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477 XVII Vandalismo e inmoralidad A río revuelto…—Cómo pensaba el general Zapata acerca de la disciplina militar.—Consecuencias de tal opinión.—Anarquía de poderes.—Escenas bochornosas.—Indignidad zapatista.—El in- terior del atrio de la Catedral.—Tecorral suriano.—Los palacios Nacional y Municipal convertidos en inmundas sentinas.—Las sol- daderas zapatistas.—Desenfreno y crápula.—Regresan de Veracruz los miembros del clero.—Sesiones de la Convención.—Cómo se supo en la capital sobre el desastre de la División del Norte.—Ver- sión de la prensa convencionista.—Censura zapatista. omo a los “coyotes” ya les había gustado la “papita” de comprar billetes con un gran des- cuento, rara vez que una facción abandonaba la capital, impacientes porque esta oportunidad no se repetía con la premura que ellos deseaban, con el fin de sembrar la alarma y provocar desconfianza y como consecuencia de esto viniera la depreciación del papel, empezaron a propalar versiones de que otra vez se acercaban los constitucionalistas. Pero tanto y tan porfiadamente insistieron en que tal peligro nos amena- zaba, que muchos zapatistas creyéndolo así y suponiendo que no tardarían en evacuar la plaza, comenzaron a avanzarse cuanto podían, cesando tal “actividad” cuando la Comandancia Mili- tar de la Plaza principió a castigar severamente (hubo algunos fusilamientos) a todos aquellos militares que así procedían, lo mismo que a los “coyotes” que hacían correr infundados rumores. La ciudad de México.indd 477 03/10/16 11:12 a.m. Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México Libro completo en: https://goo.gl/2Meze9

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    XVII

    Vandalismo e inmoralidad

    A río revuelto…—Cómo pensaba el general Zapata acerca de la disciplina militar.—Consecuencias de tal opinión.—Anarquía de poderes.—Escenas bochornosas.—indignidad zapatista.—El in-terior del atrio de la Catedral.—Tecorral suriano.—Los palacios nacional y Municipal convertidos en inmundas sentinas.—Las sol-daderas zapatistas.—Desenfreno y crápula.—Regresan de Veracruz los miembros del clero.—Sesiones de la Convención.—Cómo se supo en la capital sobre el desastre de la División del norte.—Ver-sión de la prensa convencionista.—Censura zapatista.

    omo a los “coyotes” ya les había gustado la “papita” de comprar billetes con un gran des-cuento, rara vez que una facción abandonaba la

    capital, impacientes porque esta oportunidad no se repetía con la premura que ellos deseaban, con el fin de sembrar la alarma y provocar desconfianza y como consecuencia de esto viniera la depreciación del papel, empezaron a propalar versiones de que otra vez se acercaban los constitucionalistas. Pero tanto y tan porfiadamente insistieron en que tal peligro nos amena-zaba, que muchos zapatistas creyéndolo así y suponiendo que no tardarían en evacuar la plaza, comenzaron a avanzarse cuanto podían, cesando tal “actividad” cuando la Comandancia Mili-tar de la Plaza principió a castigar severamente (hubo algunos fusilamientos) a todos aquellos militares que así procedían, lo mismo que a los “coyotes” que hacían correr infundados rumores.

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    Por lo demás, dada la ignorancia que reinaba en la capital por la carencia de una amplia y verídica información acerca de la situación que guardaba el país, muy especialmente la re-lacionada entre ambas facciones, no es de extrañar que en su ansiedad por enterarse de las alternativas que presentaba la lu-cha, acogiera toda clase de versiones, aun las más infundadas, contribuyendo a extremar tal incertidumbre, intranquilidad y desconfianza, la falta, dentro de la facción convencionista, de una autoridad suprema que se hiciera respetar y cuyas órdenes fueran obedecidas.

