuevas luces del Espíritu Santo. Todos podemos colaborar a la transmisión de esta herencia. Hay aciertos que conviene resaltar, y también errores que es necesario discernir o “criticar” constructivamente. Pero en el fondo del devenir eclesial (guiado por el Espíritu Santo) hay siempre una verdadera y garantizada evolución armónica, no sólo estructural o disciplinar, sino también doctrinal, en la que la verdad inmutable se va haciendo cada vez más “comprensiva” en tensión (a veces dolorosa) hacia la visión definitiva.

Existe la armonía de la revelación y de la fe, pero también la armonía de los procesos históricos. A la luz del misterio de Cristo, se puede llegar a una armonía entre nuestro presente, el pasado y el camino hacia el futuro. También en esta perspectiva histórica, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et Spes, n.22).

2.LA ACTUALIZACIÓN DE LOS CONTENIDOS EVANGÉLICOS Y DE LAS FIGURAS HISTÓRICAS EN SAN JUAN DE ÁVILA

El Maestro Ávila muestra en sus escritos un amplio conocimiento de la Sagrada Escritura. Sabe usar los textos partiendo de su sentido literal, teniendo en cuenta el contexto cultural e histórico de estos mismos textos. Su base bíblica es contextualizada. Da la impresión de que vive los contenidos bíblicos como quien los ha experimentado desde dentro, desde la raíz de la propia cultura que podríamos calificar de “hebraica” (quizá por sus estudios de Alcalá o por el hecho de ser descendiente de familia hebrea conversa). Habla como quien ha entrado en “una ley de fuego” (Sermón 12, n.32), en la él que continúa viviendo día a día.

El biógrafo L. Muñoz ha transmitido un testimonio y calificativo de San Ignacio sobre el Maestro Ávila, que hace resaltar su riqueza bíblica: “Arca del Testamento, por ser el archivo de la Sagrada Escritura, que si ésta se perdiere, él solo la restituiría a la Iglesia” (L. Muñoz, Vida, lib.3, cap.26).

Al sentido literal, el Maestro Ávila lo llama también “sentido propio” (Carta 5), pero lo explica de este modo: “Y para que mejor se entienda, habéis de saber que en la Sagrada Escritura aquel se llama sentido literal en el que suenan las palabras de fuera; y esto quiere decir «letra»: lo de fuera, lo que es corteza del Espíritu. Y puesto que el sentido literal sea el principal sobre el que se fundan los otros, mas el que principalmente pretende el Espíritu Santo, el principal intento de Dios, es el sentido moral” (Sermón 20, n.2).

En sus exposiciones se nota, a veces, un aprecio especial por el texto griego o hebreo, aunque usa la Vetus Latina de San Jerónimo. Sigue las pautas de interpretación que se han usado en la historia anterior por parte de la Iglesia (especialmente por los Santos Padres), pero es siempre la Palabra de Dios que sigue aconteciendo en la actualidad.

Nos encontramos, pues, ante una figura histórica (la del Maestro Ávila) que intenta “actualizar” la Palabra de Dios en la propia situación sociocultural e histórica, teniendo en encuentra las explicaciones de los Padres (al principio de la Iglesia) y las de santos y autores de los siglos posteriores.

Sus comentarios a la carta de San Pablo a los Gálatas:

Son las lecciones dictadas en Córdoba, antes del año 1537. Quizá lo primero que convendría notar es la presentación de la persona de Pablo, que es la clave de su misma doctrina. A Pablo (como a Cristo) no se le entiende si no es en sintonía con su misma vida : “Muerto estaba el Apóstol para la gloria y honra del mundo... Muerto estaba el Apóstol al mundo para sentir sus afrentas, persecuciones y adversidades... Vivo estaba para sentir las afrentas de Jesucristo y las ofensas que contra él se hacían... Vivo estaba el Apóstol para Dios, pues con tanto cuidado entiende en las cosas que tocan a su servicio” (comentario a Gálatas, n. 27).

Las lecciones explicadas por el Maestro Ávila son un comentario, capítulo por capítulo, a toda la carta paulina. Los temas son ya conocidos, como resumen de la doctrina de San Pablo: Jesucristo como centro de la revelación sobre Dios (la Trinidad), la Iglesia, la justificación (gracia), y la fe y las obras, los sacramentos. Como actitudes cristianas, a partir de la fe vivida, se subraya la humildad y la confianza. El comentario se inspira en la tradición patrística, citando con frecuencia a San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio. Cita frecuentemente a Santo Tomás de Aquino (también a Cayetano) y, en algunos puntos, disiente de Erasmo. Se nota, pues, una armonía de fe en la historia de la Iglesia que vive la revelación día a día.

Estos comentarios del Maestro Ávila nos recuerdan su profundo “paulinismo”. “Fue nuestro predicador muy devoto del apóstol San Pablo y procuró imitarlo mucho en la predicación y en la desnudez y en el gran amor que a los prójimos tuvo. Supo sus epístolas de coro... Y es de ver que todas las veces que se le ofrecía declarar alguna autoridad de este santo Apóstol lo hacía con grande espíritu y maravillosa doctrina, como consta de todo sus sermones y escritos” (L. Granada, Vida, p.3ª, c.5).

En esta perspectiva de nuestro estudio sobre la actualización de su figura, es importante notar, además de las directrices que él sigue y que ya hemos indicado (bíblicas, patrísticas, teológicas, etc.), el modo como nuestro Maestro “actualiza” esta herencia histórica en las circunstancias en que se desarrollan sus explicaciones, dejando entrever la realidad del público que las sigue. No es pues, un anacronismo lo que mueve al Maestro, sino el hecho de buscar la luz de la revelación aplicada a problemas y circunstancias nuevas, en las que se hace presente y se actualiza la misma revelación (tal como se ha vivido en la Iglesia de todos los tiempos). Vamos a resumirlas, a modo de elenco de problemas que, al menos en parte, ya han sido estudiados históricamente (y contextualizados en el ambiente del siglo XVI).

Los comentarios o lecciones sobre la carta paulina a los Gálatas son una invitación a comprender la fe expuesta por Pablo, para actualizarla y vivirla en el momento actual. Al presentar la fe de Abraham, como hace Pablo, el Maestro actualiza la invitación del apóstol a los momentos difíciles del siglo XVI: “Hay diferencias de creer. ¿Muchos hallaremos el día de hoy que crean como Abrahán y tengan aquella firmeza en sus promesas, aquella confianza en su palabra, aquella seguridad en todo lo que Dios le decía, aquel tener por cierto que en cosa ninguna de cuanto Dios le mandaba no podía haber falta ni engaño?... Él (Dios) pone este don en nosotros y, después de haberle puesto, él le fortalece, para que confiemos en él, para que todos los trabajos, todas las tentaciones, todas las razones hechas en contrario no desmayen al hombre… Este don pone Dios en sus grandes amigos y en aquellos que saben aprovecharse de él, como fue un Abrahán” (comentario a Gal 3,7; n.28).

Es la fe que puede captarse en el pueblo creyente (n.3), que imita la fe de Abraham (n.28), pero que debe armonizarse con las obras: “vida tiene de tener nuestra fe, caridad y amor de Dios y del prójimo” (n.52).

En este campo de los contenidos de la fe, hay que seguir a los pastores (n.2), dar crédito a la Iglesia (n.7), apoyándose en las enseñanzas de los concilios y del Papa, “cuya fe no puede faltar… para confirmar la fe a todos los otros” (n.16). Pero, al mismo tiempo, es necesario presentar un testimonio claro por parte de los pastores (n.21). Al referirse al pastoreo de Pedro (en sus sucesores) lo califica de “pastor en su iglesia…no había sido hacerle señor, sino padre y madre de todos (n.42).

Estas lecciones son una exposición de la doctrina paulina, especialmente sobre nuestra configuración con Cristo, actualizada en la época del Maestro Ávila, apoyándose en la explicación patrística y teológica, para aclarar los contenidos en un contexto histórico saturado de discusiones. Por esto, el Maestro se remite al magisterio eclesial como punto de referencia, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos ante la decisión tomada por los Apóstoles (cfr. Hech 15,28): “En dando esta determinación, no queda lugar para dudar. Sácase de aquí que, en determinando nuestros pontífices cualquiera cosa, la habemos de recibir como si el mesmo Dios la determinara y la habemos de obedecer: especialmente el supremo en la tierra, cuya fe no puede faltar, porque está puesto él para confirmar la fe a todos los otros” (n.16; comenta Gal 2,2).

