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EJE 2: INSEGURIDAD Y SISTEMA PENAL Temas: 1-Definiciones de inseguridad . 2- Código contravencional y el papel de la policía . Argumentos a favor y en contra. 3- Cárcel ¿la solución? Resocialización o castigo. -Material principal: Documental “Ahora vamos a hablar de inseguridad” (4 partes, disponible en youtube) El código contravencional (más allá del de Scioli) Por Reenvío - Colectivo Lanzallamas - Wednesday, Mar. 24, 2010 at 12:59 PM Eliana Gubilei, Santiago Galar y Paula Talamonti >> Colectivo Lanzallamas – marzo 2010 El nuevo Código Contravencional propuesto por el gobernador Daniel Scioli se presenta como “la” respuesta a la (in)seguridad. Resulta pertinente a este punto ahondar en el análisis de los parámetros desde los que se definen lo “seguro” y lo “inseguro”, sabiendo que las nominaciones no son neutrales sino que poseen fundamentos e implicancias de índole socio política. La lectura del proyecto del nuevo Código muestra a simple vista que se constituirá en una herramienta ampliatoria del poder de policía. Ahora bien, ¿qué significa que la policía tenga más poder en las calles? ¿qué y a quiénes sanciona el nuevo Código? ¿qué repercusión tiene en el ejercicio de los Derechos? *** La (in)seguridad y el discurso en el que se enmarca

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EJE 2: INSEGURIDAD Y SISTEMA PENAL

Temas:

1-Definiciones de inseguridad .

2- Código contravencional y el papel de la policía . Argumentos a favor y en contra.

3- Cárcel ¿la solución? Resocialización o castigo.

-Material principal: Documental “Ahora vamos a hablar de inseguridad” (4 partes, disponible en youtube)

El código contravencional (más allá del de Scioli)

Por Reenvío - Colectivo Lanzallamas - Wednesday, Mar. 24, 2010 at 12:59 PM

Eliana Gubilei, Santiago Galar y Paula Talamonti

>> Colectivo Lanzallamas – marzo 2010

El nuevo Código Contravencional propuesto por el gobernador Daniel

Scioli se presenta como “la” respuesta a la (in)seguridad. Resulta pertinente a este punto ahondar en el análisis de los

parámetros desde los que se definen lo “seguro” y lo “inseguro”, sabiendo que las nominaciones no son neutrales

sino que poseen fundamentos e implicancias de índole socio política. La lectura del proyecto del nuevo Código

muestra a simple vista que se constituirá en una herramienta ampliatoria del poder de policía. Ahora bien, ¿qué

significa que la policía tenga más poder en las calles? ¿qué y a quiénes sanciona el nuevo Código? ¿qué repercusión

tiene en el ejercicio de los Derechos?

***

La (in)seguridad y el discurso en el que se enmarca

La cuestión de la (in)seguridad o seguridad ciudadana como preocupación social es una producción cultural reciente.

El término (in)seguridad se restringe en las últimas décadas, dejando de referirse a “múltiples inseguridades” para

focalizarse en sólo un aspecto de la misma: el relacionado al delito común, urbano, callejero (microcriminalidad).

En este sentido, a la referencia directa de la (in)seguridad con “el delito”, se suma una restricción de segundo orden:

se excluyen en este discurso al “delito organizado” (por ejemplo tráfico de drogas y de armas) y al de “cuello blanco”

(por ejemplo la corrupción y las estafas): la (in)seguridad como discurso y en el ámbito de las representaciones

conlleva, de esta manera, cierta independencia de los niveles de daño social. Este proceso, que comienza en la

Argentina en la década del ´80, se funde con diversos fenómenos y se inserta en tendencias regionales y globales1.

Sin embargo, la (in)seguridad así restringida no deja de ser una construcción social compleja que no se reduce al

miedo al crimen, así como éste no puede entenderse sólo como una respuesta automática al aumento de los delitos

comunes. La (in)seguridad es parte de un imaginario social atravesado por diversos significantes en relativa

autonomía y complejamente influenciados en su relación, siendo la ocurrencia concreta de delitos tan sólo uno de

ellos2. Ahora bien, la complejidad analítica de la cuestión no implica que sea imposible de abordar desde la práctica

política. Pero no sólo la (in)seguridad remite en las representaciones y discursos a delitos tipificados jurídicamente,

engloba también incivilidades…

Las contravenciones… más allá de las del Código de Scioli

Esta concepción de (in)seguridad conlleva el diseño de estrategias que apuntan a la regimentación del espacio social

urbano: se intenta definir quiénes y cuándo pueden circular -por o permanecer -en determinados lugares.

Los códigos contravencionales, diseñados en pos de este objetivo, no son una creación ni novedosa ni bonaerense:

existen en todas las provincias. Históricamente han sido usados por la policía para detener sin orden judicial,

perseguir, extorsionar o exigir coimas. “Contravención” se define, de manera literal, como obrar en contra de lo que

está mandado, o que es parte de un precepto. Estos mandatos están afincados en fundamentos morales, por lo tanto

el castigo otorgado a quienes los infringen los convierte en incivilidades y no en delitos. La contravención, en su

analogía con el “pecado venial”3, supone una intervención del poder con fines moralizantes, correctivos y

reencauzantes.

