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145 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 67 - Primer Semestre 2002 • Bogotá, D.C. - Colombia ue el primer asesinato del mundo. El triunfante hombre-mono lanzó su mazo (en realidad el hueso de la pierna de una cebra) al aire y, a medida que gira- ba, se transformó en una estación es- pacial en órbita. En esta sorprendente imagen de la película 2001: Odisea del espacio, millones de espectadores vie- ron el microcosmos del dilema huma- no. Somos sin duda animales, pero de todas formas nos comportamos en for- mas que trascienden lo meramente or- gánico. Todos nosotros, los hombres-mono, somos pro- ducto de la evolución biológica –un proceso darwiniano que en su totalidad es tan lento como orgánico– y, al mismo tiempo, estamos enmarañados en nuestra pro- pia evolución cultural que, en contraste, es increíble- mente rápida y avanza bajo sus propias reglas. Estamos en la montaña rusa de Mister Sapo 1 , mien- tras que al mismo tiempo todos somos sapos. Ahí resi- de el asunto y el argumento que estoy a punto de ha- cer: gran parte del dilema humano se deriva de que nuestra peculiar existencia se encuentra simultánea- mente en dos mundos, a menudo inconsistentes, los reinos de la biología y de la cultura. Biología y cultura La pareja dispareja de la Evolución por DAVID P. BARASH 1 Mister Toad’s Wild Ride, atracción turística que había en Walt Disney World. (Nota del traductor).

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www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 67 - Primer Semestre 2002 • Bogotá, D.C. - Colombia

ue el primer asesinato del mundo. El

triunfante hombre-mono lanzó su mazo

(en realidad el hueso de la pierna de

una cebra) al aire y, a medida que gira-

ba, se transformó en una estación es-

pacial en órbita. En esta sorprendente

imagen de la película 2001: Odisea delespacio, millones de espectadores vie-

ron el microcosmos del dilema huma-

no. Somos sin duda animales, pero de

todas formas nos comportamos en for-

mas que trascienden lo meramente or-

gánico. Todos nosotros, los hombres-mono, somos pro-

ducto de la evolución biológica –un proceso darwiniano

que en su totalidad es tan lento como orgánico– y, al

mismo tiempo, estamos enmarañados en nuestra pro-

pia evolución cultural que, en contraste, es increíble-

mente rápida y avanza bajo sus propias reglas.

Estamos en la montaña rusa de Mister Sapo1, mien-

tras que al mismo tiempo todos somos sapos. Ahí resi-

de el asunto y el argumento que estoy a punto de ha-

cer: gran parte del dilema humano se deriva de que

nuestra peculiar existencia se encuentra simultánea-

mente en dos mundos, a menudo inconsistentes, los

reinos de la biología y de la cultura.

Biología y cultura

La pareja disparejade la Evolución

por DAVID P. BARASH

1 Mister Toad’s Wild Ride, atracción turística que había en Walt Disney World.

(Nota del traductor).

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Mientras el mazo cinematográfico del hombre-

mono viajaba por el aire y, en últimas, al espacio exte-

rior, el director Stanley Kubrick comprimió millones

de años de evolución biológica y cultural en cinco se-

gundos. Mi punto, sin embargo, es que esto no es sim-

plemente un truco cinematográfico: Todos somos via-

jeros en el tiempo, con un pie clavado en el presente

cultural y el otro atascado en el pasado biológico.Y

aunque parezca arrogante proponer algo como la raíz

de nuestra dificultad humana, eso es exactamente lo

que quiero exponer.

“Es peligroso”, escribió Pascal, “mostrarle muy cla-

ramente al hombre todo lo que se asemeja al animal,

sin mostrarle al mismo tiempo su grandeza. También

es peligroso permitirle una visión demasiado clara de

su grandeza, sin mostrarle su bajeza. Es aun más peli-

groso mantenerlo ignorante de las dos, pero es muy

ventajoso mostrarle ambas”. Como criaturas puramen-

te biológicas, no somos ni más ni menos ‘grandes’ que

nuestros compañeros, los demás seres orgánicos. Co-

mo criaturas culturales, sin embargo, somos verdade-

ramente extraordinarios. Componemos sinfonías, via-

jamos a la Luna y exploramos el mundo de las partícu-

las subatómicas. Al mismo tiempo, somos únicos entre

los seres vivientes por el hecho de estar genuinamen-

te incómodos con nuestra situación. Esto no debería

ser sorprendente porque, aunque nuestra grandeza

cultural debe, de algún modo, haberse derivado de

nuestra animalidad orgánica, los dos procesos (orgá-

nico y cultural), en general, se han desconectado en-

tre sí; y como resultado, también nosotros nos hemos

desconectado de nosotros mismos, de cada uno y de

nuestro medio ambiente.

