crébillon_el silfo (esp. ed. siruela)

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EL S I L F O, O Sueño de Mme. de R*** escrito por ella misma a Mme. de S*** (1730) Claude-Prosper Jolyot de Crébillon

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Jean-Baptiste Joylot de Crébillon. El silfo (1730). en Cuentos y relatos libertinos. ed. Siruela

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Page 1: Crébillon_El Silfo (Esp. Ed. Siruela)

E L

S I L F O,O

Sueño de Mme. de R***

escrito por ella misma a Mme. de S***

(1730)

Claude-Prosper Jolyot de Crébillon

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Os quejáis sin razón de mi silencio, señora, y no basta para acusar a la gente de pereza haber salido una vez de la propia. ¡Cuánto os enojaría si mi puntualidad os obli-gara a escribirme alguna vez! Apenas si tenéis tiempo de pensar: considerad, tal vez no lo hagáis nunca, que no hay en el mundo ociosidad más ocupada que la vuestra. El tumulto de París que no os deja ocasión para formaros una idea clara, los placeres que se suceden sin cesar, la numerosa compañía cuya mezcolanza siempre divierte por ridícula que pueda ser, los modales de nuestras bue-nas gentes, la impertinencia y la insulsez de nuestros pe-timetres, tanto de corte como de ciudad, contraste extra-vagante que en el gran mundo siempre se encuentra reu-nido, las aventuras que ocurren y que perpetuamente proporcionan ocasiones de maledicencia, las ocupacio-nes del corazón que divierten, incluso cuando no intere-san, el tiempo que el tocador exige tan agradablemente entretenido por nuestros jóvenes senadores¹, el placer siempre variado que ofrece la coquetería, el juego que nos ocupa cuando la deserción de un galán o el mira-miento por las conveniencias dejan momentos que per-der, ¡eh!, ¿cómo, en medio de ese tumulto, podríais pen-sar alguna vez en mí? Me reprocháis mi gusto por la so-ledad; si supierais lo agradablemente que he estado ocu-

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pado en la mía, vendríais conmigo a participar de mis entretenimientos, por poco reales que puedan ser. Sin duda os burlaréis de mí cuando os confiese que estos placeres que tanto os pondero no son más que sueños; sí, señora, sueños, pero los hay cuya ilusión supone para nosotros una felicidad real y cuyo halagüeño recuerdo contribuye más a nuestra felicidad que esos placeres ha-bituales que se repiten sin cesar, y que nos pesan en medio incluso del deseo que tenemos de disfrutarlos.

Sabéis que desde siempre he deseado con ardor ver uno de esos espíritus elementales conocidos entre noso-tros con el nombre de silfos. Siempre he creído que no es en el tumulto de las ciudades donde les gusta manifes-tarse, y, ¿podréis creerlo?, ésa es la idea que me arras-traba con tanta frecuencia al campo y me hacía rechazar con tanto orgullo a los galanteadores. Quizá sin el deseo que tenía de ser digna del amor de un silfo, habría su-cumbido, porque entre esos galanteadores los hay más apuestos: no me arrepiento en absoluto de mi severidad, puesto que me ha guiado hasta mi objetivo. Es un sue-ño;sólo os contaré mi aventura bajo ese supuesto, hay que cuidar de vuestra incredulidad. Sin embargo, si fue-ra un sueño, recordaría haberme dormido antes de ha-berlo empezado; habría sentido que despertaba, y, ade-más, ¿qué apariencia hay de que un sueño tuviera tantas secuelas como hay en lo que voy a contar? ¿Cómo habría recordado tan bien las palabras del silfo? No es natural que haya pensado lo que vais a oír, todas las ideas que

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vais a encontrar en él nunca me han sido familiares. ¡Oh!, no cabe duda de que no he soñado, creed por lo demás lo que os plazca; en cuanto a mí, no me serviré de palabras como: me parecía, creía ver; diré, yo estaba, yo veía; pero pongamos fin a este preámbulo.

