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Universidad Católica Argentina “Santa María de los Buenos Aires” Departamento de Investigación Institucional Área Política Proyecto: Estado, Sociedad y Cultura Democrática en la Reforma del Estado Argentino. Reforma y organización estatal en los '60 y los '90 Lic. Hugo Luis Dalbosco 2002

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Universidad Católica Argentina

“Santa María de los Buenos Aires”

Departamento de Investigación Institucional

Área Política

Proyecto: Estado, Sociedad y Cultura Democrática en la Reforma del Estado Argentino.

Reforma y organización estatal en los '60 y los '90

Lic. Hugo Luis Dalbosco

2002

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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ÍNDICE

REFORMA Y ORGANIZACIÓN ESTATAL EN LOS '60 Y LOS '90 ......................................................1

I. MARCO TEÓRICO .........................................................................................................3

INTRODUCCIÓN........................................................................................................................3 EL CASO ARGENTINO.................................................................................................................5 AUTONOMÍA Y CAPACIDAD DEL ESTADO .....................................................................................9

II. LOS PROCESOS DE REFORMA DEL ESTADO EN LOS '60 Y EN LOS '90 ...........14

A) Los años sesenta.................................................................................................................14 1.- LA ESTRATEGIA DESARROLLISTA .......................................................................................14 2.- LA CONFORMACIÓN DEL APARATO ESTATAL ........................................................................26

B) Los años noventa ................................................................................................................45 ANTECEDENTES ....................................................................................................................45 1.- LA ESTRATEGIA NEOLIBERAL .............................................................................................50 2.- LA NUEVA CONFORMACIÓN DEL APARATO ESTATAL .............................................................58

III. CONCLUSIONES .....................................................................................................103

Bibliografía ......................................................................................................................... 1112

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Proyecto: Estado, Sociedad y Cultura Democrática en la Reforma del Estado Argentino

Reforma y organización estatal en los '60 y los '90

I. Marco Teórico

Introducción

Los ejes del análisis parten del paradigma del Estado desarrollista de característica

keynesiana, en tensión con el concepto del Estado de Bienestar, por un lado, y con el

correspondiente al Estado post reforma en la modalidad emergente en la segunda mitad de los

noventa.

Desde el punto de vista histórico, el Estado de Bienestar y el Estado keynesiano no

coinciden. Incluso, los objetivos respaldan su concepción y montaje difieren notoriamente. El

Estado de Bienestar, en su primera versión bismarkiana, se proponía fomentar instituciones,

garantizar derechos y establecer prestaciones para contener y nacionalizar a la clase obrera,

morigerando así las diferencias introducidas por el capitalismo liberal nacional. Es decir,

fundamentalmente era una herramienta política con implicancias económicas (Isuani; 1991).

Por su parte, el Estado keynesiano desarrolla el camino inverso: es un instrumento económico,

destinado a superar el ciclo recesivo, cuya aplicación y desenvolvimiento tiene indudables

consecuencias políticas.

Sin perjuicio de ello, durante una buena porción del siglo XX ambos conceptos de

Estado coincidieron e interactuaron mutuamente en muchos países desarrollados y en vías de

desarrollo. Como dice Isuani:

“... el crecimiento del EB (Estado de Bienestar) fue potenciado por una etapa del desarrollo

económico (la keynesiana) que brindó las bases materiales para ello. Así, las instituciones del

EB y el EK (Estado keynesiano) produjeron la etapa más exitosa del capitalismo tanto en

materia de producción y productividad como en mejoría de las condiciones materiales de vida

de la población”1

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Esta coincidencia entró en crisis hacia los años setenta. Independientemente, se han

señalado las limitaciones del Estado de Bienestar. En efecto, la recreación de las relaciones

entre la política y la economía que han tenido lugar durante los noventa, configuran una

reacción originada en la falta de coordinación entre lo público y lo privado que significó el

desarrollo del Estado de Bienestar, al minimizar el papel del mercado como asignador de

recursos y extender y sobredimensionar el papel protector de los derechos por parte de la

institución estatal. De esta forma, aquello que sirvió para fortalecer el Estado en los años treinta

indujo su debilitamiento en los años setenta: la movilización de intereses organizados para

influir en las políticas públicas derivó en una suerte de neutralización mutua que trasladó al

interior del aparato estatal las tensiones existentes en la sociedad y, a la vez, derivó en una

enorme y definitiva crisis fiscal (Offe; 1990). Las estrategias que los Estados de Bienestar

desplegaron frente al cambio económico y social de los años setenta estuvieron ligadas tanto a

la tradición sobre la cual se construyeron como al margen de maniobra que les permitía la

situación económico-financiera respecto del sistema internacional. En general, los países

europeos continentales optaron por políticas relativas a la oferta laboral (absorción de la

demanda laboral excedente por parte del Estado en los países escandinavos o disminución

forzada de la oferta en los países latinos), mientras que los países anglosajones fueron más

rotundos en el intento de desmontar el Estado de Bienestar, especialmente mediante la

desregulación de los salarios y la flexibilización laboral (Esping-Andersen; 1996). Fuera de esa

órbita, el despliegue de las reformas a los sistemas benefactores tuvo características más

drásticas, como se ha registrado en general para el caso latinoamericano.

Por otra parte, también se produjo la superación del paradigma keynesiano, atacado

por diversos exponentes del pensamiento económico, particularmente por los monetaristas,

estos últimos, de gran importancia en los procesos de reforma del Estado de los años noventa.

El colapso de la coincidencia temporal entre uno y otro esquema facilitó los embates reformistas

hasta el punto de absorber las políticas así orientadas en el común denominador de la reducción

del aparato estatal como precondición del crecimiento económico.

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El caso argentino

El diseño del Estado argentino, hacia los años cincuenta, lo aproximaba al modelo

de Estado de Bienestar universalista, en el cual, la legislación social promovida por el

peronismo había institucionalizado un compromiso de protección social que abarcaba todas las

áreas de distribución del bienestar (Titmuss; 1981). La estructura estatal había sido preparada

para reemplazar al mercado como garante de los derechos sociales, extensivos de la ciudadanía,

desde las clases bajas hasta abarcar también las clases medias. Dicha “desmercantilización” –

entendida como la capacidad mediante la cual una persona y su familia pueden gozar de un

nivel de vida “digno” independientemente de su participación en el mercado- (Esping-

Andersen; 1993) tuvo en común con el Estado keynesiano, el requisito del pleno empleo,

activado, en este caso, por la necesidad de ampliar los niveles de consumo y del mercado

interno impuesto por el período de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata postguerra

(Isuani; Lo Vuolo; Tenti Fanfani; 1991). El Estado pudo realizar las inversiones y asumir los

costos que la declaración de derechos llevaba consigo y, si bien no sustituyó las otras

organizaciones tradicionales de la asistencia social, desde su construcción se convirtió en el

coordinador necesario de la política de bienestar, singularmente asentada en la amplia

movilidad social característica de la sociedad argentina. En pocas palabras, el Estado de

Bienestar creado y desarrollado durante los años cincuenta y sesenta era de clase media, a

medio camino entre el modelo corporativo y el socialdemócrata, aunque no sustentado por un

desarrollo industrial autosuficiente. Tal vez por todo ello no alcanzó a asentarse en forma

definitiva.

La concepción desarrollista, por su parte, supone la intervención del Estado para

promover y fomentar actividades que refuercen la creación de un capitalismo nacional de base

industrial y permitan su reproducción. La base keynesiana deriva de la necesidad de regular el

ciclo económico (Isuani; 1991) y el proceso de acumulación. Como ya se dijo, durante la

década del ‘50, en la Argentina, en cambio, la experiencia de intervención del Estado encarada

por el peronismo se había encaminado hacia el Estado de Bienestar, cuya lógica llevaba a

elevar el estándar de vida de la población en general, y de los trabajadores en particular,

mediante la creación y promoción de ciertas instituciones que tendían a generalizar la igualdad

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de oportunidades. Las particulares condiciones de la posguerra hicieron coincidir en el esquema

ciertas formas de industrialización sustitutiva. En los años ’60, la evaluación de la escasa

viabilidad de aquel sistema sin una acción definida en relación con el desarrollo de la

infraestructura y las fuentes de energía nacionales reprodujeron, en nuestro país, una

vinculación que ya se había experimentado en otras latitudes, y que dio lugar a un formidable

crecimiento del aparato estatal, matizado por una respuesta cambiante de la sociedad civil.

El Estado de Desarrollo asumió más definidamente su característica keynesiana,

aunque se extendió más allá de la mera resolución del ciclo económico, hacia una

transformación estructural de largo alcance. A pesar de plantearse un objetivo metaeconómico -

típicamente representado, entre otras vertientes, en las Encíclicas pontificias y el pensamiento

social de la Iglesia desde aquellos años como desarrollo integral-, el amplio alcance de la

noción del Estado lo habilitaba a emplear todos los medios lícitos para atacar, de forma

sostenida, los problemas acuciantes de la brecha entre naciones y dentro de los sectores de una

misma nación. El indudable carácter intervencionista, sin embargo, no obedecía a un patrón fijo,

aunque encontraba limitaciones en el concepto de subsidiariedad, el cual, sin embargo pudo ser

susceptible de distintas adaptaciones, al igual que la proyección de las facultades estatales de

asistencia y suplencia. El poder del Estado debía ser eficaz, según la plástica fórmula de

Oyhanarte, es decir, que la autoridad estatal debía reunir “la cantidad de poder socialmente

óptima para favorecer el establecimiento planificado de las estructuras en que se apoyará el

desarrollo integral” 2.

El solapamiento entre el Estado de Bienestar y el Estado de Desarrollo significó en

nuestro medio, al igual que en otras latitudes, la combinación de la política social del primero

con la macroeconomía keynesiana y el compromiso del pleno empleo (Therbon; 1989). Tal

triple confluencia resulta clave a la hora de considerar el fracaso, y el conflictivo desmontaje de

las estructuras propias de la desmercantilización en forma coincidente con el desguace del

Estado empresario y planificador.

En algunos países que encararon la reforma del Estado casi contemporáneamente –

como Gran Bretaña, Nueva Zelanda y Australia- la liquidación del Estado empresario precedió

al embate de variada intensidad contra el Estado de Bienestar, el cual, aunque con

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peculiaridades distintas, estaba en todos los casos muy desarrollado3. No fue así, en cambio, en

la mayoría de los países europeos continentales, en los cuales, si bien la reforma del Estado

conllevó privatizaciones y desregulaciones vinculadas con la actividad económica, las

estructuras del bienestar sólo se vieron afectadas en forma ocasional e indirecta

(Feingenbaum/Henig/Hamnett; 1999). En estos países, además, la supervivencia del Estado de

Bienestar parecería estar ligada a motivaciones metaeconómicas, especialmente vinculadas con

los valores y objetivos de las clases medias (Esping- Andersen; 1993).

En la Argentina, el proceso de reforma de los noventa atacó en forma conjunta

instituciones del Estado de Bienestar (jubilaciones, obras sociales, flexibilización laboral; etc.) y

del Estado de Desarrollo (empresas del Estado, subsidios, etc.) cambiando radicalmente la

modalidad keynesiana de empleo de algunas herramientas económicas (convertibilidad, etc.).

La reforma del Estado combinó en forma variada instrumentos dirigidos a los tres frentes, en la

mayoría de los casos, sin encontrar las resistencias que se habían previsto por parte de los

actores sociales afectados por las transformaciones. En buena medida, el proceso se explica por

poseer el carácter resolutivo de una crisis terminal. El agotamiento del sistema de relaciones

establecido desde los albores de la confluencia del modelo desarrollista con el Estado de

Bienestar iba más allá la capacidad de los actores sectoriales para preservar íntegramente los

mecanismos de su predominio particularista. En este sentido, Lo Vuolo, anota la complejidad de

la crisis cuando señala como estaba formado el Estado:

“En primer lugar, durante el desarrollo del EB argentino la mayoría de las fallas de mercado

fueron transferidas como funciones del Estado. En segundo lugar, alrededor de las instituciones

del EB fue creado un sistema de estructura de clases, donde amplios grupos fueron apartados

del proceso de mercantilización y los gastos públicos fueron capturados para fines

particularistas. En tercer lugar, la contradicción entre las funciones dualistas del Estado definió

tendencias intrínsecas hacia sus 'crisis fiscal'. En cuarto lugar, los gastos públicos no sólo

afectaron los balances macroeconómicos sino que también definieron la evolución de la

productividad en el sistema económico” (Lo Vuolo; Barbeito; 1998).

En este orden de ideas, parecía imposible encarar reformas parciales que tendieran a

preservar unas situaciones sobre otras, dada la mutua imbricación de los componentes. Los

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intentos de transformaciones de corte incrementalista ensayados con anterioridad resultaban

elocuentes por su fracaso.

La concepción que respaldó las reformas pro mercado de la década del noventa

partió de la experiencia parcialmente fracasada del desarrollismo y se encontró, además, con un

terreno favorable para reposicionar al Estado en sus roles clásicos. Conceptualmente significaba

una revalorización del mercado como principal y predominante asignador de recursos para cuya

restauración era necesario proceder a una severa transformación del aparato estatal. Era preciso,

para ello, acumular una cantidad importante de instrumentos de decisión que sirvieran al efecto

de recortar o disminuir la capacidad de decisión futura. El proceso aparecía inmerso en la teoría

y la práctica recomendadas por ciertas usinas de pensamiento nacionales e internacionales y

encontraba en la gestación de las políticas el apoyo proactivo y el financiamiento de organismos

multilaterales. Las fuentes eran diversas, pero existía una coincidencia básica en la necesidad de

aligerar el Estado y dotarlo de otros instrumentos de política. El resultado fue un cambio

cualitativo en el sistema de relaciones con la sociedad civil.

Las reformas del Estado de los años noventa no significaron lo mismo en todos los

casos. Muchos de los procesos originales aún no han concluido y todavía no se cuenta con las

evaluaciones de mayor perspectiva. Sin perjuicio de ello, es moneda corriente la afirmación

según la cual el caso argentino constituyó uno de los ejemplos más drásticos de reforma y, a

juzgar por los acontecimientos posteriores (diciembre de 2001), en donde se encuentran más

comprometidos los resultados.

Si bien la decadencia del aparato del Estado y la desproporción del

intervencionismo estatal en la Argentina empezó a sentirse poco después del retorno a la

democracia, aunque mucho antes de 1989, la reforma sólo fue asumida como salida de la crisis

hiperinflacionaria sin precedentes que explotó ese año. No se trataba sólo de la discusión

ideológica acerca del papel del Estado –la cual ocupó el centro de la escena en la transición del

gobierno de Alfonsín al de Menem-, sino también de la incapacidad instrumental para prestar

aquellos servicios elementales que usualmente no suelen estar cuestionados en los países más

desarrollados puesto que son considerados como “connaturales“ al Estado. La inadecuación de

las normas que regulaban el funcionamiento estatal y la incapacidad de establecer relaciones

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estables, emergentes de la centralidad institucional del Estado, fueron dilapidando el capital de

confianza sobre el que se asentaba la capacidad de obligar e introduciendo la anomia como

condición y efecto de las relaciones entre el Estado y los actores políticos, económicos y

sociales y entre el Gobierno, la Administración y los ciudadanos.

Autonomía y capacidad del Estado

En los sesenta tanto como en los noventa se produjeron procesos que centraron la

discusión en el Estado y su aptitud para liderar las políticas que dieran como resultado la

superación de las crisis y los problemas de crecimiento económico y de distribución del

producto social. En ambos casos, estuvieron en juego la autonomía estatal y la capacidad de

gestión pública. Se promovieron, asimismo, reformas en el aparato público que alcanzaron sus

principales componentes (relación Estado Federal/provincias4; servicio civil; servicios públicos;

gasto público; etc.) e, incluso, a pesar de las diferentes orientaciones, hubo coincidencias

históricas (v.g., privatizaciones, descentralización de servicios, etc.).

Por autonomía estatal debe entenderse la facultad del Estado de situarse por encima

de los grupos sociales. Desde este punto de vista se trata de establecer a través de la medida de

la relación recíproca entre el Estado y la sociedad civil el grado en que aquel puede formular y

perseguir las metas colectivas de forma tal que su accionar no refleje meramente las exigencias

o intereses de los grupos dominantes. Esta visión encaja perfectamente con la idea del Estado

promotor del bien común, cuya realización concreta se materializa en la medida que es capaz de

garantizar cierto piso mínimo de condiciones –ideales y materiales- que pueden ser alcanzadas

por todos los sectores sociales (justicia social).

Existe, pues, una injerencia concreta, aunque variable y gradual, del Estado en la

sociedad civil. En esta idea, como en la de Max Weber, la forma de organizar la dominación

legal es la burocracia. El desarrollo de la administración, tiene que ver con el despliegue del

poder como penetración en la sociedad civil y es útil para proporcionar una visión unificada con

los otros elementos del Estado (Mayntz; 1987).

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El concepto de capacidad de gestión pública, por su parte, supera la mera capacidad

del aparato estatal. Inicialmente se relacionaba a esta última con la autonomía del Estado, es

decir, con el posicionamiento del Estado por encima de los grupos, clases o actores sociales,

para el diseño de las políticas públicas. La capacidad del Estado suponía, predominantemente, la

posibilidad de que éste ejecutara por sí mismo esas políticas a través de la burocracia (Acuña;

Smith; 1996). Considerada globalmente, sin embargo, la capacidad de gestión pública se

extiende al control, directo o indirecto, que el Estado tiene sobre los recursos, a su papel

coordinador, con independencia de la prestación directa de servicios públicos.

La extensión del concepto a “capacidad de gestión pública” ubica la discusión en la

relación entre el Estado y la Sociedad para resolver en forma interactiva cuestiones

sensiblemente públicas. La relación entre autonomía y capacidad, sin embargo, se mantiene a

partir de un concepto que coloca a las instituciones como vehículos de relación mutua entre el

Estado y la sociedad civil. Mientras que la autonomía se refiere a la fijación de metas colectivas,

la capacidad tiene que ver con los modos a través de los cuales los actores estatales y los actores

sociales se involucran en su obtención. Se trata de una relación dinámica en la cual Estado y

Sociedad se vinculan a través de las “vías de acceso institucional”. Estas requieren la

permeabilidad del Estado y la capilaridad de la sociedad. En ambos sentidos se facilita la

formación de coaliciones que constituyen el respaldo social básico para la implementación de

las políticas.

El concepto de “autonomía enraizada” (Evans; 1996) permite sintetizar los

anteriores. Esta expresión reúne los requisitos de coherencia interna, producto de un desarrollo

institucional avanzado, especialmente referido al aparato burocrático, pero inserto en un

conjunto de relaciones concretas con los actores sociales. La autonomía enraizada plantea una

reconsideración del Estado y la burocracia estatal. Por un lado, la discusión sobre fallos del

mercado/fallos del Estado queda superada mediante una síntesis que reúne legitimidad y

eficacia. Pero, por otro lado, la necesidad de contar con un respaldo –es más, con un

compromiso social- obliga a ir más allá de la legitimidad substantiva o de origen que, durante

años, ocupó un espacio analítico preferencial en relación con las consecuencias de la

inestabilidad política en América Latina (Bañón/Carrillo; 1997). La administración busca

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también legitimarse por los rendimientos, por los procedimientos, es decir, a través del

ejercicio. Es condición necesaria pero no suficiente la captación de la legitimidad propia del

sistema político.

En forma consecuente, la “construcción de la capacidad de gestión pública” es,

simultáneamente, un procedimiento y una meta que deberían encontrarse comprendidos en el

alcance político de la reforma del Estado (o de la administración, cuando aquella resulta

asimilada a ésta). El análisis de la aplicación de las políticas de reforma debe contemplar en

primer lugar los resultados en términos de autonomía y capacidad de gestión pública y, muy en

segundo lugar, las cuestiones referidas al tamaño, volumen y nivel de los gastos.

Dentro de este marco, resulta útil distinguir los factores organizativos, de

procedimiento e intelectuales que determinan la modalidad de funcionamiento del Estado

(Skowronek; 1993). Los factores organizativos se refieren tanto al grado de concentración,

penetración y centralización de la autoridad, como a la especialización de las tareas

institucionales. Los de procedimiento, en cambio, se relacionan en la medida que contribuyen a

la eficacia estatal; en especial, se trata de aquellos que rigen el reclutamiento, organización,

escalafonamiento y remuneración de los agentes estatales. Los factores intelectuales, por su

parte, tienen que ver con la aptitud del Estado para atraer y retener individuos dotados de

habilidades gerenciales y técnicas. La reforma del Estado debe abarcar los tres aspectos en

forma conjunta, simultánea y flexible de tal modo que los objetivos y los resultados resulten

comparables y permitan adaptaciones. La consideración de la concepción estratégica del Estado,

la organización administrativa de aparato estatal y la configuración del servicio civil, que

comprenden esos tres factores, son los puntos centrales cuyo tratamiento en cada período

posibilitará la comparación que se abordará en las secciones siguientes.

En los procesos históricos de los años sesenta y los años noventa coincidieron los

actores políticos y sociales aunque en condiciones totalmente diferentes. Por un lado, la gran

asimetría instalada luego de la Revolución del ’55 -y que caracterizaría el mapa político hasta el

fin del Proceso de Reorganización Nacional- por la cual los militares se reservaban el papel de

Deus ex machina de las salidas electorales, terminó de transformarse en diciembre de 1990

junto con la resolución de la última asonada militar, encabezada por Seineldín. De ahí en más

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no sólo el actor militar perdió la condición de gran elector, que había tipificado sus incursiones

políticas hasta 1976, sino que se subordinó disciplinada y establemente al poder civil. Por su

parte, el poder sindical que sobrevivió la caída del peronismo y se fortaleció durante los sesenta

hasta el punto de condicionar el regreso de Perón y la gestión de gobierno del general y su

sucesora, perdió crecientemente desde el retorno de la democracia su capacidad de movilización

social, y fue paulatinamente compelido a un rol predominantemente sectorial. Como

consecuencia, la rama política del peronismo retomó el control del movimiento y los

sindicalistas afines fueron encolumnados e, incluso, sometidos a las condiciones desfavorables

de una política económica y social inspirada en ideas y modelos que se encontraban en las

antípodas del ideario gremial. Por su parte, los partidos políticos recobraron su papel de

instituciones centrales de la vida democrática en forma plena tal vez por primera vez desde la

caída del peronismo en 1955, pero se vieron afectados por procesos internos desgastantes, que

concluyeron en una crisis de representación política y en un distanciamiento de las bases cuyas

manifestaciones más virulentas se harían sentir en los primeros años del siglo XXI5. Asimismo,

la conformación de los grupos empresarios varió significativamente con la transformación de la

estructura económica, particularmente en el sector industrial. El creciente papel que había

tenido la CGE se diluyó desde mediados de los setenta; pero también la influencia de la UIA se

fue licuando a medida que se imponía la política industrial de los años noventa, basada en una

amplia apertura económica y en un intento parcial de integración regional. El fenómeno de la

trasnacionalización del sector empresario privado, cuyo pico más alto se registró en la segunda

mitad de esa década, trasladó la capacidad de presión hacia operadores ligados a grupos

empresarios y a gobiernos extranjeros, en primer lugar, y, en segundo término, hacia los grupos

empresarios privados argentinos cuyo porte, de por sí, resultó mucho más eficaz que la

organización sectorial en las instancias de negociación6.

El complejo de relaciones entre los actores sometidos a semejante mutación se vio

severamente afectado a medida que avanzaba su desarrollo. Sin perjuicio de ello, pareciera que

tanto el intento de reforma del Estado de los sesenta como el ensayado en los noventa coinciden

en otra característica: ninguno se completó efectivamente.

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En los puntos siguientes, entonces, se considerarán, las cuestiones estratégicas, es

decir, los objetivos trazados inicialmente; luego, las medidas tomadas para alcanzarlos,

particularmente en relación con la organización administrativa y el servicio civil.

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II.- Los procesos de reforma del Estado en los '60 y en los '90

La discusión sobre el Estado, constante en América Latina en general y en la

Argentina en particular, desde los años '50 estuvo siempre estrechamente vinculada con las

estrategias de desarrollo de los países de la región. Una vez concluido el período colonial, el

debate inmediato sobre el Estado discurrió sobre cuestiones fundacionales, de raigambre

predominantemente constitucional, especialmente en relación con los modelos institucionales

tenidos en cuenta para el diseño de los aparatos vernáculos. Las adaptaciones introducidas por

las respectivas élites, se establecieron sobre las complejas alianzas y las no menos complicadas

disputas internas emergentes de los procesos de emancipación, que culminaron en la segunda

mitad del siglo XIX.

En nuestro país, una vez consolidada la organización nacional hacia 1880, la

organización estatal siguió el ritmo del proceso modernizador, sobre la base de unca concepción

liberal del Estado aunque con un énfasis pragmático, derivado de la dinámica modernizadora

con la que se diseñaron y pusieron en marcha las nuevas instituciones. Aquel modelo, en

perspectiva histórica, tal vez sea el único que pueda ser denominado como tal, en el sentido de

una hegemonía intelectual y política sostenida por la sociedad y prolongada en el tiempo a

través de instituciones/reglas e instituciones/organizaciones que no fueron problematizadas por

la sociedad ni sometidas a continuas modificaciones por parte del Estado durante el largo

período de su vigencia.

La descripción de los procesos históricos de los sesenta y los noventa debe ser vista

desde la interacción entre los hechos, las ideas y las instituciones que caracterizan a cada

período. Sobre esta base, se establecerán posteriormente los términos de la comparación.

A) Los años sesenta

1.- La estrategia desarrollista

Sobre finales de la década del ’50 se produjo el arribo al poder de una nueva

generación de dirigentes políticos encabezados por Arturo Frondizi. Si bien se trataba de un

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político con amplia trayectoria en los años anteriores –aunque su experiencia abrevaba sólo en

el ámbito legislativo- la llegada de la UCRI al gobierno constituía un fenómeno nuevo desde

varios puntos de vista. En primer lugar, aunque sobre la base de una división más y más

profunda en el tiempo, era la primera oportunidad que una fracción del radicalismo surgido del

Programa de Avellaneda, acordado en 1944, tendría para aplicar un plexo ideológico que

significaba una ruptura con la orientación predominante en ese partido antes de la irrupción del

peronismo; en segundo lugar, la propia fragmentación había forzado a Frondizi a profundizar

alianzas conceptuales con sectores ajenos a la estructura partidaria parcialmente heredada y,

simultáneamente, proyectar nuevos dirigentes hacia los puestos de vanguardia7. Por otra parte,

el laboratorio político montado desde la Revolución de ’55 había anticipado una dificultad que

sería característica de los sesenta: era imposible conquistar el poder sin el peronismo, pero sería

imposible mantenerse en el poder con el peronismo (O’Donnell; 1972). Dos actores centrales

presentaban modalidades nuevas: las Fuerzas Armadas asumían un rol de decidida tutela hacia

una fórmula política excluyente en la cual el peronismo no tenía cabida; los sindicatos, surgidos

desde el Estado y fortalecidos por la política justicialista y la industrialización “débil” de la

postguerra jugarían, en adelante, un papel preponderante, combativo y tendencialmente

autónomo.

El frondizismo se ubicó en el centro de las transformaciones políticas, económicas e

institucionales de los años siguientes como un puente, parcialmente exitoso pero decididamente

inestable, tendido sobre el abismo abierto en la sociedad argentina por la Revolución del ’55. En

perspectiva histórica esta nueva experiencia política, recibió, recicló y proyectó algunos

procesos significativos de la segunda mitad del siglo XX: el fin de la Argentina agraria y la

definición de un perfil industrial, la incorporación del peronismo a la vida política y la

transformación del radicalismo histórico (Rouquié; 1975). Paulatinamente, el frondizismo

inicial –considerado como la resolución temporal de una disputa por el liderazgo el viejo partido

radical- fue derivando en el desarrollismo -un movimiento intelectual y un pensamiento político

que cortó transversalmente el mapa de las organizaciones partidarias y cívico militares durante

varias décadas-.

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Si bien Frondizi era un emergente del programa radical agiornado en 1945, su

postura había variado sustancialmente hacia finales de la década de los cincuenta. En efecto, en

aquel entonces como uno de los fundadores del Movimiento de Intransigencia y Renovación,

había redactado, junto a Moisés Lebensohn, los once puntos que componían las Bases de

Acción Política. En ellos estaba claro un sugestivo giro hacia posturas más bien socializantes,

destinadas a romper con las estructuras internas del unionismo radical tanto como a intentar un

salto cualitativo que pudiera ir más allá del peronismo recién surgido. Los puntos capitales de la

estrategia política centraban la orientación del movimiento en la construcción de una

democracia económica en la que los grandes potenciales de la economía nacional fueran puestos

“al servicio del pueblo”, la nacionalización de los servicios públicos y de los monopolios, la

democratización industrial –participación en la dirección y los beneficios de las industrias por

parte de los asalariados- y en una “reforma agraria inmediata y profunda”. A ello se agregaba,

como programa de política exterior, la defensa de la soberanía política, económica y espiritual

el país (Del Mazo; 1957).

El fracaso de los dirigentes radicales que idearon la alianza de la Unión

Democrática y la disciplina combativa de los jóvenes radicales opositores a Perón brindaron a

los intransigentes la oportunidad de obtener la conducción del partido y la posibilidad de

quedarse con el gobierno y los frutos de la Revolución del ’55. Sin embargo, como en 1916 la

llegada al gobierno pareció haberlos sorprendido con los objetivos cumplidos: las propuestas del

Programa de Avellaneda habían sido encauzadas por el justicialismo, para bien o para mal, de

forma aparentemente irreversible.

