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Con este libro damos comienzo a la co-lección Latinoamérica cuenta, que recorre esta parte del continente en busca de la obra de escritores que supieron pintar con palabras la geografía de sus países y las costumbres de sus gentes. En estos cuen-tos y fragmentos de novelas hay arraigo y un olor a tierra, a montaña, a río, que acompañan la narración y hacen aparecer los paisajes que conforman la región que habitamos. Gracias a la literatura, los la-gos glaciares están a la vuelta de la selva tropical, de la misma forma en que el lito-ral y sus dunas no demoran en convertirse en cordillera. La palabra reta a la distancia y a las fronteras para dar paso a la idea de que somos un solo territorio que refleja su riqueza en las historias que contamos.

Argentinacuenta

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Daniel Moyano · Godofredo Daireaux José María Sobral · Juan Draghi Lucero

Lucio Victorio Mansilla · Manuel Mujica LáinezMario Guido · Néstor AparicioRicardo Rojas · Víctor Guillot

Ilustraciones deElizabeth Builes Carmona

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Argentina cuenta

© 2017, del texto: Daniel Moyano, Godofredo Daireaux, José María Sobral, Juan Draghi Lucero, Lucio Victorio Mansilla, Manuel Mujica Láinez, Mario Guido, Néstor Aparicio, Ricardo Rojas, Víctor Guillot.

© 2017, de la ilustración: Elizabeth Builes Carmona© 2017, de esta edición: Grupo SURA

Autores: Daniel MoyanoGodofredo Daireaux José María SobralJuan Draghi LuceroLucio Victorio MansillaManuel Mujica LáinezMario GuidoNéstor AparicioRicardo RojasVíctor Guillot

Asesor literario: Antonio Santa AnaIlustradora: Elizabeth Builes CarmonaEdición y diseño: Tragaluz editores S.A.S.Impresión: Artes y Letras S.A.S.

ISBN 978-958-99114-XX-XPrimera edición, noviembre de 2017Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Queda prohibida, sin la autorización escrita de los editores, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Comité Directivo:Juan Luis MúneraRicardo Jaramillo MejíaTatyana Orozco de la CruzJuan Carlos LlanosMónica Guarín Montoya

SuramericanaGonzalo Alberto PérezPresidente

Comité Directivo:Andrés Felipe OchoaDaniel Antonio SeoaneLuis Ramón RamosJuana Francisca LlanoJuan Carlos EscobarJuan Fernando UribeLiliana Espinal Montoya

SURA Asset ManagementIgnacio Calle Cuartas Presidente

Comité Directivo:Sebastián ReyMaría Adelaida Tamayo Juan Camilo OsorioBeatriz Castaño HoyosCatalina Restrepo CardonaClaudia Urquijo RodríguezJoaquín Idoyaga Larrañaga

Comité Cultural:Juan Luis Mejía Marta Bravo de HermelinCarlos Arturo FernándezRicardo Jaramillo MejíaLina Marcela Roldán

Daniel Moyano · Godofredo Daireaux José María Sobral · Juan Draghi Lucero

Lucio Victorio Mansilla · Manuel Mujica LáinezMario Guido · Néstor AparicioRicardo Rojas · Víctor Guillot

Grupo SURADavid Bojanini García

Presidente

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65El hambre

Manuel Mujica Láinez

77– Región Patagónica –

Fragmentos de diarios de confinados políticos Néstor Aparicio, Mario Guido, Víctor Guillot, Ricardo Rojas

101– Región Antártida –

Dos años entre los hielos 1901-1903José María Sobral

·

125La ilustradora

Elizabeth Builes Carmona

Contenido

13– Región Norte –

El trino del DiabloDaniel Moyano

19– Región Cuyana –

El hachador de Altos LimpiosJuan Draghi Lucero

33– Región Pampeana –Siempre conformeGodofredo Daireaux

49Una excursión a los indios ranqueles

Lucio Victorio Mansilla

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seguimos por la región cuyana, nos adentramos en la pampa, recorremos la Patagonia y llegamos a la Antártida, en pocas palabras, conocemos y nos reconocemos es este país austral que hace parte de América Latina.

Saber quiénes somos, de dónde venimos y cómo pen-samos son las bases de un buen diálogo. SURA pretende que textos como los que aporta esta nueva colección sean el principio de una reflexión, de una conversación en la que todos, en medio de la diversidad, somos iguales; una mez-cla de razas en busca de bienestar y calidad de vida.

Grupo Empresarial SURA

Presentación

Argentina cuenta es el primer libro de una colección de va-rios títulos relacionados con los países donde SURA tiene presencia. En nuestro convencimiento de que es a través de las expresiones artísticas y culturales como mejor se conocen y fortalecen los valores de una sociedad, hemos decidido publicar un conjunto de textos que, unidos al fi-nal, nos cuenten América Latina, desde el Norte hasta el Sur. Cada libro es un coro, una reunión de voces tan va-riadas como lo es la geografía y la gente de esta parte del continente. Fragmentos de novelas y diarios más algunos cuentos, nos hablarán de costumbres, ideas, tradiciones y conocimientos que caracterizan a un pueblo, que en esta primera publicación es el argentino.

Argentina cuenta es un viaje intenso que pasa por re-lieves montañosos, zonas áridas, ríos, bosques, selvas y termina en campos de hielo. Voces de autores de alto ni-vel intelectual nos pasean por la ficción y también por esa realidad que registra una historia. Partimos del norte,

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RegiónNorte

– Fragmento de la novela –

El trino del Diablo

Daniel Moyano

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El trino del Diablo

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– 1 –

Sobre el arte de fundar ciudades

La fundación de la ya desaparecida ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja se debe a un error de un grupo de oficiales del Ejército español, que entendieron mal una orden recibida del Capitán General Brigadier Don Juan Ra-mírez de Velasco, en 1591.

Viendo el fundador que su orden había sido mal inter-pretada, indagó:

–¿Qué habéis hecho, pardiez?–Hubo un error en los mapas y la ciudad se fundó mal,

es decir, en otro lugar.Viendo Ramírez de Velasco que fundar una ciudad en

medio del desierto, lejos de los demás centros, en un lu-gar que no era ni norte, ni centro, ni noroeste, podía traer algunas complicaciones prácticas futuras, además de los

Región Norte

Desde los Andes, que parten de la zona austral del continente, se descuelga el paisaje de la región del norte. Las características varían a medida que se desciende de las cúspides de las montañas hacia el litoral que no tiene mar: primero está el perfil empinado de volcanes y mesetas para luego dar paso a los valles, bosques y selvas. Cada cam-bio en la altitud significa nueva fauna, nueva flora.

Daniel Moyano

(Buenos Aires 1930, Madrid 1992). De familia ma-terna italiana y paterna de La Rioja. Sus temas, personajes y el sentido de su obra narrativa, escri-tos con sencillez y lirismo, reflejan su experiencia vital. La obra inicial es protagonizada por niños desarraigados en casas hostiles: son siete libros de cuentos entre los que se destacan Artistas de variedades (1960) y Mi música es para esta gente (1970); y tres novelas: Una luz muy lejana (1966), El oscuro (1968) y El trino del Diablo (1974). En 1976 emprende su largo e irreversible exilio hacia Es-paña. Publica además cuatro novelas destacando El vuelo del tigre (1981) y su novela póstuma Dónde estás con tus ojos celestes (2005).

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Argentina cuenta El trino del Diablo

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solo de pan vive el hombre, y además posee un alma in-mortal de la que tendrá que dar cuenta al Supremo Hace-dor, según graznaba el escribano.

Los oficiales, enfervorizados, pensaban y opinaban sobre las posibilidades que, dentro de sus precariedades, tendría la nueva ciudad. Ramírez, tras su apoyo inicial a las nuevas ideas, resolvió callar y oír a sus ayudantes, que daban gra-cias al Destino por haber cometido el error antes vitupe-rable. El sacerdote del grupo, un cura lampiño, defendió lo mejor que pudo a los pobres del futuro, estableciendo así un remoto antecedente para los curitas del Tercer Mundo.

Un arcabucero medio extremista, viendo que Ramírez dejaba hablar a todos, defendió el ascetismo teológico de las áridas tierras donde acababan de fundar la ciudad y dijo que las tierras fértiles, los ríos y los lagos quedasen para los imperialistas del futuro mientras La Rioja, con su pobreza, sería la tierra de la eterna esperanza.

Ramírez de Velasco, que callaba trazando signos extra-ños en el suelo con la punta de su bota, mandó callar tam-bién a sus alféreces y ordenó al escribano agregar en el acta de fundación: “Otrosí digo, que toda persona que bajo este cielo naciere, será debidamente indemnizada por el Rey”.

Las sabias palabras del fundador daban razón al sueño de los alféreces, que lograban atisbar en su fervor una ciu-dad feliz de los hombres indemnizados.

problemas metafísicos de entidad, origen y todo lo demás, pensó que sería prudente anular lo hecho. Pero el escriba-no de la expedición, un poeta extremeño amigo de discutir, dijo que era imposible desfundar la ciudad y anular las ac-tas labradas en nombre del Rey.

Ramírez y sus ayudantes se reunieron para tratar la si-tuación y decidir algo. Habló entonces su asesor en futuro-logía, quien predijo grandes plagas, sequías, pestes y otros males menores para la novísima ciudad. Por su curiosa si-tuación geográfica, además de ser difícil el acceso tam-bién sería difícil la salida, por el desierto y la distancia. La gente no conseguiría trabajo, habría hambre, y los más fie-ros se alzarían en armas contra el poder central. Difícil de gobernar, estaría signada por las intervenciones militares, el calor y las moscas.

Cuando los demás oficiales de su planta mayor dijeron estar de acuerdo con los pronósticos del futurólogo, Ra-mírez se agarró la cabeza.

–Buena la habéis hecho –dijo, añadiendo para sí: cabrones.

Tras muchas horas de deliberaciones y viendo que la situación no podía ser resuelta con un decreto, tanto Ra-mírez como sus ayudantes hallaron que el problema te-nía modos positivos. Una ciudad así desarrollaría grandes teólogos, artistas de todo tipo y hombres en devenir. No

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1918

Argentina cuenta

Pero las palabras de Ramírez se esfumaron en el del-gadísimo aire, porque el Rey perdió sus colonias, estas se fragmentaron y cayeron en la imponderabilidad de la His-toria, el Rey mismo cayó, y pasaron los siglos, y toda pro-mesa fue perdida y toda culpa perdonada.

Desde su fundación hasta su reciente desaparición, la ciudad fue regida por el azar, que después de todo demos-tró ser mejor que muchos planes de desarrollo. Al azar de su geografía se sumó el azar de su historia y de su gente. En la ciudad, además del santo violinista san Francisco So-lano, que llegó desde España para evangelizar a los indios mediante el sencillo procedimiento de tocarles el violín cada vez que estos decidían rebelarse contra la autoridad española, nació y creció Triclinio, un personaje completa-mente desconocido.

–Lástima de Rioja –exclamó Ramírez de Velasco cuan-do el escribano hubo terminado la enmienda.

–Qué va –lapidó el futurólogo–, no será peor que el país al cual pertenezca.

Tomado de: Moyano, D. (2015). El trino del Diablo. Córdoba: Comunicarte.

RegiónCuyana

– Cuento –

El hachador de Altos Limpios

Juan Draghi Lucero

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El hachador de Altos Limpios

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Campos de etnología y folklore. Arenales dormitando en la soledad y hoy conllevados al desvelo ante el paso del Hom-bre. Brisas errantes con imágenes redivivas de un doloro-so pasado... Y una pasión aleteando en dolida inquietud.

La marcha de mi mula, acallada por el arenal, me traía el sueño; mas la empresa acometida y la figura del jine-te que iba delante, me enfrentaban a los vaivenes del ten-tado. Caí en la tentación de “ir y ver” a los Altos Limpios después de oír, primero desganadamente y luego con des-atado ardimiento, la corta y trunca relación de mi compa-dre. Alcanzó a decirme en voz baja y desviada: En los Al-tos Limpios mora el alma quejosa del Viento... No; es como si se hiciera manifiesta una voluntad descuartizada, o, tal vez, sea el aparecer de una fuerte sombra en sufrimiento...

Nunca me había hablado así mi compadre Azahuate. Con estas algaradas sobre lo misterioso despertó en mí la lumbre descaminadora que me llevaba. Ante mi creciente curiosidad ni quiso decirme más el cabrero llanista, ni hizo

Región Cuyana

El Aconcagua es el amo de toda la cadena de cor-dilleras y precordilleras que se anudan en el Cuyo. En el paisaje desértico de los alrededores se des-cubren oasis de riego en los que desembocan los ríos que bajan de las montañas. El resto de la llanura tiene poca vegetación, y así, casi desnu-da, recorre el camino hasta encontrarse con las sierras y la pampa.

Juan Draghi Lucero

(Santa Fe 1895, Mendoza 1994). Folclorólogo y es-critor. En 1942 publicó el más conocido de sus li-bros: Las mil y una noches argentinas, en el que recopiló personajes típicos, saberes populares y paisajes argentinos con narraciones, leyendas, relatos y cuentos. Miembro de la Academia Ar-gentina de Letras. Entre sus obras sobresalen El bailarín de la noche, La cabra de plata, El loro adivi-no y El pájaro brujo. Su nombre lo lleva la Sala de Lectura de la Biblioteca Mayor de Mendoza.

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emprender el viaje. Ya en marcha los dos, yo veía que él iba venciendo duras resistencias en un tremendo pelear inte-rior. Su luchar se hacía patente en su cara con violentas contracciones y en un continuo dar poderes y desmayos a sus miradas y ademanes. Hablando solo iba.

Y vamos y vamos. Se suceden los algarrobales y cha-ñarales y otros torturados árboles indios. Nuestras sufri-das mulas sostienen la marcha a lo largo de las soledades anegadas de arena. Siempre al naciente por sendas de ca-bras y animales cimarrones, en procuras de un lugar del que todos se alejan y apartan.

El sol de por la mañana es llevadero, mas en llegando la hora de la siesta se vuelve trasminante. Al fin nos alla-namos a buscar un reparo a la sombra de un corpulen-to algarrobo. Nuestras mulas sufren la sed y no apetecen los pastos resecos. Nosotros mascamos ramitas de amar-ga jarilla para olvidar al agua, de la que apenas nos queda un resto en la caramayola. Nos aplasta tanta soledad, tan-to arenal quemado. Los ojos ardidos se entrecierran y se solazan al recuerdo del sueño reparador. Pasan con deten-ción las horas de la tarde recalentada. Por fin se ladea el sol y, ya más sufrible su quemar, ensillamos nuestras mu-las y proseguimos la marcha. Esto es la travesía.

Va mi compadre delante, siempre puntero en el cami-no, pero bien comprendo su silencio y su empaque. Sé que

otra cosa que encerrarse en celado silencio para mi cre-ciente porfía y tozudez.