    El general Emiliano Zapata, caudillo del Ejército Liber-tador, ya sea porque no le agradara estar en la capital (por estos días residía en el pueblo de Tlaltizapán), o bien porque, como decían los partidarios del carrancismo, tuviese “argolla” de estar en ella, lo cierto es que no se encontraba aquí, donde seguramente su presencia hubiera influido para contener los desmanes y abusos de sus subalternos, quienes hacían víctimas de ellos a los pacíficos, cansados y harto sufridos capitalinos. Pues aparte de que había en muy exagerada cantidad generales, jefes y oficiales (quizá mayor que la de soldados), los cuales no se daban a respetar entre sí, ni entre sus inferiores, procurando con tan elemental ética conservar la más primordial disciplina, no existía, repito, entre ellos un jefe con el suficiente prestigio guerrero, moral, revolucionario, político, energía de mando y fuerza de autoridad para imponerse. Y menos aún, cuando to-dos andaban vestidos casi lo mismo y a que no hubiera otra distinción para conocer su jerarquía, más que unas oxidadas barritas o diminutas estrellas que ostentaban prendidas entre las efigies de santos que traían en la inmensa copa de sus sombre-ros y que la generalidad de las veces para ellos mismos pasaban inadvertidas.

    Ítem más, el general Zapata, bien porque quisiera conser-var entre sus huestes el espíritu rebelde propio de toda revolu-ción eminentemente popular, o porque guardara muy amargos resabios de su vida de cuartel cuando fuera consignado al servicio

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    de las armas y destinado al 99 Regimiento de Caballería en la época del general Díaz, lo cierto es que no era partidario de que a sus tropas se les sometiera dentro del rigorismo ordenan-cista y férreo hábito de la disciplina, indispensable a toda orga-nización militar o partido que pretende derribar un gobierno, o imponer sus ideas por medio de las armas, precisamente por-que según su equívoca manera de pensar, eso equivalía a una tiranía, y él luchaba contra todas ellas, puesto que según decía se había levantado al grito redentorista de ¡Tierra y Justicia!

    Revolucionario zapatista frente a un parque, 1914. Casasola. Sinafo-InaH. Secretaría de Cultura. número de inventario: 4930.

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    Teniendo, pues, en cuenta todo esto, se comprenderá el porqué sus tropas no tuvieran arraigado en sus costumbres, ya no un mediano principio de obediencia y respeto a sus jefes, tan necesario no solamente para refrenarlas en sus desmanes para con el elemento civil, sino lo que es más importante to-davía, para poderlas lanzar en un vigoroso y arrollador ataque, con muchas probabilidades de éxito contra la extrema reta-guardia del Ejército de operaciones, que en su audaz y vacilan-te marcha hacia el centro y norte del país iba jugándose la vida del constitucionalismo.

    Con esto queda dicho que tal facción, a pesar del tiempo transcurrido de su estancia en la capital no daba trazas de me-dio organizar, no digo la Administración Pública, que para ella estaba en segundo término, sino lo que es más importante, ya que era el arma de combate: el Ejército Libertador.

    El jefe supremo, o sea el Primer Jefe del Ejército Conven-cionista del Sur, como rimbombástica y servilmente le llama-ba la prensa oficiosa al servicio de dichas huestes, como ya he dicho, estaba en Tlaltizapán (villorrio agreste de casuchas ahumadas, vericuetos con pretensiones de calles, formadas és-tas de “tecorrales”). El encargado del Poder Ejecutivo, general Roque González Garza, no obstante sus cualidades de hombre talentoso, enérgico, valiente, consciente y sincero revoluciona-rio, tenía tan menguada su autoridad, que muchas de sus ór-denes para ser obedecidas tenían que llevar el visto bueno de los tres o cuatro líderes que “mangoneaban” la Convención; el Cuartel General del Sur, a cuyo frente se encontraba el in-quieto e impulsivo general Santiago orozco, no obedecía más órdenes que las dictadas por el general Zapata, quien a su vez sólo reconocía como única Ley Suprema el Plan de Ayala; el gobernador del Distrito, general Gildardo Magaña, si bien es verdad que reconocía la autoridad del encargado del Poder Eje-cutivo, tal cosa era muy relativa y convencional, ya que le ponía veto a todo aquello que suponía no estaba de acuerdo con el Plan de Ayala y sobre todo con el criterio del general Zapata;

