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LÉON BLOY El alma de Napoleón

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LÉON BLOYEl alma deNapoleón

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El autor..............................................................................................................................3Dedicatoria........................................................................................................................6Introducción.......................................................................................................................7I El alma de Napoleón.....................................................................................................19II Las otras almas.............................................................................................................22III La angustia..................................................................................................................25IV La batalla....................................................................................................................27V El globo........................................................................................................................30VI Las abejas...................................................................................................................32VII El escabel..................................................................................................................34VIII La tiara.....................................................................................................................36IX El chancro...................................................................................................................40X La isla infame..............................................................................................................43XI Los mercenarios.........................................................................................................46XII Los grandes...............................................................................................................49XIII Los sacrificados.......................................................................................................51XIV ¡La guardia retrocede!.............................................................................................53XV El compañero invisible.............................................................................................56

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El autorLeón Bloy, autor ilustre y pensador visionario cuya existencia estará marcada por

múltiples desgarramientos filosóficos y dramas personales, nació sin embargo, un 11 de julio, en el marco simple, generoso y luminoso del Périgueux de 1846.

Hijo de un francmasón voltairiano de corto alcance que pretendía hacer de él un pequeño funcionario, pero de una madre comprensiva y cariñosa, católica muy devota, Bloy mostró desde su primera infancia disposiciones preocupantes por la melancolía, sufriendo de profundos accesos de tristeza. Se cuenta que su madre solía encontrarlo en este estado frecuentemente, sentado en su cama en la más completa obscuridad, y llorando durante horas sin ningún motivo aparente. Sombrío presagio.

En efecto, su vida, que será un largo y auténtico vía crucis, se verá pronto sellada por su participación y compromiso en la guerra fatídica de 1870, durante la cual combatirá en el cuerpo franco de Cathelineau a los communards, y que nuestro autor narrará en una hermosa colección de cuentos reunidos bajo el título evocador de «Sudor de Sangre» (Sueur de sang, 1893).

El joven literato había primero viajado a París con algunos dibujos bajo el brazo, esperando llegar a ser pintor. En cambio, la dureza de la vida en la capital lo obligó a desempeñar trabajos mediocres de oficina y de traducción, lo cual le haría sin embargo frecuentar y conocer a personalidades del mundo de las letras que serían importantes, ulteriormente, para su carrera literaria: Roselly de Lorgues, Paul Féval, y en especial el novelista católico ultra Barbey d’Áurevilly, quien lo introduce al universo de Bossuet, Pascal, Carlyle... En ese contexto, Bloy se inicia primero como periodista debutando en el diario Le Figaro, y pasando enseguida al Gil Blas, publicando en 1884 los «Palabras de un empresario de demoliciones» (Propos d’un entrepreneur de démolitions); por otro lado, funda un panfleto semanal, Le Pal (La Estaca).

Sin embargo, Bloy no entrará verdaderamente al mundo de la literatura hasta la edad de 38 años, con la publicación de «El Desesperado» (Le Désespéré, 1886) obra que le da a conocer de manera estruendosa, siendo calificada de «declaración de guerra». En realidad, nuestro autor trata de rehabilitar a los llamados «excomulgados» como Barbey d’Aurevilly, Verlaine o Baudelaire, autores a quienes defiende a capa y espada y que sufren de mala reputación en el ámbito de la época por razones no necesaria ni exclusivamente literarias.

De hecho, nacido católico, luego tentado en su juventud por el socialismo revolucionario, Bloy, ardiente lector de la Vulgata y de los Padres de la Iglesia, vuelve con un raro fervor, durante una grave convalecencia, a la religión Católica bajo la influencia justamente del arriba mencionado Barbey d’Aurevilly, de quien ha sido secretario particular y corrector de copias. Gracias a su maestro generoso, Bloy había podido conocer y frecuentar personalmente a importantes literatos como Paul Bourget, Joris-Karl Huysmans, François Coppée y Jean Richepin.

Lector apasionado de autores como Louis de Bonald, Joseph de Maistre, Ernest Hello y Blanc de Saint-Bonnet, y bajo la influencia de su obra, Bloy, para entonces realista legitimista y enemigo de la república, se deja llevar poco a poco por su fe hacia un posicionamiento político menos militante, movido por su anhelo de altruismo y de caridad cristiana, impregnado de compasión social, y alimentando toda su fe con la clemencia por los pobres, los olvidados, los tullidos; reprobando siempre a los poderosos, creyendo ver la Salvación en la mirada dolorida de los míseros,

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pronosticando el fin apocalíptico del mundo, inminente e inevitable, e intentando descifrar el sentido y el significado secretos de la Providencia en la Historia a través de la observación tanto de los sucesos más fútiles de la vida cotidiana como de la reflexión filosófica y el análisis del lenguaje críptico de las escrituras santas.Un episodio característico de este tipo de complejas y aparentes paradojas en la personalidad de Bloy, así como de su profundo compromiso con sus valores y la sociedad, lo encontramos en el famoso episodio del caso Dreyfus, durante el cual su odio hacia Emilio Zola no se compara más que con la profundidad sincera de su piedad por el inculpado. Presintiendo intuitivamente la inocencia de éste último, así como viendo claramente las implicaciones ocultas del Affaire, no duda en declarar abiertamente –descaradamente– que el procesado es inocente, proclamando además súbitamente su solidaridad con los judíos, cuyo «genio» le fascinaba. Este tipo de posicionamientos, aunados a sus acerbos y persistentes ataques a la sociedad comme il faut, le acarreó el odio y la venganza general, que se tradujo por su puesta al margen de la sociedad, así como del medio laboral. La venganza de la «gente honesta» consistió en doblegarlo por la degradación y el hambre: relegado al ostracismo más completo, Bloy cayó en la pobreza. En su hermosa reseña biográfica René Martineau escribe este terrible pasaje: «A partir de ese momento, la comparación con los demás poetas, con Baudelaire, por ejemplo, no es más posible. Léon Bloy es un dandy al revés, que se glorifica de sus ropas en harapos. Conoce la voluptuosidad del sufrimiento aceptado por el amor de Dios: “¡Todo lo que pasa es adorable, escribe, perfectamente adorable y soy quemado por las lágrimas!”. Es decididamente declarado imposible, incomprensible y además, insulta con su actitud no solo a los indiferentes o a los triunfadores, sino a su verdadero dios, la riqueza. Se le detestó. La pobreza se tornó para León Bloy en la miseria, una miseria atroz que lo forzó a mendigar».

Llevando con su mujer Jeanne Molbech (hija del poeta danés Christian Molbech) y sus hijas una existencia de una miseria indescriptible, sobreviviendo apenas de pan y leche, cuando no de agua sola, en medio de sus arrebatos ora de clarividencia mística, ora de impotencia y de furor, Bloy, que se calificará a sí mismo como un «mendigo ingrato», no cejará sin embargo en su lucha por denunciar al mundo y su falsedad, sin reparos contra los notables, las personalidades institucionalizadas, y las «glorias establecidas», profetizando el regreso del Espíritu Santo, y sobre todo escarneciendo a sus contemporáneos, creyentes o ateos por igual, por su tibieza y por la mediocridad de sus ambiciones espirituales. Cuando las hay...

El escritor lleva a cabo esta tarea por medio de obras como «La Mujer pobre» (La Femme pauvre), o «Beluarios y Porqueros» (Belluaires et Porchers). En este sentido, crítico mordaz y polemista sin par, redacta de 1892 hasta su muerte un Diario en ocho volúmenes caracterizados por una violencia verbal feroz y de un humor mortífero, pero también pleno de angustias y de efusiones místicas en espera apocalíptica de un Juicio Final que él creía próximo. En efecto, obsesionado por los milagros de La Salette, Bloy (quien era un amigo cercano de la iluminada Anne-Marie Roulé) es considerado un «panfletario cristiano» a la vez revolucionario y profeta. Vilipendiado y despreciado, víctima encarnecida, como decíamos, por esta doble faceta inquietante y molesta, de una conspiración del silencio abrumadora por parte de sus contemporáneos –recordemos la célebre fórmula de León Daudet: «¿León Bloy? No lo conozco»– este visionario sublime, Cruzado de la Luz y de las letras, no obtendrá un solo reconocimiento literario durante toda su vida; ni la profesión, ni los lectores de su tiempo reconocerán jamás sus méritos y su valía. De hecho sus seguidores serán siempre muy pocos, contándose por decenas, acaso algunos cientos. Esta observación puede aplicarse a sus herederos espirituales, ya sea literatos o pensadores, destacándose no obstante grandes nombres

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tanto del Siglo XIX como del XX. Citemos entre ellos a Georges Bernanos, Pierre Emmanuel, Emile Verhaeren o Jacques Maritain, en el contexto de Francia. En el ámbito internacional, Franz Kafka, Maurice Maeterlinck, Rubén Darío y Jorge Luis Borges evocaron la influencia del maestro en su obra.

Hoy prácticamente rehabilitado y reconocido como un actor eminente de la literatura francesa del cambio de siglo (y sencillamente de las letras francesas), León Bloy, aunque aún mal conocido por el público en general, nos legó una obra única que no entra en ninguna escuela específica, de inmensa calidad literaria, de una profunda erudición, un vigoroso fervor sobrenatural, y de un estilo deslumbrante y de gran virtuosismo; una obra en suma notable además por la coherencia y la gran fuerza de su testimonio profético, así como por el poder devastador de su crítica de la mentalidad burguesa. Puesto en sus propias palabras, Bloy explicó en una carta el sentido de su obra: «Penetrado, encantado, poseído por la certeza de que todo es misterioso, hombres y cosas, porque simbolista y figurativo, he querido mostrar por doquier el misterio siempre evidente para mi y hacerlo sentir con una violencia extrema, hasta producir la constricción o la dilatación de los corazones... ».

Retomando en cierto modo la famosa expresión de Hegel que se extasiaba viendo en Napoleón al «Alma del mundo», Bloy, en las maravillosas páginas que presentamos a continuación, se propone estudiar y revelar a Napoleón desde un enfoque metafísico, trascendente. Napoleón es en efecto un ser providencial, en el sentido que es el fruto y el instrumento superior de la Providencia.

Para Bloy, la trayectoria y el destino del Emperador son sobrenaturales, movidos éstos, así como la obra y grandes eventos del coloso iluminado por la mano de Dios, que escribe y teje la fortuna de los hombres de maneras cuyo entendimiento nos rebasa.

Para Bloy, Napoleón el Grande, el magnánimo emperador de Occidente, arquitecto que de las tinieblas de la anarquía y del caos restablece el orden, heraldo de la paz, chantre de la equidad y de la tolerancia, redentor de los desamparados y restaurador de los altares, soberano omnipotente pero lleno de clemencia, Napoleón es pues una expresión física del soplo divino, una manifestación del Espíritu Santo, la afirmación misteriosa e impenetrable de un designio celestial. La vida de Napoleón, «es la marcha de un semidiós, de batalla en batalla, de victoria en victoria. Bien se podía decir de él que estaba en una iluminación perpetua: por ello es que su destino fue de un brillo tal que nunca el mundo había visto uno semejante antes de él, y tal vez no lo verá jamás después», dirá a Eckermann el gran Goethe, para quien era impensable siquiera asomarse a la calle sin portar en la solapa la Cruz de la Legión que le había otorgado el héroe.

«No se podrá comprender nada en Napoleón, señala el iluminado Bloy, mientras en él no se vea un poeta, un incomparable poeta en acción. Su poema es su vida entera, y en ello no hay quien lo iguale. Pensó siempre en poetas, y debió siempre actuar como tal, no siendo para él, ese mundo visible, más que un espejismo». Entreviendo esta voluntad sobrenatural que ciertos visionarios han vislumbrado detrás de la vida y obra prodigiosas de Napoleón, autores como el mismo Víctor Hugo o el ruso Dimitri Merejkowski, nos han desde entonces brindado profundos tratados, magníficos frescos, tratando de penetrar el velo sobrenatural que parece turbar nuestra percepción y limitar nuestra visión a la mera representación de la realidad; sin duda ninguno ha alcanzado jamás la profunda clarividencia de la obra Bloy, igualado su agudo y culto discernimiento, ni se ha acercado a su belleza diáfana, radiante y pura.

León Bloy falleció en la completa miseria en Bourg-la-Reine, en 1917, a la edad de 71 años.

EG-S

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El mundo entero es el ropaje de mi miseria.WELLS. Cuando el Durmiente despierte1.

Fortioribus fortior instat cruciatio.Libro de la sabiduría.

DedicatoriaA ANDRÉS MARTINEAU2

Mi querido Andrés, no soy yo quien te da este libro, quizás el más importante de todos los que he podido escribir hasta hoy.

Es mi hijo Andrés quien te lo da, ese tan llorado hijo Andrés que Dios ha llevado consigo en su inocencia bautismal, y que tiene dieciocho años hoy en el paraíso.

El libro hubiera sido dedicado a él, y es conveniente que tú ocupes su lugar en este asunto. Quiero creer que ésta es su voluntad.

El hubiera amado a Napoleón como tú le amas, y vuestro patrono común, el gran Apóstol de la Cruz, te hará comprender, si le interrogas con amor, lo que había de deseable y de magnífico en el sufrimiento del más glorioso de todos los mortales.

Estamos en la noche del mundo, querido hijo; tal vez seas testigo de las divinas y terribles cosas que el vencedor de reyes parece haber grandiosamente prefigurado.

Ojalá El Alma de Napoleón ensanche tu corazón y lo fortalezca para el momento de ignoradas pruebas.

LEÓN BLOY.5 de Mayo de 1912

1 Bloy leyó en febrero de 1906 esta novela de Wells: « Es el artificio de la novela soñada, pero en razón del gran valor intelectual del autor, hay algo más que un juego de imaginación. Hay el presentimiento, tan profundamente humano, expresado o no, pero universal, de un Personaje que despierta de un largo sueño, es decir obteniendo por fin su mandato y encontrándose así, de repente, amo del mundo. ¡Cuántas veces he pensado en él! ». Vemos cómo la novela de Wells se une a la meditación de Bloy sobre Napoleón.2 Hijo de René Martineau, quien era, desde 1901, uno de los grandes amigos de León Bloy.

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Introducción

I

La historia de Napoleón es ciertamente la más desconocida de todas las historias. Los libros que pretenden relatarla son innumerables, Y los documentos de toda especie, llegan hasta el infinito. En realidad, Napoleón nos es, quizás, menos conocido que Alejandro o Senaqueríb. Más se le estudia, y más se descubre en él, alguien que no tiene semejanza con nadie. Esto es el abismo. Se conocen datos, se sigue el curso de los hechos, victorias o desastres; sábese de cerca o de muy cerca, de famosas negociaciones, polvo, y solamente polvo en el presente. Sólo su nombre es prodigioso. NOMBRE que, pronunciado por el más pobre de todos los niños, bastaría para avergonzar a cualquier hombre por grande que fuera. Napoleón es el rostro de Dios en las tinieblas.

Es notorio que las profecías o prefiguraciones bíblicas no pueden ser comprendidas sino luego de su entera realización, es decir, cuando todo lo que está oculto, haya sido revelado, tal como Jesús lo anuncia en el Evangelio, y esto lleva necesariamente el pensamiento, más allá de los tiempos.

Napoleón es inexplicable y, sin duda alguna, el más inexplicable de los hombres, porque él es, ante todo y sobre todo, el Prefigurante de Aquel que debe venir y que tal vez no esté lejos, un prefigurante y un precursor muy próximo a nosotros, significado a su vez por todos los hombres extraordinarios que le han precedido en todos los tiempos.

Si se quiere aceptar este postulado, y adentrarse un poco en él, he aquí que la historia toma un aspecto absolutamente distinto, y el océano napoleónico, tan terriblemente agitado hasta aquí, se vuelve repentinamente sereno, sumamente calmo, bajo un cielo de milagrosa serenidad.

¿Quién de nosotros, franceses o extranjeros de fines del siglo XIX, no ha sentido la congoja enorme del desenlace de la incomparable epopeya? Con sólo un átomo de alma, resultaba ya abrumador pensar en la caída en extremo súbita del Gran Imperio y de su jefe; ¡recordar que aun ayer había estado en lo más alto de los Alpes de la humanidad; que por el solo hecho de existir entre nosotros lo más Prodigioso, Bien amado, y Terrible, que jamás hubo, pudimos creemos como la primera pareja en su paraíso, dueños absolutos de lo que Dios ha puesto bajo el cielo, y que, muy poco después, también sería inevitable recaer en el antiguo cieno de los Borbones! Cierto es que esa caída había desarraigado, casi, la tierra. Las convulsiones de 1813, a pesar del dolor y de la excesiva amargura, fueron en tal modo grandiosas, que la imaginación y el orgullo pueden sentirse consolados de aquéllas; pero el fin es demasiado horrible; sobre todo, demasiado repentino, y la más angélica de las resignaciones, se siente impulsada a sustraerse a la doxología de ese Salmo colosal de la penitencia.

II

Si bien se sabe que hubo en él errores inmensos, esos mismos errores, precisamente, hacen que la tristeza sea insoportable. ¿Quién es el que, leyendo la historia del Imperio

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no haya intentado, suponiéndose contemporáneo, persuadirse, por ejemplo, de que Napoleón tendría menos confianza en la lealtad rusa, menos obsequiosidades para con Alejandro en Tilsitt; que demolería Prusia de uno a otro extremo, y restablecería a Polonia; que resolvería con mejor acierto el peligroso asunto de Bayona; que no habría hecho reyes de sus miserables hermanos; que no habría dispersado sus fuerzas desde Cádiz a Moscú, derrochando y destruyendo, también, los más bellos ejércitos del mundo? ¿A quién, en fin, no se le ha ocurrido esperar la llegada de Grouchy a Waterloo, de ese mediocre y funesto Grouchy, tan ciegamente escogido por el Emperador, para el movimiento estratégico más decisivo? Y esto no es todo. ¿Cómo no llorar ante el relato de la segunda Abdicación? ¡El más grande de los vencedores, abdicando dos veces! ¡Napoleón derribado de su sitial por un Fouché, por un Lafayette, y luego yendo a entregar alma y cuerpo a Inglaterra!...

Yo he dejado de padecer estas cosas3, el día en que he podido comprender, o, por lo menos, entrever el destino simbólico por excelencia de ese Ser extraordinario.

En realidad, todo hombre es simbólico, y en la medida de su símbolo es que resulta un viviente. Verdad es que esta medida es desconocida, tanto como la trama de las combinaciones infinitas de la Solidaridad universal. El que supiera exactamente, por un prodigio de infusión, la trascendencia de un individuo cualquiera, tendría ante los ojos, como un planisferio, todo el Orden divino.

Lo que la Iglesia denomina la Comunión de los santos es un artículo de fe, y no puede ser otra cosa. Preciso es creer en ello, como se cree en la economía de los insectos, en los efluvios de germinal, en la Vía Láctea, sabiendo muy bien que no puede comprenderse. Cuando uno se niega a ello, es, o un necio, o un perverso. Se enseña, en la Oración Dominical, que debe pedirse el pan nuestro y no mi pan. Para toda la tierra y para todos los siglos. Identidad del pan de César y del esc1avo. Identidad mundial de la impetración. Equilibrio misterioso del poder y de la debilidad, en la Balanza donde todo

3 León Bloy escribió El Alma de Napoleón entre enero y mayo de 1921. Pero soñaba con él desde hacía años, y acumulaba las lecturas de obras históricas y de Memorias. Sus reacciones aparecían en todas las páginas en su Diario en aquella época.

Se siente “el contemporáneo de los hombres de 1814” y anota el 9 de septiembre de 1902: “Consulado e Imperio. A pesar del autor [Adolfo Thiers], esta historia es para mí tan viva que sufro realmente del abandono del proyecto de desembarco en Inglaterra como he sufrido precedentemente de la evacuación de Egipto”.

Algunos meses más tarde, el 17 de abril de 1903: “Waterloo. Cuando escriba sobre Napoleón, diré mi extraña angustia todas las veces que se habla de Waterloo, por quien sea, y la imposibilidad, para mi eterna, de consentir ese desastre. Hubo las faltas o los crímenes de Napoleón, sí. Pero bien hay otra cosa, lo siento, en el lugar más profundo de mi alma, que nunca, en ningún día, se cumplió una injusticia tan profunda”.

Y todavía el 27 de junio de 1903: “1815. Quisiera acabar con esto, es demasiado doloroso. ¡Qué incertidumbre bizarra en el corazón del hombre, qué necesidad más extraño aún de incertidumbre o más bien qué presentimiento admirable de que nada es definitivo en este mundo! Por mucho que sepa esta cruel serie de desastres, me es imposible no esperar, en cada instante, que no lo lograrán. Quiero persuadirme que en Ligny, d’Erlon obedecerá a su emperador, que Ney le obedecerá en Quatre Bras, recobrando su resolución de antaño, que Grouchy finalmente se dignará escuchar, en Wavre, a sus oficiales y a sus soldados. Haga lo que haga, las desdichas pavorosas y tan injustas, en apariencia, de esta guerra, me sorprenden siempre... ¡Si todo el mundo se hubiera equivocado, sin embargo! ¡Si la batalla durara aún!”Ver León Bloy, Diario I y II (1892-19179), edición establecida, presentada y anotada por Pierre Glaudes, Robert Laffont, colección “Bouquins”, 1999.

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es pesado. No existe un ser humano capaz de decir lo que es, con certeza. Nadie sabe lo que ha venido a hacer en este mundo, a quién corresponden sus actos, sentimientos y pensamientos; cuáles son sus más allegados entre todos los hombres, ni cuál es su nombre verdadero, su inmortal Nombre en el registro de la Luz. Emperador o mozo de cordel, nadie conoce su fardo ni su corona4.