Conozco este silenciar caudaloso de los mestizos y crio-llos de los campos más apartados. Sospecho a dónde van y qué persiguen cuando se concentran en su cavilar arisco y hunden el sediento mirar en sospechada lejanía. “Siguen” una pasión que dentro del silencio bate campanas y cente-llea espadas. Ellos “ven y oyen” algo que solamente alcan-zo a presentir, después de refinar mi espíritu occidentali-zado en lo que me resta del aliento precolombino. Esto me desasosiega y me descentra al no poderme explicar a dón-de quiero ir y de dónde ansío venir al allegarme a estas au-ras de la vecindad del trance.

Sigo al paso de mi mula... Recuerdo que ayer caí sor-presivamente al rancho de mi compadre con la novedad de que quería ir, en su compañía, a los Altos Limpios. Mudo se quedó el pobre y tanto él como su mujer, la buena de mi comadre, me hablaron con calma y remanso en el alma. Querían meterme en el entendimiento que yo era pasto del “Tienta” (así apellidan al Tentador o Demonio). Mas yo, apelando a todos los recursos que debe lucir el bien cen-trado, expliqué con elegida calma y decires del conlleva-miento que se trataba de una simple curiosidad y tanto y tanto porfié, que mi compadre se vio obligado a compla-cerme. Y el pobre, que me quiere y considera, se avino a

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Luchando, vamos luchando, mi compadre delante y yo detrás por el mismo camino. Me allega a él mi audacia de autodidacto que me permitió sesgar muchas pruebas tan académicas como adocenadoras, y conseguir resguardar, en recónditos aljibes, mis reservas sobre sospechados caudales extracientíficos.

–Yo sé a dónde voy, compadre –le digo en mi monolo-gar al mestizo Azahuate–. Yo voy tras un norte que no es el simplemente empírico de usted y de los suyos, ni la “se-guridad científica” de mis colegas, los profesores. Hago pie en una Sospecha, amamantada en muchísimas sos-pechas, trasegadas de lecturas de entrelíneas, de la opo-sición que he percibido entre Historia y Folklore, y, sobre todo, del sopesamiento de las soledades palabreras de es-tos campos “que han sido”, es decir, que anidaron al Hom-bre en sus episodios cruciales.

Quería pardear la cayente tarde. Una sabedora paz se retrataba en el despedirse de los pájaros cantores al anun-ciar la dulce muerte del día. Mi compadre detuvo su mula en lo alto de un ramblón y me señaló, emocionado, un lu-gar que sobresalía en los llanos.

–Allá se divisan los Altos Limpios. Usted dirá compa-dre, si seguimos o no.

–¡Apuremos el paso! –le reclamé taloneando y ani-mando a mi cabalgadura. Seguimos la marcha a paso

habla solo y que levanta duras palabras contra mi porfía incrédula. Sé que me sospecha en abierta disidencia con su religión y con impertinente actitud de sabihondo ante los misterios de la Vida. Sé que me sabe un atrevido y au-daz sondeador de cosas que para él están bien en los res-guardos y que soy capaz, en mi descaro, de querer levantar el velo de lo escondido en las penumbras por disposición divina; y sé, por último, que me sospecha “masón” y por tanto, según su creer, practicante de ritos prohibidos, con-denados por la Iglesia y pasibles de tremendos castigos.

Pero yo voy en un ir en goce de inhabitual realidad. Cansado de dar clases de historia y geografía, voy en Geo-grafía e Historia gustando de una acre verdad. Sé que es-tos campos, hoy en soledad, tuvieron su grávida pre y protohistoria y que esta geografía ostentó muy otra inter-pretación en el sentir de los hombres primitivos que aquí asentaron. Sé que la Etnología y Folklore registran do-cumentos inhallables para los investigadores de gabine-te. Sé que entre las sinuosas divisiones de estas ciencias, alienta un espíritu de los campos que es comprendido y degustado más por el iletrado de mi compadre que por mí; pero, con todo, yo entresaco y me adhiero a esta entre-vista “pasión” antiquísima de resollantes aristas, al tiem-po que recrimino la ceguedad de mis colegas, los profeso-res del ramo en la universidad.

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alzaban unas barreras más altas que los médanos comu-nes. Estas alturas cortaban a los llanos en forma novedo-sa... Desmonté para allegarme a pie. ¡Los Altos Limpios! Ahora comprendía la razón de su nombre. Allí no crecía ni una hierbecita. Cesaba bruscamente toda vegetación a muchos pasos antes y las eminencias de arena se empina-ban en una plataforma de yermo. Sí; mas al pie mismo de la más grande altura se levantaba, como relictus, un soli-tario y coposo chañar. Parecía un templo vegetal... A mi al-rededor me atrajeron unos como cantaritos que parecían de barro cocido. Los examiné y me recordaron a trozos de caracolas, pero muy luego reparé que el piso de arena es-taba sembrado de estos “restos”. ¿Quién pudo haber he-cho tales laboreos y para qué?

Caía el anochecer. Con angurriento apuro quise mirar-lo todo para formarme un cuadro orgánico de aquello, mas en ese instante sentí la llegada de brisas arrastradas. Miré al suelo al reparar que algo serpenteaba y vi, asombrado, inquieto, que las arenas “caminaban” hacia arriba, y en la pulimentada superficie se dibujaban vivas rayas torcidas, libradas por manejos intrusos. Me di en pensar que aque-llas caracolas truncas las modelaba un viento caviloso, ar-tesano. Era un desgobernado viento maniobrero, discursi-vo, entretenido. Me agaché, desconfiando de mis ojos y de la avanzante oscuridad, y palpé el suelo y “sentí” que ese

sostenido. Ya en las vecindades del mentado sitio, se me representó la azarosa historia comarcana. Me dije:

–Por aquí pasaron Francisco de Villagra y sus 180 hom-bres destinados a la guerra de Arauco, por mayo de 1551, cuando descubrieron la región de Cuyo. Por estas vecin-dades debió andar el padre Juan Pastor, el documentado primer misionero de las lagunas de Huanacache, allá, por 1612. Para acá vinieron a resguardarse durante el colonia-je muchos tránsfugas españoles que constituyeron los pri-meros troncos del resentido mestizaje lugareño. Por esta misma senda pudo haber pasado José Miguel Carrera y su gente antes de ser vencido en la Punta del Médano, en 1821, y entregado a las autoridades que lo fusilaron y lo descuartizaron en la Plaza de Armas de Mendoza. Estas soledades se alborotaron y encresparon con el resonar de los cascos de la caballería llanista de Juan Facundo Qui-roga. Por estos mismos arenales anduvo en sus extrañas aventuras la huesuda y varonil, doña Martina la Chapanay. Estas arenas vieron pasar al Chacho con sus huestes en marcha para la guerra criolla y por estos mismos campos galopó el gran caudillo lagunero, el más célebre hoy en día, don José Santos Huallama...

–Ya vamos llegando –me interrumpió mi compadre.Alejáronse los fantasmas de la historia comarcana y

apareció la concreta realidad terrena. Frente a nosotros se

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arrimó al fuego. Muy en silencio comimos un bocado y to-mamos un matecito. Tendimos los recados a la mortecina lumbre del fueguito y nos acostamos sobre los pellones. Observé que mi compadre rezaba mucho, con entregada devoción y se encomendaba a su Ángel de la Guarda. Yo me tapé hasta la cabeza con mi poncho y solicité el sueño con miras de levantarme tempranito a seguir con mi por-fía investigadora.

El desvelo con su carga de penumbrosas imágenes me zarandeó en su vaivén de penas. Comencé a sentir oleadas de miedo y de arrepentimiento. Fui sopesando las resis-tencias y prevenciones de mi compadre Azahuate... Sope-saba su actitud. ¿Qué temía mi compadre? ¿Qué reser-vas encerraba esa tozuda resistencia a venir a este lugar? ¿Por qué bajaba la voz y esquivaba hablar de los Altos Lim-pios? ¿Qué era aquello que quiso decirme y lo calló, arre-pentido? La soledad llanista, el lastimante aullar de los si-lencios me acosquillaban a puntazos hasta desembocar en el tembladeral de las inquietudes... Desde muy aden-tro me lamía un preguntar asaltante, inacallable, ganchu-do, arañador. Con encrespadas rebeldías se levantaban mil sospechas acechantes. Retenidas voces pugnaban por levantar gritos como si los devaneos del viento y los alen-tares del lugar despertaran a alguien que dormitaba en mí. En los lindes del terror sofrenado, atiné a refugiarme

suelo se movía. Huían los granitos de arena en desgober-nado rodar, uno por uno, procurando subir a los altos de la empinada barrera, como solicitados por el imán. –¿Cómo puede suceder esto?– me preguntaba y cuando quise veri-ficar en diversos sitios el movimiento y caminar de las are-nas, noté que la oscuridad me descaminaba. Todo se en-volvía en el oscuro poncho llanista. Acongojado, sediento de investigación y de sospechas, volví a tantear el suelo a mi lado. Me parecía entrever que invisibles dedos modela-ban botijuelas y volutas pequeñas de un remoto palacio de barro cocido... En la noche el viento arrastrado enhebraba voces bajitas, susurrantes, lejanas. Se entreoía el rodar de lamentos perdidos...

La voz de mi compadre, austera y prevenciosa, dio su recto pensamiento. –Antes que se haga noche cerrada, vá-monos a dormir al Balde de la Vaca.

–No, compadre. Yo dormiré aquí mismo. –¡Miren la ocurrencia! Pero no voy a dejarlo solo, com-

padre. Me allanaré a acompañarlo, aunque ¡no estoy con-forme!–. Siguió a las medias hablas mientras desensilla-ba las mulas. Luego se apartó con los dos animales y los largó maneados para que pastaran en la vecindad. Al rato volvió, siempre murmurando y con unas leñitas. De mala gana, hizo fuego, puso una tira de asado al calor de las lla-mas, echó la última agüita que nos restaba a la tetera y la

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vuelta de los remecidos miedos, llegué al acuerdo que el mocetón hachador tenía las cuencas vacías. ¡Mi compa-dre me lo dijo! Era “una fuerte sombra en sufrimiento”. Sí, ahora de frente al penante de los Altos Limpios yo de-bía, en los lindes de la locura, dar una lección de mi saber “extracientífico”... Sí, el hachador revivía un quehacer sim-bólico anudado entre el folklore y la historia. El hachador luchaba y su hacha era la suma de todas las armas de la guerra nativa y el tronco del árbol herido, la inmensa llaga de todos los encuentros sufridos por la carne de un pue-blo mal llevado.

Comprender el mensaje de ese penar... Y desfilaron los caudillos de los llanos de otrora. Pasaron con furia las ca-ballerías en el trance terrible de la carga. Ver el choque de los mil hachazos y entreoír los lloros de Catuna y de otros mocetones ensangrentados y en derrota.

Un mirar más y comprender, con las lágrimas del alma, que el hachador sin ojos era la suma del dolor al revivir a los tiranos y caudillos que hacharon el árbol de la patria...

Tomado de: Draghi Lucero, J. (1966). El hachador de Altos Limpios. Buenos Aires: Eudeba.

mentalmente al lado de mi buen compadre. Pedí su cristia-na ayuda a través del lazo que me unía a él y así fui gustan-do de alguna tranquilidad. Pedí el sueño, el soñar manso...

Tal vez dormí hasta la medianoche. De pronto me sentí remecido por un forcejear intruso. Me sorprendí a mí mis-mo sentado en los pellones del recado hecho cama. ¿Es-taba bien despierto? Hice esfuerzos por atesorar mi cabal consciencia. Sí... Ahora sí estaba con mis ojos y oídos aler-tas y me llegaban claramente los retumbos de un hacha... Hachaban el tronco de un árbol, ahí, a pocos pasos. Con-seguí gritarme en voz acallada que estaba bien despierto y hasta logré orientarme. Inquirí hacia el chañar solitario y pude distinguirlo como saliéndose de la noche en un res-plandor blanquecino y, a su lado y hachando su tronco, a un hachador. Miré con todas mis fuerzas a los mantos en-gañosos; penetré con el filo de mi refinado mirar a las ne-gruras y conseguí ver de lleno al hachador de la noche... Era un mocetón alto, fornido, moreno. Calzaba ojotas, ves-tía chiripá; sin camisa, mostraba el torso brilloso de su-dor. ¿Y la cara? Una huincha le ceñía la frente y le sujetaba la abundosa melena. Lo remiré buscándole los ojos, pero el hombre del hacha trabajaba afanosamente con la cara en sombras, como esquivándola. Volví a inquirir con mi se-diento escudriñar y caí a la sospecha ¡que el hachador no tenía ojos! Una espesa negrura le caía bajo las cejas. De

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RegiónPampeana

– Cuento –

Siempre conforme

Godofredo Daireaux

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Muy orgulloso era don Patricio, y tan orgullosa como él su hija Hermenegilda, sin más mérito para ello que haber el pri-mero heredado algunas leguas de campo y mucha hacienda.

Vivían solos en la estancia, viudo el padre y todavía sol-tera la hija, habiéndose alejado los demás hermanos por no poder sufrir su soberbia.

Un día llegó a la estancia un gaucho viejo, bastante ha-raposo, jinete en un malacara flaco, pobremente aperado. Desde el palenque llamó, y como se asomara la señori-ta Hermenegilda, la saludó con respeto; iba a pedir licen-cia para descansar hasta que bajase el sol, cuando ella, cortándole la palabra descortésmente, le preguntó con voz desdeñosa qué se le ofrecía.

El hombre se hizo más humilde aún y formuló su deseo; y la joven le contestó que la estancia de su señor padre no era fonda para pobres y que se retirase, no más.

El viejo, entonces, con voz sonora y ademán amenaza-dor, le dijo:

Región Pampeana

Un corazón hecho de pradera y pastizal. Un ho-rizonte sin sobresaltos, excepto por los cultivos que proveen a todo el país. Por el este, la llanura es interrumpida por el océano Atlántico, y por el oeste, se alzan serranías de cumbres chatas, las sierras pampeanas, pintadas por los colores de la roca, la arena y la arcilla, y separadas entre sí por valles y cada tanto una porción de selva.

Godofredo Daireaux

(París, 1849, Buenos Aires, 1916). Hijo de un nor-mando negociante de café en Brasil, se estableció en la Argentina en 1868. Fue ganadero, agricultor y fundador de pueblos. Por problemas de salud se dedicó a la escritura y a la docencia. Fue funciona-rio público, mecenas de artistas y crítico de arte. Escribió relatos de costumbres y cuentos fantás-ticos del campo. Algunos de sus libros: Comedias argentinas, Cada mate un cuento, Las veladas del tropero. En Fábulas argentinas adaptó las fábulas de La Fontaine con animales de la Pampa.

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Y mientras Hermenegilda quedaba agobiada por el sentimiento de lo que había hecho y el terror de lo que sin duda le iba a suceder, el gaucho viejo, después de burlarse con su cambio repentino de fisonomía del mandadero de la joven, llegaba a su rancho.

Allí llamó a su hijo Sulpicio, muchacho de unos veinti-tantos años, y le dijo:

–Mira, Sulpicio; ya es tiempo de que vayas a buscarte la vida. De viático solo te puedo dar un consejo, pero si lo sigues, te será de gran provecho: confórmate siempre con todo, y todo te saldrá bien.

