mientras agonizo -

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William Faulkner

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Título original: As I Lay DyingWilliam Faulkner, 1930Traducción: Mariano Antolín RatoRetoque de cubierta: Leddy

Editor digital: LeddyePub base r1.1

A Hal Smith

Darl

Jewel y yo salimos delalgodonal, por el sendero, unodetrás del otro. Aunque voy aquince pies delante de él,cualquiera que nos observara desdeel cobertizo del algodón podría verel sombrero de paja de Jewel, rotoy raído, sobresaliendo por encimade mí.

El sendero, alisado por laspisadas y recocido cual adobe por

los calores de julio, va derecho,como tirado a cordel, por entre losverdes liños de las plantas, hacia elcobertizo, situado en medio delalgodonal. El sendero, alisado portantas y tantas pisadas conobsesionante precisión, al llegarallí, se tuerce y rodea el cobertizo,formando cuatro ángulos de suavesvértices, para internarse de nuevoen el algodonal.

El cobertizo está hecho detoscos troncos, de entre los cuales

la argamasa ha tiempo cayó.Cuadrado, con el techado roto y auna sola vertiente, se recuesta cualuna ruina desolada, perodeslumbrante, en medio de la luzsolar: en paredes fronteras, dosgrandes y únicas ventanas miran alsendero. Al llegar al cobertizo, yo,por mi parte, sigo el giro delsendero que lo rodea; Jewel, quecontinúa a quince pies detrás de mí,mirando siempre al frente, se cuelade una zancada por una de las

ventanas. Siempre mirando alfrente, con sus ojos claros como lamadera incrustados en su cara depalo, atraviesa de cuatro zancadasel interior del cobertizo, con larígida gravedad de uno de esospieles rojas que hay de muestra enlos estancos[1], vestido con un monoremendado y dotado de vida sólode la cintura para abajo, y de unasola zancada, sale de nuevo alsendero por la ventana opuesta, enel momento mismo en que yo doblo

la esquina. Otra vez en fila india, auna distancia de cinco pies, yendoJewel ahora el primero, seguimosnuestro camino, sendero arriba,hasta el pie del despeñadero.

El carro de Tull está junto almanantial, atado al poste, con lasriendas enrolladas en el pescante.En el carro hay dos asientos. Jewelse para delante del manantial, cogela calabaza que cuelga de una ramadel sauce y bebe. Me adelanto a ély remonto el sendero. Comienzo a

oír la sierra de Cash.Cuando llego arriba, Cash

acaba de dejar de serrar. Pisandosobre un montón de virutas, estátratando de ensamblar dos tableros.Amarillean como oro, tenuemente,entre los espacios de sombra,mostrando en sus flancos las suavesondulaciones de las señales dejadaspor la azuela. ¡Qué buen carpinteroes Cash! Mantiene los dos tablerossobre el banco, ajustando susbordes para que formen una cuarta

parte de la caja. Se arrodilla, enfilacon la mirada la superficie de lostableros, los deja luego, y vuelve aempuñar la azuela. Buen carpintero.Addie Bundren no podría desearuno mejor, ni una caja mejor en quedescansar. Una caja así le daráconfianza y comodidad. Sigo hastala casa acompañado por el chac,chac, chac de la azuela.

Cora

Pues ayer mismo recogí loshuevos de los nidales y me puse acocer. Las tortas me salieron peroque muy bien. Dependemos casi porcompleto de las gallinas quetenemos. Son buenas ponedoras laspocas que nos han dejado laszarigüeyas y otras alimañas. Y lasculebras, en el verano. En menosque se dice, se cuela una culebra enun gallinero. El caso es que nos

costaron mucho más de lo quemister Tull pensaba, y como leprometí que el gasto locompensaríamos con los huevosque pusieran, ahora voy a tener queandar con mucho tiento, pues por míse compraron. Sí que pudimoshaber comprado unas gallinas másbaratas; pero fui yo misma quiendio su conformidad cuando missLavington me dijo que meaconsejaba criar unas que fueran debuena casta, y porque hasta mister

Tull admite que una buena casta devacas o de cerdos, a la larga, traemás cuenta. Pero, como hemosperdido tantos huevos, no nosatrevemos a quedarnos con ningunopara nosotros, pues yo no podríasoportar los gruñidos de misterTull, ya que si se compraron lasgallinas fue por mí. De forma ymanera que cuando miss Lavingtonme habló de las tortas, pensé paramis adentros que yo misma podríahacerlas y ganar lo bastante de una

sola vez como para aumentar en elequivalente de dos gallinas el valorlimpio de mi averío. Y que, incluso,echando en ellas un huevo menoscada vez, los huevos me saldríanpor nada. Y esta semana han puestotantos, que no sólo he recogidobastantes más de los que pensabavender y emplear en las tortas, sinoque, además, aún me han quedadolos suficientes como para que laharina y el azúcar y la leña delhomo me salgan por nada. Así, que

ayer me puse a cocer con más tientoque nunca, y las tortas me salieronpero que muy bien. Pero cuandofuimos esta mañana a la ciudad,miss Lavington me dijo que laseñora había cambiado de parecer yque no iba a celebrar la reunión.

—De todas formas, debieraquedarse con las tortas —me diceKate.

—Eso es —digo—, aunque hayque hacerse cargo de que ya no lasnecesita.

—Debiera quedarse con ellas—dice Kate—. Claro que estasseñoronas ricas de la ciudadpueden cambiar de parecer. Lospobres, no.

Las riquezas no son nada a losojos de Dios, pues Él sabe verdentro de los corazones.

—Quizá las pueda vender elsábado en la feria parroquial —digo—. Me salieronverdaderamente ricas.

—No sacará ni dos dólares por

cada una —dice Kate.—Bueno; en realidad, es como

si no me hubieran costado nada —dijo—. Los huevos no tuve más quesacarlos de los nidales, y cambiéuna docena por azúcar y harina. Enrealidad, es como si las tortas nome hubiesen costado nada; hastamister Tull sabe que los huevos quehabía en los nidales sobrepasan conmucho la cantidad que noshabíamos propuesto vender, deforma y manera que estamos como

si nos hubiésemos encontrado loshuevos o como si alguien nos loshubiese regalado.

—Ella debiera quedarse lastortas, pues ella misma las encargó—dice Kate.

Dios sabe ver dentro de loscorazones. Si es voluntad suya queno pensemos todos igual sobre lahonradez, no soy yo quién paradiscutir los divinos designios.

—Yo estoy en que nunca tuvonecesidad de las tortas —digo—.

Pero la verdad es que me salieronmuy ricas.

Tiene la colcha subida hasta labarbilla, a pesar del calor que hace;destapadas, solamente las manos yla cara. Descansa sobre laalmohada con la cabeza en alto deforma que puede mirar por laventana, y nosotros oímos a Cashcada vez que maneja la azuela o lasierra. Y aunque fuéramos sordos,casi podríamos, observando la carade ella, oír a Cash, verle. Su cara

está tan consumida, que los huesosse dibujan bajo la piel con líneasblancas. Tiene los ojos como dosvelas que uno viera derretirse ycaer su esperma en las arandelas deunos candeleros de hierro. Pero lasalvación eterna y la graciaperdurable no han descendido aúnsobre ella.

—Salieron muy ricas —digo—.Pero no como las tortas que Addiesolía hacer.

Con sólo fijarse en la funda de

la almohada, se puede saber cómolava y plancha esta chica, si es quealguna vez lo ha hecho. ¡Ah, siabriera los ojos y se viera en manosy a merced de cuatro hombres y deeste marimacho!

—No hay mujer por estastierras que amase y cueza comoAddie Bundren —digo—. Deseguro que si ella se levanta y sepone a cocer, no vendemos lasdemás nada.

Debajo de la colcha no hace

más bulto que una tabla, y ya sólopuede decirse que todavía alientapor el crujir de las hojas del jergón.Hasta su pelo permanece quieto ypegado a sus mejillas, a pesar deque la chica está a su lado, en pie,dándole aire con el abanico.Mientras la miramos, se pasa elabanico a la otra mano, sin dejar dedar aire con él.

—¿Duerme? —chichisbea Kate.—No. Está mirando a Cash; allí

—dice la chica.

Podemos oír el ruido que hacela sierra en la tabla. Suena como unronquido. Eula nos vuelve laespalda y mira por la ventana. Sucollar hace juego con su sombrerorojo. Nadie diría que sólo le hacostado veinticinco centavos.

—Debiera haberse quedado conlas tortas —dice Kate.

Me hubiera venido muy bien esedinero. Pero, en realidad, es comosi no me hubiesen costado nada,salvo el hecho de cocerlas. Le diré

que todo el mundo puede cometerun error, pero que no todos sabensalir de él sin pérdidas; que no todoel mundo puede comerse suserrores: eso es lo que le voy adecir.

Alguien atraviesa el zaguán. EsDarl. No mira acá adentro cuandopasa frente a la puerta. Eula le siguecon los ojos mientras anda, hastaque él desaparece por la puertatrasera de la casa. Con una manoque levanta juguetea un poco con

las cuentas del collar; después seatusa el pelo. Al darse cuenta deque la estoy mirando, sus ojos seturban.

Darl

Padre y Vernon están sentadosen el porche trasero de la casa.Padre vuelca tabaco de la tapa desu tabaquera en su labio inferior,manteniendo estirado el labio conel pulgar y el índice. Echan unamirada alrededor cuando yo cruzoel porche y sumerjo la calabaza ybebo.

—¿Por dónde anda Jewel? —dice padre.

Era yo todavía un chiquillocuando aprendí que el agua sabemucho mejor si antes ha estado unbuen rato en un pozal de madera decedro. Fresquita, con un ligerosabor semejante al aroma quedespiden los cedros con el airecálido de julio. Tiene que estar asíseis horas, por lo menos, y hay quebebería en calabaza. Nunca se debebeber agua en vasijas de metal.

Y de noche sabe aún mejor.Solía yo echarme sobre el jergón,

en el zaguán, y aguardaba asentirlos a todos completamentedormidos; y, cuando lo estaban, melevantaba y dirigía al pozal. Elbrocal negreaba en el negror de lanoche; y la superficie tranquila delagua era un orificio redondo en lanada, donde yo, antes de agitarla ydespertarla con el cazo, solía veruna estrella o dos en el pozal, y unaestrella o dos en el cazo, antes debeber. Después crecí; cumplí másaños. Y entonces esperaba a que

todos se fueran a dormir, y asípodía echarme, con los faldones dela camisa levantados, a oírlesdormir, a sentirme sin tocarme, asentir el fresco silencio cernirsesobre mis partes y a preguntarme siCash, allá, en la noche, haría lomismo, si lo habría estado haciendodurante los dos años últimos, antesque yo pudiera haberlo deseado ohubiera podido hacerlo.

Los pies de padre estándesfigurados por completo —sus

dedos entumecidos, ganchudos yengarabitados, sin nada de uña enlos meñiques—, por habertrabajado en duras faenas, en lahumedad, calzado con zapatos defabricación casera, cuando eraniño. Sus zapatones están junto a lasilla. Tienen el aspecto de habersido cortados con un hacha de filoembotado, como hecha con unlingote de hierro. Vernon ha ido a laciudad. Nunca le he visto ir a laciudad con mono. Por su esposa,

dicen. Ella enseñaba en unaescuela. Antes.

Tiro al suelo el agua que sobra,y me seco la boca con la manga. Vaa llover antes de mañana. Tal vezantes que se ponga el sol.

—Pues ha bajado a la cuadra —le digo—. A aparejar el caballo.

Ha ido allí a divertirse con elcaballo ese. Entrará en la cuadra ysaldrá al prado. No verá al caballopor ninguna parte; está allá arriba,entre los pinitos del pimpollar, a la

fresca. Jewel silba, una sola vez ypenetrantemente. El caballoresopla; entonces Jewel lo ve,reluciente, durante un instante,gozoso, entre sombras azules. YJewel vuelve a silbar; el caballo vahacia él, ladera abajo, las patasnerviosas, las orejas en punta einquietas, moviendo hacia arribasus ojos desorbitados, y se para adiez pasos, de costado, observandoa Jewel por encima de la crin, enatenta y traviesa actitud.

—Venga usted acá, señorito —le dice Jewel.

El caballo se acerca. Conrapidísimos temblores en su piel,tensa y recorrida por torbellinos delenguas semejantes a llamas.Agitando la crin y la cola, yponiendo en blanco los ojos, elcaballo emprende otra cortacarrera, corcoveando, y se para denuevo, firmes las patas, y así sequeda, para observar a Jewel.Jewel marcha rápidamente hacia él,

con las manos en las caderas. A noser por las piernas de Jewel,diríase que ambos son dos estatuastalladas para un grupo salvaje alsol.

Cuando ya Jewel casi lo va aagarrar, el caballo se alza sobre suscuartos traseros y se deja caer demanos, de golpe sobre Jewel.Ahora Jewel está encerrado en unlaberinto centelleante de cascossemejantes a una ilusión de alas;entre ellos, debajo del pecho

levantado del caballo, Jewel seescurre con la relampagueanteflexibilidad de una culebra. Por uninstante, antes que la sacudidallegue a sus brazos, ve su cuerpoentero en vilo, horizontal,removiéndose como un látigo, hastaque agarra al caballo por lasventanas de la nariz y toca tierra denuevo. Y se quedan ambos rígidos,estáticos, terríficos: el caballo,apoyado en sus patas traseras,tiesas y vibrantes, con la cabeza

baja; Jewel, con los taloneshincados, ahogando el resoplar delcaballo con una mano,acariciándole el cuello con la otra,con incontables golpes cariñosos,insultándole con obscena ferocidad.

Es un momento de rígido yespantoso vacío; el caballo tiemblay lanza quejidos. Luego Jewel semonta en el caballo. Cabalga cuestaarriba, como un torbellino,semejante al restallante azote de unlátigo, recortándose en el aire su

cuerpo pegado al del caballo.Ahora el caballo se queda plantado,la cabeza gacha, antes de lanzarse ala carrera. Descienden por el cerro,dando saltos, corcoveando, erguidoJewel, sujeto como una sanguijuelaa la cruz del caballo, hacia elvallado, donde el caballo, alpararse, con el vientre casi a ras detierra, hace trepidar sus cascos.

—Bueno —le dice Jewel—.Ahora puedes estarte quietecito, sies que ya estás satisfecho.

Dentro de la cuadra, antes queel caballo se pare, Jewel, a todaprisa, se desliza al suelo. Elcaballo se dirige al pesebre,seguido de Jewel. Y, sin mirarbaria atrás, le suelta una coz,estampando uno de sus cascos en lapared. Como un pistoletazo. Jewelle da de patadas en el vientre; elcaballo enarca el pescuezo haciaatrás, enseñando los dientes; Jewelle da de puñadas en el morro y seescurre hasta el sobrado, al que se

sube. Pegándose al montón de heno,agacha la cabeza y escudriña porencima de los tabiques hacia lapuerta. El sendero está solitario; nisiquiera puede oír desde allí lasierra de Cash. Se yergue y se ponea echar heno al pesebre, a brazadas,a toda prisa, hasta llenarlo.

—Anda, come —dice alcaballo—. Llénate esa malditapanza hasta que revientes,cabronazo, hijito de la gran zorra.

Jewel

Por eso se pone ahí fuera, bajola mismísima ventana, a clavar yserrar esa condenada caja. Dondeella le vea. Donde todo el aire queaspire esté impregnado de susmartillazos y aserranes, donde ellapuede verle y decir: «Mira, miraqué cajita te estoy haciendo». Ya lehe dicho yo que se vaya a cualquierotra parte. Ya le dije: «Pero, porDios, ¿es posible que quieras verla

ahí dentro?». Lo mismito quecuando era chico y ella le dijo quesi tuviera abono intentaría cultivarunas flores, y él agarró la cesta delpan y se la trajo llena de estiércolde la cuadra.

Y ahí se están todos, comobuharros. Esperando.Abanicándose. Pues ya le he dicho:«¿Es que no vas a dejar de estartesierra que te sierra y clava que teclava, sin dejar dormir a nadie?…». Y sus manos, puestas sobre la

colcha como dos raíces de esasdesenterradas, que tratas delavarlas y nunca las ves limpias.Estoy viendo el abanico y el brazode Dewey Dell. Ya le he dicho quecuándo la va a dejar sola. Y vengade serrar y de clavar y de removerel aire tan aprisa delante de su cara,que si estás cansado no puedes nirespirar, y esa condenada azueladiciendo: «Ya falta menos, ya faltamenos, ya falta menos», para quetodos los que pasan por el camino

se paren y lo vean, y digan qué buencarpintero es Cash. Si hubiesedependido de mí cuando Cash secayó de la iglesia aquella, y sihubiese dependido de mí cuandopadre se accidentó con aquellacarga de madera que le cayóencima, no estaría ocurriendo quecualquier hijo de zorra por estastierras venga a mirarladescaradamente, pues si hay Dios,¡para qué diablos existe!Estaríamos los dos solos, yo y ella

en la picoreta de un cerro, y yoecharía a rodar las piedras cerroabajo contra sus mismísimas caras,y las subiría y las volvería a arrojarcerro abajo, las caras y los dientesy todo a la porra, hasta que ellaestuviera tranquila y esa condenadaazuela dejara de decir: «Ya faltamenos, ya falta menos, ya faltamenos», y ya nos quedaríamostranquilos.

Darl

Nos quedamos observandocómo da la vuelta a la esquina ysube los escalones. No nos mira.

—¿Listos? —dice.—En cuanto enganches —le

digo—. Espera.Se detiene; mira a padre.

Vernon escupe, sin moverse.Escupe con digna y deliberadaprecisión sobre el polvoamontonado al pie del porche.

Padre se estriega lentamente lasmanos en las rodillas. Tiene sumirada puesta más allá del morrodel despeñadero, por encima delcampo. Jewel le observa unmomento; luego se va al balde y seecha otro trago.

—Me molesta la indecisión, nopuedo remediarlo —dice padre.

—Esto va a suponer tresdólares —le digo.

En la giba de padre, la camisaestá un tanto descolorida. No hay ni

una mancha de sudor en su camisa.Jamás le he visto una mancha desudor en su camisa. Hace mucho,cuando tenía veintidós años, estuvoenfermo por trabajar al sol, y sueledecir a la gente que, si sudasealguna vez, se moriría. Supongo quese lo cree.

—Pero si ella no dura hasta quevolváis… Se llevaría un disgusto—dice.

Vernon escupe en el polvo.Probablemente lloverá mañana.

—Cuenta con que sí —dicepadre—. Quiere ponerse en marchaen seguida. —La conozco bien. Laprometí que yo tendría la yunta aquíy todo listo, y cuenta con ello.

—Pues de fijo necesitamos esostres dólares —le digo.

Se pone a mirar al campo yestriega sus manos en las rodillas.Desde que se le cayeron losdientes, cuando engulle, su boca sehunde con lentas repeticiones. Loscañones de la barba dan a su

mandíbula inferior ese aspectopropio de los perros viejos.

—Lo mejor sería que lodecidierais cuanto antes; asípodríamos ir allá y traer una cargaantes que oscurezca —digo.

—Cállate, Darl. Madre no estátan enferma —me dice Jewel.

—Cierto —dice Vernon—. Estámás en sus cabales que hace unasemana. A la hora que tú y Jewelvolváis, ya se habrá levantado.

—Eso tú lo sabrás —le dice

Jewel—. Tú, que te has pasado eltiempo mirándola. Tú, y los tuyos.

Vernon le mira. Los ojos deJewel parecen madera clara en sucara, intensamente roja. Es unpalmo más alto que todos nosotros;siempre lo fue. Les he dicho quepor eso madre le castigaba y lepegaba siempre mucho. Porquellenaba más que ninguno la casa.Les he dicho que por eso le puso denombre Jewel, joya.

—Cállate, Jewel —le dice

padre.Aunque parece no estar muy al

tanto de la conversación. Tiene sumirada perdida en el horizonte, altiempo que se estriega las rodillas.

—Podías pedir prestado elcarro de Vernon; luego iríamos envuestra busca —le digo—. En elcaso de que ella no nos espere.

—Pero ¿quieres cerrar ya esacondenada boca? —me dice Jewel.

—Ella quiere ir en el nuestro —dice padre.

Se estriega las rodillas.—Nada me fastidiaría más.—Mira que estarse ahí echada,

viendo cómo Cash se afana con esamaldita… —dice Jewel.

Lo dice broncamente,salvajemente, sin pronunciar lapalabra. Como un chiquillo en laoscuridad que quisiera darseánimos y que, de pronto,enmudeciera, asustado de su propiavoz.

—Ella lo quiere así por la

misma razón que quiere ir en elcarro nuestro —dice padre—.Descansará más tranquila si sabeque está bien hecha, si es la suya.Siempre fue muy suya. Ya laconocéis.

—Pues que se salga con la suya—dijo Jewel—. Pero ¿por quédiablos vais a esperar que seala…?

Y mira a la nuca de padre consus ojos claros, como de madera.

—Claro —dice Vernon—. Ella

aguardará a que esté terminada.Aguardará a que todo esté listo,hasta que llegue su hora. Y tal comoestán ahora los caminos, no tesupondrá mucho llevarla hasta laciudad.

—Se está preparando parallover. Está visto que no tengosuerte. Nunca la tuve —se estriegalas manos en las rodillas—. Y todopor ese doctor de los demonios, quelo mismo llega a una hora que aotra. No puede avisarle hasta muy

tarde. Si por acaso viniera mañanay le dijera a ella que la hora seacercaba, ella no esperaría.Perdería entonces la cabeza, y connada del mundo se la tranquilizaría.Estaría impaciente por llegar alcementerio ese de los suyos, el deJefferson, donde tantos de su mismasangre la esperan. La prometí queyo y los chicos la llevaríamos allátodo lo aprisa que las mulascaminen, de forma y manera quepueda descansar tranquila —se

estriega las manos en las rodillas—. Nada me fastidiaría más.

—Si no estuvieseis todosquemándoos la sangre por llevarlaallá… —dice Jewel con esa ásperay salvaje voz suya—. Y Cash, todoel día al pie mismo de la ventanaclavando y serrando esa…

—Ella lo quiere así —dicepadre—. Lo que pasa es que tú nole tienes ningún afecto. Nunca se lohas tenido. Nosotros no tenemospor qué agradecer nada a nadie —

dice—, ni yo ni ella. Nunca hastaahora hemos tenido que agradecernada a nadie, y ella descansará mástranquila si es así, y si sabe que hasido uno de su misma sangre el queha serrado los tableros y ha clavadolos clavos. Siempre ha sido de lasque les gusta dejarlo todo bienrecogido.

—Esto va a suponer tresdólares —le digo—. ¿Quieres quevayamos o no? —padre se estriegalas rodillas—. Estaremos de vuelta

mañana, al ponerse el sol.—Bueno —dice padre.Mira el horizonte —tiene el

pelo enmarañado—, mascandotabaco lentamente con sus encías.

—Pues vámonos —dice Jewel.Baja los escalones. Vernon

escupe limpiamente en el polvo.—Hasta que se ponga el sol,

pues —dice padre— no quiero quela hagáis esperar.

Jewel echa un vistazo atrás;luego da un rodeo a la casa. Entro

en el zaguán. Antes de llegar a lapuerta, oigo las voces. Volcándoseun poco, cerro abajo, lo mismo quenuestra casa, una brisa soplasiempre por el misino zaguán haciaarriba. Una pluma que cayese juntoa la entrada se levantaría e iría arozar el techo, y retrocedería hastaalcanzar la corriente que gira, paradescender luego hacia la puertatrasera. Lo mismo las voces.Cuando entras en el zaguán suenancomo si estuvieran hablando en el

aire que se cierne sobre tu cabeza.

Cora

Fue la cosa más conmovedoraque he presenciado jamás. Fuecomo si él supiera que nunca másvolvería a verla, como si supieraque Anse Bundren le estabaapartando del lecho mortuorio de sumadre, para que nunca más volviesea verla con vida. Siempre he dichoque Darl era diferente de todosellos. Siempre he dicho que él es elúnico parecido a la madre, el único

que le tenía algún afecto. No comoese Jewel, por quien tanto padecióella al traerlo al mundo y al que hacriado entre sus faldas y tanto le haconsentido cuando él cogía unarabieta o se amurriaba, ideandodiabluras para endemoniarla. Loque es yo, yo le habría sacudido decuando en cuando. No será él quienvenga a decir adiós a su madre. Noserá él quien desperdicie la ocasiónde sacarse esos tres dólares por dara su madre el beso de despedida.

Es un Bundren de pies a cabeza,que a nadie quiere, que no sepreocupa más que de ganarse algocon el menor esfuerzo.

Mister Tull dice que Darl lespidió que esperasen. Dijo que Darlcasi les suplicó de rodillas que nole coligasen a dejar a su madre ental estado. Pero por nada del mundose perderían Anse y Jewel laocasión de ganarse esos tresdólares. Nadie que conozca a Anseesperaría otra cosa; pero es

inconcebible que ese muchacho, eseJewel, venda todos esos años deabnegación y de la más completapredilección (lo que es a mí no meengañan; mister Tull dice quemistress Bundren quería a Jewelmenos que a ninguno; pero yo estoyal cabo de la calle; yo sé que ellasentía debilidad por él, porque veíaen él lo mismo que le hacíasoportar a Anse Bundren cuandomister Tull decía que ella deberíaenvenenarle) por tres dólares y

niegue a su madre moribunda elbeso de adiós.

Pues… durante las tres últimassemanas he estado viniendosiempre que he podido, viniendo aveces cuando no debiera,abandonando incluso a los míos ymis deberes, para que tuviera lacompañía de alguien en sus últimosmomentos, y no fuera a enfrentarsecon lo desconocido sin un rostrofamiliar a su lado que le dieravalor. Y no es que yo quiera que se

me agradezca; espero que un díahagan lo mismo conmigo. Pues, aDios gracias, entonces, veré a milado las caras de los míos, aquienes tanto quiero, y que son demi propia sangre, pues, gracias a mimarido y a mis hijos, he sido másdichosa que otros, por muchaspruebas que haya habido queatravesar.

Vivía ella sola, a solas con suorgullo, tratando de hacer creer a lagente otra cosa, ocultando que a

todo lo que llegaban los suyos era asoportarla, pues aún no se habíaenfriado en el ataúd, y ya llevabanrecorridas cuarenta millas paraenterrarla, con menosprecio de lavoluntad de Dios, negándose a queella descansara en la misma tierraque esos Bundrens.

—Pero ella lo ha querido —medijo mister Tull—. Era su deseodescansar entre los suyos.

—Y entonces, ¿por qué no sefue en vida? —le dije—. Pues

porque ninguno de ellos se lohabría impedido, ni siquiera elpequeño, lo suficientemente viejoya para ser tan egoísta y duro decorazón como los otros.

—Fue por deseo suyo —medijo mister Tull—. Yo se lo oídecir a Anse.

—Y tú creerías a Anse,naturalmente —le dije—. Él escomo quisieras ser tú. No me digas.

—¿Y por qué no he de creerleuna cosa en que no le va nada en

decirla? —me dijo mister Tull.—No me digas —le dije—. El

puesto de una mujer está al lado desu marido y de sus hijos, viva omuerta.

—Bueno; no todos somosiguales —me dijo.

Ojalá sea así.He tratado de vivir rectamente

ante Dios y ante los hombres, parahonrar y confortar a mi cristianomarido y por amor y respeto de miscristianos hijos. De forma y manera

que cuando deje esta vida,consciente de mi deber y del pagoque merezco, estaré rodeada derostros queridos, llevándome comorecompensa el beso de despedidade todos los míos, de todos los queamo. No como Addie Bundren,muriendo abandonada, escondiendosu orgullo y su corazón destrozado.Contenta de dejar la vida. Yaciendoahí, con la cabeza en alto, parapoder ver a Cash construir el ataúd,sin quitarle ojo para que no

chapucee; en compañía de esoshombres que no se preocupan denada, excepto de si tendrán tiempode ganarse otros tres dólares antesque empiece a llover, antes que elrío vaya demasiado crecido parapasarlo. Si ellos no se hubiesendeterminado a hacer esa últimacarga, la habrían cargado a ella enel carro, sobre una colcha, yentonces habrían pasado el río yluego se habrían detenido para dartiempo a que muriese de muerte tan

cristiana como cabe esperar enellos.

Excepto Darl. Fue la cosa másconmovedora que haya presenciadojamás. A veces, durante ciertotiempo, pierdo por completo la feen la naturaleza humana; me asaltala duda. Pero Dios Nuestro Señorsiempre acaba por devolverme la fey mostrarme su bondadoso amor alas criaturas. Mas no por Jewel, alque tanto ha querido ella; por él, no.Lo que es él, solo pensaba en esos

tres dólares. Fue por Darl, de quientodos dicen que es un raro, unperezoso, que anda siempreharaganeando por ahí, ni más nimenos que Anse; al contrario queCash, tan buen carpintero, atareadomás de lo que puede, y que Jewel,siempre ocupado en algo que leproporcione algunas perras o dandoque hablar, y que esa chica, casi encueros, que siempre está encima deAddie con un abanico, de forma ymanera que, si alguien trata de

hablarla o darle ánimos, ha deresponder ella a toda prisa, como sitratase de impedir a todos que se leacerquen para nada.

Fue por Darl. Vino hasta lapuerta, y se quedó allí, mirando a sumoribunda madre. No hizo más quemirarla, y yo sentí renacer en mí elbondadoso amor de Dios NuestroSeñor y su gran misericordia. Yo vique con Jewel ella no hacía másque aparentar, mientras que lo habíaentre ella y Darl era comprensión y

verdadero amor. No hizo más quemirarla, sin ni siquiera acercarse adonde ella pudiera verle para queno se sobresaltara, pues sabía queAnse le estaba aguardando y quenunca más volvería a verla. No dijonada; tan solo estuvo mirándola.

—¿Qué es lo que quieres, Darl?—dijo Dewey Dell, sin parar deabanicar, en voz alta, de prisa, sinpermitir que se acercara.

No respondió. No hizo más quequedarse en pie y mirar a su madre

moribunda. En su corazón no cabíanpalabras.

Dewey Dell

La primera vez que yo y Laferecogíamos juntos copos dealgodón, liño adelante. Padre noquiere sudar, pues la enfermedad selo llevaría, a él y a todo el quevenga a ayudamos. Y a Jewel no leimporta nada, ni tan siquiera sufamilia: no parece ser de ella. YCash, sierra que sierra, en tablonescomo quien dice, los días largos,cálidos, tristes y amarillentos, para

clavarios en algo. Y padre sepiensa que los vecinos seconducirán siempre lo mismo, puessiempre se ha sentido demasiadopropicio a consentirlos que trabajenpor él para que se haya dado cuentade nada. Ni creo que Darl se hayadado cuenta tampoco, pues estásentado a la mesa, con la miradaperdida más allá de la cena y de lalámpara, con los ojos llenos delcampo que se saca del cráneo, conlas órbitas henchidas de lejanía.

Recogíamos juntos los copos dealgodón, liño adelante, los árbolescada vez más cercanos y máscercana la sombra secreta yrecogíamos copos camino de lasombra secreta, yo con mi talega yLafe con la suya.

Pues me dije: «Puede que yo lohaga o que no, cuando la talega estémedio llena», pues me dijo que si latalega está llena cuando lleguemosa los árboles, no habrá sido por mí.Me dije que si no está de Dios que

yo lo haga, la talega no se llenará, yvolveré por el liño de al lado; perosi la talega está llena, no podréremediarlo. Será que yo tenía quehacerlo, y que no podía remediarlo.Y recogíamos los copos dealgodón, camino de la sombrasecreta, y nuestros ojos se hundíanlos unos en los del otro, al tocarsemis manos y sus manos, y yo sindecir nada. Yo dije: «¿Qué estáshaciendo?». Y él dijo: «Estoyechando los copos en tu talega». Y

de esta manera estuvo llena cuandollegamos al final del liño, y yo nopude remediarlo.

Y así ocurrió que yo no puderemediarlo. Ocurrió entonces, yentonces yo vi a Darl y vi que sehabía dado cuenta. Dijo que losabía sin decir palabra, igual que sidijera que madre se estabamuriendo: sin decir palabra; y supeque él lo sabía, porque si él lohubiera dicho con palabras, yo nome hubiera creído que él había

estado allí ni que nos viera. Pero éldijo que lo sabía, y yo dije: «¿Esque vas a contárselo a padre, es quequieres matarle?». Sin decirpalabras lo dije, y él dijo: «¿Porqué?», sin decir palabra. Y por esopuedo hablarle, pues le conozco yle odio, porque él lo sabe.

Está en la puerta, mirándola.—¿Qué es lo que quieres, Darl?

—digo.—Se está muriendo —dice—.

Y esa vieja zopilote de Tull viene a

verla morir; pero yo me lasentenderé con ellos.

—¿Cuándo va a morirse? —ledigo.

—Antes que volvamos —diceél.

—Entonces, ¿por qué te llevas aJewel? —le digo.

—Le necesito para que meayude a cargar.

Tull

Anse sigue frotándose lasrodillas. Su mono está descolorido;en la una rodilla tiene un remiendode paño, reluciente por el uso,sacado de unos pantalones dedomingo.

—Es lo que más me fastidiaría—dice Anse.

—Hombre, siempre hay queestar en todo —le digo—; pero, detodas formas, no ocurrirá nada

malo.—Ella quiere ponerse en

camino en seguida —me dice—.Jefferson no está cerca, quedigamos.

—Pero los caminos están bienahora —le digo.

Y eso que puede que llueva estanoche. Y eso que los suyos estánenterrados en New Hope, ni a tresmillas de distancia. A nadie se leocurre casarse con una mujer que hanacido a un día largo de camino, y

eso a paso de caballo, y que se lemuera a uno antes.

Está mirando al campo,frotándose las rodillas.

—Es lo que más me fastidiaría—dice.

—Volverán con tiempo desobra —le digo—. Yo que usted, nopasaría cuidado.

—Es que son tres dólares —dice.

—Puede que no tengannecesidad de volver a toda prisa —

le digo—. Yo estoy en que no seráasí.

—Ella se está yendo —dice—.No piensa más que en ello.

Por cierto que es dura la vidapara las mujeres. Para algunas. Meacuerdo que mi madre llegó a lossetenta y pico. Siempre atareada,lloviera o hiciese sol. Sin un día encama desde que le nació el últimocrío. Hasta que, un buen día, hizocomo si mirase a su alrededor, yentonces va y coge aquel camisón

suyo, adornado con puntillas, quehabía tenido guardado cuarenta ycinco años y que nunca habíasacado del arca, y fue y se lo puso yse echó en la cama y se tapó con elcobertor y cerró los ojos.

—Ahora, a cuidar de vuestropadre lo mejor que podáis —dijo—. Ya no puedo más.

Anse se estriega las manos enlas rodillas.

—Todas las cosas nos lasmanda Dios —dice.

Podemos oír cómo Cash sierray clava, al otro lado de la casa.

Es lo que yo digo. Nunca se hadicho nada más cierto.

—Dios nos manda todas lascosas —digo.

El chico ese remonta la ladera.Trae un pez guarro casi tan grandecomo él. Lo tira al suelo y respinga:«Aj», y escupe como un hombre porencima del hombro. Condenadopez, casi tan largo como él.

—¿Qué es eso? —digo—. ¿Un

guarro? ¿De dónde lo has sacado?—Por la parte del puente —

dice.Lo vuelve; tiene una costra de

polvo pegada donde la tripa estáhúmeda, y un ojo tapado, abultadobajo el polvo.

—¿Es que piensas dejarlo ahítirado? —dice Anse.

—Se lo voy a enseñar a madre—dice Vardaman.

Mira hacia la puerta. Podemosoír la conversación que trae la

corriente del aire. Y a Cash,también, clava que te clava lostableros.

—Ahora tiene compañía —dice.

—Sí, pero son los míos —ledigo—. Seguro que también lesgustará verlo.

No dice nada; está observandola puerta. Después mira al suelo, alpez, que yace en el polvo. Lovuelve con el pie, y con el dedogordo le hurga en el globo del ojo,

barrenándolo. Anse está mirando alcampo. Vardaman mira a la cara deAnse; después, a la puerta. Se da lavuelta para irse a la esquina de lacasa, pero Anse le llama, sinvolverse para mirarle.

—Tú, limpia ese pescado —dice Anse.

Vardaman se para.—¿Y por qué no lo limpia

Dewey Dell? —dice.—Que limpies ese pescado —

dice Anse.

—¿Y por qué yo? —diceVardaman.

—Que lo limpies —dice Anse.No se vuelve a mirarle.

Vardaman va y recoge el pescado.Se le escurre de entre las manos, yle empuerca de lodo húmedo. Otravez está el pez en el suelo,enlodándose de nuevo, con la bocaabierta, saltándosele los ojos yescondiéndose entre el polvo, comosi se avergonzara de estar muerto,como si tuviera prisa de ocultarse

de nuevo. Vardaman lanza tacoscontra él. Lanza tacos como unhombre hecho y derecho.Despatarrado, delante del pez. Anseni mira siquiera. Vardaman vuelvea cogerlo. Y se marcha dando unrodeo a la casa; lleva el pez enbrazos, como si fuera un brazado deleña, saliéndosele el pez, la cabezay la cola, por los lados. ¡Y quégrande es este condenado pez!

Las muñecas de Anse asomanpor las mangas de la camisa. Jamás

le he visto en toda mi vida con unacamisa que parezca suya. Le sientantodas como si Jewel le estuviesedando las que se le quedan viejas.No son de Jewel, sin embargo. Esque tiene los brazos larguiruchos,como si estuviera dando el estirón.Además, no están sudadas. El casoes que puedes estar seguro que nohan sido nunca de nadie más que deAnse. Sus ojos, perdidos en elhorizonte, parecen dos carbonesgastados y metidos en su rostro.

Al llegar la sombra a losescalones, dice:

—Ya son las cinco.Nada más levantarme se

presenta Cora en la puerta y diceque ya es hora de que marchemos.Anse quiere coger sus zapatos.

—¡Bah! Mister Bundren —diceCora—, no tiene por qué levantarseahora.

Anse se calza los zapatos,haciendo fuerza con los pies, comolo hace todo, pues siempre piensa

que no va a poder hacerlo, y quetendrá que desistir de ello. Alllegar al zaguán, los oímosarrastrarse por el suelo, como sifuesen unos zapatos de hierro. Vahasta la puerta, de donde está ella,como quien se piensa que la va aver levantada, sentadita en una sillao barriendo; y mira adentro, con elmismo asombro con que siempremira al verla todavía en la cama, encompañía de Jewel, que siempreestá abanicándola con el abanico. Y

ahí se está, como si no tuvieraintención de moverse ni de nada.

—Anda, será mejor que nosvayamos —me dice Cora—. Tengoque echar de comer a las gallinas.

Se está preparando para llover,sí. Esas nubes no engañan. Y elalgodón va como Dios manda. Otracosa que le va a dar quehacer. Cashsigue ajustando sus tableros.

—Si podemos ayudar en algo…—se ofreció Cora.

—Cuando llegue el caso, ya nos

lo dirá Anse —digo.Anse nos mira. Mira alrededor

de sí, pestañeando, comoasombrado, igual que si estuvierahecho polvo de la sorpresa y comosi incluso se asombrara de estarlo.Ojalá que Cash trabajara con elmismo afán en mi granero.

—Ya le dije a Anse queprobablemente no habría ningunanecesidad de nada —digo—.Espero que no.

Pero él dice que a ella se le ha

metido en la cabeza, y que estádecidida a irse.

—A todos nos llegará nuestrahora —dice Cora—. Y que Dios nonos abandone.

—Me refiero a la cosecha —digo.

Le tengo dicho que le echaréuna mano si se ve en un apuro,enferma como está ella y con lo quepueda suceder. Igual que todos losde por aquí, he hecho por él tanto,que no tengo más remedio que

seguir haciéndolo.—Quería haber ido a los trigos

hoy —dice Anse—. Pero estoy queno puedo pensar en nada.

—Puede que ella dure hasta queusted haya recogido —digo.

—Dios lo quiera —dice.Ojalá que Cash trabajara con

ese mismo afán en mi granero. Alpasar nosotros, levanta la vista, ydice:

—No sé si podré trabajar en losuyo esta semana.

—No hay ninguna prisa —ledigo—. Cuando buenamente pueda.

Subimos al carro. Cora colocala cesta de las tortas en su regazo.Se está preparando para llover, deseguro.

—No sé qué va a ser de él —dice Cora—. No, no lo sé.

—Pobre Anse —digo—. Ella leha estado dando quehacer durantetreinta años. Creo que ella estácansada.

—Pues yo creo que ella le va a

durar treinta años más —dice Kate—. Y si no, ya se buscará él otraantes de la recolección del algodón.

—Cash y Darl podrían casarseahora, creo yo —dice Eula.

—¡Pobre muchacho! —diceCora—. ¡Pobrecillo!

—¿Y qué me decís de Jewel?—dice Kate.

—Que también podría casarse—dice Eula.

—Pues claro —dice Kate—.Claro que se casará. Seguro. Creo

que hay más de una chavala de poraquí que no querría ver a Jewelamarrado. Bueno; después de todo,¿qué le importa a nadie?

—Mira, Kate —dice Cora.El carro comienza a chirriar.—¡Pobrecillo! —dice Cora.Se está preparando para llover

esta misma noche. Sí, señor.Cuando un carro chirría, es señal deque el tiempo está muy seco. Peroeso tiene remedio. Ya lo creo quelo tiene.

—Debería haberse quedado conlas tortas, ya que las habíaencargado —dice Kate.

Anse

¡Qué camino más condenado! Y,por si fuera poco, va a llover.Como si lo estuviera viendo: va acaer la lluvia detrás de ellos comouna tapia; va a caer entre ellos y loque tengo prometido. El caso es queyo hago lo que puedo, hasta dondeda de sí mi cabeza; pero esoscondenados muchachos…

Y ahí está el camino frente a mipuerta. Para que todo lo malo que

hay por el mundo llegue hasta aquí.Ya se lo dije a Addie, que no eranada bueno vivir junto a un camino,tenerlo tan cerca; pero ella, comomujer que es, dijo: «Pues anda,vámonos de aquí». Pero lo que yodecía es que no era cosa buena,pues Dios ha hecho los caminospara viajar; pues ¿por qué, si no,los iba a poner tendidos sobre latierra…? Pues cuando Él quiere queuna cosa se mueva, bien que la hacealargada, sean caminos o caballos o

carros; pero cuando Él quiere queuna cosa se esté quieta, la hace paraarriba, como los árboles y loshombres. De forma y manera quenunca le ha gustado a Él que laspersonas vivan junto a los caminos;pues, vamos a ver, ¿qué es loprimero, pregunto yo, el camino ola casa? ¿Se sabe que Dios hayapuesto nunca un camino junto a unacasa, eh?, pregunto. En el jamás,eso es lo que yo digo. Pues,entonces, no sé a qué viene que la

gente no descanse hasta que no hapuesto su casa donde todo el mundoque por allí pase pueda escupirdesde el carro en tu propia puerta; yasí la gente no descansa, y, como nodescansa, busca marcharse a otraparte, sin pensar que Dios los hahecho para estarse en su sitio, comose están los árboles o los montonesde trigo. Pero es que si Dioshubiese querido que los hombresestuvieran siempre de un lado paraotro, ¿es que no los habría hecho

tripa abajo, como las culebras?Pues claro que así los habría hecho,si lo hubiera querido.

Ahí está, para que todo lo maloque haya pueda encontrarla,entrarse por mi puerta; y encima, elcolmo de los impuestos. Y mira quetener que pagar porque a Cash se lehaya ocurrido irse a aprender decarpintero; pues si no hubieraestado el camino, no se le habríaocurrido. Y para que, además, secaiga de las iglesias y no pueda

echar una mano en más de seismeses, y mientras tanto, yo y Addiehechos unos esclavos, cuandoprecisamente había más que serrary él podría haberlo hecho, de haberpodido ir a hacerlo.

Bueno; y de Darl, ¿qué? Y medicen, los condenados, que medesprenda de él. No es que yo tengamiedo al trabajo. Siempre lo heganado para mí y para los míos ynunca nos ha faltado un techo quenos cobije. El caso es que querían

quitármelo, precisamente porquesabe dónde tiene la mano derecha,precisamente porque siempre tienesus ojos llenos de las tierras. Ya selo tengo dicho a ellos, que él ibamuy bien al principio, cuando teníasus ojos llenos de las tierras,cuando las tierras se extendían portodas partes; nada ocurrió hasta quevino ese camino y transformó lastierras de por acá; hasta que, comoél seguía con sus ojos llenos decampo, empezaron a amenazarme

con separarle de mí, tratando deapartarle de mí por la ley.

Y me lo han hecho purgar. Eraella una mujer sana y fuerte como laque más. La culpa de todo la tieneeste camino. Ahí se está echada,descansando en su propia cama, sinpedir ni esto a nadie.

—¿Estás mala? —le digo.—No; no estoy mala —me dice.—Estate echada y descansa —

le digo—. Sabía que no estás mala.Lo que te pasa es que estás cansada.

Estate echada y descansa.—No estoy mala —volvió a

decir—. Me voy a levantar.—Estate quieta y descansa —le

digo—. Lo que te pasa es que estáscansada. Ya te levantarás mañana.

Era ella una mujer sana y fuertecomo la que más. La culpa de todola tiene este camino.

—Nunca le he llamado a usted—le digo—. Sepa que yo nunca lehe llamado.

—Ya lo sé que no —me dice

Peabody—. Ni lo dudo. ¿Dóndeestá ella?

—Se ha echado —le digo—.Solo está algo cansada; pero ya…

—Sálgase de aquí, Anse —medice—. Vaya a sentarse un rato alporche.

Y ahora las voy a pagar todasjuntas; yo, que no tengo ni un dienteen la boca, y precisamente cuandoesperaba levantar cabeza yarreglarme la boca para podercomer como Dios manda; y eso que

hasta el día de hoy ella fue la mujermás sana y fuerte de estas tierras.Las voy a pagar todas juntas pornecesitar esos tres dólares. Lastengo que pagar todas juntas porhaber dejado que los chicos se lovayan a ganar por ahí fuera. Yahora, mismamente como si loadivinara, veo que la lluvia va acaer entre nosotros, que se va aasomar al camino como un hombreendemoniado, como si no hubieraen todas estas dichosas tierras otra

casa más que la nuestra sobre laque llover.

Más de una vez he oído aalgunos renegar de su suerte, y conrazón, pues estaban cargados depecados. Pero lo mío no es unreniego, pues nada he hecho de quepueda arrepentirme. No soyreligioso, lo reconozco. Pero miconciencia está tranquila; bien losé. No he hecho ni más ni menosque lo que otros hacen y se locallan; pero sé que Dios Nuestro

Señor, amén, mirará por mí comopor un gorrión que no puede volar.Pero se me hace difícil pensar queun hombre llegue a verse en tantanecesidad a causa de un camino.