La Historia es como un inmenso Texto litúrgico donde las iotas y los puntos valen tanto como versículos o capítulos enteros, pero la importancia de unos y de otros, es indeterminable, y profundamente escondida. Si yo pienso, por lo tanto, que Napoleón podría bien ser una iota rutilante de gloria, véome obligado a reconocer, al mismo tiempo, que la batalla de Friedland, por ejemplo, bien ha podido ser ganada por una niñita de tres años o por un centenario vagabundo, pidiendo a Dios que se hiciera su Voluntad tanto en la tierra como en el cielo. En tal caso lo que se dice Genio, sería simplemente esa Voluntad divina encarnada, si así puedo expresarme, hecha visible y tangible en un instrumento humano llevado a su más alto grado de fuerza y de precisión, aunque, como el compás, sin posibilidad de abandonar su extrema circunferencia.

Lo que queda en pie, para Napoleón y para la infinita multitud de sus inferiores, que son todo el conjunto, figuras del Invisible, es que no puede moverse un dedo ni matar dos millones de hombres, sin significar alguna cosa que sólo en la Visión beatífica sea manifestada. Dios sabe desde toda eternidad, que en determinado momento, sólo de Él conocido, tal o cual hombre realizará libremente un acto necesario. Armonía incomprensible entre el Libre Albedrío y la Presciencia. Las inteligencias más luminosas no han podido ir nunca más allá de este límite. En tal estado, el Hombre integral, no debiendo ser, según la palabra Creadora, más que una semejanza, y una imagen, renovable en mil millones de almas de cada generación, fuerza es, pues, que sea siempre tal, haga lo que haga, y preparar así, poco a poco, en el crepúsculo de la Historia, un acontecimiento inimaginable.

Los hay, sin duda alguna, buenos y malos, y la Cruz del Redentor está siempre allí; pero los unos y los otros hacen exactamente lo que está previsto, y no pueden hacer otra cosa; no nacen ni subsisten sino para sobrecargar el Texto misterioso, multiplicando al infinito las figuras y los caracteres simbólicos. Napoleón es el más visible de esos caracteres indescifrables, la más elevada de esas figuras, y ésta es la causa de haber asombrado tanto al mundo.

III

Verdad es que el mundo no es difícil de asombrar. Es tan mediocre y tan bajo este patrimonio de Satán, que un ademán de fuerza o de grandeza es, por lo general, suficiente. En nuestros días ha sido frecuente observar políticos y escritores cuyo talento no excedía el común de los demás hombres, que han podido hacerse admirar de las multitudes.

Napoleón, dotado de fuerza y de grandeza, como no lo había sido hombre alguno, debió él mismo sorprenderse mucho más que todos aquellos a quienes deslumbró.

4 Sobre este tema que vuelve constantemente en la obra de León Bloy, he aquí lo que anota en “El Mendigo ingrato”; (Le Mendiant ingrat; Diario, 30 de enero de 1894) acerca de las “Historias desatentas-” (Histoires désobligeantes): “La idea central de mi último cuento, “Palabras digestivas” (Propos digéstifs), siendo que nadie puede estar seguro de su identidad y que cada cual ocupa verosímilmente el lugar de otro. Jeanne me preguntó cómo era posible que hubiera semejante desorden en la obra de Dios.“Y la Caída, repliqué... Nada está cumplido. Todos tenemos que esperar, puesto que estamos en el Caos”.

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Aborigen de una región espiritual desconocida, extranjero de nacimiento y de carrera en cualquier país que fuese, se asombró realmente, toda su vida, como Gulliver en Liliput, de la excesiva inferioridad de los contemporáneos, y sus últimas palabras recogidas en Santa Elena prueban que este asombro, convertido en absoluto desprecio, le siguió a la tumba y hasta ante el tribunal de su Juez.

¿Qué había pues venido a hacer en esa Francia del siglo XVIII que, indudablemente, no lo presentía y aún menos 10 esperaba? No era otra cosa que Un Gesto de Dios por medio de los Francos, para que los hombres de toda la tierra no olvidasen que hay verdaderamente un Dios y que debe venir como un ladrón, en un momento cualquiera, en compañía de un Asombro definitivo que procurará la destrucción del universo.

Convenía, sin duda, que ese gesto fuese realizado por un hombre que apenas creyera en Dios, y que ignorara sus Mandamientos. No teniendo la investidura de un Patriarca ni de un Profeta, importaba que fuera inconsciente de su Misión, tanto como una tempestad o un terremoto, al punto de poder ser juzgado de sus enemigos, como un Anticristo o un demonio. Era necesario, principalmente y ante todo, que por él fuese consumada la Revolución Francesa, la irreparable ruina del Viejo mundo. Evidentemente, Dios no quería más ya ese viejo mundo. Quería cosas nuevas, y para ello, se requería un Napoleón. Éxodo que costó la vida de millones de hombres.

Mucho he estudiado esa historia. La he estudiado orando, llorando de gozo o de pena muchas veces, y cuántas preguntándome si no sería locura leerla desde el punto de vista humano, como puede leerse la historia de Cromwell o de Federico el Grande, únicos jefes que, en mi opinión, podríaseles suponer, después de Aníbal o de César, en una proximidad cualquiera de Napoleón, y he terminado por sentirme en presencia de uno de los misterios más terribles de la Historia.

IV

Aparece un joven que no se conoce a sí mismo, y que debe creerse infinitamente lejos de una misión sobrenatural, - si, no obstante, una misión semejante puede ocurrir a su espíritu. Tiene el sentido de la guerra, y ambiciona una situación militar. Tras de muchas miserias y humillaciones, se le da un magro ejército, y de inmediato se revela como el más audaz, el más infalible de los capitanes. El milagro comienza, y no termina más.

Europa, que nunca viera nada semejante, tiembla. Ese soldado se convierte en Amo. Se hace Emperador de los franceses, y luego el Emperador de Occidente - el EMPERADOR, simple y absolutamente, para toda la duración de los siglos. Es obedecido por seiscientos mil guerreros que no es posible vencer, y que le adoran. Hace lo que quiere, y renueva a su antojo la faz de la tierra. En Erfurt, en Dresde sobre todo, tiene el aspecto de un Dios. Los potentados le lamen los pies. Él ha extinguido el sol de Luis XIV, y ha desposado la más encumbrada hija del mundo; Alemania, cejijunta y apergaminada, no tiene campanas suficientes, ni cañones y fanfarrias bastantes para honrar a ese Jerjes que recuerda con orgullo haber sido subteniente de artillería veinticinco años antes, no haber tenido un céntimo, y que ahora arrastra veinte pueblos a la conquista de Oriente.

Transcurre una estación, y he aquí “el frío Aquilón que devora las montañas, sicut igne”, dice el Eclesiastés.

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El subteniente de 1785 regresa a pie sobre la nieve, apoyado sobre un bastón, y seguido por algunos moribundos. Pero no ha sido vencido sino por el cielo, y el momento de ser vencido por los hombres, no ha llegado todavía.

Dios ama a este soberbio, y lo aflige por amor, sin querer abatirlo completamente. Dios ha mirado la sangre líquida de las matanzas, y ese espejo le ha reflejado la faz de Napoleón. Le ama como a su propia imagen; acaricia a este Violento como acaricia a sus Apóstoles, a sus mártires, a sus más dulces confesores; acaríciale tiernamente con sus manos poderosas, tal como un señor imperioso acariciaría a una virgen indómita que se negara a desvestirse. Al cabo le despojará, ciertamente, y en forma tan completa, que durante treinta o cuarenta años los reyes se ocuparán en disputar sus despojos. Pero no quiere que esto ocurra al primer golpe. Insistirá tres veces. 1813, 1814 y 1815, tres Epifanías de dolor!

La primera, y no la menos terrible, es la que más se parece al diluvio del siglo V. Los colosales ejércitos de la Coalición suprema imitan bastante bien a los Hunos, los Sármatas, los Suevos, los Alanos, los Sajones, los Godos y los Vándalos del Castigo de Roma. Toda esa canalla bárbara punza los flancos del León mutilado, pero no vencido. Él se retira bramando de dolor y de orgullo, y retorna a Francia donde hace combatir, uno contra diez, niños por él transformados en legionarios. El Olimpo o la Valhala de dioses imbéciles, tiembla una vez más. Traicionado en fin por tenientes que él había concebido y alumbrado, es relegado a la ínsula ridícula de Sancho Panza. Todo parece terminado. Un vejete fratricida y libertino intenta devorar a Francia con sus encías. ¡Por última vez reaparece el Invencible, y cuán prodigiosamente!

El Reino de Jesucristo y de su Madre, agotado de sangre, traspasado de dolores, precipítase al punto hacia él, con exclamaciones de júbilo. Esto es 1815, ¡ay! y Waterloo. Se combate como ángeles en la desesperación. ¡Se bate contra la Historia, se bate contra sesenta siglos! Esto es el desastre, y Juana de Arco llora en todos los caminos. Napoleón, que traía la victoria, está obligado a ocultarla entre las sombras de la derrota, no queriendo ser vencido sino por sí mismo. Incomprensiblemente abdica una segunda vez, asqueado de todo, y termina en Santa Elena, en medio de las ratas y los escorpiones de Inglaterra.

V

Tal es este misterio histórico, sin igual a otro alguno.Antes, en tiempos de mi juventud y aún más tarde, cuando era aficionado a las

novelas de aventuras o melodramas, he visto lo que me apasionaba sobre todas las cosas, esto era, la incertidumbre sobre la identidad de las personas. Es el gran recurso, aun hoy no agotado, de la Ficción patética. Desde Edipo y Yocasta, nada ha cambiado. Es esencial que el héroe, aunque intuitivo por otra parte, si se le quiere imaginar, sea él mismo un personaje enigmático. Ese imperdible poder de una idea trivial, tiene, sin duda alguna, su origen en algún presentimiento profundo. Este es el efecto de un concepto directo, aun cuando muy antiguo, de la condición humana. Yo lo he dicho: cada hombre está sobre la tierra para significar algo que él ignora, y así realizar, una parcela o una montaña de los materiales invisibles con que será edificada la Ciudad de Dios. No ver en Napoleón más que un hombre, más grande que los otros, seguramente, pero insignificante fuera de sus actos, es invalidar al mismo tiempo el Futuro y el Pasado, descalificando toda la historia.

“Ego dixi, dii estis. Yo he dicho: Vosotros sois dioses”, afirma el Señor. ¡Ah!, sin duda, por lo menos hay imágenes de Dios, custodias de su misterio y, ciertamente

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Napoleón es de las más manifiestas que sea posible contemplar. Yo no creo que haya en toda su vida, una acción o una circunstancia que no pueda ser interpretada divinamente, es decir, en el sentido de una prefiguración del Reinado de Dios sobre la tierra.

Nace en una isla, y hace la guerra continua a una isla. Cuando cae por primera vez, es en una isla. Por último, muere cautivo en una isla. Insular por nacimiento, insular por emulación, insular por necesidad de vivir, insular por necesidad de morir. Hasta cuando tenía a Europa en sus manos, hasta en las más terribles batallas, el perpetuo mugido de las olas del océano, cubría para él, el estruendo de los cañones. Ambicioso de reinar sobre todos los mares, el continente le fue siempre un obstáculo.

Como un gran navío presa de los hielos, él fue continuamente presa de las tierras, de las que no consigue desprenderse. Veinte años pisoteó el continente con furor, no pero donándole su oposición a la conquista de esa isla inglesa inaccesible, desde lo alto de la cual, él hubiera sido ciertamente el Dominador del Atlántico y del Mediterráneo, asegurando con sus flotas, los viejos reinos y los viejos imperios, y haciendo una isla de toda la tierra, ¡otra isla inmensa como su sueño! Tacete et ululate, qui habitatis in insula5, parecía decir, con el Profeta, a cada uno de sus pasos, y sin fruto alguno.

VI

Él decreta el Bloqueo continental, la más grande empresa que pudiera concebirse. Todo el continente europeo recluido y encadenado, trescientos millones de hombres que pueden ser condenados a la ruina y a la desesperación, porque Inglaterra, excluida de los pueblos, debe ser forzada a entregar las llaves y las triples barras de la prisión de los océanos, para todo lo cual, poco faltó... Esto recuerda, en grande escala, las famosas Prohibiciones de la Edad Media, cuya memoria es tan inquietante. ¡Decreto apocalíptico! Imagínaselo fechado en víspera del Juicio universal. Hay ángeles y trompetas en todos los cantones del cielo.

Pero los escitas y los sármatas acaban de nacer, solamente, a la civilización occidental. ¿No es justo que ellos tengan tiempo de corromperse a su vez? ¡Se niegan a sacrificarse! Napoleón les cae encima al frente de diez ejércitos. Pero, he aquí que Dios protege a esos bárbaros. Los guerreros legendarios e invencibles son muertos por el frío, y el bloqueo se hace imposible. También, desde ese momento, imposible la Dominación del mundo.

Esto era hermoso, sin embargo, demasiado hermoso para ese Dios celoso que no quiere partición. Cuando se digne, al fin de los fines, manifestarse completamente, o sea cuando todas las figuras hayan sido agotadas, preciso será que él haga algo semejante a ese Designio de Napoleón. ¡Entonces, pero solamente entonces se sabrá cuán bello era! Ciertamente, en ese momento Dios tendrá delante de sí y en su contra, una isla por humillar, la Isla de los Santos, otrora, transformada en la isla trágica y sombría, la isla de las Negaciones, de las Apostasías, de las Traiciones y del Orgullo. ¡Será bien necesario que, en cierto modo la separe del continente de la Fe, ya secuestrado él mismo en el más absoluto embrutecimiento!

¡Porque será preciso, oh Jesús, que os llamasteis a vos mismo el Hijo del Hombre, que os contentéis con muy poco si, desde ese instante, no cambiarais milagrosamente todo! Puesto que es inevitable que todo tenga su realización, vos tendréis, lo mismo que vuestro Napoleón, el obstáculo del frío y de los bárbaros. Pero, al mismo tiempo, tendréis el recurso que él no tuvo, de hacer de su pueblo algo como un pueblo nuevo, que no estará sino poco más abajo de los ángeles.5 Isaías, XXII, 2.

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VII

Napoleón se casa dos veces, como un Asuero, repudiando a una prostituta para tomar otra que no tiene de común, con la Ester de la Biblia, nada más que los perfumes. Pero éstos eran los de la monarquía cesariana de los Habsburgo, vieja bergamota desvanecida que pareció embriagarle un día, y que pronto le aturdió e hizo vacilar, casi asfixiado con el efluvio peligroso de los antiguos sepulcros repletos de magnificencia y grandeza carnales.

Cuéntase que Asuero, que reinó sobre ciento veintisiete provincias de Asia, queriendo reemplazar a su primera mujer, hizo buscar por todo su imperio, y comparecer ante su presencia, a las más hermosas del mundo, inclusive las de Parsis y de Escitia indómita, y que al fin fijó su vista en una pobrecilla judía de nombre Ester, que significa la Misteriosa. Napoleón, más poderoso que este antiguo potentado, y no queriendo pobrezas, tuvo que escoger entre las herederas altísimas de las Majestades que lamían sus botas, e hizo esto como una campaña rápida, excluyendo con un gesto a las princesas de menor magnitud. Pero la que desposó, no fue, en verdad, una misteriosa, y el suegro infame, el hombre de las “entrañas de Estado”, como se le decía entre sus domésticos, convertido cuatro años más tarde en un Mardoqueo de adulterio, condujo él mismo, con la triple corona en su testa, a su propia hija, archiduquesa, al lupanar, para deshonrar a un yerno que ya no le hacía más temblar.

Para terminar, no saliendo de la Biblia, creeríase leer a Ezequiel en ese formidable capítulo en que la ignominia sin nombre de las dos esposas del Señor es divulgada6.

VIII

¿Hablaremos del retorno de la isla de Elba? ¿Qué es lo que no se ha dicho o escrito sobre ese acontecimiento incomprensible? Hasta entonces, Napoleón no había combatido más que a los hombres y, precisamente porque era más grande que todos ellos, había sido, o parecía, vencido a la postre. Pero, saliendo de la isla de Elba, él emprende la lucha contra la naturaleza de las cosas, su propio destino, empeñándose en derribar al Ángel formidable, como Israel, fuerte contra Dios mismo.

No se había visto, y posiblemente no se verá nunca nada comparable al vuelo de su águila, yendo “de campanario en campanario, hasta las torres de Nuestra Señora”. ¿Por qué Nuestra Señora? Napoleón no era, sin embargo, en forma ostensible al menos, devoto de la Santa Virgen. Pero, siendo todo presumible en un ser tan grande, ¿no es acaso permitido suponer en él un presentimiento sobrehumano, una secreta adivinación del Dominio de María, eterna patrona y protectora de esa Francia que él había recogido en una ciénaga de sangre y de inmundicia, haciéndola tan magnífica?

Y, admírome ahora de mi propia prudencia. ¿Para qué tantas precauciones literarias? ¿No rompe los ojos que el Acontecimiento fue entera, absolutamente sobre-natural? Quizás no había en Francia una familia que no hubiera sangrado hasta el agotamiento sus venas, hasta la definitiva paralización de los latidos del corazón. En Italia, en Egipto, en Alemania, en Polonia, en España sobre todo y en Rusia, un número infinito de franceses había muerto por su voluntad, o lo que podría considerarse su voluntad. La sola campaña de Sajonia había costado más de cien mil vidas. Hubiera podido creerse que ese devorador insaciable había extenuado todo entusiasmo, y secado todas las fuentes del amor.

6 Ezequiel, capítulo XXIII.

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Ocurrió precisamente lo contrario. Un último ejército de víctimas vino a ofrecerse, ¡Y qué víctimas! Un como rugido de gloria subió hasta el cielo. En una revista, los caballeros heroicos de cien batallas, cruzando sus sables por encima de su cabeza, hiciéronle un arco de acero llorando de alegría y de furor. Algunos días más tarde eran a su vez inmolados. Eran los últimos, pero aún quedaban, de todos modos, y Napoleón, si lo hubiera querido, podía aún, a pesar de Waterloo, continuar indefinidamente los sacrificios humanos.

En verdad, jamás hubo un hombre adorado como lo fue él, en la esperanza o en el desaliento, en los tormentos infinitos de la fatiga, del hambre y de la sed, en medio del fango y de la nieve, entre la metralla y los incendios, en los destierros, en las prisiones, en los hospitales y en medio de la agonía; adorado a pesar de todo, adorado siempre, como un redentor al que no podían alcanzar las corrupciones de la tumba, como una virgen de gloria que no podía morir. En mi niñez yo he conocido viejos mutilados incapaces de distinguirle del Hijo de Dios.

IX

El recuerdo de esas imágenes de Raffet, que ilustran la pobre historia de Norvins, parecíame un Evangelio cuando yo tenía doce años. Sí, eso es, un Evangelio. Apenas conocía yo otro, adelantada o retardada mi cultura cristiana, por la cultura napoleónica. A pesar de tantos años transcurridos, todavía encuentro el estremecimiento de magnificencia que recorría mi ser, hojeando esas páginas que mal podía leer, ignorando absolutamente la historia. Pero, ¡qué fiebre, qué temblor ante las imágenes! ¡Qué necesidad tenía de leer! Con y por ellas, seguía por todas partes a mi héroe y mi emperador, desde Tolón hasta Santa Elena. Yo le acompañaba principalmente a Egipto y a Rusia; veíale siempre todopoderoso, siempre infalible, como un dios, y me creía uno de los más veteranos de su Vieja Guardia.

¿Qué necesidad tenía yo de comprender? Sentía ya entonces, y nunca he dejado de sentir en él lo Sobrenatural, y las ocho letras de su nombre, impresas, recuerdo, en grandes mayúsculas color de sangre, sobre la tapa, me parecía que irradiaban hasta los extremos del universo. Nada de ello he olvidado después.

Había también, muy cerca de la ciudad, un jardín extraño y ciertamente muy ridículo que quizás volveré a ver en el Paraíso. Un burgués cualquiera, un imbécil -tengo ese temor- había ideado hacer de su propiedad, un lugar de peregrinación napoleónica. Habíale dado el nombre de Santa Elena, y allí me condujo mi padre, siendo yo muy niño. Es esto tan lejano, que apenas puedo recordado. Había un enorme busto del Emperador, una columna del gran ejército en símil bronce, una especie de caverna circundada de sauces llorones y representando la tumba de exilio, de la que emanaba un espanto religioso, una efigie verdosa del Rey de Roma en cuna de hiedra o de madreselvas, y yesos de veteranos o de mariscales desafiando toda pulla sublunar.

He aquí cuanto puedo hallar en las criptas de mi memoria, y todavía no estoy muy seguro de ello. Pero la emoción de mi corazón de niño perdura, y por tal razón al cabo de cincuenta años, puedo escribir estas páginas7. ¡Tal era y tal es aún, tanto tiempo después de su último suspiro, el ascendiente de ese Prodigioso!

X

7 Ver más arriba la nota del apartado II de esta Introducción.

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Considerado Napoleón como un instrumento divino, simplifícase mucho el inventario de sus faltas, registradas con tanto esmero, y en tanto papel, por todos sus jueces. Si con el nombre de faltas se entiende razonablemente una serie de transgresiones voluntarias, veniales o capitales, de una ley promulgada, la estricta justicia no permite que se las impute a un instrumento. En este sentido, Napoleón puede no haber cometido una sola falta, estando siempre obligado a cumplir, en calidad de instrumento, lo que le estaba prescripto querer y realizar.

No cabe duda alguna de que fuera, al mismo tiempo, un hombre bajo la ley de la caída, y por tanto, pasible de incurrir en los desórdenes de su libertad. Pero de esto sólo Dios es juez, Dios de todos8. Yo no considero más que las faltas llamadas políticas. Nadie fuera de él, ha podido saber ni conjeturar sin temeridad, lo que de su propia voluntad pone en las acciones magníficas o pavorosas exigidas por una Voluntad superior, a la cual no debía desobedecerse.

