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Se dice que los jóvenes pasan actualmente de política. Pero¿qué sabe un joven hoy de política? Aparte de los escándalosaireados por la prensa, las zancadillas que los partidos se ponenunos a otros y las exaltadas prédicas utópicas de los demagogos,sabe muy pocas cosas más. Hay escaso interés en que aprenda dedónde vienen históricamente las instituciones democráticas y cuáles su sentido; qué tipo de relación vincula y enfrenta al individuo y asu grupo social; qué significa la libertad política, cuáles son lasformas de igualdad, a qué solidaridad puede aspirarse. Los jóvenesson para los políticos carne de cañón o carne de voto: en tanto noalcanzan la edad para dejarse matar por la patria o para dejarseengañar en su nombre, apenas nadie se ocupa de su formaciónpolítica.

En este libro se pretenden plantear de forma elemental perorigurosa las cuestiones básicas que interesan al pensamientopolítico, tanto a nivel teórico como práctico. Escrita con idénticasencillez, claridad y humor que Ética para Amador —tanexcelentemente acogida por el público de varios países europeos yamericanos—, esta obra se dirige al mismo tipo de lectores. Hablade los fundamentos que tienen las organizaciones sociales perotambién de las cuestiones inmediatas, como el militarismo, laecología, la corrupción política, el racismo, el nacionalismo, etc…

Fernando Savater es catedrático de filosofía en la UniversidadComplutense de Madrid y es autor de más de cuarenta libros deensayo, narración y teatro. En 1982 ganó el Premio Nacional deLiteratura en la modalidad de ensayo.

PRÓLOGOCAPÍTULO PRIMEROCAPÍTULO SEGUNDOCAPÍTULO TERCERO

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CAPÍTULO CUARTOCAPÍTULO QUINTOCAPÍTULO SEXTOCAPÍTULO SÉPTIMOCAPÍTULO OCTAVOEPÍLOGODESPEDIDA

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Fernando SavaterPolítica para Amador

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Sarari, nere politiko polita

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¡El mundo está desquiciado!¡Vaya faena, haber nacidoyo para tener que arreglarlo!

W. SHAKESPEAREHamlet

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PRÓLOGO

Tendrás que admitir, Amador, que este libro nos lo hemos buscadotanto tú como yo. Empujados, desde luego y como casi siempre, porlas dichosas circunstancias. La parte de culpa que me correspondeconsiste en que me atreví a cerrar el último capítulo de Ética paraAmador (¿te acuerdas?, aquel dedicado a las relaciones entre éticay política) prometiéndote que seguiríamos hablando de esascuestiones referentes a la organización y desorganización delmundo… en otro libro. Y lo de las circunstancias también estábastante claro, porque la ética que te dediqué se ha vendidoagradablemente bien y eso siempre le anima a uno a reincidir en elpecado.

Pero el principal culpable de que me haya decidido a escribirteotra tanda de sermones o rollos o lo que prefieras eres tú mismo:ahora no puedes quejarte. Muchas veces me has comentado quecasi todos los chicos de tu edad que conoces pasan completamentede los políticos y la política: consideran que ese rollo es muychungo, que no hay más que chorizos, que mienten hasta cuandoduermen y que la gente corriente no puede hacer nada para cambiarlas cosas porque siempre tienen la última palabra los cuatroenteraos que están arriba. De modo que más vale dedicarse a viviruno lo mejor posible y ganar buen dinerito, que lo demás soncuentos y ganas de perder el tiempo. Esta actitud me resulta unpoco alarmante y también, perdona que te lo diga con franqueza, nome parece demasiado inteligente. Voy a explicártelo, empezandopor responder a las «pegas» más obvias que puedes ponerle a lo dellegar a interesarte por la política tanto como creo que acabasteaceptando que debe uno interesarse por la ética. ¿Te acuerdas de loque decíamos en la Ética para Amador que constituye la diferenciafundamental entre la actitud ética y la actitud política? Las dos sonformas de considerar lo que uno va a hacer (es decir, el empleo quevamos a darle a nuestra libertad), pero la ética es ante todo unaperspectiva personal, que cada individuo toma atendiendosolamente a lo que es mejor para su buena vida en un momento

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determinado y sin esperar a convencer a todos los demás de que esasí como resulta mejor y más satisfactoriamente humano vivir. En laética puede decirse que lo que vale es estar de acuerdo con unomismo y tener el inteligente coraje de actuar en consecuencia, aquíy ahora: no valen aplazamientos cuando se trata de lo que ya nosconviene, que la vida es corta y no se puede andar dejando siemprelo bueno para mañana… En cambio, la actitud política busca otrotipo de acuerdo, el acuerdo con los demás, la coordinación, laorganización entre muchos de lo que afecta a muchos. Cuandopienso moralmente no tengo que convencerme más que a mí; enpolítica, es imprescindible que convenza o me deje convencer porotros. Y como en cuestiones políticas no sólo se trata de mi vida,sino de la armonía en acción de mi vida con otras muchas, el tiempode la política tiene mayor extensión: no sólo cuenta eldeslumbramiento inaplazable del ahora sino también períodos máslargos, el planeamiento de lo que va a ser el mañana, ese mañanaen el que quizá yo ya no esté pero en el que aún vivirán los que yoquiero y donde aún puede durar lo que yo he amado.

Resumiendo: los efectos de la acción moral, que sólo dependede mí, los tengo como quien dice siempre a mano (aunque a vecesme cueste elegir y no resulte claro qué es lo que más convienehacer). Pero en política, en cambio, debo contar con la voluntad demuchos otros, por lo que a la «buena intención» le cuesta casisiempre demasiado encontrar su camino y el tiempo es un factormuy importante, capaz de ir estropeando lo que empezó bien o noterminar nunca de traer lo que intentamos conseguir. En el terrenoético la libertad del individuo se resuelve en puras acciones,mientras que en política se trata de crear instituciones, leyes, formasduraderas de administración… Mecanismos delicados que seestropean fácilmente o nunca funcionan del todo como unoesperaba. O sea que la relación de la ética con mi vida personal esbastante evidente (creo habértelo demostrado ya en el libro anterior)pero la política se me hace en seguida ajena y los esfuerzos querealizo en este campo suelen frustrarse (¿por culpa de los «otros»?)de mala manera. Además, la mayoría de las cuestiones políticastienen que ver con gente muy distante y muy distinta (en apariencia)

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a mí: bien está que me interese por el bienestar de los que me sonmás próximos, pero vivir pendiente de personas a las que nuncaconoceré personalmente, ¿no es ya pasarse un poco?

Es curioso cómo cambian los tiempos. Cuando yo tenía tuedad, lo obvio era interesarse por la política, emocionarse con lasgrandes luchas revolucionarias y sentir como propios problemas quepasaban a miles de kilómetros de distancia: la ética, en cambio, lateníamos por cosa medio de curas, poco más que un conjuntohipócrita de melindres pequeñoburgueses… No se admitía otramoral que la de actuar políticamente como es debido; más de unopensaba —aunque quizá sin reconocerlo a las claras— que el buenfin político justifica los medios, por «inmorales» que pudieranparecer a los aprensivos. Pocos aceptábamos la advertencia delgran escritor francés Albert Camus, sobre la cual tendremos ocasiónde volver más adelante: «en política, son los medios los que debenjustificar el fin». Ahora, en cambio, es mucho más fácil interesar alos jóvenes en la reflexión moral (aunque tampoco la cosa estétirada, no te vayas a creer…) que despertarles la curiosidad política.Cada cual tiene más o menos claro que debe preocuparse por símismo y, en el mejor de los casos, que es importante procurar ser lomás decente que se pueda; pero de las cosas comunes, de lo quenos afecta a todos, de leyes, derechos y deberes generales… ¡bah,ganas de complicarse la vida! En mi época, se daba por supuestoque ser «bueno» políticamente le daba a uno licencia paradesentenderse de la moral de cada día; ahora parece aceptado quecon intentar portarse éticamente en lo privado ya se hace bastante yno hay por qué preocuparse de los líos públicos, es decir: políticos.

Me temo que ninguna de las dos actitudes es realmentesensata, sensata del todo. Ya en Ética para Amador procuréconvencerte de que la vida humana no admite simplificacionesabusivas y que es importante una visión de conjunto: la perspectivamás adecuada es la que más nos ensancha, no la que tiende aminiaturizarnos. Amador, los seres humanos no somos bonsais, másbonitos cuanto más se nos recorta; aunque tampoco desde luegosomos una simple unidad dentro del bosque, siendo éste en tal casolo único importante. Creo que se equivoca el que nos sacrifica al

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bosque y el que nos aísla y poda para dejarnos chiquititos… sinrelación alguna con todos los millones que viven a nuestroalrededor. La vida de cada humano es irrepetible e insustituible: concualquiera de nosotros, por humilde que sea, nace una aventuracuya dignidad estriba en que nadie podrá volver a vivirla nuncaigual. Por eso sostengo que cada cual tiene derecho a disfrutar desu vida del modo más humanamente completo posible, sinsacrificarla a dioses, ni a naciones, ni siquiera al conjunto entero dela humanidad doliente. Pero por otra parte, para ser plenamentehumanos tenemos que vivir entre humanos, es decir, no sólo comolos humanos sino también con los humanos. O sea, en sociedad. Sime desentiendo de la sociedad humana de la que formo parte (yque hoy me parece que ya no es del tamaño de mi barrio, ni de miciudad, ni de mi nación, sino que abarca el mundo entero) seré tanprudente como quien yendo en un avión gobernado por un pilotocompletamente borracho, bajo la amenaza de un secuestrador locoarmado con una bomba, viendo cómo falla uno de los motores,etc… (puedes añadir si quieres alguna otra circunstanciaespeluznante), en lugar de unirse con los restantes pasajerossobrios y cuerdos para intentar salvarse, se dedicara a silbarmirando por la ventana o reclamara a la azafata la bandeja delalmuerzo.

Los antiguos griegos (tipos listos y valientes por los que yasabes que tengo especial devoción), a quien no se metía en políticale llamaron idiotés; una palabra que significaba persona aislada, sinnada que ofrecer a los demás, obsesionada por las pequeñeces desu casa y manipulada a fin de cuentas por todos. De ese «idiotés»griego deriva nuestro idiota actual, que no necesito explicarte lo quesignifica. En el libro anterior me atreví a decirte que la únicaobligación moral que tenemos es no ser imbéciles, con las variadasformas de imbecilidad que pueden estropearnos la vida y de las queallí hablamos. Pues resulta que el mensaje de este libro queempiezas a leer también es un poco agresivo y faltón, porque puederesumirse en tres palabras: ¡no seas idiota! Si tienes otra vezpaciencia conmigo, intentaré aclararte en los siguientes capítulos lo

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que quiero decir con ese consejo que suena de modo tan pocoamable…

Para empezar, creo que basta con lo dicho. Vamos a reflexionarun poco en este libro sobre el hecho fundamental de que loshombres no vivimos aislados y solitarios sino juntos y en sociedad.Hablaremos del poder y de la organización, de la ayuda mutua y dela explotación de los débiles por los fuertes, de la igualdad y delderecho a la diferencia, de la guerra y de la paz: comentaremos lasrazones de la obediencia y las razones de la rebeldía. Como en ellibro anterior, hablaremos sobre todo de la libertad (siempre de lalibertad: nunca olvides las paradójicas servidumbres que encierrapero jamás te fíes de quienes la ridiculizan o la consideran uncuento para ilusos), aunque ahora trataremos de la libertad en susentido político, no en el ético que antes hemos discutido. Ya meconoces: aunque en este libro pienso tomar partido con tododescaro siempre que me apetezca, no sacaré al final la moralejaacerca de quiénes son los «buenos» y quiénes los «malos», ni terecomendaré a los que hay que votar o ni siquiera si debes votar aquien sea. Buscaremos las cuestiones de fondo, lo que está enjuego en la política (y no a lo que juegan hoy los políticos…). A partirde ahí, tú tienes la última palabra: procura que nadie te la quite ni ladiga en tu lugar.

Acabo este comienzo con una advertencia, una promesa y unguiño. Como quizá ya hayas notado por el prólogo, debo advertirteque este libro es menos «ligerito» que Ética para Amador y estáescrito con menos concesiones. O sea, que te exijo un poco más deatención. Ya te digo que tú tienes la culpa: por no parar de crecer,por estar a punto de convertirte en ciudadano mayor de edad y,maldito seas, por hacerme sentir viejo. Lo que te prometo es que nohabrá ya continuación de la serie, o sea que no esperes una«Estética para Amador», ni una «Metafísica para Amador», ni cosapor el estilo. De modo que rechazo rotundamente tu perversasugerencia de titular este librito como «Amador II: la Venganza»…

Y el guiño es que procuraré no perder tampoco en estaspáginas el tono de buen humor que le di a las charlas de la primeraentrega. Creo que hay cosas serias pero no creo demasiado en las

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personas serias (sobre todo en quienes fruncen el ceño como signode autoridad respetable). Sigamos sonriendo, hijo mío. Nada menosque todo un Virgilio, que no es un poeta para andarse con bromas,dejó dicho que «aquel a quien sus padres no han sonreído será porsiempre indigno del banquete de los dioses y del lecho de lasdiosas». Por mí no has de quedarte sin comer en la mejor compañíay sin… Vamos, que por mí no ha de quedar.

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CAPÍTULO PRIMERO

HENOS AQUÍ REUNIDOSAbres los ojos y miras a tu alrededor, como si fuera la primera

vez: ¿qué ves? ¿El cielo donde brilla el sol o flotan las nubes,árboles, montañas, ríos, fieras, el ancho mar…? No, antes se teofrecerá otra imagen, la más próxima a ti, la más familiar de todas(en el sentido propio del término): la presencia humana. El primerpaisaje que vemos los hombres es el rostro y el rastro de otrosseres como nosotros: la sonrisa materna, la curiosidad de gente quese nos parece y se afana cerca de nosotros, las paredes de unahabitación (modesta o suntuosa, pero siempre fabricada, o al menosarreglada, por manos humanas), el fuego encendido paracalentarnos y protegernos, instrumentos, adornos, máquinas, quizáobras de arte, en resumen: los demás y sus cosas. Llegar al mundoes llegar a nuestro mundo, al mundo de los humanos. Estar en elmundo es estar entre humanos, vivir —para lo bueno y para lomenos bueno, para lo malo también— en sociedad.

Pero esa sociedad que nos rodea y empapa, que nos irátambién dando forma (que formará los hábitos de nuestra mente ylas destrezas o rutinas de nuestro cuerpo) no sólo se compone depersonas, objetos y edificios. Es una red de lazos más sutiles o, siprefieres, más espirituales: está compuesta de lenguaje (el elementohumanizador por excelencia, como ya vimos en Ética para Amador),de memoria compartida, de costumbres, de leyes… Hayobligaciones y fiestas, prohibiciones, premios y castigos. Algunoscomportamientos son tabú y otros merecen general aplauso. Lasociedad guarda por tanto información, mucha información.Nuestros cerebros humanos, puestos en marcha por el lenguaje,empiezan a tragar desde pequeñitos toda la información quepueden, digiriéndola y almacenándola. Vivir en sociedad es recibirconstantemente noticias, órdenes, sugerencias, chistes, súplicas,tentaciones, insultos… y declaraciones de amor.

La sociedad nos excita, nos estimula, nos pone a cien; pero lasociedad nos permite, además, relajarnos, sentirnos en terreno

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conocido: nos ampara. La selva, el mar, los desiertos también tienensus leyes, su propia forma de funcionar, pero no están a nuestroservicio y muchas veces pueden resultarnos hostiles o peligrosos,incluso letales. La sociedad se supone que está pensada porhombres como nosotros y para hombres como nosotros: podemoscomprender las razones de su organización y utilizarlas en nuestroprovecho. Digo «se supone» porque a veces en la sociedad haycosas tan incomprensibles y tan mortíferas como las peores de lajungla o del mar. Probablemente los judíos hospedados por los nazisen campos de concentración o los muchos que hoy padecen loshorrores de la guerra y de la persecución (política, religiosa, la quesea) no se imaginarían más desdichados en pleno desierto o en unaisla remota, batida por tempestades. Sin embargo, sigue siendocierto que lo más natural para vivir como hombres es precisamentela sociedad. No se trata de elegir entre la naturaleza y la sociedad,sino de reconocer que nuestra naturaleza es la sociedad. En elbosque o entre las olas podemos llegar a sentirnos a veces (por uncierto tiempo) a gusto; pero en la sociedad nos sentimos a fin decuentas nosotros mismos. De la naturaleza somos biológicamenteproductos, pero de la sociedad somos humanamente productos,productores y además cómplices… Ése debe ser el motivo por elque soportamos con más resignación los inconvenientes de lanaturaleza que los de la sociedad: los primeros pueden resultarnosun fastidio o una amenaza, pero los segundos constituyen unatraición…

Primer problema a resolver (o primera contrariedad a asumir, silo prefieres así): la sociedad nos sirve, pero también hay queservirla: está a mi servicio, pero sólo en la medida en que yo meresigne a ponerme al suyo. Cada una de las ventajas que ofrece(protección, auxilio, compañía, información, entretenimiento, etc…)viene acompañada de limitaciones, de instrucciones y exigencias,de reglas de uso: de imposiciones. Me ayuda pero a su modo, sinpreguntarme cómo preferiría yo en particular ser ayudado. Y lamayoría de las veces, si pongo pegas a sus imposiciones o rechazosu ayuda, me castiga de un modo u otro. En una palabra, con lasociedad de los demás humanos no tengo forma de guardar las

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distancias: siempre estoy comprometido con ella en cuerpo y alma,más comprometido a menudo de lo que yo quisiera. Cuando uno seda cuenta de esto (en la niñez instintivamente primero y luego, demodo más consciente, en la adolescencia) siente irritación y ganasde rebelarse. Yo no he inventado todas esas reglas y obligaciones ninadie me ha pedido mi opinión sobre ellas: ¿por qué tengo querespetarlas? ¿De dónde vienen? ¿Pueden ser cambiadas de formaque resulten más a mi gusto?

Llegamos a uno de los puntos importantes de este asunto y detodo lo que voy a intentar decirte en el presente librito. Si esto fuerauna película, ahora sonaría un redoble de tambor: ¡ranrataplán!Atención: las leyes e imposiciones de la sociedad son siempre nadamás (pero también nada menos) que convenciones. Por antiguas,respetables o temibles que parezcan, no forman parte inamovible dela realidad (como la ley de la gravedad, por ejemplo) ni brotan de lavoluntad de algún dios misterioso: han sido inventadas por hombres,responden a designios humanos comprensibles (aunque a veces tanantiguos que ya no seamos capaces de entenderlos) y pueden sermodificadas o abolidas por un nuevo acuerdo entre los humanos.Por supuesto, no debes confundir las convenciones con loscaprichos, ni creer que lo «convencional» es algo sin sustancia, unabagatela que puede ser suprimida sin concederle mayorimportancia. Algunas convenciones (llevar corbata para poder entraren cierto restaurante o no ponerse calcetines blancos para que ledejen a uno bailar en cierta discoteca) expresan solamenteprejuicios bastante tontos, es verdad, pero otras (no matar al vecinoo ser fiel a la palabra dada, por ejemplo) merecen un apreciomuchísimo mayor. No todas las convenciones son de quita y pon:muchas de ellas tienen efectos decisivos sobre nuestras vidas ypiensa que sin ninguna convención en absoluto (el lenguaje mismoes convencional…) no sabríamos vivir.

Decir que costumbres y leyes son convencionales, además, noequivale a negar que se apoyen en condiciones naturales de la vidahumana, es decir en fundamentos nada convencionales. Losanimales tienen mecanismos instintivos que les obligan a hacerciertas cosas y les impiden hacer otras. De este modo, la evolución

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biológica protege de peligros a las especies y asegura susupervivencia. Pero los seres humanos tenemos unos instintosmenos seguros o, si prefieres, más flexibles. Los bichos aciertancasi siempre en lo que hacen, pero no pueden hacer más que unascuantas cosas y pueden cambiar poco; por el contrario, los hombresnos equivocamos constantemente hasta en lo más elemental, peronunca dejamos de inventar cosas nuevas… hallazgos nunca vistos ytambién nunca vistos disparates. ¿Por qué? Porque además deinstintos estamos dotados de capacidad racional, gracias a la cualpodemos hacer cosas mucho mejores (¡y mucho peores!) que losanimales. Es la razón la que nos convierte en unos animales tanraros, tan poco… animales. Y ¿qué es la razón? La capacidad deestablecer convenciones, o sea, leyes que no nos vengan impuestaspor la biología sino que aceptemos voluntariamente. Por medio de larazón patentamos suplementos y complementos a nuestrosinstintos. Somos, a ver si me entiendes, instintivamente racionales.Los animales no tienen más código que el código genético; nosotrostenemos también el genético, desde luego, pero además el códigopenal, el código civil y el código de la circulación… entre muchosotros. Esas leyes que pactamos entre nosotros y que obedecemoscon la cabeza (y no sólo con el programa celular) no son nipuramente instintivas ni puramente racionales, sino que mezclanestímulos distintos y a veces paradójicos. Como las convencionesvienen en parte del instinto, su objetivo último es el mismo que sirvede base a todos los instintos: la supervivencia de la especie. Perocomo son también instintivamente racionales, además de sobrevivirresponden al deseo de vivir más y mejor.

Porque las sociedades humanas no son sencillamente el mediopara que unos animaluchos algo tarados como somos los hombrespodamos vivir un poco más seguros en un mundo hostil. Somosanimales sociales, pero no somos sociales en el mismo sentido queel resto de los animales. Antes te he dicho que la diferenciafundamental entre los demás animales y los humanos es quenosotros tenemos «razón» además de instintos. Pero la verdad esque los animales también tienen un brote de razón, una ciertacapacidad de improvisación e inventiva que les permite despegarse

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del funcionamiento automático de sus instintos genéticamenteprogramados. Desde luego, la diferencia de intensidad es tangrande que apenas podemos hablar de «razón» animal como lohacemos de la humana: ¡no es lo mismo ser capaz de dar un pasoadelante que batir el récord de los cien metros lisos… aunque quienbate el récord empieza siempre dando un primer paso adelante!Pero a fin de cuentas a lo mejor se trata sólo de una cuestión dedosis en la administración de idéntico producto. Puede que elauténtico rasgo distintivo entre animales y (animales) humanos seaotro: el de que los animales se mueren y los hombres sabemos quenos vamos a morir. Los animales viven esforzándose por no morir;los hombres vivimos luchando por no morir y a la vez pendientes deque en cualquier momento tendremos que morir. A diferencia de losdemás animales, benditos que son, el hombre tiene experiencia dela muerte y memoria de la muerte y premonición cierta de la muerte.Por eso los animales «corrientes» procuran evitar la muerte peroésta suele llegarles sin esfuerzo y sin alarma, como el sueño decada noche; en cambio, los humanos no sólo tratamos de prolongarla vida, sino que nos rebelamos contra la muerte, nos sublevamoscontra su necesidad, inventamos cosas para contrarrestar el pesode su sombra. Aquí reside la fundamental diferencia entre lasociedad de los hombres y las sociedades del resto de los animalesllamados sociales: estos últimos han evolucionado hasta formargrupos para mejor asegurar la conservación de sus vidas mientrasque nosotros pretendemos… la inmortalidad.

¿No te has preguntado nunca por qué los hombres vivimos deuna manera tan complicada? ¿Por qué no nos contentamos concomer, aparearnos, protegernos del frío y del calor, descansar unpoco… y vuelta a empezar? ¿No hubiera bastado con eso? Nuncafalta algún ecologista bienintencionado que piensa aconsejablevolver a la «simplicidad» natural. Pero ¿hemos sido los hombres«simples» alguna vez? Será hace mucho porque la verdad es queno guardamos recuerdo ni testimonio más que de hombrescomplicados. Incluso las tribus más primitivas de las que tenemosnoticia están llenas de inventos sofisticados, aunque no sean másque inventos mentales: mitos, leyendas, rituales, magias,

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ceremonias funerarias o eróticas, tabús, adornos, modas, jerarquías,héroes y demonios, cantos, chistes y bromas, bailes, competiciones,formas de embriaguez, rebeldías… Nunca los hombres se limitan adejarse vivir, sin más jaleos: en todos los grupos humanos haycuriosos, perfeccionistas y exploradores. Es evidente que lo propiode los humanos es una especie de inquietud que los demás seresvivos parecen no sentir. Una inquietud hecha en gran medida demiedo al aburrimiento: tenemos —hasta los más tontos— un cerebroenorme que se alimenta de información, de novedades, de mentirasy de descubrimientos; en cuanto decae la excitación intelectual, afuerza de rutina, los más inquietos —¿los más humanos?—empiezan a buscar, al principio con prudencia y luegofrenéticamente, nuevas formas de estímulo. A uno le da por subir auna montaña inaccesible, éste quiere cruzar el océano para ver quéhay al otro lado, el de más allá se dedica a inventar historias o afabricar armas, otro quiere ser rey y nunca falta el que sueña contener todas las mujeres para él solo. ¿Dónde hay que echar el frenoy decir «basta»? El ecologista del que antes hablábamos pretendevolver atrás, pero ¿cómo? Y ¿cómo decidir con qué debemoscontentarnos, si es la inquietud la que nos caracteriza a loshumanos? Se empieza haciendo cerámica de barro y se llega enseguida al cohete que va a la luna o al misil que destruye alenemigo; se parte de la magia pero se sigue a trancas y barrancashasta Aristóteles, Shakespeare o Einstein… La inquietud nunca faltay siempre crece: ¿para qué soñar con volver atrás, a la primera yrelativa sencillez, si es de atrás y de lo sencillo de donde vienennuestras actuales complicaciones? ¿Por qué suponer que novolverán a traernos por el mismo camino, si fuese posible retrocederhasta ellas?

A ese desasosiego, a esa inquietud, a ese miedo permanente alaburrimiento, es a lo que me refiero cuando te digo que lassociedades humanas no se contentan con la supervivencia sino queansían la inmortalidad. Verás: para los humanos, que somoscapaces de tener la conciencia previa de la muerte, decomprenderla como fatalidad insalvable, de pensarla, morir no essimplemente un incidente biológico más sino el símbolo decisivo de

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nuestro destino, a la sombra del cual y contra el cual edificamos lacomplejidad soñadora de nuestra vida. Remedios reales y eficacescontra la muerte parece que no hay ninguno: tal como dijo el poetaBorges en una milonga, «morir es una costumbre que suele tener lagente» y no hay modo de quitársela. En cambio, los remediossimbólicos, es decir, los que nos sirven de compensación y de ciertoalivio ante la certeza del morir, son de dos tipos: religiosos osociales. Los religiosos ya los conoces (una vida más allá de lamuerte, inmortalidad del alma, resurrección de los cuerpos,transmigración, espiritismo, etc…) y son cuestiones en las que novoy a meterme, que bastantes clérigos hay ya en el mundo comopara hacerles yo la competencia. Aquí los que me interesan son losremedios sociales o civiles con los que los hombres no sólo hemosprocurado resguardar nuestras vidas sino sobre todo fortificarnuestros ánimos contra la presencia de la muerte, venciéndola en elterreno simbólico (ya que no se puede en el otro).

Te digo que las sociedades humanas funcionan siempre comomáquinas de inmortalidad, a las que nos «enchufamos» losindividuos para recibir descargas simbólicas vitalizantes que nospermitan combatir la amenaza innegable de la muerte. El gruposocial se presenta como lo que no puede morir, a diferencia de losindividuos, y sus instituciones sirven para contrarrestar lo que cadacual teme de la fatalidad mortal: si la muerte es soledad definitiva, lasociedad nos brinda compañía permanente; si la muerte esdebilidad e inacción, la sociedad se ofrece como la sede de la fuerzacolectiva y origen de mil tareas, hazañas y logros; si la muerte borratoda diferencia personal y todo lo iguala, la sociedad brinda susjerarquías, la posibilidad de distinguirse y ser reconocido y admiradopor los demás; si la muerte es olvido, la sociedad fomenta cuanto esmemoria, leyenda, monumento, celebración de las glorias pasadas;si la muerte es insensibilidad y monotonía, la sociedad potencianuestros sentidos, refina con sus artes nuestro paladar, nuestro oídoy nuestra vista, prepara intensas y emocionantes diversiones con lasque romper la rutina mortificante; la muerte nos despoja de todo ypor tanto la sociedad se dedica a la acumulación y producción detodo tipo de bienes; la muerte es silencio y la sociedad juego de

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palabras, de comunicaciones, de historias, de información; etc.,etc… Por eso la vida humana es tan compleja: porque siempreestamos inventando cosas nuevas y gestos inéditos contra lasaborrecidas pompas fúnebres de la muerte. Y por eso los hombresllegan a morir contentos en defensa y beneficio de las sociedadesen las que viven: porque entonces la muerte ya no es un accidentesin sentido, sino la forma que tiene el individuo de apostarvoluntariamente por lo que no muere, por aquello quecolectivamente representa la negación de la muerte. Y también poreso los hombres sienten el aniquilamiento de sus comunidadescomo un triunfo de la muerte más grave y terrible que cualquiermuerte individual…

La muerte es lo «natural»; por eso la sociedad humana es, encierto modo, «sobrenatural», un artificio, la gran obra de arte que loshombres convenimos unos con otros (es la convención que nosreúne y también lo que más nos conviene), el verdadero lugar enque transcurre esa mezcla de biología y mito, de metáforas einstintos, de símbolos y de química que es nuestra existenciapropiamente humana. Aristóteles dijo que somos «animalesciudadanos», seres de naturaleza política, es decir, seres denaturaleza… un poco sobrenatural. De modo que por eso estamosaquí reunidos. Ahora ya podemos empezar a preguntarnos por lasformas mejores de organizar nuestra reunión y por los peligros quecomprometen este congreso en que vivimos.

Vete leyendo…«La razón de que el hombre sea un ser social, más que

cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es clara. Pues lanaturaleza, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre,entre los animales, posee la palabra. La voz es una indicación deldolor y del placer, por eso también la tienen los otros animales (puessu naturaleza alcanza hasta tener sensación de dolor y placer eindicarse esas sensaciones unos a otros). En cambio, la palabraexiste para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo ylo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demásanimales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lomalo, lo justo y lo injusto y las demás valoraciones. La participación

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comunitaria en éstas forma la casa familiar y la ciudad» (Aristóteles,Política).