El muchacho, obedeciendo al padre, ensilló y se fue lle-vando por todo haber la bendición paterna, el consejo y la firme voluntad de seguirlo al pie de la letra.

El caballo había enderezado de por sí hacia la estancia de don Patricio, y Sulpicio, muy conforme, lo dejó andar a su gusto, hasta que, poco tiempo después, estuvo en el pa-lenque de la estancia.

Desde que se alejara de allí su padre, había ocurrido un fenómeno singular. Hermenegilda, después de quedar un largo rato sumida, al parecer, en profunda cavilación, se dirigió con paso firme a la cocina. Allí estaba fregando los platos y limpiando las cacerolas doña Eusebia, una ne-gra vieja que había visto nacer a la muchacha y la quería mucho, a pesar de ser a menudo zarandeada de lo lindo

–Pues ya que es así, hija, algún día tendrá tu señor pa-dre como yerno a un gaucho tan pobre como yo.

Hermenegilda, justamente, después de haber des-echado a un sinnúmero de novios muy aceptables, aca-baba de quedar algo seducida por los atractivos físicos y morales de un joven abogado, hijo de un estanciero de la vecindad, y parecía que su ambición estuviese, por una vez, de acuerdo con lo que le dejaba de corazón su or-gullo. Por eso las palabras del gaucho viejo, proferidas con tan expresivo enojo, le hicieron profunda impresión. ¿Sería brujo el hombre, o algún emisario de ese Man-dinga de quien todos hacían gala de burlarse en las con-versaciones, y a quien, en el fondo, tanto temían todos? Miró hacia el campo; se iba el viejito, al tranco del man-carrón, pero ya algo retirado. Hermenegilda, atemoriza-da, llamó a un peón y le ordenó que fuese de un galope en busca del viejito y lo trajese. El peón enseguida salió, pero cuando alcanzó al jinete que le habían enseñado, dándoselo por viejito haraposo montado en un malaca-ra flaco, se encontró con un gaucho de unos treinta años, muy elegantemente vestido y que galopaba en un mag-nífico pingo oscuro, cubierto de aperos de plata. Lo miró de rabo de ojo, y sin atreverse a decirle nada, volvió a las casas, donde dio cuenta a doña Hermenegilda del resul-tado de su misión.

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–Tiene que ser así, tata. Hasta que, cansado de luchar, don Patricio la dejó se-

guir lo que, rabiando y desdeñoso, llamaba su vocación.Tomó mate de sus manos, mientras ella esperaba pa-

rada en la puerta, humildemente, ni más ni menos que lo hubiera hecho Eusebia; y cuando llamó al palenque Sulpi-cio, fue ella a recibirlo, haciéndole entrar y sentar en la co-cina, con muy buen modo, mientras iba a avisar a don Pa-tricio. Sulpicio, que había oído ponderar lo descortés que eran todos en la estancia, no pudo menos que reconocer que siquiera la cocinera era muy amable y... bastante bue-na moza.

La verdad era que, en pocas horas, la pobre Hermene-gilda había perdido la mayor parte de su natural hermo-sura. Los ojos se le habían hinchado y enrojecido, la tez se le había ennegrecido, arrugado y endurecido, tenía la cara llena de manchitas, la boca se le había torcido, y con el poco aseo que podía conservar entre el humo, la grasa, la leña de oveja, los platos sucios y la carne cruda, esta-ba volviéndose ya una verdadera cocinera de campo. Qui-zá por eso mismo le había gustado al humilde gaucho que era Sulpicio, quien no se hubiera seguramente atrevido a fijar la vista en una señorita.

También es de advertir que aunque hubiese estado ho-rrible, Sulpicio la habría hallado muy a su gusto, dispuesto

por ella. Hermenegilda le tomó de las manos el trapo con que estaba secando los platos y le dijo con inacostumbra-da suavidad:

–Anda, negra, descansa; voy a acabar ese trabajo. Des-de hoy tomo a mi cargo la cocina.

–Pero, niña... –dijo la vieja. –Anda, te digo, a tu cuarto, y descansa. –Entonces, ¿me echa? ¿Por qué me echa, niña? –No te echo, pero así se me antoja, Anda y déjate de re-

zongar, que así tiene que ser.Se fue doña Eusebia, pensando en algún capricho de

Hermenegilda, y se retiró a su cuarto.Cuando, al rato, don Patricio llamó a la negra para que

le diese mate, acudió Hermenegilda, con las manos húme-das, la ropa bastante manchada, la cara abotagada por el fuego y los ojos llorones por el humo. El padre le preguntó qué andaba haciendo y ella le dijo que, siendo Eusebia muy vieja, había resuelto tomar a su cargo su trabajo.

–¿Estás loca? –le preguntó el padre. –No, tata –dijo–, y así tiene que ser. Insistió don Patricio con todo el ímpetu del orgullo las-

timado, diciéndole que si se sentía enferma o cansada Eu-sebia, se le tomaría ayudanta, que su hija no había naci-do para cocinera, que era una verdadera locura; pero nada valió y solo contestaba Hermenegilda:

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–¿Entiendes de cuidar ovejas?–Sí, señor.–Y de a pie, ¿sabes trabajar?–Pialar, sí, señor–No, digo con pala, con guadaña, con carretilla y otras

cosas por el estilo.–No muy bien, señor; pero trataré...–Bueno, entonces –dijo don Patricio–, puedes empezar

ya. Tráete esa manada que se ve allá, para mudar caba-llo. Ensillarás un zebruno viejo que verás y te vas al jagüel, en el fondo del potrero; tiras agua hasta llenar las bebe-deras y la represa; a la vuelta atas del pértigo de este ca-rrito el zebruno y con la guadaña y la horquilla te vas al al-falfar a cortar pasto hasta llenar bien el carro y lo repartes a los carneros de pesebre. Después, con la carretilla vas a la parva y cortas pasto seco para los caballos que que-dan de noche atados. Una vez llenos los pesebres, te des-granas una fanega de maíz con la máquina que está en el galpón y después te vas a buscar las cuatro lecheras para atar los terneros.

“Volverás después al campo a sacar el cuero de una ye-gua vieja que murió esta mañana contra el alambrado de la laguna; estaquearás el cuero y llevarás la carne a los chanchos. Al anochecer, al entrar la majada, habrá que carnear un capón, pues se nos acabó la carne. Y cuidadito

como estaba a conformarse con todo, según el consejo pa-terno, y a encontrar aceptable la más repulsiva fealdad lo mismo que la más fulgurante hermosura.

Pronto le vino la muchacha a avisar que el patrón lo esperaba. Salió al patio caminando pesadamente con sus gruesas botas, tapado con el poncho casi hasta los pies, el sombrero sobre las orejas y el rebenque colgando de la muñeca... ¡Linda conquista la de la niña Hermenegilda!

Don Patricio necesitaba gente pero, hecho un tigre con la locura de su hija, recibió a Sulpicio de tal modo, que cualquier otro, en vez de conchabarse, se hubiera manda-do mudar en el acto. Sulpicio ni lo pensó, pues con todo, estaba resuelto a conformarse. Y se conformó, no más, con los modos de repelente altanería de su nuevo patrón.

–Necesito peones –le dijo este– que sepan trabajar lo mismo de a caballo que de a pie.

–Bien, señor –contestó humildemente Sulpicio.–¿Eres jinete?–Sí, señor.–¿Sabes domar?–Sí, señor.–¿Sabes enlazar?–Sí, señor.–¿Te animas a pastorear de noche?–Sí, señor.

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atreverse a pedir nada, esperó que la cocinera le ofrecie-se algo de comer. Había muchos otros peones que antes que él habían vuelto del campo o de la quinta, gente de toda laya, gauchos y extranjeros, y todos estaban acaban-do de cenar. Extrañaban, por supuesto, verse servidos por la niña Hermenegilda, la propia hija del patrón, pero cre-yendo que fuese por indisposición de la negra Eusebia, se contentaban con meter menos bulla que de costumbre, sin hacer los comentarios que, conociendo la verdad, hubie-sen seguramente cuchicheado.

Esta misma noche vino de visita a la estancia el joven abogado, candidato a la mano de Hermenegilda; y antes de que el padre hubiese tenido tiempo de ir a recibirlo, se adelantó a abrirle la tranquera la misma muchacha. Había mucha luna y la conoció en el acto, quedando asombrado de verla vestida como verdadera cocinera, toda sucia, ne-gra y de facciones tan toscas. Le habló sin embargo y la sa-ludó con cortesía, pero ella apenas le contestó y más bien como una sirvienta intimidada que como solía hacer la or-gullosa señorita Hermenegilda. Como no fuese a la sala con él, no pudo menos que preguntar al padre qué novedad había; y este le confesó la verdad: que su hija parecía ha-berse vuelto loca, que se lo pasaba en la cocina trabajan-do como negra, y que ni a las buenas ni a las malas la ha-bía podido sacar de allí. El joven manifestó que tomaba su

de tener caballos atados para mañana, a la madrugada, para salir a recoger, que nos han pedido rodeo”.

–Bien, patrón –dijo Sulpicio.Y como ya se dirigía el palenque, le gritó don Patricio:–Y movete, que me olvidé unas cuantas cosas que hay

que hacer hoy, antes que sea de noche.Cualquier peón, el más guapo, hubiera rezongado, por

lo menos, pero se acordaba Sulpicio del consejo pater-no y todo le parecía muy bien; y todo lo hizo tal cual se lo habían mandado. Trajo la manada, agarró el zebruno, fue con él al jagüel a tirar agua; guadañó por la primera vez en su vida y solo con un trabajo bárbaro pudo alcanzar a llenar de pasto el carrito de pértigo. Repartió el pasto a los carneros, cortó pasto seco en la parva y con la carre-tilla lo trajo; desgranó el maíz, fue a buscar las lecheras y ató los terneros. Se dio maña para poder cuerear la ye-gua, estaquear el cuero, llevar la carne a los cerdos, en-trar la majada y carnear un capón. Y antes de anochecer, agarró caballos para el día siguiente.

Estaba el pobre Sulpicio rendido de cansancio, pero muy conforme, y a pesar de que le parecía que la única cosa que se le hubiera pasado por alto a don Patricio fuera decirle a qué horas comería, ni chistó siquiera.

Después de acabar todo lo que le habían mandado, se deslizó en la cocina, y sentándose en un rincón, sin

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se conformaba con todo, risueño siempre, o, por lo me-nos, calladito.

Todos los festejantes de Hermenegilda, naturalmen-te, se habían escurrido, y después del joven doctor, habían desaparecido, uno tras otro, el hijo de un vecino de regular situación, y otro estanciero, solterón viejo, y un hacendado bastante rico, pero viudo y con una punta de hijos, y dos o tres mayordomos, quienes, atraídos, a pesar de todo, por el olor a los pesos, habían renunciado por el olor a humo y a grasa de la muchacha y también por su fealdad siem-pre creciente.

Un pobre capataz hubiera quizá cuajado; pero era un ambicioso que no quería ni un chiquito a Hermenegilda, y como declarase al padre que no se casaría con ella sino con la condición de manejar a su antojo la estancia, don Patricio lo echó.

A Sulpicio, que siempre había creído que solo para ti-tearlo le habían asegurado que era hija del patrón, no le hubiera disgustado la cocinera, a pesar de lo haraposa, sucia y fea que, sin que el padre lo pudiera impedir, se iba poniendo cada día más; pero ¿a qué se va a casar un pobre peón que ni siquiera tiene setenta centavos para comprar un par de alpargatas?, pues Sulpicio, con trabajar como lo hacía, nunca había recibido de su patrón lo que se llama un peso. Tampoco había pedido nada, siempre conforme con

parte en semejante desgracia, expresando el deseo de que pronto pasase, y se fue, para no volver más.

Mientras tanto, seguía en la cocina esperando con toda paciencia Sulpicio que le sirviesen de comer, pero parecían haberse olvidado todos por completo de él, y se quedó con el hambre, muy conforme, sin embargo, sabiendo que con-formándose con todo, según se lo había prometido a su pa-dre, todo le saldría bien.

El día siguiente, desde la madrugada hasta la noche, no paró de penar ni de ser mandado por el patrón. De todo hizo, de lo que sabía hacer, y de lo que nunca había hecho; pero, como pudo, se dio maña, sin rezongar ni quejarse, y conformándose con todo, comió poco y trabajó como un burro. Y siguieron los días, las semanas y los meses, sin mayor modificación durante todo el año.

Sulpicio había trabajado de quintero y de domador, de lechero y de ovejero, de alambrador y de tropero, de ca-rrero y de zanjeador; había amansado novillos y arado la tierra, había cuidado majadas y rondado yeguas, y he-cho muchas otras cosas, tocándole siempre a él la pala más pesada y el potro más bagual, la vaca más mañe-ra y el caballo más lerdo, el novillo más bruto y las ye-guas más ariscas, lo mismo que los días de más sol y las noches más oscuras... y, en la cocina, el plato más chato, la cuchara más chica y la presa más flaca. Pero

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asegurar en alguna forma, antes de quedar por la vejez inhabilitado para el trabajo, la situación de su malhada-da hija Hermenegilda, confiando a algún hombre bueno el manejo del establecimiento; y viendo que no era ya posible casarla sino con un peón, llamó a Sulpicio y le dijo:

–Me has servido como hasta hoy nadie lo hizo; has sabi-do conformarte con mi mal genio, con privaciones de todo género, cumpliendo esas múltiples y penosas obligacio-nes sin la menor queja, y por todo esto, estoy dispuesto a tomarte de mayordomo, pero con una condición: que estés conforme en casarte con la cocinera.

Por la primera vez quizá tuvo Sulpicio una vacilación en contestar que estaba conforme, pues la pobre Hermene-gilda había “progresado” de un modo espantoso en repug-nante fealdad. Por suerte, a tiempo se acordó del conse-jo paterno y para que todo le saliera bien, se apresuró en exclamar:

–Estoy conforme, patrón. Hermenegilda estaba presente, pero no decía nada, ha-

biéndose vuelto más humilde que la más humilde china del último toldo, y mientras Sulpicio, como era su deber, tomaba en la suya su mano sucia y grasienta, sonó en el palenque una alegre llamada. Corrieron todos y Sulpicio antes que ninguno, pues había conocido la voz de su padre. También había conocido Hermenegilda al gaucho viejo que

lo que le daban, siguiendo con confianza el consejo de su padre, a quien siempre había conocido por un gaucho lin-do y vivo.

Un día tuvo don Patricio que mandar a cien leguas de distancia una fuerte cantidad de dinero para pagar una ha-cienda que había comprado, y como no había para ese pun-to vías de comunicación y no podía ir él mismo, se le ocurrió mandar de chasque a Sulpicio como el hombre de más con-fianza que tuviera en la estancia. Sulpicio, conforme, como siempre, salió con la tropilla por delante, y cuatro días des-pués estaba de vuelta con el recibo, habiendo pasado ham-bre y sed, pero muy conforme por haber sabido evitar con toda prudencia las dos cosas peores que le hubiesen podido suceder: ser atacado por bandidos o atajado por la Policía.