Uno de los últimos días de la semana pasada, estaba retirada en mi habitación; la noche era cálida, estaba acostada de una forma honesta, para alguien que se cree solo, pero que no lo habría sido de haber creído que te-nía espectadores. Aburrida de una compañía provinciana que me había obsesionado todo el día, buscaba alguna compensación en un libro de moral², cuando oí pronun-ciar claramente, aunque a media voz y con un suspiro, «¡Oh!, Dios, ¡cuántos encantos!». Estas palabras me sor-prendieron y, dejando mi libro, traté de prestar oído atento pese al espanto que empezaba a dominarme; al no oír nada más en mi habitación, creí haberme engañado, e imaginé que mi mente distraída había hecho realidad lo que acababa de leer. Pero no había apariencia de que debiera tener que ver con la moral; además, en ese mo-mento no pensaba en nada que pudiera tener relación con ella. Todavía estaba sumida en estas reflexiones cuando oí con mayor claridad que la primera vez: «¡Oh, mortales! ¡Y que vosotros estéis hechos para poseerla!». Por halagüeña que fuese esta exclamación, redobló mi miedo, y metiéndome rápidamente de nuevo en la cama me cubrí la cabeza con la sábana, medio muerta y en el

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horrible estado en que puede encontrarse una mujer miedosa.

–¡Ah, cruel! –exclama alguien entonces–, ¿por qué ocultaros a mi vista? ¿Qué teméis de alguien que os ado-ra, y que para su desgracia es tan respetuoso que no se atreve a emplear la violencia para volver a veros? Res-pondedme al menos, no llevéis mi amor a la desespera-ción.

–¡Ay! –contesté con voz ahogada–, ¿qué podría res-ponder en la situación a que me reduce tan sorprendente aventura?

–Mas ¿qué podéis temer de mí? –me replican–. Ya os he dicho que os adoro: tranquilizaos, no me mostraré, y, aunque verme pudiera desterrar el temor de vuestra alma, no quiero exponeros a la sorpresa que os causaría.

Un tanto repuesta por estas palabras, levanto despa-cio mi sábana. Vi que sólo se trataba de una declaración de amor y recordé haberme enfrentado a más de una con orgullo. Mi alma no es débil, y además creí que no tenía nada que temer de una aventura que empezaba de aquel modo. Sin embargo, alguien se había enamorado; me en-contraba sola, y en una situación en la que tenía todo que temer de algún atrevido, y al que yo suponía con más fuerzas que un hombre. Esta reflexión me preocupó, vi de repente el riesgo que corría, y fue mayor el miedo con que lo vi porque no encontraba medio de evitarlo. He ahí una de esas embarazosas ocasiones en que la vir-tud no salva de nada; también imaginé que era un espíri-

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tu el que me hablaba, y al principio pensé que sería im-palpable; sin embargo, aquel espíritu era sensible, me amaba: ¡qué le habría impedido tomar cuerpo! Estas dis-tintas ideas me mantenían en una irresolución intermi-nable cuando la voz continuó:

–Sé todo lo que pasa por vuestra alma, mi bella con-desa; seré respetuoso, sólo somos atrevidos cuando so-mos amados.

–Bueno –le dije–, no creo que yo te dé nunca oca-sión de faltarme al respeto.

–No estéis tan segura –dijo la voz–, nosotros somos amantes algo peligrosos, sabemos todo lo que pasa en el corazón de una mujer, que no podría imaginar deseos que no satisfagamos, intervenimos en todos sus capri-chos, envejecemos a sus rivales y aumentamos los en-cantos de ellas mismas, conocemos todas sus flaquezas, y cuando lanza un suspiro de amor, cuando la naturale-za, en un momento de distracción, es la más fuerte, la dominamos; en una palabra, la más ligera idea de tenta-ción se convierte, gracias a nuestros cuidados, en tenta-ción violenta y pronto satisfecha. Admitid que si los hombres tuvieran nuestra ciencia, no habría mujer que se les escapara. Añadid a esto que nuestra invisibilidad es un maravilloso recurso contra maridos celosos o ma-dres ridículas; no hay precauciones de los suyos que tengan éxito, ni ojos vigilantes a los que no se engañe con este secreto. Pero os ruego –añadió– que dejéis de ocultaros a mis ojos, esta complacencia a nada os com-

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promete, puesto que sólo me veréis cuando queráis y puesto que vuestros sentimientos hacia mí dependen só-lo de vos.

Tras estas palabras, me dejé ver, y el espíritu, pues eso es lo que era, lanzó al verme un grito que a punto es-tuvo de hacerme volver bajo la sábana; pero me tranqui-licé.

