Universidad Católica Argentina
“Santa María de los Buenos Aires”
Departamento de Investigación Institucional
Área Política
Proyecto: Estado, Sociedad y Cultura Democrática en la Reforma del Estado Argentino.
Reforma y organización estatal en los '60 y los '90
Lic. Hugo Luis Dalbosco
2002
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
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ÍNDICE
REFORMA Y ORGANIZACIÓN ESTATAL EN LOS '60 Y LOS '90 ......................................................1
I. MARCO TEÓRICO .........................................................................................................3
INTRODUCCIÓN........................................................................................................................3 EL CASO ARGENTINO.................................................................................................................5 AUTONOMÍA Y CAPACIDAD DEL ESTADO .....................................................................................9
II. LOS PROCESOS DE REFORMA DEL ESTADO EN LOS '60 Y EN LOS '90 ...........14
A) Los años sesenta.................................................................................................................14 1.- LA ESTRATEGIA DESARROLLISTA .......................................................................................14 2.- LA CONFORMACIÓN DEL APARATO ESTATAL ........................................................................26
B) Los años noventa ................................................................................................................45 ANTECEDENTES ....................................................................................................................45 1.- LA ESTRATEGIA NEOLIBERAL .............................................................................................50 2.- LA NUEVA CONFORMACIÓN DEL APARATO ESTATAL .............................................................58
III. CONCLUSIONES .....................................................................................................103
Bibliografía ......................................................................................................................... 1112
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
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Proyecto: Estado, Sociedad y Cultura Democrática en la Reforma del Estado Argentino
Reforma y organización estatal en los '60 y los '90
I. Marco Teórico
Introducción
Los ejes del análisis parten del paradigma del Estado desarrollista de característica
keynesiana, en tensión con el concepto del Estado de Bienestar, por un lado, y con el
correspondiente al Estado post reforma en la modalidad emergente en la segunda mitad de los
noventa.
Desde el punto de vista histórico, el Estado de Bienestar y el Estado keynesiano no
coinciden. Incluso, los objetivos respaldan su concepción y montaje difieren notoriamente. El
Estado de Bienestar, en su primera versión bismarkiana, se proponía fomentar instituciones,
garantizar derechos y establecer prestaciones para contener y nacionalizar a la clase obrera,
morigerando así las diferencias introducidas por el capitalismo liberal nacional. Es decir,
fundamentalmente era una herramienta política con implicancias económicas (Isuani; 1991).
Por su parte, el Estado keynesiano desarrolla el camino inverso: es un instrumento económico,
destinado a superar el ciclo recesivo, cuya aplicación y desenvolvimiento tiene indudables
consecuencias políticas.
Sin perjuicio de ello, durante una buena porción del siglo XX ambos conceptos de
Estado coincidieron e interactuaron mutuamente en muchos países desarrollados y en vías de
desarrollo. Como dice Isuani:
“... el crecimiento del EB (Estado de Bienestar) fue potenciado por una etapa del desarrollo
económico (la keynesiana) que brindó las bases materiales para ello. Así, las instituciones del
EB y el EK (Estado keynesiano) produjeron la etapa más exitosa del capitalismo tanto en
materia de producción y productividad como en mejoría de las condiciones materiales de vida
de la población”1
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
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Esta coincidencia entró en crisis hacia los años setenta. Independientemente, se han
señalado las limitaciones del Estado de Bienestar. En efecto, la recreación de las relaciones
entre la política y la economía que han tenido lugar durante los noventa, configuran una
reacción originada en la falta de coordinación entre lo público y lo privado que significó el
desarrollo del Estado de Bienestar, al minimizar el papel del mercado como asignador de
recursos y extender y sobredimensionar el papel protector de los derechos por parte de la
institución estatal. De esta forma, aquello que sirvió para fortalecer el Estado en los años treinta
indujo su debilitamiento en los años setenta: la movilización de intereses organizados para
influir en las políticas públicas derivó en una suerte de neutralización mutua que trasladó al
interior del aparato estatal las tensiones existentes en la sociedad y, a la vez, derivó en una
enorme y definitiva crisis fiscal (Offe; 1990). Las estrategias que los Estados de Bienestar
desplegaron frente al cambio económico y social de los años setenta estuvieron ligadas tanto a
la tradición sobre la cual se construyeron como al margen de maniobra que les permitía la
situación económico-financiera respecto del sistema internacional. En general, los países
europeos continentales optaron por políticas relativas a la oferta laboral (absorción de la
demanda laboral excedente por parte del Estado en los países escandinavos o disminución
forzada de la oferta en los países latinos), mientras que los países anglosajones fueron más
rotundos en el intento de desmontar el Estado de Bienestar, especialmente mediante la
desregulación de los salarios y la flexibilización laboral (Esping-Andersen; 1996). Fuera de esa
órbita, el despliegue de las reformas a los sistemas benefactores tuvo características más
drásticas, como se ha registrado en general para el caso latinoamericano.
Por otra parte, también se produjo la superación del paradigma keynesiano, atacado
por diversos exponentes del pensamiento económico, particularmente por los monetaristas,
estos últimos, de gran importancia en los procesos de reforma del Estado de los años noventa.
El colapso de la coincidencia temporal entre uno y otro esquema facilitó los embates reformistas
hasta el punto de absorber las políticas así orientadas en el común denominador de la reducción
del aparato estatal como precondición del crecimiento económico.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
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El caso argentino
El diseño del Estado argentino, hacia los años cincuenta, lo aproximaba al modelo
de Estado de Bienestar universalista, en el cual, la legislación social promovida por el
peronismo había institucionalizado un compromiso de protección social que abarcaba todas las
áreas de distribución del bienestar (Titmuss; 1981). La estructura estatal había sido preparada
para reemplazar al mercado como garante de los derechos sociales, extensivos de la ciudadanía,
desde las clases bajas hasta abarcar también las clases medias. Dicha “desmercantilización” –
entendida como la capacidad mediante la cual una persona y su familia pueden gozar de un
nivel de vida “digno” independientemente de su participación en el mercado- (Esping-
Andersen; 1993) tuvo en común con el Estado keynesiano, el requisito del pleno empleo,
activado, en este caso, por la necesidad de ampliar los niveles de consumo y del mercado
interno impuesto por el período de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata postguerra
(Isuani; Lo Vuolo; Tenti Fanfani; 1991). El Estado pudo realizar las inversiones y asumir los
costos que la declaración de derechos llevaba consigo y, si bien no sustituyó las otras
organizaciones tradicionales de la asistencia social, desde su construcción se convirtió en el
coordinador necesario de la política de bienestar, singularmente asentada en la amplia
movilidad social característica de la sociedad argentina. En pocas palabras, el Estado de
Bienestar creado y desarrollado durante los años cincuenta y sesenta era de clase media, a
medio camino entre el modelo corporativo y el socialdemócrata, aunque no sustentado por un
desarrollo industrial autosuficiente. Tal vez por todo ello no alcanzó a asentarse en forma
definitiva.
La concepción desarrollista, por su parte, supone la intervención del Estado para
promover y fomentar actividades que refuercen la creación de un capitalismo nacional de base
industrial y permitan su reproducción. La base keynesiana deriva de la necesidad de regular el
ciclo económico (Isuani; 1991) y el proceso de acumulación. Como ya se dijo, durante la
década del ‘50, en la Argentina, en cambio, la experiencia de intervención del Estado encarada
por el peronismo se había encaminado hacia el Estado de Bienestar, cuya lógica llevaba a
elevar el estándar de vida de la población en general, y de los trabajadores en particular,
mediante la creación y promoción de ciertas instituciones que tendían a generalizar la igualdad
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de oportunidades. Las particulares condiciones de la posguerra hicieron coincidir en el esquema
ciertas formas de industrialización sustitutiva. En los años ’60, la evaluación de la escasa
viabilidad de aquel sistema sin una acción definida en relación con el desarrollo de la
infraestructura y las fuentes de energía nacionales reprodujeron, en nuestro país, una
vinculación que ya se había experimentado en otras latitudes, y que dio lugar a un formidable
crecimiento del aparato estatal, matizado por una respuesta cambiante de la sociedad civil.
El Estado de Desarrollo asumió más definidamente su característica keynesiana,
aunque se extendió más allá de la mera resolución del ciclo económico, hacia una
transformación estructural de largo alcance. A pesar de plantearse un objetivo metaeconómico -
típicamente representado, entre otras vertientes, en las Encíclicas pontificias y el pensamiento
social de la Iglesia desde aquellos años como desarrollo integral-, el amplio alcance de la
noción del Estado lo habilitaba a emplear todos los medios lícitos para atacar, de forma
sostenida, los problemas acuciantes de la brecha entre naciones y dentro de los sectores de una
misma nación. El indudable carácter intervencionista, sin embargo, no obedecía a un patrón fijo,
aunque encontraba limitaciones en el concepto de subsidiariedad, el cual, sin embargo pudo ser
susceptible de distintas adaptaciones, al igual que la proyección de las facultades estatales de
asistencia y suplencia. El poder del Estado debía ser eficaz, según la plástica fórmula de
Oyhanarte, es decir, que la autoridad estatal debía reunir “la cantidad de poder socialmente
óptima para favorecer el establecimiento planificado de las estructuras en que se apoyará el
desarrollo integral” 2.
El solapamiento entre el Estado de Bienestar y el Estado de Desarrollo significó en
nuestro medio, al igual que en otras latitudes, la combinación de la política social del primero
con la macroeconomía keynesiana y el compromiso del pleno empleo (Therbon; 1989). Tal
triple confluencia resulta clave a la hora de considerar el fracaso, y el conflictivo desmontaje de
las estructuras propias de la desmercantilización en forma coincidente con el desguace del
Estado empresario y planificador.
En algunos países que encararon la reforma del Estado casi contemporáneamente –
como Gran Bretaña, Nueva Zelanda y Australia- la liquidación del Estado empresario precedió
al embate de variada intensidad contra el Estado de Bienestar, el cual, aunque con
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peculiaridades distintas, estaba en todos los casos muy desarrollado3. No fue así, en cambio, en
la mayoría de los países europeos continentales, en los cuales, si bien la reforma del Estado
conllevó privatizaciones y desregulaciones vinculadas con la actividad económica, las
estructuras del bienestar sólo se vieron afectadas en forma ocasional e indirecta
(Feingenbaum/Henig/Hamnett; 1999). En estos países, además, la supervivencia del Estado de
Bienestar parecería estar ligada a motivaciones metaeconómicas, especialmente vinculadas con
los valores y objetivos de las clases medias (Esping- Andersen; 1993).
En la Argentina, el proceso de reforma de los noventa atacó en forma conjunta
instituciones del Estado de Bienestar (jubilaciones, obras sociales, flexibilización laboral; etc.) y
del Estado de Desarrollo (empresas del Estado, subsidios, etc.) cambiando radicalmente la
modalidad keynesiana de empleo de algunas herramientas económicas (convertibilidad, etc.).
La reforma del Estado combinó en forma variada instrumentos dirigidos a los tres frentes, en la
mayoría de los casos, sin encontrar las resistencias que se habían previsto por parte de los
actores sociales afectados por las transformaciones. En buena medida, el proceso se explica por
poseer el carácter resolutivo de una crisis terminal. El agotamiento del sistema de relaciones
establecido desde los albores de la confluencia del modelo desarrollista con el Estado de
Bienestar iba más allá la capacidad de los actores sectoriales para preservar íntegramente los
mecanismos de su predominio particularista. En este sentido, Lo Vuolo, anota la complejidad de
la crisis cuando señala como estaba formado el Estado:
“En primer lugar, durante el desarrollo del EB argentino la mayoría de las fallas de mercado
fueron transferidas como funciones del Estado. En segundo lugar, alrededor de las instituciones
del EB fue creado un sistema de estructura de clases, donde amplios grupos fueron apartados
del proceso de mercantilización y los gastos públicos fueron capturados para fines
particularistas. En tercer lugar, la contradicción entre las funciones dualistas del Estado definió
tendencias intrínsecas hacia sus 'crisis fiscal'. En cuarto lugar, los gastos públicos no sólo
afectaron los balances macroeconómicos sino que también definieron la evolución de la
productividad en el sistema económico” (Lo Vuolo; Barbeito; 1998).
En este orden de ideas, parecía imposible encarar reformas parciales que tendieran a
preservar unas situaciones sobre otras, dada la mutua imbricación de los componentes. Los
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intentos de transformaciones de corte incrementalista ensayados con anterioridad resultaban
elocuentes por su fracaso.
La concepción que respaldó las reformas pro mercado de la década del noventa
partió de la experiencia parcialmente fracasada del desarrollismo y se encontró, además, con un
terreno favorable para reposicionar al Estado en sus roles clásicos. Conceptualmente significaba
una revalorización del mercado como principal y predominante asignador de recursos para cuya
restauración era necesario proceder a una severa transformación del aparato estatal. Era preciso,
para ello, acumular una cantidad importante de instrumentos de decisión que sirvieran al efecto
de recortar o disminuir la capacidad de decisión futura. El proceso aparecía inmerso en la teoría
y la práctica recomendadas por ciertas usinas de pensamiento nacionales e internacionales y
encontraba en la gestación de las políticas el apoyo proactivo y el financiamiento de organismos
multilaterales. Las fuentes eran diversas, pero existía una coincidencia básica en la necesidad de
aligerar el Estado y dotarlo de otros instrumentos de política. El resultado fue un cambio
cualitativo en el sistema de relaciones con la sociedad civil.
Las reformas del Estado de los años noventa no significaron lo mismo en todos los
casos. Muchos de los procesos originales aún no han concluido y todavía no se cuenta con las
evaluaciones de mayor perspectiva. Sin perjuicio de ello, es moneda corriente la afirmación
según la cual el caso argentino constituyó uno de los ejemplos más drásticos de reforma y, a
juzgar por los acontecimientos posteriores (diciembre de 2001), en donde se encuentran más
comprometidos los resultados.
Si bien la decadencia del aparato del Estado y la desproporción del
intervencionismo estatal en la Argentina empezó a sentirse poco después del retorno a la
democracia, aunque mucho antes de 1989, la reforma sólo fue asumida como salida de la crisis
hiperinflacionaria sin precedentes que explotó ese año. No se trataba sólo de la discusión
ideológica acerca del papel del Estado –la cual ocupó el centro de la escena en la transición del
gobierno de Alfonsín al de Menem-, sino también de la incapacidad instrumental para prestar
aquellos servicios elementales que usualmente no suelen estar cuestionados en los países más
desarrollados puesto que son considerados como “connaturales“ al Estado. La inadecuación de
las normas que regulaban el funcionamiento estatal y la incapacidad de establecer relaciones
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
9
estables, emergentes de la centralidad institucional del Estado, fueron dilapidando el capital de
confianza sobre el que se asentaba la capacidad de obligar e introduciendo la anomia como
condición y efecto de las relaciones entre el Estado y los actores políticos, económicos y
sociales y entre el Gobierno, la Administración y los ciudadanos.
Autonomía y capacidad del Estado
En los sesenta tanto como en los noventa se produjeron procesos que centraron la
discusión en el Estado y su aptitud para liderar las políticas que dieran como resultado la
superación de las crisis y los problemas de crecimiento económico y de distribución del
producto social. En ambos casos, estuvieron en juego la autonomía estatal y la capacidad de
gestión pública. Se promovieron, asimismo, reformas en el aparato público que alcanzaron sus
principales componentes (relación Estado Federal/provincias4; servicio civil; servicios públicos;
gasto público; etc.) e, incluso, a pesar de las diferentes orientaciones, hubo coincidencias
históricas (v.g., privatizaciones, descentralización de servicios, etc.).
Por autonomía estatal debe entenderse la facultad del Estado de situarse por encima
de los grupos sociales. Desde este punto de vista se trata de establecer a través de la medida de
la relación recíproca entre el Estado y la sociedad civil el grado en que aquel puede formular y
perseguir las metas colectivas de forma tal que su accionar no refleje meramente las exigencias
o intereses de los grupos dominantes. Esta visión encaja perfectamente con la idea del Estado
promotor del bien común, cuya realización concreta se materializa en la medida que es capaz de
garantizar cierto piso mínimo de condiciones –ideales y materiales- que pueden ser alcanzadas
por todos los sectores sociales (justicia social).
Existe, pues, una injerencia concreta, aunque variable y gradual, del Estado en la
sociedad civil. En esta idea, como en la de Max Weber, la forma de organizar la dominación
legal es la burocracia. El desarrollo de la administración, tiene que ver con el despliegue del
poder como penetración en la sociedad civil y es útil para proporcionar una visión unificada con
los otros elementos del Estado (Mayntz; 1987).
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
10
El concepto de capacidad de gestión pública, por su parte, supera la mera capacidad
del aparato estatal. Inicialmente se relacionaba a esta última con la autonomía del Estado, es
decir, con el posicionamiento del Estado por encima de los grupos, clases o actores sociales,
para el diseño de las políticas públicas. La capacidad del Estado suponía, predominantemente, la
posibilidad de que éste ejecutara por sí mismo esas políticas a través de la burocracia (Acuña;
Smith; 1996). Considerada globalmente, sin embargo, la capacidad de gestión pública se
extiende al control, directo o indirecto, que el Estado tiene sobre los recursos, a su papel
coordinador, con independencia de la prestación directa de servicios públicos.
La extensión del concepto a “capacidad de gestión pública” ubica la discusión en la
relación entre el Estado y la Sociedad para resolver en forma interactiva cuestiones
sensiblemente públicas. La relación entre autonomía y capacidad, sin embargo, se mantiene a
partir de un concepto que coloca a las instituciones como vehículos de relación mutua entre el
Estado y la sociedad civil. Mientras que la autonomía se refiere a la fijación de metas colectivas,
la capacidad tiene que ver con los modos a través de los cuales los actores estatales y los actores
sociales se involucran en su obtención. Se trata de una relación dinámica en la cual Estado y
Sociedad se vinculan a través de las “vías de acceso institucional”. Estas requieren la
permeabilidad del Estado y la capilaridad de la sociedad. En ambos sentidos se facilita la
formación de coaliciones que constituyen el respaldo social básico para la implementación de
las políticas.
El concepto de “autonomía enraizada” (Evans; 1996) permite sintetizar los
anteriores. Esta expresión reúne los requisitos de coherencia interna, producto de un desarrollo
institucional avanzado, especialmente referido al aparato burocrático, pero inserto en un
conjunto de relaciones concretas con los actores sociales. La autonomía enraizada plantea una
reconsideración del Estado y la burocracia estatal. Por un lado, la discusión sobre fallos del
mercado/fallos del Estado queda superada mediante una síntesis que reúne legitimidad y
eficacia. Pero, por otro lado, la necesidad de contar con un respaldo –es más, con un
compromiso social- obliga a ir más allá de la legitimidad substantiva o de origen que, durante
años, ocupó un espacio analítico preferencial en relación con las consecuencias de la
inestabilidad política en América Latina (Bañón/Carrillo; 1997). La administración busca
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también legitimarse por los rendimientos, por los procedimientos, es decir, a través del
ejercicio. Es condición necesaria pero no suficiente la captación de la legitimidad propia del
sistema político.
En forma consecuente, la “construcción de la capacidad de gestión pública” es,
simultáneamente, un procedimiento y una meta que deberían encontrarse comprendidos en el
alcance político de la reforma del Estado (o de la administración, cuando aquella resulta
asimilada a ésta). El análisis de la aplicación de las políticas de reforma debe contemplar en
primer lugar los resultados en términos de autonomía y capacidad de gestión pública y, muy en
segundo lugar, las cuestiones referidas al tamaño, volumen y nivel de los gastos.
Dentro de este marco, resulta útil distinguir los factores organizativos, de
procedimiento e intelectuales que determinan la modalidad de funcionamiento del Estado
(Skowronek; 1993). Los factores organizativos se refieren tanto al grado de concentración,
penetración y centralización de la autoridad, como a la especialización de las tareas
institucionales. Los de procedimiento, en cambio, se relacionan en la medida que contribuyen a
la eficacia estatal; en especial, se trata de aquellos que rigen el reclutamiento, organización,
escalafonamiento y remuneración de los agentes estatales. Los factores intelectuales, por su
parte, tienen que ver con la aptitud del Estado para atraer y retener individuos dotados de
habilidades gerenciales y técnicas. La reforma del Estado debe abarcar los tres aspectos en
forma conjunta, simultánea y flexible de tal modo que los objetivos y los resultados resulten
comparables y permitan adaptaciones. La consideración de la concepción estratégica del Estado,
la organización administrativa de aparato estatal y la configuración del servicio civil, que
comprenden esos tres factores, son los puntos centrales cuyo tratamiento en cada período
posibilitará la comparación que se abordará en las secciones siguientes.
En los procesos históricos de los años sesenta y los años noventa coincidieron los
actores políticos y sociales aunque en condiciones totalmente diferentes. Por un lado, la gran
asimetría instalada luego de la Revolución del ’55 -y que caracterizaría el mapa político hasta el
fin del Proceso de Reorganización Nacional- por la cual los militares se reservaban el papel de
Deus ex machina de las salidas electorales, terminó de transformarse en diciembre de 1990
junto con la resolución de la última asonada militar, encabezada por Seineldín. De ahí en más
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no sólo el actor militar perdió la condición de gran elector, que había tipificado sus incursiones
políticas hasta 1976, sino que se subordinó disciplinada y establemente al poder civil. Por su
parte, el poder sindical que sobrevivió la caída del peronismo y se fortaleció durante los sesenta
hasta el punto de condicionar el regreso de Perón y la gestión de gobierno del general y su
sucesora, perdió crecientemente desde el retorno de la democracia su capacidad de movilización
social, y fue paulatinamente compelido a un rol predominantemente sectorial. Como
consecuencia, la rama política del peronismo retomó el control del movimiento y los
sindicalistas afines fueron encolumnados e, incluso, sometidos a las condiciones desfavorables
de una política económica y social inspirada en ideas y modelos que se encontraban en las
antípodas del ideario gremial. Por su parte, los partidos políticos recobraron su papel de
instituciones centrales de la vida democrática en forma plena tal vez por primera vez desde la
caída del peronismo en 1955, pero se vieron afectados por procesos internos desgastantes, que
concluyeron en una crisis de representación política y en un distanciamiento de las bases cuyas
manifestaciones más virulentas se harían sentir en los primeros años del siglo XXI5. Asimismo,
la conformación de los grupos empresarios varió significativamente con la transformación de la
estructura económica, particularmente en el sector industrial. El creciente papel que había
tenido la CGE se diluyó desde mediados de los setenta; pero también la influencia de la UIA se
fue licuando a medida que se imponía la política industrial de los años noventa, basada en una
amplia apertura económica y en un intento parcial de integración regional. El fenómeno de la
trasnacionalización del sector empresario privado, cuyo pico más alto se registró en la segunda
mitad de esa década, trasladó la capacidad de presión hacia operadores ligados a grupos
empresarios y a gobiernos extranjeros, en primer lugar, y, en segundo término, hacia los grupos
empresarios privados argentinos cuyo porte, de por sí, resultó mucho más eficaz que la
organización sectorial en las instancias de negociación6.
El complejo de relaciones entre los actores sometidos a semejante mutación se vio
severamente afectado a medida que avanzaba su desarrollo. Sin perjuicio de ello, pareciera que
tanto el intento de reforma del Estado de los sesenta como el ensayado en los noventa coinciden
en otra característica: ninguno se completó efectivamente.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
13
En los puntos siguientes, entonces, se considerarán, las cuestiones estratégicas, es
decir, los objetivos trazados inicialmente; luego, las medidas tomadas para alcanzarlos,
particularmente en relación con la organización administrativa y el servicio civil.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
14
II.- Los procesos de reforma del Estado en los '60 y en los '90
La discusión sobre el Estado, constante en América Latina en general y en la
Argentina en particular, desde los años '50 estuvo siempre estrechamente vinculada con las
estrategias de desarrollo de los países de la región. Una vez concluido el período colonial, el
debate inmediato sobre el Estado discurrió sobre cuestiones fundacionales, de raigambre
predominantemente constitucional, especialmente en relación con los modelos institucionales
tenidos en cuenta para el diseño de los aparatos vernáculos. Las adaptaciones introducidas por
las respectivas élites, se establecieron sobre las complejas alianzas y las no menos complicadas
disputas internas emergentes de los procesos de emancipación, que culminaron en la segunda
mitad del siglo XIX.
En nuestro país, una vez consolidada la organización nacional hacia 1880, la
organización estatal siguió el ritmo del proceso modernizador, sobre la base de unca concepción
liberal del Estado aunque con un énfasis pragmático, derivado de la dinámica modernizadora
con la que se diseñaron y pusieron en marcha las nuevas instituciones. Aquel modelo, en
perspectiva histórica, tal vez sea el único que pueda ser denominado como tal, en el sentido de
una hegemonía intelectual y política sostenida por la sociedad y prolongada en el tiempo a
través de instituciones/reglas e instituciones/organizaciones que no fueron problematizadas por
la sociedad ni sometidas a continuas modificaciones por parte del Estado durante el largo
período de su vigencia.
La descripción de los procesos históricos de los sesenta y los noventa debe ser vista
desde la interacción entre los hechos, las ideas y las instituciones que caracterizan a cada
período. Sobre esta base, se establecerán posteriormente los términos de la comparación.
A) Los años sesenta
1.- La estrategia desarrollista
Sobre finales de la década del ’50 se produjo el arribo al poder de una nueva
generación de dirigentes políticos encabezados por Arturo Frondizi. Si bien se trataba de un
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político con amplia trayectoria en los años anteriores –aunque su experiencia abrevaba sólo en
el ámbito legislativo- la llegada de la UCRI al gobierno constituía un fenómeno nuevo desde
varios puntos de vista. En primer lugar, aunque sobre la base de una división más y más
profunda en el tiempo, era la primera oportunidad que una fracción del radicalismo surgido del
Programa de Avellaneda, acordado en 1944, tendría para aplicar un plexo ideológico que
significaba una ruptura con la orientación predominante en ese partido antes de la irrupción del
peronismo; en segundo lugar, la propia fragmentación había forzado a Frondizi a profundizar
alianzas conceptuales con sectores ajenos a la estructura partidaria parcialmente heredada y,
simultáneamente, proyectar nuevos dirigentes hacia los puestos de vanguardia7. Por otra parte,
el laboratorio político montado desde la Revolución de ’55 había anticipado una dificultad que
sería característica de los sesenta: era imposible conquistar el poder sin el peronismo, pero sería
imposible mantenerse en el poder con el peronismo (O’Donnell; 1972). Dos actores centrales
presentaban modalidades nuevas: las Fuerzas Armadas asumían un rol de decidida tutela hacia
una fórmula política excluyente en la cual el peronismo no tenía cabida; los sindicatos, surgidos
desde el Estado y fortalecidos por la política justicialista y la industrialización “débil” de la
postguerra jugarían, en adelante, un papel preponderante, combativo y tendencialmente
autónomo.
El frondizismo se ubicó en el centro de las transformaciones políticas, económicas e
institucionales de los años siguientes como un puente, parcialmente exitoso pero decididamente
inestable, tendido sobre el abismo abierto en la sociedad argentina por la Revolución del ’55. En
perspectiva histórica esta nueva experiencia política, recibió, recicló y proyectó algunos
procesos significativos de la segunda mitad del siglo XX: el fin de la Argentina agraria y la
definición de un perfil industrial, la incorporación del peronismo a la vida política y la
transformación del radicalismo histórico (Rouquié; 1975). Paulatinamente, el frondizismo
inicial –considerado como la resolución temporal de una disputa por el liderazgo el viejo partido
radical- fue derivando en el desarrollismo -un movimiento intelectual y un pensamiento político
que cortó transversalmente el mapa de las organizaciones partidarias y cívico militares durante
varias décadas-.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
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Si bien Frondizi era un emergente del programa radical agiornado en 1945, su
postura había variado sustancialmente hacia finales de la década de los cincuenta. En efecto, en
aquel entonces como uno de los fundadores del Movimiento de Intransigencia y Renovación,
había redactado, junto a Moisés Lebensohn, los once puntos que componían las Bases de
Acción Política. En ellos estaba claro un sugestivo giro hacia posturas más bien socializantes,
destinadas a romper con las estructuras internas del unionismo radical tanto como a intentar un
salto cualitativo que pudiera ir más allá del peronismo recién surgido. Los puntos capitales de la
estrategia política centraban la orientación del movimiento en la construcción de una
democracia económica en la que los grandes potenciales de la economía nacional fueran puestos
“al servicio del pueblo”, la nacionalización de los servicios públicos y de los monopolios, la
democratización industrial –participación en la dirección y los beneficios de las industrias por
parte de los asalariados- y en una “reforma agraria inmediata y profunda”. A ello se agregaba,
como programa de política exterior, la defensa de la soberanía política, económica y espiritual
el país (Del Mazo; 1957).
El fracaso de los dirigentes radicales que idearon la alianza de la Unión
Democrática y la disciplina combativa de los jóvenes radicales opositores a Perón brindaron a
los intransigentes la oportunidad de obtener la conducción del partido y la posibilidad de
quedarse con el gobierno y los frutos de la Revolución del ’55. Sin embargo, como en 1916 la
llegada al gobierno pareció haberlos sorprendido con los objetivos cumplidos: las propuestas del
Programa de Avellaneda habían sido encauzadas por el justicialismo, para bien o para mal, de
forma aparentemente irreversible.
