el entorno de marÍa victoria

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EL ENTORNO DE MARÍA VICTORIA María Victoria Atencia nace en Málaga, el 28 de noviembre de 1931 (“Mujeres de la casa”), en el nº 1 de la Calle del Ángel –“sabiduría del azar objetivo”, se ha dicho -, y ha vivido siempre en el corazón de su ciudad o en sus más próximas afueras: desde su casa de los Montes, donde la ciudad comenzaba a adentrarse en el campo, bajará ella diariamente –años de la guerra y de la inmediata posguerra- al Colegio de la Asunción (“Santa Clara”) para comenzar unos estudios que luego prosigue en el Colegio de la Sagrada Familia (“El Monte”). “Ya de niña tenía un dejo de azucena que piensa”, ha recordado Manuel Alcántara. Sin embargo, en aquellos años de la larga y difícil posguerra y en aquella Málaga sin universidad, no se llevaba que las mujeres pretendiesen cualquier titulación académica superior a una “cultura general”, por lo que cuando finalmente deja su colegio cursa cuatro cursos de piano y armonía en el Conservatorio Superior de Música. Del Colegio del Monte le quedará su gusto por la pintura, con su acción detenida, como en un flash que caracterizará a su poesía, y su sentido del color y de la composición. De ambos colegios, una serena y reflexionada formación religiosa. Del Conservatorio, la admirable musicalidad de su verso: cada uno de sus alejandrinos –el metro que la ha caracterizado durante tanto tiempo- suena como único y distinto a todos los demás. A los diecinueve años conoce a Rafael León, su marido más tarde, y por sugerencia del mismo se entrega de lleno a la poesía. Un primer balbuciente cuaderno suyo de poemas en prosa (un cuaderno de divertimentos y ejercicios que ella jamás revisó ni pensó publicar y que sólo a veces admite en su bibliografía por un criterio de fidelidad documental) se abre con una cita clásica de San Juan de la Cruz: “amado con amada, / amada en el amado transformada”, lo que equivale a un proyecto de vida, pero que es también un “definirse en otro” y un primer paso en la múltiple lectura que su obra generalmente admite: una primera cautela en su persistido propósito de “decirse sin decir de sí mismo”, como mucho más tarde aconsejaría Guillermo Carnero, aunque Guillermo ahora renuncie a esas prevenciones. María Victoria se casa cinco años después y de su matrimonio le nacen cuatro hijos. En 1971 obtiene el título de piloto de aviación (ejercicio al que renunciará tras el sucesivo fallecimiento de sus padres por diversas causas pero en un corto espacio de tiempo) aunque sin abandonar su pasión por las alturas. De las “cinco orientaciones cardinales”, escribe ella, “elijo con pasión la del vuelo” (“Estrofa 24”). Los diversos lugares son una constante de su obra: “De nuevo, balbuciente, regreso a mi ciudad, Florencia, / París, Granada, Ámsterdam, por las que soy quien soy...”, dice (“La ciudad”). Y es significativo que el nombre de Málaga no aparezca en sus versos aunque insistentemente se ha referido a su espacio y su entorno. Es que nombrarla sería un modo de decirse, cosa que ella ha evitado siempre. Sólo una vez y en un libro tardío se citará a sí

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EL ENTORNO DE MARÍA VICTORIA

María Victoria Atencia nace en Málaga, el 28 de noviembre de 1931 (“Mujeres de la casa”), en el nº 1 de la Calle del Ángel –“sabiduría del azar objetivo”, se ha dicho -, y ha vivido siempre en el corazón de su ciudad o en sus más próximas afueras: desde su casa de los Montes, donde la ciudad comenzaba a adentrarse en el campo, bajará ella diariamente –años de la guerra y de la inmediata posguerra- al Colegio de la Asunción (“Santa Clara”) para comenzar unos estudios que luego prosigue en el Colegio de la Sagrada Familia (“El Monte”). “Ya de niña tenía

un dejo de azucena que piensa”, ha recordado Manuel Alcántara.

Sin embargo, en aquellos años de la larga y difícil posguerra y en aquella Málaga sin universidad, no se llevaba que las mujeres pretendiesen cualquier titulación académica superior a una “cultura general”, por lo que cuando finalmente deja su colegio cursa cuatro cursos de piano y armonía en el Conservatorio Superior de Música. Del Colegio del Monte le quedará su gusto por la pintura, con su acción detenida, como en un flash que caracterizará a su poesía, y su sentido del color y de la composición. De ambos colegios, una serena y reflexionada formación religiosa. Del Conservatorio, la admirable musicalidad de su verso: cada uno de sus alejandrinos –el metro que la ha caracterizado durante tanto tiempo- suena como único y distinto a todos los demás.

