c a p ít ulo iv mujeres y vida...

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C apítulo IV MUJERES Y VIDA COTIDIANA

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C a p í t u l o I V

MUJERES Y VIDA COTIDIANA

E n c u e n t r o c o n e l p r im e r o d e m a y o

Cuando los sastres y las trabajadoras de la “Maestranza” elevaron su protesta en marzo de 1919, mucha gente de la entonces parroquial Bogotá se indignó por la forma de proceder del gobierno y una gran parte se solidarizó con quienes protestaron. Entre los indignados y solidarios estaba un señor dueño de un almacén llamado “Egipto”, en la carrera 8a. con calle 11, tes­tigo de esos hechos, que repetía a todo el que quisiera oírle cómo, cuando esa movilización tocaba a su fin y más de 3.000 personas se disgregaban, del mismísimo balcón de Palacio salieron las balas de la ametralladora que dieron muerte a los manifestantes. En el piso del almacén su dueño había acomodado a varios heridos y el pequeño depósito lo convirtió en escondrijo de otros cuantos, gentes que volvieron después a darle las gracias por tanta humanidad, convirtiéndose más tarde algunos de ellos en sus compañeros. Ese señor se llamaba Leopoldo Vela Solórzano (1889-1945), de quien decían que la sensibilidad era su pecado original.

Un año después, más exactamente el Primero de Mayo siguiente, una joven señora iba en dirección al almacén “Egipto” a recibir la ayuda que Vela Solórzano le daba esporádicamente. Se llamaba Enriqueta Jimé­nez Gaitán, tenía varios hijos, esperaba otro y enfrentaba una dura exis­tencia pues la persona con quien se había casado, a pesar de ser maestro inteligente y respetuoso era falto de ánimo, por lo que fue dejando poco a poco en hombros de ella todas las cargas del hogar. La Señora bajaba de los cerros orientales donde vivía, por la calle del “Camarín del Carmen” y poco antes de llegar a la Plaza de Bolívar oyó un murmullo de voces y de gritos que se fue agigantando, luego un silencio donde se destacó la voz enérgica de un hombre arengando. Al desembocar en la plaza divisó una multitud y le llamó la atención un grupo de mujeres, por lo que a cierta distancia se paró a observarlas. Decía ella que las vio vestidas po­bremente con sayas y mantillas, pañolones o sacos flojos; unas cuantas calzaban zapatos de pulsera, otras, chinelas y otras más alpargatas. No eran pocas las que alzaban niños tiernitos en sus brazos y algunos, los mayores, tenían cachuchitas torcidas sobre sus cabezas. A los hombres también los observó: algunos llevaban ruana, o vestidos con sacos de solapas angostas y chalecos debajo; en la cabeza cachuchas o sombreros embozados. El conjunto parecía un cuadro de figuras oscurecidas, pero cobraba vida cuando la gente estiraba los brazos en señal de acuerdo con el orador y lanzaba ¡vivas!

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Nunca antes de ese día había visto espectáculo que se le pareciera. Las únicas aglomeraciones que conocía eran las procesiones en donde ella desfilaba sosteniendo una de las cintas azules colgadas de lo alto de la imagen de bulto, casi siempre detrás de los “benefactores de los pobres”. Tampoco había oído lo que le pareció curioso y atrevido pero interesante y razonable y mientras la voz articulada del orador denunciaba la expoliación a los pobres, la desconsideración a las mujeres y la hipocresía del clero, ella asociaba en su pensamiento al Cura de “Belén”, quien le decía que iba a obtener el cielo sufriendo iniquidades y desgracias en la tierra. Y cuando la palabra injusticia volaba por los aires ella sentía que le caía precisa porque vivía sobrecargada de trabajo, mal nutrida y dando a luz sus hijos muy seguido. En ese tiempo no se permitían maestras de escuela con barriga y por eso sabía que jamás podría cristalizar su vocación. Otros términos se oyeron aquel día: opresión... derechos... socialismo... esas palabras, por distintas, le sonaban extrañas, pero entendió el significado aunque después olvidó las palabras. ■

La presencia masiva de las mujeres la animó a acercarse a indagar qué pasaba, aunque con timidez; nunca le alcanzó el idioma para expresar lo que sintió en aquella ocasión en que empezó a descorrérsele el velo de las telarañas mentales, como ella decía; o lo que entendió al oír de boca de una de las mujeres algo así como... Los pobres nos juntamos para tener ntás fuerzas. Le estaban dando el primer campanazo, ¡porque a ella también la pobreza la lamía! Hasta ese momento no sabía que quien así le hablaba era una de las “Capacheras” de la Cervecería de Germania‘ estas obreras, junto con otras 45 organizaciones locales, habían convocado aquella conmemoración del Día del Trabajo.

Y preguntó, oyó, observó. La relación fue rápida, le atrajo el tono fraternal de las obreras: ¿Usted sabe escribirá -le susurraron- y el sentido plural: entre nosotras nadie sabe... o nadie sabe bien, estamos formando el sin­dicato... Ella anotó la dirección. Así conoció a las mujeres a quienes más tarde ayudó a redactar actas, documentos, cartas, a quienes alfabetizó y de las cuales mucho aprendió.

Terminado el acto los oradores bajaron de la tarima improvisada y seguidos del grupo de las “Capacheras”, se dirigieron a la calle “Florián” (carrera 8a). Ella no se alejó, por el contrario, caminó enredada entre la

* Elaboraban los capachos con hojas de juncos o de mimbres para proteger las botellas.

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gente hasta la segunda esquina; allí se detuvieron brevemente, respiraron como si hubiera pasado el peligro, comentaron el éxito y la misma mujer con quien había convenido la cita le presentó a uno de los oradores: Juan C. Dávila, a los pies de usted. Luego a otros de los convocantes y oradores que le extendieron la mano con llaneza: Patrocinio Rey, Juan de Dios Romero, Julio D ’Archiardi, Campo E. Rangel... Se sintió turbada por la deferencia de los saludos... siendo señores tan importantes.

