Taller de Expresión I (cátedra Reale)
Narración
Textos y consignas Carmen Crouzeilles
Estela Kallay Analía Reale
Ricardo Santoni Soledad Silvestre Mariel Soriente
Edición Carmen Crouzeilles
Analía Reale Soledad Silvestre
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Índice
Presentación………………………………………………………………………………………………….. 4
Historia, relato y narración….…………..……………………………….…………………………… 4
Temporalidad Estela Kallay y Mariel Soriente….………………………………………………………….
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Verosimilitud Carmen Crouzeilles……………………………………………………………………………….
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Distancia narrativa Analía Reale………………………………………………………………………………………….
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El narrador Ricardo Santoni y Soledad Silvestre…………………….…………..……………………
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Antología de relatos……………………………………………..………………………………………..
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Presentación
Los textos y las consignas que integran este cuaderno de trabajo exploran distintos aspectos de la
narración y tienen por objeto facilitar la comprensión y producción de diferentes clases de relatos.
La narración es, quizás, el discurso que frecuentamos más asiduamente a lo largo de nuestra vida, es
el más cercano, el más “natural” (o naturalizado). Sin embargo, detrás de esta aparente simplicidad se
encuentra un hecho muy complejo que no siempre resulta fácil desentrañar. De ahí que en el curso de la
extensa historia de los estudios del lenguaje se hayan sucedido infinidad de intentos de teorizar y
construir conceptos capaces de dar cuenta del funcionamiento de los relatos.
En este cuadernillo abordamos el estudio de la narración, en líneas generales, desde la perspectiva
de la teoría narratológica propuesta por Gérard Genette en su obra Figuras III1. Las exposiciones teóricas
que enmarcan las secuencias de consignas no pretenden ser exhaustivas en absoluto; su finalidad
consiste en proponer un conjunto de conceptos de descripción y explicación que favorezcan la lectura
crítica, interpretación y producción de relatos en el taller de escritura. Estos conceptos no constituyen
un fin en sí mismo sino sólo un medio para sistematizar lecturas y tomar decisiones en el curso del
proceso de composición de un relato.
Las definiciones de los principales conceptos de la teoría a los que hacemos referencia en este
trabajo pueden consultarse en el Breve glosario de narratología que se encuentra en la página web de la
cátedra2, material complementario de éste que ofrecemos a continuación.
Historia, relato y narración
La narración es un hecho complejo en el que se asocian tres realidades que es necesario deslindar para
poder alcanzar una comprensión cabal del relato. En efecto, en todo hecho narrativo se vinculan una
historia (lo que se narra: el conjunto de acontecimientos reales o ficticios que constituyen la materia del
discurso) y un relato (es decir, el enunciado narrativo: el cuento “La noche boca arriba” de Cortázar o
“El Ruiseñor” de Andersen, la crónica policial aparecida en el diario de ayer, la novela Crimen y castigo,
de Fedor Dostoievsky, el manual de historia argentina con el que se enseña en la escuela secundaria,
etc.). La narración, por su parte, es la instancia de mediación entre ambos, es el acto de enunciación que
da origen al relato. Toda narración, en tanto acto de enunciación, se despliega en el marco de
circunstancias espaciales y temporales, e involucra a dos participantes: un narrador (el sujeto que
cuenta la historia) y un narratario (el destinatario individual o colectivo de ese relato).
1 Genette, Gérard (1989); Figuras III, Barcelona, Lumen (primera edición en francés 1972).
2 Disponible en http://tallerdeexpresion1.sociales.uba.ar/files/2012/04/glosario_narratologia.pdf
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HISTORIA RELATO
NARRACIÓN
NARRADOR
NARRATARIO
Estas tres realidades –historia, relato y narración– están indisolublemente ligadas y se reclaman
recíprocamente: no hay relato sin historia que contar y, desde ya, no hay relato sin un sujeto que le
cuenta la historia a otro.
Estos conceptos, que parecen engañosamente simples y evidentes, requieren sin embargo algunas
precisiones. En primer lugar, es necesario aclarar que la historia de la que estamos hablando no es
sinónimo de la Historia con mayúscula, es decir, de los hechos que entendemos que han sucedido en el
mundo real. Aun cuando el referente de un relato se situara en un momento histórico reconocible (por
ejemplo, la época de las guerras napoleónicas en la novela La guerra y la paz de Tolstoi o los años
inmediatamente posteriores a la Revolución de Mayo en La revolución es un sueño eterno, de Andrés
Rivera) no necesariamente deben interpretarse todos los hechos que componen la historia narrada en
esas novelas como acontecimientos que efectivamente sucedieron tal y como son representados en
ella. Y esta acotación, que puede parecer evidente cuando pensamos en relatos de ficción (en los que,
por definición, los hechos narrados no han sucedido en el mundo real), también se aplica en cierta
medida a los relatos no ficcionales o factuales. En efecto, sin historia no hay relato pero deberíamos
agregar que sin relato tampoco hay historia. Y esto se debe, simplemente, a que sólo podemos conocer
los hechos que conforman una historia a través de la mediación de un relato. Los hechos por sí solos son
incognoscibles. Solamente podemos acceder a ellos a través de esos objetos de lenguaje que son los
textos, en este caso, los relatos. El corolario obvio de esta última afirmación es que un mismo conjunto
de hechos o de acontecimientos puede dar lugar a diferentes relatos. Es el relato el que le da forma a la
historia y no al revés. Basta con comparar, si de hechos reales se trata, los diarios de un mismo día para
ver cómo una misma historia puede ser contada de maneras significativamente diferentes, que
corresponden a distintas interpretaciones de esos hechos.
Otra distinción importante es la que se establece, por un lado, entre autor y narrador (o enunciador,
para un relato no ficcional) y, por otro, entre lector y narratario (o destinatario). Tanto en el relato de
ficción como en el no ficcional es importante no confundir los términos de estas parejas. Un autor es un
sujeto empírico, que pertenece al mundo real. Es alguien con existencia verificable, situado
históricamente, con nombre y apellido. El narrador (o enunciador), en cambio, es un producto del
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enunciado, una creación del relato, cuya existencia depende enteramente del texto narrativo. Del
mismo modo, el lector es también un sujeto que pertenece al mundo de la experiencia mientras que el
narratario (o enunciatario) es aquél que en el relato es representado como el destinatario de la
narración.
Historia, relato y narración son tres aspectos de lo narrativo que configuran un objeto complejo. La
relación entre ellos plantea un conjunto de problemas de los que vamos a ocuparnos en las páginas
siguientes y que surgen a partir de la consideración de los distintos aspectos que ofrece el hecho
narrativo. Esos problemas tienen que ver con las formas en las que se vinculan historia y relato. En
síntesis, se trata de cuestiones como la organización de la temporalidad (en qué orden, con qué
duración y con qué frecuencia -cuántas veces-, se cuentan los acontecimientos de la historia en el
relato); el modo en el que se representa la historia en el relato (la creación de un mundo verosímil, la
distancia que el relato establece entre el lector y el mundo narrado); y la constitución de una voz
narrativa (quién narra, desde qué perspectiva, en qué situación).
Analía Reale
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Temporalidad
Estela Kallay y Mariel Soriente3
Tiempo de la historia y tiempo del relato
Mediante la narrativa construimos,
reconstruimos, en cierto sentido hasta
reinventamos, nuestro ayer y nuestro mañana.
Jerome Bruner
Gérard Genette distingue dos categorías en relación con la temporalidad: el tiempo del relato, que es el
modo como el narrador presenta los sucesos, y el tiempo de la historia, que es el modo como suceden
los acontecimientos en su desarrollo cronológico.
Los relatos cuentan diferentes sucesos que se despliegan en un período de tiempo, esos sucesos
pueden ocurrir en forma simultánea o remitirse a situaciones posteriores o anteriores. Los
acontecimientos deben ser presentados en forma lineal y sucesiva (que es la única forma que ofrece el
sistema de la escritura para organizar su materia), sin embargo en las narraciones son frecuentes las
alteraciones temporales. Para dar describir esas variaciones Genette establece una clasificación de
acuerdo con estos tres criterios: orden, duración y frecuencia.
Orden
Los saltos temporales que se producen en la correspondencia entre historia y relato pueden dar lugar a
las denominadas anacronías, es decir, a un cambio en el orden cronológico de la historia narrada (a la
que Genette llama diégesis), que anticipa algo que sucederá en el futuro o que retoma algo que sucedió
en el pasado.
Las anacronías que se refieren a lo que ocurrirá después se llaman prolepsis y las que recuperan
algún hecho que ocurrió antes, analepsis. Entonces, la prolepsis es prospectiva, es decir que se refiere a
hechos que van a suceder en el futuro y la analepsis es retrospectiva, ya que remite a sucesos que
ocurrieron en el pasado.
3 Los ejemplos de cada procedimientos fueron seleccionados por Soledad Silvestre.
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Prolepsis
Las prolepsis pueden ser internas o externas. La prolepsis interna se manifiesta cuando se da a conocer
anticipadamente un hecho que puede estar dentro del relato primario:
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
(Cien años de soledad, Gabriel García Márquez)
Cerró las ranuras y regresó sigilosamente a su habitación. Al principio sintió calor; luego frío, y más tarde otra vez calor. A la mañana siguiente tenía fiebre. Antes de que pudiera mejorarse, su padre moriría, su hermano sería encerrado en el calabozo que se hallaba en lo alto de la Aguja y él se transformaría en un niño rey con apenas doce años. (…) Cuando Flagg dejó a Roland (entonces el viejo se sentía más animado que nunca, señal infalible de que la Arena Dragón estaba actuando), se dirigió a sus oscuras habitaciones subterráneas.
(Los ojos del dragón, Stephen King)
El otro tipo de prolepsis, la externa, se manifiesta cuando hay una anticipación de algo que no
sucede ni pertenece desarrollo de la historia. En otras palabras, se trata de la predicción de un hecho
que no se menciona en la historia, pero que ocurrirá.
—Espero que seas buena poniendo alfileres y atando cuerdas —comentó Tralalú—. Tenemos que usar todas y cada una de estas cosas de una manera u otra. Alicia contó después que en toda su vida, nunca había visto semejante alboroto por algo: el constante ajetreo de los dos, la cantidad de cosas que se pusieron encima, el trabajo que le dio atarlas con cuerdas y abrochar botones. (...) Y diciendo esto, el caballero detuvo su caballo y dejó caer las riendas sobre el cuello del animal. Luego, marcando el ritmo con una mano lentamente, y con una sonrisa insinuada que iluminaba su cara amable e inocentona, como si estuviera escuchando la música de su canción, comenzó a cantar. De todas las cosas extrañas que Alicia vio durante su viaje a través del espejo, esta fue siempre la que recordaría con más claridad. Muchos años después, podía revivir la escena como si hubiera sucedido ayer apenas: los mansos ojos azules y la amable sonrisa del caballero, los destellos del sol poniente en su cabello, y su armadura brillando como una llamarada luminosa que la deslumbraba; el caballo dando vueltas alrededor, tranquilo, con las riendas colgando de su cuello, mordisqueando el pasto a sus pies; y la oscura sombra del bosque detrás.
(A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, Lewis Carroll)
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Analepsis
Existen tres tipos de analepsis: interna, externa y mixta. La analepsis interna (homodiegética) se produce
cuando lo que se narra es posterior al punto de partida del relato primario.
Me pregunto cuál es el protocolo para ligar en un cementerio. Me pregunto si vendrá a darme el pésame. Creo que no. Cobarde. Cobarde guapo, ¿qué hace un cobarde en el funeral de mi madre, la persona menos cobarde que he conocido en mi vida? O quizá esa chica que está a tu lado, apretándote la mano y mirándome con curiosidad e insistencia sea tu novia. ¿No es un poco bajita para ti? Bueno, novia enana de cobarde misterioso, hoy es el día del funeral de mi madre, tengo derecho a hacer y decir lo que me dé la gana, ¿no?, como si fuese el día de mi cumpleaños. No me lo tengas en cuenta.
Se acaba el funeral. Veinte minutos en total, en medio de un silencio casi absoluto, no ha habido ni discursos ni poemas --juraste levantarte de tu tumba y perseguirnos por toda la eternidad si dejábamos que alguno de tus amigos poetas recitara algo--, ni rezos, ni flores, ni música. Hubiese sido todavía más rápido si los ancianos operarios que tenían que introducir el atáud en el nicho ni hubiesen sido tan torpes. Entiendo que el hombre atractivo no se acercase a cambiarme la vida, por otro lado, no se me ocurre un momento más adecuado y necesario para hacerlo, pero al menos hubiese podido ayudar a los viejos cuando casi se les cae el ataúd al suelo. Uno de ellos ha exclamado: “¡Me cago en dena!”. Ésas han sido las únicas palabras pronunciadas en tu funeral. Me parecen muy apropiadas, muy exactas. A partir de ahora supongo que cada funeral al que asista será el tuyo.
(También esto pasará, Milena Busquet)
La analepsis externa (heterodiegética), tiene lugar cuando lo que se narra en toda su amplitud es
anterior al punto de partida del relato primario.
Voy a contar otra historia de supervivencia y de palabras, aunque muy distinta. Para ello tenemos que trasladarnos a los helados confines de la Gran Peste de 1348, la mayor pandemia que jamás ha existido. El mal comenzó en Asia, de donde no se tienen datos fiables, aunque sin duda causó una carnicería horrible. De allí pasó a Europa, y se calcula que, en menos de un año, murieron entre uno y dos tercios de la población. En la España de hoy, por ejemplo, esto hubiera supuesto entre trece y veintiséis millones de víctimas. París perdió a la mitad de sus ciudadanos, Venecia dos tercios, Florencia las cuatro quintas partes...Los vivos no daban abasto para enterrar a los muertos. Los padres abandonaban a sus hijos agonizantes por miedo a contagiarse, los hijos abandonaban a sus padres, cundió la miseria moral. Era un mundo lleno de cadáveres en descomposición, de moribundos dando alaridos.
(La loca de la casa, Rosa Montero)
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Por último, la analepsis mixta (muy poco frecuente), se da cuando la retrospección comienza en un
tiempo anterior al punto de partida del relato primario y, luego, llega a unirse con ese punto. Un
ejemplo de este tipo de analepsis puede verse en La salud de los enfermos de Julio Cortázar (ver
Antología, en este mismo cuadernillo): el relato comienza con la enfermedad de tía Clelia, luego se
introduce una analepsis para contar la muerte de Alejandro y la farsa que toda la familia mantiene en
torno a ello. Conforme avanza el relato, esa analepsis que aparentemente era externa, pasa a ser
interna al tocar el punto de partida del relato e incluso sobrepasarlo: tía Clelia muere y continúa la farsa
en torno a la muerte de Alejandro.
Duración
La duración marca el ritmo narrativo. Para analizar la duración en el relato es necesario considerar la
relación que se plantea entre el tiempo que duran los sucesos de la historia y la extensión que el relato
de esos sucesos tiene en el texto. Está configurada por cuatro procedimientos: elipsis, sumario, pausa
descriptiva y escena.
Elipsis
Se produce una elipsis cuando en el relato se percibe que el tiempo ha pasado, pero solamente se lo
insinúa y se omiten una serie de sucesos.
Hay tres tipos de elipsis: las explícitas, las implícitas y las hipotéticas. Las explícitas son las que se
presentan a través de expresiones de tiempo, por ejemplo: “luego de unos meses”, “diez años después”,
“una hora más tarde”.
Pasados algunos días, y cuando ya Estupiña andaba por ahí reestablecido, aunque algo cojo, Barbarita empezó a notar en su hijo inclinaciones nuevas y algunas mañas que le desagradaron. Observó que el Delfín, cuya edad se aproximaba a los veinticinco años, tenía horas de infantil alegría y días de tristeza y recogimiento sombríos.
(Fortunata y Jacinta, Benito Pérez Galdós)
Las elipsis implícitas son las que pueden deducirse a partir de algunos datos mencionados en forma
indirecta. Un ejemplo de este tipo de elipsis lo vemos en Emma Zunz de Jorge Luis Borges (ver
Antología, en este mismo cuadernillo), donde no se explicita qué es lo que Emma fue a hacer al puerto
ni cuánto tiempo estuvo allí pero se le dejan al lector pistas suficientes como para que pueda deducirlo
por sí solo.
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Por último, las elipsis hipotéticas remiten a hechos que es necesario suponer para mantener la
coherencia de la historia, pero que no aparecen nunca en el texto. El escritor norteamericano Ernest
Hemingway, a mediados del siglo XX, trabajó su estilo literario en relación con este procedimiento, al
que denominó “Teoría del iceberg”. En 1958, Hemingway explicaba su teoría de la escritura de esta
manera: “Siempre trato de escribir según la teoría del iceberg: por cada parte que se ve hay siete
octavos bajo el agua. Cualquier cosa que uno sabe que puede eliminar de un relato fortalece el iceberg,
es la parte que no se muestra”. Este principio implica que el significado total de un texto no se limita a
mover el argumento hacia delante, siempre hay una red de asociaciones e inferencias, una razón
sumergida más allá de los detalles que se revelan o se omiten.
En la construcción del cuento “¿Por qué no bailan?” de Raymond Carver (ver Antología, en este
mismo cuadernillo), el procedimiento de la elipsis hipotética o teoría del iceberg es fundamental. En el
cuento, el relato explícito, que es el que leemos, tiene un entramado muy abierto a través del cual
entendemos o sobreentendemos un texto elidido, que es todo aquello que el cuento da a suponer sin
decirlo. Lo interesante en este cuento de Raymond Carver es que el texto explícito del relato es mínimo
y puede parecer hasta un poco trivial, mientras que el texto elidido resulta mucho más ominoso e
intenso que el relato explícito. Del mismo modo que un iceberg que flota en el mar: la parte que no se
ve es la más peligrosa, siguiendo con la analogía de Ernest Hemingway. Pero así como el iceberg es un
todo que se compone de lo que se ve y también de lo que se encuentra sumergido bajo el agua, el
cuento mismo (y la historia que relata) se compone del texto explícito y del texto elidido. Es decir que el
cuento se completa cuando podemos comprender, suponer o interpretar todo aquello que el relato
sugiere pero no dice explícitamente.
Sumario
En este caso el tiempo del relato tiene menor extensión que el tiempo de la historia y, entonces, los
acontecimientos que duran años, meses o semanas pueden presentarse reducidos a unas pocas líneas.
La cosecha terminó. Alemania invadió Rusia; Japón atacó Estados Unidos. La situación mejoraba, o eso aseguraban los entendidos, aunque no era del todo disparatado pensar que en realidad las cosas iban peor que nunca.
(Un hijo del amor, Doris Lessing)
En el siguiente ejemplo, vemos un pasaje en el que se combinan una elipsis explícita con un sumario:
Ahora dejad que, en un abrir y cerrar de ojos, pasen de largo muchos años, pues una de las mejores cosas que tienen los cuentos es lo rápido que puede transcurrir el tiempo sin que nada notable esté sucediendo. En la vida real nunca es de ese modo y probablemente sea un buen síntoma. El tiempo solo pasa veloz en las historias ¿y qué es
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una historia sino una especie de gran cuento en los que los siglos fugaces son sustituidos por años fugaces? Durante esos años, Flagg vigiló con atención a ambos niños; les observó crecer sin que el envejecido rey lo notara, calculando cuál sería rey una vez que Roland dejara de serlo.
(Los ojos del dragón, Stephen King)
Pausa descriptiva
La pausa descriptiva es la instancia en la que la acción parece detenida. Se la utiliza para caracterizar
personajes o espacios, exponer breves recuerdos, pensamientos, reflexiones, etc. Es la forma máxima de
desaceleración del relato.
Todo sucede en un instante: Mr. Galván pregunta qué animal, el encargado dice murciélago, yo me digo a mí misma bat, aparecen en el recuerdo los murciélagos de mi infancia en Caballito, y automáticamente me llevo la mano al cabello —sin importar que ahora lo lleve tan corto como el de un varón, pelirrojo, una cabellera donde no podría enredarse jamás el murciélago del cuento de mi mamá—. Toda la secuencia transcurre en menos de un minuto. Sin embargo, se necesitan muchas palabras para contar minutos, segundos, instantes, fracciones de tiempo apenas perceptibles. La secuencia se da con una rapidez que las palabras que la cuentan no pueden acompañar. Así como se pueden necesitar años para que lo que sucede en un instante, y las palabras que lo cuentan, desaparezcan. A veces, incluso, no se logra que desaparezcan nunca. Un instante que nos acompaña la vida entera recreado en palabras una y mil veces como una condena. El tiempo comprimido y el relato de ese tiempo que lo expande para poder entender.
(Una suerte pequeña, Claudia Piñeiro)
Terminé el queso y bebí un sorbo de vino. Entre el ruido volví a distinguir la gran tos, después el arranque, luego un destello, como cuando se abre repentinamente la puerta de un horno, una llama, primero blanca, luego roja, seguido de toda una violenta corriente de aire. Intenté respirar, pero había perdido el aliento y me sentí arrancado del lugar y elevado por la corriente, sentí como mi ser huía rápidamente y tenía la sensación de que me estaba muriendo, pero al mismo tiempo no podía creer que uno podía morirse sin darse perfecta cuenta; tuve la impresión como de flotar y en vez de continuar volando, caí.
