el jardín del rey - fanny deschamps

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Fanny Deschamp Fanny Deschamp Maia Maia & & El jardín del El jardín del rey rey F ANNY ANNY D D ESCHAMPS ESCHAMPS ~1~

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FFANNYANNY D DESCHAMPSESCHAMPS

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EELL JARDÍNJARDÍN DELDEL REYREY

La buganvillaLa buganvilla

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Para Albert, que sin él,

esta novela no existiría

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Índice

RESUMEN..............................................................6PRIMERA PARTE Un castillo en Dombes...........7

Capítulo 1............................................................8Capítulo 2..........................................................19Capítulo 3..........................................................30Capítulo 4..........................................................40Capítulo 5..........................................................49Capítulo 6..........................................................57Capítulo 7..........................................................70Capítulo 8..........................................................84Capítulo 9........................................................100Capítulo 10......................................................116Capítulo 11......................................................128Capítulo 12......................................................139Capítulo 13......................................................151Capítulo 14......................................................164Capítulo 15......................................................175

SEGUNDA PARTE El Jardín del Rey..............195Capítulo 1........................................................196Capítulo 2........................................................208Capítulo 3........................................................225Capítulo 4........................................................238Capítulo 5........................................................248Capítulo 6........................................................260Capítulo 7........................................................278Capítulo 8........................................................290Capítulo 9........................................................300Capítulo 10......................................................318Capítulo 11......................................................330Capítulo 12......................................................346Capítulo 13......................................................360Capítulo 14......................................................389Capítulo 15......................................................403Capítulo 16......................................................412

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Capítulo 17......................................................421Capítulo 18......................................................435Capítulo 19......................................................442Capítulo 20......................................................451Capítulo 21......................................................456Capítulo 22......................................................467

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RRESUMENESUMEN

Jeanne es una joven apasionada, inquieta e inteligente, de origen humilde, a quien la baronesa de Bouhey toma bajo su tutela en el castillo de Charmont. Apenas cruzada la frontera entre la niña y la mujer, el amor acude a su encuentro en los ojos de Philibert Aubriot, un joven y apuesto sabio de la pujante Era de la Razón. Pero un aventurero corsario vendrá a tambalear todas sus convicciones, hará vibrar en Jeanne ecos y anhelos desconocidos, empujándola hacia su destino de forma irrefrenable.La protagonista recorre las viejas y ruidosas calles del barrio parisino del Temple, los ostentosos ambientes de la ópera y de las grandes mansiones aristocráticas, los círculos intelectuales de los cafés con su corte de científicos y filósofos, y más allá de la costa, apenas perfilado, el enigmático mundo de las islas y los aventureros corsarios... son algunos de los ambientes donde se desarrolla el relato de la Buganvilla. 

La autora nos sitúa en la Francia de Luis XV, donde una sociedad decadente contrasta con el carácter enérgico y a la vez soñador de nuestra protagonista, capaz de desenvolverse en los medios más variopintos.

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PRIMERA PARTEPRIMERA PARTE

UN CASTILLO UN CASTILLO ENEN

DOMBESDOMBES

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Capítulo 1Capítulo 1

El fuego había comenzado a extinguirse. Se desmoronaba lentamente entre las cenizas y su cálida dulzura perfumada envolvía a Jeanne por completo. Se sentía como en el hueco de una cuna. En paz consigo misma, excepto por su dolorosa necesidad de estar todavía mejor, en brazos de Philibert.

Philibert...

Cerró los ojos sobre su imagen como para acariciarla con sus párpados.

Dos años, ya.

Setecientos treinta días sin él. Lo imposible hecho realidad.

Estaba sentada sobre la alfombra, abrazada a sus piernas, una mejilla apoyada en las rodillas. Aquella mañana de abril, había cumplido quince años..., pero esta noche su vida pesaba tanto como si hubiera cumplido mil y tenía sabor a noviembre. Suspirando, lomó el libro caído junto a su falda. Nada acompañaba tan bien la nostalgia de un tiempo perdido como el célebre rondó de Charles de Orleáns:

Para curar el mal de amores

Tomad la flor nomeolvides,

El jugo del amor de hombre,

Sin olvidar la rosa de pasión,

Y mezcladlo todo con la pena.

Unos insistentes golpes de bastón que la señora de Bouhey daba sobre el parquet de su habitación, sacaron a Jeanne de su deliciosa melancolía. Se puso en pie de un salto "¡Vaya! —pensó fastidiada—. Se ha puesto enferma, lo sabía. ¡Ha vuelto a comer demasiado! "La mañana de aquel primero de abril de 1762, para celebrar los quince años de su protegida, la baronesa Marie-Françoise de Bouhey había mandado poner al fuego seis cazos, cuatro grandes cacerolas, tres marmitas y tres espetones de

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aves. Como era su costumbre los domingos, había tomado seis platos en la comida y tres en la cena, sin contar los postres. Una vez en su habitación, y apenas acostada, había sentido que su baldaquín se ponía a girar, mientras de la frente le brotaban sudores de agonía.

—¡Dios mío, esta vez si que me voy al otro mundo! —gemía entre dos hipos—. Jeanette, querida mía, no dejes que me vaya!

Con el gorro de dormir medio caído, derrumbada de través sobre su pila de almohadones, la mirada agonizante, la nariz contraída, formaba un cuadro capaz de aterrorizar a cualquier comilón. Su doncella Pompon mojaba un paño en una palangana de agua con vinagre a fin de humedecerle las sienes. Detrás de Jeanne, que había subido corriendo, se agolpaban media docena de siluetas en camisón blanco que acudían, palmatorio en mano, a informarse del motivo de todo aquel barullo. Delphine de Bouhey, la nuera de la baronesa, buscaba su cofre de medicinas.

—¿No habría que mandar a Neuville a buscar al padre Jérôme? —preguntó Pompon a los reunidos.

—Ya se ha hecho —dijo la señorita Sergent, el ama de llaves—. Thomas, el cochero, acaba de salir.

Nadie pensaba que la baronesa necesitara un confesor, pero el padre Jérôme, el limosnero de la abadía de Neuville, era también un poco curandero. Al oír su nombre, la enferma, presa de pánico, reclamó también la presencia de su notario, sintiendo la urgente necesidad de retocar un poco su testamento antes de rendir el alma y los bienes. Hubo que despertar a Longchamp, el criado de los jóvenes Bouhey, para mandarlo a Châtillon con la carreta, pues Thomas había cogido la carroza para traer al limosnero.

Desde hacía dos semanas, una lluvia pertinaz empapaba Dombes, convertido en un país acuoso en el que no se distinguía el cielo de la tierra. Nada más llegar al castillo de Charmont, el notario, Etienne-Marie Aubriot, se sacudió el agua en medio del vestíbulo, al tiempo que lanzaba grandes voces, de modo que al principio Jeanne no vio que, chorreando detrás de su padre, Philibert le sonreía sacudiendo también su sombrero.

—Como mi hijo estaba por casualidad en mi casa, me ha parecido buena idea traer al médico a la vez que al notario —dijo el viejo Aubriot—. Vamos a ver, señorita Jeannette, ¿qué es lo que pasa?

El doctor Philibert Aubriot intervino:

— Padre, si me lo permitís, padre, el médico va a subir antes que el notario.

Jeanne, petrificada, vio al hombre de sus sueño avanzar hacia ella. Un silencio profundo la envolvió, como si a su alrededor la vida se agitara sin

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ruido. Vio moverse los labios casi irreales de Philibert, le tendió la mano y se encontró con la caricia, maravillosamente real, de una manga de muselina. De repente, un golpe de sangre le palpitó en las orejas y le devolvió oído. "¿Subimos?", preguntaba Philibert.

¿Cómo lo condujo hasta la alcoba de la señora de Bouhey? ¿Hablaron? Más tarde sólo recordaría la enorme alegría carnal que la había invadido caminando de nuevo a su lado, como en otros tiempos, con el cuerpo sin peso de los bienaventurados que están en el cielo.

Desde que había instalado su consulta en Belley, en pleno y bullicioso Bugey, el doctor Philibert Aubriot estaba acostumbrado a tratar las indigestiones de una manera muy simple: una buena dosis de ipecacuana, seguida de una buena temporada de dieta regada con muchas tisanas de achicoria silvestre, que él escribía en la receta Chichorium intybus para darle más importancia. A esta prescripción, el doctor añadía un discurso sobre las ventajas de una mesa sencilla y frugal, tan juiciosamente preconizada por los adeptos de la nueva cocina. En París, donde había cabezas lo bastante sabias como para preferir las ideas a los capones, esta nueva cocina filosófica a base de zumos y caldos, de verdura y leche, comenzaba a hacer furor entre la aristocracia. Pero, ay, los provincianos del doctor Aubriot preferían seguir atiborrándose de grasa en vez de filosofar, y continuar sufriendo de indigestión, gota, cálculos urinarios y apoplejía. Pero a él no le importaba. Como gran conversador que era, el médico no renunciaba a predicarles las ligeras delicias del requesón y del Taraxacum dens leonis, más vulgarmente conocido como diente de león por los comilones, que a sus espaldas lo utilizaban en la ensalada —como él les aconsejaba—, pero junto con un buen puñado de torreznos. A la señora de Bouhey, como a todos sus demás glotones, el doctor Aubriot le recomendaba sus lácteos y sus verduras sin hacerse muchas ilusiones. Un dolor de vientre se olvida, los placeres quedan.

—Me gustaría —decía con una cierta crueldad— ver pintada en cada comedor una pila de pulardas asadas con un letrero en el que se leyera: "Todas hieren, la última mata".

Sentado en el callejón de la cama, se tomaba todo el tiempo necesario para observar el rostro de la enferma, en el que se pintaban las muecas de los últimos espasmos estomacales. El vomitivo había hecho su efecto y una fina y bonita erupción rosada volvía a las mejillas de la baronesa. Bajo los grandes bucles de color gris pálido que se escapaban de su gorro de dormir, empezaba a recuperar un poco del delicado color pastel de sus encantadores sesenta años. La baronesa le dirigió al doctor una ligera sonrisa y le hizo señas de que se quedase un poco más. Aubriot no creía en la medicina, pero sí en el médico, sobre todo cuando se limitaba a

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permanecer sin más al lado de un enfermo. Con una mano amiga, tomó la muñeca de la resucitada y fingió que aún podía hacer algo por ella.

En el saloncito de la planta baja acabado de repintar, con sus artesonados color amarillo limón salpicados de lilas, Jeanne había hecho servir una pequeña cena: pollo, queso fresco y una botella de vino de Macon. Hacer resopones no entraba en las costumbres de Philibert y ella lo sabía, pero no tenía más remedio que esperar a su padre para regresar a Châtillon, ya que la señora de Bouhey, en cuanto se sintiera mejor, retendría a su notario tanto tiempo como pudiera. Hacer, deshacer y rehacer su testamento era un placer del que no se cansaba nunca, ya que distribuir sus bienes le permitía contarlos con elegancia.

Salvo el cochero Thomas y Pompon, que Jeanne oía ir y venir en la habitación de su señora, todo el mundo había vuelto a la cama. El padre Jérôme, tranquilizado ya, había regresado a su abadía, mientras el notario seguía en el gabinete de su cliente. Jeanne tendría, pues, a Philibert para ella sola. Dentro de poco, en seguida, ya mismo, oiría resonar sus tacones en la piedra de la escalera... Su temblor interior se acentuó. Lo había esperado tanto tiempo, con tanta intensidad, que había olvidado que podía aparecer un día de improviso, como cualquier otra persona.

Por enésima vez desde hacía un rato, se miró en el espejo de la chimenea. Se había refrescado de nuevo, peinado, perfumado. Seguía pareciéndose, aunque mejor acabada y más mullida, a la salvaje que hasta ayer mismo correteaba por la campaña de Dombes. Quería creer, apasionadamente, que Philibert era quien la había modelado, modelado para él, por egoísmo. Que gracias a él, y para agradarle, ella conservaba su vivacidad, su cuerpo firme, ágil, infatigable, su mirada ávida capaz de descubrir la sombra de un brote en un tilo completamente desnudo en invierno; su curiosidad ilimitada por la vida de los árboles, las plantas, las flores; su éxtasis ante la belleza natural; su paciencia a la hora de separar los cuerpos simples o de poner al día los herbarios. Philibert Aubriot, aquel loco por la botánica, le había contagiado su fiebre verde. Fabricar "botanicomaníacos" era su pasión. ¿No lo había reconocido él mismo?

Jeanne tenía diez años cuando cogió la enfermedad verde. Su padre, un techador borgoñón de Saint-Jean-de-Losne, se había matado dos años antes al caerse de un tejado en Charmont. Al saber que la niña también había perdido a su madre en el momento del parto, la señora de Bouhey la había recogido; luego se había encariñado de ella y le hizo estudiar junto con sus nietos Charles y Jean-François. Charles tenía un año más que la huérfana, Jean-François un año menos. Curiosa y con una aguda inteligencia, la chiquilla aprovechó mejor que los chicos las clases del abate Rollin. Y, por añadidura, tuvo la inaudita suerte de atraer la atención de un sabio de Châtillon-en-Dombes, el doctor Philibert Aubriot.

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El día en que ocurrió aquello era fiesta en Charmont, se celebraba el matrimonio de una hermanastra del difunto barón de Bouhey. Junio caldeaba el ambiente y los invitados, buscando el fresco, se paseaban por el parque. El doctor Aubriot, sentado en la terraza en medio de un corro de admiradoras, disertaba sobre las aguas de olor. ¡Lo mismo habría podido discursear sobre la inflorescencia de las gencianáceas o las espinas de los peces del Mediterráneo! Como médico reputado, diplomado en la facultad de Montpellier, botánico y naturalista del rey, soltero, apuesto, treinta años, mirada atrevida, conversador animado hablara de lo que hablara... al hijo mayor del notario de Châtillon no le faltaban nunca oyentes femeninas. Estas, ataviadas para la velada, llevaban grandes miriñaques de seda clara. El orador, vestido de oscuro, parecía el centro de una inmensa corola floral de pétalos tornasolados, a la que el sol poniente arrancaba destellos de todos los colores. Una visión mágica. La pequeña Jeanne, deslumbrada, se había acercado hasta el borde de aquella flor gigante... y había quedado prisionera, embrujada por aquella voz plena y apasionada del hombre cuyos ojos, de color negro azabache, reinaban brillando sobre todo el esplendor que le rodeaba.

Es posible enamorarse a los diez años. Y a los diez años Jeanne sc había enamorado de Philibert Aubriot. Enamorada de una pieza, de la cabeza a los pies, sin que ni una sola partícula de su menuda persona pudiera escapar. Ardiendo de deseo de hacer que recayera sobre ella, pobre niña delgaducha, la mirada resplandeciente del adorable desconocido, había buscado un truco y, por instinto, lo había encontrado. Aprovechando un momento en que estaba solo con el padre Jérôme para acercarse a él, adoptó la voz más encantadora para decirle: "Os he escuchado hablar de las flores que dan perfume... ¡Qué bien habláis de las flores, señor! Ni siquiera el abate Rollin sabe tanto. ¿Podríais contarme algo sobre los geranios, por favor?" Al igual que cualquier necio, Aubriot no pudo resistir la tentación de hablar de lo que sabía. Habló de la historia del geranio. Y luego de la del tulipán. Y luego cogió la mano de la bonita chiquilla rubia endomingada y, ambos, olvidando la fiesta, se encaminaron hacia el huerto, cuyo jardinero tenía los bancales de verduras rodeados de plantas aromáticas. Más tarde, cuando a la señora de Bouhey se le preguntaba por qué milagro su protegida se había convertido en la compañera de herborizaciones del gran botanista, ella se reía y respondía: "¡Su secreto es muy sencillo: a ella le encanta escucharle a él le encanta hablar!"

Pasaron las estaciones. La menuda sombra del sabio paseante fue creciendo poco a poco sin que ninguno de los dos se percatara de ello. Iban siempre uno detrás de otro, mirando al suelo. El era el maestro que piensa en voz alta, ella el borriquillo que trota pegado a sus talones, recogiendo hierbas. Por los senderos del llano país de Dombes, el de los dulces colores desvaídos, él le iba narrando la historia natural. La de los

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prados húmedos, el bosque abundante en caza, las lagunas repletas de pájaros que rebosaban de lecciones multicolores, sonoras, llenas de movimiento, lecciones tan alegres como lo eran pinzones y patos, ardillas y amapolas. ¡La escuela de la vida!

Mas, ¡ay!, hasta la infancia más maravillosa acaba algún día. Sólo cuando llegó a los doce años Jeanne pensó en el "señor Philibert" como en un hombre al que podía perder. La señorita Marthe estaba probándole un vestido. Su primer vestido bonito, de color verde manzana con rayas blancas, que la costurera llegada de Bourg-en-Bresse llamaba "a lo linda pastorcilla", añadiendo que aquello era el último grito de París. El corpiño, alargado y muy ajustado sobre un cuerpo de entretela engomada, se cerraba por delante con una hilera de lazos. Las ajustadas mangas se ensanchaban en el codo creando un embudo del cual espumaba la nieve de tres volantes de fina batista plisada. Para ahuecar la falda —bastante corta para que se vieran sus lindos zapatos de piel blanca y punta redondeada— la señora Bouhey sólo había autorizado un medio miriñaque muy discreto, de piqué sobre un forro de crin. Como había que consolar a las jóvenes clientas por las prohibiciones de sus madres y tutoras, la señorita Marthe había asegurado que "en París los miriñaques voluminosos estaban empezando a pasarse de moda". Jeanne no tenía necesidad de ser consolada; estaba loca de placer y se encontraba arrebatadora. En la linda pastorcilla que le devolvía su espejo acababa de descubrir su imagen de mujer dispuesta a abandonar la edad ingrata.

Antes de aquel vestido, Jeanne nunca se había encontrado a su gusto. Delphine de Bouhey, aquella peste distinguida, y hasta la alegre Pompon, le repetían sin cesar que era demasiado alta, demasiado delgada, demasiado morena, que tenía la boca demasiado carnosa, unos hombros no lo bastante redondeados, y manos y pies de campesina que trabaja en el jardín y corretea sin zapatos en cuanto la hierba está crecida. ¡En lo que respecta a su arreglo, ni siquiera lo mencionaban! ¡La inocente se vestía sólo para andar comoda, para estar abrigada o fresca, y con eso ya estaba todo dicho! Pompon, una redomada coqueta, intentaba a veces seducirla haciéndole faldas y casacas con los trajes viejos de la joven baronesa pero, por desgracia, Delphine era aficionada al azul pálido, al rosa palo y al amarillo cola de canario, delicadezas que no aguantaban ni tres días puestas en una chicote como Jeanne. Por otra parte, como Jeanne se gustaba más era vestida de chico. Cuando quería mirarse un poquito al espejo, sin privarse por ello de corretear por los bosques, le cogía un calzón y una camisa a Denis Gaillon, el hijo del administrador de la propiedad. Aunque Denis era dos años mayor que ella tenían la misma talla, y éste sentía demasiada adoración por su Jeannette para negarle incluso su mejor calzón rojo vivo. En fin, que antes de verse transformada por la señorita Marthe en pastorcilla de opereta, Jeanne nunca hubiera

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imaginado poder seducir ni siquiera a un pastor y, sin embargo, he aquí que de repente su imagen le producía deseos turbadores. "¡Ah —pensó—, cuando el señor Philibert me vea así!" No pudo evitar ruborizarse. Acababa de sentir cómo se posaba, sobre su escote de jovencita a la moda, la quemadura de la ardiente mirada del señor Philibert, ¡una delicia, Dios mío, una verdadera delicia! Un sueño había penetrado en su cuerpo y ya no dejaría de crecer. Había empezado a amar una tarde, a los diez años. Y supo que seguía amando la mañana de sus doce años. Luego había contemplado pacientemente cómo la embellecían, diciéndose que lo hacía para llegar a ser un día la felicidad de los ojos y las manos del señor Philibert.

Como tenía buena vista, buen oído y la mente ágil, y había madurado precozmente a causa de sus penas, sus lecturas, la amistad de un sabio y la vida al natural de las granjas del castillo, la Jeanne de doce años no era ninguna timorata. Sabía que una muchacha bonita podía interesar a su querido botánico por otros talentos que no fueran sólo el saber distinguir la Eglanteria de la Rosa canina. Sobrio en la mesa, el doctor Aubriot tenía fama de serlo menos en el lecho. ¡No todas las flores del campo que encontraba por los caminos iban a parar a sus herbarios! Y tampoco las flores de ciudad. El naturalista amaba abundantemente a la naturaleza en tocias sus formas. "¿Qué puede haber de más natural?", murmuraba, indulgente, el rumor público. Así que, ¿por qué no iba a recoger mañana a una Jeanne, ya que ayer había recogido a las Lisette, las Pulchérie y las Madeleine, y hoy seguía recogiendo a las Marianne, las Claudette y las Margot?

La huérfana del techador de Beauchamps, acogida en el castillo de Charmont por caridad, no pretendía ser algo más que la amante del doctor Philibert Aubriot, gran burgués de Châtillon, cuya familia poseía un blasón en campo de azur chevronado de oro, encabezado por una estrella de plata y rematado por un cuarto creciente del mismo color. Pero ello no la entristecía. Su siglo no era ni gazmoño, ni virtuoso, ni beato. Desde Versalles, una amante real le prestaba el tono Pompadour a toda Francia y, en los salones de provincias, en Charmont igual que en todas partes, la conversación era más libertina que romántica. Hasta pensaba que, si la señora de Bouhey estuviera al corriente, seguro que la habría felicitado por pecar con el brillante Aubriot antes que verla casada tontamente con Denis, que no cesaba de repetirle: "Ya verás, querida Jeannette, ganaré lo suficiente como para alimentar al menos a seis hijos." ¡Bonita perspectiva! ¡Parir, limpiar, irse afeando, parir, limpiar, irse afeando... y así hasta agotar los bienes de aquel imbécil!, ¡y eso si no se dejaba la piel antes! ¡No, gracias! Cuidar los herbarios de un amante lleno de espíritu la parecía a Jeanne una suerte mucho más embriagadora.

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Lo que sabía acerca de la vida del médico botánico la confirmaba en la idea de que le estaba destinado. Recorrer el país durante diez, veinte o treinta leguas de corrido; volver y encerrarse con su cosecha diez días con sus noches para dedicarse a sus observaciones, casi sin comer ni dormir; luego volver a salir para otra expedición, seguida de otro retiro... esa era la vida extenuante que el doctor Aubriot había escogido. Los enfermos y las mujeres le servían de descanso. Un auténtico descanso, de los que de verdad relajan, ese "tiempo perdido" nunca se lo tomaba. Ella, devota, silenciosa, aplicada, aficionada también a las plantas, al final había logrado que aquel trabajador empedernido la admitiera en su ambiente. Ni por un solo instante hubiera podido imaginarse a una esposa desembarcando en el santuario del sabio para hacer la limpieza, preparar comidas a horas fijas y gestar criaturas vociferantes, que chapotearan entre las preciosas semillas de la Syringa chinensis. Semejante catástrofe la parecía tan imposible, que la adolescente se había hecho a la idea, con una fe tranquila, de un porvenir radiante en el que, además de ser aceptada, sería amada.

En 1760, el anuncio del matrimonio del doctor Aubriot con una desconocida de Bugcy cayó sobre la soñadora Jeanne como un rayo. Dos o tres meses antes, cuando regresaba de una herborización en Saboya, había oído cómo le hablaba a uno de sus hermanos de una tal señorita Maupin, a la que había conocido en casa de una prima suya casada con un boticario de Belley. Pero nunca hubiera podido creer que un enamorado dijera de su futura mujer: "Es la hermana del abate Maupin, el cura de Pugieu, una muchacha ya madura, que posee filosofía y muchas letras. Por suerte, también i iene una cara bonita y es inteligente, pero su mayor mérito es poseer una fortuna de sesenta mil francos." ¡El muy traidor! ¡Su gran hombre se casaba con unas rentas, como cualquier pequeño burgués codicioso!

Brutalmente arrancada del Aubriot que había instalado su gabinete de consulta en Belley, muerta en vida, el corazón hecho añicos, Jeanne sólo tenía un medio para calmar su dolor: la rabia. Pensaba en Marguerite Maupin apretando los puños. ¡Un gran saco de escudos y nada más, eso era la muchacha madura y filósofa de Bugey! Ni siquiera habría conseguido a Philibert con sus sesenta mil francos, si no se hubiera puesto ella también a herborizar en cuanto lo conoció, a fin de hacerle creer que estaba dispuesta a pasarse la vida con los pies metidos hasta los tobillos en la escarcha del amanecer, las rodillas manchadas de hierba, las uñas llenas de tierra y la espalda encorvada. ¡La muy mentirosa! ¡La muy tramposa! ¡Dios! ¡Qué idiota puede ser un sabio! En cuanto se halaga su manía se logra lo que se quiere, ¡no ve nada sin su lupa! ¿Acaso se había dado cuenta siquiera de que su vieja Marguerite llevaba un corsé a la antigua con ballenas metálicas, ese objeto bárbaro contra el que él tanto batallaba con el pico y con la pluma? Desde luego,

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bien que necesitaba aquel corpiño para contener sus veintiocho años, la muli tacha madura de Bugey... Jeanne se preguntaba cuántas plantas podía recoger a la hora embutida en aquel estuche. ¡Ya lo vería Philibert, desde luego que lo vería!

Con malvada esperanza, la mujer-niña había esperado que Philibert se cansara de "su vieja" en ocho días; luego, en tres semanas... en dos meses... pero el tiempo, al acumularse, iba aleando cada vez más Belley de Charmont. La ausencia de su amor provocaba en Jeanne un vacío profundo. Él se había convertido en una alegría muerta. Ella lo paseaba sin descanso por los antiguos caminos. Su familiar fantasma habitaba Dombes en todas las estaciones, y continuaba, como un La Fontaine menos poeta y más preciso que el fabulista, contándole cosas de los bosques y los arroyos, el cuervo y el zorro, el tomillo, la comadreja y el conejo. Philibert se apoyaba en su hombro, la tomaba del brazo para que bajara a alguna hondonada, le tiraba del lazo del pelo para hacerla rabiar, le mordisqueaba la tostada... La muchacha se embriagaba con estos recuerdos. Con una mano se levantaba la melena y con la otra se rozaba el cuello, para revivir el exquisito momento en que él le había curado el arañazo de una zarza. Se abrazaba a un árbol y posaba su mejilla sobre la corteza, porque un día, con un gesto brutal, conmovedor, él la había cogido por la cintura y la había apretado contra sí para impedir que resbalase sobre una piedra del vado. Si no se apoyaba mucho, la corteza tenía algo de aquel tacto del paño áspero del redingote pardo de Philibert, con sus bolsillos dados de sí. Jeanne, antes tan vivaracha, había acabado por sumergirse en un sueño permanente, como una viuda que se mece en su pasado. La gente la aburría; la encontraba frívola hasta el bostezo o apagada... aquellas personas no sabían nada de nada. Sólo resultaban interesantes cuando por causalidad se ponían a chismorrear sobre los Aubriot de Belley, pero lo que contaban solía darle dolor de estómago a la "celosa".

La pareja parecía feliz. Se decía que el turbulento Aubriot había sentado por fin la cabeza, que trabajaba de día y dormía de noche, comía caliente, jugaba al ajedrez con su cuñado, el cura Maupin, asistía a misa el domingo y después de las vísperas salía a pasear con su mujer. Jeanne habría matado al que contaba estas cosas. ¡La muchacha madura y filósofa de Bugey había capturado a un águila para hacer con ella potaje casero!

La desesperación de nuestra abandonada alcanzó su apogeo cuando supo que Marguerite esperaba un hijo. ¡Philibert, padre de familia! ¡Qué catástrofe! Estuvo toda una noche sollozando de dolor y de odio. Que Philibert tuviera un hijo de su mujer, como cualquier hombre vulgar, era la traición suprema. ¡No podía más, no podía más, no quería soportarlo!

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Pero ¿y si no era verdad? Nunca quiso volver a oír hablar del odioso hijo de Marguerite.

Y esta noche tampoco hablaría de ello. Las palabras hacen que las cosas existan.

¿Le diría él que se había convertido en una joven bonita? De nuevo, volvió a mirarse en el espejo.

Aún llevaba su vestido de cumpleaños, de fino droguete entretejido de seda. El suave tono de miel de la tela armonizaba de maravilla con su tez trigueña, su cabellera de color rubio centeno, su mirada dorada. El cuadro habría hecho sonreír a cualquiera, excepto a Marguerite Aubriot. A los quince años, Jeanne era una verdadera promesa de belleza, una belleza subyugante: daban ganas de amarla y de ser amado por ella. Dejándose guiar por su instinto, sabía servirse como una gata de sus ojos castaño dorados, que al humedecerse con sus emociones adquirían un sedoso brillo de oro pálido. En cuanto ella lo deseaba, uno se caía allí dentro, fascinado. Sólo después te fijabas en la arquitectura tranquila y clásica de su rostro y su cuello, con su piel de una salud "horriblemente rústica" (para hablar como Delphine), animada por un puñadito de pecas a ambos lados de la nariz. Vaya, que "el espárrago de hombros huesudos" no se las había arreglado nada mal durante la ausencia de su bienamado...

Allá arriba, en la habitación de la baronesa, se oyó un remover de sillas...

Por última vez, Jeanne ensayó su sonrisa y su mirada, curvó sus largas pestañas con saliva, ahuecó las bocamangas de muselina de sus mangas estilo pagoda. Cuando Aubriot entró en el salón, la encontró de pie, apoyada en el respaldo de un sillón. Su amor brotaba desde el fondo de su mirada, como una deslumbrante luz dorada.

En la contempló en silencio, como cuando regresaba de un viaje y se ponía a observar un esqueje plantado antes de partir, tocando cada detalle con su aguda mirada, antes de dirigirle una sonrisa satisfecha a todo el conjunto.

—Vaya, está muy bien —dijo por fin—. Veo que en dos años mi "sensitiva" ha crecido estupendamente.

Se acercó entonces a la mesa redonda, que habían acercado a la chimenea.

—Voy a hacer lo que le acabo de prohibir a la señora de Bouhey, cenar fuerte. ¿Me acompañará mi antigua alumna?

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Por segunda vez ella notó que no se dirigía directamente a ella, como si le costara concordar el cortés "vos" que ahora le debía con el "tú" familiar que le daba antaño a la chiquilla. Sin embargo, como entonces, la había llamado "mi sensitiva", con el dulce nombre de flor con que la había bautizado porque era fácil sobresaltarla, como una hoja de mimosa, con un simple roce.

Se sentó a la mesa frente a él. Instalada en un taburete, con los brazos desnudos cruzados sobre el mantel, los ojos fijos en su dios, feliz, lo contemplaba masticar su pollo en salsa blanca entre frase y frase. Su voz... El le devolvía su querida voz perdida. Un placer que inundaba la carne de Jeanne, le reblandecía los huesos, le fundía la médula... ¿De qué estaba hablando, en definitiva? Por una vez, ella sólo escuchaba su voz. ¡Y qué apuesto era!

Llevaba un traje soberbio, de tafetán escarlata tornasolado de beige. ¡Un color increíble para su Philibert! Terriblemente sucio. El, que decía que sólo le gustaba andar con una casaca raída, aquella noche parecía salido de un grabado de Pernon, el sastre lionés de los elegantes. ¡Cómo cambia el matrimonio a un hombre cuando su mujer le aporta sesenta mil francos de dote! Jeanne se hincó las uñas en el brazo para no gritar de celos. Su Philibert nunca había sido tan ostentoso como lo era el marido de Marguerite Maupin. Dividida entre la adoración y el rechazo, observó con atención los ricos galones del traje y los botones de plata cincelada, la fina muselina de la camisa, la chorrera de la corbata recién plisada, la peluca empolvada en escarcha. ¡Y pensar que sin duda la rica burguesa madura de Bugey era la que había escogido todo aquello para tener un marido aún más guapo que al natural!

—... pero si la señorita Pompon no encuentra Papaver rhoeas en la botica de Châtillon, la tendrá seguramente Jassans, en la botica del hospital.

— ¿Para qué? —preguntó maquinalmente Jeanne, cuya mente había captado por azar lo de Papaver rhoeas.

—Para qué va a ser —exclamó sorprendido el doctor Aubriot—, para las cataplasmas que debe ponerse en los párpados inflamados. Recordadlo por ella, que no tiene una pizca de cabeza: los pétalos, secos, deben estar en infusión diez minutos en un cazo de agua hirviendo. En cuanto al Petroselinum sativum, lo encontraréis en abundancia en verano, en forma de perejil rizado de hojas crespas, en el jardín de mi padre. Haced una tisana por decocción empleando hojas y raíces, y dadle dos tazas por día a la señora de Bouhey. Le aliviará el reumatismo. Y ahora que he acabado con mis deberes de médico, ¿deseáis que os resuma el plan de la obra que estoy escribiendo acerca de los árboles y los arbustos de Dombes?

— ¡Oh! —exclamó ella—. ¿Por fin la habéis comenzado?

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—Sí. Y no quisiera resultar demasiado árido. Deseo que el lector pueda sentir realmente el paisaje, todo ese encanto sencillo...

Dejó su frase en suspenso, posó su cuchillo, apartó su plato y se acodó él también sobre la mesa. Su mirada puesta en la muchacha se dulcificó, acarició el dorado rostro antes de perderse en su proyecto.

—Vos podéis comprender mejor que nadie, Jeanne, lo que querría describir...

Ella se estremeció de arriba abajo. La había llamado Jeanne. No Jeannot, como cuando corría en calzón tras su sombra. No Jeannette, como todo el mundo. La había llamado Jeanne, un nombre que él desnudaba por primera vez. Durante el tiempo en que permaneció callado, aquella sílaba larga —Jeanne— permaneció entre ellos, pesada y dulce. "Casi un secreto de alcoba", se dijo, trastornada de alegría. Estaban de nuevo solos en el mundo. Encerrados en la burbuja de intimidad que creaba en el salón la luz vacilante de las bujías, igual de solos que antaño en algún camino iluminado del bosque, cuando la abominable Marguerite aún no existía.

Como si también él se sintiera preso del encanto del momento, prosiguió con voz más lenta, un poco incolora.

—Lo que querría describir en mi historia natural de Combes, si es que tengo el talento necesario, es... esa neblina blanca del cielo invernal que se adhiere a las ramas de los abedules. El sabor jugoso de la hierba en junio. El presentimiento que os detiene al borde de un estanque, justo antes del descenso de los patos salvajes en vuelo. El galope pesado de un corzo que viene hacia uno a velas desplegadas...

En la voz extrañamente calma de Philibert ella oyó el pesado galope enfilar directamente hacia ella y vio a la bestia pasar inesperadamente de largo, sombra fugitiva, entre los troncos atigrados por el sol. Tenía que decirle que lo comprendía. Que comprendía lo que quería escribir sin necesidad de que le explicara nada. Muy bajo, murmuró:

—En definitiva, señor Philibert, ¿queréis escribir nuestros recuerdos?

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Capítulo 2Capítulo 2

"¡Su mujer lo aburre, su mujer lo aburre, su vieja mujer lo aburre, estoy segura!“ Una sola hora de intimidad con Philibert le había devuelto a Jeanne, intacta, la esperanza. Él volvería. Necesitaba que ella estuviera a su lado mientras escribía su libro. Volvería y finalmente se atrevería. Sus brazos la rodearían, la estrecharían contra su pecho. Su boca... ¡No, no había palabras para imaginar lo que le haría su boca! "¡Dios mío, concededme mañana mismo el beso de Philibert, Dios mío, concededme...!"

— ¡Jeannette!

Desde el fondo de su butaca de orejeras, la baronesa Marie-Françoise de Bouhey olisqueaba el aire del salón.

—Jeannette, te he pedido que tostaras el pan, no que lo quemaras.

—Jeannette no está por lo que hace —lanzó agriamente Delphine—. Ni se entera de que hay humareda. ¡Como ya tiene la cabeza llena de humo! A Dios gracias, el abate Rollin ha conseguido educar mejor a mis hijos que a vuestra protegida. Ellos, al menos, tienen los pies en el suelo.

—Tenéis razón —dijo la baronesa—. Vuestros hijos son unos Bouhey pura sangre. Cuando provocan alguna humareda, sólo se les llenan las botas de humo. Únicamente pueden llenarse los utensilios que se tienen.

Delphine apretó los labios, se levantó bruscamente.

—Voy a ver por qué no nos traen el té.

Y salió para no replicar a su suegra.

Jeanne se echó a reír, puso la bandeja de tostadas quemadas en la mesa de café y se sentó en la alfombra, a los pies de la baronesa.

—Siempre estáis haciendo rabiar a la señora Delphine. ¿Por qué no os gusta?

—Porque me ha hecho dos nietos clavados a mi hijo. ¡Como si no fuera suficiente con que yo haya hecho al padre de los chicos clavado también a su abuelo! En fin, ninguna mujer puede hacer lo imposible, así que ninguna ha podido hacer nada bueno de un barón de Bouhey. Los Bouhey nacen soldadotes y lo transmiten de padres a hijos.

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— Pero al menos son guapos. La galería de retratos está llena de hombres apuestos.

—Y de hermosos caballos. Y nada mejor que un linaje de hombres guapos montando en hermosos caballos para galopar hacia la ruina de una casa. Semejante galería de retratos ecuestres armoniza muy bien con los techos carcomidos y los aparadores vacíos. Cuando me casé, a los Bouhey no les quedaba ni una cuchara.

—¡Qué importa! Vos amabais a vuestro apuesto coronel y para reponer la platería teníais el oro de todo un linaje de pañeros.

—Lo amaba, lo amaba... ¡Tonterías! Si te casas con un coronel, te encuentras casada con un regimiento. ¡Y al precio que están los uniformes! Sobre todo en Caballería, donde además hay que meter un caballo bajo los calzones de cada hombre. Hubiera querido que mi hijo François rompiera con la tradición familiar, que comprase por ejemplo una compañía de infantería, pero ¡nanay! Si un Bouhey no va a caballo cree que le falta una parte del trasero.

—¡Oh, vamos, señora! —dijo Delphine, que volvía al salón seguida de Pompon, la cual llevaba una bandeja con tazas de porcelana del Japón.

—Delphine, no os hagáis la gazmoña, sabéis que lo detesto —dijo la baronesa.

—Es que me apena oíros hablar tan mal de nuestros oficiales. Mi esposo, vuestro hijo, señora, se bate por el Rey y...

—Mi hijo, vuestro esposo, señora, se bate porque no sabe hacer otra cosa. La guerra es su entretenimiento y el de su padre, de su abuelo y de todos los Bouhey antes que ellos.

—¿La guerra un entretenimiento? Las cartas que recibo de François no son precisamente alegres.

—¡Oh, claro! Ellos nos cuentan que la guerra es triste porque nuestras lágrimas forman parte de su juego. Pero no lloran sobre los medallones que les colgamos al cuello. ¡Si nuestros retratos están húmedos es que los ha mojado la lluvia! Porque la verdad es que la guerra es alegre: Y cada vez más desde que el mariscal de Saxe ha llevado el teatro al ejército y nuestro rey las cenas galantes a las trincheras. Mientras aquí nosotras temblamos por ellos, allá nuestros oficiales comen a plenos carrillos, beben como cosacos, juegan fuerte y se dedican a retozar...

—¡Señora! —exclamó Delphine, escandalizada.

Marie-Françoise de Bouhey le sonrió con suavidad y concluyó tranquilamente:

—Creedme, Delphine, para que un noble guerrero de este siglo sea completamente feliz sólo falta que encuentren una buena droga a intra la

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sífilis. Pompon, tráenos más pan. O almendrados. Jeannette ha quemado las tostadas.

Esta vez Delphine no pudo contener una crueldad vengativa.

—Una viuda de la batalla de Fontenoy no debería hablar de ese modo de la felicidad de los soldados.

Un relámpago mortal pasó por los ojos gris claro de la baronesa, que gruñó:

—¿Qué podéis saber vos, que creéis en la gloria de las viudas de guerra, de la desgracia de ser viuda? Ya sé que en vuestra familia es de buen tono el tener un muerto en Fontenoy y exhibirlo como si de una distinción del rey se tratara. Pero, lo siento, hija mía, si os digo que en la familia de pañeros de la que provengo se opina que la muerte no disculpa de la estupidez de haberla perseguido a costa de grandes gastos, cuando todos esos hombres podrían estar vivos en casa y sin tener que abrir la bolsa. Pero, dejemos el tema. ¿El té está servido?

Revolvió en sus bolsillos con impaciencia.

—Jeannette, busca mi tabaquera, la he vuelto a perder. ¿Crees que puedo tomarme un almendrado con un poco de gelatina de grosella? Tu amigo Aubriot me ha lavado el estómago con tanta agua de achicoria que creo que me queda sitio para una pierna de cordero.

Fl padre Jérôme, que entraba en ese momento, se echó a reír.

—Venía a ver si os habíais repuesto ¡y ya veo que sí! Pero, una pierna de cordero... ¿No os ha mandado el doctor Aubriot una dieta más ligera?

—¡Está loco! Contrariamente a lo que nos dicen, el matrimonio no lo ha cambiado, sigue siendo un médico muy poco cristiano. ¡Si le hiciera caso, debería flagelarme los reumatismos con manojos de ortigas y alimentarme como mis vacas, rumiando hierba! A ver, Irannette, cuéntame qué te ha dicho esta noche, después de hacerme vomitar hasta las tripas.

Fl ruido de un carruaje en el patio empedrado libró a Jeannette de responder.

—Ahí están la señora de Saint-Girod y su hermana —dijo tras dar una ojeada por la ventana.

—Cuando se habla del lobo aparecen las ovejas —se burló la baronesa.

Toda la provincia sabía que Étiennette de Rupert y Geneviève de Saint-Girod habían sido amantes del doctor Aubriot. Aún vivaracha y bonita a pesar de sus treinta y cinco años bien cumplidos, la condesa de Saint-Girod no perdió el tiempo sobre el objeto de su visita.

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—¡No os veo enferma en absoluto! —exclamó, abrazando a la señora de Bouhey—. Sin embargo, me han dicho que esta noche os habéis encontrado tan mal que habéis mandado llamar al doctor Aubriot. ¿Está parando en casa de su padre? ¿Os ha tranquilizado sobre vuestro estado? ¿Va a pasar muchos días en Châtillon? ¿Lo habéis encontrado envejecido?

—Vamos a ver —contestó la baronesa riéndose—, ¿a qué pregunta debo responder? ¿Deseáis noticias de la enferma o del médico?

—Pues, la verdad —dijo con franqueza la señora de Saint-Girod—, la buena cara de la enferma me ha quitado cualquier preocupación.

—Bien —dijo la baronesa—. Pues entonces sobre el médico es mejor que le preguntéis a Jeannette, que lo ha examinado más tiempo que yo.

—¿De veras? —dijo la señora de Saint-Girod, fijando en Jeanne una mirada brillante.

Jeanne le devolvió la mirada de desafío. Los ojos en los ojos, las dos se sumergieron en un recuerdo mutuo. A espaldas de la reunión, estaban reviviendo una escena que había tenido lugar dos años antes en el jardín de los Aubriot. En aquel tiempo Geneviève de Saint-Girod consultaba frecuentemente al médico de Châtillon a causa de sus "vapores", y una tarde en que ella salía de la consulta con la peluca despeinada, pasó delante de Jeanne, ocupada en extender unas gramíneas sobre una tabla para secarlas. La muchacha, celosa, dirigió a la amante de Aubriot una mirada asesina. Geneviève se detuvo, se inclinó para tomar la barbilla de la desconcertada adolescente y la contempló sin prisa. Luego le dijo con insolencia: Amiguita, no os molestéis en odiarme, ya vendrá vuestro turno. Os predigo que también vos estaréis algún día recostada en el herbario de vuestro maestro y haréis una especie rubia muy bonita: ¿la Nimpheafide lia? Geneviève fue la primera en desviar la mirada. Buscó una frase que sin duda le resultaría hiriente:

—¿Os ha hablado, Jeannette, del premio a la virtud que quiere fundar en honor de su virtuosa esposa?

— ¿Un premio a la virtud? —repitió Jeannette, incrédula.

—Eso dicen —respondió Geneviève—. Es lo que pasa cuando uno se mete en la cama de la hermana de un cura: que se vuelve beato.

—Yo me voy —dijo el padre Jérôme, levantando sólo una nalga.

—¡Siéntese, padre! —ordenó la baronesa—. Van a traernos una torta de franchipán. Y sabéis de sobras que Dios ha cambiado mucho desde la muerte de Luis XIV y ya no se ofende por nada.

—Verdaderamente, será divertido ver a Philibert Aubriot recompensar a una muchacha por saber conservar su virginidad dijo riendo Etiennette

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de Rupert—. Tiene más acostumbrada a su provincia a sembrar cornudos que a recoger y conservar doncellas en flor.

—En materia de castidad suele haber vocaciones tardías —dijo la baronesa.

—En fin —exclamó Jeanne—, ¡estoy segura de que esa historia del premio es una calumnia!

—Querida niña —comentó el padre Jérôme—, defendéis al señor Aubriot como si lo estuvieran acusando de querer fundar un premio .il robo de bolsos.

La señora de Bouhey observó de reojo a su protegida, antes de .ispirar una pizca de tabaco con aire pensativo.

Sirvieron la torta de franchipán y un frasco de jarabe de horchata. Jeannette de Rupert tomó una buena porción de pastel. Le parecía muy consolador que Philibert se moralizara al mismo tiempo que ella engordaba. No era la única que iba dejando atrás el tiempo de hacer cabriolas.

—¿No veremos esta noche al capitán? —preguntó bruscamente Geneviève de Saint-Girod.

El adulterio era el pasatiempo favorito de la bulliciosa condesa, y todavía no había conseguido al capitán y barón François de Bouhey. Un hermoso macho sanguíneo, diestro en cabalgar. Le habría gustado probarlo. Desde que pasaba los cuarteles de invierno en su castillo, ella se dedicaba a incitarlo.

—Mi marido no está en Charmont —dijo Delphine, encantada de decepcionar a Geneviève—. Ha salido a reclutar hombres. Su compañía tiene algunos huecos.

Geneviève se sorprendió.

—¿Tiene que dedicarse a reclutar en persona?

—Bella amiga —intervino la baronesa—, el campesino es cada vez más listo. Para poder reclutarlo ya no basta con batir el tambor v emborracharlo, prometiéndole una buena vida en el ejército, con vino, mantequilla y nalgas bonitas a discreción. Sabe desde hace mucho que esa buena vida está reservada a los oficiales, y que para él serán los piojos y los tiros. Así que se ríe de los anuncios de reclutamiento. Pero si el apuesto capitán se molesta en persona para hablar de paga y de gloria... La charretera de oropel del uniforme funciona todavía.

—¡Bah! —exclamó Etiennette—. Si el capitán no encuentra bastantes reclutas, recurrirá a algunos hombres de paja para el día del desfile. Hoy en día, es lo normal.

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Así era. Como cada vez resultaba más difícil encontrar voluntarios, y en vista de que el comisario de guerra exigía hombres bien plantados, los miserables altos y de buena apariencia se ganaban el pan alquilándose a los capitanes y a los coroneles para las paradas militares. Se les vestía con calzones y blusones blancos y, una vez acabada la parada, se los dejaba libres, en espera de enrolarse de nuevo. Luego se contaban como muertos o desaparecidos hasta que el oficial hacía cuadrar los números.

—No estoy en contra de los hombres de paja —dijo la baronesa—. Me gusta que los muertos puedan ser reutilizados. Así todo el mundo está contento.

Visiblemente, la conversación enervaba a Delphine. Su bastidor de bordado temblaba en sus manos. Se pinchó un dedo y acabó diciendo en tono seco:

—El barón de Bouhey no ha utilizado jamás hombres de paja. François es muy puntilloso en cuestiones de honor. Nunca ha engañado a su rey.

—¡Pues es una lástima! —dijo la baronesa sin cortarse—. Nuestros campesinos están hartos de que los maten de verdad. Hace seis años que guerreamos con Inglaterra y Prusia y es demasiado. Cuando el rey exige demasiado, sus súbditos tienen derecho a hacer trampas.

— ¡Dios os perdone! —exclamó el padre Jérôme—. ¿Acaso estamos a punto de escuchar palabras republicanas?

—¡Oh! —exclamó con ligereza Geneviève—. En nuestros días, padre, se dicen tantas cosas que deberían ser castigadas, por el rey primero y luego por Dios... Pero Dios se ha vuelto acomodaticio y el rey deja hacer.

—Sí, se opina que el rey es demasiado indulgente —dijo el padre Jérôme.

—¿Y eso no es más respetuoso que decir que es holgazán? —preguntó la baronesa con ironía—. La marquesa de la Pommeraie, que está muy unida al primer ministro Choiseul, cuenta que el duque pasa las mil y una penas para que se mueva un poco. Las reformas más urgentes se quedan atascadas y el ministro le tiene que arrancar la firma casi a la fuerza o con engaños, de modo que Luis XV sólofirma una ordenanza por cansancio. Claro que hay que tener en cuenta que reina desde hace cuarenta años. ¡Otro se habría cansado mucho antes! Ya no gobierna, sólo dura. Está en esa edad en que tino se apega a sus costumbres, incluso a las peores. Dios debería llamar a su seno a los reyes en cuanto alcanzan la cincuentena.

—¡Dios mío no la escuches! —murmuró el padre Jérôme, santiguándose precipitadamente.

Delphine fingió persignarse también, lo que hizo encogerse de hombros a su suegra.

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—Vaya, viendo a los dos tan disgustados parecería que todo el mundo está contento con Luis XV, mientras que, por el contrario, iodo el mundo lo critica.

—No todas las ideas del duque de Choiseul son buenas —subrayo Delphine—. François dice que según él hay que doblar el cuerpo de artillería, mientras que deberían licenciarse muchos regimientos de infantería. Como los infantes no sirven para artilleros, la reforma devolverá a una gran multitud de oficiales a sus tierras, con sólo 1res sueldos de pensión para vivir.

—No serán más miserables en el pueblo que en la guarnición —dijo la baronesa—. En Francia el oficio de guerrero cuesta más de lo que reporta.

—Y encima se habla de cambiar los uniformes —suspiró Jeannette—. Parece que el duque de Choiseul está pensando en ello.

— ¡Cómo! ¡Siempre lo mismo! —exclamó la baronesa—. Parece que en Francia la primera cualidad de un ministro es la de tener ideas nuevas en cuestión de uniformes, así que el mayor mérito de un oficial es el de tener un buen sastre. ¡Espero que Choiseul no vaya a cambiarlo todo de la cabeza a los pies! Acabo de recibir una factura por la última casaca de François, dos calzones de piel y tres...

El padre Jérôme bostezó discretamente. Aquellas damas continuaban evaluando por lo menudo lo que costaba ser madre, esposa, hermana o tía de militar bajo el reinado de Luis XV y, tomo el limosnero frecuentaba los castillos, estaba bastante bien informado de los precios de cada cosa. Por suerte, la señora de Bouhey cambió pronto de conversación.

—En resumen —dijo—, la infantería y la caballería son carreras del pasado, de la época en que un gentilhombre adoraba arruinarse. El porvenir está en el mar. El mar puede aportar mucha riqueza, todos los oficiales de la marina real pueden mercadear.

—¡Buen derecho para un gentilhombre! —exclamó Delphine con desdén—. Mercadear es comprar mercancías aquí y allá para luego revenderlas. Es comercio. Y comerciar es rebajarse.

— ¡Rebajarse! —repitió la baronesa, irritada—. Esa palabra, hija mía, suena muy anticuada. ¿Debo aceptar que un oficial pueda saquear una ciudad, matar, pillar, incendiar y violar sin rebajarse, mientras que un oficial del mar se rebajaría por ganar una fortuna sin perjudicar a nadie? No. Gracias a Dios, vemos que los mismísimos caballeros de Malta no sienten rebajada su nobleza por mercadear con sus barcos de la Orden o con los del rey. ¡Hasta conozco a algunos que no tienen escrúpulos en ser un poco filibusteros!

Los ojillos de la condesa de Saint-Girod se iluminaron.

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—¿Acaso pensáis en el caballero Vincent, señora?

Su hermana Etiennette se echó a reír suavemente. La señora de Rupert tenía una risa tierna, mullida, de paloma bien cebada. Sólo por aquella risa que prometía una alegre voluptuosidad ya se hacía deseable, y muchos hombres caían por eso.

—El apuesto caballero Vincent huele a corsario —dijo—. ¡Qué perfume tan embriagador para un hombre el del corso en el mar!

—Humm... —ronroneó Geneviève con gula.

Jeanne, que no había dicho palabra desde hacía rato porque la conversación la aburría, se interesó al oír hablar del mar.

—¿Cómo es que nunca he visto a ese caballero-corsario que parece que todo el mundo conoce tan bien?

—Eras muy pequeña la última vez que vino a cazar a Charmont —le respondió la baronesa—. Pero lo verás a finales de este mes. He sabido que esos días va a viajar de París a Marsella y le he rogado que venga a mi fiesta.

Geneviève empezó a hervir de preguntas.

—¿De verdad? ¿Vendrá? ¿Y tendré que acoger a dos o tres personas en mi casa, como cada año? ¿Tendré quizá al caballero?

—Yo también, querida baronesa, le ofrecería de buena gana una de mis camas al caballero Vincent —deslizó Etiennette, engolosinada.

Cada año, a principios de primavera, antes de que su hijo se marchara para reunirse con su compañía para la campaña de verano, la baronesa viuda de Bouhey daba una fiesta en Charmont. Había grandes partidas de caza, cena de gala, baile y todo lo demás. Como los invitados eran demasiados para alojarse en el castillo, se distribuían en las mansiones de la vecindad.

—Os daré a quien queráis, salvo al caballero —dijo ella con malicia a las dos hermanas—. Sabéis muy bien que Vincent se alojará, n uno de costumbre, en Vaux, en casa de la bella Pauline.

—¿Seguimos en lo mismo? —comentó Geneviève de malhumor—. Su relación con la señora de Vaux-Jailloux empieza a parecerse a un matrimonio clandestino. ¿Cuántos años llevan juntos?

—Seis —dijo Etiennette—. Es increíble. ¡Seis años! Eso ya no es fidelidad, es pereza.

Jeanne no pudo retenerse.

—¿Y por qué no pueden amarse toda la vida, señora? —exclamó.

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Las tres damas le dirigieron a la ingenua una sonrisa enternecida, y Geneviève le dio una cachetito en la mejilla.

—Jeannette, hablaremos de ese tema dentro de veinte años.

—Ya sabéis —dijo la baronesa— que la bella Pauline y el apuesto Vincent se quieren conjuntamente sólo un año de cada tres, lo cual puede triplicar la duración de un amor. La última vez que vimos al caballero fue en 1759. La Orden de Malta se lo había prestado al rey para servirle en los mares de las Indias.

— ¡Pues vuestro brillante corsario no ha salvado nada allí! —exclamo Jeanne—. Desde que el gobernador, el señor de Lally-Tollendal, tuvo que capitular en Pondichéry, mi preceptor, el abate Rollin, dice que cuando se firme el tratado de paz los ingleses nos quitarán las Indias.

La señora de Bouhey observó a su protegida con divertida sorpresa.

—No sabía que te interesaras por nuestras posesiones de las Indias, Jeannette.

—Me intereso por todas nuestras colonias —respondió Jeanne muy seria—. Francia debe tener colonias.

—¡Bah! ¡Vaya idea! —se asombró Geneviève—. Mi querida Jeannette, todas las personas sensatas son anticolonialistas. Incluso el rey, sus ministros y los filósofos lo son. Vos que leéis a Voltaire, ¿no habéis leído lo que ha escrito suplicándole a Choiseul no sacrificar más soldados en la defensa de las "hectáreas" de nieve del Canadá? Ya tenemos bastante nieve en nuestras montañas sin saber qué hacer con ellas.

—Es natural que Voltaire no quiera saber nada del Canadá, visto que los ingleses nos lo han quitado todo —comentó Jeanne Inamente—. Espero que tengan la bondad de dejarnos al menos nuestras islas del azúcar y las del Océano Indico.

La mirada de la señora de Bouhey seguía pesando sobre Jeanne, interrogadora.

—¿Es que tienes la intención de irte un día a herborizar a las islas, Jeannette?

—Claro, claro, ¿por qué no? —intervino Delphine, cuyo tono de voz era despreciativo—. Ya sé de dónde viene esta nueva fantasía, señora. Desde hace un tiempo, nuestro abate Rollin está fascinado por el espejismo de las islas. Aunque aquí tenga buen techo, buena mesa y buena compañía, nuestro pequeño eclesiástico envidia la suerte de los penados y de las pobres chicas del hospital de la Salpêtrière que deportan a las islas para trabajar en los cañaverales de azúcar.

—Señora, os falta imaginación —replicó Jeanne, sin poder evitar que las aletas de su nariz palpitasen—. El abate piensa más bien en las islas

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como en tierras benditas, donde Dios no ha marcado diferencias entre los hombres. En cuanto a mí, sueño con su belleza floral.

Delphine quiso replicar también, pero la señora de Bouhey la contuvo. Sabía que los encontronazos entre Jeanne y Delphine podían llegar muy lejos y delante de las visitas no iba a permitirlos.

—¡Vamos! —cortó en tono juguetón—. Propongo que hablemos de las islas cuando esté aquí el caballero Vincent, que las conoce de verdad. Hasta entonces dejemos el tema y disfrutemos de esta carne de membrillo que me ha traído de Neuville mi cuñada Charlotte. Estoy segura de que os parecerá mejor aún que la de la abadía de Notre-Dame.

Hacía rato que el padre Jérôme estaba adormilado, con la nariz metida en el pecho, pero el perfume del dulce que se cortaba en ese momento lo despertó milagrosamente.

—Hay que reconocer —suspiró— que nuestras damas canonesas no tienen igual en cuestión de confituras.

—¡Oh, no tienen igual en muchas otras cosas! —exclamó la baronesa—. ¡Ofician en cocina con un refinamiento de verdaderas alquimistas!

El limosnero dio su opinión de entendido.

—Nuestras buenas damas son muy golosas, sí. Pero, tal es la religión del país, tal es la religión de sus religiosos, ¿no es así?

—La verdad —dijo Etiennette— es que vuestra priora me ha dado a probar unos guisantes divinos. ¿No podría tener la receta?

—¡Ah, los guisantes de nuestra priora! —exclamó el padre Jérôme juntando las manos—. ¡Con su ligero perfume de crema de menta...! En temporada, cuando monseñor el obispo va a echar su partidita de cartas con la priora, se juega siempre medio cuartillo de esos guisantes contra la colección encuadernada de sus mandamientos del año anterior.

Las damas se echaron a reír con toda su alma.

De pie delante de una de las puerta-ventanas del salón, Jeanne se sentía muy lejos del huerto de las damas religiosas de Neuville. Su mirada descendía por la pendiente del parque hasta el curso de agua viva del río Irance, bordeado por dos hileras de altos álamos. Los árboles estaban aún ennegrecidos por el invierno, pero pronto se volverían verdes y serían agitados con gran estruendo por los vendavales. La muchacha no sabía por qué, desde su infancia, el vasto estremecimiento del follaje bamboleándose al viento la colmaba de una sensación mitad voluptuosa, mitad angustiosa, que ella buscaba experimentar. Lo que

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aquella música despertaba en ella era una especie de espera... Dejándose llevar con los ojos cerrados, acababa por sentirse ella también balanceada por la fuerte brisa, se convertía en la vela de un barco y emprendía un largo viaje aprisionada entre el azul del mar y el cielo, hacia un horizonte inundado de sol. Llegada a su destino, se paseaba por el jardín de las Hespérides, bajo nubes de pájaros centelleantes. Al pasar bajo un naranjo, levantaba la mano y tomaba uno de aquellos frutos de oro, lo pelaba para morderlo al mismo tiempo que Philibert: allí sus besos tenían sabor a naranja.

Las islas...

Tierras de asilo. En las islas las pastorcillas se casaban con sus príncipes, y los pastorcillos con sus princesas. En las islas no había castas, no había grandes personajes ni gentes humildes. Sólo había hombres y mujeres de corazón aventurero, que buscaban una nueva vida a través de una abundancia desconocida, ofrecida a todas las manos. Cuando la clase de geografía del día recaía en las islas —y recaía sin cesar— Jeanne y el abate Rollin se ayudaban ardientemente a creer en los paraísos terrestres de las Antillas y el mar índico. Los dos pobres del castillo, bien alojados, bien alimentados, bien vestidos, incluso bien queridos, necesitaban además que existiera la igualdad en alguna parte, a ser posible en un hermoso decorado.

"Me pregunto si el caballero Vincent sabrá algo sobre la flora y la fauna de las islas —pensaba—. ¿Mirará un marino algo más que los puertos y las muchachas que hay en ellos?"

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Capítulo 3Capítulo 3

Como hacía a menudo, la baronesa se detuvo ante el gran retrato del coronel Jean-Charles de Bouhey. Una suntuosa imagen azul, roja y oro, eso es todo cuanto quedaba de uno de los vencedores de la batalla de Fontenoy. Sus restos habían sido enterrados de prisa y corriendo en una iglesia cercana al lugar de la matanza: dos o tres trozos de carne ensangrentada, que un criado había retirado con gran esfuerzo de un horrible picadillo de hombres y caballos.

La palmatoria que sostenía Jeanne iluminaba la pintura de abajo arriba, como con piedad. El rostro iluminado por la suave luz de la vela sonreía bondadosamente. En ese momento el coronel no debía de sentir el frío de la muerte... hasta que su viuda se puso en marcha hacia su habitación.

—Jeannette —dijo ella entrando en su dormitorio—, no me « reas cuando te hablo mal de mi Jean-Charles. Se merecía mi dote. No debes creer nunca a una vieja que critica: lo único que hace es lamentarse. ¡Brrr! Abril no es cálido este año. Agrega un leño al fuego. ¿Querrías acercarme el taburete a los pies? Así, gracias. Mi chal sobre las piernas... ¡Ah!, y tendrás que buscarme otra vez la tabaquera.

Con grandes golpes de soplillo, Jeanne aireó la leña verde que humeaba. Brotó primero una corta llama azul y luego una vigorosa lengua roja acabó con el humo.

—¿No te quitas los zapatos?

—Sí —respondió Jeanne.

Le encantaba andar sólo con medias, pisando voluptuosamente la gran alfombra de gobelinos que cubría todo el centro del parquet, espesa y elástica como un césped bien cuidado. Hacía siete años que la alcoba de la señora de Charmont había deslumbrado por primera vez a una niña que hasta entonces había vivido en una pobre casa de adobe, pero nunca se cansaba de entrar en ella. La habitación era muy amplia, agrandada además con todo el paisaje que entraba por tres altos ventanales, uno de los cuales, el del centro, se abría a un pequeño balcón semicircular. Desde el lugar en que la baronesa se sentaba cada mañana a escribir, se veía la hilera de macetones que bordeaban la terraza hasta el lejano bosque de Romans, donde podía ver cambiar las estaciones por encima

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de la cortina que formaban los álamos del Irance. La cama a la polaca, drapeada de seda rojo cereza; los revestimientos de madera pintados en azul canario en torno a los entrepaños de Persia, decorados con grandes motivos de pájaros; el dorado de los cuadros y de la madera de los sillones, el lustre de Venecia con flores multicolores... todo ello le prestaba a la habitación un ambiente alegre, tonificante, que invitaba más a la lectura o a la conversación que a la pereza. Marie-Françoise y Jeanne hablaban allí más libremente que en el salón, y nada les resultaba más dulce y necesario que ese momento que compartían cada noche antes de acostarse. Hablaban de todo y de nada, en tono confidencial, o se quedaban calladas en el silencio cada vez más denso en que se hundía la mansión.

Al día siguiente de su indisposición, la baronesa volvió sobre unas palabras de Jeanne que había estado rumiando:

—Dime, ¿realmente tienes ganas de marcharte a las islas? —preguntó.

—Digamos que sueño con ello. Soy muy curiosa y me gusta soñar. ¿Todavía os sorprende? Vos habláis del mar, de un corsario... Las islas van bien con todo eso. Me excita sólo pensar en conocer a un corsario. ¿Creéis que me sacará a bailar?

—¡Ten cuidado con tu corazón, Jeannette! Vincent es un conquistador.

—Sabremos resistirle —contestó la virgen de quince años con una seguridad exagerada—. No soy de cera blanda.

—¡Oh, muy bien! —dijo la baronesa riendo—. Pero ten cuidado: las jóvenes no saben cómo son hasta que han visto a un pirata. Puede ser muy apuesto.

—¿El caballero Vincent es apuesto?

—Ya me darás tu opinión. Por lo general, gusta.

—Habladme de él.

—No lo conozco mucho. Desde los catorce años Vincent vive en el mar. Navega, batalla, comercia... Mi viejo amigo Pazevin, el armador marsellés, dice que corre hacia todas las novedades en cuestión de marina, ciencias, negocios o industria con un apetito de tiburón. Nació pobre, pero se ha enriquecido enormemente.

—¿De veras? —dijo Jeanne decepcionada—. Total, ese caballero no es más que un buscador de oro. ¿No tiene el menor idealismo?

—¿A qué le llamas tú idealismo? ¿A las viejas palabras que un filósofo sentado en su poltrona encuentra en la punta de su pluma, o a las nuevas tierras que busca un marino erguido ante su castillo de proa? Creo que hay de todo en un corsario, incluso idealismo.

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Jeanne miró a la baronesa con sorpresa.

—¿Cómo es que conocéis tan bien el alma corsaria, señora?

—He conocido corsarios. En otros tiempos. Cuando pasaba los inviernos en París. Pero no pongas tus ojos dorados más tentadores, Jeannette, no he vivido ninguna novela que pueda contarte.

Bruscamente, la baronesa se dejó llevar por una lejana sonrisa.

—Hace quince años me habría enamorado con gusto de un cierto corsario de Saint Malo... Nunca se está protegida de un capricho pasajero... pero era demasiado tarde. Caer enamorada en otoño... y de alguien más joven que yo...

—Suele pasar.

—Pero yo no dejé que pasara. Le di vueltas a todas las facetas del asunto, lo coloqué ante todos los espejos... Pesé todos los pros y los contra... Me había convertido, ¡horror!, en una mujer sensata.

Es un descubrimiento doloroso, Jeannette, saber que ya nunca el corazón le ganará a la cabeza.

Jeanne tomó afectuosamente la mano deformada por la artritis y se puso a acariciar la punta de los dedos. La baronesa soltó una risita y continuó, impacientada por su abandono pasajero.

— ¡De qué te valen a ti mis tristezas de abuela! Ya ves, la tisana de achicoria no me hace nada. ¿Te atreves a bajar a la bodega a estas horas?

—No —dijo Jeanne.

—Escucha, querida, razonemos sin fanatismo. Dos o tres dedos de vino de Condrieu me harían un bien enorme, lo sé.

—No —repitió Jeanne—. ¿Os atrevéis de verdad a beber vino de Condrieu a las once de la noche?

—¡Pues, claro!

—Lo siento, pero no lo haréis. El señor Philibert me ha dictado vuestro régimen y lo voy a seguir.

—¡Bah! ¡Que tu Aubriot se vaya al diablo con sus recetas castigadoras! El tendrá la culpa de que se estropee mi mejor vino. El Condrieu tiene que beberse ya.

—Pues que se lo beban otras personas.

—¿Regalar mi Condrieu? ¡Un vino tan escaso, tan buscado que hay que suplicar para tenerlo!

—Entonces será un buen vino de misa. Dádselo al cura de Châtillon.

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La baronesa miró a su protegida de través. Le entraron ganas de atormentarla un poco. Desde la antevíspera se moría de ganas, dudaba, iba hasta el borde de la pregunta y luego retrocedía sin hacerla pero, aquella noche, ya que Jeanne le negaba un pequeño placer, estaba dispuesta a darse otro.

—Tienes ingenio, bonita mía —dijo—. Suficiente para burlarte de mí, pero no lo bastante como para burlarte de ti.

Y como la muchacha, sorprendida, la interrogó con la mirada, añadió:

—Ven a sentarte a mi taburete, que pueda ver si me mientes. Veamos, Jeannette, tú que eres joven, guapa y nada tonta, ¿por qué pierdes el tiempo amando a un hombre casado que vive a varias leguas y que no te quiere?

Jeanne recibió la pregunta como si le hubieran disparado una bala de cañón, pero no parpadeó ni mintió.

—Amo al señor Philibert, es verdad, señora. ¿Desde cuándo lo sabéis?

—¡Toma! Su simple nombre te hace resplandecer. Pero ¿qué esperas de semejante antojo? ¿Quieres seguir haciendo el amor sola, a veinticinco leguas del objeto de tu amor?

—Volverá. Su mujer lo aburre.

—¿Ya? ¿Te lo ha dicho él?

—Yo misma lo he comprendido. Estoy segura de que pronto volverá a Châtillon.

—Admitámoslo. ¿Y va a volver sin su mujer y su hijo?

Sin responder, con un simple gesto de hombros, la muchacha pareció sacudir aquellos dos colgajos de la vida de Philibert.

—¡Muy bien! —dijo la baronesa—. Tienes quince años, eres bonita, tienes ingenio, ¿y te conformas con los ratos de amor que pueda darte un amante entre dos tareas?

—Lo amo.

—¡Lo amo, lo amo! He aquí un buen motivo para un romance idiota, amiguita. En este momento amas a un ausente y mañana amarás a un distraído, y los distraídos son aún más malos de amar que los ausentes, pues es a sus horas, y no a las nuestras, cuando hay que tomarlos o dejarlos. Francamente, ¿no podrías buscarte a alguien más fácil de amar que el doctor Aubriot?

Jeanne se irguió muy derecha, con el rostro inflamado, los puños cerrados.

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—¡Lo amo desde el primer día en que lo vi y lo amaré hasta el último día de mi vida!

—Esperemos que sea hasta el último día de su vida, Jeannette —corrigió dulcemente la baronesa—. Aubriot tiene veinte años más que tú. Venga, siéntate. Tú no puedes dejar de tener quince años, pero yo puedo intentar olvidarme de que tengo sesenta. Hablemos de mujer a mujer, con toda crudeza. Jeannette, no quiero impedir que te acuestes con Aubriot, si es que lo consigues. Lo que sí quiero impedir es que sufras.

—¡Oh! —exclamó Jeanne.

La libertad de lenguaje de la señora Bouhey seguía sorprendiéndola. La baronesa no se mordía la lengua, y aquella noche menos que nunca.

—No empieces a sonrojarte tan pronto —añadió—. Apenas hemos empezado a tratar el asunto. Te estaba diciendo que las aventuras amorosas me parecen una diversión encantadora, a condición de que una pueda llorar sin sufrir demasiado.

—Si me convierto en la amante del señor Philibert no tendré ni arrepentimientos ni remordimientos —dijo Jeanne agresivamente.

—¿Y quién habla de remordimientos? ¿Qué remordimientos? ¿Por el daño que puedas hacerle a la señora Aubriot? Venga, no te preocupes. El aire desgraciado de la esposa de tu amante es como el aire infecto que se respira en París, una se acostumbra en seguida, incluso con placer. No, amiga mía, ni el arrepentimiento ni el remordimiento matan a la amante de un sabio. Esta muere del mal que sufren todas las mujeres: de aburrimiento.

—¡Aburrimiento! ¡Cómo iba a aburrirme con un amante llamado Philibert Aubriot!

La señora de Bouhey sonrió al fin.

—Sí —dijo—, a tu edad una se hace muchas ilusiones con la palabra amante. Pero un amante demasiado ocupado os olvida exactamente igual que un esposo. Tu Aubriot sólo vive para lo que tiene en la cabeza, entre sus lupas, sus plantas y su cafetera. Créeme, ya tiene una mujer para distraerlo cinco minutos de tanto en tanto. Un hombre de estudio nunca es un amante agradable. ¿Sabes quién puede ser un amante agradable, sonriente y servicial? Un joven abate. Un abate galante, por supuesto, pero no hay problema, la especie está extendida. Cuando vivía en París, los encontraba en iodos los tocadores. No tienen igual para uso cotidiano. Tienen maneras, conocen las bellas letras, saben de música, conocen todos los cotilleos y todos los juegos, son deliciosamente hipócritas, y hasta saben latín para leer obras muy útiles para la felicidad de las damas. En fin, tienen todo el tiempo del mundo para vos, pues el servicio de Dios les deja mucho tiempo libre. Y bien, Jeannette, ¿qué me dices?

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—Me disculparéis por no reírme —dijo Jeanne con voz sorda—. Bromeáis sobre un asunto que me desbocaría el corazón si me pusiera a hablar de él.

La baronesa se inclinó para tomarle la cara entre las manos.

—¿Tanto lo amas? —preguntó con tristeza.

Jeanne sólo respondió que sí con los ojos llenos de un llameante oro húmedo.

—Lástima... —dijo la baronesa. Y luego, cambiando bruscamente de tono—: ya que es así, Jeannette, deja que prepare contigo las cosas. Deja que te case.

—¿Qué? —exclamó Jeanne, que no creía lo que oía.

—¡Escucha! Tengo un buen partido para ti. No te habrás fijado en él porque sólo ves a tu botánico, pero yo sí que me he fijado en que no sólo para jugar partidas de hombre es por lo que viene a Charmont dos tardes por semana el procurador Duthillet. Ese hombre se te come con los ojos, al punto que no hace más que perder. Louis-Antoine Duthillet es un burgués de buena cepa, que posee una de las mejores casas de Châtillon. Va en carroza y de su despacho saca al menos treinta mil francos al año. Su familia está bien establecida en los alrededores, unos en Trévoux, otros en Dijon o en Lyon. Tendrás cenas y espectáculos en esas ciudades, y por San Luis baile en casa del gobernador. A ver, francamente, ¿qué piensas del señor Duthillet?

Jeanne escuchaba a la baronesa con los ojos redondos y la boca entreabierta, incapaz de tomársela en serio. Tras su silencio estupefacto, la risa de la chiquilla brotó tan espontáneamente que no pudo pararla.

—¡Magnífico! —exclamó la baronesa—. Me encanta que te rías de mi Duthillet. Sólo podemos hablar con sensatez de un hombre del que podamos reírnos.

—¡Dios mío! ¡El procurador... Duthillet! —se retorció la joven entre carcajadas—. ¡Un hombre todo... vestido de negro..., con una pelu... ca... a martillos...!

—Haría muy mal si no se vistiese de negro —dijo la baronesa, que también se reía—. ¡No podía ser de otra manera! Está constante y provechosamente de duelo por todo el mundo: el tercio de las herencias que administra se queda en su caja. Y te señalo que sus trajes negros son de seda o del más fino paño inglés, cortados todos ellos por Pernon de Lyon. Y sólo usa pañuelos de fina tela de Cambrai.

Como por juego, Jeanne fingió interesarse por aquel extravagante proyecto.

—Pero, ese hombre de negro, ¿no os parece demasiado viejo para mí?

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— ¡Querida mía, un marido nunca es demasiado viejo cuando se sueña con un amante! ¡Sobre todo si el marido tiene treinta y cuatro años y el amante treinta y cinco!

Humillada, Jeanne se mordió los labios.

—Además —continuó la señora de Bouhey—, a una procuradora no le falta nunca la juventud, pues el despacho de su marido siempre aloja a cinco o seis empleados de veinte años. Todos estarán enamorados de ti. Te mirarán pasar sonrojándose, dejarán ramos de flores en tu ventana y el más atrevido te dará con el pie bajo la mesa. Los abogados de la ciudad también te cortejarán y te cubrirán de regalos por año nuevo para que les proporciones pleitos. Te aseguro que te divertirá mucho ser la señora procuradora de Châtillon.

—Vivir con un hombre que no sea el señor Philibert nunca podrá divertirme —dijo ella con arrebato.

—No se trata de vivir con otro hombre, sino de vivir con un marido —dijo la baronesa pacientemente—. Se puede vivir perfectamente con un marido, ya que hay otras mil cosas que hacer. Créeme, querida, el marido se olvida, el matrimonio permanece. Gobernar una bella mansión puede ser muy agradable. Además, ¿te acuerdas de que la casa de Duthillet está a dos pasos de la de Aubriot? Si es verdad que vuelve, lo tendrás a dos pasos de tu cama.

¿En qué acababa el sueño de Jeanne, tanto tiempo escondido? La señora de Bouhey lo aireaba con un tranquilo realismo que repugnaba a la romántica joven.

—Supongo —llegó a articular con esfuerzo—, supongo que todo eso lo decís para que nos riamos, ¿no?

— Sí —contestó la baronesa—. Hablo para que en la vida te rías en lugar de llorar. Incluso cuando se tienen penas de amor, en casa de un marido rico una puede reírse de vez en cuando. Puede que se tenga el alma doliente, pero se tienen bonitos vestidos, buenas comidas y una carroza para correr a las citas sin ensuciarse de barro.

Jeanne dio un resoplido de cólera y soltó de golpe:

—¡Pero también una se encuentra un marido cuando vuelve de las citas!

Había cruzado los brazos sobre el pecho, como para defenderse de una violación.

—¡Ya estamos! —exclamó la baronesa—. ¡Las jóvenes se han vuelto de un romántico...!

—¡O seré del señor Philibert o no seré de nadie! —afirmó Jeanne con una entonación salvaje.

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—¡Cállate! —ordenó duramente la baronesa—. Rabio cuando escucho semejantes tonterías en boca de una muchacha inteligente. Sabes muy bien que el mundo va como va. Para vivir cómodamente, es necesario pertenecer a Dios o a un marido. Pero la vida con Dios sólo es agradable para las jóvenes bien nacidas. Las demás son únicamente siervas.

—¡Nunca he pensado encerrarme en un convento! ¡Trabajaré! ¿Acaso no tengo ciertas cualidades?

La mirada gris de Marie-Françoise perdió su brillo malhumorado y se inundó de piedad.

—No eres un chico pobre, Jeannette, sino una chica pobre, que es una situación aún más cruel. ¿Qué será de ti si no te caso bien antes de desaparecer? ¿Irás a mendigar un puesto de lectora en casa ajena después de haber rechazado un puesto de señora en tu propia casa?

—Ya sé que sólo cuento con vuestras bondades —dijo Jeanne con voz angustiada—. Pero ¿es esa una razón para venderme al procurador Duthillet? Si tuviera la desgracia de perderos... ¡Oh, os lo suplico, no me habléis como si ya fuera una mujer! —añadió, escondiendo la cara en la falda de la baronesa—. Quiero seguir siendo niña por un tiempo...

La señora de Bouhey le acarició los cabellos.

—Cálmate, venga, cálmate —dijo con ternura—. Es verdad, aún eres muy niña. Pero, ¡ay!, yo ya no lo soy. El tiempo que aún puedo darte corre muy de prisa. Hoy por hoy el reloj de mi abuelo, que sólo tenía una aguja, la de las horas, me bastaría. Perdona si te doy prisa, soy yo quien la tiene. Estoy impaciente por hacer la felicidad de los que amo.

Jeanne levantó hacia su tutora un rostro inundado en lágrimas.

—Mi felicidad sería pertenecer al señor Philibert. No imagino ninguna otra felicidad. ¿Acaso no soy lo bastante bonita como para poder contra su vieja Marguerite? ¿Debo tener un poco más de pecho?

—Tú estás loca —dijo la baronesa, desolada—. Es una lástima que una mujer no comprenda lo bastante pronto que su belleza no está hecha para el placer de un solo hombre, sino para el de muchos.

¡Le hubiera gustado tanto poder dormir! Hundirse en el sueño, en el fondo del cual seguramente la esperaría Philibert. Pero sus nervios exasperados la mantenían despierta y sus pies helados, también. Saltó de la cama, encendió la vela, se puso una falda y su chambra gruesa, se calzó, tomó la palmatoria... Con cuidado de no pisar las uniones del parquet alcanzó la escalera y bajó a la cocina.

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Su idea era calentar agua para llenar el "monje inglés", si es que Pompon no lo había cogido. Le habían regalado ese nuevo invento importado de Londres a la baronesa, pero ésta no se había decidido a dejar sus ladrillos calientes, y era la friolera Pompon la que se metía en la cama con el monje inglés, sobre todo desde que había leído en el Mercure de France que aquel mullido objeto costaba al menos veinticuatro libras. El placer de meterse tanto dinero bajo las plantas de los pies satisfacía por un rato su afán de lujo.

La camarera había cogido el monje. Jeanne pensó en subir y quitárselo, pero se encogió de hombros y se hizo una pelota al calor de la chimenea para poder pensar a gusto. Necesitaba "darse coraje". La expresión le venía de su padre. Cuando el techador Beauchamps se sentía cansado, se estiraba y decía, sonriendo: "No me siento muy bien, tendré que darme coraje". Y se preparaba una buena rebanada de pan empapado mitad con vino mitad con agua, que masticaba lentamente. Cuando era su hija la que parecía desanimada ante la escoba o una canasta de nabos que pelar, le ofrecía el mismo remedio, añadiendo azúcar al pan. Al recordarlo, la Jeanne mayor se enterneció por la pequeña y buscó con la vista la jarra de clarete que Delphine hacía sacar del tonel cada noche para mojar al día siguiente el pan de su hijo pequeño. El clarete estaba sobre la mesa, al lado de un caldo de carne y dos huevos que Jean-François debía tomar con su sopa de vino. Jeanne sacó el pan de la artesa, cortó una rebanada, batió los huevos y se hizo una tortilla, luego reanimó un poco el fuego. Diez minutos más tarde, sentada de nuevo ante la chimenea, su plato sobre las rodillas, el vino a sus pies, se puso a cenar. Era verdad que comer le devolvía el coraje. El peso de su corazón se desvanecía. Se sirvió un vaso de clarete.

Antes de la conversación con su tutora, Jeanne no había pensado más que vagamente en el lejano día, envuelto como estaba en la niebla del futuro, en que tendría que dejar Charmont. El mañana estaba ocupado por completo por la imagen de Philibert. El mañana era el regreso de Philibert a Châtillon. El mañana era ella misma convertida de nuevo en la sombra de Philibert, con el añadido de las caricias que recibiría. Pero aquella noche comprendió de repente que para crearse un verdadero porvenir tendría que inventar otra cosa que su simple pasado mejorado. Durante dos años había jugado a la Bella Durmiente del Bosque que espera el regreso de su príncipe y ahora se despertaba sola en medio de una cocina dormida. No había ningún hada buena para despertarla alegremente junto con los demás personajes, criadas, doncellas, perros... El propio príncipe seguía estando en Bugey, donde vivía feliz y engendraba hijos sin ella. Un río de lágrimas le brotó de los ojos, de las que se desprendió sacudiendo furiosamente la cabeza. Se bebió un gran vaso de clarete. ¡No, no dejaría que su destino actuase sin contar con ella!

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Su destino natural era la injusticia. Lo había presentido siempre pero había reflexionado poco. Sin embargo, he aquí que la injusticia amenazaba con tomar una forma concreta. Si no luchaba por construirse una vida a su gusto, sólo podría aspirar a ir consumiendo poco a poco la amarga existencia de una desclasada. La niña se había salido de su casta, pero la adulta no sería recibida con todos los derechos en ninguna otra: si quería tener un lugar al sol, habría de ganárselo. Su querida baronesa tenía razón, si Jeanne se negaba a emplear todas sus bazas para salir de aquel callejón sin salida, se arriesgaba a marchitarse como lectora de cualquier viuda, es decir, a convertirse en una doméstica distinguida. Habría sido hermosa para nada, inteligente para nada, instruida para nada. Porque era bella, hoy un hombre le tendía la mano para alzarla hasta una vida burguesa. Pero sólo por su ingenio y sus conocimientos, ¿quién le ofrecería una situación simplemente decente? Ni siquiera un amante de la historia natural se contentaría con tenerla sólo de secretaria.

Mientras se untaba coléricamente otra tostada, una idea familiar le pasó por la cabeza: "¿Y si me vistiera de chico de una vez por todas?" Esta idea siempre la ponía de buen humor. Se veía, alegre y cómoda, embutida en el bonito traje rojo vivo de Denis, con los cabellos recogidos en una coleta, el tricornio bien ajustado, el bastón al hombro con su hatillo en la punta. A paso vivo alcanzaba Marsella donde, sobre el horizonte azul del mar, danzaban las velas de la gran aventura. Sonrió imaginándose como propietaria, tras el hermoso viaje, de millares de fanegas de tierra de las islas, que pondría a cultivar. Azúcar, café, algodón, pimienta, nuez moscada, clavo... ¡La fortuna! ¡Cargamentos y cargamentos de luises de oro! ¡Ah, entonces el señor Philibert lamentaría haberse casado solamente con sesenta mil francos de dote!

A estas alturas, Jeanne se había bebido toda la jarra de clarete. ¡El vino jugueteaba en sus venas y se sentía tan ligera! El mañana parecía tan fácil... Nada más fácil que conseguir al hombre que una quiere. Cuando Jeanne disertaba sobre el amor con sus amigas Emilie y Marie, los hombres de sus sueños siempre acababan de rodillas ante ellas. La mujer es la que dirige el juego, ya se sabe, basta con que lo intente sin vergüenza y sin miedo... y con dinero. Con dinero, sí. Cuando Emilie urdía un plan de batalla para atrapar a un amante hipotético ¡gastaba como una loca en arreglos, en pelucas, en perfumes, en cenas en las que sólo se servían exquisiteces ruinosamente caras, vino de Champagne, platos raros espolvoreados con especias afrodisíacas horriblemente costosas!

Jeanne se preguntaba si una procuradora, al igual que una marquesa o una bailarina de Opera, serviría vino de Champagne en sus cenas. Con un marido rico... evidentemente. Nada más cómodo para volver loco a otro hombre que echarle tierra a los ojos. Sin duda, el señor Duthillet, primer procurador de Châtillon, poseía en su caja fuerte lo bastante como para

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no escatimar con los invitados de su mujer. Jeanne lamió las últimas gotas de clarete de su vaso, hundiéndose complacientemente en el blando adulterio. Sí, sin duda su querida baronesa llevaba razón, Duthillet tenía sus ventajas.

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Capítulo 4Capítulo 4

En primavera, el castillo de Charmont se despertaba a las seis de la mañana. El primer ruido que llegaba del patio empedrado era el chirrido de un torno de mano: Bouchoux, el mozo para todo, sacaba agua del pozo. En ese momento, Nanette, que era la primera en levantarse, encendía un gran fuego en la cocina. Bellotte bajaba un poco después de su buhardilla. La Tatan, que desde hacía veinte años reinaba sobre los pucheros del castillo, no se dejaba ver hasta las ocho, ¡pero en cuanto aparecía se notaba... y cómo! Tras ella llegaban bostezando la señorita Pingault, la camarera de Delphine, y Pompon, la de la baronesa, que se buscaban un rincón caliente ante el hogar para empezar sus comadreos del día mientras se tomaban sus tazones de leche con un poco de café. A las nueve en punto, aparecía primero, como la proa de un barco, un gran pecho vestido de negro, y, acto seguido, toda la imponente persona de la señorita Sergent, el ama de llaves. Cincuentona y bigotuda, ferozmente devota de los Bouhey, entre los que había nacido, la Sergent reinaba sobre toda la servidumbre con un absolutismo sin tacha: Charmont estaba muy bien mantenido.

La mansión era próspera. Marie-Françoise de Bouhey había sabido gestionar su fortuna pese a tener un marido empeñado en arruinarse con caballos y fiestas. Al morir sus padres, en lugar de cobrar su parte de herencia, la había invertido en las dos fábricas de sarga de Amiens y Abbeville que su único hermano, Mathieu Delafaye, explotaba en provecho de ambos. Más adelante, cuando los hijos de Mathieu crecieron, los había establecido en Lyon en el negocio de la seda, cuya expansión se veía favorecida por la Corte, que la había puesto de moda. Como había financiado los inicios de sus sobrinos Joseph y Henri, la tía sacaba ahora beneficios de su incontestable éxito, como también los sacaba de una pequeña manufactura de paños de Languedoc, que había comprado cuando estaba agonizante y la había hecho resucitar inyectándole dinero fresco. En fin, desde hacía diez años tenía también su parte en el negocio de su amigo el armador Pazevin de Marsella y hay que decir que el mar tampoco la decepcionaba.

Su afición por la industria y el comercio no le habían impedido cumplir el deber que se había impuesto de comprar con los años las tres granjas y las lagunas que había vendido su suegro. No había sido fácil, pues los

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campesinos comenzaban a agruparse contra el acaparamiento de tierras por parte de sus señores. La señora de Charmont había logrado hacer sus adquisiciones sin levantar muchas horcas. Como no había nacido en la aristocracia, no tenía sus prejuicios. Poco le importaba que se respetasen todos sus derechos señoriales, la mayoría de los cuales vejaban a los campesinos sin aportar nada a los señores. Mientras que muchos castellanos, por necesidad o por arrogancia, luchaban desesperadamente contra la pérdida de sus privilegios, resucitando a veces los más caducos, a la hija de los pañeros no le importaba hacer la vista gorda. Su administrador tenía órdenes de cerrar los ojos cuando quienes debían pagar el censo "olvidaban" cinco pollos, tres patos o un cordero en el impuesto anual, o cuando los segadores hacían trampa con las gavillas. ¡A quién se le ocurre pretender en pleno año 1762 recibir exactamente "la parte del señor"! Como la baronesa no hilaba muy fino sus campesinos la estimaban... o al menos lo fingían. De todos modos, a finales del reinado de Luis XV la violencia campesina ya no se dirigía contra el castillo, sino más bien contra un enemigo venido de fuera: el fisco real y su pelotón de recaudadores, ¡todos unos buitres, unos corruptos y unos acaparadores! Porque nunca jamás habrían confesado que estaban mejor alimentados y más felices bajo Luis XV de lo que sus abuelos lo habían estado bajo Luis XIV. Procuraban quejarse cuanto podían. Sin embargo, en los alrededores de Charmont no se disfrazaban de mendigos ni se escondían para comer jamón, como sí debían hacer otros para engañar a sus castellanos, cuya rapacidad aumentaba al menor signo de prosperidad. La señora de Bouhey tenía el placer de ver sólidos potajes en la mesa de sus granjeros, casaba a bellezas rurales coquetamente vestidas y discutía con colonos de buenos colores, bien vestidos y calzados con buenos zapatos.

Todo el mundo accedía libremente a ella. Los recibía en su alcoba, de la que no bajaba hasta las dos de la tarde para comer, después de pasar la mañana dictándole cartas al abate Rollin, que le hacía de secretario, y discutiendo y poniendo orden en sus cuentas con Gaillon, su administrador.

El señor Pipón, su hombre de negocios lionés, sólo venía de la ciudad una vez por semana, pero se presentaba muy temprano. Se encontraba precisamente en el castillo cuando de repente se oyó llegar de la cocina un gran alboroto de gritos y carreras. La baronesa tuvo que agitar tres veces la campanilla antes de que Pompon, con la cara encendida y muy animada, acudiera a informarla.

—Es la Tatan, señora, que está persiguiendo a la Nanette para molerla a golpes con el atizador. ¡La glotona se ha comido los huevos y se ha bebido todo el clarete de nuestro joven señor!

—Pues vaya ruido por un par de huevos y una jarra de vino malo —dijo la baronesa—. ¿Es que no come bastante en la mesa?

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—¡Devora, señora! Pero, además, se come todo lo que pesca. Es como una enfermedad. Pero hasta hoy no se había atrevido a coger...

Jeanne, abriendo bruscamente la puerta de la habitación, interrumpió a la chismosa.

—Pompon, antes de que Tatan mate a la Nanette, bajad a decirle que soy yo quien se ha tomado los huevos y el vino esta noche.

—¡Vaya! —exclamó la baronesa.

Pompon, que se había quedado con la boca abierta, no pensaba en obedecer.

—¡Baja! —le repitió Jeanne.

Aunque no sonreía, la muchacha estaba encantadora con su bata de algodón blanco y el oro liso de sus cabellos cayendo suelto por la espalda. La señora de Bouhey la observó con gran atención.

—Señor Pipón —preguntó—, ¿tendría la amabilidad de pasar un momento a mi tocador? Y tú, Pompon, vete a dar el recado.

—¿Quiere eso decir que si salgo me voy a perder el final de la historia? —dijo la camarera con descaro.

—No, porque escuchas detrás de las puertas —respondió la baronesa.

Pompon salió, cerró y aplicó su oído a la puerta.

—¿Y bien? —lanzó en seguida la baronesa—. ¿Rechazas el buen vino de Condrieu a las once para luego beberte a medianoche el peleón? ¿No sabes que los malos vinos lo único que dan es borrachera?

—Necesitaba darme coraje. He venido a deciros...

Se detuvo. Para darle confianza, la señora de Bouhey se levantó y se sentó ante el tocador, ya que así le daba la espalda. Le tendió un peine de marfil y plata.

—Péiname...

En el espejo imperfecto del tocador, que le enviaba dulcificado el rostro de su tutora, Jeanne vio la aguda mirada gris y continuó diciendo con firmeza:

—He venido a deciros que si realmente me podéis conseguir al procurador Duthillet, estoy decidida a tomarlo.

Cinco días más tarde, Jeanne y el procurador estaban prometidos.

En aquel tiempo los matrimonios se decidían rápido, al menos entre la nobleza y la gran burguesía. Bastaba para ello una sola velada, en que los futuros esposos se entreveían a la hora de cenar, entre un candelabro y

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una pirámide de fruta. En cinco días de conversaciones, la señora de Bouhey había tenido tiempo de pensar en todo.

El señor Duthillet demostró tanta prisa y tanta generosidad como había esperado de un burgués de treinta y cuatro años, huérfano y nada avaro, enamorado de una mujer mucho más joven que él. En el contrato, Duthillet reconocía a su esposa unos haberes de treinta y cinco mil libras, que ella podía detraer de sus bienes líquidos y además, en caso de que él muriera, le dejaba el usufructo de la casa, completamente amueblada, más mil francos de renta. Por su parte, la señora de Bouhey aportaría un ajuar completo, pequeñas joyas de oro, objetos de tocador en un neceser de concha y plata y una bolsa con quinientos escudos. A esta bonita dote, el capitán barón François de Bouhey ofrecía añadir a Blanquette, la yegua que Jeanne montaba y a la que adoraba. La hija del techador Beauchamps se establecía de un modo que hacía soñar en todas las chozas del contorno.

La boda se fijó para mediados de septiembre. Una vez cerrado el compromiso, se encargaron a París y Lyon piezas de muselina, batista, lino y Holanda, encajes y cintas, paño fino de Abbeville, droguete y algunas varas de sedería, pero se decidió que la costurera y las lenceras no empezarían a trabajar hasta mayo, una vez celebrada la fiesta de Charmont. Laurent Delafaye, el sobrino nieto de la baronesa, se apresuró también a enviar los paños que su padre y su tío le ofrecían a la novia: una pieza de groguén dorado tornasolado de rosa, de gran prestancia, y un pesado brocado blanco con ramajes rojos. ¡Un regalo digno de una reina! Podría resultar una suntuosa procuradora en los bailes que se dan por la fiesta de San Luis. Pompon lanzaba gritos de modistilla a la que le hacen cosquillas en según qué parte y se extasiaba con aquellos primeros perifollos de boda. La doncella de la baronesa estaba decidida a vivir ese matrimonio por su cuenta, cantaba de alegría y le repetía a Jeanne, diez veces al día, que había nacido con buena estrella.

La novia, por su parte, se sentía rara. Excitada por la alegría de Pompon, tranquilizada por la educada reserva de Louis-Antoine Duthillet, rodeada de sonrisas, interrogada, envidiada, abrazada, felicitada, Jeanne tenía la impresión de vivir en la superficie de sí misma. Una agradable vida le corría por la epidermis. Agradable como el contacto de un bonito vestido, pero nada más. Y ese placer era frágil: cuando Pompon la envolvió en el brocado de seda con flores rojas y ella adivinó lo encantadora que parecería con ese tocado, estuvo a punto de echarse a llorar, como si la idea de ser encantadora para aparecer del brazo de Louis-Antoine sólo le inspirara tristeza. Le resultaba difícil pensar en su prometido de otro modo que como un hombre vestido de negro, bastante elegante y de maneras perfectas, que conversaba y jugaba a las cartas sin levantar nunca la voz. Tal era el hombre con quien se casaba: un jurista atareado durante el día que de noche se convertiría en un mero

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acompañante, con el que hablaría del último concierto o la próxima cena. Pero después de todo, quién sabe, quizá fuera un marido más que pasable, un buen amigo seguro y discreto...

Él le hizo un primer regalo precioso, una bombonera de porcelana de Sèvres llena de peladillas. Tenía forma de corazón y estaba finamente decorada con un grupo de amorcillos regordetes realzado en oro fino. La manufactura de Sèvres se había inaugurado en 1759 y sus objetos aún eran una rareza. Encantada de recibir una, Jeanne le tendió la mano y no le molestó el ligero beso que Louis-Antoine depositó en ella. Le rogó que lo acompañara al día siguiente a Trévoux, al Parlamento, y la baronesa dio su permiso.

Pompon, radiantemente endomingada, actuaba de carabina distraída. Jeanne, en carroza, era saludada a derecha e izquierda por los curiosos, sonrientes primero, luego maravillados. Vivía su primera jornada como procuradora. Mientras Louis-Antoine se ocupaba de sus asuntos, las dos mujeres pasearon toda su alegría por las calles de las tiendas y, a fin de descansar, se atrevieron a entrar en el Armenien. El Armenien tenía fama de ser el mejor café de la ciudad y se regalaron con su moka, que el armenio servía con confitura de rosas. Al igual que los de París, algunos cafés de provincias empezaban a decorar sus salas y la del Armenien, pequeña, estaba decorada con entrepaños azul celeste y oro, alegrados por espejos y un lustre con colgantes, y amueblado con veladores de mármol blanco. Pompon, con una cucharada de confitura de rosas en la boca, chasqueaba la lengua con voluptuosidad.

—¡Ah, señorita!, ¿no os decía que habíais nacido con buena estrella? ¡Un hombre tan bueno, que vive tan bien! Podréis daros todo los placeres que queráis, trajes, espectáculos, meriendas en chocolaterías, viajes en silla de postas, los frasquitos de pintalabios más caros, comidas campestres... ¡Ah, señorita, llevadme con vos a Châtillon, vais a necesitar una doncella!

— ¡Me parece que os gustaría casaros con el señor Duthillet al mismo tiempo que yo! —dijo Jeanne, riéndose.

—¡Ah, señorita, es que para hacer la felicidad de una mujer no se ha inventado nada mejor que la fortuna de un hombre generoso!

La escapada a Trévoux estaba siendo muy alegre. Cuando Louis-Antoine fue a buscar a sus mujeres al barrio comercial, las encontró charlando en una mercería, en la que estaban comprando cintas. Aprovechó la ocasión para ofrecerle a Jeanne el objeto que estaba admirando. Era un curioso paraguas que podía llevarse plegado en el bolsillo. Tenía el mango plateado y la copa de tafetán color ciruela. La

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mercera lo presentaba como el último invento del Parasol real de París y se llamaba "paraguas roto". Aquel lujoso regalo, hecho tan espontáneamente a Jeanne, llevó a Pompon al colmo de su alborozo.

—¡Ah, señorita —murmuró, mientras Louis-Antoine pagaba a la mercera—, vais a tener algo más que un marido, vais a tener un amante! Creedme, para que un hombre eche mano del bolsillo de esta manera, es que está loco por vos. ¡Buena señal, señorita, buena señal!

Jeanne se sobresaltó. La palabra "amante" la había cogido a traición en medio de su casto idilio de eterna amistad. Una vez en la carroza, se puso a observar el perfil de Louis-Antoine.

Ni guapo ni feo, Duthillet gustaba más bien por su aire de serena bondad, un poco blanda quizá. Una ligera miopía velaba la dulzura de sus ojos azul pálido. Ir siempre vestido de negro le daba un aspecto serio, que él debía cultivar como necesario en su profesión, aunque Jeanne reconocía que el traje estaba perfectamente cortado en fino camelote, suave y brillante, finamente hilado y guarnecido con caros botones de azabache. La chorrera y los puños de encaje, así como la peluca empolvada, le daban a todo aquel negro un toque de blanco que alegraba el conjunto. A ella no le gustaba su peluca pesada y anticuada y se prometió que le haría escoger una que le sentara mejor. Se sonrió al darse cuenta de que se estaba preocupando del arreglo de su prometido y le entraron ganas de felicitarse por su buena acción. De repente, deseó comer a solas con Louis-Antoine en alguna posada de la ciudad. Nunca había comido en una posada, y además podría observar cómo la atendería, le pasaría un plato, le serviría un vino, escogería la fruta o le haría degustar los mejores postres... Era verdad que no lo amaba, pero ¿acaso era razón suficiente para no dejarse amar?

Por desgracia, tuvo que sentarse en una mesa familiar, en casa de Jean-Jacques Duthillet, el hermano de Louis-Antoine.

Este hermano era también jurista, consejero en el parlamento de Trévoux. Molestó a Louis-Antoine al ofrecerle a su cuñada una comida demasiado sencilla. Sólo hubo caldo, chuletas de carnero, cardos con tuétano, estofado de conejo con ciruelas, ensalada, tarta de leche, confituras y peladillas. Tras una comida tan pobre, Louis-Antoine se sintió obligado a disculparse.

—La mujer de mi hermano tiene la manía de la frugalidad y no le importa imponérsela a sus invitados. El no puede hacer nada. ¿Hay hoy en día algún hombre que pueda decidir algo en su casa? Pese a que la ley le asegura que lo puede todo, la verdad es que tiene que conformarse con estarse callado en sus propios dominios. ¡Cada vez que se le ocurra pedir un salmís de palomos o criticar una moda femenina extravagante, se verá

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tratado por su mujer y sus hijas como un insoportable prepotente, recién llegado de Barbaria!

Jeanne se echó a reír.

—Y sabiéndolo, ¿no teméis unir vuestro porvenir al mío, señor?

Él la miró con ojos amorosos.

—No, querida mía. Estoy segura de que gozaremos de una buena mesa, tenéis cara de comilona. Nunca habría escogido a una mujer parecida a mi cuñada. ¿Os habéis fijado en que todo lo tiene picudo: la nariz, el mentón, los hombros, los codos y hasta la voz?, ¿y que tiene los labios delgados?

—¡Y en cambio la señorita tiene unos labios tan llenos y unos hombros tan redondos...! —exclamó Pompon, entrando sin remilgos en la conversación.

Louis-Antoine se sonrojó como un muchacho. Las palabras de aquella atolondrada le recordaban las esperanzas que tenía puestas en la sensualidad de su prometida cuando admiraba su boca mullida, el brillo de sus ojos, sus frecuentes sonrojos, su placer al acariciar las pieles, los gatos, las sedas, su ardor al bailar y el modo en que tenía de galopar sobre la yegua con aquel aire de entregarse toda ella al viento...

La turbación del procurador no escapó a la doncella, que le dirigió a Jeanne una mirada que significaba: "¿No os lo había dicho, que este hombre os adora y que además de un marido será un amante? “Antes de regresar a Châtillon, Jeanne quiso visitar el Parlamento y se divirtió mucho leyendo el reglamento de multas colgado en un pasillo:

"Multa a un consejero que lleve peluca de lazos: una comida.

Por entrar en la sala de juicios con el perro: una comida.

Por dormirse durante una audiencia: una comida.

Por tal y cual: una comida”

La lista era larga y la multa siempre la misma: una comida. Como habían decidido que todo el que contraviniese el reglamento pagaría una comilona, los parlamentarios se pasaban el año de cuchipanda.

—Por este motivo es por lo que mi hermano no se ha muerto ya a causa del régimen de su mujer —explicó Louis-Antoine—. ¡Hace curas en la posada cincuenta veces al año!

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La jornada en Trévoux había caldeado de tal modo el clima entre los prometidos que, en el camino de vuelta, Jeanne probó a hablarle de sus dos pasiones a Luis-Antoine, la botánica y la geografía.

La escuchó educadamente. Pero, de repente, y pesar de que la miraba muy atento, Jeanne sintió que Louis-Antoine estaba muy lejos de allí, quizá a punto de dormitar o de pensar en el menú de la comida que les debía a los magistrados por haber escrito, al registrar una declaración, la palabra "burdel" con una sola y tímida "b" en lugar de escribirla completa. ¡Gazmoñería multada con una comida! Mientras ella intentaba descubrirle los encantos de la Viola cornuta en abril y las cálidas delicias de la Isla de Francia, Louis-Antoine la escuchaba de un modo profesional, como un procurador escucha a su cliente, sin ningún interés personal por su asunto, pero teniendo cuidado de ocultar su indiferencia bajo una expresión seria. Decepcionada, la muchacha cambió de tema y se puso a hablar de la gran partida de caza que tendría lugar en Charmont dos días después.

Antes de la partida del capitán de Bouhey para el frente, casi siempre a finales de abril, la fiesta de Charmont le costaba a la baronesa una fortuna, además de un montón de dolores de cabeza. Duraba al menos tres días. Para la gran cena de la primera jornada no se sentaban menos de sesenta invitados, de los cuales aún quedaban treinta el tercer día.

El zafarrancho de combate comenzaba una semana antes. Se veía llegar una a una a todas las campesinas que querían trabajar en la fiesta y que la Sergent ponía en seguida a abrir, barrer, encerar, frotar, desempolvar las habitaciones cerradas, sacudir los colchones, arreglar las camas. Mientras duraba toda esta limpieza de primavera, la baronesa se sentía contenta de desalojar ratones, arañas y polvo de toda la casa. Pero pronto un lavandero de Bourg traía varas y varas de ropa blanca de alquiler, bien almidonada, y a continuación se anunciaba la tormenta: el ilustre cocinero Florimond, seguido de sus pinches y ayudantes, desembarcaba en el castillo.

Invadían la cocina y el office, ignoraban a la Sergent, catapultaban a la Tatan fuera de su vista, aterrorizaban a Bellotte y a Nanette, acaparaban a los mozos Bouchoux, Longchamps y al cochero Thomas para sus compras, alistaban a sirvientas y campesinas para matar, desplumar y limpiar aves, revolucionaban los armarios y las despensas, se burlaban de la batería de cocina del castillo, chillaban sin cesar "¡Al fuego!" o "¡Al agua!" y, en fin, mandaban en la casa como en país enemigo conquistado, matando de hambre a sus habitantes hasta el día del festín, despreciando sus quejas con aire de artistas que podrían muy bien dejar plantados sus guisos y abandonar a los invitados de la señora baronesa a la triste cocina de las buenas mujeres de la casa. Y cuando finalmente todo andaba bien entre las marmitas, el ilustre Florimond se daba cuenta de que "no era

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comprendido" y se quejaba de "no tener nada", ¡pese a que había recibido seis carneros, un cordero lechal, sesenta libras de buey, cincuentas pulardas y patos, un montón de palomos, ocho jamones, un cesto de cangrejos, bastantes anguilas, lucios y carpas, una rueda de gruyere, mantequilla, manteca, crema, azúcar y harina, huevos a gogó, más los vinos y vinagres necesarios para los caldos cortos, licores, esencias y quintaesencias, especias, polvo de flores, pasas, nueces peladas, almendras de Italia y toda la impedimenta! Pese a lo cual Florimond pretendía que no tenía nada, puesto que no había chocolate de Arnaud de Lyon, quien lo recibía de Onfroy de París. Y el único buen chocolate para fundir, señora baronesa, era el de Onfroy. ¡Había, pues, que mandar a Thomas a pedírselo con urgencia a Arnaud de Lyon, a catorce leguas de Charmont, o Florimond no respondía ya de nada!