«El idioma de los romanos, quizá el pueblo más político quehemos conocido, empleaba las expresiones “vivir” y “estar entre loshombres” o “morir” y “cesar de estar entre los hombres” comosinónimos» (H. Arendt, La condición humana).

«La vida política no es, sin embargo, la forma única de unaexistencia humana en común. En la historia del género humano elEstado, en su forma actual, es un producto tardío del proceso decivilización. Mucho antes de que el hombre haya descubierto estaforma de organización social ha realizado otros ensayos paraordenar sus sentimientos, deseos y pensamientos. Semejantesorganizaciones y sistematizaciones se hallan contenidas en ellenguaje, en el mito, en la religión y en el arte» (E. Cassirer,Antropología filosófica).

«¿Se han parecido, pues, todos los siglos al nuestro? ¿Elhombre ha tenido siempre ante los ojos, como en nuestros días, unmundo donde nada concuerda, donde la virtud carece de genio y elgenio de honor; donde el amor al orden se confunde con el amor alos tiranos y el culto santo de la libertad con el desprecio hacia lasleyes; donde la conciencia no arroja más que una dudosa claridadsobre las acciones humanas; donde nada parece ya prohibido, nipermitido, ni honrado, ni vergonzoso, ni verdadero, ni falso?» (A. deTocqueville, La democracia en América).

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CAPÍTULO SEGUNDO

OBEDIENTES Y REBELDESAcabé el capítulo anterior citándote la venerable opinión de

Aristóteles: «el hombre es un animal cívico, un animal político» (locual no debe confundirse con que los políticos sean unos animales,como opinan algunos). Es decir, que somos bichos sociables, perono instintiva y automáticamente sociales, como las gacelas o lashormigas. A diferencia de estas especies, los humanos inventamosformas de sociedad diversas, transformamos la sociedad en quehemos nacido y en la que vivieron nuestros padres, hacemosexperimentos organizativos nunca antes intentados, en una palabra:no sólo repetimos los gestos de los demás y obedecemos lasnormas de nuestro grupo (como hace cualquier otro animal que serespete) sino que llegado el caso desobedecemos, nos rebelamos,violamos las rutinas y las normas establecidas, armamos un follónque para qué. Lo que quería decir Aristóteles, tan formalito comocreíamos que era, es que el hombre es el único animal capaz desublevarse… Qué digo «capaz»: los hombres nos estamossublevando a cada paso, obedecemos siempre un poco aregañadientes. No hacemos lo que los demás quieren sin rechistar,como las abejas, sino que es preciso convencernos y muchas vecesobligarnos a desempeñar el papel que la sociedad nos atribuye.Otro filósofo muy ilustre, Immanuel Kant, dijo que los hombressomos «insocialmente sociables». O sea que nuestra forma de viviren sociedad no es sólo obedecer y repetir sino también rebelarnos einventar.

Pero atención: no nos rebelamos contra la sociedad, sino contrauna sociedad determinada. No desobedecemos porque noqueramos obedecer jamás a nada ni a nadie, sino porque queremosmejores razones para obedecer de las que nos dan y jefes queordenen con una autoridad más respetable. Por eso el viejo Kantseñaló que somos «insocialmente sociables», no asociales oantisociales sin más. Los grupos animales cambian a veces suspautas de conducta, de acuerdo con las exigencias de la evolución

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biológica cuya orientación tiende a asegurar la conservación de laespecie. Las sociedades humanas se transforman históricamente,de acuerdo a criterios mucho más complejos, tan complejos… queno sabemos cuáles son. Unos cambios intentan asegurardeterminados objetivos, otros consolidar ciertos valores, y muchastransformaciones parecen provenir del descubrimiento de nuevastécnicas para hacer o deshacer cosas. Lo único indudable es que entodas las sociedades humanas (y en cada miembro individual deesas sociedades) se dan razones para la obediencia y razones parala rebelión. Tan sociables somos cuando obedecemos por lasrazones que nos parecen válidas como cuando desobedecemos ynos sublevamos por otras que se nos antojan de más peso. Demodo que, para entender algo de la política, tendremos queplantearnos esas diversas razones. Porque la política no es másque el conjunto de las razones para obedecer y de las razones parasublevarse…

Obedecer, rebelarse: ¿no sería mejor que nadie mandase, paraque no tuviésemos que buscar razones para obedecerle niencontrásemos motivos para sublevarnos en contra suya? Ésta esmás o menos la opinión de los anarquistas, gente por la quereconozco que tengo bastante simpatía. Según el ideal anárquico,cada cual debería actuar de acuerdo con su propia conciencia, sinreconocer ningún tipo de autoridad. Son las autoridades, las leyes,las instituciones, el aceptar que unos pocos guíen a la mayoría ydecidan por todos, lo que provoca los infinitos quebraderos decabeza que padecemos los humanos: esclavitud, abusos,explotación, guerras… La anarquía postula una sociedad sinrazones para obedecer a otro y por tanto también sin razones pararebelarse contra él. En una palabra: el final de la política, sujubilación. Los hombres viviríamos juntos pero como si viviésemossolos, es decir, haciendo cada cual lo que le da la gana. Pero ¿no ledaría a alguno la gana de martirizar a su vecino o de violar a suvecina? Los anarquistas suponen que no, pues los hombrestenemos tendencia espontánea y natural a la cooperación, a lasolidaridad, al apoyo mutuo que a todos beneficia. Son lasjerarquías sociales, el poder establecido y las supersticiones que lo

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legitiman, las que producen los enfrentamientos y enloquecen a losindividuos. Los jefes sostienen que nos mandan por nuestro bien;los anarquistas responden que nuestro verdadero bien sería quenadie mandase, porque entonces cada cual se portaríaobedientemente… pero no obedeciendo a ningún hombre falible ycaprichoso sino a la verdadera bondad de la naturaleza humana.

¿Es posible una sociedad anárquica, es decir, sin política? Losanarquistas tienen desde luego razón al menos en una cosa: unasociedad sin política sería una sociedad sin conflictos. Pero ¿esposible una sociedad humana —no de insectos o de robots— sinconflictos? ¿Es la política la causa de los conflictos o suconsecuencia, un intento de que no resulten tan destructivos?¿Somos capaces los humanos de vivir de acuerdo…automáticamente? A mí me parece que el conflicto, el choque deintereses entre los individuos, es algo inseparable de la vida encompañía de otros. Y cuantos más seamos, más conflictos puedenllegar a plantearse. ¿Sabes por qué? Por una causa que en principioparece paradójica: porque somos demasiado sociables. Intentaréexplicarlo. La más honda raíz de nuestra sociabilidad es que desdepequeños nos arrastra el afán de imitarnos unos a otros. Somossociables porque tendemos a imitar los gestos que vemos hacer, laspalabras que oímos pronunciar, los deseos que los demás tienen,los valores que los demás proclaman. Sin imitación natural,espontánea, nunca podríamos educar a ningún niño ni por tantoacondicionarle para la vida en grupo con la comunidad. Desdeluego, imitamos porque nos parecemos mucho: pero la imitación noshace cada vez más parecidos, tan parecidos… que entramos enconflicto. Deseamos obtener lo que vemos que los demás tambiénquieren; queremos todos lo mismo pero a veces lo que anhelamosno pueden poseerlo más que unos pocos o incluso uno sólo. Sólouno puede ser el jefe, o ser el más rico, o el mejor guerrero, otriunfar en las competiciones deportivas, o poseer a la mujer máshermosa como esposa, etc… Si no viésemos que otros ambicionanesas conquistas, es casi seguro que no nos apetecerían tampoco anosotros, al menos desaforadamente. Pero como suelen servivamente deseadas, por imitación las deseamos vivamente. Y así

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nos enfrenta lo mismo que nos emparienta: el interés(etimológicamente) es lo que está-entre dos o más personas, o sealo que las une pero también las separa…

De modo que vivimos en conflicto porque nuestros deseos separecen demasiado entre sí y por ello colisionan unos contra otros.También es por demasiada sociabilidad (por querer ser todos muysemejantes, por fidelidad excesiva a los de nuestra misma tierra,religión, lengua, color de piel, etc…) por lo que consideramosenemigos a los distintos y proscribimos o perseguimos a los quedifieren. Hablaremos otra vez de esto más adelante, cuandomencionemos el nacionalismo y el racismo, esas enfermedades dela sociabilidad. Por el momento, te hago notar una cosa importantepero que choca con la opinión comúnmente establecida. Oirás decirque la culpa de los males de la sociedad la tienen los asociales, losindividualistas, los que se despreocupan o se oponen a lacomunidad. Mi opinión, tú verás si estoy equivocado o no, es lacontraria: los más peligrosos enemigos de lo social son los que secreen lo social más que nadie, los que convierten los afanessociales (el dinero, por ejemplo, o la admiración de los demás, o lainfluencia sobre los otros) en pasiones feroces de su alma, los quequieren colectivizarlo todo, los que se empeñan en que todosvayamos a una… aunque seamos muchos, los que están tanconvencidos de los valores comunes que pretenden convertir enbueno a todo el mundo aunque sea a palos, etc… La mayoría de losverdaderos individualistas son tolerantes con los gustos ajenosporque les traen sin cuidado y, como tienen sus propios valores, amenudo distintos de los de la escala «oficial», no chocanfrontalmente con los diferentes a ellos, no pretenden imponerles porla fuerza las virtudes propias ni luchan a zarpazos por apoderarsede algo único cuyo mayor precio viene solamente de que lo quierenmuchos. La gente más sociable es la que acepta el compromiso conlos demás razonablemente, o sea: sin exageraciones. Ahora quenadie nos oye te susurraré una blasfemia: ¿te acuerdas de que en ellibro anterior te dije que los que mejor entienden la ética son losegoístas reflexivos? Pues bien, los miembros de la comunidad quemenos contribuyen a estropearla son esos individualistas contra

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quienes tanto oirás predicar: los que viven para sí mismos y portanto comprenden las razones que hacen indispensable la armoníacon los demás; no los que sólo viven para los demás… y para lo delos demás.

Sin embargo, no vayas a creer que el conflicto entre intereses,cualquier conflicto o enfrentamiento, es malo de por sí. Gracias a losconflictos la sociedad inventa, se transforma, no se estanca. Launanimidad sin sobresaltos es muy tranquila pero resulta tanletalmente soporífera como un encefalograma plano. La única formade asegurar que cada cual tiene personalidad propia, es decir, quede verdad somos muchos y no uno solo hecho por muchas células,es que de vez en cuando nos enfrentemos y compitamos con losotros. Quizá queramos lo mismo todos, pero al enfrentarnos porconseguirlo o enfocar el mismo asunto desde diversas perspectivas,constatamos que no todos somos el mismo. A veces los que gustande dar órdenes dicen: «¡Vamos, todos como un solo hombre! ¡En pietodos como un solo hombre!». Menudo disparate colectivista. ¿Porqué demonios tenemos que hacer todos algo como un solohombre… si no somos uno sino muchos? Hagamos lo quehagamos, en armonía o discrepancia, es mejor hacerlo comotrescientos hombres, o como mil, o como los que seamos y no comouno, puesto que no somos uno. Actuamos solidaria ocómplicemente con los demás, pero no fundidos con los demás,confundidos y perdidos en ellos, soldados a ellos… Por cierto, ¿tesuena a algo esa palabra, soldados?

De modo que en la sociedad, tienen que darse conflictosporque en ella viven hombres reales, diversos, con sus propiasiniciativas y sus propias pasiones. Una sociedad sin conflictos nosería sociedad humana sino un cementerio o un museo de cera. Ylos hombres competimos unos con otros y nos enfrentamos unoscontra otros porque los demás nos importan (¡a veces hastademasiado!), porque nos tomamos en serio unos a otros y damostrascendencia a la vida en común que llevamos con ellos. A fin decuentas, tenemos conflictos unos con otros por la misma razón porla que ayudamos a los otros y colaboramos con ellos: porque losdemás seres humanos nos preocupan. Y porque nos preocupa

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nuestra relación con ellos, los valores que compartimos y aquellosen que discrepamos, la opinión que tienen de nosotros (esto es muyimportante, lo de la opinión: exigimos que nos quieran, o que nosadmiren, o al menos que nos respeten o si no que nos teman…), loque nos dan y lo que nos quitan… Según los hombres vamos siendomás numerosos, las posibilidades de conflicto aumentan; y tambiénaumentan los jaleos cuando crecen y se diversifican nuestrasactividades o nuestras posibilidades. Compara la tribu amazónica deapenas un centenar de miembros, cada cual con su papel masculinoo femenino bien determinado, sin muchas opciones para salirse dela norma, con el torbellino complicadísimo en el que viven loshabitantes de París o Nueva York…

No es la política la que provoca los conflictos: malos o buenos,estimulantes o letales, los conflictos son síntomas que acompañannecesariamente la vida en sociedad… ¡y que paradójicamenteconfirman lo desesperadamente sociales que somos! Entonces lapolítica (recuerda que se trata del conjunto de las razones paraobedecer y para desobedecer) se ocupa de atajar ciertos conflictos,de canalizarlos y ritualizarlos, de impedir que crezcan hasta destruircomo un cáncer el grupo social. Los humanos somos agresivos,como ya tendremos ocasión de comentar más adelante al hablar dela guerra y la paz: a nada que nos descuidemos, llevamos nuestrasdiscrepancias conflictivas hasta el punto de matarnos unos a otros.Los otros animales que viven en grupo suelen tener pautasinstintivas de conducta que limitan los enfrentamientosintergrupales: los lobos luchan entre sí por una hembra conferocidad, pero cuando el que va perdiendo ofrece voluntariamentesu cuello al más fuerte, el otro se da por contento y le perdona lavida; si en la batalla entre dos gorilas machos uno toma a un bebégorila en los brazos y lo acuna como hacen las hembras, el otrocesa inmediatamente la pelea porque a las hembras no se lasataca… Etc. Los hombres no solemos tener tan piadososmiramientos unos con otros. Es preciso inventar artificios queimpidan que la sangre llegue al río: se necesitan personas oinstituciones a las que todos obedezcamos y que medien en lasdisputas, brindando su arbitraje o su coacción para que los

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individuos enfrentados no se destruyan unos a otros, para que notrituren a los más débiles (niños, mujeres, ancianos…), para que noinicien una cadena de mutuas venganzas que acabe con laconcordia del grupo.

Pero la autoridad política viene también a cumplir otrasfunciones. En cualquier sociedad humana hay determinadasempresas que exigen la colaboración o algún tipo de apoyo de todoslos ciudadanos: se trata de la defensa del grupo, de la construcciónde obras públicas de gran utilidad que ningún particular puederealizar por sí solo, la modificación de tradiciones o leyes que hanestado vigentes mucho tiempo y su sustitución por otras diferentes,la asistencia a los afectados por alguna catástrofe colectiva o poresas catástrofes individuales que a todos nos importan(desvalimiento infantil, enfermedad, vejez…), incluso la organizaciónde fiestas y celebraciones comunales que refuercen en losmiembros de la colectividad los lazos de amistad civil y la emociónde formar parte de un conjunto bien armonizado. La exigencia deinstituir alguna forma de gobierno, algún tipo de puesto de mandoque dirija el grupo cuando resulte necesario, se apoya en estasjustificaciones y otras parecidas que quizá a ti mismo se te ocurranreflexionando un poco sobre el asunto. No te he mencionado másque las de signo positivo, o sea las que tienden a construir oremediar, aunque también se necesita autoridad para prevenirciertos males que afectan a muchos pero que unos cuantos porinterés miope favorecen (la destrucción de los recursos naturales esun buen ejemplo) y para asegurar un mínimo de educación quegarantice a cada miembro del grupo la posibilidad de conocer eltesoro de sabiduría y habilidad acumulado durante siglos porquienes les preceden.

Los partidarios de la anarquía pueden admitir la mayoría deestas demandas y su perentoriedad, pero no sin buenas razonesarguyen que establecer una jefatura estatal y única suele crear másproblemas de los que resuelve, aún peor: los jefes dan soluciones alos problemas planteados que resultan después más problemáticasque los males que intentaban resolver. Para acabar con la violenciapromueven ejércitos y policías que cometen violencia en gran

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escala; pretendiendo ayudar a los débiles debilitan a todo el mundocon su prepotencia ordenancista; en nombre de la unidad de locolectivo acogotan la espontaneidad libre y creadora de losindividuos; inventan al Todo (patria, nación, civilización…) unapersonalidad sacrosanta hecha de odio a los extraños, losdiferentes, los disidentes; convierten la educación en un instrumentode sumisión a los dogmas, a los poderosos y a los prejuicios que lesfavorecen; etc., etc… En resumen, inventan una casta privilegiada—los especialistas en mandar— y la instituyen por la fuerza como«salvadora permanente» de los demás, que por lo visto son sólo«especialistas en obedecer»…

Repasando la historia, tanto la más antigua como la máscontemporánea, te confieso que llego a la conclusión de que estasobjeciones contrarias a los jefes y al Estado tienen bastantefundamento. Pero también me resulta evidente que esperar elmilagro de que millones de seres humanos logren vivir juntos demanera automáticamente armoniosa y pacífica, sin ningún tipo dedirección colectiva ni cierta coacción que limite la libertad de los másdestructivos o de los más imbéciles (que suelen ser los mismos), noes cosa que parezca compatible con lo que los humanos hemossido, somos… ni siquiera con lo que verosímilmente podemos llegara ser. De modo que considero indispensables algunas órdenes…aunque no cualquier tipo de órdenes; ciertos jefes… aunque nocualquier tipo de jefes; algún gobierno… pero no cualquier gobierno.Volvemos así, qué quieres que yo le haga, al planteamiento inicialdel asunto, de ese asunto del que la política se ocupa: ¿a quiéndebemos obedecer? ¿En qué debemos obedecer? ¿Hasta cuándo ypor qué tenemos que seguir obedeciendo? Y, desde luego,¿cuándo, por qué y cómo habrá que rebelarse?

Vete leyendo…«¿Cómo puede ser que tantos hombres, tantos burgos, tantas

ciudades, tantas naciones soporten a veces a un solo tirano, que notiene más poderío que el que se le concede y que no tienecapacidad de dañar sino en tanto se le aguanta, que no podríahacer mal a nadie si no se prefiriera soportarle a contradecirle? Grancosa es y más triste que asombrosa ver a un millón de hombres

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someter su cuello al yugo no obligados por una fuerza mayor sinopor el solo encanto del nombre de uno» (E. de la Boétie, Contra Unoo Discurso de la servidumbre voluntaria).

«Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (antesbien, considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay podercapaz de imponer respeto a todos ellos. […]. En tal condición no haylugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Ypor consiguiente tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni usode los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcciónconfortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos quenecesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la Tierra; nicómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que espeor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y parael hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta» (T.Hobbes, Leviatán).

«Ser gobernado es ser vigilado, inspeccionado, espiado,dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado,sermoneado, fiscalizado, estimado, apreciado, censurado, mandadopor seres que no tienen ni título, ni ciencia, ni virtud. Ser gobernadosignifica, en cada operación, en cada transacción, ser anotado,registrado, censado, tarifado, timbrado, tallado, cotizado, patentado,licenciado, autorizado, apostillado, amonestado, contenido,reformado, enmendado, corregido. Es, bajo pretexto de utilidadpública y en nombre del interés general, ser expuesto acontribución, ejercido, desollado, explotado, monopolizado,depredado, mistificado, robado; luego, a la menor resistencia, a laprimera palabra de queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado,acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado,encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado,sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado,ultrajado, deshonrado. ¡He aquí el gobierno, he aquí su moralidad,he aquí su justicia!» (P. J. Proudhon, Idea general de la revoluciónen el siglo XIX).

«De los fundamentos del Estado se deduce evidentemente quesu fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedoo sujetarlos al derecho de otro, sino por el contrario libertar del

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miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva conseguridad, esto es, para que conserve el derecho natural que tiene ala existencia, sin daño propio ni ajeno. Repito que no es el fin delEstado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o enautómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo sedesenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razónsin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se hagan la guerracon ánimo injusto. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad»(B. Spinoza, Tratado teológico-político).

«Me rebelo, luego somos» (A. Camus, El hombre rebelde).

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CAPÍTULO TERCERO

A VER QUIÉN MANDA AQUÍEn el siglo XVI, un joven hombre de letras francés amigo de

Montaigne —Etienne de La Boétie— se hizo una pregunta alparecer ingenua pero si bien se mira muy profunda: ¿por qué losmiembros de cada sociedad, que son muchos, obedecen a uno(llámesele rey, tirano, dictador, presidente o jefe de cualquier clase)?¿Por qué aguantan sus órdenes, en lugar de mandarle a paseo otirarle por la ventana si se pone demasiado pesado? Ningún jefe estan fuerte, físicamente hablando, como el conjunto de sus súbditos,ni siquiera como cuatro o cinco súbditos echados pa'lante.Entonces… ¿por qué se le respeta y obedece, aunque sea undemente peligroso como Calígula o un incompetente como tantosque hubo, hay y habrá entre quienes mandan a los demás? ¿Es pormiedo a sus guardias? Entonces… ¿por qué le obedecen susguardias? ¿Por la paga? Pero si lo que quieren es dinero ¿por quéno le quitan todo lo que tiene y acabamos de una vez? Y ¿por quécuando se liquida a Calígula o a cualquier pobre incompetente comoLuis XVI sólo es para buscar en seguida otro mandamás no muydistinto?

En el capítulo anterior hemos revisado algunas de las razonespor las que renunciar a parte de la libertad personal y obedecer aotro nunca nos ha parecido a los humanos mala idea, a pesar de losobvios inconvenientes. A fin de cuentas, de lo que se trata es deaprovechar al máximo las ventajas de vivir juntos, en comunidad. Laprincipal de esas ventajas es aunar esfuerzos y así lograr objetivosque cada cual por sí mismo nunca conseguiría. Una dirección únicaposibilita esa unidad de colaboración; y tal dirección debe tenercierta estabilidad, para garantizar que la unidad social no sea cosade un día sino algo en lo que puede confiarse. Como señaló unpensador (Federico Nietzsche, en el siglo pasado), las sociedadesconsisten en una serie de promesas, explícitas o implícitas, que losmiembros del grupo se hacen unos a otros. Tiene que haber alguiencon autoridad suficiente para garantizar que esas promesas van a

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cumplirse y para obligar a que se cumplan. Si no, la vida en comúnya no merece los fastidios que debemos soportar unos de otros…Luego está la amenaza de que los conflictos entre los individuosacaben en violencia incontrolable. Aunque tanto nombre propiorompa un poco nuestro pacto de que en estos libros yo te cuento lasideas ajenas como si se me acabaran de ocurrir a mí, me arriesgaréa citar a otro personaje ilustre: Thomas Hobbes, un filósofo inglésdel siglo XVII. En su opinión, los hombres eligieron jefes pormiedo… a sí mismos, a lo que podría llegar a ser su vida si nodesignaban a alguien que les mandase y zanjara sus disputas. Conuna visión pesimista de los humanos (o realista, como prefieras),Hobbes pensaba que el hombre puede llegar a ser una fiera para losotros hombres: ni el más fuerte puede estar seguro, porque de vezen cuando tiene que dormir y el enemigo aparentemente debiluchoes capaz de acercarse durante el sueño y apiolarle sin problemas…La vida de los individuos permanentemente enfrentados unos aotros, siempre temiendo el golpe fatal, es una existencia oscura,brutal y corta. Por esa razón prefiere cada cual renunciar a suimpulso violento contra los demás y someterse todos a un únicomonopolizador de la violencia, el gobernante: ¡más vale temer a unoque a todos, dice Hobbes, sobre todo si ese uno se rige por normasclaras y no por caprichos! Pero hasta un Calígula, con todo suhorror, es menos malo que dejar sueltos a los mil Calígulas quetodos llevamos dentro…

Lo cierto es que los jefes, las personas revestidas de mando,han disfrutado siempre de un halo especial de respeto y veneración,como si no fueran seres humanos como los demás. El hábito deobedecer todos a uno lo hemos debido adquirir a costa de muchasangre y tremendas presiones colectivas: por eso una especie desanto temor rodea a todo el que ocupa una jefatura… aunque nosea más que un alcalde de pueblo. Cualquier jefe tiene algo de tabú:en caso contrario, no dura como jefe ni un momento. Por eso losjefes se han buscado tanto parentesco con los dioses y a veces hansido considerados dioses terrenales. Algunos reyes de la remotaantigüedad no sólo eran considerados por los súbditos responsablesdel orden de la sociedad sino también del de la naturaleza: sus

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obligaciones incluían tanto promulgar leyes o ganar batallas, comoigualmente garantizar la lluvia que posibilita una buena cosecha.Tanta confianza en su poder tenía aspectos muy halagüeños paralos interesados, pero también implicaciones bastante peligrosas: silos vasallos decidían que la causa de una sequía pertinaz era laafición del monarca a la bebida, podían llegar a cortarle la cabeza…A fin de cuentas, a ningún hombre le gusta obedecer sin más a otrohombre: prefiere considerarle un poco más que hombre y así leobedece más a gusto, sin sentirse humillado. De ahí que suelaendiosarse a los gobernantes, rodeándoseles de admiración yprivilegios; pero también que cuando nos decepcionan les tratemoscon saña singular. Se les concede algo especial, un poder queexcede al de los individuos corrientes y molientes; pero por la mismarazón no se les toleran debilidades que en cambio consentimos alos individuos corrientes y molientes. La obligación de obedecer a unigual siempre se le ha hecho inaguantable a los hombres, desdehace miles de años. El jefe tenía que ser algo que los demás noeran (un dios, por ejemplo), o tener características excepcionalesque los demás no tenían, o representar con sus órdenes algo queestá por encima de los individuos (la Ley) y que también él deberespetar. No hay nada más humano que la pretensión de queaquellos a los que obedecemos son más que humanos o encarnanalgo situado por encima de las pasiones y flaquezas humanas. Nadamás humano… ni más peligroso, tanto para el interesado comosobre todo para los restantes miembros de la comunidad.

Las primeras formas de autoridad social debieron parecersemucho a la autoridad familiar, pues los padres son los primeros«jefes» a los que todos los humanos hemos tenido que obedecer. Alprincipio, los padres son como dioses para sus crías, porque éstasdependen de ellos para subsistir. Más tarde, los hijos reconocen ensus padres las dos primeras razones en las que se ha debidoapoyar la obediencia más elemental: son más fuertes y saben máscosas. La fuerza física y la sabiduría, los conocimientos ganados abase de experiencia, constituyen dos argumentos primitivos peroeficaces que hacen rentable la obediencia. Ya te he dicho antes quelo primero que buscamos en el apoyo de los demás es sobrevivir;

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luego, vivir con plenitud, vacunándonos socialmente contra eldesgaste de la muerte. Pues bien, la fuerza de nuestros padres (ode quienes en cada caso desempeñan ese papel) nos protege deagresiones exteriores y proporciona nuestro primer sustento; suexperiencia nos brinda las primeras lecciones sobre cómo evitarpeligros y cómo conseguir bienes necesarios, además deenseñarnos las reglas para comunicarnos con los otros humanos eintegrarnos en el grupo. O sea que gracias a su fuerza y susabiduría puestas a nuestro favor logramos sobrevivir a nuestrospeligrosamente débiles inicios, para empezar a vivir bajo la corazacomunitaria de símbolos, leyes y juegos. El niño requiere fuerza yconocimientos para comenzar a vivir (también necesita afecto,sentirse aceptado y querido: a su modo, los gobernantes no dejaránde jugar con esto, aunque no son las autoridades políticas quienesmejor sepan garantizar cariño); el ser humano adulto identificará lafuerza y la sabiduría como los fundamentales motivos para prestarobediencia a quienes se ofrezcan al grupo como una especie de«padres» de la colectividad.

Naturalmente, el niño pronto aprende que en el grupo hayindividuos más fuertes y más sabios que sus padres naturales. Dehecho, cada grupo, cada conjunto social, tiene algo de infantil: launidad de muchos individuos es siempre un poco más elemental delo que llega a ser un individuo normal, es más ingenua, másimpulsiva, menos madura, más antojadiza y, sobre todo, másinestable. El humano adulto que ya no necesita padres en su vidaparticular, en cuanto forma parte de una tribu vuelve a sentirsepequeño, menesteroso de la fuerza y sabiduría que sólo los padreslogran asegurar. Es curioso, fíjate: en ciertos aspectos, lacolectividad aumenta las capacidades del individuo; en otros, leempequeñece, vuelve a hacerle sentirse dependiente e inseguro.¿Cómo aprovechar las posibilidades de ampliación de nosotrosmismos que nos ofrece la sociedad sin por ello disminuirnospersonalmente más de lo indispensable? Estupenda pregunta…para la que sólo tengo respuestas defectuosas. Bueno, a lo que iba:los «padres» de la colectividad también tienen que ofrecer fuerza yconocimientos para hacerse obedecer. Deben ser hábiles

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cazadores, feroces guerreros, brujos poderosos, grandesconstructores de edificios y obras públicas, capaces de derrotar alos enemigos, prevenir las inundaciones y las sequías, zanjar lasdisensiones entre facciones opuestas o entre intereses individuales,y además tienen que inventar y organizar buenas fiestas en la quelos miembros del grupo se sientan ligeros, libres de rutinas y detrabajos, fundidos con los demás en juergas sublimes… ¡Uf, no lesfalta trabajo, no, a los Padres de la Patria! Pero en fin, para eso lespagamos.