Es importante notar en este comentario (como también en todos los escritos del Maestro) la necesidad de buenos predicadores (n.3), teniendo en cuenta la fuerza de la Palabra de Dios cuando se predica con autenticidad (nn.7-8). Los ministros de la predicación son sólo “instrumentos”; por esto, en caso de detectar defectos en ellos, hay que “mirar al principal autor” (n.44). Se trata, en realidad, de “los amigos de Dios… amigos de la verdad y grandes aborrecedores de la mentira (n.45).

La fisonomía del apóstol Pablo se describe con los rasgos de quien vive crucificado con Cristo, puesto que participa de su misma vida. En este contexto, el apóstol ha experimentado la misericordia y el amor de Cristo (nn.11-13 y 25), que le impulsa a salir de sí para vivir sólo de los intereses del Señor: “no buscaba sus intereses ni su gloria, sino los intereses, la gloria y la honra de Dios” (n.25).

Esta experiencia paulina sobre el amor y la misericordia divina en la propia miseria (nn.57-58), es la que le había orientado en el momento de realizar una auténtica corrección fraterna respecto a los defectos del apóstol Pedro (n.19-20). En esta explicación se puede notar la referencia al modo de corregir los defectos de la Iglesia sin necesidad de romper la comunión. Pablo ha reconocido humildemente las propias limitaciones y, por esto, ha sabido comprender los defectos de los demás (n.59).

Naturalmente que el tono de todo el comentario se va centrando en la redención obrada por Cristo (nn.4 y 28). Cristo es el único Mediador (Dios y hombre) que nos puede alcanzar la justificación (nn.30 y 33). Precisamente el fruto de esta gracia consiste en que todos los fieles participen del sacerdocio de Cristo, constituidos en “templos del Señor y sacerdotes suyos” (n.33). A este objetivo se dirige la actuación de los ministros y pastores, como servidores y testigos del amor de Cristo.

No podía faltar en esta exposición de la doctrina paulina, la atención a los pobres, que es el campo preferido por el Maestro: “Estas son señales de la verdadera caridad: compadecerse de todos y querer remediar a todos. Los que andan mirando, para haber de dar cuatro maravedís de limosna, muchas cualidades, y sin ellas no la quieren dar, poca caridad deben tener… Dios… con tan largas misericordias socorre a todos: a malos y a buenos, pobres y no pobres; para significarnos esta facilidad que habemos de tener en socorrer a nuestros prójimos, en no mirar en unas nonadas que miramos para dejar de hacerles bien” (n.18).

Precisamente esta línea de caridad fraterna es la que constituye la señal para discernir y seguir las mociones del Espíritu Santo: “Uno de los efectos que hace el Espíritu Santo en el corazón del hombre es hacerle aficionado al bien de su prójimo; a procurar su bien, su salud, su honra, su utilidad; y perder, si fuere menester, de su interese temporal y aun espiritual, por el bien y por el interese de su prójimo” (n.55).

Estas aplicaciones concretas en el campo de la renovación personal y eclesial del siglo XVI, no resultaban fáciles. Predicar el evangelio (entonces y en toda época histórica) suponía (y supone) correr el riesgo de la contradicción. El Maestro Ávila invita a trabajar, sin desanimarse ni protestar, con la esperanza de una Iglesia peregrina: “Ahora es tiempo de sembrar, de trabajos, de pasar heladas, tormentas y trabajos, hasta que llegue el tiempo del coger. ¿Cuándo es o será tiempo del coger? Cuando hubiere pasado el invierno de este mundo y viniere el verano del cielo” (n.63, cita Cant 2,11).

Las lecciones sobre la primera carta de San Juan:

Son comentarios o lecciones dictadas en Zafra (Badajoz), hacia 1549, puesto que ya cita la enseñanzas de Trento sobre la justificación, de 1547. Como en todos los escritos del Maestro, no se trata sólo de explicar los contenidos doctrinales, sino de subrayar una actualización del hablar de Dios, presente en medio de su pueblo y en cada período histórico: “La sagrada Escriptura casa de Dios es, silla de Dios es... por manera que esta Biblia es traslado del corazón de Dios” (Lección 6ª, redacción I).

Fr. Luís de Granda, al referirse a estas conferencias dictadas en Zafra, afirma: “Y en este tiempo leía cada día una lección de la Epístola canónica de San Juan Evangelista en la iglesia del monasterio de Santa Catalina; y en esta lección, entre otros oyentes, acudían la señora marquesa y la señora condesa, la cual iba más alegre a oír estas lecciones que si fuera a todas las fiestas del mundo”.

Refleja la sensibilidad de aquella época (dentro de la comunidad cristiana) sobre el modo de escuchar la Palabra de Dios, a partir del hecho de que la Palabra se ha hecho carne (“Encarnación”). Es tema parecido al del “Audi Filia”, donde se explica ampliamente y con aplicaciones concretas todo el proceso de la vida espiritual como escucha comprometida de la Palabra de Dios.

En las lecciones sobre la primera carta de San Juan se exhorta al deseo de “ver a Dios”, pero siempre imitando la actitud de los santos y concretamente la de Moisés, de entrar en la “nube” del Sinaí, nube del “no saber”. El amar a Dios va más allá del comprenderle. El Maestro explica este proceso como vivencia de la gracia por medio de los sacramentos.

Afloran todos los temas del momento histórico en torno a Trento. La reforma sólo se puede afrontar con mayor fidelidad en el proceso de santificación, buscando la armonía entre la fe y las obras, entre el sacerdocio ministerial y el de los fieles.

Cada lección inicia con el texto bíblico (a veces aludiendo a sus paralelos) que se explicará de modo muy adaptado al público, como lecciones catequéticas con aplicaciones prácticas para la vida personal, comunitaria y social. La explicación está en armonía con el evangelio de Juan, y se analizan los términos propios del evangelista: “Ya os he dicho que San Juan tiene términos propios de hablar: «estar en Cristo», «estar Dios en nosotros», «estar en Cristo», «estar arrimados a Cristo». Es como un arco: está arrimado a un poste; como una vid está arrimada a una cepa. Así lo dijo el Señor” (Lección 17ª, redacción I; comenta Jn 15,5-6).

Los temas explicados son los que ya se encuentran en los demás escritos, pero en estas lecciones se aplican al momento difícil y conflictivo de la “reforma”. Siempre se acentúa el amor de Dios y la confianza en su misericordia. Es el proceso de justificación (filiación adoptiva) que supone fidelidad a la Palabra y a la acción del Espíritu Santo. El misterio de Cristo (Verbo encarnado) suscita el deseo de ver a Dios. Es posible la imitación de Cristo gracias a su sangre redentora. Esto exige un proceso de renovación eclesial (especialmente en los clérigos), que es siempre teologal (fe, esperanza, caridad para con Dios y los hermanos), atención a los pobres (riqueza y pobreza). Se concreta en la práctica del mandato del amor y el seguimiento evangélico, donde se indica la naturaleza de la vida espiritual con sus grados, dificultades y medios.

En ambas redacciones (el manuscrito de El Escorial y el de la universidad de Salamanca), aflora la realidad del momento histórico. El Maestro da respuesta a la nueva problemática, buscando la luz en los contenidos bíblicos tal como se han ido explicando en el decurso histórico de la Iglesia (Santos Padres, santos, escritores, magisterio).

Armoniza siempre la acción necesaria de la gracia con la cooperación humana. Todo es fruto del amor de Dios, porque “ese amor que Dios la tiene es amor fecundo… Da Dios al alma gracia para que hermosee la esencia del alma, y ansí es razón que del alma salgan obras como de hija de Dios… Este negocio de ser cristianos no habéis de pensar que es vuestro, sino de Dios; ni pensar que vos podéis ser bueno por vos, porque de vuestra cosecha no podéis tener costumbres de hijo de Dios” (Lección 3ª, redacción I).

Al afrontar los abusos o defectos, no se rebaja el ideal de la santidad cristiana. La explicación se basa en San Juan y en San Pablo: “La vida del cristiano ha de ser vida que se parezca a Cristo; quien quisiere compañía con el Padre y con su Hijo Jesucristo, han de ser imitadores de Cristo, que es andar en luz, y tener cuenta, como dice San Pablo” (Lección 4ª, redacción I).