Llegada a este punto de su zafarrancho con Florimond, la señora de Bouhey cogía su gran rabieta anual, juraba y perjuraba que no habría chocolate de catorce leguas y que en adelante jamás daría la más mínima fiesta, y que el señor Florimond podía clavarse su cuchillo en el corazón si creía estar deshonrado. Tras esto mandaba a Thomas a buscar chocolate a casa de Arnaud de Lyon y se encerraba en su alcoba con una cataplasma de romero para calmar su gran migraña anual, que era de humillación, ya que año tras año acababa cediendo a las exigencias de Florimond. Pero ¿puede una desairar a su cocinero la víspera de una cena de sesenta cubiertos? "¡Y todo por la tripa!", suspiraba la baronesa con ironía una vez más. Vivían bajo Luis XV, pero la vieja divisa de Gargantúa y Pantagruel seguía vigente, al menos en el país de Dombes.

Quitándose la cataplasma, vio a Jeanne y a su nieto Jean-François cruzar la terraza corriendo y riendo. Aunque esto era algo que la tranquilizaba, le sorprendió ver a la joven reírse tan de buena gana como antes de prometerse. Se preguntaba si su pupila creía de verdad en su próxima boda con Duthillet. O si tal vez no era más que una diversión a falta de Aubriot, a la que pondría fin con un gesto de rechazo justo en el momento de dar el sí.

El corazón de la baronesa no había saltado de alegría cuando Jeanne le había anunciado su decisión. Las palabras sensatas de una chiquilla que acaba de matar su sueño no son una música agradable de oír. Es verdad que Jeanne había hecho una elección razonable, pero ¿de qué valen las buenas razones cuando una se encuentra desnuda frente a ellas en el lecho conyugal? Marie-Françoise se acordaba de la mañana en que se había forzado a bromear al hablar de Duthillet...

A su boca de diecisiete años se unía la de su hermoso coronel, fuerte, exigente, capaz de desarmarla. A través del frío de tantos años aún podía sentir la silenciosa caricia de la fina batista que se desprendía y resbalaba por su cuerpo. Su piel, apagada después de tanto tiempo, se

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estremeció tímidamente, buscando en su memoria el peso de un cuerpo perdido. De repente, el recuerdo de su cruz de casada, aplastada contra su seno derecho por el duro pecho del coronel, le hizo, de nuevo hoy, una fina y dolorosa herida... Con una risita sollozante, se burló de la viuda que gozaba de su debut de baronesa, pero tuvo que secarse las lágrimas. En el fondo de su alma hubiera deseado que el día de la boda de Jeanne el techo de la capilla de Charmont se abriera inesperadamente y apareciera Aubriot a los pies de la novia exclamando: "¡Yo primero! ¡Ya le llegará el turno al procurador!" "Me merezco la migraña —se dijo—. ¡Estoy más loca que una doncella de quince años! "Tocaron a la puerta y entró Pompon, colorada por haber subido la escalera al galope. Florimond necesitaba urgentemente una décima cacerola con mango y un cuenco de latón bien grande. ¿Podían enviar a buscarlos a casa de las monjas de Neuville?

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Capítulo 5Capítulo 5

Jeanne bajó corriendo por la gran alameda para sentarse en un banco de la glorieta de los tüos. Desde allí podría ver estupendamente la salida de los cazadores.

El castillo de Charmont no era ni muy grande ni muy antiguo. El abuelo del coronel Jean-Charles de Bouhey lo había mandado construir en 1680 para poder dejar el incómodo montón de piedras con torreón que le habían legado sus antepasados. Así es como había acabado de arruinar a su familia por el placer de morirse en una casa nueva bien abierta a la luz del día. Pero nunca había podido terminar la decoración interior, y su hijo no había añadido mucho más. Marie-Françoise era quien se había encargado de ello a partir de 1722, escogiendo los artesonados esculpidos a la brutesca para los salones de la planta baja, los tapices de colores vivos para las habitaciones y los tocadores del primer piso. A mismo tiempo, un maestro de obra lionés había transformado y revocado la fachada. En el momento en que Jeanne lo contemplaba, el pequeño castillo tenía el aspecto de una mansión sencilla y blanca de dos pisos y siete ventanas, ampliada con cuatro pabellones de esquinas cuadradas, con terrazas bordeadas de balaustres y rematada por un tejado abuhardillado. Siete años antes, justo antes de matarse, el techador Beauchamps había reemplazado la antigua pizarra por tejas vidriadas amarillas y verdes formando un bonito dibujo de cheurones. Seguro que este añadido de estilo borgoñón no hubiera encantado al primer arquitecto, pero le prestaba al edificio un aire muy alegre, sobre todo cuando las veletas redoradas se ponían a girar al sol.

El sol de aquella mañana de abril no alcanzaba aún a las veletas ya que no eran más de las siete y media. Pero Jeanne veía alzarse a su izquierda, por encima del muro de los establos, un radiante vaho rosado. Los cazadores tendrían un buen día.

Quince invitados se hallaban ya reunidos en el salón. Para dar la señal de partida, el barón François de Bouhey esperaba a que dieran las ocho; cazaban también algunas damas y no había que salir muy pronto. Las siluetas de los invitados pasaban y volvían a pasar tras las ventanas. Jeanne se los imaginaba impacientes y discutiendo ásperamente sobre las decisiones tomadas la víspera después de la cena. Las bestias

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reconocidas —ciervos, jabalíes, corzos— eran numerosas y había que escoger, al menos entre el ciervo y el jabalí, y los monteros más empedernidos hubieran querido correr los dos en la misma jornada. Se había dejado escoger galantemente a las damas, pero éstas se habían desentendido, sabiendo por experiencia que los caballeros les habrían reprochado su elección en cada alto de la partida. "De todas maneras —pensó Jeanne—, será el cura de Chapaize el que decidirá, como siempre. ¡Cuando pregunta a qué hora habrá que levantarse, a nadie se le ocurriría responderle que a la hora de misa! "Hubo de repente un gran movimiento en la terraza, delante del césped que descendía suavemente hacia los tilos. Traían a la jauría. Estaba formada por sesenta perros altos de Poitiers de igual pelaje negro con manchas leonadas y blancas, que los criados alinearon, mudos pero palpitantes, detrás de los cocheros. Estos, vestidos de paño azul real, con el brazo izquierdo pasado por la brida de su montura y la trompa en la derecha, miraban llegar a los caballos, veinticuatro animales piafando sujetos por doce palafreneros. Poco después, el barón de Bouhey apareció en el porche entre sus dos hijos, los tres resplandecientes en un traje azul con galones plateados, casaca de cachemira color miel, calzones de piel blanca, botas hasta la rodilla y el tricornio al brazo, que se colocaron con un gesto idéntico. Luego Charles y Jean-François se apartaron para que su padre pudiera ofrecerle la mano a la marquesa de la Pommeraie, que acababa de aparecer. Tras la pareja todos los cazadores descendieron a la terraza. Jeanne contó veintiuno: dieciocho hombres, casi todos con redingotes marrones o beiges, y tres amazonas vestidas con faldas oscuras y casacas de colores vivos festoneados de piel. Junto a los caballos se alinearon otros cinco caballeros llegados directamente desde su casa en la vecindad, entre ellos la graciosa condesa de Saint-Girod, toda ella en rojo amaranto festoneado de marta y tocada con un minúsculo tricornio, coquetamente ladeado. El cura de Chapaize se acercó a ella. También él montaba su propio caballo, su Ragotin adorado, del que no se separaba nunca. Una vez todas las damas estuvieron instaladas en su silla y los cazadores aguardando juntos, bota contra bota, formaron un cuadro digno de ver. Aquel estallido de colores llenaba a Jeanne de un alegre placer sensual: allí estaba toda la paleta de un pintor opulento, que se movía bajo el frío sol de la mañana, con el fondo de piedra blanca del castillo, encajado entre el verde oscuro de los viejos macizos de boj y los lejanos tonos negros de una doble fila de castaños con las ramas todavía desnudas. La salida parecía inminente y ella se preguntó por qué, ese año, Pauline de Vaux-Jailloux no acudía a cazar. No se veía su carruaje.

La hermosa dama de Vaux sólo seguía las partidas de caza en un vehículo ligero tirado por dos caballos blancos enjaezados, que conducía con brío un cochero de veinte años, demasiado guapo según las malas lenguas, tan de punta en blanco como los animales y, además, con dorados en todas las costuras. Sin duda Pauline pensaba que su carruaje,

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de una gracia excepcional, era el estuche perfecto para su suave belleza de mulata, siempre ataviada en tonos pastel. En todo caso, añadía un toque de encanto refinado al esplendor de una compañía montada. Jeanne estaba lamentando que el carruaje de Pauline faltase esta vez a la fiesta cuando lo vio aparecer por la esquina derecha del castillo, procedente del patio empedrado, girando por la terraza con una bella curva; la dama, asomada a la portezuela, agitaba su pañuelo para responder al saludo que le hacían los sombreros a su paso. Al mismo tiempo, el ruido de un galope bien ejecutado llegaba desde el camino de tierra que conducía a Vaux por Neuville. La joven se giró...

El caballero cabalgaba derecho a Charmont. Atravesó la glorieta de los tilos sin fijarse en Jeanne, que lo vio calmar a su alazán antes de acercarse al barón, sin duda para disculparse por su retraso. Luego se colocó detrás de todos, justo delante del carruaje de Pauline, que se asomó de nuevo a la portezuela para sonreírle.

Jeanne no había visto nunca en Charmont a aquel caballero de tan rara y desenvuelta elegancia, tan bien ceñido a su redingote gris que le hacía honor a semejante prenda. Su equilibrio sobre el caballo era perfecto, parecía haber nacido centauro y debía de tener pantorrillas de acero para mantenerse erguido en la silla como si estuviera jugueteando con su soberbio caballo de pelaje oscuro, sedoso y brillante, al que dejaba bailar casi imperceptiblemente con sus finas patas.

¿Quién era aquel hombre? ¿El amante de Pauline? ¿El famoso caballero Vincent de la Orden de Malta, del que Geneviève de Saint-Girod y su hermana habían hablado con tanto deseo, y la baronesa con tanta ternura en la voz? Pese a su ardiente curiosidad, no tuvo tiempo de hacerse más preguntas sobre la identidad del desconocido: el barón de Bouhey acababa de hacerle una señal a Baudouin, el jefe de su séquito.

Las trompas llamearon bajo el sol, la fanfarria estalló, los colores del cuadro se agitaron. En un gran estruendo de alegría el grupo de cazadores se puso en camino hacia las lagunas de Moulin, lugar de la cita. De pie en su balcón, la baronesa de Bouhey, envuelta en un chal, saludaba la partida con un pañuelo de encaje. En todas las ventanas del primer piso se veía a damas tocadas con gorros de dormir agitando la mano y, abajo, bien alineados en la escalera del porche, los criados devoraban con la vista el espectáculo con expresión risueña. Cuando ya no se veía nada, todo el mundo permaneció largo tiempo escuchando cómo se alejaba el grupo, hasta que tras el último rumor se hizo un completo silencio.

Jeanne ascendió por la alameda, un poco triste. En ese momento detestaba que Philibert le hubiera enseñado a amar la belleza viva de los corzos y los ciervos, cuando al amanecer se acercan a beber a la charca de un claro del bosque. Ella, que adoraba galopar por cualquier camino y

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en cualquier estación, habría querido correr un ciervo sin forzarlo ni asustarlo, para dejarlo huir a continuación. Hubiera jugado al escondite con él, como decían burlones los hijos del barón. Pero aquello era imposible, todo el mundo quería matar al ciervo. Por haber seguido una vez al grupo hasta el toque de acoso, sabía que aquel era el momento de la matanza ritual, a la vez cima y alivio de su creciente excitación, momento que todos los cazadores, fueran hombres o mujeres, esperaban con pasión visceral para lanzarse en persecución de su presa. Ella había visto con horror la jauría aullante acorralar al ciervo refugiado en el estanque del Ormeau, y allí hacerlo esperar, temblando y gimiendo, el navajazo del marqués de la Pommeraie. Las trompas ya estaban anunciando su muerte cuando el animal aún se estremecía. Baudouin le había cortado un pie para ofrecérselo a la marquesa. A Athénaïs de la Pommeraie, muda y resplandeciente, con la mirada fija y brillante, las aletas de la nariz dilatadas, la nuca rígida y los labios entreabiertos, le había costado un gran esfuerzo deshacerse de un placer cuya intensidad parecía haberla petrificado de éxtasis al borde del agua ensangrentada. Más tarde, Jeanne lamentó no haber huido en el momento en que habían alcanzado al animal para no ver aquello. Se había quedado contra su voluntad y su disgusto, fascinada ella también por el colorido y el ruido, por aquellas engalanadas ropas que giraban, aquellos cobres relucientes, aquellos gritos, aquellos ladridos furiosos y el fragoroso sonido de las trompas, todo aquel tumulto multicolor que convertía la muerte de un animal en una fiesta triunfal. Nunca más había acompañado a los cazadores, por miedo a dejarse arrastrar de nuevo por aquel horrible juego. Pero su decisión no le impedía sentirse como dejada de lado cuando observaba la partida.

Apresuró el paso al ver que no quedaba nadie fuera de la casa. Había que darse prisa si quería que la peinase el Niçois.

La cabellera de Jeanne, larga, lisa, espesa, de un magnífico color rubio entreverado de mechas doradas y castañas, era muy bonito en su estado natural, simplemente recogido en el cuello con una cinta o sujeto en alto con una redecilla. Pero la moda decidía otra cosa. Por ello, aunque cotidianamente llevaba los cabellos como un mozo de cuadra, como le reprochaba Delphine, debía someterse a veces a la persecución del Niçois, el "artista" de Bourg, cuya reputación y fortuna estaban bien establecidas.

Por más que para ese gran día el peluquero estaba en Charmont desde las ocho de la mañana, a las nueve tenía ya el aspecto apurado de un hombre incapaz de atender a todas las cabezas que se le presentaban. De

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momento, revoloteaba en torno a la baronesa, aturdiéndola con su cháchara y con toda una colección de gestos preciosos.

La tercera gran especialidad del maestro, después del rizado con tenacillas y el empolvado en escarcha, eran los chismes de París. Mientras empolvaba a todos los viajeros de calidad que pasaban por su salón, el peluquero de Bourg recogía los cotilleos frescos con la avidez con que un jardinero recoge el estiércol caliente, para rellenar después los oídos de sus clientes provincianos. Él era el primero que se deleitaba con sus comadreos. Cuchicheaba los mejores pasajes, cubría las crudezas con puntos suspensivos, mascaba los nombres propios con hipócrita discreción, subrayaba ciertas palabras como lo habría hecho en Versalles un petimetre con los tacones rojos de la nobleza y hacía una pausa antes de acabar una historia, que llenaba con una risa de clueca que ha puesto un huevo.

—Se dice (se dice, señora baronesa, yo no estaba en el ajo), que el actor Grandval ha logrado a la duquesa de Msssussst... La dama le había pedido que la visitase con el pretexto de enseñarle su galería de pintura y entonces, ¡ji!, ¡ji!, ¡ji!..., en el momento de ocurrir la cosa la duquesa se volvió a los retratos de familia diciendo: "¡Ay, Grandval, qué dirían mis antepasados si me vieran en vuestros brazos!", a lo que el miembro de la Comedia Francesa respondió alegremente: "¡Oh, señora, van a decir que sois una p..., nada más". ¡Puff! ¡Ja, ja, ja! Si la señora baronesa quisiera inclinar un poco el cuello, ahí hay dos rizos indóciles, sí, la mar de indóciles, ¡ay, los muy bribones!, señorita Pompon, ¿tendréis la bondad de pasarme un papel para las tenacillas? Se dice también que los actores de la Comedia no quieren darle entradas gratis al biznieto del gran dramaturgo Racine, lo cual es muy, muy ingrato, esa gente son unos perros. ¿Dónde tengo mi tijera? ¿La estoy quemando, señora baronesa? ¡Oh, este último rizado me encanta, me encanta! Señorita Pompon, ¿tendríamos un espejo de mano para que la señora se viera por detrás?

Sin esperar a que llegara el espejo, el Niçois soltó un "¡puff!" y continuó su chismorreo al galope.

—¡Y lo que le ha pasado a la Maisonneuve es tan, pero tan gracioso! ¡Para morirse! Imaginad que estaba interpretando Elama de llaves y que, llevada por la emoción, la señorita va, se cae y enseña... ¡No veáis lo contento que se puso el público! ¡El c... de la actriz fue muy aplaudido! Ello va a hacer la felicidad de las lenceras, pues parece que va a salir un edicto que obligará a las actrices a llevar calzas. ¡Ja! ¿Os figuráis al jefe de policía enviando cada noche a sus agentes a los teatros para comprobar la cosa? ¡Puff! ¡Ji, ji, ji! Y bien, he aquí una cabecita muy linda que está pidiendo que la empolven, ¿qué decís, señora?

Marie-Françoise, sentada ante su tocador de volantes, soportaba con buen humor los golpes de peine, los tirones de las tenacillas y el diluvio

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verbal del peluquero. Le encantaba el resultado de su martirio, pues el Niçois sabía fabricarle una cabecita rizada a lo Pompadour que le sentaba muy bien.

—¿Qué te parece, Pompon? —preguntó.

En ese momento, el peluquero lanzó una rociada de grititos desesperados. Jeanne acababa de entrar en la alcoba.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío, señorita, vuestros cabellos!

—Sí —dijo ella con un suspiro—. Vamos a estirarlos, quemarlos, engrasarlos y espolvorearlos.

—¡Oh, señorita! —murmuró el Niçois, ofendido.

—El peinado de la señora está muy bien —añadió para consolarlo.

Pompon tomó del tocador la jeringuilla de perfumar, la llenó de agua de azahar y roció la cabeza de su ama. Un delicioso aroma dulzón invadió la habitación y la baronesa sacudió la cabeza para hacer palpitar el perfume, al que era muy aficionada. Se acabó de difuminar el colorete. Desde que se había instalado en el campo había renunciado al blanco y al negro en cuestión de maquillaje, pero no al rojo: se sentía demasiado pálida en una reunión de damas coloreadas según la moda. No obstante, usaba un rojo atenuado, que Pompon iba degradando hacia arriba para resaltar el gris de sus ojos, un poco desvaído por los años. Y no se ponía más que un solo lunar en la sien, un "pensativo". Pero los días de fiesta quería un empolvado en escarcha.

—¿No podíais peinar a la señorita Jeanne antes de empolvarme? —preguntó—. Sería práctico empolvarnos a todas juntas.

—Desde luego, sería lo mejor —dijo el Niçois.

—Muy bien —confirmó Jeanne.

Dejó de distraerse con los objetos de plata sobredorada del tocador (tijeras, navaja, cepillos) con los que estaba jugueteando.

—Vamos a ello —le dijo al peluquero—. Pero os aviso, no quiero crepados. Me haréis tirabuzones que caigan sobre la nuca, a la inglesa.

—¡Oh, ya veo que la señorita ha leído las recomendaciones del Mercure y quiere ir a la moda de mañana! —gorjeó el Niçois, encantado.

Tres horas después, el maestro peluquero de Bourg disponía de cuatro cabezas a punto para pasarlas por harina. La baronesa, Jeanne y dos invitadas, la presidenta Rochet de Chazot y la vizcondesa de Chanas, envueltas en peinadores de tela de los pies a la cabeza, se dirigieron en fila india a la escalera. Borla en mano, precedido de su ayudante, que llevaba el cubo de almidón, el maestro cerraba la marcha. Como aquel era un día en que no se regateaba el polvo y a Marie-Françoise no le

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importaba que las habitaciones se ensuciasen, las damas bajaron al vestíbulo y se instalaron en el hueco de la escalera. Una vez allí, hundieron la cara en sendos cucuruchos de cartón. El Niçois, asomado a la barandilla del primer piso, contemplaba muy serio la instalación de sus víctimas.

—¿Las señoras están preparadas? —preguntó en tono grave.

Alzó los brazos, los metió en el cubo de almidón y, con grandes gestos de maestro inspirado, comenzó a espolvorear aquella nieve a puñados... Abajo, los copos se iban posando uno a uno, con delicadeza, sobre los bucles encolados de las damas, que iban emblanqueciéndose a ojos vistas.

—¡Ah! —gritaba el peluquero tosiendo, llorando, escupiendo—. ¡No es posible empolvar de otra manera! Es cierto que así se desperdicia mucho polvo, pero ¿cómo darle a la borla la impalpable ligereza de la escarcha? Incluso cuando se lanza el polvo al techo del tocador, no cae de la suficiente altura ni con la suficiente dispersión. ¡Para obtener resultados dignos del cielo, hay que trabajar imitando al cielo! Señoras, yo creo que vamos a acabar muy pronto... Si quisierais levantar un poco la cabeza hacia mí... Eso. ¡Ah, exquisito, exquisito! ¡Qué natural! ¡Os he dejado un cabello tan vaporoso como claras de huevo montadas!

Fil mismo estaba tan enharinado como un pescado pronto para la fritura, y se merecía como nadie el sobrenombre que por entonces tenían los peluqueros: "pescadilla". Las cuatro cabezas de sus dientas se asemejaban, en efecto, a cuatro merengues. Aquello podía parecer ridículo, pero en la baronesa resultaba encantador. El blanco también le sentaba muy bien al rostro ajado de la presidenta, pero la vizcondesa, que tenía unas mejillas redondas y muy sonrosadas, parecía una muñeca de porcelana. En cuanto a Jeanne, si bien el empolvado no la afeaba, pues su belleza podía soportar las modas más extravagantes, le impedía lucir la cabellera cálida y tornasolada que la naturaleza le había otorgado.

Una vez hubo caído todo el polvo al suelo, la señorita Sergent mandó a dos chicas con bayetas a recogerlo.

—¿No es una lástima —gruñó una de ellas— que se pierda tanta harina para el pan? Hay por lo menos tres libras tiradas, sin contar con lo que llevan encima las señoras y la pescadilla. ¡Con todo eso, la Bellotte habría hecho por lo menos tres tortas!

—No gruñas, Toto —dijo Jeanne alegremente—. También tu hermano, el que trabaja con el herrero, se empolva los domingos para ir al baile.

—¡El domingo es el domingo! —refunfuñó Toto—. Además, lo hace en casa del peluquero y se deja allí la porquería.

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— Hoy en día hay que ser muy desaliñado para no empolvarse al menos el domingo —dijo el Niçois, que revoloteaba alrededor de su obra—. En París, los domingos no se ve una sola cabeza de su verdadero color, aunque sea un mozo de cuerda. En París, todo el mundo se empolva. ¡Hasta han blanqueado a Notre-Dame, ji, ji, ji! Hablo de la iglesia, claro. Parece que mucha gente no estaba de acuerdo con que le quitasen su pátina a la piedra, ¡pero también ha tenido que pasar por ello! ¡Notre-Dame ha tenido que empolvarse, como cualquier dama, puff!

—La verdad es que somos un pueblo muy loco —dijo la baronesa—. ¡Vivimos para nuestros peluqueros, encantados de cambiar nuestros escudos por sus puñados de harina!

El viejo conde Pazevin, que había acudido al alboroto, sonrió.

—Seamos indulgentes con ellos, amiga mía. Sin nuestros peluqueros, Europa no sería francesa. El regimiento de Limousin fue vencido por Prusia, ¡pero el regimiento de provenzales armados con navajas y borlas que llegó después ha logrado, de golpe, inclinar todas las cabezas prusianas! Hasta los confines de Rusia, el extranjero está gobernado a la francesa, no por nuestros coroneles, sino por nuestros peluqueros y cocineros, pues tanto los unos como los otros se igualan en renombre, poder y tiranía. Veamos, "maestro" —añadió volviéndose hacia el Niçois—, ¿creéis que las damas os dejarán algo de tiempo para que podáis peinarme la peluca?

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Capítulo 6Capítulo 6

Los cazadores regresaron al caer la noche, cubiertos de barro, rendidos, radiantes, después de haber galopado por caminos fangosos a través de bosques y ciénagas, saltando setos y hondonadas, salpicándose con la tierra pesada y grasa de los prados, enganchándose en las zarzas de la espesura, reventando a los caballos y destrozando su ropa por el sublime placer de matar dos veces.

Desde por la mañana un jabalí había sido abatido en un cenagal, por eso el calzón de terciopelo gris del cura de Chapaize se había vuelto de un verde berro subido y el pelaje de una buena docena de perros se había teñido de rojo sangre. Pero el resto de la jauría, encarnizada, quería más, y los monteros también. Después del jabalí habían decidido correr el ciervo, sin siquiera desensillar. Entre dos toques de acoso, el grupo se había restaurado en el refectorio de un priorato de bernardinos, con piernas de carnero tiernísimo regadas con un vino de Vougeot, con el cual el cura de Chapaize y la marquesa de la Pommeraie, ambos borgoñones y conocedores de caldos, se entretenían hablando en espera de la cena.

—Estoy segura de que aquel vino venía del padre bodeguero de Citeaux —decía la señora de la Pommeraie—. Lo he reconocido. Nadie como los padres de Citeaux para daros a beber un vino de Vougeot envejecido en su punto, ni demasiado ni demasiado poco.

—Eso es porque son maestros queseros —observó el cura de Chapaize.

—Los abates de Saint-Claude tampoco son malos bodegueros que digamos —comentó Charlotte de Bouhey, la cuñada de la baronesa.

Charlotte era canonesa de la abadía de Neuville, que en otros tiempos había dependido de los abates de Saint-Claude. Y añadió:

—Al marcharse, los abates nos dejaron vinos de Chambertin casi centenarios, ¡con los que hacemos unos lucios al vino tinto espléndidos!

—También se bebe muy bien donde los bernardinos de la Ferté —observó el vizconde de Chanas.

El cura de Chapaize aprobó sus palabras con energía.

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—¡Y para acompañar esos vinos crían carpas en sus viveros! ¡Vi una que pesaba treinta libras! Rellenas y metidas en el horno...

Encajada entre el señor de Chanas y la canonesa, Jeanne se aburría mortalmente. "Dios mío —pensaba—, ¿cuándo podremos bailar?" Antes había que soportar la interminable cena, a la que toda esa gente sólo se sentaba para comentar, entre dos bocados, sus partidas de caza y sus otras cenas después de la partida. Se disculpó educadamente para ir al encuentro de su amiga Marie de Rupert, que acababa de entrar acompañada de su madre.

Más que bonita, Marie era graciosa. Tranquila y cultivada, curiosa de las ciencias naturales, esta hija mayor de Etiennette de Rupert se había sentido atraída por los conocimientos botánicos de Jeanne y desde hacía tres años eran amigas muy íntimas, herborizaban juntas, intercambiaban sus pequeños secretos y sus grandes pensamientos, cada una de ellas encantada de haber encontrado a una confidente de su misma edad: quince años.

—Es una lástima que tu prometido no pueda verte esta noche —le dijo amablemente Marie al aproximarse Jeanne.

El procurador Duthillet estaba en Lyon metido en un difícil asunto testamentario.

Jeanne le siguió el juego.

—¿Me encuentras bien?

—Mejor que nunca —aseguró Marie—. Y no me extraña. Los prometidos, aunque no estén presentes, siempre embellecen a una muchacha. Al menos, cuando no tiene que esperar demasiado —añadió con una sonrisa melancólica.

Jeanne le apretó la mano. Marie estaba prometida a un primo lejano, Philippe Chabaud de Jasseron, del que estaba enamorada pero al que no veía nunca. Aquel fogoso teniente de veinte años prefería esperar en París la ocasión de conseguir un empleo de capitán, sin el cual la señora de Rupert jamás consentiría ese matrimonio. Los Chabaud de Jasseron disponían de las dieciséis o veinte mil libras necesarias para comprar una compañía, pero lo difícil era encontrar una en venta. Los compradores eran más numerosos que los vendedores y, aunque la guerra se acabara pronto, no por eso se iban a colmar las esperanzas tic los jóvenes oficiales. Marie hablaba de "la amenaza de paz" como de una catástrofe.

—Pues, bien —le dijo Jeanne para consolarla—, esta noche estaremos guapas para nadie y para todo el mundo. Vamos ver de qué bailarines disponemos...

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El festín se aproximaba entre un frufrú de sedas y conversaciones. Un hombre se separó de un grupo retrasado y atravesó solo el saloncito para reunirse con la multitud de invitados. Jeanne tuvo un sobresalto.

Aquella mañana sólo había visto de lejos al caballero Vincent montado en su caballo. Así que, visto de pie y de cerca, no lo conocía. Como para complacer su curiosidad, el conde Pazevin lo paró a plena luz, bajo una antorcha, y lo entretuvo un momento.

El maltés medía alrededor de un metro setenta y cinco centímetros, tenía las espaldas anchas y flexibles y el pecho potente, y atraía por la naturalidad de sus andares y por su actitud. Luego te hincaba literalmente los dientes. El caballero poseía una amplia sonrisa blanca con caninos puntiagudos, que destacaba todavía más debido a su tez bronceada por el aire marino y por su boca color rojo oscuro como abultada por sangre moruna. La mirada, de color marrón café, brillaba con suavidad. "Su mirada no tiene tanto fuego como la de Philibert, pero es más tierna", pensó Jeanne. Bruscamente, enrojeció, avergonzada por la comparación. ¿Acaso podía, ni por un segundo, comparar la mirada de nadie con la de Philibert? Decidió olvidar al hombre y ocuparse del traje.

Iba vestido de color gris ágata. Decididamente, al caballero le gustaba el gris. Su traje, cortado de un modo desconocido en la provincia, tiraba más bien al frac estilo inglés. Sin pliegues y estrecho para moldear la espalda y el talle, se abría ampliamente sobre unos calzones muy ajustados del mismo tono, que dibujaban un vientre liso y largas piernas duras. Viendo a Vincent se comprendía en seguida por qué los moralistas habían bautizado como "los impúdicos" aquellos calzones en puente de los sastres parisinos. ¡En verdad que en ellos no podía esconderse ni siquiera una moneda! Bajo el gris del traje resplandecía el color amarillo huevo de un chaleco asombrosamente corto, ricamente bordado. Las cadenas de oro de dos relojes de bolsillo sobrepasaban el chaleco, era la primera vez que Jeanne veía una cosa así. Tampoco había visto nunca hebillas de los zapatos tan bonitas ni tan originales. Eran muy anchas y parecían de jaspe amarillo bordeado de un encaje de plata. Tanta elegancia de último grito, refinada y provocativa al mismo tiempo, y la manera en que, para completar un gesto, el caballero se servía de un pañuelo con madroños, habría olido de lejos a marqués afectado, si ese marqués no hubiera olido tan fuertemente a aventurero. El coqueto era un corsario.

¡Corsario! La sola palabra aturdía a Jeanne. Una palabra que comprendía todo el azul del mar, ese lugar desconocido que le faltaba desde siempre. ¡Corsario de Malta! El nombre de la isla de los cazadores de turcos alimentaba de tal manera los sueños de los jóvenes nobles de la provincia, que su magia también se le había contagiado a la soñadora Jeanne. ¿Qué familia noble de los alrededores de Charmont no deseaba

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que sus hijos se convirtieran en caballeros de Malta? Desde que un hijo nacía se solicitaba para él una plaza en la prestigiosa Orden, de modo que se veían caballeros que aún llevaban babero esperar a tener la edad de embarcar en las galeras de la Religión para luchar contra los infieles, en campañas que durante el reino del Luis XV el Bienamado se habían convertido más bien en cruceros de placer. Al contemplar a Vincent, Jeanne se acordaba de su maravilla cuando dos o tres años antes un maltés de paso por Charmont había contado cosas sobre sus "caravanas". En boca del caballero de Saint-Priest habían desfilado los paisajes azur y oro de Sicilia, de Cerdeña, de Nápoles y Valencia, de Gabes y de Palma de Mallorca... De aquellos turcos que había que convertir o atravesar con la espada no había visto ni rastro, pero lo sabía todo acerca de los sombreros de paja planos de los jardineros de Ibiza, de la pesca de la langosta en Menorca, de los macarrones a la napolitana, de las guitarras españolas, de las sicilianas celosas como tigres, de las noches de Malta durante las que uno se baña al claro de luna con un fondo de arena fina como polvo dorado... Mañanas en Malta en las que se pasea, embriagados de luz, sobre el acantilado ocre que cae a pico sobre el mar azul, de tardes de Malta dedicadas al amor y noches de Malta dedicadas al juego. ¡Ah, qué hermosa ciudad la que había descrito Saint-Priest! ¡Qué bien habían hecho musulmanes y cristianos decidiendo que el Mediterráneo no sería ni para Alá ni para Jesús, sino para el comercio y los baños de amor, después de años y años de odio sangriento! Del paso de Saint-Priest por el castillo Jeanne había conservado la visión de fascinantes imágenes de una isla encantada de clima africano, cuyos marineros habían creado una cueva de Ali Baba atestada de especias y joyas, de sedas y alfombras, de aceites y perfumes, de indianas multicolores y frutos desconocidos con sabor a sol. El puerto de La Valette era el gran bazar exótico más cercano a Francia, y el que llegaba de allí llevaba sobre sí un atrayente perfume oriental...

Jeanne se estremeció, como venida de muy lejos, cuando Marie le puso la mano en el brazo.

—¿No vienes a cenar? Pensaba que me habías seguido —y añadió, señalando a Vincent—: Ya veo qué es lo que te ha detenido aquí. Es verdad que el caballero será el bailarín más apuesto de la noche. Por suerte, aún baila, y bastante a pesar de su edad. Tiene ya treinta años, pero se burla de las conveniencias, es un espíritu libertino.

—¿Lo conoces?

—Lo sé todo acerca del caballero Vincent —contestó Marie, sonriendo—. ¿Tú ya sabes que él y madame de Vaux-Jailloux...? ¡Mi madre y Pauline se ven a menudo y yo las escucho! Pauline, como todas las enamoradas a las que dejan muy solas, se pasa el tiempo hablando de su amante. Es

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raro ver al caballero en tierra en primavera. Parece que tenía algo que hacer en Versalles, con el señor ministro de Choiseul.

—Entonces, ¿no pertenece a la Armada Real?

—Sí, pero sólo de vez en cuando, cuando la Orden se lo presta al rey. Ahora viene precisamente de servir a la Armada. Pauline dice que el duque de Choiseul desearía conservarlo, pero que el caballero no quiere. El ministro corteja a los corsarios, a los que necesita desde que su marina fue desbaratada por los ingleses.

—Pero, en realidad, ¿es caballero de qué? —dijo Jeanne—. Nunca he oído su nombre completo.

Marie se echó a reír. Lo hacía como su madre, como una deliciosa paloma un poco pechugona.

—Vincent de Cotignac. Nació en ese pueblo, al norte de Tolón.

— Lo conozco bien porque allí vive Gérard el botánico, el amigo del señor Philibert. Pero no sabía que hubiera un señor de Cotignac.

—Es que Vincent no es el señor de Cotignac, sino su hijo adoptivo —explicó Marie.

Lanzó un vistazo a la puerta del comedor y apretó el brazo de su amiga.

—Vamos a cenar o no encontraremos un sitio que nos guste. La historia del guapo caballero es bastante larga...

La gran sala vibraba de placer. Un gran rumor que preludiaba la cena sólo cubría a ráfagas la melodía alegre, un poco aligerada, de una Ópera cómica de Philidor que llegaba del salón amarillo y lila donde la baronesa había instalado a los músicos.

Para las grandes recepciones se utilizaba una amplia estancia de la planta baja habitualmente cerrada, la única cuya decoración pudo acabar el constructor del castillo. Las paredes estaban forradas de cuero cordobés color tabaco claro al estilo antiguo, bajo un techo de viguetas adornado con pechinas, pintado de verde y realzado en oro viejo. Se habían dispuesto tres mesas de veinte cubiertos cada una. Un gran fuego llameaba en la inmensa chimenea; un lustre con colgantes cristalinos refulgía bajo las bujías encendidas y una profusión de antorchas talladas al estilo brutesco iluminaban la sala con un centelleo de gala; la platería brillaba y sobre la blancura de los manteles lucía una vajilla de cerámica de Moustiers bellamente pintada con escenas de caza en camafeo azul. Cuatro grandes ramos de flores compuestos por Jeanne llevaban la primavera del jardín y del campo a las cuatro esquinas de la sala: claveles

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color de rosa y amarillos de invernadero, ramos compuestos con flor de oro y ramas de sauce cubiertas de brotes, tulipanes de todos los colores, narcisos, primaveras, racimos de lilas malvas y retama de vivo color dorado. Cómo no sonreír voluptuosamente ante un festín tan bien escenificado...

Como los invitados se sentaban donde querían, Jeanne y Marie se dirigieron al rincón de los jóvenes, divirtiéndose con los corteses empellones que tenían lugar alrededor de la silla de Pauline de Vaux-Jailloux. Este movimiento de empuje se producía siempre en una mesa donde estuviera la bella dama nacida en Santo Domingo, hija de un oficial de Luis XV y de una madre indígena. La criolla de tez de magnolia, apenas maquillada, atraía a los hombres como una flor melífera atrae a un enjambre de avispas. Sabía arreglársela para enseñarles a sus vecinos de mesa tres cuartas partes de sus senos, y a poco que aquéllos se inclinasen, podían verlos por completo. Las cuartetas estaban de moda y corrían algunas muy picantes sobre la criolla. Jeanne notó con cierta irritación que Vincent se sentaba justo enfrente de ella, como quien se sienta delante de un bello espectáculo capaz de amenizar los platos de una buena cena.

—Al parecer —le dijo Jeanne a Marie— el caballero aún no se ha cansado de su amante después de seis años. Claro que Pauline es su "apeadero". Cuando viene a cazar, no hay mejor sitio para alojarse que la mansión de Vaux, que tiene dos cuartos de baño, un salón con mobiliario nuevo y un cocinero muy bueno. Ese confort debe de tener un encanto loco para alguien que viene de correr mundo.

—¡Hablas de Pauline con una perfidia...! —exclamó en voz baja Marie—. ¿No creerás que Vincent la conserva por pura comodidad, eh?

—La verdad... ¿Qué edad tiene ella?

—Treinta y seis años. Pero juraría que Pauline nunca será una vieja, o al menos lo será como la cortesana Ninon de Léñelos, que tuvo siempre admiradores fieles. Seducía a todo el mundo.

—Sí —murmuró Jeanne—, supongo que a muchos hombres les gusta esa especie de golosina un poco pasada.

Marie miró a su amiga.

—¿Por qué estás celosa sin razón? Me estás hablando de la Pauline de Vincent como me hablarías de la Marguerite de tu Philibert.

—¡Bah! —exclamó Jeanne—. Sabes muy bien que me gusta burlarme un poco. No me castigues, por favor. Me has prometido contarme la historia del caballero...

Llegaron los guisos. En la mesa de las dos amigas, los caballeros jóvenes, hambrientos, prefirieron la olla de pularda a las verduritas. Las

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muchachas se hicieron servir crema de cangrejo y Marie se inclinó un poco hacia Jeanne.

—Te estaba diciendo que Vincent nació en Cotignac, pero lo hizo muy discretamente, en una habitación de la abadía de Notre -Dame-des-Grâces. De padre desconocido. En cuanto a su madre, se rumorea que era de familia noble, sin que nunca se supiera el nombre, pero también se dice que...

—¿Hay más aún...?

—¡Hubo rumores de novela! Algunos aceituneros de Cotignac dijeron que habían visto varias veces, desde el jardín de la abadía, a una mujer muy joven que le daba el pecho al recién nacido, mientras lo cubría de lágrimas y besos. Y uno de esos campesinos aseguraba que la conocía y que descendía del célebre Misson. Si eso fuera verdad, no habría que extrañarse de que Vincent sea un buen corsario. ¡Habría tenido a quien salir!

—¿Pues quién era ese Misson?

—El más grande pirata provenzal del tiempo de Luis XIV. Un gentilhombre bastardo que a su vez habría dejado a otro bastardo antes de embarcarse. La cepa habría seguido hasta la madre de Vincent. Si la leyenda de Misson es verdadera, entonces fue un marino excepcional, tanto por la cantidad de sus presas como por su brillantez, su ingenio y su humanidad. Parece que había escogido la piratería como quien escoge la libertad. En los bajeles que mandaba hacía reemplazar el pabellón negro con la calavera por un pabellón blanco que llevaba escrita la palabra "Libertad". Era un pirata filósofo.

Jeanne esbozó una sonrisita irónica.

—¿Y acaso no capturaba barcos como los demás? ¿El pirata era filósofo, pero el filósofo no dejaba de ser pirata?

—Hay que hacer bien el oficio —respondió Marie—. Y él lo hacía honestamente.

—¡Honestamente, he ahí una palabra estupenda para un pirata!

—Pues, claro. Sólo cogía el cargamento y dejaba que las naves zarparan después del pillaje.

—Y les devolvía las joyas a las damas —añadió Jeanne, sarcástica.

— Eso no lo sé —reconoció Marie—. Pero lo que sí sé (bueno, te cuento lo que cuenta Pauline), lo que sí se sabe, es que si encontraba esclavos a bordo de una nave, Misson los liberaba. Era un maniático de la libertad. Vincent ha tenido problemas con el gran maestre de su Orden por soltar negros. Quizá quiere imitar a su famoso antepasado.

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—¿Cree hasta ese punto en su filiación?

Marie hizo un gesto de ignorancia.

—Pauline dice que Vincent es hermético en ese punto, pero cree que nunca ha encontrado ni rastro de su madre, que ella desapareció por completo apenas el niño cumplió los tres meses, cuando se lo llevaron al cura de Cotignac, quien aceptó criarlo. Al pequeño, que iba bien fajado, lo acompañaba una fuerte dote. Cuando Vincent cumplió ocho años, los jesuitas de Malta lo recibieron en su casa. ¿Por qué? ¿Debido a qué protecciones ocultas? Hizo brillantes estudios de humanidades, pero destacaba sobre todo en matemáticas, astronomía, dibujo... Cuando sólo tenía quince años se embarcó como cadete en un barco del rey. Pronto se hizo notar. Era un gran marino por naturaleza, uno de esos capitanes de los que se dice que "sienten" el mar.

—Y si servía al rey, ¿por qué se pasó a los corsarios?

—Es muy ambicioso. Con los corsarios un buen marino tiene mando y se enriquece pronto.

—Aún no me explico cómo pudo entrar en la Orden de Malta. Sin padre ni madre, ¿cómo pudo probar escudos de nobleza? ¿Su padre lo arregló?

—No. Al menos no públicamente. Realmente, Vincent no es caballero de justicia, sino caballero de gracia, por la gracia de la Orden. Esta acepta a algunos miembros que no son nobles, pero cuyas cualidades de marinos son consideradas fuera de lo común. Un buen corsario puede reportar mucho. El caballero Vincent es un buen corsario: no le gustan los combates.

Jeanne levantó las cejas, sorprendida.

—¿Es eso una cualidad en un corsario?

Marie no pudo responder a causa de los criados que venían a llevarse los restos. Del salmón a la parrilla que se sirvió después de los potajes no quedaba más que el lecho de hojas en que lo habían servido. Trajeron los entrantes: salteado de rodaballo a la crema, anguilas al estilo tártaro, un guiso de aves en salsa blanca con champiñones, pepinillos rellenos de tuétano, salmís de pato y coronas de pichones confitados rellenos de mermelada de chocolate.

El grupo de invitados estaba a esas horas muy animado. Casi no se oía a los violines. Los lacayos que servían bebidas no dejaban de ir y venir entre sus señores y los trincheros en los que estaban los vinos. Una vez más, la fiesta de la baronesa era un éxito. Un auténtico derroche de suculencia en un hermoso decorado. A cambio, sus invitados le ofrecían el placer de estar allí, su buen apetito, su ingenio, su elegancia; sus sedas y sus terciopelos, la riqueza de sus bordados y sus encajes, el resplandor de la pasamanería de oro y plata, el brillo de sus diamantes y demás piedras

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preciosas... Todo se conjugaba para otorgarle a la reunión un lujo encantador, al que el escarchado, distribuido a discreción por todas las cabezas, añadía un precioso refinamiento armónico, pese al malhumor que el reinado absoluto de los peluqueros les producía a los médicos y a los moralistas.

Jeanne sintió deseos de felicitar a la baronesa con una sonrisa, pero no pudo encontrar su mirada. En otro extremo de la estancia, la anfitriona charlaba con su vecino, el marqués napolitano Caraccioli. En su mesa estaban también Vincent —al que Jeanne sólo veía de espaldas— y Pauline, arropada a su izquierda por el armador Pazevin y a su derecha por el procurador general Basset de la Marelle. Parecía que los dos gentilhombres se hubieran puesto galantemente de acuerdo para vestirse uno en terciopelo negro y el otro en terciopelo verde laurel, a fin de resaltar el satén color flor de melocotonero del medio corsé de Pauline. Sobre la bella criolla se acumulaban las miradas fugaces de los hombres como sobre el apuesto maltés se acumulaban las de las mujeres. Los dos amantes compartían de maravilla la popularidad de la mesa. "Me fastidian", pensó Jeanne por segunda vez sin una razón. Se obligó a mirar a Marie, que se regalaba con un plato de anguila.

—Guárdate el apetito para el asado —le dijo sin piedad—. Cuando comes no dices una palabra y yo quisiera saber por qué huir ante el combate es una cualidad de buen corsario. ¿No será que Vincent es un cobarde?

—No he hablado de fuga sino de prudencia —protestó Marie, dejando la anguila a su pesar—. Por lo que sé por Pauline sobre el oficio de corsario, éste consiste en apoderarse de los cargamentos sin dañar el barco. La Orden de Malta no busca la gloria, sólo le interesa la mercancía. En buena lógica, prefiere los corsarios prudentes a los guerreros.

—Así pues, ¿ese Vincent sólo es un tendero del mar?

—Me temo que sí —dijo Marie—. Es muy rico. Acaba de hacerse construir una fragata con las maderas más bellas, las telas más bonitas y el cordaje más soberbio. Parece que es una maravilla de la que su amo está enamorado.

—¿Un caballero de Malta puede poseer un barco propio?

—Dicen que los caballeros de Malta tienen todos los derechos desde el momento en que su gran maestre ingresa en caja el diez por ciento de cuantos negocios se hacen tanto en el mar como entierra. El gran maestre gasta mucho, así que tiene que ingresar mucho también. Los malteses tienen sus obras y, además, el gusto por la magnificencia. ¿Es que no se ve? ¿No te parece que el maltés que tenemos hoy entre nosotros es de una elegancia... resplandeciente?

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—¡Oh, pues adoro eso! —exclamó Jeanne con tanta sinceridad que Marie se echó a reír.

Como Marie tenía una risa arrulladora contagiosa, Jeanne la imitó y sus vecinos las siguieron, sin saber siquiera de qué se reían. Todo el mundo estaba algo bebido.

La mitad de la mesa de las muchachas estaba compuesta de amigos jóvenes. Los gemelos de Angrières, dos mancebos vestidos de satén turquesa, se habían colocado astutamente entre tres ricas herederas, Madeleine Charvieu de Briey, hija única de un gentilhombre vidriero de Lorena, y las dos sobrinas nietas de madame de Bouhey, Anne-Aimée y Marie-Louise Delafaye. Acababan de salir como pajes y a los dieciocho años los de Angrières habían aprendido en la Grande Ecurie de Versalles todo lo que aprenden los pajes: la afición a los duelos, a las mujeres, al juego, al vino, a la pereza, el arreglo y la impertinencia, cosas todas ellas que combinan muy bien con el oro, pero del que no tenían ni una pieza, de modo que se las arreglaban siempre para codearse con herederas. Sentada enfrente de Jeanne, Emilie de la Pommeraie parecía divertirse mucho con el manejo de los gemelos, que eran primos suyos. Ella no podía contar con sus vecinos más próximos para distraerse: por encima de su pequeña cabeza de canonesa de catorce años, Charles de Bouhey y Héctor de Chanas, dos cazadores empedernidos desde la infancia, se salpicaban mutuamente con la sangre de sus antiguas capturas: jabalíes, ciervos, lobos, corzos, zorros, cualquier animal salvaje un poco grande era bueno para hundirle el cuchillo con todo tipo de detalles. Asqueada de haberlos escuchado sólo un momento, Jeanne se volvió a Marie.

—Ya verás como a pesar de su destreza como charcuteros, no serán capaces de servirle a Emilie un poco de buey. Sólo les gusta la carnicería inútil.

Acababan de poner en el centro de la mesa una gran bandeja de asado, una gran pieza de buey acompañada de volovanes rellenos de tuétano, hojaldres de mollejas y tartaletas a la espuma de jamón. Aún no era corriente servir carne de matadero en una gran cena, de modo que todas las miradas se dirigían en ese momento hacia aquella nueva obra maestra de Florimond, despreciando las carpas a la brasa colocadas en los extremos de la mesa y las pirámides de gobios fritos que las flanqueaban.

Jeanne no probó más que un volován al tuétano y esperó los entremeses.

—Comes demasiado —le repitió a Marie—. No vas a poder bailar.

—¡Me estás tiranizando! —se quejó Marie, enfadada—. Ya he satisfecho tu curiosidad, déjame ahora satisfacer mi apetito.

—De momento no hay nada mejor que hacer —lanzó Emilie al otro lado de la mesa—. Es una buena cosa que las señoritas coman, hablen y

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canten más que en otros tiempos. Antes, cuando la moda era distinta, debían guardar silencio y poner mala cara a las cosas buenas para parecer distinguidas e irse con la música a otra parte después de un postre que ni siquiera habían probado, ¡qué calvario debía de ser soportar una gran cena de caza!

A Dios gracias, hasta en la cena más larga acaban por llegar los postres. Para acompañar los merengues, Jeanne pidió un vaso de vino de España dulce y lo hizo servir también a las muchachas de su mesa. Tres o cuatro criados andaban ya con paso vacilante. ¡Le habían servido de beber a muchos invitados sobrios que les habían devuelto el vaso casi lleno! Uno de ellos, muy joven y muy moreno, guapo como una chica, no paraba de sonreír, beatíficamente, como si el vino de Borgoña lo hubiera transformado en una figurita de belén. Su ingenua alegría divirtió a Jeanne, que se lo señaló a Marie.

—Es Mario —dijo con viveza ésta—. El criado de Vincent. Si su amo lo ve en ese estado habrá azotaina. ¡Sólo por guardar las formas! Mario es un huérfano de Cotignac. Debía de tener ocho años cuando el caballero lo embarcó como grumete, pero en seguida lo tomó como criado porque el chico sufría de vértigo y no podía trepar a los mástiles. Con los años, Mario se ha convertido en la sombra de su capitán, al que no deja ni un segundo. Pauline está celosa. Dice que él es quien baña, peina, empolva, viste y perfuma a Vincent con manos de amante.

—¿No podría ser Mario una muchacha disfrazada de chico? —sugirió Jeanne—. A mí me gustaría vestirme de criado para tener la suerte de navegar.

—Jeannette —dijo Marie—, tú has soñado siempre demasiado con el mar. No creo que la suerte de una mujer en un barco corsario sea tan...

Fue interrumpida por una pregunta de Emilie, que estaba cansada de aburrirse.

—¿Creéis vos, Jeannette, que madame de Bouhey dará pronto la señal para bailar?

Como una vez pasados los veinticinco años los hombres ya no bailaban, la baronesa invitaba siempre a algunos jóvenes oficiales del vecindario, que ahorraban a las muchachas jóvenes el tener que hacer labores. Denis Gaillon, el hijo de su administrador, era uno de esos invitados.

Denis bailaba tan bien que había sido siempre el caballero preferido de Jeanne. Pero, después de su compromiso con el procurador de Châtillon, Denis le ponía mala cara. Peor aún: la despreciaba. Como sabía que siempre había estado enamorado de ella, podría haber admitido que estuviera enfadado, pero no le perdonaba que la despreciara. ¿Con qué derecho se permitía juzgarla? ¡El muy idiota! Y como encontraría la forma de sacarle partido al talento de químico que había descubierto tener en el

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colegio de Trévoux, no tendría que venderse a ninguna viuda rentista. Decidió ignorar a Denis y devolverle desprecio por desprecio, pero estar peleados le estropeaba el placer de su noche de baile. Primero su padre, luego Philibert, ahora Denis, tres amores que había creído seguros para siempre y que la habían abandonado. Se encaminó más despacio que de costumbre hacia la música de gavota que sonaba en el gran salón.

En el comedor seguían sentadas muchas damas, que se retocaban sin reparo mientras charlaban, con sus cajitas de colorete y de pecas de terciopelo abiertas sobre los manteles. La condesa de Saint-Girod se levantó al pasar Jeanne y la retuvo.

—Supongo que tendréis ocasión de ver al doctor Aubriot antes que yo, que salgo en seguida para Italia. ¿Puedo encargaros que le entreguéis un papel que se le cayó a mi lado?

Sacó del bolsillo una hoja doblada en cuatro y se la dio a Jeanne, comentando con aire entendido:

—Le había pedido que viniese a verme antes de regresar a Belley. Ya sabréis que tengo vapores que sólo él sabe curar, ¿verdad? Este papel no corre prisa, como veréis sólo es un recordatorio y él nunca ha necesitado ayudar a su memoria.

Geneviève esperó a que Jeanne se fuera para lanzarle estas palabras:

—Por cierto, supongo que ya sabréis que su mujer ha alumbrado felizmente un hijo. Un chico. Nuestro Philibert debe de estar delirando de alegría.

Jeanne esperó a subir a su habitación para desdoblar la hoja. Era una lista de nombres masculinos y femeninos, uno de los cuales estaba subrayado: Michel-Anne. Tuvo la intuición, aguda como un puñetazo, de que ese era el nombre que le darían al niño que acababa de nacer en Belley. En eso se ocupaba uno de los sabios del siglo mientras miraba cómo engordaba el horrible vientre de su mujer... ¡En apuntar nombres en una página de cuaderno como cualquier patán del pueblo orgulloso de su obra!

Los ojos le quemaban, fijos en la hoja en la que se desplegaba la escritura caótica de Philibert, erizada de mayúsculas garrapateadas con una pluma mal tallada. Ya no tenía lágrimas. Sólo una gran sequedad. Sentía un dolor duro, imposible de fundir en llanto. Nunca hasta aquella noche había pensado en el hijo de Philibert, sólo había pensado en el hijo de Marguerite. Y allí, delante de aquella página manchada con nombres propios, descubría que Philibert había deseado, esperado, soñado con un varón que se llamaría Michel-Anne, que tendría los ojos así, los cabellos

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asá, que se convertiría en todo un hombrecito al que llevaría de la mano al campo para enseñarle los nombres de las flores... A través de una espesura de cinco años, sentía la gran mano cálida de Philibert aprisionar su mano de niña para llevarla hasta el huerto del castillo. ¿Sería capaz de darle algún día a Michel-Anne todo lo que le había quitado a ella?

Abrió violentamente la ventana. Unos celos de fuego se retorcían en ella, la incendiaban. Respiró ávidamente el aire frío de la noche, se bebió además un vaso de agua, pero no tenía más remedio que bajar al baile. Marie y la baronesa debían de haber empezado a buscarla con la mirada, y Geneviève se estaría alegrando de haberla mandado arriba a llorar. Y pensar que Philibert había tenido algo que ver con aquel escorpión, con aquella peste de mujer, ¡que la había tenido en sus brazos, que la había besado, que la había... oh!

Pensar en todas las infidelidades que Philibert había cometido con ella desde que se conocían la puso en un estado de rabia activa. Se miró al espejo. Ni la pena ni la cólera habían estropeado su belleza. De los dos vestidos de seda que tenía no había escogido el más nuevo, sino el de rayas blancas y azules, que armonizaba con sus cabellos empolvados. Aunque su peinado estaba demasiado almidonado no le disgustaba con su discreto adorno de plumitas rojas que avivaban el empolvado. Y, ¡en fin!, ahora ya no se le veían huesos en el escote, sino un pecho mullido que se hinchaba un poco en el borde del corsé. Se encontró muy mujer, al punto de que se atrevió a retocarse el maquillaje yendo a coger al vuelo un lunar al tocador de la baronesa para pegárselo en la comisura de los labios al estilo "jovial". Con un trazo fino azulado subrayó también dos venillas de sus sienes: como si realmente corriese sangre azul bajo su fina piel.

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Capítulo 7Capítulo 7

Cuando Jeanne estaba a punto de atravesar la puerta del salón amarillo y lila se detuvo al oír una voz de hombre. Era sensible a las voces y no cabía duda de que aquella era la del caballero Vincent. Procedía de una laringe musculosa. Alegre, tónica, redonda, colocada en el registro medio, enriquecida con armónicos broncíneos, la voz de Vincent podía llegar lejos. Jeanne la imaginó trompeteando órdenes a través de la tormenta e, impulsivamente, en lugar de correr al baile, se sentó detrás de un biombo de papel japonés.

Los conversadores no la vieron entrar y continuaron hablando de negocios. El armador Pazevin, soberbio en su traje de terciopelo verde laurel, con las mejillas maquilladas con un toque de colorete, le preguntaba al corsario:

—¿Pondréis en marcha la Belle Vincente este verano?

—Pienso sacarla de paseo, pero es una recién casada y quiero conocerla poco a poco. ¿Qué os ha parecido?

—¡Espléndida! Querido caballero, eso no es una recién casada, es una amante.

—¡Tenéis razón, ya que me ha arruinado! Sólo me ha dejado deudas.

—¡Bah! En este país cuando más se debe, más se ennoblece uno.

—¡Diablos! —exclamó Vincent, riéndose—. Debería sentirme duque y par de Francia. Acabo de montar veinticuatro cañones y ninguno está pagado.

—¿Veinticuatro cañones en una embarcación de tres mástiles y trescientas toneladas? ¿Podéis montar más?

—Está bien así. En un corso, Dios no favorece a las baterías más pesadas. Dios está con el viento, que ha ganado más batallas que el propio Duguay-Trouin

—No seáis tan modesto, caballero. Considero al capitán de la Belle Vincente como un riesgo que vale la pena correr, sea cual sea la fuerza de su artillería. Si necesitáis capital os encontraré a tantos accionistas como queráis. El mar está de moda.

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—Sí —dijo Vincent—, todos los burgueses de hoy en día sueñan con él, pero sus sueños llevan dos siglos de retraso. No se consuelan de no haber hecho el corso contra los galeones españoles. Nunca converso con un burgués sin que a los cinco minutos no me hable de un convoy de oro como de su sueño. Me olvido de contestarle. No voy a matar sus esperanzas informándole de que yo suelo dejar que pase de largo el convoy de oro y plata que marcha escoltado por media docena de navíos de guerra, para esperar el barco comerciante al que rogaré, siempre muy educadamente, que me entregue sus zapatos, sus porcelanas, sus telas y sus clavos de olor.

—Si no necesitáis socios burgueses puedo, en cambio, proponeros a una noble dama.

—¿Joven y bella?

—¡Caballero, lo que os propongo es un socio!

—Eso es lo que creéis. ¡Pero tengo experiencia! Una dama que quiere especular con un navío aventurero tiene mucho de tendera y de poetisa. La tendera quiere escudos y la poetisa quiere al corsario.

—Ved a quien acabáis de describir —dijo el conde de Pazevin, sonriendo y señalando con la barbilla a la canonesa Charlotte de Bouhey, que se acercaba a ellos.

La vivaz música de una giga que debió de reclamar a los bailarines más jóvenes alcanzó los oídos de Jeanne. Por nada del mundo se habría movido de su escondite. Hasta ese momento el mar había sido para ella una inmensidad azul a través de la cual ella huía hacia vagos paraísos botánicos. Las palabras del corsario —tan pocas, sin embargo— le dejaban entrever al mar como un país en el que se puede vivir. A pocos metros de ella se encontraba un hombre de otro mundo, que debía de sentir la vida marinera bajo sus pies como ella podía sentir la vida terrestre bajo los suyos.

— Bien, caballero —decía doña Charlotte—, ¿ha informado el conde de mis ambiciones? Estoy cansada de contar mis ganancias en troncos de árbol, gavillas de centeno y diezmos menudos. Cansada de entablar procesos contra los señores y los curas del vecindario por un trocito de prado o tres pies de viñedo.

—¡Ah, señora!, ¿y quién vive hoy sin procesos? —replicó el armador en tono ligero—. Nuestro siglo es litigante, sólo hace falta ver lo orondas que están las gentes de la justicia.

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—No puedo soportar los pleitos —dijo la canonesa—. Pensad que en 1762 aún estamos peleándonos por el derecho sobre un campo de trigo... ¡que anda discutiéndose entre Neuville y Cuet desde 1556! La tierra está demasiado poblada. ¿Cómo conservar los bienes y aumentar los beneficios en un reino habitado por más de veinte millones de personas que quieren enriquecerse al mismo tiempo? ¿No es lógico acabar volviendo la vista al mar?

Vincent dio un golpe de pañuelo, divertido.

—Señora, desde Neuville no se ve, pero le puedo asegurar que el mar también está superpoblado.

—Veamos —dijo doña Charlotte bajando la voz—. ¿Los marinos franceses no conocen buenas rutas secretas ignoradas por los extranjeros?

Los ojos de Vincent chispearon. Le dirigió a la canonesa su mejor sonrisa blanca y deslumbrante.

—Señora, sé que os voy a sorprender si os revelo que jamás he buscado los vientos alisios para atravesar el paso del Ecuador sin descubrir a un inglés, un holandés o un español ¡que lo buscaban exactamente en el mismo lugar que yo! Por increíble que pueda parecemos a los franceses, los extranjeros también tienen compases y pilotos que saben usarlos. Y le aseguro, señora, que el mar Caribe está tan atestado de maleantes como las avenidas de las Tullerías a la hora del paseo.

Doña Charlotte no se dio por vencida.

—Caballero, con maleantes o sin ellos, ¿no es verdad que vais adonde os parece? Se sabe que nuestros corsarios son los mejores del mundo —dijo con la misma seguridad con que un gacetillero lo hubiera dicho en La Gaceta de Frauda.

Vincent trazó un pequeño saludo cómico.

—Si los caballeros ingleses creyeran lo mismo que las damas de Francia, no estaríamos a punto de perder todas nuestras colonias —dijo.

—¿Vamos de verdad a perder nuestra colonias indias? —preguntó el procurador Basset de la Marelle, que se había unido al grupo de conversadores.

Poco a poco se había ido formando un círculo alrededor del armador y el corsario. Desde que la guerra contra Inglaterra se eternizaba en todos los frentes del mundo, la discusión sobre los asuntos de ultramar era general. No es que la gente se preocupase de la suerte de la India o el Canadá, ya que, aparte de los notables de las cámaras de comercio y algunos originales con visión de futuro, todos los franceses de 1762 eran anticolonialistas, incluso los negreros de Lorient o de Burdeos que se

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enriquecían con la "madera negra". Sin embargo, los anticolonialistas de salón hubieran preferido perder la India y el Canadá a cambio de que las tropas francesas hubieran vencido en Pondichéry y Québec. No era una cuestión de lógica, sino de honor. Al morir ante Quebec, el marqués de Montcalm había lavado el honor francés, así que ya no se hablaba de las tierras canadienses perdidas. Pero se odiaba ferozmente al gobernador Lally-Tollendal que, al extremo de sus fuerzas, tuvo que abrir al enemigo las puertas de Pondichéry.

—Nada ni nadie puede salvar la India —dijo Vincent—. Demasiado tarde.

—Nuestra armada no tuvo nada que ver con esa derrota —cortó con tono abrupto el marqués de la Pommeraie—. Lally ya había perdido la India por su mala administración. Después de haber demostrado su incapacidad, demostró también su cobardía, así de sencillo.

Vincent le lanzó una mirada tan furiosa al señor de Pommeraie que Pazevin, que lo vio, se apresuró a darle una réplica mordaz.

—Creo, señor marqués, que es difícil juzgar al conde de Lally sin haber estado encerrados con él en Pondichéry.

—Encerrados sin soldados, sin munición y sin víveres —completó secamente Vincent—. Encerrados y olvidados por el rey y por la nación. De esta parte del mar no se es cobarde, pero sí un poco distraído.

—¿Y la Marina no pudo hacer nada para rescatar a Lally? —preguntó atolondradamente la vizcondesa de Chanas.

De un papirotazo de su pañuelo de borlas, Vincent se sacudió de la manga un pétalo de flor de oro y sonrió con dulce ironía.

—¿De qué Marina habláis, señora? ¡Os aseguro que la Marina inglesa hizo bien desalojando a Lally de Pondichéry! Qué hermosa escuadra la inglesa: catorce barcos de línea cruzando el puerto... Un bello espectáculo.

—¿Qué? ¿Es que estabais allí, caballero? —exclamó la señora de Chanas.

—Bueno, no estaba muy cerca, señora. Pero se veía muy bien desde lejos.

Un silencio pesó en el aire. En el grupo de conversadores, dejando aparte a la señora de Chanas, cotorra frívola que nunca se enteraba de nada, nadie ignoraba de dónde venía Vincent, y todos habían evitado hacerle preguntas embarazosas al corsario que había sobrevivido a una derrota militar. Pero el corsario era quien parecía menos molesto, y también, claro, la señora de Chanas, impaciente por ser amable y hundiéndose más aún en su metedura de pata.

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—¿Quiere eso decir que hemos perdido una batalla naval en la que vos estabais presente? —preguntó.

Como si estuviera encantado con el cumplido el caballero se inclinó ante la vizcondesa.

—Escuchad, señora —explicó con el tono paciente de quien habla a un niño—, la suerte de una batalla naval depende del número de barcos y de cañones que tengan un bando y otro.

—Comprendo, caballero —dijo la señora de Chanas, poniendo cara seria—. Los franceses tenían menos cañones que los ingleses.

—Señora, yo tenía dieciséis.

Se produjo un movimiento de sorpresa en el grupo y el procurador Basset de la Marelle intervino.

—¿Queréis decir, caballero, que os encontrasteis solo ante la escuadra inglesa?

—La soledad es la vocación de un barco corsario —respondió Vincent—. La soledad le da suerte, pero raramente si es ante los cañones de una escuadra enemiga.

—¡Dios mío —gorjeó la señora de Chanas—, qué inaudita sensación para un capitán encontrarse solo en su barco en una situación tan trágica! ¿Qué se puede hacer entonces, caballero?

—Si está loco tirará matar, pero si es prudente huirá —respondió Vincent, siempre sonriente.

—¡Oh! No quería decir... En fin, no he creído ni por un momento... —balbuceó la señora de Chanas.

El heroísmo inútil estaba tan de moda entre la aristocracia militar de Luis XV que todos los ojos se desviaron púdicamente del capitán que se había atrevido a decir que él no lo respetaba. Pauline de Vaux-Jailloux salvó la situación.

—¿No creéis que somos unos maleducados por pasar tanto tiempo hablando de política colonial en el salón de la señora de Bouhey? —dijo con indolencia la criolla.

—Tenéis razón —se apresuró a decir doña Charlotte—. Y todo por culpa de que yo quería comerciar con la Francia de ultramar. Pero ¿es que acaso existe aún una Francia de ultramar?

El marqués Caraccioli tomó la palabra.

—Nunca habrá una Francia de ultramar, señora, ya que nunca habrá una sociedad francesa de ultramar. Se dice que el duque de Choiseul desea rehacer la Marina para conquistar un imperio para Francia, pero vuestro ministro nunca podrá poblar sus tierras lejanas más que con

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gentuza, os lo predigo. ¿Por qué las personas de calidad iban a querer irse tan lejos, cuando habitan el país más agradable del mundo?

—También hay lugares bellos lejos de aquí —hizo notar Vincent.

—¡Pero el lugar más bello es la plaza Vendôme de París! —exclamó Caraccioli, vibrando de sinceridad—. ¿Puede uno abandonar Francia cuando se la conoce? Si yo he nacido en Nápoles, sólo ha sido por un monstruoso error de la naturaleza.

—Y yo digo lo mismo —suspiró el abate Galiani, secretario del marqués—. Acabo de cruzarme en Ginebra con el caballero Casanova, que corría hacia Lyon, y si en algo nos hemos puesto de acuerdo durante toda la comida es sobre el punto de que sólo se vive bien en Francia. Fuera, se vegeta. ¡Ah!, y por cierto, escuchad el ruido que hacen los jesuitas porque vuestro ministro quiere expulsarlos. Los comprendo. El señor de Choiseul sería menos cruel colgándolos que expulsándolos. Es mejor morir en Francia que vivir lejos.

—A propósito de los jesuitas, ¿cómo están las cosas? —preguntó el consejero Audras—. Se dice que la marquesa de Pompadour busca también su ruina. ¿Qué se dice en París? ¿Cerrará o no cerrará el colegio jesuita de Louis-le-Grand?

Los chismes sobre el enfrentamiento entre jesuitas y jansenistas estaban que ardían, sobre todo porque, al parecer, los jansenistas decían que sus rivales frecuentaban demasiado los dormitorios de sus alumnos.

Vincent se inclinó hacia el oído de Pauline.

—Así somos los franceses —murmuró en tono burlón—. Estamos a punto de perder la guerra del siglo en los dos extremos del mundo y de cederles discretamente a los ingleses el imperio del mundo, pero lo que nos preocupa de verdad son cuestiones fútiles de religión. En fin, querida, vamos a bailar. Tal como están las cosas, Francia podría caerse encima de nuestras empolvadas cabezas sin que nos diéramos cuenta, tanta es nuestra frivolidad. Sigamos creyendo que París es el ombligo del mundo y que somos los dueños de los mares, comamos pan blanco de Gonesse y bebamos vino de Champagne ¡y que la galera siga bogando!

Como cada año, la gran velada de Charmont concluía con un baile de gente joven, descuidadamente vigilados por algunas damas y dos o tres parlanchines que ni jugaban ni se iban a dormir. Jeanne entró cuando los músicos de la orquesta se reponían ante un aparador con comida y bebida.

—¿Dónde estabas? —exclamó Marie—. Todo el mundo te buscaba.

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Un gran revuelo de grandes mariposas de terciopelo y satén separó a las dos amigas y rodeó a Jeanne. Héctor de Chanas logró su primer baile por casualidad. Mientras le daba la mano, le echó una ojeada a Vincent, que acababa de invitar a Emilie de la Pommeraie. "Una canonesa no debería bailar, ni siquiera con catorce años", se dijo, despechada. También ella quería a Vincent. Quería su mirada posada en ella, dejarla deslizarse desde sus ojos sobredorados hasta sus labios carnosos, de sus labios a su escote, de su escote a su fina cintura... Desde que había descubierto los tesoros de su cuerpo quería sentir cómo se posaba la codicia sobre ellos. "Quiero que el caballero se fije en mí", pensó intensamente, crispando los dedos sobre los de Héctor de Chanas, quien no creía en la suerte que tenía.

Vincent invitó a Marie después de Emilie, como adrede para hacer rabiar a Jeanne, ya que por encima de la cabeza de la señorita Rupert se dedicó a recorrer a Jeanne con una larga mirada cálida, que la desnudó sin prisa, con un placer sin pudor. Jeanne sintió cómo se le caía del cuerpo la seda de su vestido igual que si fuera piel quemada y se indignó. ¿Acaso aquel tendero presumido de los mares creía que ella se moría de ganas de gustarle?

Para acabar de humillarla, Denis fingía no verla. En aquel momento bailaba con Emilie, aquella monjita de Ópera cómica. La expresión extasiada del joven sorprendió a Jeanne. Su amigo de la infancia la había envuelto demasiadas veces a ella misma en aquella expresión como para no reconocerla. ¿Quién se creía que era aquel papanatas, aquel hijo de administrador, para ofrecerle su amor a una dama religiosa de Neuville cubierta de escudos de nobleza? ¡Vaya imbécil, la verdad! Irritada, Jeanne se equivocó en un paso de minueto y Charles de Bouhey, sorprendido, le tiró de la mano.

—¿Os molesta que haya sacado a bailar a vuestras dos amigas antes que a vos?

—¿Lo habéis hecho? No me he dado cuenta.

—Lástima que no seáis tan franca como lo son vuestros ojos —dijo Vincent en tono burlón.

Jeanne prefirió reírse, aunque con una risita de labios para afuera.

El sonreía ampliamente. Aquella sonrisa le provocaba un placer que le hormigueaba por todo el cuerpo. Se hizo un repaso mental — los cabellos, el colorete, la peca, el empolvado, el vestido— preguntándose si todo estaría bien todavía. Pero no habló mientras bailaban.

—¿Dónde estabais después de la cena? —preguntó Vincent—. Os he estado buscando, señorita.

—Ignoraba que me esperaseis, caballero.

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—Yo siempre espero a la más bonita de la reunión, pero no siempre se lo puedo decir tan pronto. En tierra se pierde muchísimo tiempo en cortesías de acercamiento, ya sea para atrapar un plato que está al otro extremo de la mesa o para tocarle la mano a una belleza apetitosa. El mar es un país donde todo es más fácil. A la bonita fragata que pasa por delante de mí le envío un toque de advertencia y, si no quiere irse a pique, tiene que dejarse abordar en seguida.

—Pues es una fragata muy cobarde. En su lugar, yo resistiría.

—Digamos que intentaríais escaparos, dándome así la posibilidad de daros caza. ¡La idea de daros caza, señorita, me hace saltar de alegría!

—Porque os olvidáis que podría escapar de verdad, caballero.

—Puede que sí, puede que no.

Al tiempo que le hacía marcar el paso y dar vueltas, él se puso a inspeccionarla con la mirada del que lleva a cabo un registro, una mirada lenta y pesada, que iba y venía, y se detenía sin disimulo en los hallazgos de su gusto. Bajo el fuego de sus ojos rapaces, Jeanne sentía que resplandecía como un brillante en todas sus facetas y se encontraba muy a gusto.

—¿Y bien? —acabó por preguntarle con coquetería.

—Humm —gruñó él—. No estoy seguro de cantar victoria. Los navíos largos y finos son por lo general caprichosos. Su funcionamiento depende de un gran número de causas, muchas de las cuales permanecen sutilmente escondidas, y es muy difícil prever de cuál de ellas dependerá al momento siguiente. Y ahora, señorita, ¿vamos a continuar tonteando o nos vamos a galantear más razonablemente detrás de algún biombo?

— ¡Oh!

—No pongáis esa cara. Supongo que esperáis que un corsario sea audaz, ¿no? Disculpad por tanto mis audacias (hablo de las próximas) pues tengo intención de haceros la corte y ya me han dicho otras veces que la hago sin contemplaciones.

—¿Quién os lo ha dicho?

—¡Bonitas hipócritas, supongo!

Ella soltó una alegre carcajada.

—Me encanta haceros reír. Reís con unas ganas locas. Bailáis con unas ganas locas. ¡Ay, qué lástima que durante la cena os haya dado la espalda! ¿También coméis con un apetito loco?

—Cuando amo, sí. Mirad, llevadme a tomar un sorbete. Florimond lo ha preparado de grosella.

Vincent tomó otro a la menta.

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—Ahora vámonos a charlar —dijo ella una vez que se hubieron refrescado—. Quiero llevaros a mi refugio favorito para que me habléis del mar.

El la siguió a la biblioteca.

Era una amplia habitación de aspecto a la vez severo y acogedor, con las paredes enteramente cubiertas de armarios enrejados en viejo roble casi negro. Aquella noche estaba desacostumbradamente animada, y muy iluminada, aunque sólo en sus dos extremos, donde se habían instalado algunos jugadores de quince y de hombre. El rincón al que se dirigió Jeanne estaba en penumbra y se prestaba a las confidencias.

—Este es mi lugar favorito para soñar —dijo ella señalando un pesado canapé estilo Regencia en madera dorada, cubierto de una tapicería con escenas de las fábulas de La Fontaine un poco pelada en algunos sitios.

Le gustaba venir aquí a esconderse durante horas con una pila de libros a su lado, libando ahora de uno, ahora de otro, apoyando la cabeza en el respaldo cada vez que encontraba una frase que la hacía evadirse, aspirando a veces a pleno pulmón el potente olor a cuero de los cuatro mil libros de la biblioteca, el olor tranquilizador de una inmensa reserva de sueños.

—Habladme del mundo —dijo ella nada más sentarse—. ¡Habladme de todos los países que existen al otro extremo de los mares!

El hizo una mueca lastimosa.

—Me ponéis en un apuro. Todas las muchachas se han convertido en sabihondas. ¡Qué siglo! Ya me han hecho preguntas sobre la rosa de los vientos, el astrolabio, las mareas, el cañón de treinta y tres libras, la latitud de la isla de Borbón, la velocidad media de un tres mástiles... ¡qué sé yo! Cualquier día pedirán que las admitan en la Escuela Militar y en la Academia de Ciencias.

—Pues claro. ¿Por qué no? Las ciencias son muy entretenidas. Mucho más que el bordado.

—Francamente, querida, ahora que estáis tan bonita en traje de baile, ¿es razonable que me pidáis una clase de geografía, cuando podría hablaros de vuestros ojos de oro y de otras cosas preferibles? Sin contar con que os equivocáis de persona para informaros sobre tierras lejanas: soy muy hogareño.

Ella ahogó su carcajada con el pañuelo por no llamar la atención de los jugadores.

—Sí, os doy mi palabra —afirmó Vincent—. El único país que un marino conoce verdaderamente bien es el propio mar. Voy de puerto en puerto, y entre dos puertos sólo está el mar. Vivo en un nicho sobre el mar.

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¿Deseáis que os cuente cómo es el camarote del capitán? Es tan pequeño que conozco cada centímetro cuadrado de memoria.

—¿Y a pesar de ello cambiáis de navío?

—Sí, y creo que el cómodo lujo que me he dado con la Belle Vincente os agradaría. Y como una bonita curiosa es siempre bien recibida en el camarote de un capitán de fragata, os invito. La Belle Vincente está anclada en Marsella, muy cerca de aquí. Hoy en día con las sillas de posta uno ya no se rompe el cuello viajando y se llega antes de haber salido. Id inmediatamente a Marsella, e inmediatamente os embarcaré y os haré ver el país del mar con vuestros propios ojos.

—¡Qué locura! —dijo ella, sonriendo.

—¿Por qué? ¿Acaso no habéis soñado con países lejanos y os habéis imaginado a bordo de un barco que os llevaría hasta ellos?

—¡Oh, caballero, si supierais cuántas veces lo he soñado!

La respuesta había sido murmurada con una pasión sorda. Vincent apoyó la mirada de sus ojos oscuros en la de su vecina.

Una entrevista galante consiste en una serie de momentos. Y a veces —en una mirada, una sonrisa, un gesto, una palabra— surge ese instante en el cual la pareja deja de jugar. Al ser muy fino en las maniobras de canapé, el corsario sabía captar y aprovechar de maravilla ese instante para convertir un tonteo en un diálogo de corazón a corazón, pero aquella noche fue un impulso de su sensibilidad el que le cambió la voz.

—Jeanne —le preguntó dulcemente—, ¿habéis visto alguna vez el mar?

Ella se estremeció de los pies a la cabeza. Al pasar del tono burlón al tierno, llamándola osadamente por su nombre de pila, la había desarmado. Aunque ya no era una niña, tuvo ganas de contarle sus viejos sueños infantiles a aquel extranjero de paso, de repente tan cercano.

—El mar... —comenzó con voz lenta—. El mar sólo lo he visto en pintura, caballero. ¡Pero tengo la cabeza llena de él! Ignoro por qué, pero he hecho del mar una novela que no tiene fin.

—Es que el mar es una novela que no tiene fin. Un marino está partiendo siempre, sin llegar nunca a ninguna parte.

—¡Oh, yo sí que llego a alguna parte! Al océano Indico, casi siempre. Sí, casi siempre es allí donde el mar me lleva.

Vincent sacudió la cabeza.

—El mar no os lleva a ninguna parte. Hace falta obligarlo a que os lleve. Si es la ruta que más fascina a los hombres, es porque es la más difícil.

—¿Por eso lo amáis?

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—Por eso también. Lo amo por tantas cosas, claras y oscuras... No se puede hacer nada contra el amor al mar. En cuanto se le ha tomado gusto, el mar atrae como el opio. ¡Cuanto más me alejo de mi barco, más lo veo crecer en mi imaginación! Por poco que dure nuestra separación, me pongo a bailar de impaciencia en tierra como él baila de impaciencia en el puerto.

Se quedó en silencio. Con la mirada hundida en la noche sin luna, que daba sobre la puertaventana de la biblioteca, sonreía con los labios apretados, sin duda a la Belle Vincente, que se balanceaba en la rada de Marsella. El silencio se prolongó entre ellos, pero formaba de tal modo parte de su encuentro que Vincent prosiguió en voz muy baja con toda naturalidad.

—Mirad, Jeanne, hay tres clases de seres: los vivos, los muertos y los marinos. Juraría que el griego que dijo eso vivió largo tiempo en el mar. Aprendió que puede cambiarse de estado sin morir.

—Cambiar de estado... —la expresión del marino fijaba por fin lo incierto de sus horas azules, en que su cuerpo le pesaba, le impedía (por un calambre, el frío o el hambre) sentirse de verdad otra, lejos—. Cambiar de estado —repitió—. Desembarcar como nueva en un mundo nuevo... Lo he soñado a menudo. ¿Será tal vez posible, después de todo?

—¡Ah, os prometo que sí! Y estoy dispuesto a cumplir mi promesa. Dejad que os lleve y os haré navegar hacia el sur. Cuando noche tras noche veáis la estrella polar descender suavemente en el horizonte, sentiréis... Por todo vuestro cuerpo sentiréis que estáis a punto de cambiar de alma. La Jeanne que conocéis se zambullirá en el mar. En el mar no hay ni pasado ni porvenir. El tiempo que conocéis es un mito, señorita, un mito y una enfermedad. Los terráqueos se aferran al pasado y al porvenir. Arrastran sus viejos pesares o se refugian en sus esperanzas. El mar obliga a vivir en el presente. Sólo puede vivirse en el presente del velamen que se tiene, segundo a segundo, y del viento que pasa entre esas velas.

—¿Y el presente perpetuo os hace perpetuamente feliz?

—En todo caso, os libera.

—¿De qué?

—¡Del pasado y del mañana! El mar es un creador de realidades. Dulces o duras, poseen al menos el peso de lo concreto. Me gusta lo concreto. Soy un epicúreo.

Ahora le llegó el turno a Jeanne de contemplar largamente la oscuridad de la noche.

—Yo sueño demasiado —dijo bruscamente—. Lo sé, siento que sueño demasiado. Siento que mis sueños me pesan, me atan, me sofocan... y no

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me satisfacen tanto como antes. Aquí, sobre este viejo canapé, he vivido toda una vida de ensoñaciones que me parecía perfecta. Si mi vida no era como yo quería, sólo tenía que venir aquí para comenzar a vivir según mi sueño, fuera éste para reír o para llorar. Pues bien, parece que ese poder que tenía me abandona. Desde hace algún tiempo sucede que me aburro en medio de una historia que me estoy contando, por muy bonita que sea. De pronto veo este rincón, que es mi rincón, mi refugio, con ojos de prisionera. Las piernas me hormiguean y siento una opresión en el pecho pensando que estoy quieta en lugar de estar viajando lejos, donde la vida bulle, donde la vida o la felicidad de vivir no son un sueño vano, donde son como... como...

Con las palmas de las manos vueltas hacia arriba ella palpaba, arrugaba el tejido del aire, intentaba encerrarlo entre sus dedos. Vincent acabó la frase en tono algo burlón.

—¿Dónde la felicidad es un pez brillante al que podemos devorar a dos carrillos...?

Ella lo miró.

—Os reís de mí, y con razón. Mis palabras son irrisorias.

—No me río de vos, señorita, os sonrío. El matiz es importante.

—Sé muy bien que no debería contaros estas tonterías. Si la señora de Saint-Girod me oyese, diría que hay que quemar a Jean-Jacques Rousseau por haber escrito La nueva Eloísa, por culpa de la cual las muchachas se están tomando la fastidiosa libertad de mostrarse sentimentales incluso en su conversación. ¡Pero esta vez es por culpa vuestra!

—¿Ah, sí?

—Sí, es culpa vuestra. ¿Os dais cuenta del modo en que habláis del mar? Lo describís como un país en el que la felicidad casi puede tocarse. Escuchándoos he sentido unas ganas locas de tocar la felicidad de la misma manera que toco un gato, un melocotón, una rosa... ¡Me habéis vuelto tonta!

El la escuchaba envolviéndola en una mirada en la que la ironía se cubría con un velo de divertida ternura. Ahora en silencio, ella contemplaba pensativa las puntas de sus bonitos zapatos de satén rojo, respirando algo agitadamente. El se inclinó, le tomó una mano y la besó suavemente... La recorrió con un leve roce de los labios juntos, ascendió sin prisa por la muñeca, luego a lo largo del brazo hasta el hueco tibio y satinado donde, bajo la bocamanga de muselina blanca, latía la vena cefálica. Ella no decía nada, abandonaba su brazo, embotada por el placer que provenía de su piel acariciada y se le subía a la cabeza. Lejos, detrás del alto respaldo del canapé, los jugadores continuaban susurrando familiarmente, como tranquilizándola acerca de la inocencia

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de los besos que estaba recibiendo. Se le escapó un leve suspiro de bienestar. La boca de Vincent, todavía prudente, se entreabrió un poco en el pliegue del codo, se entretuvo en una lenta caricia húmeda... Los ojos de Jeanne se posaron en la peluca blanca de la cabeza inclinada, y sintió un agudo deseo de arrancarla, de lanzarla lejos para liberar los rizos negros de Vincent y enterrar en ellos su rostro. Marie le había dicho que Pauline hablaba a menudo de los cortos rizos negros y sedosos de su amante, con aire de estar enredándolos voluptuosamente entre sus dedos...

La evocación de la amante del corsario la sacó de su encantamiento. Con un movimiento brusco retiró el brazo.

—A la señora de Vaux-Jailloux no le gustaría vernos —dijo con una voz que esperaba que fuera fría.

—La señora de Vaux-Jailloux no ve nunca lo que no debe ver —replicó tranquilamente Vincent—. Pauline tiene un gran corazón.

—¿Y vos, caballero?

—Creo que tampoco está mal.

—Si habláis de su volumen, os doy la razón. ¡Debe de ser capaz de contener mucho a la vez!

—¿Es que me vais a hacer el honor, querida mía, de una primera escena de celos?

—Esta vez sois vos, caballero, el que sueña. Sólo somos celosos de aquello que querríamos poseer, y a mí no me interesa poseeros. Pertenezco a otro.

—¡Oh! —exclamó él, alzando una ceja—. ¿Y dónde está ese otro?

—De viaje. Estoy prometida y me caso en septiembre.

—¡Oh! —exclamó de nuevo Vincent.

—Por eso es por lo que os pediría que no... Os ruego que dejéis vuestros jugueteos.

—¡Oh! —exclamó el caballero por tercera vez.

—¡Oh, oh, oh! ¿Eso es lo único que sabéis decir?

—No.

De nuevo la recorrió toda, pesadamente, con su ardiente mirada, y de nuevo ella sintió que se ablandaba, como un tallo sin agua.

—¿Qué edad tenéis, Jeanne?

—Quince años —dijo ella, incapaz de no responder.

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—Bien, pues merecéis tener doce. Aún no conocéis a los hombres, si no sabríais distinguir que no estoy bromeando y apreciaríais mis besos en su justo punto de sinceridad. Y sabríais que volver a besaros es justamente la única cosa que deseo hacer en este momento. La verdad, querida, ¿no os dais cuenta de que lo deseo hasta el punto de que siento tentaciones de comportarme como un salvaje?

Aquella palabra amorosa inesperada, "querida", tuvo para ella una resonancia desconocida que le produjo un escalofrío.

Emocionada, durante un instante perdió el sentido del oído y sólo pudo atrapar una parte de las palabras de Vincent.

—.. .así que mi ofrecimiento de raptaros es cada vez más firme. Corazón mío, os doy dos días para hacer vuestro equipaje. Aunque es una gran pérdida de tiempo, puedo retrasar mi partida hasta pasado mañana. Sin embargo...

Con mano firme le levantó la barbilla.

—... ¿seríais capaz de estar lista mañana, Jeanne? ¿O este mismo amanecer...?

Jeanne se soltó de su mano, reunió toda su sensatez como pudo.

—Vamos a ver caballero —comenzó con una vocecilla ahogada—, ¿por qué os burláis de mí? Veo muy bien que estáis haciendo comedia, porque no es posible que queráis apoderaros así, de repente, de la prometida de otro, ¡de una persona que sólo hace una hora que conocéis!

—¿Cuánto tiempo creéis entonces que necesito para saber que deseo a una joven beldad y que la quiero para mí? —preguntó Vincent con gran calma—. En cuanto a que al parecer pertenecéis a alguien... Debéis saber que nunca he hecho una buena presa que no perteneciera a alguien. Eso no me preocupa.

—Estáis loco, caballero —dijo Jeanne intentando levantarse.

El la retuvo sin esfuerzo.

—Muy loco —admitió él—. Pero, tranquilizaos, soy tan dulce como loco.

La apoyó cómodamente en el respaldo del canapé, la mantuvo en sus brazos, le sonrió y comenzó a acercar su sonrisa al rostro de Jeanne... Ella cerró los ojos un instante, y cuando los abrió habían adquirido su maravilloso color turbio. Vincent la aprisionó suavemente entre su pecho y el respaldo del canapé y la besó en la boca. Los dientes entrechocaron, pero pronto el beso se ablandó, se ensanchó, duró y duró... ¡Vincent podría haberlo hecho durar hasta el fin de los tiempos sin que Jeanne se hubiera atrevido a moverse! Cuando al fin el corsario se apartó de ella, no pudo impedir que la bonita cabeza empolvada en escarcha se enterrara en su hombro, ebria, extraviada.

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"¡Tiene doce años!", pensó él, más emocionado y divertido que contrariado. El novio, por lo que parecía, no le había enseñado a hacer el amor con peluca. "No comprendo por qué los curas se empeñan en tronar en el púlpito contra el maquillaje y los polvos —se dijo—. ¡La moda de las mujeres pringosas protege a sus feligresas de los malvados lobos mejor que cualquier otra cosa!". Sin embargo, su casto placer del momento valía el estropicio hecho a su traje. Tenía su mérito lograr que una niña de quince años saborease su primer beso. Estaba increíblemente contento de sí mismo, como si hubiera conseguido su primera virgen. Su única preocupación era que su criado no estuviera en su lugar en el vestíbulo para cepillar la suciedad de su traje de seda gris ágata. La última vez que había visto a Mario, aquel bribón le había parecido tan poco útil para el servicio como al final de un banquete de partida para los mares.

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Capítulo 8Capítulo 8

—¿No es una lástima tener que estropear un trabajo tan bonito? —gemía Bellotte mientras frotaba la cabellera de Jeanne.

—Aclarad bien, aclarad bien, Bellotte —dijo Jeanne—, y luego me echaréis un último jarro de agua con vinagre...

Tatan contemplaba la escena con mala cara.

—¡Ah, la señora estará contenta de veros toda despeinada a la hora de comer! Aún tenemos muchos invitados, delante de los cuales pasaréis la vergüenza de aparecer como si acabarais de salir de la cama. Y ¿habéis pensado que en la cena estará vuestro futuro? ¿Qué va a decir el señor procurador, que va siempre de veintiún botones?

—Las damas que el Niçois se tomó el trabajo de empolvar ayer, han pasado la noche sensatamente sentadas, con la cabeza envuelta en muselina —dijo Pompon, que bostezaba mientras se bebía su leche manchada de café—. Sólo a vos, señorita, se os ocurre poneros en negligé para recibir gente. A veces tenéis ideas de rústica.

—¡Y además miren mi suelo! —exclamó Tatan—. ¡Todos estos desechos de polvo, una porquería que no me gusta ver en mi cocina! ¿Por qué no habéis ido primero a quitároslo al baño?

—Ya veis, Tatan, pensáis como yo que el almidón es una porquería —dijo Jeanne alegremente—. El baño está invadido. Y aquí disfruto del buen fuego de Nanette. Venga, Tatan, no me riñáis y traedme café mientras se me seca el cabello. Sé muy bien que me encontráis muy guapa al natural.

Necesitaba sentirse muy guapa. Vincent le había pedido una cita secreta y ella le había indicado un pabellón abandonado y aislado en un claro del bosque de Neuville. Debía esperarla a mediodía. Era una sensación deliciosa llevar consigo, escondida, una complicidad con un hombre. Ya la noche anterior, cuando volvieron a la reunión, había sentido que se formaba un vínculo mágico que la unía a Vincent a través del obstáculo de los cuerpos y las voces. Pauline había observado a uno y después al otro con una pregunta indefinible en los ojos, antes de decir que se moría de sueño. Vincent la había envuelto en un amplio chal de las Indias y se la había llevado.

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¿La habría besado durante el trayecto? Y más tarde, en Vaux, ¿la habría tomado en sus brazos? Se había acostado a las tres de la mañana con todas esas preguntas en la cabeza y había tenido un corto y agitado sueño. A las seis estaba en pie, ojerosa, con la ropa arrugada, fea y además sucia, con su peinado de marquesa transformado en un merengue estropeado y torcido, resquebrajado y pelándose por placas. Había bajado a la cocina para quitarse de la cabeza aquel horror. Luego, sentada en un escabel delante de la chimenea, tomando a pequeño sorbos su café caliente, se sentía como una resucitada.

Los ayudantes de pastelería del maestro Florimond, los primeros en llegar, le daban al rodillo de amasar mientras lanzaban ojeadas disimuladas a la ondina en enaguas, cuya cabellera mojada le caía hasta la mitad de la espalda como un soleado río, en el cual las llamas del hogar formaban amplias corrientes de colores ondulantes.

Jeanne le devolvió la taza a Nanette.

—Tatan, vuestro café no es bastante fuerte —dijo.

—No me gusta fuerte —dijo de mal humor Tatan—. Y por la mañana quien manda soy yo. Cada mañana la señorita Sergent me hace comprar café en polvo del que me gusta, en el colmado de Châtillon. No es que quiera complacerme, es que es más económico porque el tío Jacquet lo mezcla con harina de garbanzos, que le quita el amargor. Y a mí me parece que eso liga muy bien.

—Tatan, por mucho que digáis, vuestro café es abominable —dijo Jeanne con una mueca.

—Las mujeres sobran en la cocina, salvo para lavar la vajilla —soltó insolentemente el ayudante Darnois.

—¡Claro, las mujeres no tenemos suficientes cualidades para estar en la cocina! —ladró Tatan—. Pero podemos estar tranquilas porque vuestro Florimond las tiene todas: es vanidoso, bribón, ruinoso, brutal, nos toca el culo, es un borracho y tendrá el paladar quemado antes de los cuarenta años... ¿Y a ese tengo que hacerle la reverencia?

—Señora Tatan —respondió el ayudante, burlón—, ¿he de creer que el señor Florimond os mete mano incluso a vos?

—¡Faltaría más! —gruñó Tatan en medio de una explosión de risas.

Riendo de este modo, Jeanne huyó. No tenía ningunas ganas de asistir a una nueva batalla de la gran guerra que se había declarado entre los cocineros y las cocineras desde hacía algunos años en las mansiones parisienses y que rebotaba hasta el fondo de los castillos de provincias.

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Había decidido vestirse de caballero en lugar de hacerlo de amazona. La verdad es que no poseía más que una vieja falda de amazona, mientras que estaba bien equipada de prendas masculinas. Antes de tomarla con ella, Denis, que en un año le había pasado media cabeza, le había regalado tres trajes que se le habían quedado pequeños, el más nuevo de los cuales era el rojo escarlata, que tan bien le sentaba. Qué amable era entonces y cómo la quería... Se puso el calzón rojo suspirando. ¿Por qué había que perder unos amores a medida que se iban ganando otros nuevos? ¿Estaba escrita en algún libro de cuentas una cantidad de amores que no podía sobrepasarse?

Aunque de corte algo anticuado, la casaca no era demasiado amplia y le marcaba el fino talle, que no ceñía ningún corsé de ballenas. Bouchoux había abrillantado bien las botas de cuero salvaje a base de escupir mucha saliva: hasta los tacones brillaban. Con un gesto de la mano ahuecó la chorrera de la camisa, se lanzó una última ojeada y se estremeció al pensar en mostrarse tal cual, sin polvos y con los cabellos negligentemente recogidos en la nuca con una delgada cinta de tafetán negro. "¡Ni que fuera sin camisa!", pensó. "¡Qué educación más tonta nos dan a las mujeres! “Aquella mañana de abril era de un blanco luminoso pero helado. Pasmada de frío, Jeanne apresuró el paso y atravesó el patio. Sólo se cruzó con criados que iban a los establos. Era mediodía menos un cuarto. Desde hacía dos horas aquellos cazadores que no estaban rendidos por la partida del día anterior, habían salido a cazar con fusil. Los demás invitados sólo bajarían a la hora de la comida, que la baronesa había fijado para las tres de la tarde.

Un palafrenero la ayudó a ensillar a Blanquette.

Como de costumbre, la yegua tenía ganas de galopar pero su ama la puso al trote. No quería llegar la primera a la cita. ¡Y además era tan agradable ir despacio hacia su secreto! Era un placer que no quería desperdiciar.

Se dirigió hacia los senderos que tomaba siempre cuando iba a pasear a los bosques de Neuville. Pero el camino que recorre una muchacha en su primera cita nunca es un camino ordinario. Bajo los cascos de Blanquette, la hierba parecía más verde que de costumbre y aquella mañana ella percibía, sin necesidad de tender el oído, el rumor interior de la savia que iba ascendiendo para alimentar los brotes nuevos de los árboles precoces. La dulce fuerza de la primavera también palpitaba en sus venas, le inyectaba una impaciente alegría por amarlo todo. Sintió un acceso de gratitud al ver un matorral de retama en floración, y otro acceso de ternura por una ardilla que trepaba a un roble, esbozó una sonrisa maravillada por el potente canto de un pájaro troglodita escondido, un gesto de amistad por un sapo paralizado de terror en medio de un sendero y del que hizo que Blanquette desviara su casco. El

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vuelo amarillo de una oropéndola rayó el azul del cielo comprendido entre dos olmos. Un mirlo dejó caer sobre su cabeza un intenso gorgorito. Toda la campiña parecía hacerle señales de que ese día no era un día cualquiera.

Al entrar en el claroscuro del sotobosque puso a Blanquette al paso. El silencio murmuraba, crujía, piaba y olía intensamente a musgo. Hileras de pálidas violetas bordeaban los dos lados del camino forestal, dominadas de vez en cuando por el amarillo de las matas de primaveras que se las habían arreglado para florecer en los calveros de sol. Jeanne respiró a pleno pulmón aquella fresca naturaleza abrileña, que le sabía a champiñones crudos. Estaba contenta y no tenía miedo. Gracias a Dios, iba hacia Vincent con una perfecta lucidez. Lo que había pasado entre ellos la noche anterior había sido por culpa del vino de España, de los violines, de la danza, del clima todo de la fiesta. Por causa también de Pauline, que la irritaba. De Philibert, que la olvidaba. De Louis-Antoine, que estaba ausente. De Denis, que la detestaba. Pero aquella mañana se sentía capaz de darse el gusto de la cita con el corsario como quien se toma una copa de Champagne. Al final del camino la esperaba una hora chispeante, y nada más. El apuesto caballero era un gran galanteador y sentirse galanteada era justamente lo que deseaba. Por haber leído a escondidas algunas comedias subidas de tono en la habitación de la baronesa, Jeanne se creía, de buena fe, lo bastante preparada para comenzar a jugar a lo que Geneviève de Saint-Girod llamaba, ocultándose el rostro con el abanico, "el libertinaje decente y razonado". Si ella se había olvidado de razonar cuando el caballero la había corrompido un poco, era porque se trataba de su primer beso. Ahora que ya tenía experiencia, no se dejaría sorprender. ¡Qué diablos! Ningún atrevimiento tenía por qué turbar a una muchacha que ha leído comedias tan desenfadadas como La verdad está en el vino o El amante asmático. A las palabras más atrevidas del corsario le bastaría con responder en el mismo tono, siempre con una sonrisa espiritual... y no entregándole su mano en ningún caso. Este juego amoroso estaba muy bien explicado en las novelas de Crébillon hijo, que el abate Rollin le había prohibido leer.

Ya sólo faltaba media legua para llegar al pabellón...

Aquel viejo pabellón de caza les servía de desván, ya olvidado, a las monjas de Neuville. Era una vasta construcción de un piso de adobe, ahora agrietado. Un montón de muebles rotos, mohosos, carcomidos, cubiertos de telas de araña atestaban las habitaciones de la planta baja. Una provisión de leña obstaculizaba el vestíbulo, y había que deslizarse por detrás para alcanzar la empinada escalera que llevaba a la única pieza habitable del primer piso. Sin pedirle permiso a nadie, Charles de Bouhey la había arreglado al cumplir quince años para poder llevar allí a las pastorcillas, de las que el colegial hacía buen consumo durante sus vacaciones en el castillo. Aquel nido de amor comenzaba también a

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servirle a Jean-François, que pronto tendría catorce años, pero ninguno de los dos iba allí en día de caza a fusil: entre un fusil y una muchacha, ambos escogían, voluptuosamente, el fusil. Jeanne sonrió al imaginar la sorpresa que tendría Vincent cuando ella le ofreciera un desayuno en aquel pabellón, a base del pan de especias, las confituras y el vino de Condrieu que Charles le pispaba a su abuela para agasajar a sus conquistas.

Vincent iba y venía delante del pabellón azotando sus botas con la fusta. Canturreaba el viejo himno de guerra de las galeras de Malta, que le salía en bocanadas de vapor blanco debido al frío:

¡De La Vallette a Kabatto,

De Boyda a Sirocco,

Pasa el bajío, y venga lo que viniere...!

Sólo hay un faro y seis torretas,

Pasa el bajío, y venga lo que viniere...!

Jeanne bajó del caballo en sus brazos y de repente se sintió menos segura de poder llevar el juego con el dominio del novelista Crébillon hijo.

—Tengo algo de frío —mintió—. ¿Y si damos una galopada?

—Vos no tenéis frío —dijo con calma Vincent.

Parecía fascinado por los cabellos de la joven, tanto como ella lo estaba por los del hombre. Tampoco él llevaba peluca y su peinado era salvaje: una masa de cortos rizos muy negros le cubría la cabeza, de la que Jeanne no acertaba a despegar la vista.

—¿No os atrevéis a preguntarme por qué me gusta parecer un condenado escapado de prisión, cuyos cabellos no han tenido tiempo de crecer? Lo hago para no tener que llevar sombrero ni peluca y que el cabello no se me enrede en los obenques.

—Es bonito —murmuró Jeanne a su pesar.

El tiró suavemente de su cinta y ella, dócil, sacudió la cabeza. Vincent levantó con las manos la espesa y lisa cabellera rubia y se acarició los labios con la punta de un mechón. Ella se había perfumado con una suave mezcla dulzona de iris, lis y manzanilla, y él deseó tener la nariz de barro

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o esponja para que permaneciese impregnada de aquel perfume durante mucho tiempo. Cuando por fin habló, lo hizo con voz sorda.

—Querida mía, resultáis un muchacho muy guapo. La Belle Vincente estará orgullosa de embarcaros como paje.

—¡Oh, vamos, caballero! —respondió ella, intentando romper con tono alegre el encantamiento que los mantenía de pie uno delante del otro—, ¿vais a empezar de nuevo a burlaros de mí?

—Y vos, ¿acaso no os burláis?

Se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta del pabellón y la empujó. La puerta se abrió chirriando.

—¡Esto parece la madriguera de un bucanero! ¿No os parece una burla dar citas de amor en semejante lugar?

Ella sonrió con malicia, rodeó el montón de leña, haciéndole señas de que la siguiese...

La habitación de arriba estaba limpia, suficientemente amueblada, revestida de tapices y provista de chimenea. Por el fuego de la chimenea, le provisión de leña, la reservas de velas y vino, por la ropa de cama limpia que cubría el lecho, Vincent reconoció al primer golpe de vista los cuidados de un criado fiel encargado del mantenimiento de aquel nido de amor.

—¡Por Dios, señorita, no me esperaba encontraros tan galantemente alojada a dos leguas de vuestra casa! —dijo con voz dura.

Desconcertada por el tono, que no comprendía, Jeanne se apresuró a explicarse.

—No os recibo en mi casa, sino en la de Charles de Bouhey. ¿Coquetón, verdad? Charles ha traído todo esto de Charmont con ayuda de su criado. Como es natural, no hay que decirle nada a la señora de Vaux-Jailloux, porque... en fin... Charles viene aquí a hacer experimentos de química, que su madre le prohíbe.

—Ya veo —dijo Vincent señalando las dos copas y las frascas de vino—. Con todas estas probetas y retortas sólo puede tratarse de alquimia. Se echaron a reír.

"Así que esto es el coto de caza del joven castellano de Charmont", se dijo Vincent, muy contento de que no fuera de Jeanne. Se instaló en el canapé de china roja deshilachada, colocó las piernas sobre la colcha guateada de la cama, atizó el fuego, descorchó una botella de Condrieu y llenó las copas después de haberlas hecho tintinear.

—Si las pastorcillas del señorito de Bouhey valen tanto como estas copas, el joven tiene su mérito —dijo.

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—A la señora de Bouhey no le gustan los vasos de metal. Se arruina siguiendo los progresos de los vidrieros. Estas copas forman parte del primer cristal tallado en Francia, tienen dos o tres años menos que yo. La baronesa se las compró al maestro Bûcher, que se trajo el secreto de su fabricación de Bohemia. Charles podría coger otras más sencillas.

—Nunca serán demasiado bonitas para nosotros, Jeanne. Venga, bebed.

—También el vino es robado. ¿No os molesta?

—Me importa un pimiento, ya os lo he dicho. Todos nacemos ladrones. Para no robar hay que reprimirse, mientras que en mi oficio hay que lanzarse.

—¿Y le habéis cogido el gusto?

—Sí, sí, me encanta robar, sobre todo cuando me lo puedo quedar. Pero, ¡ay!, eso es raro. Tengo que robar para el rey, para el gran maestre, para los armadores, para mis accionistas... Me roban mis robos y eso me molesta mucho. Pero, bebamos. Bebo a vuestra salud, Jeannette...

Le gustó que se decidiera a llamarla Jeannette como todo el mundo, pues él lo pronunciaba como nadie. Al decirlo, parecía acercarla un poco más a su corazón.

—Y bien, ¿no bebéis? Bebed, corazón mío, un poco de vino añade alegría al placer.

—Beberé... Pero, primero... Primero debo hablaros.

—¿Ah, sí? —dijo Vincent colocando el vaso de Jeanne sobre la mesa—. ¿Para qué? ¿Sabéis cómo se ama al estilo filibustero? De la manera más sabia que conozco. El hombre le dice a la mujer que le gusta: "Seas quien seas, te tomo. No te pido cuentas del pasado, respóndeme sólo del futuro."—¿Y la mujer qué dice?