De modo que allá, en los principios, cuando éramos más omenos «primitivos», como suele decirse (la verdad es que todavía losomos muchísimo…), solían ser jefes los más musculosos y hábiles,ayudados por los de mayor experiencia. La importancia de losancianos fue sin duda enorme, porque ellos representaban el tesorode la memoria y guardaban los hallazgos del grupo, en épocas enlas que aún no había escritura para archivarlos o la mayoría de lagente no sabía leer. Ya hemos dicho que una de las principalesventajas de vivir en comunidad es que nunca se parte de cero, quepodemos enterarnos de inmediato de muchos trucos y habilidadesque nos hubiera llevado mucho tiempo descubrir a cada cual por símismo… o que no hubiéramos descubierto nunca. Yo, por ejemplo,creo que hubiera tardado bastante en inventar la televisión e inclusola rueda; tú, desde luego, nunca habrías logrado patentar el álgebrasin alguna ayudita de los antiguos… El Consejo de Ancianossiempre ha tenido peso de autoridad: el título de los «senadores»(que viene de senior, mayor, más viejo) así lo atestigua. Lainvención de la escritura dio a los conocimientos, recuerdos yleyendas un soporte más seguro que la memoria individual. Pero laexperiencia vital de los ancianos, su madurez, su sosiego ante losarrebatos y pasiones, siguió determinando que la gente confiase ensu liderazgo. Además, la edad es un criterio bastante objetivo deautoridad. Y así llegamos al gran problema: ¿qué criterios hay queseguir para designar a los que van a mandar?

En las tribus primitivas, la cosa debió de ser relativamentesencilla. Al más fuerte se le nota que lo es, ¿no? Si el grupo vive decazar, por ejemplo, seguirá la dirección del que cace mejor, no del

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más torpe. Y le seguirá mientras demuestre día tras día que es elcazador más digno de confianza: la edad o algún grave fallo puedenen cualquier momento hacerle perder el liderazgo. ¿Recuerdas aAkela, el viejo jefe de la manada de lobos que crió a Mowgli segúnEl libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling? En cadapersecución de una presa ponía en juego su jefatura, hasta que…Las tribus más antiguas no debían seguir criterios muy distintos quelos de la manada de Akela. Lo mismo en la guerra: cuando setrataba de combatir, había que fiarse no del más gracioso o del máscariñoso, sino del más fuerte, del más valiente, del más fiero o delmás bruto. No pongas pegas: llegado el caso, también tú y yohubiéramos aclamado al que mejor podía defendernos o guiarnosen la conquista, cuando la vida consistía en defenderse oconquistar. Además, los machos forzudos suelen proponerse a símismos como líderes y ¡ay del que proteste! Hasta que no surgeotro capaz de disputarle el mando, no hay nada que hacer. De modoque la fuerza muscular, la capacidad de cazar o de buscar buenosasentamientos para el grupo, la experiencia que da la edad y sumemoria… tales debieron ser los primeros criterios queestablecieron el derecho a mandar y la posibilidad justificada de serobedecido.

Hasta aquí venimos hablando de grupos muy simples, de pocosmiembros, sometidos a una existencia bastante elemental y sincomplicaciones. Pero cuando los grupos se hicieron mayores ennúmero y más diversos en ocupaciones, el asunto político se hizomás complejo. Los candidatos a la jefatura fueron más numerosos,cada uno con sus partidarios, y las peleas por el poder amenazabancon destruir la armonía de la tribu. Por otra parte, los problemas quetenía que resolver el jefe ya no eran sólo la caza y la guerra, sinotambién tomar decisiones complicadas: las tribus se asentaron enterritorios fijos al dedicarse a la agricultura y nacieron disputasrespecto a la distribución y propiedad de la tierra, las herenciasfamiliares, las costumbres matrimoniales, la organización de obraspúblicas necesarias para todos, yo qué sé… El jefe mejor ya no erael que más guerras ganaba, sino el más capaz de lograr manteneruna paz provechosa con los vecinos para poder comerciar con ellos.

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Ahora oirás que muchos abominan del comercio, del deseo deganancia, del afán de dinero, etc… ¡El espíritu mercantil de loscomerciantes, bah, qué asco! Pero es oportuno recordar que elcomercio fue el primer sustituto de la guerra y que los primerospacifistas fueron los mercaderes que esperaban sacar másprovecho de los vecinos por las buenas que por las malas. Como enotras ocasiones, se confirma así un principio sobre el que te ruegoque reflexiones: como los hombres nos movemos por intereses,nunca se abandona una práctica que produce beneficios (la guerra,por ejemplo) más que sustituyéndola por algo que interesa más…¡jamás predicando en contra y pidiendo arrepentimiento a losbeneficiados! De modo que en las sociedades más desarrolladas,estables y comerciales, los antiguos criterios básicos de la fuerza yel conocimiento se hicieron mucho más difíciles de aplicar queantes: seguían valiendo, pero había que perfilarlos un poco más.

Por otra parte, las leyes —o si prefieres, la Ley— planteabantambién sus propias dificultades. Las tribus más antiguas noconocieron un código legal como los que aparecen en el derechoactual. Las leyes o normas que regían los diversos aspectos de laexistencia colectiva se apoyaban en la tradición, la leyenda, el mito,en una palabra: en la memoria del grupo cuyos administradores ydepositarios eran los ancianos, tal como antes decíamos. La ley sebasaba en lo que siempre se había hecho, sin distinguir entre lo quesuele hacerse y lo que queremos por unas razones u otras que sehaga. El mayor argumento para respetar una norma era: «siemprese ha hecho así». Y para explicar por qué siempre se había hechoasí se recurría a la leyenda de algún antepasado heroico, fundadordel grupo, o a las órdenes de algún dios. La verdad, como puedesfigurarte, es que no siempre se había hecho antes lo que la leymandaba ahora: la norma en cuestión había nacido como intento deresolver algún problema concreto del grupo y luego, para que nadiela discutiera, se aseguró que provenía de la más nebulosaantigüedad. A los modernos, todo lo que es muy arcaico nos parecesospechoso y poco fiable: estamos acostumbrados a que la verdadmás verdadera sea novedad, descubrimiento, hallazgo de últimahora. Las sociedades primitivas creían todo lo contrario: que sólo

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podía uno fiarse de lo ya muy probado a lo largo de los años, de loque habían establecido los seres del pasado, más sabios ysemidivinos. Los modernos a veces desempolvamos una idea o unateoría antigua y la presentamos como una gran novedad para que lagente se interese por ella; los primitivos disfrazaban cada nuevaidea o nueva ley que se les ocurría con ropajes legendarios de cosaque proviene de muy atrás, para que fuese aceptada. Supongo queentre los ancianos, cuya misión era recordar y repetir, y losinventores —obligados a justificar como ancestral lo que se leshubiera ocurrido ante las dificultades del presente— debió de haberno pocas peloteras…

La forma más elemental de legitimidad, es decir, de justificaciónde la autoridad en sociedades relativamente complejas, proveníasiempre del pasado. ¿Por qué son los padres más fuertes y mássabios que el hijo? Porque están en el mundo desde antes que él.La lógica primitiva creía que los padres de los padres de los padresdebieron ser aún más fuertes y sabios que los padres actuales,parientes casi y colegas de los dioses. Lo que ellos habíanconsiderado como bueno, quizá porque se lo había revelado algunadivinidad, no podían discutirlo los individuos presentes, mucho másfrágiles y lamentablemente humanos. Y también los jefesaprendieron a legitimarse del mismo modo. El más digno de mandarera el que provenía por línea directa de algún jefe mítico, hijo a suvez de algún héroe semidivino o de un dios. La familia, la estirpe, seconvirtieron en la base del poder de faraones, caciques, sátrapas,reyes, etc… La idea no era del todo mala porque de ese modo sereducía el número de los posibles candidatos al trono —¡abstenerselos plebeyos!— y las luchas por el poder quedaban reducidas alinterior de una o dos familias. La fuerza y el conocimiento, que antestenía que demostrar el candidato a jefe personalmente y día trasdía, se convirtieron en atributos del cargo o jefatura que se ocupaba:antes se era jefe por ser el más sabio o el más fuerte y luego se fueel más sabio o el más fuerte porque se ocupaba el puesto de jefe.Como siempre, de lo que se trataba era de asegurar la estabilidad yel funcionamiento de la sociedad, evitando en lo posible lostrastornos políticos, los enfrentamientos civiles y las novedades

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peligrosas en favor de un grupo respecto al resto del conjunto. Laverdad es que los resultados fueron sólo regulares, porque nopudieron evitarse las usurpaciones, los asesinatos entre hermanos,las tiranías de monstruos llegados al trono por casualidades del azarbiológico y otras muchas desventuras. ¡Relee a Shakespeare siquieres recordarlas o simplemente hojea cualquier libro de historia!

Como el poder provenía de la antigüedad mítica y de los dioses,los sacerdotes se convirtieron en personajes importantes de la luchapolítica. Los sacerdotes eran los especialistas en el pasado y losportavoces de los dioses. El que quería llegar al mando tenía quellevarse bien con ellos y buscar su apoyo, su consagración…También las leyes estaban sustentadas en razones religiosas,porque habían sido reveladas por divinidades inapelables cuyavoluntad interpretaban los curas. No había leyes humanas, todasprovenían del cielo y del pasado. Algunos jefes, particularmenteambiciosos, decidieron convertirse a la vez en reyes y sacerdotessupremos para asegurar mejor su poder. Otros dieron un paso másallá: se proclamaron directamente dioses ya que sus antepasados lohabían sido… o por lo menos eso había obligación de creer. Losmiembros de la sociedad no contaban demasiado en el reparto delpoder, salvo que los faraones y otros jefazos quisieran hacerlesalguna concesión. Nadie podía esgrimir derechos ni hacer valer suopinión ante el poder absoluto de los que mandaban apoyados en laley de la sangre, en la tradición y en los clérigos que hacían oír losdictados divinos en la tierra. Así vivieron las viejas sociedades enEgipto, en Mesopotamia, en China, los estados de aztecas e incasen la América primitiva, los reinos africanos, etc… Así pudo quedarresuelta de una vez por todas la cuestión política en las sociedadeshumanas. Como entre las abejas y las hormigas, unos nacían paramandar y otros para obedecer… Y entonces llegaron los griegos ycon ellos, con sus ideas impías y revolucionarias, todo empezó acambiar.

Vete leyendo…«—¿Cuál es la ley de la Selva? —preguntó Bagheera—. Pega

primero y avisa después. Hasta por tu propio descuido conocen queeres un hombre. Pero sé prudente. Me da el corazón que en cuanto

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a Akela se le escape el primer gamo sobre el cual se arroje (y cadadía va haciéndosele más difícil apoderarse de los gamos quepersigue), la manada se pondrá en contra de él y de ti. Se celebraráun consejo de la Selva en la Peña y entonces… y entonces…» (R.Kipling, El libro de las tierras vírgenes).

«En mi opinión, lo más destacado en la evolución de losestados prístinos es que tuvo lugar como consecuencia de unproceso inconsciente; los participantes de esta enormetransformación parecen no haber sabido lo que estaban creando.Mediante cambios imperceptibles en el equilibrio redistributivo deuna generación a la siguiente, la especie humana se comprometiócon una forma de vida social en la cual la mayoría se degradaba ennombre de la exaltación de la minoría» (M. Harris, Caníbales yreyes).

«El príncipe se arroga el derecho a la eternidad: reina primerocomo un dios y luego por sí mismo, por la fuerza. Sólo él acumulaobjetos para servir a su eternidad. Sólo él deja huella mediante unatumba: el individuo nace en el príncipe» (J. Attali, Milenio).

«De los esfuerzos de unos cuantos por apartar de sí la muerteha surgido la monstruosa estructura del poder. Para que un soloindividuo siguiera viviendo, se exigieron infinidad de muertes. Laconfusión que de ello surgió se llama Historia. Aquí es dondedebería empezar la verdadera ilustración, que establece las basesdel derecho de todo individuo a seguir viviendo» (E. Canetti, Laprovincia del hombre).

«El gobierno en su origen tiene siempre que luchar contra elorgullo del absolutismo en el alma primitiva. El impetuoso pirata, eljugador desenfrenado, el libertino y el bribón inteligente siguensiendo héroes populares. Algo suprimido en el yo de cada cualquiere desempeñar estos papeles. La misma profunda rebelióncontra el control reaparece en todos los niños caprichosos y entodas las ideas caprichosas. Los herejes se sienten en presencia dela ortodoxia y cada ortodoxia se siente en presencia de las otras.Todos suelen preferir el martirio a la reforma» (G. Santayana,Dominios y poderes).

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CAPÍTULO CUARTO

LA GRAN INVENCIÓN GRIEGA¿Recuerdas el canto segundo de la Iliada? Aquiles, el más

temible de los guerreros griegos, se enfada con Agamenón yabandona el combate: ¡largo combate, porque los griegos llevan yadiez años sitiando la bien amurallada ciudad de Troya! Los diversosjefes de las tropas aqueas se reúnen para discutir lo que debenhacer en la nueva situación que se les presenta: ¿abandonar elasedio y volver a casa? ¿Atacar a tumba abierta, aun sin contar conla ayuda del enojado Aquiles? Cada una de las posturas tienepartidarios y detractores. También entre los guerreros de la tropa seoyen voces discrepantes, quizá incluso hay conatos de rebelión,como el encabezado por Tersites, un simple hombre del pueblo queya está harto de los abusos y caprichos del rey Agamenón. Tersiteses partidario de volver a Grecia y dejar en el campo de batalla alorgulloso Agamenón, solo con todo su botín a las puertas de Troya:¡a ver cómo se las arregla sin ayuda, él que se considera tansuperior a todos los demás! Pero Ulises interviene y le hace callarsin contemplaciones, a Tersites y a todos los restantes hombres delpueblo que intentan meter baza en el debate de los reyes. ¡A callar,que no todo el mundo puede ser rey! Los que han nacido paraobedecer no deben entrometerse en las deliberaciones de los quenacieron para mandar. Y el pobre Tersites (Homero insiste mucho enque era muy feo y medio jorobado, para que sea más evidente aúnsu atrevimiento al intentar dar lecciones a los más hermosos yfuertes de los príncipes) termina llorando en un rincón, con unenorme chichón producido por el porrazo que el rey Ulises le haatizado con su cetro…

Supongo que si te digo que en esta escena de la Iliada lo queen el fondo está contando Homero son los albores de la democraciapensarás que te estoy tomando el pelo. Y sin embargo me pareceque es de eso precisamente de lo que se trata. Los reyes ypríncipes de cada uno de los pueblos griegos aliados contra Troyahabían llegado al trono por los caminos habituales de los que hemos

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hablado en el capítulo anterior: destacaban por su fuerza o por suastucia y provenían de familias a las que por derecho de sangre (¡sies que los espermatozoides pueden dar «derecho» a algo enpolítica!) correspondía el mando. Cuando se encontraronembarcados en la guerra contra Troya, cada cual se sintió igual alos demás héroes aunque aceptaron como jefe a Agamenón, tantopor razones militares como porque la expedición se habíaconvocado para recuperar a su cuñada Helena, esposa poco fiablede su hermano Menelao. Pero en cuanto Agamenón se extralimitóen sus privilegios de jefe ocasional y ofendió a uno de sus iguales,al héroe Aquiles, se montó un pollo de mucho cuidado. Cuando losjefes aqueos se pusieron a discutir, nadie dudaba que a fin decuentas se haría lo que decidiera la mayoría; y que si la mayoríadecidía quedarse pero algunos preferían irse, nadie se lo iba aimpedir. El sibilino Ulises abogó porque se obedeciera a Agamenóncomo autoridad única, pero siempre por razones de utilidadcircunstancial, no porque creyese que el fiero atrida tenía algúnderecho genealógico o divino para imponerse como jefe. La opinión,sensata como casi siempre, de Ulises era que más valía obedecer auno sólo para enfrentar el peligro ante el que se hallaban que darmuestras de división y rencillas en las mismísimas narices delenemigo. De igual forma, Aquiles se había retirado del combatecuando se cabreó y nadie tenía autoridad suficiente para ordenarlevolver a la guerra (por favor, no vayas a creer que Aquiles era algoasí como un insumiso de aquellos tiempos, que ninguno fue menospacifista que él…).

En resumen, los jefes aqueos se consideraban iguales, sehablaban como iguales, discutían y decidían entre iguales (aunquealgunos fueran más influyentes o más respetados que otros, por lobien que argumentaban o por la mucha experiencia que tenían) y noadmitían un jefe supremo más que en tanto les convenía y sólomientras se comportase de modo aceptable. ¿Y los soldados de apie? ¿Y la gente del pueblo? Pues a ésos, ni caso: ¡ya ves lo que lepasó al pobre Tersites, ese protomártir de la libertad de expresión,por querer hacerse el gallito! Vaya gracia, me dirás: ¿de dónde mesaco yo que había algo de democracia en semejante abuso de los

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poderosos? Tu santa indignación (como la de quienes rechazan lademocracia de los atenienses porque tenían esclavos, tema del queluego hablaremos) demuestra lo arraigado que tenemos ya elprincipio de que todos los individuos deben tener por igual voz yvoto en las cuestiones de organización política, sea cual fuese suclase social, su familia, su sexo, etc… ¡Ah, pero eso que te parece ati tan evidente es una idea revolucionaria, nueva, verdaderamentesubversiva! Una idea a la que no se llegó de golpe sino a base desucesivos pasitos históricos, algunos separados entre sí por siglosenteros. Una idea a cuyas más radicales implicaciones a lo mejor nisiquiera hoy hemos llegado todavía… En este largo proceso, elprimer paso fue el más difícil, el que más mérito y audacia tuvo dar.Y también el que exigió cierta locura entre quienes se atrevieron adarlo. Afortunadamente, los griegos estaban un poco locos y de sugenial locura nos alimentamos todavía nosotros. Afortunadamente…

Vamos a ver. No hay nada de evidente en eso de que loshombres son iguales. Más bien todo lo contrario: ¡lo evidente es quelos hombres son radicalmente distintos unos de otros! Los haycobardes y débiles, fuertes y valientes, fuertes pero cobardes,débiles pero valientes, guapos, feos, altos, bajos, rápidos, lentos,listos, bobos… por no hablar de que unos son niños, otros adultos yotros viejos, o que unos son mujeres y los demás hombres. De lasdiferencias de raza, lengua, cultura, etc., no hablaremos por elmomento para no liar las cosas demasiado desde el principio. Loque quiero señalarte es que lo que salta a la vista no es la igualdadentre los hombres, sino su desigualdad o, mejor, sus diversasdesigualdades según el aspecto de su físico o de su conducta queprefiramos considerar. Las primeras organizaciones socialespartieron como es lógico de esas distinciones tan evidentes entreunos y otros. Las diferencias se aprovecharon en beneficio delgrupo: que el mejor cazador dirija la caza, que el más fuerte yvaliente organice el combate, que el de mayor experiencia aconsejecómo comportarse en tal o cual circunstancia, etc… Lo importanteera que el grupo funcionase del modo más eficaz posible. Másadelante, cuando los grupos se hicieron mayores y las diversasactividades dentro de ellos más complicadas, las desigualdades

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entre los hombres ya no dependieron solamente de las aptitudes delos individuos, sino también de su linaje familiar y de susposesiones. Los hombres se hicieron desiguales no sólo por lo queeran, sino también por lo que tenían. Y lo más importante: lasdesigualdades se hicieron hereditarias. Los hijos de los reyes fueronreyes, los hijos de ricos nacían también ya ricos y el que teníapadres esclavos no podía aspirar a nada mejor que a la esclavitud.Quedó establecido que unos venían al mundo para mandar y otrospara obedecer. Se promulgaron leyes: las hacían los que mandabanpara los que obedecían. Por tanto, no eran obligatorias para el quemandaba sino sólo para el que debía obedecer. La jerarquía socialse justificaba por mitos y creencias religiosas, administradas por lossacerdotes (como te dije antes, los reyes más listos se proclamarontambién sumos sacerdotes, para ahorrar trámites y no tenercompetencia en su mando).

En los grupos sociales pequeños y más primitivos solía ser lanaturaleza (que nos hace a unos fuertes y a otros débiles, a unoslentos y a otros rápidos, etc…) la que determinaba la jerarquíapolítica; en las sociedades mayores fue la teología la que sirvió parajustificar la existencia de castas diferentes entre los miembros delconjunto. La naturaleza, los dioses: ni con la una ni con los otros esfácil discutir, porque no suelen admitir objeciones. Los griegos, porsupuesto, se sometieron también en sus comienzos a este mismotipo de autoridades inapelables. También los griegos se dabancuenta, como cualquiera, de las enormes diferencias naturales oheredadas que se dan entre los hombres. Pero poco a poco se lesempezó a ocurrir una idea algo rara: los individuos se parecen entresí más allá de sus diferencias, porque todos hablan, todos puedenpensar sobre lo que quieren o lo que les conviene, todos soncapaces de inventar algo o de rechazar algo inventado por otro…explicando por qué lo inventan o por qué lo rechazan. Los griegossintieron pasión por lo humano, por sus capacidades, por su energíaconstructiva (¡y destructora!), por su astucia y sus virtudes… hastapor sus vicios. Otros pueblos se pasmaron ante los prodigios de lanaturaleza o cantaron la gloria misteriosa de los dioses; peroSófocles resumió la opinión de sus compatriotas al escribir en una

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de sus tragedias: «De todas las cosas dignas de admiración que hayen el mundo, ninguna es tan admirable como el hombre». Por ello,los griegos inventaron la polis, la comunidad ciudadana en cuyoespacio artificial, antropocéntrico, no gobierna la necesidad de lanaturaleza ni la voluntad enigmática de los dioses, sino la libertad delos hombres, es decir: su capacidad de razonar, de discutir, de elegiry de revocar dirigentes, de crear problemas y de plantearsoluciones. El nombre por el que ahora conocemos ese inventogriego, el más revolucionario políticamente hablando que nunca sehaya dado en la historia humana, es democracia.

La democracia griega estaba sometida al principio de isonomía:es decir, las mismas leyes regían para todos, pobres o ricos, debuena cuna o hijos de padres humildes, listos o tontos. Sobre todo,las leyes eran inventadas por los mismos que debían someterse aellas: había que tener cuidado en la asamblea con no aprobar leyesmalas, porque uno podría ser su primera víctima… Nadie estaba enla ciudad por encima de la ley y la ley (la misma ley) tenía que serobedecida por todos. Pero la ley no provenía de nada más elevadoque los hombres, no era la orden irrevocable dada por los dioses olos antepasados míticos, sino que la asamblea de los ciudadanos(todos ellos políticos, es decir administradores de su polis) era suorigen y por tanto podía modificarla o abolirla si a la mayoría leparecía conveniente. Tan en serio se tomaban los antiguosatenienses la igualdad política de los ciudadanos, y tan convencidosestaban de que su obediencia se debía sólo a las leyes y no apersonas, por «especiales» que fuesen (no aceptaban especialistasen mandar)… ¡que la mayoría de las magistraturas y otros cargospúblicos de la polis se decidían por sorteo! Como todos losciudadanos eran iguales, como ninguno podía negarse a cumplir susobligaciones políticas con la comunidad (todo el mundo participabaen las decisiones y podía llegar a ocupar puestos de autoridad, peroera obligatorio decidir y mandar llegado el caso), echar a suertes loscargos políticos parecía a los griegos la mejor de las soluciones.

¿Isonomía? ¿La misma ley para todos? ¿Igualdad política? Yate estoy oyendo protestar. ¡Cómo iba a ser verdadera esa igualdad,si tenían esclavos! En efecto, los esclavos no participaban en la vida

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política griega. Ni tampoco las mujeres (que, por cierto, tuvieron queesperar nada menos que veintiséis siglos, hasta ayer como quiendice, para tener plenos derechos políticos… salvo en los paísesislámicos, donde siguen esperando). Tienes razón en tu protesta,pero no olvides que desde aquella lejana Grecia han pasadomuchos cientos de años y se han revisado muchas creencias. Lospioneros atenienses nunca sostuvieron que todos los sereshumanos tienen derechos políticos iguales: lo que inventaron yestablecieron es que todos los ciudadanos atenienses teníanderechos políticos iguales. Y sabían que no todo el mundo eraciudadano ateniense: había que ser varón, de cierta edad, noesclavo, nacido en la polis, etc… Pero todos los que reunían esosrequisitos eran políticamente iguales. Te aseguro que el cambio dementalidad ya es bastante revolucionario para lo que entonceshabía en Persia, Egipto, China o en el México de los aztecas. Lo deque todos los seres humanos somos iguales (al menos ante Dios)vino más tarde, por influencia de los estoicos, epicúreos, cínicos,cristianos y otras sectas subversivas. Aun así, tuvieron que pasarcasi dos mil años para que se aboliera la esclavitud, para que lasmujeres pudiesen votar y ser elegidas para cargosgubernamentales, para que una asamblea mundial de nacionesaprobara una declaración universal de derechos humanos. Siaquellos viejos griegos no hubiesen dado el primer paso, el decisivo,probablemente ahora tú no te indignarías ante las desigualdadesque consintieron en su polis… ¡ni ante las que aún se dan entrenosotros, tanto tiempo después!

No pretendo idealizar la organización política ateniense nisugerir que aquello era el paraíso y que el infierno vino después. Alcontrario: la democracia nació entre conflictos y sirvió paraaumentarlos en lugar de resolverlos. Desde un comienzo se vio quecuanta más libertad, menos tranquilidad; que tomar una decisiónentre muchos es más complicado que dejar que la tome uno sólo yque no hay ninguna garantía de que el acierto sea mayor. En sumás remoto origen, el método democrático a la griega debió deparecerse bastante a reuniones de jefes heroicos como la quecuenta Hornero en la Iliada. Sólo los valientes (es decir, los que han

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probado que valen) eran reconocidos como iguales por la asambleade los mejores. Pero en ese distinguido grupo el poder ya no vienede los cielos ni de la sangre o la riqueza, sino que brota de ladecisión unánime del conjunto. En los reinos como el egipcio o elpersa, el sistema político es algo parecido a una pirámide: el faraóno el Gran Rey ocupan el vértice superior, debajo están los nobles,los sacerdotes, los guerreros, los grandes comerciantes, etc… hastallegar a la base, ocupada por el pueblo llano. El poder se irradiabadesde arriba hacia abajo, hasta llegar a los que recibían órdenes detodo el mundo y no podían dárselas a nadie, los cuales eranprecisamente la gran mayoría de la población. En cambio, el poderpolítico entre los griegos se parecía más bien a un círculo: en laasamblea todos se sentaban equidistantes de un centro en dondesimbólicamente estaba el poder decisorio. Es to mesón, decíanellos: o sea, en el medio. Cada cual podía tomar la palabra y opinar,sosteniendo mientras tanto una especie de cetro que indicaba suderecho a hablar sin ser interrumpido. En los otros reinos, lospiramidales, sólo el rey tenía cetro y poder decisorio; entre losgriegos, el cetro era rotatorio a lo largo de la asamblea circular y lasdecisiones se tomaban después de haber oído a todo el que teníaalgo que decir. Claro que ese círculo democrático debió de serbastante excluyente y aristocrático: ¡que se lo digan al plebeyoTersites, al que Ulises atizó con el cetro de la palabra en lugar deconcedérselo para que hablara! Pero después se fue haciendo másancho, hasta abarcar a la totalidad de los ciudadanos en la épocaclásica, más o menos hacia el siglo V antes de Cristo. Por fin losTersites de Atenas, es decir, los artesanos, agricultores,comerciantes, etc., pudieron hacer oír su voz y tuvieron voto junto alastuto Ulises o el feroz Agamenón.

No voy a ocultarte que desde el comienzo la invencióndemocrática tuvo serios adversarios, tanto en lo teórico como en lopráctico. La verdad es que la democracia se basa en una paradojaque resulta evidente a poco que se reflexione sobre el asunto: todosconocemos más personas ignorantes que sabias y más personasmalas que buenas… luego es lógico suponer que la decisión de lamayoría tendrá más de ignorancia y de maldad que de lo contrario.

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Los enemigos de la democracia insistieron desde el primer momentoen que fiarse de los muchos es fiarse de los peores. Los másgrandes filósofos de Atenas, como Sócrates y su discípulo Platón,señalaron con agudeza que la gente no suele tener más queconocimientos «de andar por casa», basados en observacionesapresuradas de lo cotidiano y en lo que oyen decir a los demás: sise les pregunta qué es la belleza señalan a una chica guapa o a unchico hermoso, pero no saben en qué consiste el concepto mismode belleza ni si la del alma es superior a la del cuerpo; lo mismoocurre si se les cuestiona sobre el coraje, la justicia o el placer.Ignoran qué es el bien y cada cual lo confunde con lo que le gusta ole conviene… ¿cómo van a ser capaces entonces de establecer loque es verdaderamente bueno para la ciudad? Las asambleaspopulares son un guirigay en el que cada cual sólo quiere hablar ysalirse con la suya sin escuchar a los otros. La mayoría de losasuntos importantes de la comunidad, como la economía o losproyectos militares, son difíciles de comprender para los profanos:¿cómo va a valer lo mismo la opinión del general y la del carpinterocuando lo que se esté discutiendo sea la estrategia para defendersedel enemigo? Además, la gente cambia de parecer cada dos portres: hoy aborrecen y se indignan contra la idea que les parecíaestupenda ayer. A la mayoría se la engaña con facilidad, cualquiersofista o demagogo que dice palabras bonitas es más escuchadoque la persona razonable que señala defectos o problemas. Y al queno se le engaña, se le compra, porque el vulgo no quiere más quedinero y diversiones. Etc., etc…

Supongo que muchas de estas objeciones antidemocráticas(todas, me atrevo a decir) te suenan a cosa sabida. Las oyes todoslos días formular contra el modesto régimen democrático en el quevives. No vayas a creer que son cosa de hoy, aunque quienes lasdicen ahora supongan que han hecho un gran descubrimiento. Enrealidad, son tan viejas como la democracia misma. Y con razón,porque la invención democrática es algo demasiado revolucionariopara que sea aceptado sin escándalo… ¡no ya en el siglo V antes deCristo, sino ni siquiera a finales del siglo XX! Lo natural es quemanden los más fuertes, los más listos, los más ricos, los de mejor

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familia, los que piensan más profundamente o han estudiado más,los más buenos, los más santos, los generosos, los que tienen ideasgeniales para salvar a los demás, los justos, los puros, los astutos,los… los que quieras, ¡pero no todos! Es verdad, que el poder seacosa de todos, que todos intervengan, hablen, voten, elijan, decidan,tengan ocasión de equivocarse, intenten engañar o permitan que lesengañen, protesten, metan baza… eso no es cosa natural, sino uninvento artificial, una apuesta desconcertante contra la naturaleza ylos dioses. Es decir: una obra de arte. Los griegos fueron grandesartistas: la democracia fue la obra maestra de su arte, la másarriesgada e inverosímil, la más discutida. El invento de que cadacual tiene derecho en la comunidad a que nadie viva por él, aacertar o engañarse por sí mismo, a ser responsable —aunque seaen una mínima parte— de los éxitos y los desastres que leconciernen. Este sistema no garantiza más aciertos que loshabituales cuando manda uno sólo o unos pocos; ni tampocomejores leyes, ni mayor honradez pública, ni siquiera másprosperidad. Lo único garantizado es que habrá más conflictos ymenos tranquilidad (suele decirse que «tranquilidad» viene detranca: los despotismos y las tiranías no dejan moverse ni a unamosca). Pero el griego prefería discutir con sus iguales quesometerse a los amos; prefería hacer disparates elegidos por él quedisfrutar de aciertos impuestos por otro; quería inventar las leyes desu ciudad y poder cambiarlas si no funcionaban bien, en vez desometerse a los mandamientos inapelables, fueran naturales odivinos. Eran raros y originales, aquellos griegos: pero muyvalientes.