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    el general Amador Salazar, comandante militar de la plaza, primo del general Zapata y también su camarada de cuartel en la época del general Díaz en que ambos fueron consignados a las filas, amparándose en dicho parentesco y vieja camara-dería únicamente se vivía en repugnantes crápulas y orgías, importándole bien poco el desempeño de su cargo, así como la autoridad del encargado del Ejecutivo, a quien odiaba por sus declaraciones con respecto al valor de los zapatistas.

    Los generales Genovevo de la o, quien nada más andaba enfrascado con los marimachos que integraban la brigada Fe-menil, de la cual era padre putativo; Antonio barona, que sólo se ocupaba de “darle vuelo a la hilacha” en el vicio del juego, en bailes y borracheras, y Everardo González gran aficionado al “amor libre” donde por “oír el pajarito de la gloria” todo se le “cuatrapiaba”, no solamente no lo respetaban acatando sus órdenes, sino que al igual que el general Salazar, lo detestaban por la misma causa de las declaraciones; por consiguiente, los demás jefes, a pesar de que algunos de ellos, por la sinceridad y fuerza de sus convicciones revolucionarias, por la honradez de sus procedimientos, por la dignidad de sí mismos y por el gran respeto que tenían a los derechos de los civiles, no po-dían evitar los desmanes ni siquiera los espectáculos repugnan-tes que en plena vía pública cometía la soldadesca. Pues toda la población fue testigo de que sin ningunos miramientos ni escrúpulos, numerosos grupos de zapatistas formando coro, se sentaban o semiacostaban en las banquetas de las avenidas céntricas a jugar albures y a embriagarse, comentando en un lenguaje altamente procaz las peripecias del juego, teniendo a su vera sendos jarros, damajuanas y barrilillos de pulque, así como garrafas y botellas de mezcal que ponían entre las bara-jas y las apuestas; muchos de ellos con sus barraganas pinta-rrajeadas (también borrachas), abrazadas y a quienes con gran escándalo de los transeúntes obscenamente manoseaban y aca-riciaban. Y esto sin contar que cuando por alguna circunstan-cia repentinamente surgían disputas por cuestiones de juego

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    o viejas rencillas de celos o riñas que recordaban al calor del alcohol, entonces eran de oír los insultos y leperadas que profe-rían, los “santiaguitos” que hacían y, por último, el sangriento zafarrancho que se armaba.

    Los sitios preferidos de tales grupos fueron los portales de las Flores y del ayuntamiento, los que habían sido prados del jardín del Zócalo, las calles de Flamencos, Reloj, 5 de Mayo, Capuchinas y las banquetas del Palacio nacional.

    Mas no era eso todo, ¡qué va!, cuando les venía la nece-sidad de orinar o exonerar lo hacían desvergonzadamente en donde quiera, importándoles muy poco las miradas de estu-pefacción y los ascos que provocaban; tal parecía que su mejor satisfacción consistía en cometer públicamente semejantes des-aguisados. Para esto último, también escogieron sus lugares predilectos y éstos fueron los interiores del atrio de Catedral (del lado del Sagrario). Rinconada del Seminario y costado poniente de Catedral. ¡Había que ver cómo estaban aquellos sitios! ¡Horror! Sólo al recordarlo siento náuseas.

    Por todo esto se comprenderá la tremenda anarquía que en los poderes existía que, como se ha visto, no solamente aho-gaba todo intento de organizar el gobierno y el Ejército, sino que además de que entregaba al pueblo a la más desenfrenada voracidad de los especuladores y comerciantes, así como a los excesos vandálicos de los “libertadores”, dejaba que la moral y las costumbres de la ciudad se relajaran y la civilización se avergonzara.