—Nada. Una mujer no necesita decir nada. Si está allí es que desea ser tomada.

—Devolvedme mi vaso, por favor —dijo ella bruscamente.

El se lo tendió y luego le levantó gentilmente la barbilla.

— ¿Así que queréis hablarme? ¿Y sólo porque tenéis lengua? En la isla de Borbón crecen, tanto en invierno como en verano, y hasta las faldas de los volcanes, unos helechos cortos que los indígenas llaman "lenguas de mujer" porque no hay quien los pare.

—¡Sois insoportable! ¡Sólo sabéis burlaros! Después de lo que ha pasado entre nosotros necesito daros una explicación.

—No ha pasado nada entre nosotros. No todavía.

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—Pues bien, por eso justamente. He venido a deciros que no va a pasar nada —dijo ella con firmeza—. Nada es posible entre nosotros, caballero. He dado mi palabra de que sería de otro.

—Venid a pesar de todo a dar una vuelta por el mar. Ya seréis del otro después. Vuestro prometido, que es un hombre paciente, os esperará.

—¿De dónde sacáis que es paciente?

—Lo he adivinado.

Ella lo miró, indecisa. Los ojos de Vincent chispeaban. Con su pañuelo de madroños se limpió la mota de una manga, enviando a Jeanne su perfume de azahar. La estaba tratando como a una pavitonta de provincias a merced de su capricho. Resultaba claro y muy humillante. Ella le lanzó a bocajarro:

—Caballero, no es mi prometido lo que me impide partir a la ventura.

—Ya me parecía —se burló Vincent.

—Amo a otro hombre —dijo, desafiante.

—¡Buena noticia! ¡Quien engaña a un hombre puede engañar a dos! Amadme como tercero. Parece que no os costaría mucho esfuerzo.

Roja como la grana, Jeanne se enfadó.

—¡Soñáis despierto, caballero! ¡Qué presunción la vuestra! ¿Sólo hace un día que os conozco y ya debería apresurarme a amaros?

—Jeanne, igual que para escribir un soneto, el tiempo no cuenta en el amor.

—Os engañáis —dijo ella con una repentina emoción—. Sé que me tomáis por una pavitonta con la que os divertís, pero tengo el corazón lleno desde hace años y... —se interrumpió en seco, se mordió el labio y concluyó secamente—: no os debo confidencias —a continuación, tomó un aire mundano—. ¿Vamos a probar la confitura de ciruela o la de frambuesa?

Inclinado ante la chimenea, él se frotó por última vez las manos al calor del fuego.

—Ahora que ya no tengo las manos heladas, dadme las vuestras en señal de amistad... —tiró de ella—. Venid a miraros. El espejo es malo pero vos lo haréis bueno. Ved, Jeanne, el satinado de vuestra piel, el brillo de vuestros ojos, el mullido de vuestros labios, el estremecimiento de vuestra nariz, la palpitación de vuestro pecho... Tenéis un cuerpo terriblemente vivo, Jeanne, no estáis hecha para dejar a la presa por la sombra. Si os forzáis a hacerlo, os traicionaréis.

—¿La presa por la sombra? —le preguntó ella al reflejo de Vincent en el espejo.

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—Olvidad las conveniencias y tocad un poco el paño de mi casaca —dijo, haciéndola girar hacia él—. Tocad, tocad, corazón mío, no es vulgar paño de Provenza sino verdadero paño inglés. Venga, tocad la manga... Y tocad también la muselina del puño, pura muselina mil flores de la India, y tocad también mi mano...

—¿Me daréis la clave del juego, caballero?

—Os enseño a reconocer a una verdadera presa, Jeannette. ¿Me dejaréis marchar, a mí, tan palpable y con tan buena voluntad, para perseguir a una sombra fugitiva como la del doctor Aubriot?

Ella lo miró fijamente, sofocada, los ojos dilatados, la boca entreabierta.

—No quiero que su nombre se pronuncie aquí —dijo al fin con voz ronca—. Y, para empezar...

—¿Quién me lo ha dicho? La señora de Vaux-Jailloux.

—Así que la señora de Vaux-Jailloux está metida en el complot —silbó Jeanne entre sus dientes apretados de rabia—. ¿Nos embarcaremos los tres?

Vincent se echó a reír.

—Celosa estáis adorable. Querida mía, Pauline es más fina que eso. Me ha preguntado la verdad y se la he contado. Ya veis, Pauline y yo nunca no hemos prometido más que placer y amistad.

—La señora de Vaux-Jailloux no ha podido contaros nada porque no sabe nada —exclamó Jeanne con cólera.

—Pero su amiga la señora De Rupert lo sabe todo por su hermana la de Saint-Girod —explicó Vincent, sonriendo—. La Saint-Girod cree que sentís un amor de infancia por el señor Aubriot. Ha sido vuestro profesor de botánica, lo admiráis, tenéis quince años y creéis amarlo, eso es todo.

—¡Este rincón no es más que un inmenso salón de chismosos!

—¡Oh, toda Francia lo es! El siglo así lo quiere. Nos gusta chismorrear acerca de todo. Pero ¿qué os importa que se hable de vuestro secreto de niña? Ya no lo sois.

—Sí que me importa y mucho —murmuró ella—. No podéis saber, caballero, lo que el señor Aubriot representa para mí. El me lo ha enseñado todo. Me ha hecho tal como soy. Si algo os gusta de mí, es cosa suya.

—Tonterías —dijo él tomándole la mano.

—¡Es verdad! Es un genio. No sólo tiene inteligencia en la cabeza, ¡sino fuego! No os podéis imaginar lo que es un paseo con él al amanecer en

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Dombes. Me hacía comprender toda la belleza del día, escuchar cómo crece la hierba, adivinar una trucha bajo el agua...

Su capacidad de percepción es incomparable. Me ha hecho compartir su sed de descubrimientos. ¿Comprendéis lo que significa la felicidad de vivir junto a un sabio que se enamora de todo cuanto ve y sabe explicároslo con palabras que vuelven asombrosas y admirables las cosas más sencillas de la naturaleza? Por ejemplo, un simple plantío de berros...

La voz de Jeanne vibraba en la habitacioncita, henchida de piedad amorosa. La pasión se reflejaba en sus ojos, dorada, resplandeciente. Vincent, con el corazón encogido, se dijo que Jeanne hablaba de su amor de infancia como un místico habla de su dios y que sería más difícil de lo que había creído arrancar ese dios sin herir a la niña. Por otra parte, ¡no pensaba dejar que le diera a comer berros aliñados con salsa Aubriot! Con un movimiento rápido se inclinó hacia ella y le dio un breve beso en la boca.

—¡Oh! —exclamó ella.

—Perdón —dijo él—. Es sólo para que me dejéis hablar a mí. Me aburre oíros hablar como una heroína de teatro, siempre empeñada en querer al amante que no está en escena. ¡Shhh! ¡Silencio, marinero! Aubriot ha tenido todo el tiempo necesario para venderos su verde, dejadme venderos mi azul. Yo también, Jeanne, puedo ofreceros algo de la bella naturaleza. ¡Un inmenso campo azul cuya floración comprende paisajes enteros! Escuchadme un poco. Cuando salga de Marsella, voy a Malta haciendo escala en Córcega, Cerdeña, Nápoles y Sicilia. Un verdadero crucero comercial sin peligro. Tendré todo el tiempo libre para haceros el amor durante el viaje. De vez en cuando, y para que descanséis, os llevaré a temblar un poco ante los cañones de los bandidos corsos, a comprar piezas de bordados sardos, bañaros desnuda en el golfo de Gaeta y recoger perejil silvestre al pie de algún templo griego. ¿Qué decís de mi menú?

—Que habéis olvidado Malta —dijo ella, sonriendo a su pesar.

—Es el postre. Porque un día, en efecto, veréis la isla de Malta venir hacia vos... Allá a lo lejos, a lo lejos, como un juego de colores. Veréis cómo se eleva en el horizonte una línea de bruma azulada encajada entre los grandes azules del mar y el cielo, oiréis una voz gritar "¡Tierra!" y los marineros se pondrán a bailar de alegría en el puente. De la espesa bruma subirá lentamente un alto acantilado cada vez más y más dorado, luego la punta de su promontorio palidecerá y se verá salpicada de puntos blancos y verdes y La Valette aparecerá, suspendida como un milagro sobre el gran golfo erizado de picas negras que se volverán mástiles, habitados por grandes pájaros blancos que se convertirán en veleros. Entonces entraremos en la rada y un repicar de campanas os

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caerá encima, ¡porque Dios no hace en ninguna parte tanto ruido como en La Valette!

Aunque ella no había querido dejarse llevar por la voz del narrador, no fue posible, porque el cuento tenía demasiado atractivo.

—Y una vez desembarcados en Malta, ¿qué será de mí?

—Os alojaré en una casita.

—¿Una casa de corsario?

—Una simple y cómoda casa que le compré a la viuda de un artesano. La he hecho revocar, la he amueblado... Hasta tiene un pequeño huerto en terraza sobre el mar.

Los ojos de Jeanne brillaban con el mismo oro húmedo que él había observado antes, cuando hablaba de los berros del doctor Aubriot. Vincent fue feliz hasta el punto de sentirse bobo. Pero tenía ganas de sentirse bobo. Ganas de hacer proyectos color de rosa de enamorado ingenuo.

—Os gustará La Valette —prosiguió—, no hay nadie a quien no le guste. Además, no viviréis allí lo bastante como para cansaros. El rey hará pronto la paz con Inglaterra, y tendrá que hacerla para que podamos pasar el estrecho de Gibraltar y pueda llevaros al Atlántico. Os haré rodear toda África hasta alcanzar vuestras amadas islas del océano índico.

Y añadió, con una malicia teñida de agresividad:

—Yo no digo que las bellas imágenes de Dombes que os han enseñado sean desdeñables, pero yo, Jeanne, os ofrezco todas las imágenes del mundo que pueden obtenerse a fuerza de velas al viento, y veréis que tampoco están mal.

Ella suspiró de puro bienestar, se sacudió los cabellos, dejó durante largo tiempo flotar en el silencio el inmenso sueño que él acababa de ofrecerle y sobre el que posaba una lejana mirada de miel. Finalmente, preguntó con voz mansa:

—¿Qué crece en vuestro huerto, caballero?

Vincent se reprimió las ganas de reír.

—¡Eso me lo diréis vos en latín! Yo preferiría explicaros mi plan para raptaros mañana. ¿Puedo besaros ya?

—Explicadme primero vuestro plan —dijo ella vivamente, apartándose de él.

Era verdad que había tramado un plan, muy preciso, que empezaba al amanecer. Quería que ella vistiese como en ese momento, de muchacho, y llevara un pequeño equipaje. Mario la esperaría en la puerta más

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discreta del castillo que pudiera indicarle y habría caballos a la entrada del parque para conducirla hasta la silla de posta alquilada por Vincent... El corsario lo había previsto todo, incluso la manera en que, una vez la cosa hecha, la reconciliaría de lejos con la señora de Bouhey. Jeanne lo escuchaba como se escucha un cuento de hadas cuando se tienen diez años, a medio camino entre el creer y no creer, dispuesta a despertarse en el canapé de la biblioteca, con la nariz metida en una novela.

—Me pregunto si me habéis escuchado —dijo de repente Vincent—. ¿Qué me respondéis?

Imposible responder a un ofrecimiento de rapto con un sí o con un no, sin saber cuál de esas palabras la tentaba más. Para ganar tiempo llevó la mano, tímidamente, a la cruz de ocho puntas que veía brillar en la botonera del caballero.

—¿Qué dice el gran maestre cuando un caballero de la Orden se lleva la amante a Malta?

Vincent vio pasar, por su hermoso jardín de las mil y una noches, al viejecito vivo y malicioso con su mirada de inquisidor severo sólo aparente; un gran maestre muy de su siglo, rapaz, siempre dispuesto a negociar una calaverada por un puñado de oro con que acuñar moneda o disolverlo en su laboratorio para fabricar la piedra filosofal que le daría la inmortalidad, la buena, la de aquí abajo en la Tierra.

—Bajo capa, nuestro gran maestre Pinto de Fonseca es alegre como buen portugués —dijo él—. Para mayor seguridad, prefiere gozar del paraíso en la Tierra y, como es tan sabio como libertino, es indulgente.

—Tenéis respuesta para todo, caballero. Pero ¿es que ya sabéis cómo recibe el gran maestre a vuestras amantes? ¡Parece que el amor a la ligera es vuestra afición, vuestro más alegre pasatiempo!

—¡Por Dios, Jeanne!, ¿pensáis que el amor debe ser una tarea penosa? Querría quitaros esa idea de la cabeza al instante, querida mía...

La tomó en sus brazos. Como la cogió menos por sorpresa que la primera vez, su beso tardó más en forzar la barrera de sus labios apretados, pero cuando la franqueó, Jeanne intentó torpemente responder al beso. Él le desabrochó la casaca roja, notó que su pecho estaba desnudo bajo la camisa y comenzó púdicamente a acariciarla por encima de la tela... Del seno menudo y redondo brotó un botón duro, y Jeanne se puso rígida y comenzó a temblar. Temblaba dulcemente, como con un oleaje por todo su cuerpo. El esperó a que se calmase y amansase para abrirle la fina camisa de algodón y aprisionar aquel fruto de carne desnuda en su mano... Durante mucho rato la tuvo apretada contra sí, medio abandonada, con la boca ofrecida a su beso de amante inventivo. Ella le mostraba tan ingenuamente que aquel era su primer contacto con un hombre, descubría su sensualidad con una confianza tan

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conmovedora, que la ternura crecía en Vincent al mismo ritmo que su deseo. Quiso saborear a gusto la virtud de la paciencia. Soltándola de su abrazo, la apoyó con dulzura en el respaldo del canapé, juntó un poco los bordes de su camisa y dio un paso atrás para verla mejor.

Ella no decía palabra, no se movía, no intentaba cubrirse el pecho. Con los párpados entrecerrados, el rostro iluminado por una sonrisa interior, se entregaba a la caricia de los ojos de Vincent como se había entregado a la caricia de sus manos, como una gata instintivamente dócil a los mimos delicados.

El se entretenía en su contemplación, soñando cien maneras de rematar a su virgen, mientras se ofrecía un respiro para escoger, ¡ay!, sólo una de ellas. Esperar así constituía para él un placer agudo. El mismo placer que experimentaba en el mar cuando encontraba una buena corbeta de la que apoderarse. Tan visiblemente desamparada frente a alguien más grande y hábil que ella, y a la que concedía un tiempo de gracia, dispuesto a dejarla huir, sólo porque él tenía la virtud de la elegancia y ella estaba tan encantadora en su angustia...

El galope de un caballo que venía directamente al pabellón hizo que Jeanne se levantara de un salto, arrebolada, y se apresurara a abrocharse nerviosamente la camisa. El galope giró de repente a la izquierda y se perdió en el bosque, pero ya se había roto el momento del sortilegio carnal. Como no atinaba a abrocharse, él quiso ayudarla, pero ella se apartó de él con brusquedad y dijo con voz seca: "Me pregunto quiénes serían esos caballeros y si habrán reconocido a mi yegua". Cogió su fusta de la mesa y se precipitó hacia la escalera.

Vincent cogió la pala de la chimenea y se puso a golpear con rabia el fuego, llamándose con todos los sinónimos de imbécil que pudo encontrar en su idioma.

Ella lo esperaba frente al pabellón rascando a Blanquette entre las orejas. El sol, que al fin había salido de entre las brumas que humeaban de la tierra, cubría sus cabellos de una especie de aceite rubio brillante.

Verla allí, cuando creía haberla perdido, le resultó una felicidad tan dulce que se sintió digno de la eternidad. Se sumergió en uno de esos instantes en los que un hombre pronuncia el sí ante un sacerdote creyendo en lo que dice.

Ella fue hasta él toda sonriente, balanceando adrede su cabellera.

—No he podido marcharme. Tenéis mi cinta en vuestro bolsillo.

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Vincent se colocó detrás de ella para ayudarla a recogerse el cabello, como podría haberlo hecho tras hacer el amor. Le temblaban un poco las manos, extrañamente torpes.

—Si no venís mañana a la cita, mandadme al menos vuestra cinta —dijo con un tono que no se avenía a la ligereza de las palabras.

Ella lo miró a la cara.

—Creo que vendré, caballero.

El la tomó y la estrechó contra su pecho.

—Caballero, no quiero engañaros —dijo ella con gravedad, al tiempo que se soltaba—. No os amo. Sólo quiero librarme de un matrimonio triste, nada más.

—¡Tenéis toda la razón, corazón mío! Ser raptada a los quince años os consolará algún día de tener cincuenta. Por Dios, Jeanne, os prometo un rapto que os dejará un recuerdo imborrable. Decidme solamente cuándo puedo enviaros a Mario y en qué puerta debe esperaros.

—Que me espere en el patio adoquinado. A las seis, cuando se sirva el té.

La ayudó a subir al caballo entrecruzando las manos. En el momento de apoyar la bota, la recorrió una cálida ola de confianza hacia aquel desconocido. Lo sintió como la persona más cercana del mundo y partir con él al amanecer le pareció la cosa más natural.

—¿No me besaréis antes de que me marche? —se atrevió a decir. Esta vez su boca se abrió espontáneamente, como cuando se muerde un fruto maduro.

—Por suerte —dijo él en tono burlón—, mis besos no forman parte de lo que no os gusta en mí.

—También me gustan vuestros cabellos —dijo ella tratando de imitar su desenvoltura.

Con un gran golpe de tricornio, él la saludó ceremoniosamente.

—Voy a hacer un inventario de vuestras bondades conmigo, señorita. Me informaréis de si en el curso de nuestro viaje descubrís que os gustan otras cosas. Y al llegar a La Valette seré feliz de encontrarme todo entero. Malta tiene un clima en el que no se lleva nada bien no ser amado.

La cena del segundo día sólo reunió a veinte personas, todas ellas cercanas a la familia. La velada acabaría pronto. Transcurrió entre charlas banales que, extrañamente, se imprimían en Jeanne como otros

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tantos mensajes que había que recordar. Como si su memoria trabajase para guardar bajo llave la última frase de Marie, de Delphine, del abate Rollin, las últimas frases, insignificantes y preciosas, de un mundo que el amanecer se tragaría entero tras los talones de la fugitiva.

"Si lo que queréis es una buena caza de becada, id a casa del cura de Chapaize. ¡Tiene monaguillos que ojean como los ángeles! Y un sacristán que le sirve de montero...", decía el capitán barón de Bouhey.

"Tía, le he prometido al marqués Christophe d'Angrières una piel de antílope. En Lyon no se encuentra piel de antílope para los calzones de los oficiales y he pensado que...", decía Anne-Aimée Delafaye.

"Yo sólo dejaré mis votos para casarme por amor. Sólo quiero vivir con un esposo a condición de que sea también un amante.", decía Emilie, la canonesa en flor, con su voz alta y limpia.

"Amigo mío, no sé de qué lugarejo de rústicos ha salido el obispo que nos ha visitado en Neuville. Imaginad que quería saber al detalle nuestras horas de devoción. ¡Pues no me pregunta qué es lo primero que hacemos al levantarnos! ¿Podía haberle respondido decentemente: "¡Monseñor, a esa hora hacemos lo que todo el mundo, cogemos el orinal y orinamos!", decía la voz gruesa de doña Charlotte, la canonesa madura.

"¿El licor de Rossoli? Pues, señora, lo hago como todo el mundo, con hinojo, anís, cilantro, alcaravea, manzanilla y azúcar, todo ello mezclado con un buen aguardiente...", decía la señora de Bouhey.

Jeanne sintió que se le hacía una pelota de lágrimas en la garganta. Dentro de pocas horas, aquella querida voz sólo sería una voz muerta. ¿Cuánto tardaba una carta en llegar de Malta a Char mont y de Charmont a Malta? Y, además, ¿le respondería la baronesa a la ingrata que se había escapado sin decir adiós para correr a echarse en brazos de un donjuán de paso?

"Me pregunto siempre, querida Jeanne, cómo lo hacéis para estar más guapa en cada visita. Esta noche os sobrepasáis, estáis resplandeciente", decía el procurador Duthillet.

Jeanne tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para responder al cumplido. Ya no formaba parte de aquella comedia de salón. Cualquier observación la sobresaltaba. Tras intercambiar algunas palabras con su prometido, volvió a caer en su mutismo. La señora de Bouhey se inclinó hacia ella.

—No estás en tierra esta noche, sino sobre una alfombra voladora. ¿No podrías bajar un momento, Jeannette? —murmuró.

La joven sintió tal impulso de afecto hacia su tutora, que estuvo a punto de contárselo todo. ¡Ah, quién pudiera partir para la gran aventura viendo a la señora de Bouhey agitando un pañuelo en el balcón de su

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alcoba, recibir su última sonrisa, su último beso con la punta de los dedos! Partir siendo perdonada, dejando en Charmont la antigua ternura intacta. Aunque tengamos prisa en desprendernos de la infancia, nos gusta saber que alguien nos la conservará bien resguardada. Acarició levemente la mano de la baronesa y prestó un poco más de atención. Geneviève de Saint-Girod estaba criticando a las jóvenes de la época.

—¡Oh, son peores que nunca! ¡Todas se han vuelto de un novelero! Comprendo que no se haya querido quemar a Rousseau, pero sí que deberían entregarle al verdugo su lacrimógena Eloísa: un buen fuego la habría secado un poco.

—Querida señora —dijo el padre Jérôme—, lo primero que habría que echar al fuego son las obras del abate Prévost. Desde que esas señoritas han leído su Manon Lescaut, se hacen raptar a las primeras de cambio. ¡Es la moda, incluso en los conventos!

—Hacer que te rapten es un buen modo de darle tu opinión a un padre que no te la pide —dijo Emilie.

—¡Es que nuestros noviazgos son a veces tan interminables...! —suspiró Marie.

—Además, ¡hay tantos padres que en lo tocante a los matrimonios desiguales aún tienen ideas del tiempo de Luis XIV...! —exclamó Anne-Aimée.

—Sin contar con que, para no cometer locuras, no tendría que existir el aburrimiento —añadió Emilie.

—¡Escúchenlas! —exclamó la señora de Saint-Girod—. ¿No os decía que todas estas damiselas se toman por heroínas de novela? Acabarán disculpándose por no haber saboreado aún la escapada en silla de posta.

—¡Oh! —dijo Emilie con impertinencia—. Yo todavía no he dicho mi última palabra al respecto. Mi prima Eléonore de Saint-Clair de la Tour se ha hecho raptar por un corneta al que mi tío se oponía ¡y parece que la aventura ha sido estupenda! Al regreso se ha visto en la obligación de dejarle a su corneta con la bendición del cura de Saint-Roch. Además de la aventura del viaje, parece que ha estado en una prisión muy divertida en las ursulinas de Rochefort. El teniente de policía se preocupaba mucho por la reclusa y todas las damas de la ciudad le llevaban dulces y vino para que les contase la historia de sus amores. Sólo en las novelas del abate Prévost las muchachas raptadas acaban mal y su pecado recae sobre ellas. Sin embargo, para viajar en posta es mejor la primavera: en verano una se ahoga y en invierno se hiela.

—¡Tales palabras serían un escándalo en boca de cualquier muchacha, pero en boca de una monja de Neuville claman al cielo! —rezongó el padre Jérôme, indignado.

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Pero todo el mundo se reía de las palabras de Emilie.

—Querida Jeanne, perdonadme por no haberos raptado todavía —se disculpó en broma Louis-Antoine Duthillet—. Estoy faltando a mis deberes de esposo.

Como, al decir estas palabras, el procurador se había levantado y parecía querer eclipsarse discretamente de la reunión, Jeanne lo acompañó hasta el vestíbulo.

—¿Debéis dejarnos tan pronto?

—Sí, querida mía. Tengo que volver a Châtillon. Le he prometido mi carroza a los Aubriot. La señora Aubriot y su hija mayor quieren salir a medianoche para Bugey. No lo he dicho para no apenar la reunión, pero ha sucedido una desgracia en casa de los Aubriot de Belley. La mujer del doctor cogió una fiebre perniciosa a causa del parto y murió ayer.

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Capítulo 9Capítulo 9

Jeanne se había echado en la cama sin desvestirse y sollozaba. Sollozaba en cascada, en diluvio, como una desesperada que llora a su mejor amiga. Sus lágrimas se agotaron antes que sus ganas de llorar. Durante mucho rato se quedó postrada sobre las almohadas, con las sienes atenazadas, los ojos arrasados, la nariz húmeda, las mejillas ardiendo. Al fin se levantó, se instaló mejor y se puso a pensar.

La muerte de Marguerite Aubriot había caído sobre sus deseos de fugarse como una red apresadora. Ahora, con su anhelo paralizado, Jeanne contemplaba la inmensa noticia. El hombre que adoraba desde la infancia volvería a vivir cerca de ella y ¡libre! ¿Por qué iba a seguir en Belley, lejos de los suyos, ahora que Marguerite no lo retenía? Los dulces recuerdos que tenía de Philibert empezaron a pasar de la memoria al corazón, todos, uno tras otro. Un golpe de viento marino los había barrido durante dos días, durante dos días Jeanne se había olvidado de vivir con el fantasma de Philibert... ¿Cómo había podido? Volvió a verse en brazos de Vincent y apenas pudo creerlo.

¿Qué iba a hacer con el caballero?

Se levantó para lavarse la cara hinchada, se dio cuenta de que tiritaba, se envolvió en un chal y se sentó frente a su escritorio...

¡Qué difícilmente le salían las palabras, y qué sosas, para despedirse de Vincent! Para escribirle tenía que evocarlo y el recuerdo de su belleza sombría, de sus besos, de sus caricias, de sus promesas volvía a pesar sobre ella. Rompió tres cartas y comenzó una cuarta. ¿No resultaba extraño que habiendo recuperado milagrosamente la esperanza de conseguir a Philibert pudiera oír aún la voz burlona de Vincent, ver sus ojos oscuros burlarse de ella, sentir cómo su mano le levantaba la barbilla y su boca se posaba en sus cabellos, sus párpados, sus labios, su cuello? Sentía la boca ausente aún tan cálida sobre su piel, que Jeanne tiró la pluma con rabia, arrugó su cuarta carta, sacó una quinta hoja de papel del cajón. "¡Qué importa! —se dijo, agotada—, pondré cualquier cosa. De todas maneras, no nos veremos nunca más, lo nuestro es imposible." Cuando por fin escribió "Partid sin mí" en una décima hoja de papel, se sintió vacía de ideas y tomó su sello de lacre... Ante su ventana, la noche

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palidecía. De improviso, abrió su nota, metió dentro su cinta del pelo y volvió a sellarla.

Solamente dos hombres, Philibert y Vincent, habían chocado durante el monzón sentimental que había sacudido a Jeanne. ¡A su tercer hombre, el pobre y gentil Louis-Antoine, lo había olvidado por completo! No pensó en él hasta media mañana y fue para preguntarse cómo obtendría de la baronesa la ruptura de su compromiso. Pues una sola cosa era cierta: no podía casarse con el procurador. Estar libre para Philibert no era su única razón. El recuerdo de los abrazos de Vincent le hacía sentir una angustia enloquecedora. Si Louis-Antoine quisiera besarla y acariciarla como lo había hecho el caballero, no podría soportarlo. Vincent le había quitado su cándida resignación a la suerte común de las muchachas a las que se da maridos que están "bien en todos los aspectos" pero que ellas no han escogido. Sólo quedaba inventar buenas y decentes razones que presentar a la señora de Bouhey.

La baronesa adivinó en seguida que la verdadera razón era la súbita viudez del doctor Aubriot y le pareció muy mala. Además de sufrir ocho o diez enfados, empleó un montoncito de ternura y una montaña de sensatez para salvar su proyecto Duthillet. Por lo general, no se mordía la lengua y, si el procurador la hubiera oído, quizá no le hubiera gustado su manera de defenderlo representándolo como el cornudo ideal más cercano a la casa de Aubriot.

En torno a su castellana, todo Charmont se coaligó para intentar convencer a Jeanne de que renunciar a casarse con el rango y las rentas del señor Duthillet era una irreparable tontería. Se empleó de todo contra la testaruda: el desprecio de Delphine, la amistad del barón François, los sermones del abate Rollin, las grandes exclamaciones de Pompon y hasta la ofensiva inesperada de la señorita Sergent, la cual, saliendo de su acostumbrada reserva, embutió en los oídos de la novia recalcitrante toda su poesía casera, la felicidad de llevar un manojo de llaves en la falda, de administrar armarios repletos de ropa blanca y de reinar sobre los días de colada y confituras. ¡Pena perdida! Ni siquiera la aflicción real de Louis-Antoine y sus ofrecimientos de "prórroga" pudieron poner en marcha aquel matrimonio.

—Mi buena Marie-Françoise, vuestro proyecto ha fracasado —concluyó un día doña Charlotte—. Vivimos en 1762 con muchachas de 1762. Nuestra época está llena de mujeres literatas que hablan alto y no cesan de escribir que las mujeres también tienen derecho al amor.

—¡Vaya cosa nos han descubierto! —dijo la baronesa—. ¿Y creen que clamar por el derecho de las mujeres al amor hace que haya más amantes entre los hombres? Siempre hemos tenido que repartirnos a los pocos que hay a espaldas de los torpes. Casarse sirve justamente para entrar en el

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juego con discreción. ¡Pero, hoy en día, hasta las jóvenes quieren permiso para ser ligeras de cascos!

—¡Bah! —dijo doña Charlotte—. Desde que el señor Maille inventó su vinagre astringente, la virginidad más trasteada puede recuperarse para el día de la boda. Maille está haciendo una fortuna con su especialidad.

—¡Pues que se dé prisa en hacerla, porque las señoritas pronto no querrán maridos en absoluto, ni antes ni después! —refunfuñó la baronesa—. ¿Oísteis lo que dijo la otra noche vuestra monjita, Emilie? Ellas sólo quieren amantes, y entonces hay que buscarles el mirlo blanco, el marido-amante por el cual parece que están todas dispuestas a sepultarse en una eterna fidelidad empapada en lágrimas.

—Bueno, después de todo, ahora Aubriot es viudo —dejó caer la canonesa, a la que su cuñada se había confiado.

La baronesa dio un respingo.

—¿Lo creéis realmente, Charlotte? La familia Aubriot está muy orgullosa de su alcurnia, cree mucho en su condición de grandes burgueses.

—También Duthillet es un buen burgués de Châtillon y sin embargo...

—Es verdad. Pero juraría que Aubriot no es de esos príncipes que se casan con las pastorcillas. Y, además, ¿no dicen que es un viudo inconsolable?

De joven se había ido de picos pardos, ya hombre no le había hecho ascos a las aventuras, pero el viudo de Marguerite Maupin no era ya ni una cosa ni otra. El mismo eco llegaba continuamente a oídos de Jeanne: el doctor Aubriot llevaba mal su duelo, se le veía desolado. Su estado de ánimo alteraba su salud hasta el extremo de que sus allegados le aconsejaban instalarse en París. Le hacían ver que la ciudad lo distraería de su pena, que podría frecuentar la sociedad científica que siempre le había faltado en la provincia. Uno de sus mejores amigos de juventud, nativo de Bourg, el astrónomo Jérôme de Lalande, estaba ya en París y lo urgía a que se uniera a él. Bernard de Jussieu, el ilustre naturalista del Jardín del Rey hacía lo mismo, pues apreciaba mucho a su colega de provincias por la correspondencia sobre botánica que Aubriot sostenía con Lalande. Estos ruegos eran muy halagadores y si el sabio dudaba en ceder a la tentación de París sólo era porque veía al minúsculo Michel-Anne Aubriot sonreírle desde la cuna. Su tío, el cura Maupin de Pugieu, se ofrecía a cuidarlo, pero aquel recién nacido era un trozo viviente de su mujer muerta y Philibert había amado a su mujer mucho más de lo que Jeanne hubiera soportado de haberlo sabido. Ni el hombre podía

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perdonarse fácilmente haber engendrado la muerte, ni el médico haber sido incapaz de curar. Aubriot aún no había cerrado su consulta de Bugey y, entre tanto, iba y venía de Belley a Châtillon.

Jeanne merodeaba por Châtillon, pero nunca lo encontraba. Cada vez volvía más empapada de nostalgia, y entonces subía a su habitación, apoyaba la frente contra el cristal de la ventana y contemplaba durante largo tiempo el horizonte en calma. ¡Tan en calma! "Jeanne, hermana mía, ¿jamás ocurrirá nada?" Se encerraba voluntariamente a la espera de Philibert, pero sin ninguna paciencia. Ya no era la niña que se alimentaba de sueños de amor. El deseo de Vincent la había dejado hambrienta, el amor había aparecido de repente en su mano como un fruto maduro que había que comerse en seguida. Por fidelidad a Philibert había rechazado el fruto, pero era necesario que Philibert viniera rápido a tomarla en sus brazos para consolarla de haberle sido fiel. Oír hablar de la desesperación del médico la exasperaba. Con la crueldad de sus quince años ella lo había librado de un golpe de su Marguerite, de su amor por ella, de su vida, sus recuerdos, sus proyectos en común. Jeanne lo había arrojado todo a la tumba, del lado de la muerte, como si el superviviente acabara simplemente de rejuvenecer dos años. Y en ese caso, ¿qué esperaba para retomar su buena vida en Châtillon de médico botánico soltero, del que Jeanne formaba parte?

La señora de Saint-Girod fue la primera que se cruzó con él en la ciudad y la que dio noticias en el salón de la señora de Bouhey.

—¿Sabéis que nuestro querido doctor Aubriot está en peligro de perecer de melancolía y que por eso intenta olvidar su duelo matándose a trabajar? —dijo mirando de soslayo hacia el rincón donde Jeanne jugaba al ajedrez con el padre Jérôme—. Ahora vuelve a pasar sus días trotando y las noches velando, pero ya no tiene veinte años. Tose, sufre de reumatismos, pero sale a herborizar bajo la lluvia diciendo que la naturaleza le es benéfica y que cree demasiado poco en la medicina para cuidarse. Lo que resulta por lo menos imprudente por lo que respecta al renombre del médico, por no hablar de la salud del hombre. Deseo que encuentre pronto una flor lo bastante bonita como para consolarlo de la pérdida de su Marguerite. Su amigo Bernard, el farmacéutico de Bourg, dice que sólo quiere vivir para la memoria de su querida esposa, ¡pero yo estoy menos segura que él! No es posible que la complexión amorosa de Aubriot no le haya dejado algo de calor en la sangre. Quien ha amado, amará.

Geneviève había dicho todo eso de un tirón por miedo a que la baronesa la interrumpiera. No es que se preocupase por la felicidad de Jeanne enviándola a ofrecerse a su antiguo amante, pero estimaba que si aquella virgen podía impedir que un sabio muriese de melancolía a los treinta y cinco años, habría hecho un buen uso de la tal virginidad.

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Jeanne entendió el mensaje. No era difícil convencerla de que un nuevo amor podía salvar a Philibert. Siempre lo había sabido, y ese amor se llamaba Jeanne. Pero, ¿cómo decirle: "Señor Philibert, tomadme como remedio contra vuestro mal y, al mismo tiempo, también curaréis el mío?"—Jeannette, si no ponéis más atención en el juego os daré jaque mate en menos tiempo del que os doy de ordinario —observó el padre Jérôme.

La baronesa dirigió su mirada a los jugadores, al tiempo que le hablaba a la señora de Saint-Girod.

—¿No creéis, amiga mía, que podríamos empezar a invitar a Aubriot a las comidas íntimas? Para que sienta nuestra amistad, el calor de nuestra compasión. Intentaré que venga la semana próxima...

Jeanne esperó con una devoradora impaciencia la hora en que instalaba a su tutora en la butaca de su alcoba. Pero, cuatro horas más tarde, cuando se sentó a sus pies sobre la mullida alfombra, no se atrevió a hablar de Philibert y fue la baronesa la que le dijo como con descuido:

—Si tu Aubriot viene a comer me gustaría ver, Jeannette, cómo vas a hacerle comprender que estás dispuesta a consolarlo.

La muchacha tomó la mano de la señora de Bouhey, la besó, se acarició con ella la mejilla.

—Sois tan buena al invitarlo...

—No, no soy buena, ¡lo que tengo es prisa! —dijo la baronesa en tono enfurruñado—. ¡Prisa en ver cómo Aubriot te sienta igual que la viruela, porque a tu edad una suele salvarse de la viruela y se queda vacunada para siempre!

El doctor Aubriot respondió que no se sentía con ánimo de aceptar ninguna invitación. Una vez más, las esperanzas de Jeanne se esfumaron.

Para colmo de desdichas, la vida en Charmont se había empobrecido. El barón François estaba en el ejército, su hijo Charles, en la academia militar, y a principios de otoño Jeanne se encontró sola en el castillo con la baronesa y su nuera Delphine. Jean-François, cuya abuela había tenido que aceptar a regañadientes la vocación hereditaria, había sido enviado a la Escuela de Mars de París donde, vestido de uniforme rojo con galones azules y trencillas doradas que lo volvían loco de orgullo, aprendía a hacer la guerra de los gentilhombres ricos. Lo acompañaban el abate Rollin y su criado Longchamp, uno para abrillantar sus botas y el otro para vigilarlo. En cuanto a Denis, casi había desaparecido de Charmont. En el colegio de Trévoux, el hijo del administrador Gaillon había descubierto que tenía un buen cerebro y se había apasionado por la química. Al cumplir diecisiete, de regreso en casa de su padre, encontró pronto trabajo en la botica del hospital de Châtillon con el farmacéutico

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Jassans. Apasionado también por la nueva química, Jassans había instalado un laboratorio en su casa y Denis no salía de allí. Quería descubrir las aplicaciones industriales de sus conocimientos para ofrecérselas a los manufactureros lioneses, siempre dispuestos a financiar a los investigadores. Para distraerse, Jeanne intentó interesarse por las investigaciones de Denis y hasta le ofreció su ayuda, pero el joven químico la rechazó, como si todavía estuviera enfadado con ella. Apenada, volvió a alimentarse de sueños en el canapé de la biblioteca.

A la mesa, incluso cuando los allegados de la vecindad acudían a comer, las conversaciones resultaban grises, como si tuvieran el sabor de la lluvia fina de septiembre. Hacía siete años que duraba la guerra, y ésta sólo podía acabar mal para Francia. Desde el frente, que no había cesado de retroceder ante las tropas prusianas, el barón François enviaba cartas alarmistas, en las cuales censuraba amargamente a sus generales y mariscales. Desde el principio de las hostilidades estos habían demostrado ser muy mediocres, más ocupados en detestarse unos a otros, celebrar fiestas campestres y rivalizar en pillajes, que en unirse para vencer a los enemigos de su rey. En cuanto a la flota, la que quedaba estaba hundida en todos los frentes. Era seguro que el duque de Choiseul iba a tener que resignarse a firmar una mala paz. Hacía mucho que el pueblo se había desinteresado de aquella guerra, demasiado larga y lejana, pero en los castillos aquellas malas noticias se recibían con tristeza. Los muertos y los heridos pesaban más en la derrota que en la victoria. Y la lista no hacía más que crecer. El ambiente de Charmont se hizo tan sombrío que un día la baronesa decidió enviar a Jeanne a pasar una semana en Lyon, con sus sobrinos Delafaye, para que se distrajese.

El hotel de los Delafaye era muy alegre.

Cuando la señora de Bouhey instaló en Lyon a sus dos sobrinos, Joseph y Henri, los casó con dos hermanas, las ricas y gentiles hijas de un próspero sedero. A las dos parejas les habían nacido cinco hijos y vivían todos juntos en una amplia y hermosa mansión del barrio Bellecour. Los cinco jóvenes, de edades similares, formaban un alegre grupo que gozaba de una gran libertad, ya que sus padres estaban demasiado ocupados con sus tejedurías, su gran almacén de la calle Mercière y un negocio muy activo con el extranjero.

Cuando Jeanne llegó a la plaza Bellecour, Laurent, el hijo de Joseph Delafaye, se preparaba para marchar a Marsella, donde tenía cosas que hacer con el armador Pazevin. El joven tenía veinte años, era la primera vez que le confiaban la firma de un contrato de armamento y había aprovechado para pedir que se le hiciera un equipo nuevo, pues no era

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cosa de hacer mal papel entre la sociedad marsellesa. Una agradable tarea para todas las chicas de la casa aquella de trajear a Laurent, teniendo en cuenta que era el único varón de la familia Delafaye... El heredero entró en casa del sastre Pernon rodeado de todo un harén parlanchín, con cada mujer queriéndolo vestir a su gusto. Sus hermanas Elisabeth y Margot querían trajes clásicos a la francesa, que era lo más conveniente para un negociante serio. Sus primas Ánne-Aimée y Marie-Louise peleaban por los terciopelos de fiesta, de color rojo, azul o negro. Jeanne prefería el gris y el calzón de puente, en recuerdo de Vincent. ¡Al señor Pernon le iba a costar imponer su criterio! Pero seguro que al final lo conseguiría, como siempre, pues en materia de moda masculina Pernon era el oráculo de Lyon. Hasta los ricos extranjeros de paso se vestían en su casa. Se rumoreaba que los encantos de la bella señora Pernon no influían para nada en el éxito de su marido... En fin, quizá aquello sólo era una calumnia, ya que los comerciantes con éxito siempre son objeto de envidias.

El taller de Pernon era muy amplio y estaba iluminado por altas ventanas. Cinco obreros cosían, sentados al estilo turco sobre una larga mesa de trabajo, rodeados de cajas de hilos. En el mostrador del fondo se exhibía un suntuoso despliegue de telas. De ordinario, cuando Jeanne entraba en casa de un sastre corría a sumergir sus manos entre las sedas, pero esta vez acaparé su atención una escena que se desarrollaba en mitad del taller. El señor Pernon estaba probándole una casaca de color rojo cinabrio luminoso a un cliente de unos treinta y cinco años, al que la señora Pernon, con las manos juntas y lanzando grititos, rodeaba con un éxtasis comercial muy apropiado.

El hombre era muy alto, ancho de espaldas, estrecho de talle, de tez aceitunada y labios muy rojos. La nariz aguileña y los ojos negros, brillantes y ligeramente saltones le daban, cuando no sonreía, un aire de pájaro de presa bastante inquietante. Pero al ver entrar a la pandilla de jóvenes sonrió con una amplia y generosa sonrisa en la que brillaban unos bellos dientes. Jeanne le encontró buen aspecto. A él también debió de gustarle Jeanne porque no dejaba de mirarla. Incluso cuando un aprendiz le presentó un satén para calzón con un tacto de piel de ángel, él lo palpó sin quitarle ojo a la joven, de modo que ella sintió en sí misma las caricias y cumplidos que él le hizo a la seda. El francés del desconocido era perfecto pero muy cantarín y como timbrado a contratiempo. Aquel señor procedía sin duda de Italia. De repente, y como presa de una gran impaciencia, apremió al señor Pernon a que terminase la prueba y se metió en seguida tras el biombo para quitarse la casaca roja acribillada de alfileres y arreglarse.

Cuando reapareció, los seis jóvenes apenas pudieron retener un "¡oh!" de sorpresa: ¡el señor extranjero iba locamente elegante, realmente demasiado! Llevaba un traje de terciopelo gris perla profusamente

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bordado de oro, sobre el cual echó un manto flotante de seda negra antes de sujetar bajo el brazo un tricornio pasado de moda, adornado con punto de España y un penacho de plumas blancas. De las cadenas de sus relojes de bolsillo pendía un gran número de colgantes de oro, esmalte y brillantes, sus dedos finos y morenos refulgían de anillos preciosos. ¡En la capital lionesa, en la que la riqueza sólo se exhibía sobriamente, el extravagante arreglo del viajero no debía de pasar desapercibido!

La señora Pernon se adelantó zalamera para presentar a los Delafaye al caballero Giacomo Casanova de Seingalt.

Tras una profunda reverencia a las señoritas, Casanova acudió en socorro de Laurent.

—Os veo, señor, muy bien acompañado —exclamó—. Cierto que los hombres estamos hechos para complacer al bello sexo, ¡pero cuando sus deseos nos presionan en tan gran número en casa del sastre, nos arriesgamos a salir disfrazados de pájaros de un extraño plumaje! —exclamó.

Laurent encontró tan divertido oír a aquel disfrazado hablar de disfraces que le entró una risa loca. Todo el mundo lo imitó y se entablo una animada charla alrededor del señor Pernon, quien iba recitando su última moda mientras el aprendiz le enseñaba a Laurent las telas en que podía confeccionarse. Casanova, sin ningún embarazo, daba su opinión acerca de todo, cuidando de estar siempre cerca de Jeanne, la cual no paraba de girar maliciosamente en torno al grupo, como un hurón que no tiene prisa en que lo atrapen. Fuera, la lluvia que había empezado a caer se transformó en un furioso granizo que golpeaba los cristales de las ventanas.

—¡Estamos buenos! —gritó Margot—. Hemos venido desde Bellecour a pie para pasear un poco y con este tiempo no vamos a encontrar coches de punto libres. ¡Vamos a llegar a casa con barro hasta los ojos!

—Nada de eso —intervino Casanova—. He alquilado una carroza durante mi estancia en Lyon, me espera a la puerta y mi cochero podrá llevarnos a todos en dos viajes. Veo que vais a Bellecour y allí voy yo también, a casa de la señora de Urfé, que me ofrece su hospitalidad.

—Creía que la marquesa de Urfé estaba en sus tierras de Bresse —lanzó Laurent, que no podía dejar de sospechar de aquel caballero tan dorado y conversador.

—Es verdad, señor —reconoció Casanova—. Estaba ya allí cuando llegué a su hotel. Me ha dejado una nota en la que me ruega reunirme con ella, bien en el campo, bien en casa de una amiga, en su mansión de Vaux. Contaba con reunirme con ella mañana, pero...

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Su aterciopelada mirada buscó la mirada de Jeanne, mientras que ésta le preguntaba con viveza:

—¿Así que iréis a Vaux?

Y como Casanova parecía sorprendido, añadió:

—Habitualmente vivo en el castillo de Charmont, muy cerca de Vaux.

Casanova se felicitó por su inaudita buena suerte, que le ponía en el camino a la más amable de las guías en aquel país de Bresse en el que temía perderse.

La gran vivacidad en el habla y en los gestos del veneciano aturdía e irritaba a Laurent, que era un lionés mesurado.

—Señor —cortó secamente—, no tengáis miedo de perderos en Bresse, vuestro cochero sabrá llegar. Los cocheros de Lyon conocen muy bien los caminos de esa provincia, ya que sus clientes van allí a menudo a comprar sus capones y pulardas.

—Es que tengo que pasar por los pantanos de Dombes —dijo Casanova—. En Ginebra, de donde vengo, me han dado un paquete para un sabio de Châtillon.

—¿De qué sabio habláis, caballero? —exclamó Jeanne.

Por la vibración de la voz de la muchacha, Casanova advirtió la ocasión de interesarla.

—Tengo que ver al doctor Aubriot —dijo—. Cuando comía con mi amigo Voltaire, conocí a un sabio suizo, el doctor Haller, que me ha confiado dos centenares de plantas alpinas para dos colegas botánicos franceses. Debo darle unas al señor Poivre, que vive en esta ciudad, y otras al señor Aubriot. Tengo prisa en librarme de los encargos, pues contienen algunos esquejes frescos que hay que repicar.

—¡Dios mío! —exclamó Jeanne—. ¿Estaban envueltos en trapos húmedos y quizá los habéis sacado del paquete para airearlos y regarlos? ¡Oh!, ¿no podíais dármelos hoy mismo para que me encargue de ellos? Os aseguro que el señor Phili..., que el señor Aubriot se va a desesperar si no recibe sus esquejes en buen estado para plantarlos.

Había hablado con una animación tan extraordinaria que a su alrededor se hizo un silencio asombrado. Ella se dio cuenta y enrojeció violentamente.

—Verá, caballero, es que soy un poco botánica y he sido alumna del doctor Aubriot —añadió apresuradamente.

—Señorita —replicó Casanova, exultante por el giro que tomaba la conversación—, no me voy a negar a que las plantas que el doctor Haller

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ha tenido la bondad de confiarme pasen de mis manos a las vuestras. Si aceptáis acompañarme a casa de la señora de Urfé, donde las he dejado...

Laurent intervino casi descortésmente.

—Señor, iremos luego todos juntos.

Pero Jeanne temblaba de impaciencia.

—Laurent —dijo ella—, ya sé que las historias botánicas os aburren. Acabad de escoger el guardarropa con vuestras hermanas y vuestras primas, mientras yo voy a Bellecour con el caballero para recoger las plantas y poder cuidarlas en seguida. En cuanto esté allí, os enviaré vuestra berlina.

Laurent puso cara de palo pero no insistió. Después de todo, Jeanne no era ni su hermana ni su prima ni su prometida.

En cuanto Casanova se sentó en el carruaje se apresuró a justificar la desconfianza de Laurent, al tiempo que cubría a su pasajera de ojeadas de terciopelo y palabras dulzonas. La pasajera no hacía más que sonreír. ¿Podía acaso enfadarse con un hombre que le daba una excusa para correr hacia Philibert?

—Ya veo, caballero, que caéis en seguida en la conversación bromista —dijo en tono ligero.

—¿Bromista? —exclamó Casanova, con la voz repentinamente dolorida—. ¿Tomáis mis cumplidos por una simple broma? ¿No veis que son una confesión de que vuestra belleza me ha tocado el corazón?

—¿El corazón? —repitió Jeanne, burlona—. ¡Qué frágil lo tenéis! ¡Claro que es de encaje...! —añadió riendo y echando un vistazo a la voluminosa chorrera con más encaje de valenciennes que había visto nunca sobre el pecho de un hombre.

—Podéis reíros de mí cuanto queráis, señorita. Cuando reís acabáis de encantarme. Tenéis dientes de perla.

—¡Vaya, señor! ¿Es que las venecianas se conforman con elogios tan sosos?

—¡Ay, es que con vos pierdo el ingenio! —exclamó él con arrebato—. El temor a desagradaros me vuelve estúpido y temo hacerlo con una declaración brusca que, sin embargo, no quiero callarme: ¡sois la francesa más divina que he visto desde que he puesto los pies en Francia!

Y al decir esto, cayó de rodillas ante ella y se puso a besar apasionadamente su falda.

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—Coraje —dijo ella después de un momento de estupefacción—, quemad, quemad las etapas, tenéis la excusa de que no vamos muy lejos. Pero, poned un pañuelo bajo vuestra rodilla, pues el terciopelo de vuestro traje parece tan delicado...

La calma irónica de la joven puso realmente a Casanova al borde de una de sus acostumbradas crisis de desesperación tan sinceras como efímeras. Nunca pudo soportar perder a una mujer antes de haberla conseguido. Una sensación de frustración intolerable atenazaba su carne y la aguijoneaba con un deseo tan agudo que lo empujaba a las promesas más locas, incluso de matrimonio, con tal de satisfacerlo. Echándose sobre los cojines de la banqueta, soltó entonces una parrafada inflamada, tan cargada de palabras excesivas, de gestos, de miradas suplicantes y hasta de lágrimas —lloraba a voluntad—, que Jeanne, pasmada, se creyó transportada a un teatro en el que se representaba una tragedia de amor. Jamás había visto a un aventurero de la galantería atacar sin ninguna preocupación por la sobriedad como lo hacía aquél. No sabía que estaba ante el mayor corredor de faldas de toda Italia. Por desgracia para aquel donjuán ya célebre y habitualmente más afortunado, ella estaba siendo más sensible al ridículo que a lo romántico de la situación y se echó a reír. El aventurero palideció bajo el color rosa de su maquillaje y oprimió con las manos el batir de su corazón.

—¡No! ¡No os burléis! —rogó con voz sorda—. ¡Vos no podéis saber hasta qué punto me ahogo de deseos de estrecharos en mis brazos! ¡No! —repitió precipitadamente al verla retroceder—. ¡No, no, ángel mío, no debéis temer nada de mí! ¡Antes me ahorcaría que forzaros! Tomad, ángel mío...

Le tendió unas tijeritas de oro que llevaba en una de sus cadenas.

—¡Dadme un mechón de vuestro cabello, lo bastante para trenzarme con él una cuerda si no queréis amarme!

Una risa loca volvió a sacudir a Jeanne sin que pudiera evitarlo.

—Viendo vuestras tijeras de viaje, ¿debo pensar que estáis siempre dispuesto a cortar cabellos de las damas para poder colgaros? No obstante, y si no os importa, me quedaré con los míos.

Tuvo que rechazar entonces un ataque a su escote y lo hizo con tanta rudeza que Casanova volvió a caer de rodillas.

Aunque esta vez no lo había buscado, quiso aprovechar para levantarle la falda y besar su tobillo.

—Venga, caballero, ya basta —dijo la joven con tono firme, retirando su pie.

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—¿Cómo? —gritó él, afligido—. ¿Me negaréis hasta un beso que sólo ha de sufrir vuestro zapato? ¿Me odiáis hasta ese punto? ¿No me vais a autorizar absolutamente nada?

—Claro que sí, caballero, os autorizo la esperanza —dijo ella tendiéndole la mano.

Él se lanzó sobre la mano de Jeanne y la besó con tal transporte que por un momento ella se asustó. ¡Realmente el veneciano no entendía nada del galanteo a la francesa! Decidió que estaba ante un verdadero salvaje.

Al día siguiente Jeanne hizo llamar a un coche de punto para ir hasta la calle de Quatre-Chapeux. Casanova le había entregado los dos centenares de plantas alpinas, el que el doctor Haller le mandaba al doctor Aubriot y el que le mandaba al señor Poivre. Este segundo paquete le permitiría conocer por fin al célebre señor Poivre antes de volver a Châtillon.

Pierre Poivre sólo tenía entonces cuarenta y tres años, pero en su ciudad natal era ya un personaje de leyenda. Su loca vida había empezado pronto. Siendo colegial y después seminarista, con la cabeza bien puesta y pronto llena, se había apasionado, con los padres misioneros que lo habían educado, por la botánica y los viajes. A los veintidós años se había embarcado hacia China y, una vez llegado a aquel país, había cambiado su misión religiosa por otra más comercial. ¡No se es en vano descendiente de tres siglos de comerciantes de la calle Grenette! La dirección de Misiones, molesta, había devuelto a Poivre al siglo, de donde la Compañía de Indias, seducida, lo había recogido. En 1745 se encontraba en Pondichéry, cuando recibió la orden de volver a Francia. Sólo pudo hacerlo al cabo de tres años. Entre tanto, una bala inglesa de cañón se había llevado su brazo derecho y le habían entrado las ganas de plantar, en la Isla de Francia, un gran jardín de especias gracias al cual su país podría destruir el monopolio holandés sobre éstas. En Versalles estaban encantados de que un joven botánico aventurero retomara el viejo proyecto nacional de las conquista de las especias que se arrastraba en los portafolios reales nada menos que desde el año 1503. A Poivre sólo le quedaba robar a los holandeses, que las guardaban ferozmente, las plantas productoras de clavo y nuez moscada. El intrépido había vuelto a la mar y a sus aventuras y, hasta 1757, saltando de fragata en corbeta, de urca en barco velero, de bergantín en carguero, infiltrándose entre corsarios, piratas y patrulleros, saboreando algunas prisiones, escapando a reyezuelos encolerizados, sobornando a mandarines y seduciendo a favoritas, trepando por empalizadas, pasando entre las balas y las fiebres, evitando veinte veces la muerte, renaciendo de todos sus fracasos, sus naufragios, sus combates, sus heridas y sus

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prisiones, un buen día, ¡por fin!, Poivre había desembarcado en Port-Louis de la Isla de Francia, algo fatigado pero sonriente y llevando, apretado entre su corazón y su camisa empapada por una última tempestad, su pequeño botín de mirística y clavero en ciernes, que le había costado nueve años de vida frenética. El conquistador plantó con devoción los mejores brotes en Monplaisir, en el jardín creado por Mahé de La Bourdonnais. A traición y a sus espaldas, otro botánico celoso de su colega los había rociado con una solución de mercurio para matarlos. Loco de rabia, Poivre había regresado a París a llorar su dolor y su odio en el Jardín del Rey, en el regazo de los sabios Buffon y Jussieu, que, indignados por su desgracia, lo habían mandado quejarse al rey.

Luis XV adoraba los jardines. Plantaba él mismo bulbos de tulipanes en las jardineras de la terraza de Versalles, visitaba los huertos, discutía con los jardineros, se regalaba con ramos de flores que la Pompadour, otra apasionada, esparcía en profusión por los apartamentos de palacio. A Poivre no le costó nada ablandarle el corazón con la esperanza de tener un buen jardín de especias. Para conseguirlo, el rey le había prometido a su "querido botánico" comprar la Isla de Francia a la Compañía de las Indias, enviar un gobernador con el alma sensible a las flores del que Poivre sería administrador todopoderoso y darle una fragata bien armada, con su urca de escolta, para que fuera a hacer razias de árboles del clavo y de la nuez moscada a las islas Molucas, ante las mismísimas barbas de los holandeses. Poivre volvió a Versalles convencido de que en el futuro sus días iban a transcurrir perfumados por las especias. Pero Lyon estaba lejos de Versalles y la voluntad de Luis XV estaba lejos de la constancia. Así, a finales de 1762, Poivre seguía esperando su fragata y todo lo demás. Para entretener su impaciencia, y porque tenía buenos ingresos, plantó un gran parque florido en los alrededores de Lyon, en la colina de Saint-Romain-au-Mont-d'Or, del que se contaba que algún día sería una maravilla repleta de especias exóticas aclimatadas.

Aquel era el personaje de novela a cuya casa se hacía conducir Jeanne, con su paquete de hierbas suizas colocada a su lado en la banqueta del coche de punto y el corazón palpitando de curiosidad.

Poivre vivía en el corazón del viejo Lyon agrupado alrededor de la iglesia de Saint-Nizier y los Saint-Apotres, en la calle de Quatre-Chapeux. Desde la Edad Media, nada había cambiado en la encrucijada de calles, los pasajes típicos llamados traboules y las casas de aquel barrio lindante con el Mercado de Granos. Era una parroquia superpoblada de sesenta mil almas, repleta de animación comercial.

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Pierre Poivre recibió a su visitante con mucha cortesía, le dio las gracias y en cuanto supo que había estudiado botánica con el doctor Aubriot abrió los paquetes de plantas y comenzó a comentar algunas muestras. Parecía lejos de conocer la flora alpina tan bien como Philibert, pero se sintió encantada de conversar con una celebridad de la ciudad y se dedicó a devorar a su anfitrión con los ojos.

El ya no era aquel temerario de los músculos de acero cuyas hazañas había oído contar. Como lionés de pura cepa, es decir, bastante comilón, Poivre se había revestido de buenas carnes. Iba vestido con un traje beige bien cortado y animado por fina tela blanca, peinado con una peluca empolvada de tres grandes bucles, era de estatura mediana y actitud reposada, todo lo cual le hacía parecer un buen burgués. Su aspecto físico resultó decepcionante, pues la joven había esperado encontrar al aventurero de veinte años. Su rostro tampoco habría llamado la atención si no hubiera sido por sus ojos, en los que era imposible no fijarse; su expresión era amable, pero en sus ojos brillaba la inteligencia de un modo tan intenso que parecían dos soles radiantes.

Poivre le hizo servir a su visitante un delicioso vino de grosella y pastas de frutas, y ésta empezaba a atreverse a preguntarle sobre sus viajes a China cuando una criada vino a anunciar que el caballero Casanova de Seingalt pedía ser recibido.

—¡Qué fastidio, Dios mío! —dejó escapar Jeanne—. Quiere saber si os he traído el paquete.

—Pues yo sólo puedo estarle agradecido por la mensajera que me ha enviado —dijo Poivre sonriendo.

—Sin duda, señor, pero...

Se ruborizó y terminó su frase.

— ...no me apetece compartir este momento que me concedéis con un parlanchín...

—¡Qué cumplido tan halagador, señorita! Está bien, haré que le digan al caballero que no estoy y que venga mañana. Así, si queréis, podréis acompañarme en mi paseo matutino. No me canso nunca de pasearme por mi viejo Lyon después de haber pensado tantas veces que nunca volvería a verlo.

La llevó hasta los tilos de la muralla de Ainay. Era el paseo favorito de todos los lioneses, cuya vida se concentraba en la península que formaban los ríos Saona y Ródano, y que iba desde la abadía románica de Saint-Martin d 'Ainay hasta la línea de fortificaciones que unía Saint-Clair al barrio de Vaise. La mañana no era brumosa sino excepcionalmente clara, aunque más gris que azul. Las colinas de Croix-Rousse y de Fourviéres empezaban a cubrirse de franjas otoñales amarillas, pardas y

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rojas, pero una gran floración de rosas cubría las techumbres de los ventorrillos. En las viñas debían colgar ya pesados racimos de uva. Se sentaron en un banco al borde del paisaje y Poivre le habló de la China, de Java y de Manila, de las Molucas y de la Isla de Francia... Transportada muy lejos por sus oídos, Jeanne veía cómo se iban construyendo, en el cielo pálido y familiar, exóticos decorados de abigarrados colores, a través de los cuales un joven y loco aventurero buscaba el árbol del clavo con el fervor con que un caballero de la Tabla Redonda buscaba el santo Grial. Cada vez que su mirada volvía a posarse en su narrador, experimentaba la misma sorpresa al encontrarse con el perfil de un apacible burgués lionés amante de la buena vida.

—¿No añoráis nunca esos maravillosos países? —acabó por preguntarle—. ¿Todos esos perfumes y ésos soles que habéis visto?

—Añoro otros países, otras flores, otros perfumes, otros soles, aquéllos que no he visto nunca. Pero nuestro cielo gris también tiene su encanto, ¿no os parece? ¡No sabéis hasta qué punto se añoran nuestras neblinas cuando uno se está asando bajo un sol implacable bien saturado de mosquitos! Pero como nos gusta complicarnos la vida, yo intento hacer crecer un jardín lleno de plantas frioleras de esos lugares aquí, en Lyon, donde el sol es tan comedido.

—Me lo han dicho. ¿Vuestros campos no están en la parroquia de Saint-Romain-au-Mont-d'Or?

—Sí, en el lugar llamado La Fréta. No os invito a verlos porque La Fréta sólo es un sueño apenas surgido de la tierra. Necesita al menos quince años para convertirse en un jardín de ilusiones.

—¿De ilusiones?

La mirada de Poivre se posó en el horizonte.

—Fue en China donde experimenté el gusto de entrar en un jardín para alejarme de mi país en cada vuelta del camino —dijo tras una pausa—. Claro que siempre me ha complacido entrar en un bello jardín, pero sólo en los parques chinos comprendí que podía remodelarse una porción de la naturaleza para obtener la felicidad. Entonces me juré que si volvía a Francia plantaría un jardín lleno de sorpresas en alguno de los montes lioneses, un jardín de evasión. Quiero poner árboles, arbustos y flores de tierras lejanas. Tendré en Lyon mi rincón de China, de Manila, de Java, de la Isla de Francia... Cuando salga de los senderos de mi pequeño paraíso tropical me sorprenderá, al asomarme a mi terraza, ver fluir el Saona al pie de la colina, de modo que desde allá arriba hasta el Saona me ofrecerá una imagen imprevista. Crear un jardín para hacer de él un universo, ¿os imagináis un placer más delicado?

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—¡No me preguntéis eso a mí, que necesito la jardinería como el respirar! —exclamó Jeanne—. Pero, ¡ay!, para crear el jardín de nuestros sueños hay que poder arruinarse.

—¡No dejaré de hacerlo, estad segura! —dijo Poivre, riendo—. Un jardín hermoso vale por todos los bienes de este mundo. Os proporciona la paz en un hermoso decorado, y pienso que vivir en paz en medio de la belleza es la mejor receta para una vida larga y feliz.

—¿No es curioso que seáis vos el que diga eso?

—Sí, sin duda. A mi edad uno comienza a mirar con interés la manera de llegar a viejo conservándose joven. Hay tantos goces que tomar en la tierra que hay que conservar el buen apetito hasta el final del camino.

La única mano de Poivre se había posado maquinalmente en un trozo de estatua caído sobre el banco. Era un fragmento de torso femenino, del que calentaba dulcemente la espalda de suave piedra pulida, subiendo de vez en cuando hasta el cuello o deslizándose hacia la elevación anunciadora del seno perdido. El hecho de no tener más que una mano con que sentir la voluptuosidad no parecía entristecerlo lo más mínimo. "Es como Vincent, un animal hecho para la felicidad —pensó Jeanne, conmovida por la expresión satisfecha del hombre—. La mala suerte lo ha convertido en inválido, pero su instinto y su inteligencia para la felicidad han triunfado sobre su miseria y así será siempre." Este pensamiento le trajo una bocanada de melancolía: ¿por qué Philibert no tenía una naturaleza tan dispuesta a aprovechar las alegrías que pasan? ¿Por qué se recreaba en una desgracia que debería estar enterrada? ¿Por qué no la había besado la noche en que habían cenado juntos durante la indisposición de la señora de Bouhey? De repente se sentía segura de que si Poivre hubiera estado en lugar de Philibert no habría podido evitar tocarla...

—Sois muy soñadora, por lo que veo —dijo Poivre sonriendo.

A causa de lo que estaba pensando, la frase le hizo sonrojarse y la sonrisa de Poivre se acentuó.

—No sé a qué viene ese sonrojo repentino, señorita, pero os sienta bien. La más hermosa mujer de piedra no se sonroja nunca, ese es uno de sus peores defectos.

Le dirigió una larga mirada a la joven antes de continuar.

—Sois muy bonita, señorita Beauchamps. ¿Cómo os llamáis?

— Jeanne.

—Sois muy bonita, señorita Jeanne. Os lo habrán dicho ya, ¿verdad? —Sí.

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—No importa, un cumplido es siempre nuevo. Sobre todo cuando puede decirse con palabras nuevas...

Poivre pronunció una frase en un idioma indescifrable.

—¿Lo que significa...?

—Significa, más o menos (en chino de Cantón), que sois tan bonita que estar con vos a solas produce una sensación de beatitud.

—¡Oh! —exclamó ella—. ¿Sabéis también chino?

—Sí, sobre todo la lengua china para uso de jovencitas. Los chinos tienen la fastidiosa costumbre de meteros en prisión para conoceros mejor, ¡y en prisión lo más urgente es aprender a enternecer a la hija del carcelero!

La hizo reír mucho contándole algunos pasajes tragicómicos de sus estancias en prisión. Cuando ya descendían sin prisa hacia la ciudad, Poivre se volvió hacia ella para preguntarle:

— ¿Volveréis a visitarme, Jeanne?

Ella se quedó sin habla, loca de alegría. ¡Pierre Poivre, el célebre señor Poivre, le rogaba que volviera!

—¿De verdad que puedo? —balbució por fin—. ¿No os aburriré?

El le dirigió una ojeada gentil.

—Nunca le digáis eso a un hombre, señorita. Al menos no por ahora. Dejadlo para mucho más adelante.

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Capítulo 10Capítulo 10

Un cliente de los Delafaye que iba a Bresse le había ofrecido su silla de posta y la había dejado en el relevo de Villars. Allí Jeanne se disponía a hacer sola el gasto de una carrera hasta Châtillon cuando vio pasar en su carroza a doña Suzanne d'Espiard d'Auxanges, una canonesa que volvía a Neuville tras un viaje al Midi. Doña Suzanne la tomó con gusto a bordo y la dejó delante de la casa de Aubriot.

Se quedó inmóvil ante la puerta durante largos minutos, paralizada de repente por el temor de que le dijeran que Philibert estaba en Bugey. El dependiente del panadero, que venía a entregar el pan, le dirigió una mirada de extrañeza que la hizo caminar detrás del chico. La alegre sonrisa de Clémence, la hermana más joven de Philibert, y también la preferida, la informó de entrada de que su querido hermano estaba en Châtillon.

—Acaba de salir para el hospital, desde donde el limosnero lo ha hecho llamar. Pero si queréis esperar en la salita, Jeannette, no os aburriréis. Tengo allí a un tal caballero Casanova de San-alguna-cosa que Philibert me ha dejado aquí y que está hecho un figurín, querida, divinamente arreglado, todo cubierto de encajes y de joyas. ¡Juraría que es un príncipe de incógnito!

Jeanne tuvo un gesto de impaciencia. ¡El donjuán de Venecia era bien tenaz!

—Ya que os gusta tanto, Clémence, os lo dejo todo para vos —dijo ella—. Yo iré a buscar a Philibert al hospital.

Antes quiso refrescarse y recomponerse un poco y Clémence la hizo entrar en su habitación. El corazón se le salía del pecho. Se veía viviendo en la mismísima casa de él, paseándose en enaguas, con el escote y los brazos desnudos, los cabellos recogidos, el rostro salpicado de burbujas de jabón, con la ropa que acababa de sacar de su bolsa de viaje extendida sobre el cubrecama y un par de medias blancas en el brazo del butacón de paja... ¡Qué bueno era aquel como si! ¡Bueno hasta abrazarse de placer ante el espejo! Se puso su falda y su chambra de paño de Usseau, cuyo suave verde almendra le sentaba tan bien a su piel color té claro; escogió el único gorrito limpio que le quedaba, un ligero tocado en forma

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de diadema de muselina blanca plisada pespunteada de botones de rosa del mismo tejido, una novedad que la lencera de Bourg llamaba "Dulce broma", vete a saber por qué. ¿Se pondría un poco de colorete? Desistió, la felicidad que sentía le animaba suficientemente las mejillas, pero, al ver en el tocador de Clémence un agua de colonia casera que le gustó, se roció el escote antes de ponerse la pañoleta. "Estoy muy bien", se dijo con aplomo mirándose al espejo. Por primera vez, se sentía segura de sí misma en el momento de ir al encuentro de Philibert. Desde la última vez que lo vio, había descubierto que gustaba a los hombres. ¡Embriagadora certidumbre! ¡Aparecer guapa era algo de lo que no cabía cansarse! Ensayó gestos provocativos, meneó las caderas, infló sus senos, se mojó los labios, tendió la boca entreabierta a sus sueños... Había llegado el momento de tomar la iniciativa y echarse en los brazos de aquel gran distraído que era el sabio de Châtillon.

El pueblo, bajo un hermoso sol, estallaba de alegría. Resplandecía como en un día de Pascua, pero era siempre así. Jeanne se preguntó si habría algún pueblo tan florido como aquél en todo el reino. Los chatilloneses se habían contagiado del amor de Aubriot por la jardinería y encantaban el ojo del paseante. Por doquier, la mirada encontraba una gran abundancia de colores otoñales plantados en jardines, ventanas y balcones, e incluso a orillas del Charalonne y el Durlevant. Numerosas macetas de geranios alegraban el magnífico mercado de madera oscura, la fachada del convento de las ursulinas, el patio de la escuela y hasta los pilares del lavadero a orillas del río Durlevant. Se veían dos barcas de vendedores de flores en el río Charalonne y, de los puentes cubiertos que unían las dos orillas, colgaba, sobre las apacibles aguas de color verde berro, un reguero de guirnaldas sembradas de una gran profusión de capuchinas. En el momento de la desfloración, millares de semillas volaban de las plantaciones para convertirse en sembrados silvestres en las ruinas del castillo medieval, las murallas de la ciudad vieja, en lo alto de la atalaya de Saint-André, sobre la hierba del Pré de la Foire, ¡por todas partes! La propia ciudad florecía hasta en las grietas de los muros. Jeanne se preguntaba siempre cómo había podido Philibert dejar un pueblo tan agradable, con todas aquellas flores y aquellas bonitas casas con su entramado de ladrillos saboyanos rojos, para irse a vivir a Bugey, un país severo con espesos bosques negros...

Llegó al hospital. Un bello edificio de arquitectura clásica que había acogido siempre a más pobres que enfermos porque los pobres vivían bien en Châtillon. En 1617, un cierto señor Vincent, convertido más tarde en San Vicente de Paúl, había creado allí, en la capilla de una parroquia de la que era párroco, la Cofradía de Damas de la Caridad. Este gesto

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había reforzado la buena naturaleza de los chatilloneses, a quienes les gustaba tener pobres bien gordos. Ninguna ley los obligaba, lo hacían simplemente por ellos y desde la Edad Media era una cuestión de honor no dejar pasar hambre a nadie en una provincia superpoblada de pulardas. De modo que el hospital de Châtillon era un hospital excepcional al que no se iba a morir de miseria y de indiferencia, sino a sobrevivir a base de buenas sopas en medio de buenos olores a cera y jabón, tras unas ventanas cuajadas de geranios. El portero le dijo a Jeanne que con toda seguridad encontraría al doctor Aubriot en casa del señor Jassans, el boticario.

De arriba abajo de la pequeña pieza revestida de madera oscura, lucían débilmente en los estantes los ventrudos potes de loza de Meillonnas. De pie en la olorosa penumbra, inclinados sobre la balanza del mostrador, atestado de morteros y medidas de estaño, el médico y el farmacéutico hablaban en murmullos como si se estuvieran pasando una receta de alquimia, aunque en realidad tenían una conversación de lo más normal.

—Jeannette! —exclamó Philibert—. ¿No habrá ningún enfermo en Charmont, verdad?

La joven se explicó. Bastante mal, la verdad. ¡Tenía la impresión de estar diciendo unas tonterías tan inútiles y alejadas de lo que tenía que decir...!

Rápidamente, Aubriot terminó su conversación con Jassans y tomó a su amiguita por el codo para conducirla al soleado patio. En cuanto ella sintió el calor de su mano a través de la fina lana de la manga de su vestido empezó a darle vueltas la cabeza. De golpe la abandonó el convencimiento de ser lo bastante bonita para él. La estrategia de cortesana que se había fabricado constaba de: 1. Lo miro a los ojos, 2. Le sonrío mostrándole los dientes, 3. Me tuerzo el tobillo, 4. Exclamo "¡ay!" y cojeo para que me sostenga... De aquella estrategia, pensaba, no se atrevería a ejecutar ni la primera maniobra. Sólo podía pensar en una cosa: el fragmento de bienaventurada piel que se entibiaba bajo la palma de Philibert.

Franquearon la puerta del hospital y llegaron al claustro de las ursulinas.

—Veamos vuestra cara... —dijo deteniéndose Philibert—. Miradme, Jeannette. Muy bien, no estoy descontento de lo que veo, hay salud. Y me alegro de veros, Jeannot. Sonrió.

La última parte de la frase conmovió tanto a Jeanne que se le saltaron las lágrimas, que sorbió en seguida. Aquel era el momento de gritarle:

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"¡Pues yo, señor Philibert, no es que esté contenta de veros, es que soy feliz, feliz de veros hasta reventar, feliz hasta morir porque os amo!" ¡Ah, cómo detestaba ser tan idiota, tan muda y tan tonta, sí, tonta!, ¡más tonta que una peonza! ¿Acaso era razonable y soportable estar enamorada de aquel hombre hasta el punto de perder todos sus medios para seducirlo? ¡Se habría dado de bofetadas! Para no conseguir nada, claro, de eso estaba segura. Jamás había podido hacer nada contra aquel respeto extasiado que le inspiraba Philibert. Sólo podía temblar a causa de la necesidad insatisfecha de echarse en sus brazos.

Aubriot la miró de reojo.

—Nunca habéis sido habladora, Jeannette, pero ¿es que ahora lo sois menos que nunca?

—Os encuentro un poco pálido y delgado —dijo ella con esfuerzo—. Estoy segura de que trabajáis demasiado y de que no dormís bastante.

—Eso es porque vos no me vigiláis —replicó él con buen humor—. Voy a recetarme que me visitéis dos veces por semana cada vez que pase por Châtillon. ¿Sabéis que acabo de llegar de herborizar en Auvernia? Mis cuadernos de plantas montañesas siguen en un abominable desorden. ¿Qué me diríais de ayudarme a verlo claro? ¡Eh!, Jeannette, ¿a dónde vais corriendo, es que queréis pescar truchas desde el puente?

Ella sólo quería esconderse el tiempo justo para detener sus lágrimas, rápido, rápido, que él no viera aquella ridícula inundación. Asomada al río Chalaronne en medio del puente de la Boucherie, se secaba el rostro con las manos, pero bien podría haber intentado enjugar, con el mismo resultado, el propio río.

Por un momento, el médico la contempló en silencio.

—¿Por qué lloráis, Jeannette? ¿Qué pena habéis venido a confiarme que no os atrevéis a contármela? —le preguntó al fin con su voz más dulce.

—¡No, no! —masculló ella precipitadamente secándose los ojos con su pañuelo hecho una bola—. ¡No se trata de ninguna pe...na, nada de eso! Al contrario, se tra...ta de un ras...go nuevo de mi temperamento. Lloro por nada cuando tengo alguna ale...gría. El padre Jérôme dice que.. .que eso le pasa a menudo a las jóvenes de mi e...dad. Me aconseja baños fríos.

—¿Baños fríos?

—Sí, sí. ¿Tenéis vos una mejor re...ceta, señor?

—Puede ser —dijo Aubriot.

La sombra de una sonrisa le tensó la boca y le dibujó fuertemente las mandíbulas bajo la piel de su delgado rostro.

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—En todo caso, tengo una receta que proponeros para esta noche, y es la de divertiros un poco —dijo—. ¿Conocéis al caballero Marlieux?

—Desde luego —respondió Jeanne, que al fin se había secado las lágrimas e intentaba esconder la nariz, que debía de estar toda roja, ¡qué horror!—, el caballero va a veces a Charmont. El verano pasado nos hizo incluso el favor de electrocutarnos. Electrocuta a la perfección, nunca falla.

—Pues bien —dijo Aubriot—, quiero que cenéis con él esta noche. Tengo que ver en su casa a Jassans y al abate Rozier, al que he convertido en un "botanomaníaco" ferviente, y que también se ha aficionado a la física. Llevaremos con nosotros a ese caballero Casanova, con el que sólo me he cruzado y que me espera en mi casa. Le debo una velada por haber cargado con un paquete para mí desde Ginebra. Se dice que es bastante divertido, aficionado a la alquimia y a las bobadas mágicas, con las que parece que hace algún pequeño comercio. Pero, de todos modos, vos lo habéis visto antes que yo. ¿Os ha parecido interesante?

—Me ha parecido un parlanchín. Y muy dado a la galantería.

—¡Oh, oh! ¿Os ha hecho la corte, Jeannette?

—Por supuesto —dijo ella con coquetería.

El la miró de soslayo.

—¿Y os ha gustado, Jeannette, o no?

Ella fingió arreglarse el tocado.

—¡Adoro que me la hagan! —soltó.

—¿Ese es también un rasgo nuevo de vuestro temperamento?

—Sí —dijo ella, osando mirarlo a la cara. También él la miraba, con malicia.

—Y contra eso, ¿qué os aconseja el padre Jérôme? ¿Los rezos?

—En efecto, rezo mucho por eso —dijo ella, envalentonada al ver que bromeaban—. Ruego por que me hagan la corte...

El soltó una carcajada, una de sus buenas carcajadas de antaño, una carcajada firme y breve. ¿Cuánto tiempo hacía, Dios mío, que no oía aquella risa? ¡Ah, hay veces en que se hace el paraíso en la Tierra!

—No lo dudéis —decía Casanova—, la señora de Urfé es una experta en todas las operaciones de la Gran Obra. En París, en su mansión del muelle de Théàtins, he visto su biblioteca, ¡un tesoro prodigioso! Nada menos que herencia del gran Urfé, el marido de Renée de Saboya, alquimista sabio si lo hubo y de imperecedera memoria.

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—Sin embargo, conozco bien a la marquesa y sé que no ha conseguido fabricar aún el aurumpotabile, la panacea que otorga la juventud y la belleza —observó el boticario Jassans con ferocidad.

—¡Oh, la marquesa es todavía una belleza! —susurró Casanova, siempre galante—. Una belleza del tiempo de la Regencia, evidentemente.

—Si bien es perdonable ser una belleza del tiempo de la Regencia, no lo es tener todavía un espíritu del tiempo de la Regencia cuando se cumplen cuarenta y ocho años del reinado de Luis XV —subrayó Aubriot.

—La señora de Urfé no es ninguna tonta, señor —dijo Casanova, un poco ofendido—. Sus conocimientos son grandes, incluso en medicina. ¿Sabíais que ha leído y releído a Paracelso y que se lo sabe de memoria?

—Vuestra amiga no tiene entonces conocimientos muy útiles para los enfermos —repuso Aubriot, sarcástico—. No os deseo, caballero, que os atienda nunca un médico demasiado imbuido de viejas teorías. Por menos de eso se muere uno.

—¿Hay que dejarse cuidar entonces por barberos ignorantes, señor? —preguntó Casanova en tono vivo.

—¡Por Dios, no hagáis el elogio de los secuaces de San Cosme, patrón de los barberos cirujanos, delante del señor Aubriot! —exclamó el abate Rozier—. No puede soportarlos. Puede estar hablándonos de sus estropicios toda la noche.

—Es porque han aprendido a purgar en los establos y porque sangran a los enfermos como si la sangre de un cuerpo sólo sirviera para llenar sus cubetas —comentó Aubriot.

—¡Toma, hay que vivir! —exclamó Jassans—. El golpe de lanceta, ese es el pan cotidiano de los cirujanos. A tres francos la vena, ¿cómo van a negarse a sangrar?

—Seis francos si la vena es difícil —corrigió Aubriot.

—¿No conviene eso más que un parto a cinco francos? —añadió Jassans—. En otros tiempos... La sangría es sin embargo mejor que las lavativas, aunque las lavativas, a cuatro francos, no están nada mal.

—De todas maneras, es preferible una lavativa a una sangría —dijo Aubriot—. Mata menos, o sea que conserva al cliente. No siempre pueden encontrarse treinta clientes a los que cortarles una pierna por sesenta libras.

—¡Oh, la mejor operación actual no es la amputación, son los cálculos! —exclamó Jassans—. A seiscientas libras la vejiga vale la pena hacerse especialista del aparato urinario.

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—La operación para extraer piedras, ¿ya está a punto en Francia? —preguntó Casanova.

—Por supuesto, caballero. La operación es milagrosa, la prueba es que sólo os la contarán los enfermos curados. Los otros están callados como muertos —respondió Aubriot.

El farmacéutico se echó a reír y la señora Marlieux, que intentaba hacerse desde hacía rato con la conversación, aprovechó para intervenir.

—¡Sois los dos insoportables! —exclamó, dirigiéndose al médico y al farmacéutico—. No podéis estar juntos ni un minuto sin caer en un cinismo espantoso.

—Es verdad —confirmó la señora Jassans volviéndose hacia Casanova—. En cuanto mi marido y el señor Aubriot se ponen a hablar de medicina, dicen cosas atroces.

—Es porque nuestra medicina es atroz —dijo Aubriot.

—¡Entonces, señor, no creéis en vuestro arte! —observó Casanova.

—¡Sería un desvergonzado si creyera, viendo lo que veo! —exclamó Aubriot—. ¿Sabéis lo que vi ayer mismo, sin que pudiera impedirlo? A un colega de Saint-Trivier administrarle ocho grandes lavativas a un vientre atascado. El daño no ha sido muy grande porque el paciente deja treinta libras de su herencia para pagar la factura, ¡pero imaginad el perjuicio causado si se hubiera tratado de un pobre insolvente!

—¡Ah, no! —dijo firmemente la señora Marlieux—. ¡No, doctor, no volváis a empezar!

—Os lo prometo —dijo Aubriot saludando a su anfitriona con una inclinación de cabeza—. Además, ¿no es hora de pasar a los juegos eléctricos?

El caballero Marlieux se levantó.

—Si todos se sienten dispuestos... Mi querido Aubriot, la electricidad se convertirá un día en una curandera mágica, os lo predigo.

—¿Está vuestra botella de Leiden preparada, amigo mío? —le preguntó su mujer.

—Por supuesto, querida Rose, siempre lo está.

—¡El problema es que vuestra botella os ve más que yo! —suspiró la señora Marlieux—. Yo sólo soy vuestra esposa y ella es vuestra amante.

El caballero Marlieux cenaba raramente en su casa. Todos los aficionados a la "física divertida" se lo disputaban en varias leguas a la redonda. Sabía hacer muchos trucos con el fluido misterioso de su condensador eléctrico y hacerse electrocutar en grupo después del café era una distracción muy a la moda entre la gente de calidad.

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Jeanne esperaba con impaciencia el momento de formar la ronda, el instante de deslizar la mano en la de Philibert. No había dicho más de tres palabras durante la cena, atenta solamente a su felicidad. Colocada a la izquierda de Aubriot, ronroneaba con la voluptuosidad tranquila con que lo hace una gata al calor de una estufa. La tibieza de Philibert la envolvía, su olor, su voz, y a veces también su mirada. Estaba respirando el mismo aire que él, se llevaba a la boca las mismas viandas, bebía del mismo vino que él bebía... La hora era perfecta, plena, de color naranja. Y aquello no acababa: fue Philibert, el que por iniciativa propia, le tomó la mano cuando se formó el círculo. La mano de Jeanne se estremeció, Philibert la apretó en la suya y se inclinó hacia ella.

—¿Miedo? —le preguntó en voz baja. Ella sacudió la cabeza.

—He sentido la sacudida dos veces.

El hurón eléctrico pasó tan violentamente por la ronda que las tres damas presentes lanzaron tres gritos y Casanova —sorpresa, nerviosismo o comedia— se desplomó en un sillón. "En el fondo, este entretenimiento es bastante estúpido, deberíamos esperar a saber un poco más sobre el fenómeno antes de ponernos a jugar con él", pensó Aubriot contando el pulso del veneciano. Pero los demás, incluyendo al accidentado, gritaban de placer, encantados de haber sido sacudidos y esforzándose en explicar sus sensaciones con ayuda de toda clase de expresiones rebuscadas.

—La noche está oscura, pero se prepara una oportuna tormenta. ¿No tenéis ganas de enviar vuestra cometa a una nube, como hizo Newton? —preguntó de repente Jassans, volviéndose hacia Marlieux.

—Si hacemos eso, sería divertido aprovechar para electrizar a una dama —dijo Marlieux entusiasmado—. Me gustaría mostrarle al caballero Casanova cómo saco chispas de una dama. Es absolutamente encantador.

La señora Marlieux fue a sentarse al lado de su marido.

—Amigo mío, hace más de un año que os oigo hablar de las bonitas chispas que le sacáis a las damas. ¿No podéis sacarlas de un caballero también?

—Tengo que confesar que sólo lo he intentado con las damas. Su sensibilidad es mayor, más fina, más sutil. ¿No lo reconoce así todo el mundo? Me parece lógico que conduzcan mejor el fluido.

Se oyó la risa breve de Aubriot y Marlieux se volvió hacia él.

—¿Acaso lo dudáis? —dijo con vivacidad—. Sin embargo, estaría dispuesto a jurar que todos tenemos el poder de la electricidad en el cuerpo, que lo tenemos más o menos fuerte y que las mujeres lo tienen más impresionable que el de los hombres. Pero a nosotros los franceses nos gusta mostrarnos escépticos en todo. El escepticismo en todas las materias, más que la verdad, es ahora nuestra religión.

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—No, no —protestó Aubriot—. Por mi parte, tengo muchas ganas de creer que todo cuerpo animal, macho o hembra, es una botella de Leiden orgánica, ¡pero mi suposición no me parece suficiente como para dejarme conectar a una tormenta a fin de proporcionaros un fuego de artificio!

El caballero Marlieux se desplazó, se acodó en el respaldo de una butaca colocada en medio del salón y levantó la mano para llamar la atención de los reunidos.

—Pues bien, amigos míos —comenzó a decir al restablecerse el silencio—, ¡sabed que habéis venido a cenar en un día de tormenta al pie mismo de un pararrayos!

—¡Dios mío! —exclamó la señora Jassans—. ¿Es que habéis perdido la cabeza para exponernos de esta manera? ¿Acaso no está prohibido poseer ese diabólico objeto? ¿De dónde lo habéis sacado?

—De Inglaterra, señora.

—Estad tranquilos —dijo la señora Marlieux—, mi marido ha hecho montar su nuevo juguete encima de mi gallinero.

—¡Magnífico! —respiró la señora Jassans—. ¡Podréis darnos un banquete de pollos si resultan achicharrados a causa de un rayo!

—Señora —respondió sarcásticamente Marlieux—, no es por temor del cielo sino por temor al cura por lo que he escogido el gallinero. El cura aún no se preocupa por la salud de mis pollos y no me denunciará al teniente de policía.

Todo el mundo se sonrió excepto Casanova, que interrogó al grupo con la mirada.

—Nuestros teólogos han condenado el pararrayos, caballero —explicó el abate Rozier—. Les parece impío oponerse a las embestidas del cielo, al que le gusta chamuscar a alguien de vez en cuando.

—Tenemos unas ideas muy nuestras —añadió Aubriot—. También preferimos continuar cogiendo la viruela antes que inocularnos la vacuna, siempre por amor a Dios. Nuestros teólogos alegan que Job recibió la viruela del mismísimo Diablo y que, por tanto, introducir un poco de ésta en un cuerpo es una práctica satánica.

—Me sorprende —dijo Casanova—. Tanto en Suiza como en Inglaterra, en Alemania, en Rusia, en las Américas y en Oriente, se inocula ya la vacuna. ¿Acaso los médicos no pueden dejar oír su opinión igual que los teólogos?

—¿Opinión? Después de lanzar millares de ellas en las facultades, finalmente mis colegas se han sometido a los criterios científicos de la Iglesia —comentó Aubriot con ironía—. Mirad, caballero, muchas de las desgracias de los enfermos franceses vienen de que a sus médicos les

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encanta reunirse a su cabecera solamente para discutir de qué se van a morir.

Casanova hizo una mueca de espanto.

—Por el tono en que tratáis a la medicina de vuestro país, señor, no entran ganas de ponerse enfermo aquí. Miraré de ponerme enfermo a mi vuelta a Ginebra. Allí al menos tienen a Tronchin, del que hacen mucho caso.

Jassans puso cara de desaprobación.

—Si queréis mi opinión de boticario, caballero, os diré que Tronchin no vale nada. Su tratamiento se basa en el buen aire, el agua y las compotas... ¡Es un hombre muy peligroso!

—¿Volvemos o no a la electricidad? —intervino Marlieux, impaciente.

Se había decidido que Casanova y el abate Rozier se quedarían en casa de los Marlieux hasta el día siguiente, y que Jeanne volvería a Charmont con la vieja carroza del hospital pero, en el momento de partir, el veneciano se apresuró a ofrecerle la comodidad de su carroza de alquiler. Aubriot frunció el entrecejo y Jeanne, contrariada, buscó deshacerse educadamente de la importuna proposición. ¡Se acordaba demasiado bien de su entrevista sobre ruedas con aquel donjuán de pacotilla! La señora Marlieux se dio cuenta de su embarazo, adivinó la razón y acudió en su ayuda.

—Creo que la señorita Jeanne preferirá el cabriolé de mi marido —dijo, sonriendo—. Le gustó mucho cuando visitamos a la baronesa de Bouhey este verano.

—¡Oh, sí, caballero, si vuestro cochero aún no está acostado hacedme el favor de enviarme con el cabriolé! —exclamó Jeanne, acercándose a los Marlieux.

En París los cabriolés atropellaban corrientemente a los peatones, en Lyon también comenzaban a sufrir sus efectos, pero en Châtillon el cabriolé del caballero aún era una originalidad de gran gusto que se contemplaba al pasar. Marlieux lo tenía desde hacía sólo seis meses, estaba muy orgulloso y no se hizo de rogar para ponerlo a punto.

—No hace falta cochero —dijo alegremente—, lo conduciré yo mismo.

—Nada de eso —intervino Aubriot—. Mi querido Marlieux, justamente quería pediros permiso para conducir vuestro bonito juguete. ¿Por qué no esta noche? Conducir un cabriolé debe de rejuvenecerlo a uno.

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—Como queráis, es vuestro —dijo Marlieux—. ¡Galopad a placer hasta Charmont pero procurad no volcar hasta que regreséis, cuando vayáis solo!

Jeanne se pellizcaba para creerlo. Pero era verdad. Vio a un criado calzar y fijar su equipaje detrás de la caja, a Philibert encaramarse al pescante, tenderle la mano para ayudarla a subir, tomar las riendas, chascar la lengua y azotar el aire con la fusta sobre la grupa del caballo... Entraron al trote menudo en el silencio del bulevar de Bourg.

En cuanto franquearon la puerta, el repicar de los cascos se convirtió en un sordo martilleo. Luego el campo de hierba comenzaba, tragándose al carruaje en su vasta paz, una paz mojada en bruma, que una invisible luna llena transformaba en un fino polvo luminoso. Los primeros planos del negro paisaje estaban como velados por una gasa, los más lejanos quedaban apagados por una guata gris, blanda y brillante, suave a la vista. Grandes masas de nubes blancas, a ras de suelo, indicaban el emplazamiento de las lagunas. Era una noche como para ver danzar a las hadas en la pradera. Jeanne, palpitante, se dejaba invadir por su potencia poética. Aquella noche, con su toque de penetrante humedad, le embrujaba los ojos, el corazón, todo su ser... No, no podía ser una noche ordinaria aquella en que por vez primera Philibert la llevaba a través de un decorado casi borrado, al trote mudo de un caballo blanco. La meta sólo se encontraba a dos leguas, pero en dos leguas de sueño qué no puede pasar...

—¿Tenéis frío, Jeannette? Me parece que tembláis.

—No —dijo ella, bajito, ajustándose maquinalmente el chal—, estoy bien. Muy bien.

—Poneos toda la manta en las piernas, a mí no me hace falta. Nos hemos paseado juntos muchas veces por aquí, pero nunca al claro de luna, ¿no es verdad?

—Esta noche nada parece real.

—Pasear por la noche nos hace salir fácilmente de la realidad. Ahora que la ciencia le está ganando terreno a lo maravilloso, no me desagrada saber que siempre nos quedará el claro de luna para ver un poco de lo sobrenatural.

—Sí —dijo ella—, pienso como vos. Siento siempre como vos.

Lo oyó reírse apenas.

—Es que os he ensañado mi modo de ver y entender. Quizá haya estropeado un natural mejor que el mío.

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—¡Oh, no! Me gusta saber que nos parecemos un poco —dijo ella en un soplo—. Desearía que me modelaseis según vuestras ideas con vuestras propias manos.

Durante el resto del trayecto, se preguntó si no lo habría disgustado con palabras demasiado familiares, pues Philibert había dejado de hablar. No sentía, sin embargo, su silencio como un enfado, sino como una dulzura sin palabras, como el anuncio de una dulzura mayor, imprecisa, cuya espera la oprimía. Cuando reconoció el olmo gigante plantado en el cruce de caminos, uno de los cuales subía hacia Charmont, vio a Philibert tirar de las riendas para poner al caballo al paso y dijo al fin, alegremente:

—Me complace que os guste pareceros a mí, Jeannette, ¡pero, por favor, no os parezcáis a mí en lo físico, porque en eso lleváis ventaja!

Ella se estremeció y se apresuró a hacerle una pregunta, ahora que se atrevía.

—¿Me encontráis bella, señor Philibert? ¿Os parece que me estoy convirtiendo en una mujer hermosa?

El se echó a reír.

—Se os puede mirar sin pena —dijo.

Detuvo el cabriolé en el camino musgoso, a la entrada del patio adoquinado, para no despertar a los que dormían en el castillo. Una vez en tierra, pasó al otro lado del carruaje y le tendió el brazo.

—¡Saltad! —murmuró.

Así la hacía saltar desde lo alto de un talud para bajar al foso cuando era una niña.

—Entraré por la cocina —dijo ella en voz baja—. A la puerta de atrás nunca se le echa el cerrojo.

El depositó su bolsa de viaje en el umbral y, antes de franquearlo, ella se detuvo para decirle adiós. La mitad de la luna había salido de la neblina y se veían bastante bien. Dentro de una fracción de instante aquella hora excepcional terminaría, pensaba Jeanne, desesperada. ¿Cómo era posible que el más violento deseo no pudiera prolongar un solo minuto el tiempo de tener ante sí el rostro amado? Su angustia por perderlo una vez más fue tan aguda que se lanzó hacia él casi hasta tocarlo, con la cabeza echada hacia atrás y la boca talmente ofrecida que ningún hombre podía engañarse. Tiernamente, Philibert posó sus dos manos sobre los delgados hombros de ella, se inclinó y le besó las mejillas.

—He estado muy contento de veros, Jeannette —dijo—. No olvidéis venir a visitar a vuestro profesor de vez en cuando.

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"¿Cómo podría olvidarme de amaros?", pensó Jeanne, tan fuerte que más tarde fue incapaz de recordar si no lo habría dicho en voz alta. Sea como fuere, Philibert se apartó de ella con brusquedad.

—Venga, entrad rápido —dijo con su voz imperativa de médico—. Sabréis que los golpes de luna son malos y que si os entretenéis podéis coger el relente.

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Capítulo 11Capítulo 11

A Jeanne le costó un esfuerzo enorme no galopar hasta Châtillon al día siguiente, pero dos días después, y de buena mañana, lo hizo.

El doctor Aubriot había salido hacia Bugey para cerrar su consulta y arreglar sus asuntos. Clémence aconsejó a su amiga que comenzase a escoger y clasificar sola la cosecha de plantas de la Auvernia. Jeanne se puso a la tarea canturreando: Philibert iba a liquidar su antigua vida y la consecución de su felicidad no era más que cuestión de días.

Pero él no volvió en la fecha prometida. Solamente un mes más tarde le llegó a la familia una carta suya en la cual anunciaba que partía para Orange. Volvía a tener tos y se iba al Midi en busca de un clima invernal más benigno y favorable para sus bronquios. Seguramente viajaría hasta Cotignac, donde su amigo Gérard le ofrecía hospitalidad. Una vez su salud restablecida, y si encontraba la manera de hacerlo, en primavera se embarcaría para Menorca. Hacía tiempo que deseaba estudiar su flora, y había que darse prisa y aprovechar que los franceses poseían aún la isla, tras habérsela arrebatado a los ingleses en 1756, quienes no se resignaban a su pérdida.

Jeanne quedó aterrada por estas noticias. No lo entendía. Entonces, ¿aquella carrera mágica en cabriolé, tan cercana todavía, no había sido más que un sueño? Estaba segura de que aquella noche Philibert había adivinado su amor. Cómo no iba a adivinarlo, al menos en el momento de la despedida, cuando ella había sentido que su corazón se volvía transparente. ¡Ah, sí, aquella noche ella había tenido su sueño en la palma de la mano! Y he aquí que el pájaro rebelde volvía a escaparse... A lo largo de todo el camino que la devolvía a Charmont estuvo sollozando sobre las crines de Blanchette. Cuando llegó a la altura del olmo gigante que marcaba el sendero del castillo, cambió de opinión y retuvo a la yegua, que quería volverse, y espoleándola, enfiló sacudida por los sollozos hacia Rupert para ir a llorar en el hombro de Marie.

Con catorce años apenas cumplidos, doña Émilie de la Pommeraie, la joven canonesa de Neuville, ya estaba dispuesta a dar consultas de amor.

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Aunque aparentemente sensata, pasaba por ser una erudita en cuestiones del corazón. Alegre, espiritual, traviesa como un diablo, de una madurez y una autoridad muy por encima de su edad, era capaz de discurrir infinitamente sobre los sentimientos, la pasión, la amistad, el matrimonio, el adulterio o el sexo. Sacaba su ciencia de su don de la observación, de las novelas y también de la nutrida correspondencia que mantenía en secreto con sus amigas conventuales o recientemente exclaustradas. Su diario íntimo sólo era una larga reflexión sobre el estado amoroso. Ello era debido a que desde que era muy joven la habían obligado a desear el amor como si fuera un fruto prohibido.

Sus padres, los marqueses de la Pommeraie, habían vivido en la línea de sus antepasados, es decir, muy por encima de sus medios y muy alejados del trabajo. Le habían entregado tres hijos a Dios, pero les quedaban otros tres de los que ocuparse, dos varones y una muchacha. En estos casos se atendía primero a los muchachos y, como ya no quedaba dote para la hija, se la metía en el convento. Verse enterrada viva en el fondo de un claustro para favorecer a sus hermanos había sublevado a Émilie, que tenía entonces ocho años y nada del carácter de su familia. Por suerte, su gran nobleza le aseguraba un porvenir de canonesa, lejos de la situación de una simple monja. Una pariente de su padre establecida en Neuville la había adoptado como sobrina de prebenda para dejarle su lugar en herencia, después de lo cual, con la mayor afectuosidad del mundo, se había dado prisa en morirse, tanta que Émilie sólo tenía nueve años cuando el capítulo de Neuville la recibió en el convento. Doña Charlotte de Bouhey, de la que Émilie era ahijada, había invitado a Jeanne a la ceremonia. La huérfana de Charmont tenía entonces diez años y siempre se acordaría del frío que había sentido cuando vio a aquella niña que aún no tenía su edad postrada ante el altar como una novia solitaria, a la que iban a convertir en viuda de por vida en medio de cantos de alegría. Más tarde había observado con horror, posada sobre los bucles pelirrojos de Émilie, la estrecha banda de muselina blanca ribeteada de negro que la nueva monjita llamaba, riendo, "mi marido". ¡Pero no había necesitado mucho tiempo para comprender que no hay mejor sitio en que pueda llegarse a arreglos con el cielo que una abadía!

El estado de canonesa era muy bueno. Tan delicioso que pocas eran las damas que aprovechaban el permiso que tenían de hacerse relevar de sus votos para casarse. De hecho, en aquel siglo XVIII, convertirse en canonesa era el único modo de llevar una vida de soltera agradable, ante los suspiros de envidia de las innumerables malcasadas de la nobleza. Se daba el título de condesa con un beneficio asegurado, alojamiento y, al mismo tiempo, el derecho a ausentarse a voluntad y a recibir a los amigos y parientes, con la única reserva de que los visitantes masculinos salieran antes de la clausura vespertina, lo que no era mucho pedir. Una regla tan

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benigna les daba aún más mérito a las damas de Neuville, la mayor parte de las cuales llevaban una vida medio retirada, medio mundana, pero siempre decente, y cuya devoción, no por ser intermitente dejaba de ser sincera a sus horas. Muchas personas venían de lejos para admirar su fe. Una fe que resultaba muy armoniosa de escuchar y ver durante la gran misa o en las vísperas. Las damas, vestidas con largos vestidos y tocadas con graciosos bonetes de seda negra, avanzaban a paso lento hasta las rejas del coro de la iglesia de Sainte-Catherine, seguidas por sus inmensas capas bordeadas de armiño que sus pajes desplegaban, antes de comenzar a responderse, melodiosamente, con las frases sagradas del canto llano.

El severo y bello traje de seda negra sólo se usaba en los oficios. En la abadía o fuera de ella las canonesas vestían del color que querían, salvo el rosa, que estaba prohibido por ser el color del baile. Cuando salía de la iglesia, Emilie sólo vestía de verde, blanco o azul, los tres colores que había escogido porque armonizaban con sus bucles pelirrojos, su tez clara salpicada de pecas y sus ojos de color verde-gris. Jeanne y Marie la encontraron en bata blanca y con la nariz metida en un libro de cuentas.

—¡La verdad es que es una suerte vivir en Bresse! —exclamó al ver entrar a sus amigas—. Esta mañana nos han traído pollos a quince céntimos la pareja, buena mantequilla a seis la libra y huevos a tres la docena. ¿Sabéis que en París los huevos van ya a diez céntimos y la mantequilla a trece? Y adivinad lo que les ha costado a mis hermanos tomar una matelota en una venta de los Campos Elíseos. ¡Seis libras por cabeza!

—¡Seis libras por cabeza! —repitió Marie, sofocada—. ¡Seis libras por un plato de anguila y carpa con cebollitas!

—¡Y me gustaría saber con qué mal vino las habrán guisado! —dijo Emilie—, No hay nada más tonto que mis hermanos por obsequiar así a unas modistillas siendo pobres, en lugar de salir con damas de calidad, que al menos pagarían a escote y no serían menos complacientes. Yo los castigaría por su estupidez. De los diez escudos que esos "sardanápalos" me mendigan para pagar el gasto, sólo les voy a enviar dos, uno para cada uno.

—Doña Émilie, sois una tacaña —dijo Marie, riendo—. Yo soy más generosa con mi hermano Jean.

—Eso es porque sólo tenéis una sanguijuela colgada de vuestra bolsa. Yo tengo dos. ¡Y hay que ver lo que chupan! El juego, la galantería, los adornos, el buen vino y la buena mesa, todo lo caro les va. Si yo fuera el rey cobraría los impuestos a través de los posaderos, la gente corre a arruinarse con ellos. Pero, veamos, ¿estáis aquí para comer conmigo?

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Hace tres días me trajeron una buena cosecha de caracoles grises que ya deben de estar a punto.

—¡Oh, sí! —gritó Marie, golosa—. ¡Preparadnos una comida a base de caracoles!

—Bien. Pediré que saquen vino blanco de Mâcon y que envíen a buscar una bandeja de albondiguillas de queso de gruyere al horno como entremés.

—Creo que no voy a tener apetito —suspiró Jeanne.

Émilie posó sobre ella sus vivos ojillos.

—Ya veo lo que os pasa, Jeannette. ¿Es que el señor Aubriot sigue comportándose tontamente como un viudo inconsolable?

—No puedo obligarlo a corresponderme —dijo Jeanne en tono moribundo.

—Eso es lo que convendría discutir —dijo Émilie—. Pero, permitid que primero dé mis órdenes...

—Ya está —dijo más tarde—. Ahora sentémonos y charlemos.

Se había puesto un vestido muy bonito de estameña verde pálido, sobre el corsé del cual brillaba su cruz de oro esmaltada en blanco con la efigie de santa Catalina aureolada con la divisa Genus Decus Virtus, Nobleza Honor Virtud.

Las tres amigas se instalaron en un pequeño salón que Émilie había decorado en blanco y verde y amueblado con blandos sofás en seda blanca adamascada. El parquet montado a la versallesca era una maravilla, como también la chimenea de estilo grutesco en mármol verde de Florencia. Émilie no vivía en una de las grandes y armoniosas casas capitulares que daban a la encantadora plaza del capítulo, sino en una casa un poco menos antigua y más pequeña, situada más abajo, que había heredado de su pariente, doña Marie-Alphonsine de la Pommeraie. La regla no autorizaba a una canonesa de menos de veinticinco años a vivir sola en su casa privada, así que Émilie tenía con ella a la vieja doña Donatienne, inválida a causa del reuma, medio ciega y sorda del todo, que le hacía de cómoda carabina. Bastaba endulzarle el pico para tenerla contenta.

Jeanne se sentó de modo que veía el parque. Replantado por doña Marie-Alphonsine un poco antes de su muerte, sus jóvenes árboles ya estaban crecidos pero aún permitían que la mirada vagase libremente hasta el fondo de la campiña silvestre, que comenzaba a verdear tras los muros de la abadía y se extendía, inmensa, hasta los lejanos montes azulados del Beaujolais.