Vardaman llega. Tieneensangrentadas las rodillas como unmatachín, como si hubiera troceadoel pez a hachazos, de mala manera;tal vez lo haya tirado por ahí y nosengañe luego diciéndonos que losperros se lo han zampado. Qué se leva a hacer. Reconozco que no se

puede esperar de él más que de sushermanos mayores. Viene mirando ala casa, tranquilo, y se sienta en losescalones.

—¡Uf! —dice—. ¡Estoy máscansado!

—Anda y ve a lavarte lasmanos —le digo.

No hay mujer como Addie parahacerlos andar derechos, seanchicos o grandes. Tengo queconfesarlo.

—Estaba llenito de sangre y de

tripas, como un cochino —me diceVardaman.

El caso es que no tengo ganasde nada, y menos aún con estetiempo que hace y me acaba.

—Padre —me dice—, ¿es queestá la madre un poquito más mala?

—Anda y ve a lavarte lasmanos —le digo.

Pues el caso es que no tengoganas de nada.

Darl

Se ha pasado toda la semana enla ciudad. Tiene el cogotecompletamente pelado, con unalínea blanca entre el cabello y la teztostada, semejante a la coyuntura deun hueso blanco. Ni una vez se havuelto a mirar.

—Jewel —digo.Corriendo hacia atrás,

canalizado entre los dos pares deinquietas orejas de las mulas, el

camino desaparece debajo delcarro como si fuera una cinta y eleje delantero fuese una devanadera.

—Escucha, Jewel: ¿sabes queella se está muriendo?

Tiene que haber dos personaspara hacerte, pero para morir conuna sola basta. Cualquier día seacaba el mundo.

Le digo a Dewey Dell:—Lo que tú quieres es que ella

se muera, para poder irte a laciudad, ¿no es cierto?

Ella no querría decir nunca loque los dos sabemos.

—La razón de que no quierasdecirlo consiste en que, si lo dices,aunque sea a ti misma, sabrías queello es cierto. ¿No es eso? Bien quelo sabes que es cierto. Casi podríadecirte desde qué día lo sabes. ¿Porqué no quieres decir que lo es,aunque no sea más que a ti misma?No lo quiere decir. No hace másque decir:

«¿Es que se lo vas a contar a

padre? ¿Es que quieres matarle?».—Tú no llegas a creer que sea

cierto, porque no puedes creer queDewey Dell, Dewey Dell Bundren,pueda llegar a tener tan mala suerte.¿No es eso?

El sol, que ha estado duranteuna hora sobre el horizonte, se haposado como un huevoensangrentado encima de una crestade nubarrones. La luz se ha hechode cobre: fatídica para los ojos,como de azufre para la nariz,

olorosa a relámpagos. Cuandollegue Peabody tendrán que haceruso de la cuerda. Se le hinchó laandorga de comer verduras crudas.Tirarán de él con la cuerda, senderoarriba, y parecerá un globo queascienda por el aire azufrado.

Y yo digo:—Jewel, ¿sabes tú que Addie

Bundren se está muriendo; queAddie Bundren se está muriendo?

Peabody

Cuando por fin Anse me llamópor su propia voluntad, me dije:«Eso es que ya ha acabado conella». Y me dije: «ha hecho bien»; yal principio no quería yo acudirporque podría tratarse de algo queno pudiera hacer y que, ¡diablos!,tuviera que sacarla a rastras. Penséque posiblemente tienen en lasregiones celestiales las mismascostumbres estúpidas de la Facultad

de Medicina y que posiblemente eraVernon Tull el que me llamaba otravez, para que llegara en el momentojusto, pues Vernon siempre hace asílas cosas, mirando por el bolsillode Anse más de lo que acostumbramirar por el suyo propio. Perocuando ya el día había avanzado lobastante como para saber quétiempo iría a hacer, me di cuentaque nadie sino Anse me llamaba.Me di cuenta que nadie más que unhombre sin suerte alguna podía

tener necesidad de un médico en elmomento en que iba a sobrevenir unciclón. Y me di cuenta de que, siAnse, tenía necesidad, al fin, de unmédico, es que ya era demasiadotarde.

Cuando llegué al manantial y mebajé del carro y até la yunta, el solya se había escondido detrás de unagrupamiento de nubes negrassemejantes a un abultado macizo demontañas, parecido a una carga decenizas, allí vertidas, contra las que

no soplaba ningún viento. A unamilla de distancia ya le oía serrar aCash. Anse está plantado en lo altodel morro, asomado al sendero.

—¿Y el caballo? —le digo.—Lo ha cogido Jewel y se lo ha

llevado —me dice—. Nadie másque él puede atraparlo. No va atener usted más remedio que subir apie.

—¿A pie yo, con mis doscientasveinticinco libras de peso? —ledigo—. ¿Que suba yo a pie ese

despeñadero del demonio?Anse continúa en pie junto al

árbol. No obró bien el Señorcuando cometió el error de darraíces a los árboles, ni tampococuando dio pies y piernas a losAnse Bundren que ha hecho.

Si Él hubiera hecho todo locontrario, jamás podría ocurrir queesta tierra se viera despoblada deárboles. O cualquier otra tierra.

—¿Y qué piensa que haga? —ledigo—. ¿Que me quede aquí hasta

que el viento me haga desaparecerde esta tierra cuando estalle esenubarrón?

Incluso con el caballo tendríaque echar lo menos quince minutospara subir por el prado hasta lo altodel espolón y llegar a la casa. Elsendero parece una rama retorcidalanzada contra el despeñadero.Hace ya doce años que Anse no haido a la ciudad. Pero ¿cómo esposible, pues es hijo de madre, quehaya podido subir su madre hasta

aquel sitio para traerle al mundo?—Vardaman ha ido a buscar la

cuerda —me dice.Al cabo de un rato Vardaman se

presenta con la cuerda del arado.Se la da por un cabo a Anse ydesciende por el senderodesenrollándola.

—Aguante bien —le digo—. Yatengo escrita esta visita en mi libro,así que, llegue o no llegue arriba,me la tendrán que pagar.

—Ya aguanto —dice Anse—.

Vamos, arriba.Que el diablo me lleve si llego

a saber por qué no dejo esto. Queun hombre de setenta años, que pesadoscientas libras y pico, tenga quesubir y bajar por una condenadamontaña agarrada a una cuerda…Pero reconozco que no puedoretirarme hasta alcanzar la cifra esade cincuenta mil dólares en visitasanotadas en mis libros.

—Pero ¿por qué diablos se leha ocurrido a su mujer ponerse

mala —le digo—, y, para más, enlo alto de esa maldita montaña?

—Bien que lo siento —me dice.Suelta la cuerda, dejándola

caer, y se vuelve andando hacia lacasa. Hay todavía aquí arriba unaligera claridad, como del color delas pajuelas de azufre. Los tablerostienen parecido con las tiras deazufre. Cash no se vuelve a mirar.Vernon Tull dice que lleva cadatablero a la ventana para que ellalos vea y diga si están bien.

El chico se nos adelanta. Ansese vuelve para mirarle.

—¿Dónde está la cuerda? —medice.

—Donde la dejó usted —ledigo—. Pero deje de pensar en lacuerda. Tendré que bajar eldespeñadero dentro de poco. Notengo ganas de que esa tormenta mecoja aquí arriba. En cuanto termineesto, echaré a correr como alma quelleva el diablo.

La chica está en pie,

abanicándola, junto a la cama. Alentrar nosotros, ella vuelve lacabeza y nos mira. Hace ya diezdías que está como muerta. Me dala impresión de que ella, por habersido durante tanto tiempo una partede Anse, ni siquiera puede hacerese cambio, si es que eso es uncambio. Hasta me acuerdo de cómo,cuando yo era joven, creía que lamuerte era un fenómeno del cuerpo;sin embargo, ahora sé que no esmás que una función de la mente:

una función de las mentes dequienes sufren la pérdida. Losnihilistas dicen que la muerte es elfinal; los funcionalistas, que elcomienzo; pero en realidad no esmás que un simple inquilino ofamilia que deja su habitación o suciudad.

Nos está mirando. Solamentesus ojos parecen moverse. Como sinos tocaran, mas no con la vista osentido, sino como te toca el chorrode una manguera; como un chorro

que en el momento del contacto sedisociara del boquerel, como si nohubiera salido por allí. No mira aAnse, en absoluto. Me mira a mí;luego, al chico. Debajo de la colchano hay más que un hacecillo devarillas carcomidas.

—Vaya, vaya, miss Addie —ledigo.

La chica no suelta el abanico.—¿Cómo va eso, mujer? —le

digo.Su cabeza flacucha descansa

sobre la almohada; está mirando alchico.

—¡Vaya tiempecito que cogióusted para hacerme venir aquí y quétormenta nos ha preparado!

Después mando que Anse y elchico salgan. Ella observa al chicoa medida que va saliendo de lahabitación. Nada mueve ella,excepto los ojos.

Al salir yo, me encuentro alchico y a Anse en el porche; alchico, sentado en los escalones; a

Anse, en pie, junto a la columna,aunque sin apoyarse en ella, con losbrazos caídos, con los pelosrevueltos y desgreñados en lacabeza como los de un gallomojado.

Vuelve la cabeza; sus ojospestañean.

—¿Cómo es que no me avisóantes? —le digo.

—Ahora una cosa, luego otra,lo fui dejando —me dice—. Yo ylos chicos queríamos recoger ese

grano y Dewey Dell la cuidababien, y como la gente que venía aayudamos…, hasta que por finpensé que…

—Maldito dinero —digo—.Pero ¿cuándo ha oído usted que yomoleste a la gente porque no puedapagarme?

—No trataba de ahorrarmedinero —me dice—. Mismamenteestaba pensando… ¿Es que se va,eh?

El condenado crío está sentado

en el primer eslabón; con esa luz decolor azufrado parece más pequeñoque nunca. He aquí el inconvenientede esta tierra: todas las cosas, elclima, absolutamente todo,persisten demasiado. Nuestrocampo es lo mismo que nuestrosríos: opaco, lento, violento; modelay crea la vida del hombre a suimagen y semejanza: implacable,taciturno.

—Ya lo sabía —me dice Anse—. Siempre lo creí así. Ella no

piensa más que en ello.—Pues la han hecho buena —le

digo—. Un poco más y…El chico sigue sentado en el

primer escalón, empequeñecido,inmóvil dentro de su monodescolorido. Cuando salí afuera,alzó la mirada hasta mí, despuéshacia Anse. Pero ahora ha dejadode mirarnos. Así se está sentado.

—¿Y se lo ha dicho usted? —me dice Anse.

—¿Qué? —le digo—. ¿Para qué

diablos se lo iba a decir?Ya lo sabe ella. Yo sé que ella

al verle a usted se daría cuenta detodo como si lo viera escrito. Nohabrá necesidad de que se lo diga.No piensa más que en…

—Padre —dice la chica detrásde nosotros.

La miro; la miro a la cara.—Cuanto antes te vayas mejor

—le digo.Cuando entramos en la

habitación, ella está observando la

puerta. Me mira. Sus ojos parecendos lámparas que chisporrotean enel momento preciso en que se lesacaba el aceite.

—Ella desea que usted salgafuera —me dice la chica.

—¿Cómo eso, Addie, despuésque él ha venido desde Jeffersonpara ponerte buena? —dice Anse.

Me está observando; puedosentir sus ojos. Como si meestuviera echando de allí con ellos.Ya tengo visto esto mismo en otras

mujeres. Las he visto echar de suhabitación a quienes iba a llevarlaspiedad y compasión, a ayudarlas deverdad, aferrándose, en cambio, aun insignificante animal, para el queno fueron nunca más que bestias decarga. He aquí lo que ellasentienden por amar por encima detodo: orgullo, furioso deseo deesconder esa abyecta desnudez quetraemos acá con nosotros, que laarrastramos hasta las salas deoperaciones, y que terca y

furiosamente arrastramos de nuevocon nosotros hasta la tierra.

Dejo la habitación.Más allá del porche, la sierra

de Cash ronca enérgicamente en latabla. Un minuto después, ella lellama por su nombre, con vozáspera y fuerte:

—Cash —dice ella—. Escucha,Cash.

Darl

Padre está en pie, junto a lacama. Desde detrás de su pierna,Vardaman escudriña: su cabeza esredonda, y redondos también susojos; tiene la boca en trance deabrírsele. Ella mira a padre; diríaseque toda su flaca vida se le derramaen los ojos, urgente,irremediablemente.

—Es a Jewel a quien busca —dice Dewey Dell.

—Mira, Addie —dice padre—,él y Darl han ido a traer otracarretera. Pensaban que tendríantiempo. Que tú los aguardarías yque esos tres dólares, además…

Se inclina y pone sus manos enella. Y por un rato ella le mira, sinreproche alguno ni nada, como sicon sus ojos, solamente con susojos, esperase el irrevocable cesede la voz de Anse. Después seincorpora; ella, que no se hamovido en diez días.

Dewey Dell se inclina sobre sumadre, tratando de hacer que seeche.

—Madre —le dice—, madre.Está mirando por la ventana

afuera, a Cash, que, a una luzmortecina, siempre inclinado sobreel tablero, trabaja que te trabajahacia la oscuridad, dentro de ella,como si el aserrar de la sierrailuminase su propio movimiento,engendrase sierra y tablero.

—¡Cash! —grita ella con voz

áspera y fuerte, inalterable—. ¡Oye,Cash!

Cash alza su mirada hacia lacara consumida de su madre,enmarcada por la ventana, en lapenumbra: el mismo cuadro desiempre, el que siempre vio desdeniño. Deja la sierra y alza el tableropara que ella lo vea, y al mismotiempo se queda observando laventana, de la que el rostro no seaparta. Alza otro tablero y ajustalos dos en la forma que han de tener

finalmente, señalando con visajes alos que todavía quedan en el suelo;con una de sus manos, con la quetiene libre, construyeimaginativamente, en el aire, cómoha de ser la caja cuando estéacabada. Durante unos segundosella se le queda mirando desde sucuadro de la ventana, y no dicenada, ni en bien ni en mal.Desaparece luego la cara delcuadro.

Se echa ella y vuelve la cabeza,

sin mirar siquiera a padre. Mira aVardaman. Sus ojos: la vida,rápidamente, se abalanza a ellos;las dos llamas chisporroteandurante un rápido instante. Hastaque se apagan. Como si alguien,agachándose hubiese soplado.

—¡Madre! ¡Madre! —diceDewey Dell.

Y comienza a proferir lamentos,inclinada sobre la cama, con lasmanos un poco levantadas,moviendo el abanico como lo ha

hecho durante diez días. Su voz essonora, juvenil, trémula y clara,arrobada en su propio timbre yvolumen; y mueve el abanicoenérgicamente, arriba y abajo,arrancando murmullos del aireinútil. Después se echa entre lasrodillas de Addie Bundren y,agarrándola, la sacude con lafuriosa energía de una personajoven, tendiéndose rápidamenteentre el manojo de huesoscarcomidos que Addie Bundren

dejó, haciendo crujir la cama enteracon el seco chirrido de las hojasdel jergón; tiene los brazosextendidos, y el abanico, todavía enuna de sus manos, se agita aún, casisin aliento, sobre la alcoba.

Desde detrás de la pierna depadre, Vardaman escudriña,boquiabierto, asomándosele a laboca todo el calor de su cara, comosi, en cierto modo, se hubiesehincado los dientes en su propiacarne, chupando. Poco a poco

empieza a retirarse de la cama,redondos los ojos, pálida su cara,que se desvanece en las sombrascomo un trozo de papel pegado auna tapia ruinosa. Y así sale por lapuerta.

Padre se inclina sobre la cama,en la penumbra. Su silueta,encorvada, tiene algo de la lechuzacuando esta, interiormente ofendida,ahueca sus plumas y esconde unasabiduría demasiado profunda odemasiado inerte para que pueda

ser comprendida.—¡Qué demonio de chicos

esos! —dice.«¡Eh, Jewel!», digo. Arriba

rueda el día liso y gris, tapando alsol con un despliegue de briznasgrises. En medio de la lluvia, lasmulas humean un poco, salpicadasde barro amarillo; la de laderecha, a pesar de los resbalones,consigue mantenerse al borde delcamino, sobre la cuneta; la cargade madera, volcada, fulgura con

desvaída amarillez, empapada deagua, pesando como plomo,volcada a plomo sobre la cuneta,por encima de la rueda rota; entrelos radios rotos de la rueda y entrelos tobillos de Jewel corre unarroyo turbio (ni agua ni tierra)que ladea el camino amarillo (nitierra ni agua), cerro abajo,disolviéndose en una masainquieta de color verde oscuro,que no es el de la tierra ni el delcielo. «¡Eh, Jewel!», digo.

Cash se presenta en la puerta;trae la sierra. Padre está en piejunto a la cama, encorvado; losbrazos le cuelgan. Vuelve la cara:tiene el perfil abatido; su mandíbulainferior se desvanece cuandoaprieta el tabaco contra las encías.

—Se fue —dice Cash.—Se ha ido y nos deja —dice

padre.Cash ni le mira.—¿Te falta mucho? —le dice

padre.

Cash no responde. Entra, con lasierra.

—Creo que es mejor quevuelvas a lo tuyo. Tienes que darteprisa, mientras esos chicos esténtodavía de camino —le dice padre.

Cash baja la vista hacia elrostro de ella. No escucha enabsoluto a padre. No se acerca a lacama. Se para en medio de lahabitación, la sierra junto a lapierna, tiene los brazos sudorosos,ligeramente espolvoreados de

aserrín, y la cara, serena.—Si estás en un apuro, quizá

alguno venga mañana a ayudarte.Puede que Vernon —dice padre.

Cash no le escucha. Estámirando el rostro tranquilo y rígidode ella, que se desvanece en laanochecida como si la oscuridadfuese un precursor de la tierra final;hasta que el rostro, por último,parece flotar, ya desprendido detodo, ligeramente, como la manchade una hoja muerta.

—Todavía quedan buenoscristianos que te ayuden —le dicepadre.

Cash no le escucha. Al cabo deun rato se vuelve sin mirar a padrey deja la habitación. Luego, lasierra comienza a roncar de nuevo.

—Nos ayudarán en nuestradesgracia —dice padre.

El son de la sierra es enérgico,firme, sereno; atiza la moribundaclaridad, de forma que cada golpede sierra parece despertar en el

rostro de ella una expresión deatención y espera, como si ellaestuviera contando uno a uno losaserranes. Padre baja la vista alrostro de ella y al pelo negro ylacio de Dewey Dell. Sobre lacolcha borrosa, los brazosextendidos de Dewey Dell y elabanico, ya estrujado, inmóvil.

—Creo que lo mejor será queprepares la cena —le dice padre.

Dewey Dell no se mueve.—Anda ya, y haz la cena —le

dice padre—. Tenemos querecobrar fuerzas. Creo que eldoctor Peabody tendrá buenasganas, después de la caminata quese ha dado. Además, Cash tiene quecomer pronto, para volver a sutarea y terminarla antes que antes.

Dewey Dell se yergue,alzándose sobre sus pies. Baja lavista hasta el rostro; parece unmolde de bronce pálido sobre laalmohada; sólo en las manos seadvierte alguna señal de vida:

inercia agarrotada, añudada; unaspecto de consunción vigilanteaún, del que todavía no se hanausentado ni el cansancio, ni elagotamiento, ni los trabajos, comosi aún dudasen de la realidad delreposo, y que todavía aguardase,con erizada aunque disminuidavigilancia, el cese de lo que sabeque no puede durar.

Se agacha Dewey Dell y quitala colcha de debajo de las manos,las cubre y la tapa hasta la barbilla;

alisa la colcha, tirando de ellasuavemente. Y luego, sin mirar apadre, da un rodeo a la cama y dejala habitación.

Va a donde está Peabody,donde pueda quedarse en lapenumbra y mirarle en la espaldacon tal expresión que él, al sentirlos ojos de ella, se vuelva y diga:«Yo, en tu caso, no me apenaríatanto. Ella tenía muchos años y,además, estaba enferma. Peor delo que suponemos. No podía

ponerse buena. Vardaman ya estámuy crecido, y tú puedes ya estaral cuidado de todos. Yo, en tu caso,no me apenaría tanto. Creo que esmejor que vayas y prepares prontoalgo de cenar. No es preciso quesea mucho. Pero ellos tienen quecomer». Y ella, mirándole, le estádiciendo: «Usted, si quisiera,podría hacer mucho por mí, sisupiera que… Yo soy yo y usted esusted, y yo lo sé y usted no lo sabe,y usted podría hacer mucho por mí

si usted quisiera, y si ustedquisiera, entonces yo se lo diría ynadie tendría por qué saberlo,excepto usted y yo y Darl…».

Padre está en pie junto al lecho.Con los brazos colgando,encorvado, inmóvil. Alza su manohasta la cabeza, rascándose el pelo,prestando oído a la sierra. Seacerca y estriega su mano, la palmay el dorso, en el muslo, y la lleva asu cara y luego la deja en el bultode la colcha, donde están las manos

de ella. Toca la colcha, como vioque hizo Dewey Dell, tratando dealisarla hasta la barbilla, pero ladesarregla. Trata de alisarla denuevo, desmañadamente, con sumano torpona como un garfio,tratando de alisar las arrugas que hahecho y que siguen saliendo bajo sumano con perversa ubicuidad, hastaque, al fin, desiste; y deja caer sumano a un lado y se la estriega otravez, la palma y el dorso, en elmuslo. El son de la sierra ronca

enérgicamente dentro de lahabitación. Padre respira con unsonido tranquilo, ronco, mascandotabaco entre sus encías.

—Sea lo que Dios quiera —dice—. Ahora me podré comprar ladentadura.

A Jewel le cuelga el sombrerolaciamente sobre la nuca,canalizando el agua hacia elempapado saco de arpillera atadosobre sus hombros, mientras que,con los tobillos hundidos en el

arroyo de la cuneta, hace palancacon una escurridiza tranca sobreun madero podrido como fulcro, enel eje de la rueda. «Jewel —le digo—, madre ha muerto. Jewel, AddieBundren está muerta».

Vardaman

Y entonces echo a correr. Corrohacia la parte trasera, y cuandollego al filo del porche, me paro. Yentonces me pongo a llorar. Puedosentir dónde ha estado el pez, en elpolvo. Está cortado en pedazos y yano es un pez, y ni sangre tengo ni enlas manos ni en mi mono. Aún nohabía pasado nada. Hasta entoncesno había ocurrido. Pero ahora meha tomado tanta delantera que no la

puedo alcanzar.Los árboles tienen un parecido

con los pollos, que ahuecan susplumas en los días de bochorno,arrastrándose en la frescura delpolvo. Conque solo saltara delporche llegaría a donde ha estado elpez, que ya no es pez, pues estáhecho pedazos. Desde aquí oigo elcrujir del jergón, y veo su cara, y aellos, y llego a oír el crujir delsuelo cuando él anda, pues él havenido y lo ha hecho. Que vino y lo

ha hecho cuando ella estaba buena;pero él ha venido y lo ha hecho.

«Ese hijo de la gran zorra».Salto del porche a todo correr.

El techado del granero surge en laoscuridad como un ave de rapiñaque se lanzara sobre su presa. Sisalto, atravesaré el porche como lamujer rosa del circo y caeré en lacálida fragancia, sin tener queesperar nada. Me agarro con lasmanos al matorral; de debajo demis pies, las piedras y la tierra

salen corriendo hacia abajo.Y ahora ya puedo respirar otra

vez la cálida fragancia. Entro en lacuadra y trato de tocarle, y entoncesme pongo a llorar, entonces mepongo a vomitar gemidos. Eso, encuanto deje de cocear, podré llorar,me pondré a llorar entonces.

«L’ha mata’o. L’ha mata’o».Corre la vida bajo su piel: está

debajo de mi mano, corriendo a lolargo de sus manchas, echando unolor a mi nariz, donde las bascas

empiezan a llorar, a vomitargemidos, y entonces respiro, losvomito. Eso hace un gran ruido.Estoy oliendo la vida que sale dedebajo de mis manos, hacia arriba,por mis brazos arriba, y ahora yapuedo salir de la cuadra.

Ni lo encuentro. Ni en looscuro, ni en el suelo, ni en lasparedes; no lo encuentro. Losgemidos hacen mucho ruido. Noquiero que hagan tanto ruido. Luegovoy y lo encuentro en el cobertizo

del carro, en el suelo, y echo acorrer por la vereda hasta que llegoal camino, con el garrote al hombro.

Se me quedan mirando mientrasestoy subiendo la cuesta, yempiezan a dar sacudidas y a moverinquietos los ojos, resoplando,dando sacudidas a las riendas. Lospego. Escucho los golpes delgarrote; veo cómo los pego en lamismísima cabeza, en las colleras;aunque fallo los golpes cuando seencabritan o embisten, estoy

contento.«¡Uste’a mata’o a mi ma’e!».Se rompe el garrote; se

encabritan ellos y resoplan; suspezuñas patalean fuerte sobre elsuelo; patalean fuerte porque va allover y el aire está hambriento delluvia. Pero todavía falta muchopara eso. Corro de acá para allácuando ellos se encabritan y tirande las riendas, pegándoles.

«Uste’l’ha mata’o».Los pego y los pego; giran de

una embestida, gira la tartana sobresus dos ruedas, pero sin arrancar,como si estuviese clavada en tierra,y los caballos quedan inmóviles,como si estuviesen clavados por laspatas traseras al centro de unaplancha giratoria.

Echo a correr por entre elpolvo. No acierto a ver nada,mientras voy corriendo por el polvoabsorbente, donde la tartanadesaparece basculando sobre susruedas. Pego; pero el garrote da en

el suelo, rebotando, pegando en elpolvo y en el aire luego, y el polvoque se levanta se va por el caminomás de prisa que si se tratase de uncarro.

Y voy y me pongo a llorar,mirando el garrote. Está roto unpoco más abajo de mi mano; lo quefue un largo garrote ya no es másque una astilla. Lo tiro por ahí y mepongo a llorar. Esto no supone tantoruido como antes.

La vaca está asomada a la

puerta del granero, rumiando. Alverme llegar a la vereda, muge;tiene la boca llena de una babaverdosa, y la lengua, babeante.

«No te voy a ordeñar. No te voya hacer nada en provecho de ellos».

Me doy cuenta de que ella sevuelve cuando paso. Cuando vuelvola cara, la veo justamente detrás demí, con su aliento dulce, caliente,acre.

«¿Cómo quie’s que te lo diga?».Me empuja con el morro,

moqueando. Gime en sus adentros,con la boca cerrada. Sacudo mimano y la insulto, como hace Jewel.

«Anda, vete».Dejo caer mi mano y echo a

correr hacia ella. Retrocede, se meescapa y se queda mirándome, yaparada. Muge tristemente. Se va alsendero y se queda allí, a mirarsendero arriba.

No se ve nada dentro de lacuadra, que está caliente, fragante,silenciosa. Me pongo a llorar

tranquilamente, observando lo quepasa en lo alto del cerro.

Cash aparece en lo alto delcerro, cojeando del lado que selastimó cuando cayó de la iglesia.Mira hacia el manantial, allá abajo,y luego hacia arriba, por el camino,y hacia atrás, a la cuadra. Baja porel sendero, tiesamente, y se pone amirar las riendas rotas y el polvodel camino; y después mira por elcamino adelante, por donde elpolvo se marchó.

«Me temo que ya habrán dejadobien lejos lo de Tull. Me lo temo».

Cash se vuelve y, cojeando,sube por el sendero.

«El condenado. Le hadescubierto. Ese condenado».

Ya no estoy llorando. No hagonada. Dewey Dell llega al cerro yme llama. «¡Vardaman!». No hagonada. Estoy tranquilo. «¡Eh,Vardaman!». Ahora puedo llorartranquilo y sentir y oír mislágrimas.

«Entonces no había pasa’o na’a.Aún no había ocurrí’o. Estaba ahítira’o, en el suelo. Y ahora lo estápreparando pa’ cocerlo».

Ha oscurecido. Puedo sentir elbosque, el silencio; me los conozcobien. Pero no los sonidos vivientes,ni siquiera él. Es como si laoscuridad saliera de su integridaden una dispersión inconexa deelementos: mucosidades y pataleos;fragancias de carne tibia y de pelocon olor de amoníaco; ilusión de un

coordinado conjunto de pielmanchada y huesos poderosos,dentro de la cual hay un ser distinto,secreto y familiar, un ser diferente am i ser. Le veo disolverse —laspatas, el ojo asustado, las gozosasmanchas semejantes a llamas frías— y flotar en la oscuridad en unasolución imperceptible; ni lo deantes ni lo de ahora; un todo que noes lo de antes ni nada. Puedo vercon el oído cómo se enrosca,acariciarle, darle su forma

vigorosa: cernejas, caderas, lomo ycabeza; olor y sonido. No tengomiedo.

«Guisado y comido. Guisado ycomido».

Dewey Dell

Podría hacer él tanto por mí, siquisiera… Podría hacerlo todo. Escomo si para mí todo lo que hay enel mundo estuviera dentro de uncubo atestado de tripas; y uno semaravillaría de que hubiese sitio enél para cualquier otra cosa másimportante. Él es un gran cubo detripas, y yo no soy más que un cubopequeño de tripas, y si no hay sitiopara ninguna otra cosa importante

en un cubo grande de tripas, ¿cómova a haberlo en un cubo de tripaspequeño? Pero yo sé que lo hay,pues Dios ha dado a las mujeresuna señal para cuando algo maloocurra.

El caso es que estoy sola. ¡Ay!,s i lo sintiera, sería otra cosa, puesya no estaría sola. Pero si noestuviera sola, todo el mundo losabría. Y él podría hacer tanto pormí que ya no estaría sola. Puesentonces sí que de verdad estaría

completamente sola.Le dejaría que se pusiese entre

mí y Lafe, igual que Darl vino aponerse entre mí y Lafe; así queLafe también está solo. Él es Lafe yyo soy Dewey Dell, y cuando madreha muerto he tenido que salir fuerade mí y de Lafe y de Darl paradolerme; pues él puede hacer tantopor mí, aunque él no lo sabe.

Desde el porche trasero noalcanzo a ver el granero. De esaparte me llega el son de la sierra de

Cash. Igual que un perro que, fuerade la casa, corriese de un lado paraotro, alrededor de la casa, haciacualquier puerta a que vayas, con laesperanza de entrar. Él ha dicho:«Lo siento aún más que tú». Y yo hedicho: «Tú no sabes qué tormentoes que yo no pueda sentirlo. Hagopor sentirlo, pero no puedo pensaren ello lo suficiente para sentirlo».

Enciendo la lámpara de lacocina. El pez, cortado en rodajas,sangra tranquilamente en la sartén.

Meto aprisa la sartén en la alacena:para escuchar, para oír lo que pasaen el zaguán. Diez días ha tardadoella en morir; tal vez no sepa ellaque está ahí todavía. Tal vez noquiera marchar hasta que Cash… Otal vez hasta que Jewel… Saco dela alacena el plato de la verdura, yla bandeja del pan la saco delhornillo apagado; y me paro avigilar la puerta.

—¿Dónde anda Vardaman? —dice Cash.

Con la luz de la lámpara, susbrazos, cubiertos de aserrín,parecen de arena.

—Y yo qué sé. No le he visto.—La pareja de Peabody ha

echado a correr. Mira a ver siencuentras a Vardaman. El caballose dejará coger por él.

—Está bien. Diles que vengan acenar.

No alcanzo a ver el granero. Lehe dicho: «No acierto a sentirlo. Noacierto a llorar. Lo he intentado,

pero no puedo».Al cabo de un rato, el ruido de

la sierra llega hasta aquí, oscuro, aras de tierra, por la oscuridadpolvorienta. Y entonces le veomoverse hacia adelante y atrás,inclinado sobre el tablero.

—Anda, ven tú a cenar —ledigo—. Llámale.

Podría ayudarme él. Pero él nolo sabe. Él es sus tripas y yo soy lasmías. Y yo soy las tripas de Lafe.Eso es. No comprendo por qué no

se ha quedado él en la ciudad.Nosotros somos gente del campo yno mejores que los de la ciudad. Nocomprendo por qué no se quedóallá. Vaya, no acierto a ver lapicoreta del granero. La vaca estáal pie del sendero, mugiendo.Cuando me vuelvo, Cash se ha ido.

Les llevo la cuajada. Padre yCash y él están sentados a la mesa.

—Pequeña, ¿dónde está ese pezgordo que Bud pescó? —me dice.

Pongo la leche en la mesa.

—No me ha dado tiempo aguisarlo.

—Unas simples verduras no songran cosa, que digamos, para unhombre como yo —dice.

Cash está comiendo. Sobre elpelo, alrededor de la cabeza, elsudor le ha dejado la señal delsombrero. Tiene la camisamanchada de sudor. No se halavado ni las manos ni los brazos.

—Te debiera haber dadotiempo —dice padre—. ¿Dónde

anda Vardaman?Me voy a la puerta.—No le encuentro —digo.—Ven, pequeña —dice él—.

Olvida el pez. Puede que no se echea perder. Anda, ven a sentarte.

—No me preocupa eso —digo—. Me voy a ordeñar antes que seponga a llover.

Padre se sirve de la fuente yluego la pasa. Pero no empieza acomer. Tiene las manos casicerradas, puestas a los lados del

plato, y la cabeza un tantoagachada; la luz de la lámpara caesobre su pelo revuelto. Parecemismamente como un buey al quehan dado la puntilla, sin vida ya,pero que aún no sabe que estámuerto.

Pero Cash está comiendo, y éltambién.

—Sería mejor que comiesesalgo —me dice.

Está mirando a padre.—… Como Cash y yo. Lo

necesitas.—¡Eso es! —dice padre.Se despabila; lo mismo que un

buey que ha estado bebiendo derodillas en la alberca y al que se lediera una espantada.

(Ella no me lo consentiría).Cuando ya no me ven desde la

casa, echo a correr. La vaca mugeal pie del despeñadero. Me empujacon el morro, oliscando,soplándome su aliento en dulce ycaliente bocanada a través de mi

vestido, contra mi calientedesnudez; quejumbrosamente.

—Tienes que esperar unpoquito todavía. Y entonces meocuparé de ti.

Me sigue hasta el interior delgranero, donde dejo el pozal.Resopla en el pozal,quejumbrosamente.

—Te lo tengo dicho. Ahoratienes que esperar. Tengo que haceralgo más importante que cuidarmede ti.

El granero está oscuro. Al pasaryo, suelta una patada a la pared.Sigo andando. La tabla rota, ahorade punta, parece la estaca de unaempalizada. Ahora puedo ver laladera, sentir de nuevo cómo el aireme da en la cara, lenta ydesmayadamente, y, donde laoscuridad no es tanta, veo lospimpollos del pinarejo quedescienden en manchas por laladera: en secreto, esperando.

La silueta de la vaca, en la

puerta, empuja con el morro,quejumbrosamente, a la silueta delpozal.

Después paso por delante delestablo. Casi lo he pasado ya.Escucho durante largo rato lo quedice, antes que llegue a decir nada,y la parte que escucha tiene miedode que no vaya a haber tiempo dedecirlo. Estoy sintiendo que micuerpo, huesos y carne, comienzan asepararse y a entrar en la soledad,pero el proceso de llegar a no estar

«sola» es terrible. Lafe. Lafe.—Lafe. Lafe. Lafe.Me inclino un poco hacia

adelante, avanzando un pie conpaso muerto. Siento que laoscuridad me acomete y pasa,dejándome atrás, dejando atrás a lavaca. Y voy y me lanzo hacia laoscuridad, pero la vaca me para yla oscuridad me trae de lleno ladulce bocanada de su alientoquejumbroso, henchido de pinar yde silencio.

—¡Vardaman! ¡Eh, Vardaman!Sale del establo.—Anda, víbora del diablo,

víbora.No se resiste; la última

vaharada de oscuridad sale afuerasilbando.

—¿Por qué? Yo no he hechona’a.

—Víbora, víbora del diablo.Mis manos le sacuden de firme.

Tal vez no pueda contenerlas.Nunca creí que podrían sacudir tan

de firme. Nos sacuden y sacuden alos dos.

—Yo no lo hice —dice—.Nunca los he tocado.

Mis manos dejan de sacudirle,pero todavía le tengo agarrado.

—¿Qué estabas haciendo aquí?¿Por qué no respondías cuando tellamaba?

—No estaba haciendo na’a.—Anda, ve a casa y ponte a

cenar.Se vuelve. Le hago pararse.

—Estate quieta. Déjame que mevaya.

—¿Qué estabas haciendo aquídentro? ¿Conque has venido aquí aespiarme?

—No. No. Estate quieta. Nisiquiera sabía que tú estabas aquí.Déjame que me vaya.

Le tengo sujeto; al inclinarmepara mirarle a la cara, la siento conmis ojos. Está a punto de llorar.

—Anda, vete. Te tengo puestala cena y yo estaré allí tan pronto

como haya ordeñado. Anda, veteantes que él se lo haya zampadotodo. Ojalá que sus caballos hayanllegado mismamente a Jefferson.

—Él l’ha mata’o —dice.Y empieza a llorar.—Chitón.—Ella no le había hecho na’a

malo y él va y la mata.—Chitón, te digo.Forcejea; le sujeto.—Chitón.—L’ha mata’o.

La vaca sube detrás denosotros, quejándose.

Le sacudo otra vez.—Cállate ya, anda. Ahora

mismito. Vas a acabar por ponertemalo y entonces no podrás ir a laciudad. Ve a casa y cómete tu cena.

—Yo no quiero cenar. Yo noquiero ir a la ciudad.

—Muy bien, pues te dejaremosaquí. Si no te portas bien, tedejaremos. Anda ya, antes que eseviejo cubo de tripas tragaverduras

se coma todo lo tuyo.Echa a andar y desaparece

lentamente por el cerro. La picoretadel cerro, los árboles, el tejado dela casa, se destacan sobre el cielo.La vaca me empuja con el morro,quejumbrosamente.

—Tendrás que esperar. Lo quellevas dentro de ti no es nadacomparado con lo que yo llevodentro de mí, aunque también túseas hembra.

Me sigue quejumbrosa. Ahora

el aire caliente, pálido y muerto mesopla en la cara de nuevo. Si élquisiera, podría arreglarloperfectamente. Pero ni siquiera losabe. Podría hacer por mí loindecible, si él supiera de qué setrata.

La vaca resopla en mis caderasy en mi espalda su aliento cálido,dulce, estertórico, quejumbroso. Elcielo se ha posado en la ladera,sobre los secretos pimpollares. Pormás allá del cerro los relámpagos

chafarrinan las alturas con destellosde color que rápidamente sedesvanecen. Aire de muerteenvuelve a la muerta tierra con unaoscuridad de muerte. Aire que pesasobre mí, aire muerto y caliente,que, pese al vestido, llega hasta mí,hasta la desnudez de mi cuerpo.

—Tú no sabes lo que es sentirpena —digo.

Ni yo lo sé. No sé si la siento ono. Ni siquiera puedo sentirla. Nosé si puedo o no llorar. No sé si he

llegado alguna vez a sentirla.Solamente me imagino que soy unasemilla silvestre y mojada, caída enla tierra ciega y ardorosa.

Vardaman

Cuando esté terminada, irán y lameterán en ella, y entonces, enmucho tiempo, no podré decirlo. Hevisto que se levantaba la oscuridady que se alejaba haciendoremolinos, y he dicho:

—¡Cash! ¡Cash! ¡Cash! ¿La vasa clavar dentro?

He estado encerrado en el silo;la puerta, nueva, resultabademasiado pesada para mí y se

cerró, y no podía yo respirar,porque la rata se zampaba todo elaire. Dije:

—¿La vas a clavar y encerraren ella, Cash? ¿La vas a clavar?¿La vas a clavar dentro de ella?

Padre se está dando vueltas deacá para allá; su sombra, también, yencima Cash, que está dale que dalea la sierra, sobre el tablerosangrante.

Dewey Dell dijo que vamos atener plátanos. El tren está detrás de

la cristalera, rojo, sobre la vía.Cuando corre, la vía brilla aintervalos. Padre dijo que la harina,el azúcar y el café cuestan mucho.Pues yo soy un chico de campo;pues hay chicos de ciudad.Bicicletas. ¿Por qué costará tanto laharina, el azúcar y el café cuando sees un chico de campo?

—¿Y acaso no te gustarán máslos plátanos?

Los plátanos ya handesaparecido, comidos. Se han ido.

Cuando corre el tren, la vía brillaotra vez.

—¿Y por qué no soy yo unchico de ciudad, padre?

Yo le dije que Dios me habíahecho. Yo no dije a Dios que mehiciera chico de campo. Si él puedehacer el tren, ¿por qué no hace quetodos los chicos sean chicos deciudad, y así la harina, y el azúcar,y el café…?

—¿No te gustan más losplátanos?

Se está dando vueltas de unsitio a otro; su sombra, también.

Eso no era ella. Yo estaba allímirando. Lo he visto todo. Creí queeso era ella, pero no lo era. Eso noera mi madre. Ella se ha marchadolejos, cuando la otra se echó en lacama y estiró la colcha. Ella se hamarchado.

—¿Habrá llegado a la ciudad?—Se ha ido más lejos todavía.—¿Y todos esos conejos y

bichos se van más lejos?

Dios ha hecho los conejos y losbichos. Él ha hecho el tren. ¿Porqué va a hacer que vayan a un sitiodiferente, si ella es igualita que unconejo?

Padre se está dando vueltas deaquí para allá; su sombra, también.La sierra suena como si estuvieradurmiendo.

Pero si Cash clava la caja porarriba es que ella no es un conejo;pero si ella no es un conejo (yo nopodía respirar en el silo) y Cash se

pone a clavar la tapa de la caja…Si ella le deja que lo haga es que noes ella. Bien que lo sé. Yo estabaallí. Vi cuándo dejó de ser ella. Lovi. Ellos piensan que eso es ella yCash va a clavar la tapa.

Eso no era ella, pues eso estabatirado por ahí lejos, entre laporquería. Y ahora está todocortado en pedazos. Yo lo corté enpedazos. Está en la cocina, metidoen la sartén, lleno de sangre,esperando a que lo guisen y se lo

coman. Entonces eso no estaba aquíy ella sí, pero ahora eso está y ellano. Y mañana lo guisarán y se locomerán, y ella será él, y padre, yCash, y Dewey Dell, y no habránada en la caja y así ella podrárespirar. El pez estaba por ahí,tirado por el suelo. Le puedopreguntar a Vernon. Él estaba allí ylo ha visto; pero eso estará connosotros dos y luego no estará.

Tull

Fue a eso de la medianoche y yaestaba lloviendo cuando nosdespertó. Ha sido una noche deperros, con la tormenta encima; unanoche de esas en que se espera queocurra algo antes que se pueda traerel ganado del pasto y llegue uno acasa para cenar y meterse en lacama, con la lluvia ya empezando acaer. Y entonces llegó hasta aquí layunta de Peabody, cubierta de

espuma, con el atalaje roto yarrastrándolo, y con la collera entrelas patas del animal de la derecha.

—Está visto. Addie Bundren sefue al fin —me dice Cora.

—Puede que Peabody se hayaquedado en cualquiera de la docenade casas que hay por allí —le digo—. Y, además, ¿por qué dices queesa es la yunta de Peabody?

—¿Y por qué no? —me dice—.Anda, ve a aparejar.

—¿Para qué? —le digo—. Si es

que se ha ido, hasta mañana nopodemos hacer nada. Y, además, latormenta está a punto de estallar.

—Porque es mi deber —medice ella—. Trae la yunta.

Pero no quería yo hacerlo.—Me parece lo más sensato

que esperemos a que ellos nosllamen, si es que nos necesitan.Pues ni siquiera sabes si ella hamuerto.

—Pero, ¡cómo!, ¿es que no vesque esa es la yunta de Peabody?

¿Te atreves a negarlo? Bueno; estábien.

—Yo no quisiera ir. A mí meparece lo mejor aguardar a que lellamen a uno, si es que le necesitan.

—Para mí es un deber decristiana —dice Cora—. ¿Es que tevas a meter entre mí y mis deberesde cristiana?

—Mañana puedes estarte allítodo el día, si quieres —le digo.

Así que, cuando Cora sedespertó, ya había empezado a

llover. Ni siquiera cuando yo ibahacia la puerta con una lámparapara que, al dar la luz en el vidrio,me viera que acudía a abrir, nisiquiera entonces cesó la llamada.No llamaba fuerte, sino firmemente,como si temiese caer dormido alaporrear la puerta. Pero hasta queabrí la puerta no pude darme cuentade que los golpes sonaban en laparte baja, hasta tal punto que alabrir no vi nada. Yo tenía lalámpara en alto; la lluvia

centelleaba delante de ella. Cora,detrás de mí, en el zaguán, decía:

—¿Es Vernon?Pero al principio no podía ver a

nadie que fuera alto; hasta que bajéla lámpara y me puse a mirar al piede la puerta y en las proximidades.

Parecía un perrillo empapadode agua, con su mono, sin gorro,enlodado hasta las rodillas, pueshabía tenido que caminar cuatromillas por barro.

—Bueno; ¿qué diablos es esto?

—dije.—¿Quién es? ¿Vernon? —me

dice Cora.Él me está mirando con sus ojos

redondos, negros en el centro, igualque cuando se pone una luz delantede la cara de un búho.

—Acuérdese del pez de antes—dice.

—Entra a casa —le digo—.¿Qué es lo que pasa? Es que tumamá…

—¿Vernon? —dice Cora.

Permanecía como quien dicedetrás de la puerta, en la oscuridad.La lluvia aporreaba la lámpara,tamborileando en ella de talmanera, que a veces creí que serompería.

—Usted estaba allí —me indicó—. Usted lo vio.

Entonces, Cora se acerca a lapuerta.

—Anda, ven, quítate de lalluvia —le dice, tirando de élcuando me estaba observando.

Parecía igualito que un perrillomojado.

—¡Si ya te lo dije! —me diceCora—. ¡Si ya te dije lo que estabaocurriendo! Anda, ve a aparejar.

—Pero si él no ha dicho nada…—digo.

Se me ha quedado mirando,chorreando en el suelo.

—Me está echando a perder laalfombra —dice Cora—. Anda, traela yunta mientras le llevo a lacocina.

Pero él se desasió; estabachorreando, y no me quitaba ojo.

—Usted estuvo allí. Y lo hevisto tirado por allí. Cash lo tienetodo preparado para encerrarla yclavar la tapa, y el pez ese estabatirado por allí, en el suelo. Usted loha visto. Usted vio la señal quedejó en el polvo. La lluvia noempezó hasta que me puse encamino hacia acá. Puede quelleguemos a tiempo.