Si bien confusamente, él sentía bien esa voluntad, cuando hablaba de su “estrella”, sin alcanzar a comprenderlo, sentía una mano en sus cabellos, una mano sobre su corazón, que cesaba entonces de latir, una mano, se ha dicho, en torno a su pensamiento formidable.

Estremeciéndose, ese Amo del mundo veíase circunscripto en una libertad de orden inferior y - bajo su máscara imperial - hermano menor y servidor de todos, inclusive de los más miserables, que no tenían, como él, una consigna, un mandato de eternidad, una misión divi¬na que llenar, y que parecían tener, más que él, la elección de sus obras buenas o malas.

Tal vez entonces fuera posible explicar, por intermitentes rebeliones de su alma, por súbitas veleidades de evadirse de una tan fatal grandeza, los incomprensibles perdones que tuvo tantas veces para sus enemigos más peligrosos, y su inconcebible debilidad hacia compañeros indignos de él.

«Este hombre nacido para el imperio, ha dicho un historiador penetrante, que entró con paso firme en la soberanía, y se encontró sin esfuerzo, no solamente el igual, sino el superior, y bajo todos los aspectos, de reyes y de emperadores vencidos por él, siempre fue en su familia, un advenedizo y un menor. En su familia no fue emperador, sino para dar. Nunca logró hacerse obedecer ni respetar. Conservó para los suyos esa extraña complacencia que extendió a todos los que le habían ayu¬dado en los tiempos difíciles, servido en los años de crisis. Este guerrero, este autócrata violento, generoso, bonachón, fue de todos los señores y conductores de hombres, el más notablemente engañado y traicionado, por sus mujeres, por sus hermanos, por sus hermanas, por sus ministros, por sus tenientes, por sus servidores».

Indudablemente convenía que así sucediera, y que hasta sus mismas faltas - pues debe emplearse esta palabra - fuesen como partes esenciales del poema de su destino.

XI

Por otra parte, se está suficientemente advertido cuando, siendo capaz de ahondar, se llega a considerar la flagrante necedad de una sustitución imaginaria en los acontecimientos cumplidos. Otro desenlace hubiera tenido lugar, dícese, si tal circunstancia hubiera sido prevista. Pero, precisamente, esa, circunstancia no podía ser prevista ni sorteada, puesto que era menester ese desenlace y no otro. Los hechos son absolutos en sí mismos, y en todas sus peripecias. Los hechos históricos son el Estilo de la Palabra de Dios, y esa palabra no puede ser condicional. Eran precisos Vincennes, 8 En el original, estas palabras están en castellano.

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Tilsitt y Bayona, los Reyes hermanos, la impunidad incomprensible de Bernadotte y la desastrosa campaña de Moscú; era menester, luego de Dresde y Kuhlm, la inconmensurable demencia de abandonar en las inútiles fortalezas alemanas 150.000 soldados más que suficientes para aplastar la Coalición en las llanuras de Champagne. En fin, era necesario, como otro factor más, que existiera un Grouchy. Eran necesarias todas esas cosas conocidas y muchas otras que no se conocen, y la prueba sin réplica es que son cosas ocurridas bajo la mirada de Dios, que no se equivoca, y que quería esas cosas, desde siempre.

“¿He cumplido, pues, las voluntades del Destino?” respondía el Emperador a alguno de sus grandes que intentaban disuadirle de sus proyectos sobre Rusia, en 1812. “Yo me siento impulsado hacia un fin que desconozco. Cuando lo haya alcanzado, un átomo bastará para derribarme”9. Defendióse en Santa Elena, del reproche de haber amado excesivamente la guerra, diciendo que siempre estuvo obligado a hacerla, y ésta es una rigurosa exactitud. Si él amó la guerra, de la que era un maestro incomparable, y en ella fue el gran artista enamorado de su arte, pero forzado a vivir exclusivamente de él, ¿quién tendría el derecho de incriminárselo?

Uno se pregunta quién es el hombre que, como él, haya podido galopar tanto bajo el acicate de su destino.

Sábese de su famosa carrera desenfrenada, de Valladolid a Burgos, treinta y cinco leguas en cinco horas. Había partido con una numerosa escolta, en razón del peligro de las guerrillas. Poco a poco sus acompañantes iban quedando rezagados, y llegó casi solo. Debió dejar Inglaterra, insuficientemente estrangulada al norte de España, para echarse sobre Austria amenazadora, y no tenía una hora que perder.

Esta fantástica cabalgata, casi inverosímil, es una imagen de toda la vida forzada de ese Titán, siempre constreñido a salirle al encuentro al rayo, y que sólo en la muerte halló reposo.

XII

Por falta de atención, o debilidad de inteligencia, me he sorprendido a menudo de las dos Abdicaciones, no concibiendo que tal hombre hubiera abdicado una sola vez. Hoy pienso que él hizo esto, como todo lo que hizo, por mandato. Es muy otra la versión de las dos esposas y al respecto me digo que es aquí, principalmente, donde debe investigarse.

¿Sería posible, pues, que él pueda tener dos abdicaciones divinas? ¿Es concebible semejante idea? Dios diciendo: “A partir de este momento no soy más Dios”. Una primera vez, porque se le abandona; la segunda, porque él se abandona a sí mismo. Esto es el vértigo, el despeñadero de lo absurdo y de lo imposible. Y, sin embargo, esto se ha visto en el gran espejo de los enigmas10, en 1814 y 1815. Mucho se le ha llorado, y hay gente que lo llora todavía. Antes y, sobre todo, después de los Cien Días, los desdichados decíanse a sí mismos: “¡Esto ha terminado! No tenemos más Dios, ¿qué será de nosotros? No se podrá ya nacer, ni se podrá morir más. No podrá ser uno juzgado ni recompensado por nadie. No hay ya paraíso para la esperanza, ni infierno para la desesperación”. Y hubo en el pobre mundo una tristeza infinita.

9 Citado por el general Philippe-Paul de Ségur (1780-1873) en su brillante relación de la campaña de Rusia, “Historia de Napoleón y de la Grande Armada en 1812” (Histoire de Napoléon et de la Grande Armée en 1812; 1824), libro II, capítulo II.10 Recuerdo del texto de San Pablo, ya citado por Bloy: primera epístola a los Corintios, XIII, 12: “Videmus nunc per speculum in aenigmate”.

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¿Porqué, pues, Napoleón ha abdicado, y, lo repito, abdicado dos veces? Sólo uno podría responder a esto, y se llama el Espíritu Santo. Este diría: “El ha abdicado por mí. Siendo la semejanza del Padre cuando se arrepintió de haber hecho a los hombres, siendo la imagen de su Hijo, por ellos crucificado, Napoleón estaba obligado a despedirlos en su persona y de ese modo, puesto que no quedaba por prefigurar, sino el Paracleto del triunfo definitivo en que deben cumplirse todos los símbolos, y consumarse todas las profecías. Vuestro emperador ha hecho lo que debía hacer, tan exactamente, como los soles o como los animales, sin comprenderlo ni saberlo, y la magnificencia que apareció en él antes que cayera, no era sino, y por anticipado, un reflejo infinitamente pálido de mi próximo esplendor. Los dos gestos por los cuales él os ha abandonado, eran míos verdaderamente, en el espacio y en la duración, pero en una forma que se os oculta, y que no conoceréis antes de tiempo”.

Que el que puede comprender, comprenda, ha dicho Jesús, que sólo hablaba en parábolas, y este conjuro misterioso no podía más que dirigirse al solo Paracleto venidero, por quien serán develados todos los arcanos.

No siendo el representante acreditado de ese Consolador, nada tengo, pues, que explicar. Por otra parte, después de la caída y de la abyección proveniente de la Caída original, ¿quién es, pues, capaz de explicar o de comprender profundamente cualquier cosa? Ya es muy hermoso y medianamente sobrehumano mostrar que en todas partes hay misterio, o dado a presentir; proclamar, por ejemplo, que no hay causas juzgadas en la historia, que la vida de los hombres, grandes o pequeños, “no es sustraída, sino solamente cambiada”, según la expresión litúrgica, vira mutatur, non tollitur, y que, en consecuencia, nada se sabe, verdaderamente, de las combinaciones perpetuamente iterativas de la Voluntad divina.

XIII

¡Ah, si Napoleón hubiera podido ser la multitud! Si su nombre hubiera sido el nombre de la multitud, ¡cuánto más fácil de explicar sería todo esto! En primer lugar, no habría tenido necesidad de nacer en una isla, lo que hubiera simplificado todo, siendo su caso esencialmente geográfico, y toda idea de un Bloqueo continental, o solamente departamental, hubiera resultado sin ocasión y sin oportunidad. Una sola esposa le hubiera bastado, la universal imbecilidad, esposa fiel si las hubo, ¡y cuán fecunda!

Jamás habría estado en la isla de Elba, demasiado alejada de los centros, y, por consiguiente, nunca hubiera tenido que retornar de ella. En lo que atañe a las dos abdicaciones, mejor será no hablar. Fácil hubiera sido reemplazarlas por el Sufragio universal que, ciertamente, así lo creemos, habría horrorizado a la Coalición, y así hubiera sobrevenido la prostitución política, cincuenta años antes.

Pero... Napoleón no era la multitud. Estaba solo, absoluta y terriblemente solo, y su soledad tenía un aspecto de eternidad. Los famosos anacoretas de la antigüedad cristiana tenían en sus desiertos la conversación de los Ángeles. Estos santos hombres estaban aislados, pero no eran únicos; veíanse entre ellos algunas veces, y su enumeración es difícil. Napoleón, semejante a un monstruo que hubiera sobrevivido a la extinción de su especie, estuvo verdaderamente solo, sin compañeros para comprenderle o asistirle, sin ángeles visibles, y quizás, también, sin Dios; pero esto ¿quién puede saberlo?

No teniendo iguales ni semejantes, estuvo solo en medio de reyes y de otros emperadores que parecían domésticos apenas llegados a su presencia; solo estuvo en medio de sus grandes, por él fabricados de barro y de esputos, y que recayeron en su origen, el mismo día en que empezó a declinar su poder; solo en medio de sus pobres

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soldados, que no podían darle sino su sangre, y que se la brindaron con largueza. Solo se halló en Santa Elena, en medio de las ratas de Longwood.

¡Estuvo solo, en fin, consigo mismo principalmente, donde erraba tal como un leproso intocable en un palacio inmenso y desierto!

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IEl alma de Napoleón

El primero de todos los derechos para Napoleón, tanto como para el último tambor de sus ejércitos, era, ciertamente, tener un alma, un alma que fuera verdaderamente suya, y que no pudiera pertenecer a ningún otro. Es difícil pensar en ello.

Sin duda, cuando uno es cristiano está forzado a saber que todo hombre tiene un alma, y que esa criatura invisible es a semejanza de un Creador invisible.

Por consiguiente, sábese también que el alma de no importa quién, fuese de un imbécil o de un negro, es infinitamente más preciosa que todos los tesoros imaginables, incomparablemente más colosal que la estrella Canopus, a la que los astrónomos modernos le asignan una dimensión esférica ocho millones de veces superior a la de nuestro sol.

Algunos santos han dicho que si alguien pudiera ver un alma tal como es, en su magnitud y en su dignidad, ese alguien moriría al instante. Seguramente, si esto fuera puesto en duda, el Dogma de la Redención por la Sangre y por el Oprobio de un Dios encarnado sería absurdo e inconcebible.

Ya es mucho para un creyente que el Alma pueda ser pensada, y me atrevo a decir que es de todo punto de vista sobrenatural, que continuamente se hable de ella. No se trata aquí, por supuesto, del alma de las bestias o de las plantas, es decir, de su principio de vida que no es, en verdad, fácil de explicar ni de demostrar. Se trata de un alma humana incapaz de terminar, cuya misma existencia sólo es conocida por la operación de la Gracia, del alma invisible que debe sobrevivir a un cuerpo visible, que está ella llamada a reintegrar un día, de esta alma que Dios ha hecho partícipe de sí mismo, y, que es más duradera que todos los mundos.

Si esta idea es abrumadora, cuando nuestro espíritu se digna prestar atención al primero que llega, ¿qué será de un Napoleón? ¿Será necesario decir, mofándose del Redentor y de su Sangre, que el alma de éste es superior al, alma de los otros? Seguramente no, pero más grande, incomparablemente más grande por atribución, esto es exacto.

Hay almas que son esposas o concubinas preferidas que el Señor se complace en colmar de las más extraordinarias y suntuosas joyas. Si ellas son infieles o disipadas, asumirán su castigo condigno, porque el Señor es tan celoso como poderoso.

Pero, hasta en el fondo de su desgracia, ellas conservarán su gloria esencial, y el recuerdo de lo que ellas fueron no será borrado del corazón de los hombres.

Nadie destelló tanto como Napoleón, esto es cierto, pero nada prueba que su alma fuera más luciente que la de un pedante o de un zapatero.

Las antorchas o faros de su genio esparcieron una luminosidad que todavía brilla, y que no se extinguirá hasta el alba del Día de Dios. Pero su alma, siempre ignorada, no puede iluminar más que a él mismo, de un modo que escapa a nuestro entendimiento. Su alma, triste o jubilosa, sombría como los abismos, o torturada por la luz; su alma de pecador, de orgulloso, de implacable, de sentimental y de campechano; su alma de fuegos cambiantes, dolorosa o triunfante; su alma inconstante o desesperada, diciéndole siempre: “Tú estás solo, oh Napoleón, eternamente solo; nadie te acompaña, nadie sabe lo que tú amas o lo que odias, ni dónde te llevarán tus pasos, puesto que lo ignoras tú

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mismo. Pobre omnipotente desdichado, llora en el fondo de mí; yo te oculto y te protejo”.

Napoleón no ha tenido suyo, exclusivamente, sino su alma. Por ella ganó todas sus batallas; por ella fue un conductor de hombres inusitado, un administrador infinito; por ella osó amasar a Europa con manos prestadas por Dios, y que esperó no devolver jamás.

Por su alma, en fin, y su alma sola, tuvo la gloria de engañarse, como ningún hombre habíase engañado antes de él, y de ser abatido al fin, no siendo más que el Anunciador, no por la hostilidad furiosa de algunos reyes humillados, sino por la coalición de todos los siglos, y por el reflujo de la Revolución francesa que se retiraba de él, habiéndole llevado hasta las cumbres.

Los testimonios históricos son bastante claros. Configurador y Regulador de esta Revolución que cambió la faz del mundo, Napoleón tuvo contra sí, necesariamente, todas las Tradiciones anteriores. Todas las cosas del Pasado debieron naturalmente precipitarse hacia él y sobre él, como innúmeros torrentes atraídos por un abismo único.

En vano trató de moldearlos, desplazando todas las fronteras, tratando de fabricar nuevos reyes y nuevos pueblos, fechando de por sí, una era nueva.

Las cosas le obedecieron menos que los hombres, y es para confundir el pensamiento, decirse que hubo un alma, una sola alma de orgullo, de amor y de sufrimiento, como los otros, para llevar ésta, un alma en extremo desmesurada, pero absolutamente única por destino, en la cual fue necesario que se concentrara el esfuerzo de la resistencia continua a todas las almas, yeguas pérfidas o salvajes que era indispensable domar siempre.

A riesgo de parecer paradojal, me atrevo a pronunciar la palabra desinterés. ¿Cuál podía ser, en efecto, el interés o los intereses de un hombre llegado a una situación tan prodigiosa? ¿Qué ambición hubiera podido albergar sino la de ser o la de mantenerse tal como era, lo que debía haber sido siempre, aun en el limbo de sus destinos, porque el porvenir, en el sentido ordinario, es una palabra sin acepción, cuando se habla de tales parangones de humanidad? En la cima de todo, a la edad de treinta y ocho años, satisfecho de todo cuanto puede hacer palpitar, no le quedaba sino hacerse adorar como un rey pagano, si su poder inusitado hubiera prevalecido sobre la gota del agua bautismal.

¡El desinterés de Napoleón! ¿Quién piensa, pues, en ello? Fue a su medida, sin embargo, y completamente desmesurado, no precisamente por desprecio o saciedad, sino porque no tuvo tiempo de buscar o aun de considerar lo que hubiera podido serle provechoso. Él tuvo el desinterés del verdadero soldado que ejecuta una consigna peligrosa, sin ser sostenido ni siquiera por el pensamiento de que su obediencia pudiera parecer heroica.

No sabiendo él mismo dónde lo llevaba una Voluntad misteriosa, cuyas exigencias ni pensaba discutir, y reservándose la responsabilidad total, tan grave como no la ha asumido ningún mortal, le pareció simple exigir el desinterés absoluto de millones de criaturas que él colmaba de gloria, no teniendo otra cosa que darles; pero adivinando muy bien que esos instrumentos inferiores de la Fuerza irresistible, cuyo impulso soportaba, iban como él, y al mismo paso, hacia el inevitable cumplimiento de un Designio oculto hasta para la comprensión de su genio.

Nunca se repetirá lo bastante; todo estaba contra él, todas las almas contra su sola alma. No solamente las almas de los contemporáneos tan violentamente comprimidas por él, sino las almas de antes, las almas siempre vivas de antiguos muertos, que habían ido colmando, gota a gota, durante siglos, las Siete Copas de la Cólera que él se encargara de presentar al mundo, y todavía las almas venideras, sobre las cuales esas

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espantosas Copas serían inevitablemente derramadas, porque él, como ya lo he dicho, no era más que un Precursor.

Todas, pues, debían estar contra él, lo mismo que los criminales contra el ejecutor de sus propias obras, y también, en virtud de ese instinto universal de la humanidad en el estado decadente, que no perdona a los Superiores.

Es, pues, razonable, pensar que Napoleón, aun en los días de sus triunfos más rotundos, fue un hombre secreta pero profundamente desdichado, puesto que la felicidad, o lo que se quiere designar como felicidad, en ésta vida, no es más que una combinación, ilusoria por otra parte, de satisfacciones mediocres y gangas adventicias que no pueden convenir a un gran hombre, y, sobre todo, al más grande de los hombres.

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IILas otras almas

Su número es infinito y desalienta pensar en ello. Las otras almas, es el género humano todo entero. Pues tal es el deslumbramiento procurado, no por el ensueño, sino por el pensamiento. Napoleón de una parte y el mundo en la otra.

Me parece haber vivido en esa época, aun no olvidada, del año VI, en que Bonaparte traía a París la ratificación, ¡cuán inútil! del tratado de Campo-Formio. Eso fue la primavera del delirio, el principio de la fascinación universal. Uno se mataba para ver de más cerca al joven general, con presencia de héroe de la antigüedad, y sólo comparable a imaginarios vencedores, que a los veintiocho años de edad venía de hacer arrodillar ante sí, a los clásicos ejércitos de Austria, victoriosos -no hacía un siglo todavía- de Luis XIV. La atmósfera humeante de gloria, en este gran pueblo, era casi irrespirable.

Desde ese momento, el dominador debió sentir su poderío y juzgar a sus contemporáneos. A no dudar, había debido ver cuán fácil era, con sus dotes, hollar lo que había de más grande, lo que se creía, por siglos, lo más grande. Entonces, necesariamente debió comenzar, para él, y ya contra él, el espectáculo desconocido hasta ese momento, de la avalancha furiosa de todas las almas que habitaban o habían habitado cuerpos desde mucho tiempo o desde siempre.

Sin remontamos al Diluvio, hubo, al menos, un Enrique IV, el rey gascón, destructor de la Unidad católica en Francia y absurdamente ambicioso de una hegemonía europea, que no permitió la providencial puñalada de Ravaillac. Este charlatán potentado11, que no ha podido dejar al pueblo más que el recuerdo de sus liviandades, había osado decir, sintiéndose amenazado: “Vosotros no me conocéis; cuando me hayáis perdido, reconoceréis lo que valía yo, y la diferencia que existe entre los demás hombres y yo”. Él estaba persuadido de ello, sin duda alguna, y más que él su nieto.

El protocolar Luis XIV, jefe supremo de la oficina de las monarquías y uno de los más mediocres presumidos que jamás haya sido visto, no juzgándose “distinto de muchos soles, nec pluribus impar”, exigió simplemente que uno encegueciera o se idiotizara mirándole. El cenagoso Luis XV, muy digno de su antecesor, inmediatamente a su muerte, ¡oh Juvenal!, debió ser puesto en el ataúd, mediante el espantoso uso de un desagotador de pozos negros, y éste es el rasgo más característico de su reinado.

En fin, Luis XVI, la Nada real neumática y automática, matador de golondrinas y cerrajero; capaz, a lo sumo, y según Thiébault12, de matar perrillos a golpes de bastón, y reír interminablemente de esta simple ocupación; excelente objeto para la guillotina, y tesoro inapreciable para los dípticos del martirologio de los imbéciles.

Dase por entendido que estos personajes, con todos sus prójimos, sus amigos, sus ministros, sus mujeres o sus queridas, tenían almas. Lo mismo es necesario decir de cada uno de los grandes bufones de la Revolución, yendo de Mirabeau al verdusco Robespierre.

Y cuando Napoleón ha dejado de barrer el espacio bajo el cielo, aquello se continúa innoblemente con el saco de excrementos que se ha llamado Luis XVIII, y su imbécil

11 Extraña traducción, pues el original de Bloy reza así: Ce hâbleur de la «poule au pot», es decir, «este fanfarrón del “guiso de gallina”»12 Paul Charles de Thiébault (1769-1846), general en 1801, luego general de división y barón (1813).

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segundogénito Carlos X, fratricidas los dos, y suplantadores repugnantes de su sobrino, el infortunado Luis XVII, tan incapaces uno y otro de un gesto de inteligencia superior, como de un impulso de arrojo o de bondad magnánima.