    Y como si lo anteriormente asentado con respecto a la co-rrupción de las costumbres fuera poco, ya para terminar este capítulo, cabe entonces mencionar, aunque muy ligeramente (por lo escabroso del asunto), las que observaban las soldade-ras zapatistas, ya que tales mujeres también ocuparon tanto el patio del Palacio nacional como el del ayuntamiento, inclusive el portal de este último, en peor forma de cómo lo hicieran las soldaderas carrancistas, pues que aparte de utilizar dichos lugares de la misma manera que aquéllas, igualmente los em-

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    plearon para defecar en sus corredores y patios, sirviendo de mingitorios a los soldados, las bases de las columnas del portal del ayuntamiento así como las pilastras interiores de ambos palacios. indudablemente que estas soldaderas excedieron toda ponderación de inmoralidad y porquería, porque además de que traían sus ropas tan desgarradas de puro pringosas, de-jando entrever algunas de ellas las partes pudendas, el feo y repugnante aspecto que presentaban, corrían parejas con sus costumbres licenciosas e inmundas. Y si a esto se añade su característica repugnancia por el baño y su escandalosa pro-miscuidad, se convendrá en que había por aquellos sitios tal hervidero de piojos, chinches y otras sabandijas, que cuando alguien se aventuraba por ahí, conteniendo a duras penas la respiración, pues que “olía y no a ámbar”, pagaba cara su cu-riosidad, porque dedos le faltaban para quitarse los indecentes parásitos que se le subían.

    Pero aún hay algo peor todavía, cuando llegaba la noche, las entonces polvosas callecillas del jardín del Zócalo que habían sido in illo tempore de bien apisonada y húmeda tierra areno-sa, así como los que habían sido frescos y risueños prados y los portales del ayuntamiento y de las Flores, convertidos en estercoleros, se llenaban de innumerables parejas de zapatistas y soldaderas, las que sin ninguna preocupación se entregaban a actos libidinosos con tan refinado e impúdico cinismo, que no parecía sino que al cometerlos creían estar no en el infecto interior de su miserable jacal, que seguramente respetaban y dignificaban más, sino en los prosaicos y humosos lupanares saturados de penetrante tufo vinoso, nicotina y sudor de hem-bra, del astroso y pantanoso barrio del Alacrán en la bucólica ciudad de Cuautla.

    En tal estado se encontraban las cosas cuando arribaron a la ciudad 26 de los sacerdotes que el general obregón mandó “enhuacalados” a Veracruz, y a quienes el C. Primer Jefe don Venustiano Carranza puso en libertad, obsequiando los deseos que en ese sentido manifestara el clero católico estadounidense

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    por conducto del presidente Wilson, facilitándoles salvocon-ductos a fin de que pudieran efectuar su retorno.

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    Después de una intermitencia, la Convención continuó celebrando sesiones. El día 22 de abril eligió nueva Mesa Di-rectiva, recayendo los cargos en los siguientes delegados: para primer vicepresidente, José Quevedo; para segundo vicepre-sidente, A. M. Salinas, y para secretarios, los delegados José nieto, Alberto Paniagua, José Casta y Héctor Fierro, los que inmediatamente tomaron posesión de sus puestos. Tanto los asuntos que en ésta como en la siguiente sesión trataron, care-cieron de importancia.

    A los dos días y en vista de que nada más se había esta-do perdiendo lamentablemente el tiempo, para aprovecharlo mejor, pidióse someter a la consideración de la Asamblea, el artículo 17 del Programa de Reformas Sociales, referente a la regularización de las rentas del Estado, el que después de sufrir fuerte impugnación de parte de los delegados Zubi-ría y Campa, Méndez, orozco, González Cordero, Soto y Gama y Lecona, fue devuelto al seno de la comisión para su reforma.