Suelen ser consideradas contravenciones: la mendicidad, la vagancia, el merodeo, el desorden público, el escándalo, la

no correspondencia de la vestimenta con el sexo biológico, la ebriedad y la prostitución… en contra de la Constitución

1 Dentro de estas tendencias se destaca la adjudicación de “lo criminal” como objeto central de la actividad policial en el

siglo XX. El delito y la aplicación de penas aparecen como ámbitos exclusivos de su injerencia; es la policía la encargada

de aplicar y cumplimentar las disposiciones jurídicas. Al respecto ver Sozzo, 2002.

2 Las demandas de castigo se asientan en base a sedimentaciones previas de sentidos y en su relación compleja con el

entrecruzamiento de múltiples significantes cuyos cambios y autonomía relativa demuestran su carácter de

construcción, entre los más importantes: los cambios cualitativos y cuantitativos del delito, las variaciones alrededor de

los sentimientos de desprotección y las representaciones mediáticas de lo delictivo.

Nacional que prohíbe toda figura que tipifique delitos de autor (portación de cara, apariencia física, vestimenta, entre

otros). Las figuras contravencionales, sin embargo, siempre han sido definidas de manera muy poco exhaustiva, hecho

que ha redundado en que el criterio de peligrosidad de sujetos en situación de cometer delitos, quede en el “ojo

clínico” del agente policial de turno o en la percepción subjetivamente temerosa de algún vecino.

Esta práctica de raigambre inquisitiva, nos habla de un tipo de lazo social que se corresponde con una relación de

poder, respeto y obediencia, que supone un marco de domesticidad y patronazgo en el que las sanciones se negocian

de manera personal.

Aunque la contravención supone una infracción de menor cuantía en relación al delito, se presume que genera las

condiciones de posibilidad para la generación y propagación del crimen.

La sanción de un comportamiento “contravencional” abre la puerta al ejercicio de la discrecionalidad, puesto que

constituye un área gris que imposibilita delimitar claramente la zona de acción correccional y la discusión jurídica

sobre su naturaleza.

La discrecionalidad aparece definida como la libertad de juzgar y decidir lo que es necesario hacer en una situación

particular. En lo que a organizaciones públicas se refiere, define aquel espacio que media entre “la ley en los libros” (lo

definido formalmente) y “la ley en la acción” (lo que efectivamente sucede). La policía goza de mayor discrecionalidad

que otros funcionarios políticos pues puede intervenir en situaciones específicas, adaptando leyes y normas,

decidiendo la extensión en la cual la política realmente aplicada reflejará la política formalmente definida. Este modo

de concebir las prácticas policiales supone pensar en un estado de excepción cada vez que se produce el encuentro

entre un oficial de policía y un sujeto, mancha de espacio y tiempo donde la ley tiene baja intensidad. El hacer policial,

entonces, actúa como la principal práctica de gobierno y hacedora de política.

La policía, la represión y el control social.

Consideramos que la policía no es un mero brazo armado de la ley y de la política, sino que es parte constitutiva de su

estructura y participa en la definición de sus fines. Forma parte de una estructura de poder y de decisiones que, en

gran parte, da sentido a su actuar y permite, tolera o contribuye al sostenimiento de una estructura montada

formalmente para reprimir el delito pero que, a la vez, es utilizada para cometerlo. Por este motivo resulta necesario

comprender relacionalmente a la institución policial, ya que no funciona netamente de manera autónoma. Las

decisiones político-gubernamentales, la construcción histórica, las tendencias inerciales de la misma institución policial

y las creencias sociales hegemónicas confluyen en el complejo proceso de la criminalización.

Los patrones socioculturales por los que se rige la institución policial no obedecen sólo a una definición

intrainstitucional. La noción de “sujetos peligrosos” o “predispuestos a delinquir” se corresponde con procesos de

estigmatización más amplios compartidos con diferentes instituciones. Por esto, sostenemos que las concepciones que

respaldan, impulsan y demandan los modos de actuar de la policía están en estrecha relación con procesos de

dominación social y creación de hegemonía.

El estereotipo de delincuente que configura el criterio de selectividad de los agentes de calle está conformado por: tez

morocha, ojos oscuros, pobres o desocupados, y procedentes de la zona sur del Conurbano Bonaerense. Los sujetos

que se correspondan con esta descripción son aquellos sobre los cuales recaerá la sistematicidad y repetición de

ciertas prácticas policiales intimidatorias, estableciéndose una homologación lineal entre la pobreza y la delincuencia.

Algunas de estas prácticas consisten en: detención por averiguación de identidad, “aprietes”, “paseos”, tomas de

fotografías, exposición a ruedas de reconocimiento, torturas, armados de causas y asesinatos (“gatillo fácil”). Según las

cifras de CORREPI5, desde 1983 a 2009 han sido asesinadas más de 2100 personas a manos de las fuerzas de

seguridad. Esta cifra nos arroja un promedio de 15 fusilamientos por mes, ocurriéndose uno cada día por medio. Más

de 630 casos se sucedieron durante el gobierno de Néstor Kirchner, bajo la bandera política de defensa de los

Derechos Humanos.

***

Que el código no se apruebe no significa que estas prácticas desaparezcan.

Que el código se apruebe significa la legitimación explícita y regulación legal de estas rutinas vulneratorias de

derechos. Se contribuirá así a la profundización de procesos de estigmatización y criminalización de sectores

pauperizados desde y más allá del Estado. Ofrece una “carta blanca” para que los agentes policiales aumenten el uso

de su poder discrecional. De este modo, quienes puedan eludir ser detenidos y/o encarcelados serán aquellos quienes

posean los recursos necesarios para establecer determinados términos de negociación con los efectivos policiales.