(Adiós a las armas, Ernest Hemingway)
Joad había entrada en la sombra imperfecta ofrecida por las hojas como pingos antes de que el hombre le oyera llegar, interrumpiera la canción y volviera la cabeza. Era una cabeza larga, huesuda, de piel tensa, colocada en un cuello tan enjuto y musculoso como un tallo de apio. Los ojos eran pesados y saltones; los párpados se estiraban para cubrirlos y eran rojos y descarnados. Las mejillas eran morenas, brillantes, lampiñas, y la boca de labios gruesos, humorística o sensual. La piel se tensa tanto sobre la nariz
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aguileña y dura, que sobre el puente era de color blanco. No había sudor en el rostro, ni siquiera en la despejada frente pálida. Era una frente anormalmente despejada, marcada por delicadas venitas azules en la sienes. La mitad de la cara quedaba por encima de los ojos. El tieso pelo gris estaba apartado de la frente hacia atrás, como si lo hubiera retirado con los dedos. Por toda ropa llevaba un mono y una camisa azul. Una chaqueta vaquera con botones de latón y un sombrero marrón, con manchas y arrugado como un acordeón descansaban en el suelo a su lado. Había cerca unas zapatillas de lona, grises de polvo, en el mismo sitio donde habían caído cuando el hombre se había descalzado.
(Las uvas de la ira, John Steinbeck)
De inmediato se veía un miserable establo, lleno de pasto seco y estiércol de las bestias, con lugar para una media docena de animales. estaba desierto, pero en el vivo hedor que exhalaba de allí, se advertía que había sido usado la noche anterior. Venía después un depósito d emaderas, que servía al mismo tiempo de taller de carpintería, apilados en la puerta troncos de árbol, algunos ya aserrados, muchas tablas apiladas, restos de mástiles y cuadernas de navío.
(El conventillo, Aluísio Acevedo)
Escena
En este caso se presenta una (aparente) correspondencia entre el tiempo del relato y el tiempo de la
historia, no hay ni aceleración ni desaceleración entre el ritmo de lo que sucede y el ritmo con el que se
lo cuenta. Se considera que esto puede apreciarse únicamente en los diálogos.
–Iremos a unas siete u ocho leguas lo más, estaremos muy a la frontera y al menor riesgo partimos de Francia. –Y mientras el carruaje llega ¿qué hemos de hacer? –Esperar. –Pero si llegan… –El coche de mi hermano llegará antes que ellos. –Si me hallo lejos de vos cuando vengan a buscaros, y estoy comiendo o cenando, por ejemplo… –Haced una cosa. –¿Qué he de hacer? –Decid a vuestra superiora que para estar juntas todo el tiempo posible le pedís permiso para comer conmigo. –¿Lo permitirá? –¿Por qué no?
(Los tres mosqueteros, Alejandro Dumas)
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Frecuencia
Se denomina así a la periodicidad con la que se narran los sucesos. En función de la frecuencia con la
que se mencionan en el relato los sucesos de la historia, Genette distingue diferentes tipos de relato: los
que reiteran episodios aunque hayan sucedido una sola vez, los que los repiten porque esos mismos
hechos suceden varias veces, los que cuentan una vez hechos que ocurren en varias ocasiones.
El relato singulativo es aquel en el que se cuenta una sola vez un hecho que sucedió únicamente en
una ocasión.
Fue retirando con la lima la mansilla del contorno, que recogía en la otra mano. La sintió mojada. Extrajo el vidrio con precaución y lo depositó en el suelo. palpó la madera hasta encontrar el cerrojo. La ventana se abrió, de par en par. Ya adentro, movió la linterna en todas direcciones; sobre una de las mesas de la habitación, junto al mimeógrafo, había tres pilas de papel. Leyó “Examen bimestral de Química. Quinto año. Duración de la prueba: cuarenta minutos”. Las hojas habían sido impresas esa tarde y la tinta brillaba aun. Copió rápidamente las preguntas en una libreta, sin comprender lo que decían. Apagó la linterna y volvió hacia la ventana. Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil ruidos simultáneos.
(La ciudad y los perros, Mario vargas Llosa)
El relato singulativo de tipo anafórico es aquel en el que un acontecimiento se cuenta la misma
cantidad de veces que sucedió.
–Cenicienta –le dijo (la madrastra)–: estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar? Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último: –Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras. La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo: –Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger. Las buenas en el puchero, las malas en el caldero. Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajarse a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo: –No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras. Mas viendo que lloraba, añadió: –Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras.
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Creyendo en su interior que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir: –Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger. Las buenas en el puchero, las malas en el caldero. Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajarse a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo: –Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras. Le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.
(Cenicienta, versión de los hermanos Grimm)
El relato iterativo es el que cuenta una sola vez sucesos idénticos que se reiteran con una
determinada frecuencia.
Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí.
(Manual para mujeres de la limpieza, Lucía Berlín)
En el relato repetitivo se narra en varias veces un hecho que solamente sucedió una vez.
Fue hacia el salón para tomar su fernet. Rafael se le acercó con la bebida y le dijo que había una persona esperándolo para hacerle una entrevista. Recién entonces Rivero miró hacia la mesa donde estaba la mujer. Era una chica que miraba hacia donde él estaba. Rivero le hizo un gesto invitándola a acercarse a la vez que Rafael se iba. Ella se puso de pie, tomó la cartera y el saco y fue hacia su mesa. La minita estaba muy bien. Rivero sintió que por su cuerpo le corría un cosquilleo. Lo que siente un predador al descubrir a una presa. La mujer en cuestión se llamaba Verónica no–sé-cuánto y estaba haciendo una nota sobre los chicos que practican fútbol en los clubes de barrio. Era de la revista Nuestro Tiempo. Rivero tenía un vago conocimiento de esa revista. No le sonaba bien. Era una revista de denuncia o algo así, de esas que defienden los derechos humanos y les encanta ensuciar a la policía. Pero a una dama tan hermosa (y esas fueron las palabras que usó) no podía decirle que no. Que lo entrevistara y lo grabara nomás. Ella le preguntó por la importancia de formar a los jugadores desde pequeños,
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de cómo los clubes de barrio son la cantera de los clubes grandes. Hacía preguntas con una seguridad que a Rivero le resultaba molesta. Él contestaba exagerando sus méritos, los logros al frente de los equipos infantiles de Brisas de Primavera. Esa periodista tenía que verlo como un entrenador exitoso. Mientras la oía hablar tan segura, pensaba que estaría bueno cruzarse con una mina así en un boliche, whisky de por medio. Le hubiera dicho al oído lo que esa clase de mujeres esperan que un hombre les diga.
—Me imagino que para usted, como técnico del equipo en que jugaba, tuvo que ser muy terrible que Vicente Garamona muriese. Era como frenar de golpe, chocar contra algo y que el airbag te diera en la cara. Por un segundo, o más, no pudo respirar. —No entiendo. —Vicen, el chiquito de once años que murió arrollado por un tren hace unos diez días. —Sí, fue muy duro para todos. —¿Cómo se enteró? —¿Cómo me enteré de qué? —De su muerte. ¿Le avisó alguien, lo vio por la tele? —Ya no recuerdo. Fue muy duro. Creo que me avisó uno de los chicos que era amigo de él. —Tuvo que haber sido difícil hablar con su mamá. ¿Habló con ella? —Sí. Fue una desgracia. Mire, señora… —Verónica, llámeme Verónica. —Mire, Verónica, todavía es todo demasiado terrible. No veo que esto tenga un interés especial para su nota sobre los clubes de fútbol. —Es cierto. Tiene razón. Pero, como dijo usted, es tan duro que no pude evitar sacar el tema. Si le parece, dejamos a Vicen y seguimos hablando de cosas más lindas. La periodista le hizo un par de preguntas y él contestó sin pensar. Su mente estaba en otra parte. Trataba de descifrar quién era esa mujer, qué buscaba, cómo sabía que Vicen jugaba en ese club si esa información no había salido en ninguna nota, y ni siquiera estaba en la causa. Algo iba muy mal. Fue un alivio que ella, con una sonrisa, le dijera que tenía material suficiente para su artículo. Guardó el grabador y sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le dio la mano y cuando se estaba yendo, como recordando una pregunta menor que había quedado en el tintero, le dijo: —Ah, perdón que le siga haciendo perder tiempo. ¿Usted conoce a Juan García? —No conozco a ningún Juan García. La periodista se rió como si hubiera hecho un buen chiste. —Vamos, Rivero, todos conocemos a un Juan García. Es como Juan Pérez. —Yo no conozco a ninguno. —No se preocupe. Es el técnico de otro equipo. Pensé que tal vez habían trabajado o jugado juntos. Se dio media vuelta y se fue. Rivero se quedó mirándole el culo, pero fue algo instintivo, porque no pensaba en ese culo que se alejaba hacia la salida. De hecho, no pensaba en nada. Simplemente se repetía: esta mina está loca. Al final pudo agregar algo más a su letanía: y es peligrosa. (...) El tipo le dio la mano y dijo su nombre. Verónica tomó asiento y le contó que estaba preparando un artículo sobre los clubes de barrio. Hizo las preguntas que se espera que
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un periodista haga en estos casos. Incluso revisó varias veces una libreta que llevaba encima, como si leyera sus propias notas al respecto. Lo hacía para evitar mirarlo, no tanto porque le desagradaba como porque estaba convencida de que los ojos pueden ser un arma que hay que saber disparar a tiempo. Así que prefirió parecer perdida entre sus anotaciones hasta que levantó la mirada y le dijo: —Me imagino que para usted, como técnico del equipo en que jugaba, tuvo que ser muy terrible que Vicente Garamona muriese. Rivero era un infeliz de cuidado. Quiso disimular, hacerse el que no entendía la pregunta, pero no pudo evitar que su rostro pasara por todos los estados de la culpabilidad: sorpresa, miedo, confusión y finalmente enojo. Había odio en sus ojos al cruzarse con la mirada firme y fría de Verónica. No cabía duda de que ese tipo tenía que ver con la muerte de Vicen y que era el que proveía los chicos para el juego en las vías. No iba a poder probarlo en esa entrevista. No era su intención que se autoincriminara en esa charla. Pero si lo dejaba suficientemente preocupado, sabía que él daría un paso en falso. Y ella tenía que estar atenta para reconocer ese momento. Pero había algo más. Alguien más: Juan García. Verónica había llegado a ese club con varias intenciones: encontrar pistas, verle la cara a alguno de los responsables de los crímenes y hacerle llegar a Juan García el mensaje de que por más que se escondiera ella lo iba a encontrar. Así que se puso de pie, lo saludó lo más simpáticamente posible y emprendió una retirada que había aprendido en su infancia mirando Columbo. —Ah, perdón que le siga haciendo perder tiempo. ¿Usted conoce a Juan García? Ahora estos hijos de puta saben que sé; no van a poder seguir adelante sin preocuparse, se dijo mientras salía del club. Y a pesar de que le gustaban las metáforas con animales, ni se lo ocurría pensar que ella era una gacela provocando a dos chacales.
(La fragilidad de los cuerpos, Sergio Olguín)
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Consignas
“El cautivo”
1. Identificar dos casos de anacronías en el cuento “El cautivo” de Jorge Luis Borges y expandir esas
expresiones temporales a tres líneas.
El cautivo
En Junín o Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón,
se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de
los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes,
que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y
no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el
desierto y la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó
conducir, indiferente y dócil hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se
detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó,
atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar,
hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que
había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron
porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y
un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo
en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido
renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o
un perro, los padres y la casa.
Jorge Luis Borges
2. Identificar y analizar las elipsis, sumarios y pausas descriptivas. 3. Escribir una secuencia narrativa para reponer una de las elipsis identificadas en el relato.
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“Emma Zunz” 1. En el cuento “Emma Zunz” de Jorge Luis Borges (ver Antología) rastrear:
a) un ejemplo de pausa descriptiva; b) un ejemplo de prolepsis interna; c) un ejemplo de analepsis externa; d) determinar qué función cumplen en la narración esos elementos.
2. Analizar los efectos de sentido que produce en la narración la alteración del tiempo de la historia
para construir el tiempo del relato. Por ejemplo, ¿qué efectos genera a nivel narrativo el hecho de iniciar el relato en el momento en el que Emma recibe la carta y no en otro? ¿Qué efectos diferentes se producirían si se iniciara el relato de acuerdo con el tiempo de la historia?
“La salud de los enfermos” 1. Explicar qué efecto provoca la elipsis en este párrafo con el que se inicia el cuento “La salud de los
enfermos” de Julio Cortázar (ver Antología). Asimismo, plantear qué es lo que se omite en esa elipsis.
Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro.
“Las ruinas circulares” 1. En el cuento “Las ruinas circulares” de Jorge Luis Borges (ver Antología) identificar y analizar
diferentes tipos de anacronías.
2. Analizar, en función de la temporalidad, las siguientes frases que en el cuento aparecen entre
paréntesis.
a. (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de
horas en el amanecer)
b. (Más le hubiera valido destruirla.)
c. (y en otros iguales)
d. (que finalmente abarcó dos años)
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e. (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como
los otros)
f. (al cabo de una larga sequía)
“¿Por qué no bailan?”
1. El cuento de Raymond Carver está escrito con el recurso fundamental de la elipsis hipotética. ¿Qué es lo que en este cuento no se dice explícitamente y es necesario reponer para comprender lo que ocurre? Discutan en grupo y confronten interpretaciones posibles.
2. ¿Qué efecto de sentido genera la utilización de la elipsis hipotética en este cuento? 3. Reescriban el cuento explicitando todo el texto elidido. Lean las diferentes versiones y discutan
en grupo en qué cambia cada una respecto del cuento original. 4. Cambien el orden narrativo comenzando el relato con el párrafo final e introduciendo el resto a
través de una analepsis. Comparen el resultado con el cuento original. ¿Pudieron mantener la elipsis hipotética del cuento original o se vieron obligados a explicitarla, al menos en parte?
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Verosimilitud
Carmen Crouzeilles
Contame una historia Mentime al oído
La fábula dulce de un mundo querido, soñado y mejor
Mario Iaguinandi
Ocurre a menudo, al escuchar un relato en un tribunal o leer una crónica en la prensa, que la verdad es
imposible de verificar, es imposible comprobar que los hechos narrados se corresponden con una
determinada realidad. El enunciador pretende establecerla a través de su relato, pero esto ya es
imposible porque esa realidad resulta inaccesible: no hay pruebas ni testimonios, las huellas han sido
borradas y ya no existen. Dado que la verdad es imposible de establecer, el relato debe aproximársele,
dar la impresión de ella. Esta “impresión de verdad” es lo que se denomina verosimilitud. Para lograrla,
el enunciador debe ser hábil en la construcción de un relato coherente y persuasivo, para lo cual será
necesario poner en funcionamiento los procedimientos de la retórica. La persuasión depende de la
verosimilitud del relato.
Esta difícil situación de tener que construir un relato para convencer de que ciertos hechos
ocurrieron de tal manera y no de otra cuando es imposible la verificación revela la existencia de un
abismo entre el lenguaje y la realidad. La verosimilitud viene a llenar ese vacío. El relato, como
producción del lenguaje, crea un mundo relativamente autónomo y regido por sus propias leyes; deja de
ser en la conciencia de los que hablan el sumiso reflejo de una realidad. Adquiere un valor
independiente, su importancia supera la de las cosas que se suponía que reflejaban.
Concepciones de la verosimilitud
El concepto de lo verosímil puede entenderse de varias maneras diferentes. Tzvetan Todorov califica de
ingenuo el primer sentido de lo verosímil, al que define como “conforme a la realidad”, como aquello
que se parece a la verdad de los hechos. Ya los primeros rétores griegos habían descubierto que lo
verosímil no es una relación con lo real (como sí lo es lo verdadero) “sino con lo que la mayoría de la
gente cree que es lo real, dicho de otro modo, con la opinión pública. Es necesario, pues, que el discurso
esté en conformidad con otro discurso (anónimo, no personal), y no con su referente”.4
4 Tzvetan Todorov: Introducción, en Barthes, Roland y otros, Lo verosímil, Buenos Aires, Editorial Tiempo
Contemporáneo, 1970.
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Un tercer sentido de lo verosímil proviene de la literatura y el teatro, y se relaciona con el género de
una obra en cuestión. Cada género plantea su propio verosímil, sus propias leyes acerca de lo que es
aceptable o inaceptable, creíble o increíble en un relato literario o en una representación teatral. El
verosímil de la comedia es diferente del verosímil de la tragedia, el verosímil de la ciencia ficción es
diferente del verosímil del policial clásico y éste responde a otras convenciones que el género policial
negro. En cada caso, el lector entabla con la obra literaria, fílmica o teatral un pacto de lectura por el
cual “acepta” creer lo que el relato de ficción propone durante el transcurso de la lectura o del
espectáculo. Por ejemplo, leer una novela de fantasmas supone suspender la incredulidad y aceptar,
durante la lectura, la posibilidad de existencia de espectros y sucesos sobrenaturales. En virtud del pacto
de lectura, los lectores deben sentirse atraídos a suspender la incredulidad y aceptar acciones
improbables como verdaderas dentro del marco de lo narrado.
Si consideramos que las características de los géneros se definen a través de la acumulación de las
obras que integran cada género, lo verosímil aparece como un “efecto de corpus”, como un destilado de
las características de obras anteriores. Hay obras que se someten totalmente a las reglas de un género y,
por lo tanto, están hundidas en el verosímil que ese género propone. Se trata de obras cerradas, que no
corren ningún riesgo desde el punto de vista literario. Pero también existen obras abiertas que, en
distinta medida, buscan liberarse de la verosimilitud establecida, transgreden las leyes del género y al
modificarlas, modifican el género. Christian Metz ofrece el siguiente ejemplo, tomado del cine: “El
western, es sabido, esperó cincuenta años antes de hablar de cosas tan poco subversivas como la fatiga,
el desaliento o el envejecimiento: durante medio siglo, el héroe joven, invencible y dispuesto fue el
único tipo de hombre verosímil en un western”.5
El cine y las series televisivas proveen innumerables ejemplos de cómo una obra abierta modifica las
leyes de un género al actualizar su verosímil. Los relatos de vampiros ofrecen un buen ejemplo. Drácula,
la novela de Bram Stoker (1897), establece las leyes del género. En 1922, Friedrich Murnau presenta
Nosferatu, una sinfonía del horror, una película del cine mudo que se convirtió en un exponente del
expresionismo alemán, basada en la novela de Stoker y en el verosímil instaurado. Pero a lo largo del
Siglo XX se suceden innumerables novelas y films que retoman y resignifican la figura del vampiro y
modifican las convenciones del género. Un ejemplo es, Entrevista con el Vampiro, la novela de Anne Rice
(1973) llevada al cine en 1994 por Neil Jordan, donde los vampiros aparecen alejados de cuestiones
satánicas y se deja de lado la parafernalia típica del género para matar vampiros, como las cruces,
estacas o ristras de ajo. Los vampiros no aparecen como victimarios, sino como víctimas, como seres
atormentados.
5 Christian Metz: “El decir y lo dicho en el cine: ¿hacia la decadencia de un cierto verosímil?” En Barthes, Roland: Lo
verosímil, 1970.
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Entre las historias de fantasmas, la reformulación de las convenciones de la verosimilitud es casi una
exigencia del género. Esta característica fue planteada por la clásica novela de Henry James Otra vuelta
de tuerca (1898). Las películas Sexto sentido, dirigida por el realizador hindú M. Night Shyamalan (1999)
y Los otros, de Alejandro Amenábar (2001) muestran cómo el juego de la reformulación de las leyes de
verosimilitud de un género literario puede producir relatos sorprendentes, obras abiertas.
Una obra cerrada, en cambio, es aquella que reproduce fórmulas y recursos de un verosímil ya
trabajado en obras anteriores y tiende a generar estereotipos, lugares comunes y situaciones narrativas
que un lector puede predecir con facilidad, para su decepción. Una obra abierta, en la medida en que
logra reformular un verosímil establecido, tiene más probabilidades de sorprender al lector al darle algo
nuevo que actualiza y renueva las leyes de un género. Explica Christian Metz:
Siempre y en todas partes, la obra hundida en lo verosímil puro es la obra cerrada, que no enriquece con ningún posible suplementario el «corpus» formado por las obras anteriores de la misma civilización y del mismo género: lo verosímil es la reiteración del discurso. Siempre y en todas partes, la obra parcialmente liberada de lo verosímil es la obra abierta, aquella que, en tal o cual parte, actualiza o reactualiza uno de esos posibles que están en la vida (si se trata de una obra «realista») o en la imaginación de los hombres (si se trata de una obra «fantástica» o «no realista»), pero que su previa exclusión de las obras anteriores, en virtud de lo verosímil, había logrado hacer olvidar. Pues nunca es directamente por la observación de la vida real (obras realistas), ni directamente por la exploración de la imaginación real (obras no realistas) que se decide, en el acto creador, el contenido de las obras, sino siempre sobre todo en relación a las obras anteriores del mismo arte.6
La verosimilitud realista
Un caso particular de verosimilitud es aquella que se establece en el género literario denominado
“realismo”, surgido a mediados del siglo XIX en Francia a partir de las pinturas de Gustave Courbet y de
las novelas de Emile Zola, Victor Hugo, Honoré de Balzac y Gustave Flaubert. El realismo surgió como
una ruptura y una reacción contra el romanticismo. El verosímil realista suponía una literatura que
“reflejaba la vida misma”, lo real con su fealdad, sus contradicciones, sus problemas sociales.