Enriqueta llegó finalmente a donde Vela Solórzano cargada de perió­dicos que en el último momento le entregó un joven del grupo, de nombre César Guerrero. Y ¡oh sorpresa!, de entre un maniquí de modista, que en ese tiempo era el símbolo del encanto femenino, la mano de su dueño sacó esos mismos periódicos y otros, entre ellos “El Luchador” de Medellín. Ahí escribía un tal Raúl Eduardo Mahecha y “El Obrero Moderno” de Girardot y se los mostró diciéndole: Qué sorpresa tan grata que seamos de los mismos (de lo que se rieron hasta muchos años después).

Los periódicos registraban los triunfos de la huelga de los mineros de Segovia (Antioquia) y del movimiento campesino del Sinú contra el des­pojo de colonos, dirigidos por los mismos obreros de Montería. Hablaban de la persecución para los artesanos de Bogotá, del abaleo a los campesinos de Cunday, Melgar e Icononzo, de las Sociedades Obreras organizadas en Girardot. El Gráfico de Bogotá destacaba lo siguiente: "Está cumpliéndose una transformación económica en el país, por lo mismo, las crisis se acentúan ...la perspectiva es, pues, de cambios quizá radicales en nuestras costumbres". Enriqueta leyó y releyó en los siguientes días toda esa información.

En cuanto al nombre del pequeño almacén, “Egipto” era país de moda: las momias, las tumbas, las ruinas y el estudio de esas antigüeda- des estaban a la orden del día y Leopoldo Vela Solórzano era un admirador de esa cultura, además, leía. Se informaba de lo que pasaba en el mundo para comentar los acontecimientos con los parroquianos y con los socialistas a quienes se acababa de sumar para sacar adelante la iniciativa de la “Liga de Inquilinos” de Bogotá.

Aquel episodio la volvió al revés como un guante (recordaba Enri­queta) la vinculó con la lucha de los trabajadores a través de una actividad permanente que duró casi por el resto de su vida, transformándola en una mujer segura de sí misma, apasionada, crítica y con los ojos abiertos a la reflexión. Pero ese Primero de Mayo de 1920 no podía suponer que unos años más tarde haría parte de los fundadores del PSR, ni que en el horizonte se

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asomaba la década decisiva en el desarrollo de la clase obrera, la llama de las ideas socialistas-revolucionarias y el surgimiento de líderes comprometidos con la lucha social: los años Veinte.

De esa manera Enriqueta nos revelaba las sensaciones que tuvo en aquella fecha, en otras ocasiones nos hablaba de situaciones que influyeron en su proceso o nos contaba cómo vivieron sus contemporáneas. No se trata de heroínas y valientes sino de seres comunes que se movieron con fluidez en los distintos niveles de su realidad, desde lo intuitivo a lo razonado y de la vivencia personal a lo colectivo. Empecemos con el siguiente apunte escrito por Juan Francisco Cuéllar, uno de los hijos de Enriqueta:

Ella nació en Bogotá (1894-1963) en un hogar de clase media y desde muy niña la llevaron al hogar de sus abuelos, quienes le prodigaron sus mejores cuidados y desvelos; su niñez transcurrió entonces dentro de un marco de comodidades. En la edad escolar la llevaron a un colegio de religiosas y su tránsito hogar-colegio-hogar le permitió relacionarse con personas y familias del barrio. Siendo una niña vivaz, lentamente fue entendiendo ciertas distancias entre el abuelo y la abuela, distancias de carácter político esencialmente. Descubrió entonces que la abuela era una ferviente partidaria de los liberales, mientras que el abuelo era conserva­dor. Algunos hechos la llevaron a este convencimiento: por aquella época se libraba la Guerra de los Mil Días y la abuela, corriendo toda clase de riesgos, daba alojamiento a guerrilleros liberales que ascendían desde los Llanos hasta Bogotá por el Páramo de “Cruz Verde” trayendo compañeros heridos, o portando correos, o en busca de vituallas y alimentos. Otro hecho le evidenció esa situación: Semanalmente partía hacia el páramo una mujercita llevando un pesado canasto: era ropa para lavar en el río... pero muy bien empacadas iban las municiones que la abuela recibía de los liberales y enviaba a los guerrilleros de Choachí. Muertos los abuelos Enriqueta quedó al cuidado de sus padres.

Otros dos hechos impresionaron a la pequeña Enriqueta: el fusilamiento público de los tres hombres que atentaron contra el entonces presiden­te, general Rafael Reyes en 1905, estrenando así la pena de muerte que existió por primera vez en ese período. Iba de la mano de su mamá y mezcladas entre la multitud que seguía el cortejo fúnebre la pequeña pudo presenciar el momento en que los condenados eran sentados, amarrados y vendados para recibir, momentos después, las descargas que segaron sus vidas. Recordaría ella años después las lágrimas y los lamentos de las mujeres que presenciaron el desfile y aquellas que se hicieron presentes en el sitio mismo del holocausto.

El segundo acontecimiento fue el largo luto que guardó su madre por el general Ricardo Gaitán Obeso, pariente muy cercano de ella; el dolor fra­ternal y patriótico que la embargó por las circunstancias de su muerte en Panamá. Aquel patriota no había obtenido respaldo alguno en su intención

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de impedir el “rapto” del “departamento” colombiano, y entonces, en una hazaña quijotesca, escogió 100 hombres de tropa dispuestos a dar tan desigual batalla. Fracasaron y el general Gaitán Obeso murió enfermo y cumpliendo condena en una mazmorra de la Ciudad de Panamá.

