aira la abeja

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    h emecécruz del sur

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    © 1996, César Aira

    Todos los derechos reservados© 2014, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.Publicado bajo el sello EmecéIndependencia 1682 (1100), Buenos Aires, Argentinawww.editorialplaneta.com.ar

    Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta

    2ª edición: junio de 2014500 ejemplares

    Impreso en FP Compañía ImpresoraBerutti 1560, Florida,en el mes de junio de 2014.

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titularesdel “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducciónparcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidosla reprografía y el tratamiento informático.

    IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINAQueda hecho el depósito que previene la ley 11.723ISBN: 978-950-04-3001-2

    Aira, CésarLa Abeja.- 2ª ed. – Buenos Aires : Emecé Editores, 2014.152 p. ; 23x14 cm.

    ISBN 978-950-04-3001-2

    1. Narrativa Argentina I. TítuloCDD A863

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    I

    Perra, arrastrada, zorra, serpiente… Yarará, cu-lebra… No encontraba las palabras, o encontrabademasiadas, leveníana la mentedemasiado pron-to, antes de que pudiera buscarlas, se acumulabany transformaban sin dejarle espaciopara pensarlas.Inmunda, teñida, negra, soberbia, cizaña, ponzo-ña… No tenían sentido. No significaban nada. Es-taban vacías. No le venían naturalmente las pala-

    bras obscenas que habrían sido más apropiadas,aunqueenelfondodesucorazónsabíaquelaesta- ba llamando “puta”, mil veces, todoel tiempo, congritos mudos que le hacían doler la lengua. Habíauna economía de las palabras, pero se confundíacon la economía de la realidad; no podía funcionarenelvacío.ElpobreLorenzosentíacomosihubie-ra nacido para gritarle insultos a una mujer, y suspalabras no eran nada, nunca serían nada, no po-dían ser nada, sin la escena que les diera sentido.Gritárselas en la cara, a ella… Eso sería algo, pero

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    era una posibilidad remota, siempre alejada y mi-núscula en el fondo de una niebla espesa. Era inú-til, porque esa clase de expresión obscena sólo sa-le de una contracción súbita y muy violenta delpasado, como un hipo, un tapón a todo lo vividoque quiere volver a la superficie de la vida. No eracuestión de proponérselo. Su propio pasado fluíaen otra dirección. Debería volverse un autómata,un hipergesto, su lengua revolverse en el vacío depronto.Deloquesetratabaenelfondoeradelaes-pontaneidad absoluta. No era cuestión de buscarsinónimos, porque dos o tres palabras bastaban,siempre las mismas. No era cuestión de palabras.

    Nosabíanada,estabademasiadonervioso,per-turbado. Le había sucedido lo que nunca habríacreídoquepudierapasarle.Habíahechoalgodema-siado insólito en él (secuestrar a la esposa de suenemigo).Sehabíahechoreal.¿Cómovolveratrás?

    Por definición, era imposible. No se podía volveratrás ni siquiera para crear la escena en la que suspalabras quisieran decir algo.

    Estaba sentado en el comedor, en una silla,atontado, exhausto. Una mano sobre la mesa, laotra sobre la rodilla. A la mujer la tenía atada y en-cerrada con llave en un dormitorio. Por suerte to-davía no le había hecho una escena. Qué raro queno se hubiera puesto histérica. “Cada segundocuenta”, se dijo Lorenzo interrumpiendo su reta-híla mental, que más parecía un exorcismo.

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    Era cierto: cada minuto contaba, y él tenía tra- bajo que hacer. Fue a la cocina, el único ambientehabitado;esacasaenrealidadnoeraunacasa,oerauna casa fantasma. Estaba en Pilar, a cincuenta ki-lómetros de la Capital, donde él vivía con su fami-lia, en el barrio de Flores. La casa seguía en ese es-tado por la increíble desidia de Lorenzo. Veinteañosdespués de compraresa propiedad enPilar, nohabía reunido la decisión, no digamos de refaccio-nar la casa y hacerla habitable, ni de tirar los pocosmuebles inservibles que los dueños anteriores ha- bían dejado, pero… ¡ni siquiera los había cambia-dodelugar!Debíadetenerunataradelavoluntad,de otro modo no se explicaba tanta dejadez. Teníala excusa de que la casa había venido agregada a loque en realidadhabía comprado, el terreno arbola-do para la explotación apícola. ¿Pero qué le costa- ba dedicarse un poco a la casa, con las inmensida-

    desdetiempolibrequetenía?Sobretodoteniendoen cuenta que pasaba mucho tiempo ahí, práctica-mente todo el día, y además se quedaba a dormirpor lo menos una vez a la semana, a veces dos. Enfin. Hacíacampamento. Debía deencontrarlealgúnencantoalasituación.EnsucasaenFloreshacíavi-da de pequeño propietario y padre de familia per-fectamente corriente. ¿Por qué aquí no? ¿Por quéno podía tener dos vidas? ¿Qué se lo impedía? Latara de la voluntad. Pero ni siquiera eso terminabadeexplicarlo. Tenía que haber algo más… ¡Yegua!

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    Otra vez la mujer. Un intenso sentimiento devergüenza le recorrió todo el cuerpo como un re-lámpago. Iba camino a la cocina. Se detuvo, se pa-ralizó, por la vergüenza; y a la vez se apresuró.Siempre le pasaba lo mismo,desde chico, si ibaca-minandoporlacalleyleveníaunodeesosrecuer-dos nefastos, se quedaba como una estatua, perouna estatua arrojada al vacío, a toda velocidad…Simplemente no podía caminar. En auto no le pa-saba (habría sido peligroso), seguía adelante sinmodificarlamarcha,comosilamáquinaanularaelefecto de la vergüenza.

    Lacocinasecerróenungirolocosobreél.Laluzdelatardeenvolvíalacasaamenazadoramente.Mi-ró su reloj pulsera.

    ––¡Señor…!La voz de la mujer parecía llegar desde muy le-

    jos. ¿Qué querría ahora? Por un instante pensó en

    irrumpirhechounafuriaeneldormitorioyhacer-la callar a sopapos. Gritando, además. Se había he-cho la promesa de pegarle, y quién sabesi despuéshabríaotraocasión.Estabalaposibilidaddequelosacontecimientos seprecipitaran,que todo sehicie-racortésyaceitado.Perosalióalagalería,cerrandosinruido;ellapensaríaquenolecontestabaporqueestaba afuera.

    Después de todo era cierto: siempre estabaafuera, trabajando como unesclavo. Dicho deotromodo, su trabajo se realizaba al aire libre.

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    “Mi casa es mi castillo”, pensó, sacando unaconclusión bastante incongruente.

    Eraelfindeunatardeinvernal.Elestadodelcli-ma le resultó muy sospechoso: no hacía frío ni ca-lor,nohabíasignosdelanochenidelaprimavera.Podíanserideassuyas.Fueaconsultarlacasitame-teorológica. Como necesitabapredicciones segurasa las que adaptar la secuencia de trabajos con lasabejas, y le disgustaba la arbitrariedad de los pro-nósticosdelatelevisión,habíarecurridoalsistemaclásico del matrimonio decampesinos enelbalan-cín horizontal. Era ingenioso y agradable, casi es-tético, símil científico, medio mántico;nose hacíamucho problema por el aspecto científico y la se-guridad: él se sentía seguro, se tranquilizaba, teníaunpuntodereferencia.Lointerpretabaasumodo,pero igual le parecía objetivo. Encontró al viejitoafuera, de un rosa fuerte. Eso podía significar tor-

    menta, salvo que cambiara el viento.Esaparejademuñecosdecristal,detanconoci-da,selehabíavueltopartedesufamilia,desuper-cepción.Desdehacíauntiempo,siemprequeesta- ba frentea ellossentíaeldeseo loco deagarrar alqueestuviera asomado, el viejo o la vieja, en el puño,arrancarloy comérselo, destrozarlocon los dientescomo un caramelo.

    Una tormenta de medianoche. Mares de aguadescargándose sobre el mundo.Y él, de impermea- ble, cobrando los cien mil dólares que le debía ese

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    cretino. A la mujer la llevaría a su casa, y se despe-diríanparasiempre,trasjurarsesilencioeternoso- bre lo que había pasado. Truenos, relámpagos, sil- bidos escalofriantes del viento, y la plata en su bolsillo. Nunca había visto tanta plata junta.

    Habíaalgoeneseplanquenolosatisfacíadelto-do. La mujer, por supuesto. Las escenas de violen-cia. Eso faltaba, no sabía dónde podía calzar. Detanto insultarla mentalmenteparadarsevalor, creíaque podía reconstruir sus procesos mentales pasoa paso, al detalle. La escena se hacía a priori en él;pero confiaba en un elemento imprevisto. Quizásalimaginarunatormentaenlacasitaestabaantici-pando laescena.Decualquiermodo,no había vuel-ta atrás.

    Un chino de sobretodo cruzó su campo visual.¡Loquelefaltaba!Estabacasicompletamentesegu-rodequeloschinoshoynoteníanquevenir.Tenía

    seiscientos panales, y sin los chinos no habría po-didooperar.¡Perotodoeratanautomático!Lasco-sas funcionaban solas, las abejas lo hacían todo. Y sin embargo, el automatismo tenía sus repliegues,tarde o temprano todos los días a la superficie au-tomática de la jornada le salía una mancha huma-na. O por lo menos día por medio.

    Fuerápidoparaelladodondelohabíavistode-saparecer.Erael chino viejo, el del sobretodo negro.Noibaaserdifícilalcanzarloporquesedesplazabaa pasitos.

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    Se había venido con toda la familia, hasta lascriaturas, los biznietos. Eran veinte. Era el juevesveintiuno de junio, el día más corto del año. ¿Quése traerían entre manos? ¿Una explicación defini-tiva, un reclamo de sueldos atrasados? Se paralizófrente a ellos, a unos veinte metros. Los veinte seinclinaronceremoniosamente.Las nubes bajasron-roneaban. Los árboles se sacudían un poco, muypoco. Dentro de la sobrenatural falta de tempera-tura del aire, sentía un frío terrible.

    Deprontohabíaunespacioinmensobajoelcie-lo, como si lospuntos cardinales sehubieran hechorealidad; como si se hubieran quedado quietos. Elúnico orgullo verdadero de su vida era su granjaapícola, su obra. Le parecía tan grande, tan monu-mental… No le preocupaba ser su esclavo, porquetambiénerasuamo.Elesclavoalairelibre.Grandecomo una China, llena de trabajo. La laboriosidad

    infinita: hombrecitos-abeja trabajando todo eltiempo, y todos eran él. Era puro espacio.Se acercó a los chinos tratando de dar a sus pa-

    sos un sentido de “no pasarán”, para lo cual man-teníalamayor conciencia posible de lacasa a suses-paldas.Nocreíaquefuncionara,peronolecostabanada probar (además, lo hacía automáticamente).Nunca tenía que comunicarles nada especial a loschinos,asíquenoteníaunidiomagestualasudis-posición.Dehecho,esoeraunaemergencia.Sedi-rigió al viejo:

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    ––Quiero que se vayan inmediatamente deaquí, don Fu Man Chú. Quiero estar en privado.Tengo una mujer en la casa.