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—Emilie, vuestro panorama me reposa el alma —dijo Jeanne—. Si me quedase soltera y tuviera que hacer de lectora, me gustaría serlo en casa de una dama de Neuville.

—Y yo os tomaría para mí —respondió Emilie con ardor—. Bueno, eso si es que aún estoy aquí. Al fin y al cabo, se puede dejar de ser canonesa.

— ¿De veras pensaríais en ello? —se asombró Marie.

Emilie descartó la pregunta con un gesto ligero de la mano.

—Abandonar el cómodo y agradable estado de canonesa exige una madura reflexión —dijo ella—. Hablemos del estado menos feliz del corazón de Jeannette...

Doña Emilie tomó un trago de vino y volvió a servirse caracoles.

—Opino que vuestro cobarde ha huido —decretó—.Jeannette, os ha faltado audacia. No sé por qué, siendo tan vivaz de espíritu y carácter, os comportáis con vuestro Aubriot como una pava. ¡Obedecéis a su voluntad más que a la de un padre!

—¿Y qué queréis que haga, que lo rapte? Todavía no está de moda, hay que esperar a que nos rapten a nosotras —dijo Marie riendo.

—Nada de eso —objetó tajantemente Emilie—, hay que saber ser raptada. Las raptadas que conozco preparan el asunto tanto como sus raptores. En amor, los hombres se sienten indecisos en el último momento.

—¡Toma! —exclamó Marie—. ¡Como que si la cosa va mal es a él a quien le retorcerán el cuello! La doncella se librará con sólo un poco de encierro en algún convento. ¿Os acordáis del rapto de Anne-Marie de Moras? Si el conde de Courbon no perdió la cabeza es porque ya se la había llevado al otro lado de los Alpes cuando el tribunal de Châtelet lo condenó.

—Habláis de una historia que sucedió hace veinte años y que conocemos por nuestros padres, que nos la cuentan como nuestras nodrizas nos hablarían del coco, para que nos portemos bien —dijo Emilie—. En aquella época el ministro era el cardenal Fleury, un viejo señor pudoroso. Además, el conde de Courbon era el amante de la señora de Moras y, ¿qué queréis?, ¡no se rapta a la hija de la amante! La madre se vengó poniendo una denuncia y eso hizo funcionar a la justicia, lo que me parece de lo más vulgar. Cuando una no está contenta de su amante se le visita con una pistola, no se le envía al teniente de policía. En todo caso, por lo que respecta a Jeannette y el doctor Aubriot, no veo que los jueces...

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Emilie se paró en seco, bruscamente avergonzada. Jeanne se sonrió.

—Bueno, Emilie, ¿por qué no decirlo? En un caso de cada mil el estropicio es ventajoso, y ése es mi caso. ¿Qué juez se preocuparía por la fuga de una señorita Beauchamps con un burgués de Châtillon? ¡Ay!, lo malo es que dicho burgués se preocupa aún menos por dicha señorita Beauchamps. No le gusto tanto como para raptarme, esa es la verdad.

Emilie sacudió furiosamente sus bucles pelirrojos.

—¡No me lo creo! Una persona tan joven y bonita como vos gusta siempre a los hombres... al menos el tiempo de conseguir lo que quieren. Aunque un hombre tenga el corazón seco o prendado en otra parte, siempre acepta amantes con gusto, sobre todo si ellas se les ofrecen, por chocante que nos pueda parecer a nosotras.

—Es verdad, si me atengo a las conversaciones de mamá con la señora de Vaux-Jaillox, que parece que los hombres son muy diferentes a nosotras en lo que respecta al sexo —dijo Marie—. No tienen necesidad de estar enamorados para... ser galantes.

—¡Pero, es que yo quiero ser amada! —gritó Jeanne, a la que las palabras de sus amigas no consolaban en absoluto.

—Claro —dijo Emilie—. La mayor aspiración de una mujer debe ser el amor. Que la ame quien ella ama, sentir que se la quiere con la misma vivacidad, la misma fuerza y la misma constancia, eso es lo único que le puede aportar a una mujer la felicidad en toda su plenitud, estoy convencida. Pero también lo estoy de que no es fácil que se realice semejante milagro. ¡La manera que tienen los hombres de adorarnos sin por ello privarse de mentirnos, de engañarnos o de olvidarnos a la primera ocasión, es algo que salta a la vista!

— ¿Y no hay a veces hermosas excepciones? ¿Acaso no vemos a veces a un novio voluble caer para siempre preso del encanto de su esposa desde el día siguiente de sus bodas? —gimió Marie, que pensaba en su distraído Philippe.

—¡A Dios gracias pasa a veces, os lo concedo! —admitió Emilie—. La posesión actúa siempre en el corazón de un hombre.

Ella no bajó la voz, al contrario, le dio énfasis para añadir, volviéndose hacia Jeanne:

—Para hablar claro, señoritas, me parece más fácil que un hombre nos ame cuando lo tenemos en la cama que si anda por ahí libre.

Con las mejillas ardiendo, Jeanne explotó.

—Muchas gracias por vuestro consejo, señora —dijo con cólera—. ¡Entiendo que me mandáis al asalto del señor Aubriot con modales de cortesana, cortesana de muy baja categoría, pues apostaría que hasta una

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bailarina de la Opera espera un ofrecimiento antes de meterse en la cama!

Emilie levantó la mano para significar que ella no lo apostaría y aprovechó para llamar a la criada a fin de disfrutar de una segunda bandeja de caracoles y ensalada. Se anunció pronto el alegre perfume de la mantequilla al ajo y la golosa nariz de Marie aspiró el olor a fondo. De las tres frustradas en cuanto a voluptuosidad amorosa, Marie era la que se consolaba mejor de la ausencia de un amante con la presencia de un buen plato. En cuanto la criada se marchó, la joven canonesa retomó la conversación. Nunca se cansaba de discutir sobre las apasionantes costumbres del Amor, aquel país desconocido al que se moría por ir.

—Hay mucho que reflexionar sobre las costumbres que han adoptado los hombres y las mujeres entre sí —dijo—. ¿Son de verdad naturales? Escuchad cómo hablan los curas que confiesan en el campo y sabréis que son las niñas las que arrastran a los chicos a los juegos amorosos. Parece que ciertas pastorcillas, apenas núbiles, convierten a críos de ocho a doce años en amantes pasables. Es más tarde cuando las cosas cambian y las chicas se vuelven melindrosas con los muchachos atrevidos, porque entonces todos se ponen a imitar las costumbres de los señores.

—¿Entonces nosotras tendríamos que imitar los modales campesinos? —preguntó Marie riendo, mientras que Jeanne exhibía un aire ofendido.

—No digo eso, Marie. Pero es evidente que los hombres jóvenes son tímidos, mientras que los más maduros se dispersan en sus ocupaciones. Al final, sólo los viejos insisten. Pero como eso no nos conviene, quizá tengamos que animar a los otros. Mirad, ayer recibí una carta de mi prima Sourzy... Juzgad. Sourzy es huérfana. Su tutor, el conde de Belmont, que la ha criado, debe de tener cerca de cuarenta años. Pues bien, he aquí lo que me dice: "Os sorprenderá, Emilie, saberme instalada en Paris, pero es que he querido seguir al conde de Belmont. Desde que tenía doce años me di cuenta de que, aunque estaba casado, le gustaba, y me ha dado siempre un trato tan dulce que ha conseguido que yo lo ame también. Cuando se lo confesé, me habló de sus escrúpulos, pero no me ha costado mucho quitárselos. Ahora somos amantes, somos felices y, si algún remordimiento tengo, es no haber provocado antes nuestra felicidad...“Ya veis —dijo, doblando la carta—. Reconoceréis que los términos que usa Sourzy no dejan ninguna duda sobre la iniciativa que ha tomado frente a la indecisión del conde.

—¿Qué edad tiene vuestra prima?

—Pronto cumplirá quince años.

—Pues entonces no podía provocar su felicidad mucho antes —señaló Jeanne, con la primera frase de Sourzy en mente.

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—Querida —dijo Emilie—, las mujeres no podemos permitirnos debutar tarde en la vida. ¡Ved lo que se dice de las enamoradas de cuarenta años! ¡No paran de burlarse de ellas! Creedme, nuestra mejor época es antes de los veinte años.

—¡Por Dios, Emilie, no me desesperéis! —exclamó Jeanne que, con sus cercanos dieciséis años, se sentía próxima a la edad de la renuncia—. ¿Y acaso amar no es vivir, aunque sea dolorosamente?

Emilie empleó su tono irónico.

—Eso es lo que pensaba a los doce años, Jeannette. ¡Desde que soy mayor la triste suerte de una heroína de novela no me tienta en absoluto! Para estar en su papel, estas enamoradas deben tener siempre aire ausente y los ojos húmedos, no sentarse a la mesa para comer algo, hablar aún menos...

—En efecto, eso no nos conviene —dijo Marie, sonriendo.

—¿Creéis que a mí sí me conviene? —exclamó Jeanne exasperada—. ¿Y quién habla de esperar llorando? Al fin y al cabo, es verdad que el señor Philibert tiene los pulmones delicados y que el aire del Midi le sentará bien, eso no es una mentira. El siempre se pone contento de verme y la otra noche sentí que comprendía los sentimientos de mi corazón y no me ha prohibido tener esperanzas.

—Ahí tenéis una hipocresía que podríais reprocharle —dijo con viveza Emilie—. Desde el momento en que comprende vuestros sentimientos bien podría quitaros las esperanzas claramente.

Con un gesto impidió replicar a Jeanne.

—¡No! ¡No me digáis que os deja en la duda por bondad! ¡Un hombre no tiene esas delicadezas con alguien que de verdad le estorba! Así que es por cálculo por lo que Aubriot es amable sin serlo bastante, os pasea en cabriolé bajo la luna sin besaros y os ruega que vayáis a verlo al mismo tiempo que se apresura a poner pies en polvorosa. Hablemos claro, Jeannette, creo que si no os ha desilusionado antes de marcharse es porque no quiere que os consoléis durante su ausencia. Me lo imagino pensando que es bueno galopar hacia el Sur mientras uno es amado en Dombes, que alguien subirá cada día a la torre para ver si los caballos que nos devolverán al amado levantan polvo en el camino de Orange. ¡La verdad, querida mía, yo en vuestro lugar me enfadaría de ver que me tratan como a una enamorada de reserva!

—No está mal razonado —juzgó Marie, escogiendo con la vista la albondiguilla de queso más grande.

A Jeanne la había iluminado el fuego de las palabras de Emilie.

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—¿Así que, vos pensáis igual que yo, Emilie, que el señor Philibert ha adivinado mis sentimientos y que mi amor lo hace feliz, aunque posponga el decírmelo?

Los bucles pelirrojos de la canonesa aureolaron su cabeza bajo el sol.

—¡Jeannette, me da vergüenza pertenecer al mismo sexo que vos! Lo único que habéis entendido es que os doy permiso para esperar que Aubriot os quiera utilizar a capricho sin siquiera enviarle una nota de enfado para sacudir su pereza. Vais a echar a perder vuestra juventud.

—¿También crees tú, Marie, que nuestra mejor época es antes de los veinte años?

Mientras estaban recogiendo a sus yeguas, que pacían en un prado de la abadía, Marie se enredó en una respuesta que Jeanne no escuchó. La cruel frase de Emilie la persiguió el resto del día hasta su cama. El siguiente amanecer la encontró plantada en camisón ante el espejo buscando en su rostro las pruebas de su belleza. ¡Incluso en aquella mañana triste, ésta parecía poder durar por lo menos cuatro años!

El invierno transcurrió al compás de su tristeza, cargado del gris de la lluvia, pesado de lodo. Pero la alegre primavera que le siguió fue aún más triste para Jeanne, pues trajo violetas y ranúnculos, chisporroteos de sol en el rocío de la mañana, perfumes de espino blanco en los setos y nidos de golondrinas en el patio, trajo dulzura, belleza y emoción al ambiente de Charmont, sin devolver a Philibert a Châtillon. Jeanne cumplió dieciséis años sin alegría y al final de la primavera el ruiseñor del bosque de Neuville fue realmente "el pájaro de lágrimas" del que habla el poeta, que sólo canta para llorar el amor perdido. Al fin, en mayo, le llegó una larga carta de Antibes.

Philibert se había quedado allí para reposar durante un mes, después de haber herborizado durante una larga temporada a lo largo de la costa provenzal con su amigo Gérard de Cotignac. El sol era cálido, el paisaje de una infinita belleza azul, la campiña olía a menta y tomillo, en las playas los pescadores cocían enormes calderos de sopa de pescado perfumada en la que mojaban pan con ajo, que estaba como para chuparse los dedos cuando os invitaban a su mesa. El viajero ya no tosía, había recuperado tres libras de peso y una tez saludable y, además, era rico como Creso en plantas del Sur. A esto el botánico añadía que había cargado en su carruaje una caja conteniendo dos centenares de muestras secas etiquetadas.

Rogaba a Jeanne que fuera tan amable de recibirla, abrirla y empezar un herbario de Provenza en espera de su regreso.

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Una vez pasada su alegría, cuando Jeanne releyó por décima vez la carta, que iba sacando una y otra vez de su falda, le pareció menos buena. Philibert sólo hablaba de él y de sus pequeñas satisfacciones. Jeannette sólo le venía a la pluma al final de la misiva, y eso sólo para darle órdenes. Las ternezas y el "os abrazo'' de la fórmula de cortesía no ocultaban las carencias. Pensó que Emilie criticaría la carta y no se la enseñó. Pero se apresuró a enseñarle, al mismo tiempo que a Marie, los regalos para ella que había descubierto, escondidos debajo de las plantas, en el fondo de la caja llegada de Antibes. Había un frasco de colonia de lavanda en un bonito cofre de madera de olivo, mermelada de limón y naranja y un rollo de canciones provenzales.

—Decididamente, el señor Aubriot es muy distraído —dijo Emilie—. ¡Os envía lo superfluo antes de haberos asegurado lo necesario!

—Mordeos vuestra malvada lengua, señora —dijo Marie, a quien su prometido no le había ofrecido nunca ni un alfiler—. Todas estas atenciones me parecen encantadoras y representan un buen principio.

Hacia mediados de julio llegó una segunda carta de Philibert, fechada esta vez en Roquestéron, un pueblo de los Alpes del Midi. Como se sentía cercano a la curación, el médico se había recetado una prolongación de su estancia en un clima tan propicio para los enfermos de pulmón. Pasaría todo el verano en aquella altitud, paseándose entre el buen aire balsámico de los bosques de pinos. En septiembre se reuniría en Grasse con su amigo Gérard de Cotignac, que lo había animado a hacer un viaje al Piamonte. Volverían por Suiza para visitar al doctor Haller, de modo que Philibert no podía decir si estaría de vuelta en Châtillon para finales de año o sólo a principios de 1764. Toda una página de la misiva estaba dedicada a anunciar un nuevo envío de flora que debía llegarle a Jeanne en otoño. Esta vez se trataba de plantas frescas, delicadas y preciosas, que un rico aficionado de Hyères, que poseía un jardín exótico heredado de su abuelo, le había prometido darle.

Por lo general, el doctor Aubriot se expresaba sin rebuscamientos, aunque lo llenaba todo de citas latinas. Pero esta vez, para pintar los rojos y el violeta de seda episcopal de las fucsias, dar sentido al olor de la vainilla de los heliotropos, describir los encantadores panoramas de sus excursiones a lo largo del Estèron y la cornisa del Var, su pluma se había perdido complacientemente en los vericuetos de un espeso lirismo. A Jeanne, embriagada, le pareció una carta magnífica para leérsela a sus amigas y así lo hizo, pronunciando las mejores frases con su voz más melodiosa.

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Jeanne poseía una hermosa voz de contralto ligera, llena y melodiosa, plena de inflexiones aterciopeladas y enriquecida por una dicción naturalmente perfecta, que era uno de sus mayores encantos.

—¡Qué voz! —suspiró Emilie, una vez terminada la lectura—. Lástima que el oficio de actriz sea un oficio de fulanas, pues lo haríais de maravilla. No sé si poniendo a doña Charlotte de mi parte, nuestra priora me dejaría instalar un teatro en una de nuestras casas grandes. Podríamos...

—Pero ¿y la carta? —la interrumpió Jeanne, impaciente—. ¿Qué os parece la carta del señor Philibert?

—Yo me he sentido transportada a orillas del Estèron —dijo Marie—. Aún estoy llena de colores y perfumes. ¡Qué poéticos son algunos párrafos! Se sumerge una en ellos con delicia.

—Sí —dijo Emilie con impertinencia—, se hunde una. He ahí una prosa que os adormece de maravilla.

Jeanne le lanzó una mirada llameante y no le habló en todo un mes.

El otoño llegó y con él el paquete de Hyères. Los esquejes raros, después de tanto camino, tenían un triste aspecto al llegar a Charmont. Un tercio murió sin haber manifestado la más mínima intención de reponerse. Jeanne, desolada, decidió llevar a los más débiles al invernadero del jardín botánico de Lyon. Tomó a las pobrecillas plantas con su terrón de tierra, las empaquetó con cuidado y Thomas fijó la caja detrás de la carroza.

La señora de Bouhey, que observaba maquinalmente estos preparativos desde el balcón de su alcoba, llamó de improviso a su ahijada, que ya estaba preparada para partir.

—¡Jeannette! Ya que vas hasta Lyon con tus enfermas, ¿por qué no te quedas más tiempo? Coge tu ropa y vete a pasar algunas semanas con los Delafaye. Lyon es tan alegre...

Vio dudar a la joven, que tenía un pie en el estribo.

—Vamos, Jeannette, no seas tonta, allí también puedes jugar a hacer la Penélope y además el tiempo pasa mucho más de prisa.

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Capítulo 12Capítulo 12

A finales del año 1763, Lyon era una ciudad más floreciente que nunca. Debido a que su industria y su comercio estaban en plena expansión, las técnicas y las artes conocían un momento de efervescencia; la vida social era animada, alegre y elegante, y la vida intelectual brillante.

En esto la ciudad sólo reflejaba el estado de prosperidad y de optimismo de todo el reino. La guerra de los Siete Años se había perdido pero al fin se había acabado, el 10 de febrero de 1763, con un tratado desastroso. Francia había tenido que dejarles a los vencedores el Canadá, Senegal, Nueva Escocia, el protectorado de la India, Menorca, además de deshacerse de la Luisiana con una generosa ligereza en manos de su ruin aliada, España. De su hermoso imperio colonial sólo le quedaban algunas migajas dispersas y la mayoría de las islas que producían azúcar. Mas ¿qué importaba aquel pergamino firmado por los príncipes? Era cosa del rey. Sus súbditos, lejos de aquellos lugares, sólo se ocupaban de enriquecerse y hacer hijos. Desde el momento en que el rey seguía poseyendo los campos de caña de azúcar de las Antillas, todo iba bien, pues uno podía seguir endulzándose la vida. En cuanto al resto, las "quimeras" canadienses, americanas, africanas y demás, ¡adiós y buen viaje! Aquellos mitos lejanos habían costado ya demasiado en dinero y soldados, eran asunto concluido desde hacía tiempo; ya podían hacerse canciones de los desastres de la guerra en aquellos extremos del mundo, y las canciones no faltaban. La guerra había dejado un millón de muertos, pero los muertos no estaban allí para quejarse y los vivos se sentían demasiado en forma para no olvidarse de los muertos. En fin, que la Francia vencida en 1763 se sentía de maravilla, con una moneda extraordinariamente sólida, pues el rey y sus ministros sucesivos habían mantenido firmemente su política monetaria desde 1726, aplicados en hacer desaparecer la desconfianza en el franco que había causado, bajo la Regencia, la tumultuosa bancarrota del financiero Law. Los capitales abundaban, se invertía fácilmente, el comercio, más vivo que nunca, arrastraba a la industria, que crecía a una velocidad acelerada, sobre todo en Lyon. Nadie estaba en paro. Era verdad que los obreros de las fábricas y los numerosos trabajadores inmigrados se aprovechaban menos y a menor velocidad del enriquecimiento nacional que los demás

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súbditos de Luis XV, pero ¿quién se preocupaba de escuchar la voz de esas dos minorías, las cuales, de todas maneras, nunca estaban contentas de su suerte? Para los franceses que contaban, aquella era una buena vida.

En casa de los Delafaye era color de oro y plata. Aquellos señores habrían reconocido que se vivía en un país de Jauja en lo tocante al pequeño y gran comercio, si el fisco no hubiera estado allí para "esquilarlos". Y es que el fisco seguía la inclinación general y reclamaba cada vez más escudos a aquellos que se los metían a puñados en los bolsillos, lo que era más insufrible en 1763 que nunca.

Jeanne llegó precisamente a la plaza Bellecour un día en que se clamaba contra el recaudador de impuestos. El señor Joseph volvía de un viaje a París y contaba que el rey iba a aumentar el presupuesto del fisco general y exigiría un ingreso de ciento cinco a ciento diez millones de francos para el año 1764.

—¡Se me han erizado los cabellos bajo la peluca! —dijo el señor Joseph—. ¡Para darle ciento diez millones al rey, los recaudadores, esos bandidos, querrán recoger ciento cincuenta! ¡Los impuestos van a subir por las nubes, y Dios sabe que ya pagamos derechos de aduanas exorbitantes!

—¡Y gabelas! —añadió su mujer.

—Vaya —suspiró cómicamente el señor Henri, el más alegre de la familia—, ya veo que tendremos que rebelarnos y aprender a tomar la pularda sin sal para burlar a los aduaneros.

—Bromeáis, tío —dijo Laurent—. Por mi parte, estimo que el impuesto sobre la sal es inmoral, como me lo parecen todos los impuestos sobre los víveres...

El heredero de los Delafaye iba a lanzarse como siempre a un discurso económico aburrido, cuando la ácida voz de su hermana pequeña Margot lo interrumpió.

—En todo caso, la vendedora de buñuelos del muelle de Celestins ya ha empezado la revolución. Grita a quien quiera oírla que se orinará en la mercancía para aderezarla con una sal que no le deberá nada a los aduaneros.

—¿Qué decís, sobrina, qué horrible noticia es esa? —exclamó el señor Henri—. ¡Nuestra ciudad no puede vivir sin los buñuelos de la Celestina!

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A despecho de la grave amenaza que pesaba sobre sus buñuelos, la ciudad vivía tan alegremente que Jeanne le escribió a la señora de Bouhey para que la dejara quedarse allí todo el invierno.

El mundo de los negocios la divertía, casi tanto como el de las plantas. Le estimulaba la sangre. Iba a ver cómo el agente de los Delafaye especulaba en la Bolsa y, presa de aquellas gesticulaciones, aquellos gritos, aquellos murmullos, de los rostros animados de aquella multitud que compraba, vendía, cambiaba acciones, mercancías y monedas, tenía la impresión de vivir en el crisol de la ciudad, donde se fabricaban una riqueza y un poder cada vez mayores, en medio de una efervescencia general. En la plaza Bellecour, como en la de todos los negociantes de Francia, se leía la Gaceta del comercio, el Diario de la Agricultura y las efemérides repletas de informaciones científicas, con el mismo apetito con que se leían los artículos de la Enciclopedia de los señores Diderot y D'Alembert. Las damas y las señoritas se hundían en la lectura con el mismo ardor que los hombres, y Jeanne se puso a ello con placer. No era cuestión de frecuentar la sociedad lionesa sin poder, como todo el mundo, hablar del rojo de Andrinópolis, el último grito en cuestión de hilo de algodón, o del concurso abierto por la Academia sobre la mejor manera de lavar la seda, o bien las apasionantes observaciones hechas en las fábricas inglesas por el espía industrial que Lyon mantenía en Londres. También había que saber cómo teñían los indios sus indianas y cómo estampaban los holandeses sus telas de "mazulipatán"; no ignorar la historia de la canela que perfumaba las compotas, ni la de la madera de amaranto con que el ebanista adornaba sus cómodas, ni la del potingue "para ablandar vientres" que acababan de poner de moda los boticarios... en fin, que hacía falta conocer con detalle todas las novedades que se introducían en la vida cotidiana, lo que era en verdad mucho que aprender. Las conferencias de la Academia de Ciencias, las Artes y las Buenas Letras eran tan frecuentadas como los espectáculos y los conciertos.

Las sesiones importantes de la Real Sociedad de Agricultura, fundada en 1761, no lo eran menos. ¡Nunca había habido tantos lioneses interesados por las frutas nuevas, el progreso de las verduras y la mejora de la pierna de carnero! Pierre Poivre hablaba a menudo en la Sociedad de Agricultura y la sala se ponía hasta los topes de público femenino. Un número incalculable de jóvenes y sus madres se apasionaban por las enfermedades de las moreras o el cruce de las diversas razas de trigo. Poivre era un orador cautivador... y el soltero rico más a la moda de la ciudad. Jeanne se sentaba siempre que podía en la primera fila y Poivre le sonreía en cuanto la veía, momento en que las miradas celosas de sus vecinas convergían sobre Jeanne, que se sentía halagada hasta la médula de los huesos.

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En tanto esperaba a Philibert, le habría gustado mucho que Poivre se enamorase de ella. Pero, ¡ay!, él se mostraba igualmente encantador con todas las mujeres encantadoras. Pero no por ello tenía reputación de hombre inofensivo, lo que resultaba muy divertido. Cerca de él, Jeanne se sentía en un agradable estado de inseguridad civilizada, en el que tenía que reconocer que se entretenía a menudo con un hombre un tanto peligroso. Pese a que se reprochaba sus nuevos modales y sus infidelidades para con Philibert, no por ello dejaba de recoger todos los homenajes y los deseos que se acercaban a ella, con la diligencia de un imán que recoge todas las limaduras que encuentra. Era capaz de soportar los tontos elogios de un imbécil de la misma manera que se habría aplicado un ungüento sobre la piel, sólo por calmar una especie de hambre. Además de hacerla languidecer, la ausencia de Philibert le erizaba los nervios y le impedía dormirse por las noches. Revivía su último paseo nocturno en cabriolé, saltaba a tierra en sus brazos e imaginaba el beso que no le había dado, encontrando en su boca el sabor del beso de Vincent. Millares de agujas le aguijoneaban la piel, un vacío doloroso se abría en medio de su cuerpo y acababa dándole de puñetazos furiosos a su almohada. ¡Ah, si hubiera podido aplastar allí el tiempo que la separaba aún de las caricias de Philibert! Se levantaba y corría a cerrar brutalmente las cortinas para no ver brillar el claro de luna que se burlaba de ella por estar sola en la cama bajo una luz de miel hecha para los amantes...

A mediodía, Jeanne solía acompañar a Marie-Louise y Margot hasta el gran almacén de la calle Mercière cuyo rótulo, Au Cocon enchanté, redorado cada año, repicaba al viento lanzando a los viandantes alegres guiños en cuanto salía el sol. Jeanne se quedaba abajo ocupándose de la venta al detalle o subía al primer piso a reunirse con Marie-Louise. Al cumplir dieciocho años le habían confiado el cargo de los negocios con el extranjero, bajo la tutela de un sagaz jurista de treinta años, Edmond Chapelain, que se había convertido en su prometido con la bendición de la familia. Jeanne pensaba que iba a aburrirse mucho en compañía de una pareja de comerciantes natos, que se tomaban en serio los negocios y el dinero, leían únicamente libros de cuentas y no habían abierto nunca El espectáculo de la naturaleza del abate Pluche, lo que era una laguna increíble. Y sin embargo, había descubierto en seguida un placer poético en el despacho de Marie-Louise y Edmond: oírles hablar del mar a cada momento.

Nunca habría podido imaginar Jeanne hasta qué punto el mar estaba presente en Lyon. ¡Incluso en el primer piso de un almacén de la calle Mercière! Parecía que el mar estuviera al otro lado de la puerta.

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Escuchar a Edmond y Marie-Louise comprar y vender se convertía en un viaje de larga distancia lleno de peligros y de golpes de suerte, que podían proporcionar la riqueza o la ruina pero que, al final, siempre significaban la riqueza. Visto desde el Cocon enchanté, el mar era un gran camino azul, por el cual las caravanas blancas cargadas de mercancías se dirigían a Levante para volver cargadas de lingotes de oro. Hojeando los libros de expediciones, en el que un empleado copiaba las cartas expedidas por Marie-Louise a sus lejanos corresponsales, Jeanne sentía alzarse las velas infladas de viento que la empujaban a la aventura.

"Con el navío Le Solide, que debe salir de Marsella el 5 de diciembre en dirección a Esmirna, enviamos..." "Con el navío Aurore, que llegará a Nápoles alrededor de..." Dauphiné, Belle Thèrese, L 'Impatient, Ville de Grenoble, L'Espérance, Mascotte... Jeanne tenia la impresión de que Marie-Louise tenía en sus manos las riendas de toda una flota. Desde su mesa de escritorio daba sus órdenes y los barcos se llenaban de tesoros, las velas escalaban los mástiles y grandes pájaros blancos y dóciles salían a depositar por todo el Mediterráneo sus piezas de tafetán, sus paños, sus cintas, sus galones, sus encajes, sus sombreros de copa de pelo "servidos en pan de azúcar", sus zapatos de tafilete "bien hechos", sus pañuelos en bleu-fil, sus candelabros de casa Blanc Neveu de la calle Corche-Boeuf, sus cinturones, sus guantes, sus alfileres, sus medias de seda y algodón, sus madejas de hilos de bordar... y, para completar el cargamento, a veces también se enviaba "buen vino tinto, el mejor de Borgoña, que debería venderse muy bien, ya que a la llegada de un navío proveniente de Marsella se espera vino de Provenza, y la sorpresa de ver que llega con buen vino de Borgoña servirá para que los cordones de las bolsas se aflojen..."

—Marie-Louise, vuestro comercio marítimo se lee como una novela —dijo Jeanne un día, cerrando un libro de Expediciones.

—Es que el mar es una novela —dijo Giulio Pazevin.

A Jeanne la frase le sonó como un eco.

—Sí, un marino me dijo eso mismo —murmuró levantando la vista hacia quien había hablado.

De estatura mediana pero muy erguido, el hombre tenía la elegancia y la presteza de un bailarín, una tez de pan de especias, brillantes ojos negros almendrados y bordeados de pestañas femeninas, la sonrisa fácil, la voz suave. El armador marsellés Pazevin no se había casado nunca pero había acabado por legitimar a este bastardo que le había dado una siciliana de Palermo. Giulio tenía en ese momento treinta y dos años, bailaba bien, cantaba de maravilla, rasgueaba lindamente la guitarra, tocaba bastante bien el clave y sabía vender a la perfección a las damas todos sus atractivos pues, para felicidad de su padre, era capaz de

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venderlo todo con ventaja. Negociante audaz y de envergadura, producía algo de temor a los prudentes lioneses, pero, después de todo, el conde Pazevin respondía por él. Giulio iba a menudo a Lyon a comprar mercancías o a vender parte de los productos del astillero de su padre, de modo que Margot, la hermana pequeña de Laurent, se había enamoriscado de él. Aunque no parecía tener prisa por escoger a una víctima entre las numerosas candidatas que bregaban por conseguir el empleo, el bello Giulio se dejaba adorar por aquella monada de quince años, traviesa, tentadora y cuya dote iba a ser redonda. Ello no le impedía, claro está, andar detrás de las faldas de Jeanne cuando la encontraba en la calle Mercière. Se acercó por tanto a ella y se sentó con negligencia en la esquina de una mesa de despacho.

—¿Soñáis con el mar? —le preguntó sonriente.

—Sí —dijo ella al cabo de un buen rato—. Pero no lo he visto jamás. Vos habréis navegado mucho, claro.

—He corrido bastante, sí —dijo Giulio con cierta suficiencia—. Conozco todas las islas del Mediterráneo, la costa berberisca, Grecia, Constantinopla...

—¿Y la Isla de Francia?

—Todavía no. Espero a que un capitán amigo mío me lleve, pero aguarda a que la isla pase a manos del rey...

Edmond Chapelain intervino.

—¿Se sabe cuándo será eso?

Giulio se encogió de hombros.

—Cuando el rey y la Compañía de Indias se pongan de acuerdo sobre el precio de las islas Mascareñas . La Compañía quiere diez millones de francos oro y el rey sólo quiere dar seis o siete. Acabarán por partir la pera en dos.

— Cuanto antes, mejor para nosotros los negociantes. El fin del monopolio nos permitirá vender libremente allí.

—¡Entonces sólo faltará que los colonos puedan pagarnos las mercancías! —ironizó Giulio—. Por el momento, tienen más ganas que dinero. Y parece que su puerto no es muy acogedor. El caballeroVincent me ha dicho que Port-Louis está casi en ruinas. Los colonos no tienen un céntimo para reconstruirlo y se ven obligados a esperar a que el rey compre la isla para mendigarle un poco de dinero a Choiseul. Pero, una vez que el puerto esté en buenas condiciones, predigo que la Isla de Francia será un gran negocio. Me tienta poner allí un despacho de contratación. Siempre es al principio del desarrollo de un país que los negros...

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Desde que se había pronunciado el nombre de Vincent, Jeanne estaba en tensión. Aunque había perdido por siempre jamás al caballero y él tal vez ni siquiera la recordaba, cuando por casualidad pronunciaban su nombre éste se alojaba en ella como si regresara al nido después de un largo viaje. Y entonces se ponía a escuchar lo que se decía de Vincent con una atención llena de celo, que hacía zumbar las palabras en sus oídos y resonar en su corazón. Pero, en este momento, Giulio hablaba de negros.

—... y si el cultivo de algodón y de caña se extiende en la isla, harán falta más esclavos. Hasta ahora los colonos han tomado a sus vecinos los malgaches, que no valen gran cosa. Los holandeses, que los han explotado primero, lo han hecho de manera tan bárbara que les han estropeado el carácter. Habrá que buscar mano de obra en Mozambique, e incluso en la costa occidental de África, y no me importaría construir barcos para ese tráfico. La buena madera de ébano será cada vez más escasa y, por tanto, se convertirá en mercancía rara, preciosa.

Hubo un silencio. Fuera por repugnancia moral, fuera por error de apreciación comercial, los hermanos Delafaye no habían querido nunca "partidas de negros" en su cartera, motivo por el cual habían tenido discusiones con Laurent, que sí quería tenerlas.

—No estoy muy decidido a dedicarme a la trata —dijo finalmente el señor Henri—. Es verdad que se puede ganar mucho, pero también arruinarse.

—Uno se arruina cuando la trata esta mal hecha y se recluta cualquier cosa —dijo Giulio—. Si me dedico a ello, sólo trataré con congoleños. Son robustos, hermosos, resistentes y alegres.

— ¿Alegres? —exclamó Jeanne—. Supongo que eso será antes de la trata.

—Antes y después —dijo Giulio—. La fatiga no les impide bailar ni cantar. Y en cuanto a las mujeres congoleñas, se arreglan bien, son joviales y les gusta mucho hacer niños, y esta cualidad vale su peso en oro, pues fabrican esclavos gratis. Los congoleños son una buena mercancía, con cien pueden hacerse cuatrocientos.

—A pesar de todo, sé que se enjugan grandes pérdidas en el tráfico de esclavos —dijo el señor Henri.

—Porque la trata está mal hecha —repitió Giulio—. El caballero Vincent me ha explicado que casi ningún negrero protege su mercancía inteligentemente, se contenta con desembarcar viva la mitad, en mejor o peor estado de venta. Habría que hacer la trata en edificaciones especialmente preparadas para ello, y también con un poco de bondad. Creedme, el interés y la moral saldrían ganando.

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Jeanne, cuya cólera había ido creciendo en silencio durante las palabras del futuro negrero, controló su voz antes de intervenir.

— ¿Y vuestro amigo el caballero Vincent sería uno de esos capitanes lo bastante bondadosos como para tratar al ganado negro como si creyera que tiene el alma blanca?

La pregunta había sido formulada con la suficiente pasión como para que todas las miradas se volvieran hacia Jeanne.

— ¿Sin duda, señorita, debo contaros entre las lectoras fervientes del barón de Montesquieu?

—Sí, señor —respondió ella, devolviéndole la sonrisa irónica—. No me avergüenzo de estar contra la esclavitud.

—Entonces no tenéis más mérito que Montesquieu, que sólo poseía viñas en el Bordelés —dijo Giulio—. A los jornaleros que empleaba para trabajarlas no les habría gustado tanto cortarse las manos en los campos de cañas de azúcar. Pues hay que encontrar las manos para hacerlo o renunciar a endulzar nuestro café.

—Donde crece la viña se acepta libremente cultivarla para ganarse el pan. Donde crece la caña, debería poder cultivarse libremente para ganarse el arroz de cada día —objetó Jeanne con firmeza.

Giulio adoptó una expresión burlona.

—Desearía que algún día fuerais dueña de una plantación colonial. No hay nada como adquirir unas cuantas hectáreas de tierra en las islas para cambiar de filosofía. Comprended: mientras queramos vender y tomar azúcar, los esclavos serán necesarios, pues sin ellos el azúcar saldría muy caro.

—Dejemos el tema, en el que nunca nos pondremos de acuerdo, señor —dijo Jeanne secamente—. ¿El caballero Vincent se dispone a convertirse en negrero?

—Si me hacéis semejante pregunta es porque conocéis al caballero, ¿no es cierto? —se sorprendió Giulio.

—Lo conozco muy bien. Y sé que ha soportado reproches del gran maestre de su orden por haber liberado esclavos en lugar de conducirlos a Malta. ¿Lo habéis persuadido tal vez de cambiar de filosofía?

Había hablado con violencia contenida y se ruborizó al ver que Giulio la observaba con curiosidad.

— ¿Y bien, señor? —preguntó con impaciencia.

Observándola siempre, Giulio se hizo de rogar un buen rato antes de responder.

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—Señorita, ya que los sentimientos de mi amigo Vincent os preocupan, estad tranquila. No creo que se haga negrero por el momento. Se niega obstinadamente a creer que los negros sean diez veces más desgraciados libres en su casa que esclavos en la de los blancos. Pues la verdad, señorita, es que les hacemos un favor arrancándolos del salvajismo. Ya sabéis que...

—Ya sé, señor —le interrumpió Jeanne con una falta de cortesía intencionada—. Conozco los argumentos de los negreros. Como también que liberan a esos salvajes de sus reyes negros encadenándolos, para pasar a civilizarlos a garrotazos. Dejemos esto y habladme de la Belle Vincente. Tengo curiosidad. ¿La habéis visitado?

—Sí y aún estoy maravillado. ¡Qué fragata! La fragata con más estilo que se haya visto balancearse en la rada de Marsella. En cuanto al interior... Hay lujo por todas partes. El camarote del capitán es un verdadero tocador, el del consejo un salón y los demás camarotes del castillo de proa podrían muy bien ser ocupados por damas. Incluso los camarotes de los pilotos y el cirujano tienen bastante confort. Pero, ya que las cosas del mar parecen apasionaros, ¿por qué no venís a admirar a la Belle Vincente con vuestros propios ojos? En este momento podríais hacerlo: está en el muelle. Acompañadme a Marsella y os conduciré a bordo.

— ¡Entonces tendréis que llevarme también a mí! —exclamó Margot, celosa—. Tengo muchas ganas de ver el mar.

—Margot, vuestro hermano Laurent os ha prometido viajar a Marsella cuando tengáis dieciséis años y cumplirá su palabra en primavera —intervino su tío Henri—. En invierno los caminos no son buenos.

—Además de que tendrías que correr para llegar antes de la partida de la Belle Vincente —añadió Marie-Louise—. Por un correo de Marsella he sabido que levará anclas el 17 de diciembre, y ya estamos allí.

—No, la Belle Vincente no saldrá hasta el 19 ó el 20 —corrigió Giulio—. Espera paños de oro y plata, así como también tres cajas de una vajilla de plata sobredorada que aún no está terminada.

Desde que sabía que Vincent estaba en Marsella, Jeanne no decía una palabra, irritada por sentirse turbada y casi temblando sin poder remediarlo. Intentó hablar con desdén.

— ¡Qué tiempos modernos tan decepcionantes para los románticos, en que vemos a los corsarios sometiéndose a las órdenes de los pañeros y los orfebres con la misma paciencia que el capitán de un barco mercante!

—Deberíais emprender un viaje al Mediterráneo oriental para convenceros de que allí el comercio es una aventura digna de un corsario —dijo Giulio—. El lugar está infestado de piratas voraces, y más vale

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cargar las mercancías preciosas en un buque corsario si quieren venderse en Oriente.

Edmond Chapelain completó la explicación.

—Los cargueros saben que todo pirata sensato teme encontrarse con un corsario. Además, la carga de un barco corsario sale a cuenta porque al llegar a puerto llega sola. Los barcos mercantes se ven obligados a navegar escoltados por un convoy para escapar al pillaje y, en un mercado en el que se dejan varios cargamentos de golpe, los viajes resultan ruinosos.

—Comprendo —suspiró Jeanne—. Pero yo veía el corso de otro modo...

—Y, por cierto, ¿cómo es que esta vez no hemos visto a Vincent en Lyon? —preguntó el señor Henri.

—No lo sé —respondió Giulio—. Tampoco lo hemos visto por Marsella, salvo la mañana de su llegada, hace dos semanas. Anda por ahí, sin haber dicho dónde. Su lugarteniente es el que se ocupaba de la carga en el momento de marcharme de la ciudad...

"Está en Vaux, seguro que está en Vaux —se dijo Jeanne, comenzando a doblar maquinalmente sus faldas antes mismo de saber que había decidido volver a Charmont.

Tamborilearon en la puerta de su habitación y vio en la rendija la cara lunar, rosada y con hoyuelos, ahora asustada, de Appoline, la criadita para todo del hotel Delafaye.

—Hay un hombre abajo que quiere ver a la señorita Jeanne Beauchamps. Lo ha dicho así, como con mucha ceremonia y con voz muy seria. No ha dicho su nombre, pero...

La pequeña marcó una pausa y siguió con aires de misterio.

—Lo he reconocido en seguida, señorita. ¿Es el señor Beaulieu, el teniente de policía?

— ¿El teniente de policía?—se sorprendió Jeanne—. ¿Estáis segura?

— ¡Oh, sí, señorita! Señorita...

— ¿Sí?

Appoline bajó aún más la voz.

—Si queréis libraros de él, podéis bajar por la escalera de servicio y salir por la puerta de atrás.

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— ¡No seáis tonta! —exclamó Jeanne—. Id a decirle a ese señor que ahora bajo.

A su invitación, el policía tomó asiento.

El hombre era alto, fuerte, imponente, pero era distinguido y no había en su rostro ningún signo de maldad. Jeanne lo contemplaba sin decir palabra, con las manos ligeramente temblorosas sobre la falda. Beaulieu vio en ese temblor un gesto que le era familiar pero que no probaba nada, ni para bien ni para mal.

—Tranquilizaos, señorita —dijo sonriendo—, no vengo a ver a una acusada. Pero es posible que podáis ayudarme a arreglar un asunto muy serio. Me han dicho que sois amiga de la infancia de Denis Gaillon, el hijo del administrador de la baronesa de Bouhey...

Cada vez más sorprendida, Jeanne asintió con la cabeza.

—Ya que es así —continuó el señor de Beaulieu—, tal vez podáis decirme si os confió algún proyecto de viaje. ¿No? ¿No comprendéis lo que quiero decir? El señor Gaillon ha desaparecido, señorita, desaparecido de Châtillon desde hace dos días.

Los ojos de Jeanne se dilataron y el señor de Beaulieu pensó que aquella muchacha tenía una de las miradas más conmovedoras que hubiera contemplado nunca. Retomó su tono paternal.

—Desde el momento en que su padre no hace reclamación alguna, el hecho de que ese joven de diecinueve años quiera ver mundo no es asunto que preocupe a la policía. Sin embargo, la cosa cambia cuando, el mismo día de su marcha, doña Emile, condesa de Pommeraie, desaparece también de la abadía de Neuville.

— ¡Oh, no!

Jeanne soltó un grito al mismo tiempo que se levantaba, pálida y con el corazón palpitante. El señor de Beaulieu le hizo una señal para que se sentase.

—Vuestra reacción me prueba que no estáis en el secreto, lo que es preferible para vos. La complicidad en un asunto de rapto puede pagarse muy cara. Os podrían marcar con la flor de lis, haceros azotar y enviaros al destierro, eso si no os cuelgan.

Jeanne hizo de tripas corazón y se encaró con el policía.

— ¿Y qué os hace creer que se trata de un rapto y que las dos fugas están relacionadas, señor? ¿Acaso las personas a las que buscáis han dejado alguna carta?

El señor de Beaulieu miró a su interlocutora con una simpatía que la desconcertó.

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—No es mala idea, señorita, esa de disociar los dos asuntos. Confieso incluso que veros tan convencida de vuestra sugerencia me aliviaría mucho... si no tuviera pruebas de lo contrario.

Jeanne miró al policía a los ojos, buscando penetrar en su pensamiento. El se explicó mejor.

—No me gusta que una historia de amor termine en tragedia, pero ¿por qué iba a tratarse de una historia de amor? Por lo que sé ni la condesa de la Pommeraie ni el señor Gaillon han dejado ninguna carta. Pero... Comprenda, toda la policía va a lanzarse tras el rastro de la hija del marqués de la Pommeraie y acabará por encontrarla. Y más valdría que la encontrase sola, aunque sólo hiciera una hora que se hubiera separado de su compañero de ruta. Lo único que se hará entonces es devolverla con dulzura a su convento. Si por casualidad un dependiente de farmacia se dejara coger al mismo tiempo que ella...

—Denis no es un simple dependiente, sino un químico muy...

El señor de Beaulieu la interrumpió con un gesto.

—Señorita, visto desde lo alto de las torres del castillo de la Pommeraie, un químico no vale más que un dependiente de droguería. Vuestro amigo acabará en prisión y, si tiene suerte, colgado. Pero lo más probable es que sufra la rueda del tormento.

— ¡La rueda!

Gritó la palabra y luego grandes lágrimas le brotaron de los ojos.

—Calmaos, niña —dijo el teniente de policía con bondad—. Después de todo, aún no los han cogido.

—Y no los van a coger, ¿verdad?

—Me temo que sí. La policía está bien organizada. Y, además, la partida es fácil para el gato. ¿Dónde queréis que vayan dos ratones perseguidos? Galopan siempre hacia el puerto más cercano para salir del país escondidos en un barco. Mi colega de Marsella es un maestro cogiendo a parejas de enamorados que, bolsa en mano, recorren los muelles en busca de un capitán codicioso, sin pensar que un hombre codicioso vende su palabra tantas veces como puede. De todas maneras, las tabernas de marineros están infestadas de policías.

Jeanne seguía escuchándolo, pero tenía en mente la idea esperanzadora que acababa de darle el señor de Beaulieu al pronunciar el nombre de Marsella. ¿Emilie y Denis no habrían sabido por la señora de Vaux-Jailloux que la Belle Vincente estaba anclada en Marsella? ¿Y no sería por eso por lo que habían escogido partir dos días antes, sabiendo por anticipado que el barco los acogería?

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El policía, sorprendido al ver que Jeanne sonreía débilmente, se detuvo en mitad de la frase y le preguntó con dulzura:

— ¿Se os ocurre alguna idea nueva y festiva, señorita? Os pregunto cuál es.

— ¡Oh, no es nada! No tengo la más mínima idea que pueda ayudaros, señor.

El llegó ante el umbral de la puerta y lanzó un vistazo al vestíbulo desierto, se volvió y dijo con voz lenta:

—Mis investigadores no han salido todavía para Marsella. Mis oficinistas están desbordados de trabajo y lo estarán hasta mañana, pero tendrán que ponerse a la tarea pasado mañana. Puedo cerrar los ojos ante un atasco pasajero de trabajo, pero no ante una negligencia prolongada cuando se trata de encontrar a una canonesa de Neuville.

—Gracias, señor —dijo ella—. Sois muy bueno.

— No, intento solamente ser justo, lo que ya es de por sí bastante cruel.

Su mirada atravesó a Jeanne, luego se hizo lejana.

—He visto en la rueda a un albañil de veinte años que le había levantado las faldas a una monja en la capilla del convento entre dos golpes de paleta. El castigo me pareció muy desproporcionado, pues la monjita parecía haberse repuesto muy bien.

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Capítulo 13Capítulo 13

Bouchoux arrastraba una gran maleta de mimbre por el vestíbulo de Charmont. Cadiche y Lison, las dos camareras del castillo de Rupert, lo seguían llevando sendos neceseres. Pompon cerraba la marcha, los brazos extendidos como los de un espantapájaros, con un chal sobre cada uno de ellos y dos gorros de muselina en las manos. Plantada ante la puerta del salón amarillo y lila, la señorita Sergent vigilaba la maniobra sin una sonrisa.

— ¿Qué es lo que pasa? —exclamó Jeanne, dirigiendo unos ojos muy abiertos al centro de toda aquella agitación.

— ¡Ah, señorita Jeanne, por fin! ¡La señorita Jeannette ha llegado! —chilló Pompon en dirección al salón.

La señorita Sergent abrió la puerta.

—Por fin estás aquí —dijo la señora de Bouhey—. ¿Y por qué milagro tan pronto?

—Pues... he salido de Lyon de buena mañana —respondió Jeanne desconcertada.

—De buena mañana —repitió la baronesa—. ¿Habías decidido volver por tu cuenta?

—Sí, ¿por qué?

—Porque, de buena mañana también, te he mandado a Thomas con la carroza y el encargo de traerte al galope. ¿No lo has encontrado por el camino?

—No.

— ¡Qué importa! Ya volverá. ¿Y por qué has vuelto? ¿Qué es lo que sabes?

—Emilie y Denis —dijo simplemente ella.

— ¿Cómo lo has sabido?

—El teniente de policía de Lyon ha venido a verme.

— ¿El señor de Beaulieu?, ¿en serio? —preguntó la baronesa con tono inquieto—. La investigación ha empezado pronto... Denis está loco, le

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cogerán. Su desgraciado padre no deja de llorar. ¡Si tuviera delante a Emilie le daría una buena paliza! ¡Meter por diversión a un muchacho bueno y serio en semejante lío, en el que se juega la vida!

—Decís "por diversión"... —empezó a decir tímidamente Jeanne.

— ¡Ah, no, no se te ocurra defender a Emilie delante de mí! Es muy de su familia esa altanería, esa insolencia, esa desenvoltura. Todo al servicio de su placer, caiga quien caiga.

—Me había fijado en que Denis... —intentó decir Jeanne.

— ¡Cállate! —gruñó la baronesa—. Sean cuales sean sus sentimientos, pondría la mano en el fuego a que es Emilie la que ha manejado este asunto. Cuando se es una Pommeraie y se quiere dar la campanada hay que escoger a un compañero de la misma clase. Aunque sólo sea por cortesía, no hay que buscarle la ruina ni en el lecho ni en duelo a quien no tiene la vida fácil. Y ahora, tranquilízame. ¿Qué has respondido a las preguntas de Beaulieu?

—Con toda discreción, ya que no sabía nada.

La baronesa le tomó la cara entre las manos y hundió sus ojos grises en los ojos dorados.

— ¿De verdad no sabías nada? ¿No estabas en el secreto?

—Señora, os doy mi palabra.

—Bien, al menos me ahorro la pena de saber que eres cómplice de una mala jugada —dijo Marie-Françoise soltando la cara de su protegida después de haberla besado—. Si recibes una llamada de socorro, ven a decírmelo en seguida. Y abstente de ir a comentar nada a Neuville, donde todo está revuelto, con monseñor el obispo plantado allí en medio y haciendo desfilar a toda la gente de la abadía. Para desorden, ya estás bien aquí. Ahora vas a ver...

Tras un tamborileo inaudible, la curiosa Pompon acababa de abrir la puerta, que estaba bien cerrada, con el pretexto de recibir órdenes.

—La Sergent piensa que sería mejor encender el fuego ahora mismo en las habitaciones de las señoras de Rupert. En las habitaciones vacías el aire húmedo se acumula y...

— ¿Y desde cuándo la Sergent tiene necesidad de pedirme permiso para encender el fuego que haga falta? —la interrumpió la señora de Bouhey—. Que haga cuanto sea necesario para la comodidad de esas señoras. Y ahora vete y no vengas en un buen rato, por favor. Como ves, Jeannette —continuó—, tu amiga Marie y su madre van a instalarse aquí por un tiempo. Durante la tormenta que tuvimos el lunes cayó un rayo en el olmo dos veces centenario que dominaba la cota oeste del castillo de Rupert y éste cayó a su vez sobre el tejado. Los destrozos son grandes.

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Los carpinteros y techadores ya están trabajando y hacen un ruido infernal. Con su tendencia a las migrañas Etiennette no aguantaba y le he propuesto refugiarse aquí con Marie. Llegarán a la hora de cenar.

—Esa noticia es mala para los Rupert, pero buena para nosotros —dijo Jeanne—. Me gusta la idea de tener a Marie para mí sola durante una temporada.

—Yo también. Su madre nos ayudará a preparar la boda.

— ¿La boda?

Los ojos de Jeanne interrogaron el rostro de la baronesa, repentinamente iluminada por la malicia.

— ¿La boda... de Marie? ¿Al fin ha dado su consentimiento la señora de Rupert? ¿Ha conseguido Philippe una compañía? ¡Y Marie sin escribirme!

—No se trata de tu amiga. Soy yo la que voy a casar a mi nieto Charles en enero —dijo la señora de Bouhey con fingida tranquilidad.

— ¿Charles? ¡Charles! Pero, señora, ¿Charles estaba entonces prometido en secreto?

— ¡En gran secreto, te lo aseguro!

Jeanne, estupefacta, se dejó caer en la butaca.

—Pero ¿por qué, señora? ¿Por qué prometerlo en secreto?

—No lo prometo, lo caso. Un poco más y celebramos el bautizo.

— ¡Oh!

—Sí, querida. Estamos interpretando por todos lados la comedia Las sorpresas del amor. Uno huyen, otros se acuestan. Encantadores jóvenes los de nuestro siglo. Al menos no son aburridos.

—Charles... ¿con quién?

—Con la pequeña Saint-Vérand, Adrienne.

— ¿Una linda y redondeada morenita, que baila muy bien?

—Y fresca, robusta y lista... Tiene diecisiete años, Charles tiene dieciocho. Se ven muchas parejas menos acordes en cuanto a la edad.

—No parecéis enfadada.

— ¡Es que estoy encantada! —exultó Marie-Françoise—. Delphine está enfadadísima de verse obligada a entregar a su hijo a la hija de un hidalgüelo, pero yo estoy encantada. Aunque Charles no lo habrá hecho adrede, la joven es perfecta para él. Si bien reúne un buen número de blasones tanto del lado materno como paterno, no deja de ser una campesina, y como Charles es un húsar, la unión me parece estupenda. Se ayudarán uno a otro a bailar, cantar, galopar, cazar... retozarán a

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gusto, harán niños y no se complicarán la vida con libros ni con ideas. Serán felices.

—Bien, al menos os veo contenta con este accidente —dijo Jeanne.

—Estoy contenta porque quizá pueda por fin acabar con ese linaje de soldados de caballería haciendo de su descendiente un simple criador de caballos. Adrienne adora los caballos, entiende de caballos y sueña con tener una remonta para producir esa famosa raza de corredores que los veterinarios han creado cruzando el caballo oriental con el berberisco. Los Saint-Vérand poseen una gran propiedad de cría a dos leguas al norte de Pont-d’Ain, Adrienne es hija única... Con gusto invertiría algunos cartuchos de oro en una remonta... ¿Qué te parece mi idea, Jeannette? ¿También te gustan los caballos, no?

—Digo que son muchas noticias de una vez —respondió Jeanne haciendo cara de ir a resoplar—. ¿Eso es todo? ¿Seguro que no hay más?

—Sí, bonita. Tengo un segundo matrimonio en la manga y lo voy a sacar ahora mismo. Madeleine de Charvieu de Briey está aquí. Acaba de llegar de Lorena ayer noche para pedirme la mano de mi sobrino nieto Laurent.

— ¡Uff! —se limitó a exclamar Jeanne, embotada por tantas sorpresas.

Luego añadió, tras reflexionar un poco:

— ¿Por qué venir aquí en lugar de ir directamente a la plaza Bellecour?

—Un resto de pudor virginal —dijo la señora de Bouhey con ironía.

—Y... ¿desde cuándo está enamorada de Laurent?, ¿desde la última fiesta de Charmont?

La baronesa sacudió la cabeza.

—Desde que quiere colocar un gran capital en la industria de tejidos. ¿No sabías que Madeleine perdió a su padre el verano pasado? Ahí la tienes heredera de la fábrica de vidrio y también de fuertes cantidades de dinero contante y sonante. Para diversificar sus negocios buscaba invertir, fuera en el textil fuera en la metalurgia, y al final...

—Ha preferido los beneficios de la seda a los del hierro.

—No seas malhablada —dijo la baronesa—. Digamos que Laurent le ha parecido más apuesto y amable que los herederos disponibles en el mercado del mineral de hierro.

— ¡Ahí veo sentimiento! —exclamó Jeanne, riendo—. ¿Y creéis, señora, que Madeleine conseguirá a Laurent?

—Creo a mi sobrino muy capaz de interesarse por un capital fresco y por la fabricación de cristal —respondió la baronesa.

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El trueno de su risa rodó por el salón y atrajo a Pompon, que apareció en el umbral con la nariz palpitante.

— ¿La señora me ha llamado?

Por la puerta abierta se oía a Nanette chillar a causa de los gritos de Bellotte, hasta que la Tatan se puso a aullar contra sus dos ayudantes.

—Ya empiezan a poner en fiestas la cocina —gruñó la baronesa—. Pompon, ve y hazlas callar.

—Quiero una hermosa fiesta para la boda —continuó tras la nueva salida de Pompon—. ¡Una fiesta alegre, aunque Delphine se ponga amarilla de rabia! ¿Sabes que esa madrastra sólo quería una bendición de medianoche después de una comidita íntima de contrato entre nosotros y los Saint-Vérand? Esa marisabidilla quería una boda vergonzante. Pero el caso es que esta viuda es la que paga la boda, el ajuar de la novia y todo lo demás, así que la joven baronesa pasará por donde quiera la vieja, y la vieja baronesa quiere que todos los miembros de la familia y sus antepasados se pongan a bailar.

— ¿Y no vais invitar a vuestros amigos?

— ¡Claro que sí! Quiero que acudan los familiares, los amigos y todo lo que cuenta en la provincia, y que haya champaña, música y alegría. Una joven de diecisiete años ya tiene bastante con que la castiguen por estar embarazada antes de tiempo, sin que además tenga que soportar unas bodas aburridas.

Jeanne abrazó a la baronesa y la besó.

—Os reconozco —dijo, reposando un momento la cabeza en su hombro—. Sois más buena que el pan. Y, a propósito, ¿habéis invitado también a la señora de Vaux-Jaillox? ¿Sabéis algo de ella?

— ¿Por qué me iba a olvidar de Pauline? —se sorprendió la baronesa—. No sabía de esa amistad repentina que demostráis. ¿A qué viene?

— ¡Oh! —exclamó Jeanne en tono ligero—. No os he ocultado ninguna amistad secreta entre nosotras. Sucede que me gusta hablar de las islas con ella, eso es todo.

— ¡Siempre con tus sueños de larga distancia! —suspiró Marie-Françoise—. Pues a mí me gustaría que te quedaras conmigo en Francia...

Como la baronesa no decía nada sobre Pauline y sus ocupaciones, Jeanne ya sabía a qué atenerse. Tenía tiempo de galopar hasta Vaux antes de que llegaran las damas de Rupert. Pero ¿con qué pretexto?

A fuerza de romperse la cabeza para encontrar alguno, corrió hasta el invernadero para hacer dos macetas con sus preciosas plantas de claveles

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dobles. Delicadas y midiendo apenas dos centímetros, provenían de semillas regaladas por Pierre Poivre. El botánico lionés las había recibido de un joven extraordinario, el hijo del jardinero jefe del Jardín del Rey. Thouin sólo tenía dieciséis años pero desde su infancia pasaba por ser un genio de la jardinería y había conseguido doblar un clavel simple muy perfumado y lo había convertido en una flor muy tupida. Todos los aficionados a la jardinería se habían enterado de la noticia, muchos por medio del Diario de Agricultura, y estaban locos por conseguir dos o tres semillas, e incluso, ¿por qué no?, una mata del último logro de André Thouin. Jeanne no sabía cómo iba a ser recibida por la señora de Vaux cuando llegara a su casa con dos matas de aquellos milagrosos claveles.

De su gran mansión, de un clasicismo solemne que databa del reinado de Luis XIV, la criolla había logrado hacer una morada con un encanto menos ampuloso. París había exportado a la provincia el arte de hacer la vida más cómoda y diez años atrás Pauline había llamado a un arquitecto, un pintor, un estucador y un ebanista de la capital para que pusieran su casa a la moda. Más artistas que artesanos, los cuatro parisinos se habían puesto de acuerdo para hacer dos pequeños apartamentos estilo Pompadour de las enormes habitaciones del piso principal y remodelar todo el primer piso en alegres alcobas con tocador y un cuarto de baño. Techos estucados, revestimientos de madera pintada, alcobas esculpidas en estilo grutesco; entrepaños, puertas y postigos decorados a la manera de Boucher, con escenas pastorales y angelotes; paredes y asientos forrados de sedas de tonos llamativos; una gran profusión de espejos; algunas buenas pinturas en las cuales ninfas y pastores mitológicos se destacaban sobre un fondo de ruinas romanas poéticas... Todo ello había desterrado de todos los rincones de la casa el frío y noble estilo del Gran Siglo XVI. Los viejos y pesados muebles habían sido vendidos y reemplazados por otro mobiliario flamante realizado por encargo. Cómodas, escritorios, costureros, tocadores, mesas de café y de escribir, fresqueras, cajoneras, veladores... todo estaba a la moda, en madera policromada en colores rosa, violeta y amaranto, salvo los últimos modelos de muebles auxiliares, cuya hermosa caoba emitía reflejos de muaré. Los dos salones de recepción estaban repletos de sillones, sofás y otomanas. Había incluso unas tumbonas llamadas "pecado mortal", visiblemente inventadas para la charla frívola y el galanteo perezoso, a lo cual debía de ser fácil dejarse llevar porque en los apartamentos del piso principal la temperatura era siempre tibia. Al hacer la reforma, el arquitecto le había hablado a su cliente de poner calefacción por el suelo, que un ingeniero acababa de proponer a la marquesa de Pompadour para el comedor de uno de sus castillos. Pauline había hecho venir a Dombes al hábil ingeniero que había sabido, después de un viaje a Italia,

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redescubrir la idea de la calefacción central por circulación de agua caliente que encontró bajo el mosaico de una villa antigua de Pompeya. La instalación de la pequeña obra de arte de tuberías bajo los parquets del piso principal de la mansión había atraído a toda la provincia de Vaux y cada recién llegado pedía permiso para probar el efecto andando descalzo. Aquel conjunto de trabajos había instalado la dulzura de vivir más refinada en casa de la bella, indolente y friolera criolla, que tenía el instinto de todos los placeres del cuerpo y del alma, y suficiente fortuna como para permitírselos.

Pauline era rica. No sólo había heredado en Santo Domingo una plantación de caña y el ingenio azucarero de su madre —que le gestionaba un tío no demasiado ladrón—, sino que, además, se las había arreglado para convertirse, a los veinte años, en la viuda dorada de un financiero de sesenta. El señor Jailloux, banquero y negociante lionés, había llegado a las islas en busca de nuevas inversiones y se había lanzado sobre la más adorable flor de aquel trozo de tierra. Blandamente instalado en un matrimonio exótico, atiborrado de afrodisíacos, agotado por los bailes y las cenas que organizaba su joven esposa, cuyos apetitos eran vivos, a Lucien Jailloux sólo le había llevado tres años pasar de esta vida a la otra, pero sin nostalgia y de la forma más agradable del mundo. Dos años más tarde su legataria universal, que quería visitar los edificios y las tierras heredadas, fue conducida a Francia por un oficial de la armada real. Gracias a los relatos de los viajeros, las bonitas criollas habían adquirido tal reputación en la imaginación de los franceses que en seguida Pauline había sido festejada, adulada y adorada en toda la provincia. Se la quitaban unos a otros, se la cubría de deseo, amor y amistad, de tal manera que nunca había regresado a su isla. Convertida en amiga íntima de Etiennette de Rupert, había acabado por comprarse la propiedad de Vaux, contigua a la de los Rupert, para instalarse. Después de esto, se había bautizado como señora de Vaux-Jailloux riéndose más aún que la noble sociedad de los alrededores, y había decidido vivir en Dombes de la manera más deliciosamente posible, gracias a sus grandes ingresos y a su inclinación a la felicidad. Invitando en su casa durante todo el año a la compañía más alegre, espiritual y frívola del lugar, lo lograba de la mejor manera, aunque no con poco costo. Había tenido que aprender a despedir a los invitados demasiado fieles para tener un poco de reposo.

Ella debía de estar sola en ese momento. Jeanne lo percibió desde que entró en su casa, que respiraba orden y paz. Cocotte, la criada negra preferida, la hizo entrar en el exquisito saloncito crema y miel de Pauline, donde una gran abundancia de plantas de tierras cálidas ponía una nota de verdor. La joven advirtió en seguida la presencia de un nuevo y magnífico biombo de laca negra decorado con un paisaje en oro. "El último regalo de Vincent", pensó, con una punzada en el corazón. Muchos

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de los objetos de la habitación evocaban el paso de un corsario que iba abriendo maletas a la vuelta de una campaña lejana. Chinerías blancas y azules, porcelanas traslúcidas del Japón, alfombras suntuosas de seda de Oriente. "Tiene que pagar el alquiler de su refugio en tierra", pensó Jeanne con maldad. Pero no pudo dejar de acariciar con sensualidad un vaso de China color sangre de buey que había en la cómoda, aunque sin duda se trataba del odioso presente de un amante lleno de atenciones. De repente, presa de pánico, tuvo unas ganas locas de marcharse. ¿Y si Vincent estaba en Vaux y entraba inesperadamente en el salón?

—Tengo algo más reciente que ese jarrón para enseñaros —dijo detrás de ella la voz mimosa y calma de la criolla—. Acaban de regalarme una docena de platos de color rubí, con dibujos preciosos. Aún los tengo en un cajón, venid a verlos... Miradlos cuanto queráis mientras encargo el té. ¿O preferiríais un ponche?

Cocotte pasaba y volvía a pasar, con mucho frufrú de sus faldas de colores y tintineo de brazaletes. Cupidon trajo la bandeja de té. Cupidon era un "ejemplar de Indias" soberbio, un criado negro de una belleza principesca, que Vincent había traído a Vaux después de haberlo comprado, enfermo y doliente, a un alcalde de Port-Louis que lo maltrataba. Cupidon sirvió el té con gestos lentos, de una armonía fascinante. El ligero perfume del té humeó imperceptiblemente sobre las tazas. Fue un momento mágico. Jeanne tenía la impresión de estar viendo una parcela de la centelleante vida de las islas, situada allá lejos como un espejismo, sobre el desierto azul, tranquilo y cálido del mar tropical. Cuando Cupidon ralló el pan de azúcar sobre el té, fue como si endulzase la infusión con el alma de su país.

—Señora, una puede venir aquí a alimentar la nostalgia de las islas —murmuró—. ¿No añoráis nunca sus cielos, sus flores, sus pájaros?

Pauline sonrió.

—Añoro menos mi isla que vos. La nostalgia de lo desconocido es más fuerte que la del recuerdo.

Jeanne se sintió algo molesta.

— ¿Cómo sabéis que añoro las islas?

—Si se lo preguntarais a Cocotte os diría que se lo ha dicho un pajarito. Sabéis, cuando se vive entre los negros se acaba por ser permeable a todos los sueños que les rodean. Los negros son un manojo de sueños.

Jeanne dejó vagar la mirada hasta el vestíbulo a través de la vidriera de doble hoja. Cocotte se paseaba de arriba abajo con indolencia, de brazos cruzados, canturreando con la boca cerrada una quejumbrosa y lánguida melopea.

— ¿No será que su criada se aburre en lugar de soñar?

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—Sentimentalismo y queja son las dos ocupaciones favoritas de los negros. Y aquí no las practican menos que en su país natal.

—Que los vio nacer esclavos —precisó Jeanne.

Pauline acentuó su sonrisa, pero no elevó la voz ni un semitono.

—Este es un momento encantador, no lo estropeemos discutiendo de filosofía. Yo he tenido esclavos y vos no. Aunque quisiera convenceros de que he sido una buena ama, no me creeríais porque estáis convencida de que la palabra "amo" es mala en sí misma. Y, sin embargo, Cocotte y Cupidon están conmigo porque así lo han querido, aquí se han casado y han tenido unos negritos que hay que alimentar. No tienen ningunas ganas de que los libere y los mande a vivir por su cuenta en algunas hectáreas de tierra de Santo Domingo que les daría con gusto. ¿Y no tienen razón? La dulzura de vivir se encuentra en Francia más que en el resto del mundo, aunque los franceses lo sepan menos que los extranjeros.

—Puede que sea sólo la inquietud la que les impide volver allí donde nunca han sido otra cosa que prisioneros. Un viajero que volvía de las islas me dijo un día que los ojos de todos los negros son los de un prisionero.

Pauline emitió una risita ligera, tomó su abanico y los desplegó con un gracioso gesto de muñeca.

—La próxima vez, aconsejad a ese viajero que cuando vuelva a las islas mire también los ojos de los colonos y de los criollos. Todos los habitantes amarrados a una isla tienen ojos de prisioneros. He conocido en Santo Domingo a muchas personas que sólo soñaban con evadirse. Los colonos, cuando hicieran fortuna. Los criollos, para conocer París. Los negros pobres para huir de su miseria, y los otros, para poner pie en tierra firme alguna vez. Una isla pequeña no es una tierra, es una chalupa. Las ganas de bajar a tierra acaban por agarrar alguna vez a todos los pasajeros. ¡El mal de mar sólo se sufre en el mar! —observó el aire incrédulo de su visitante y añadió para terminar—. Pero no querría seguir empañando vuestro sueño con mi experiencia, querida señorita. De todas maneras, si arribáis alguna vez a orillas de vuestra isla, desembarcaréis vuestras esperanzas y ellas embellecerán lo suficiente el paisaje como para proporcionaros un gran momento de felicidad. ¡Así que no me creáis, aunque es lo que ya estáis haciendo!

Jeanne no respondió. Su anfitriona estaba en lo cierto: no estaba dispuesta a creerla en nada. En la chimenea, un tizón incandescente se derrumbó. El calor que se desprendía del fuego era muy vivo. La criolla se abanicaba con lentos movimientos. Le sentaba bien y lo sabía. Estar allí sentada delante de ella con las manos vacías irritaba a la joven y a Pauline no le importaba fastidiarla un poco. ¿Cómo aquella linda pava

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había podido resistirse a Vincent? Las vírgenes son tentadoras, pero a Dios gracias son bastante idiotas. En cuanto están enamoradas, creen a pies juntillas que se han enamorado del hombre más amable de la tierra. Hay otras que, aunque vean al hombre muerto de deseo a sus pies, los dejan caer sin más. "En fin, tanto mejor", se dijo Pauline. Le molestaba más que Jeanne hubiera decepcionado a Vincent que el que lo hubiera seducido. Un deseo reprimido puede volverse duro y amargo como un hueso en el corazón de un hombre. Dieciocho meses después de haber fracasado a la hora de raptar a Jeanne, Vincent aún parecía sensible a ella. Cuando a principios de diciembre volvió a Vaux había hablado una noche de "las mujeres" más con causticidad que con su habitual ternura burlona. Otra noche, le había preguntado a Pauline en tono negligente sobre las gentes de Charmont y, como ella pronunciara ex profeso el nombre de Jeanne, él había vuelto bruscamente la espalda como para concentrarse en el café que estaba preparando, pero ¡no por eso la escuchaba menos!

El prolongado silencio incomodó a Jeanne, al punto que hizo un esfuerzo para proseguir la conversación, algo que no hacía casi nunca.

—Os he traído dos macetas de claveles dobles —dijo—. Cocotte las ha cogido. ¿Os las ha enseñado?

Pauline se levantó con expresión de contento.

— ¿Macetas de claveles dobles? ¡Qué maravilla! ¿Por qué no me lo habéis dicho antes?

Hacía más de una hora que Jeanne hubiera debido poner fin a su visita y aún no había podido sacarle ninguna confidencia a su anfitriona. Las preguntas le quemaban en los labios pero había que marcharse educadamente.

"Ha venido para preguntarme por Vincent pero no se ha atrevido", se decía Pauline procurando despedirse cuanto antes. "¡Bah!, seamos buenas, acaba de hacerme un regalo valioso. Pero, ¿acaso no tengo yo más curiosidad que ella de oírla hablar de Vincent?"—Antes de marcharos, ¿no querríais ver un cuarto de baño que acabo de decorar? Es el del apartamento que le doy al caballero Vincent cuando me hace el favor de pasar por Vaux. Una inundación accidental lo había estropeado y he aprovechado para...

Con el corazón palpitante, Jeanne siguió a Pauline sin escucharla.

El cuarto de baño de Vincent era de un lujo refinado, provisto de dos bañeras de cobre, una para hacerse enjabonar, otra para enjuagarse. En los paneles de madera de las paredes había delfines esculpidos y escenas

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de baño pintadas en los postigos interiores de las ventanas y sobre las dos puertas. Se veían bañistas muy sonrosados y muy desnudos en actitudes cariñosas.

— ¡Qué bonito! —murmuró Jeanne, impresionada—. ¡Este cuarto de baño parece hecho para un príncipe! Un príncipe un poco libertino, desde luego.

—Tenéis razón, querida niña, he buscado hacerlo igual, o casi, que el de Luis XV. Mi arquitecto ha conseguido los planos. Pero entre nosotras os diré que creo que mis pinturas son menos buenas que las del rey y sin duda más picaras. ¡Mis personajes están muy bien de carnes y las tienen muy sonrosadas! Parecen sorbetes de fresa. ¿Miráis el tocador? ¿Os gusta?

—Es admirable...

Era un gran tocador masculino, revestido de madera de caoba. El espejo central estaba levantado y todo un neceser en plata sobredorada labrada se reflejaba en él: cepillos, peines, tijeras, tenacillas para rizar, alisadores, frascos... Una buena media docena de frascos de porcelana de Vincennes, a la cual Jeanne no pudo resistirse. Se dejó caer en el taburete colocado ante el mueble y comenzó a levantar los tapones para adivinar los olores.

—Vinagre aromático...

—Para después del afeitado —dijo Pauline.

—Azahar de Malta...

—Para el pañuelo —dijo Pauline.

—Agua de Colonia...

—De Jean-Antoine Farina, la mejor. Para fricciones —dijo Pauline.

—Esencia de lavanda...

—Se ponen unas gotas detrás de la oreja, contra los contagios... —dijo Pauline.

Las miradas de las dos mujeres —luz dorada, luz negra— se encontraron en el espejo del tocador y se desafiaron, se penetraron... Entre la que lo sabía todo de Vincent y la que no sabía casi nada se estableció un juego turbador, un poco cruel, del que se desprendía una cierta voluptuosidad por la ausencia de un mismo amante. Complacientemente, se ayudaron una a otra a desvelar los pequeños secretos íntimos del hombre al contemplar, toquetear y oler todos y cada uno de sus objetos familiares. Y su tejemaneje de gatas indiscretas les encantaba.

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—Hmmm... —murmuró Jeanne apartando la nariz del cuello de una botellita de vidrio corriente—. Este perfume es de un gran frescor persistente, pero no me resulta conocido. Voy a tener que hacer trampa y mirar el nombre.

— ¿De verdad? —dijo Pauline cogiendo la botella para ocultar la etiqueta—. ¿De verdad no os acordáis de este perfume? Probad de nuevo...

La voz de Pauline había arrastrado las palabras burlonamente. Jeanne se preguntó a dónde quería llegar pero volvió a meter la nariz en el sabroso olor.

—No lo adivino —acabó por decir.

—Es Tesoro-de-la-Boca —dijo Pauline con un tono aún más intencionado—. La célebre agua espiritosa del señor Pierre Bocquillon de París. Dicen que proporciona un aliento fresco y el poder de dar besos de un sabor exquisito.

Con la sangre agolpada en la cara y furiosa por haberse dejado coger en la trampa, Jeanne miró en el espejo el rostro de la criolla, cuya boca de color rosa oscuro se ensanchaba en una sonrisa maliciosa. No pudo evitar el ver aquella boca abrirse lentamente y fundirse en los labios de Vincent, al mismo tiempo que sentía, detrás de sus propios dientes apretados por el odio, el pegajoso recuerdo de aquel beso compartido con otra. La mezcla de imágenes y de sensaciones le resultó odiosa, repugnante, tenaz, voluptuosa.

Pauline dejaba flotar sobre Jeanne la caricia de sus ojos cálidos, imaginando, con una perversidad ligera, las manos de Vincent en trance de despertar la piel de aquella ingenua. Como cada vez que montaba a caballo, Jeanne se había recogido los cabellos en una bolsa e, inesperadamente, deslizando sus dedos entre el cuello y el hule satinado, Pauline liberó la cascada rubia, que cayó en bloque sobre la espalda de la muchacha.

— ¡Oh! —exclamó ésta débilmente.

Pero no hizo ningún movimiento. Pauline había cogido un cepillo del tocador y alisaba aquel río de cabello que no lo necesitaba.

—Ponedme agua de azahar —rogó Jeanne muy bajito.

Pauline giró varias veces el frasco de agua de olor para darle toques con el tapón a los rubios cabellos. Embriagada por el potente perfume, Jeanne, estremeciéndose de bienestar, cerró los párpados.

Tenía la impresión de respirar a Vincent cuando éste se quitaba, con un golpe de pañuelo, la sombra de una mota de polvo. Se sentía tan bien que ni siquiera abrió los ojos cuando notó que Pauline le deshacía la corbata

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de muselina y le desabrochaba a medias la camisa para pasarle el tapón húmedo alrededor del cuello y luego dejaba caer un reguero de agua de azahar hasta el nacimiento de sus senos.

—Querida niña, si queréis que os ponga también en el ombligo tendréis que ayudarme un poco —dijo con ironía Pauline.

Jeanne lanzó un gran suspiro, abrió por fin los ojos y se esforzó en bromear.

—El caballero no se priva de nada —dijo resiguiendo con un gesto el tocador—. Posee todo un equipo de gran coqueto.

— ¡Decid más bien un equipo de gran cortesana! Hace falta todo esto para que Mario lo ponga a punto. ¡Y, creedme, parece que en alta mar necesita otro tanto!

—Se dice que Mario es muy devoto del caballero.

— ¿Devoto? Eso es poco decir. ¡Mario idolatra a Vincent! Hasta el punto de que lamento que lo tenga por amo y no por amante.

Jeanne se ruborizó y se recogió los cabellos. Pauline la ayudó por el placer de toquetear un poco con sus manos aquel espeso y suave tejido de seda aterciopelada.

—Jeannette —dijo, llamándola por su nombre por primera vez—, antes de marcharos ¿no vais a decirme el motivo de vuestra visita? ¡Nadie se deshace de dos macetas de claveles del rey sin una buena razón!

La joven le plantó cara.

—Es verdad, señora. Quería saber si el caballero había venido a Vaux recientemente y esperaba saber también si les había prometido a mis amigos Emilie y Denis recogerlos a bordo de su fragata.

Pauline sacudió la cabeza.

—No lo sé. Un capitán no tiene derecho a embarcar a fugitivos. Hacerlo es una falta grave y quien lo hace no lo pregona. El caballero dejó Vaux el día 8 para irse directamente a Marsella, donde tenía mucho que hacer antes de desplegar velas. Vuestros amigos desaparecieron el día 9, eso es todo lo que sé y vos lo sabéis también.

— ¿A dónde debe ir el caballero?

—A Esmirna. Su carga es preciosa y toda ella destinada a los palacios de esa ciudad.

—Esmirna... ¿Es un buen escondrijo para amantes en fuga?

—El mejor escondrijo para los fugitivos es el oro.

—Pues deben de tener bien poco.

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—Si están con Vincent dispondrán de su oro. El caballero es generoso. Además, por suerte le gustan los raptos. ¿Sabíais, querida Jeannete, que si se tercia él es también un raptor de tiernas doncellas tan osado como un mosquetero?

—No. ¿De verdad? —dijo Jeanne suavemente, abriendo los ojos de un modo cándido ante los ojos chispeantes de la criolla.

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Capítulo 14Capítulo 14

La boda de Charles y Adrienne fue como una danza bien ejecutada. La novia le gustó a todo el mundo. Morena y con abundantes bucles sin empolvar, rolliza, más sonrosada por la felicidad que por el colorete, llevaba un bonito vestido a la francesa de un azul claro muy suave, a juego con sus grandes ojos de madona de vitral. A aquella novia embarazada de tres meses se le habría dado la absolución sin necesidad de confesión. Como sus padres estaban al corriente y le impedían bailar demasiado, ella se divertía ocupándose de sus invitados, pasando chales a las damas, ofreciendo confites, buscando bastones y tabaqueras con una gentileza tan natural que Delphine empezaba a mirar a aquella hija de simples hidalgüelos con ojos enternecidos.

El baile no terminó hasta las dos de la mañana, con un ambigú de carnes frías, ensalada y confituras.

La señora de Bouhey había mandado poner una mesa separada para los jóvenes en la biblioteca. En aquella pieza con su olor particular, desacostumbradamente iluminada, Jeanne se sentía en su casa. Las llamas de las bujías hacían brillar los lomos encuadernados con claridades móviles; todos sus viejos amigos los libros parecían sonreírle, conocía tan bien el lugar de cada uno que a menudo se había divertido viniendo a buscar alguno a tientas por la noche. De vez en cuando le lanzaba una mirada al respaldo del canapé de madera dorada sobre el cual Vincent le había enseñado lo que era un beso. Hacía dos años ya que ella había estado a punto de huir de Charmont para correr detrás de una loca aventura. Dos años. ¡Un inmenso espacio de tiempo durante el cual no había pasado nada, nada de nada! Bueno, sí: un paseo al claro de luna con un distraído que había olvidado besarla. Suspiró. Se sentía como se siente una cuando se está sola en una fiesta en que la mayor parte de nuestros amigos van en pareja. Incluso Marie, aquella noche, tenía a su lado a su novio, Philippe, y nadaba con él en una felicidad cerrada a los demás. Los novios cenaban muy cerca uno de otro, hablaban en murmullos, intercambiaban risas ahogadas, se hacían bromas patosas y brindaban en voz baja cada vez que bebían. "¡Los muy egoístas!", se dijo Jeanne, malhumorada. Su mirada recayó sobre Jean-François de Bouhey y casi le vinieron lágrimas a los ojos, tontamente, porque él también parecía haberla olvidado. La antevíspera, cuando llegó de la escuela

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militar con el abate Rollin para asistir a la boda de Charles, en su desconcierto al ver que una mujer se interponía repentinamente entre su hermano y él, se había acercado a Jeanne y había recuperado el tuteo de la infancia para evocar los juegos de entonces. Pero aquella noche Jean-François se había colgado del voluminoso miriñaque rosa de Solange de Chanas y parecía lejano el tiempo en que los dos hermanos jugaban, en el parque de Charmont, a salvar la bolsa y el honor de una niña raptada por el bandido Mandrin. Quizá la buena vida se acababa a los diez años, en el momento en que las cosas comienzan a empequeñecerse terriblemente alrededor: el césped, los campos de trigo, los animales, los perros, las personas mayores, los frascos de confitura, el bosque de Neuville, el canapé de la biblioteca... Jeanne tuvo ganas de dejar la mesa para reencontrar su infancia abriendo un libro en su viejo refugio, cuando lanzó un nuevo vistazo al canapé y vio dos zapatos de satén amarillo y dos escarpines negros.

—Longchamp, traedme un vaso de vino de España, por favor —le dijo al criado de Jean-François que pasaba por detrás de ella.

Bebió a traguitos mientras escuchaba charlar a Laurent y Madeleine, que estaban frente a ella al otro lado de la mesa. Como la señora de Bouhey había presentido, el hijo de los sederos lioneses y la hija del gentilhombre vidriero de Lorena se habían concedido la mano en seguida. Ya sus notarios respectivos habían empezado a ponerse de acuerdo, la boda sería en primavera y su cercanía les inspiraba proyectos llenos de audacia.

—Pensad —decía Laurent— que hay en Poitou una ristra de pequeños fabricantes de telas, por lo menos quinientos, pero no llegan a cien los que tienen obreros a su cargo. ¡Todavía están en el artesanado de Luis XIV! Como están lejos de Lyon, ninguno de nuestros competidores lioneses ha tenido la idea de reunidos, y si soy el primero en llegar a Poitou con capital, estoy seguro de conseguir que toda la provincia trabaje para mí.

— ¿No tenéis suficiente trabajo con vuestros subcontratistas de los alrededores de Lyon?

—En el Lionés los Delafaye no son los únicos que quieren hacerse con la mano de obra dispersa, amiga mía. Hace mucho que alrededor de Lyon, y hasta a una buena jornada de carruaje, los artesanos campesinos sólo son trabajadores manuales a los que los fabricantes de la ciudad les entregan el trabajo y luego se lo llevan. Lo cual les conviene: nunca les falta trabajo y se lo pagan sin tener que preocuparse de venderlo. Al lado de semejante seguridad la libertad no tiene importancia. De eso es de lo que querría convencer a los trabajadores de Poitou que aún trabajan por su cuenta y riesgo.

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Pero tampoco a Madeleine le faltaban ideas para emplear su dote.

—Cierto, Laurent, vuestro proyecto de haceros con toda la tela de Poitou es digna de estudio. Pero, mirad, estoy convencida de que vamos hacia un tiempo nuevo en que los metales reportarán más que los tejidos. La sustitución de la madera por el carbón de coque de hulla para calentar puede permitirle, a quien esté suficientemente provisto de dinero, reunir las pequeñas forjas esparcidas por los linderos del bosque y construir una gigante, instalarla cerca de un río caudaloso y añadirle un fuelle hidráulico en cada alto horno... Estoy segura, amigo mío, de que esa persona pronto conseguiría una enorme fortuna en el tratamiento del mineral de hierro. ¡Durante mucho tiempo los alquimistas han buscado trasmutar el vil metal en oro y sin duda no estamos lejos de poder realizar su sueño!

Doña Charlotte de Bouhey, que había venido a dar una vuelta por la biblioteca y se había sentado al lado de Jeanne, le murmuró al oído:

—Jeannette, ¿cómo diablos soportáis escuchar a esos novios tan aburridos? Su dúo de amor es de un estilo realmente nuevo. ¡Sus hijos jugarán muy pronto al juego de los niños campesinos, que hacen saltar piedras entre las manos cantando "Eco, eco, dime cuántos céntimos tengo en mi zueco"!

—Son mortales, sí —reconoció Jeanne.

Y añadió, con una sonrisa un poco triste:

—Si Emilie estuviera aquí, nos regalaría con comentarios ácidos sobre estos novios de la edad del hierro. Parece que algunas jóvenes no se han quemado el cerebro leyendo novelas.

—Vamos a sentarnos a otra parte —propuso doña Charlotte—. Nunca he sido una loca, pero tanta sensatez me resulta molesta. Si a la filosofía y la política, que se bastan para estropear los mejores platos, añadimos la economía en la mesa, pronto no quedará conversación. Cuando tengamos papahígos, tendremos que comérnoslos en casa por temor a que nos los impregnen de vulgaridad.

Se instalaron detrás del biombo del saloncito amarillo y lila y doña Charlotte le preguntó en seguida a Jeanne:

— ¿Dónde creéis que está Emilie?

—En alta mar —contestó Jeanne en tono firme—. Hemos de creer que está en alta mar, al abrigo de los esbirros el rey. Echáis en falta a Emilie, ¿verdad?

—Sí —dijo doña Charlotte en tono apagado—. Neuville ha perdido su animadora.

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—Me parece raro que no haya dejado ni una nota. Emilie os quería mucho y le gustaba tanto explicarse por escrito...

—Me ha dejado una carta.

— ¿De veras?

— ¿Iba a difundirlo para que se aprovechase el teniente de policía? Sólo se la he enseñado a la baronesa.

—Y a mí, ¿no vais a leérmela? Sabéis que soy muda cuando hace falta.

La canonesa sacó del bolsillo de la falda una hoja de papel plegada varias veces y se la tendió a la muchacha.

"Querida señora y madrina:

Os enfadaréis conmigo y luego me perdonaréis. La vida con las monjas de Neuville es como un dulce sueño, y el sueño es algo tan natural que, a pesar de los sentimientos amorosos que me empujan, mañana necesitaré un gran valor para arrancarme de mi clausura. Pero es que temo no despertarme de ese sueño hasta el día de mi muerte y lamentar entonces no haber salido nunca de aquí. Hace un año que pienso en cambiar mi destino y he tenido tiempo de reflexionar sobre lo que dejo y lo que me espera. Dejo una situación privilegiada que me ha sido concedida desde la cuna para lanzarme al destino azaroso de las que nacen sin nombre y sin fortuna. Sin duda es una locura, una tontería incluso, pero quiero saber lo que valgo por mí misma. Y además me parece justo verme privada del sostén de unos padres que me han impedido quererlos. No me siento parte suya. No temo su pena, los he visto cuando tenía nueve años verme partir de casa sin una lágrima, y aunque así no fuera, una partida de caza los hubiera curado en seguida de cualquier pena. Como sé que con vos es distinto, querida madrina, os tendré al corriente de mis noticias en cuanto pueda hacerlo sin peligro. Os dispenso de dárselas a mis padres, pero os ruego que se las deis a mis amigas Jeanne y Marie, de las que siempre me acordaré con una fiel ternura.

Os abrazo de todo corazón.

Vuestra Emilie, por la cual os pido que recéis."

Jeanne se secó las lágrimas. Doña Charlotte se sonó.

—Lo más triste —dijo al fin la canonesa—. Es que releyendo la carta he acabado por preguntarme si acaso yo he vivido. Voy a la biblioteca de la abadía, hago girar el mapamundi y veo trotar por él a una minúscula

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Emilie. Atraviesa continentes verdes y pardos, se lanza a los grandes espacios blancos de lo desconocido, camina sobre el azul de los mares, habita el universo entero. Cuando acabo de jugar con la gran bola del mundo vuelvo a sentarme suspirando en mi banco, bajo mi tilo, con pasos que son los mismos que ayer y que serán los mismos que mañana. En ese instante me entero de que vamos a tener la audacia de invitar al caballero Marlieux para que electrocute a toda la comunidad, y todo porque a los padres de la trapa de Notre-Dame los han hecho saltar por el aire hace cinco días y pensamos que las religiosas tenemos tanto derecho como ellos a las bromas diabólicas de la electricidad. ¡Todas nuestras frivolidades juntas acaban por constituir una sensatez de lo más monótono!

Dejó pasar unos instantes y volvió a su tema.

—Jeannette, francamente, ¿sabéis dónde pensaba Denis llevar a Emilie?

—No, señora. ¡Y más bien creo que será Emilie la que habrá escogido el lugar!

—El farmacéutico Jassans de Châtillon, con el que he hablado, dice que Denis era un buen químico, mejor incluso que él. Se escribía con otros químicos, entre ellos uno de París, un señor Lavoisier, un sabio hijo de un comerciante. ¿Sabéis qué tramaba Denis con toda esa correspondencia?

—No, señora. Sin duda quería saber más de química, que es lo que pasa cuando uno se apasiona por una ciencia.

—Si recibís noticias antes que yo, ¿me las daréis, Jeannette?

—Claro, señora.

—Si un día llegáis a saber que Emilie se ha establecido en algún bonito extremo del mundo...

Se inclinó confidencialmente hacia su vecina.

—... ¡quizá yo también iré a darme una vuelta!

Jeanne se echó a reír.

— ¡Me parece que os está entrando como a mí el mal de las islas, del que la señora de Bouhey se burla tanto!

—Dejemos que se burle. Nunca es tarde para volver a tener doce años. Tenía doce años cuando el capítulo de Neuville me recibió. Me di mucha prisa en convertirme en una bienaventurada abadesa a imagen y semejanza de las demás, ocupada en mil naderías, muy orgullosa de haber sido escogida para disfrutar de tan buena vida. Bajo ese régimen una se olvida de los sueños de infancia. A la edad de Emilie yo ya estaba

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muy lejos de ellos. ¿Cómo ha hecho ella para conservar una libertad rebelde en medio de las blandas delicias de nuestro paraíso?

—Émilie es una persona del tiempo de Luis XV, señora. Imponer su voluntad y escoger su vida se ha convertido en una cuestión de principios. Excelentes principios, según me parece.

—Seguramente tenéis razón...

La canonesa dejó vagar su mirada por el rincón visible del salón y continuó, apuntando con la barbilla hacia una linda pareja vestida de seda azul y amarilla que parecía muy enamorada:

—Ahí tenéis a una joven que se dispone a llevar su vida de mujer a despecho de todos los obstáculos. Impondrá a su marquesito a la familia, y su burgués de papá deberá comprárselo muy caro a la marquesa viuda, que debe a todos los usureros de Lyon y ya sólo puede vender a sus hijos.

— ¡Bah! —exclamó Jeanne—. ¿Creéis realmente que Anne-Aimée Delafaye y el marquesito Christophe d'Angrières...? No será verdad, señora. ¡Todos saben que la marquesa D'Angrières lleva marcados sus blasones en sus camisas y hasta en el orinal!

—¡Pero también sabemos —remachó doña Charlotte— que hoy en día la alta nobleza prefiere pagar a las lenceras y al alfarero con el oro sucio de los plebeyos antes que acabar orinando por la ventana o ir con el culo al aire!

"Pues bien —pensaba Jeanne diez minutos más tarde mirando a los gemelos D'Angriéres haciendo por última vez la ronda del vestíbulo y despidiéndose de los que aún quedaban en el castillo—, pues bien, si ese matrimonio de carpa y conejo se realiza, tendré que hacerme con una buena reserva de poción para calmar las indigestiones de mi querida baronesa, ¡pues el asunto le va a revolver la bilis a base de bien! Está claro que el señor Henri no tendrá barato al marquesito."

— ¿Subimos, Jeannette? —le preguntó gentilmente Elisabeth tomándola del brazo.

Todas las habitaciones estaban ocupadas y, como cada vez en semejante caso, Jeanne había ofrecido la mitad de su cuarto a la mayor de las señoritas Delafaye, su favorita. Elisabeth era una joven delgaducha, seria y dulce, que vivía de música, pintura y poesía. Cosa extraordinaria, aborrecía el comercio, había rechazado ya cuatro buenos partidos porque eran hijos de negociantes y, a los veinte años, tenía todo el aspecto de ir a convertirse tranquilamente en solterona entre su clave y su caballete de pintura, antes que casarse en contra de sus gustos. Pero como tenía un

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carácter y un rostro agraciados y pertenecía a una familia que dotaba bien a sus hijas, seguían cortejándola, así que Jeanne no se sorprendió de verla enrojecer y decirle con un tono de misterio: "Estoy contenta de compartir vuestra habitación, tengo que haceros una confidencia", en cuanto empezaron a quitarse los miriñaques.

— ¡Oh, oh! —exclamó Jeanne—. Ya divino de qué se trata. ¿Otro pretendiente al que vais a rechazar?

El rubor de Elisabeth se acentuó y se separó de su amiga.

—Quizá sea aceptado, si verdaderamente vos no queréis pretenderlo —dijo con una timidez nueva en ella.

— ¿Si yo no lo pretendo? —se sorprendió Jeanne—. ¿Es que tal vez me ama sin saberlo un hombre tan poco juicioso como para aspirar a establecerse con las dos?

La señorita Delafaye parecía dudar en responder.

—Es tarde, querida Elisabeth, para ponernos a jugar a las adivinanzas —dijo Jeanne—. Me rindo.

Elisabeth la tomó de las manos y la miró de forma interrogadora a los ojos.

— ¿No sentís el más mínimo afecto por el procurador Duthillet ni lamentáis haber roto vuestro compromiso?

—¡Duthillet! —exclamó Jeanne—. ¡Se trata de Duthillet! ¿Os ha pedido?

—Jeannette, antes respondedme: ¿no lo lamentáis ni un poco?

—Nunca he sentido el menor amor por el bueno de Louis-Antoine y reconozco que no me he portado bien con él. Pero si mis modales hacen que él venga a vos, los daré por buenos y os estaré agradecida. Venid que os abrace... ¿Así que os vais a casar con el procurador Duthillet? Seréis feliz. Es encantador y amante de la buena vida. Pero ¿no es poco partido para una señorita Delafaye?

Elisabeth sonrió ampliamente.

—Es tiempo de que las castas se mezclen un poco, ¿no os parece? Si no, pronto todos los sederos y pañeros formarán una innumerable familia de primos y primos segundos a la moda de Versalles, cuyos hijos no recibirán ni una gota de sangre fresca. Me encanta la idea de abandonar la casta de sederos lioneses para vivir en la tranquila casa de un hombre de leyes de Châtillon. Así estaré cerca de vos, amiga mía. En invierno os daré veladas musicales y en verano me daréis lecciones de jardinería. ¡Soy yo la que debe agradeceros que hayáis dejado libre al señor Duthillet!

— ¿De modo que estáis decidida?

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—Desde luego. Para estarlo sólo me faltaba sondear vuestro corazón. Erais tan joven cuando rompisteis con Duthillet y el corazón juvenil cambia tanto de parecer... Si me hubierais dicho que estabais dispuesta a recuperarlo... Se lo he dicho francamente y no me ha disuadido. Sois muy bonita, Jeannette, mucho más bonita que yo. Sé muy bien que Duthillet me quiere como segundona.

—Pero os amará mucho tiempo después de que el recuerdo de su amor por mí se haya convertido en una mota de polvo que se mete en un ojo e impide ver claro —dijo Jeanne con gentileza—. Estoy encantada con vuestra mutua felicidad. Pero, por Dios, acostémonos, si no vamos a coger un buen catarro. ¡Aquí hace un frío perros!

A despecho de lo que le había dicho a Elisabeth, verse rodeada de parejas jóvenes no le causaba más que un placer relativo. Aquellos muchachos y muchachas que iban de dos en dos habían pertenecido todos a la alegre banda de las fiestas de su infancia, y verlos despegarse y alejarse hacia el porvenir le producía frío en la espalda. "¡Sólo faltaba que el buen tío Mormagne obedeciera a sus médicos y se muriera mañana y echara a Marie en brazos de Philippe!", pensaba a menudo. El buen tío Mormagne suponía una herencia de ocho mil libras de rentas del Estado que recaería sobre el teniente Chabaud de Jasseron, lo que unido a lo que heredaría de su padre, ahogado en el río Ain un día de tormenta, haría que la señora de Rupert le diera permiso a Marie para casarse con su prometido antes de obtener su plaza de capitán. Entonces Marie se iría a habitar la bella mansión de Autun, que iba junto con las rentas del tío Mormagne. Jeannette se quedaría sola en Charmont harta de esperar el regreso de Philibert, que no se daba ninguna prisa en volver de Berna, donde era huésped de su ilustre colega, el médico botánico Albert de Haller. Este sabio casi universal, muy versado en anatomía, iba a cosquillear las ancas de una rana para demostrar la irritabilidad espontánea de sus fibrillas carnosas, según le contaba Aubriot en una carta a su hermana Clémence. Al parecer, aquello era apasionante y Jeanne no dudaba de la irritabilidad de las fibrillas animales sintiendo como sentía las suyas levantarse de rabia cada vez que pensaba que Philibert estaba en Berna por una historia de ranas sensibles a las cosquillas. No podía perdonárselo. En aquello exageraba, la verdad. Acabaría por agotarle la paciencia. Casi había prometido que estaría de regreso a principios del año 1764 a más tardar y ya estaban a mediados de febrero, y en seis semanas Jeanne cumpliría diecisiete años, y nunca, al hacer sus gestos de fidelidad — como cuando había dejado partir a Vincent, como cuando había roto con Duthillet, como cuando había fingido no ver las miradas del soberbio hijo del orfebre de la calle

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Mercière de Lyon—, jamás había creído, en el fondo de su corazón, ¡que todavía sería virgen de Philibert a los diecisiete años! ¡Empezaba a sentirse como una solterona, era como para morderse los puños!

Cuando su pena la devoraba, saltaba sobre Blanchette y galopaba a través del frío cortante del invierno hasta que dejaba de sentir su carne helada. Entonces, con el alma helada también, sintiendo sólo una gran necesidad de calor, antes de volver a Charmont pasaba por Vaux, donde la amable criolla se esforzaba por hacerla entrar en calor entre carcajadas. Atizaba el fuego, quemaba papel de Armenia perfumado, echaba algunos cojines por el suelo para sentarse con ella en la tibieza del parquet, la embriagaba un poco con su ponche de ron blanco con vainilla, la despeinaba, la desabrochaba, en fin, jugaba con ella como la gata con su gatita. Luego la disfrazaba con sus ropas, probaba a hacerle con pañuelos los coloridos tocados de las negras de su isla natal, la perfumaba, se le abrazaba al cuello para darle fricciones, le cantaba nanas criollas que hacían acudir a Cocotte y Cupidon y los ponían de rodillas en la alfombra, las nalgas en los talones. Con los ojos cerrados y las bocas sonrientes, los negros se balanceaban adelante y atrás al lento ritmo del canto con la docilidad de dos grandes serpientes oscilando ante una encantadora, y Jeanne, hipnotizada, al final no sabía si estaba despierta o dormida bajo las manos demasiado mimosas de la tierna Pauline. Al volver de Vaux, se decía que aquellas tardes pasadas en la mansión no eran cosas que pudieran contarse en el confesionario, pero hacía tiempo que había aprendido que en la confesión hay que ser prudente si una no quiere estropear su vida con arrepentimientos sin solución. Al fin y al cabo, para el cielo lo que cuenta son las intenciones y Jeanne sólo iba a Vaux a jugar al tric-trac con Pauline y era verdad que a veces jugaban.

Un día que se había entretenido en Vaux más que de costumbre y volvía al filo de la noche, la señora Bouhey se encaró con ella.

— ¿Eres tú? ¡Vas a matar a Blanchette!

—Me he pasado por Vaux para jugar al tric-trac con la señora de Vaux-Jailloux.

La mirada gris de la baronesa chispeó.

—Pues has escogido mal el día. Has tenido visita. Él te ha esperado más de una hora. Sí, hermosa mía. ¡Después de esto, que me vengan a contar de la intuición de las enamoradas!

Jeanne se dejó caer en un sillón con el corazón tan loco, y tan pálida, que la baronesa se levantó y agitó enérgicamente la campanilla para pedir un frasco de esencia de melisa.

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—Y tráenos también el aguardiente —le ordenó a Pompon—. Querida mía, eres demasiado emotiva —continuó después de hacerle beber a su ahijada un poco de alcohol—. No me atrevo a contarte lo que sigue.

—Sí, os lo suplico —murmuró Jeanne—. Ya me siento mejor. Cabalgar tanto me ha cansado.

—Puede ser. Pues bien, tu Aubriot ha vuelto de Suiza y quería hablar contigo. Quiere hacerte una proposición, que yo desapruebo pero que le he prometido que te transmitiría.

— ¿No me lo va a decir hasta mañana? —exclamó dolorosamente Jeanne—. ¡Oh! ¿No puede llevarme Thomas ahora mismo a Châtillon?

—Sería perder el tiempo, pues Aubriot ha salido inmediatamente para Bugey. Su cuñado, el cura que se ocupa de su hijo, está enfermo. Lo ha sabido por una carta que le esperaba en casa de su padre. Pero yo estoy encargada de darte su mensaje. Escucha y no me interrumpas antes de que haya acabado.

La baronesa habló con una voz repentinamente dura.

—Aubriot cuenta con estar en Pugieu, en casa de su cuñado, hasta el verano, con el fin de conocer un poco a su hijo antes de dejarlo por una buena temporada. Si quiere dejar a su hijo y su tierra es para instalarse en París a finales de verano. ¡No me interrumpas, por favor! Si estás impaciente, toma un trago de aguardiente. Continúo. Ya conoces a Aubriot, sus ideas son originales en todo, y ahora está convencido de que su diploma de la facultad de Montpellier está pasado, que un médico de ayer no vale nada hoy y que debe estudiar física y química modernas. En fin, que quiere tomar lecciones de los maestros que enseñan en el Jardín del Rey. Y va a necesitar... ayuda, una secretaria o una ama de llaves, ¡qué sé yo!, pues esta parte de su discurso no ha resultado muy claro. ¡Como si sólo supiera confusamente el motivo por el que me pedía permiso para meterte en su equipaje!

Jeanne se levantó, los ojos echando chispas.

— ¿El... él os ha propuesto llevarme, llevarme a París?

—Por ciento ochenta libras de sueldo al año. Más comida y alojamiento, como es natural —dijo la baronesa con voz ruda.

— ¿Quiere pagarme? —balbuceó Jeanne—. ¿Quiere pagarme para que me vaya con él? ¿Me ofrece dinero para que me vaya con él?

Tenía una expresión tan horrorizada, temblaba de tal manera y articulaba las palabras con tanta dificultad, que la señora de Bouhey sintió pena por ella. Calentó con ternura las dos manos de la joven entre las suyas y se puso a hablarle como se le habla a un niño que acaba de recibir un golpe en la cabeza y luce un buen chichón.

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—Jeannette, ¿qué importan las palabras que ha escogido Aubriot para venir a buscarte? ¿Sabe acaso por qué quiere que lo acompañes? Juraría que no. Incluso juraría que tú lo sabes mejor que él. La cuestión no está en las palabras sino en el hecho de que te pida que me dejes a finales de verano para seguirle a París. ¿Piensas hacerlo?

— ¡Ah, querría seguirlo sin abandonaros! —exclamó Jeanne fundiéndose en lágrimas.

—Lo creo, Jeannette. Pero tendrás que escoger. En fin, tienes algunos meses para reflexionar.

—Hace tanto tiempo que esperaba algo así... —balbuceó Jeanne entre sollozos.

— ¿Y tú estás segura de que no confundes una idea fija de niña con un amor de mujer?

— ¡No! ¡No! Sigo amándolo, y ahora más todavía.

—En ese caso... —suspiró la baronesa—. No le vas a decir que no y luego pasarte la vida esperándolo.

— ¿Así que me aconsejáis aceptar? —dijo Jeanne, levantando la cabeza.

— ¡Dios es testigo de lo contrario! —gruñó la baronesa—. ¿Te he aconsejado alguna vez que amaras a Aubriot y fueras suya? Te permito decidir por ti misma, eso es todo. No te recogí para hacerte desgraciada y ¿cómo saber si te voy a hacer o no desgraciada si te arranco de los brazos de Aubriot? La razón no es una receta infalible para la felicidad.

—Señora, sé que voy a seguirlo —murmuró Jeanne.

Marie-Françoise le pasó la mano por los cabellos.

—No me lo digas de sopetón, amiga mía, para que pueda dudar todavía un poco.