Enriqueta se casó con Fideligno Cuéllar, lo que vino a significarle un cambio de vida, en medio de una gran pobreza; también por las ideas y actividades de su esposo, maestro de escuela y militante socialista. A fines de 1911 nació su primogénito, Carlos, que fuera su hijo cariñoso, su amigo, su confidente. El se convertiría en un infatigable luchador socialista.

En 1920 comenzaron sus asomos al naciente movimiento obrero. Hacia 1923, habiendo llevado una vida de privaciones económicas, renunció al catolicismo porque... padeciendo ¡anta necesidad, Dios no me alargó ¡a mano para darme un pan que quitara el hambre a mis hijos. Detrás de esa decisión tomó la de separarse de su ya lejano marido, que aparecía en la mísera vivienda solo por la Cuaresma... En 1924 se celebró en Bogotá el Primer Congreso Obrero y Campesino. Enriqueta asiste como delegada de un grupo femenino, quizá el primero que hubo en Bogotá con ese carácter y emprende su vida de militante política.

Muchos años más tarde ella contaba así la vida de las mujeres de su tiempo: partíamos de un difuso sentimiento de inconformidad... de ira frente a las injusticias que sentíamos en carne propia... llegamos a considerar inútiles las costumbres arraigadas por la enseñanza religiosa, no queríamos seguir apoyando la vida con reglas morales de tiempos remotos... Y nos fuimos acercando a la fuerza política masiva y beligerante que no se podía ignorar (el PSR) y una vez militantes, no nos quedamos solamente bordando banderas. Generamos cambios, algunos equivalían a mencionar la sexualidad, tema intocable en ese entonces...

Aunque buena parte de aquellos procesos de cambio no afectaron a todas las mujeres, fue en los sectores populares donde lentamente se habló y defendió en Colombia el derecho al trabajo, a la instrucción, a la seguridad social y a otras aspiraciones. Y lo hicieron sin excluir origen, edad o nivel social de sus congéneres. Esto es algo que no podemos imaginar hoy, pero tratemos de comprender que esos seres anónimos -y esas luchas ocultas de datos que no se conocen pero que existen- hicieron aquellos sacrificios en aras de un mejor futuro para las generaciones que les sucedimos.

L a s p r i m e r a s h u e l g a s f e m e n in a s

Una agitada vida popular inundó ese primer año de la década y sur­gieron situaciones que se robaron la atención y los comentarios de la gente,

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entre ellas, las huelgas: la de ferroviarios en La Dorada, línea de propiedad de una compañía inglesa; la de operarios del cable aéreo de Mariquita; la huelga en los ferrocarriles del Pacífico dirigida por liberales, en donde maquinistas y fogoneros fueron engañados; la de los trabajadores del transporte fluvial que arrastró a los hombres de los muelles marítimos y fluviales; la huelga de ferroviarios en Barranquilla y Puerto Colombia; más los mil trabajadores de distintos gremios de Bucaramanga y cuatro estallidos más en diferentes puntos del país9. Lo insólito lo personificó una obrera textil, de Bello (An- tioquia), Betsabé Espinal. Ella organizó a 300 mujeres en escuadrones para hacer retroceder a los esquiroles, emitió convocatorias y acudieron cerca de tres mil personas en su ayuda; puso la nota más alta en cuanto a cómo conducir una huelga. Inicialmente la empresa quiso rebajar los salarios pero la respuesta de las trabajadoras llegó tan lejos que consiguieron un 40% de aumento salarial.

En los años Veinte se inició para las mujeres asalariadas un cambio en sus condiciones materiales de existencia y en su mentalidad. Su incor­poración al medio laboral, aunque incipiente, significó otra manera de vivir en la familia y de enfrentar la sociedad. Aunque ignoraran el sentido de la palabra plusvalía, sentían la explotación para sus compañeros y ellas mis­mas y aunque no supieran leer comprendían que su trabajo producía. No existía razón para ser tratadas como seres inferiores. Por su parte la naciente industria necesitaba mano de obra barata y para eso estaban las mujeres y

9 Archila Neira. Mauricio. Cultura e identidad obrera. Colombia 1910-1947, Cinep, Bogotá, 1991.

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Leopoldo Vela Solórzano Cable aéreo de M ariqu ita

los niños, es decir, en nuestro medio se repitió el mismo fenómeno de las revoluciones industriales de los países europeos en cuanto a la explotación inicial del trabajo femenino e infantil. La mujer se encontró entonces dentro de ese tipo de modernización sin derechos, sin seguridad, rodeada de riesgos, maltratada, pero trabajando. A su vez el trabajo le proporcionó un ingreso económico y una mayor posibilidad de independencia.

El temple de Betsabé Espinosa y el éxito de la gestión fueron como un espejo para otros grupos femeninos; las capacheras y las telefonistas se miraron en él y decidieron suspender labores, en las que serían las dos primeras huelgas femeninas que hubo en Bogotá. Aunque los registros de esos hechos fueron escasos, la lista de reivindicaciones presentada por las capacheras supone un trabajo anterior interesante: por mejor trato/ Salarios y sueldos iguales/ Igualdad civil de los hijos/ Preferencia a la madre/ Res­peto a la esposa/Protección a la ancianidad/ Ayuda a la niñez/ Abolición de la esclavitud doméstica/ Inspección médica domiciliaria (por enfermedades infecciosas)/ Derecho a indemnización (en caso de contraerías)10.

Recogiendo la emoción y las palpitaciones humanas de las capacheras, Enriqueta, que ya se había acercado a ellas, redactó el texto de solidaridad

' Dato cedido por Pepe Romero. Archivo de Juan de Dios Romero.