Es muy detallista al explicar el proceso de justificación, basándose en el concilio de Trento (y en la tradición constante de la Iglesia), para responder a las objeciones de los reformadores de la época. Hay perdón de los pecados gracias a la sangre de Cristo, cuyos méritos se nos aplican por medio de los sacramentos: “La sangre de Cristo, fuente patente para lavar pecados actuales y originales; para pecados abominables y no tan abominables. Fuente patente es un confesor: que en el ego te absolvo, allí va la sangre de Cristo. En un comulgar recibís la sangre de Cristo” (Lección 5ª, redacción I).

El tono de todas las lecciones es del amor de Dios misericordioso que perdona cuando uno se arrepiente de verdad: “¡Oh si conociesen los hombres las entrañas con que Dios perdona! ¡ Oh, cómo los hombres no saben perdonar, que, ya que perdonan, cuando ven al enemigo levántasele acá dentro una ira, altérasele la sangre! Dios no es así, sino perdona con unas entrañas de piedad: ¡No me acordaré más de tu maldad!... Si tú miras tus pecados, Dios no los mira” (Lección 6ª, redacción I).

Escuchando estas explicaciones del Maestro, el corazón se siente como en un camino de paz y de perdón. Se excluye tanto la desconfianza (que olvida el amor de Dios), como una confianza ilusa (que no exige la conversión ni la práctica de los sacramentos). El Maestro parte del amor de Dios, que no hace rebaja a la entrega, mientras, al mismo tiempo, ofrece la posibilidad del perdón y de la renovación subsiguiente. Se parte de los amores y sentimientos de Cristo Mediador, quien pide al Padre por nosotros: «Señor, pues me hiciste hombre y cabeza de ellos, no permitáis que mis miembros que son los hombres se pierdan; haced, Señor, misericordia con ellos» (ibídem). Y concluye: “No os espantéis que os ame Dios, porque están puestos sobre vos unos merecimientos infinitos de su Hijo benditísimo. Fiel y justo es Dios, que nos perdonará nuestros pecados… Catad que tenemos negociador en la corte “ (ibídem).

Las expresiones del Maestro en este problema (como en otros problemas de la época) son muy aleccionadoras para descifrar el modo como él actualizaba el mensaje cristiano:

“Otros yerran en desmayarse y llevan el camino de Dios con tanta amargura. Gran ofensa hace a Dios el que se descorazona y pónese en peligro de caer en desesperación. Ser templado y tener cuidado del amor de Dios, como un niño, que no hace sino correr, correr, y cae y llora un poquito, y tórnase a levantar. Yo miserable soy: hacedlo conmigo, como quien vos sois; dadme la mano, Señor. Todas las veces que cayere, dadme la mano. Hay algunos tan escrupulosos, que todo esto no basta; y otros están tan desmayados, que piensan que Dios no tiene tanta misericordia como sus pecados. Decid: si Cristo muriera cada día una vez por vos, ¿quedara descontento? Sí, tan contento podéis quedar por una vez que murió, como si cada día muriera. Porque aquella sola vez, aunque pasó años ha, está tan presente y vale tanto, como si cada día muriera… Si hubiera mil mundos, es suficiente la sangre de Cristo para redimirlos a todos… Si la flaqueza nos derribare, acudamos a Cristo; el cual nos dé su gracia” (ibídem).

Todas las lecciones apuntan a confiar en la misericordia de Dios Amor, tanto para aceptar y agradecer el perdón, como para decidirse, con su ayuda, a cumplir con exactitud y generosidad sus mandamientos: “Nunca acabáis de creer que Dios os ha perdonado. Hacéis dos males: uno, que defraudáis a Dios las gracias que le habéis de dar por haberos perdonado vuestros pecados; y lo otro, que perdéis el fruto que recibe el ánima de pensar: «perdonado me ha Dios por su misericordia y bondad». Esto es como cuando a una ave le ponen dos piedras grandes en las alas, que no la dejan volar. El ánima que piensa que Dios no la ha perdonado, alas tiene debajo de piedras grandes, que no la dejan volar a Dios” (Lección 11ª, redacción I).

Las lecciones sobre la primera carta de San Juan (en su doble redacción, teniendo en cuenta sus variantes) van describiendo todo el camino de la perfección cristiana, con sus objetivos, dificultades y medios, siempre guiados por la Palabra de Dios escuchada con amor. Es una cuestión actual en todas las épocas históricas, también en la nuestra. Lo importante es la perspectiva en que se mueve el Maestro Ávila: el amor de Dios y a Dios, que no admite rebajas, pero que hace posible con la ayuda de la gracia cumplir con sus exigencias: “No se puede guardar la palabra de Dios sin amor de Dios” (lección 7ª, redacción I).

Los contenidos de ambos comentarios (carta a los Gálatas y primera carta de San Juan) tienen densidad bíblica y teológica, siempre con aplicaciones pastorales a su época. Las citas técnicas suponen un auditorio de cierta cultura y también del mundo eclesiástico. Se desarrolla a veces a modo de diálogo catequético con los asistentes. No pierde de vista la reforma personal y social. Tiende principalmente a vivir los contenidos de la fe, la vida de gracia, el misterio de la Iglesia Cuerpo Místico y de sus sacramentos . El Maestro “actualiza” los contenidos de la revelación (tal como se ha explicado en la Iglesia), aplicándolos a los problemas de su época.

Los contenidos bíblicos de su predicación en un proceso de actualización:

Además de los comentarios bíblicos propiamente dichos (carta a los Gálatas y primera carta de San Juan), toda la predicación del Maestro tiene una amplia base bíblica, en el contexto de la celebración litúrgica y teniendo en cuenta la realidad eclesial del momento. En esta perspectiva, la Escritura “era la principal materia de sus sermones” (L. Muñoz, Vida, lib.1, cap.7).

Precisamente esta base bíblica era la clave para entender su modo de predicar, como hemos visto más arriba. Es como si viviera y ayudara a vivir el Evangelio desde dentro, “actualizado” en las circunstancias de aquí y ahora. Por esto, “sus palabras, aunque fuesen de reprensión, iban envueltas en amor, caridad y celo del aprovechamiento de las almas, y así le oían con notable afecto” (Id., Vida, lib.1º, cap. 22).

Su modo de pasar del contexto bíblico a la situación concreta no es a partir de una teoría sobre la interpretación del texto bíblico, sino como quien invita a involucrarse en una realidad salvífica que continúa. Es un pastor o un “sembrador”, preocupado evangélicamente por la perfección cristiana e integral de sus oyentes. Por esto insta a escuchar la Palabra de Dios, tal como es, dejándola resonar en la realidad concreta.

Su modo de exponer los contenidos bíblicos se inspira en los Santos Padres, las enseñanzas de los concilios, de los santos y de los buenos teólogos. Busca el verdadero bien del pueblo de Dios: “Que un predicador acierte a ver, quiero decir a conocer lo que cumple, merced grande es que hace al pueblo” (Sermón 18, n.1).

La luz principal la encuentra en el “Misterio de Cristo” (anunciado, celebrado, vivido), que ilumina y descifra el misterio del hombre en cada momento histórico: “Misterio grande, unión inefable, honra sobre todo merecimiento, que el hombre y Cristo sean un Cristo, y que salvar Cristo al hombre y rogar por él sea salvarse a sí mismo y rogar por sí mismo. ¿Quién podrá creer tan grande alteza de honra con que el hombre es honrado, si no mira primero la grande bajeza y deshonra con que Dios humanado fue deshonrado por el hombre?” (Sermón 53, n.34).

En su predicación afloran las situaciones culturales y sociológicas de su época y del ambiente concreto en que predica. Al predicar los contenidos de la revelación, deja entrever el ambiente cultural renacentista y reformista; el Maestro sabe adaptarse sin perder los valores permanentes y siempre en armonía con el Evangelio meditado en el corazón. Como dice su primer biógrafo y uno de sus mejores discípulos, Fray Luís de Granda, era como “una red barredera, porque iba dando avisos a todo género de personas” (Vida, parte 3ª, cap.5).

Esta captación de la realidad cultural y sociológica de su tiempo, se explica ,al menos en parte, por la formación recibida en la universidad de Alcalá (durante los años 1520-1526), donde prevalecían las corrientes humanistas.

Se puede notar un gran equilibrio entre los contenidos y el valor de la razón.