A los diecinueve años conoce a Rafael León, su marido más tarde, y por sugerencia del mismo se entrega de lleno a la poesía. Un primer balbuciente cuaderno suyo de poemas en prosa (un cuaderno de divertimentos y ejercicios que ella jamás revisó ni pensó publicar y que sólo a veces admite en su bibliografía por un criterio de fidelidad documental) se abre con una cita clásica de San Juan de la Cruz: “amado con amada, / amada en el amado transformada”, lo que equivale a un proyecto de vida, pero que es también un “definirse en otro” y un primer paso en la múltiple lectura que su obra generalmente admite: una primera cautela en su persistido propósito de “decirse sin decir de sí mismo”, como mucho más tarde aconsejaría Guillermo Carnero, aunque Guillermo ahora renuncie a esas prevenciones.

María Victoria se casa cinco años después y de su matrimonio le nacen cuatro hijos. En 1971 obtiene el título de piloto de aviación (ejercicio al que renunciará tras el sucesivo fallecimiento de sus padres por diversas causas pero en un corto espacio de tiempo) aunque sin abandonar su pasión por las alturas. De las “cinco orientaciones cardinales”, escribe ella, “elijo con pasión la del vuelo” (“Estrofa 24”). Los diversos lugares son una constante de su obra: “De nuevo, balbuciente, regreso a mi ciudad, Florencia, / París, Granada, Ámsterdam, por las que soy quien soy...”, dice (“La ciudad”). Y es significativo que el nombre de Málaga no aparezca en sus versos aunque insistentemente se ha referido a su espacio y su entorno. Es que nombrarla sería un modo de decirse, cosa que ella ha evitado siempre. Sólo una vez y en un libro tardío se citará a sí

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misma: “No queda sino tiempo, Victoria Atencia; tiempo” (“El viento”), aunque su propio nombre (en minúscula, como una mera “victoria” que se logra o se desgarra) se repita en su poemas. De su ciudad natal ha dicho María Victoria, con palabras de Muñoz Rojas, que “las nombro a ellas pero a ti te digo”.

Comienza por entonces a publicarse en Málaga la revista de poesía Caracola y María Victoria conoce a Alfonso Canales, quien durante años orientará sus lecturas y leerá sus borradores, y a Bernabé Fernández-Canivell, que le abre su biblioteca, la acoge en las páginas de Caracola, la va poniendo en contacto con las personas o las obras que podían constituir un estímulo para ella y la inicia en la formación de su propio juicio crítico. “Por Bernabé –dice María Victoria- conocí la obra de Hopkins y la de Eliot. Por él tuve correo de Cernuda y de Juan Ramón. [...] Le debo mi personal conocimiento de Dámaso Alonso, de Vicente [Aleixandre] y de don Jorge [Guillén]”. Por su parte Bernabé diría muchos años después: “Conocí a María Victoria Atencia allá por el 53, a sus veintidós años. Comenzaba ella a escribir y había publicado ya un breve cuadernos de poemas en prosa. Una tarde, en el intermedio de un concierto en la Sociedad Filarmónica, me dio a leer un soneto suyo, el primero que escribía y que despertó mi interés por su intensidad y perfección formal. Era María Victoria una muchacha guapísima y aún recuerdo aquel momento y el comienzo del soneto aquél”. Y Aleixandre: “Siempre recuerdo aquellas espumas blancas de las que parecía ella surgir en el primer día de nuestro conocimiento. Una adolescente delicada pero irradiante que parecía sonreír desde un futuro prometido. Es que algo se le anunciaba: el nacimiento de un resplandor y de una oscuridad al mismo tiempo, entre los que ella encerraría y revelaría la significación de la vida, con una palabra inconfundible”. Y Dámaso: “Me produce una intensísima emoción”. Y Guillén: “¡Ah, María Victoria Serenísima!”. Y María Zambrano: “La perfección, sin historia, sin angustia, sin sombra de duda, es el ámbito –no ya el signo sino el ámbito- de toda la poesía que yo conozco de María Victoria Atencia".

Inicialmente María Victoria se da como por juego a unos borradores que repiten el aire de lo popular y más tarde –quizás por influencia de la poesía arabigoandaluza en las traducciones en prosa de Emilio García Gómez, o del Rabindranath Tagore traducido por Juan Ramón Jimenez Zenobia –va escribiendo unos ejercicios –a los que ya me he referido- quizás para su ulterior corrección o tachadura pero que un día de 1953 Rafael se lleva a la imprenta y le devuelve en el cuaderno Tierra mojada. Con esa sorpresa había querido él comprometerla en su nueva ocupación. (María Victoria nunca quiso admitir aquel cuaderno como cosa que ella hubiese dispuesto, aunque una muestra de su escritura en el mismo se recoge, sin embargo, en la Introducción a su Antología poética editada por “Castalia” al cuidado de José Luis García Martín.)