Que me aspen si no me dieron

escalofríos, y eso que yo no sabíaaún nada. Pero Cora sí lo sabía.

—Anda, ve y trae la yunta lomás aprisa que puedas —me diceella—. Al pobre se le va la cabezade dolor y de pena.

Que me aspen si no me dieronescalofríos. De cuando en cuandose tienen preocupaciones, pues sonmuchas las tristezas y aflicciones deeste bajo mundo, que es capaz deherir en cualquier sitio, como elrayo. Reconozco que para

guardarse hay que confiar mucho enDios; sin embargo, a veces piensoque Cora es precavida en exceso,pues trata de alejar a los demás yestar más cerca que nadie enmomentos como este, cuando ocurrealgo semejante. Reconozco que ellatiene toda la razón y que hay quehacerla caso. Y reconozco tambiénque debo estar agradecido por teneruna mujer que antepone a todo lapiedad y que me indica siemprebuenas acciones.

De cuando en cuando se tienenpreocupaciones. Aunque nosiempre. Lo que no deja de serbueno. Pues Dios Nuestro Señordesea que obremos y no gastemosdemasiado tiempo en pensar, puesnuestro cerebro es como una piezade maquinaria; no tiene por quéestar siempre andando. Lo mejor esque marche de manera uniforme,que haga su tarea diaria y que no seuse ninguna de sus partes más de lonecesario. Lo tengo dicho y lo

repito, que lo que le pasa a Darl esque piensa demasiado. Está en locierto Cora cuando dice que loúnico que él necesita es una mujerque le sujete. Y cuando me pongo apensar en ello, llego a la creenciade que si un hombre no tiene mássalvación que el matrimonio, es queese hombre está casi perdido. Ycon todo, admito que Cora está enlo cierto cuando dice que si Dios hacreado a la mujer ha sido porque elhombre nunca sabe lo que le

conviene ni aunque lo tenga ante lasmismísimas narices.

Cuando volví a la casa con layunta, ella y él estaban en la cocina.Se había echado sobre el camisónun mantón que le tapaba la cabeza;tenía en las manos un paraguas y suBiblia envuelta en un hule; y él,sentado en un balde puesto bocaabajo, encima del fogón, seguíachorreando.

—No le puedo sacar nada másque no sé qué de un pez —me dice

ella—. Es un castigo de Dios. Veoque Dios ha puesto su mano sobreeste niño para castigo y advertenciade Anse Bundren.

—No empezó a llover hastadespués que me marché —dice él—. Ya me había marchado. Yaestaba de camino. Y eso estaba allí,en el polvo. Usted lo ha visto. Cashiba a clavarla, pero usted lo havisto.

Cuando llegamos estabadiluviando; él hizo el camino

sentado entre nosotros dos, cubiertocon el mantón de Cora. Desde quese sentó allí no había vuelto a decirpalabra; Cora le tapaba con elparaguas. De cuando en cuando,Cora dejaba de salmodiar paradecir: «Es un castigo de Dios. Talvez esto le haga ver que el senderodel pecado no es precisamente elbueno».

Y luego volvía a su salmodia; éliba sentado entre nosotros dos, y seechaba algo hacia adelante, como si

las mulas no se dieran prisabastante para seguirle.

—Eso estaba allí, tirado porallí —dice—, pero la lluvia noempezó hasta después que cogí yme marché. Y si quiero, puedo ir yabrir las ventanas, pues Cash no lasha clavado entodavía.

Era ya bastante más demedianoche cuando pusimos elúltimo clavo, y casi apuntaba el díacuando llegamos a casa ydesuncimos la pareja y volvimos a

la cama; el gorro de dormir de Corayacía en una de las almohadas. Queme aspen si todavía entonces no meparecía estar oyendo la salmodia deCora o ver al muchachoinclinándose hacia adelante;sentado entre nosotros, como sifuera delante de las mulas; y aCash, dale que dale con la sierra, ya Anse, en pie, hecho un estafermo,como si fuera un buey que sehubiera hundido en una charca hastael corvejón y llegara por allí

alguien y lo arreglara, y, sinembargo, él no aprovechara laocasión.

Casi iba a romper el día cuandopusimos el último clavo y llevamosla caja adentro, adonde ella yacía;la ventana estaba abierta y la lluviale caía encima.

Por dos veces ha hecho la caja,y está tan muerto de sueño, queCora dice que su cara parece una deesas máscaras que se sacan porNavidad después de haberlas tenido

bajo tierra; hasta que por fin lametieron en la caja y la clavarondentro, para que él no pudiera abrirmás la ventana de la habitación deella. Y a la mañana siguiente lehallaron tumbado, en camisa,dormido sobre el suelo, como unbuey al que se ha dado la puntilla; yla tapa de la caja agujereada, llenade taladros, y el berbiquí nuevo deCash roto en el último taladro.Cuando levantaron la tapa, seencontraron con que dos de los

taladros habían llegado aagujerearle la cara.

Si esto es un castigo, no hayrazón para ello. Pues Dios NuestroSeñor tiene algo más que hacer queesto. Está obligado a hacerlo. Puesla única carga de Anse Bundren noha sido nunca más que la suyapropia. Y si la gente murmura, paramis adentros pienso que él, de nohaber sido como es, no hubierapodido soportar tanto.

No hay razón para tal castigo.

Que me parta un rayo si la hay. PuesÉl ha dicho: «Dejad que los niñosse acerquen a Mí», así que lo otrono es justo. Cora suele decir: «Hesoportado lo que Dios NuestroSeñor me ha dado. Lo he afrontadosin temor ni espanto, pues mi fe enel Señor siempre fue grande ysiempre me confortó y sostuvo. Sino tienes hijos, será porque elSeñor, en sus divinos designios, loha decretado así. Y mi vida es y hasido siempre como un libro abierto

a cualquier hombre o mujer de losque Él ha creado, pues confío enDios y espero su recompensa».

Reconozco que ella tiene razón.Reconozco que si hay un hombre ouna mujer en quien Él puedadescansar o confiar, no puede sernadie más que Cora. Y reconozcoque ella haría algunos cambios, seacual fuese la forma en que Él hayadispuesto las cosas. Y reconozcoque serían un beneficio de loshombres. Al menos habría que

admitirlos. Al menos podríamosconducirnos de este modo y obrarcomo es debido.

Darl

El farol está sobre un tocón. Esun farol herrumbroso, emporcadode grasa. Tiene uno de sus ladostiznado con una ascendente manchade hollín; su tubo roto arroja unaclaridad débil y deprimente sobrelos caballetes, sobre los tableros,sobre la tierra adyacente. Sobre elsuelo oscuro, las virutas semejanmanchas de un color suavementepálido pintadas en un lienzo negro.

Los tableros parecen tersos jironesarrancados a la chata oscuridad yhechos caer hacia atrás, rebatidos.

Cash se afana entre loscaballetes: va y viene, levanta ycoloca los tableros, que repercutencastañeteantes en el aire muerto,como si, una vez levantados, losdejara caer al hondón de un pozoinvisible, cesando los sonidos, masno desapareciendo, como si algúnmovimiento los desalojara del aireinmediato y resonaran

repetidamente. Se pone a aserrarotra vez. Su codo relumbra suave,pues una delgada hebra de fuegocorre a lo largo de los dientes de lasierra; hebra de fuego perdida yrecobrada con el vaivén de cadaviaje de la sierra, en continuaprolongación, de manera que lasierra parece ser de seis pies delarga, al entrar y salir de la siluetainútil y miserable de padre.

—Déme ese tablero —le diceCash—. Ése, no; el otro.

Deja la sierra y va y coge eltablero que desea, apartando apadre con la larga claridad que semece en el tablero al balancearse.

El aire huele a azufre. Sobre suimpalpable superficie, las sombrasse sitúan como sobre una pared;como si, al igual que los sonidos,no se alejasen mucho al caer, sinoque tan solo se coagulasen duranteun instante, inmediato y soñador.Cash, medio vuelto hacia la débilluz, trabaja que te trabaja,

agarrotando los músculos de una desus piernas y de su brazo, delgadocomo una vara; la cara hundida enla luz con arrobada y dinámicainmovilidad y puesta sobre su codoinfatigable. En el regazo del cielo,los relámpagos laten tímidamente; ycontra el cielo, los árboles,inmóviles, agitan hasta su rama máspequeña, hinchados, crecidos comocon rápida juventud.

Empieza a llover. Las primerasgotas caen broncas, espaciadas,

veloces; golpean impetuosamentelas hojas y caen al suelo con unlargo suspiro, como aliviadas deuna insoportable incertidumbre. Songrandes como postas; calientes,como si hubiesen sido disparadascon una escopeta; golpeanimpetuosamente el farol con unsiseo agorero. Padre levanta lacara; tiene la boca abierta; un cercohúmedo y negro de tabaco estáemplastado a lo largo de la base desus encías; desde el fondo del

asombro que expresa su bocaabierta le nacen, como fuera deltiempo, cavilaciones sobre estaúltima afrenta. Cash mira ahora alcielo, luego al farol. La sierra no seha parado, no ha roto el resplandorandante de sus dientes, que semueven como a impulso de unémbolo.

—Traiga algo para tapar elfarol —dice.

Padre se dirige a la casa. Lalluvia cae de golpe, sin que truene,

sin aviso de ninguna clase. Corre élhacia el porche. En un instante,Cash queda calado hasta los huesos.Sin embargo, el movimiento de lasierra no ha cesado, como si lasierra y el brazo funcionasen con latranquila convicción de que lalluvia fuera sólo ilusión delentendimiento. Ahora deja la sierray va y se agacha sobre el farol,cubriéndolo con su cuerpo. Suespalda aparece flaca y huesuda,bajo la empapada camisa, como si

se le hubiese vuelto del revés lacamisa y todo.

Padre vuelve. Lleva encima elimpermeable de Jewel y trae en lamano el de Dewey Dell. Cash, sindejar de proteger el farol, se echahacia atrás y recoge cuatro palos;los clava en tierra; le toma a padreel impermeable de Dewey Dell y lotiende sobre los palos, formando uncobijo para el farol.

Padre le está observando.—No sé qué es lo que vas a

hacer —dice—. Darl se llevó suabrigo.

—Pues mojarme —dice Cash.Y vuelve a empuñar la sierra; y

otra vez va y viene la sierra,adentro y afuera de esa inalterableimpenetrabilidad, lo mismo que semueve un pistón en el aceite; Cash,empapado de agua, huesudo,infatigable, tiene el cuerpo flaco yesbelto de un muchacho o de unviejo.

Padre le está observando.

Pestañea. Su cara chorrea agua. Yuna vez más vuelve a alzar los ojosal cielo con esa necia y cavilosaexpresión de afrenta y, aún más, devindicación, de quien no esperabatanto; de cuando en cuando rebulle,se mueve, flaco y chorreando agua,a recoger un tablero o unaherramienta, para dejarla otra vezen el suelo. Vernon Tull está ahífuera, y Cash se ha puesto elimpermeable de mister Tull, y él yVernon buscan la sierra. Al cabo de

un rato la encuentra en las manos depadre.

—¿Por qué no se mete en casa,a protegerse de la lluvia? —le diceCash.

Padre se le queda mirando; sucara chorrea agua lentamente, igualque si sobre una cara queesculpiera un artista salvaje eirónico fluyera la caricaturamonstruosa de la aflicción.

—Métase dentro —le dice Cash—. Yo y Vernon la terminaremos.

Padre se les queda mirando. Lasmangas del abrigo de Dewey leresultan demasiado cortas. La lluviadesciende por su rostro lentamente,como si fuera glicerina fría.

—No voy a escatimarla elmojarme —dice.

Otra vez se pone en movimientoy empieza a remover los tableros;recoge algunos y acaba pordepositarios luego cuidadosamente,como si fueran de cristal. Se acercaal farol y estira el impermeable que

lo protege, hasta que lo derriba; yCash va y se lo echa encima.

—Métase en casa —le diceCash.

Lleva a padre a casa y regresacon el impermeable y lo extiendesobre el cobijo del farol.

Vernon no ha dejado detrabajar. Mientras sierra, alza lavista.

—Eso debieras haberlo hechodesde un principio —le dice—. Yasabías que iba a llover.

—Es que tiene fiebre —diceCash.

Y se queda mirando al tablero.—¡Ah, sí! —dice Vernon—. De

todas formas, se habría empeñadoen estar aquí.

Cash enfila el tablero con lamirada. En el largo corte deltablero la lluvia repica enérgica,abundante, batalladora.

—Lo voy a cortar a bisel —dice.

—Eso te llevará más tiempo —

le dice Vernon.Cash coloca el tablero de canto;

por un momento Vernon se le quedamirando; luego le entrega el cepillo.

Vernon sostiene firme eltablero, mientras que Cash bisela elborde con el cuidado aburrido yminucioso de un joyero. Mister Tullsale al porche y llama a Vernon.

—¿Lleváis ya mucho hecho? —le dice.

Vernon no alza la vista.—No mucho; pero algo.

Ella se queda observando aCash, que está inclinado sobre eltablero. A medida que se mueve leda en el impermeable el túrgido ysalvaje resplandor del farol.

—Anda, baja y trae algunastablas del granero y acaba ya yentra a ponerte a cubierto de lalluvia —dice ella—. Os vais aquedar los dos tiesos.

Vernon no se mueve.—¿Oyes, Vernon? —dice ella.—Vamos a terminar pronto. En

menos que se dice.Mister Vernon se le queda

mirando un rato. Después entra denuevo en la casa.

—Si nos vemos en un aprieto,podremos coger algunas de esastablas —dice Vernon—. Ya teayudaría a ponerlas otra vez.

Cash deja el cepillo y enfila conla mirada el tablero, secándolo conla palma de la mano.

—Déme otro —dice a Vernon.Casi de madrugada para la

lluvia. Pero aún no es de díacuando Cash clava el último clavo,yergue su cuerpo entumecido ycontempla el ataúd, ya acabado; losdemás le están observando. A la luzdel farol, su rostro está quieto,caviloso; lentamente se restriega lasmanos en el impermeable, sobre laparte de las caderas, con un gestodeliberado, decisivo, desatisfacción. Entonces los cuatro —Cash y padre, y Vernon, y Peabody— levantan el ataúd hasta sus

hombros y se dirigen a la casa. Nopesa mucho, pero lo llevanlentamente; está vacío, pero loconducen con cuidado; carece devida, pero ellos se dicen unos aotros palabras de advertencia,hablando del ataúd como si, yaterminado, dormitara, ligeramentevivo, y pudiera despertar. Sobre elsuelo oscuro, sus pies andanpesados, torpes, como si, desdehace mucho, nunca hubieran andadosobre pisos. Lo depositan junto a la

cama.Peabody dice tranquilamente:—¿Y si tomáramos un

piscolabis? Ya casi está clareando.¿Por dónde anda Cash?

Ha vuelto a los caballetes. Otravez inclinado, al débil resplandordel farol, recoge sus herramientas ylas seca cuidadosamente con untrapo y las mete en su caja, quetiene una correa para llevarla alhombro. Después coge la caja, elfarol y el impermeable y vuelve a la

casa. Al remontar los escalones, sulánguida silueta se destaca sobre elpálido Oriente.

Para dormir en una habitaciónextraña, antes tienes que vaciarte.Pero ¿qué eres antes que te vacíespara dormir? Pero si te vacías paradormir, ya no eres nada. Y si tellenas de sueño, es que nunca hassido nada. Yo no sé qué soy. Ni sési soy yo o no lo soy. Jewel sabeque él es porque él no sabe lo queél no sabe, si es o no es. No puede

vaciarse para dormir, porque él noes lo que él es y él es lo que él noes. Desde más allá de la parte depared que no está iluminada, puedooír cómo la lluvia moldea el carronuestro; la carga que se cortó y seserró y que todavía no es dequienes la compraron ni nuestrayace sobre nuestro carro, es cierto,allí está, aunque sólo el viento y lalluvia la moldean para Jewel y paramí tan sólo, pues no estamosdormidos. Y puesto que el sueño es

no-ser y la lluvia y el viento sonque-fueron, el carro no es. Sinembargo, el carro es, pues si elcarro es fue, Addie Bundren nosería. Y Jewel es, de forma queAddie Bundren tiene que ser. Yentonces, yo tengo que ser, pues sino, yo no podría vaciarme paradormir en una habitación extraña.Así que si yo no estoy vacíotodavía es que yo soy.

Cuantísimas veces he estado acubierto de la lluvia bajo techo

ajeno, pensando en mi casa.

Cash

La he hecho en bisel.1. Así hay más superficie para

que agarren los clavos.2. Así hay doble superficie para

cada juntura.3. El agua tendría que colarse

oblicuamente. El agua se deslizacon más facilidad de arriba abajo uhorizontalmente.

4. Dentro de una casa la genteestá en pie las dos terceras partes

del tiempo. Es así porque lasjunturas y las uniones están hechasde arriba abajo. Porque la presiónviene de arriba abajo.

5. En una cama, en que la genteesté siempre acostadahorizontalmente, las junturas y lasuniones se hacen oblicuas, porquela presión es oblicua.

6. Tenemos:7. Un cuerpo no es cuadrado

como una traviesa.8. El magnetismo animal.

9. El magnetismo animal de uncuerpo muerto hace que la presiónactúe oblicuamente, de forma quelas junturas y las uniones de unataúd tienen que hacerse en bisel.

10. Es fácil ver en una tumbavieja que la tierra se hunde en bisel.

11. Mientras que en un hoyocorriente se hunde por el centro,pues la presión actúa de arribaabajo.

12. Por eso la he hecho en bisel.13. Un trabajo así tiene más

clase.

Vardaman

Mi madre es un pez.

Tull

Eran las diez cuando regresécon la yunta de Peabody atada a latrasera del carro. Ya habían sacadola tartana de donde Quick laencontró patas arriba, volcada en elcaz, a una milla del manantial. Laempujaron fuera del camino, juntoal manantial, y ya había allí lomenos una docena de carros. FueQuick quien la encontró. Ha dichoque el río está de crecida y que

sigue creciendo. Ha dicho que ya lacrecida ha alcanzado la señal másalta del pilar del puente; que esalgo nunca visto.

—Lo que es el puente no va aresistir tal cantidad de agua —ledije—. ¿Ha hablado alguien a Ansede lo que pasa?

—Yo se lo he dicho —dijoQuick—. Él dice que espera que loschicos lo sepan y que hayandescargado y que estén ya devuelta. Dice que ellos pueden

cargar y pasar.—Mejor sería que fuera y la

enterrara en New Hope —dijoArmstid—. El puente ese es muyviejo. Lo que es yo, no gastaríabromitas con él.

—Se le ha metido en la cabezaque tiene que llevarla a Jefferson—dijo Quick.

—Entonces, lo mejor será quevaya en cuanto pueda —dijoArmstid.

Anse nos recibe en la puerta. Se

ha afeitado, aunque no bien. Tieneuna gran cortadura en la mandíbula.Se ha puesto sus pantalones dedomingo y una camisa blanca con elcuello abotonado. Está suavementetirante sobre su joroba, haciéndolaparecer más grande que nunca, acausa del color blanco de lacamisa, y su cara también pareceotra. Ahora mira a la gente a losojos, dignamente, con cara trágica yde circunstancias, y nos choca lasmanos a medida que vamos

llegando al porche y mientras nosrestregamos los zapatos, un tantomolestos con nuestros trajesdomingueros, esos trajesdomingueros que crujen; no lemiramos a la cara cuando topamoscon él.

—Ha sido la voluntad de Dios—le decimos.

—Ha sido la voluntad de Dios.El chico ese no anda por allí.

Peabody nos ha contado que entróen la cocina y que se puso a llorar,

inquieto, y a arañar a Cora, queestaba preparándose para guisar elpescado ese, y que Dewey Dell leagarró y se lo llevó abajo, algranero.

—Y a mi yunta, ¿no le haocurrido nada? —me dice Peabody.

—Nada —le digo—. Ya les diun pienso esta mañana. Y a sutartana, tampoco parece haberleocurrido nada. En absoluto.

—Pero la culpa de esto la tienealguien —dice—. Daría con gusto

unas perras con tal de saber dóndeestaba el crío ese cuando mi yuntase soltó.

—Si es que algo se ha roto, yalo arreglaré —le digo.

La gente de faldas entra en lacasa. Se la puede oír hablar yabanicarse. Los abanicos hacen zis-zis-zis, y ellas charla que te charla,sonando sus palabras como elmurmullo de las abejas dentro de unpozal de agua.

Los hombres, parados en el

porche, hablan algo, sin mirarse losunos a los otros.

—¿Qué tal, Vernon?… ¿Qué tal,Tull? —dicen.

—Parece que va a llover.—Lo más seguro.—Pues sí, señor. Lloverá algo

más.—Y parece que pronto.—Y esto va a ir despacio. No

falla.Me voy a dar una vuelta a la

parte trasera de la casa. Cash está

tapando los agujeros que hizo en latapa de la caja. Está cortandotaruguitos para meterlos, uno a uno,de madera mojada y difícil detrabajar. Podría cortar una hojalatapara taparlos, y nadie se daríacuenta de nada. No tendría ningunaimportancia. Le he visto pasarseuna hora cortando un taruguito,como si fuese cristal lo que teníaentre manos, precisamente cuandocon solo darse una vuelta y recogerunos cuantos palitos y meterlos

estaría todo hecho.Cuando terminamos volví a la

parte delantera de la casa. Loshombres se habían apartado untantico de la casa, a sentarse en losextremos de los maderos y sobrelos caballetes en que estuvimoshaciendo la caja durante la pasadanoche; unos, sentados, y otros, encuclillas. Whitfield no ha llegadotodavía.

Dirigen sus ojos a mí, comointerrogándome.

—Ya casi está —les digo—.Ahora va a clavarla.

Mientras se ponen en pie, Ansese asoma a la puerta, a mirarnos, ynosotros volvemos al porche.Restregamos nuestros zapatos unavez más, con mucho cuidado,esperando que sea otro quien entreel primero, y sacudiéndonos lospies ante la puerta. Anse permaneceen el umbral, con mucha dignidad,con cara de circunstancias. Noshace señas para que entremos y nos

guía hasta la habitación.La habían colocado en la caja al

revés. Cash la ha construido enforma muy similar a la de un relojde pared, así:

Con todas sus junturas y unionesen bisel, bien cepilladas, tensascomo un tambor y primorosas cualun costurero; y la han puesto dentrocon la cabeza a los pies, para noarrugarla el vestido. Era su vestido

de novia, de mucho vuelo en lafalda, y la habían puesto así, con lacabeza a los pies de la caja, paraque el vestido pudiera extenderse, yla habían hecho un velo con untrozo de mosquitero, para que no sele vieran los agujeros del taladro ensu cara.

Al salir nosotros llegaWhitfield. Está empapado en agua ycubierto de barro hasta la cintura.

—Que la gracia de Diosdescienda sobre esta casa —dice

—. Llego tarde porque el puente seha ido con la riada. Tuve que bajarhasta el viejo vado y, con la ayudade Dios, pude pasarlo a nado, sobremi caballo. Que la gracia de Diossea en esta casa.

Volvemos a los caballetes y alos troncos para sentarnos oacurrucamos.

—Ya sabía yo que se lollevaría el agua —dice Armstid.

—Estaba durando ya mucho esepuente —dice Quick.

—Querrá usted decir que Dioslo conservaba allí —dice el tíoBilly—. En veinticinco años no séque haya habido nadie que tuvieraque arreglarlo.

—¿Y desde cuándo ha estadoahí el puente, tío Billy? —diceQuick.

—Lo levantaron, lo levantaronen…; espera…, fue en milochocientos ochenta y ocho —diceel tío Billy—. Me acuerdo de elloporque el primer hombre que lo

pasó fue Peabody, que tuvo quevenir a mi casa al nacer Jody.

—Si lo hubiera tenido quepasar cada vez que tu mujer pariódesde entonces, ya se habríagastado el puente mucho antes deesto, Billy —dice Peabody.

De pronto lanzamos unacarcajada; luego nos sosegamos.Nos miramos a hurtadillas, concierto disimulo.

—Montones de gente lo hanpasado que no pasarán ya más

puentes —dice Houston.—Cierto —dice Littlejohn—.

Así es.—Lo que es cierto es que hay

una más que no los pasará —diceArmstid—. Habrá que echarle dedos a tres días para llevarla a laciudad en el carro. Y para llevarlaa Jefferson y volver tendrán queechar lo menos una semana.

—¿Y por qué se le ha metido enla cabeza a Anse el llevarla aJefferson, sea como sea? —dice

Houston.—Se lo prometió a ella —le

digo—. Ella lo quería así. Procedíade allí. Reinaba en ello.

—También Anse reina en ello—dice Quick.

—Vaya, hombre —dice el tíoBilly—. Es como si un hombre quenunca ha dado importancia a nadase empeñara en hacer algo enperjuicio de todos sus conocidos.

—Bueno, bueno; Dios dirá sihan de pasar ahora el río en

cuestión. ¿No, Anse? —dicePeabody.

—Creo que Dios querrá —diceQuick—. Desde hace mucho estáprotegiendo a Anse, vaya.

—Cierto, cierto —diceLittlejohn.

—Ha pasado demasiado tiempopara que ahora lo deje abandonado—dice Armstid.

—A mí me parece que Dios sehalla en la misma situación quetodos los de por aquí —dice el tío

Billy—. Hace tanto que Dios le estáayudando, que ahora no leabandonará.

Cash sale. Se ha puesto unacamisa limpia; su pelo, mojado,está peinado suavemente sobre sufrente, suave y negro, como si se lohubiese pintado en la cabeza. Seacuclilla torpemente entre nosotros;le observamos.

—¿Es que te hace daño estetiempo? —dice Armstid.

Cash no dice nada.

—Un hueso roto siempre sesiente —dice Littlejohn—.Cualquiera que tenga un hueso rotopuede decir lo que va a venir.

—Y menos mal que Cash sólosalió de aquello con una pierna rota—dice Armstid—. Con las mismashubiera podido quedarse inútil. ¿Yte caíste de muy alto, Cash?

—Pues de veintiocho pies ycuatro pulgadas y media, o así —dice Cash.

Me voy junto a él.

—Cualquiera puede dar untraspié cuando está sobre unandamio mojado —refiere Quick.

—La cosa va mal —le digo—:Pero tú no podrás remediarlo.

—Y todo es por esascondenadas mujeres —dice—. Lahe hecho para que le esté ajustada.La he hecho con arreglo a lo quepesa y mide.

Sí para que la gente caigabasta con unos andamias mojados,no pocos van a caerse en un

santiamén.—Pero tú no podrás remediarlo

—le digo.No me preocupa el que la gente

se caiga. Lo que me importa es elalgodón y el trigo.

Tampoco a Peabody le importaque la gente se caiga. ¿Qué medice a eso, doctor?

Así es. Lo que es el campo, esesí que va a quedar completamentelavado. Parece que siempre va aocurrirle algo.

Eso es lo que parece. Eso es loque da valor a las cosas. Si nuncaocurriera nada y todo el mundohiciera una gran cosecha siempre,¿cree usted que valdría la pena deser labrador?

Bueno; que me maten si es quea mí me gusta ver mi labordestruida por la riada, una laborque tantos sudores cuesta.

Así son las cosas. A nadie leimportaría un comino verdiluviados sus campos, si, llegado

el caso, pudiera revolverse contrala lluvia.

Pero ¿es que hay un hombreque pueda hacer eso? ¿De quécolor tiene los ojos de la cara?

Pues claro. Dios es el que haceque las cosas crezcan. Y Él esquien inunda los campos cuando leparece.

—Pero tú no podrás remediarlo—le digo.

—La culpa la tienen esascondenadas mujeres —me dice.

Dentro de la casa, las mujeresempiezan a cantar. Nada másempezar, sus voces comienzan aaumentar, a medida que vanentrando en faena; y nosotros,entonces, nos levantamos ydirigimos a la puerta, quitándonoslos sombreros y escupiendo alsuelo nuestro tabaco de mascar.Pero no entramos. Nos quedamosante el escalón de entrada,vacilantes, con los sombreros ennuestras manos, indecisas, puestas

delante o atrás. Y permanecemosquietos, con un pie avanzado y conla cabeza gacha, mirando ahurtadillas, ya a los sombreros quetenemos en las manos, o al suelo, o,de cuando en cuando, al cielo, obien a nuestras caras, graves,serias, de circunstancias.

El cántico termina; las vocestiemblan y desaparecen con untrémolo empalagoso y moribundo.Ahora le toca a Whitfield. Su voz esmás grande que él. Como si no

fuera suya. Como si él y su vozfueran cosas diferentes quevadearan juntas el río, montadas encaballos también diferentes, y quehubieran entrado en la casa: la una,salpicada de barro; la otra, ni tansiquiera mojada, triunfante, aunquetriste. Dentro de la casa, alguien,una mujer, comienza a sollozar.Llora como si sus ojos y su voz sele hubieran metido dentro delcuerpo, a escuchar. Cambiamos depostura, para apoyarnos sobre la

otra pierna; nuestras miradas secruzan, pero hacemos como si no.

Whitfield, al fin, deja de cantar.Otra vez, las mujeres cantan. Estátan cargada la atmósfera, que escomo si sus voces salieran del airey en él volaran juntas con tristes yconsoladoras modulaciones. Ycuando cesan, parece como que nohan desaparecido. Como siacabasen de desaparecer en el aire,de forma que, si nos moviéramos,pudiéramos perderlas nuevamente

en el nuevo aire. Tristes yconsoladoras modulaciones. Ya hanterminado. Nos ponemos lossombreros. Nuestros movimientosson torpes, como si nunca anteshubiésemos usado sombrero.

Ya de camino, Cora siguecantando: «Acato a mi Dios yacepto la recompensa que Él medé». Canta ella, sentada en el carro,con el mantón echado por loshombros y con el paraguas abierto,tapándose con él, aunque ya no

llueve.—Ella se ha ganado la suya —

le digo—. Esté donde esté, ya se haganado su recompensa, con soloverse libre de Anse Bundren.

Tres días ha tenido que pasarahí metida, en esa caja, esperandoa que Darl y Jewel acabasen devolver a casa y cogieran otrarueda nueva y regresen a donde elcarro se había quedado parado, enla zanja.

«Llévate mi yunta, Anse», le

dije.«Esperamos a la nuestra —me

dijo—. Así lo quiere ella».Siempre fue una mujer muy

especial.Al tercer día regresaron y la

cargaron en el carro y se pusieronde camino, pero ya era demasiadotarde.

«Tendréis que prepararos adar un buen rodeo por el puente deSamson. Eso os va a suponer undía hasta que lleguéis allí. Y desde

allí os quedan unas cuarentamillas hasta Jefferson. Llévate miyunta, Anse».

«Esperamos a la nuestra. Asílo quiere ella».

A una milla, más o menos, denuestra casa le vimos; estabasentado a la orilla de una charca.Que yo sepa, jamás ha habido unpez en ella. Se volvió a mirarnos,con sus ojos redondos y quietos,sucia la cara. Tenía la caña depescar entre sus rodillas. Cora

seguía cantando.—Éste no es buen día para

pescar —le dije—. Anda, vente acasa con nosotros, y yo y túbajaremos al río mañana, muytempranito, a pescar.

—Aquí dentro hay uno —dijo—. Dewey Dell lo ha visto.

—Anda, ven con nosotros. Esmucho mejor sitio el río.

—Pero él está aquí dentro —dijo—. Dewey Dell lo ha visto.

«Acato a mi Dios y acepto la

recompensa que Él me dé», cantabaCora.

Darl

—No es tu caballo quien se hamuerto, Jewel —le digo.

Va tieso sobre el asiento,echado un tanto para delante, con laespalda envarada. El ala de susombrero, que está empapada deagua, se le ha desprendido delcasquete por dos sitios y le cuelgadelante de su cara de palo, de formaque, agachada la cabeza, vamirando por la brecha como se mira

bajo la visera de un yelmo; y tiendela mirada por el valle hasta elgranero, que se recuesta en elcostado del morro: evoca a sucaballo invisible.

—¿Los ves? —le digo.Arriba, sobre la casa,

destacándose en el cielo, querápidamente se ennegrece, seciernen ellos trazando círculos cadavez más pequeños. Desde aquí noson más que unas motasimplacables, pacientes, agoreras.

—Te digo que no es tu caballoquien se ha muerto.

—Vete al infierno —me dice—.Que te vayas al infierno, te digo.

No puedo querer a mi madre,pues no tengo madre ninguna. Lamadre de Jewel es un caballo.

Impasibles, los grandeszopilotes se ciernen con círculosascendentes, y las nubes les prestanuna engañosa ilusión de retroceso.

Impasible, envarado, con carade palo, se imagina al caballo

parado en seco, como un halcón,con las alas desplegadas en gancho.

Nos están esperando,preparados ya para transportar lacaja; le están esperando.

Entra en la cuadra y aguarda aque el caballo le tire una coz parapoder colarse por detrás y subirse ala artesa y aguarda allí, y, antes desubirse al sobrado, escudriñar porencima del remate de los tabiqueshacia el sendero desierto.

—¡Vete al infierno! ¡Que te

vayas al infierno, te digo!

Cash

—No podrá guardar elequilibrio. Si queréis llevarla ahombros y guardar el equilibrio,tendréis que…

—¡Arriba! ¡Vamos,condenados, arriba!

—Le estoy diciendo que no lapodrán llevar a hombros y que noguardará el equilibrio a menosque…

—¡Vamos, arriba! ¡Condenados

del demonio! ¡Si es que todavía osquedan reaños, arriba!

No podrá guardar el equilibrio.Si es que quieren llevarla ahombros y guardar el equilibrio,tendrán que…

Darl

Por entremedias de nosotrosinclina su cuerpo sobre la caja: delas ocho manos, dos son suyas.Oleadas de sangre le suben a lacara. Y, en los intervalos, su carnetiene un aspecto verdusco, bastantesemejante a ese color verdeuniforme, denso y mortecino, de larumiadura de la vaca; con el rostrosofocado, rabioso, enseña losdientes.

—¡Vamos, arriba, si es quetodavía os quedan reaños!

La levanta por uno de loscostados tan inesperadamente, quetodos los demás saltamos paraagarrarla y equilibrarla, antes quela vuelque por completo. Duranteun instante, la caja ofreceresistencia; diríase que unaresistencia voluntaria, como si ensu interior el cuerpo de la difunta,delgado como una vara, conservarafuriosamente, pese a estar muerta,

cierto pudor y tratara de ocultar unavestidura manchada que no habíapodido evitar que le manchara elcuerpo. Y entonces, la caja,irguiéndose bruscamente, se liberaa sí misma, como si la demacracióndel cuerpo de la difunta hubieseañadido levedad a las tablas, ocomo si ella, al ver que la vestiduraestaba en peligro de serlearrancada, se precipitara de prontoen pos de ella, con un vuelcoapasionado que naciese de su

propio deseo y necesidad. La carade Jewel se pone completamenteverde y puedo oír el roce de sualiento en los dientes.

Sacamos la caja por el zaguán,pisando ruda y zafiamente lossuelos, en dirección a la puerta,moviéndonos con torpes pasos.

—Aguantad un minuto —dicepadre, antes de soltarse.

Se vuelve a empujar la puerta yechar la llave. Pero Jewel no quiereaguardar.

—Sigamos —dice con esa vozsuya, sofocada—. Vamos.

La bajamos cuidadosamente porlos escalones. Avanzamos con lacabeza torcida, respirando por laboca para no hacerlo por la nariz;la mantenemos en equilibrio, comosi se tratara de algo infinitamenteprecioso. Sendero abajo nosdirigimos a la ladera.

—Es mejor que le esperemos—dice Cash—. Así no puede irequilibrada. Vamos a necesitar otra

mano al llegar al cerro ese.—Pues suéltate —le dice

Jewel.No quiere que nos paremos.

Cash empieza a quedarse atrás,esforzándose por seguirnos,respirando con dificultad. Porúltimo, se queda distanciado. Jewelaguanta ahora él solo toda la partedelantera, así que la caja,basculando a medida que el senderobaja, empieza a escapársenos y adeslizarse por el aire, como un

trineo sobre una nieve invisible, yhuye suavemente de la atmósfera, enla que todavía se advierte la huellade su forma.

—Aguarda, Jewel —le digo.Pero no quiere aguardar. Casi

ha echado a correr, y Cash está muyatrás. Se me antoja que la parte queyo aguanto solo carece de peso,cual si navegara como una pajalanzada a la marea furiosa de ladesesperación de Jewel. Y nisiquiera la tocó cuando, en una

revuelta, la deja pasar por encimade sí, la hace oscilar, y, de un solomovimiento, la para y la depositaen el interior del carro; luegovuelve hacia mí su cara arrebatadade coraje y desesperación.

—Vete al infierno. Que te vayasal infierno, te digo.

Vardaman

Vamos camino de la ciudad.Dewey Dell dice que no lo quierevender, porque pertenece a SantaClaus, y solamente se lo ha quedadohasta la próxima Navidad. Yentonces volverá al escaparate, abrillar y a esperar.

Padre y Cash bajan por laladera del cerrete; pero Jewelcamina hacia el granero.

—Jewel —le dice padre.

Pero Jewel no se para.—¿Adónde vas? —le dice

padre.Pero Jewel no se para.—Anda, deja ese caballo aquí

—le dice padre.Jewel se para; mira a padre.Los ojos de Jewel parecen dos

canicas.—Vamos todos en el carro, con

madre, como ella quería.Pero mi madre es un pez.

Vernon lo ha visto. Estaba él allí.

—La madre de Jewel es uncaballo —tiene dicho Darl.

—Pues entonces la mía puedeser un pez, ¿verdad, Darl? —ledije.

Jewel es hermano mío.—Pues entonces también la mía

tiene que ser un caballo —le dije.—¿Y por qué? —dijo Darl—.

Si padre es tu padre, ¿por qué tieneque ser tu madre un caballo?¿Porque lo sea la de Darl?

—¿Y por qué lo es? —le dije

—. ¿Por qué es un caballo?Darl es hermano mío.—Y entonces, ¿qué es tu madre,

Darl? —le dije.—Yo nunca tuve madre ninguna

—dijo Darl—. Pues si la he tenido,fue. Y si fue, es que ya no puede seres. ¿O es que puede?

—No —le dije.—Entonces, yo no existo —dijo

Darl—. ¿Existo yo?—No —le dije.Yo sí existo. Darl es hermano

mío.—Pero tú existes, Darl —le

dije.—Ya lo sé —dijo Darl—. Por

eso digo que yo no soy. De otramanera, supondría mucho decir deuna mujer que ha parido como unayegua.

Cash viene con su caja de laherramienta. Padre se le quedamirando.

—Cuando volvamos mequedaré en casa de Tull —dice

Cash—. Tendré que ocuparme deltejado de ese dichoso granero.

—Eso no está nada de bien —ledice padre—. Eso sería un insultodeliberado contra tu madre y contramí mismo.

—¿Es que prefieres hacerlevenir hasta aquí y que luego lleve laherramienta hasta casa de Tull apie? —le dice.

Padre se le queda mirando aDarl, mascullando. Padre se afeitaahora todos los días, porque mi

madre es un pez.—Eso no está nada bien —dice

padre.Dewey Dell lleva un envoltorio

en la mano. También trae la cestacon nuestra comida.

—¿Qué traes ahí? —le dicepadre.

—Las tortas de mistress Tull —dice Dewey Dell, subiendo al carro—. Me ha encargado que se laslleve a la ciudad.

—Eso no está nada de bien —

dice padre—. Es un insulto a ladifunta.

Se va a quedar allí. Se va aquedar allí, lo dice ella, hasta quellegue Navidad, brillando en la vía.Ella dice que él no lo venderá aningún chico de la ciudad.

Darl

Va al granero; entra en lacorraliza, con la espalda envarada.

Dewey Dell lleva la cesta en unbrazo y en una de las manos traealgo cuadrado y envuelto en unpapel de periódico. Su cara estátranquila y seria, con ojos cavilososy vigilantes; dentro de ellos llego aver la espalda de Peabody comodos guisantes redondos en dosdedalitos; tal vez, en la espalda de

Peabody hay dos de esos gusanosque se afanan en uno subrepticia yenérgicamente, y que salen al otrolado, y entonces te despiertas depronto del sueño o de la vigilia,saliendo a la cara con unaexpresión repentina, intensa, depreocupación.

Coloca la cesta en el carro ysalta adentro: su pierna queda aldescubierto de su vestido estrecho,palanca que mueve al mundo;calibre que mide la vida a lo largo

y a lo ancho. Se sienta en el banco,al lado de Vardaman, y coloca elpaquete en su regazo.

Ahora entra él en el granero. Nose ha vuelto a mirarnos.

—Eso no está nada de bien —dice padre—. No le hubieracostado mucho hacerlo por ella.

—Pues, anda, largo —diceCash—. Que se quede, si quiere.Ahí es donde debe estar. Puede quese vaya a casa de Tull y se quedeallí.

—Nos alcanzará —le digo—.Irá por el atajo y tropezará connosotros en la senda de Tull.

—Si le hubiese dejado —dicepadre—, se hubiera ido, con elcaballo, esa mala bestia deldemonio, más salvaje que un gatomontes. Un insulto deliberadocontra ella y contra mí mismo.

El carro echa a andar; las orejasde las mulas empiezan a moverse.

A espaldas de nosotros, porencima de la casa, en lo alto, sin

aletear, describiendo grandescírculos ascendentes, disminuyen,desaparecen.

Anse

Le dije que no trajera el caballoese, por respeto a su difunta madre;pues no estaría nada de bien verleir corcoveando, montado en eseendiablado caballo de circo, entanto que ella espera que estemostodos sentados en el carro,haciéndola compañía, pues ella losha puesto en el mundo. Pero todavíano habíamos hecho más que pasarpor la senda de Tull, cuando Darl

se echó a reír. Ahí se está, sentadoen el banco, al lado de Cash, y sumadre muerta metida en ese ataúdque está a sus pies; y ríe. No sécuantas veces le tengo dicho quecon esas cosas que hace da quehablar a la gente. Eso es lo que ledigo. Me importa mucho lo que lagente dice de los que llevan misangre, aunque a ti no te importe, yaunque sea yo el padre de todo eseendiablado bando: si tú tecomportas de modo que la gente se

fije en ti, te digo que sobre quienrecae todo es sobre tu madre, nosobre mí; yo soy un hombre y puedoaguantarlo; pero debieras pensar enlas mujeres de tu casa, en tu madrey en tu hermana. Luego me vuelvo amirarle: ahí se está, riendo.

—No pretendo que me respetesa mí —le digo—. Pero que aún noesté fría tu propia madre en suataúd, y que tú…

—Mira allá —dice Cash,señalando con su cabeza en

dirección al sendero.El caballo está todavía bastante

lejos, aunque sube a buen paso; elcaso es que no necesito que medigan de qué se trata. Y al instantemiro atrás, a Darl, que ahí se está,riendo.

—He hecho lo que he podido—digo—. He tratado de hacer loque ella habría deseado. Dios meperdonará y disculpará la conductade los que Él me dio.

Pero Darl, sentado en el

banquillo de madera, casi encimade donde ella reposa, ríe, ríe.

Darl

Sube a toda prisa por elsendero, pero nosotros estamos atrescientas yardas de la boca delcaballo cuando llega al camino; elbarro revolotea bajo el aleteo delas pezuñas. Ágil y erguido sobre lasilla, afloja ahora el paso delcaballo, que chapotea en el barro.

Tull se halla en la corraliza.Nos mira; alza la mano. Seguimosnuestro camino: rechina el carro,

murmura el barro entre las ruedas.Vernon continúa allí, en pie. Sequeda mirando a Jewel cuandopasa; el caballo, a trescientasyardas de nosotros, camina con untrote ligero. Seguimos nuestrocamino con un movimiento tansoporífero, tan soñoliento, queavanza tan poco, que solo eltiempo, y no el espacio, parece irdecreciendo entre nosotros y elcaballo.

La carreta da las vueltas en

ángulos rectos; la señal que lasruedas dejaron el domingo pasadohan desaparecido ya: no son másque una lisa escoriación roja que seinterna serpenteante entre los pinos.Un poste indicador dice con letrasborrosas: «A New Hope Church,tres millas». Señala como si fuerauna mano inmutable que surgiera dela profunda desolación del Océano;más allá del poste, el rojizo caminose extiende como un radio de ruedaque tuviera como calce a Addie

Bundren; vacío y liso, se desenrollabajo las ruedas del carro; el blancoposte indicador se queda atrás consu tranquila afirmación desteñida.Cash, sosegadamente, va mirando elcamino; cuando pasamos el postevuelve la cabeza, como si fuera lade una lechuza; lleva cara decircunstancias. Padre, encorvado,mira completamente al frente.

También Dewey Dell mira alcamino; luego se vuelve hacia mí, aobservarme con ojos insolentes

durante un instante desagradable,sin que asome a ellos aquellapregunta que hubo en los de Cash.El poste indicador ya queda atrás;el camino sigue desenrollándoseuniforme. Dewey Dell vuelve lacabeza. El carro sigue rechinando.

Cash escupe en la rueda.—De hoy en dos días empezará

a oler —dice.—Debieras decírselo a Jewel

—le digo. Ahora está parado en elcruce, montado en el caballo,

derecho, observándonos, no menostieso que el poste indicador, frentea él, levanta su borrosacapitulación.

—El carro no está encondiciones para un viaje largo —dice Cash.

—Dile eso también —le digo.El carro sigue rechinando.Una milla más arriba nos

adelanta; el caballo, enarcado élcuello, frenado para que ande alpaso ligero. Va sentado ágilmente

sobre la silla, derecho, seguro, concara de palo, con el sombrero rotoe inclinado sobre la cara con unaire fanfarrón. Nos adelanta ligero,sin mirarnos, conduciendo elcaballo, cuyas pezuñas chapoteanen el barro. Una salpicadura debarro sale despedida y cae sobre lacaja. Cash se inclina hacia adelante,saca una herramienta de su caja yquila cuidadosamente lasalpicadura. Pasado va Whiteleaf,donde los sauces se inclinan

bastante, arranca una rama yrestriega la mancha con las hojashúmedas.

Anse

Estas tierras resultan duras paracualquiera; resultan duras. Ochomillas del sudor de uno, limpiadasde la tierra de Dios, de donde elmismísimo Dios le había ordenadoque sudase. En ninguna parte deeste mundo pecador puede unhombre honrado y trabajador sacarnada de provecho. Los que sebenefician son esos que tienen lastiendas en las ciudades, que no

sudan, que viven a costa de los quesudan. No los que trabajan de firme,no el labrador. A veces mepregunto por qué seguimos en ello.Porque se nos recompensará en loalto, donde ellos no podrán llevarsus motores y demás cosas. Allítodos los hombres seremos iguales,y Dios tomará de los que tienenpara dar a los que no tienen.