Se hizo el silencio entre ellas, que Jeanne no rompió hasta al cabo de un buen rato para ponerse a repetir con una melancolía teñida de mortificación:

—Ciento ochenta libras de sueldo, más cama y cubierto... —y luego, con repentina violencia—: ¿Con qué derecho se permite valorarme en ciento ochenta libras más cama y cubierto?, ¿con qué derecho se permite pesarme en dinero? ¿Por qué iba a tolerar que me pague por irme con él, por amarle, por...? ¡Lo amo, señora, lo amo! Y a cambio de la vida que estoy dispuesta a entregarle sólo aceptaré amor, amor, amor...

Los sollozos la ahogaban. Se dejó caer en la alfombra para ocultar la cara en la falda de la baronesa y llorar a gusto, como cuando era pequeña y acababa de leer una historia muy triste. Como ignorando su pena, una sonrisita burlona se dibujó en el rostro de Marie-Françoise.

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—No te apenes ni tengas escrúpulos por esa bagatela, Jeannette —dijo alisándole las mechas rubias en desorden—. Cuando un hombre se da cuenta de que una mujer lo ama ya no intenta pagarle. Apuesto a que no te pagará ni un año de sueldo. Todo hombre, sobre todo si es burgués de pura cepa, tiene necesidad de ser amado gratis y nunca deja de aprovechar la ocasión cuando se le presenta

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Capítulo 15Capítulo 15

Partieron el 6 de septiembre de 1764.

La campiña, reseca, vibraba con un gran zumbido. Julio y agosto habían quemado la tierra. El final del verano se sumergía en una nube de polvo dorado, desnudando antes de tiempo los árboles calcinados. La diligencia atravesaba un bosque de hayas sin el menor ruido de cascos, sobre una moqueta de hojas de color de rosa. Cada laguna del paisaje reflejaba el sol y deslumbraba la vista. Para aprovechar un poco el fresco del amanecer se ensillaba a las cuatro de la mañana, pero a las nueve el calor agobiaba ya a los viajeros y los hundía en la somnolencia. Cada dos horas los cocheros paraban, a ser posible en el sotobosque. Los pasajeros bajaban a respirar durante diez minutos bajo los árboles, se desabrochaban las ropas, ofrecían sus rostros recocidos y sus cuellos empapados en sudor a la escasa sombra y bebían un poco del agua tibia que llevaban consigo. Luego continuaban aquel viaje infernal durante dos horas más. Aubriot intentaba leer pero debido a los baches no podía hacerlo por mucho tiempo. Al segundo día, poco después de haber dejado Roanne, cerró el libro que estaba leyendo.

—Desde luego, el hueso sacro es el que más sufre en los viajes —dijo, suspirando—. Tampoco mi vista está muy bien que digamos. ¡El Almanaque Real de este año exagera un poco al ponderar los nuevos resortes de los carruajes!

—Es un poco injusto por vuestra parte quejaros de los caminos, señor —dijo un lorenés que estaba frente a él—. Francia tiene los mejores caminos de Europa, y el de Lyon a París es el más cuidado del reino. Admiro al señor Trudaine, vuestro director de caminos. Ha hecho mucho por la felicidad de las gentes que circulan por su país abriendo una escuela de ingenieros a los que se les enseña a construir caminos y puentes.

—Se dice que han sido arregladas diez mil leguas tanto en llano como en montaña desde que Trudaine gobierna las calzadas. ¡Sin embargo, nosotros tenemos la impresión de que nunca pasamos por ellas! —ironizó un comerciante lionés—. Pero una cosa es cierta y es que ahora se puede circular con seguridad por las vías principales, tanto de día como de noche: ¡ya no volcamos!

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— ¿Y creéis que ese es el caso en nuestro país, señor? —observó el lorenés—. Eso no ocurre en ninguna parte fuera de Francia. Fuera veo que aún se reparan los bordillos del camino con haces de leña y grava, o que si se hace un desvío en un río es gracias a las escasas luces de algún emprendedor del lugar. El mundo entero puede envidiaros vuestro cuerpo de ingenieros de caminos.

—Por supuesto, nuestros ingenieros son franceses y los franceses son en todo lo mejores del mundo —dijo Aubriot en tono sarcástico.

—Con frecuencia eso es verdad —dijo el lorenés.

Un corto silencio dubitativo siguió a la frase del lorenés. Era un hombre alto y macizo, de cara cuadrada perforada por dos esferas de un azul claro y luminoso. Se había presentado como corredor de diversas fábricas de porcelana y se apresuraba a hablar bien de Francia cada vez que alguno de sus vecinos franceses se quejaba. Los franceses escuchaban sus inacabables elogios con una sonrisa halagada primero, y luego con impaciencia, ansiosos como estaban por hablar mal de sus gobernantes. Y esta vez no había sido distinto. El señor Caillaud, comerciante lionés que Jeanne conocía de vista, remarcó que los empleados de Trudaine serían unos picaros si no tuvieran ningún mérito, vistos los sueldos que les pagaban a expensas de los burgueses.

—En nuestra provincia, el primer ingeniero de caminos gana ocho mil libras al año, que el Estado le paga sacando una parte de ese bonito salario de mi bolsillo.

— ¿Acaso preferiríais volcar en malos caminos con tal de no pagar tasas?

—Señor —dijo Aubriot para cortar una conversación que lo aburría—, veo que seréis feliz el día en que la Lorena sea devuelta a Francia a la muerte de vuestro rey Estanislao. Creed que estaremos contentos de recibiros como compatriota, que entonces pagará de buen grado su parte de impuestos.

—Desde luego que sí —asintió el lorenés—. Pagaré de buen grado con tal de no volcar en el barro y tener que pasar la noche helándome hundido en un bache. ¡O de caer en una emboscada en la que lo mínimo que me puede pasar es que me desplumen!

Una dama, que Jeanne había bautizado como la Dama Azul a causa de su vestido, intervino vivamente, con los ojillos chispeantes.

— ¿De modo, señor, que según vos viajar en vuestro país sigue siendo una aventura excitante?

El lorenés miró severamente a la atolondrada.

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Sí, señora, excitante es la palabra. Es fácil toparse con algún cuchillo de cocina —dijo fríamente.

¡Oh, oh! —exclamó un viejo gentilhombre seco y gris—. ¿Queréis decir que en el año 1764 aún quedan posadas rojas en Lorena?

—Todavía quedan —afirmó el lorenés.

Tras el silencio que provocaron sus últimas palabras, el hombre continuó.

—El mes pasado, en una de esas posadas solitarias en pleno campo, hete aquí que un oficial de paso sorprende a su caballo rascando furiosamente el suelo. Se agacha y ve un trozo de tela roja, tira de ella, saca una manga con un brazo dentro ¡y en su extremo un cuerpo! Curioso por ver la continuación del hallazgo llama a sus soldados, los pone a cavar... ¡Llegaron a desenterrar cincuenta cadáveres!

— ¡Cincuenta! ¡My God!—exclamó un estudiante inglés, saliendo por una vez de su mutismo.

La cifra era tan enorme que impedía sentir compasión. Ante semejante melodrama sólo se podía bromear.

— ¿Qué queréis? —dijo Aubriot sin reírse—, no va mucha gente a una de esas posadas, así que en cuanto el posadero tiene un cliente quiere conservarlo a toda costa.

Dos o tres viajeros torcieron el gesto ante aquel rasgo de humor negro, pero los demás sonrieron y la Dama Azul estalló en una risa provocativa, algo que le sucedía por cualquier cosa, sobre todo cuando estaba cerca del médico, un hombre apuesto, ¡voto a bríos!, un compañero de viaje distinguido como se encontraban pocos y a los que le gustaba llamar la atención. Como no podía ofrecer una tragedia tan enorme como la del lorenés, se puso a contar las pequeñas y sórdidas desgracias que le habían acaecido en las posadas, en las que si bien no llegan al extremo de querer asesinaros, sí que os envenenan.

"Ahora van a empezar con sus desgracias estomacales", se dijo Jeanne, asqueada. Y luego, cuando hubieran acabado con los gatos guisados que les habrían servido como si fueran conejo, las ensaladas con moscas, las sopas nauseabundas y los vómitos subsiguientes, alguno de los viajeros hablaría por fin de alguna buena digestión, entablando así una conversación sobre menús memorables, al que cada uno de ellos contribuiría con una olla española con tocino, un asado digno de príncipes o seis platos de entremeses "divinos". La joven bostezó discretamente tapándose la boca, dejó de escuchar y con mucho cuidado para no molestar a su precioso vecino Philibert, intentó girarse para ver mejor el paisaje.

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— ¿Tenéis calor, mi pobre Jeannot? —le preguntó Aubriot a media voz, inclinándose hacia ella.

La llamaba Jeannot porque ella le había rogado que le dejase vestir de hombre, más cómodo que ir vestida de mujer a la hora de afrontar los avatares del camino. Él había aceptado, ya que Jeanne vestida de aquella manera podía pasar por muchacho. Alta, delgada, con la espalda bastante ancha y las caderas estrechas, las nalgas altas, los senos menudos fáciles de disimular con una banda de tela, el rostro bonito pero sin afectación, en cuanto se recogía el cabello en una bolsa podía pasar por un joven; además, desde su infancia se había acostumbrado a llevar calzones y su voz baja de contralto no la traicionaba demasiado. Al verla, los desconocidos pensaban lo mismo que la Dama Azul: que era un chico demasiado guapo, con la cara imberbe, con una forma de hablar demasiado suave y unos gestos demasiado graciosos. Pero ¿acaso algunos muchachos no son así, casi chicas?

A pesar de todo, cuando hacía calor ese disfraz tenía un inconveniente: el de impedirle desabrocharse la casaca. Jeanne soportaba el calor heroicamente.

— ¿No queréis un poco de agua con limón? —le preguntó Aubriot—. A lo mejor aún está fresca.

¡Habría bebido agua caliente, con tal de aceptar la cantimplora que él le ofrecía! Philibert se preocupaba de ella y bebió lanzándole una mirada de triunfo a la Dama Azul, que exhibía su sonrisa burlona, la misma que adoptó desde el principio del viaje al observar la devoción de aquel curioso paje por su amo y la extraña atención que a veces mostraba el amo por su paje. "¡Qué siglo éste! —pensaba visiblemente la Dama Azul—. Nadie esconde nada, ni siquiera las costumbres contra natura." Pero este pensamiento no le impedía continuar haciéndole carantoñas al médico, ya que la afición por los muchachos no tenía por qué excluir el gusto por las mujeres hermosas. La dama, vestida con un traje ligero azul lavanda, todavía joven, regordeta, fresca, blanca y rosa de piel, aureolada de rubios cabellos apenas empolvados, se sentía lo bastante apetitosa como para reemplazar con ventaja al guapo muchacho en el lecho del hombre. Y como había viajado mucho, sabía que una puede, en la oscuridad de un albergue de paso atestado, equivocarse de habitación. La ruta de Lyon a París se hacía en seis jornadas con sus cinco noches, de la que sólo había transcurrido una. Mal tenían que ir las cosas si en cuatro noches que aún quedaban...

Aprovechando un tumbo providencial, la Dama Azul fue a darse contra las rodillas del médico, que hizo una mueca pero adelantó las manos para retener y devolver a su sitio a la viajera. Jeanne se sintió mortificada. Medio por diversión, medio para vengarse orgullosamente de haber sido tasada en ciento ochenta libras, se esforzaba en cada parada por

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interpretar su papel de paje diligente y atento con su amo, ¡pero no iba a llevar su devoción hasta permitirle coquetear ante sus narices con una pelandusca! Rebelde, aprovechó el bache para dejar caer la cabeza en el hombro de su vecino.

Sorprendido por este segundo golpe, Aubriot miró a Jeanne, que a su vez miraba ferozmente a la burlona Dama Azul, y comprendió. Se dibujó en su rostro una ligera sonrisa. Verse objeto de un duelo entre mujeres le resultaba infinitamente agradable. "Qué tontería", se dijo. Pero no importaba, aquello lo rejuvenecía. Además, ¿podía hacerse algo serio en una diligencia? Desde que rodaba hacia París con Jeanne cerca tenía la impresión de haber sido durante mucho tiempo un hombre triste, del que ahora se evadía.

A los treinta y siete años, físicamente Aubriot seguía siendo seductor. De talla mediana pero erguida, de espaldas atléticas, sin un gramo de grasa, buenas piernas y vestido con esmero, tenía buen porte y atraía a las mujeres. Por añadidura, hablaba bien y en su rostro, de mandíbulas duras y muy marcadas bajo la piel, la inteligencia imantada de sus grandes ojos negros reemplazaba a la belleza. Aunque algo atemperado por la madurez, su carácter seguía siendo arrebatado. Tan franco como lo había sido en su juventud, no se privaba de burlarse de los tontos, de modo que seguía haciéndose enemigos como a los veinte años, cosa que juzgaba indispensable para una vida digna. Sus amigos lo tenían en alta estima pues, además de ser fiel, era un corresponsal infatigable. Si se reía menos y se entregaba menos que antes al ejercicio físico se debía a que, además de su duelo reciente, su salud se había quebrantado. Tosía desde muy joven y volvía a toser desde hacía tres o cuatro años, había tenido varias hemoptisis y sufría de reuma en las piernas. Pero el aire del Midi había mejorado mucho sus dolencias y, por otra parte, nadie se daba cuenta de sus padecimientos. Como no podía recetarse nada que pudiera curarlo, se había dado un consejo de estoico: "Que tu alma se fortalezca al mismo tiempo y en la misma medida que tu cuerpo declina, y una cosa compensará a la otra". No por ello se sentía menos triste a veces de que su carcasa se gastase antes que su cerebro. Sabía muy bien que no iba a tener tiempo de cumplir la inmensa tarea de desciframiento de la naturaleza que había comenzado, aunque le consagrase todos los minutos de ochenta años de existencia. Pero deseaba ardientemente avanzar el máximo posible antes de morir. ¡Hubiera querido poseer suficiente ciencia médica como para hacer durar su cuerpo hasta la última flor desconocida que se descubriera en la Tierra, para pegarla en un último herbario antes de escribir debajo su nuevo nombre en latín! Para alcanzar la longevidad, a falta de fe en ninguna panacea, se conformaba con seguir una dieta frugal, airearse y evitar mundanidades, atento a reservar su tiempo y sus energías para sus trabajos. Su estilo de vida se había ido volviendo poco a poco tan austero que al encontrar Jeanne en

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Lyon en el despacho de las Mensajerías la mañana de su partida, lo había recorrido una oleada de pánico mezclada con remordimiento. ¿No iría ella a trastornar sus laboriosas costumbres? ¿La llevaba a una vida soportable para ella? Por un momento las dos preguntas lo habían perturbado y luego las había barrido de su espíritu. De todas maneras, era demasiado tarde para reflexionar. No iba a dejarla plantada en el muelle de Célestins. "La pobrecita tiene demasiadas ganas de venirse conmigo", se había dicho con hipocresía.

Philibert Aubriot actuaba, sin embargo, con bastante inconsciencia. Cuando sentó a Jeanne su lado en la diligencia sabía que estaba enamorada, pero se las arreglaba para creer que lo amaba con un amor que no era carnal, nacido de una admiración que París se encargaría de diluir. A aquella provinciana la capital le ofrecería mil novedades maravillosas. Como contaba con frecuentar el París de las ciencias, la excitación intelectual en la que ella se iba a encontrar sumergida la maduraría, la distraería de él, la conduciría a mil encuentros interesantes. Si había soñado con él, ello se debía a que los demás hombres de su entorno, demasiado estrecho, la aburrían. Llegado a este punto de su razonamiento, Aubriot se sentía turbado al pensar que la idea de que Jeanne se alejaría pronto de él lo alegraba menos de lo que hubiera deseado. Pero al menos este pensamiento le producía buena conciencia: se llevaba a aquella niña para ofrecerle un mundo en el que ella podría encontrar un buen destino. Nada menos imposible ni más adecuado para Jeanne que casarse, por ejemplo, con un joven botánico del Jardín del Rey. Aubriot se ofrecería a alojarlos —juntar dos hogares es económico— y así tendría a mano dos ayudantes, uno de los cuales estaría lleno de ternura filial...

Al ritmo de balanceo del carruaje que lo acunaba, Aubriot se había acomodado a su hermoso sueño casto y puro de padre adoptivo. A fin de cuentas, y con todo bien pesado, haber tomado con él a aquella pequeña Jeanne tan familiar para él —y que se había vuelto tan bonita— le parecía una acción caritativa. ¿Qué había temido entonces en el momento de la partida? Ella no iba a estorbar, ni siquiera se la oía. No se hacía notar, no lo molestaba nunca, se conformaba con hacerle sentir, contra su lado izquierdo, la dulce presión a la vez doméstica y misteriosa de una gatita acurrucada.

No decía casi nada, más muda que nunca, hundida en una especie de neblina azul. Nunca se acordaría de su primera hora de diligencia. Pero al fin su sueño se había disipado y durante un tiempo estuvo aturdida. Sólo se había despertado de su sonambulismo al primer intercambio de palabras entre la Dama Azul y un ginebrino cuyo fuerte acento suizo no podía infiltrarse en un sueño sin destrozarlo. Entonces no se había atrevido a moverse, consciente de que su pierna derecha estaba pegada a la izquierda de Philibert. Su pierna anquilosada le pesaba tanto como si

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fuera de madera, pero por nada del mundo la habría movido por temor a perder aquel contacto embriagador. No recordaba haber estado en semejante promiscuidad con Philibert. Cada vez que el médico tomaba la palabra, aunque fuese simplemente para decir "Creo que nos acercamos a Tarare", toda su carne tensa resonaba con el eco de su voz como una cuerda de violín a la que se golpea. Si él se lanzaba a desarrollar con su habitual brillantez una idea, ella se ponía religiosamente a la escucha y entonces le venía la misma idea insistente, el mismo pensamiento maravillado: "¡Soy yo, Jeanne Beauchamps, y nadie más, a quien este gran sabio ha escogido para vivir en París con él!" Y sus ojos recorrían al grupo para asegurarse de que todos rendían homenaje a la inteligencia de Philibert, en verdad amplia, infatigable, aguda, fecunda, cuya rapidez al expresarse tenía que seducir por fuerza.

En Tarare, donde habían hecho un relevo y tomado una primera comida, salvo el Gentilhombre Gris, que guardaba las distancias de tacón rojo, todos los viajeros, conquistados por aquel excepcional conversador, se habían precipitado hacia la mesa con la esperanza de ocupar un asiento próximo al suyo. Jeanne había empezado a detestar a la Dama Azul, que el médico había instalado cortésmente a su derecha. De mal humor, el criado Jeannot, obligado por un toquecito en el hombro a sentarse al final de la mesa, no había querido comer nada adrede sin que, ¡ay!, su amo se diera cuenta de ello. Muy a gusto bajo todas aquellas miradas que convergían en él, Aubriot sólo se había preocupado de seducir a su auditorio.

Lo que ocurría es que se conducía como un hombre que siente un gran deseo de revivir. Desde que había decidido viajar a París, Aubriot sentía ese hormigueo de la sangre que vuelve a calentarse. Para demostrarle a su familia un poco de pesar y algún dolor por abandonar a su hijo, había tenido que esforzarse. Era verdad que había querido a Marguerite y no la olvidaría, pero al evocar su vida con ella evitaba profundizar demasiado para no tener que reconocer que se había aburrido mucho en Bugey, donde su esposa lo había encerrado tiernamente en un ambiente santurrón, muy inferior intelectualmente a él, que lo había obligado a llevar dos años de vida cómoda y mortecina de médico de provincias, a él, que detestaba el ejercicio de la medicina. Y ahora, galopando hacia la capital, desembarazado a la vez de sus pantuflas burguesas y de su maletín de médico, tenía la deliciosa impresión de haber adoptado de nuevo su viejo personaje de eterno estudiante. Lo cual le animaba a hacer un extra con sus compañeros de viaje que, sin embargo, le interesaban poco. Había desembarcado en la posada de Roanne encantado con su nueva vida.

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La reputación de las posadas francesas no era buena y se lo merecían. Eran demasiado pequeñas, descuidadas y sólo podían ofrecer lo que tenían: siempre menos habitaciones que viajeros, que podían estar contentos si podían dormir medio vestidos en una parte de cama cubierta de sábanas de dudosa limpieza.

La etapa de Roanne no había sido cómoda. Una subasta de tierras y animales había atraído a una pequeña multitud a la ciudad y los gordos subasteros llenaban el Hôtel des Messageries, donde además ya se habían detenido diversas sillas de posta cuando los ocupantes de la diligencia desembarcaron los últimos. Tuvieron que contentarse con una execrable cena a base de pan mojado en caldo de cocido y una pierna de vaca dura como una piedra. Después de compartir tan magra cena, tuvieron que compartir también las camas que quedaban. Al paje del doctor Aubriot le ofrecieron, como no podía ser menos, el lecho rústico de los criados consistente en un jergón en el granero. Los dos barbianes que viajaban en la parte trasera de la diligencia —uno era del Gentilhombre Gris, el otro del genovés— arrastraban ya a una Jeanne horrorizada cuando, a Dios gracias, Aubriot reclamó a su criado para que se acostara en su propia cama sin preocuparse del qué dirán. ¡Sólo que estar en el mismo colchón que Aubriot no le sirvió a Jeanne para dormir mejor que en el jergón de los criados!

Estar acostada toda una noche, aunque fuera vestida con calzón y camisa, a lado del hombre cuya sola vista la colmaba de emoción, era... ¡Era para estar despierta y no creerlo! Trastornada y hecha un ovillo al borde de la cama, extremadamente atenta a no rodar al centro, Jeanne había buscado en vano olvidar su incomodidad durmiendo. Y ello resultaba aún más difícil porque los otros dos ocupantes de la habitación roncaban a cuál más y mejor. Su insomnio se prolongaba y se puso a temblar de nerviosismo al punto de que le castañetearon los dientes. Entonces Philibert se había puesto a hablarle en voz baja.

— ¿No podéis dormir, Jeannot? Es por el calor. Y por la luz de la luna que entra por esas cortinas demasiado delgadas. Los posaderos deben de ser gente pobre como una rata para tener unas habitaciones tan miserables. Os daré el jarabe soporífero del que llevo conmigo siempre que viajo.

Se había tomado dos cucharadas de un jarabe amargo de valeriana y un momento después ya estaba adormecida, más calmada por el cuidado del médico que por su remedio. Y él, acodado en el cabezal de la cama, se había puesto a contemplarla...

Ella dormía vuelta de espaldas con un brazo colgando. Los rayos de luna le plateaban la cabellera, que le servía de almohada, una almohada de seda color rubio ciruela. Parecía descansar apaciblemente, con las palmas de las manos extendidas, ofrecidas quizá a un hermoso sueño que

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se reflejaba en su rostro puro y sin crispaciones, hermoso y suave... Philibert sintió un flujo de sentimiento, una imprecisa mezcla de ternura y deseo. La veía convertida en una belleza infinitamente atrayente, se había transformado en una mujer hermosa objeto de deseo, pero al mismo tiempo había conservado un cierto olor infantil a ramos de amapolas, a cerezas silvestres, a manzanas robadas en el huerto de las ursulinas, a grandes estallidos de risa embadurnados de jugo de moras. Conservaba el olor de la niña campestre de Châtillon que ninguna otra mujer, salvo ella, tendría para él.

Una decisión amorosa se formó independientemente de su voluntad. Inclinado sobre Jeanne, dormida sobre sus cabellos de luna, Aubriot no se dio cuenta de que estaba a punto de aceptar poseerla. Sus manos empezaron a moverse con gestos disimulados de amante: había enjugado con cuidado el sudor de la durmiente con su pañuelo, le había apartado del cuello las guedejas de cabello empapadas de sudor que se le enroscaban, le había abierto el escote de la camisa, le había subido las mangas por encima de los codos para permitir que sus venas se refrescaran. Luego, al darse cuenta de que llevaba las medias puestas, se las había quitado. Después le había parecido que el pecho se elevaba a un ritmo demasiado rápido y le había buscado el pulso: el corazón de Jeanne le latió en la mano... Así, sin ninguna intención, por una serie de tocamientos naturales en un médico, el hombre emprendía un preludio amoroso cuya belleza le embellecía el rostro con una sonrisa conmovida. No podía ver nada de aquel cuerpo demasiado vestido pero jugaba a adivinarlo desnudo y sedoso bajo su mirada, desde la delgada mancha del cuello bronceado por el sol a los pies de un color ambarino más claro que acababa de desnudar. Aquello era un rapto secreto, una violación disimulada. Y había durado hasta que su cuerpo le había indicado sin pudor que la ternura que le inspiraba Jeanne no era del todo casta y pura. Espantado, saltó entonces de la cama y bajó a tomar el aire al paño de la posada...

Allí, paseando de un extremo a otro en la claridad de la noche, había razonado con bastante habilidad como para serenarse. ¿Acaso no había sido capaz de establecer un pacto entre su voluntad de ser sobrio y su virilidad excesivamente emprendedora? Es verdad que debido a sus apetitos mal controlados había merecido en el pasado el sobrenombre de Tallo de Amor que le daban sus compañeros del curso de botánica. Pero era verdad que Tallo de Amor había dejado atrás sus verdes ardores bulímicos y había envejecido. Entre las dos exigencias, la de su cuerpo, que le pedía mujeres y más mujeres, y la de su mente, que le pedía más y más conocimientos, el hombre maduro había escogido preferentemente satisfacer su espíritu. La partida amorosa seguía siendo su mejor entretenimiento, por encima de la partida de ajedrez, pero de ahí a emprender a la ligera una partida de amor con Jeanne... ¡No!

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Philibert Aubriot era extremadamente civilizado, o sea hipócrita, cuando era necesario, y lo bastante como para retroceder, asustado, ante la visión del incesto. Pues de la virgen en flor demasiado hermosa como para no tentarlo, surgía el fantasma de la niña cogida confiadamente de su mano paternal. De modo que al término de su meditación bajo la luna entre la cocina y los establos del Hôtel des Messageries, había logrado convencerse de que nunca tocaría ajearme. Hay fechorías que un hombre honesto no comete nunca por más que lo empuje un deseo furioso.

Desde la mañana siguiente, y para recuperar la serenidad y el buen humor de su primer día de viaje, Aubriot había ido pensando en su hermoso sueño de padre adoptivo. Pero en seguida descubrió que el nuevo día no lo había librado de la noche de Roanne. La inocencia de su decisión se veía turbada sin cesar por la exquisita vergüenza de un recuerdo que no podía, que no quería, ahuyentar. Jeanne se había convertido en su mente en la visión difusa y fantástica de una presa deseable. Y no se daba prisa en mirar a Jeanne para encontrarse con la imagen real. Lo cierto es que ahora que se dejaba llevar por los placeres de la fría lucidez —uno de sus grandes placeres—, Aubriot sabía que después de la noche de Roanne esperaba con más curiosidad que temor la prueba siguiente: la noche de Moulins.

—Gracias a Dios —dijo la Dama Azul—, no es en Moulins sino en Bessay donde haremos el relevo. ¡Los que no conocen La Belle Ymage de Moulins no saben de qué se libran! ¡Allí te maltratan de tal manera que un día, por cuarenta y cinco céntimos por cabeza, más veinte por una media botella de mal vino, nos dieron siete malos platos de guisote y dos ensaladitas para doce comensales! ¡En cuanto a las habitaciones, están tapizadas con telas de araña y amuebladas con chinches!

—Habría que apuntar en un libro el nombre de ese pícaro y el de todos sus semejantes, sería una guía muy útil que pronto les quitaría todos sus clientes a esos malos figoneros —apuntó el ginebrino.

—Pues podríais añadir a los cocheros, señor —objetó el lorenés—. También son unos tunantes que nos llevan adonde les interesa.

—Esta vez no corremos ningún riego —dijo el Gentilhombre Gris—. En esta ruta las etapas las decide la compañía y ya hemos pagado con antelación.

— ¡Oh, pagar con antelación no os asegura nada! —exclamó el señor Caillaud—. Sin ir más lejos, el año pasado sufrí aquí mismo un intento de fraude. Nuestros conductores, pagados por el posadero de Moulins, pretendieron que nos alojáramos allí y no en Bessay.

— ¿Y qué pasó? —preguntó la Dama Azul.

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— ¡Pasó que estalló una revuelta en la diligencia! Y los bribones de cocheros tuvieron que olvidar su propina y galopar hacia nuestras pulardas. ¡Si nos hubieran dejado sin ellas habrían pagado con su vida!

—Entonces ¿es verdad que la mesa de Bessay vale el rodeo que damos? —preguntó el ginebrino, con las papilas del oído excitadas.

— ¡Vaya si lo vale, como que es el consuelo de nuestro viaje!

Y el lionés, entusiasmado, se puso a hablar de las codornices, las perdices y los capones de Bessay, los pasteles de lengua de carnero, las langostas en salsa blanca, las pintadas a las frambuesas, las traseras de buey en escarlata, los callos a las uvas en agraz, y también de los pasteles, las cremas y los vinos que se guardaban detrás de los haces de leña... En la ruta de Lyon a París, todos los viajeros que habían oído hablar de aquella renombrada posada esperaban la parada de Bessay como una fiesta. El pasajero de la compañía, que había pagado sus buenas cien libras por el transporte, cama y comida incluidas, estaba decidido a viajar hasta allí para disfrutar de su buena mesa.

—Fanfan Lafleur cocina él mismo —dijo el señor Caillaud—. Donde mejor os tratan es en las posadas, allí es el propio posadero quien cocina, porque su mayor placer no es contar el dinero que entra en la caja, sino escuchar los cumplidos que le dirigen.

—Es verdad —aprobó el Gentilhombre Gris—, pero el fastidio es que por culpa de los elogios que se le hacen, todo el mundo corre hacia él para engrosar su fortuna e inflarle el gorro de cocinero. El bueno de Lafleur se ha vuelto tan vanidoso que se cree un igual de los señores que frecuentan su mesa. Ciertos cocineros llevan su toca tan alta que me entran tentaciones de cederles el sillón cuando me siento a su mesa.

—Nuestras celebridades suizas no les van a la zaga —aseguró el ginebrino—. ¡En Zurich tenemos un cocinero que hace los honores de su mesa redonda con la espada al cinto y el sombrero bajo el brazo! ¡Pues no se ha hecho recibir en la Academia de su ciudad, creyendo a pies juntillas que lo merece!

Entre risas el ginebrino concluyó su relato.

—Pero, bueno, perdonemos a nuestros cocineros desde el momento en que nos tratan bien. Es raro que os manden al hospital por culpa de uno de esos vanidosos.

El joven estudiante inglés, que lo escuchaba atentamente todo sin decir casi nunca nada, se permitió abrir la boca.

—Es verdad que he observado que en Francia os sirven a veces productos en mal estado. Hace algunos meses, el dueño de un figón de Nevers me puso al borde de la tumba con un plato de bacalao. ¿No existen leyes contra esa gente?

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—Desde luego —respondió Aubriot—. Un vendedor de víveres adulterados al que cogen lo detienen, lo meten en prisión, le quitan la licencia... en una palabra, casi lo arruinan. Pero unos pocos cientos de inspectores no pueden estar en todas partes al mismo tiempo. Sin embargo, señor, creed lo que os dice un médico: en conjunto, la buena comida en Francia mata infinitamente más que la mala.

— ¡Ah, doctor, es que las buenas cosas son tan buenas! —exclamó fogosamente la Dama Azul—. ¿Cree que va a conseguir convencernos de renunciar a ellas?

Aubriot lanzó una risita firme y breve, miró de soslayo, sin disgusto, a la apetitosa rubia, rosada y gorda, toda ella hoyuelos y ya con un poco achispada, pero sólo justo para darle buen color.

—¡Os aseguro, señora —dijo con una ligera inclinación de cabeza—, que nunca emprendería una tarea tan ardua en un país en el que Federico II de Prusia, al atacar al príncipe de Soubise, sólo encontró en el campo de batalla un regimiento de cocineros y pinches armados con cacerolas y agujas de mechar! Hasta nuestro propio rey predica con el ejemplo y se las da de cocinero, así que...

Veo a cada paso que mis compatriotas quieren vivir para comer y están dispuestos a reventar.

—Pero, señor doctor, ¿acaso el placer de vivir no está más en el placer que en la vida? —dijo la Dama Azul, inclinándose para mostrar sus senos y acompañando su frase con una mirada lánguida que se lo prometía todo al hombre al que se dirigía.

Jeanne se preguntó si resistiría mucho aún antes de arañar el rosado rostro de la Dama Azul. ¡Una pelandusca, sin ninguna duda! En la gran discusión abierta por el Correo de la Moda a favor o en contra de que las mujeres llevaran calzones, seguro que se había alineado con los que estaban en contra. ¡Sin calzón las aventuras pasajeras son más fáciles! Philibert había sumergido su mirada en el corsé azul con tanta complacencia, que Jeanne, para desviar su atención, se metió en la conversación.

—Espero que las camas de Bessay sean tan buenas como la cocina. Porque, para mí, una buena cama cuenta tanto como la buena mesa en lo tocante al placer de vivir.

¡Si quería crear algún efecto, lo había logrado! El tono ingenuo de aquel muchacho imberbe, unido a la ambigüedad de su observación, hizo sonreír a todos los viajeros y la Dama Azul se echó a reír a carcajadas. Aubriot le dirigió a Jeannot una mirada intensamente burlona, pero en los ojos dorados que se elevaron hasta él pudo leer "¿De qué os reís?", y entonces los suyos se dulcificaron y Jeanne le sonrió, tranquilizada. Por

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un instante estuvieron solos en una especie de burbuja de ternura, pero en seguida el señor Caillaud respondió a la pregunta hecha al grupo.

—Las camas de Bessay son estupendas, joven, y las habitaciones muy bonitas y numerosas. Incluso el alojamiento de los criados es limpio.

—He ahí una buna noticia para los criados delicados —soltó la Dama Azul, irónica—. Y mejor aún para sus amos, que no se verán obligados a soportarlos en su cama para protegerlos del heno y las pulgas.

El infernal sol se había puesto por fin en el horizonte cuando llegaron a Bessay. Sólo había cuatro sillas de posta estacionadas en el patio, de modo que de las veinte habitaciones para los señores que tenía la posada, dieciséis se encontraban libres. Todos pudieron escoger la suya.

Jeanne se extasió ante el apartamento de honor reservado a los huéspedes distinguidos, todo él cubierto de tapicería de gran calidad; luego lanzó un grito de placer al ver un cuarto de baño y pidió permiso para darse un baño de inmediato. La Dama Azul se bañó después que ella, luego Aubriot y en último lugar el estudiante inglés. Los demás viajeros se contentaron con refrescarse en su habitación y cambiarse en seguida de ropa, impacientes por bajar y sentarse a la mesa. No obstante, el buen tono exigía que, antes de situarse frente a las obras de arte del maître de Bessay, los comensales fueran a pasearse un poco por la cocina. Esta, iluminada por los reflejos de sus cacharros de cobre y la luz que entraba por las ventanas, prometía ricos goces al comilón admitido en su santuario. Pero éste tenía que saber comportarse como era debido, poner cara de adepto al asomarse a las cacerolas y meter la nariz en las salsas, alcanzar un estado de concupiscencia entendida ante la delicia que gira en el asador, degustar como si fuera una hostia el bocado que tenían a bien darle a probar, menear la cabeza al tiempo que se humedecía los ojos de beatitud... en fin, que había que saber interpretar el papel de buen comilón. Sólo entonces el maître de Bessay consentía en aparecer y tratar a la gente como es debido, es decir, con una familiaridad locuaz.

Fanfan Lafleur sabía escenificar su papel de maravilla en el centro mismo de su cocina. Como muchos de sus colegas, procedía del ejército, donde se había aficionado a su arte durante la guerra de Sucesión de Austria, porque los austríacos lo habían hecho prisionero en Ulm. ¡Ah, bienaventurado cautiverio moravo! Al evocar el foie gras de Krems regado con un buen vino blanco seco y floral, a Lafleur se le saltaban las lágrimas. Y los cangrejos de río de Carintia todavía le producían escalofríos en la lengua.

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—... y cuando probé y paladeé un poco de aquella pálida, tierna y fresca carne, con aquel sutil perfume de agua corriente y viva... ¡ah, señores! En ese momento decidí que inventaría salsas divinas para acrecentar todavía más la suculencia de aquellas incomparables criaturas...

Llegado a este punto de su evocación, Lafleur hacía una pausa teatral para preparar el fin de su monólogo. Su redonda y jovial figura de persona demasiado bien cebada con mantequilla resplandecía de vanidad y acababa a media voz:

—Señoras, señores, ¡el día en que mi regimiento capituló ante los austríacos, Francia perdió tal vez una batalla, pero ganó un salsero del que el país podrá beneficiarse durante mucho tiempo!

Jeanne escuchaba divertida al buen hombre recitar su papel de "gran toca" a la moda, pero pronto se cansó y salió, impaciente por desentumecerse las piernas en tanto Philibert se bañaba.

El patio estaba muy animado con el alegre alboroto que se estaba preparando en la posada y desbordaba ya por las ventanas abiertas de par en par. En la mitad este del cielo, ya en sombras, forzando la vista Jeanne podía adivinar las primeras docenas de estrellas que empezaban a apuntar, la más precoz de las cuales acababa de brotar ante su vista tan brillante como una luciérnaga. Sintió ansias de rezarle: "¡Haz que me ame, Dios mío, haz que me ame!" Al final del largo camino polvoriento atestado de ruidos y de gente, un infinito silencio del más allá se le derramaba encima como un bálsamo divino. Tenía el sabor del buen Dios, de un Dios que le escuchaba. Durante mucho rato, con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos llenos de asombro, se dejó invadir por el inhumano y fascinante silencio de la eternidad...

A su alrededor el barullo era grande, sobre todo por el lado de los establos en los que mozos, criados y cocheros se afanaban, cantaban, silbaban y alborotaban mientras adecentaban los carruajes y limpiaban a los animales. Dos doncellas sacudían y cepillaban la ropa de cama, tosiendo y escupiendo el polvo mientras reían. Un mozo de cuerda estaba tan atareado llevando cubos de agua entre el pozo y la cocina, que parecía que tuviera que llenar un montón de ollas agujereadas. Algunos de los huéspedes de la posada que habían salido para hacer un poco de ejercicio antes de volver al comedor, comenzaban a regresar. Jeanne pensó que era tiempo de hacer lo mismo, pero se había levantado una brisa cálida que hacía las veces de fresco nocturno y decidió pasearse un poco todavía. Se alejó para huir de los pesados olores a carnes grasas que giraban en los asadores y se puso a caminar arriba y abajo, con la cara al viento, no muy lejos de los establos. Se disponía a regresar, cuando un joven, que pareció surgir de detrás de una carreta, se plantó de repente ante ella. Era uno de los dos criados que viajaban en la parte de atrás de la diligencia, el más insolente y burlón, que servía al Gentilhombre Gris.

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La primera reacción de Jeanne fue pararse a ver qué quería, pero se acercó demasiado y la vaga amenaza que percibió en su comportamiento la hizo apartarse y apresurar el paso.

— ¡Un momentito, guapo, no tan de prisa! —dijo—. He hecho una apuesta con un compañero de viaje y me gustaría ganarla porque nos jugamos una buena botella de vino.

El segundo criado surgió de las sombras y le cerró el paso. Si el primero tenía aspecto de un pillo juerguista sin maldad, el segundo era un hombre hecho y derecho con unos ojos brillantes y hundidos bajo unas cejas peludas que no inspiraba ninguna confianza. La joven retrocedió, le dirigió una mirada a la posada, que de repente le pareció muy lejana, al final de un patio desierto.

—Muy bien —respondió, tomando una decisión—. ¿Y a quién debo ayudar a desempatar? Venga, rápido, porque tengo prisa.

—No será largo —dijo el mozo alegre—. Es que desde que he visto que tenéis un amo tan amable que os hace viajar dentro de la carroza, que os da de beber de su cantimplora y os mete en su cama, he apostado a que sois una chica disfrazada de chico, mientras que mi compañero dice que sois un chico que le sirve de chica a vuestro amo. Por favor, decidme si soy yo el que se ha ganado la botella.

—No, deberéis invitar vos —dijo Jeanne cortante—. Vuestro compañero ha ganado. Soy un joven aún imberbe.

Quiso seguir adelante.

— ¡Y yo digo que mentís! —exclamó el primer criado agarrándola por la cintura—. ¡Digo que mentís como un charlatán y que debajo de vuestra camisa voy a encontrar algo que me permitirá beber gratis a vuestra salud!

Por suerte el segundo criado no se mezcló en su forcejeo y, a pesar de que se debatía con fuerza —sin atreverse a gritar por no provocar un escándalo—, el vigoroso criado del Gentilhombre Gris, que se reía a carcajadas, logró tocarle el pecho y lanzó una exclamación de triunfo:

— ¡Vive Dios, guapito mío, que me cuelguen si lo que tengo en las manos no son cosas de chica!

Jeanne vio de repente cómo su agresor salía despedido e iba a dar contra la rueda de la carreta a causa de un buen puntapié en el trasero, mientas una mano dura lo cogía por un brazo para impedir que la arrastrase en su caída. El segundo hombre, el de los ojos de cerdo, se había eclipsado como por encanto. Aubriot recuperó la calma en una fracción de segundo. Se inclinó sobre el criadito que se frotaba la cabeza, aturdido, le revolvió la pelambrera y le palpó el cráneo con cuidado.

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—Te vas a librar con un simple chichón —dijo, levantándose—. Ponte compresas de agua fría. ¡Y, ahora, largo de aquí!

El muchacho desapareció. El médico se volvió hacia Jeanne, que temblaba y no se atrevía a moverse, avergonzada de la escena.

—Y vos, volved a la posada —le ordenó secamente—. No me gustaría tener que pelearme otra vez por vuestra causa con los criados. Ni tengo edad ni me gusta.

A Jeanne se le saltaron las lágrimas.

—No ha sido culpa mía —balbuceó—. Estoy desolado por este incidente, señor. No he querido pedir socorro por no molestaros y ya veis...

— ¡Muy bien, señorita, muy valiente de vuestra parte! —la interrumpió Aubriot con ironía—. ¡La próxima vez dejaos violar con tal de no molestarme! En fin, vamos a cenar. Y más de prisa, por favor. ¡Espero que la aventura no os haya paralizado las piernas ni quitado el apetito!

Jeanne se sorbió las lágrimas. Entraron en la posada sin cambiar una palabra.

En Bessay la mesa redonda no era obligatoria y los clientes podían hacer que se les sirviera en mesas individuales. Pero, aparte de que no le gustaba llamar la atención en compañía de su guapo compañero, Aubriot aprovechó para castigar a Jeanne por el mal humor que le había provocado; la mandó sentar al extremo de la mesa redonda y además tuvo la cruel satisfacción de verla palidecer cuando él se sentó al lado de la Dama Azul. La coqueta había reservado una silla y le hizo un gesto con una alegría de gata en celo. En seguida, Aubriot se puso a conversar con fingida alegría, pero una oleada de rabia lo recorría cada vez que le lanzaba una mirada a la exiliada. ¡Estaba furioso porque se habían atrevido a tocarla, furioso por su reacción animal contra el asaltante y furioso de estar furioso un cuarto de hora después del incidente! Porque, al fin y al cabo, aquello había sido una chiquillada. Pero la odiosa imagen de aquellas sucias manazas toqueteando los menudos senos de Jeanne lo había puesto fuera de sí. Era más fuerte que él. Habría podido matar a aquel joven grosero e imbécil si se hubiera golpeado un poco más fuerte contra la rueda de la carreta y, entonces, ¡menudo drama! ¡A ver si aquella tontita imprudente le iba a complicar la vida! Le lanzó una mirada severa. Pero entonces el bello rostro mudo, con los ojos bajos sobre el plato vacío, le pareció tan triste y desgraciado que le entraron ganas de tomarla en sus brazos y apartar delicadamente los bordes de su camisa

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para depositar sus labios allí donde aquel bruto había puesto sus manazas...

Estaba lavando tan deliciosamente el ultraje hecho a Jeanne que la voz arrulladora de su vecina lo sobresaltó.

— ¿No tomáis un poco de polla de agua? —preguntaba ella—. Es suculenta. ¿Siempre coméis tan poco?

Como por costumbre comía sobriamente, contentándose con algo de carne asada, ensalada, fruta y un poco de vino tinto. Y Jeanne hacía lo mismo, aunque esa noche era incapaz de comer nada. Desesperada por haber hecho enfadar a Aubriot, sentía, además, una gran rabia contra la Dama Azul. Aquella cortesana se había cambiado para bajar a cenar y, aunque continuaba vistiendo de un azul muy cursi, lo hacía de una forma absolutamente indecente. El escote de su nuevo vestido de algodón fino enseñaba como en bandeja sus dos globos de un blanco de crema satinada, a los que se adherían las miradas de todos los hombres como sanguijuelas voraces en cuanto las despegaban de sus platos. ¡Vaya colección de viejos verdes! Un enorme despecho henchía el corazón del falso muchacho. ¡También ella podría haberse puesto un bonito vestido y enseñar los pechos, y además bastante más frescos!

—Dadme de beber, por favor —le pidió con brusquedad a una sirvienta.

Se bebió medio vaso de vino de un trago y se sintió lo bastante bien como para hacerle una escena a su amo en cuanto volvieran a la habitación. ¡Su conducta era injusta, malvada, escandalosa y disoluta!

En ese momento entraron en la sala tres oficiales y se instalaron en los asientos que habían quedado vacíos cerca de Jeanne. Eran tres tenientes de infantería que se trincaron dos botellas de vino antes de atracarse con la comida y que, a continuación, aturdieron a sus vecinos de mesa con una conversación tan ruidosa como superficial, trufada con atrevimientos de lo más pasado.

Aubriot ya conocía la vulgaridad que gastaban la mayor parte de oficiales para adivinar la clase de palabras con que obsequiaban a Jeanne, además de que cogía al vuelo algunos fragmentos entre los arrumacos cada vez más subidos de tono de la Dama Azul y la descripción de los esplendores del lago Leman que hacía el ginebrino, al que el vino volvía nostálgico. ¿Es que aquella cría iba a obligarlo a enfadarse por segunda vez para sacarla de aquella situación? La llamó a su lado con un gesto.

—Jeannot —le dijo en tono de mando una vez estuvo detrás de su silla—, subid a buscar mi frasco de polvo digestivo. Diluid una buena pulgarada en un vaso de agua tibia y dejadlo en mi mesilla de noche. Luego esperadme arriba.

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Como sabía que Philibert digería perfectamente empezó a abrir la boca asombrada y luego se dijo que la enviaba arriba para que no lo viese flirtear con la Dama Azul. De tan indignada como estaba, tuvo la osadía de replicar:

—Ahora mismo voy a preparar vuestro remedio, señor. Pero luego permitid que baje. Aún no he probado el bizcocho helado.

Era la primera vez que Jeanne le plantaba cara, aunque fuera tímidamente. Sorprendido y divertido al mismo tiempo, disimuló sus sentimientos con su voz más fría.

—Jeannot, os acabo de dar una orden. Obedeced.

La Dama Azul chasqueó la lengua. Furibunda, Jeanne la fulminó con una mirada capaz de reducirla a cenizas, giró sobre sus talones y se dirigió a la escalera.

—Vuestro bello criado necesita algo de látigo —cuchicheó—. ¿No veis que se permite estar celoso y vigilaros?

—Señora —respondió Aubriot, también cuchicheando—, ¿no os dais cuenta de que basta con veros para temer que me pierda?

Su habitación era amplia, agradable, tapizada en tela de algodón con motivos pastorales. Al posadero debían de irle muy bien los negocios cuando podía permitirse aquellas telas del señor Oberkampf, que estaban de moda y no eran nada baratas. A Jeanne le quitaba un poco el malhumor pensar que Philibert había escogido aquella habitación, en la que ella se había extasiado de placer al ver todos aquellos corderos sonrosados, guardados por pastorcillos sonrosados, sentados bajo árboles sonrosados, que el naturalista había reconocido como Salis fragilis luciendo hojas del Salix viminalis, una monstruosidad creada por el diseñador de la fábrica. Ahora bien, si Philibert había escogido aquel hermoso dormitorio para que ella se consolase contando corderos, mientras él se iba a dormir a otra habitación en compañía de aquella mujer impúdica... ¡entonces la cosa cambiaba! Si no volvía pronto a tomarse sus polvos digestivos, ella bajaría a llevarle el vaso, ¡desde luego que sí! Como ella sólo era su criado, un criado que a él no le importaba un pimiento, ni le importaba si comía bizcocho helado o no, mientras él coqueteaba con la gorda Dama Azul, entonces... ¿Qué se creía, que iba a estar esperando, temblorosa y empapada en lágrimas, a que la perdonase porque un idiota la hubiera atacado? ¡Ah, pues no, no y no! ¡Y además no iba a darle la satisfacción de llorar, desde luego!

Mientras pensaba en todo eso, iba y venía por la habitación de una cama a otra con grandes zancadas nerviosas para mantenerse en estado

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colérico. Y sobre todo para no fundirse en un río de lágrimas que ya le inundaba el pecho y le subía hasta la garganta.

Entonces la puerta se abrió y entró Philibert.

Ella se detuvo, clavada entre las dos camas, contenta y a la vez inquieta por su inesperada aparición. ¿Tal vez venía a darle aquel jarabe soporífero suyo, antes de volver a sus infames devaneos?

El arqueó las cejas.

— ¿Qué diablos hacéis ahí en medio de la habitación, plantada como la imagen misma de la Justicia y con los brazos colgando? ¿No queréis escoger vuestra cama? Las dos son iguales. Escoged la que más os guste o echadlo a suertes.

—Os he preparado vuestro medicamento —dijo ella con voz temblorosa—. Lo he dejado allí.

—Gracias, pero ese remedio era para vos, Jeannot, para alejaros de aquellos militares cuya compañía había empezado a fastidiaros.

— ¡Oh! —exclamó ella.

Estaba demasiado sobreexcitada para comprender lo que él acababa de decirle, pero le había sonado tan amable que murmuró:

—Gracias, señor.

—Bien —insistió él—, id a acostaros. ¿No estáis cansada del viaje? Por suerte esta noche podréis arreglaros...

Con un gesto le señaló el cuarto de aseo.

Aquella pequeña habitación, convertida de pronto en su refugio, era encantadora, toda pintada de rosa con filetes grises. El marco del tocador era de porcelana blanca decorada con ramos de flores y el jarro estaba lleno de agua fresca. En el suelo habían dejado también una gran tinaja de agua tibia.

Jeanne actuaba como fuera de la realidad mientras se desnudaba, echaba agua en la palangana, se remojaba y dejaba que las gotas de agua se evaporaran sobre su piel, tan ardiente que las secaba en seguida. Se cepilló durante mucho rato el cabello y finalmente se lo perfumó con un agua de colonia campestre hecha por ella que llevaba consigo; en ella predominaba el aroma religioso de la azucena que crecía abundantemente alrededor del peral del jardín de Charmont. Sólo cuando retrocedió delante del espejo para juzgar el efecto de su peinado se dio cuenta, con una turbación infinita, de que estaba desnuda. ¡Desnuda mientras se peinaba! ¡Nunca antes había cometido una extravagancia semejante! ¡Sin duda la aventura corrida antes de cenar y la consiguiente irritación de Philibert la habían trastornado!

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La camisola que la señora de Bouhey le había hecho meter en la bolsa era de tela sólida y muy púdica. Suspirando, se puso aquel largo camisón de pupila seria del convento, se ajustó la cinta del cuello y de los puños. Desde luego, no vaha la pena tener en su ajuar camisones de lino fino con volantes para llevarlos únicamente en soledad, si luego tenía que pasearse por las habitaciones de las posadas con camisones de tela basta con un poquitín de encaje de valenáennes. Cierto que tenía que confesarse que no era capaz de llevar lencería ligera... En fin, hacía mucho rato que estaba lista y más que lista y no se atrevía a salir del cuarto de aseo.

No llegaba ningún ruido de la habitación. ¿Se habría acostado ya Philibert? ¿Podría correr de puntillas y meterse debajo de las sábanas sin que la viera en camisón? Pero ¿si sólo intercambiaban las buenas noches antes de apagar las velas, cómo sabría si aún estaba enfadado o no? La idea de pasar otra noche juntos sin saber si estaba enfadado o no le resultaba insoportable. Entreabrió la puerta y, sin salir del cuarto de aseo, se atrevió a preguntar, con una vocecilla moribunda, como cuando era pequeña:

— ¿Señor Philibert?

— ¿Sí, Jeannot?

La respuesta pareció llegar de lo bastante lejos como para arriesgarse a entrar en la habitación. Philibert le daba la espalda al cuarto de aseo. Sentado ante el escritorio, que estaba colocado delante de la ventana, escribía algo en su cuaderno. Se había deshecho de la casaca, del falso cuello y también de la peluca. Sus cabellos castaños, en media melena, estaban recogidos en la nuca con una cinta negra.

— ¿Sí, Jeannot? —repitió mientras seguía escribiendo.

—Señor Philibert, antes... en el patio... el criado que... No fue culpa mía.

—Lo sé, lo sé, Jeannot —respondió él sin volverse—. El cansancio nos pone nerviosos y me he dejado llevar. No pensemos más en ello.

"No pensemos más en ello" le aconsejaba, ¡y justo ella lo estaba obligando a pensar de nuevo en ello! La obscena imagen de las manazas del criado sobre los senos de Jeanne volvió a golpearlo, abrasadora, seguida de aquel violento deseo de limpiar la ofensa con sus labios que lo había invadido en la mesa. Tiró la pluma y con gesto brutal se pasó las manos por la cara, como para arrancarse de la frente un sueño criminal: "Dios mío —rogó—, ¿vais a dejarme hacer una cosa semejante? ¡No voy a hacerlo, no debo hacerlo, no quiero hacerlo!" Como un relámpago, le atravesó la idea de ir a desfogarse ferozmente entre los muslos sonrosados de la Dama Azul para vencer el deseo de tocar a la pura niña

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rubia de los bosques de Charmont. Se le escapó una breve risita nerviosa que estremeció a Jeanne.

Avanzó hacia él sin ruido.

—Señor Philibert... —volvió a repetir porque, de repente, ya no supo qué hacer, como perdida en un clima extraño.

Al oír sus palabras más cerca, fue consciente de que ella ya había salido del cuarto de aseo, se levantó y se volvió...

A la suave luz de las velas la vio muy erguida y blanca en su largo camisón de virgen prudente. Sus rubios cabellos le caían a ambos lados de la cara, tenía una tímida sonrisa de ofrenda en los labios y los ojos inundados de oro... Con un hilillo de voz ella seguía repitiendo: "Señor Philibert, señor Philibert", y entonces se hizo una sola pregunta, angustiada, casi médica: "¿Cómo fue que su amor por mí comenzó en su sueño de niña?" Le sonrió con una infinita ternura. Petrificado de emoción, sin atreverse a respirar, la dejó acercarse a pasitos inseguros, como le había enseñado a dejar que viniera hacia ella un pájaro, una liebre o una cierva... Cuando la muchacha se detuvo ante él, abrió los brazos primero y luego los cerró en torno a ella, como si ella se los hubiera abierto y cerrado por arte de magia.

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SEGUNDA PARTESEGUNDA PARTE

ELEL JARDÍN DEL REY JARDÍN DEL REY

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Capítulo 1Capítulo 1

Al salir del invernadero, la señorita Basseporte vio al grupo de tres caminantes que subían charlando hacia el Gabinete de Historia Natural y se detuvo para esperarlos. Estaría encantada si antes de regresar a Montbard el jefe quisiera echarles un vistazo a sus últimas pinturas de flores. A Madeleine-Françoise Basseporte no le desagradaban las alabanzas y el señor de Buffon no se mostraba avaro en ese sentido con ella. Después de todo, había necesitado tener mucho talento para que, a pesar de ser mujer, la hubieran juzgado digna de ocupar el puesto de pintor-dibujante del Jardín del Rey y de continuar la admirable colección de pergaminos comenzada bajo el reinado de Luis XIII por Gastón de Orleáns. Cómodamente pensionada con mil setecientas libras —¡menos el décimo del fisco!— y ya con sesenta y tres años, la señorita Basseporte se sentía con derecho a mojar su pan en un poco de vanidad, repitiéndose una y otra vez que su nombre estaba inscrito en el Almanaque Real y que trabajaba a la sombra del gran Buffon. Pues después de Bacon, Newton, Leibniz y Montesquieu, Buffon era realmente el quinto genio sobre la Tierra; él mismo lo sabía y le decía sinceramente que así lo pensaba. Y además de su ingenio y su alegría, ¡qué gran porte tenía el Genio del Jardín! La señorita Basseporte no se cansaba de mirarlo.

Un mariscal de Francia no tenía más presencia que el intendente del Jardín del Rey. Plantado en medio de sus compañeros de paseo —el cardenal de Bernis y el naturalista Valmont de Bomare—, Georges-Louis-Marie Le Clerc, conde de Buffon, gesticulaba ampliamente al hablar, levantando ahora una mano, ahora otra, antes de adoptar durante dos minutos su pose de marcha favorita: la mano derecha metida en el bolsillo de sus calzones, la izquierda bajo el chaleco, como si quisiera tener un aspecto descuidado pese a su lujoso atuendo, ya que incluso de ordinario vestía soberbiamente, con un traje de terciopelo rojo galoneado y bordado y una casaca de seda de doradillo abierta en el cuello sobre una nube espumeante de encaje. Todo el mundo reconocía que a sus cincuenta y siete años el señor de Buffon tenía un hermoso y majestuoso aspecto. Su alta y erguida estatura de cinco pies y medio, la manera en

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que movía la cabeza, le daban una dignidad que inspiraba respeto sin incomodar a la gente. El hombre sabía lo que valía, pero se mostraba acogedor. Su amplitud de miras se leía en su rostro de noble frente, de ojos muy negros sombreados por espesas cejas también negras. Aquella mirada calurosa, curiosa, a menudo alegre, se activaba sin cesar, erraba de aquí para allá, huía a lo lejos como para penetrar en el secreto del horizonte, regresaba para atravesar la mirada de su interlocutor, y el negro brillante de sus ojos, acentuado por el trazo oscuro de sus cejas, fascinaba aún más porque sobre la cabeza espumaba la nieve de sus bellos cabellos peinados en grandes rulos.

Tanta apostura y tanta elegancia componían un hombre magnífico y la señorita Basseporte suspiró una vez más con ternura y nostalgia. ¡Ah, si en otros tiempos ella hubiera querido! Pero, ¡ay!, nunca había estado en edad de gustarle. Tema treinta y ocho años cuando el rey le había confiado a Buffon la intendencia del Jardín, por tanto a ella le sobraban veinte, pues era conocido el gusto del patrón por la carne fresca. La señorita Basseporte sonrió al percibir la silueta aún lejana de Jeanne, que bajaba con Thouin del jardín alto, suspendido de la colina de Coupeaux. Esa sí que era lo bastante tierna como para abrirle el apetito al señor de Bufón; quizá, con sus diecisiete años cumplidos, empezaba a estar un poco pasada, aunque desde luego era muy bonita.

—Parece que el amigo Thouin siempre encuentra un rato para instruir en jardinería a la amable secretaria del doctor Aubriot —dijo la jovial y sonora voz de Buffon.

El grupo de paseantes acababa de llegar ante el umbral del gabinete y saludaba a la señorita Basseporte.

—Reconoced, señor, que la alumna tiene mucho encanto —dijo Valmont de Bomare, cuya mirada había seguido la del intendente.

—Es inútil que se fije en esa novedad del Jardín, Valmont —dijo Buffon—. Thouin no va a sacar de ella ningún esqueje y Aubriot no os cederá el original.

—Pero ¿podríais decirme al menos si esa soberbia planta andrógina a primera vista es macho o hembra? —preguntó Valmont—. Esta mañana la he visto en calzón como siempre, pero anteayer creí verla con faldas en el huerto de los monjes de Saint-Victor y sentí una punzada en el corazón, agradable, lo confieso. Porque hasta entonces yo me decía que si bien el secretario de Aubriot era guapo, tenía en cambio el defecto de ser chico.

—Degestíbus et coloribus non disputandum —dijo sobriamente el cardenal.

—Sobre todo —prosiguió Bufón, con amplio tono de sermón— porque se puede llegar a resultados magníficos por el camino estrecho, ad augusta per angusta, ¿no es verdad, eminencia?

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— ¡Oh! —exclamó la señorita Basseporte—. ¡Si empezáis así de buena mañana yo me voy!

Pero se quedó, mientras Buffon respondía a Valmont.

—Querido, ya sabéis que nunca opino sobre rumores y la flor en cuestión no me ha permitido aún que examine directamente sus órganos. De modo que aunque me la han presentado con nombre femenino aún me pregunto, ¡vive Dios!, si al meterse por la noche en la cama de su amo, Jeannot se echa de espaldas o boca abajo.

— ¡Esta vez sí que me voy! —exclamó la señorita Basseporte—. En cuanto el señor se pone a bromear las mujeres se ven obligadas a desertar. No hay quien aguante.

—Querida Basseporte, no juguéis a la señorita de compañía, no las quiero en el Jardín, son muy tristes. Además, podéis preguntarle a Su Eminencia si la ambigüedad sexual no se ha convertido en una virtud de moda desde que el caballero-caballera de Eon sirve al rey con igual esmero en faldas de cortesana que en calzón de capitán de dragones.

— ¡Silencio! —exclamó el cardenal—. No reveléis los secretos de alcoba de nuestra diplomacia.

Los ojos de Buffon chispearon.

—Caramba, Eminencia, ¿no consideraréis la sodomía como una cualidad diplomática, verdad?

El cardenal de Bernis, antiguo embajador de Venecia y encargado de Asuntos Extranjeros, fingió que la pregunta le chocaba, lo que no le sentaba muy bien a su cara de muñeca sonrosada. Cincuentón, el arzobispo de Albi trataba de poner siempre cara de apio, pues aunque no era mojigato, desde que se había sido encargado de Asuntos Extranjeros se esforzaba por hacer olvidar su pasado de poeta galante. Pero Buffon, al que le encantaba chapotear en todo lo escabroso, continuó despiadadamente:

—Con franqueza, señor cardenal, ¿creéis que hoy en día los jueces se atreverían a quemar en la hoguera a los sodomitas?

El prelado decidió bromear.

— ¿Lo creéis vos, señor? Hoy lo que importa es la economía. Para quemar a una pareja de ésas se necesitan doscientos haces de leña, más siete cargas de ramas y paja. Para los tiempos que corren, ¡eso representaría una fortuna para el Tesoro, que se esfumaría como el humo!

Aún se reían de la ocurrencia, cuando Thouin y su guapo compañero se detuvieron respetuosamente a diez pasos de los que conversaban. Buffon les dirigió una gran sonrisa a los jóvenes.

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— ¿Y bien?, ¿de dónde venís?

—Nos hemos paseado en torno al cedro azul de Líbano —murmuró Jeanne intimidada.

—Hermoso árbol —dijo Buffon—. Supongo que mi amigo Thouin os habrá dicho que tiene treinta años. Sí, hace treinta años que el señor Bernard de Jussieu se lo robó a los ingleses y lo trajo aquí escondido en el sombrero. Venga, señorita —añadió tendiéndole la mano a Jeanne—, no seáis tímida y acercaos un poco, quiero presentaros al señor cardenal de Bernis, si Su Eminencia me lo permite... Y os presentaré también al amigo Valmont de Bomare, que os gustará pues ha corrido un montón de aventuras.

Aunque sólo tenía treinta y tres años, Valmont había recorrido toda Francia y Europa, había llegado hasta Laponia, recogiendo en todas partes vegetales y minerales. De vuelta a París, había abierto un curso privado de botánica que reunía a los parisienses más distinguidos.

—... y organiza también excursiones geológicas a las que os aconsejo no faltar, señorita —concluyó Buffon—. Acudid a ellas y encontraréis la flor del guisante.

— ¿La flor del guisante? — repitió Jeanne sin comprender.

— ¡Caramba, Basseporte!, ¿no le enseñáis a vuestra protegida a hablar parisiense? Venid a Montabard a pasar el invierno, allí dispongo de más tiempo y os daré con gusto algunas lecciones de parisiense, además de clases de historia natural y demás.

Con su cara de seda blanca y rosada brillando de malicia, el cardenal se inclinó al oído del intendente.

—Bajo la mirada de oro de la hermosa alumna En vano os empeñaríais en enseñar; Vuestro saber se volvería ensueño Y el sentimiento oscurecería al escritor.

— ¿Así que no habéis perdido vuestra habilidad para repentizar? —exclamó alegremente Buffon—. Ya que os habéis convertido en arzobispo de Albi por la gracia de Dios, deteneos en Montbard de paso a vuestra a casa para soplarme rimas improvisadas. Vuelven locas a las damas borgoñonas.

— ¡Claro que me detendría todo el tiempo del mundo en Montbard, pero si soy arzobispo de Albi es más bien por la desgracia de Dios! —suspiró el cardenal.

Buffon se echó a reír, tomó familiarmente a Bernis del brazo, hizo lo mismo con Thouin y los arrastró a grandes pasos para acabar su ronda de inspección. Valmont y Louis Daubenton, que acababa de llegar, siguieron al trío. Bouffonnette, la traviesa mónita del intendente, se estiró cuanto

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pudo, meneó culo y cabeza, metió la mano en un bolsillo invisible, se llevó la mano izquierda al estómago como a un imaginario chaleco y se puso en marcha pisándole los talones a Buffon con largas zancadas nobles a imitación de su amo.

— ¿Queréis ver mi Aster amellusi? Lo tengo casi acabado.

La señorita Basseporte había tomado a Jeanne bajo su protección desde que apareció tres meses antes. La pintora recordaba las dificultades que tuvo en sus comienzos para ayudar a las mujeres a hacerse un hueco en el Jardín. Es verdad que se había admitido a Jeanne a causa del doctor Aubriot, acogido con los brazos abiertos por los Jussieu, también lioneses, con los que Aubriot se escribía desde hacía amucho tiempo. Pero era a la encantadora señorita Basseporte a la que Jeanne debía haber sido presentada a Buffon y demás personalidades del Jardín. Hoy se sentía como en su casa y estaba orgullosa de que la reconocieran al pasar unos sabios cuyos conocimientos atraían a verdaderas multitudes.

—El señor de Buffon es siempre tan amable... —dijo entrando en casa de la señorita Basseporte—. Por otra parte, todos son muy amables conmigo...

—Es porque sois muy bonita —dijo Basseporte sonriendo.

Jeanne observó a la vieja solterona en silencio. Su cara ya avejentada conservaba un eco suave del encantador rostro de sus veinte años, del que Jeanne había visto un autorretrato al pastel.

—En otra época, ¿os ayudó en vuestra carrera el ser bonita? —preguntó al fin con crueldad inconsciente.

—No me ha perjudicado. En una mujer una libra de encanto pesa más que una libra de mérito. Y si las dos pueden sumarse, entonces...

Tras un momento de duda, Jeanne continuó.

— ¿Cómo, siendo tan agradable, habéis continuado soltera en medio de tantos hombres?

— ¡Porque, a Dios gracias, mis amigos se han casado con otras!

— ¿A Dios gracias?

La pintora posó el pincel.

—Jeanne, no juzguéis mi corazón como si fuera el vuestro. El vuestro está hambriento de amor. Al mío lo ha distraído siempre la ambición. Desde que era joven me ha apetecido más pintar flores que hacer niños.

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—Sin embargo, ¿no os gustaría hablarme de vuestro amor por el señor Linneo?

—Lo amé y me amó, y seguimos amándonos por carta, y a veces le envío algunas de mis pinturas, pero es su querida Sarah-Elisabeth la que le ha dado cinco hijos. Cuando estaba de parto y él temía por su vida, me escribía que si se quedaba viudo yo sería su segunda esposa de grado o por fuerza... ¿No os parece una prueba de amor mayor para la amante que para la esposa?

— ¿De modo que no habéis lamentado ser solamente la amante del señor Linneo?

—No, jamás. Estoy convencida de que el hombre más delicioso del mundo sólo tiene una manera de hacerse soportar durante mucho tiempo: ¡estar ausente a menudo! Jeanne... ¿tanto lamentáis no ser la esposa del señor Aubriot?

La joven se estremeció y luego meneó la cabeza.

—No. Pero pienso que se deja antes a una amante que a una esposa y me pregunto si me querrá siempre y tengo miedo.

—Y vos ¿lo querréis siempre?

Ella miró a la señorita Basseporte con estupefacción antes de soltar un vibrante "¡Siempre!".

—Querida niña —dijo la señorita Basseporte, incrédula—, tenéis un corazón de novicia. Y en ese caso es más prudente casarse con Dios. Dios o un jardinero. Ambos son capaces de vivir eternamente de amor sin cambiar de paraíso. Casaos con Thouin. Está enamorado de vos y seríais una jardinera del rey deliciosa.

Thouin y Jeanne se habían hecho amigos desde su primer encuentro. Que por parte de él la amistad se había convertido en amor, de eso ella no tenía ninguna duda, pero el tímido amor de André era de una dulzura tan ligera de sobrellevar que se complacía en él sin sentirse molesta. Con apenas dieciocho años, André aún tenía mucho de niño. Sin embargo, aquel joven de cuerpo esbelto, de mejillas redondas como manzanas, modesto y de maneras tranquilas, había logrado el prestigioso título de jardinero jefe del Jardín real de Plantas. Había sucedido a su padre Jean-André, muerto prematuramente. Aquel puesto estaba tan solicitado que Luis XV se había sentido contrariado cuando Buffon le propuso nombrar para él a un adolescente. "¡Ni pensarlo, señor mío! —había exclamado—. Aunque lo nombrase no podría aguantaren su puesto.

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¡Qué no dirían y qué no harían contra él las personas de más edad y más competentes a las que yo tendría que desestimar!" Pero Buffon no admitía que se lo contrariase en lo relativo a su intendencia, aunque fuera desde lo alto de un trono, e insistió firmemente: "Señor, nadie podrá decir nada si nombráis al hijo de Thouin. Si lo escogéis, habréis escogido al mejor de los jardineros. Ningún candidato me ha parecido mejor, y ni siquiera igual, a ese muchacho de diecisiete años." El rey había acabado por firmar el nombramiento. Así que, sin tener que cambiar de costumbres, André Thouin había continuado viviendo en su jardín y poniendo en el mundo flores cada vez más hermosas. Su mano verde adivinaba instintivamente los mil y un cuidados que había que prodigarle a una corola campestre demasiado sencilla y paliducha, para sacar de ella una corola magnífica, hacia la que corrían los parisienses a extasiarse en su contemplación y a mendigar esquejes y semillas. Nunca había estudiado en ninguna escuela ni en los libros, y sólo debía su ciencia a las observación directa de la naturaleza, practicada desde que fue capaz de trotar detrás de su padre. Aquel sorprendente joven, siempre vestido con un simple calzón de paño basto, una camisa y un mandil con grandes bolsillos, daba muestras, en sus réplicas y comentarios, no sólo de un saber práctico inagotable, sino de una tan gran erudición botánica que más de un visitante del Jardín preguntaba quién era aquel sabio tan precoz. Si se lo preguntaban a él, respondía sonriendo que sólo era uno más entre los jardineros del rey. Una mañana en que le estaba respondiendo eso a un distinguido naturalista alemán que estaba de paso, el señor de Jussieu que lo acompañaba, lo corrigió.

—Debéis acostumbraros, mi joven amigo, a responder más bien que sois "el" jardinero del rey. Seríais más exacto.

Una vez que Jussieu y el alemán se hubieron marchado, Jeanne, que estaba con Thouin entre dos parterres, murmuró soñadora:

—El jardinero del rey... ¿Existe algún título más bonito que ése?

— ¡No, desde luego! No querría ningún otro. Tengo que haber nacido con buena estrella para haber logrado mi ambición con sólo dieciocho años.

— ¿Y no estáis asustado?

— ¿Y por qué iba a estarlo? Podré vivir toda mi vida haciendo lo que me gusta sin tener que moverme de casa.

— ¿No queréis moveros nunca?

—Pero, Jeannette —respondió él sorprendido—, no puedo marcharme, los jardines no se pueden dejar nunca.

— ¿Ni siquiera para ir a buscar por el mundo flores nuevas?

— ¡Si ya me las traen a domicilio!

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A lo largo de todo el año, marinos, misioneros y exploradores llevaban al Jardín las plantas, los arbustos y los árboles jóvenes que hubieran recogido en los cuatro puntos cardinales del universo. Thouin lo recibía todo con una alegría silenciosa y lo cuidaba, lo curaba, lo arreglaba y lo aclimataba.

—Soy un jardinero, Jeannette, no tengo alma de conquistador. Vosotros los botánicos sois los que tenéis alma de conquistadores porque siempre estáis ambicionando flores secas, muertas. Yo que siembro, planto y riego, quiero ver crecer flores vivas y que sean hijas mías. Más que coger flores prefiero darlas. El año pasado salieron de aquí cincuenta mil sacos de semillas.

—Me conmueve pensar que vuestras semillas de claveles dobles me llegaron hasta Charmont por medio del señor Poivre. Es una bonita manera de cultivar nuestra amistad antes incluso de conocernos.

—Yo siembro amigos por todas partes —dijo Thouin sonriendo de placer—. Envío semillas por toda la Tierra. Ya lo hacía en vida de mi padre.

— ¿Incluso en tiempos de guerra?

Thouin meneó la cabeza.

—Un rey puede tener enemigos, entra en el orden de las cosas, pero ¿no sería absurdo que los tuviera un jardinero? Un jardinero no tiene otros enemigos que los topos. Los ingleses y los prusianos dejan pasar nuestros sacos de semillas como dejan pasar esa muñeca que lleva puesta la moda de París. ¿Acaso no es urgente que florezca un mundo en guerra? Cuando más se siembren jardines en la Tierra, antes se convertirá en el paraíso terrestre. Me gustaría ver a todo el mundo comenzando su morada por donde el Señor comenzó la de Adán, plantando un jardín.

—André, sois un vendedor de felicidad.

—Vos también sabéis hacer a la gente feliz sólo con aparecer, Jeannette.

Cuando aprovechaba alguna ocasión similar para hacerle un cumplido púdico, Thouin se pasaba el día repensándoselo, rumiando su audacia hasta en la cama, a la vez contento de sí mismo e inquieto por cómo se lo habría tomado ella. ¡Estar enamorado lo asombraba de tal manera! De buena fe, Thouin había decidido no interesarse nunca por las chicas para poder consagrarse por completo a las flores y la verdad es que no le había costado nada; como había nacido en un jardín y tenía alma de monje, había reservado espontáneamente toda la ternura de su buen natural a sus guisantes, sus rosas y su reseda. Para empezar, pensaba que ninguna joven sabía ser bella como lo era una bella flor, sin artificios, sin melindres. Hasta que Jeanne había aparecido... Con su piel saludable

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que ella no escondía del sol, sus pecas, sus mejillas sin colorete, sus largas pestañas sin pintura, sus cabellos rubios sin empolvar, su cuerpo tan a menudo vestido cómodamente con un simple calzón, su mirada atenta, sus manos útiles y hábiles, sus piernas infatigables, sus tranquilos silencios durante el trabajo, era bien diferente de las demás. De ella podía decirse que era bella como una flor como por casualidad y sin ruido. Ingenuo como era, Thouin había olvidado que Jeanne era la pupila de un sabio botánico perteneciente al equipo de los Jussieu y se dejaba llevar por un sentimiento cuya dulzura saboreaba sin plantearse nada más. ¿Sabía acaso que se trataba de amor y que el amor puede complicarnos la vida?

La suya estaba regulada como un reloj. Se levantaba al alba, salía al jardín, lo revisaba todo, distribuía su primera tanda de órdenes a sus subordinados, se encargaba él mismo de las tareas delicadas mientras las explicaba y hablaba ahora de una planta, ahora de otra. Un gran número de jardineros aficionados o de estudiantes saltaban de la cama al amanecer para escucharlo, de modo que cada mañana acababa hablando en medio de un círculo de personas bien vestidas. Algunos oyentes lo perseguían con su curiosidad hasta la cocina donde, a las nueve en punto, se sentaba a tomar su sopa matinal. La jardinería se había puesto tan de moda que hasta un duque era feliz de andar removiendo en alguna maceta del jardinero ilei rey. También Jeanne se sentía privilegiada desde que Thouin le había rogado que fuera a compartir la sopa matutina cada vez que tuviera ganas.

Se estaba bien en la cocina de su casa. La señora Thouin servía en grandes platos de loza la espesa sopa de verduras, de la que salía un vapor que olía a campo. Toda la estancia en torno a la larga mesa de madera encerada tenía sabor campesino, con su viga baja y ennegrecida, sus muros encalados, sus baldosas rojas. El jardinero del rey vivía con su madre y su carnada de hermanos y hermanas en la modesta casa donde había nacido, adosada al gran invernadero.

—Me han dicho que el señor de Jussieu quiso que os dieran una casa más grande, pero que no habéis aceptado —le dijo Jeanne una mañana.

—Por nada del mundo dejaría ésta —dijo Thouin—. Desde mi habitación puedo adivinar cuándo una planta me llama y, cuando hace calor y abro las ventanas, oigo desde la cama a las hojas de mis palmeras balancearse de placer. ¿Puede haber una casa más agradable?

—André puede oír cosas que nadie oye —dijo la señora Thouin—. Nunca lloró de bebé. Siempre parecía escuchar maravillado una música que tocaba para él solo.

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—Estáis todos sordos —dijo Thouin—. Madre, colocasteis mi cuna a la puerta de un bosque exótico y prisionero, ¿y os extrañáis de que percibiese mil rumores extraños?

Había acabado de tomar la sopa y se volvió hacia Jeanne con aire interrogador.

—Sí —dijo ella, levantándose—, vamos. Hace un día tan bueno...

La mañana de principios de diciembre era excepcionalmente suave. Aquel año el otoño parecía no querer morir, había dejado en los árboles grandes manojos de hojas color de óxido, flores en las matas de crisantemos y hasta algunas maravillas en los parterres, que el amarillento sol calentaba lo suficiente como para hacerles olvidar el fresco del amanecer.

Como hacían a menudo, se dirigieron hacia la colina de Coupeux. Una vez terminada la sopa, y si no llovía, habían cogido la costumbre de trepar hasta allá arriba, desde donde se dominaba un lugar agreste salpicado de molinos. Más abajo del Jardín del Rey se extendían los cultivos hortícolas del pago Patouillet, a cada lado del río Bièvre. Reposaba la vista seguir la fina cinta luminosa que iba sin prisa a proporcionarle su agua al molino de la Salpêtrière, regando a su paso los grandes bancales de verdura del hospital, antes de ir a perderse al Sena, en el que se cruzaban, perezosos, los pataches repletos de viajeros y los barcos mercantes. Jeanne contempló largamente el amable paisaje que se ofrecía sin obstáculos hasta el horizonte polvoriento de sol y respiró el aire tibio.

—Fijaos, André —dijo a media voz—, para mi gran sorpresa de campesina trasplantada a la ciudad, he descubierto que París está lleno de jardines. Los canónigos de Saint-Victor, que me han tomado simpatía, me dan permiso para coger de vez en cuando alguna col de su huerto. Mientras la cojo, oigo de repente rodar de carretas y lanzar juramentos a los carreteros, que vuelven de cargar toneles de vino en el puerto de Saint-Bernard, y me digo "Anda, ¿no son esos los ruidos de París?" y creo estar soñando viéndome rascar la raíz de una col en medio de la ciudad como si aún estuviera en el huerto de Charmont.

—Eso es porque en París habéis escogido vivir en el campo — dijo Thouin sonriendo—. También para mí París es un gran jardín.

— ¡Sin embargo también me gustaría conocer la vida de París! —exclamó Jeanne en tono impaciente.

— ¿La vida parisiense? —repitió Thouin, sorprendido—. Pero, Jeanne, ¡si el centro de la vida parisiense está aquí!

Lo creía sinceramente y tenía buenas razones: en 1764, el Jardín del Rey se había convertido en uno de los corazones de París. ¡Acudía una

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enorme cantidad de gente! No solamente naturalistas, también lo frecuentaban médicos, farmacéuticos, físicos y estudiantes, y a todas horas se veía a simples curiosos de las ciencias naturales ¡y vaya si eran numerosos! Burgueses y burguesas aficionados a la jardinería, gentilhombres apasionados por la química, nobles damas fanáticas del estudio de la anatomía siempre en primera fila del anfiteatro para ver al señor Daubenton disecar una cabeza de carnero o al señor Le Monnier un pulmón de indigente, a lo que había que añadir a todos los que elaboraban herbarios, a los gacetilleros y a los filósofos en busca de noticias de la Naturaleza... Toda esa gente tenía algo que hacer en el Jardín, al que también acudían, para adquirir algo de aire campestre, los visitantes de la Manufactura de los Gobelinos que remontaban el Puente Nuevo. Y desde luego no había viajero extranjero, fuera príncipe, arzobispo o simple hijo de abogado, que estuviera haciendo su obligado Tour de Europa, que no pasara a saludar a las celebridades humanas y vegetales del Jardín, desde el glorioso Buffon hasta por lo menos el gran áloe de Tournefort. A lo que había que añadir a los paseantes del barrio. Todo ello formaba una gran multitud y tanta humanidad cosmopolita atravesando continuamente sus dominios le daba al jardinero la sensación de que se hallaba en el ombligo de París.

—Os aseguro —continuó Thouin—, que no tenéis que moveros de aquí para conocer la vida parisiense. Basta que os sentéis en el banco que hay delante de mi puerta y acabaréis viendo pasar a todo aquel que cuenta en el reino. ¡Y hasta los que cuentan fuera! ¿No es una gloria vivir en el Jardín?

—Sí que es muy alegre —reconoció Jeanne—. El clima del Jardín es, ¿cómo decirlo?, crepitante. Crepitante de sabio buen humor. Maravilloso. ¡Pero eso no impide que a veces quiera evadirme para... para hacer cosas!

— ¿Cosas? —se extrañó Thouin, desamparado por no comprenderla.

—Cosas, sí. ¡Cosas! Un montón de pequeñas cosas tontas. Cosas frívolas. Por ejemplo, irme a comer cangrejos...

Con un gesto de la barbilla le indicaba el borde del río Bièvre.

— ¡Quien os haya hablado de los cangrejos del Bièvre tiene que ser muy viejo! —dijo Thouin meneando la cabeza—. Se cuenta que eran los mejores del reino y que la señora de Maintenon, la esposa secreta de Luis XIV, aún iba a regalarse con ellos, pero eso ya se acabó. La antes limpia ribera del Bièvre se ha convertido en la de Gobelinos, es decir, de los tintoreros, peleteros y curtidores del barrio, toda una mala compañía que hace huir a los cangrejos.

— ¡Qué lástima! —exclamó Jeanne—. Siempre nacemos tarde.

Thouin sonrió tiernamente.

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—Sé donde encontrar algunos supervivientes. En el jardín de las franciscanas, aguas arriba de la Manufactura.

— ¿Y las franciscanas dejan que se pesque en sus aguas?

—Les encantan los cangrejos pero me aprecian mucho. Les doy consejos sobre hierbas medicinales. Un día u otro nos invitarán a probar una buena pirámide de sus rosadas bestezuelas.

— ¡Oh, André, qué amable prometerme ese placer!

Encantado de haberla complacido, apartó en seguida su mirada de ella y la dirigió a una mata de hierba. Como buen monje, tenía la costumbre de saborear sus gozos interiores en silencio, y como jardinero la de pensar que toda felicidad le venía de la tierra.

—Qué amable por vuestra parte ofrecerme un placer parisiense —continuó Jeanne—, ¡pues es verdad que tengo ganas, muchas ganas de hacer cosas! De ir a la Opera por supuesto, y a la Comedia Francesa y a Versalles, pero también querría ir a Saint-Germain, y a las tiendas de Saint-Denis, y a un peluquero de la calle de Saint-Honoré, y a beber una copita de vino blanco a la Courtille, y a comer buñuelos al Puente Nuevo, y a bailar al Moulin de Javel, y todas esas cosas que hacen que una se diga "¡vivo en París y soy una verdadera parisiense!" Thouin no había podido saborear mucho rato su pequeña felicidad íntima. Lo entristecía mucho que ella tuviera todos aquellos deseos extraños para él, aunque no supiera por qué. Levantó la vista e hizo un esfuerzo para responder a sus últimas palabras.

—Según dicen, los buñuelos del Puente Nuevo son demasiado grasos. Y en cuanto al Moulin de Javel... Sólo es un molino de los alrededores de la ciudad, no más bonito que cualquier otro, convertido en un local para beber y bailar. Pero, Jeannette, es un lugar... para modistillas.

—Lo sé —dijo Jeanne, desviando la conversación.

El Moulin de Javel era una historia privada entre Philibert y ella. André no sabía que quería ir porque Philibert no la había llevado cuando el menor de los Jussieu lo arrastró hasta allí una noche. ¡Pero, quiá, ahora mismo iba a llevarla a ella a correrse una juerga a un molino de modistillas...!

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Capítulo 2Capítulo 2

Jeanne no pensaba perdonarle a Philibert las modistillas del Moulin de Javel. No antes, desde luego, de que la llevara a ella también a bailar y trincar a aquel merendero fuera de las barreras de París.

La escapada al Javel había sido arreglada por el sobrino de los Jussieu, Antoine-Laurent, para celebrar su entrada en la facultad de medicina. Como frecuentaba diariamente a los Jussieu, Aubriot había aceptado jugar aquella noche el papel del médico de provincias al que se llevan de juerga sus amigos médicos de París, y había dejado a Jeanne en casa como si fuera lo más natural. ¡Había vuelto a las tres de la madrugada! Y al día siguiente a la hora de desayunar no tuvo ni una palabra de arrepentimiento. Tras su café con leche y su tostada con mantequilla, se metió su sombrero bajo el brazo y ¡hala, al Jardín como de costumbre, a buen paso, como si nada!

Jeanne había llorado. Mucho. Luego había sentido rabia. Una rabia enorme. Al fin había decidido poner mala cara y dormir sola. Por mucho tiempo. ¡Al menos un mes!

Había aguantado un ratito, el tiempo de sufrir una consulta indecente. "¿Estás enferma? ¿Qué te pasa? Dame la muñeca. Saca la lengua. ¿Has tosido? ¿Si aprieto aquí te hago daño? ¿Y aquí? ¿Y allí?" Philibert era un médico extraño, que te tocaba por todas partes. Había tenido problemas en provincias por sus modales inconvenientes. A sus espaldas se cuchicheaba que el doctor Aubriot no tenía tacto, ni siquiera con las damas, y su consulta no iba tan bien como la de sus colegas, más correctos. ¿Es normal que te palpen el pecho y las costillas y el vientre hasta... ¡hasta que confiesas tu mentira! ¡Y tu debilidad, tus celos y tu cólera!

Él se había reído. Y jurado a Jeannette que irían a bailar a un merendero de la Courtille un domingo, como una buena parejita de obreros. Pero un sabio no conoce los domingos. De modo que desde que había llegado a París, aquella "vida parisiense", aquel burbujeo dorado con el que se había prometido embriagarse, Jeanne no lo había visto ni en pintura. Aunque Philibert pretendía lo contrario, francamente, ¿qué sabía ella de la capital?

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Algunas visitas a monumentos admirables y a algunos jardines encantadores. Había visto también el Herbarium vivimi del padre Plumier en el convento de los mínimos y las máquinas científicas del señor de Lalande en el Observatorio Real. Había visitado la Escuela de Medicina, el Hospital General, el de la Salpêtrière, el colegio de física experimental de Navarra, el colegio de cirugía de Saint-Còme, el hospital de la Piedad, la catedral de Notre-Dame, la Sainte-Chapelle, el palacio de la Tullerías y todas, ¡todas!, las bibliotecas: la Real, la Mazarino, la Benedictina, la Jacobina, la Feullantina, la Celestina, la Sorbona, etcétera, etcétera... ¡Uf! ¡Cuántas palabras, Dios mío, cuantas palabras se enmohecían en París, aprisionadas tras kilómetros y kilómetros de vitrina acristalada! Desfilando delante de ellas, Jeanne apreciaba la sensatez del señor Poivre, cuando le oyó decir al librero Duplain, una vez que lo urgía a que escribiese sus memorias: "Querido Duplain, creo que nunca voy a escribirlas. ¡Ya hay demasiadas palabras en la Tierra! “También había demasiados cuadros, como había podido comprobar en los libros, las Bodas de Cana en Galilea, las batallas de Alejandro el Magno y otras inmensidades pictóricas... ¿Por qué los artistas no se conformaban con pintar retratos y floreros? Son bonitos y caben muchos en un mismo salón. "¿Y si fuéramos el domingo, después de comer, a tomar una tacita de café al Procope?", sugería Jeanne, ansiosa de proponerle a Philibert una hora de vida parisiense al razonable precio de una tacita de café. En el Procope se tenía la suerte de ver a sabios como Pirón, Fréron, Marmontel y quizá al mismísimo Diderot o a D'Alembert, y todo por el precio de una simple taza de café. Pero, ¡ay!, Philibert respondía: "No tendremos tiempo, Jeannot. El domingo pensaba llevarte a Val-de-Grâce. Me han dicho que la abadía es espléndida y que tenemos que ver el fresco de Mignard. ¿Sabes que esa magnífica obra contiene al menos doscientos personajes?" Jeanne, aturdida por semejante número, se decía que el rayo no cae nunca donde hace falta despejar el terreno. Llegado el domingo, les dirigía una mirada mortecina a los bienaventurados del paraíso de Mignard. Su corazón se aburría en un cuerpo lleno de vida, que parecía recorrido por hormigas que anhelaban echar a correr a todas partes donde la vida relumbra. Su luna de miel con Philibert, tan locamente comenzada tres meses antes en la posada de Bessay, había sido muy corta y se había vuelto demasiado sensata al llegar a París.

La había despertado el alegre alboroto que llegaba del patio, donde la diligencia se disponía a partir. Estaba sola en la gran cama rodeada de cortinajes poblados de pastorcillos y corderos sonrosados y no se oía el menor ruido en la habitación. Una gran sensación de abandono la había invadido y, privada repentinamente de la razón, había lanzado un grito. En seguida, las cortinas se habían separado y Philibert había aparecido ante ella. Vestido, con botas, peinado y empolvado esperaba sonriente a que ella volviera en sí. Un hermoso color rojo peonía le venía a Jeanne al mismo tiempo que la memoria y había estado a punto de meterse bajo las

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sábanas al oír que arañaban la puerta. La cortina volvió a caer y un momento después entraba en la habitación un buen olor a café y pan fresco.

—Jeannot, ven a desayunar —se oyó decir a Philibert.

Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda. Supo que no se atrevería a confesarlo y pedirle un vestido. Por suerte, vio que el camisón estaba tirado en el callejón de la cama y se había escondido allí con febril torpeza. No era lo mismo descubrir que se había convertido en la amante de Philibert estando en camisón que sin él.

— ¿Vienes, Jeannette?

Se había deslizado hasta el suelo en silencio y había osado dar algunos pasos con los pies descalzos. Él, como si nada hubiera pasado, untaba de mantequilla unos panecillos.

—Ven a sentarte, Jeannette. Ya ves, ahora los amos sirven a sus criados.

Bruscamente, el ruido del patio se había amplificado. Jeanne oyó al cochero reñir a los postillones por un equipaje mal colocado y miró por la ventana.

—Pero... señor Philibert, ¡se van sin nosotros!

—Eso espero. ¿No estabas harta de ese cajón recalentado y lleno de gente pesada? ¡Al diablo la economía! He alquilado una silla de posta y viajaremos a nuestro aire.

Le costó un buen rato comprender lo que le ofrecía: ¡un viaje de bodas! Entonces sintió que se fundía de felicidad, que todos los diques se le rompían. Se lanzó a sus rodillas y sus brazos y, con la nariz metida en su traje, había repetido "Os amo, os amo, os amo...", interminablemente, como si el oleaje de su pasión, tanto tiempo subterráneo, no pudiera parar de fluir tras haber encontrado fuerzas para romper el dique. A fin de disimular también su emoción, Aubriot había terminado por levantarle la cabeza y meterle un panecillo en la boca. Pero como ella lo rechazase balbuceando Dios sabe qué sobre la imposibilidad de comer cuando se es tan feliz, él la había vuelto a llevar a la cama...

Se habían tomado el café con leche frío y luego... ¡aprisa cochero!

¡Aquel viaje, ah, aquel viaje! Un verdadero tour por la isla venusina de Ci teres. Cada vez que Jeanne se acordaba del camino entre Bessay y París, lo veía deslizarse en su memoria como una cinta demasiado corta de delicias. Habían pasado muchísimo calor, se habían tragado kilos de polvo, habían acabado molidos a causa de los baches, habían volcado en la plaza de Pouilly por culpa de un cochero medio borracho, habían atrapado chinches en el Grand Monarque de Briare y dormido en

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jergones de paja en el suelo de la Magdalene de Montargis, en la Estoile de Fontainebleau les habían robado como si estuvieran en medio del bosque, y en el Ecu d 'Essonnes les habían dado una pierna de cordero que apestaba a macho cabrío, pero, ¡ah, qué hermoso viaje había sido aquél, qué hermoso! Las etapas se contaban por leguas de ternura, las paradas, en horas de caricias, un poco de vino de España convertía en comidas finas cualquier comistrajo y, en cuanto a la fealdad o la belleza del decorado, como se comían con los ojos no advertían nada. Noche tras noche las manos de Philibert inventaban para Jeanne toda clase de voluptuosidades desconocidas que le dejaban el cuerpo embelesado, el corazón idólatra y alma dulce como la crema. Un día —estaban en Nemours— se había sentido tan desbordada de amor que le había preguntado a Philibert qué debía hacer para que él sintiese cuánto lo amaba. Riendo, él la había picoteado en el cuello, en la barbilla, en la boca, en los párpados, en los cabellos, y le había respondido: "No tienes que hacer nada, Jeannot, ya lo sé". Lo había dicho con aire de saberlo realmente, pero tres meses más tarde, ¿seguía sabiéndolo? y, sobre todo: ¿saberlo le gustaba tanto como entonces?

Una vez llegados a París, el amante nocturno y diurno que había sido durante el viaje había recuperado sus días para uso personal. Y sus días solían durar hasta medianoche. El día es siempre demasiado corto para un investigador perpetuamente inclinado sobre sus lupas, no hay tiempo de descanso para un botánico provinciano que desea entrar en la Academia. Después de haber sido durante unas semanas de borrachera la nueva conquista de un hombre en vacaciones, Jeanne se había convertido bruscamente en la amante cotidiana de un sabio apasionado por la ciencia y dominado por la ambición. Ella se restablecía mal de su caída. Entre un abrazo y otro se sentía olvidada. Pero no lo estaba. Aubriot la llevaba al Jardín, la asociaba a sus trabajos, la empujaba a estudiar, la sobrecargaba de textos a copiar y de recados, la dejaba sola con todo el peso de su pequeño hogar... ¡es verdad que no la olvidaba, no! Pero a las tres de la tarde no disponía de un minuto para extasiarse con el oro de sus ojos. No le devolvía sus pequeños, continuos y cariñosos cuidados. ¿A alguna mujer enamorada se los devuelven? ¡Los hombres son tan, tan... hombres! Hay momentos en que, en espera de un poco de placer, la ninfa más fiel acaba por preguntarse si no habría que tener varios hombres para recibir las justas y necesarias pruebas de amor.

Un paso resonó en el vestíbulo del apartamento...

Era el casero, el doctor Vacher, que regresaba por lo menos dos horas antes que Philibert. Así que aún le quedaban dos horas de espera. Jeanne se miró al espejo que había sobre la chimenea para arreglarse la pañoleta

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del escote. La muselina blanca, tan ligera, parecía hecha para que la apartara un amante ansioso por besar los dos bombones rosados ocultos solamente para resultar más tentadores. Pensando en ello, lanzó un suspiro de cortesana ociosa. Cuando Philibert volviera, con la cabeza hirviendo, del laboratorio de química del señor Rouelle, no se daría prisa en convertirse en un personaje de grabado licencioso. Desde que junto con Rouelle se había consagrado al estudio de aquel desconocido color verde, aquel pigmento que colorea, ¿cómo?, ¿por qué?, la piel de los vegetales, al lado de aquel verde turbador, apasionante, mágico, que aún no tenía nombre, ¿qué interés tenía el consabido color rosa de los pezones de Jeanne, hasta que por fuerza se los encontraba entre las manos en el lecho común?

Porque, eso sí, cada noche Philibert cumplía, eso había que reconocerlo. Por tarde que llegara, y aunque la encontrara dormida, la despertaba con su sensual abrazo.

Sin haberlo premeditado, pero con un gozo consciente, Aubriot había establecido entre los dos una relación amorosa hábilmente tiránica por parte de él y respetuosamente consentida por parte de ella. Que fuera a la vez tan sensual y tan tímida en sus brazos no dejaba nunca de maravillarlo. Ella se estremecía, temblaba, ronroneaba y gemía a voluntad, sin permitirse por su parte el menor avance ni la menor caricia atrevida. El podría haberla sacado poco a poco de su reserva, pero no lo hacía. No le habían faltado amantes agresivas, sabias y maduras, pero en ésta prefería cultivar el ingenuo egoísmo con paternal perversidad. Seguía siendo su niña de los bosques de Châtillon. En su fresca carne dócil continuaba inventado en solitario el placer de ambos. El suyo tenía el sabor infinitamente turbador del incesto disimulado de ternura. Y no tenía ninguna duda de que, por su parte, Jeanne encontraba delicioso ser su querido juguete nocturno; así que todo iba de lo mejor en la mejor pareja posible. Le habría asombrado que ella le hubiera confesado que a veces experimentaba impaciencias y melancolías de enamorada descuidada, cuando él la colmaba de caricias con una virilidad de la que estaba satisfecho con razón.

Pero Jeanne aún no había aprendido que los hombres creen de buena fe que ya han cumplido con una mujer cuando le hacen bien el amor, y ella aún no tenía edad para saber que quizá tengan razón, pero que la mujer tiene otros deseos que ni siquiera comprende. Porque, en fin, qué quería exactamente aquella Jeanne tan flotante y pensativa en el espejo como una Ofelia en el río... Era hermosa, era joven, tenía a Philibert, y tenía también París, y, por si fuera poco, ¡hasta tenía un bonito gorro a la moda de París!

Pensar en su gorro le devolvió la sonrisa. Fue a buscarlo al armario, se lo puso y volvió a mirarse en el espejo con ayuda de su espejito de mano

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para verse de cara, de perfil y de espaldas. Encantador. En-can-ta-dor. ¡No había como una lencera de la calle de Saint-Honoré para darle un aire tan pimpante a un gorro! Aquel gorrito "estilo Ramponeau" a la última moda era una locura para su bolsillo, pero después de entrar imprudentemente en la tienda de la señorita Lacaille, una lencera de la que le había hablado Pauline de Vaux-Jailloux, no había podido resistir la tentación. Y eso que Philibert no lo iba a distinguir de cualquier otro gorro. En cuestión de modas no distinguía nada. Cuando volvía a casa en seguida se daba cuenta de que el cactus de México había perdido una espina en la segunda rama a la izquierda, pero era incapaz de darse cuenta de que Jeanne había cambiado de tocado. En fin... Seguramente la lencera tenía razón: hay que comprarse un gorro nuevo para complacerse a una misma y, si además una logra un cumplido del amante, hay que aprovechar y llevar al amante a casa de la lencera para que escoja un segundo sombrero a su gusto.

Cogió un libro, se sentó en un sillón y dejó vagar su mirada sobre la cena fría que había preparado y dispuesto en la mesa redonda. Hasta los trozos de vaca tenían aspecto triste a fuerza de esperar a Philibert en aquella habitación tan lánguida.

El apartamento de soltero arreglado en la amplia casa del doctor Vacher —dos habitaciones y un gran cuarto de aseo— no era un lugar muy coqueto. Pero, al desembarcar en París, a Aubriot le había parecido cómodo aceptar la hospitalidad a buen precio que le ofrecía su antiguo compañero de la facultad de medicina de Montpellier. Aubriot no era muy rico y le gustaba economizar. No es que fuera avaro, pero descendía de un linaje de notarios y había heredado la necesidad de tener sus cuentas en orden y de ajustar sus gastos a sus ingresos. Vacher no le cobraba nada caro por un alojamiento situado en la calle del Mail, en pleno corazón de la ciudad. Es verdad que las habitaciones eran oscuras y estaban decoradas con una frialdad solemne y llenas de muebles antiguos y pesados, pero la calle del Mail estaba a un paso del tranquilo y verde convento de los Petits-Pères, a dos de la bella plaza de Victoires y a tres del Palais-Royal.

Aunque debido a sus estudios en el Jardín, su trabajo en la casa, su ayuda en los cursos de Philibert y sus lecturas no tenía mucho tiempo para pasear, se las arreglaba para acudir cada día al Palais-Royal, preferentemente un poco antes de caer la tarde, cuando se animaba y se convertía realmente en "la capital de la capital", aquel sonriente enclave mundano que las guías de París recomendaban visitar a los forasteros.

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Tomaba por la avenida de Argenson, recorría la calle de Bons-Enfants y torcía por la avenida de grandes olmos paralela a la calle Richelieu, parándose a mirar al grupo de ociosos apiñados alrededor de los gacetilleros para enterarse de los últimos chismes o curioseando en el puesto del librero. Si no tenía mucha prisa, se sentaba un momento a observar los manejos de los caballeros que acudían al Palais-Royal a contratar los servicios de las señoritas de alquiler del jardín. Esa clientela galante no se privaba de echarle alguna mirada de reojo a la joven de aspecto honesto por aquello de que nunca se sabe y porque un idilio gratis compensa de tantas aventuras adulteradas y tasadas a la hora... Jeanne pasaba indiferente y con la mirada lejana en medio de las reverencias y los sombrerazos con que la saludaban, pues sabía que no le ocurriría nada mientras fuera de día. Se cruzaba con mucha gente elegante, vestida de seda y empolvada en escarcha, que hablaban en un puro francés de salón, y siempre tenía la esperanza de distinguir la silueta de alguna celebridad. Pero, ¡ay!, como aún no conocía a las celebridades parisienses no las distinguía de las que no lo eran. Así que sólo había reparado en el célebre Diderot porque siempre se lo encontraba sentado en su banco favorito. Hacia las cinco de la tarde se sentaba invariablemente en el mismo banco situado delante del hotel de Argenson y todo el barrio lo sabía. Los demás paseantes, incluso los curiosos gacetilleros, parecían respetar las reflexiones solitarias del filósofo y nadie, nunca, se sentaba en el famoso banco de Diderot. Y Jeanne se preguntaba qué pasaría si se atreviera a hacerlo, aunque sólo fuera para ver qué pasaba.

Y un día lo hizo. Se sentó en el extremo del banco de tal modo que una mariposa no lo hubiera movido más que ella. Aun así.

Diderot volvió la cabeza, sorprendido, dispuesto a fruncir el entrecejo. Humm... La atrevida era la mar de bonita. Una ligera sonrisa elevó el extremo del labio del gran hombre. Jeanne le devolvió una amplia y esplendorosa sonrisa. Diderot se quedó parado un segundo, indeciso. ¿Una nueva modistilla de lujo? ¿Una burguesa ingenua? Se inclinó por el candor, abrió la boca...

A decir verdad, un filósofo no tiene más imaginación que cualquier hombre común a la hora de entablar conversación con una bella desconocida.

—Este mes de diciembre no acaba de llevarse nuestro veranillo de San Martín, ¿verdad, señorita? ¡Ah!, es un regalo del cielo del que uno no se cansa...

Ella estuvo de acuerdo. Luego se mordió nerviosamente el labio y se decidió.

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—Perdonadme, caballero, ¿pero no seríais por casualidad el señor Diderot?

El inclinó la cabeza. Uno no se cansa nunca de ser reconocido por mujeres lindas e inteligentes, y su vecina de banco sin duda lo era. Alababa la Enciclopedia de la que era autor con una gran penetración y juicio, y una admiración muy justa. Y con una voz encantadora.

Aquella muchacha adorable habló tanto y con tanta gracia que acabó por saciar al escritor.

—Olvidemos mis artículos de la Enciclopedia —dijo después de veinte minutos de elogios—. Veo que estamos de acuerdo porque yo también creo que son muy buenos. Hablemos de vuestras propias obras. Porque vos escribís, ¿no es verdad?

— ¡Ay, no!

— ¿Es posible? No puedo creerlo. ¿Una mujer tan espiritual sin una pluma en la mano? ¡No es muy corriente!

—Bueno, algo de eso hay. Pero sólo escribo resúmenes de lecciones científicas. Lo hago para mi... —dudó imperceptiblemente y acabó por ruborizarse— mi maestro. Soy la secretaria de un gran botánico, el doctor Aubriot.

— ¿El señor Aubriot? ¡Lo conozco muy bien! —exclamó Diderot—. Tuve muchos encuentros con él cuando era muy joven y pasaba temporadas en París para estudiar en el Jardín del Rey. Creía que había vuelto a su provincia. ¿Está aquí de nuevo?

—Desde el mes de septiembre.

— ¿Desde septiembre y no lo he visto en casa del barón D'Holbach? ¿Y cómo es eso?

— ¿Y por qué lo ibais a ver?

—Porque el barón se empeña en alimentar a todos los filósofos de París los jueves y los domingos y no hay que privarlo de ese placer. Cuando sepa que le falta el señor Aubriot se enfadará. Tengo que reparar eso antes de que ocurra. Rogad a vuestro maestro de mi parte que pregunte por mí sin falta en casa del barón, un jueves o un domingo. A la hora de comer me encontrará siempre.

—Se lo diré, señor.

Mientras regresaba a casa, pensaba con un poco de mal humor en que Diderot llevaría a Philibert a casa del barón D'Holbach como Lalande se lo había llevado a casa de la señora Geoffrin, sin ella. En los grandes

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salones parisienses presumían de no aceptar mujeres, o sólo alguna a título excepcional, a condición de que fuera un fenómeno. Ello le daba la razón a una frase de Emilie. La atrevida canonesa no se recataba de decir cuando había ocasión que los franceses estaban más avanzados en el culto fálico que los griegos o los romanos, porque para ellos la Fiesta del Falo duraba todo el año. En fin, al menos había hablado con Diderot. Y había disfrutado con las miradas de los paseantes que observaban a la joven con la que el padre de la Enciclopedia se dignaba hablar. La antigua provinciana se sintió como si en una tarde se hubiera convertido en una habitual del Palais-Royal.

La noche comenzaba a elevarse del suelo. Bultos de sombra ocupaban ya los espacios entre las casas. Cuando llegó a la calle de los Petits-Pères se apresuró a entrar en el convento. Como había esperado, el padre Joachim aún estaba en la biblioteca. Se hallaba inclinado sobre un gran mapa desplegado sobre la mesa.

—Llegáis en el momento oportuno, querida niña. El padre Eustache acaba de traerme el último plano de la rada de Port-Louis —dijo, sabiendo que su visitante se interesaba por la Isla de Francia.

El agradable y regordete anciano tenía una voz dulce de niño soñador. Era el conservador de los mapas marinos, cuyo depósito central estaba en los Petits-Pères, y había perdido hacía tiempo el gusto por la realidad a fuerza de viajar por los mapas de los mares y los continentes. Jeanne adoraba a aquel agustino descalzo, que nunca había abandonado su clausura pero que se paseaba por el mapamundi como por su casa. Sabía hacerla viajar a una costa lejana y recorrerla legua a legua con tanta precisión que acababa por sentir deslizarse bajo sus pies el navío que la paseaba costeando a lo largo de la orilla.