Roland Barthes define al realismo como “un discurso que acepta enunciados acreditados
simplemente por el referente y, al hacerlo, genera un nuevo verosímil”.7 El verosímil determinado por
las leyes de un género se definía como una relación entre discursos o entre textos y, por lo tanto, no
podía nunca ser contaminado o afectado por lo real. El verosímil realista, que puede ser una
característica de ciertos relatos de ficción, no es producto de una relación entre dos discursos; en él la
descripción y en especial los detalles (especialmente aquellos detalles inútiles o superfluos en una
descripción en tanto parecen no tener ninguna función en la trama narrativa) connotan lo real y
6 Christian Metz, 1970. 7 Roland Barthes, “El efecto de realidad” en Lo verosímil, Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1970.
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producen lo que Barthes denomina una ilusión referencial, un efecto de realidad. Un detalle inútil no es
ni incongruente ni significativo, todo relato occidental de tipo corriente posee algunos.
La descripción cumple un papel fundamental en la construcción del verosímil realista; en todo
momento descriptivo, el relato se detiene para “mostrar” detalles, las características de una escena.
Dentro de la trama narrativa, la descripción reviste gran importancia. Barthes explica que en la cultura
occidental, desde la antigüedad, la Retórica ha asignado a la descripción una función estética, la de
representar lo “bello”. Continúa Barthes:
“Más adelante, en la Edad Media, (…) la descripción no está sujeta a ningún realismo; poco importa su verdad (o incluso su verosimilitud) no hay ningún inconveniente en poner leones y olivos en un país nórdico; sólo cuentan las exigencias del género descriptivo; lo verosímil no es aquí referencial sino abiertamente discursivo: son las reglas genéricas del discurso las que dictan la ley.8
No todos los detalles en una descripción son inútiles o superfluos. Hay detalles significativos para la
construcción de un relato que, además, aportan elementos a la construcción de un verosímil realista. En
“Emma Zunz”, cuando Emma busca en el cajón de la cómoda la carta en la que le anuncian la muerte de
su padre, el narrador refiere: “Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la
antenoche, estaba la carta de Fain”. Milton Sills es un galán del cine mudo. La mención de su retrato no
cumple ninguna función en la trama narrativa del cuento, aunque como detalle, ayuda a significar una
época, una estética, un personaje (Emma), un consumo cultural (el cinematógrafo).
En la literatura del siglo XX, caracterizada por la experimentación, se encuentran innumerables
ejemplos de reformulación de todos los recursos narrativos, la verosimilitud realista, inclusive. Un
ejemplo interesante es el desarrollado por el escritor argentino Manuel Puig en su novela Boquitas
pintadas (1969). Esta novela experimenta con el verosímil realista, que podría definirse como un
realismo del lenguaje: la verosimilitud está minuciosamente construida a partir de los estilos del habla y
la escritura de los personajes a través del diálogo directo, cartas, diarios íntimos, expedientes y
publicaciones. La novela, por otro lado, juega con otro verosímil genérico: los estereotipos del folletín, la
novela sentimental por entregas.
En todo relato, pertenezca o no a la ficción, la verosimilitud o apariencia de realidad puede
entenderse (y construirse, pensándola desde el lugar de la escritura) de tres maneras distintas: 1) en
términos de su relativa o total sumisión a las reglas de un género, 2) como un acuerdo con lo que la
opinión pública considera aceptable, deseable, posible creíble, o 3) como un relato realista, una
construcción discursiva que busca crear un efecto de realidad a través de la ilusión referencial creada
por la descripción y los detalles. El resto corre por cuenta de la capacidad para crear un relato coherente
y persuasivo en el que no aparezcan elementos que puedan ser percibidos como incongruentes o
contradictorios.
8 Roland Barthes, Ibid, 1970.
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La verosimilitud como tema del relato
A lo largo de la historia de la literatura, la verosimilitud ha sido frecuentemente un tema. El recurso, que
implica la existencia de una ficción dentro de la ficción, fue ya utilizado a fines del siglo XVI por William
Shakespeare en Hamlet en la escena en que el Príncipe de Dinamarca convoca a unos actores para que
representen ante la corte y en presencia de su madre y de su tío el asesinato del rey, su padre, en un
intento por comprobar si ellos mismos se ven reflejados en los actores.
El cuento “Emma Zunz” (1949) de Jorge Luis Borges narra la historia de la verosimilización de un
relato. En él se cuentan dos historias. La historia 1 es aquella que Emma Zunz declara: “El señor
Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...”. La historia 2 relatada
por un narrador extradiegético es la urdida por Emma para asesinar a Loewental y justificarlo como un
acto realizado en legítima defensa. La historia 1 está contenida en la historia 2, que la desenmascara y la
refuta, la analiza y revela sus procedimientos. La historia 1 es perfectamente verosímil, es el tipo de
explicación que cualquiera estaría dispuesto a creer porque pertenece al catálogo de la doxa, al “texto
colectivo” de la opinión pública. ¿Qué motivos podría tener un hombre mayor para invitar a su casa a
una joven obrera de su fábrica en horas de la noche de un sábado? La historia inventada por Emma Zunz
coincide con los prejuicios de clase, con lo que “se supone” que puede llegar a ocurrir cuando están de
por medio las relaciones de poder entre un patrón y una obrera de su fábrica, entre un hombre rico y
una muchacha pobre y sola.
La historia 2 revelada por el narrador es, a diferencia de la historia 1, increíble, inverosímil. ¿Quién
podría creer o suponer que una chica joven, para vengar la muerte de su padre, se iría a hacer violar por
un marinero del puerto para luego acusar de esa violación a quien ella cree que es el responsable? La
historia 1 es tan “falsa” como verosímil mientras la historia dos, la “verdadera”, es la que nadie creería.9
Pero en esta historia 2, la verosimilitud puesta en juego no es la que vincula a un discurso con la opinión
pública sino a una obra con las leyes de un género literario: el policial.
9 Usamos comillas para encerrar los términos “verdad” y “falsedad” para remarcar que se trata de valoraciones
que operan solamente dentro de la ficción, no tienen referencia real.
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Consignas
“Emma Zunz”
1. Discutir el párrafo final de “Emma Zunz”:
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque
sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el
pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido;
sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
¿En qué sentido el narrador afirma que la historia fraguada por Emma era “sustancialmente cierta”?
Esta evaluación implica que, para el narrador, existiría una certeza sustancial, más profunda y
valedera que aquello que caracteriza como “circunstancias”. ¿Qué es / cómo se define la verdad
para el narrador?
2. Relatar la historia de alguna mentira “exitosa” (es decir, que haya sido creída) inventada o que cada
uno conozca muy bien. El relato debe concluir con una reflexión sobre los motivos por los cuales la
mentira relatada fue creída sin problemas.
3. Escribir un relato policial a partir del siguiente planteo: un investigador privado, contratado por la
familia de Aarón Loewental, descubre a partir de indicios y deducciones, la trama secreta urdida por
Emma Zunz. Inventar por qué la familia de Loewental sospecha de la versión de la obrera Zunz y
cuáles son los detalles de la investigación que conducen al descubrimiento de la farsa.
Historias de impostores
Elegir un personaje muy conocido del ámbito artístico o político e inventar un relato conspirativo que
postule que dicho personaje es un doble, un impostor, y que el verdadero personaje ha muerto hace
muchos años. Para poder desarrollar esta consigna es necesario investigar la biografía y el contexto
histórico, político, cultural, etc. del personaje elegido. Esto es necesario para inventar las motivaciones y
las razones para llevar adelante la farsa (¿qué intereses hay de por medio, a quién favorecen o
amenazan?). El narrador, un investigador, debe mostrar “pruebas” que fundamenten su versión (fotos,
documentos secretos, etc.) La historia puede ser absurda e increíble, pero el relato debe resultar
verosímil.
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De la imagen a la escritura
Escribir un cuento inspirado en alguna de las siguientes imágenes. Las dos primeras son pinturas de
Edward Hopper y las dos últimas, obras de arte pop de Roy Lichtenstein. El cuento debe incluir como
escena la imagen elegida. El relato debe resultar verosímil. Utilizar la descripción para crear realismo.
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Cenicienta en versión Hitchcock
La siguiente es una frase famosa del director de cine Alfred Hitchcock. Comentarla en relación a los
conceptos de verosimilitud y género y reescribir el cuento de Cenicienta (tomando como punto de
partida la versión de los hermanos Grimm) a partir de ella.
“Soy un director típico. Si hiciera la Cenicienta, el público estaría buscando de inmediato un
cadáver en el carruaje”.
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Distancia narrativa
Analía Reale
La historia puede representarse de diversas maneras en el relato. La información que se ofrece al lector
puede aportar más o menos detalles, puede mostrarse de manera más o menos directa o más o menos
filtrada o tamizada por las elecciones del narrador, por su visión de los hechos y por la perspectiva que
elija para contarlos. Así, el lector puede disponer de distintos grados de información y el relato puede
ofrecérsele más o menos mediatizado por la actividad del narrador. El modo en el que se representa la
historia, entonces, dependerá de la distancia que separe al lector de los hechos contados y de la
perspectiva desde la cual se la cuente.
Genette ilustra este fenómeno de regulación de la información narrativa asimilándolo a la forma en
la que percibimos, por ejemplo, una pintura. En efecto, la visión que tenemos de un cuadro depende de
la distancia que nos separa de él pero también del ángulo o perspectiva desde la cual lo vemos y
eventualmente de los obstáculos que se interpongan entre nosotros y el cuadro. Algo así sucede con los
relatos: cuánto conocemos de la historia y cómo la conocemos depende de este juego de distancia y
perspectiva.
En lo que concierne a la distancia, tradicionalmente se han distinguido dos modos de presentar la
historia que respectivamente alejan o acercan el relato de los hechos: el relato puro o diégesis (también
identificado como modo del contar o “telling” en la tradición anglosajona) y la imitación o mímesis (o
modo del “mostrar” –“showing”–).
Relato puro (diégesis)
El relato puro o “relato de acontecimientos”, según la terminología de Genette, es aquél en el que
la historia se conoce a través de lo que cuenta de manera ostensible el narrador. Este modo de narrar
establece una distancia máxima entre relato e historia. Es el caso típico en el que percibimos la historia
como si alguien estuviera contándola o, en palabras de Platón, es el relato en el que el “poeta habla en
su nombre sin hacernos creer que es otro quien habla.”10 Esto es lo que sucede en el ejemplo siguiente:
10
Platón, República, Libro III citado por Genette, G. Figuras III, Barcelona, Lume n, 1989 (p. 221).
31
Un día en que, preparando su traslado, estaba ordenando un cajón, se pinchó los dedos con algo. Era un alambre de su ramo de novia. Los capullos de azahar estaban amarillos de polvo, y las cintas de raso, ribeteadas de plata, se deshilachaban por la orilla. Lo echó al fuego. Ardió más pronto que una paja seca. Luego se convirtió en algo así como una zarza roja sobre las cenizas, y se consumía lentamente. Ella lo vio arder. Las pequeñas bayas de cartón estallaban, los hilos de latón se retorcían, la trencilla se derretía, y las corolas de papel apergaminadas, balanceándose a lo largo de la plancha, se echaron a volar por la chimenea.
Flaubert, Gustave; Madame Bovary, Parte I, cap. IX
La imitación (mímesis)
Cuando el relato genera la ilusión de “mostrar” los hechos sin mediación, como si se desarrollara la
escena frente al lector, la distancia es mínima. Se trata de lo que Genette llama también “relato de
palabras”. Es el caso del diálogo directo, de la representación cuasi teatral de la historia que se da en las
escenas dialogadas como puede verse en este ejemplo, tomado de La pura realidad, novela de Hugo
Correa Luna11:
−¿No le avisaste a tu vieja todavía?
−No quería llamar desde el estudio, amor… ya sabés que mami se cuelga a veces.
Quería terminar de una vez. No pararon de interrumpirme.
−¡Qué raro, no! Uno pensaría que en enero…
−Primero, apenas llegué, me llamaron de una radio…
−¿De una radio? ¡Qué loco! ¿Y para qué?
−¡Y, ya sabés! Por el muchacho ese de Turdera…
−¡Ah!, ¡el piquetero! ¿Y no se ocupa Osvaldo de eso?
Las escenas dialogadas como ésta que acabamos de citar producen en el lector la impresión de
“estar ahí” como testigo directo de los hechos. El narrador, por su parte, simula desaparecer del
escenario. El ritmo del relato se acelera en las escenas no sólo por la representación directa del discurso
que enuncian los personajes sino también porque el tiempo de la historia y el tiempo del relato parecen
coincidir.
El relato de palabras puede adoptar diversas formas y, consecuentemente, marcar distintos grados
de distancia narrativa. En relación con esta categoría, Genette distingue tres estados posibles para el
discurso (pronunciado o interior) del personaje: el discurso narrativizado o contado (distancia máxima),
11
Correa Luna, Hugo; La pura realidad, Buenos Aires, Losada, 2007.
32
el discurso transpuesto en estilo indirecto o indirecto libre y el discurso restituido o inmediato en el que
el narrador finge ceder la palabra a los personajes, como vimos en el texto de Correa Luna del ejemplo
anterior (distancia mínima). Veamos cómo funcionan algunos de estos procedimientos en las primeras
líneas de La Sra. Dalloway, de Virginia Woolf:
La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores. Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer.
La frase que inaugura la novela ofrece una versión narrativizada (“contada”) de lo que suponemos
que la Sra. Dalloway se ha dicho esa mañana en la que se dedicará a preparar su casa para la fiesta que
ofrecerá esa noche. Es el narrador, en este caso, el que se hace cargo de interpretar el discurso interior
de ese personaje (o quizás exterior si lo consideramos parte de un hipotético intercambio con Lucy, la
mucama). El verbo “decidir” y el modo potencial (“compraría”) son los indicadores de la transformación
narrativa de un enunciado que probablemente tuviera esta forma: “Voy a comprar las flores yo misma”
o simplemente “Yo voy a comprar las flores.”
En el enunciado siguiente se recurre a otro procedimiento. En este pasaje la distancia entre la
historia y el relato se acorta un poco. Ya no se trata aquí de un narrador que subordina por completo el
discurso del personaje a su propio discurso sino de una forma híbrida, transpuesta que deja percibir de
manera indirecta, a través de las palabras del narrador, las frases pronunciadas o pensadas por la Sra.
Dalloway. Se trata de un ejemplo típico del procedimiento denominado discurso indirecto libre, en el
cual el narrador conserva algunos trazos de la enunciación original aunque la somete parcialmente a su
discurso. Esta operación de reinterpretación se pone de manifiesto en el cambio de la persona
gramatical (el yo del personaje se transforma en ella) y en el cambio de tiempos verbales: los verbos
originalmente en presente (hay que desmontar) y futuro del indicativo (tendrá, acudirán) se transforman
respectivamente en imperfecto del indicativo (había que desmontar) y potencial (tendría, acudirían).
Finalmente, para completar este breve recorrido por los modos del “relato de palabras” es
necesario mencionar, entre los mecanismos típicos de la narrativa contemporánea, el monólogo interior
y su variante más mimética o más imitativa: el fluir de conciencia.
La técnica del monólogo interior fue empleada por primera vez en literatura por el francés Édouard
Dujardin en su novela breve Han cortado los laureles (1887), cuyo comienzo reproducimos en el ejemplo
que sigue:
Un atardecer cuando el sol se oculta, de otros tiempos, de cielos profundos con muchedumbres que se mueven confusas, ruidos, sombras, multitudes, espacios infinitamente abandonados en horas que se alargan; una tarde vaga…
33
Porque bajo el caos de las apariencias, entre las duraciones y los sitios, en lo ilusorio de las cosas que se engendran y nacen y en la fuente eterna de las causas, uno con los otros, uno como con los otros, distinto de los otros, parecido a los otros, apareciendo uno el mismo y uno más, uno de todos entonces surgiendo, y entrando a lo que es, y del infinito de las posibles existencias, surjo; y entonces despunta el tiempo y despunta el espacio; es el hoy; es el aquí; la hora que suena; y a lo largo de mí, la vida; […]
Es interesante notar en este fragmento la dislocación de la sintaxis tradicional y la coherencia
semántica, rasgos que intentan representar el discurso interior del protagonista. La nouvelle narra seis
horas de un mismo día en la vida del personaje principal, Daniel Prince, exclusivamente a través de las
impresiones que los acontecimientos producen sobre la conciencia del personaje.
El experimento de Dujardin inspiró más tarde una de las obras fundamentales de la literatura del
siglo XX, Ulises (1922), de James Joyce. Joyce mismo reconoció la influencia de la novela de Dujardin en
su obra aunque es preciso señalar que el Ulises lleva la experimentación con la representación de la
conciencia a extremos nunca antes ensayados. La forma más acabada de la representación mimética del
discurso interior se alcanza en la obra de Joyce en el último capítulo, dedicado al monólogo interior del
personaje de Molly Bloom, la mujer del protagonista. Éste es el comienzo del famoso capítulo 18:
Sí porque él nunca había hecho tal cosa como pedir el desayuno en la cama con un
par de huevos desde el Hotel City Arms cuando solía hacer que se sentí mal en voz de
enfermo como un rey para hacerse el interesante con esa vieja bruja de la señora
Riordan que él se imaginaba que la tenía en el bote y no nos dejó ni un ochavo todo en
misas para ella sola y su alma grandísima tacaña como no se ha visto otra con miedo a
sacar cuatro peniques para su alcohol metílico contándome todos los achaques tenía
demasiado que desembuchar sobre política y terremotos y el fin del mundo vamos a
divertirnos primero un poco Dios salve al mundo si todas las mujeres fueran así venga
que si trajes de baño y escotes claro que nadie quería que ella se los pusiera imagino que
era devota porque ningún hombre la miraría dos veces espero no llegar a ser nunca
como ella milagro que no quisiera que nos tapáramos la cara pero era una mujer bien
educada y toda su cháchara con el señor Riordan por aquí y el señor Riordan por allá
supongo que él se alegró de perderla de vista y el perro oliéndome las pieles y…
Las diferencias formales más notorias entre la técnica del fluir de la conciencia y el monólogo
interior son la completa eliminación de signos de puntuación y la fractura de la sintaxis y la organización
semántica: desaparecen las oraciones como unidad de sentido y los temas se van sucediendo sin una
aparente coherencia tal como se presentan desordenadamente, en forma fragmentaria, en la conciencia
del personaje.
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Consignas
“La salud de los enfermos”
1. En los dos pasajes del cuento de Cortázar que se reproducen a continuación, identificar los distintos
mecanismos de representación de la historia empleados (relato de acontecimientos y relato de
palabras, según Genette). Señalar las técnicas de introducción de discursos referidos utilizadas en
cada caso.
a) Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
b) María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de arquitectura. –Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay. Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
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2. Encontrar en el cuento dos ejemplos de escena dialogada, discurso indirecto y discurso indirecto
libre. Analizar los efectos de sentido que producen estas técnicas en el contexto en el que se
emplean.
3. Escribir la carta de mamá en la que le pide a Alejandro que se tome unas vacaciones en Buenos
Aires.
4. Escribir el monólogo interior de mamá en su lecho de muerte. En el relato debe aparecer
sintéticamente la historia narrada en “La salud de los enfermos”.
“Emma Zunz”
1. Identificar el modo narrativo predominante en el relato y analizar el efecto de sentido que
produce.
2. Emma es llevada a juicio oral por el crimen de Loewenthal. Escribir el alegato que
pronunciaron el fiscal y el defensor en el cierre del juicio. Cada uno de ellos debe incluir un
breve relato de los hechos que motivaron el juicio.
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El narrador
Ricardo Santoni y Soledad Silvestre
La mayoría de las corrientes teóricas, aun cuando no coincidan en el modo de abordarlo, reconocen la
supremacía del narrador sobre otros elementos del relato. De alguna forma, los demás componentes
experimentan los efectos de su manipulación: el narrador condiciona y regula la información y decide de
qué modo le hará conocer al lector el mundo que se está construyendo en el relato.