Pero hasta que eso ocurra tieneque pasar mucho tiempo, al parecer.No está bien que uno tenga que

ganarse la recompensa de su buenaconducta haciéndose polvo unomismo y la difunta de uno.

Hemos caminado lo quequedaba de día, y, al oscurecer,hemos llegado a lo de Samson;también allí se habían llevado lasaguas el puente. Jamás han visto unariada tan grande, y eso que todavíano ha dejado de llover. Los viejosde por aquí dicen que es cosa nuncavista, y jamás han oído, en lo querecuerdan, que haya ocurrido cosa

semejante. Soy un elegido de Dios,pues Él castiga a aquel a quien Élama. Pero que me aspen si es queÉl no ha escogido, por lo que se ve,una manera harto extraña dedemostrar su amor.

Pero ahora ya podréponérmelos, los dientes. Será unacomodidad. Lo será.

Samson

Ocurrió poco antes de ponerseel sol. Estábamos sentados en elporche cuando llegó el carro hastaaquí arriba, cinco dentro de él, y elotro, detrás, a caballo. Uno de ellossaludó con la mano pero dejaronatrás la tienda, sin pararse.

—¿Quién es ése?—No llego a recordar su

nombre. Es el mellizo de Rafe.Seguro que es él —dice

MacCallum.—Es Bundren, el de allá abajo,

pasada New Hope —dice Quick—.Jewel va montado en uno de loscaballos que trajo Snopes.

—No sabía que todavía quedaraun caballo de esos —diceMacCallum—. Pensé que vosotros,los de allá abajo, habíaisrenunciado ya a ellos.

—Anda, trata de hacerte conese —dice Quick.

El carro seguía su camino.

—Apuesto a que el viejo Lonno se lo ha dado —digo.

—Claro que no —dice Quick—. Se lo compró a mi padre.

El carro seguía su camino.—…no deben de saber nada del

puente.—Pero, aun así, ¿qué hacen por

aquí? —dice MacCallum.—Puede que se hayan tomado

unos días de descanso, después dedar tierra a su mujer —dice Quick—. Me pienso que van a la ciudad;

el puente de Tull también se lollevó la riada. Me extraña que nosepan nada de lo del puente.

—Pues van a tener que echar avolar —digo—. No creo que hayaningún otro puente desde aquí aMouth of Ishatawa.

Llevan algo en el carro. Perocomo Quick ha estado en el funeralhace cosa de tres días, nosotros,naturalmente, no pensábamos másque ellos habían salido de casa muytarde, sin saber nada de lo del

puente.—Sería lo mejor que los

llamases —dice MacCallum.Que me aspen si no tengo su

nombre en la mismísima punta de lalengua.

Quick los ha llamado. Se hanparado. Quick ha ido hasta el cerroy les ha hablado.

Viene con ellos.—Van a Jefferson —dice—.

También se ha llevado la riada elpuente de Tull.

Como si nosotros no losupiéramos. En su cara, cerca delas ventanas de la nariz, se veíaalgo raro. Acababan de sentarseahí: Bundren, la chica y el peque,en el banquillo y Cash y el segundo,del que tanto comenta la gente, enuna tabla de la parte de atrás; y elotro, montado en su caballomanchado. El caso es que puedeque ya se hayan hecho a ello, puescuando le dice a Cash que parapasar tendrían que volverse aNew

Hope y que era lo que más lesconvenía, terminó por decir:

—Cuento con que podremosllegar.

No me gusta ser entremetido. Loque yo digo es que cada cual se lascomponga como pueda. Perodespués de haber hablado conRachel de que no habían tenidoquien la pudiera embalsamar,estando como estamos en el mes dejulio, volví abajo, al granero, conánimo de charlar con Bundren de

este asunto.—Se lo he prometido —dice—.

Se le había metido en la cabeza.Estoy sorprendido de cómo un

perezoso como él, un hombre queodia el ponerse en movimiento, seempeña en seguir adelante, ahoraque se ha puesto en camino, yprecisamente la misma persona quesiempre quiere estar quieta; parececomo si lo que odia no es elponerse en movimiento, sino elechar a andar o el pararse. Y es

como si se enorgulleciera de queparezca difícil ponerse enmovimiento o estarse quieto. Ahí seestá, sentado en el carro, engibado,pestañeando, mientras nos oyereferir lo aprisa que se hundió elpuente y lo alta que era la crecidadel río; que me aspen si no pareceenorgullecerse de todo eso, como sihubiese sido precisamente él lacausa de la crecida.

—Entonces, ¿tú dices que jamáshas visto una crecida como esta? —

me dice—. Dios lo ha querido —dice—. Me parece que tampocomañana por la mañana disminuirá lariada —dice.

—Harían bien en quedarse aquíesta noche —le digo— y salirmañana temprano para New Hope.

Lo sentía por ellas, las pobresmulas, que estaban en los huesos. Ylo que digo es lo que dije a Rachel:«Mira, ¿te habría parecido bien quelos dejara de noche y a ocho millasde casa? ¿Qué otra cosa hubiera

podido hacer?», eso es lo que yodigo. «Total, no va a ser más queuna sola noche y ellos la llevarán algranero y, además, se pondrán encamino en cuanto amanezca». Y poreso les digo. «Quédense aquí estanoche y mañana temprano podréisvolver a New Hope. Dispongo desuficientes herramientas, y loschicos pueden ponerse en faenadespués de la cena, para enterrarlay acabar pronto», y en ese momentoveo que la chica me está

observando. Si sus ojos hubiesensido pistolas en vez de ojos, ahorano lo contaría. Que me entierren, sies que no me quemaban sus ojos. Elcaso es que, cuando bajé al graneroy me uní a ellos, estaba ellahablando, y ni cuenta se dio de queestaba yo allí.

—Usted se lo prometió —ledice ella—. No se habría ido deeste mundo hasta contar con esapromesa. Pensaba que podríaconfiar en usted. Si no lo hace, la

maldición caerá sobre usted.—No existe quien pueda decir

que no quiero cumplir la palabradada —dice Bundren—. Cualquierapuede leer dentro de mi corazón.

—No me importa nada tucorazón —le dice ella.

Lo decía con un murmullo,como quien dice; hablaba de prisa.

—Se lo prometió. Se lo tieneprometido. Usted…

Entonces vio que yo estaba allí,parado, en pie. Si sus ojos hubiesen

sido pistolas, ahora no lo contaría.Así que, cuando le hablé de

ello, va y dice:—Se lo tengo prometido. Se le

había metido en la cabeza.—Pero, es un parecer, yo creo

que ella preferiría tener a su madreenterrada cerca, pues así podrá…

—Es Addie, a quien se lo tengoprometido. Se le ha metido en lacabeza.

Así que tuve que decirles que lallevaran al granero, pues estaba

amenazando lluvia otra vez, y quela cena ya casi estaba lista. El casoes que ellos no quisieron entrar.

—Se lo agradezco —diceBundren—. No quisiéramosmolestarle. Llevamos alguna cosillaen la cesta. Nos arreglaremos coneso.

—Pues bien —le digo—: Siustedes son tan especiales con lasmujeres de su casa, también lo soyyo con la de la mía. Y si alguienllega a mi casa a la hora de sentarse

a la mesa y no lo hace, mi mujer lotomará como un insulto.

Así que la chica fue a la cocinaa ayudar a Rachel. Y entonces,Jewel va y se me acerca.

—Natural —le digo—. Ve ysácalo tú mismo del henil. Una vezque hayas echado su pienso a lasmulas, puedes atiborrarlo.

—Prefiero pagarle lo delcaballo —me dice.

—¿Pagar? ¿El qué? —le digo—. A nadie le escatimo el pienso

de un caballo.—El caso es que prefiero

pagarle —me dice.Pensé que se refería a algo

especial.—¿Por algo especial? —le digo

—. ¿Es que no come heno ycebada?

—Sí, en cantidad mayor que losdemás —me dice—. Siempre leecho algo más de lo que escostumbre, y no quisiera tener queagradecerlo a nadie.

—Pues no seré yo quien tevenda nada —le digo—. Y si esque puede comerse todo lo que hayen el henil, descuida, ya te ayudarémañana por la mañana a cargar elgranero entero en el carro.

—Nunca he tenido queagradecer nada a nadie —me dice—. Prefiero pagar lo que sea.

Tuve en la punta de la lengua eldecirle que si hiciera uso de mispreferencias, no habría estado élaquí ni tanto así. Pero el caso es

que voy y le digo:—Ya es tiempo de sobra para

que empiece. Además, ni pensarque yo te venda nada.

Cuando Rachel tuvo hecha lacena, ella y la chica fueron apreparar donde dormir. Peroninguno de ellos había llegado aún.

—Ya lleva muerta tiemposuficiente para dejarse de tonterías—es lo que yo digo.

Pues yo siento tanto respetocomo el que más delante de un

muerto, pero también hay querespetar a los muertos; y si unamujer ha estado durante cuatro díasmetida en una caja, la mejor manerade respetarla es darle tierra lo másaprisa que se pueda. Pero no, noharán caso.

—Eso no estaría nada de bien—dice Bundren—. Claro que si loschicos se quieren ir a dormir, noimporta; puedo quedarme solo conella. No la voy a escatimar esto.

Así que cuando volví abajo, allí

se estaban en cuclillas sobre elsuelo, alrededor del carro, todos.

—Por lo menos, dejad que elpeque venga a casa a echarse unsueño —les digo—. También túharías bien en venir —le digo a lachica.

No era mi intención meterme ensus cosas. Que yo supiese, jamás lehabía hecho nada malo a ella.

Le han hecho una cama en laartesa de uno de los departamentosvacíos de la cuadra.

—Bueno, entonces ven tú —ledigo a ella.

Pero ella, ni replicar. Allí seestán, sentados en cuclillas. Apenassi se los distingue.

—Y a todo esto, ¿qué me decís,muchachos?

—Les digo. —Mañana vais atener un día de abrigo.

Al cabo de un rato, dice Cash:—Gracias. Ya nos las

arreglaremos.—No quisiéramos tener que

agradecer nada —dice Bundren—.Muchas gracias, de todas maneras.

Así que los dejé allí, sentadosen cuclillas. Me hago cargo de quedespués de cuatro días ya estabanacostumbrados a ello. Pero Rachelno se lo hacía.

—Esto es un insulto —dice—.Un insulto.

—¿Y qué va a hacer él? —ledigo—. Se lo tiene prometido aella.

—¿Y quién está hablando de él?

—me dice—. ¿Quién le ha mentadosiquiera? —dice, llorando—. Loúnico que deseo es que tú y todoslos hombres del mundo que osdedicáis a atormentarnos la vida, ya insultarnos muertas,arrastrándonos de acá para allá…

—Basta, basta —le digo—. Yaestás excitada.

—¡No me toques! ¡Que no metoques, te digo!

Con las mujeres, nunca se sabepor dónde van a salir. Estoy

viviendo con la mía, va para quinceaños, y que me aspen si lo sé. Y,aunque he imaginado un sinfín decosas que pudieran separarnos, queme aspen si jamás pensé quepudiera hacerlo un cadáver decuatro días, y el de esa mujerprecisamente. Y es que se hacen lavida difícil por no aceptar las cosascomo vienen, como hacen loshombres.

Así que me tumbé ahí, aescuchar cómo empezaba a llover, a

pensar en los que estaban sentadosallí abajo, sentados en cuclillasalrededor del carro, y a escuchar elruido de la lluvia en el tejado; y apensar en Rachel, que ahí se estaballorando, hasta que al cabo de unrato me pareció oírla llorar aundespués de haberse quedadodormida; y me parecía sentir el olorese, aunque sabía que no podíallegar hasta mí. No hubiera podidodecidir entonces si es que podía ono llegar hasta mí, o si es que lo

sentía precisamente por saber quese trataba de eso.

El caso es que, al llegar lamañana, tuve buen cuidado de nobajar ahí. Estuve escuchando cómoenganchaban, y luego, cuando supeque ya estaban preparados paraemprender la marcha, salí de casa aderechas y bajé al camino, hasta elpuente, y entonces oí que el carrosalía de la corraliza, de vuelta paraNew Hope. Y entonces, al volver acasa, Rachel me ha puesto de alivio

por no haber estado en casa y nohaberlos hecho entrar a que sedesayunasen. Con las mujeres,nunca se sabe por dónde van a salir.Precisamente cuando estás en lacreencia de que ellas piensan unacosa, que me aspen si entonces notienes que cambiar de idea yllevarte además un buen rapapolvopor pensar que ellas se referían a loque tú pensabas.

Pero es que todavía tenía laimpresión de que estaba oliendo

aquello. Y por eso me incliné apensar entonces que no era que looliera, sino que parecía olerlo,porque sabía que estaba allí, puesde cuando en cuando uno puedeengañarse. Pero cuando entré en elgranero pensé otra cosa. Andandopor el corredor vi algo. Algo queestaba como en cuclillas cuandollegué.

De primeras pensé que setrataba de alguno de ellos que sehabía quedado; luego vi lo que era.

Era un zopilote. Miró alrededor yme vio y echó a correr hacia lasalida, con las patas separadas, consus alas arrastrando; y meobservaba primero por encima deun hombro, luego por encima delotro, como si fuera un vejetecalvoroso. Cuando estuvo fuera,echó a volar. Tuvo que aletear unbuen rato para poder remontarse enel aire, por lo denso y pesado ylleno de lluvia que el aire estaba.

Si es que ellos piensan ir a

Jefferson, creo que lo mejor quepodrían haber hecho sería dar lavuelta al Mount Vernon, como hizoMacCallum. Puede estar en casapasado mañana, si va a caballo. Talvez estén a unas dieciocho millasde aquí. Puede que al ver quetambién ese puente se lo ha llevadola riada, se den cuenta de que es unaviso que el Señor les envía.

El tal MacCallum. Ha estadonegociando conmigo de cuando encuando por espacio de doce años.

Le conozco desde que era chico. Leconozco como si fuera yo mismo.Pero que me aspen si lo entiendo.

Dewey Dell

Ya está a la vista el posteindicador. Está asomado ahora alcamino, pues puede esperar. NewHope, tres millas, dirá. New Hope,tres millas. New Hope, tres millas.Y luego, el camino, serpenteandoentre los árboles, comenzará a estarvacío, a la expectativa, diciendo:«New Hope, tres millas».

He oído que mi madre se hamuerto. Deseo tener yo tiempo para

dejarla morir. Deseo tener yotiempo para desear tenerlo. Porqueen este mundo salvaje y violado esdemasiado pronto, demasiadopronto, demasiado pronto. No esque yo no lo quiera ni que no loquerré; es que es demasiado pronto,demasiado pronto, demasiadopronto.

Ahora, el poste empieza adecirlo. New Hope, tres millas,New Hope, tres millas. Esto es loque quieren significar con el seno

del tiempo: la agonía y ladesesperanza de los huesos que seextienden, la dura faja en que dana luz las violadas entrañas de losconocimientos.

La cabeza de Cash se vuelvelentamente, a medida que vamosllegando: su cara pálida, vacía,triste, de circunstancias,interrogante, que va siguiendo lacurva roja vacía; junto a una de lasruedas traseras, Jewel va montadoen el caballo, mirando al frente.

Las tierras van pasando por losojos de Darl, que se mecen hastaprender en algún sitio. Comienzanpor mis pies, me suben por todo elcuerpo hasta la cara, y entonces mivestido se va: estoy sentadadesnuda, en el banquillo, encima delas mulas cansinas, encima de losdolores y las bascas. Supongamosque yo le digo que se vuelva amirar a otra parte. Hará lo que yole diga. ¿Es que no sabéis que élhará lo que yo le diga? Una vez me

desperté con un vacío negro yamenazador a mis pies. No podíaver nada. Vi que Vardaman selevantaba e iba a la ventana y quehundía el cuchillo en el pez; y quela sangre brotaba, y que silbabacomo si fuera vapor, pero yo nopodía ver. Hará lo que yo le diga.Siempre lo hace. Puedoconvencerle de cualquier cosa.Vosotros lo sabéis que sí.Supongamos que yo le digo:«Vuélvete aquí». Ocurrió esto

aquella vez que morí. Supongamosque lo hago. Iremos a New Hope.No tendríamos que ir a la ciudad.Me incorporé y saqué el cuchillodel pez, que, chorreando sangre,todavía silbaba, y maté a Darl.

En el tiempo en que dormíaacompañada de Vardaman tuveuna vez una pesadilla, y creía queestaba despierta, pero que nopodía ver ni podía sentir la camadebajo de mi cuerpo, y no podíapensar qué clase de cosa era yo, ni

podía pensar cuál fuese mi nombrey ni siquiera podía pensar si yoera una chica, y ni pensar tansiquiera podía; y ni siquierapensaba si tenía yo ganas dedespertarme, ni podía tampocorecordar lo contrario dedespertar, y lo único que llegaba asaber era que yo sabía que algoestaba pasando, pero ni siquierapodía pensar ni discurrir, yentonces tuve un repente y supeque había algo que era un viento

que soplaba sobre mí como sifuera un viento que viniera detrásde mi a soplarme por detrás desdedonde él estaba, y yo no soplabaen la habitación, y Vardamanduerme que duerme, y todos losdemás atrás, debajo de mí,yéndose como una pieza de sedafría que se arrastrara por entremis piernas desnudas.

De entre los pinos envía unsoplo frío, un sonido triste yconstante: New Hope. Estaba a tres

millas. Estaba a tres millas. Creo enDios Padre. Creo en Dios Padre.

—¿Y cómo es que no vamos aNew Hope, padre? —diceVardaman—. Mister Samson dijoque íbamos a ir, pero ya hemospasado el camino.

Darl dice:—Mira, Jewel.Pero ya no me mira a mí. Está

mirando al cielo. El zopilote estátan quieto como si lo hubiesenclavado en lo alto.

Otra vez estamos en el senderode Tull. Dejamos atrás el granero yseguimos, seguimos con las ruedaschapoteando en el barro, dejandoatrás los verdes liños dealgodoneros que se extienden por latierra salvaje; y a Vernon, que seempequeñece, siguiendo el arado.A tiempo que pasamos levanta unamano y se queda allí, en pie,siguiéndonos con la mirada un buenrato.

—Mira, Jewel —dice Darl.

Jewel va montado en sucaballo, como si ambos estuvieranhechos de una misma madera, ymirando al frente.

Creo en Dios Padre, en DiosPadre. Dios Padre, creo en DiosPadre.

Tull

Después que pasaron saqué lamula y desenganché las cadenas detiro; los seguí. Estaban sentados enel carro, al borde del cauce. Allíestaba Anse, con la vista puesta enel puente, en la parte en que el ríose lo había tragado, donde sólo seveían dos pilares. Miraba allí comosi siempre hubiera creído que lagente le había estado mintiendocuando le decían que se lo había

llevado la riada, como si siemprehubiese esperado que estuviese allí.Sentado como estaba en el carro,con sus pantalones de domingo ymascullando, tenía un aspecto deagradable sorpresa. Parecía uncaballo mal cepillado que sehubiera puesto de tiros largos, oalgo así.

El chico contemplaba la partedel puente que estaba mediohundida y los maderos y demáscosas amontonadas sobre él, que se

agitaban y temblaban, como si todofuese a desaparecer en un minuto; locontemplaba con los ojos muyabiertos, como si estuviera en elcirco. Y la chavala, lo mismo, Alllegar yo se puso a mirarmefijamente, con una especie dealarma en sus ojos, malencarándoseconmigo, como si hubiese tratadode tocarla. Después miró a Anseuna vez más, y luego se volvió amirar de nuevo el agua.

El agua casi llegaba a lo alto

del cauce por ambas orillas; latierra estaba cubierta por la riada,excepto en la lengua de tierra por laque íbamos y que llegaba al puentey luego desaparecía bajo el agua; ysi no fuera porque estábamosacostumbrados a ver el camino y elpuente, no habríamos sabido decirdónde se hallaba el río y dónde elcampo. Todo estaba hecho unrevoltijo amarillo y el cauce era yamenos ancho casi que el canto de uncuchillo; y todos nosotros sentados

o en el carro, o en el caballo, o enla mula.

Darl me miraba. Y luego, Cashse volvió a mirarme; tenía en susojos aquella misma expresión decuando calculaba, la noche aquella,si los tableros le quedaríanajustados a ella, como si losmidiera en sus adentros, y sinpedirte que le digas lo que túpiensas; y ni siquiera se dignabaescucharte si tú le dabas tu opinión,aunque en el fondo era todo oídos.

Jewel, ni moverse. Montado enel caballo, un tanto echado paraadelante, y con el mismo aspecto decara que cuando ayer él y Darlpasaban por delante de casa, vieneahora en busca de su hermana.

—Si todavía estuviese en pie,podríamos pasar —dice Anse—.Podríamos tratar de pasar porencima.

A veces, un gran tronco iba aembestir contra el remolino yquedaba flotando allí, rodando,

girando, y podíamos ver cómoacababa por dirigirse a la partedonde solía estar el vado.

—Pero eso no quiere decir nada—digo yo—. Puede que sea unbanco de arenas movedizas que sehaya formado ahí.

Nos quedamos observando altronco. Ahora la chavala me estámirando de nuevo.

—Mister Whitfield lo hapasado —dice ella.

—Iba a caballo —le digo—. Y

ya hace de eso tres días. Desdeentonces, la crecida ha aumentadocinco veces.

—Tal vez el puente no estéhundido —dice Anse.

El tronco surge otra vez y siguesu camino. Hay una gran cantidadde material de aluvión y de espuma;se puede sentir el ruido del agua.

—El caso es que se ha hundido—dice Anse.

Cash dice:—No faltaría quien acertase a

pasar al otro lado por encima de losmaderos y de los troncos.

—Pero no podrías llevarninguna carga —le digo—. Lo másprobable es que si pones el pie ensemejante revoltijo, que todotambién se vaya. ¿Qué crees tú,Darl?

Es que me está mirando. Noabre el pico. No hace más quemirarme con esos ojos suyos tanraros y que tanto dan que comentara la gente. Siempre digo que eso,

los comentarios, no se debe a loque hace o dice ni a nada más que ala manera que tiene de mirarle auno. Lo hace como si penetrara enlos adentros de uno, en cierto modo.Algo así como si te estuvierasmirando a ti mismo y como si tusacciones salieran de sus propiosojos. Y ahora estoy sintiendo que lachavala me observa como si yohubiese tratado de tocarla. Y va ydice algo a Anse:

—… Mister Whitfield… —le

dice.—Le di a ella mi palabra ante

Dios —dice Anse— y creo que nohay por qué preocuparse.

Pero todavía no hace andar alas mulas. Estamos sentados ahí, alborde del agua. Otro tronco surgeen el remolino y se aleja; le vemospararse y mecerse despaciosamentedurante un minuto en la parte dondesolía estar el vado. Y luegodesaparece.

—Puede que la riada disminuya

cuando anochezca —digo—.Deberían quedarse aquí un día más.

Jewel, sobre el caballo, sevuelve un poco. Hasta estemomento ha estado inmóvil; sevuelve a mirarme. Tiene la caracomo verdosa, y luego se pone roja,y luego torna a ponerse verde.

—Vete al infierno tú y tucondenado caballo —me dice—.¿Quién demonios te ha pedido quenos sigas hasta aquí?

—Nunca creí que os molestara

—le digo.—Jewel, cállate —dice Cash.Jewel se pone a mirar atrás, al

agua, con el rostro endurecido; y sele pone rojo y verde, y luego rojo.

—Bueno —dice Cash—, ¿quéquiere que se haga?

Pero Anse no abre la boca. Estásentado, cargado de hombros,mascullando.

—Si el puente no se hubiesehundido, podríamos pasar —dice.

—Venga, vamos —dice Jewel,

haciendo andar al caballo.—Espera —le dice Cash.Cash se pone a mirar el puente.

Todos nos quedamos mirando aCash, todos menos Anse y lachavala, que miran al agua.

—Dewey Dell y Vardaman ypadre, será mejor que pasen pordonde el puente —dice Cash.

—Que les ayude Vernon —diceJewel—. Y nosotros podremosenganchar su mula delante de lasnuestras.

—No creas que vais a meter mimula en el agua —le digo.

Jewel mira hacia mí. Con unosojos que parecen trozos de un platoroto.

—Ya te pagaré tu condenadamula. Ahora mismo te la compro.

—Digo que mi mula no se meteahí.

—Jewel va a meterse en el aguacon su caballo —me dice Darl—.¿Cómo es que no quieres arriesgartu mula, Vernon?

—Darl, cállate —dice Cash—.Y tú, Jewel, también.

—Digo que mi mula no se meteahí.

Darl

Va montado en el caballo,observando a Vernon, con su enjutacara bañada por la pálida rigidezde sus ojos. El verano en quecumplió los quince años le cogió unataque de sueño. Una mañana,cuando iba a echar el pienso a lasmulas, estando las vacas todavía enel establo, vi que padre volvía acasa a llamarle. Cuando volvimos acasa para desayunarnos, pasó por

delante de nosotros, cargado conlos pozales de la leche,tambaleándose como un borracho; yallí estaba ordeñando cuandollevamos las mulas a encerrar yordeñando se quedó cuando nosfuimos a las tierras sin él.Estuvimos allí cosa de una hora ytodavía no había aparecido. CuandoDewey Dell llegó con el almuerzo,padre le mandó que volviera abuscar a Jewel. Le encontrarondentro del establo, sentado en un

banquillo, dormido.Desde entonces, todas las

mañanas tenía que ir padre adespertarle. Se caía de sueño en lamesa a la hora de la cena, y encuanto que se acababa la cena seiba a la cama, y cuando yo me metíaen la cama le veía allí comomuerto, y todavía padre tenía quedespertarle por la mañana. Selevantaba, pero ni miedo sentía; yrecibía los vituperios y quejas depadre sin decir palabra, y cogía los

pozales de la leche y se iba alestablo, y una vez le encontrédormido al pie de la vaca, con elpozal colgado y a medio llenar, ycon las manos hundidas en la lechehasta más arriba de las muñecas, ycon la cabeza apoyada contra elcostado de la vaca.

Desde entonces, Dewey Delltuvo que ir a ordeñar las vacas. Porentonces todavía se levantaba élcuando padre le despertaba, y seiba a hacer lo que le decíamos

como privado. Y lo hacía como sile costara muchísimo; de estoestaba tan confuso como cualquiera.

—¿Es que estás malo? —ledecía madre—. ¿Es que no tesientes bien del todo?

—Sí, me siento bien —decíaJewel—. Bien del todo.

—Lo que le pasa es que es unperezoso; quiere fastidiarme —decía padre.

Y Jewel permanecía allí, enpie, casi dormido.

—¿Es que no es cierto? —ledecía, sacudiéndole para quedespertase Jewel y le respondiera.

—No lo es —decía Jewel.—Anda, ven y quédate hoy en

casa —le decía madre.—¿Con todo el montonazo de

cosas que hay que sacar adelante?—decía padre—. Si no estás malo,¿qué es lo que te ocurre?

—Nada —decía Jewel—. Yoestoy bien del todo.

—Pues yo quiero que se quede

hoy en casa —decía madre.—Es que vamos a necesitarle

—decía padre—. Estamos en unbuen atasco, con todo lo que hayque hacer.

—Arréglatelas como puedascon Cash y Darl —decía madre—.Yo quiero que se quede hoy encasa.

Pero él no quería quedarse.—Estoy bien del todo —decía,

al salir.Pero no estaba del todo bien.

Cualquiera podía verlo. Estabaperdiendo carnes, y yo le habíavisto dormirse mientras cavaba; yveía yo que el azadón subía ybajaba cada vez más lento y quecada vez era más corto el arco quedescribía, hasta que no volvió alevantarse más, quedándose Jewelinmóvil, a la ardiente luz del sol,apoyado en el mango del azadón.

Madre quería llamar al médico,pero padre no quería gastar dineroen balde, pues Jewel, exceptuando

su delgadez y ese caerse dormidoen cualquier momento, parecía estarbien del todo. Y no es que nocomiera lo suyo, pese a que solíaquedarse dormido sobre el plato,cuando aún no había dejado demasticar, y con un pedazo de pan amedio camino de la boca.

Ocurrió que madre tuvo quemandar a Dewey Dell queordeñara, en vez de Jewel, aunquetuviera que recompensarla, y buscóla manera de que Dewey Dell y

Vardaman hicieran las demásfaenas de la casa que hasta entonceshabía estado haciendo Jewel antesde la hora de la cena. O se lasarreglaba para hacerlas ella misma,cuando padre no estaba presente. Lepreparaba, a escondidas, guisosespeciales. Y fue entonces cuandoyo me olí que Addie Bundren nosocultaba algo; ella, que siempre nosestaba predicando que no había eneste bajo mundo nada peor ni másgrave que el engaño; ni siquiera la

pobreza. Y a veces, cuando me ibaa la cama, se quedaba sentada en looscuro, al lado de Jewel, dondeéste se había quedado dormido. Yme di cuenta de que se odiaba a símisma por tal engaño y que odiabaa Jewel, porque, de tanto como lequería, se veía obligada aengañarnos.

Una noche que cayó ella mala ytuve que ir al granero a aparejar lasmulas para encaminarme a lo deTull, no pude encontrar el farol.

Recordaba haberlo visto colgadodel clavo, la noche antes, pero ya, aeso de la medianoche, el farol noestaba en su sitio. Así que no tuvemás remedio que enganchar lasmulas en la oscuridad. Fui a lo mío,y, al romper el día, ya estaba devuelta con mister Tull. Y allí estabael farol, en su sitio, colgado delclavo, donde recordaba yo haberlovisto, donde no pude encontrarlopoco antes. Al cabo de algúntiempo, una mañana, un poquito

antes de levantarse el sol, cuandoDewey Dell estaba ordeñando,entra Jewel al granero, por la partetrasera, por el agujero de la paredtrasera, y con el farol en la mano.

Se lo conté a Cash, y Cash y yonos mirábamos sorprendidos.

—Está salido como un perro —dijo Cash.

—Bueno —le dije—. Pero ¿aqué viene eso del farol? Y todas lasnoches, además. No es extraño quese esté quedando en los huesos.

¿Piensas decirle algo?—De no hacerlo no resultará

nada bueno —dijo Cash.—De lo que él hace tampoco

resultará nada bueno.—De acuerdo. Pero tiene que

aprender por su cuenta. Dale tiempopara que comprenda que eso leconsumirá, que cada vez loconsumirá más, y entonces sepondrá bien. Por mi parte, nopienso decir nada a nadie de esteasunto.

—Lo mismo yo —le dije—. Nipienso decir nada a Dewey Dell. Ya madre, en absoluto.

—Claro; a madre, nada.Después de esto resultaba muy

cómico verle tan aturdido, tanansioso y muerto de sueño, flacocomo una vara de un campo dealubias, y creído de que nos laestaba dando con queso. Y yo,venga dar vueltas pensando quiénpudiera ser la chica. Me paré apensar en las que conocía, pero no

podía señalar a ninguna de ellas.—No se trata de una chica —

me dijo Cash—. Tiene que ser unamujer de por aquí cerca. Una chicajoven no es tan atrevida ni resistetanto. Por eso no me gusta nada esteasunto.

—¿Y por qué? —le dije—. Unacasada, para él, es mejor, mássegura que una soltera. Tendrá másprudencia.

Se me quedó mirando con ojosvacilantes, y las palabras le

resultaban torpes para lo que queríaexpresar.

—En este mundo no siempre eslo mejor, lo más seguro, que un…

—Explícate. ¿Es que, según tú,lo seguro no es siempre lo mejor?

—¡Bah!, lo mejor —me dijo,vacilando de nuevo—. No esprecisamente lo mejor, lo que seabueno para él… Un muchacho, alfin y al cabo…, que hasta ayermismo pedía teta…, que serevuelve en el lodazal de

cualquiera…Esto, esto es lo que trataba de

decir: que cuando algo es nuevo,difícil y brillante, es mucho mejorque si solo es seguro, pues loseguro, las cosas seguras sonprecisamente las que la gente haestado haciendo tanto tiempo, quesus bordes están ya gastados y nohay nada ya en ellas que permitadecir a un hombre: «Esto no sehabía hecho antes y no puede serhecho otra vez».

Ya no hablamos más del asunto,ni siquiera cuando, al cabo de unrato, se presentó él de repente enlas tierras donde estábamos,dispuesto a trabajar, sin habertenido tiempo de entrar en casa y defingir que había estado en su camatoda la noche. Seguramente diría asu madre que no había tenido ganasde desayunarse o que se habíacomido un cantero de pan mientrasuncía las mulas. Pero Cash y yosabíamos bien que él no había

pasado en casa ninguna de esasnoches y que venía directamente delsoto cuando nosotros nosencaminábamos a las tierras. Peronosotros nos lo tuvimos callado.Por entonces, casi estaba acabadoel verano; sabíamos que cuandoempezasen las noches a ser frías,ella pondría fin al asunto, aunque élno quisiera.

Vino el otoño; las nochesempezaron a ser más largas; pero laúnica diferencia que hubo fue que él

siempre estaba en la cama cuandopadre lo iba a despertar, y, al fin, lehacía levantarse, en ese mismoestado de semiidiotez con que seponía en pie antes, y peor aún quecuando había pasado toda la nochefuera de casa.

—Está claro que ella le esconstante —le dije a Cash—. Hastaahora la admiraba, pero confiesoque desde hoy me produce respeto.

—No se trata de una mujer —me dijo.

—¿Y cómo lo sabes? —le dije;pero él se me quedó mirando—.¿De qué se trata, pues?

—Eso es lo que quisieraaveriguar —me dijo.

—Pues dedícate a espiarle unanoche entera en el soto, si quieres—le dije—. Conmigo no cuentes.

—No pretendo espiarle —dijo.—Llámalo como quieras.—No pretendo espiarle —dijo

—. No quería decir eso.El caso es que, unas noches

después, sentí que Jewel selevantaba y salía por la ventana; yluego Cash se levantó y fue tras él.A la mañana siguiente, cuando entréen el granero, Cash ya estaba allí;las mulas habían comido su pienso,y Cash ayudaba a Dewey Dell aordeñar las vacas. Y nada másverle me di cuenta de que lo habíaaveriguado todo. De cuando encuando le sorprendía observando aJewel con una mirada misteriosa,como si el haber descubierto

adonde iba Jewel y lo que hacía lehubiese dado al fin algo en quepensar. Mas no se trataba de unamirada de inquietud; era la mismamirada que tenía cuando se lesorprendía haciendo algunas de lasfaenas que correspondían a Jewelen la casa; faenas que padre creíaque Jewel las hacía y que madrepensaba que las estaba haciendoDewey Dell. El caso es que no ledije nada, en la creencia de quecuando lo hubiese digerido bien en

sus adentros, ya me lo contaríatodo. Pero nunca me lo contaba.

Una mañana —estábamos ennoviembre, a los cinco meses deque este asunto comenzara—, Jewelno se hallaba en la cama ni vino ajuntársenos en las tierras. Ésta fuela primera vez que madre llegó asaber algo de lo que había estadoocurriendo. Dijo a Vardaman quebajara a ver dónde estaba Jewel, yal poco rato bajó ella también.Pudiérase pensar que, mientras el

engaño se deslizó tranquila ymonótonamente, nos habíamos idodejando dar el pego,favoreciéndolo con nuestrainconsciencia o tal vez con nuestracobardía, pues toda la gente escobarde y tiende por naturaleza acometer cualquier traición, ya quela traición tiene un aspecto cómodo.Pero ahora diríase que todosnosotros —y por una especie deacuerdo telepático de temorauténtico— habíamos descorrido el

velo que ocultaba lo que estabasucediendo, lo mismo que cuandose quita uno las mantas de encima yse sienta uno en la cama,completamente desnudo. Y nosmirábamos los unos a los otrosfijamente y diciendo: «Ahora se vaa descubrir todo. No ha vuelto acasa. Algo le ha ocurrido. Hemosconsentido que le ocurriera».

Entonces le vimos. Veníaremontando el caz y luego torció ala derecha, hacia las tierras,

montado en el caballo. Las crines yla cola del caballo se agitabancomo si con el movimientodesplegara el corte de su pielmanchada; parecía que Jewel, sinsombrero que le cubriera la cabeza,sujetando al caballo con un cordel,cabalgando a pelo, volara en ungran molinete. El caballo descendíade uno de aquellos pencos que FlemSnopes se trajera de Texas, hará deesto unos veinticinco años, y de losque se deshizo, a dos dólares por

cabeza, y que nadie pudo retener,salvo el tío Lon Quick, que todavíatenía uno de esa casta, del quenunca lograba desprenderse.

Subía al galope. Se detuvo allíarriba. Aprisionaba con las piernaslas costillas del caballo. Éstebailaba y brincaba, como si suscrines y la cola y las manchas de supiel no tuvieran nada que ver con elcaballo de carne y hueso que dentrohabía.

Desde allí, montado en el

caballo, Jewel nos miraba.—¿De dónde has sacado ese

caballo? —le dijo padre.—Lo he comprado —dijo

Jewel—. A Quick.—¿Que lo has comprado? —

dijo padre—. ¿Y con qué dinero?¿No lo habrás comprado a cuentamía?

—No, con dinero de mi bolsillo—dijo Jewel—. Con el que me heganado. Descuide.

—Jewel, Jewel —decía madre.

—No pasa nada —dijo Cash—.Ha estado ganando dinero. Le hatrabajado a Quick esas cuarentafanegas de tierra que adquirió laprimavera pasada. Lo ha hecho élsolo, trabajando por la noche, a laluz del farol. Le he visto hacerlo. Elcaso es que ese caballo a nadie leha costado nada, salvo a Jewel. Asíque no hay que preocuparse.

—Jewel, Jewel —decía madre.Y luego dijo:—… Que vengas derecho a

casa, a meterte en la cama.—Todavía no —dijo Jewel—.

No tengo tiempo. Tengo que sacarpara la silla y el cabezal. MisterQuick dice que él…

—Jewel —le dijo madre,mirándole—. Yo…, yo te daré…,yo…

Y se puso a llorar. Llorabafuerte, sin taparse la cara, en pie,envuelta en su gabán desteñido, conlos ojos puestos en Jewel. Y Jewel,desde el caballo, la miraba a ella;

su cara se le iba poniendo fría y untanto enfermiza; Jewel desviórápidamente la mirada; y Cash fue adar ánimos a madre.

—Ande, vuelva a casa —le dijoCash—. Esta tierra de aquí esdemasiado húmeda para usted.Ande, váyase.

Ella se llevó las manos a lacara entonces, y luego se fue, dandoalgún traspié en los caballones delos surcos. Pero en seguida seerguía otra vez y seguía andando.

No miró atrás. Al llegar al caz sedetuvo y llamó a Vardaman, queestaba mirando al caballo, dandosaltos, bailando casi, a sualrededor.

—Déjame montar, Jewel —decía—. Anda, déjame montar,Jewel.

Jewel le miró; después desvióla mirada, manteniendo sofrenadoal caballo. Padre le observaba,farfullando.

—Así que te has comprado un

caballo —le dijo—. Así que, aespaldas mías, te has comprado uncaballo. Sin tenerme en cuenta paranada. Bien sabes cuánto nos cuestasalir adelante, y ahora tú te comprasun caballo para que yo le dé decomer. A costa de tu carne y de tusangre te lo has comprado.

Jewel se queda mirando apadre; sus ojos están más pálidosque nunca.

—No tendrá que comer ni unbocado de lo que es suyo —le dijo

—. Ni un bocado. Antes lo mataría.Así que no piense nunca eso.Nunca.

—Déjame montar, Jewel —decía Vardaman—. Anda, déjamemontar.

Su voz sonaba como el cri-cride un grillo escondido en la hierba,como la de un grillo pequeñito.

—Anda, déjame montar.Esa noche vi a madre sentada en

la cama en que Jewel dormía, en laoscuridad. Lloraba fuerte, tal vez

porque tenía que llorar tan bajo; talvez porque sentía acerca de laslágrimas lo mismo que sintió sobreel engaño; y se odiaba porquelloraba, se odiaba porque tenía quellorar. Y entonces supe lo que supe.Llegué a saberlo ese día tan claro,tan claro, como llegué a saber lo deDewey Dell aquel día.

Tull

Así que por fin han hecho queAnse diga lo que quiere hacer, y ély la chavala y el chico han bajadodel carro. Pero hasta cuandoestábamos sobre el puente, Anseseguía mirando atrás, como sipensara que tal vez, ahora que ya noestaba dentro del carro, todo habíadesaparecido de un soplo y que élse hallaba allá lejos, en las tierrasotra vez, y ella allí, en su casa,

esperando la muerte; como si todotuviera que volver a empezar.

—Usted les debería haberdejado su mula —me dice.

Y el puente se estremecía ytambaleaba debajo de nosotros,hundiéndose en las turbias aguas,como si quisiera llegar limpio a laotra orilla; y el otro extremo delpuente se nos acercaba por encimade las aguas como si no fuera elmismo, en absoluto, y quienesquisieran pasarlo parecerían venir

desde el hondón de la tierra. Sinembargo, todavía estaba entero; y,entre paréntesis, diríase que cuandoel extremo de acá temblaba, el otro,el de allá, no parecía temblar nada,sino que más bien los árboles y laorilla de allá se balanceaban de unlado a otro, lentamente, como elpéndulo de un enorme reloj. Y lostroncos se arremolinaban ytopetaban con la parte hundida, y seponían en punta y salían disparados,fuera del agua, desplomándose

hacia el vado, que allí aguardaba,lleno de remolinos y de espuma,resbaladizo.

—¿Y qué se conseguiría conello? —le digo—. Si su yunta nopuede llegar al vado y pasarlo, ¿lovan a conseguir tres mulas, quédigo, ni diez mulas?

—No le pido su mula —medice—. Ya nos las arreglaremos yoy los míos. No le estoy pidiendoque arriesgue su mula. No le vaya adar un soponcio. No se lo echo en

cara.—Deberían volverse y dejarlo

para mañana —le digo.El agua estaba fría. Estaba

espesa, como nieve derretida. Teníaalgo de cosa viva. En parte, unosabía que aquello no era más queagua, esa cosa que durante muchotiempo ha estado pasando debajo deeste puente; pero cuando los troncossalían vomitados de ella, afuera,uno no se sorprendía de que asíocurriera, como si ellos fueran

parte del agua, de lo que allí habíaescondido y de la amenaza quealentaba.

Esa misma sorpresa tuvecuando, pasado el puente, ya fuerade la corriente, sentí tierra firmebajo mis pies. Igual que si nuncahubiese esperado que el puenteacabara en la otra orilla, en algomanso y tranquilo, en esta tierrafirme que ya habíamos pisado antesde ahora y que tanto conocíamos.Igual que si no hubiera esperado

poder llegar aquí, pues debería yohaber tenido mejor sentido y nohaber hecho esto que acabo dehacer. Y cuando miré atrás, y vi laotra orilla, y vi que mi mula estabaallí donde yo solía estar, y me dicuenta de que tenía que buscaralguna manera de volver allí, me dicuenta de que eso no podía ser,pues yo no acertaba a pensar ennada que me hiciese pasar esepuente otra vez. Y aunque mehallaba en la orilla de acá, no sería

yo el tipo que lo pasara dos veces,ni aunque me lo dijera Cora.

Todo ocurrió por el chico. Ledije: «Ven aquí, harás bien enagarrarme de la mano». Y él meesperó y se agarró a mí. Que measpen si aquello no era lo mismoque si él volviera atrás y mellevara; lo mismo que si me dijera:«No le va a pasar nada». Lo mismoque si estuviera hablando de unsitio muy bonito que él conocíadonde se celebraba dos veces la

Navidad y también la fiesta deAcción de Gracias; un sitio en elque las fiestas duraban todo elinvierno y la primavera y el verano,y donde, si yo me quedaba con él,nada podría pasarme en absoluto.

Cuando me volví a mirar a lamula, me pareció que la miraba conuno de esos catalejos que hay poraquí; y la veía quieta allí, y tambiéntodas las anchas tierras y mi casa,que tanto sudor me habían costado;como si, a más sudor, más anchas

se hicieran las tierras; y como si, amás sudor, más cómoda se tornarala casa; pues había que tener unacasa cómoda para Cora, para queCora estuviese en ella como unacántara de leche en primavera: unotiene que tener una cántara biencerrada, o, si no, tendrás necesidadde un buen manantial; y si tienes ungran manantial, para qué tenercántaras perfectamente cerradas, siella es tu leche, cuaje o no, puesuno siempre preferirá tener leche

que cuaje a leche que no cuaje, puesuno, al fin y al cabo, es hombre.

Y se agarraba a mi mano con lasuya, caliente y confiada, de maneraque estuve a punto de decirle:«Mira, mira. ¿Es que no ves la mulaque está allá? No viene aquí,aunque es una mula, porque aquí nose le ha perdido nada».

Pues, de cuando en cuando,cualquiera se da cuenta de que losniños tienen más sentido que uno.Pero no nos gusta reconocerlo hasta

que les salen pelos en la barba. Ycuando ya tienen barba, se afanandemasiado, porque no sabenretroceder a cuando, antes que lessaliera la barba, tenían sentidocomún. Y entonces a uno le importareconocer que la gente que se estápreocupando del mismo asunto quetú no es digna de tener la mismapreocupación que tú.

Así que estábamos en la otraorilla y allí permanecimos mirandoa Cash, que hacía dar la vuelta al

carro. Nos quedamos observandocómo retrocedían, por el caminoabajo, hasta donde la vereda sedesviaba hacia el cauce. Al cabo deun rato, el carro se había perdidode vista.

—Sería mejor que fuésemos alvado y estar preparados paraayudarles —dije.

—Le he dado mi palabra —diceAnse—. Y eso para mí es sagrado.Ya sé que usted no me lo aprecia,pero ella me bendecirá desde el

cielo.—Pues bien: tendrán que dar la

vuelta a esta tierra, para que puedanmeterse en el agua —dije—.Vamos, pues.

—Esto se debe a que hemosretrocedido —dijo—. Nunca dabuena suerte el retroceder.

Permanecía en pie, allí,encorvado, lúgubre, mirando aldesierto camino, más allá delpuente, que se balanceaba yestremecía. Y la chavala esa, lo

mismo, con la cesta de la comida enun brazo y el paquete aquel en elotro. Como si fuera a la ciudad.Dispuesta a ello. Arrostrarían elfuego y la tierra y el agua, todo, contal de comer un racimo de plátanos.

—Deberían dejar pasar un día—les dije—. La riada disminuiríaalgo al amanecer. Puede que nollueva esta noche. No crecerá más.

—Se lo tengo prometido —medice—. Ella confía en mi palabra.