El invento democrático, ese círculo en cuyo centro estaba elpoder, esa asamblea de voces y discusiones, tuvo comoconsecuencia que los ciudadanos —los sometidos a isonomía, a lamisma ley— se miraran unos a otros. Las sociedades democráticasson más transparentes que las otras, transparentes a veces hasta laindecencia: todos somos espectáculo unos para otros. Los reyesabsolutos de la antigüedad vivían en palacios inaccesibles en losque nadie podía entrar sin su permiso: sólo aparecían en públicorodeados de la mayor majestad, sobrehumanos, tiesos, y

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procuraban aparentar estar por encima de las pasiones ynecesidades físicas de cualquier hijo de vecino. Los vasallosagachaban la cerviz servilmente a su paso, sin atreverse a levantarla vista. En las sociedades tipo pirámide de las que te he hablado,cada grupo social no conocía el género de vida que llevaban lossuperiores y no se atrevía a juzgar sus virtudes y sus vicios por elmismo rasero que los de su misma clase. Entre los griegos, encambio, cada cual estaba pendiente de los demás: las habilidades ylos méritos no se le daban por supuestos a nadie, sino que teníanque mostrarse… y que demostrarse («demostrar», mostrar aldemos, a la gente, a los iguales). Las debilidades y los viciostambién eran cosa del dominio público. Por eso tuvo que ser enGrecia donde nacieron los dos espectáculos de masas democráticospor excelencia, inimaginables entre egipcios o persas: el deporte yel teatro.

La competición deportiva es un fruto directo del establecimientode la igualdad política. Hay dos razones para ello. En primer lugar,como las viejas legitimaciones jerárquicas debidas a la nobleza desangre, a la elección divina o a la posesión de riquezas habíanperdido su vigencia, se hizo preciso inventar otras fuentes dedistinción social. Lección importante, sobre la que luego volveremosal hablar de algunos sistemas totalitarios contemporáneos: en unasociedad los individuos pueden ser iguales (política y jurídicamente)pero nunca intercambiables; serán iguales pero no serán lo mismo.Cada grupo necesita tipos humanos que representen la excelencia,dignos de admiración, modelos que encarnen el ideal de vitalidaddel modo más pleno (¿recuerdas lo que antes dijimos sobre lassociedades como fábricas de inmortalidad comunal?). Los griegosadmiraban el cuerpo humano, su energía y su belleza: lascompeticiones deportivas sirvieron para establecer la distinciónentre los cuerpos y destacar la primacía de los mejores. Iguales sípero indistintos no… La segunda razón es que sólo los igualespueden competir entre ellos: si al faraón no se le puede mirar a lacara de tú a tú, menos aún se le podrá echar una carrera o un pulso;Nerón organizaba concursos de canto con lira sólo para darse eltonto gusto de recibir todos los premios… ¡como si pudieran los

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jueces atreverse a no dárselos! Tampoco con los dioses se puedecompetir porque lo normal es que ganen ellos y que además lecastiguen a uno por presuntuoso (al pobre sátiro Marsias, queintentó ganarle en un certamen musical al mismísimo Apolo, el diosle despellejó vivo). No, la pugna competitiva exige igualdad humana,reconocimiento mutuo, camaradería en la rivalidad. Ahora sepredica mucho (¡los curas y los aficionados a curas, ya sabes!)contra lo competitivo de nuestra sociedad. Se olvida que lacompetencia es un índice inequívoco de sociedad democrática, quelas sociedades no competitivas están constituidas por castasinfranqueables basadas en la sangre o la teología. Para competircon los otros hay que igualarse antes con ellos. Para competir conlos demás se necesita a los demás: nadie compite solo. Quienesbuscan a toda costa tiranizar o exterminar no son más competitivosque los otros: al contrario, lo que quieren es acabar de competircuanto antes…

El teatro fue el otro trascendental corolario que tuvo lademocracia griega. En otras culturas había rituales y ceremoniasreligiosas que incluían ciertas formas de representación simbólica,pero fue en Grecia donde por primera vez los hombres convirtieronen espectáculo las pasiones y emociones puramente humanas…aunque los dioses intervinieran de vez en cuando en los conflictos.En cada sesión teatral, los griegos asistían a tragedias y comedias,es decir, a los aspectos humorísticos de los afanes individuales y altremendo drama de sus conflictos. Como te digo, se miraban unos aotros y veían sus diferencias dentro de la igualdad política: ¡graciasa que se trataban como iguales se dieron cuenta de lo diferentesque son unos individuos de otros! Los hay ridículos por sufanfarronería, su codicia, su petulancia; otros son astutos ymentirosos; algunos (y algunas) no piensan más que en follar consus vecinos (o vecinas), recurriendo a todo tipo de estratagemas;hay comerciantes estafadores, hijos gamberros, padresautoritarios… No creas que aquellos atenienses tenían una opiniónsublime unos de otros: se miraban, se veían los defectos o losexageraban, se reían unos de otros. Como colegas, ya te digo. En latragedia, representaban a aquellas personas poseídas por una

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pasión tan absoluta que les hacía olvidarse de todo lo demás… y detodos los demás. Personajes que tienen razón, pero sólo parte de larazón (siempre hay otras razones en la democracia, las de losotros), aunque ellos creen tenerla toda. El coro trágico (querepresenta al pueblo, a los demás, la voz de los otros) procura queel héroe trágico se modere, que escuche recomendaciones, quepacte y que transija, que no se deje llevar por su pasión hasta elfinal. Cuando no lo logra, la tragedia acaba en desastre (pero notodas las tragedias acaban «mal»: recuerda la Orestia), porquealguien absolutiza su pasión hasta más allá de lo humano, como sino fuera igual a los demás y por tanto no debiera tener en cuentaotros deseos y opiniones que los propios. Reírse del prójimo ytemblar ante los excesos de los que somos capaces es reírse deuno mismo y temblar ante uno mismo. El teatro nació como uninstrumento de reflexión democrática sobre el individuo que, másallá de los dioses y de la naturaleza, tiene que ser capaz degobernarse a sí mismo. Lo cual nos lleva, como ya supongo queestarás deseando, a tomarnos un respiro y pasar al próximocapítulo.

Vete leyendo…«Cuando encontraba a un hombre del pueblo gritando, Ulises le

daba con el cetro y le increpaba de esta manera: “¡Desdichado!Estáte quieto y escucha a los que te aventajan en bravura; tú, débile inepto para la guerra, no eres estimado ni en el combate ni en elconsejo. Aquí no todos los aqueos podemos ser reyes; ni es un bienla soberanía de muchos; uno sólo sea príncipe; uno sólo rey: aquela quien el hijo del artero Cronos ha dado cetro y leyes para quereine sobre nosotros”» (Homero, Iliada).

«Muchas son las cosas asombrosas pero nada más asombrosoque el hombre. […] Posee el habla y el pensamiento rápido como elviento y todas las restantes mañas con las que se puede organizaruna ciudad. […] Penetrante hasta más allá de lo quecaprichosamente podríamos soñar es su fértil habilidad, sea para elbien o sea para el mal. Cuando honra las leyes de su país ymantiene la justicia que ha jurado ante los dioses respetar, se

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yergue orgullosamente en la ciudad; pero no tiene ciudad quien,atolondradamente, se enfanga en el delito» (Sófocles, Antígona).

«La polis se diferenciaba de la familia en que aquélla sóloconocía “iguales”, mientras que la segunda era el centro de la másestricta desigualdad. Ser libre significaba no estar sometido a lanecesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobrenadie, es decir, no gobernar ni ser gobernado. Así pues, dentro de laesfera doméstica, la libertad no existía, ya que al cabeza de familiasólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad deabandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eraniguales. Ni que decir tiene que esta igualdad tiene muy poco encomún con nuestro concepto de igualdad: significaba vivir y tratarsólo entre pares, lo que presuponía la existencia de “desiguales”que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la poblaciónen una ciudad-estado. Por lo tanto, la igualdad, lejos de estarrelacionada con la justicia, como en los tiempos modernos, era laesencia de la propia libertad: ser libre era serlo de la desigualdadpresente en la gobernación y moverse en una esfera en la que noexistían gobernantes ni gobernados» (H. Arendt, La condiciónhumana).

«El concepto griego de libertad no se extendía más allá de lacomunidad misma: la libertad para sus propios miembros noimplicaba ni la libertad legal (civil) para los otros residentes en lacomunidad, ni la libertad política para los miembros de otrascomunidades sobre las cuales se tenía poder» (M. I. Finley,Democracia antigua y democracia moderna).

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CAPÍTULO QUINTO

TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOSDespués de ese ya remoto invento griego, las formas políticas

siguieron evolucionando y transformándose en Europa. Losromanos aportaron el derecho, sin duda la más importantemodificación de la comunidad humana desde el chispazodemocrático e igualitario en Grecia: unas reglas de juego comunesprecisas y públicamente divulgadas que regulasen con detalle (aveces con demasiado detalle) los intereses de los individuos, susconflictos, lo que podían esperar de la comunidad y lo que lacomunidad podía esperar de ellos. La vocación imperial de losromanos tuvo otro efecto importante: al conquistar a los distintospueblos y someterlos bajo la misma ley se hizo patente que losindividuos pueden ser políticamente iguales (y por tanto, ¿por quéno?, humanamente iguales) más allá de las fronteras que losseparan y aunque pertenezcan a etnias diferentes. Observa otraparadoja, de las que a lo largo de la historia han ido construyendonuestra paradójica forma de convivir: los griegos fueron muydirectamente democráticos e igualitarios, pero sólo entre ellos,dentro de su polis: es decir, eran libres e iguales porque eranatenienses o espartanos; en cambio, los romanos, imperialistas ydepredadores, contribuyeron con la extensión de sus conquistas aque los derechos políticos se hicieran universales y cualquieradentro del imperio (que entonces era como decir dentro del mundoconocido) pudiera disfrutar de ellos. Cualquiera podía ser ciudadanode Roma, luego algo en común había que reconocerles ya a todoslos hombres, nazcan donde nazcan. La filosofía estoica y más tardela religión cristiana se encargaron de sacar importantesconclusiones humanizadoras de lo que en principio no fue más queafán de dominio.

No pretendo (entre otras cosas porque probablemente nosabría) hacerte ahora un repaso de la evolución histórica de lasformas políticas, a través de feudalismos, monarquías absolutas,origen de los parlamentos, revoluciones, etc… A mi juicio, todo ese

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largo proceso, lleno de acontecimientos emocionantes y crueles, dehazañas de noble inteligencia y de fechorías brutales, ha idoconsolidando cada vez más a los dos grandes protagonistas deltorneo político moderno: el individuo y el Estado. Hablo en singular,aunque ni que decir tiene que el individuo son siempre los individuosy que no hay Estado sino Estados. Tampoco vayas a creerte quetales protagonistas se oponen de modo frontal y excluyente: másbien son una pareja amorosa, que se abraza estrechamente (hastael punto que uno no sabe de quién es esta pierna o aquel brazo) yque se penetran, a veces con placentero consentimiento y a vecescon dolorosa violación. O sea que cada individuo lleva mucho delEstado dentro de sí (ni siquiera podría concebirse su personalidadpolítica si no hubiese Estado ante el que reivindicarla) y el Estado,por su parte, no es una especie de entidad sobrehumana caída delcielo (o brotada del infierno) sino que está formado por individuos yno tiene otro poder que el recibido de múltiples decisionesindividuales. Sin embargo, lo habitual es que cada una de las parteshable de la otra como su peor enemiga y le achaque todos los malesde la sociedad: el individuo se queja de la opresión y de laarbitrariedad del Estado, mientras que el Estado atribuye a ladesobediencia y el egoísmo de los individuos todos los desastrespolíticos.

¿Qué significan, entonces, estos dos personajes contrapuestos,aparentemente enemigos irreductibles pero en realidad cómplicessecretos? En primer lugar, son el resultado del proceso históricomodernizador de las comunidades humanas. Las primerasagrupaciones sociales, como ya te he contado, tenían susfundamentos operativos muy próximos a la naturaleza: su modeloera el de las relaciones familiares entre padres e hijos, la jefaturavenía impuesta por la fuerza física, solía transmitirsegenealógicamente, etc… Además, el grupo —el clan, la tribu, elpueblo, como quieras llamarle— era lo único que verdaderamenteimportaba y los miembros no tenían peso propio sino integrados enel conjunto: una vez rota su filiación o su contacto con el todo delque formaban parte, se perdían… Después aparecieron sociedadesen las que un solo individuo o unos pocos adquirían enorme

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relevancia, sea como reyes de condición casi divina o comosacerdotes capaces de interpretar la voluntad inapelable de losdioses: fue entonces el grupo el que se identificó sumisamente conellos, en lugar de ser ellos los que se identificaban por supertenencia al grupo. Y luego los griegos hicieron el invento del quehemos hablado en el capítulo anterior. Cada uno de esos pasos quete esbozo con simplificación casi caricaturesca apuntan en la mismadirección: cada vez menos naturaleza y más artificio. Lassociedades reposan cada vez menos en los dictados elementales dela fatalidad, la necesidad física, las vinculaciones de sangre o losdesignios impenetrables de la divinidad (que son indiscutibles yescapan al control humano, tal como las leyes de la naturaleza); encambio, se van haciendo más deliberadas, dependen más de lo quelos hombres quieren y acuerdan entre sí, conceden más importanciaa las actividades simbólicas entre los individuos (comercio, prestigio,originalidad, etc…) que a la interacción con la naturaleza, y sesometen a la justificación racional (que cualquiera puede entender ydiscutir). De la asociación humana seminaturalista (¡jamás del todo,como las colmenas o los hormigueros!) vamos a la sociedad comoobra de arte, como invento descarado de la voluntad y el ingeniohumanos.

Las antiguas estructuras sociales limitaban bastante lasiniciativas individuales, pero en cambio gozaban de la solidezunánime de lo que no se pone en cuestión: todos somos uno. Lamodernización concede cada vez más importancia a lo que piensa,opina y reclama cada individuo, pero debilitando inevitablemente launanimidad comunitaria: cada cual sigue siendo uno dentro del todo.Antes, la jerarquía social venía dictada por la naturaleza o por losdioses, en cualquier caso se resistía mucho a las transformacionesradicales (¡aunque las sufría, desde luego!); más tarde, ahora, lasinstituciones son vistas como inventos humanos y lo que loshombres han creado pueden sin duda cambiarlo, de modo que latentación de transformar siempre está presente. La pregunta, ayer,era: ¿por qué cambiar alguna vez algo?; la de hoy es más bien:¿por qué no cambiarlo a cada momento todo? Y por tanto se fortificala contraposición individuo/Estado. El individuo (o sea, cada ser

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humano concreto, único, irrepetible, distinto a sus vecinos) con suvoluntad, su apoyo, sus decisiones, etc., es el fundamento último dela legitimidad del Estado; y el Estado sin duda se apoya y se justificainvocando los acuerdos entre los individuos, pero a la vez procuradefenderse de la excesiva variabilidad de los caprichos de éstos ypretende mantener su forma contra las revocaciones constantes delo establecido. Siempre la polémica entre las razones para obedecery las razones para rebelarse, las razones para conservar y lasrazones para transformar revolucionariamente… ¿te acuerdas deque hace ya bastantes páginas empezamos por ahí?

Te debo una confesión: mea culpa. Simplifico y exagero amansalva. Pero te supongo lo suficientemente perspicaz como paraver por dónde voy y lo suficientemente malicioso como para nocreerme al pie de la letra del todo. Aunque hablo de «antes» y«ahora» es evidente que no todas las sociedades humanas hanseguido a la par y marcando el mismo paso este camino. Y que estecamino no es rectilíneo en ninguna parte, sino que tiene revueltas ymeandros, retrocediendo en ocasiones en lugar de avanzar.Evidentemente, el juego dialéctico entre individuo y Estado estásiempre a punto de desequilibrarse hacia uno de los dos polos: yambos tienen sus peligros. Cuando predomina excesivamente elindividuo, la armonía del conjunto social puede romperse, nadie sepreocupa de sostener lo que debe ser común a todos, los individuosmejor dotados se aprovechan de los más débiles y no reconocenninguna obligación de solidaridad hacia ellos, cada cual se sientesolo, acosado por la ferocidad y la codicia de los demás, sin unainstancia comunitaria a la que exponer sus quejas y de la querecabar protección. Pero cuando es el Estado el que se hinchademasiado, los individuos pierden su iniciativa y la capacidad desentirse responsables de sus propias vidas, las discrepancias de losque actúan o piensan de forma diferente a los demás no sontoleradas, cada cual se siente como una simple molécula que notiene importancia más que dentro del Gran Todo Común, laburocracia gubernamental se empeña en decidir hasta los máspequeños detalles del trabajo, el comercio, la salud, el arte, el sexo,las creencias, las diversiones, etc., y siempre hay una autoridad que

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sabe lo que es bueno para cada uno mejor que él mismo. Desdeluego, por uno y otro lado estos excesos pueden ser nefastos: aveces, para escapar de unos se da un gran bandazo y se cae en losmales opuestos. Supongo que ahora yo quedaría muy bien si tedijese que lo deseable es buscar un perfecto equilibrio entreindividuo y Estado, dando a cada cual lo suyo y no permitiendoabusos, y así todos contentos, amén. Pero ya te advertí al comienzoque no pienso ser neutral, de modo que me voy a mojar un poco ytomaré partido. A favor de… a favor del individuo, claro. ¡No medigas que no te lo suponías!

Parto del siguiente punto de vista: creo que el Estado es paralos individuos, no los individuos para el Estado. Me parece que losindividuos tienen unos valores específicos que el Estado puedeayudarles a conservar pero no sustituir con sus ordenanzas; sobretodo, sostengo que el individuo (la persona moral y política, el sujetocreador, las mujeres y hombres cotidianos, del más bajo al másencumbrado) constituyen la auténtica realidad humana, de la cualprovienen el Estado y las demás instituciones, pero no al revés. Estaactitud mía (puedes imaginarte que no la he patentado yo solito,pero daré la cara por ella como si así fuese) recibe un nombre quepara muchos es casi un insulto: individualismo. ¡Ah, qué bajo hecaído: en el primer libro, cuando te hablé de ética, hice un razonadoelogio del egoísmo y ahora tratando de política, voy a recomendarteel individualismo! ¡No cabe duda de que quien mal anda mal acaba!En fin, ya veremos. Para empezar a despejar equívocos, quedeclaro que no entiendo por «individualismo» la actitud «antisocial», nisiquiera «antipolítica». Lo que digo es que el individualismo es unaforma de comprender y colaborar con la sociedad, no la manía decreerse fuera de ella; y que es una forma de intervenir en la política,no el disparate de desentenderse de ella por completo. Aún más: esel desarrollo de la sociedad el que ha permitido y fortalecido lapostura individualista. ¿Que en su nombre se han cometido y secometen abusos? Pues ya queda dicho. Pero también algunas delas prácticas sociales más inhumanas, como la esclavitud, la torturay la pena de muerte (siempre aprobadas por los partidarios delpredominio de lo colectivo sobre los átomos individuales) han sido

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cuestionadas y abolidas allí donde los individualistas lograron decirla última palabra…

Los individuos tenemos dos maneras de formar parte de losgrupos sociales, que suelen darse por separado pero a veces sedan juntas. Podemos pertenecer al grupo y podemos participar enél. La pertenencia al grupo se caracteriza por una entrega delindividuo incondicional (o casi) a la colectividad, identificándose consus valores sin cuestionarlos, aceptando que se le defina por taladhesión: en una palabra, formando parte irremediablemente, parabien o para mal, de ese conjunto. Casi todos nosotros solemos«pertenecer» a nuestras familias y sentirnos parte obligada de ellassin demasiado juicio crítico, porque nos lo imponen las leyes delparentesco y los sentimientos espontáneos de proximidad; perotambién a veces «pertenecemos» así a un club de fútbol, porejemplo, y lo de menos es que el equipo vaya ganando o perdiendola liga: son los «nuestros» y basta… estamos dispuestos a justificarhasta el más injusto de los penaltis que pueda beneficiarles. Laparticipación, en cambio, es algo mucho más deliberado yvoluntario: el individuo participa en un grupo porque quiere ymientras quiere, no se siente obligado a la lealtad y conserva lasuficiente distancia crítica como para decidir si le conviene o noseguir en ese colectivo. Así es corriente que «participemos» en unclub filatélico mientras nos interese la filatelia o que vayamos a unadeterminada academia a aprender inglés en tanto no nosconvenzamos de que lo enseñan deficientemente y que las haymejores. En la pertenencia a un grupo lo que cuenta es ser delgrupo, sentirse arropado e identificado con él; en la participación loimportante son los objetivos que pretendemos lograr por medio de laincorporación al grupo: si no los conseguimos, lo dejamos.

Todos los individuos tenemos necesidad de sentir quepertenecemos a algo, que somos incondicionales de algo, sea unacorporación muy importante o algo trivial. Eso nos da seguridad, nosestabiliza, nos define ante nosotros mismos, nos brinda algunareferencia firme en la que confiar, aunque tal pertenencia a menudonos haga sufrir o nos imponga sacrificios. Es importante de vez encuando sentirse en casa, saber que está uno rodeado de personas

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con las que comparte sentimientos y vivencias que ninguno pone endiscusión. Cuando aquello a lo que pertenecemos se hunde,sufrimos una sacudida íntima de la que no es fácil recuperarse. Poreso las rupturas familiares o los desengaños amorosos son tanespecialmente crueles; y por eso se angustiaba tanto aquel alcaldefranquista que, cuando murió el dictador y en España se produjerontan acelerados cambios políticos, confesaba estremecido a unamigo: «¡Fíjate cómo estarán las cosas que yo ya no sé si soy delos nuestros!». Pero también es importante para el individuo sentirseparticipando voluntaria y críticamente en diversos colectivos: de esemodo conserva su propia personalidad y no deja que el conjunto sela imponga, elige sus fines, se siente capaz de transformarse y derebelarse contra las fatalidades, comprende que a veces es mejor«traicionar» a los otros que seguir a los otros ciegamente y«traicionarse» a sí mismo. Cuando somos niños o muy jóvenes(pero también cuando la vejez nos va quitando fuerzas yconcediendo resignación) preferimos pertenecer sin cuestionar aparticipar críticamente; la madurez, en cambio, consiste en cambiarmuchas de nuestras pertenencias incondicionales porparticipaciones vigiladas y aun escépticas. Siendo imprescindiblespor tanto ciertas pertenencias como ciertas participaciones, hay quereconocer que cada uno de estos dos estilos de integrarse en losgrupos presenta sus problemas. Los abusos de la pertenenciadesembocan en el fanatismo y la exclusión, los de la participaciónmal entendida llevan al desinterés y a la insolidaridad. Me propongocerrar este capítulo previniéndote a mi modo contra estos diferentespeligros.

Lo malo de la pertenencia incondicional a una comunidad esque el afán de sentirse unido a los demás haga aparecer como«naturales» los vínculos políticos (siempre convencionales y portanto revocables) que nos unen a los otros. O sea: es natural (derivade nuestra condición de seres hablantes y pensantes) que loshombres vivamos en sociedad; pero la forma concreta de esasociedad, sus leyes, sus fronteras, etc., nunca es natural. Siemprees una obra de arte y convención humana. Los grupos humanosmás primitivos suelen atribuirse a sí mismos nombres que equivalen

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a «los Hombres» o «la Gente». Dan así por sentado que losmiembros de la tribu son los únicos verdaderamente humanos, quepor tanto su asociación no es fruto de azares y pactos dictados porlas circunstancias sino una consecuencia directa del Ordeninamovible del universo: entre los «verdaderos» hombres ya no haymodos y modas aleatorios, mejorables o desechables, sino que todoes de una vez por todas como debe ser. Esta mentalidad no es tanlejana a la que podemos tener en grupos históricamente másevolucionados. También los países modernos (a pesar de serbastante respetuosos con el progreso, las revoluciones, losdescubrimientos científicos, etc…) suelen creer que sus fronteras,su forma de vida, sus prejuicios y sus instituciones son algo casi«sagrado», la expresión de lo que la esencia humana (o por lomenos la esencia de los «nuestros» que forman parte del grupo, losmás humanos de los humanos) verdaderamente representa comosu más alto cumplimiento. Aceptar que hay muchas maneras de serhombre —y todas igual de «humanas» unas que otras— es cosadifícil, por lo visto. Lo cual no quiere decir que no haya razones parapreferir unas formas de vida en común a otras: soy de los queconsideran decididamente que es mejor la afición al jamón serranoque a la carne humana… pero mi elección no se funda en lo que lassociedades son actualmente ni mucho menos en lo que han sido(¡en el pasado los caníbales ganan por aplastante mayoría!) sino encierta idea, racionalmente justificada, de lo que sería excelente quellegasen a ser.

Lo malo de la pertenencia fanática a una comunidad sin másargumento que la de ser «la nuestra», que «los de aquí somos así»,es que se olvida cómo han llegado los hombres de cada grupo aadquirir su forma de vida en común. En cada caso se han intentadosolucionar ciertos problemas concretos, no diferenciarse a todacosta de los vecinos ni expresar una «identidad» propia. A vecesciertas soluciones son peores que otras y es aconsejable cambiarlascuando se conocen las mejores: los grupos humanos han idoinfluenciándose y educándose unos a otros, ninguno ha desarrolladola «pureza» de su esencia sin contagio con quienes les rodean. Lanumeración romana, por ejemplo, fue un rasgo enormemente

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característico de la identidad cultural latina pero sin duda lanumeración árabe es mucho más eficaz y práctica: hubiera sidoabsurdo conservar la primera porque es «la nuestra» en lugar deadoptar la otra… ¡que por cierto hoy es tan «nuestra» ya como lofue la primera y con evidentemente mejores resultados! Lo mismopodríamos decir de muchas otras cosas, no sólo técnicas ydescubrimientos científicos, sino también usos morales einstituciones políticas: la democracia inventada por los griegos, elrechazo del canibalismo, la abolición de la esclavitud o de la torturao de la pena de muerte, el voto de las mujeres y su equiparaciónlaboral con los hombres, etc… Se puede ser humano (naturalmentehumano) de muchas maneras, pero lo más humano de todo esdesarrollar la razón, inventar nuevas y mejores soluciones paraviejos problemas, adoptar las respuestas prácticas más eficacesinventadas por los vecinos, no encerrarse obstinadamente en «loque siempre ha sido así» y en lo que nuestro grupo consideró como«perfecto y natural» hasta ayer. La gracia no está en emperrarnosen ser lo que somos sino en ser capaces, gracias a nuestros propiosesfuerzos y a los de los demás, de llegar a mejorar lo que somos.