El padre Eustache desenrolló un segundo mapa sobre la mesa.

—Aquí tenemos la costa de Coromandel —dijo— y la de Malabar —añadió enseñándole un tercer rollo que tenía en las manos—.

Están todos los fondeaderos, incluso lo más precarios. Para ponerlo a punto hemos tenido en cuenta las informaciones que nos ha proporcionado el capitán Vincent y el piloto del capitán Beauregard.

El nombre de Vincent, como cada vez que lo escuchaba, hizo estremecerse a Jeanne y la envió a pasar un dulce momento durante el baile de Charmont. No olvidaba a Vincent ni lo intentaba, ni siquiera ahora que vivía su amor por Philibert. No es que añorase al caballero. Simplemente le tenía cariño a sus recuerdos de Charmont y a él lo había colocado entre ellos, y en buen lugar además.

—Veo que os habéis marchado bien lejos —dijo la débil voz del padre Joachim—. ¿A qué país? ¿A la Isla de Francia o a la India?

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—No, no —dijo ella—. Pensaba en... el señor Diderot. ¡Padre, acabo de tener una larga conversación con él!

— ¿Me lo decís para que os felicite? Pues no lo haré. Diderot sólo os inspirará ideas malsanas. Es el pilar de la pandilla de Holbach. Esos malhechores tienen su guarida cerca de aquí, en la calle de Moulins, y sus vociferaciones contra Dios nos machacan todo el tiempo los oídos.

— ¿Tan terribles son?

— ¡Son unos condenados! ¡La casa del barón es el Vaticano de la impiedad!

— ¡Oh, oh! ¡Pues dicen que acude a su casa una gran cantidad de gente!

— ¡Toma! ¡Como que allí se destruye a Dios en torno a una mesa excelente! Esos malos espíritus tienen buenos estómagos.

—Tranquilizaos, padre, el señor Diderot no me ha invitado a perder mi alma durante las comidas del barón. Por lo que parece, sólo es un placer masculino. Pero también el señor Lalande vitupera a Dios y sin embargo lo queréis mucho.

—El señor de Lalande es diferente. Se proclama impío pero vive como un cristiano. Su casa está siempre llena de estudiantes a los que llama "mis pensionistas", pero luego se olvida de cobrarles la pensión porque son pobres.

—Pero, padre, el barón de Holbach tampoco cobrará sus comidas...

— ¡Pero alimenta a bribones! Alimentarlos y darles fuerzas para perjudicar no es una acción piadosa. Todos esos revolucionarios disfrazados de filósofos quieren enseñar al rey y a sus ministros a gobernar desde la soberbia distancia en que están de los asuntos del país, y lo único que hacen es una política de meras palabras. Sería para reírse si no fuera porque meten sus utopías en la cabeza vacía del pueblo, siempre dispuesto a creer que los hacen sufrir por maldad, cuando con sólo un poco de buena voluntad podrían proporcionarles el paraíso prometido por los filósofos. Dios quiera, querida niña, que no salgan un día grandes males de la mesa del barón. Del comedor de Lalande, estoy bien seguro, no saldrán nunca más que vendedores de estrellas.

—Un astrónomo es siempre un impío de buena fe —añadió el padre Eustache—. Si Lalande llega a encontrar a Dios al extremo de su telescopio, lo proclamará a todos los vientos. ¿Y por qué no iba a encontrarlo un día? Una larga contemplación del milagro del universo celeste sólo puede conducir a Dios a un alma sensible.

Durante un instante de silencio, Jeanne buscó en ella la exaltación que la había embargado cuando, por primera vez, Lalande la había acercado

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al cielo a través de su larga lente. El astrónomo había instalado un observatorio privado en la buhardilla de su casa situada en la plaza del Palais-Royal y, cuando invitaba a sus amigos a cenar, les servía estrellas de postre. Jeanne apreciaba en especial ese postre porque de todos los sabios que frecuentaba Philibert, Lalande era el único que la recibía y que la había acogido con tanta naturalidad y tanta amistad como si hubiera sido la señora Aubriot.

—Comprendo que busquéis buenas razones para preferir un descreído a otro, pero yo creo que estimáis a Lalande por lo mismo que yo, porque es simpático —objetó Jeanne con suavidad.

—Hay que reconocer que Lalande es un excéntrico muy divertido —dijo el padre Eustache.

El padre Joachim le sonrió.

—Tenéis razón —dijo—. Se quiere a un hombre porque es agradable y todo lo demás que se diga sólo es hablar por hablar.

La campana del refectorio sonó para llamar a los religiosos a cenar. Cenaban pronto. Jeanne se quedó sola en la biblioteca y se acercó a la ventana para ver si Philibert estaba en el jardín. Muy tarde tenía que llegar por la noche para no darse una vuelta por el recinto antes de volver a casa.

El de los Petits-Pères era un encantador jardín conventual. Incluso cuando en invierno se quedaba sin flores ni hojas, permanecía la calma, los hermosos bancales de coles rojas y azuladas, el verde de los laureles y la charla con los padres. Casi todos ellos hijos menores de grandes familias, los agustinos descalzos eran eruditos y corteses y parecían disponer de todo el tiempo del mundo para charlar con alguien, sobre todo si ese alguien era una persona de calidad; lo que quiere decir que a la hora de charlar Aubriot encontraba en ellos a unos compañeros infatigables. Al menos una tarde de cada tres, llegaba del brazo de su querido amigo Lalande, al que había ido a buscar al Jardín del Rey al salir del observatorio. Los dos eran grandes conversadores y estaban enamorados de sus mutuas inteligencias, y si hacía buen tiempo pasaban por lo menos una hora discutiendo mientras cruzaban la avenida de tilos del convento. Tras esto, encantados uno del otro y sin decidirse a separarse, pasaban a buscar a Jeanne antes de irse a cenar con Lalande, de cuya mesa nadie se levantaba antes de las dos de la mañana.

Solterón empedernido, Lalande disponía de sus noches y de sus días y, al igual que Aubriot, no veía la necesidad de irse a dormir antes de caer agotado. Su vida bohemia de sabio loco divertía a todo París. A los treinta y dos años, Joseph Jérôme Le Français de Lalande, profesor de astronomía en el Colegio de Francia, era muy popular. Claro que había empezado muy pronto a ser un niño prodigio. A los veinte años ya era

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académico y a partir de entonces se había dedicado a hacerse famoso a base de astucia y tenacidad y un sentido muy agudo de lo que le gustaba al público, que admira más lo extravagante que lo genial. Como sabía muy bien que si escribía una buena Memoria sobre la teoría del planeta Mercurio sólo llamaría la atención de algunos especialistas y, queriendo que lo aplaudieran también las porteras, no dudaba en hacer pública su afición por las curiosidades de las orugas o las arañas, algo que hacía maravillar a los cretinos y divertirse a los gacetilleros. También procuraba rodearse de mujeres a las que les contaba anécdotas sobre el firmamento en el Almanaque, o les predecía cuanto quisieran, feliz cuando una lavandera lo paraba en la calle para preguntarle si haría bueno y podría tender la ropa. También tenía éxito con las mujeres mundanas y una multitud de mujeres vestidas de seda invadía el Colegio de Francia durante sus clases. El astrónomo había empezado la redacción de una Astronomía para damas y confiaba en su público femenino para conseguir que le erigieran una estatua delante del Observatorio. No ignoraba que Buffon tenía muchas posibilidades de tener la suya en el Jardín del Rey antes de morir, y como pretendía igualar en todo a Buffon, también él quería verse fundido en bronce antes de dejar este mundo.

Así que, con su fogosidad, su bondad, sus extravagancias, su vanidad, los fulgores de su espíritu, sus voces y sus carcajadas, su enorme frente abombada acentuada por una peluca alta y estrecha, sus ojos achinados brillando con una mirada penetrante, sus sonrisas de mono malicioso y su doble lazo en la nuca que parecía un gran pájaro negro, Lalande había conquistado a Jeanne, además de que hacía las mejores imitaciones de Aubriot. A éste, su amigo de juventud le había devuelto el gusto por reír y hacer comedia, algo que había perdido al casarse con Marguerite Maupin. Además, Lalande había nacido en Bourg y desprendía un agradable aroma de Bresse, lo que resultaba muy familiar y encantaba a los dos exiliados de Châtillon.

Jeanne dejaba vagar su mirada sobre el huerto de los Petits-Pères y se preguntaba si aquella noche tocaría estar con Lalande o no, cuando vio a los dos compadres franquear la puerta del convento. Su discusión parecía animada. Lalande gesticulaba como de costumbre, se detenía para reírse echando la cabeza atrás, para luego ajustarse la peluca con una fuerte palmada en la cabeza. "Bueno, vamos a dejar que hablen a solas un rato", se dijo y abrió un libro. Sin embargo, los oídos deberían haberle silbado y hacerla salir: estaban hablando de ella.

—No os riáis, me fastidia de veras lo que me estáis diciendo —rezongaba Aubriot—. ¿Así es que ya me cantan coplas en el Jardín?

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— ¡Bah, querido amigo, alegraos! —exclamó Lalande—. Que le canten a uno coplas es bueno. Al atraer la atención sobre ella, vuestra amable hermafrodita la atrae también sobre vos.

—Conozco vuestra manera de haceros popular y no la apruebo. No he venido a París para exhibir a mi amante sino mis méritos —dijo fríamente Aubriot.

— ¡Qué provinciano sois todavía! Creedme, no rechacéis la ocasión de ser conocido por otras cosas. Los méritos cuestan de colocar, ¡molestan tanto a los mediocres!

Aubriot se plantó delante de Lalande, con las piernas separadas, los brazos cruzados y la mirada dura.

—Perfecto. Aconsejadme, por favor. ¿Debo enviar a Jeannette tras el ministro para obtener la audiencia que tarda en concederme?

— ¡Bah, dejad vuestro orgullo, seguro que la conseguiría antes que vos! Conozco a Choiseul. ¡Dice que no dispone de un minuto, pero sí que lo encuentra para recibir a una linda solicitante! En sus brazos, una que sea lista consigue pronto un académico.

—Lalande, he nacido con un carácter violento. No me lo recordéis.

El astrónomo se echó a reír a carcajadas mirando al cielo y a continuación se colocó la peluca.

— ¡Por fin lo confesáis! —dijo, satisfecho—. ¡Hace tres meses que intento que digáis que estáis enamorado y lo estáis, vaya si lo estáis!

—El sentimiento exaltado que me atribuís no es propio de mi edad —dijo Aubriot secamente.

—Venga, estoy seguro de que la niña os ha devuelto a los veintisiete años.

— ¿Veintisiete? ¿Por qué veintisiete? ¿Por qué no treinta?

—Porque soy matemático y 37 más 17 hacen 54, lo cual me da 27 si lo divido por 2.

— ¡Ah, muy bien! Dejemos ese juego infantil. Yo...

— ¡No! —lo interrumpió Lalande—. No digáis nada. Me gustaría demasiado escuchar que amáis a Jeannette.

Aubriot meneó la cabeza.

—No quiero emplear el verbo amar. No tengo derecho.

Los ojos de Lalande se abrieron justo el tiempo de expresar un relámpago de sorpresa.

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—Es un juramento que hice ante la tumba de Marguerite —añadió Aubriot.

El astrónomo se aguantó una réplica impaciente y se esforzó por adoptar un tono reposado.

— ¡Qué me decís! ¡He ahí un juramento que me haría reír sino fuera porque os estimo lo suficiente para enfadarme! Estáis demasiado lleno de romanticismos. Pase que un chico de quince años hable de dolor eterno cuando meten a la más guapa de sus primas en el convento o tiene que soportar verla en la cama con un vejestorio. Pero en un hombre inteligente me parece imperdonable.

Tras esto, se dejó llevar por su vivacidad natural.

— ¡Caramba, Aubriot, os han contagiado en Bugey un toque virtuoso que me fastidia! La moral austera os va tan poco como a mí la modestia. ¿Queréis decirme qué pecado debéis expiar con vuestra renunciación?

—La muerte de Marguerite.

El silencio cayó entre los dos como una cuchilla.

—Hay tantas mujeres que mueren de parto... ¿Son culpables de ello los hombres?

—En todo caso no son inocentes.

Se produjo otro silencio.

—Sobre todo cuando son médicos —acabó por decir Aubriot.

Afectuosamente, Lalande pasó su brazo bajo el de su amigo.

—Aubriot, la única cosa buena que podríamos hacer por nuestros muertos es despertarlos. Pero jamás los llantos han despertado a ninguno así durasen mil años. Y los muertos lo han comprendido. ¿Creéis que esperan algo de los vivos? Observad a los moribundos: nunca se preocupan por nosotros.

—Marguerite no está muerta del todo. Me ha dejado un hijo. Necesita que le dedique todo mi amor.

— ¡Seguimos con los romanticismos! Esperad a que necesite un padre. De momento sólo necesita a una nodriza —y, sin esperar a que el botánico le —respondiese, Lalande siguió exponiendo su idea—. Perdonadme, pero creo que si no queréis amar no es por fidelidad sino por egoísmo. Sólo tengo que verme a mí mismo para adivinarlo. La felicidad cerrada que nos producen nuestras investigaciones deja poco lugar para las mujeres que nos aman, y amarlas sólo nos daría molestias.

Aubriot tardó un tiempo en contestar.

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—Renuncié a mi libertad y a una gran parte de mis ambiciones para casarme con Marguerite y no lo lamenté. Pero no me casaré nunca.

"¡Diablos! ¿Acaso Romeo tuvo tiempo de cansarse de Julieta?", pensó Lalande.

—Los juramentos de no casarse y de no amar no van por fuerza a la par —dijo en voz alta—. Para no querer amar basta con ser egoísta. Para evitar el matrimonio hay que ser más lúcido, una cualidad menos corriente y además caprichosa. Mirad, si Dios existiese le rogaría que protegiese mi soltería. ¡No me veo pasando la tarde haciendo el memo en familia! Bastante trabajo me cuesta instalar a mis amantes en mi vida.

— ¡Querido, por lo que se sabe, más que instalarlas las acampáis! —dijo Aubriot.

Lalande se echó a reír, atrapó la peluca y se la reajustó.

—Todavía no he encontrado a mi Jeannette.

Su voz se matizó de ternura al añadir:

—No dejéis que os la quite, Aubriot, sería capaz de hacer una locura que me consumiría un tiempo loco.

—Lalande, no me quitaréis a Jeannette —respondió tranquilamente Aubriot—. Nadie me quitará a Jeannette.

Lalande aguzó su mirada cerrando los ojos un poco más de lo habitual.

— ¿Acaso la tomáis por una rama de enredadera enroscada a vuestro cuerpo?

—Sí —dijo Aubriot.

—Humm... —masculló Lalande—. Se quedó un momento en silencio antes de continuar.

— ¿Y qué será de ella si finalmente conseguís lo que deseáis, una misión de botánico en una expedición lejana?

—Me esperará.

—El hombre es un soñador incorregible. Aunque diga que es un viudo encallecido espera a su Penélope —dijo Lalande con ironía.

—Sólo que Choiseul no está dispuesto a darle un solo franco a los Jussieu para financiar ningún viaje de Ulises —hizo notar Aubriot.

—Quién sabe. Choiseul desea que pasen grandes cosas bajo su ministerio, cosas inolvidables. El descubrimiento de una tierra desconocida haría correr ríos de tinta.

—Que Choiseul suelte algo de dinero algún día para pagar una expedición científica no me garantiza que me envíen a mí. Otros

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naturalistas de mérito suspiran por lo mismo, y Adanson, Poivre, Commerson o Valmont de Bomare parecen tener tantas posibilidades como yo. Y también veo como rival a don Pernéty, muy alabado por Bougainville a su vuelta de las islas Malvinas, y es verdad que es un maravilloso dibujante de historia natural.

—De todas maneras —dijo Lalande—, será el azar del momento el que decidirá. Mientras tanto, haced lo necesario: cortejad.

— ¿A quién?, ¿al rey?

—No os hagáis el tonto. Si el rey decidiera por sí mismo se sabría. Hasta para acostarse con él hay que gustarle primero a su paje.

—Estoy en muy buenas relaciones con los Jussieu y tampoco estoy mal con Buffon.

— ¿Y con Le Monnier? ¿Seguís sus demostraciones de anatomía?

—No veo su utilidad. Son banales.

Lalande emitió un cómico suspiro.

—Aubriot, desde que erais estudiante habéis tenido el arte de haceros enemigos con un mínimo de palabras. ¿Habéis olvidado que La Monnier es el primer médico ordinario del rey? ¡Y tiene oídos, querido, tiene oídos! Un hombre que tiene oídos no es nunca banal. Cuidadlo. O, mejor aún, pedidle que os cuide a vos. ¿No tenéis ningún bulto que extirpar?

—Sí, ¡la "botanomanía"! —se rió Aubriot—. ¡Pero me temo que ese mal lo llevo en la sangre!

— ¡Bah! ¡Al ritmo que sangra Le Monnier podría lograrlo!

De nuevo el astrónomo se desternilló con riesgo de perder la peluca.

—Vamos, amigo mío, no penséis en dejarme tan pronto. Me ha costado años arrancaros de vuestra provincia, dejaos llevar un poco por el placer de vivir en París. Vuestros conocimientos son inmensos, vuestro encanto no es pequeño, la botánica es una ciencia que todo el mundo quiere conocer, las mujeres se chiflan por ella... Dispersaos un poco por los salones y las alcobas y en seis meses os convertiréis en un hombre de moda. Creedme, la Academia os acecha.

— ¡Pues a ver si me atrapa pronto!

Una bonita voz de contralto se dejó oír detrás de los paseantes.

— ¿Se puede saber qué belleza queréis que os rapte?

Aubriot se volvió y sonrió a Jeanne.

—La Fortuna —dijo.

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—Inventad un remedio milagroso —dijo ella—. Los parisienses adoran comprar el elixir de perlimpimpín que todo lo cura, envuelto en la labia del astrólogo. Hacedme los polvos, que el señor de Lalande me hará las palabras mágicas. Iré a vender la poción al Puente Nuevo y nos haremos ricos los tres.

—Jeannette se aburre tanto con mi vida de estudioso que busca un pretexto para entrar en el mundillo de la charlatanería.

—No es mala idea —dijo Lalande—. En París la charlatanería vale su peso en oro. ¡Ay, si fuera capaz de vender horóscopos!

El hermano tornero pasó junto a ellos en dirección a las puertas del claustro agitando una campanilla.

—Tenemos que irnos —dijo Lalande—. Vamos a cenar a mi casa. Esta mañana he recibido un paquete de Picardía. Tengo en Montdidier una admiradora que me ceba con sus grandes patés de cerdo. ¡Son sublimes!

—Antes de ir a probarlos pasemos por mi casa para coger un viejo borgoña que yo también recibo de una dijonesa a la que a veces he ayudado a enriquecer el herbario —dijo Aubriot—. ¡Lalande, nuestros padres no tenían razón al predecirnos que con nuestras estrellas y florecillas sólo podríamos estar a pan y agua!

Un agudo tañido de campanas los despidió del convento. Los carillones se seguían uno a otro, entrechocaban, se mezclaban, acababan por confundirse en un clamoreo de mañana pascual, que llenaba las calles e introducía la voz de Dios en las mentes a grandes golpes de bordón.

— ¿Cuándo conseguirá la gente sensata expulsar a Dios fuera de París? —gritó Lalande.

El ateísmo del astrónomo era virulento, ¡pero es que las campanas de París eran capaces de volver anticlerical al más devoto de los cristianos si éste no era sordo como una tapia! Desde el amanecer al crepúsculo, y con cualquier excusa, una misa, un muerto, una boda, un bautismo, un incendio, un sermón..., centenares de campanas se ponían a tañer, llenando la ciudad de un guirigay de notas en todos los tonos y obligando a los parisienses a vivir en medio de una especie de alarma acústica crónica.

— ¿El teniente de policía no puede hacer nada contra las campanas? —preguntó Aubriot a gritos.

—En Francia ni el rey puede con las rutinas —chilló Lalande—. Vivimos en una monarquía absoluta impotente a causa de su burocracia. Se ha dicho y hecho de todo contra las campanas, pero en vano, porque no se ha sido capaz de aplicar la receta de Voltaire: ¡ya que los sacristanes no pueden prescindir de sus cuerdas, pasémoselas por el cuello y todos contentos!

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La última frase de Lalande había vibrado en fortissimo en un ambiente ya más tranquilo y la frutera de la calle Petits-Pères, ante la que el trío pasaba, lo amonestó.

—Señor astrónomo, si seguís blasfemando acabaréis en la plaza de Grève. Y me sabría mal veros arder en la hoguera por un pecado venial. Para lavar vuestro pecado contra las campanas compradme mis albaricoques secos. Son del Languedoc, un poco caros pero son miel pura y la bella señorita se va a chupar los dedos.

—No os dejéis tentar, Lalande, la señora Bertille arruina a sus clientes —soltó Aubriot.

Bertille se volvió hacia él con su lengua viperina.

— ¿De qué os quejáis, señor botánico? No os puedo arruinar porque sólo se arruina a los generosos.

Jeanne se mordió el labio para no sonreír ante esta alusión al carácter ahorrativo de Philibert. Mientras Lalande escogía los orejones de albaricoque más rubios y carnosos, ella se hizo servir acederas y algunas raíces para una sopa paisana que quería preparar.

— ¿No lleváis capazo? —observó la Bertille—. En ese caso, os lo envolveré todo...

Envolvió las legumbres en un cartel.

—Os doy una noticia. Aquí viene el programa de la Comedia Francesa. Siempre le digo al mozo que me traiga papel con noticias frescas. Cuestan más que las viejas, pero a mis clientes les gusta estar al día. ¿No tengo razón? Son cuatro sueldos, guapa. Y para el señor Lalande, será una libra y ocho sueldos...

Cuando se hubieron alejado un poco hacia la calle del Mail, Lalande se puso a darle toquecitos al paquete de Jeanne.

— ¿Cómo iba el señor teniente general de policía, señor de Sartine, a hacer nada contra los curas si ni siquiera puede hacer nada contra las fruteras? Todas las vendedoras de París arrancan los carteles de las paredes. Hay en la ciudad tantos pegando carteles como despegándolos. Cada operario que coloca carteles lleva pegado a sus talones alguien que los despega. La capital es una ciudad ingobernable. Tendría que haber un guardia por ciudadano. ¡Mirad! ¡Qué os decía!

Con un gesto de cabeza, Lalande había señalado a un obrero en blusón que se aliviaba la vejiga en la penumbra de una puerta cochera.

— ¿Orina acaso en el barril? ¡No! Orina donde le parece, por algo es un hombre libre. Sartine ha hecho colocar barriles para ese uso en las esquinas, pero los parisienses prefieren seguir orinando y defecando a su

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aire sólo por amor a la libertad. De manera que nuestro aire es de lo más original, bien espeso, graso, picante y con un olor agrio incomparable.

—Parece que el aire puro no es la principal necesidad de sus seiscientos mil hombres... —dijo Aubriot.

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Capítulo 3Capítulo 3

Pasó el invierno, llegó la primavera y con ella se alargaron los días. Como clareaba muy de mañana, Jeanne conseguía a veces permiso para ir a pie hasta el Jardín. Philibert seguía cogiendo un coche del alquiler porque comenzaban a dolerle las rodillas, así que ella quedaba suelta por la ciudad, vestida "a lo Denis" con uno de los trajes negros que le había regalado su amigo de la infancia. Con su sombrero bajo el brazo, su bolsa escondida en el cinturón, dos ochavos preparados para pagar al chico que le limpiaba de barro los zapatos a la puerta del Jardín, sintiéndose ligera por el placer del paseo, dejaba la calle del Mail canturreando alguna canción, atravesaba el Palais-Royal y desembocaba a las siete de la mañana en la calle de Saint-Honoré.

¡Ah, París! ¡Las calles de París! No se cansaba nunca. A las siete las lecheras ya habían pasado y empezaba la kermés cotidiana. Los comerciantes levantaban la persiana, los artesanos, en blusón de cuero, corrían ya a sus tareas, otros se instalaban en sus tenderetes y se escupían en las manos antes de coger sus herramientas. Lanzados al trote ligero sobre el adoquinado desigual, carros, carretas y carromatos de todas las especies vacíos de su cargamento subían hacia las barreras, mezclados con mulos de flaca osamenta y los coches de alquiler de los burgueses matinales. Todo ese mundo rodaba entre los altos edificios con un ruido torrencial, pero Jeanne había adquirido el oído paciente de una parisiense y su habilidad para refugiarse a tiempo detrás de los pilones que las ruedas de hierro golpeaban continuamente sin el menor cuidado... ¡y allá penas con las piernas —y los cuerpos— mal estacionados!

Y al igual que una nativa, se había convertido en una mirona a la que le gustaba pararse a mirar las escenas pintorescas o las peleas entre cocheros, listos, muy deslenguados, siempre dispuestos a reclamar su derecho a pasar entre juramentos y golpes de fusta, hacían gala de una asombrosa inventiva verbal, truculenta, alegre incluso cuando vociferaban, que reunía a los viandantes a su alrededor, mientras los lacayos y las comadres se apresuraban a tomar parte en la batalla. Más de una vez el espectáculo acababa en una carcajada general, a expensas de algún mirón tan atento al rifirrafe que no había visto venir una ducha de agua proveniente de un ama de casa harta de tanto alboroto que habitaba en el tercer piso. El remojado lanzaba al aire un chorro de

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amenazas y se marchaba sacudiendo su sombrero y mascullando contra el teniente de policía, aquel don nadie incapaz de hacerse obedecer ni por las comadres. Los curiosos se ponían en marcha y, al mismo tiempo, los vendedores ambulantes comenzaban a desgañitarse ofreciendo al público carpas vivas, patatas cocidas, pasteles calientes, salchichas, escobas, matarratas, buen queso de Brie por libras, mantequilla de Vanves amarilla y bien fresca, huevos de Monceau y agua del Sena purificada con vinagre blanco.

La primera vez que Jeanne se había encontrado atrapada en una de esas encrucijadas de gritos, se había preguntado cómo diablos podían soportar los parisienses durante todo el año aquel atroz concierto de sus vendedores ambulantes. Luego se fue dando cuenta de que les gustaba, de que se sentían obligados a comprarles a los más gritones, los cuales, sintiéndose animados, aún gritaban con más bríos. Había que adaptarse o renunciar a pasearse por París, ¡y eso nunca! Incluso si había llovido mucho durante la noche y aumentaban los arroyos y charcos fangosos que siempre había en medio de las calles, a Jeanne le gustaba ir a pie al Jardín. Ágil con sus calzones, saltando por encima de los charcos como un cabrito, se divertía observando cómo las damas con miriñaque atravesaban el arroyo encaramadas a la espalda de un barquero. "Cuando tenga cincuenta años me seguirá gustando ir vestida de chico — pensaba—. Porque, dejando aparte el amor, vivir como un chico es el único modo de vivir. “Desde que podía andar a su aire por la ciudad, se permitía pequeños placeres de los que nunca se cansaba. Por ejemplo, se paraba siempre delante de la panadera de la calle de Poulies para comprar un panecillo bien redondo antes de tomarse, por dos sueldos, una taza de café con leche en la fuente del vendedor apostado delante de Saint-Germain-l'Auxerrois. A esa hora había siempre un grupo muy animado alrededor de su fuente, pues los parisienses del tiempo de Luis XV se habían aficionado al café con leche mañanero, que la gente sencilla tomaba de pie en la calle mojando en él algún pastelillo o buñuelo. Jeanne se bebía su café bromeando un poco sobre esto y aquello, y luego reemprendía su camino sonriente porque por fin le pertenecía un poco de la vida parisiense, al menos la del pueblo. Cuando llegaba al Puente Nuevo se permitía un rato de distracción.

A primera hora ya había movimiento en el puente, pero a las diez de la mañana era cuando estaba más animado. Una mañana en que se había retrasado escribiendo una copia, Jeanne había llegado al puente a mediodía y se había preguntado qué fiesta era aquella en la que se encontraba. Una multitud variopinta y ruidosa atravesaba el puente en ambos sentidos, a pie, en carruaje y a caballo, detenidos a cada paso por grupos de ociosos parados para ver los malabarismos de un barquero, los parlamentos de un charlatán que recomendaba sus crecepelos y sus polvos para quitar las verrugas, los cuplés de una cantante o la espesa

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humareda del caldero donde se doraban los buñuelos de la tía Pernette. Pero era ante los puestos del vendedor de sombreros viejos y del "saldista de cabelleras" donde los espectadores se apiñaban para probarse viejas pelucas y tricornios apolillados. Los desocupados más finos se detenían ante la vendedora de naranjas y limones, o en el puesto de flores, que exhibía sus coloridos cestos a ambos lados de la estatua ecuestre de Enrique IV, donde un escayolista vendía medallas con su perfil. "En nombre del rey, señor, compradme un medallón", gritaba. "¡Paso, bribón, no quiero nada!" "¡Pero, señor, si os lo pido en nombre de nuestro buen rey Enrique!" No fallaba. A menudo el señor echaba mano al bolsillo en recuerdo de los buenos tiempos en que reinaba un rey distinto al actual. Una mañana en que Jeanne se sorprendía de ver al escayolista hacer buen negocio con una mercancía tan poco útil, el vendedor ambulante le respondió, con aire entendido: "Joven señor, no vendo yeso sino política, porque en nuestros días la política se vende bien a condición de que os mantengáis hábilmente en la oposición. ¡Con la efigie de Luis XV, aunque fuera de oro, no ganaría un céntimo! ¿Queréis la prueba? El año pasado un riquísimo inglés apostó conmigo a que se pasearía durante dos horas por el puente ofreciendo luises de oro nuevos a seis libras la pieza que valen en realidad veinticuatro. Invertiría mil doscientos francos y los que no se vendiesen serían para mí. ¡Pues bien, señor, en todo ese tiempo no logró colocar más que seis luises, de tanto como se ha desvalorizado nuestro rey desde nuestra victoria de Fontenoy para acá! Si os acercáis también a la plaza Dauphine, veréis que los vendedores clandestinos de panfletos impresos en Holanda tampoco hacen malos negocios. ¡Cuantos más polizontes rondan por allí, más venden! En estos tiempos que corren, uno se arriesga menos vendiendo insultos contra el rey que robando bolsos", había concluido el escayolista filósofo.

Era verdad que el oficio de ratero se había vuelto duro desde que el señor de Sartine mandaba a los soldados de la ronda a vigilar al pie del rey Enrique. Aquellos patanes bramaban "¡Cuidado con los bolsillos!" cada vez que veían agruparse a la gente, y la gente se metía las manos en los bolsillos para impedir que los descuideros se ganasen el pan. La ronda recogía también a los mendigos demasiado agresivos pero, apenas los soltaban del Petit-Châtelet, mendigos y rateros volvían al puente. Era cierto, sin embargo, que sin ellos faltaba algo en el ambiente. Era justamente la mezcolanza de gente de todo pelaje la que hacía fascinante el Puente Nuevo. Todo París se codeaba allí: el noble, el burgués, el obrero, el artista y el miserable. El Puente Nuevo era uno de esos raros lugares en los que se podía tener la esperanza de hallar lo imprevisto y saciar la sed de encuentros.

Lo imprevisto surgió para Jeanne una mañana de abril, cuando pasaba por el Puente hacia las once.

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Llegó al mismo tiempo que una tempestad de carillones.

Aquel día, el armonioso paisaje de lastras de pizarra, piedras grises y agua turbia se había adornado con un cielo de terciopelo ceniciento sin un desgarro blanco, como para ponerse a la moda de los pintores de camafeos, cuyo estilo hacía furor.

— ¡Dejen paso!

Jeanne dio un salto para dejar pasar a una carreta de mano repleta de muebles —otro inquilino moroso que se iba a la chita callando para no pagar el alquiler—, luego tropezó con un aguador que la insultó y se refugió de un salto en la acera, junto a la vendedora de flores. Se volvió y se acodó en el parapeto para ver pasar el Sena. En esta parte libre del puente el río se ofrecía por entero a la vista, se deslizaba bajo el cuerpo, hormigueaba de vida batelera, burlándose con su lento movimiento ininterrumpido de las costumbres frenéticas de los parisienses. Uno no se cansaba nunca de contemplarlo.

Jeanne tuvo conciencia de que alguien la miraba con insistencia y se volvió.

El hombre que la observaba no debía de tener más de veinticinco años. Llevaba sin elegancia un soberbio traje de terciopelo azul cielo, que más parecía haber salido del ropavejero que de un sastre. El desconocido llevaba también un sombrero puesto como un campesino. Tenía cara de luna, gruesas mejillas, una gran nariz, un hoyuelo en la barbilla, una gran abundancia de finos cabellos rizados, de un rubio cobrizo, apenas empolvados. Los ojos color avellana y la pequeña boca carnosa sonreían bondadosamente. Su expresión era afable. Se le notaban muchas ganas de entablar conversación.

— ¿Nuevo en París? —le preguntó el hombre azul cielo, forzando la voz para dominar el ruido ambiente.

— ¿Por qué lo preguntáis? —respondió Jeanne, molesta. ¿Tan provinciana parecía aún?

—Un parisiense de vuestra edad no pierde el tiempo contemplando el Sena.

—Por lo que parece, vos tampoco sois muy veterano.

—Es que yo soy un parisiense especial, que vive de callejear. Soy escritor.

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—Pues siempre había creído que un escritor era un hombre más de estar en su escritorio que de andar por las calles —observó Jeanne.

—Es que también soy un escritor especial. No escribo sobre lo que leo, sino sobre lo que veo.

Se echó a reír, encantado de sus palabras.

Del campanario de la Samaritana, una fuente con bomba elevadora, brotó una especie de mugido. Jeanne lanzó una mirada en dirección a la fuente.

— ¿Es que no van a arreglar nunca las campanas de la Samaritana?

— ¿Para qué? Sus campanas, su bomba, su reloj, todo funciona mal, pero ¿por qué iba a funcionar? Es un gobierno.

— ¿Un "gobierno"?

—Un gobierno es una sinecura para un gobernador —explicó el desconocido en tono aleccionador—. La fuente de la Samaritana le reporta seis mil francos al año a su gobernador. Así que ya cumple con su función. ¡Sólo un espíritu libertino como el vuestro puede reclamar que además tenga agua, el reloj marque la hora exacta y el carillón suene bien!

— ¿No habláis como un revolucionario, señor?

— ¡Ja, es que lo soy! En este país hay que cambiarlo todo. Hay que demoler la Samaritana, que me estropea una maravillosa vista ele París, expulsar a los académicos que estropean el idioma; cerrar la Comedia Francesa, que estropea el gusto del público con tragedias ridículas de Racine y Corneille, en lugar de poner en escena obras de Mercier, que son bastante mejores.

— ¿Y quién es ese Mercier que tanto os gusta?

—Un excelente autor tumbado por la crítica conchabada —dijo gravemente el desconocido—. ¡Lo tenéis delante!

Se rieron a la vez.

Por lo que veo, os tomáis vuestra desgracia con buen humor.

—En un escritor la esperanza de tener éxito dura más que su vida. Además, no está todo perdido: Crébillon hijo, nuestro censor oficial, ha aceptado leer mi última tragedia en verso.

— ¿Y hará que la interpreten?

—No, pero me ha aconsejado que escriba en prosa, y en prosa soy excelente.

Rieron de nuevo mientras dos oficiales reclutadores pasaban delante de ellos, con la cabeza alta, el pecho abombado, los uniformes flamantes,

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las botas brillantes y una sonrisa prometedora. Miraron fijamente a los dos jóvenes, pero siguieron su camino sin pararse.

—Los reclutadores de carne humana ya han salido de sus garitas. Esto huele a primavera.

Agarró del brazo a su compañero.

—Supongo que os han dicho que desconfiéis de esos ogros...

— ¡Oh, me han ofrecido muchas veces gloria, dinero y buena vida en el ejército! —exclamó Jeanne con gesto de desdén—. El martes de Carnaval tenían mesa puesta en la posada de debajo del puente y todo aquel que fuera varón y estuviera bien formado podía atracarse y emborracharse a sus expensas.

— ¡Los muy canallas! —escupió Mercier y observó a Jeanne con una atención que la inquietó—. Lo tenéis todo para gustarles. No sois muy ancho de espaldas y tenéis cara de colegial, pero sois un muchacho muy guapo, y con un aire tan despierto... Cualquier coronel os pagaría por lo menos cincuenta libras.

— ¡Pues ese coronel resultaría estafado! —no pudo evitar decir Jeanne.

— ¿Cobarde?

Ella no respondió. No le gustaba pasar por cobarde, pero confesar que era una chica la avergonzaba.

— ¿Qué venís a buscar al Puente Nuevo para ponerlo en prosa? —preguntó cambiando de conversación.

— ¡Palabras! ¡Palabras sonoras, pimpantes, jugosas, gruesas, regocijantes! En el Puente Nuevo habla el pueblo y el pueblo no tiene el lenguaje castrado por la Academia. Sigue hablando un francés vivaracho, atrevido e ingenuo, y ese es el francés que quiero que aparezca en mis libros.

— ¡Tenéis que ser muy hábil para pescar algo de francés en este puente!

La verdad es que se oía abundantemente el bretón, el picardo, el normando, el provenzal, el gascón, el champenois... No se podía decir que el parisiense predominara y Jeanne se lo hizo ver.

—Sí, pero ¿quién pretende que el parisiense deba predominar? ¡Esa es otra idea que ha extendido la Academia! Yo no quiero saber nada de esa patulea de pedantes, es al pueblo al que quiero retratar. Quiero reflejar todo eso en su rica diversidad vulgar...

Abrió los brazos a la ruidosa multitud y se puso a declamar a voz en cuello:

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¡Ideamos, ciudad de mierda,

Si tu renombre ha mentido

Y es el partido enemigo

El que quiere perder tu lengua!

Un grupo de curiosos se reunió en torno a aquel hombre vestido del color de la misión evangelista, que elevaba sus brazos al cielo y predicaba en verso. El discurso resultaba incomprensible, pero la cosa era interesante. Una buena mujer en zuecos se acercó al joven vestido de negro que parecía acompañar al predicador para preguntarle si se iban a repartir estampitas.

"Está un poco loco", pensó Jeanne contemplando a Mercier, el cual, embriagado por su propia voz y todavía más por tener un público, continuó declamando:

Démosle a la Samaritana

Al pasar los buenos días...

Sí, seguramente estaba loco, tanto como lo están los locos callejeros en París: atrevidos pero ligeros, habladores, graciosos, espectadores de sí mismos tanto como de los demás. Y bienhechor, después de todo. Sus espectadores, liberados por un rato de sí mismos, se dejaban llevar dócilmente por el ritmo de sus versos, saludando las palabras que les sonaban con una risa o un guiño de entendido al vecino.

Al fin el público se disgregó a disgusto y dos o tres almas buenas rebuscaron en el bolsillo el ochavo que aquel extraño saltimbanqui no les pedía. La buena mujer calzada con zuecos fue la última en irse. Un burgués en redingote le dirigió un sombrerazo a Mercier.

—Señor, por estar hechos vuestros versos al estilo antiguo no son nada malos —dijo en un francés perfecto pero con acento del otro lado de la Mancha.

—Señor —respondió Mercier, devolviéndole el sombrerazo—, son muy buenos, pero no son míos. El que los hizo se convirtió en humo. Nuestro difunto rey lo mandó a la hoguera.

— ¡Oh! ¿Pues qué hizo?—exclamo el inglés.

—Era alegre, señor, y ponía sus miserias en canciones. En tiempos de aquel rey los jesuitas llamaban a eso ser impío y decían que merecía la hoguera.

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El inglés abrió la boca para decir algo, pero su voz quedó cubierta por los redobles de tambor de la orquesta de Gran Tomás. Gran Tomás estaba operando un molar y su tamborilero lo ayudaba a ahogar los gritos del paciente. Aquel sacamuelas, montado en una especie de carro soberbiamente pintarrajeado de verde chillón y falsos dorados, era la celebridad del puente. Era gigantesco, tan ancho como alto, embutido en un enorme traje de terciopelo carmesí con galones dorados, y se las había arreglado para parecerse a Enrique IV: collar de barba rizada y espesa cabellera gris bajo un sombrero redondo adornado con plumas blancas. Su voz, a juego con su volumen, podía atravesar el Sena para que pudieran oírse sus pregones a ambas orillas del río.

—Ahí tenéis al gran hombre de la tenaza, ante el que ya se ha formado cola —observó el inglés—. Debe de ser rico.

— ¿El? ¡Le está quitando el sueño a todos los cirujanos de París! Hace tiempo que arranca muelas a redobles de tambor. La Facultad intenta que se lo prohíban, pero el teniente de policía no se atreverá nunca a hacerlo. ¡Desencadenaría un motín!

—Creo que Gran Tomás no mete la pinza en aguardiente entre dos extracciones —hizo notar el inglés en tono severo.

— ¡Pues, claro! Tiene que marcar diferencias con un vulgar cirujano-dentista diplomado del colegio de Saint-Còme, ¿no? —observó Mercier.

La vendedora de flores pasó delante de ellos llevando ramos de pálidos narcisos silvestres para ir a rondar a una pareja de enamorados. Maquinalmente, Jeanne siguió con la mirada el amarillo de las flores y pareció despertar de un sueño.

— ¡Dios! ¡Hace tiempo que debería estar en el Jardín! ¡Debe de ser muy tarde!

—Pronto darán las once —respondió Mercier después de sacar su reloj—. ¿A qué jardín tenéis que ir?

—Al Jardín Real.

— ¿Estudiáis botánica o anatomía?

—Botánica y también un poco de zoología.

— ¿Dejaréis que os acompañe un rato? Tengo que hacer en la calle de Bernardins, en casa de un escritorzuelo amigo mío.

—Es que... —dudó Jeanne.

—Eso quiere decir que sí. Vamos —dijo Mercier tomando familiarmente por el brazo al supuesto joven—. Y ahora que somos buenos amigos, ¿no me vais a decir cómo os llamáis?

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Una vez que atravesaron el puente, Mercier se detuvo para comprar una bolsa de obleas, unas pastitas delgadas y crujientes. El confitero de obleas del Puente Nuevo era uno de los últimos que quedaban en la ciudad y Mercier se paraba cada vez que pasaba por allí para escuchar al escribano público, que tenía su puesto al lado del confitero.

— ¡No hay negocio, amigo! —gritaba ese día el pendolista, indignado—. El precio es de cuarenta y cinco sueldos por una carta escrita en buen estilo, y treinta por una ordinaria. ¡Y no me sacaréis de ahí! Muy avaro debéis de ser cuando no queréis pagar cuarenta y cinco sueldos por una bonita carta en el estilo de París para vuestra prometida.

—Pagad, señor. ¡Cuarenta y cinco sueldos por una buena carta es lo mínimo! —intervino Mercier antes de escapar de los insultos del cliente—. Todo sube hoy en día, así que ¿por qué las palabras no iban a subir? Yo le he cobrado diez luises al obispo por un sermón, y en cuaresma le cobro quince porque tiene el doble de público.

Jeanne abrió mucho los ojos.

— ¿Queréis decirme que vendéis sermones a los obispos?

—Mi joven amigo, el eclesiástico de categoría es el que mejor paga a sus negros. Tengo que reconocerlo. Esté o no inspirado, un obispo tiene que dar sermones y, de vez en cuando, también hacer alguna ordenación. La necesidad hace que salga oro de las sotanas.

—Pero ¡diez luises! —exclamó Jeanne, asombrada—. ¡Diez luises!

—Hijo —dijo Mercier con énfasis—, en los tiempos descreídos en que vivimos las buenas plumas devotas escasean y lo que escasea es caro.

Se echó a reír a carcajadas, repartió las obleas, pasó el brazo por debajo del de su nuevo amigo y lo arrastró canturreando.

Soy discípulo de Epicuro,

Mi temperamento es mi ley,

Sólo obedezco a mi naturaleza...

"¡Señor, Señor, si Philibert me viese!", se dijo Jeanne poniéndose al paso de Mercier.

El joven Beauchamps era endiabladamente simpático, pensaba Mercier. Tenía una conversación encantadora, porque no lo había interrumpido ni una sola vez cuando le expuso detalladamente el plan de

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su obra maestra, El año 2440, genial historia de ciencia ficción en la cual pensaba predecir todos los cambios venideros, desde la caída del absolutismo y los parlamentos, a la de la Samaritana, la Academia francesa, las tragedias de Racine, etcétera, etcétera, así como la llegada de Shakespeare a los escenarios de Francia, los jardines a la inglesa, el reino de la Justicia y la Razón, las letrinas públicas, la vacunación obligatoria, los sombreros redondos y, en fin, la aparición de la pólvora infernal, de la que bastaría un solo chispazo para reducir a cenizas los sombreros redondos y todo lo demás, incluido, por desgracia, su Año 2440, que habría anunciado todo eso.

—Mi obra destruida por el fin del mundo... ¡Oh, qué lástima! —suspiró Mercier, abrumado. Y luego, renaciendo de sus cenizas—: Amigo mío, veámonos el domingo. ¿Tenéis libre el domingo? Venid a las tres a casa de Landel, en la glorieta de Buci. Las ostras son frescas y el vino es bueno. Ceno allí uno de cada dos domingos en compañía de otros plumíferos, todos más famosos que yo, pero todos muy alegres. A los postres cantamos. Venid y respiraréis el aire de París. ¿De acuerdo?

¡Ay, qué más quisiera ella! ¡Se moría de ganas, pero a ver quién se atrevía a llevar a Philibert a una taberna!

Sorprendido por el silencio y el apuro de Jeanne, Mercier preguntó bruscamente:

— ¿Y bien?

—Es que... no voy a poder —dijo, desesperada—. A partir de primavera, cada domingo el señor Aubriot da clases de herborización en el bosque de Bolonia y debo acompañarlo.

—Eso se hace de buena mañana y nosotros no cenamos hasta las tres.

Como su comentario no acaba de decidir al joven Beauchamps, Mercier le rodeó los hombros con un abrazo fraternal.

—Yo también he sido pobre y sin un céntimo en el bolsillo. Pagaré vuestro escote, Beauchamps. Estoy preparando un sermón gótico que valdrá un dineral...

Jeanne se mordió el labio.

—No sé si... Es que... ¿Invitáis damas a vuestras cenas...?

Mercier le sonrió con una punta de ternura.

— ¿Ése es entonces vuestro secreto? ¿No es vuestro maestro el que os retiene sino una modistilla? Traedla, amigo mío, nos gusta el amor tanto como reír, beber y cantar. Escuchad nuestro himno...

Ella no pudo impedir que se pusiera a cantar delante de la puerta del mismísimo Jardín y justo, misericordia, cuando salía el señor de Jussieu.

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¡Para ver a un gentil damita

En cuanto la llamemos,

Para abrir un barrilito

En cuanto lo pidamos,

Y lon lanlá

Landel irito

Y lon lanla

Landel vendrá!

¿Cómo llevar a Philibert a la taberna de Landel? Cuanto más días pasaban, más imposible le parecía su proyecto, pero también más firme y duro, como una idea fija. Hasta entonces sólo se había atrevido a comentárselo a Marie por carta. Y una vez anunciada la cosa, estaba obligada a contarle en su próxima carta que había pasado el domingo en casa de Landel. Si no, Marie volvería a reprocharle su timidez infantil con Aubriot.

Desde que se había convertido en la señora de Chabaud de Jasseron tras la muerte de su tío Mormagne y desde que vivía en Autun una vida muy mundana en una sociedad que imitaba a la de Versalles, Marie parecía querer adoptar el tono firme y atrevido de Emilie cuando hablaba de las costumbres amorosas. Y aun cuando la irritaba leer aquellos consejos de rebelión contra la "tutela de los machos" en la pluma de una joven aristócrata que se había prometido, casado y estaba embarazada según las reglas más conformistas de su sociedad, no dejaba de reconocer que quizá se mostraba demasiado blanda con Philibert. Pero era más fuerte que ella. Lejos de él era capaz de tener sus propias ideas, sus propios deseos, sus aversiones, sus rebeliones; pero en cuanto lo tenía cerca sus ideas, sus deseos, sus aversiones y sus rebeliones se desvanecían porque todo aquello resultaba superfluo en su vida en común. Y ella volvía a ser como una muñeca de trapo en los brazos de Philibert, y lo que no se había atrevido a decir de día tampoco era capaz de decirlo por la noche.

El viernes —se acercaba el domingo—, después de hacer el amor, la rabia la sublevó contra el sueño reparador en el que se iba a sumergir y que ahogaría una vez más su necesidad de hablar. Tenía la mejilla apoyada en el pecho desnudo de Philibert. Desplazó un poco la cabeza, posó su boca entreabierta sobre la tetilla y ¡mordió!

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Aubriot abrió los ojos, se colocó mejor en la almohada y la contempló, curioso por saber qué seguiría a aquella audacia desacostumbrada. No veía el rostro de Jeanne, sólo una masa de seda rubia extendida por su torso y surcada por los temblores de la llama de la vela de la mesilla de noche. La boca de Jeanne mordisqueaba, besaba, roía, lamía, volvía a morder... Un juego de gata enamorada. Él la apretó contra sí y con su mano libre le acarició los cabellos. La boca se calmó... luego la emprendió otra vez con su juguete, salvajemente, hasta que cansada, se dedicó a picotearlo con besitos antes de abandonarlo. Pero, cuando Philibert ya sólo esperaba que se hiciese el silencio de la noche, de repente Jeanne se puso a hablar.

—Estaba pensando en el domingo... El bosque de Bolonia es muy agradable, pero siempre lo mismo...

—Precisamente no iremos al bosque el domingo —la interrumpió Philibert—. Uno de mis alumnos está enfermo y les he dado día libre a los otros tres, así que te llevaré a Vincennes. El doctor Vacher asegura que el aire de Vincennes es mejor que el del bosque de Bolonia. Allí envía a sus enfermos del pulmón. Me ha dicho que en primavera las esencias que hay plantadas en ese bosque esparcen un olor balsámico vivificante, tan suave que encanta. Lalande prevé buen tiempo, tendremos un buen día. Te recogeré un cesto de diente de león para la ensalada de toda la semana. Encontraremos violetas y primaveras, quizá los primeros botones de oro, y sin duda cardamina, perifollo silvestre...

Ella no hacía el más mínimo movimiento, sintiéndose tan pesada como una muerta.

— ¿Duermes?

Un roce de cabellos le respondió que no y él continuó su historia a media voz, como una nana, aquella misma voz con que en el pasado le describía la naturaleza y la hacía tan feliz.

—Cerca del bosquecillo de Vincennes, subiendo un poco, parece que existe un país de colinas salvajes que sirve de madriguera a miles y miles de conejos. Vas a poder correr, brincar y corretear entre el tomillo y la retama... Nos llevaremos la comida...

Se detuvo bruscamente. Sintió húmedo el pecho. Separó el cabello a Jeanne para verla.

— ¿Por qué lloras, Jeannot? ¿Lo que digo te hacer pensar en Charmont? ¿Lo añoras?

—Nooo...

—Entonces, ¿por qué?

— ¡Porque os amo, porque... os... amo tanto! —sollozó.

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El apagó la vela, posó su mano sobre la suave cabellera de Jeanne y la dejó llorar sobre su pecho hasta que aquel torrente se secó. No podía hacer otra cosa. Desde hacía algún tiempo, las lágrimas de las mujeres enamoradas no eran un mal sino una moda. ¡Sus novelas favoritas les habían enseñado a llorar!

Al día siguiente Jeanne se despertó con la mente seca y clara, se vistió de prisa, dijo que iría a pie al Jardín pero antes corrió a la plaza del Palais-Royal y subió a ver a Lalande. El astrónomo ya había salido. Bajó la escalera de dos en dos, paró un coche de alquiler y se hizo conducir al Observatorio.

Aubriot se quedó muy sorprendido cuando a última hora de la mañana Lalande acudió al Jardín para proponerle cenar en casa de Landel al día siguiente.

— ¿Primero nos prometéis un domingo lleno de sol y ahora queréis que vayamos a una taberna?

—La taberna de Landel no es una taberna corriente. Ser admitido el domingo a cenar es un honor para un parisiense, querido amigo. A Jeanne le gustará mucho.

La sorpresa de Aubriot fue en aumento.

— ¿Jeannette? Supongo que no contaréis con llevarla, ¿verdad? Ya sabemos lo que es ese cabaret cantante como para...

—Aubriot, a los niños ya no los trae la cigüeña —interrumpió Lalande—. Es verdad que en Landel se cantan coplas libertinas, pero no será el caso. Presidirá el gran Crébillon y la decencia estará garantizada. Todo París sabe que Crébillon hijo sólo se suelta en sus novelas.

Con mucho cuidado, el botánico depositó sobre una hoja de papel blanco el espécimen de Melissa moldavica que tenía bajo la lupa, se sentó en una esquina de su mesa, cruzó los brazos y miró a su amigo.

—Lalande, explicadme por qué un hombre que detesta perder el tiempo en espectáculos viene de repente a contarme esa historia...

Lalande posó una nalga en el extremo de una mesa cubierta de una cosecha de plantas secas e hizo juguetear un rayo de sol sobre el fino y brillante cuero de su escarpín negro.

—Aubriot, os aprecio y no quisiera que acabarais cornudo —dijo al fin con brusquedad—. Eso es lo que les pasa a los genios de las ciencias avaros de frivolidad y cuyas amantes se aburren.

La risa enérgica y breve de Aubriot fue su única respuesta.

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—Sí, sí, ya lo sé —prosiguió Lalande—. Cuando se está acostumbrado a jugar el papel de amante uno no se ve nunca en el de cornudo. Pero... ¿tenéis tiempo para una confidencia?

Su voz se dulcificó.

—Ella se llamaba Bertrande. ¡Una muchacha encantadora! Quince años. Rubia, ojos color de pervinca, boca de fresa, hoyuelos en las mejillas y además ¡mimosa! Lista pero no astuta, con poco que decir pero que no hablaba nunca de más. En resumen, un regalo.

La saqué de una lavandera de la calle de la Feuillade. Hacía un año que me traía las camisas y la veía puntualmente dos veces al mes a las seis de la mañana, con su gorrito pimpante y oliendo como un panecillo blanco de Gonesse... Yo estaba aún en bata, con la cama deshecha... Querido amigo, durante cinco meses viví como un sultán. Sólo tenía que abrir la puerta de la habitación donde la había instalado junto con mis mejores grabados del firmamento, un montón de cintas y bombones. Yo era su Rey Sol. ¡Ah, qué agradable es sentirse el ombligo del mundo! —recuperó su habitual tono burlón—. ¡Pero, ay, querido mío, hasta el mismo sol puede ser eclipsado! Mi bello y pequeño planeta se dejó desviar hacia la Courtille por un alegre imbécil, mi alumno más negado para las matemáticas, pero el que mejor bailaba en la venta del Tambor Real.

Aubriot lanzó un gran suspiro y meneó la cabeza.

—Al diablo si entiendo a dónde queréis llegar —masculló—. ¿De qué os alimentáis últimamente? ¿De absenta? Vuestras palabras se enmarañan de una manera... —luego, bruscamente—: ¡Sea! ¡Vayamos mañana a Landel! —en dos zancadas se plantó ante su visitante—. ¿Queréis decir que en la habitación en la que tengo a Jeannette, con mis herbarios, mis tisanas y mis libros, ella se aburre? ¿Y que para que se divierta tengo que darle una serenata?

— ¿He dicho eso? —preguntó Lalande inocentemente.

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Capítulo 4Capítulo 4

Jeanne se sentía en el paraíso. Todavía riendo, se inclinó para coger una ostra del enorme plato colocado en el centro de la mesa. Entonces se le vieron mejor sus dos pequeñas manzanas redondas y ambarinas, allá al fondo de la bandeja verde de su escote. Charles Collé, con el rostro ya acalorado, brindó en homenaje a su vecina de mesa:

En vos, si hago el análisis,

¡Ah, cuántas prendas descubro!

Y lo que en vos se ve de apetitoso

Responde por lo que no se ve.

—Señor Collé —intervino Crébillon en tono de fingida severidad—, no empecemos con las galanterías porque sólo estamos en la tercera bandeja de ostras.

—Sí, pero ya vamos por la séptima botella —respondió Collé.

— ¡Oh! —suspiró el viejo Panard—. ¡Hay tantos gaznates! El mío aún no se resiente de nada. Si tuviera que cantar, desentonaría mucho.

—Landel, que se le dé al tío Panard un poco de lubrificante —pidió Crébillon e inclinó su hermosa cabeza ante Jeanne—: la señorita debe saber que el tío Panard canta unas canciones preciosas.

—Venid a menudo, señorita —rogó quejumbrosamente Panard—. Ese bebedor de leche se empeña en tenerme seco asegurando que es por mi bien. ¡Pero yo no me encuentro nada bien!

— ¡Ya voy, ya voy, tío Panard! —gritó Maryvonne, la apetitosa criada oficial de los cupletistas de los domingos—. Aquí está... Nuestro mejor borgoña. Si os gusta, ¿me haréis una canción que acabe siempre en "vonne"?

—Echa, echa —dijo Panard—. Echa sin miedo, que la copa se derrama cuando la mano duda.

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El viejo autor de innumerables canciones se aclaró la garganta con un gran trago de vino blanco y lo agradeció con estas cuatro rimas:

Para despertarse de su triste torpor

Mi cuerpo indolente, distraído y soñador,

Perezoso y siempre soñoliento,

Nunca se harta de vino amarillento.

Crébillon meneó la cabeza.

—Sin embargo, señor Panard, si bebierais leche como yo, digeriríais mejor las ostras —dijo. Y larga y amorosamente se bebió el tazón de leche espumeante que tenía ante sí.

Durante los meses con "r" Crébillon hijo se alimentaba de ostras. ¡Habría sido capaz de vaciar el mar! Su cotidiana masacre de moluscos comenzaba a la hora del desayuno, en que sorbía dos o tres docenas, una tras otra, de pie ante la vendedora de la calle Montorgueil. Continuaba a la hora de comer con media banasta, y para la cena seguía la inspiración del momento, abriendo concha tras concha sin pararse a contarlas. Su régimen le iba de maravilla, pues a los cincuenta y ocho años conservaba una silueta alta, delgada y flexible como un chopo, y un humor chispeante.

—Pero a las ostras hay que añadirles leche y risas —explicó una vez más—. La leche disuelve las ostras en el estómago, las cuales se deslizan a los intestinos sin pesar, y cuanto más se agita el estómago a causa de la risa, mejor. Pero como hoy tenemos el honor de recibir a un facultativo —añadió volviéndose a Aubriot—, desearía que se pronunciase sobre la materia.

—Señor, ¿sentís la cosa tal cual la describís? —preguntó Aubriot.

—Desde luego.

— ¿Digerís todas las ostras que tomáis?

—Ni una menos.

—En ese caso, vuestra teoría os va bien.

Por encima de las demás, se elevó la hermosa risa de soprano de la señora Favart, que desde hacía veinte años trabajaba para la Comedia Italiana, donde actuaba, cantaba y bailaba, siempre en el papel de linda pastorcilla, para delicia de los abonados al teatro. Cuando su risa se extinguió, se elevó la dulce y débil voz de Panard, temblorosa como lo era su carne de viejo aficionado a la bebida:

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—Señor doctor, ¿y no creéis que un panecillo mojado en un vasito de vino blanco se disuelve mejor que tíos banastas de ostras en un tazón de leche, y además sale más barato? ¡Los arruinaría a todos si me dedicara a tomar ostras con buena leche de Monceau todos los días de la semana!

Al igual que todo el mundo, Jeanne le sonrió. El buen hombre estaba enternecido. Con su cara redonda, bonachona y un poco boba, su amplia peluca de rulos a lo Luis XIV, recordaba a La Fontaine, y de hecho en París lo llamaban el "La Fontaine de la canción". Del fabulista tenía las distracciones, el ingenio fino bajo un aire de tonto, la despreocupación y la fecundidad. Y también el descuido en materia financiera: después de haberles dado a sus compatriotas canciones para ochenta Operas cómicas tenía que depender de sus amigos para comer. A Dios gracias, en casa de Landel se podía comer por poco dinero, e incluso no pagar, si se sabían hacer buenas rimas. Landel era un juerguista de buen corazón, gran bebedor y amante de la poesía. Todos los poetas eran bienvenidos y podían sentarse bajo el apetitoso olor de los jamones que pendían del techo. Siempre acababa por caer algo en el plato y, si además el poeta iba con el culo al aire, Landel se acordaba de que en tiempos había sido sastre y le hacía unos calzones.

No obstante, ni un poeta ni un marqués se hubieran atrevido a ir a casa de Landel el domingo sin haber sido invitados: era el día del célebre Grupo de la Bodega y se sabía que su presidente, Crébillon, a pesar de su exquisita cortesía, no se hubiera privado de mandarle el lunes, a cualquier inoportuno, una nota sin espera de respuesta de este tenor: "Se ruega al señor X... que cene en cualquier lugar excepto en la glorieta de Buci." Pero Crébillon nunca rechazaba a un Lalande, sabio de moda y gran animador de reuniones. Y esta vez había sido aún mejor recibido porque llevaba a dos amigos, uno de los cuales era una belleza.

Todos habían recibido encantados a Jeanne, radiante en un vestido de seda verde esmeralda, tan "escandalosamente" escotado que Philibert le había exigido que se pusiera una pañoleta, que la coqueta se había quitado en cuanto se sentó un poco lejos de él. El presidente Crébillon había colocado a la bella a su derecha y desde entonces ésta nadaba en la felicidad de ser admirada y halagada en cuartetas poéticas, subidas de tono pero no demasiado, por hombres de talento escogidos entre lo más parisiense de París.

Aquel domingo se encontraban en la Bodega los que no faltaban nunca: Crébillon, el poeta Gentil-Bernard, Panard y Collé, los dos autores de comedias con canciones más prolíficos y reputados del reino, y Pirón, que según él mismo decía no era nada, "ni siquiera académico", una vieja "nada" de setenta y seis años tan crepitante de epigramas y de frases picantes que lo seguían recibiendo en los mejores salones. A estos pilares del Grupo se habían añadido cinco personajes muy apreciados en la

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ciudad: Cario Goldoni, el célebre autor de teatro importado de Venecia por Luis XV; el famosísimo autor de Operas cómicas Simon Favart y su esposa Justine; el brillante Philidor, el compositor más mimado por los abonados de la Opera; y el juguetón abate Voisenon, también llamado Cher Greluchon, que venía a ser "gigolo" o "caprichito", porque nunca se despegaba de las faldas de la señora Favart. Y, por último, Louis-Sébastien Mercier, que contemplaba al "joven Beauchamps" con el aire extasiado y pasmado de una figurita de belén.

De todos los que contemplaban a Jeanne entre dos tandas de ostras, Mercier era el más maravillado. Había cambiado con entusiasmo al guapo y simpático muchacho del Puente Nuevo por aquella hermosa y apetecible muchacha pero, poco a poco, su exaltación se fue mudando en inquietud. ¿Podría ir tan lejos con ella como con el chico que había conocido? El doctor Aubriot no era viejo ni parecía harto de ella, y seguro que no utilizaba a su secretari-secretaria sólo durante el día. Por supuesto que Mercier iba a esforzarse por conquistar a la señorita Beauchamps, pero ¿lo conseguiría? Para darse ánimos estaba bebiendo más de lo acostumbrado y no la perdía de vista ni un momento. En la penumbra del sótano el verde sedoso de su vestido brillaba como un rayo de primavera. Maquinalmente, Mercier se puso a canturrear Verduron verduronette con un ritmo más lánguido del necesario. El viejo Pirón, que estaba a su izquierda, se inclinó hacia él.

— ¡Ay, sí! —cuchicheó—. Por lo que pueden ver mis pobres ojos casi ciegos, se trata de un bonito matorral el que verdea allá; a cualquier pájaro le darían ganas de anidar en él. Pero, podría ser, joven, que un solo matorral no quisiera acoger a dos colirrojos.

Mercier lo miró de través.

—Se decía, señor, que para estar a bien con la corte habíais renunciado a la prosa obscena.

—Sí, sí, claro, joven amigo mío. Pero ya iréis viendo cómo van estas cosas. Se renuncia a los cuarenta años pero se vuelve a las andadas a los setenta.

— ¡Eh, Maryvonne! —bramó Collé—, ¿siempre vais a darle de beber a los mismos? ¿Es que ya no me queréis?

Cuando la criada volvió, le pasó el brazo por la cintura.

— ¡Señor Collé, fuera esas manos! —dijo ella, defendiéndose—. Me dais vapores.

La palabra "vapores" desencadenó una explosión de canciones. Burlarse de la enfermedad de los vapores no era nuevo desde que ninguna mujer elegante podía pasarse sin los vapores, de la misma manera que debía tener un palco en la Ópera, pero la canción Los

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vapores era nueva, bastante indecente y furiosamente a la moda entre la gente bien. La había compuesto un conocido pícaro, Carón de Beaumarchals, futuro autor de El barbero de Sevilla. Los burgueses le habían dado tan mala reputación que los aristócratas y los artistas se habían encaprichado de él, de modo que en casa de Landel todos se pusieron a cantar el cuplé de Los vapores, en espera de que llegaran las salchichas de Morvan, que ya estaban asándose en el hogar. Había que decir que todos se lo sabían de memoria, incluidos los dos sabios y su bella niña de los ojos de oro.

—Y esto es lo que hoy se llama una canción libertina —suspiró el viejo Pirón, una vez acabados todos los estribillos—. Yo la encuentro bastante remilgada.

Desde luego, él había hecho cosas mejores.

— ¡Es remilgada, pero cuela! —dijo Collé, lanzándole una mirada a Crébillon.

El censor real se echó a reír sorbiendo su última ostra con fruición.

— ¡Aquí tenéis al único cupletero censurado por el señor Crébillon hijo! —dijo Collé, abriendo los brazos—. El señor censor aprueba todo cuanto le llueve en el despacho. Las obras más vacías, las canciones sediciosas que se imprimen en carteles, los sonetos más insustanciales, las tragedias más indigestas, Crébillon jamás le niega su sello a un autor, aunque sea un pirata de la sintaxis, ¡pero sí le rechaza una pastoral a su amigo Collé!

—No te quejes —dijo Pirón—. Tal como van tus pastores, con el culo al aire, les conviene esperar al cliente bajo capa.

¡Y lo que se vendía bajo capa se vendía tan bien...!

—Es verdad —aprobó Crébillon—. Mi sello devalúa los impresos.

— ¿Es cierto que aprobáis todas la canciones subversivas? La mayoría son muy sediciosas —le dijo Aubriot al censor.

El bello y enérgico rostro de Crébillon se volvió al botánico.

—Señor, ¿no os parece justo que quien está mal vestido, mal alojado y mal alimentado tenga derecho a protestar y olvide así otras cosas? No le hago mal servicio al rey dejando que critiquen su gobierno.

Un denso olor de charcutería de pueblo se acercaba a la mesa. Landel apareció llevando la bandeja de salchichas como si llevara el santo sacramento. Las salchichas aún humeaban sobre las brasas de sarmientos. Su perfume fue a acariciar la nariz esponjosa de Panard, que se despertó y se puso a gimotear.

— ¿Qué pasa, tío Panard? pregunto Gentil Bernard.

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— ¡Dios mío!, ¡Dios mío! —balbuceó el viejo cupletista sonándose—, pienso en mi querido Gallet. ¡Con lo que le gustaban las salchichas de Morvan! ¡Ah, cómo lo echo a faltar! ¡Mi amigo durante treinta años, que ya no volverá a cantar ni a beber!

Gallet era un tendero poeta y borrachín que había sido de los primeros en formar parte del Grupo de la Bodega. Hacía ocho años que había muerto de hidropesía, un mal de la época. También había quebrado y se había refugiado en el Temple, tierra de asilo de insolventes en bancarrota, y Panard no se consolaba de su muerte, sobre todo si el vino era bueno.

— ¡Ya no beberé más con él! —repetía sollozando.

Gentil-Bernard le secó las lágrimas con grandes golpes de mantel.

—Venga, tío Panard, tranquilizaos. Seguramente Gallet ya no tiene sed, tomó sus precauciones aquí en la Tierra.

— ¡Precisamente, precisamente! —exclamó Panard llorando con más fuerza—. Cuando visito su tumba el corazón me sangra. ¿Sabéis dónde lo han metido? Bajo una gotera, ¡y cada vez que llueve el desgraciado tiene que tragarse toda aquella agua!

Se rieron discretamente. La pena de Panard merecía algunos miramientos.

— ¡Córcholis! —soltó al fin Landel—. ¡Mis salchichas se enfrían! ¡Venga, venga, preparados todos los tenedores! ¡No hay que enterrarse con los muertos antes de tiempo!

—Tenéis razón —aprobó Pirón.

Y se levantó para declamar con voz patriarcal:

¡Amigos! ¡Aún no es momento de morir!

Primero hay que zamparse todo el plato.

Que a grandes bocados se lleve a cabo la empresa,

Porque ¡oveja que bala bocado que pierde!

El pequeño abate de Voisenon elevó también las manos con gesto de bendecir el plato y le dio la réplica a Pirón.

No llaméis, Pirón, nuestra atención

Hacia ese cerdo que yace sobre los sarmientos.

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Al proclamar un bien tan querido

Arriesgáis también vuestra parte. ¡Pensadlo bien,

Porque entonces habrá que repartir el cerdo!

¡Cuando el plato es tan bueno,

Hay que dejarse de hacer publicidad!

Gentil-Bernard dejó a Panard para ir a darle golpecitos en la espalda a Crébillon, que se tronchaba de risa y le faltaba el aire.

—Se le pasa solo —dijo, respondiendo a una mirada interrogadora de Aubriot—. Es un ahogo de risa que le da a nuestro presidente cada vez que oye la menor tragedia. Por eso cuando tiene que leer un drama le pone el sello sin leerlo porque, si no, su lectura lo mataría.

—Es un mal que le viene de la infancia —añadió Collé—. Le dio por culpa de las tragedias que escribía su padre.

—Servid las salchichas, amigo —le dijo Pirón a Landel—. Los estómagos ya se han sacudido bastante y han digerido las ostras.

Atacaban ya la segunda bandeja de salchichas cuando una gran bocanada de aire de la calle penetró en la sala al mismo tiempo que el abate de L'Atteignant, seguido por dos amigos.

El viejo canónigo de Reims ya no tenía fuerzas para decir misa en Champagne, pero aún le quedaban para cantar sus canciones por todo París. Siempre llevaba alguna en el bolsillo, que sometía con gusto a la opinión de los ilustres canzonetistas de la glorieta de Buci. Esta vez, apenas sentado se sacó del hábito un papelito enrollado.

— Creo que esta canción es bastante buena —dijo con falsa modestia, desenrollándola—. El señor de Choiseul me ha hecho el favor de ensayarla con la flauta y...

— ¡Oh, oh! —exclamó Pirón—. ¿Es que la opinión de un ministro, poder pasajero, va a tener más importancia que la nuestra?

El compositor Philidor intervino.

—No sé si es buen político, pero como flautista es excelente.

—No acababa de salirme la tonadilla y monseñor me ha anotado la música. Aquí está... —explicó el canónigo.

Varias manos quisieran coger el papel.

En casa de Landel había un clave muy bueno que se arrimó a la mesa. Favart se sentó a él y Philidor sacó su flauta. Tras un momento de pruebas se hizo el silencio. Crébillon despertó a Panard y, después de una

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alegre llamada del clave, la voz asombrosamente afinada aunque algo temblona del canónigo de Reims, acompañada de un hilillo de flauta, entonó un alegre himno al tabaco.

Tengo rapé, tengo rapé, tengo tabaco fino,

¡Tengo tabaco fino... y no lo catarás!

La canción del abate de L'Atteignant fue aclamada por unanimidad.

—Es sencilla pero tendrá éxito —estimó Crébillon—. Señor abate, eso merece un trago...

"Yo no debería beber más, ya estoy mareada", pensó Jeanne. A pesar de lo cual se llevó el vaso a los labios, pero estaba vacío. Un sonriente Crébillon le pasó el suyo. Ella bebió un par de tragos dirigiéndole al escritor una mirada lánguida por encima del borde. A pesar de su edad, lo encontraba muy seductor. ¡Y además aquel día estaba tan contenta que le venían ganas de seducir a todos los hombres! Una mano se posó en la suya, la de Mercier, que se había desplazado para acercarse a ella. Un poco avergonzada de tener un comportamiento que al parecer animaba a las audacias, Jeanne se soltó y miró a Philibert.

¡Tampoco él se aburría! Encajado entre Alexis Pirón y Justine Favart, se reía a gusto con Pirón y ronroneaba con Justine. El ambiente de cabaret no parecía disgustarle. De vez en cuando, y a causa de alguna broma de Pirón, se inclinaba hacia Lalande, el otro vecino de mesa de la señora Favart, y entonces su cabeza empolvada rozaba el seno medio desnudo de la dama, y no por eso la dama se apartaba, ¡al contrario! De su garganta salían arpegios de risa voluptuosa, cuyas últimas notas le llegaban a Philibert directamente desde la boca de ella al oído. No podía saberse lo que ella le cuchicheaba, pero seguro que no era una lección de solfeo. Picada en su amor propio, Jeanne dirigió la vista hacia el señor Favart para ver cómo se tomaba la cosa.

No se la tomaba de ninguna manera. Al cabo de los años, Dios le había concedido el don de la vista cansada, y él por prudencia hacía tiempo que también era miope.

El galanteo de Justine y Aubriot se le escapaba menos al vivaracho abate de Voisenon, pero como hacía tanto tiempo que formaba triángulo con los Favart, tenía con Justine la indulgencia de un buen marido de Ópera cómica. A lo sesenta, el pequeño abate era tan inquieto como el rabo de una lagartija y no terminaba una comida donde la había

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comenzado sin antes haber dado una vuelta completa a la mesa, así que en ese momento estaba junto a Pirón.

—Según vos, Pirón —le murmuró a media voz designando a la pareja—, ¿el doctor besará o no besará?

—Debería besar, abate. Para un médico venido de provincias sería el camino más corto para entrar en el gran mundo.

El abate se echó a reír. La cosa estaba justificada y el honor a salvo.

—Me gustaría tener por pariente al señor Aubriot —dijo Voisenon—. Con la primavera vuelvo a tener asma, el doctor Pomme se está volviendo caro, Bouvart y Tronchin están por las nubes, y no me importaría que me cuidaran gratis.

Pirón meneó la cabeza, le hizo señal a Cher Greluchon de que se acercase.

—Abate, escuchad esto —murmuró.

Si me cantáis esa estrofa

Van a cometer la pifia

De tomaros por un cornudo

Siendo como sois un filósofo.

Esta vez el abate se tronchó de risa y fue a sentarse al lado de Collé para seguir con sus chismorreos y sus gracias.

El ágape había entrado en su momento de locura cancionera. Alrededor de la mesa, donde ya no quedaban más que islotes de peladillas entre las copas, la ronda de cuplés se aceleraba por momentos. Si alguien quería hablar con otro debía hacerlo en verso o pagar una prenda, que consistía en beberse de un trago un buen vaso de borgoña. Jeanne, aturdida de tantas canciones, madrigales y vino, sentía que su cabeza era un tambor. Goldoni tuvo que repetir tres veces su frase "Os estoy hablando a vos, señorita" para que se diera cuenta de que el veneciano se estaba dirigiendo a ella.

— ¿A mí, señor? —dijo sin comprender.

Se hizo el silencio entre los comensales, que la miraron sonrientes.

— ¿Sabéis alguna canción de vuestra provincia?

— ¡Sí, una canción popular, qué buena idea! —exclamó Philidor—. Uno no se cansa nunca de la inocencia campesina.

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Como estaba cerca del clave, se sentó y dejó correr los dedos por el teclado, haciendo variaciones en las que se escuchaban trinos de pájaros o el saltar de un riachuelo por entre los guijarros.

—Querido Philidor, nos sosiegas el alma —dijo Simon Favart.

—Hay en mi Normandia natal un montón de aires que habría que recoger —dijo Philidor tocando con un sabio descuido—. Normandia es seguramente la provincia de Francia en la que más se canta, ¡creo que produce tantas canciones como manzanas! Las hay para todas las ocasiones: para sembrar, segar, cosechar, casarse, hilar, tejer...

—En vuestra provincia, señorita, ¿no se canta también a la siega, el amor y las vendimias? —volvió a preguntarle Goldoni a Jeanne, a la que cogió de la mano y condujo junto al clave.

Jeanne se quedó mirando al veneciano toda colorada y asustada. Con sus rasgos finos y regulares un poco hinchados por la gula, su mirada soñadora y gentil, su boca perfecta y su larga peluca a la veneciana llena de bucles sueltos que le daban una aureola de dulzura, Carlo Goldoni le había parecido el personaje más tranquilizador de todos, y ¡hete aquí que ahora la precipitaba en el horror de cantar en medio de aquel grupo de burlones borrachos!

—Señor —le respondió intentando salir del paso con una ocurrencia cualquiera—, soy borgoñona y en mi país se canta sobre todo por Navidad para celebrar la comilona. ¡Nuestras navidades están repletas de pasteles de carne y pavos asados hasta que se nos quita el apetito por mucho tiempo!

— ¡Alto ahí! —intervino vivamente Lalande—. Como presumo de patriota a ultranza, no os dejaré que hagáis pasar a los bresanos por simples estómagos sin corazón, Jeannette. Nuestra Navidad es indigesta, lo reconozco, pero luego nos llega la primavera como a todo el mundo. Así que vais a tener la bondad de cantarnos un mayo.

— ¡Sí, sí, un mayo, un mayo! —gritaron a coro media docena de voces—. Parecerá que estamos en una boda.

— ¿Un... mayo? —murmuró Panard, despertándose sobresaltado.

Con los nervios a flor de piel, furiosa por la traición de Lalande, Jeanne adoptó un tono frío para dirigirse a él:

—Supongo que sabéis que para cantar un mayo hace falta un dúo. Si yo hago la bella, ¿haréis vos de galán?

— ¡Pardiez! ¡No estoy esperando otra cosa! —exclamó el astrónomo levantándose entre vivas.

Entonces sucedió una cosa tan sorprendente que Jeanne la recordaría toda su vida como algo extraordinario, uno de esos instantes locos que

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parecen imaginados por Dios en un momento de embriaguez para hacer creer a los mortales que de repente la vida puede ponerse a delirar maravillosamente. Vio a Aubriot levantarse y retener a Lalande.

—Amigo mío, ya habéis cantado lo suficiente —dijo—. Yo aún no he pagado mi escote, así que dejadme cantar el mayo.

Jeanne sintió que le faltaba el aliento y le fallaban las piernas. "Dios mío, creo que voy a caerme", se dijo, pero sucedió lo contrario, que se sintió como si fuera ella la que había vaciado una copa de licor de un trago. Sintió su propia voz salir sin esfuerzo, cantando en allegro moderato un mayo lleno de trinos:

Yo tenía una rosa fresca

Galán me la has robado,

Galán me la has robado…

Philibert se había colocado detrás de ella, como debía ser. Sintió cómo sus manos le rodeaban la cintura y su fuerte voz le acariciaba el cuello y hacía volar los rizos de su nuca.

No lloréis, hermosa mía,

Ya os la devolveré...

"¡Ni una nota falsa!", pensaba, radiante, locamente orgullosa de él. Sin creer mucho en ello, esperó el beso obligado de la segunda estrofa... Recibió el beso, sonoro, en la raíz del cuello. "¡Ah, te amo!", pensó ella, y su voz, embriagada como la de un pájaro en la enramada, fue al asalto de la tercera estrofa.

Una hora más tarde, todavía achispados, los tres amigos se esforzaban en avanzar de tres en línea por la calle Dauphine, Jeanne bien apretada entre Aubriot y Lalande, protegida de los codazos y patadas del gentío popular que subía y bajaba del Puente Nuevo. El trío agotaba la fiesta cantando a plena voz una vieja marcha lionesa y su canción hacía girarse a la gente y sonreír.

Jeanne andaba, cantaba, reía, apretaba la mano de sus compañeros, pero lo que hacía en realidad era llevar en la mano su corazón como

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quien lleva un vaso lleno, con mucho cuidado de no derramar ni una sola gota de alegría.

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Capítulo 5Capítulo 5

Angot, la pescadera, la despertó a la mañana siguiente gritando "¡salmón fresco de primavera!". Jeanne estaba sola en la cama. Debía de ser tardísimo. Antes de que pudiera reunir suficiente valor para salir de la tibieza de las plumas, el reloj de la capilla de los Petits-Pères respondió a su pregunta al dar ocho toques. Saltó de la cama y corrió a la habitación de al lado. Philibert se había marchado sin despertarla. Se quedó allí, plantada en camisón en medio de la estancia, hasta que un suave olor dulzón la atrajo hacia un gran ramo de narcisos de poeta que yacía en un jarrón. Debajo, había un papel cubierto por la escritura ilegible que Aubriot garrapateaba siempre a toda prisa: "Un cierto exceso de alcohol tiene virtudes narcóticas. Ni siquiera has oído a la vendedora de flores que ha venido a pregonar su mercancía bajo nuestras ventanas. Te he dejado un trabajo de copia que querría ver terminado esta noche. Vete a trabajar a los Petits-Pères, allí hay más luz. No me esperes a cenar, llegaré muy tarde. Ph. A. "

Hundió su cara en las flores, aspiró su aroma embriagador y, como éste era persistente, lo transportó con ella a la cocina pegado al cabello y a la ropa.

La señora Favre, la cocinera que hacía de ama de llaves para el doctor Vacher, tasó a la joven en ropa interior.

— ¿Aún estáis aquí? Creía que ya habíais salido. ¿Pensáis desayunar a estas horas? ¡Yo ya he recogido!

—No importa, señora Favre —dijo precipitadamente Jeanne batiéndose en retirada—, no importa, yo...

—Aún queda leche pero está fría. ¿Queréis que la caliente?

El ofrecimiento estaba hecho en un tono que habría exigido mucha desenvoltura para aceptarlo.

— ¡Oh, gracias, señora Favre!, me gusta mucho la leche fría, así que... —dijo Jeanne gastando en vano una sonrisa.

Salió a toda prisa con su limosna de leche.

— ¿Aún os queda pan? —gritó la señora Favre a través del pasillo.

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Jeanne fingió que no la oía y se encerró en su habitación, a salvo de la arpía. La señora Favre le ponía la piel de gallina. ¡Aquella borgoñona con aspecto de sargento de caballería lo hacía todo en la casa y lo hacía al trote! El doctor Vacher aseguraba que era muy buena "en el fondo", ¡pero había que bajar mucho para encontrar su bondad! Es cierto que era diez veces más amable con "su" señor y con el amigo de su señor que con "la mocita"... "Esa rata de sacristía se permite despreciarme", pensaba furiosa Jeanne sorbiendo su leche fría sin el menor placer. Para la virtuosa Favre, la Beauchamps, que se metía en la cama de su amo, sólo era una criada-amante. El que hubiera en el reino un montón de esposas ilegítimas como ella no les impedía a las criadas "honestas" mirar por encima del hombro a las "poca cosa" que hacían servicios de día y de noche. Y una "poca cosa" joven y bonita le inspiraba más odio que ninguna. ¿Cuándo, Dios mío, cuándo se decidiría Philibert a alquilar un apartamento donde estuvieran realmente en su casa? ¡La verdad es que tenía un lado roñoso exasperante! "¡Oh, perdón Philibert mío, vos que acabáis de ofrecerme un ramo de narcisos! Perdón, qué mala soy, no os merezco..."En la calle se oyó una voz aguda que la tentaba ofreciendo bizcochos crujientes, cubierta por la voz baja y cascada de Bernabé: "¡Pan del Louvre, pan casero, pan mollete!". Jeanne se puso en pie, metió cuatro sueldos en un cesto, se lo envió a Bernabé y, tirando de la cuerda, subió un pan mollete, largo y tierno. En un armario del despacho había confitura de ciruela y de melón que le había enviado la señora de Bouhey. Se preparó un festín de rebanadas de pan con mermelada y se sintió reconciliada con su estado de pecadora. Una vez lista, se dirigió a los Petits-Pères para ponerse al trabajo.

Con su mejor caligrafía, pacientemente, se aplicó a alabar los beneficios de la Pervinca vulgaris, la pervinca vulneraria, astringente y febrífuga.

El farmacéutico Valmont de Bomare le había pedido a Aubriot que le proporcionara la lista de las plantas que utilizaba más a menudo en medicina. ¡Qué castigo! Jeanne talló la pluma suspirando, pero sonrió al ver llegar la Melissa officinalis. Philibert siempre había demostrado mucha afición por la melisa. "Hago sacar de ella un aceite esencial muy suave, muy cefálico, muy apropiado para despertar la mente, de modo que va bien para combatir la fatiga intelectual y la melancolía, así como los mareos y los vapores de las damas. Las hojas frescas de melisa machacadas y utilizadas como cataplasma calman el dolor causado por las picaduras de insectos. Con su sumidades floridas, maceradas en buen aguardiente azucarado, se prepara una ratafía medicinal que estimula las digestiones lentas, y tiene un sabor tan agradable que en muchos hogares

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de Bresse no se toma ningún otro licor. "Posó la pluma y se puso a soñar con la melisa. Se la encontraba repartida por todo Charmont. Junio brillaba en un cielo apenas rayado por finas nubes blancas y ella corría delante del señor Philibert por los terraplenes llenos de sol para descubrir antes que él los islotes de florecillas azuladas. La melisa era la primera planta que el botánico había puesto en manos de la niña de diez años diciéndole: "Huele, huele bien". Y ella había aspirado un maravilloso y embriagador perfume a limón y a miel, amortiguado por cierto amargor que recordaba al geranio. Más tarde, Philibert le había hecho mojar los labios en la ratafía de melisa y ella había recuperado en la punta de la lengua, multiplicado por dos, el fuerte sabor agridulce que había descubierto en sus manos.

Se sonó, emocionada por la nostalgia.

Oyó la vocecita infantil del padre Joachim a sus espaldas.

—Me parece que necesitáis charlar un poco. Vuestra copia no avanza. Acompañadme a las cocinas. Acabo de ver pasar al mozo del panadero de la calle de la Verrerie, así que el hermano Amédée tendrá tortas frescas y le robaremos algunas... Bien, ¿habíais probado alguna vez unas tortas tan ricas? —dijo el padre Joachim cuando estuvieron sentados ante un vaso de horchata y con las pastas en la mano.

—Raramente —reconoció Jeanne—. Se funden en la boca. ¿De dónde son?

—En París no hay como las tortas de la calle de la Verrerie —dijo el padre Joachim—. Cuando Favart vendió la tienda, vendió la receta con ella.

— ¿Es pariente del Favart de las Óperas cómicas, padre?

—No, se trata del mismo. Era pastelero y tenía esa tienda de la calle de la Verrerie. Su padre había perfeccionado las tortas corrientes hasta hacer esta delicia, y el hijo las puso a la moda. Favart vendió miles de tortas antes de vender centenares de canciones.

—El señor de Lalande me presentó ayer al señor Favart —dijo Jeanne, evitando pronunciar el nombre de Landel en el convento.

—No me extraña. Al señor astrónomo le gusta mucho la gente de teatro —dijo el padre Joachim.

—También vi a la señora Favart. Y al señor Philidor y...

Enumeró a todos sus brillantes conocidos con voz excitada.

—Por los nombres que me decís y la cara que ponéis adivino que pasasteis un buen domingo —observó el religioso sonriendo.

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—Es verdad. Me gustan tanto las novedades... —posó en el monje una mirada que se había vuelto seria—. Necesito novedades, padre. Me gustaría que me sucedieran cosas nuevas todos los días. Siento que nunca me cansaría. ¿Por qué soy así, padre, siempre ansiosa de cosas nuevas?

—Porque tenéis dieciocho años.

—Dieciocho años... Ya no soy tan joven como para soñar con un mañana siempre mejor que la víspera...

—Hija mía, ¡yo tengo setenta y ocho y aún no he encontrado el valor de ver las cosas tal como son!

—Pero, yo soy feliz, padre. Debería bastarme con lo que poseo.

El padre Joachim meneó la cabeza.

—La felicidad que nunca se hace monótona se llama beatitud, y no se consigue aquí abajo.

— ¡Sí que se consigue!

La exclamación se le escapó, vibrante, y Jeanne enrojeció violentamente al pensar en las imágenes de beatitud que tenía en la cabeza. Pero, a pesar de todo, el padre Joachim era demasiado fino para no haber adivinado desde hacía tiempo la naturaleza de sus relaciones con el doctor Aubriot. Aun así no se esperaba la franqueza del anciano.

—Lo que tomáis por beatitud sólo es pasión, niña mía. Y reconozco que es un sentimiento bastante exaltador como para que a vuestra edad os creáis colmada. Y sin embargo... —tuvo una expresión de amable malicia— vuestro acceso de aburrimiento de hace un rato delante de un montón de copias demuestra que sentís mayor pasión por el botánico que por la botánica.

— ¡Oh, pero si a mí me gusta muchísimo la botánica! —exclamó ella, roja todavía y un poco enfadada.

—Sin duda, sin duda os gusta mucho. Pero la pasión es lo único que nos apasiona y nos impide bostezar.

La pasión.

Una pasión que pueda colmar tanto los días como las noches.

Las palabras del padre Joachim le dieron que pensar el resto de la tarde. Mientras su pluma rascaba animosamente el papel, a través de las virtudes aromáticas del enebro, los mil y un secretos azules del mirtilo y las delicias estimulantes, vermífugas, diuréticas, expectorantes y

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estomacales del licor de serpol, su pensamiento vagabundo iba en busca de una pasión. Cuando se dio cuenta se quedó un momento sorprendida y luego se apoderó de ella el pánico.

Nunca hasta entonces había pensado realmente que sufría de un gran deseo. Philibert, el fruto tanto tiempo prohibido, se había dejado coger, y descubría con tanta angustia como incredulidad que aquel fruto maravilloso no la alimentaba bastante. "Debo de estar pasando un momento de locura, de tontería o de fatiga", se dijo. En lugar de emprender el relato de las virtudes antirreumáticas del hipérico, dejó la pluma y se frotó la frente, con la esperanza de borrar las pamplinas que se habían acumulado detrás. Porque al fin y al cabo, no le había mentido al padre Joachim: amaba la botánica. Y adoraba al botánico. Esas dos ocupaciones, combinadas, tendrían que haberla satisfecho por completo. Pero no era así. No era sí. Le quedaba un cierto vacío en el alma.

"La verdad es que he nacido soñadora, que este mal es incurable y que necesito soñar como necesito comer y beber", acabó por decirse. A menudo había oído a Aubriot, que era un médico escéptico, pronunciar una de sus más sólidas creencias: "Hay enfermedades accidentales, que se puede intentar curar, y hay enfermedades que vienen al mundo al mismo tiempo que nosotros y con las que hay que acomodarse, convirtiéndolas en amigas o al menos en enemigas soportables." Y como Philibert siempre tenía razón, debía seguir su consejo. Tenía que encontrar algún nuevo sueño, pero uno pequeño, razonable, que a él no lo molestase. Justo para darle a su presente, demasiado establecido y monótono, la palpitación de la incertidumbre, y al porvenir el excitante color de una cosa que había que conquistar. Pues bien, tenía que pensarlo.

Tomó de nuevo la pluma con ánimo renovado.

La idea le vino cuando explicaba los méritos de la infusión de salvia. El doctor Aubriot tenía una gran confianza en la Salvia officinalis. La recomendaba calurosamente para toda clase de males, entre ellos la "fatiga mental, intermitente o crónica". La fatiga mental... ¿Era su caso? Cuanto más reflexionaba, más segura estaba que el suyo era un caso de fatiga mental intermitente. Como en sueños, se inclinó hacia el fuerte y amargo perfume de la infusión de salvia y en ese preciso instante le vino una idea a la cabeza: "¿Y si abriera una herboristería?" Una cascada de imágenes encantadoras empezó a circular por su mente a toda velocidad. ¡Ah, Salvia salvatrix, natura concíliatrix!, como habría exclamado Philibert. Al olor vigorizador de la salvia ella se veía detrás del mostrador de madera bien pulida de una linda tienda de la calle Saint-Denis, mientras hablaba del buen uso de las hierbas medicinales a una elegante clientela que era "toda oídos". Los primeros parroquianos se encontraban tan a gusto en la tienda Aux Mille Fleurs y quedaban tan contentos de la

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dueña, de su amplio conocimiento de las plantas, de su amabilidad y, ¿por qué no?, de su encanto, que corrían a la ciudad y a la Corte para cantar las alabanzas de la nueva herboristería de la calle Saint-Denis. La reputación de la señorita Beauchamps acababa por llegar a los oídos más distinguidos y un buen día veía formarse ante la tienda un caos de carrozas tan agradable para la caja registradora como la que se formaba cada tarde ante La Civette du Palais-Royal... Las manos de Jeanne, abandonadas sobre la copia que estaba haciendo, se pusieron a palpar el aire de su sueño y el aire tintineó tan alegremente como si estuviera recogiendo escudos a paletadas... La música era tan agradable que sonrió con beatitud.

El padre Joachim, que estaba trabajando en un pupitre colocado enfrente de ella, observó aquella sonrisa.

— ¿Es que estáis atravesando la puerta del paraíso, señorita? —preguntó la vocecita del religioso—. Tenéis cara de haber visto un milagro.

—Estoy pensando en una cosa que le tengo que preguntar al padre boticario —respondió ella, levantándose bruscamente y plantando allí mismo su trabajo y al asombrado padre Joachim.

Como en los Petits-Pères no cultivaban plantas Jeanne no tenía nada que aprender de su boticario. Sólo era un amable guardián de frascos. Pero le habían entrado unas ganas repentinas de correr a hablar con él. Ir a la botica del convento a olisquear los perfumes que flotaban en la estancia en penumbra, mirar cómo el padre Firmin pesaba raciones de colas de cereza, de tilo o de menta, pasarle los frascos, volver a colocarlos en su sitio, charlar de medicina con el padre Anselme, que venía a quejarse de su eczema, le parecía que era como empezar a ocuparse de su tienda. Le costó mucho volver a sus copias y, en cuanto las hubo terminado, volvió a pensar en su gran proyecto, se lo llevó un rato a pasear al jardín del Palais-Royal y por fin a casa, donde siguió perfilándolo en espera de que Philibert volviese.

¡Gran asunto montar una tienda! Las dificultades de la empresa iban apareciendo a medida que Jeanne se esforzaba por hacer realidad su proyecto. Empezó por desmontar la tienda de la calle Saint-Denis para probar en la calle Saint-Honoré, antes de regresar decididamente a la de Saint-Denis, donde una gran cantidad de tiendas de lujo atraía permanentemente a una multitud de gente. Si hubiera podido, para sentirse más protegida, se hubiera establecido cerca de La Rose Picarde, el más grande y próspero almacén de telas de la calle, que dirigía el viejo Mathieu Dclafaye, hermano de la baronesa de Bouhey, que tanto se

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parecía a ella. Pero, apenas había colgado su rótulo junto a La Rose Picarde, cuando ya la abandonaba su euforia: ¿el gremio de los boticarios no iría a echarla en seguida de semejante lugar? El poder de los gremios comenzaba a declinar ante los ataques de los liberales y el espíritu revolucionario de los obreros en lucha contra los privilegios de los maestros, pero los maestros aún se defendían con uñas y dientes contra los "usurpadores" con una furia aún más vigilante si cabe desde que el señor de Gournay, intendente de comercio, hablaba de abolir pura y simplemente el monopolio de mil quinientos cincuenta y un oficios inscritos en el Libro, para instaurar la libertad de todo el mundo a trabajar y establecerse por su cuenta. "¡Bah! —se dijo Jeanne, después de pensarlo un poco—, lo mejor es que me instale en el Temple." Todo el mundo sabía que el furor de los gremios tenía que detenerse en las fronteras del Temple, al igual que los oficiales de justicia del rey, y ella sabía también que los parisienses adoraban abastecerse en el Temple porque tenían la impresión de comprar mercancías de contrabando. Aquella tierra de asilo, donde ni siquiera podían entrar los acreedores, sólo tenía un defecto: tenía poco espacio en oferta, de manera que el más mísero local se pagaba a precio de oro.

Jeanne sacó su caja de los tesoros...

Sabía de memoria lo que contenía: 762 libras y 11 sueldos. Pero le gustaba tocar su fortuna de vez en cuando y consultar su origen en una hoja de pergamino doblada en cuatro que guardaba en el fondo de un cofre de boj. No es que fuera avara, pero su oro y sus escudos representaban a su familia y también su dignidad. Nunca olvidaría la mañana en que cumplió catorce años y su tutora le entregó su patrimonio: la bolsa con el dinero y los títulos de una casa de adobe con sus dependencias, huerto y quince prados de media siega, es decir, la mitad de lo que podía segar un hombre de una vez. Lo había apretado todo contra su pecho, como si de repente la señora de Bouhey le hubiera entregado los restos de sus padres, y se había escapado, sollozando, a su habitación. A partir de aquel día se sintió menos huérfana. Y ahora, cada vez que volvía a mirar la escrupulosa relación hecha por la baronesa, una sonrisa piadosa le flotaba en los labios porque le permitían hacer un pequeño peregrinaje por el mundo de su infancia.

-

2 camas de plumas y sus cabezales: 8 l.

- 1 artesa, 1 saladero, 2 sillas de paja: 3 l.

- 7 buenas sábanas: 2 l 10 s.

- 150 libras de tejas y 6 libras de clavos: 48 l 8 s.

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- 6 toneles vacíos y 1 con 30 pintas de vino: 11 l.

-

Un lote de buenas herramientas comunes que pesan 23 libras: 17 l 15 s.

- Dos carros de leña...

La lista continuaba hasta agotar la pobreza sin miseria del techador borgoñón. La querida baronesa no había tenido piedad de los compradores, que habían tenido que añadir dos sueldos por su viejo sombrero, cuatro sueldos por un mal cubo para subir el agua y 6 dineros por una Vida de Jesucristo a la que le faltaban las tres últimas páginas. Había vendido muy bien también el cuarto de manteca y dos jamones por cinco libras y cuatro sueldos. ¡Aquellos jamones debían de ser soberbios! Total, que la baronesa había velado tan fieramente por la venta de los bienes dejados por su padre que, después de añadir al producto los ahorros del buen hombre y haber pagado lo que dejó a deber al cirujano que lo atendió al morir, al boticario, a la parroquia y al fisco, quedaban algo más de quinientas libras, que Jeanne había metido en la bolsa de piel marrón que ahora contemplaba. Y luego la bolsa se había engordado con todos los regalos en dinero que le había ido haciendo la baronesa y doscientas libras que le había metido en el equipaje antes de dejarla partir para París. Así que en aquel momento, en el año 1765, Jeanne habría dispuesto de casi ochocientas libras para poner una tienda si no se hubiera gastado insensatamente veinticinco en un gran gorro al estilo Ramponeau. Quitando esa cifra, aún le quedaba un buen ahorrillo: exactamente 762 libras y 11 sueldos. ¡No estaba mal! Con semejante cantidad y una cara bonita se podía pedir prestado.

Jeanne fue a echarle un vistazo a su aspecto y entonces el gorro a lo Ramponeau le pareció muy útil: sólo se presta a la gente bien vestida.

La vida es lunática. Durante meses va a ritmo moderato, de repente se embala, va a ritmo de allegro y os pone a bailar.

Hasta aquel alegre domingo de casa Landel los días parisienses de Jeanne habían estado cortados por el mismo patrón: Jardín por las mañanas, vuelta a casa a las dos, comida rápida y solitaria, trabajos de botánica hasta las seis de la tarde, luego un paseo por el barrio y a esperar a Philibert, cena y hacer el amor. Y hete aquí que un hermoso mediodía, en el Puente Nuevo, el loco de Mercier había caído en medio de toda esa rutina haciendo remolinos como un guijarro en un lago.

El joven escritor era demasiado vivaz como para resignarse a cortejar a Jeanne de lejos en espera de la ocasión. Algún día acabaría cansándose, aunque fuera de vez en cuando, de un amante demasiado viejo y no tan

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alegre como ella necesitaba. Entonces Mercier le ofrecería servicios complementarios. Estaban en París, en el año 1765, un lugar y un tiempo en que la fidelidad no prendía en el cuerpo de las mujeres. "Seguiré siendo amigo de Jeannot, luego haré reír a Jeannette, y después ya veremos", se decía a sí mismo el alegre filósofo.

Un día de cada dos iba a buscarla al Jardín del Rey y ambos se iban a pie y siempre riendo al Palais-Royal. Mercier cultivaba su extravagancia y soltaba cosas absurdas sobre cualquier tema, pero en todo aquel disparate podían encontrarse pepitas de buen sentido. Recorría sin cesar las calles y conocía París y sus costumbres a fondo, de modo que Jeanne apenas esperó unos días para confiarle su sueño de abrir una tienda de tisanas en el Temple. A Mercier la idea lo extasió.

— ¡Es una idea de oro! Hace tres o cuatro años un tendero arruinado rehízo su fortuna en el Temple con una tisana purgante. ¡Llegaba a vender mil doscientas pintas por día! El buen hombre ha muerto y su local está en venta. Los parisienses están hartos de sus médicos y boticarios. Vendedles recetas milagrosas y tendréis cola en la puerta. Yo me encargo de que os hagan canciones en I .andel: el elogio en cuartetas es lo que más funciona. Y el doctor Aubriot os puede mandar muchos clientes prescribiéndoles vuestras tisanas.

—Aquí ya no ejerce —dijo Jeanne—, aunque tendrá que hacerlo si no consigue pronto un puesto con sueldo en el Jardín. Su fortuna es modesta. Pero, me preocupa lo que decís sobre que los parisienses desconfían de los médicos.

¡Se burlan, pero les proporcionan buenas rentas! Más de un médico circula en carroza.

Pero ¿cómo hacerse famoso en una ciudad tan grande?

Teniendo una especialidad, es decir, alguna originalidad que dé que hablar. Tratar sólo a algunos pacientes, o darles una panacea bien cara, o tener algunas manías llamativas. Mirad a Tronchin. Cuando entra en casa de un enfermo lo primero que hace es gritar "¡El señor —o la señora— se envenena por el pulmón! ¡Aire, aire, aire!" Y toda la casa se pone a quitar burletes protectores de las ventanas, a descolgar cortinas, a enrollar alfombras, a encender fuegos purificantes de enebro, en fin, que no pasa desapercibido a la cabecera del enfermo. Arnaud hace trotar a sus cardíacos para fortalecerles el corazón, cosa nunca vista, y los cardíacos que no se mueren lo llenan de alabanzas. Se conoce a Bouvard por la maldad de sus chistes y a Pomme por su pasión por el agua de Vichy, la más cara del mundo, de la que dice que le limpia el hígado. La especialidad del doctor Aubriot podría ser una esencia de tisanas de la que sólo vos tendríais la receta. A propósito, cuando consulta, ¿hasta qué piso sube el doctor?

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— ¿Cómo que hasta qué piso? —dijo Jeanne desconcertada— ¡Pues hasta donde esté el paciente!

— ¿De verdad? Qué sacrificado. Se nota que viene de provincias. Aquí, un médico no pasa del primero. El señor Aubriot podría especializarse en el segundo. En el primero los enfermos están muy solicitados y en el tercero, son pobres.

Jeanne se puso a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Volvamos a mis proyectos. ¿Creéis que encontraré en el Temple un local no demasiado caro?

— ¡En el Temple antes que discutir de precios hay que encontrar un hueco! Pero precisamente acaban de vaciar el local de un estafador mundano que se ha creído bastante listo como para fabricar sin ser perseguido una imitación de las telas del señor Oberkampf. Como ese gran pillo no sabía nada del arte de la estampación y además se acostaba con la cajera, lo único que ha conseguido es estropear trescientas piezas de tela, mientras su hermosa cajera se largaba con el resto del capital. Para evitar que sus dibujantes, a los que se olvidó de pagar, le moliesen a palos, ese buen señor lo ha plantado todo y ha huido a Holanda. El local grande de la fábrica ya está vendido, pero el veneciano poseía también, en la esquina de la misma calle, una pequeña dependencia, muy limpia y hasta coqueta, que utilizaba para verificar los talentos de sus obreras y que podría ser una encantadora tienda.

— ¿Por qué lo llamáis "el veneciano"?

— ¡Toma, porque lo es! ¡Y se veía! Iba siempre vestido como para el carnaval de su tierra, con colores llamativos y tantos colgantes que deslumbran la vista, con un tricornio emplumado del tiempo de Luis XIV...

— ¿No sabéis cómo se llama? —preguntó Jeanne sorprendida por el retrato.

—Casanova de Seingalt. O caballero de Seingalt, como pretende llamarse.

Jeanne sonrió alegremente.

— ¡Mercier, quiero esa tienda, tengo que conseguirla! Me traerá suerte. Mi reencuentro con el caballero Casanova en una tienda del Temple es tan inesperado que lo creo una señal del destino. ¡Mercier ayudadme a conseguirla, os lo ruego! —acabó de decir con voz excitada.

Y como él la miraba con ojos desorbitados, añadió—: conocí al caballero Casanova en Lyon. Me divertiría enormemente conseguir su local y no otro.

—Pues bien, la cosa me parece posible. La nueva dueña no lo usa y quiere realquilarlo. Es una vendedora de modas muy rica, bien vista en la

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Corte y aún más en casa del príncipe de Conti, que, como sabréis, es Gran Prior del Temple. Le he compuesto algunas cuartetas alabando sus mercancías y hasta un soneto dedicado a sus encantos, pues los tiene. Se ha instalado en el Temple con la intención de vender ropa de contrabando, inglesa y oriental. El lugar es bueno para esos tráficos, pues todos los caballeros de Malta se alojan en el Temple y todos los marinos malteses son contrabandistas. Amélie Sorel, la vendedora, está en muy buenas relaciones con un cierto caballero Vincent, que es el pirata más hábil entre los de su profesión. Si queréis un sombrero de paja made in London, o la más bonita bata turca soñada, tendréis que ir a ver a la Sorel.

— ¡Mercier, quiero, quiero y quiero esa tienda! —exclamó Jeanne—. ¡La quiero por encima de todo y la conseguiré!

Oír el nombre de Vincent colmó su excitación. Caminaba como si tuviera alas y Mercier, que no tenía la menor prisa, intentaba moderarla en vano. Llegaron al Puente Nuevo. Cuando estuvieron en medio de la multitud, Jeanne se apoyó en el parapeto y se explicó mejor.

—Mi paciencia por tener esa tienda os ha podido sorprender, pero he visto una señal en vuestras palabras y yo creo en las señales. Y además tengo otras razones para quererla. Me pregunto, por ejemplo, si yo también podría obtener algunas mercancías de contrabando. Las tisanas exóticas, por ejemplo, podrían tener éxito.