–¡Ah! –exclamó al verme–, ¡qué bellezas! ¡Qué lás-tima que estén destinadas a un vil mortal! No se me pueden escapar.

–¡Cómo! ¿Creéis –le dije– que no escaparé de vos?–Sí, desde luego, eso creo.–Me parece que hay mucha presunción en esa idea –

repliqué.–Os equivocáis, hay mucha menos que conocimiento

de vuestro corazón: todas las mujeres tienen la misma forma de pensar, los mismos impulsos, los mismos de-seos, la misma vanidad, y poco más o menos las mismas reflexiones, y esas reflexiones siempre son débiles cuan-do se trata de combatir la inclinación.

–Pero la virtud –le dije–, ¿creéis que es inútil?–No debería serlo –replicó él–, y, sin embargo, ima-

gino que le dais poco trabajo.–Creernos incapaces de la menor reflexión es pensar

demasiado mal de nosotras –dije yo.–No –respondió–, creo que reflexionáis, pero que

vuestro corazón, más vivo y más dispuesto, escapa a la reflexión y os decide antes por el sentimiento que por la

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razón. No es que no penséis bien para conocer lo que hay que evitar, provocáis luchas en vuestro corazón, las sostenéis durante un tiempo, y termináis sucumbiendo con el consuelo de que, si vuestro corazón hubiera sido menos fuerte que vos, habríais obtenido la victoria.

–¿Creéis pues –repliqué–, que no podemos vencer nunca nuestra inclinación? ¿Que somos tan cruelmente esclavas de nuestras pasiones que nada puede reprimir-las?

–Ese punto sería motivo de una discusión demasiado larga –respondió–. Creo que no es imposible encontrar mujeres virtuosas, pero, por lo que he podido juzgar a ra-íz de trataros, no es la virtud lo que más os divierte: sa-béis que hay que tenerla, y me parece que no cedéis a esa necesidad sino a regañadientes. Una cosa que, en mi opinión, autoriza mi idea es la tristeza y el mal humor que reinan en el semblante de una mujer virtuosa, de una mojigata, de esas personas que se han hecho parti-darias de la virtud por orgullo, para tener el placer de insultar a las flaquezas de su sexo. Hay épocas en que pagan ese placer muy caro y en las que querrían poder renunciar a él. Mas ¿cómo hacerlo? Es una virtud de la que se ha hecho alarde lo que hay que sostener, y gimen por ello en secreto; siempre tentadas, no tardarían en convertir en deleite la tentación que las atormenta si pu-dieran estar seguras de que sus flaquezas serían ignora-das. Sus perpetuas proclamas contra los placeres de-muestran menos el odio que sienten contra ellos que el

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dolor que sienten al verse privadas de ellos por una va-nidad mal entendida. Añadid otra cosa más: es raro que una mujer hermosa sea mojigata, o que una mojigata sea una mujer hermosa, lo cual la condena precisamente a aferrarse a esa virtud que nadie osa atacar, y que sin ce-sar pena por el reposo en que la dejan languidecer.

–¿Pensáis que todas las mujeres son mojigatas? –le dije.

–Los hombres –respondió– serían muy desgraciados si sólo hubiera mujeres de ese carácter.

–Sin embargo –repliqué–, quieren que seamos vir-tuosas.

–Para ellos –dijo–, es un refinamiento de buen gusto deber a sus seducciones el aniquilamiento de una cosa que tanto les ha costado introducir en vuestra alma, y que tan bien os sienta, digáis lo que digáis. No esa virtud salvaje que no es más que gesto, sino la que yo imagino, y que no puedo describiros porque aún no he encontrado ninguna de esa especie.

–¿Qué es, pues –le pregunté–, lo que los hombres llaman virtud?

–La resistencia que oponéis a sus deseos, y que nace de vuestra atención a vuestros deberes.

–¿Y cuáles son –repliqué– esos deberes?–Eran inmensos –contestó–, pero como los abreviáis

cada día, creo que ya no os quedará ninguno que obser-var; hoy sólo consisten en las conveniencias, y ni siquie-ra se siguen con rigor.

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–¿Durará mucho tiempo este desorden? –le pregun-té.