    Loschinoseranlaparteimpunedesuvida.Po-díadecirlesloquelevinieraalacabeza.Sihubieranentendido lode la mujer, lohabrían asimilado conla mayor naturalidad: en lugar de sexo, los chinostenían una especie de prostitución esencial. Peronohablabancastellano,niunapalabra,nilohabla-rían nunca. El viejo le contestó con un discursetesonriente en su lengua.

    A lo que él respondió con algo, no supo qué,porqueenesasocasionesdejabadeentenderse.Loschinostenían,yeraunodelosmotivosporlosqueLorenzo sehabía aferrado a ellos, unautomatismode trabajo, y de vida. Como si no se les ocurrieranideas;eratodohacerlo,ylisto.Hacerlotodo.Aélleconveníanperfectamente; debía deser por eso que

    ellos tambiénsehabíanaferrado a él. Unempresa-riocorrientehabríaexigidomásiniciativa,parapo-derdelegartareas.Élnoeradeésos.Laclavedelma-nejodel artesanoes hacerle entenderel“porqué”asuaprendiz;apartirdeahí,lopuedeponertodoél,ymuybien.¿Perocómohabríapodidohacerlesen-tenderel“porqué”delamiel,sinohablabanlamis-malengua?Esqueloschinosnoeranartesanos;lasabejastampoco:Lorenzojamáshabíaaceptadoesasridículasmetáforas, esas humanizaciones. Demo-doquetantoconunoscomoconotrassetratabade

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    pura fatalidad, trabajo no psicológico. No se nece-sitaba comunicación, ni siquiera gestual; con estaúltima Lorenzo no sehabría atrevido de todasma-neras, porque estaba genéticamente incapacitadopara entender la mímica en cualquiera de sus ma-nifestaciones.

    Eran indiferenciados. Uno cualquiera valía porcualquiera de los otros. Tenían valores distintos delos occidentales, eso estaba de más decirlo. De mo-doquenovalíalapenabuscarsentidoenloqueha-cíanfueradelautomatismo.Sinembargo,suemplea-dornopodíaevitarlasinterpretaciones,aunquemásnofueraparaentenderseél,paramantenerbajocon-trol suspropias reacciones.

    La principal divergencia de valores se ponía enevidencia en la naturalidad asombrosa con la queejercían esa prostitución de ellos, que parecía de-sinteresada.Noimportabaquehubieranpodidoser

    sushijos,alcontrario:casitodoslosdíasunajoven,unaadolescente,buscabaelmododequedarseaso-las con él, creaba la ocasión, y le dirigía una mira-da, una “sonrisa seria”, parecía relajarse, fluir, co-mosiseprepararaparaquelesacaranunafotografíaodijera:siquiereaprovecharsedemí,ésteeselmo-mento. En una palabra, se entregaban. Era curiosoque Lorenzo lo dijera, o pudiera haberlo dicho,porque él jamás habría entendido esas sutilezasgestuales,estabanenunaórbitadistintadelasuya.La niña daba por hecho que él habría “arreglado”

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    con el padreo el abuelo; esdecir, daba por sentadoque él había entendido la oferta que le habían he-cho,loquenoerataninverosímil,porquesibienlachica sabía que él no entendía el idioma, bien po-día suponerque se habían comunicado por núme-ros (porejemplo indicándoloscon los dedos) la ci-fraacambiodelacualellacedíasusfavores.Yeran bonitas, bien formadas, rollizas, frescas… No po-día ser otra cosa que prostitución, porque sólo ensu lengua universal de dinero y números podíaarreglarse. Inclusive él habría podido jurarque da- ban por seguro que el precio sería acreditado en laplanilla de sueldos, como bonificación (por ejem-plo: por presentismo), de modo de hacerlo del to-do automático, de tipo “crédito directo”. Los ojosnegros,tranquilos,lapieldeporcelana,elpelobri-llante.Exactamentecomochicas, eran muchachos,chinitos taxi-boy; muy trabajadores, muy confia-

    bles, de prósperas familias chinas inmigrantes…pero vendían sus cuerpos (en lugar de reservarlospara hacer una segunda China en la Argentina), seprostituían: evidentemente era una cosa cultural.Era por eso sobre todo que no aceptaba; tenía unsincerohorroralahomosexualidad.Sihubieransi-do chicas quizás habría agarrado viaje, si no la pri-mera vez la segunda, porque se habría dicho: ¿porqué no probar? ¿Qué me cuesta? O quizás no. Esfácil decir “podría probar”,pero es fácil justamen-te como prueba especulativa, como posibilidad.

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    Hacerlo es otra cosa. No, con seguridad no habríaaceptado; la prueba es que no aceptaba, aunqueeran chicas, debían serlo, siempre en realidad, yaque resultaba difícil de creer, aun con toda la lati-tud que se le diera a la diferencia de culturas, quelos varones se prestaran a esas prácticas humillan-tes;atodosellos,losjóvenes,losconocíadesdequehabían nacido. ¡Una vida entera en la Argentina, ypersistíanesosextrañoshábitoschinos!Sehacíaelque no entendía (si es que entendía, si no era todouna fantasía suya).Era como si fueran hijos suyos;y sin embargoedípicos, extraños,prostituidos, en-tregados al primer recién llegado.

    ¡Qué relación trémula! Había mucha gente quecreíaqueélerachino.Esosedebíaasuapellido,queeraChan(noChang).Enrealidaderalagrafíadeunapellido español perfectamente corriente. A susabuelos inmigrantes, analfabetos, los habían ano-

    tado así, y así habían quedado. Y sin embargo en esos ojos, en los ojos indesci-frables, estaba toda la gloria de las estaciones, quees como decir “la gloria de las glorias”. El silenciodelmundo,yelcantodeloscielos.Elcantodeunacabeza.

    ¿Podían tener arrugas? ¿Podían tener esas pe-queñas arrugas alrededor de los ojos? ¿Podían te-ner ojeras?Quién sabe. Quién sabe.

    Lo cierto es que esa tarde no sólo no consiguióexpulsarlos sino que terminaron todos en la coci-

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    na de la casa celebrando lo que parecía un cum-pleaños. Los paquetes que teníanenlasmanos re-velaron ser tortas,masitasy botellas de vino de ar-vejas, todo lo cual fue alegremente consumidoentre canciones y batir de palmas. Lorenzo parti-cipólomejorquepudo.Deldormitorioveníanlosgritos de la mujer, primero los “¡Señor…!” con losque lo llamaba, después, envalentonada, segura-mente creyendo que una muchedumbre deextra-ños se había metido en la casa en ausencia de sudueño: “¡Socorro…!”. Los chinos no daban seña-les de oírla.

    Era realmente extraño lo que estaba pasando.Daba vértigo pensarlo. Y sin embargo, estaba pa-sando sin que la realidad se alterase un milímetro.

    Hubo un canto alterno (cuando le llegó su tur-no, él zafó con el Happy Birthday en castellano),que, junto con el agotamiento de las provisiones,

    indicaba el fin de fiesta. Habían llegado muchoschinosmás,hastaquelacocinasellenódeltodo,ydespués se quedaron esperando afuera. Salieron(¡por fin!) y en el crepúsculo gris y ventoso el cen-tenar de chinos, la totalidad de los que trabajan enla granja apícola, hicieron un largo despliegue dedanzaspropiciatorias, sin sacarse sobretodosnibu-fandas.Lorenzo, que en la nerviosidad había bebi-do sin cesar el vino de arvejas con que le llenabanelvasitodepapel,estabamareado,incómodo,másdesubicado quenunca. Engeneralno recurría alal-

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    cohol para darse ánimo. Había bebido sin darsecuenta de lo que hacía. Fue varias veces al rincóndel alero donde tenía colgada la casita meteoroló-gica; no hubo cambios. Pero la presión debía deestar bajando, o subiendo, a niveles insólitos. Elcoro de voces chinas subía al cielo, en raras sal-modias, y lascuadrillashacían figuras, las desha-cían. Eran danzas figurativas. Representaban losdistintos avatares de la vida comunitaria, con es-pecial énfasis, por motivos fáciles de entender, enla experiencia del destierro, de la separación, dela nostalgia y el arraigo en países lejanos. Se des-gañitaban, las voces de cristal; los rostros chatos,amarillos, secubríande sudorcristalino. Los cuer-pecitos abrigados iban y venían por las avenidasentre las colmenas, llamándose, llamando al cieloen blanco. Lo peor, pensaba Lorenzo, era que todoesodebíadetenerunsentido,serrazonable,expli-

    cable, sensato. Porque nadie hace cosas porque sí;él mismo era un ejemplo de esto último: nunca ensu vida había podido hacer algo por completo ab-surdo. Y conociendo a los chinos, como los cono-cía íntimamentedesde hacía veinteaños,podía es-tarsegurodequenuncasesalíandesusrutinas,desus realidades sólidas. Quizás todo lo extraño sedebía nada más que a su distracción; se sabía muydistraído, era su defecto más notable.

    Algo que nunca había intentado era andar enzancos estando borracho. Pero siempre hay una

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    primeravez.Entróalacocinaabuscarlos.Selosatóa los pies y encima se puso los “pantalones” de ra-so violeta, dos tubos de cuatro metros de largo, sealzó en un santiamén y partió bamboleándose en-trelascuadrillasdedanzarines,alosqueahoraveíamás pequeñitos, allá abajo. Lo envolvían los cora-les atorbellinados por el viento, los respondía conun“ohohoh”alegredesdelaalturamientrasibayvenía. Su cabeza rozaba las copas de los árboles,creíasentiralláarribacariciasdelluviaignoradasenlas superficie.

    ¡El mundo chino valsaba sobre el planeta, colo-rido y disperso! Cada colmena era un cofre blancorepleto de oro, una caja de Pandora que encerrabaunvientodistinto.Loslímitesdesuestablecimien-to se confundían con los horizontes, y latían sua-vemente.Cada paso, una estrella. Andar enzancoseracomobailar,sintenerquebailar;élnosabíabai-

    lar, no tenía idea de ritmo ni la flexibilidadnecesa-ria; pero ahora descubría que los zancos le permi-tían intervenir en la danza.

    En una vuelta quedó frente a la casa, a la alturadelalíneadeltecho,yvioqueestabacubiertadega-tos sentados mirándolo, como espectadores en elsuperpullman.Eranlosgatosqueélalimentabaconplatosdecarnepicadayleche.Sehabíansubidoto-dos al techo y estaban fijosuno al lado del otro, lasorejasparadas,comounadecoracióndecornisa,bi- belots de cemento peludo.

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    ––¡Oh oh oh!––¡Chin chi chi ñan huán han lí!––¡Oh oh oh!––¡Ah ah chan lon chón non chón!––Oh oh oh!––¡Miau miaumiau miau miau!––¡Oh oh oh!Lacabezaledabavueltas.Encambioloschinos

    sacudían las suyas como diciendo ¡qué ridículo!Complacientes como eran (nadie lo sabía mejorque él) eran difíciles de contentar. Quizás se ha- bían ofendidoconsu gesto,queen el fondo era pu-ra buena voluntad, deseo inocente de participa-ción. Su sentido de la estética era exigente, muyasimétrico. Su bonita coreografía quedaba arrui-nada,ysusvalorespropiciatoriosseechabanaper-der,conesegigantóninfantilysushiposdesobre-naturaleza.