A veces, estaremos frente a un narrador “que lo sabe todo” (de este tipo de narrador viene la
etimología del término, gnarus es aquel que sabe), que conoce los pensamientos de los personajes y lo
que ocurrirá en el futuro:
Jean Valjean retrocedió con angustia y dio un grito de espanto. Al robar la moneda al niño había hecho algo que no sería ya más capaz de hacer. Esta última mala acción tuvo en él un efecto decisivo. En el momento que exclamaba «¡Soy un miserable!», acababa de conocerse tal como era. Vio realmente a Jean Valjean con su siniestra fisonomía delante de sí, y le tuvo horror.
Victor Hugo, Los miserables (1862)
En ocasiones, incluso, el narrador hará especialmente ostensible su presencia haciéndole saber al
lector que domina el discurso, qué él decide cuándo, cómo y qué contar de la historia. Se lo suele
comparar en estos casos con un titiritero en tanto nos muestra no solo a los personajes sino también los
hilos de la narración gracias a los cuales esos personajes se mueven:
Se sentían más orgullosos y satisfechos de su nueva habilidad que lo hubieran estado de mondar y pelar los cráneos de las tribus de las seis naciones. Dejémoslos fumar, charlar y fanfarronear, pues por ahora no nos hacen falta.
Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer (1876)
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Esta omnipresencia del narrador, sin embargo, no siempre implica omnisciencia. En aras de dar
verosimilitud o de crear una atmósfera determinada o de “humanizar” su propia figura, el narrador
puede manifestar que no tiene toda la información y solo está suponiendo algunas de las cosas que
narra:
No sabemos con precisión cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que vimos a Rosendo Maqui en la cárcel. Quizá un año, quizá dos. Para el caso, podría hacer seis meses solamente. En la prisión el tiempo es muy largo mientras avanza, si uno mira el día que vive y lo que tiene que vivir bajo la presión de los muros”
Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno (1941)
En el otro extremo, está el narrador de muchos relatos modernos que oculta su presencia e
intenta alejarse del discurso y de los personajes sin emitir opinión alguna, para que el relato parezca
estar narrándose a sí mismo. Este narrador solapado le confiere a su discurso mayor objetividad:
Salió presurosa del coche y presurosa subió la escalinata, con la llave en una mano. Introdujo aquella en la cerradura y, a punto de darle vuelta, se detuvo. Irguió la cabeza y así se quedó, totalmente inmóvil, toda ella suspendida justo en mitad de aquel precipitado acto de abrir y entrar, y esperó. Esperó cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez segundos. Viéndola plantada allí, la cabeza muy derecha, el cuerpo tan tenso, se hubiera dicho que acechaba la repetición de algún ruido percibido antes y procedente de un lejano lugar de la casa.
Sí: era indudable que estaba a la escucha.
(Roald Dahl, La subida al cielo, 1979)
Si el narrador es el protagonista de la historia, al contrario, el relato se carga de la subjetividad propia de
este personaje, en tanto presenciamos los hechos a través de su interpretación:
Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía. Y por eso, si echarse a caminar una y otra vez por la ciudad parece un escándalo cuando se tiene una familia y un trabajo, hay ratos en que vuelvo a decirme que sería ya tiempo de retornar a mi barrio preferido, olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor de bolsa) y con un poco de suerte encontrar a Josiane y quedarme con ella hasta la mañana siguiente.
Julio Cortázar, “El otro cielo”, 1984
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De cualquier modo, la objetividad o la subjetividad que tenga el discurso depende básicamente de
dos cuestiones: la distancia que tome el narrador frente a los hechos narrados y la perspectiva que
adopte.
Voz y modo
Es importante tener en cuenta que el sujeto que habla en la narración no siempre coincide con el sujeto
que percibe. En el primer caso hablamos de voz y en el segundo, de modo narrativo Así, de acuerdo a
quién habla podemos clasificar al narrador como autodiegético (si es el protagonista de la historia),
homodiegético (si es un personaje que participa como testigo) o heterodiegético (si no participa de la
historia como personaje).
El modo en que se presenta la información depende no solo de la voz narrativa (si es protagonista,
testigo o un narrador externo a la historia) sino también de la distancia y la perspectiva que adopte.
La focalización
La focalización (también llamada perspectiva, punto de vista o visión) es un fenómeno que alude al
modo en que son presentados los hechos en el marco de un relato. Narrar una historia implica asumir
una perspectiva; lo que significa que el narrador presentará los hechos, los actores, la situación
espaciotemporal desde un determinado ángulo, visual y valorativo. Esta perspectiva determinará en
gran medida la historia.
Para Genette, un relato esta focalizado cuando hay una reducción en el campo de visión. Así, la
noción de focalización vendría a funcionar como sinónimo de “filtro informativo”. Si el narrador no
tiene ninguna restricción y su campo de visión está completamente abierto habrá focalización cero (en
otras palabras, no habrá focalización alguna)12. Cuando el foco se sitúe en el interior del personaje y el
universo narrado se perciba a través de sus ojos habrá focalización interna. Y si en cambio se sitúa fuera
de cualquier personaje y el narrador solo registra lo perceptible, habrá focalización externa.
Retomando los ejemplos dados en páginas anteriores, podemos señalar que en el pasaje de Los
miserables y en el de Las aventuras de Tom Sawyer hay focalización cero, en tanto el narrador no tiene
ninguna restricción a la información. En los dos últimos casos, en cambio, la focalización es externa: el
12
No todos están de acuerdo con Genette en esto: Mikel Bal, por ejemplo, considera que por más omnisciente que
sea el narrador, siempre habrá un recorte: la voz narrativa elegirá qué contarnos y qué dejar afuera. En este sentido, hablaríamos no de una focalización cero o nula, sino de una focalización en la que el filtro no es tan
evidente como en los otros casos. (Bal, M., Teoría de la narrativa, Madrid, Cátedra, 2001).
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narrador tiene menos información que el personaje y solo es capaz de deducir lo que está pasando a
través de aquello que puede percibir con sus sentidos.
El siguiente fragmento es un ejemplo de focalización interna:
En ese instante, Frascara vio a una mujer que pasaba caminando por la calle. La mujer se detuvo frente a la ventana, y miró hacia adentro. Tenía un sombrero blanco, de ala corta, con una pluma en un costado. Levantó el brazo para hacerse sombra con la mano. Frascara pudo ver entonces la manga del traje entallado, el puño cerrado con una hilera larga de botones casi hasta el codo, y el paraguas con mango de marfil, inusitadamente pequeño, como de juguete. ¿La había visto antes? ¿Había visto antes esa cara? Imposible. Y sin embargo…Quiso interrogar al paciente sobre la mujer, pero se dio cuenta de que el hombre, la mirada del hombre, estaba fija en el borde superior de la ventana, más allá, tal vez en el cielo.
Kaufmann, P., “El campo de golf del diablo”, (2000)
Un caso particular de focalización interna está dado por el llamado monólogo interior, en el que
asistimos al fluir del pensamiento de un personaje del relato:
Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba.
Andá, andá, qué venís con los consuelos, vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más, tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba…
Julio Cortázar, “Torito” (1984)
Con todo, el fenómeno es todavía más complejo en tanto implica no solamente el sujeto de la
enunciación y el sujeto de la percepción sino también el objeto/sujeto/situación sobre el que se esté
haciendo foco. Así, en el caso en el que el narrador mire a través de los ojos del personaje (como en el
ejemplo del texto de Kaufmann) hay más de una relación en juego. Si por un lado tenemos una
focalización interna, por el otro, el personaje con respecto a aquello que está observando establece un
tipo de focalización externa, en tanto solo puede deducir lo que está ocurriendo a través de lo que
percibe con sus propios sentidos.13
Puede ocurrir que un narrador protagonista focalice como testigo, es decir, adopte una visión desde
afuera en forma transitoria. Esto sucede en un pasaje de “El canasto junto al Tíber” de Alberto Moravia,
donde un anciano jubilado observa desde la ventana de su casa algunos hechos que lo llevan a romper
13
Cf. Bal, Mieke; Teoría de la narrativa (Una introducción a la narratología), Madrid, Cátedra, 2001.
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por unas horas su aislamiento y le sugieren reflexiones que le hacen imaginar y aun desear un cambio en
su vida y, al fin, ese cambio, aun pequeño, se produce:
“Un pequeño vehículo de tipo camioneta, verde y marrón, entra en la calle y va a detenerse cerca de los tabiques que lo bloquean, delante del parapeto. Baja una muchacha rubia, en blue jeans y remera roja… Lleva colgado del brazo un canasto de mimbre tejido…
Tomo un par de anteojos de larga vista… y los apunto hacia la muchacha. La veo recorrer, detrás del parapeto, unos doscientos metros; después, de golpe, detenerse ante dos montículos de inmundicias… La muchacha lanza una mirada alrededor… Entonces la muchacha se decide y, rápidamente, deposita el canasto sobre el montículo vacío…”
Alberto Moravia, “El canasto junto al Tíber”
La focalización, entonces, difícilmente se mantiene estable a lo largo de todo un relato. Se puede
pasar de una focalización a otra sin que cambie el narrador, lo que repercute directamente sobre la
historia. Y he aquí la importancia del fenómeno en la escritura: la focalización es uno de los medios más
sutiles y eficaces para manipular al lector.
Veamos algunos ejemplos de los distintos cambios de focalización que pueden darse aun cuando el
narrador sigue siendo el mismo:
De focalización interna a focalización externa:
Ya divisa el cartel de El Candil, cruzando la calle, treinta metros más, a mano izquierda. Mira la hora: dos menos cuarto. Deben estar casi todos. Él mismo ha despachado a los de su secretaría a la una y veinte para no andar a las corridas. No están de turno hasta el mes que viene, y tienen acomodado el carro con las causas del turno anterior. Chaparro está satisfecho. Son buenos chicos. Trabajan bien. Aprenden rápido. El pensamiento siguiente es “voy a extrañarlos”, y como Chaparro no quiere chapalear torpemente en la nostalgia vuelve a detenerse. Esta vez no hay nadie detrás para atropellarlo: los que vienen en su dirección tienen tiempo de sortear a ese hombre alto, de blazer azul y pantalón gris, que ahora se mira en el vidrio de una agencia de lotería.
Sacheri, E., La pregunta de tus ojos (2009)
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De focalización cero a focalización interna:
En aquel momento lo supieron todos, desde el obispo hasta el vendedor de limonada, desde la marquesa hasta la pequeña lavandera, desde el presidente del tribunal hasta el golfillo callejero.
También Papon lo supo. Y sus puños, que aferraban la barra de hierro, temblaron. De repente sintió debilidad en sus fuertes brazos, flojedad en las rodillas y una angustia infantil en el corazón. No podría levantar aquella barra, jamás en toda su vida, sería capaz de descargarla sobre un hombrecillo inocente, ¡oh, temía el momento en que lo subieran al cadalso! Se estremeció. ¡El fuerte, el grande Papon tuvo que apoyarse en su barra asesina para que las rodillas no se le doblaran de debilidad!
Süskind, P., El perfume, (1985)
De focalización interna, de un personaje a otro, y de esta a focalización cero:
El mayoral de la estancia había consultado al sol, su reloj infalible, y no dudó fuesen ya las cinco. Dejó pues preparado su caballo a la puerta de la casa, y acercándose poco a poco a la habitación de Martina, y tocando ligeramente la puerta, para no despertar a la anciana si por ventura dormía, llamó repetidas veces a Sab. Pero Sab no respondía. En vano fue levantándose progresivamente la voz y golpeando con mayor fuerza la puerta, aplicando en seguida el oído con silenciosa atención. Reinaba un silencio profundo dentro de aquella sala, y alarmado el mayoral descargó dos terribles golpes sobre la puerta. Entonces ladró el perro y despertó Martina, y echó en torno suyo una mirada de terror. ¡No vio a Sab! Precipitose con un grito hacia el lecho de su nieto. Allí estaban los dos… Luis muerto, Sab agonizando.
Martina cayó desmayada a los pies de la cama, y el mayoral, echando abajo la puerta, entró a tiempo de recoger el último suspiro del mulato.
Sab expiró a las seis de la mañana: en esa misma hora Enrique y Carlota recibían la bendición nupcial.
Gómez de Avellaneda, G., Sab (1841)
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Consignas
“La salud de los enfermos”
1. Caracterizar la figura del narrador en el cuento de Cortázar ¿Qué efecto de lectura se produce
cuando quien relata tiene trato familiar con los personajes?
2. Revisar el contenido de las cartas que el supuesto Alejandro ha enviado y pensar, a partir del
desenlace del cuento, cuál podría ser el comportamiento posterior de la familia. A partir de ello,
escribir una posible continuidad de las cartas de Alejandro. Adoptar el punto de vista de uno de los
personajes del relato (en primera persona).
3. Escribir un relato breve en el cual se reproduzca la situación que plantea el cuento, ubicando los
sucesos en nuestra época. Considerar el uso de las actuales formas de comunicación (teléfono
celular, redes sociales, etc.) y colocarse en una perspectiva de focalización externa (como narrador
heterodiegético).
“Las ruinas circulares”
1. ¿Qué perspectiva adopta el narrador en este cuento? Establecer una comparación con “El tema del
traidor y del héroe”.
2. Narrar la historia del cuento y ubicarla en la época actual. Reemplazar la figura del mago por la de
un profesor de filosofía que arriba a la ciudad de Venecia. Se pueden pensar otras posibilidades de
comienzo del relato.
3. Leer el primer párrafo del cuento. Reescribir el relato a partir de este hecho: en el momento en que
el mago llega a la isla para cumplir su tarea, se le acerca desde detrás de unas ruinas un hombre
vestido de etiqueta, con un vaso en la mano. Utilizar la focalización interna (desde este inédito
personaje).
“Tema del traidor y del héroe” / “Emma Zunz”
1. En varios textos de Jorge Luis Borges surge la apelación a un “yo” que problematiza la noción de
narrador (ocurre, por ejemplo, en el final de “El cautivo”). Analizar las características de este “yo” en
“Emma Zunz” y en “El tema del traidor y del héroe”.
2. Distinguir los distintos niveles ficcionales en “El tema del traidor y del héroe” ¿Qué sugiere la
siguiente cita del cuento?
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“Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la
historia copie a la literatura es inconcebible…”
3. Relatar la historia de Emma Zunz, en tercera persona y desde la perspectiva de Aarón Loewenthal.
4. En su lecho de muerte, James Nolan decide contar toda la verdad acerca de Fergus Kilpatrick y la
ficción que el propio Nolan había ideado. Escribir la declaración de Nolan en forma de un artículo
periodístico.
5. Imitando el estilo de Borges y tal como está desarrollada la trama de “El traidor y del héroe”, idear
una situación similar pero ubicada en la actualidad (entre otros detalles, pensar en la obra, que, a la
manera de la Shakespeare en el texto de Borges, se podría incluir). A partir de lo señalado, reescribir
el cuento.
“El incidente del Puente del Búho”
1. Analizar los cambios de distancia y perspectiva que se producen en el primer apartado. Relacionar
este análisis con el tramo final del relato.
2. Narrar la historia del cuento desde el punto de vista del oficial principal.
3. Reescribir la historia narrada en el cuento trasladada al contexto histórico del enfrentamiento entre
unitarios y federales, desde la perspectiva de un narrador heterodiegético. Entre otras tareas
previas a la escritura, ubicar la acción en alguna provincia argentina, utilizar un lenguaje apropiado,
introducir elementos que den verosimilitud al mundo narrado, etc.
44
Antología
45
Emma Zunz Jorge Luis Borges, El Aleph, 1949
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y
Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su
padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra
desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor
Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en
el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de
Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas;
luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto
continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que
había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.
Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que
en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay,
recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los
amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con
el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última
noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente
de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había
revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá
creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma
Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba
perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la
fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis,
concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron;
tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que
comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían
el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril
cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De
vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a
dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
46
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de
estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas
alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía
esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo
supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba
la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana.
Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del
domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.
Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor
de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo
abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain.
Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un
atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava
tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo
recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por
Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de
Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero
más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en
dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del
Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más
bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una
puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en
el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y
después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el
pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las
partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí
que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no
pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó
con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba
español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él
para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero
que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta.
Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la
tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no
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quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran;
en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más
delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles,
que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos
y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga
venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le
ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en
los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio
de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había
llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer –¡una Gauss, que le trajo una
buena dote!–, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto
para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que
lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de
quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la
obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio
hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de
quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de
morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se
había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la
miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar
de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser
castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las
cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el
ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía
tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de
delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó
como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste,
incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del
cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si
los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y
cólera, la boca de la cara la injurió en español y en idisch. Las malas palabras no cejaban; Emma
tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de
brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación
que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó,
porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
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Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván,
desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego
tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido
una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de
mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta.
Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también
era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres
propios.
Tema del traidor y del héroe
Jorge Luis Borges (Artificios, 1944; Ficciones, 1944)
So the Platonic Year
Whirls out new right and wrong,
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W. B. YEATS: The Tower.
Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del
consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este argumento,
que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores,
rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de
1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, La república de Venecia,
algún estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es
contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos
(para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del
joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente
violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris
entre ciénagas rojas.
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Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a semejanza de
Moisés que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció
en la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del
primer centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas; Ryan, dedicado a la
redacción de una biografía del héroe, descubre que el enigma rebasa lo puramente policial.
Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policía británica no dio jamás con el matador; los
historiadores declaran que ese fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la
misma policía. Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o
combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que
examinaron el cadáver del héroe, hallaron una carta cerrada que le advertían el riesgo de concurrir
al teatro, esa noche; también Julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales
de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición, con los
nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños abatir una torre que le había
decretado el Senado; falsos y anónimos rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron
en todo el país el incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio,
pues aquél había nacido en Kilvargan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la
historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un
dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías
que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro
hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las letras célticas
y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa que antes de ser Fergus Kilpatrick,
Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación,
una comprobación que luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos:
ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick en día de su muerte, fueron
prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la
historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible... Ryan
indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del héroe, había
traducido al gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También
descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los Festpiele de Suiza: vastas y
errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran hechos
históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela
que, pocos días antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia
de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no coincide con los piadosos
hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del
argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los
actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas noches. He
aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro para la rebelión;
algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el cónclave. Fergus Kilpatrick había
encomendado a James Nolan el descubrimiento del traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en
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pleno cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas irrefutables la verdad
de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su presidente. Éste firmó su propia
sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda Idolatraba a Kilpatrick; la más tenue
sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la
ejecución del traidor un instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado
muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se
grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en ese
proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple
ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William Shakespeare. Repitió
escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y secreta representación comprendió varios días. El
condenado entró en Dublin, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno
de esos actos que reflejaría la gloria, había sido prefigurado por Nolan. Centenares de actores
colaboraron con el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas
que dijeron e hicieron perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de Irlanda.
Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez
enriqueció con actos y con palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose en el
tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que
prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas
pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan
sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad.
Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones,
resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso, tal
vez, estaba previsto.
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Las ruinas circulares
Jorge Luis Borges
(El jardín de los senderos que se bifurcan, 1941; Ficciones, 1944)
And if he left off dreaming about you…
Through the Looking Glass IV
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango
sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria
era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el
idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el
hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas
que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que
corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza.
Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha
profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo
despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos
pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían
logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y
muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito
inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los
hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su
magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con
hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre:
quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había
agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o
cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo
inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores
también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de
su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
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Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El
forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo
incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a
muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba
lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y
procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que
redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El
hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba
embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente.
Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de
aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces,
una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían
ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes
eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para
siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno,
cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por
mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas
lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre,
un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto
confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la
intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas
alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo
rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras
de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban
los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se
componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los
enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que
amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la
enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de
ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó
toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las
raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó
que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los
dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi
inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
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Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la
penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce
lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a
atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas
distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo
el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una
noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de
los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue
tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni
hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de
pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del
mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le
hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los
pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese
crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro,
sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese
múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros
iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de
suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de
carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado
cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto.
En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con
el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También
rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso
había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi
hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una
cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos,
cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal
vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos
blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no
supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el
olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba,
se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos
ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los
hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de
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esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una
suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en
años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le
hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse.
El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que
componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo,
apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio
anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la
proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le
interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es
natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por
rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al
cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur,
el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que
herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo
acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el
fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un
instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su
vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su
carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación,
con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
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La salud de los enfermos
Julio Cortázar (Todos los fuegos el fuego, 1966)
Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por
varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que
encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa
despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por
ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar
noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había
sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía
que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba
enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor
equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta
el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa,
que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico
vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar.
Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un
insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto
diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le
dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba
que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los
mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un
baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama
y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y
Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con
el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde
siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un
accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo.
Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos,
para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de
Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de
insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había
ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de
toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a
mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro,
mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de
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ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera
alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban
a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó
pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza
apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas.
Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por
ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el
secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron
de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a
Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus
breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía
que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero
Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a
Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a
respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el
primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que
recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de
málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo
trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo posible
por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que
María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los
Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogado
amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir inmediatamente a su hermano que
trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la
correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de
examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer
los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no
le gustaban los noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios
nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los
exámenes de arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es
malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura
pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan
lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban
apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y
abuelos, y vino el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque
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se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que
pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que ver a
mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces
de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba
del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía agua
la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con
una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al
chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran
con las estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían rodado por
todo el mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas – decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí y se
incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba
a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le
habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los alumnos
de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que
estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó
al pie con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un
sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la cómoda
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía más y la familia llegó a
preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento
de todos ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones y
la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos habían acabado por
reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no estuvieran
con ella, y después se miraban como si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y
Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era que pasara el
tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y
todos estaban de acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la
calificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía
naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él volviera de Recife o si
ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que
entrar a cada momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía
muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día mamá le preguntó a
tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma cuando María Laura venía a verla, como si
fuera la única ocasión que tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían
un poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía.
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–Tenés razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi hijo no se la merece,
creeme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar carta de Alejandro.
La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y
pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había
que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen respeto –dijo sin darle demasiada importancia–. Está bien
que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a
mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da
igual. Acordate cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que ver con el respeto
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo raso–. Ya
van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, pero es un secreto entre los dos. Es
raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te
dice?...
–Es un secreto –dijo mamá–. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros cuando le
preguntaron.
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a
olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho
que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero
joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos
Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente, como si
hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá venir –comentó Rosa como al descuido–. Sería una lástima
que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le
hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar
también en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive
de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto
con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de firmar, pero que miraba
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fijamente la carta como si quisiera grabársela en la memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa, y
después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos para su partida de
dominó–, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se
dará cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que la deje contenta por
un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan. Está en
la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir
vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó María
Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a
Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el único momento
en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero en sugerir lo que todos habían
pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra
carta para Alejandro, insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer
la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia desagradable. Carlos
consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario,
y una tarde tío Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate
y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de sobrino no se decide a
venir a vernos –dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que todavía no
estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de Alejandro. Está
bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar? –preguntó mamá.
–Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura
para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor
Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor Bonifaz no
se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo bastante
repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había
entendido bien, vino como siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la
cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
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Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la
carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de mamá,
había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los
ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana; parecía haberse olvidado, estar pensando en
otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no había querido
contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se habían equivocado y le habían puesto un
yeso que hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a caminar. En
total tenía para unos dos meses, aunque lo malo era que su trabajo se había retrasado una
barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba como
otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete
Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada
serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la fractura de Alejandro,
y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre cuando
la caída del caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó
si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de
irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
–No me la imagino, es la verdad –dijo María Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que
quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía Clelia
resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era un
deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico
que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a hacer
comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá
no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez
meses de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que
unas semanas después le propusieron una renovación del contrato por otro año, siempre que
aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío Rque le parecía eso formidable,
un gran triunfo para un muchacho de tan pocos años.
–Alejandro fue siempre el más inteligente –dijo mamá–. Así como Carlos es el más tesonero.
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–Tenés razón –dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel día
a María Laura–. La verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan
buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
–Y Alejandro, con tanto porvenir.
–Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le
contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la
renovación no te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al cielo raso–. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero convencida de
que siempre era mejor tener un texto completo para evitar contradicciones en las respuestas.
Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la oportunidad que se le
presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con
ellos una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La Razón para
que Carlos le leyera los telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora que
parecían haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se
turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento. Carlos
le leía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los
medicamentos y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no
estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin
comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra cosa,
siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el Brasil. Las
primeras las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la perfección
de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a inventar en el momento. Al
principio acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario sobre los problemas que
eso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía
preocuparse dejó de insistir aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de
Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el muchacho era el
optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera
pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el
Brasil era tan grave como decían los diarios.
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien –dijo el médico–. Esperemos que el
buen sentido de los estadistas. . .
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Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró
levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor
Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera,
pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un sanatorio. A
mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que le traía Carlos con el diario de la
noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama.
Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado
después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A Rosa se le
ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia,
Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera
aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero
de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca.
Tía Clelia fue la primera en querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la llevaron
pasito a paso para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se
acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le dijo mamá a Pepa por la tarde–. Me hizo mala
impresión, sabés.
–Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos
meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
–Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el
cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia acababa
de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para acompañarla)
–Me pregunto cuándo va a volver Clelia –dijo mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
–Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya
sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía
un poco débil, de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en
Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
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–Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas
con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo, al
insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa
de telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se
pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la
funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para que mamá pudiera
escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche aunque el
médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el buen tiempo. Carlos estaba muy
contento con el cierre de la oficina por inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de
la cama de mamá y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía.
Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos,
imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir a
verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días en que debía llegar la
respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que
aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más
y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al
lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una escena
más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba
con la servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como
esperando una sorpresa, una trampa, casi.
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–La culpa la tiene María Laura –dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no
podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María Laura –dijo tío
Roque–. Lo más lógico sería que viniera después de sus exámenes y le diera a tu madre la noticia de
que Alejandro no va a poder viajar.
–Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María Laura, aunque
Alejandro la nombra en todas sus cartas?
–No se trata de la temperatura de mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no se
hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los
quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta, que María
Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por
suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse unas semanas a descansar a San
Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta,
Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le
leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional de
todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un espléndido hotel por
cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna
reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala,
más aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A
Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío Roque, que se
encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir
leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle
explicación a menos de aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía
Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio
donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que tío
Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil, aunque
tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de
costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía
sin cuidado que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro.
Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada
profunda de siempre, ni la que no había ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba
a todos, y para Rosa telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano
como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o
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noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría y los
paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de
mamá cambiaron las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo
que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcida
hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo que sentían.
–Qué buenos fueron conmigo –dijo mamá–. Todo ese trabajo que se tomaron. para que no
sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta.
Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido razón;
sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas
dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a
los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el
hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre
preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a
leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de
que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la
muerte de mamá.
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El incidente del Puente del Búho
Ambrose Bierce (1890)
I.
Desde un puente ferroviario de Alabama del Norte, un hombre miraba las aguas que se deslizaban
veloces veinte pies más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, ceñidas las muñecas por una
cuerda. Una soga atada a una viga, sobre su cabeza, le rodeaba flojamente el cuello; el seno de la
soga pendía al nivel del sus rodillas. Algunos tablones sueltos, colocados sobre los durmientes que
sustentaban las vías férreas, lo sostenían a él y a sus verdugos: dos soldados rasos del ejército
federal, dirigidos por un sargento que, en tiempos de paz, podría haber sido ayudante de sheriff. A
corta distancia, y sobre la misma improvisada plataforma, había un oficial armado, con el uniforme
correspondiente a su graduación: capitán. En cada extremo del puente, un centinela en posición de
presentar armas, es decir, con el fusil vertical frente al hombro izquierdo, el percutor apoyado en el
antebrazo, y éste horizontal y rígido a través del pecho; posición solemne y antinatural, que obliga a
mantener el cuerpo erguido. En apariencia, estos dos hombres no debían darse por enterados de lo
que ocurría en el centro del puente; se limitaban a bloquear los dos extremos de la tablazón que lo
atravesaba. Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a nadie: las vías férreas penetraban
rectamente en un bosque, en un trecho de cien yardas, y después se curvaban y desaparecían.
Más lejos, seguramente, habría un puesto de avanzada. La opuesta margen del río era terreno
despejado, una suave cuesta coronada por una barrera de troncos verticales, aspillerada para los
fusiles, con una sola tronera por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el
puente. En mitad de la cuesta, entre el puente y el fuerte, estaban los espectadores: una compañía
de infantería de línea, en posición de descanso, las culatas de los fusiles apoyadas en el suelo, los
cañones ligeramente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la
caja. A la derecha de la formación había un teniente; la punta de su espada rayaba el suelo; su mano
izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro
del puente, nadie se movía. Los soldados miraban con fijeza el puente, pétreos e inmóviles. Los
centinelas, apostados en las márgenes del río, parecían estatuas. El capitán., de brazos cruzados,
silencioso, observaba la labor de sus subordinados, pero sin hacer un gesto. La muerte es un
personaje que, cuando viene precedido de anuncio, deben recibir con formales manifestaciones de
respeto aun aquellos que más familiarizados están con ella. En el código de la etiqueta militar, el
silencio y la inmovilidad son otras tantas formas de respeto. El hombre cuya ocupación, en aquel
instante, era hacerse ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años. Vestía de paisano, de
hacendado, para ser más exactos.
67
Sus rasgos eran regulares: nariz recta, boca firme, frente amplia, larga cabellera oscura
peinada hacia atrás, que detrás de las orejas caía sobre el cuello de la chaqueta bien ceñida al
cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero no patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro,
y abrigaban una expresión bondadosa, sorprendente en quien, como él, tenía la garganta ceñida por
la soga. No era, evidentemente, un asesino vulgar. Pero el código militar, muy liberal en estas cosas,
prevé la posibilidad de ahorcar a toda clase de gentes, sin excluir a los caballeros. Acabados los
preparativos, los dos soldados se apartaron llevándose los tablones que les habían servido de
sostén. El sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se colocó tras él; el oficial, a su vez, dio un
paso a un costado. Estos movimientos dejaron al reo y al sargento parados en los extremos del
mismo tablón, que atravesaba tres durmientes. El extremo que sostenía al condenado tocaba casi
un cuarto durmiente; el peso del capitán había mantenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del
sargento. A una señal de aquél, el sargento daría un paso a un costado, se volcaría la tabla y el reo
caería entre dos durmientes. El condenado debió reconocer que el procedimiento era simple y
eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Contempló un instante su "inseguro
apoyo"; después dejó que su mirada vagase sobre el agua del río que corría debajo. Llamóle la
atención un pedazo de madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo observaron descender
la corriente. ¡Con cuánta lentitud se movía! ¡Qué arroyo perezoso!
Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos en su esposa y sus hijos. El agua dorada
por el sol matinal, las melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las márgenes del río; el
fuerte, los soldados, el leño flotante, todas esas cosas lo habían distraído. Y ahora tuvo conciencia de
una nueva perturbación, que desintegraba el recuerdo de sus seres amados. Era un sonido que no
podía. ignorar ni comprender, una percusión aguda, neta, metálica, como el golpe del martillo sobre
el yunque del herrero; una sucesión de notas tintineantes. Se preguntó, qué era, y si estaba lejos o
cerca, pues tanto parecía lo uno como lo otro. Su ritmo era regular, pero lento como el de las
campanas que tocan a difunto. Aguardaba cada toque con impaciencia y, sin saber por qué, con
aprensión. Los intervalos de silencio se alargaron progresivamente; las demoras se tornaron
obsesivas. A medida que se volvían más infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y agudeza.
Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies. "Si pudiera desatarme las manos —
pensó—, acaso tendría tiempo para desceñirme la soga y zambullirme en el río. Buceando, podría
escapar a las balas, y nadando vigorosamente alcanzar la orilla, ganar el bosque y llegar a mi casa.
Las líneas del enemigo, gracias a Dios, no han rebasado mi casa; los invasores no han llegado aún a
mi esposa y mis hijos." Mientras el cerebro del condenado, más que elaborar estos pensamientos
que hemos intentado traducir en palabras, los recibía como fugaces destellos, el capitán hizo al
sargento la señal convenida. El sargento dio un paso a un costado.
68
II
Peyton Farquhar era un hacendado rico, perteneciente a una antigua y respetada familia de
Alabama. Siendo amo de esclavos y político, como todos los demás esclavistas, era también
naturalmente secesionista de a lma y ardoroso partidario de la causa sudista. Motivos de fuerza
mayor, que no es menester relatar aquí, le impidieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó
en las desastrosas campañas cuya culminación fue la caída de Corinth. La inactividad, sin embargo,
acabó por enardecerlo como una afrenta. Deseaba una válvula de escape para sus energías,
anhelaba la vida noble del soldado y la oportunidad de distinguirse. Y estaba seguro de que tarde o
temprano se le presentaría la oportunidad, como se presenta a todos en tiempo de guerra.
Entretanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le habría parecido demasiado humilde, siempre que
contribuyera a la causa del Sur; ninguna aventura demasiado peligrosa, siempre que estuviera
acorde con el carácter de un paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y que de buena fe y
sin mayor discriminación estaba de acuerdo, al menos en parte, con el aforismo que dice — con
evidente infamia— que en la guerra y en el amor sólo importan los medios. Una tarde, mientras
Farquhar y su esposa estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada del parque, un
jinete con uniforme gris llegó al portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar tuvo a honra el
servirle con sus propias manos.
Mientras iba en busca del agua, su esposo se acercó al polvoriento jinete y le preguntó con
ansiedad que noticias traía del frente. —Los yanquis están arreglando las vías férreas — respondió
el hombre—, y se preparan para otro avance. Han llegado al puente del Búho. Lo repararon y
alzaron una empalizada en la otra margen:
—El comandante publicó un bando y lo hizo clavar en todas partes. Dice que cualquier civil a
quien se sorprenda dañando las vías férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado
sumariamente. Yo mismo vi el bando. —¿Qué distancia hay de aquí al puente del Búho?
—Unas treinta millas. —Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas enemigas?
—Sólo un puesto avanzado, a media milla de distancia, sobre el ferrocarril, y un centinela en
la cabeza del puente.
—Y si un hombre, un civil, un perito en ahorcaduras —dijo Farquhar sonriendo—, eludiera el
puesto de avanzada y dominara al centinela, ¿qué podría hacer?
El soldado reflexionó.
—Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé que la inundación del invierno último había
acumulado una gran cantidad de leños flotantes contra la primera pila del puente. Ahora la madera
está seca y arderá como estopa. La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le agradeció
ceremoniosamente, hizo una reverencia a su esposo y se marchó. Una hora después, ya entrada la
noche, volvió a pasar por la plantación, rumbo al norte, de donde había venido. Era un espía federal.
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III.
Al caer en línea recta entre las traviesas del puente, Peyton Farquhar perdió el sentido, y fue como
si perdiera la vida. De ese estado vino a sacarle —siglos después, o tal al menos le pareció el dolor
de una fuerte presión en la garganta, seguido por una sensación de sofoco. Agudos, lacerantes
alfilerazos irradiaban de su garganta y estremecían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus
extremidades.
Esas llamaradas de dolor parecían propagarse a lo largo de ramificaciones perfectamente
definidas, y pulsar con periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como, pequeños torrentes de
fuego palpitante que calentaban su cuerpo a una temperatura insoportable. En cuanto a su cabeza,
sólo experimentaba una sensación de congestión, como si fuera a estallarle. Estas impresiones
estaban desligadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se había desvanecido; sólo
podía sentir, y sentir era el tormento. Tenía conciencia de que se estaba moviendo. Rodeado por
una nube luminosa, de la que era apenas el corazón incandescente, ya sin sustancia material, se
balanceaba en inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto péndulo. De pronto, con terrible
rapidez, la luz que lo rodeaba saltó disparada hacia arriba, y sintió el chapoteo de una zambullida.
Un estruendo brutal palpitaba en sus oídos, y todo estaba frío y oscuro. Recuperó la facultad
de pensar: comprendió que la soga se había cortado; había caído al arroyo. La sensación de asfixia
no aumentó: el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía que el agua llegara a sus
pulmones. ¡Morir estrangulado en el fondo de un río! La idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la
negrura, y vio sobre su cabeza un fulgor, pero ¡cuán distante, cuán inaccesible! Seguía hundiéndose,
porque la luz se tornaba más débil, cada vez más débil, hasta convertirse en mera vislumbre.
Después comenzó a crecer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie... Lo comprendió
con disgusto, pues había empezado a experimentar una sensación de bienestar.
"Ahorcado y ahogado —pensó—, vaya y pase; pero no quiero que me baleen. No, no quiero
que me baleen; no es justo." No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo dolor en las muñecas le
advirtió que estaba tratando de soltar sus manos. Prestó cierta atención indiferente al forcejeo,
como un curioso que observa las proezas de un juglar, sin interesarse mucho por el resultado. ¡Qué
espléndido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano! ¡Ah, valerosa empresa! ¡Bravo! La
cuerda estaba rota; sus brazos se abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse vagamente
visibles a la luz que aumentaba. Con renovado interés las observó precipitarse —primero una,
después la otra— sobre el nudo que le ceñía el cuello. Lo arrancaron y lo echaron ferozmente a un
costado, y las ondulaciones de la soga le hicieron pensar en una culebra de agua. —¡Átenla otra vez!
¡Átenla otra vez! Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a la ausencia del nudo habían
sucedido las más espantosas ansias experimentadas hasta ese momento. El cuello le dolía
terriblemente; el cerebro lo sentía como incendiado; el corazón, que hasta entonces había aleteado
débilmente, le pareció que daba un gran salto y buscaba salírsele por la boca. Sentía todo el cuerpo
atormentado y dilacerado por insoportables ramalazos. Pero sus manos rebeldes no obedecían la
orden. Golpeaban vigorosamente el agua, con rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la
superficie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió convulsivamente, y con un supremo
estremecimiento de dolor sus pulmones aspiraron una gran bocanada de aire, que expelió
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instantáneamente con un aullido. Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos. Más aún, los
sentía sobrenaturalmente aguzados y vigilantes. Algo, dentro de la terrible perturbación de su
sistema orgánico, se los había exaltado y refinado a tal punto que registraban cosas jamás
percibidas anteriormente. Sentía los rizos del agua, escuchaba separadamente el ruido que hacía
cada uno de ellos al chocar contra su cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los árboles,
las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio los árboles, las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio
los insectos que se movían en las hojas, las cigarras, las mariposas multicolores, las arañas grises
que tendían sus telas entre una rama y otra. Percibió los colores prismáticos de las gotas de rocío en
millones de briznas de hierba.
El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los remansos de la corriente, el chasquido
de alas de las libélulas, los golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsando un bote... Oía
con perfecta claridad todos esos sonidos. Bajo sus ojos se deslizó un pez, y oyó el ruido que hacía su
cuerpo hendiendo el agua. Había salido a la superficie, de espaldas al puente. Un segundo más tarde
el mundo visible pareció girar, pausado, tomándolo a él como centro, y entonces vio el puente, el
fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados rasos, sus verdugos.
Estaban recortados en silueta contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo; el capitán
había desenfundado su pistola, pero no hizo fuego; los otros estaban desarmados. Sus movimientos
eran grotescos y horribles, gigantesca su estampa.
Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó en el agua a pocos centímetros de su cabeza,
salpicándole la cara. Luego, un segundo estampido, y vio a uno de los centinelas, fusil al hombro;
una nubecita de humo brotaba del caño. El fugitivo vio el ojo de aquel hombre clavado en los suyos,
detrás de la mira del fusil. Era un ojo gris, y recordó haber leído alguna vez que los ojos grises eran
los más certeros, y que todos los tiradores famosos tenían ojos grises. Éste, sin embargo, había
errado. Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar media vuelta; quedó mirando nuevamente el
bosque de la orilla opuesta al fuerte. Una voz clara y penetrante, que entonaba una cantilena
monótona, vibraba ahora a sus espaldas y se deslizaba sobre el agua con una nitidez que perforaba
y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el palpitar de las ondas contra su rostro. Aunque no era
soldado, había frecuentado los campamentos lo bastante para comprender la significación terrible
de ese canturreo deliberado, arrastrado y lento. El teniente, en la orilla, había resuelto intervenir en
los acontecimientos matinales. Cuán frías e inmisericordes, con qué entonación inexpresiva y
tranquila, presagiando y afianzando la serenidad de los tiradores, cuán exactamente espaciadas
cayeron aquellas crueles palabras: —Atención, compañía... Preparen armas... Listos... Apunten...
Fuego. Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El agua aullaba en sus oídos con la voz del
Niágara, y aun así, escuchó el trueno opaco de la salva, y al ascender a la superficie halló en su
camino relucientes fragmentos metálicos, singularmente achatados, que bajaban oscilando
lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y en las manos; después se desprendieron y siguieron su
descenso. Uno se alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba desagradablemente tibio, y
Farquhar lo arrancó de un tirón. Al salir jadeando a la superficie, comprendió que había estado
mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado en forma perceptible. Estaba cada vez
más cerca de la salvación. Los soldados acababan de cargar nuevamente sus armas; las baquetas
metálicas llamearon simultáneamente a la luz del sol, al salir de las bocas de los fusiles;
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describieron un círculo en el aire y desaparecieron en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego
nuevamente, por separado, mas sin puntería.