Aquello que pudo parecer una disputa por la conducción del partido escondió en el

caso de Frondizi una controversia doctrinaria que se ahondaría y se haría explícita durante el

paso de Frondizi por el gobierno. La plataforma que la UCRI sostenía en 1957 distaba del

lenguaje de las Bases de Acción Política del MIR. Ya era notoria, para los iniciados, la

influencia de Frigerio y la usina ideológica que se agrupaba en la revista Qué (sucedió en siete

días) aunque se trataba de mantener el equilibrio entre los distintos componentes del nuevo

movimiento. El programa frondizista de febrero de 1957 no aludía a una reforma agraria

inmediata y profunda sino a la transformación del uso económico y social de la producción

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agraria en beneficio de los productores y del desarrollo del país (Rouquié; 1975); evitaba

referencias a las nacionalizaciones de los servicios públicos y los monopolios, pero realizaba

una clara elección prioritaria a favor de la industrialización: era preciso fomentar la producción,

garantizar la seguridad jurídica de los inversores y la estabilidad de los empresarios. Más

explícitamente, Frondizi desplegó, ya antes de ser Presidente, la idea de la integración de la

estructura económica. Insistió, en la promoción de la industria en todos los niveles, incluso la

industria pesada, en el desarrollo de aquéllas ligadas a procesos estratégicos, como las industrias

químicas y las electrometalúrgicas y en la dinamización del mercado interno mediante la

elevación del nivel de vida, así como en la proyección del interior del país y la promoción de las

exportaciones hacia países limítrofes8.

A partir de la segunda mitad de los años cincuenta "el discurso relativo al desarrollo

fue como un universo en expansión" (Altamirano; 1998). El pensamiento y la acción de

Frondizi fueron el disparador de un debate que trascendería las propias intenciones del líder

intransigente y en cierto modo se independizaría de su suerte política para convertirse en un

curioso punto de coincidencia del complejo escenario político que se fue montando entre la

caída y el retorno de Perón. La apreciación de la situación de la Argentina de posguerra y de su

papel regional serán variaciones de la composición de lugar que Frondizi y Frigerio trazan en

1957. Por un lado, no dudaban en establecer las causas por las cuales la Argentina era un país

subdesarrollado: no podía financiar su crecimiento económico con el producto de su comercio

exterior y la industria nacional dependía de importaciones de todo tipo; circunstancias ambas

que recrudecían tanto por los profundos desequilibrios regionales como por la vigencia artificial

de los intereses que vinculaban las exportaciones agropecuarias y las importaciones de

manufacturas. Con esta caracterización el programa político obtuvo un enunciado sencillo: era

preciso una transformación económica y tecnológica que permitiera superar esa brecha de

dependencia y someter los intereses dominantes. Los medios económicos serían el

proteccionismo, la libre empresa y el capital extranjero. El papel del Estado en relación con esas

premisas, así como las propias premisas, matizaron la discusión de fondo hasta los años

noventa.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Frondizi y la UCRI en el poder profundizaron su alejamiento del viejo radicalismo y

la gestación de una doctrina y una estrategia inéditas que, paulatinamente, se identificaron como

el desarrollismo, incluso antes de la creación de un movimiento y un partido nuevos con esa

denominación. En este sentido, desde los tardíos cincuenta y durante los sesenta se reconoce el

surgimiento de diversas ideas y doctrinas político-económicas que se agrupan bajo ese rótulo.

La “teoría económica del desarrollo” experimentó un gran crecimiento merced a la

necesidad de explicar, y promover determinadas orientaciones respecto de, los fenómenos

característicos de la posguerra y la guerra fría: la descolonización, la irrupción del “tercer

mundo” y las pretensiones de industrialización, basadas en la experiencia del Plan Marshall,

ligadas a consignas de autonomía política. Las teorías económicas del desarrollo, aunque

heterogéneas, trasuntaron una concepción subyacente del Estado y si bien es posible que no

hayan captado “el factor estatal en toda su complejidad” (Petiteville; 1998), su difusión tuvo

influencia decisiva en el trazado de las estrategias económicas y en el diseño de las instituciones

estatales.

Aunque provenía de fuentes diversas, la teoría económica del desarrollo

predominante en el período bajo análisis, se articuló en torno a una concepción que atribuía al

Estado la responsabilidad de acelerar la modernización industrial como medio de lograr un

desarrollo económico y social sostenido. Las diferentes experiencias del conglomerado de

países del tercer mundo darían luego lugar a interpretaciones particulares en las que resaltarían

el etnocentrismo y el voluntarismo político de los economistas teóricos del desarrollo. Como

elementos comunes de las estrategias de desarrollo preconizadas, se destacaban: la acumulación

de capital basada en un sector dinámico, su proyección y ejecución a través de planes explícitos

e instituciones ad hoc en una suerte de metodología top-down de aplicación para toda la

sociedad, la conversión del excedente de mano de obra rural en mano de obra industrial y la

transferencia de tecnología desde los centros a la periferia. La consideración de los capitalistas

como impulsores que deciden el ritmo de acumulación y de desarrollo de la economía se

complementaba con una idea del Estado como actor proactivo (Rojo Duque; 1966). El

crecimiento de la economía dependía de esa feliz combinación, en la que inicialmente eran

perceptibles -clásicos y neoclásicos- de optimismo, vinculados con la posibilidad que el

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aumento del ritmo capitalista se tradujera en un incremento de la riqueza y esta se distribuyera

en forma proporcional hacia las capas sociales inferiores, permitiendo un proceso autosostenido

de desarrollo.

Para el caso particular de América Latina, constituyeron una referencia ineludible

los trabajos e investigaciones de la CEPAL (Bielschowsky; 1998). Montada sobre las

experiencias de industrialización que caracterizaron a la región desde fines de la segunda

guerra, a la vez que sobre la necesidad de elaborar un paradigma teórico suficiente para

enfrentar el fortalecimiento del liberalismo -alentado, a su vez, por el florecimiento del

comercio internacional-, la CEPAL -de la mano de Prebisch- desarrolló en esos años su propia

metodología de análisis. Dentro de ese conjunto conceptual se destacarían la didáctica del

contraste entre el comportamiento del “cent ro” y la “periferia” y la dinámica explicativa del

deterioro de los términos del intercambio (Prebisch; 1963).

El análisis de los distintos estándares de comportamiento del capitalismo de los

centros y el capitalismo periférico superaría el margen del enfoque economicista incluyendo

elementos sociológicos y políticos tendientes a explicar la realimentación perversa de un

sistema que combinaba dependencia y subdesarrollo. Para Prebisch la clave estaba en el carácter

imitativo del capitalismo periférico y en el pernicioso “efecto demostración” mediante el cual

los estratos superiores de la periferia copiaban acríticamente las pautas culturales y de consumo

de los centros pero en una estructura social con severas disparidades respecto de aquéllos. Esas

diferencias se irían acrecentando e induciendo cambios en la estructura del poder hasta hacerla

incompatible con el proceso de democratización e, incluso, exigir por la vía de la crisis, el uso

de la fuerza (Prebisch; 1981). Para evitar todo ello, el papel regulador del Estado, en la

experiencia latinoamericana, debía orientarse hacia el uso “…del excedente con racionalidad

colectiva sin concentrar la propiedad en sus manos” 9.

Por su parte, el deterioro de los precios de intercambio se asentaba en el incremento

de la oferta de productos primarios vía el aumento de la productividad, que no podía ser

absorbido por las condiciones de elasticidad de la demanda de esos bienes. De acuerdo con el

análisis de Prebisch, la tendencia al deterioro se veía agudizada por la vigencia de las leyes de

mercado, el cual no era capaz de encontrar un mecanismo de regulación automática. El estímulo

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a la sustitución de importaciones o la promoción subsidiada de exportaciones operaba como

factor desalentador de la expansión de la producción primaria, afectada por el deterioro relativo

de los precios. La economía orientada hacia la exportación de productos primarios transfería la

mejora de la productividad hacia fuera, al comparar los precios relativos con las manufacturas

importadas, en especial, teniendo en cuenta la escasa aplicación de las leyes del mercado en

condiciones equitativas entre los centros y la periferia. Por lo tanto, debía ser el Estado, a través

de instrumentos de política económica, el que debía reparar esa asimetría, mitigando el

deterioro de los términos del intercambio y promoviendo la transferencia de la mayor

productividad hacia dentro (Prebisch; 1981).

Por último, la preocupación por atenuar los efectos de la vulnerabilidad externa de

las economías periféricas comportaba, para la CEPAL, un refuerzo de la teoría de la

industrialización. El argumento se resolvía en una propuesta de proteccionismo, complementada

más tarde con una sostenida defensa de la necesidad de mejorar la performance del sector

primario exportador. Aunque la producción industrial fuera comparativamente menos eficiente

en la región que en los países centrales, siempre resultaba más rendidor aplicar los recursos a

expandir el sector secundario que a la agricultura. Pero como la brecha de industrialización

respecto de aquellos países se mantendría durante mucho tiempo –incluso reforzada por la

modalidad sustitutiva, que sólo alteraba la composición de las exportaciones- sería necesario

obtener el mayor rendimiento posible del sector dinámico del comercio exterior.

Como resulta elocuente, el papel del Estado en este proceso cobraba una

significación relevante. Difícilmente podía confiarse en un proceso de industrialización basado

en un comportamiento espontáneo, fundamentalmente debido a la “heteroge neidad estructural”

de las economías latinoamericanas que derivaba en una baja capacidad de ahorro y las exponía a

enfrentarse de forma permanente con tres “tendencias perversas”: el desequilibrio recurrente del

balance de pagos, la inflación y el desempleo. En particular, el desarrollo de los países

periféricos requería de un aparato estatal orientado hacia la planificación o programación

económica. Consecuentemente, la necesidad de tecnificar la gestión pública debía traer

aparejada, en la mayoría de los casos, la superación de los sistemas patrimonialistas propios de

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la región y, en buena medida, la creación de burocracias de estilo weberiano en forma

simultánea a la incorporación de metodologías comparativamente sofisticadas.

En el caso particular de la Argentina, las recomendaciones de la CEPAL se

debatieron en un contexto político totalmente desfavorable. Fueron expuestas por Prebisch en el

seno del gobierno de la revolución del ’55 pero vinculadas con las cuestiones coyunturales que

planteaba la crisis política causada por el desalojo del peronismo. La heterogeneidad de los

sectores políticos y económicos que confluían en el movimiento cívico-militar que derrocó a

Perón resultó altamente disfuncional. La propia intervención de Prebisch alentó la ambigüedad,

dado que, si bien venía respaldado por la reciente irrupción de la CEPAL en el ámbito

latinoamericano, sus propuestas concretas para contener la inflación tuvieron un corte

sesgadamente monetarista. Los sectores tradicionales desecharon el contenido cepaliano y los

sectores más próximos a la teoría de la industrialización rechazaron la propuesta del ajuste

clásico.

Por otra parte, la línea de pensamiento que más tarde se denominaría

“desarrollismo”, y que ya operaba alrededor de Frondizi, aunque de ntro de un amplio contexto

de coincidencias, se reservaba progresivas discrepancias con el pensamiento cepalino (Cuadro

I). En efecto, según la evaluación de Frondizi-Frigerio, la Argentina había desenvuelto una

estrategia sustitutiva durante el período justicialista, simultánea con la expansión del consumo a

las clases populares; pero el crecimiento del comercio no había conducido a la superación de la

crisis sino acentuado su manifestación. Era preciso proceder a la industrialización pesada,

efectuando y promoviendo inversiones en los sectores estratégicos y librando al Estado de la

gestión en aquellas áreas que pudieran ser razonablemente cubiertas por prestadores privados.

Frigerio descreía de la expansión del consumo y radicaba su discrepancia con la CEPAL en el

papel central que en su pensamiento económico otorgaba a la producción. La expansión

sustitutiva no brindaba automáticamente base alguna para un desarrollo de segunda fase que

pudiera extenderse hacia la industria pesada y las fuentes de energía (Vercesi; 1999). Al

contrario, la producción terminaría creando su propio mercado, de ahí el esfuerzo necesario en

materia de inversión e, incluso, el concurso táctico del capital extranjero para lograr esos fines.

Desde otro punto de vista, la complementariedad regional de los países de América Latina, que

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la CEPAL proponía como una forma de aumentar la eficiencia del sector primario, no era una

prioridad para el desarrollismo frigeriano, puesto que no permitiría salir de la estructura

exportadora de productos agrícolas e importadora de manufacturas industriales. Si resultaba

prioritario, en cambio, la integración de las distintas regiones del país. De acuerdo con esto, el

Estado debía ser el promotor de las inversiones, programarlas con énfasis predominantemente

en los sectores de la producción ligados a la industrialización básica y las fuentes de energía y,

también, coordinar el desembarco táctico del capital extranjero para acelerar el proceso y

rediseñar, así, el aparato administrativo de forma que permitiera, a la vez que elevar el

componente técnico burocrático, concentrarlo sobre la conducción de la nueva estrategia de

desarrollo.

Cuadro I: Principales diferencias entre el desarrollismo frondizista y la CEPAL

Tema Desarrollismo frondizista Postura de la CEPAL

Desarrollo industrial Énfasis en la industria pesada y el desarrollo de las fuentes de energía propias para lograr

el autoabastecimiento

Sustitución de importaciones basada en el proteccionismo

para superar el deterioro de los términos de intercambio

Reforma agraria No es necesaria para mejorar la eficiencia; en su lugar es preciso tecnificar al sector

primario

Necesaria para diversificar la producción y mejorar la

distribución de la riqueza

Exportaciones Subraya la importancia del mercado interno frente a las

exportaciones; el cierre de las importaciones para fomentar la

producción interna se complementaba con el llamado

al capital extranjero

Se trata de modernizar vía exportaciones fomentando el

comercio intrarregional y generar el ahorro interno para

la inversión reproductiva

Integración Prioriza el desarrollo nacional como un paso previo a cualquier alternativa de

integración regional

Enfatiza en el comercio intrarregional como punto de partida para la creación de un

espacio económico complementario

Fuente: elaboración propia.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Más tarde, otras visiones, aleccionadas por el fracaso del “optimismo ingenuo”

darían lugar a las tesis de la teoría de la dependencia, la cual, de algún modo reflejaría las

diferencias entre el planteo de la CEPAL y el desarrollismo vernáculo. A fines de la década del

sesenta, algunos autores ya trabajaban sobre una perspectiva que contemplaba la pérdida de

capacidad persuasiva del enfoque inicial de la CEPAL. El conocido trabajo de Cardoso y

Faletto, agregó a los esquemas ya asentados de países desarrollados/países subdesarrollados y

de países centrales/países periféricos, una interpretación que vinculaba el análisis sociológico

con el económico y permitía relacionar las condiciones de existencia del sistema económico y

del sistema político de cada país, tanto hacia dentro como hacia fuera. Dicho vínculo era

aportado por la noción de dependencia10. El primer par de conceptos –desarrollo/subdesarrollo-

se centraba en el grado de diferenciación de aparato productivo, pero dejaba de lado la

consideración del centro político del cual partían las decisiones. El conjunto centro/periferia,

por su parte contemplaba la relación de las economías subdesarrolladas con las desarrolladas en

el mercado mundial, pero marginando las consideraciones relativas a los factores políticos

presentes en las situaciones de dependencia. Dado que no se reconocía un vínculo “entre el

grado de diferenciación del sistema económico y la formación de centros autónomos de

decisión” 11, el análisis de la estructura económica de los países en desarrollo que se estaban

integrando a la economía mundial debía contemplar también los modos en los cuales se estaban

produciendo esos procesos de modernización (Cardoso y Faletto; 1969). Es decir, correspondía

una consideración de los factores políticos sociales internos –la conformación y actuación de los

grupos, instituciones y actores sociales- vinculada con la dinámica de los países centrales o

hegemónicos, lo cual para algunos críticos de la teoría de la dependencia planteaba el problema

del desarrollo nacional por encima de otras consideraciones teóricas (Weffort; 1970).

La tensión entre autonomía y dependencia, entonces, resultaría clave para

comprender los distintos procesos de desarrollo y para diferenciar el modo en que los países

industrializados –centrales- produjeron su desarrollo y la manera de incorporarse al mercado

mundial que han tenido las economías periféricas aunque lo hayan hecho tempranamente.

Aunque admitiendo la asociación común de industrialización con desarrollo, la inserción de

cada país en el proceso de modernización quedaba vinculada no a una disposición automática,

según la etapa desarrollo en que se encontrara el país –como indicaba la teoría del desarrollo-

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sino a las condiciones propias y a la actuación de las fuerzas, grupos e instituciones sociales de

aquel (Sunkel; Paz;1970).

Evidentemente, la empresa que debía encarar el desarrollismo frondizista en el

poder, al margen de las “condiciones objetivas” en las que se producía su acceso –la debilidad

de la fórmula política emergente de las primeras elecciones presidenciales desde la caída del

peronismo, obligada a participar en la primera ronda del “juego imposible” (O’Donnell; 1972) -

requería de un complejo y novedoso sistema de alianzas, que no parecía disponible, de una

conducción capaz de incrementar el grado de autonomía estatal frente a los grupos sociales y de

la construcción acelerada de capacidades técnicas que pudieran sostener la estrategia y sus

instrumentos antes de verse sometida a pruebas electorales decisivas12. Frondizi incorporó

elementos originales en el juego político: su principal asesor –Frigerio- era un disidente de la

izquierda, a cuyas propuestas se suman restos del viejo forjismo desencantado de Perón, ciertos

peronistas que migraban hacia la izquierda nacional, radicales tradicionales que siguiendo la

tradición del partido fueron donde iba el Comité Nacional, radicales intransigentes identificados

con uno de los redactores de la Declaración de Avellaneda, un buen número de jóvenes sin

militancia previa, impulsados por la efervescencia política posterior a la revolución del ’55,

impresionados por el liderazgo de Frondizi, y un considerable contingente de jóvenes

provenientes del catolicismo que se asomaron a la política como consecuencia del conflicto de

Perón con la Iglesia. Esta heterogeneidad le permitiría a Frondizi operar eficazmente algunas de

las maniobras más audaces de su plan de política económica, como la negociación de los

contratos petroleros, sin necesidad de hacer frente a una dura tarea de convencimiento interno

de sus cuadros, como era la regla en su partido de origen. Pero, sin embargo, en esa flexibilidad

encontraría también los principales obstáculos. La conformación del grupo, por sus

características, tendía tanto a la informalidad por su carencia de inserción previa en las

estructuras de la administración y su escaso manejo de las herramientas usuales, como a aislar al

Presidente del contacto con los correligionarios con más aptitud para el trabajo orgánico (Casas;

1973).

Si bien el gobierno de los “radicales intransigentes” –denominación que sería

reemplazada paulatinamente por la más genérica de “desarrollistas” - se inició con un plan de

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estabilización económica (García Heras; 2000), - el primero de una serie que caracterizaría a los

años sesenta-, de corte clásico en el que, sin embargo, se mantenían fuertes mecanismos

proteccionistas, la política decidida por el gobierno de Frondizi discurrió rápidamente hacia los

objetivos más ambiciosos del programa desarrollista. En efecto, la promoción de las inversiones

archivó la opinión que sobre el capital extranjero había caracterizado la prédica del Presidente

hasta poco tiempo antes de iniciada su relación con Frigerio. La denominada “batalla del

petróleo” comenzó con la firma de los contratos petroleros con compañías extranjeras poco

después de asumido el gobierno y produciría un aumento sostenido de la producción en el corto

lapso de su trayectoria. Pero esta política tuvo también un significativo carácter simbólico: sin

abandonar la concepción desarrollista –hasta entonces un conjunto difuso de ideas surgidas de

la confluencia más o menos espontánea, más o menos artificial, de distintas vertientes- las

decisiones relativas a la incorporación del capital extranjero en la cuestión petrolera, la solución

de los litigios con las empresas de electricidad y la nueva ley de inversiones extranjeras

transmitieron un enfoque afín a los deseos de los organismos internacionales de crédito y los

inversores externos. Las inversiones se extenderían, más tarde, al acero, la petroquímica y las

maquinarias pesadas (De Pablo; 1998).

Las bases del Estado desarrollista fueron trazadas por el frondizismo y se

proyectaron durante los veinte años posteriores, sirviendo de plataforma conceptual incluso en

los casos en que se desplegaran políticas contradictorias. Por ese motivo, se pone énfasis en el

planteo original que supone la irrupción de Frondizi, como paradigma de la concepción del

Estado que predominaría hasta entrados los años setenta. Muchas de las medidas tomadas por el

primer gobierno desarrollista fueron luego suprimidas y recicladas alternativamente por las

administraciones posteriores, incluso dentro de un mismo período presidencial, por funcionarios

que, sosteniendo idéntico discurso de fondo, promovieron caminos opuestos para alcanzar los

objetivos. Interesan los argumentos que dieron fundamento a las medidas y cuya lógica dio

lugar a reglas y organizaciones que se desplegaron durante la vigencia posterior del Estado

desarrollista.

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2.- La conformación del aparato estatal

Simultáneamente con una fuerte devaluación de la moneda, un aumento salarial del

60% y la apertura de la economía al capital extranjero, el gobierno de Frondizi encaró una

profunda reforma del aparato estatal. Considerado el "primer intento orgánico" (Bozzo/López;

1999) de transformación en la administración del Estado, el "Plan de racionalidad y

austeridad" consistió en un ajuste a fondo de las estructuras administrativas. Sin perjuicio de

ello, las modificaciones institucionales, de acuerdo con el nuevo concepto del papel del Estado,

dieron lugar a la aparición de nuevas organizaciones. Del mismo modo, convivieron las

primeras privatizaciones efectivas de la historia argentina con la aparición de nuevos consorcios

estatales, así como con el fortalecimiento de las empresas públicas surgidas en las décadas

anteriores como consecuencia de la diversificación energética y la evolución del pensamiento

estratégico, o de aquellas originadas en las nacionalizaciones de servicios producidas durante el

período justicialista.

Desde el punto de vista de la racionalización administrativa, las medidas tomadas

apuntaron a la reducción del personal, jubilaciones y retiros voluntarios, fijación de horarios

uniformes y distintas medidas de austeridad (reducción de automotores, etc.), inaugurando una

metodología que sería parte del paisaje reformista hasta el presente. En efecto, las decisiones en

ese caso fueron dispuestas por un conjunto de normas en forma de corte drástico y perentorio

cuyo control se asignó a un organismo ad hoc, el CEPRA –Comité Ejecutivo para la Reforma

Administrativa-, también habilitado para disponer excepciones. Como sucedió en muchas

ocasiones posteriormente, las medidas tuvieron un impacto inicial y, luego de sucesivas

excepciones, desaparecieron virtualmente, al igual que el organismo de control. Los intentos

sucesivos repitieron el esquema inicial, evolucionando hacia decretos "ómnibus", a veces de

necesidad y urgencia, que abundaron en el modelo original con la supresión de organismos, el

límite cuantitativo al crecimiento estructural y el congelamiento o supresión de las vacantes. El

organismo de contralor –un comité integrado por distintas dependencias-, facultado para

autorizar las excepciones, generalmente sucumbió una vez que el trámite de aquellas superaba

los parámetros aceptables. Tarde o temprano era reemplazado por otro similar, de previsible

evolución.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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La reorganización administrativa encarada por el gobierno de Frondizi se llevó a

cabo a través de un conjunto de decretos que desplegaron el “Plan de Racionalización y

Austeridad” . Como se anticipó, el contenido resumía el glosario básico de los planes de ajuste

ligados a la necesidad de reducir los gastos del Estado. Los objetivos concretos del plan, de

acuerdo con el Decreto N° 10.974/58, eran, sintéticamente, los siguientes:

a) reducción del gasto público de la administración central y de las empresas estatales para

contener la inflación vía la contención y eliminación del déficit fiscal;

b) racionalización administrativa, a través del mejoramiento de la organización de la

administración y la homogeneización de los procedimientos de forma de ganar en eficiencia

y economía en las prestaciones;

c) austeridad administrativa.

Las medidas se dividieron en dos etapas en relación con las necesidades inmediatas

del gobierno desarrollista. En la primera predominaron las vinculadas con la pretensión de

poner cierto orden en las cuestiones fiscales; en la segunda, se orientaron hacia cuestiones de

más largo alcance. Sin embargo, consideradas globalmente, las políticas se limitaron a la

contención de los gastos, a través de disposiciones de corte clásico: prohibición de compra de

bienes de uso e inmuebles, supresión de líneas telefónicas, restricción del uso de pasajes

oficiales; eliminación de estructuras (por ejemplo, las secretarías privadas), limitación del uso

de vehículos oficiales, etc.

En la primera etapa, la política respecto del personal tuvo inicialmente las mismas

características, aunque algunas medidas mostraron cierta preocupación por mejorar el

desempeño burocrático, especialmente a través de la capacitación de los agentes públicos. Sin

perjuicio de ello, el Plan de Racionalización y Austeridad tuvo como objetivo principal producir

una reducción importante del número de empleados públicos. Una batería de decretos estableció

el congelamiento de vacantes y la supresión de cargos, las jubilaciones anticipadas, los retiros

voluntarios, la redistribución de personal con un Servicio de Transferencia, el horario reducido

con rebaja del sueldo, etc.13.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Previamente, se promulgó el Escalafón de la Administración Nacional (Decreto N°

9530/58). Este ordenamiento reglamentaba el Decreto-Ley N° 6666/57 que establecía el

Estatuto del Personal Civil de la Administración Pública Nacional dictado por la revolución del

’55 para reemplazar el vigente durante el período peronista. El nuevo escalafón distribuía al

personal en “clases” y “grupos” correspondiendo cada concepto a una carrera vertical y otra

horizontal respectivamente. Las clases se ordenaban alfabéticamente comprendiendo los

conceptos de personal superior, jerarquizado, profesional, técnico-especializado, administrativo,

de maestranza-obrero y de servicios auxiliares. Los grupos se dividían en categorías en forma

decreciente con numeración romana de acuerdo con la importancia de las funciones que se

definían en cada caso. La promoción dentro de los grupos era automática cuando se cumplían

ciertas condiciones (evaluación, etc.) y la provisión de vacantes debía hacerse por concurso,

sistema en el cual predominaban las variantes cerradas (para el personal de la administración), y

ciertas restricciones relativas a los aspirantes de clases inferiores, según la categoría del grupo.

La normativa tardó en comenzar a aplicarse y siempre lo hizo en forma parcial, sometida a

continuos cambios que desnaturalizaron el escalafón, sobre todo por desactivar el sistema de

concursos con medidas de excepción que permitían designaciones transitorias directas, las

cuales, a los tres años de ejercicio facultaban al designado a competir por el puesto. Los

continuos relevos de los elencos gubernamentales, tan característicos del período contribuyeron

a consagrar la transitoriedad.

Idénticos objetivos de ordenamiento y austeridad tuvieron las medidas relativas a la

organización administrativa. El intento de adecuar las estructuras formales y sus dotaciones

humanas y materiales a los recursos financieros apeló al molde usual de congelar las estructuras

y unificar las jerarquías, comisionando al CEPRA para uniformar los diseños y establecer las

excepciones. En cada organismo debían funcionar comisiones de organización y métodos y el

ISAP (Instituto Superior de la Administración Pública) quedaba encargado de organizarlas y

coordinarlas (Decretos 10.975/58, 10.976/58 y 11.709/58).

En la segunda fase abundaron decisiones vinculadas al ordenamiento legal de la

Administración Pública, medidas generales de racionalización y estudios de base para el

rediseño del Estado. El tono dominante vinculaba el objetivo de la racionalización con

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herramientas más elaboradas que las utilizadas en los recortes previos: reorganización, revisión

de sistemas y procedimientos, mejora del servicio civil y formación del personal,

particularmente en los niveles gerenciales. A través del Decreto N° 2351/61 el Plan de

Racionalización y Austeridad se convirtió en el Plan de Racionalización Administrativa y el

ISAP retuvo la carga de la mayoría de las acciones de la reforma. Se crearon comisiones de

organización y métodos en varias reparticiones estatales y se asignó al Instituto la

responsabilidad en la formación de especialistas oficiales en el tema. El ISAP pasó a tener

injerencia directa en la creación y modificación de estructuras y en la medición de la carga de

trabajo para diseñar dotaciones óptimas. Los servicios de OyM adquirieron un desarrollo

importante durante los años sesenta a través de la intervención obligada en casi todo lo relativo

a funciones de apoyo en los organismos, ya fuera en cuestiones de personal como en las de

logística y funcionamiento.

Para esta época el Gobierno ya había gestionado con éxito dos nuevos créditos ante

el FMI. Por su conducto las medidas tomadas para el sector público volvieron a centrarse en la

contención de gastos, particularmente a través de la supresión y privatización de organismos y

en la descentralización de servicios hacia las provincias. Este nuevo respaldo revitalizó las

anteriores medidas de reducción de personal (Decretos 5.006/61; 6.295/61; 6.311/61; 8.533/61;

8.566/61; 8.567/61 y 11.177/61; 489/62; 496/62 y 2.071/62). Asimismo, se redobló el esfuerzo

para suprimir organismos: entre otras iniciativas, se tercerizó el servicio de imprentas

eliminando la mayoría de las que dependían de organismos estatales y se suprimieron varias

direcciones (entre ellas, la Dirección de Arquitectura y la Dirección Nacional de Construcciones

Portuarias y Vías Navegables). También tuvieron lugar las primeras transferencias parciales de

servicios sanitarios y educativos (Filmus; 1997) a las provincias14, así como funciones

vinculadas a la Dirección Nacional de Vialidad. En los servicios públicos sobresalió el proyecto

de reestructuración ferroviaria centrado en la reducción de ramales improductivos y la

concentración de talleres, así como el finalmente frustrado pasaje a la actividad privada del

transporte de pasajeros y de cargas.