Aquello que pudo parecer una disputa por la conducción del partido escondió en el
caso de Frondizi una controversia doctrinaria que se ahondaría y se haría explícita durante el
paso de Frondizi por el gobierno. La plataforma que la UCRI sostenía en 1957 distaba del
lenguaje de las Bases de Acción Política del MIR. Ya era notoria, para los iniciados, la
influencia de Frigerio y la usina ideológica que se agrupaba en la revista Qué (sucedió en siete
días) aunque se trataba de mantener el equilibrio entre los distintos componentes del nuevo
movimiento. El programa frondizista de febrero de 1957 no aludía a una reforma agraria
inmediata y profunda sino a la transformación del uso económico y social de la producción
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agraria en beneficio de los productores y del desarrollo del país (Rouquié; 1975); evitaba
referencias a las nacionalizaciones de los servicios públicos y los monopolios, pero realizaba
una clara elección prioritaria a favor de la industrialización: era preciso fomentar la producción,
garantizar la seguridad jurídica de los inversores y la estabilidad de los empresarios. Más
explícitamente, Frondizi desplegó, ya antes de ser Presidente, la idea de la integración de la
estructura económica. Insistió, en la promoción de la industria en todos los niveles, incluso la
industria pesada, en el desarrollo de aquéllas ligadas a procesos estratégicos, como las industrias
químicas y las electrometalúrgicas y en la dinamización del mercado interno mediante la
elevación del nivel de vida, así como en la proyección del interior del país y la promoción de las
exportaciones hacia países limítrofes8.
A partir de la segunda mitad de los años cincuenta "el discurso relativo al desarrollo
fue como un universo en expansión" (Altamirano; 1998). El pensamiento y la acción de
Frondizi fueron el disparador de un debate que trascendería las propias intenciones del líder
intransigente y en cierto modo se independizaría de su suerte política para convertirse en un
curioso punto de coincidencia del complejo escenario político que se fue montando entre la
caída y el retorno de Perón. La apreciación de la situación de la Argentina de posguerra y de su
papel regional serán variaciones de la composición de lugar que Frondizi y Frigerio trazan en
1957. Por un lado, no dudaban en establecer las causas por las cuales la Argentina era un país
subdesarrollado: no podía financiar su crecimiento económico con el producto de su comercio
exterior y la industria nacional dependía de importaciones de todo tipo; circunstancias ambas
que recrudecían tanto por los profundos desequilibrios regionales como por la vigencia artificial
de los intereses que vinculaban las exportaciones agropecuarias y las importaciones de
manufacturas. Con esta caracterización el programa político obtuvo un enunciado sencillo: era
preciso una transformación económica y tecnológica que permitiera superar esa brecha de
dependencia y someter los intereses dominantes. Los medios económicos serían el
proteccionismo, la libre empresa y el capital extranjero. El papel del Estado en relación con esas
premisas, así como las propias premisas, matizaron la discusión de fondo hasta los años
noventa.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
18
Frondizi y la UCRI en el poder profundizaron su alejamiento del viejo radicalismo y
la gestación de una doctrina y una estrategia inéditas que, paulatinamente, se identificaron como
el desarrollismo, incluso antes de la creación de un movimiento y un partido nuevos con esa
denominación. En este sentido, desde los tardíos cincuenta y durante los sesenta se reconoce el
surgimiento de diversas ideas y doctrinas político-económicas que se agrupan bajo ese rótulo.
La “teoría económica del desarrollo” experimentó un gran crecimiento merced a la
necesidad de explicar, y promover determinadas orientaciones respecto de, los fenómenos
característicos de la posguerra y la guerra fría: la descolonización, la irrupción del “tercer
mundo” y las pretensiones de industrialización, basadas en la experiencia del Plan Marshall,
ligadas a consignas de autonomía política. Las teorías económicas del desarrollo, aunque
heterogéneas, trasuntaron una concepción subyacente del Estado y si bien es posible que no
hayan captado “el factor estatal en toda su complejidad” (Petiteville; 1998), su difusión tuvo
influencia decisiva en el trazado de las estrategias económicas y en el diseño de las instituciones
estatales.
Aunque provenía de fuentes diversas, la teoría económica del desarrollo
predominante en el período bajo análisis, se articuló en torno a una concepción que atribuía al
Estado la responsabilidad de acelerar la modernización industrial como medio de lograr un
desarrollo económico y social sostenido. Las diferentes experiencias del conglomerado de
países del tercer mundo darían luego lugar a interpretaciones particulares en las que resaltarían
el etnocentrismo y el voluntarismo político de los economistas teóricos del desarrollo. Como
elementos comunes de las estrategias de desarrollo preconizadas, se destacaban: la acumulación
de capital basada en un sector dinámico, su proyección y ejecución a través de planes explícitos
e instituciones ad hoc en una suerte de metodología top-down de aplicación para toda la
sociedad, la conversión del excedente de mano de obra rural en mano de obra industrial y la
transferencia de tecnología desde los centros a la periferia. La consideración de los capitalistas
como impulsores que deciden el ritmo de acumulación y de desarrollo de la economía se
complementaba con una idea del Estado como actor proactivo (Rojo Duque; 1966). El
crecimiento de la economía dependía de esa feliz combinación, en la que inicialmente eran
perceptibles -clásicos y neoclásicos- de optimismo, vinculados con la posibilidad que el
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
19
aumento del ritmo capitalista se tradujera en un incremento de la riqueza y esta se distribuyera
en forma proporcional hacia las capas sociales inferiores, permitiendo un proceso autosostenido
de desarrollo.
Para el caso particular de América Latina, constituyeron una referencia ineludible
los trabajos e investigaciones de la CEPAL (Bielschowsky; 1998). Montada sobre las
experiencias de industrialización que caracterizaron a la región desde fines de la segunda
guerra, a la vez que sobre la necesidad de elaborar un paradigma teórico suficiente para
enfrentar el fortalecimiento del liberalismo -alentado, a su vez, por el florecimiento del
comercio internacional-, la CEPAL -de la mano de Prebisch- desarrolló en esos años su propia
metodología de análisis. Dentro de ese conjunto conceptual se destacarían la didáctica del
contraste entre el comportamiento del “cent ro” y la “periferia” y la dinámica explicativa del
deterioro de los términos del intercambio (Prebisch; 1963).
El análisis de los distintos estándares de comportamiento del capitalismo de los
centros y el capitalismo periférico superaría el margen del enfoque economicista incluyendo
elementos sociológicos y políticos tendientes a explicar la realimentación perversa de un
sistema que combinaba dependencia y subdesarrollo. Para Prebisch la clave estaba en el carácter
imitativo del capitalismo periférico y en el pernicioso “efecto demostración” mediante el cual
los estratos superiores de la periferia copiaban acríticamente las pautas culturales y de consumo
de los centros pero en una estructura social con severas disparidades respecto de aquéllos. Esas
diferencias se irían acrecentando e induciendo cambios en la estructura del poder hasta hacerla
incompatible con el proceso de democratización e, incluso, exigir por la vía de la crisis, el uso
de la fuerza (Prebisch; 1981). Para evitar todo ello, el papel regulador del Estado, en la
experiencia latinoamericana, debía orientarse hacia el uso “…del excedente con racionalidad
colectiva sin concentrar la propiedad en sus manos” 9.
Por su parte, el deterioro de los precios de intercambio se asentaba en el incremento
de la oferta de productos primarios vía el aumento de la productividad, que no podía ser
absorbido por las condiciones de elasticidad de la demanda de esos bienes. De acuerdo con el
análisis de Prebisch, la tendencia al deterioro se veía agudizada por la vigencia de las leyes de
mercado, el cual no era capaz de encontrar un mecanismo de regulación automática. El estímulo
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
20
a la sustitución de importaciones o la promoción subsidiada de exportaciones operaba como
factor desalentador de la expansión de la producción primaria, afectada por el deterioro relativo
de los precios. La economía orientada hacia la exportación de productos primarios transfería la
mejora de la productividad hacia fuera, al comparar los precios relativos con las manufacturas
importadas, en especial, teniendo en cuenta la escasa aplicación de las leyes del mercado en
condiciones equitativas entre los centros y la periferia. Por lo tanto, debía ser el Estado, a través
de instrumentos de política económica, el que debía reparar esa asimetría, mitigando el
deterioro de los términos del intercambio y promoviendo la transferencia de la mayor
productividad hacia dentro (Prebisch; 1981).
Por último, la preocupación por atenuar los efectos de la vulnerabilidad externa de
las economías periféricas comportaba, para la CEPAL, un refuerzo de la teoría de la
industrialización. El argumento se resolvía en una propuesta de proteccionismo, complementada
más tarde con una sostenida defensa de la necesidad de mejorar la performance del sector
primario exportador. Aunque la producción industrial fuera comparativamente menos eficiente
en la región que en los países centrales, siempre resultaba más rendidor aplicar los recursos a
expandir el sector secundario que a la agricultura. Pero como la brecha de industrialización
respecto de aquellos países se mantendría durante mucho tiempo –incluso reforzada por la
modalidad sustitutiva, que sólo alteraba la composición de las exportaciones- sería necesario
obtener el mayor rendimiento posible del sector dinámico del comercio exterior.
Como resulta elocuente, el papel del Estado en este proceso cobraba una
significación relevante. Difícilmente podía confiarse en un proceso de industrialización basado
en un comportamiento espontáneo, fundamentalmente debido a la “heteroge neidad estructural”
de las economías latinoamericanas que derivaba en una baja capacidad de ahorro y las exponía a
enfrentarse de forma permanente con tres “tendencias perversas”: el desequilibrio recurrente del
balance de pagos, la inflación y el desempleo. En particular, el desarrollo de los países
periféricos requería de un aparato estatal orientado hacia la planificación o programación
económica. Consecuentemente, la necesidad de tecnificar la gestión pública debía traer
aparejada, en la mayoría de los casos, la superación de los sistemas patrimonialistas propios de
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
21
la región y, en buena medida, la creación de burocracias de estilo weberiano en forma
simultánea a la incorporación de metodologías comparativamente sofisticadas.
En el caso particular de la Argentina, las recomendaciones de la CEPAL se
debatieron en un contexto político totalmente desfavorable. Fueron expuestas por Prebisch en el
seno del gobierno de la revolución del ’55 pero vinculadas con las cuestiones coyunturales que
planteaba la crisis política causada por el desalojo del peronismo. La heterogeneidad de los
sectores políticos y económicos que confluían en el movimiento cívico-militar que derrocó a
Perón resultó altamente disfuncional. La propia intervención de Prebisch alentó la ambigüedad,
dado que, si bien venía respaldado por la reciente irrupción de la CEPAL en el ámbito
latinoamericano, sus propuestas concretas para contener la inflación tuvieron un corte
sesgadamente monetarista. Los sectores tradicionales desecharon el contenido cepaliano y los
sectores más próximos a la teoría de la industrialización rechazaron la propuesta del ajuste
clásico.
Por otra parte, la línea de pensamiento que más tarde se denominaría
“desarrollismo”, y que ya operaba alrededor de Frondizi, aunque de ntro de un amplio contexto
de coincidencias, se reservaba progresivas discrepancias con el pensamiento cepalino (Cuadro
I). En efecto, según la evaluación de Frondizi-Frigerio, la Argentina había desenvuelto una
estrategia sustitutiva durante el período justicialista, simultánea con la expansión del consumo a
las clases populares; pero el crecimiento del comercio no había conducido a la superación de la
crisis sino acentuado su manifestación. Era preciso proceder a la industrialización pesada,
efectuando y promoviendo inversiones en los sectores estratégicos y librando al Estado de la
gestión en aquellas áreas que pudieran ser razonablemente cubiertas por prestadores privados.
Frigerio descreía de la expansión del consumo y radicaba su discrepancia con la CEPAL en el
papel central que en su pensamiento económico otorgaba a la producción. La expansión
sustitutiva no brindaba automáticamente base alguna para un desarrollo de segunda fase que
pudiera extenderse hacia la industria pesada y las fuentes de energía (Vercesi; 1999). Al
contrario, la producción terminaría creando su propio mercado, de ahí el esfuerzo necesario en
materia de inversión e, incluso, el concurso táctico del capital extranjero para lograr esos fines.
Desde otro punto de vista, la complementariedad regional de los países de América Latina, que
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
22
la CEPAL proponía como una forma de aumentar la eficiencia del sector primario, no era una
prioridad para el desarrollismo frigeriano, puesto que no permitiría salir de la estructura
exportadora de productos agrícolas e importadora de manufacturas industriales. Si resultaba
prioritario, en cambio, la integración de las distintas regiones del país. De acuerdo con esto, el
Estado debía ser el promotor de las inversiones, programarlas con énfasis predominantemente
en los sectores de la producción ligados a la industrialización básica y las fuentes de energía y,
también, coordinar el desembarco táctico del capital extranjero para acelerar el proceso y
rediseñar, así, el aparato administrativo de forma que permitiera, a la vez que elevar el
componente técnico burocrático, concentrarlo sobre la conducción de la nueva estrategia de
desarrollo.
Cuadro I: Principales diferencias entre el desarrollismo frondizista y la CEPAL
Tema Desarrollismo frondizista Postura de la CEPAL
Desarrollo industrial Énfasis en la industria pesada y el desarrollo de las fuentes de energía propias para lograr
el autoabastecimiento
Sustitución de importaciones basada en el proteccionismo
para superar el deterioro de los términos de intercambio
Reforma agraria No es necesaria para mejorar la eficiencia; en su lugar es preciso tecnificar al sector
primario
Necesaria para diversificar la producción y mejorar la
distribución de la riqueza
Exportaciones Subraya la importancia del mercado interno frente a las
exportaciones; el cierre de las importaciones para fomentar la
producción interna se complementaba con el llamado
al capital extranjero
Se trata de modernizar vía exportaciones fomentando el
comercio intrarregional y generar el ahorro interno para
la inversión reproductiva
Integración Prioriza el desarrollo nacional como un paso previo a cualquier alternativa de
integración regional
Enfatiza en el comercio intrarregional como punto de partida para la creación de un
espacio económico complementario
Fuente: elaboración propia.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
23
Más tarde, otras visiones, aleccionadas por el fracaso del “optimismo ingenuo”
darían lugar a las tesis de la teoría de la dependencia, la cual, de algún modo reflejaría las
diferencias entre el planteo de la CEPAL y el desarrollismo vernáculo. A fines de la década del
sesenta, algunos autores ya trabajaban sobre una perspectiva que contemplaba la pérdida de
capacidad persuasiva del enfoque inicial de la CEPAL. El conocido trabajo de Cardoso y
Faletto, agregó a los esquemas ya asentados de países desarrollados/países subdesarrollados y
de países centrales/países periféricos, una interpretación que vinculaba el análisis sociológico
con el económico y permitía relacionar las condiciones de existencia del sistema económico y
del sistema político de cada país, tanto hacia dentro como hacia fuera. Dicho vínculo era
aportado por la noción de dependencia10. El primer par de conceptos –desarrollo/subdesarrollo-
se centraba en el grado de diferenciación de aparato productivo, pero dejaba de lado la
consideración del centro político del cual partían las decisiones. El conjunto centro/periferia,
por su parte contemplaba la relación de las economías subdesarrolladas con las desarrolladas en
el mercado mundial, pero marginando las consideraciones relativas a los factores políticos
presentes en las situaciones de dependencia. Dado que no se reconocía un vínculo “entre el
grado de diferenciación del sistema económico y la formación de centros autónomos de
decisión” 11, el análisis de la estructura económica de los países en desarrollo que se estaban
integrando a la economía mundial debía contemplar también los modos en los cuales se estaban
produciendo esos procesos de modernización (Cardoso y Faletto; 1969). Es decir, correspondía
una consideración de los factores políticos sociales internos –la conformación y actuación de los
grupos, instituciones y actores sociales- vinculada con la dinámica de los países centrales o
hegemónicos, lo cual para algunos críticos de la teoría de la dependencia planteaba el problema
del desarrollo nacional por encima de otras consideraciones teóricas (Weffort; 1970).
La tensión entre autonomía y dependencia, entonces, resultaría clave para
comprender los distintos procesos de desarrollo y para diferenciar el modo en que los países
industrializados –centrales- produjeron su desarrollo y la manera de incorporarse al mercado
mundial que han tenido las economías periféricas aunque lo hayan hecho tempranamente.
Aunque admitiendo la asociación común de industrialización con desarrollo, la inserción de
cada país en el proceso de modernización quedaba vinculada no a una disposición automática,
según la etapa desarrollo en que se encontrara el país –como indicaba la teoría del desarrollo-
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
24
sino a las condiciones propias y a la actuación de las fuerzas, grupos e instituciones sociales de
aquel (Sunkel; Paz;1970).
Evidentemente, la empresa que debía encarar el desarrollismo frondizista en el
poder, al margen de las “condiciones objetivas” en las que se producía su acceso –la debilidad
de la fórmula política emergente de las primeras elecciones presidenciales desde la caída del
peronismo, obligada a participar en la primera ronda del “juego imposible” (O’Donnell; 1972) -
requería de un complejo y novedoso sistema de alianzas, que no parecía disponible, de una
conducción capaz de incrementar el grado de autonomía estatal frente a los grupos sociales y de
la construcción acelerada de capacidades técnicas que pudieran sostener la estrategia y sus
instrumentos antes de verse sometida a pruebas electorales decisivas12. Frondizi incorporó
elementos originales en el juego político: su principal asesor –Frigerio- era un disidente de la
izquierda, a cuyas propuestas se suman restos del viejo forjismo desencantado de Perón, ciertos
peronistas que migraban hacia la izquierda nacional, radicales tradicionales que siguiendo la
tradición del partido fueron donde iba el Comité Nacional, radicales intransigentes identificados
con uno de los redactores de la Declaración de Avellaneda, un buen número de jóvenes sin
militancia previa, impulsados por la efervescencia política posterior a la revolución del ’55,
impresionados por el liderazgo de Frondizi, y un considerable contingente de jóvenes
provenientes del catolicismo que se asomaron a la política como consecuencia del conflicto de
Perón con la Iglesia. Esta heterogeneidad le permitiría a Frondizi operar eficazmente algunas de
las maniobras más audaces de su plan de política económica, como la negociación de los
contratos petroleros, sin necesidad de hacer frente a una dura tarea de convencimiento interno
de sus cuadros, como era la regla en su partido de origen. Pero, sin embargo, en esa flexibilidad
encontraría también los principales obstáculos. La conformación del grupo, por sus
características, tendía tanto a la informalidad por su carencia de inserción previa en las
estructuras de la administración y su escaso manejo de las herramientas usuales, como a aislar al
Presidente del contacto con los correligionarios con más aptitud para el trabajo orgánico (Casas;
1973).
Si bien el gobierno de los “radicales intransigentes” –denominación que sería
reemplazada paulatinamente por la más genérica de “desarrollistas” - se inició con un plan de
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
25
estabilización económica (García Heras; 2000), - el primero de una serie que caracterizaría a los
años sesenta-, de corte clásico en el que, sin embargo, se mantenían fuertes mecanismos
proteccionistas, la política decidida por el gobierno de Frondizi discurrió rápidamente hacia los
objetivos más ambiciosos del programa desarrollista. En efecto, la promoción de las inversiones
archivó la opinión que sobre el capital extranjero había caracterizado la prédica del Presidente
hasta poco tiempo antes de iniciada su relación con Frigerio. La denominada “batalla del
petróleo” comenzó con la firma de los contratos petroleros con compañías extranjeras poco
después de asumido el gobierno y produciría un aumento sostenido de la producción en el corto
lapso de su trayectoria. Pero esta política tuvo también un significativo carácter simbólico: sin
abandonar la concepción desarrollista –hasta entonces un conjunto difuso de ideas surgidas de
la confluencia más o menos espontánea, más o menos artificial, de distintas vertientes- las
decisiones relativas a la incorporación del capital extranjero en la cuestión petrolera, la solución
de los litigios con las empresas de electricidad y la nueva ley de inversiones extranjeras
transmitieron un enfoque afín a los deseos de los organismos internacionales de crédito y los
inversores externos. Las inversiones se extenderían, más tarde, al acero, la petroquímica y las
maquinarias pesadas (De Pablo; 1998).
Las bases del Estado desarrollista fueron trazadas por el frondizismo y se
proyectaron durante los veinte años posteriores, sirviendo de plataforma conceptual incluso en
los casos en que se desplegaran políticas contradictorias. Por ese motivo, se pone énfasis en el
planteo original que supone la irrupción de Frondizi, como paradigma de la concepción del
Estado que predominaría hasta entrados los años setenta. Muchas de las medidas tomadas por el
primer gobierno desarrollista fueron luego suprimidas y recicladas alternativamente por las
administraciones posteriores, incluso dentro de un mismo período presidencial, por funcionarios
que, sosteniendo idéntico discurso de fondo, promovieron caminos opuestos para alcanzar los
objetivos. Interesan los argumentos que dieron fundamento a las medidas y cuya lógica dio
lugar a reglas y organizaciones que se desplegaron durante la vigencia posterior del Estado
desarrollista.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
26
2.- La conformación del aparato estatal
Simultáneamente con una fuerte devaluación de la moneda, un aumento salarial del
60% y la apertura de la economía al capital extranjero, el gobierno de Frondizi encaró una
profunda reforma del aparato estatal. Considerado el "primer intento orgánico" (Bozzo/López;
1999) de transformación en la administración del Estado, el "Plan de racionalidad y
austeridad" consistió en un ajuste a fondo de las estructuras administrativas. Sin perjuicio de
ello, las modificaciones institucionales, de acuerdo con el nuevo concepto del papel del Estado,
dieron lugar a la aparición de nuevas organizaciones. Del mismo modo, convivieron las
primeras privatizaciones efectivas de la historia argentina con la aparición de nuevos consorcios
estatales, así como con el fortalecimiento de las empresas públicas surgidas en las décadas
anteriores como consecuencia de la diversificación energética y la evolución del pensamiento
estratégico, o de aquellas originadas en las nacionalizaciones de servicios producidas durante el
período justicialista.
Desde el punto de vista de la racionalización administrativa, las medidas tomadas
apuntaron a la reducción del personal, jubilaciones y retiros voluntarios, fijación de horarios
uniformes y distintas medidas de austeridad (reducción de automotores, etc.), inaugurando una
metodología que sería parte del paisaje reformista hasta el presente. En efecto, las decisiones en
ese caso fueron dispuestas por un conjunto de normas en forma de corte drástico y perentorio
cuyo control se asignó a un organismo ad hoc, el CEPRA –Comité Ejecutivo para la Reforma
Administrativa-, también habilitado para disponer excepciones. Como sucedió en muchas
ocasiones posteriormente, las medidas tuvieron un impacto inicial y, luego de sucesivas
excepciones, desaparecieron virtualmente, al igual que el organismo de control. Los intentos
sucesivos repitieron el esquema inicial, evolucionando hacia decretos "ómnibus", a veces de
necesidad y urgencia, que abundaron en el modelo original con la supresión de organismos, el
límite cuantitativo al crecimiento estructural y el congelamiento o supresión de las vacantes. El
organismo de contralor –un comité integrado por distintas dependencias-, facultado para
autorizar las excepciones, generalmente sucumbió una vez que el trámite de aquellas superaba
los parámetros aceptables. Tarde o temprano era reemplazado por otro similar, de previsible
evolución.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
27
La reorganización administrativa encarada por el gobierno de Frondizi se llevó a
cabo a través de un conjunto de decretos que desplegaron el “Plan de Racionalización y
Austeridad” . Como se anticipó, el contenido resumía el glosario básico de los planes de ajuste
ligados a la necesidad de reducir los gastos del Estado. Los objetivos concretos del plan, de
acuerdo con el Decreto N° 10.974/58, eran, sintéticamente, los siguientes:
a) reducción del gasto público de la administración central y de las empresas estatales para
contener la inflación vía la contención y eliminación del déficit fiscal;
b) racionalización administrativa, a través del mejoramiento de la organización de la
administración y la homogeneización de los procedimientos de forma de ganar en eficiencia
y economía en las prestaciones;
c) austeridad administrativa.
Las medidas se dividieron en dos etapas en relación con las necesidades inmediatas
del gobierno desarrollista. En la primera predominaron las vinculadas con la pretensión de
poner cierto orden en las cuestiones fiscales; en la segunda, se orientaron hacia cuestiones de
más largo alcance. Sin embargo, consideradas globalmente, las políticas se limitaron a la
contención de los gastos, a través de disposiciones de corte clásico: prohibición de compra de
bienes de uso e inmuebles, supresión de líneas telefónicas, restricción del uso de pasajes
oficiales; eliminación de estructuras (por ejemplo, las secretarías privadas), limitación del uso
de vehículos oficiales, etc.
En la primera etapa, la política respecto del personal tuvo inicialmente las mismas
características, aunque algunas medidas mostraron cierta preocupación por mejorar el
desempeño burocrático, especialmente a través de la capacitación de los agentes públicos. Sin
perjuicio de ello, el Plan de Racionalización y Austeridad tuvo como objetivo principal producir
una reducción importante del número de empleados públicos. Una batería de decretos estableció
el congelamiento de vacantes y la supresión de cargos, las jubilaciones anticipadas, los retiros
voluntarios, la redistribución de personal con un Servicio de Transferencia, el horario reducido
con rebaja del sueldo, etc.13.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
28
Previamente, se promulgó el Escalafón de la Administración Nacional (Decreto N°
9530/58). Este ordenamiento reglamentaba el Decreto-Ley N° 6666/57 que establecía el
Estatuto del Personal Civil de la Administración Pública Nacional dictado por la revolución del
’55 para reemplazar el vigente durante el período peronista. El nuevo escalafón distribuía al
personal en “clases” y “grupos” correspondiendo cada concepto a una carrera vertical y otra
horizontal respectivamente. Las clases se ordenaban alfabéticamente comprendiendo los
conceptos de personal superior, jerarquizado, profesional, técnico-especializado, administrativo,
de maestranza-obrero y de servicios auxiliares. Los grupos se dividían en categorías en forma
decreciente con numeración romana de acuerdo con la importancia de las funciones que se
definían en cada caso. La promoción dentro de los grupos era automática cuando se cumplían
ciertas condiciones (evaluación, etc.) y la provisión de vacantes debía hacerse por concurso,
sistema en el cual predominaban las variantes cerradas (para el personal de la administración), y
ciertas restricciones relativas a los aspirantes de clases inferiores, según la categoría del grupo.
La normativa tardó en comenzar a aplicarse y siempre lo hizo en forma parcial, sometida a
continuos cambios que desnaturalizaron el escalafón, sobre todo por desactivar el sistema de
concursos con medidas de excepción que permitían designaciones transitorias directas, las
cuales, a los tres años de ejercicio facultaban al designado a competir por el puesto. Los
continuos relevos de los elencos gubernamentales, tan característicos del período contribuyeron
a consagrar la transitoriedad.
Idénticos objetivos de ordenamiento y austeridad tuvieron las medidas relativas a la
organización administrativa. El intento de adecuar las estructuras formales y sus dotaciones
humanas y materiales a los recursos financieros apeló al molde usual de congelar las estructuras
y unificar las jerarquías, comisionando al CEPRA para uniformar los diseños y establecer las
excepciones. En cada organismo debían funcionar comisiones de organización y métodos y el
ISAP (Instituto Superior de la Administración Pública) quedaba encargado de organizarlas y
coordinarlas (Decretos 10.975/58, 10.976/58 y 11.709/58).
En la segunda fase abundaron decisiones vinculadas al ordenamiento legal de la
Administración Pública, medidas generales de racionalización y estudios de base para el
rediseño del Estado. El tono dominante vinculaba el objetivo de la racionalización con
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
29
herramientas más elaboradas que las utilizadas en los recortes previos: reorganización, revisión
de sistemas y procedimientos, mejora del servicio civil y formación del personal,
particularmente en los niveles gerenciales. A través del Decreto N° 2351/61 el Plan de
Racionalización y Austeridad se convirtió en el Plan de Racionalización Administrativa y el
ISAP retuvo la carga de la mayoría de las acciones de la reforma. Se crearon comisiones de
organización y métodos en varias reparticiones estatales y se asignó al Instituto la
responsabilidad en la formación de especialistas oficiales en el tema. El ISAP pasó a tener
injerencia directa en la creación y modificación de estructuras y en la medición de la carga de
trabajo para diseñar dotaciones óptimas. Los servicios de OyM adquirieron un desarrollo
importante durante los años sesenta a través de la intervención obligada en casi todo lo relativo
a funciones de apoyo en los organismos, ya fuera en cuestiones de personal como en las de
logística y funcionamiento.
Para esta época el Gobierno ya había gestionado con éxito dos nuevos créditos ante
el FMI. Por su conducto las medidas tomadas para el sector público volvieron a centrarse en la
contención de gastos, particularmente a través de la supresión y privatización de organismos y
en la descentralización de servicios hacia las provincias. Este nuevo respaldo revitalizó las
anteriores medidas de reducción de personal (Decretos 5.006/61; 6.295/61; 6.311/61; 8.533/61;
8.566/61; 8.567/61 y 11.177/61; 489/62; 496/62 y 2.071/62). Asimismo, se redobló el esfuerzo
para suprimir organismos: entre otras iniciativas, se tercerizó el servicio de imprentas
eliminando la mayoría de las que dependían de organismos estatales y se suprimieron varias
direcciones (entre ellas, la Dirección de Arquitectura y la Dirección Nacional de Construcciones
Portuarias y Vías Navegables). También tuvieron lugar las primeras transferencias parciales de
servicios sanitarios y educativos (Filmus; 1997) a las provincias14, así como funciones
vinculadas a la Dirección Nacional de Vialidad. En los servicios públicos sobresalió el proyecto
de reestructuración ferroviaria centrado en la reducción de ramales improductivos y la
concentración de talleres, así como el finalmente frustrado pasaje a la actividad privada del
transporte de pasajeros y de cargas.