El perseguido vio todo esto por sobre el hombro; ahora nadaba vigorosamente a favor de la
corriente. Su cerebro funcionaba con tanta energía como sus brazos y sus piernas. Sus
pensamientos tenían la velocidad del relámpago. "El oficial —razonó— no repetirá ese error, típico
del militar riguroso. Es tan fácil esquivar una andanada como un solo tiro. Probablemente ha
ordenado ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios, no puedo eludir todas las balas!" A dos pasos (le
distancia hubo un tremendo chapoteo, y luego un sonido penetrante y móvil, que pareció
propagarse de regreso al fuerte, y culminó en una explosión que conmovió el río hasta sus
profundidades. Una columna de agua descendió sobre él, cegándolo, estrangulándolo. El cañón
participaba en el juego. Al asomar la cabeza en el hervor del agua convulsionada, oyó el silbido del
rebote, y casi al mismo tiempo la bala tronchaba estruendosamente los arbustos del bosque
cercano. "No volverán a equivocarse —pensó—. La próxima vez usarán metralla. No debo perder de
vista ese cañón. El humo me servirá de advertencia; la detonación llega demasiado tarde, demora
más que el proyectil. Es un buen cañón." Súbitamente sintió que giraba y giraba como un trompo. El
agua, las márgenes, el puente ahora distante, el fuerte y los hombres, todo estaba mezcla(lo y
confuso. De los objetos, sólo percibía el color: bandas horizontales y circulares de color. Giraba en el
centro de un torbellino, y la velocidad de rotación y de avance lo enfermaba y aturdía. Pocos
segundos más tarde fue lanzado sobre la grava, al pie de la margen izquierda del río (la margen
meridional) , detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemigos. Lo volvieron a la realidad la
súbita interrupción del movimiento y el escozor de una de sus manos lacerada por la arenilla. Lloró
(le alegría. Hundió los dedos en la arena, la derramó a puñados sobre su cabeza y la bendijo en alta
voz. Era como el oro, como una lluvia de diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso.
Los árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de jardín; notó en ellos un orden definido.
Aspiró la fragancia de sus flores.
Entre los troncos brillaba una extraña luz rosada, y el viento arrancaba de sus ramas la
música de las arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió deseos de perfeccionar su huida; se
contentaba con permanecer en ese lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo. Un zumbido, y
luego un repiqueteo de metralla que conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron de su
ensoñación. El frustrado artillero había disparado al azar un cañonazo de despedida. Peyton
Farquhar se incorporó de un salto, corrió por el declive de la ribera y se internó en el bosque.
Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El bosque parecía interminable; no se veía un claro, ni
siquiera una picada de leñadores. Nunca había creído vivir en una comarca tan salvaje; la revelación
tenía algo de pavoroso. Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el hambre, con los pies
llagados. El recuerdo de su esposa y de sus hijos lo obligó a seguir. Por fin halló un camino, y
comprendió que iba en la dirección propicia. Era ancho y recto como una calle de ciudad; sin
embargo, parecía intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban, ni habitación alguna, ni el
ladrido (le un perro sugería la presencia humana.
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Los troncos negros de los grandes árboles formaban paredes verticales a ambos lados,
convergiendo en un punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Alzó la
vista y vio fulgir grandes estrellas de oro, que le parecieron desconocidas y formaban extrañas
constelaciones. Abrigó la certeza de que estaban agrupadas en un orden provisto de secreto y
maligno significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños rumores: oyó, repetidamente,
murmullos en un idioma desconocido. Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó
horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro donde lo había ceñido la cuerda. Sentía los ojos
congestionados; ya no podía cerrarlos. La sed le hinchaba la lengua: la sed y la fiebre; para
mitigarla, sacó la lengua al aire fresco, entre los dientes. El césped de la intransitada alameda era
como una alfombra blanda. Ya no sentía el camino bajo sus pies. Indudablemente, a pesar del
sufrimiento, se ha quedado dormido mientras caminaba, porque ahora contempla otra escena... O
quizá, simplemente, ha vuelto en sí después de un delirio. Se halla ante la reja de su propia casa.
Todo está como lo dejó, todo brilla espléndido bajo el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la
noche.
Abre el portón, echa a andar por la amplia vereda blanca, ve un revuelo de faldas; su mujer,
fresca, bella y dulce, baja (le la veranda a su encuentro. Al pie de la escalinata se queda esperando,
con una sonrisa de inefable alegría, en una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Cuán
hermosa es! Él avanza con los brazos abiertos. Y cuando va a estrecharla, siente un golpe demoledor
en la nuca; una enceguecedora luz blanca fulgura a su alrededor, oye un ruido semejante a un
cañonazo... ¡Después todo es oscuridad y silencio! Peyton Farquhar estaba muerto. Su cadáver, con
el cuello quebrado, se balanceaba suavemente entre los maderos del viejo puente del Búho.
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Los arqueros
Arthur Machen14
Ocurrió durante la Retirada de los Ochenta Mil15, y la autoridad de la censura es excusa suficiente para no ser más explícito. Pero ocurrió durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegaron tan cerca que su sombra cayó sobre Londres y, al no tener ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas.
Ese día horrible, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la censura y de los expertos militares, esa posición se podría describir como una saliente,16 y si la unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces todas las fuerzas británicas serían despedazadas, los aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente Sedán.
Durante toda la mañana, los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y les encontraban nombres graciosos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.
Hay momentos en una tormenta en el mar en que los hombres se dicen: "esto es lo peor, no puede ser más duro" y entonces retumba un trueno diez veces más feroz que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos.
No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres pero aun ellos estaban espantados en medio de ese séptimo infierno recalentado por los cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Entonces, en ese preciso momento, pudieron divisar desde las trincheras una gran hueste movilizándose hacia sus líneas. Quedaban quinientos de los mil y, hasta donde podían ver, la infantería alemana los presionaba; entonces, una columna tras otra, un mundo de hombres grises, diez mil de ellos, apareció.
No había la menor esperanza. Algunos de ellos se dieron la mano. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, "Adiós, adiós a Tipperary," terminando con "y no volveremos más". Todos comenzaron a despedirse con rapidez. Los oficiales advirtieron que semejante oportunidad de ascenso, con solo disparar para cualquier lado, podría no volver a ocurrir nunca; en
14
El escritor británico Arthur Machen nació en Gales en 1863 y murió en Londres en 1947. 15
Se refiere The Great Retreat (La Gran Retirada), un repliegue de los ejércitos británico y francés para evitar ser rodeados y aniquilados por el
ejército alemán, muy superior en hombres y armamento. 16
Al alba del 23 de agosto de 1914, Sir John French reunió en su cuartel general a los generales Haig, Smith-Dorrien y Allenby para preparar el
enfrentamiento con las tropas alemanas y que las tropas estuviesen listas para avanzar. Pero el potencial de enemigo era mucho mayor y la situación de las tropas británicas no era nada favorable dado que la línea defensiva formaba una saliente (de la que se habla en el cuento) que el enemigo podía atacar desde tres frentes.
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tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: "¿a qué precio, Sidney Street?"17 Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor que pudieron. Pero todos sabían que era inútil. Los grises cuerpos muertos yacían en compañías y batallones mientras otros seguían y seguían cayendo, acumulándose, revolviéndose y avanzando desde más y más allá.
"Mundo sin fin. Amen," dijo uno de los soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, sin saber por qué, un extraño restaurant vegetariano en Londres, donde había ido una o dos veces a comer una excéntrica comida hecha de lentejas y nueces que pretendía pasar por un bistec. Todos los platos de ese restaurant tenían impresos la figura azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius: que San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado sabía latín y otras cosas inútiles y, en ese momento, mientras disparaba a un hombre en medio de la masa que avanzaba a 300 yardas de distancia, vociferó aquella sagrada frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo para obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su Majestad, y que no podía desperdiciarlas en perforar alemanes muertos.
El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación, sintió algo como un estremecimiento o un shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, el rugido de una voz que resonaba como el trueno: "¡Formación, formación, formación!" Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se enfrió como el hielo cuando le pareció escuchar un tumulto de voces que respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: "¡San Jorge, San Jorge!"
"¡Hey, Señor! ¡hey, dulce Santo, sálvanos!"
"¡San Jorge, por la feliz Inglaterra!"
"¡Salve! ¡Salve! Nuestro señor, San Jorge, socórrenos."
"¡Hey, San Jorge! ¡Hey, San Jorge! Un arco largo y un arco fuerte."
"¡Caballero del Cielo, ayúdanos!"
Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente a sí, más allá de la trinchera, una larga línea de formas rodeadas de un resplandor. Esos hombres esgrimían arcos y, luego de un grito, lanzaron una nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia el ejército alemán. Los hombres de la trinchera seguían disparando. Se sentían sin esperanza, pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley.18 De pronto, uno de ellos elevó su voz en inglés: "¡Dios nos ayuda!" y gritó al hombre que estaba a su lado: "¡esto es maravilloso! ¡Miren a aquellos caballeros grises, mírenlos! ¿Los ven? No están llegando por docenas, ni por cientos; llegan de a miles. ¡Miren, miren, miren! Mientras digo esto, se bajaron un regimiento."
"¡Cállate!" dijo el otro soldado, apuntando a un blanco, "¡qué estás diciendo!".19
17
El Sitio de Sidney Street fue un famoso tiroteo en el East End de Londres ocurrido el 3 de enero de 1911 que terminó con la muerte de dos
miembros de “una banda de ladrones políticamente motivados” y que provocó un conflicto político importante relacionado con el entonces Ministro del Interior, Winston Churchill. 18
Bisley es un pueblo de Surrey, Inglaterra, que se caracteriza por sus campos de tiro de fusil. N de T. 19
En el original: “what are ye gassing about!”. La expresión “gassing” en slang equivale a “talking” pero su sentido literal parece aludir al gas
fantasmal mencionado al final de la historia por los alemanes. N de T.
75
Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban llegando de a miles. Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres al dispararles y, aun así, línea tras línea, todos caían por tierra. En todo momento, el soldado que sabía latín escuchaba los gritos: "¡Salve, salve! ¡Nuestro Señor, Santo, ven rápido en nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!".
"¡Sumo Caballero, defiéndenos!".
Las flechas zumbantes volaban tan rápido y en nubes tan espesas que oscurecían el cielo; la horda de bárbaros se iba disolviendo frente a ellos.
"¡Más ametralladoras!" gritó Bill a Tom.
"No los escuches", respondió Tom. "Pero, gracias a Dios, de todas maneras; los agarraron del cuello."
Diez mil soldados alemanes murieron antes de llegar ante la avanzada de la tropa inglesa y, por lo tanto, no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por principios científicos, el Alto Mando General decidió que los despreciables ingleses debían haber utilizado algún gas venenoso de naturaleza desconocida ya que no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados muertos. Pero el hombre que había reconocido el sabor de las nueces al probar aquel bistec supo que San Jorge había traído a los arqueros de Agincourt a auxiliar a sus compañeros.
Traducción: Carmen Crouzeilles
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¿Por qué no bailan?
Raymond Carver
Se sirvió otra copa en la cocina y miró los muebles del dormitorio, situados en la parte delantera de su jardín. Excepto el colchón desnudo y las sábanas a rayas de colores vivos, que descansaban junto a dos almohadas sobre el chiffonier, todo mostraba un aspecto muy semejante al que había tenido en el dormitorio: mesita de luz y pequeña lámpara de un lado de la cabecera, mesita de luz y pequeña lámpara del otro lado, el de ella.
Su lado y el lado de ella.
Pensó en ello mientras bebía a sorbos el whisky.
El chiffonier se encontraba a unos pasos del pie de la cama. Aquella mañana vació los cajones, y en la sala aparecían las cajas de cartón donde había metido lo que contenían. Junto al chiffonier había una estufa portátil. Y al pie de la cama, una silla de junco con un almohadón de diseño exclusivo. Los muebles de cocina, de aluminio bruñido, ocupaban parte del camino de entrada. Un enorme mantel de muselina amarilla –era un regalo– cubría la mesa y colgaba a los lados. Sobre la mesa había un tiesto con un helecho, una vajilla de plata en su caja y un tocadiscos. También eran regalos. Un gran televisor de consola descansaba sobre una mesa baja, y a unos pasos había un sofá y una butaca y una lámpara de pie. El escritorio estaba colocado contra la puerta del garage, y en el camino de entrada había una caja de cartón con tazas, vasos y platos envueltos por separado en papel de periódico. Aquella mañana vació los armarios, y todo lo que había en ellos estaba fuera de la casa, salvo las tres cajas de cartón de la sala. Mediante un cable alargador tendido al exterior había conectado lámparas y aparatos. Todo funcionaba igual que cuando había estado dentro de la casa.
De cuando en cuando un coche reducía la marcha y los ocupantes miraban, pero ninguno paraba. Se le ocurrió que tampoco él lo habría hecho.
–Debe de ser una liquidación casera –le comentó la chica al chico.
Estaban amueblando un pequeño apartamento.
–Veamos lo que piden por la cama –dijo la chica.
–Y por el televisor –añadió el chico.
El chico enfiló el camino de entrada y detuvo el coche ante la mesa de la cocina.
Se bajaron y empezaron a mirar las cosas: ella tocaba el mantel de muselina, él enchufaba la batidora y apretaba el botón de PICAR; ella tomaba el calientaplatos y él encendía el televisor y hacía pequeños ajustes con los mandos.
El chico se sentó a ver la televisión en el sofá. Encendió un cigarrillo, miró a su alrededor, tiró la cerilla al césped.
La chica se sentó en la cama. Se quitó los zapatos y se tendió de espaldas. Le pareció ver una estrella.
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–Vení, Jack. Probá la cama. Traé una de esas almohadas.
–¿Qué tal es? –preguntó él.
–Probala –insistió ella.
El chico miró alrededor. La casa estaba a oscuras.
–No me siento cómodo –dijo–. Será mejor que mire si hay alguien ahí adentro.
Ella hizo saltar su cuerpo sobre la cama.
–Probala antes –repitió.
El chico se tiró en la cama y se puso la almohada bajo la cabeza.
–¿Qué te parece? –preguntó ella.
–Parece sólida –respondió él.
Ella se volvió sobre un costado y le puso una mano en la cara.
–Besame.
Cerró los ojos, lo abrazó.
Él dijo:
–Voy a ver si hay alguien en la casa.
Pero se sentó y se quedó donde estaba, haciendo como que miraba la televisión.
A derecha e izquierda de la calle, las casas se iluminaron.
–¿No sería divertido si…? –insinuó la chica, y sonrió abiertamente y dejó la frase a medias.
El chico rió, pero sin ningún motivo especial. Sin ningún motivo especial, tampoco, encendió la lámpara de la mesita.
La chica se quitó de encima un mosquito, y el chico se levantó y se metió la camisa en los pantalones.
–Voy a ver si hay alguien en la casa –dijo-. No creo que haya nadie. Si hay alguien, preguntaré cuánto piden por las cosas.
–Pidan lo que pidan, ofreceles diez dólares menos. Siempre es bueno –aconsejó ella–. Además, deben estar desesperados, o algo así.
–Es un televisor muy bueno –observó el chico.
–Preguntales cuánto –dijo la chica.
El hombre se acercaba por la vereda con una gran bolsa de supermercado. Traía bocadillos, cerveza, whisky. Vio el coche en el camino de entrada y a la chica en la cama. Vio el televisor encendido y al chico en el porche.
–Hola –saludó el hombre a la chica-. Ya has visto la cama. Perfecto.
–Hola –contestó la chica, y se levantó–. La estaba probando. –Dio unos golpecitos en la cama–. Es una cama estupenda.
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–Es una buena cama –corroboró el hombre y puso la bolsa en el suelo y sacó la cerveza y el whisky.
–Pensábamos que no había nadie –intervino el chico–. Nos interesa la cama, y quizás el televisor. Puede que también el escritorio. ¿Cuánto quiere por la cama?
–Pensaba en cincuenta dólares –dijo el hombre.
–¿La dejaría en cuarenta? –preguntó la chica.
–Bien. La dejo en cuarenta.
Sacó un vaso de la caja de cartón. Le quitó la envoltura de periódico. Rompió el precinto del whisky.
–¿Y el televisor? –quiso saber el chico.
–Veinticinco.
–¿Lo dejaría en quince? –sondeó ella.
–Está bien, quince. Lo dejo en quince –concedió el hombre.
La chica miró al chico.
–Eh, chicos, tomen un trago –invitó el hombre-. Hay vasos en esa caja. Me voy a sentar en el sofá.
El hombre se sentó en el sofá, se acomodó sobre el respaldo y miró al chico y a la chica.
El chico sacó dos vasos y sirvió dos whiskies.
–Ya basta –dijo la chica–. El mío lo quiero con agua.
Acercó una silla y se sentó a la mesa de la cocina.
–Hay agua en esa canilla –dijo el hombre-. Abrí la canilla.
El chico volvió con el whisky con agua. Se aclaró la garganta y se sentó a la mesa de la cocina. Sonrió. Pero no bebió de su vaso.
El hombre miró la televisión. Apuró su whisky y empezó el segundo. Alargó la mano y encendió la lámpara de pie. Precisamente entonces el cigarrillo le resbaló de los dedos y fue a caer entre los almohadones.
La chica se levantó y lo ayudó a encontrarlo.
–Bueno, ¿Qué querés que nos llevemos? –le preguntó el chico a la chica.
Sacó el talonario y se lo llevó a los labios, como si pensara.
–Quiero el escritorio –dijo la chica–. ¿Cuánto es el escritorio?
El hombre, ante lo absurdo de la pregunta, hizo un movimiento con la mano.
–Decí una cantidad –propuso.
Los chicos estaban sentados a la mesa. El hombre los miró. A la luz de la lámpara, creyó ver algo en sus caras. Algo agradable o desagradable. ¿Quién podía saberlo?
–Voy a apagar la televisión y a poner un disco –dijo el hombre-. También vendo el tocadiscos. Barato, ¿Cuánto me darían por él?
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Se sirvió más whisky y abrió una cerveza.
–Lo vendo todo –añadió.
La chica alargó el vaso y el hombre le sirvió Whisky.
–Gracias –dijo la chica–. Muy amable.
–Se te sube a la cabeza –advirtió el chico–. Se me está subiendo a la cabeza. –Alzó el vaso y lo agitó.
El hombre acabó su whisky y se sirvió otro. Luego encontró la caja de los discos.
–Elegí algo –animó a la chica, y le tendió los discos.
El chico extendió el cheque.
–Ahí tiene –contestó la chica eligiendo uno, uno cualquiera, porque no conocía los nombres de las tapas. Se levantó de la mesa y se volvió a sentar. No quería estar sentada y quieta todo el tiempo.
–Estoy poniendo el importe –anunció el chico.
–Claro –dijo el hombre.
Bebieron. Escucharon el disco. Luego el hombre puso otro.
¿Por qué no bailan?, decidió decir, y lo hizo:
–Eh, chicos, ¿Por qué no bailan?
–No, no –dijo el chico.
–Vamos –insistió el hombre. Es mi jardín. Pueden bailar si quieren.
Abrazados, con los cuerpos muy juntos, el chico y la chica se deslizaban de un lado a otro por el patio de la entrada. Bailaban. Cuando se acabó el disco, bailaron con el siguiente, y cuando se acabó, el chico declaró:
–Estoy borracho.
Y la chica negó:
–No estás borracho.
–Sí, estoy borracho.
El hombre dio la vuelta al disco, y el chico repitió:
–Lo estoy.
–Bailá conmigo –le pidió la chica al chico, y luego al hombre; y cuando el hombre se levantó, avanzó hacia él con los brazos abiertos.
–Esa gente de allí. Están mirándonos –observó la chica.
–No pasa nada –dijo el hombre-. Es mi casa.
–Que miren –dijo la chica.
–Eso es –la apoyó el hombre-. Creían haberlo visto todo en esta casa. Pero no habían visto esto, ¿eh?
Sintió el aliento de la chica en el cuello.
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–Espero que te guste la cama.
La chica cerró los ojos; luego los abrió. Pegó la cara contra el hombro del hombre. Y atrajo su cuerpo hacia sí.
–Debes estar desesperado o algo parecido –le dijo.
Semanas después, la chica explicó:
–El tipo era de edad mediana. Todas sus cosas estaban por ahí, en el jardín. No miento. Estábamos borrachos y nos pusimos a bailar. En la entrada de los coches. Oh, Dios. No se rían. Nos puso discos. Miren este tocadiscos. El viejo nos lo regaló. Y todos esos discos de mierda. ¿Vieron esa mierda?
Siguió hablando. Se lo contó a todo el mundo. Tenía muchos más detalles que contar, e intentaba que se hablara del tema largo y tendido. Al cabo de un rato dejó de intentarlo.
Traducción: Carmen Crouzeilles
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Mi jockey
Lucia Berlin (Manual para mujeres de la limpieza, 2016)
Me gusta trabajar en Urgencias. Por lo menos allí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a la sala de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.
Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.
Empezó a llamar a su madre incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano, como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozando: “¡Mamacita, mamacita!” La única forma de que consintiera que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?
El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía. La clavícula estaba fracturada, había al menos tres costillas rotas. Probablemente una conmoción cerebral. No, dijo Muñoz. Debía correr en las carreras del día siguiente. Llévelo a Rayos X, dijo el doctor Johnson. Puesto que no quiso tumbarse en la camilla, lo llevé en brazos por el pasillo, estilo King Kong. Muñoz sollozaba, aterrorizado; sus lágrimas me mojaron en pecho.