El pequeño guión entre las palabras hombre y

mono y en ‘hombre-mono’, es la línea más larga

imaginable porque conecta dos mundos radi-

calmente diferentes, el biológico y el cul-

tural. Imagínese a dos personas enca-

denadas entre si; una, un corredor

de categoría mundial, la otra casi

incapaz de cojear. Ahora, ima-

gínese que esperamos a que

los dos corran tan rápido

como sea posible: El resul-

tado incluirá, probablemente, un poco de tensión ge-

neralizada.

Para entender por qué la evolución biológica y cul-

tural puede experimentar tal conflicto (pese a que

ambos emanan de la misma criatura) hay que conside-

rar las velocidades extraordinariamente diferentes a

las que avanzan. La evolución biológica es inevitable-

mente lenta. Después de todo, los individuos no pue-

den evolucionar. Sólo pueden hacerlo las poblaciones

o los linajes, y éstos están atados a las realidades de la

genética y la reproducción, pues la evolución orgáni-

ca no es ni más, ni menos, que un proceso por medio

del cual las frecuencias de genes cambian a lo largo

del tiempo. Es un evento darwiniano en el que son

evaluados nuevos genes y combinaciones de genes

frente a las opciones existentes, en que el más favora-

ble hace una contribución estadísticamente mayor a

las generaciones sucesivas. Por ende, se requieren

muchas generaciones, inclusive para el más insignifi-

cante paso evolutivo.

En contraste, la evolución cultural es esencialmen-

te larmarckiana y asombrosamente rápida. Las carac-

terísticas adquiridas pueden ser ‘heredadas’ en horas

o días, antes de ser transmitidas a otros individuos, lue-

go modificadas de nuevo y transmitidas aun más –o

descartadas por completo– prosiguiendo todo, en mu-

cho menos tiempo, que una sola generación. Tómese

como ejemplo la revolución informática. En poco más

de una década (menos que un instante en tiempo evo-

lutivo biológico) se desarro-

llaron y proliferaron los

computa-

Si en su lugar los computadores hubieran ‘evolucionado’ por medios biológicos,

como una mutación favorable a ser seleccionada posiblemente entre uno

o algunos individuos, en la actualidad solamente habría algo así

como una docena de usuarios de computadores, en lugar de un billón.

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dores personales (también fueron modificados una y

otra vez), a tal punto, que ya son parte del repertorio

de la mayoría de las personas tecnológicamente ilus-

tradas. Si en su lugar los computadores hubieran ‘evo-

lucionado’ por medios biológicos, como una mutación

favorable a ser seleccionada posiblemente entre uno

o algunos individuos, en la actualidad solamente ha-

bría algo así como una docena de usuarios de compu-

tadores, en lugar de un billón.

Una mirada apenas superficial a la historia huma-

na muestra que la marcha del cambio cultural no sólo

ha sido rápida –comparada con la tasa de cambio

biológico– sino, se puede decir, que su tasa de au-

mento parece estar creciendo en sí misma, generan-

do una especie de curva logarítmica. El mundo de

hoy es ampliamente diferente al de hace un siglo, el

cual es inimaginablemente diferente al de hace 50.000

años –no porque el mundo en sí mismo, o la natura-

leza biológica de los seres humanos hayan cambia-

do, sino porque las creaciones culturales tales como

el fuego, la rueda, los metales, la escritura, la prensa,

la electricidad, los motores de combustión interna, la

televisión y la energía nuclear han sido generados a

velocidades impresionantes.

Ensaye el siguiente experimento Gedanken. Imagi-

ne que se pudiera cambiar un recién nacido de media-

dos del Pleistoceno –digamos, hace 35.000 años– con

un recién nacido del siglo XXI. Ambos niños –ninguno

ni más ni menos adelantado que el otro– sin duda cre-

cerían para convertirse en miem-

bros normales de su socie-

dad, esencial-

mente indistinguibles de sus colegas nacidos allí en for-

ma natural. Un infante Cro-Magnon, habiendo crecido

en la América del siglo XXI, bien podría terminar suscri-

biéndose a la revista Crónica de Educación Superior,mientras el descendiente del profesorado de hoy se

acomodaría a un mundo de pieles de mastodonte y ha-

chas de piedra partida. Pero cambie un adulto humano

moderno por un adulto de finales de la era de hielo y

ahí sí habría grandes problemas, en cualquier direc-

ción. La biología humana casi no ha cambiado en dece-

nas de miles de años, mientras nuestra cultura se ha

transformado radicalmente.