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La poesía de María Victoria comienza propiamente con un soneto, “Sazón” (el que Fernández-Canivell recordaba haber leído), al que siguieron los que constituyen Cuatro sonetos (1955, reimpreso en 1956 y en 1993 con sucesivas correcciones -ocupación siempre excepcional en ella-) y no volverá a ese esquema salvo para mantener la estructura original de algunos de los poemas que tradujo. Es que el soneto era por aquel tiempo el riguroso primer paso de cualquier intento de andadura poética. Pero al mismo tiempo va escribiendo otros poemas, libres ya de ese rigor de metro y rima y en los que el endecasílabo se alterna con el alejandrino y el verso libre. Con esos poemas y los cuatro sonetos se configura Arte y parte, que ve la luz en “Adonais” (1961), como cualquier libro primerizo y prometedor de por entonces: un libro que era “una contemplación de su adolescencia o de otras adolescencias hechas suyas: el mundo revivido de su colegio, de su espiritualidad, de su afectividad ya hacia un concreto destino”, según escribe Rafael.

El último poema de ese conjunto, el “Epitafio para una muchacha”, se diferenciaba manifiestamente de los que lo precedían en aquella entrega y la autora lo acaba segregando para escribir en torno a él su siguiente entrega, Cañada de los Ingleses (en las colecciones “Cuadernos de María Cristina”, 1961, y “Halcón que se atreve”, 1973), sin perjuicio de que ese “Epitafio” alcance cierta vida independiente como objeto de publicación e incluso –al cuidado gráfico de Bernabé y Rafael- se grabe en una antigua lauda sepulcral que se muestra presidiendo el Cementerio Inglés. (Su traducción de un poema latino de Juan de Vilches se grabará en otra losa junto al Arco de los Gigantes, en Antequera). Cañada, que aparece en ocasiones dispuesto en alejandrinos y en otras dividido por su cesura heptasilábica en un intento de ganar más paginación, es un breve cuaderno que su autora ha mantenido sin incorporar luego a cualquier otro libro mayor. Sus seis poemas, opuestos de dos en dos, son una declaración del gozo por la vida y, como contraste, un reconocimiento del hecho de la muerte y el reposo en ese Cementerio Inglés o de los Ingleses, que se extiende por una de las laderas de la cañada a la que da nombre y que es hoy un jardín “romántico” en su mejor sentido. (En ese cementerio, que Guillén conoció por el libro de María Victoria, yacen ahora el poeta y su esposa, Irene, muy cerca de la losa con el “Epitafio”).

Tras ese libro entrará María Victoria en un periodo de silencio que ni la crítica ni ella han justificado suficientemente: se ha dicho que el desconcierto por la pérdida de sus padres, con lo que la muerte deja de verse como un asunto remoto, pero probablemente ello se limitó a apartarla del ejercicio de volar; o el rechazo (general entre los poetas andaluces) a la “poesía social” que entonces cunde; o un mayor quehacer doméstico; o el impacto ante el conocimiento de la poesía de Rilke (y no sólo de Rilke), o el apartamiento de Caracola (revista a la que se sentía tan

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fuertemente unida hasta que Bernabé y Rafael deciden abandonarla tras un centenar de entregas), son algunas de las razones que se han pretendido para ese silencio apenas interrumpido por alguna corta traducción o algún breve poema de Navidad.

El silencio cesa al fin cuando la autora parece haber temido una rotura en su orden doméstico cotidiano. Tenía algo que decir y ya por entonces había intentado expresar su dolor por la muerte en accidente de un piloto de su escuela de vuelo. Tenía, pues, también un modo de decirlo: el formato de aquel poema, con sus doce versos alejandrinos y su estructura interior dividida en dos tiempos, en dos sucesivas aproximaciones a su asunto. Surge así Marta & María, el primer libro de esa María Victoria renovada, y cuyos poemas determinó y ordenó –razonándole privadamente sus porqués y proponiéndole diversas opciones- Guillermo Carnero. (Años más tarde Guillermo determinará y ordenará también De pérdidas y adioses).