“Porque, aunque algunas cosas de Dios se pueden por razón alcanzar, las cuales llama San Pablo lo manifiesto de Dios; mas los misterios que la fe cree, no puede la razón alcanzar cómo sean. Y por eso se dice que cree la fe lo que no ve, y adora con firmeza lo que a la razón es escondido” (Audi Filia, cap.31, n.2). Hay siempre misterios más allá de donde puede llegar la razón: “Hasta que estemos en su reino, donde faz a faz es visto, debemos contentarnos y satisfacer a nuestro deseo con lo conocer, rastreándolo por sus efectos, como lo dice San Pablo” (Sermón 44, n.1).

El misterio “sobrepuja” la razón, pero no la anula. Asentir por la fe, es “honra de Dios, del cual, mientras cosas más altas creemos y que sobrepujan a nuestra razón, más le honramos y más nos le sometemos” (Carta 150). Pone comparaciones sencillas: “Pues que eres hombre de razón y tan amigo de regirte por ella... pues no te paras a preguntar cómo se hace (la comida), y alguna vez os traen guisado de la cocina cosa que no sabéis cómo se guisó, y calláis y coméis, haced así acá, y callad y comed” (Sermón 46, n.1).

La fe, basada en la revelación, ayuda a apreciar y contemplar el ser humano y toda la creación como manifestación del amor de Dios: “Mírese un hombre a sí mismo, mire el cielo y mire la tierra, y vea que todo es leña de beneficios para encender en el hombre el fuego del divino amor” (Sermón 70, n.18). Toda la creación es un “inmenso mar de bondad” (Carta 133).

Sin disminuir en nada las exigencias cristianas, el Maestro recuerda con frecuencia que la felicidad es el objetivo de la vida humana: “Creó Dios el hombre, ¿para qué, si pensáis? Para que amase a Dios, y amándole le poseyese, y poseyéndole le gozase, y gozándole fuese bienaventurado” (Sermón 29, n.5).

A partir de estas realidades de fe y de valores humanos, se puede apreciar su actitud pacificadora, su equilibrio humano que se armoniza el deseo de reforma, la atención a todos los niveles de pobreza (trabajo, educación, cautivos, enfermos, injusticias, luchas entre familias, viudas, situación de la mujer, etc.). Todo forma parte de la misión apostólica, como “señales de verdadera caridad: compadecerse de todos y querer remediar a todos” (Comentario a Gálatas, n.18).

Los contenidos de la revelación, tal como se habían explicado en toda la historia eclesial anterior, era para el Maestro Ávila una “herencia” recibida, que había que releer, aplicándola a situaciones nuevas (sin anacronismos). Al haber experimentado la propia debilidad fortalecida por la gracia, e incluso las dificultades y contradicciones, podría afirmar que “la Escritura sagrada... la da nuestro Señor a trueque de persecución” (Carta 2).

Es una actualización distinta, pero parecida y fundamentada en la Eucaristía. Es como si lo que Cristo dijo e hizo, aconteciera de nuevo, especialmente cuando se medita la Palabra en relación con la Eucaristía: “Aquí lo hallarás haciendo otro tanto” (Sermón 41, n.26). Es un proceso que ocupa toda la vida del apóstol y de todo creyente: “Que ésta es la condición de la Sagrada Escriptura, que cuanto más uno sube a mayor perfección de vida y conocimiento de Dios, ansí va más entendiendo en un mismo paso lo que antes no entendió” (Sermón 10, n.2). Por esto, “no se añeja la Sagrada Escriptura de Dios, siempre hallamos en las cosas que muchas veces hemos leído cosas nuevas que entender y secretos que otras veces no habíamos entendido” (ibídem).

Su base patrística, magisterial y teológica:

Para “actualizar” los contenidos de la revelación en su propia época, el Maestro se vale de explicaciones de otras épocas, como es el caso de citar con frecuencia los Santos Padres, textos conciliares, santos y escritores. Se apoya en el modo como estos documentos del pasado han interpretado la Escritura, para poder hacer otro tanto en las circunstancias de reforma y de renacimiento del siglo XVI. No es anacronismo, sino captación del fondo de la cuestión: la Escritura, sin cambiar sus contenidos, se actualiza en el decurso de toda la historia.

Su aprecio por los Santos Padres es porque se trata de “varones santos en quienes él (el Señor) moró, para que nos declarasen la Escritura con el mismo espíritu con que fue escrita” (Carta 9). Cita especialmente a San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Gregorio Magno, como para entrar en el significado de la Escritura dentro de la herencia de la fe recibida de los Apóstoles.

Las citas frecuentes de San Agustín (más de 200 veces) son debidas precisamente a la intención de actualizar el contenido de la revelación sobre la cuestión principal de la “reforma” en el siglo XVI: la justificación. En cambio si se trata de recomendar el estudio de los textos escriturísticos (como hace en los Memoriales a Trento y en las Advertencias para el sínodo de Toledo), recomiendo especialmente a San Juan Crisóstomo y a San Jerónimo. Se trata siempre de “altos ingenios ejercitados en la divina Escritura, llenos de luz celestial para la entender, como gente puesta por Dios para que enseñasen su Iglesia” (Trento, Memorial II, n.20).

Esta actualización de los contenidos de la fe se refiere también al tema de actualidad en aquellos momentos en que se discutía el tema del sacerdocio ministerial y la Eucaristía: “Será bien que oigamos y sigamos a los santos, que, alumbrados por el Espíritu Santo, como espirituales juzgan todas las cosas, y, por consiguiente, qué tal debe ser la reverencia y santidad que en aquella hora es menester para tratar el santo cuerpo de Cristo nuestro Señor a contentamiento de Él” (Tratado sobre el sacerdocio, n.18).

Respecto a las citas sobre los concilios y el magisterio de la Iglesia, se puede observar la misma intención: basarse en una interpretación auténtica de la Escritura para poder responder a las controversias que surgen en la historia de la Iglesia. Según el Maestro, no se ha sabido afrontar estas controversias por el desconocimiento que hay en los ministros sobre esta herencia magisterial: “Por no tener los teólogos copia de todos los Concilios, ignoran muchas cosas necesarias. Convenía que mandase ponerlos en las Universidades e Iglesias Catedrales. Los Concilios que comunmente andan impresos son pequeña parte de los que hay” (Trento, Memorial I, n.67).

La verdadera reforma de la Iglesia se realiza con la recta aplicación de lo dispuesto por los concilios. En el caso del siglo XVI, se refiere a Trento (que a su vez se basa en concilios anteriores). Si falta “este modo de cultivar la tierra y viña del Señor”, el adversario siembra “la cizaña de los vicios” y se seca “el trigo de los buenos estatutos y santos cánones antiguos” (Toledo, Advertencias I, n. 23).

Pero esta actualización presupone el interpretar los textos de la Escritura siguiendo los criterios del magisterio eclesial: “Si no ha habido Iglesia, no hay fundamento para recibir alguna Escritura por de infalible verdad, pues que por otro medio no tenemos los católicos ni los herejes a una Escritura por infalible sino porque la Iglesia lo aprobó por tal” (Trento, Memorial II, n.19).

En el Audi Filia, donde precisamente se exponen ampliamente los temas de actualidad (interpretación de Palabra de Dios, justificación, renovación de la Iglesia, etc.), afirma con precisión: “A sola la Iglesia Católica es dado este privilegio, que interprete y entienda la divina Escritura, por morar en ella el mismo Espíritu Santo que en la Escritura habló. Y donde la Iglesia no determina, hemos de seguir la concorde y unánime interpretación de los santos, si no queremos errar” (Audi Filia, cap.46, n.1). Es un tema frecuente en sus sermones: “¿Qué me aprovecharía que haya Escritura de Dios, si yo no sé si es Escritura de Dios?... «El Evangelio no creería si la Iglesia no me lo dijera», dice San Agustín” (Sermón 33, n.16).

Para evitar interpretaciones personalistas, la explicación de la Escritura debe ser “conforme a la enseñanza de la Iglesia romana, la cual quiso Dios que fuese cabeza y maestra de todas, cierta perecerá con sus auctores ... no es planta de la mano de Dios el sentido o palabra que a este crisol no está subjecto y a este dechado conforme, y por esto, tandem eradicabitur” (Carta 9; comenta Mt 15,13). De otro modo, surgen pareceres discrepantes y poco sólidos, por parte de quienes “pensando que ellos se rigen por ella, son regidos por su propio sentido, porque quieren entender la palabra de Dios como a ellos parece y no de otra manera” (ibídem).