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dirigido a Betsabé Espinosa, Matilde Montoya, Teresa Piedrahita y demás textileras. Para recoger otras firmas visitó a las obreras cajetilleras que empezaban a formar su sindicato; ahí conoció a Carlina de Mancera (ella iría a destacarse en el PSR y a elaborar junto con su esposo el periódico La Libertad en 1926). Para ese año Carlina escasamente redactaba las hojitas que pasaban de mano en mano entre sus compañeras. Alrededor de las firmas del texto de solidaridad -firm as que en buen porcentaje eran a ruego*- y los comentarios por el triunfo de Betsabé, publicados por los periódicos, se despertó mucho entusiasmo. Los grupos femeninos recién relacionados por ese motivo acordaron entonces acercarse a la Liga de Inquilinos, convocar a la movilización del Primero de Mayo de 1921, estar pendientes de las huelgas y de las personas que las dirigían, establecer contacto con la “Sociedad de Obreras Redención de la M ujer” de Girardot y, más adelante, buscar un sitio propio de reunión. Todo y más se cumplió, según relataba Enriqueta. Así se iniciaron las actividades femeninas entre los años 20 y 22; con base en iniciativas, comunicación, espontaneidad y, sin lugar a duda, sacrificios. Este tipo de inquietudes cuando se asumen como propias implican tiempo, y en aquella época romper los convencionalismos del círculo social y religio­so al que se pertenecía. Eran tiempos en que la palabra y la vida femenina estaban perfectamente controladas y nada había fuera de su lugar.

E n l a s c a s a s d e l p u e b lo

La Liga de Inquilinos había tomado cuerpo, era una casa bien admi­nistrada con vida intensa los fines de semana, situada en la Carrera 9a. entre calles 2a. y 3a. Cerca a ésta, otra sede popular marchaba viento en popa, era la Casa del Pueblo, abierta por esa figura democrática que fue Carlos E. Restrepo en 1921. Ambas tomaron un carácter cultural desde su fundación: se dictaban conferencias, se citaban los músicos para ensayar, los domingos se abrían los programas de tiple, bandola y guitarra y se alternaban los declamadores a mitad de la tarde. Estas casas llegaron a ser insuficientes porque se convirtieron en punto de encuentro no solo de gremios y sindicatos sino de familias enteras, para quienes el sentido de solidaridad era sagrado. El pago de los arrendamientos corría por cuenta de los sindicatos en ciernes o ya establecidos; las alcancías, que siempre estuvieron presentes, se abrían cada mes para gastos menudos y el resto o lo que hiciera falta lo ponía la gente: un butaco, unas tablas, dos manteles,

* Otra persona firmaba por el interesado, en caso de que éste lo solicitara.

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Inauguración de la Casa del Pueblo, 1921

una lámpara, bombillas. Por lo que hacía a las reparaciones se las repartían los expertos; los arreglos estaban a cargo de manos femeninas, el transporte que se necesitara lo hacían los aurigas y así todo lo demás.

El conferencista “estrella” o de más largo aliento de aquellos centros sociales y políticos fue precisamente Juan Crisóstomo Dávila, que felizmente adoptó el nombre compacto de Juan C. Dávila, a quien cariñosamente medio Bogotá lo llamaba el “Mono” Dávila (1877-1962). A sus charlas concurría tan nutrido auditorio que la casa estallaba porque interpretaba políticamente el sentimiento popular y porque complacía a la gente con sonetos y letras de canciones de su propia cosecha con otro elemento adicional: su extraordi­naria simpatía. Además de abogado, periodista y revolucionario el “Mono” era muchas cosas más: gallinazo inveterado, pulcro por naturaleza, con la modestia y la naturalidad propia de quienes dominan demasiados temas y graciosamente exagerado. Los personajes de sus relatos eran siempre de tamaño mayor que el natural, ¡y era poeta! sobre todo POETA en esa década en que el bambuco alcanzó sus años de gloria y sirvió para popularizar la poesía conjugando así las tristezas de la gente. Según algunas versiones, El “Mono” escribió en 1924 o 25, para quien iría a ser su compañera de luchas y de siempre, Elvira Medina, la letra de una de las canciones más fascinantes:

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Presentimiento

Sin saber que existías te deseaba/Y antes de conocerte te adiviné,/Llegaste en el momento en que te esperaba,/No hubo sorpresa alguna cuando te hallé./El día en que cruzaste por mi camino/Tuve el presentimiento de algo fatal/Esos ojos, me dije, son mi destino/Y esos brazos morenos son mi dogal./Son tan tristes y breves nuestras vidas/Y es tan dulce soñar con las quimeras, Y aunque tú me aseguras que si me olvidas/Sé que es mío tu amor, aunque lo niegas.11

El éxito de las dos primeras sedes dio como resultado la apertura de una tercera: la “sede Obrera” (calle 4a. era. 9a). Era una casona medio de­rruida con 3 patios y una enramada atrás. En el solar los cargadores de miel metían sus burros, los carpinteros sus bancos, los organilleros sus carritos de música, cada quien se aparecía con herramientas de trabajo.

La cercanía de las tres sedes hacía posible que la gente saliera de uno a otro sitio o se repartiera para asistir a los distintos actos. A veces, uno que otro dirigente venía de alguna región a exponer problemas e iniciativas; así llegó de visita a Bogotá la dinámica Belarmina González, presidenta de la Sociedad de Obreras “Redención de la M ujer” de Girardot. Belarmina y sus compañeras habían trabajado en la elaboración de una "Ley que reglamente el trabajo de las mujeres y de los menores de edad". Al presentarse ella y sus com­pañeras en la Casa del Pueblo buscaban ampliar y mejorar la iniciativa.