Estos recursos, entendemos, no se refieren al dinero de manera excluyente (aunque lo contempla) sino a la posesión

de capitales/recursos que resulten valiosos para ser intercambiados con los uniformados.

La sanción de un código contravencional de este tinte no solamente no soluciona el problema de la “inseguridad” sino

que profundiza las tendencias clasistas de las políticas sociales y los procesos profundos y capilares de

disciplinamiento.

Promulgarse y actuar en contra de este Código Contravencional (y de cualquier otro) es negarse a legitimar la

corrupción policial. Es negarse a la normalización de las prácticas excluyentes. Paralelamente implica una definición

política y práctica de subversión de los estigmas sociales por los que se define “lo peligroso”.

La importancia (y urgencia) de abordar estas cuestiones desde las ciencias sociales y desde la práctica política radica

en poder pensar y exigir a quienes ejercen el gobierno la elaboración de políticas públicas de bienestar social

integrales, sobre la base de una redefinición de los significados de la “seguridad”, redefinición que apunte a ampliar

los márgenes de la promoción de derechos.-

Referencias bibliográficas

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Argentina democrática”, en Cuestiones de Sociología Nº 5/6, La Plata,

Departamento de Sociología de la Facultad de Humanidades-UNLP (en prensa)

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- Waqcuant, Loic (2000), Las cárceles de la miseria, Buenos Aires, Manantial.

- Wilson, James Q. y Kelling George L. (2001) “Ventanas rotas: la policía y la seguridad en los barrios”, en Revista Delito

y Sociedad N°15-16, Buenos Aires.

IALOGOS › GABRIEL KESSLER ANALIZA COMO SE CONSTRUYEN Y VARIAN LOS TEMORES EN LA ARGENTINA

Sociología del miedo La inseguridad. La sensación de inseguridad. Las distintas inseguridades y las distintas sensaciones de

inseguridad. El pasado y el presente. A qué le tienen miedo los argentinos. A qué le tienen miedo los distintos

argentinos. El sociólogo Gabriel Kessler es un referente ineludible a la hora de analizar las narrativas del temor.

Aquí, su visión aguda y desprejuiciada sobre un tema que llegó a la agenda política, dice, cuando el miedo entró

en los sectores altos.

Por Cristian Alarcón

–¿Cómo historiar el miedo en la Argentina?

–Si uno parte de las percepciones que tiene la gente, la temporalidad de hoy es muy corta. O sea, las personas de

distintas clases y grupos perciben que la inseguridad empezó hace como máximo una década. Lo interesante es que si

uno mira encuestas que hay desde el comienzo de la democracia, desde el ’85 mostraban que el 50 por ciento de las

personas temía ser asaltado en la calle. En el ’87 la violencia callejera ya aparece como una preocupación muy fuerte y

hay una crítica a la política de Alfonsín contra los delitos. Es decir, en los primeros años de la democracia, cuando la

imagen de hoy es que ésa fue una “época dorada” de la seguridad, ya aparece un temor al delito fuerte.

–¿La memoria del inseguro es corta?

–Creo que distintos temas tienen temporalidades distintas. Si uno compara con la imagen mítica de la Argentina de

clase media, la temporalidad es más alta: se remite a los ’50 o ’60. El sentimiento de seguridad siempre es

retrospectivo; se va reconstruyendo. Cada época tiene nostalgias de la situación anterior. Lila Caimari cuenta que en

los años ’30, cuando empiezan a aparecer los autos y las armas de asalto, la tecnología, se tenía cierta nostalgia de

épocas más seguras

–¿Qué cambia en las últimas dos décadas?

–Los dos cambios fuertes son quién tiene miedo y a qué se tiene miedo. Lo central, si uno compara mediados de los

’80 y comienzos de los ’90, el cambio es que los hombres de clase media y media-alta comienzan a tener miedo. Hasta

fines de los ’80, quienes más miedo tenían eran quienes vivían en los suburbios, las mujeres, los ancianos y los

votantes de derecha, que en esa época era la UCeDé. No necesariamente añoraban la dictadura sino que se da un

cruce de temor securitario e ideología de derecha, que es algo que veremos mucho después.

–¿Cómo fue calzando la percepción de la “inseguridad” con los discursos sobre la seguridad?

–El temor ingresa a la agenda pública a partir de que lo expresan los hombres de mayores recursos. Claro que también

en la medida que aumenta el número de víctimas, que es un dato ineludible. Por otro lado el discurso de los medios

también cambia: deja atrás la época de los “casos”. Desde mediados de los ’80, en crímenes como los de Giubileo,

Brian o Mustafá, aparece la figura de la mujer victimizada, o la niña abusada, que tienen algún tipo de relación con la

dictadura. En ellos de algún modo más subrepticio aparece una reminiscencia de la dictadura. En algunos porque

aparece lo que se llamaba la “mano de obra desocupada”: caso Sivak, Sánchez Reise. Y el otro porque eran crímenes

que tenían que ver con poderes que se habían legitimado durante la dictadura, como la malversación de fondos o

tráfico de órganos.

–¿Por qué le parecen tan importantes esos casos policiales?