No acabaría de prostituirse la imaginación si fuera necesario hablar de Luis Felipe, del capitular de Sedán, de los Presidentes de nuestra sucia13 República, y, sobre todo, del Monstruo que ya se oye golpear en los vidrios de la posada. .

He dicho que Napoleón está precisamente en el centro de este inmenso torbellino, no pudiendo hallarse en otra parte, a causa de la exorbitante magnitud de su alma. A esa altura del pensamiento que trato de alcanzar, claro está que las nociones de tiempo o de espacio no existen más.

La historia entera se hace sinóptica y simultánea, al extremo de que es posible yuxtaponer y anexar estrechamente, ante los ojos, los acontecimientos más dispares o los más distantes. La duración es una ilusión consecutiva a la invalidez de la naturaleza humana decadente. “Todo hombre es la suma de su raza”, ha dicho profundamente un filósofo14. Todo grande hombre es una suma de almas.

En una época remota, y relativamente oscura, hubo un momento en que todo lo que se llama el Pasado, estaba en la necesidad de llegar hasta Carlomagno. De igual modo, hace cien años, fue menester que todo, con Carlomagno a la cabeza, se precipitara sobre Napoleón, y ese conflicto es, sin duda, el más extraordinario de los prodigios. Es inevitable, pues, afirmar que Napoleón es el Jefe soberano de todas las voluntades, anteriores, contemporáneas o posteriores, y que centraliza en la suya la totalidad de las almas.

En este sentido, y tras el desfalco ideal de la apariencia cronológica, puede decirse sin eufemismos que Luis XIV, por ejemplo, no tuvo deferencia hacia Napoleón haciendo un rey de España, de su duque de Anjou, luego de haberle escandalosamente desobedecido, firmando el deplorable tratado de Ryswick. Y aún, ¡cuántas otras cosas! La inercia de ese miserable sultán cristiano después de Steinkerque, cuando le era posible aplastar a Guillermo de Orange; el salvaje y estéril incendio del Palatinado; la torpe expulsión de dos o trescientos mil calvinistas, que le hubiera sido fácil y tan refrescante hacer matar; el aún más torpe bombardeo de Argel y de Túnez, sin lograr la conquista, y la infructuosa paz de Nimega, ocasión brindada a los burgueses de París, para disfrazar al triunfador en peluca, con el sobrenombre el Grande, en el mismo instante en que esta treta política, desprestigiando a Francia, preparaba simultáneamente, para fines del siglo siguiente, las futuras coaliciones y el triunfo definitivo de Inglaterra.

En suma, Napoleón le debía la derrota de Trafalgar, la angustia de Austerlitz, el duelo de Eylau, la ilusión de Tilsitt, la deshonrosa estafa de Bayona y el atroz sinsabor que fue su consecuencia, el terrible peligro de Essling, el Matrimonio insensato, el fin de su poderío en Rusia, la vorágine de 1813, y el desastre final de Waterloo.

Ciertamente él es deudor de todo ello y de su mortal Cautiverio, del sol ridículo de Luis XIV, de la luna pálida y obscena de Luis XV, deudor de la necedad confusa de Luis XVI, y, en fin, del rabioso Comité de Salud Pública, tendiente a desbordar todas las fronteras, sin freno posible. Heredero y ejecutor testamentario de todas esas almas cenagosas o trágicas, debió ir hasta Moscú para defender las barreras de París, y esto fue la catástrofe.

A sus ojos, inmediatamente, ¿cuáles fueron las almas? Todos pensarán naturalmente en Talleyrand, en Fouché, en Bernadotte, para el cual todos los oprobios son pocos. Pero hubo sus perras mujeres, sus hermanos y sus hermanas, todos los que él había hecho

13 “Salope”, en el texto original: puerca, en el sentido de mujerzuela, ramera.14 Antoine Blanc de Saint-Bonnet, filósofo católico legitimista (1815-1880).

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grandes, la majada infinita de funcionarios que él había colmado de beneficios, la propia nación, por él exaltada a la real corona del mundo. Luego, en el futuro crepuscular, todo cuanto sabemos, ¡ay!... Entonces, uno se pregunta si es posible concebir un destino más torturante.

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IIILa angustia

El momento más difícil de toda la vida de Napoleón, parece haber sido el 18 Brumario, o más exactamente, el día siguiente, cuando se consumó ese famoso golpe de Estado, luego que Napoleón, espantosamente sacudido por los jacobinos del Consejo de los Quinientos, y escapado de sus manos por algunos de sus granaderos, hubo al fin violado la fortuna expulsando a la Asamblea.

Es indudable que hubo para él otros crueles instantes, muchos más de los que podría suponerse. Pero aquí comenzaba su ruta de emperador.

Por primera vez debió extender la mano hacia el Globo simbólico, y se vio en trance inminente de morir, en forma harto ignominiosa. Aturdió sus oídos el clamor jacobino de ¡Fuera de la ley!, equivalente a Crucifixión.

Había sentido sobre él los puños brutales del populacho, y creyó desvanecer de asco y de horror. “El pequeño César, frágil, nervioso, impresionable, dice Vandal, que siempre tuvo horror al contacto material de las multitudes, experimenta un desmayo físico. Su pecho se oprime, su vista se turba, y sólo tiene una confusa e indistinta percepción de las cosas”.

Con frecuencia ha dicho de su desprecio por las asambleas deliberantes; no tenia práctica en tales asambleas, y así lo hizo ver con toda claridad en tal ocasión. Cuando se le arrebató del medio de la canalla y volvió a verse entre sus soldados, recuperose en seguida, comprendió su verdadera misión, y esto fue como el rayo. Pero la angustia había sido plenaria, y de aquello debió acordarse hasta su muerte.

Mucho se ha dicho que la vida es un sueño, y es bien conocido el poder casi sobrenatural de las impresiones que el alma recibe en los sueños. ¿Qué pensar del sueño napoleónico que duró veinte años, de Vendimiario a Waterloo? ¡El sueño de un hombre semejante, sus efectos en una alma como la de él, y la angustia siempre renovada en tal sueño!

Hay dibujos populares que muestran a Napoleón durmiendo, la víspera de Austerlitz, o sea teniendo su admirable ejército y su joven imperio en el borde mismo de un despeñadero, y cuando la menor falta hubiera sido el desastre irremisible, con doscientos mil prusianos preparándose a caerle encima, y aun en el caso de una victoria que no hubiera sido un triunfo.

Esas pobres imágenes son extrañamente significativas. Él dormía bajo su “estrella”, pero, ¿quién podría asegurar que ese sueño era el reposo de su alma, en aquel -ingenuo aunque grande- hombre de ingenio? Ya había tenido muchas y trágicas horas de incertidumbre en Boulogne, en Marengo, en Verona, en Rívoli, en las Pirámides, en San Juan de Acre, y esto debía durar hasta el fin. Solo en todas partes, es decir, no teniendo más que un teniente que fue su igual, y siempre forzado a hacer ciento cincuenta mil soldados, por la adición de su persona, de cincuenta mil combatientes, ¡cuál no debía ser su secreta angustia, a cada uno de sus pasos gloriosos!

Las imágenes no dicen si dormía en vísperas de todas sus batallas, pero la leyenda popular lo daba a entender y esa leyenda tenía razón, al menos, en su alcance alegórico. Napoleón era un durmiente sublime, un vencedor sonámbulo, a quien el sufrimiento de los otros, y el propio sufrimiento, hacían gritar durante su sueño, y cuyos gritos llevaban

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el espanto a las extremidades del mundo. La única vez que despertó sin su espada, fue en ocasión de comparecer ante Dios...

¡Qué abismo de meditación, si uno da en pensar que este hombre de guerra, inmenso, jamás pudo obtener una victoria definitiva, que luego de Austerlitz, fue necesario Iena, Eylau, Friedland, y que en seguida de Wagram fue menester alcanzar este dilema terrible planteado por el destino, o vencer inútilmente a Moscú, o ser aplastado en otras partes por la coalición de todos los pueblos!

Que hagas esto o lo otro, tu ruina es inevitable, y nada puedes hacer para evitarla. Estás encadenado en el dormir, en la tortura o la voluptuosidad de los sueños. Una Voluntad superior, y absolutamente infalible ha decidido que tú serás el espectador inquieto de tu propia existencia incomparable...

El sublime Tauler15 decía en tiempos pasados que el cielo está en el alma humana, y que place a Dios residir allí. “También los malos llevan el cielo en ellos, pero no podrían entrar en él. y éste es el suplicio más cruento de los condenados: saber que tienen en sí al cielo y a Dios, sin poder nunca gozar de Dios ni del cielo”.

Yo no creo en modo alguno, que Napoleón haya sido un malvado, y menos todavía, que sea un condenado, tal como lo afirman con necio énfasis, los devotos imbéciles o prostituídos de la Restauración. Yo no concibo el Paraíso sin mi Emperador.

Basta ver en él un hombre excesivamente superior a los demás, aunque, al mismo tiempo, sujeto como los otros, a la ley del destierro. Nada puede reintegrar el cielo o el Paraíso terrenal de su alma, de donde lo expulsara la original Desobediencia. Sería menester poder ligar todos sus sentidos y dejados a la puerta, milagro infinitamente raro, obtenido solamente por los santos que la Iglesia pone sobre sus altares. Sin embargo, algo así es lo que ocurre a veces durante el sueño, y por ello las impresiones de alegría, de dolor o de terror adquieren entonces una energía que es imposible volver a hallar o comprender, cuando el despertar ha desentumecido el dragón de los sentidos.

Se dice que toda la vida de Napoleón fue un sueño; espanta el sólo pensar en la agitación sobrenatural de ese sueño de Titán. Entonces todas sus batallas hubieran tenido lugar en su alma, y las hubiera mirado u oído de lejos, en una angustia infinita, como un prodigioso poema que hubiera concebido Uno más grande y más temible que él.

Pensad, ahora, que él tuvo, entre otros sueños, el de su Coronación y de su Consagración por el Vicario de Jesucristo, que tuvo a toda Europa estremecida y convulsionada bajo la bota de sus infantes, bajo las herraduras de su caballería innumerable; que tuvo, después de sus victorias milagrosas, la pesadilla de los desastres infinitos y el apocalipsis no imaginable de su Regreso y de su caída.

¡Y todo esto en el umbral de su alma! El que jamás haya mendigado, nada podrá comprender en la historia de Napoleón.

El fué, en el umbral de su alma, el Mendigo del Infinito, el Mendigo siempre ansioso de su propio fin, que desconocía, ni podía comprender; el Mendigo extraordinario y colosal, pidiendo al viandante, el centavito del imperio del mundo, el favor insigne de contemplar en él mismo el Paraíso terrenal de su propia gloria, y que murió, en el extremo de la tierra, vacías las manos y el corazón deshecho, con el peso de muchos millones de agonías!

15 Místico alemán nacido en Estrasburgo, Juan Tauler (hacia 1300-1361) fue uno de los más célebres discípulos del Maestro Eckhart. Bloy lo cita en múltiples ocasiones en su Diario.

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IVLa batalla16

Un día pálido se eleva sobre las tristes llanuras de Polonia. Al toque de los clarines ha respondido el relincho de cuarenta mil caballos. La noche fría y negra ha gravitado pesadamente sobre el ejército, cuyo sueño ha debido ser interrumpido, ¡cuántas veces! por los gemidos, lejanos o próximos, de los heridos de la víspera o de la antevíspera. Estas quejas han atravesado los recuerdos o los sueños de unos y de otros, pues cada uno de esos guerreros tiene un alma que se separará probablemente de su cuerpo, en término de algunas horas. Es ésta una inmensa majada de almas, el rebaño de la Eternidad.

Muchos, gran cantidad, sin duda alguna han vuelto a ver sus familias, sus campos, sus pueblos, en Borgoña, en Perigord, en Normandía, en Bretaña; otros en Holanda, en Alemania, en Italia y hasta en España, porque los ejércitos del Emperador se reclutan en todas partes, exceptuadas Rusia e Inglaterra.

Diez años hace que se combate, y seguramente se combatirá durante otros diez, y nadie podría decir cuándo ni cómo terminará esto, y Napoleón menos que nadie.

Los jefes más intrépidos murmuran ya. Lo que bien se advierte, es que se tiene contra sí la Europa entera, simplemente porque uno es la Francia, alma viviente de todos los pueblos, y que es ley para la bestia humana, guerrear contra su alma.

Para los oscuros soldados, esta alma es visible en Napoleón, y tanto que si él llegara a morir, ello significaría el fin de Francia y del mundo. ¿Hay algo más trágico, yo me pregunto, que las lágrimas de ese pobre granadero llorando a orillas del Berezina por haberlo visto marchar en medio de los espectros de su vieja guardia? “En verdad, yo no sé si duermo o si estoy despierto. Lloro de haber visto a nuestro Emperador andar a pie, con el bastón en la mano, ¡él, tan grande, y que tanto nos enorgullece!”

Pero no ha llegado ese momento. La humillación de los pueblos no ha sido todavía suficientemente fecundada, y será menester nuevas victorias para alumbrar los desastres.

Entretanto, he aquí el estruendo preliminar de la artillería, la voz grandiosa de los cañones. El Gran Ejército se distiende, alargando sus poderosos miembros, bostezando ante la muerte. Para acabar de despertado, el viento helado le arroja nieve a la cara. Helo ahí de pie, trémulo de frío y estremecido, en los valles, sobre las colinas, sobre los lagos helados, entre los bosques.

Hay acá y allá, sobre el tablero de lo Infalible, las temibles fieras de que dispone: Davout, Augereau, Ney, que no conoce la fatiga ni el miedo; Murat, el destripador de batallones, el Aquiles de todos los combates; el sublime Lannes, el terrible coracero Hautpol, los generales de epopeya Saint-Hilaire, Friant, Gudin, Morand, y otros cincuenta. Rápidos y exactos como ángeles de guerra, ejecutan las últimas órdenes de su amo, y la carnicería tiene comienzo.

Es menester que haya esta tarde, y por lo menos, veinte mil muertos y treinta mil heridos, y no hay, pues, tiempo que perder: pues Dios ha hecho la Jornada del Hombre para que éste la colme de obras buenas o malas, y en las inmediaciones del Polo, el día, en febrero, no tiene ocho horas.

16 En una carta a René Martineau, en julio de 1912, Bloy dice que este capítulo “es una de mis mejores cosas”.

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Es indispensable haber sido testigo de uno de esos conflictos de multitudes para saber cuánto de sueño tiene la vida. He ahí toda una división segada por la metralla. ¿Qué importa, y quién tendría tiempo para llorar? Treinta escuadrones impulsados por las Furias la pisotean para sablear un poco más allá, a los artilleros y a los infantes, antes de caer ellos mismos en la luminosa noche de los muertos. Luego, la batalla tiene incesantes flujos y reflujos, sístole y diástole de ejércitos en lucha. Una posición conquistada mediante grandes esfuerzos, es perdida y vuelve a ser reconquistada, ¡cuántas veces! Una carga heroica, supuestamente decisiva, es contenida por un ciclón de fuego; la caballería semidestruida es llevada sobre la infantería que la protegerá como pueda, teniendo ésta, a veces, una imperiosa necesidad de ser a su vez; protegida. Pero aumenta el número de cadáveres, y las almas salidas de la tumba de sus cuerpos, las pobres almas, antes tenebrosas, sabiendo al fin por qué y para qué han combatido tan salvajemente, han ido a planear, invisibles, allá, sobre el otero imperial, alrededor del Señor visible, que las aparta con la mano como a importunos pensamientos...

Porque todavía no ha decidido la victoria, y ésta le es necesaria. La victoria es su Requiem, el reposo de su propia alma en este mundo en tinieblas. Ella es su pan y su vino, es su hogar y su luz. ¿Ha sido, pues, creado para otra cosa que para la victoria? Cuando uno de sus cuerpos llega a retroceder, es como si él fuera físicamente rechazado por la grupa de los caballos, por el empuje de las multitudes. Pero su rostro, impasible como el bronce, nada trasluce de su tormento. Quizás tamo poco sufra, tanto es fuerte su corazón, tan grande es la impavidez de su genio. A no dudar, sufrirá más tarde.

En ese momento él parece feliz, siente su fuerza. Se sabe tutor de los abortos de la Fortuna, tiene arcos de triunfo para la Incertidumbre y hasta para eventuales desastres, completamente seguro de hallar siempre, en el fondo de sí mismo, algún recurso imprevisto y fulminante que le hará más poderoso.

Entonces mira una vez más su campo de batalla y, tranquilamente, “hace tres pasos, como los Dioses”. De todas sus combinaciones profundas, ineficaces hasta el momento, brota de pronto una Maniobra que hace pensar en Hércules niño, salpicando todo el cielo con la leche de la esposa de Júpiter.

Murat acaba de pasar como un torrente, aplastando toda Europa, en una media hora, sobre cuatro kilómetros cuadrados, y Napoleón no tiene sino algunas etapas de sus soldados para convertirse en el Emperador de Occidente.

“La suerte de una batalla, decía él en Santa Elena, es el resultado de un instante, de un pensamiento. Uno se acerca con combinaciones diversas, se adentra, se bate cierto tiempo; el momento decisivo se presenta, una chispa moral pronuncia y la más pequeña reserva, realiza”.

Él ha confesado que estuvo muy profundamente emocionado ante el espectáculo de los campos de Eylau, tan enrojecidos de sangre, que la nieve debió teñirse en ella, durante todo el invierno. No es posible dudar de esa emoción, cuando se ha estudiado a Napoleón. Es más hombre que los otros, en razón de su superioridad infinita. Pero esa misma superioridad lo “adhiere al borde” de una impasibilidad necesaria a su prestigio.

“Una particularidad, dice Thiers, golpeó todos los ojos. Sea pensando en retornar a las cosas del pasado, sea también la economía, había querido devolverse el uniforme blanco a las tropas. Habíase ensayado sobre algunos regimientos, pero la vista de la sangre sobre la vestimenta blanca, decidió la cuestión”. Napoleón, lleno de repugnancia y de horror, declaró que no quería más que uniformes azules, costaren lo que fuere”.

No pudo, a pesar de todo, impedirse delatar, en esa oportunidad, los sacudimientos de su corazón, en uno de esos boletines lapidarios y fatídicos con los que zarandeaba al mundo.

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Para el que ve en lo Absoluto, la guerra no tiene sentido si no es de exterminio, y el futuro inmediato nos lo mostrará. Es necedad o hipocresía hacer prisioneros. Seguramente Napoleón no fue tonto ni hipócrita, pero el pretendido verdugo era un sentimental, siempre dispuesto a la clemencia, -un magnánimo que, a pesar de todo, creía en la magnanimidad de los demás, y bien se sabe cuánto le costó esta incomprensible ilusión.

En Austerlitz, deja en libertad a Alejandro, pudiendo hacerle su prisionero; después de Iena, deja el trono a la casa de Prusia abatida; tras de Wagram, desdeña fraccionar la monarquía austriaca, etc. ¡Por último, en Rochefort, él se confía a la generosidad de Inglaterra! El sabía los horrores de los pontones; hubiérale sido fácil usar de represalias, enviando a presidio, no a pobres marineros y soldados, sino a toda una alta clase de la colectividad inglesa detenida en Francia en ocasión de la ruptura de la paz de Amiens, expediente terrible y que hubiera sido probablemente más eficaz que el bloqueo continental.

Más tarde había de reprocharse no haberlo hecho así acusándose de falta de carácter...

No era, pues, el monstruo que hubiera hecho falta para la guerra total, apocalíptica, con todas sus consecuencias, el abismo de guerra invocado por el abismo de torpezas, y, evidentemente, no habría de ser el precursor de ese demonio.

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VEl globo

En su bella obra Napoleón y Alejandro I, Vandal, describiendo el ceremonial napoleónico en Dresde, en 1812, escribió esto:

“En la noche, los soberanos se reunían para cenar, lo que tenía lugar en casa del Emperador de los franceses. Poco antes se congregaban en sus apartamentos. Allí, si hemos de creer en una tradición, Napoleón afectaba, en su manera de hacer, y de hacerse anunciar, una simplicidad grandiosa, que lo aislaba de todos los poderosos que acudían a su llamado, y lo sobreponía a ellos. Sus invitados eran anunciados por sus títulos y sus cualidades. Primero eran Excelencias y Altezas innumerables, Altezas de todo lugar y de todo origen, antiguas o recientes, Reales o Serenísimas - después las Majestades: Sus Majestades el Rey y la Reina de Sajonia, sus Majestades Imperiales y Reales Apostólicas, Su Majestad la Emperatriz de los franceses, Reina de Italia. Cuando todos esos llamados sonoros habían resonado a través de los salones, la augusta asamblea se hallaba completa, y el Señor podía venir. Entonces, tras un breve lapso, la puerta se abría nuevamente, de par en par, y el húsar decía simplemente: ¡el EMPERADOR!”

Veintiocho años más tarde, en el Hospital de Inválidos, aguardábanse los despojos traídos de Santa Elena. Ninguna majestad ni alteza había sido anunciada. ¿Para qué habrían ellas de venir, no teniendo ya nada que mendigar ni que esperar de ese Muerto, víctima, otrora, de su cobardía o de su perfidia?

Por otra parte, desde el 5 de mayo de 1821, su Europa estaba irreconocible. Los infames y ridículos Borbones, llamados de la Rama primogénita, suplantadores de su gloria, habían sido arrojados. Los portacoronas que fueron sus contemporáneos o sus domésticos se pudrían en o bajo la tierra, y nada había sucedido en el mundo que fuera digno de alguna atención. Los restos cada vez más raros de su Gran Ejército, estaban inseguros de su fin, y asíanse fuertemente a la esperanza de otro retorno.