–Tanto como las mujeres crean ideal la virtud y real el placer –me respondió–, y no veo señal alguna de que cambien de forma de pensar. Además, no hay mujer que no tenga alguna flaqueza, y esa flaqueza, por bien disi-mulada que esté, nunca escapa a la búsqueda obstinada del amante. La voluptuosa se rinde al placer de los sen-tidos. La delicada, al encanto de sentir ocupado su cora-zón. La curiosa, al deseo de instruirse. A la indolente le costaría demasiado negarse. La vanidosa perdería dema-siado si sus atractivos fueran ignorados, quiere leer el furor de los deseos de un amante, la impresión que pue-de provocar en los hombres. La codiciosa cede al vil amor de los regalos. La ambiciosa, a las conquistas des-lumbrantes, y la coqueta a la costumbre de rendirse.

–Muy sabio sois –le dije.–Es que he viajado desde mi juventud –me respon-

dió–. Pero ¿no estaréis empezando a dormiros? Este gran deseo de filosofar no favorece nuestro encuentro, y estoy seguro de que ahora mismo me tomáis por un silfo de los más novicios. Quien tan mal sabe aprovechar momentos tan dulces como los que paso a vuestro lado, no merece que se le concedan. ¡Un silfo enamorado hablando de moral! Francamente, ¿me perdonaréis que haya emplea-do tan mal mi tiempo?

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–No sé qué otro uso querríais haberle dado –respon-dí–. Me habéis enfadado, y me agradará mucho demos-traros que la virtud existe.

–Es decir –respondió riendo–, que sólo la tendréis por contradicción. Sin embargo, no dudo de que la ten-gáis, y si sobre ello no os he dicho cuanto pienso es por-que una persona tan bella como vos ofrece tantas cosas dignas de alabanza que, a su lado, no se tiene tiempo pa-ra ponderar su mérito.

–Pues no os perdono que lo hayáis olvidado –le di-je–; me amáis, ya os haré yo arrepentiros.

–Mi bella condesa –respondió–, a una hermosa se le dice que posee encantos, porque repetirlo es a menudo una forma cortés de exhortarla a que los use; pero ¿va-mos a recordarle su virtud cuando nuestro interés es que la olvide? Además, nada de amenazas, todas esas finezas valen con los hombres, pero pensad que no podéis enga-ñarme. Resulta algo embarazoso, y no me extraña ver que pensáis: un galán que sabe cuanto una piensa, que se da cuenta de todo, frente al que no se tienen recursos, es algo muy incómodo.

–En tal caso –respondí–, puedo no verme obligada a soportar tanta fatiga; no os amaré.

–Eso sí que no –dijo él–. Para evitar amarme ten-dríais que decirme con toda seriedad que dejara de ve-ros. Y lo que es más, tendríais que quererlo, y eso es lo que no queréis. Curiosa como sois, nunca podríais que-daros sin ver el final de esta aventura. Conmigo estáis

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precisamente en la misma situación en la que están to-das las mujeres al principio de una relación amorosa. Saben que, para no sucumbir, deberían huir; pero la pa-sión agrada, enciende el corazón, apaga las reflexiones, la seducción es continua y la recapacitación momentá-nea, el placer aumenta, la virtud desaparece, el amante se queda; ¿cómo huir? Y seguro que vos no huiréis.

–Me parecéis demasiado convencido de vuestra con-quista –respondí–, me gustaría un galán más respetuoso, y cuyos deseos, más tímidos, me trataran con más consi-deración.

–Es decir –me interrumpió él–, querríais que perdie-se un tiempo que para mí es precioso; no estoy acostum-brado a eso.

–¡Las mujeres, sin duda, no os han acostumbrado!–No, claro que no –replicó.–¿Y siempre habéis gustado a quien habéis preten-

dido?–No siempre –replicó–, a menudo me he visto obli-

gado a cambiar de forma para hacerme amar. La primera persona que me agradó era una inocente joven que aún tenía miedo a los espíritus; se me ocurrió hablarle de no-che, y creí que la mataba del susto. Por más que le dije que era un espíritu aéreo, que éramos hermosos y apues-tos, la enumeración que le hice de nuestras buenas cua-lidades no la volvió sino más temerosa, y, de no ser por-que tomé la apariencia de su maestro de música, la hu-biera perdido. A la que me dirigí a continuación era una