–Permanecen en la memoria colectiva. Es decir, hoy todavía cuando se habla de crímenes, no siempre el temor es a

los pibes chorros. En el interior, en mujeres sobre todo de sectores populares, es miedo al poder. Miedo a “que te

lleven y no te traigan”. Las mujeres desaparecidas de las redes de prostitución son un tema presente en la construcción

del miedo. Pero en las ciudades donde hay poderes que se ven como más impunes, como difícilmente manejables, el

temor es más fuerte. Esto complejiza la mirada más simple de la inseguridad ligada a la cuestión social.

–¿Cómo juega el miedo a la propia institución policial?

–Eso es el primer escalón de algo que veo ahora que es un trabajo de resignificación sobre la dictadura militar que

también afectó a los discursos más autoritarios. Es decir, queda una parte del discurso autoritario que hace una

reivindicación de la dictadura, una lectura de la situación actual como parte de un clivaje eterno entre subversión y

Nación, donde sobre todo la figura de Kirchner aparece alimentando esa dicotomía: se lo ve como un montonero,

alguien que viene de un proceso que comienza en el ’73 con Cámpora. Pero también queda una parte del discurso

autoritario donde no necesariamente hay una reivindicación de la dictadura sino un discurso centrado en una

degradación sociomoral que no tiene salida, o sea sobre la cual ya no hay mucha vuelta atrás.

–Usted analiza las narrativas del temor. ¿Existe una clasificación de esos relatos del miedo?

–Entre los más autoritarios hay, como explicaba, una que sería claramente un capítulo más de una lucha entre

subversión y Nación. Pero otro muy temerario es el de la heterofobia: todo lo que es distinto a mí es peligroso. Ese

discurso se encuentra en los sectores bajos y en sectores altos. En los sectores bajos, en la construcción de la

alteridad con el vecino. Es peligroso porque tiene una moral distinta, porque es extranjero. Los llamo “los encerrados”,

porque todo lo que es distinto al círculo íntimo es potencialmente peligroso. Algo similar se ve en los sectores altos, en

el country, y en la Capital: desconfianza a la empleada doméstica porque no necesariamente me va a robar pero podría

estar de acuerdo con alguien; desconfianza a los piqueteros, a los cartoneros. “Ahora hay gente que antes no existía”,

dice una de mis entrevistadas. La degradación social genera nuevos sujetos que generan desconfianza: nuevos

personajes en el espacio público que no estaban antes y que pueden bascular entre la legalidad y la ilegalidad, más a

lo mejor por necesidad que por carácter. No se les adjudica a todos portación de armas, ni necesariamente un peligro.

Para el temeroso no son quizás esencialmente riesgosos, pero hay un riesgo porque son la emergencia de un sujeto.

–¿Qué siente la mayoría?

–La mayoría de las narrativas están en un discurso securitario intermedio. Creo que algo central es que a veces las

encuestas contribuyen a ver el temor como en una foto, como si el estado constante de una sociedad fuera el pánico.

Que parte mayoritaria de la población diga que su primer problema es la inseguridad, o asegure sentirse insegura, no

quiere decir que tengamos una población que viva en estado de pánico. A veces esa expresión tiene una

intencionalidad política. Uno usa la encuesta para decir acá hay algo que no me gusta y quiero que esté en la agenda

pública. El temor, como todo sentimiento, es oscilante, cambiante, tiene intensidades diversas, aparece, desaparece.

–¿Cómo se mide la inseguridad?

–Oficialmente sólo se mide en lo que se llaman las encuestas de victimización, que tienen una continuidad bastante

irregular. Desde el 2003 en adelante se hizo una pero aún no están los datos. La pregunta estandarizada

mundialmente es: “¿Cuán seguro o inseguro se siente usted en la calle?”. Lo que se le critica es que es muy

inespecífica. Cuanto menos específica la pregunta, más riesgosa. La tendencia mundial es preguntar cada vez más

puntualmente a qué se teme, porque la gente no teme al delito en sí; teme a la violación, o lo que pase a su hijo, o que

le roben las cosas. Cuanto más alto es el error más imagen de sociedades aterrorizadas se construye.

–La radio habla de las “preocupaciones de la gente”.

–Es que también se mide lo que se llama “la preocupación”. Cuáles son los temas que le preocupan más. En general,

temor y desempleo están siempre cabeza a cabeza primeros en la agenda pública. Luego se intenta medir “percepción

de riesgo” y temor. Al trabajar en esas tres dimensiones se ve que muchos grupos son más fuertes en una de las tres.

Por ejemplo, los varones de la clase media tienen mayor preocupación securitaria y menor percepción de riesgo. Los

jóvenes también. Las personas con baja tasa de exposición, o sea que están poco en la calle, pueden tener mucha

preocupación securitaria, mucho temor, y bajas probabilidades. Es necesario complejizar, porque si no las encuestas

dan imágenes, en todo el mundo, muy altas. Evitar que esa imagen difusa se contamine de otras inseguridades que no

tienen que ver con delito.

–¿A qué se le tiene más miedo?

–Hay temores compartidos y otros que están cruzados por clase, por sexo, y por edad. Sin lugar a dudas, lo que está

detrás de todo es el temor al ataque físico. Y lo que aparece muy fuerte es el temor al ataque sexual. Hicimos trabajos

en distintas ciudades para ver cómo la escala poblacional influía en el tipo de temor. Lo interesante es que a cada

escala poblacional hay una cultura local de seguridad. Para decirlo de una manera general, en el Gran Buenos Aires

hay temor sobre todo a que te maten, en Capital Federal al robo violento. En Córdoba a que entren a tu casa y a que

no se traslade la “inseguridad” del Gran Buenos Aires a Córdoba. En ciudades pequeñas, el robo de la casa mientras

no están en ella. Y en pueblos o ciudades muy pequeñas, el robo de las gallinas. Es decir cada escala poblacional

tiene un techo en sus temores.