El período desarrollista se abrió con Frondizi, pero no abarcó solamente su
gobierno. Desde la caída de Perón y hasta entrados los años '70 el desarrollismo fue una forma
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
30
de pensar común a personalidades y movimientos de distinto origen ideológico y diversa
composición social. Como se ha dicho más arriba, la temática del desarrollo inspiró a una
amplia franja intelectual (Altamirano; 1998); significó un corte transversal a los principales
partidos políticos que, sobre la base de una coincidencia fundamental en relación con el papel
del Estado, discreparon en torno a cuestiones de macroestrategia y micropolítica. En adelante,
sería común a varios elencos gubernamentales, civiles y militares, con algunas excepciones
temporales especialmente en la conducción económica, la convicción según la cual el desarrollo
económico podía ser acelerado por la vía de inversiones cuyo efecto multiplicador era
irreversible. El problema básico consistiría en determinar las prioridades, definir los sectores
clave cuya elección debía provenir de criterios basados en una investigación objetiva y
exhaustiva. Sería necesaria pues la creación de una “administración para el desarrollo ”,
concepto que se extendería por toda América Latina durante los años sesenta y setenta. Así
como resultaría esencial contar con un programa de desarrollo –proporcionado por la
planificación económico y social- sería preciso contar también con la suficiente capacidad
administrativa para efectuar las funciones crecientemente complejas del Estado. La
organización administrativa debía responder qué parte de la estructura administrativa estaría a
cargo de cada porción del programa de desarrollo, qué modalidad organizativa debía asumir
cada organismo de acuerdo con la tarea asignada y cómo y quién debía llevar adelante la
coordinación y dirección de cada proyecto (Louw; 1961). Muchos funcionarios que ocuparían
puestos de importancia en las décadas posteriores –hasta el gobierno de Menem, que incluyó
dos ministros de origen frondizista, y varios secretarios y subsecretarios- comenzaron su carrera
pública proyectados por el gobierno de Frondizi quien generó un impacto generacional al llevar
a los primeros planos de responsabilidad a profesionales muy jóvenes.
El programa de reforma administrativa tuvo éxito en relación con los objetivos
fiscales, pero no produjo una transformación profunda del aparato estatal y, además, no pudo
mantenerse en el tiempo más allá de la caída de Frondizi en 1962. Por un lado, se registró una
disminución del gasto público particularmente en relación con la inversión física (INAP; 1975),
sin que ello tuviera influencia decisiva en la reducción del déficit presupuestario. La
privatización, supresión o transferencia de organismos tuvo cierta repercusión respecto de
aquellos servicios cuya prestación resultaba una carga demasiado pesada para el Estado. En
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
31
otros casos, sólo consistió en una medida fiscalista (v. gr., ferrocarriles), contradictoria, incluso,
con las pretensiones de promover el desarrollo de actividades productivas. Aparecieron, sin
embargo, otros organismos, fundados en una nueva racionalidad.
Lo mismo puede decirse respecto de la reducción del número de agentes públicos.
Como se ve en la serie que muestra el Cuadro II, la cantidad total de agentes disminuyó
severamente (cerca del 20%) a lo largo del período de Frondizi, aunque la tendencia se revirtió
en los años posteriores. Sin embargo, la mayor parte de la reducción se debió a la
racionalización ferroviaria y de las empresas del Estado (cerca del 60%) (INAP; 1975). No ha
sido posible disponer de otro indicador de impacto que la reducción genéricamente considerada,
es decir, sólo referida al aspecto cuantitativo, por lo cual no se ha podido medir su efecto en la
capacidad de la administración. En cambio, tal como ha quedado demostrado en las
experiencias más recientes, los retiros voluntarios, al resultar atractivos para el personal más
altamente capacitado y de mayor trayectoria –usualmente en el segmento del escalafón mejor
remunerado-, seguramente incidieron en forma sensible en el aspecto cualitativo. Por otra parte,
el personal de los servicios descentralizados a las provincias pasó a engrosar las
administraciones públicas locales, en las cuales, además, no funcionaron medidas de austeridad
y congelamiento de vacantes.
Entre 1960 1965 la administración central se redujo a un ritmo del 4% anual,
teniendo su pico en 1963 cuando alcanzó el 10%, aunque lo típico fueron las transferencias
entre sectores15. En cambio, la dinámica fue inversa en la administración descentralizada,
tendencia que se sostuvo prácticamente hasta los años 80, pero que, desde 1966 relegó a la
administración central al tercer lugar en número y tasa de crecimiento. Por su parte, el sector
descentralizado comenzó a reducirse por las transferencias a provincias, mientras que las
empresas del Estado mantuvieron una relativa oscilación de entre el 30% y el 40% de la
cantidad de agentes públicos por todo concepto (Bonifacio; 1985).
Las disposiciones sobre el empleo público partieron de una evaluación política de la
administración estatal basada en dos apreciaciones parciales: la constatación de la preexistencia
de una burocracia renuente, sobre la cual había operado decididamente el peronismo y la
carencia de equipos técnicos en la estructura del nuevo partido que no fueran identificables
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
32
directamente con la rama radical tradicional. Para realizar las transformaciones que Frondizi se
había propuesto en el mero lapso de un período presidencial parecía poco soporte. Por ello, al
modo como lo harían los gobiernos posteriores, se decidió actuar en paralelo –lo cual dio lugar
a una consigna peyorativa de los opositores, el “paralelismo”, con la que se aludía a la dobl e
conducción de Frondizi, por la vía institucional, y de Frigerio, por el atajo de la informalidad-.
Desde este punto de vista, la racionalización también sirvió al desarrollo, aunque el criterio de
la eficiencia estuviera atravesado por componentes de conveniencia política (Zavala; 1963).
Sin embargo, la necesidad de crear una burocracia que pudiera desarrollar
capacidades técnicas figuraba dentro de las premisas tácitas del desarrollismo (Sikkink; 1993).
Apareció, por primera vez, un instituto dedicado a la formación de los funcionarios y empleados
públicos, el ISAP (Instituto Superior de la Administración Pública), y comenzaron a requerirse
ciertas habilidades para el ingreso a determinadas áreas de la administración. Incluso, se trató de
acercar las remuneraciones de la línea gerencial a los estándares de la actividad privada a través
de un régimen especial (Decreto N° 9252/60). Del mismo modo, en las empresas "estratégicas",
fue significativa la incorporación de personal de alta capacitación técnica. Por ejemplo, la
CNEA (Comisión Nacional de Energía Atómica), creada en este período, desarrolló el Servicio
de Asistencia Técnica a la Industria, destinado a capacitar a su personal y a transferir tecnología
a las industrias vinculadas a la actividad.
Desde otro punto de vista, las medidas del Plan de Racionalización Administrativa
contribuyeron a brindarle mayor funcionalidad a la burocracia estatal, puesto que impusieron la
práctica organizacional de recoger y organizar la información, así como impulsaron la creación
de estructuras de programación y sistematización de procedimientos. Por primera vez surgió
una Dirección General de la Administración Pública, ubicada en la Secretaría de Hacienda,
aunque la coordinación general de las medidas de reforma administrativa recayó sobre la
Secretaría Técnica de la Presidencia. Este carácter compartido entre la Presidencia, que
planteaba los objetivos y la política en materia de administración (organización, personal, etc.) y
el órgano hacendal (que, en definitiva, establecía las prioridades de acuerdo con criterios
fiscales) dio lugar a una tensión permanente hasta el presente, apenas modificada con la
creación de la Jefatura de Gabinete de Ministros por la reforma constitucional de 1994.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
33
La política encarada respecto de la administración pública fue incluida entre las
prioridades del Programa de Asistencia Técnica de las Naciones Unidas para 1960. Como
resultado del envío de un experto se produjo el Informe Blandford, el primero de carácter
integral sobre la problemática administrativa argentina (Blandford; 1961). El análisis efectuado
ponía el acento sobre el estado de la cuestión, las medidas tomadas por el Gobierno de entonces
y recomendaba asentar la política a seguir en los años sucesivos sobre los siguientes puntos: a)
la investigación sistemática de los problemas de la administración, su organización y sus
procedimientos; b) la formación de una conciencia que prestigiara la función pública; c) la
definición sobre las características deseables para el establecimiento de un servicio civil
profesional y d) el ordenamiento adecuado del aparato administrativo y su metodología de
trabajo (Rodríguez Arias; 1961).
En adelante, la modernización administrativa sería un objetivo omnipresente. Con
todo, la consideración de la administración pública como un factor estratégico del desarrollo
económico tuvo generalmente un mero efecto semántico. Precisamente, ese tipo de
supervivencia declarativa le esperaba a muchas de las medidas tomadas por el gobierno de
Frondizi. Los planes de estabilización monetaria promovidos por la creciente injerencia del FMI
reiterarían ad infinitum los presupuestos de la reducción de gastos, pero éstos, sobre todo en
materia de transferencia de personal al sector privado, se tornarían de aplicación virtualmente
imposible por la recesión económica. Las estructuras ministeriales se mantuvieron estables o
crecieron y los planes de reducción de la gestión administrativa no se continuaron aplicando. Se
frenó la descentralización educativa y de otros servicios y el CEPRA fue desactivado, aunque se
mantuvieron el congelamiento de vacantes y de sueldos de los agentes públicos. Pero, incluso, a
partir de 1965 el número de empleados públicos comenzó a aumentar (Cuadro II).
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
34
Cuadro II: Volumen de empleo en APN total y por sector 1958-1985
Año Administración centralizada
Organismos descentralizados
Empresas del Estado
Total
1958 295.085 215.884 421.200 932.129
1959 296.050 225.113 440.976 962.139
1960 295.697 209.670 415.457 921.824
1961 283.616 212.394 408.193 904.203
1962 261.548 207.898 325.549 794.995
1963 234.472 221.528 302.754 758.754
1964 234.790 225.737 305.319 765.846
1965 240.237 234.980 326.776 801.993
1966 239.516 241.509 339.519 820.544
1967 238.935 244.093 333.950 816.978
1968 241.355 251.088 315.284 807.727
1969 233.058 265.019 306.323 804.400
1970 256.854 254.597 302.284 813.735
1971 278.017 246.313 303.031 827.361
1972 291.914 253.873 309.769 855.556
1973 286.363 271.613 342.848 900.824
1974 241.200 275.953 408.750 925.903
1975 252.800 305.884 429.551 988.235
1976 258.618 299.073 432.715 990.406
1977 266.534 229.742 389.360 885.636
1978 264.813 232.668 361.640 859.121
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
35
1979 248.367 232.681 347.811 828.859
1980 256.006 238.559 324.916 819.841
1981 256.314 237.795 307.947 802.056
1982 252.500 231.535 300.768 784.803
1983 268.699 240.162 312.269 821.130
1984 272.536 249.172 314.831 836.539
1985 276.050 263.431 304.930 844.411
Fuente: Bonifacio, José Alberto. El Empleo en la Administración Pública Nacional entre 1958 y 1985, Características Generales. INAP, Dirección General de Investigaciones, agosto de 1986
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
36
En esa época surgieron dos nuevos tipos de organismos públicos: los institutos de
promoción científica y tecnológica y los consejos sectoriales e interjurisdiccionales. La
administración de promoción científica y tecnológica, inicialmente complementaria, reconocía
algunos antecedentes en el período justicialista. Además de la CNEA, se crearon el INTA
(Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria) y el INTI (Instituto Nacional de Tecnología
Industrial), en el campo tecnológico, y el CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas) en el científico. La necesidad de producir tecnología propia, además de
comprar y perfeccionar la foránea, coincidía con la convocatoria transitoria del capital
extranjero (Vercesi; 1999). Para lograr el propósito de desarrollar la propia tecnología era
preciso contar con una sólida base científica y establecer un circuito integrado de transferencia
de conocimientos aplicados hacia el sector productivo. Las empresas del Estado, entonces,
debían desarrollar sus propios laboratorios de investigación y desarrollo. En conjunto, la
administración del Estado comenzó a ser demandante de capacidad técnica y profesional en el
mercado argentino y a desarrollar mecanismos de capacitación formal e informal para el
personal. La transferencia de tecnología al sector productivo fue decisiva en la producción
agropecuaria y en las industrias vinculadas a ésta. En el terreno del desarrollo nuclear, luego de
una primera etapa de apertura del "paquete tecnológico" el organismo aseguraría su continuidad
sobre la base de una conciencia estratégica de simétrica proporción en el presupuesto nacional,
generando una suerte de mercado endógeno al amparo de la regulación oficial. En el ámbito
industrial la continuidad del modelo desarrollista no alentó la creación de tecnología propia al
proteger en forma excesiva sectores de creciente obsolescencia que privilegiaron la compra de
tecnología usada para el mercado interno antes que la competitividad externa.
Los consejos sectoriales e interjurisdiccionales respondían sobre todo a la idea de la
integración regional del espacio económico nacional. Según el diagnóstico de entonces, la
Argentina padecía graves disfuncionalidades originadas en la discontinuidad geográfica la cual
imponía desigualdades de diverso orden entre distintas partes de un mismo país. La necesidad
de promover las zonas deprimidas del vasto territorio argentino era una derivación lógica de la
idea del desarrollo nacional. Era preciso, a la vez, retener población por parte de las economías
regionales y unificar la estrategia de desarrollo con los requerimientos de la defensa nacional.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
37
Los mecanismos, nuevamente, debían ser dispuestos por el Estado: aranceles preferenciales,
regímenes de promoción y la creación de polos de desarrollo regional. En el primer caso, resulta
significativo el énfasis puesto en la integración de la región patagónica mediante un régimen
preferencial que permitió la instalación de actividades y personas por debajo del paralelo 4016.
Más tarde, se generalizó el uso de las excepciones tributarias y los subsidios como forma de
evitar la creciente concentración industrial en el eje central del territorio, aunque pronto se
pondrían de manifiesto los primeros problemas de eficiencia económica.
El organismo consultivo más importante y duradero, aparecido en 1959, ha sido el
CFI (Consejo Federal de Inversiones). Fue concebido precisamente para realizar los estudios de
factibilidad de las inversiones, debatir su funcionalidad y proponer su ejecución a la autoridad
política. Se integró con representantes del primer nivel político de las provincias, las cuales
fueron adhiriendo a la ley convenio, aunque el Estado Federal demoró su incorporación. La
subordinación del CFI a la estrategia económica y fiscal de turno, más los crecientes problemas
políticos que debió enfrentar el gobierno desarrollista, fueron modificando la naturaleza de este
organismo hasta convertirlo primero en un equipo técnico de evaluación de proyectos, luego en
gestor de éstos y punto focal de los organismos internacionales de crédito y finalmente en un
ámbito de negociación y concertación de acuerdos entre el Estado Federal y las provincias.
Otros consejos consultivos sirvieron para acordar políticas sectoriales para ciertos ámbitos
regionales.
En cuanto a la organización administrativa, el primer período desarrollista inició una
tendencia que sería luego sostenida por los gobiernos posteriores hasta el presente: la
acumulación de funciones estratégicas en la Presidencia. Hasta promediada la década del
cuarenta, la Presidencia sólo había albergado los servicios de apoyo del Presidente, con algunas
funciones de tipo protocolar asignadas a la Secretaría General. Desde entonces, sin embargo, se
le confirió a su titular rango de Ministro y se llevaron a su dependencia algunos organismos y
funciones: la Subsecretaría de Informaciones y Prensa y la primera Secretaría de la historia
argentina, Trabajo y Previsión, creada el 27 de noviembre de 1943. Por necesidades políticas,
los gobiernos posteriores crearon o trasladaron algunos otros organismos en el área de
Presidencia, pero siempre con carácter transitorio, siendo de destacar el célebre Consejo
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
38
Nacional de Postguerra, creado en 1945, y la importante Secretaría Técnica, que data de 1946.
La Constitución de 1949, sin embargo, al eliminar del texto constitucional el límite de ocho
Ministerios posibilitó la creación de nuevas carteras dejando en la dependencia presidencial otra
vez las unidades de apoyo, como la Casa Militar, y el área de informaciones y prensa,
totalmente nueva en el mapa organizativo estatal. Si bien entre 1949 y 1958 varias unidades
fueron y vinieron de Ministerios a secretarías de Presidencia (Asuntos Técnicos, Asuntos
Económicos, Asuntos Políticos, Defensa Nacional) y se crearon organismos descentralizados o
consultivos directamente bajo la dependencia del Presidente (Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas; Comisión Nacional de Energía Atómica; Consejo
Económico-Social; Consejo de Gabinete; etc.), recién a partir del retorno a la limitación
constitucional del número de ministerios, la tendencia a ubicar organizaciones e incrementar las
funciones substantivas en el área presidencial se consolidó e incrementó en forma sostenida. La
primera de ellas fue la Secretaría de Relaciones Económico-Sociales, inicialmente
encomendada a Rogelio Frigerio (Bonifacio; 1994).
La evolución de los organismos de la presidencia entre los sesenta y los noventa se
presenta en el Cuadro III.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
39
Cuadro III: Organismos de la Presidencia de la Nación por períodos
Actividades específicas
Período Tradicionale
s
Asesoramient
o
Comunicació
n
Inteligenci
a
Promoció
n
Total
1955-58 5 5 1 1 2 14
1958-62 4 6 1 1 2 14
1963-66 4 3 1 1 2 11
1966-73 7 8 3 1 5 24
1973-76 5 5 5 1 3 19
1976-83 5 8 5 4 8 30
1983-89 4 5 2 1 12 24
1989-99 4 10 6 1 26 47
Fuente: Elaboración propia con base en Bonifacio y Salas (1985) y datos aportados por la Oficina Nacional de Innovación de Gestión (ONIG) dependiente de la Subsecretaría de la Gestión Pública de la Jefatura de Gabinete de Ministros. Los dos últimos períodos son muy dinámicos en la creación y supresión de organismos, no sólo en la Presidencia, por eso se ha tomando su la última versión antes del cambio de gobierno. La naturaleza jurídica de esos organismos varía –Ente Nacional de Turismo, Consejo para la Consolidación de la Democracia, Secretaría de Deportes, Comisiones varias, Instituto Nacional de Teatro, etc.- razón por la cual se los agrupa de acuerdo con sus funciones. En el período 1989-1999 deben sumarse seis entes reguladores cuya naturaleza no encaja en los conceptos del cuadro.
Por su parte, la Ley de Ministerios (N° 14.439), incorporó a su texto las Secretarías
Ministeriales –las primeras doce se repartirían entre las carteras de Economía, Defensa y Obras
y Servicios Públicos- inicialmente para desarrollar funciones substantivas, vinculadas con la
concepción del Estado desarrollista. Desde entonces, dichas organizaciones se multiplicaron,
tanto en el área presidencial como en la ministerial, convirtiéndose, en la opinión de algunos
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
40
administrativistas, en ministerios de segundo orden, ya que, si bien por estructura, funciones,
volumen y presupuesto suelen alcanzar un porte considerable –a veces superior al de algunas
carteras ministeriales - conservan una dependencia subordinada por carecer de la facultad
constitucional del refrendo (Marienhoff; 1988). Ha sido frecuente, también, la duplicación de
áreas entre la Presidencia y la administración ministerial. Por un lado, esta última ha conservado
las atribuciones de la Ley de Ministerios y la facultad del refrendo por ser el Ministro el titular
del área afín; por otro, la proximidad al Presidente, que ha sido el argumento clave en algunos
casos para decidir la ubicación del organismo, no ha resultado, sin embargo, más eficiente desde
el punto de vista administrativo.
Como ya se enunció, un campo en el cual el primero gobierno desarrollista resultó
innovador fue el de las privatizaciones. A pesar de no corresponder a la línea de pensamiento
dominante, el desarrollismo frondizista entendía que el Estado debía concentrarse en aquellas
actividades estratégicas y dejar de complicarse con la prestación directa de servicios cuya
cobertura pudiera ser razonablemente asumida por particulares como con la gestión de empresas
no vinculadas directamente con el programa de desarrollo. Por otra parte, debido a la necesidad
de apelar a economistas ortodoxos para tranquilizar el frente interno, la privatización de ciertas
áreas del Estado también aportaba un saludable efecto coyuntural. Así, se encaró la
privatización de la empresa Transportes de Buenos Aires (básicamente el servicio de colectivos
de la Ciudad de Buenos Aires, excluidas las líneas de subterráneos), y la de la mayoría de las
empresas del grupo DINIE (Dirección Nacional de Industrias del Estado) así como las empresas
de ómnibus de larga distancia, además de otros intentos que no llegarían a concretarse. También
se devolvieron las empresas no liquidadas del grupo Bemberg y se encargó nuevamente al
Jockey Club de la administración de los hipódromos nacionales de San Isidro y Palermo.
El mismo argumento, ligado a la eficiencia con la cual el Estado debía encarar sus
tareas y vinculado directamente con una táctica destinada al frente interno, se trasladó a la
cuestión agraria. Tanto la CEPAL como las otras corrientes desarrollistas latinoamericanas
enfatizaban en la reforma agraria como paso previo a la modernización de la estructura
económica. La cuestión había sido abordada en algunos países latinoamericanos y convertida en
una bandera de reivindicación política no ajena a la conversión del papel del Estado. Sin
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
41
embargo, a pesar del origen ideológico del frigerismo y de la simpatía con que algunos
intransigentes miraban la iniciativa, el frondizismo evitó la cuestión de la reforma agraria con
argumentos eficientistas, los cuales ya habían sido adelantados con la creación del INTA.
Finalmente, el desarrollismo primigenio introdujo una cuestión de gran importancia
durante los años sesenta y parte de los setenta: la planificación económica y social. Si bien los
planes quinquenales constituían un valioso antecedente, su estructura y alcance, así como la
abrupta finalización del régimen que les dio cabida, no resultaron suficientes para
institucionalizar la problemática. En efecto, no se habían planteado en profundidad el papel del
Estado ni aparecían sostenidos por una estrategia que conformara a la dinámica economicista
del desarrollismo. Por otra parte, habían partido de un supuesto distribucionista, de modo que,
en el mejor de los casos, el desarrollismo debía hacer un esfuerzo para suplir el salteo de etapas
en que el justicialismo había incurrido al proponer la industrialización liviana y la distribución.
A partir del primer desarrollismo, la planificación adquirió, paulatinamente, status
explícito de función del Estado. A lo largo de los años se fueron diferenciando dos modalidades
que incidieron en forma variable en la organización estatal. Por un lado, deben agruparse los
planes económicos que buscaban efectos inmediatos, como el Plan de Estabilización y
Desarrollo de 1958, mientras que, por otro, deben reunirse los intentos de planeamiento
socioeconómico más abarcativos e institucionalizados, cuyo hito inicial más importante fue la
creación del Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) en 1961 (Decreto N° 7290/61),
aunque su origen debe remontarse a la Ley de Ministerios de 1958. Parecen así cubrirse dos de
las definiciones sobre las que se explaya Friedman respecto de la planificación: los planes
desplegados en el ámbito de la política económica intentaron vincular el conocimiento científico
técnico con las acciones en el ámbito público, especialmente en el área económica y
administrativa. Los intentos más profundos, encabezados por el CONADE y seguidos por otros
organismos, desplazaron el interés del plan hacia procesos de orientación social. Por su parte,
las propuestas que avanzaban hacia un tipo de planificación radical se mantuvieron siempre
fuera del ámbito de acción de los gobiernos del período, con excepción, tal vez, del Plan Trienal
cuyas pretensiones y metodología, diferentes de las ensayadas con anterioridad y con
posterioridad, naufragaron en la turbulencia política de la época (Friedman; 1991).
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
42
A pesar de que se trataba de una fórmula destinada a sintetizar la estrategia inicial
del nuevo gobierno, el plan de estabilización anunciado en diciembre de 1958 fue lanzado como
un punto de inflexión en la trayectoria económica de la Argentina. Era preciso generar nuevas
fuentes de riqueza y, para ello, resultaba necesario, junto con una serie de medidas coyunturales
destinadas a la estabilización económica, instrumentar los mecanismos de políticas activas que
atrajeran ahorro externo en los sectores sustitutivos (Brodersohn; 1969). Por lo tanto, las
medidas de estímulo, privilegios, etc. instrumentadas a partir de ese plan sirvieron para inducir
el despegue de los sectores capital intensivos (Di Tella y Rodríguez Braun; 1990), mientras que
las medidas ortodoxas, como la privatización y la rigidez fiscal, encomendadas a luego a
Alsogaray y Alemann reforzarían el mercado para la competencia interna.
Por su parte, el CONADE recién fue materializado sobre el final del gobierno de
Illia y se extendió hasta la última etapa de la Revolución Argentina. Se trataba de un organismo
de planificación típico del período en los países en desarrollo. Si bien reconocía distintas
inspiraciones, en la región era singular la influencia de la CEPAL. Incluso, su origen se debió a
una recomendación hecha por la Alianza para el Progreso en la reunión de Punta del Este. Sin
perjuicio de aquella influencia, fue dotado al comienzo de cierto desarrollismo “empírico”
coincidente con el énfasis frigeriano en el desarrollo nacional previo al latinoamericano,
asumido luego en forma capilar por los militares que, desde 1962 en adelante influyeron en
forma decisiva en la política económica.
Los militares de la Revolución Argentina fueron quienes más avanzaron en la
institucionalización del planeamiento. A través de directivas oficiales establecieron como
objetivos del movimiento militar la modernización y el desarrollo integral del país y definieron
al planeamiento como un instrumento -indicativo para la actividad privada e imperativo para la
administración pública- cuya aplicación debía procurar aquellos objetivos. El gobierno de
Onganía creó el Sistema Nacional de Planeamiento y Acción para el Desarrollo a través de la
Ley N° 16.964, cuyo órgano ejecutivo era el CONADE. A su vez, la Ley de Defensa N° 16.970
–que, en buena medida, dio lugar a la doctrina de la seguridad nacional-, creó el Sistema
Nacional Planeamiento y Acción para la Seguridad, el cual se apoyaba explícitamente en un
organismo gemelo: el CONASE, Consejo Nacional de Seguridad. La confluencia de ambos
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
43
debía configurar una situación en la cual la nación estuviera “a cubierto de perturbaciones
sustanciales”, siendo el Estado el responsable de reproducirla a través de políticas explícitas. Se
intentaba así compatibilizar los objetivos de desarrollo y seguridad entendiendo que el
crecimiento industrial y el equilibrio económico regional e integrado del país eran condiciones
ineludibles para lograrlos. Más allá de los resultados reales obtenidos por la acción de estos
consejos –a los que más tarde se agregaría el CONACYT, Consejo Nacional de Ciencia y
Técnica, mediante la Ley N° 18.020- el interjuego de estas normas y de los decretos vinculados
con sus postulados principales, establecieron un marco institucional para el desempeño de las
funciones de planificación. El sistema de planeamiento estaba compuesto por diversos
organismos de índole nacional, regional y sectorial y establecía enlaces entre entes públicos y
privados. El CONADE, cuya finalidad era establecer las directrices básicas, era un organismo
colegiado formado por el Presidente y los ministros y secretarios, además de los representantes
de las FF.AA.. Su organismo ejecutivo era la Secretaría del CONADE, que dependía
directamente del Presidente. Por debajo de ella estaban las Oficinas Regionales del Desarrollo,
emplazadas con carácter permanente en las ocho regiones en las que se dividió el territorio
nacional (Metropolitana, Pampeana, Patagonia, Comahue, Cuyo, Centro, NOA, NEA), las
Juntas de Gobernadores de esas regiones y las Oficinas Sectoriales de Desarrollo que operaban
en el ámbito de los distintos ministerios, en relación con la programación de las políticas
nacionales.
El CONADE elaboró dos planes: el Plan Nacional de Desarrollo 1965-69 y el Plan
Nacional de Desarrollo y Seguridad 1971-75.
El primero, promovido por el gobierno de Illia, contenía un estado de situación y la
proyección evolutiva de la economía argentina entre 1950 y 1953, discriminado por sectores de
actividad. Sobre esa base establecía objetivos generales y proyecciones globales propiciando
una estrategia para mantener una tasa de crecimiento estable, pleno empleo, distribución
equitativa del ingreso y disminución gradual de la tasa de inflación Se apoyaba sobre el
rendimiento del sector agropecuario, apostando al superávit sostenido de la balanza comercial
para afrontar los compromisos externos, diversificar las exportaciones, hacer obras de
infraestructura y ocupar la capacidad instalada. Si bien el Plan fue meramente proyectivo, y
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
44
naufragó junto con el gobierno de Illia, constituyó el primer aporte de un organismo específico
de planificación, el cual, pudo retener y formar técnicos durante la etapa militar posterior, varios
de los cuales devendrían luego funcionarios de distintos gobiernos.
El Plan Nacional de Desarrollo y Seguridad 1971-75, tampoco llegó a aplicarse,
pero fue el producto del Sistema Nacional de Planeamiento que tuvo un principio de
funcionamiento en el arranque del gobierno de Onganía. Se trataba de un plan de largo plazo,
que combinaba las pretensiones de crecimiento sostenido de la economía con la creación de
polos de desarrollo, basados en una breve experiencia de regionalización. Resaltaban el
estímulo de las empresas nacionales alentando su concentración y la utilización de la inversión
pública para promover el crecimiento de la infraestructura.
Como en oportunidades anteriores, la suerte de las iniciativas de planificación
estuvo ligada a la de las empresas políticas que las promovieron. Así, el CONADE y el
CONASE fueron absorbidos, en 1971, por un organismo de la Presidencia de la Nación –la
Secretaría de Planeamiento y Acción de Gobierno-, cuyo objetivo implícito fue servir de enlace
para el nuevo gobierno que habría de asumir en 1973.