    De todos modos se despidieron amablemente,todo sonrisas. Lorenzo suspiró de alivio al quedarsolo. Los chinos,que enalgunos aspectos parecían japoneses,habíanfilmado envideo toda la ceremo-nia,yenelcursodelasemanalaestuvieronpasan-doenvarioscanalesdetelevisión;eneldecabledePilar, completa.

    El paseo en zancos había tenido dos fases. Laprimera, de movimientos graciosos y elegantes; lasegunda (probablemente a partir del momento dever a los gatos), una marioneta electrizada.

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    Un documental etnográfico: la vida de las abe- jas. En mediode la ceremonia al aire libre irrumpíauna mujer desesperada, una morochona excesiva-menteteñida,ydeatuendoimpropioparaunacua-rentonayparalatemperaturabajocero:calzas,topde lycra, chinelas rosas con taco y pompón, bijoudorada. Aparecíagritando, pidiendo auxilio, retor-ciendo los gruesos labiospintadosenpalabaspaté-ticas, alzando los brazos al cielo. Era la entrada dela realidad en escena. La realidad más extraña quelos ritos.

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    II

    Loschinosyaeranpartedesualma.Laprosti-tución china era el modo de pensar que habíaadoptado sin saberlo. Cuando se marcharon, fuecomo si se reabsorbieran. Sobre Lorenzo cayó unatristeza mezcla de cansancio y desaliento. Todoera inútil en el fondo ––salvo, quizás, ser un ren-tista y haber asumido de antemano la inutilidadde todo. Dejarse vivir hasta terminar, tratar de

    disfrutar de lo poco que se pudiera (es decir, detodo). Pero la acción, las iniciativas, se estrellabancontra las paredes torcidas del mundo. ¿No habíasido ridículo que se pusiera a andar en zancos?¿Por qué lo había hecho?El desarrollo de losacon-tecimientos lo había llevado a querer hacer algomás absurdo que todo lo que hubieran hecho losdemás… Sin darse cuenta de que el sobrepuja-mientohabía sido previo,y también obra de él: unsecuestro. ¡Y lo había hecho para preservar lafuentedetrabajodeloschinos!Peroaellosesono

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    les interesaba. Además, ¡cualquier día se lo iba ahacer entender!

    Antesdevolveraentrarenlacasaechóunami-radaalrededor,asumundoapícola,asumelodíadezumbidos.Todoparecíaencalma,peropodíaserlacalma de la ebriedad. Podía ser una especie de ex-plosión. Su nombre estaba escrito en el universo.

    Elgorriónque volvía de visitara unosparienteslepreguntaba a la gorda paloma adormecida por elfrío:

    ––¿Quién fue? Y la paloma respondía, ventrílocua:––Lorenzo Chan.La libélula consultaba con la pita:––¿Quién?––Lorenzo Chan.Él sacudía la cabeza, incrédulo. Los animalitos,

    las plantas, las piedras, el viento, tomaban la pala-

    bra, iban de aquí para allá preguntando: ¿Quiénfue?¿Quiénlohizo?Ytodosrespondían:LorenzoChan.

    La hormiga: ¿Qué? ¿Quién?¡Lorenzo Chan!Habíaunritmo.Elritmodelatarde.Laóperaal-

    cohólica del tiempo.¿Quién lo hizo?Lorenzo Chan.¿Saben quién?¡Sí! ¡Lorenzo Chan!

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    El viejito de cristal azul del barómetro:––¿Quién fue?––Lorenzo Chan. Y los gatos en el techo:––Lo-ren-zo-Chan.Noera acusación niamenaza, sóloinformación.

    La naturaleza entera hablaba. Pero no decía nada.Eran palabras sin significado. De hecho, si había al-gunaamenazalatente,eraquelaspalabrasdejarandetenersentidoparasiempre.Enesecaso,lamaniobranotendríaéxito,y nunca recuperaría sudinero.

    Entró.Lamujersehabíaencerradoeneldormi-torio donde él la había encerrado originalmente, yhabíaatrancadolapuertaconlacama.Laabrióem-pujando con fuerza. Ella lo esperaba, perentoria:

    ––¡Lléveme de vuelta a mi casa, ya mismo!––Noquiero.––Lainterrumpióantesdequeella

    volvieraahablar:––Escucheunacosa,señora,quie-

    ro decir doctora: lo que hizo estuvo muy mal. Có-moseleocurreasustaraesospobreschinos,gritar,escandalizar. ¡No sea conventillera! Me extraña deusted.

    ––¿Ah sí? ¿Le extraña? ––Envalentonada, creíahaberse anotado unpunto a su favor.

    ––No puedo llevarla a su casa ahora, va a tenerque perdonarme. Estoy muy atado a las colmenas.La gente no se da cuenta de cómo esclaviza el tra- bajo con seres vivos. No es como ocuparse de pa-peles,quesepuedenmeterenunacarpetayseguir

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    eldíasiguiente.Siyotomaraesaactitudtendríaunapila de cadáveres…

    Se quedó pensando. En general la gente (y él seincluía) ignorabalo que era laacciónreal. Nadie su-pondríaqueunparlamentocomoelanteriorpodíatenerlugarentreunsecuestradorysuvíctima,ysinembargoeraasí,asídecivilizadoyrazonable.Has-ta esa mujerzuela idiota podía entenderlo.

    ––Señor Chan…––¿Sí? ––Se preparó para oír algo especialmen-

    te desagradable.––Puedoirmesola,siustednopuedellevarme.

    Dígamequécolectivotengoquetomar,ydemeunpeso para el boleto…

    Desde sus primeras palabras él ya estaba sacu-diendo la cabeza con desaliento, como diciendo“No, imposible”. Pero, qué curioso, sihubiera sidootroelquelehubierahechoesegesto,él,consuin-

    capacidad de entender la mímica, lo habría inter-pretado como “Sí, de acuerdo”, o como cualquierotra cosa. Ella debió de entenderlo correctamenteporque se encrespó.

    ––¡Déjeme ir! ¡Usted no sabe lo que hace!––¿Por qué dice eso, doctora?Su sonrisita conciliadora terminó de irritarla:––Lo que estáhaciendo esmuy grave,muy gra-

    ve. Usted va a tener que atenerse a las consecuen-cias. ¡No es joda!

    Qué vulgar era. Parecía a propósito. El apellido

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    de ella era Skhoda, que se pronunciaba “es joda”.Pobre infeliz. Quería decir “hablo en serio”. ¿Peroeraasí, realmente? Eseviejo dormitorio polvorien-toparecíaunacatacumba.Laluzveníademuyarri- ba: la ventana había sido tapiada veinte años atrás,perosólohastatreintacentímetrosantesdelbordesuperior. Los añosde soledad lo habían ido vacian-do de todo; ya ni aire había. El sol poniente, de ungrisluminoso,dabaenlínearectasobrelafranjali- bre de ventana, y el brillo los alumbraba como enun relámpago diurno. Afuera, había un silenciocompleto.Peroelsilencioylaspalabrasmuchasve-ces eran lo mismo. Esa pobre mujer estaba dema-siado nerviosa para pensar. Estaba improvisando,montada en un torbellino de luz encerrada.

    ––¡Soy libre de hacer lo que quiera!¡Su falta de naturalidad! Eso era lo que más de-

    salentaba a Lorenzo, lo que le ponía un freno a sus

    esperanzasdeseguiradelante,deprogresarenlaac-ción. Era tan afectada, tan de telenovela. Con ellano quedaba otra cosa que acostumbrarse; segura-mente con el tiempo uno dejaría de notarlo. Tam- bién estaba la posibilidad de que nadie fuera natu-ralalhablar,nisiquieraél.PerolaSkhodasepasaba;quizás el apellido tenía que ver, le había impédidodechicahacerseunaideacorrectadelpasodeloes-critoalooral.Yelladiciendotodoeltiempo¡noes joda! ¡hablo en serio! Pero quién se lo iba a tomaren serio. ¿Quién?

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    Lo único que se podía hacer con ella era pegar-le. Y no estabandadas las circunstancias.

    ––Mire,doctora.Comoledijeantes,tengomu-cho que hacer.

    ––Usted está loco. ¡No me va a dejar aquí ence-rrada!

    ––Tengo que dar vuelta uno por uno todos lospanales,nosésisedaunaidea.Conlaúnicaayudade un chino. ––Hizo una pausa. ––Y antes de irmequierodejarle unpensamientopara que reflexione:todos fuimosbebés, todosfuimosobjetode juegosycaricias,ydirectamentenadienospodíamirarsinuna sonrisa enternecida.

    ––¡Está loco!“A partir de ese momento, tendrás que impro-

    visar.” Así operan los delincuentes. Pueden hacerplanes,escribirdeantemanoelguióndesusfunes-tashazañas.Perohayunpuntoenelquetodosedi-

    suelve, salvo la acción misma. ¿Cómo habría sidoel comienzo del mundo?Saliódelcuartodesgarradoporideascontrarias.

    Y al volver al comedor, cuandosu mirada distraídapasaba por las ventanas abiertas al oriente violeta,tuvo una sorpresa mayúscula. Al otro lado del vi-drio,exhibiéndosedemedioperfil,habíaunchinocon tetas. Elvidrio era una tensión atómica. Creyóestar viendovisiones, alucinando. Al mismo tiem-po, creía reconocerlo.

    ¿Y si se creía loco? ¿Si se engañaba respecto de

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    sí mismo? No tendría nada de extraño. Debía dehaber un modo de engañarse dentro del engaño, ya su vez volver a engañarse. Y así hasta perder elrastro, borrar las huellas. Eso era la improvisación––para la cual él no tenía el menor talento, de esoestaba convencido. No se le ocurría cómo simularlocura, salvo diciendo una frase incoherentede vezen cuando; y aun así, nunca eran bastante incohe-rentes, nunca tenían por sí solas el vigor sobrehu-mano de abrir la puerta de la improvisación.