Así se explica el interés del Maestro Ávila en el estudio de la Escritura por parte de los ministros de la Iglesia, también durante su preparación antes de ordenarse. “La lección de la sagrada Escritura está muy olvidada. Oyéndola por cursar y no por amor que le tengan. Conviene que se ordene que se hagan ciertos ejercicios cerca de ella, o teniendo conclusiones de ella o modo de sermón, para que se avive el estudio de ella, pues ella es la que hace a uno llamarse teólogo” (Trento, Memorial I, n.52).

En este contexto de aprecio de la Escritura con vistas a la “actualización” de su verdadero contenido, se puede observar la atención del Maestro respecto a las enseñanzas de los santos, aún en el caso de que “la misma ley se perdiese, se hallaría escrita por el Espíritu Santo en las entrañas de ellos” (Audi Filia, cap. 50, n.4). Se refiere no solamente a los Santos Padres (que hemos citado más arriba), sino también a los santos y escritores medievales, como San Bernardo, Ricardo De San Víctor, San Buenaventura, Sto. Domingo, Sto. Tomás de Aquino, etc., así como otros santos que se celebran durante el año litúrgico (San Francisco de Asís, etc.).

Ya hemos indicado al hablar de su comentario a la carta de San Pablo a los Gálatas, su referencia a teólogos que explican el texto. Tratándose de temas de actualidad (del siglo XVI), el Maestro los cita como quien conoce los comentarios y también como quien se siente libre de seguirlos cuando discrepan del común parecer de los demás autores.

Aunque cita con cierta frecuencia a Erasmo, incluso recomendándolo en sus comentarios bíblicos y patrísticos, también discrepa en algunas interpretaciones que no corresponden a las de San Juan Crisóstomo, San Ambrosio o San Jerónimo (cfr. comentarios a los Gálatas, nn.9-10).

El Maestro Ávila recomienda a Erasmo cuando se trata de fuentes bíblicas o patrísticas (ver cartas 5 y 225). Mientras recomienda a San Jerónimo y San Juan Crisóstomo, añade: “También puede mirar las Paraphresis de Erasmo, con condición que se lean en algunas partes con cautela; en las cuales será, luego, cuando discrepa del sentido común de los otros doctores o del uso de la Iglesia. Y estos pasos se deben señalar para los preguntar, o de palabra o de escrito, a quien le informe... y para el Nuevo Testamento aprovecha mucho un poco de griego, por poco que fuese, y haya las Anotationes de Erasmo, que en gran manera le aprovecharán para eso” (Carta 225; a su discípulo Alonso de Molina).

Este modo de “actualizar” los contenidos evangélicos a situaciones concretas del siglo XVI, puede servir de pauta para nuestro modo de “actualizar” la figura del Maestro en nuestras situaciones del siglo XXI (situaciones que arrastran todavía el peso del siglo XX). Son las aplicaciones que veremos en el apartado siguiente de nuestro estudio.

Hay muchas otras cuestiones del siglo XVI, tal como las afronta el Maestro Ávila, que podrían ser fuente de inspiración para el modo de actualizar su figura en nuestro siglo XXI. Baste con aludir brevemente a una de estas cuestiones: las experiencias “espirituales”, que eran entonces de mucha actualidad y que hoy lo siguen siendo con otras perspectivas y enfoques. En su momento era todo lo referente al discernimiento de los fenómenos místicos (recogimiento) y a los alumbrados, que son temas relacionados con la gracia y justificación.

Aprecia y recomienda al franciscano Francisco de Osuna (por sus “abecedarios”). Pero respecto al tercer abecedario (sobre el recogimiento, “no pensar nada”), presenta algunas reparos en la plática tercera, donde dice: “persuade más a proceder per viam voluntatis, con poco pensar; y así no se ha de tomar, sino el camino por donde el Señor quiere llevar al hombre” (Plática 3ª, n.7). En el epistolario (concretamente aconsejando a Fr. Luís de Granada) es más concreto: “La tercera parte (tercer abecedario) no la dejen leer comunmente, que les hará mal, que va por vía de quitar todo pensamiento, y esto no conviene a todos” (Carta 1).

3.APLICACIONES CONCRETAS DE JUAN DE AVILA PARA SU ACTUALIZACIÓN EN NUESTRO MOMENTO HISTÓRICO ACTUAL

Después de haber explicado la importancia, la posibilidad, el significado, y los alcances de la “actualización” de las figuras históricas (apartado 1), hemos hecho un análisis relativamente breve sobre cómo el mismo Maestro Ávila se valió de los contenidos bíblicos y de las figuras históricas del pasado, para actualizarlo todo en su momento histórico del siglo XVI (apartado 2).

Ahora nos fijamos especialmente en algunos temas concretos de suma actualidad: La peculiaridad del amor de Cristo Verbo encarnado y redentor, como fuente de la renovación de la Iglesia y de una recta aplicación del concilio Vaticano II y de su postconcilio.

El amor de Cristo, Verbo encarnado y redentor, tema de perenne actualidad

El amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Redentor ha sido siempre el punto de referencia de la Iglesia, para poder responder a este amor con un amor de totalidad. Es el resumen de todo el Nuevo Testamento. Ya al final del siglo primero, el Papa Clemente I ofrece esta perspectiva, que luego aflorará continuamente en los documentos patrísticos: San Gregorio Niseno, San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Gregorio Magno…

Esta herencia la han recogido y transmitido los grandes expositores de todas las épocas: San Beda, San Anselmo, San Bernardo, San Francisco de Asís, San Buenaventura, Sto. Tomás de Aquino, San Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz…, indicando un “itinerario” a seguir: agradecer los beneficios de Dios Amor, reconocer nuestra poca correspondencia, decidirse a responder al amor de Dios (quien nos ha amado primero).

A veces se ha resumido este mensaje con el título de “tratado del amor de Dios”, como en San Juan de Ávila, San Francisco de Sales, San Alfonso Mª de Ligorio, etc. La “contemplación del amor”, en los “Ejercicios” de San Ignacio, es el compendio y el fruto final de un “proceso” (“itinerario”) en el que el corazón humano, movido por la gracia, quiere abrirse totalmente al misterio de Cristo, para amarle y hacerle amar: “Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta”.

Cada una de las épocas históricas de la Iglesia (y también de la sociedad humana en general) ha necesitado encontrar una “transcendencia” que diera sentido a toda la vida humana: saberse amado, poder amar, sentirse libre en la verdad de la donación, realizarse y construir la historia amando…

El problema consiste en descifrar la peculiaridad del amor que Dios nos tiene, porque él es el único que puede responder a las situaciones históricas, que reflejan el ansia peculiar del ser humano y de toda la humanidad en su caminar histórico. Cualquier dificultad (y obligación) se puede afrontar con esperanza de éxito, cuando se ha experimentado cómo nos ama Dios.

Cada palabra del Evangelio (y de toda la Escritura) es no sólo un vestigio, sino una epifanía, que deja entrever los latidos del corazón de Dios, no sólo por el hecho de darnos a su Hijo por amor (cfr. Jn 3,16), sino por nuestra misma vida del día a día, porque Dios continuamente “hace salir su sol sobre buenos y malos” (Mt 5,45).

Los comentarios históricos, a que hemos aludido, suelen referirse especialmente al evangelio de Juan (prólogo y capítulos 3, 10, 15 y 17) y a su primera carta (“Dios es Amor”, “nos ha amado primero”, “hemos conocido el amor”). A nivel de experiencia personal, se suele aludir a las numerosas expresiones de San Pablo: “me ha amado” (Gal 2,20), “por el gran amor con que nos amó” (Efes 2,4; cfr. 1,4ss), “caminad en el amor… nos ha amado… amó a su Iglesia” (Efes 5,5.25). En la relectura de estos textos neotestamentarios, frecuentemente se alude al Antiguo Testamento: el “amor tierno” de Dios (su “misericordia”), a modo de amor esponsal que pide respuesta generosa e incondicional (“amar con todo el corazón”), porque “de la misericordia de Dios está llena toda la tierra” (Sal 33,5) y su alianza o pacto de amor es “eterno” e indefectible (Is 54,8; Jer 31,3).

Además de esta revelación bíblica, propiamente dicha, Dios ha querido dejar sus huellas (preparatorias) en culturas y religiones, pero especialmente en el corazón de cada ser humano, que busca siempre la verdad y el bien como un vestigio de la Verdad y el Bien trascendente y personal. La historia humana (no necesariamente la que se describe en los libros) es una búsqueda continua de la Verdad y del Bien.