La experiencia planificadora registró dos intentos más: el Plan Trienal 1974-77 y el
Ministerio de Planeamiento entre 1978 y 1979. La concepción del Plan Trienal se desarrolló
durante los gobiernos del general Perón y de María Estela Martínez de Perón. Al igual que sus
predecesores, sumaría otro fracaso. Como diferencia respecto de aquellos, la metodología para
redactar el Plan significó un esfuerzo de participación sectorial, e incluso popular, que culminó
en la redacción de un voluminoso y poco operativo conjunto de propuestas. El organismo
coordinador, sin embargo, fue producto de una transformación estructural del antiguo
CONADE, el INPE –Instituto Nacional de la Planificación Económica-, dependiente del
Ministerio de Economía. Precisamente, en esa época el Ministerio de Economía adquirió el
volumen que, salvo brevísimas excepciones, conservaría hasta el presente, absorbiendo
prácticamente todas las funciones de programación y ejecución de la política socioeconómica y
de los cursos de acción sectoriales-.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
45
En aparente colisión con el área económica así configurada, el último gobierno
militar creó, en 1977, el Ministerio de Planeamiento mediante la Ley N° 21.431. Fue el punto
culminante para las funciones de planificación, en el doble sentido de haber llegado, por un
lado, a la más alta jerarquía organizacional y, por otro, a constituir el último de los intentos de
establecer un mecanismo institucionalizado de planeamiento sistemático y coordinado del
desarrollo. La influencia de la planificación francesa –que era notoria en su promotor, el general
Ramón Díaz Bessone-, se hizo notar tanto en la disposición organizativa del ministerio como en
las pretensiones de periodizar la actuación del gobierno militar mediante una secuencia de
objetivos que estaba lejos de llegar a ser consentida por las modalidades internas del sistema
establecido por las FF.AA. y sus aliados civiles, y por las condiciones internacionales que
confluyeron en los tempranos años ochenta. El Ministerio de Planeamiento fue eliminado junto
con el pase a retiro sucesivo de su fundador y su reemplazante, antes de que pudiera culminar la
redacción del Proyecto Nacional y de que estuvieran dadas las condiciones previstas para
“fundar la Segunda República”, objetivos explícitos que la Junta Militar había en comendado al
crearlo. En síntesis: los años setenta consagraron, implícita pero definitivamente hasta el
presente, un único organismo de planificación con posibilidades de ejecutar, para bien o para
mal, sus planes: el Ministerio de Economía. La denominación de una Secretaría o Subsecretaría,
generalmente ligada a la Presidencia, persistiría por un tiempo, desaparecería y reaparecería
según los gobiernos, pero la función de planificación fue realmente absorbida por el Ministerio
de Economía, orientada hacia el corto plazo y, con el tiempo, desacreditada conceptualmente
por el proceso de globalización.
B) Los años noventa
Antecedentes
El proceso abierto en 1983, resolvió en favor de la democracia el continente de las
transformaciones económicas y políticas. Los sucesivos gobiernos han utilizado la voz “reforma
del Estado” con distinto alcance y significado. Incluso, dentro de un mismo período y utilizando
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una fórmula política unificada, la interpretación del contenido no siempre fue homogénea y, en
algunos casos, por lo menos fue contradictoria.
Los primeros años, entre 1983 y 1987, correspondieron a la transición entre el
gobierno militar y el surgido de las elecciones presidenciales del 30 de octubre de 1983. Este
lapso ha sido considerado, para los aspectos de la vida institucional, como un período de
asentamiento del orden democrático. Durante esta etapa, el Estado y la administración pública
conservaron la fisonomía y el comportamiento que caracterizaron los años anteriores, pero
comenzó a considerarse, de forma creciente, que la dimensión y el funcionamiento de ambos
eran una parte del problema cuando se planteaban las modificaciones en la estrategia político-
económica global.
Gran parte de la discusión conceptual que dio pié a las políticas emprendidas en los años
posteriores se formó en esta época. Heredó dos temas inaugurados durante el gobierno militar:
la inserción de la Argentina en el mundo y el tamaño del Estado. Los enfoques fueron variando
de contenido, desde una postura de gran compromiso con la intervención promotora y
fuertemente reguladora en la economía hacia el reconocimiento de una presencia selectiva,
armonizada con alternativas de privatización y reducción del déficit fiscal (Roulet; 1988).
Durante esta etapa, la política respecto de la administración en general pasó
fundamentalmente por una tentativa genérica de “democratización”. Se entendía por ella el
proceso paulatino de sometimiento del accionar de las oficinas a la coordinación de los
programas de gestión elaborados consensualmente por los gestores administrativos del
gobierno.
El plan democratizador de la administración se propuso acortar la distancia con la
sociedad civil brindando, por ejemplo, garantías frente al Estado (mecanismos de control,
responsabilidad y transparencia), estableciendo canales de participación social (acceso a la toma
de decisiones), favoreciendo la participación interna y proponiendo una redistribución del poder
burocrático (descentralización, etc.). Simultáneamente, sin embargo, se planteaba el
“apuntala miento de la presencia del Estado, en forma directa o delegada, en la vida social”
(INAP; 1985).
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
47
En esta línea –todavía coincidente con el pensamiento de la CEPAL (Gurrieri;
1987)- se estimaba necesario fortalecer el aparato estatal para enfrentar con éxito la crisis
económica, durante la cual era necesario contar con un poder central que mantuviera el control
social y estableciera una orientación superadora. Del mismo modo, la heterogeneidad
intrarregional e intraestructural del país exigían del Estado el desarrollo de una conducta
redistributiva que estuviera por encima del mero arbitraje, la cual no podría ser desenvuelta con
éxito si no resultaba capaz de resistir las presiones del contexto internacional. La fortaleza
institucional del Estado debía verse reflejada en su papel de planificador.
“... (la) capacidad planificadora se basa en tres factores principales: eficiencia
técnico-administrativa, capacidad política y poder económico financiero” (Gurrieri;
1987).
En el primer punto, se trataba de someter la eficiencia burocrática al concepto de
“eficacia social”, subordinando la primera a los objetivos de la acción estatal. La capacidad
política, en cambio, estaba ligada al vigor del orden democrático, mientras que el poder
económico financiero se vinculaba con la acumulación de capital.
Esta última alternativa se encontraba frente a serias restricciones: la primera, se
asociaba con el endeudamiento externo, en plena crisis durante esos años, de tal manera que
resultaba prácticamente encuadrante de todas las demás; la segunda limitación, estaba
caracterizada por la escasa disponibilidad de stock de capital físico, infraestructura y servicios;
y la tercera tenía que ver con los recursos humanos: la asignación de la fuerza laboral resultaba
inadecuada y presentaba serias deficiencias, particularmente derivadas de rigideces que
impedían el desarrollo de formas organizativas y productivas eficientes. Finalmente, la
mecánica de funcionamiento del Estado también resultaba disfuncional para aquel objetivo: la
estructura del aparato estatal estaba desarticulada y presentaba bajos niveles de productividad
que se transferían al resto del sistema.
No podía haber, entonces, estrategia de acumulación, ni los actores políticos
parecían acertados al proponer aquellas que provenían de su inspiración ideológica tradicional.
Pronto fueron de uso común en el debate dos términos que –aunque susceptibles de múltiples
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
48
significados- terminarían constituyendo los objetivos de la mayor parte de las políticas
planteadas respecto del aparato del Estado: modernización y crecimiento17.
En el ámbito subcontinental la estrategia de crecimiento basada en la sustitución de
exportaciones se desmoronó hacia comienzos de los años setenta. La Argentina no escapó a esa
crisis. En la mayoría de los casos, la situación política, caracterizada por una violencia creciente
y la irrupción de dictaduras militares, fue una coincidencia que contribuyó a acelerar el
descalabro del Estado desarrollista. Del mismo modo, la etapa iniciada en 1976 significó el
principio del fin del modelo ensayado en nuestro país desde fines de la década del ’50. En líneas
generales, la situación vigente encajaba en la caracterización, sintetizada por Prats i Catalá, de
integración sistémica entre “... el populismo político, el mercantilismo económico y la
dualización social” 18. El agotamiento de esta matriz política, pronto coincidió con otros dos
desafíos tanto en el subcontinente y en el país: el retorno a la legitimidad democrática y la crisis
de la deuda externa.
Durante la década de los ’80 la discusión sobre la estrategia económica presentó la
descomposición de las doctrinas que asignaban al Estado un papel dinámico y de promotor
primordial del crecimiento, tal como era común en la teoría económica del desarrollo. Por un
lado, habían comenzado a percibirse los primeros indicios de la globalización, cuyo certificado
de nacimiento sería extendido simbólicamente por la caída del muro de Berlín. Por otro lado, se
llevaban adelante las primeras experiencias de reformas drásticas en los países centrales,
particularmente en Gran Bretaña. El espacio intelectual vacante fue llenado por el pensamiento
económico liberal de raíz neoclásica, identificado desde entonces como neoliberalismo. Sus
ideas centrales pronto formaron parte de los programas de ajuste estructural y reforma
económica que, desde distintos ámbitos, se extendieron como receta universal para los países en
crisis.
En este contexto internacional y en el marco de una profunda crisis política interna
accedió al gobierno el Presidente Carlos Menem. En forma similar a lo ocurrido con Frondizi, el
movimiento que posibilitó el arribo al poder se hallaba sumergido en una profunda transición y,
también a la manera de su antecesor desarrollista, el nuevo líder del peronismo mutó
radicalmente los contenidos de la plataforma electoral al convertirlos en políticas de gobierno.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
49
Esa maniobra condujo a una transformación de la alianza social que lo sustentó inicialmente y, a
la postre, le permitió al menemismo repetir el período presidencial, reforma constitucional
mediante.
Carlos Menem, desde su puesto de gobernador de la Provincia de La Rioja propició
entendimientos con el radicalismo en el poder mientras buscaba simultáneamente posicionarse
para la carrera por la sucesión presidencial. En ese juego, se constituyó en uno de los referentes
de la renovación peronista, movimiento que pretendía liberar al partido de la tuición del aparato
gremial y su poder de movilización y volver a colocar en la conducción a la rama política. Su
presencia cobró importancia creciente para los líderes justicialistas provinciales, los cuales sin
perjuicio de coincidir tácticamente con la necesidad de reposicionar a la rama política no
compartían los objetivos ni la metodología de los renovadores, particularmente de los más
jóvenes. La doble característica de renovador del partido frente al ámbito nacional y de
referente de las tradiciones justicialistas en los ámbitos provinciales, más una inteligente y
pertinaz campaña de contacto personal con los electores internos lo catapultó -inesperadamente
para el partido oficialista y para los renovadores peronistas- a la candidatura presidencial.
La crítica situación económica del segundo semestre del año ’88 llevó al gobierno
radical a proponer el Plan Primavera, una salida de emergencia que debía permitir recuperar la
economía en la ruta del Plan Austral de 1985 y, con ella, la iniciativa política. En esa
inteligencia decidió la realización de las elecciones con siete meses de anticipación al traspaso
del mando, con la esperanza de cosechar los votos positivos de una hipotética recuperación
económica, particularmente frente a las propuestas populistas del candidato opositor. Sin
embargo, la economía entró en hiperinflación. Otros acontecimientos (La Tablada; conatos
carapintadas; etc.) complicaron de tal manera a la conducción radical que el Gobierno llegó a la
fecha de las elecciones en el marco de una tensa situación social. El triunfo de Menem, además,
dejó al Presidente Alfonsín en un a situación de tal debilidad que debió “resignar” el poder y,
tras un precario acuerdo de gobernabilidad establecido en el Congreso, adelantar en casi seis
meses la entrega del mando.
Los primeros movimientos de Carlos Menem como Presidente electo y en ejercicio
resultaron desconcertantes para todos. Siguiendo la tradición peronista propuso como Ministro
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
50
de Economía a un empresario pero cuya trayectoria y representatividad lo situaba en las
antípodas del movimiento. Anunció simultáneamente privatizaciones y desregulación y se
dispuso a ejecutarlas incorporando una buena cantidad de extrapartidarios –tanto gente sin
partido como proveniente de otros partidos- a los elencos de gobierno. Tras poco más de un año
en el que combinó éxitos y fracasos parciales, el arribo al Ministerio de Economía de Domingo
Cavallo completó el giro copernicano del peronismo en el poder. La aplicación exitosa del Plan
de Convertibilidad y de la reforma del Estado fueron el sustento de la estrategia que posibilitó
forzar la reforma constitucional de 1994 cuyo resultado le otorgó a Menem cuatro años y medio
más de gobierno dando lugar así al período presidencial continuado más largo de la historia
argentina. Como en el caso de Frondizi, Menem logró instalar una forma de pensar que, más
allá de quien fuera su ejecutor ocasional, resultaría difícil de discutir por sus adversarios. El
“modelo” en sí mismo no fue cuestionado en sus bases conceptuales sino por críticos
individuales relativamente neutralizados por los resultados del Plan hasta la reelección de 1995.
Incluso, las críticas posteriores se explayaron sobre algunos resultados parciales o sobre las
prácticas corruptas.
La sociedad política entre Menem y Cavallo, aunque inestable, tuvo aciertos
sostenidos hasta la crisis del tequila y la reelección. La ruptura entre ambos coincidió con la
decadencia y problematización creciente del “modelo”, agravada por las pretensiones
reeleccionistas de Menem. Sin perjuicio de ello, en varias oportunidades Cavallo aludió al
contenido neoliberal de su programa de reformas y Menem sostuvo, inicialmente, que su
objetivo era instalar una “economía popular de mercado”. La incorporación de cuadros
provenientes del partido liberal –la Ucedé- tercera fuerza entre 1987 y 1993- y de reconocidos
intelectuales de esa extracción, particularmente en el área económica, no permiten dudar de la
orientación predominante de las reformas propiciadas por el menemismo.
1.- La estrategia neoliberal
Sin perjuicio de lo dicho en el párrafo anterior, la denominación resulta tan
polémica como difícil definir el alcance del concepto de neoliberalismo. A menudo los
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
51
contenidos asignados son discutidos por los propios sujetos de atribución desde posturas
enfrentadas (Williamson; 1994). En efecto, en buena medida las reformas pro mercado
encaradas desde los tempranos noventa en la Argentina –y en otros países del tercer mundo,
especialmente en América Latina- no provienen exclusiva ni principalmente de un espectro
ideológico tan definido e identificable como sugiere la etiqueta. Tampoco bajo esta
caracterización se encuentra un significado unívoco del neoliberalismo en la literatura. Por
cierto, no parecería ser un concepto cerrado ni, mucho menos, una serie de operaciones de
política económica y reforma estatal concluidas y coherentes.
Desde el punto de vista doctrinario, la crítica iniciada en los años ’70 a las distintas
versiones de las doctrinas desarrollistas encontró un terreno fértil durante el estancamiento y las
crisis de los años ochenta. Las contribuciones teóricas y el desarrollo de algunas herramientas
económicas propiciadas por los neoclásicos además de sustentar el fundamento de los ataques al
estructuralismo y a la teoría de la dependencia, por ejemplo, fueron incorporadas a los
contenidos de los planes de ajuste estructural de los organismos internacionales (Haggard;
Kaufman; 1995). El fundamento neoclásico como motivador de nuevas críticas asumidas por
los portavoces de las antiguas posturas liberales habría dado lugar a expresión “neoliberalismo”
y a la caracterización de las recetas preconizadas por los economistas de aquellas entidades
(Prats i Catalá; 1998).
Sin perjuicio de ello, la expresión “neoliberal” se aplica a reformas que no
provienen de un único plexo ideológico, incluso, como en el caso argentino, a procesos en los
cuales el pragmatismo ha predominado por sobre las consignas doctrinarias (Bresser Pereira;
2001). El elemento común a las reformas así caracterizadas podría identificarse como la
orientación hacia el mercado, registrando extremos diferentes ya sea por la intensidad de la
aplicación como por la combinación de estrategias pro mercado con otro tipo de medidas. El
ejemplo de un extremo considerado como más liberal, es el caso de Nueva Zelanda, a pesar que
el Partido Laborista, iniciador de las reformas, reconocía una fuerte inspiración
socialdemócrata. La línea trazada enfatizó en las cuestiones de reducción del tamaño del Estado
(downzising) y de la intervención de éste en la economía, hasta el punto que prácticamente ya
no cuenta con un servicio civil de corte clásico y varios principios del mercado componen el
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
52
catálogo orientador de la gestión de las agencias públicas (Feigenbaum; Henig; Hamnett; 1999).
Por su parte, la reforma neoliberal en Brasil, según Bresser Pereira, tuvo un perfil más
socialdemócrata dado el menor énfasis en las privatizaciones y mayor en las alternativas de
tercerización de servicios y funciones hacia ONG’s (publificación) además del resguardo de las
capacidades técnicas del servicio civil diferenciado y reconocido (Bresser Pereira; 2001). Por su
parte, las medidas tomadas por la dupla Menem/Cavallo en el caso argentino fueron
caracterizadas como una “revolución neoliberal del modelo de acumulación y la estructura de
las relaciones sociales en la Argentina” 19 cuyo resultado es la instalación de un tipo de
democracia “fragmentaria” en la cual gobernabilidad residiría en la capacidad de sostener ad
infinitum el modelo de exclusión (Acuña; 1994).
La situación económica argentina a fines de los ochenta era por demás crítica.
Concluía la llamada "década perdida" sin que se hubieran logrado ninguno de los objetivos
económicos que el retorno a la democracia había planteado. En efecto, la crisis de la deuda, el
déficit fiscal, la inflación estructural, la caída del producto y de la inversión, habían encorsetado
la economía argentina y puesto en peligro la precaria estabilidad institucional lograda por el
gobierno de Alfonsín, quien no alcanzó a terminar su mandato, abatido por un brote
hiperinflacionario sin precedentes, entre otras causas.
En este contexto, comenzaron a ser habituales, en la literatura y en la preocupación
de intelectuales y políticos, los análisis centrados en la “gobernabilidad”. Con esta expresión se
suele aludir a la capacidad del gobierno para conducir a la sociedad ofreciendo las prestaciones
elementales de orden y estabilidad y garantizando el conjunto de condiciones a partir de las
cuales aquélla puede obtener un óptimo circunstanciado de bienestar general y de calidad en la
gestión de los servicios. La ingobernabilidad, recíprocamente, significa que no son logrados los
estándares mínimos que posibilitan el orden y la estabilidad, y, por lo tanto, resulta lejana la
realización temporal del bienestar social y es incierta la expectativa general relativa al
mantenimiento de la calidad de vida.
La acumulación de competencias propias del Estado de Desarrollo, con todo el
crecimiento del aparato administrativo y la multiplicación y variedad de organismos y
funciones, etc. han quedado ligados, en la experiencia de varios países, al concepto de
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
53
ingobernabilidad. Así parecen sugerirlo algunas conceptualizaciones sobre el alcance de este
fenómeno.
En efecto, por ingobernabilidad suelen entenderse tres grupos de fenómenos (Bobbio;
Mateucci; Pasquino; 1991):
1) el cuello de botella que la multiplicación de demandas sociales provoca en la
capacidad de respuesta de los gobiernos y que opera disfuncionalmente sobre la
capacidad del servicio público (ingobernabilidad por sobrecarga);
2) la crónica insuficiente recaudación tributaria para solventar el aumento incesante
del gasto público (ingobernabilidad por crisis fiscal);
3) la crisis de la gestión de gobierno y el deterioro de las alianzas sociales que lo
sostienen (ingobernabilidad por crisis de racionalidad).
Estas tres disfunciones, juntas o separadas, fueron típicas de los países latinoamericanos
durante varias décadas. Hacia mediados de los 80, la ingobernabilidad era acumulativa y estaba
manifiestamente agravada por la crisis del endeudamiento externo. Simultáneamente, durante la
misma década, en la mayoría de los países se produjo el retorno a la plena vigencia de las
instituciones democráticas, con el consiguiente reacomodamiento de los actores sociales y el
replanteo de las demandas.
Esta suerte de ingobernabilidad estructural también es susceptible de una lectura
enfocada en sus aspectos organizacionales. Frecuentemente, la multiplicación de las demandas
sociales y políticas exige para su enfrentamiento distintos tipos de organización que la rigidez
del modelo burocrático no está en condiciones de proveer. Esta situación se agrava si el sistema
político no proporciona la renovación dirigencial suficientemente eficaz y consolida estilos y
modalidades de relaciones entre la élite y la sociedad que inhibe el desencadenamiento de una
masa crítica innovadora. Finalmente, la “explosión de la complejidad” se traduce en la distancia
entre el aumento constante de los deberes del Estado, que induce su crecimiento organizacional,
y la disponibilidad de “recursos gerenciales” capacitados para enfrentar creativam ente el desafío
(Guerrero Orozco, Omar; 1995)
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
54
En el período que nos ocupa, el marco regional presentaba, en casi todos los países,
un panorama similar. La crisis del endeudamiento externo jugaba un papel principal en este
sentido. Desde distintos puntos de vista se consideraba a la crisis de orden fiscal como
englobante de aquella, de la cual era su manifestación pero no su causa. El discurso habitual del
liberalismo ortodoxo, creciente incluso en términos de representación partidaria y participación
política, atribuía al tamaño del aparato estatal el disparador de la decadencia sostenida del
modelo económico. Otros enfoques lo centraban en la captura corporativa y en la ineficiencia de
la administración del Estado. El proceso, sin embargo, fue similar en casi todo el ámbito
latinoamericano y se caracterizó por la pérdida de la autonomía financiera y la creciente
parálisis que, a la manera de los círculos viciosos, sólo aumentaba la necesidad de
financiamiento. Bresser Pereira sintetizó gráficamente el resultado:
“el Estado, de agente de desarrollo, se transformaba en su obstáculo” 20
Justamente, se trataba del final de un paradigma que, además de la crisis fiscal,
comportaba, según este autor, el agotamiento de las formas de la intervención estatal y la
insuficiencia de la modalidad burocrática de administrar el Estado.
Desde distintos sectores de la sociedad crecía una prédica antiestatista ampliamente
difundida y coherente contra la cual no parecía haber defensas intelectuales. El nudo de la
cuestión era la omnipotencia del Estado que a la vez que impedía crecer a la sociedad con un
exceso regulatorio le imponía la pesada carga de su déficit. A la luz de las experiencias
cercanas, como la economía chilena, las reformas en pleno auge encaradas por algunos
gobiernos europeos –especialmente el de Margaret Thatcher en Gran Bretaña-, los casos del
sudeste asiático y Nueva Zelanda, singularmente todos los modelos exitosos se explicaban en
términos de desregulación, privatización, tercerización, reforma (ajuste) del aparato estatal, etc.
De forma mucho más explícita que en el caso del desarrollismo, el sustento
intelectual de las reformas encontraba respaldo en usinas de pensamiento del exterior y
nacionales. Coincidente, aunque más intensa que en la experiencia de los años cincuenta, fue la
presión de los organismos internacionales de crédito. Fue su ayuda condicionada la que impulsó
la adopción de las reformas, de tal modo que gobiernos de diferente extracción ideológica
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
55
terminaron aplicando recetas similares. Las orientaciones preconizadas para los países de
América Latina se sintetizaba en una suerte de decálogo emblemático conocido como el
Consenso de Washington, cuyo autor intelectual fue el economista jefe del Banco Mundial,
John Williamson.
El documento sostenía la necesidad de exigir a esos países, a cambio de una ayuda
financiera creciente, la aplicación de una política que reuniera los siguientes tópicos
(Williamson; 1994):
• disciplina fiscal: el déficit presupuestario debía ser cubierto sin inflación;
• prioridades del gasto público: desviar de las áreas "políticamente sensibles"
(administración, defensa, subsidios, etc.) el exceso de recursos improductivos y
aplicarlos hacia otras áreas capaces de generar rendimientos económicos y mejorar la
distribución de los ingresos;
• reforma tributaria: ampliación de la base tributaria de modo de aumentar los incentivos
sin rebajar la progresividad;
• liberalización financiera: las tasas de interés debían ser fijadas por el mercado aun a
riesgo que en las eventuales crisis de confianza se dispararan excesivamente; es decir, el
grado de apertura debía ser tal que pudiera ser sostenido por la autoridad monetaria;
• tipos de cambio unificados y competitivos: de modo que permitieran ganar mercados
con exportaciones no tradicionales y sostener la competitividad futura de los
exportadores;
• apertura comercial: sustituir restricciones por aranceles sometidos a un calendario
progresivo de disminución hasta alcanzar un piso mínimo entre el 10 y el 20%;
• inversión extranjera directa: supresión de barreras de entrada de modo que las empresas
extranjeras y foráneas pudieran competir en igualdad de condiciones;
• privatización: de todas las empresas estatales;
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
56
• desregulación: eliminar regulaciones que impidieran o restringieran la competencia,
salvo en casos excepcionales;
• derechos de propiedad: garantizados a bajo costo y accesibles al sector informal.
En una versión coincidente con el planteo del Consenso de Washington, pero de
matices ideológicos diferentes, Bresser Pereira ha propuesto el modelo del Estado Social
Liberal (Bresser Pereira; 1998) cuyo montaje sería posible mediante el desarrollo de cuatro
procesos:
- la delimitación de las funciones del Estado a través de la privatización, publificación y
tercerización de actividades
- reducción del grado de intervención del Estado mediante programas de desregulación y
reformas pro mercado;
- aumento de la governance del Estado apelando al ajuste fiscal y la reforma
administrativa de corte gerencial;
- aumento de la gobernabilidad por medio de la promoción de instituciones que garanticen
una mejor intermediación de intereses.
Por su parte, Osborne y Gaebler, puestos frente a la superación de la versión
ortodoxa del Estado y a los requisitos originados en la globalización y los supuestos
conceptuales del fin de siglo, han sugerido también un nuevo modelo de gobierno basado en la
producción de bienes y servicios públicos regidos por un criterio de calidad total, orientados
hacia los clientes (usuarios, ciudadanos, pero no “administrados”) de acuerdo con los 10
principios que hicieron famosa la expresión “reinvención del gobierno” (Osborne, David y
Gaebler; Ted; 1994):
1) preferencia por alternativas de producción externa de bienes y servicios;
2) gestión participativa de programas y proyectos con los usuarios;
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
57
3) estímulo a la competencia interna y externa;
4) desregulación interna, simplificación organizacional y clarificación de misiones y funciones;
5) evaluación y financiamiento por resultados;
6) usuario como cliente-consumidor;
7) creación de centros de resultados financieros;
8) previsión estratégica de servicios;
9) descentralización y desconcentración;
10) atención a las finalidades gubernamentales a través de la reestructuración del mercado.
Como se ve, existe una coincidencia metodológica e instrumental que converge
desde ángulos ideológicos diferentes, lo cual manifiesta, con bastante claridad, tanto la
universalidad del “problema del Estado” como las urgencias propias de afrontarlo por parte de
los países de la región21.
En el caso particular de la Argentina, las reformas así orientadas comportaban una
operación política de proporciones que sólo una acumulación significativa de poder podía
encarar. Aplicar el programa como el del Consenso de Washington significaba lisa y
llanamente dar vuelta la economía argentina como si fuera un guante. En efecto, durante
años la estructura económica vernácula había acumulado regulaciones que protegían
actividades diversas, privilegios y compensaciones, organismos reguladores, burocracias
variadas, fragmentadas y autónomas, así como sistemas de presiones de disparo automático,
jurisprudencia contradictoria y verdaderas organizaciones dedicadas a lograr que el Estado
asumiera cargas y costos derivados de la ineficiencia social para proteger determinadas
actividades.
La crítica situación de la economía y las elecciones de 1989 proporcionaron esa
oportunidad, especialmente facilitada por dos fenómenos convergentes: por un lado, la
predisposición a tolerar cualquier medida drástica sobre la base del supuesto que la
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
58
continuidad de la situación vigente sería todavía más grave (Torre; 1998); por otro, la
circunstancia de que la coalición triunfante, encabezada mayoritariamente por la fracción
del peronismo con mayor antecedente populista, contenía en su seno aquellas fuerzas que,
de permanecer en la oposición, hubieran hecho fracasar cualquier reforma.
Los instrumentos empleados para desenvolver en su mayoría los requisitos del
Consenso de Washington fueron proporcionados inicialmente por el Congreso a través de la
sanción de las leyes que posibilitarían al Poder Ejecutivo extender el programa de reformas
a lo ancho y a lo largo de toda la administración y las empresas del Estado. De este modo se
establecería un amplio programa de reformas cuyo resultado debía ser un nuevo régimen de
relaciones entre el Estado y la sociedad. Al finalizar el “proceso de privatizaciones más
drástico de la historia” (Banco Mundial; 1997) los motivos ideológicos e históricos que
habían dado lugar a la crisis del Estado y al virulento y difuso discurso antiestatista habían
desaparecido. Sin embargo, una serie de nuevos problemas se plantearía, de tal manera que,
al igual que en el caso del desarrollismo, las transformaciones quedarían, en buena medida,
inconclusas.
2.- La nueva conformación del aparato estatal
Hacia 1989 hizo eclosión una organización estatal que se había ido montando durante
varias décadas anteriores. La crisis de la deuda, como condicionante externo y la hiperinflación
como manifestación interna fueron los referentes terminales de ese proceso. Por causa de ellos,
el Estado había perdido autonomía frente a los grupos sociales y también había decaído en su
capacidad de emprender y promover acciones de interés colectivo de forma mínimamente
eficiente.
En este contexto de emergencia se planteó la reforma estructural del Estado. Coincidió
temporalmente con la generalización de problemas similares en otros países, no sólo de región,
y con la disposición –y la presión, a veces nada sutil- de los organismos internacionales de
crédito para promover la satisfacción de los requisitos emergentes del Consenso de Washington.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
59
El proceso de reforma puede ser dividido en dos etapas: desde 1989 hasta 1996, con
apogeo en 1994, y desde 1996 en adelante.
Tal vez las características más salientes sean la velocidad y profundidad con las que se
dieron los cambios, así como la debilidad de algunos supuestos, la cual quedó en evidencia
cuando la modificación de ciertas condiciones externas e internas (v. gr., crisis del tequila) frenó
el ritmo de las transformaciones y puso en cuestión varios aspectos de la metodología empleada
para provocarlas.
El Congreso estableció el marco dentro del cual se iban a desarrollar las nuevas
políticas. Tres leyes fueron los instrumentos fundamentales para producir las grandes
transformaciones de la década: la Ley Nº 23.696 llamada de Emergencia Administrativa y
Reestructuración de Empresas Públicas, la Ley Nº 23.697, de Emergencia Económica y, más
tarde, la Ley de Convertibilidad (N° 23.928), aunque las dos primeras adquirirían una dinámica
diferente a partir de la sanción de la tercera; tanto que el programa de gobierno pasó a
denominarse “Plan de Convertibilidad” . Su contenido, sin embargo, trascendió la estrategia de
anclar el tipo de cambio transformando al Banco Central en una suerte de Caja de Conversión
(Eudeba/PNUD; 2000) y proyectó la acción del gobierno hacia cuestiones estructurales, como el
reordenamiento fiscal, la apertura económica, la desregulación y la política de privatizaciones.