Esperamos en la sala oscura al técnico de Rayos X. Lo tranquilicé igual que habría hecho con un caballo. “Cálmate, lindo, cálmate. Despacio... despacio”. Se aquietó en mis brazos, resoplaba y roncaba suavemente. Acaricié su espalda tersa. Se estremeció, lustrosa como el lomo de un potro soberbio. Fue maravilloso.
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En la peluquería
Kjell Askildsen (Cuentos reunidos, 2010)
Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra. De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.
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Viviendo según el cartel
Sam Shepard (El gran sueño del paraíso, 2009)
Hay un pequeño cartel de cartón, escrito a mano, colgando encima de las alitas de pollo humeantes, que dice: “LA VIDA ES LO QUE TE PASA MIENTRAS HACES PLANES PARA OTRA COSA.” El cartel, salpicado de aceite, gira lentamente bajo los rayos naranjas de las luces halógenas que mantienen la comida caliente. Una música de fondo apocalíptica berrea desde unos altavoces escondidos. Hay un chico delgado, de aspecto anémico, merodeando detrás de la barra con la gorra fuertemente encasquetada y las orejas en abanico, rosadas y peludas. En cada oreja luce más aros que anillas en una barra de cortina y parece que le hayan sido insertados con un instrumento para marcar ganado. Su gorra negra dice “ALITAS” delante, “ALITAS” en blanco. El chico delgado está ocupado con el teclado de la computadora y el teléfono a la vez, aporreando las teclas marrones que repican y con el teléfono pegado al cuello. Otro teléfono suena a su lado para una entrega a domicilio y una chica joven, con la misma gorra y una cola de caballo balancéandose detrás, alarga el brazo por encima del chico delgado, y tira el teléfono al suelo. “¡Mierda!”, suelta, y se agacha para agarrarlo; lo agarra del revés y se lo pega a la oreja. Se oye un zumbido; han colgado. Lo cuelga de un golpe.
-¿En qué puedo servirle?- me dice.
- Una ración de diez alitas, por favor.
- ¿Qué salsa?
- ¿Cuáles tienen?
Me echa una mirada exasperada, como si estuviera demasiado ocupada para estar tratando con alguien que no se sabe de los procedimientos.
- Está todo ahí, en la pizarra, en el cuadradito amarillo-dice-.Normal, medio picante, y picante picante.
- ¿Picante picante?-pregunto.
- Y sí. Es el doble de picante.
- Me quedo con el medio picante.
- Muy bien- dice mientras garabatea mi pedido y se lo pasa bruscamente a los dos chicos, también delgados con gorras negras y delantales, que se ocupan de las freidoras.
-¿Quién ha escrito el cartel?-le pregunto a la chica.
- ¿Cómo?
- ¿Quién ha escrito el cartel de ahí, encima del pollo?
- No tengo ni idea-dice, todavía más molesta porque requiero su atención más allá de su obligación.
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- Me gustaría conocerlo.
- ¿A quién?
- Al que escribió el cartel.
- No sé quién lo escribió- se queja.
- ¿Lo sabe alguien de aquí?
Mueve sus anchas caderas hacia los dos cocineros delgados, fregándome la nariz con su cola de caballo.
- Alguien sabe quién escribió ese cartel? Hay un chabón acá que quiere saberlo.
- ¿Qué?- preguntan los cocineros, casi al unísono, mientras sacuden mis alitas en el aceite chisporroteante y agitan enormes saleros y pimenteros de plata encima de todo el revoltijo.
- ¿Quién escribió el cartel que cuelga de ahí? Este chabón quiere saberlo.
- Yo no-dice uno de ellos, tirando mis alitas grasientas en un cestito de cartón blanco mientras el otro tipo les echa una masa gelatinosa por encima. La chica se vuelve rápidamente hacía mí.
-¿Para tomar?
- Coca-cola-digo-. Chica.
- ¿Pepsi?
- ¿Es lo único que tienen?
- Es lo único que tenemos.
- Entonces sí-acepto, y ella pone un vaso vacío en la barra delante de mí, y me acerca el cestito de alitas rojas.
- Son tres con cuarenta y siete-dice.
- ¿O sea que nadie sabe quién escribió el cartel?-insisto, mientras busco mi cartera.
- Exacto. Nadie parece saberlo.
- ¿A lo mejor alguien de otro turno?
- A lo mejor.
- Me gustaría hablar con esa persona, si fuera posible-le digo, dándole un billete de cincuenta muy arrugado.
- ¿Por qué?
- Me gustaría ver si la persona que escribió el cartel lo siente de verdad o si habla por hablar.
- ¿Sentir el qué?
- El cartel. El significado del cartel.
- Mire, no sé quién escribió el cartel, ¿de acuerdo?- me espeta mientras me da el cambio con actitud terminante.
- Bueno, ¿has notado si alguno de los empleados del otro turno es especialmente feliz?¿Particularmente generoso y atento?¿Optimista, incluso?
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- No estoy en los otros turnos, estoy en éste-me contesta.
- Cierto, pero a lo mejor has oído hablar de esa persona. Probablemente a estas alturas es famosa. Divertida.
- ¿Qué persona?
- La que escribió el cartel.
- Mire, señor, no sé quién escribió el cartel. Alguien escribió el cartel, pero no fui yo. ¿De acuerdo?
- Yo escribí el cartel-suelta el chico con la gorra calada y las orejas en abanico, colgando el teléfono suavemente y rascándose el cogote.
- ¿Vos escribiste el cartel?-La chica se ríe y se vuelve hacia los otros dos-. ¡Dicky escribió el cartel!
- ¿Qué cartel?-dicen los cocineros completamente al unísono.
- ¡Este cartel!¡Este cartel de aquí!-Golpea el cartel con la mano, haciéndolo girar salvajemente encima de las alitas humeantes.
- ¿Qué dice?-pregunta uno de los cocineros con poco entusiasmo.
- Leelo vos-le espeta ella, y el más flaco de los cocineros alarga un brazo hasta el cartel, después de frotarse los dedos mojados y rojos en su delantal negro. Lo alcanza y consigue que pare de bailar. Entrecierra los ojos y lo lee.
- No lo entiendo-dice, dando un paso atrás y chupando parte de la salsa que se le ha quedado en el pulgar.
- Dice: “La vida es lo que te pasa mientras haces planes para otra cosa”-le informa la chica.
- Ya sé lo que pone. Sé leer.
- ¿Y?-dice ella.
- ¿Dicky escribió esto?
- ¿Qué significa, Dicky?- pregunta la chica seductoramente, con voz tenue y misteriosa.
- Es lo que dice-murmura Dicky.
- Es muy agudo-le digo-. ¿De dónde lo sacaste?
- Lo inventé-dice Dicky.
- ¿Así nomás?-le pregunto.
Todavía no le he visto la cara. Sigue jugueteando con las teclas de la computadora, sorbiendo mocos levemente debajo de la enorme visera de su gorra.
- Sí, se me vino así.
- Dicky es un tipo piola-dice el cocinero, dándole a Dicky un codazo en las costillas, y vuelve a su puesto.
Dicky pega un ligero salto pero no levanta la cara. Hablo con la parte visible de su gorra.
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- ¿Y eso, Dicky, se te ocurrió en un momento que estabas consumido por sueños de futuro y te diste cuenta de que la vida se te estaba escapando entre los dedos?
- Algo así- farfulla.
- ¿Te vino como una especie de impacto, de estallido de conciencia en el que de repente viste lo lejos que estabas de la realidad?
- ¿Me vino el qué?
- La idea. La inteligente reflexión de que la vida era lo que te estaba pasando mientras vos estabas haciendo planes para otras cosas.
Vuelve a sorber los mocos y se limpia la nariz con la manga. Finalmente levanta la cabeza y me mira, unos ojos profundos, de color verde grisáceo, con medias lunas oscuras debajo, como si acabara de pasar por un mal momento. Más aros, uno en cada aleta de la nariz y un conjunto de tres aros de plata en su labio inferior que parecen a punto de infectarse. Tiene unos ojos dulces y asustados, que se desvían rápidamente de mí a la vidriera.
- No estaba planeando nada, la verdad-dice, casi en un susurro, como para evitar que los demás le oigan.-Creo que estaba como soñando con Colorado.
- ¿Colorado?
- Sí.-Sus ojos me miran un momento otra vez, encontrándose con mi mirada durante un asustado milisegundo, y paseándose por las teclas de la computadora como buscando un sitio donde esconderse.
- ¿Soñando despierto, es eso lo que quieres decir?
- Sí. Estaba acá, como ahora. Mirando por aquella ventana.
La chica de la cola de caballo se retiró detrás de las freidoras burbujeantes de aceite hirviendo con los dos cocineros. Está hablando con ellos en tono conspiratorio, enciende un cigarrillo y me lanza miradas paranoicas por encima del hombro. Los ojos verdes de Dicky saltan otra vez a la vidriera y se centran en las gotas de condensación. Afuera parece que hiciera frío. Hace frío.
- ¿Cuánto hace de todo esto, Dicky?
-¿De qué?- dice, medio absorto.
-¿Qué tuviste este sueño despierto sobre Colorado?
- No lo sé. El otro día, supongo. Estaba simplemente de pie, justo ahí. Mirando la nieve.
- ¿Nieve? ¿Estaba nevando entonces?
- No. En Colorado. Veía caer la nieve en Colorado.
- ¿Pero estabas acá?
- Sí, acá. Como ahora. Veía caer la nieve. Muy suavemente. Todo estaba en silencio. Realmente tranquilo. Había una cabaña en la montaña, detrás de mí.
- ¿Te viste a ti mismo allí fuera, en la nieve?¿En Colorado?
- Sí. Estaba ahí. Bueno, estaba acá, pero estaba allá. Y no sé cómo llegué hasta allí exactamente. Un poco como si hubiera deseado estar allá, supongo. Había estado pensándolo durante mucho tiempo.
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- ¿En Colorado?
- Sí, estaba allá. Y veía la cabaña entre la nieve que caía. Con una luz dorada en la ventana y humo saliendo por la chimenea. ¿Sabe? La leña apilada adelante. Pero faltaba algo.
- ¿Qué?
- Aquella chica.
- Ah. ¿Tu novia?
-No, una chica que imaginé que estaría ahí.
- ¿Y no estaba?
- No. Y eso en cierta manera me sorprendió, ¿sabe?
-¿Quién era esa chica?
- No sé, pero no estaba.
- ¿Una chica imaginaria?
- Creo. Sí, creo que sí. Pero no estaba ahí.
- ¿Y vos te sentiste decepcionado?
- Sí. Era la única razón por la que había ido a la cabaña.
- Ah, ¿habías estado dentro de la cabaña?
- Sí, pero ella no estaba o sea que salí afuera, a la nieve, y seguí mirando hacia atrás, hacia la cabaña, viendo las luces y el humo, pero ella no estaba en ninguna parte. Sabe, era como si yo estuviera completamente solo ahí afuera. Y luego pensé cosas como ¿por qué había hecho aquel largo viaje? ¿Para estar ahí solo? Empecé a sentirme realmente mal. Esa sensación de que vas a vomitar de un momento a otro. Como si nunca más tuvieras que volver a ver a un ser humano. Simplemente…solo. Eso es todo.
- ¿Fue entonces cuando te vino la idea?
- ¿Qué idea?
- Eso de que la vida te pasa mientras haces planes para otras cosas.
- Supongo-dice él, y sus ojos vuelven hacia mí, por un segundo, luego saltan a la vidriera otra vez-. No lo sé. No, no me vino justo en aquel momento. Fue un poco más tarde, creo.
- ¿Más tarde?
- Sí, más tarde.
- ¿Después de qué?
- No lo sé. Después de que algo saltara: algo chisporroteó detrás de mí. Creo que fue el aceite.
- Ah, ¿por las alitas? ¿El aceite de freír?
- Sí. Empezó a saltar y chisporrotear como, ya sabe, cuando metes alitas crudas en el aceite, que parece que medio explote.
- Ajá. ¿Y eso te devolvió acá otra vez, cuándo lo oíste?
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- Sí. Volví acá.
- ¿Y Colorado despareció?
- Sí, algo así.
- ¿Y entonces fue cuando tuviste la idea?
- Tuvo que ser ahí-dice, y desaparece bajo la visera de su gorra otra vez.
- Estoy orgulloso de vos, Dicky-le digo, y alargo el brazo y le doy unas palmaditas en la gorra, justo encima de la palabra “ALITAS”.
Agarro mi vaso vacío y mi cesta de alitas y me dirijo a la máquina de Pepsi. Hay un grupo de estudiantes universitarios asiáticos sentados a una mesa grande. Dos chicas lindas y un chico con anteojos gruesos. Las chicas se están riendo y sorbiendo sus refrescos mientras el chico chupa sus alitas. Me siento a la mesa de al lado. Aparte de nosotros, el restaurante está vacío. Hay dos televisores sin volumen en sendas esquinas opuestas. En uno repiten un partido de la liga nacional de fútbol americano y en el otro dan un documental, y se ve cómo una serpiente devora lentamente un enorme huevo amarillo. Justo cuando me siento veo que Dicky viene hacia mí, con la cabeza baja, arrastrando los pies, con las manos en los bolsillos. Se sienta a mi mesa y justo delante de mí, con la cara escondida debajo de su gorra.
- No es del todo verdad-susurra sin rodeos.
- ¿El qué?
- Lo del cartel. O sea que yo escribí el cartel y todo eso, lo colgué ahí arriba, pero no fue idea mía. O sea lo que dice el cartel…fue idea de otro chabón. No mía.
- Ah-digo.
- El es el chabón al que tiene que conocer. ¿Se acuerda que dijo que seguro que era diferente y esas cosas?
- Sí.
- Bueno, entonces es a él al que tiene que conocer.
- ¿Quién es?
- Bruce. Bruce es el tipo que lo inventó.
- ¿Quién es Bruce?
- El tipo que me hace los piercings. Me puso todo estos aros.
- Ah-repito.
- Es un chabón increíble. Tiene que conocer a Bruce. Tiene un montón de ideas de ese estilo.
- ¿Dónde está Bruce?
-Por ahí. Podría encontrarlo si quiere.
- La verdad es que sólo estoy de paso, Dicky.
- Bueno-dice, y hace ademán de levantarse, con las manos todavía en los bolsillos-. Pensé que a lo mejor querría conocerlo. Dijo que quería conocer a la persona que escribió el cartel.
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- Ya te conocí a vos.
Se queda junto a la esquina de la mesa, dudando entre irse o quedarse.
- Pero yo no soy el chabón que busca. Bueno, él me lo contó…, Bruce…, lo que dice el cartel. Me lo contó hace mucho tiempo y me acordé porque pensé que era copado. O sea que lo escribí, pero no fui yo quien lo inventó.
- Ya lo sé.
- No fui yo.
- Pero vos lo escribiste. Cortaste el trozo de cartón con cuidado, encontraste un rotulador y escribiste todas las palabras con mayúsculas. Después lo cubriste todo con cinta adhesiva transparente para que las palabras no se salpicaran con la grasa de los pollos e hiciste un pequeño agujero arriba, pasaste el cordón de zapatos y entonces te subiste ahí, sobre las alitas, balanceándote y maniobrando entre alambres eléctricos, e hiciste un nudo muy fuerte para que el cartel quedara justo en el centro, debajo de las lámparas, a la vista de cualquiera que entrara en el establecimiento. Lo colgaste justo al nivel de los ojos, donde sabías que atraería la atención de los clientes y distraería sus mentes, invitándolos a darle vueltas a la frase y a reemplazar, durante un segundo, cualquier pensamiento sobre comida o hambre con un pensamiento que les llevara a cuestionarse su vida y a olvidarse de las pequeñeces, el mercado de valores, o su pareja, o el fracaso de su matrimonio, o sus notas de historia, o incluso el Apocalipsis. Y en ese momento fugaz, una luz misteriosa explota a través de sus cuerpos, mandando señales a una remota parte de ellos mismos de manera que, de repente, recuerdan haber nacido y son conscientes de que van a morir. Vos lo hiciste, Dicky. Eso es lo que vos hiciste.
-Sí, supongo-farfulla y se arrastra otra vez hacia su puesto después de chasquear sus dedos pálidos a modo de despedida.
El suave ruido de las teclas de la computadora empieza otra vez. La serpiente ha devorado completamente el huevo, se ve cómo el enorme bulto se desplaza lentamente dentro de su cuerpo. Los estudiantes asiáticos están limpiando su compartimiento, limpian un poco de salsa roja de la mesa de fórmica. Brette Favre lanza una pelota hacia la zona defensiva. Una vocalista histriónica entra en la música de fondo sin pretender desarrollar una melodía. Miro mi cesto de alitas. Parecen muy lejanas. No tengo ni idea de en qué ciudad estoy. No importa. Tampoco tengo ni idea de a qué ciudad voy. No tengo planes.
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Reunión de consorcio
Hebe Uhart (Turistas. “La lengua/cuento”, 2008)
La reunión de consorcio de la calle Encarnación 375 se llevó a cabo como siempre en el hall de la planta baja, casi todos parados. Sólo se sentaban la administradora frente a una mesita que se guarda en el sótano, y el presidente de la Comisión Administradora en una punta de la mesa (él hace el acta). Dos señoras mayores, Azucena y Francisca, llevaron los banquitos de sus departamentos. La administradora no era una fea mujer, eso sí estaba un poco encorvada y miope de tanto papel que debía mirar y firmar y con la cara un poco desdibujada por escuchar tantas quejas de todas partes, de todos los departamentos, y de soñarlas por la noche. El presidente de la Comisión Administradora estaba tostado todo el año, iba de joggin y zapatillas. Era el único que le decía “Mary” a la administradora; ella le decía “Carlos”. Azucena y Francisca siempre llegaban primero a las reuniones, por motivos distintos. Azucena, con cara de luna llena y siempre sonriente porque quería estar enterada, al corriente de lo que pasaba. Francisca porque tenía muchos asuntos para plantear y estaba dispuesta a cantar cuatro frescas. Francisca siempre era una persona de gran aprendizaje para Azucena, porque sabe todo: sabe si pasa el basurero, sabe conseguir calcio picando cáscara de huevo, para los huesos, y sabe dónde se venden los zapatos más cómodos.
La administradora miró su reloj de reojo y dijo en un tono de voz amaestrado:
-Desgraciadamente en este país no somos puntuales, Carlos, por favor, tóquele el timbre al del cuarto C. Dijo que venía.
El del 4º C, un muchacho recién casadito, con ojos grandes y tímidos, se apoyó junto a un ángulo de la pared. La administradora le dijo:
-¿Trajo la autorización, señor...?
-Martínez.
La administradora cotejó una lista y dijo:
-Efectivamente, acá está.
El muchacho se acercó a la mesa y llevó la autorización como ante un tribunal. La administradora dijo, en tono didáctico:
-Muy bien, señor Martínez, siempre debo repetir que los inquilinos deben traer la autorización. Y además debo repetir que seamos puntuales, así resolvemos todo en tiempo y forma.
El señor Martínez pensó que a lo mejor ese sermón era para él y se quedó inmóvil, puro ojo.
En ese momento pasó Roque, raudo como si se dispusiera a hacer un viaje largo, llevando algo en las manos, como siempre; farfullaba y la administradora le preguntó:
-¿Se queda, Roque?
Se escuchó que decía algo vago como: “Comprar”; supusieron que volvía, pero no era claro, de Roque nunca se sabía si iba o volvía, y muchas veces después que avanzaba hacia algún lado, daba una pequeña vueltita. Francisca le dijo a la administradora:
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-Señora, sepa usted que ese hombre tiene muchos gatos en su casa, nunca dice cuántos pero habría que hacer una inspección a su casa y si no toman medidas, voy a traer yo un inspector ya.
La administradora dijo:
-Es justamente el primer problemita que vamos a tratar: los animales domésticos.
Francisca dijo:
-Entonces no sólo los gatos, están los que suben con los perros a la terraza, ensucian todo y también hacen un ruido...
La administradora dijo:
-Eso entra en el temita: “Ruidos molestos”. Después lo vemos.
Francisca:
-Porque acá parece que nadie ve nada, ni escucha nada, ni huele nada. El ascensor tiene olor a perro, y tiene una rayadura. ¿Quién lo rayó? Seguro que son esos chicos que se sientan en la vereda, que es de todos. ¿Quiénes se creen que son, los dueños del umbral?
La administradora dijo, con su voz cansada:
-Recuerden que la libertad de uno termina donde empieza la libertad de otro.
Francisca:
-¡Qué libertad con los ruidos de esta casa! ¡Hay tanto ruido y confusión que subió un escalador ladrón al tercer piso, un hombre araña, nadie lo vio, nadie lo escuchó!
Carlos dijo:
-¿Qué anoto, Mary, ruidos o animales?
La administradora:
-¡Qué barbaridad, un escalador! Ya vamos a ordenar, Carlos.