El período desarrollista se abrió con Frondizi, pero no abarcó solamente su

gobierno. Desde la caída de Perón y hasta entrados los años '70 el desarrollismo fue una forma

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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de pensar común a personalidades y movimientos de distinto origen ideológico y diversa

composición social. Como se ha dicho más arriba, la temática del desarrollo inspiró a una

amplia franja intelectual (Altamirano; 1998); significó un corte transversal a los principales

partidos políticos que, sobre la base de una coincidencia fundamental en relación con el papel

del Estado, discreparon en torno a cuestiones de macroestrategia y micropolítica. En adelante,

sería común a varios elencos gubernamentales, civiles y militares, con algunas excepciones

temporales especialmente en la conducción económica, la convicción según la cual el desarrollo

económico podía ser acelerado por la vía de inversiones cuyo efecto multiplicador era

irreversible. El problema básico consistiría en determinar las prioridades, definir los sectores

clave cuya elección debía provenir de criterios basados en una investigación objetiva y

exhaustiva. Sería necesaria pues la creación de una “administración para el desarrollo ”,

concepto que se extendería por toda América Latina durante los años sesenta y setenta. Así

como resultaría esencial contar con un programa de desarrollo –proporcionado por la

planificación económico y social- sería preciso contar también con la suficiente capacidad

administrativa para efectuar las funciones crecientemente complejas del Estado. La

organización administrativa debía responder qué parte de la estructura administrativa estaría a

cargo de cada porción del programa de desarrollo, qué modalidad organizativa debía asumir

cada organismo de acuerdo con la tarea asignada y cómo y quién debía llevar adelante la

coordinación y dirección de cada proyecto (Louw; 1961). Muchos funcionarios que ocuparían

puestos de importancia en las décadas posteriores –hasta el gobierno de Menem, que incluyó

dos ministros de origen frondizista, y varios secretarios y subsecretarios- comenzaron su carrera

pública proyectados por el gobierno de Frondizi quien generó un impacto generacional al llevar

a los primeros planos de responsabilidad a profesionales muy jóvenes.

El programa de reforma administrativa tuvo éxito en relación con los objetivos

fiscales, pero no produjo una transformación profunda del aparato estatal y, además, no pudo

mantenerse en el tiempo más allá de la caída de Frondizi en 1962. Por un lado, se registró una

disminución del gasto público particularmente en relación con la inversión física (INAP; 1975),

sin que ello tuviera influencia decisiva en la reducción del déficit presupuestario. La

privatización, supresión o transferencia de organismos tuvo cierta repercusión respecto de

aquellos servicios cuya prestación resultaba una carga demasiado pesada para el Estado. En

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otros casos, sólo consistió en una medida fiscalista (v. gr., ferrocarriles), contradictoria, incluso,

con las pretensiones de promover el desarrollo de actividades productivas. Aparecieron, sin

embargo, otros organismos, fundados en una nueva racionalidad.

Lo mismo puede decirse respecto de la reducción del número de agentes públicos.

Como se ve en la serie que muestra el Cuadro II, la cantidad total de agentes disminuyó

severamente (cerca del 20%) a lo largo del período de Frondizi, aunque la tendencia se revirtió

en los años posteriores. Sin embargo, la mayor parte de la reducción se debió a la

racionalización ferroviaria y de las empresas del Estado (cerca del 60%) (INAP; 1975). No ha

sido posible disponer de otro indicador de impacto que la reducción genéricamente considerada,

es decir, sólo referida al aspecto cuantitativo, por lo cual no se ha podido medir su efecto en la

capacidad de la administración. En cambio, tal como ha quedado demostrado en las

experiencias más recientes, los retiros voluntarios, al resultar atractivos para el personal más

altamente capacitado y de mayor trayectoria –usualmente en el segmento del escalafón mejor

remunerado-, seguramente incidieron en forma sensible en el aspecto cualitativo. Por otra parte,

el personal de los servicios descentralizados a las provincias pasó a engrosar las

administraciones públicas locales, en las cuales, además, no funcionaron medidas de austeridad

y congelamiento de vacantes.

Entre 1960 1965 la administración central se redujo a un ritmo del 4% anual,

teniendo su pico en 1963 cuando alcanzó el 10%, aunque lo típico fueron las transferencias

entre sectores15. En cambio, la dinámica fue inversa en la administración descentralizada,

tendencia que se sostuvo prácticamente hasta los años 80, pero que, desde 1966 relegó a la

administración central al tercer lugar en número y tasa de crecimiento. Por su parte, el sector

descentralizado comenzó a reducirse por las transferencias a provincias, mientras que las

empresas del Estado mantuvieron una relativa oscilación de entre el 30% y el 40% de la

cantidad de agentes públicos por todo concepto (Bonifacio; 1985).

Las disposiciones sobre el empleo público partieron de una evaluación política de la

administración estatal basada en dos apreciaciones parciales: la constatación de la preexistencia

de una burocracia renuente, sobre la cual había operado decididamente el peronismo y la

carencia de equipos técnicos en la estructura del nuevo partido que no fueran identificables

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directamente con la rama radical tradicional. Para realizar las transformaciones que Frondizi se

había propuesto en el mero lapso de un período presidencial parecía poco soporte. Por ello, al

modo como lo harían los gobiernos posteriores, se decidió actuar en paralelo –lo cual dio lugar

a una consigna peyorativa de los opositores, el “paralelismo”, con la que se aludía a la dobl e

conducción de Frondizi, por la vía institucional, y de Frigerio, por el atajo de la informalidad-.

Desde este punto de vista, la racionalización también sirvió al desarrollo, aunque el criterio de

la eficiencia estuviera atravesado por componentes de conveniencia política (Zavala; 1963).

Sin embargo, la necesidad de crear una burocracia que pudiera desarrollar

capacidades técnicas figuraba dentro de las premisas tácitas del desarrollismo (Sikkink; 1993).

Apareció, por primera vez, un instituto dedicado a la formación de los funcionarios y empleados

públicos, el ISAP (Instituto Superior de la Administración Pública), y comenzaron a requerirse

ciertas habilidades para el ingreso a determinadas áreas de la administración. Incluso, se trató de

acercar las remuneraciones de la línea gerencial a los estándares de la actividad privada a través

de un régimen especial (Decreto N° 9252/60). Del mismo modo, en las empresas "estratégicas",

fue significativa la incorporación de personal de alta capacitación técnica. Por ejemplo, la

CNEA (Comisión Nacional de Energía Atómica), creada en este período, desarrolló el Servicio

de Asistencia Técnica a la Industria, destinado a capacitar a su personal y a transferir tecnología

a las industrias vinculadas a la actividad.

Desde otro punto de vista, las medidas del Plan de Racionalización Administrativa

contribuyeron a brindarle mayor funcionalidad a la burocracia estatal, puesto que impusieron la

práctica organizacional de recoger y organizar la información, así como impulsaron la creación

de estructuras de programación y sistematización de procedimientos. Por primera vez surgió

una Dirección General de la Administración Pública, ubicada en la Secretaría de Hacienda,

aunque la coordinación general de las medidas de reforma administrativa recayó sobre la

Secretaría Técnica de la Presidencia. Este carácter compartido entre la Presidencia, que

planteaba los objetivos y la política en materia de administración (organización, personal, etc.) y

el órgano hacendal (que, en definitiva, establecía las prioridades de acuerdo con criterios

fiscales) dio lugar a una tensión permanente hasta el presente, apenas modificada con la

creación de la Jefatura de Gabinete de Ministros por la reforma constitucional de 1994.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

33

La política encarada respecto de la administración pública fue incluida entre las

prioridades del Programa de Asistencia Técnica de las Naciones Unidas para 1960. Como

resultado del envío de un experto se produjo el Informe Blandford, el primero de carácter

integral sobre la problemática administrativa argentina (Blandford; 1961). El análisis efectuado

ponía el acento sobre el estado de la cuestión, las medidas tomadas por el Gobierno de entonces

y recomendaba asentar la política a seguir en los años sucesivos sobre los siguientes puntos: a)

la investigación sistemática de los problemas de la administración, su organización y sus

procedimientos; b) la formación de una conciencia que prestigiara la función pública; c) la

definición sobre las características deseables para el establecimiento de un servicio civil

profesional y d) el ordenamiento adecuado del aparato administrativo y su metodología de

trabajo (Rodríguez Arias; 1961).

En adelante, la modernización administrativa sería un objetivo omnipresente. Con

todo, la consideración de la administración pública como un factor estratégico del desarrollo

económico tuvo generalmente un mero efecto semántico. Precisamente, ese tipo de

supervivencia declarativa le esperaba a muchas de las medidas tomadas por el gobierno de

Frondizi. Los planes de estabilización monetaria promovidos por la creciente injerencia del FMI

reiterarían ad infinitum los presupuestos de la reducción de gastos, pero éstos, sobre todo en

materia de transferencia de personal al sector privado, se tornarían de aplicación virtualmente

imposible por la recesión económica. Las estructuras ministeriales se mantuvieron estables o

crecieron y los planes de reducción de la gestión administrativa no se continuaron aplicando. Se

frenó la descentralización educativa y de otros servicios y el CEPRA fue desactivado, aunque se

mantuvieron el congelamiento de vacantes y de sueldos de los agentes públicos. Pero, incluso, a

partir de 1965 el número de empleados públicos comenzó a aumentar (Cuadro II).

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Cuadro II: Volumen de empleo en APN total y por sector 1958-1985

Año Administración centralizada

Organismos descentralizados

Empresas del Estado

Total

1958 295.085 215.884 421.200 932.129

1959 296.050 225.113 440.976 962.139

1960 295.697 209.670 415.457 921.824

1961 283.616 212.394 408.193 904.203

1962 261.548 207.898 325.549 794.995

1963 234.472 221.528 302.754 758.754

1964 234.790 225.737 305.319 765.846

1965 240.237 234.980 326.776 801.993

1966 239.516 241.509 339.519 820.544

1967 238.935 244.093 333.950 816.978

1968 241.355 251.088 315.284 807.727

1969 233.058 265.019 306.323 804.400

1970 256.854 254.597 302.284 813.735

1971 278.017 246.313 303.031 827.361

1972 291.914 253.873 309.769 855.556

1973 286.363 271.613 342.848 900.824

1974 241.200 275.953 408.750 925.903

1975 252.800 305.884 429.551 988.235

1976 258.618 299.073 432.715 990.406

1977 266.534 229.742 389.360 885.636

1978 264.813 232.668 361.640 859.121

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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1979 248.367 232.681 347.811 828.859

1980 256.006 238.559 324.916 819.841

1981 256.314 237.795 307.947 802.056

1982 252.500 231.535 300.768 784.803

1983 268.699 240.162 312.269 821.130

1984 272.536 249.172 314.831 836.539

1985 276.050 263.431 304.930 844.411

Fuente: Bonifacio, José Alberto. El Empleo en la Administración Pública Nacional entre 1958 y 1985, Características Generales. INAP, Dirección General de Investigaciones, agosto de 1986

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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En esa época surgieron dos nuevos tipos de organismos públicos: los institutos de

promoción científica y tecnológica y los consejos sectoriales e interjurisdiccionales. La

administración de promoción científica y tecnológica, inicialmente complementaria, reconocía

algunos antecedentes en el período justicialista. Además de la CNEA, se crearon el INTA

(Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria) y el INTI (Instituto Nacional de Tecnología

Industrial), en el campo tecnológico, y el CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones

Científicas y Técnicas) en el científico. La necesidad de producir tecnología propia, además de

comprar y perfeccionar la foránea, coincidía con la convocatoria transitoria del capital

extranjero (Vercesi; 1999). Para lograr el propósito de desarrollar la propia tecnología era

preciso contar con una sólida base científica y establecer un circuito integrado de transferencia

de conocimientos aplicados hacia el sector productivo. Las empresas del Estado, entonces,

debían desarrollar sus propios laboratorios de investigación y desarrollo. En conjunto, la

administración del Estado comenzó a ser demandante de capacidad técnica y profesional en el

mercado argentino y a desarrollar mecanismos de capacitación formal e informal para el

personal. La transferencia de tecnología al sector productivo fue decisiva en la producción

agropecuaria y en las industrias vinculadas a ésta. En el terreno del desarrollo nuclear, luego de

una primera etapa de apertura del "paquete tecnológico" el organismo aseguraría su continuidad

sobre la base de una conciencia estratégica de simétrica proporción en el presupuesto nacional,

generando una suerte de mercado endógeno al amparo de la regulación oficial. En el ámbito

industrial la continuidad del modelo desarrollista no alentó la creación de tecnología propia al

proteger en forma excesiva sectores de creciente obsolescencia que privilegiaron la compra de

tecnología usada para el mercado interno antes que la competitividad externa.

Los consejos sectoriales e interjurisdiccionales respondían sobre todo a la idea de la

integración regional del espacio económico nacional. Según el diagnóstico de entonces, la

Argentina padecía graves disfuncionalidades originadas en la discontinuidad geográfica la cual

imponía desigualdades de diverso orden entre distintas partes de un mismo país. La necesidad

de promover las zonas deprimidas del vasto territorio argentino era una derivación lógica de la

idea del desarrollo nacional. Era preciso, a la vez, retener población por parte de las economías

regionales y unificar la estrategia de desarrollo con los requerimientos de la defensa nacional.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Los mecanismos, nuevamente, debían ser dispuestos por el Estado: aranceles preferenciales,

regímenes de promoción y la creación de polos de desarrollo regional. En el primer caso, resulta

significativo el énfasis puesto en la integración de la región patagónica mediante un régimen

preferencial que permitió la instalación de actividades y personas por debajo del paralelo 4016.

Más tarde, se generalizó el uso de las excepciones tributarias y los subsidios como forma de

evitar la creciente concentración industrial en el eje central del territorio, aunque pronto se

pondrían de manifiesto los primeros problemas de eficiencia económica.

El organismo consultivo más importante y duradero, aparecido en 1959, ha sido el

CFI (Consejo Federal de Inversiones). Fue concebido precisamente para realizar los estudios de

factibilidad de las inversiones, debatir su funcionalidad y proponer su ejecución a la autoridad

política. Se integró con representantes del primer nivel político de las provincias, las cuales

fueron adhiriendo a la ley convenio, aunque el Estado Federal demoró su incorporación. La

subordinación del CFI a la estrategia económica y fiscal de turno, más los crecientes problemas

políticos que debió enfrentar el gobierno desarrollista, fueron modificando la naturaleza de este

organismo hasta convertirlo primero en un equipo técnico de evaluación de proyectos, luego en

gestor de éstos y punto focal de los organismos internacionales de crédito y finalmente en un

ámbito de negociación y concertación de acuerdos entre el Estado Federal y las provincias.

Otros consejos consultivos sirvieron para acordar políticas sectoriales para ciertos ámbitos

regionales.

En cuanto a la organización administrativa, el primer período desarrollista inició una

tendencia que sería luego sostenida por los gobiernos posteriores hasta el presente: la

acumulación de funciones estratégicas en la Presidencia. Hasta promediada la década del

cuarenta, la Presidencia sólo había albergado los servicios de apoyo del Presidente, con algunas

funciones de tipo protocolar asignadas a la Secretaría General. Desde entonces, sin embargo, se

le confirió a su titular rango de Ministro y se llevaron a su dependencia algunos organismos y

funciones: la Subsecretaría de Informaciones y Prensa y la primera Secretaría de la historia

argentina, Trabajo y Previsión, creada el 27 de noviembre de 1943. Por necesidades políticas,

los gobiernos posteriores crearon o trasladaron algunos otros organismos en el área de

Presidencia, pero siempre con carácter transitorio, siendo de destacar el célebre Consejo

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Nacional de Postguerra, creado en 1945, y la importante Secretaría Técnica, que data de 1946.

La Constitución de 1949, sin embargo, al eliminar del texto constitucional el límite de ocho

Ministerios posibilitó la creación de nuevas carteras dejando en la dependencia presidencial otra

vez las unidades de apoyo, como la Casa Militar, y el área de informaciones y prensa,

totalmente nueva en el mapa organizativo estatal. Si bien entre 1949 y 1958 varias unidades

fueron y vinieron de Ministerios a secretarías de Presidencia (Asuntos Técnicos, Asuntos

Económicos, Asuntos Políticos, Defensa Nacional) y se crearon organismos descentralizados o

consultivos directamente bajo la dependencia del Presidente (Consejo Nacional de

Investigaciones Científicas y Técnicas; Comisión Nacional de Energía Atómica; Consejo

Económico-Social; Consejo de Gabinete; etc.), recién a partir del retorno a la limitación

constitucional del número de ministerios, la tendencia a ubicar organizaciones e incrementar las

funciones substantivas en el área presidencial se consolidó e incrementó en forma sostenida. La

primera de ellas fue la Secretaría de Relaciones Económico-Sociales, inicialmente

encomendada a Rogelio Frigerio (Bonifacio; 1994).

La evolución de los organismos de la presidencia entre los sesenta y los noventa se

presenta en el Cuadro III.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

39

Cuadro III: Organismos de la Presidencia de la Nación por períodos

Actividades específicas

Período Tradicionale

s

Asesoramient

o

Comunicació

n

Inteligenci

a

Promoció

n

Total

1955-58 5 5 1 1 2 14

1958-62 4 6 1 1 2 14

1963-66 4 3 1 1 2 11

1966-73 7 8 3 1 5 24

1973-76 5 5 5 1 3 19

1976-83 5 8 5 4 8 30

1983-89 4 5 2 1 12 24

1989-99 4 10 6 1 26 47

Fuente: Elaboración propia con base en Bonifacio y Salas (1985) y datos aportados por la Oficina Nacional de Innovación de Gestión (ONIG) dependiente de la Subsecretaría de la Gestión Pública de la Jefatura de Gabinete de Ministros. Los dos últimos períodos son muy dinámicos en la creación y supresión de organismos, no sólo en la Presidencia, por eso se ha tomando su la última versión antes del cambio de gobierno. La naturaleza jurídica de esos organismos varía –Ente Nacional de Turismo, Consejo para la Consolidación de la Democracia, Secretaría de Deportes, Comisiones varias, Instituto Nacional de Teatro, etc.- razón por la cual se los agrupa de acuerdo con sus funciones. En el período 1989-1999 deben sumarse seis entes reguladores cuya naturaleza no encaja en los conceptos del cuadro.

Por su parte, la Ley de Ministerios (N° 14.439), incorporó a su texto las Secretarías

Ministeriales –las primeras doce se repartirían entre las carteras de Economía, Defensa y Obras

y Servicios Públicos- inicialmente para desarrollar funciones substantivas, vinculadas con la

concepción del Estado desarrollista. Desde entonces, dichas organizaciones se multiplicaron,

tanto en el área presidencial como en la ministerial, convirtiéndose, en la opinión de algunos

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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administrativistas, en ministerios de segundo orden, ya que, si bien por estructura, funciones,

volumen y presupuesto suelen alcanzar un porte considerable –a veces superior al de algunas

carteras ministeriales - conservan una dependencia subordinada por carecer de la facultad

constitucional del refrendo (Marienhoff; 1988). Ha sido frecuente, también, la duplicación de

áreas entre la Presidencia y la administración ministerial. Por un lado, esta última ha conservado

las atribuciones de la Ley de Ministerios y la facultad del refrendo por ser el Ministro el titular

del área afín; por otro, la proximidad al Presidente, que ha sido el argumento clave en algunos

casos para decidir la ubicación del organismo, no ha resultado, sin embargo, más eficiente desde

el punto de vista administrativo.

Como ya se enunció, un campo en el cual el primero gobierno desarrollista resultó

innovador fue el de las privatizaciones. A pesar de no corresponder a la línea de pensamiento

dominante, el desarrollismo frondizista entendía que el Estado debía concentrarse en aquellas

actividades estratégicas y dejar de complicarse con la prestación directa de servicios cuya

cobertura pudiera ser razonablemente asumida por particulares como con la gestión de empresas

no vinculadas directamente con el programa de desarrollo. Por otra parte, debido a la necesidad

de apelar a economistas ortodoxos para tranquilizar el frente interno, la privatización de ciertas

áreas del Estado también aportaba un saludable efecto coyuntural. Así, se encaró la

privatización de la empresa Transportes de Buenos Aires (básicamente el servicio de colectivos

de la Ciudad de Buenos Aires, excluidas las líneas de subterráneos), y la de la mayoría de las

empresas del grupo DINIE (Dirección Nacional de Industrias del Estado) así como las empresas

de ómnibus de larga distancia, además de otros intentos que no llegarían a concretarse. También

se devolvieron las empresas no liquidadas del grupo Bemberg y se encargó nuevamente al

Jockey Club de la administración de los hipódromos nacionales de San Isidro y Palermo.

El mismo argumento, ligado a la eficiencia con la cual el Estado debía encarar sus

tareas y vinculado directamente con una táctica destinada al frente interno, se trasladó a la

cuestión agraria. Tanto la CEPAL como las otras corrientes desarrollistas latinoamericanas

enfatizaban en la reforma agraria como paso previo a la modernización de la estructura

económica. La cuestión había sido abordada en algunos países latinoamericanos y convertida en

una bandera de reivindicación política no ajena a la conversión del papel del Estado. Sin

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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embargo, a pesar del origen ideológico del frigerismo y de la simpatía con que algunos

intransigentes miraban la iniciativa, el frondizismo evitó la cuestión de la reforma agraria con

argumentos eficientistas, los cuales ya habían sido adelantados con la creación del INTA.

Finalmente, el desarrollismo primigenio introdujo una cuestión de gran importancia

durante los años sesenta y parte de los setenta: la planificación económica y social. Si bien los

planes quinquenales constituían un valioso antecedente, su estructura y alcance, así como la

abrupta finalización del régimen que les dio cabida, no resultaron suficientes para

institucionalizar la problemática. En efecto, no se habían planteado en profundidad el papel del

Estado ni aparecían sostenidos por una estrategia que conformara a la dinámica economicista

del desarrollismo. Por otra parte, habían partido de un supuesto distribucionista, de modo que,

en el mejor de los casos, el desarrollismo debía hacer un esfuerzo para suplir el salteo de etapas

en que el justicialismo había incurrido al proponer la industrialización liviana y la distribución.

A partir del primer desarrollismo, la planificación adquirió, paulatinamente, status

explícito de función del Estado. A lo largo de los años se fueron diferenciando dos modalidades

que incidieron en forma variable en la organización estatal. Por un lado, deben agruparse los

planes económicos que buscaban efectos inmediatos, como el Plan de Estabilización y

Desarrollo de 1958, mientras que, por otro, deben reunirse los intentos de planeamiento

socioeconómico más abarcativos e institucionalizados, cuyo hito inicial más importante fue la

creación del Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) en 1961 (Decreto N° 7290/61),

aunque su origen debe remontarse a la Ley de Ministerios de 1958. Parecen así cubrirse dos de

las definiciones sobre las que se explaya Friedman respecto de la planificación: los planes

desplegados en el ámbito de la política económica intentaron vincular el conocimiento científico

técnico con las acciones en el ámbito público, especialmente en el área económica y

administrativa. Los intentos más profundos, encabezados por el CONADE y seguidos por otros

organismos, desplazaron el interés del plan hacia procesos de orientación social. Por su parte,

las propuestas que avanzaban hacia un tipo de planificación radical se mantuvieron siempre

fuera del ámbito de acción de los gobiernos del período, con excepción, tal vez, del Plan Trienal

cuyas pretensiones y metodología, diferentes de las ensayadas con anterioridad y con

posterioridad, naufragaron en la turbulencia política de la época (Friedman; 1991).

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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A pesar de que se trataba de una fórmula destinada a sintetizar la estrategia inicial

del nuevo gobierno, el plan de estabilización anunciado en diciembre de 1958 fue lanzado como

un punto de inflexión en la trayectoria económica de la Argentina. Era preciso generar nuevas

fuentes de riqueza y, para ello, resultaba necesario, junto con una serie de medidas coyunturales

destinadas a la estabilización económica, instrumentar los mecanismos de políticas activas que

atrajeran ahorro externo en los sectores sustitutivos (Brodersohn; 1969). Por lo tanto, las

medidas de estímulo, privilegios, etc. instrumentadas a partir de ese plan sirvieron para inducir

el despegue de los sectores capital intensivos (Di Tella y Rodríguez Braun; 1990), mientras que

las medidas ortodoxas, como la privatización y la rigidez fiscal, encomendadas a luego a

Alsogaray y Alemann reforzarían el mercado para la competencia interna.

Por su parte, el CONADE recién fue materializado sobre el final del gobierno de

Illia y se extendió hasta la última etapa de la Revolución Argentina. Se trataba de un organismo

de planificación típico del período en los países en desarrollo. Si bien reconocía distintas

inspiraciones, en la región era singular la influencia de la CEPAL. Incluso, su origen se debió a

una recomendación hecha por la Alianza para el Progreso en la reunión de Punta del Este. Sin

perjuicio de aquella influencia, fue dotado al comienzo de cierto desarrollismo “empírico”

coincidente con el énfasis frigeriano en el desarrollo nacional previo al latinoamericano,

asumido luego en forma capilar por los militares que, desde 1962 en adelante influyeron en

forma decisiva en la política económica.

Los militares de la Revolución Argentina fueron quienes más avanzaron en la

institucionalización del planeamiento. A través de directivas oficiales establecieron como

objetivos del movimiento militar la modernización y el desarrollo integral del país y definieron

al planeamiento como un instrumento -indicativo para la actividad privada e imperativo para la

administración pública- cuya aplicación debía procurar aquellos objetivos. El gobierno de

Onganía creó el Sistema Nacional de Planeamiento y Acción para el Desarrollo a través de la

Ley N° 16.964, cuyo órgano ejecutivo era el CONADE. A su vez, la Ley de Defensa N° 16.970

–que, en buena medida, dio lugar a la doctrina de la seguridad nacional-, creó el Sistema

Nacional Planeamiento y Acción para la Seguridad, el cual se apoyaba explícitamente en un

organismo gemelo: el CONASE, Consejo Nacional de Seguridad. La confluencia de ambos

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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debía configurar una situación en la cual la nación estuviera “a cubierto de perturbaciones

sustanciales”, siendo el Estado el responsable de reproducirla a través de políticas explícitas. Se

intentaba así compatibilizar los objetivos de desarrollo y seguridad entendiendo que el

crecimiento industrial y el equilibrio económico regional e integrado del país eran condiciones

ineludibles para lograrlos. Más allá de los resultados reales obtenidos por la acción de estos

consejos –a los que más tarde se agregaría el CONACYT, Consejo Nacional de Ciencia y

Técnica, mediante la Ley N° 18.020- el interjuego de estas normas y de los decretos vinculados

con sus postulados principales, establecieron un marco institucional para el desempeño de las

funciones de planificación. El sistema de planeamiento estaba compuesto por diversos

organismos de índole nacional, regional y sectorial y establecía enlaces entre entes públicos y

privados. El CONADE, cuya finalidad era establecer las directrices básicas, era un organismo

colegiado formado por el Presidente y los ministros y secretarios, además de los representantes

de las FF.AA.. Su organismo ejecutivo era la Secretaría del CONADE, que dependía

directamente del Presidente. Por debajo de ella estaban las Oficinas Regionales del Desarrollo,

emplazadas con carácter permanente en las ocho regiones en las que se dividió el territorio

nacional (Metropolitana, Pampeana, Patagonia, Comahue, Cuyo, Centro, NOA, NEA), las

Juntas de Gobernadores de esas regiones y las Oficinas Sectoriales de Desarrollo que operaban

en el ámbito de los distintos ministerios, en relación con la programación de las políticas

nacionales.

El CONADE elaboró dos planes: el Plan Nacional de Desarrollo 1965-69 y el Plan

Nacional de Desarrollo y Seguridad 1971-75.

El primero, promovido por el gobierno de Illia, contenía un estado de situación y la

proyección evolutiva de la economía argentina entre 1950 y 1953, discriminado por sectores de

actividad. Sobre esa base establecía objetivos generales y proyecciones globales propiciando

una estrategia para mantener una tasa de crecimiento estable, pleno empleo, distribución

equitativa del ingreso y disminución gradual de la tasa de inflación Se apoyaba sobre el

rendimiento del sector agropecuario, apostando al superávit sostenido de la balanza comercial

para afrontar los compromisos externos, diversificar las exportaciones, hacer obras de

infraestructura y ocupar la capacidad instalada. Si bien el Plan fue meramente proyectivo, y

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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naufragó junto con el gobierno de Illia, constituyó el primer aporte de un organismo específico

de planificación, el cual, pudo retener y formar técnicos durante la etapa militar posterior, varios

de los cuales devendrían luego funcionarios de distintos gobiernos.

El Plan Nacional de Desarrollo y Seguridad 1971-75, tampoco llegó a aplicarse,

pero fue el producto del Sistema Nacional de Planeamiento que tuvo un principio de

funcionamiento en el arranque del gobierno de Onganía. Se trataba de un plan de largo plazo,

que combinaba las pretensiones de crecimiento sostenido de la economía con la creación de

polos de desarrollo, basados en una breve experiencia de regionalización. Resaltaban el

estímulo de las empresas nacionales alentando su concentración y la utilización de la inversión

pública para promover el crecimiento de la infraestructura.

Como en oportunidades anteriores, la suerte de las iniciativas de planificación

estuvo ligada a la de las empresas políticas que las promovieron. Así, el CONADE y el

CONASE fueron absorbidos, en 1971, por un organismo de la Presidencia de la Nación –la

Secretaría de Planeamiento y Acción de Gobierno-, cuyo objetivo implícito fue servir de enlace

para el nuevo gobierno que habría de asumir en 1973.