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dama de calidad, muy ignorante, que tampoco compren-dió nada sobre las sustancias celestiales y que no quiso imaginarse que yo pudiera ser un cuerpo sólido; esta idea me perjudicó enormemente con ella. Al no poder vencerla contra ella misma, pensé que, adoptando la fi-gura de un hombre muy amable que la amaba, podría conseguirla: perdí el tiempo. Por último, sin saber ya qué hacer, me puse a su servicio y me disfracé tan bien que nunca me habría tomado por un espíritu elemental; y, ya veis qué extravagancia, ¡triunfé! En España encon-tré a una mujer que, después de haberme visto, no quiso nada de mí y prefirió a su amante; esa desgracia aún no me ha ocurrido en Francia. El pormenor de mis aventu-ras sería demasiado largo, pero no he de olvidar a una mujer sabia cuyos estudios habían tenido por principal objeto la astronomía y la física. La vi y le dije quién era; no la asusté, pero, a pesar de esfuerzos increíbles, no lo-gré convencerla. «¿Cómo es posible», me decía, «que, si en vuestra región sois materia corpórea, no os haya asfi-xiado nuestro aire al descender hasta nosotros? Y si vuestro ser no es más que un compuesto de vapores suti-les que no pueden resistir las impresiones del aire y puede disolver el menor viento, ¿de qué podríais servir aquí?». Lejos de refutar este argumento con palabras, le rogué que me pusiera a prueba; consintió, decidida sin duda por el escaso riesgo que creyó correr, o, suponien-do que lo hubiera, por el placer de haber encontrado en la física elevada algo extraordinario que el resto del

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mundo no supiese. Traté, pues, de convencerla, pero en el momento en que yo debía esperar que cediese a la fuerza de mis razones, exclamó: «¡Ay, Dios! ¡Vaya un sueño!». ¿Habéis visto nunca incredulidad más obstina-da? No me desanimé al principio, pero, al ver que a cualquier hora y de cualquier modo que le hablase, se empeñaba, como vos haréis sin duda, en tratarme de quimera y de sueño, me harté de darle motivos para so-ñar y la dejé, aunque me hiciera esperar una conversión cercana. Pero vos –añadió él–, ¿seréis igual de incrédu-la?

–Por lo menos no seré tan curiosa –respondí–. Estoy convencida de que sueño, pero, satisfecha con el placer que ese sueño me da, no quiero saber si podría ser cier-to.

–Y yo siento –repuso el espíritu– que todo se vuelve demasiado verdad a vuestro lado. No quiero seguir expo-niéndome al peligro de ver vuestros encantos, me mar-cho bastante apenado por no haber podido hacerme amar por vos, me voy para librarme de los rigores que vuestra crueldad me prepara.

–¡Qué impaciente sois! ¿Cómo queréis que os ame? ¿Sé siquiera lo que sois?

–¿Habéis tenido la curiosidad de preguntármelo? –replicó.

–¡Ay! –contesté–, temía molestaros si os lo pregun-taba; ese temor y el de que fuerais algo peor que un espí-

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ritu me han hecho callar. Pero, ya que me lo permitís, ¿qué sois?

–¿Y quién creéis vos que soy? –dijo él.–Os creo –respondí– espíritu, demonio o mago. Mas

sea cual fuere la especie bajo la que os imagine, os tengo por algo muy amable y singular.

–¿Querríais verme? –respondió el espíritu.–No –dije–, no es el momento. Responded, por favor,

a mis preguntas: ¿qué sois?–Soy un silfo.–¡Un silfo! –exclamé entusiasmada–, ¡un silfo!–Sí, encantadora condesa. ¿Os gustan?–¡Que si me gustan! ¡Dios mío! Pero me engañáis, no

existen; o, si existen, ¿qué pueden hacer los mortales por vuestra felicidad, y cómo una esencia tan celeste como la vuestra puede rebajarse al trato con los hombres?

–Nuestra felicidad nos aburre cuando no la compar-timos con nadie –respondió–, y todo nuestro afán es bus-car alguna amable criatura que merezca nuestro afecto.

–Pero –le interrumpí–, he leído que las sílfides eran muy bellas, ¿por qué...?