    A continuación púsose a debate el artículo 18 del propio Programa, tendiente a reorganizar, sobre nuevas bases, el Po-der Judicial, para obtener la independencia, aptitud y respon-sabilidades en que incurrieren los demás funcionarios públicos que faltaren al cumplimiento de sus obligaciones, el que fue aprobado lo mismo que el siguiente que decía así:

    Formular las reformas con la urgencia que reclama el derecho co-mún, de acuerdo con las necesidades sociales y económicas del país; modificar los Códigos en este sentido y suprimir toda embarazosa tramitación, para hacer expedita y eficaz la administración de jus-ticia a fin de evitar que en ella encuentren apoyo los contratantes de mala fe.

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    Terminado el anterior asunto, con su aprobación, como antes dije, hízose la proposición de que el Ejecutivo diera autoriza-ción para efectuar una completa reorganización en los tribu-nales del fuero común del Distrito Federal, así como para que expidiera una ley tendiente a revalidar las actuaciones judiciales efectuadas durante el régimen huertista, sin que en este último asunto se llegara a ninguna conclusión. Mas cuando se puso a consideración el dictamen relativo al nombramiento de un nuevo pagador de las fuerzas surianas, inmediatamente origi-nose tal disgusto entre varios delgados que para evitar que el asunto se embrollara y degenerara en riña, acordóse concederle al encargado del Poder Ejecutivo amplias facultades para ex-tender dicho nombramiento.

    En la sesión del día 23, el asunto central lo constituyó la discusión del artículo 21 del Programa de Reformas, referen-te a impartir protección a los hijos naturales y a las mujeres seducidas, por medio de leyes que, además de que les reco-nocieran amplios derechos, sancionaran la investigación de la paternidad.

    Como al reanudarse las sesiones, éstas fueran gradualmen-te interesando con lo acalorado de sus discusiones, el ambiente de indiferencia popular en que principiaran días antes, el públi-co asiduamente concurrente a las galerías, excitado por tal su-ceso, apresuróse entusiásticamente al día siguiente o sea el 24, a presenciar los debates. Mas al ver reflejados en los semblantes alicaídos de los delegados, cierto aire contristado de desalien-to, semejante a las huellas que en el rostro delatan la pena y el sufrimiento, no solamente experimentó una desagradable con-trariedad, sino que desde luego presintió que algo grave estaba pasando, puesto que tan preocupados y abatidos se encontra-ban los delegados. Había ido con el aliciente de darse la gran “vacilada” “tronándoselas” con el cannabis índica (mariguana) de las discusiones, mejor dicho, alegatos, y se encontraban con las caras de vinagre de los delegados, que cual si hubieran teni-

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    do “muerto tendido” estaban llenos de tribulación y próximos muchos de ellos, a dejar escapar “las de San Pedro”.

    ¿Qué sucedía? ¿Por qué en vez de los acostumbrados salu-dos afectuosos con los que llegaban, hechos a grandes voces, del bullanguero cambio de impresiones de curul a curul y del obsequioso ofrecimiento de cigarrillos entre sí, se encontraban cabizbajos y pensativos, farfullándose enigmáticamente al oído cosas que los hacían palidecer?

    ¡Casi nada! no más que acababan de saber por correos ex-presos que la tan famosa como cacareada División del norte, al mando del general Francisco Villa, brazo fuerte y verdadero apoyo del gobierno convencionista, había sido completamente derrotada por las tropas constitucionalistas al mando del general obregón, en recientes y sangrientos combates que se efectuaron los días 6, 7, 13, 14 y 15 de abril en los alrededores de Celaya, y en los cuales aquéllos, los villistas, habían sufrido tan crecidas pérdidas en hombres y elementos de combate que bien podía asegurarse que esa facción no solamente estaba herida de muer-te, sino completamente perdida49 que a Doroteo Arengo, (que éste es el verdadero nombre de Francisco Villa), ya la suerte le había vuelto las espaldas, pues además de que poco antes de la acción lo traicionaran algunos de sus generales y otros se le “rajaran” en los precisos momentos de su desarrollo, le habían