No es posible prescindir absolutamente de la Belleza, y verdaderamente es innoble en demasía, subsistir en los legítimos o ilegítimos desperdicios barridos de toda Europa sobre la pobre Francia, a partir de 1815. De todo el ceremonial de 1812, quitado lo transitorio, no quedaba más que esto:

La puerta, cerrada algún tiempo sobre una multitud anhelante y silenciosa, abrióse totalmente, y la voz grave de un veterano de Wagram o de Moscú dejó oír esta simple palabra: ¡el EMPERADOR! Se ha dicho que muchas personas desvaneciéronse de entusiasmo, viendo entrar el sarcófago.

Me parece que esto es más grande que Dresde, y que este último triunfo es incomparable. Lo que volvía a la sazón, no eran solamente las reliquias infinitamente preciosas de un hombre cuya grandeza pareciera igualar la de un santo: era el Globo imperial en la mano del Amo, que había sido el alma de Francia, más que ningún otro héroe o príncipe, en cualquier tiempo de la historia.

Ya he dicho más arriba que tal era el sentimiento profundo de sus soldados. Cuando ellos morían exclamando “¡Viva el Emperador!” creían verdaderamente morir por Francia, y no se equivocaban. Morían exclusivamente por Francia; daban su vida como jamás se ha hecho, no por un territorio geográfico, sino por un Jefe adorado que, a sus ojos, era la Patria misma, la patria ilimitada, resplandeciente, tan sublime como el

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inmenso valle de los cielos, y del cual ningún sabio hubiera podido designarle sus fronteras. Esto era, la India, la inmensa Asia, Oriente luego de Occidente, el globo realmente del Imperio universal en las garras terribles del Pájaro romano domesticado por su Emperador, y su Emperador era la Francia -equívoca, enigmática, indeterminable antes de su aparición-, desde entonces precisa en su majestad, irradiante y clara como el día, la joven Francia de Dios, la Francia del buen pan y del buen vino, la Francia de la gloria, de la inmolación, de la generosidad heroica, de la grandeza sin límites, de todas las letanías del corazón y del pensamiento.

Stat Crux dum Volvitur orbis. Esto era, exactamente, habiendo Napoleón replantado sobre ese viejo globo, ahora suyo, la Cruz abatida. Volvitur. ¿Dónde no había pisado él, después de Carlomagno? ¿Cuántos no habían creído tenerle entre sus manos llenas de polvo?

Después de Luis IV, llamado el Niño, que fue en Alemania el último carolingio, había tenido la ilustrísima Casa de Sajonia, los tres Ottón magnánimos y Enrique el Santo, flor de la Edad Media en su primavera, luego la baraúnda de las Casas de Franconia y de Suavia. Hubo jefes de lo que se llamó el Santo Imperio Romano, venidos de Holanda, de Cornwailles, de Castilla mismo, de Nassau, de Austria, de Moravia, de Luxemburgo y de Baviera. Hubo, en fin, los Habsburgos, a los que Napoleón debía arrancar ese magnífico símbolo de dominación, por ellos degenerado en emblema de impotencia o de torpeza.

¿Qué podía significar, por otra parte, en manos gibelinas de esos alemanes, el simulacro venerado de la omnipotencia cristiana de los Constantinos y los Teodosios?

Era preciso un Napoleón, para restituido en su persona, al Mundo Latino, tanto tiempo en desgracia.

En su persona y para siempre. El Globo imperial está para siempre en la gran Tumba de los Inválidos, donde no hay lugar más que para un muerto solo. Nadie vendrá aquí a capturarle, así viniere a la cabeza de diez millones de hombres.

“El desierto, dice Las Cases, había tenido siempre para el Emperador, una particular atracción... Complacíase en hacer observar que Napoleón quiere decir León del desierto”. ¿En qué idioma? Lo ignoro. Pero es muy cierto que ese espejismo de su imaginación, es una realidad profunda. Él mismo era el desierto, haciendo en derredor suyo, vivo o muerto, un desierto tan vasto, que los hombres de toda la tierra no podrían llenarlo, y en su conjunto, nada significarían, bajo las miradas de Dios y en el silencio del espacio.

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VILas abejas

El 27 de mayo de 1653, cerca de Tournai, en esa parte de los Países Bajos que Francia desde hacía mucho tiempo codiciaba de España, descubriose la auténtica sepultura de Childerico I. Los magistrados tuvieron serias dificultades para tomar posesión de los objetos, parte de los cuales ya había sido robada por los asistentes. De las doscientas joyas raras que habían sido observadas en ocasión de las excavaciones, solo quedaban unas treinta. Ellas eran abejas de oro, de alas guarnecidas de un vidrio rojo. El anillito de metal que algunas conservaban, indicaba que debieron ser pegadas a una tela. Un sabio declaró que habían adornado un manto real, sosteniendo que las flores de lis del blasón de Francia, no serían sino una deformación de esas abejas. Supuestamente, Napoleón, que se complacía en hablar de sus más remotos antecesores, y que el día de la distribución de las águilas en Boulogne quiso sentarse sobre el trono de Dagoberto, habíase interesado por las reliquias de Childerico. Por orden suya, las abejas de la tumba de Tournai fueron imitadas para reemplazar sobre el Manto de la Consagración imperial, el sembrado de flores de lis que había decorado el manto de los reyes capetos. Singular fortuna de este ornamento merovingio17.

Después de mil cuatrocientos años, no es mucho lo que pueda decirse de ese padre de Clovis que fuera Childerico I. Todo lo que de él se sabe es que escandalizó a los francos “por su lujuria”, lo que no debió ser fácil, y que esos castos bárbaros, habiéndole expulsado por algún tiempo le sustituyeron con el general romano Egidius. Sábese también, según el buen San Gregorio de Tours, que la Reina Basina casó con él “por su mérito y su gran bravura”.

Dagoberto es sin duda más interesante, y se llega a comprender que Napoleón haya tenido el deseo de sentarse sobre el trono milenario e incómodo de ese gran merovingio. Pero Childerico tenía, a sus ojos, el haber sido casi el rey más antiguo de Francia y también, haber sido hallado en su tumba con abejas de oro empolvadas de antigüedad. Tenía asimismo esto, con mucha certeza, que las abejas debían armonizar con su alma latina, mucho más virgiliana, en el fondo, que corneliana, a pesar de su gusto decidido por la tapicería trágica.

San Bernardo, según creo, comparaba, con más satisfacción que profundidad, a Jesucristo, en cuanto rey, con una abeja “teniendo la miel de la misericordia, y el dardo de la justicia”.

Pero San Bernardo no previó a Napoleón, y seguramente Napoleón jamás leyó a San Bernardo. La célebre parábola del león de Sansón, de mediocre repercusión en la fábula de los toros de Aristea, íbale mejor, y pienso que le era menos ignorada18.

Sea como fuere, las abejas del hijo de Meroveo le agradaron, y las llevó sobre sus hombros, a través del mundo en llamas, hasta el día en que esas moscas, irritadas finalmente, contra su amo, y tan traicioneras como los hombres, claváronle sus aguijones.

17 Revista Napoleónica, enero-febrero 1912.18 El episodio de Sansón que halla en el hocico del león muerto un rayo de miel es bien conocido; es en las Geórgicas de Virgilio donde se cuenta la leyenda según la cual abejas habrían nacido de los toros inmolados por Aristeo. Hijo de Apolo y de la ninfa Cirena, recordemos que éste enseñó a los hombres a adiestrar a las abejas.

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Ellas murieron, verdad es, al mismo tiempo que él, y la misma experiencia tentada por su sobrino, treinta años más tarde, no pareció menos funesta.

Porque hay un peligro terrible en tocar los símbolos. “Adivina, o te devoro”, parecen decir, como la Esfinge a los viajeros bastante osados para aventurarse sobre el camino a Tebas, capital enigmática de la Beocia. Es ésta una ruta que debe evitarse, cuando no se está como el primer Napoleón, irresistiblemente llevado.

Líbreme Dios de intentar una explicación cualquiera. Las abejas del manto imperial son tan misteriosas para mí, como debieron de serlo para el polvoriento Childerico y para Napoleón mismo, tan completamente indescifrables, como los enigmas de Salomón, o las parábolas del Evangelio.

Baste esperar con certeza que sepamos un día, lo que ellos fueron en el destino del gran Imperio y en la de nuestro viejo mundo, que no cesa de bajar a las tinieblas desde que ha desaparecido él.

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VIIEl escabel

“La tierra es un hombre”, ha dicho no sé qué filósofo místico. Esta extraña frase acude a mi memoria de pronto, pensando, una vez más, en el Globo imperial, que veo siempre acudir desde el fondo de los siglos, para instalarse, por último, en la mano de Napoleón.

Este globo, naturalmente, representa la esfera terrestre, imagen invertida de la esfera celeste, de la cual parece no ser sino un punto absolutamente imperceptible.

Pero, tanto el Espacio como la Cantidad, no son más que una ilusión en nuestro espíritu. El número no es más que la multiplicación indefinida de la Unidad primordial, y nada más. Es, pues, probable, y aún cierto, que la minúscula tierra, tan extensa para los pobres humanos forzados a recorrerla, es, en realidad, más grande que todo, puesto que Dios se ha encarnado en ella, para salvar hasta a los astrónomos.

Esa Encarnación no es solamente un Misterio, tal como se la enseña; es centro de todos los misterios. Omnia in IPSA constant. Cuando se lee que el Hijo de Dios, su Verbo, “ha sido hecho carne”, es exactamente como si se leyera que ha sido hecho tierra, puesto que tierra es la sustancia de la carne del hombre. Pero Dios, asumiendo la naturaleza humana ha operado necesariamente, según su naturaleza divina, es decir, de una manera absoluta, haciéndose así más hombre que todos los hombres formados de tierra, haciéndose él mismo la Tierra, en el sentido más misterioso, más profundo.

Cuando uno nombra la tierra, es, pues, al Hijo de Dios, a Cristo-Jesús mismo a quien uno nombra, y es para desalentar toda constancia exegética en descubrir que la palabra tierra está escrita mucho más de dos mil veces en la Vulgata, para no decir de la palabra humus, invocador y sinónimo de horno, que allí puede leerse exactamente cuarenta y cinco veces.

Plenos de estos pensamientos, abrid el Libro Santo, y tendréis como el desgarramiento del velo del Abismo. En seguida seréis testigos azorados de los esponsales del Arrobamiento y del Espanto. No podréis ni os atreveréis a hablar más. No os atreveréis más a escupir sobre la tierra que es la Faz de Jesucristo, porque sentiréis que esto es verdaderamente así.

Cuando leáis, por ejemplo, en San Juan, que Jesús “escribió con el dedo sobre la tierra”, en presencia de los Escribas y Fariseos, acusando a su propia Esposa, la Iglesia por la cual debía morir, de haber sido “sorprendida en adulterio”, sentiréis quizás, con una emoción desconocida, que ese Redentor escribió sobre su propia Faz, con el mismo dedo con que había curado a los ciegos y a los sordos, la condena silenciosa de los implacab1es y de los imbéciles. “El que ha salido de la tierra, es de tierra y habla de la tierra”, había dicho su Precursor, y por ello el Maestro se expresó siempre en parábolas y en metáforas. No se terminaría nunca, si con mano temblorosa y el corazón palpitante como las campanas de la Epifanía, debieran desarrollarse todas esas concordancias del Texto santo.

Entonces, un respeto sin límites sería debido a esta tierra milagrosa, inexpresab1emente manchada por todos los pueblos durante tantos siglos, y tan cruelmente des honrada hoy, por las industrias avarientas que la despojan de todo su decoro, después de haberla violado hasta en sus entrañas. Pero toda la malicia de los demonios no insultará más de lo que ha sido insultada la Faz del Redentor.

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Por mucho que se la haya querido vender o permutar con injusticia y por los giros de la más innoble codicia, no se llegará nunca a un equivalente en la calidad de ultrajes. Por devastada que pueda ser la faz visible de la tierra, no se la despojará, sin embargo, de los tesoros escondidos de la cólera de Aquel cuya es la imagen, como tampoco se extinguirá la inmensa hoguera de su corazón.

“Cuando yo esté formado19 de tierra, dice el Maestro, atraeré todo hacia mí”. Se ha querido que esta predicción espiritual se realizara en el mundo visible, y los que fueron, por un tiempo, soberanos de ese mundo, sin saber lo que tenían en sus manos de barro, plantaron la Cruz sobre su globo para atraer todo a ellos. Ella fue la desilusión secular hasta Napoleón, que debía ser, por decreto divino, su última y más encumbrada víctima.

Nada semejante existe ya, ni puede existir, habiendo sido a su vez devorado el único ser en el cual todas las cosas parecieron, por un momento, tener su consistencia: Napoleón el Grande. Nunca rey o emperador alguno había fijado sobre la tierra una mirada tan penetrante, y tan atenta. Tal vez juzgando que ella se le parecía, con sus volcanes y sus océanos, consideró su desaliento, el horror de sus llagas, sus heridas, sus cicatrices, su palidez mortal, observó hasta el comienzo de su agonía. Médico más que temerario, intentó curada, renovar esa faz moribunda infundiéndole una vida nueva. Sólo consiguió cubrirla de sangre, y ésta era indudablemente la única cosa que tuvo que hacer, puesto que ella parece haberse beneficiado de ese terrible tratamiento. Aun después de un siglo, ella no ha terminado de morir. Sus funerales han sido desautorizados, pero la Cruz nueva que Napoleón le había dado, cae en el polvo, y la misma idea del Globo se diluye, siendo discutida la esfericidad de la tierra, por sabios que le atribuyen no sé qué otra forma geométrica.

¿Cuándo vendrá El que debe venir, y que bajo Napoleón solamente fuera presentido - por la convulsión universal de los pueblos? Vendrá, sin duda alguna, a Francia, como está convenido, habiendo llorado, hablando de Él, Nuestra Señora de la Misericordia en la Salette... Vendrá por Dios o contra Dios, nada de ello se sabe. Pero, seguramente será el Hombre esperado por los buenos y por los malos. Misionero sobrenatural de alegría y de desesperación, anunciado por tantos profetas, previsto por los gritos de bestias amedrentadas o feroces, como por el canto límpido o melancólico de los pájaros, el clamor de las simas, o la espantosa exhalación de los osarios - desde la Desobediencia del Patriarca de la Humanidad.

Ese día se conocerá la verdadera forma de la tierra, y se sabrá por qué se llama Escabel de los Pies del Señor.

19 Leemos en el texto original: “Quand je serai élevé de terre”, es decir, “levado”, “levantado”, o, según el sentido que le da el traductor a este término, “creado”.

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VIIILa tiara

“Nosotros queremos20 llegar hasta las propias puertas del infierno, pero, bien entendido, para detenemos allí”. Es en estos términos como el doloroso Pío VII hablaba del Concordato de 1801, estipulación terrible adonde le había llevado la necesidad de no dejar perecer definitivamente la llama de ese último luminar del mundo que era Francia.

Hasta fue menester, tanta era la repugnancia, el ascendiente sobrenatural de Napoleón sobre ese viejo pontífice, manso y tímido, que pareció ver en él algo más que un hombre, cuyos peores tratos no lograron aminorar su afecto. Pues el poder de sortilegio de ese vencedor, causa un asombro del que no es posible salir. Muy simple era que fuese adorado de sus soldados, cuyo corazón centup1icaba, y a quienes asociaba todos los días a la gloria más absoluta. Muy explicable era que los ministros de su poder, los innumerables funcionarios de su imperio fuesen deslumbrados por tantos prodigios como veíanle operar. Los mismos soberanos, sus adversarios o sus rivales, tan a menudo vencidos y humillados, no podían escapar al sentimiento de admiración, que manifestaban tremantes de inquietud. El salía de sí mismo para apoderarse de las almas, en millones de manos.

Pero el Vicario de Jesucristo, ¿era posible? Pontífice y Doctor supremo, infinitamente más alto que todos los hombres, no por naturaleza o cultura, sino por magisterio y ordenanza de Dios; Primado de honor y de jurisdicción en la Iglesia universal, Piedra fundamental y Llavero sin superior ni igual sobre la tierra; infalible y sublime juez, al que nadie podía juzgar ni deponer; ¿es verosímil que Pío VII, dignísimo sucesor de tantos santos Papas, no haya podido escapar a ese prestigio? Empero, esto es exacto. Pío VII sintió por Napoleón un amor de predilección, situándole en su corazón por encima de otros príncipes, al extremo de arriesgar el reproche de parcialidad, practicando así un como nepotismo en favor del conquistador del universo, como si hubiera sido su hijo más mimado. Hasta cuando debió sufrir su rigor, y sufrir hasta la agonía, su ternura por el pródigo pareció aumentar. No obstante, el Emperador no pudo lograr que él prevaricase, siquiera fuese en la forma, en 1813, en ocasión de ese forzado y subrepticio concordato firmado por un septuagenario inconsciente, casi moribundo, que tornó a él, inmediatamente después; concordato de ningún valor, y que sólo persiste en la historia como una prueba de la violencia moral ejercida por Napoleón contra su cautivo.

El Papa, en 1807, antes de la ruptura había dicho: “Nosotros hemos hecho todo lo que debía hacerse para que existiera una buena correspondencia y armonía: Nos estamos dispuestos a continuar en esta forma para lo venidero; con tal que se mantenga la integridad de principios respecto de los cuales Nos somos irremovibles. Esto ya es de Nuestra conciencia, y sobre ello no se obtendrá nada de Nos, aun cuando se Nos desollara, ancor chè ci scorticassero”.

Esta firmeza tan sencilla exasperó al emperador, que por un momento hízose profeta en su misma contra. Estaba amenazado de excomunión.

20 “Nous voulons bien aller jusqu’aux portes de l’enfer...”, en el texto original. La traducción nos parece errónea, sería más correcto emplear la expresión “estamos dispuestos a”.

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“¿Excomulgarme? -escribió el 22 de julio al virrey de Italia- ¿Pío VII piensa que las armas caerán de las manos de mis soldados?” Exactamente cinco años y tres meses fueron necesarios, para alcanzar octubre de 181221.

El gran soldado quería de tal modo el imperio del mundo, que ello le había ofuscado la inteligencia al extremo de no comprender ya que hay cosas que no son exigibles, y que a los efectos de la transgresión de una consigna, no están en el ,mismo plano, un Papa que un granadero. “El Papa reina sobre los espíritus, y yo no reino más que sobre la materia”, exclama con desesperación. “Los sacerdotes conservan el alma., y me reservan22 el cadáver”. ¡Qué relámpagos en la noche de este gran hombre, y cuán en vano! Empeñábase en desconocer el punto en que debe detenerse la exigencia de la fuerza. ¿Podía acaso ignorar que en el orden natural, el exceso de actividad del poder, engendra y tropieza al cabo, una resistencia que ya no puede vencer?

Molestado sin razón alguna por los pretendidos ataques de la Santa Sede, la cual no hacía sino defenderse, Napoleón tomó el deplorable partido del secuestro. El Papa, aun cuando profundamente desdichado por tener que castigar, respondió con la excomunión, que algo más tarde retractó, cuando la protección divina pareció alejarse de su enemigo, imposibilitado de dormir, dícese, por esa formidable sentencia.

Ha habido otros pontificados tan agitados como el de Pío VII, pero ninguno pudo proporcionar al titular una amargura tan absoluta. La cruz infligida por Napoleón era incomparablemente más dura y más pesada que todas las otras. Esta era la cruz del genio, del heroísmo, la cruz de una gloria militar que no había tenido nunca igual, la cruz de la grandeza humana desmesurada, ¡la cruz de toda prefiguración terrenal, la cruz de honor!

El infortunado Pontífice, abrumado antes por el peso de sus Llaves, todavía debió cargar con ese fardo. Debió soportarle quince años, y es un milagro que no haya sucumbido.

Su antecesor inmediato, Pío VI, el Papa de la Revolución, había llevado una existencia muy ruda, debiendo morir en el destierro, no lejos de la Salette, habiendo oído desmoronarse en torno suyo, todo el viejo mundo23. Mucho tiempo antes de que estallara la revolución, ya constituía un suplicio gobernar el universo cristiano. “¡Ay! -decía Pío VII, Papa del Consulado y del Imperio- no tenemos más paz ni reposo verdaderos, que en el gobierno de católicos vasallos de infieles o de herejes. Los católicos de Rusia, de Inglaterra, de Prusia o de Levante, no Nos crean dificultades. Ellos piden las bulas, las directivas que creen necesarias y andan, según ellas, en la forma más apacible, siguiendo las leyes de la Iglesia. Conocéis bien cuánto nuestro predecesor tuvo que padecer a causa de los cambios operados por los emperadores José y Leopoldo. Sois testigos de los ataques de que hemos sido objeto, todos los días, por las cortes de España y de Nápoles. Nada es tan desdichado hoy como el Soberano Pontífice. Es el guardián de las leyes de la Religión, es su Jefe supremo; la Religión es un edificio que se quiere convulsionar al tiempo de decir que se le respeta. Créese tener necesidad de Nos para realizar incesantemente esas subversiones, y no se considera que Nuestra conciencia y Nuestro honor se oponen a todas esas mutaciones. Burlona y hasta

21 Para aderezar este punto, podríamos citar el Salmo 194, verso 15: Nolite tangere Christos meos, et in Prophetis meis nolite malignari (“No toquéis a mis Ungidos, ni hagáis mal a mis Profetas”). En un lenguaje menos rebuscado, un proverbio francés hace también eco de esta advertencia: Qui mange du Pape en meurt (“quien come Papa, muere”). Estas palabras se leen por primera vez en la Chronique des trés Chrestiens Roys de France des relations aux Papes (“Crónica de los muy Cristianos Reyes de Francia de las relaciones con los Papas”) (1463).22 Napoleón dice “y me avientan el cadáver”, en la cita original.23 Pío VI, arrestado, encarcelado y atormentado ignominiosamente por orden del Directorio, murió en Valence, Francia, en 1799.