–¿Cada escala tiene conciencia del miedo de los otros?

–El miedo es, como todo sentimiento, esencialmente comparativo. Se compara con lo que había antes y con lo que

debiera ser. Es decir, parte del temor en Buenos Aires es por la asociación de que antes esto era más seguro. Además

existe un efecto comparativo espacial. En las ciudades pequeñas hay una clara sensación de que acá no es tan terrible

como en otros lados. En un pueblo pequeño habían ido a la cabecera del partido, al foro de seguridad. Volvieron

diciendo “esto es el paraíso, nosotros nos ponemos mal por el robo de una gallina y a ellos les secuestran y matan a

los hijos”.

–¿Cómo se percibe a Buenos Aires?

–Se percibe un área metropolitana sumamente violenta sobre todo por los canales de televisión. Y el temor de que ese

delito vaya yéndose hacia el interior, porque los corre la policía, porque “acá la gente está menos avispada”, porque

“allá cada vez va a haber menos oportunidades”. La hipótesis del “contagio” es muy fuerte. A mí me parece que eso

como hipótesis tiene un riesgo muy fuerte de heterofobia, de un temor a todo lo desconocido. Parte del reaseguro de

las ciudades más chicas es que “acá nos conocemos todos”.

–¿Qué factores propios del territorio influyen en la construcción del miedo?

–Es interesante cómo se generan los temores locales en distintos barrios, en distintas ciudades. A lo que se le teme en

determinado momento está influido por un hecho local. En el GBA siempre hay un homicidio, una violación, algo que es

contado, analizado, dicho. Es territorial en el sentido de que la víctima es del territorio. Luego aparecen las hipótesis:

que si vino de afuera o vino de otro lado; en qué andaba, si fue una ajuste de cuentas, si fue una víctima inocente. Ese

hecho tiene una impronta local fuerte que se articula con la agenda nacional. Hice trabajo de campo en el momento de

los secuestros, y aun entre gente muy pobre el temor al secuestro estaba ahí flotando. La agenda de seguridad se

construye de acuerdo con algunos hechos locales y a aquello que los medios pongan como el delito en la ola de

inseguridad. Si no, el mayor temor debería ser la muerte en accidentes de tránsito, que comienza a estar en la agenda,

pero durante años fue considerada una catástrofe natural.

–¿La agenda de la seguridad está cambiando?

–Comienza a haber en ciertos sectores de la sociedad una conciencia de que vivimos con una agenda de seguridad

muy estrecha, muy centrada en el microdelito urbano y con un claro corte de clase –joven, varón, morocho, de sectores

marginalizados–. En muchos sectores aparece la inseguridad frente al transporte, los patovicas, la policía, el medio

ambiente. Hay otros registros de la “inseguridad” a partir de la tragedia de Cromañón, la corrupción policial y la

inseguridad vial. Falta entrar algunos temas fundamentales como delito de cuello blanco, fraude, corrupción, pero por lo

menos se va corriendo la agenda del microdelito urbano y la cuestión social. Y si uno tiene una mirada hacia el interior,

allí el temor al poder también forma parte de la agenda de seguridad.

–¿Cómo son las regulaciones que se plantean en los sectores populares?

–Percibo nuevas formas de regulación local frente a lo que se había visto en algún momento como la emergencia del

delito interno: que el vecino te robe. Eso generaba sentimientos encontrados. Es el hijo del vecino. Es alguien que

conocés desde chico, que podría ser tu hijo. Cómo hacer la regulación cara a cara era algo muy fuerte. Si lo tengo que

volver a ver, qué hago. Y luego, cómo hacer estrategias de seducción y de evitamiento con aquel que fue tu victimario

el día anterior. Se generaban una serie de movimientos locales, pequeñas estrategias. En algunos casos los barrios

encontraron formas de regulación local del temor interno. Desde formas más concertadas de acuerdos con los chicos,

hasta formas más represivas con la ayuda de la policía o con justicieros locales, e ilegales, pero me da la impresión de

que la idea es que ya no es un problema nuevo. En muchos casos la gente dice que está mejor que hace cinco años, o

porque los echaron, o porque acordaron, o porque los metieron presos o porque murieron. Hubo distintas estrategias,

regulaciones del espacio y el tiempo: por la derecha es seguro, salir por la izquierda no tanto; entrar a las ocho es

seguro, pasada las ocho y media ya es inseguro. Hay una regulación mayor que da la supuesta sensación de

seguridad que no es tal. Lo significativo es la ausencia del Estado en su versión democrática.

–Los sectores populares logran tener menos miedo.

–Una de las cosas novedosas es que aun en los sectores bajos hay una desidentificación del delincuente, algo que ha

analizado Rossana Reguillo. Trabajando con comerciantes en barrios populares aparece la idea de que cualquiera

puede robarte. Ya no es solamente la imagen estereotipada de que el chico de gorrita va a robar.

–¿Eso es bueno o malo?

–Contribuye por un lado a aumentar la inquietud frente a lo desconocido pero al mismo tiempo uno puede pensar que

lo positivo es que reduce el estigma con algunas figuras. Se empieza a ver algo que los medios ayudan a construir de

manera errónea, que es que la estética del pibe chorro es una estética de los jóvenes de sectores populares que no

tiene nada que ver con el delito en sí mismo. Aumenta la inquietud pero ecualiza determinados prejuicios.