A fin de cuentas, lo que importa no es nuestra pertenencia a talnación, tal cultura, tal contexto social o ideológico (porque todo eso,por muy influyente que sea en nuestra vida, no es más que unconjunto de casualidades), sino nuestra pertenencia a la especiehumana, que compartimos necesariamente con los hombres detodas las naciones, culturas y estratos sociales. De ahí proviene laidea de unos derechos humanos, una serie de reglas universalespara tratarnos los hombres unos a otros, cualquiera que sea nuestraposición histórica accidental. Los derechos humanos son unaapuesta por lo que los hombres (no me refiero a los varonessolamente, claro, sino a todas las personas, hembras y varones)tenemos de fundamental en común, por mucho que sea lo quecasualmente nos separa. Defender los derechos humanosuniversales supone admitir que los hombres nos reconocemosderechos iguales entre nosotros, a pesar de las diferencias entre losgrupos a los que pertenecemos: supone admitir, por tanto, que esmás importante ser individuo humano que pertenecer a tal o cual

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raza, nación o cultura. De ahí que sólo los individuos humanospuedan ser sujetos de tales derechos. En cuanto se reclaman esosderechos para grupos especiales o cualquier otra abstracción (sean«pueblos», «clases», «religiones», «lenguas», por no hablar de «losno nacidos», «los mares», «las montañas» o diversos tipos deanimales) se está pervirtiendo su sentido, aunque sea con la mejorde las intenciones. Por ponerte un par de ejemplos: un individuotiene el derecho humano a manejar su lengua, pero una lengua notiene el derecho de buscarse hablantes forzosos que la perpetúen;los individuos humanos tenemos derecho a querer conservar nocontaminada el agua que bebemos, pero el agua no tiene el derechode exigir no ser contaminada, etc…

Hay fanatismos de pertenencia especialmente odiosos, porqueinstauran jerarquías entre los seres humanos o quieren hacer vivir alos hombres en compartimientos estancos, separados conalambradas unos de otros, como si no perteneciésemos a la mismaespecie. El racismo es sin duda la peor de estas abominacionescolectivas. Establece que el color de la piel, la forma de la nariz ocualquier otro rasgo caprichoso determinan que una persona debatener tales o cuales rasgos de carácter, morales o intelectuales.Desde el punto de vista científico, todas las doctrinas raciales sonmeras fantasías arbitrarias. Durante cientos de miles de años laespecie humana no conoció ninguna variedad racial significativa; losantropólogos creen que hace unos sesenta mil años se debieron darlas primeras diversificaciones genéticas (por razones de adaptaciónclimática o geográfica), pero probablemente todavía hace diez milaños los actuales negros y blancos compartíamos los mismosantepasados morenos. Además, los racistas clasifican a la gentesegún la pigmentación de la piel, por ejemplo, pero pasan por altootros rasgos genéticamente más relevantes y que se distribuyen deforma diferente: por ejemplo, los grupos sanguíneos (A, B y 0). Algrupo B pertenecen el ochenta por ciento de los escoceses blancos,los habitantes negros de África central y los aborígenes australianosde piel morena. El tipo A se da por igual entre africanos, hindúes ychinos. ¿Por qué no decir entonces que los escoceses y loscentroafricanos son de la misma raza? ¿O que hay una raza

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formada por chinos, hindúes y africanos? ¿Es más importante elcolor de la piel, porque se ve a simple vista, que nuestro gruposanguíneo? Cuando nos van a hacer una transfusión, suele ser másprudente verificar el grupo sanguíneo del donante que su color depiel, la forma de sus ojos o de su nariz… Por supuesto, nada deesto tiene que ver con la aptitud moral de los hombres ni con suderecho a ser tratados igualitariamente como ciudadanos. Losdistintos niveles de educación y las tradiciones culturales influyensin duda en la forma de ser de las personas, pero no su raza. Lomás siniestro del racismo es que no permite ninguna reconciliacióncon el «otro», con el «diferente»: en efecto, uno puede educarsemejor, cambiar sus costumbres, sus ideas, su religión… pero nadiepuede modificar su patrimonio genético. Por eso las contiendasideológicas o religiosas pueden arreglarse alguna vez, mientras queno hay reconciliación posible para el estúpido odio racial. ¿Hayalgún tipo de hombre inferior a los demás? Racialmente, no; peroética y políticamente es inferior a los otros el que cree en laexistencia racial de seres humanos inferiores…

En la mayoría de los casos, la gente no es racista (en el sentidoseudocientífico de este término) sino xenófoba: detesta a losextranjeros, a los diferentes, a los que hablan otra lengua o secomportan de manera distinta. Los detestan porque se sientenincómodos ante ellos: como no están muy seguros de su propiacordura, los fanáticos quieren que todos a su alrededor piensen yvivan como ellos, para sentirse acogedoramente confirmados…Además, el rechazo de los extraños (racial o culturalmente) es unabuena coartada para justificar los abusos que cometemos contraellos y la marginación que sufren. Los extranjeros que más nosmolestan, a los que consideramos inferiores, peligrosos, etc., sontambién los más pobres; en cambio, los turistas que llegan con buendinero en los bolsillos son aceptados sin racismo ni xenofobia yhasta rodeados de cierta envidiosa admiración. Los xenófobossiempre dicen que ellos no tienen nada contra los «otros» pero«deben reconocer» que padecen tales o cuales defectos,«objetivamente» considerados. Se inventan así las habitualescalumnias (o los elogios de supuestas virtudes generalizadas) sobre

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los grupos humanos: los judíos son «usureros» pero «muy astutos»,los negros y los andaluces son «perezosos», los norteamericanosson «infantiles», los árabes «traicioneros», etc… En el fondo, estasvaguedades no hacen más que convertir rasgos de carácter o viciosque se dan en los individuos de cualquier grupo humano endefinitorios de un colectivo en particular, como si cada uno denosotros no tuviese personalidad propia sino que la recibiésemosimpuesta de la colectividad a la que pertenecemos. Además, talescaracterizaciones (denigratorias o elogiosas, tan falsas son las unascomo las otras) cambian de época en época, ya que no son sinoapresuradas generalizaciones sobre la forma de vida de unasociedad en un momento histórico dado. Por ejemplo, a finales delsiglo XVII los ingleses, que habían decapitado a su rey y reforzadoel parlamento, tenían fama de revoltosos y levantiscos, mientras quelos franceses —bajo el absolutismo del Rey Sol— pasaban por elpueblo más sumiso y ordenado de Europa: cien años más tarde,tras el enciclopedismo subversivo y la revolución francesa, lossupuestos «caracteres nacionales» habían invertido sus papeles…

Un poco más cautelosa en sus expresiones que el racismo puroy duro, a lo nazi, la xenofobia no predica el exterminio de losextraños ni su inferioridad intrínseca: «lo único que queremos esque se vuelvan a su casa; los de aquí somos de otra forma». Se dapor supuesto así que los países tienen una forma de serhomogénea, eterna, que debe ser preservada de cualquier contagioforáneo. La realidad es muy distinta: todos los países han surgido demezclas y acomodos entre grupos diversos; en los lugares y lasépocas de mayor mestizaje étnico o cultural (la Jonia del siglo VIa.C., la Toledo de Alfonso X en la que convivían judíos, moros ycristianos, la Norteamérica de finales del siglo pasado y comienzosdel nuestro a la que acudieron inmigrantes de todas partes delmundo, la Viena de 1900, etc…) se han dado los momentos máscreadores de la civilización humana. Los grupos «puros», las razas«puras», las naciones «puras» no producen más que aburrimiento…o crímenes.

La forma más común pero no menos peligrosa de estasperversiones del afán de pertenecer a «los nuestros» es el

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nacionalismo. En su origen fue una ideología sustentadora de losEstados modernos, que permitía a los ciudadanos que ya noestaban dispuestos a identificarse con un rey de derecho divino nicon una nobleza de sangre conseguir un nuevo ideal colectivo: laNación, la Patria, el Pueblo. Aprovechaba el lógico apego que cadacual tiene a los lugares y las costumbres que le son más familiares,así como el interés común que todos tenemos en que las cosas levayan lo mejor posible al grupo al que pertenecemos (y cuyosbeneficios o desastres debemos compartir). Pero en el siglo XX losnacionalismos se han convertido en una especie de místicabelicosa, que ha justificado tremendas guerras internacionales ydiscordias civiles atroces. A fin de cuentas, los nacionalistas siemprese definen contra alguien, contra otro país o grupo dentro del propioEstado al que culpan de todas sus insuficiencias y problemas. Elnacionalismo necesita sentirse amenazado por enemigos exteriorespara funcionar: si no hubiera más que una sola nación, sernacionalista no tendría ninguna gracia y muy poco sentido. Ladoctrina nacionalista pretende que el Estado es la consagracióninstitucional de una realidad «espiritual» anterior y más sublime, laNación. Los Estados deberían ser así algo «natural», que respondea una unidad previa de lengua, cultura, forma de comportarse o depensar, a un «pueblo» en fin ya constituido antes del nacimiento dedicho Estado. En realidad todos los Estados existentes sonconvenciones brotadas de circunstancias históricas (a veces muyinjustas y crueles, otras indiferentes). Son los propios Estados losque han dado unidad práctica a grupos y comunidades diferentes,inventándoles luego un «alma» política. Los nacionalistas que yatienen Estado dicen que ese «alma» y su territorio geográfico son«sagrados», que no pueden ser discutidos ni tocados; los otrosnacionalistas, los que quieren alcanzar su propio Estado, dicen quesu propia «alma» popular no será respetada hasta conseguirestatalizarse. Pero ningún Estado puede tener fundamentos«naturales» en ninguna realidad previa: todos reúnen y apañancomo pueden lo diverso, todos son artificiales y discutibles. ¿Deberáser la lengua, por ejemplo, el fundamento «natural» del Estado? Enel mundo hay cerca de ocho mil lenguas y sólo unos doscientos

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Estados: ni multiplicándolos por diez lograríamos «estatalizarlas» atodas. De los fundamentos en razas o religiones, para qué te voy ahablar, ¡ya sabemos los horrores que trae intentar por la fuerza —yde otro modo no podría ser— la «limpieza étnica» de un Estado! Lamentalidad nacionalista no tiene otro proyecto político que promoverlo de «dentro» frente a las acechanzas de lo de «fuera» y establecera bombo y platillo que «somos algo aparte»: como verás, nada quetenga que ver con las auténticas cuestiones políticas acuciantes quese nos plantean a finales del siglo XX. Porque lo importante essaber si un Estado respeta los derechos humanos y la ciudadaníapolítica de todos los que en él viven, si es capaz de renunciar aparte de su soberanía para colaborar con otros países al afrontarretos mundiales, si ofrece protección razonable contra la miseria ycontra la violencia. El color de su bandera y su extensión en el mapageopolítico son lo de menos. Algunos Estados actuales quizápuedan ser reformados por cuestiones de pragmatismo político ytodos deberían tender a uniones supranacionales que haganimposibles los enfrentamientos entre países y resuelvan los grandesproblemas comunes de la humanidad. Por lo demás, el fanatismonacionalista no sirve más que para endiosar a los Estadospoderosos, destruir algunos más frágiles que armonizaban enprecario equilibrio a distintas etnias o para servir de trampolín apolíticos ambiciosos pertenecientes a minorías culturales pero sinverdaderos programas transformadores de la sociedad, los cualesesperan más de las supersticiones populares que de su capacidadde razonar.

Hasta aquí lo tocante a las perversiones del afán depertenencia al grupo que sentimos los individuos. Hablemos ahoraun poco (porque este capítulo se va haciendo casi interminable,como los culebrones de la tele) de las malas vibraciones quepueden estropear el deseo político de participar. Es obvio que sedan muchísimas diferencias entre la antigua democracia griega y lasdemocracias actuales, como ésta en la que vivimos tú y yo. Una delas más notables es que entre los griegos la participación políticaera obligatoria, mientras que en la actualidad es un derecho que seejerce si uno quiere y al que puede en ocasiones renunciarse.

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También el modo de participación es muy distinto, pues las ciudadesgriegas eran pequeñas y todos los ciudadanos podían intervenir enla toma de decisiones importantes, cada uno representándose a símismo; pero ahora en los Estados viven millones de personas, a lasque sólo se convoca de cuando en cuando para que elijan unosrepresentantes políticos que serán los que verdaderamentedeliberen y decidan lo que ha de hacerse en la administraciónpolítica cotidiana. El cambio de sistema conlleva evidentes ventajaspero también serios inconvenientes. Las ventajas quizá no lohubieran sido para un ateniense de la época clásica, pero lo sonpara nosotros, que tenemos una mentalidad y una forma de vidamuy distintas. La mayoría de los ciudadanos griegos trabajaban muypoco o nada (¡para eso estaban los esclavos!) por lo que disponíande bastantes horas al día para dedicarlas a las asambleas políticas;nosotros, en cambio, estamos mucho más ocupados en nuestrastareas profesionales y nos fastidiaría muchísimo tener además queestudiar y debatir cotidianamente los problemas de la gestiónestatal. Los griegos tenían en muy poco aprecio la «vida privada» ydejaban las cuestiones domésticas, familiares, a cargo de lasmujeres, cuya categoría en la polis era decididamente secundaria:para un griego lo único que contaba era lo realizado en público,compitiendo y colaborando con los iguales, sea en discusionessobre temas políticos o jurídicos, sea en diversiones colectivas(tragedias, comedias, olimpíadas…), sea en el campo de batalla. Alos individuos actuales nos importa mucho más nuestra actividadprivada, las aficiones y placeres que no necesitamos compartir conlos demás, el cultivo de sentimientos amorosos y protectores en elmarco familiar, el asegurar un bienestar a nuestro estilo paranosotros y nuestros seres queridos, todo eso que llamamos nuestraintimidad, a lo que concedemos más importancia incluso que anuestra vida pública (¿no solemos decir que la verdadera vida sonlas vacaciones y las fiestas, no el trabajo remunerado?), y quedefendemos contra las injerencias estatales. Los griegos eran antetodo «políticos», es decir, vivían pendientes de la polis y éste era suprincipal negocio; nosotros somos ante todo particulares y por tantonuestra entrega a la cosa pública es bastante limitada. A ti, sin ir

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más lejos, no te imagino renunciando a ver la retransmisión de unafinal de liga o renunciando a salir con la pandilla para dedicarte a larevisión crítica de los presupuestos del Estado… Dejo a un ladootras dificultades, como lo compleja que puede llegar a ser lagestión detallada de un Estado moderno (por comparación a unapolis griega) para gente sin preparación especializada o loproblemático de cómo consultar a todos los ciudadanos sobre todoslos asuntos. Estos obstáculos me impresionan menos, porque unopuede estar bien informado por especialistas sin necesidad deespecializarse (la mayoría de los políticos profesionales no sabensobre los asuntos reales del país mucho más que el hombre de lacalle que lee dos periódicos al día) y el desarrollo de los medios decomunicación, que permiten intervenir en un concurso televisadodesde el propio domicilio, podrían facilitar también nuestraparticipación global en debates o votaciones políticas. No, lo maloes que ello nos llevaría muchísimo tiempo… y, además, ¡da perezasólo imaginarlo!

De modo que por eso los gobiernos actuales en lasdemocracias están formados por representantes elegidos por losciudadanos, que se ocupan de resolver los problemas prácticos dela administración de la comunidad de acuerdo con la voluntadexpresa de la mayoría y son pagados para ello. Lo malo es quetales representantes muestran una evidente tendencia a olvidar queno son más que unos mandados —nuestros mandados— y suelenconvertirse en especialistas en mandar. Los partidos políticos tienenuna función en la democracia moderna que no me parece hoy fácilde sustituir; pero por medio de las listas electorales cerradas, ladisciplina de voto en el parlamento y otros procedimientosautoritarios acaban por volverse casi impermeables a la crítica ycontrol de los ciudadanos. Y por tanto los ciudadanos se desalientancada vez más de reflexionar sobre los asuntos públicos («total,¿para qué molestarse si van a hacer lo que les dé la gana?») y sedesinteresan de la política. A esto se debe también, a mi juicio, lacorrupción que se da en tantos países democráticos entre lospolíticos profesionales: fíjate que en la mayoría de los casos sonpersonas que consiguen dinero por medios ilícitos pero no para su

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lucro personal (¡aunque también los hay!) sino para financiar labuena marcha de sus partidos. Y es que estos partidos, que no sonmás que un instrumento para facilitar que todos podamos participaren cierta medida en las tareas de gobierno, terminan convirtiéndoseen fines en sí mismos y decidiendo lo que está bien y lo que estámal: todo lo que se hace a favor del partido es bueno, lo queperjudica al partido es malo. Una creencia muy peligrosa, que debeser combatida de tres modos:

a) aplicando con toda severidad las leyes y no dejando impuneslos delitos de nadie, por alta que sea su situación en la jerarquíapolítica del país;

b) procurando relativizar el papel de los partidos políticos,quitándoles privilegios e importancia, no aceptando los mecanismosautoritarios que impiden a las voces críticas que hay en ellosexpresar y hacer valer sus opiniones;

c) desarrollando otras formas paralelas de participar en la vidapública de la comunidad, como colectivos ciudadanos, asambleasde vecinos, agrupaciones laborales, etc…

En una palabra, evitando que se forme una costra deinamovibles especialistas en mandar, bajo la cual todos los demástengamos que ser resignados especialistas en obedecer.

Un último peligro de la participación política y con éste te juroque acabo. Al intervenir en la vida pública, lo hacemos en defensa—muy lógica— de nuestros intereses. Pero nuestro principal interés,si lo piensas un poco, es conseguir que la sociedad en que vivimossea lo más… social posible, perdona la redundancia. Es decir quese mantenga bien equilibrada, que haya conflictos y antagonismos(¡nada de ser «todos uno», por favor!) pero no violencia entre lossocios, que se garanticen los derechos y que se aseguren lasresponsabilidades, y desde luego que nadie de los que viven entrenosotros —los humanos— se sienta como abandonado en la selva,triturado al menor signo de humana flaqueza, abandonado al menorresbalón en la senda común, hostilizado hasta el exterminio por susdiferencias… Deja que te repita esenciales tautologías: cuandohablábamos de ética te aseguré que nuestro primer interés como

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hombres era ser realmente humanos; ahora que estamos con lapolítica no se me ocurre recordarte nada más interesante queconseguir una sociedad realmente social. La solidaridad no consisteen renunciar a los propios intereses, sino en recordar al defenderloseste primer interés esencial. Y es un peligro cuando se participapolíticamente en la administración de lo común que este interésprimordial, de puro obvio que es, sea el menos presente, el máspasado por alto para obtener ventajillas inmediatas que en el fondosin él nada valen. ¿Te acuerdas del lema de los mosqueteros en lafamosa novela de Alejandro Dumas? «Todos para uno y uno paratodos». Pues te aseguro que no se ha inventado mejor fórmula paraser más fuerte y para ser más rico. Quiero decir: humanamente másfuerte y humanamente más rico, claro. ¡Ah, pero tendrás quereconocerme que es de eso precisamente de lo que se trata! Bueno,basta por ahora: de las riquezas seguiremos hablando mañana porla mañana…

Vete leyendo…«El individuo critica a la sociedad pero la sociedad ha producido

al individuo. Esta contrariedad —porque no se la puede llamarcontradicción— causa muchísimos conflictos. La sociedad, o esaspersonas convencionalmente dominantes que hablan en su nombre,piensan que el individuo existe sólo para servirla. Pero ¡qué cosa tanmonstruosa es sacrificar todas las partes vivientes para que elnominal todo mecánico pueda continuar su ciega carrera!» (G.Santayana, Dominios y poderes).

«Existe hoy quien desprecia el descubrimiento del individuo yde su valor usando “individualismo” en sentido derogatorio. Quizá unexceso de individualismo es negativo, y ciertamente elindividualismo puede manifestarse en formas decadentes. Pero alhacer balance no debe escapársenos que el mundo no reconocevalor al individuo en un mundo despiadado, inhumano, en el quematar es normal, tan normal como morir. Era así incluso para losantiguos, pero ya no lo es para nosotros. Para nosotros matar estámal, porque la vida de todo individuo cuenta, vale, es sagrada. Y esesta creencia de valor la que nos hace humanos, la que nos hacerechazar la crueldad de los antiguos y, todavía hoy, la de las

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sociedades no individualistas» (G. Sartori, Elementos de teoríapolítica).

«Uno de los recuerdos más vivos de mi niñez es el de haberescuchado en la radio el segundo combate de boxeo entre elnorteamericano negro Joe Louis y el peso pesado alemán MaxSchmeling. Schmeling había dejado fuera de combate a Louis en elprimer asalto y la prensa nazi habló con elocuencia de lasuperioridad innata de la raza blanca. En el combate de vuelta,Louis dejó fuera de combate a Schmeling en el primer asalto, si nome falla la memoria. El arbitro puso el micrófono ante el vencedor yle preguntó emocionado: “Bueno, Joe, ¿te sientes orgulloso de turaza esta noche?”, y Louis contestó con su deje sureño: “Sí, estoyorgulloso de mi raza, la raza humana, claro”» (Gabriel Jakson).

«En la tierra hay gran cantidad de naciones potenciales. Delmismo modo, nuestro planeta no puede albergar más que unnúmero limitado de unidades políticas autónomas e independientes.Cualquier cálculo sensato arrojará probablemente un número denaciones en potencia muchísimo mayor que el de Estados factiblesque puede haber. Si este razonamiento o cálculo es correcto, notodos los nacionalismos pueden verse realizados en todos los casosy al mismo tiempo. La realización de unos significa la frustración deotros. […] De hecho, las naciones, al igual que los Estados, son unacontingencia, no una necesidad universal. Ni las naciones ni losEstados existen en toda época y circunstancia. Por otra parte,nación y Estado no son una misma contingencia. El nacionalismosostiene que están hechos el uno para el otro, que el uno sin el otroson algo incompleto y trágico. Pero antes de que pudieran llegar aprometerse cada uno de ellos hubo de emerger, y su emergenciafue independiente y contingente. No cabe duda de que el Estado haemergido sin ayuda de la nación. […] Es el nacionalismo el queengendra las naciones, no a la inversa. […] El nacionalismo predicay defiende la diversidad cultural, pero de hecho impone lahomogeneidad tanto en el interior como, en menor grado, entre lasunidades políticas» (E. Gellner, Naciones y nacionalismo).

«El catálogo de quejas contra el parlamento, aunque varía deun sistema parlamentario de Europa occidental a otro, ha crecido

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constantemente. Hoy en día el parlamento tiende a ser visto cadavez más como el sello estampado sobre decisiones que se tomanen otra parte. Este punto de vista sigue a menudo a quejas sobre lapompa caballeresca del parlamento, debates ritualizados ypreocupación por detalles triviales. También hay signos, muyevidentes en los movimientos sociales, de una convicción crecientede que la democracia no es únicamente un asunto del parlamento, yque son preferibles los compromisos a nivel local e iniciativassociales. […] Nunca ha existido un régimen político quesimultáneamente fomentase las libertades democráticas civiles yaboliese el parlamento. Ni tampoco ha existido nunca un régimenpolítico que mantuviese un parlamento democrático ysimultáneamente aboliese las libertades civiles. Y, hasta ahora,nunca ha existido un régimen político donde una sociedad civilposcapitalista combinase profundas libertades políticas y unparlamento activo y vigilante. Construir exactamente este tipo derégimen podría considerarse uno de los desafíos históricos quehacen frente a la tradición socialista contemporánea» (J. Keane,Democracia y sociedad civil).

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CAPÍTULO SEXTO

LAS RIQUEZAS DE ESTE MUNDOLos animales ¿son ricos o pobres? No parece que ese

problema les interese demasiado, a pesar de lo que pueden dar aentender fabulillas demasiado antropomórficas como aquella de lacigarra y la hormiga. Los animales tienen necesidades que atender:comida, cobijo, procreación, defensa contra sus enemigos… Aveces logran satisfacerlas convenientemente y en otros casosfracasan: si este fracaso es demasiado grave o muy prolongado lomás probable es que mueran, por lo cual todos los bichos sonextremadamente diligentes en procurarse lo que necesitan. Además,tienen ideas muy claras sobre lo que les hace falta: puedenequivocarse al buscarlo, pero nunca se equivocan en lo que tienenque buscar. Tienen más bien pocos caprichos y desde luego nofantasean nunca. Cuando ya han cubierto sus necesidades, losanimales disfrutan y descansan; no se dedican a inventarnecesidades nuevas ni más sofisticadas que aquellas para las queestán «programados» naturalmente (me refiero, claro está, a losanimales en su estado salvaje, no a los que han sido más o menos«civilizados» por el hombre). Llamar «ricos» a los animales quesatisfacen sus necesidades y «pobres» a los que no lo consiguenparece un poco exagerado pero, en fin, a tu gusto lo dejo…

El caso de los humanos es bastante diferente, supongo queestarás de acuerdo conmigo. La gran diferencia consiste en que loshumanos no sabemos lo que necesitamos. Es decir: desde un puntode vista estrictamente zoológico, sabemos que necesitamos comida,cobijo, procreación, defensa y el resto de esas cosas que tambiénrequieren otros mamíferos semejantes a nosotros. Pero cada una deesas necesidades básicas nos la representamos acompañada derequisitos exquisitos que la complican hasta el punto de hacerla casiinfinita, insaciable: ahora queremos comer, luego queremos comertal o cual cosa, después estamos dispuestos a jugarnos la vida paracomer precisamente aquello que consideramos más digno de sercomido por nosotros, de vez en cuando nos ponemos a dieta o

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hacemos huelga de hambre; primero nos cobijamos bajo una roca,luego en una cueva, más tarde en lo alto de un árbol, despuésconstruimos empalizadas, fortalezas, rascacielos… De lascomplejidades sucesivas que nos ha traído la reproducción sexual,para qué voy a contarte. Cuando un animal satisface una necesidad,la deja de lado hasta que vuelva a presentarse su urgencia:nosotros seguimos teniéndola presente y nos ponemos a pensarsobre cómo satisfacerla más y mejor. Los animales buscan,nosotros somos rebuscados. Cada necesidad es lo que es (física,zoológicamente) pero también es todo lo que nosotros queremosque sea, lo que queremos que llegue a ser: de modo que cadanecesidad satisfecha no produce sólo alivio y reposo, sino tambiéninquietud, afán de más y mejor, siempre más y mejor. Antes te hedicho que el problema es que los hombres no sabemos lo quenecesitamos; me refiero a que no sabemos lo que necesitamosporque no sabemos lo que queremos. Y «querer», para loshumanos, es la primera y más imprevisible de las necesidades.Permíteme un poco de gimnasia dialéctica: los animales quieren (esdecir, apetecen según sus necesidades) porque viven, mientras quelos hombres vivimos… porque queremos.

Este vivir para querer en lugar de querer para vivir (como losanimales) nos ha traído a los humanos muchísimas complicaciones:al conjunto de todas esas complicaciones le damos el nombre decultura y, poniéndonos más soberbiamente modernos, civilización.No me preguntes si cultura y civilización son buenas o malas; no mepreguntes si estaríamos mejor viviendo según nuestras necesidadesnaturales, como los demás bichos. Soy de los que piensan que lo«natural» entre los humanos es producir cultura y civilización. Perohay discrepantes cuya opinión es mucho más importante que la mía.En el siglo XVIII el filósofo Jean-Jacques Rousseau atribuyó aldesarrollo de la civilización la desigualdad, la explotación, larivalidad entre los humanos y casi todos los restantes males denuestra condición. «Todos los hombres nacen libres y en todaspartes viven encadenados», dijo Rousseau: encadenados por losconvencionalismos, las instituciones y los prejuicios sociales. En elorigen, los hombres vivían solitarios, sin lenguaje, respondiendo

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solamente a sus instintos naturales. No tenían posesiones y noobedecían a nadie más que a la naturaleza (estaban sujetos por susleyes pero no eran sujetos de sus leyes, es decir, no las inventabanellos). Sin embargo, los humanos tenían ya una facultad que losanimales no tienen: la facultad de perfeccionarse. O sea, volvemosa lo que yo te decía antes: «siempre más y mejor». Así que sereunieron, comenzaron a hablar, se imitaron unos a otros, seempeñaron en destacar unos sobre otros, aprendieron a noconformarse con nada de lo que tenían, etc… Y ahora, pues así nosvemos. Quede claro que Rousseau no recomendaba volver alestado natural primitivo, cosa que muy sensatamente tenía porimposible, sino organizar la sociedad y reformar la educación de talmodo que recuperemos una especie de «segunda naturaleza», unanaturaleza… artificial en la que se hayan corregido la mayoría denuestras desigualdades y de los vasallajes que nos oprimen.

Si Rousseau no predicaba el retorno a la naturaleza, imagínateyo, que creo en el «buen salvaje» bastante menos que él. Escriboestas palabras en un ordenador, tú vas a leerlas gracias a la luzeléctrica y por mediación de la industria editorial, estoy deseandoterminar esta página para irme a ver una película en la televisión ycomo me duele un poco la cabeza de tanto pensar voy a tomarmeen seguida una aspirina: de modo que si empezara ahora aproclamar lo mala que me parece la civilización sería purapalabrería. Yo no quiero que la civilización desaparezca nidisminuya, al contrario: lo que quiero es que se civilice bastantemás. Además, las sociedades humanas inventan cosas (normas,técnicas, teorías…) pero nunca «desinventan» nada. Cuando algode lo que ya está inventado no nos gusta no puede serdesinventado sino sustituido por otra invención mejor. Para curarnosde lo que ya hemos inventado no hay otro camino que seguirinventando… más y mejor.

La institución social a la que Rousseau atribuía la raíz denuestros peores problemas es la propiedad. En cuanto un hombreespabilado cercó un campo y dijo «esto es mío», siendo creído porquienes le escuchaban, comenzaron todos los conflictos entre ricosy pobres, la explotación, etc. Por lo menos, así lo ve Rousseau.

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Decir (¡y establecer legalmente!) lo tuyo y lo mío es la causa de losinnumerables sinsabores que desembocan en el Estado, la policía,los bancos, el aprovecharnos unos de otros y el resto de lasesclavitudes vigentes. El origen de la auténtica desigualdad entrelos hombres no es político, dice Rousseau, sino económico. Enefecto, los antropólogos coinciden en que las sociedades primitivasson muy igualitarias en lo económico (de las desigualdades defuerza, linaje y jerarquía ya hemos hablado antes), es decir que susmiembros tienen pocas cosas propias, casi todos más o menos lasmismas y que lo más valioso suele ser de propiedad común. Sinembargo, observa que ya aquí la individualidad (es decir, laindependencia y la autonomía, la capacidad de decidir) está ligada ala posesión de ciertas cosas: como en las tribus la «individualidad»efectiva es la del grupo, la propiedad es también principalmentecomún. Son igualitarios entre sí, pero no con sus vecinos, a los queles encanta superar en «grandeza» y a los que desde luego noconsienten apoderarse de sus bienes. Cuando son los miembros delgrupo los que se van haciendo depositarios de la individualidad, esdecir, cuando la individualidad se hace por así decirlo privada,particular… la propiedad también se hace particular y privada. Si loprefieres, el proceso es inverso: a partir de propiedades privadas,van surgiendo individuos privados…

De nuevo la cuestión: ¿es bueno o malo este resultado? Tecontesto, como antes, que pasó hace tanto tiempo que ya no meacuerdo y que me da igual. Las mentalidades espléndidas perotajantes como la de Rousseau valoran las realidades sociales ypolíticas de forma absoluta: positivo o negativo, bueno o malo (paracompensar esta tendencia, los verdaderamente inteligentes —comoRousseau— se contradicen abundantemente, por lo que siemprehay en su obra más de un punto de vista…). Desde luego, tambiénRousseau sabía que los hombres siempre han sido propietarios, seaen común o particulares. Pues bien, la propiedad privada haproducido efectos tanto positivos como negativos, según desde elpunto de vista que se la mire. La propiedad privada fomenta lasdesigualdades, las envidias, la codicia, y hace que los humanos seidentifiquen con lo que tienen y no con lo que son, replegándose

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sobre sus bienes y desdeñando la relación simpática con los demás.Pero también la propiedad privada permite el desarrollo de laindependencia de cada cual, de su autonomía, su distanciamientocreador de la unanimidad del grupo y le permite desarrollarderechos y deberes basados en la deliberación racional y no en losautomatismos colectivos. El afán de propiedad privada puededestruir la necesaria solidaridad que hace de una sociedad algo másque un montón de gente que vive junta por casualidad; pero lanegación total de la propiedad privada aniquila el soporte simbólicoy material de la personalidad humana, y convierte así a lacomunidad en horda o cuartel. «Si no existiese propiedad privada —predican algunos santos varones— todos los hombres seríamoshermanos». Debe ser a causa de mi innato paganismo, pero teconfieso que no me hace mucha ilusión que todos los hombresseamos «hermanos»: me suena a que habrá que buscar un padrecomún y, como el cielo nos cae demasiado lejos, se ocuparán derepresentarle en la Tierra la Iglesia o el Estado. Yo me conformo conque los hombres seamos socios, leales y cooperativos entre sí eiguales ante la ley. Para este objetivo, la propiedad privada(sometida a las restricciones sociales que sea preciso) no sólo no esun obstáculo sino que resulta requisito imprescindible.