La experiencia planificadora registró dos intentos más: el Plan Trienal 1974-77 y el

Ministerio de Planeamiento entre 1978 y 1979. La concepción del Plan Trienal se desarrolló

durante los gobiernos del general Perón y de María Estela Martínez de Perón. Al igual que sus

predecesores, sumaría otro fracaso. Como diferencia respecto de aquellos, la metodología para

redactar el Plan significó un esfuerzo de participación sectorial, e incluso popular, que culminó

en la redacción de un voluminoso y poco operativo conjunto de propuestas. El organismo

coordinador, sin embargo, fue producto de una transformación estructural del antiguo

CONADE, el INPE –Instituto Nacional de la Planificación Económica-, dependiente del

Ministerio de Economía. Precisamente, en esa época el Ministerio de Economía adquirió el

volumen que, salvo brevísimas excepciones, conservaría hasta el presente, absorbiendo

prácticamente todas las funciones de programación y ejecución de la política socioeconómica y

de los cursos de acción sectoriales-.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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En aparente colisión con el área económica así configurada, el último gobierno

militar creó, en 1977, el Ministerio de Planeamiento mediante la Ley N° 21.431. Fue el punto

culminante para las funciones de planificación, en el doble sentido de haber llegado, por un

lado, a la más alta jerarquía organizacional y, por otro, a constituir el último de los intentos de

establecer un mecanismo institucionalizado de planeamiento sistemático y coordinado del

desarrollo. La influencia de la planificación francesa –que era notoria en su promotor, el general

Ramón Díaz Bessone-, se hizo notar tanto en la disposición organizativa del ministerio como en

las pretensiones de periodizar la actuación del gobierno militar mediante una secuencia de

objetivos que estaba lejos de llegar a ser consentida por las modalidades internas del sistema

establecido por las FF.AA. y sus aliados civiles, y por las condiciones internacionales que

confluyeron en los tempranos años ochenta. El Ministerio de Planeamiento fue eliminado junto

con el pase a retiro sucesivo de su fundador y su reemplazante, antes de que pudiera culminar la

redacción del Proyecto Nacional y de que estuvieran dadas las condiciones previstas para

“fundar la Segunda República”, objetivos explícitos que la Junta Militar había en comendado al

crearlo. En síntesis: los años setenta consagraron, implícita pero definitivamente hasta el

presente, un único organismo de planificación con posibilidades de ejecutar, para bien o para

mal, sus planes: el Ministerio de Economía. La denominación de una Secretaría o Subsecretaría,

generalmente ligada a la Presidencia, persistiría por un tiempo, desaparecería y reaparecería

según los gobiernos, pero la función de planificación fue realmente absorbida por el Ministerio

de Economía, orientada hacia el corto plazo y, con el tiempo, desacreditada conceptualmente

por el proceso de globalización.

B) Los años noventa

Antecedentes

El proceso abierto en 1983, resolvió en favor de la democracia el continente de las

transformaciones económicas y políticas. Los sucesivos gobiernos han utilizado la voz “reforma

del Estado” con distinto alcance y significado. Incluso, dentro de un mismo período y utilizando

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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una fórmula política unificada, la interpretación del contenido no siempre fue homogénea y, en

algunos casos, por lo menos fue contradictoria.

Los primeros años, entre 1983 y 1987, correspondieron a la transición entre el

gobierno militar y el surgido de las elecciones presidenciales del 30 de octubre de 1983. Este

lapso ha sido considerado, para los aspectos de la vida institucional, como un período de

asentamiento del orden democrático. Durante esta etapa, el Estado y la administración pública

conservaron la fisonomía y el comportamiento que caracterizaron los años anteriores, pero

comenzó a considerarse, de forma creciente, que la dimensión y el funcionamiento de ambos

eran una parte del problema cuando se planteaban las modificaciones en la estrategia político-

económica global.

Gran parte de la discusión conceptual que dio pié a las políticas emprendidas en los años

posteriores se formó en esta época. Heredó dos temas inaugurados durante el gobierno militar:

la inserción de la Argentina en el mundo y el tamaño del Estado. Los enfoques fueron variando

de contenido, desde una postura de gran compromiso con la intervención promotora y

fuertemente reguladora en la economía hacia el reconocimiento de una presencia selectiva,

armonizada con alternativas de privatización y reducción del déficit fiscal (Roulet; 1988).

Durante esta etapa, la política respecto de la administración en general pasó

fundamentalmente por una tentativa genérica de “democratización”. Se entendía por ella el

proceso paulatino de sometimiento del accionar de las oficinas a la coordinación de los

programas de gestión elaborados consensualmente por los gestores administrativos del

gobierno.

El plan democratizador de la administración se propuso acortar la distancia con la

sociedad civil brindando, por ejemplo, garantías frente al Estado (mecanismos de control,

responsabilidad y transparencia), estableciendo canales de participación social (acceso a la toma

de decisiones), favoreciendo la participación interna y proponiendo una redistribución del poder

burocrático (descentralización, etc.). Simultáneamente, sin embargo, se planteaba el

“apuntala miento de la presencia del Estado, en forma directa o delegada, en la vida social”

(INAP; 1985).

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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En esta línea –todavía coincidente con el pensamiento de la CEPAL (Gurrieri;

1987)- se estimaba necesario fortalecer el aparato estatal para enfrentar con éxito la crisis

económica, durante la cual era necesario contar con un poder central que mantuviera el control

social y estableciera una orientación superadora. Del mismo modo, la heterogeneidad

intrarregional e intraestructural del país exigían del Estado el desarrollo de una conducta

redistributiva que estuviera por encima del mero arbitraje, la cual no podría ser desenvuelta con

éxito si no resultaba capaz de resistir las presiones del contexto internacional. La fortaleza

institucional del Estado debía verse reflejada en su papel de planificador.

“... (la) capacidad planificadora se basa en tres factores principales: eficiencia

técnico-administrativa, capacidad política y poder económico financiero” (Gurrieri;

1987).

En el primer punto, se trataba de someter la eficiencia burocrática al concepto de

“eficacia social”, subordinando la primera a los objetivos de la acción estatal. La capacidad

política, en cambio, estaba ligada al vigor del orden democrático, mientras que el poder

económico financiero se vinculaba con la acumulación de capital.

Esta última alternativa se encontraba frente a serias restricciones: la primera, se

asociaba con el endeudamiento externo, en plena crisis durante esos años, de tal manera que

resultaba prácticamente encuadrante de todas las demás; la segunda limitación, estaba

caracterizada por la escasa disponibilidad de stock de capital físico, infraestructura y servicios;

y la tercera tenía que ver con los recursos humanos: la asignación de la fuerza laboral resultaba

inadecuada y presentaba serias deficiencias, particularmente derivadas de rigideces que

impedían el desarrollo de formas organizativas y productivas eficientes. Finalmente, la

mecánica de funcionamiento del Estado también resultaba disfuncional para aquel objetivo: la

estructura del aparato estatal estaba desarticulada y presentaba bajos niveles de productividad

que se transferían al resto del sistema.

No podía haber, entonces, estrategia de acumulación, ni los actores políticos

parecían acertados al proponer aquellas que provenían de su inspiración ideológica tradicional.

Pronto fueron de uso común en el debate dos términos que –aunque susceptibles de múltiples

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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significados- terminarían constituyendo los objetivos de la mayor parte de las políticas

planteadas respecto del aparato del Estado: modernización y crecimiento17.

En el ámbito subcontinental la estrategia de crecimiento basada en la sustitución de

exportaciones se desmoronó hacia comienzos de los años setenta. La Argentina no escapó a esa

crisis. En la mayoría de los casos, la situación política, caracterizada por una violencia creciente

y la irrupción de dictaduras militares, fue una coincidencia que contribuyó a acelerar el

descalabro del Estado desarrollista. Del mismo modo, la etapa iniciada en 1976 significó el

principio del fin del modelo ensayado en nuestro país desde fines de la década del ’50. En líneas

generales, la situación vigente encajaba en la caracterización, sintetizada por Prats i Catalá, de

integración sistémica entre “... el populismo político, el mercantilismo económico y la

dualización social” 18. El agotamiento de esta matriz política, pronto coincidió con otros dos

desafíos tanto en el subcontinente y en el país: el retorno a la legitimidad democrática y la crisis

de la deuda externa.

Durante la década de los ’80 la discusión sobre la estrategia económica presentó la

descomposición de las doctrinas que asignaban al Estado un papel dinámico y de promotor

primordial del crecimiento, tal como era común en la teoría económica del desarrollo. Por un

lado, habían comenzado a percibirse los primeros indicios de la globalización, cuyo certificado

de nacimiento sería extendido simbólicamente por la caída del muro de Berlín. Por otro lado, se

llevaban adelante las primeras experiencias de reformas drásticas en los países centrales,

particularmente en Gran Bretaña. El espacio intelectual vacante fue llenado por el pensamiento

económico liberal de raíz neoclásica, identificado desde entonces como neoliberalismo. Sus

ideas centrales pronto formaron parte de los programas de ajuste estructural y reforma

económica que, desde distintos ámbitos, se extendieron como receta universal para los países en

crisis.

En este contexto internacional y en el marco de una profunda crisis política interna

accedió al gobierno el Presidente Carlos Menem. En forma similar a lo ocurrido con Frondizi, el

movimiento que posibilitó el arribo al poder se hallaba sumergido en una profunda transición y,

también a la manera de su antecesor desarrollista, el nuevo líder del peronismo mutó

radicalmente los contenidos de la plataforma electoral al convertirlos en políticas de gobierno.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

49

Esa maniobra condujo a una transformación de la alianza social que lo sustentó inicialmente y, a

la postre, le permitió al menemismo repetir el período presidencial, reforma constitucional

mediante.

Carlos Menem, desde su puesto de gobernador de la Provincia de La Rioja propició

entendimientos con el radicalismo en el poder mientras buscaba simultáneamente posicionarse

para la carrera por la sucesión presidencial. En ese juego, se constituyó en uno de los referentes

de la renovación peronista, movimiento que pretendía liberar al partido de la tuición del aparato

gremial y su poder de movilización y volver a colocar en la conducción a la rama política. Su

presencia cobró importancia creciente para los líderes justicialistas provinciales, los cuales sin

perjuicio de coincidir tácticamente con la necesidad de reposicionar a la rama política no

compartían los objetivos ni la metodología de los renovadores, particularmente de los más

jóvenes. La doble característica de renovador del partido frente al ámbito nacional y de

referente de las tradiciones justicialistas en los ámbitos provinciales, más una inteligente y

pertinaz campaña de contacto personal con los electores internos lo catapultó -inesperadamente

para el partido oficialista y para los renovadores peronistas- a la candidatura presidencial.

La crítica situación económica del segundo semestre del año ’88 llevó al gobierno

radical a proponer el Plan Primavera, una salida de emergencia que debía permitir recuperar la

economía en la ruta del Plan Austral de 1985 y, con ella, la iniciativa política. En esa

inteligencia decidió la realización de las elecciones con siete meses de anticipación al traspaso

del mando, con la esperanza de cosechar los votos positivos de una hipotética recuperación

económica, particularmente frente a las propuestas populistas del candidato opositor. Sin

embargo, la economía entró en hiperinflación. Otros acontecimientos (La Tablada; conatos

carapintadas; etc.) complicaron de tal manera a la conducción radical que el Gobierno llegó a la

fecha de las elecciones en el marco de una tensa situación social. El triunfo de Menem, además,

dejó al Presidente Alfonsín en un a situación de tal debilidad que debió “resignar” el poder y,

tras un precario acuerdo de gobernabilidad establecido en el Congreso, adelantar en casi seis

meses la entrega del mando.

Los primeros movimientos de Carlos Menem como Presidente electo y en ejercicio

resultaron desconcertantes para todos. Siguiendo la tradición peronista propuso como Ministro

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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de Economía a un empresario pero cuya trayectoria y representatividad lo situaba en las

antípodas del movimiento. Anunció simultáneamente privatizaciones y desregulación y se

dispuso a ejecutarlas incorporando una buena cantidad de extrapartidarios –tanto gente sin

partido como proveniente de otros partidos- a los elencos de gobierno. Tras poco más de un año

en el que combinó éxitos y fracasos parciales, el arribo al Ministerio de Economía de Domingo

Cavallo completó el giro copernicano del peronismo en el poder. La aplicación exitosa del Plan

de Convertibilidad y de la reforma del Estado fueron el sustento de la estrategia que posibilitó

forzar la reforma constitucional de 1994 cuyo resultado le otorgó a Menem cuatro años y medio

más de gobierno dando lugar así al período presidencial continuado más largo de la historia

argentina. Como en el caso de Frondizi, Menem logró instalar una forma de pensar que, más

allá de quien fuera su ejecutor ocasional, resultaría difícil de discutir por sus adversarios. El

“modelo” en sí mismo no fue cuestionado en sus bases conceptuales sino por críticos

individuales relativamente neutralizados por los resultados del Plan hasta la reelección de 1995.

Incluso, las críticas posteriores se explayaron sobre algunos resultados parciales o sobre las

prácticas corruptas.

La sociedad política entre Menem y Cavallo, aunque inestable, tuvo aciertos

sostenidos hasta la crisis del tequila y la reelección. La ruptura entre ambos coincidió con la

decadencia y problematización creciente del “modelo”, agravada por las pretensiones

reeleccionistas de Menem. Sin perjuicio de ello, en varias oportunidades Cavallo aludió al

contenido neoliberal de su programa de reformas y Menem sostuvo, inicialmente, que su

objetivo era instalar una “economía popular de mercado”. La incorporación de cuadros

provenientes del partido liberal –la Ucedé- tercera fuerza entre 1987 y 1993- y de reconocidos

intelectuales de esa extracción, particularmente en el área económica, no permiten dudar de la

orientación predominante de las reformas propiciadas por el menemismo.

1.- La estrategia neoliberal

Sin perjuicio de lo dicho en el párrafo anterior, la denominación resulta tan

polémica como difícil definir el alcance del concepto de neoliberalismo. A menudo los

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contenidos asignados son discutidos por los propios sujetos de atribución desde posturas

enfrentadas (Williamson; 1994). En efecto, en buena medida las reformas pro mercado

encaradas desde los tempranos noventa en la Argentina –y en otros países del tercer mundo,

especialmente en América Latina- no provienen exclusiva ni principalmente de un espectro

ideológico tan definido e identificable como sugiere la etiqueta. Tampoco bajo esta

caracterización se encuentra un significado unívoco del neoliberalismo en la literatura. Por

cierto, no parecería ser un concepto cerrado ni, mucho menos, una serie de operaciones de

política económica y reforma estatal concluidas y coherentes.

Desde el punto de vista doctrinario, la crítica iniciada en los años ’70 a las distintas

versiones de las doctrinas desarrollistas encontró un terreno fértil durante el estancamiento y las

crisis de los años ochenta. Las contribuciones teóricas y el desarrollo de algunas herramientas

económicas propiciadas por los neoclásicos además de sustentar el fundamento de los ataques al

estructuralismo y a la teoría de la dependencia, por ejemplo, fueron incorporadas a los

contenidos de los planes de ajuste estructural de los organismos internacionales (Haggard;

Kaufman; 1995). El fundamento neoclásico como motivador de nuevas críticas asumidas por

los portavoces de las antiguas posturas liberales habría dado lugar a expresión “neoliberalismo”

y a la caracterización de las recetas preconizadas por los economistas de aquellas entidades

(Prats i Catalá; 1998).

Sin perjuicio de ello, la expresión “neoliberal” se aplica a reformas que no

provienen de un único plexo ideológico, incluso, como en el caso argentino, a procesos en los

cuales el pragmatismo ha predominado por sobre las consignas doctrinarias (Bresser Pereira;

2001). El elemento común a las reformas así caracterizadas podría identificarse como la

orientación hacia el mercado, registrando extremos diferentes ya sea por la intensidad de la

aplicación como por la combinación de estrategias pro mercado con otro tipo de medidas. El

ejemplo de un extremo considerado como más liberal, es el caso de Nueva Zelanda, a pesar que

el Partido Laborista, iniciador de las reformas, reconocía una fuerte inspiración

socialdemócrata. La línea trazada enfatizó en las cuestiones de reducción del tamaño del Estado

(downzising) y de la intervención de éste en la economía, hasta el punto que prácticamente ya

no cuenta con un servicio civil de corte clásico y varios principios del mercado componen el

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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catálogo orientador de la gestión de las agencias públicas (Feigenbaum; Henig; Hamnett; 1999).

Por su parte, la reforma neoliberal en Brasil, según Bresser Pereira, tuvo un perfil más

socialdemócrata dado el menor énfasis en las privatizaciones y mayor en las alternativas de

tercerización de servicios y funciones hacia ONG’s (publificación) además del resguardo de las

capacidades técnicas del servicio civil diferenciado y reconocido (Bresser Pereira; 2001). Por su

parte, las medidas tomadas por la dupla Menem/Cavallo en el caso argentino fueron

caracterizadas como una “revolución neoliberal del modelo de acumulación y la estructura de

las relaciones sociales en la Argentina” 19 cuyo resultado es la instalación de un tipo de

democracia “fragmentaria” en la cual gobernabilidad residiría en la capacidad de sostener ad

infinitum el modelo de exclusión (Acuña; 1994).

La situación económica argentina a fines de los ochenta era por demás crítica.

Concluía la llamada "década perdida" sin que se hubieran logrado ninguno de los objetivos

económicos que el retorno a la democracia había planteado. En efecto, la crisis de la deuda, el

déficit fiscal, la inflación estructural, la caída del producto y de la inversión, habían encorsetado

la economía argentina y puesto en peligro la precaria estabilidad institucional lograda por el

gobierno de Alfonsín, quien no alcanzó a terminar su mandato, abatido por un brote

hiperinflacionario sin precedentes, entre otras causas.

En este contexto, comenzaron a ser habituales, en la literatura y en la preocupación

de intelectuales y políticos, los análisis centrados en la “gobernabilidad”. Con esta expresión se

suele aludir a la capacidad del gobierno para conducir a la sociedad ofreciendo las prestaciones

elementales de orden y estabilidad y garantizando el conjunto de condiciones a partir de las

cuales aquélla puede obtener un óptimo circunstanciado de bienestar general y de calidad en la

gestión de los servicios. La ingobernabilidad, recíprocamente, significa que no son logrados los

estándares mínimos que posibilitan el orden y la estabilidad, y, por lo tanto, resulta lejana la

realización temporal del bienestar social y es incierta la expectativa general relativa al

mantenimiento de la calidad de vida.

La acumulación de competencias propias del Estado de Desarrollo, con todo el

crecimiento del aparato administrativo y la multiplicación y variedad de organismos y

funciones, etc. han quedado ligados, en la experiencia de varios países, al concepto de

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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ingobernabilidad. Así parecen sugerirlo algunas conceptualizaciones sobre el alcance de este

fenómeno.

En efecto, por ingobernabilidad suelen entenderse tres grupos de fenómenos (Bobbio;

Mateucci; Pasquino; 1991):

1) el cuello de botella que la multiplicación de demandas sociales provoca en la

capacidad de respuesta de los gobiernos y que opera disfuncionalmente sobre la

capacidad del servicio público (ingobernabilidad por sobrecarga);

2) la crónica insuficiente recaudación tributaria para solventar el aumento incesante

del gasto público (ingobernabilidad por crisis fiscal);

3) la crisis de la gestión de gobierno y el deterioro de las alianzas sociales que lo

sostienen (ingobernabilidad por crisis de racionalidad).

Estas tres disfunciones, juntas o separadas, fueron típicas de los países latinoamericanos

durante varias décadas. Hacia mediados de los 80, la ingobernabilidad era acumulativa y estaba

manifiestamente agravada por la crisis del endeudamiento externo. Simultáneamente, durante la

misma década, en la mayoría de los países se produjo el retorno a la plena vigencia de las

instituciones democráticas, con el consiguiente reacomodamiento de los actores sociales y el

replanteo de las demandas.

Esta suerte de ingobernabilidad estructural también es susceptible de una lectura

enfocada en sus aspectos organizacionales. Frecuentemente, la multiplicación de las demandas

sociales y políticas exige para su enfrentamiento distintos tipos de organización que la rigidez

del modelo burocrático no está en condiciones de proveer. Esta situación se agrava si el sistema

político no proporciona la renovación dirigencial suficientemente eficaz y consolida estilos y

modalidades de relaciones entre la élite y la sociedad que inhibe el desencadenamiento de una

masa crítica innovadora. Finalmente, la “explosión de la complejidad” se traduce en la distancia

entre el aumento constante de los deberes del Estado, que induce su crecimiento organizacional,

y la disponibilidad de “recursos gerenciales” capacitados para enfrentar creativam ente el desafío

(Guerrero Orozco, Omar; 1995)

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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En el período que nos ocupa, el marco regional presentaba, en casi todos los países,

un panorama similar. La crisis del endeudamiento externo jugaba un papel principal en este

sentido. Desde distintos puntos de vista se consideraba a la crisis de orden fiscal como

englobante de aquella, de la cual era su manifestación pero no su causa. El discurso habitual del

liberalismo ortodoxo, creciente incluso en términos de representación partidaria y participación

política, atribuía al tamaño del aparato estatal el disparador de la decadencia sostenida del

modelo económico. Otros enfoques lo centraban en la captura corporativa y en la ineficiencia de

la administración del Estado. El proceso, sin embargo, fue similar en casi todo el ámbito

latinoamericano y se caracterizó por la pérdida de la autonomía financiera y la creciente

parálisis que, a la manera de los círculos viciosos, sólo aumentaba la necesidad de

financiamiento. Bresser Pereira sintetizó gráficamente el resultado:

“el Estado, de agente de desarrollo, se transformaba en su obstáculo” 20

Justamente, se trataba del final de un paradigma que, además de la crisis fiscal,

comportaba, según este autor, el agotamiento de las formas de la intervención estatal y la

insuficiencia de la modalidad burocrática de administrar el Estado.

Desde distintos sectores de la sociedad crecía una prédica antiestatista ampliamente

difundida y coherente contra la cual no parecía haber defensas intelectuales. El nudo de la

cuestión era la omnipotencia del Estado que a la vez que impedía crecer a la sociedad con un

exceso regulatorio le imponía la pesada carga de su déficit. A la luz de las experiencias

cercanas, como la economía chilena, las reformas en pleno auge encaradas por algunos

gobiernos europeos –especialmente el de Margaret Thatcher en Gran Bretaña-, los casos del

sudeste asiático y Nueva Zelanda, singularmente todos los modelos exitosos se explicaban en

términos de desregulación, privatización, tercerización, reforma (ajuste) del aparato estatal, etc.

De forma mucho más explícita que en el caso del desarrollismo, el sustento

intelectual de las reformas encontraba respaldo en usinas de pensamiento del exterior y

nacionales. Coincidente, aunque más intensa que en la experiencia de los años cincuenta, fue la

presión de los organismos internacionales de crédito. Fue su ayuda condicionada la que impulsó

la adopción de las reformas, de tal modo que gobiernos de diferente extracción ideológica

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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terminaron aplicando recetas similares. Las orientaciones preconizadas para los países de

América Latina se sintetizaba en una suerte de decálogo emblemático conocido como el

Consenso de Washington, cuyo autor intelectual fue el economista jefe del Banco Mundial,

John Williamson.

El documento sostenía la necesidad de exigir a esos países, a cambio de una ayuda

financiera creciente, la aplicación de una política que reuniera los siguientes tópicos

(Williamson; 1994):

• disciplina fiscal: el déficit presupuestario debía ser cubierto sin inflación;

• prioridades del gasto público: desviar de las áreas "políticamente sensibles"

(administración, defensa, subsidios, etc.) el exceso de recursos improductivos y

aplicarlos hacia otras áreas capaces de generar rendimientos económicos y mejorar la

distribución de los ingresos;

• reforma tributaria: ampliación de la base tributaria de modo de aumentar los incentivos

sin rebajar la progresividad;

• liberalización financiera: las tasas de interés debían ser fijadas por el mercado aun a

riesgo que en las eventuales crisis de confianza se dispararan excesivamente; es decir, el

grado de apertura debía ser tal que pudiera ser sostenido por la autoridad monetaria;

• tipos de cambio unificados y competitivos: de modo que permitieran ganar mercados

con exportaciones no tradicionales y sostener la competitividad futura de los

exportadores;

• apertura comercial: sustituir restricciones por aranceles sometidos a un calendario

progresivo de disminución hasta alcanzar un piso mínimo entre el 10 y el 20%;

• inversión extranjera directa: supresión de barreras de entrada de modo que las empresas

extranjeras y foráneas pudieran competir en igualdad de condiciones;

• privatización: de todas las empresas estatales;

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• desregulación: eliminar regulaciones que impidieran o restringieran la competencia,

salvo en casos excepcionales;

• derechos de propiedad: garantizados a bajo costo y accesibles al sector informal.

En una versión coincidente con el planteo del Consenso de Washington, pero de

matices ideológicos diferentes, Bresser Pereira ha propuesto el modelo del Estado Social

Liberal (Bresser Pereira; 1998) cuyo montaje sería posible mediante el desarrollo de cuatro

procesos:

- la delimitación de las funciones del Estado a través de la privatización, publificación y

tercerización de actividades

- reducción del grado de intervención del Estado mediante programas de desregulación y

reformas pro mercado;

- aumento de la governance del Estado apelando al ajuste fiscal y la reforma

administrativa de corte gerencial;

- aumento de la gobernabilidad por medio de la promoción de instituciones que garanticen

una mejor intermediación de intereses.

Por su parte, Osborne y Gaebler, puestos frente a la superación de la versión

ortodoxa del Estado y a los requisitos originados en la globalización y los supuestos

conceptuales del fin de siglo, han sugerido también un nuevo modelo de gobierno basado en la

producción de bienes y servicios públicos regidos por un criterio de calidad total, orientados

hacia los clientes (usuarios, ciudadanos, pero no “administrados”) de acuerdo con los 10

principios que hicieron famosa la expresión “reinvención del gobierno” (Osborne, David y

Gaebler; Ted; 1994):

1) preferencia por alternativas de producción externa de bienes y servicios;

2) gestión participativa de programas y proyectos con los usuarios;

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3) estímulo a la competencia interna y externa;

4) desregulación interna, simplificación organizacional y clarificación de misiones y funciones;

5) evaluación y financiamiento por resultados;

6) usuario como cliente-consumidor;

7) creación de centros de resultados financieros;

8) previsión estratégica de servicios;

9) descentralización y desconcentración;

10) atención a las finalidades gubernamentales a través de la reestructuración del mercado.

Como se ve, existe una coincidencia metodológica e instrumental que converge

desde ángulos ideológicos diferentes, lo cual manifiesta, con bastante claridad, tanto la

universalidad del “problema del Estado” como las urgencias propias de afrontarlo por parte de

los países de la región21.

En el caso particular de la Argentina, las reformas así orientadas comportaban una

operación política de proporciones que sólo una acumulación significativa de poder podía

encarar. Aplicar el programa como el del Consenso de Washington significaba lisa y

llanamente dar vuelta la economía argentina como si fuera un guante. En efecto, durante

años la estructura económica vernácula había acumulado regulaciones que protegían

actividades diversas, privilegios y compensaciones, organismos reguladores, burocracias

variadas, fragmentadas y autónomas, así como sistemas de presiones de disparo automático,

jurisprudencia contradictoria y verdaderas organizaciones dedicadas a lograr que el Estado

asumiera cargas y costos derivados de la ineficiencia social para proteger determinadas

actividades.

La crítica situación de la economía y las elecciones de 1989 proporcionaron esa

oportunidad, especialmente facilitada por dos fenómenos convergentes: por un lado, la

predisposición a tolerar cualquier medida drástica sobre la base del supuesto que la

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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continuidad de la situación vigente sería todavía más grave (Torre; 1998); por otro, la

circunstancia de que la coalición triunfante, encabezada mayoritariamente por la fracción

del peronismo con mayor antecedente populista, contenía en su seno aquellas fuerzas que,

de permanecer en la oposición, hubieran hecho fracasar cualquier reforma.

Los instrumentos empleados para desenvolver en su mayoría los requisitos del

Consenso de Washington fueron proporcionados inicialmente por el Congreso a través de la

sanción de las leyes que posibilitarían al Poder Ejecutivo extender el programa de reformas

a lo ancho y a lo largo de toda la administración y las empresas del Estado. De este modo se

establecería un amplio programa de reformas cuyo resultado debía ser un nuevo régimen de

relaciones entre el Estado y la sociedad. Al finalizar el “proceso de privatizaciones más

drástico de la historia” (Banco Mundial; 1997) los motivos ideológicos e históricos que

habían dado lugar a la crisis del Estado y al virulento y difuso discurso antiestatista habían

desaparecido. Sin embargo, una serie de nuevos problemas se plantearía, de tal manera que,

al igual que en el caso del desarrollismo, las transformaciones quedarían, en buena medida,

inconclusas.

2.- La nueva conformación del aparato estatal

Hacia 1989 hizo eclosión una organización estatal que se había ido montando durante

varias décadas anteriores. La crisis de la deuda, como condicionante externo y la hiperinflación

como manifestación interna fueron los referentes terminales de ese proceso. Por causa de ellos,

el Estado había perdido autonomía frente a los grupos sociales y también había decaído en su

capacidad de emprender y promover acciones de interés colectivo de forma mínimamente

eficiente.

En este contexto de emergencia se planteó la reforma estructural del Estado. Coincidió

temporalmente con la generalización de problemas similares en otros países, no sólo de región,

y con la disposición –y la presión, a veces nada sutil- de los organismos internacionales de

crédito para promover la satisfacción de los requisitos emergentes del Consenso de Washington.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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El proceso de reforma puede ser dividido en dos etapas: desde 1989 hasta 1996, con

apogeo en 1994, y desde 1996 en adelante.

Tal vez las características más salientes sean la velocidad y profundidad con las que se

dieron los cambios, así como la debilidad de algunos supuestos, la cual quedó en evidencia

cuando la modificación de ciertas condiciones externas e internas (v. gr., crisis del tequila) frenó

el ritmo de las transformaciones y puso en cuestión varios aspectos de la metodología empleada

para provocarlas.

El Congreso estableció el marco dentro del cual se iban a desarrollar las nuevas

políticas. Tres leyes fueron los instrumentos fundamentales para producir las grandes

transformaciones de la década: la Ley Nº 23.696 llamada de Emergencia Administrativa y

Reestructuración de Empresas Públicas, la Ley Nº 23.697, de Emergencia Económica y, más

tarde, la Ley de Convertibilidad (N° 23.928), aunque las dos primeras adquirirían una dinámica

diferente a partir de la sanción de la tercera; tanto que el programa de gobierno pasó a

denominarse “Plan de Convertibilidad” . Su contenido, sin embargo, trascendió la estrategia de

anclar el tipo de cambio transformando al Banco Central en una suerte de Caja de Conversión

(Eudeba/PNUD; 2000) y proyectó la acción del gobierno hacia cuestiones estructurales, como el

reordenamiento fiscal, la apertura económica, la desregulación y la política de privatizaciones.