Azucena dijo sonriendo:
-Yo ando mal del oído izquierdo. Escucho poco, pero algo veo, yo digo, disculpe, no sé si corresponde que... Yo digo, esa alfombrita de la entrada que era nueva, está toda pisoteada y...
La administradora le contestó sonriendo;
-Azucena, hay otras prioridades. Ya vamos a llegar, ya llegamos a lo suyo.
Francisca:
-¡Prioridades, siempre con esa palabra en la boca y nunca me llega el turno a mí que pago religiosamente las expensas el día 2, no como otros que tienen una deuda de seis meses! Yo escucho ruidos de todas partes, yo le puedo decir de dónde viene el ruido, están los chicos del quinto C que ponen la música a todo lo que da, bah, si a eso se le puede decir música, la de arriba mío, que cierra con furia el ascensor a las 3 de la mañana. ¿Tengo yo la culpa si le fue mal de donde vino? Y para colmo, ahora hay zapatos que hacen ruido, por esas porquerías que inventan,; la nena del primero B tiene zapatos que tocan música, es cierto que no suben mucho, pero... ¡Qué libertad ni libertad!
Carlos (coqueto): -Yo, señora Mastropiero, a salvo. Revestí mis paredes con corlok.
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Administradora (con voz triste):
-Lo bien que hizo, Carlos.
En ese momento entró Roque de la calle con una bolsa llena de algo, sosteniéndola abrazada como si fuera un chico y farfullando al aire algo así como que subía a dejar el paquete. Al mismo tiempo bajó Florentina con una hermosa pollera aterciopelada y una blusa de brillos encandilantes. La administradora le dijo:
-La esperábamos, Flor.
Todos enmudecieron con la llegada de Flor. Carlos le dijo, solícito:
-¿Querés una silla?
Flor denegó el ofrecimiento y se quedó parada junto al casadito joven que estaba cada vez más tenso. Dijo:
-¿Yo puedo proponer algo muy puntual?
La administradora asintió.
Flor:
-A mí me preocupa desde hace tiempo el tema del portero. Se sientan los dos con sillas en la vereda, es cierto que lo hacen en verano y falta mucho, pero hay que prever. Saludan a todo el mundo y ofrecen el aspecto de una casa que no es de nivel, cuando se pierde el nivel se pierde todo; pienso que deberían estar parados y llevar uniformes, como corresponde, he visto unos uniformes muy discretos, tampoco la pavada, en la calle Tacuarí, ya tengo pensado el color. Tampoco es de nivel el hall de la entrada, con ese relieve o como se llame de la embarazada en la pared, sí, lo están viendo. ¿Qué hace una embarazada en la pared de un departamento? A mí me produce impresión cuando salgo y cuando entro a la casa: me altera; la casa debe ser un refugio de tranquilidad. Hay unos revestimientos de mármol, que se venden acá en Quadri, ya tengo pensado el color, las cosas entran por los ojos y...
Administradora:
-Pero Flor…
Flor:
-Permítame terminar. El portero tiene unos modales que no condicen con su condición de encargado. Le ha dicho a mi madre, nada menos que a mi madre, que él conoce a la gente de cada departamento por la basura que tira. ¿Qué es esto, un espionaje? En lo que a mí atañe, no quiero tener un espía en mi propia casa. A mi madre le dio un ataque de presión por su culpa, porque es vivir bajo un espía. Y si sigue comportándose de esa manera, yo le voy a hacer un juicio por daños y perjuicios. No se puede jugar con la salud de las personas y…
Francisca:
-¡Tiene razón, tiene razón, el portero a mí me tira las cartas por debajo de la puerta como si fueran aviones, una vez una carta llegó al balcón! Yo voy a mandar una carta documento y si no surte efecto, voy a llegar hasta el defensor del pueblo.
Azucena (como si fuera una noticia buena y agradable):
-Ah, ¿hay un defensor del pueblo?
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Bajó Roque con una radiografía y se encaminó a la puerta de calle.
Administradora:
-Roque, ¿No se queda?
Roque (farfullando con la radiografía en alto):
-Voy al médico de acá cerquita, a lo mejor me atiende….A lo mejor no me atiende…
Francisca:
-Pare un poco, ¿cuántos gatos tiene usted?
Roque en la puerta de calle:
-El gato es un animal muy limpio, ojo, que no lo tomen a mal los que tienen perros, los perros tienen lo suyo, no vaya a creer, no me interpreten porque yo me acordé de una cosa. ¿Ve ese pasillo de la puerta de afuera? Va octavo H y la fuerza, va primero D y suma y sigue, y suma y sigue…Se gasta el pestillo y…
Francisca:
-En eso tiene razón, pero…
Flor:
-Tendrá razón pero se lo pasa espiando la vida de los demás. Mi filosofía es vivir y dejar vivir.
Carlos:
-Mary, ¿qué anoto?
Administradora:
-Vamos a ordenar estos problemitas al final. Escuchen bien: Estamos todos en un mismo barco y debemos remar a la par si queremos llegar a buen puerto. Todos queremos ser ganadores. ¿No es cierto que todos quieren ser ganadores? No debemos perder de vista nuestro objetico, porque nos falta el tema central: la seguridad.
Flor:
-Teniendo en cuenta cómo está el país, y de eso algo sé, este departamento debería tener un vigilante toda la noche; yo llevo siempre, siempre, en mi cartera un paralizador para no estar desprevenida, sirve también para acosadores sexuales, y lo llevo siempre desde que tuve una experiencia que sinceramente no se la deseo a nadie. Yo no sé si se podrá, pero como la vida es lo primero, pero aunque entren y no maten. Un robo es una violación. no lo vamos a negar..,(no hablemos de otras cosas igualmente terribles); yo propongo que el consorcio le dé a cada propietario un aparato paralizador para su propia defensa.
Azucena:
-Y ese…ese… ¿Cómo se usa?
Administradora:
-Un minuto, Flor.
Francisca:
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-Sí, y a mí me robaron el diario.
Azucena (pensativa):
-Dicen que robaron una camisa de la soga de la terraza.
Francisca:
-Una sábana. ¿Pero qué tenemos?¿Hablando mal y pronto, chorros en familia?¡Habrase visto!
Flor:
-Yo ya he sembrado mi inquietud; me retiro a descansar, que mañana tengo un día bravo.
Administradora:
-Firme, Flor, vaya nomás, que descanse.
Flor firmó y subió raudamente. Volvió Roque de la calle con la radiografía en la mano.
Roque:
-No me atendió.
Francisca:
-Venga para acá. ¿Cuántos gatos tiene usted?
Roque:
-Ya estoy, ya estoy con ustedes, subo porque es la radiografía de mi señora, pobrecita, qué se le va a hacer.
El casadito se comía las uñas.
Francisca:
-La del tercero G le abre la puerta a todo el mundo, de día y de noche. Y también tiene un toldo que no es del color del reglamento. Habría que ,mandarle una carta documento.
Administradora:
-Pero, señora Mastropiero…
Francisca:
-Está el fumigador también. Yo no dejo entrar. ¿Tiene algún carnet,o algo que diga que lo es? Y trigo limpio no debe ser, porque tira un poco de algo así nomás en las rejillas y se va ensuciando todo con esos zapatones…
Carlos:
-Mary, ¿anoto seguridad?
Administradora:
-Sí, Carlos, anote ese problemita.
Golpearon el vidrio de la puerta y abrió Francisca. Eran los remiseros del local anexo. Hacía punta un gordito, parecido a un tapir y se dirigió a la administradora sin saludar a nadie:
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-Tuve que venir hasta acá porque en la administración no me das bola, vos, llamo y llamo y me atiene la musiquita, y no quiero ir allá otra vez porque ese empleado que tenés es un soberbio. ¿Y qué? ¿Nos discriminan porque somos remiseros?
Carlos (con voz neutra):
-Bajá el tono, por favor.
Remisero:
-Que bajá el tono, me llueve, hermano, cae agua del techo, tengo todo lleno de tachos y si esto no se arregla esta semana, mando carta documento, a la mierda la musiquita, al carajo el jetón ese que tenés allá.
Administradora (con voz de cansada):
-Deben comprender que el arreglo de la terraza sólo se hará cuando pasen las grandes lluvias.
Azucena:
-¡Es cierto, qué lluvia, nunca vi nada igual!
Administradora:
-¿Vio, Azucena, qué manera de llover? Bueno, ustedes saben que está cambiando el clima, está cambiando el planeta…
Remisero:
-¿Qué terraza ni terraza, estamos arriba nosotros? Otra cosa: mejor que no esté acá el que nos llama de noche y después no agarra viaje, mejor que no esté. Bueno, ya sabés. (Se fueron.)
Administradora:
-¡Qué modales! ¡Qué barbaridad! ¡Qué tarde es! (A Carlos.) ¿Firmaron todos? Bueno, pueden retirarse, nosotros nos quedamos a hacer el acta.
El casadito:
-Este…yo, yo, eh….tengo humedad en el techo y…
Carlos:
-Nunca hay que comprar el último piso. Cuando pasen las grandes lluvias, se encara ese rubro.
Azucena y Francisca, cada una con su banquito, subieron con el casadito.
Administradora:
-Buenas noches a todos. Que descansen.
Ella y Carlos se quedaron el hall para hacer las actas.
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Los ojos de Celina
Bernardo Kordon (Todos los cuentos, 1975)
En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de agua fresca. No me retiré de su lado, como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese encontrado la sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo contrario: "Ella te buscó, la sinvergüenza”. Estas fueron sus palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a cada rato. Desde ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre, acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un solo peso. Siempre fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros. Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía de una vez. Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé de mirárselos. Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi madre y mi hermano.
Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá. Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos. Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el recodo del río. Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:
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-Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada. Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me moviera de allí. Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino que llevó a refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y cayó al suelo. Mi madre se agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina.
Señaló: -Ahí abajo del codo.
-Mismito allí picó la yarará- dijo mi hermano. Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.
-Una víbora – tartamudeó-. Había una víbora en la olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como un borracho de lengua de trapo. Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte.
Entonces mi madre me agarró del brazo.
-Eso se arregla de un solo modo - me dijo- . Vamos a hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía ojos-¡qué ojos!- para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no podía mover la lengua. Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito. La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia. Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y lo demás. Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separamos de la vieja, cuando la llevaron para siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la penitenciaría se trabaja menos y se come mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna noche los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.
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Es que somos muy pobres
Juan Rulfo (El llano en llamas, 1953)
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de aguas, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
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No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera es-tado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y enten-dían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere eso para ella.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo.
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Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a las dos.»
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa era la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha llevado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
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Bajo tierra
Samanta Schweblin (Pájaros en la boca, 2015)
Necesitaba descansar, tomar algo para despabilarme. La ruta estaba oscura y todavía tenía que conducir varias horas. El parador era el único que había visto en kilómetros. Las luces interiores le daban cierta calidez y había dos o tres coches estacionados frente a los ventanales. Dentro, una pareja joven comía hamburguesas. Al fondo, un tipo de espaldas y otro hombre, más viejo, en la barra. Me senté junto a él, cosas que uno hace cuando viaja demasiado, o cuando hace tanto que no habla con nadie. Pedí una cerveza. El barman era gordo y se movía despacio.
—Son cinco pesos—dijo.
Pagué y me sirvió. Hacía horas que soñaba con mi cerveza y esa era bastante buena. El viejo miraba el fondo de su vaso, o cualquier otra cosa que pudiese verse en el vidrio.
—Por una cerveza le cuentan la historia— dijo el gordo señalándome al viejo.
El viejo pareció despertar y se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises y claros, quizá tuviera un principio de cataratas o algo por el estilo, era evidente que no veía nada bien. Pensé que adelantaría algo de la historia, o que se presentaría. Pero se quedó quieto, como un perro ciego que cree haber visto algo y no tiene mucho más que hacer.
—Vamos, amigo—dijo el gordo, y me guiñó el ojo—, solo es una cerveza para el abuelo.
Dije que sí, que por supuesto. El viejo sonrió. Saqué cinco pesos para el gordo y otra vez, en menos de un minuto, el viejo tenía lleno el vaso. Tomó un par de tragos y se acomodó automáticamente hacia mí. Pensé que ya habría contado la historia un centenar de veces, y por un momento me arrepentí de haberme sentado al lado del viejo.
—Esto pasa adentro—dijo, señalando el secacopas o, quizás, un horizonte imaginario que yo
todavía no podía ver—, adentro, bien en el campo. Había un pueblo ahí, un pueblo minero,
¿entiende? Un pueblo chico, la mina recién empezaba a funcionar. Pero tenía ahí una plaza, la iglesia, y la calle que iba hasta la mina estaba asfaltada. Los mineros eran jóvenes. Habían llevado a sus mujeres y en pocos años ya había muchos chicos, ¿entiende?
Asentí. Busqué con la mirada al gordo, que evidentemente ya conocía la historia y se distraía acomodando botellas a un lado de la barra.
—Bueno, estos chicos estaban todo el día en la calle. Corriendo de una casa a otra, jugando. Un
día uno de estos chicos descubre en un descampado algo extraño. La tierra estaba ahí como hinchada. Era poca cosa, no a cualquiera le hubiese llamado la atención, pero pareció suficiente para ellos. Los que estaban ahí, no eran muchos los que Io encontraron, se fueron acercando, hicieron un círculo alrededor y estuvieron así un rato. Uno se arrodilló y empezó a escarbar la tierra con las manos, así que el resto empezó a hacer Io mismo. En seguida encontraron algún balde de juguete o cualquier otra cosa que sirviera de pala, y empezaron a cavar. Fueron sumándose otros a Io largo de la tarde. Llegaban y se sumaban sin preguntar, como si ya hubiesen sido avisados del
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pozo. Los primeros terminaban por cansarse e iban dejando lugar a los nuevos. Pero no se alejaban. Se quedaban cerca, mirando siempre la obra. Al día siguiente volvieron más preparados, traían baldes, cucharones de cocina, palas de maceta, cosas que seguramente les habían pedido a sus padres. El agujero pasó a ser un pozo. Entraban cinco o seis adentro. Apenas si les asomaba la cabeza. Juntaban la tierra en los baldes y se los pasaban a los de arriba que, a su vez, la llevaban hasta un montículo que iba creciendo, ¿me entiende?
Asentí, y aproveché la interrupción para pedirle al gordo más cerveza. También pedí otra para el viejo. Él aceptó, pero la interrupción no pareció gustarle. Se quedó callado, y solo siguió cuando el gordo dejó frente a nosotros los nuevos vasos y se concentró de nuevo en sus cosas.
—Los chicos empezaron a interesarse solo en el pozo, no había ninguna otra cosa que llamara su
atención. Si no podían estar ahí cavando, hablaban entre ellos del tema, y si estaban con adultos, prácticamente no hablaban. Obedecían sin discutir, sin prestar atención a Io que se les decía, y por respuesta solo se escuchaba "sí", "no", "da igual". Siguieron cavando. Trabajaban más organizados, de a turnos cortos. Como el pozo ya era más profundo subían los baldes con sogas. En las tardes, antes de que oscureciera, se ayudaban entre ellos para salir y tapaban con tablas la boca. Algunos padres estaban entusiasmados con la idea del pozo, porque decían que eso les permitía jugar a todos juntos, y que eso era bueno. A otros les daba igual. Seguro había padres que ni sabían del tema. Yo creo que algún adulto, intrigado por todo el asunto, debe haberse acercado una noche, mientras los chicos dormían, y debe haber levantado las tablas. ¿Pero qué puede verse en la noche, en un pozo vacío cavado por chicos? No creo que hayan encontrado nada. Deben haber pensado que solo era un juego, eso deben haber pensado, hasta el último día.
El viejo no dijo nada más. Me quedé esperando, no sabía si había terminado. Aunque se me ocurrieron un par de comentarios ninguno me pareció oportuno. Busqué al gordo, atendía la mesa de la pareja joven, que ya se iba. Abrí la billetera, conté otros cinco pesos y los puse entre los dos. El viejo agarró el dinero y Io guardó en su bolsillo.
—Esa noche perdieron a sus hijos. Empezaba a oscurecer. Era el momento del día en que los
chicos volvían a sus casas, pero no había señales de ellos. Salieron a buscarlos y se encontraron con otros padres también preocupados, y cuando empezaron a sospechar que algo podía haber pasado, ya casi todos estaban en la calle. Los buscaron desorganizadamente, cada uno por su lado. Fueron a la escuela, a las casas donde antes solían jugar. Algunos se alejaron y fueron hasta la mina, examinaron los alrededores, revisaron incluso sitios donde los chicos no podrían llegar solos. Buscaron durante horas y no encontraron a ninguno. Supongo que cada padre por su cuenta había pensado alguna vez que algo malo podia pasarle a su hijo. Un chico trepado a un paredón puede caerse y abrirse la cabeza en un segundo. Puede ahogarse en el estanque jugando con otro a hundirse entre sí, puede atorársele en la garganta un carozo, una piedra, cualquier cosa, y morirse ahí nomás. ¿Pero qué fatalidad podía borrarlos a todos de la tierra? Discutieron. Pelearon. Quizá porque pensaron que podrian encontrar alguna pista, fueron concentrándose alrededor del pozo, y levantaron las tablas. Deben haberse mirado entre sí, confundidos, sin saber muy bien qué pasaba: no había ningún pozo. Las tablas tapaban una protuberancia, el montículo que queda en la tierra cuando se la remueve, o cuando se entierra a los muertos. Podría pensarse que el pozo se había derrumbado, o que los chicos Io habían vuelto a tapar, pero la tierra que habían sacado seguía ahí, podían verla desde donde estaban. Fueron por palas y empezaron a cavar donde antes Io habían hecho los chicos. Una madre gritaba desesperada.
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—Paren, por favor. Despacio, despacio...—Gritaba—, van a darles con las palas en la cabeza—hubo
que calmarla entre varios.
Al principio cavaban con cuidado, más tarde abrían la tierra a palazos. Bajo la tierra no había más que tierra, y algunos padres se rindieron y empezaron a dejar el pozo, confundidos. Otros siguieron trabajando hasta la noche siguiente, ya sin ningún cuidado, agotados, y al final todos terminaron por regresar a sus casas, más solos que nunca.
El gobernador viajó hasta el pueblo. Trajo gente aparentemente especializada para examinar el pozo. Les hicieron repetir la historia varias veces.
—¿Dónde estaba exactamente el pozo?—preguntaba el capataz.
—Acá, exactamente acá.
—¿Pero no es que este pozo Io cavaron ustedes?
Los hombres del gobernador dieron vueltas por el pueblo, revisaron algunas casas, y no volvieron nunca más. Entonces empezó la locura. Dicen que una noche. una mujer escuchó ruidos en la casa. Venían del suelo, como si una rata o un topo escarbara bajo el piso. El marido la encontró corriendo los muebles, levantando las alfombras, gritando el nombre de su hijo mientras golpeaba el piso con los puños. Otros padres empezaron a escuchar los mismos ruidos. Arrinconaron contra las paredes todos los muebles. Arrancaron con las manos las maderas del piso. Abrieron a martillazos las paredes de los sótanos, cavaron en sus patios, vaciaron los aljibes. LIenaron de agujeros las calles de tierra. Tiraban cosas adentro, comida, abrigo, juguetes ; luego volvían a taparlos. Dejaron de enterrar la basura. Levantaron del cementerio los pocos muertos que tenían. Dicen que algunos padres siguieron cavando noche y día en el descampado, y que solo se detuvieron cuando el cansancio o la locura acabaron con sus cuerpos.
El viejo miró su vaso vacío y yo inmediatamente le pasé otros cinco pesos. Pero había terminado; rechazó el dinero.
—¿Sale?—me preguntó.
Sentí que era la primera vez que me hablaba. Como sl toda la historia no hubiera sido más que eso, una historia paga ya terminada. Los ojos grises y ciegos del viejo me miraban. Dije que sí. Saludé con un gesto al gordo, que asintió desde la pileta, y salimos. Afuera volví a sentir el frio. Le pregunté si podía alcanzarlo a algún lugar.
No. Le agradezco—dijo.
—¿Quiere un cigarrillo?
Se detuvo. Saqué un cigarrillo y se Io pasé. Busqué en mi abrigo el encendedor. El fuego le iluminó las manos. Eran oscuras, gruesas y rígidas como garrotes. Pensé que las uñas podrían haber sido las de un ser humano prehistórico. Me devolvió el encendedor y caminó hacia el campo. Sin entender del todo, Io vi alejarse.
¿A dónde va?—pregunté—, ¿seguro no quiere que Io alcance?
Se detuvo.
—¿Vive acá?
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—Trabajo—dijo—, más allá—señaló campo adentro.
—¿Qué hace?
Dudó unos segundos, miró el campo, y después dijo:
—Somos mineros.
De pronto ya no sentía frío. Me quedé unos minutos para verlo alejarse. Forcé la vista deseando encontrar algún detalle revelador. Solo cuando su figura se perdió del todo en la noche regresé al auto, prendí la radio y me alejé a toda velocidad.