Marta & María (1978, por Rafael, con 2ª ed. en “Pentesilea”, 1984) constituye, como Cañada de los Ingleses y luego como Los sueños (igualmente de Rafael), un conjunto temático. Su último poema, “Marta y María” (en el poema, sin la cifra “&” entre los dos nombres) nos deja oír la voz de María, que amaba, como su hermana Marta, al mismo Señor. Y ese poema último nos permite saber que en todos los demás habíamos estado oyendo la voz de Marta, del “aspecto Marta” de quien escribe el libro (“estuvo a punto el té como todos los días”), frente al “aspecto María” de la autora, el aspecto de la hermana que eligió “la mejor parte” (“de poco o nada sirven, fuera de tus razones, / la casa y sus quehaceres, la cocina y el huerto”). La dolorida voz de Marta expone su postergación en todos los anteriores poemas. Pero en ese poema final la autora transfiere su identificación a María, negándose así a reconocerse en sólo una -la que fuese- de las dos. María Victoria ha vuelto a desarrollar, pues, la técnica de los opósitos de Cañada, su libro inmediatamente anterior.

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Probablemente la Cenicienta entre los libro de María Victoria sea Los sueños (1978), un conjunto de lo que son, precisamente, eso: sueños, sin la menor alteración narrativa, sin otra manipulación que escribirlos en las sílabas contadas de ese verso alejandrino tan largamente natural a María Victoria que pudiera pensarse que los había soñado en él. Empezado antes de que su autora concluyese Marta & María, salieron ambos a la luz el mismo día, contrastando la dureza de las páginas de este con la exposición de una infancia que se manifiesta como, sin duda, tierna en exceso. Todos sus poemas van fechados, como un historial clínico –y tal vez lo sea o ejerce esa función- salvo el último (“El Conde D.”) donde es manifiesto un abandono de la espontaneidad ingenua en beneficio de su reelaboración literaria- distanciándose tanto del tono y la fecha de los demás que María Victoria hubo de dar aquella serie por concluida.

Formalmente muy semejante en su estructura estrófica a esos dos libros anteriores, El mundo de M.V. (“Ínsula”, 1978) se ordena en pequeñas series cuyos títulos respectivos hacen referencia al tiempo propio para cada cosa, de acuerdo con cierto pasaje de la Escritura que da título a uno de sus poemas (“Eclesiastés 3, 5”) . Otro de ellos, “Sueño de Churriana”, se ha llevado allí desde Los sueños (donde figura como “Casa de Churriana”), con la particularidad de que la autora sigue considerándolo como propio de uno y otro libro. En su título María Victoria ofrece unas iniciales coincidentes con las suyas pero sigue tenazmente silenciando su nombre: lo que se muestra allí es “el mundo de M.V.”; un mundo que sólo parcialmente coincidirá con el suyo; un mundo que no es enteramente el de “María Victoria”. La insistente identidad de una persona con su nombre que siempre ha hecho la autora no le consiente revelar el suyo, lo que sería

una forma de enajenamiento: “nombrarte es poseerte” (“Ahora que amanece”).

El coleccionista (Calle del Aire, 1979, y hay un libro, con igual título, de John Fowles), con idéntico criterio de agrupación por secciones, recoge algunas publicaciones previas, extraordinariamente restringidas y con la elegante sobriedad tipográfica de Rafael, Doctor en Derecho (partía de ahí su relación con Alfonso Canales) pero también Maestro Impresor, como Bernabé, y estudioso y fabricante de papeles en cualquier rincón de su casa, y hay que citar aquí Venezia Serenissima (1978, con un poema, a modo de prólogo, de Jorge Guillén), Carta de amor en Belvedere (1979) y Capillas Mediceas (1979), con otras secciones de nueva creación: “Suite italiana”, “En el joyero Tiffany’s”, “Champs Élysées”, “Homenaje a Turner” y “Aroma caudal”. Posteriormente María Victoria considerará incluido en este libro otros dos cuadernos más: Paseo de la Farola, e Himnario

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(ambos de 1978). Hay en el libro un poema que lleva el título de “El coleccionista” pero no es del asunto de ese poema, sino de su título, de donde toma María Victoria el que da a este libro que es una colección de instantes y contemplaciones aunque “contemplaciones” en un sentido muy distinto al que dará nombre a uno de sus títulos más recientes. La poesía ecfrástica de María Victoria (cuestión que, como el asunto del canon y el del patriarcalismo, obsesionó durante algunos años a la crítica literaria norteamericana) tiene aquí su inevitable exponente.