La Ley de Emergencia Administrativa declaró en estado de emergencia por un año (con

habilitación al Ejecutivo para prolongar el plazo) la prestación de los servicios públicos, la

ejecución de los contratos a cargo del sector público y la situación económico-financiera de

todos los entes integrantes del sector público. Entre otras medidas, la ley autorizó al PEN a

intervenir todos los entes, empresas y sociedades del Estado nacional (con excepción de las

Universidades Nacionales), a la vez que se lo facultaba para disponer la racionalización del

personal superior de esos entes, para transformar la figura jurídica y crear nuevos entes por

fusión, extinción o transformación de aquéllos. Asimismo, estableció los procedimientos para

privatizar, total o parcialmente, liquidar empresas o sociedades estatales de cualquier naturaleza

previa declaración de “sujeta a privatización” para cada una, aprobada por el Congreso (incluso,

el Anexo de la ley presenta la primera lista de entes así declarados). El Poder Ejecutivo además

podía disponer la eliminación de privilegios y cláusulas monopólicas.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Las modalidades de privatización abarcaban una amplia gama de posibilidades, como la

venta de activos, acciones, locación, compra, concesión, etc. Pero también se contemplaban

distintas preferencias para la adquisición de empresas y los programas de propiedad participada.

Por otra parte, se establecía que los procedimientos debían privilegiar los actos de libre

concurrencia y excepcionalmente la contratación directa, debiendo quedar a salvo los derechos

de los trabajadores. Además, se suspendía por dos años la ejecución de sentencias y laudos

arbitrales que condenaran al Estado Nacional y demás entes del sector público al pago de sumas

de dinero

La Ley de Emergencia Económica contenía un conjunto de disposiciones específicamente

económicas, algunas de las cuales se vinculaban con cuestiones de empleo en el sector público,

que más tarde serían reglamentadas. En el primer caso, se suspendieron los subsidios,

subvenciones y compromisos sobre recursos del Tesoro Nacional y la aplicación de las normas

de Compre Nacional; se derogó la necesidad de autorización previa de inversiones extranjeras,

garantizándose igualdad de trato con el capital nacional; se extendió la emergencia a los

regímenes de promoción industrial y minera; se tomaron medidas impositivas, otras que

intervienieron en el mercado de capitales y se facultó al Poder Ejecutivo a autorizar la

importación de bienes con el objeto de garantizar el abastecimiento o disminuir costos.

Entre las medidas salariales y de empleo, se prohibieron las contrataciones o

designaciones de personal que aumentaran los gastos, se autorizó al Poder Ejecutivo a reubicar

agentes, revisar los regímenes de empleo para evitar las distorsiones, y declarar la

prescindibilidad del personal superior. También suspendió los regímenes de “enganche”

salarial22.

La Ley de Convertibilidad, por su parte, sancionada en 1991 como consecuencia del

acceso de Cavallo al Ministerio de Economía estableció el marco en el cual el tipo de cambio

debería dejar de ser un problema acuciante, al menos por un tiempo -que luego se revelaría

demasiado largo-. La renuncia a una política cambiaria, que había estado centrada en la

posibilidad de la devaluación fácil, en buena medida significó restringir el margen de la

estrategia económica, pero, para los fines del programa significaba resolver en lo inmediato la

patología recurrente de una de las variantes más habituales de economía de especulación que

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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caracterizó a la Argentina desde mediados de la década de los setenta. La medida tuvo un efecto

simbólico inmediato, que poco tiempo después fue complementado con la separación entre la

autoridad económica y la autoridad monetaria mediante la reforma de la Carta Orgánica del

Banco Central operada por la Ley N° 24.144.

La importancia de estas normas, especialmente las dos primeras, quedaría patentizada en

los años venideros. En su conjunto, dibujaron lo esencial de la real reforma estructural encarada

por Menem y Cavallo durante esos años. Sin perjuicio de ésta, paralelamente continuaron las

medidas de ajuste, a veces complementarias de la marcha de las reformas estructurales, otras

veces exigidas por circunstancias coyunturales. En buena medida, el modus operandi fue similar

a los intentos anteriores, aunque perfeccionado por la experiencia e impulsado por la voluntad

de extender el ímpetu reformista. La modalidad de expedir decretos “ómnibus” de ajuste o

recorte, divididos en varias materias, coordinadas por un organismo ad hoc, con facultades de

control y autorizados a disponer excepciones, se mantuvo vigente. También el comportamiento

según el cual las excepciones fueron paulatinamente ganando espacio en la normativa posterior

hasta desnaturalizar la medida.

El Decreto Nº 435/90 (Domeniconi; 1992) dispuso un estricto control de las compras y

contrataciones del Estado, la eliminación de las Secretarías ministeriales y una severa reducción

del número de Subsecretarías, el congelamiento de las vacantes de la administración, la

jubilación anticipada y un sistema de retiro voluntario. En julio de 1988 el organigrama general

de la administración pública nacional sumaba 43 secretarías y 95 subsecretarías (ministeriales y

de presidencia), sin contar los organismos descentralizados vinculados con cada ministerio o

secretaría presidencial y las empresas y sociedades del Estado, estuvieran éstas agrupadas o no

en el Directorio de Empresas Públicas. El recorte producido por el decreto 435/90 redujo la

dotación de subsecretarías a 32 para el campo ministerial, ya sin la intermediación de las

secretarías, y a un promedio dos por cada secretaría presidencial. La racionalidad meramente

fiscal del recorte se mantendría poco tiempo, en parte por la tendencia expansiva de la

administración, pero, sobre todo, por la carencia de un criterio fundado en las reales necesidades

organizacionales de las políticas proyectadas y de las funciones del Estado efectivamente

cumplidas. Poco después de un año, en el cual, aumentó levemente el número de subsecretarías,

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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reaparecieron las secretarías ministeriales, aunque sometidas reiteradamente filtros y controles

realizados luego por el CECRA (Comité Ejecutivo y de Contralor de la Reforma

Administrativa). Sin embargo, aún luego de la aplicación de un nuevo recorte drástico durante

la segunda reforma del Estado, Menem prácticamente cerraría su período con 51 secretarías

ministeriales, de la Presidencia y de la Jefatura de Gabinete de Ministros y 109 subsecretarías23

en esos ámbitos, sin contar los organismos descentralizados, entes reguladores y de otra

naturaleza, entre los cuales ya no se registraban empresas y sociedades del Estado en número

significativo.

Por su parte, el Decreto Nº 1757/90 fue aún más abarcativo: dispuso una severa

modificación estructural, impuso una banda horaria única y, entre otras disposiciones, creó el

CECRA. Este comité estaba compuesto por la Secretaría General de la Presidencia, la Secretaría

de la Función Pública, la Secretaría Legal y Técnica, y el Ministerio de Economía y Obras y

Servicios Públicos y su función consistía en supervisar las modificaciones y monitorear las

excepciones.

Finalmente, el Decreto Nº 2476/90 completó el arsenal de instrumentos para operar sobre

la administración pública. Además de reforzar las disposiciones relativas a la disminución del

personal con los ya comentados sistemas de retiro y otros hasta alcanzar una meta del 33%, la

norma buscó producir una reducción drástica y proyectada del gasto mediante la racionalización

de estructuras, el mejoramiento de la asignación de recursos y el estrechamiento de la brecha

respecto de los gastos a través de la mejora en la recaudación. A estas medidas se sumó la

supresión de las plantas de personal transitorio.

Por otra parte, se estableció una relación entre las unidades sustantivas y las de apoyo que

tendió a limitar la creación de unidades orgánicas en las estructuras de los organismos de la

administración central. Fue clave para ello el establecimiento del concepto de responsabilidad

primaria, atribuido a una única unidad funcional. Este criterio, instrumentado por el Decreto Nº

1482/91 -luego reemplazado por el Decreto Nº 1545/94- que dictaba medidas para

reconfeccionar las estructuras ministeriales, fue asumido y complementado con el Decreto Nº

1883/91 que reformó el reglamento de procedimientos administrativos. La importancia de esta

norma debe ser medida en términos de costo burocrático (por cierto muy difícil de establecer)

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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ya que promovió la concentración de la resolución y remisión rápida de los expedientes, con

pocas posibilidades de producción de demoras de carácter puramente administrativo. Por un

lado, a través del concepto de responsabilidad primaria, los trámites fueron derivados

directamente a cada unidad funcional, luego se prohibieron los pases y se impusieron los plazos,

cuya custodia quedó a cargo de las Secretarías Generales, organismos sin facultades

substantivas, pero responsables de la coordinación de la firma de los ministros y de la gestión de

la documentación y de los expedientes dentro de cada cartera ministerial.

Desde 1991 hasta 1996 se produjo el despegue de un vasto programa de reformas, de tal

manera que sólo puede hablarse propiamente en este período de reforma del Estado e incluir en

ella una profunda transformación de la administración pública. En efecto, las acciones

genéricamente comprendidas bajo aquella denominación abarcaron un complejo formado por la

privatización de empresas públicas, la regulación de los mercados monopólicos de servicios

públicos, la reforma del sistema de administración financiera y de los sistemas de control, la

transferencia de servicios públicos sociales a las provincias, y la desregulación.

A los efectos prácticos, conviene dividir dicho programa en dos grandes grupos de

políticas: la privatización de servicios y la desregulación de actividades.

En el primer caso, entre 1989 y 1994 pasaron a ser gestionadas por la actividad privada las

telecomunicaciones, los servicios sanitarios de la Capital Federal y trece partidos de la

Provincia de Buenos Aires, el transporte y la distribución del gas, seis centrales de energía

eléctrica, tres distribuidoras y siete centrales térmicas, una transportadora y cuatro centrales

hidroeléctricas y la aerolínea estatal y las empresas vinculadas. Además, se concesionaron ocho

líneas férreas, de pasajeros y de carga, y los subterráneos de Buenos Aires, así como diez mil

kilómetros de caminos y los tres accesos a la Ciudad de Buenos Aires, los canales de televisión

abierta y la mayoría de las estaciones de radio, seis elevadores terminales y dos unidades

portuarias. Por otra parte, se vendió el 45,3 % del paquete accionario de la petrolera estatal –en

una primera etapa, y el resto, más tarde-, varias refinerías, empresas vinculadas y casi toda la

flota petrolera, se concedió la explotación de las áreas petroleras centrales y marginales y se

enajenaron empresas del sector químico y petroquímico, y también empresas siderúrgicas, del

sector militar, la Caja Nacional de Ahorro y Seguros, Yacimientos Carboníferos Fiscales, etc.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Por su parte, la desregulación de actividades abarcó el mercado interior de bienes y

servicios, el comercio internacional, los entes públicos reguladores y la organización estatal, el

mercado de capitales, el sistema de seguridad social y el régimen laboral. A esto debe sumarse

la transformación del sistema previsional.

La regulación de actividades se había desarrollado durante décadas al amparo de

distintas políticas económicas, no pocas veces de signo contrario, y formaba un complejo

agregado de privilegios, estímulos y restricciones cuya incidencia en la mayoría de los

mercados resultaba fuertemente distorsiva. La desregulación proyectada tenía como objetivo

introducir transparencia en los mercados y reservar para el Estado la función de control,

evitando que su intervención directa tuviera efectos redistributivos. No debe dejar de

diferenciarse, sin embargo, la desregulación propiamente dicha –es decir, en el extremo, la

eliminación de las limitaciones introducidas por la normativa en el marco jurídico que rige

una determinada actividad- del cambio de sentido u orientación de la regulación jurídica. En

efecto, cuando se establece el marco regulatorio de algún servicio o prestación, el sentido de

la intervención estatal puede estar dirigido a fomentar o desarrollar un determinado mercado

mediante el establecimiento de las condiciones de la oferta o demanda o incluso la fijación

de los precios; o bien a impedir distorsiones en aquellos mercados afectados por una suerte

de monopolio natural o de estructura oligopólica; incluso, a través de la regulación estatal se

pueden imponer condiciones de protección para ciertos sectores sociales (Mata; 1996). En

líneas generales, puede haber una regulación favorable al mercado y otra desfavorable. Pero

difícilmente pueda existir un mercado totalmente desregulado, dado que las condiciones de la

competencia perfecta son universalmente reputadas como ideales y, en sentido estricto,

estarían suponiendo la virtual existencia de derechos absolutos, exentos de toda

reglamentación. En el caso de las privatizaciones, en general, puede afirmarse que hubo un

cambio copernicano, según el modelo de la regulación externa, a través del cual la facultad

regulatoria y la prestación de servicios fueron asignadas a organizaciones diferentes y

separadas (entes reguladores y concesionarios o prestatarios).

Las nuevas relaciones a que dio lugar la supresión y transformación de empresas y

sociedades estatales, o el desarrollo de las nuevas políticas, generaron la aparición de otros

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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tipos de organismos, llamados “entes reguladores de servicios públicos” (la Comisión

Nacional de Regulación del Transporte –CNRT-; la Comisión Nacional de Comunicaciones

–CNC-; el Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios –ETOSS-; el Ente Nacional

Regulador del Gas –ENARGAS-; el Ente Nacional de Regulación de la Electricidad –ENRE-

el Ente Nacional de Obras Hídricas y Saneamiento –ENHOSA- y el Organismo Regulador

del Sistema Nacional de Aeropuertos –ORSNA-). Con su organización, las funciones de la

administración central se concentraron en la planificación y conducción de las políticas

públicas, y el contralor y la coordinación de servicios fueron atribuidos a los nuevos entes.

Los entes reguladores se organizaron, aunque en forma variable, con carácter

autónomo y autarquía financiera, a la que sumaron las facultades para percibir recursos de

los usuarios, originados en las tareas de fiscalización. En forma similar a los organismos de

regulación económica eliminados al principio de la década, la conducción fue confiada a un

directorio; no así la modalidad de contratación del personal que se rigió genéricamente por

sistemas similares a los vigentes para el sector privado. Además de las funciones de

regulación y control de los servicios y de seguimiento de los contratos, los entes quedaron

facultados para arbitrar entre los particulares y los prestatarios. Sin perjuicio de ello, se han

mantenido los caracteres esenciales de los servicios públicos. Ha cambiado sólo la estrategia

estatal en relación con las prestaciones, lo cual no debería traducirse necesariamente en un

debilitamiento de la capacidad regulatoria y fiscalizadora del Estado, sino sólo en la

aparición de una modalidad diferente para desenvolverla. El nuevo status de la regulación

quedó de manifiesto en el artículo 42 –e indirectamente en el 41- de la Constitución Nacional

introducidos por la Convención de 1994. Allí se trazaron los lineamientos generales que la

legislación debe seguir respecto de los marcos regulatorios, cuáles son los derechos que

deben ser resguardados y, además, se enfatizó en el carácter participativo que debe

promoverse en la gestión de los servicios públicos.

Sin embargo, se suscitaron algunas controversias durante la gestión de los entes

reguladores, debido a la morosidad con la cual asumieron su papel y a la falta de

profesionalidad en la conformación de los directorios y niveles gerenciales. Por otra parte, el

incumplimiento creciente por parte del Estado de algunas de las cláusulas de los contratos,

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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así como las condiciones en las cuales se pactaron las primeras concesiones, más las

incertidumbres introducidas durante la segunda mitad de la década, restaron legitimidad a

estos entes y tendieron un razonable manto de duda respecto de la autonomía del Estado

frente a los prestadores y, sobre todo, acerca de la real capacidad –y voluntad- para

controlarlos.

Desde el punto de vista de la organización administrativa, resalta el distinto

desempeño aún cuando los entes poseen una configuración estructural similar. Este

fenómeno proviene de varias fuentes: las tradiciones organizacionales previas en el sector

que regulan, el origen jurídico de cada ente –creado por ley o por decreto-, y el número de

prestatarios que deben ser regulados por aquel. Además, por su naturaleza deben responder a

varias exigencias convergentes: en efecto, a la dependencia natural del poder político y sus

operadores formales (e informales) los entes deben sumarle la relación con los grupos de

presión y de interés (en este último caso, aunque de formación reciente registran un constante

crecimiento en la consideración pública), a las empresas prestatarias y su competencia y a los

usuarios y consumidores indiferenciados. Son habituales en los estudios las referencias al

“contexto” como condicionante de la actuación de estos organismos y a la “captura” 24 como

una amenaza distorsiva latente para su desenvolvimiento (Urbiztondo; Artana; Navajas;

1997). Según esto, el diseño de los entes los ha predispuesto y dotado de recursos

organizacionales diferentes para afrontar las dificultades del entorno, cuestión que queda

evidenciada en la intervención concreta de aquellos en la regulación de los servicios. Se ha

notado un desempeño más adecuado en aquellos entes originados y regulados por leyes y

cuyo sector está compuesto por varios prestatarios (ENRE; ENARGAS) que en aquellos

cuya creación obedece a decretos y que deben controlar una o muy pocas empresas (CNC;

ORSNA). Si bien la creación por decreto no mengua la legitimidad formal de los organismos

así creados, pone de manifiesto la dependencia de éstos respecto de una voluntad jurídica no

sólo más fácilmente modificable en teoría (Thury Cornejo; 1995). También en la práctica

estos entes han visto disminuida su capacidad de regular sobre el interés público, tal como lo

han evidenciado los cambios frecuentes en los marcos regulatorios, así como el trámite de las

excepciones –el caso de las multas en la CNRT, organismo que regula un sector

caracterizado por grupos de presión muy definidos y activos- y la poca profesionalidad

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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registrada en la conformación de los directorios. Incluso, en una gestión posterior al período

bajo análisis se intentó eliminar dichos órganos de conducción y reenplazarlos por

conducciones unipersonales. Las iniciativas tendientes a garantizar la participación de los

usuarios comenzaron hacia fines del período menemista (Carta Compromiso con el

Ciudadano; audiencias públicas; etc.) aunque todavía no han logrado convertirse en un

sistema estable de relaciones (López; Felder; 1999).

Fuera del caso de las privatizaciones, para aquellas actividades que no se

identificaban con una empresa o sociedad del Estado, el instrumento central de la

desregulación fue el Decreto Nº 2284/91 (Rojo; 1992). En la mayor parte de los casos se

trataba de procedimientos y estructuras regulación cuya finalidad inicial había quedado

superada, pero subsistían como mecanismos al servicio de privilegios cuyo efecto

multiplicaba las trabas. Tan sorprendente como el abanico de actividades comprendidas fue

el tratamiento de shock que se impuso para atacarlas. En efecto, el citado Decreto, elaborado

y redactado en un inusual secreto, fue publicado de un día para otro en el Boletín Oficial y

comenzó a regir de inmediato para la mayoría de las actividades. Las áreas comprendidas

fueron el mercado interior de bienes y servicios, el comercio internacional y la reforma

fiscal. La aplicación de la política desregulatoria abarcó el área de transporte automotor y las

actividades de acopio, carga y descarga, los mercados concentradores mayoristas de distintos

productos, los mercados de servicios profesionales, de productos farmacéuticos y las

actividades portuarias y comerciales. Del mismo modo se eliminaron restricciones para las

importaciones y las exportaciones, y se tomaron medidas para asegurar la fluidez de las

operaciones de comercio exterior y disminuir los costos operativos del intercambio externo.

La norma dispuso la eliminación de las antiguas juntas reguladoras y entidades similares y

toda la normativa sobre la que se fundaba su actividad, confiriendo a la administración

central o descentralizada, según el caso, el ejercicio del poder de policía y control de calidad.

La reforma fiscal terminó con casi todos los regímenes de promoción industrial de carácter

sectorial, además de eliminar los impuestos de afectación específica vinculados a los

mecanismos regulatorios suprimidos, así como otros ligados al comercio exterior.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Otro cambio importante consistió en la implantación de un nuevo régimen de

administración financiera, y, fundamentalmente, la reorganización de los organismos de

control. Suprimido el Tribunal de Cuentas, la Auditoría General de la Nación quedó a cargo

del control externo, mientras que el interno se ejercería a través de la Sindicatura General de

la Nación y el sistema de las Unidades de Auditoría Interna. La Auditoría recibiría en 1994

carácter constitucional al ser incorporada por la Convención Constituyente al texto de la ley

fundamental.

La Ley Nº 24.156 de Administración Financiera y de los Sistemas de Control del

Sector Público Nacional comprende los sistemas de presupuesto, de crédito público, de

tesorería, de contabilidad, de contrataciones y de administración de bienes. Para los cuatro

primeros se establece un organismo con responsabilidad directa en la coordinación (la

Oficina Nacional de Presupuesto, la Oficina Nacional de Crédito Público, la Tesorería

General de la Nación y la Contaduría General de la Nación), siendo el principio básico la

centralización normativa y la descentralización operativa. Los otros dos sistemas se rigen por

normativas especiales.

Finalmente, también la Reforma Constitucional de 1994 introdujo cambios en la

distribución institucional de la administración pública. En efecto, la introducción de la figura

del Jefe de Gabinete de Ministros dividió la dependencia de la administración, dado que

mientras el Presidente conserva la “responsabilidad política”, -lo cual, en la práctica, no se ha

traducido en un cambio substancial en relación, por ejemplo, con las designaciones del

personal, el dictado de normas generales de administración o la resolución de recursos-, el

nuevo funcionario “ejerce” la administración general del país. De hecho, la normativa

complementaria (Decreto Nº 909/95 y sus modificatorios y Decreto N° 977/95) le ha

asignado funciones relativas a la coordinación del gabinete presidencial, reasignaciones

presupuestarias, responsabilidad en la gestión de reformas, etc. pero que no llegaron todavía

a conformar una instancia destinada a conmover o disminuir la jefatura de la administración

tradicionalmente ejercida por el Presidente25.

También la constitución reformada jerarquizó organismos de control -la Auditoría

General de la Nación y el Defensor del Pueblo- pretendiendo reforzar la seguridad jurídica

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en la relación de los ciudadanos con la administración. Quitó, asimismo, la limitación del

número de ministerios dejando librada su distribución a la ley. No obstante durante el

segundo período menemista no fue posible contar con la aprobación legislativa para

aumentar la cantidad de carteras. Sin perjuicio de ello, la tendencia a acumular organismos

de distinto tamaño, naturaleza y funciones en la Presidencia de la Nación llegó a su máxima

expresión, tal como puede apreciarse en el Cuadro III. El número de Secretarías de la

Presidencia alcanzó su máximo histórico y durante la década “entraron” y “salieron ” de la

dependencia presidencial varios organismos, v. gr., el ENATUR (Ente Nacional de Turismo)

entre otros y se duplicaron funciones formales en forma poco coincidente con las

pretensiones de racionalización administrativa que caracterizaron los primeros años de la

gestión. En efecto, aunque el Decreto N° 435/90 había eliminado las Secretarías ministeriales

y limitado el número de Subsecretarías, tanto en ese ámbito como en el presidencial, el

recorte duró poco más de un año y hacia el fin del periodo la cantidad total de secretarías y

subsecretarías, dejando de lado otro tipo de figuras organizativas, era superior a 1989. Por su

parte, la Jefatura de Gabinete de Ministros, que absorbió algunas unidades antes afincadas en

la Presidencia, también desarrolló una estructura orgánico funcional propia, aunque

inicialmente vinculada con las funciones que la Constitución y el escueto Decreto N° 977/95

le confirieran.

Por su naturaleza, estas modificaciones constitucionales no representaron una

profunda reforma de la administración ni de las funciones del Estado, ni un cambio

significativo en el aparato del Estado, al menos en el sentido en el cual estas expresiones han

sido consideradas hasta el presente. Algunos estiman que la reforma de 1994 ha reforzado las

estructuras de governance, permitiéndole al Poder Ejecutivo desenvolver todas las

posibilidades fiscales y organizativas que la implantación y sostenimiento de las

transformaciones exigen (Eudeba/PNUD; 2000). Las motivaciones y las condiciones en las

cuales se produjo la reforma constitucional se analizan en otra sección del este proyecto26.

Sin perjuicio de ello, la nueva disposición no parece haber brindado herramientas

reforzadoras de la gobernancia distintas ni más eficaces que las proporcionadas por el

desarrollo constitucional y legal previo. Desde otras perspectivas, antes y después de la

reforma constitucional, se criticó el decisionismo27 como una de las patologías comunes a

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ciertas democracias latinoamericanas –particularmente aplicable al período menemista en la

Argentina- en las cuales la implantación de las reformas estructurales aparece excesivamente

ligada a la concentración del poder en el Ejecutivo. O’Donnell, incluso, ha elaborado la

categoría de democracia delegativa para referirse a ese fenómeno (O’Donnell; 1997). En esa

clase de democracias, el Presidente tiene todo el poder para hacer lo necesario, arrastrando a

los otros detentadores del poder en la estela de una gestión caracterizada por la

excepcionalidad y la urgencia.

La preocupación inicial había partido en el retorno a la democracia de la distancia

entre el Estado y la sociedad civil. Más tarde, con el desarrollo de la experiencia democrática la

superación de la ineficiencia global del Estado se convirtió en la motivación más dinámica de la

Reforma. La centralidad del ataque al déficit fiscal y los sucesivos fracasos que condujeron a la

crisis de 1989 prepararon el terreno para la concreción del proceso de privatizaciones y la

paralela desregulación de actividades y mercados. La consecuencia, admitida en general

también por los críticos, fue un cambio en las relaciones entre el Estado y la sociedad.

Como dice Motta, “... la infraestructura de la administración pública es determinada por

el tipo de relaciones entre el Estado y la sociedad. Cuanto más fuertes son los lazos, más se

amplían los derechos de la ciudadanía y más el Estado se torna un espejo de la sociedad.

Cuando los lazos son tenues, el Estado se torna más un instrumento de poder al servicio de

grupos privilegiados que consiguen, por diversos mecanismos, dominar parte de la máquina

administrativa. En estos casos, las acciones de las instituciones gubernamentales tienden a

responder menos a los intereses de la sociedad y más a los de los grupos preferenciales” (Motta;

1991).

Esta idea concentra el fundamento de las críticas favorables (fortalecimiento de lazos) y

desfavorables (existencia de grupos preferenciales) que se han vertido sobre la Reforma del

Estado redondeada hacia fines del período bajo análisis. Sin embargo, reviste particular

importancia el hecho según el cual los efectos de la reforma han generado cambios también en

la sociedad, cualquiera sea la valoración del punto de partida ideológico con el que se hayan

iniciado las transformaciones.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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“Esta reforma del sector público enmarcada en el paradigma neoliberal del Estado

‘mínimo’, que apuntaba disminuir el tamaño del estado, a recuperar los roles clásicos (justicia,

seguridad, educación, administración) y a declinar los de desarrollista, empleador y

distribuidor, se fue haciendo junto con una profunda transformación de la sociedad en términos

de su estructura: terciarización, diferenciación, complejización y fragmentación. Así como se

redefine el papel de Estado, también comienza a desarrollarse un tercer sector -ni público ni

privado-, como un espacio social autónomo entre el Estado y el mercado volcado hacia la

realización de actividades sociales voluntarias. La reforma de la sociedad es producto de esta

reformulación del estado, porque al mismo tiempo que el sector público se achica tiene una

enorme gravitación en la modificación de todos los aspectos de la vida cotidiana, como si se

produjera una nueva ‘revolución desde arriba’ típica de los procesos de modernización

latinoamericanos.

En este proceso no sólo comenzó a cambiar el aparato público, sus agencias,

instituciones, administración y políticas, sino también su articulación con actores y valores

culturales dominantes en la sociedad. Pero las características sobresalientes de esta

transformación fueron tanto la velocidad con que se establecieron los cambios como la

profundidad de su alcance” (García Delgado; 1997).

Es decir, no sólo ha cambiado el modo de comportamiento del Estado frente a la

sociedad, cualesquiera hayan sido los motivos, sino también ha generado cambios la respuesta

de la sociedad frente a la primera mutación. Existe, asimismo, una exigencia distinta respecto de

la dirigencia política, formalizada en el crecimiento en la consideración pública de la temática

de la corrupción, que involucra no sólo a funcionarios públicos, sino también mecanismos de

política corporativa y grupos económicos referentes (García Delgado; 1994).

Oszlak enfatiza en el cambio de reglas del juego producido por la difuminación de los

límites entre el Estado y la sociedad civil como un proceso en el cual cada uno de los extremos

ha operado sobre sí mismo pero también simultáneamente sobre el otro, de modo que todavía no

se puede hablar de un contorno definido (“fronteras porosas y móviles”) (Oszlak; 1992).

Particularmente, el autor se refiere a la distribución del excedente económico como uno de los

puntos controvertidos. Otros autores, como Cavarozzi, aludiendo en términos generales a la ola

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de transformaciones similares en el subcontinente, definen el proceso como el pasaje de la

cultura Estado-céntrica a la cultura mercado-céntrica (Cavarozzi; 1994). Algunos críticos lo

interpretan en el sentido de una pérdida por parte del Estado (Campione; 1994); otros

consideran que la situación disolutiva se produjo antes y que el proceso de respuesta en realidad

se trató de una reconstrucción sobre otras bases (Llach, 1990). Para Oszlak, menos Estado no ha

sido igual a mejor Estado; la etapa abierta luego de la célebre "cirugía mayor" en la que

consistió la Reforma todavía adeuda una redefinición que debe operarse en el terreno de la

sociedad (Oszlak; 1997).

Bresser Pereira, por su parte, ha planteado el problema desde una óptica superadora del

paradigma del Estado mínimo. Si bien reconoce en esta orientación el impulso inicial de las

reformas que caracterizaron la década, la inviabilidad de esa propuesta permitió percibir la

necesidad de proceder a una "reconstrucción" del Estado, obviamente sobre bases también

distintas del clásico intervencionismo de las décadas anteriores. Los problemas comprendidos

en la reforma del Estado y las alternativas de solución son los que definen el nuevo perfil de las

relaciones con la sociedad civil. Existe un problema de tamaño del Estado, cuya delimitación

plantea las cuestiones de la privatización, la "publificación"28 y la terciarización de actividades.

La redefinición del papel regulador del Estado, en cambio, se relaciona con la intensidad de la

intervención del Estado en los mercados, cuestión estrechamente vinculada a la governance,

término mediante el cual se plantea la situación en la cual un Estado posee las posibilidades

fiscales y organizativas de ejecutar efectivamente las decisiones que toma. La "gobernancia"

trae aparejada la superación de la crisis fiscal y de la forma burocrática de administrar.