–Os comprendo –dijo–, ¿por qué no dedicarnos constantemente a ellas? No las enternecemos lo bastan-te, nos ven demasiado, y sólo por motivos racionales, y para que no se pierda la raza de los silfos, nos conceden algunos favores; esa misma consideración nos mueve a nosotros, y, como fácilmente podréis deducir, eso no es lo mejor para promover vínculos muy tiernos con ellas.

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Poco más o menos supone obrar como vosotros los hu-manos cuando estáis casados. Buscamos mujeres que nos saquen de nuestro letargo, igual que ellas por su la-do buscan hombres que las compensen del aburrimiento que les causamos. Entre nosotros, todas estas cosas es-tán reguladas, y unas y otros nos dejamos llevar por nuestra inclinación sin celos ni mal humor. Os veo pen-sativa –añadió–. Admitid que tener un silfo por amante es algo gracioso. Como ya os he dicho, no hay fantasía que no satisfagamos, ni bienes con los que no colmemos a quienes amamos. Más esclavos que amantes, nos so-metemos a todas sus voluntades, y sólo nos parece incó-modo un único punto.

–¿Cuál es? –pregunté bruscamente.–Exigimos constancia, y quiero advertiros que, con

nosotros, la muerte más cruel sigue siempre a la menor apariencia de infidelidad.

–¡Misericordia! –exclamé–, ¡renuncio a vos por siempre!

A estas palabras, el espíritu soltó una carcajada que me hizo reparar en la estupidez de mi miedo.

–¿Os reís, silfo mío? –le dije.–Me río de que no haya mujer que no se rebele con-

tra este punto –me contestó–, y que no prefiera renun-ciar a todas las ventajas que nuestra posesión le asegura antes que a su inconstancia natural.

–Os engañáis –le dije–. Como no quiero ser incons-tante, nada tengo que temer, y, sin embargo, la idea de

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no poder serlo sin riesgo me aflige en sumo grado. Siem-pre pensaríais que mi afecto por vos nace del temor al castigo, y me querríais menos.

–¿Podéis creer eso? –respondió–. Si somos molestos para las mujeres poco sinceras porque sabemos todo lo que piensan, las de corazón bueno y recto han de estar encantadas de que nada se nos escape; valoramos esas delicadezas del alma, esos sentimientos sutiles que la estupidez y la indolencia de los hombres no ven, y cuan-to más conocemos su amor, más perfecta es su felicidad. Y no creáis que la condición que propongo sea tan terri-ble. Los silfos son tan superiores a los hombres en todos los aspectos que no es para nada un suplicio amarnos con constancia. Imagino que el tedio de un hábito en el que languidece el corazón es el único motivo que deter-mina la inconstancia en una mujer: ya no ve en un amante esos deseos tumultuosos que, tanto si los recha-zaba como si quería satisfacerlos, la divertían por igual. Ya no es más que un hombre aburrido que se excita por buena educación, que dice indolentemente que ama, que lo prueba con más indiferencia todavía, y cuyo rostro mudo y helado nunca ayuda a convencer de lo que su boca pronuncia. ¿Qué hará una mujer en semejante ca-so? Por una honra vana y mal entendida, ¿pasará el resto de su juventud en un vínculo que ya no la hace feliz? Cambia, y hace bien. La consideran pecadora si es la primera en cambiar; es porque siente con más viveza que los hombres, y porque no tiene tiempo que perder.

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Además, a menudo es por bondad hacia el que ha ama-do: le ve languidecer a su lado sin poder decidirse a abandonarla, porque teme deshonrarse; ella le propor-ciona un pretexto y carga con la culpa. Es actitud muy generosa, y que los hombres no merecen, pues tienen la impertinencia de ofenderse.

–Entonces los silfos, ¿no están sujetos al hastío ni al desagrado? –le pregunté–. ¡Seguro que son tan fieles como exigen que sean con ellos!

–Por lo menos –respondió–, cuando cambian es de modo tan repentino que no se tiene tiempo de descon-fiar, aún se los ve enamorados un cuarto de hora antes de que desaparezcan.

–¿Y si alguien llega a sospecharlo y cambia antes que ellos? –dije.