Hay que admitir que nuestra capacidad para la cul-

tura es en sí misma un producto de nuestra evolución

biológica y, aun así, esto no es garantía de que los dos

deban avanzar en sincronía. De suceder algo, proba-

blemente sucedería lo opuesto porque la cultura, como

un niño díscolo y obstinado –o el monstruo de Frank-

enstein– se ha desconectado de sus amarras biológi-

cas y ha tomado un impulso propio, desarrollándose de

manera independiente al proceso biológico que en prin-

cipio lo originó. Esto se debe a que la evolución cultu-

ral tiene la capacidad de despegar independientemen-

te, de mutarse, reproducirse y extenderse a tal veloci-

dad que deja a su padre biológico atrás, viendo un

chispero. En teoría, los dos podrían seguir apuntando

hacia los mismos fines, pero la evolución biológica per-

manece encadenada por la genética –por eso, anda

pesadamente a paso de tortuga, sin ir más rápido que

una generación a la vez y casi siempre aun más despa-

cio– mientras la evolución cultural juega con sus pro-

pias reglas, lo que a menudo significa la absurda carre-

ra de una liebre. Inclusive, no existen muchas razones

para esperar que las dos vayan en la misma di-

rección.

En la fábula de Esopo, la tortuga

eventualmente gana porque la lie-

bre es tonta, excesivamente confia-

da y se distrae fácilmente, mientras

que la tortuga (aunque lenta) es

persistente. En el mundo real, la

cultura y la biología difieren en ve-

locidad, pero son igualmente ton-

tas e igualmente tercas. Siendo lo

[…] la ley según la cual toda vida evoluciona por la supervivencia diferencial de entidades reproductoras. El gen, lamolécula de ADN, sucede que es la entidad reproductora que prevalece en nuestro propio planeta. Puede haberotras. […] Pero, ¿debemos trasladarnos a mundos distantes para encontrar otros tipos de replicadores y, por consi-guiente, otros tipos de evolución? Pienso que un nuevo tipo de replicador ha surgido recientemente en este mismoplaneta. […] Se encuentra todavía en su infancia, aún flotando torpemente en su aldo primario, pero ya está alcazandoun cambio evolutivo a una velocidad que deja al antiguo gen jadeante y muy atrás.El nuevo caldo es el caldo de la cultura humana.

RICHARD DAWKINS, El gen egoísta, pág. 285.

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más importante que ambas cruzarán la meta juntas por-

que, pese a sus diferencias, están inextricablemente

atadas entre sí. Es un espectáculo extraño: una cómi-

ca carrera de costales con dos siameses disparejos...

excepto que nosotros somos parte del espectáculo.

No me malinterpreten: la evolución cultural no es

del todo extraña a ciertas especies animales (quienes

duden pueden consultar el reciente libro de Frans B.M.

de Waal, El simio y el maestro del sushi) y la evolución

biológica deja una huella definitiva en el comporta-

miento humano. Lo que sigue siendo cierto es que, en

el caso de los seres humanos, la cultura suministra el

contexto dominante mientras que la biología acecha

en el fondo, con las dos entrecruzándose e interac-

tuando en formas que sugieren pocas generalizacio-

nes, excepto esta: el resultado, casi seguramente, será

problemático.

Afortunadamente, también puede haber una armo-

nía considerable entre nuestra cultura y nuestra biolo-

gía, en parte porque nuestra biología es flexible, como

una prenda de una sola talla, capaz de adaptarse a

muchas formas diferentes y en parte porque la cultura

no es tan estúpida como para intentar forzar a nuestra

biología para que se conforme con patrones que son

‘inhumanos’, como una sociedad donde se esperara

que las personas durmieran 23 horas al día, o no dur-

mieran en absoluto. Aunque todo comportamiento hu-

mano deriva en partes iguales de la biología como de

la cultura, tanto de la naturaleza como de la crianza,

de esto no se deduce necesariamente que la biología

y la cultura estén siempre ajustadas entre sí cómoda-

mente. En suma, tal como debemos mirar la interacción

entre la naturaleza y la crianza para buscar el origen

de nuestro comportamiento, podemos mirar el conflicto

entre ambas para encontrar las fuentes de la mayoría

de nuestras dificultades. Hace tiempo que una regla

útil en los libros de misterio ha sido ”cherchez lafemme”; cuando el Homo sapiens está teniendo pro-

blemas, una regla útil –aunque todavía no sea un cli-

ché– sería buscar un posible conflicto entre la liebre y

la tortuga.

Para cambiar la metáfora: dos gigantescos conti-

nentes se han separado y ahora estas grandes placas

téctonicas: cultura y biología, rozan entre sí. Los resul-

Una de las razones por las que las armas de fuego son tan peligrosas

es que las consecuencias letales de un mínimo movimiento –apretar un dedo

en un gatillo, con escasas onzas de presión– son magnificadas,

por soberbia tecnología, en actos violentos de consecuencias espantosas.