Darl

Ante nosotros corre la espesa ynegra corriente; hasta nosotros subesu murmullo incesante y múltiple;su amarilla superficie se hinchamonstruosamente con fugacesremolinos que corretean por ella,por un instante, silentes, efímeros yprofundamente significativos, comosi, bajo la superficie, se despertaraalgo enorme y viviente, durante unmomento de vigilia perezosa, para

caer de nuevo en un ligeroadormecimiento.

La corriente cloquea y murmuraentre los radios de las ruedas y enlas patas de las mulas: amarilla,sembrada de pecios, y conmúltiples y sucias gotas de espuma,como si dudase, como se cubre deespuma un caballo que suda. Ycorre entre la maraña con un sonidoquejumbroso y cogitabundo; lassueltas cañas y los renuevos seinclinan sobre ella como

humillados por un ventarrón y seladean, sin volverse hacia atrás,igual que si estuvieran suspendidosde unos cables invisibles quebajasen del alto ramaje. Y sobre suincesante superficie se ven —losárboles, las cañas, los renuevos—desarraigados, arrancados de latierra, espectrales, sobre un cuadrode desolación inmensa, aunquelimitada, resonante de la henchidavoz del agua, devastadora ylúgubre.

Cash y yo vamos sentados en elcarro; Jewel, a caballo, junto a larueda trasera de la derecha. Elcaballo está inquieto, y su ojo, decolor azul celeste, gira fieramenteen su larga cabeza rosada; sualiento es estertórico, como unronquido. Jewel cabalga erguido,con tranquilo continente, mirandocon sosiego y energía, y con viveza,el camino y lo demás; con la caratranquila, un tanto pálida y alerta.La cara de Cash también está llena

de gravedad; él y yo nos miramos eluno al otro con miradasinquisitivas, miradas que se hundensin empacho en los ojos del otro, yque penetran en el interior delúltimo lugar secreto, en el que, porun instante, Cash y Darl seagazapan, se encogen, se acuchillan,dentro del espanto ancestral, dentrode los ancestrales agüeros,completamente consternados, enalerta actitud, escondidos, sinpudor. Cuando hablamos, nuestras

voces son tranquilas desarraigadas.—Creo que todavía vamos por

el camino.—Tull fue y cortó esos dos

grandes robles. Tengo oído queantiguamente estos robles servíanpara señalar el sitio del vado,cuando había crecida.

—Creo que los cortó hace cosade dos años, cuando cortabamadera por aquí. Me pienso quenunca creyó que alguien fuera autilizar este vado.

—No sé. Claro que habráocurrido por entonces. Cortó unbuen golpe dé leña, entonces, quese llevó de aquí. Con ello sedeshizo de la hipoteca, según tengooído.

—Sí, eso es. Creo que sí. Ycreo que Vernon es capaz de eso.

—Así es. La mayoría de lagente que corta leña en estas tierrasde aquí tienen necesidad de unabuena hacienda para mantener suaserradero, o un almacén. Pero

Vernon es capaz de salir adelante élsolo.

—Eso es lo que yo creo. Esmucho Vernon él.

—Cierto; lo es. Sí, por aquídebe de estar el vado. Nunca habríapodido sacar esa carga de leña sinnivelar ese camino viejo. Creo quetodavía vamos por él.

Mira en torno, pausadamente,para averiguar la situación de losárboles, inclinándose a un lado y aotro, o volviéndose a mirar hacia el

camino, del que ya no se ven lasrodadas, vagamente señalado porlos árboles arrancados yderribados, como si también elcamino hubiese sido arrancado dela tierra y flotase para dejar con suhuella, con su huella espectral, unmonumento a la desolación, a unadesolación mayor aún que esta porla que ahora vamos, hablando tantranquilos de una seguridad antiguay de otras cosas triviales. Jewel lemira, luego se vuelve a mí, y ahora

su rostro se embebe en esa calladay constante pregunta sobre elcuadro que se ve. Su caballotiembla sosegada y enérgicamentebajo sus piernas.

—Podría adelantársenos algopara tantear el camino —le digo.

—Bueno —me dice Cash, sinmirarme.

Su rostro se perfila mientrasmira adelante, hacia donde Jewelcamina.

—Reconocerá el río. A

cincuenta yardas, no podráengañarse.

Cash no me mira. Su rostrosigue de perfil.

—De haberlo sabido, habríavenido hasta aquí la semana pasadaa echar una ojeada.

—Entonces todavía estaba enpie el puente —le digo, aunque nome mira—. Whitfield lo pasó acaballo.

Jewel se pone a mirarnos, unavez más, con una expresión fría,

vigilante, de rendimiento. Su vozsuena sosegada:

—¿Qué quieres que haga?—Si hubiera bajado yo hasta

aquí la semana pasada a echar unvistazo… —dice Cash.

—Pero quién iba a saber esto…—le digo—. Ya no hay nada quehacer.

—Me adelantaré con el caballo—dice Jewel—. Podéis seguirmepor donde yo vaya.

Hostiga al caballo; recula este,

perniabierto. Jewel se inclina sobreél, le habla, le empuja con casi todoel cuerpo; el caballo hunde suscascos con cautelosos chapoteos,tembloroso, resoplandobroncamente. Le habla, le murmuraal oído: «Anda, vamos —le dice—.No dejaré que te pase nada. Anda,vamos; ahora».

—Escucha, Jewel —le diceCash.

Jewel ni se vuelve a mirarle.Sigue hostigando al caballo.

—Sabe nadar —le digo—. Sidiese alguna ocasión al caballo…

Acabado de nacer, tuvo unamala temporada. Madre tenía quesentarse, a la luz de la lámpara, y leguardaba en su regazo, sobre unaalmohada. Al despertarnos, aúnseguía ella lo mismo. No hacíanentre los dos ni el más pequeñoruido.

—La almohada aquella era máslarga que él —dice Cash, y seinclina un tanto hacia adelante—.

Debería haber bajado hasta aquí lasemana pasada, a ver todo esto.Debiera haberlo hecho.

—Cierto —le digo—. Ni conlos pies ni con la cabeza llegaba alos extremos de la almohada…Aunque hubieras bajado, no habríassabido lo que iba a suceder.

—Pero debiera haber bajado —me dice.

Agita las riendas. Las mulasechan a andar por entre las señales;las ruedas se quejan vivamente en

el agua. Se vuelve y baja la miradahasta Addie.

—Esto no guarda el equilibrio—dice.

Al fin aparecen los árboles;Jewel se interna en la corriente,montado en el caballo, que, de lado,hunde ahora su vientre en el agua.Desde la corriente alcanzamos aver a Vernon y a padre y aVardaman y a Dewey Dell. Vernonnos está haciendo señas, nos haceseñas para que vayamos algo más

abajo.—Vamos demasiado arriba —

dice Cash.Vernon grita ahora, pero no

logramos saber lo que dice, a causadel ruido del agua, que corre ahorapoderosa y profunda, incesante, sinparecer que se mueve, hasta que untronco llega y gira pausadamente.

—Observa ese tronco —diceCash.

Lo observamos y vemos quetitubea y fluctúa por un momento.

La corriente se alza por detrás deél, con una ola gruesa, y lo sumergeun instante, antes de ser arrastrado yde seguir su camino.

—Allí, allí está —digo.—Sí —dice Cash—. Por allí

va.Miramos otra vez a Vernon.

Ahora está alzando y bajando losbrazos. Seguimos en dirección de lacorriente, con lentitud, con cuidado,observando a Vernon. Baja lasmanos.

—Éste es el sitio —dice Cash.—Diablos, ya era hora de que

nos dejara pasar —dice Jewel.Y hace avanzar al caballo.—Tú, espera —le dice Cash.Jewel se para de nuevo.—Y qué, por Jesucristo… —le

dice.Cash se pone a mirar el agua;

luego se vuelve a mirara Addie.—No se mantendrán en

equilibrio —dice.—Pues volved atrás, a ese

puente del demonio, y pasadlo a pie—ordenó Jewel—. Vosotros dos, túy Darl. Dejadme a mí con el carroeste.

Cash no le hace el menor caso.—No se va a tener en equilibrio

—dice—. Nosotros tendremos queestar al tanto.

—Al tanto, al tanto…,¡demonios! —dice Jewel—. Saliddel carro ese, que yo lo conduciré,¡sandiez!, si es que tenéis miedo deir en él.

Sus ojos están pálidos en sucara, como dos desconchadurasblancas. Cash se le queda mirando.

—Ya lo llevaremos nosotros —le dice—. Ahora te diré lo quetienes que hacer. Tienes que volveratrás con el caballo y pasar elpuente a pie y bajar por la otraorilla y reunirte con nosotrostrayendo la soga. Vernon se llevarátu caballo a casa y te lo guardaráhasta que volvamos por aquí.

—Vete al infierno —le dice

Jewel.—Cuando tengas la cuerda,

bajarás por la orilla y estaráspreparado con ella —le dice Cash—. Tres pueden más que dos, unoconduciendo y otro sentado.

—Que te lleve el diablo —ledice Jewel.

—Jewel puede coger la sogapor un extremo y cruzar aguasarriba de nosotros y amarrarla —digo—. ¿Quieres hacerlo, Jewel?

Jewel se me queda mirando,

con dureza. Echa una rápida miradaa Cash; luego se vuelve a mí, condureza y vivezas en los ojos.

—Me importa un pitoche. Elcaso es que hagamos algo. Con talque no sigamos aquí, sin mover niun maldito dedo…

—¿Por qué no hacemos eso,Cash? —le digo.

—Sí, vamos a tener que hacerlo—dice Cash.

El río en sí apenas si tiene unaanchura de cien yardas, y padre y

Vernon y Vardaman y Dewey Dellson las únicas cosas a la vista queno muestran esa singular monotoníade la desolación que se tiende, detan espantosa manera, a un lado y aotro, como si hubiéramos llegado allugar en que el movimiento de unmundo de desolación se aceleraseporque va a volcarse por elprecipicio final. Con todo, se les vecomo empequeñecidos. Igual que siel espacio que nos separa sehubiera convertido en tiempo: en

algo irrevocable. Igual que si eltiempo ya no transcurriera endirección frontal aminorándose,sino que, por el contrario, nosenvolviese como un lazo,duplicando la distancia que nossepara, de manera que la distanciafuera la que supone el retorcimientode la hebra y no el intervalo real.Las mulas permanecen quietas, conlos cuartos delanteros hundidos, ylas grupas en alto. Además jadean yresoplan, lanzando un ronco y

profundo sonido; por una vez miranatrás, y su mirada nos roza: hay ensus ojos algo salvaje, triste,profundo, desesperanzador, como siya hubiesen visto en el agua espesala imagen de un desastre del que nosaben hablar y que nosotros noacertamos a ver. Cash vuelve alinterior del carro. Deposita lapalma de sus manos en Addie y lamece un poquito. Tiene el rostro,aunque quieto, cabizbajo, agorero,preocupado. Alza su caja de la

herramienta y la mete debajo delpescante; los dos a una, empujamosa Addie y la colocamos entre lasherramientas y la cama del carro.Luego Cash se me queda mirando.

—No —le digo—. Me quedo.Puede que hagamos falta los dos.

De la caja de herramientas sacaun rollo de cuerda y me pasa uno delos cabos, después de haber dadocon ella dos vueltas al pescante, ysin atarlo. El otro se lo tiende aJewel, que le da una vuelta en el

pomo de la silla.Tiene que obligar al caballo a

que se meta en la corriente. Elcaballo echa a andar, braceando,enarcado el pescuezo, de malagana, irritado. Jewel va montado enél, un tanto inclinado haciaadelante, con las rodillas algoalzadas; de nuevo su mirada —rápida, en guardia, serena— se noscae encima y nos sigue. Hunde elcaballo en la corriente; le habla conun murmullo apaciguador. El

caballo se escurre, se hunde hastala silla, hasta que pisa en firme denuevo, la corriente sube hasta losmuslos de Jewel.

—Ten cuidado —le dice Cash.—Ya estoy —dice Jewel—. Ya

podéis avanzar. Cash empuña lasriendas y hace que la yuntadescienda, cuidadosa y hábilmente,a la corriente.

Sentí que la corriente se hacíacon nosotros, y por ello comprendíque íbamos por el vado, ya que

solo por medio de este contactoescurridizo podíamos decir quenos estábamos moviendo deverdad. Lo que antes había sidouna superficie lisa, era ahora unasucesión de altos y bajos que sealzaban y se hundían a nuestroalrededor; que nos empujaban,que nos molestaban con sucontacto blando y fofo en losescasos momentos en quepisábamos el suelo. Cash se volvióa mirarme, y entonces comprendí

que estábamos perdidos. Pero nome di cuenta del porqué de lacuerda hasta que vi el tronco.Salió a la superficie del agua y semantuvo derecho por un instante,como un Cristo, encima de tantadesolación embravecida, jadeante.«Échate afuera y deja que lacorriente te lleve hasta el recodo—me dijo Cash—. Te será fácil.No —le dije—. Saldré tanmalparado lo mismo de unamanera que de otra».

El tronco aparece, de pronto,entre dos ribazos, como si depronto saltara del fondo del río. Desu extremidad le cuelga unespumarajo, como una barba deviejo o de macho cabrío. Alhablarme Cash, me doy cuenta deque lo ha estado observando todo eltiempo; observándolo y mirandotambién a Jewel, que va a diezpasos delante de nosotros.

—Suelta la cuerda —le dice aJewel.

Con su otra mano la alcanza y leda dos vueltas al pescante.

—Sigue andando, Jewel —ledice—. A ver si logras llevamoslejos del tronco.

Jewel hostiga al caballo;nuevamente parece que lo llevaalzado con sus rodillas. Casi hallegado al mismísimo vado y elcaballo ha debido de sentir algo,pues se encabrita: medio fuera delagua reluce mojado, rompiendo encontinuas acometidas. Se mueve

con increíble rapidez; esto sirvepara que Jewel se dé cuenta de queal fin la cuerda está suelta, pues leveo tirar de las riendas, con lacabeza vuelta, a medida que eltronco se va colocando entrenosotros en sordas arremetidas,hasta caer sobre la yunta. Las mulastambién lo han visto; por unmomento también ellas relucennegras, fuera del agua. Ahoradesaparece la que está en la partede abajo de la corriente,

arrastrando consigo a la otra; elcarro se pone de través, recuéstasesobre el vado, mientras que eltronco le golpea. Haciéndoletambalearse. Cash se ha mediovuelto, escapándosele las riendasde la mano y las riendasdesaparecen en el agua; con la otramano llega hasta Addie y lamantiene apretada contra la caja delcarro.

—Salta —me dice—. Sepáratede la yunta y no trates de sujetarla.

La corriente te llevará hasta elrecodo.

—Ven tú también —le digo.Vernon y Vardaman corren por

la orilla; padre y Dewey Dell nosestán observando; Dewey Dell, conla cesta y el paquete en los brazos.Jewel se esfuerza por hacerretroceder al caballo. Asoma lacabeza de una de las mulas,dilatados los ojos; se vuelve uninstante a mirarnos y suelta unsonido casi humano. La cabeza

desaparece de nuevo.—Atrás, Jewel —grita Cash—.

Atrás, Jewel.Por un instante más le veo

pegado al carro volcado; su brazo,apuntalando a Addie y lasherramientas. Veo brotar de nuevola cabeza barbuda del troncoencabritado, y más allá a Jewel,sujetando a su caballo, encabritadotambién, que tuerce la cabeza; y leveo martillar a puñadas la cabezadel caballo. Salto del carro, en la

dirección de la corriente. Veo lasmulas, una vez más, entre los dosribazos. Van dando vueltas, unadetrás de la otra, con las patastiesas como varas, igual que sihubieran perdido todo contacto conla tierra.

Vardaman

Cash se esforzaba, pero ellacayó afuera y Darl saltó y fue y sehundió, y Cash venga a gritar que lacogiéramos, y yo iba gritando ycorriendo, gritando, gritando, yDewey Dell me gritaba:«Vardaman, ven; Vardaman, ven;ven, Vardaman», y Vernon me dejóatrás, porque él lo había visto salira la superficie; pero ella se hundióotra vez, sin que Darl la hubiese

podido agarrar.Darl sacó la cabeza fuera del

agua, a ver, y yo venga a gritarle:«Cógela, Darl»; pero ni por esas,porque como ella pesaba mucho,tenía que hundirse para agarrarla, yyo venga a gritar: «Cógela, Darl;cógela, Darl», pues ella iba por elagua más de prisa que cualquiera, yDarl tenía que ir a tientasbuscándola; pero yo sabía que laagarraría, pues él es quien mejorsabe caminar a tientas, incluso

estando como estaban las mulasallí, que iban dando vueltas y másvueltas, y ahora con los lomos enalto, y Darl tenía que echarse abuscarla de nuevo, pues ella podíair más de prisa que nadie, más queun hombre o una mujer, y Vernonme dejó atrás, y él no se queríameter en el agua ni ayudar a Darl:no quería buscarla con Darl; sabía,pero no quería ayudarle.

Las mulas asoman otra vez,asomando sus patas tiesas, sus patas

tiesas, rodando despacito, yentonces va Darl y aparece también,y yo venga a gritarle: «Cógela,Darl; cógela, Darl; tráela a laorilla, Darl».

Vernon no le ayudaba, yentonces Darl va y hace un regate alas mulas, y va y entonces ya latiene bajo el agua y se acerca a laorilla, acercándose despacito, puesella, en el agua, trataba de quedarsedebajo del agua; pero Darl es muyfuerte y la traía despacito, y por eso

yo supe que la traía, pues veníadespacito, y yo eché a correr alagua, a ayudarle, y yo no podíadejar de gritar, pues Darl la teníafuerte y muy debajo del agua, y siella trata de escapar, él no lopermitiría, no la dejaría marcharse,y él me estaba viendo a mí, y ya latenía cogida, y todo se habíaacabado ya, ya todo se habíaacabado ya, ya se había acabadotodo.

Ahora él asoma fuera del agua.

Asoma despacito gran parte de sucuerpo, antes que sus manos lohagan, pero él tenía que tenerla,tenía que tenerla, para que yopudiera soportarlo. Salen susmanos del agua y todo él sale porencima del agua. No puedopararme. Lo intentaré, si puedo.Pero sus manos salen vacías delagua, desaguándose,desaguándose.

—¿Dónde está madre, Darl? —le digo—. No la cogerás. Tú sabías

que ella es un pez y la has dejadoescapar. Nunca la cogerás. Darl.Darl. Darl.

Echo a correr por la orilla yveo a las mulas asomarsedespacito, hundirse despacito.

Tull

Cuando le conté a Cora cómoDarl saltó del carro y dejó a Cashdentro e intentando salvarla, y queel carro se había volcado, y queJewel, que estaba ya casi a laorilla, trataba de traerse al dichosocaballo a donde éste, con muy buenjuicio, no quería ir, entonces va ellay me dice:

—¿Conque tú eres de los quedicen que Darl es un raro, que no

tiene luces? Pues él ha sido el únicode todos que ha tenido el suficientejuicio de saltar del carro. Bien veoque Anse se portó como un ladinoal no meterse en el carro.

—No habría servido de nadaque él se hubiese estado allí dentro—dije—. Todo iba saliendo bien yhabría salido bien del todo si nohubiese sido por aquel tronco.

—El tronco, el tronco; ¡bah!,disparates —dijo Cora—. La manode Dios, eso.

—Entonces, ¿cómo dices queaquello era una locura? —dije—.Nadie puede librarse de la mano deDios. Sería un sacrilegio intentarlosiquiera.

Y va y me dice Cora:—Entonces, ¿por qué la

desafían? Anda, responde.—Anse no lo hizo —dije—. Y

precisamente eso es lo que tú leachacas.

—Su sitio estaba allí —dijoCora—. Si fuera un hombre de

verdad, allí se habría estado, en vezde hacer que sus hijos hicieran loque él no se atrevía.

—Pues mira, no sé qué es loque quieres —dije—. Tan prontodices que eso era desafiar a Dioscomo saltas sobre Anse porque élno estaba con ellos.

Entonces se puso ella otra vez acantar, a lavar en la artesa, con unaexpresión cantarina en la cara,como si ella hubiese renunciado alas gentes y a todas sus vanidades, y

se hubiese puesto delante de todos yse encaminara cantando a loscielos.

El carro vaciló durante largotiempo, pues la corriente leempujaba por debajo, arrastrándolefuera del vado; y Cash,inclinándose más y más, tratando demantener apuntalado el ataúd, paraque no pudiera deslizarse y noterminara por volcar el carro. Encuanto el carro se venció del todohacia donde la corriente no podía

menos de rematarlo, el troncosiguió su camino. Cabeceóalrededor del carro y siguió sucamino como lo pudiera hacer elmejor nadador. Igual que si hubiesesido enviado allí para hacer unadeterminada tarea y, ya hecha,siguiera luego su camino.

Cuando, por último, las mulasse soltaron a fuerza de coces,pareció posible, por un instante,que Cash se haría con el carro.Parecía que ni él ni el carro se

movían nada y con todo y eso queJewel se esforzaba por llevar alcaballo hasta el carro. Entonces elchiquitajo pasó delante de mí,corriendo y gritando a Darl, y lachavala iba detrás de él,queriéndole echar la mano; yentonces voy y me veo a las mulasque iban rodando despacito por elagua, con las patas tiesas comovaras, igual que si, de suyo, fueranpatas arriba y tropezaran en algopara caer de nuevo en el agua.

Entonces el carro se volcó, yentonces el carro y Jewel y elcaballo, todos, se enredaron. Cashdesapareció de la vista, teniendotodavía apuntalado el ataúd, yentonces ya no pude ver nada más,sino que el caballo estaba dandoembestidas y chapoteando. Penséque Cash ya se había rendido y queya se habría echado al agua. Y mepuse a gritar a Jewel que volviera.Y entonces, en un instante, él y elcaballo se hundieron también, y

pensé que los dos se ahogarían. Yme di cuenta de que el caballotambién había sido arrastrado fueradel vado. Y con ese indómitocaballo ahogándose, y ese carro, yese ataúd desprendido, la cosa seiba poniendo pero que muy fea. Ycon el agua hasta las rodillas, mepuse a gritar a Anse, que estabadetrás de mí:

—Mire, mire ahora lo que hahecho. ¿Ve ahora lo que ha hecho?

El caballo salió otra vez a la

superficie. Estaba buscando laorilla, manteniendo la cabeza enalto. Y entonces vi a uno de ellosasido a la silla, por el lado deabajo de la corriente. De forma ymanera que eché a correr por laorilla, a ver si descubría a Cash,que no sabía nadar, y gritando aJewel que dónde estaba Cash,gritando como un loco tan lococomo el chiquitajo, que seguíayendo por la orilla llamando agritos a Darl.

Conque me metí en el agua,cuidando de hacer pie en el lodo. Yvi a Jewel solo, medio hundido; asísupe que estaba en el vado, cara ala corriente. Y entonces veo lacuerda, y entonces veo que el aguase levantaba precisamente donde élestaba sujetando el carro, volcadojusto al borde del vado.

Así que era Cash el que seagarraba al caballo, cuando estellegó chapoteando y gateando hastala orilla y gimiendo como si fuera

un hombre de verdad. Cuandollegué junto al caballo, éste estabacoceando, para librarse de Cash yhacer que se soltara de la silla. Sele vio la cara durante un segundo,en el momento en que iba a hundirseotra vez en el agua: estaba grisácea,con los ojos cerrados, y un largopegote de lodo la cruzaba. Luego sedejó llevar y volvió a hundirse enel agua. Parecía lo mismo que unviejo atadijo de ropa, de esos quese llevan a lavar, sacudido una y

otra vez contra la orilla. Parecíacomo si estuviera acostado allí, enel agua, de cara, meciéndose en lacorriente; como si estuvieramirando atento algo del fondo.

Podíamos ver la cuerdasumergida en el agua, y sentir cómotiraba y forcejeaba con todo supeso, pero dijérase quedesganadamente, el carro, en tantola cuerda parecía una barra dehierro, de puro tiesa. Una barra dehierro en la que el agua, al tropezar,

silbaba como si el metal hubieraestado al rojo vivo; una barra dehierro como clavada al fondo poruna punta, mientras nosotrossujetábamos la otra. Y, entretanto,el carro venga de subir y bajardesganadamente, y de tirar unasveces de nosotros y de empujarnosotras, como si hubiera dado lavuelta situándose a nuestrasespaldas, y siempre con su desgana,como si no acabara de decidir quéhacer. Un lechón pasó por nuestro

lado, hinchado como un globo: erauno de los lechones con pintas quetenía Lon Quick. Al tropezar en lacuerda, tan tiesa como una barra dehierro, salió rebotado y siguióadelante, arrastrado por el agua.Nosotros no dejábamos de miraraquella cuerda que se hundíaoblicuamente en el agua. No, nodejábamos de mirarla.

Darl

Cash está tumbado de espaldasen el suelo, con la cabeza apoyadaen un lío de ropas. Tiene los ojoscerrados, la cara gris, con el pelotan pegado a la frente, que parececomo un tiznajo pintado de travéssobre ella con una brocha. Su rostroda la sensación de haberse hundidoalrededor de las órbitas, de lanariz, de las encías, como si con elremojón se hubiera reblandecido la

carne que mantenía tirante la piel.Los dientes, incrustados en lasempalidecidas encías, se hallan unpoco entreabiertos, como si sehubiera estado riendo por lo bajo.Flaco como una estaca, yace entrelas ropas que chorrean. Al lado dela cabeza hay un charquito que haformado al arrojar, y todavía lecorre un hilillo de líquido por labarbilla, desde la comisura de laboca hasta el charco, como si no lehubiera dado tiempo de volver la

cabeza para vomitar o no hubierapodido hacerlo con bastante fuerza.Por fin se inclina sobre él DeweyDell y se lo limpia con el borde dela falda.

En estas, se acerca Jewel, quetrae ya la garlopa.

—Vernon acaba de encontrar laescuadra —dice, mirando desdearriba a Cash y chorreando también—. ¿No le ha dicho nada todavía?

—Lo que yo sé es que traía lasierra, el martillo, la cuerda de

marcar y la regla —digo yo—. Deeso estoy seguro.

Jewel deja la escuadra en elsuelo. Padre le mira.

—No deben de andar muy lejos—dice padre—. Todo ha caído enel mismo sitio. ¿Habráse vistonadie con más mala suerte?

A lo que Jewel ni le mira. Perodice:

—Será mejor que diga usted aVardaman que vuelva aquí.

Echa otra mirada a Cash; luego

da media vuelta y se larga. Según seva, nos dice:

—Procurad hablar con él encuanto pueda, para que diga quéotras cosas traía.

Volvemos al río. Por finsacamos el carro a la orilla (conmucho tiempo, halando todos de él;parece como si dentro delarmatoste, que tan bien nosconocemos, todavía perdurara,oculto pero amenazador, algo deesa violencia a la que, no hace ni

una hora, sucumbieron las bestiasque lo arrastraban) y calzamos lasruedas en lugar seguro, donde nolas alcance el agua. Al fondo de lacaja del carro sigue el ataúd, consus pálidas tablas como acalladaspor la humedad, pero tan amarillascomo siempre. Ahora tienen elcolor del oro cuando se lecontempla a través del agua,excepto en dos sitios en que haysendos manchones de cieno. Entretodos, lo sacamos hasta la orilla.

Hemos afianzado a un árbol unade las puntas de la cuerda.Vardaman está metido en el río, conel agua hasta las rodillas, un pocoinclinado hacia adelante ycontemplando con verdaderoembeleso a Vernon. Ha dejado yade dar gritos; está empapado hastalos sobacos. Al otro cabo de lacuerda, Vernon, sumergido hasta loshombros en el agua, está de cara aVardaman.

—Vete un poco más atrás —le

dice—. Sigue hasta el árbol ysostenme la cuerda, para que no seescurra.

Vardaman va retrocediendo a lolargo de la cuerda hasta el árbol,como si, fascinado en lacontemplación de Vernon, notuviera ojos más que para él. Alsubir allí nosotros, nos echa unamirada, con los ojos redondos ycomo ofuscados.

Pero en seguida vuelve la vistahacia Vernon, en la misma actitud

de arrobada atención.—Ya he encontrado también el

martillo —dice Vernon—. Lo queya debiéramos también de haberencontrado es la cuerda de marcar.Tenía que andar flotando por aquí.

—¡Y tanto que habrá flotado!¡Cualquiera sabe adonde habrá idoa parar a estas horas! —dice Jewel—. Esa no la pescamos ya. Lo quesí habría que encontrar es la sierra.

—En eso estoy yo —contestaVernon, examinando el agua—.

Pero la cuerda de marcar también.¿Y qué más tenía?

—No sé, porque aún no ha rotoa hablar —dice Jewel, al tiempoque se mete en el agua. Y volviendola cabeza hacia mí, añade—: Túvete allá, a ver si consigues sacarlealgo del cuerpo.

—Ya está padre con él —ledigo.

Así que me meto en el aguadetrás de Jewel, agarrándome a lacuerda, que me deja en la mano una

sensación como si estuviera viva,ligeramente combada, formando unarco alargado y vibrante. Vernon,que no deja de mirarme, me dice:

—Harías mejor en irte. Seríamejor que te estuvieras allí.

—Vamos a ver si podemossacar algo del agua, antes que loarrastre la corriente —le contesto.

Agarrados a la cuerda, el aguaforma ondas y hoyuelos alrededorde nuestros hombros. Pero bajo estaengañosa blandura, la corriente

sigue tirando tercamente denosotros. Nunca hubiera pensadoque en pleno julio pudiera estar tanfría el agua. Se diría que unasmanos heladas nos apretasen, nostaladrasen los huesos. Vernon siguede cara a la orilla.

—¿Nos aguantará la cuerda atodos? —pregunta.

Todos volvemos la vista haciaesa especie de barra rígida queforma la cuerda desde que sale delagua hasta alcanzar el árbol. A su

extremo, muy acurrucado, y sindejar un momento de observamos,sigue Vardaman.

—Con tal que a mi mula no ledé por salir de estampía haciacasa… —dice Vernon.

—Vamos —dice Jewel—.Acabemos de una vez.

Uno detrás de otro vamossumergiéndonos agarrados a losdemás, quienes, a su vez, se sujetana la cuerda. La fría muralla de aguaparece sorber hacia atrás el cieno

de debajo de los pies, acontracorriente, de modo que nosquedamos como colgados mientrassondeamos el helado fondo del río.Ni siquiera el fango de ahí bajo estáquieto. Tiene un no sé qué deescalofriante y huidizo, como si elsuelo se nos estuviera marchando.Con los brazos extendidosprocuramos no perder contacto unoscon otros, mientras vamosdeslizándonos, con muchasprecauciones, a lo largo de la

cuerda; o bien, cuando le toca a unoponerse en pie, se dedica aobservar atentamente el pequeñoremolino y el burbujeo del agua enel sitio donde cualquiera de losotros dos se encuentra buceando enese momento.

Padre ha bajado hasta la orilla,para ver desde allí cómoescudriñamos el río.

En eso que Vernon se endereza,chorreando con toda la carahundida hacia los fruncidos labios,

por los que no para de resoplar. Suboca azulea, como un aro de gomadeteriorada por la intemperie. Porfin ha encontrado la regla.

—¡Qué contento se va a poner!—digo—. Porque está reciéncomprada. Como que no hace ni unmes que la eligió en el catálogo.

—Si supiéramos que mástraía… —dice Vernon, mirando porencima del hombro.

Luego vuelve la vista haciadonde Jewel se metió en el agua.

—Oye, ¿no se había sumergidoantes que yo? —pregunta Vernon.

—No sé —le contesto—. Esdecir, creo que sí. Sí, sí; sesumergió antes.

Observamos la superficiemenudamente rizada, que formalentas volutas al chocar connosotros.

—Dale un tirón de la cuerda —dice Vernon.

—Está en la punta de tu lado —digo.

—Pues por esta punta no haynadie —dice.

—Tú da un tirón —le digo.Pero ya lo ha dado y sostiene la

punta fuera del agua, para que veaque allí no está Jewel.

Y en este preciso momento, diezyardas más allá, lo vemosenderezarse resoplando, y vueltohacia nosotros, mientras, con unviolento movimiento de cabeza, seecha el pelo hacia atrás. Luegodirige la vista hacia la orilla y hace

una profunda inspiración.—¡Jewel! —dice Vernon, no

muy fuerte, aunque su voz resbalapastosa y clara sobre el agua, conun tono perentorio y comedido a lavez—. ¡Ya aparecerá por aquí!Anda, será mejor que vuelvas.

Pero Jewel ya está zambullendode nuevo. Haciendo fuerza con laespalda contra la corriente, nosquedamos observando el lugardonde ha desaparecido, sosteniendola lacia cuerda, como un par de

hombres que tuvieran en las manosel boquerel de una manguera deincendios, en espera de que llegarael agua. De repente, Dewey Dellaparece a nuestras espaldas, metidaya en el río.

—¡Hacedle que vuelva! —grita—. ¡Jewel!

Jewel vuelve a sacar la cabezadel agua, sacudiéndose el pelo delos ojos. Ahora va nadando hacia laorilla; la corriente lo arrastradiagonalmente.

—¡Jewel! ¡Oye, Jewel! —legrita Dewey.

Nosotros seguimos sosteniendola cuerda. Al poco, gana la orilla,por la que le vemos trepar. Al salirdel agua se ha parado para recogeruna cosa. Y al volver, ya por tierra,hacia nosotros, vemos que es que haencontrado la cuerda de marcar.Pero, según viene se queda depronto parado y mirando alrededor,como si buscara algo. Entretanto,padre desciende por la orilla.

Quiere echar otro vistazo a lasmulas, cuyos redondos cuerposentrechocan blandamente, al flotaren el agua perezosa del remanso.

—¿Qué has hecho del martillo,Vernon? —pregunta Jewel.

—Se lo di a ese —contestaVernon, señalando con unmovimiento de cabeza a Vardaman.

Vardaman, que estaba mirandoa padre, vuelve la vista haciaJewel.

—… al mismo tiempo que la

escuadra —termina Vernon, con losojos puestos en los de Jewel, altiempo que empieza a salir delagua, pasando al lado de DeweyDell y de mí.

—Anda, salta ya —le digo a lachica.

Pero no me contesta. No deja demirar a Vernon y a Jewel.

—¿Dónde está el martillo? —pregunta Jewel.

Vardaman aprieta a correr,orilla arriba, a buscarlo.

—Pesa más que la sierra —diceVernon.

Jewel está atando la punta de lacuerda de marcar al mango delmartillo.

—Pero el martillo tiene másmadera —dice Jewel.

Los dos están frente a frente,atentos a lo que las manos de Jewelhacen.

—Y, además, es plano —añadeVernon—, de modo que tiene queflotar lo menos tres veces mejor.

¿Por qué no pruebas con lagarlopa?

Jewel mira a Vernon. Vernontambién es un buen mozo. Altos ydelgados los dos, quedan frente afrente, mientras la ropa se les pegaal cuerpo, de calada que está.Observando las nubes, Lon Quickera capaz de decir la hora sinmarrar ni en diez minutos. Merefiero a Lon el alto, no al bajo.

—Pero ¿por qué no os salís delagua? —les digo.

—… No flotaría tan bien comola sierra —está diciendo Jewelahora.

—Pero sí mejor que el martillo—contesta Vernon.

—¿Qué te juegas? —diceJewel.

—Nada; no acostumbro apostar—dice Vernon.

Y allí siguen los dos, fijos enlas manos quietas de Jewel.

—¡Pues al cuerno! —diceJewel—. ¡Venga la garlopa!

Así que, cogiendo la garlopa, ala que atan la cuerda de marcar, seadentran otra vez en el río.

Padre vuelve ahora por laorilla. Se detiene un instante acontemplarnos, encogido y mohíno,como un buey apaleado o como unviejo pajarraco.

Vernon y Jewel vuelven,luchando contra la corriente.

—¡Quítate de en medio! —ledice Jewel a Dewey Dell—.¡Vamos, salte de una vez del agua!

La chica se aprieta un pococontra mí para dejarles paso. Jewellleva en alto la garlopa, como sifuera un objeto fragilísimo; lacuerda azul le va marcando unaraya negra sobre el hombro. Pasan anuestro lado y se paran a discutir,con toda calma, cuál es el lugarpreciso en que volcó el carro.

—Darl debe de saberlo —dijoVernon.

A lo que los dos se quedanmirándome.

—Yo no lo sé —digo—. Noestuve allí casi nada de tiempo.

—¡Cuerno! —dice Jewel.Avanzan con mucho tiento,

recostados en la corriente,tanteando el fondo con los pies,para encontrar el vado.

—¿Has asegurado bien lacuerda? —pregunta Vernon.

Pero Jewel no contesta. Echa unvistazo calculador a la orilla; luegovuelve la mirada otra vez adelante,y lanza la garlopa hacia el centro

del río, dejando que la cuerda se ledeslice por entre los dedos, que sele amoratan al roce.

Cuando queda quieta, se la pasaa Vernon.

—Déjame esta vez a mí —ledice Vernon.

Pero Jewel, que sigue sincontestar, se está ya otra vezzambullendo.

—¡Jewel! —gime Dewey Dell.—Por esa parte no está tan

hondo —la tranquiliza Vernon; pero

sin volver la vista, fija toda suatención en el lugar donde se ve quese ha sumergido.

Al salir, lleva ya la sierra en lamano.

Cuando pasamos junto al carro,padre está al lado de la caja,tratando de quitarle con un puñadode hojas las dos manchas de barro.Contra la maleza, el caballo deJewel parece un edredón acuadritos colgado de una cuerda.

Cash sigue sin rebullir. Nos

ponemos alrededor enseñándole lagarlopa, la sierra, el martillo, laescuadra, la regla y la cuerda demarear, mientras Dewey Dell searrodilla para alzarle la cabeza.

—¡Cash! —le dice—. ¡Escucha,Cash!

Abre los ojos, mirando confijeza hacia arriba nuestras caras,que se le aparecen del revés.

—¡Habráse visto hombre conmás mala suerte! —dice padre.

—¡Mira, Cash! —decimos

todos, sosteniendo en alto lasherramientas, de modo que puedaverlas—. ¿Trajiste alguna más?

Trata de decir algo, volviendola cabeza, y entorna de nuevo losojos.

—¡Cash! —le decimos—.¡Fíjate, Cash!

Pero para lo que volvía lacabeza era para arrojar. DeweyDell le limpia la boca con la partedel dobladillo de la falda que no sele ha mojado. Ahora ya puede

hablar.—¡Ah, ya entiendo! —dice

Jewel—. Se refiere al triscador,aquel nuevo que compró tambiéncuando la regla.

Da media vuelta y se aleja.Vernon, que está en cuclillas,levanta la vista hacia él. Después sepone en pie y se mete también en elagua.

—¡Habráse visto hombre conmás mala suerte! —dice padre.

Así, en pie, se eleva su figura

muy por encima de nosotros, queestamos arrodillados. Parece unaestatua grotesca, tallada en malamadera por un caricaturistaborracho.

—¡Cuántas calamidades! —dice—. Pero conste que nada lereprocho a la pobre. Nadie puededecir que a la pobre le echo nada encara.

Dewey Dell ha dejado caer lacabeza de Cash sobre el lío de ropaen el que la descansa, corriéndola

un poco para alejarla de lavomitona. Junto a él están lasherramientas.

—Ya puede llamarse buenasuerte que se haya roto la mismapierna que se rompió cuando cayóde lo alto de aquella iglesia —dicepadre—. Pero conste que no le echonada en cara a la pobre.

Ya están otra vez metidos en elrío Jewel y Vernon. Desde aquí sedijera que no interrumpen enabsoluto la superficie; parece como

si esta los hubiera cortado a los doslimpiamente de un solo tajo, nodejando sino los bustos, que sedesplazan con una cautelainfinitesimal, de lo más cómico,sobre el haz de las aguas. La riadaproduce ahora esa misma sensaciónapacible que se experimenta cuandose contempla y escucha durante unbuen rato la marcha de unamaquinaria. Igual que si, disueltoese coágulo, que en definitivasomos, en la pluralidad del

movimiento original, nosvolviéramos ciegos y sordos paravernos y oírnos, y toda nuestra furiase aplacase en el reposo. Elempapado vestido de Dewey Dell,que sigue en cuclillas, modela a losojos turbios de tres hombrescegados esas grotescas redondecesmamarias que constituyen loshorizontes y los valles de estatierra.

Cash

No estaba bien repartido elpeso. Ya les avisé que, si queríanllevar todo aquello e ir ellos en elcarro sin desequilibrarlo, tendríanque…

Cora

Cierto día nos pusimos a hablar.Sus sentimientos religiosos nuncahabían sido puros del todo, nisiquiera después de aquella reunióncelebrada al aire libre durante elverano, en que el reverendoWhitfield luchó con su espíritu abrazo partido, llevándosela apartepara combatir la vanidad quealbergaba su corazón mortal. Másde una vez le tengo dicho yo: «Dios

te ha dado hijos para que te sirvande consuelo a tanta miseria, y comoprenda de sus propiospadecimientos y de su propio amor,que en amor los concebiste y losdiste a luz». Se lo decía porquetomaba el amor de Dios y susobligaciones para con Él un poco abeneficio de inventario, conductaque no es grata a los ojos delSeñor. Y le tengo dicho: «Él nos haproporcionado el don de elevarnuestras voces para cantar su gloria

inmarcesible», porque, como ledecía, hay más júbilo en los cielospor un pecador arrepentido que porcien justos. Y ella dijo: «Mi vidadiaria es la confesión y la expiaciónde mi pecado», y yo le dije:«¿Quién eres tú, para juzgar loquedes y no es pecado? Es el Señorquien ha de hacerlo; nosotrosbastante tenemos con alabar sumisericordia divina y proclamar susanto nombre a la faz de los demásmortales», porque solo Él puede

ver dentro de los corazones, yaunque la vida de una mujerparezca recta a los ojos de unhombre, no podrá ella saber si sucorazón está limpio de pecado hastaque lo abra ante el Señor y recibasu gracia. Y le dije: «El que hayasguardado fidelidad a tu marido noquiere decir que tu corazón estélibre de culpa; como laspenalidades de tu vida tampocosignifican que la divinamisericordia te esté absolviendo de

tus pecados». Y ella dijo: «Yo bienme sé cuál es mi pecado; bien me séel castigo que merezco. Y no tratode disminuirlo». Y yo le dije: «Estu orgullo el que te lleva a juzgar elpecado y la salvación, usurpando underecho que sólo compete al Señor.Nuestro destino de criaturasmortales es padecer en este valle delágrimas y ensalzar a Aquel quejuzga el pecado y que nos ofrece lasalvación, mediante nuestrasaflicciones y tribulaciones, desde

tiempo inmemorial, amén. No, no esesto cosa tuya, ni siquiera despuésque el reverendo Whitfield, hombrepiadoso e imbuido del espíritusanto si los hay, rezó como rezó porti, forcejeando como ningún otrohubiera sido capaz de hacerlo». Esole dije. Pues no somos nosotros losllamados a enjuiciar nuestrasculpas, ni a saber qué es lo que alos ojos de Dios constituye pecado.Realmente, su vida ha sido muydura; pero eso le pasa a cualquier

mujer. Y si hubieseis oído las cosasque decía, habríais creído que sabíamás acerca del pecado y de lasalvación que el propio DiosNuestro Señor y que todos los quehan dedicado su vida a combatir elpecado en este bajo mundo. Bien esverdad que el único pecado quejamás cometiera —y en él llevó lapenitencia—, fue el querer más aJewel, para quien fue siempre deltodo indiferente, que a Darl, que eraun bendito de Dios, aunque nosotros

le tuviéramos por un tipo raro, yque la amaba de veras. Yo le dije:«Ése es tu pecado. Como tambiénes tu penitencia. Jewel es tupenitencia. Pero ¿dónde encontrarástu salvación? Que la vida es muycorta —le dije yo— para ganarseen ella la gracia eterna. Y que Dioses muy riguroso: es Él, y nonosotros, quien dispensa lospremios y los castigos».

—Ya lo sé —dijo—. Yo…Pero no pasó de ahí. Entonces

le pregunté yo:—¿Qué es lo que sabes?—Nada —me respondió—. Él

es mi cruz, como será mi salvación.Él me salvará de las aguas y delfuego. Incluso aunque haya rendidoel último suspiro, no dejará desalvarme.

—¿Qué sabes tú, si no le hasabierto tu corazón ni has ensalzadosu santo nombre? —le dije.

Entonces es cuando me dicuenta de que no se refería al

Señor. Me di cuenta de que elorgullo que anidaba en su corazónle había hecho proferir aquellassacrílegas palabras. Y caí derodillas allí mismo, en el lugardonde estábamos. Y le supliqué quese arrodillara ella también, y queabriese su corazón y que arrojarade él al demonio del orgullo y quese entregara a la misericordia deDios. Pero no quiso.

Quedóse allí sentada, perdidaen su orgullo y en esa vanidad que

le hiciera cerrar el corazón a Dios,para dar cobijo en su lugar a aquelmozo tan lleno de egoísmo. Y allímismo, de rodillas, recé por ella.Recé por aquella pobre ciega, comojamás he rezado por mí ni por todosmis deudos.

Addie

Por la tarde, después de lasalida de la escuela, cuando,sorbiéndose los mocos por sunaricilla sucia, se había marchadoel último arrapiezo, gustaba yo, envez de volver a casa, bajar por elribazo hasta la fuente, donde podíaestar a mis anchas y odiarlos atodos juntos. Todo era allí a esashoras tranquilo: el agua que manabay se iba siempre borboteando; el

sol que entraba sesgado por lafrondas de los árboles; el mismoolor de las hojas húmedas mediopodridas y de la tierra nueva, sobretodo al empezar la primavera, quees cuando es peor.

Era entonces la ocasión depararme a recordar que, como mipadre solía decir, la finalidad de lavida no es otra sino la de aprestarsea estar mucho tiempo muerto. Y alrecapacitar que tenía que ver díatras día a cada uno de ellos y de

ellas, y todos con sus respectivasvergüenzas y egoísmos personales,y que tal era, a lo que parecía, laúnica manera de disponerme a bienmorir, no podía menos de maldecira mi padre por habérsele ocurridoengendrarme. Siempre estabaacechando la ocasión de cogerlosen falta, para darles de latigazos. Ycuando el látigo caía sobre suscarnes, sentía yo su escozor sobrelas mías; y cuando les levantabaverdugones y ronchas en la piel, era

mi sangre la que corría, y a cadanuevo golpe que les asestaba, medecía a mí misma: «Ahora soy algoen vuestras vidas vergonzosas yegoístas, yo, que he marcado misangre en la vuestra para toda laeternidad».