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airadamente se rechazan Nuestras objeciones; los pedidos nos llegan casi siempre acompañados de amenazas y el embajador francés, el espiritual Cacault, refiriendo esas quejas en un despacho al Primer Cónsul, agregaba audazmente: “No hay ídolo que haya sido tan golpeado y maltratado por su negro, como la Santa Sede, el Papa y el Sacro Colegio lo han sido, desde hace diez años, por los fieles católicos”.

Pero, ¿qué eran todas las anteriores triquiñuelas o chicanas, remontando al menos hasta Francisco I, comparadas con el celo del “hijo devoto”? Napoleón escribiendo al Papa, en febrero de 1806, la carta insólita en la que se declaraba Emperador de Roma, y que podría resumirse así : “Yo me preocupo más de la religión, que Vos mismo; vos la dejáis en sufrimiento; mirad cómo lo hago yo; yo seré más juicioso, más hábil, hasta más piadoso que vos, que dejáis perecer las almas” (!!!)

La actividad absorbente de ese soldado que nada sabía del gobierno de la Iglesia, no podía admitir ni imaginar la lentitud de las decisiones romanas, y una impaciencia furiosa lo agitaba con igual frecuencia en su trono que en campaña.

Pío VII intentó infructuosamente explicarle que la rapidez de los asuntos eclesiásticos era prevaricación. Muy pronto ya no hubo medios de entenderse, siendo imposible ningún acuerdo persistente entre estos dos hombres, el uno empuñando la Espada inmensa, pero de sólo un día, y el otro presentando la Ley, sin fin ni vicisitudes.

Con absoluta buena fe, al principio de su poderío, Napoleón quiso curar las heridas de la Iglesia, como ya lo he dicho, así como las de la Tierra toda, y así lo pretendió en 1806 y aún más tarde. Pero el Absoluto es incompatible, y el absoluto que estaba en la voluntad del Emperador, nunca pudo girar las Llaves del Arca Santa donde residía, bajo las miradas del Papa, lo absoluto de la Voluntad divina.

El primer disentimiento grave, es la negativa de anular el matrimonio protestante del príncipe Jerónimo. En tal ocasión, Pío VII se toma el trabajo, estéril en sus efectos, de escribir una extensa carta de angélica serenidad, digna, en todos sus términos, de los más santos Doctores. Un poco más tarde, se produce la ocupación de Ancona, despreciándose la neutralidad pontificia, primer síntoma del prurito de despojo. El Papa se queja de esta injusticia con una mansedumbre apostólica y paternal, que no tiene más efecto que el de endurecer el corazón de Faraón. Entonces, nada más queda por hacer. La Iglesia, privada de su Jefe, está obligada a esperar, sufriendo y gimiendo, que el gran vencedor sucumba.

El prodigioso hombre de Iena y de Lobau, que tenía necesidad de su Bloqueo continental para prefigurar el Diablo o el Espíritu Santo, fue, sin que tal vez en nada interviniera el fondo de su corazón, hasta ese extremo de opresión, en que se hace inevitable el rompimiento de los diques celestiales. “Prohíbese al Papa Pío VII Comunicarse con ninguna iglesia del Imperio, so pena de desobediencia”. Esta contraexcomunión política, tan semejante a un edicto policial, fue notificada al Cautivo, el 14 de enero de 1811.

El 19 de marzo siguiente, fecha infinitamente notable, nacía el Rey de Roma. El Patriarca de la Obediencia cuya era la fiesta, -y que fuera proclamado por otro Papa, el Patrono de la Iglesia universal, recibió, pues, en sus brazos al pobre niño, hijo del más grande de los hombres, y como era también el Patrono de la buena muerte, restituyóle en la mayor brevedad posible, a su verdadero padre, el Emperador de los mundos.

En 1809, pocos días después del secuestro, Pío VII, arrastrado de ciudad en ciudad, pasaba por Grenob1e. Ahí las dos solas resistencias inexpugnables que Napoleón hallara en el continente, la Santa Sede y España, reuniéronse. Los prisioneros de Zaragoza estaban en Grenoble. A la llegada del Jefe de la Iglesia, todos se precipitaron, arrodillándose a sus pies, siendo imitados en ello, por la ciudad entera.

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Napoleón, a la sazón sobre el Danubio, quizás sintió como el paso de una sombra. Su “estrella” palidecía. Por un tiempo habíase dejado de veda, en Bailén y en Cintra; estuvo a punto de apagarse en Essling, extraña estrella que le hubiera tal vez conducido a Belén, si él hubiera sabido arrodillarse una sola vez, como sus vencidos, y que lo condujo a Santa Elena habiéndole allí la madre de Constantino preparado una sepultura solitaria, donde la cruz de la esperanza, acordada a los más humildes náufragos del Océano, no le fue admitida.

Todo esto parece hoy exageradamente distante. Los juicios de los hombres han sustituido sus cóleras, pero aún no se advierte, entre los historiadores, un discernimiento superior de los sucesos magníficos del Primer Imperio. Nadie ha observado esto, sino cuando ocurría entre las dos potencias más grandes, los únicos en realidad, Dios y César, algo inefable, no pudiendo ser comparado más que a una u otra de esas parábolas o prefiguraciones proféticas del Antiguo Testamento, resonantes misteriosamente en todas las páginas del Nuevo.

Aquí flaquean la voz y el corazón. Ya no se sabe lo que debe o no decirse. Tenemos, por ejemplo, a Moisés, el inmenso Jefe del Pueblo de Dios a quien el Señor “hablaba cara a cara, como acostumbra un hombre hablar con su amigo”. En castigo de sus culpas, el Pueblo de Dios es afligido cruelmente. Moisés ruega y el Señor le ordena construir una serpiente de bronce, cuya sola vista curará a los que la miren. Esa serpiente significará, pues, al mismo tiempo, el antiguo Enemigo de los hombres, y su Salvador; es la imagen del Tentador sobre la Cruz de la Redención, y el que instaura ese Signo espantoso y saludable, es el obediente Vicario de Dios en el desierto, el antecesor indiscutible del Vicario de Jesucristo, en esos tiempos lejanos. ¿No sería eso –apenas me atrevo a escribirlo-, a cuarenta siglos de distancia, una maravilla simbólica análoga a la CONSAGRACIÓN de Napoleón por Pío VII, consagración de un usurpador, comparado con harta frecuencia al Anticristo para que fuera presentado al mundo agónico un signo de la esperanza de una cura igualmente milagrosa?

Con un poco de audacia, podría llegar a decirse que esa consagración, por la cual fuera tan censurado el dulcísimo Pontífice, estaba tal vez en el pensamiento de ese confidente de la Caridad divina, como la Extremaunción administrada a una Europa gravemente enferma, y condenada por los más sabios médicos.

En fin, están esas dos Almas: el alma central y desmedida del único Napoleón, por una parte; por otra parte, el alma del Papado imperecedero.

¿Quién podrá pensar o atreverse a sostener, luego de cien años, que hubo entre ellas, verdadero antagonismo?

Dios había querido a Napoleón, como había querido a todos los Papas, como había querido a su Iglesia.

Preciso era, pues, que subsistiesen juntos, y en cierta armonía, a cualquiera que fuese el precio; el uno, para ahondar hasta el abismo, la diferencia entre el antiguo y el nuevo mundo; el otro, para decir a todos los pueblos:

“¡He aquí el Delimitador! Dura es su mano, y pesada su planta; pero Aquel a quien represento ha querido que así y no de otro modo fuera. Si yo sufro por él, será en la seguridad infinita y perdurable de haber hecho lo que había que hacer, en determinado momento, por Dios y por los hombres. Si ese predestinado me quiebra, no lo hará sin antes haberse desarraigado él mismo. Pero la Tiara que yo tengo el honor de llevar, en pos de tantos otros, no será afectada por ello.

“Reconoced, pues, en él y en mí, la Voluntad del Padre celestial, cumpliéndose sobre la tierra, al mismo tiempo que en lo más alto de los cielos”.

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IXEl chancro

Napoleón, en Santa Elena, ha condenado él mismo su aventura de España. “Esta desdichada guerra me ha perdido, ha dividido mis fuerzas, atacado mi moralidad en Europa. Confieso que emprendí muy mal el negocio; la inmoralidad debió de ser demasiado evidente, la injusticia, cínica, y el todo debe de ser muy mezquino, puesto que yo he sucumbido. Porque el atentado no se muestra más que en su horrorosa desnudez, privado de todo lo grandioso, y de los numerosos beneficios que colmaban mi intención... Bayona no fue una celada, sino un inmenso golpe de Estado... Osé golpear desde excesiva altura. Quise obrar como la Providencia”.

¡Como la Providencia! Todo Napoleón está ahí. Sintiéndose confusamente llamado a prefigurar a El que debe renovar la faz de la tierra, creyóse designado para operar por sí mismo esa renovación, y muchos lo creyeron con él. Así es como pudo ser, por diez años, el árbitro y modelador de Europa. Sin esos prejuicios, sus batallas maravillosas no hubieran bastado. Pero hubo una España que no quiso dejarse amasar, y el Cromwell de las monarquías europeas, halló su grano de arena en ese uréter del viejo mundo.

Esta España de granito y de guitarras, era un país extraño que mucho tenía que expiar. Infiel a su misión de cristianizar América, ella había destruido ferozmente pueblos enteros. El oro inicuo de sus galeones de tortura y de desesperación, desde mucho tiempo había corrompido su corazón y licuado su cerebro. Sus reyes católicos, los más ricos de la tierra, decíase, estaban allí, como el sol ridículo de los Borbones, sobre algunos millones de mendigos soberbios y roídos por la miseria. La religión, trasvasada de los sublimes corazones de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, en almas voluptuosas o salvajes, encorvadas por el fetichismo de la devoción más material, habíase hecho horrible.

Ningún contacto con pueblo alguno, salvo, por fuerza, con Portugal, el pueblo detestado que le cerraba el Atlántico, impidiéndole percibir al otro lado de ese océano, el continente de oro. Privada para siempre desde Utrecht, de sus antiguas posesiones en Italia y en los Países Bajos, recluida tras los Pirineos que creyó haber abatido Luis XIV; duramente expoliada en Gibraltar por la herética Inglaterra; esta dominadora de la mitad del globo dos siglos antes, subsistía desde entonces como una pobrecilla huraña en el tablero de sus montañas, donde no penetraban las nuevas ideas. En las ciudades todavía quedaban hombres capaces de ver que su monarquía era una inmundicia, y de sentir que algo nuevo se agitaba en el aire. Ellos pagaron, por otra parte, a precio excesivamente caro esta clarividencia, habiendo sido inhumanamente degollados por sus propios conciudadanos, desde los primeros días. Pero los campesinos nada vieron ni sintieron nada, sino que serían tratados, tal vez, como sus antepasados habían tratado a los aborígenes del Nuevo Mundo, tan vanamente confiados a la caridad de la católica España por el inefable Mensajero del Redentor, Cristóbal Colón. Esto dio lugar a una guerra de demonios.

Hubo, sin embargo, una diferencia muy sensible, y pido a todas las Españas, el permiso de expresarla. Los soldados franceses, al principio, y cuando la recepción hecha a filo de puñales no los había enfurecido todavía, eran verdaderamente los ingenuos ilusos del 89, creyendo llevar a todas partes la liberación, y fraternizar con todos los pueblos, ilusión que será tan torpe como se quiera, pero indudablemente generosa, que

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justo era oponer al individualismo sombrío de esa España tan hermética como la China a toda ingerencia extranjera, y profundamente indiferente a la fortuna, como a las desdichas de los otros habitantes del planeta.

De 1808 a 1814, se mató y se torturó infernalmente, y esta guerra no pudo terminar sino cuando terminó el gran imperio. Trescientos mil franceses arrojados por Napoleón sobre ese infortunado reino, dado por él a un imbécil hermano, lo recorrieron en todos sentidos, destruyendo hombres y cosas, incendiando, pillando, estrangulando, violando y profanando, en represalia de más horribles crueldades. Más de doscientos mil combatientes españoles quedaron allí, y, ¿cuántos retornaron de los soldados del emperador? Las cifras conocidas, son pavorosas. ¡Solamente en Zaragoza, un informe del mariscal Lannes acusa con horror más de sesenta mil enemigos muertos!...

Muchas veces se ha preguntado uno, por qué el gran vencedor, disponible después de Wagram, no volvió a España para dar cima a su empresa. Cierto es que Wellington no hubiera podido tenerle delante de él, y que seguidamente él no habría tenido necesidad de correr sobre el Niemen, y a Moscú. Pero esto es el misterio, encontrado a cada paso, en la vida de Napoleón. Obediente a su implacable destino de prototipo o de parangón, era menester que el prodigio de actividad estuviera inerte en ese momento, para que se cumpliera el castigo de unos y otros. Era menester asimismo que se consumara la desesperante alianza austriaca, y que así fuese asegurada la ruptura con los bárbaros del norte.

La capitulación ignominiosa de Bailén, había tenido lugar en las inmediaciones de las Naves de Tolosa, campo de batalla glorioso para los españoles, desde hacía unos quinientos años, y es bien sabido cuánto los exaltó ese inesperado triunfo. Este fue el primer golpe.

Europa comprendió que el coloso, pareciendo menos invencible, se hallaba quebrantado, y él mismo sintió que la tierra se cansaba de sostenerle. Su omnipotencia, aunque recibida desde lo alto, ¡era tan humana y tan frágil! ¿Cómo hubiera podido no advertirlo? Seguramente él no se sabía un instrumento, sólo un instrumento magnífico para la representación de una parábola divina. Empero, él debió de tener la intuición de un primer aviso terrible, y la entrevista de Erfurt, inmediatamente después, el “jardín de reyes”, como él decía, no debió precisamente embriagarle.

Su única aparición en España, desastrosamente abreviada por el armamentismo austriaco, no había culminado en nada. La conquista de esta península malhadada, fue confiada a tenientes inhábiles o infieles, que no supieron o no quisieron jamás ponerse de acuerdo y que, por otra parte, hubiesen sido de antemano y fatalmente condenados al fracaso, por la sorprendente ineptitud de un rey ficticio. Quienes pagaron -y terriblemente-, fueron los soldados.

Mucho se ha hablado del patriotismo de los españoles, del despertar de un pueblo. ¿Qué es lo que no se ha declamado sobre ese lugar común? ¡Es como si se hablara del patriotismo de los vandeanos que combatían únicamente para sus sacerdotes! ¿Qué lazo podía existir en esa nación, esencialmente provincial y parroquial, entre los campesinos salvajes de la Mancha o los toreros de Andalucía o los montañeses de Asturias, por ejemplo, o los cerriles cabreros de Aragón? Ningún otro, sin duda, que la religión estrecha y forzada, pero idéntica en todas partes, que recibían de sus capuchinos o de sus curas. Esto era suficiente para eternizar una guerra diabólica. Si Napoleón no comprendió nada de ese carácter profundo de España, ¿qué es lo que sus desdichados soldados, educados en la ignorancia o en el desprecio de toda práctica religiosa, hubieran podido comprender?

El vencedor de reyes, habituado hasta entonces a recibir las llaves de los imperios o de las capitales, después de victorias decisivas, se asombró de un pueblo incapaz de

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capitular, siempre inasible, y no queriendo la guerra, más que las emboscadas perpetuas, y el intercambio continuo de atrocidades. Esta evidencia le repugnó, y dejó que las cosas siguieran su curso, esperando, tal vez, el cansancio, sacrificando de este modo la mitad de sus ejércitos magníficos, tratando de olvidar la horrible llaga de sus pies, para sólo pensar en la corona de todos los Césares, que pensaba ceñir sobre su cabeza en llamas. En toda la historia no ha habido una página más dolorosa. Las calamidades inexpresables que vinieron después, no han tenido ese aspecto de negrura trágica, ese abominable aspecto de deslealtad sanguinaria y de furor fratricida...

“Ese cáncer de España, sobre el cual no habría que volver”, decía el Emperador, cautivo y moribundo, “... esta funesta guerra de Rusia, ese espantoso rigor de los elementos... y después, el universo entero contra mí!... ¡Oh destino de los hombres!”.

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XLa isla infame

“Inglaterra trafica todo”, decía, con amarga bonhomía el augusto prisionero de Lord Bathurst y de Hudson Lowe; “¿por qué no se pone a vender libertad?” Debe creerse que esa mercadería le faltaba, y que le faltará Siempre.

¿Qué es lo que no se ha dicho de la libertad inglesa? Otro lugar común, eminentemente clásico. ¿Y cuál es la nación más esclava de sus prejuicios religiosos o políticos, de sus instituciones, de su fariseísmo diabólico, de su orgullo insoportable e impío? Lo mismo da hablar de la libertad de Cartago, donde se crucificaba a los leones, es decir, a los ciudadanos que despreciaban el comercio, o de la libertad de Roma, donde los deudores insolventes pasaban, por fuerza de las leyes, a ser esclavos de sus acreedores. La hipocresía romana, que sólo ha sido aventajada por la hipocresía británica, había construido un templo de la Libertad sobre el monte Aventino. Allí se depositaban los archivos del Estado. La Diosa estaba representada como una mujer vestida de blanco, símbolo de la inocencia, teniendo a sus pies un gato, animal díscolo por excelencia. Inglaterra ha reemplazado ese pérfido felino por un leopardo, y en esto radica la diferencia.

Al gobierno de los intereses dinásticos, dominante preocupación de los reyes de Francia, y sobre todo de Luis XIV, predecesor molecular de Napoleón, se opone en esta nación -tan moderna por la bajeza de sus codicias como antigua por su dureza para con los débiles el gobierno exclusivo de intereses mercantiles. Porque tal es la vergüenza y la tarea indeleble de Inglaterra. Es una usurera cartaginesa, un mercader con traje de etiqueta, a la que su aislamiento insular le permite, decía Montesquieu, “insultar en todas partes” y robar impunemente.

La famosa rivalidad tradicional no es otra cosa que el antagonismo secular de un pueblo noble y otro innoble, el odio de una nación avariciosa hacia una nación generosa.

“La idea de destruir a Inglaterra -hace notar Sorel24-, era en Francia una idea corriente a fines del antiguo régimen; se la juzgaba simple y natural, y se la discutía seriamente. Los archivos están llenos de proyectos de invasión”.

Napoleón pensaba y decía que la naturaleza ha hecho de Gran Bretaña, una de nuestras islas. En Boulogne, sin duda, él la veía recortada en una cuarentena de departamentos franceses, con una autonomía eventual para Irlanda y tal vez para Escocia. Su plan de invasión estuvo muy cerca de realizarse, y Gran Bretaña, presa de miedo cerval, convertida en pródiga por arte mágica, apresuróse a echarle a sus espaldas los ejércitos de Austria y de Rusia.

Porque la vieja bribona, Old England, a falta del joven imperio que no podía ponerse a sus plantas, estaba obligada a ofrecerse, mediante oro, apoyos o sostenes más maduros, que no estuvieron muy lejos de arruinarla. No se habló más que de dinero, Europa se transformó en un mercado de sangre humana, en el que la Compradora fue a menudo engañada sobre la calidad de los glóbulos o la cantidad de la efusión. La engañosa paz de Amiens no había sido más que una tregua de quince meses, una huelga no habitual del homicidio. Los negocios interrumpidos prosiguieron su curso, e Inglaterra fue más esclava que nunca de su caja registradora.

24 Albert Sorel (1842-1906), historiador. León Bloy leyó su obra mayor, “Europa y la Revolución francesa” (L’Europe et la Révolution française), en ocho volúmenes (1885-1904).

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Como he intentado demostrarlo en otro lugar, la abyección comercial es indecible. Es el grado más bajo y, en los tiempos caballerescos, aun en Inglaterra el mercantilismo deshonraba. ¿Qué pensar de todo un pueblo que no vive, no respira, no trabaja, no procrea, sin ese objeto; mientras otros pueblos, millones de seres humanos, sufren y mueren por grandes cosas?

Durante diez años, de 1803 a 1813, los ingleses pagaron para que les fuera posible traficar en seguridad en su isla, para que fuera estrangulada Francia, que obstaculizaba su vileza, la Francia de Napoleón que ellos nunca habían visto tan inmensa, y que los colmaba de inquietudes.

“Quinientos años de rivalidad han hecho personal a cada individuo la emulación que aguijonea a los dos pueblos... Francia está en la posición de la antigua Roma respecto de Cartago entre la segunda y tercera guerra púnica... “Inglaterra es la enemiga natural de Francia; es una enemiga ávida, ambiciosa, injusta y de mala fe. El objeto invariable y querido de su política es, si no la destrucción de Francia, al menos su humillación, su envilecimiento y su ruina... Esta razón de Estado la lleva siempre sobre toda otra consideración, y cuando ella habla, todos los medios son justos, legítimos y hasta necesarios, con tal que ellos sean eficaces”. Justa quibus necessaria. Así se expresaban publicistas anteriores a la Revolución.

Pero Inglaterra no era solamente el enemigo natural de Francia. Era su enemigo sobrenatural. Hacía cerca de tres siglos -antes que, bajo las faldas de la odiosa Isabel, se desencadenasen los demonios impuros del mercantilismo protestante- el padre de esta yegua coronada, el polígamo Enrique VIII, no había tenido más que hacer un ademán para que toda Inglaterra, otrora llamada la Isla de los Santos, renegara de la Iglesia. Bochorno mayor e inicial de ese reino consagrado a Satán por un amo amasado en lodo, impaciente de una autoridad religiosa que se oponía a sus lascivias. Instantáneamente la libre Inglaterra apostató, y tanto más gustosamente, cuanto el rey concedía con munificencia los bienes de los obispados y monasterios a sus domésticos obedientes. Hubo mártires, pero en número reducido.