Finalmente, la gobernabilidad, remite en cierta medida a la debatida función estatal de arbitraje

entre sectores, lo cual plantea el interrogante sobre la legitimidad (de ejercicio) del gobierno

ante la sociedad y la adecuación del dispositivo institucional para intermediar intereses (Bresser

Pereira; 1998).

En el conjunto de América Latina, la mayoría de las visiones coincidía con el

diagnóstico del fracaso del Estado. Dror le agregó a esta perspectiva una consideración sobre la

relatividad de los esfuerzos para reformarlo dentro de los paradigmas básicos del pasado. Para

él la reforma debería haberse orientado no tanto hacia la eficiencia, la efectividad, la producción

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de servicios y la reducción de los gastos –en otras palabras, la secuencia rutinaria de propuestas

reformistas- sino hacia las capacidades para participar en las transformaciones sociales (Dror;

1997). Esta perspectiva, si bien estuvo presente, no fue tenida en cuenta cuando se comenzó a

hablar de la “segunda generación de las reforma s”. Esta expresión reunió alternativas de distinto

alcance, desde la mera continuidad de las transformaciones –mitad cambio estructural, mitad

ajuste fiscal- de los años anteriores, hasta sofisticadas modalidades de adaptación a la sociedad

del conocimiento.

De manera análoga a la primera serie de reformas encarada al comienzo de la década, en

1996 desde el sector oficial argentino se propició la Segunda Reforma del Estado, destinada a

corregir ciertos desvíos (por ejemplo en términos de crecimiento de la administración central) y

a completar el proceso en las provincias. El denominador común fue la convicción según la cual

el ímpetu reformador había dejado algunas iniciativas inconclusas que entonces se proponía

concretar, así como era necesario reforzar otras cuya realización sólo se había esbozado

tímidamente, como la reducción efectiva del personal en la administración federal. Por último,

era preciso dotar al programa de reformas de la continuidad que se había debilitado en algunas

áreas.

Sin embargo, la Segunda Reforma del Estado, establecida por el decreto 660/96 y

reconocida luego por la Ley N° 24.629, dispuso el catálogo clásico de cambios pendientes

mezclado con ciertos reclamos originados en la entonces incipiente crisis de confianza respecto

de la profundidad y benignidad de las reformas anunciadas desde el comienzo de la década. En

buena parte, las medidas más importantes reeditaban el molde de los ajustes previos a la trilogía

privatización-desregulación-descentralización: se exigía una reducción porcentual de las

unidades funcionales sin especificar un criterio cualitativo; se establecía un procedimiento para

reducir la planta de personal permanente con un fondo de desempleo creado para solventar las

indemnizaciones, el cual, en la práctica, se resolvió en una suerte de canibalismo

intraorganizacional; se autorizaba la realización de contratos por objetivos, que no llegaron a

instrumentarse; así como otras disposiciones relativas a la capacitación permanente ya

severamente afectada por la reducción presupuestaria. Por su parte, los requisitos relativos a la

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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mayor transparencia, en sí mismos, no consistían en una reforma sino en el cumplimiento de las

prescripciones legales anteriores.

En este sentido, se ha confundido la Segunda Reforma del Estado con la ola de

reformas de segunda generación. Como es sabido, con las de primera generación se alude a las

transformaciones “duras” que se proyectaron sobre el tamaño del Estado y afectaron su relación

con la sociedad -y que, cronológicamente, coincidieron en nuestro país con la primera parte del

programa de Menem y Cavallo-. Se las denomina también reformas “hacia fuera” (Oszlak;

1999). Las de segunda generación, más anunciadas que vigentes, consisten en transformaciones

“hacia dentro” del Estado, tendien tes a obtener una mayor eficiencia de éste como organización

en la prestación de sus funciones básicas.

Dentro del contexto más general, sin diferenciar entre una generación y otra, pero en

el capítulo específico de la modernización administrativa, merecen una consideración particular

los cambios operados en la política para el personal superior de la administración pública

nacional. El objetivo de transformar al Estado de prestador en regulador se debía corresponder

con un cambio en el perfil del administrador público, buscando, declaradamente, la introducción

de un rol gerencial más activo. De acuerdo con esta idea, el desarrollo del servicio civil debía

transitar de la tradición desarrollada hasta ese momento hacia un perfil más afín con las

exigencias de coordinación y gestión que emergían de la nueva disposición estructural del

Estado y de la diferente trama de relaciones estratégicas con la sociedad. Al ser variadas las

inspiraciones de la reforma, también lo fueron las motivaciones de las políticas orientadas al

servicio civil, en especial, en relación con el perfil de funcionario pretendido. En esta cuestión,

resultó de la mayor importancia la imagen proyectada de la relación entre los políticos y los

administradores.

Aunque las modificaciones operadas sobre la relación entre políticos y

administradores incidieron sobre los vínculos con los administrados, resulta más útil para

desarrollar este punto del análisis referirse a la relación entre funcionarios políticos y

funcionarios de carrera. Los requisitos de los políticos y los administradores no son los mismos

si se sigue un modelo “ortodoxo”, otro más bien “liberal” o un tercero “empresarial” (Cuadro

IV). Si bien cada uno de estos responde a una construcción realizada dando por supuestas

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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ciertas relaciones del contexto –cabe tener en cuenta que ninguno se encuentra plenamente

vigente-, los comportamientos de los actores en cada modelo se analizan a partir de ciertas

tendencias predominantes observadas.

Sobre el modelo ortodoxo se han hecho referencias marginales párrafos arriba. Dado

el énfasis en la promoción de una visión aséptica de la administración y emparentado más tarde

con el concepto de eficiencia, la preocupación central de este modelo pasa por el mejoramiento

de los medios para promover el crecimiento de la productividad del administrador público. A

pesar de la evolución que ha observado en los países en los que es predominante, su dinámica

limita la interferencia política sobre la administración y privilegia los puestos de carrera

ocupados con funcionarios reclutados especialmente y dotados de variedad de medios de

ejecución y presupuesto autónomo, dejando librado el control a órganos de integración

especialmente política.

Este modelo requiere instituciones fuertes y una reglamentación detallada de las

relaciones con las organizaciones sociales, así como un desarrollo muy minucioso de los

métodos de control de parte de los órganos legislativos y sus dependencias de supervisión. En

esta versión, la separación entre política y administración es clara, aunque resulta menos

conflictiva en aquellos países en los cuales existe gran continuidad institucional, como por

ejemplo, los Estados Unidos.

“El modelo ortodoxo se centra en la racionalidad de la administración burocrática legal,

representando el aislamiento de las premisas de la acción administrativa en el sistema político”

(Falcao Martins; 1987).

Esto quiere decir que las demandas de gobernabilidad son recibidas exclusivamente

por el sistema político, resueltas en el ápice estratégico y formalizadas por la Administración

antes de ser ejecutadas como políticas públicas por las distintas “agencias” gubernamentales que

confluyen en cada curso de acción. Este orden de relaciones fue cediendo poco a poco conforme

la evolución estatal se acercó a la tipología del welfare state o del Estado de Desarrollo y la

multiplicación de las demandas trató de ser abarcada mediante la expansión de formas de

planificación más complejas. El peso de las organizaciones del lado de la sociedad forzó la

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selección de alternativas por parte del sistema y, con ello, generó espacios de actuación

crecientes para los burócratas, reclutados típicamente por el sistema de carrera y ubicados en las

inmediaciones del centro de decisión política. En este sentido, la planificación de las políticas

públicas debe mucho todavía al anterior modelo planificador vigente hasta la década del

ochenta y cuya característica principal era el énfasis en la racionalidad instrumental.

Para el modelo liberal, en cambio, el concepto de mercado juega un papel mucho

más importante, particularmente en contraposición con la actividad estatal. Parte de una crítica

demoledora del sobredimensionamiento estatal, basada en lo que Oyhanarte denomina el

enfoque del “poder mínimo” (Oyhanarte; 1969), y particip a congénitamente del concepto

peyorativo de la burocracia como sometido invariablemente a la lógica del desarrollo

organizacional y el desplazamiento de objetivos (Brown; Erie; 1984). La generación de

demandas impacta simultáneamente sobre el sistema político y las agencias gubernamentales,

para generar la respuesta constituida por las políticas públicas. Este circuito exige funcionarios

menos sometidos a los criterios endógenos y más comprometidos con el programa del gobierno;

por lo tanto, su sistema de lealtades queda estrechamente vinculado con los decisores políticos,

aunque simultáneamente sus funciones resultan esterilizadas de contenidos políticos, más bien

asemejadas a requisitos tecnocráticos.

El centro de la preocupación del modelo liberal es el tamiz de la relación costo-

beneficio. Este cálculo reveló su utilidad en muchos aspectos de la gestión pública y aportó una

serie de técnicas de uso ahora habitual en la administración, pero, recíprocamente quedaron

fuera de su consideración aspectos de la actividad estatal de interés para los políticos.

En este enfoque, la relación entre política y administración resulta sumamente

desproporcionada, toda vez que despoja a ésta última prácticamente de toda legitimidad. Para el

modelo liberal, la administración cumple funciones “técnicas” y no es un factor redistributivo ni

interpretativo de la política, la cual, por cierto también queda reducida a una función tuitiva del

mercado.

Finalmente, con la denominación de “modelo empresarial” se agrupan varias

experiencias contemporáneas basadas en criterios similares de gestión que reconocen un origen

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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común en la administración de organizaciones. En esta disciplina, el criterio de eficiencia es

importante, pero también el concepto según el cual la subsistencia de la organización depende

de la capacidad de crear su propio mercado, maximizando los recursos, mejorando la calidad y

reduciendo los costos.

Los autores Osborne y Gaebler, puestos frente a la superación de la versión

ortodoxa del Estado, a los requisitos originados en la globalización y a los supuestos

conceptuales del fin de siglo, sugieren un nuevo modelo de gobierno basado en la producción de

bienes y servicios públicos regidos por un criterio de calidad total, orientado hacia los clientes

(usuarios, ciudadanos, no “administrados”) de acuerdo con los 10 principios que hicieron

famosa la expresión “reinvención del gobierno”(Osborne y Gaebler; 1994) 29. En muchos

aspectos, parte de la metodología propuesta coincide con los presupuestos del modelo liberal

(en nuestro caso, desregular, privatizar, desburocratizar, tercerizar, etc.). Sin embargo, la

apuesta apunta a promover un Estado provisto de un haz de modalidades de actuación

(“catalizador”, “orientado al cliente”, “previsor” etc.) que lo diferencian de la mera

consagración del poder mínimo.

En este caso, la gestión de las demandas sociales es recibida simultáneamente por el

sistema político, las agencias gubernamentales y las organizaciones no gubernamentales y

satisfecha por políticas públicas que las comprenden y organizan de distinta forma, de acuerdo

con criterios empresariales de servicio a la “clientela”. En consecuencia, este modelo valora

más la administración, como identificadora, proveedora y organizadora de las demandas, que se

imponen prácticamente sobre el ápice estratégico. La eficiencia aquí se da también disociada de

lo político, aunque se reserva cierta capacidad de elegir30 en beneficio de los administradores,

siempre y cuando tengan “sentido empresarial”, de acuerdo con los parámetros ya apuntados.

Como bien dice Falcao Martins:

“En el modelo empresarial, las instancias políticas de deliberación valorativa se encuentran

sometidas a la racionalidad predominante de los sistemas administrativos, pero cuya

administración se inspira fundamentalmente en las necesidades de la clientela, donde se centra”

(Falcao Martins; 1987)

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Cuadro IV: Modelos de gestión burocrática

Modelo Ortodoxo Liberal Empresarial

Impacto de las demandas

Sobre el sistema político institucional que lo transfiere a la

administración

Sobre el sistema político y la

administración en forma simultánea

Sobre el sistema político, la

administración y las ONGs

Requerimientos institucionales

Instituciones fuertes, tanto del lado del

aparato estatal como en la sociedad

Aparato estatal débil en lo organizacional y

sistemas de reglas estables para los

mercados

Aparato estatal flexible para combinar

iniciativas con las ONGs en orden a la provisión de bienes

públicos

Principal asignador de recursos

El Estado, con formas distintas de actuación; evolucionando hasta el Estado de Bienestar y

el Estado de Desarrollo

El mercado, de acuerdo con una

concepción del poder mínimo, quedando el Estado reducido a sus

roles clásicos

El Estado o el mercado pero de

acuerdo con criterios empresariales de

clientela; fallos del mercado y fallos del

Estado

Concepción de la burocracia

Tradicional, de influencia weberiana,

con rigideces de reclutamiento, carrera

y formalidad

Mínima, con predominio del

concepto peyorativo y desconfianza respecto

de su criterio organizacional

Variable y flexible según el concepto de

satisfacción de los clientes por la

provisión de bienes públicos; incorpora

otras formas de gestión de políticas

públicas

Fuente: elaboración propia con base en Falcao Martins (Falcao Martins; 1987)

En síntesis, de los tres modelos comentados, el ortodoxo se encuentra más próximo

a la burocracia tradicional y al concepto de Estado como regulador; en las antípodas está el

modelo liberal que si bien minimiza el papel de lo político no impide la politización de la alta

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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administración y subordina lo administrativo al concepto del mercado como asignador de

recursos. Finalmente, existe una lógica propia del modelo empresarial, el cual, respetando el

mercado, le asigna un rol a la burocracia como proveedora de las demandas sociales por lo que

tiende a contener la actuación del estrato político. En los tres casos, aunque difusa, es común la

separación entre lo político y lo administrativo, la cual, obedece a distintas posiciones posibles

en una tensión dialéctica. El desarrollo del Estado durante el último siglo ha mostrado imágenes

diferentes de la relación entre la política y la administración. A ello deberían añadirse las

peculiaridades culturales, las influencias doctrinarias y las distintas etapas del desarrollo de cada

país en particular, además de circunstancias y coyunturas típicas de la evolución de los sistemas

políticos y económicos, para concluir que se está lejos de las formalizaciones de los modelos

reseñados.

En nuestro caso, al igual que en el resto de América Latina y otros países en

desarrollo, la administración pública argentina no ha registrado sino parcial y

fragmentariamente una evolución conforme al modelo observado y formalizado por Weber en la

construcción del tipo ideal burocrático (Abal Medina; Nejamkis; 2002). Se trata, más bien, de

“burocracias patrimoniales”, es decir, formas que transitan entre la mayor racionalidad

instrumental y la vigencia de sistemas preburocráticos o patrimonialistas (Prats i Catalá; 2001).

En buena medida, entonces, tanto los instrumentos analíticos como los herramientas de reforma

impuestas y copiadas de otras realidades parecen conducir, desde el inicio, a conclusiones y

resultados precarios.

El problema generado por la preexistencia y arrastre de una burocracia inorgánica se había

presentado desde el retorno a la democracia, al hacerse cargo del gobierno el Presidente

Alfonsín (Oszlak; 2002). Se daba una situación particular con el acceso a las funciones de

gobierno y administración de un elenco político nuevo, carente de experiencia previa, formado

principalmente por recién llegados convocados por la descomposición del gobierno militar

unidos por el exclusivo elemento común de la militancia partidaria -en sentido amplio-, frente al

cual se encontraba un conjunto de funcionarios estables que, aunque provenían de una carrera

inorgánica, estaban dotados de un saber como estratégico respecto de aquellos. Una vez

superada la mutua desconfianza, quedó en evidencia la deuda del Estado argentino en relación

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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con la reproducción y proyección de una burocracia estable que pudiera facilitar la relación

entre políticos y administradores y la gestión de políticas de Estado.

Tal situación se prolongó durante el gobierno de Alfonsín, aunque con algunos intentos,

parciales pero insuficientes, dirigidos a superar la persistencia de la inorganicidad y los vicios

propios de un sistema de selección y promoción dominado básicamente por la cooptación y

atravesado por criterios inestables de clientela. La propia organización de la administración y la

complicada estructura regulatoria facilitaron la prolongación sine die del doble estándar entre

los funcionarios políticos y los funcionarios administrativos, singularmente proyectada por la

adquisición de rutinas comunes y el reconocimiento mutuo de “legitimidades paralelas”: en

efecto, los funcionarios políticos de filiación partidaria se mostraron crecientemente dispuestos

a no hacer preguntas sobre el origen de los funcionarios administrativos preexistentes mientras

éstos no las hicieran sobre el respectivo de los funcionarios administrativos nombrados por

aquellos. Unos y otros se manejaron con cierta solvencia profesional nacida de la necesidad de

cooperación mutua.

Cabe destacar que, cuando el gobierno radical asumió sus funciones, los empleados

públicos sumaban casi un millón, entre los de la administración centralizada, la descentralizada,

empresas y sociedades del Estado y fuerzas armadas y de seguridad. En los primeros años, la

dotación, en cuanto al tamaño y número, no fue discutida desde el punto de vista conceptual.

Sólo en la segunda mitad del período presidencial, cuando coincidió con el discurso de la

modernización estructural, empezó a ser percibida la disfuncionalidad de semejante volumen en

relación con el gasto, aunque las medidas drásticas (“economía de guerra”, reducción de

teléfonos, venta de inmuebles, etc.) no afectarían significativamente la relación entre ambas

variables.

La presidencia de Menem, en cambio, de modo paralelo a los lineamientos de la reforma

del Estado, fue definiendo una política de personal. En primer lugar, el universo sobre el cual se

aplicaron las nuevas orientaciones políticas fue reducido severamente en cuanto a su número

con la aplicación simultánea de las políticas de privatizaciones y descentralización de servicios.

Los empleados “federales” quedaron reducidos, hacia el final del período, a un tercio –

aproximadamente- de los existentes a fines de los años ochenta. Inversamente, creció el número

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de los empleados provinciales, principalmente como consecuencia del traspaso de servicios, a lo

cual debe sumarse la propia inercia de crecimiento del empleo público provincial que configura

toda una tendencia estructural (Oszlak; 2000).

Sin perjuicio de ello, las medidas que tuvieron como destinatarios a los empleados

públicos se sucedieron desde los primeros decretos “ómnibus” con los cuales la administración

menemista intentó aplicar su programa de “cirugía mayor sin anestesia”. De este modo, se

desplegaron los programas de retiro voluntario y jubilaciones anticipadas, se reforzó el sistema

de incompatibilidades y se impuso una banda horaria única. Con todo, el verdadero cambio de

política acaeció a partir de 1991 cuando se reemplazó el escalafón vigente para la mayor parte

de la administración centralizada por una nueva creación: el Sistema Nacional de la Profesión

Administrativa (SINAPA).

Entre 1983 y 1991 el empleo público estuvo regido por el Régimen Jurídico Básico de la

Función Pública dispuesto por la Ley N° 22.140 y el Decreto N° 1428/73 que establecía el

Escalafón para el Personal Civil de la Nación. El personal superior estaba incluido en una

normativa que se regía por un sistema de organización de corte piramidal excesivamente

diferenciado, cuya aplicación parcial resultó disfuncional. El régimen se utilizaba en forma

restringida, puesto que estaban desactivados los capítulos esenciales que manejaban la

selección, carrera y capacitación del nivel gerencial. Existían, además, otros escalafones,

situación que complicaba el tratamiento de las principales cuestiones relativas al personal y que,

en esta etapa, se concentraron básicamente en la cuestión salarial.

Los principios elementales de la carrera administrativa: racionalidad, objetividad y

desarrollo predecible, pronto fueron desmentidos por la falta de aplicación de la normativa, la

utilización de las grillas como recompensa para el desempeño y la cooptación discrecional

como sistema generalizado de selección. En efecto, el Escalafón establecía 24 categorías, de las

cuales el grueso del personal se concentraba en aproximadamente 10. En el tramo del personal

superior (entre la categoría 21 y 24 -luego desde la 19 a la 24-) se respetaba formalmente una

cierta distribución jerárquica, pero se registraba una gran variedad de patologías que

conspiraban contra la profesionalización (personal puramente administrativo o de servicios

generales en cargos de jefatura, subdirección y dirección, aunque sin la responsabilidad

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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equivalente, por ejemplo). Los cargos de este tramo estaban, al igual que el resto, pero de modo

más sensible, abiertos a la designación discrecional, aunque a menudo resultaba necesario

ampliar la dotación puesto que el principio de la estabilidad no sólo significa una defensa contra

el manejo político, sino también una garantía de permanencia. Las promociones no eran

habituales, dado que la existencia de vacantes en el segmento superior era mínima; aún así se

ocupaban, generalmente, por el sistema cooptativo. Finalmente, existió un procedimiento de

calificación del personal utilizado hacia las postrimerías del gobierno militar. Por sus

características (secreto, discrecional, no apelable, etc.) fue desactivado al comienzo del

gobierno democrático. El sistema de concursos para la provisión de vacantes, contemplado

originariamente en la normativa nunca llegó a utilizarse (Estévez; 1996). En los niveles medios

y bajos, además, la práctica del clientelismo estaba bastante extendida (Bonifacio; 1995).

Por otra parte, la extensa recesión económica transfirió indiscriminadamente personal

profesional de la actividad privada a la gestión pública, el cual, usualmente se fusionaba con el

personal preexistente, profesional o no, en las categorías más altas del escalafón. Inversamente,

la aplicación de programas de retiro voluntario cambió el sentido de la transferencia orientando

el pasaje de profesionales de especialidades críticas o estrechamente relacionadas con

capacitación específica adquirida en el Estado hacia la actividad privada. En ocasiones los

retirados regresaban re-contratados a la actividad pública; en otros, sus conocimientos se ponían

al servicio de organismos internacionales o de consultoras que contrataban con el Estado

distinto tipo de estudios.

En 1991, se reemplazó el Escalafón vigente (Decreto Nº 1428/73) para el personal de la

administración pública por el Sistema Nacional de la Profesión Administrativa (SINAPA,

Decreto 993/91). El nuevo ordenamiento estableció dos tipos de carrera para los empleados

públicos: la horizontal, dividida en grados, y la vertical, compuesta por niveles. Para progresar

en la primera, era preciso reunir un conjunto de créditos de capacitación y una determinada

calificación en la evaluación de desempeño. En cambio, se accedía a cada uno de los seis

niveles en los que se compone la carrera vertical a través de un mecanismo de concursos, que

comprende pruebas y antecedentes, de acuerdo con un perfil previamente elaborado (González;

Guibert; Lemoine; 1992). El pasaje de un escalafón a otro se realizó aplicando una metodología

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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de reencasillamiento (Estévez; 1996), finalizada la cual, las vacantes comenzaron a ocuparse

por el procedimiento concursal.

Por otra parte, una vez definida la nueva configuración de la Administración Pública

Nacional, se comenzó a aplicar la evaluación de desempeño de los agentes. Esta experiencia

resultó importante puesto que, por primera vez para todo el personal y de forma pública, se

efectuaba un procedimiento de este tipo, atribuyendo responsabilidad a los evaluadores y

premiando -con mejores posibilidades de ascenso o una retribución extraordinaria- a quienes

recibieran la calificación sobresaliente (muy destacado).

La puesta en marcha del SINAPA significó también un esfuerzo de capacitación,

cuyo centro fue el INAP. Este Instituto, a través de la prestación directa o por la vía de

coordinación debía ocuparse de impartir la capacitación necesaria para todos los niveles, de

modo de proveer los medios para que los agentes progresaran en la carrera horizontal (Estévez;

1991). La centralización en el INAP tenía el sentido de brindar una capacitación uniforme,

vincular al personal de las distintas jurisdicciones y también jerarquizar al Instituto,

compartiendo el protagonismo con el área de Economía, para evitar por esa vía conferirle una

orientación excesivamente fiscalista al nuevo perfil de los empleados y funcionarios. En efecto,

la instrumentación del SINAPA significó un incremento real de la masa salarial. Con todo, la

necesidad de introducir ajustes presupuestarios afectó la prestación de la capacitación de

acuerdo con el plan original, la labor del INAP decayó en intensidad y calidad y pasó a ser

compartida con otras unidades académicas.

La innovación más importante en relación con el personal superior fue la creación

de los cargos con funciones ejecutivas, o “cargos críticos” (De creto 993/91). Los mismos se

correspondían con a los máximos niveles gerenciales (A y B), previamente definidos por

organización, y graduados según su importancia estratégica. A estos cargos se accedía por un

sistema de concursos más riguroso, que debía ser renovado cada cinco años, y representaban

una remuneración sensiblemente superior a los cargos comunes. Entre 1993 y 1994 se

definieron y cubrieron casi todos los cargos con funciones ejecutivas. Esto dio lugar, en la

práctica, a que se extendiera el concepto de “alta gerencia pública” .

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Cuadro V: Población, Población Económicamente Activa y Empleo en la Administración Pública Nacional y Provincial. 1991 – 1999

Año Población Población Económicamente Activa

Administración Pública Provincial

Administración Pública Nacional

1991 32.973.784 13.326.575 1.097.764 776.332

1992 33.421.200 13.581.691 1.109.932 620.007

1993 33.869.407 13.842.789 1.154.629 526.984

1994 34.318.469 14.109.942 1.164.520 509.512

1995 34.768.457 14.383.215 1.213.118 517.979

1996 35.219.612 14.664.809 1.201.483 496.109

1997 35.671.894 14.954.676 1.240.651 482.099

1998 36.124.933 15.249.519 1.270.986 464.677

1999 36.578.358 15.546.045 1.324.613 435.081

Fuente: Bonifacio; Falivene; 2002.

En principio, las funciones ejecutivas se debían definir con criterio estratégico,

cuyos parámetros debían ser la “incidencia en la prestación de servicios esenciales para la

comunidad, en la participación en la Reforma del Estado, en la gestión de políticas públicas o en

el manejo de recursos presupuestarios”. Sin embargo, el desarrollo de estos cargos

paulatinamente fue cubriendo la mayoría de las Direcciones Nacionales o Generales, buena

parte de las Direcciones y/ o Coordinaciones, sin discriminar entre las unidades substantivas y

las unidades de apoyo.

El proceso de selección para los cargos críticos resultó más riguroso, pero no menos

exento de críticas y sospechas. La continuidad en el desempeño de los cargos, al plantearse un

sistema de evaluación de desempeño con similares criterios pero mayor grado de detalle y

seguimiento que para los cargos comunes, ha cuestionado el alcance de la estabilidad. Con todo,

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una metodología habitual –particularmente en la primera parte de la aplicación del nuevo

sistema - para hacer caer un cargo crítico ha consistido en el simple expediente de eliminarlo de

la estructura, fusionándolo, suprimiendo las funciones de la unidad o creando otra que reúna

éstas y otras nuevas o distintas para las cuales haya que concursar oportunamente, si no

resultaren homologadas. El ocupante del puesto queda en un cargo común pero pierde las

funciones ejecutivas. La motivación original de alejar a los altos cargos de las designaciones

políticas quedó así prácticamente desvirtuada.

Al igual que para los cargos comunes, para el sistema de cargos críticos se contó

inicialmente con un ambicioso programa de capacitación, centralizado en el Curso de Alta

Gerencia Pública. Cuando todavía estaba en marcha el proceso, la Reforma del Estado II ordenó

corregir las distorsiones y eliminar unidades funcionales, dejando librado a las jurisdicciones

determinar cuáles, sin asignar otro criterio que el porcentual. Muchos cargos con funciones

ejecutivas desaparecieron por aplicación obligada de la metodología de fusión o supresión, y los

titulares engrosaron los cargos comunes sin funciones que los justificaran o pasaron a los

sistemas de prescindibilidad. Finalmente, sobre el final del gobierno de Menem –y de manera

sobreabudante en los períodos siguientes- se extendió la práctica de apelar a designaciones

transitorias efectuadas con creciente excepcionalidad por el Poder Ejecutivo “hasta tanto se

sustancie el correspondiente concurso” –según la fórmula habitual de los decretos-

procedimiento que ha terminado por esterilizar los mecanismos impuestos por el SINAPA. La

transitoriedad se ha convertido en un valor definitivo, puesto que las designaciones transitorias

se renuevan –más allá de la continuidad de las personas- postergando los concursos y limitando

la posibilidad tanto de la renovación del personal superior como de su perfeccionamiento por la

vía de la capacitación y la competencia.

En líneas generales, si bien el ordenamiento del SINAPA significó un esfuerzo

destacable en orden a la profesionalización del empleo público, muchas de las distorsiones

anteriores reaparecieron, o nunca fueron decididamente eliminadas. Se ha hecho notar que el

propio escalafón ha dejado resquicios a la intervención discrecional; aún así, ha sido letal haber

recurrido a la vía de excepción.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Más allá de estas innovaciones, continuó la existencia de cuerpos especiales de

funcionarios, especialmente de aquellos que no estaban ligados a las actividades privatizadas.

Dos cuerpos, un antiguo y otro más reciente, continuaron desenvolviéndose, aunque en forma

diversa. El Cuerpo de Administradores Gubernamentales, creado en 1987 (Decreto N°

2098/87), llegó a contar con doscientos profesionales seleccionados rigurosamente y entrenados

especialmente durante dos años (o más) en una escuela ad hoc. Muchos de sus integrantes

participaron activamente de los procesos de reforma, pero el lanzamiento del SINAPA

comportó la elección de una estrategia diferente de selección y formación de altos gerentes, por

la cual, se suspendieron las convocatorias para el Programa de Formación de Administradores

Gubernamentales y sus integrantes, si bien permanecieron en un agrupamiento especial se

concentraron en pocas jurisdicciones.

La expansión del Servicio Exterior de la Nación, en cambio, se produjo sin que

mediara ninguna decisión estratégica. Como es sabido, se trata de personal especialmente

seleccionado y capacitado para cumplir funciones diplomáticas, cuya actividad, iniciada por la

capacitación en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN) -un organismo creado por

el Decreto-Ley N° 2707/63- se ejerce principalmente en las representaciones argentinas en el

exterior. La formación recibida en el ISEN es abundante en conocimientos técnicos,

económicos y políticos. Los egresados se integran inmediatamente a la carrera diplomática y

antes de ser destinados en el exterior prestan funciones en el Ministerio de Relaciones

Exteriores, Comercio Internacional y Culto, se insertan en su estructura administrativa,

adquieren conocimiento práctico en la administración de esa cartera y, por sus naturales

funciones, entran en un fluido contacto con el resto de la organización estatal y con segmentos

específicos de la sociedad. La carrera diplomática está permanentemente evaluada según sus

propios parámetros y, para los ascensos superiores, exige el cumplimiento de determinadas

pautas, incluso de tipo intelectual. Además, los cargos más elevados, de Ministro hacia arriba,

requieren el acuerdo del Senado para ser provistos.