    49 Contribuyendo en demasía, digo yo, a semejante desastre, el que las tropas conven-cionistas destacadas cerca de Tula y ometusco comandadas por los generales Geno-vevo de la o, Guillermo Santana Crespo (fusilado en abril de 1917 por bandolero y traidor por el no menos bandolero y traidor general zapatista Victoriano bárcenas, el mismo que con tanto ahínco y rencor persiguiera el general Emiliano Zapata, quien no pudiendo capturarlo le encomendó tal comisión —como vía de prueba y adhesión al zapatismo— a su después victimario general Jesús Guajardo) y Andrés Pérez no hu-bieran sido lo suficientemente capaces para cortar, ni aun siquiera un solo momento, la línea militar de los constitucionalistas mandados en dichos puntos por el general Gabriel Gavira, aislándolos así de Veracruz base de su aprovisionamiento, impidiendo con ello el que a éstos se les pertrechara eficaz y oportunamente corno lo fueron por el general norzagaray, quien custodió, logrando pasar, un convoy con más de dos millones de cartuchos, tanto que precisamente a esto, así como a la falta de parque en los momentos decisivos a las fuerzas villistas, se debió la aplastante y definitiva derrota de Villa.

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    faltado municiones cuando más urgentemente las necesitaba. Por consiguiente, las probabilidades para que dicho general re-gresara triunfante a la capital eran muy problemáticas.

    Tales eran, pues, las funestas nuevas con que habíanse de-sayunado los delegados, que les había quitado el sueño (ya que muchos de ellos nada más iban a roncar a su curul), el apetito, la gana de reír y les imprimiera ese aspecto de vencidos; prome-tiéndose mutuamente no divulgarlas con el fin de no sembrar el desaliento en las tropas zapatistas y la desconfianza en el pueblo, y que deseosos cuanto antes de respirar un poco de aire fresco, ya que se sentían ahogar, se dieran prisa a terminar la sesión, dejando los asuntos pendientes para cuando hubie-ran refrenado su nerviosidad o recobrado nuevos bríos, limi-tándose precipitadamente a aprobar las credenciales de nuevos delegados, entre ellas la del ingeniero Zepeda, frustrando así los deseos de todos aquellos amantes de emociones fuertes, quienes se habían congregado en las galerías, esperando darse el gran “vacilón” a costa de los “cuatros” de los “oradores”.

    Así fue, pues, como sólo unos cuantos logramos saber oportunamente los terribles desastres sufridos por el villismo, muy a despecho del gobierno que procuró a todo trance evi-tar que tan desmoralizadoras noticias trascendieran al público, dando asimismo orden a la prensa oficiosa convencionista o, mejor dicho convenenciera, para que servil y cínicamente ter-giversara los hechos, afirmando que el general obregón había perecido en tales encuentros y que el Cuerpo de operacio-nes a sus órdenes había sido completamente aniquilado; que el victorioso general Villa, una vez que terminara de levantar el campo, donde yacían miles de muertos hechos al enemigo, así como de atender a los heridos, reconcentrar a los prisioneros, perseguir a los dispersos y recoger el inmenso botín de gue-rra consistente en cañones, ametralladoras, fusiles, municio-nes, caballada, trenes, etcétera, etcétera, proseguiría su marcha triunfal hacia la capital después de haber dejado limpio de in-fidentes todo el norte y centro del país.

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    Sin embargo, contra los deseos del gobierno, algunas per-sonas que estaban bien enteradas de tales desastres, los divul-garon a sotto voce, pero en vista de que los zapatistas, resueltos a imponer la más severa censura, empezaron a “quebrar” a cuantos los propalaban, los boquiflojos grandemente atemori-zados no tuvieron más remedio que cerrar el pico.

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