De modo que tomé a Anse. Lehabía visto pasar unas cuantasveces por delante de la escuela,hasta que me enteré de que daba unrodeo de cuatro millas para ir porallí. Entonces me percaté de que

estaba empezando a encorvarse —apesar de lo mozo y lo alto que era—, lo que le daba el aire de unpajarraco aterido de frío en lo altodel pescante. Pasaba por delante dela escuela y, desde el carro quechirriaba lentamente, volvíadespacio la cabeza hacia la puerta,que no perdía de vista hasta quedoblaba el recodo del camino ydesaparecía. Un día me salí a lapuerta y me estuve allí mientraspasaba. Al reparar en mí, desvió en

seguida los ojos, y ya no volvió lamirada.

Lo peor era el entrar laprimavera. A veces me parecía queno iba a poder soportar el estartoda la noche en la cama, cuandolos patos salvajes pasaban volandohacia el Norte y sus graznidosaltísimos y salvajes bajabanapagados, como nacidos de lasalvaje oscuridad. Y por el día medaba la impresión de que no iba apoder esperar a que se marchara de

la escuela el último chiquillo parapoder irme a la fuente. Así quecuando levanté la vista aquella vezy me tropecé con Anse, que estabaallí con su traje de los domingos ysin parar de darle vueltas alsombrero entre sus manos, le dije:

—¿Es que no hay mujeres en sucasa? ¿Cómo es que no le mandan aque se corte el pelo?

—No hay ninguna —contestó.Y añadió, de repente, fijando en

mí sus ojos, intranquilos como dos

perros en corral ajeno:—Por eso es por lo que he

venido a verla.—… Y que le digan que

enderece esa espalda —dije—. ¿Demodo que no tiene ninguna mujer?Pues casa, sí que tiene. Al menos,eso es lo que a mí me han contado:que tiene usted una casa y unagranja que no están nada mal. Yvive allí usted solo, haciéndoselotodo, ¿no es así? —él me miraba,sin parar de darle vueltas al

sombrero—. Y que la casa esnueva. ¿No irá usted a casarse?

Y él volvió a decir, sin quitarsus ojos de los míos:

—Por eso es por lo que hevenido a verla —y añadió—: Yo notengo a nadie. Así que nadie lamolestará. En cambio, usted…

—Sí, yo tengo algunosparientes. En Jefferson.

Y al decir esto su rostro seensombreció un poco.

—Bueno, yo tengo alguna

heredad. Y soy hombre de posibles.Mi nombre es tan honrado como elque más. Sé cómo es la gente de laciudad; pero, a lo mejor, cuando sepongan a hablar conmigo…

—… Puede que lo que hagansea escucharle a usted —le atajé—.Pero será difícil que tenga quehablar con ellos —él no dejaba deexaminar mi rostro—, porque lostengo enterrados.

—Pero con los que vivan —dijo— será diferente.

—¿Usted cree? —dije—. No séqué decirle: yo jamás he tenido otraclase de parientes.

De forma y manera que tomé aAnse. Y cuando supe que llevaba enmis entrañas a Cash, me di cuentade que la vida es terrible y de queesas son las cosas que nos trae. Fueentonces cuando aprendí que laspalabras no tienen nada de bueno,pues que nunca se ajustan nisiquiera a aquello que tratan de dara entender. Cuando el niño nació,

comprendí que la palabra«maternidad» ha tenido que serinventada por alguien que, por loque fuera, la precisaba para el caso;y que a los que de verdad hantenido hijos, nunca se les ha podidoocurrir preocuparse de si esapalabra existía o dejaba de existir.Comprendí que la palabra «miedo»ha tenido que ser inventada poralguien que jamás lo ha pasado, y lapalabra «orgullo», por alguien quenunca lo ha sentido. Comprendí que

lo malo era, no ya que fueran ameter sus puercas narices en todo,sino que tendríamos que cruzar unaspalabras que son como esas arañasque se descuelgan, por el hilo quesueltan por la boca, desde el techo,y que se balancean sin llegar jamása tocarse. Comprendí que, solocuando la hiciera saltar a latigazos,podría su sangre confundirse con lamía en un torrente único.Comprendí que lo que habíaocurrido era, no ya que no volvería

a tener punto de reposo, sino que mitranquilidad no había sido nuncarealmente violada hasta que tuve aCash. Ni siquiera por parte deAnse, en todas las noches que habíapasado con él.

También él tenía una palabra.Amor, como solía decir. ¡Peroestaba yo tan harta de palabras! Yobien sabía que era como todas lasotras: ni más ni menos que un rotopara un descosido; que, llegada lahora de la verdad, de tan poco os

sirve esa palabra como las demás,ya sean «orgullo» o «miedo».Jamás necesitó Cash decírmela amí, como yo tampoco tuve nuncaque decírsela a él. Como yo decía:«Que la utilice Anse, si quiere». Deforma y manera que venía a ser lomismo Anse o amor que amor oAnse. ¿Qué más daba?

Eso es lo que pensaba hastacuando estaba acostada junto a él,en medio de la oscuridad, mientrasque Cash dormía en su cuna, al

alcance de mi mano. Pensabatambién que, como se despertasellorando, tendría que darle demamar. Anse o amor: ¿qué másdaba? Mi soledad había sidoviolada y la propia violación habíavenido después a restablecerla:tiempo, Anse, amor… Lo quequeráis, fuera de este círculo.

Después me di cuenta de queestaba preñada otra vez. Alprincipio, me pareció imposible.Después creí que iba a matar a

Anse. Fue como si me hubierajugado una mala pasada,ocultándose tras una palabra comolo hubiera podido hacer detrás deun biombo, para darme desde suescondite un golpe a traición. Peroluego comprendí que había sidoengañada por palabras más viejasque Anse o amor, palabras a cuyoengaño también había sucumbidoAnse, y que mi venganza sería tal,que nunca supiera que me estabavengando de él. Cuando parí a Darl,

le exigí a Anse la promesa de que,cuando yo muriera, me llevaría otravez a Jefferson, porque yo sabíaque padre había tenido razón,aunque él mismo malamente pudosaber que la tenía, igual que nopodía saber yo que estabaequivocada.

—¡Qué tontería! —dijo Anse—.¡Todavía no estamos ni tú ni yopara echar la galga con solo estepar de críos que tenemos!

Lo que no sabía es que por

entonces estaba para mí comomuerto. A veces estaba acostada asu lado en medio de la oscuridad,oyendo a la tierra que ahoraformaba parte de mi sangre y de micarne, y me decía: «Anse». ¿Porqué Anse? ¿Por qué eres tú Anse?Y pensaba en su nombre de talmodo, que al poco rato se meantojaba como si la palabraadquiriese forma, como si fuera unavasija, en la que él se iba vertiendopoco a poco, cual una melaza fría

que fluyese de lo oscuro hasta que,colmado el recipiente, todoquedaba otra vez quieto: una formallena de expresión, pero tan horrade vida como el vano de una puertasin hojas. Después me daba cuentade que el hombre de la vasija se mehabía ido de la memoria, y pensaba:la forma de mi cuerpo, cuando aúnconservaba mi doncellez, era la deun…[2], y era incapaz de pensar enAnse ni de recordar a Anse. Perono es que fuese capaz de figurarme

a mí misma como si hubierarecobrado la virginidad perdida,pues ahora yo era tres. Y cuandopensaba Cash y Darl de esta mismamanera, hasta que los dos nombresse desvanecían para materializarseen una forma y borrarse después,me decía: «Muy bien. Eso es lo demenos. ¿Qué importan los nombresque se les den?».

Así que cuando Cora Tull vinoa decirme que yo no era una madrecomo es debido, pensé que las

palabras ascienden derechas comouna tenue línea, ligera e inofensiva,mientras que los hechos se arrastranhorriblemente pegados al suelo, deforma y manera que, al poco rato,no hay modo de pisar a un tiempoesas dos líneas, por mucho que unose espatarre. Y también que pecado,amor y miedo no son sino palabrasque quienes ni pecaron, ni amaron,ni temieron jamás utilizan para esoque no tienen ni tendrán, hasta quese olviden de las dichosas palabras.

Como Cora, que ni freír un huevosabía.

Me reconvenía Cora por lo queles debía yo a mis hijos, a Anse y aDios. He sido yo quien le ha dado aAnse los hijos. Yo no los hepedido. Por no pedir, ni siquiera lehe pedido lo único que de verdadpodía darme: lo que no fuese él.Pero mi obligación era no pedirletal cosa, y bien que la cumplí. Yoera yo misma; a él, le dejaba quefuese la forma y el eco de su

palabra. Lo que era incluso más delo que él mismo pedía, pues nopodía pedirlo y ser Anse,sirviéndose de sí mismo por mediode una palabra.

Y después murió. No sabía queestaba muerto. Yo me acostaba a sulado en medio de la oscuridad,oyendo a la tierra oscura queensalzaba el amor de Dios y subelleza y su pecado; oyendo laoscura mudez en que las palabrasson los hechos, y oyendo también

esas otras palabras que no sonhechos, que son sólo los huecos delo que le falta a la gente, y que noscaen desde lo alto como losgraznidos de los patos, como esosgritos que descendían desde lasalvaje oscuridad en las nochesterribles de antaño, balbuciendotorpemente en busca de los hechos,como huérfanos a los que se lesindicasen dos rostros en medio deuna multitud y se les dijera: «Aqueles tu padre; aquella, tu madre».

Y creí haber dado con ello.Creí que todo estaba en nuestrasobligaciones para con esa sangretan llena de vida, esa sangreterrible, esa corriente roja y amargaque corre por los campos. Mefiguraba el pecado como las ropascon que los dos nos presentábamosa la vista de todo el mundo,guardando la debida compostura enrazón de que él era él y yo era yo;un pecado que todavía era másgrave, más horrible, pues que Dios,

que creó el pecado, le eligióprecisamente a él para santificarese mismo pecado. Y mientras leesperaba en el bosque, mientras leestaba esperando hasta que me veía,me lo figuraba vestido de pecado.Me lo figuraba imaginándome éltambién a mí vestida de pecado,salvo que él estaba mucho máspenoso, porque la vestidura que sehabía quitado para ponerse la delpecado estaba santificada. Mefiguraba el pecado como un ropaje

del que nos desnudábamos pararepresar la sangre terrible, paraacompasar su latido al eco remotode esa palabra sin vida que secierne en el aire. Después mevolvía a acostar al lado de Anse —sin mentirle, limitándome a negarmea él, lo mismo que les había negadoel pecho a Cash y a Darl en cuantopasaron la edad de mamar—, ydesde la cama oía a la tierra oscurapronunciar su muda oración.

Yo no me andaba con tapujos;

no trataba de engañar a nadie. Yo,por mí, no me hubiera preocupadoen absoluto. Así que, si tomabaalgunas precauciones, eran nadamás las que él juzgabaindispensables, no para miseguridad, sino para la suya; pero,en todo momento, igualitas que losvestidos que me ponía a la faz delmundo. Y cuando volvió a hablarmeCora, pensé en cómo llega un puntoen que incluso las más sublimespalabras sin vida parecen perder

hasta la misma significación de susonido muerto.

Luego, todo acabó. Acabó, en elsentido de que se fue y de que me dicuenta de que, aunque volviera averle, jamás volvería a verleacercándose, furtivo y ligero, porentre los árboles, vestido depecado, como si llevase un garbosoropaje que la misma ligereza de sufurtivo advenimiento empezase ya aentreabrir.

Pero para mí no había acabado.

Quiero decir, acabar en el sentidode lo que empieza y lo que termina,porque por entonces nada tenía paramí principio ni fin. Hasta seguírechazando a Anse, no como si lehubiera dado de lado por primeravez ahora, sino como si toda la vidano hubiese sido otra mi actitud. Mishijos eran sólo míos, sólo de esasangre bravía que hierve por toda latierra, sólo míos y de todo lo quealienta: de nadie en particular y detodo en general. Después supe que

iba a tener a Jewel. Cuando recobréla lucidez suficiente para reparar enlo que pasaba, hacía ya dos mesesque él se había marchado.

Mi padre dijo que la finalidadde la vida es prepararse a bienmorir. Ahora terminé porcomprender qué es lo que queríadecir con esto, y que era imposibleque él mismo supiera lo quepretendía dar a entender, por lasencilla razón de que un hombre esincapaz de saber lo que supone no

limpiar una casa a su debidotiempo. Así es que yo la limpié y lapuse en orden. Al llegar Jewel —estaba acostada cerca de lalámpara, de modo que, forzando unpoco la cabeza, pude ver todo yomisma hasta que la criatura rompióa llorar— se amansó por fin lasangre bravía, acallándose del todosu sordo latido. A partir deentonces, ya no hubo más que laleche tibia y tranquila, y yo,tranquila también en mi lecho de

parturienta, disponiéndome alimpiar mi casa.

Para compensar lo de Jewel, lehe dado a Anse Dewey Dell.Después le he dado a Vardaman, ensustitución del hijo que le habíarobado antes. De modo que ahorase encuentra con tres hijos que sonsuyos y no míos. Así que ya puedodisponerme a bien morir.

Un día me puse a hablar conCora. Rezó mucho por mí, porquecreía que yo era ciega para el

pecado, y pretendió que mearrodillase y me pusiera también arezar, pues es de esa gente que,como cree que el pecado no es másque una palabra, piensa también quela salvación no es tampoco sinocuestión de palabras.

Whitfield

Cuando me dijeron que ella seestaba muriendo, me pasé toda lanoche luchando con Satanás, hastaque conseguí vencerle. Terminé porver claro la enormidad de mipecado; la luz de la verdad se hizoal fin ante mis ojos, y caí derodillas, y me confesé a Dios, y lepedí su intercesión y me la dio.«Levántate —me dijo—; acude aesa casa, donde has introducido una

mentira viva; vete con esa gente, dela que te has servido para ultrajarmi Verbo; publica tu pecado. Es aellos, a ese marido engañado, aquienes compete perdonarte; no amí».

Así que fui a ellos. Alenterarme de que el puente de Tullse lo habían llevado las aguas,exclamé: «¡Gracias, Dios mío;gracias Supremo Hacedor detodo!». Pues en estas pruebas ydificultades que tenía que vencer vi

que no me había abandonado, y quemi readmisión en su santa paz y ensu santo amor todavía resultaríamás dulce por todas esaspenalidades. «Solo te pido —supliqué— que no me dejes morirhasta que haya implorado perdón alhombre a quien traicioné, solo tepido no llegar demasiado tarde. Yque no sea de los labios de ella,sino de los míos, de los que oiga elrelato de la falta que entre los doscometimos. Ella tiene jurado que

nunca lo contará; pero la eternidades una cosa terrible cuando hay quemirarla cara a cara. ¿No he luchadoyo mismo a brazo partido con elmaligno? No permitas tampoco quecaiga sobre mi conciencia elpecado de su perjurio; no permitasque las ondas de tu divina cólerame circunden, hasta que hayalavado mi alma delante de los queinjurié».

Fue su mano la que me sacósano y salvo de la riada; fue su

mano la que fue apartando lospeligros que las aguas ponían en micamino. Mi caballo estabaespantado, y yo mismo desfallecíaal ver los troncos y los árbolesdescuajados que se echaban encimade mi insignificante persona.

Pero no por ello mi alma seabatió: una y otra vez los veíadesviarse en su caída, cuando yaestaban casi a punto de aniquilarme.Y mi voz se elevaba por encima delestrépito de la inundación: «¡Gloria

a Ti, Dios Todopoderoso! Estaprueba me permitirá lavar misculpas y restituirme al seno de tuamor eterno».

Comprendí entonces que elperdón me había sido acordado.Cuando quedaron ya atrás la riada yel peligro, al pisar de nuevo tierrafirme, me puse a hilvanar laspalabras que iba a decir cuandollegara a mi Getsemaní, que cadavez estaba más cerca. Entraría en lacasa; atajaría las palabras de ella

antes que rompiese a hablar, y lediría al marido: «Anse, he pecado.Haz conmigo lo que quieras».

Era ya como si lo hubierahecho. Mi alma se sentía más libre,más sosegada que desde hacíamucho tiempo. Y me parecía estarya gozando de una paz perdurable,según avanzaba en mi caballo. Portodas partes veía su mano. Y en micorazón decía su voz: «Valor. Estoya tu lado».

Por fin llegué a la casa de Tull,

cuya hija menor salió al camino yme llamó, al verme pasar. Fue laque me dio la noticia de que ellahabía muerto ya.

He pecado, Señor. Bien sabesTú lo profundo de miremordimiento y las intenciones demi alma. Pero Él es misericordioso;Él aceptará mi buena intención, enlugar de la buena acción que meproponía; Él, que no ignora quecuando hilvané las palabras queiban a constituir mi confesión, era a

Anse a quien se las estaba diciendo,a pesar de que no se encontrabapresente allí. Fue Él quien, en suinfinita sabiduría, selló los labiosmoribundos, para que no saliera deellos palabra alguna sobre lahistoria, mientras yacía agonizanteen medio de los que tanto confiabanen ella, de los que tanto la amaban.Mientras, a mí me tocó pasar todasaquellas tribulaciones en medio delas aguas, de las que, si conseguísalir airoso, fue por la ayuda de su

mano omnipotente. ¡Gloria a Ti entu magnánima y todopoderosamisericordia! ¡Gloria a Ti!

Entré en la casa afligida por ladesgracia, en la humilde moradadonde aquella pobre descarriadaestaba de cuerpo presente, mientrassu alma se disponía a afrontar elterrible juicio irrevocable. Que enpaz descanse.

—La gracia de Dios sea convosotros —dije.

Darl

Se fue a caballo a casa deArmstid y a caballo volvió,trayéndose el tiro de mulas deArmstid. Enganchamos las bestias,y pusimos a Cash sobre el ataúd deAddie; pero, al echarlo, volvió aarrojar otra vez, aunque le diotiempo a sacar la cabeza porencima del adral del carro.

—¡Menudo golpe se ha debidode llevar en el estómago! —dijo

Vernon.—A lo mejor es que el caballo

le ha pegado una coz en el estómago—dije yo—. ¿Te ha dado en elestómago, Cash?

Trató de decir algo. DeweyDell le limpió otra vez la boca.

—¿Qué dice? —preguntóVernon.

—¿Qué dices, Cash? —preguntó Dewey Dell, inclinándosepara oírle mejor—. ¡Ah!, que ledeis sus herramientas.

Vernon las cogió y las echó enel carro. Dewey Dell levantó aCash la cabeza para que pudieraverlas. Después echamos a andar,sentándonos Dewey Dell y yo uno acada lado de Cash, para sostenerle,mientras él marchaba delante,montado en su caballo. Vernon sequedó un rato mirándonos. Despuésdio media vuelta y encaminó suspasos hacia el puente. Andaba conmucha parsimonia, braceando comosi acabaran de lavarle la camisa

limpia y quisiera secar las mangas,aún húmedas.

Él estaba a caballo ante lacerca, a cuya puerta nos esperabaArmstid. Nos detuvimos, y él echópie a tierra, y bajamos a Cash delcarro y le metimos en la casa,donde la señora de Armstid le teníaya preparada una cama. Y dejamosal cuidado de ésta y de Dewey Dellel que le desnudaran.

Salimos y fuimos hasta el carro,detrás de padre, que subió al

pescante para meter el vehículodentro de la corraliza, mientrasnosotros le seguíamos a pie. Nosvino de perlas que hubiera llovido,porque Armstid dijo: «Bien venidosseáis a esta casa. El carro podéisponerlo ahí.». Él siguió detrás,llevando el caballo de la brida, yluego se quedó parado junto alcarro, sin soltarlo de la mano.

—Muchas gracias —dijo padre—. Nos apañaremos en el cobertizode allá abajo, aunque estamos

abusando de vosotros.—Estáis en vuestra casa —dijo

Armstid.En su casa había vuelto a

aparecer aquella mirada demadera, aquella mirada retadora,arrogante, inflexible y llena deintensidad, que daba unasensación como si su cara y susojos fueran dos maderas dedistintos colores, pero con lo claroy lo oscuro al revés que en losdemás hombres. Su camisa estaba

empezando a secarse, pero todavíase le pegaba al cuerpo cuandohacía algún movimiento.

—¡Cuánto lo hubieraagradecido la pobre! —dijo padre.

Desenganchamos las mulas ymetimos el carro bajo el cobertizo.Uno de sus lados estabadescubierto.

—Ahí dentro no se mojará —dijo Armstid—. Pero si prefieren…

Detrás del granero había unaschapas de cinc enmohecidas. Así

que cogimos dos de ellas para taparel lado que quedaba abierto.

—Estáis en vuestra casa —dijoArmstid.

—Muchas gracias —dijo padre—. No sabes lo que te agradeceríasi hicieras el favor de darles untentempié.

—¡Pues no faltaba más! —dijoArmstid—. Lula preparará la cena,en cuanto apañe a Cash.

Entretanto, él se había, vueltohacia el caballo y le estaba

quitando la montura. Y su camisamojada se le pegaba blandamenteal cuerpo a cada movimiento quehacía.

Padre no quería entrar en lacasa.

—Pasa a echar un bocado —dijo Armstid—; la cena está yalista.

—No tengo nada de ganas —dijo padre—; te lo agradezcomucho.

—Anda, entra, y así te secas y

echas un bocado —dijo Armstid—.Verás qué bien se está aquí.

—Lo haré por ella —dijo padre—. Echaré un bocado en surecuerdo. Yo no tengo caballeríasni nada. Pero ella os lo agradeceráa todos vosotros.

—Pues claro —dijo Armstid—.Venga, muchachos: pasad y secaos.

Pero padre se sintió en seguidamucho mejor, en cuanto Armstid ledio un trago. Y cuando pasamos aver qué tal seguía Cash, él no entró

con nosotros. Al volver la cabezavi que estaba llevando el caballoal establo. Ya se había puesto ahablar de hacerse con otro par demulas; al sentarnos en la mesa le oídecir que la cosa se podía dar porhecha. Le estoy viendo allí abajo,en el establo, escurriéndose comouna anguila para pasar al otrolado de aquel torbellino derelumbres y relinchos y meterlo enla cuadra. Le estoy viendoencaramarse al pesebre, y echar

en él unas brazadas de heno, ysalir de la cuadra para ponerse abuscar una rasqueta, hasta quetermina por dar con ella. Le estoyviendo volver después, hurtarsecon un rápido esguince a la única,pero demoledora, coz que le sueltala caballería, y ponerse a sucostado, donde no le puedealcanzar. Le estoy viendo empuñarla rasqueta, esquivando con laagilidad de un acróbata laspatadas de la bestia, y ponerse a

cepillarla, mientras le endilga unasarta de improperios dichos entredientes y acompañados de cariciasobscenas. El animal vuelve lacabeza centelleante, enseñando losdientes; sus ojos giran en laoscuridad como unas bolitas querodaran sobre un trozo de pana dela fina, cuando él le golpea la caracon el revés de la rasqueta.

Armstid

Pero cuando le di otro trago dewhisky, mientras terminaba depreparar la cena, daba ya por hechala compra a crédito del par demulas a quien fuese. Andaba yaescogiendo y diciendo por qué tal ocual tronco no le gustaba o lastachas que le encontraba a esta o ala otra caballería, y que no segastaría ni un chavo en nada quefuese así o asá, aunque fuese una

verdadera ganga.—Podrías tantear a Snopes —

dije—. Tiene tres tiros de cuatrobestias. A lo mejor, alguno teconviene.

A lo que se puso a rezongar nosé qué entre dientes, mirándomecomo si fuera yo el dueño del únicotiro de mulas que hubiera en el paísy no quisiera vendérselo. Me dicuenta entonces de que si algunascaballerías sacaban de aquí,habrían de ser las mías. Lo que no

sabía es qué iban a hacer con ellas,cuando las tuvieran. Littlejohn mehabía contado que la riada se habíallevado dos millas del terraplén queencauza las aguas del Haley, y quepara llegar a Jefferson no había másremedio que dar un rodeo porMottson. Pero eso era cosa deAnse.

—Es un tío demasiado tacañopara meterse en tratos con él —diceAnse, mascullando las palabras.

Pero cuando le di otro trago,

después de cenar, se reanimó untanto. Su intención era volver algranero, para velar a la difunta. Talvez pensaba que, yéndose allí hastaque llegara el momento de ponerseen marcha, a lo mejor leproporcionaba Papá Noel un par demulas.

—Pero supongo que terminarépor convencerle —dice—. Nadiedeja de ayudar al prójimo al verleen un apuro, a poca sangre decristiano que lleve en sus venas.

—Ni que decir tiene que podéisdisponer de las mías —le dije, noignorando que sabía perfectamentea qué atenerse sobre el motivo demis palabras.

—Te lo agradezco, pero a ellale gustará que las que llevemossean nuestras —dijo, no ignorandoque yo sabía perfectamente a quéatenerme sobre el motivo de suspalabras.

Después de cenar, Jewel se fuea Bend a buscar a Peabody. Yo

tenía oído que aquel día iba a estarallí, en casa de Varner. Haciamedianoche regresó. Resultó quePeabody se había marchado a no séqué lugar más allá de Inverness;pero se trajo en cambio al tío Billy,con su cartera de instrumentalveterinario. Como él dice, en fin decuentas, un hombre no difieremucho de una mula o un caballo,salvo que el caballo o la mulatienen algo más de sentido común.

—Vamos a ver, muchacho. ¿En

qué jaleo te has metido esta vez? —dice, mirando a Cash—. Tráigameun colchón, una silla y un vaso dewhisky.

Le mandó a Cash que bebiera elwhisky, y luego mandó a Anse quese saliera de la habitación.

—Menos mal que es la mismapierna que se partió el veranopasado —rezonga Anse,cariacontecido y parpadeando—.Al fin y al cabo, no deja de ser unasuerte.

Doblamos el colchón sobre laspiernas de Cash, pusimos encima lasilla y nos sentamos en ella Jewel yyo. La chica sostenía la lámpara. Eltío Billy, después de echarse a laboca una toma de tabaco, se puso atrabajar. Cash se debatió bastantedurante un rato, hasta que, por fin,perdió el sentido. Después se quedóquieto, con la cara perlada degruesas gotas de sudor, queparecían haberse parado en sucarrera, como si esperaran para

seguirla hasta que volviera en sí.Cuando se rehizo, el tío Billy ya

había liado sus bártulos,marchándose. El enfermo seguíatratando de decir algo, hasta que lachica se inclinó sobre él y le secóla boca.

—Pregunta por sus herramientas—dijo la hermana.

—Ahí las hemos traído —dijoDarl—. Ya me encargué yo deellas.

Otra vez trató de hablar; la

chica volvió a inclinarse sobre él.—Que quiere verlas —dijo.Así que Darl fue a buscarlas,

para ponérselas donde pudieraverlas. Se las dejaron al lado de lacama, para que pudiera tocarlas,sacando el brazo cuando se sintieramejor. A la mañana siguiente cogióAnse el caballo y se fue a Bend, aver a Snopes. Jewel y él estuvieronun rato hablando en el corral; luego,Anse montó y salió al trote. Yoestoy en que era esta la primera vez

que Jewel dejaba a alguien montaraquel caballo, y, hasta que Ansevolvió, no paró de dar vueltas portodas partes, con aquel aire hurañoy ausente que siempre tenía,mirando el camino como si sesintiera tentado de echar a corrertras de Anse, para quitarle elcaballo y traérselo.

A cosa de las nueve empezó ahacer calor. Fue entonces cuandodivisé el primer zopilote. Yo estoyen que vinieron por la humedad.

Pero, fuese por lo que fuese, el casoes que no se dejaron ver hasta bienentrado el día. Menos mal que labrisa soplaba del lado de la casa,de modo que, hasta bien entrada lamañana, como digo, no aparecieron.Pero en cuanto los vi me dio lasensación de que ya los había olidolo menos una milla antes de dejarsever, y de ponerse a dar vueltas yvueltas allá arriba para que todo elmundo supiera qué es lo que teníaen mi granero.

Estaba lo menos a media millade la casa cuando oí gritar al chico.Pensé que pudiera haber caído alpozo, o algo por el estilo, de modoque arreé el caballo y entré en elpatio al galope.

Debía de haber lo menos unadocena de zopilotes parados en elcaballete del tejado del granero. Elchico andaba persiguiendo a uno deellos por toda la corraliza, como sifuese un pavo; el pajarraco seelevaba solo lo necesario para

evitar ser cogido, terminando porsubirse otra vez a lo alto delcobertizo, que es precisamentedonde, posado sobre el ataúd, lohabía encontrado el chico. Paraentonces ya hacía calor, porque elviento se había parado, o cambiado,o por lo que fuera. Así que fui abuscar a Jewel, cuando Lula salió.

—Tienes que hacer algo —dijo—. Esto es una vergüenza.

—Es lo que yo me decía —ledije.

—Es una vergüenza —dijo—.Como que debían empapelarle portratar a su mujer así.

—Él procura enterrarla lomejor que puede —dije.

Así que, cuando encontré aJewel, le pregunté si quería cogeruna de las mulas e irse a Bend a versi daba con Anse. Pero no contestóni una palabra. Se limitó a mirarme,con aquellas mandíbulas suyas enque clareaban las líneas donde semarcaban los huesos, y con

aquellos ojos tan claros como lasmismas mandíbulas. Después salióandando y se puso a llamar a Darl.

—¿Qué es lo que te propones?—le dije.

No contestó. Salió Darl.—Ven —le dijo Jewel.—¿Qué vas a hacer? —le dijo

Darl.—Voy a sacar el carro —dice

Jewel por encima del hombro.—No hagas tonterías —dije—.

No ha sido esa mi intención. Tú no

podías hacer nada.Darl estaba indeciso; pero

Jewel no daba su brazo a torcer.—Cierra esa condenada boca

—dice.—Pues en algún sitio tiene que

estar —dijo Darl—. Saldremosandando en cuando vuelva padre.

—Entonces, ¿no me vas aayudar? —dijo Jewel, con aquellosclaros ojos suyos que parecíanechar chispas, y todo su rostroestremecido como si tuviera fiebre.

—No —dijo Darl—. No me dala gana. Espérate a que vuelvapadre.

Así que me quedé en la puerta,viendo cómo empujaba y tiraba delcarro. Como el terreno hacíapendiente, hubo un momento en quepensé que su intención era derribarla parte de atrás del cobertizo.Cuando sonó la campana paracomer le di una voz; pero ni volvióla cabeza.

—Ven a comer —le dije—. Y

avisa al chico.Pero no contestó, de modo que

me fui a comer. Dewey Dell salió allamar al muchacho, pero volvió sinél. Cuando estábamos a mediocomer oímos otra vez los gritos quedaba para espantar al zopiloteaquel.

—Es una vergüenza —dijo Lula—; una verdadera vergüenza.

—Está haciendo lo que puede—dije—. No ha nacido todavíanadie capaz de cerrar un trato con

Snopes en media hora. Se pasarántoda la tarde metidos allí,chalaneando.

—¿Que hace lo que puede? —dice ella—. ¿De verdad? ¡Ya locreo que ha hecho! ¡Y bastante másde lo que convenía!

Yo también pienso así. Lalástima es que cuando empezara ano hacer nada sería precisamentecuando comenzaríamos nosotros atener que hacerlo. Dejando aSnopes aparte, nadie le cedería el

tronco de mulas, a no ser sobrealguna hipoteca, y él no tiene lamenor idea de qué es lo que iba ahipotecar. De modo que, cuandovolví al campo, eché una mirada amis mulas, como despidiéndome deellas por una temporada. Y cuandoregresé aquella tarde, después de undía en que el sol no había dejado depegarle al cobertizo, no las teníatodas conmigo.

Llegó en el caballo justamenteen el momento en que salía yo del

soportal, donde estaban reunidostodos. Traía un aire verdaderamentechusco: por una parte, más aspectoque nunca de perro azotado; pero,al tiempo, se le veía que se sentíaorgulloso. Como si hubiera hechoalgo que pensaba que era de muchasagacidad, pero no estando muyseguro de que los demás opinaranigual.

—Me he hecho con un tronco demulas —dice.

—¿Se lo compraste a Snopes?

—dije.—Me está pareciendo que no es

Snopes el único individuo en estepaís que sabe hacer negocios —dijo.

—Pues claro —dije yo.Estaba mirando a Jewel con

aquella sonrisa socarrona que setraía; pero Jewel había bajado losescalones del portalón y se dirigíahacia el caballo. Para ver qué tal lohabía tratado Anse, a mi entender.

—Jewel —dijo Anse, a lo que

Jewel volvió la cabeza—. Venaquí.

Jewel empezó a andar hacia supadre, pero en seguida se volvió aparar.

—¿Qué quiere usted? —dijo.—¿De modo que le sacaste las

mulas a Snopes? —dije yo—.Entonces, las mandará esta noche,¿no? Mañana tendréis quemadrugar, con eso del rodeo quetenéis que dar por Mottson.

A lo que cambió el aspecto que

había tenido durante un rato,volviendo a aquel otro de perroapaleado, que solía de comúnpresentar, mascullando sin cesar.

—Hice todo lo que pude —dijo—. Pongo a Dios por testigo de queningún hijo de madre ha sufrido eneste mundo las pruebas ytribulaciones que yo he tenido queaguantar.

—Pues un tipo capaz de dárselaa Snopes en un trato tiene buenasrazones para sentirse satisfecho —

dije—. ¿En cuánto se las sacaste?Sin mirarme a la cara, dijo:—He dado en prenda la

desgranadora y la sembradora.—Pero ¡si no valen ni cuarenta

dólares! ¿Adónde piensas que vas allegar con un tronco que sólo valecuarenta dólares?

Ahora le contemplaban todosquietos y callados. Jewel, quevolvía hacia el caballo, se quedóparado a la mitad de su camino.

—Le di algo más —dijo Anse.

Y empezó otra vez a mover lasmandíbulas como acostumbraba, enpie, allí en medio, como si esperaseque alguien le fuese a golpear y sehubiera hecho ya a la idea deaguantarse.

—¿Qué cosas más? —preguntóDarl.

—Vaya —dije—: Llevaos mismulas y ya me las devolveréis. Yame las apañaré yo como sea.

—¡Ah! Entonces, ¿era por esopor lo que estaba usted la otra

noche hurgando en los bolsillos deCash? —dijo Darl, con el mismotono de indiferencia que si loestuviese leyendo en un periódico,como si se le diese un bledo lacuestión.

Jewel se había acercado al oíraquello y estaba plantado junto alpadre, mirándole con aquellos ojossuyos que parecían de mármol.

—Pues el propósito de Cash eracomprarse con ese dinero aquelgramófono que hay donde Suratt.

Anse estaba allí, rezongando.Jewel le miraba sin pestañear.

—Pero, con todo y con eso, asíno ha conseguido usted más queocho dólares más —dijo Darl, conuna voz como si aquello no le fuerani le viniera, como si todo se lediese un bledo—. Y con eso,tampoco llega para comprar untronco.

Anse echó a Jewel una mirada ahurtadillas, como si sus ojosresbalasen, y después bajó otra vez

la vista al suelo.—Bien sabe Dios que si hay

alguien que… —dijo.Pero todavía nadie dijo nada.

Ninguno le perdía ojo, y él dejabaresbalar la mirada por el suelohasta los pies de sus hijos, y luegoempezaba a trepar a lo largo de laspiernas; pero, al llegar a la alturade las rodillas, ya no se atrevía apasar de ahí.

—… Y el caballo —dice.—¿Qué caballo? —dijo Jewel.

Anse, parado allí delante, no seatrevía a rebullir.

Si un hombre es incapaz demeter en cintura a sus hijos, que measpen si es que no debe echarlos decasa, por muy mayores que sean. Ysi es incapaz de hacerlo, que measpen si su obligación no esentonces la de tomar él mismo lasde Villadiego. Que me aspen si yono lo haría así.

—¿Así es que ha tratado ustedde hacer un cambalache con mi

caballo? —dijo Jewel.Anse estaba allí como un

pasmarote, con los brazos caídos.—Bien sabe Dios que quince

años ha no tengo ni un diente en miboca —dice—. Bien sabe Dios quedurante quince años no he probadolos alimentos que proveyó que elhombre comiera para conservar susfuerzas, y yo me los he pasadoahorrando ochavo a ochavo paraque los míos no sufriesen de vermeasí, para comprarme una dentadura

con que masticar la comida que elSeñor ha dispuesto para suscriaturas. Pues bueno: este dinerolo he dado. Y he pensado que si yopodía pasarme sin comer, bienpodían pasarse mis hijos sin montara caballo. Bien sabe Dios que asífue.

Jewel estaba plantado con losbrazos en jarras, sin dejar de mirara Anse. Luego vuelve la vista.Volvió la vista hacia los campos, surostro como una roca, igual que si

su padre fuera un extraño quehablara del caballo de otro y él nisiquiera se hubiera dignadoescucharle. Después escupió, conmucha parsimonia, soltó un taco,diose media vuelta, se fue hacia elcercado, desató al caballo y saltó ala grupa. Ya estaba piafando lacabalgadura cuando montó y,apenas se vio encima, partieroncarretera adelante como unaexhalación, como si hubieranllevado la Justicia pegada a los

talones. Y se perdieron los dos devista, cada uno de ellos semejante aun furioso ciclón de mezcladoscolores.

—Bueno —dijo—. Os lleváismis mulas —dije.

Pero él no quería llevárselas. Ylos demás tampoco queríanquedarse. Y por si fuera poco,aquel crío corriendo todo el día alos zopilotes, con el sol que hacía,hasta volverse tan loco como todoslos otros.

—Por lo menos, dejad aquí aCash —dije.

Pero tampoco querían. Hicieronuna especie de camilla con unoscuantos cobertores, encima delataúd, y le echaron en ella, con lasherramientas al lado. Enganchamosmis mulas y recorrimos como cosade media milla por el camino.

—Si hemos molestado —diceAnse—, dilo.

—¿Qué vais a molestar? —dijeyo—. Aquí se estará de perlas. Y es

un sitio resguardado, además.Ahora volvamos a casa a cenar.

—Te lo agradezco —dijo Anse—. Hemos traído ahí una miseria denada en ese cesto. Pero ya nosapañaremos.

—¿Dónde lo habéis comprado?—dije.

—Lo hemos traído de casa.—Pero tiene que estar ya un

poco pasado —dije—. Venid ytomad algo caliente.

Pero no quisieron.

—Creo que nos lasarreglaremos así —dijo Anse.

De modo que me fui a casa acenar y luego volví a llevarles uncesto con algo de comida, y traté denuevo de que volvieran a casa.

—Gracias —dijo—. Creo quenos apañaremos.

Así que los dejé allí,acurrucados, alrededor de unahoguera, esperando Dios sabe qué.

Volví a casa. No paraba depensar en los que se habían

quedado allí y en aquel otro quesalió como una centella en elcaballo de marras. Yo estaba enque nunca más le volverían a ver. Yque me aspen si encuentro mal, noque se negara a ceder su caballo,sino que dejara plantado a aquelmajadero de Anse.

Al menos, eso es lo que penséen aquel momento. Porque, que measpen si no hay algo en estos tipostan memos como Anse que pareceobligar a todo el mundo a echarles

una mano, aunque un momentodespués se esté tirando uno de lospelos por haberlo hecho. Pues a lamañana siguiente, como cosa demedia hora después del desayuno,llegó Eustace Grimm, el que trabajadonde Snopes, con un tronco demulas, en busca de Anse.

—Nunca creí que Anse y él sehubieran podido arreglar —dije.

—Ya lo creo —dijo Eustace—.Lo único que les importaba deverdad a los dos era el caballo.

Como le dije a mister Snopes,estaba dando su tronco porcincuenta dólares, porque si su tíoFlem no hubiera soltado suscaballos téjanos cuando los tenía,jamás hubiera…

—¿El caballo? —dije yo—.Pero si lo cogió anoche el chico deAnse y salió con él de estampía, yhoy tiene que estar lo menos a lamitad del camino de Tejas, yAnse…

—Pues yo no sé quién lo habrá

llevado —dijo Eustace—. Yo no hevisto a nadie. Pero el caso es que,cuando bajé esta mañana a echar elpienso a las bestias, me lo encontréen la cuadra, y se lo dije al señorSnopes, y el señor Snopes memandó que viniera a traer las mulas.

Bueno, a ese no le vuelven aechar la vista encima, con todaseguridad. A lo mejor, cuandolleguen las Navidades, reciben unapostal suya desde Tejas. Y si no esde él, será mía, en su nombre. ¿Qué

menos puedo hacer, con lo obligadoque le estoy? Que me aspen si Anseno tiene algo que hechiza a la gente.Que me aspen si no echa mal deojo.

Vardaman

Ahora son siete los que hay,formando un redondelito negro, alláarriba.

—Fíjate, Darl —le digo—; ¿nolos ves? Levanta la vista.

Contemplamos los circulitosnegros e inmóviles que forman en loalto.

—Ayer no eran más que cuatro—digo.

En el granero había más.

—¿Sabes lo que haré cuandotrate de posarse otra vez en elcarro? —digo.

—¿Qué vas a hacer? —diceDarl.

—Pues no dejarlo que se posedonde madre —digo—. Y nodejarlo tampoco que se acerque aCash.

Cash está enfermo. Enfermo,encima de la caja. Pero mi madre esun pez.

—Tenemos que comprar alguna

medicina en Mottson —dice padre—. No tenemos más remedio.

—¿Cómo te encuentras, Cash?—dice Darl.

—Ahora no me duele nada —dice Cash.

—¿Quieres que te alce un poco?—dice Darl.

Cash tiene una pierna rota. Yason dos las veces que se ha roto unapierna. Está echado sobre la caja,con la cabeza apoyada en uncobertor enrollado y la rodilla

sujeta con una tabla.—Creo que debíamos haberle

dejado en casa de Armstid —dicepadre.

Yo no tengo rota una pierna, nipadre tampoco, ni Darl tampoco.«Es el traqueteo —dice Cash—. Acada sacudida parece que molestaalgo; pero la cosa no va mal.».Jewel se ha largado. Se fue con sucaballo, a la hora de cenar.

—Lo hice porque ella nuncaquiso que tuviéramos que

agradecerle nada a nadie —dicepadre—. Bien sabe Dios que hicelo que pueda hacer el que más.

—Oye, Darl, ¿es que la madrede Jewel es un caballo? —hepreguntado.

—A lo mejor convendría que teapretara un poco más las cuerdas—dice Darl—. Y por eso es por loque Jewel y yo estuvimos en elgranero y ella en el carro, porqueel caballo vive en la cuadra y yotenía que estar siempre

espantando al zopilote, para queno…

—Si a ti te parece… —diceCash—. Y Dewey Dell tampocotiene una pierna rota, ni yotampoco. Cash es hermano mío.

Nos paramos. Al aflojar lascuerdas Darl, Cash empieza otravez a sudar. Y le rechinan losdientes.

—¿Te hago daño? —dice Darl.—Me parece que será mejor

que vuelvas a poner la tablilla —

dice Cash.Darl ata de nuevo la cuerda,

apretando de firme. Cash rechinalos dientes.

—¿Te hago daño? —dice Darl.—No es nada —dice Cash.—¿Quieres que padre lleve el

carro más despacio? —dice Darl.—No —dice Cash—. No

podemos andar perdiendo eltiempo. No es nada.

—Tenemos que comprar algunamedicina en Mottson —dice padre

—. Creo que no hay más remedio.—Dile que siga —dice Cash.Echamos a andar otra vez.

Dewey Dell se vuelve y le enjuga lacara a Cash. Cash es hermano mío.Pero la madre de Jewel es uncaballo. Mi madre es un pez. Darldice que, cuando volvamos al río,a lo mejor la veo dentro del agua,y Dewey Dell dice que está metidaen la caja. ¿Cómo habrá podido,entonces, salir? Habrá salido porlos agujeros que yo hice en la

madera y se habrá metido en elagua; así que, cuando volvamos alrío, voy a verla otra vez. Mi madreno está dentro de la caja. Mimadre no huele así. Mi madre esun pez.

—¡Buenas van a estar las tortascuando lleguemos a Jefferson! —dice Darl.

Dewey Dell se hace ladesentendida.

—Será mejor que procuresvenderlas en Mottson —dice Darl.

—¿Y cuándo llegaremos aMottson, Darl? —digo yo.

—Mañana —dice Darl—.Bueno, si no revientan las bestias,con este trote cochinero que llevan.Yo creo que Snopes no las ha dadode comer más que serrín.

—¿Y por qué les ha dado decomer serrín, Darl? —le digo.

—Fíjate —dice Darl—: ¿Noves allá arriba?

—Ahora son diez los que hay.¡Y qué altos! Parecen un

redondelito negro.Al llegar donde empieza el

repecho, padre detiene el carro, yDarl, Dewey Dell y yo nosapeamos. Cash no puede ir a pie,porque tiene una pierna rota.«¡Arre, mula!», dice padre. Lasmulas tiran con todas sus fuerzas; elcarro cruje. Darl y Dewey Dell y yovamos andando detrás del carro,cuesta arriba. Cuando llegamos allomo de la cuesta, padre para elcarro y montamos otra vez en él.

Ahora son diez los que hay. ¡Yqué altos! Parecen un redondelitonegro en el cielo.

Moseley

Al levantar casualmente la vistaacerté a verla por el escaparate,mirando hacia adentro. No seencontraba cerca de la luna, ni sefijaba tampoco en nada concreto,sino que estaba plantada allí fuera,con la cabeza vuelta hacia aquí,comiéndoseme con los ojos y unpoco turbada, como si esperara quele hiciera alguna seña. Cuandolevanté otra vez la vista, se

encaminaba ya hacia la puerta,mosconeando delante de lamampara, sin decidirse a entrar,como les ocurre a todos. Llevabapuesto, casi en la coronilla, unsombrero de paja, con el ala muytiesa; bajo el brazo, un paqueteenvuelto en papel de periódicos.Calculé que sólo tendría veinticincocentavos, o, a todo tirar, un dólar, yque, después de pensarlo mucho,terminaría por comprar un peine delos baratos, o un frasco de agua de

colonia de esa que sólo gastan losnegros. De modo que, durante unminuto o así, no me ocupé de ella,salvo para advertir que era muybonita, con una belleza como entreadusta y desgarbada, y que estabamucho más guapa con aquel vestidode percal que traía y con su cutisnatural, que podría estarlo encuanto tratase de arreglarse concualquier cosa que por fin sedecidiera a comprar. O a decir quées lo que quería, porque yo sabía

perfectamente que lo traía yapensado desde antes de entrar. Perohay que dejarlas que tomen eltiempo necesario. Así que seguí conlo que estaba haciendo, con la ideade mandar a Alberto que laatendiera cuando se pusiera almostrador. Pero Alberto vino, y medijo:

—Oiga: ¿no será mejor que veausted mismo qué es lo que quiereesta mujer?

—Pues ¿qué quiere? —le dije.

—¡Yo qué sé! No puedo sacarleni una palabra del cuerpo. Serámejor que la despache usted.