    En la cocinaabrió el estuche de losmonóculos,se los calzó, se puso guantes de látex rosa, y salió.Le esperaba un buen rato de trabajo automático, bastante penoso, bajo el frío intenso (¡como parasacar a las tetas a tomar el fresco!): dar vuelta dos-cientospanales.Alcabodeveinteinviernosdeha-cerlo todos los días, ya ni se daba cuenta de lo queestaba haciendo. Era un trámite. Además, hacía

    cien nada más, los otros cien los hacía el chinito,que empezaba por la otra punta. El viento soplabaenráfagasirregulares; el sobretodo letableteaba portodo el cuerpo, como unmasaje de castañuelas. Elpanal era untablerode broncecubiertode celdillasde los dos lados, todo pringoso. Tenía dos anillosarriba por los que lo sacaba de la colmena, lo hacíagirar en una voltereta elegante, muy aprendida, ylo volvía a meter, en un gesto parecido al del magoque mete láminas de acero en la caja donde está suesposa. Gotas de miel espesa, blanquísima, caían

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    pesadamente a sus pies. Quien siembra mieles co-secha desencantos, pensaba Lorenzo. De vez encuando,por la ranura, echabauna mirada furtiva alas reinas, que siempre estaban enroscándose vo-luptuosamenteenel centro de una irradiación do-rada. Las compraba en una tienda especializada,propiedaddeunosgriegos importadores; tenía unacaja térmica con el interior forrado en hoja de oro,para traerlas a la granja; los griegos se las mostra- banen incubadorasdevidrio;eranmonstruos tran-sexuales, que a Lorenzo le provocaban escalofríos.Eran husos. Por eso estaban siempre enroscándo-se.Habíaunlargoprocesodefecundación,tanlar-go que no terminaba nunca.

    Dos por tres el viento le arrebataba losmonócu-los y los perdía. Había adoptado unos baratos, deplástico, que por ser mucho más livianos eran másproclives a volarse.Por ello él apretabamuchísimo

    y los músculos de la órbita ocular se le habían de-sarrollado en exceso (era un proceso de décadas)dándoleasucaraesaexpresiónpeculiar,única,taninexplicable.Nadiepodíaleersugestohabitual.Pi-lar, como su nombre lo indica, es una zona eólicapor excelencia, de formidables caídas de presión;unefecto saludableera que los vientos barrían conlos piojos de aire, que suelen parasitar a las abejas.

    Noventa y nueve… cien… y atropelló al chino.––¡Perdón!Otra vez, ahora de cerca, creía reconocerlo. El

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    chino le hizouna sumaria reverenciay partió rum- bo a la casa a sacarse la escafandra de medio cuer-po(hastalacintura)queusabaparatrabajar.Eraundispositivo deplexiglás transparente, conprotube-ranciasllenasdeaguaparaconservarlatemperatu-ra. Lorenzo la había comprado enuna proveeduríaapícolaparausodesusasistentes.Loschinoslacui-daban como a una joya; de eso no podía quejarse.

    El fue en dirección contraria, al mástil, a izar lamanga, que se infló de inmediato y empezó a sil- bar.

    Hubo un súbito electrizamiento de todo, en elfrío,enelviento,enelgriscadavezmásoscurodelcrepúsculo. Como si de pronto hubiera pasado al-go, y nadie supiera, por el momento, qué era. Escierto que no había nadie; la granja que dos horasantes había estado colmada de gente y cantos ydanzas, ahora estaba desierta. Pero nada está nun-

    ca del todo desierto, no hay sitios desocupados enel mundo. Alguien los cruza furtivamente. Loren-zoaguzólaatención.Sequedómuyquieto,deján-dosepenetrarporelsentimientodeamenaza,has-ta sentirse transportado. Sin darsecuenta, lanzabaal aire los monóculos y los abarajaba en la manoabierta, una y otra vez; al entrechocarse hacían unruidito seco, un“tric tric” repetido,blanco, unrit-mo inconsciente, en el que el silbido de la mangaintroducía sus largas melodías. Y así hasta que lo-gró quedarse sin pensamientos. El gran colmenar

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    parecía un cementerio. Todo lo que pudiera pasar(“tric tric”) había sido expulsado. Y sin embargo,por eso mismo, algo estaba pasando. Creyó oír unsuspiro lejano. Se volvió, rígido. Entre los árbolesse veían manchones amarillos de la casa, y sobreuno de ellos, como recortado, el chino. Era una fi-gurita minúscula, a mediasembutida en la grotes-ca escafandra, dentro de cuyas transparencias am- biguas el rostro, así como los dibujos de la camisahawaiana,sedeformabanenmuecasabsurdas.Eraimposibleque unsuspiroproducido allá adentro lehubierallegado,perolamirada,olapostura,sílle-gaban.Estaba atentoa algoque pasaba entre las col-menas. Lorenzo salió caminando hacia ellas; qui-zás él también había visto algo sin darse cuenta, yhabía comprendido algo, sin darse cuenta, ¡y esta- ba actuando, sin darse cuenta, creyéndose dormi-do,sonámbulo, transportado!Perono,no había na-

    da. Quizás un perro extraviado. Cuando había unintrusosolían formarse enel aireabanicosdepoli-llasbeige. Silencio, silencio, silencio. Miró por en-cima del hombro. El chino, como un kourós, dabaun paso de piedra. Y entonces… al volver a miraradelante, creyó verlo, un manchón fosforescente,anaranjado,olila,quizásamarillo,ocultándosetraslos ángulos blancos de una colmena.

    ¿Pero sería posible? ¿Otra vez? ¿Se le había es-capadootravez,laperrasiniestra?Tuvouninstan-te de pánico. Se sintió presa de una repetición in-

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    controlable.Undesaliento inmenso, ¡otromás! Co-mo si fuera abstracta. Como si viera disolverse to-daslasesperanzasquesindeliberaciónhabíapues-to en que ella fuera lo más concreto de todo, algoabsolutamente concreto que hiciera contraste contodo lo abstracto (por ejemplo el dinero). Lo soli-viantóunaoladefuria.¡Laatraparía,yseríalaúlti-ma vez! La destruiría con sus manos si era necesa-rio, la transformaría en una masa sanguinolenta sihabía que llegar a tanto para hacerla concreta.

    Adivinándole el pensamiento, el chinito se lehabíaadelantado.Ibadirectoalapresa.Parecíaunapompadejabónrodando,ycuandoentróenlacua-drícula de colmenas, una bola de pinball en su la- berinto. Lorenzo también corría. Todos corrían, sies que la mujer, que había vuelto a hacerse invisi- ble, también corría; más verosímil era pensar queestuvieraquieta,agazapada.Sepusomásoscurode

    pronto; por lamentede Lorenzo pasó la ideade queseestuvieraproduciendouneclipsedeúltimomo-mento.

    La Skhoda iba rápida como una flecha hacia el bosque. El chino trató de cortarle camino pero ellallegó antes, y los dos se perdieron entre los árboles.Lorenzo aumentólavelocidad,vio el telón deárbo-les precipitarsehaciaél, y despuéslos árboles desli-zándosealosdoslados.Enelbosqueelterrenocaíaabruptamente hacia el río, con lo que su velocidadaumentómástodavía,yaeraunaespeciedecaídali-

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    bre. Se abrazó a un tronco y dio dos vueltas en po-sición horizontal, las piernas a un metro y mediodelsuelo,porelimpulso.Cuandovolvióaponerlospiesentierramiróasualrededortratandodeorien-tarse. Debía seguir bajando,pues lo más seguro eraque ella lo hubiera hecho; el agua la detendría.

    Efectivamente,lavioenlaorilla,depie,desme-lenada. El chino estaba a un metro, y ella le hablaba.Lorenzo se quedó atrás de un árbol contemplandola escena. Del chino en realidad no podía decir-se, enestascondiciones,que fuera “un chino”. Más biense diría“unacosa”,unamasa deplexiglás tras-lúcidanevada,apoyadaendospiernas:pantalonesabuchonados de sarga rosa, zapatillas negras tipo“uña de gato”, todas de tela ciré, más medias quezapatillas. Como si eso no bastara a hacer extrañalavisión,lamujerteníaenlospies,enlugardesuspantuflas de pompón, un par de patas de rana de

    goma verde. Lorenzo las conocía, porque eran su-yas, estaban en la casa desde hacía muchísimosañosynuncalasusaba.Siqueríaexplicarseporquélas tenía puestas la mujer, sólo podía decir que, o bienhabíadescartado las incómodas pantuflas, pa-ra poder correr, y eran el único calzado alternativoque había encontrado, o bien que su plan era esca-parnadandoporelrío.Perosiestaúltimahabíasi-dosuintención¿porquénosezambullía,enlugarde ponersea hablar?¿Se habríaacobardado alver elagua helada?

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    Todo en ella estaba opacado por la realidad.Debería haberle puesto un cencerro para sabersiempre dónde estaba. Fue en ese momento queLorenzo se dio cuenta de una cosa: cometer undelito no era una acción unitaria y separada. Es-taba entremezclada con otros mil hechos. Todostenían importancia, todos pesaban en el resulta-do final; pero de casi ninguno de ellos habría po-dido decirse, deantemano, que significaban algo.Muy por el contrario, parecían ir contra la corrien-tedel sentido. Eranuna gesticulación loca,disper-sa. Él menos que nadie estaba provisto del mate-rial innato necesario para entenderlos. En estaescena, que él no sólo tenía ante sus ojos sino dela que participaba, era como si las tres figuras, lasuya incluida, estuvieran recortadas en el negro apriori.

    Ella era la quintaesencia de la vulgaridad. Un

    jazmín rojo. ¿Estaba hablando en realidad? No seoía nada, aunque no estaba lejos. Quizás no le sa-lían las palabras, de la emoción, y ella creía que sí.Oquizástomabaaesechinoacorazadoporunex-traterrestre, y se quería comunicar con el lengua- je universal de los gestos. Si tal era el caso, alimen-taba el ensueño. Porquea unextraterrestre, sobretodo a uno recién llegado (y si no había tenidotiempo de sacarse la escafandra, o no había salidoen la televisión, tenía que ser un recién llegado),había que empezar explicándole muchas cosas pa-

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    ra que pudiera entender qué era una mujerdesva-lida, secuestrada, necesitada de ayuda.

    Los restosdel díahuían, lamujer huía…Y él ibaatrás.Lapersecucióneneldíamoribundo,lavisiónyafurtivadelaúltimaluz,chillona,enlaoscuridadque se precipitaba. El viento se lo llevaba todomontado en sus velocidades.

    Decualquiermodonoselehabríaentendidoloque decía porque masticaba chicle constantemen-te; quién sabe si lo hacía porque le gustaba, o porrejuvenecerse; o simplemente porque era de esaclase de mujeres y no sabía hacer otra cosa.

    Lorenzosaliódesuescondite,laSkhodagirólacabeza y lo miró con una expresión caricatural dehorror. Tenía una cara de goma. Con todo gesto sepasaba, iba demasiado lejos, hasta la mueca.

    La escena se deshizo, se transformó en otra es-cena.Laquisotomardelbrazoparallevarladevuel-

    taalacasa,peroellasesacudiócomounagataaris-ca. Aun así, caminó a su lado. El chino tomó ladelantera de prisa. Ellos dos en cambio caminaronsinapuro,porlaorilladelrío,quemásalládabaunavuelta y pasaba muy cerca de la casa, por atrás (ha- bía una escalera en el acantilado, directo a la entra-da de servicio).

    ––Yo podría perder todo esto ––dijo Lorenzocomo hablando consigo mismo––. Usted, que estanurbana,nolosentirá,peroamíelcontactoconlanaturalezasemehavueltounanecesidad.Ypue-

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    do perderlo, verme reducido a vivir el resto de mivida encerrado enun departamento enFlores, porhaber confiado en su marido. Ya verá si tengo mo-tivos para tomar medidas extremas.