Esta vez, don Patricio quedó todavía más conforme que él, y como tuviese que traer de otra parte una hacienda muy arisca y de difícil arreo, mandó otra vez a Sulpicio a que se recibiera de ella. Fue nuestro amigo, conforme, como siempre, y llegó después de haber sufrido tempora-les y fríos, y pasando noches y noches sin dormir, pero tan conforme a la vuelta como a la ida, pues ni un animal se le había perdido.

Don Patricio había, durante este año de sufrimientos, perdido poco a poco el maldito orgullo que hasta enton-ces lo había dominado; conocía de más la necesidad de

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tanto la había castigado por su orgulloso rechazo, y vien-do cuán cierta había sido la amenaza de este hombre, se echó a llorar asustada. Pero se le acercó el gaucho viejo, y tomándola de la mano:

–Señorita –le dijo–, no quiero que mi hijo tenga por esposa a una cocinera, sino a la hija del estanciero don Patricio.

Y apenas acabó de hablar, cuando Hermenegilda apa-reció a los ojos admirados de su padre y de su novio, ya conforme, por supuesto, como en su vida lo estuviera, res-plandeciente de hermosura y vestida como una reina de cuento de hadas.

Tomado de: Daireaux, G. (2006). Las veladas del tropero. Buenos Aires: Distribuidora Quevedo de Ediciones.

– Fragmento de la novela –

Una excursión a los indios ranqueles

Lucio Victorio Mansilla

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Capítulo IV

EL MONTE

Recuerdo, más que cualquier huerto, arboleda o bosque que haya visto o visitado en mi vida, el sombreado oasis de árboles en mi nuevo hogar, en la llanura verde e infinita. Hasta entonces, no había vivido nunca entre los árboles, exceptuando aquellos veinticinco a los que reiteradamente me referí y aquel otro al que llamaban “El Árbol”, por ser el único de su especie en toda la región. Aquí había cien-tos, miles de árboles y para mis ojos infantiles, no acos-tumbrados a este espectáculo, se presentaba como una grande e inexplorada selva. No había allí pinos, abetos, ni eucaliptus (desconocidos por ese entonces en el país), ni siempreverdes de ninguna clase. Los árboles eran to-dos de follaje perecedero y no poseían hojas cuando nos hallábamos a la mitad del Invierno. Aun así, me causaba

Lucio Victorio Mansilla

(Buenos Aires 1831, París 1913). General de divi-sión del Ejército Argentino. Se destacó como pe-riodista, político, escritor y diplomático. Nació en el barrio San Telmo. En su primera obra, De Adén a Suez, narra las peripecias de su primer viaje al lejano Oriente. Su obra literaria más conocida es Una excursión a los indios ranqueles, fruto de un recorrido en 1870 por estos pueblos. En 1896 se radicó en París. Introdujo el relato coloquial, es-cribió anécdotas y diálogos que guardaba en su memoria, conocidos como Las causeries (charlas) de los jueves. Entre sus obras están también Re-tratos y recuerdos y El excursionista del planeta.

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Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.

Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despi-do hasta mañana.

Solo el franciscano fray Marcos Donatti, mi amigo íntimo, conocía mi secreto.

Se lo había comunicado yendo con él del fuerte Sar-miento al “Tres de Febrero”, otro fuerte de la extrema de-recha de la línea de frontera sobre el río Quinto.

Este sacerdote, que a sus virtudes evangélicas reú-ne un carácter dulcísimo, recorría las dos fronteras de mi mando, diciendo misa en improvisados altares, bauti-zando y haciendo escuchar con agrado su palabra a las pobres mujeres de los pobres soldados. La que le oía se confesaba.

Era una noche hermosa, de esas en que el mundo es-telar brilla con todo el esplendor de su magnificencia. La luna no se ocultaba tras ningún celaje, y de vez en cuando al acercarnos a las barrancas del río Quinto, que corre tor-tuoso costeándolo el camino, la veíamos retratarse radiante

una maravillosa sensación pasear, correr y sentarme en-tre ellos, tocar y aspirar su áspera corteza, manchada por el musgo, y contemplar el cielo azul a través del enrejado de ramas.

La Primavera, con su follaje y flores, había de llegar poco a poco, dentro de un mes o dos. A la mitad del In-vierno se sentía el sabor anticipado de ella. Llegaba como una deliciosa fragancia, como si el aire la transporta-ra, después de recogerla de una fila de álamos de Lom-bardía. Aquel olor nos resultaba a los niños como el vino que alegra el corazón de los adultos. Había al pie de los álamos una alfombra de hojas redondas que conocíamos bien. Apartando las matas con nuestras manos, realizá-bamos el descubrimiento. ¡Oh! Allí estaban las plantas de violetas, luciendo el azul púrpura de sus escondidas flo-res, las más tempranas, las más lindas de todas las flo-res, las más amadas por los niños en ese país y sin duda en muchos otros.

Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigi-lo sobre ella. Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó. Solo un fraile amigo conocía mi secreto.

Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido de ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.

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El padre tenía su imaginación llena de las ideas de los gauchos que han solido ir a los indios por su gusto o vivir cautivos entre ellos.

Consideraba mi empresa la más arriesgada, no tanto por el peligro de la vida, sino por la fe púnica de los indíge-nas. Me hizo sobre el particular las más benévolas reflexio-nes, y por último, dándome una muestra de cariño, me dijo: “Bien, Coronel: pero cuando usted se vaya, no me deje a mí, usted sabe que soy misionero”.

Yo he cumplido mi promesa y él su palabra.Los preparativos para la marcha se hicieron en el fuer-

te Sarmiento, donde a la sazón se hallaba una comisión de indios presidida por Achauentrú, diplomático de monta en-tre los ranqueles, y cuyos servicios me han sido relatados por él mismo.

Ya calcularás que los preparativos debían reducirse a muy poca cosa. En las correrías por la Pampa lo esencial son los caballos. Yendo uno bien montado, se tiene todo; porque jamás faltan bichos que bolear, avestruces, gamas, guanacos, liebres, gatos monteses, o peludos, o mulitas, o piches o matacos que cazar.

Eso es tener todo andando por los campos: tener que comer.

A pesar de esto yo hice preparativos más formales. Tuve que arreglar dos cargas de regalos y otra de charqui

en el espejo móvil de ese río, que nace en las cumbres de la sierra de la Carolina, y que, corriendo en una curva de po-niente a naciente, fecunda con sus aguas, ricas como las del Segundo de Córdoba, los grandes potreros de la villa de Mercedes, hasta perderse en las impasables cañadas de la Amarga.

Llegábamos al paso del Lechuzo, famoso por ser uno de los más frecuentados por los indios en la época triste-mente memorable de sus depredaciones.

Hay allí un montoncito de árboles, corpulentos y tupi-dos, que tendrá como una media milla de ancho y que de noche el fantástico caminante se apresura a cruzar por un instinto racional que nos inclina a acortar el peligro.

El paso del Lechuzo, con su nombre de mal agüero, es una excelente emboscada y cuentan sobre él las más ex-trañas historias de fechorías hechas allí por los indios.

Lo cruzamos al trote, azotando las ramas caballos y ji-netes; al salir de la espesura, piqué yo el mío con las es-puelas, y diciéndole a fray Marcos –Oiga, padre–, me puse al galope seguido por el buen franciscano, que no tenía en-tonces, como no tiene ahora, para mí más defecto que ha-berme maltratado un excelente caballo moro que le presté.

El ayudante y los tres soldados que me acompañaban quedáronse un poco atrás y nada pudieron oír de nuestra conversación.

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Somos una raza privilegiada, sana y sólida, susceptible de todas las enseñanzas útiles y de todos los progresos adaptables a nuestro genio y a nuestra índole.

Sobre este tópico, Santiago amigo, mis opiniones han cambiado mucho desde la época en que con tanto furor discutíamos, a tres mil leguas, la unidad de la especie hu-mana y la fatalidad histórica de las razas.

Yo creía entonces que los pueblos grecolatinos no ha-bían venido al mundo para practicar la libertad y enseñarla con sus instituciones, su literatura y sus progresos en las ciencias y en las artes, sino para batallar perpetuamente por ella. Y, si mal no recuerdo, te citaba a la noble España luchando desde el tiempo de los romanos por ser libre de la dominación extranjera unas veces, por darse institucio-nes libres otras.

Hoy pienso de distinta manera. Creo en la unidad de la especie humana y en la influencia de los malos gobiernos. La política cría y modifica insensiblemente las costumbres, es un resorte poderoso de las acciones de los hombres, pre-para y consuma las grandes revoluciones que levantan el edificio con cimientos perdurables o lo minan por su base. Las fuerzas morales dominan constantemente las físicas y dan la explicación y la clave de los fenómenos sociales.

Terminados los aprestos, recién anuncié a los que for-maban mi comitiva que al día siguiente partiríamos para el

riquísimo, azúcar, sal, yerba y café. Si alguien llevó otras golosinas debió comérselas en la primera jornada, porque no se vieron.

Los demás aprestos consistieron en arreglar debi-damente las monturas y arreos de todos los que debían acompañarme para que a nadie le faltara maneador, bo-zal con cabestro, manea y demás útiles indispensables, y en preparar los caballos, componiéndoles los vasos con la mayor prolijidad.

Cuando yo me dispongo a una correría solo una cosa me preocupa grandemente: los caballos.

De lo demás, se ocupa el que quiere de los acompañantes.Por supuesto, que un par de buenos chifles no han de

faltarle a ninguno que quiera tener paz conmigo. Y con razón, el agua suele ser escasa en la Pampa y nada des-alienta y desmoraliza más que la sed. Yo he resistido se-tenta y dos horas sin comer, pero sin beber no he podido estar sino treinta y dos. Nuestros paisanos, los acostum-brados a cierto género de vida, tienen al respecto una re-sistencia pasmosa. Verdad que ¡qué fatiga no resisten ellos!

Sufren todas las intemperies, lo mismo el sol que la lluvia, el calor que el frío, sin que jamás se les oiga una murmuración, una queja. Cuando más tristes parecen, en-tonan un airecito cualquiera.

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Entonces, me ofreció muchas cartas de recomenda-ción, y como favor especial me pidió que del Cuero ade-lantara un chasqui avisando mi ida; primero para que no se alarmasen los indios y segundo para que me recibieran como era debido.

Le pedí para el efecto un indio, y me dio uno llamado Angelito, sin tener nada de tal. Positivamente los nombres no son el hombre.

Después de hablar Achauentrú conmigo, fuese a con-versar con el padre Marcos y su compañero fray Moisés Ál-varez, joven franciscano natural de Córdoba, lleno de be-llas prendas, que respeto por su carácter y quiero por su buen corazón.

Al rato vinieron todos muy alarmados, diciéndome que los indios todos, lo mismo que los lenguaraces, concep-tuaban mi expedición muy atrevida, erizada de inconve-nientes y de peligros, y que lo que más atormentaba su imaginación era lo que sería de ellos si por alguna ca-sualidad me trataban mal en Tierra Adentro o no me de-jaban salir.

Híceles decir, porque quedaban en rehenes, que no tu-vieran cuidado, que si los indios me trataban mal, ellos no serían maltratados; que si me mataban, ellos no se-rían sacrificados; que solo en el caso de que no me de-jasen volver, ellos no regresarían tampoco a su tierra,

sur, por el camino del Cuero, y que no era difícil que fuéra-mos a sujetar el pingo en Leubucó.

Más tarde hice llamar al indio Achauentrú y le comuni-qué mi idea.

Manifestose muy sorprendido de mi resolución, pre-guntome si la había transmitido de antemano a Mariano Rosas y pretendió disuadirme, diciéndome que podía su-cederme algo, que los indios eran muy buenos, que me querían mucho, pero que cuando se embriagaban no res-petaban a nadie.

Le hice mis observaciones, le pinté la necesidad de ha-blar yo mismo sobre la paz con los caciques y el bien in-menso que podía resultar de darles una muestra de con-fianza tan clásica como la que les iba a dar.

Sobre todos los pensamientos el que más me dominaba era este: probarles a los indios con un acto de arrojo, que los cristianos somos más audaces que ellos, y más confia-dos cuando hemos empeñado nuestro honor.

Los indios nos acusan de ser gentes de muy mala fe, y es inacabable el capítulo de cuentos con que pre-tenden demostrar que vivimos desconfiando de ellos y engañándolos.

Achauentrú es entendido, y comprendió no solo que mi resolución era irrevocable, que decididamente me iba al día siguiente, sino algunos de los motivos que le expuse.

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pusiera en marcha, oyose un toque de corneta inusitado a esa hora: llamada redoblada.

En el acto cundió la voz: ¡los indios!Y una agitación momentánea era visible en todos los

semblantes. Los soldados corrían con sus armas a las cuadras.

Poco tardó en oírse el toque de tropa, y poco también en estar todas las fuerzas de la guarnición formadas, el ba-tallón 12 de línea montado en sus hermosas mulas, y el 7 de caballería de línea en buenos caballos, con el de tiro correspondiente.

Al mismo tiempo que la tropa había estado aprestándo-se para formar, los vivanderos recibieron orden de armar-se, las mujeres de reconcentrarse en el club “El Progreso en la Pampa” que estaban edificando los jefes y oficiales de la guarnición, que tiene su hermoso billar y otras como-didades. A los indios se les ordenó que no se movieran del rancho en que estaban alojados y a los vivanderos que sir-vieran de custodia de unos y otras.

Mientras esto pasaba en el recinto del fuerte, en sus al-rededores reinaba también grande animación: las caballa-das, el ganado, todo, todo cuanto tenía cuatro patas era sa-cado de sus comederos habituales y reconcentrado.

Decididamente los indios han invadido por alguna par-te, eran las conjeturas. Achauentrú estaba estupefacto,

quedando en cambio mío, de mis oficiales y soldados. Ellos eran unos ocho, me parece, y los que íbamos a in-ternarnos diecinueve.

Y les pedí encarecidamente a los padres, les hicieran comprender que aquellas ideas eran justas y morales.

Tranquilizáronse; después de muchos meses de estar en negocios conmigo, no habiéndolos engañado jamás ni tratado con disimulo, sino así tal cual Dios me ha hecho: bien unas veces, mal otras, porque mi humor depende de mi estómago y de mis digestiones, habían adquirido una confianza plena en mi palabra.

¡Cuántas veces no llegaron a mis oídos en el río Cuarto estas palabras proferidas por los indios en sus conversa-ciones de pulpería!: “Ese Coronel Mansilla, bueno, no min-tiendo, no engañando nunca pobre indio”.

Llegó por fin el día y el momento de partir. El fuerte Sarmiento estaba en revolución. Soldados y mujeres ro-deaban mi casa, para darme un adiós, sans adieu!, y de-searme feliz viaje. Ellas creían quizá interiormente que no volvería. El cariño, la simpatía, el respeto exageran el peli-gro que corren o deben correr las personas que no nos son indiferentes. Hay más miedo en la imaginación que en las cosas que deben suceder.