La propiedad, el dinero y demás fuentes de problemas sereafirman con la urbanización: es decir, con el dejar de vivir comocampesinos, sujetos a la tierra, en comunidades pequeñas, y pasara habitar ciudades, con multitud de oficios, artes y comercio. La vidaurbana desarraiga a los hombres, los independiza de su terruño y desu aldea, les ofrece saberes nuevos, los pone en contacto conpersonas venidas de lejos, les permite nuevas formas de ganarse lavida y por tanto otras virtudes… y otros vicios. Aumenta susconflictos, tentaciones y miserias, sin duda, pero también les liberade muchas trabas. Un viejo adagio medieval asegura «que el aire dela ciudad hace a los hombres libres». En la ciudad hay menosigualdad económica, desde luego, pero también más posibilidadesde inventar una vida propia, distinta a la de los padres y a la dequienes nos rodean. El cochino dinero crea nuevas jerarquías, perodesdibuja muchas de las antiguas: el ahorro tiene más importancia

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que la nobleza de sangre, la habilidad comercial resulta mucho másútil que la destreza en el manejo de las armas… Los individuospujan entre sí por hacerse valer y quieren a toda costa ser dueños:de sus obras, de sus inventos, de riquezas y bienes, pero a fin decuentas lo que pretenden es ser dueños de sí mismos, de sus vidasy sus destinos. Se liberan así de trabas del pasado pero seesclavizan sin duda a inéditas servidumbres. De nuevo puedespreguntarme: ¿es bueno o malo este proceso modernizador que nosconvirtió en propietarios? ¿Ha merecido la pena? Y yo no puedocontestarte más que devolviéndote la pregunta: ¿merece la penaahora que nos inquietemos por calificar ese proceso que no veocómo podríamos revertir? Como ya sabes que valoro más lo quepotencia a los individuos que lo que iguala a los grupos, no te diréque pierdo el tiempo deplorando amargamente lo ocurrido…

Pero no olvidemos, en cualquier caso, que propiedad siempreha habido en las sociedades humanas, sea colectiva, privada o (enla mayoría de los casos) mixta de ambas. Lo cual quiere decir quetodas las sociedades se han planteado problemas económicos. Laeconomía no proviene del esfuerzo por atender a las necesidadeshumanas, porque los animales también tienen necesidades pero notienen economía. Es la propiedad, la acumulación de bienes y laprevisión del futuro lo que da lugar a las perplejidades de loseconomistas, a quienes un escritor escocés del pasado siglo —Thomas Carlyle— denominaba «respetables profesores de laciencia lúgubre» (!). Y por supuesto en el corazón mismo de laeconomía está lo más lúgubre de la ciencia lúgubre: el trabajo.Conociéndote como te conozco, estoy seguro de no darte unasorpresa si te digo que a los hombres nos gusta poco trabajar.Somos seres activos, juguetones, viajeros… pero la disciplinalaboral nos fastidia. Lo malo es qué como tenemos la capacidad deanticipar lo que va a ocurrir y de disfrutar o preocuparnos por elfuturo, nos encontramos trabajando desde la más remotaantigüedad: para hacernos dueños del mañana, nos esclavizamos almañana. ¡Siempre las malditas paradojas de nuestra condición! Alos demás seres vivos les condiciona lo que ha pasado, a nosotroslo que queremos que pase o lo que tememos que pueda pasar. Es

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el futuro el que nos empuja, no el pasado. Según el viejo mitojudaico, en el jardín del Edén no había más que eterno presente ypor lo tanto nada de trabajo. Pero luego sucedió aquel desdichadoincidente con la manzana ofrecida por la víbora y la condena fuetajante: «ganarás el pan con el sudor de tu frente». A partir deentonces el trabajo siempre ha sido visto en parte como castigo, talcomo demuestra la propia etimología latina: la palabra «trabajo»viene de trepalium, que era un instrumento de tortura formado portres palos. Claro que los romanos también tenían otra forma dellamar al trabajo: la palabra pena…

Un amigo mío solía repetir que la prueba irrefutable de que eltrabajo es cosa mala y desagradable es que pagan por hacerlo. Y seme ocurre que la mejor forma de distinguir el trabajo de otrasactividades placenteras como el juego o el arte es llamar «trabajo»sólo a las labores que no haríamos si no estuviésemos obligados aello. Los pueblos llamados salvajes trabajan sólo un breve númerode horas al día: poseen muy pocas cosas, están bastantedesprevenidos ante las catástrofes del porvenir, pero disfrutan demucho tiempo libre para holgazanear, contarse cuentos, o gastarsebromas unos a otros… Aunque los economistas dicen que viven enla «escasez», lo cierto es que son ricos en ocio, que casi siempre hasido uno de los bienes más escasos. El desarrollo de la civilizaciónaumentó enormemente la cantidad de trabajo socialmentenecesario: las grandes aglomeraciones urbanas, los monumentospúblicos (¡algunos tan abrumadoramente colosales como laspirámides de El Cairo!), las carreteras, viaductos, alcantarillado, lasmanufacturas de objetos de uso cotidiano y artesanías refinadas, loscomerciantes, la burocracia administrativa, los escribas, maestros,militares, etc., y muchísimas otras nuevas tareas que acabaron conla descansada vida salvaje de nuestros antepasados.

Por supuesto, en ninguna de estas sociedades urbanas eldetestado trabajo ha estado repartido por igual. En todas las épocashay unos cuantos que han logrado que muchos otros trabajasenpara ellos, bien sea por la fuerza o por diversos trucos persuasivos.Durante la antigüedad, los esclavos cargaron con lo más pesado deltrabajo: prisioneros de guerra, reos de diversos delitos, miembros de

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«razas inferiores» (en castellano todavía decimos, qué espanto, esode «trabajar como un negro»), etc… Aunque la importancia«laboral» de la esclavitud fue disminuyendo con el tiempo, lainstitución se mantuvo en Europa hasta el pasado siglo y en paísesde otros continentes mucho más: ¡en Arabia Saudí la abolieron allápor 1960! Luego, en la Edad Media y comienzos de la Moderna,fueron los siervos los que «pertenecían» al noble señor terratenientede la aldea en que habían nacido, como los campos y árboles que larodeaban: su obligación era mantenerle, formar parte de su ejércitosi llegaba el caso y hasta poner a su disposición a sus hijascasaderas antes de que el futuro marido las catase. Los artesanosburgueses (es decir, que vivían en los «burgos», en esas ciudadescuyo aire liberaba de la servidumbre) lograban valerse por símismos y ser sus propios amos, lo cual fue sin duda una mejora,¿no te parece? Pero la mayoría de los negocios eran familiares y loshijos tenían que someterse a la férula de sus padres o de parientespróximos, los cuales no siempre eran capataces más benignos quelos antiguos terratenientes feudales. ¡Tú, que sueles llamarme a mí«tirano», deberías haber conocido a aquellos implacables papás-empresarios! Y durante todo este tiempo —antigüedad, medievo,edad moderna— las mujeres llevaban la peor parte, porque debíantrabajar en las labores domésticas que les quedabanespecíficamente reservadas y además, en muchas de las tareasmasculinas (agricultura, manufacturas, etc.). Por lo común, granparte de los hombres trabajaban para otro hombre pero las mujerestrabajaban a menudo para el patrón y siempre para su marido.

El siglo XVIII conoció las dos grandes revoluciones modernas(la americana y la francesa) que acabaron con los viejos privilegiosde los nobles y terratenientes, introduciendo el principio de unademocracia sin esclavos, algo que los griegos no habían conocido.Con la llegada de las nuevas industrias, la burguesía empresarial seconvirtió en la capa dirigente de la sociedad. Empezó el auge delcapitalismo, bajo cuyo predominio está organizado también hoy elmundo desarrollado que vivimos. La idea básica del capitalismo noes el servicio a otros hombres privilegiados (todos somos iguales) nial conjunto social, sino el interés que mueve a cada cual a procurar

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su propio provecho para sí mismo y para los suyos. Pero al buscarcada cual ganancia para sí, las sociedades se enriquecen en suconjunto de modo notable: el afán de ganancia se ha demostrado unestímulo para el desarrollo de las industrias, favorece las nuevasinvenciones que hacen el trabajo más productivo o la vida máscómoda, mientras que la competencia entre los productoresaumenta la cantidad de lo producido, abarata su precio y sofistica sucalidad. En otros aspectos, sin embargo, el capitalismo producemenos beneficios que en el terreno económico. Desde sus mismoscomienzos, nociones como la compasión por los males del prójimo ola solidaridad con sus problemas parecieron haber sido borradas desu programa de festejos. Puesto que de lo que se trataba era deaumentar las ganancias lo más posible, los empresarios capitalistasoptaron por hacer trabajar a los obreros al máximo y pagarles justolo imprescindible para sobrevivir. A comienzos del siglo XIX eracomún que niños de nueve o diez años trabajasen dieciséis horasdiarias en los telares y factorías. Cuando el reformador socializanteRobert Owen redujo en sus industrias el trabajo infantil a «sólo»once horas diarias (ocupando con actividades educativas yrecreativas las restantes) su innovación fue considerada asombrosay muy subversiva… Por supuesto, ni los trabajadores infantiles ni losadultos tenían derecho a la más mínima reivindicación, ni a protestarpor la infame falta de salubridad de las empresas, ni a disfrutar deninguna asistencia en caso de enfermedad o vejez. No me cabe lamenor duda de que sin los movimientos y luchas sociales de losúltimos ciento cincuenta años las condiciones laborales seguiríansiendo las mismas hoy en día.

Ante tales abusos, es lógico que los trabajadores industriales —el llamado «proletariado»— organizasen todo tipo de protestas yenfrentamientos revolucionarios contra los propietarios capitalistas.Aunque sus ideas anarquistas, comunistas o socialistas fueranaparentemente muy radicales, en el fondo de lo que se trataba erade participar más equitativamente de la riqueza que la revoluciónindustrial estaba produciendo. Para ello los obreros tenían quehacer notar su fuerza, asociarse en sindicatos, plantearpolíticamente reivindicaciones: no tanto para destruir el capitalismo

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en cuanto sistema de producción sino para obligarle a repartir mejor.En otros casos se pretendió ir mucho más allá. Los que siguieron elpensamiento de Karl Marx, el teórico social más importante de esaépoca, propusieron que el proletariado se convirtiera por la víarevolucionaria de la guerra civil en clase dominante, aboliera lapropiedad capitalista e instaurara una economía comunista, en quela única dirección estatal se encargase de planificar la producción yfijar las retribuciones. En los países en que se puso en práctica estadoctrina (empezando por Rusia) el resultado no pudo ser peor. ElEstado creció hasta convertirse en un superempresario capitalistade la especie más tiránica pero además sumamente ineficaz; laslibertades civiles que habían aportado las revoluciones burguesasdel dieciocho se perdieron pero la desigualdad continuó y másaguda que nunca, porque era desigualdad de poder político. Antesun trabajador podía ser despedido por un empresario intolerantepero podía encontrar empleo con otro de la competencia; en elcomunismo autoritario todo el que no se somete al único patrónvigente sufre ya no sólo el desempleo sino cárcel o eliminaciónfísica. La nueva clase dirigente, el partido comunista, gozaba (gozaaún, donde puede) de todos los privilegios en países empobrecidos,uniformizados y sometidos a un lavado de cerebro constante por losdictadores ideológicos del sistema. En fin, no necesito insistir másen lo negativo de esta supuesta «solución» a los males delcapitalismo: ya has visto el dramático desenlace que ha tenido en lamayoría de los países que la padecían y aún nos queda por vercómo acaba la receta totalitaria en Cuba o China.

Sin embargo, no quiero dejar de mencionarte los aspectospositivos que tuvo el pensamiento marxista y el movimientocomunista en los países desarrollados europeos. Sirvió para forzaruna serie de reformas imprescindibles que humanizaron socialmenteel capitalismo, lo dignificaron políticamente y hasta lo hicieron máseficaz como sistema productivo. En el Manifiesto comunista seencuentran, entre exabruptos mesiánicos menos aprovechables,reivindicaciones sensatísimas para su época: la propiedad públicade ferrocarriles y comunicaciones, el impuesto progresivo sobre larenta, la abolición del trabajo infantil, la enseñanza gratuita y el

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pleno empleo. Son objetivos en muchos casos hoy ya conseguidoso que siguen vigentes pero ahora no como propuestas subversivassino como exigencias moderadas y razonables. Además, sin losmilitantes comunistas (así como anarquistas y socialistas, desdeluego) los sindicatos —laboralmente tan importantes a lo largo denuestro siglo— no hubieran podido alcanzar la fuerza que los hizoeficaces. Permíteme una paradoja más, de esas que sabes que megustan (pero ¿qué culpa tengo yo si la realidad es paradójica?): creoque el comunismo ha sido muy útil en los países capitalistas; dondeen cambio ha funcionado fatal es en los países comunistas…

Hoy en día, sin embargo, ni el liberalismo puro ni mucho menoslos puros colectivismos comunistas o socialistas despiertan yaninguna confianza. Incluso en los Estados más liberales seconsidera imprescindible que el gobierno se ocupe de garantizar encierta medida la seguridad social, las pensiones de vejez, loscontratos de trabajo, las compensaciones por desempleo, laeducación pública y la mayoría de las infraestructuras de interésgeneral. Todo eso forma parte de lo que se ha llamado «el Estadode bienestar»… cuyo precursor el siglo pasado fue el cancilleralemán Bismarck y las reformas políticas que apadrinó paracontentar a los obreros levantiscos que habían leído demasiado aKarl Marx. Uno de los problemas socioeconómicos más difíciles deresolver actualmente es el paro. Cuando las máquinas, cada vezmás perfectas y automatizadas, aparecieron en el mundo laboral,los optimistas concibieron una gran esperanza: ¡aquí estaban losnuevos esclavos que iban a ocuparse de los trabajos más pesadosmientras los hombres podían dedicarse al debate político o a lafilosofía, como los antiguos griegos! En efecto, las máquinassustituyeron de forma eficaz y barata el trabajo de muchos hombres:pero esos hombres fueron despedidos de sus empleos y, en lugarde poder dedicarse a la filosofía, tuvieron que ponerse a mendigar osolicitar subsidios al gobierno. La demanda de pleno empleo se haconvertido en el ideal de muchos partidos y sindicatos. Ahora bien,¿es realista este ideal tal como ahora se lo concibe? ¿No habría queencontrar un medio de disminuir las horas de trabajo sin reducir lossalarios para que pudiese trabajar más gente? ¿No habría quizá que

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inventar el modo de trabajar por períodos y alternar con añossabáticos de descanso, es decir, relevarnos unos a otros en losempleos? En último término, ¿no habría que ir organizando lascosas de modo que el trabajo no fuese la única forma de ganarse lavida, creando algo así como un salario mínimo fijo que se cobrasesimplemente por pertenecer al grupo social? Paradójicamente (¡másparadojas!) ha sido un economista neoliberal, Milton Friedman,quien propuso instaurar un «impuesto negativo sobre la renta»: esdecir, pagar impuestos de acuerdo con los ingresos pero cobrarloscuando la renta personal sea mínima. No sé brindarte solucionesporque lo ignoro casi todo sobre economía; lo que me preocupa essospechar que los economistas saben de economía pero lo ignorancasi todo sobre soluciones…

Uno de los rasgos más dolorosamente chocantes del mundo enque vivimos es la enorme diferencia que hay entre el nivel de vidade unos países y otros. La explicación más habitual de estásituación es que los países ricos, por medio del colonialismo y elimperialismo, han explotado a las naciones pobres y las hanreducido a una forzada miseria. Francamente, esta explicación meparece una simpleza que puede justificar ciertos atrasos pero notodos. Algunos países han sido colonias y no son ahoraprecisamente pobres: ahí tienes el caso de los Estados Unidos oCanadá. Otros fueron imperios y ello no les benefició en modoalguno desde el punto de vista económico: España, sin ir más lejos.El comercio con las grandes multinacionales capitalistas no hacontribuido a la ruina, sino todo lo contrario, en naciones de ExtremoOriente como Taiwan o Corea. Tampoco es cierto que la falta derecursos naturales lo explique todo: los hay de sobra en Brasil,Argentina, o los Estados petrolíferos árabes. El atraso económico demuchos países africanos y latinoamericanos debe tener causas máscomplejas. Para empezar, unas estructuras políticas claramenteantidemocráticas o insuficientemente democráticas que impiden elcontrol de las decisiones gubernamentales y el funcionamiento de lasociedad civil. También los fallos en el terreno educativo, quedificultan la formación competente de profesionales y se acompañandel crecimiento de doctrinas religiosas y políticas delirantes,

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incompatibles con la extensión de los derechos y garantías de lamodernidad sociopolítica. En particular es grave la desigualdadeducativa de las mujeres, porque la mejor formación femenina y suemancipación profesional se acompaña con una disminución delnúmero de hijos. Y aquí llegamos al punto más grave, quizá el másgrave de todos los problemas que hoy tiene planteados nuestraespecie: el desorbitado crecimiento demográfico. Somos ya cincomil quinientos millones de seres humanos los que vivimos en elplaneta y se dice que dentro de poco más de medio siglo podríamosllegar a ser… ¡ocho mil millones! La mayor parte de talsuperpoblación se acumula en los países económicamente menosdesarrollados, dificultando aún más sus posibilidades de progreso,bloqueando su sistema educativo, etc. ¡Y para colmo el Papa y otroslíderes religiosos predican irresponsablemente contra los mediosanticonceptivos! En nombre del absurdo «derecho a nacer de los nonacidos» se condena a no poder vivir a los nacidos: el hambre y loshorrendos asesinatos de niños abandonados en tantos paísessubdesarrollados se encargan de «equilibrar» el número dehabitantes en aquellos lugares en los que no lo hace la prudenciahumana. Es habitual escuchar en los países occidentales voces queatribuyen todos los males del Tercer Mundo a los desmanes allícometidos por el Primero: por supuesto, en las nacionestercermundistas esta actitud es aún más común, porque echar todaslas culpas a los de fuera sirve de coartada para no sentirseresponsables ni obligados perentoriamente a buscar soluciones porsí mismos. Sería absurdo negar los abusos depredadores de lasgrandes potencias coloniales sobre los más débiles, los peorinformados o los más corruptos. Sin embargo, estoy convencido deque gran parte de las causas del subdesarrollo sangrante padecidopor muchos países no hay que buscarlas en el exterior y en elpasado sino dentro de ellos mismos y en el presente. Desde luegoes urgente, justo y sensato que los países más ricos ayuden en todolo posible a los más atrasados: pero la ayuda económica debe iracompañada de la exigencia de reformas democráticas donde seanprecisas y de vigilar que se cumplan los derechos humanos. Lo cualimplica, en cierto modo, intervenir en los asuntos internos de esos

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países. Ya sé que esto suena un poco duro, pero sospecho que conel pretexto de la «soberanía nacional» y de la «identidad propia»prosperan sistemas ineficazmente autoritarios que tiranizan a suciudadanía y la condenan a la miseria y el atraso.

Y ahora recojo una objeción que alguna vez te he oído: si porfin mañana —o pasado mañana— las naciones subdesarrolladas seponen a la altura del Primer Mundo, su aumento de tecnología yconsumo ¿no dañará irreversiblemente el equilibrio ecológico denuestro planeta, ya bastante amenazado? ¿No deberíamos reducirtodos nuestras exigencias consumistas y tecnológicas, en lugar deextenderlas a quienes hoy todavía no las disfrutan? Esta cuestiónnos lleva al tema de la ecología, sobre el que tengo que decirte dospalabras para acabar con este capítulo, aunque no sea más que poraquello de que se la considera como el interés político másextendido entre los jóvenes. Para empezar, déjame distinguir entre«ecología» y lo que yo he llamado en otra ocasión «ecolatría». Laprimera se preocupa de la destrucción de determinados recursos yseres naturales (capa de ozono, selva amazónica, limpieza de losmares, bosques, especies animales, etc…) porque ello empobrecela vida humana y puede llegar a amenazarla seriamente. Es decir,los ecologistas sostienen que debemos preocuparnos del medioambiente porque no podremos vivir y disfrutar si lo dañamosirremisiblemente. Estoy completamente de acuerdo, como puedessuponer. En cambio, los ecólatras basan su amor a la naturaleza enel odio a lo que representa la tradición humanista moderna:sostienen que el hombre no es más que un ser natural entre otros,que no tiene ningún derecho especial, que sus intereses culturales otecnológicos no deben gozar de ningún privilegio sobre los interesesbiológicos de cualquier otro ser del planeta. Los derechos humanosno son más importantes (¡ni siquiera para los humanos!) que losderechos animales o los derechos vegetales… Sinceramente, estaactitud me parece disparatada en el mejor de los casos y en el peorsospechosa: ¿sabías que muchos representantes de la llamada«ecología profunda» —lo que yo denomino «ecolatría»— mantienenvínculos con grupos neonazis o ultraderechistas? Después de todo,conviene no olvidar que las primeras leyes de protección de los

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animales y de la madre Tierra las promulgó durante los años treintaen Alemania un célebre vegetariano enemigo del tabaco llamado…Adolf Hitler. Mira, Amador: los hombres no podemos destruir nidañar a la Naturaleza. Es ella, por supuesto, la que nos condena ala destrucción tras numerosos daños. Aunque hiciésemos pedazosnuestro pequeño planeta, la naturaleza seguiría su curso de formainmutable: cualquier bomba, cualquier gas letal, cualquier productocontaminante hará explosión, asfixiará o polucionará por razonestan estrictamente naturales como las de la función clorofílica o laaurora boreal. Si somos demasiado brutos, los hombres podemosdestruir nuestra naturaleza, pero no la naturaleza; podemos asolarnuestro planeta (y a nosotros con él, desde luego) pero no nuestragalaxia ni el universo.

Los esfuerzos humanos por crearnos un entorno artificial(cultura, civilización) han intentado mejorar nuestra condición dentrodel conjunto de la naturaleza: después de todo, somos los únicosseres naturales que sabemos que vamos a morir y los únicos quevemos cada una de nuestras vidas como una aventura irrepetible yno como una simple ondulación más del Gran Todo. En buenamedida la «agresión» a la naturaleza no es tal, sino legítimadefensa. Además, es tan antigua como el hombre neolítico, por lomenos: la agricultura fue el primer y mayor invento artificialista paraponer en parte la naturaleza a nuestro servicio (en cuanto a efectosdevastadores, los primitivos métodos de labranza por tala y quemacausaron en su día más estropicios que cualquier industriamoderna). Precisamente han sido los países más desarrollados losque muestran mayor preocupación por los problemas ecológicos ylos que gastan más dinero en tomar precauciones para proteger elmedio ambiente: las nuevas tecnologías, que desarrollan más elcerebro (la información) que la potencia mecánica, indican quizá unaruptura esperanzadora con las obsoletas industrias polucionantesdel pasado. En cualquier caso, sin la ayuda de las más refinadastecnologías es imposible asegurar una mínima calidad de vida paralos cinco mil quinientos millones de criaturas humanas que vivenactualmente. Ya sé que algunos ecologistas dicen que el númeroóptimo de nuestra especie debería estar en torno a los quinientos

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millones, pero no creo que propongan en serio eliminar a los quesobran para que los vegetales y los bichos no se enfaden connosotros. Como en tantos otros problemas, sólo una efectivaautoridad mundial podría tomar medidas equitativas para defenderel medio ambiente de todo el planeta. Lo que me parece inquietantees la disponibilidad beatífica con la que los chicos que «pasan de lapolítica» se dedican a la ecología y cuanto más exagerada, mejor.Estoy de acuerdo en que hoy nadie puede hacer en serio políticaglobal sin tener en cuenta los factores ecológicos. Pero nada más.Aunque es evidente que la ecolatría sustituye ahora para muchos ala religión (o se convierte en parte de ella), no puede pretendersustituir a esa otra actividad artificialista, antropocéntrica y por tantoun poquito impía que es la política.

Bueno, basta por ahora de asuntos económicos. En el capítulosiguiente voy a hablarte de uno de los más viejos y terriblesfantasmas que persiguen a los hombres: el de la guerra, de la queClausewitz dijo bastante siniestramente que no era más que «laprolongación de la política por otros medios…».

Vete leyendo…«El primero que habiendo cercado un terreno se decidió a decir

esto es mío y encontró gente lo suficientemente simple como paracreerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántoscrímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores hubiera ahorradoal género humano el que, arrancando los postes o llenando la zanja,hubiera gritado a sus semejantes: Guardaos de escuchar a esteimpostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y laTierra no es de nadie!» (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen yfundamento de la desigualdad entre los hombres).

«El observador que hubiera contemplado la vida humana alpoco de arrancar el despegue cultural habría concluido fácilmenteque nuestra especie estaba irremediablemente destinada aligualitarismo salvo en las distinciones de sexo y edad. Que un día elmundo iba a verse dividido en aristócratas y plebeyos, amos yesclavos, millonarios y mendigos, le habría parecido algo totalmentecontrario a la naturaleza humana a juzgar por el estado de cosas

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imperante en las sociedades humanas que por aquel entoncespoblaban la Tierra» (M. Harris, Nuestra especie).

«El valor de las cosas no es ya medida de la vida de quieneslas han hecho o de la fuerza de quienes las poseen, sino de lacantidad de dinero cuyo equivalente son. Los objetos circulanentonces sin amenazar la vida de quienes los intercambian. Eldinero —también llamado el mercado o el capitalismo, tresconceptos indisociables— se impone así como un modo de gestiónde la violencia radicalmente nuevo, eficaz y universal, opuesto a losde lo sagrado y de la fuerza» (J. Attali, Milenio).

«No hemos de esperar que nuestra comida provenga de labenevolencia del carnicero, ni del cervecero, ni del panadero, sinode su propio interés. No apelamos a su humanitarismo, sino a suamor propio» (A. Smith, La riqueza de las naciones).

«Las particularidades y los contrastes nacionales de los pueblosse borran más y más al mismo tiempo que se desarrollan laburguesía, la libertad de comercio, el mercado mundial, launiformidad de la producción industrial y las condiciones de vidaresultantes. Cuando el proletariado llegue al poder, las harádesaparecer más radicalmente todavía. Una de las primerascondiciones de su emancipación es la acción unificada, por lomenos la de los trabajadores de los países civilizados. En la medidaen que se suprima la explotación del hombre por el hombre, sesuprimirá la explotación de una nación por otra nación» (K. Marx y F.Engels, Manifiesto comunista).

«La ecología no es un sistema general de explicación delmundo sino un procedimiento esencialmente pragmático, hecho decontestaciones y de participaciones puntuales en las instancias dedecisión, cuyo objetivo es la lenta reforma de los comportamientostécnico-económicos cotidianos, la mejora paso a paso del cuadro devida de los países industrializados y la supresión paciente de lasinjusticias que agreden al Tercer Mundo. Otros asignan a la ecologíaambiciones más amplias, no tanto desde un punto de vista prácticocomo teórico. Situándose en la fluctuante frontera entre los modosde pensamiento antiguos y nuevos, la ecología debería permitir a lahumanidad librarse de su confianza excesiva en la ciencia, la

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economía y la técnica gracias a tomar en cuenta la crecientecomplejidad planetaria de las relaciones entre el hombre y lanaturaleza. Sacando lecciones del pasado, tanto de sus errorescomo de sus beneficios, debería acabar con el mito del progresoindefinido sin caer por tanto en el idealismo ni la ineficacia. A la vezcientífica, activa y humana, debería engendrar en el hombre deciencia, en quien toma decisiones o en el ciudadano una concienciay unas costumbres nuevas, combinando el respeto de la naturalezay las necesidades del artificio humano. En una palabra, la ecologíadebería encarnar el humanismo del porvenir» (P. Alphandéry, P.Bitoun, Y. Dupont, El equívoco ecológico).

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CAPÍTULO SÉPTIMO

CÓMO HACER GUERRA A LA GUERRALa culpa, por lo que cuentan, es del nitrógeno. No me refiero a

su utilización en la fabricación de bombas, sino a su participaciónimprescindible en el fenómeno de la vida. Las plantas han patentadosu propio sistema para fijar el nitrógeno en las células merced atrucos muy ingeniosos y sin molestar a nadie. Pero los animales,para ganar tiempo y no darle más vueltas al asunto, han resuelto elproblema comiéndose las plantas y asimilando de este modo elnitrógeno ya manufacturado. Me refiero a los animales herbívoros,porque otros bichos aún acortan más camino: devoran a losherbívoros y así obtienen nitrógeno celular sin hacer concesiones ala ensalada. De los seres humanos, para qué hablarte. Comemosplantas, animales herbívoros y también carnívoros: todo vale. Sialgún ser en el mundo ha hecho divisa del «todo vale», somosnosotros. Y así desde el principio, porque a ser capaces de sacarlas más extremas consecuencias del «todo vale» es a lo que enprimer término puede llamársele razón y la razón es lo quediferencia al hombre de las bestias. De modo que el «todo vale» esla esencia misma de la condición humana. Olvidaba mencionarteque dentro del «todo vale» se incluye también comerse los sereshumanos unos a otros, o sea que cuando digo «todo vale» quierodecir todo. En resumen, el hombre es el depredador total, la fieramás completa de las conocidas. La culpa original de esta ferozcondición, si es que nos empeñamos en hablar de «culpas» (lo cualun buen naturalista se cuidará mucho de hacer), la tiene —ya digo—el nitrógeno: ¿no se podía haber fijado en las células él solito, sintantos melindres ni complicaciones?