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tados como veremos, van desde chirridos y meneos

triviales, tales como nuestro gusto por el dulce o algu-

nos de nuestros pecadillos sexuales, hasta los más por-

tentosos terremotos, incluyendo la guerra nuclear, la

destrucción del medioambiente y la sobrepoblación,

mientras en el medio yacen una multitud de temblores

medianos tales como la alienación personal y las

disfunciones familiares. El conflicto entre cultura y bio-

logía, la carrera, como de siameses encostalados, en-

tre la tortuga y la liebre, es un evento de proporciones

paradójicas que van desde lo sísmico hasta lo micros-

cópico, desde las sociedades enteras (realmente, el

planeta entero y su pasado, presente y futuro) hasta

pasar por personas individuales, sus gustos y sus dis-

gustos.

Se ha dicho que cuando la única herramienta que

se tiene es un martillo, todo se ve como un clavo. Cual-

quiera que esté tratando de descifrar los orígenes del

malestar humano debería estar equipado con muchas

herramientas, y, la apreciación del conflicto entre la

evolución biológica y cultural es sólo una de éstas. Sin

embargo, tratándose de martillos, éste parece espe-

cialmente útil porque mirando alrededor del mundo,

es difícil no ver una gran cantidad de clavos.

He aquí unos pocos ejemplos. Comencemos con

la violencia y la agresión que, después de todo, era lo

que nuestro cinematográfico hombre-mono estaba ha-

ciendo cuando fue tan hábilmente capturado en el ce-

luloide. La historia de la ‘civilización’ es, en gran medi-

da, la cada vez mayor eficiencia para matar con cre-

ciente facilidad, a mayores distancias y en números

mayores. Consideremos sólamente la progresión des-

de el mazo, el cuchillo y la lanza, al arco y la flecha, al

mosquete, al rifle, al cañón, a la ametralladora, al bu-

que de guerra, al bombardero, hasta el misil interconti-

nental con ojiva nuclear en la punta. Al mismo tiempo,

el ser humano que crea y manipula estos maravillosos

dispositivos no ha cambiado para nada. De hecho,

considerado como criatura biológica, el Homo sapiensestá pobremente adaptado para matar: La realidad es

que con nuestras ínfimas uñas, mandíbulas salientes y

dientes risiblemente minúsculos, un ser humano arma-

do únicamente con su biología se ve a gatas para ma-

tar a uno solo de sus congéneres humanos, ni qué decir

de cientos o millones. Pero la cultura ha hecho que

aquello sea no sólo posible sino fácil.

Los animales, cuyo equipo biológico los hace ca-

paces de matarse entre sí, están por lo general poco

inclinados a hacerlo. Águilas, lobos, leones y cocodri-

los han sido dotados por la evolución orgánica con

armas letales, y, no coincidencialmente, también han

sido provistos de inhibiciones para usarlas contra sus

congéneres de especie. (Esa generalización fue exa-

gerada en el pasado. Hoy sabemos que las disputas

letales, el infanticidio y demás, sí ocurren, pero el pa-

trón básico se mantiene: Las serpientes cascabeles,

por ejemplo, no son inmunes al veneno de su propia

especie y aun así cuando pelean se esfuerzan por

empujarse hacia atrás, no por matar). Ahora bien, como

no fuimos equipados por la evolución biológica con

armamento letal, la presión para equilibrar nuestro

inexistente armamentarium orgánico con inhibiciones

de comportamiento para no usarlo, es muy poca. Una

de las razones por las que las armas de fuego son tan

peligrosas es que las consecuencias letales de un mí-

nimo movimiento –apretar un dedo en un gatillo, con

escasas onzas de presión– son magnificadas, por so-

berbia tecnología, en actos violentos de consecuen-

cias espantosas. Si, en contraste, tuviéramos que vivir

–y morir– por la aplicación directa de solamente la

fuerza biológica, habría, sin duda, mucho más vida y

mucho menos muerte.

La espantosa historia de humanos matando huma-

nos deja muy pocas dudas acerca de que nuestra es-

pecie no está automáticamente propensa a respetar

los gestos de subordinación de víctimas potenciales.

Más aun, incluso si poseyera tales inhibiciones instinti-

vas sobre su propia violencia (y usualmente es su vio-

lencia), el bombardero volando a 20.000 pies sobre su

víctima –o el líder militar en un continente distante con

su dedo en El Botón– ni siquiera podría percibir tal

subordinación –asumiendo, por supuesto, que estu-

viera predispuesto a hacerle caso.

La desconexión entre cultura y biología es espe-

cialmente aguda en el ámbito de las armas nucleares.

En el aniversario del primer año del bombardeo de

Hiroshima, Albert Einstein anotó en forma célebre que

“partir el átomo ha cambiado todo, excepto nuestra

Del predominio de ciertas familias es de lo que depende el carácter del paisaje, el aspecto salvaje, risueño omajestuoso de la naturaleza. La superabundancia de gramíneas que cubren las dilatadas sabanas, la multitud depalmeras que suministran alimento abundante, o de las coníferas que viven asociadas, han influido poderosamenteen la existencia material de los pueblos, en sus costumbres, en su carácter y en el desarrollo más o menos rápido desu prosperidad.