La Ley de Emergencia Administrativa declaró en estado de emergencia por un año (con
habilitación al Ejecutivo para prolongar el plazo) la prestación de los servicios públicos, la
ejecución de los contratos a cargo del sector público y la situación económico-financiera de
todos los entes integrantes del sector público. Entre otras medidas, la ley autorizó al PEN a
intervenir todos los entes, empresas y sociedades del Estado nacional (con excepción de las
Universidades Nacionales), a la vez que se lo facultaba para disponer la racionalización del
personal superior de esos entes, para transformar la figura jurídica y crear nuevos entes por
fusión, extinción o transformación de aquéllos. Asimismo, estableció los procedimientos para
privatizar, total o parcialmente, liquidar empresas o sociedades estatales de cualquier naturaleza
previa declaración de “sujeta a privatización” para cada una, aprobada por el Congreso (incluso,
el Anexo de la ley presenta la primera lista de entes así declarados). El Poder Ejecutivo además
podía disponer la eliminación de privilegios y cláusulas monopólicas.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
60
Las modalidades de privatización abarcaban una amplia gama de posibilidades, como la
venta de activos, acciones, locación, compra, concesión, etc. Pero también se contemplaban
distintas preferencias para la adquisición de empresas y los programas de propiedad participada.
Por otra parte, se establecía que los procedimientos debían privilegiar los actos de libre
concurrencia y excepcionalmente la contratación directa, debiendo quedar a salvo los derechos
de los trabajadores. Además, se suspendía por dos años la ejecución de sentencias y laudos
arbitrales que condenaran al Estado Nacional y demás entes del sector público al pago de sumas
de dinero
La Ley de Emergencia Económica contenía un conjunto de disposiciones específicamente
económicas, algunas de las cuales se vinculaban con cuestiones de empleo en el sector público,
que más tarde serían reglamentadas. En el primer caso, se suspendieron los subsidios,
subvenciones y compromisos sobre recursos del Tesoro Nacional y la aplicación de las normas
de Compre Nacional; se derogó la necesidad de autorización previa de inversiones extranjeras,
garantizándose igualdad de trato con el capital nacional; se extendió la emergencia a los
regímenes de promoción industrial y minera; se tomaron medidas impositivas, otras que
intervienieron en el mercado de capitales y se facultó al Poder Ejecutivo a autorizar la
importación de bienes con el objeto de garantizar el abastecimiento o disminuir costos.
Entre las medidas salariales y de empleo, se prohibieron las contrataciones o
designaciones de personal que aumentaran los gastos, se autorizó al Poder Ejecutivo a reubicar
agentes, revisar los regímenes de empleo para evitar las distorsiones, y declarar la
prescindibilidad del personal superior. También suspendió los regímenes de “enganche”
salarial22.
La Ley de Convertibilidad, por su parte, sancionada en 1991 como consecuencia del
acceso de Cavallo al Ministerio de Economía estableció el marco en el cual el tipo de cambio
debería dejar de ser un problema acuciante, al menos por un tiempo -que luego se revelaría
demasiado largo-. La renuncia a una política cambiaria, que había estado centrada en la
posibilidad de la devaluación fácil, en buena medida significó restringir el margen de la
estrategia económica, pero, para los fines del programa significaba resolver en lo inmediato la
patología recurrente de una de las variantes más habituales de economía de especulación que
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
61
caracterizó a la Argentina desde mediados de la década de los setenta. La medida tuvo un efecto
simbólico inmediato, que poco tiempo después fue complementado con la separación entre la
autoridad económica y la autoridad monetaria mediante la reforma de la Carta Orgánica del
Banco Central operada por la Ley N° 24.144.
La importancia de estas normas, especialmente las dos primeras, quedaría patentizada en
los años venideros. En su conjunto, dibujaron lo esencial de la real reforma estructural encarada
por Menem y Cavallo durante esos años. Sin perjuicio de ésta, paralelamente continuaron las
medidas de ajuste, a veces complementarias de la marcha de las reformas estructurales, otras
veces exigidas por circunstancias coyunturales. En buena medida, el modus operandi fue similar
a los intentos anteriores, aunque perfeccionado por la experiencia e impulsado por la voluntad
de extender el ímpetu reformista. La modalidad de expedir decretos “ómnibus” de ajuste o
recorte, divididos en varias materias, coordinadas por un organismo ad hoc, con facultades de
control y autorizados a disponer excepciones, se mantuvo vigente. También el comportamiento
según el cual las excepciones fueron paulatinamente ganando espacio en la normativa posterior
hasta desnaturalizar la medida.
El Decreto Nº 435/90 (Domeniconi; 1992) dispuso un estricto control de las compras y
contrataciones del Estado, la eliminación de las Secretarías ministeriales y una severa reducción
del número de Subsecretarías, el congelamiento de las vacantes de la administración, la
jubilación anticipada y un sistema de retiro voluntario. En julio de 1988 el organigrama general
de la administración pública nacional sumaba 43 secretarías y 95 subsecretarías (ministeriales y
de presidencia), sin contar los organismos descentralizados vinculados con cada ministerio o
secretaría presidencial y las empresas y sociedades del Estado, estuvieran éstas agrupadas o no
en el Directorio de Empresas Públicas. El recorte producido por el decreto 435/90 redujo la
dotación de subsecretarías a 32 para el campo ministerial, ya sin la intermediación de las
secretarías, y a un promedio dos por cada secretaría presidencial. La racionalidad meramente
fiscal del recorte se mantendría poco tiempo, en parte por la tendencia expansiva de la
administración, pero, sobre todo, por la carencia de un criterio fundado en las reales necesidades
organizacionales de las políticas proyectadas y de las funciones del Estado efectivamente
cumplidas. Poco después de un año, en el cual, aumentó levemente el número de subsecretarías,
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
62
reaparecieron las secretarías ministeriales, aunque sometidas reiteradamente filtros y controles
realizados luego por el CECRA (Comité Ejecutivo y de Contralor de la Reforma
Administrativa). Sin embargo, aún luego de la aplicación de un nuevo recorte drástico durante
la segunda reforma del Estado, Menem prácticamente cerraría su período con 51 secretarías
ministeriales, de la Presidencia y de la Jefatura de Gabinete de Ministros y 109 subsecretarías23
en esos ámbitos, sin contar los organismos descentralizados, entes reguladores y de otra
naturaleza, entre los cuales ya no se registraban empresas y sociedades del Estado en número
significativo.
Por su parte, el Decreto Nº 1757/90 fue aún más abarcativo: dispuso una severa
modificación estructural, impuso una banda horaria única y, entre otras disposiciones, creó el
CECRA. Este comité estaba compuesto por la Secretaría General de la Presidencia, la Secretaría
de la Función Pública, la Secretaría Legal y Técnica, y el Ministerio de Economía y Obras y
Servicios Públicos y su función consistía en supervisar las modificaciones y monitorear las
excepciones.
Finalmente, el Decreto Nº 2476/90 completó el arsenal de instrumentos para operar sobre
la administración pública. Además de reforzar las disposiciones relativas a la disminución del
personal con los ya comentados sistemas de retiro y otros hasta alcanzar una meta del 33%, la
norma buscó producir una reducción drástica y proyectada del gasto mediante la racionalización
de estructuras, el mejoramiento de la asignación de recursos y el estrechamiento de la brecha
respecto de los gastos a través de la mejora en la recaudación. A estas medidas se sumó la
supresión de las plantas de personal transitorio.
Por otra parte, se estableció una relación entre las unidades sustantivas y las de apoyo que
tendió a limitar la creación de unidades orgánicas en las estructuras de los organismos de la
administración central. Fue clave para ello el establecimiento del concepto de responsabilidad
primaria, atribuido a una única unidad funcional. Este criterio, instrumentado por el Decreto Nº
1482/91 -luego reemplazado por el Decreto Nº 1545/94- que dictaba medidas para
reconfeccionar las estructuras ministeriales, fue asumido y complementado con el Decreto Nº
1883/91 que reformó el reglamento de procedimientos administrativos. La importancia de esta
norma debe ser medida en términos de costo burocrático (por cierto muy difícil de establecer)
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
63
ya que promovió la concentración de la resolución y remisión rápida de los expedientes, con
pocas posibilidades de producción de demoras de carácter puramente administrativo. Por un
lado, a través del concepto de responsabilidad primaria, los trámites fueron derivados
directamente a cada unidad funcional, luego se prohibieron los pases y se impusieron los plazos,
cuya custodia quedó a cargo de las Secretarías Generales, organismos sin facultades
substantivas, pero responsables de la coordinación de la firma de los ministros y de la gestión de
la documentación y de los expedientes dentro de cada cartera ministerial.
Desde 1991 hasta 1996 se produjo el despegue de un vasto programa de reformas, de tal
manera que sólo puede hablarse propiamente en este período de reforma del Estado e incluir en
ella una profunda transformación de la administración pública. En efecto, las acciones
genéricamente comprendidas bajo aquella denominación abarcaron un complejo formado por la
privatización de empresas públicas, la regulación de los mercados monopólicos de servicios
públicos, la reforma del sistema de administración financiera y de los sistemas de control, la
transferencia de servicios públicos sociales a las provincias, y la desregulación.
A los efectos prácticos, conviene dividir dicho programa en dos grandes grupos de
políticas: la privatización de servicios y la desregulación de actividades.
En el primer caso, entre 1989 y 1994 pasaron a ser gestionadas por la actividad privada las
telecomunicaciones, los servicios sanitarios de la Capital Federal y trece partidos de la
Provincia de Buenos Aires, el transporte y la distribución del gas, seis centrales de energía
eléctrica, tres distribuidoras y siete centrales térmicas, una transportadora y cuatro centrales
hidroeléctricas y la aerolínea estatal y las empresas vinculadas. Además, se concesionaron ocho
líneas férreas, de pasajeros y de carga, y los subterráneos de Buenos Aires, así como diez mil
kilómetros de caminos y los tres accesos a la Ciudad de Buenos Aires, los canales de televisión
abierta y la mayoría de las estaciones de radio, seis elevadores terminales y dos unidades
portuarias. Por otra parte, se vendió el 45,3 % del paquete accionario de la petrolera estatal –en
una primera etapa, y el resto, más tarde-, varias refinerías, empresas vinculadas y casi toda la
flota petrolera, se concedió la explotación de las áreas petroleras centrales y marginales y se
enajenaron empresas del sector químico y petroquímico, y también empresas siderúrgicas, del
sector militar, la Caja Nacional de Ahorro y Seguros, Yacimientos Carboníferos Fiscales, etc.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
64
Por su parte, la desregulación de actividades abarcó el mercado interior de bienes y
servicios, el comercio internacional, los entes públicos reguladores y la organización estatal, el
mercado de capitales, el sistema de seguridad social y el régimen laboral. A esto debe sumarse
la transformación del sistema previsional.
La regulación de actividades se había desarrollado durante décadas al amparo de
distintas políticas económicas, no pocas veces de signo contrario, y formaba un complejo
agregado de privilegios, estímulos y restricciones cuya incidencia en la mayoría de los
mercados resultaba fuertemente distorsiva. La desregulación proyectada tenía como objetivo
introducir transparencia en los mercados y reservar para el Estado la función de control,
evitando que su intervención directa tuviera efectos redistributivos. No debe dejar de
diferenciarse, sin embargo, la desregulación propiamente dicha –es decir, en el extremo, la
eliminación de las limitaciones introducidas por la normativa en el marco jurídico que rige
una determinada actividad- del cambio de sentido u orientación de la regulación jurídica. En
efecto, cuando se establece el marco regulatorio de algún servicio o prestación, el sentido de
la intervención estatal puede estar dirigido a fomentar o desarrollar un determinado mercado
mediante el establecimiento de las condiciones de la oferta o demanda o incluso la fijación
de los precios; o bien a impedir distorsiones en aquellos mercados afectados por una suerte
de monopolio natural o de estructura oligopólica; incluso, a través de la regulación estatal se
pueden imponer condiciones de protección para ciertos sectores sociales (Mata; 1996). En
líneas generales, puede haber una regulación favorable al mercado y otra desfavorable. Pero
difícilmente pueda existir un mercado totalmente desregulado, dado que las condiciones de la
competencia perfecta son universalmente reputadas como ideales y, en sentido estricto,
estarían suponiendo la virtual existencia de derechos absolutos, exentos de toda
reglamentación. En el caso de las privatizaciones, en general, puede afirmarse que hubo un
cambio copernicano, según el modelo de la regulación externa, a través del cual la facultad
regulatoria y la prestación de servicios fueron asignadas a organizaciones diferentes y
separadas (entes reguladores y concesionarios o prestatarios).
Las nuevas relaciones a que dio lugar la supresión y transformación de empresas y
sociedades estatales, o el desarrollo de las nuevas políticas, generaron la aparición de otros
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
65
tipos de organismos, llamados “entes reguladores de servicios públicos” (la Comisión
Nacional de Regulación del Transporte –CNRT-; la Comisión Nacional de Comunicaciones
–CNC-; el Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios –ETOSS-; el Ente Nacional
Regulador del Gas –ENARGAS-; el Ente Nacional de Regulación de la Electricidad –ENRE-
el Ente Nacional de Obras Hídricas y Saneamiento –ENHOSA- y el Organismo Regulador
del Sistema Nacional de Aeropuertos –ORSNA-). Con su organización, las funciones de la
administración central se concentraron en la planificación y conducción de las políticas
públicas, y el contralor y la coordinación de servicios fueron atribuidos a los nuevos entes.
Los entes reguladores se organizaron, aunque en forma variable, con carácter
autónomo y autarquía financiera, a la que sumaron las facultades para percibir recursos de
los usuarios, originados en las tareas de fiscalización. En forma similar a los organismos de
regulación económica eliminados al principio de la década, la conducción fue confiada a un
directorio; no así la modalidad de contratación del personal que se rigió genéricamente por
sistemas similares a los vigentes para el sector privado. Además de las funciones de
regulación y control de los servicios y de seguimiento de los contratos, los entes quedaron
facultados para arbitrar entre los particulares y los prestatarios. Sin perjuicio de ello, se han
mantenido los caracteres esenciales de los servicios públicos. Ha cambiado sólo la estrategia
estatal en relación con las prestaciones, lo cual no debería traducirse necesariamente en un
debilitamiento de la capacidad regulatoria y fiscalizadora del Estado, sino sólo en la
aparición de una modalidad diferente para desenvolverla. El nuevo status de la regulación
quedó de manifiesto en el artículo 42 –e indirectamente en el 41- de la Constitución Nacional
introducidos por la Convención de 1994. Allí se trazaron los lineamientos generales que la
legislación debe seguir respecto de los marcos regulatorios, cuáles son los derechos que
deben ser resguardados y, además, se enfatizó en el carácter participativo que debe
promoverse en la gestión de los servicios públicos.
Sin embargo, se suscitaron algunas controversias durante la gestión de los entes
reguladores, debido a la morosidad con la cual asumieron su papel y a la falta de
profesionalidad en la conformación de los directorios y niveles gerenciales. Por otra parte, el
incumplimiento creciente por parte del Estado de algunas de las cláusulas de los contratos,
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
66
así como las condiciones en las cuales se pactaron las primeras concesiones, más las
incertidumbres introducidas durante la segunda mitad de la década, restaron legitimidad a
estos entes y tendieron un razonable manto de duda respecto de la autonomía del Estado
frente a los prestadores y, sobre todo, acerca de la real capacidad –y voluntad- para
controlarlos.
Desde el punto de vista de la organización administrativa, resalta el distinto
desempeño aún cuando los entes poseen una configuración estructural similar. Este
fenómeno proviene de varias fuentes: las tradiciones organizacionales previas en el sector
que regulan, el origen jurídico de cada ente –creado por ley o por decreto-, y el número de
prestatarios que deben ser regulados por aquel. Además, por su naturaleza deben responder a
varias exigencias convergentes: en efecto, a la dependencia natural del poder político y sus
operadores formales (e informales) los entes deben sumarle la relación con los grupos de
presión y de interés (en este último caso, aunque de formación reciente registran un constante
crecimiento en la consideración pública), a las empresas prestatarias y su competencia y a los
usuarios y consumidores indiferenciados. Son habituales en los estudios las referencias al
“contexto” como condicionante de la actuación de estos organismos y a la “captura” 24 como
una amenaza distorsiva latente para su desenvolvimiento (Urbiztondo; Artana; Navajas;
1997). Según esto, el diseño de los entes los ha predispuesto y dotado de recursos
organizacionales diferentes para afrontar las dificultades del entorno, cuestión que queda
evidenciada en la intervención concreta de aquellos en la regulación de los servicios. Se ha
notado un desempeño más adecuado en aquellos entes originados y regulados por leyes y
cuyo sector está compuesto por varios prestatarios (ENRE; ENARGAS) que en aquellos
cuya creación obedece a decretos y que deben controlar una o muy pocas empresas (CNC;
ORSNA). Si bien la creación por decreto no mengua la legitimidad formal de los organismos
así creados, pone de manifiesto la dependencia de éstos respecto de una voluntad jurídica no
sólo más fácilmente modificable en teoría (Thury Cornejo; 1995). También en la práctica
estos entes han visto disminuida su capacidad de regular sobre el interés público, tal como lo
han evidenciado los cambios frecuentes en los marcos regulatorios, así como el trámite de las
excepciones –el caso de las multas en la CNRT, organismo que regula un sector
caracterizado por grupos de presión muy definidos y activos- y la poca profesionalidad
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
67
registrada en la conformación de los directorios. Incluso, en una gestión posterior al período
bajo análisis se intentó eliminar dichos órganos de conducción y reenplazarlos por
conducciones unipersonales. Las iniciativas tendientes a garantizar la participación de los
usuarios comenzaron hacia fines del período menemista (Carta Compromiso con el
Ciudadano; audiencias públicas; etc.) aunque todavía no han logrado convertirse en un
sistema estable de relaciones (López; Felder; 1999).
Fuera del caso de las privatizaciones, para aquellas actividades que no se
identificaban con una empresa o sociedad del Estado, el instrumento central de la
desregulación fue el Decreto Nº 2284/91 (Rojo; 1992). En la mayor parte de los casos se
trataba de procedimientos y estructuras regulación cuya finalidad inicial había quedado
superada, pero subsistían como mecanismos al servicio de privilegios cuyo efecto
multiplicaba las trabas. Tan sorprendente como el abanico de actividades comprendidas fue
el tratamiento de shock que se impuso para atacarlas. En efecto, el citado Decreto, elaborado
y redactado en un inusual secreto, fue publicado de un día para otro en el Boletín Oficial y
comenzó a regir de inmediato para la mayoría de las actividades. Las áreas comprendidas
fueron el mercado interior de bienes y servicios, el comercio internacional y la reforma
fiscal. La aplicación de la política desregulatoria abarcó el área de transporte automotor y las
actividades de acopio, carga y descarga, los mercados concentradores mayoristas de distintos
productos, los mercados de servicios profesionales, de productos farmacéuticos y las
actividades portuarias y comerciales. Del mismo modo se eliminaron restricciones para las
importaciones y las exportaciones, y se tomaron medidas para asegurar la fluidez de las
operaciones de comercio exterior y disminuir los costos operativos del intercambio externo.
La norma dispuso la eliminación de las antiguas juntas reguladoras y entidades similares y
toda la normativa sobre la que se fundaba su actividad, confiriendo a la administración
central o descentralizada, según el caso, el ejercicio del poder de policía y control de calidad.
La reforma fiscal terminó con casi todos los regímenes de promoción industrial de carácter
sectorial, además de eliminar los impuestos de afectación específica vinculados a los
mecanismos regulatorios suprimidos, así como otros ligados al comercio exterior.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
68
Otro cambio importante consistió en la implantación de un nuevo régimen de
administración financiera, y, fundamentalmente, la reorganización de los organismos de
control. Suprimido el Tribunal de Cuentas, la Auditoría General de la Nación quedó a cargo
del control externo, mientras que el interno se ejercería a través de la Sindicatura General de
la Nación y el sistema de las Unidades de Auditoría Interna. La Auditoría recibiría en 1994
carácter constitucional al ser incorporada por la Convención Constituyente al texto de la ley
fundamental.
La Ley Nº 24.156 de Administración Financiera y de los Sistemas de Control del
Sector Público Nacional comprende los sistemas de presupuesto, de crédito público, de
tesorería, de contabilidad, de contrataciones y de administración de bienes. Para los cuatro
primeros se establece un organismo con responsabilidad directa en la coordinación (la
Oficina Nacional de Presupuesto, la Oficina Nacional de Crédito Público, la Tesorería
General de la Nación y la Contaduría General de la Nación), siendo el principio básico la
centralización normativa y la descentralización operativa. Los otros dos sistemas se rigen por
normativas especiales.
Finalmente, también la Reforma Constitucional de 1994 introdujo cambios en la
distribución institucional de la administración pública. En efecto, la introducción de la figura
del Jefe de Gabinete de Ministros dividió la dependencia de la administración, dado que
mientras el Presidente conserva la “responsabilidad política”, -lo cual, en la práctica, no se ha
traducido en un cambio substancial en relación, por ejemplo, con las designaciones del
personal, el dictado de normas generales de administración o la resolución de recursos-, el
nuevo funcionario “ejerce” la administración general del país. De hecho, la normativa
complementaria (Decreto Nº 909/95 y sus modificatorios y Decreto N° 977/95) le ha
asignado funciones relativas a la coordinación del gabinete presidencial, reasignaciones
presupuestarias, responsabilidad en la gestión de reformas, etc. pero que no llegaron todavía
a conformar una instancia destinada a conmover o disminuir la jefatura de la administración
tradicionalmente ejercida por el Presidente25.
También la constitución reformada jerarquizó organismos de control -la Auditoría
General de la Nación y el Defensor del Pueblo- pretendiendo reforzar la seguridad jurídica
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
69
en la relación de los ciudadanos con la administración. Quitó, asimismo, la limitación del
número de ministerios dejando librada su distribución a la ley. No obstante durante el
segundo período menemista no fue posible contar con la aprobación legislativa para
aumentar la cantidad de carteras. Sin perjuicio de ello, la tendencia a acumular organismos
de distinto tamaño, naturaleza y funciones en la Presidencia de la Nación llegó a su máxima
expresión, tal como puede apreciarse en el Cuadro III. El número de Secretarías de la
Presidencia alcanzó su máximo histórico y durante la década “entraron” y “salieron ” de la
dependencia presidencial varios organismos, v. gr., el ENATUR (Ente Nacional de Turismo)
entre otros y se duplicaron funciones formales en forma poco coincidente con las
pretensiones de racionalización administrativa que caracterizaron los primeros años de la
gestión. En efecto, aunque el Decreto N° 435/90 había eliminado las Secretarías ministeriales
y limitado el número de Subsecretarías, tanto en ese ámbito como en el presidencial, el
recorte duró poco más de un año y hacia el fin del periodo la cantidad total de secretarías y
subsecretarías, dejando de lado otro tipo de figuras organizativas, era superior a 1989. Por su
parte, la Jefatura de Gabinete de Ministros, que absorbió algunas unidades antes afincadas en
la Presidencia, también desarrolló una estructura orgánico funcional propia, aunque
inicialmente vinculada con las funciones que la Constitución y el escueto Decreto N° 977/95
le confirieran.
Por su naturaleza, estas modificaciones constitucionales no representaron una
profunda reforma de la administración ni de las funciones del Estado, ni un cambio
significativo en el aparato del Estado, al menos en el sentido en el cual estas expresiones han
sido consideradas hasta el presente. Algunos estiman que la reforma de 1994 ha reforzado las
estructuras de governance, permitiéndole al Poder Ejecutivo desenvolver todas las
posibilidades fiscales y organizativas que la implantación y sostenimiento de las
transformaciones exigen (Eudeba/PNUD; 2000). Las motivaciones y las condiciones en las
cuales se produjo la reforma constitucional se analizan en otra sección del este proyecto26.
Sin perjuicio de ello, la nueva disposición no parece haber brindado herramientas
reforzadoras de la gobernancia distintas ni más eficaces que las proporcionadas por el
desarrollo constitucional y legal previo. Desde otras perspectivas, antes y después de la
reforma constitucional, se criticó el decisionismo27 como una de las patologías comunes a
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
70
ciertas democracias latinoamericanas –particularmente aplicable al período menemista en la
Argentina- en las cuales la implantación de las reformas estructurales aparece excesivamente
ligada a la concentración del poder en el Ejecutivo. O’Donnell, incluso, ha elaborado la
categoría de democracia delegativa para referirse a ese fenómeno (O’Donnell; 1997). En esa
clase de democracias, el Presidente tiene todo el poder para hacer lo necesario, arrastrando a
los otros detentadores del poder en la estela de una gestión caracterizada por la
excepcionalidad y la urgencia.
La preocupación inicial había partido en el retorno a la democracia de la distancia
entre el Estado y la sociedad civil. Más tarde, con el desarrollo de la experiencia democrática la
superación de la ineficiencia global del Estado se convirtió en la motivación más dinámica de la
Reforma. La centralidad del ataque al déficit fiscal y los sucesivos fracasos que condujeron a la
crisis de 1989 prepararon el terreno para la concreción del proceso de privatizaciones y la
paralela desregulación de actividades y mercados. La consecuencia, admitida en general
también por los críticos, fue un cambio en las relaciones entre el Estado y la sociedad.
Como dice Motta, “... la infraestructura de la administración pública es determinada por
el tipo de relaciones entre el Estado y la sociedad. Cuanto más fuertes son los lazos, más se
amplían los derechos de la ciudadanía y más el Estado se torna un espejo de la sociedad.
Cuando los lazos son tenues, el Estado se torna más un instrumento de poder al servicio de
grupos privilegiados que consiguen, por diversos mecanismos, dominar parte de la máquina
administrativa. En estos casos, las acciones de las instituciones gubernamentales tienden a
responder menos a los intereses de la sociedad y más a los de los grupos preferenciales” (Motta;
1991).
Esta idea concentra el fundamento de las críticas favorables (fortalecimiento de lazos) y
desfavorables (existencia de grupos preferenciales) que se han vertido sobre la Reforma del
Estado redondeada hacia fines del período bajo análisis. Sin embargo, reviste particular
importancia el hecho según el cual los efectos de la reforma han generado cambios también en
la sociedad, cualquiera sea la valoración del punto de partida ideológico con el que se hayan
iniciado las transformaciones.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
71
“Esta reforma del sector público enmarcada en el paradigma neoliberal del Estado
‘mínimo’, que apuntaba disminuir el tamaño del estado, a recuperar los roles clásicos (justicia,
seguridad, educación, administración) y a declinar los de desarrollista, empleador y
distribuidor, se fue haciendo junto con una profunda transformación de la sociedad en términos
de su estructura: terciarización, diferenciación, complejización y fragmentación. Así como se
redefine el papel de Estado, también comienza a desarrollarse un tercer sector -ni público ni
privado-, como un espacio social autónomo entre el Estado y el mercado volcado hacia la
realización de actividades sociales voluntarias. La reforma de la sociedad es producto de esta
reformulación del estado, porque al mismo tiempo que el sector público se achica tiene una
enorme gravitación en la modificación de todos los aspectos de la vida cotidiana, como si se
produjera una nueva ‘revolución desde arriba’ típica de los procesos de modernización
latinoamericanos.
En este proceso no sólo comenzó a cambiar el aparato público, sus agencias,
instituciones, administración y políticas, sino también su articulación con actores y valores
culturales dominantes en la sociedad. Pero las características sobresalientes de esta
transformación fueron tanto la velocidad con que se establecieron los cambios como la
profundidad de su alcance” (García Delgado; 1997).
Es decir, no sólo ha cambiado el modo de comportamiento del Estado frente a la
sociedad, cualesquiera hayan sido los motivos, sino también ha generado cambios la respuesta
de la sociedad frente a la primera mutación. Existe, asimismo, una exigencia distinta respecto de
la dirigencia política, formalizada en el crecimiento en la consideración pública de la temática
de la corrupción, que involucra no sólo a funcionarios públicos, sino también mecanismos de
política corporativa y grupos económicos referentes (García Delgado; 1994).
Oszlak enfatiza en el cambio de reglas del juego producido por la difuminación de los
límites entre el Estado y la sociedad civil como un proceso en el cual cada uno de los extremos
ha operado sobre sí mismo pero también simultáneamente sobre el otro, de modo que todavía no
se puede hablar de un contorno definido (“fronteras porosas y móviles”) (Oszlak; 1992).
Particularmente, el autor se refiere a la distribución del excedente económico como uno de los
puntos controvertidos. Otros autores, como Cavarozzi, aludiendo en términos generales a la ola
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
72
de transformaciones similares en el subcontinente, definen el proceso como el pasaje de la
cultura Estado-céntrica a la cultura mercado-céntrica (Cavarozzi; 1994). Algunos críticos lo
interpretan en el sentido de una pérdida por parte del Estado (Campione; 1994); otros
consideran que la situación disolutiva se produjo antes y que el proceso de respuesta en realidad
se trató de una reconstrucción sobre otras bases (Llach, 1990). Para Oszlak, menos Estado no ha
sido igual a mejor Estado; la etapa abierta luego de la célebre "cirugía mayor" en la que
consistió la Reforma todavía adeuda una redefinición que debe operarse en el terreno de la
sociedad (Oszlak; 1997).
Bresser Pereira, por su parte, ha planteado el problema desde una óptica superadora del
paradigma del Estado mínimo. Si bien reconoce en esta orientación el impulso inicial de las
reformas que caracterizaron la década, la inviabilidad de esa propuesta permitió percibir la
necesidad de proceder a una "reconstrucción" del Estado, obviamente sobre bases también
distintas del clásico intervencionismo de las décadas anteriores. Los problemas comprendidos
en la reforma del Estado y las alternativas de solución son los que definen el nuevo perfil de las
relaciones con la sociedad civil. Existe un problema de tamaño del Estado, cuya delimitación
plantea las cuestiones de la privatización, la "publificación"28 y la terciarización de actividades.
La redefinición del papel regulador del Estado, en cambio, se relaciona con la intensidad de la
intervención del Estado en los mercados, cuestión estrechamente vinculada a la governance,
término mediante el cual se plantea la situación en la cual un Estado posee las posibilidades
fiscales y organizativas de ejecutar efectivamente las decisiones que toma. La "gobernancia"
trae aparejada la superación de la crisis fiscal y de la forma burocrática de administrar.