    ––¿Pero yo qué tengo que ver, señor Chan?Lagomaverdedelaspatasderanahacíaunrui-

    do extraño. El agua regurgitaba en las rocas de laorilla. Los sauces se sacudían como sábanas colga-das. Algunos chillidosdepájaros atravesaban el si-lencio. Lorenzo susurró, sombrío:

    ––Mucho. Todo.––Él no me habla de sus negocios. ¡Nunca! Yo

    tengo mi propia profesión, soy obstetra…––¡Ya lo sé!Lodijo en untono terminantey aburrido,dán-

    doleaentenderquenoqueríaseguirhablando,queyaestabatododicho.Lamentabahabersacadoelte-may buscabadesesperadamenteunasuntomásse-

    rio, más amenazante.––Es la segunda vez que se lo digo: no se metacon mis chinos. De todos modos no le servirá denada, porque no hablan castellano.

    Al instante ella hizo otra de sus muecas de go-ma, volviéndose parcialmente hacia él.

    ––¿En serio? ¿Ni siquiera los jóvenes?No le contestó, y ella ya seguía:––Qué increíble. Nosé cómo puedenvivir tan-

    tos años en un país, “vivir, reproducirse y morir”,¡y no aprender el idioma! Qué limitada tiene que

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    ser la comunicación. Cuántas oportunidades seperderán, sin ir más lejos la oportunidad de vivir.¿No le parece señor Chan?

    Estaba a punto de contestarle, por el reflejo dela réplica,pero secontuvo a tiempo.En lugar de ha- blar, echó una mirada alrededor. Quería empapar-sedelaextrañezasiniestradelcontorno:elagua,elviento, las rocas, los árboles, el cielo gris oscuro.Cortabaconelmundolaposiblenormalidadqueseinsinuaba,queellabuscabaporinstinto.Paraél,se-ría el fin de sus intenciones, se quedaría colgado,sin saber qué hacer o qué decir. La esencia de todalaaventuraeraabrir las puertas de la realidad,y pa-raellodebíamanteneracualquierpreciolaincohe-rencia violenta, salvaje. Toda la tarde había estadoluchando por mantener ese rumbo, y ese esfuerzoera lo que daba la atmósfera expresionista-surrea-lista a las escenas que venían sucediéndose. ¿Has-

    ta dónde podría sostenerlo? La tensión era dema-siado grande.Miróelcielo.Porlomásaltocorríanvientossal-

    vajescomolobos,cargadosdeastrosydemundos.Nodebíadejarsellevarporelhábitofrívolodecreerque estaba viendo lo que se hallaba “arriba”. Bienpodía ser “abajo”, el abismo. Y desde allí, si habíaalguien, tampoco loestaban mirando a él “arriba”.En el fondo del universo, lo único que había eranchistes, los viejoschistes trillados,uno sobre todo,querugíaensilencio…Secuestraronamiesposa…

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    Me piden rescate… ¡Que se la guarden! ¡Me la sa-qué de encima! Vamos a ver si me las arreglo paraque no me la devuelvan… ¡Araca, victoria! El cri-men perfecto.

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    ––Recuéstese…Hablóconvozabdominal,dándoleunacentode

    ventrílocuo, sin mover los labios. Ella se metió enelcuartoycerródeunportazo;creyóoírunsollo-zo de rabia. ¡Qué arte tenía, la maldita! El arte desostener la situación, de mantener a raya la reali-dad. Todo el arte estaba ahí. Por un momento Lo-renzosepreguntósinoseríaunaadversariadema-

    siado hábil para él. ¿No lo habían sido todas lasmujeres con él, durante toda su vida? Pero enton-ces,¿cómohacíanlosotros?¿Cómolasasesinaban?¿Cómo les pegaban?

    Se movió inquieto en el comedor, vagamenteangustiado. Todavía quedaba un resto de luz, quese hundía activamente en la tierra. Echó una últi-mamiradaalapuertacerradayfuealacocina.Pu-so agua a calentar para el té, a sabiendas de que eltiempo sería excesivo para su estado; había puestomuchísima agua al fuego, varios litros, aunque su

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    intención era hacer una sola taza de té. Dio unasvueltas ordenandocosas;estabademasiado nervio-so para soportar un ritmo lento, quería una preci-pitación.Casi ahogado de impaciencia, salió alairelibre.Tragóvariasbocanadasansiosasdeviento,in-clinó la cabeza en un ángelus sombrío, volvió a le-vantarla: los ojos leardían como dos carbones.

    Enel pisodel porche, forrado degomaacanala-da, estaba la paloma. Era su paloma personal yamistosa, se había domesticado años atrás espon-táneamente;nohacíabuenasmigasconloschinos,sóloconél.Seinclinóylaalzó.Lapalomaponíaca-ra de idiota, los ojosdospuntitos rosaprotuberan-tes, a esa horacon unaligera fosforescencia. Eraen-teramente negra, incluidos el pico y las patas y lasuñas, una verdadera rareza. Estaba muy tibia, casicaliente. A veces estaba fría como el metal. Algúndía la voy a meter en una olla de agua hirviendo,

    pensó por asociaciónde ideas, ¡la voy a cocinar vi-va! También había pensado en hacerle una casitaindividual, un palomar unipersonal, de ave solita-riaomejordichodemonstruo.(Conboudoiryro-peritos y escritorio.)

    La palomamovió la cabeza, como si echara unamiradapanorámicaal parque; los árboles engorda- ban en la penumbra.

    ––¿Te gusta el mundo, palomita?Nada.––¿Te gusta el mundo?

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    Lapalomasesacudióenunespasmoydespuéssequedómuyquieta,conlacabezareclinadahaciauncostado.DeprontoLorenzonosintiónada,na-da en absoluto. Ni siquiera pensó. Seguramente lamención del mundo había bastado para crear unmundo en él, que se transformaba en LorenzoMundo,el indiferente. No era unaola,niuna ondaexpansiva, ni nada. Más bien se parecía a un mo-mento de distracción. Es curioso constatar que elmundo, tan lleno como está de todaclase de cosas,también es una perfecta nada: cuando se produce,es nada.

    Elcontenidodelaconcienciavolvióafragmen-tarse. Habría sido una vuelta a la acción si Lorenzono hubiera experimentado de inmediato una se-gunda totalización, y cuando ésta cedió a la frag-mentación, una tercera. En realidad no eran pasa- jes de un estado a otro distinto, sino un continuo

    de opuestos idénticos. En la más sublime apoteo-sis mística inadvertida de su mente, seguía sope-sando la conveniencia de sus maniobras. Algo ledecía que esa noche cobraría los cien mil dólares.Porelotrolado,noignorabaquesusmaniobraspo-dían fallar. En tal caso, lo más probable era que laindignación lo llevara, sin que él se diera cuenta, ahacerrealidadsussueñosmássecretos.Laconcien-cia estaba al mismo tiempo en el plano A y en elplano B. Pensaba y no pensaba.

    Sedesplazóporelcostadodelacasahastaloque

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    parecíanféretrosdecinccontapasdevidrio,porlasqueestuvomirandounrato.Alfindejólapaloma,deslizó una de las tapas y con una tijera que teníaahícolgadadeunclavocortóvariosmuguetes.Vol-vió a la cocina y los puso en un bol, que llenó deagua.Lodejóenlamesadelcomedoryvolvióasa-lir, esta vez con un paquete de carne picada. Ya ca-sinoseveía,perocomosabíadememoriaesaruti-napudodistribuirlacarneenunahileradeplatitos;eralacenadelosgatos,queacudieronchillandodeentusiasmo y dando saltos de un metro de alto.Suspiró.

    Cuandovolvióalacocinaelaguayahervía.Hi-zo el té con un saquito y preparó dos sándwichescon pan negro, de jamón y queso. Puso todo enuna bandeja, sin olvidarse de una botella de aguamineral y un vaso. El bol con muguetes era un to-quecaprichosoenlacenadesuprisionera.Dioun

    golpecito en la puerta. Tuvo que encender la luzporque ella no lo había hecho; estaba tirada en lacama, boca arriba. Su única reacción fue cubrirselosojos con unbrazo. Lorenzo sintió undesalien-to profundo al pensar que el trabajo ciclópeo delmalentendido recomenzaba, y que no tenía fin.Eraculpasuya,esodebíaadmitirlo:detodalapro-liferacióndemujeresdel mundo,había tenidoqueelegir justo la que estaba en la posición más com-prometida o ambigua. Le bastaba pensarlo parasentir la posibilidad, loperdido.Y sin embargo, sa-

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    bía que no era así. En ese cálculo había gastado su juventud. Había muchísimas mujeres, de acuerdo,perolasquepodíaconsideraridealesparasuspro-pósitos estaban increíblemente lejos, en las antí-podas, al otro lado del mundo. Mujeres disponi- bles, prostitutas, desconocidas, que a él podíantomarlo por una máquina, y no entrar nunca enningún mecanismo de cortesía o de abstracción.Para ellas él sería un relámpago, un alma instantá-nea. Las eternas desconocidas. Al madurar habíarenunciado a ellas. Había empezado a buscarlasmás cerca. ¡Y había encontrado a la Skhoda! ¡Y ahora resultaba que la Skhoda no existía!

    Sefijóenelbrazo,queahoraellalevantabaape-nas,en un esbozo de gesto, para librar paso a su mi-radaverdeyvenenosa.Eraunbrazomuyblanco(elotro debía de ser negro), cargado de carne, de pielmuy fina. Al quedar por un instante casi vertical,

    con la mano en lo alto, parecía una columna hechacondosbotellasdecocacoladelátexblanco.Increí- ble que eso fuera un ser humano.

    Elhombre invisible.Elhombre invisiblecazan-do una mosca. El hombre invisible exótico.

    A la realidad se le hincaba el diente en dos en-carnacionesalternativas:perrosarnosooperrora- bioso.

    Se miraron: era el pequeño teatro de la cruel-dad, pero sin empezar, sin realidad, todavía pro-vistosdemáscaras,todavíasinlasmáscarasdecar-

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    ne cruda, las máscaras de chuleta a la tártara. Lo-renzo sintió en el juego de sus músculos facialeslas dolorosas combinaciones de la cortesía. Era unleño, pero un leño que sangraba psicológicamen-te.Laluztransportabahacesderostrosblancos.Eneldeél,ay,lamujerdebíadeestarviendorayas,fi-nas y horribles como latigazos. Eran las sombrasproyectadas por las mosquitas de invierno, quedormían en la bombita y se despertaban al encen-derla, para girar como planetas invisibles, eclipsa-dos, en el cuarto muerto. Las rayas negras corríancomo parpadeos en todas direcciones por su cara,y por lade ella también.Creaban gestos que en rea-lidad no existían.

    ––Le traje la cena.––No tengo hambre.Tuvounurgentedeseodetirarletodoporlaca-

    ra, pero se contuvo.

    ––Le traje la cena ––repitió, probando de darleun toque amenazantea su voz.––Muchas… gracias…En realidad no se podía decir qué funcionaba y

    qué no, dadas las circunstancias. Todo podía seruna trampa.