Gracias al «todo vale» estamos donde estamos, ocupandodesde hace milenios el número uno del hit-parade zoológico de esteplaneta. Poco a poco, hemos ido refinando el «todo vale»,poniéndolo al día. Para concentrar fuerzas hemos decidido hacetiempo que más vale en ocasiones establecer que no todo vale:aprender a limitar el «todo vale» ha resultado la mejor forma de

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sacar provecho de él. La antropofagia está en desuso, por ejemplo,y también ciertos tipos desordenados de matanza. Gente másolvidadiza que bondadosa se atreve a decir hoy que el canibalismoo el exterminio de adversarios es cosa «inhumana», como si lahumanidad no se hubiese afirmado durante siglos y siglos por talesmedios. Otros, aún más hipócritas, aseguran con voz conmovidaque la guerra es una costumbre «prehistórica», como si la historiahumana no fuese sobre todo la historia de las guerras humanas (ocomo si nuestros antepasados prehistóricos hubiesen sido másguerreros que César o Napoleón). Por lo visto han decidido, comoMarx, que la historia empezará cuando ellos decidan y ni un minutoantes. Recuerdan estas actitudes a las de los amantes que, trashaberlo repetido mil veces, vuelven a decir a su nueva presa erótica:«Hasta hoy no sabía lo que significaba amar…». Es ahora cuandosuponemos que una historia «verdaderamente» humana deberíaprescindir de ciertos comportamientos (antropofagia, quema deherejes, tortura, guerra…) que hasta hace nada se considerabanvirtuosos y recomendables. Tengamos claro, por honradez, que sinesas prácticas que en el presente nos desagradan la especiehumana no sería lo que hoy es; aún más, probablemente ni siquierasería en absoluto. Lo cual algunos se empeñan en considerar unmal…

Centrémonos en la cuestión de la guerra. Empezaré por dartealgunos datos alarmantes, tomados de la Enciclopedia mundial derelaciones internacionales y Naciones Unidas. En los últimos cincomil quinientos años de historia, para no ir más lejos, se hanproducido catorce mil quinientas trece guerras, que han costado mildoscientos cuarenta millones de vidas y no han dejado respiro másque a doscientos noventa y dos años de paz (seguro que duranteese tiempo también había guerritas menores en curso…). ¿Cosasdel pasado remoto? Vengamos a nuestro siglo. Paso por alto las dosguerras mundiales, la revolución rusa y la revolución china, la guerracivil española, etc… Pues bien, únicamente entre 1960 y 1982, unperíodo comparativamente tranquilo, la mencionada enciclopediacalcula sesenta y cinco conflictos armados… ¡y eso que no cuentasino los enfrentamientos que hayan producido más de mil muertos!

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Estas guerras recientes han ocurrido en cuarenta y nueve países yhan causado no menos de once millones de víctimas. Puedes añadiral cómputo la guerra entre Irak e Irán, la guerra del Golfo, las luchasintestinas en Somalia, Afghanistán, etc… En fin, que pierde uno lacuenta. No creo que haga falta más para convencernos de que laguerra, hasta ahora, ha sido una compañera odiosa peroinseparable de las sociedades humanas. Siempre se la ha tenidojuntamente como una ocasión gloriosa y magnífica, pero tambiéncomo una tragedia y una fuente de dolor. Los poetas la han cantadoy la han deplorado; los religiosos la han considerado un castigo deDios y también una obligación para probar nuestra devoción a Dios(que suele ser, no lo olvidemos, el Señor de los Ejércitos); losgobernantes a menudo se declaran partidarios de la paz pero pasana la historia por las guerras ganadas mucho más que por las queevitaron, etc… En cuanto a los comerciantes, también su actitud esambigua, porque la guerra representa la ruina y el fin del comercionormal, pero también una extraordinaria ocasión de rápidos ymasivos enriquecimientos. Todas estas aparentes paradojas tienenuna explicación bastante sencilla. La guerra suele ser cosa «buena»cuando se la mira desde el punto de vista colectivo: sirve paraafirmar y potenciar los grupos humanos, para disciplinarlos, pararenovar sus élites, para fomentar los sentimientos de pertenenciaincondicional de sus miembros, para aumentar su extensión oinfluencia colectiva, para reforzar en todos los campos laimportancia de lo público. En cambio, la guerra es «mala» desde elpunto de vista del individuo normalito, como tú y como yo, porquepone en peligro su vida, le carga de esfuerzos y dolores, le separade sus seres queridos o se los mata, le impide ocuparse de suspequeños negocios y no siempre le brinda otros mejores, le obliga aentregarse en cuerpo y alma a la colectividad. Desde la perspectivaindividual corriente, la única ventaja —nada desdeñable, desdeluego— que tiene la guerra es que acaba con el aburrimiento y larutina de lo cotidiano. ¡En la guerra por fin pasan cosas! El poetaJohn Donne señaló que nadie duerme en el carro que le lleva alpatíbulo; del mismo modo podríamos asegurar que en tiempo deguerra hay menos ocasiones de bostezar (supongo que por eso

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durante los conflictos bélicos disminuyen sustancialmente lossuicidios, en cuya motivación ocupa un lugar destacado el pertinazhastío).

A medida que las sociedades se han ido haciendo másindividualistas y sus miembros más egoístas (más centrados en eldisfrute de sus posesiones y placeres cotidianos, antes al alcancesólo de unos pocos y ahora cada vez más extendidos a costorazonable) la guerra ha ido perdiendo mucho de su tradicionalencanto. Algunos rezagados siguen mostrando entusiasmo por lasnoticias de las guerras lejanas, por la idea genérica de la guerra,pero en cuanto la bomba cae cerca o le ponen el casco a su hijopierden todo su patriótico entusiasmo. La gente no quiere que lametan en líos: no es que le guste del todo la paz (siempre haymotivos para refunfuñar o, cuando las cosas marchan bien, seaburre uno) pero quiere que la dejen en paz. Sólo en paísesatrasados, pobres, poco informados, colectivistas por religión oideología, enfermos de tribalismo asesino o suicida, se sigueconservando cierto ardor bélico. En los más desarrollados, desdeque la clase obrera consolidó algunas conquistas ya no hay ganas nisiquiera de revoluciones o guerras civiles, que antes tantoentretenían a los menesterosos. Fuera de los traficantes de armas,algunos grandes financieros de ramas industriales muyespecializadas y los militares de vocación (o los que sin serlo tienenvocación militar, que son los peores), el belicismo no cuenta con elsincero apoyo popular que antes nunca le faltó. Sólo el nacionalismoextremo, la forma de colectivización mental más compatible con elindividualismo moderno (los nacionalistas son individualistasvergonzantes, individualistas en grupo), sigue bombeandoadrenalina a descerebrados capaces aún de matar o morircontentos a estas alturas del curso.

Pero, si la guerra mayoritariamente ya no gusta, me dirás, ¿porqué todavía seguimos gastando tanto en ejércitos, cazas, tanques yproyectiles de cabeza nuclear? ¿No habrá llegado ya el momento deprohibir eficazmente la guerra, es decir, de hacerla imposible, deimpedirla? Tienes toda la razón, hijo mío. Pues de lo que deberíatratarse es precisamente de eso, de impedirla: ya está bien de

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lamentarse o de vociferar contra ella. Durante varias décadas elllamado «equilibrio del terror» entre los dos grandes imperiosnucleares del reparto mundial mantuvo algo parecido no a la pazsino a una congelación de la guerra. El precio a pagar fue muy alto:una embrutecedora amenaza perpetua de destrucción total de lavida sobre el planeta y gastos fabulosos en el armamento mástecnológicamente sofisticado del mundo. Por lo demás, este«equilibrio» entre desequilibrados no impidió numerosas guerritasmenores pero feroces como la de Vietnam, invasiones como la deChecoslovaquia por la URSS en 1968, golpes militares de la peorescuela represiva (Chile), etc… Los países llamados «neutrales»vendían su neutralidad al mejor postor, los alineados obedecían conlógica sumisión a su patrono atómico y la amenaza de que lasarmas nucleares fuesen a parar a manos de terceros, cuartos oquintos en permanente discordia no disminuyó en ningún momento.Los más siniestros dictadores eran tolerados y aun ayudados por losamericanos (si se declaraban enemigos del comunismo) o por losrusos (cuando anunciaban su enemistad con el imperialismo yanki).Fue una época de guerras controladas, con su intensidaddestructora más o menos regulada por los intereses y los errores decálculo de las dos superpotencias. Hoy, este equilibrio terrorífico seha roto a causa del síncope del sistema llamado comunista en laURSS: en lugar de la «lucha final» prometida en las estrofas de laInternacional, lo que llegó por sorpresa para muchos fue la«podredumbre final» del sistema totalitario. Ello no significa que laamenaza de destrucción masiva por armas nucleares hayadesaparecido del todo, porque el mundo está desdichadamente aúnlleno de silos atómicos y el espectáculo de una decena derepúblicas soviéticas provistas de ellos forcejeando sus querellasinternas entre sí no es nada tranquilizador. Pero con todo las cosashan cambiado radicalmente. Se acabó la vieja «guerra fría» y ahoravuelven a ser posibles los conflictos «calientes» con el consenso delos dos antiguos rivales, como ha demostrado el choque bélico delgolfo Pérsico. La actual actitud contra la guerra debe tomar encuenta las presentes circunstancias o resignarse a la gesticulación

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autocomplaciente. Para dirigirse hacia lo que debería haber esimprescindible partir de un buen conocimiento de lo que hay.

Grosso modo, pueden distinguirse dos tipos de adversarios dela guerra, es decir, de partidarios de lograr que los grupos humanosrenuncien a dirimir sus conflictos recurriendo al enfrentamientoarmado. Me refiero a los dos grupos de personas que cubren a esterespecto los mínimos exigibles de decencia política e intelectual, demodo que ni a ti ni a mí nos interesan los que sólo son «pacifistas»en lo que toca a los ejércitos de sus adversarios pero consideranjustificados y aun heroicos los propios. Estos bribones, que porcierto no faltan en nuestro País Vasco, no buscan la paz sinoventaja en la guerra. Sin embargo, sería injusto que su desprestigiorecayese sobre todos los movimientos antibelicistas existentes,entre los que se cuenta mucho de lo más válido y prometedor delprogresismo político actual. Ya sabes lo que opino al respecto: nopuede reducirse toda la política decente al antimilitarismo, pero sinantimilitarismo no creo que haya política decente.

El primero de estos dos tipos de antibelicistas es el de lospacifistas, en el sentido más radical y auténtico del término. Paraellos, nunca es justificable la guerra pues siempre deriva de lacodicia y del orgullo humano. La resistencia violenta y armada al males también una forma de mal, aunque pueda tener mejor disculpa(la defensa propia, por ejemplo, o la del derecho internacional) quela disposición agresiva y conquistadora. En resumen, ningún valorsocial o político justifica quitar la vida al prójimo, por indeseable yamenazador que éste pueda resultarnos. Esta respetable actitud noes política, claro está, sino plenamente religiosa, aunque susrepresentantes no se reclamen de ninguna iglesia organizada. Setrata de una postura difícil de mantener con coherencia porqueimplica toda una concepción de la sociedad como comunidad en elsentido antiguo del término, fraterna y sin otra coacción lícita deldesorden que la reprobación de los justos. En efecto: tan violenciaes la de los ejércitos como la de la policía, tan codicioso el usurerocomo el que ahorra, el que invierte y, en general, el que defiendecualquier propiedad como suya y de nadie más. Por eso losprimeros cristianos, que durante cierto lapso de tiempo (bastante

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breve, por cierto) fueron pacifistas en este sentido, no sólo senegaban a tomar las armas para defender al Imperio sino quetampoco pleiteaban para defender su derecho, ni reclamaban laprotección de los alguaciles de la época, ni prestaban dinero conintereses o lo invertían en negocios. Rechazaban todas lasinstituciones públicas que tienen un fundamento próximo o remotoen la violencia legal contra los transgresores o en el lucro personal,es decir: rechazaban todas las instituciones públicas, aunque en unmomento dado les fuesen beneficiosas. Lo malo es que hay queestar muy convencido de que nuestro verdadero reino no es de estemundo para asumir tanta santidad. En cuanto se renuncia a llevar laconvicción pacifista hasta ese extremo y se intentan componendasseculares con el orden terrenal vigente, los resultados son tanambiguos y hasta oportunistas como cualquier encíclica papal. Mira,yo creo que este pacifismo puede convertirse en un modo comotantos otros de expresión vital: ayuda a quien lo practica a sentirsemejor que el mundo que le rodea (en el mismo sentido que el fiscalsuele sentirse mejor que el acusado) pero en escasa o nula medidaayuda a mejorar el mundo mismo. Admito desde luego que estaopinión puede deberse a que yo, como muy bien sabes, de santotengo bastante poco.

El segundo modelo es el que yo llamo antimilitarista. No se tratade una actitud religiosa sino estrictamente política. No considera laviolencia armada como el mal absoluto sino como un mal indudable,muy grave pero no el único ni —en ocasiones— el peor de todos.Considera que la institucionalización militar de la violencia es unaamenaza para las mejores posibilidades políticas de la modernidad:la universalización de las libertades individuales, el respeto a losderechos humanos, el fomento de la democracia y la educación, lapotenciación de la invención social por encima de la adhesiónincondicional a los símbolos jerárquicos o patrióticos, la ayudaeconómica a los países en los que el hambre, la enfermedad o elatraso son endémicos, etc… La mentalidad militar, amiga de ladisciplina pero no de la crítica, de la uniformidad pero no de lasdiferencias, es poco compatible con el espíritu democrático que megusta; y la constante sangría de gastos militares, cada vez más

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gravosos, impide a los países subdesarrollados crecer y a los másdesarrollados ayudarles económicamente tanto como debieran. Sinembargo, constatar que los ejércitos no son deseables no equivalesin más a pedir que sean abolidos. Por encima de todo, elantimilitarismo parte del principio siguiente: ninguna instituciónpolítica (como la guerra o el ejército) puede ser eficazmente abolidasi no se la sustituye por otra institución más fuerte y en la prácticamás satisfactoria. La violencia entre las familias, las tribus eindividuos fue políticamente atajada por medio de lainstitucionalización del Estado, monopolizador de la violencia dentrode su territorio. Pero los Estados permanecen entre sí en la mismasituación de enfrentamiento sin restricciones en la que vivieron lastribus y familias antes de someterse a la autoridad estatal. Por tanto,sólo la institucionalización de una autoridad supranacional capaz dehacer renunciar a los países al uso de la fuerza unos contra otros —por la amenaza de una fuerza mayor, sin duda— puede garantizar elfinal de la era de las guerras que la humanidad ha vivido hasta hoy.Esta posibilidad, aún remota, parece hoy menos utópica que enépocas anteriores, por ejemplo que en la época del «equilibrio delterror». Por ello, el antimilitarista favorece cuanto se diría que escapaz de acelerar el logro de tal solución:

—Sustitución del servicio militar obligatorio por ejércitosprofesionales, reducidos, fundamentalmente defensivos, que acabencon la nefasta y belicosa concepción del ejército como «pueblo enarmas», «columna vertebral de la nación», etc., y lo asemejen másbien a otros servicios de orden público como la policía o losbomberos.

—Apoyo a las autoridades internacionales tipo ONU y acualquier otro organismo destinado a sustentar el derecho común delos individuos humanos por encima del de las naciones. Estasorganizaciones están hoy (y sin duda también mañana, y pasado)llenas de defectos y no podrán cobrar plena vigencia hasta recibir elespaldarazo decidido de los grandes de nuestro mundo (porejemplo, los EE. UU.) y los grandes, nos guste o no, sólocolaborarán en principio de acuerdo con lo que parezca dictado porintereses inmediatos. Por tanto es inevitable que la autoridad

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supranacional se parezca durante mucho tiempo más a un imperioque a una asamblea de repúblicas, no digamos a un parlamentomundial elegido directamente por todos los ciudadanos. WinstonChurchill dijo que «las naciones no tienen amigos, sólo intereses».El asunto es cómo articular un tipo de amistad interesada generalentre las naciones.

—Fomento efectivo del control de armamentos y del tráfico dearmas, acicates comerciales entre otros de la belicosidadinternacional.

—Desarrollo económico, político y educativo de los países, deacuerdo con los presupuestos de la modernidad revolucionariainaugurada fundamentalmente a partir del siglo XVIII en Europa yAmérica del Norte. En una palabra, universalización delprocedimiento democrático e imposición sin distingos de losderechos humanos, superando la barrera mítica e históricamentenefasta de la llamada «soberanía nacional». Por lo tanto, el lógicorespeto a la pluralidad cultural y a las formas de vida no debeextenderse a los fanatismos de signo religioso o nacionalista queconculquen abiertamente los presupuestos del individualismodemocrático. Extender universalmente los avances de lamodernidad no es sólo «más técnica para todos» sino «ciudadaníademocrática» para todos…

Como el antimilitarismo no es un milenarismo religioso, nosupongo que el triunfo de esta domesticación intergrupal hará reinarsin más la felicidad en la Tierra. Seguirá habiendo injusticias,mentiras, desastres y sin duda también crímenes. Exactamente nimás ni menos que dentro de cualquiera de los mejores Estadosmodernos hoy logrados. Pero la mentalidad liberal —es decir,antitotalitaria y anticolectivista— acepta la persistencia de esosmales porque su «supresión» por decreto determinaría también lasupresión de la libertad de las personas, que consiste en poderhacer el mal pero también el bien (o incluso cosas que hoy parecenmal y mañana se pueden revelar muy buenas). Lo que se pretendeevitar es la vertebración militar y agonística de las sociedadeshumanas tal como en el momento presente las conocemos.Mañana… ya veremos. Por lo demás, el que quiera presentar

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reclamaciones contra este asco de mundo que se dirija directamenteal nitrógeno o —¡nunca mejor dicho!— al maestro armero. Lo siento,pero te engañaría si intentase contarte algo más bonito.

Vete leyendo…«¿Qué es la guerra? ¿Qué se necesita para tener éxito en las

operaciones militares? ¿Cuáles son las costumbres de la sociedadmilitar? La finalidad de la guerra es el homicidio; sus instrumentos,el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes, el saqueo y elrobo para aprovisionar al ejército, el engaño y la mentira, llamadasastucias militares; las costumbres de la clase militar son ladisciplina, el ocio, la ignorancia, la crueldad, el libertinaje y laborrachera, es decir, la falta de libertad. A pesar de todo esto, esaclase superior es respetada por todos. Todos los reyes, excepto elde China, llevan el uniforme militar y se conceden las mayoresrecompensas al que ha matado más gente… Los soldados sereúnen como, por ejemplo, sucederá mañana, para matarse unos aotros. Se matarán y se mutilarán decenas de miles de hombres y,después, se celebrarán misas de acción de gracias porque se haexterminado a mucha gente (cuyo número se suele exagerar) y seproclamará la victoria creyendo que cuantos más hombres se hamatado, mayor es el mérito» (L. Tolstoi, Guerra y paz).

«¿Sabe, Fontanes, lo que más admiro? Es la impotencia de lafuerza para conservar algo. No hay sino dos poderes en el mundo:el sable y el espíritu. A la larga, el sable siempre es vencido por elespíritu» (Napoleón Bonaparte).

«La humanidad como tal no puede hacer una guerra, puescarece de enemigo, al menos sobre este planeta. El concepto dehumanidad excluye el del enemigo, pues ni siquiera los enemigosdejan de ser hombres, de modo que no hay aquí ninguna distinciónespecífica. El que se hagan guerras en nombre de la humanidad norefuta esta verdad elemental, sino que posee meramente un sentidopolítico particularmente intenso. Cuando un Estado combate a suenemigo político en nombre de la humanidad, no se trata de unaguerra de la humanidad sino de una guerra en la que undeterminado Estado pretende apropiarse del concepto universalfrente a su adversario, con el fin de identificarse con él (a costa del

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adversario), del mismo modo que se puede hacer un mal uso de lapaz, el progreso, la civilización con el fin de reivindicarlos para unomismo negándoselos al enemigo» (C. Schmitt, El concepto de lopolítico).

«La única cura definitiva de la guerra es la creación de unEstado mundial o Superestado, lo bastante fuerte para decidir,mediante la ley, todas las disputas internacionales. Y un Estadomundial es sólo concebible después de que las distintas partes delmundo se hayan relacionado tan íntimamente que ninguna de ellaspueda ser indiferente a lo que ocurra en las otras» (BertrandRussell).

«Suele decirse: siempre han existido guerras, luego siempre lashabrá. Estas profecías empíricas son completamente falaces en sumisma forma. Su verdad sustancial, si son ciertas, depende de quesea verdadero que la misma naturaleza cósmica y humana funcioneen todas las edades. Puedo decir con certeza: “todos los hombresdel pasado han muerto, luego todos los hombres del futuro tambiénmorirán”; porque todos los hombres futuros serán animales nacidosde una semilla y dotados orgánicamente para la reproducción, nopara la inmortalidad. Otro tipo de ser no sería un hombre. Pero sialguien hubiera dicho en la antigüedad: “los padres siempre hansacrificado a sus primogénitos, luego siempre seguirán haciéndoloasí”, este profeta se habría equivocado. Y ello a causa de que elsacrificio del primogénito no es parte necesaria del mecanismo de lareproducción; no está implicado en la paternidad, como la muerte nolo está en la vida. La humanidad puede sobrevivir, y sobrevivirmejor, sin tales sacrificios» (G. Santayana, Dominios y poderes).

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CAPÍTULO OCTAVO

¿LIBRES O FELICES?Quiero serte franco: vivir en una sociedad libre y democrática es

algo muy, pero muy complicado. En el fondo, los grandestotalitarismos de nuestro siglo (comunismo, fascismo, nazismo y losdemás que vengan, si es que aún falta alguno) son intentos desimplificar por la fuerza la complejidad de las sociedades modernas:son enormes simplezas, simplezas criminales que intentan volver aalgún beatífico orden jerárquico primigenio en el que cada cualestaba en su sitio y todos pertenecían a la Tierra Madre y al GranTodo Común. El enemigo siempre es el mismo: el individuo, egoístay desarraigado, caprichoso, que se desgaja de la acogedora unidadsocial (lo que un pensador bastante cruel, Federico Nietzsche,llamaba «el calor de establo») y se toma demasiadas libertades porsu cuenta. Los totalitarismos siempre hacen burla de las libertades«formales o burguesas» que están vigentes en los regímenes másabiertos: las ridiculizan, demuestran su inoperancia, las consideranun simple engañabobos… ¡pero en cuanto pueden acaban conellas! Saben que a pesar de su aparente fragilidad, de su frecuenteineficacia, el unanimismo totalitario no puede coexistir con laslibertades políticas elementales: si se las tolera, a la larga acabancon la autoridad de tanques y policías.

Bien, es lógico que los Estados totalitarios pretendan aplastarlas libertades individuales, pues su nombre mismo proviene de«todo» y por lo tanto no se conforman con tener que compartir elpoder con cada uno de los ciudadanos. Pero los enemigos de lalibertad no siempre están fuera sino también dentro de los individuosmismos. Un psicoanalista con ambiciones de sociólogo, ErichFromm, escribió hace casi medio siglo un libro muy interesante cuyotítulo es significativo: Miedo a la libertad. Ése es el problema. Alciudadano le da miedo su propia libertad, la variedad de opciones ytentaciones que se abren delante de él, los errores que puedecometer y las barbaridades que puede llegar a hacer… si quiere. Seencuentra como flotando en un tópico mar de dudas, sin puntos fijos

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de referencia, teniendo que elegir personalmente sus valores,sometido al esfuerzo de examinar por sí mismo lo que hay quehacer, sin que la tradición, los dioses o la sabiduría de los jefespueda aliviarle demasiado su tarea. Pero, sobre todo, al ciudadanole da miedo la libertad de los demás. El sistema de libertades secaracteriza porque nunca puede uno estar del todo seguro de lo queva a ocurrir. La libertad de los otros la siento como una amenaza,porque me gustaría que fuesen perfectamente previsibles, que separeciesen obligatoriamente a mí y no pudiesen ir nunca contra misintereses. Si los demás son libres, está claro que pueden portarsebien o mal. ¿No sería mejor que tuviesen que ser buenos pornarices? ¿No corro demasiados riesgos dejándoles en libertad?Muchas personas renunciarían con gusto a su propia libertad con talde que los otros tampoco disfrutaran de ella: así las cosas serían entodo momento como tienen que ser y sanseacabó. Mi libertad espeligrosa, porque puedo utilizarla mal y hacerme daño a mí mismo;la de los otros no digamos, porque pueden emplearla en hacermedaño a mí. ¿No será mejor acabar con tanta incertidumbre? Nocreas que siempre son los gobernantes los que pretenden acabarcon las libertades o castrarlas al máximo: en demasiadas ocasionesson los ciudadanos los que les solicitan esta represión, cansados deser libres o temerosos de la libertad. Pero en cuanto a un Estado sele da la oportunidad de limitar las libertades «por nuestro bien» raravez deja de aprovecharla. Algunos políticos totalitarios, como AdolfHitler, llegaron al poder por medio de elecciones: de modo que ya seha dado el caso de que los ciudadanos libres utilicen su libertadpara acabar con las libertades y empleen la mayoría democrática enabolir la democracia.

Las libertades públicas implican responsabilidad: es una nocióna la que dimos ya su debida importancia en Ética para Amador,como espero que aún recuerdes. Ser responsable es ser capaz deresponder por lo que se ha hecho, asumiéndolo como acto propio, ytal respuesta tiene al menos dos facetas importantes. Primera,responder «yo he sido» cuando los demás quieren saber quién llevóa cabo las acciones que fueron la causa más directa de tales ocuales efectos (malos, buenos o malos y buenos juntamente);

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segunda, ser capaz de dar razones cuando se nos pregunte por quése hicieron estas acciones relevantes. «Responder», no necesitodecírtelo, es cosa que tiene que ver con «hablar», con entrar encomunicación articulada con los demás. En una democracia, laverdad de las acciones con repercusión pública no puede tenerlanunca exclusivamente el agente que las lleva a cabo sino que seestablece en debate más o menos polémico con el resto de lossocios. Aunque uno crea tener buenas razones, debe estardispuesto a escuchar las de los otros sin encerrarse a ultranza enlas propias, porque lo contrario lleva a la tragedia o a la locura. DonQuijote se considera a sí mismo un caballero andante peroevidentemente debería escuchar de vez en cuando la opinión dequienes le rodean y medir el impacto social que tienen susdiscutibles «hazañas». Si no lo hace es porque está loco, es decir,porque se ha convertido en irresponsable. Por supuesto, asumir lospropios actos y ser capaz de justificarlos ante los demás no implicarenunciar siempre a la opinión propia para doblegarse ante lamayoritaria. La persona responsable tiene que estar tambiéndispuesta a aceptar, tras haber expuesto sus razones y no haberlogrado persuadir al resto de los socios, el coste en censuras omarginación que suponga su discrepancia. Las palabras deSócrates en el diálogo platónico Critón, cuando se niega a huir de lacárcel y prefiere arrostrar la condena a muerte sin abdicar de susideas, constituyen el símbolo clásico de esta actitud de supremamadurez cívica.

Los irresponsables pueden ser de muchos tipos. Los hay queno aceptan la autoría de lo que han hecho: «no fui yo, fueron lascircunstancias». Ellos no han hecho nada sino que fueronempujados por el sistema político y económico vigente, por lapropaganda, por el ejemplo de los demás, por su educación o por lafalta de ella, por su infancia desgraciada, por su infancia demasiadofeliz y mimada, por las órdenes de sus superiores, por la costumbreestablecida, por una pasión irresistible, por la casualidad, etc…También por la ignorancia: como no sabía que tales resultados seiban a derivar de mi acción, no me hago responsable de ellos. Fíjateque no digo que para comprender cabalmente las acciones de una

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persona no haya que tener en cuenta sus antecedentes,circunstancias, etc… Pero una cosa es tenerlas en cuenta y otraconvertirlas en fatalidades que anulan cualquier posibilidad de queel individuo responda por sus actos. Naturalmente, este negarse aser «sujetos» para convertirse en meros objetos zarandeados porlas circunstancias sólo tiene lugar cuando las consecuencias delhecho que se nos imputa son poco agradables; si en cambio sebusca al responsable de algo para darle una medalla o un premio,en seguida proclamamos «he sido yo» con el mayor de los orgullos.Es infrecuente que alguien diga que no fue él sino sólo lascircunstancias o la casualidad cuando lo que se le atribuye es unacto heroico o un invento genial…

Otra forma de irresponsabilidad es el fanatismo. El fanático seniega a dar ningún tipo de explicaciones: predica su verdad y nocondesciende a más razonamientos. Como él encarna sin duda elcamino recto, los que le discuten sólo pueden hacerlo movidos porbajas pasiones y sucios intereses, o cegados por algún demonioque no les deja ver la luz. Tampoco el fanático se tiene porresponsable ante sus conciudadanos, sino sólo ante una instanciasuperior y desde luego inverificable (Dios, la Historia, el Pueblo ocualquier palabra con mayúscula semejante): los miramientos yleyes habituales no se han hecho para gente como él, con unamisión trascendental que cumplir… Menos terrorista por lo comúnpero en cambio mucho más extendida es la irresponsabilidad quepudiéramos llamar burocrática. Es característica de las institucionesadministrativas y gubernamentales en las que nadie da nunca lacara por nada de lo que se hace o no se hace: siempre el encargadoes otro, el papel vino de la oficina de arriba, eso se tramita en otronegociado, son los superiores los que decidieron (pero nunca sesabe qué superiores) o los subordinados los que entendieron mal(de vez en cuando sí que rueda la cabeza de algún cargoinsignificante, pero siempre para impedir que se busquenverdaderas responsabilidades más arriba). El estilo deirresponsabilidad burocrática se caracteriza porque casi nunca nadiedimite pase lo que pase: ni por la corrupción política, ni por laincompetencia ministerial, ni por errores de bulto que deben pagar

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los ciudadanos de su bolsillo, ni por la patente ineficacia en atajarlos males que se había prometido resolver. Como el gobernante seconsidera irresponsable, procura que la trama de las instituciones leayude a gozar de impunidad. Toda denuncia de abusos, por fundadaque esté, se presenta como formando parte de una maliciosacampaña de los adversarios políticos; en cuanto a la indignación delos ciudadanos de a pie, expresada a través de los medios decomunicación, se aplica el viejo principio de «ladrad, ladrad, que yaos cansaréis…». Este modelo de irresponsabilidad gubernativa tienesu complemento en la de quienes consideran que ellos no tienenque responder de nada porque es el gobierno el que debe resolverlotodo. ¡De nuevo la mentalidad totalitaria, que hace del Estado y susrepresentantes un absoluto fuera del cual sólo hay impotencia! En lasociedad democrática los ciudadanos podemos y debemosreivindicar nuestro derecho (que también, en cierta medida, suponenuestra obligación) a intervenir, a colaborar, a vigilar, a auxiliarcuando nos parezca necesario. Hay personas que en lugar delamentar que los inmigrantes no conozcan nuestro idioma seofrecen voluntariamente a enseñárselo, sacrificando horas de ocio;otras cooperan con su esfuerzo o su dinero en mantenermovimientos sociales (educativos, antirracistas, asistenciales, etc.) oinstituciones no gubernamentales como Anmistía Internacional, lasAsociaciones de Derechos Humanos o Médicos sin Fronteras, cuyalabor es imprescindible en el mejoramiento de la sociedad civilactual. Quien nunca se siente reclamado en conciencia democráticaa hacer lo que cree que debe hacerse no queda excusado pormucho lamentar elocuentemente que «los gobiernos» tampoco lollevan a cabo. Sin restarle un ápice de importancia a laresponsabilidad individual, es justo reconocer nuestracorresponsabilidad social por no prevenir situaciones próximas anosotros que verosímilmente han de acabar en delitos o desastres.