Así que salí al mostrador. Vientonces que iba descalza y que sesentía tan a gusto sobre sus piesdesnudos como si estuviera muyacostumbrada a andar así. Noparaba de mirarme con fijeza, yapretaba contra su cuerpo elpaquete que traía. Advertí que teníael par de ojos más negros que jamásme hubiera echado a la cara, y que

era forastera. No recordaba haberlavisto nunca por Mottson.

—¿En qué puedo servirla? —ledije.

Pero siguió sin abrir la boca,mirándome sin pestañear. Despuésvolvió la vista hacia la gente queestaba bebiendo junto al mostrador.Y luego, hacia el fondo de la tienda,que quedaba a mi espalda.

—¿Desea algún artículo detocador? —dije—. ¿O quiere ustedalgún medicamento?

—Eso es —dijo.Y de nuevo volvió rápidamente

la cabeza para ver a los que bebíanjunto al mostrador. Así es quepensé que acaso la hubieramandado entrar su madre ocualquier otra persona, para que lecomprase unos de esosestupefacientes que usan lasmujeres, y que le daba vergüenzapedirlo. A mi no me cabía la menorduda de que, con un aspecto tanlozano como el suyo, era imposible

que estuviese habituada a talesdrogas, aparte de que, con lo jovenque era, difícilmente podía teneridea de la finalidad con que seusan. Es una verdadera vergüenzacómo se envenenan las mujeres conesas porquerías. Pero uno no tienemás remedio que tenerlas a laventa, o renunciar a ser comercianteen este país.

—¡Ah, vamos! ¿Cuálacostumbra usted usar? Puedoservirle…

Volvió a mirarme con un gestocasi como de que me callara, yluego fijó una vez más su vista en laparte del fondo del establecimiento.

—Preferiría que habláramosallí —dijo.

—No hay inconveniente —dijeyo.

A estas hay que seguirles lacorriente; se pierde menos tiempo.De modo que la acompañé hasta latrastienda. Llegados allí, puso lamano en el picaporte de la puerta

trasera.—Ahí detrás ya no hay nada

más que el anaquel de las recetas—le dije—. ¿Qué es lo que quiere?

Se quedó parada, mirándome.Era como si se hubiese quitado unaespecie de velo de la cara, de losojos. Sí, de los ojos; unos ojoscomo espantados, esperanzados ydeseosos en el fondo de que sefrustraran sus esperanzas, todo almismo tiempo. De lo que no habíaduda es de que se encontraba en un

apuro, fuera el que fuera: esosaltaba a la vista.

—¿Qué es lo que ocurre? —dije—. Suelte ya de una vez qué eslo que quiere. Yo tengo mucho quehacer.

No es que quisiera meterleprisa; pero un hombre no puedepermitirse el lujo de desperdiciar eltiempo como ellas.

—Es que estoy con el período—dijo.

—¡Ah, vamos! —dije—. ¿Sólo

era eso?Pensé que, a lo mejor, tenía

menos edad de lo que parecía, yque al llegar la primera regla sehabía asustado, o que, acaso, se lehubiese presentado con algunapequeña anormalidad, como confrecuencia les ocurre a las jóvenes.

—¿Dónde está su madre? —dije—. ¿O es que no tiene ustedmadre?

—Está allí, en aquel carro —respondió.

—¿Por qué no habla usted conella antes de tomar ningunamedicina? —le dije—. O concualquier otra mujer —me miró, yyo la miré a mi vez—. Vamos a ver:¿qué edad tiene usted?

—Diecisiete —contestó.—¡Ah! —le dije—. Yo pensé

que tendría unos…Ella no cesaba de observarme.

Pero es que todas ellas tienen elmismo aspecto de carecer de edad,y, a pesar de ello, saberse todo lo

que se puede saber en el mundo.—Vamos a ver: a usted, ¿el

período se le adelanta o se leretrasa?

Dejó de mirarme a la cara, perono se movió.

—Pues sí. Me parece que sí.Eso es —titubeó.

—Pero, bueno, ¿cuál de las doscosas? —le dije—. ¿O es que nosabe usted?

Es un verdadero crimen y unavergüenza; pero después de todo

alguien tiene que venderles esascosas. Estaba allí plantada, delantede mí, mas sin mirarme.

—Entonces, ¿lo que quiereusted es algo para detenerlo? —lepregunté—. ¿Es eso lo que desea?

—No —contestó—. Lo quepasa es que se me ha retirado.

—Bueno, entonces… —habíabajado un poco la cabeza y norechistaba, como suelen hacersiempre que hablan con un hombre,de forma que nunca sepa este dónde

van a descargar el próximo rayo—.Entonces es que no está ustedcasada, ¿no es así?

—No lo estoy.—¡Ah! ¿Y cuánto hace que se le

retiró? ¿Unos cinco meses, a lomejor?

—Nada más que dos —dijo lamuchacha.

—Pues en mi tienda no tengonada de lo que quiere comprar —ledije—, salvo que sea un chupete. Ylo que le aconsejo es que compre

uno, que vuelva a casa y que le digaamp; su papá, si lo tiene, quemande a alguien sacar una partidade matrimonio. ¿Algo más?

Pero ella seguía plantada allí,sin alzar la vista.

—Tengo para pagarle —medijo.

—¿Es de usted el dinero, o esque el interfecto ha sido lo bastantehombre para dárselo?

—Fue él quien me lo dio. Diezdólares. Dijo que con eso habría

bastante.—Oiga usted: en esta casa no

bastaría con mil dólares ni más nimenos que con diez centavos —ledije—. Siga mi consejo: váyase acasa y cuéntelo a su padre, a sushermanos o al primero que setropiece por el camino.

Pero ni se movió.—Lafe me ha dicho que en la

farmacia me lo darían, y que ni él niyo contaremos a nadie que ha sidousted el que nos lo ha vendido.

—Pues no sabe usted lo que mehabría gustado que hubiera sido suadorado Lafe quien hubiese venidoa buscarlo. ¡Menuda satisfacción! Yeso que no sé: tal vez entonceshubiese sentido algo más de respetopor él. Conque puede usted volver adecírselo, a no ser que esté ya amedio camino de Tejas, lo que nome extrañaría nada. ¡Venirme a mícon esas! ¡A mí, a un respetableboticario establecido, que hacreado una familia y que no ha

dejado de cumplir puntualmente susdeberes religiosos como feligrés deesta parroquia durante cincuenta yseis años! Me están dando ganas deir y contárselo todo a sus padres, sisoy capaz de dar con su paradero.

Ahora sí que volvió a quedarsemirándome, otra vez con aquellosojos y con aquel rostro lleno deturbación con que la vi la primeravez al otro lado del escaparate.

—Yo no sabía —dijo—. Él medijo que en la botica me darían

algo. Me dijo que a lo mejor noquerrían vendérmelo, pero que conlos diez dólares, y asegurando queno se lo contaría a nadie…

—No ha podido referirse nuncaa esta botica en concreto —le atajé—. Si lo hizo o si mencionó minombre, le desafío a probarlo. Ledesafío a hacerlo bueno, o aatenerse a todas lasresponsabilidades legales que suspalabras le puedan deparar; puedeusted decírselo.

—¿Y no habrá otra botica enque quieran dármelo? —preguntó.

—Eso me tiene sin cuidado. Porotra parte, solo puedo decirleque…

Me quedé mirándola. Pero ¡quédura es la vida que estas gentesllevan! A lo mejor, llega un hombrey… Admitiendo que pudiera haber—que no la hay en absoluto—excusa para el pecado. Aparte deque la vida no está hecha para queles resulte un camino de rosas

precisamente.¿A santo de qué el ser buenos

hasta que les llegue la hora demorir?

—Mire —le dije—: Quíteseesa idea de la cabeza. Es el Señorquien le ha dado todo lo que tiene,incluso aunque se haya servido deldemonio para hacerlo. Deje ustedque marche todo de acuerdo con sudivina voluntad. Así que vuelvejunto a Lafe, cogen los diez dólaresy se casan con ellos.

—Lafe me dijo que en la boticame darían algo —dijo.

—Pues vaya y que se lo den —contesté—. Porque lo que es aquí,ni por pienso.

Salió con su paquete de latienda, arrastrando ligeramente lospies. Volvió a mosconear un pocoante la puerta, como cuando entró, ypor fin salió. A través de lamampara la vi alejarse calle abajo.

Fue Alberto quien me contó elresto de la historieta. Me dijo que

el carro había parado delante de laquincallería de Grummet, y que lasseñoras salieron huyendo en todasdirecciones, llevándose el pañueloa las narices, mientras un nutridogrupo de hombres y de muchachos,de olfato menos sensible, se ibaagolpando en torno al carro, paraescuchar la discusión que suconductor tenía con el alguacil. Setrataba de un hombre alto ydesgarbado, que aseguraba que,como aquello era la vía pública,

tenía tanto derecho como el que mása estarse allí, a lo que el alguacil lerequería a que se fuese; y la genteno podía resistir el olor delcadáver. «Debía de llevar lo menosocho días muerta», me dijo Alberto.Aquellas gentes procedían de no séqué lugarejo en el distrito deYoknapatawpha. Y pretendíanllegar con su fúnebre carga hastaJefferson. Venía a ser como unpedazo de queso podrido quehubiera ido a caer en un

hormiguero, y Alberto me dijo queel carro estaba tan desvencijado,que toda la gente temía que sehiciera trizas antes de salir de laciudad, con aquel ataúd defabricación casera, con aquel tipoque llevaba una pierna rota,tumbado en una yacija sobre elféretro, con el padre y aquel críosentados al pescante; y, a todo esto,el alguacil tratando de que semarcharan pronto de allí.

—Estamos en la vía pública —

dice el hombre—. No sé por qué novamos a poder pararnos a comprarlo que necesitemos como cualquierotra persona de bien. Tenemosdinero para pagar, y no hay ningunaley, que yo sepa, que le impida anadie gastarse su dinero donde leplazca.

Habían parado para comprar unpoco de cemento. El otro hijo habíaentrado en la tienda de Grummet, alque estaba tratando de convencer deque abriera un saco para

despacharle diez centavos decemento, hasta que Grummetaccedió, para quitárselo de encima.El cemento lo querían para sujetarno sé cómo la pierna de aquel tipoque se la había roto.

—Pero, hombre, ¡le van ustedesa matar! —decía el alguacil—. Vana dar lugar a que pierda la pierna.Lo mejor es que le cojan y le llevena un médico, y que entierren esootro lo antes posible. ¿Ignoranustedes que se exponen a que los

meta en la cárcel, por atentar contrala salud pública?

—Nosotros hacemos todo loque podemos —dijo el padre.

Después contó una largahistoria de que habían tenido queaguardar a que regresara el carro, yque el puente se lo había llevado lariada, y que habían tenido queremontar ocho millas para pasarpor otro, y que éste también se lohabían llevado las aguas, y que, porfin, decidieron meterse en el vado,

y que las mulas se les ahogaron, yque hubieron de buscar otro tiro, yque se encontraron con que elcamino estaba inundado, y que sevieron precisados a dar un granrodeo, nada menos que porMottson…

En esto llegó el que había idopor el cemento, y le dijo quecerrara el pico.

—Salimos andando dentro deun momento —dijo al alguacil.

—No hemos querido molestar a

nadie —dijo el padre.—Lleven a ese individuo a un

médico —dijo el alguacil al delcemento.

—Está perfectamente —contestó éste.

—No es que tengamos malcorazón —dijo el alguacil—; peroya se dará usted cuenta de lasituación.

—Claro que me la doy —dijoel otro—. Saldremos en cuantoregrese Dewey Dell. Se ha ido a

entregar un paquete.Así que se estuvieron allí,

rodeados a prudente distancia de lagente, que se tapaba las narices conlos pañuelos, hasta que, al pocotiempo, volvió la muchacha, con supaquete envuelto en un papel deperiódico.

—Monta —dijo el del cemento—. Ya hemos perdido demasiadotiempo.

Así que subieron todos al carroy se pusieron en marcha. Y cuando

me senté a la mesa para cenarparecía que aún se percibía aquelolor. De modo que, cuando al díasiguiente me encontré al alguacil, ledije, después de sonarme:

—¿No crees que todavía dura elolor?

—A estas horas deben de estarya en Jefferson —me contestó.

—O en la cárcel. Menos malque, gracias a Dios, no es en la deaquí.

—Eso no tiene vuelta de hoja

—dijo.

Darl

—Este sitio viene que ni a pedirde boca —dice padre.

Arrea las mulas y, remontandoel repecho, las detiene para mirar asu gusto la casa.

—Por esta parte tiene que haberagua.

—Pues muy bien —digo—.Pero tendrás que ir allí a que tepresten un cubo, Dewey Dell.

—Bien sabe Dios que no

quisiera molestar a nadie —dicepadre—. Bien lo sabe Dios.

—Si ves por ahí una lata debuen tamaño, también puede valer—digo.

¡Hay que ver cómo se desflecannuestras vidas en la quietud, en elsilencio; cómo se deshilachan esosgestos de hastío que, una y otra vez,vuelven a nosotros, con su tedio desiempre! Ecos de viejos acordes,que se dijera arrancados por unosbrazos sin manos a unos

instrumentos sin cuerdas. Alponerse el sol adoptamos aptitudesfuriosas, gestos muertos demarionetas. Cash se ha roto unapierna y el aserrín va cayendo. EsCash quien se está desangrandohasta morir.

—No quisiera molestar a nadie—dice padre—. Bien lo sabe Dios.

—Entonces vaya usted mismo abuscar agua —digo—. En elsombrero de Cash la podemos traer.

Cuando vuelve Dewey Dell,

viene acompañada por un hombre.Luego se para, mientras ella seadelanta hacia nosotros; se quedaun rato quieto y se vuelve después ala casa, para contemplarnos desdeel cobertizo.

—Será mejor que no leandemos bajando —dice padre—.Aquí mismo le apañaremos.

—¿Quieres que te bajemos,Cash? —le preguntó.

—¿No llegaremos mañana aJefferson? —dice, mirándonos con

sus ojos interrogantes y vivos, perollenos de tristeza—. Yo puedoaguantar perfectamente hastaentonces.

—Verás cómo te alivia —dicepadre—. Evitará que te rocen loshuesos en la carne.

—Puedo aguantar perfectamente—dice Cash—. No perdamostiempo con otra parada.

—Pero si ya hemos compradoel cemento… —dice padre.

—Puedo aguantar muy bien —

dice Cash—. Ya sólo es cuestión deun día más. De modo que ni hablardel asunto.

Nos está mirando, con esosgrandes ojos interrogantes que lellenan su enjuta cara gris. «Esto searregla solo», dice.

—¿Ahora que lo hemoscomprado? —dice padre.

Me pongo a mezclar cemento enla lata, removiendo la pasta queforma al añadirle el agua, de modoque dibuja unas espesas espirales

de color verde pálido. Llevo la latajunto al carro, donde Cash mepueda ver cómo hago la mezcla.Está echado de espaldas, de modoque su delgado perfil se recorta,como una silueta ascética yprofunda, contra el cielo.

—¿Te parece que está bien así?—No le eches demasiado agua,

porque fraguará mal —me contesta.—Entonces, ¿es que le he

echado de más?—Tal vez conviniera añadir un

poco de arena —dice—. Pero nomerece la pena. Total, es un díamás. Y no me duele nada.

Vardaman retrocede, caminoabajo, hasta donde cruzamos elarroyo, y vuelve con algo de arena,que echa poco a poco en la mezcla.Yo vuelvo otra vez junto al carro.

—¿Está ahora bien?—Sí —dice Cash—. Pero

podía haber aguantadoperfectamente. No me molesta nada.

Le aflojamos las tablillas y

vamos vertiendo el cemento sobrela pierna, muy despacio.

—Tened cuidado —dice Cash—; procurad que no caiga nadasobre la caja, si podéis.

—Bueno —le digo.Dewey Dell arranca un trozo de

papel del envoltorio y va limpiandolas gotas de cemento que seescurren por la pierna de Cash a lolargo del ataúd.

—¿Qué tal te sienta?—Me consuela mucho —dice

Cash—. ¡Está tan fresquito! Meconsuela mucho.

—Pues si te alivia —dice padre—, tengo que pedirte perdón porqueno se me haya ocurrido antes. Claroque tú tampoco pensaste en ello.

—Me consuela mucho —diceCash.

¡Ojalá pudiera desflecarse unoen el tiempo! ¡Qué agradable sería!¡Qué agradable sería deshacerseuno, como en hilachas, en eltiempo!

Volvemos a entablillar lapierna, apretando bien las cuerdas,y el cemento, en espesos grumos deun color verde pálido, rebosa porlas junturas; mientras, Cash no dejade contemplarnos calladamente, conesa profunda e interrogante miradasuya.

—Así no se moverá —le digo.—Claro que no —dice Cash—.

Muchas gracias.Es en este momento cuando, al

volver todos los del carro la

cabeza, le divisamos. Vienesubiendo la cuesta, tras de nosotros,con su espalda de madera, con surostro de madera, como si sólo decintura para abajo tuvieramovimiento. Se acerca sinpronunciar palabra, con sus clarosojos rígidos, como clavados en lalarga cara sombría, y se sube en elcarro.

—Otro repecho —dice padre—. Me parece que vais a tener queapearos y subir andando.

Vardaman

Darl, y Jewel, y Dewey Dell yyo vamos a pie, cuesta arriba,detrás del carro. Jewel ha vuelto.Subió por la carretera y montó en elcarro. Venía andando. TampocoJewel tiene ya su caballo. Jewel eshermano mío; Cash también lo es.Cash tiene una pierna rota. Se lasujetamos para que no le doliese.Cash es hermano mío. Jeweltambién lo es, pero no se ha roto la

pierna.Ahora son cinco los que hay,

formando un redondelito negro, alláarriba.

—¿Dónde pasan la noche, Darl?—le digo—. ¿Dónde se metencuando nos paramos en algúngranero para pasar la noche?

La cuesta sube hasta fundirse enel cielo. Después sale el sol pordetrás, y las mulas, y padre, y elcarro caminan hacia el sol. No seles puede mirar cuando marchan

paso a paso hacia el sol. EnJefferson hay un tren de juguete,todo rojo, que da vueltas y vueltasen un escaparate. La vía relucedando vueltas y vueltas. Eso es loque cuenta Dewey Dell.

Esta noche voy a ver dónde semeten mientras estamos en elgranero.

Darl

—Oye, Jewel —le preguntó—:¿De quién eres hijo?

Como la brisa soplaba de laparte del granero, la pusimos bajoel manzano, de modo que la lunapueda recortar su ramaje sobre loslargos tableros adormecidos, entrelos cuales suelta ella de cuando encuando esos secretillos suyos,escapados como burbujas, queforman un borboteo susurrante. Me

llevé a Vardaman para que losescuchara también. Cuandollegamos, el gato saltó desde lo altode la caja, huyendo a la sombra consu garra de plata, con su ojo deplata.

—Tu madre era un caballo;pero ¿quién era tu padre, Jewel?

—¡Habráse visto el condenadoembustero, hijo de la gran zorra!

—No me llames eso —le digo.—¡Condenado embustero, hijo

de la gran zorra!

—No me llames eso, Jewel.A la luz de la luna, sus ojos

parecían dos trozos de papelblanco, pegados en un balón defútbol que estuviera muy alto.

Después de la cena, Cashempezó a sudar.

—Comienzo a sentir un poco decalor en la herida —dijo—. Debede ser de haberla estado dando elsol todo el día, creo yo.

—¿Quieres que le echemos unpoco de agua encima? —le dijimos

—. A lo mejor, te sirve de alivio.—Os lo agradecería —dice

Cash—. Debe de ser de lo que le hadado el sol, creo yo. Se me debierahaber ocurrido llevarla tapada.

—Somos nosotros los quedebiéramos haberlo pensado —ledijimos—. A ti, ¿cómo se te habíade ocurrir?

—Es que no me he dado nicuenta de que se iba inflamando —dijo Cash—. Debiera habérsemeocurrido.

Así que le echamos agua en laherida. El pie y la parte de la piernaque se le veía por debajo de dondeestaba el cemento parecía como sise los hubiera cocido.

—¿Te alivia? —lepreguntamos.

—Muchas gracias —dijo Cash—. Me consuela mucho.

Dewey Dell le seca la cara conel borde del vestido.

—Mira a ver si puedes echar unsueñecito —le decimos.

—Lo intentaré —dice Cash—.Muchas gracias. Me siento ahoramucho mejor.

Oye, Jewel: ¿quién fue tupadre, Jewel?

¡Condenado crío! ¡Condenadocrío!

Vardaman

Ella estaba bajo el manzano, yDarl y yo atravesamos la luna, y elgato salta al suelo y sale deestampía. Podemos oírla dentro desu caja.

—¿No oyes? —dice Darl—.Pega la oreja a las tablas.

Me acerco a escuchar, y la oigo.Sólo que no puedo comprender quéestá diciendo.

—¿Qué es lo que dice, Darl? —

pregunto—. ¿A quién estáhablando?

—Está hablando con Dios —dice Darl—. Le está llamando en suayuda.

—¿Para qué quiere que leayude? —le digo.

—Porque quiere que la escondaa la mirada de los hombres —va ydice Darl.

—¿Y por qué quiere que laesconda a la mirada de loshombres, Darl?

—Para poder desprenderse desu vida —me dice Darl.

—¿Y por qué quieredesprenderse de su vida, Darl?

—Escucha —me dice Darl.(Los dos la oímos. La oímos cómose da la vuelta sobre el costado).

—Escucha —va y dice Darl.—Se ha dado la vuelta —le

digo—. Me está mirando a travésde la madera.

—Es verdad —dice Darl.—¿Cómo puede ver a través de

la madera, Darl?—Ven —dice Darl—. Debemos

dejarla que descanse. Ven.—Pues no puede ver nada de

aquí fuera, porque los agujerosestán en la tapa —voy y le digo—.¿Cómo puede ver, Darl?

—Vamos a ver cómo anda Cash—dice Darl.

Y yo he visto una cosa queDewey Dell me ha dicho que no sela contara a nadie.

La pierna de Cash no marcha

bien. Esta tarde se la entablillamos,pero ahora vuelve a tenerla mala.Está acostado en su cama. Leechamos un poco de agua en lapierna y se siente mejor.

—Me consuela mucho —diceCash—. No sabéis lo que os loagradezco.

—Procura dormirte un poco —le decimos.

—Me consuela mucho —diceCash—. No sabéis lo que os loagradezco.

Y yo he visto una cosa queDewey Dell me ha dicho que no sela contara a nadie. No se refiere apadre, ni a Cash, ni a Jewel, ni aDewey Dell, ni a mí.

Dewey Dell y yo nos vamos adormir al jergón que nos han puestobajo el cobertizo de atrás, desdedonde podemos ver el granero, y laluna da sobre la mitad delcobertizo, así que estaremos lamitad de blanco y la mitad denegro, con la luz de la luna sobre

las piernas. Y después iré a verdónde se posan por la noche,cuando estamos en el granero. Noes que hoy estemos dentro delgranero, pero puedo ver el granero;de modo que iré a ver dónde seposan por la noche.

Estamos tumbados sobre eljergón, con las piernas a la luz de laluna.

—Fíjate —voy y le digo—: Mispiernas parecen negras. Y las tuyas,también.

—Anda, duérmete ya —diceDewey Dell.

Todavía queda mucho parallegar a Jefferson.

—Oye, Dewey Dell: ¿cómo esposible que esté allí, si todavía noha llegado Navidad?

Da vueltas y vueltas sobre loscarriles relucientes. Y los carrilesrelucen dando vueltas y vueltas.

—¿Que esté allí el qué?—Aquel tren que me dijiste. El

del escaparate.

—Vamos, duérmete. Mañanapodrás ver si está.

A lo mejor. Papá Noel no sabeque hay chicos en la ciudad.

—Oye, Dewey Dell…—Anda, duerme. No consentiré

que sea para ninguno de los niñosde la ciudad.

Estaba en el escaparate, todorojo, sobre sus carriles, quebrillaban dando vueltas y másvueltas. Mi corazón desfallecía dedolor. Pero entonces salen padre, y

Jewel, y Darl, y el mozo del señorGillespie. Las piernas del mozo delseñor Gillespie sobresalen de sucamisón de dormir. Cuando se metedonde da la luna, se ve lo velludasque son. Rodeando la casa sedirigen todos hacia el manzano.

—¿Qué es lo que van a hacer,Dewey Dell?

Han dado la vuelta a la casapara llegarse hasta el manzano.

—Yo noto cómo huele —digo—. ¿No lo notas tú también?

—Calla —dice Dewey Dell—.Será que ha cambiado el viento.Duérmete, anda.

Así es que, dentro de poco, voya saber por fin dónde se posan porla noche.

Rodean la casa, atravesando elpatio a la luz de la luna, llevándolaa hombros entre los cuatro. Alllegar al granero la bajan a tierra,mientras la luna brilla, lisa ycallada, sobre ella. Después sevuelven y se meten otra vez en la

casa. Cuando estaban a la luz de laluna se veía lo velludas que eranlas piernas del mozo del señorGillespie. Después he esperado unpoco, y he dicho: «¿Me oyes,Dewey Dell?». Y luego heesperado otro poco y he ido a verdónde se posan por la noche, y hevisto una cosa que Dewey Dell meha dicho que no se la cuente anadie.

Darl

Parece como si, al emerger delvano sombrío de la puerta, fuerauna materialización de la oscuridaddel umbral. Al entrar dondeempieza la claridad, su cuerpo, amedio vestir, es esbelto como el deun pura sangre. Salta a tierra conuna expresión de furiosaincredulidad en su rostro. Me havisto sin volver siquiera la cabezani los ojos, en los que la claridad

enciende como dos pequeñasantorchas.

—Ven aquí —me dice, altiempo que desciende a saltos porla pendiente que conduce algranero.

Todavía corre por un momento,como una exhalación de plata a laluz de la luna, y luego salta afuera,como una plana figura recortada enhojalata sobre el fondo quecompone la explosión repentina ysilenciosa, al prenderse fuego,

como si hubiese estado atascado depólvora, todo el sobrado de unavez. Cobra relieve la partedelantera del granero, esa fachadacónica en la que el cuadradoorificio de la puerta se ve sólointerrumpido por la cuadrada yachatada silueta del ataúd, el cual,sobre los caballetes en quedescansa, parece en la noche unmonstruoso escarabajo cubista. Pordetrás de mí, padre y Gillespie yMack y Dewey Dell y Vardaman

salen de la casa.Se detiene junto al ataúd, se

inclina sobre él, sin dejar demirarme con una expresión defrenesí. Por encima de nuestrascabezas, las llamas retumban comotruenos; una bocanada de airehelado nos alcanza. Todavía no leha dado tiempo a calentarse unpoco, cuando un puñado de granzasse eleva de pronto en el aire, y saledisparado, como absorbido por lacorriente, hacia la cuadra; la

cuadra, donde un caballo relinchaaterrorizado.

—¡De prisa! —digo—. ¡Loscaballos!

Aún me mira un momento más;luego alza la vista a la techumbre,y, por último, da un salto hacia lacuadra donde el caballo relincha.La bestia aúlla y cocea, y elretumbar de sus coces sube, comoaspirado hacia arriba, a mezclarsecon el estrépito del incendio. Sediría un tren interminable que

resonara sobre un puente infinito…Gillespie y Mack pasan por milado, en sus ondulantes camisonesde dormir, que les llegan a lasrodillas, dando gritos. Sus alaridosresultan agudos e insignificantes y,al propio tiempo, salvajes y tristes.«… La vaca…, la cuadra…». Elcamisón de Gillespie se le sube conla prisa de la carrera, hinchándosecomo un globo alrededor de losvelludos muslos.

La puerta de la cuadra se ha

cerrado de golpe. Jewel la hacesaltar de un empellón con la cadera,y aparece con la espalda arqueada,los músculos tan tensos, quemodelan la tela de la camisa, alsacar a rastras al caballo,agarrándolo de la cabeza. En eldeslumbrante resplandor, los ojosdel animal giran con un fuego dulcey repentino, bravío, opalescente;sus músculos se agarrotan, su pielse estremece, cuando vuelve lacabeza, enloquecido, en todas

direcciones, levantando a Jewelmaterialmente del suelo. Jewel tirade él, arrastrándolo poco a poco, enun esfuerzo que pone los pelos depunta. Una vez más me echa porencima del hombro una miradallena de rabia. A pesar de que yaestán fuera del granero, el caballosigue resistiéndose, tratando derecular hacia la puerta, hasta queGillespie, el cual pasa en cuerosvivos junto a mí, porque se haquitado el camisón para tapar la

cabeza a una de las mulas,consigue, a fuerza de palos, separaral caballo de la puerta del granero.

Jewel vuelve a todo correr.Otra vez contempla el ataúd, perode pasada. «¿Dónde anda lavaca?», exclama al pasar junto amí. Salgo corriendo detrás de él. Enla cuadra, Mack está forcejeandocon la otra mula. Cuando la cabezade la bestia entra donde hay luz,puedo observar que también susojos giran frenéticos; pero no hace

ningún ruido. Está allí muyplantada, sin perder de vista aMack, al que observa por encimadel lomo, atenta a volver la grupahacia él en cuanto intentaacercársele. Mack vuelve la cabezacuando entramos, y en su rostrosalpicado de pecas, que se dijeranun puñado de guisantes sobre unplato, la boca y los ojos abren tresagujeros redondos. Su voz suenaaguda, delgada, remota.

—No puedo hacer nada…

Es como si las palabras lehubiesen sido arrancadas de loslabios y, dispersadas en el aire,volvieran ahora a nosotros desdelejanísimos confines.

Jewel pasa junto a nosotros,escurriéndose hacia el interior de lacuadra. La mula no para de darvueltas y de soltar coces; peroJewel ha conseguido ya alcanzar lacabeza del animal. Inclinándomehacia Mack, le grito junto al oído:

—Hay que taparle la cabeza

con el camisón.Al pronto, Mack se me queda

mirando, asombrado. Después searranca el camisón a tirones y se loecha a la mula por encima de lacabeza, con lo que la bestia seamansa en seguida. Entretanto,Jewel no deja de gritarle:

—¿Y la vaca? ¿Y la vaca?—En la parte de atrás —grita

Mack—. En el último pesebre.La vaca nos contempla cuando

entramos. Está aculada contra el

rincón, con el testuz bajo; pero,aunque más de prisa que decostumbre, sigue comiendo. Y no semueve en absoluto. Jewel sedetiene un momento y alza la vistahacia el sobrado. De pronto vemosque toda la techumbre acaba deprenderse; empieza ya a caer unafina lluvia de pequeñas chispas.Mira a su alrededor. Atrás, bajo elpilón, hay una banqueta de ordeñar,de esas de tres patas. La agarra y,con toda su fuerza, se pone a

golpear las tablas que forman lapared del fondo. Una tras otra vansaltando, destrozadas, las maderas.Nosotros vamos quitando lasastillas que quedan. Según estamosencorvados, agrandando laabertura, advertimos que algo seprecipita sobre nosotros, a nuestraespalda. Es la vaca. Acompañadade un zumbido silbante y seguidopasa como una exhalación por enmedio del grupo, atraviesa labrecha y cruza la claridad de

afuera, con la cola recta y rígidacomo una escoba hincada al finaldel espinazo.

Jewel vuelve a meterse en elgranero.

—¡Escucha, Jewel! —digo,intentando agarrarle.

Pero de un manotazo me hacesoltarle.

—¡No seas loco! —le digo—.¿No ves que no podrás llegar nuncaallá atrás?

El boquete da la impresión de

un reflector que dejase llover su luzdeslumbrante.

—¡Ven, Jewel! —le grito—.¡Por aquí!

Apenas franqueado el agujero,aprieta a correr. «¡Jewel!», le grito,sin aflojar la carrera. Dobla laesquina, visto y no visto. Cuandollego yo allí, él ya ha alcanzadocasi la otra, corriendo sobre elfondo deslumbrador, como aquellasilueta recortada en hojalata deantes. Padre y Gillespie y Mack

todavía están a cierta distancia,contemplando el granero en llamas,enrojecidos sobre la oscuridad, enla que ya se ha borrado la claridadde la luna.

—¡Cogedlo! —grito—.¡Sujetadlo!

Cuando llego a la parte dedelante, está forcejeando conGillespie: el uno, esbelto y en ropasmenores; el otro, en cueros vivos.Parecen dos figuras de un frisogriego, aisladas de toda realidad

por el bermejo resplandor delincendio. Antes que puedaalcanzarlos, ha derribado ya aGillespie y vuelve a metersecorriendo en el granero.

Entretanto, el estrépito de antesse ha ido apaciguando, como seapaciguó el de la riada. Por elcarbonizado marco de la puerta,contemplamos cómo corre Jewel,medio encorvado, hasta el otroextremo, donde está el ataúd, ycómo, llegado allí, se detiene. Por

un instante dirige su vista hacianosotros, a través de la lluvia depajas encendidas que cae ante élcomo una cortina de abaloriosllameantes, y veo en el dibujo desus labios que está gritando minombre.

—¡Jewel! —grita Dewey Dell—. ¡Jewel!

Me parece estar oyendo ahora,de una vez, toda la voz que lamuchacha ha estado acumulando enlos cinco últimos minutos; la oigo

jadear y debatirse contra padre ycontra Mack, que tratan desujetarla. Y no cesa de gritar:«¡Jewel! ¡Jewel!». Pero Jewel yano nos mira. Vemos cómo se combasu espalda con el esfuerzo delevantar el ataúd por un extremo,para bajarlo, haciéndolo resbalarcon un solo brazo, de loscaballetes. La caja le rebasa,increíblemente grande, ocultándolea nuestra vista. Nunca se mehubiese ocurrido pensar que Addie

Bundren necesitara tanto sitio parasentirse cómoda al morir. Unmomento después, la caja queda yaen pie, y las chispas que lluevensobre ella salpican como si, alcontacto con el ataúd, engendraranotras nuevas. Luego, cogiendoimpulso, cae hacia adelante, lo quenos permite nuevamente ver aJewel, en medio de una lluvia dechispas que salpican también alcaerle encima, de modo que parecehallarse envuelto en un tenue halo

de fuego. Una y otra vez vacayéndose y alzándose de nuevo lacaja; tras un breve respiro, avanzachirriando hacia la deslumbrantecortina; poco a poco, la atraviesa.Ahora está Jewel sobre ella ahorcajadas, aterrándola con ambasmanos, hasta que, de un tirón final,la vuelca por última vez paraponerla a salvo, saliendo éldespedido, por la violencia delgolpe, hacia adelante. Mack seprecipita hacia Jewel, al sentir

cierto tufillo a carne socarrada, y amanotazo limpio apaga losencendidos agujeros, cada vez másanchos, que, con su festón carmesí,parecen flores abiertas en lacamiseta.

Vardaman

Cuando fui a ver dónde seposan por las noches, vi una cosa.

—¿Dónde está Darl? ¿Adóndeha ido Darl? —preguntaban todos.

La llevaron bajo el manzano.El granero estaba rojo todavía;

pero ahora ya no era un granero. Sehabía desmoronado, y el rojo subíaarremolinándose. El granero subía alo alto, en un torbellino de chispitasrojas, que se alzaban hacia el cielo

y las estrellas, de modo que elfirmamento parecía retroceder máscada vez.

Y Cash seguía despierto. Volvíala cabeza a uno y otro lado, con elrostro reluciente de sudor.

—¿Quieres que te eche un pocode agua en la herida, Cash? —lepreguntó Dewey Dell.

El pie y la pierna de Cash seiban ennegreciendo.Alumbrándonos con un farol,miramos el pie y la pierna de Cash,

en la parte donde se han puestonegros.

—Tu pie parece el de un negro,Cash —le dije.

—Creo que vamos a tener quearrancárselo —dijo padre.

—¿A qué diablos le han puestoeso ahí? —va y dice el señorGillespie.

—Es que pensé que le sujetaríaalgo la pierna —dice padre—. Soloquería ver si se aliviaba un pocoasí.

Trajeron un escoplo y unmartillo. Dewey Dell sostenía elfarol. Tenían que pegar de firme. YCash se durmió.

—Se ha dormido —dije—.Mientras duerma, no sentirá nada.

Pero el cemento no hacía másque resquebrajarse. No había modode desprenderlo.

—Le vamos a arrancar elpellejo —fue y dijo el señorGillespie—. ¿A qué diablos lehabrán puesto eso? ¿Y cómo no se

le ocurrió a ninguno de ustedesdarle un poco de grasa primero a lapierna?

—Yo solo quería ver si sealiviaba un poco —dijo padre—.Fue Darl quien se lo puso.

—¿Dónde anda Darl? —preguntaban todos.

—¿Será posible que no hubieraentre ustedes alguno con un pocomás de sentido común? —dijo elseñor Gillespie—. Nunca lohubiera imaginado, de él cuando

menos.Jewel estaba echado boca

abajo. Tenía la espalda roja.Dewey Dell le dio una untura paraquitarle el ardor. La untura estabahecha de manteca y hollín, de modoque, cuando se la dio, la espalda sepuso negra.

El pie y la pierna de Cashtambién parecen los de un negro.Por fin consiguieron romper elcemento. La pierna de Cash rompióa sangrar.

—Échate y duerme —le dijoDewey Dell—. Debías procurardormirte.

—¿Dónde anda Darl? —preguntaban todos.

Está ahí fuera, bajo el manzano,junto a ella, echado sobre la caja.Está ahí para que no vuelva asubirse el gato, y yo fui y le dije:

—¿Vas a estarte ahí paraespantar al gato, Darl?

También a él le salpicaba laclaridad de la luna. Sobre la caja,

la luna estaba tranquila; pero a él lollenaba de motas, que no parabande subir y bajar.

—No hace falta que grites —ledije—. Jewel la ha sacado delincendio. No hace falta que grites,Darl.

El granero sigue estando rojo,pero no tanto como antes. Despuésse ha ido alzando en un remolino,haciendo retroceder a las estrellas;pero las estrellas no se han caído.Mi corazón ha sentido con ello la

misma congoja que con el tren.Cuando fui a ver dónde se

posan por la noche, he visto unacosa que Dewey Dell me ha dichoque nunca se lo debo contar anadie.

Darl

Desde hace algún tiempovenimos dejando atrás carteles yletreros: los rótulos de lasfarmacias, de los almacenes deropas hechas; los anuncios deespecíficos y medicinas; lasmuestras de los garajes y de loscafés… Los guardacantones, cadavez más numerosos, van marcandomenores distancias: tres millas, dosmillas… Al coronar una cuesta y

subirnos al carro de nuevo,podemos ver en el llano una capade humo, como pegada a la tierra,que parece completamente inmóvilen la tarde sin viento.

—¿Es eso ya, Darl? —preguntaVardaman—. ¿Es ya Jefferson?

También él ha adelgazado. Surostro, como los nuestros, tiene unaexpresión de fatiga, de irrealidad,de desvaimiento.

—Sí —le digo.Levanta la cabeza y mira hacia

el cielo. Muy arriba, sobre el fondodiáfano del azul, se cierne,describiendo círculos cada vez máspróximos, como el humo, con el quepresentan una semejanza exterior deforma y de propósito, pero sin quepueda deducirse conclusión algunaen cuanto a su movimiento deavance o retroceso. Volvemos asubir al carro, en el que Cashcontinúa tumbado sobre la caja, controzos de cemento adheridostodavía a la pierna. Las escuálidas

mulas descienden la cuesta entre loscrujidos y el rechinar del carro.

—Tendremos que llevarle almédico —dice padre—. Estoyviendo que no va a haber másremedio.

La camisa de Jewel se vaennegreciendo con manchas degrasa, cada vez más amplias, en lospuntos en que toca la espalda. Lavida fue creada en los valles. Sealzó en un estallido violento a lasalturas, impelida por los viejos

terrores, los viejos apetitos, lasviejas desesperanzas. Tal es larazón de que para bajar las cuestasen el carro haya primero quesubirlas a pie.

Dewey Dell sigue sentada alpescante, con su paquete en elregazo. Cuando llegamos al final dela cuesta, allí donde el caminovuelve a ser llano, entre dosespesas filas de árboles, empieza amirar tranquilamente hacia uno yotro lado. Por último dice:

—Tengo que bajarme.Padre se queda mirándola. Al

volverse hacia ella y quedar deperfil, en toda su figura andrajosase trasluce un sentimiento demolesta contrariedad, de enfadoinminente. Desde luego, no detienelas mulas.

—¿Y para qué?—Tengo que ir a un matorral —

dice Dewey Dell.Padre sigue sin detener las

mulas.

—¿No puedes esperarte hastaque lleguemos a la ciudad? Ya nofalta ni una milla.

—Pare —dice Dewey Dell—.Tengo que ir a un matorral.

Padre para el carro en mitad delcamino y vemos a Dewey Dellapearse, sin soltar el paquete y sinvolver la cabeza.

—¿Por qué no dejas aquí lastortas? —le digo—. Ya tendremosnosotros cuidado de ellas.

Pero ella se apea con un

movimiento decidido, sin mirarnos.—¿Cómo iba a saber adonde ir,

si esperase hasta que llegásemos ala ciudad? —dice Vardaman—.Vamos a ver, Dewey Dell: ¿a queno sabes adonde tendrías que irpara hacerlo?

Ella no contesta. Baja elpaquete, se da media vuelta ydesaparece entre los árboles y lamaleza.

—Procura no tardar más que loimprescindible —le dice padre—.

No tenemos tiempo que perder.Pero no contesta. Al poco rato,

ya ni siquiera la oímos.—Deberíamos haber hecho lo

que nos dijeron Armstid yGillespie, y haber mandado razón ala ciudad, para que tuvieran yacavada y preparada la fosa.

—¿Por qué no lo hizo usted? —le digo—. Podía haber mandado unrecado por teléfono.

—¿Para qué demonios? —va ydice Jewel—. ¿O es que no somos

nosotros capaces de cavar elagujero?

Aparece un auto en lo alto de lacuesta. Empieza a tocar la bocinadisminuyendo la marcha. Baja enprimera y pasa junto a nosotros,metiendo las dos ruedas de fuerapor la misma cuneta. Vardaman nodeja de mirarlo, hasta que se pierdede vista.

—¿Cuánto nos queda ya, Darl?—pregunta.

—Ya queda poco —le digo.

—Debiéramos haberloencargado —dice padre—. Pero esque yo no quiero tener queagradecer nada a nadie, como nosea a la familia.

—¿Quién demonios ha dichoque no somos nosotros capaces decavar un maldito agujero? —va ydice Jewel.

—No hay que hablar con esafalta de respeto sobre su tumba —va y dice padre—. Ninguno devosotros sabéis lo que es eso. Claro

es que ninguno de vosotros lahabéis querido de veras.

Jewel no contesta. Está sentadoun poco tieso, ahuecando la espaldapara evitar el roce de la camisa, ycon su mandíbula, de colores tanvivos, muy levantada.

En esto vuelve Dewey Dell. Lavemos surgir de la maleza, siemprecon su paquete, y subir al carro.Ahora lleva puesto el vestido de losdomingos, el collar, los zapatos, lasmedias.

—Creo haberte dicho que tedejaras todos esos trapos en casa—va y le dice padre.

Pero ella no contesta; ella nonos mira. Se acomoda en el carro,después de poner en él el paquete.Echamos otra vez a andar.

—¿Cuántas cuestas quedan,Darl? —pregunta Vardaman.

—Ya, nada más que una —ledigo—. Al terminar la próxima,entraremos precisamente en laciudad.

La cuesta está cubierta de arenaroja. A uno y otro lado se vencabañas de los negros; por el cielocorre un bloque de cablestelefónicos. Tras los árboles seeleva la torre del reloj delTribunal. Las ruedas susurranquedamente en la arena, como si latierra misma quisiera que nuestrallegada pasase inadvertida. Nosapeamos donde empieza la cuesta.

Marchamos detrás del carro,detrás de las ruedas que susurran,

pasando ante las chozas, en cuyaspuertas aparecen de repente ojosblancos que nos miran. Oímosrepentinas exclamaciones deasombro. Jewel no deja deobservar a derecha e izquierda; depronto, avanza la cabeza y veo quesus orejas adquieren un tono másrojo todavía por la ira que ledomina. Delante de nosotros, juntoa la carretera, marchan tres negros,precedidos, a diez pies dedistancia, por un blanco. Al pasar

junto a los negros, vuelvenbruscamente la cabeza, con unaexpresión de extrañeza y repulsióninstintiva.

—¡Por los clavos de Cristo! —dice uno de ellos—. ¿Qué llevaránen ese carro?

Jewel se revuelve.—¡Hijo de la gran zorra! —

dice.Entretanto, hemos llegado a la

altura del blanco, que se ha parado.Es como si de momento estuviera

ciego, pues es al hombre blanco aquien se dirige.

—¡Darl! —grita Cash desdedentro del carro.

Agarro a Jewel. En esto, elhombre blanco, que habíaretrocedido un paso, con la bocaabierta por la sorpresa, empieza acerrarla, apretando los dientes en suindignación. Jewel se inclina sobreél, con los músculos del mentóncompletamente blancos.

—¿Qué es lo que has dicho? —

dice el otro.—¡Ven aquí! —le digo—.

Nada, señor. No ha queridoofenderle, señor. ¡Jewel!

Cuando le cojo, estáamenazando al hombre. Le sujeto elbrazo; forcejeamos. Jewel nisiquiera me mira. Solo le preocupaque el brazo le quede libre. Cuandomira de nuevo al hombre, estáplantado, con un cuchillodesenfundado en la mano.

—¡Espere, señor! —le digo—.

¡Ya lo tengo sujeto! ¡Vamos, Jewel!—¡Se pensará ese cerdo que

porque vive en la ciudad…! —diceJewel, jadeante, tratando de zafarsede mí—. ¡Habráse visto el hijo dela gran zorra!

El hombre se empieza a mover,dando vueltas alrededor de mí, sinquitar el ojo a Jewel y con elcuchillo a la altura del muslo.

—¡No hay quien me llame a míeso! —dice sin parar.

Entretanto, padre ha echado pie

a tierra, y Dewey Dell trata tambiénde sujetar a Jewel, llevándoselo aempujones. Así que le suelto y medirijo al hombre.

—Espere un momento —le digo—. No era esa su intención. Estáenfermo: se abrasó anoche en unincendio, y ahora no sabe lo que sedice.

—Con incendio o sin incendio—dice el otro— no hay quien mellame a mí eso.

—Es que pensó que usted le

había dicho algo…—¿Yo? ¡Ni una palabra! ¡Si es

la primera vez que le veo!—¡Por el amor de Dios! —dice

padre—. ¡Por el amor de Dios!—Estoy seguro —le digo— que

no ha querido ofenderle. Y queretirará lo que ha dicho.

—Bueno, pues que lo retire.—Guárdese ese cuchillo, y lo

retirará.El hombre me mira. Mira luego

a Jewel. Jewel está ahora tranquilo.