–Olvidáis que...–¡Ah!, ya me acuerdo. Sois crueles privándonos de

todos nuestros recursos.–Aunque no tuvierais la idea de la muerte ante los

ojos –replicó–, no querríais. La mejor manera de impedir que una mujer sea inconstante consiste en no darle tiempo de aferrarse a un capricho, pero ese cuidado se-ría demasiado fatigoso para los humanos, y sólo a los sil-fos corresponde saber emplear todos los instantes y pre-venir esas fantasías momentáneas que nacen en vuestro corazón.

–Creo –le dije– que pese a esos felices talentos que atribuís a los silfos, también podemos cansarnos de

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ellos. En ocasiones conviene dejar que nos deseen, hay momentos en que lo que reflexionamos sobre nuestros placeres nos divierte más que todas las atenciones de un amante. Confesaréis, además, que una solicitud constan-te fatiga, y bastaría para impedirme desearos la certeza de no desearos nunca en vano.

–Esa sensación es bastante singular –prosiguió él–, y dudo de que sea verdadera. Creedme, con nosotros no hay tiempo para hacerse reflexiones de ese tipo: con nuestro trato os volvéis sílfides y, al participar de nues-tra sustancia, la tarea de responder a nuestra solicitud se vuelve tan ligera para vos como lo es para ellas.

–Sabéis disipar todas las dificultades –le dije–, pero, cuando dejáis a una mujer, ¿le queda algo de vuestra esencia?

–A veces, por bondad, le privamos de una parte –contestó–, y a menudo, por malicia, se la dejamos toda.

–Ese proceder no está bien –repliqué.–Admito –dijo– que podríamos dispensarnos de de-

jar a nuestra espalda deseos que sólo nosotros podemos apagar, pero sólo conocemos ese modo de conseguir que nos echen de menos, y éste es un placer que nos emo-ciona. Estáis pensativa.

–Es cierto –dije–, pienso que conozco a muchas mu-jeres sílfides en la buena sociedad.

–¡Oh!, es verdad –me dijo–, como es en la Corte donde mayor éxito tenemos, no es difícil reconocer ahí nuestras huellas; pero me parece que esa especie de ma-

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licia no os asusta tanto como la muerte contra la que ha-ce un momento habéis protestado. Tiene, sin embargo, sus inconvenientes.

–Los temo, pero puedo evitarlos.–No amándome –dijo el silfo–, pero no ganaríais na-

da; ése es también el castigo de las que se nos resisten.–¡Dios mío! –exclamé–, ¿por dónde escapar?–Dejemos todo este coqueteo –replicó el silfo.–¡Oh!, claro que lo dejamos –exclamé muy asusta-

da–. No hay trato, señor demonio. Si queríais incitarme a daros la inmortalidad, deberíais haberme ocultado la perversidad de vuestro carácter y los riesgos que siguen a los compromisos contraídos con vos.

–Expliquémonos –respondió–. Veo que, con la men-te imbuida de las fantasías que ha contado el conde de Gabalis³, creéis que podéis darnos la inmortalidad, es decir, que hacéis lo que la naturaleza no ha juzgado con-veniente hacer. También pienso que, de acuerdo con esas bellas ideas, nos creéis sometidos a las débiles lu-ces de vuestros sabios y que condescendemos cuando nos llaman. ¿Es verosímil que una esencia superior a la del hombre necesite ser instruida por éste y pueda verse obligada a obedecerle? En cuanto a la inmortalidad que pretendéis darnos, esa fantasía sigue siendo ridícula, pues es de presumir que un trato frecuente con una sus-tancia inferior envilecería la nuestra, lejos de darle nue-vas fuerzas.

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–Veo que he sido demasiado crédula –le respondí–, pero no por ello estoy más dispuesta a amaros; os temo.

–Tranquilizaos –replicó él–, por lo que se refiere a la muerte con que os he amenazado, no siempre llegamos a ese extremo; a menudo cambiamos nosotros mismos, y entonces podéis recuperar vuestros derechos; mas no queremos que se nos adelanten, como tampoco vosotras cuando entabláis relaciones: son afrentas que no perdo-náis, y nuestra vanidad es tan sensible como la vuestra. En cuanto al otro castigo, a menos que me lo pidáis vos misma, os lo perdonaré. Reflexionad, pues, despedidme en serio o aceptad las condiciones que os propongo.