ALEXANDER VON HUMBOLDT, Ansichten der Natur [Aspectos de la naturaleza] (1808).

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forma de pensar; por eso vamos a la deriva en direc-

ción a una catástrofe sin paralelo”.

Einstein podría, perfectamente, haber estado ha-

blando sobre toros almizcleros. Estos grandes anima-

les, especie de peludos bisontes que ocupan la tundra

ártica, han empleado por largo rato una estrategia muy

efectiva cuando se enfrentan contra sus enemigos: los

lobos. Ellos responden a su ataque reuniendo a los

animales jóvenes en el medio mientras los adultos mi-

ran hacia afuera, dispuestos como los rayos de una rue-

da. Incluso, el lobo más hambriento encuentra intimi-

dante enfrentarse a un muro de cuernos filosos y fren-

tes huesudas, respaldadas por mil libras de carne en-

furecida. Durante incontables generaciones, esta res-

puesta contra los depredadores les sirvió adecuada-

mente, pero ahora, el peligro primario de los toros

almizcleros no son los lobos, sino los cazadores huma-

nos montados en trineos motorizados con rifles de alta

potencia. Bajo esta circunstancia, los toros almizcleros

se harían un favor si se separaran y salieran raudos

hacia el horizonte pero, en su lugar, ellos responden

como las generaciones anteriores siempre hicieron:

Forman su fiel círculo defensivo y son sacrificados fá-

cilmente.

La invención del trineo motorizado y el rifle

ha cambiado todo excepto el modo de pen-

sar de los toros almizcleros, por eso ellos van

hacia una catástrofe sin paralelo. (Los toros

almizcleros son en la actualidad una especie

en vías de extinción). Ellos se aferran a su bio-

logía, aunque la cultura –nuestra cultura– ha

cambiado los resultados. Los seres humanos

también nos aferramos a (o permanecemos

inconscientemente influenciados por) nuestra

biología, a pesar que nuestra propia cultura

también nos ha cambiado los resultados en

forma dramática. Esta terquedad como de to-

ros almizcleros es especialmente evidente

cuando se trata de pensar –o no pensar– acer-

ca de las armas nucleares.

Tómese, por ejemplo, la dificultad, am-

pliamente difundida, que tienen muchas per-

sonas cuando se trata de concebir los efec-

tos nucleares. Cuando se les dice que algo

está ‘caliente’ los seres humanos rápidamente piensan

en términos de agua hirviendo, madera ardiendo, o

tal vez lava derretida. La criatura biológica que es el

Homo sapiens literalmente no puede concebir tempe-

raturas en millones de grados. Antes de partir artifi-

cialmente los átomos de uranio y plutonio, la energía

nuclear nunca había sido liberada sobre la tierra. Con

razón no estamos preparados para “adecuar nuestras

mentes” al respecto. En forma similar, con la vasta es-

cala de la destrucción nuclear: podemos imaginar así

sea un pequeño número de muertes –¡con tal de que

ninguna de ellas incluya la nuestra!– pero somos lite-

ralmente incapaces de captar el significado de muer-

tes por millones, todas potencialmente ocurriendo en

escasos minutos. Así, irónicamente, el conflicto entre

nuestra naturaleza biológica y nuestros productos cul-

turales ha cubierto, en sí mismo, a las armas nucleares

con una especie de manto de lo psicológicamente in-

tocable.

De igual manera, el ‘cavernícola’ dentro de noso-

tros ha prosperado por largo rato poniéndole atención

a las amenazas que son discernibles –un mastodonte

en estampida, otro Neanderthal con un mazo levanta-

Irónicamente, el conflicto entre nuestra naturaleza biológica

y nuestros productos culturales ha cubierto, en sí mismo, a las armas nucleares

con una especie de manto de lo psicológicamente intocable.

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do, un volcán cercano– permaneciendo al mismo tiem-

po menos preocupado por lo que no puede percibirse

de inmediato. Como las armas nucleares por lo gene-

ral no pueden ser vistas, tocadas, escuchadas u olidas,

tienden a evadir nuestro radar, permitiéndole al Nean-

derthal nuclear funcionar como si éstas amenazas a su

existencia no existieran. (No es de sorprenderse, que

las políticas que “se niegan a confirmar o negar” la

presencia de tales armas colaboran aun más a su aura

de invisibilidad y, por lo tanto, a su inexistencia). Si un

homicida desquiciado estuviera acechando nuestro

lugar de trabajo, o si comenzara de repente un incen-

dio, sin duda, responderíamos rápidamente. Pero, aun-

que a todos nos aceche una amenaza nuclear, ese

Neanderthal dentro de nosotros sigue complaciente y

tranquilo.