Después de un proceso cultural de siglos (con sus luces y sombras), actualmente el hombre es más sensible a su propia realidad, buscando el sentido de la vida, con una inquietud que ya había descrito San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta encontrarte a ti” (Confesiones, 1,1,8; cfr. 10,27,30). Por esto dice el concilio Vaticano II que allí “Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino” (Gaudium et Spes, n.14). Esta realidad humana no puede descifrase, si no es a luz de Cristo: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (ibídem, n.22). A la luz del encuentro con Cristo, y contagiado de su mismo amor, el cristiano aprende que el hombre, creado a imagen de Dios, solo se puede realizar “en la entrega de sí mismo a los demás” (ibídem, n.24).

La historia humana puede cambiar si se afronta con la mirada y el amor de Cristo (es decir, con la actitud de las bienaventuranzas y del mandato del amor), haciendo del ser humano y de toda la humanidad una relación familiar, para compartir una herencia y un caminar común, donde resuena la misma oración de Jesús incrustada en nuestro ser y que marca los hitos de la historia compartida con él: “Padre nuestro”.

Estos textos de Gaudium et Spes sobre el misterio de Cristo podrían ser la clave para discernir si las pautas del concilio se han aplicado rectamente. Donde no resuene Dios Amor, revelado por Cristo, no existe discernimiento ni renovación del Espíritu Santo en su Iglesia. La clave de toda comunidad eclesial renovada por la Palabra y el partir del pan, está en el mandato de amor, concretado en compartir los bienes recibidos hasta llegar a ser “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). La última encíclica de Benedicto XVI, Caritas in Veritate (2009), tiene esta clave del “compartir” en “comunión”, basada en “Dios es Amor”, que fue el título de su primera encíclica, Deus Caritas est (2005).

La encíclica Deus Caritas est sigue las líneas que ya hemos detectado en el decurso de la historia de la Iglesia desde el siglo I: el amor de Dios se manifiesta en la creación y en la historia de salvación (primer parte de la encíclica); este amor urge y hace posible una respuesta que, por parte de la Iglesia, tiene que ser una “comunidad de amor” (segunda parte). El objetivo a que tiende la encíclica se indica desde el principio: “Deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás… Mi deseo es insistir sobre algunos elementos fundamentales, para suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino” (n.1).

Como veremos más abajo, el Papa Benedicto XVI (año 2012) invitó a estudiar a San Juan de Ávila en esta perspectiva del amor. La Carta Apostólica sobre el Doctorado inicia con la expresión “Deus caritas est” y luego invita a estudiar el tratado del Maestro. Precedentemente, pues, a esta invitación, y de modo muy parecido a San Juan de Ávila, el Papa Benedicto (en su encíclica de 2005) invitaba a “poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cfr. 19, 37)… Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar” (Deus Caritas est, n.12).

Es el tema de las “miradas”, también eminentemente avilista (cfr. Audi Filia y Tratado del Amor). La dimensión mariana de este tema aparece también al final de la encíclica Deus Caritas est, como indicando que es posible responder al amor: “La devoción de los fieles (a la Sma. Virgen) muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está embargado totalmente de Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse a sí mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7, 38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva” (n.42). La oración final de la encíclica es una síntesis sapiencial de todo el documento y de todo el tema que os ocupa: “Santa María, Madre de Dios, tú has dado al mundo la verdadera luz, Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios… Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él. Enséñanos a conocerlo y amarlo, para que también nosotros podamos llegar a ser capaces de un verdadero amor y ser fuentes de agua viva en medio de un mundo sediento” (ibídem).

La última encíclica de Benedicto XVI, Caritas in Veritate (2009), en su conjunto, es un resumen actualizado de toda el magisterio de la Iglesia sobre la doctrina social (encíclicas, Vaticano II, mensajes anuales sobre la paz, etc.). Pero la clave es la invitación a poner en práctica las exigencias del amor, concretadas en una actitud de gratuidad, hasta compartir fraternalmente los bienes con todos los hermanos: “El desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad” (n.34). El título de la encíclica apunta a inspirarse en el modo verdadero de amar de Cristo; así se indica desde el inicio: “En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr. Jn 14,6)” (n.1).

Como ya hemos visto recordando la doctrina conciliar (especialmente en Gaudium et Spes), ahora en la encíclica Caritas in Veritate se insta a redescubrir el misterio del hombre, a partir del misterio del amor que está en Dios: “El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual, sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde siempre” (n.29). Si es “Dios Amor” quien ha creado y redimido al hombre, esto significa que “el ser humano está hecho para el don” (n.34). La creación entra, “la naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad”, porque “nos habla del Creador (cfr. Rom 1,20) y de su amor a la humanidad”(n.48).

La vida cristiana si no se expresa en esta perspectiva de comunión fraterna, reflejo de la comunión trinitaria de Dios Amor, no es auténtica. “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don” (n.79).

La actualidad del tema del amor aparece en casi todos los documentos de Benedicto XVI, también en las catequesis sobres las figuras históricas de la vida de la Iglesia. Entre ellas destaca la figura de San Agustín. A él le dedicó cinco catequesis, desde el 9 de enero hasta el 27 de febrero de 2008. El mismo Papa reconoce que su primera encíclica, Deus caritas est, “debe mucho, sobre todo en su primera parte, al pensamiento de san Agustín”, porque “también hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano” (Catequesis 27 febrero 2008).

Para reconfirmar la actualidad de este tema (el amor como clave de la historia), conviene recordar brevemente los documentos de Papa Francisco (especialmente Evangelii Gaudium, Misericordiae Vultus, Laudato sì… ) que son una invitación a experimentar el modo como Dios nos ama, y consecuentemente mirar a los demás y a toda la creación e historia con una mirada que refleje su amor. El tema de la creación (en el contexto de la nueva creación) ha quedado expuesto en la encíclica Laudato sì (2015), en la que se describe que todo ha sido creado por amor; si el corazón está dividido por el pecado, origina la división y destrucción de todo lo creado y del mismo ser humano. “La Biblia enseña que cada ser humano es creado por amor, hecho a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen 1,26)… El Creador puede decir a cada uno de nosotros: «Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía» (Jer 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»“ (Laudato sì, n.65; cita a Benedicto XVI, homilía en el inicio de su pontificado, 24 abril 2005).

Las aportaciones del Papa Benedicto XVI (ratificadas y prolongadas por el Papa Francisco) nos indican la actualidad de este tema y, consecuentemente, la importancia de redescubrir en el Maestro Ávila uno de los puntos más característicos de su vida y de sus enseñanzas: la peculiaridad del amor de Cristo, como punto de referencia para el hombre y la sociedad de hoy.

Las reflexiones que acabamos de hacer sobre la actualidad del tema del amor como respuesta al misterio del hombre, basándonos especialmente en el concilio Vaticano II y en la reflexiones del Papa Benedicto, corroboradas por el Papa Francisco, nos indican la importancia de redescubrir el significado del Doctorado de San Juan de Ávila.

Es, pues, muy importante “actualizar” la figura de San Juan de Ávila, siguiendo la invitación explícita de Benedicto XVI en la declaración del Doctorado. La Carta Apostólica (7 octubre 2012), San Juan de Ávila, sacerdote diocesano, proclamado Doctor de la Iglesia universal, inicia precisamente con la referencia al amor de Dios manifestado en Cristo, según la expresión paulina “caritas Christi urget nos (2Cor 5, 14), que comenta de este modo:

“El amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, es la clave de la experiencia personal y de la doctrina del Santo Maestro Juan de Ávila, un «predicador evangélico», anclado siempre en la Sagrada Escritura, apasionado por la verdad y referente cualificado para la «Nueva Evangelización» … la promoción de una espiritualidad de la confianza y la llamada universal a la santidad vivida como respuesta al amor de Dios … El Tratado del amor de Dios, una joya literaria y de contenido, refleja con qué profundidad le fue dado penetrar en el misterio de Cristo, el Verbo encarnado y redentor”.

La vida cristiana como itinerario de amor en San Juan de Ávila:

Todos los temas tratados por el Maestro Ávila tienen la perspectiva de un amor fontal en Dios, manifestado en Cristo, que pide y hace posible una repuesta de amor. Las exigencias de vida cristiana son fuertes, pero antes de ser exigencias son una propuesta o declaración de amor. El creyente en Cristo se siente conquistado y ayudado para responder al amor.