Vamos a ser claros: los irresponsables son los enemigosviscerales de la libertad, lo sepan o no. Todo el que no admiteresponsabilidades en el fondo lo que rechaza son las libertadespúblicas, ininteligibles si se las desvincula de la obligación deresponder cada uno por sí mismo. Libertad es autocontrol: o bien

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cada cual llevamos un policía, un médico, un psicólogo, un maestroy hasta un cura al lado para que nos digan lo que hay que hacer encada caso o asumimos nuestras decisiones y luego somos capacesde plantar cara a las consecuencias, para bien o para mal. Porqueser libre implica equivocarse y aun hacerse daño a sí mismo al usarla libertad: si por ser libres jamás puede pasarnos nada malo odesagradable… es que no lo somos. A fin de cuentas, la Ilustraciónpolítica que a mediados del siglo XVIII desembocó en la democraciamoderna supone —como ya señaló el viejo Immanuel Kant en sudía— que los hombres hemos salido de la minoría de edad política.Si somos adultos, podemos organizamos como iguales ante la ley ylibres; en caso contrario, necesitamos un Superpapá que nosdefienda de nosotros mismos, es decir, que restrinja, oriente yadministre nuestra capacidad de actuar libremente. Por supuesto, elpuesto de Superpapá tiene un candidato que se presenta voluntarioy cuenta con todas las bazas para ganar el título: ya te imaginas queme refiero al Estado. A la manía burocrática de convertir al Estadoen nuestro padre en lugar de ser nuestro consejo de gerencia(manía apoyada por todos los que miran al Estado de modotimorato, mimoso e infantil, en lugar de adulto y participativo) se lellama comúnmente paternalismo. Y tiene un éxito que no veas.

Los irresponsables infantiloides son de dos tipos: los que tienenmiedo a los demás y los que se tienen miedo a sí mismos. Enambos casos, la consecuencia final es la misma: cuantas másprohibiciones haya, más seguros y contentos estaremos. Comoconsideran que el Estado es su Gran Padre, le rezan a su modopidiéndole: «no nos dejes caer en la tentación». Porque todos losirresponsables, en lugar de creer en la libertad (que es una cosabonita pero muy comprometida), creen en el mito de la tentaciónirresistible. Es decir, creen que hay ciertas imágenes, o palabras, osustancias, o conspiraciones, o lo que sea, las cuales nos seducende modo automático y arrollador, hasta tal punto que frente a ellasno cabe defensa ninguna pues aniquilan en nosotros toda capacidaddecisoria. Vamos, como diría el castizo: que no se pué aguantá…De modo que la única salvación es que llegue el papá Estado yprohíba la tentación: en cuanto deja de haber tentación, deja de

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haber peligro, piensan los pobrecillos. Ya te digo que son muyinfantiles. No caen en que el asunto presenta por lo menos dosdificultades insalvables. Primera: cuanto más se prohíbe y persigueuna tentación, más tentadora se la hace. En la mayoría de lasocasiones, hasta que no nos señalan el fruto prohibido no nosdamos cuenta de lo mucho que nos apetece. Y si el fruto no sólo esprohibido, sino prohibidísimo, pues fíjate qué gusto más grande.Segunda dificultad: cada uno tenemos nuestras propias tentaciones,de acuerdo con nuestras peculiares fantasías. Es decir, cada cualquiere prohibir a todos lo que le presenta problemas y le causasudores a él o a la gente de su familia. Recuerdo que una vezescuché por la radio una entrevista a una señora que, con ciertoorgullo, se declaraba «ludópata», es decir, adicta a los juegos deazar y en su caso particular a las máquinas tragaperras. Apreguntas del locutor, la señora contaba la fascinación que sobreella ejercían las máquinas de los bares, su musiquilla embriagadora,la emoción de ver si lograba el pleno: se jugaba el dinero de lafamilia la buena señora, pedía prestado, no sé, hasta las bragas seapostaba en la dichosa tragaperras. Y acababa su relato clamando,con virtuosa indignación: «¡Esas máquinas fatales deberíanprohibirlas!» El locutor, que no parecía un lince, la jaleaba con suaprobación, en lugar de decirle sencillamente: «Señora, no deberíausted jugar». Muchas personas entran en los bares donde haymáquinas tragaperras y no juegan o juegan sólo unas pocasmonedas para entretenerse: pero la señora quería que se prohibieraa todo el mundo el objeto que le planteaba problemas a ella y agente tan cretina como ella. La culpa la tenía el cacharro cantarín deplátanos y manzanitas, no su propia manía irresponsable…

Abundan los casos semejantes y el más grave por sus efectossociales es el de las drogas. Desde que su prohibición ypersecución se ha institucionalizado como una auténtica cruzadainternacional, se han convertido en el negocio más fabuloso del siglo(no hay nada tan provechoso económicamente como lastentaciones) y cada vez hay más delitos relacionados con ellas, másdesaprensivos que trafican con ellas, más muertes por adulteracióno sobredosis de un producto sin control (imagínate lo que pasaría si

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cada vez que te tomases una aspirina no supieras cuánta cantidadde ácido acetilsalicílico hay en la pastilla ni si contiene otrassustancias diversas, como estricnina o cemento), más incautos queaspiran a llegar al paraíso o al infierno de lo prohibido para escaparde lo cotidiano, etc… ¿No sería más eficaz despenalizarlas —lo cualacabaría con el negocio de las mafias que las manejan— e informarsin aspavientos ni melindres sobre las consecuencias de su uso ysobre todo de su abuso? Recuerda lo que ocurrió en EstadosUnidos con la dichosa Ley Seca: antes, los borrachos no tenían másproblema que el alcohol; después, tuvieron el problema delalcohol… y el de Al Capone. Las tentaciones, hijo mío, no sepueden combatir a base de prohibiciones porque las prohibicioneslas fomentan y además perjudican a las personas que empleandomejor su libertad son capaces de usar las cosas sin abusar de ellas.Siempre habrá quien utilice lo que está a su alcance (la química, elerotismo, la política, la religión, cualquier cosa) para autodestruirse opara castigarse por sus pecados. Pero lo único que puede hacersesi queremos una sociedad adulta y no represiva es educar para latemplanza y preparar para la prudencia a los individuos libres.¿Acaso porque hay quien se tira desde un sexto piso vamos aconstruir todas las casas de una sola planta?

Estas consideraciones nos llevan a la escabrosa cuestión de latolerancia, directamente ligada a cuanto te vengo diciendo sobrelibertad y responsabilidad. Vivir en una democracia moderna quieredecir convivir con costumbres y comportamientos que unodesaprueba. Te insisto en que tan democrático es lo de convivircomo lo de desaprobar y quiero aclararte en qué sentido.Empecemos por lo de la convivencia. Desde el punto de vistacultural y social, la unanimidad, lo de todos a una, el aquí somos así,lo de «al que no le guste que se vaya», la limpieza étnica, el horroral mestizaje y al contagio de modas y modos, etc., son formas debarbarie y aún peor: de barbarie estéril. La comunidad democráticaes la formada por individuos capaces de desarraigarse de lasimposiciones del lugar de origen, de la tradición, de la sangre yelevar a convención reformable lo que ayer fue rutina sagrada.¿Quiere decir esto que ya no habrá memoria ni experiencia actual

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de los lazos comunes? No, en absoluto: lo que se trata de borrar esel determinismo de aquello que uno no ha elegido ser. Algo tenemostodos democráticamente en común: la posibilidad de romper con lasfatalidades de nuestros orígenes y de optar por nuevas alianzas,nuevos ritos y nuevos mitos. Perdona que deba ser algo rebuscadoen las expresiones, pero se trata de un asunto fundamental. En unademocracia moderna debe darse una base única y sobre ellanumerosas realidades plurales. La base única la forman las leyes —es decir, el elemento abstracto, convencional, pactado,revolucionario incluso— que han de ser iguales para todos y quedeben resguardar los derechos humanos y determinar loscorrespondientes deberes. Te aclaro que las decisionesdemocráticas se toman por mayoría pero que la democracia no essólo la ley de las mayorías. Aunque la mayoría decidiese que losciudadanos de piel negra o los de religión budista no debenparticipar en la vida política del grupo, ésta no sería ni mucho menosuna decisión democrática. Tampoco lo sería aceptar por mayoría latortura, la discriminación por cuestiones de preferencia sexual, ni (yaquí, ya ves, me opongo a lo vigente en algunos paísesdemocráticos) la pena de muerte. Además de ser un método paratomar decisiones, la democracia tiene también unos contenidos deprincipio irrevocables: el respeto a las minorías, a la autonomíapersonal, a la dignidad y la existencia de cada individuo.

Sobre esta unidad básica de las leyes se configura la pluralidadde las formas de vida. Como comprenderás, tales formas (queabarcan creencias, comportamientos sexuales, aficiones artísticas odeportivas, etc.) nunca pueden justificar las acciones directamentecontrarias a la unidad legal que sustenta la democracia. Yo tengoderecho a creer en una religión que prohíbe a las mujeres fumar,votar o conducir vehículos, pero no tengo derecho democrático aimpedir que las mujeres que lo deseen fumen, voten o conduzcan.Ni tampoco tengo derecho a crear dentro de la unidad democráticauna comunidad especial a la que se pertenezca por obligación (pornacimiento, familia, origen étnico, etc…) y en la cual las mujeres nopuedan fumar, votar ni conducir. Es preciso aprender a convivir conelecciones vitales o ideológicas que uno no comparte pero ello no

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quiere decir tolerar comportamientos que van directamente contralos principios legales de la democracia. Para poder reclamar laprotección democrática sobre las propias creencias y forma de vivires básico aceptar primero la propia democracia (laica, pluralista,defensora de los derechos humanos individuales) como el marco enel que han de encuadrarse las creencias y las formas de vida. O, pordecírtelo con las palabras precisas de Luc Ferry, un filósofo francésactual: «La reivindicación del derecho a la diferencia en lademocracia deja de ser democrática cuando se prolonga en laexigencia de una diferencia de derechos».

¿Y la desaprobación? Sin dudar te aseguro que me parece lomás lícitamente democrático del mundo. Tolerar al otro, bueno: perodarle la razón como a los locos, eso ni hablar. Nada más vigorosa yestimulantemente humano que discutir las opiniones del vecino,criticarlas, incluso tomarlas a cachondeo si se tercia. En cuanto leasestas líneas pecadoras seguro que dices: «Pero ¿no hemosquedado en que hay que respetar las opiniones y creenciasajenas?». Pues mire usted que no. Lo que debe ser respetado entodo caso son las personas (y sus derechos civiles), no susopiniones ni su fe. Ya sé que hay gente que se identifica con suscreencias, que las toman como si fueran parte de su propio cuerpo.Son los que berrean a cada paso: «¡han herido mis convicciones!»,como si les hubieran pisado un pie a posta en el autobús. Ser tansusceptibles es un problema suyo, no de los demás. Estoy deacuerdo en que no es muy cortés llevar la contraria de mododesagradable al prójimo, pero se trata de una cuestión de buenaeducación y no de un crimen. Lo malo es que quienes se sienten«heridos» en sus convicciones creen por ello tener derecho a herirde verdad en la carne a sus ofensores. Ahí tienes el caso delescritor angloindio Salman Rushdie, condenado a muerte porfanáticos musulmanes a causa de unas páginas supuestamenteblasfemas en uno de sus libros y que debe vivir escondido desdehace años. Hay personas que quieren parecer neutrales y dicen:«Hombre, la condena a muerte es una pasada, pero Rushdie nodebía haber herido las creencias de los musulmanes porque esosseñores tienen derecho a que se respeten sus doctrinas». ¡Vaya

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disparate! ¡Como si «herir» a alguien en sus creencias fuera lomismo que cortarle el cuello! ¡Como si la norma de buena educaciónque pide no meterse con lo que cree el prójimo fuese del mismorango que el derecho a no ser asesinado por verdugos dementes!

Sólo dos restricciones imagino al derecho a la libertad deexpresión, característico por excelencia de la democracia (losgriegos lo llamaban parresía, el hablar franco y sin cortapisas):primero, la abierta incitación al crimen, a la persecución contra laspersonas o contra sus medios lícitos de vida; segundo, la protecciónde la intimidad personal de cada ciudadano. Hasta el más público delos individuos tiene derecho a una esfera privada. Y el derecho a lainformación no justifica vocear las intimidades de nadie, porque node todo tienen derecho todos a ser informados. Por lo demás,adelante. Parece razonable, empero, someterse a cierta prudenciaen el planteamiento de los debates de gran repercusión social. Es elcaso, por ejemplo, de la cuestión del aborto. Sin duda es unacuestión muy delicada y los escrúpulos a la hora de tomardecisiones al respecto son perfectamente razonables. Pero ciertasafirmaciones la bloquean en lugar de ilustrarla. Si se dice que elembrión o el feto son algo valioso porque va a dar lugar a un serhumano, la discusión es posible y puede continuar de modoponderado. Pero si se dice que el aborto es «el asesinato de unniño», ya no queda más que ponerse a dar gritos coléricos. Resultaevidente que un embrión o un feto no son un niño, por lo mismo queun huevo no es un pollo. Decir que el aborto es «el asesinato de unniño» me parece tan extravagante como asegurar que uno acaba decomerse «una tortilla de dos pollos». Formas así de argumentar enlos debates imposibilitan llegar a conclusiones medianamentearmónicas, que son lo más deseable en sociedades tan complejas ydiversas como estas en que vivimos modernamente. Sin embargo,es cuestión de prudencia personal porque el derecho a desaprobar ydisentir (que no tiene por qué prolongarse en el derecho a prohibir)me parece prioritariamente inviolable.

Las sociedades democráticas, basadas en la libertad y no en launanimidad coactiva, son por tanto las más conflictivas que nuncahubo en la historia de la humanidad. El esfuerzo permanente por

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pensar uno mismo lo que le conviene, justificarlo, romper con elpasado o buscar en él nuevas ideas, elegir lo que debe ser hecho yquiénes son más aptos para llevarlo a cabo… ¡cuánto jaleo! ¡Quéresponsabilidad más grande! Y oirás que te dicen: ¿a qué nos llevatanta libertad? ¿No seríamos más felices si fuésemos menos libres?Francamente, yo creo que a la política sólo se le pueden pedirremedios políticos… y la felicidad no es un asunto político. Losgobiernos no pueden hacer feliz a nadie: basta con que no le hagandesgraciado, que es cosa que sí pueden lograr en cambio bastantefácilmente. En los períodos de gran excitación política, como en lasrevoluciones, la gente cree que las transformaciones radicalesresolverán no sólo los problemas de la colectividad sino que darán acada cual aquello que más desea en su corazón. Como esto nuncapasa, la gente se «desengaña» de la política y la resaca de losgrandes cambios suele dejar huellas de íntimo descontento. Meparece que hay que aprender a buscar la dicha, lo que hace la vidadigna de ser vivida, en cosas aparentemente menores que pocotienen que ver con los grandes planes políticos ni tampoco, desdeluego, con la riqueza o el almacenamiento de posesiones ycachivaches. Al final de las lecturas de este capítulo te incluyo unpoema de Borges que te señalará a lo que me refiero… Por miparte, sólo puedo concluir con una anécdota. En cierta ocasiónpreguntaron a Manuel Azaña, presidente de aquella efímeraSegunda República española aplastada por el golpe militar deFranco: «Don Manuel, ¿cree usted de veras que la libertad hacemás felices a los hombres?». Y Azaña contestó: «Francamente, nolo sé; de lo que estoy seguro es de que los hace más hombres».

Vete leyendo…«¿Qué me importa, después de todo, que exista allí una

autoridad siempre alerta, que vela porque mis placeres seantranquilos, que vuele delante de mis pasos para apartarme todos lospeligros, sin que yo no tenga siquiera que pensar en ello; si esaautoridad, al mismo tiempo que aparta las menores espinas a mipaso, es dueña absoluta de mi libertad y de mi vida; si monopoliza elmovimiento y la existencia, hasta el punto que es preciso que todolanguidezca a su alrededor cuando ella languidece, que todo

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duerma cuando ella duerme, que todo perezca si ella muere?» (A.de Tocqueville, La democracia en América).

«Las personas cuyas vidas son insignificantes buscan losignificativo en el pasado o en el futuro. Por esta razón un pasadoglorificado, religiosamente mitificado, sea racial o nacional, es tanimportante para mucha gente; y por eso el futuro de nuestros hijos,de nuestro partido, de nuestra nación o incluso de toda lahumanidad, anticipado por políticas o religiones salvadoras, es tanimportante para otros» (T. Szasz, La lengua indómita).

«Así es, Marat, eso es para ellos la Revolución. Les duelen lasmuelas y deberían arrancárselas. Se les ha pegado el cocido yahora, excitados, piden otro mejor. Una siente que su marido seatan bajo, quiere otro más alto. Al otro le molesta el zapato y elvecino tiene unos mejores. No se le ocurren versos al poeta y buscacon desesperación ideas nuevas. Un pescador lleva horas con elanzuelo en el agua. ¿Por qué no pican? Y así llega la Revolución ycreen que ella va a darles todo: un pez, un zapato, un poema, unmarido nuevo y una mujer nueva; y asaltan todas las bastillas yluego se encuentran con que todo es como era: el caldo pegado, losversos chapuceros, el cónyuge en la cama, maloliente y gastado, ytodo aquel heroísmo que nos hizo bajar a las cloacas podemosponérnoslo en el ojal, si es que aún tenemos» (P. Weiss, Marat-Sade).

«Un gobierno libre es un gobierno que no hace daño a losciudadanos, sino que por el contrario les da seguridad y tranquilidad.Pero aún hay mucho trecho desde ahí a la felicidad y el hombredebe recorrerlo por sí mismo, pues sería un alma muy grosera laque se considerase perfectamente feliz porque goza de seguridad ytranquilidad» (Stendhal, Del amor).

«Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

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Dos empleados que en un café del Sur juegan un silenciosoajedrez.

El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no leagrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de ciertocanto.

El que acaricia a un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar el mal que le han hecho.

El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo»(J. L. Borges, Los justos)

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EPÍLOGO

HASTA AQUÍ PODÍAMOS LLEGAR¡Qué escándalo! ¡Ya estamos en las últimas páginas y todavía

no te he dicho nada de la utopía! ¡Y tú que a lo mejor esperabas queyo te recordara desde el prólogo que los jóvenes deben serutopistas y todo ese bla-bla-bla! Pues nada, no señor. Sientocomunicarte que no pienso acariciarte los oídos con elogios de lajuventud: que si es generosa, que si es idealista, que si detesta losuniformes y la violencia. A cambio, tampoco te daré la barriladiciendo que los jóvenes de ahora ya no son como los de mi época,que han perdido el afán de cambiar el mundo y que sólo piensan encolocarse bien y ganar dinero. Entre los jóvenes hay de todo: los SSnazis que vigilaban los campos de concentración de Auswitz yBuchenwald solían tener dieciocho o diecinueve años; también erande esa edad los que se enfrentaron a los tanques del gobierno chinopidiendo libertad en la plaza de Tiananmen o los que ahora mismodejan voluntariamente sus casas para irse como cooperantes a lospaíses más desfavorecidos. Muchas veces, la «generosidad» de lajuventud es la de quien aún no tiene responsabilidades y estáacostumbrado a que otros velen por él; la famosa «rebeldía» es lapataleta de los mimados que quieren que los mayores les dejen susitio cuanto antes… Por supuesto, también hay jóvenes quesostienen con su esfuerzo y coraje a toda la familia o que seindignan contra las viejas injusticias de un sistema que les avasallao les margina. En todo caso, desconfía de quienes siempre tienen ala «juventud» en la boca, sea para elogiarla o para lamentar quehaya traicionado su sagrada misión; una de dos: o no conocen a losjóvenes y entonces son bobos, o mienten hipócritamente para sacaralgo de ellos y entonces son unos bribones.

En mi opinión, la primera obligación de los jóvenes es la mismaque tienen los más adultos y hasta los viejos, si me apuras:aprender. Quien no sabe puede tener arrebatos pero no aciertos; yconfundirá la buena intención reformadora con la retóricadesquiciada de los truculentos. ¿Entonces, la utopía…? Es la

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primera recomendación de los que no saben qué decir pero quierenquedar bien. Cuando a Leszek Kolazowski, un filósofo polaco actual,le preguntan que dónde le gustaría vivir, suele responder con buenhumor: «En lo más hondo de una selva virgen de alta montaña aorillas de un lago situado en la esquina de Madison Avenue deManhattan con los Campos Elíseos de París en una pequeña ytranquila ciudad de provincias». ¿Ves? Eso es una utopía: un lugarque no existe, pero no porque no hayamos sido lo suficientementegenerosos y audaces para inventarlo sino porque es unrompecabezas formado con piezas incompatibles. En el terrenopolítico, todas las instituciones deseables tienen también su precioen consecuencias menos deseables: la libertad dificulta la igualdad,la justicia aumenta el control y la coacción, la prosperidad industrialdeteriora el medio ambiente, las garantías jurídicas permiten aciertos delincuentes escapar a su castigo, la educación generalobligatoria puede facilitar la propaganda ideológica estatal, etc… Enla realidad de los asuntos políticos, ninguna ventaja esabsolutamente ventajosa. Todo tiene su contrapartida y es precisoadquirir conciencia de ella: el cóctel entre las diversas cosas quequeremos debe estar bien mezclado, porque si se le va a uno lamano en uno de los ingredientes —por delicioso que en sí mismoparezca— puede resultar indigerible. Pues bien, suele llamarse«utopía» a un orden político en el que predominaría al máximoalguno de nuestros ideales (justicia, igualdad, libertad, armonía conla naturaleza…) pero sin ninguna desventaja ni contrapartidadañina. Como proyecto es una tontería: supongo que quienes se lorecomiendan a los jóvenes como típico anhelo de su edad es porqueles consideran bobos. En cuanto imposición es todavía peor, comohan demostrado en este siglo los totalitarismos (siempre conpretensiones utopistas): es el sueño de unos pocos que llega aconvertirse en pesadilla para todos los demás.

De modo que no te deseo que te dé por las utopías, lo mismoque no te deseo que te aficiones demasiado a los «culebrones»televisivos. Me gustaría mucho, en cambio, que tuvieras idealespolíticos, porque las utopías cierran la cabeza pero los ideales lasabren; las utopías llevan a la inacción o a la desesperación

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destructiva (porque nada es tan bueno como debiera ser) mientrasque los ideales estimulan el deseo de intervenir y nos conservanperseverantemente activos. Ahora bien, te estoy hablando deideales políticos, no morales, estéticos, religiosos o de otra índole:cada cosa tiene su propia gracia. ¿Cómo se les reconoce? Paraempezar, los ideales políticos nunca son absolutos, porque han deconvivir unos con otros y cada cual tiene sus contraindicaciones(véase el párrafo anterior). Es propio de la política saber limitar lobueno: a veces, aplicar dosis exageradas de la medicina que hacurado una enfermedad no logra más que agravar al pacienteprovocándole otra peor. Los ideales políticos nunca intentan mejorarla condición humana sino la sociedad humana: no lo que loshombres son sino las instituciones de la comunidad en que viven. Silos hombres nos hacemos mejores por vivir en sociedades mejores,estupendo; pero aunque sigamos siendo más o menos igual derapaces y cutres, nunca será inútil que las leyes y formas degobierno ayuden a paliar nuestros defectos o nos proponganalternativas para cambiarlos por otros menos destructivos. La utopíase propone delirantemente lograr un «hombre nuevo»; los idealespolíticos prefieren ayudar a que el antiguo sea más soportable, másresponsable y menos bruto. ¿Te parece demasiado conformismo?Piensa que conformista es el que siempre se resigna a lo probable yno mira más allá: el idealista político, en cambio, se esfuerza porlograr lo posible, aunque sepa que no ha de ser fácil y que nuncahabremos de sentirnos satisfechos. Todos los ideales políticos sonprogresivos: cuando se alcanza un nivel que antaño hubieraparecido maravilloso, lo que aumenta no es la satisfacción sino lasexigencias. Y está muy bien que sea así: al gobernante que ante lasreivindicaciones ciudadanas responde «peor estábamos antes» hayque decirle bien alto que «precisamente por eso ahora podemosquerer más». Y, desde luego, los ideales políticos sondecididamente racionales y tienen en cuenta la experiencia histórica,los avances científicos, las revoluciones habidas contra lo ayertenido por «sagrado e inmutable»: de los visionarios antiilustradosque ven más claro cuanto más oscuro está todo ¡líbranos, Voltaire!

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He dedicado buena parte de este librito a contarte cosas delpasado (a veces un pasado tan remoto que medio me lo he tenidoque inventar para poder hablar de él) pero del futuro que nosaguarda apenas he dicho nada. ¿Sabes por qué? Porque no loconozco. Además, lógicamente tú eres mucho más ciudadano delporvenir que yo: el vértigo tecnológico que ha de configurarlo, el finalde la bipolaridad mundial que lo caracteriza, el hormigueo depequeñas terapias que sustituye a las grandes recetas ideológicasde antaño… todo eso te pertenece más que a mí. Mi labor nuncapretendió ser enseñarte a dónde vamos sino recordarte de dóndevenimos y por qué hemos llegado hasta aquí. Lo demás habrá queirlo inventando, como sucedió en cada época: aunque mucho estáprofetizado, nada está escrito. Estoy seguro de que lo que va apasar será como siempre desconcertante pero la mayoría de los«listos» de turno fingirán azoradamente que ya se lo veían venir…Me dirás: ¡pero hay que pensar en el futuro, porque lo que va aocurrir depende de lo que estemos haciendo ahora! Entonces,escucha mi único consejo: no siembres hoy lo que no quierascosechar mañana; no utilices ahora la represión para conseguir máslibertad, ni aumentes la violencia para que un día nos libremos de laviolencia, ni favorezcas la mentira como herramienta para conseguiren el futuro la verdad. Nunca sale bien. Como te adelanté en elprólogo de este libro, Albert Camus resumió así lo que quierodecirte: «En política, son los medios los que justifican el fin, nunca elfin a los medios». Por lo demás, yo creo que lo mejor es conocer elpasado, ocuparse mucho del presente y sólo un poco del futuro. Locontrario suele ser charlatanería contraproducente. ¿Me permitescitarte por última vez a un literato, éste de mis favoritísimos? En unode sus cuentos dice Franz Kafka: «Por favor, deja que el futuro sigatodavía durmiendo como merece. Ya que si uno lo despierta antesde tiempo, tiene entonces un presente dormido».

De lo que no podrás quejarte es de mi franqueza: me hemojado todo lo que he podido en estas páginas, para nada hepretendido ser circunspecto, ecuánime, imparcial… Claro que si lohubiese intentado, te habrías reído con mucha razón de mí. ¡Encuanto me desapasiono, soy un desastre! Una última inquietud: ¿te

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he dado la impresión de llevarme demasiado bien con lo que merodea, de estar vergonzosamente reconciliado con lo establecido?Bueno, es que ante ti no necesito hacerme el interesante. Pero teconfieso (ahora que no nos oyen los tontos) que me llevo muy biencon lo que es la vida pero no con la vida como es. Nací y pasébuena parte de mi juventud bajo una dictadura semifascista,aburrida, brutal y pazguata. Habito ahora en una monarquía, sinhaber dejado nunca de pensar que lo menos que merece un país enel siglo XX es un régimen republicano. Detesto los nacionalismos(como vasco, tengo doble motivo para ello) y por todas partes losveo crecer, afirmarse, recibir aplausos. Confío en la razón comoinstrumento para hacer universales los valores civilizados ycompruebo con humillación que no logra acabar ni con la peormiseria ni con los peores crímenes. Creo en la libertad, en que cadacual debe responsabilizarse de sus gustos y sus riesgos, pero a mialrededor no oigo pedir sino más control estatal y nuevasprohibiciones en nombre de la salud, la decencia, la tranquilidad o loque sea. Soy individualista pero no «idiota» (en el sentido griego deltérmino): veo sin embargo que hoy llaman «individualistas» a losidiotas que se escapan del mundo o lo maldicen. Y entonces…¿qué? ¿Debo amargarme? No, lo que debía hacer era escribirteeste libro. Sólo para decirte, my boy, my golden boy, que también teha llegado a ti por fin la hora de mover las piezas…

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DESPEDIDA

«Las metas e ideales que nos mueven se generan a partir de laimaginación. Pero no están hechos de sustancias imaginarias. Seforman con la dura sustancia del mundo de la experiencia física ysocial» (John Dewey, Una fe común).

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Table of Contents

PRÓLOGOCAPÍTULO PRIMEROCAPÍTULO SEGUNDOCAPÍTULO TERCEROCAPÍTULO CUARTOCAPÍTULO QUINTOCAPÍTULO SEXTOCAPÍTULO SÉPTIMOCAPÍTULO OCTAVOEPÍLOGODESPEDIDA