Según la mitología griega, los dioses castigaron a

Prometeo –quien descaradamente había entregado el

fuego a los seres humanos– encadenándolo a una gran

montaña, después de lo cual era visitado a diario por

un buitre que se le comía el hígado. Los seres huma-

nos de la actualidad, criaturas biológicas actuando no

en el tiempo evolutivo deliberado sino en un frenesí

cultural, han desatado un fuego mucho más peligroso

del que hubiera podido alguna vez imaginar Prometeo,

un fuego mucho más letal por el hecho de que, en lo

profundo, nosotros mismos no somos realmente muy

actuales. En Prometeo encadenado, Esquilo pregun-

ta: “Prometeo, Prometeo, colgando sobre el Cáucaso,

mira el semblante de aquel buitre: ¿no es acaso vues-

tra cara, Prometeo?”

“De ahora en adelante ya no será suficiente pre-

guntarnos si podemos hacer algo al respecto”, escri-

bió David Brower. “Nos corresponde también pregun-

tarnos si debemos”. Y así es como llegamos a nuestra

crisis medioambiental.

La realidad es que los seres vivientes a veces des-

truyen su propio medio ambiente. Los elefantes pastan

en exceso en varios parques nacionales de África; se

ha sabido que los zorros matan cientos de gaviotas en

una sola noche; y, hay florecimientos de algas –éstas

mismas un fenómeno ‘natural’– que pueden volver tóxi-

ca el agua. Pero, casi siempre, el daño está limitado en

extensión geográfica y también en el número de espe-

cies y de individuos involucrados. (Más aun, al menos

en años recientes, la intervención de la mano del Homosapiens puede a menudo estimarse cuando

hay amenaza de destrucción biológica). Como

regla general, los seres vivientes, dejados con

su propio bagaje biológico, simplemente son

incapaces de hacer mucho daño. Por otro

lado, la evolución cultural humana ha cambia-

do todo eso. En forma parecida al gatillo de

un arma, nuestros avances culturales han ser-

vido como un inmenso multiplicador. Como

resultado, podemos ‘hacer’ cosas increíble-

mente destructivas, incluyendo –pero sin limi-

tarse a– la extinción de especies enteras, la con-

taminación de continentes, el embalsamiento*

(o como dijo John Muir, el damning** ) de ríos,

el drenaje de nacederos de agua, el agotamien-

to de recursos no renovables y la letal

reconfiguración de aquellos ciclos básicos geo-

* Damming, del verbo to dam que significa: embalsar.

** Damning, del verbo to damn que significar: maldecir.

Evidentemente el juego de palabras no funciona en español.

(Nota del traductor).

[…] un observador imparcial, un marciano por ejemplo, debería sin ninguna dudareconocer que el desarrollo […] específico del hombre, el lenguaje simbólico,acontecimiento único en la biósfera, abre el camino a otra evolución, creadora deun nuevo reino, el de la cultura, de las ideas, del conocimiento.

JACQUES MONOD, El azar y la necesidad.

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termo-químicos de los que depende la vida planetaria.

Otros seres vivientes, faltos de tales capacidades

destructivas, no tienen la razón para debatir si debie-

ran o no actuar sobre éstas. De no ser por nuestra evo-

lución cultural, nosotros, también, estaríamos limitados

por lo que somos capaces de hacer biológicamente

(lo cual no dice mucho), en lugar de hacer lo que de-beríamos hacer, dada nuestra capacidad única para

hacer estragos.

Luego está el asunto de la población. Los seres

vivientes han sido seleccionados para reproducirse

esencialmente a su máxima tasa, o más bien, a un rit-

mo cuyo resultado proyecta el máximo número de ge-

nes hacia el futuro. Los seres hu-

manos no son diferentes. Antes,

bajo condiciones ‘pre-cultura-

les’ una alta tasa de nacimien-

tos era compensada por una

alta tasa de mortalidad, pero

uno de los logros (culturales)

que más enorgullece a la huma-

nidad ha sido el control de la

muerte por medio de medidas

de salud pública: vacunas, anti-

bióticos y avances en nutrición

infantil; y, mecanismos, cultural-

mente comparables, como el

control de la natalidad –píldo-

ras anticonceptivas, condones,

dispositivos intrauterinos– que,

aunque disponibles, su uso ha

sido frecuentemente frustrado

por ideologías religiosas con-

servadoras. Al mismo tiempo,

nuestras tendencias, biológica-

mente dadas, para reproducirnos a toda marcha no

han sido alteradas en forma significativa. ¿Cuál es el

resultado? Un nivel creciente de población, como cuan-

do se tapa el desagüe del lavamanos pero siguen abier-

tas las llaves.