—Guárdese ese cuchillo.El hombre lo envaina.—¡Por el amor de Dios! —dice

padre—. ¡Por el amor de Dios!—Dile que no era tu intención

ofenderle, Jewel —le digo.—Pues yo creí que había dicho

algo —dice Jewel—. Se creerá queporque es…

—¡Chis! —le digo—. Dile queno era esa tu intención.

—No era mi intención ofenderle—dice Jewel.

—¡Mejor para él! —dice elhombre—. ¡Mira que llamarme amí…!

—Oiga usted: ¿se cree que esque le da miedo llamárselo?

El hombre se queda mirándome.—No es eso lo que yo he dicho

—dice.—Ni se le ocurra —dice Jewel.—Vamos, calla —le digo—.

Ven aquí. Andando, padre.El carro se pone en marcha. El

hombre se queda allí, sin perdernos

de vista. Jewel, en cambio, novuelve la suya.

—¡Menuda somanta le habríametido Jewel! —dice Vardaman.

Nos acercamos a lo alto de lacuesta, donde empieza ya la calle,donde los coches marchan en todasdirecciones. Las mulas tiran delcarro hacia arriba y lo meten en lacalle. Padre las para. La calle siguerecta hasta la plaza, donde se elevael monumento que hay ante elTribunal de Justicia. Volvemos a

montar, y todo el mundo vuelvehacia nosotros la cabeza, con esaexpresión que tan bien nos sabemosya. Menos Jewel, que no se sube, niaun después de haber empezado aandar el carro.

—¡Vamos, Jewel; monta de unavez! —le digo—. ¡Larguémonos yade aquí!

Pero no monta, sino que apoyaun pie en el cubo de la rueda deatrás y, agarrado al telero con unamano, sube el otro, en tanto que el

cubo va girando bajo la planta. Yen esa forzada posición se queda,con la vista clavada al frente,inmóvil, esbelto, con la espaldacomo de madera, como una figuratallada en la misma madera delcarro.

Cash

No queda ya otra alternativa: olo enviamos a Jackson o nossometemos a la acción judicial queentablará Gillespie, porque no sécómo se las ha arreglado, pero elcaso es que se ha enterado de quefue Darl quien le prendió fuego algranero. Vardaman le vio cuando loincendiaba; pero jura y perjura queno se lo ha contado más que aDewey Dell, y que su hermana le

dijo que no hablara a nadie delasunto. Sin embargo, Gillespie seha enterado. Claro es que, máspronto o más tarde, habríaterminado por sospecharlo. Inclusoaquella misma noche, a poco que sehubiera fijado en la forma decomportarse de Darl.

Así es que padre dice:—Me parece que es lo único

que podemos hacer.Y Jewel:—¿Va usted a apañarle ya?

—¿Apañarle? —dice padre,extrañado.

—Quiero decir echarle mano yamarrarle —dice Jewel—. ¿O quédemonios? ¿Es que va a esperarusted a que prenda fuego a esasmalditas mulas y a ese condenadocarro?

Pero ¿qué adelantaríamos conello? Así es que dije:

—Nada adelantaríamos conello. Esperaremos hasta haberlaenterrado. (Porque un individuo que

va a pasarse lo que le queda devida a la sombra, debiera tenerderecho a que, antes de prenderle,se le dé cualquier cosa que leapetezca).

—Yo estoy en que debiera estaraquí —dice padre—. Bien sabeDios qué calvario supone esto paramis canas. Parece que lasdesgracias nunca vienen solas.

A veces no acabo de ver clarocómo puede haber nadie que se creacon derecho a dictaminar si una

persona está loca o deja de estarlo.A veces pienso que ninguno denosotros está completamente ido, yque ninguno está tampoco en suscabales, hasta que la mayoría de lagente se decide a situarnos a este oal otro lado. Es como si importaramenos lo que cada uno pueda hacerque la opinión que la mayoría seforma acerca de eso que hace.

Porque Jewel es con éldemasiado riguroso. Cierto es quefue la venta de su caballo lo que ha

permitido traerla a lasinmediaciones de la ciudad, y que,en cierto modo, lo que Darl trató dequemar fue el valor de aquelcaballo. Pero más de una vez se meha pasado por las mientes, tantoantes de cruzar el río comodespués, qué bendición de Dioshubiera sido el que el Señor nos lahubiera arrancado de las manos,desembarazándonos discretamentede ella. En mi opinión, cuandoJewel se afanó tanto, para sacarla

del río, estaba contraviniendo encierto modo los designios de Dios.Luego, al darse cuenta Darl de queuno de nosotros debía, al parecer,hacer algo, estoy por pensar que,hasta cierto punto su conducta estájustificada. Lo que no tiene vueltade hoja es que el prender fuego algranero de una persona, poner enpeligro la vida de su ganado ydestruir sus bienes, es un hecho quejamás podrá tener disculpa. En unaacción como esta es donde se

demuestra que un individuo estáloco; un delito así es lo que leinhabilita para la convivencia consus semejantes. Y reconozco que loúnico que cabe hacer con él es loque la mayoría de la gente exija.

Pero, en cierto sentido, no dejade ser una vergüenza. La genteparece cada vez más ajena a aquelViejo y acertado principio según elcual hay que remachar los clavos ylijar siempre los cantos de lastablas tan concienzudamente como

si el trabajo fuera para uno mismo.Parece como si unos tuvieran unostableros finísimos ycuidadosamente cepillados con losque construir un palacio de justicia,mientras que otros solo disponen deleños sin desbastar, propios paralevantar, todo lo más, un gallinero.Sin embargo, siempre serápreferible construir un gallinero conlas maderas bien ensambladas queun palacio de pacotilla. Y si todosconstruyesen bien o todos

construyesen mal, nadie percibiríadiferencia alguna en que fueranunos o fueran otros los que lohiciesen.

Así es que seguimos callearriba, hacia la plaza. Padre dice:

—Será mejor que llevemos aCash al médico. Podemos dejarleallí y volver luego a recogerle.

Ya sé por qué. Porque nosllevamos los dos muy poco tiempo,mientras que Jewel, Dewey Dell yVardaman sólo al cabo de cerca de

diez años empezaron a venir. Losquiero a todos, es verdad, pero nosé. Y como soy el mayor, y como nodejo de pensar en lo que acaba dehacer, la verdad, no sé.

Padre nos mira alternativamentea mí y a él, sin dejar de rezongar.

—Siga usted —le digo—.Primero, vamos a acabar con esto.

—Ella quería que no faltáramosninguno —dice padre.

—Llevemos primero a Cash almédico —dice Darl—. Ella puede

esperar; al fin y al cabo, llevanueve días esperando.

—¡Qué sabréis vosotros! —dice padre—. La persona con laque uno ha pasado su juventud,junto a la que uno se ha idohaciendo viejo, y ella junto a uno;la persona que, viendo venir lavejez, le ha dicho a uno que quéimporta, y uno se da cuenta de queesa es la verdad en este mundocruel, lleno de sufrimientos yadversidades… ¡Qué sabréis

vosotros!—Todavía tenemos que cavar

la fosa —recordé.—Ya os dijeron Armstid y

Gillespie que mandarían recadopara que la prepararan —dice Darl—. ¿No quieres que te llevemos almédico, Cash?

—Sigamos —digo—. Ahora mesiento muy bien. Es mejor hacercada cosa a su debido tiempo.

—¡Si estuviera ya hecho elhoyo…! —dice padre—. Aparte de

que nos hemos olvidado de traernoslos azadones.

—Es verdad —dice Darl—.Voy a acercarme a la ferretería.Porque habrá que comprar uno.

—Pero nos va a costar dinero—dice padre.

—Pero ¿es que le va usted anegar esto? —dice Darl.

—Ve y compra un azadón —dice Jewel—. Vamos, venga eldinero.

Pero el padre no para el carro.

—Yo creo que alguien nosdejará un azadón. ¿Cómo no va ahaber aquí algún cristiano?

Así es que Darl se sentó otravez y seguimos adelante, con Jewelagazapado junto al adral del carro,con los ojos fijos en la nuca deDarl. Parecía un bulldog, uno deesos perros que nunca ladran,encogido y sin perder de vista a lapresa sobre la que estaba esperandosaltar.

En tal postura se pasó todo el

tiempo que estuvimos delante de lacasa de la señora Bundren, oyendola música, sin perder de vista ni uninstante la nuca de Darl, en la quetenía clavados esos ojos blancos yduros que se gasta.

La música tocaba dentro de lacasa. Era uno de esos aparatos quedicen gramófonos. Sonaba tannatural como si fueseverdaderamente una banda.

—¿Quieres que te llevemos acasa de Peabody? —dijo Darl—.

Estos pueden quedarse aquí paradecírselo a padre, y yo te llevo adonde Peabody, y luego vuelvo abuscarlos.

—No —dije—. (Era preferibleterminar de enterrarla, ahora que nofaltaba ya más que a padre leprestaran el azadón).

Había ido siguiendo la callehasta donde sonaba la música. «Alo mejor, tienen un azadón aquí»,había dicho. Luego paró el carroante la casa de la señora Bundren.

Daba la impresión de que nopodía engañarse. A veces mepregunto si un trabajador será capazde ver el trabajo desde tan lejoscomo un perezoso la pereza. Demodo que se paró allí, comosabiendo muy bien lo que se hacía,ante aquella casita nueva dondesonaba la música. Nos quedamosesperándole y escuchándola. Creoque, regateando, le podría habersacado a Suratt su gramófono encinco dólares. La verdad es que la

música es algo verdaderamenteconsolador. De modo que, comodigo, dijo padre:

—A lo mejor tienen un azadónaquí.

—¿Quiere que vaya Jewel, oprefiere que vaya yo? —dijo Darl.

—Creo que será mejor que vayayo mismo —contestó.

Así es que se apeó, y despuésde subir por el sendero se dirigió ala puerta trasera de la casa.

La música paró de pronto; luego

volvió a sonar.—Desde luego, sin el azadón no

se viene —dijo Darl.—Eso, ni dudarlo —dije yo.Porque era como si no pudiera

engañarse, como si pudiera perforarcon la mirada las paredes y saber loque iba a pasar en los diez minutospróximos.

Sólo que no fueron diezminutos, sino bastantes más. Lamúsica paró de nuevo y ahora seestuvo un buen rato sin sonar,

mientras padre sostenía con ladueña de la casa una largaconversación.

Entretanto nosotros seguíamosesperando en el carro.

—Anda, voy a llevarte a casade Peabody —dijo Darl.

—No —contesté—. Primero,vamos a enterrarla.

—Si es que por fin vuelve —dijo Jewel, empezando a soltartacos.

Cuando se disponía ya a bajarse

del carro diciendo «Voy allá»,vimos que regresaba padre. Traía alhombro dos azadones, que depositóen el carro. Echamos a andar; perola música ya no volvió a oírse.Padre volvía la cabeza hacia lacasa. Pareció como si hiciera unpequeño saludo con la mano, a loque un visillo se corrió un poco,dejando entrever la cara de ella enla ventana.

Pero lo más curioso era laactitud de Dewey Dell, que me

llenó de sorpresa. Comprendoperfectamente que todo el mundodijera que Darl era un tipo raro,pero que nadie pudiera tomarlenada a pecho, por esa misma razón.Era también como si se hallara tanausente de todo como el que menostuviera que ver, y enfadarse con élhubiera sido como enfadarse con uncharco porque al pisarle os hubierasalpicado. Aparte de que siemprehe tenido como un barrunto de queDewey Dell y él se traían algo entre

manos. Si hay alguien de quienpudiera decirse que era el preferidode Dewey Dell, de seguro que eraDarl. Pero cuando, terminada dellenar la fosa, salimos delcementerio, y los muchachos, queestaban esperando a la puerta, se leecharon encima, a lo que Darl dioun salto atrás para ponerse a salvo,fue precisamente Dewey Dell laque le agarró, incluso antes que elpropio Jewel pudiera echarle mano.Entonces sospeché cómo se había

enterado Gillespie de quién habíaprendido fuego a su granero.

Ella no había pronunciadopalabra ni lo había mirado siquieradurante todo el camino; perocuando aquellos individuos dijeronlo que les traía y que venían adetenerle, cuando él trató deescabullirse, fue ella la que saltósobre él como un gato montes, contanta furia que uno de los guardiastuvo que arrancarla a viva fuerza,para que no siguiera arañándole y

tratando de desgarrarle la cara,como una verdadera fiera, mientrasel otro guardia y padre y Jewelderribaban a Darl y le sujetaban deespaldas al suelo, desde donde elpobre no dejaba de mirarme.

—Creí que tú me avisarías —decía—. Nunca pensé que dejaríasde avisarme.

—¡Darl! —le dije.Pero en estas se puso otra vez a

forcejear con padre, con Jewel ycon el guardia, mientras que el otro

número sujetaba a Dewey Dell, yVardaman gritaba y Jewel noparaba de decir:

—¡Matadle! ¡Matad a ese hijode la gran zorra!

Una escena triste.Verdaderamente triste. No hayquien escape cuando ha cometidouna mala acción; él, tampoco. Yo hequerido explicárselo. Pero él nohace más que decir:

—Creí que tú me avisarías.Porque no es que yo…

Y rompió a reír. El otro guardiaseparó a empujones a Jewel, y Darlse sentó en el suelo, riendo sincesar.

Traté de explicarle. ¡Si hubierapodido ponerme en pie oincorporarme cuando menos! Así ytodo, traté de explicarle, a lo que élcesó de reír y se puso a mirar haciaarriba.

—¿Es que quieres que melleven? —me preguntó.

—Creo que es lo que más te

conviene —le contesté—. Alláestarás tranquilo, sin nadie que temoleste y todo eso. Será mejor parati, Darl.

—¡Mejor! —dijo, y rompió areír otra vez—. ¡Mejor! —repitió.

Apenas si podía pronunciar lapalabra de lo que se reía. Estabasentado en el suelo; todos lemirábamos. Y él reía, reía. ¡Quéescena más triste! ¡Qué triste, sí!Que me aspen si encontraba yomotivo alguno para tanta risa.

Porque ni con la mejor voluntadpuede hallarse excusa para el quepremeditadamente destruye lo queotro ha construido con el sudor desu frente, y aquello donde almacenael fruto de sus desvelos.

Pero tampoco acabo de verclaro el que nadie se arrogue elderecho a determinar quién está yquién deja de estar loco. Viene aser como si en cada hombre hubierauna personalidad más allá de larazón y de la locura, una

personalidad que contemplase susacciones sensatas y las insensatascon el mismo horror y la mismasorpresa.

Peabody

—Admito que, en un momentode apuro, un hombre consienta queBill Varner le haga una chapuza deesas que les hace a las mulas; peroque me maten si no hay que tener unbuen almacén de piernas derepuesto para dejar a Anse Bundrenque le cure a uno la propia concemento —dije yo.

—Pensaron que eso mealiviaría un poco —me contestó el

otro.—Pensaron, pensaron —dije—.

¿Dónde diablos tendría Armstid lacabeza para consentir que levolvieran a subir a usted al carro?

—Hasta entonces, no habíanotado nada. Y no teníamos tiempoque perder —dijo, a lo que yo mequedé mirándole—. No me dolía enabsoluto.

—No trate de engañarme ni deconvencerme de que ha estado ustedseis días viajando en un carro sin

ballestas, con una pierna rota y sinsentir ningún dolor.

—Pues casi no me dolía —dijo.—¡A quien querrá decir que no

le dolía es a Anse! —le dije—.Como no le dolió tirar al suelo aaquel pobre desgraciado, en plenacalle, para que lo esposaran comosi fuera un criminal. ¡Me va usted adecir a mí! ¿O es que pretendetambién hacerme creer que no lehan causado molestia alguna, allevantarle esas sesenta y tantas

pulgadas cuadradas de piel y que sehan ido pegadas a los trozos decemento? ¿O que le tiene a usted sincuidado pasarse renqueando elresto de su vida, y eso en el caso deque, tras la amputación, sea capazde volver a andar? ¡Cemento,cemento! —dije—. ¡Santo Dios!¿Cómo no se le ocurriría a Ansellevarle a usted al aserradero máspróximo, para que le cortaran allí laparte enferma? Hubiera sidotambién una manera de curarla. Y

luego podían haber metido lacabeza de él en la sierra, con lo quese hubiera conseguido la curaciónde toda una familia… Y, a todoesto, ¿dónde anda Anse ahora?¿Qué será lo que está tramando?

—Ha ido a devolver unosazadones que le prestaron —medijo.

—¡Hombre, muy bien! —dije—. ¡Mira que tener que pedirprestado un azadón para enterrar asu mujer! Si se descuida, hasta la

fosa la tiene que pedir prestada.¡Lástima que no le metieran entretodos en el agujero!… ¿Le hagodaño?

—Casi nada —me dijo,mientras que por el rostro, delmismo color que el papel secante,le corrían unas gotas de sudor comocanicas.

—Pues nada —dije—. Para elverano podrá usted brincar cuantose le antoje sobre esta pierna. Demomento, seguirá sin dolerle casi

nada… Dentro de lo que cabe, yapuede usted considerar como unabuena suerte que haya sidoprecisamente la misma pierna queya se rompió usted la otra vez.

—Es lo que dice mi padre —dijo.

MacCowan

Resulta que estaba yo atrás, enla rebotica, bañando de chocolateunas grageas, cuando entra Jody yme dice:

—Oye, Skeet: ahí fuera hay unamujer que quiere ver al médico, ycuando le pregunto que a quémédico, va y me dice que al quetrabaja aquí, y cuando le digo queaquí no trabaja ningún médico, seme queda plantada mirando hacia

esta parte.—¿Qué clase de mujer es? —le

digo—. Dile que suba a la consultade Alford.

—Es una paleta —me dice.—Pues mándala á freír rábanos

—le digo—. Dile que todos losmédicos se han ido a Memphis auna asamblea de rapabarbas.

—Bueno —dice, al tiempo desalir—. Pero no está nada mal paraser una paleta.

—¿Ah, sí? —le digo—. Espera

entonces un momento.Jody se para y yo me acerco a

la puerta para echar un vistazo porla rendija. Pero sólo alcanzo a veruna pierna, bien formada, contra elfondo de luz.

—¿Y dices que es moza? —ledigo.

—Y de bastante buen ver paraser una mamá y una paleta —medice.

—Toma —le digo, entregándoleel perol de chocolate.

Me quité el delantal y salíafuera. ¡Ya lo creo que era de buenver! Una de esas morenas de ojosnegros capaces de meterle unapuñalada, sin inmutarse, al primeroque les haga una charranada. Yestaba buena la condenada, ya locreo.

En la tienda no había nadie más;era la hora de almorzar.

—¿Qué se le ofrece a usted? —le digo.

—¿Es usted el médico? —dice.

—Claro que sí —le digo.Entonces ella aparta la vista de

mí y se pone como a miraralrededor.

—¿Podríamos pasar ahí dentro?—me dice.

Eran las doce y cuarto en punto;pero aunque el viejo jamásregresaba antes de la una, entré y ledije a Jody que se apostase en laventana, para avisarme con unsilbido si volvía antes de loesperado.

—Será mejor que no te metas enlíos —dice—. No vaya a ser que teponga de patitas en la calle sindarte tiempo ni a que te enteres.

—Nunca vuelve antes de la una—digo—. Podrás verle cuandoentre en Correos. Todo lo quetienes que hacer es estar ojo avizory darme un silbido en cuanto seacerque.

—¿Y qué piensas hacer? —dice.

—Tú, a vigilar, que es lo tuyo.

Ya te lo contaré luego —digo.—¿Es que no me vas a dejar a

mí después? —dice.—Oye, tú —le digo—, ¿qué te

has creído que es esto? ¿Undepósito de remonta? Hale, amontar la guardia, que yo me voy atener unas palabritas con esta.

Así es que me meto en larebotica. Al pasar por delante delespejo, me arreglo un poco el pelo.Luego paso al mostrador dondepreparamos las recetas; ella está

esperándome allí, mirando elestante de las medicinas. Al entraryo, vuelve la vista hacia mí.

—Bueno, señora —le digo—:Veamos qué trastornos le aquejan.

—Pues trastornos de mujer —dice—. Pero tengo el dinero.

—¿Ah, sí? —digo—. Peroprecisemos. Esos trastornos, ¿lostiene usted ya o es que quieretenerlos? Porque en este caso, havenido a dar con quien mejor lepuede ayudar.

Estas paletas… La mitad de lasveces no saben ni lo que quieren.Por no saber, no saben ni siquieraleer la hora en el reloj. Y el de latienda marcaba ya las doce y veinte.

—No —dice.—Pero no ¿qué? —le digo.—Que no los tengo —dice—.

Ése es el caso.Se queda mirándome y añade:—Pero tengo el dinero.Fue así como por fin me enteré

de lo que se traía entre manos.

—¡Ah, ya! —le digo—. Demodo y manera que se haencontrado en la barriga con algoque no tenía el menor deseo dellevar ahí, ¿eh?

Me mira sin rechistar.—¿Y a qué le sabe? ¿A poco…

o a demasiado?—Tengo el dinero —dice—. Él

me dijo que en la farmacia medarían algo para ello.

—¿Quién lo dijo? —digo.—Él —dice, mirándome.

—Conque empeñándose en nomencionar nombres, ¿eh? —dije—.¿El que le hizo la barriga? ¿Es eseel que se lo dijo?

Pero ni así le saco una palabradel cuerpo.

—¿No están ustedes casados,verdad? —digo porque no le hevisto alianza alguna en el dedo.Aunque vaya usted a saber si estospalurdos usan o no alianzas.

—Tengo el dinero —dice,enseñándome una pieza de a diez

atada con el pañuelo.—Ya lo veo, ya —digo—. ¿Se

lo dio el de marras?—Sí —dice.—Pero ¿cuál de ellos? —digo.

Y como se queda mirando sincontestar, repito:

—¡Que cuál de ellos se lo dio!—No hay más que uno —dice, y

vuelve a quedarse mirándome.—Siga —digo.Pero no despega los labios.Lo malo del sótano es que solo

tiene una salida, y que esta da a laescalera de detrás. El reloj marcaya la una menos veinticinco.

—¡Hay que ver! —digo—. ¡Unachica tan guapa como usted!

Se queda mirándome otra vez,al tiempo que empieza adesenvolver la moneda.

—Espere un momento —le digo—, pasando al otro lado delmostrador. —¿Ha oído hablar deltipo aquel al que, desde que se lerompió el tímpano, ya no le hacía

efecto ni un cañonazo?—Será mejor que te salgas

aquí, antes de que vuelva el viejo—dice en este momento Jody.

—Eres tú el que debes irte ahíafuera, que para eso te pagan —ledigo—. Y no te preocupes; que, sipesca a alguien, será a mí.

Sale despacio de la rebotica, yme dice al pasar:

—¿Qué es lo que vas a hacer,Skeet?

—No puedo decírtelo —le digo

—; no estaría bien. Tú ponte ahíarriba a vigilar.

—Oye, Skeet —dice.—Vete ya de una vez —le digo

—. Sólo voy a despachar unareceta.

—Mira: a lo mejor no dice nadapor la individua esa de ahí dentro;pero como te vea enredando con lasmedicinas, seguro que te echa apatadas en el trasero por lasescaleras abajo.

—Mi trasero está acostumbrado

a patadas de hijo de mala madremayores que este —le digo—.Lárgate, y avísame si se acerca.

Así que me volví a latrastienda. Era ya la una menoscuarto.

La chica estaba envolviendo denuevo el dinero en el pañuelo.

—Usted no es el médico —medice.

—Pues claro que lo soy —ledigo; a lo que se queda mirándome—. ¿Es que te parezco demasiado

joven para serlo? ¿O acasodemasiado guapo?

Y, como no contesta, añado:—Mire: antes teníamos aquí una

punta de médicos camastrones queno podían ni con su alma. Como queJefferson era una especie de asilode doctores decrépitos. Pero elnegocio empezó a ponerse tan mal yla gente tan bien, que un buen día sedieron cuenta de que las mujeresjamás volverían a enfermar. Asíque echaron a todos esos

vejestorios y trajeron un puñado demédicos jóvenes y guapos que lesgustáramos a las mujeres, y lasmujeres empezaron a ponerse otravez malas y el negocio a subir comola espuma. En todos estos contornosestán haciendo lo propio. ¿No haoído usted hablar de ello? Tal vezsea porque hasta ahora nunca hayanecesitado un médico.

—Pues ahora lo necesito —dice.

—Pues ha venido usted a dar,

como le dije, con uno que nipintado —le digo.

—¿Tiene usted entonces algoque sirva? —dice—. Tengo eldinero.

—Bueno —digo—; claro es queun médico ha de aprender todaclase de cosas al tiempo quedespacha píldoras, porque tiene queayudarse para salir adelante. Perono sé concretamente lo quenecesitará usted para sus trastornos.

—Pues él me dijo que usted me

daría un remedio. Que en lafarmacia lo hay.

—¿Le dijo el nombre? —digo—. Mejor será que vaya y se lopregunte.

Dejó de mirarme y se puso aretorcer el pañuelo.

—El caso es que tengo quehacer algo —dice.

—¿De verdad de verdad quierehacer algo? —digo—. Claro es queun médico tiene que aprender unmontón de cosas que la gente ignora

que las sabe. Pero no puededeclarar que sabe todo lo que sabe;es ilegal.

Desde la tienda, dice Jody:—¡Oye, Skeet!—Espérame un momento —

digo, y salgo a la parte de delante.—¿Es que lo has visto? —digo.—¿No has terminado todavía?

—dice—. Será mejor que te salgastú aquí y entre yo a pasar esaconsulta.

—Lo mejor será que te quedes

donde estás, a ver si pones unhuevo —le digo, y me vuelvoadentro.

—Se dará usted cuenta de quepodrían meterme en chirona si hagolo que usted quiere —le digo a lachica—. Además, me retirarían eltítulo y tendría que ponerme atrabajar. ¿Lo comprende, verdad?

—No tengo más que diezdólares —dice—. Pero, a lo mejor,puedo traerle algo más el mes queviene.

—¡Bah! —digo—. ¡Diezdólares! ¿Se imagina usted quepuedo tasar tan bajos mis profundosconocimientos científicos? ¡Unmiserable papiro de diez!

Se queda mirándome; nisiquiera pestañea.

—¿Qué quiere usted entonces?—dice.

El reloj marca la una menoscuatro minutos. Así que decido noandarme con más rodeos.

—Diga tres cosas y le diré si ha

acertado —le digo.Ni pestañea.—El caso es que tengo que

hacer algo —dice, mirando haciaatrás y alrededor de sí—. Perodéme primero la medicina.

—¿Quiere decir que estádispuesta del todo? —digo—.¿Aquí mismo?

—Déme primero la medicina —dice.

Así que cogí una probetagraduada y, volviéndome de

espaldas a ella, elegí un frasco queme pareció bien para el caso; pues,de haber tenido veneno, no habríandejado de ponerle la etiquetacorrespondiente, so pena de jugarsela cárcel el autor de semejanteimprudencia.

Olía a algo así como atrementina. Eché un poco delcontenido en la probeta y se la di.

Ella huele el líquido y,mirándome a través del cristal, va yme dice:

—Huele como a trementina.—Claro —le digo—. Como que

eso es precisamente el comienzodel tratamiento. Esta noche a lasdiez se pasa usted otra vez por aquí,le administro el resto y hacemos laoperación.

—¿Qué operación? —dice.—No le haré nada de daño —

digo—. Es igual que la que le hanhecho antes. ¿No ha oído hablar queno hay mejor cuña que la de lamisma madera?

Se queda mirándome.—Pero ¿dará resultado?—¡Pues claro que sí! Sólo hace

falta que venga usted a recoger elfinal del tratamiento.

Con esto, se bebió lo queaquello fuera, sin pestañear, y selargó.

Yo salí a la botica.—¿Qué? ¿Lo conseguistes? —

dice Jody.—¿Conseguir qué? —digo.—¡Vamos! —dice—. No es que

yo trate de meterte prisa.—¡Ah, ya! ¿Te refieres a ella?

—digo—. Sólo quería un poco demedicina. Es que se le hapresentado una pequeñadescomposición, y le da un poco devergüenza decírselo a cualquierdesconocido.

Como aquella noche me tocabaa mí de guardia, le ayudé al viejobastardo a recoger, le planté susombrero en la cabeza y le eché dela botica a las ocho y media. Le

acompañé hasta la esquina y mecercioré de que desaparecía un parde manzanas más allá. Luego mevolví a la farmacia, esperé hasta lasnueve y media, apagué las luces dela calle, cerré la puerta, dejé soloencendida la luz de atrás, me metíen la rebotica, llené seis cápsulasde polvo de talco, arreglé un pocoel sótano y, ya con todo preparado,me puse a esperar.

Llegó al filo de las diez, apenasun momento antes que el reloj diese

las campanadas. Le abrí la puerta yentró con paso rápido. Eché unvistazo fuera; pero solo se divisabaa un rapaz, enfundado en un jerseyde punto, sentado en el bordillo dela acera. «¿Se te ofrece algo?», ledije. Pero no dijo ni una palabra:solo me miró. Eché la llave a lapuerta, apagué la luz y me metídentro. Ella estaba esperándome.Ahora ya no me miraba.

—¿Dónde lo tiene usted? —dijo.

Le di la caja de cápsulas. Latomó en sus manos; se quedócontemplándola.

—¿Está seguro de que daránresultado? —dice.

—Claro que sí —digo—.Siempre que tome el resto deltratamiento.

—¿Y dónde tengo que tomarlo?—dice.

—Abajo, en el sótano —digo.

Vardaman

Ahora hay más espacio y másluz, pero las tiendas todas están aoscuras, porque todo el mundo seha ido a casa. Las tiendas están aoscuras, pero las luces se vanreflejando en los escaparates amedida que pasamos ante ellos. Lasluces están en los árboles querodean al Tribunal. Cuelgan de lasramas, pero el Tribunal está aoscuras. El reloj que tiene encima

se ve desde los cuatro costados,porque no está a oscuras. La lunatampoco está a oscuras. No muy aoscuras. Darl, el que se ha ido aJackson, es mi hermano. Darl esmi hermano. Solo que, yendo porese camino, se ve el tren que brillasobre los carriles.

—¿Vamos por ese sitio, DeweyDell? —le digo.

—¿Para qué? —dice Dewey.Los carriles giraban relucientes

en el escaparate y, sobre ellos, todo

pintado de rojo, el tren. Pero mihermana me ha dicho que no se lovenderán a ningún chico de laciudad.

—Así que estará aquí hastaNavidades —dice Dewey Dell—;de modo que tendrás que esperarhasta entonces; entonces te lo traeráPapá Noel.

Darl marchó a Jackson. Haymuchísima gente que nunca ha idoa Jackson. Darl es mi hermano. Mihermano está camino de Jackson.

Las luces, colgadas de losárboles, van girando a medida queandamos. Por todas partes es lomismo. Dan vueltas por detrás delTribunal y ya no se las vuelve a vermás. Pero se las puede ver en lasventanas negras de mas allá. Todoel mundo se ha ido a casa, aacostarse, menos Dewey Dell y yo.

En el tren de Jackson. Mihermano…

En la tienda, muy al fondo, hayuna luz. En el escaparate hay dos

grandes frascos de agua carbónica,uno rojo y otro verde. Dos hombresno se los podrían beber. Dos mulas,tampoco. Dos vacas tampoco.Darl…

Un hombre se acerca a la puertay mira a Dewey Dell.

—Tú te esperas aquí fuera —vay dice.

—Bueno —le digo.Dewey Dell entra.Darl es mi hermano. Darl se ha

vuelto loco…

Es peor andar que estar sentadoen el suelo. Él está en la puertaabierta, mirándome. «¿Queríasalgo?», me dice. Su cabeza estámuy peinada. La de Jewel, tambiénlo está a veces. La de Cash, nunca.Darl se ha ido a Jackson, mihermano Darl. En la calle se comióun plátano. «¿No preferirías unosplátanos? —me dice Dewey Dell—. Pues entonces espera hastaNavidad. Para Navidad ya loshabrá. Y podrás ir a ver el tren.

Así que vamos a tener plátanos.Llenaremos un saco de ellos entreDewey Dell y yo». El individuocierra con llave la puerta. DeweyDell está allí dentro. La luz seapaga.

Se fue a Jackson. Se volvióloco y se fue a Jackson. Haymuchísima gente que no se havuelto loca, padre, y Cash, yJewel, y Dewey Dell y yo no noshemos vuelto locos. Ni hemos ido aJackson. Darl.

Durante un buen rato oigo a unavaca que choclea en la calle. Ahoraentra en la plaza y la atraviesa,chapoteando con sus pezuñas en elpavimento. Muge. No es quehubiera nadie en la plaza antes quemugiese, pero estaba tan vacíacomo después de haber mugido.Sigue andando, choclea, muge otravez… Mi hermano es Darl. Ha idoa Jackson en el tren. No se ha idoen tren para volverse loco. Sevolvió loco cuando iba en nuestro

carro. Darl… Hace ya mucho queella está ahí dentro. También haceun buen rato que la vaca se marchó.Mi hermana lleva ahí más tiempoque la vaca. Pero no más quecuando no había nadie. Darl es mihermano. Mi hermano Darl.

Dewey sale y se me quedamirando.

—Vamos ahora por el caminoese —le digo.

Me mira.—Seguro que no harán efecto

—dice—. ¡Condenado hijo de lagran zorra!

—¿Que no hará efecto el qué,Dewey Dell?

—Segurísima que no —dice,sin mirar a ninguna parte—.Segurísima.

—¿Pasamos por allá? —ledigo.

—Tenemos que volver al hotel.Es tarde. Tendremos que entrar porla puerta de atrás, a escondidas.

—¡Anda, nada más echarle un

vistazo! —le digo.—¿No preferirías los plátanos,

eh? ¿No los preferirías?—Como quieras. Mi hermano

se volvió loco y se fue a Jackson.Jackson está más allá que loco.

—Seguro que no harán efecto—dice Dewey Dell—; tan fijocomo que es de noche.

—¿Qué es lo que no haráefecto? —le pregunto—. Tuvo quesubir al tren para ir a Jackson. Yonunca he subido en tren, pero

Darl, sí. Darl. Darl es mi hermano.Darl. Darl…

Darl

Darl ha marchado a Jackson.Cuando lo metieron en el tren se ibariendo, y riendo seguía cuando loecharon en el asiento de uno de losvagones. Al verle pasar, la genteiba volviendo la cabeza como sifuesen búhos.

—¿De qué te ríes así? —lepregunté.

—Sí, sí, sí, sí, sí, sí.Dos hombres le subieron al

tren. Sus chaquetas eran distintas,pero a los dos les hacían un bultoen la parte que queda sobre elbolsillo de atrás del pantalón. Y losdos llevaban afeitado igualmente elcogote, como si los peluqueros queacababan de arreglarlos, y al mismotiempo, hubiesen señalado el límitea que debía llegar el pelo con unaraya como las que Cash marcaba atiza. «¿Es de las pistolas de lo quete ríes? —le pregunté—. Di, ¿porqué te ríes así? ¿Es porque odias el

sonido de la risa?».Han puesto juntos dos

banquillos, de modo que Darlpueda sentarse a reír a sus anchasjunto a la ventanilla. Uno de ellosse sentó a su lado; el otro enfrente,de espaldas a la marcha. Uno de losdos tenía que ir en esta posición,porque el dinero del Estado tieneuna cara para cada reverso y unreverso para cada cara, de modoque el viajar a expensas del Erario,como ellos lo hacían, era

incestuoso. Una moneda de níqueltiene una mujer por un lado y unbúfalo por el otro; es decir, doscaras y ninguna espalda. Yo no loentiendo. Darl tenía un catalejo muypequeñín que compró en Franciadurante la guerra. Por él veía unamujer y un cerdo, con dos espaldasy ninguna cara. Ahora lo entiendo.

—Oye, Darl, ¿es de eso de loque te estás riendo?

—Sí, sí, sí, sí, sí, sí.El carro está parado en la plaza,

con las mulas enganchadas, peroinmóviles, las riendas enrolladasalrededor del pescante. Estáaculado contra la pared delTribunal, sin diferenciarse en nadadel centenar de carros que hay porallí. Jewel está a su lado,contemplando la calle, comocualquier otro hijo de vecino puedacontemplarla en un día así. Sinembargo, hay cierta diferencia casiimperceptible: ese inequívoco airede inminente salida que tienen los

trenes al ir a ponerse en marcha.Acaso sea por el hecho de queDewey Dell y Vardaman, sentado alpescante, y Cash, que está tumbadoen un jergón, dentro del carro, estáncomiéndose unos plátanos que vansacando de una bolsa de papel.«¿Es de esto de lo que te ríes,Darl?».

Darl es nuestro hermano,nuestro hermano Darl. Nuestrohermano Darl en un calabozo deJackson, donde, dormidas las

manos mugrientas en los barrotesapacibles de la reja, mira haciaafuera, mientras suelta por la bocaespumarajos:

—Sí, sí, sí, sí, sí, sí.

Dewey Dell

Cuando me vio el dinero, ledije:

—No es mío, no puedodisponer de él.

—Entonces, ¿de quién es?—Es de Cora Tull. Es el de la

señora Tull. Es lo que me dieronpor las tortas.

—¿Diez dólares por dos tortas?—¡No lo toque usted, que no es

mío!

—Eso de las tortas es uncuento. Jamás las has tenido. Lo quetú traías en el paquete aquel era eltraje de los domingos.

—¡No lo toque usted! ¡Si lepone las manos encima, es usted unladrón!

—¿Qué es eso? ¡Mi propia hijallamándome ladrón! ¡Mi propiahija!

—¡Padre, por favor! ¡Padre!—¡De modo que para eso te he

criado y te he vestido! ¡Para esto he

gastado mi cariño y mi afecto! ¡Paraque mi propia hija única, la hija demi difunta esposa, me llame ladrónen la tumba de su madre!

—¡Si es que no es mío, padre,se lo aseguro! Si lo fuera bien sabeDios que podía usted cogerlo.

—¿Y se puede saber de dóndehas sacado tú diez dólares?

—¡Padre, padre, por favor!—¿No quieres decírmelo? ¿O

ha sido de una manera tanvergonzosa que no te atreves a

decírmelo?—Le digo que no son míos. ¿No

se da usted cuenta de que no sonmíos?

—No es que piense nodevolverlos. Pero ¡mira quellamarle ladrón a su propio padre!

—Le juro que no es posible. Yale he dicho que este dinero no esmío. Dios es testigo de que si lofuera…

—Yo no lo querría. ¡Que lapropia hija de uno, a la que ha

alimentado uno durante diecisieteaños, le niegue a uno un préstamode diez dólares!… ¡Vamos, es elcolmo!

—Si ya le digo que es que no esmío, que no puedo.

—¿De quién es entonces?—Me lo dieron. Para comprar

una cosa.—¿Para comprar el qué?—¡Padre, padre, por favor!—No es más que un préstamo.

¡Bien sabe Dios lo que me duele

que los hijos de mis entrañas tengannada que reprocharme! Pero yo leshe dado a ellos todo lo que tenía,sin restricciones. Y con alegría. Ysin escatimarles nunca nada. Yahora, este es el pago que me dan.¡Ay, Addie! ¡Qué suerte has tenidomuñéndote!

—¡Padre, padre!—¡Bien lo sabe Dios!Total, que cogió el dinero y se

fue con él.

Cash

Decía que cuando nos paramosallí para que nos dejaran losazadones, oímos un gramófono quetocaba en la casa; así que cuandoterminamos con los azadones, va ydice mi padre:

—Estoy en que lo mejor seráque los vaya a devolver ahoramismo.

Así que volvimos a la casa.—Convendrá que llevemos a

Cash a que lo vea Peabody —dijoJewel.

—No tardo ni un minuto —dijopadre, apeándose del carro. Lamúsica no tocaba ahora.

—Que vaya Vardaman —dijoJewel—. Lo hará en la mitad detiempo que usted. O si no, déjeme amí…

—No, no; es mejor que vaya yo—dice padre—. Al fin y al cabo,soy yo el que los ha pedidoprestados.

Así es que nosotros nos hemosquedado sentados en el carro. Perola música ya no tocaba. Me pareceque es mejor que no tengamos unode estos cacharros en casa, porqueyo me pasaría el tiempo oyéndolo yel trabajo nunca saldría adelante.Me pregunto si no es un poco demúsica lo más agradable que unindividuo puede conseguir. Me dala impresión de que, cuando sevuelve a casa después de unajornada de mucho trabajo, nada

puede ayudarle tanto a uno adescansar como echarse a oír unpoco de música. He visto unos quese cierran como las maletas, de unsolo golpe, y que se los puede unollevar a donde quiera.

—¿Qué imaginas que puedaestar haciendo? —dice Jewel—. Amí, ya me había dado tiempo dellevar y traer los azadones lo menosdiez veces.

—Déjale que haga las cosas asu manera —le digo yo—. No

olvides que no es tan vivo como tú.—Entonces, ¿por qué no me

dejó que fuera yo a devolverlos?Todavía tenemos que llevarte a ti almédico. Como andemos perdiendotiempo, ya no salimos para casamañana.

—¡Qué va! ¡Tenemos tiempo desobra! —le digo—. Oye, ¿cuántocrees que podrán costar estoscacharros a plazos?

—¿Y qué más te da? —diceJewel—. ¿O es que tienes dinero

para pagarlos?—¡Cualquiera sabe! —digo—.

Mira, aquel de Suratt lo podríahaber comprado a lo mejor porcinco dólares.

En estas que vuelve padre, conlo que nos vamos a donde Peabody.Padre dijo que entretanto iba a ir ala barbería, para que le dieran unapasada. Por la noche dijo que teníaque atender ciertos asuntos, sinatreverse a mirarnos de frentemientras lo decía. El pelo le

brillaba de puro repeinado y todo élemanaba un olor dulzón a perfumesy colonia; pero yo dije que ledejaran hacer todo aquello quequisiera. A mí mismo no me habríaimportado volver a oír un pocoaquella dichosa música.

A la mañana siguiente volvióotra vez a irse. Cuando volvió nosmandó que fuéramos enganchando yque tuviésemos todo dispuesto paraemprender la marcha, que él ya sereuniría con nosotros. Cuando los

demás se marcharon, me preguntó:—Supongo que ya no tendrás

más dinero…—Peabody me dio solo lo justo

para pagar el hotel —le contesté—.Pero ya no necesitamos más, ¿no esasí?

—No —dijo padre—, claro queno. ¡Qué vamos a necesitar!

Y se quedó plantado, sinatreverse a mirarme a la cara.

—Si es algo que no hay másremedio, tal vez Peabody… —le

digo.—No, no, no hace falta nada

más. Esperadme todos en laesquina.

De modo que Jewel cogió lasmulas y vino a recogerme, y luegome arreglaron una cama en el carro,y atravesamos la plaza hasta laesquina que había señalado padre.

Nos quedamos allí esperando,Dewey Dell y Vardaman sin pararde comer plátanos. En esto que losvemos aparecer por la calle arriba.

Padre traía aquel aireinconfundible, avergonzado yorgulloso a un tiempo, que se leponía siempre que hacía algo queno ignoraba que a madre no le iba asentar bien. Y en la mano traía unmaletín. Conque va Jewel y dice:

—¡Atiza! ¿Qué es eso?Pero ahora nos damos cuenta de

que no es el maletín lo que le hacecambiar de aspecto, sino la cara. Yes Jewel el que se da cuenta de lacausa:

—¡Se ha puesto la dentadura!Y, efectivamente, era eso.

Parecía que tenía ahora un pie másde estatura, a fuerza de engallar lacabeza, sin perder su expresiónentre la humildad canina y deorgullo. En este momento la vimosa ella, con el otro maletín en lamano: una mujer de esas de tipo depato, muy peripuesta, con un par deojos de duro mirar, que parecían irdesafiando a ver quién era el guapoque le decía nada. De modo que nos

la quedamos mirando desde lo altodel carro. Dewey Dell y Vardamanse quedaron con la boca medioabierta, y con sendos plátanos amedio comer en la mano, mientrasella se acercaba siguiendo a padre,mirándonos con aquel aireprovocativo de a ver quién era elguapo que se le atrevía. Hastaentonces no me di cuenta de que elmaletín que traía ella era uno deesos gramófonos de tamañopequeño. No, no había duda:

cerrado y todo, era tan bonito comoun cuadro. Así que cada vez quenos llegara por correo un disco ynos reuniéramos todos a oírlo en lasveladas de invierno, yo no podríapor menos de pensar: «¡Lástima queno esté aquí también Darl, con elbuen rato que habría pasado!».

Aunque para él quizá resultenmejor las cosas tal y como están.Este mundo no es su mundo; estavida no está hecha para él.

—Éstos son Cash, y Jewel, y

Vardaman, y Dewey Dell —estádiciendo padre, con su aire deperro apaleado, pero lleno deorgullo al propio tiempo, por sudentadura recién puesta y todo lodemás; pero sin atreverse amirarnos. Y luego, sin darleimportancia—: Os presento a laseñora Bundren.

Escritor estadounidense, WilliamFaulkner es considerado como unode los más grandes autores del sigloXX, galardonado en 1949 con elPremio Nobel de Literatura yconsiderado como uno de los

padres de la novela contemporánea.

Nacido en el Sur de los EstadosUnidos, Faulkner no llegó a acabarlos estudios y luchó en la I GuerraMundial como piloto de la RAF.Como veterano tuvo la oportunidadde entrar en la universidad pero alpoco tiempo decidió dedicarse porcompleto a la literatura.

Tras cambiar habitualmente detrabajo, Faulkner publicó suantología de cuentos La paga de los

soldados (1926) tras encontrarcierta estabilidad económica comoperiodista en Nueva Orleans. Pocodespués comenzaría a publicar susprimeras novelas en las que reflejóese Sur que tan bien conocía, Elruido y la furia (1929) es la másconocida de este periodo. Luegollegarían obras tan famosas comoLuz de agosto (1932), ¡Absalón,Absalón! (1936) o El villorrio(1940).

Santuario (1931) fue, a la larga, su

novela más vendida y la que lepermitió dedicarse a la escritura deguiones para Hollywood. Suscuentos más conocidos de estaépoca pueden leerse en ¡Desciende,Moisés! escrito en 1942.

Como guionista, habría quedestacar su trabajo en Vivamos hoy(1933), Gunga Din (1939) o Elsueño eterno (1946).

En el apartado de premios,Faulkner tuvo un reconocimiento

tardío aunque generalizado.Además del ya nombrado Nobel deLiteratura también recibió elPulitzer en 1955 y el National BookAward, este entregado ya demanera póstuma por la edición desus Cuentos Completos.

Notas

[1] A cigar-store Indian. Hace algúntiempo, los estancos o tabaqueríassolían tener como muestraindicadora un muñeco que figurabaun indio. (N. de los t.). <<

[2] Falta la palabra en el original.(N. de los t.). <<

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