Los temas expuestos por el Maestro indican esta perspectiva: desde la interioridad o sentimientos y amor de Cristo, el Verbo encarnado y redentor, esposo y amigo, que llega hasta la locura de la cruz (la pasión vivida desde dentro) y se actualiza en la Eucaristía. La Iglesia es el “cuerpo” de Cristo Cabeza, que camina en la esperanza gozosa de saberse amada por el Señor. La peculiaridad del sacerdocio de Cristo, en los escritos del Maestro, no está en la exposición especulativa, sino en la insistencia en su amor que le ha convertido en “oblación” por todos nosotros, como fuente que alimenta el verdadero amor y el celo apostólico.

El tema del amor se encuentra sublimado, en sentido vivencial, en el tratadito sobre el amor (Tratado del Amor de Dios). Allí aparecen prácticamente todos los temas cristianos, vistos desde la interioridad o amores de Cristo (desde el momento de la Encarnación hasta la cruz).

La perspectiva trinitaria, cristológica y pneumatológica, además de antropológica, en la que se presenta el tema del amor, acentúa el aspecto de misericordia, que es de ternura materna. Cuando el cristiano ha experimentado este amor (no sólo de indulto, sino de amor “esponsal”), encontrando a Cristo que le espera en el fondo de la propia miseria, se siente capacitado para amar de todo corazón a Dios y al prójimo. De ahí deriva la entrega incondicional a la contemplación, a la santidad, a la vida fraterna y a la misión.

En su persona y en sus escritos aflora una experiencia de seguir el itinerario del amor que se ha iniciado en Dios y que tiende hacia él. Se tiende hacia la “unidad” con Dios y con sus planes de salvación, unificando el propio corazón y la comunidad en que uno vive. “Amemos, y será nuestro Dios, porque sólo el amor lo posee” (Carta 74). La persona llamada por Dios “hácese una con él por amor” (Plática 3, n.19). No se trata de hacer muchas o grandes cosas, sino de obrar siempre y sólo amando, porque “como Dios sea amor, de sólo amor se deja cazar” (Carta 67).

Esta perspectiva la presenta el Maestro Ávila no sólo en el comentario a la primera carta de San Juan (que hemos resumido más arriba en el apartado 2), sino que es el meollo de todos sus escritos. Lo presenta como un don de Dios, que “no sólo nos convida a amarle, mas El nos infunde el amor”(Sermón 4, n.32).

Insiste en el modo peculiar con que Dios nos ama, dándose a sí mismo: “El mismo Dios se da a sí mismo a aquel que le ama” (Sermón 23, n.10). Constatamos esta peculiaridad de su amor ya en la creación: “Con fuerza de amor anda rodeando sus criaturas, para darse a ellas” (Audi Filia, cap. 86, n.51). Y es en la redención realizada por Cristo, donde el creyente se siente interpelado y llamado a responder al amor: “¿Por qué no amamos a nuestro Señor, el cual creemos ser sumo bien, y habiéndonos Él amado primero, aun hasta morir por nosotros?” (Audi Filia, cap. 48, n.2).

La peculiaridad del amor de Dios (que se da a sí mismo) se concreta en hacernos partícipes de su misma vida, a modo de “igualdad” y “amistad” (Juan I, lec. 8ª). Dios nos pide y hace posible este amor mutuo de totalidad: “Dame este primer amor, porque es mío... No lo quiero por fuerza ni por temor, sino dame tu amor, y dámelo por amor” (Sermón 64, n.10).

Para releer este amor en la creación y en la redención, Dios nos ha dado a su Hijo, hecho hombre y compartiendo nuestro caminar histórico (cfr. Jn 3,16). “Este amor prevaleció tanto en Dios, que lo tenéis hoy Dios y hombre; no procura el amor su descanso, sino el de los otros” (Sermón 65/1, n.26).

En los sentimientos de Cristo leemos la historia humana en su verdadera perspectiva porque “El corazón del Padre, su Hijo es” (Sermón 34, n.5). Entonces se aprende a mirar el mundo y la historia humana con la mirada de Jesús: “Pon los ojos en todo este mundo, que para ti se hizo todo por sólo amor, y todo él y todas cuantas cosas hay en él significan amor, y predican amor, y te mandan amor” (Tratado Amor, n.2).

No es de extrañar, pues, la insistencia del Maestro Ávila en suscitar una respuesta sin rebajas, no tanto como exigencia de un deber o un mandato, cuanto por sentirse sorprendidos y conquistados por el amor de Dios. Se trata de “traer un querer perpetuo... con que siempre queráis que nuestro Señor Dios... sea en sí tan bueno, tan santo... Un querer, con que quisiéramos que el Señor fuese en sí quien es; porque caridad en este querer consiste... eso es fruto del Espíritu Santo” (Carta 26; cita a Santo Tomás, II-II, q. 23, a. 1). Es amor que se traduce en actitudes hondas: “El verdadero amor está escondido allí en lo profundo de las virtudes” (Carta 184).

La respuesta del creyente en Cristo se traduce entonces en el gozo de quererlo dar todo: “Demos, pues, nuestro todo, que es chico todo, por el gran todo, que es Dios” (Carta 64). No es ya principalmente el temor, sino un “amor arraigado” (Juan I, lec. 7ª), que abrasa todo lo que no es amor: “El fuego de amor de ti, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en ti, tú lo soplas... lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste” (Audi Filia, cap. 62, n.2).

Esta respuesta al amor equivale a sintonía con los sentimientos de Cristo (cfr. Fil 2,5). Se concreta en donación y seguimiento, basado en relación e imitación. Es la verdadera sabiduría cristiana: “Quien a Cristo amare... éste será el sabio” (Carta 147). Escribe a Santa Teresa: “Jesucristo sea amor único de vuestra merced” (Carta 185).

El amor de Dios en Cristo a la luz de la Encarnación :

El tema de la Encarnación del Verbo está en el meollo de todas las enseñanzas del Maestro. “Predicar a Dios encarnado sería predicar todas las cosas” (Comentario a 1Juan, lec. 1ª). El tema lo presenta frecuentemente en relación con la Eucaristía, donde se actualiza el misterio redentor para comunicarnos sus frutos. Allí Dios hace “capaces a todos los hombres que a Él se juntasen de gozar del excelente convite en que Dios es el que convida y el mismo manjar... que no quiso comer a la mesa solo, si llevar otros convidados, aunque le costase la vida” (Sermón 55, n.7).

No se presenta principalmente a partir de conceptos, aunque se afirman los contenidos esenciales (perfecto Dios, perfecto hombre, Salvador). “Diósele primero a aquella humanidad el ser divino, juntándola y uniéndola con la divina persona... de tal suerte, que podamos decir que aquel hombre es Dios, Hijo de Dios” (Tratado Amor, n.4).

Propiamente se presenta desde las vivencias del mismo Cristo, ya desde el momento de la Encarnación, como asumiendo la historia humana que forma parte de su propia biografía. El Tratado el Amor de Dios es el resumen sapiencial, pero el tema se explicita en los sermones del año litúrgico. El sermón 65 está dedicado por entero al misterio de la Encarnación: “Hoy se hizo Dios hombre por los hombres” (Sermón 65/1), pero es el tema clave del Audi Filia y también del modo de orientar a sus dirigidos hacia la perfección de la caridad (cfr. epistolario). A partir de la Encarnación, se invita al “conocimiento de Jesucristo nuestro Señor, especialmente pensando cómo padeció y murió por nosotros” (Audi Filia, cap. 68, n.1).

En el Tratado del amor de Dios, como hemos indicado, se describe la interioridad de Cristo desde el momento de la Encarnación. De hecho, el Maestro Ávila comenta los textos de Juan: “de tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3,16); “en esto hemos conocido el amor” (1Jn 4,9). La obra de Dios en la Encarnación es la “señal” más importante de sus beneficios: “ésta más que ninguna de todas ellas... y este beneficio con los demás son señales del grande amor que Dios nos tiene y como centellas que salen afuera de aquel abrasado fuego” (Tratado Amor, n.2).

Los sentimientos de Cristo, al ver asumida y agraciada su humanidad en la persona del Verbo, se traducen en gratitud hacia el Padre y, al mismo tiempo, en querer llevar a complimiento su voluntad que es de amor hacia todo ser humano llamado a formar parte del “Cuerpo” de Cristo. Esta gratitud se concreta en el deseo ardiente de ofrecerse en sacrificio por nosotros. Sólo así se explica la humildad y pobreza de Belén y Nazaret, así como toda una vida que apunta hacia el sacrificio de la cruz. Las manifestaciones externas son sólo una ínfima manifestación del inmenso amor de su corazón.