Esto, mientras Francia, convulsionada de horror, luchaba furiosamente contra la herejía, y se preparaba a combatirla por espacio de cincuenta años, por todos los medios, hasta la abjuración de otro lascivo obligado a aceptar la misa para reinar sobre la progenie espiritual de San Dionisio y de San Martín,

¡Entretanto que Inglaterra lleva esta iniquidad al Juicio universal, esperando también las calamidades que pudieran ser su consecuencia, muy cercana hoy, hubo, en la época de Napoleón, la grande angustia insular que hizo correr a través de Europa, un Danubio de sangre, y que tuvo sobre todo el horror de una vaca a cuatro pasos del Becerro de Oro, amotinando un continente mercenario para la destrucción o envilecimiento de la maravillosa nación francesa! Las más sombrías maquinaciones de la más audaz política fueron sus prácticas, y el propio temor de revo1ucionar a todos los pueblos civilizados no la detuvo. Basta recordar la incomparable piratería del bombardeo de Copenhague, al día siguiente de Tilsitt, para volar la flota danesa que el gabinete inglés suponía ganada para la causa franco-rusa, sin que semejante atentado fuera provocado por acto ninguno de hostilidad.

“El poder oculto y magnético de Inglaterra”. ¿Dónde, pues, he leído esas palabras? ¿Cuál era ese poder, y de dónde podía venir a esta nación apóstata, hacia la que se aguzaban como hacia un polo, todas las conciencias fangosas o perturbadas, tan pronto como la sortílega cuchicheaba en el silencio de las cancillerías europeas?

¡No parece que es como para inspirar miedo, que el más grande de los hombres fuese su víctima, que el león del desierto que había en él, pudiera ser fascinado al fin,

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por esa serpiente de bajos fondos, hasta precipitarse entre sus fauces como en un refugio!

¡Es abrumador decirse que el hombre de guerra al que ningún otro puede compararse haya sido vencido por un Wellington! Verdad es que entonces sus lugartenientes le obedecían mal o le traicionaban. ¡Pero, de todos modos, un Wellington, es demasiado ignominioso! Todo lo que podría decirse de ese inconcebible general inglés, cuyo principal mérito en España fue el de un buen intendente de las vituallas, y que hubiera sido irremediablemente aplastado en Waterloo, si Napoleón hubiera podido hacerse obedecer; todo lo que la indignación o el sarcasmo francés podría inspirar, no iría más lejos, para deshonrar a tal fantoche, que los consejos satíricos dados a los “generales en jefe”, por el autor inglés de la encantadora obra: Advice to the officers of the british army25.

“Nada es tan recomendable como la generosidad hacia el enemigo. Seguirle apuntándole con un arma después de la victoria, sería sacar ventajas de su situación. Basta con haberle probado que podéis batirle cuando lo juzguéis conveniente... Procederéis siempre abiertamente y en buena fe, con amigos y enemigos. Os cuidaréis de disimular o de tender emboscadas. Nunca atacaréis al enemigo durante la noche. Acordaos de Héctor yendo a combatir a Ajax: ¡Cielo, alúmbranos y combate contra nosotros! Si el enemigo se retira, dejadle sacar algunos días de ventaja, a fin de mostrarle que siempre podéis "sorprenderle cuando os lo propongáis. ¿Quién sabe si una actitud tan generosa no lo impulsará a detenerse? Después que él se ha detenido en un lugar seguro, entonces podéis poneros en su persecución, con todo vuestro ejército... Nunca avancéis un oficial inteligente; un rústico compañero es todo lo que necesitáis para la ejecución de vuestras órdenes. Un oficial que sabe una letra más de lo que exige la rutina, debéis considerarlo como vuestro enemigo personal, pues podéis estar seguro de que se ríe de vos y de vuestras maniobras”.

Es indiscutible que Wellington, tan justamente admirado por Inglaterra, ha seguido al pie de la letra, en sus campañas de la península y aún de Bélgica, esos preciosos consejos. Habíanle sido necesarios, en España y en Portugal, para no ser destruido veinte veces, la ausencia capital de Napoleón y la anarquía criminal de los generales que le reemplazaban.

Puede tenerse la absoluta certeza de que hasta la pérdida del Imperio fue menos amarga a Napoleón, que esa suplantación ridícula e ignominiosa. Lo que prevalecía contra él, el grandioso y magnánimo emperador latino, era, en la persona de! mediocre Wellington, todo el comercio y toda la banca de Londres. Esta era la horrible hipocresía del protestantismo parsimonioso y arrogante de los traficantes en matanzas y en infamias. Era, en fin y sobre todo, la sorprendente enmienda del Dios de los ejércitos, arrepintiéndose, como en el Diluvio, de haber hecho un hombre tan grande y, por efecto de una misericordia terrible, humillándole, al fin, bajo los pies de un aborto de la gloria!

25 Advertencia a los oficiales del ejército británico. (N. del T.).

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XILos mercenarios

Tras la vergüenza de Inglaterra, la de las otras monarquías europeas. Debe reconocerse que ésta es desconcertante. Nunca habíase visto parecida prostitución. Austria la católica, Prusia la luterana, y la cismática Rusia, por turno o simultáneamente, solicitando los subsidios ingleses para el exterminio de Francia. De 1793 a 1813, cinco grandes coaliciones, por no hablar de los innumerables e incesantes complots subalternos en que todo el mundo pasaba por la tesorería, poderosos y altaneros ministros, simples espías, exploradores, unidos en el mismo propósito, esperando que se devorasen entre ellos cuando el enemigo común hubiera sido batido. Durante veinte años fue un hormigueo inexpresable de traidores, de mentirosos, de asesinos disponibles, no cesando de tender sus manos ávidas a Inglaterra, que les pagaba a regaña dientes o les regalaba la propina de su desprecio cuando habían trabajado mal, lo que ocurría con harta frecuencia. ¡El desprecio de Inglaterra! Erales preciso tragar esto al mismo tiempo que los terrib1es castigos militares que les eran infligidos por el Invencible.

Seguramente, es tradición constante, jurisprudencia inmutable de los hombres de Estado, que todos los medios son buenos, en política, y que el dinero mismo se ennoblece por la intención de delinquir o de estafar.

Esta es la doctrina de los brigantes, y Europa fue su gran camino. Se adquirió el hábito, y esos despedazamientos territoriales que siguieron a la caída de Napoleón, los trueques, según la jerga diplomática usada en aquella época, han establecido superabundantemente la perennidad de esas máximas.

Primero Austria. Extra statum nocendi, había expresado Kaunitz en 1788. “Fuera del estado de hacer daño”. Esta consigna tenía entonces a Prusia como objetivo, antes de ser la voz de orden universal contra Francia. Hacer daño significaba no estar sujeto a Austria, y como Francia, a continuación de la Revolución, la dañaba en todas formas, ella no vaciló en colmar, por el medio clásico del dinero inglés, el déficit inquietante de su tesoro de guerra.

Con el cínico Thugut, antiguo espía de Choiseul, traidor a Francia y a Austria, comenzaron los negocios, las transacciones inmundas. “Estamos exhaustos” gemía ya en 1794.

Metternich debía continuar, pero sin la misma franqueza, siendo de una esfera más elevada, y uno de los más notables gentilhombres que se haya podido conocer. Napoleón convertido en el más fuerte, él llegó hasta venderle a muy alto precio una archiduquesa, excelente negocio para el soberano de Austria, feliz de negociar su hija, habiendo pasado la edad de prostituirse él mismo. Difícil es concebir tan completa abyección.

Cuando la fortuna de Napoleón pareció palidecer, se tuvieron presentes los recursos británicos, y el suegro, Majestad Apostólica, armó a trescientos mil hombres, para conquistar un lecho adúltero a la hija amada, que encontró muy bueno todo ello. Por otra parte, habíase hecho todo lo posible para que esa satisfactoria mudanza fuera inevitable. Mucho tiempo antes, la ruina del Dominador, habíase decidido, por cualquiera fuese el medio, y el matrimonio no había sido más que un método de anestesia. Así es como el príncipe de Metternich, escribiendo más tarde sus Memorias,

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pudo rendirse este propio testimonio: “Las miras que siempre han formado la base política austriaca, son de las más puras que concebirse pueda”.

Con Prusia no puede ser cuestión de pureza alguna. Se está en plena granujería y en casa de bandidos. “La guerra -ha dicho Mirabeau-, es la industria nacional de Prusia”. Se entiende lo que eso quiere decir. Después de los bárbaros del siglo V, no se había visto nación tan brutal y tan pillastre. Y esto no ha cambiado. Se ha podido comprobar lo dicho, en 1870.

Su prosperidad escandalosa había comenzado, y nadie tiene excusas para ignorarlo, en el siglo XVI, por la unión de la Marca de Brandeburgo y la Prusia propiamente dicha, a la sazón estrecha y muy pobre, dos colonias alemanas en país eslavo. Este triste ducado de Prusia antes conquistado sobre los idólatras por la Orden Teutónica, sin fronteras ni delimitaciones geográficas, no había vacilado en hacerse luterano para engrandecerse. Excelente medio en el siglo XVI.

Apegado por la apostasía, al margrave de Brandeburgo; consideró que todo lo que está a mano, es bueno de tomar, y tal fue, bajo los Hohenzollern, su única razón de Estado.

El gran Federico, verdadero fundador de la potencia prusiana, tomó con ambas manos, abarcando lo más posible: Silesia y Polonia, designando a sus sucesores Sajonia, Westfalia, Baviera, Austria inclusive si se podía, toda la Alemania. Pero hubieran necesitado, sus herederos inmediatos, esa especie de genio, esa voluntad inquebrantable del terrible ladrón, y el monarca estúpido que fue su nieto, pretendiendo oponerse a Napoleón, habría perdido todo, seguramente, sin la deplorable magnanimidad de su adversario.

Después de Iena, Prusia quedó más pobre que nunca, debiendo recurrir a la prostitución, cosa que no repugnaba precisamente ni a su temperamento ni a su conciencia. A ello proveyó Inglaterra con más abundancia que amor en 1813. Cartago estaba obligada a asalariar a sus mercenarios. Stein, Scharnhorst, Gneisenau, y la horrible crápula de Blücher sirviéronla con un celo tanto más vivo cuanto entendían acrecer su sucia patria con algunos de los mejores pedazos del monstruo abatido.

La más insaciable de las cortes de Europa, considerándose la más lesionada, maniobró para obtener la parte más suculenta en el presente y en el futuro. El bandidaje endémico y hereditario se amplificó, se extralimitó, se magnificó hasta engendrar en nuestros días, el Imperio alemán que terminará quizás por roerse a sí mismo, como los sepultados vivos, en la tumba del desprecio y de la execración, que el socialismo está en plan de prepararle.

¿Debe inscribirse a Rusia entre los mercenarios? Con toda seguridad. Uno no puede imaginarse a Souvorof, por ejemplo, atravesando Europa, inundando Italia y trepando sobre las montañas de Suiza, escaso de fondos:

El tesoro moscovita era inseguro y la moneda rusa probablemente depreciada, al otro lado del Vístula.

Tampoco se representa uno al delicioso parricida Alejandro hurgando en sus propios recursos para ir a hacerse aplastar en Austerlitz o en Friedland. La función de negociador olímpico le iba mejor que ninguna otra.

De todos los errores de Napoleón, después del de Bayona, el más craso y más cruelmente expiado fue el de dejarse prendar por las sonrisas y las caricias de ese bizantino que no dejó un día sin hacerle traición, cuya amistad llena de entusiasmo fue una mentira cínica, sostenida imperturbablemente durante cuatro años, hasta el día en que Inglaterra, impacientada por esa novela, le obligó a declararse en lo que realmente era: un enemigo implacable.

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Cuando estuvo madura la coalición de 1805, Inglaterra había firmado un tratado de subsidios a razón de 1.200.000 esterlinas por 100.000 hombres que Rusia pondría en armas, y treinta millones de francos para Austerlitz. En el tratado no constaba que se tuviera que estafar a los muertos. El zar desconfió, habiendo probado en Moravia que es menos fácil ganar una gran batalla que asesinar al propio padre. ¿Obtuvo su recibo? Los ángeles malditos deben saberlo, pero es infinitamente dudoso para los hombres. Los negocios son los negocios, y Gran Bretaña, descontenta, no dio resguardo. No se había pagado a los rusos para que fueran vencidos. Esta cuenta fue arreglada, sin duda, por las infracciones al bloqueo continental.

Al día siguiente de Austerlitz, Alejandro, a quien Napoleón podía retener prisionero de guerra y encerrar en una fortaleza, suplicó muy humildemente a su vencedor que le permitiera retirarse con los restos de sus ejércitos, lo que le fue acordado. “¡Hacerles gracia hoy -exclamó el heroico y desdichado Vandamme26- es querer que ellos estén en París dentro de seis años!”.

Diez años más tarde, hubo en Santa Elena un comisario pensionado por Alejandro, para asegurarse la detención del cautivo. Tal es la belleza de la historia, tal es la política, y no otra fue la recompensa de la magnanimidad de Napoleón, que perdonó casi siempre, y que jamás fue perdonado.

Queda por saberse lo que fue de su alma, de su alma excesivamente grande, en ese horrible torbellino de iniquidades. Alma de un liceal sublime, llevada por el Aliento de Dios, a alturas ignoradas, casi sin ver la pequeñez humana, incorregiblemente enamorada de todo lo que le parecía generosidad o grandeza, y a causa de ello, a pesar del más fecundo genio, designada mucho más que un alma ordinaria, para todos los padecimientos del Desengaño.

Hay, en las más humildes iglesias de Francia, una pobre lámpara encendida noche y día, delante del Santísimo Sacramento del Altar.

Se me ocurre esta idea, absurda quizás: que esa lámpara es, en cierto modo, como la confianza de Napoleón.

26 Dominique Vandamme (1770-1830), general. Hecho prisionero durante la campaña de Dresde (1813), llevado a Rusia, regresó a Francia en 1814 y participó en la aventura de los Cien Días. Expulsado después de Waterloo, se exilió en los Estados Unidos, de donde volvió en 1819.

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XIILos grandes

Cuando Napoleón restableció el mariscalato, dándose de esta manera dieciocho primos, pareció mostrar miedo de su propia obra. La observación pertenece al contemporáneo Thiébault, admirablemente situado para opinar al respecto y cuyas Memorias, muy superiores a las de Marbot27, son desde el punto de vista militar, sobre todo, el documento más fiel que pueda ser consultado.

Temiendo, supone Thiébault, dar excesivo poder a antiguos camaradas de guerra, subalternos y vasallos suyos ahora, el Emperador advenedizo estimó que, en cierta medida convenía revocar la institución por sus elecciones, y las hizo de modo que predominara el favoritismo a la justicia. Naturalmente, yo dejo a Thiébault la responsabilidad de una acusación tan grave, señalando, sin embargo, que es deplorable ver a Napoleón colocar en el mismo “rango”, a generales cuya desigualdad debería conocer él mejor que ninguno.

Un Berthier, por ejemplo, llamado por el mismo emperador “un cernícalo”, o un seudo vencedor, tal como Brune, junto al gran Massená; los heroicos Ney y Lannes, comparables sólo a los caballeros de los tiempos heroicos, junto a un Soult, invisible e inencontrable en Austerlitz, donde su cuerpo de ejército tenía el cometido principal, tanto tiempo como duró el peligro y que, más tarde, atribuyóse toda la gloria. Ese duque de Dalmacia a quien Napoleón no quería dar el nombre de un lugar cualquiera, recordatorio de una victoria, fue, como se sabe, el factor preponderante del fracaso en España, donde el emperador había tenido, luego de la casi traición de Oporto, la debilidad o la ceguera inconcebible de confiarle una relevante situación.

Pero, ¿qué decir de Marmont, el vencido de Arapiles y abominable traidor de Essonnes, cuyo solo nombre se hace una sangrienta injuria? ¿Qué decir de Murat y de Augereau, tan intrépidos, sin embargo, uno y otro, y que fueron tan terriblemente desleales en los días aciagos? ¿Qué pensar del imbécil y vanidoso MacDonald, saqueador de Italia en 1799, que nunca supo otra cosa que hacerse derrotar; de Gouvion Saint-Cyr, el más hábil general, quizá, que hubo en Europa después de Napoleón, pero cuyo diabólico humor hizo perder el fruto de la batalla de Dresde, y comenzó el desastre irreparable de 1813; del inepto y valeroso Oudinot; del ridículo tambor Víctor, canonizado duque de Bellune; del feroz y rutinario Davout, que privó a Francia invadida, de un ejército que tal vez la hubiera salvado, encarnizándose con tozudez de bruto en la defensa de una ciudad que no estaba en peligro; de Grouchy, en fin, a quien

27 Las Memorias del general barón Thiébault, 5 volúmenes (publicadas en 1893-1895 por Plon), conocieron un éxito prodigioso. Pero están sujetas a caución, en particular cuando habla de los mariscales... Él estimaba haber merecido esta distinción que no recibió y concibió por ello mucha amargura. No es pues de sorprender que Bloy se inspire en él en este capítulo; le debe esta opinión bien severa acerca de los mariscales del Imperio.Las Memorias del general y barón Marbot (1782-1854), se sitúan entre las más populares sobre el periodo imperial. La edición establecida y anotada por Jacques Garnier publicada en 1983 por el Mercure de France, muestra que “el testimonio de Marbot es mucho menos fantasioso de lo que toda una tradición histórica había llevado a pensar” (Jean Tulard, Nouvelle bibliographie critique des Mémoires sur l’époque Napoléonienne (“Nueva bibliografía crítica de las Memorias sobre la época napoleónica”) Droz, 1991).

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el demonio protector de Inglaterra parece haber hecho escoger por el infortunado emperador para que se acabara su peregrinación?

La más insólita y funesta de esas insensateces en las promociones, fue indudablemente la de Bernadotte, a quien Napoleón sabía su enemigo personal, y del cual no debía estimar en mucho sus bravuconadas. Se sabe con qué moneda le pagó a su emperador. Pero Bernadotte tenía en su favor el ser cuñado de José, y Napoleón era un jefe de clan hipersensible. Ese lazo de familia le hizo perdonar, aparte muchas otras cosas, el crimen de Auerstadt, que cualquier otro príncipe hubiera pagado con su cabeza, y su rarísima conducta en Wagram, que sólo le costó una desgracia benigna y transitoria. Convertido en rey de Suecia por el consentimiento del Amo, que no tuvo carácter para oponerse, este odioso aventurero, embriagado por la vanagloria de verse “incensado por legítimos” se volvió en seguida enemigo acérrimo de su bienhechor y de su patria. Su nombre es una inmundicia en la historia, y es perfectamente conveniente que los renegados luteranos de todas las Suecias, se sientan orgullosos y satisfechos de Bernadotte.

Tal fue, o poco más o menos siempre, la ganancia de Napoleón cuando quiso hacer grandes los hombres que lo rodeaban. Hijo de la Revolución, debió, naturalmente, tomar lo que su madre le había dejado, es decir, asesinos y domésticos, en la proporción de 90 a 95%. Los servidores de gran talento, fuera del militar, para no designar más que a Talleyrand y Fouché, fueron bajo él, los maravillosos crápulas que hubiesen sido bajo cualquier otro régimen. Puede, incluso, decirse sin hipérbole, que su torpeza sufrió el contagio de la grandeza de Napoleón, al extremo de que el mundo acabará sin duda antes de que se haya podido discernir un desprecio suficientemente equitativo.

Y casi todos fueron así, en la medida que servía a cada uno de los infinitos peldaños de la administración del Gran Imperio, de manera que uno termina por sentirse menos admirado de la gloria de Napoleón, que de la ignominia de las ingratitudes o de las traiciones que su reinado determinó, habiendo activado la excesiva energía del astro, en forma inusitada, el proceso de la putrefacción universal. Cuando ese astro declinó, toda la historia quedó como impregnada de un hedor desconocido...

Verdad es que Napoleón no supo nunca castigar, y esto, que uno lo encuentra en cada página de su vida, hasta perder la paciencia, es quizás el rasgo esencial de ese hombre, raro entre raros, que tanto se ha querido representar como un tirano, y que fue, sobre todo, en virtud de no se sabe qué herencia, un fatalista profundo, incapaz de resentimiento, siempre temeroso de destruir algo de su obra, humillando a los que él mismo había elevado, dejando de querer y dejando de obrar cuando creía haber oído la voz de su destino; sentándose, entonces, pleno de una muda resignación, sobre el brocal del pozo de dolor.

“Las quejas, decía, están por debajo de mi dignidad y de mi carácter. Yo ordeno, o me callo”.

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XIIILos sacrificados

¿Cuántos fueron éstos? quinientos o seiscientos mil quizás. No se sabe. Puede llegarse a un millón de franceses víctimas, no de la ambición de su jefe, como tantas veces se ha dicho, sino del imperativo de cosas no ajenas a la Voluntad divina.

Nadie en Europa deseó la paz tan apasionadamente como Napoleón, porque la paz éra1e necesaria para instaurar las magnificencias que su maravilloso espíritu había concebido, y que no pudo lograr nunca.

De 1796 a 1815, combatió por la conquista infinitamente deseada de ese paraíso terrenal a cuyas puertas vinieron a estrellarse todos sus ejércitos.