Cuando todos esperaban ver arrimar mis tropillas y las mulas para tomar caballos, aparejar las cargas y que me

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vaina debía ser colocado entre las caronas. Mis ayudantes y yo llevábamos revólveres y una escopeta. Por más gran-de que fuese mi deseo de presentarme ante los indígenas sin aparato, ni ostentación, no pude resolverme a hacerlo completamente desarmado. Podía llegar el caso de tener que perder la vida, y era menester ir preparado a venderla cara. Hay una idea a la que el hombre no se resigna sino cuando es santo, y es a morir sacrificado con la manse-dumbre de un cordero.

Entregadas las armas, hice arrimar las tropillas y las mulas; formé cuatro pelotones de la gente, dile a cada uno una tropilla, dejando otra de reserva; mandé ensillar y aparejar, y a la media hora, cuando el sol del último día de marzo se perdía radiante en el lejano horizonte, puse pie en el estribo.

Varios jefes y oficiales habían ensillado para acompa-ñarme hasta cierta distancia.

Salí del fuerte entre las salutaciones cariñosas y las sonrisas amables y expresivas de los soldados, dejando a todos inquietos, particularmente a Achauentrú, que, al subir a caballo, vino a darme un abrazo, a hacerme su re-tahíla de recomendaciones, y a repetirme por la milési-ma vez, que no dejara de adelantar un chasqui anuncian-do mi ida.

vacilando entre si era una invasión que venía o una que iba.

Cuando todo estaba listo, mi segundo jefe recibió orden de salir con las fuerzas, de marchar una legua rumbo al sur y se pasó allí una revista general.

Yo quise antes de marcharme ver en cuánto tiempo se aprestaba la guarnición, fingiendo una alarma y reírme un poco de los indios, que tuvieron un rato de verdadera amargura, no sabiendo ni lo que pasaba, ni qué creer.

Y tuve la satisfacción militar de que todo se hiciera con calma y prontitud, sea dicho en elogio de cuantos guarne-cían el fuerte Sarmiento en aquel entonces.

¡Que Dios ayude mientras estoy lejos a mis compañeros de armas, esos hermanos del peligro, del sacrificio y de la gloria; lo mismo que deseo te ayude a ti, Santiago amigo, conservándote siempre con un humor placentero, y un es-tómago como los desea Brillat -Savarin!

A las cinco de la tarde estaba todo listo, y mi gente reci-bió orden de entregar sus armas, excepto el sable, que sin

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El camino del Cuero pasa por el mismo fuerte Sarmien-to que le ha robado su nombre al antiguo y conocido Paso de las Arganas.

Tomado de: Mansilla, L. (2006). Una excursión a los indios ranqueles. Buenos Aires: Edicol. Buenos Aires.

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– Cuento –

El hambre

Manuel Mujica Láinez

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Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo to-davía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los sal-vajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colar-se en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y enseguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arras-trarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de Toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos

Manuel Mujica Láinez

(Buenos Aires 1910-1984). Nació en una familia de orígenes aristocráticos. Fue colaborador del diario La Nación y trabajó en otras publicaciones como crítico de arte y cronista de viajes. Publi-có Glosas castellanas (1936), Aquí vivieron (1949), Misteriosa Buenos Aires (1950). El lenguaje de su prosa es cultivado y elegante. Mujica Láinez se in-teresó por la historia de su país y retrató el auge y la decadencia de la alta burguesía porteña. Entre sus obras más reconocidas están Bomarzo (1962), El unicornio (1965), El laberinto (1974), y su última novela El escarabajo (1982). Al morir dejó incon-clusa la novela Los libros del sur.

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El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisie-ra arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor in-vade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadá-veres de los tres españoles que mandó a la horca por ha-ber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devo-raron los muslos.

¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuán-do regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comar-ca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de

de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, deba-jo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas ra-ciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sa-bandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen por do-quier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.

Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus la-bios como higos secos, pero en el interior de su choza mi-serable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin tor-sos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.

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cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marine-ros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tenta-do está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos fal-sos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?

El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Aho-ra culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el ham-bre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Fran-cisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campa-mento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese ani-llo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lú-car y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofre-cido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vien-tre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.

El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guar-dia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descen-der uno de los cuerpos y entonces...

ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuel-ve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillo-sos festines, mientras él perece con las entrañas araña-das por el hambre. Su odio contra los jefes se torna enton-ces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violen-to. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los ca-balleros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tan-ta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. To-dos se las daban de duques. En los puentes y en las cáma-ras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le ase-sinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan

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que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le en-vanece tanto.

A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro gale-ras del príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer re-lampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cua-tralbo, cuatralbo de la armada del príncipe Andrea Do-ria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? Tam-bién dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...

Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.Es una noche muy fría del mes de junio. La luna maci-

lenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuel-gan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcan-zará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...

Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inopor-tunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordo-mo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Bar-ba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jeru-salén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos Quinto; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del príncipe Andrea Doria.

Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita ob-servar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos, han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba

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mano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.

Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: solo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El ham-bre le tortura en forma tal que comprende que si no la apaci-gua enseguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuer-pos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el geno-vés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brin-da y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hu-biera estado seguro de su destreza, de su agilidad...

No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorrala-do cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándo-se con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapa-reció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae enci-ma y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Bri-llan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las cade-ras. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres gi-ran en los dedos del viento.

El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido so-bre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fue-go parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incor-poró pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su her-

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pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cu-chillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en tor-no del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Solo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mu-cho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El balles-tero lanza un grito inhumano. Como un borracho se enca-rama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

Tomado de: Mujica Láinez, M. (2017). Misteriosa Buenos Aires. Buenos Aires: Debolsillo.

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Fragmentos de diariosde confinados políticos

Néstor Aparicio · Mario GuidoVíctor Guillot · Ricardo Rojas

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Fragmentos de diarios de confinados políticos

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Néstor Aparicio

Los prisioneros del Chaco y la evasión de Tierra del Fuego (extracto)

“Ushuaia. El 15 de julio desembarcamos. Diligencias y pa-peleos en la Policía y luego, a nuestro alojamiento: un salón abierto en rendijas, que las ráfagas heladas atravesaban con silbidillos lúgubres. Una mala estufa aumentaba el frío, recordándonos lejanas sensaciones de tibieces corporales.

La jaula aquella era toda nuestra prisión. Nerviosamente nos paseábamos por el salón, esquivan-

do cuanto podíamos, las coladuras del frío; algunos vestía-mos de verano, otros chaquetas marineras conseguidas a bordo, otros fantásticamente vestidos con salidas de baño.

Cuando se nos franqueó la salida buscamos, den-tro de lo posible, algunas pequeñas comodidades. Adqui-rimos cosas indispensables en el comercio y las casas

Región Patagónica

Hay al menos dos Patagonias. Una está hecha de hielo, y es allí donde reinan lagos de origen gla-ciar, montañas de nieves eternas, bosques he-lados y ríos bravos. En la otra, más al norte, los vientos calman su ímpetu y acarician una estepa árida al mismo tiempo que sobrepasan vegas y páramos. Al llegar a la costa sobre el Atlántico, la tierra se convierte en mesetas.

Confinados políticos

Fragmentos de diarios escritos por confinados políticos del Penal de Ushuaia, construido en 1902 en la Isla Grande de Tierra del Fuego. Estos reclu-sos corresponden a las dictaduras de José Félix Uriburu y Agustín Pedro Justo, entre 1930 y 1938.

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Los alojamientos. Se nos hizo saber que por las mag-níficas comodidades debíamos pagar 6 pesos diarios, ¿y cómo hacerlo? ¿Dé donde sacar los recursos?

En nombre de todos hablé con el gobernador haciéndo-le saber nuestra angustiosa situación. Comunicó ello al Go-bierno Provisional, el que autorizó al gobernador gastara hasta 5 pesos en nuestro alojamiento y alimentación, au-torizándonos a buscar comodidad dentro de la escasa po-blación, máxime ante la prohibición, bajo pena de aplicar la ley marcial que penaba sobre los empleados y guardia-nes que nos hicieran atenciones o conversaran con noso-tros. Esa asignación no se pagó durante los cuatro meses de nuestra estada, dificultando el comercio y la vida humil-de de las provincias...

Esperanzas. Lo último que se pierde es la esperanza. El apotegma es de valor eterno. ¡Lo último que se pierde es la esperanza!

La noticia de la llegada de un barco nacional encen-día su llama y nos colmaba de ilusiones. ¿Traería la liberación?

Pero los barcos llegaban y zarpaban luego. Alguna vez, después de haber zarpado, le veíamos regresar a la bahía. ¿Orden radiotelegráfica de embarcarnos? No, no. Las ce-rrazones polares les obligaban a esperar en puertos tiem-pos propicios a la navegación. Nada más.

particulares. La Asistencia Pública y la Prefectura nos fa-cilitaron catres, si bien es verdad que, de pronto, nos exi-gieron que los devolviéramos. Cada cual se arregló como pudo, pagando si podía o gracias a la generosidad de algu-nos vecinos, si no disponía de los medios necesarios.

Pasamos un Invierno triste. La inacción nos desespe-raba. La hostilidad de un clima mortal nos enfermaba de nostalgia y de melancolía. La obsesión del sol, de los cielos claros, de campiñas doradas, nos persiguió a toda hora. A las diez de la mañana aclaraba y a las tres de la tarde era ya de noche. Lluvia, nieve, escarcha, viento, soledad, tris-teza trágica, llenaban todas nuestras sensaciones. Y como un sueño imposible, atormentados en los despertares, vi-siones en las regiones queridas, la imagen de los seres fa-miliares y ese constante anhelo de libertad que nunca pue-de morir en un ciudadano de la libre Argentina y que es, también, parte del alma del hombre.

Frío... Frío... Es el recuerdo más tenaz que se prende en nuestro espíritu. Cuidado con las cortaduras del hielo, que son dolorosas y profundas. Era una advertencia que pasa-ba de boca en boca. Para lavarnos habíamos de romper la capa de escarcha que cubría los depósitos.

Y en el alma una angustia constante, una incertidumbre atormentadora. Sin noticias fidedignas, con la correspon-dencia clausurada, ¿qué podíamos saber?

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Mario Guido

Fragmentos del diario dedicado a su mujer

(Llegada a Ushuaia)“La belleza está en todos los rincones. Solo la desolación pone su nota de insomnio que la imaginación dramatiza. El derrotero se hace caprichoso, porque hay que ir sorteando islas, rocas y cabos que se prolongan en restingas peligro-sas –de pronto parece que vamos a embicar pues el barco se dirige en línea recta hacia la costa– a pesar del ancho espacio que le sobra para maniobrar y de la ausencia de todo inconveniente visible. Todos quedamos con expec-tativa de catástrofe, con la visión del “Monte Cervantes”, hundido en Les Eclaireurs. Y cuando ya parece que vamos a tocar se inicia una virada de 90 grados y nos ponemos suavemente paralelos a la costa”.

Así llegaban y se iban transportes de la Armada, guar-dacostas, destructores.

Fecundando esperanzas y matándolas luego.Lo último que se pierde es la esperanza”.

Tomado de: Aparicio, N. (1933). Los prisioneros del Chaco y la evasión de Tierra del Fuego. Buenos Aires: Gleizer Editor.

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postura de reposo; nos concentramos, nos aislamos. Sen-sación de eternidad. De abstención. De vacío. De nada”.

(Sobre los turistas) “La mayoría admiradores, correli-gionarios o indiferentes que traían saludos y cartas. ¡Qué profunda lástima inspira siempre este montón informe de turistas en bloque, que pierde su individualidad y ad-quieren tonalidad de panurgos, rotando con los ojos abier-tos para abarcarlo todo, como quien llena un depósito de mercaderías, y la boca parlera, siempre dispuesta a la ba-nalidad! Las mujeres (que nos visitaban) ansiosas de sa-ber cómo estábamos, si nos vigilaban, si podíamos salir, si comíamos, si dormíamos, y cómo lo hacíamos y cómo nos manejábamos. Una curiosidad infantil, sin inteligen-cia. Quisieron ver nuestras piezas; entraban por todas par-tes, tocaban, miraban, se asombraban de la cama... ¡Uy, qué camas!... Pobres... ¿Y tienen estufa?... ¿Pero aquí hace frío?... Pobres. Y una serie de imbecilidades por el esti-lo. Entraban así como a ver el elefante en el Jardín Zooló-gico. Yo estaba desesperado. ¿Saldo? Un montón de com-patriotas que ni saben nada, ni les interesa nada, ni dicen nada que no sean superficialidades. Ninguna reflexión se-ria, ninguna apreciación sobre la grave situación institu-cional del país... Las lamentaciones corteses y los augu-rios de “hasta pronto”, “pronto volverán” parecían dichos

“Febrero 5. Yo creía haber descubierto que las prime-ras horas de la mañana eran siempre serenas, plácidas, y soleadas por la débil tibieza del sol naciente. Ha fra-casado mi meteorología, totalmente hoy. Los montes de aquí atrás, los Martiales, aparecen todos cubiertos por un forro de nieve, menos blanca que la que usan perma-nentemente. La lluvia no deja salir el sol, pero es una lluvia rara, no parece que mojara; el suelo no se empapa, nunca vemos correr agua de lluvia. Es curioso, las tor-mentas son sin ruido, silenciosas. Aquí no se conoce el trueno y de pronto interrumpo el mate para contemplar una nevada franca, que hace cortina, y que a través de los vidrios de la galería, causa un efecto de cosa de tea-tro, cuando sueltan entre los telones papelitos blancos que hacen de copo de nieve, cayendo en balanceo sua-ve y lento, exactamente, solo por momentos apura y cae más rápidamente”.

“La bahía tersa, clara, sin una arruga, parece más dis-tendida cual si las aguas quisieran descansar mejor. Las gaviotas y algunas goletas parecen posadas sobre un es-pejo. En la calle ni en el alma ni un ruido, ni el ladrido de un perro. Las cosas que alcanzo a ver desde mi ventana, envueltas en soledad, asemejan buques naufragados y abandonados. Y hasta nosotros, aquí en la casa, tomamos

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segurísimamente mal dada. Llamaron al médico del “Pa-tagonia”, surto en la bahía de paso a Magallanes, y se cer-tificó intolerancia arsenical. Así mueren esos pobres infe-lices, con certificados complacientes. Nuestro camarada el doctor Isaac ha sido solicitado para atender graciosa-mente en la cárcel y la Asistencia. No hay ni guantes para una operación. El hijo del jefe de la Radio tuvo un ataque de apendicitis que exigía intervención inmediata y no la pudo hacer Güemes por falta absoluta de elementos. Felizmen-te el chico mejoró”.

(En oportunidad de un paseo a bahía Brown) “24 de marzo. ¿Un viaje! ¡Tres días fuera de Ushuaia! Te parecerá ex-traordinario pero ha ocurrido. ¡Confinados que salen de excursión!