–Usted fue el primero que habló del amateurismo en el delito juvenil. ¿Esto sigue así?

–Hay una heterogeneidad del delito. Hay pibes chorros que ya no son part-time, hay algunos que van y vuelven, otros

que entraron en la carrera delictiva. Hay distintos grados de relación con lo ilegal. En el mismo delito juvenil hay una

heterogeneidad de figuras que es propia de una época y de un aumento del delito. De la experiencia, de distintos

vínculos con el poder y con la policía, con el mercado de trabajo. Todavía no tenemos del todo claro en la Argentina las

distintas formas heterogéneas que tiene el delito.

–¿Qué pasa con “jerarquías” delictivas?

–Lo más importante para tener en cuenta en las políticas es poder sacarse de encima la idea del delito juvenil como

indicador del delito en total. Hay investigaciones muy rigurosas que se hicieron sobre los jóvenes que muestran que

cometer un delito en la juventud de ningún modo implica cometerlo en la adultez. Por eso la idea de la “carrera” de

delincuente está totalmente cuestionada. Y eso ya obliga a cambiar las políticas. Eso obliga a trabajar fuerte antes de

la judicialización. Porque si cometer un delito no obliga a ser delincuente toda la vida, entrar a los vericuetos de los

circuitos de internación consolida: hace la profecía autorrealizada.

–¿Cómo ve la comunidad al que delinque?

–Hay una cosa a favor que es la baja estigmatización que tiene el delito en las comunidades, que yo llamo lógica de

provisiones. La posibilidad de alternar actividades legales e ilegales, la lógica de provisión, es aceptada, no segregada.

Es aceptada aunque no deseada, por grupos de pares. Eso tiene algo positivo y es que permite más fácilmente

estrategias comunitarias de integración

–¿Se diferencia entre quienes manejan la violencia y quienes no?

–Aparecen distintas figuras. Una de ellas son los “pibes grandes”. Son aquellos que uno podría decir que están quizás

entre acciones legales e ilegales, en la treintena, y la ventaja que se ve en ellos es que ya saben dosificar la violencia.

No son los históricos.

–¿Por sobre ellos quiénes están?

–La gente grande, o gente respetable. Gente del delito profesionalizado. Por encima los dinosaurios. Y por debajo los

pibes chicos y los atrevidos. Estos últimos están muy cercanos, son los que pueden hacer cualquier cosa, no saben

dosificar la violencia, muy parecidos a los “cachivaches” y los “mamarrachos”. Pero hay una zona intermedia de gente

que aprendió, que sobrevivió y que aprendió a dosificar la violencia.

–Cuya virtud sería saber regular la violencia...

–Mantener el barrio en paz, tener algún control sobre los de abajo. Y tener algún tipo de injerencia en la vida

comunitaria local.

–¿Qué pasa en esos lugares con quienes no han aprendido estas regulaciones?

–Me parece que una de las cuestiones interesantes es el peligro de estar aislado. En algunos lugares complicados

estás protegido cuando tenés una cantidad más o menos respetable de vínculos que hacen que seas conocido, puedas

negociar, recuperar lo robado, no vuelvas a ser victimizado. Que tengas algún tipo de “respeto” o “conocimiento”. En

algunos lugares, quienes no tienen respeto o conocimiento como estrategia encierran a los hijos. Conocí chicos que ya

habían llegado a la adolescencia o la primera adultez que tienen contados los días que habían salido a la calle. En

ellos, más allá de los traumas que implica no salir, producía una nueva vulnerabilización. No ser visto como parte de las

tramas locales, ser visto como un extraño en el mismo lugar donde se vive, o como alguien que desprecia los sectores

locales, vulnerabiliza más.

La cárcel no reinserta ni resocializa

En las cercanías de la Facultad de Derecho de la UBA, Gastón Bosio, especialista en derecho penal y asesor del sindicato de trabajadores privados de la libertad, nos explicó la inutilidad del sistema carcelario.

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Por Revista Cítrica

09.07.2014

¿Sirven para algo las cárceles?

Toda la literatura especializada -fundamentalmente en Europa, EEUU y Canadá-, desde mediados y finales de los años 70 en adelante realizó investigaciones cuantitativas y cualitativas, donde se demostró que los tratamientos que sostienen actualmente la cárcel, y que están basados en las políticas “re”, es decir, resocialización, reinserción, etc., fracasaron. Las altas tasas de reincidencia son una constante en todos los sistemas penitenciarios, incluido nuestro país. La cárcel no reinserta, no resocializa. Todo lo contrario: arruina, deteriora las vidas de las personas. Eso sí, el tratamiento penitenciario enseña a no desplegar vínculos solidarios, enseña sobre todo al sálvese quien pueda. La cárcel es una gran propagadora e impulsora de lo que podría denominarse “el individualismo negativo”. Por otra parte, y desde otro punto de vista radicalmente opuesto, Loic Wacquant describe en sus trabajos cómo la cárcel se ha convertido en un gran negocio. De hecho, las empresas gestionadoras y constructoras de centros penitenciarios en EEUU cotizan en bolsa, teniendo altas tasas de rentabilidad. Esta deriva lucrativa le da en un cierto sentido a la cárcel: comienza a ser un nicho de inversión, rentabilidad y ganancia de capital. Aquí con el neoliberalismo se lanzó un plan de construcción de cárceles federales, en la óptica americana donde el sector público penitenciario se convierte un nicho de mercado e inversión de los sectores privados. ¿Quiénes son los que pueblan las cárceles? Otra constante de los sistemas penales de casi todo el mundo, es el alto grado de especialización en la selección de las personas que acepta en su interior. A la cárcel van los pobres más pobres de los sectores populares de cualquier país. El caso argentino no escapa a esta dinámica. Para dar un ejemplo, en las cárceles de Río Negro un altísimo porcentaje las personas privadas de su libertad no