Ex libris (“Visor”, 1984), aunque decisivo para afianzar el conocimiento que empieza a tenerse de la autora (conocimiento que ese mismo año reforzarán Compás binario y Paulina o el libro de las aguas), es sólo una ocasional colección de sus libros centrales junto a una breve muestra de sus primeras entregas y un corto avance de las que preparaba por entonces, constituyendo así una primera publicación de su “obra casi completa”. Vicente Aleixandre abría sus páginas con “Unas palabras” reveladoras y escribió su prólogo –y su presentación- Guillermo Carnero.

Reanudando el hilo de sus publicaciones, Compás binario (“Hiperión”, 1984) sigue el criterio de El coleccionista y sus secciones. Ya habían visto la luz de una manera diferenciada, cuidadísima y no venal, como siempre, a cargo de Rafael: Compás binario (1979 de donde toma el título), Debida proporción (1981), Adviento (1981) y, con la agregación de nuevos poemas, Porcia (1983). Más tarde María Victoria considerará incluido aquí también su poema “Epitafio” por John Moore (1985), y Caprichos (Adelfos, Sevilla, 1883, pero que tuvo una nueva y preciosa edición, ya de Rafael, en “Papeles del alabrén”, 1985.

Su siguiente entrega viene constituida por Paulina o el libro de las aguas (“Trieste”, 1984), enteramente formada por momentos vividos o recordados en Italia. Al contrario que en Marta & María, donde la justificación del libro se encontraba en el poema último, en Paulina esa clave se da en el primer poema. De ese modo, todas las situaciones del libro son situaciones de Paulina (Paolina, princesa Borghese, hermana de Napoleón Bonaparte), a quien María Victoria propondrá: “Salta del lecho, caiga tu diadema, huye al prado”, pero añadiendo: “Gesuado di Venosa / suena en su clavicémbalo”. Y lo que parece la indicación de una música de fondo es, sobre todo, una advertencia de discreción: el

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celoso príncipe Gesualdo di Venosa, autor de preciosas composiciones para clavicémbalo, fue aún más famoso por haber mandado asesinar a su mujer. Una ética social de signo masculino o “patriarcal”, que María Victoria aparenta acatar pero que de hecho subvierte, como ha advertido la crítica norteamericana, imponía ese consejo. En cuanto a la composición del título ya es sabido que en 1883 Robert Browning había publicado Pauline, a fragment of a confesión.

Una nueva publicación, al margen de sus entregas sucesivas, es la que viene representada por Glorieta de Guillén (“Puerta del Mar”, Diputación de Málaga, 1986), en la que se recogen los poemas de la autora que afectan a “su casa, su calle, su ciudad, su provincia”. Es, pues, una antología de carácter “territorial”. En esa Glorieta, ensanche del Paseo de la Farola (del paseo que va a dar a la torre del faro o “farola” del puerto malagueño) está el busto de Jorge Guillén, descubierto en un acto inolvidable al que el poeta –con ocasión de su noventa aniversario- asistió desde la terraza de la casa de María Victoria, frente a la que se alza ese busto. (A petición de ella, como primer firmante, el Ayuntamiento de Málaga acogió a Guillén como Hijo Adoptivo de la Ciudad).

Un breve poemario, Trances de Nuestra Señora (“Hiperión” 1986, con prólogo de María Zambrano), no debiera citarse aquí, donde sólo de soslayo se hace la referencia a pequeñas entregas que luego se recogerán en libros más extensos. Pero se reseña como primer testimonio de una labor que sólo mucho más tarde la autora dará por acabada y editará en Valladolid la Fundación Jorge Guillén (1997). La reflexión poética sobre un tema del ciclo de Navidad que ella incorporaba cada año a su christmas (reflexión tan ajena al “villancico” tradicional que la propia María Victoria escribía desde algún tiempo antes) constituyó el comienzo de una serie cuya progresiva ampliación se irá recogiendo –como si ya estuviese completa- en sus sucesivas traducciones al lituano (1989), al sueco (1992), al italiano (1996), sin olvido de los poemas aparecidos en Zurgai, de Bilbao (1993). Quizás fuese más propio trasladar la referencia de este libro al 96, dado que aquella edición bilingüe italiana fue efectivamente completa. O a la primera edición completa española: la de Valladolid. Pero eso no nos dejaría conocer el momento de la primera aunque aún parcial publicación de estos poemas. El término “trances” está dicho aquí (contradiciendo el uso anterior de esa voz por María Victoria) en el sentido de ‘raptos’ o de ‘gozos’ o de ‘arrobos’, por emplear una voz propia de nuestra tradición mística. No es un libro religioso (como tampoco lo fue Marta & María, a pesar de su título) sino una memoria donde la autora revela sus experiencias de doncella, de prometida, de esposa, de gestante, de madre, con el pretexto y la ocasión de esas situaciones en María. Es una transpersonalización más, una nueva “cautela” (como San Juan de la Cruz titulaba uno de sus escritos). Y es un libro de no fácil lectura, porque en él oímos –sin indicación que las diferencie- la voz de la autora cuando habla por Nuestra Señora y cuando lo hace por sí misma, llegando a ese modo de desdoblamiento que en ella es un uso antiguo: cabe pensar que son realmente suyas las respuestas que en 1980 da, bajo el nombre de Rafael, a cierta encuesta de la revista “Jugar con fuego”.