Bajo condiciones estrictamente biológicas, se pue-

de imaginar a las distintas especies empujándose en-

tre sí, tan duro como pueden, y, en forma similar, a los

individuos dentro de cada especie. Con todos empu-

jando tan duro, cualquiera que se relaja pierde. Pero,

gracias a la evolución cultural, hemos eliminado bas-

tante la resistencia natural que nuestra expansión nu-

mérica potencial, de otro modo, hubiera encontrado.

El resultado ha sido que queda, comparativamente,

muy poco contra lo que podamos empujar, o sea que

si nos relajamos –lo cual es decir, nos despabilamos–

debemos eventualmente irnos de bruces.

La difícil combinación entre biología y cultura se

revela en muchas dimensiones, siendo la personal no

menos importante que la planetaria. Para interconectar

un ejemplo final, considérese la obesidad, la enferme-

dad cardiaca y la afición por el dulce de toda nuestra

La difícil combinación entre biología y cultura

se revela en muchas dimensiones,

siendo la personal no menos importante que la planetaria.

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especie. A la mayoría de las personas les gusta el azú-

car. ¿Por qué? Casi seguramente porque nuestros

ancestros primates eran frutícolas y la fruta madura tie-

ne mucho azúcar. Si fuéramos hormigueros, sin duda

exclamaríamos sobre lo deliciosas que son las hormi-

gas y talvez anotaríamos, de paso, que los duraznos

maduros tienen un sabor desagradable. En cualquier

caso, nuestra afición dulcera de primates nos sirvió de

maravilla dentro de una evolución estrictamente bioló-

gica, en la que los azúcares estaban presentes en gran-

des cantidades, únicamente, en compañía íntima con

una nutrición saludable llena de frutas. Pero, siendo

sagaces criaturas culturales, los seres humanos hemos

desarrollado la industria de las golosinas y la habili-

dad para producir en abundancia dulces, chocolates

y refrescos cargados de azúcar y... ¡no mucho más!

Otra consecuencia dietética: nuestros ancestros del

Pleistoceno también eran carnívoros ocasionales, quie-

nes casi seguramente reverenciaban la oportunidad de

comer carne, a menudo disponible. Más aun, dado que

los animales de caza son por lo general bastante ma-

gros, es posible que comer grasa fuera un deleite espe-

cial, alto en contenido calórico y disfrutado sólamente

en ocasiones extraordinarias. Sería sorprendente, en-

tonces, que nuestra especie no evolucionara con una

afición particular por comer carne y, en cuanto fuera

posible, carne grasosa. Hoy en día, es bastante posible,

incluso, que consumidores moderadamente acomoda-

dos puedan consumir cortes gordos de carne y comi-

das rápidas grasosas, cuyo atractivo es seguramente

debido a una afición biológicamente generada por algo

que durante nuestra evolución no estaba disponible y

que, cuando lo estaba, era aprovechada como una opor-

tunidad rara y altamente deseable.

A todo esto, sumemos

otra consecuencia proba-

ble de la desconexión en-

tre biología y cultura, con

la que nuestras dificultades

se destacan más. Nuestros

ancestros no eran perezo-

sos. Ellos tenían que cami-

nar, correr y en general

esforzarse. En contraste,

mucha de la evolución cul-

tural ha involucrado “dispo-

sitivos que ahorran trabajo”

tales como los automóviles,

ascensores, teléfonos y mo-

nitores de televisión, permi-

tiéndonos evitar el gasto de

calorías. Tiene sentido que

en el Pleistoceno nuestros

antepasados aprovecharan

cualquier oportunidad que

tuvieran para permanecer

El cerebro de los animales es, sin duda, capaz, no sólo de registrar informaciones, sino también de asociarlas y transfor-marlas […]; pero no, y éste es el punto esencial, bajo una forma que permita comunicar a otro individuo una asociacióno transformación original, personal. Esto es […] lo que hace que [al lenguaje humano] se le pueda considerar pordefinición como nacido el día en que combinaciones creadoras, asociaciones nuevas, realizadas en un individuo,pudieron, transmitidas a otros, no perecer con él. No se conocen lenguas primitivas: en todas las razas de nuestra únicaespecie moderna, el instrumento simbólico ha llegado sensiblemente al mismo nivel de complejidad y poder de comu-nicación. Según Chomsky, además, la estructura profunda, la ‘forma’ de todas las lenguas humanas es la misma.

JACQUES MONOD, El azar y la necesidad.

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inertes, es decir, para evitar saltar (o correr, caminar, y

demás) cada que pudieran. Por lo tanto, nuestro siste-

ma regulador de peso, sin mencionar nuestro sistema

cardiovascular, hubiera evolucionado inevitablemente

en un contexto de actividad física combinada con dieta

baja en grasa y en azúcar. En contraposición, gracias a

la evolución cultural, los seres humanos actuales pue-

den dar rienda suelta al gusto biológico por las dietas

altas en grasa y en azúcar, y, al mismo tiempo, acordar-

se de hacer un especial esfuerzo por ejercitarse.