tienen completa la escolaridad primaria. Se trata de personas que están al margen, inclusive, de las políticas de atención social del Estado. Nos hemos encontrado que los familiares de los compañeros, esposas, madres e hijos, ignoran los recursos de asistencia social de los que dispone el Estado en la actualidad. Además, existe un preocupante aumento de encierro de personas que padecen una enfermedad mental. En Río Negro desde 1991 rige una ley provincial de salud mental. Gracias a esta ley, si una persona adulta comete un delito producto de una crisis psiquiátrica, no va a ningún dispositivo de encierro pseudo o cuasi penitenciario. Al contrario transita su crisis psiquiátrica y el tratamiento en dispositivos comunitarios. Este sistema funcionó más o menos bien hasta hace unos años. Lo que nosotros notamos últimamente es que los jueces son cada vez más reacios a declarar inimputable una persona, y la envían a la cárcel. Las investigaciones en diversas partes del mundo demuestran un incremento alarmante de este tipo de población. Es por ello, que muchos autores hablan del “Asiloprisión” para denotar esta nueva configuración de la cárcel. Aunque todavía nos faltan investigaciones más sistemáticas, por lo que hemos observado en varios lugares, el sistema carcelario argentino está dando muestras de esta mutación. ¿Cumplen las cárceles argentinas con las funciones que se supone deben tener como la reinserción o la resocialización?

Las cárceles en Argentina son depósitos de personas. No reinsertan, ni resocializan. Pero además, no creo que ningún tipo de encierro pueda lograr esos objetivos. Para aprender a socializarse, tejer redes de solidaridad hay que estar en comunidad. Es imposible fijarse objetivos de tal naturaleza, con personas encerradas. En todo caso, si Usted lo que quiere es aprender a desconfiar de compañero que tiene a su lado, quiere aprender a manejar la mentira, quiere sentirse autosuficiente y omnipotente, quiere aprender las sutilezas del encierro a través de adaptaciones simuladas, quiere aprender a “hacer como que hago una actividad, pero en realidad no la estoy haciendo porque la hago por otro motivo no develado”, si Usted quiere aprender otra cultura, distinta a la de estar en comunidad, entonces, vaya a una cárcel. Es poco serio el planteo y no resiste el menor análisis. ¿Cuál es el rol que le asignás a los espacios de creación y pensamiento dentro de las cárceles?

Son muy importantes. La única manera de romper la institución total es incorporando agentes ajenos a dicha cultura. Esto fue una experiencia que funcionó muy bien con los grupos abolicionistas del norte de Europa, de Francia con el GIP, en fin, de muchos lugares. Inclusive en Francia se incorporó en algún momento también la voz de los trabajadores penitenciarios que sufren las condiciones laborales. Funciona. En nuestro contexto, el CUD es una experiencia positiva, y he tenido conocimiento de estadísticas de baja de la reincidencia que son realmente muy alentadoras. El recientemente creado Sindicato de Trabajadores Privados de la libertad Ambulatoria adherido a la CTA (SUTPLA-CTA) en Río Negro es una herramienta que ha permitido interactuar desde otro lugar, y hasta ahora hacemos una valoración muy positiva de nuestra corta experiencia. ¿Creés que sirven para contener la violencia diaria con la que se vive en los penales?

Cuando una persona está “engomada”, es decir, encerrada durante todo el día, no realiza actividades, sale a un patio que no tiene luz natural dos horas por día o a veces dos horas por semana, bien, es normal y justo que se revuelte. El motín es una herramienta de manifestación política de las personas privadas de su libertad frente a condiciones de encierro deplorables, inhumanas, infrahumandas. En este sentido, cualquier actividad que se realice en los penales ayuda a que los compañeros puedan sobrellevar el encierro de la mejor manera posible, si es que esto es justo decirlo. Por ello, cuando existen espacios como el CUD o como el Sindicato, o cualquier otro, implica una alteración en la rutina

cultural de las instituciones donde ello sucede. No puedo hablar del CUD, pero en lo que respecta a nuestra corta experiencia, la instalación de un sindicato con su cultura solidaria, asamblearia y colectiva implica una disrupción muy fuerte con el individualismo pretendido del tratamiento penitenciario y las lógicas de seguridad. Pero insisto, estas son herramientas tácticas en camino a una solución definitiva y radical, y que tiene que ver con la desaparición de este sistema de castigo estatal.

Su permanencia y sus cambios

Por Mariana Galvani* y Karina Mouzo**3

A lo largo de su historia, las cárceles se han convertido en espacios de segregación social y reproducción de la delincuencia. Si bien en la Argentina no hay estudios que aborden qué mutaciones existieron en el tratamiento de los detenidos a lo largo del siglo XX, es necesario problematizar la emergencia, las continuidades y rupturas del ideal “resocializador”.