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De la llama en que arde (“Visor”, 1988) toma su título de una cita de Dante: Ciascun si fascia di quel ch’elli è inceso (“cada uno se reviste de la llama en que arde”, como traduce González Ruiz para la BAC). No hay asunto alguno que enlace entre sí a estos poemas salvo el resplandor de ese fuego. Pero se advierte en ellos el comienzo de cierto tono desolado que a veces –reconociéndolo- se atenúa con una leve sonrisa. En su primer poema, el Padre (frente al hijo, Adán) aparecerá revestido con “una tenue camisa de dormir”. Y el título de ese poema, “Rompimiento”, aunque justificado por un término de arte (el italiano rompimento, representación de una abertura por la que en un cuadro, un decorado, etc., se alcanza a contemplar un fondo más distante), permite pensar que la autora, en un proceso de liberación, prosigue desligándose de viejas ataduras. En la referencia al Padre, sin embargo, parece reconocerse un trato de familiar confianza, y ya en los Trances había dicho como hablando entre mujeres: “pero Él es Dios y no sabe de estas cosas”.

La pared contigua (“Hiperión” 1989) muestra una apertura hacia el mundo de “los otros”, una contemplación del ámbito de los demás. La “pared contigua” (con la intención de referirse no a una de las cuatro paredes sucesivas de su cuarto sino a la medianera que la separa de otra habitación contigua a la suya) permite ahora que puedan oírse los ruidos, las señales de vida de esa habitación de al lado. La poesía de María Victoria gira siempre en torno a su propio centro: sus temas y sus modos parecen ser siempre los mismos, pero en una espiral de progresiva abertura que va abarcando y apropiándose de su entorno y, al propio tiempo, su entrega a ese entorno mismo.

Dos amplias antologías, dos diferentes entregas de su “obra casi completa”, van a ocuparnos seguidamente. Una de ellas es La señal (“Ciudad del Paraíso”, Ayuntamiento de Málaga, 1990); la otra, Antología poética (“Castalia” e Instituto de la Mujer, en ese mismo año). De ellas, La señal se acoge a un título que ya había dado María Victoria a dos poemas suyos, uno en La pared contigua y otro en Paulina, y la palabra “señal” se lee en otros muchos de sus poemas: “El Monte”, “Mirando hacia arriba”, “Cuanto escondió el olvido”, “Anita”, “La marcha”, “Herida”... (La señal es también el título de una novela del escritor ruso Vsevolod Mijailovic Garshin, publicada en 1887). Clara Janés, su prologuista, ha indicado la apoyatura fundamental de toda esta poesía: el salto ascendente, que mantendrá su voz “en el alto punto de la comba”: un sentir religioso que aúna la valoración de lo cotidiano con la entrega contemplativa. Por su parte, Rafael se ocupó de describir allí la formación y el sentido de cada uno de los libros.

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En cuanto a la Antología poética aparecida en “Castalia” es una selección hecha por José Luis García Martín, quien la enriquece con una sabia introducción y abundantes notas. Recuerda ese crítico que el nombre de la autora aparecía ya en uno de los primeros “catálogos” de la Generación del 50 (el que Carlos Bousoño había dado en un número monográfico de Cuadernos de Ágora, 1959), y reconoce que muy pronto –salvo raras excepciones- sería omitido en los siguientes inventarios de esa generación hasta su reaparición en los años 80. García Martín atribuye con razón ese olvido a dos circunstancias diversas: los quince años de silencio de la autora mientras se constituye la nómina de esa generación (quince años, precisamente, configuran una generación distinta) y la aparición de sus poemas en muy cuidadas ediciones no venales pero enteramente carentes de difusión, lo que, al parecer, nunca importó demasiado a la autora. (A este respecto, Carnero se ha referido –sin el menor sentido de reproche- a la suficiencia editorial de los poetas andaluces). La recuperación del nombre de María Victoria fue obra del culturalismo novísimo. García Martín entusiasta de esta recuperación, escribirá en la introducción que nos ocupa: “Quien entre en este libro –en este laberinto de sílabas, de sueños, de silencios- no volverá a salir sin sentirse transformado, enriquecido, consciente de la precariedad del vivir humano, pero también de que la vida sigue siendo “hermosamente cierta”, como María Victoria había proclamado en “Cuarenta años más tarde”.