«— ¡Genial! —exclamó Mercier—. Jeannot, vuestra idea es oro puro. Imaginad que vendéis cucuruchos de la tisana afrodisíaca que utiliza el Gran Pachá para atender a su harén. Amiga mía, tendríais un gentío ante la puerta todo el tiempo. El primero, el príncipe de Conti, señor absoluto del Temple, que os compraría vuestro fortificante por libras, pues es sabido en todos los burdeles que del príncipe sale difícilmente algo que no sea viento.

—Mercier, tenéis una lengua de víbora —dijo Jeanne.

—Una lengua de periodista. Hay que ganarse la vida. No es peor apropiarse de los hechos y gestos ajenos que de sus bienes, es lo que le explicaba un día a ese caballero Vincent del que os hablaba y tuvo la buena fe de reconocerlo. Vino a zurrarme la badana y se fue muy contento con mi lógica, y ahora somos muy amigos, y si queréis os recomendaré a él para vuestros negocios de importación.

— ¿Qué mal le habíais hecho a ese caballero que tan mal os quería?

— ¡Oh! Todos mis problemas me vienen de mi pluma. Tengo que proporcionar mi contingente de líneas a mi gaceta y había redactado un eco sobre los amores del caballero con la bailarina Robbe, un día que no tenía nada mejor que echarle al tintero.

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—Y el caballero Vincent salió en defensa del honor de la bailarina, ¿no? —exclamó Jeanne, repentinamente furiosa.

—No es eso. Es que la Robbe pertenece a Lauraguais y el conde aún no estaba seguro de ser cornudo hasta que me leyó.

— ¿Y qué pasó? —preguntó ansiosamente Jeanne.

— ¿Que qué pasó? Que Vincent y Lauraguais se fueron al prado del Advocat.

— ¿Qué? ¿Por una bailarina? ¿Se batieron por una bailarina?

—No, se batieron porque Lauraguais trató a Vincent de pirata. Y eso un corsario no puede sufrirlo.

— ¡Contadme lo que sigue, no hacéis más que interrumpiros y es exasperante! —exclamó Jeanne con impaciencia.

—Disculpadme —dijo Mercier, sorprendido—, no sabía que os gustaran tantos los chismes de alcoba. Y, en fin, no pasó gran cosa. Para lavar la injuria Vincent se contentó con una gota de sangre de Lauraguais, mientras que por la bailarina Lauraguais no ha querido nada. Se abrazaron y se fueron del brazo a tomar ostras, justo el tiempo de ponerse de acuerdo sobre el reparto del tiempo de la señorita Robbe.

— ¡Es escandaloso! —escupió Jeanne con los ojos echando chispas.

— ¿Y a vos qué os importa?

— ¡No me importa lo más mínimo! —exclamó Jeanne con rabia—. ¿Por qué me iba a importar la conducta de dos libertinos? Pero reconoced que toda mujer tiene derecho a enfadarse cuando ve una nueva muestra del descaro de los hombres. ¡Dos hombres que se reparten el cuerpo de su muñeca de tul sin ni siquiera tener la cortesía de invitarla a su comilona para escuchar su opinión y darle a probar el champán que se toman a su salud...! ¡Es demasiado fuerte! Hay momentos en que creo que las mujeres somos unas idiotas al llorar por esos animales. Deberíamos amarlos como hacen ellos: para reírnos.

Su arrebato tuvo que haber sorprendido a Mercier y Jeanne fue consciente de ello. Demostrar primero aquel deseo de instalarse donde lo había hecho el excesivamente galante Casanova y luego exhibir semejante cólera contra los hombres por un simple chisme mundano haría que Mercier se hiciera muchas preguntas.

Se fue un rato al convento de los Petits-Pères para calmarse un poco antes de subir a casa a prepararse la comida. Aún sentía las mejillas rojas y ardientes por la emoción experimentada. ¡Qué mala estrella ruborizarse

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por cualquier nadería! ¡Pase a los quince años, pero sonrojarse a los dieciocho, cuando ya era toda una mujer...! Se dejó caer en un banco del paseo y se abanicó con la pañoleta del escote. Su mirada vagó por el seto de lilas, que empezaban a madurar y se cubrían de pequeñas estrellas de un malva pálido... Y fue en ese momento cuando las palabras de Mercier empezaron a llegarle al alma. La voz contaba otra vez la estúpida historia de Vincent, la Robbe y Lauraguais, y esas palabras tenían dientes de rata que le rasgaban el corazón. ¡Qué idiota era! ¡Qué le importaba que Vincent se acostara con una bailarina! ¡O con tres, o con diez! ¡Podía acostarse con todo el cuerpo de baile de la Opera si le apetecía! Un marino suele tener gustos tan vulgares... "Pobre Pauline", pensó. Sintió una gran piedad por la señora de Vaux-Jailloux, a la que su amante engañaba ruinmente con una bailarina. ¡Ya podía decorarle y redecorarle su nido de Dombes para que pudiera estar más guapo y más cómodo! Ya podía mandar que copiaran para él el cuarto de aseo de Luis XV y mantener amorosamente en orden y sin una mota de polvo los preciosos bienes del ausente, sus batas de seda de China, sus cepillos, su peine, sus rizadores, sus treinta chismes y frascos de gran coqueto, ¡ah, sí, de qué le valía acordarse de él tan tiernamente para ser olvidada entre los muslos de alquiler de una bailarina! Le faltó poco para echarse a llorar por la desgracia de Pauline.

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Capítulo 6Capítulo 6

La señorita Sorel le alquiló el pequeño local que no utilizaba por doscientas ochenta libras al año y un semestre de adelanto. Era un precio de usurera, pero no había que esperar encontrar un solo propietario honesto en todo el recinto del Temple. Además, el local estaba muy bien situado, muy cerca de la puerta de entrada, en la esquina de la calle del Temple con la de Meslay. Todo el que llegara de fuera tenía que pasar por allí, al igual que la multitud cotidiana de personas que iban a visitar al Gran Prior o a su amante, la condesa Marie-Charlotte de Bouffiers, una dama muy frecuentada. Y también estaba a dos pasos de un largo paseo a la sombra de la muralla, por donde el pueblo sencillo que bajaba de la Courtille iba a callejear mirando tiendas cuando no quería trabajar el domingo por la mañana.

—Y también estáis en el camino de la Nadine y eso es bueno —observó Mercier—. Nadine atrae a los forasteros.

— ¿Es que vende joyas? —preguntó Jeanne.

Sabía que las joyas del Temple, falsas pero muy logradas y muy caras, atraían a los aficionados a los recuerdos de París. Pero vio a Mercier echarse a reír a gusto.

—En efecto —dijo—, Nadine aloja en su casa a media docena de jóvenes obreras que venden sus "joyas". Podréis proveerlas de saquitos desodorantes...

— ¡Y si vendo clandestinamente "capotes ingleses" captaré también a los clientes más precavidos de esas señoritas! —soltó Jeanne.

— ¡Diablos! ¡Veo que comenzáis a dominar el lenguaje de una proveedora habitual de duquesas!

—Es que estudio bajo vuestra dirección, Mercier, que tenéis la lengua puesta a la última moda.

Se sentía con humor para bromear, ligera como una golondrina en primavera. Si continuaba yendo a aquella velocidad, podría abrir La Tisanière, que era como había decidido llamar a su tienda, el primero de julio. No pasaba un día sin ir a inspeccionar el trabajo del carpintero al salir del Jardín y ya le había encargado la muestra a un artesano del

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Temple. Se vería una gran tetera de esmalte blanco, decorada con una rama de rusco picante acompañado de sus bayas rojas, sobre la que se leerían las palabras La Tisanière caladas en el hierro y pintadas en dorado con un marco verde botella.

Encontró el local muy limpio tal como le había dicho Mercier. Pero debido al uso que le daba, Casanova lo había decorado como un gabinete íntimo con sofás y había cegado las ventanas que daban a la calle. Jeanne llamó a un carpintero para que las desclavase y se ocupase de transformar aquel encantador lupanar en una linda herboristería. Para las estanterías y los revestimientos, el obrero había propuesto madera de cerezo de color castaño, y Jeanne, al ver sus preciosos reflejos rojizos, no había querido que la pintaran, sólo que la enceraran. Para el entrepaño de la chimenea, la señorita Basseporte le recomendó al aprendiz más hábil de Clermont, un decorador en boga de dieciséis años que por ocho libras y quince sueldos le pintó con primor un ramo de flores del campo descuidadamente abandonadas en una mesa, al lado de un sombrero de jardinera adornado con cintas. Era sencillo, fresco y alegre, y Philibert dijo que no había cometido muchos errores al reproducirlas.

Porque Philibert ya estaba en el secreto.

En realidad, se había enterado el último. Jeanne había tenido tanto miedo de que se enfadase, que después de hablar de su proyecto a Mercier había querido hablar antes con otras personas cuya opinión le interesaba. A la señorita de Basseporte le había gustado la idea y al padre Joachim también. Lalande, siempre generoso, le había ofrecido un préstamo. El tímido Thouin se había asustado un poco al principio, ¡pues Jeanne le parecía tan joven para dedicarse al comercio! Pero en seguida había prometido su apoyo para comprar plantas medicinales clásicas, que se cultivaban en abundancia en ciertos conventos parisienses. Más tarde había llegado la respuesta a las cartas enviadas a Marie y a la señora de Bouhey; la de Marie había sido entusiasta y la de la baronesa rezumaba contento. Para ayudar a su amiga, Marie le ofrecía tantas hierbas de su jardín como quisiera, así como grosella y borraja, que en Autun se encontraba en profusión durante el verano, en los alrededores pedregosos de la puerta de Sant-André.

En cuanto a la señora de Bouhey, decía así:

"Triunfa. Es mi único consejo. Haz fortuna con tu herboristería y me harás feliz No te dejé partir con Aubnot por mi gusto. Pero si, gradas a tu cabezonería, debes encontrar en Varis tu independenda, entonces me sentiré consolada y dejaré de rezar porque dejes de amar a Aubriot antes de que sea demasiado tarde. Tu nego do de tisanas me gusta tanto que

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quiero compartirlo contigo. Si necesitas consejo o dinero, ve a ver a mi hermano Mathieu, a Ta Rose Picarde. Dime lo que necesitas, mi jardinero lo plantará. Y, además, ya sabes que por ocho sueldos al día puedo encontrar una persona que te recoja hierbas silvestres, y hasta dos o tres si hace falta... “Y en otro momento decía: “Pareces tener miedo de poner a Aubriot al corriente de tu proyecto. ¿Crees que le molestará ver que ganas al menos para pagar tus vestidos y a tu peluquero? ¿Quién te ha metido esa tonta idea en la cabera? ¡No creas, Jeannette, que a los hombres les gusta que su amante les deba todo, más bien prefieren que no les cueste nada!“

No obstante, Philibert se mostró muy sorprendido y hasta contrariado al saber que Jeanne había tenido una idea propia y había seguido adelante con su proyecto sin pedirle ni su opinión ni su permiso. Pero ella le había explicado que precisamente por la importancia que tenía su opinión ella había tenido miedo de pedírsela hasta el último momento. Entonces él se había calmado y le había dado a entender que la ida de La Tisanière quizá no era tan mala. Fue a ver la tienda y más tarde se instaló en su mesa para escribir una lista de productos que habría que llevar allí antes de abrir.

En cuanto supo que el hombre que amaba aprobaba su proyecto, la futura tendera no cupo en sí de satisfacción. Trabajaba como uña negra, se levantaba al amanecer y no se acostaba antes de medianoche, pero se sentía de maravilla, nunca se había encontrado tan bien desde que llegó a París. “! Ah, me gustaría ver a mi primer cliente", suspiraba a todas horas y jugaba a adivinar quién sería.

—Yo en vuestro lugar, Jeannette, quisiera tener como primer cliente a la Favart —le dijo un día Mercier—. Como actriz está algo pasada de moda, pero no hay que olvidar que es la "sobrina" del abate de Voisenon y la "viuda" del mariscal de Saxe, y que esos "parientes" la relacionan con el gran mundo. Y sólo tiene que decirle una palabra a su troupe del Teatro Italiano para que todos se conviertan en clientes vuestros. Y con la compañía, tendréis a todos sus amantes, que pertenecen al gran mundo.

—El caso es que no he visto a la señora Favart desde aquel domingo en casa de Landel.

— ¡Oh, la volveréis a ver! —dijo Mercier—. Ya se descubrirá alguna enfermedad que ir a consultarle a vuestro médico.

— ¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Jeanne frunciendo el entrecejo.

— Quiero decir que la señora Favart me pidió ayer noticias del doctor Aubriot y le respondí que lo encontraría cada martes por la noche en el Café de la Régence.

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En la taberna de Landel Aubriot había conocido a Philidor. Este era el último descendiente de una familia de músicos, pero no sólo tenía talento musical, también lo tenía para el ajedrez. Pasaba por ser el mejor jugador de su tiempo y disputaba partidas contra los mejores jugadores de Europa. Aubriot era buen jugador. El ajedrez era el único juego que le gustaba y conocer a un campeón lo había decidido a frecuentar el Café de la Régence una vez por semana.

Ese café del Palais-Royal era muy frecuentado desde que, en 1760, los parisienses se habían apasionado por el ajedrez. Los más hábiles con el tablero lo frecuentaban asiduamente, rodeados de un público reclutado entre la clientela de los cafés de la ciudad. Se veía a hombres de letras y periodistas, oficiales retirados, viejos burgueses solteros, forasteros de paso. A media tarde entraban algunas damas y se sentaban un rato para cotillear degustando bavaresas con leche; los colores sedosos de sus vestidos añadían encanto a un ambiente ya de por sí encantador. La Régence estaba decorado al gusto del momento con altos espejos separados por entrepaños de madera de un tono verde lavado con filetes de oro pálido. Las mesas eran de bello mármol blanco. Por la noche, cuando los mozos encendían las bujías de los lustres y los apliques, los espejos repetían hasta el infinito los reflejos que lanzaban los cristales de los colgantes de cristal, dando un aire muy alegre al local. Se estaba tan bien allí que algunos clientes habituales se pasaban jugando toda la tarde y no soltaban los tableros de ajedrez hasta que aparecían los jugadores a los que valía la pena observar: además de Philidor, el matemático D'Alembert, los escritores Marmontel, Crébillon y el conde Grimm, el filósofo Helvétius, el librero Panckoucke y Daubenton, un hombrecillo enclenque, discreto, cortés, que en realidad tenía una salud de hierro, una constancia y una fina ironía sin hiel y un potente poder de concentración que convertía a este colaborador de Buffon en un temible adversario. Otras personalidades parisienses, aunque no jugaban, frecuentaban también el café, entre ellos Diderot, Lalande, el filósofo barón de Holbach; el crítico literario del Mercure, La Harpe; Suard, director de la Gazette, y otros muchos, pues todo el mundo quería dejarse ver en La Régence. Bastaba con acudir una vez por semana para ver a todo París, o sea, unas doscientas personas en total. Reinaba allí una amable urbanidad y todo desconocido que tuviera buenas maneras era bien acogido. Aquello era una ganga para el forastero o provinciano que nunca hubiera sido recibido por la señora Geoffrin, la señora Du Deffand o el barón de Holbach ni por nadie importante. Los viajeros ingleses, en particular, se encontraban todos en La Régence, deshaciéndose en elogios sobre la delightful vida de coffe e society de que podía disfrutarse allí, sin más requisitos que haber aprendido a hablar "europeo", es decir,

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francés. Se admiraban de que a veces hasta se veía a monseñor el duque de Orleáns, hermano del rey.

El martes era un día muy animado por la presencia del campeón Philidor y por ello lo había escogido Aubriot. El médico llegaba puntualmente a las seis, cuando se organizaban las partidas. Jeanne miraba instalarse a los jugadores y a los mozos colocar dos candelabros y dos tazas de café en cada mesa en las que había tableros, antes de irse de puntillas a vagabundear un poco entre las mesas... En seguida se retiraba a un rincón de la sala donde Lucien, su mozo, le llevaba sin que se lo pidiese y, con una inmensa sonrisa, una bavaresa al ron de las Islas, la Gaiette del día y una hoja de noticias.

Raramente podía leer más de diez minutos. Pronto se le acercaban dos o tres personas para entablar conversación en voz baja. En La Régence uno se convertía en habitual en seguida o ya no podía serlo nunca, y Jeanne lo había sido desde el primer día. Su belleza, su encanto y su inteligencia le aseguraban la compañía e incluso tenía a sus fieles: Mercier, siempre hablador, y un joven por el contrario tan callado, de aire tan sombrío y una mirada a la vez tan vaga y tan fría, que parecía imbécil. Ese joven tomaba una silla, se sentaba a horcajadas vuelto hacia Jeanne, y la contemplaba fijamente, pero como si no la viese, mientras se mordía las uñas. La primera vez que lo vio lo había encontrado extraño para ser cliente de La Régence: llevaba un traje marrón muy gastado con una corbata y unos puños arrugados, más grises que blancos; a su peluca mal colocada le faltaban los polvos, que estaban esparcidos por las orejas y los hombros, y a guisa de espada llevaba bajo el brazo un gran paraguas cerrado, un paraguas de campesino que va al mercado en día de lluvia. Jeanne, pasmada, no había podido despegar la vista de aquel incongruente paraguas hasta que D'Alembert se le acercó y se lo dio a un mozo, riñendo al joven con su voz de castrado: "A ver, amigo, ¿qué punto geométrico estabais calculando en el momento en que ibais a coger vuestra espada? Ya os he aconsejado otras veces que no la dejéis junto al paraguas." Y tomando del brazo al distraído, D'Alembert lo había llevado ante Jeanne y había proseguido: "Veo que admiráis a la señorita como si fuera el más bello triángulo isósceles, así que le voy a pedir permiso para presentaros... Señorita, os presento a mi amigo, el marqués de Condorcet. Sed comprensiva si lo veis sonreír cuando le contéis una tragedia. No es que sea malévolo, al contrario, es tan bueno como el pan, pero su oído es desesperante, ¡pues en vez de escuchar vuestras palabras sólo escucha lo que suena en su cabeza!"Jeanne se había acostumbrado a las contemplaciones tristes y silenciosas del joven marqués de Condorcet. El trío que formaba con el alborotador y charlatán Mercier y el taciturno y anquilosado Condorcet era lo bastante particular como para convertirse en una especie de cuadro de fondo perteneciente al decorado de La Régence. Algunos de los que llamaban "vagabundos" porque no jugaban,

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adquirieron la costumbre de sentarse con el trío y, como todos eran hombres, Jeanne tuvo pronto una pequeña corte en el café más famoso del más famoso barrio de París. Aquello no molestaba a la coqueta y además le convenía a la vendedora de tisanas. Mercier y Lalande estaban conchabados para publicitar la ciencia de su herborista favorita con el truco de hacerle en público las preguntas convenientes. Maravillado como todos por la sabiduría de Jeanne, un martes Condorcet llegó del brazo de un joven de su edad que tenía una cara toda redonda, toda claridad, toda sonrisas.

—Señorita, os traigo a este amigo mío, el señor Lavoisier. Es un botánico dominguero, muy sorprendido por una cosecha que ha hecho en el monte Valérien cuando analizaba el suelo. Le he dicho que podríais ayudarlo a clasificarla. No os dará trabajo porque cuando se pone a una cosa no es mal alumno.

El nombre de Lavoisier sobresaltó a Jeanne. ¿No era así como se llamaba el químico con quien Denis Gaillon se escribía antes de escaparse con Emilie? El joven sabio le pareció tan sencillo y caluroso que en cuanto se saludaron le dijo:

— ¿Sois químico, verdad, señor? En mi pueblo tenía un amigo de la infancia que sentía una gran admiración por vos. Me refiero a Denis Gaillon.

— ¿También vos sois de Châtillon-en-Dombes?

—Sí, o casi.

—He sabido con sorpresa por una carta de Malta que vuestro amigo Denis está allí —dijo Lavoisier—. Yo creía que desembarcaría más bien en el Jardín del Rey para estudiar con el señor Rouelle.

Jeanne estaba apurando un minuto de alegría pura. Su instinto no la había engañado: Emilie y Denis estaban seguros en Malta y sólo Vincent podía habérselos llevado. Una pregunta de Lavoisier la trajo a la realidad.

— ¿Por qué creéis que vuestro amigo ha dejado Francia?

—Por un asunto amoroso —dijo después de un momento de silencio.

— ¡Oh! —exclamó Lavoisier —y añadió—: lástima... Pensaba que en París podría convertirse en un buen químico.

—Quizá el amor satisfaga más a un hombre que la química.

—Puede ser, señorita —le concedió con el tono de quien no lo piensa en absoluto.

Ella emitió una risita.

— ¡Adivino por vuestro tono que nunca dejaríais vuestras probetas por ir a surcar los mares con la mujer amada!

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—Seguramente, señorita. Pero ¿por qué diablos la mujer amada me tendría que a separar de mis probetas? Un químico puede ser un hombre muy divertido, os lo aseguro. Venid alguna vez al anfiteatro del Jardín cuando trabajo con Rouelle y ya veréis las bromas que gasto.

—Ya sé que los químicos y los físicos son bromistas, pero yo prefiero que me revelen secretos y por ello creo que un marino o un astrónomo son más interesantes —dijo ella lanzando una mirada de complicidad a Lalande.

— ¡Nada de eso! —protestó Lavoisier—. Apostáis para perder. Si me escuchaseis un poco os haría entrever prodigios secretos. Por ejemplo, os voy a explicar cómo respiráis.

— ¡Pues vaya secreto! Sé muy bien como respiro, señor mío.

—En ese caso, explicádmelo ahora mismo —suspiró Lavoisier—. ¡Para seros franco ni yo mismo sé cómo respiramos!

—Es una lástima, señor —dijo detrás de ellos la voz bien timbrada de Aubriot, que les hizo dar un respingo.

El tono de la conversación empezaba a subir según se iban terminando las partidas de ajedrez, que a veces se dejaban para el día siguiente. Jeanne y su interlocutor no habían oído llegar a Aubriot. Este se dirigió al químico.

—Señor, cuando sepáis algo más sobre la respiración, tal vez yo pueda saber algo más sobre las enfermedades del pulmón. Y tengo prisa por saberlo —añadió rápidamente.

La seriedad de la última frase del médico le pesó de tal manera que Jeanne desvió la mirada de Philibert, angustiada. Aquellos esputos de sangre, de los que había oído hablar en Charmont a la baronesa y a la señora de Saint-Girod, ¿le habrían vuelto sin que ella se diera cuenta?

Pero Aubriot siguió hablando.

—Los médicos del futuro tendrán que ser también químicos y físicos, ¡a menos que prefieran continuar siendo ridículos, lo que no me extrañaría!

Aubriot y Lavoisier se conocían por haberse encontrado a menudo en las clases de Rouelle. En seguida se pusieron a hablar de química y Jeanne, aburrida, los dejó y se unió al grupo de auditores que estaban pendientes de los labios de Diderot. Así era siempre cuando hablaba Diderot: el público de la sala se reunía irresistiblemente alrededor de la fuente de donde brotaba sin descanso, abundante y límpida, la prosa del filósofo. Lalande, que también se unió al círculo con su eterna sonrisa de

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mono, rodeó con el brazo el talle de Jeanne y la atrajo hacia sí para cuchichearle al oído:

— ¡Verdaderamente es un milagro escuchar con qué facilidad le salen las palabras, incluso para expresar lo que no entiende del todo!

Jeanne emitió una risa sacrílega que hizo girar las cabezas y que Lalande le sofocó con la mano.

—Pues va a estar así hasta las once de la noche —dijo ella cuando se calmó.

En principio, en primavera todos los cafés debían cerrar a las diez, pero ante un establecimiento tan bien frecuentado como La Régence los soldados de la ronda pasaban como si no vieran las luces. Hasta los espías del teniente de policía estaban allí fuera de la hora legal, tendiendo sus grandes orejas con la esperanza de pillar una frase sediciosa contra su jefe o un chisme subido de tono que se enviaría al rey, que disfrutaba con esos informes. Aquella noche, como todas, las criaturas de Sartine estaban presentes. Sentados muy cerca, Marmontel y D'Alembert, que acababan de terminar su partida, se divertían acariciando los tímpanos de los polizontes con una charla revolucionaria en jerga codificada. Todo el mundo sabía que los criados de La Régence vendían la clave del código de los filósofos por cinco luises, pero todos fingían ser los únicos que estaban en el secreto: ése era el juego.

— ¿Qué es la barraca? —preguntó Jeanne, que aún no estaba enterada del falso misterio.

—El gobierno, claro —dijo Lalande.

— ¿Y Leroux es Choiseul?

—Exacto. Por lo del pelo rojo.

— ¿Y la vizcondesa?

En los ojos de Lalande brilló un chispazo de alegría.

—El príncipe de Conti... —y como la mirada sorprendida de Jeanne parecía preguntarle "¿Y qué tiene que ver?", añadió—: El príncipe es amante de una condesa —tras lo cual se echó a reír estrepitosamente y esta vez por poco se le cae la peluca.

Una serie de irritadas exclamaciones de "¡Silencio!" llegaron hasta los dos alborotadores. No lejos de ellos Helvétius y el conde Grimm meditaban una jugada difícil. Lalande y Jeanne se alejaron de puntillas y se encontraron con Mercier, que estaba detrás de un inglés que hacía dibujos de ambiente. De repente, Jeanne percibió el crujido de la seda al rozar con la crin del miriñaque avanzando tan de prisa hacia ellos que se volvió...

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La señora Favart hizo una entrada teatral en La Régence. Con la cabeza erguida y unos labios muy rojos desplegados en una gran sonrisa, la actriz se acercaba a Jeanne con las manos tendidas, con el mismo entusiasmo que si fuera a lazarse a los brazos de una amiga queridísima a la que no se ve desde hace diez años. Tras ella trotaba un mequetrefe de compañía.

Jeanne veía a Justine Favart por segunda vez y por segunda vez también se preguntaba cómo había conseguido aquella mujer ser la muñeca mimada de París. Con su cara de cuarentona exageradamente pintada de blanco y de rojo y su peinado apelmazado como una plasta de barro, sus mejillas hundidas, su barbilla puntiaguda y la mezcla de colores cereza y canario con que iba vestida, la antigua muñeca de los parisienses le parecía más bien un espantajo. Molesta, rígida, se dejó apretar contra el pecho de la dama.

— ¡Querida señorita, es a vos a quien vengo a ver! —dijo Justine abrazándola con excesivo entusiasmo.

— ¿A mí, señora? —dijo Jeanne, cada vez más asombrada.

— ¡Oh, querida!, los que me conocen os lo dirán, sólo me empuja la pasión, tanto si le cojo afecto a alguien como si no, y vos me habéis gustado desde la primera vez que os vi en casa de Landel. Sois encantadora y me gustaría que cantarais en la fiesta que daré en mi casa de campo de Belleville el día de Saint-Claude. ¿Qué me decís?

— ¿Por Saint-Claude? —repitió Jeanne, espantada—. ¿Celebráis algo ese día?

El mequetrefe pegado a las faldas abombadas de Justine chasqueó la lengua tontamente y se ganó una regañina.

—Drouillon, querido, no te quedes ahí plantado escuchándonos tomo un tonto. Ve a hacerle la corte al señor Marmontel si quieres conseguir un papel en su próxima Ópera cómica. Mercier, llevadlo a que se haga valer un poco...

Volvió a ocuparse de Jeanne y la hizo sentar a su lado.

—Mi tío el abate de Voisenon se llama Claude, ¿no lo sabíais? Y la duquesa de Choiseul se lo quiere llevar a tomar las aguas a Barèges, donde tiene miedo de aburrirse si no se lleva a toda su corte de animadores. Su partida está fijada para mediados de junio y quiero darle una fiesta sorpresa. Mi jardín estará pronto lleno de rosas y cerezas, pondré músicos en el cenador, bailaremos ¡y nos reiremos como locos! ¿Me podéis decir qué vais a cantar?

"Está loca", pensó Jeanne.

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—Pero, señora, ¡nunca me atrevería a cantar en vuestro salón! Os agradezco que me invitéis, pero...

Iba a terminar su frase diciendo: "... pero no tengo bastante talento como para cantar ante el público de la señora Favart...", cuando Justine le cortó la palabra y creyó poder acabar su frase.

—Pero como en primavera comienzan las herborizaciones en los alrededores de París, debéis ayudar al doctor Aubriot y no va a plantar a sus alumnos. Ya sé todo eso, querida niña, pues el señor Aubriot me lo ha dicho a través de Philidor y Crébillon, a quienes había encargado de llevarle mi invitación. Pero soy muy testaruda y he decidido venir en persona a traerla. Esta vez me dirijo a vos porque las mujeres deben aliarse contra los hombres cuando éstos quieren impedir que nos divirtamos. Entonces, ya está hecho, vendréis a mi fiesta y traeréis a vuestro sabio, ¿verdad?

Una cólera muda se había apoderado de Jeanne mientras Justine peroraba sin respirar. ¿De modo que a Philibert no le había parecido oportuno avisarla de la invitación de la señora Favart? Que siempre había decidido sin consultarla, ya lo sabía desde que era niña, ¡pero que siguiera sin informarla de sus decisiones a aquellas alturas le daba dentera! Su niñita había crecido, ya tendría que haberse dado cuenta. Sorprendió a Justine, que esperaba que la mandase a hablar con Aubriot, al responderle en tono rápido y decidido.

—Después de todo, tenéis razón, las mujeres debemos aliarnos para pasarlo bien. Por mi parte, me gustaría ir a vuestra fiesta. Y me esforzaré en que Aubriot me acompañe, pero es difícil hacerlo cambiar de opinión. Aunque mi humilde persona no es nada sin él, ¿os importaría que acuda sola a vuestra partida campestre?

"Bueno, si ella viene, él no se atreverá a faltar", pensó Justine. Dándole un apretón de manos le demostró que siempre sería bienvenida en su casa, sola o acompañada, tanto en París como en Belleville. Al hacerlo, sopesaba las palabras de la muchacha y se olía que las cosas no iban del todo bien en la pareja; se dijo que, en ese caso, era el momento adecuado para meterse entre ellos. No soltaría a Jeanne hasta el día de la fiesta para estar al corriente.

—Pasad por mi casa, en la calle Mauconseil, cualquier mañana —dijo—. Ensayaremos vuestra canción. Supongo que conocéis la calle, está cerca del Teatro de los Italianos, cualquier os indicará mi casa. Como me acuesto tarde me levanto también tarde, me encontraréis leyendo en la cama hasta mediodía. Ahora reposo un poco más por orden de la Facultad —añadió dirigiendo sus últimas palabras en dirección a Aubriot.

— ¿Estáis enferma, señora? —le preguntó educadamente Jeanne.

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Justine aprovechó esta pregunta para ponerse a hablar en voz no precisamente baja sobre sus vértigos, ahogos y espasmos de la garganta, antes de concluir, más alto aún, que necesitaba encontrar por fin un médico que tomara sus síntomas en serio. Jeanne se divertía con los esfuerzos de Justine, ya que Abriot estaba muy entretenido con Lavoisier hablando de la nueva sustancia que, con ayuda de Rouelle, acababan de descubrir en la orina y que aquellos miembros de Jardín daban a probar a todo el mundo con cara de confiteros ofreciendo ambrosía. ¡Y para distraerlo de una conversación tan apasionante la Favart tendría como mínimo que desmayarse después de lanzar un gran grito!

— ¿Habéis probado a suprimir vuestras molestias quitándoos el corsé de ballenas? —dijo Jeanne con maldad.

— ¿Y eso de qué va a servir? —exclamó Justine—. El doctor Tronchin ya me ha hablado de ello, su manía es estropear los vestidos quitándoles el corsé, pero ¿quién puede obedecerle? No me digáis que el señor Aubriot piensa lo mismo.

—Sí, señora. Pero hay maneras y maneras de pedirle a una mujer que se quite el corpiño y os puedo asegurar que la de Aubriot es la buena. No sabéis cuántas mujeres se lo han quitado sólo por complacerlo.

Justine interrogó la mirada burlona de Jeanne.

—Es verdad que las ballenas del corsé tienen fama de causar tumores en el pecho, pero...

—Si teméis algo, enseñádselo a Aubriot —dijo Jeanne con perversidad—. Sus diagnósticos son acertados. Sobre todo si se le deja tocar el mal...

Justine se estremeció de placer.

— ¿Así que es verdad que el doctor Aubriot tiene modales de veterinario? —exclamó atolondradamente.

—Algo de eso hay —asintió Jeanne, imperturbable—. Pero he observado que las damas de complexión animal se avienen muy bien con su estilo.

Cruzaron sus miradas como si cruzaran el acero de las espadas, después de lo cual Justine dijo alguna frivolidad antes de levantarse para salir. Por lo que parecía, aquella noche no obtendría de Aubriot más que un saludo distraído. Se acercó a besar a Jeanne con toda la efusión posible. Como todavía no estaba familiarizada con los copiosos abrazos a la parisiense, Jeanne estuvo a punto de retroceder ante el asalto, pero se contuvo y le devolvió a Justine su ración de besos falsos.

En cuanto estuvo sola, Lalande se acercó a su joven amiga.

— ¿No habéis tenido miedo de que os mordiera?

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—Lalande, respondedme con vuestra franqueza habitual: ¿os podría gustar la señora Favart?

Las largas rendijas de los ojos del sabio brillaron de malicia.

—No tendría el menor gusto en engañaros con ella, si es eso lo que me preguntáis.

—Se dice, sin embargo, que volvió loco de pasión al inconstante príncipe de Saxe...

—Conocí muy bien a Saxe. Le gustaba ir al burdel.

Jeanne se mordió los labios.

—Lalande... —dijo con voz suave.

— ¿Sí?

—Os adoro. Siempre adivináis qué es lo que necesito oír.

Las rendijas se entrecerraron aún más.

—Querida amiga, ¿todavía os sorprende que un genio tenga rasgos de genio?

Dos días después por la mañana, Jeanne volvió del Jardín muy temprano. Se quitó su traje de hombre, abrió el arcón y estudió sus faldas y chambras. Finalmente se puso dos faldas de fino droguete de verano de Delafaye, que tenía un porcentaje de seda que le daba un bonito brillo. Se arremangó la falda de encima, de anchas rayas verdes y blancas, y la metió en los bolsillos para que se viese la falda de debajo, de color verde liso con volantes. La casaca ajustada de faldones redondeados y sencillamente abotonada, del mismo verde primaveral, moldeaba de maravilla su busto. Como hacía buen tiempo, sólo se puso una ligera pañoleta de batista blanca en el escote. Se recogió los cabellos en su gran bonete a la Ramponeau y, por último, se calzó sus zapatos de cuero blanco, pues no había perdido la costumbre de andar sólo con medias por su habitación.

En el momento de salir, volvió al cuarto de aseo para ponerse un poco de colorete en las mejillas y un poco de rojo en los labios. Por supuesto que con Philibert había tenido que renunciar al maquillaje y a los corsés de ballenas, pero a veces estaba obligada a hacer trampas. No siempre se puede ir con la cara lavada entre mujeres que irían maquilladas hasta en la tumba. Mientras se difuminaba el colorete color de pastorcilla rubia y tímida fabricado por la señorita Lomé con la aprobación de la Academia de Medicina, se decía con malévola alegría que a Philibert no le gustaría ver lo que estaba haciendo. Daba igual, tenía muchas ganas de

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fastidiarlo. Cuando tomó la decisión de ir a la fiesta de la señora Favart él se había mostrado odioso. Más que odioso, había estado glacial. Había adoptado su aire de confesor ofendido por un pecado mortal, antes de decirle con voz arrogante: "Muy bien, señorita, haced vuestro capricho si esas fiestas campestres os divierten. Pero no os extrañéis si a veces os trato como a una niña, ya que vuestro comportamiento es realmente infantil." Y no había querido hablar más de ello "porque no puedo perder el tiempo". ¿Qué se creía? ¿Que iría a meditar sobre su reprimenda en silencio, a arrepentirse, a renunciar a su alegre domingo y rogarle que perdonase su equivocado proyecto y que la llevase al bosque de Bolonia como siempre a hacer una salida "inteligente"? ¡Pues no, no y no! ¡Tenía demasiadas ganas de estar en un ambiente frívolo! Al salir del cuarto de aseo le dio una patada a las pantuflas de Philibert, que botaron hasta la mitad de la habitación. Eran unas elegantes pantuflas de tapicería bordadas en petit point, con las que solía desahogar su rabia contra él porque las había bordado la difunta Marguerite Maupin.

Cuando salió, Toutou, el gran perro lanudo del doctor Vacher, un briard todavía joven y muy juguetón, aprovechó que la puerta estaba abierta para entrar en la habitación prohibida. Vio las pantuflas fuera de sitio y las cogió para jugar... Jeanne le gritó "Suéltalas", tiró de la pantufla que le presentaba amablemente Toutou, el perro tiró enardecidamente también y la pantufla hizo ¡crac! Jeanne contempló por un momento la obra destrozada de la señora Aubriot, no pudo retener una sonrisa y le rascó la cabeza afectuosamente al perrazo entre las orejas.

— ¡Bien hecho, Toutou! —exclamó—. ¡Ahora ve a por la otra!

Los Favart no vivían muy lejos del doctor Vacher. Desde hacía unos años alquilaban el apartamento de la calle Mauconseil, muy cerca, en efecto, de la Comedia Italiana. Desde que llegaron, la galante marquesa de Mauconseil, de cuyo hotel tomaba su nombre la calle, le había cogido afecto a la pareja de artistas y desde entonces no se celebraba ninguna fiesta en Bagatelle —la maravillosa finca que la marquesa tenía en pleno bosque de Bolonia— sin la asistencia de los Favart. La protección de la señora de Mauconseil había llegado en el momento oportuno: Justine acababa de perder a Maurice de Saxe, ensartado a sangre fría en un duelo por el príncipe de Conti, y con él había perdido su vida principesca. Las fiestas de Bagatelle la habían familiarizado con la nobleza y había sido allí donde un buen día se había caído tras un matorral junto al abate de Voisenon. El amante oficial de su madurez era menos gran señor que el amante de su juventud. No vivía en el castillo de Chambord sino en un modesto alojamiento de la calle de Bons-Enfants, pero al menos tenía

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buen carácter y la cortesía de entenderse de maravilla con su marido. Por Mercier, Jeanne sabía que los Favart y Voisenon formaban el mejor triángulo de París, pero no se esperaba la escena íntima con la que se topó nada más llegar a Mauconseil.

Marguerite, la buena hermana-criada de Simon Favart, le abrió la puerta y se fue a rascar a la habitación de su cuñada.

— ¿Tan tarde es, Margot? —se oyó decir a la voz de la señora Favart.

Marguerite entreabrió la puerta para anunciar a su visitante y luego la abrió del todo para hacerla entrar... Jeanne dios tres pasos y entonces estuvo a punto de retroceder a causa del estupor: la señora Favart y su menudo abate descansaban uno al lado del otro en una cama cuyas cortinas de satén azul pálido estaban recogidas con gruesos cordones dorados. Justine llevaba una bata de muselina de color rosa con encajes, mientras el abate iba en gorro de dormir y leía un grueso libro.

—Entrad, entrad, querida señorita —gorjeó el abate con su voz aflautada—. Estaba acabando de leer mi breviario.

—Venga, abate, ya veis que es tarde, habrá que pensar en levantarse —dijo Justine en tono festivo—. La señorita y yo tenemos un secreto que contarnos.

—Amén —dijo éste cerrando su breviario.

El pequeño abate, embutido en un largo y púdico camisón blanco con puños adornados con encaje de valenciennes, saltó de la cama, se calzó unas pantuflas de terciopelo rojo y se puso una bata del mismo color que estaba tirada en un sillón.

—Ya que me echan, me iré a tomar una taza de café a casa de mi querido sobrino Fumichon —dijo—. Estará en la tercera pipa de la mañana, me ahogará de humo y toseré. ¿Dónde están mis pastillas? ¿De verdad son ya las once?

Se lo había preguntado a Jeanne.

—Creo, señor, que son las once bien pasadas —articuló ella con esfuerzo.

— ¡Pardiez, por eso mi estómago bosteza que da vértigo! Sobrina, tendréis que reparar el reloj de la mesilla.

—El abate tiene un estómago tan regular como un buen reloj —explicó Justine riendo—. Necesita sus buenas tres tazas de salvia de Provenza nada más despertarse, su chocolate a las diez y su café a las once, sus guisos con anchoas a la una, su infusión de verónica a las tres, y así todo el día, ¡hasta que llega la taza de café y sus opiáceos para dormir a medianoche!

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—Soy un religioso y tengo que llevar una vida ordenada —dijo el abate con compunción.

— ¿Y bien? —preguntó Justine en cuanto Voisenon cerró la puerta—. ¿No queréis sentaros? Venid aquí...

Y dio unos golpecitos en el borde de la cama con una sonrisa atrayente.

Jeanne se sentó sobre el cubrecama de la señora Favart como si se hubiera sentado en un lecho de brasas. Le costaba mucho comportarse con naturalidad en un ambiente tan nuevo para ella. La dama, apoyada en sus tres almohadones, despedía un desagradable perfume dulzón. Su camisón transparente dejaba ver unos senos en forma de pera con grandes y oscuros pezones, un tanto pesados pero bastante bonitos para su edad, que Justine ayudaba a tensar poniéndose las manos detrás de la nuca. A la actriz le divertía el visible embarazo de su visitante. No le desagradaba espabilar a aquella ingenua. En el convento de las penitentes de Angers, donde Saxe la había encerrado una vez para suavizarle el carácter, la señora Favart le había tomado el gusto al dulce pasatiempo de aquellas monjas sin amantes. Esta Jeanne de los ojos de oro era una tentadora novicia. Y como el doctor Aubriot también resultaba tentador, no había que perder de vista a la pareja.

— ¿Me habéis traído alguna canción? —preguntó por fin Justine.

—Sí, señora. He anotado la música de un romance que me gusta mucho —dijo Jeanne, encantada de encontrar la ocasión de sentarse al clave.

El clave de la señora Favart —un regalo de Saxe— era azul pálido, a juego con los muebles de la habitación, y decorado con guirnaldas de rosas sostenidas por amorcillos regordetes pintados por el encantador Boucher.

—Quiero acompañaros yo misma —dijo Justine saltando de la cama.

Se quedó en camisón y Jeanne, con la vista en alto, cantó teniendo cuidado de no ver el gran toisón oscuro que se rizaba entre los muslos de la señora Favart.

La canción El rosal, estaba llena de gracia y era poco conocida, aunque fuera del célebre Jean-Jacques Rousseau. La melodía era conmovedora, expresiva y le iba muy bien a la voz de contralto de Jeanne. Cuando su última queja de amor se apagó en un nostálgico la bemol, la señora Favart se quedó un momento con la cabeza inclinada sobre el clave como si todavía escuchara. Al fin, dijo:

—Está de verdad muy bien, señorita Jeanne.

Y ella se ruborizó de placer ya que el tono de sus palabras parecía expresar la sincera opinión de una cantante profesional. De golpe, como si hubiera perdido toda vergüenza, fue a coger la bata rosa que había

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visto en el cuarto de aseo y envolvió con ella a Justine. Esta la cogió por el talle y la sentó con ella en el sofá.

— ¿Sabéis que con vuestra voz y vuestra cara podríais actuar en el teatro? Mis invitados estarán encantados de escucharos. La orquesta de Mauconseil nos acompañará y estoy segura de que la marquesa os pedirá que cantéis en alguna de sus veladas. Adora ofrecer a sus amigos las primicias de los jóvenes talentos desconocidos.

— ¡Señora, tengo muy poco para interesar a la orquesta de tan gran dama!

— ¡Oh, nada de eso! —dijo Justine envolviéndola con una mirada insistente que hizo enrojecer instintivamente a Jeanne sin que supiera por qué—. Los amigos de la marquesa son grandes señores y sólo aprecian las novedades con mérito.

Llamaron suavemente a la puerta y apareció la cabeza algodonosa de Voisenon.

— ¿Ya se puede volver, señoras misteriosas?

—Sí —respondió Justine.

El buen Favart, con la pipa entre los labios, entró detrás del abate, con dos folios cubiertos de notas en la mano.

—Simon le ha puesto música a mis canciones de ayer por la mañana —dijo Voisenon—. No es un aire para vuestra compañera, pero nos gustaría escucharla un poco...

—Es el aire del pastor, para la próxima Ópera cómica que daremos en los Italianos —le explicó Justine a Jeanne acercándose al clave, ante el que se había sentado su marido.

Su bata rosa flotaba, abierta, dejando ver bajo la muselina de la camisa todos los detalles de un cuerpo imperfecto, estrecho en la espalda, pesado en las caderas, demasiado corto de piernas, impúdico a causa de sus mismas imperfecciones y de los hermosos pechos puntiagudos y demasiado apetitosos.

Cuando la cantante hubo descifrado el aire solfeando, cantó la letra. El marido, con los dedos en el clave, balanceaba la cabeza cerrando los ojos, mientras el amante, subido a un taburete de pie, marcaba el ritmo.

He visto tetas preciosas,

Tetas redondas y blancas,

Tetas para seducir un tierno corazón

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Tetas invitando a tornarlas...

"¡Cuánta leche, cuánta leche hay en esas canciones!, ¡y pensar que las ha escrito un abate! ¡Su nodriza debe de haberle dejado un recuerdo imborrable!", pensó Jeanne.

Jeanne se quedó pasmada cuando Mercier le contó que la marquesa de Mauconseil que vería en Belleville era tan gran dama que había recibido al rey en su casa. ¡Al rey! ¡Estaría invitada a una fiesta donde estaría una dama que recibía al rey! El día que Mercier se lo contó, corrió a su casa y abrió el armario grande y el arcón, sacó todos sus tesoros... Cuando la señora Favre apareció para proponerle a "la mocita" un plato de oca con verduras y torta de espinacas para cenar, la cocinera se quedó muda, con la boca abierta, los ojos desmesuradamente abiertos ante todo aquel amasijo de colores que brillaban en la gris habitación, colocados en montones sobre la cama y las butacas, y hasta encima del biombo. Algunas pinceladas de verde y rojo habían llegado hasta las pilas de libros que estaban sobre el mármol de la cómoda, donde un par de zapatos de baile pisaban los libros con sus tacones de seda pura. Procedentes del sombrío pasillo que enlazaba con el apartamento del doctor Vacher se daba uno de bruces con ese oasis de encanto femenino como ante un milagro.

Pero la cocinera, ¡ay!, no fue sensible a la poesía del espectáculo sino a su escandaloso perfume de lujo mal adquirido. ¡Toda aquella ropa, Dios mío! ¡A buen seguro que no la había pagado con sus "ganancias" de secretaria! "¡Venga ya, puta!", se vio escrito francamente en su rostro huesudo, repentinamente endurecido por una cólera celosa. ¿No era una desgracia comprobar que la vida no recompensaba ni las penas ni la virtud? ¡Ver que las riquezas iban a parar siempre a las descarriadas! ¡Menos mal que casi todas acababan en el hospital con el culo podrido, las muy sucias!

Como a Jeanne le bastaba con leer en la cara de la intrusa aquellos buenos pensamientos, optó por la insolencia.

—Entrad, señora Favre. Venís en un buen momento. Es mejor divertirse en compañía. Veamos, para un domingo de fiesta en el campo, ¿qué me aconsejáis? ¿Esto o aquello de allí?

De pie en enaguas en medio de la habitación, le presentaba un vestido en cada brazo, que dejó caer para coger una falda de volantes.

— ¿O simplemente esto, con una chambra galoneada?

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La señora Favre la fulminó con una mirada.

— ¿Qué os habéis pensado, moza, que mi santa madre me puso en el mundo para servir de confidente a una... a una...

Se tragó su insulto con gran esfuerzo, retrocedió hasta el pasillo y salió dando un portazo.

"Bueno, voy a bajar para comprar jamón", se dijo Jeanne con filosofía. Pero como aún había tiempo, se hundió con placer en sus preocupaciones.

La estupefacción de la señora Favre era comprensible. No sabía que aquel tenderete de ropa se debía tanto a la generosidad de la baronesa de Bouhey como al talento de la señorita Martha, la costurera de Bourg-en-Bresse. ¡En fin, una de aquellas elegancias bien podía dejar su prisión para ir a exhibirse a una fiesta!

Nunca, desde su llegada a París, había tenido ocasión de ponerse uno de aquellos bonitos vestidos. Su estilo de vida le imponía una apariencia de pequeña burguesa coqueta pero discreta, y además, así era como se vestían incluso las damas de la nobleza cuando iban "sin arreglar". Pero éstas podían trajearse cuando querían, mientras que ella, no. Las personas importantes que recibían al doctor Aubriot lo recibían a él solo, y para cenar a tres en casa de Lalande o degustar una bavaresa en La Régence no hubiera estado bien visto que una muchacha como ella apareciera por ejemplo con miriñaque, con un vestido de seda blanca o un traje de vanguardia cortado a la inglesa. La inesperada invitación de la señora Favart le permitía por fin lanzarse a escoger un vestido de fiesta. Sabía muy bien que al final se pondría un vestido veraniego de tela de Alsacia con ramitos de flores multicolores que se había puesto una vez en Charmont para la doble boda campestre de Marie-Louise Delafaye con Edmond Chapelain y su prima Elisabeth con el procurador Duthillet, pero no había que decidir precipitadamente. Se plantó ante el espejo de la chimenea para probarse el encantador sombrero de paja plano que completaba el conjunto a lo pastorcilla.

— ¡Caramba! —exclamó Philibert abriendo la puerta—. ¿Es que vivo en una tienda de modas sin saberlo?

Ella se mordió el labio, contrariada de que la hubiera sorprendido.

— ¿Así que ese sombrerito de paja es el que se muere de ganas de ir a la fiesta de la señora Favart?

—Si el doctor Vacher sale todos los días a pasear a su perro, salir un domingo a pasear un sombrero no es más tonto —dijo malhumorada y a punto de echarse a llorar.

La réplica hizo sonreír a Philibert.

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—Bueno, no te enfades y arregla esto un poco —dijo—. Ese sombrero te sienta muy bien y seguro que el vestido es precioso. ¿También tu caballero Mercier irá disfrazado de pastor?

—Irá como le parezca —dijo ella recogiendo sus faldas—. A mí me da igual. De todas maneras...

— ¿Qué?

Ella no quería decirlo, ¡para no darle esa satisfacción!, pero no pudo evitarlo.

—De todas maneras, cualquiera que sea su traje, estaré menos guapa de su brazo que del vuestro.

Aubriot se acercó a ella, la cogió la barbilla y la miró a los ojos.

— ¿De verdad? Nunca me habías dicho que me consideraras un accesorio útil en tu arreglo. ¡Bah!, supongo que es un cumplido importante en boca de una coqueta.

—Pues venid conmigo. ¡Acompañadme!

—Iré. ¡Para hacer juego con tu vestido!

Los ojos dorados se abrieron con sorpresa.

— ¿De verdad? ¿De verdad? ¿Vendréis conmigo?

—Bola de fuego, bola de hierro, si miento iré al infierno.

— ¡Oh, os amo! ¡Os amo, os amo, os amo!

Jeanne giró y giró en medio de la habitación como una peonza de colores hasta que se detuvo en el rincón de las plantas ante el cactus enano de México.

— ¡Y también amo al cactus!

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Capítulo 7Capítulo 7

El cielo tenía ese día un color lechoso. Como un manto de terciopelo cubría el cielo de París sin un pliegue, sin una arruga, dándole un halo muy suave procedente del sol invisible. Pero si el cielo no cambiaba al azul, aquel primer domingo de junio sería caluroso. Debía de ser agradable chapotear en el Sena. Desde el primero de junio estaban abiertos los establecimientos de baños fríos para hombres, en la orilla Maubert para los parisienses de la ciudad, a la sombra de Notre-Dame para los de la Cité, y aquella mañana la tibieza del aire había hecho que se abrieran también, aguas arriba y abajo del puente Marie, los baños para señoras. Los parisienses podían retozar juntos o en cabinas individuales y cada año una explosión de risas y bromas saludaban la instalación de la muestra blanca en la que se leía: "Baños de señoras públicos y particulares." A las once de la mañana, el baño Marie tenía ya su grupo de jóvenes y viejos galantes apostados en el puente, al acecho de las bandadas de modistillas que saldrían de darse un chapuzón y no les desagradaría tener compañía a la hora de pagar una fritura acompañada de vino blanco en un merendero.

Los cantineros hacían negocio: todo el pueblo de París salía de casa y llenaba las calles de alegría veraniega, caminando en filas apretadas como van los bancos de peces en el mar. Los coches de alquiler y las carrozas particulares se abrían paso con rudeza y entre insultos domingueros que la gente desocupada se tomaba a broma. El cochero que llevaba a Philibert y Jeanne a Belleville tenía una labia desbordante y cualquier conflicto le parecía bueno para soltar sus maldiciones, de modo que metió deliberadamente su carricoche en un atasco en el cruce de la calle del Temple con la calle Vendôme. Dos carrozas blasonadas se disputaban ya el paso, rodeadas por oleadas de peatones burlones que, al pasar, golpeaban las cajas de los vehículos para excitar la cólera de los adversarios. El cochero dePhilibert y Jeanne se puso a gritar más alto que nadie agitando el látigo por encima de las cabezas.

— ¡Paso, paso, malditos! ¡Daos prisa en mover ese culo u os lo voy a despellejar!

— ¡Venga, danos, danos, que la piel del culo crece en seguida! —se oyó decir a algún arrapiezo que estaba mudando la voz.

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—Esos que tienen tanta prisa en comer en el campo tendrían que ir a pata, como nosotros —añadió una voz de hombre gargajeando de risa.

— ¡Oigan a todos esos roñosos, picados de viruelas, zorras y pellejos! —bramó el cochero, haciendo hábiles molinetes en el aire con el látigo, sin tocarle un pelo a una peluca ni a un sombrero.

Los atildados cocheros de las carrozas, dominados por las tronantes palabras del cochero vestido con basto fustán, se pusieron a su vez a vociferar, aliados de repente contra aquel "hijo de puta y desecho de galeras" que pretendía, con su "ataúd mugriento", pasarle a los carruajes de categoría. Pero, como por nada del mundo aquella "carne de horca", como lo llamaron, hubiera cedido el paso a los "Juan Lanas, lustrabotas y limpiaculos" de los nobles carruajes, el caos se instaló en el lugar para alegría de los espectadores, cada vez más numerosos y más ruidosos.

Por lo general, los ocupantes de los vehículos aguardaban callados a que se solucionara el conflicto, unos por arrogancia, otros por dignidad, pero la paciencia de Aubriot no era mucha y sacó la cabeza por la portezuela para calmar a su cochero.

— ¡Reculad, venga! ¿Para qué insistir? Iremos más de prisa si cedemos el paso.

Entonces se oyó la voz sobreaguda de una vendedora de pan de especias que acababa de echarle un vistazo al interior del coche.

—Acompañado como vais, mi señor procurador, ¿os vais a quejar de retrasaros por el camino? ¡Así tenéis más tiempo para meterle mano al felpudo!

Aubriot metió precipitadamente la peluca entre grandes risotadas, mientras que de la carroza de enfrente surgía el espantajo pintarrajeado de una vieja viuda que clamaba por su derecho a pasar.

— ¿Qué hacéis, cocheros? ¿Cómo toleráis que no se me abra paso?

El cristal de la ventanilla de la segunda carroza descendió sin prisa. El busto de Louis-Léon-Félicité, duque de Brancas, conde de Lauraguais, Fefé para las señoritas de la Opera, apareció encuadrado en medio de sus blasones de familia: un luminoso retrato en seda azul celeste, encajes espumosos y cabellos níveos de polvos. El gran señor era todo sonrisas.

—Señora —gritó sacando el brazo y el sombrero para saludar a la horrible aparición—, ¿por qué no habéis salido antes? ¿No sabéis que ante vos el mundo entero se echa para atrás?

—El señor de Lauraguais nunca deja pasar la ocasión de decir alguna maldad —observó Aubriot cuando su coche pudo seguir su camino.

— ¿Ese gentilhombre era el conde de Lauraguais? ¿De qué lo conocéis?

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—Lo he visto en el Jardín. Acude a las clases de Rouelle. Le apasiona la química. Como dispone de una gran fortuna patrocina algunos trabajos de investigación, en especial los de Lavoisier.

— ¡Vaya! ¡Por los chismes que corren nunca habría pensado que su oro patrocinara otra cosa que bailarinas!

—Su fortuna le permite patrocinar tanto a la ciencia como a la Opera. Lauraguais es un señor de su época: libertino, manirroto, insolente, intrigante, habitual de la prisión de la Bastilla, dispuesto a dejarse matar con tal de no callar una buena ocurrencia, pero enterado de todo, curioso por todo, dispuesto a arruinarse tanto por mantener a los sabios como a sus amantes y sus caballos.

Jeanne meneó la cabeza por toda respuesta y se dejó llevar por el balanceo del coche. La imagen del brillante gentilhombre con el cual Vincent compartía a la bailarina señorita Robbe flotó, azulado, entre ella y la campiña...

Una vez pasada la puerta del Temple, el paisaje se convirtió en una pintura en verdes. Prados, bosquecillos, vergeles, campos de trigo, huertos alrededor de caseríos dispersos. Y a veces, en medio de un bancal de verdor, se veía un rebaño de borregos y se percibía el tintineo de sus cencerros. Un perro negro de pastor corría alrededor de un grupo de corderos por el solo placer de hacer de ellos una blanca pelota de lana. Pasada la barrera de Belleville y entrando en la Haute-Courtille el camino comenzaba a ascender suavemente hacia un alto horizonte revestido de viñas y de prados en pendiente, que las flores primaverales esmaltaban de blanco y amarillo. Merenderos y ventas bordeaban ambos lados del camino. Se había levantado un ligero vientecillo que hacía girar las aspas de los molinos.

El coche los dejó al pie del cerro de Chaumont. Como la mayoría de los caballos de los coches de alquiler eran jamelgos incapaces de trepar, muchos invitados estaban subiendo a pie a casa de los Favart, en lo alto de la ladera. Al ser grandes andarines, Jeanne y Aubriot alcanzaron sin esfuerzo al grupo que ya estaba a mitad de camino, listaba formado por Crébillon, el viejo Pirón, a quien sosteníaMercier; el joven y gordo Caillot, actor de la Comedia Italiana; el abate Cosson, maestro de artes y oficios de la Universidad de París, y Goldoni y su mujer, Nicoletta. Las últimas lilas y las primeras rosas perfumaban el aire. La cuesta discurría entre setos de verdor detrás de los cuales se escondían, bajas, pequeñas, simples pero pimpantes, las casas de recreo de los parisienses. La brisa les lanzaba a los caminantes pétalos de espino blanco, blandas cosquillas a las que Jeanne tendía el rostro para aspirar su perfume.

— ¿Por qué diablos se irán las gentes a pasar el domingo colgadas de las montañas? —gimió Pirón, enjugándose el sudor.

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Realmente hacía mucho calor. El viento desplazaba velozmente grandes masas de grumos lechosos, dejando en su lugar enormes boquetes de un azul brillante de los que caía a pico el sol de mediodía.

—Había jurado que no me liarían más, pero siempre acabo cayendo —se quejó de nuevo Pirón.

Goldoni y el gordo Caillot resoplaban como bueyes en carreta.

—Valor, amigos míos —dijo Mercier—, ya estamos llegando a la meta. ¿No oís chirriar las aspas de los molinos? La Pardinette está a un tiro de piedra.

La Pardinette estaba situada por encima de los ventorros de la Courtille y debajo de los molinos de Belleville, en la calle mayor de la Villette, que conducía a las tierras del cerro de Chaumont. Era una casa de dos plantas, blanca con postigos verdes, de tejas planas cubiertas de musgo, bien construida pero sin rebuscamiento, cuyo único encanto era su ingenua simplicidad. Pero su gran jardín trasero era exquisito y Jeanne se precipitó hacia él... Estaba diseñado al estilo de un "jardín del cura", con alamedas arenosas y al borde de un vasto paisaje campestre que descendía en la lejanía hasta los tejados de París. Con tiempo claro se veía, a la derecha, el pueblo de Montmartre, y a la izquierda Montlouis. Entre los caseríos, las villas y los cabarets con cenadores, crecía una vegetación exuberante, regada por una gran cantidad de fuentecillas reputadas por su cristalina limpidez, las cuales se reunían en un arroyo que corría ladera abajo, donde se perdían entre el follaje y donde eran recogidas por los aficionados a los juegos de agua de jardín. La vista era suave y reposada pero muy alegre, sobre todo por el lado del camino de Ménilmontant, que la mirada de Jeanne descubría debajo de una terraza de viñedos y de campos de trigo, trazada bien recta entre dos hileras de jóvenes álamos que el viento balanceaba y a la que se veía repleta de las coloristas parejas domingueras que subían para acudir a los bailes del pueblo.

— ¿Os gusta Belleville, señorita?

Jeanne interrumpió su contemplación. El gordo Simon Favart, con su inseparable pipa en la mano, la miraba sonriente.

—Adoro vuestro jardín —dijo con entusiasmo—. Es un paraíso.

Con su mano enguantada de algodón blanco hasta el codo estilo pastorcilla de Ópera cómica, le mostró, serpenteando entre los pueblos de Belleville y Ménilmontant, un estrecho camino polvoriento que discurría entre una hilera de cenadores al aire libre.

—Apuesto a que el cabaret del célebre Ramponeau está por ahí.

— No, el Tambor Real está más cerca, igual que el Pistolet de la Courtille, donde cogieron al bandido Cartouche. Los cabarets que me

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señaláis son los del camino de Couronnes, que están tan mal frecuentados como los de la Courtille o Porcherons. ¡Bueno, tan mal o tan bien, pues a los grandes señores les encanta correrse juergas en ellos! ¡Lo que os decía! ¡Ahí tenéis un buen ejemplo! —dijo Favart cogiendo del brazo a la joven para llevarla al portal de madera que daba a la calle.

La carroza con los escudos del mariscal de Richelieu, vigorosamente conducida hasta la montaña por seis caballos isabelle soberbiamente engalanados con los colores del duque, acababa de pararse ante La Pardinette...

Apenas acabaron los grandes saludos y reverencias a monseñor el duque y a la marquesa de Mauconseil, que lo acompañaba, entre un concierto de cacareos, la señora Favart empujó a todo el mundo al interior de su casa.

— ¡Silencio! —dijo poniéndose un dedo en los labios, en cuanto instaló a sus treinta invitados en el salón—. El bueno de mi tío Claude no sabe nada, guardemos el secreto hasta el último momento. Va a dar la una y no tardará en aparecer.

Se hizo un silencio tan espeso que pronto se oyó crujir la arena del jardín bajo el paso ágil del abate, que llegaba de su casa, contigua, como tenía que ser, a la de los Favart.

El profundo silencio del salón estalló en vivas cuando el pequeño amante del ama de casa, todo escuálido en su sotana negra, apareció en el umbral de la puerta...

¡Para festejar al amante, el marido no había escatimado su inspiración! Justine, con un ramo de rosas en los brazos, cantaba estrofa tras estrofa de una canción suya, mientras le ofrecía una a una sus flores al héroe del día de Saint-Claude plantado ante ella, cuyo viejo rostro destilaba un placer infantil.

Jeanne se pellizcaba ante aquella ridícula escena de amor interpretada por dos enamorados, uno de los cuales era un cura sesentón y escandaloso y la otra una cantante madura y ya marchita vestida de jardinera, cuyo tocado encaramado en lo alto de su tupé parecía un pañuelo puesto a secar en un matorral! Pero lo más sorprendente era que el distinguido grupo de invitados a aquel espectáculo de dudoso gusto parecía divertirse mucho. La mirada burlona siguió recorriendo el salón... Cada uno de aquellos personajes gozaba de renombre en París. ¿No era sorprendente ver a un Goldoni, a un Crébillon, a un Philidor, a un Carie Van Loo, a un Greuze, escuchar con la más sonriente paciencia la infantil canción de la señora Favart? Hasta la mujer de Van Loo, la famosa

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Christina Somis, cuya voz exquisitamente amplia y cuya belleza habían encantado a toda Europa, parecía conquistada. Hasta el socarrón Mercier ponía cara de figurita de belén extasiada. "¡Todos ellos son mejores comediantes que la Favart!", pensó Jeanne. A Dios gracias, Philibert había tenido el buen gusto de desinteresarse de la mascarada, pero sólo para interesarse por su vecina, la aún hermosa Christina Somis.

Por su parte, aunque se esforzó por no mirar al otro vecino de Christina, tuvo que volverse al recibir una llamada insistente; y entonces descubrió los ojos ávidos del mariscal de Richelieu, dio un respingo como ya le había sucedido varias veces ese día, bajó vivamente la cabeza y no vio la sonrisa satisfecha del viejo galán.

Desde el momento en que Favart le había presentado a aquella encantadora desconocida, el mariscal la estaba desvalijando de sus ropas con la mirada. A los sesenta y nueve años, el infatigable seductor aún sabía desnudar a distancia a una bella con una lascivia capaz de darle a la presa un cierto regusto de vanidad. De modo que él había notado sin sorpresa que la pastorcilla que tenía enfrente se turbaba furtivamente cada vez que sus miradas se cruzaban, y que la de ella volvía a rozarse con la suya insensiblemente, rápida como el vuelo de un pájaro que se siente al mismo tiempo seducido y temeroso. Bien, la metería en su cama como a todas la demás: ninguna se resiste a los deseos de Louis-François-Armand de Vignerod du Plessis, duque de Richelieu, biznieto del gran cardenal, gobernador de la Guayana y de Gasconia, mariscal y par de Francia, primer gentilhombre de la Cámara del rey y el académico más ignorante pero más divertido de la Academia. ¡Cierto que visto desde fuera todo eso resultaba bastante decrépito, pero tan lujosamente envuelto! El oro siempre tiene veinte años. Conseguiría a aquella belleza, de eso no cabía duda.

En medio del Salón, la Favart había terminado con su sesión musical, el ramo de rosas había pasado de sus manos a las del abate, que las dejó sobre el clave para recibir los abrazos generales y la consiguiente ronda de "Felicidades, tío Claude". La voz del mariscal se fue a murmurar al oído de la marquesa de Mauconseil.

— ¿Seríais capaz de buscarme una excusa para que pueda besar a la pastorcilla en lugar de a Claude?

La marquesa miró de soslayo a su antiguo amante.

—Paciencia —cuchicheó—. La pastorcilla va a cantar.

La tumultuosa sinfonía de besuqueos fue interrumpida por una enérgica llamada de la señora Favart.

— ¡Rápido, rápido, me dicen que si los capones están un minuto más en el espetón quedarán calcinados!

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—Aunque los capones sean unos pobres diablos, no dejemos que se calcinen —exclamó Richelieu ofreciendo su brazo a la señora de la casa, al mismo tiempo que sonreía a la pastorcilla.

Se había colocado una larga mesa en el jardín, frente al paisaje, y dos más pequeñas en dos cenadores adornados con guirnaldas de rosas. De los capones rezumaban gotas de grasa doradas y olorosas, los pistos colocados en infiernillos de plata desprendían un olor picante a especias, los flanes de espinacas y las tortadas de ciruelas ponían, en la blancura de los manteles, manchas doradas, verdes y violetas del más hermoso efecto, y las primeras fresas de invernadero brillaban, purpúreas, en sus lechos de hojas frescas. Se servía vino blanco del país de dos toneles y el vino corría sin tregua, alegre, dejando una leve espumilla en el borde de los vasos. La alegría iba en aumento bajo la sombra de las enramadas y se deslizaba, picara, por la risueña garganta de las señoritas de la Comedia Italiana y por las venas de sus vecinos de mesa. El niño viejo a quien se festejaba iba picoteando de un lado para otro bajo pretexto de darles a las damas un trago de scubac, un licor digestivo al azafrán que, según decía, eliminaba los eructos y pedos de la sobremesa.

El mariscal de Richelieu devoraba golosamente un muslo de capón sin dejar de espiar a Jeanne, que había raptado a Van Loo y parecía encantada de conversar con el célebre pintor. Cuando la anfitriona pasó ante él la agarró sin contemplaciones, después de haberse limpiado en el mantel.

—Querida Favart...

Con un gesto de los ojos le señaló a la linda pastorcilla.

—... ¿esa hermosa niña es amiga vuestra?

—Monseñor, eso espero.

—Y yo también. Me interesa. ¿Tiene familia?

—No lo sé. De todas maneras, no sería una familia lo que podría ser molesta —dijo con una punta de amargura en la voz—. Viene de un pueblo lejano y está aquí desde hace poco.

— ¿Dónde vive?

—En la calle del Mail, en casa del doctor Aubriot, el que veis allí. Es un botánico muy estimado al parecer en el Jardín del Rey.

— ¿Hace mucho que es su amante?

—No es su amante oficial. Ella pasa por su secretaria. Parece que también es experta en botánica.

— ¡Ajjjj! —escupió el mariscal—. ¿Un pedante? ¿Con una belleza así? Las mujeres están locas.

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Justine, acostumbrada a todos los desprecios masculinos, había bebido un poco y no pudo reprimirse.

— ¡Ay, monseñor!, ¿no puede una mujer tener también cabeza?

—Bueno, bueno —refunfuñó Richelieu—. ¡No empecemos a discutir por eso! Esa polémica no se acabará nunca. Creedme, señora, una mujer sabia es un placer de pederastas. En fin, una vez no hace costumbre...

Tiró del brazo de Justine para hablar a solas.

— ¿Podríais arreglarme una entrevista con... ¿cómo se llama?

—Nunca he oído llamarla otra cosa que Jeanne. Y Mercier la llama Jeannot.

—Va por Jeannot. ¿Puedo contar con vos para la entrevista? Pero pronto, pues debo partir dentro de diez días para mi administración de Burdeos.

—Monseñor... —comenzó a decir Justine haciendo carantoñas.

—Nada de ni sí ni no, ni todo lo contrario, quiero un sí, ¿de acuerdo? Y digamos que si consigo esa entrevista tal vez le quite los papeles a la señorita Frédéric.

Justine sabía que los gentilhombres de cámara del rey tenían amplios poderes en los teatros.

—Monseñor —dijo Justine en tono febril—, yo sólo busco serviros sin esperar nada a cambio.

—No, no, "por nada" suele resultar muy caro. La Frédéric contra Jeannot. ¿Os conviene el arreglo?

La señorita Frédéric era una joven prometedora, que el compositor La Borde había colocado en el Teatro de los Italianos y de la que el público empezaba a enamorarse a expensas de la señora Favart, que empezaba a ser una estrella en declive. Hacerse con la piel de la Frédéric era el sueño de Justine, así que le hizo al duque una ligera pero afectada reverencia.

—Monseñor, intentaré conseguirlo...

—No, señora, no hay que intentar sino triunfar. De lo contrario, me temo que la señorita Frédéric va a tener mucha, pero que mucha suerte.

Por segunda vez, y a pesar de su prudencia, Justine no pudo evitar las ganas de forcejear con la arrogancia de Richelieu, que le recordaba la de otro mariscal de Francia que le dio a escoger entre su cama o el convento.

— ¡Oh, monseñor!, ¿no creéis posible que vuestro deseo se frustre a pesar de todos mis esfuerzos?

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El duque fingió que abrillantaba el pomo del bastón con su manga de seda.

— Querida Favart —respondió sonriente—, toda mujer desea recibir algún día el bastón de mariscal. Vos habéis recibido el vuestro. ¿Por qué la señorita Jeannot no iba a querer también el suyo?

La comilona campestre duró todavía una hora. Al fin todos volvieron al salón para ver bailar a dos discípulos de los Italianos. Luego el gordo Caillot hizo una pantomima pueblerina con una compañera, el abate Cosson recitó algunos de sus malos versos, el tío Claude cantó tres o cuatro cuplés verdes y por fin le tocó a Jeanne.

Estaba colorada e intimidada, pero un último vaso de vino blanco de Pas Noyaux, que le sirvió el buen Simon Favart, la puso cómoda justo en el momento preciso y cantó deliciosamente. Tenía instinto musical y una buena escuela de canto. Su voz robusta y tierna de contralto ligera, grave pero femenina, entonaba la línea melódica de su romance sin exageraciones ni caídas. Cantaba sin esfuerzo, como cantan los ruiseñores, porque tienen una buena laringe y la primavera se les sube a la garganta. Tuvo un gran éxito. Se la aplaudió sin reservas y Christina Somis fue a abrazarla, seguida por un Richelieu entusiasmado, que desplegaba sus grandes mangas de paño de seda de color marfil.

— ¡Yo también os quiero besar, hermoso ruiseñor!

Jeanne creyó sumergirse en un baño de perfume almizclado y sintió que se ahogaba. Pero, bueno, pensó, era el abrazo de un par de Francia, ¿no?, y lo soportó estoicamente. A punto estuvo a punto de volverse azul por falta de oxígeno, mientras se le quedaba grabada en una de las mejillas la paloma de oro puro de una cruz del Espíritu Santo que el noble llevaba al cuello.

—Esta niña es un tesoro —celebró el mariscal, sentándose junto a la marquesa de Mauconseil—. Su piel es de satén, se os funde en la boca, huele bien, es...

— ¡Me pregunto cómo podéis oler los perfumes de los demás! —cortó la marquesa con ironía.

— ¡Qué desgracia, marquesa, que aquí no se haga el amor después de comer! ¡Qué olvido en un menú! ¡Al diablo con las casas burguesas! A los postres se está mejor en vuestra casa.

La marquesa se echó a reír y se inclinó hacia el viejo libertino.

— ¿Tal vez podríamos ayudaros a estar mejor otro día?

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Richelieu pensó que esta aliada podría ser más hábil que la Favart. Y como sabía que la marquesa, arruinada, estaba al acecho del más mínimo escudo, le dijo simplemente:

—Daría hasta quinientas libras de recompensa...

—Llegad hasta mil, las vale.

—Vais al revés que todo el mundo, señora, cuando más tiempo pasa más os crecen los dientes —dijo Richelieu malhumorado—. Pero, sean mil libras si obráis de prisa. Mis deseos no tienen nada de paciencia. Pero, después de todo, tal vez baste con declararme. ¿No decís que es una muchacha lista? Una muchacha lista no me rechazaría nunca.

La marquesa se agitó, inquieta por su propina.

—No vayáis a estropearlo todo por un exceso de ardor militar poco adecuado a la circunstancia. ¿No veis cómo es la muchacha que pretendéis? Sé juzgar a una mujer por su cara. Y ahí tenéis a una burguesa impregnada todavía de virtud provinciana.

Richelieu hizo un gesto de duda.

—Señora, hoy vivimos en el caos. Las tradiciones desaparecen. Dejad vuestros prejuicios, marquesa. Hoy no hace falta ser una gran dama para acostarse con alguien fácilmente. Pero os doy algunos días, no más de dos o tres.

—Dejadme hacer —dijo la marquesa—. Dejadme hacer sin mezclaros. ¿Habéis lamentado nunca el haberos confiado a mí para cualquier empresa delicada?

—No, reconozco que sois una de las más finas celestinas de París, querida marquesa —respondió él sonriendo.

—Viniendo de vos el cumplido no es poco —replicó ella en el mismo tono sarcástico—, pues vos sois sin discusión el mejor cliente que existe.

—Es que compro para dos —dijo el duque con aire de entendido.

Su propia réplica lo dejó pensativo y añadió:

—Ese ruiseñor es un bocado real. Maravillosamente fresca pero nada infantil... Bella voz, inteligente, con gracia, maneras delicadas... Habrá recibido una buena educación, ¿no creéis?

La señora de Mauconseil observó al duque con atención concentrada.

— ¿Estáis pensando en dar con Jeannot un golpe doble?

—Lo he hecho a menudo con material más mediocre que éste... Es tiempo de hacer las cosas bien.

Se hizo un largo silencio entre ellos que llenó una música de clave con la que una pareja de los Italianos hacía un paso a dos.

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—Hay demasiado cambio en el lecho de Luis y demasiado vulgar a veces —continuó diciendo Richelieu en tono serio—. Su ayudante de cámara ha tomado demasiada autoridad, sobre todo cuando estoy en Burdeos. Choiseul se está moviendo mucho para situar a una favorita perteneciente a su clientela para suceder a la Pompadour y, si no me adelanto, tendré a una enemiga en la alcoba del rey. Confieso que preferiría tener ahí a una aliada.

Las palabras de Richelieu habían llenado de esperanza a la marquesa de Mauconseil. Ya se veía remontando el curso del tiempo, recuperando su juventud y su riqueza, llenando de nuevo de fiestas galantes los salones ahora silenciosos de su casa campestre de Bagatalle. Porque, en fin, qué no podría ella obtener de un rey envejecido, melancólico y arrastrando su aburrimiento de libertino harto de aventuras indecentes, si ella pudiera procurarle una amante joven, bonita, espiritual, distinguida a la que pudiera tratar sin avergonzarse... Y no sería la primera vez que Luis XV tomara una amante de la mano de la Mauconseil, cuya vocación de celestina era antigua. Pero, ¡ay!, para disponer de una clientela digna de Versalles hay que mantener tienda de lujo, los gastos habían superado a los ingresos y el negocio la había arruinado: hacía cinco años ya que el hermoso decorado galante de Bagatelle sólo estaba habitado por sus nostalgias. ¡Ah, volver a ser celestina real! ¡Volver a ver cómo afluyen los señores a sus tardes de amor, acabar sus días rodeada de suspiros ocultos en todos los rincones de su casa del bosque, repleta de alcobas con biombos! Sin saberlo, Jeanne había inspirado un último sueño en el alma de emparejadora de la vieja marquesa en paro.

Pero para ello tenía que triunfar y hacerlo antes que los demás. La Pompadour aún no había sido reemplazada en los Pequeños Apartamentos del castillo de Versalles pese a que hacía más de un año que había muerto, ¡una eternidad!, y las camarillas de la Corte se agitaban febrilmente para encontrar a la favorita que haría la fortuna de sus descubridores. La señora de Mauconseil sabía que el rey se había vuelto muy desconfiado y que algunas damas que habían intentado hacerle una jugada habían fracasado. Harto de todas aquellas duquesas y condesas que sólo le hacían ofertas con la intención de cogerlo en una trampa, el rey había vuelto a las jovencitas del pueblo que la señora Bertrand, la "abadesa" de su pequeño burdel privado del Parque de los Ciervos, tenía siempre a su disposición. Ellas, al menos, servían para tranquilizar a su real cliente acerca de su virilidad declinante y no tenían ninguna familia que colocar en la Iglesia, el Ejército ni en ningún sitio. En esta situación, las camarillas se habían tomado un respiro, pero siempre

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cabía alguna sorpresa. La señora de Mauconseil conocía demasiado bien la vulnerabilidad de Luis para comprender que Richelieu no estaría verdaderamente tranquilo hasta que no consiguiera ofrecer a su amo un hermoso juguete duradero, lo bastante listo como para ayudarlo a debilitar al clan de los Choiseul, hacer saltar al ministro y ponerse él en su lugar. Convertirse en "el amo del negocio" era desde hacía mucho tiempo la idea fija y siempre fracasada del mariscal. Estimando que se le debía el puesto de ministro supremo dado que su tatarabuelo, el cardenal de Richelieu, había sido un ministro inolvidable en la historia de Francia, consideraba a todos los ministros escogidos por Luis XV como usurpadores. Cuanto más observaba a Jeannot, más convencido estaba de que la señorita podía ser una excelente aliada ante su primo el rey, y en su entusiasmo no había temido confiarle la realización de sus sueños a su vieja cómplice la marquesa, cuando volvieron juntos de Belleville. Y la marquesa, que se preparaba para acabar sus días como pensionista laica en un convento, había visto entreabrirse ante ella la puerta del milagro.

Así que se lanzó a la conquista de Jeanne con un apetito voraz. Al día siguiente a la fiesta, Jeanne recibió una nota de la señora de Mauconseil en la que le rogaba que acudiera a la Comedia Italiana el miércoles. Darían Las tres sultanas, una obra maestra de Favart y Marmontel, con la que la señora Favart tenía siempre un gran éxito, de manera que todo París estaría en los Italianos. Añadía que un rechazo la desesperaría, pues le había cogido mucho afecto al "ruiseñor de Belleville", y acababa pidiendo su amistad para una vieja dama solitaria.

A Jeanne le sorprendió el tono de la nota, aunque no demasiado. Prueba de que los sentimientos hacían correr mucha tinta es que había muchos mensajeros que se ganaban el pan llevando mensajes de un lado para otro de París a dos ochavos la carrera. Y no era tan ingenua que no adivinase la silueta de Richelieu tras las prisas de la marquesa, pero esa sospecha, más que asustarla, la halagaba. Sentía que tenía suficientes uñas para defenderse del libertino mariscal y no quería perder la ocasión de ir por fin al teatro. En lo tocante a Philibert, tenía una buena excusa. La de que necesitaba ver a mucha gente para que supieran que abría su tienda a mediados de julio. Estaba decidido. Además, a Philibert le resultaba cada vez más difícil impedir las veladas nocturnas de Jeanne, cuando él mismo nunca llegaba a casa antes de medianoche. Lalande había cogido la costumbre de llevarlo a casa del filósofo Helvétius cada vez que no iba a casa de los Jussieu. Los espectáculos acababan pronto y estaría de vuelta antes que él. Le escribió unas palabras de respuesta a la señora de Mauconseil, abrió su canasta de viaje y sacó su maravilloso vestido en gros de Tours con gran miriñaque.

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Capítulo 8Capítulo 8

Aquel vestido... Había creído que su querida baronesa no se lo permitiría nunca. Pero Jeanne tenía unas ganas tan locas de ir vestida a lo grande en París, que la señora de Bouhey, ablandada por la partida inminente de su protegida, había acabado por ceder. Aquella noche, mientras esperaba a que llegase la dama de compañía que le mandaba la marquesa, a Jeanne le daban ganas de abrazar su imagen ante el espejo.

Tintin, el peluquero de moda de la calle Saint-Honoré, la había peinado maravillosamente con gruesos tirabuzones a la inglesa, recogidos en la nuca con una cinta de muselina color crema y una rosa a juego. Y luego estaba el vestido, cortado en buen gro de Tours con flores. Su cuerpo superior, muy ajustado en el busto, se abría ampliamente en los hombros, primero sobre un corpiño muy escotado y luego sobre una falda con volantes dobles. Las bocamangas eran de blonda triple de encaje de seda cruda, lo mismo que el escote. El brocado de la seda —a base de ramitos de rosas con nudos verdes— contrastaba alegremente con el fondo de luminoso color crema. Una estrecha gargantilla con minúsculas rosas de muselina y unos zapatos de satén color crema con hebillas cloradas completaban el precioso conjunto. El miriñaque era tan voluminoso que Jeanne podía apoyar con gracia las manos en la falda como sobre dos cojines y se alegraba de haber sobornado a la costurera sin que lo supiera la baronesa para que le añadiera algunos centímetros a la amplitud prevista. Era la primera vez que llevaba un vestido tan aparatoso y se las prometía muy felices. ¡Debía de ser embriagador, no siendo nada fea, el ocupar tanto espacio! Se preguntó si la señora de Mauconseil llevaría su amistad hasta acompañarla a tomar un sorbete después del espectáculo, a La Régence, por ejemplo. Los martes por la noche había admirado tan a menudo los desfiles de grandes trajes que volvían de los teatros y entraban a tomar un café antes de volar a los salones donde se cenaba... "¡Venga, Cenicienta! ¡No te olvides de que mañana al amanecer te convertirás otra vez en Jeannot, con la fortuna aún por hacer con tu tienda de tisanas!", pensó con ironía.

Llamaron a la puerta.

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— ¡Dios mío, señora! —exclamó Jeanne al ver a una multitud de mirones a la entrada del teatro—. ¿No podríamos bajar un poco más lejos?

La mujerona vestida de negro que la acompañaba hizo un gesto de hastío.

— Tapaos la cara con el abanico —sugirió.

—Pero, señora, ¡no es en la cara en lo que pienso!

Bajar decentemente de una carroza cuando se lleva miriñaque resultaba imposible. ¡Había que echar el aro del miriñaque hacia atrás para poder salir y entonces se descubría toda la parte de delante hasta arriba! ¡Y eso sin ropa interior!

—Animo —dijo la dama de compañía—. No os pasará nada que no les pase a las demás. ¿Qué creéis, si no, que hacen todos esos señores ahí? Esperan a que bajen miriñaques, es lo mejor de la velada. Sed atrevida y salid. ¿O es que no estáis satisfecha de vuestras piernas?

Salió y el público masculino demostró su placer ruidosamente.

La señora atravesó la muralla con paso decidido, distribuyendo a derecha e izquierda bastonazos brutales para abrirle paso a Jeanne. La joven se tapaba con el abanico hasta los ojos, mientras a su alrededor crepitaban las exclamaciones. "Marqués, ¿habíais visto tobillos y rodillas semejantes?" "Nunca, caballero, pero el escote vale tanto como la pierna. ¡Y qué porte de reina!" "Barón, ¿tenéis idea de quién es?" "¡Más que saber quién es, habría que saber de quién es, señor mío!"—Vamos, entrad en seguida —le ordenó la dama de compañía.

No había que entretenerse fuera. Los cocheros de los carruajes atascados empezaban a blandir sus látigos, los criados hostigaban y empujaban a la multitud para dejar paso a sus amas y descuideros de todos los pelajes aprovechaban el desorden para echar mano de una bolsa, un reloj o un pecho. Por suerte, en el interior los guardias se encargaban de que los pasillos que llevaban hasta los palcos estuvieran libres y la verja de la platea aún estaba cerrada.

—Abra —ordenó la dama de compañía sacando una llave de su faldón.

Un suizo con cordoncillos dorados las hizo entrar en una especie de tocador cerrado por el lado de la sala por medio de una reja de madera sobredorada.

— ¡Oh, qué bonito! —exclamó Jeanne—. Veamos la sala...

Fue a abrir la reja pero la mujerona se lo impidió.

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—No sé si la señora querría que la abrierais, señorita. Cuando los lustres estén encendidos tendréis suficiente luz para verla.

Jeanne no se atrevió a insistir aunque la contrarió no poder exhibir su hermoso traje en el palco. Pero comprobó que era verdad que al encenderse la iluminación podía distinguir una buena parte de la sala, decorada con columnas corintias en falso mármol blanco con vetas, realzado con dorados en la base y los capiteles. Había también muchos dorados iluminando el techo, repleto de liras, rosetones y coronas de laurel. La Comedia Italiana era un teatro en blanco y oro, precioso y alegre a la vista. Aún había poco público, que charlaba de pie en los palcos descubiertos, pero el balcón se estaba llenando rápidamente de colores en movimiento. Jeanne se fijó en que muchos rostros se volvían hacia esos pequeños palcos misteriosos como el de la señora de Mauconseil y entonces descubrió el placer principesco de ver sin ser vista. El público estaba a merced de su curiosidad pero ella seguía siendo para él un secreto tentador, del que sólo distinguía un fantasma de color claro que se movía en la penumbra de su jaula dorada. Se entretuvo en observar la parte trasera del palco, que una pesada cortina en damasco amarillo pálido sostenida por pasamanería separaba de los asientos delanteros.

Su mobiliario, de pequeño tamaño, era muy moderno, en caoba guarnecido de finos bronces. Comprendía un estrecho secreter abatible, una mesita en forma de riñón, un lindo tocadorcito y un sofá de terciopelo, de color amarillo a juego con el cortinaje, provisto ile cojines en seda de China. Se permitió levantar las puertas abatibles ilei tocador y descubrió una gran abundancia de frascos de maquillaje y algunas cajas de píldoras.

—Si sois golosa os gustará más esto —dijo la mujer sacando un frasco de plata para peladillas y una bombonera en porcelana de Sèvres de un cajón del secreter.

Gracias, las tomaré luego —dijo Jeanne—. La señora de Mauconseil tiene un palco muy bonito, una verdadera joya.

La mujer no respondió. No le habían encargado que le explicase a aquella señorita que el palco pertenecía al mariscal de Richelieu, que lo llamaba "el follador con música". Pero Jeanne empezaba a sospechar, ya que había oído decir que alquilar uno de aquellos palcos costaba una fortuna, más caro que un buen apartamento en París, y que la marquesa estaba arruinada.

Un guirigay repentino la hizo acercarse a la parte delantera del palco. Acababan de abrir la reja de la platea y una multitud empezaba a llenar el espacio libre hasta el borde mismo del foso de la orquesta . Los palcos abiertos, como estuches forrados de damasco amarillo, se iban poblando

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de preciosas cabezas empolvadas en escarcha y del frufrú de las sedas. Los abanicos crepitaban, los diamantes y las piedras de los vestidos, de los trajes y los peinados relumbraban, aquello era un lujo fabuloso para la vista. Jeanne reconoció a Marmontel y a Crébillon junto a una joven vestida de rosa y se volvió a la dama de compañía.

— ¿Podríais señalarme a algunas personas, señora?

La muchacha de rosa era la señorita de Lespinasse. Luego la mujer le señaló a la señora de Geoffrin, una dama bastante gruesa con mantilla negra. A la señora de Brionne, una de las amantes del duque de Choiseul, majestuosa diosa Juno de perfil heráldico, extravagantemente maquillada con un grueso trazo de colorete justo debajo de los ojos. Al señor de Marigny, superintendente de Obras Públicas y hermano de la difunta señora de Pompadour. Al presidente Molé, al conde de Guibert, a la marquesa de Créqui, a la princesa de Broglie, a Lauzun, a Nassau, a Rohan, a la señorita Clairon, a la Vestris, a la Camargo... Imbatible en este aspecto, la dama de compañía le iba presentando al todo París y Versalles a una Jeanne maravillada. La señora de Mauconseil no le había mentido: "todo el mundo" se había desplazado para aplaudir a la Favart en Las tres sultanas. Hasta el príncipe de Conti. El Gran Prior del Temple, de pie en el centro de su palco, resplandecía con todo su satén amarillo paja y todos sus diamantes. Desde que Jeanne había alquilado una tienda en la esquina de la calle Meslay, el gran prior era, en definitiva, su señor. Dirigió la mirada hacia la dama que estaba sentada junto a él y cuál no sería su sorpresa al descubrir que se trataba de la señorita de Bouffiers.

La amante oficial del príncipe de Conti la interesaba. Acababa de saber por la señorita Sorel, la vendedora de modas a la que le alquilaba La Tisanière, que en casa de la favorita del príncipe, en su hotel de la calle Notre-Dame-de-Nazareth, se alojaba Vincent cuando pasaba por París. Nada más natural que se alojase en el recinto del Temple, pues Conti era protector en Francia de la Orden de Malta. Pero al observar con detalle a la condesa, Jeanne descubrió que el caballero tenía tendencia a poner pie a tierra en casa de mujeres maduras de lujo todavía de buen ver. Marie-Charlotte de Bouffiers debía, como Pauline de Vaux-Jailloux, frisar la cuarentena, pero tenía una cara bien torneada, fresca y tierna bajo una gran abundancia de bucles rubios apenas empolvados, entremezclados de pequeñas rosas de seda y ristras de perlas. Su vestido con miriñaque de satén era de un rosa infinitamente suave, montado a la antigua sobre un cuerpo de escote redondo bastante bajo para mostrar la mitad de un pecho muy lleno y con blancuras de leche. Al caballero le debían de gustar los pechos grandes, pensó Jeanne, resentida. Pero aunque se ajustó los anteojos, no pudo encontrar nada feo o vulgar en la condesa. Su atractivo sensual no era el de una cortesana sino el de una gran dama. Además, parecía tener un carácter dulce.

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La voz de la dama de compañía la sacó de su examen.

—Decididamente este es un gran día. Ahí está monseñor el duque de Choiseul...

A fuerza de oír hablar de Choiseul como de un gran hombre, la sorprendió su baja estatura. Iba suntuosamente vestido, pero no sobrecargado, con un traje de tela de Nápoles en tornasol azul y malva, bordado con camafeos de sedas azules, bajo el que se veía, cruzando una casaca completamente bordada, el cordón también azul del Saint-Esprit. Pese a estar un poco metido en carnes, el ministro tenía un aspecto todavía joven y robusto, y aunque a Jeanne le pareció feo, su fealdad resultaba agradable por lo alegre. La cara redonda y carnosa, la tez luminosa de pelirrojo, los ojillos vivos, una nariz corta y respingona con aletas gruesas, labios orondos de goloso y doble papada sonrosada, todo el conjunto anunciaba al bon vivant pródigo y malicioso. Incluso su pequeña y ligera peluca en forma de alas de palomo, que dejaba a la vista una frente despejada y abombada llena de pecas, contribuía a acentuar el aspecto risueño del personaje.

—Muy bien —dijo Jeanne bajando sus anteojos—, mi gobierno no me disgusta. ¿Quién es aquella dama anciana y de negro a la que el duque demuestra tanta deferencia?

—La marquesa Du Deffand.

— ¿En el teatro? Creía que estaba ciega.

—Ciega sí, pero no sorda. Es vieja, ciega y medio inválida a causa del reuma, ¡pero ella nunca faltaría a un evento mundano!

—Al menos habré visto a la Du Deffand y a la Geoffrin, dos damas cuyos salones están entre los más célebres de nuestro tiempo. Les perdono que no dejen entrar en ellos a las mujeres. ¡No es estupidez, es prudencia! ¿Y quién es la otra señora que está cerca del duque, la que va vestida como un escaparate de joyería?

—Su hermana, la duquesa de Gramont. Se la ha ofrecido en vano al rey, que sólo la ha tomado de pasada.

Por encima del murmullo sordo de la sala, se elevaba de la platea un alboroto de gritos, llamadas y bromas ruidosas hasta que, de repente, unas voces cada vez más numerosas se pusieron a gritar "¡Qué empiece!, ¡qué empiece!". Las siluetas de la escolta armada que acordonaba la platea se pusieron en guardia, como para recordarles su presencia a los eventuales perturbadores, momento en que se oyeron los tres golpes rituales. Una voz de hombre gritó: "¡Abajo los sombreros!", y le respondió un "¡Señor, abajo primero vuestra nariz, así veremos mejor!". La rampa de velas se iluminó, el telón carmesí bordado en oro se estremeció y se elevó lentamente...

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Apenas la petulante Roxalane —la señora Favart— había empezado a aguzar el apetito del pachá Solimán II, cuando la marquesa de Mauconseil penetró en el palco y distrajo a Jeanne.

—Chaulieu, encienda los candelabros para que vea mejor a mi invitada —le ordenó a la dama de compañía.

La pimpante pastorcilla que la marquesa había descubierto en Belleville no la había preparado para encontrarse con una belleza tan despampanante como la que tenía ante sí. Quedó sorprendida por su gracia principesca y su distinción. El mariscal no se había equivocado. Aquella joven era sin duda un bocado de rey. La experimentada celestina no albergó ninguna duda: su plan podía triunfar. Bastaba con colocar al objeto en el camino del rey. ¡Era tan inflamable!

Jeanne soportaba con impaciencia aquel examen que la privaba del espectáculo, pero la consolaba el efecto que estaba causando en la marquesa. Cuando volvió a sentarse junto a la reja se permitió decir, maliciosa:

—Si monseñor el duque de Richelieu sigue retrasándose se perderá todo el primer acto.

¡Era imposible no darse cuenta de que llegaba el mariscal! Jeanne, con la nariz repentinamente invadida de perfume almizclado, fue a levantarse para hacer la reverencia, pero las manos de Richelieu la retuvieron.

—Nada de ceremonias, señorita ruiseñor, quedaos donde estáis.

Notaba el aliento del anciano señor en la nuca y se sentía incómoda, pero por fin retiró sus manos y pareció contentarse rozando de vez en cuando su escote con el encaje de la manga.

Contenerse aburría terriblemente a Richelieu. Tenía costumbres versallescas y en seguida metía la mano en la bandeja. Es que, ¡caramba!, en Versalles se vive de puertas afuera y hay que aprovechar cualquier momento de intimidad. Pero aquella noche debía ser prudente. Le había prometido a la marquesa no estropear el negocio asustando al pajarillo. Lo cierto era que no le habría preocupado sorprenderla si hubiera estado seguro de que se iba a dejar desplumar sin armar escándalo, pero precisamente no estaba nada seguro. Aquella celestina de Mauconseil tenía razón: se intuía que aquella beldad no era una de esas víctimas que un hombre puede ofrecerse sin preparar la maniobra. El mariscal se resignó a estar inmóvil detrás de ella, con los labios a dos dedos de su espalda de satén perfumado y las manos hormigueantes pero quietas. Estaba terriblemente enervado cuando llegó el entreacto y se volvió a su cómplice.

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— ¿No sentís curiosidad, marquesa, por saber quién está hoy en los palcos que tienen la reja cerrada?

Y mandó también a la Chaulieu a buscar sorbetes de rosa.

Antes de salir, la señora de Mauconseil le lanzó al duque una ojeada de aviso, pero una vez en el pasillo se dio cuenta de que Froment, el criado de diversiones de Richelieu, estaba ante la puerta del palco con su cara de perro guardián. Se alejó muy inquieta.

Con un gesto furtivo, Richelieu corrió el cerrojo y volvió junto a la joven. Antes de salir, la Chaulieu había iluminado el palco y por primera vez aquella noche vio realmente a Jeanne. Bajo la suave luz de las velas todo brillaba en ella, sus cabellos rubios, sus ojos dorados, la seda cremosa de su vestido, con una armonía delicada, deliciosa.

—Ruiseñor, sois más bella de lo que está permitido cuando se es formal —dijo, sinceramente deslumbrado—. Pero ¿sois formal, después de todo? ¿Puedo ofreceros un vaso de vino de Chipre y algunas peladillas?

—Sí, monseñor, gracias —respondió ella, sonriente—. El sí vale por vuestras dos preguntas: la formalidad y el vino.

—Bien por lo uno, mal por lo otro —dijo él con fingida bonhomía.

Abrió su secreter, sacó dos vasos y un frasco de cristal con grabados en oro. Sirvió y durante un rato se esforzó por seguir la conversación que ella había empezado sobre la Ópera cómica de Favart. Estaba tan poco atento que soltó alguna tontería, ella le echó una ojeada sorprendida y él aprovechó para jugar la baza de la franqueza.

—Sois vos, ruiseñor, la que me hace decir tonterías. ¿No sabéis que el deseo reprimido vuelve estúpido al hombre más inteligente? No me quitéis el seso, de lo contrario no me quedará nada para gustaros y me muero de ganas de gustaros. Venga, sed buena, corazón mío, dadme el beso que me devuelva mi inteligencia. Antes estabais tan entretenida que no me habéis dado ni las buenas noches.

—Os las daré cuando me vaya, monseñor.

— ¡Nones, guapa! Todo el mundo os dirá que soy un cazador de besos despiadado. Quiero besos por la mañana y por la noche, y si la piel es suave también los quiero cuando me despido para siempre.

Ella se rió de buena gana.

—Señor mariscal, ¿no os parecen asombrosas las costumbres de los parisienses de calidad? Por nada del mundo un gentilhombre se apropiaría de vuestro pañuelo, pero se apodera de vuestras mejillas sin ningún reparo.

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— ¡Es que a cualquier gentilhombre le gusta la piel de rosa! —exclamó Richelieu acercándose con apetito.

Un griterío procedente de la platea le permitió a Jeanne acercarse a la reja para ver qué pasaba.

— ¡Bah, nada de particular, la juventud se divierte! —dijo Richelieu después de echar una ojeada.

En efecto, en la platea ahora vacía por el entreacto una pandilla de petimetres se divertía peleándose al estilo mosquetero y tuvieron que venir los guardias, bayoneta en ristre, a echarlos a viva fuerza.

— ¡Caramba!, se diría que estamos en un antro en lugar de en el teatro frecuentado por la crema y la nata...

En ese mismo momento, como para confirmar su observación, sintió que las manos de Richelieu le cubrían los senos y que su boca se le pegaba a la espalda con la húmeda voracidad de una sanguijuela. Apretó los dientes, luchó en silencio para soltarse y, cuando lo consiguió, le dio un abanicazo en la cara al mariscal, con riesgo de desportillarle un trozo.

El viejo era bastante indulgente con las mujeres, pero no se tomó a bien la cosa. Su fracaso lo despechaba más que un bofetón, seguía tan hambriento como al principio y enseñó los dientes.

— ¡Señorita, olvidáis quién soy y quién sois!

Ella lo miró fijamente a los ojos, sin miedo ni cólera.

—Monseñor, ni vos sois un sultán ni yo una esclava de vuestro harén —dijo con tranquilidad antes de hacer una profunda reverencia.

La fina alusión a la obra que se representaba divirtió a Richelieu.

—Esta sí que es buena —dijo, soltándola—. Habéis ganado vuestro proceso, os dejo. ¡Pero no os perdono el beso que me debéis!

Con gesto gracioso, ello cogió los vasos de vino de Chipre que había dejado en la mesa y volvió con el de Richelieu.

—Bebo a la salud de vuestra bondad, monseñor.

—Y yo a la de vuestra belleza, ruiseñor. Pero, ¡cuidado!, no soy bueno todos los días.

—Monseñor, no os creo.

—Ruiseñor, estáis equivocada. Sentémonos un poco, que os voy a contar una historia. Érase una vez un mariscal de Francia lo bastante loco como para enamorarse de una bella niña, y érase una bella niña lo bastante loca como para rechazar el amor de un mariscal de Francia. ¿Qué creéis que pasó? Que ambos perdieron un tiempo de felicidad

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considerable, él ardiendo de impaciencia y ella arrepintiéndose de su desdén... en un convento.

— ¿Eso es todo, monseñor? ¿No tiene un final?

—Los niños inteligentes a los que meten en el cuarto oscuro acaban todos por pedir perdón a los adultos a los que han hecho enfadar.

—Hay niños testarudos, monseñor.

— ¡Claro, ya lo sé! He estado tres veces encerrado en la Bastilla. Pero me cansé, uno siempre se cansa.

Ella se mojó largamente los labios en el vino licoroso.

—Monseñor —dijo—, os pido como favor que me metáis en el convento de las ursulinas de Châtillon-en-Dombes. Conozco a gente allí y me aburriría menos. Además, las damas hacen unas tejas de anís exquisitas. Os las podría enviar.

Cuando la señora de Mauconseil reapareció al principio de segundo acto, se le pusieron los ojos como platos. Jeanne se pavoneaba con todas sus sedas extendidas en el sofá, mientras Richelieu, sentado en una silla frente a ella, con el sombrero puesto, las piernas cruzadas, la mano derecha apoyada en el bastón, risueño y hablador, parecía el hombre más feliz del mundo.

— ¡Ah, aquí tenemos a la Chaulieu con los sorbetes! —exclamó al ver aparecer a la dama de compañía detrás de la marquesa—. Ruiseñor, podréis refrescaros la garganta. Pero ¡sin duda tenéis ganas de ver algún trozo de la obra! Vamos, corazón mío, dadme la espalda sin remilgos, yo me voy a estirar las piernas un rato...

Tomando a la marquesa por el brazo la arrastró al pasillo. Exultaba de alegría.

— ¡Amiga mía, qué perla! ¡Una perla rara, una perla rosa! ¡Me vuelve loco y estoy loco de haberme vuelto loco! ¡He vuelto a mis veinte años!

—De modo que habéis terminado... —dijo la marquesa, inquieta.

— ¿Terminado? —exclamó Richelieu, un poco apaciguado— Siempre pensando en lo mismo, ¿eh? Ya acabaré mañana. Esta noche dejadme saborear mi nuevo corazón. ¡Lo tengo en estado de gracia! En una palabra, estoy enamorado.

— ¿Enamorado? ¿Vos?

—Enamorado, sí. Nunca es tarde para saborear placeres nuevos. ¡Filia es encantadora, marquesa! Espiritual y más atrayente de lo habitual en las chicas bonitas. Al mismo tiempo que sus timideces y sus maneras reservadas, tiene una manera de hablar franca y sin miedo, una libertad y

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un atrevimiento que la hacen sorprendente. Sí, nunca había conocido a una joven como ella.

—Querido duque, ¿acaso no pertenecéis a una sociedad en la que nada os puede sorprender ya? Pero, veamos, al comprometer vuestro corazón, ¿habéis comprometido también nuestro proyecto?

—Marquesa, ¡quiero conseguir a Jeanne más que nunca! Pero no le veo ninguna inclinación. Convertíos en su sombra y devolvédmela suave como una gatita. Tomad...

Un destello de codicia atravesó la mirada de la marquesa cuando tomó la bolsa.

—Gastad en ella sin contar el dinero. Toda mujer tiene un precio, averiguad el suyo. Tal vez tenga un hermano al que colocar. He comprobado que para una joven nada es bastante a la hora de asegurar la fortuna de su hermano.

—Todo ello me llevará tiempo. Y vos os vais a Burdeos y no volveréis antes de fin de año.

— ¡Tengo que conseguirla antes de partir o no podré aguantar y la meteré en mi equipaje de grado o por fuerza!

— ¡Ah, no, nada de raptos, os lo ruego! Estamos en 1765, duque, en 1765. Y los duques ya no pueden raptar a las pastorcillas sin que se pongan a aullar los lobos. Tendríais a todos los filósofos encima, y con ellos a los periodistas, sin contar a la Iglesia, que también se pondría de su parte.

Richelieu suspiró.

—Nuestros descendientes no van a ser felices, marquesa. La libertad se acaba. En fin —continuó después de un silencio—, haced lo que podáis. Pero desde el momento en que consienta, ponedla enteramente a mi cargo, no esperéis mi regreso. Podríais instalarla en mi casita de Porcherons y...

— ¡Nada de eso! El rey se enteraría en seguida. Y no le gustaría saber que ya habéis probado el plato antes de servírselo.

— ¡Oh, el rey! Que espere.

— ¿Qué? ¿Estáis enamorado hasta el punto de renunciar a nuestro proyecto? —exclamó la marquesa, alarmada.

— ¿Quién sabe? Después de todo, Luis ya no es tan joven. Y ese bello regalo, una niña sin truco ni malicia, podría ponerlo en un aprieto. Tiene fallos.

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La señora de Mauconseil contempló con cierta admiración al duque septuagenario que lamentaba los fallos de un rey de cincuenta y cinco años.

—No poder ya... —dijo Richelieu con melancolía—. ¡Qué pecado, marquesa! Uno de los peores, junto con la cobardía. Mirad, marquesa, la verga y la espada son las que hacen al hombre. El resto sólo es ilusión.

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Capítulo 9Capítulo 9

Refugiada en el primer palco delantero, propiedad de Richelieu, en compañía de la señora Favart y la marquesa de Mauconseil, Jeanne contemplaba a la multitud multicolor, trufada de dominós negros, que giraba alrededor de los bailarines. En aquella inmensa jaula esmeralda y oro estaba viviendo un suntuoso sueño colmado de personajes carnavalescos. Por centésima vez aquella noche se tocó la máscara. Era de terciopelo blanco con un volante de encaje en punto de Argentan al estilo veneciano. Se había vuelto loca de alegría cuando la Chaulieu vino a rogarle de parte de su ama que fuera al baile de la Opera. Y la parte novelesca de su alma se puso a vibrar cuando la dama de compañía añadió: "Vestíos sencillamente y con poco volumen. Encontraréis un dominó y un antifaz en el carruaje. La cena a la que la señora os llevará a la salida del baile será muy íntima." No había preguntado en casa de quién cenarían porque lo había adivinado. El ligero temor que le causaba el emprendedor mariscal le añadía interés a la fiesta. Aunque se sabía prudente y formal, le halagaba que la cortejara un duque y par de Francia, pues las más grandes damas del reino proclamaban que alguien así no debía faltar en su carrera amorosa para que ésta fuera completa. Richelieu no le interesaba, pero no le había molestado en absoluto que le lanzara el pañuelo a la otra, a la desconocida que ocultaba su enigmática seducción tras una máscara de terciopelo blanco. Era como si la máscara le hubiera devorado el rostro. Bajo su suave tibieza se sentía extraña a sí misma, como si por un momento viviera el destino de otra mujer. Y a pesar de que Jeanne era razonable, aquella desconocida enmascarada, en cambio, esperaba que una lluvia de locuras le cayera encima: al fin y al cabo estaban en Carnaval.