En esa oportunidad la casa se atestó de personas que fueron a oír a Belarmina. Allí estaban las participantes de la Liga de Inquilinos del barrio de las Cruces y del vecindario de los cerros orientales; las trabajadoras de los teléfonos y su presidenta María Triviño; las capacheras, las cajetilleras, las costureras y algunas personas invitadas por parientes y amigos, pues oportuno es anotar que el prototipo de hombre socialista se caracterizó por incorporar a sus actividades a esposa, hijas, hermanas, compañeras y demás familiares, de ahí. que en buena medida esta sea la historia de fami­lias enteras. Era corriente y contagioso situar a la mujer en una especie de pedestal y nada que contribuyera a exaltarla se sentía postizo... algo estaba cambiando en el estatus de la mujer en esos años.

11 En algunas versiones, la canción Presentimiento se presenta como de autor desconocido y en otras se acredita su autoría a dos compositores diferentes. Jorge Añez cita a Juan C. Dávila como autor de la letra de varios bambucos en su libro Canciones y recuerdos, Edicio­nes Mundial. Bogotá, 1968, pág. 261. El verso final, desconocido popularmente, apunta a reconocer la autoría de Dávila. Queda abierta la polémica.

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Mujeres

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Una de las jovencitas invitadas llamó la atención de Carlina, Enriqueta y las demás presentes; se interesó vivamente en conocer las condiciones de vida de las mujeres de Girardot y luego ofreció a las capacheras y las telefonistas su apoyo en las inminentes huelgas. Lo llamativo estuvo en la manera de expresarse, posiblemente de acuerdo a su condición de en­fermera: El sindicato es como un cuerpo -d ijo - si duele la cabeza duele todo, si Ustedes son su corazón yo puedo ser una de sus manos; si cuidamos ese cuerpo podremos vivir mejor...'2

Era Elvira Medina (1906-1979), activa, menuda, alegre; quien escu­chaba su voz, que tenía una linda música, no podía olvidarla ya más. Estaba acompañada por sus hermanas María y Susana, las tres eran sobrinas de Vela Solórzano. A partir de ahí la vida de Elvirita cambió radicalmente; empezó, al igual que Enriqueta, colaborando en las huelgas femeninas; en ese tiempo no se necesitaba ser trabajador de la empresa en conflicto para participar abiertamente en una huelga o en el comité organizador que representara al sindicato.

Posteriormente, Elvira hizo de Girardot su segunda base, cuando llegaba al puerto vivía en la casa-panadería de Urbano Trujillo y su esposa Lolita, casa que fuera no solamente sitio de reunión sino de almuerzo y cena, café y refresco de obreros y dirigentes, con una mesa de doce puestos siem­pre dispuesta para calmar el hambre y la sed de quienes llegaran. Enriqueta contaba de Elvira, que vivía fascinada y absorta en el presente, que estaba “ahí" para darle una mano al que lo necesitara. Elvirita recorrió un camino nada fácil, con una trayectoria que la llevó a ser otra de las fundadoras y posterior dirigente del PSR.

L O S ESCENARIOS DONDE COINCIDÍAN LAS GENTES

1922 fue año accidentado pero afirmativo en la vida cotidiana de aquellas gentes. En un país patriarcal, católico por excelencia, lo que se saliera de los moldes tradicionales significaba el resultado de unas minorías y minoría era aún la corriente socialista, aunque no estaba lejos de lograr una realidad diferente.

En Bogotá, entre los escenarios donde coincidían las gentes, además de las casas ya nombradas, y más con carácter de grupo, estaba la peluquería

12 Entrevista concedida por Susana Medina de Guerrero a la autora, /9S5.

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L o s a ñ o s e s c o n d id o s ][ Mujeres y vida cotidiana

Huelga de las Capacheras. La joven Elvira M edina se destaca en prim era fila.

Urbano Trujillo, destacado lider de G irardot, el dia de su segundo m atrim o n io con Lolita Trujillo, 1924

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de Alejandro Lombo (calle 2a. carrera 5a.). Allí se reunía parte del gremio de vendeperiódicos con Erasmo Valencia, Carlos F. León y Luis A. Rozo, hombres preparados que empujaban una franja anarquista (era un grupo alejado de los anarquistas doctrinarios, que en la Costa del Caribe dejaron escuela). En la peluquería de marras se discutían los puntos que llevaba Juan de Dios Romero, el “raro” del grupo por su espíritu de contradicción, pero el hombre que obstinadamente sacaba las hojitas para los artesanos y los borradores indicando cómo organizar un sindicato o cómo hacer un pliego de peticiones. De otra parte, el almacén “Egipto” se volvió sitio de encuentro del grupo femenino.

Finalmente, una tintorería situada en la calle 19 con carrera 8a. adqui­ría fama en grande por la presencia diaria de grupos de estudiantes, obreros e intelectuales donde -decían- circulaban en chorro las ideas y llegaban las noticias del mundo!. A su dueño lo llamaban “el emigrante”, sin que lo fuera. Era el ruso Silvestre Savinski, a quien ya me he referido.

Exceptuando este último lugar, que no frecuentaron las mujeres (de lo que no oí jamás explicación alguna), de los otros no estuvieron au­sentes; de cuando en cuando se pasaban por donde el señor Lombo, sobre todo buscando a Juan de Dios. A las casas sociales asistían, participaban en debates y en trabajos puntuales. En la medida de su tiempo se citaban en el almacén para redactar, leer y comentar. Y como una lectura lleva a otra, de Vargas Vila pasaban a Víctor Hugo; de “La Vorágine” al “Quijote”, lectura obligada en los años Veinte; a las historias de Charles Dickens; intercambiaban ediciones de “María” o comentaban los sesudos escritos de Armando Solano, director del “Diario Nacional”.