Álvarez Toledo que de París ha venido a sujetar a Us-huaia con escala en Martín García por curiosidad demo-crática, pues nada tenía que hacer en Santa Fe con la Con-vención ni con el Comité, no puede todavía desprenderse de su modalidad europea y mira todo esto que nos pasa y que nos rodea, con espíritu observador y práctico. Se le ha ocurrido que estas regiones, con su naturaleza fiera y bra-vía, con su clima áspero, con su Invierno nevado y la belle-za de sus canales, podría satisfacer ampliamente ese afán nuevo, tan desarrollado en Europa y aun entre nosotros de

por esta gente como cualquiera que visita enfermos y les dice que se mejoren. Es triste ahondar la significación de este fenómeno, por más que se trate de paseantes amon-tonados por una agencia de turismo. Y es triste porque en este caso se trata de argentinos”.

“Tu previsión de poner en las valijas tres agujas enhe-bradas, me ayuda, pero por corto rato, pues cuando debo yo enhebrar, surge la dificultad; he pasado, en todas las posturas imaginables un buen cuarto de hora, hasta que decidí buscar otro hilo más fino. Eran inútiles todas las posturas y todos los torcimientos a dedo mojado. El hilo, como las malas razones, no penetraba a pesar de todas las dialécticas. Tarea máxima para mi torpeza fue la de abordar el ojal, sobre todo el ribeteo. Medí, probé, corté y cosí hasta gastar el carretel, con todas las clases de pun-tos que improvisé, lazadas, puntos de cadena, pespunte, qué sé yo, pero concluí mi obra con éxito y admiración de curiosos, probablemente más incapaces que yo”.

“El presidio no tiene, prácticamente, médico y la salud está a cargo de tres guardiacárceles que hacen de enfer-meros. Desde que estamos aquí (febrero 12) ha pasado dos veces el carrito que va al cementerio. Murieron dos pena-dos, uno a raíz de una inyección endovenosa de Salvarsán

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“Ushuaia vista desde la bahía readquiría su imponen-cia. Es un soberbio panorama el de ese pequeño poblado, de techos rojos, que se corre unas cuantas cuadras por la costa, limitado en un extremo por la cárcel y en el otro por el cementerio y que se exhibe todo si se mira hacia el fon-do, pues la pendiente comienza en la costa y se pronuncia fuertemente en las dos cuadras donde terminan las casas y las calles”.

“Francamente que sería agradable salir de esta pesadi-lla estúpida, que ni es cruel, porque no sufrimos físicamen-te o por lo menos, porque soportamos bien las incomodi-dades, ni es tolerable ni es larga. Pero hay que confesar que si regresamos enseguida, como soñamos, aparece-rá más estúpida la pesadilla, pues se pondrá en evidencia la torpeza y arbitrariedad del Gobierno al haber adoptado respecto de nosotros medida tan extrema como inútil ale-jándonos a este panorama austral nada más que para rea-lizar una elección y devolvernos a los dos o tres meses”.

(Al partir) “Camarote de babor. La misma incomodi-dad que cuando vinimos. Somos los mismos compañeros, Mosca, Watson y yo. Y hacemos la misma distribución de las camas. Adopto el sofá que está enfrente de las dos cu-chetas. Ya experimentado, lo primero que hago a bordo es

los sports de Invierno. En consecuencia, todo es cuestión de elegir el paraje, proyectar la construcción de un gran hotel y vincular eso con mil motivos de raros deportes. La fantasía pone enseguida todo lo que le falta y resuelve cualquier dificultad. De sobremesa la broma ha ido agran-dándose. –¿Medios de comunicación?–. Bah, aviones para 42 pasajeros, como los que cruzan a Londres. Barcos ra-pidísimos que la Sociedad compraría y estarían solamente al servicio de pasajeros desde Buenos Aires. ¿Capitales? Bah, en Inglaterra hay todos los capitales que se quieran. Tengo todo lo que se necesita, dice Toledo. Lo que sí, hay que pedir en concesión una cantidad de tierra fiscal o una isla. Y todavía se puede vincular eso con otras explotacio-nes, que aquí las hay, desde el oro hasta la madera. Pronto formamos la Sociedad. Desde luego siendo los iniciadores nos repartimos las acciones, en fin, ya nos sentimos mi-llonarios y damos gracias al canalla de Justo y al perverso de Melo por habernos mandado aquí. Bueno, esta chacota, que con ser chacota es a la vez cosa posible, se ha segui-do conversando y Toledo en sus encuentros con el gober-nador ha expuesto el magno proyecto, que fue tomado en serio, como es natural. Y enseguida se descubrió el lugar más apropiado. Las autoridades siempre saben lo que hay de aprovechable en sus dominios”.

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Víctor Guillot

Paralelo 55º. Dietario de un confinado (extracto)

4 de febrero de 1934...Frente a nuestros ojos se agiganta el Monte Olivia, por cu-yas faldas trepa la ensombrecida floresta. Reina un silen-cio desolador. Es el silencio de los primeros días del mun-do. Ni una voz, ni un ruido, ni el crujido de una rama rota hiende esta salvaje mudez que nos absorbe. Porque aquí el silencio no lo rodea a uno; lo traga, lo disuelve en su oquedad opaca. Baja, sombrío, desde las adustas sierras; cruza, invisible, la intrincada sabana verdosa de la floresta, tiende, cauteloso, su ala imponderable sobre el dormido mar y penetra como sutil bruma en las almas que se sien-ten invadidas de inexplicable congoja. ¡Oh, cómo se aman ahora los estrépitos arrítmicos de esa civilización mecáni-ca y potente que cantó Walt Whitman! ¡Rumor de motores

pedirle al mayordomo Alba, un muchacho radical, que me consiga un colchón más y me lo haga colocar atado al sofá. La noche es fría, intensamente fría. Por cierto que la tran-sición entre nuestra pieza y nuestra casa de Ushuaia con este estrecho pesebre en que hay que moverse de a uno, porque dos se incomodan, es brusca. Por la mañana bien temprano, me levanto. Quiero ver la bahía, el puertito, el pueblo”.

Tomado de: Sáenz, J. (1973). Radicales en Ushuaia. Todo es Historia, (78), 34-49.

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Empezamos a ceder ante la irritabilidad nerviosa del tedio que nos acosa. Ya el lugar ha dado de sí cuanto po-día dar en materia de distracciones. La naturaleza ha de-jado de ser un incentivo para nuestra curiosidad. Hasta el compañerismo de los libros resulta insuficiente y la in-formación de la radio cae como latigazos sobre nuestro estado de ánimo proclive a la exasperación. Abstraídos o ensimismados, nuestras conversaciones se hacen lángui-das y nuestras tertulias, mortecinas. Empezamos a sen-tir, asidua, obstinada, la obsesión del retorno. Volver. Salir de aquí cuanto menos. Todo, menos soportar una inver-nada bajo el paralelo 55. Las ideas de fuga, flotantes en un ambiente caracterizado por la presencia de la cárcel, comentadas y desechadas al principio, como una aventu-ra fantástica, empiezan a ser examinadas con positiva se-riedad allá en el fondo de nuestro espíritu. Todavía no ha-blamos de evasión, pero adivino, en el brillo enigmático de algunas miradas, cuando se habla de la posibilidad de continuar indefinidamente aquí, la presencia de reflexio-nes idénticas a las que acuden cada vez con más frecuen-cia a mi pensamiento. Hace unos días, me hizo sonreír la noticia de que a un joven compañero le había llegado, por vía que no es necesario nombrar, una encomienda conte-niendo una brújula y un revólver. Cerca está la isla de Na-varino: por tierra, marchando a caballo, y una vez burlada

jadeantes, estrépito de maquinarias que entrechocan sus metálicos pistones, alarido de sirenas perforando el viento, clamor de muchedumbre humana doblada en la faena, tra-bajo desordenado y estridente de las grandes urbes ten-taculares! Hasta resultaría placentero un altercado entre conductores de vehículos, que alterase con el estallido de sus interjecciones la afasia intolerable de este paisaje ata-cado de parálisis lunar...”.

“Abril 2. Estamos en abril. ¡Fuimos embarcados en enero y seguimos aquí haciendo conjeturas sobre nues-tra futura suerte! El mes ha comenzado bajo el signo de las tormentas. El Invierno desciende paulatinamen-te de las montañas. Allá arriba, en un cielo constante-mente plomizo y melancólico, el pálido sol comienza a abreviar la generosidad de su pálido fulgor. Chubascos y ventiscas soplan del Noroeste, barriendo la solitaria bahía y haciendo gemir la edificación de madera de Us-huaia. El fuego comienza a dejar de ser un regalo de si-baritas, para convertirse en una necesidad vital dentro de las habitaciones.

Inútil pretender leer o escribir, salvo que se esté metido en cama y con las manos enguantadas, o arrimado a es-tas estufas fueguinas tan fáciles de encender con las “ra-jas” de coihue.

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Ricardo Rojas

Archipiélago (extracto)

“El tiempo, inestable aquí, da al paisaje y a la vida contras-tes violentos. Yo he visto el más bello día interrumpirse va-rias veces en bruscas mutaciones teatrales. Sopla el vien-to del Sur, núblase el cielo, arrecia el chubasco, llueve la escarchilla, cae la nieve. Luego parece aquietarse el aire; pero llega de pronto un soplo del Norte barriendo las nu-bes; el sol reaparece; deshiélanse las cumbres en hilos de agua clara; píntase el arco iris sobre los canales. Después, sigue soplando el viento.

El cielo de Ushuaia es un espectáculo singular a to-das horas. Kren, el sol, jamás se muestra en el cenit: se mueve hacia el Norte; sus rayos tienen a la hora meridia-na la inclinación que en Buenos Aires a la tarde. Las jor-nadas, larguísimas en enero, acórtanse enormemente en

la vigilancia del retén fronterizo, en pocas horas se en-cuentra uno en tierra chilena. Claro que esto hay que ha-cerlo antes de que la nieve ciegue los caminos, cubra los montes y convierta la tentativa en una empresa trágica...”.

Tomado de: Guillot, V. (1956). Paralelo 55°. Dietario de un confinado. Buenos Aires: Ed. Sol.

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emoción y otra vez el laconismo del hecho real, frecuente-mente angustioso.

Hay un punzante dolor en esta parte lejana pero vital del territorio argentino; un dolor inexplicado y resignado. Yo he oído a la nueva gente que hoy puebla esta isla, y na-die está contento. La belleza del paisaje contrasta con la obra negativa de los gobiernos, y esto aquí se sabe. Nadie ignora las causas del dolor fueguino, que no proviene de la geografía física, sino de la humana. Los remedios también son conocidos y están en boca de todos; solo en Buenos Aires se los ignora. Pocos argentinos habitan aquí, y acaso ninguno de ellos es propietario. Cuantos viven aquí quieren que Tierra del Fuego se liberte de su aislamiento, de su despotismo industrial, de su peligrosa sujeción al capita-lismo extranjero, de sus malas leyes, de su leyenda negra.

Algún lector pensará que estas son elucubraciones pe-simistas de un poeta en cautiverio: pero no es así. Creo ha-ber demostrado ya la verdad con nombres y números. En Tierra del Fuego la injusticia reina doquier, fruto de egoís-mo o de ignorancia. Sin embargo, su mal puede remediar-se. Por eso, después de haber contado la triste historia y descrito el presente del Onaisín, he meditado un plan para su regeneración futura, como después se verá.

La novedad de esta obra mía consiste en que abar-ca toda la vida local, actualiza la información y plantea el

Invierno. Kerren, la luna, sale y se pone por los más capri-chosos lugares, vestida de diversos colores; y algunas ve-ces pasa como una visión espectral sobre la bahía. El cie-lo nocturno desconcierta al observador; la Cruz del Sur no está al Sur sino en lo alto del firmamento. Muchas estre-llas y constelaciones conocidas parecen haber cambiado de lugar. Siento desde mi llegada el hechizo de esta bahía hermosa, aunque también bahía de los más fríos vientos. Percibo la belleza visible de sus formas errátiles, y a ellas trasciende, desde lo invisible, la leyenda que las dramati-za. Esta es una isla donde aún viven, presentes en su pai-saje, los dioses primitivos.

Ya instalado en mi encierro (no sé por cuánto tiempo), quiero proseguir estas páginas en breves episodios que, al concluir –si concluyen– irán formando una historia fuegui-na, sin estricto plan cronológico. Escribiré estas notas al azar de los temas que los días me sugieran; será cada una de ellas como una isla, y todas agrupadas serán después como un “archipiélago”, con un solo ambiente, una sola le-yenda, un solo clima...”.

“El tema de estas notas ha venido pasando desde la be-lleza del paisaje y el mito hasta la verdad desnuda de la tradición documental y de la observación directa, gama ex-tensa de un argumento que exigía una vez el tono de la

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Confinados

Néstor Aparicio. Diputado radical, fue desalojado de su banca a raíz de la caída del gobierno de Hipólito Yrigoyen por la revolución de 6 de septiembre de 1930 que dirigió el general José Félix Uriburu. Al año siguiente fue enviado a Ushuaia junto a otros compañeros. Vivía, como los demás confinados, entre la población civil. Luego de cinco meses de estadía obligada se fugó con Emir Mercader y Orestes Cansanello, siguiendo por la noche las vías del tren. Los fugitivos pudieron llegar hasta una estancia chilena en Yendegaia, desde donde lograron salir de la isla. Relató su aventura en el libro Los prisioneros del Chaco y la evasión de Tierra del Fuego.

Mario Guido. Abogado radical, oriundo de Bahía Blan-ca, fue rector de la Universidad de Buenos Aires. Llegó a Ushuaia en 1934 entre un grupo de confinados, a raíz del

problema fueguino, interpretando los hechos con simpa-tía humana.

En Tierra del Fuego la vida clama como un lamento en las sombras, y su eco resuena mejor en la historia que en la novela. Por otra parte, hay una esencia novelesca im-plícita en esta obra, y es la sedentaria aventura del au-tor, condenado a encierro, pero vagabundo en el archipié-lago y los siglos, por una magia cuyo secreto ignoran sus encerradores.

Tanta es la iniquidad que aquí se ha acumulado durante un siglo de penetración “civilizadora”, que el Onaisín está sombreado por el maleficio. Enorme como todos los crí-menes que se purgan dentro del presidio, es el crimen que ha reinado impune fuera de él. Más que labor de buen go-bierno sería deber de caridad venir a reglar aquí las cosas según la razón y la justicia”.

Tomado de: Rojas, R. (1934). Archipiélago. Buenos Aires: Losada.

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Argentina cuenta

intento de revolución radical producido el año anterior en Santa Fe y Corrientes durante la dictadura de Uriburu.

Víctor Guillot. Diputado radical y periodista, arribó a Us-huaia con la remesa de confinados de 1934. Tenía cierta fama literaria. Escribió Paralelo 55°. Dietario de un confina-do, en el que registra la vida en Ushuaia. En 1940 se sui-cidó, cuando se descubrió un soborno que aparentemente aceptó junto a otros políticos por permitir la venta de unos terrenos en El Palomar.