El Maestro describe la interioridad de Cristo, que refleja su realidad de verdadero Dios (Hijo de Dios), verdadero hombre, Salvador:

“Dime, si es posible: ¿con qué amor amaría esta tal ánima al que así lo había glorificado? ¿Con qué deseos desearía que se le ofreciese algo en que pudiese agradecer y servir a tal Dador?” (Tratado Amor, n.5)

“Pues añado más: que a ese deseo tan grande le fuese dicho que la voluntad de Dios era querer salvar al género humano (cfr. 1 Tim 2,4), que estaba perdido por la culpa de un hombre (cfr. Rom 5,18); y que deste negocio se encargase el Hijo bendito por la honra y obediencia suya, y que tomase a pechos esta empresa tan gloriosa, y que no descansase hasta salir al cabo con ella… El había de tomar sobre sí esta obra de la redención de los hombres, que les amase con tanto amor y deseo, que, por amor de verlos remediados y restituidos en su propia gloria, se pusiese a hacer y padecer todo lo que para esto fuese necesario.

Dime ahora: después que aquella ánima, tan deseosa de agradar al Eterno Padre, esto conociese, dime: ¿con qué linaje de amor revolvería hacia los hombres a amarlos y abrazarlos por aquella obediencia del Padre? … Porque no amas al hombre por el hombre, sino por Dios; en tanta manera le amaste, que quien considera este amor no se puede defender de este amor, porque hace fuerza a los corazones, como dice el Apóstol: La caridad de Cristo nos hace fuerza (2 Cor 5,14)” (Tratado Amor, n.6).

“Porque si, como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo tenía amor (cf Jn 3,17). Y si lo que le mandaron hacer por la salud de todos los hombres, le mandaran hacer por cada uno de ellos, así lo hiciera por cada uno como por todos… De manera que mucho más amó que padeció; muy mayor amor le quedaba encerrado en las entrañas de lo que nos mostró acá de fuera en sus llagas” (Tratado Amor, n.7).

“¿Qué te parecería un día de la cruz por desposarte con la Iglesia y hacerla tan hermosa, que no la quedase mancilla ni ruga? (Ef 5,27). Este amor te hace morir tan de buena gana; éste te embriaga de tal manera, que te hizo estar desnudo y colgado de una cruz, hecho escarnio del mundo” (Tratado Amor, n.8).

De este amor de Dios manifestado en Cristo deriva nuestra dignidad de imagen de Dios recuperada y enaltecida: “¿Dios no se hizo hombre para que se hagan los hombres Dios por participación?” (Sermón 65/1, n.30). “Convino que (el Verbo).... vistiéndose de nuestra carne, tomase en ella la semejanza de nuestra fealdad, y diese en nuestras ánimas la lindeza de su hermosura” (Audi Filia, cap.108, n.3).

Sólo a partir del amor de Cristo se puede entender el por qué de su vida hecha oblación: “Sentir la admirable obra que el Verbo de Dios hizo en tomar nuestra carne y andar por este mundo solo y en hábito de pobre” (Sermón 51, n.1). El Verbo se viste de “romero”: “El Verbo, igual con el Padre, quiso hacer romería e pasar por el mundo peregrino. Toma ropa de paño grueso, el sayal de nuestra humanidad, pasa desconocido con esta ropa” (Sermón 16, n.5).

Verdaderamente en el misterio de la Encarnación encontramos “la fuente y origen del amor de Cristo para con todos los hombres” (Tratado Amor, n.6). El fundamento de este amor es el “desposorio” de Cristo con la humanidad. Si su propia humanidad es la que se ha unido al Verbo, de ahí deriva la asunción de toda la humanidad para redimirla como esposo enamorado. María Virgen e Inmaculada le dio “carne sin ningún pecado”, e hizo posible el “desposorio del Verbo divino con aquella santa humanidad, y del Verbo hecho hombre con su Iglesia, que somos nosotros” (Audi filia, cap. 68, n.5; cfr. cap. 110). “Casáronse tan unidamente estos dos naturalezas en este supuesto, que la honra de Dios se da a la humanidad y las flaquezas de la humanidad las toma Dios” (Sermón 6, n.4). El día de la Encarnación es “día de desposorios” (Sermón 65/1, n.2), “fue casamiento por amores” (ibídem, n.17).

No se puede explicar con sola la razón esta unión inefable de Cristo con cada ser humano para injertarlo en su misma realidad de Verbo Encarnado. “Misterio grande, unión inefable, honra sobre todo merecimiento, que el hombre y Cristo sean un Cristo, y que salvar Cristo al hombre y rogar por él sea salvarse a sí mismo y rogar por sí mismo. ¿Quién podrá creer tan grande alteza de honra con que el hombre es honrado, si no mira primero la grande bajeza y deshonra con que Dios humanado fue deshonrado por el hombre?” (Sermón 53, n.34).

Dios ha entrado en nuestra historia no solamente por su inmensidad, sino por su inserción en hacerse “humanado”, inmerso en nuestra realidad para asumirla y salvarla: “Ver a Dios abajado y humanado... pues este modo de remediarnos por su humildad y bajeza está mejor a gloria de Dios y al bien de los hombres... su humanidad y humildad fueron testimonio de su bondad” (Audi Filia, cap. 41, n.2).

Los títulos aplicados a Jesús (esposo, amigo, padre…) se postulan mutuamente: “Es amigo verdadero” (Tratado Amor, n.14). “Vete a tu amigo, que te está convidando y rogando que vayas a Él, y allí te remediará y hará rico de sus bienes” (Sermón 57, n.12). “En todo lo sentiréis piadoso padre y esposo” (Audi Filia, cap. 105, n.1).

Así es la peculiaridad del amor de Jesús: nos ama como parte de su mismo ser, como formando parte de su misma “biografía”; lo que él ha recibido del Padre es también por amor nuestro; tiene la misión de recuperar a quienes somos sus hermanos, su mismo “cuerpo”. Su mirada amorosa al Padre es para insertar en ella nuestra vida: el Padre nos mira en Él. Todo lo que él vive y padece es una pequeña señal del amor insondable de su corazón.

El amor de Cristo con el símil de la “mirada”, como actitud relacional y de comunión:

Esta descripción vivencial del misterio de la Encarnación, la presenta también el Maestro Ávila con el símil de la “mirada”, a modo de relación interpersonal profunda. Con este símil se describe, al mismo tiempo, el misterio de la Encarnación y el misterio del hombre. La “mirada” amorosa procede del Padre. Pero es el Hijo quien es el reflejo personal de esta mirada y, unido a nosotros, la devuelve al Padre en el amor del Espíritu Santo.

Ahora bien, en este cruce de la mirada entre el Padre y el Hijo, expresada en el amor del Espíritu Santo, ha quedado insertada toda la realidad humana a modo de desposorio, unida íntimamente a la humanidad del Hijo. Es el tema “nupcial” que ya hemos resumido en el apartado anterior, al hablar de la Encarnación. Se concreta, pues, la realidad de la “mediación” de Cristo, como Verbo Encarnado, Esposo, Sacerdote, hermano.

Aunque el tema de las “miradas” es frecuente en los escritos del Maestro, se puede encontrar más ampliado y explícito en el Audi Filia (comentario del salmo 44/45) y en el Tratado del Amor de Dios. No se puede olvidar el trasfondo de la vida trinitaria, así como la profundidad de los sentimientos de Cristo. En otros escritos, como en los comentarios a la primera carta de San Juan, se encuentra el mismo contenido. Tal vez no se puede entender el pensamiento del Maestro Ávila, sino escuchando su propia preocupación por la verdadera “salvación” del hombre en su integridad. Se trata de su celo apostólico, porque los seres humanos en su integridad, con su realidad de pecado y de atropello, son, a veces, “esposas de Cristo enajenadas de Él” (carta 208).

Estamos injertados en la mirada de Jesús al Padre. Estamos “injertados” en su mirada y en ella nos mira el Padre. Me ciño ahora a algunos aspectos de este tema tan peculiar (aunque no exclusivo) del Maestro Ávila.

La dimensión de la “mirada” es el amor. Cristo no nos mira con amor porque nosotros somos buenos. Cristo mira al Padre y ve en él el amor hacia nosotros precisamente por todo lo que ha dado al mismo Cristo. “No es ésta la cuenta que se ha de hacer para medir este amor, porque el amor de Cristo no nace de la perfección que hay en nosotros, sino de lo que El