La estructura administrativa de la cancillería se ocupa predominantemente con

cargos diplomáticos en los puestos de mayor jerarquía. Incluso, en los cargos políticos es

habitual la designación de diplomáticos de carrera. En contrapartida, aunque la ley del Servicio

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Exterior prevé un número reducido de “embajadores políticos” (Ley N° 20.957), este requisito

pocas veces ha sido cumplido estrictamente. La tendencia actual, respecto de los cargos internos

registra un gran número de diplomáticos que promedian la carrera en cargos de alta gerencia.

En contadas ocasiones los diplomáticos habían ocupado cargos fuera de su ámbito

natural. Sin embargo, durante el período 1989-1996 los diplomáticos de carrera, particularmente

los ubicados en el tramo inferior y medio, se expandieron en otros sectores de la administración

pública, de forma mayoritaria en el área económica. Influyó, por una parte, la absorción del

antiguo Servicio Económico y Comercial Exterior (SECE) por parte de la Cancillería, la cual

también engrosó su estructura con el área de Comercio Internacional, antes perteneciente al

Ministerio de Economía o su equivalente.

Los funcionarios del SECE eran los encargados de las representaciones (o

agregadurías) comerciales en el exterior. Tenían un régimen asimilable al de los diplomáticos, -

aunque nunca fueron reconocidos como tales, más allá de las inmunidades de estilo-, pero su

calificación y sistema de ingreso eran completamente discrecionales. Mientras no

desempeñaban tareas en el exterior, revistaban en el área de comercio internacional. La

orientación del Gobierno exigió una ampliación de las funciones diplomáticas en esa dirección

y, en consecuencia, tanto el SECE como el área de comercio internacional pasaron a

Cancillería. La incorporación de aquellos funcionarios representó la modificación de la ley del

servicio exterior. Sobre la base de una medida de excepción, fueron asimilados a los miembros

del Servicio Exterior (con categoría diplomática y desarrollo de carrera). Por su parte, la

normativa estableció que un número de hasta 40 diplomáticos podía prestar servicios en el

Ministerio de Economía, siendo éste considerado, a los efectos prácticos, un destino similar a

los de Cancillería. En 1993, por ejemplo, 29 diplomáticos revistaban en la planta de aquella

cartera. La vía de las adscripciones, en cambio, se utilizó para prestar servicios en otras áreas

(Defensa, Justicia, etc.), aunque en número sensiblemente menor.

En este caso, se produjo la situación inversa respecto del Cuerpo de

Administradores Gubernamentales. En efecto, una formación de “generalistas” con funciones

amplias se concentró en el asesoramiento predominantemente en pocas jurisdicciones. Los

diplomáticos, en cambio, con formación específica y funciones definidas, se extendieron al área

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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económica, para cumplir funciones administrativas diversas, pero predominantemente de

planificación y conducción.

La experiencia de los diplomáticos, asimilada por la conducción económica del

período 1991/96, así como también el sistema británico, fueron tomados como antecedente para

la creación de los economistas de gobierno. La iniciativa data de 1994 y se inició con la

creación del Instituto Superior de Economistas de Gobierno (ISEG) en el ámbito del Ministerio

de Economía y Obras y Servicios Públicos (Decreto N° 1921/94). A diferencia de los otros

cuerpos no se constituyó una escuela sino que los candidatos seleccionados debían concurrir a

otras unidades académicas y al finalizar el programa obtenían, además de un cargo en el

Ministerio, un título de postgrado (Master en Economía de Gobierno). La carrera estaba ligada a

las vacantes existentes en el Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos y

contemplaba cuatro categorías en su desarrollo. El postgrado, cuyo objetivo declarado era

formar gerentes, duraba dos años, y su diseño académico estaba “orientado a lograr una mayor

comprensión de la manera en que funcionan las fuerzas económicas en el mundo real, y hacia el

dominio de herramientas del análisis económico que tengan relevancia para aquellos que

formulan, instrumentan o tratan con políticas económicas en el mundo real” (Zuvanic;

Guidobono; 1997). Dentro del período bajo análisis, el ISEG fue discontinuado, primero por la

vía presupuestaria y, luego, suprimido.

Finalmente, también se creó la Escuela Nacional de Gobierno (Resolución de la

Secretaría de la Función Pública Nº 379/95). Si bien su creación se debió a una motivación

similar a las anteriores, la población objetivo estaba constituida por los dirigentes políticos de

nivel intermedio. El objetivo básico fue iniciarlos en el conocimiento y manejo de la

administración, pero se ha puesto mayor énfasis en el conocimiento mutuo entre los candidatos

que en la homogeneidad de la formación. Su desarrollo no se ha extendido mucho, sin perjuicio

de lo cual, casi simultáneamente, en el Ministerio del Interior, se creó el INCAP, Instituto de

Capacitación para Dirigentes Políticos con objetivos y actividades superpuestos y competitivos

con la ENG.

Una consideración particular merece la pronunciada tendencia a contratar personal

bajo modalidades distintas de las reseñadas hasta aquí. En la administración central, durante

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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varios años coexistieron las “plantas transitorias de personal contratado” con la planta

permanente y los cuerpos especiales. A través de este sistema era posible efectuar contratos

anuales de personal sin que éste revistara en el sistema de la estabilidad y, por lo tanto, fuera del

alcance de algunas disposiciones de la normativa vigente para el personal permanente. Sin

embargo, la no aplicación del escalafón anterior al SINAPA sólo dejaba en desventaja al

personal contratado, puesto que el permanente, de hecho, tampoco estaba sometido a los

controles, calificación y sistema de carrera previstos. En consecuencia, las plantas transitorias

eran presa de políticas clientelares y, casi fatalmente, sus beneficiarios terminaban a la postre

“blanqueados” en una planta permanente. Paralelamente a la llegada del SINAPA se eliminaron

las plantas transitorias, pero en su lugar el Decreto N° 92/9531 permitió la contratación de

personal por fuera del nuevo escalafón, con una grilla de responsabilidades y remuneraciones

variables. Dichos contratos eran de menor duración, pero renovables. El sistema no estuvo

exento de los defectos atribuidos al régimen anterior. Al contrario, representaba, a veces, una

poderosa contradicción ya que, mientras se congelaban las vacantes y concursos para la planta

permanente, la limitación a la planta de contratados dependía de la asignación de una partida

anual renovable. Como ése, otros regímenes, entre los que se destacan los contratos efectuados

dentro de los programas del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y otras

agencias internacionales, permitieron la contratación de personal fuera del régimen del empleo

público. Como se ve en el Cuadro VI el número de contratados es importante.

Las experiencias reseñadas marcan claramente las tendencias en el reclutamiento,

formación y manejo de los altos gerentes públicos. Partiendo de una misma base de análisis,

- el SINAPA ordenó junto con el resto de la grilla administrativa la selección de altos

gerentes sobre los principios establecidos por el Programa de Administradores

Gubernamentales (AG), pero haciendo depender la interacción de aquellos pertenecientes a las

distintas jurisdicciones de un sistema de capacitación sobre el cual operó el recorte fiscal y

otras situaciones alejadas de los objetivos iniciales. La influencia de criterios puramente

políticos en la captación de los puestos se materializó en las designaciones transitorias;

- el recurso al personal contratado por fuera de los sistemas escalafonarios continuó la

tendencia a la discrecionalidad propia de los regímenes anteriores e introdujo contradicciones

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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respecto de la selección, evaluación, calificación, capacitación permanente y desarrollo de

carrera que se ha generalizado para los otros sistemas de carrera, además de irrumpir no pocas

veces en la vía jerárquica. En líneas generales este recurso no evitó el clientelismo ni

promovió la incorporación de personal más calificado e idóneo, aunque en muchas

oportunidades fue alentado por los organismos internacionales de crédito;

- el Programa de Administradores Gubernamentales aportó un enfoque global y abrió el

camino para los intentos posteriores en los aspectos de selección objetiva y formación

convergente, pero careció de sustento sostenido y paulatinamente quedó suspendido en el

doble sentido de no continuado y de relativamente aislado de la “franja decisoria”, donde se

produce la simbiosis entre políticos administradores y administradores políticos;

- la conquista de espacios exteriores a su ámbito por parte de los diplomáticos realizó, a la

inversa del Programa AG, objetivos que inicialmente no se plantearon sus creadores, pero que,

por su propia densidad, ha manifestado la consolidación del tipo de funcionario con aptitud

para moverse entre los criterios políticos y la receptividad administrativa;

- los economistas de gobierno, destinados a ser una especie de funcionarios especializados de

un área clave, y por lo tanto, a expandirse a medida que su proyecto se asentara, no lograron

desarrollar una experiencia suficiente y, al igual que el programa de AG, pero en forma

terminal, se vieron afectados por la escasa receptividad del entorno cuando se quebró la

racionalidad política los sustentaba;

- la Escuela de Gobierno, lo mismo que el INCAP, han sido experiencias aisladas que

manifestaron la preocupación de la dirigencia política por integrar a sus componentes en la

franja de contacto con los formadores-ejecutores de la decisión

En líneas generales, los cambios en el servicio civil han sido profundos pero

insuficientes, debido a que han dejado un conjunto de cuestiones inconclusas o, tal vez,

deliberadamente en el terreno de la ambigüedad. Del mismo modo, los cambios que han

operado sobre asuntos directa o indirectamente vinculados con el personal público lo han

colocado, al menos, en una posición que refuerza aquella perplejidad. Un ejemplo acabado está

constituido por el pasaje a un tipo distinto de Estado regulador sin que los principales

organismos encargados de monitorear las nuevas políticas estén preparados y sus funcionarios

especialmente capacitados para llevar adelante esa tarea (Oszlak 2; 1997). El rediseño del papel

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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del Estado parece haber generado, en este caso, una deliberada ausencia. La reconstrucción de

la presencia del Estado, a través de sus funcionarios, está en este sentido en el punto de partida

desde el comienzo del proceso, pero arrastra el lastre del desprestigio y la discontinuidad de

políticas, un handicap verdaderamente negativo para recomponer la confianza de la sociedad en

sus instituciones.

Los cambios intentados en el reclutamiento y la capacitación del servicio civil también

se han extendido hacia los dirigentes políticos de nivel intermedio, entendiendo por éstos a

aquellos “cuadros” que promedian una suert e de “cursus”, vinculados a dirigentes activos de

primer nivel o a instituciones partidarias (fundaciones, etc.). Esta preocupación está

estrechamente relacionada con un fenómeno creciente desde el retorno de la democracia: la

apelación a elencos técnico-políticos ajenos a los partidos políticos para el ejercicio de

funciones en áreas sensibles tanto en la toma de decisiones como en la ejecución de políticas,

pero que tampoco provienen de las estructuras permanentes de la administración pública. En

general, se trata de “usinas de pensamiento”, o think tanks, de carácter a-partidario o, incluso,

trans-partidario, frecuentemente de una orientación ideológica más o menos definida aunque

matizada con un gran pragmatismo al momento de construir las alianzas con los jefes políticos

en el poder. Este fenómeno habla de una doble confluencia: la necesidad de incorporar

conocimientos y vinculaciones intelectuales de alto nivel en las franjas superiores de la gerencia

pública, para desarrollar iniciativas de reforma profunda y de implementación de políticas, por

un lado y, por otro, la ausencia de partidos con cuadros suficientemente formados y

cohesionados y el consecuente desplazamiento de las organizaciones partidarias hacia las

funciones legislativas –donde impera la disciplina de bloque- y hacia aquellas actividades

conectadas con la captura de adherentes.

El nivel superior de la administración vincula entonces a funcionarios políticos –de

subsecretario o equivalente hacia arriba- cuya legitimidad proviene indirectamente del partido

en el ejercicio del poder –intermediado por una Fundación o Centro de Estudios- con

funcionarios de carrera –de Directores Nacionales o Generales hacia abajo- que provienen de

gestiones anteriores y, en las condiciones de los años noventa, han accedido en principio por

concurso. La relación entre funcionarios políticos y altos gerentes públicos exige la confluencia

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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de sistemas de lealtades diferentes, hacia por el partido, hacia el think tank, hacia la propia

administración y hacia el público. Cabe acotar que, si bien existe la división estatutaria entre

funcionarios políticos y funcionarios de carrera administrativa, aquella no siempre corresponde

a la capacidad y nivel de decisión atribuidos a cada puesto en ambos segmentos. De manera

que, en términos de responsabilidad, influencia y requisitos de conocimientos técnicos, tal

división puede resultar ineficaz en situaciones específicas.

Como se vio, desde los años cincuenta la formulación y ejecución de las políticas

públicas requirió, cada vez más, de componentes técnicos para su elaboración; se expresó

crecientemente en términos acotados al lenguaje de determinadas disciplinas y fue

encomendada en distintos tramos de la gestión a grupos predominantemente interdisciplinarios.

Es más, casi todo el ciclo de las políticas públicas se sustrajo a los criterios y los ámbitos

estrictamente políticos dado que, incluso en las instancias de negociación entre los actores, las

cuestiones técnicas jugaron un rol al menos condicionante. De modo que entre lo puramente

político y lo puramente administrativo existe una zona gris o de solapamiento en la cual la

decisión política no aparece completamente despojada de la gestión administrativa y, a su vez,

ésta no resulta totalmente ajena a la influencia desde y hacia la política (tanto politics como

policy).

El enfoque que propiciaba la pretendida neutralidad inicial de la burocracia fue

superado por la aplicación tecnocrática (García Pelayo; 1974). Las sucesivas oleadas de

reformas administrativas, los distintos modelos a partir de los cuales se encaró la realización de

las tareas estatales, los enfoques organizativos y de gestión que se escalonaron temporalmente,

entre otros factores, han dejado su impronta en la configuración del Estado y la administración,

a pesar de la profunda revisión que se impuso en los años noventa. Como se puede apreciar en

los estudios sobre políticas públicas, a menudo, se entremezclan los criterios políticos y

técnicos, de tal manera que las decisiones públicas resultan producto de la interacción de varios

factores, así como de la intervención de distintos referentes dentro de una misma organización

compleja (Aguilar Villanueva; 1994). Mayntz, por ejemplo, diferencia la actuación burocrática

según el tipo de política (regulativa, de incentivos y de servicios) para indicar los distintos

caminos que puede seguir el comportamiento administrativo relativamente autónomo. Esta

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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autora reconoce, sin embargo, que las “administraciones” no deben ser consideradas meras

ejecutoras sino modificadoras y adaptadoras de las políticas (Mayntz; 1979).

Sin embargo, lejos de considerar a la burocracia como el estamento administrativo

del Estado, cerrado y autorreferente, como en el modelo weberiano, se la ha vinculado con otros

grupos de especial intervención en todo el proceso de gestión de las políticas públicas. Desde

hace mucho se ha reconocido en la administración del Estado un reflejo de los distintos sectores

sociales afectados por aquéllas. Las redes de relaciones, funcionarios y organizaciones varían de

acuerdo con el área del Estado, pero, en términos generales, las decisiones que se toman

constituyen un efecto –y, por cierto, también una causa- de la interacción entre los distintos

grupos afectados o involucrados. Esto quiere decir que una decisión tomada por los funcionarios

ha sido precedida, y será sucedida, por un sinnúmero de decisiones de distinto nivel tomadas

por otros actores dentro del, o, al menos, con referencia al, mismo escenario.

En este sentido, Heclo habla de la transformación de la relación entre

administración y política a través de la superación de los denominados “triángulos de hierro” -

que articulan las oficinas del Poder Ejecutivo, ciertos agrupamientos de legisladores y los

grupos de presión o de interés afectados por las políticas- por las redes de asuntos, -concepto

mucho más plástico, así como difícil de caracterizar tanto por la multiplicidad de actores como

por su movilidad- (Heclo; 1978). En no pocas ocasiones, sin embargo, esta relación termina en

la representación casi exclusiva del sector que será destinatario de los programas estatales.

Aún dentro de este orden de ideas, el reclutamiento de los altos funcionarios

político/administrativos parece dispuesto por los partidos políticos o, al menos, filtrado por

ellos (Peters; 1993). La primera situación es más típica en Europa, donde la matriz ideológica

de las fuerzas políticas resulta, todavía, fuerte. En los Estados Unidos, en cambio, las usinas

intelectuales se organizan en torno a los candidatos a partir, más bien, de criterios endógenos

combinados con el aprovechamiento de una oportunidad política, antes que por motivos

derivados de una militancia rigurosa. Pareciera ser éste el modus operandi que se perfila en la

Argentina.

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Por diversos modos, entonces, resulta evidente que en el proceso de elaboración de

las políticas públicas existe una imbricación mutua entre las cuestiones políticas y las cuestiones

técnicas (Camou; 1994). Es decir, la técnica no resulta indiferente el momento de tomar y

ejecutar las decisiones, pero la motivación política de éstas no desconoce los requisitos de

aquélla. Esta situación ha dado lugar a la aparición de una serie de funcionarios, de alta

calificación intelectual y relativamente desprendidos de vínculos ideológicos y, sobre todo, de

lazos políticos previos, que han sido llamados “intelectuales expertos” (Coser; 1968),

“analistas simbólicos” (Reich; 1993)32 o “tecnopolíticos ” (Domínguez; 1997)33. En general,

los estudios que han abordado esta cuestión han puesto énfasis en los economistas o en aquellos

funcionarios ligados al desarrollo de la estrategia económica.

En el caso argentino, las distintas alteraciones al orden constitucional impactaron sobre

la clase política y sobre la administración pública. La primera debió acceder al poder sin haber

ejercido funciones ejecutivas en forma estable durante los años de formación y consolidación de

sus cuadros dirigentes. Los partidos políticos, asimismo, se vieron inicialmente privados de un

debate interno amplio, razón por la cual, la reproducción hacia adentro de un modelo de

pensamiento con poca evolución se efectuó de forma acrítica. Por su parte, los cuadros

administrativos residuales, poseedores del conocimiento práctico del funcionamiento del

aparato estatal, carecieron, sin embargo, del respaldo de cierta “legitimidad de origen”.

Desde los primeros años del retorno de la democracia se pusieron de manifiesto las

dificultades que esta particular situación planteaba a los gobiernos. La administración pública

sólo poseía equipos técnicos en algunas áreas, por su parte los partidos políticos resignaron su

función capacitadora de cuadros y el contexto general demandaba el diseño y la implementación

de un conjunto de decisiones que, en no pocos casos, cuestionaba el paradigma conceptual sobre

el cual se habían edificado las tradiciones políticas, tanto en lo global como en lo sectorial, de

las organizaciones partidarias y de algunas áreas sensibles del aparato estatal. Por su parte, los

organismos internacionales de crédito, así como diversos actores económicos y sociales

internos, requerían una serie de decisiones de vital importancia que sólo podían ser tomadas e

implementadas por expertos o por cuadros formados en la racionalidad exigida por esas

entidades.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Paulatinamente, entonces, se fue apelando a los elencos de organizaciones de

intelectuales, de distinta conformación, cuyos cuadros fueron nutriendo los equipos de

gobierno, en diversos tramos de la formulación de las políticas públicas. La introducción de las

reformas, especialmente en la década de los noventa, fue producto del accionar de este nuevo

actor, que ocupa un lugar importante en esa franja o zona gris que vincula la alta gerencia

pública, poseedora de conocimientos, con los funcionarios políticos provenientes directamente

de usinas de pensamiento o indirectamente funcionales a ellas.

Por otra parte, como ya se dijo, la separación entre funcionarios políticos y funcionarios

administrativos ha sido predominantemente formal. Por un lado, los altos puestos de la carrera

administrativa, beneficiados con el privilegio constitucional de la estabilidad, han sido

recurrentemente ocupados por cuadros políticos o clientes de los funcionarios políticos. Por

otro lado, en las áreas de mayor exigencia técnica estos funcionarios han dejado de provenir de

las estructuras partidarias de modo directo. Así, los partidos políticos se han desentendido de su

papel como formadores de elencos técnicos/políticos, lo cual contribuyó a legitimar el recurso a

esos think tanks que diseñan, negocian y ejecutan las políticas públicas que componen el menú

de propuestas que las coaliciones políticas presentan a los electores, sin el compromiso que

supone el contrato político que está en la base de la interacción entre los dirigentes políticos y

el electorado.

Los think tanks incorporados a la gestión no distinguen entre funcionarios políticos

y administrativos, ni registran diferencias ideológicas o partidarias, más allá de sus preferencias

doctrinarias en los aspectos puramente ligados a su formación. Los funcionarios políticos así

designados poseen un aura de neutralidad y una pretensión de eficiencia que no es correlativa a

su fuente de legitimación sino, incluso, a menudo, antipolítica. El vínculo con las

organizaciones de origen, o con otras relacionadas por afinidad intelectual, a menudo se

mantiene a posteriori a través de trabajos de consultoría realizados en no pocas oportunidades

con la información disponible en la administración pública. Esta particular situación ha dado

lugar a un fenómeno denominado “co nsultocracia” 34 (Estévez; 2001).

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Cuadro VI: Distribución de los Cargos Civiles en el Presupuesto de la Administración Pública Nacional, conforme los regímenes laborales de pertenencia (Año 2000)

Régimen de Negociación Colectiva

Régimen Laboral Ley N° 24.185 Sector Público

Ley N° 14.250 Sector

Privado

No Convencionados

TOTAL

Extra-escalafonarios 771 771 (0,70%)

Escalafones Especiales 3.926 3.926 (3,56%)

Ley de Regulación del Empleo Público N° 25.164

44.497 24.076 68.573 (62,13%)

Ley de Contrato de Trabajo

1.291 32.611 2.489 36.391 (32,97%)

Otras Modalidades de Contratación

700 700 (0,64%)

TOTAL 45.788 (41,49%)

32.611 (29,55%)

31.962 (28,96%)

110.361

Fuente: Duarte de Bortman, María Amalia y Salas, Eduardo. “Modalidades de contratación en el sector público nacional”. En: Enoikos, Revista de la Facultad de Ciencias Económicas. Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, Año IX, Número 18, junio de 2001.

El cambio en las relaciones entre el Estado y la sociedad también se hizo patente en

la emergencia de un nuevo patrón federal. Confluyeron a la formación de éste tanto políticas de

incidencia directa en la modificación de dicho estándar, como fueron la transferencia de los

servicios educativos y de salud a los Estados provinciales, en el marco de una abierta

descentralización, como aquellas de impacto indirecto, en especial, la apertura comercial y la

desregulación, entre otras.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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La transferencia de los establecimientos de enseñanza media culminó un proceso de

descentralización iniciado en la década del sesenta y continuado durante el gobierno militar del

Proceso de Reorganización Nacional. Este último logró traspasar la casi totalidad de las

escuelas primarias a todas las jurisdicciones. Con la Ley N° 24.049, que permitió el pasaje de

las escuelas medias, el gobierno de Menem completó el montaje del sistema educativo

descentralizado, mediante el cual el Ministerio de Educación sólo debía reservarse el trazado y

la coordinación de la política educativa, mientras que los organismos provinciales pasarían a

ocuparse de la gestión y la prestación del servicio. En la práctica, entre 1992 y 1994 el

Ministerio de Educación de la Nación dejó de ser el responsable directo de los establecimientos

educativos. Al pasaje de las escuelas secundarias sucedió la aplicación de un nuevo régimen

legal que introdujo una profunda reforma educativa en casi todas las jurisdicciones. Los

requisitos de obligatoriedad y la redefinición de los niveles de enseñanza, así como cuantiosos

cambios en la currícula, aumentaron los gastos que fueron a asentarse en los presupuestos

provinciales.

Tanto el traspaso de establecimientos como la aplicación de la reforma educativa se

produjeron en forma progresiva y con la asistencia del nivel federal, pero el peso relativo de la

política de descentralización y reforma, indiscutible teórica y prácticamente desde el punto de

vista pedagógico, también estuvo motivado en cuestiones de política fiscal. Por un lado, la

descentralización debía permitir la desburocratización del sistema, así como homogeneizar

estilos de gestión y ligar la actividad de los establecimientos asentados en las provincias a la

cultura, criterios y necesidades de aquéllas; incluso, incentivar y ampliar la participación de la

comunidad local en la concepción y prestación del servicio. En este sentido, era un reclamo

histórico a la vez que una política que tendía a replantear la relación nación-provincias desde la

formación del Estado liberal. Por otro lado, el proceso de descentralización, cuyos antecedentes

eran economicistas o tecnocráticos, prosiguió en el mismo sentido, aunque incorporando

criterios de optimización pedagógica e, incluso, en algunas provincias aplicando algo de la

metodología participativa que parecía estar en el fundamento declamado por la política de

transferencia (Filmus; 1997).

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Sin perjuicio de ello, cabe señalar que la distinta realidad histórica, política y

económica de cada uno de los estados provinciales hizo que la reforma percutiera en distinta

forma. En todo caso, las provincias más desarrolladas tuvieron ventajas organizacionales que

revirtieron sobre los aspectos pedagógicos y participativos, mientras que en las menos

desarrolladas el proceso recicló en forma notable las patologías críticas del nivel nacional:

excesiva burocracia, desnivel de los equipos técnicos, activismo sindical, etc.. En líneas

generales, se puede decir que la descentralización educativa finalmente cargó sobre el nivel de

gastos de las provincias al mismo tiempo que otras políticas nacionales reducían sus

posibilidades de captar recursos genuinos para sostenerlas, aumentando el grado de dependencia

del fisco nacional.

Como dice Macón:

“Durante las últimas décadas hubo un proceso prolongado y consistente de descentralización de

los servicios hacia las provincias –aunque no a los municipios- que casi triplicó el gasto

provincial en porcentaje del PBI. Un avance importante en la descentralización, que al parecer

no fue acompañada por reformas institucionales y financieras acordes con el importante cambio

de magnitud” (Macón; 2001).

Son claros, desde este punto de vista, los efectos sobre las economías regionales de

algunas políticas nacionales. A partir de 1991 se retomó la apertura comercial esbozada durante

los primeros años del gobierno militar, pero en forma más drástica y radical que entonces. La

brusca eliminación de barreras arancelarias y la inexistencia de mecanismos no arancelarios de

contención, así como la dispersión de tarifas llevaron muy lejos el grado de apertura de la

economía, con pocas excepciones (v. gr., el régimen automotriz) repercutiendo sobre la

producción industrial hasta entonces protegida, introduciendo niveles de competencia

insostenibles en forma inmediata y obligando a la reconversión o al cierre de actividades. Pocos

productos regionales resistieron la apertura comercial, circunstancia agravada con el retraso

cambiario y la recesión de la segunda mitad de los noventa. Es conocido el alto nivel de

desocupación que atravesó toda la década.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

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Por su parte la desregulación de actividades, cuyo objetivo fue acompañar la

disciplina fiscal y la apertura comercial con la eliminación de sobrecostos y distorsiones en la

formación de los precios, afectó a las provincias en medida directamente proporcional a la

magnitud de las actividades antes reguladas radicadas en su territorio (Domeniconi; 2000). Esta

política, supuestamente benéfica en términos generales para el conjunto de la economía, sin

embargo, resultó severamente disfuncional para algunas economías regionales, por cierto,

sostenidas artificialmente durante décadas. El Decreto 2284/91 derogó toda la legislación que

regulaba los mercados de ciertos productos agrícolas regionales (vinos, azúcar y yerba) y todas

las normas regulatorias del comercio interior y exterior de los productos tradicionales (leche,

granos y carnes) y disolvió los entes encargados de ejecutar dichas regulaciones (Junta Nacional

de Granos, de Carnes, Mercado de Concentración Pesquera, etc.). Para las provincias

interesadas, aunque en forma y duración disímil, significó un incremento de la dependencia

interna35.

Las privatizaciones también incidieron de modo desigual en las provincias. La

adecuación de las empresas como paso previo a la transferencia de activos obligó al desmontaje

de actividades radicadas en los territorios provinciales y sostenidas durante años sobre la base

de un déficit recurrente. Por un lado, quedaron en evidencia las distorsiones propias de una

economía subsidiaria; pero, por otro, el beneficio del sinceramiento no se trasladó en forma

simétrica a las provincias. De alguna manera, la ventaja indudable de la inserción de la

Argentina en el marco de la economía global, que obligó a redefinir la estructura productiva, no

trasladó su efecto hipotéticamente benéfico en la misma proporción que el sacrificio que supuso

para las economías regionales, tanto en términos de empeoramiento de la situación social como

de endeudamiento público e incremento de la dependencia interna. En consecuencia, se

exacerbó la disfuncionalidad de un patrón federal obligado a mantener la articulación entre

regiones heterogéneas (Cao; 1997) acrecentando los círculos viciosos de la dependencia

provincial.

Para comparar la dimensión relativa del sector público federal respecto del sector

público provincial es útil tomar el volumen del empleo público provincial en los extremos de

los períodos considerados en este trabajo. Teniendo a la vista las cifras registradas en los

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

100

Cuadros II y V, se nota una inversión de la relación entre la dotación de empleados federales

existente hacia los años cincuenta respecto de la correspondiente al año 2000. Oszlak, en forma

coincidente, ha estimado que mientras que al comienzo del período considerado los empleados

nacionales duplicaban largamente a los provinciales (3,04 contra 1,25 por cada 100 habitantes),

hacia el último año del siglo XX el número de provinciales quintuplicaba al de nacionales (5

contra 1 cada 100 habitantes). La tendencia sólo fue acelerada por los cambios ocurridos en los

noventa, dado que antes que sobrevinieran, hacia los años ochenta, la cantidad de empleados

provinciales había alcanzado los guarismos nacionales (2 cada 100 habitantes). En los noventa,

además, disminuye notoriamente la presencia de empleados nacionales en las provincias, cifra

que al comienzo de la década del cincuenta era francamente favorable a estos últimos (Ozslak;

2000).