    ––Lamento no tener televisor.––No estoy para ver televisión ––dijo la Skho-

    da,quesehabíasentadoenelbordedelacamayes-taba metiendo los pies en sus chinelas de pompo-nes.

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    ––Es una distracción.Ungrito atravesó la noche:––¿Hasta cuándo?Lorenzo fue sin inmutarsea dejar labandejaso-

    bre la mesita de luz. Su respuesta fue una cita tele-visiva:

    ––“A toda hora, en todo el país.”Ellalomirabasincomprender.Élyahabíaapar-

    tadolavista.Otravezsehabíaechadoatrás,elvie- jo temor lo había sobrecogido, ¡otra vez! No era unmarciano,erahumano.Conundesalientoprofun-do(quetambiénpodíafuncionar,porquedadaslascircunstancias todo podía) se limitó a decirle, ex-tendiendo las dos manos ahora libres hacia la me-riendita:

    ––Coma.––Puntoy coma––dijo laSkhoda. Tomó losmu-

    guetes,losescurrióenelpuñoyseloscomió.Erauna

    enemigaformidable.Porsuertenosabíaenquécam-poestabancombatiendo,ysupropiafuerzapodíaju-garleuna malapasada: podía volversecontraella.

    ––Coma los sándwiches, tarada.––Metieneasumerced,porlafuerzabruta,se-

    ñor Chan. Soy una mujer. Pero no creo que mi es-poso lo deje salirse con la suya.

    ––Eso está por verse.––Muybien––dijotomandounodelossándwi-

    ches con la punta de los dedos––. ¿Va a quedarsemirando? ¿No tiene por lo menos una revista para

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    hojear?––Tengo la coleccióncompletadel Boletín dela

    Asociación de Apicultores Argentinos, pero nocreo que le interese.

    ––Todavía no respondió a mi pregunta. ¿Hastacuándo va a seguir esta farsa?

    ––Hasta que su marido me pague.––¡Mi marido lo va a matar!––Usted va a a pasar una noche tranquila, de

    sueño profundo y ausencia, y mañana su vida serála de todos los días.

    ––Ojalá.Sehabíacreadounaespeciedenormalidad.Co-

    mió y bebió hasta no dejar una miga ni una gota.UndetallequeLorenzonopudodejardenotarfue-ron sus modales deplorables, el ruido que hacía almasticar y sorber. Era como si estuviera inflandouna abeja de goma: el ruido del inflador era un ja-

    deo que sonaba humano, y no parecía tener nadaqueverconesamasaingentedehuleamarilloyne-gro que empezaba a agitarse en convulsiones pre-natales; un chuf-chuf que venía de lejos, del espa-cio interestelar; y la cosa que se revolvía desde loprofundo, por telekinesis… empezaba a erguirsesobre suvientre listado…y de prontoseadivinabaloqueera,elclásicoanimalitolaborioso,lacabezo-tadeescafandrahacíaun“sí”desalidadelsueño,yflotaba un instante en el aire… el huevo inmensodelcuerpoempezabaatomarvida…peronocabría

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    en la casa… las alas, todavía recostadas en el piso,temblaban en toquecitos de élitro… se inflaba, seinflaba…elmonstruodosvecesmásgrandequelacasa,gorda como una ballena, pronto rompería lostechosylasparedespodridos…¿Cuántopodíacos-tar, como capricho de millonario, una abeja infla- ble de esas dimensiones? ¿Cien mil dólares? Ha- bría que contratar una orquestica de flamenco,con bailaores, para darle “ritmo” a la ceremonia deinauguración. Goma peluda, mandada a hacer es-pecialmente. Y quedaría allí, fosforescente, bailo-teandoenlosvientosdelanoche.Laabeja,paraLo-renzo, era la angustia de lo real. Su motocicleta.

    Los ojos verdes de la mujer seguían fijos en él.“Sus ojos están fijos en mi mareo”, pensó Loren-zo. “Soy un pulpo en su acuario.”

    ––¿Ya terminó? ¿Siempre come así?––¿Qué va a hacer conmigo ahora?

    No lo sabía. No lo sabía porque no podía decir-lo: le faltaba el impulso. Debería haber decididomatarla y enterrarla entre las colmenas.

    ––¿Sabequetengouncementeriodereinas?Meolvidé de mostrárselo hoy cuando dimos nuestropequeño paseo. A mis reinas más productivas lasheenterradoenunsectordelparque,cadaunaconsu pequeña lápidacon el nombre y las fechas de superíodo activo. Las abejas lo saben (entienden to-do),yvanahíahacervuelosdehomenaje.Eslome-nos que puedo hacer, por todas las satisfacciones

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    que me han dado.––Nunca entendí el mecanismo de reproduc-

    ción de las abejas.––No espere que yo se lo explique.Silencio.LorenzoChan,porsuparte,noconce-

    bíaquelosanimalesenestadodenaturalezapudie-ran reproducirse; aceptaba todas las maravillas delinstinto menos ésa. La inseminación llamada “ar-tificial” leparecía mucho más natural, la única queen realidad podía funcionar. Ideas como ésa lo ha- bían llevadoa su profesión.Algosimilarestaba no-tandoconlasconversaciones.LaSkhodalollevabatodo el tiempo al terreno del diálogo natural, y élsentía que sólo en el intercambio más surrealista-expresionistapodíansurgirlasocasionesdelarea-lidad.

    A todo esto, se estaban mirando fijo.––¿Por quéme mira, señor Chan?

    ––Soyunhipnotizadordeserpienteshumanas.––¿Qué piensa hacer?––Eso justamente estaba por decirle, doctora.

    Su incomodidad está a un tris de resolverse. Tododepende de que yo me salga con la mía.

    ––¡Peroesdifícil!¡Esimposible!Ustedhapues-to condiciones tan difíciles de llenar que desespe-ro de verlas cumplirse. Si me toma por tonta, estáensuderecho,peroheestadopensandomucho,to-do el día. ¿Me permite que le haga un resumen demis conclusiones provisorias? ––No esperó la res-

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    puesta. ––He hecho cursos de sexología del matri-monio en la Universidad del Salvador (de yogatambién). Todo es útil en el trabajo de la obstetra.Nos enseñaron que la impotencia es un continuogradual que empieza prácticamente cuando nace-mos. La satisfacción se va apartando igual que unamarea, que arrastra consigo delante de uno, comola proverbial zanahoria, la realidad.Cada centíme-tro que sealeja, figuradamente, crece enel sujeto eldispositivo de realización, se complica con apara-tos más barrocos. No digo que sea su caso, porqueenrealidadnosénadadeusted,perosiasífueranohaynadadequéavergonzarseporqueesuniversal. Yo misma lo he hecho con la obstetricia, mi espo-so con los negocios… usted con las abejas. Hastaahí, de acuerdo.

    ––Uf.––¿Pero no le parece que ahora se ha excedido?

    ¡Haqueridodarunsalto,irmásalládelarompien-tede los hechos, y mecerse al otro lado, en una sa-tisfacción prenatal…! ¡Es ilusorio, señor Chan! ¡Nole puede salir bien! La delincuencia triunfaría…

    ––¿Y qué me dice de su marido? ¿No se quedóél con mi plata?

    ––Yo de eso no sé nada. Ya le dije que no mecuenta sus asuntos.

    ––Noimportanlaspalabras.Importanlosgestos.––¡Mi marido lo va a matar! ¡Loco! ¡Impotente!Se largó a llorar. Era el fin de una escena, el co-

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    mienzodeotra.Todoeraasí,todoestabaempezan-do y terminando, hasta los encantamientos. Unopodía darse por terminado, y el otro ya estaba enmarcha, a veces en cadenas de a miles. De todosmodos,eransólo palabras, sin imágenes.Nohabíaverdaderosurrealismo.Esosedebíaaquetodoslosimplicados eneste juego eranculpables, todos ha- bían empezado con un error, habían pagado su in-gresoconunpequeñoograncrimen.Laidealegus-tótantoqueselodijo:

    ––Su marido tampoco es inocente, doctora.––¡Pero yo sí!––No, usted tampoco. ¿Acaso no fue joven?

    ¿Quiénnolofue?¿Cómosecreequellegamosaes-te punto?

    Dentro de sus lágrimas, en el cristal, ella tuvoespacio para manifestar una inmensa sorpresa ge-nuina.

    ––¿Porquédiceeso,señorChan?Yosoyjoven.Creo que usted seha confundido… Yo soy muchomás joven que mi marido, prácticamente soy de lageneración de las hijas del primer matrimonio de Jorge. Todo lo que usted ha hecho y dicho me ha- bía llevado a pensar si no estaría actuando bajo laimpresiónerróneadequeyosoyMartha,laprime-ra esposa de Jorge…

    Lorenzo soltó una risita cruel:––¿Joven? ¡Por favor! ¿Y por quése tiñe?––Por pura estética.

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    ––¡Basta de charla! Tengo que irme.––¿Adónde?––Tengo cita con su marido. A la medianoche

    vence el plazo que le di. Si no paga, usted mañanaaparece descuartizada en el manantial de Pilar.

    ––No. Jamás se atrevería.––Ya veremos.Ella chasqueó la lengua con desprecio, peroes-

    taba pensando en otra cosa:––¿Meva a dejar sola? ¿Atada?––Nosoytanestúpido,doñaHoudini.Yahubo

    bastantes trucos. Se va a quedar durmiendo pro-fundamente, y cuando se despierte ya va a estardescuartizada.

    ––¿Me piensa drogar?––Ya lo hice ––mintió Lorenzo––. Le puse una

    pastilla en el té.Ella miró la taza pensativa. Pero no cayó en la

    trampa, por tentadora que le resultara.––Nosécuálserásuniveldeestupidezencues-tiones prácticas, pero mi acostumbramiento a lostranquilizantesestalqueunapastillajamásmeha-ría nada, y menos en el estado en que me encuen-tro.

    ––Espere un minuto ––dijo Lorenzo, y salió.Lo que había pensado era envolverla en una nubedenarcóticoindustrialparaabejas,yaesoconse-guridad su organismo no estaba acostumbrado.Se trataba de un producto fortísimo, que tenía la

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    figurita de Rip Van Winkle en los tarros de pol-vo. Era innumerable la cantidad de abejas que sehabían salteado eras de la historia y la geologíadurmiendo bajo sus efectos. Tenía el fumigadoren la cocina.

    Coneseaparatoseinflabaelsueño,igualquelaabeja. Hay una vieja maldición literaria por la cualalguien se inflará hasta ocupar todo el interior deuna casa, de todas las casas. Es un sino doméstico.

    Pero Lorenzo no había calculado bien el ritmodelaacción.Elfumigadoreraengorroso,susarne-ses difíciles de colocar y ajustar, el tubo, la mochi-la, las largas mangueras, el pico, y la máscara. Nohabía empezado a ponerlo en su lugar cuando secortólaluz.Nolecostóadivinarloquehabíapasa-do: con riesgo de su vida, la diabólica mujerzuelahabíaproducidouncortocircuito,yahoraenlaos-curidad se estaba moviendo como una cucaracha

    portodalacasa,buscandolasalida.Separalizó,pe-ro nada más que por un instante. Siguió colocán-dose el aparato a tientas, y gritó:

    ––¡No podrá escapar, putarraca! ¡Todas las sali-das están aseguradas!