Al inicial grupo femenino se fueron sumando otras trabajadoras jóvenes: Eufrosina Forero, ayudante en la zapatería de su padre y novia del norteamericano “Jaime Navares”; Leonilde Riaño quien iría a ser en 1926 la Flor del Trabajo del “Tequendama”, escritora, de quien decían que “Escribía con alma de Amazona”; Julia Bohórquez, señora que tuvo el mérito de trabajar día y noche para que sus dos hijos pudieran entregarse de lleno a las lides del PSR y otros nombres de mujeres sin historia, sumidas o mejor substituidas en la acción colectiva de los trabajadores. Ellas se propusieron divulgar ciertos temas, los conocimientos que adquirían en las lecturas y en sus charlas los profundizaban y extendían a sus hijos o a quienes vivieran con ellas. Por ejemplo, relataban aquel oscuro episodio que sentían cerca (origen posterior del 8 de marzo. Día Internacional de la Mujer):

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Los AÑOS ESCONDIDOS ] [ Mujeres y vida cotidiana

De izquierda a derecha: M aría Triviño, presidenta te lé fonos; Julia B ohórquez; una d irig en te de las costureas y bordadoras de Bogotá, cuyo nom bre perm anece en el ano n im ato ; Carlina de m ancera, presidenta ca je tilleras y Elvira M edina.

“El 8 de marzo de 1911, en un mal ventilado taller que ocupaba los tres últimos pisos de un edificio de diez, de la Triangle Shrwaist Company, de Nueva York, estalló un incendio que atrapó a unas 500 muchachas inmi­grantes que trabajaban promiscuamente, con el suelo lleno de materiales inflamables, la basura amontonada por todas partes, sin escapes para casos de incendio ni mangueras para agua; para peor, por aquello que la empresa llamaba “impedir la interrupción del trabajo” la puerta de acero que conducía hacia la salida había sido cerrada con llave. Para cuando pu­dieron intervenir los bomberos, 147 obreras habían muerto carbonizadas o al saltar desesperadamente hacia la calle”.1’

En torno a ese u otros hechos se suscitaban los comentarios; luego comparaban, deducían, reflexionaban y les servía a todas para perder el temor de hablar.

Proliferaron muchos otros sitios de reunión a escala modesta, en casas de familia o lugares de trabajo. Así se fueron tejiendo las relaciones entre los grupos de todo tipo, unos activos, otros menos, con hilos de amistad y una manera diferente de ver la vida a partir de ellas mismas, reconociéndose como protagonistas muchas veces silenciosas en ese mundo que les había

Historia del movimiento obrero, fascículo No. 39. pág. 987

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querido cortar las alas. En ese proceso se formaron las mujeres que más tarde harían parte del socialismo revolucionario.

Por lo que hace a las huelgas eran en sí una escuela. Enriqueta anotaba que la primera cosa importante que había hecho en su vida había sido la de participar en ellas. Ahí se sentía crecer Ia personalidad... la confianza en las propias capacidades, se sentía independencia y se conocían nuevos y buenos amigos, compartíamos vivencias y problemas comunes... La participación sindical la veían los hombres sobre todo en un sentido político y para nosotras, siendo una vía de esclarecimiento, era más una forma de am pliar las perspectivas de vivir fuera de los muros de las fábricas y de las paredes de la casa.

Un p e r s o n a j e

He nombrado a Juan de Dios Romero de quien es necesario precisar su imagen. Muchos de los grupos sindicales habían sido formados y eran asesorados por él, la mayoría de ellos de mujeres, entre quienes fomentaba la organización y cualificación contribuyendo a enfrentar la explotación despiadada que soportaban las obreras. Es de este Juan de Dios desconocido de quien quiero hablar, personaje que en aquellos primeros años fue cier­tamente distinto al Juan de Dios conflictivo de años posteriores, cuando

Juan de Dios Romero, atrás, Salvador M urcia.

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Los AÑOS ESCONDIDOS ] [ Mujeres y vida cotidiana

hizo objeto de su furia a unos cuantos socialistas y a quien (también) en etapas posteriores de su vida se le persiguió y vilipendió. Su aporte inicial tuvo mucho de meritorio. Para empezar, políticamente fue una especie de clérigo suelto y personalidad indomable por cualquier forma organizativa. Era incansable escribiendo y se inició con "El manual sindical", quizá la pri­mera herramienta útil para los trabajadores. En otro escrito corto titulado "Los mártires de Chicago ", divulgó el origen del Primero de Mayo y en 1921 elaboró "El almanaque social", una hoja calendario que colgaban los artesa­nos en sus sitios de trabajo. En 1922 escribió "Postulados para la niñez"-, a partir de ese tiempo se hizo cargo de El Socialista, que no siguió atendiendo el “Mono” Dávila por sus múltiples compromisos en Bogotá y Girardot, periódico de vida larga por el cual se conoció su nombre.

Juan de Dios nació en el pueblo llamado Caparrapí, de una familia de liberales radicales. Su padre era un provinciano narrador de anécdotas con un gran sentido del humor y no era católico; algún día vendió la tierra, dejó de ser alcalde y se trasladó con su familia a Bogotá. La madre era protestante activa, Juan de Dios decía que a su manera era una revolucionaria por cuanto era distinta. La señora enviudó muy pronto y quedó en la pobreza porque a don Adelio, hombre confiado y bonachón, lo habían engañado en los nego­cios. No podía con todos los gastos de sus hijos; por eso acudió al padrino del niño, quien asumió su educación enviándolo donde los Salesianos, y ahí empezó su calvario. Por venir de una madre protestante lo consideraron un niño producto del diablo, de la maldad; vinieron las vejaciones: le hacían dormir sin colchón, sobre las tablas, para sacarle el demonio de su espíritu; además, debía ser “convertido" y para eso lo hicieron objeto de ceremonias y rituales de miedo.