Finalmente, la gobernabilidad, remite en cierta medida a la debatida función estatal de arbitraje
entre sectores, lo cual plantea el interrogante sobre la legitimidad (de ejercicio) del gobierno
ante la sociedad y la adecuación del dispositivo institucional para intermediar intereses (Bresser
Pereira; 1998).
En el conjunto de América Latina, la mayoría de las visiones coincidía con el
diagnóstico del fracaso del Estado. Dror le agregó a esta perspectiva una consideración sobre la
relatividad de los esfuerzos para reformarlo dentro de los paradigmas básicos del pasado. Para
él la reforma debería haberse orientado no tanto hacia la eficiencia, la efectividad, la producción
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
73
de servicios y la reducción de los gastos –en otras palabras, la secuencia rutinaria de propuestas
reformistas- sino hacia las capacidades para participar en las transformaciones sociales (Dror;
1997). Esta perspectiva, si bien estuvo presente, no fue tenida en cuenta cuando se comenzó a
hablar de la “segunda generación de las reforma s”. Esta expresión reunió alternativas de distinto
alcance, desde la mera continuidad de las transformaciones –mitad cambio estructural, mitad
ajuste fiscal- de los años anteriores, hasta sofisticadas modalidades de adaptación a la sociedad
del conocimiento.
De manera análoga a la primera serie de reformas encarada al comienzo de la década, en
1996 desde el sector oficial argentino se propició la Segunda Reforma del Estado, destinada a
corregir ciertos desvíos (por ejemplo en términos de crecimiento de la administración central) y
a completar el proceso en las provincias. El denominador común fue la convicción según la cual
el ímpetu reformador había dejado algunas iniciativas inconclusas que entonces se proponía
concretar, así como era necesario reforzar otras cuya realización sólo se había esbozado
tímidamente, como la reducción efectiva del personal en la administración federal. Por último,
era preciso dotar al programa de reformas de la continuidad que se había debilitado en algunas
áreas.
Sin embargo, la Segunda Reforma del Estado, establecida por el decreto 660/96 y
reconocida luego por la Ley N° 24.629, dispuso el catálogo clásico de cambios pendientes
mezclado con ciertos reclamos originados en la entonces incipiente crisis de confianza respecto
de la profundidad y benignidad de las reformas anunciadas desde el comienzo de la década. En
buena parte, las medidas más importantes reeditaban el molde de los ajustes previos a la trilogía
privatización-desregulación-descentralización: se exigía una reducción porcentual de las
unidades funcionales sin especificar un criterio cualitativo; se establecía un procedimiento para
reducir la planta de personal permanente con un fondo de desempleo creado para solventar las
indemnizaciones, el cual, en la práctica, se resolvió en una suerte de canibalismo
intraorganizacional; se autorizaba la realización de contratos por objetivos, que no llegaron a
instrumentarse; así como otras disposiciones relativas a la capacitación permanente ya
severamente afectada por la reducción presupuestaria. Por su parte, los requisitos relativos a la
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
74
mayor transparencia, en sí mismos, no consistían en una reforma sino en el cumplimiento de las
prescripciones legales anteriores.
En este sentido, se ha confundido la Segunda Reforma del Estado con la ola de
reformas de segunda generación. Como es sabido, con las de primera generación se alude a las
transformaciones “duras” que se proyectaron sobre el tamaño del Estado y afectaron su relación
con la sociedad -y que, cronológicamente, coincidieron en nuestro país con la primera parte del
programa de Menem y Cavallo-. Se las denomina también reformas “hacia fuera” (Oszlak;
1999). Las de segunda generación, más anunciadas que vigentes, consisten en transformaciones
“hacia dentro” del Estado, tendien tes a obtener una mayor eficiencia de éste como organización
en la prestación de sus funciones básicas.
Dentro del contexto más general, sin diferenciar entre una generación y otra, pero en
el capítulo específico de la modernización administrativa, merecen una consideración particular
los cambios operados en la política para el personal superior de la administración pública
nacional. El objetivo de transformar al Estado de prestador en regulador se debía corresponder
con un cambio en el perfil del administrador público, buscando, declaradamente, la introducción
de un rol gerencial más activo. De acuerdo con esta idea, el desarrollo del servicio civil debía
transitar de la tradición desarrollada hasta ese momento hacia un perfil más afín con las
exigencias de coordinación y gestión que emergían de la nueva disposición estructural del
Estado y de la diferente trama de relaciones estratégicas con la sociedad. Al ser variadas las
inspiraciones de la reforma, también lo fueron las motivaciones de las políticas orientadas al
servicio civil, en especial, en relación con el perfil de funcionario pretendido. En esta cuestión,
resultó de la mayor importancia la imagen proyectada de la relación entre los políticos y los
administradores.
Aunque las modificaciones operadas sobre la relación entre políticos y
administradores incidieron sobre los vínculos con los administrados, resulta más útil para
desarrollar este punto del análisis referirse a la relación entre funcionarios políticos y
funcionarios de carrera. Los requisitos de los políticos y los administradores no son los mismos
si se sigue un modelo “ortodoxo”, otro más bien “liberal” o un tercero “empresarial” (Cuadro
IV). Si bien cada uno de estos responde a una construcción realizada dando por supuestas
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
75
ciertas relaciones del contexto –cabe tener en cuenta que ninguno se encuentra plenamente
vigente-, los comportamientos de los actores en cada modelo se analizan a partir de ciertas
tendencias predominantes observadas.
Sobre el modelo ortodoxo se han hecho referencias marginales párrafos arriba. Dado
el énfasis en la promoción de una visión aséptica de la administración y emparentado más tarde
con el concepto de eficiencia, la preocupación central de este modelo pasa por el mejoramiento
de los medios para promover el crecimiento de la productividad del administrador público. A
pesar de la evolución que ha observado en los países en los que es predominante, su dinámica
limita la interferencia política sobre la administración y privilegia los puestos de carrera
ocupados con funcionarios reclutados especialmente y dotados de variedad de medios de
ejecución y presupuesto autónomo, dejando librado el control a órganos de integración
especialmente política.
Este modelo requiere instituciones fuertes y una reglamentación detallada de las
relaciones con las organizaciones sociales, así como un desarrollo muy minucioso de los
métodos de control de parte de los órganos legislativos y sus dependencias de supervisión. En
esta versión, la separación entre política y administración es clara, aunque resulta menos
conflictiva en aquellos países en los cuales existe gran continuidad institucional, como por
ejemplo, los Estados Unidos.
“El modelo ortodoxo se centra en la racionalidad de la administración burocrática legal,
representando el aislamiento de las premisas de la acción administrativa en el sistema político”
(Falcao Martins; 1987).
Esto quiere decir que las demandas de gobernabilidad son recibidas exclusivamente
por el sistema político, resueltas en el ápice estratégico y formalizadas por la Administración
antes de ser ejecutadas como políticas públicas por las distintas “agencias” gubernamentales que
confluyen en cada curso de acción. Este orden de relaciones fue cediendo poco a poco conforme
la evolución estatal se acercó a la tipología del welfare state o del Estado de Desarrollo y la
multiplicación de las demandas trató de ser abarcada mediante la expansión de formas de
planificación más complejas. El peso de las organizaciones del lado de la sociedad forzó la
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
76
selección de alternativas por parte del sistema y, con ello, generó espacios de actuación
crecientes para los burócratas, reclutados típicamente por el sistema de carrera y ubicados en las
inmediaciones del centro de decisión política. En este sentido, la planificación de las políticas
públicas debe mucho todavía al anterior modelo planificador vigente hasta la década del
ochenta y cuya característica principal era el énfasis en la racionalidad instrumental.
Para el modelo liberal, en cambio, el concepto de mercado juega un papel mucho
más importante, particularmente en contraposición con la actividad estatal. Parte de una crítica
demoledora del sobredimensionamiento estatal, basada en lo que Oyhanarte denomina el
enfoque del “poder mínimo” (Oyhanarte; 1969), y particip a congénitamente del concepto
peyorativo de la burocracia como sometido invariablemente a la lógica del desarrollo
organizacional y el desplazamiento de objetivos (Brown; Erie; 1984). La generación de
demandas impacta simultáneamente sobre el sistema político y las agencias gubernamentales,
para generar la respuesta constituida por las políticas públicas. Este circuito exige funcionarios
menos sometidos a los criterios endógenos y más comprometidos con el programa del gobierno;
por lo tanto, su sistema de lealtades queda estrechamente vinculado con los decisores políticos,
aunque simultáneamente sus funciones resultan esterilizadas de contenidos políticos, más bien
asemejadas a requisitos tecnocráticos.
El centro de la preocupación del modelo liberal es el tamiz de la relación costo-
beneficio. Este cálculo reveló su utilidad en muchos aspectos de la gestión pública y aportó una
serie de técnicas de uso ahora habitual en la administración, pero, recíprocamente quedaron
fuera de su consideración aspectos de la actividad estatal de interés para los políticos.
En este enfoque, la relación entre política y administración resulta sumamente
desproporcionada, toda vez que despoja a ésta última prácticamente de toda legitimidad. Para el
modelo liberal, la administración cumple funciones “técnicas” y no es un factor redistributivo ni
interpretativo de la política, la cual, por cierto también queda reducida a una función tuitiva del
mercado.
Finalmente, con la denominación de “modelo empresarial” se agrupan varias
experiencias contemporáneas basadas en criterios similares de gestión que reconocen un origen
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
77
común en la administración de organizaciones. En esta disciplina, el criterio de eficiencia es
importante, pero también el concepto según el cual la subsistencia de la organización depende
de la capacidad de crear su propio mercado, maximizando los recursos, mejorando la calidad y
reduciendo los costos.
Los autores Osborne y Gaebler, puestos frente a la superación de la versión
ortodoxa del Estado, a los requisitos originados en la globalización y a los supuestos
conceptuales del fin de siglo, sugieren un nuevo modelo de gobierno basado en la producción de
bienes y servicios públicos regidos por un criterio de calidad total, orientado hacia los clientes
(usuarios, ciudadanos, no “administrados”) de acuerdo con los 10 principios que hicieron
famosa la expresión “reinvención del gobierno”(Osborne y Gaebler; 1994) 29. En muchos
aspectos, parte de la metodología propuesta coincide con los presupuestos del modelo liberal
(en nuestro caso, desregular, privatizar, desburocratizar, tercerizar, etc.). Sin embargo, la
apuesta apunta a promover un Estado provisto de un haz de modalidades de actuación
(“catalizador”, “orientado al cliente”, “previsor” etc.) que lo diferencian de la mera
consagración del poder mínimo.
En este caso, la gestión de las demandas sociales es recibida simultáneamente por el
sistema político, las agencias gubernamentales y las organizaciones no gubernamentales y
satisfecha por políticas públicas que las comprenden y organizan de distinta forma, de acuerdo
con criterios empresariales de servicio a la “clientela”. En consecuencia, este modelo valora
más la administración, como identificadora, proveedora y organizadora de las demandas, que se
imponen prácticamente sobre el ápice estratégico. La eficiencia aquí se da también disociada de
lo político, aunque se reserva cierta capacidad de elegir30 en beneficio de los administradores,
siempre y cuando tengan “sentido empresarial”, de acuerdo con los parámetros ya apuntados.
Como bien dice Falcao Martins:
“En el modelo empresarial, las instancias políticas de deliberación valorativa se encuentran
sometidas a la racionalidad predominante de los sistemas administrativos, pero cuya
administración se inspira fundamentalmente en las necesidades de la clientela, donde se centra”
(Falcao Martins; 1987)
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
78
Cuadro IV: Modelos de gestión burocrática
Modelo Ortodoxo Liberal Empresarial
Impacto de las demandas
Sobre el sistema político institucional que lo transfiere a la
administración
Sobre el sistema político y la
administración en forma simultánea
Sobre el sistema político, la
administración y las ONGs
Requerimientos institucionales
Instituciones fuertes, tanto del lado del
aparato estatal como en la sociedad
Aparato estatal débil en lo organizacional y
sistemas de reglas estables para los
mercados
Aparato estatal flexible para combinar
iniciativas con las ONGs en orden a la provisión de bienes
públicos
Principal asignador de recursos
El Estado, con formas distintas de actuación; evolucionando hasta el Estado de Bienestar y
el Estado de Desarrollo
El mercado, de acuerdo con una
concepción del poder mínimo, quedando el Estado reducido a sus
roles clásicos
El Estado o el mercado pero de
acuerdo con criterios empresariales de
clientela; fallos del mercado y fallos del
Estado
Concepción de la burocracia
Tradicional, de influencia weberiana,
con rigideces de reclutamiento, carrera
y formalidad
Mínima, con predominio del
concepto peyorativo y desconfianza respecto
de su criterio organizacional
Variable y flexible según el concepto de
satisfacción de los clientes por la
provisión de bienes públicos; incorpora
otras formas de gestión de políticas
públicas
Fuente: elaboración propia con base en Falcao Martins (Falcao Martins; 1987)
En síntesis, de los tres modelos comentados, el ortodoxo se encuentra más próximo
a la burocracia tradicional y al concepto de Estado como regulador; en las antípodas está el
modelo liberal que si bien minimiza el papel de lo político no impide la politización de la alta
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
79
administración y subordina lo administrativo al concepto del mercado como asignador de
recursos. Finalmente, existe una lógica propia del modelo empresarial, el cual, respetando el
mercado, le asigna un rol a la burocracia como proveedora de las demandas sociales por lo que
tiende a contener la actuación del estrato político. En los tres casos, aunque difusa, es común la
separación entre lo político y lo administrativo, la cual, obedece a distintas posiciones posibles
en una tensión dialéctica. El desarrollo del Estado durante el último siglo ha mostrado imágenes
diferentes de la relación entre la política y la administración. A ello deberían añadirse las
peculiaridades culturales, las influencias doctrinarias y las distintas etapas del desarrollo de cada
país en particular, además de circunstancias y coyunturas típicas de la evolución de los sistemas
políticos y económicos, para concluir que se está lejos de las formalizaciones de los modelos
reseñados.
En nuestro caso, al igual que en el resto de América Latina y otros países en
desarrollo, la administración pública argentina no ha registrado sino parcial y
fragmentariamente una evolución conforme al modelo observado y formalizado por Weber en la
construcción del tipo ideal burocrático (Abal Medina; Nejamkis; 2002). Se trata, más bien, de
“burocracias patrimoniales”, es decir, formas que transitan entre la mayor racionalidad
instrumental y la vigencia de sistemas preburocráticos o patrimonialistas (Prats i Catalá; 2001).
En buena medida, entonces, tanto los instrumentos analíticos como los herramientas de reforma
impuestas y copiadas de otras realidades parecen conducir, desde el inicio, a conclusiones y
resultados precarios.
El problema generado por la preexistencia y arrastre de una burocracia inorgánica se había
presentado desde el retorno a la democracia, al hacerse cargo del gobierno el Presidente
Alfonsín (Oszlak; 2002). Se daba una situación particular con el acceso a las funciones de
gobierno y administración de un elenco político nuevo, carente de experiencia previa, formado
principalmente por recién llegados convocados por la descomposición del gobierno militar
unidos por el exclusivo elemento común de la militancia partidaria -en sentido amplio-, frente al
cual se encontraba un conjunto de funcionarios estables que, aunque provenían de una carrera
inorgánica, estaban dotados de un saber como estratégico respecto de aquellos. Una vez
superada la mutua desconfianza, quedó en evidencia la deuda del Estado argentino en relación
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
80
con la reproducción y proyección de una burocracia estable que pudiera facilitar la relación
entre políticos y administradores y la gestión de políticas de Estado.
Tal situación se prolongó durante el gobierno de Alfonsín, aunque con algunos intentos,
parciales pero insuficientes, dirigidos a superar la persistencia de la inorganicidad y los vicios
propios de un sistema de selección y promoción dominado básicamente por la cooptación y
atravesado por criterios inestables de clientela. La propia organización de la administración y la
complicada estructura regulatoria facilitaron la prolongación sine die del doble estándar entre
los funcionarios políticos y los funcionarios administrativos, singularmente proyectada por la
adquisición de rutinas comunes y el reconocimiento mutuo de “legitimidades paralelas”: en
efecto, los funcionarios políticos de filiación partidaria se mostraron crecientemente dispuestos
a no hacer preguntas sobre el origen de los funcionarios administrativos preexistentes mientras
éstos no las hicieran sobre el respectivo de los funcionarios administrativos nombrados por
aquellos. Unos y otros se manejaron con cierta solvencia profesional nacida de la necesidad de
cooperación mutua.
Cabe destacar que, cuando el gobierno radical asumió sus funciones, los empleados
públicos sumaban casi un millón, entre los de la administración centralizada, la descentralizada,
empresas y sociedades del Estado y fuerzas armadas y de seguridad. En los primeros años, la
dotación, en cuanto al tamaño y número, no fue discutida desde el punto de vista conceptual.
Sólo en la segunda mitad del período presidencial, cuando coincidió con el discurso de la
modernización estructural, empezó a ser percibida la disfuncionalidad de semejante volumen en
relación con el gasto, aunque las medidas drásticas (“economía de guerra”, reducción de
teléfonos, venta de inmuebles, etc.) no afectarían significativamente la relación entre ambas
variables.
La presidencia de Menem, en cambio, de modo paralelo a los lineamientos de la reforma
del Estado, fue definiendo una política de personal. En primer lugar, el universo sobre el cual se
aplicaron las nuevas orientaciones políticas fue reducido severamente en cuanto a su número
con la aplicación simultánea de las políticas de privatizaciones y descentralización de servicios.
Los empleados “federales” quedaron reducidos, hacia el final del período, a un tercio –
aproximadamente- de los existentes a fines de los años ochenta. Inversamente, creció el número
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
81
de los empleados provinciales, principalmente como consecuencia del traspaso de servicios, a lo
cual debe sumarse la propia inercia de crecimiento del empleo público provincial que configura
toda una tendencia estructural (Oszlak; 2000).
Sin perjuicio de ello, las medidas que tuvieron como destinatarios a los empleados
públicos se sucedieron desde los primeros decretos “ómnibus” con los cuales la administración
menemista intentó aplicar su programa de “cirugía mayor sin anestesia”. De este modo, se
desplegaron los programas de retiro voluntario y jubilaciones anticipadas, se reforzó el sistema
de incompatibilidades y se impuso una banda horaria única. Con todo, el verdadero cambio de
política acaeció a partir de 1991 cuando se reemplazó el escalafón vigente para la mayor parte
de la administración centralizada por una nueva creación: el Sistema Nacional de la Profesión
Administrativa (SINAPA).
Entre 1983 y 1991 el empleo público estuvo regido por el Régimen Jurídico Básico de la
Función Pública dispuesto por la Ley N° 22.140 y el Decreto N° 1428/73 que establecía el
Escalafón para el Personal Civil de la Nación. El personal superior estaba incluido en una
normativa que se regía por un sistema de organización de corte piramidal excesivamente
diferenciado, cuya aplicación parcial resultó disfuncional. El régimen se utilizaba en forma
restringida, puesto que estaban desactivados los capítulos esenciales que manejaban la
selección, carrera y capacitación del nivel gerencial. Existían, además, otros escalafones,
situación que complicaba el tratamiento de las principales cuestiones relativas al personal y que,
en esta etapa, se concentraron básicamente en la cuestión salarial.
Los principios elementales de la carrera administrativa: racionalidad, objetividad y
desarrollo predecible, pronto fueron desmentidos por la falta de aplicación de la normativa, la
utilización de las grillas como recompensa para el desempeño y la cooptación discrecional
como sistema generalizado de selección. En efecto, el Escalafón establecía 24 categorías, de las
cuales el grueso del personal se concentraba en aproximadamente 10. En el tramo del personal
superior (entre la categoría 21 y 24 -luego desde la 19 a la 24-) se respetaba formalmente una
cierta distribución jerárquica, pero se registraba una gran variedad de patologías que
conspiraban contra la profesionalización (personal puramente administrativo o de servicios
generales en cargos de jefatura, subdirección y dirección, aunque sin la responsabilidad
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
82
equivalente, por ejemplo). Los cargos de este tramo estaban, al igual que el resto, pero de modo
más sensible, abiertos a la designación discrecional, aunque a menudo resultaba necesario
ampliar la dotación puesto que el principio de la estabilidad no sólo significa una defensa contra
el manejo político, sino también una garantía de permanencia. Las promociones no eran
habituales, dado que la existencia de vacantes en el segmento superior era mínima; aún así se
ocupaban, generalmente, por el sistema cooptativo. Finalmente, existió un procedimiento de
calificación del personal utilizado hacia las postrimerías del gobierno militar. Por sus
características (secreto, discrecional, no apelable, etc.) fue desactivado al comienzo del
gobierno democrático. El sistema de concursos para la provisión de vacantes, contemplado
originariamente en la normativa nunca llegó a utilizarse (Estévez; 1996). En los niveles medios
y bajos, además, la práctica del clientelismo estaba bastante extendida (Bonifacio; 1995).
Por otra parte, la extensa recesión económica transfirió indiscriminadamente personal
profesional de la actividad privada a la gestión pública, el cual, usualmente se fusionaba con el
personal preexistente, profesional o no, en las categorías más altas del escalafón. Inversamente,
la aplicación de programas de retiro voluntario cambió el sentido de la transferencia orientando
el pasaje de profesionales de especialidades críticas o estrechamente relacionadas con
capacitación específica adquirida en el Estado hacia la actividad privada. En ocasiones los
retirados regresaban re-contratados a la actividad pública; en otros, sus conocimientos se ponían
al servicio de organismos internacionales o de consultoras que contrataban con el Estado
distinto tipo de estudios.
En 1991, se reemplazó el Escalafón vigente (Decreto Nº 1428/73) para el personal de la
administración pública por el Sistema Nacional de la Profesión Administrativa (SINAPA,
Decreto 993/91). El nuevo ordenamiento estableció dos tipos de carrera para los empleados
públicos: la horizontal, dividida en grados, y la vertical, compuesta por niveles. Para progresar
en la primera, era preciso reunir un conjunto de créditos de capacitación y una determinada
calificación en la evaluación de desempeño. En cambio, se accedía a cada uno de los seis
niveles en los que se compone la carrera vertical a través de un mecanismo de concursos, que
comprende pruebas y antecedentes, de acuerdo con un perfil previamente elaborado (González;
Guibert; Lemoine; 1992). El pasaje de un escalafón a otro se realizó aplicando una metodología
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
83
de reencasillamiento (Estévez; 1996), finalizada la cual, las vacantes comenzaron a ocuparse
por el procedimiento concursal.
Por otra parte, una vez definida la nueva configuración de la Administración Pública
Nacional, se comenzó a aplicar la evaluación de desempeño de los agentes. Esta experiencia
resultó importante puesto que, por primera vez para todo el personal y de forma pública, se
efectuaba un procedimiento de este tipo, atribuyendo responsabilidad a los evaluadores y
premiando -con mejores posibilidades de ascenso o una retribución extraordinaria- a quienes
recibieran la calificación sobresaliente (muy destacado).
La puesta en marcha del SINAPA significó también un esfuerzo de capacitación,
cuyo centro fue el INAP. Este Instituto, a través de la prestación directa o por la vía de
coordinación debía ocuparse de impartir la capacitación necesaria para todos los niveles, de
modo de proveer los medios para que los agentes progresaran en la carrera horizontal (Estévez;
1991). La centralización en el INAP tenía el sentido de brindar una capacitación uniforme,
vincular al personal de las distintas jurisdicciones y también jerarquizar al Instituto,
compartiendo el protagonismo con el área de Economía, para evitar por esa vía conferirle una
orientación excesivamente fiscalista al nuevo perfil de los empleados y funcionarios. En efecto,
la instrumentación del SINAPA significó un incremento real de la masa salarial. Con todo, la
necesidad de introducir ajustes presupuestarios afectó la prestación de la capacitación de
acuerdo con el plan original, la labor del INAP decayó en intensidad y calidad y pasó a ser
compartida con otras unidades académicas.
La innovación más importante en relación con el personal superior fue la creación
de los cargos con funciones ejecutivas, o “cargos críticos” (De creto 993/91). Los mismos se
correspondían con a los máximos niveles gerenciales (A y B), previamente definidos por
organización, y graduados según su importancia estratégica. A estos cargos se accedía por un
sistema de concursos más riguroso, que debía ser renovado cada cinco años, y representaban
una remuneración sensiblemente superior a los cargos comunes. Entre 1993 y 1994 se
definieron y cubrieron casi todos los cargos con funciones ejecutivas. Esto dio lugar, en la
práctica, a que se extendiera el concepto de “alta gerencia pública” .
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
84
Cuadro V: Población, Población Económicamente Activa y Empleo en la Administración Pública Nacional y Provincial. 1991 – 1999
Año Población Población Económicamente Activa
Administración Pública Provincial
Administración Pública Nacional
1991 32.973.784 13.326.575 1.097.764 776.332
1992 33.421.200 13.581.691 1.109.932 620.007
1993 33.869.407 13.842.789 1.154.629 526.984
1994 34.318.469 14.109.942 1.164.520 509.512
1995 34.768.457 14.383.215 1.213.118 517.979
1996 35.219.612 14.664.809 1.201.483 496.109
1997 35.671.894 14.954.676 1.240.651 482.099
1998 36.124.933 15.249.519 1.270.986 464.677
1999 36.578.358 15.546.045 1.324.613 435.081
Fuente: Bonifacio; Falivene; 2002.
En principio, las funciones ejecutivas se debían definir con criterio estratégico,
cuyos parámetros debían ser la “incidencia en la prestación de servicios esenciales para la
comunidad, en la participación en la Reforma del Estado, en la gestión de políticas públicas o en
el manejo de recursos presupuestarios”. Sin embargo, el desarrollo de estos cargos
paulatinamente fue cubriendo la mayoría de las Direcciones Nacionales o Generales, buena
parte de las Direcciones y/ o Coordinaciones, sin discriminar entre las unidades substantivas y
las unidades de apoyo.
El proceso de selección para los cargos críticos resultó más riguroso, pero no menos
exento de críticas y sospechas. La continuidad en el desempeño de los cargos, al plantearse un
sistema de evaluación de desempeño con similares criterios pero mayor grado de detalle y
seguimiento que para los cargos comunes, ha cuestionado el alcance de la estabilidad. Con todo,
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
85
una metodología habitual –particularmente en la primera parte de la aplicación del nuevo
sistema - para hacer caer un cargo crítico ha consistido en el simple expediente de eliminarlo de
la estructura, fusionándolo, suprimiendo las funciones de la unidad o creando otra que reúna
éstas y otras nuevas o distintas para las cuales haya que concursar oportunamente, si no
resultaren homologadas. El ocupante del puesto queda en un cargo común pero pierde las
funciones ejecutivas. La motivación original de alejar a los altos cargos de las designaciones
políticas quedó así prácticamente desvirtuada.
Al igual que para los cargos comunes, para el sistema de cargos críticos se contó
inicialmente con un ambicioso programa de capacitación, centralizado en el Curso de Alta
Gerencia Pública. Cuando todavía estaba en marcha el proceso, la Reforma del Estado II ordenó
corregir las distorsiones y eliminar unidades funcionales, dejando librado a las jurisdicciones
determinar cuáles, sin asignar otro criterio que el porcentual. Muchos cargos con funciones
ejecutivas desaparecieron por aplicación obligada de la metodología de fusión o supresión, y los
titulares engrosaron los cargos comunes sin funciones que los justificaran o pasaron a los
sistemas de prescindibilidad. Finalmente, sobre el final del gobierno de Menem –y de manera
sobreabudante en los períodos siguientes- se extendió la práctica de apelar a designaciones
transitorias efectuadas con creciente excepcionalidad por el Poder Ejecutivo “hasta tanto se
sustancie el correspondiente concurso” –según la fórmula habitual de los decretos-
procedimiento que ha terminado por esterilizar los mecanismos impuestos por el SINAPA. La
transitoriedad se ha convertido en un valor definitivo, puesto que las designaciones transitorias
se renuevan –más allá de la continuidad de las personas- postergando los concursos y limitando
la posibilidad tanto de la renovación del personal superior como de su perfeccionamiento por la
vía de la capacitación y la competencia.
En líneas generales, si bien el ordenamiento del SINAPA significó un esfuerzo
destacable en orden a la profesionalización del empleo público, muchas de las distorsiones
anteriores reaparecieron, o nunca fueron decididamente eliminadas. Se ha hecho notar que el
propio escalafón ha dejado resquicios a la intervención discrecional; aún así, ha sido letal haber
recurrido a la vía de excepción.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
86
Más allá de estas innovaciones, continuó la existencia de cuerpos especiales de
funcionarios, especialmente de aquellos que no estaban ligados a las actividades privatizadas.
Dos cuerpos, un antiguo y otro más reciente, continuaron desenvolviéndose, aunque en forma
diversa. El Cuerpo de Administradores Gubernamentales, creado en 1987 (Decreto N°
2098/87), llegó a contar con doscientos profesionales seleccionados rigurosamente y entrenados
especialmente durante dos años (o más) en una escuela ad hoc. Muchos de sus integrantes
participaron activamente de los procesos de reforma, pero el lanzamiento del SINAPA
comportó la elección de una estrategia diferente de selección y formación de altos gerentes, por
la cual, se suspendieron las convocatorias para el Programa de Formación de Administradores
Gubernamentales y sus integrantes, si bien permanecieron en un agrupamiento especial se
concentraron en pocas jurisdicciones.
La expansión del Servicio Exterior de la Nación, en cambio, se produjo sin que
mediara ninguna decisión estratégica. Como es sabido, se trata de personal especialmente
seleccionado y capacitado para cumplir funciones diplomáticas, cuya actividad, iniciada por la
capacitación en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN) -un organismo creado por
el Decreto-Ley N° 2707/63- se ejerce principalmente en las representaciones argentinas en el
exterior. La formación recibida en el ISEN es abundante en conocimientos técnicos,
económicos y políticos. Los egresados se integran inmediatamente a la carrera diplomática y
antes de ser destinados en el exterior prestan funciones en el Ministerio de Relaciones
Exteriores, Comercio Internacional y Culto, se insertan en su estructura administrativa,
adquieren conocimiento práctico en la administración de esa cartera y, por sus naturales
funciones, entran en un fluido contacto con el resto de la organización estatal y con segmentos
específicos de la sociedad. La carrera diplomática está permanentemente evaluada según sus
propios parámetros y, para los ascensos superiores, exige el cumplimiento de determinadas
pautas, incluso de tipo intelectual. Además, los cargos más elevados, de Ministro hacia arriba,
requieren el acuerdo del Senado para ser provistos.