Ricardo Rojas. Periodista y escritor argentino, nacido en San Miguel de Tucumán en 1882, también fue confinado en Ushuaia en 1934. Parte de su prolífica obra, compuesta por piezas de teatro, poesía, ensayos, etc., es Archipiélago, que antes de convertirse en libro se publicó en los suple-mentos dominicales de La Nación (1941-1942). Murió en Buenos Aires en 1957.

Tomado de: Lazzaroni, A. (2009). Celdas. Textos de presos de la cárcel de Ushuaia (1886-1947). Cartas, relatos, inscripciones en muros, ensayos, poemas, diarios personales. Ushuaia: Editorial Utopías.

RegiónAntártida

– Fragmento de los diarios de viaje –

Dos años entre los hielos 1901-1903

José María Sobral

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Capítulo XV

DE REGRESO EN SNOW HILL

Nuestra llegada a la estación fue una sorpresa pues nadie nos esperaba; nuestros compañeros que allí habían que-dado, al vernos, creían que no nos habíamos alejado mu-cho, a causa de los continuos malos tiempos.

Con qué alegría entrábamos a la casa después de más de un mes de ausencia; nuestro primer pensamiento fue que tendríamos continuamente en lo sucesivo el confort que allí se encontraba y que jamás nos faltaría.

Antes de llegar a la estación, Nordenskjöld me pregun-tó si yo creía probable que el Antarctic hubiera llegado, a lo que respondí negativamente, pero aunque los dos pen-sábamos de la misma manera, no por eso dejaban de latir nuestros corazones al pensar en la posibilidad de seme-jante acontecimiento.

Región Antártida

Es la zona del continente de hielo donde Argenti-na ve nacer –o morir– a Los Andes. La cordillera surca la península Antártica junto a otra cadena montañosa, tanto por el Este como por el Oeste. Entre los fiordos, las bahías y las dunas de nieve, la geografía llega a su punto máximo, en cuanto accidentes, con un gran cañón. A lo largo y ancho se vive bajo el régimen del clima polar.

José María Sobral

(Gualeguaychú 1880, Buenos Aires 1961). Alférez de navío, científico y primer argentino en pisar la Antár-tida. Hijo de un escribano, tuvo nueve hijos –cuatro suecos y cinco argentinos–, y hablaba nueve idio-mas. En la expedición de Otto Nordenskjöld por la Antártida estuvo dos años “aislado” hasta que en 1903 fue rescatado. Escribió en su bitácora y en pleno aislamiento antártico bellas imágenes del Polo. En los años 30 fue Cónsul General en Noruega. Escribió varios libros: Problemas de los Andes Australes, Sobre cambios geográficos, La frontera Argentino-Chilena en el Canal de Beagle y el más conocido: Dos años entre los hielos.

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que el verano estaba cerca. Sin embargo, en los primeros días de noviembre las tormentas se sucedían aunque ya no fueran tan fuertes.

En general, un individuo que es sano de cuerpo y alma se siente inclinado al optimismo, y respecto de nuestra suerte, todos fuimos optimistas.

Larsen había desembarcado en cabo Seymour diez años antes, aproximado al 20 de noviembre y todos, a pe-sar de los razonamientos, teníamos la creencia de que no pasaría mucho tiempo sin que viéramos al simpático co-mandante del viejo Antarctic.

Todos veíamos que el hielo se mantenía en el mismo estado, que eran lentísimas sus variaciones, y sin embargo manteníamos esa esperanza secreta, de la cual nos reía-mos en público, pero que era nuestro sostén.

Las apuestas empezaron entre Bodman y Ekelöf; Bod-man dice que el Antarctic vendrá antes del 20 de noviem-bre y Ekelöf que no; se apostó una comida que tendría lu-gar en el primer puerto que se tocara.

El 20 se preparan para una excursión Bodman y Ekelöf, acompañados de Jonassen; se proponen visitar cabo Sey-mour e isla Cockburn con el objeto de ver si han regresado los pengüines y matar algunos y reunir huevos si hubiesen.

Subí al tope de basalto con el objeto de poder apreciar la cantidad de agua libre de hielos que hay, pero no fue

¡Pensar que tendríamos noticias de la patria y de la fa-milia, que todos nos embarcaríamos y que, concluyendo los trabajos oceanográficos, haríamos rumbo al norte!

Así es que fue una de las primeras preguntas que salie-ron de nuestros labios, cuando Bodman, entre dormido y despierto, nos dijo: Hur star det till? Él tenía que levantar-se a las 2 a.m. para observar el tiempo y nuestra llegada le quitó una hora de sueño; a los pocos momentos, Åker-lundh estaba en pie y el Primus empezó con su alegre lla-ma a calentar el agua para el café, mientras nosotros nos entreteníamos con carne de oveja ahumada y galleta.

Las impresiones se cambian en tropel; opiniones sobre nuestro viaje y muy especialmente sobre la venida del bar-co; a ninguno se le había pasado por la imaginación que pudiera faltarnos este año.

A pesar de lo reducido del personal, las observaciones se habían llevado con la misma escrupulosidad de antes, con la diferencia de que habían exigido mayor fatiga por parte de los observadores.

En nuestra ausencia, los alrededores de la estación ha-bían cambiado de aspecto; el glaciar había alargado mu-chísimo hacia el noreste una lengua de nieve; la tierra se veía casi completamente descubierta de esta, y al ver y sentir revolotear y cantar las sternas cerca de nuestra choza, se sentía una impresión de alegría, algo que decía

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ausentes todos murieron con excepción de dos a cau-sa de una enfermedad que, según se cree, provenía de los alimentos.

Los supervivientes son dos lindos cachorritos, los niños mimados; ellos poco a poco, sin hacer ascos, se han ido comiendo a sus hermanitos muertos; los pobres son muy filósofos, verdaderos perros antárticos; el tiempo lo distri-buyen en jugar, comer y dormir, pero no se los ve un mo-mento quietos en observación.

A las 2 de la tarde salieron los paseantes; el trineo va ti-rado por cinco perros y en cuatro horas, con seguridad, es-tarán en su destino.

Nordenskjöld los acompañó un trecho del camino en-contrando en el estrecho que separa la isla Seymour de Snow Hill, dos focas con cría; una de las foquitas estaba muerta, y por lo que antes he referido, Amager y Suguen son los autores de esa muerte.

Hoy han venido, volando un rato por los alrededores, varias gaviotas y un megalestris; les hicimos varios tiros sin resultado.

Las sternas o golondrinas de mar revolotean continua-mente muy cerca de nosotros, lanzando gritos análogos a los de nuestro tero, y lo que es remarcable es que los hue-vos que ponen esas aves son muy parecidos a los del rey de nuestras pampas.

mucha la que vi; una al parecer delgada faja se extiende desde las inmediaciones de Sydney Herbert Bay pasando por el norte de Cockburn hasta cerca del cabo Seymour; allá por el noreste se ve bastante agua, como también se ve un poco al este de nuestra isla.

21 de noviembre. Viento variable y débil todo el día pero a la tarde se entabló el sudoeste, cayendo mucha nieve.

La temperatura se mantiene alrededor de 10 ºC bajo cero, una temperatura agradable para marchar.

A las 10 a.m. estaba listo el trineo de los excursionis-tas; solo faltaba atar los perros y marchar, pero se notó que los señores estaban de paseo. A mediodía yo vi llegar a Suguen acompañado de Amager que venían llenos de sangre; probablemente habían estado de caza y alguna foquita había rendido la vida a la voracidad de esos lobos; los encerré enseguida cuando llegaron y no pasó mucho tiempo sin que estuvieran atados al trineo acompañados de otros tres.

Aprovechando la oportunidad de hablar de los perros, saldré un poco de la marcha narrativa para subsanar un olvido. Cuando salimos para la excursión a la tierra del Rey Oscar, quedaron en la estación, además de varios perros malvinenses, ocho cachorritos de cría groen-landesa nacidos en agosto; en el mes que estuvimos

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cantidad los huevos, no obstante que a la roquería de la isla Seymour aún no han regresado todos sus habitantes, y con gran contento vemos aparecer en nuestra mesa cor-moranes saltados y huevos a caballo.

Intentaron subir al tope de Cockburn, pero sin resulta-do, pues dicen que es inaccesible no contando con el equi-po especial para hacer ascensiones.

Esta mañana he muerto un cormorán de clase diferen-te de los que trajeron de Cockburn y por la tarde un mega-lestris fue a aumentar nuestra despensa, que se encuen-tra provista de abundante y variada colección de carne: de foca, pingüino, cormorán, megalestris y gaviotas.

Concluye el mes de noviembre con tiempo variable, soplando el viento continuamente del noreste o sudoes-te y nevando, pero ya han terminado las tormentas de 30 metros por segundo y los grandes fríos; el termómetro oscila en estos días por los -8 °C y, aunque no es mucho frío, es suficiente para presagiar un verano no de los más cálidos.

Se ven grandes claros en el mar; espacios de agua sin hielos, relativamente extensos, pero nada que haga pen-sar en una pronta liberación. A medida que los días pasan y con ellos, que la estación avanza, se destruyen muchas ilusiones y esperanzas, pero se forjan otras nuevas porque el nerviosismo aumenta.

Desde hace varios días, podemos leer a las 12 de la no-che sin el auxilio de la luz artificial y las guardias noctur-nas son ahora más agradables; uno se siente dispuesto a levantarse en cualquier momento que oye el reloj desper-tador, precisamente lo contrario de lo que sucede en las largas y frías noches de Invierno.

Hoy 23 de noviembre, aun cuando es poca la cantidad caída ha nevado todo el día, y el sol, que de vez en cuan-do aparece por los costados negros y deshilachados de un nimbus, calienta tanto esta tierra arenosa, que la nieve apenas llegada al suelo se evapora.

Entre 9 p.m. y 3 a.m. se cubre la tierra de un manto blanco, no porque nieve en mayor cantidad, sino por la au-sencia del sol, pero a esta última hora vuelve a ella el co-lor negruzco. Si el tiempo continuase así, no me parece que antes de mediados de diciembre se romperá el hie-lo. Åkerlundh ha matado una foca y, por lo tanto, tenemos carne fresca.

La osamenta de este animal que ha quedado en la pla-ya atrae muchas gaviotas que no escaparían a los tiros de un cazador, si con los que cuenta esta estación estuvieran en tren de caza: así es que tranquilamente se van y vuelven, per-maneciendo largo rato dentro del radio de acción del máuser.

El 25 regresan los de la excursión; vienen repletos de provisiones frescas, traen pingüinos y cormoranes y en

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Abordé la isla por un lugar muy al este, de manera que tuve que caminar un trecho en opuesta dirección para lle-gar a la morada de los pingüinos y cormoranes, y ese tra-yecto lo hice caminando con el agua hasta el tobillo. Llamó mi atención una megalestris echada en su nido, que esta-ba en la concavidad de una gran piedra; la alejé del nido y levanté el huevo que había puesto y en el acto fui ataca-do por el animal, al que se le había reunido otro de la mis-ma especie, que probablemente sería el macho; esos ata-ques son muy poco temibles y con algunas piedras que se les arroja, uno se pone a cubierto de los picotazos con que lo amenazan; el tamaño del huevo es como el de la galli-na, su color como el de las sternas y de los teros, y el grito de alarma o enojo, que como estos dan cuando alguien se aproxima a sus nidos, puede traducirse en ¡caa-caa!

La megalestris antártica es estercolera, una especie de águila palmípeda, de vuelo muy rápido y probablemente el ave más voraz de todas las del Antártico.

Yo deseaba conservar un huevo, y creyéndolo seguro lo guardé en mi bolsillo, pero al agacharme para tomar unas piedras se me rompió.

Muchas megalestris echadas vi por mis alrededores, y probablemente tendrían huevos, pero no intenté apoderar-me de ellos por estar en parajes difícilmente accesibles con el calzado que yo tenía.

Hasta CockburnYo hice un paseo, el último mes del año, hasta la isla Cock-burn, que dista 22 kilómetros de la estación, con el objeto de visitar las roquerías de pingüinos y cormoranes que allí existen y sacar algunas vistas fotográficas. A la hora de camino, encontré dos focas de la clase Leptonychotes wed-delli y las fotografié en diferentes posiciones, lo mismo que al agujero que habían hecho en el hielo, al que podemos llamar la puerta de calle pues por él entran y salen de su elemento.

Cuando había llegado aproximadamente a la mitad del camino, el hielo cambió de naturaleza; me hundía hasta media pierna, era un hielo muy poroso y a veces, al atrave-sar con el pie una delgada capa, entraba en una especie de receptáculo de agua helada, lo que por cierto, no producía sensación de placer.

A las 2 p.m. estaba cerca de Cockburn; los montículos o hummocks se multiplicaban lo mismo que las hendidu-ras en las que, aun cuando no había el peligro de desapa-recer, existía y muy inmediato el de quebrarse una pier-na. En otras partes, se veían grietas producidas por los movimientos del campo, cubiertas por una delgada capa de hielo nuevo que no resistía mi peso, por cuya causa no podía seguir mi dirección, viéndome obligado a dar mu-chos rodeos.

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Ekelöf mata un larus, Bodman una megalestris y yo ten-go la suerte de cazar al vuelo, con máuser, una osífraga. Este pájaro es en estas regiones el representante del buitre; el Ossufraga gigantea, o petrel gigante, es el ave más grande del Antártico; mide 85 centímetros de largo desde la extremidad del pico hasta la de la cola, dos metros y más de punta a pun-ta de sus alas extendidas y un peso de 10 1/2 libras. Su tempe-ratura antes de que muriera nos dio 40 °C. La impresión ge-neral de su color es un ceniciento sucio, habiendo más claros y más oscuros y algunos casi blancos que el poco conocedor puede confundir con los albatros; las alas, más oscuras que el cuerpo; su pico es formidable; creo que, en fuerza, el úni-co pájaro marino que se le puede comparar es el albatros.

Se dice que esa ave cuando es herida y como medio de defensa, lanza el contenido del estómago al que la va a to-mar; la que yo maté no hizo esto, no obstante que su estó-mago estaba completamente lleno, pero su cuerpo despe-día una hediondez, como de cosas en putrefacción, un olor a roquería que no lo tienen las otras aves.

Por la noche del 3 regresaron Nordenskjöld y acompa-ñantes de la isla Seymour trayendo un cajón de huevos y cantidad de pengüines.

Entre estos huevos, hemos encontrado dos de muy pe-queñas dimensiones; la sección mayor tenía 15 centíme-tros de circunferencia y la menor, 13.

La parte de Cockburn cuyo acceso es fácil, se extiende desde el mar hasta unos 200 metros; su pendiente es bas-tante rápida y llena de piedras desprendidas cubiertas de musgos y líquenes; hacia arriba, una especie de barranca de basalto muy abrupta y agrietada, y sobre ella, una gran plataforma con tal cantidad de musgos, que al caminar, se-gún la expresión de Bodman, se siente blando bajo los pies.

En la parte noroeste de la isla y sobre la plataforma, se levanta una especie de pico accesible desde ella, pero con enorme gradiente hacia el mar; su altura es de 400 metros según observaciones hechas por Bodman.

Cockburn está rodeado de una cadena de montículos originados por las presiones y en sus cercanías existen va-rios icebergs de pequeñas dimensiones.