Así, mientras el empleo en el nivel federal aparece notoriamente reducido hacia el

fin del período, en el nivel provincial la tendencia a la suba fue realimentada por las políticas de

descentralización de servicios y de privatización de las empresas públicas. Actualmente, la

principal fuente del gasto público en las administraciones provinciales está constituida por el

empleo y los sistemas previsionales, cuya atención suele demandar la toma de créditos a tasas

crecientemente altas, así como la asistencia recurrente del gobierno federal.

Por su parte, la reforma del Estado –tanto en términos de organización, como de

redefinición de funciones y desregulación- no observó en las provincias, en líneas generales, un

grado de compromiso y un ritmo de ejecución similar al del Estado federal. En no pocas

cuestiones las modificaciones encaradas por las provincias fueron inducidas y hasta impuestas

por el Estado federal, el cual utilizó, para ello, variadas formas de presión, en las que se

combinaron herramientas de gestión con abiertas operaciones políticas. Sin embargo, la distinta

capacidad de las provincias argentinas para autofinanciarse36 no ha guardado relación con su

peso en la mesa federal de negociaciones y ha contrastado con su aplicación a la producción de

reformas estructurales37.

Paradójicamente, la primera etapa del proceso de reformas, que tuvo su apogeo hacia

1994, empezó a declinar en ese mismo año como consecuencia del “efecto tequila” y el alto

nivel de desempleo que se registró entre 1995 y 1996, y que perduró, con leves variaciones,

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

101

hasta el final del período bajo análisis. La segunda etapa del proceso, mucho más ardua y lenta

que la anterior, estuvo atravesada permanentemente por la confusión sobre los fines y los

medios. Claramente, ya no se trataba de reformas estructurales sino de una sucesión de ajustes,

siempre insuficientes -denominados genéricamente “reformas” - originados en la necesidad de

acomodar el desempeño fiscal del Estado.

Como ya fuera apuntado respecto de la Segunda Reforma del Estado, las recetas

utilizadas durante este período ya habían sido experimentadas en ocasiones anteriores:

supresión indiscriminada de organismos, retiros voluntarios, venta de activos físicos y de

algunas empresas, como YPF, que conservaban cierta presencia del Estado. Se incorporaron dos

mecanismos nuevos: el descuento compulsivo a los sueldos de los funcionarios del nivel

gerencial y político y la creación de un fondo de desempleo para los agentes declarados

prescindibles, cuya aplicación debía alcanzar al 10% del personal de los organismos.

El corte drástico en la orientación de las reformas que se perfiló desde la irrupción del

“efecto tequila” y se proyectó en lo s años posteriores, redujo el esfuerzo desplegado durante la

primera etapa al objetivo de aligerar el Estado. En un plano secundario, el mejor

desenvolvimiento de las funciones esenciales y los servicios asociados a éstas quedó sometido

al desempeño fiscal.

Por lo tanto, la modificación de las condiciones de funcionamiento del modelo de la

convertibilidad, inducida por la crisis mexicana, sólo fue acompañada por medidas de ajuste

fiscal. Si bien hubo algunas voces discordantes y esbozos de planes alternativos, ellos chocaron

contra el carácter simbólico que la caja de conversión tenía en el contexto de aquel plan. El

proceso político de la reforma constitucional y la campaña electoral del año 95 operaron en

sentido “conservador”: la reelección de Menem sólo era posible si se mantenían las mismas

condiciones que le habían permitido acumular poder y sostener su estrategia hasta imponer la

reelección38.

Sin embargo, desde 1996 el flujo de capitales ya no fue tan sostenido y la posibilidad de

financiar las reformas con la transferencia de activos al sector privado mermó

significativamente. A menos de un año de la victoria electoral de 1995, se rompió

definitivamente la sociedad política que había permitido atacar con éxito un modelo desvirtuado

e inercial y comenzar a reemplazarlo por otro; al tiempo que se desarrollaba y crecía una nueva

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

102

coalición opositora, centrada en un discurso que enfatizaba en las modalidades de la aplicación

de las reformas, cuidando de plantear, desde el principio, aunque con vacilaciones, una

alternativa “desde dentro” de la convertibilidad.

La larga recesión, comenzada en 1998, sin embargo, se convertiría en el punto de

inflexión de la política de reforma estructural. Frente a ella se intentaron, sin éxito, numerosas

recetas basadas en la ortodoxia sin que se produjeran los resultados previstos. En buena medida,

la estrategia pro mercado quedó inconclusa; por un lado, fue imposible desenvolver un

conjunto coherente y sostenido de decisiones de políticas que pusieran por delante los términos

de la llamada “segunda generación de las reformas”, de carácter decididamente estructural, por

otro, se abrieron paso ciertas políticas que significaron un retroceso respecto de las

transformaciones de “primera generación”.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

103

III.- Conclusiones

1.- Los procesos de reforma del Estado encarados en los años sesenta y los años noventa

tuvieron algunos elementos comunes que es preciso resaltar. Por un lado, se llevaron adelante

partiendo de concepciones relativas al papel del Estado y el aparato estatal que combinaban

tendencias vigentes no sólo en el ámbito nacional sino en el entorno regional y mundial. En

ambos casos, las ideas predominantes venían avaladas por ciertas experiencias que respaldaban

su aplicación a la realidad argentina, como el Plan Marshall en la reconstrucción europea de

posguerra y las reformas del Estado en Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Chile a

finales de los ochenta.

Por otra parte, las circunstancias, en ambos casos, resultaron favorables para producir

esos cambios. En efecto, el desarrollismo comenzó a aplicarse cuando el singular experimento

bienestarista del primer peronismo había empezado a manifestar sus limitaciones. Las reformas

pro mercado, a su vez, se sucedieron cuando los restos del Estado de Desarrollo no pudieron

sobreponerse a las múltiples causas de la ingobernabilidad que caracterizó la transición de

Alfonsín a Menem.

También, ambas experiencias trascendieron los movimientos políticos que les dieron

origen y se convirtieron en una suerte de forma mentis para los dirigentes políticos y sociales

que se sucedieron en el ejercicio del poder. Esta característica, sin embargo, resulta mucho más

visible en el caso del desarrollismo dada su mayor lejanía en el tiempo. Aún así, las reformas

pro mercado han dejado su impronta y seguramente constituirán parte del paisaje durante los

próximos años.

En cuanto a los instrumentos, tanto la estrategia desarrollista como la estrategia pro

mercado, coincidieron en las privatizaciones, la descentralización de servicios, el rediseño

administrativo y la reorganización del servicio civil. Las diferencias provienen de la distinta

concepción del papel del Estado y del aparato estatal.

El desarrollismo apeló a las privatizaciones con un sentido pragmático (Feigenbaum;

Henig; Hamnett; 1999), es decir, buscando liberar al Estado del peso de algunas cargas poco

comprometidas con su proyecto de desarrollo; incluso, en algún caso puede hablarse de la

apelación a un criterio táctico, por ejemplo, cuando las encomendó al ministro Alsogaray.

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

104

En los noventa, las privatizaciones tuvieron más bien un carácter sistemático: al margen

de que persiguieran simultáneamente criterios de eficiencia y que permitieran sumar apoyos

políticos cualitativamente importantes, a través de ellas se pretendió cambiar la fisonomía

estatal y establecer un nuevo estándar en las relaciones Estado-sociedad. Aunque difuso y

tributario de distintas fuentes, el marco ideológico fue aportado genéricamente por el conjunto

de recetas agrupadas en torno al concepto genérico de neoliberalismo. Mientras que en el

desarrollismo los criterios doctrinarios sirvieron a la construcción de un modelo de Estado, en

los noventa estuvieron al servicio del desmontaje de aquella experiencia y, subsidiariamente,

terminaron estableciendo el nuevo estándar.

La descentralización de los servicios, iniciada en los años sesenta, adquirió un mayor

impulso en los noventa. Para comprender el proceso es preciso tener en cuenta cuestiones

históricas ligadas a la construcción del Estado liberal así como otras vinculadas a los distintos

modelos de federalismo que la evolución estatal en el siglo XX fue imponiendo. Sin embargo,

predomina la imagen según la cual la descentralización ha sido una técnica originada en el

centro por motivos tácticamente coincidentes con el reclamo histórico de las provincias, pero

ejecutada sin el acompañamiento de una serie de acciones destinadas a fortalecer el poder local.

Esta circunstancia y la diferencia cultural entre las distintas regiones y provincias explicaría el

diverso resultado obtenido a través de la descentralización de servicios. En algunos períodos de

mayor carga crítica, parecería que el impulso descentralizador fue predominante fiscal. El

crecimiento del empleo público en las provincias, por ejemplo, consecuencia convergente del

pasaje de servicios a la órbita local, más el crecimiento de gastos inducido por el impacto de las

políticas nacionales en ese ámbito, ha incrementado el volumen y la calidad de la dependencia

de las provincias respecto del Estado Federal. Paradójicamente, la mayor debilidad de los

estados provinciales, agrupada, se ha constituido en un instrumento político decisivo en la

negociación de las provincias con la Nación y de ésta con los organismos internacionales.

Por su parte, la organización administrativa del Estado no empresario en ambos períodos

no permite diferenciar ningún criterio estratégico relevante. Las empresas del Estado, algunas

proyectadas en los años del desarrollismo, otras aparecidas y expandidas durante su vigencia y,

en su conjunto, adquirieron una importancia significativa a través de todo el período, pero en su

mayoría fueron privatizadas como parte de la estrategia pro mercado. Del complejo de

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

105

correspondiente al Estado no empresario sólo resulta distintiva la creación de los organismos de

planificación, científico-técnicos e intersectoriales durante el desarrollismo –que también

respondían a modelos en boga en los países centrales- y la aparición de los entes reguladores

durante los noventa. En ambos casos, la necesidad de su existencia y la racionalidad inicial de

su diseño no fueron del todo compatibles con las orientaciones generales y la composición de

sus elencos en los sucesivos gobiernos de cada período.

La administración central, máxima responsable de la planificación y ejecución de

políticas, observó una organización errática, en todo dependiente del cambiante desempeño

fiscal. El crecimiento en número de organismos traduce una carencia bastante generalizada de la

comprensión del carácter instrumental de la organización administrativa. Pero este mismo juicio

se aplica respecto del ajuste indiscriminado y porcentual de las estructuras. La instrumentalidad

de la organización administrativa suele confundirse con el supuesto carácter fungible de las

estructuras. Predomina entonces el fiscalismo como criterio. Cuando ello sucede, significa que

no hay una concepción política, y por lo tanto, de profundidad, acerca de la administración en

general. La evolución de los organismos de Presidencia y el diseño inconcluso de la Jefatura de

Gabinete de Ministros, la aplicación indiscriminada de la Segunda Reforma del Estado y los

cambios permanentes de estructuras y figuras organizacionales manifiestan claramente esa

perplejidad.

Finalmente, la concepción del servicio civil también ha sido objeto de tratamiento en los

dos períodos. En ambos casos, la intención inicial fue conferirle mayor profesionalidad a través

de la sanción de escalafones que organizaron la carrera burocrática a partir de parámetros

objetivos y de la incorporación de la capacitación como un requisito para su desarrollo.

Aquellas pretensiones, sin embargo, pronto encontraron serios escollos. Durante el

desarrollismo el régimen de concursos para la selección de personal prácticamente no fue

aplicado; sí, en cambio, fue creciente la actividad de capacitación –a través del ISAP- y la

introducción de baremos y técnicas de organización administrativa y desarrollo de los recursos

humanos. Durante los años noventa, en cambio, se logró hacer funcionar un sistema de carrera,

el SINAPA, que, a pesar de sus discontinuidades y filtraciones, significó un crecimiento

cualitativo importante especialmente, durante los primeros años. El Sistema Nacional de

Capacitación –coordinado por el INAP-, junto con el desarrollo de los cargos con funciones

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

106

ejecutivas y el asentamiento de los cuerpos profesionales especializados, permitieron la

instalación del concepto de “alta gerencia pública” en la cultura administrativa.

Más allá de dichos logros parciales, las determinantes culturales de la clase política

argentina afectaron la creación de una burocracia estable, con independencia de la continuidad

de las reglas. Se puede decir que la clase política, en general, carece de una comprensión

suficientemente elaborada de la importancia de la burocracia estatal para la ejecución de las

políticas públicas, carencia que se pone de manifiesto tanto al sancionar normas incompletas y

someterlas a interminables cambios, como al efectuar designaciones para las cuales no existen

previamente consideraciones relativas a la profesionalidad o al comprar paquetes de eficiencia

“llave en mano” a consultoras o think tanks.

Al igual que lo dicho para la organización administrativa, el predominio indiscutido del

criterio fiscalista resultó absolutamente disfuncional. En primer lugar, se afectó el Sistema

Nacional de Capacitación, luego el número y la continuidad de los cargos con funciones

ejecutivas, finalmente el régimen de concursos. En buena medida, la administración pública

argentina, a pesar de su régimen legal, ha conservado características burocrático

patrimonialistas en algunos sectores, mientras que en otros, sensibles para la reforma del

Estado, los criterios de modernización han provenido de agentes exógenos y se resolvieron en

políticas transitorias (Haggard; Kaufman; 1995).

2.- En líneas generales, la sociedad argentina no ha encontrado un concepto institucional del

Estado y la administración estable, tanto en lo que hace a la relación del aparato estatal con la

comunidad, como en el despliegue de sus funciones, particularmente aquéllas de soberanía,

desarrollo y adaptación (Belorgey; 1967). La construcción de los dos “modelos” comentados en

el presente trabajo parece más bien ligada a estrategias económicas de corto y mediano plazo

que a una concepción atinente al papel del Estado en un país subdesarrollado y en el marco de

un proceso acelerado y asimétrico de globalización. Esa concepción economicista tuvo

consecuencias en relación con los grupos que han competido por ampliar o conservar su lugar

en el marco de dicha estrategia. Pero también ha tenido consecuencias, de gran duración, sobre

la organización del Estado y su burocracia, y sobre el patrón de relaciones entre el Estado

Federal y las provincias. Pareciera que el continente exclusivo de ambas cuestiones ha sido la

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Reforma y organización estatal en los sesenta y los noventa

107

discusión relativa al tamaño del aparato estatal, subordinando los aspectos cualitativos y de

conducción.

Los procesos del desarrollismo y las reformas pro mercado tienen en común el no haber

concluido en un sistema de relaciones estable e integrado que permitiera evaluar sus logros y

establecer las reformas convenientes. Por motivos diferentes, pero convergentes en relación con

el desempeño de la clase política, ambos procesos lograron un resultado rápido en el sentido de

las respectivas reformas, acertaron en las medidas iniciales y forzaron la canalización de ciertos

apoyos que permitieron instalar una nueva alianza social respaldatoria. La turbulencia política

de los’60 y de los ’70 complicó el modelo desarrollista, pero sirvió, a la vez, para extender su

legitimidad intelectual más allá del frondizismo, que fue su primera versión y el impulso inicial

de una metodología de intervención estatal. Los magros resultados del modelo, empero, desde

fines de los setenta no permitían inferir su sustentabilidad.

Por su parte, las reformas pro mercado de los noventa se inscribieron dentro de una

corriente hegemónica de pensamiento económico y social cuya coincidencia estratégica logró

minimizar las diferencias ideológicas de los grupos y partidos políticos dentro y fuera del

espectro nacional. Durante buena parte del período no hubo posturas antimodelo sino una suerte

de reformismo endógeno, circunstancia que, a su vez, legitimaba la orientación predominante.

Otra vez, sobre el fin del período, los resultados circunstanciales vinculados a una estrategia

económica no permitieron abrigar expectativas sobre la continuidad y beneficio de las reformas

encaradas (Kamark; 2001).

En síntesis: en buena medida el desarrollismo de los sesenta y las reformas pro mercado

de los noventa fueron víctimas de su suceso inicial y del impulso con el que se impusieron las

respectivas lógicas. Sucumbieron, también, a manos de los monstruos que crearon. El

desarrollismo por la compleja trama de estructuras, empresas y organismos que incrementaron

el volumen pero no la calidad de la intervención del Estado; las reformas pro mercado por la

debilidad del Estado frente a una sociedad también débil. La multiplicidad de bonos,

obligaciones, intereses y compromisos con los titulares de los servicios privatizados y

concedidos han manifestado la difícil sustentabilidad de un modelo sin recursos genuinos que,

además, se privó de la posibilidad de generarlos y captarlos.

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Resalta, como producto final de la década de los noventa, la gestación de un nuevo

estándar de relaciones en el desenvolvimiento de las funciones estatales. Más allá de la

consideración de la reforma como “hostil” al Estado (Estévez; 2001), es evidente la paradoja

según la cual fue necesario acumular un poder inusual para producir una reforma profunda del

Estado cuyo resultado debía ser limitar el aparato estatal a través de la transferencia de activos y

de decisiones a otras instancias. Aun así, el proceso de ordenamiento no eliminó las patologías

de la intervención predatoria del Estado cultivada durante años. En efecto, el Estado emergente

de los noventa, aún reducido en tamaño y limitado en sus herramientas, sin embargo, ha

incrementado su capacidad para extraer recursos de los sectores que no cuentan con formas

alternativas para eludir o amortiguar su alcance, a la vez que carece de capacidad de obligar y

de sancionar las conductas que se alejan de la racionalidad respaldatoria de las reformas.

Aunque la medida cae fuera del período considerado, la indisponibilidad de los depósitos

establecida en el último trimestre de 2001 ha sido, a la vez, la manifestación enferma de un

dirigismo estatal mal concebido y peor aplicado y una muestra de la impotencia del Estado para

conducir una política consentida activamente por los actores políticos y económicos.

Para llegar a esta situación, sin embargo, el Estado cambió en forma drástica siguiendo

el sentido de las tendencias predominantes en el comienzo de la década de los noventa. El

desmontaje de los restos naufragantes del Estado de bienestar, el desguace de las estructuras

supérstites del Estado de desarrollo y, en buena medida, el rediseño y sinceramiento de las

estructuras de subsidio y clientela, además de la reducción de escala, conformaron el programa

básico que se aplicó, con variantes y oscilaciones a lo largo de los dos períodos menemistas. El

resultado, sin embargo, distó de ser homogéneo. Es cierto que el aparato estatal se redujo, en

volumen y funciones; pero, medido en términos de intervención, en muchos sentidos, ésta se ha

hecho más penetrante y aguda; en cambio, en aquellos aspectos en los cuales difícilmente pueda

discutirse la necesaria presencia del Estado, se ha incrementado patológicamente su ausencia,

debiendo la sociedad, a través de organizaciones que resultan ajenas al vínculo con las

estructuras estatales, o, incluso, lo repelen, ocupar el lugar y asumir, limitada y precariamente,

las funciones propias de aquellas.

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3.- En ambos períodos el Estado careció de autonomía para imponerse a los grupos sociales y

construir su legitimidad sobre la base simultánea del liderazgo de un proyecto común,

consensuado e inclusivo, y de la capacidad disuasiva del poder sancionatorio para respaldarlo.

En buena medida, el Estado fue colonizado por una confederación de grupos cuyo predominio

alternativo sólo contribuyó a incrementar el particularismo. En los períodos de relativo

crecimiento, el poder de dichos grupos aumentó en forma asimétrica; en tiempos de crisis, sin

embargo, las asimetrías se exacerbaron. El Estado no pudo arbitrar eficazmente entre sectores,

ni utilizar su poder en forma compensatoria, de manera que se vio obligado a respaldar las

fórmulas políticas que alternativamente bloqueaban o permitían su accionar, a veces en nombre

del mercado, a veces en nombre del equilibrio social.

El Estado tampoco mostró capacidad para desarrollar por sí mismo aquellas

actividades que no podían ser cubiertas por otras instancias sociales pero que resultaban

constitutivas del conjunto de condiciones en que consiste el bien común. En el período

desarrollista, aun con todos los logros en materia organizacional, la ineficiencia operativa del

Estado fue manifiesta y creciente, con el agravante que monopolizó las funciones impidiendo el

desenvolvimiento eventual de ciertas prestaciones por parte de la sociedad. Durante las

reformas pro mercado, los organismos creados para controlar y regular el nuevo estándar de

relaciones se manejaron con un alto nivel de ineficiencia que dio lugar, incluso, a fundadas

sospechas de corrupción.

El peso de la gestión eficiente del Estado se ha transferido, de forma creciente, a las

provincias; sin embargo, persiste un estándar de gestión federal cuya obsolescencia se ha

puesto de manifiesto con la caída de la convertibilidad. La reversión de dicho sistema de

relaciones es una empresa difícil pero de carácter estratégico, dado que, si bien los estados

provinciales son un mosaico de instituciones débiles, el peso conjunto de sus problemas parece

ser determinante para la frágil institucionalidad emergente en el tercer milenio. Encontrar un

modelo de relación nación/provincias beneficioso para los dos extremos es el desafío más

grande de la organización estatal.

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4.- En síntesis: es preciso definir un nuevo modelo de gestión estatal, desde sus funciones más

elementales hasta sus instrumentos de intervención, que le permita alcanzar al Estado el nivel

de autonomía óptimo para liderar un proyecto, consensuado e inclusivo, de crecimiento e

integración social, en el marco de un país en desarrollo. En este sentido, el instrumento tal vez

más necesario, junto con la necesaria renovación de la clase política, parecería ser la promoción

de una burocracia estable, abierta y profesional, que actuara a la manera de poder

compensatorio respecto de la dirigencia política y los grupos socioeconómicos. Así parece

recomendarlo nuestra propia experiencia. Si comparamos los procesos relevados en este

trabajo, considerándolos en perspectiva, es fácil concluir que la continuidad en el marco de las

políticas públicas y en el empleo de los instrumentos de gestión es un prerequisito para la

aplicación de cualquier alternativa estratégica.

La experiencia de los países desarrollados en la segunda mitad del siglo XX apunta

en el mismo sentido. Evans y Rauch han demostrado, estudiando 35 países entre 1979 y 1990,

que existe una correlación positiva entre la existencia de un servicio civil estable –asentado

sobre características weberianas, según los autores- y el crecimiento económico (Evans; Rauch;

1999). De hecho, todos los países desarrollados cuentan con una burocracia estable y no hay

ningún país subdesarrollado que la tenga (Longo; 2001). Sin embargo, no se trata de promover

una creación más o menos artificial sino de establecer la legitimidad de este cuerpo funcionarial

de forma coincidente con el reclamo universal, en la sociedad argentina, de renovación de la

clase dirigente. Desde este punto de vista, el compromiso de aplicar las normas y de sustentar

los sistemas por ellas establecidos significaría una manifestación no habitual de madurez

institucional.

En su conjunto, la superación de la inestabilidad característica del paso al tercer

milenio en América Latina, en general, y en la Argentina en particular, está vinculada con la

posibilidad de asegurar un ”mínimo institucional nec esario” (Prats i Catalá; 2001) para poder

desplegar una estrategia sustentable de desarrollo. Dentro de ese mínimo se encuentra la

construcción de una burocracia estable asentada en el sistema de mérito y con la suficiente

autonomía técnica para instrumentar la decisión política conforme al imperio de la ley y

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reproduciendo un modelo sostenido de seguridad jurídica39. No se trata de sostener una ley sino

de establecer instituciones que sean capaces de sostener las leyes.

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Notas

1 Isuani; 1991: 16

2 Oyhanarte; 1970: 26

3 Genéricamente, podría decirse que en la tipología de Titmuss encajan como Estados de Bienestar de tipo liberal,

aunque en el caso de Nueva Zelanda, se estaría más cerca del tipo socialdemócrata; por su parte, los europeos

continentales son más bien de esta última clase en los países escandinavos y de corte corporativista en los países

latinos (Titmuss; 1981)

4 cfr. Pierre, Ana

5 Cfr. Labaqui, Ignacio.

6 Cfr. Diez de Tejada, Verónica

7 Cfr. Labaqui, Ignacio.

8 Explícitamente, estas orientaciones quedarían incorporadas a la UCRI en la Convención de Chascomús de 1960.

Pero la heterogeneidad del partido formado alrededor de Frondizi –intransigentes, unionistas, jóvenes, nacionalistas

y católicos- al cual el Presidente dejó de lado durante el período en el poder llevarían a una ruptura definitiva a

partir de 1963. De ella surgiría, en 1964, de nuevo el MIR y luego, para las elecciones de 1965, finalmente, el MID,

Movimiento de Integración y Desarrollo, totalmente independiente ya del viejo tronco radical; cfr. Labaqui,

Ignacio.

9 Prebisch; 1981: 47

10 La dependencia “no es más que la expresión política en la periferia del modo de producción capitalista cuanto

éste es llevado a la expansión internacional” (Cardoso; 1970)

11 Cardoso y Faletto; 1969: 25

12 Cfr. Labaqui Ignacio.

13 Los decretos son: 11.709/58; 3.754/59; 5.008/59; 9718/59; 10.115/59; 14.869/59; 16009/59; 423/60; 943/60;

944/69; 945/60; 6590/60; 10.357/60; 11.826/60. También la Ley N° 14.794.

14 A través de la Ley N° 17.878 se transfirieron alrededor de 700 escuelas a sólo tres provincias.

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15 El Informe Blandford puso el acento sobre el exceso de personal como un problema de la máxima importancia

parra la organización administrativa (Blandford; 1961).

16 La Ley N° 19.640 fue el régimen de promoción más desarrollado para la región Patagonia.

17 Resulta clave, en este sentido, el Discurso del Presidente Alfonsín en Parque Norte hacia fines de 1985.

18 Cfr. Prats i Catalá, Joan; 1998.

19 Cfr. Acuña, Carlos; 1994

20 Cfr. Bresser Pereira, Luiz; 1998

21 Cfr. Labaqui, Ignacio.

22 Sistema por el cual la remuneración de ciertos sectores de funcionarios queda ligada a la evolución salarial de

otros contingentes, v. gr., jueces con militares o a la inversa.

23 Las cifras, que corresponden al mes de julio de 1989, fueron proporcionadas por la ONIG.

24 Se refiere a la posibilidad que la actividad reguladora sea apropiada por la voluntad de los prestatarios del sector.

25 Cfr. Thury Cornejo, Valentín.

26 Cfr. Thury Cornejo, Valentín.

27 Esta expresión alberga al menos dos significados diferentes, con algunos elementos comunes. En su primera y

más antigua versión se refiere al concepto elaborado promovido por el autor alemán Carl Schmitt como refutación

del liberalismo y que sostenía que la propensión del orden político a ciertas formas de liderazgo centradas en el

caudillismo carismático tendía a fortalecer el estatismo. En su versión más actual, debe entenderse por

decisionismo “un modelo de decisión política fuert emente concentrado en la figura presidencial, un replanteo y

adecuación del régimen presidencialista en el contexto de la doble transición del autoritarismo a la democracia y

del estatismo económico al gobierno orientado hacia políticas de libre mercado, desregulación y activa inserción a

los ritmos impuestos por el proceso de globalización capitalista” (Leiras; 2002: 1). Como se ve, ha variado el

sentido entre una formulación y otra. Sin embargo, pueden notarse dos elementos comunes sumamente

característicos: importancia central de la decisión en lo político y “normalización” del estado de excepción (Leiras;

2002).

28 Las expresiones "publificación" o "publicitación" del Estado se refieren a la transferencia de actividades estatales

a organizaciones que componen el llamado sector público no estatal, conceptual y prácticamente diferente del

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sector privado, también genéricamente denominado "tercer sector". "Publificación" es el término utilizado por

Cunill Grau en un trabajo ya clásico de la literatura sobre el tema (Cunill Grau; .1992), mientras que

"publicitación" corresponde a la traducción del original portugués "publicizaçao"(Bresser Pereira; 1998)

29 Son aproximadamente los siguientes: 1) preferencia por alternativas de producción externa de bienes y servicios;

2) gestión participativa de programas y proyectos con los usuarios; 3) estímulo a la competencia interna y externa;

4) desregulación interna, simplificación organizacional y clarificación de misiones y funciones; 5) evaluación y

financiamiento por resultados; 6) usuario como cliente-consumidor; 7) creación de centros de resultados

financieros; 8) previsión estratégica de servicios; 9) descentralización y desconcentración; 10) atención a las

finalidades gubernamentales a través de la reestructuración del mercado.

30 “A los líderes de empresa los mueve el beneficio; a los líderes del gobierno los mueve el deseo de ser reelegidos”

(Osborne y Gaebler; 1994)

31 Sustituido luego por el Decreto N° 1184 del 20 de septiembre de 2001.

32 Reich se refiere a quienes identifican, manejan y resuelven problemas mediante la manipulación de símbolos

(economistas, técnicos, investigadores, juristas, etc.) (Reich; 1993).

33 Domínguez se refiere al grupo de técnicos/políticos que llevaron adelante programas de reforma económica.

(Domínguez; 1997)

34 Consultocracia o ‘gobierno de los consultores’ identifica al fenómeno según el cual personas –generalmente

perteneciente a organizaciones ad hoc- dotadas de un conocimiento técnico o científico (real o aparente) son

contratadas por el Estado o por Organismos de Crédito Multilaterales, para llevar adelante estudios, auditorías, o

evaluaciones, por un período generalmente corto y en forma onerosa. El término corresponde dado que su

presencia y actividad suele ser exigida como requisito previo por los organismos internacionales, pero, en general,

los resultados de su intervención no resultan vinculantes (Estévez; 2001).

35 Para la relación nación/provincias desde el punto de vista fiscal cfr. Pierre, Ana.

36 Apenas sobrepasa el 30% (Macón; 2001)

37 Cfr. Pierre, Ana.

38 Cfr., Labaqui, Ignacio.

39 “En los países donde las reglas de la ley están bien establecidas y el proceso de democratización tiene una base

sólida en la sociedad, el servicio público demuestra una estabilidad razonable que no depende de las previsiones de

la ley” dice Bresser Pereira (Bresser Pereira; 2001:5).