La estructura administrativa de la cancillería se ocupa predominantemente con
cargos diplomáticos en los puestos de mayor jerarquía. Incluso, en los cargos políticos es
habitual la designación de diplomáticos de carrera. En contrapartida, aunque la ley del Servicio
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
87
Exterior prevé un número reducido de “embajadores políticos” (Ley N° 20.957), este requisito
pocas veces ha sido cumplido estrictamente. La tendencia actual, respecto de los cargos internos
registra un gran número de diplomáticos que promedian la carrera en cargos de alta gerencia.
En contadas ocasiones los diplomáticos habían ocupado cargos fuera de su ámbito
natural. Sin embargo, durante el período 1989-1996 los diplomáticos de carrera, particularmente
los ubicados en el tramo inferior y medio, se expandieron en otros sectores de la administración
pública, de forma mayoritaria en el área económica. Influyó, por una parte, la absorción del
antiguo Servicio Económico y Comercial Exterior (SECE) por parte de la Cancillería, la cual
también engrosó su estructura con el área de Comercio Internacional, antes perteneciente al
Ministerio de Economía o su equivalente.
Los funcionarios del SECE eran los encargados de las representaciones (o
agregadurías) comerciales en el exterior. Tenían un régimen asimilable al de los diplomáticos, -
aunque nunca fueron reconocidos como tales, más allá de las inmunidades de estilo-, pero su
calificación y sistema de ingreso eran completamente discrecionales. Mientras no
desempeñaban tareas en el exterior, revistaban en el área de comercio internacional. La
orientación del Gobierno exigió una ampliación de las funciones diplomáticas en esa dirección
y, en consecuencia, tanto el SECE como el área de comercio internacional pasaron a
Cancillería. La incorporación de aquellos funcionarios representó la modificación de la ley del
servicio exterior. Sobre la base de una medida de excepción, fueron asimilados a los miembros
del Servicio Exterior (con categoría diplomática y desarrollo de carrera). Por su parte, la
normativa estableció que un número de hasta 40 diplomáticos podía prestar servicios en el
Ministerio de Economía, siendo éste considerado, a los efectos prácticos, un destino similar a
los de Cancillería. En 1993, por ejemplo, 29 diplomáticos revistaban en la planta de aquella
cartera. La vía de las adscripciones, en cambio, se utilizó para prestar servicios en otras áreas
(Defensa, Justicia, etc.), aunque en número sensiblemente menor.
En este caso, se produjo la situación inversa respecto del Cuerpo de
Administradores Gubernamentales. En efecto, una formación de “generalistas” con funciones
amplias se concentró en el asesoramiento predominantemente en pocas jurisdicciones. Los
diplomáticos, en cambio, con formación específica y funciones definidas, se extendieron al área
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
88
económica, para cumplir funciones administrativas diversas, pero predominantemente de
planificación y conducción.
La experiencia de los diplomáticos, asimilada por la conducción económica del
período 1991/96, así como también el sistema británico, fueron tomados como antecedente para
la creación de los economistas de gobierno. La iniciativa data de 1994 y se inició con la
creación del Instituto Superior de Economistas de Gobierno (ISEG) en el ámbito del Ministerio
de Economía y Obras y Servicios Públicos (Decreto N° 1921/94). A diferencia de los otros
cuerpos no se constituyó una escuela sino que los candidatos seleccionados debían concurrir a
otras unidades académicas y al finalizar el programa obtenían, además de un cargo en el
Ministerio, un título de postgrado (Master en Economía de Gobierno). La carrera estaba ligada a
las vacantes existentes en el Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos y
contemplaba cuatro categorías en su desarrollo. El postgrado, cuyo objetivo declarado era
formar gerentes, duraba dos años, y su diseño académico estaba “orientado a lograr una mayor
comprensión de la manera en que funcionan las fuerzas económicas en el mundo real, y hacia el
dominio de herramientas del análisis económico que tengan relevancia para aquellos que
formulan, instrumentan o tratan con políticas económicas en el mundo real” (Zuvanic;
Guidobono; 1997). Dentro del período bajo análisis, el ISEG fue discontinuado, primero por la
vía presupuestaria y, luego, suprimido.
Finalmente, también se creó la Escuela Nacional de Gobierno (Resolución de la
Secretaría de la Función Pública Nº 379/95). Si bien su creación se debió a una motivación
similar a las anteriores, la población objetivo estaba constituida por los dirigentes políticos de
nivel intermedio. El objetivo básico fue iniciarlos en el conocimiento y manejo de la
administración, pero se ha puesto mayor énfasis en el conocimiento mutuo entre los candidatos
que en la homogeneidad de la formación. Su desarrollo no se ha extendido mucho, sin perjuicio
de lo cual, casi simultáneamente, en el Ministerio del Interior, se creó el INCAP, Instituto de
Capacitación para Dirigentes Políticos con objetivos y actividades superpuestos y competitivos
con la ENG.
Una consideración particular merece la pronunciada tendencia a contratar personal
bajo modalidades distintas de las reseñadas hasta aquí. En la administración central, durante
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
89
varios años coexistieron las “plantas transitorias de personal contratado” con la planta
permanente y los cuerpos especiales. A través de este sistema era posible efectuar contratos
anuales de personal sin que éste revistara en el sistema de la estabilidad y, por lo tanto, fuera del
alcance de algunas disposiciones de la normativa vigente para el personal permanente. Sin
embargo, la no aplicación del escalafón anterior al SINAPA sólo dejaba en desventaja al
personal contratado, puesto que el permanente, de hecho, tampoco estaba sometido a los
controles, calificación y sistema de carrera previstos. En consecuencia, las plantas transitorias
eran presa de políticas clientelares y, casi fatalmente, sus beneficiarios terminaban a la postre
“blanqueados” en una planta permanente. Paralelamente a la llegada del SINAPA se eliminaron
las plantas transitorias, pero en su lugar el Decreto N° 92/9531 permitió la contratación de
personal por fuera del nuevo escalafón, con una grilla de responsabilidades y remuneraciones
variables. Dichos contratos eran de menor duración, pero renovables. El sistema no estuvo
exento de los defectos atribuidos al régimen anterior. Al contrario, representaba, a veces, una
poderosa contradicción ya que, mientras se congelaban las vacantes y concursos para la planta
permanente, la limitación a la planta de contratados dependía de la asignación de una partida
anual renovable. Como ése, otros regímenes, entre los que se destacan los contratos efectuados
dentro de los programas del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y otras
agencias internacionales, permitieron la contratación de personal fuera del régimen del empleo
público. Como se ve en el Cuadro VI el número de contratados es importante.
Las experiencias reseñadas marcan claramente las tendencias en el reclutamiento,
formación y manejo de los altos gerentes públicos. Partiendo de una misma base de análisis,
- el SINAPA ordenó junto con el resto de la grilla administrativa la selección de altos
gerentes sobre los principios establecidos por el Programa de Administradores
Gubernamentales (AG), pero haciendo depender la interacción de aquellos pertenecientes a las
distintas jurisdicciones de un sistema de capacitación sobre el cual operó el recorte fiscal y
otras situaciones alejadas de los objetivos iniciales. La influencia de criterios puramente
políticos en la captación de los puestos se materializó en las designaciones transitorias;
- el recurso al personal contratado por fuera de los sistemas escalafonarios continuó la
tendencia a la discrecionalidad propia de los regímenes anteriores e introdujo contradicciones
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
90
respecto de la selección, evaluación, calificación, capacitación permanente y desarrollo de
carrera que se ha generalizado para los otros sistemas de carrera, además de irrumpir no pocas
veces en la vía jerárquica. En líneas generales este recurso no evitó el clientelismo ni
promovió la incorporación de personal más calificado e idóneo, aunque en muchas
oportunidades fue alentado por los organismos internacionales de crédito;
- el Programa de Administradores Gubernamentales aportó un enfoque global y abrió el
camino para los intentos posteriores en los aspectos de selección objetiva y formación
convergente, pero careció de sustento sostenido y paulatinamente quedó suspendido en el
doble sentido de no continuado y de relativamente aislado de la “franja decisoria”, donde se
produce la simbiosis entre políticos administradores y administradores políticos;
- la conquista de espacios exteriores a su ámbito por parte de los diplomáticos realizó, a la
inversa del Programa AG, objetivos que inicialmente no se plantearon sus creadores, pero que,
por su propia densidad, ha manifestado la consolidación del tipo de funcionario con aptitud
para moverse entre los criterios políticos y la receptividad administrativa;
- los economistas de gobierno, destinados a ser una especie de funcionarios especializados de
un área clave, y por lo tanto, a expandirse a medida que su proyecto se asentara, no lograron
desarrollar una experiencia suficiente y, al igual que el programa de AG, pero en forma
terminal, se vieron afectados por la escasa receptividad del entorno cuando se quebró la
racionalidad política los sustentaba;
- la Escuela de Gobierno, lo mismo que el INCAP, han sido experiencias aisladas que
manifestaron la preocupación de la dirigencia política por integrar a sus componentes en la
franja de contacto con los formadores-ejecutores de la decisión
En líneas generales, los cambios en el servicio civil han sido profundos pero
insuficientes, debido a que han dejado un conjunto de cuestiones inconclusas o, tal vez,
deliberadamente en el terreno de la ambigüedad. Del mismo modo, los cambios que han
operado sobre asuntos directa o indirectamente vinculados con el personal público lo han
colocado, al menos, en una posición que refuerza aquella perplejidad. Un ejemplo acabado está
constituido por el pasaje a un tipo distinto de Estado regulador sin que los principales
organismos encargados de monitorear las nuevas políticas estén preparados y sus funcionarios
especialmente capacitados para llevar adelante esa tarea (Oszlak 2; 1997). El rediseño del papel
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
91
del Estado parece haber generado, en este caso, una deliberada ausencia. La reconstrucción de
la presencia del Estado, a través de sus funcionarios, está en este sentido en el punto de partida
desde el comienzo del proceso, pero arrastra el lastre del desprestigio y la discontinuidad de
políticas, un handicap verdaderamente negativo para recomponer la confianza de la sociedad en
sus instituciones.
Los cambios intentados en el reclutamiento y la capacitación del servicio civil también
se han extendido hacia los dirigentes políticos de nivel intermedio, entendiendo por éstos a
aquellos “cuadros” que promedian una suert e de “cursus”, vinculados a dirigentes activos de
primer nivel o a instituciones partidarias (fundaciones, etc.). Esta preocupación está
estrechamente relacionada con un fenómeno creciente desde el retorno de la democracia: la
apelación a elencos técnico-políticos ajenos a los partidos políticos para el ejercicio de
funciones en áreas sensibles tanto en la toma de decisiones como en la ejecución de políticas,
pero que tampoco provienen de las estructuras permanentes de la administración pública. En
general, se trata de “usinas de pensamiento”, o think tanks, de carácter a-partidario o, incluso,
trans-partidario, frecuentemente de una orientación ideológica más o menos definida aunque
matizada con un gran pragmatismo al momento de construir las alianzas con los jefes políticos
en el poder. Este fenómeno habla de una doble confluencia: la necesidad de incorporar
conocimientos y vinculaciones intelectuales de alto nivel en las franjas superiores de la gerencia
pública, para desarrollar iniciativas de reforma profunda y de implementación de políticas, por
un lado y, por otro, la ausencia de partidos con cuadros suficientemente formados y
cohesionados y el consecuente desplazamiento de las organizaciones partidarias hacia las
funciones legislativas –donde impera la disciplina de bloque- y hacia aquellas actividades
conectadas con la captura de adherentes.
El nivel superior de la administración vincula entonces a funcionarios políticos –de
subsecretario o equivalente hacia arriba- cuya legitimidad proviene indirectamente del partido
en el ejercicio del poder –intermediado por una Fundación o Centro de Estudios- con
funcionarios de carrera –de Directores Nacionales o Generales hacia abajo- que provienen de
gestiones anteriores y, en las condiciones de los años noventa, han accedido en principio por
concurso. La relación entre funcionarios políticos y altos gerentes públicos exige la confluencia
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
92
de sistemas de lealtades diferentes, hacia por el partido, hacia el think tank, hacia la propia
administración y hacia el público. Cabe acotar que, si bien existe la división estatutaria entre
funcionarios políticos y funcionarios de carrera administrativa, aquella no siempre corresponde
a la capacidad y nivel de decisión atribuidos a cada puesto en ambos segmentos. De manera
que, en términos de responsabilidad, influencia y requisitos de conocimientos técnicos, tal
división puede resultar ineficaz en situaciones específicas.
Como se vio, desde los años cincuenta la formulación y ejecución de las políticas
públicas requirió, cada vez más, de componentes técnicos para su elaboración; se expresó
crecientemente en términos acotados al lenguaje de determinadas disciplinas y fue
encomendada en distintos tramos de la gestión a grupos predominantemente interdisciplinarios.
Es más, casi todo el ciclo de las políticas públicas se sustrajo a los criterios y los ámbitos
estrictamente políticos dado que, incluso en las instancias de negociación entre los actores, las
cuestiones técnicas jugaron un rol al menos condicionante. De modo que entre lo puramente
político y lo puramente administrativo existe una zona gris o de solapamiento en la cual la
decisión política no aparece completamente despojada de la gestión administrativa y, a su vez,
ésta no resulta totalmente ajena a la influencia desde y hacia la política (tanto politics como
policy).
El enfoque que propiciaba la pretendida neutralidad inicial de la burocracia fue
superado por la aplicación tecnocrática (García Pelayo; 1974). Las sucesivas oleadas de
reformas administrativas, los distintos modelos a partir de los cuales se encaró la realización de
las tareas estatales, los enfoques organizativos y de gestión que se escalonaron temporalmente,
entre otros factores, han dejado su impronta en la configuración del Estado y la administración,
a pesar de la profunda revisión que se impuso en los años noventa. Como se puede apreciar en
los estudios sobre políticas públicas, a menudo, se entremezclan los criterios políticos y
técnicos, de tal manera que las decisiones públicas resultan producto de la interacción de varios
factores, así como de la intervención de distintos referentes dentro de una misma organización
compleja (Aguilar Villanueva; 1994). Mayntz, por ejemplo, diferencia la actuación burocrática
según el tipo de política (regulativa, de incentivos y de servicios) para indicar los distintos
caminos que puede seguir el comportamiento administrativo relativamente autónomo. Esta
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
93
autora reconoce, sin embargo, que las “administraciones” no deben ser consideradas meras
ejecutoras sino modificadoras y adaptadoras de las políticas (Mayntz; 1979).
Sin embargo, lejos de considerar a la burocracia como el estamento administrativo
del Estado, cerrado y autorreferente, como en el modelo weberiano, se la ha vinculado con otros
grupos de especial intervención en todo el proceso de gestión de las políticas públicas. Desde
hace mucho se ha reconocido en la administración del Estado un reflejo de los distintos sectores
sociales afectados por aquéllas. Las redes de relaciones, funcionarios y organizaciones varían de
acuerdo con el área del Estado, pero, en términos generales, las decisiones que se toman
constituyen un efecto –y, por cierto, también una causa- de la interacción entre los distintos
grupos afectados o involucrados. Esto quiere decir que una decisión tomada por los funcionarios
ha sido precedida, y será sucedida, por un sinnúmero de decisiones de distinto nivel tomadas
por otros actores dentro del, o, al menos, con referencia al, mismo escenario.
En este sentido, Heclo habla de la transformación de la relación entre
administración y política a través de la superación de los denominados “triángulos de hierro” -
que articulan las oficinas del Poder Ejecutivo, ciertos agrupamientos de legisladores y los
grupos de presión o de interés afectados por las políticas- por las redes de asuntos, -concepto
mucho más plástico, así como difícil de caracterizar tanto por la multiplicidad de actores como
por su movilidad- (Heclo; 1978). En no pocas ocasiones, sin embargo, esta relación termina en
la representación casi exclusiva del sector que será destinatario de los programas estatales.
Aún dentro de este orden de ideas, el reclutamiento de los altos funcionarios
político/administrativos parece dispuesto por los partidos políticos o, al menos, filtrado por
ellos (Peters; 1993). La primera situación es más típica en Europa, donde la matriz ideológica
de las fuerzas políticas resulta, todavía, fuerte. En los Estados Unidos, en cambio, las usinas
intelectuales se organizan en torno a los candidatos a partir, más bien, de criterios endógenos
combinados con el aprovechamiento de una oportunidad política, antes que por motivos
derivados de una militancia rigurosa. Pareciera ser éste el modus operandi que se perfila en la
Argentina.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
94
Por diversos modos, entonces, resulta evidente que en el proceso de elaboración de
las políticas públicas existe una imbricación mutua entre las cuestiones políticas y las cuestiones
técnicas (Camou; 1994). Es decir, la técnica no resulta indiferente el momento de tomar y
ejecutar las decisiones, pero la motivación política de éstas no desconoce los requisitos de
aquélla. Esta situación ha dado lugar a la aparición de una serie de funcionarios, de alta
calificación intelectual y relativamente desprendidos de vínculos ideológicos y, sobre todo, de
lazos políticos previos, que han sido llamados “intelectuales expertos” (Coser; 1968),
“analistas simbólicos” (Reich; 1993)32 o “tecnopolíticos ” (Domínguez; 1997)33. En general,
los estudios que han abordado esta cuestión han puesto énfasis en los economistas o en aquellos
funcionarios ligados al desarrollo de la estrategia económica.
En el caso argentino, las distintas alteraciones al orden constitucional impactaron sobre
la clase política y sobre la administración pública. La primera debió acceder al poder sin haber
ejercido funciones ejecutivas en forma estable durante los años de formación y consolidación de
sus cuadros dirigentes. Los partidos políticos, asimismo, se vieron inicialmente privados de un
debate interno amplio, razón por la cual, la reproducción hacia adentro de un modelo de
pensamiento con poca evolución se efectuó de forma acrítica. Por su parte, los cuadros
administrativos residuales, poseedores del conocimiento práctico del funcionamiento del
aparato estatal, carecieron, sin embargo, del respaldo de cierta “legitimidad de origen”.
Desde los primeros años del retorno de la democracia se pusieron de manifiesto las
dificultades que esta particular situación planteaba a los gobiernos. La administración pública
sólo poseía equipos técnicos en algunas áreas, por su parte los partidos políticos resignaron su
función capacitadora de cuadros y el contexto general demandaba el diseño y la implementación
de un conjunto de decisiones que, en no pocos casos, cuestionaba el paradigma conceptual sobre
el cual se habían edificado las tradiciones políticas, tanto en lo global como en lo sectorial, de
las organizaciones partidarias y de algunas áreas sensibles del aparato estatal. Por su parte, los
organismos internacionales de crédito, así como diversos actores económicos y sociales
internos, requerían una serie de decisiones de vital importancia que sólo podían ser tomadas e
implementadas por expertos o por cuadros formados en la racionalidad exigida por esas
entidades.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
95
Paulatinamente, entonces, se fue apelando a los elencos de organizaciones de
intelectuales, de distinta conformación, cuyos cuadros fueron nutriendo los equipos de
gobierno, en diversos tramos de la formulación de las políticas públicas. La introducción de las
reformas, especialmente en la década de los noventa, fue producto del accionar de este nuevo
actor, que ocupa un lugar importante en esa franja o zona gris que vincula la alta gerencia
pública, poseedora de conocimientos, con los funcionarios políticos provenientes directamente
de usinas de pensamiento o indirectamente funcionales a ellas.
Por otra parte, como ya se dijo, la separación entre funcionarios políticos y funcionarios
administrativos ha sido predominantemente formal. Por un lado, los altos puestos de la carrera
administrativa, beneficiados con el privilegio constitucional de la estabilidad, han sido
recurrentemente ocupados por cuadros políticos o clientes de los funcionarios políticos. Por
otro lado, en las áreas de mayor exigencia técnica estos funcionarios han dejado de provenir de
las estructuras partidarias de modo directo. Así, los partidos políticos se han desentendido de su
papel como formadores de elencos técnicos/políticos, lo cual contribuyó a legitimar el recurso a
esos think tanks que diseñan, negocian y ejecutan las políticas públicas que componen el menú
de propuestas que las coaliciones políticas presentan a los electores, sin el compromiso que
supone el contrato político que está en la base de la interacción entre los dirigentes políticos y
el electorado.
Los think tanks incorporados a la gestión no distinguen entre funcionarios políticos
y administrativos, ni registran diferencias ideológicas o partidarias, más allá de sus preferencias
doctrinarias en los aspectos puramente ligados a su formación. Los funcionarios políticos así
designados poseen un aura de neutralidad y una pretensión de eficiencia que no es correlativa a
su fuente de legitimación sino, incluso, a menudo, antipolítica. El vínculo con las
organizaciones de origen, o con otras relacionadas por afinidad intelectual, a menudo se
mantiene a posteriori a través de trabajos de consultoría realizados en no pocas oportunidades
con la información disponible en la administración pública. Esta particular situación ha dado
lugar a un fenómeno denominado “co nsultocracia” 34 (Estévez; 2001).
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
96
Cuadro VI: Distribución de los Cargos Civiles en el Presupuesto de la Administración Pública Nacional, conforme los regímenes laborales de pertenencia (Año 2000)
Régimen de Negociación Colectiva
Régimen Laboral Ley N° 24.185 Sector Público
Ley N° 14.250 Sector
Privado
No Convencionados
TOTAL
Extra-escalafonarios 771 771 (0,70%)
Escalafones Especiales 3.926 3.926 (3,56%)
Ley de Regulación del Empleo Público N° 25.164
44.497 24.076 68.573 (62,13%)
Ley de Contrato de Trabajo
1.291 32.611 2.489 36.391 (32,97%)
Otras Modalidades de Contratación
700 700 (0,64%)
TOTAL 45.788 (41,49%)
32.611 (29,55%)
31.962 (28,96%)
110.361
Fuente: Duarte de Bortman, María Amalia y Salas, Eduardo. “Modalidades de contratación en el sector público nacional”. En: Enoikos, Revista de la Facultad de Ciencias Económicas. Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, Año IX, Número 18, junio de 2001.
El cambio en las relaciones entre el Estado y la sociedad también se hizo patente en
la emergencia de un nuevo patrón federal. Confluyeron a la formación de éste tanto políticas de
incidencia directa en la modificación de dicho estándar, como fueron la transferencia de los
servicios educativos y de salud a los Estados provinciales, en el marco de una abierta
descentralización, como aquellas de impacto indirecto, en especial, la apertura comercial y la
desregulación, entre otras.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
97
La transferencia de los establecimientos de enseñanza media culminó un proceso de
descentralización iniciado en la década del sesenta y continuado durante el gobierno militar del
Proceso de Reorganización Nacional. Este último logró traspasar la casi totalidad de las
escuelas primarias a todas las jurisdicciones. Con la Ley N° 24.049, que permitió el pasaje de
las escuelas medias, el gobierno de Menem completó el montaje del sistema educativo
descentralizado, mediante el cual el Ministerio de Educación sólo debía reservarse el trazado y
la coordinación de la política educativa, mientras que los organismos provinciales pasarían a
ocuparse de la gestión y la prestación del servicio. En la práctica, entre 1992 y 1994 el
Ministerio de Educación de la Nación dejó de ser el responsable directo de los establecimientos
educativos. Al pasaje de las escuelas secundarias sucedió la aplicación de un nuevo régimen
legal que introdujo una profunda reforma educativa en casi todas las jurisdicciones. Los
requisitos de obligatoriedad y la redefinición de los niveles de enseñanza, así como cuantiosos
cambios en la currícula, aumentaron los gastos que fueron a asentarse en los presupuestos
provinciales.
Tanto el traspaso de establecimientos como la aplicación de la reforma educativa se
produjeron en forma progresiva y con la asistencia del nivel federal, pero el peso relativo de la
política de descentralización y reforma, indiscutible teórica y prácticamente desde el punto de
vista pedagógico, también estuvo motivado en cuestiones de política fiscal. Por un lado, la
descentralización debía permitir la desburocratización del sistema, así como homogeneizar
estilos de gestión y ligar la actividad de los establecimientos asentados en las provincias a la
cultura, criterios y necesidades de aquéllas; incluso, incentivar y ampliar la participación de la
comunidad local en la concepción y prestación del servicio. En este sentido, era un reclamo
histórico a la vez que una política que tendía a replantear la relación nación-provincias desde la
formación del Estado liberal. Por otro lado, el proceso de descentralización, cuyos antecedentes
eran economicistas o tecnocráticos, prosiguió en el mismo sentido, aunque incorporando
criterios de optimización pedagógica e, incluso, en algunas provincias aplicando algo de la
metodología participativa que parecía estar en el fundamento declamado por la política de
transferencia (Filmus; 1997).
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
98
Sin perjuicio de ello, cabe señalar que la distinta realidad histórica, política y
económica de cada uno de los estados provinciales hizo que la reforma percutiera en distinta
forma. En todo caso, las provincias más desarrolladas tuvieron ventajas organizacionales que
revirtieron sobre los aspectos pedagógicos y participativos, mientras que en las menos
desarrolladas el proceso recicló en forma notable las patologías críticas del nivel nacional:
excesiva burocracia, desnivel de los equipos técnicos, activismo sindical, etc.. En líneas
generales, se puede decir que la descentralización educativa finalmente cargó sobre el nivel de
gastos de las provincias al mismo tiempo que otras políticas nacionales reducían sus
posibilidades de captar recursos genuinos para sostenerlas, aumentando el grado de dependencia
del fisco nacional.
Como dice Macón:
“Durante las últimas décadas hubo un proceso prolongado y consistente de descentralización de
los servicios hacia las provincias –aunque no a los municipios- que casi triplicó el gasto
provincial en porcentaje del PBI. Un avance importante en la descentralización, que al parecer
no fue acompañada por reformas institucionales y financieras acordes con el importante cambio
de magnitud” (Macón; 2001).
Son claros, desde este punto de vista, los efectos sobre las economías regionales de
algunas políticas nacionales. A partir de 1991 se retomó la apertura comercial esbozada durante
los primeros años del gobierno militar, pero en forma más drástica y radical que entonces. La
brusca eliminación de barreras arancelarias y la inexistencia de mecanismos no arancelarios de
contención, así como la dispersión de tarifas llevaron muy lejos el grado de apertura de la
economía, con pocas excepciones (v. gr., el régimen automotriz) repercutiendo sobre la
producción industrial hasta entonces protegida, introduciendo niveles de competencia
insostenibles en forma inmediata y obligando a la reconversión o al cierre de actividades. Pocos
productos regionales resistieron la apertura comercial, circunstancia agravada con el retraso
cambiario y la recesión de la segunda mitad de los noventa. Es conocido el alto nivel de
desocupación que atravesó toda la década.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
99
Por su parte la desregulación de actividades, cuyo objetivo fue acompañar la
disciplina fiscal y la apertura comercial con la eliminación de sobrecostos y distorsiones en la
formación de los precios, afectó a las provincias en medida directamente proporcional a la
magnitud de las actividades antes reguladas radicadas en su territorio (Domeniconi; 2000). Esta
política, supuestamente benéfica en términos generales para el conjunto de la economía, sin
embargo, resultó severamente disfuncional para algunas economías regionales, por cierto,
sostenidas artificialmente durante décadas. El Decreto 2284/91 derogó toda la legislación que
regulaba los mercados de ciertos productos agrícolas regionales (vinos, azúcar y yerba) y todas
las normas regulatorias del comercio interior y exterior de los productos tradicionales (leche,
granos y carnes) y disolvió los entes encargados de ejecutar dichas regulaciones (Junta Nacional
de Granos, de Carnes, Mercado de Concentración Pesquera, etc.). Para las provincias
interesadas, aunque en forma y duración disímil, significó un incremento de la dependencia
interna35.
Las privatizaciones también incidieron de modo desigual en las provincias. La
adecuación de las empresas como paso previo a la transferencia de activos obligó al desmontaje
de actividades radicadas en los territorios provinciales y sostenidas durante años sobre la base
de un déficit recurrente. Por un lado, quedaron en evidencia las distorsiones propias de una
economía subsidiaria; pero, por otro, el beneficio del sinceramiento no se trasladó en forma
simétrica a las provincias. De alguna manera, la ventaja indudable de la inserción de la
Argentina en el marco de la economía global, que obligó a redefinir la estructura productiva, no
trasladó su efecto hipotéticamente benéfico en la misma proporción que el sacrificio que supuso
para las economías regionales, tanto en términos de empeoramiento de la situación social como
de endeudamiento público e incremento de la dependencia interna. En consecuencia, se
exacerbó la disfuncionalidad de un patrón federal obligado a mantener la articulación entre
regiones heterogéneas (Cao; 1997) acrecentando los círculos viciosos de la dependencia
provincial.
Para comparar la dimensión relativa del sector público federal respecto del sector
público provincial es útil tomar el volumen del empleo público provincial en los extremos de
los períodos considerados en este trabajo. Teniendo a la vista las cifras registradas en los
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
100
Cuadros II y V, se nota una inversión de la relación entre la dotación de empleados federales
existente hacia los años cincuenta respecto de la correspondiente al año 2000. Oszlak, en forma
coincidente, ha estimado que mientras que al comienzo del período considerado los empleados
nacionales duplicaban largamente a los provinciales (3,04 contra 1,25 por cada 100 habitantes),
hacia el último año del siglo XX el número de provinciales quintuplicaba al de nacionales (5
contra 1 cada 100 habitantes). La tendencia sólo fue acelerada por los cambios ocurridos en los
noventa, dado que antes que sobrevinieran, hacia los años ochenta, la cantidad de empleados
provinciales había alcanzado los guarismos nacionales (2 cada 100 habitantes). En los noventa,
además, disminuye notoriamente la presencia de empleados nacionales en las provincias, cifra
que al comienzo de la década del cincuenta era francamente favorable a estos últimos (Ozslak;
2000).