He visto ocho focas durmiendo sobre el hielo, algunas con cría, y después de tomar fotografías de pingüinos y de la roquería, emprendo mi regreso a las 4 p.m. para llegar a nuestra choza a las 8, dándoseme la noticia de que al día siguiente saldrían para la roquería de Seymour, Nordens-kjöld, Jonassen y Åkerlundh.

Hasta SeymourHoy, 2, salió Nordenskjöld con destino a cabo Seymour y los que no andamos en excursiones ocupamos nuestros ratos de ocio en la caza.

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9 de diciembre, día nublado, viento débil del noreste; el termómetro ha estado entre -2 °C y +1 ºC, marcando tem-peraturas arriba de cero entre mediodía y 6 p.m.

Como en días anteriores, ha habido hoy grandes des-hielos, y la nieve que había en los flancos de las colinas va concluyendo, de manera que empieza a ser posible el pa-seo por ella sin hundirse en el fango, que es tan fastidioso.

Desde la segunda quincena de noviembre, las curvas termométricas van adquiriendo un carácter especial de regularidad en las variaciones, propio del verano, que contrasta con la de los meses anteriores. Contrariamen-te a las del Invierno, las variaciones ahora son peque-ñas, apenas de 2, 3 o 4 grados, siendo los máximos, en general, cerca de las 2 p.m., y los mínimos, aproximado a las 2 a.m.

En el barómetro sucede algo análogo; sus variaciones no son tan grandes como antes y lo son a largos periodos, es decir, la variación que antes se efectuaba en doce ho-ras, ahora es en dos o más días. Los vientos relativamente débiles, el cielo mucho más nublado, las nieblas más fre-cuentes pero menor la precipitación.

En ciertos días la evaporación es intensa; en la parte de la tierra que es mojada por el derretimiento, se ve levan-tarse el vapor de agua en forma de pequeñas nubes.

El 5 hice otra excursión a Cockburn; observé la tempe-ratura a varios pingüinos y las encontré muy bajas y varia-bles: 35,4 ºC, 37,4 ºC, 38,6 ºC, y esto será sin duda porque en la época de su cloque, su temperatura no es normal y varía con relación al tiempo que ha estado echado.

Empieza a soplar viento del sudoeste y a aumentar la niebla a las 7:30 p.m.; no he comido nada desde las 9 a.m. y, como a pesar de los esfuerzos hechos, no he consegui-do realizar los propósitos que me llevaron a Cockburn, que eran reunir huevos de megalestris para las colecciones, emprendo mi vuelta a la choza, hambriento y mojado.

A las 12:30 de la noche llegué a la estación; Ekelöf, que estaba de guardia, al verme desde lejos puso a calentar el café que, lleno de gozo, bebí después de devorar unos bifes de carne de foca, que me habían repuesto completamente.

Tenía que levantarme a las 3 a.m. para hacer las obser-vaciones, a cuyo efecto arreglé el reloj despertador, pero tanto era mi cansancio y, como consecuencia, tan pesado mi sueño, que no oí el timbre; por suerte, Nordenskjöld se despertó y las observaciones no se perdieron.

El entusiasmo por la caza es enorme; como el ave que más viene por acá es el megalestris, es la que más se mata y tantas se han muerto que, al terminar el verano, escaseaban mucho, y ha sido casi exterminada la colonia que formaban en Cockburn.

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mano que agitara su pañuelo, ninguna voz de “buen viaje”; el Antarctic salió acompañado por el silencio que solo pue-de igualar al de las regiones a las que se dirigía; mi alma de argentino se sintió herida por tanta indiferencia y mi co-razón, conmovido, lleno de tristezas al dejar la patria; al dejarla sin que nadie pronunciara una palabra de aliento, algo que sirviera de estímulo y sostén en el momento do-loroso. Deseo olvidar esas tristezas.

¡Qué diferencia entre este día y el de hace un año! En-tonces, en Buenos Aires, nos derretíamos, nos sofocába-mos al aspirar esa atmósfera de fuego, pero, haciendo rumbo al mar, la brisa del sur nos traía la vida, las ilu-siones, las esperanzas, mientras que ahora estoy rodeado de hielo y con amargos presentimientos, que no podemos desechar en nuestra soledad.

Ha nevado un poco y la temperatura se sostiene alre-dedor de 3 °C bajo cero, el hielo se mantiene firme toda-vía, pero es bastante desagradable caminar por algunas partes, a causa de los lagos que se forman en su superfi-cie, a consecuencia de la fusión de la nieve; cuando baja algo la temperatura, se forman delgadas capas de hielo sobre el agua de esos lagos y con un poco de nieve que cae, no se las puede distinguir, y al pisar sobre ella, el pie se hunde hasta el tobillo en esa agua a la temperatura de la congelación.

Ya se comienza a hablar de las probabilidades de una segunda invernada; los víveres que tenemos no alcanzan para otro año.

El 13 de diciembre fue un día nublado pero muy bien se podía ver con nitidez los contornos de las tierras que bor-dean el golfo de Erebus y Terror; no se ha podido obser-var ningún espacio de agua libre de hielos y el muy peque-ño que había en la costa este de Snow Hill se ha cubierto de hielo nuevo.

Aniversario21 de diciembre. Hoy hace un año que salimos de Buenos Aires, y esa fecha es inolvidable para mí; me había despe-dido de familia y amigos y, en esa mañana calurosa, salía el Antarctic arrastrado por dos remolcadores, envuelto en ese polvo de trabajo que sale de la Dársena y la Boca; me acuerdo que estaba con Ohlin sobre el puente; al pasar, los cargadores de carbón, sudorosos, negros, interrumpían su tarea y, afirmándose con las dos manos sobre la pala, nos miraban azorados, sin despedirnos, sin comprender lo que veían, solo buscaban un pretexto de descanso, fijándose en el pequeño barco que pasaba llevando al tope un barril.

He leído muchas relaciones de viajes polares: no re-cuerdo haber leído la descripción de una partida tan tris-te, tan sin despedida, sin adioses como la nuestra; ninguna

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un pack, pero muy compacto, seguramente infranqueable para un barco. En el estrecho Admiralty el hielo se mantie-ne firme aún, sin la menor tendencia a fragmentarse.

En el momento que yo observaba unos azimutes, a las 6 p.m., los otros cinco compañeros de comisión se ocupa-ban en engalanar nuestro comedor para las fiestas de Na-vidad. Bodman hizo una bandera argentina que con la sue-ca ocupaban el sitio de honor.

Nuevas figuras representando a la mujer aparecieron para adornar los muros; las tijeras funcionaban para cor-tar esos fotograbados de revistas inglesas y norteameri-canas y el muro austral, frente a la mesa, fue cubierto con hermosísimas caras. Hoy es la víspera de Navidad, es Jul Afton, y los suecos la festejan; la comida es extraordinaria.

Un pequeño pero muy bonito florero de Nordenskjöld lucía una hermosa rosa artificial, y para que esta, ya que no podía embriagar con su fragancia, por lo menos no estuviera solitaria, se la rodeó de pasto del usado para calzarnos.

En fin, todos aguzaban su ingenio para el mejor adorno de nuestro salón. Del techo se suspendió una tabla llena de agujeros, en la que se pondrían las velas para la ilumi-nación. El cocinero trabajaba febrilmente y se veía en se-rios apuros para satisfacer el menú ordenado.

El sol ya va a empezar su camino hacia el norte y nues-tras esperanzas se vuelven interrogantes. ¿Tendremos que presenciar su retorno en este mismo lugar?

Diciembre 23. La mañana la pasamos observando azimu-tes1 de varios puntos sobre Snow Hill, colocados en línea que parte del tope de basalto y que es perpendicular a la dirección general de los muros de esa piedra que son la característica de la formación de Snow Hill, con el obje-to de averiguar en lo posible la influencia magnética que ellos tienen.

La niebla nos cubrió por completo a las 2 de la tarde, obligándonos a regresar para continuar con ese trabajo después de las 6 p.m.

Al este de Snow Hill, junto a la tierra, hay un espacio de agua libre de hielos que tiene un ancho de dos millas y que, yendo desde la extremidad del glaciar de esta isla, penetra en el estrecho que la separa de la de Seymour; otra rama sigue por cerca de la costa oriental y, tomando una direc-ción nornoreste, llega hasta la tierra de Luis Felipe, al norte de la bahía de Sidney Herbert; el hielo que se ve al este de Snow Hill, del otro lado del agua, no es lo que se llama un campo de hielo, sino un campo de hielo dislocado, es decir, 1 Azimut: distancia angular, medida desde el norte o el sur,

hasta el punto de proyección vertical de un cuerpo celeste.

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se dirigirá a los santuarios para adorar al recién nacido, fundador de nuestra era; en alegres sonrisas se plegarán los rostros de los más tristes, esperando que el niño les traerá mejores días; en nuestros hogares seremos recor-dados entre alegrías y pesares, entre suspiros y esperan-zas, y alguien pronunciará nuestros nombres entre sus ruegos y sus plegarias dirigidas al Dios que todo lo pue-de, sin imaginarse que tendrá que llegar otra vez el sacro aniversario para ver realizados sus deseos: nosotros, yo también, desde el extremo del mundo, uno mis ruegos y mis plegarias a las de la humanidad y pronuncio el nom-bre de los que me recuerdan y esperan, confortando así mi espíritu, mis energías.

Día 29. Reina una tormenta del sudoeste, la más violenta de todo este mes, llegando algunas de sus rachas a quince metros por segundo.

30 de diciembre. Después de hacerle varios tiros a un megalestris, se vio sobre el hielo un punto negro que se creyó estuviera bastante cerca y que fuera un pájaro; se le hicieron bastantes disparos y como no se moviera, yo me calcé los skis dirigiéndome hacia él. Cuando estuve cerca pude ver que era una foca y después me cercioré de que era un joven ejemplar del Lobodon carcinophagus,

25 de diciembre. Navidad, Jul, el día de las alegrías ilimi-tadas, la fiesta de la cristiandad. En nuestra pequeña casa, fieles a nuestras tradiciones, todo es alegría y movimien-to, y sin duda el que más trabaja es el pobre Åkerlundh. Hermosísimo es el día, prestándose al regocijo y expan-siones. Al festejar el día de Dios, renacían las esperanzas, afrontándose el futuro con más tranquilidad; esto hacía falta, pues ya habían cesado las apuestas, todo el mundo se había vuelto desconfiado y nadie se animaba a intentar profecías sobre la época en que vendría el Antarctic.

Stokes, el pintor norteamericano que fue mi compa-ñero en el Antarctic, me había regalado para este día dos cajas de exquisitos bombones comprados en Nueva York; cuando los presenté delante de mis amigos, fueron sa-ludados con salvas de aplausos; una de las cajas tenía una figura que representaba la estatua de oro de la North American Girl, presentada a la exposición de Buffalo, y en el acto fue a aumentar la colección de bellezas, que des-de la pared eran mudos testigos de nuestra alegría. Allá en la patria, esto no se puede olvidar ni dudar, se ven los hermosos árboles de Navidad, saludados por la alegría inocente que se desborda en los millares de niños que aún caminan por el sendero de las flores; todo el mundo, olvidando sus penas y aflicciones, y lleno de gozo y placer,

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como si quisiera tener una época de descanso para alma-cenar, durante ella, nuevas energías con que presentarse el próximo Invierno.

Tomado de: Sobral, J. (2003). Dos años entre los hielos. 1901-1903. Buenos Aires: Eudeba.

la foca cangrejera o foca blancalaya, como también es llamada. Llamé a los de la estación para que vinieran a tomar fotografías y a ayudarme a transportarla; arras-trándola con Ekelöf y Åkerlundh, y después de mucho trabajo, conseguimos llevarla hasta la playa de la esta-ción. Mis deseos eran matarla con cloroformo de manera de aprovechar el cráneo y la piel para conservarlos, pero le pegaron un balazo en la cabeza, destruyéndola, natu-ralmente. El color de la foquita era blanco crema en el pecho y barriga; un poco más oscuro el lomo y de esas dos partes nacía un color aceituna que se acentuaba ha-cia los costados por donde tenía una serie de medallones más oscuros que el resto de la piel.

31 de diciembre. Llegó el último día de diciembre, el fin del año; el hielo no ha cambiado mucho y no parece que estuviera muy próxima la llegada del barco.

Esta noche se trata de despedir el año con salvas de co-hetes, pero estos se negaban a hacer explosión.

El año nuevo nos sorprendió levantados, en agradable conversación, y esta siempre terminaba tratando del barco y del estado del hielo.

Ahora, cuando nosotros deseábamos que el viento soplara en furioso huracán, aunque nos dejara sin casa con tal de que quebrara el hielo, él lo hacía suavemente,

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La ilustradora

Elizabeth Builes Carmona

Nació en el valle de Medellín, Colombia, en 1987. Curiosa de cuanto bicho y planta que estuviera cerca, tuvo como juguete un microscopio, aunque nunca lo aprendió a usar. Se imaginaba como una mujer de ciencia y se le partió el corazón cuando entendió que nunca viajaría al espacio exterior. Desde ese tiempo dibuja y dibuja para narrar las historias de esos bichos y plantas, para darle forma a lo que ve cuando mira al cielo, para contar lo que escucha en conversaciones ajenas. En 2013 ganó el Premio Tragaluz de Ilustración, y gracias a este reconocimiento participó en el libro Johnny y el mar de la escritora Melba Escobar, que fue seleccionado por la Biblioteca Juvenil Internacio-nal de Múnich, Alemania, para hacer parte del catálogo White Ravens 2015. Ese año sus dibujos aparecieron en la novela El retorno de la escritora portuguesa Dulce María Cardoso. Su más reciente libro con Tragaluz es 24 señales para descubrir a un alien de la escritora bogotana Juliana Muñoz Toro, que también fue incluido en la lista White Ra-vens 2017.

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Este libro se terminó de imprimir en noviembre de 2017 en papel Earth pact,

elaborado a partir de la caña de azúcar.

Medellín, Colombia.

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Argentina cuenta

Con este libro damos comienzo a la co-lección Latinoamérica cuenta, que recorre esta parte del continente en busca de la obra de escritores que supieron pintar con palabras la geografía de sus países y las costumbres de sus gentes. En estos cuen-tos y fragmentos de novelas hay arraigo y un olor a tierra, a montaña, a río, que acompañan la narración y hacen aparecer los paisajes que conforman la región que habitamos. Gracias a la literatura, los la-gos glaciares están a la vuelta de la selva tropical, de la misma forma en que el lito-ral y sus dunas no demoran en convertirse en cordillera. La palabra reta a la distancia y a las fronteras para dar paso a la idea de que somos un solo territorio que refleja su riqueza en las historias que contamos.

Argentinacuenta

Argentinacuenta

Daniel Moyano · Godofredo Daireaux José María Sobral · Juan Draghi Lucero

Lucio Victorio Mansilla · Manuel Mujica LáinezMario Guido · Néstor AparicioRicardo Rojas · Víctor Guillot

Ilustraciones deElizabeth Builes Carmona