No sabemos quién o qué sea La intrusa (Renacimiento, 1992) que a veces recorre a María Victoria en sueños. Fue un título de Maeterlinck y un título Borges. En el primero la intrusa es la muerte; en el segundo, contrariamente, alguien a quien será preciso acabar matando. En María Victoria sólo sabemos que es algo que “se aloja en tus palacios con el peso de un humo” y está siempre al aguardo del desfallecimiento. Puede ser la muerte, pero también algo que la acompañará -presencia porfiada- hasta ese momento: una premonición, una vocación, un temor, un deseo que sólo se deja entrever en los sueños: en ese mundo que tan bien conoce la autora.

El inmediato poemario de María Victoria es El puente (Pre-Textos, 1992), referencia en Praga al puente del rey Carlos sobre el río Vltava, al que bárbaramente llamamos Moldava. (El

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puente había dado también título a un poema del norteamericano Hart Crane en 1930). Ya en Paulina o el libro de las aguas se había interesado por el “Ponte Sant’Angelo” sobre el Tíber: “No volveré a asomarme desde el pretil al río”, decía allí. Y aquí, “no volver a mirar las orillas del río”. El puente es, como Paulina, un "libro de viajes”. Italia, con su propuesta de liberación a Paulina; Praga, con sus piedras negras y “el pretil que la niebla edifica o destruye”: la capital de Bohemia, con toda su desolación, pero ambas, con una exigencia de retorno al país visitado: en Paulina, “a viva tumba abierta me daría a sus alas / para volver de nuevo hasta el pretil del río”; en El puente, “he de volver, he de volver". Y siempre la presencia del agua. Y la nostalgia de la casa lejana: “Al sur de algún país está mi casa”, en Paulina; “Os volveré a evocar desde un país sin niebla”, en El puente, contrariamente a Paulina, sin embargo, sólo hay un instante de amor, un instante erótico, en este libro checo: cuando, en el último poema, siente su cuerpo fluvial poseído

por el demonio de la ciudad que alza sus alas como torres.

Posteriormente María Victoria ha dado a conocer A orillas del Ems, que aparece incorporado al doble número monográfico que la revista Litoral dedicó a la autora (El vuelo, 1997). Se trata de un corto libro redactado en 1985 y casi enteramente recogido entre dos diversas revistas (en el nº 1 de Ciudad del Paraíso, de Málaga, en 1990, y en el nº 0 de El signo del gorrión, de Valladolid, en 1993) y constituido por el conjunto de poemas que hacen referencia –casi como pie de sus ilustraciones- a una colección de viejas postales alemanas aparecida en la obra Telgte in Erinnerung (“Telgte en el recuerdo”), de Renate Kruchen, 1984. La colección de estudios sobre la persona y la obra de María Victoria que se recogen en ese número de Litoral puede completarse principalmente con los que más tarde ha reunido y editado Sharon Keefe Ugalde en La poesía de María Victoria Atencia (“Huerga y Fierro”, Madrid, 1998). Un

acercamiento crítico que abarca trabajos de Biruté Ciplijauskaité, Andrew P. Debicki, Santiago Daydí-Tolson, Jill Kruger-Robbins, Candelas Newton, Margaret Persin, Catherine Jaffe, Tina Escaja, Linda Metzler, Michael Mudrovic y la propia Ugalde.

Las contemplaciones, editado por “Tusquets” (1997) en su colección “Nuevos textos sagrados”, es un libro cuyo propósito –tan ajeno a la “contemplación” de paisajes, ciudades y obras de arte, usual en cierto momento de María Victoria- queda explicito en el último de los poemas, donde la autora confiesa su intención: “Se prohíbe la nostalgia. No hay más contemplaciones”, no hay más condescendencias ni transigencias, con un título que coincide con otro de Victor Hugo: Les contemplations (1856). Por ese libro recibe en 1998 el Premio Andalucía de la Crítica y seguidamente (por primera vez con idéntico criterio en ambos

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tribunales) el Premio Nacional de la Crítica. El jurado del primero de esos dos premios destaca la capacidad de María Victoria para ofrecer “una perspectiva inédita, abierta a la contemplación espacio-temporal, así como la incorporación de diversos lenguajes –científico, coloquial, cotidiano, etc.- y el empleo de técnicas como la elusión en la transposición de planos y la sabia utilización de los silencios que preceden y suceden al poema. Se reconoce en este poemario la inequívoca voz de una mujer que expresa otra visión del mundo, de la muerte y del tiempo, incardinándolos en la tradición poética andaluza y universal”. Por su parte el jurado del Premio Nacional reconoció que ese libro es “una reflexión sobre el paso del tiempo en la que la serenidad de la autora no oculta la tensión de la palabra”; que “María Victoria Atencia se ha caracterizado por ser una autora de un profunda honestidad consigo misma, ya que nunca se ha sometido a la moda ni a la coyuntura”, en un libro que “introduce la reflexión del tiempo, la madurez para poder filtrar el mundo”, subrayando “la entrega de su propia vivencia a lo que es la vida en general”.