    De algún lado vino la vozde ella:––¡Ya me fui! ¡Loco! ¡Impotente!––¡No mientas, vieja catinga!¡Eureka! Había logrado tutearla. Eso sólo bastó

    para infundirle ánimos, y aunque lasmanosletem- blaban enroscando las válvulas alrededor de todo

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    el cuerpo, y cerrándose las hebillas tan ajustadasquelecortabanelaliento,sesintióarmado,listopa-ra el combate, un verdadero Don Cartílago con suarmaduradehierrocompleta…No,faltabaunaco-sa:lavisera,esdecirlamáscara.Selapusoyempe-zó a jadear con un ruido terrorífico. Gritó, y el gri-to fue un chillido de ecos amarillos en la tiniebla:

    ––¡Ya te tengo, mosca muerta!––¡Jamás, jamás!Pfui, pfui, pfui. Las nubecillas de polvo narcó-

    ticoquedabansuspendidasyvisibles.Diounpaso.Por toda lacasa seoíanlosdesplazamientos angus-tiadosdesupresa, tirando muebles,atropellandoaciegaspuertasyparedes.Semultiplicaba,eraunte-rremoto.Pfui pfui pfui. Él tambiénpodía multipli-carse, si era por eso.

    ––¿Adónde estás, adónde estás?Todas las puertas se golpeaban a la vez. Clap,

    crash, bum. Pfui pfui pfui.––¡Socorro! ¡Socorro!––¡Nogritésmás!¡Nolosoporto!¡Meestoyvol-

    viendo loco!Tenía abierta la válvula al máximo, y sacudía el

    picoconfrenesí.Seprecipitaba,éltambién,porto-da la casa, ya no sabía por dónde. Andaba en cuar-tos que no había visitado en años. ¿En cuáles? Noimportaba:entodos.Todoerainterior,almenoseneso podía confiar. La vieja construcción resistía. Y al mismo tiempo no importaba su resistencia, co-

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    monoimportaladeungloboqueseinfla:bastaríalapuntadeunaagujaparadestruirlo,peroesoestáfuera de cuestión. Y de pronto, era inevitable, tro-pezó y cayó ruidosamente, mil veces enredado enlas mangueras. Pensó que nunca más iba a levan-tarse.Aunfiltradoporlamáscara,elnarcóticocon-centrado, que según las instrucciones nunca debíausarse en lugarescerrados, lehabía afectado el sis-tema nervioso. Se revolvió un rato como un feto.Pero un rayo de luna entraba por la ventana, y pu-do ver en el suelo, a su lado, el cuerpo exánime dela Skhoda. Había tropezado con ella.

    Se desenganchó como pudo la mochila, y seapartóencuatropatashacialacocina.Salió,ysólocuandoestuvoalairelibresesacólamáscara.Seha- bía levantado un viento fuerte, que aspiró a gran-desbocanadas.Porafuera,abriólasventanas,yde- jó que las corrientes de aire ventilaran la casa.

    Cuandovolvióaentrar,yaserespiraba.Cambiólostapones,encendiólaslucesyfueamirarasuvícti-ma.Dormíaprofundamente.Lallevóalacama.Unproblema menos.

    Le llevó un largo rato reponerse. Estaba tan sa-cudido,tansudoroso,tantrémulo,comositodosudestino se hubiera jugado en el combate. En otrascircunstancias se habría dado una ducha, se habríaservido un whisky y habría mirado televisión unrato.Ahora,creyómásprudentesalirdelacasa.Lohizo, cerró la puerta con dos vueltas de llave y fue

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    haciaelauto.Sehabíahechotardísimo,ydesdePi-laraFloresteníaunahoradeviaje.Aunasílesobra- ba tiempo para su cita de medianoche. Ya abría lapuertadelautocuandocayóenlacuentadelades-proporcionada perturbación meteorológica quehabía tenido lugar. Alzó la cabeza, intrigado. Teníauna sed profunda,que lecarcomíael organismo co-mo un cáncer de cal.Pero no parecía que fueraa llo-ver.Losjironesdenubespasabanatodavelocidad,cubriendoydescubriendoastrosqueeranmancho-nes de luz fluorescente, azules y desgarrados. Nohabía luna, todavía. Habían soltado a todos losvientos,queseentrechocabanenlaoscuridad.Ma-sas de atmósfera se volcaban unas en otras con fu-riasescalonadas.Losárbolesdelparquesesacudíancomo murguistas. Echó una mirada alrededor, ydecidiódarunvistazoalascolmenasantesdeirse;lasnochesdetormentasolíanpasarcosasrarascon

    sus pensionistas. Bastó que saliera caminando ha-cia las explanadas de los prados productivos paraque loenvolvieran los torbellinos deviento negro.La tracción lo obligaba a caminar a saltos; el sobre-todo se le enroscaba en el cuerpo como una focaamedrentada. Bailaba el tango del viento, aterido,títere, ahusado. En realidad no estaba oscuro; po-día verlo todo, contornos y perspectivas, en laconstruccióndesuspropiassombras.Lamovilidaddel aire era tal que el agua del río salía de sus cata-cumbas en forma de rocío estrellado, y formaba

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    mediascúpulascontra lasque seaplastaba el folla- jede las encinas. Los sapossedesgañitaban, las pie-dras seextendían,medusashumeantesplanchabancamisasdejunquillos.Alsalirdelaúltimahileradeárboles lo sobrecogió el grandioso espectáculo dela oscuridad visible sobre la playa de las colmenas.Cada una brillaba como un sepulcro encalado, ca-da una en su fila y en su hilera, innumerables y fi- jas. Las nubessedeshacíany rehacían, parecíanpro-yectadas en el fondo, en un gran telón verticalhechodepuraluznegra.Ymásacá,lascascadasdeaire,laleydelascosas.Sacabanlaenergíadesupro-fundidadinherente;dehecho,loqueseveíaoadi-vinaba no era más que un efecto de contrapeso desus honduras insondables, insondables aunquefueransuperficiales.Elhidrógenosehinchabahas-tahacerunagranorla,quecorríaatrásdelaanterioryreventabauninstantedespués:sedeshacíaenso-

    nido y luz mezclados, pero en el corazón de las ti-nieblas mudas: eran su latido. ¡Y ya venía otra, ba-rriendo las palpitaciones trémulas de la noche! Y otra…Almismotiempotodasestabanrefluyendohaciaelespacioomnidimensional.Lamecánicadelmar atmosférico tenía boquiabierto a Lorenzo,quieto pero dando saltitos inmóviles; el planetahuíabajosuspies,yreaparecía.Aquellonoteníafinni principio, ni era la orla o borde de otra cosa, alcontrario,todaslascosasdelanocheestabanenlosátomos. Bastaba con pensarlas: un mobiliario de

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    azufreslentos,carboníferos,mesitasdeluz,cómo-das, alfombras, potros de tormento, escaleras, di-vanes, enaguas. Todo se transformaba en una zar-za puntillista de fósforo, y ésta se hacía una líneaqueondulabasuaveyterribledeunextremoalotrode las antípodasdel cielo y rompía en espumas luc-tuosasqueponíanenacciónimanestitánicosyto-do se volvía sobre sí mismo. ¡Curvas sagradas delcontinuo! ¡Todo cercay todo lejos! ¡Todo contiguo!La música seguía y seguía. El tirabuzón arrancabacorchos de noches antiguas y las revolvíaunas conotras.

    Y de pronto, salieron las abejas a navegar esosoleajes procelosos. Salían de a chorros expulsadasdetodaslascolmenasalavez.Espermatozoidesdeuna emisión colectiva. A barlovento, a sotavento,sus tribus se organizaban velozmente en fluidasmaniobras.Parecíanestorninosenminiatura,pun-

    tos de oro tornasol enlascañerías transparentes detintachina.Empezabanagirar,aespiralarse,yaLo-renzo le subía la presión como siempre ante esospartidos de fútbol aéreo. Lo atacaba el terror irra-cional de que toda su colonia se desorganizara pa-rasiempre;loquemásmiedoledabaeralaprogre-sión, porque no sesabía hasta dónde podían llegar.Lasabejasnopensaban,yparaellaselfindelmun-do estaba siempre al alcance de la mano.

    El zumbido de todas juntas (porque en estasocasiones salían todas, hasta las tullidas) tapaba el

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    bramidodelviento. Sus ojitosprotuberantes se re-volvían entodasdirecciones, como lo hacíanellas.Ponían rumbo a las alturas negras, en columnasondulantes. Y el aire respondía, se arqueaba hastacasi romperse, laoscuridad sehinchaba con humos barbudos, el complejo se acercaba peligrosamentealpuntodeexplosión,comosieldíafueraabrotar,horrendo y rosado, en la medianoche. Las abejasllenaban hasta el último centímetro cúbico del so-viet, cada una en una burbuja virtual de turbulen-cia. ¿El viento las arrastraba, o ellas arrastraban alviento? Hiedra instantánea. Unmotor. La repúbli-ca de las abejas hacía del ventarrón su casa rodan-te,salvoquelacasaloocupabatodo:eralasucciónmutua de la ocupación y el espacio. Valía la penaver (era rarísimo) cómo se desplazaban todas ellasalmismo tiempo, sin tocarsenunca. Eranabejas derealidad,cómodas,portátiles.Losvientossepoten-

    ciaron hasta un umbral de virtual generación es-pontánea de sus puntos; ya daba lo mismo que lasabejas estuvieran desplazándose. Si estuviera llo-viendo,lesbastaríaconabrirlabocapararecibirenla lengua como una hostia cada gota. Esto neutra-lizaba la diferencia entre oscuridad e iluminación.Lorenzo lo había notado en otras ocasiones en lasabejas: en ellas, ver y conocer se equivalían, y lasmás de lasveces seremplazabanperfectamente. Elmartilleo. En la naturaleza todo tiene su razón deser; la de esta ceremonia ventosa de medianoche

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    eralaexpulsióndeflujosmachos,unalimpiezage-neral.Poresonoconveníainterferir.Ellasseenten-dían.Elvuelo colectivoconstituía redes de autoco-nocimiento apícola. Por supuesto, el espacio queestaban ocupando en ese momento era una por-ción microscópica del infinito: en realidad, el infi-nito estaba arriba, abajo, a los costados, en todaspartes, y mandaba influjos que puntuaban de es-tremecimientos nerviosos la cuadrícula. Era denunca acabar. Lorenzo dio un suspiro y apartó lavista.