A “Juan del Diablo que era como lo llamaban sus superiores delante de los demás niños, le dieron la oportunidad de ser recibido como católico y para eso se ofició una misa especial en la que debía comulgar de primero. Pero sucedió que el niño al regresar a su puesto cometió el sacrilegio de sa­carse la hostia de la boca... Aquel acto y sus consecuencias lo volvieron triste, silencioso y aquietado, pero de inmediato su padrino lo rescató y tranquilizó diciéndole que más bien aquel había sido un acto de amor.

Sin embargo, en el Juan de Dios joven hubo como una vuelta de tuerca, nada le quedó de triste ni de silencioso, su activismo se desató de manera parecida al de los Testigos de Jehová (con su Atalaya), es decir, no paraba ni en domingos o feriados, lloviendo o en buen tiempo, tuviera o

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no salud porque hacer proselitismo fue su especialidad; a Juan de Dios se le veía en las puertas de fábricas y talleres, levantando audiencia en ciertas cigarrerías o cafés donde se encontraba la gente aunque no se citara, o en las esquinas destinadas para colocar carteles de noticias, o frente a los muros de la Iglesia de Santo Domingo, sitio en donde se fijaban los letreros de las excomuniones. Así lo recordaban quienes fueron sus amigos en distintas épocas, acompañado de una veta humorística que le mereció el mote de “Bambuco”.

Enriqueta, que fue una narradora virtuosa y sabía colocar las pausas, “retratar” lo que había visto y resaltar lo indispensable, contaba las ocurrencias de Juan de Dios y anotaba que mientras los oyentes se reían él permanecía con los ojos pensativos. El Socialista es tan encendido que alumbra -d ecía-; y cuando alguien le preguntó qué había dicho un orador retórico de la oligarquía... tuvo instantes bellísimos y cuartos de hora pesadísimos.

Pasados unos años ella le insistió para que reflexionara e ingresara al PSR, pero dejó de hacerlo después de la respuesta: jam ás sería miembro de un partido que admitiera tipos como yo. La amistad entre algunos socialistas y Juan de Dios fue intermitente, él mismo la ubicaba como de enemigos íntimos. Pero se agrió después del primer Congreso Obrero, de donde lo sacaron físicamente por decisión unánime con la única excepción del voto de su primo hermano Guillermo Hernández Rodríguez.

Ese episodio se produjo, según lo recordaban quienes lo conocieron bien, por reflejos de su personalidad; como que no aceptaba disciplina alguna ni acataba horarios ni se ceñía a planes, y no se redimió jamás, por el contrario, defendía su derecho a ser un desastre. Agregaban que orientaba a los trabajadores con criterios economicistas y se desesperaban por su individualismo. Tantos “encantos” le hacían entrar en diferentes choques con la gente, sin embargo, no todas sus acciones tenían reper­cusiones dramáticas y de ese río de recuerdos también hay que rescatar aquellos que lo situaron como auténtico pionero de la construcción de la organización sindical.

En decenas de gremios se vio su trabajo incansable y efectivo porque llevaba sus proyectos a término. Durante su vida gestionó personerías jurí­dicas para no menos de 40 sindicatos (incluida una tarea bastante original: intentó organizar en Bogotá el sindicato de prostitutas) particularmente para fábricas y talleres donde laboraban mujeres.

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N u e v o s p l a n e s , c o s t u m b r e s y l e y e n d a s

En 1922 el gobierno pasaba de manos del conservador Marco Fidel Suárez, de tan triste recordación, a las de su copartidario Pedro Nel Ospina. De esa manera continuaba la Hegemonía en el poder. Pero ya había una distinta actitud y visión entre la gente, entonces surgieron situaciones y hechos de importancia, porque si bien esas elecciones dieron al traste con el primer Partido Socialista, trajeron implícita una contradicción: para no ir a remolque de los liberales grandes sectores viraron hacia la tendencia socialista, alertados por el gobierno que mostraba colmillos afilados a los sectores populares. En consecuencia se desató una dinámica de búsqueda, una necesidad de nuevos planes, orientaciones y teorías que no se dieron únicamente en Bogotá. Anhelando solución a los problemas la gente quería crear una alternativa hacia la construcción de unas condiciones dignas de vida. De ahí la explicación a la insistencia de formar otro partido también socialista pero de características más definidas, necesidad impulsada por los dirigentes y personas más fogueadas, incluyendo varias mujeres, que veían como único camino cohesionarse a través de una organización política propia. La iniciativa vino a ser reforzada por Francisco De Heredia, quien retornó al país en ese año y por Tomás Uribe Márquez, que llegó poco tiempo después. Ninguno de los dos era ajeno al proceso colombiano del que se habían separado en razón de sus viajes.

El fraude electoral del año 22 dejó inconformidad entre esa mayoría que votó por el general Benjamín Herrera, figura democrática a la cual los altos heliotropos de la Hegemonía llegaron a tildar de socialista Sectores obreros, campesinos, las cada vez más amplias capas medias y la misma prensa liberal hacían sentir en desigual forma su cansancio con el orden hegemónico, su indignación por los atropellos de la policía y los caciques durante las elecciones.

En medio Bogotá los temas se desbocaban en cuanto a reivindica­ciones: que vamos a pedir mejor trato, que la anemia tropical se mete por los pies y en los cafetales deben aprovisionar a las mujeres y a los niños de calzado, que las trabajadoras de la fábrica de cerillas van a salirle al patrón con huelga si no suprime el empleo de fósforo blanco, que fíjese que los obreros de la pintura se están jodiendo por el tal arsénico y el sulfato de plomo, etc. Al lado de estos aspectos de referencia diaria iban parejos otros que comenzaban a hacer parte de la vida cotidiana, como los adelantos del

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momento: la novedosa ropa interior de algodón, cuchillas gillete en vez de barberas, un tipo de papel raro y especial para el W.C., ollas esmaltadas, un jabón que no era de ceniza sino de belladona para el baño y otros artículos simples que constituyeron un ascenso en la calidad de vida y la salud de los hogares pobres. .

