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SE ACABARON LOS BARBEROS Lo malo de las barberías de las ciudades es que no parecen ser lo que son, sino gabinetes dentales. La higiene, los progresos de la técnica, acabaron con el encanto de esa institución rural, más pintoresca que otra cualquiera. En las barberías de las ciudades hay más antisépticos que recetas filosóficas; más preocupación por la política internacional que falsos testimonios; más revistas ilustradas, más ventiladores eléctricos y menos ociosidad, que en esas oscuras y polvorientas barberías de los pueblos en la que el alcalde, el coronel y el bobo tenían voz y voto, como en un espontáneo y natural parlamento corporativo. El barbero de la ciudad es un científico. El del pueblo es un filósofo, que piensa mal de todos y habla bien de todo el mundo; que tiene mujer con ocho hijos y que sin embargo reserva uno de los ventrículos de su corazón para que le sirva de domicilio a la doncella incógnita que dos o tres veces por semana es víctima propiciatoria de un soneto. El barbero del pueblo lo dijo Luis Carlos López: «es un empedernido jugador de baraja que oye misa de hinojos y habla bien de Voltaire». Sin hacer paradojas, hay que decir que lo peor que tiene el barbero de

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SE ACABARON LOS BARBEROS

Lo malo de las barberías de las ciudades es que no parecen ser lo queson, sino gabinetes dentales. La higiene, los progresos de la técnica,acabaron con el encanto de esa institución rural, más pintoresca queotra cualquiera. En las barberías de las ciudades hay más antisépticosque recetas filosóficas; más preocupación por la política internacionalque falsos testimonios; más revistas ilustradas, más ventiladores eléctricosy menos ociosidad, que en esas oscuras y polvorientas barberíasde los pueblos en la que el alcalde, el coronel y el bobo tenían voz y voto,como en un espontáneo y natural parlamento corporativo.El barbero de la ciudad es un científico. El del pueblo es un filósofo, quepiensa mal de todos y habla bien de todo el mundo; que tiene mujercon ocho hijos y que sin embargo reserva uno de los ventrículos de sucorazón para que le sirva de domicilio a la doncella incógnita que dos otres veces por semana es víctima propiciatoria de un soneto. El barberodel pueblo lo dijo Luis Carlos López: «es un empedernido jugador debaraja que oye misa de hinojos y habla bien de Voltaire».Sin hacer paradojas, hay que decir que lo peor que tiene el barbero delas ciudades es precisamente lo mejor que tiene. Que habla poco. Comoprofesional en la difícil técnica de arreglar el cabello, es inobjetable elbarbero de la ciudad. El mismo tiene algo de ese automatismo científicoque ha hecho de su establecimiento más precisamente un laboratorio

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de embellecimiento que un lugar donde se le descompone la domesticidadal vecino y se juega una partida de damas o dominó, con el pretextode que se nos esquile como a cualquier oveja sin descarriar. Creoque la diferencia es ésa: que a la barbería del pueblo se va a todo lo divinoy lo humano, menos a que se nos corte el cabello. En la barberíaurbana no. A esta última se va exclusivamente a eso, y para que nohaya pérdida de tiempo existe una rigurosa distribución de los turnos,una tarifa impresa y un barbero con algo de funcionario público, quesabe más que nadie de motores de explosión y no lo aparenta, y quetambién más que nadie sabe de resistencia civil y de prestaciones sociales.En la ciudad han inventado distintas maneras de cortar el cabello.Hay estilos -a la [...], a «la Humberto»- como sólo sabe el barberodel pueblo que los hay en la literatura de fin de siglo. Es una insondabledistancia sociológica la que existe entre esta exquisita operación quirúrgicade ahora y aquel primitivismo práctico con que le ponían alcliente una totuma en la cabeza y la recortaban, por diez o quince centavos,todo el cabello que quedaba por fuera de los bordes.652Pero después de todo, esto es hablar sin fundamento, entre otras cosasporque nadie podría afirmar, hasta ahora, que esos lugares urbanosdonde arreglan el cabello son realmente barberías o pretenden serlo.Porque la verdad es que los más lujosos de esos lugares no tienen unletrero en la puerta como los de los pueblos, en los que puede leerse:

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Barbería esperanza en Dios»; sino apenas un símbolo: el clásico cilindrode franjas equidistantes, del cual nadie ha podido decir aún si es un cilindrorojo con franjas blancas o un cilindro blanco con franjas rojas.Entonces hay que decir, no que la barbería ha perdido su encanto, sinosencillamente que no existe en las ciudades. Quien desee ver un barberolegítimo, aunque no le corte el cabello a nadie, tiene que ir al pueblo.Tiene que verlo los domingos, en tres quince, como se dice guiñándoleel ojo a las doncellas, mientras conduce a sus tres pares de gemelos aque escuchen la retreta. ¡Lástima de barberos!