La cárcel, a pesar de ser denunciada desde sus orígenes, siguió funcionando a partir de inútiles intentos de reforma que no lograron mover ni una roca de sus cimientos. Es por eso que para Foucault la cárcel tiene una funcionalidad que no es la que declaradamente expresa. La cárcel, más que tratarse de un espacio de castigo o bien de reforma de los detenidos, es un espacio donde se segrega y se reproduce la delincuencia. Del conjunto de los ilegalismos se recorta, se selecciona una parte, sobre la cual el sistema penal opera. Así se juzga, encarcela, libera y vuelve a seleccionarse a ciertos sectores de la población. Las constantes denuncias acerca de la reincidencia son un observable de la forma en que funciona el sistema penal en su conjunto: para Foucault es la cárcel la que produce la delincuencia y por ende la reincidencia. En efecto, estos ilegalismos transformados en delincuencia tienen la virtud de atraer sobre ellos la atención y de convertirse en un peligro al cual la sociedad teme. Siendo colocados en el centro de la escena se transforman en el gran peligro para la sociedad de los cuales hay que protegerse, a la vez que quedan en las sombras los grandes delitos económicos que, apoyándose en la delincuencia, se mantienen en la periferia lejos de las injerencias del sistema penal.

A pesar de estas invariantes, los discursos que sostienen la necesidad y la función de la prisión sufrieron algunas modificaciones a lo largo del tiempo. En este sentido, la “resocialización”, en tanto forma de tratamiento individualizada, fue la justificación de la cárcel para buena parte de los países occidentales.

A partir de ello nos surgen dos interrogantes: el primero, ¿cuál es el lugar que el discurso resocializador tiene en la actualidad?, y el segundo, si ¿los diagnósticos que se realizan para otros países y contextos pueden ser traspolados al caso argentino?

El declive del ideal resocializador

A partir del análisis del campo del control del delito y la justicia penal en Norteamérica e Inglaterra, David Garland sostiene que desde la década de los ’70 en adelante se opera un giro en torno a la forma en que se considera cómo debe ser tratado quien es condenado por el sistema penal. El argumento central es que la modernidad tardía trajo una serie de riesgos, inseguridades y problemas de control que han moldeado las formas de respuesta frente al delito. Es en este sentido que afirma que existe un declive del ideal “rehabilitador” y que, a la vez, este declive va de la mano de la reinvención de la prisión. Por ejemplo, en Estados Unidos, a pesar de que hay tasas de delito decrecientes, las tasas de encarcelamiento aumentaron en los últimos 30 años. La prisión cri ticada a lo largo de toda su historia, emerge como la herramienta privilegiada del control penal. Si el fracaso de la prisión en términos correccionales alentó al principio el uso de medidas comunitarias, posteriormente el desencanto respecto de estas medidas preparó el camino para una visión distinta del encarcelamiento que destacaba su efectividad como puro medio de castigo y de incapacitación a largo plazo. Se trata entonces del paso de la “resocialización” al “control”: si la primera implica el tratamiento individualizado, es decir, se prepara al individuo para que, una vez liberado, pueda trabajar e insertarse socialmente, la segunda no apunta a la

* Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA), Doctora en Ciencias Sociales (UBA) e investigadora del Instituto de

Investigaciones Gino Germani. Profesora de la materia Seguridad y Derechos Humanos de la maestría en Políticas Públicas

y Derechos Humanos, UNLA-CELS. **Licenciada en Sociología (UBA), Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Profesora de la

materia Seguridad y Derechos Humanos de la maestría en Políticas Públicas y Derechos Humanos, UNLA-CELS

“resocialización” con vistas a la integración social, sino que apunta a controlar pero sin “integrar”. Este es el cambio cultural más significativo en el campo del control del delito desde fines del siglo XX y que continúa hasta la actualidad. No obstante, en esta reestructuración Garland señala que conviven de forma compleja nuevas y viejas racionalidades.

Otros autores como Malcolm Feeley y Jonathan Simon esbozaron algunos lineamientos de lo que denominan “Nueva Penología”. La Nueva Penología, según estos autores, comienza a configurarse a fines de los años ’60 del siglo XX y se caracteriza por unos discursos que ya no apuntan a la idea de “resocialización” ni de tratamiento individual; incluso no se basa en una caracterización moral del sujeto delincuente, sino que tienen como blanco aquellos sectores de la población que estadísticamente son considerados “peligrosos”. En esta lógica la cárcel opera como lugar de neutralización de estas poblaciones durante una determinada cantidad de tiempo. Es un modelo que apunta a la incapacitación selectiva de quienes se supone son un “riesgo” para el resto de la poblac ión.

Los análisis de Garland y el de Feeley y Simon son análisis del sistema penal fundamentalmente norteamericano, a la vez que son discursos que ponen en circulación un debate acerca de la relevancia de la “resocialización” como justificación de la pena pr ivativa de la libertad en la actualidad. Pero Garland es cuidadoso en este aspecto, y por eso advierte que hay un declive y no la lisa y llana desaparición de este discurso. Para este autor, pensar en una nueva racionalidad como la “nueva penología” que estaría reemplazando totalmente los viejos postulados del sistema penal y del control del delito, es un tanto exagerado e insostenible.

Por su parte, para Feeley y Simon el discurso de la resocialización quedará subsumido en lo que denominan la lógica managerial, es decir, una lógica de gestión de “riesgos” basada en principios economicistas de eficacia y eficiencia, e indican que la resocialización pierde sentido en la medida en que los valores sociales no se encuentran en la actualidad unificados, por lo cual la referencia a la “norma” y la idea de normalización carecen de sentido

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