En las veladas nocturnas de familiares y amigos no faltaban los temas sobre fenómenos ocultos que apasionaban a toda audiencia independien­temente de edad y condición; cada persona relataba episodios de difuntos, espantos y aparecidos o procedimientos para invocar espíritus y divinidades o para ahuyentar demonios y equivalentes.

Todo en el ambiente santafereño era propicio para esa otra realidad de lo sobrenatural porque la onda del espiritismo le daba cuerda a los periódicos y éstos a los lectores que vivían (al contrario de hoy) ávidos de información. Los descubrimientos de guacas o “entierros” tuvieron su cuarto de hora en esos años, posiblemente por las demoliciones de casas antiguas. No sobra distraer unas líneas para contar dos episodios de personas que tuvieron que ver con el “más allá” y al mismo tiempo con los socialistas.

Las proveedoras de títeres para los grupos escénicos de las Casas del Pueblo eran tres ancianas señoritas de apellido Meló, que vivían al revés de los demás mortales: trabajaban y cocinaban de noche y dormían de día. Las señoritas Meló hacían muñecas y otras preciosuras cuando en las madrugadas empezaron a observar en el límite del solar de su casa cierta fosforescencia que no desaparecía ni con agua bendita, rezos y otros remedios que les aconsejaron para conjurar el “maleficio”. Con los pelos de punta resolvieron marcharse a otra casa y quienes vinieron a enriquecerse con el “entierro” fue­ron los nuevos inquilinos, precisamente una familia de titiriteros, socialista. Triste fue el epílogo para las señoritas Meló porque murieron una tras otra de melancolía al saber que la cal de los huesos y los metales produjeron los fenómenos físicos de las luces moradas; pero afortunado para la causa, por las anualidades que donaron los nuevos ricos de ahí en adelante.

No muy lejos de la casa del “hechizo” vivía una pareja alocadamente excéntrica que no perteneció a ningún grupo pero fue centro de atracción de todos ellos. El fue célebre, conocido con el nombre de Biófilo Panclasta, ella había sido monja, primero de claustro después de “caridad”. Decían que había sido hija o nieta de Cacique o Jefe de Tribu y de su vida posterior al convento sólo sabían que escribía cuartillas con seudónimo masculino y posteriormente con su nombre en Clarín, el tabloide que dirigía Erasmo

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Valencia, o en El Libertador, el periódico que dirigía su marido, como la siguiente: "Dejé de ser hermana de la caridad porque como tal no podía hacer la caridad y por caridad entiendo amor: Amé los liberales como perseguidos, mas como perseguidores ya no merecen el entusiasmo de mi corazón ni el esfuerzo de mi pluma". Se llamaba Julia Ruiz y tenía “hinchas” que imprimían sus lacónicos textos en tipos góticos y papel lustrillo para repartirlos. Su nombre hoy dice poco, pero por ahí anduvieron quienes se consideraban orgullosamente anarquistas porque Julia, mujer bondadosa, sencilla y de figura indígena, fue sustento económico no solo de su alto y ancho marido, sino de sus amigos y las actividades políticas de los mismos.

Ese dinero no salía todo del negocio de muebles que tenía en la ca­rrera 9a, entre calles cuarta y quinta, porque el local se cerraba casi a diario para dar espacio a las reuniones masculinas, sino de otro oficio respetable y semiclandestino: poner el naipe. Julia era entonces una pitonisa-política que escribía contra las injusticias, creía en la reencarnación y decía ver el cordón de plata de ciertas personas; lectora de notables espiritistas franceses y admiradora de Sir Arthur Conan Doyle, el creador de “Sherlock Holmes”, según las lenguas socialistas, ella en varias ocasiones alertó sobre una huelga muy grande al pie del mar y al final de la década... diciendo que así como en el pasado lo habían hecho los Centuriones de Roma, así mismo unos hombres rubios ordenarían a sus subalternos morenos que hicieran de la muerte su oficio y lo organizaran a lo grande. Después de la masacre de las Bananeras todo el mundo recordó esa predicción.

Julia Ruiz ofrecía encantamientos, ilusiones, pócimas o cualquier otra panacea a su clientela que los lunes y martes era la “distinguida”: señoras de la “jai” y uno que otro de sus poderosos consortes. El miércoles descansaba, los jueves y viernes atendía un grupo de las más elegantes “de la vida” y tal cual viejo verde; y el sábado iban a confrontar sus vidas modistas, Señoras de la Congregación de María y en menos proporción sindicalistas y obreras. Ese día la tarifa era mínima.

Una de las personas que conoció la casa de la adivina (pues la pareja daba donaciones para los periódicos y las huelgas) contaba que al traspasar el patio tapizado de azaleas y geranios Julia Ruiz era irreconocible: esperaba envuelta en una tela a manera de túnica. Parecía salida de la selva: miste­riosa e hirsuta. El ambiente era una mezcla de paganismo y cristianismo: la bandera tricolor al fondo hecha de papel chino y una cruz más arriba; en las ramas de dos o tres palmiches media docena de pájaros vivos y también

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disecados. Sobre la mesita central herraduras y al desgaire la baraja españo­la. No faltaba ningún elemento encantador. Julia, que a veces se expresaba como católica y a veces como escéptica, ostentaba collares con colmillos, candongas, en sus dedos exhibía anillos dobles, uno de ellos con una cala­vera, símbolo de la muerte y la suerte.

El marido de Julia Ruiz, “Biófilo Panclasta”, fue un personaje espe cial. El decía ser el único colombiano que conoció personalmente a Lenin y contaba muchas otras historias de sus viajes lejanos. Fue amigo personal de Mahecha y otros socialistas; hombre amable, espontáneo, original. Bió­filo, el nombre que usaba, significa en griego amante de la vida ; Panclasta, destructor de todo.

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