–¿Cómo queréis –le respondí– que pueda declarar mi cariño a alguien que no conozco, que no he visto? No niego que ya me agradáis un poco; pero si por desgracia no fuerais más que un gnomo⁴...

–No habléis mal de ellos –dijo el silfo interrumpién-dome–: es verdad que su figura no es muy agraciada, mas no dejan de arrebatarnos muchas conquistas; entre nosotros son lo que los financieros entre los hombres, y no son lo que vuestro sexo aprecia menos. Todos los días nos roban incluso nuestras sílfides.

–¡Cómo! ¿Una especie tan superior como la suya es sensible a los regalos? –le pregunté.

–Sí –dijo–, los aceptan de los gnomos para dárselos a sus amantes, y, aun cuando ese afán no las obligase a responder a la pasión de esos repugnantes espíritus, son hembras, y por consiguiente caprichosas, el cambio las

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divierte, y la extravagancia de su gusto supone para ellas un placer tanto más conmovedor cuanto que puede ser-les reprochado. Pero, hermosa condesa, ¿no querríais hacerme preguntas más interesantes, y siempre habrá de limitarse vuestra curiosidad a puntos tan nimios como éstos sobre los que ya la he satisfecho? ¿No me permitís mostrarme entonces?

–¡Ay, silfo mío! –exclamé–, ¡cuánto temo vuestra presencia!

–¡Ojalá la desearais! –dijo él suspirando.Yo sólo respondí con un suspiro. En ese momento,

un resplandor extraordinario llenó mi habitación, y a la cabecera de mi cama vi al hombre más hermoso que sea posible imaginar, de rasgos majestuosos y con el atuendo más galano y más noble. Verle me asombró, pero no me asusté.

–¡Y bien! –dijo hincándose de rodillas ante mí con una expresión de amor y de respeto–. ¡Y bien!, encanta-dora condesa, ¿podríais jurarme fidelidad?

–¡Sí, mi querido, mi amable silfo! –exclamé–, ¡os prometo pasión eterna! Ahora sólo tengo miedo a vuestra inconstancia. Pero ¿cómo he podido merecer...?

–Vuestro desprecio por los hombres y la secreta pa-sión que teníais por nosotros han determinado la mía –me dijo–; es más tierna de lo que pensáis; podía provo-car en vos un sueño y alcanzar la felicidad a pesar vues-tro, pero pienso con más delicadeza y sólo he querido deber algo a vuestro corazón.

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¡Ay de mí! Quizá en ese momento mostré demasiada debilidad a mi silfo, pero le adoraba.

–¡Qué encantador sois! –le dije–, pero ¡qué desdi-chada sería si sólo fuerais ilusión! ¿Es cierto que...? ¡Ah!..., ¡sois palpable!

Estaba en ese punto con mi silfo, señora, y no sé lo que habría sido de mi extravío y sus ardoressi mi donce-lla, que entró en ese instante, no le hubiera asustado. Echó a volar, y desde entonces lo llamo inútilmente. Su indiferencia hacia mí me hace creer que sólo sea una agradable ilusión que se presentó a mi mente, pero ¿no es una lástima que sólo se trate de un sueño?

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N O T A S

1 El contrasentido etimológico entre «jóvenes» y «senadores» es irónico y designa a los petimetres y jóvenes señores que, hijos de la nobleza de toga, llevaban una existencia disoluta. Su lenguaje, inspirado en el pre-ciosismo del siglo XVIII, abusa de hipérboles y expresiones hechas, a veces contra la gramática. El preciosismo había sido recuperado, des-pués de la burla a que fueron sometidos tanto los tipos como el lengua-je, sobre todo por Molière (véase, por ejemplo, nuestro  prólogo a Las preciosas ridículas – Las mujeres sabias, Cátedra, 1995, y el texto de El misántropo – Los enredos de Scapin, Espasa, 1999). 2 Moral en su sentido etimológico, mores > moralis: costumbres. La galantería tiene el respeto a las conveniencias por uno de sus puntos claves. 3 Le comte de Gabalis, ou Entretiens sur les Sciences secrètes, publica-do  con gran éxito en 1670, era obra del abate Montfaucon de Villars (1635-1673), aunque vio la luz con un riguroso anonimato. 4 «Espíritus habitantes de la tierra, guardianes de los tesoros.» (N. del A.) 

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