María Victoria nunca ha concurrido a los premios literarios, pero dos años más tarde, en septiembre de 2000, recibe el Luis de Góngora de las Letras Andaluzas, que de manera bienal convoca la Junta de Andalucía como máxima distinción por toda su obra a un escritor de esta Comunidad. El jurado, destacó con especial entusiasmo su ruta coherente como poetisa, su depurada elegancia verbal y su capacidad de síntesis.

El penúltimo libro de María Victoria es El hueco (2003, en la misma colección de Tusquets que el anterior), cuyo título repite una de las palabras de continuo uso por la autora y que expresa un sentimiento que le es muy propio: el de la plenitud de vacío que ha de colmarlo, aunque una sensación de fugacidad y renuncia recorre todas sus páginas. El último, por ahora, es De pérdidas y adioses, publicado por Pre-Textos (2005): un libro del que Dios –se ha llegado a sospechar- es su secreto protagonista.

Se han reseñado aquí diversas publicaciones antológicas de la obra de María Victoria. Debiera haberse citado también La poesía de María Victoria Atencia, tesis doctoral cum laude por unanimidad, de Eugenia León (Universidad de Málaga, 1994), que abarcó críticamente seis libros completos de la autora con su estudio métrico y retórico. Y se ha citado alguna selección temática. Podía haberse recordado también una publicación anterior: La obra poética de María Victoria Atencia. Ensayo de aproximación y traducción inglesa, tesis doctoral igualmente distinguida cum laude por unanimidad, de Victoria León (Universidad de Málaga, 1993), que abarcó por primera vez la totalidad de su obra hasta aquel momento como edición y traducción (en prosa) y que ha servido de propuesta a tantas otras traducciones.

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De un modo o de otro, traducciones de la obra de María Victoria aparecen publicadas en francés, portugués, gallego, inglés, italiano, lituano, checo, búlgaro, rumano, polaco, sueco, árabe, hebreo, flamenco, latín y, sin duda, alguna lengua más. Los traductores, como los antólogos y los críticos, rara vez tiene las ocurrencia de comunicar a los autores sus respectivos

trabajos, y me parece admirable el catálogo que Eugenia León ha hecho de esas traducciones en la bibliografía que figura en la web de María Victoria, donde se incluye también la relación de las traducciones que ella ha hecho de otros poetas.Una ocupación marginal de María Victoria es la del grabado o, para ser más precisos, de las improntas de dibujos lineales suyos pasados a planchas de linóleo y estampados sobre un blanco papel de hilo hecho a mano en su propia casa. Tal vez la autora parece haber tenido muy en cuenta la observación de Bracquemond: “El elemento fundamental del grabado no es el negro de la tinta sino el blanco del papel. Es él quien representa la luz”, y puede bastarle -en esas improntas- la sombra natural de su relieve. Los originales suelen reducirse a muy poco trazos que generalmente delimitan fondos a dos diferentes niveles, sin que importe cuáles sean. Rara y tardía vez –con líneas curvas- ofrecen o sugieren la idea de un fragmento de desnudo.

María Victoria es académica numeraria de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, de Málaga, y correspondiente de las de Cádiz, Córdoba, Sevilla y San Fernando; consejera

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del Centro Andaluz de las Letras y de la Fundación María Zambrano, y Honorary Associate de The Hispanic Society of America (Nueva York). Una callecita de Cártama y una avenida en Málaga llevan su nombre y ya en enero de 2000 se había dado el nombre de María Victoria a un Instituto de Enseñanza Secundaria de su ciudad natal. En 2005 recibe la medalla de oro de la Diputación Provincial y ese mismo año, por concesión de la Junta, el nombramiento de Hija Predilecta de Andalucía. Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada - Federico García Lorca de 2010. Distinguida por la Universidad de Málaga con el doctorado Honoris Causa en 2011. Premio Real Academia Española 2012 por El umbral, editada en 2011 por Pre-Textos.

María Dolores Gutiérrez Navas