Y, ¡qué ejércitos! Nunca habíase visto nada más hermoso. Para engendrarlos y producirlos al fin, a esos ejércitos de ensueño y de apoteosis, había sido necesaria la gestación dolorosa de catorce siglos. En primer lugar, fueron menester los pobres y sublimes Obispos del Caos bárbaro, y todos los Santos de los Tiempos merovingios o carolingios que habían amalgamado la tierra de Francia con la Preciosísima Sangre de Cristo; luego fueron necesarias las Caballerescas Cruzadas y su entusiasmo sobrenatural; luego todavía la horrible y centenaria tribulación de la Guerra inglesa, las espantosas convulsiones de los siglos XIV y XV, en las que el Reino de la Madre de Dios creyó fenecer; en fin, había sido necesaria la humareda de todos los Borbones, y todas las guillotinas del Terror. No se conoce otra nación que haya sido tan trabajada ni tan abonada en sangre y en inmundicias.

Era impía, seguramente, o parecía serlo, como todo el mundo, por otra parte, inclusive en España, y como no podía menos de ser a fines del siglo XVIII. Pero en Francia ésta era una impiedad superficial, una gala espiritual contraída bajo los Borbones, curable por la sangre o por el fuego, pero sin que la afección llegara a sus entrañas. Francia sólo es incurable de Dios, como lo han demostrado las más diabólicas experiencias, principalmente, la de la Revolución. Precisamente, porque ella era la más generosa de las naciones, no era posible que, privada temporalmente de la fe cristiana, dejara de precipitarse a la desilusión magnífica del 89 Y a los delirios espantosos que resultaron en consecuencia. Porque esta visitante abandonada necesitaba un Dios visitador y corporal, un Dios tangible que la consolara; cuando Napoleón le fue mostrado, al punto ella lo reconoció, salió de ella un inmenso clamor de pasión delirante, y se entregó por entero.

Trátese de Fréjus o de Juan el Golfo, no existe en toda la historia otro ejemplo de tan poderoso ascendiente. Este hombre extraordinario fue realmente Dios para sus soldados que eran la flor de Francia. De ellos pudo hacer cuanto le viniera en ganas, pues que su alma exorbitante absorbía, como ya lo he dicho, todas esas almas ahora suyas por su voluntad, todo lo cual es, verdaderamente, muy misterioso.

Ese pueblo armado le siguió a todas partes, aceptando, por el amor de él, todas las penas de la vida, y todos los suplicios de la muerte. Cuando los grandes, colmados de sus beneficios, le traicionaron, los pobres soldados que habían vencido bajo sus órdenes toda la tierra, ricos solamente en heridas y en gloria, permanecieron fieles a su Emperador en desgracia, a su Emperador cautivo y extinto, sin acabar de comprender que él había terminado para siempre.

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Los pueblos de todas las provincias han visto morir, hace más de sesenta años, a esos huérfanos del Prodigio, inválidos y miserables, ingenuos y grandiosos, que se veían siempre en Egipto o en Moscú. Con ellos pareció como si se apagaran las estrellas.

Su recuerdo se borra, y la nueva generación que no ha podido entreverlos fuera de las imágenes legendarias de Charlet o de Raffet28, los ignora en realidad, insegura de que semejantes hombres hayan podido existir para acompañar al Gigante, cuyo solo nombre empequeñece todas las grandezas.

Día vendrá, tal vez, en que las reliquias de Napoleón no estarán más en su admirable Sepulcro de los Inválidos. Se abrirá el sarcófago, que se mostrará vacío, sin que reste siquiera la apariencia misma de esa tierra, después de extinguido el prestigio que le rodeaba.

¡Ella habrá ido a reunirse al polvo confuso y disperso de los humildes soldados que se sacrificaron por su Jefe, y cuyas almas de hijos amorosos se agruparán en torno a la Suya, en el Juicio Universal, como hacía, en los días de grandes batallas, antaño, su Guardia invencible!

28 Estos dos dibujantes consagraron la mayor parte de su obra a la evocación del Imperio. El segundo ilustró una Histoire de Napoléon por Norvins, a la cual Bloy hace alusión a propósito de las lecturas de su niñez.

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XIV¡La guardia retrocede!...

No se podrá comprender nada en Napoleón, mientras en él no se vea un poeta, un incomparable poeta en acción. Su poema es su vida entera, y en ello no hay quien lo iguale. Pensó siempre en poetas, y debió siempre actuar como tal, no siendo para él, ese mundo visible, más que un espejismo. Sus proclamas sorprendentes, su correspondencia infinita, sus visiones de Santa Elena, lo dicen con harta elocuencia. Ora hablando, ora escribiendo, su lenguaje lo magnificaba todo.

No se fatiga uno releyendo su admirable carta del 2 de febrero de 1808, al astuto parricida Alejandro, indigno de recibirla, y seguramente incapaz de comprenderla. Ofrecíale nada menos que la partición del mundo, señalándole el Asia, y reservándose el Occidente, esto, no como una eventualidad magnífica, sino como una consecuencia necesaria de su sistema de alianza:

“Entonces los ingleses serán aplastados bajo el peso de acontecimientos que habrán sobrecargado la atmósfera. Vuestra Majestad y yo hubiéramos preferido la suavidad de la paz, y pasar nuestra existencia en medio de nuestros vastos imperios, ocupados en vivificarlos y hacerlos felices... Los enemigos del mundo no lo quieren. Es necesario ser más grandes, a pesar nuestro. Es prudencia y política hacer lo que el destino ordena, e ir allá donde la marcha irresistible de los acontecimientos nos señala”.

¡Siempre el destino! ¿Napoleón, es, pues, el poeta del destino?29 Los acontecimientos de que él habla, han de. mostrado históricamente lo irrealizable, o, si se prefiere, lo inocuo de sus grandes designios, pero no han demostrado en el alma de ese Emperador de emperadores donde ellos tenían, sin duda alguna, una consistencia profética, una irrealidad indemostrable, tanto más cierta a sus ojos.

Discerniendo mejor que nadie las apariencias materiales en la guerra o en la administración de su imperio, tenía, al mismo tiempo, un como presentimiento extático lo que era expresado por sus contingencias perecederas, y esto es precisamente lo que revelaba en él, al poeta.

No era posible que su vida sentimental difiriera esencialmente de su vida pública. Esta disparidad sólo va bien a los grandes hombres corrientes, a la canalla de los grandes hombres. Napoleón debíase a sí mismo, el ser enamorado como era emperador, es decir, a la manera de un poeta en extremo grande, procreador sin desmayos de las ilusiones maravillosas que le bastaban en ese bello crepúsculo matutino de estío que fue toda su existencia.

Los más grandes desastres y hasta su espantosa caída, no lograron despertarle completamente. En Santa Elena continuó su ensueño sufriendo y, luego de su muerte, continúa en la imaginación o en el corazón de los que le admiran.

Se ha dicho con mucha exactitud, que Napoleón amaba como un colegial. ¿Dónde hubiera podido hallar el tiempo y la experiencia para amar de otra manera?

Como todos los colegiales, amó a las prostitutas, mujeres que se daban en seguida, discreta o desenfadadamente. Puede hasta decirse, que habiéndose encargado muy tempranamente de los intereses del mundo entero, no tuvo siquiera tiempo de amar ni

29 Sobre este interesante tema, recomendamos el excelente libro de Dimitri Merejkovsky Napoleón (o Vida de Napoleón); edición en castellano de Espasa-Calpe, colección “Austral”, Madrid, 1938. Traducción de José María Quiroga Plá. Existen muy numerosas reediciones.

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desposar otras mujeres, sino algo más tarde, sin darle a ello toda la importancia que hubiera sido justa. Su pasión por Josefina, que era una ramera, y que no dejó de serio, pasión atestiguada por cartas llenas de delirio, tiene precisamente ese carácter del entusiasmo sensual de un adolescente imaginativo, casto aún, encendido por la coquetería de una ambiciosa.

Este género de erupción, para hablar con decencia, es fácilmente curable, y el colegial no tardó en instruirse. Por otra parte, en la época del comienzo de sus amores con Josefina, su grandeza futura no era sino presumible o adivinable. Esta mujer perversa y fascinante constituía su primer deslumbramiento. El que todavía no era más que Bonaparte, y que más tarde, con sólo un ademán hubiera hecho inmolar las más altaneras virtudes, debió creer entonces que una diosa del Olimpo se dignaba llegar hasta él: “Mio dolce amor, no me beses más porque, me enciendes la sangre”. Estas cosas se escriben a los dieciocho años. Pero parece que en Amor, Napoleón siempre tuvo esta edad. Quince años después de su gran pasión por Josefina, tuvo a María Luisa, y la sorprendente puerilidad de su calaverada de Compiègne. Debe recordarse que la muñeca que se le enviaba desde Viena, prodújole un nuevo deslumbramiento, que hizo renacer en él, al colegial tenaz de su prehistoria.

Las dos mujeres, dignísimas una de la otra, le fueron igualmente infieles y traicioneras, como no podía ser de otro modo. Fatalista, como lo he dicho más arriba, desempeñóse lo mejor que pudo, teniendo bastante que hacer con amotinar contra su sola persona todos los pueblos europeos para cumplir lo que llamaba su destino. La época, además, así lo quería. Cada uno hacía cuanto le venía en ganas, y las hermanas de Napoleón fueron cortesanas en la simple acepción del vocablo.

Carolina, la más odiosa de las tres, no contenta de haber deshonrado veinte veces a su marido, el infortunado Murat, hizo de este héroe de todas las batallas, el lamentable alucinado en quien creía ella tener disponible al asesino de su hermano.

Pero al poeta inmenso de la Epopeya de veinte años, ¿quién podía asesinarle o solamente contristarle mortalmente? El veía a sus mujeres, sus hermanas y hermanos armados contra él, como veía a sus lugartenientes ingratos, y como veía todas las cosas, en el espejo enigmático de su magníficante pensamiento.

Tuvo lo que se ha convenido en llamar amantes, tantas como quiso, y al pasar, como el soldado entre los soldados del mundo, pero ellas no poseyeron ni conocieron su alma. “Ubi thesaurus, ibi cor. Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”. El corazón de Napoleón no era una ciudadela inexpugnable, pero los o las que penetraron en ella, creyeron que nada había allí, porque el tesoro era invisible. Ese tesoro era el secreto de su poesía grandiosa, el arcano de ese Prometeo que se ignoraba a sí mismo, cuyas peores faltas han tenido la excusa de Polifemo o de Anteo, no sabiéndose tan colosal ni tan predestinado.

[ Era, junto con la impaciencia de todo obstáculo, el Celo profundo de una misión sobrenatural que no alcanzaba a desentrañar, pero que le brotaba de todos los poros y cuya certeza lo crucificaba; -situación amorosa que lo mostraba, a pesar de todo y siempre, infinitamente por encima de las codicias ordinarias y de su miserable servidumbre ]30

He dicho los dos deslumbramientos de Napoleón. Hubo un tercero, más funesto. Fue el deslumbramiento de la Derrota. Hasta Waterloo él había conocido los desastres, pero no la derrota. Esta otra prostituta, tanto tiempo excluida, lo deseaba a su vez, y fue necesario soportarla.

30 Este pasaje, que presentamos comprendido entre corchetes, no figura en la traducción de la Editorial Mundo Moderno.

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¡La Guardia retrocede!... A este clamor pánico, él ve resquebrajarse su línea de batalla, ve su último ejército en plena derrota, siente la opresión del monstruo, y su virginidad de vencedor está perdida. Una noche horrorosa se extiende sobre su alma. ¿Todo, pues, ha terminado? ¿Será preciso que el poema termine en esta aventura espantosa? ¿Dónde está ahora su estrella? ¿Qué ha sido de su corazón y de su tesoro?

Indudablemente, no es Wellington quien se los ha arrebatado, como no lo es, tampoco, el granuja prusiano.

Encontrará esto dentro de tres meses, a dos mil leguas de su capital, en el otro hemisferio. Pero allá su estrella será como una mendiga implorando su pan, su corazón será torturado, y su tesoro será de dolores. ¡Ah, no es la Guardia sola que retrocede en Waterloo, es la Belleza de ese pobre mundo, es la Gloria, es el honor mismo; es la Francia: de Dios y de los hombres, viuda repentinamente yéndose a llorar en la soledad después de haber sido la Dominadora de las naciones!

En la mañana de ese aciago día, la Iglesia militante celebraba, en todas las parroquias de la Cristiandad, la misa de dos antiquísimos mártires, y recomendaba a todos los fieles “glorificarse en las tribulaciones, gloriamur in tribulationibus .

Hubo ciertamente en Francia humildes sacerdotes y asistentes más humildes que recordaban entonces a sus prójimos o amigos que iban a combatir, y que no pensaban más que su Jefe en invocar a los viejos mártires.

Es probable, sin embargo, que muchos de esos inmolados, fueran socorridos por ellos en la agonía; pero el murmullo dulce y místico de esa oración, no tuvo más eco apreciable que la imprecación desesperada de Cambronne, y el Emperador abatido no pensó en glorificarse de su tormento.

Glorificóse de ello más tarde, en Santa Elena, cuando vio venir la gran enamorada de los mendigos y de los emperadores, y ella le tomó su Secreto, para no trasmitido a nadie.

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XVEl compañero invisible

Se enseña que cada hombre es acompañado, desde su nacimiento hasta su muerte, por un Invisible encaro gado de velar atentamente sobre su alma y su cuerpo. Ese Invisible se llama el Ángel Custodio, protector designado por Dios, pudiendo pertenecer, indistintamente, a uno u otro de los Nueve Coros Angélicos.

Esta es la creencia universal de los cristianos. Ese compañero perpetuo es a la vez inspirador y juez. Los altos pensamientos vienen por él, y lo que uno denomina reproches de la conciencia, es él quien los hace oír. Sabe lo que no sabemos y ve lo que nosotros no vemos, está siempre presente en nosotros y en torno nuestro, absolutamente respetuoso de nuestra libertad, conocedor de la real grandeza de nuestra alma, y de la inconcebible dignidad de nuestro cuerpo de barro, llamado a resplandecer, cuando hayamos dejado de ser durmientes. Cuando un hombre hace mal, el ángel se retira silenciosamente en los lugares recónditos del alma criminal, donde el mismo pecador no se adentra, y llora como pueden llorar los Ángeles.

“... Si la vida es un festín, ellos son nuestros convidados. Si es una comedia, ellos son nuestros comparsas, y tales los formidables Visitantes de nuestro sueño, si la vida no es más que un sueño. Ellos son nuestros .. más allegados, los Viajeros perpetuos de la luminosa Escala del Patriarca y estamos advertidos de que cada uno de nosotros es avaramente guardado por uno de ellos, como un tesoro inestimable, contra los asaltos del otro Abismo; lo que da la más confusa idea del género humano.

“El más sórdido bribón es tan precioso, que tiene, para velar exclusivamente sobre su persona, alguno semejante a Aquel que precedía el campo de Israel en la columna de nubes y en la columna de fuego, y el Serafín que abrasó los labios del más inmenso de todos los Profetas es quizás el vanguardia tan grande como todos los mundos, encargado de escoltar la muy innoble carga de una vieja alma de pedagogo o de magistrado.

“Un ángel reconforta a Elías en su famoso espanto; otro acompaña en su hoguera a los Niños Hebreos; un tercero cierra las fauces de los leones de Daniel; un cuarto, en fin, que se llama “el Gran Príncipe”, disputando con el Diablo, no se encuentra bastante colosal aún, como para maldecirle, y el Espíritu Santo es considerado como el único espejo donde esos bichitos inimaginables del hombre, pueden tener el deseo de contemplarse.

“¿Quiénes, pues, somos nosotros, en realidad, para que tales defensores nos sean asignados?, y, sobre todo, ¿quiénes son ellos mismos, esos encadenados a nuestro destino, de los que no se ha dicho que Dios los haya hecho como nosotros, a semejanza suya, y que no tienen ni cuerpo ni rostro? A su respecto fue escrito, nunca “olvidar la hospitalidad” por temor de que se ocultaran algunos entre los necesitados extraños”31.

¿Quién, pues, ha podido ser más extraño, más necesitado que Napoleón? No comprendiendo nada en la aparición de tal hombre sobre la tierra, renuncio a decirlo, y ¿cómo podría yo hablar de El que fue encargado de acompañarle invisiblemente a todas partes?

Uno sería llevado a atribuirle un Querubín, un Trono, una Dominación, o por lo menos un grandísimo y muy espléndido Arcángel. Yo pienso, al contrario, que debió

31 eón Bloy, La Mujer pobre.

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tener por guardián uno de los espíritus menores del último grado de la Jerarquía celestial.

Un mediocre Judas, tal como Bernadotte, por ejemplo, podía tener necesidad de ser asistido por uno de los más altos príncipes o ministros de la Gracia, capaz de llevar la montaña de sus traiciones, y de apartar de él -espantosamente- todos los castigos humanos, esperando la hora de Dios y de su Justicia. Pero no podía serlo así para Napoleón. Lo que hacía falta a este personaje extraordinario, era el ángel guardián del niñito abandonado sobre la ruta del mundo, un modesto protector para alejar de él los perros vagabundos, para guiarle entre las zarzas y los guijarros que hubiesen podido lastimarle, un humilde y casi tímido ángel custodio, ¡para el más grande de todos los hombres! Un dulcísimo amigo invisible, deferente y grave, para decirle al fondo de su corazón:

“Perdona a menudo, mas no siempre. Dios te ha hecho el padre de cincuenta millones de sus criaturas, que no pueden saber quién eres, puesto que tú mismo no lo sabes. No devores a esos desgraciados que son a Semejanza de Dios y a tu propia semejanza. Se te permite encadenar reyes y hollados con tus pies, porque son arrojados por el Espíritu Santo, que tal vez encarnas tú. En cambio, no seas demasiado hábil, ni te empeñes en suprimir las montañas que pertenecen a Dios. Hasta ahí, serás invencible, pero no más allá, y de ello te darás cuenta en seguida. La nieve y el diluvio están sobre sus cimas; no los obligues a bajar de ellas”.

¡Qué admirables coloquios entre estos dos Imperturbables, uno de la tierra y el otro del cielo; visible uno e invisible el otro!

Y Napoleón también, ¿no fue invisible a su manera, y cuánto? para sus servidores incapaces de sospechar, ni aun de suponer sus ansiedades, cuando él se entretenía con el traslúcido compañero, a través del cual su alma veía formarse las tempestades. “No vayas por ahí”, decía el ángel. “Mi destino lo ordena”, decía el Emperador. Y he aquí que el Destino se oponía a Dios... Pero esto, ninguno de su corte podía advertido. Así hubo momentos, horas, largas noches, en que este Amo del mundo, no sabiendo qué hacer, pasaba de una a otra resolución, sorteando los escollos, para verse nuevamente entre ellos, traído por la violencia del oleaje insultante, hasta que, agotado del esfuerzo, se dejaba caer con cinco o seiscientos mil guerreros, murmurando no sé qué palabras que podían significar esto: “¡Que Dios se apiade de mí!”

Esta pavesa de la majestad humana casi infinita, llegó en fin a Santa Elena. Al desembarcar en esta isla, inmortalizada desde entonces por él, el Almirante Cockburn presentóle una invitación para “el general Bonaparte”. Recibiéndola de manos de Bertrand, Napoleón dijo al gran mariscal: “Es menester remitida al general Bonaparte; la última vez que oí hablar de él fue en la batalla de las Pirámides, o en la del Monte Tabor”.

Lord Rosebery32, verdadero inglés, sin embargo, señala como una indigna y repulsiva bufonada esa obstinada negativa del título imperial del gran Cautivo.

El mismo Cockburn respondió en los términos que vemos aquí en una carta donde el conde Bertrand mencionaba el nombre del Emperador: “Señor, yo tengo el honor de acusaros recibo de vuestra carta fechada ayer. Esta carta me obliga a declararos oficialmente que yo no tengo conocimiento de un emperador cualquiera que habita en esta isla, ni de una persona revestida de tal dignidad, que haya, como vos decís, viajado conmigo sobre el Northumberland”.

Esta innoble y mezquina persecución inglesa, duró más tiempo que el mismo Napoleón. “Sobre el sarcófago del Emperador, dice Rosebery, sus servidores querían

32 Archibald Philip Pimrose, conde de Roseberry (1847-1929), político inglés, autor de “Napoleón, la última fase” (The Last Phase), que León Bloy cita igualmente en su Diario.

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escribir este simple nombre: Napoleón, con lugar y fecha de nacimiento y de muerte. Sir Hudson Lowe negó su consentimiento, a menos que se agregara el apellido Bonaparte. Pero los servidores no pudieron aceptar una designación que el Emperador no había querido admitir jamás. De manera que el sarcófago no llevó nombre alguno. Esto parece increíble, pero es así”.

Nada faltó en este suplicio de aquel cuyo imperdonable crimen había sido hallarse mucho más alto que todas las cabezas humanas, y haber cumplido las proezas más grandes que la tierra hubiese visto durante diecinueve siglos. Nada, sino los gemidos de la víctima, y tal vez también su presencia.

Los verdugos y los domésticos ingleses tenían razón sin duda, más de la que podrían haber creído, negando la presencia del Emperador. Ellos no tenían más que una pobre apariencia humana ya tocada por la Muerte; Napoleón estaba fuera de su alcance, tal como su invisible Compañero, con quien conversaba, muy lejos de ellos.

Con mucha frecuencia se ha hablado de sus continuos monólogos. En realidad esos monólogos eran los diálogos de un Ausente con un Invisible, y este último era precisamente el camarada que había menester en esta excesiva miseria, un exilado que ni siquiera podía lograr que se le llamara por su nombre.

Puede suponerse que a la hora final, un poderoso Arcángel debió de intervenir para presentar al Padre de las misericordias su más grande imagen, pero en el curso de su periplo de gloria y de infortunio, parece conforme a las leyes del equilibrio sobrenatural que este Emperador de los siglos haya tenido, por protector y por compañero de todos los momentos, al menor de los bienaventurados Espíritus Mensajeros que el Señor pudiera hallar en sus vastos cielos.

Bourg-la-Reine. Enero-Abril 1912.