    Cuando volvía al auto tropezó con una mataachaparradadeframbuesaquehabíacrecidoenme-dio del sendero.Ya pocoestablepor losembates delviento,eltropiezolehizodarunsaltoenmolineteconlosbrazosabiertos.Alrecuperarlaposiciónre-sopló y le dio un puntapié a la frambuesa, que norespondió a su violencia. Pero Lorenzo se quedó

    pensando: algún día el mundo vegetal reincorpo-raría toda la furia que había desprendido y enton-ces cada planta se desperezaría en la noche, se le-vantaría…

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    IV

    ––No, Ethel, no es eso lo que mamá quería de-cir; entendiste todo mal como siempre, ¡por apu-rada! Tu versión de los hechos se fija antes de queestén dichas todas laspalabras, siemprees lo mis-mo, y tu explicación peca de simple y convencio-nal.Enestecasonoesquedespuésdeldíahayave-nido la noche, mamá no quería decir eso, ¿quégraciahabríatenido?Nohabríasidouncuento.Lo

    que quiso decir es que ese día, por obra de los ni-ños,todoeldíafuedenoche.Poresosepregunta- ban si ya habían llegado o todavía no había parti-do: porque no sabían si era la noche anterior, queseguía, o la próxima, que se habían adelantado,¡como hiciste vos! Pero hay una cosa que me dejópensando, mamá… ¿Ves, Ethel, cómo yo tengopacienciaydejocosassinexplicar?Loquemepre-gunto es…

    ––¡Siempre me está peleando, mamá!––…siahora,queesdenoche,nopasarálomis-

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    mo, si Randy y el Conejito de Oro no estarán vi-viendoahora,todasuvidaestasolanoche.¿Nose-ría entonces para ellos también este día, o sea esteminuto, de pura noche? ¿Te acordás que nos dijis-tequeparalosmosquitoslavidaesunasolanoche?

    ––Tambiénpudoseruneclipse––dijoBobby––.Losanimalesmáspequeñosseasustandetalmodoque emprenden la huida y enunos minutos suelensalir de su territorio y después nunca más lo vuel-ven a encontrar. Yo creo que fue así como se poblólatierra.DiospusoatodoslosanimaleseneljardíndeAdányEva,ydespués,afuerzadeeclipsesdeSoly de Luna, los fue dispersando por todo el planeta.No importa que un eclipse sea un hecho rarísimo;enundíademilesymilesdeañoshaymuchasno-ches,yel radiodedispersiónvacreciendoexponen-cialmenteporquealaumentarodisminuireltama-ñodelosanimalesporlasleyesdelaevoluciónyla

    adaptaciónlosdíassehacíansiglososegundos…Y ademásel planeta no es tan grande.––¡Entonces tengo razón yo! Una de esas no-

    ches puede ser ésta, y nunca sabremos si es hoy omañana.

    Mamásereíaaloírlayhacíaunsilencioqueno-sotros sabíamos interpretar bien: nos invitaba a oírel tictac del despertador que estaba en la mesa deluz de su dormitorio. Ese ruidito que nuestro par-loteo nunca dejaba oír pero que ella sabía hacer in-tervenir mediante sabias pausas en sus cuentos.

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    ––¡Dice eso para asustarme, mamá! Sabe queme dan miedo que los cuentos se hagan realidad.

    ––¡QuépusilánimeesBeth,mamá!Enrealidadeslamásvaliente,perolodiceparahacerselainte-resante. Cuando era más chica tenía amigos imagi-narios,ylosllevabaalapeluqueríaacortarleselpe-lo. Yo jamás me habría atrevido, me habría dadotemordeque…nosé…dequeelmundoenterosevolviera unapeluquería,para castigarme. Dioscas-tiga sin palos y sin piedras.

    ––En realidad ––decía mamá retomando elcuento después de esa larga interrupción––, todostienen un poco de razón, y no hay que elegir entredistintasposibilidades porque todas forman partede la misma historia. Los doce duendecitos y lasdoceduendecitas que habíanacompañado a Randy,queeranlashorasa.m.ylashorasp.m.,secasaron,cadaunoconcadauna,yformaronlasveinticuatro

    horasdeldía:asífuecomonacióeldíacompleto,yRandy y el Conejito de Oro pudieroncompletar elviaje. El problema fue que, como el amor es ciego,seenamoraronycasaronalazar,nodeacuerdoaloque habría sido el orden correcto. El día estabacompleto después de la boda múltiple, sí, pero es-tabatodomezclado:sehacíadenocheencualquiermomento (a eso se lo llamó “eclipse”), salía el Sola la medianoche. Y cuando empezaron a tener hi- jos, porque los tuvieron, y fueron muy prolíficos,la confusión se hizo inmensa. Hubo que inventar

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    loshusoshorarios,losrelojes,ylaspromesas.Ato-doesto,elConejitodeOrosehabíaencontradoconlaConejitadePlata;despuéslesvoyacontarlascir-cunstancias. Ahora les cuento lo que pasó con laprole: ¿recuerdan que habíamos dicho que todoslos animales de los cuentos se reproducían muy,muy rápido, y en tal cantidad que en un parpadeoya eran más de los que se podían contar?

    ––Sííí.––No, yo no me acuerdo.––¡Pero sí, Bobby! ––le decía yo, impaciente y

    enojada––. Fuiste vos el que sacó el tema, una no-che,y mamá te dio la razón como siempre. ¡Esa vezexagerarona más no poder!

    ––No…––¡“Maté siete de un golpe”! ¡Fue Bobby, fue

    Bobby, mamá!––¡No me acuerdo! ¡No me acuerdo!

    ––Enfin,notieneimportancia.Loquepasóconlosconejitosquenacieron,yconloshijosylosnie-tosdeellos,fueque,paraadaptarsealclimafríoquehabían producido los escamoteos del sol por Ran-dy, desarrollaron un pelaje cada vez más largo; deahívienenrazascomolaAngoraolaNutriola,ylosfamosos conejos chinos de flequillo. El resultadode lo cual fue que el oro o la plata de que estabanhechos quedó oculto bajo el pelo y ya no se supomás cuál era cuál. Eso no habría creado inconve-nientes en conejos reales porque la Naturaleza es

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    sabia y tiene medida, pero con los conejos imagi-narios de los cuentos las cosas fueron más proble-máticas.Comonoexistíanenrealidad,debíanmul-tiplicarse locamente para no quedar demasiadoatrás del borde del tiempo, que se lleva el mundo;debían ir más y más rápido… el pelo crecía en unsantiamén, sevolvíanpompones pesadísimos y nopodían caminar… Así que tenían que ir a la pelu-quería tres veces por día, diez veces, cien…

    ––Ja ja, ¡conejos en la peluquería! ––gritábamosfelices. ¡Cómo nos gustaba que mamá supiera ha-cer caer las cosas en su sitio! Agregaba, sentencio-sa, mirando a Beth:

    ––Los seres imaginarios deben ir siempre a lapeluquería.

    ––¡Otro cuento! ¡Otro!¿Porquéyonodecíanada?Estabaconlamira-

    da perdida en un juguete tirado en el piso, trans-

    portada por visiones de ensoñación. No era por-que no quisiera otro cuento, todo lo contrario.¿Quién lonecesitaba más que yo?Pero nunca po-día unirme al coro que lo pedía, porque yo noquería otro cuento sino el mismo, el revés delmismo, y mis modales tímidos se debían a la cer-teza de que sería complacida. Más que eso: ya lohabía sido. Mamá se las arreglaba para ofrecermeel reverso al mismo tiempo que el anverso de ca-da cuento, para llevar los sonidos y olores y colo-res del cuento, por unrodeo, al sitio donde nacían.

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    cuando se rían o quieran intervenir, lo hagan mo-viendoloslabiosnadamás,sinsonido:igualespo-sible comunicarse así.

    Nos reímos todos, exageradamente, con gran-dísimas muecas y las bocas tan abiertas que los la- bios se rompían, sin sonido.

    ––Muybien.Enrealidadestantarde,tantarde,que ustedes también ya deberían estar durmiendodesde hace rato. Les voy a contar un cuento que esun prodigio de brevedad, no ha terminado de em-pezaryyaseterminó.Quizásniloveanpasar,igualque el hombre invisible de aquella película que vi-mos por televisión, ¿se acuerdan?

    (¡NOOO! ¡NOOOOO!)––Es cierto. Creo… que la vi cuando era chica,

    antes de que ustedesnacieran, a mí también se meempiezan a mezclar los años. Era un hombre quepasaba a otra dimensión del tiempo, empezaba a

    funcionarenuntiempomuchísimomásrápido.Loqueparaéleraunañoparalosdemáseraunadéci-ma de segundo. O sea que no podían verlo, se vol-vía invisible.

    (¿POR QUÉ? ¿POR QUÉÉÉ?)––Porqueparaquelovieran,suponiendoqueel

    umbral mínimo de percepción visual sea de tresdécimas de segundo, él debería haberse quedadoquieto durante tres años, tres años de los suyos. Y por supuesto eso es imposible. Desde su punto devista,todalagenteestabaquietaasualrededor,co-

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    mo estatuas vivas. Y desde el punto de vista deellos, éldirectamentehabíadesaparecido,erapuroaire, el airedonde había estado…Recuerdo que te-nía una novia, a la que amaba con locura; ella que-dó, junto con todos los demás, en el tiempo nor-mal, y creyó que su amado había muerto, se habíaido… ¡Y él estaba ahí, a su lado, desesperado porcomunicarse! ¿Cómo hacer?

    Mamá hizo una pausa soñadora. Bobby le dijocon mímica, adelantándose a nosotras que ya ha- bíamos pensado lo mismo: “por escrito”.

    ––Sí, lo pensó. Pero no era tan fácil. Claro quepodía escribir una notaexplicándoselo todo,y po-nérselaenlamano.Nadamássimpleparaél.¿Pe-ro qué pasaría entonces? Ella sentiría en su manoun papel, se preguntaría, “¿pero qué es esto?”, loalzaría, lo miraría por los dos lados, vería que ha- bía algo escrito, reconocería la letra con la que él

    le había escrito tantas cartas de amor, diría: “¡esél! ¿cómo esposible?” Se pondría a leer, al princi-pionoentendería(nomenegaránqueesunasun-to complicado), lo releería, al fin se daría cuentade lo que había pasado… ¿Pero cuánto tiempo lellevó todo esto? Digamos que lo hizo rápido, di-gamos tres minutos nada más, lo que es muy po-co. Tres minutos son ciento ochenta segundos, esdecir mil ochocientos años de él, que para enton-ces estaría muerto desde hacía muchísimos si-glos…

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    Era cierto. Un desaliento profundo nos domi-nabaynosreducíaaunsilenciototal,hastadeges-tos,porquerealmentenoteníamosnadaquedecir.Mamá sonreía:

    ––Ysinembargo,creorecordarqueencontróunmedio de comunicarsecon ella, unmedio muyin-genioso y muy inesperado.

    Nuestros ojos muy abiertos eran elocuentes,la intriga había llegado a su punto culminante depronto, y en el comienzo mismo, como mamá ha- bía pronosticado. Pero ella prefirió hacer un ro-deo.Esoeramuydeella:porunladonosadvertíalotardequeera,laurgenciadedormir,porquedenoche siempre era demasiado tarde; por otro la-do, el hechizo de la noche obraba sobre ella antesquesobrenosotros,laamenazadelotardíonoha-cía más que acentuarse en sus cuentos, como unaparadoja:

    ––Sí, ahora me acuerdo bien, yo era chica, co-mo ustedes, cuando vi esa pel