Así, mientras el empleo en el nivel federal aparece notoriamente reducido hacia el
fin del período, en el nivel provincial la tendencia a la suba fue realimentada por las políticas de
descentralización de servicios y de privatización de las empresas públicas. Actualmente, la
principal fuente del gasto público en las administraciones provinciales está constituida por el
empleo y los sistemas previsionales, cuya atención suele demandar la toma de créditos a tasas
crecientemente altas, así como la asistencia recurrente del gobierno federal.
Por su parte, la reforma del Estado –tanto en términos de organización, como de
redefinición de funciones y desregulación- no observó en las provincias, en líneas generales, un
grado de compromiso y un ritmo de ejecución similar al del Estado federal. En no pocas
cuestiones las modificaciones encaradas por las provincias fueron inducidas y hasta impuestas
por el Estado federal, el cual utilizó, para ello, variadas formas de presión, en las que se
combinaron herramientas de gestión con abiertas operaciones políticas. Sin embargo, la distinta
capacidad de las provincias argentinas para autofinanciarse36 no ha guardado relación con su
peso en la mesa federal de negociaciones y ha contrastado con su aplicación a la producción de
reformas estructurales37.
Paradójicamente, la primera etapa del proceso de reformas, que tuvo su apogeo hacia
1994, empezó a declinar en ese mismo año como consecuencia del “efecto tequila” y el alto
nivel de desempleo que se registró entre 1995 y 1996, y que perduró, con leves variaciones,
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
101
hasta el final del período bajo análisis. La segunda etapa del proceso, mucho más ardua y lenta
que la anterior, estuvo atravesada permanentemente por la confusión sobre los fines y los
medios. Claramente, ya no se trataba de reformas estructurales sino de una sucesión de ajustes,
siempre insuficientes -denominados genéricamente “reformas” - originados en la necesidad de
acomodar el desempeño fiscal del Estado.
Como ya fuera apuntado respecto de la Segunda Reforma del Estado, las recetas
utilizadas durante este período ya habían sido experimentadas en ocasiones anteriores:
supresión indiscriminada de organismos, retiros voluntarios, venta de activos físicos y de
algunas empresas, como YPF, que conservaban cierta presencia del Estado. Se incorporaron dos
mecanismos nuevos: el descuento compulsivo a los sueldos de los funcionarios del nivel
gerencial y político y la creación de un fondo de desempleo para los agentes declarados
prescindibles, cuya aplicación debía alcanzar al 10% del personal de los organismos.
El corte drástico en la orientación de las reformas que se perfiló desde la irrupción del
“efecto tequila” y se proyectó en lo s años posteriores, redujo el esfuerzo desplegado durante la
primera etapa al objetivo de aligerar el Estado. En un plano secundario, el mejor
desenvolvimiento de las funciones esenciales y los servicios asociados a éstas quedó sometido
al desempeño fiscal.
Por lo tanto, la modificación de las condiciones de funcionamiento del modelo de la
convertibilidad, inducida por la crisis mexicana, sólo fue acompañada por medidas de ajuste
fiscal. Si bien hubo algunas voces discordantes y esbozos de planes alternativos, ellos chocaron
contra el carácter simbólico que la caja de conversión tenía en el contexto de aquel plan. El
proceso político de la reforma constitucional y la campaña electoral del año 95 operaron en
sentido “conservador”: la reelección de Menem sólo era posible si se mantenían las mismas
condiciones que le habían permitido acumular poder y sostener su estrategia hasta imponer la
reelección38.
Sin embargo, desde 1996 el flujo de capitales ya no fue tan sostenido y la posibilidad de
financiar las reformas con la transferencia de activos al sector privado mermó
significativamente. A menos de un año de la victoria electoral de 1995, se rompió
definitivamente la sociedad política que había permitido atacar con éxito un modelo desvirtuado
e inercial y comenzar a reemplazarlo por otro; al tiempo que se desarrollaba y crecía una nueva
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
102
coalición opositora, centrada en un discurso que enfatizaba en las modalidades de la aplicación
de las reformas, cuidando de plantear, desde el principio, aunque con vacilaciones, una
alternativa “desde dentro” de la convertibilidad.
La larga recesión, comenzada en 1998, sin embargo, se convertiría en el punto de
inflexión de la política de reforma estructural. Frente a ella se intentaron, sin éxito, numerosas
recetas basadas en la ortodoxia sin que se produjeran los resultados previstos. En buena medida,
la estrategia pro mercado quedó inconclusa; por un lado, fue imposible desenvolver un
conjunto coherente y sostenido de decisiones de políticas que pusieran por delante los términos
de la llamada “segunda generación de las reformas”, de carácter decididamente estructural, por
otro, se abrieron paso ciertas políticas que significaron un retroceso respecto de las
transformaciones de “primera generación”.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
103
III.- Conclusiones
1.- Los procesos de reforma del Estado encarados en los años sesenta y los años noventa
tuvieron algunos elementos comunes que es preciso resaltar. Por un lado, se llevaron adelante
partiendo de concepciones relativas al papel del Estado y el aparato estatal que combinaban
tendencias vigentes no sólo en el ámbito nacional sino en el entorno regional y mundial. En
ambos casos, las ideas predominantes venían avaladas por ciertas experiencias que respaldaban
su aplicación a la realidad argentina, como el Plan Marshall en la reconstrucción europea de
posguerra y las reformas del Estado en Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Chile a
finales de los ochenta.
Por otra parte, las circunstancias, en ambos casos, resultaron favorables para producir
esos cambios. En efecto, el desarrollismo comenzó a aplicarse cuando el singular experimento
bienestarista del primer peronismo había empezado a manifestar sus limitaciones. Las reformas
pro mercado, a su vez, se sucedieron cuando los restos del Estado de Desarrollo no pudieron
sobreponerse a las múltiples causas de la ingobernabilidad que caracterizó la transición de
Alfonsín a Menem.
También, ambas experiencias trascendieron los movimientos políticos que les dieron
origen y se convirtieron en una suerte de forma mentis para los dirigentes políticos y sociales
que se sucedieron en el ejercicio del poder. Esta característica, sin embargo, resulta mucho más
visible en el caso del desarrollismo dada su mayor lejanía en el tiempo. Aún así, las reformas
pro mercado han dejado su impronta y seguramente constituirán parte del paisaje durante los
próximos años.
En cuanto a los instrumentos, tanto la estrategia desarrollista como la estrategia pro
mercado, coincidieron en las privatizaciones, la descentralización de servicios, el rediseño
administrativo y la reorganización del servicio civil. Las diferencias provienen de la distinta
concepción del papel del Estado y del aparato estatal.
El desarrollismo apeló a las privatizaciones con un sentido pragmático (Feigenbaum;
Henig; Hamnett; 1999), es decir, buscando liberar al Estado del peso de algunas cargas poco
comprometidas con su proyecto de desarrollo; incluso, en algún caso puede hablarse de la
apelación a un criterio táctico, por ejemplo, cuando las encomendó al ministro Alsogaray.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
104
En los noventa, las privatizaciones tuvieron más bien un carácter sistemático: al margen
de que persiguieran simultáneamente criterios de eficiencia y que permitieran sumar apoyos
políticos cualitativamente importantes, a través de ellas se pretendió cambiar la fisonomía
estatal y establecer un nuevo estándar en las relaciones Estado-sociedad. Aunque difuso y
tributario de distintas fuentes, el marco ideológico fue aportado genéricamente por el conjunto
de recetas agrupadas en torno al concepto genérico de neoliberalismo. Mientras que en el
desarrollismo los criterios doctrinarios sirvieron a la construcción de un modelo de Estado, en
los noventa estuvieron al servicio del desmontaje de aquella experiencia y, subsidiariamente,
terminaron estableciendo el nuevo estándar.
La descentralización de los servicios, iniciada en los años sesenta, adquirió un mayor
impulso en los noventa. Para comprender el proceso es preciso tener en cuenta cuestiones
históricas ligadas a la construcción del Estado liberal así como otras vinculadas a los distintos
modelos de federalismo que la evolución estatal en el siglo XX fue imponiendo. Sin embargo,
predomina la imagen según la cual la descentralización ha sido una técnica originada en el
centro por motivos tácticamente coincidentes con el reclamo histórico de las provincias, pero
ejecutada sin el acompañamiento de una serie de acciones destinadas a fortalecer el poder local.
Esta circunstancia y la diferencia cultural entre las distintas regiones y provincias explicaría el
diverso resultado obtenido a través de la descentralización de servicios. En algunos períodos de
mayor carga crítica, parecería que el impulso descentralizador fue predominante fiscal. El
crecimiento del empleo público en las provincias, por ejemplo, consecuencia convergente del
pasaje de servicios a la órbita local, más el crecimiento de gastos inducido por el impacto de las
políticas nacionales en ese ámbito, ha incrementado el volumen y la calidad de la dependencia
de las provincias respecto del Estado Federal. Paradójicamente, la mayor debilidad de los
estados provinciales, agrupada, se ha constituido en un instrumento político decisivo en la
negociación de las provincias con la Nación y de ésta con los organismos internacionales.
Por su parte, la organización administrativa del Estado no empresario en ambos períodos
no permite diferenciar ningún criterio estratégico relevante. Las empresas del Estado, algunas
proyectadas en los años del desarrollismo, otras aparecidas y expandidas durante su vigencia y,
en su conjunto, adquirieron una importancia significativa a través de todo el período, pero en su
mayoría fueron privatizadas como parte de la estrategia pro mercado. Del complejo de
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
105
correspondiente al Estado no empresario sólo resulta distintiva la creación de los organismos de
planificación, científico-técnicos e intersectoriales durante el desarrollismo –que también
respondían a modelos en boga en los países centrales- y la aparición de los entes reguladores
durante los noventa. En ambos casos, la necesidad de su existencia y la racionalidad inicial de
su diseño no fueron del todo compatibles con las orientaciones generales y la composición de
sus elencos en los sucesivos gobiernos de cada período.
La administración central, máxima responsable de la planificación y ejecución de
políticas, observó una organización errática, en todo dependiente del cambiante desempeño
fiscal. El crecimiento en número de organismos traduce una carencia bastante generalizada de la
comprensión del carácter instrumental de la organización administrativa. Pero este mismo juicio
se aplica respecto del ajuste indiscriminado y porcentual de las estructuras. La instrumentalidad
de la organización administrativa suele confundirse con el supuesto carácter fungible de las
estructuras. Predomina entonces el fiscalismo como criterio. Cuando ello sucede, significa que
no hay una concepción política, y por lo tanto, de profundidad, acerca de la administración en
general. La evolución de los organismos de Presidencia y el diseño inconcluso de la Jefatura de
Gabinete de Ministros, la aplicación indiscriminada de la Segunda Reforma del Estado y los
cambios permanentes de estructuras y figuras organizacionales manifiestan claramente esa
perplejidad.
Finalmente, la concepción del servicio civil también ha sido objeto de tratamiento en los
dos períodos. En ambos casos, la intención inicial fue conferirle mayor profesionalidad a través
de la sanción de escalafones que organizaron la carrera burocrática a partir de parámetros
objetivos y de la incorporación de la capacitación como un requisito para su desarrollo.
Aquellas pretensiones, sin embargo, pronto encontraron serios escollos. Durante el
desarrollismo el régimen de concursos para la selección de personal prácticamente no fue
aplicado; sí, en cambio, fue creciente la actividad de capacitación –a través del ISAP- y la
introducción de baremos y técnicas de organización administrativa y desarrollo de los recursos
humanos. Durante los años noventa, en cambio, se logró hacer funcionar un sistema de carrera,
el SINAPA, que, a pesar de sus discontinuidades y filtraciones, significó un crecimiento
cualitativo importante especialmente, durante los primeros años. El Sistema Nacional de
Capacitación –coordinado por el INAP-, junto con el desarrollo de los cargos con funciones
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
106
ejecutivas y el asentamiento de los cuerpos profesionales especializados, permitieron la
instalación del concepto de “alta gerencia pública” en la cultura administrativa.
Más allá de dichos logros parciales, las determinantes culturales de la clase política
argentina afectaron la creación de una burocracia estable, con independencia de la continuidad
de las reglas. Se puede decir que la clase política, en general, carece de una comprensión
suficientemente elaborada de la importancia de la burocracia estatal para la ejecución de las
políticas públicas, carencia que se pone de manifiesto tanto al sancionar normas incompletas y
someterlas a interminables cambios, como al efectuar designaciones para las cuales no existen
previamente consideraciones relativas a la profesionalidad o al comprar paquetes de eficiencia
“llave en mano” a consultoras o think tanks.
Al igual que lo dicho para la organización administrativa, el predominio indiscutido del
criterio fiscalista resultó absolutamente disfuncional. En primer lugar, se afectó el Sistema
Nacional de Capacitación, luego el número y la continuidad de los cargos con funciones
ejecutivas, finalmente el régimen de concursos. En buena medida, la administración pública
argentina, a pesar de su régimen legal, ha conservado características burocrático
patrimonialistas en algunos sectores, mientras que en otros, sensibles para la reforma del
Estado, los criterios de modernización han provenido de agentes exógenos y se resolvieron en
políticas transitorias (Haggard; Kaufman; 1995).
2.- En líneas generales, la sociedad argentina no ha encontrado un concepto institucional del
Estado y la administración estable, tanto en lo que hace a la relación del aparato estatal con la
comunidad, como en el despliegue de sus funciones, particularmente aquéllas de soberanía,
desarrollo y adaptación (Belorgey; 1967). La construcción de los dos “modelos” comentados en
el presente trabajo parece más bien ligada a estrategias económicas de corto y mediano plazo
que a una concepción atinente al papel del Estado en un país subdesarrollado y en el marco de
un proceso acelerado y asimétrico de globalización. Esa concepción economicista tuvo
consecuencias en relación con los grupos que han competido por ampliar o conservar su lugar
en el marco de dicha estrategia. Pero también ha tenido consecuencias, de gran duración, sobre
la organización del Estado y su burocracia, y sobre el patrón de relaciones entre el Estado
Federal y las provincias. Pareciera que el continente exclusivo de ambas cuestiones ha sido la
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
107
discusión relativa al tamaño del aparato estatal, subordinando los aspectos cualitativos y de
conducción.
Los procesos del desarrollismo y las reformas pro mercado tienen en común el no haber
concluido en un sistema de relaciones estable e integrado que permitiera evaluar sus logros y
establecer las reformas convenientes. Por motivos diferentes, pero convergentes en relación con
el desempeño de la clase política, ambos procesos lograron un resultado rápido en el sentido de
las respectivas reformas, acertaron en las medidas iniciales y forzaron la canalización de ciertos
apoyos que permitieron instalar una nueva alianza social respaldatoria. La turbulencia política
de los’60 y de los ’70 complicó el modelo desarrollista, pero sirvió, a la vez, para extender su
legitimidad intelectual más allá del frondizismo, que fue su primera versión y el impulso inicial
de una metodología de intervención estatal. Los magros resultados del modelo, empero, desde
fines de los setenta no permitían inferir su sustentabilidad.
Por su parte, las reformas pro mercado de los noventa se inscribieron dentro de una
corriente hegemónica de pensamiento económico y social cuya coincidencia estratégica logró
minimizar las diferencias ideológicas de los grupos y partidos políticos dentro y fuera del
espectro nacional. Durante buena parte del período no hubo posturas antimodelo sino una suerte
de reformismo endógeno, circunstancia que, a su vez, legitimaba la orientación predominante.
Otra vez, sobre el fin del período, los resultados circunstanciales vinculados a una estrategia
económica no permitieron abrigar expectativas sobre la continuidad y beneficio de las reformas
encaradas (Kamark; 2001).
En síntesis: en buena medida el desarrollismo de los sesenta y las reformas pro mercado
de los noventa fueron víctimas de su suceso inicial y del impulso con el que se impusieron las
respectivas lógicas. Sucumbieron, también, a manos de los monstruos que crearon. El
desarrollismo por la compleja trama de estructuras, empresas y organismos que incrementaron
el volumen pero no la calidad de la intervención del Estado; las reformas pro mercado por la
debilidad del Estado frente a una sociedad también débil. La multiplicidad de bonos,
obligaciones, intereses y compromisos con los titulares de los servicios privatizados y
concedidos han manifestado la difícil sustentabilidad de un modelo sin recursos genuinos que,
además, se privó de la posibilidad de generarlos y captarlos.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
108
Resalta, como producto final de la década de los noventa, la gestación de un nuevo
estándar de relaciones en el desenvolvimiento de las funciones estatales. Más allá de la
consideración de la reforma como “hostil” al Estado (Estévez; 2001), es evidente la paradoja
según la cual fue necesario acumular un poder inusual para producir una reforma profunda del
Estado cuyo resultado debía ser limitar el aparato estatal a través de la transferencia de activos y
de decisiones a otras instancias. Aun así, el proceso de ordenamiento no eliminó las patologías
de la intervención predatoria del Estado cultivada durante años. En efecto, el Estado emergente
de los noventa, aún reducido en tamaño y limitado en sus herramientas, sin embargo, ha
incrementado su capacidad para extraer recursos de los sectores que no cuentan con formas
alternativas para eludir o amortiguar su alcance, a la vez que carece de capacidad de obligar y
de sancionar las conductas que se alejan de la racionalidad respaldatoria de las reformas.
Aunque la medida cae fuera del período considerado, la indisponibilidad de los depósitos
establecida en el último trimestre de 2001 ha sido, a la vez, la manifestación enferma de un
dirigismo estatal mal concebido y peor aplicado y una muestra de la impotencia del Estado para
conducir una política consentida activamente por los actores políticos y económicos.
Para llegar a esta situación, sin embargo, el Estado cambió en forma drástica siguiendo
el sentido de las tendencias predominantes en el comienzo de la década de los noventa. El
desmontaje de los restos naufragantes del Estado de bienestar, el desguace de las estructuras
supérstites del Estado de desarrollo y, en buena medida, el rediseño y sinceramiento de las
estructuras de subsidio y clientela, además de la reducción de escala, conformaron el programa
básico que se aplicó, con variantes y oscilaciones a lo largo de los dos períodos menemistas. El
resultado, sin embargo, distó de ser homogéneo. Es cierto que el aparato estatal se redujo, en
volumen y funciones; pero, medido en términos de intervención, en muchos sentidos, ésta se ha
hecho más penetrante y aguda; en cambio, en aquellos aspectos en los cuales difícilmente pueda
discutirse la necesaria presencia del Estado, se ha incrementado patológicamente su ausencia,
debiendo la sociedad, a través de organizaciones que resultan ajenas al vínculo con las
estructuras estatales, o, incluso, lo repelen, ocupar el lugar y asumir, limitada y precariamente,
las funciones propias de aquellas.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
109
3.- En ambos períodos el Estado careció de autonomía para imponerse a los grupos sociales y
construir su legitimidad sobre la base simultánea del liderazgo de un proyecto común,
consensuado e inclusivo, y de la capacidad disuasiva del poder sancionatorio para respaldarlo.
En buena medida, el Estado fue colonizado por una confederación de grupos cuyo predominio
alternativo sólo contribuyó a incrementar el particularismo. En los períodos de relativo
crecimiento, el poder de dichos grupos aumentó en forma asimétrica; en tiempos de crisis, sin
embargo, las asimetrías se exacerbaron. El Estado no pudo arbitrar eficazmente entre sectores,
ni utilizar su poder en forma compensatoria, de manera que se vio obligado a respaldar las
fórmulas políticas que alternativamente bloqueaban o permitían su accionar, a veces en nombre
del mercado, a veces en nombre del equilibrio social.
El Estado tampoco mostró capacidad para desarrollar por sí mismo aquellas
actividades que no podían ser cubiertas por otras instancias sociales pero que resultaban
constitutivas del conjunto de condiciones en que consiste el bien común. En el período
desarrollista, aun con todos los logros en materia organizacional, la ineficiencia operativa del
Estado fue manifiesta y creciente, con el agravante que monopolizó las funciones impidiendo el
desenvolvimiento eventual de ciertas prestaciones por parte de la sociedad. Durante las
reformas pro mercado, los organismos creados para controlar y regular el nuevo estándar de
relaciones se manejaron con un alto nivel de ineficiencia que dio lugar, incluso, a fundadas
sospechas de corrupción.
El peso de la gestión eficiente del Estado se ha transferido, de forma creciente, a las
provincias; sin embargo, persiste un estándar de gestión federal cuya obsolescencia se ha
puesto de manifiesto con la caída de la convertibilidad. La reversión de dicho sistema de
relaciones es una empresa difícil pero de carácter estratégico, dado que, si bien los estados
provinciales son un mosaico de instituciones débiles, el peso conjunto de sus problemas parece
ser determinante para la frágil institucionalidad emergente en el tercer milenio. Encontrar un
modelo de relación nación/provincias beneficioso para los dos extremos es el desafío más
grande de la organización estatal.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
110
4.- En síntesis: es preciso definir un nuevo modelo de gestión estatal, desde sus funciones más
elementales hasta sus instrumentos de intervención, que le permita alcanzar al Estado el nivel
de autonomía óptimo para liderar un proyecto, consensuado e inclusivo, de crecimiento e
integración social, en el marco de un país en desarrollo. En este sentido, el instrumento tal vez
más necesario, junto con la necesaria renovación de la clase política, parecería ser la promoción
de una burocracia estable, abierta y profesional, que actuara a la manera de poder
compensatorio respecto de la dirigencia política y los grupos socioeconómicos. Así parece
recomendarlo nuestra propia experiencia. Si comparamos los procesos relevados en este
trabajo, considerándolos en perspectiva, es fácil concluir que la continuidad en el marco de las
políticas públicas y en el empleo de los instrumentos de gestión es un prerequisito para la
aplicación de cualquier alternativa estratégica.
La experiencia de los países desarrollados en la segunda mitad del siglo XX apunta
en el mismo sentido. Evans y Rauch han demostrado, estudiando 35 países entre 1979 y 1990,
que existe una correlación positiva entre la existencia de un servicio civil estable –asentado
sobre características weberianas, según los autores- y el crecimiento económico (Evans; Rauch;
1999). De hecho, todos los países desarrollados cuentan con una burocracia estable y no hay
ningún país subdesarrollado que la tenga (Longo; 2001). Sin embargo, no se trata de promover
una creación más o menos artificial sino de establecer la legitimidad de este cuerpo funcionarial
de forma coincidente con el reclamo universal, en la sociedad argentina, de renovación de la
clase dirigente. Desde este punto de vista, el compromiso de aplicar las normas y de sustentar
los sistemas por ellas establecidos significaría una manifestación no habitual de madurez
institucional.
En su conjunto, la superación de la inestabilidad característica del paso al tercer
milenio en América Latina, en general, y en la Argentina en particular, está vinculada con la
posibilidad de asegurar un ”mínimo institucional nec esario” (Prats i Catalá; 2001) para poder
desplegar una estrategia sustentable de desarrollo. Dentro de ese mínimo se encuentra la
construcción de una burocracia estable asentada en el sistema de mérito y con la suficiente
autonomía técnica para instrumentar la decisión política conforme al imperio de la ley y
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
111
reproduciendo un modelo sostenido de seguridad jurídica39. No se trata de sostener una ley sino
de establecer instituciones que sean capaces de sostener las leyes.
Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa
112
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Notas
1 Isuani; 1991: 16
2 Oyhanarte; 1970: 26
3 Genéricamente, podría decirse que en la tipología de Titmuss encajan como Estados de Bienestar de tipo liberal,
aunque en el caso de Nueva Zelanda, se estaría más cerca del tipo socialdemócrata; por su parte, los europeos
continentales son más bien de esta última clase en los países escandinavos y de corte corporativista en los países
latinos (Titmuss; 1981)
4 cfr. Pierre, Ana
5 Cfr. Labaqui, Ignacio.
6 Cfr. Diez de Tejada, Verónica
7 Cfr. Labaqui, Ignacio.
8 Explícitamente, estas orientaciones quedarían incorporadas a la UCRI en la Convención de Chascomús de 1960.
Pero la heterogeneidad del partido formado alrededor de Frondizi –intransigentes, unionistas, jóvenes, nacionalistas
y católicos- al cual el Presidente dejó de lado durante el período en el poder llevarían a una ruptura definitiva a
partir de 1963. De ella surgiría, en 1964, de nuevo el MIR y luego, para las elecciones de 1965, finalmente, el MID,
Movimiento de Integración y Desarrollo, totalmente independiente ya del viejo tronco radical; cfr. Labaqui,
Ignacio.
9 Prebisch; 1981: 47
10 La dependencia “no es más que la expresión política en la periferia del modo de producción capitalista cuanto
éste es llevado a la expansión internacional” (Cardoso; 1970)
11 Cardoso y Faletto; 1969: 25
12 Cfr. Labaqui Ignacio.
13 Los decretos son: 11.709/58; 3.754/59; 5.008/59; 9718/59; 10.115/59; 14.869/59; 16009/59; 423/60; 943/60;
944/69; 945/60; 6590/60; 10.357/60; 11.826/60. También la Ley N° 14.794.
14 A través de la Ley N° 17.878 se transfirieron alrededor de 700 escuelas a sólo tres provincias.
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15 El Informe Blandford puso el acento sobre el exceso de personal como un problema de la máxima importancia
parra la organización administrativa (Blandford; 1961).
16 La Ley N° 19.640 fue el régimen de promoción más desarrollado para la región Patagonia.
17 Resulta clave, en este sentido, el Discurso del Presidente Alfonsín en Parque Norte hacia fines de 1985.
18 Cfr. Prats i Catalá, Joan; 1998.
19 Cfr. Acuña, Carlos; 1994
20 Cfr. Bresser Pereira, Luiz; 1998
21 Cfr. Labaqui, Ignacio.
22 Sistema por el cual la remuneración de ciertos sectores de funcionarios queda ligada a la evolución salarial de
otros contingentes, v. gr., jueces con militares o a la inversa.
23 Las cifras, que corresponden al mes de julio de 1989, fueron proporcionadas por la ONIG.
24 Se refiere a la posibilidad que la actividad reguladora sea apropiada por la voluntad de los prestatarios del sector.
25 Cfr. Thury Cornejo, Valentín.
26 Cfr. Thury Cornejo, Valentín.
27 Esta expresión alberga al menos dos significados diferentes, con algunos elementos comunes. En su primera y
más antigua versión se refiere al concepto elaborado promovido por el autor alemán Carl Schmitt como refutación
del liberalismo y que sostenía que la propensión del orden político a ciertas formas de liderazgo centradas en el
caudillismo carismático tendía a fortalecer el estatismo. En su versión más actual, debe entenderse por
decisionismo “un modelo de decisión política fuert emente concentrado en la figura presidencial, un replanteo y
adecuación del régimen presidencialista en el contexto de la doble transición del autoritarismo a la democracia y
del estatismo económico al gobierno orientado hacia políticas de libre mercado, desregulación y activa inserción a
los ritmos impuestos por el proceso de globalización capitalista” (Leiras; 2002: 1). Como se ve, ha variado el
sentido entre una formulación y otra. Sin embargo, pueden notarse dos elementos comunes sumamente
característicos: importancia central de la decisión en lo político y “normalización” del estado de excepción (Leiras;
2002).
28 Las expresiones "publificación" o "publicitación" del Estado se refieren a la transferencia de actividades estatales
a organizaciones que componen el llamado sector público no estatal, conceptual y prácticamente diferente del
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sector privado, también genéricamente denominado "tercer sector". "Publificación" es el término utilizado por
Cunill Grau en un trabajo ya clásico de la literatura sobre el tema (Cunill Grau; .1992), mientras que
"publicitación" corresponde a la traducción del original portugués "publicizaçao"(Bresser Pereira; 1998)
29 Son aproximadamente los siguientes: 1) preferencia por alternativas de producción externa de bienes y servicios;
2) gestión participativa de programas y proyectos con los usuarios; 3) estímulo a la competencia interna y externa;
4) desregulación interna, simplificación organizacional y clarificación de misiones y funciones; 5) evaluación y
financiamiento por resultados; 6) usuario como cliente-consumidor; 7) creación de centros de resultados
financieros; 8) previsión estratégica de servicios; 9) descentralización y desconcentración; 10) atención a las
finalidades gubernamentales a través de la reestructuración del mercado.
30 “A los líderes de empresa los mueve el beneficio; a los líderes del gobierno los mueve el deseo de ser reelegidos”
(Osborne y Gaebler; 1994)
31 Sustituido luego por el Decreto N° 1184 del 20 de septiembre de 2001.
32 Reich se refiere a quienes identifican, manejan y resuelven problemas mediante la manipulación de símbolos
(economistas, técnicos, investigadores, juristas, etc.) (Reich; 1993).
33 Domínguez se refiere al grupo de técnicos/políticos que llevaron adelante programas de reforma económica.
(Domínguez; 1997)
34 Consultocracia o ‘gobierno de los consultores’ identifica al fenómeno según el cual personas –generalmente
perteneciente a organizaciones ad hoc- dotadas de un conocimiento técnico o científico (real o aparente) son
contratadas por el Estado o por Organismos de Crédito Multilaterales, para llevar adelante estudios, auditorías, o
evaluaciones, por un período generalmente corto y en forma onerosa. El término corresponde dado que su
presencia y actividad suele ser exigida como requisito previo por los organismos internacionales, pero, en general,
los resultados de su intervención no resultan vinculantes (Estévez; 2001).
35 Para la relación nación/provincias desde el punto de vista fiscal cfr. Pierre, Ana.
36 Apenas sobrepasa el 30% (Macón; 2001)
37 Cfr. Pierre, Ana.
38 Cfr., Labaqui, Ignacio.
39 “En los países donde las reglas de la ley están bien establecidas y el proceso de democratización tiene una base
sólida en la sociedad, el servicio público demuestra una estabilidad razonable que no depende de las previsiones de
la ley” dice Bresser Pereira (Bresser Pereira; 2001:5).