En este punto, usted, señor lector, podría estar ávi-

do de que se propusieran soluciones, pero aquí,

lastimosamente, la interfaz biología-cultura produce

pocas miradas en profundidad. Una cosa, sin embar-

go, parece clara: la biología no correrá a nuestro res-

cate. La evolución por selección natural es simplemente

demasiado lenta, demasiado miope y estúpida, dema-

siado incapaz de responder a los retos generados por

nuestra concurrente evolución cultural. Visto que nues-

tras dificultades derivan de la desconexión entre la

biología y cultura humanas, debemos, entonces, mirar

a esta última y a nuestros grandes y multi-competentes

cerebros, para buscar formas de salir de nuestro ac-

tual atolladero. Después de todo, la asombrosa flexibi-

lidad de nuestras capacidades cognitivas es, en sí mis-

ma, un rasgo biológico por medio del cual la evolu-

ción nos ha dotado, paradójicamente, con la habilidad

de trascender nuestras propias proclividades. Noso-

tros, solos entre todos los seres vivientes, podemos

decirle: no! a muchas de nuestras inclinaciones, ilumi-

nar nuestros puntos ciegos e inclusive, tal vez, ayudar

a reconciliar nuestra antigua biología con nuestra cul-

tura moderna. En últimas, para beneficio de nosotros

mismos, de las demás criaturas que nos acompañan y

del planeta que compartimos.

En su segundo Discourse, Jean Jacques Rousseau

arguyó que los seres humanos estaban mal servidos

por la sociedad y la civilización, ya que las personas

habían sido criaturas más nobles, puras y, en general,

superiores cuando se encontraban en el “estado natu-

ral”. Rousseau envió una copia de este ensayo a Voltaire,

que contestó: “He recibido, monsieur, su nuevo libro

en contra de la raza humana. . . Usted pinta en colores

muy veraces los horrores de la sociedad humana . . .

Nadie antes ha empleado tanto intelecto para persuadir

a los hombres de que sean animales. Al leer su obra

uno es presa del deseo de caminar en cuatro patas. Sin

embargo, ya que han pasado más de 60 años desde

que perdí ese hábito, siento, desafortunadamente, que

es imposible para mí reanudarlo”. No estoy por batirme

en duelo con Voltaire: no podemos simplemente desha-

cernos de nuestros avances culturales. Rousseau mis-

mo reconoció (y Freud más tarde elaboraría, en El ma-

lestar en la cultura) que, pese a la dificultad de ser tan

dependientes de la cultura, hemos ido demasiado lejos

por ese camino, como para regresar.

“¿Podría alguien decirme, por favor, qué dirección

debería tomar desde aquí?”, preguntó Alicia, perdida

en el País de las Maravillas, al Gato Cheshire. “Eso de-

pende en gran medida del lugar adónde quieras lle-

gar”, dijo el Gato. “No me importa mucho adónde”, dijo

Alicia. “Entonces no importa en qué dirección vayas”,

repuso el Gato. “Con tal de que llegue a algún lado”,

agregó Alicia a manera de explicación. “¡Oh, con segu-

ridad lograrás eso!”, dijo el Gato, “solamente si caminas

lo suficiente”. Para una especie con una cultura auto-

desarrollada es ‘natural’ entrometerse con su biología

sin que sea contranatural abstenerse de ello, como tam-

bién es ‘natural’ para una especie, con nuestra particu-

lar biología, desarrollar las clases de productos cultura-

les que tanto nos deleitan y atormentan hoy en día. El

científico británico Dennis Gabor una vez sugirió que

nuestro trabajo era inventar el futuro. De uno u otro

modo, como dice el Gato Cheshire, seguramente eso

haremos. Puede que no sepamos quién lleva las rien-

das, quién monta a quién, o exactamente adónde va-

mos, pero sin duda estamos en camino.

DAVID P. BARASHEs profesor de psicología en la Universidad de

Washington y colaborador frecuente de The Chronicle.Su más reciente libro es La brecha de género: la biología

de las diferencias hombre-mujer(Transaction Publishers, 2001), con Judith Eve Lipton.

TEXTO ORIGINAL DE DAVID P. BARASH DE SU LIBRO EVOLUTION´S ODD COUPLE:

BIOLOGY AND CULTURE, PUBLICADO POR THE CHRONICLE OF HIGHER EDUCATION,

EDICIÓN DE 2001. TRADUCCIÓN DE MANUEL ANTONIO POSADA.

La evolución por selección natural es simplemente demasiado lenta, demasiado miope

y estúpida, demasiado incapaz de responder a los retos generados

por nuestra concurrente evolución cultural.