¡El gran palco de Richelieu estaba más frecuentado que un molino! Aunque el mariscal llevaba un antifaz de paño dorado y una peluca hecha de hilos de oro que sus veintinueve amantes de Burdeos le habían confeccionado con sus viejos vestidos, como era la moda entre la aristocracia, a fin de agradecerle sus buenos servicios en grupo, sus allegados lo reconocían y acudían a saludarlo y a charlar un rato, tratando de acercarse al joven dominó de hermosos cabellos a quien nadie lograba ponerle un nombre. Aquel rubio misterio resultaba aún más atractivo porque el mariscal seguía el juego y no se privaba de interponer

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el bastón entre la dama y el gentilhombre que se acercase demasiado. Y Jeanne, encantada, le daba la réplica poniéndose el capuchón del dominó y girándose. Los chismes sobre el nuevo amor secreto del célebre y viejo galán debieron correr por la Opera porque el palco estaba lleno de curiosos a todas horas. A veces aparecía también alguna pareja atolondrada que buscaba un sofá libre, lanzaban una exclamación de desconcierto al ver que no estaban solos y se marchaban entre risas. Las vendedoras de confites y refrescos apenas podían llegar hasta sus clientes y como los sorbetes de rosa no llegaban, Richelieu propuso a sus invitados salir a tomarlos a la tienda de café cuando de repente vio al Picado inclinarse ante él y tenderle una hoja de papel doblada en cuatro.

—Creo, monseñor —dijo el hombre con una sonrisa obsequiosa—, que exceptuando al que lo ha compuesto y al que lo ha pagado, vos seréis el primero en leer lo que se le cantará el martes en esta sala a la Prévôt cuando baile el ballet Castor et Pollux en lugar de la Lany, que ha perdido el papel por culpa de los caprichos de la otra.

A pesar de su coquetería, Richelieu no dudó en ponerse los lentes en público. El Picado conocía sus gustos y le proporcionaba material apetitoso. Era un alfeñique con una cara zorruna muy picada de viruelas, un periodista al que había contratado por cuarenta libras al mes, más la mesa en el ambigú, y del que estaba satisfecho. Esta vez su confidente le traía dos canciones de lo más grosero sobre los peligros de "la raja" de la Prévôt, por los que el señorial amante de la Lany había pagado diez luises al cupletero Collé. Richelieu quedó satisfecho y le pasó la hoja a la señora de Mauconseil, al tiempo que le decía a Justine Favart:

—Ved esto, señora. Vuestro amigo Collé es hombre honesto, cobra cara la rima pero es cierto que da la peor posible.

— ¿Es una nueva canción del señor Collé? ¿Puedo verla? —preguntó Jeanne—. En casa de Landel, un domingo, el señor Collé me hizo unas cuartetas muy amables.

Tras un momento de duda, Justine Favart le tendió el libelo difamatorio...

Jeanne pensó que su máscara iba a incendiarse de tanto como le ardieron las mejillas. Sintió una gran vergüenza y una gran furia al ver lo que un hombre podía escribir para divertir a otros hombres, cubriendo de porquería la intimidad de una mujer. Dejó sin terminar su lectura, arrugó el papel y lo tiró al suelo.

—Espero no volver a ver nunca más al señor Collé. Es un cerdo que engorda como un cerdo, en el fango —silbó lo bastante alto como para que la oyesen sus vecinos de palco.

Richelieu se inclinó hacia la marquesa.

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—Señora, me la tenéis que retinar cuanto antes. Su mojigatería provinciana es demasiado exagerada para resultar divertida. Y vos, ¿qué hacéis plantado ahí como un candelabro? —añadió con malhumor dirigiéndose al Picado—. ¿Acaso os pago para eso? Volved a vuestro trabajo...

El mequetrefe se escabulló, no sin antes lanzar una mirada a la pazguata que lo había dejado sin un escudo de recompensa. No era fácil sacarle dinero al mariscal, ostentoso en sociedad pero de una avaricia sórdida con sus servidores. Dios sabe cuándo tendría el Picado una ocasión como la de la oda al coñ... de la Prévôt para sacarle algo. Para colmo de desgracias, al salir del palco el Picado se tropezó con un gentilhombre que lo mandó de un empellón contra la pared de mármol del pasillo, tratándolo de buitre. "¡Los muy sinvergüenzas! —exclamó rabioso, recogiendo su sombrero del suelo—. ¡Algún día el buen pueblo debería colgar a estos hijos de puta, y ese día el Picado se ofrecerá a llevar gratis la buena nueva hasta las fronteras del reino! “El gentilhombre se sacudió el polvo con algunos golpes de pañuelo inútiles y penetró en el palco de Richelieu.

—Señor de Menorca, perdonad que descubra vuestro incógnito para presentaros mis respetos —dijo, inclinándose ante el mariscal.

Al oír la voz llena y clara que le acababa de dar su título de gloria más querido —el que había ganado arrebatándoles Port-Mahon de Menorca a los ingleses en 1756— el rostro de Richelieu se iluminó con una radiante sonrisa.

—Señor grumete, si no hubierais venido no os lo hubiese perdonado. Acercaos que os abrace y os contemple...

Y es que valía la pena contemplar al visitante: alto y guapo, iba además espléndidamente vestido con un traje de seda jaspeada color ciruela bordada con hilos de oro, abierto sobre una casaca de paño dorado. El tricornio en punto de España bajo el brazo, un broche de rubíes en la chorrera y los dos relojes joya de rigor sujetos por una cadena a los bolsillos, completaban su magnificencia un poco llamativa, pero que su buen tipo y sus actitudes hacían aceptable. Llevaba en la mano el antifaz que se había quitado al entrar.

— ¿Así que estáis en tierra? —proseguía Richelieu.

—Señor mariscal, hay que hacer el amor de vez en cuando.

—Si no tenéis mucha prisa en poneros a ello, quedaos a cenar con nosotros. La cena que ofrezco es muy ligera, pero si os quedáis con apetito podéis volver a cenar más tarde a casa de los Conti. Ya está dicho, venid a que os presente a la compañía que vais a tener y a la que no desagradará tener a otro hombre que no sea yo alrededor de la pularda...

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— ¡Eh, querido duque! —dijo la señora de Mauconseil—, ¿creéis que la presentación es necesaria y que el caballero Vincent nunca ha venido a bailar a Bagatelle?

Vincent se inclinó ante la vieja marquesa y ante la actriz, se volvió hacia el dominó rubio y dirigió una ardiente mirada de curiosidad a su máscara de terciopelo blanco.

"¿Por qué milagro estoy todavía en pie?", se preguntó Jeanne, "¿cómo es que no me caigo desmayada si me está faltando la respiración?" Desde que, estupefacta, la había recorrido un hondo estremecimiento a oír el sonido de la voz de Vincent, tenía la impresión de haberse quedado vacía. "Me sostiene el dominó. Si me lo quitara, me caería al suelo", pensó. Cuando le tendió la mano al corsario le pareció que levantaba un brazo muerto, pero bajo el roce de sus cálidos labios volvió a impresionarse de arriba abajo, al extremo de ver su mano temblar en la gran mano morena del marino. Y él, como si quisiera interrogarla, retuvo la palpitante mano más tiempo de lo que permitían las conveniencias, mientras su brillante mirada continuaba fija en la máscara con tal penetración que Jeanne sintió como si el terciopelo fuera a ceder, a adelgazarse y hacerse transparente... Al fin Richelieu percibió algo insólito en la actitud de la pareja y cogió a Vincent para acercárselo.

—Despacio, hermoso caballero, no os entretengáis demasiado por ahí —cuchicheó—. Supongo que habéis comprendido que sólo os he invitado a compartir mi pularda...

— ¡Ay, me lo temía! —cuchicheó también Vincent—. Pero ¿no me diréis siquiera el nombre de la pollita que os reserváis sólo para vos?

—Descubrir el simple nombre de un tesoro es ya demasiado. Me he vuelto desconfiado. ¡He hecho cornudos a tantos!

Y añadió más alto, sonriendo a sus invitados:

— ¿Mis señoras se han cansado de bailar? ¿Serán tan amables de aceptar mi invitación a cenar desde este mismo momento?

— ¡Dios mío, sí!, ¡vamos! —suspiró la señora de Mauconseil—. Estos bailes eran antes muy divertidos pero se han vuelto una pesadez. Están pasados de moda.

Vincent y Richelieu cambiaron una mirada irónica, después de lo cual el mariscal, galantemente, tendió su puño a Jeanne para que se apoyara en él.

—Vamos, ruiseñor... ¿Me perdonaréis no haberos sacado a bailar? Es una desgracia arrastrar una herida en la pierna que os duele justo el día en que querríais tenerla sana.

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—Señor mariscal, permitid que cumpla con vuestro deber con la señorita antes de marcharnos —dijo Vincent con viveza.

Había que responder a la petición. Jeanne se esforzó tanto en desfigurar su voz que le salió un murmullo:

—Gracias, caballero. Es mejor que vayamos a cenar. Me muero de hambre —dijo, preguntándose cómo iba a poder tragar ni un bocado.

En los pasillos se oía por doquier el frufrú de las sedas. Vincent caminaba al lado de Jeanne y aprovechaba todas las aglomeraciones para acercarse a ella y respirar su perfume. Ella maldecía su conocimiento de los perfumes, que le permitía hacerse mezclas en principio muy sutiles pero muy penetrantes a la larga, que hacía que las personas cercanas la reconocieran sólo con olería. Según se moviera, levantaba oleadas de azahar, flor de manzanilla, polvo de iris y lis blanco que, mezclados, cosía en saquitos a sus faldas. Recordaba que en Charmont Vincent la había felicitado por su ramillete de fragancias y con qué delectación había aspirado el aroma de su piel, hundiendo el rostro en su cabellera... ¿Podría ser que después de haber tenido tantos perfumes de amantes entre los brazos, aquel donjuán se acordase del de una ingenua pasajera? Lo esperaba y lo temía al mismo tiempo. No haber sido olvidada le resultaba muy dulce. Pero que la reconociese yendo del brazo del más célebre libertino del reino, ¡qué horror! ¡A ver cómo le explicaba a un burlón como Vincent que su flirteo con el mariscal de Richelieu era inocente! Porque en aquel momento ella misma estaba haciendo un esfuerzo terrible para no sentirse culpable.

A la salida de la galería, Vincent se quitó de nuevo el antifaz para que le devolvieran su espada, una pequeña obra de arte de orfebrería, cuyo pomo era de oro cincelado con incrustaciones de ópalos y lapislázuli.

Una intensa cháchara llenaba el gran vestíbulo, que tenía todas las tiendas abiertas y profusamente iluminadas. El encantador café-bombonería que brillaba con todos sus dorados y todas su velas, multiplicadas al infinito gracias a un juego de espejos, estaba lleno a rebosar. Toda aquella animación desbordaba hasta alcanzar el jardín de las Tullerías y algunas parejas se perdían entre sus oscuras frondosidades. Del hermoso cielo nocturno de junio caía un suave frescor, muy propicio a los paseos galantes.

Mientras el duque y la marquesa se iban quedando atrás, Jeanne descendió al jardín entre Justine Favart y Vincent. Cuando se pararon en el lindero para esperar a los otros, el tacón de Jeanne tropezó con una piedra, se agarró a la manga de Vincent y entonces sintió que le cogía la mano y la retenía con fuerza. Se puso a temblar como en el palco y se preguntó qué pensaría Vincent al sentir el temblor de aquella mano que tenía cautiva.

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Los tres quedaron en silencio. Jeanne y Vincent porque no era momento de hablar y Justine porque se había dado cuenta del gesto. El silencio acabó devolviéndole a Jeanne la calma y la conciencia del momento que vivía. Quiso entonces que a Justine se la tragara la tierra para huir con Vincent bajo el bosque de castaños, o hasta el fin del mundo, hasta el fin de los tiempos. "Lo amo". Esta evidencia se le apareció bruscamente y la inundó de alegría. Impulsiva, apoyó la cabeza en el hombro de Vincent...

— ¡Hum, hum, hum! —exclamó Justine.

Vincent soltó la mano de Jeanne, se apartó de ella y se volvió hacia las luces de la Opera.

"¡La carroza de monseñor el duque de Richelieu!", anunció a gritos un pregonero, sin otra utilidad que atrapar una monedita porque Froment, el criado del mariscal, abría ya la portezuela.

—Querido grumete, ¿cómo habéis venido al teatro? —le preguntó Richelieu al corsario.

—En un coche destartalado que me espera allá abajo, con un caballejo que debería aguantar hasta llevarme a vuestra casa.

"¡La carroza de la marquesa de Mauconseil!", bramó el pregonero.

Jeanne avanzó hacia la carroza de la marquesa al mismo tiempo que Justine. Richelieu dejó pasar a una, pero retuvo a la otra.

—Hacedme el honor de sentaros junto a mí, señorita... Por otra parte, ¿ya sabéis que estaremos como nuevos después de la pularda? ¡No os invito cenar, sino a pasar hambre!

El magnífico hotel de la calzada de Antin, donde Richelieu se había instalado desde hacía ocho años, constituía el más suntuoso y refinado de los decorados para las recepciones del mariscal. Las maderas esculpidas, las pinturas, las tapicerías, los cortinajes, todo había sido escogido para ofrecer el deleite más armonioso al ojo más exigente. Cada mueble era una obra de arte de la ebanistería, y cualquier bibelot, una maravilla de la orfebrería, la porcelana o el bronce. Una profusa colección de jarrones chinos, inmensos biombos de laca negra en los que se desplegaban paisajes dorados, cuadros de Tiziano, de Holbein, Van Dick, Oudry, Boucher... Y, por todas partes, ramos de flores frescas sabiamente combinadas añadían una belleza perfecta al lujo inaudito del conjunto. Se caminaba exclusivamente sobre ricas alfombras de la Savonnerie y de seda de Oriente extendidas sobre el parquet marqueteado a la versallesca.

En medio de los demás invitados, Jeanne, embelesada, atravesó diversas antecámaras antes de llegar al gran salón iluminado. La noche era bastante clara y dejaba vislumbrar, a través de las grandes

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puertaventanas acristaladas, los jardines poblados de árboles y flores, animados con mármoles antiguos y un grupo de esculturas de Miguel Ángel situado bajo un cenador cubierto de rosas.

Un criado abrió la puerta doble del saloncito en forma de rotonda donde se cenaría y los invitados pudieron comprobar en seguida que no iban a pasar hambre en casa del duque de Richelieu. Es verdad que sólo había dos pulardas —gordas, rellenas de trufas y bañadas en crema— en el infiernillo, pero estaban acompañadas de un copioso ambigú de viandas frías y platos dulces. La vajilla a base de piezas de plata y plata sobredorada, vasos de Bohemia y porcelana blanca de China, estaba en una mesa redonda en el centro de la habitación, alrededor de la cual había varios "sirvientes" de madera de caoba.

—He pensado que sería más agradable servirnos nosotros mismos —dijo el mariscal.

Con una señal despidió a sus criados y tendió una mano a la marquesa de Mauconseil y otra a Jeanne para llevarlas hasta el trinchero.

—Bien, amigos míos, llenad vuestros sirvientes con lo que os apetezca, sentaos como queráis y ¡qué empiece la fiesta! Yo me reservo serviros la tisana. Veamos, marquesa, ¿queréis comenzar con la tisana blanca o con la roja?

Una docena de botellas de viejos vinos de Burdeos se alineaban en la consola. Por algo el mariscal era gobernador de la Guyena y la Gascuña. Su bodega de Burdeos era fabulosa y gracias a ella había convertido a todo París a los vinos de su tierra, a los que llamaban "la tisana de Richelieu". Jeanne le pidió a su anfitrión que escogiera un vino para ella y él le sirvió un Graves de Vayres, de color amarillo miel muy carnoso a la vista. Vincent le sirvió filetes de esturión ahumado y se encontró sentada entre el corsario y el mariscal. Éste levantó su vaso.

—Brindemos por nuestras bellas misteriosas —dijo.

Alrededor de la mesa había tres muchachas con máscaras de terciopelo. Jeanne se había sentido aliviada de su angustia al encontrarse con los otros dos dominós en el patio del hotel de Richelieu. Uno acompañaba al conde de Lauraguais, el otro al mariscal marqués de Contades. Sin duda, alguno de los poseedores de una dama enmascarada no tenía ningún interés en enseñarles su último descubrimiento a los demás, pues se había decidido que las tres damas de incógnito no se quitarían la máscara aquella noche. Vincent, el único que no iba acompañado, fue el primero en responder al brindis de su anfitrión.

—Señores, brindo por nuestros frutos prohibidos.

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—Hacía mucho tiempo que no cenaba con máscaras —dijo Contades—. Nos hemos convertido en rústicos ansiosos de realidades, ya no disfrutamos con los placeres de la imaginación.

—Querido —dijo Richelieu haciendo una mueca—, los regalos que nos hace la imaginación son a veces fastidiosos. ¡Una noche, en una alcoba de Génova, me juré que nunca más me acostaría con una máscara! ¡Dios! ¡Con qué cara me encontré al día siguiente al despertarme!

—Por una vez que hicisteis una buena acción no debéis arrepentiros —dijo la señora de Mauconseil—. No os llevaréis muchas al más allá cuando partáis.

— ¡Eh, señora! Rendir buenos servicios es un placer de hombres jóvenes. No es que hoy falte buena disposición, pero se ha perdido el gusto.

—A propósito de máscaras, ¿os acordáis, duque, de aquella fiesta tan poco enmascarada que disteis una noche en Hannover? —dijo Contades.

—Contádnosla, sí —rogó Lauraguais—. Supongo que aparte de la cara todo lo demás estaba al aire.

De pie ante el aparador, el conde trinchaba una de las pulardas con una habilidad de cocinero consumado, sin salpicarse lo más mínimo su traje de satén color vientre de cierva. Junto a él, la señora Favart llenaba los platos de ave trufada.

— ¡Dios! ¿A qué esperáis, conde, para lanzar a nuestros mariscales por los senderos de sus buenos y viejos tiempos de guerra? Tendremos para toda la noche.

Lo cierto es que Richelieu y Contades, enardecidos, estaban ya en plena campaña prusiana. Nada les gustaba más que evocar sus recuerdos de batalla. Sólo se veían para eso, para ganar otra vez la guerra de los Siete Años, que el imbécil de Broglio (según Contades) y el infame de Soubise (según Richelieu) habían perdido poco antes.

Vincent se inclinó hacia Jeanne.

— ¿Os sirvo más vino? Nuestro proveedor de tisanas nos ha olvidado, y creo que para rato.

—Me gustaría ver los postres —dijo ella levantándose para que la acompañase.

Ya no temblaba. No disfrazaba la voz. No sentía ya la falsedad de su situación porque sólo sentía la embriagadora presencia de aquel hombre, que había sido el primero en tomarla en sus brazos, cubrirla de besos y desearla hasta el punto de querer llevársela con él. Si en aquel momento, y delante de todos le hubiera cogido la mano y le hubiera dicho "Vámonos", lo habría seguido sin decir palabra. No le importaba nada,

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salvo saber... saber si hoy, tanto como ayer, seguía teniendo ganas de llevársela con él. Y en el fondo no tenía dudas.

— ¿Habéis escogido el vino?

—Servidme el que prefiráis.

Bebió un sorbo pensando: "Bebo a la salud de mi locura", y otro rogando: "No quiero que mi locura me abandone".

Una de las máscaras, que se aburría con la guerra de los mariscales, se plantó también delante de los postres y comenzó a atiborrarse de dulces. Sin duda la chica estaba en edad de comer bombones. Su mentón, sus hombros, sus codos, sus muñecas eran los de una adolescente, y su voz risueña era todavía aguda. No debía tener más de catorce años: al marqués de Contades le gustaban realmente jóvenes. Entre dos bocados de turrón, le pequeña hundió la nariz en un gran ramo de rosas pálidas que había en un jarrón de plata.

— ¡Qué bien huelen! Son bonitas, ¿verdad? Tienen el mismo color que la confitura de rosa.

—Claro, son rosas de Puteaux, que dan buena confitura —dijo Jeanne, sonriéndole—. También se obtiene de ellas una excelente tisana. Y jarabes.

— ¡Oh, a mí las tisanas...! —dijo la pequeña, haciendo una mueca—. Pero, la confitura de rosa, ¡eso sí! Me encanta que me la sirvan con el café. ¡Es muy elegante porque la confitura de rosas es tan cara...!

Jeanne le echó una ojeada a Vincent, repentinamente avergonzada. La pobre muchachita hablaba y se comportaba de tal manera que tuvo la impresión de estar cenando con dos pupilas de la Gourdan o la Brisset, o cualquier otra patrona de burdel que provee a los grandes. Como para acentuar aún más su posición de tercera máscara sospechosa, la niña se le acercó para decirle en voz baja:

— ¿Os parece que mi vestido es bonito?

Llevaba, en efecto, un vestido muy bonito y de buen gusto, de seda blanca salpicada de florecillas de colores, montado sobre un miriñaque pequeño doble.

—Es encantador —murmuró Jeanne.

—Es la primera vez que llevo un vestido tan bonito —continuó la pequeña con más confianza—. Y todo gracias al señor marqués, que es muy generoso. Pero el duque de Richelieu es todavía más rico ¿no? ¿Es generoso en proporción? También vuestro vestido es bonito, ese verde almendra armoniza de maravilla con vuestra tez y vuestro cabello. Y además tenéis bastante pecho para lucir el escote... Decidme, ¿el duque os ha regalado joyas?

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Aquello era un suplicio para Jeanne. Al fin pudo librarse de la parlanchina y se acercó a Vincent, con la excusa de mordisquear una ciruela pasa confitada.

— ¿Por lo que parece, conocemos bien las flores, eh? —lanzó descuidadamente Vincent, cogiendo también una ciruela y señalando las rosas de Puteaux.

Ella se volvió completamente y le ofreció toda la máscara como si se la hubiera quitado.

—Se las conoce bastante bien —dijo desafiante.

El hizo con cuidado un plato de dulces y se lo llevó a la señora Favart, volvió a por otro para la marquesa de Mauconseil y un tercero para la desconocida vestida de color botón de oro que estaba sentada junto al conde de Lauraguais.

—Yo estuve a punto de aprender también —dijo por fin—. Tenía que embarcar a una joven botánica en mi Belle Vincente, pero, en el último momento, la señorita cambió de idea.

— ¿Lo sentisteis?

—Durante algún tiempo. Era una muchachita encantadora a pesar de ser sabia.

Ella preguntó con una dulce voz casi mendicante:

— ¿Ya no la echáis de menos en absoluto?

La respuesta le cayó como una bofetada.

—No, en absoluto. Ahora ya es vieja.

— ¡Vieja! —exclamó ella con voz sorda. Y apenas pudo llegar hasta la mesa, con las piernas temblorosas y los ojos inundados en lágrimas.

"¿Por qué, Dios mío, por qué, si yo ahora lo amo?" ¿Tendría razón Emilie al decir que para una mujer en seguida es demasiado tarde? Por suerte el grupo estaba demasiado alegre a causa de la comida, el vino y la conversación picante para darse cuenta de la muda y repentina tristeza de una de las invitadas. Los mariscales, arrebatados por sus recuerdos, con la cabeza llena del retumbar de los cañones y de la música de las canciones aptas para matar y beber, reclamaban en ese momento Fa Fanchon a gritos.

— ¡La Fanchon, señora, La Fanchon! —pedían a coro, con los vasos levantados hacia Justine Favart.

— ¡Ah, señora! —continuó Richelieu, repentinamente sentimental— ¡Mientras estéis vos para cantar Fa Fanchon, Francia sentirá correr por sus venas la gloria de la batalla de Fontenoy! ¿Os acordáis de aquel oficial con las ropas destrozadas y todo negro por la pólvora, sentado en

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un tambor delante de la tienda de mariscal de Saxe, que escribía de prisa y corriendo una canción para celebrar la victoria? "Sobre todo hacednos una bien aguerrida", bramaba Saxe cada cinco minutos. Todo el mundo estaba borracho de gloria sin haber visto siquiera una botella. La tierra aún humeaba del calor de la batalla cuando vimos a la pequeña Favart, una picara Favart de veinte años, subiéndose a un túmulo, por encima de los muertos y los caballos reventados, para entonar la más bella canción que conozco, "Amigos, hagamos una pausa..."Fue como si a Justine le hincaran una espuela. Recuperando de golpe su ardor de muchacha que seguía a los ejércitos tocando su zanfoña, la cantante se arremangó las faldas, se subió a una silla y se puso a cantar a plena voz la célebre estrofa que, salida de Fontenoy, recorrió toda Francia.

¡Ah cuan dulce es su rostro,

Que acompaña nuestro deber!

¡Le gusta reír, le gusta beber,

Y cantar con todos nosotros!...

Irresistiblemente, todo el mundo se puso a cantar la fogosa canción excepto Jeanne. Vincent se había sentado al clave y tocaba la melodía con golpes secos. Faltaban los pífanos y los tambores, pero evocaba bastante bien el estruendo de soldados y muchachas sentados en el gran banquete de la victoria. La voz aguda y en falsete de Richelieu se esforzaba por dominar el coro. Todo él muy erguido a causa de su entusiasmo viril, el viejo mariscal le había cogido la mano a su vecina de mesa y seguía con ella el ritmo. De repente, arrastrado por un cuplé más libertino, le soltó la mano, la cogió por la cintura y la atrajo para estamparle un beso en el cuello.

Furiosa — ¡a Dios gracias Vincent no había visto nada!—, Jeanne se soltó tan bruscamente como una cantinera ofendida y silbó a media voz pero claramente:

— ¡Señor mariscal, os estáis comportando como un vulgar soldado raso!

Richelieu contempló a Jeanne con ojos desorbitados, luego prefirió bromear.

— ¿Sabíais, ruiseñor, que la impertinencia no me disgusta cuando sale de una linda boca? —replicó en el mismo tono confidencial, al tiempo que deslizaba la mano bajo la bocamanga de muselina para cosquillearle el hueco del brazo.

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—Monseñor, vuestra indulgencia me tranquiliza, tanto que os rogaría que retirarais vuestra mano de donde está —murmuró ella en tono amable.

La Fanchon dio la señal de las canciones de los postres. Bien que mal, cada uno cantó la suya, pues había que seguir la moda, que triunfaba por todas partes, lo mismo en las cenas elegantes de los gentilhombres que en las de los sabios o en las bodas campesinas. Para resultar de buen tono en las reuniones había que saber al menos una canción populachera, y generalmente se sabía más de una. La chiquilla pervertida del marqués de Contades sólo sabía rondas de su pueblo. Con su vocecita aguda atacó una, ingenua y cruel, en la que se llora a una mocita recién casada.

Como la rosa deshojada

Ella pronto será.

Como una ciruela cosechada,

A ella se la comerán.

Y así la pobre infortunada

Pronto se marchitará...

El corazón de Jeanne se llenó de ternura por la niña cortesana al mismo tiempo que de odio hacia quienes la compraban de aquel modo. En ese mismo instante, sintió una mirada pesando malévolamente sobre ella. Levantó la vista y encontró en los ojos de Vincent un brillo tan duro que su tristeza llegó al colmo. Se sintió desgraciada hasta el punto de notar un desfallecimiento, ella, que nunca se cansaba. A partir de aquel momento sólo tuvo un deseo: que acabase aquella velada torturante, poder huir para ir a sollozar a su almohada. Pero no se atrevía a levantarse y desaparecer, esperaba con paciencia y se despreciaba por esperar. Pronto tuvo miedo también de que la reunión acabase en orgía. Contades había sentado a la chiquilla en sus rodillas para darle a comer mazapán. La opulenta Venus de Lauraguais, medio bebida, chascaba la lengua como una pintada satisfecha, mientras el conde, que tenía una mano debajo de la mesa, le contaba historietas escabrosas, y la Favart, también achispada, recreaba en el mantel las maneras de húsar que el difunto príncipe de Saxe gastaba en la cama. La marquesa de Mauconseil, a la que todo ello le recordaba su pasado galante, se reía como una loca mientras bombardeaba al grupo con garapiñadas.

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Por suerte, Jeanne se encontraba bastante protegida entre Richelieu y Vincent. Pues cuando el mariscal tenía cerca a un antiguo combatiente de la batalla de Menorca, nada, ni el más novedoso de sus caprichos lúbricos, impedía que se lanzara una y otra vez a rememorar las peripecias del gran éxito militar de su vida. El desgraciado militar o el desgraciado marino al que atrapara no podían ni soñar con huir de las escolleras de Port-Mahon, y Vincent ni pensaba en ello. Al contrario, con una cortés sonrisa en los labios, parecía dispuesto a soportar hasta el amanecer el monólogo de su anfitrión. Su mirada recorría sin cesar a la joven silenciosa que tenía a su izquierda cuya mano, que descansaba junto a un plato de frutas disfrazadas que no había tocado, se estremecía a cada una de sus miradas. Al dejar sentir sobre ella el peso de su mirada parecía querer provocar algo... Finalmente, ella suspiró y se inclinó hacia Richelieu.

—Monseñor, disculpadme pero me ha entrado una migraña horrible. El vino, seguramente... Permitidme que me retire. Si la señora de Mauconseil quiere prestarme su carruaje se lo devolveré en cuanto llegue a casa.

La voz de Vincent se dejó oír por encima del pequeño barullo que provocaron las palabras de Jeanne.

—Señor mariscal, como ya sabéis que debo ir al hotel de Conti, dejaré primero a la señorita en su casa, si ella me lo permite.

— ¡Nada de eso! —exclamó Richelieu—. ¡Sería una imprudencia! La señorita no debe salir de aquí hasta que se reponga. Corazón —añadió con una ternura no fingida—, os daré a tomar mi agua de opio y os echaréis un rato. Os llevarán a casa en cuanto estéis mejor.

A la falsa enferma le costó un gran trabajo librarse de la solicitud del mariscal y de los ruegos de la doncella que había acudido a su llamada en enaguas y cofia de noche. Se vio obligada a adoptar un tono de medio resucitada para hablar.

—Mil gracias, monseñor, vuestras bondades me conmueven, pero os agradeceré que me dejéis marchar. En casa tengo una medicina especial para mis migrañas. Estoy tan desolada de haber interrumpido vuestra cena que me sentiré mejor si continuáis sin preocuparos por mí. Ya que el caballero se ofrece a acompañarme...

¡Por nada del mundo Richelieu hubiera querido confiarle su pequeña beldad al corsario que le había hecho la competencia con las menorquinas! Con una señal alarmada le indicó a la señora de Mauconseil que jugara el papel de tía bondadosa y ella se apresuró a obedecer.

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—Querida niña, no puedo dejar que os vayáis sin mí mientras os sintáis mal. Sólo estaré tranquila cuando os deje personalmente en vuestra cama...

Mientras despertaban al cochero de la marquesa que dormía junto a la cocina, Vincent le pidió permiso a su anfitrión para escribir una nota en la antecámara.

—Una misiva para deslizaría más tarde en un escote... —le explicó, sonriente.

—No me extraña, querido. El hotel de Conti es la casa de citas mejor surtida de París —respondió con aplomo el dueño del hotel de Richelieu, casa, de paso, también muy bien surtida.

Vincent sólo escribió tres breves líneas.

El mariscal no pudo impedir que el corsario se adelantara a coger el dominó que traían para envolver a Jeanne. La muchacha sintió un delicioso escalofrío de emoción al notar que la carta de Vincent se deslizaba entre sus senos. Lo hizo con tal habilidad que nadie se dio cuenta.

Richelieu salió al patio para ayudar a las damas a subir a la carroza.

Lauraguais se reunió con Vincent en la antecámara.

—Ya que la palomita del duque se os ha escapado, caballero, espero que os quedéis.

—Debo irme.

— ¡Yo ya me estaba aburriendo! —exclamó el conde—. Esperemos un momento por cortesía y luego nos vamos juntos. Vamos a acabar más alegremente la noche donde queráis, en mi propia casa si os apetece. Mi Roseline no está mal una vez sin máscara y tiene esas abundancias...

—Gracias, no. Estoy del mal humor y no os divertiría.

—Amigo mío, cuidaremos eso con vino de Champagne.

—Otro día, si os parece.

—Me parece bien pero salís perdiendo: las encamadas a treinta luises no son tan buenas como las de Roseline. Me pregunto de dónde ha sacado el duque a su amiga. Nunca había visto esa figura, tan fina y distinguida. La voz no es corriente y los cabellos son espléndidos. Habría dado cualquier cosa por desenmascararla.

—Todo llegará, querido conde. Si os vais de juerga a casa de la Mauconseil, seguro que la encontraréis allí. Me han parecido muy cómplices.

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—Pensaba hacerlo. Pero me ha parecido que vos mismo... No querría quitaros la presa. ¿Me dejáis a la cierva de buena gana?

—Querido conde, que gane el que más ofrezca —dijo Vincent con un tono glacial.

Jeanne entró en su habitación de puntillas...

Una vela encendida la esperaba. Iba a sacar la nota de su seno para leerla antes de hacer nada, pero oyó pasos en la habitación contigua y volvió a guardar la nota donde estaba.

Philibert apareció ante ella en pijama con expresión poco amable.

— ¿Sabes la hora que es?

—Dios mío, sí, ¿es que se puede volver de un baile de la Opera antes de las tres de la mañana? No podía irme sin mi acompañante la marquesa de Mauconseil, ni obligarla a dejar la fiesta. Sabíais que estaba con una persona de edad y podríais haberos acostado sin esperarme —respondió Jeanne con un poco de fastidio.

— Yo decido lo que debo hacer. Jeannette... —se sentó al borde del canapé—. No me gusta que te relaciones con la pandilla de los Favart. Aunque algunos de sus miembros sean de lo más encopetados.

Ella le plantó cara.

—Y a mí tampoco me gusta que me dejéis sola todas las noches para ir a cortejar a Buffon en casa de los Jussieu o para correr a conocer los misterios de la masonería en casa de los Helvétius.

—No seas niña, Jeannette. Sabes muy bien por qué me obligo a asistir a todas esas veladas. Un sabio necesita de la conversación estimulante de sus colegas y además en esos salones hago relaciones indispensables para mi carrera. He empezado muy tarde, pues he comprendido que sólo se hace carrera en París. Tengo ya treinta y ocho años y no tengo tiempo que perder, Jeannette.

— ¿Es que yo soy acaso vuestro tiempo perdido? —preguntó ella agresivamente.

El suspiró y luego sonrió.

—No quiero discutir acerca del tiempo contigo. Tú no sientes siquiera el pasar de las horas, en cambio yo ya siento cómo se escurren los minutos. La curiosidad me devora y mis días pasan de prisa, mientras que mis conocimientos crecen lentamente. Me desespero cuando imagino los descubrimientos que ya no veré. Si hay hombres que necesitan creer en la inmortalidad del espíritu para consolarse de faltar en la Tierra, ésos son los investigadores. Y, sin embargo, son los que menos creen en ello.

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Sorprendida y un poco avergonzada, Jeanne contemplaba a Philibert como si hubiera cambiado de peluca y no lo reconociera. Era la primera vez que le hablaba de sí mismo y no sabía qué actitud adoptar. Abrió la boca, la cerró y dudó un buen rato antes de murmurar:

—Sabéis ya tantas cosas... Y tenéis tantos años por delante para seguir estudiando... ¿Es posible que lloréis por las flores que nunca recogeréis?

— ¿Sabes, Jeannette, que a veces lloro hasta por las que he recogido? Sí, a veces, ante una planta cuya belleza me encanta, me da por pensar que muy pronto el múltiple esplendor de la naturaleza se apagará para mí. Al otro lado de la muerte, ¿hay algo más que campos azules estériles?

Desconcertada, Jeanne seguía observándolo. Nunca le había visto aquella mirada oscura y vagabunda soñando con la nada. Aquella mirada siempre soñaba con algo, un libro, un cuaderno, una hoja, un hueso, la pluma de un pájaro...

— ¿Es que... acaso estáis enfermo? —preguntó con voz ahogada. Y repentinamente, su propia pregunta la asustó y la impulsó a sentarse junto a él en el canapé.

— ¿Estáis enfermo, Philibert? ¡Oh, si es así os cuidaré, os curaré, nunca os moriréis, nunca, porque nunca lo permitiré!

— ¡No, no, nada de eso! —repetía él, sonriendo y sacudiendo la cabeza—. Me encuentro la mar de bien. No sé por qué me ha dado por decir tonterías. Sólo quería reñirte por haber llegado tan tarde.

Ella acercó con el pie una alfombrilla, se arrodilló en el suelo y apoyó los brazos en las rodillas de su amante.

— ¿Por qué no me decís tonterías más a menudo? También a mí me gustaría decirlas.

—Pues dímelas.

— ¡Oh, son bobadas...! ¡Perderíais el tiempo!

—Cuéntame.

Ella levantó la vista y lo observó intensamente para convencerse de que la escucharía sin decir nada. ¡Era tan inesperado que le regalara un poco de su precioso tiempo! Bajo su pañoleta, la carta de Vincent le quemaba como un pecado mortal. ¿Cómo había podido creer que amaba a Vincent, así, de repente? ¡Qué locura! Un vértigo de carnaval. El único hombre de su vida estaba allí, indestructible, y además, para colmo de felicidad, se mostraba inusualmente paciente. Se apoyó en él más cómodamente. Se sintió como debe sentirse un pájaro que vuelve al nido después de una tormenta.

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Sin decir palabra, él la miraba acurrucarse. Hacía mucho, mucho tiempo, que ella no se acurrucaba de aquella manera. Entonces era una niña flaca y salvaje, rubia y de ojos dorados, enroscada en la hierba junto al tronco de un árbol donde él se había sentado a descansar, mientras le contaba alguna historia sobre las ranas o los champiñones. Pero en aquellos tiempos ella nunca se habría atrevido a tocarlo. En cambio, ahora dejaba caer todo su peso en su muslo, confiada. Sintió un sensual orgullo de conquistador de niñas. Le pasó suavemente una mano por los cabellos demasiado bien peinados y comenzó a quitarle una a una las florecillas verdes y blancas de seda engomada que lo adornaban. Lo hacía torpemente, dándole tirones en los bucles.

—Señor Philibert...

El se sobresaltó ligeramente. Ella sólo lo llamaba así cuando quería que le prestase la máxima atención. Dejó de despeinarla y abandonó su mano entre los cabellos medio deshechos.

— ¡Señor Philibert, vayámonos de aquí! —dijo ella con voz sorda y apasionada—. ¡Vámonos los dos, vámonos al fin del mundo!

— ¿Dónde sitúas tú el fin del mundo?

— ¡No importa!

— ¿Entonces?

— ¡Lejos!

—Lejos... —repitió él como para sí mismo.

La levantó un momento para mover la rodilla derecha anquilosada y volvió a sentarla.

— ¿Así que ya no te gusta París? ¡Menuda noticia! Creía que eras feliz en el Jardín y estabas entusiasmada con tu tienda. Y además creía que empezabas a divertirte mucho con tus nuevos amigos.

— ¡Claro, claro que soy feliz y que la tienda me vuelve loca y que me divierto, pero...! —su voz se tornó angustiada—, a la larga, la felicidad que proporciona París puede ser engañosa...

— ¡Bah, qué cosas dices!

—La ciudad es tan divertida... Tan poblada... Hay demasiada gente entre vos y yo. Incluso el domingo, cuando herborizamos, no estamos nunca solos. ¿No añoráis nuestras salidas de Dombes? Allí, entre vos y yo sólo había un pequeño espacio de aire. ¡Mientras que en el bosque de Bolonia...! ¡Toda aquella fila india de parlanchines siguiéndonos! Uno que lanza exclamaciones, el otro que se ríe a carcajadas, el de más allá asustando a los pájaros y llamándoos a gritos porque ha descubierto la

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más mínima centaura, porque, claro, ¡una Centaurea recogida delante del doctor Aubriot es un tesoro que merece ponerse en el herbario!

—En pocas palabras, ¿querrías alejarme de París porque estás celosa de mi pequeña celebridad? ¿Tienes miedo de que acabe olvidándome de ti?

—No.

Él le levantó la cabeza y miró al fondo de sus ojos dorados con una expresión aguda.

— ¿Eres tú la que tiene miedo de olvidarme?

— ¡Oh, no, no y no!

Se hizo un silencio tenso.

—En París no se puede vivir en pareja —dijo ella al fin—. La gente y las cosas nos separan a todas horas.

—En suma, ¿sueñas para ambos una vida de arenques? ¿El macho y la hembra siempre juntos en el seno del banco de peces hasta el final de su existencia?

— ¡Oh!, ¡os estáis burlando de mí! No queréis comprenderme. Pero, francamente, ¿tanto os interesa tener protectores en la Corte, un sillón en la Academia, honores, pensiones, cartas de nobleza, el cordón de Saint-Michel...?

El reflexionó durante un buen rato.

—Sí, creo que todo eso importa —dijo al fin—. Menos que el estudio, menos que el conocimiento, pero importa. Un hombre de ciencia necesita ser reconocido por sus iguales y colocado en su lugar correspondiente entre ellos y para la posteridad. Tengo un hijo que heredará mi apellido. Y por cierto, ¿no le perdonas a tu buen amigo Lalande el que corra detrás de la gloria tanto como detrás de la verdad?

—Él ama sinceramente la gloria. Pero no creo que vos la améis con tanta fuerza. Yo sé cuándo os sentís de verdad feliz: trotando por montes y valles, conmigo pegada a vuestros talones, y vestido con una vieja casaca, un viejo sombrero y unos zapatones.

—¡Eh, tú quieres pegármela con eso de que vuelva a la vida salvaje, mientras a ti se te ve cada vez más a menudo en traje de baile!

— ¿Sabéis que no estoy segura de hacer lo que me gusta realmente al correr detrás de las frivolidades? —dijo ella gravemente—. Puede que vestirme con grandes miriñaques para ir a la Opera no sea lo que más me interesa. ¿Tenéis de verdad deseos de pertenecer a la Academia o conseguir el cordón de Saint-Michel y todo eso?

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— ¡Claro que no! Pero soy un hombre. Y si pudiera pasarme sin ciertas cosas que en realidad no deseo sería un sabio, Jeannette.

Jeanne sacó la nota, tan bien doblada, del bolsillo de su faldón, la dejó sobre el escritorio, palpó una vez más a través del fino pergamino el delgado serpentín encerrado en sus pliegues. Hacía tres años que le había dado aquella cinta. Tiritaba de enervamiento, tanto como la mañana en que había vuelto a abrir la carta dirigida a Vincent para meter en ella su cinta de tafetán con las palabras "Marchaos sin mí". ¿Por qué se la devolvía? ¿Qué quería decirle?

La noche anterior, tras su dulce conversación con Philibert, había decidido no leer el mensaje de Vincent. Al menos, no en seguida. Quizá lo leería algún día, por curiosidad, cuando hubiera recuperado su sensatez y el corsario se hubiera convertido en una larga ausencia, una niñería de sus quince años. Por la noche, acunada por el ritmo sedante de su corazón, que batía más lento de lo normal, se había jurado quemar la nota a la mañana siguiente para destruir cualquier tentación. Pero por la mañana encontró una excusa para metérsela en el bolsillo en lugar de reducirla a cenizas: no estaba sola, en el Jardín, o en su tienda, donde trabajaba el carpintero, o en la biblioteca de los Petits-Péres, nunca había encontrado un momento de soledad, o si lo tenía era siempre demasiado breve, demasiado incierto. De modo que la nota había vuelto bien entera a la calle del Mail y ahora estaba sobre el escritorio...

La abrió, sacó la cinta y leyó estas horribles palabras: "Sed la que erais. La ingenua fugitiva me resultaba muy dulce. La p... de altos vuelos me desagrada."

Por mucho que hizo, morderse los labios hasta hacerse sangre, crispar los puños y meter la cara ardiendo en agua fría, no pudo evitar que los sollozos ganaran la partida y la sumergieran y la abatieran en la cama, que inundó de lágrimas, rabia y pena. La humillación la destrozaba, junto con un odio impotente contra aquel grosero. Repentinamente, dejó de sollozar y se irguió en la cama atravesada por un pensamiento que hubiera debido presentarse antes: "¿Así que llevaba mi cinta encima?"¿Dónde la llevaba desde hacía tres años? ¿Cómo colgante de la cadena de reloj? ¿Enrollada en el bolsillo de la casaca como un amuleto? ¿Cerca de su corazón sujetando la cruz de Malta?

Había conservado su cinta. Como algo precioso. ¿No significaba aquello que podría hacerle daño cuando quisiera? Se puso a caminar por la habitación con paso febril, con los ojos en llamas, retorciendo su pañuelo ya hecho jirones y maquinando su venganza. "¡De rodillas!" "¡Lo

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pondré de rodillas!" "¡Le haré pedir perdón de rodillas! ¡Y tendrá que esperarlo hasta que te crezcan cuernos!"

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Capítulo 10Capítulo 10

La Tisanière era una tienda muy bonita. La madera de cerezo de los estantes y cajones, una vez encerada y cepillada, brillaba como la seda. Sobre este fondo de tonos marrones y rosados, los grandes botes ventrudos de loza amarilla y blanca hacían un efecto magnífico, que Mercier no se cansaba de contemplar. El era quien había descubierto aquella ganga, por cuatro perras y en las barbas del ujier, en la tienda de un tendero-boticario que había quebrado.

— ¿Qué os parece la distribución de mis botes? ¿He combinado bien los colores? —le preguntó a la señorita Basseporte.

La pintora del Gabinete de Historia Natural retrocedió hasta la puerta para juzgar el conjunto.

—Perfecto —dijo.

Había venido ella misma a colgar las acuarelas que había pintado para Jeanne: una vistosa amapola, una rama de enebro con sus grandes bayas violáceas, una mata de cardillo florido y la corona de estrellas azul lila de una campánula dentada. Añadidas al fresco floral del entrepaño de la chimenea, los cuatro cuadritos le proporcionaban a la decoración un alegre y delicado acabado.

—Tengo que daros cuatro besos, uno por pintura —le dijo Jeanne a su vieja amiga—. Son auténticas obras de arte... ¡Creo que ya sólo falta que me siente ante la caja registradora y esperar a mañana!

Se subió a un taburete alto, detrás del mostrador, y sonrió a sus amigos. Parecían tan felices como ella. Allí estaban no solamente Mercier y la señorita Basseporte, sino también André Thouin y el padre Firmin, el boticario del convento de los Petits-Pères. El jardinero del rey había hecho una aportación de última hora: hojas de toronjil para los estómagos lentos y semillas de lechuga, cuya decocción calma a los asmáticos. El padre Firmin se ocupaba de verificar el latín de las etiquetas. Lucette, la futura dependienta, que de momento hacía de chica para todo, no se cansaba de dar un golpe de bayeta por aquí, un golpe de plumero por allá, o colocaba en su sitio algún saquito o un cesto en busca de la aprobación de la dueña.

— ¿Puedo iluminar el lustre para que se vea el efecto, señorita Jeanne?

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—Encended también los apliques —dijo Jeanne.

La fuerte voz de Aubriot se oyó justo cuando la tienda se iluminó.

— ¡Caramba, esto parece Versalles! Aquí no falta de nada. Seis velas en el techo, ocho en las paredes... ¿Estáis segura, Jeanne, de que vuestros beneficios cubrirán el gasto en cera?

—No voy a gastar apenas antes del invierno y para entonces habré hecho una fortuna —respondió Jeanne muy segura de sí misma.

—No podría ser de otra manera —trompeteó Mercier—. Vea si no, doctor, aquí hay plantas para todos los gustos. ¡Esto es la cueva de Ali Baba!

—Es verdad, nunca había visto una herboristería tan bien surtida —aprobó el padre Firmin.

Es cierto que Jeanne no había esperado empezar con semejante variedad de mercancías. Su amigo Thouin, siempre tan calmada, tímida y silenciosamente enamorado de ella, había hecho verdaderos milagros. El joven jardinero en jefe del Jardín del Rey era tan conocido y estimado en su ambiente que no había tenido que moverse de sus bancales, había bastado con su recomendación para que Jeanne pudiera abastecerse de buenas plantas clásicas en los conventos de la capital que las cultivaban. Una docena de cartas a provincias habían traído otras. El botánico Gérard de Cotignac, a ruegos de Aubriot, había enviado de Provenza una copiosa recolecta de hierbas aromáticas, en las que predominaba el romero que todo lo cura. La señora de Bouhey había metido en su primera caja varias libras de tomillo, laurel, hojas de espino, corteza de abedul, tallos de angélica y de ruibarbo y otros productos del huerto de Charmont, más una amplia provisión de flores silvestres de Dombes. Hasta Marie, cuyo avanzado embarazo la fatigaba mucho, no se había olvidado de contribuir al abastecimiento de La Tisanière con un envío de hojas de grosellero negro, hiedra trepadora y pétalos de rosa.

—Absenta... Aciano... Culantrillo... Capuchina... Estragón... Gordolobo...

Lentamente, Aubriot pasaba revista a las etiquetas.

—Estupendo surtido —dijo al fin con satisfacción.

Luego volvió a la letra C.

—Pero... ¡no veo la cola de cereza!

— ¡Mi cola de cereza! —exclamó Jeanne desolada—. Olvidé cogerla en el huerto de los canónigos de Saint-Victor.

—No os queméis la sangre, señorita —intervino Lucette—. Se la encargaré a mi hermanito Banban. Porque el señor doctor tiene razón, no podemos abrir sin tener cola de cereza, perderíamos ventas. La gente,

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sobre todo los hombres, ¡es increíble lo mucho que se preocupan de orinar! ¡Nunca orinan bastante, al parecer! ¡En cuanto saltan de la cama, corren al orinal, y cuanto más lo llenan más contentos se ponen, como si orinar fuera el mejor momento de la cosa!

— ¡Lucette! ¿No os he dicho ya que dejéis de hablar de esa manera y adoptéis un tono más educado? —le advirtió Jeanne, enfadada.

—Es verdad, perdonadme. Pero esta tarde aún estoy haciendo de criada, ¿no? Ya veréis mañana, cuando me arregle bien como dependienta, no me vais a reconocer. No hay nada como ir arreglada para que se te ponga un pico de oro y modales de lencera.

—Eso espero —dijo Jeanne mordiéndose el labio para no reír.

— ¿Crees que has escogido bien? —le murmuró Philibert al oído señalando a Lucette con la mirada.

—Pues, claro, claro, lo va a hacer muy bien.

También a ella la preocupaba haber tomado con prisas a una arrepentida que se había escapado de la casa de citas de la Nadine, pero se guardaba mucho de decírselo a Philibert. El instinto le decía que él era incapaz de creer en la conversión de una pupila de la casa. A ella la muchacha le había gustado en cuanto había aparecido un día por La Tisanière en obras en busca de trabajo y lo había pedido con las palabras más crudas: "Estoy hasta la coronilla de la casa. Me alimentan bien, pero me revienta. Busco a una patrona que venda algo distinto. Un patrón, no, eso sería salir de una cama para caer en otra por menos dinero. ¿No necesitaréis una ayudante avispada? En cuanto a la conducta, os puedo garantizar que los hombres me desagradan. ¡Me han regalado virtud para cien años!" La graciosa, con sus cabellos rojos ensortijados, su naricilla respingona, sus ojos de un azul vivo. Y avispada también, quizá en exceso. Jeanne había decidido emplearla por jornadas, por doce sueldos en verano y nueve en invierno, más ropa de trabajo y alojamiento en la trastienda, un minúsculo gabinete donde Casanova había dejado una silla, una mesa y un jergón de criado.

Al tiempo que hacía una buena acción, Jeanne había hecho también un buen negocio. A las pocas horas Lucette la adoraba, trabajaba de más y ponía su granito de arena en los proyectos de Jeanne, de tal manera que auguraba un buen sentido comercial. En aquella víspera de apertura, mientras Mercier, Thouin, la señorita Basseporte y el padre Firmin se habían reunido en torno a Aubriot para escucharlo discurrir sobre el buen uso de las tisanas, Lucette se acercó a Jeanne para hablarle en voz baja.

—Es verdad que el señor doctor habla tan bien como decís. Parece conocer a fondo todo eso de las infusiones, las decocciones, las maceraciones y toda lo que cuelga.

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—El señor Aubriot es un gran sabio —dijo Jeanne con orgullo.

—Bueno, pues a ver si nos sirve de algo. Porque nos falta otra cosa, y es una buena tisana para las barrigas gordas, una receta secreta, ¿entendéis lo que quiero decir? El doctor nos la apuntará y nosotras prepararemos los saquitos y entonces, creedme, si la tisana funciona ¡nuestra Tisanière se pondrá a reventar de público!

—Escucha, Lucette, está prohibido vender esas drogas —murmuró Jeanne molesta.

Desde lo alto de sus veinte años, Lucette le sonrió con la indulgencia de una abuela.

—Estamos en el Temple, señorita Jeanne. Y en el Temple se vende de todo. Y esta es una buena dirección para que las damas compren el remedio como quien compra un bien prohibido.

—Quiero clientela elegante y no creo que las damas de buen tono se atrevieran a pedir... en una tienda con clase...

—Puede que algunas burguesas no se atrevan, pero quedan las putas y las grandes damas que bien que se atreven y, creedme, ¡eso es un montón de gente! —se burló Lucette—. La Nadine vende todo lo que quiere de su poción para no parir y sin embargo sé muy bien que no sirve para nada. Le echa jengibre, nuez de agalla o semilla de alhelí, pero como si nada, tanto si os la tomáis como si no, no pasa nada y además os arriesgáis a tener una fluxión. Pero como decís que el señor doctor es un sabio, sabrá hacer algo mejor que una fulana o un charlatán del Puente Nuevo.

Jeanne se había puesto escarlata.

— ¡Lucette, no volváis a hablarme de eso nunca más!

—Bien —suspiró Lucette—. Lo decía por la caja. Y además haríais un buen servicio... Pero, si no queréis saber nada, vos sois la dueña.

Las palabras de Lucette habían turbado infinitamente a Jeanne. No se imaginaba hablando de esas cosas con Philibert, le resultaba impensable. Sólo una chica que había vivido como Lucette podía creer que se podía hablar de aquello con un hombre, aunque fuera vuestro amante, y aunque fuera médico. Ningún médico, por otra parte, se ocupaba de semejantes cosas. Las recetas o las direcciones "deshonestas" eran cosa de mujeres.

Al ver que Lucette ponía mala cara porque la había regañado, Jeanne le sonrió.

—No tengo intención de rechazar vuestras ideas, Lucette. Si tenéis alguna otra...

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Dudó, le dirigió una mirada al animado grupo que hablaba alrededor de Aubriot.

—Por ejemplo, me gustaría abastecerme de plantas exóticas. Sé que muchos marinos malteses viven en el Temple cuando paran en París y me han dicho que no le hacen ascos a traficar con los comerciantes. ¿Estáis al corriente?

—Estoy al corriente de todo cuanto sucede en el Temple —dijo Lucette—. ¡He nacido aquí y conozco a mucha gente! Esos caballeros se alojan todos aquí, y hasta vienen a que los enfierren, o como mínimo a tomar café, porque el café del Temple es el mejor y un maltés recorrerían todo París con tal de encontrar un buen café. Llegan a tomar hasta diez tazas al día, ¡de modo que me pregunto cómo es que no se ponen más morenos aún de lo que están! En fin, señorita Jeanne, id al Café de Malta y encontraréis a todos los malteses y a todo el lote de marinos incluido. Pero me parece que sólo les interesaréis por vuestra linda cara... Los caballeros de Malta suele traficar más al por mayor que al detalle. Aunque es verdad que algunos no desprecian las fruslerías. Aún quedan algunos muertos de hambre entre los malteses.

Jeanne bajó aún más la voz.

—He oído hablar de un cierto caballero Vincent... Me han dicho que no le hace ascos a comerciar con la Sorel, la vendedora de modas.

—Pero, señorita Jeanne, ¡la Sorel es venta al por mayor! Él le trae ropa de lujo cuando vuelve de Oriente. Esta vez le ha traído vestidos y sombreros de Londres y parece que es todo una maravilla de buen gusto y novedad.

— ¿Así que os parece que ese Vincent no se iba a interesar por mis hierbas?

Lucette la miró de arriba abajo con sus ojillos azules brillando de malicia.

—Por vuestras hierbas no sé. ¡Por otras cosas vuestras podría ser! El caballero Vincent se muere por las damas como vos.

Jeanne pasó por alto la familiaridad de la muchacha.

— ¿De modo que conocéis bien a ese tal Vincent?

—Aquí todo el mundo lo conoce.

—Pero vos un poco más que todo el mundo, ¿verdad?

—No sé por qué me decís eso, señorita Jeanne —dijo Lucette con tristeza—. El caballero Vincent tiene cosas mejores que las pupilas de la Nadine. Cuando está aquí se aloja en casa del Ídolo, así que...

— ¿El Ídolo?

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—La condesa de Bouffiers. ¿No sabíais que la llaman el Ídolo del Temple porque es la gran señora del hotel del prior, el príncipe de Conti?

—Sí, sí, lo había olvidado. ¿El caballero está con ella en este momento?

—Hace poco estaba aquí, pero parece que se ha vuelto en seguida a Londres, porque dice la Sorel que espera un nuevo lote de ropa de allí. Pero podría ser que viajase también por cuenta del príncipe.

— ¿Es que el príncipe también comercia?

—Pasan muchas cosas en el hotel de Conti... Algunos viajeros llegados del extranjero se encierran durante horas con el príncipe, luego el príncipe galopa hacia Versalles con una gran cartera bajo el brazo, que no suelta nunca. Los criados dicen que se trata de secretos de Estado. Pero nadie sabe nada realmente y hasta la condesa se enfada porque no sabe más que los demás.

— ¿Queréis decir que el príncipe emplea espías y que el caballero Vincent es uno de ellos?

— ¡Silencio, señorita Jeanne! ¡No he dicho eso ni hay que hablar de esas cosas! —susurró precipitadamente Lucette, asustada—. Conozco a un hombre que intentó robar la cartera del príncipe, decían que para el duque de Choiseul, pero el ladrón no tuvo tiempo de decir si era verdad o no porque lo encontraron muerto en su celda, estrangulado.

—Estad tranquila, los secretos de Estado del príncipe no me interesan. Sólo quería saber cuándo va a volver ese caballero tan buen comerciante —dijo Jeanne.

—Se lo preguntaré a Banban —respondió Lucette.

Banban, un muchachito de doce años cojo de nacimiento, había sido recogido dos años antes en la calle Notre-Dame-de-Nazareth, en las cocinas de la condesa. Comer bien todos los días lo había curado de sus lesiones escrofulosas y enderezado bastante su cojera y en aquel momento, vestido con la vistosa librea con los colores de la casa de Conti, trotaba para el príncipe o la condesa y sabía mucho de lo que pasaba en su casa.

—Eso, preguntadle a Banban. Y que todo esto quede entre nosotras —dijo Jeanne al ver que su grupo de amigos se disolvía.

—Hasta mañana, Jeannette —dijo el gentil Thouin—. Vendré a compraros algunas cosas en cuanto abráis.

—Yo también —dijo Mercier—. Veamos, señorita, ¿qué tisana me aconsejaríais para agudizar la vista de una linda personita que no parece darse cuenta de mis méritos?

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La Tisanière se puso de moda en un día. Bastó para ello que el señor de Buffon la visitara y se pusiera a pregonar, con su poderosa voz, la excelente opinión que tenía de la nueva vendedora de hierbas de la calle Meslay y de la calidad de las plantas que se encontraban en su tienda. En seguida hubo en la Tisanière una riada de personas de calidad. No tardó en acudir una mañana la condesa de Bouffiers, en bata de satén color rosa, a procurarse "algo contra una ronquera repentina que la había aquejado". Jeanne tuvo la suerte de curársela con gargarismos de tisana de saúco con miel y desde ese momento se convirtió en la proveedora oficial de hierbas del ídolo del Temple. Todos los amigos de la Bouffiers corrieron a la tienda y una tarde de finales de agosto entró en ella el príncipe en persona, pidiendo un loción mejor que la que usaba para descansar sus fatigados ojos. Jeanne, intimidada y haciendo una profunda reverencia, supo sin embargo mostrarse segura.

—Hágame caso, Alteza, y continúe usando el agua de aciano. No conozco nada mejor para descansar la vista. Por algo los campesinos llaman al aciano "rompegafas". Le habrán dado a Vuestra Alteza agua vieja, así que lo que hay que hacer es empelar agua recién hecha, añadiéndole a la infusión uno o dos pellizcos de florecillas de miosotis...

Ocho días más tarde, el gran prior del Temple, al que Banban llevaba cada mañana su frasquito de agua de aciano recién preparada, sólo quería a la señorita Beauchamps, la sabia herborista de su reino. Y como la sabia era hermosa y el príncipe amaba la belleza tanto como el saber, le concedió una pensión de seiscientas libras para que no se moviera del Temple y asegurarse así sus servicios.

En cuanto Lucette lo supo, se puso a saltar de alegría.

— ¡Ay, señorita Jeanne, habéis nacido con buena estrella! Haber empezado tan bien es un buen augurio. Tenemos un buen prior: cuando distingue a alguien no deja que le falte de nada. Hay quien le reprocha ser duro con la ganancia y es verdad que recoge fabulosamente por todas partes donde puede, pero también que lo da todo y más. Nuestro príncipe es muy rico pero también está cosido a deudas. Un príncipe de verdad tiene que morir arruinado después de haber engrasado bien a sus sanguijuelas.

— ¡He aquí una buena filosofía! —dijo Jeanne, riendo.

—Señorita, un príncipe o es bueno o es malo. Si es bueno, sólo puede demostrarlo dando hasta la camisa —y añadió, riendo también—: ¡y éste da hasta la piel de debajo de la camisa! Pero, para un príncipe, la galantería sólo es pecado venial, ¿no? ¡Parece que el nuestro ha tenido ya dos mil y aún no ha acabado! Se cuida para que la cosa continúe:

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chocolate con ámbar y vainilla triple por las mañanas, trufas en la comida, potaje de apio por la noche, sólo cosas que calientan.

La cifra asombró a Jeanne, que exclamó, incrédula:

— ¿Dos mil? ¿Pretendéis decir que el príncipe presume de haber tenido dos mil amantes?

—Banban es quien me lo ha contado. El príncipe tiene una caja en su dormitorio en la que mete un anillo en recuerdo de cada una de ellas. Una noche, Banban se quedó en un rincón sin que se diera cuenta cuando el príncipe se las hizo contar a su limosnero para divertirse.

— ¿Y lo creéis?

—Tengo que creerlo por fuerza. El príncipe tiene el mío.

— ¿Vuestro?

—Tenía quince años y mi flor.

— ¿Y tuvisteis que darle un anillo a un amante de sangre real? —preguntó Jeanne, esforzándose por disimular su ironía.

—Para ese anillo todos los orfebres os dan crédito, pues les sale a cuenta. Os venden por trescientas libras un anillo que sólo cuesta ciento cincuenta y como el príncipe sabe vivir, os da quinientas cuando se lo entregáis, así que todo el mundo queda contento. A mí me parece bien que el príncipe tenga una manía que haga funcionar el comercio.

—Evidentemente —dijo Jeanne con frialdad—. ¿Y si habláramos de otra cosa? No me gusta que habléis siempre de asuntos escabrosos.

—Perdón, señorita Jeanne, pero es necesario que os ponga al corriente. Tarde o temprano el príncipe os hará llamar para preguntaros sobre las tisanas especiadas, y si no queréis entrar a formar parte de su colección de anillos tendréis que tener cuidado, pues el príncipe tiene mucho encanto.

—Bien, bien, Lucette, gracias por la advertencia. Tendré cuidado.

—Eso es lo que una cree, pero... Un príncipe es siempre un príncipe. ¡Si supierais cuántas grandes damas han sacado provecho de sus anillos de duquesa o marquesa!

— ¿Ah, sí? —preguntó Jeanne a su pesar.

— ¡Figuraos! Sobre todo porque el príncipe tiene buena reputación, no va sembrando el mundo de bastardos. Sabe comportarse en la cama como sabe comportarse fuera de ella. Siempre se pone un pañuelo para descargar fuera y...

— ¡Lucette!

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—... aunque dice la Du Breuille que sólo lo hace para ocultar que sólo le sale viento, yo creo que...

— ¡Lucette, callaos ahora mismo! Sois insoportable. Detesto que contéis chismes de mi clientela, os lo digo desde ahora.

— ¡No os molestéis, pero en cuanto a eso dejad que me ría! Cuando miro nuestro libro de pedidos y veo que Banban tiene que llevarle el suyo a D'Alembert para sus hemorroides, o a Contades para sus cólicos con gases, o para los dolores de vejiga de la condesa de Egmont la joven, o para la próstata cirrótica del señor Jélyotte, o la blenorragia de la Bagarotty... ¡Queráis o no, señorita, acabaréis por conocer todas las intimidades de vuestros distinguidos clientes! Pronto estaremos tan informados que los espías de Sartine y los periodistas comenzarán a frecuentar nuestra tienda.

—Lucette, si os pillo hablando de más delante de ellos os daré una tunda —dijo Jeanne con energía.

— ¿Qué os pensáis, señorita? No me he vuelto honesta a medias —dijo Lucette ofendida.

Se puso a contar las semillas de hinojo y a distribuirlas en bolsitas. De repente, levantó la cabeza.

—A propósito de honestidad, habrá que doblar el precio de las entregas de rompegafas del príncipe.

— ¿Y eso por qué?

— ¡Toma, porque uno de sus oficiales ha venido a buscar el mismo remedio! No podéis vendérselo al mismo precio que a su amo, no sería honesto.

Lucette demostró pronto un gran talento para anotar las cuentas de la botica, aunque lo único que tenía que hacer era copiarlas cuidando la ortografía y la caligrafía. Jeanne estaba convencida de que ella no lo haría mejor. Lucette contaba con la cabeza y conocía mejor que ella las cabezas ajenas.

Desde que abrió La Tisanière, Jeanne no tenía un minuto libre. Por la mañana seguía con los cursos de botánica del Jardín, luego se marchaba a la tienda y permanecía allí hasta muy tarde. Le gustaba mucho el Temple. El recinto era un vasto mercado hormigueante de vida. Muchos de sus cuatro mil habitantes se dedicaban al comercio o al artesanado, lo que atraía a un flujo constante de clientes y curiosos. A ciertas horas el Temple se llenaba de una mezcla abigarrada de burgueses, prostitutas, modistillas y grandes damas, de trajes grises y trajes ricamente bordados,

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de militares vestidos de azul, rojo o blanco, de lacayos y porteros con tantos galones como mariscales, de eclesiásticos y pajes, de extranjeros reconocibles por su vestimenta. Y todos iban y venían ante las mercancías expuestas a la vista, entraban y salían de las tiendas, se sentaban en los cafés para tomarse una taza de moka, cuyo cálido y voluptuoso aroma perfumaba todos los rincones del Temple. ¡Tanto olia a café que no se notaba el hedor de los orines, lo que era una ventaja sobre otros barrios de París y no la menor!

Tener el tiempo justo para correr del estudio al trabajo le había permitido a Jeanne olvidar un poco su rabia contra Vincent. El insulto que le había infligido aún le dolía, pero le escocía menos. Ya llegaría el momento de reavivar su quemadura cuando volviera de Inglaterra y estuviera a uro de su venganza, que por otra parte no sabía cuál podría ser, pero se decía que una mujer siempre encuentra alguna contra un hombre lo bastante sensible como para haber llevado junto a su corazón y durante tres años su cinta del pelo. De momento, tenía que inventar mucho para luchar contra el silencioso malhumor de otro hombre.

Evidentemente, Aubriot estaba satisfecho del éxito de Jeanne, sobre todo porque lo libraba de mantener a aquella coqueta en lo referente a vestidos, tocados, peluquero y otras mil naderías costosas de las que se habría resentido su mediocre fortuna. Pero había perdido a su secretario Jeannot. Es verdad que Jeannot se esforzaba por mantener los herbarios al día, pero no podía pasarse horas y horas copiando y escribiendo cartas para él, de modo que Philibert había tenido que emplear a un copista. Y había tenido que aumentar también el sueldo que le daba al ama de llaves del doctor Vacher para que le preparara la cena, ya que Jeanne sólo volvía a la calle del Mail justo "para sentarse a la mesa". Mientras tomaban su caldo y su ensalada de buey, ella escuchaba tan religiosamente como en el pasado todo cuanto Aubriot le contaba acerca de su jornada, pero se daba cuenta de que ella tenía distracciones, que dejaba flotar su mirada, se mordía de repente el labio o fruncía el entrecejo, sin duda al recordar algo o pensar en alguna preocupación de su propia jornada de trabajo. No decía nada, pero sentía una punzada de amargura comparable a la que debe de sentir cualquier dios traicionado por una novicia decidida a colgar los hábitos.

La nueva Jeanne percibía muy bien los arrebatos de rencor de Philibert, su mala voluntad cuando "olvidaba" acariciarla después de hacer el amor, una cosa que la volvía loca. Despechada, ella tampoco se quejaba y posaba la cabeza en el pecho de su amante, a la escucha de su lento batir familiar que la ayudaba a dormir... A la mañana siguiente comprobaba con sorpresa que había dormido muy bien, le gustara o no a Philibert. Ya no tenía el poder de tenerla despierta y afligida por haberlo disgustado, esperando hasta el amanecer a que él la mirara de un modo más amable. Cuando se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, sentía

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dentro un malestar y a veces se detestaba a sí misma por no ser ya sensible a los malos humores de su gran hombre. Pero sus ocupaciones ganaban la partida, volvía a ignorar los malhumores de Philibert y ya no se detestaba por ello. Para tranquilizarse, se decía que seguía amándolo con el corazón y con el cuerpo. Sin embargo, había dejado de vivir sólo por él y para él, aunque eso aún no lo había comprendido.

Aubriot no era el único que comprobaba que le era más difícil manejar a Jeanne a su manera. La marquesa de Mauconseil la encontraba cada vez más rebelde a su influencia, le costaba mil trabajos arrancarla de su tienda para llevarla de paseo o al teatro.

Al dejar París para volver a su administración de Burdeos, cinco días después de la cena de máscaras del hotel Richelieu, el mariscal le había dado consignas a su amiga a fin de que acabara para él, en su ausencia, la conquista del "ruiseñor". Desde entonces, le mandaba carta tras carta para aconsejarla: "Acostumbradla a los placeres del oro, y cuando lo consigáis, yo sólo tendré que hacer el resto." Esta era la cantinela estratégica de un gran conocedor de toda clase de putas profesionales y de ocasión. A la atónita marquesa le había confesado su intención de alojar a Jeanne en su hotel de la calzada de Antin y de convertirla en su amante oficial si ella no aceptaba la casita de Porcherons, que tal vez estaba un poco demasiado recargada de pinturas eróticas para servir de marco a una luna de miel sentimental. Porque lo gracioso es que el viejo libertino se había enamorado de verdad desde que ella se había hecho desear tan obstinadamente.

Pero Jeanne se preocupaba cada vez menos de los proyectos del mariscal. Apenas si la señora de Mauconseil había podido arrastrarla dos o tres veces a pasear al Cours de la Reina o a tomar una limonada bajo la fresca enramada de los Campos Elíseos. Aceptaba las veladas en la Comedia Italiana y la Opera, pero se negaba a cenar a continuación y rechazaba también, con la misma amable firmeza, el sombrero o el abanico, la preciosa tabaquera o el pañuelo de encaje que la marquesa le ofrecía de parte del mariscal. Desconfiada por naturaleza, la señora de Mauconseil acabó por pensar que tanto empeño en despreciar esas bagatelas sólo podía encubrir un cálculo y que aquella lagarta esperaba a sucumbir ante regalos más valiosos. Vista la situación, la marquesa decidió gastarse el oro de Richelieu en su propio provecho, en espera de que volviera en persona a poner una casa particular, una carroza y un mar de joyas a los pies de la hermosa testaruda. Para justificar sus gastos le mandaba a Burdeos excelentes noticias de su amistad con Jeanne, aunque la verdad es que la veía muy raramente.

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En desquite, la señora Favart, esa otra embajadora de los placeres del duque de Richelieu, iba muy a menudo a La Tisanière. Cobraba un pequeño interés del diez por ciento de las facturas que Banban les presentaba a las actrices de la Comedia Italiana, donde Justine se encargaba de cantar las alabanzas de las tisanas de la señorita Beauchamps del Temple.

Jeanne se dio cuenta pronto de que ganaría el triple cuidando más la belleza de aquellas señoritas que su salud y se puso a buscar recetas originales de cremas y lociones para blanquear el cutis, eliminar las rojeces, la fatiga o las arrugas, cerrar los poros, reafirmar la barbilla o el cuello, embellecer los cabellos, afinar los tobillos, atenuar los rubores... Las necesidades de las coquetas no tenían límite y con tal de estar guapas no miraban el precio. Un buen día Jeanne puso a punto una mascarilla de belleza a base de semillas de pepino, que vendía conjuntamente con un frasco de limpieza de agua de rosas de Puteaux. Su éxito fue tal que en menos de una semana "la máscara mágica" llegó a las bambalinas de la Opera y al tocador de la duquesa de Choiseul. Los pedidos aumentaron y desbordaron a Jeanne y a Lucette, ya que había que seguir preparando y sirviendo todo lo demás, por ejemplo una loción de tomate contra el acné que hacía furor. Jeanne contrató a una segunda dependienta, Magdeleine Thouin, una prima de André. Madelon, como la llamaban, sólo tenía dieciséis años pero había sido criada en los huertos del hospital de la Salpêtrière, donde su padre trabajaba de jardinero, y conocía bien las hierbas medicinales. Jeanne pudo confiarle muchas preparaciones y respirar un poco.

La joven herborista el Temple estaba muy orgullosa de su rápido y brillante éxito. Había abierto a mediados de julio y en noviembre ya se encontraba a la cabeza de una tienda a la que nunca le faltaba el público y en la que trabajaban sin parar dos dependientas, sin contar a Banban, pues el chico trotaba de aquí para allá por seis sueldos la jornada para servir a los clientes de La Tisanière. El nombre de la señorita de Beauchamps del Temple empezó a ser tan conocido como el de Tintin, el peluquero de la calle de Saint-Honoré; el de la señorita Sorel, la vendedora de modas exóticas; o el del señor Bernard, el zapatero de la calle Mauconseil. La señorita Beauchamps formaba parte de los proveedores de moda de la capital. Los hombres, sobre todos los nobles, la llamaban La Bella Tisanera. Una tarde que iba con prisa a la tienda, Jeanne oyó a un burgués decir para orientar a un viandante: "Encontraréis al orfebre Jaubert al principio de todo de la calle de la Bella Tisanera". Dio un verdadero respingo, inundada de placer. ¿Su tienda le había dado nombre a una calle? ¡Aquello era alcanzar la gloria!

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Capítulo 11Capítulo 11

En el Jardín, la amabilidad que siempre se le había demostrado al "secretario" del doctor Aubriot estaba cambiando de tono, ahora iba acompañada de una mayor consideración. Los Jussieu ya no la ignoraban, el señor de Buffon la trataba con una familiaridad halagadora y presumía de haber puesto de moda a la Bella Tisanera, pues para un gran hombre no hay ninguna presunción despreciable. Además, fingir que coqueteaba con la Beauchamps le resultaba muy agradable. Aunque hacía tiempo que ella había superado la adolescencia, su piel —lisa, aterciopelada, tersa como la de una niña, de color canela— tenía el atractivo de la piel del melocotón puesta al sol y el intendente del Jardín había sido siempre un admirador empedernido de las pieles de melocotón.

Una mañana, tras la clase del amanecer, cuando Jeanne saboreaba un caldo de perifollo en la cocina de los Thouin, Buffon apareció de improviso en la humilde casa, probó el caldo, tomó a su amiga del brazo y la llevó fuera del Jardín para enseñarle dos caserones que estaban en venta. Hacía tiempo que el intendente soñaba con extender sus dominios hasta las orillas del Sena haciéndose con parte de los almacenes de madera de la ciudad de París y comprando varios de sus huertos a los religiosos de la abadía de Saint-Victor. Para obtenerlos y para construir nuevos invernaderos necesitaba un crédito de treinta mil libras, que Choiseul se negaba a darle. De modo que cada vez que veía una ocasión de conseguir lo que deseaba, Buffon la aprovechaba. Ahora la señorita de Beauchamps tenía acceso al hotel de Choiseul, donde proveía a la duquesa, y Buffon, que conocía bien la Corte, sabía que se le conceden más fácilmente treinta mil libras a una vendedora estimada que pide un favor, que a un funcionario del Estado que viene a llorar sus miserias.

Los alrededores del Jardín estaban tan atestados de carruajes como los de un teatro en día de estreno. Durante los meses estivales, y hasta finales de noviembre si no hacía demasiado frío, el Jardín del Rey atraía a una gran multitud de personas pertenecientes a la nobleza. Buffon y Jeanne tuvieron que deslizarse entre los vehículos...

Las dos casas que había localizado Buffon estaban en la propiedad Patouillet, un gran rectángulo de huerta contiguo al Jardín y atravesado por un afluente del Bièvre. Ambicionaba arreglarlas para su uso, pues,

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por el momento, el naturalista más célebre de Europa, cuando no vivía en Montbard, tenía que habitar en un alojamiento oficial tan exiguo que se veía obligado a escribir en una mesa llena de herbarios y a dormir a la alada sombra de su colección de pájaros disecados.

Jeanne no había tenido ocasión de visitar la propiedad Patouillet. Sólo contaba con algunas casas modestas y algunas casuchas de madera rodeadas de grandes huertos muy bien cultivados. Las casas que se hallaban en venta eran bastante amplias y no tenían el tejado agujereado: eso es cuanto podía decirse de ellas. Cuando los dos visitantes salieron de verlas se sacudieron los trajes llenos de telarañas y emprendieron un paseo a lo largo de los linderos de los huertos y jardines, para volver al Gabinete por el sendero de los estudiantes. Estaban a punto de llegar a una barrera de castaño ennegrecida por el tiempo, cuando un hombre de aspecto vivaz y robusto apareció, fue a abrir la barrera y volvió a desaparecer al ver a los dos paseantes.

— ¡Vaya, un habitante del lugar que parece que huye de nosotros! —exclamó Jeanne.

— ¡Es que dicho habitante no me tiene ningún cariño! —respondió Buffon de buen humor.

— ¿De veras? ¿Y quién es ese indio?

— ¡Un carácter de perro! ¡Y que me perdonen los perros! Pocos naturalistas tienen buen carácter, y algunos lo tienen hasta violento, cosa que he observado en Jean-Jacques Rousseau, por mucho que se diga acerca de la bondad de los amantes de la naturaleza. ¡Pero es difícil encontrar un espécimen tan espinoso como el señor Adanson!

— ¡Oh! ¿Es el famoso Adanson el Africano, que nunca he logrado ver por el Jardín? —preguntó Jeanne.

—No va casi nunca. Es un salvaje. Ha vivido demasiado tiempo con los negros del Senegal, de los que dice que son mejores que nosotros. —No concibo que un sabio pueda estar lejos del Jardín.

—Creo que asiste a los experimentos de química de Rouelle. Por lo demás... Adanson puede aprender solo, en muchas materias. Es un gran inventor científico, capaz de tocar todas las teclas.

—El señor Aubriot lo ha visto un par de veces y dice que, en efecto, el señor Adanson es un pozo de ciencia.

— ¡Un pozo sin fondo! ¡Debe de tener unos treinta y ocho años y, para saber todo cuanto sabe a esa edad, ha debido de trabajar día y noche desde que aprendió a leer! No es broma. Ha estudiado en el colegio de Plessis-Sorbon, donde los viejos maestros aún se acuerdan de aquel niño al que tenían que castigar porque se pasaba las noches devorando libros. A los trece años manejaba el latín y el griego con la misma facilidad que

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el francés, había asimilado toda la ciencia conocida y ya estaba maduro para inventar lo que faltaba.

—No habláis mal de vuestros enemigos... —observó Jeanne sonriendo.

—Querida niña, todo depende de su grado de peligrosidad. Adanson es demasiado distraído para resultar perjudicial. Sólo le ha hecho daño a Linneo al desmontar su método de clasificación de las plantas pero, entre nosotros, ¡la reputación de Linneo ha sido tan exagerada...! Para las demás personas que detesta, es el mejor chico del mundo. Es un gruñón intrépido, eso es todo. Os odia con tanto entusiasmo que sus mordiscos son prueba de su interés por vos. Os insulta de tan buen corazón, con un esfuerzo tan visible para arrancaros de vuestros errores y vuestra estupidez, que se olvida de ofenderos de verdad. Sólo sé de Rousseau que le guarde rencor por un duelo que mantuvieron.

— ¿Un duelo? ¿A espada?

—Qué va, ni a espada ni a pistola. Por suerte para Rousseau, pues Adanson es una fina espada y un tirador temible. ¡No, tuvieron un duelo... a pájaros!

— ¡Venga!

—Sí, sí. Los dos presumían de ser los mejores san Francisco de Asís del siglo, capaces de comunicarse con los pájaros. Un día quisieron medir su poder de seducción. Todos los pájaros se posaron sobre el naturalista y al pobre filósofo sólo acudieron un par de palomos ¡y eso con ayuda de pan! Rousseau se fue con su amor propio por los suelos... y es sabido que la filosofía no ayuda a perdonar las ofensas.

—Entonces, ¿el señor Adanson es un encantador de pájaros? ¿Tal vez se trajo algún secreto mágico de África?

Buffon se detuvo, miró a la lejanía y dijo con una voz más dulce de lo habitual:

—Supongo que Adanson tiene el mismo secreto que san Francisco. Los pájaros sienten que es un hombre de buena voluntad del que no hay que desconfiar. Se posan sobre él como sobre un árbol.

Como Jeanne permanecía silenciosa, encantada por el cuadro que imaginaba, Buffon se puso en marcha de nuevo.

— ¿Habéis oído hablar del capitán Bougainville, que acaba de llegar de las islas Malvinas? —continuó.

—Apenas.

—Me contó una hermosa historia de pájaros. Cuando desembarcó su contingente de campesinos bretones en el archipiélago que debían colonizar, fueron recibidos por un silencio sobrecogedor. La isla sólo

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estaba habitada por animales y estos habían huido de la costa. Pero algunas horas más tarde la curiosidad trajo de nuevo a los que tenían alas y una nube de curiosos parlanchines los rodeó. Había allí ocas salvajes, avutardas, cercetas, patos, mirlos, tordos, somormujos, alondras, alciones, becadas, airones, chorlitos, urracas, gaviotas, reyezuelos, papahígos... ¡Fabuloso! No se veía el cielo. Sólo tenían que tender los brazos para que se transformasen en perchas. Los airones se les subían a la cabeza, los reyezuelos se instalaban en sus hombros para acompañarlos en el paseo... ¿Os dais cuenta, bella amiga? ¡Habían llegado a un rincón olvidado del paraíso terrestre! Desde el capitán al grumete, de repente todo el mundo sabía hablarles a los pájaros.

— ¿Y qué más?

— ¿Qué más?

Buffon sonrió melancólicamente.

— ¿Para qué seguir? ¿No os han hablado nunca del fin del paraíso terrestre? Los hombres no sólo tienen hambre, además les gusta cazar. Hoy en día en las Malvinas pasa como en Francia desde la noche de los tiempos. Los pájaros no les dirigen la palabra a los humanos. ¿Cómo ha logrado Adanson que supieran que él tiene las manos limpias de sangre? Le pasa con todos los animales. ¡Hasta ha llegado a amaestrar arañas, que acuden cuando les silba! ¡Ha discutido a causa de ellas con Lalande, ese monstruo que se atreve a comérselas!

—Me han dado ganas de conocer a ese original que habita en Patouillet. Pero ¿cómo hacerlo?

—Pedidle a la Basseporte que os acompañe. Ella lo adora y él la soporta. Y hasta la ve con placer sólo para poder criticar a su viejo amante Linneo.

— ¿Y la señorita Basseporte lo estima a pesar de ello?

—Más bien a causa de ello, querida niña, a causa de ello. Si un sabio dispone todavía de algún enemigo encarnizado que le contradiga, significa que su tiempo no ha pasado del todo, al menos no más que el de sus viejas amantes.

—En alguna ocasión he visto al señor Adanson en Patouillet —dijo Jeanne—, pero por desgracia huyó al vernos.

La señorita Basseporte meneó la cabeza.

—No puede soportar al intendente. Lo llama el Gran Ladrón.

— ¿El señor Buffon le ha robado algo?

La señorita Basseporte hizo una mueca entre chanzas y veras.

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— ¿Y a quién no le ha robado algo el señor Buffon? Su Historia Natural es una especie de monumento nacional al que todo sabio debe aportar una piedra, un hueso o una flor, mejor si lo hace gratuita y anónimamente. Si alguien se pone a gritar "¡al ladrón!", Buffon se queda muy sorprendido, pues cuando se queda algo lo hace de buena fe y por una buena causa.

— ¿Y qué le ha robado, pues, a Adanson?

—Michel le mandó al Jardín más de cinco mil objetos de historia natural clasificados y descritos. Los había recogido en África a sus expensas, con gran esfuerzo y en medio de grandes peligros. Esperaba recibir cuarenta mil libras por ellos y sólo recibió tres mil trescientas y con diez años de retraso.

— ¿Cuándo regresó de África?

—En 1754. Merecía, y mucho, que le dieran una plaza de profesor en el Jardín, pero para lo que se necesitaba un botánico nombraron a un médico, Le Monnier, porque purga y sangra al rey. Michel es sanguíneo y soporta mal las injusticias. Y además creo que siente una amarga nostalgia de su gloria de hace diez años.

— ¿Fue verdaderamente glorioso entonces?

— ¡Su regreso del Senegal fue triunfal! Por sus cartas, por sus envíos de muestras, por las noticias de los marinos que lo habían conocido, sus hazañas y descubrimientos fueron conocidos en Francia y en Europa antes de su regreso. Los hombres de ciencia y los curiosos se apasionaban por las aventuras de Adanson el Africano. Cuando Michel puso el pie en Francia después de cuatro años de ausencia, ya era célebre. Como no se lo esperaba, el recibimiento en Francia lo conmovió profundamente, y un gracioso golpe de sombrero del rey lo colmó de esperanza. En el Jardín vio cómo la multitud rendía culto al Baobab Adansonia que él había descubierto, y cómo una pelotón de gentilhombres corrían al anfiteatro cada vez que daba una conferencia sobre el África negra. La Academia lo eligió como miembro, las damas lo mimaban, lo invitaban a sus cenas, se lo quitaban unas a otras. Se llevaban gorras a lo Adanson, las costureras y los lenceros tenían un baobab, todo el mundo comía platos con cúrcuma, la especia que había traído... En fin, ya os lo podéis imaginar, París había encontrado una nueva chifladura. Y luego... París siempre será París. París adula y en seguida lo quema todo. París olvida.

—París, se entiende. Pero ¿y sus colegas los hombres de ciencia, no se ocupan de él?

—Sí. Pero ya no es el sabio de moda y se resiente. Porque, bajo su piel de cactus, Michel tiene un corazón sensible... ¡Y tener la bolsa vacía no lo hace más alegre! En recompensa por sus cuatro años de exploración en la

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selva africana, el rey le ha concedido una pensión de cuatrocientas libras. Y, sin embargo, la condesa de Séran acaba de obtener cien mil escudos, más un hotel detrás del Oratorio y un regimiento para uno de sus primos, y todo eso por haber sostenido la mano del rey tres o cuatro domingos después de vísperas. Algunas comparaciones pueden agriar el carácter. ¡Y hasta volverle a uno republicano!

— ¡Oh! ¿Siendo pintora del rey, os haríais republicana?

—Francamente, depende del día. Cuando mi pensión se retrasa, me vuelvo un poco republicana, y cuando no me la pagan, me vuelvo republicana del todo porque tanta mezquindad me ofende. En fin, yo no he sostenido la mano del rey, ni su palmatoria ni su orinal.

Se hizo un silencio, luego Jeanne preguntó:

— ¿Creéis que el señor Adanson querría hablar conmigo de tisanas africanas?

—Os ha visto en compañía de Buffon... ¡Os va a recibir como a un perro en una iglesia!

— ¡Pues bien, si no se da cuenta de que soy un perro muy amable, le morderé!

Las dos mujeres empujaron la barrera de castaño y entraron.

El señor del lugar, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, se arrastraba como un lisiado entre dos arriates de su huerto. Auscultaba a las coles. No hizo el menor gesto de levantarse al ver a sus visitantes, o mejor dicho, a su visitante y al joven que la acompañaba pues, como todas las mañanas, Jeanne iba vestida "a lo Denis", con un simple traje masculino de paño negro.

— ¡Buenos días, Michel! —gritó alegremente la señorita Basseporte.

—Buenos días —dijo Adanson, altanero.

Y siguió con la nariz metida en las coles, tras haberle clavado una mirada furiosa al joven rubio.

La señorita Basseporte se inclinó para darle golpecitos en la espalda al oso.

—Michel, os pido una sonrisa para mi compañero, que desea ser vuestro amigo.

—Cuando se tiene la amistad del Gran Ladrón no se necesita la mía —gruñó Adanson.

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Sin desanimarse, Jeanne se arrodilló junto al sabio y acarició la col con la punta de los dedos.

—No conocía esta especie tan finamente rizada... ¿De dónde la habéis sacado?

—Le he fabricado —dijo con malos modos.

— ¿Cómo?

— Cruzando dos tipos —gritó Adanson exasperadamente—. ¿Es el Gran Ladrón quien os manda espiar mis coles grises?

— ¡Oh! —exclamó Jeanne, repentinamente interesada e ignorando la insultante suposición—. ¿Estudiáis las fecundaciones cruzadas? ¿Os dedicáis a ello?

El tono admirativo de Jeanne cosquilleó agradablemente los tímpanos del misántropo, que no pudo evitar caer en la red.

—También he inventado fresas nuevas y melones nuevos.

—Michel tiene el cerebro más fecundo que conozco. Hace un descubrimiento por día, eso si no hace más —dijo amablemente la señorita Basseporte.

— ¡Y de qué sirve! ¡En este país no sirve de nada tener un cerebro fecundo cuando no se tiene el espinazo flexible!

Se dirigió entonces al joven rubio.

— ¿Sois jardinero? —le preguntó con brusquedad.

—No —respondió ella sonriente—. Soy jardinera.

Dos flechas de plata brotaron de los ojillos grises hundidos bajo la cornisa huesuda de los arcos superciliares. El gris vivo y móvil de los ojos parecía mercurio; las cejas eran como dos espesos felpudos pelirrojos, de un rojo caoba claro, muy cálido y muy bonito.

— ¡Jardinera, vaya, vaya! ¿Por qué ese pantalón entonces?

—Para trabajar cómoda en el Jardín.

— ¡Humm! —exclamó él.

Y le dio la espalda para indicar que la entrevista había terminado.

—Michel, basta ya —dijo severamente la señorita Basseporte—. Ya nos habéis enseñado las espinas, enseñadnos ahora el buen natural que ocultáis debajo. La señorita Jeanne es mi amiga, tratadla como tal pues la quiero tanto como a vos.

—Muy bien —gruñó Adanson—, si tanto la queréis no la dejéis pasearse por una propiedad desierta con un viejo cerdo. ¿Le confiáis una chica bonita al Gran Ladrón?

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—Bien se ve que no me conocéis, señor —dijo Jeanne en tono de chanza—. Sé contestarle igual de bien a un viejo cerdo que a un viejo oso.

Adanson recibió la salida de Jeanne con una risa tan loca y tan contagiosa, que un tornado de alegría los sacudió a los tres. Adanson ayudó a Jeanne a levantarse y se encontraron cara a cara, cogidos de las manos como para bailar. Se quedaron así un instante, contemplándose sin decir nada. Sus antenas se tanteaban... El flechazo también existe entre amigos y en aquel momento se produjo uno en un huerto de la propiedad Patouillet.

—Como ya es hora de comer, compartid mi frugalidad —propuso al fin Adanson—. Tengo leche, pan, queso y un guiso de calabaza al fuego.

—Comed vosotros —dijo la señorita Basseporte—. Yo tengo que volver al Gabinete, hay gente esperándome.

En la modesta casa de Adanson, muy poco amueblada, había un revoltijo prodigioso, mezcla de colecciones de historia natural, herbarios, pilas y pilas de libros y otros objetos de uso cotidiano. Mientras intentaba librar una esquina de la mesa de un montón de papeles y encontrar un mantel en un armario repleto de muestras de minerales, Jeanne tuvo ocasión de observarlo.

Adanson era bajo, medía unos siete centímetros menos que ella. Pero su cuerpo, que era muy proporcionado y no tenía ni un gramo de grasa, parecía de una robustez a toda prueba y se movía con elegante agilidad. Era un cuerpo de bailarín o de aventurero de los bosques: hermoso y fuerte, denso y preciso, seguramente sin complejos ni imperfecciones. Sintió que una oleada de bienestar le recorría la médula. Su propia carne, hermosa y sólida, ávida de fatigas y de voluptuosidades, saludaba el encuentro con una carne gemela. También la visión de Vincent le procuraba el mismo estremecimiento de alegría sensual y pensar en ello la turbó. "Bueno, y qué, es natural sentirse a gusto con las personas saludables, ¿no? ¡A veces hasta a mí me molesta sentirme como hecha de cal y arena entre tanta gente de porcelana!"—Si os parece bien, podríamos sacar la mesa al jardín. Hace sol y creo que no he tenido la dicha de comer bajo un árbol desde hace mil años —propuso Jeanne.

—No tengo .parasol, pero podríamos sentarnos bajo el albaricoquero, está en el rincón más cálido de la propiedad... Si alquilé la casa fue por ese albaricoquero —dijo, mientras sacaban la comida fuera—. Antes vivió aquí un perpiñanés nostálgico. Por eso tengo el cenador de plantas más original de Patouillet, hecho a base de moreras y albaricoques, del que os daré confituras.

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—Tenéis suerte de poder vivir en el campo en pleno París —dijo ella con un suspiro de envidia.

—Tendríais que venir en verano, cuando mis petunias corren a lo largo de toda la casa como un río multicolor... También tengo zinnias. Ningún coleccionista tiene plantas exóticas tan bellas, hasta el amigo Thouin está celoso. Imaginaos toda una serie de monstruosas cabezas de terciopelo color dorado, rojo, pardo, anaranjado... ¡Ah, tengo un bancal de zinnias magnífico! Un marino que volvió de México, al que le salvé la vida en la costa senegalesa, me trajo semillas. ¡Thouin las quiere pero no las tendrá porque le daría algunas al Gran Ladrón!

— ¡Qué malvado sois! —dijo Jeanne, riendo.

—No, devuelvo bien por mal, eso es todo.

—Eso es muy poco cristiano.

—No soy hipócrita. Los santos no existen.

Se sonrieron y guardaron silencio para saborear mejor el placer de sentirse tan de acuerdo. Jeanne se estiró como ella sabía hacerlo, con una gran discreción, y ofreció su rostro a la tibieza del sol con los ojos entrecerrados. Del cercano Sena, oculto por la desnuda hilera de los olmos que bordeaban el río Biévre, le llegaban los ruidos de la vida batelera de París y los golpes sordos de la cantera de madera de la Salpêtrière, semejantes a los que producen los leñadores cuando trabajan en el bosque. Los gorriones revoloteaban alrededor de la mesa, preparados para recoger las migas que pudieran caer. Adanson comenzó a echarles migas de pan, que los pájaros comían en su propia mano. De repente, Jeanne vio aparecer, a pequeños saltos y hasta los mismísimos pies del sabio, un conejo de traseras blancas. Adanson le dio una corteza.

— ¿Es un conejo de monte? —se sorprendió Jeanne—. ¡Pues no es nada asustadizo!

—Los animales son asustadizos pero también muy astutos. Este sabe muy bien que no como carne.

— ¡Yo también sé domesticar a los pájaros y a los conejos de monte! ¡Y también a otros animales!

—Estoy seguro de que nos parecemos en muchas cosas —dijo él, contento—. ¿Tenéis apetito? Voy a buscar la cazuela.

El guiso de calabaza desprendía un buen perfume de ajedrea.

— Habladme de las flores de África —le rogó Jeanne con ardor.

Enseguida se puso a hablarle sobre las lianas de orquídeas, cuyas extrañas flores de alas de seda ponen, como por encanto, destellos de colores preciosos en la verde monotonía de los gigantescos bosques

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africanos. Y sobre las murallas de hibiscos cubiertos de enormes enredaderas y placenteramente abiertos a la tremenda luz, que descubren, en el fondo de sus embudos de color rosa, malva y azul, corazones blancos rodeados de puntos rojos, con pistilos como dardos al sol cual sexos erectos por el deseo...

Olvidándose de comer, ella lo escuchaba con los ojos brillantes y la boca entreabierta en media sonrisa. La fascinaba la amplitud del saber de Adanson, la precisión de su memoria, el encanto evocador de sus palabras. Sin querer, levantaba la vista para ver balancearse en el cielo las altas copas coronadas de hermosas ceibas blancas y aspiraba a pleno pulmón el pesado perfume del alerce africano; probaba la jojoba, los higos chumbos de la higuera silvestre y el algarrobo que sabía a pan de especias, escuchaba los cantos primitivos de las negras tatuadas con henna e índigo, y de pronto sentía la maravillada y casi religiosa alegría del viajero que se encuentra de improviso ante el árbol más grande del mundo, el dios Baobab, divinidad bondadosa que se deja arrancar los frutos, las hojas, el aceite, la corteza, para dar alimento, tisanas, cremas de belleza y hasta collares a su pueblo...

—No coméis nada —dijo Adanson, interrumpiendo bruscamente su relato—. El guiso se está enfriando. ¿Es que no os gusta? No soy buen anfitrión. ¡No sólo tengo los bolsillos vacíos, sino que además tengo un estómago de espartano!

—El guiso está muy bueno. ¡Pero lo que escucho es aún mejor! ¡Dios santo, me parece estar comiendo con la Enciclopedia!—El hizo una mueca de disgusto.

—Si es que os gusto un poco no me tratéis de Enciclopedia, os lo ruego.

— ¿Es que no tenéis buena opinión de ella?

—La Enciclopedia es una excelente idea. Lástima que su padre no tenga unos conocimientos tan universales como pretende.

— ¿Ah, sí? ¿Estáis en malas relaciones con Diderot? —le preguntó, recordando divertida las palabras de Buffon sobre los enfados de Adanson.

—Diderot me es simpático, pero sufro leyendo su Enciclopedia.

— ¿De verdad? Yo la encuentro muy interesante, lo confieso. Pero aún no he leído el tomo XV que acaba de aparecer.

—Cuando lo leáis, saltaos la letra S, o por lo menos saltaos el artículo "Senegal".

— ¡Oh! —exclamó ella—. Comprendo. ¿Es que no os ha encargado a vos el artículo? ¿Y por qué?

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—Sin duda porque he estado realmente en Senegal —dijo él con ironía—. La Enciclopedia es más una empresa literaria que científica. Para Diderot yo sólo soy lo que pretendo ser: un obrero de la historia natural. Para escribir sobre algo no se da la pluma a los obreros, sino a los filósofos. ¿No lo habéis advertido? ¡Pues salta a la vista! No he reconocido a mi Senegal en la enciclopedia de Diderot, pero ¡qué importa! ¡Lo habrán leído tan pocos suscriptores!

Se echaron a reír al mismo tiempo.

—Venga, comamos...

Siguió hablándole de "aquellos lugares" entre bocado y bocado. Su voz, que era animada y a veces mordiente, se enternecía al evocar ciertos recuerdos, y sus expresiones revelaban entonces una exquisita sensibilidad hacia las bellezas del país tropical cuyo secreto había descifrado. Durante uno de sus silencios, Jeanne le preguntó:

—No hace falta preguntaros si deseáis dejar Patouillet para volver allí, ¿verdad?

El rostro de Adanson se endureció.

—No se trata de tener o no tener ganas, sino del dinero que se necesita para volver —dijo con tono áspero—. ¿Y quién va a dármelo?

— ¿Por qué no el duque de Choiseul? Dicen que el ministro no se consuela de la pérdida de nuestro imperio colonial, que quiere reconstituirlo y recrear una Francia de ultramar...

— ¡Palabras! Cuando uno es ministro hay que hablar mucho, y de todo un poco, para complacer a todas las opiniones del reino.

Jeanne se sentía tan en confianza que se permitió regañarlo.

—Señor Africano, tenéis muy mal carácter. Os enfadáis anticipadamente y os escondéis en vuestra madriguera en lugar de salir para que os vean y solicitar apoyos para que el ministro...

Adanson dio un puñetazo en la mesa, hizo saltar la vajilla y se derramó un poco de leche en el mantel.

—Jeannette, ¡dejémonos de pamplinas! —gruñó.

Ella dio un respingo tanto por el "Jeannette" como por el puñetazo y lo contempló con la boca abierta. El se inclinó hacia ella y plantó su mirada de plata viva en la mirada dorada.

—Choiseul, señorita, es un hombre de gobierno, es decir, fuera de la realidad. Es incapaz de discernir una buena idea que podría ponerse en práctica de otra que le suene bien al oído. Hace poco me pidió un plan para valorizar la Guayana. Le hice uno conforme la geografía y el estado de aquel país. Me lo agradeció cortésmente, lo metió en un cajón y ha

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enviado a la Guayana al caballero de Turgot. Turgot no es geógrafo, ni geólogo, ni mineralogista, ni botánico, ni cultivador, ni guarda forestal. Es militar, pero filosofa de maravilla sobre las colonias, los colonos, los negros y la agricultura ideal de la Francia de ultramar.

— ¿No le habéis preguntado al duque qué es lo que no le gustaba de vuestro plan?

—Que es demasiado caro.

—Es verdad que el duque no tiene bastante crédito para sus proyectos, al menos es lo que se dice en todas partes.

Adanson sonrió con amargura.

—Mi plan para lanzar el desarrollo efectivo de la Guayana preveía un gasto total de diecisiete mil libras. Sólo por ponerse a pensar en lo que podría hacer, Turgot cobra cien mil francos. ¡Bonita economía! Señorita, Francia nunca tendrá un imperio colonial útil. Aunque sus marinos le reconquistaran un imperio inmenso, no hará nada útil con él o volverá a perderlo, porque no habrá sabido hacer con esos países verdaderos trozos de Francia felices. Choiseul piensa en nuestras tierras lejanas como un señor feudal. Enviará soldados, gobernadores y buscadores de oro, cuando habría que mandar a obreros sensibles, a observadores pacientes y a enamorados de lo desconocido.

—Enamorados de lo desconocido... —murmuró ella.

Decididamente, no sólo eran almas gemelas en cuanto a la buena salud, las pecas en las mejillas y la capacidad de encantar a los pájaros. Lo miró con creciente simpatía.

Su atractiva fealdad no podía dejar indiferente a nadie, sobre todo a una mujer. El rostro, un poco pesado para el cuerpo, era ancho y algo "abollado" por un mentón cuadrado, y estaba sostenido por un cuello de toro. Todos sus rasgos acusaban una virilidad potente: la frente marcada por dos arrugas profundas entre las cejas, la larga y carnosa nariz, los pómulos salientes, las mejillas hundidas, la mandíbula carnívora y la boca grande y musculosa con el labio inferior sensualmente abultado... Adanson llevaba, pese a la estación, un viejo sombrero de jardinero con el borde delantero remangado con alfileres, que se había olvidado de quitarse ante ella. Iba a preguntarle si su inútil sombrero era un amuleto cuando, tal vez por haber adivinado la pregunta en su mirada, lanzó el sombrero sobre un arbusto.

—Perdonadme por no haberme quitado este ridículo espantapájaros. Sois muy amable por no haberme reprochado antes lo poco agradable de ver que es.

Sin el sombrero, se veía mejor el excepcional grosor de la bolsa de tafetán engomado en la que Adanson llevaba recogidos los cabellos.

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— ¿Os arruináis gastando en crin en casa del peluquero del muelle de Morfondus para que os haga la bolsa más voluminosa que jamás he visto, o es alguna prudente costumbre africana esa de ocultar vuestro tesoro en el peinado? —dijo Jeanne burlona.

—Guardo otra cosa, un atrevimiento mío que algunos considerati indecente —respondió, comenzando a deshacerse el lazo que cerraba la enorme bolsa.

— ¡Oh! —exclamó Jeanne.

¡Jamás olvidaría la maravillosa sorpresa que le produjo ver aquello! La bolsa de tafetán yacía en el suelo, mientras un milagro de belleza caía por la espalda del hombre. Un río rojo que le llegaba hasta la cintura. Algunas vetas de caoba claro recorrían aquel esplendor, al que el sol arrancaba reflejos tornasolados y destellos de luz roja y dorada. Adanson el Africano podía muy bien envolverse en aquel chal digno de Venus. La naturaleza —error o malicia— le había concedido una cabellera de cortesana en un rostro de condotiero.

—Dios santo, Michel... —balbuceó Jeanne, estupefacta hasta el punto de llamarlo por su nombre de pila.

Y fue más fuerte que ella: una oleada de sensualidad la lanzó con las manos tendidas a la conquista de aquel toisón rojo. Sus dedos se hundieron en aquella maravilla espesa y elástica, crepitante, tibia y suave, tan agradable de acariciar como el pelaje de un gato persa. Envuelta en un placer puramente animal, se saciaba de voluptuosidad a través de sus manos. Un sano perfume a corteza de abedul y raíz de saponaria la penetró, la misma mezcla que ella usaba para lavarse los cabellos... Sólo al cabo de un rato se dio cuenta de lo poco pudoroso de su conducta, y como él, inmóvil, parecía estar dispuesto a dejarse acariciar hasta el día del juicio final, ella abandonó bruscamente la cabellera mágica y se alejó unos pasos de Adanson, roja de confusión y mordiéndose furiosamente el labio.

—Perdonadme —dijo al fin con voz ronca.

— ¿De qué, Jeannette? Vuestra admiración manual es una auténtica delicia. Podéis estar segura de que no os he revelado mi secreto sin intención: sé muy bien que, al igual que Sansón, llevo el poder de mi seducción en la cabeza.

— ¡Indebidamente! ¡Un hombre no tiene derecho a llevar semejante cosa en la cabeza!

— ¡Ja! Las damas de este siglo tienen una curiosa concepción de la igualdad. Quieren ser iguales a nosotros en todo excepto en la cabeza y piensan que las hermosas cabelleras les están reservadas. Por mi parte

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no estoy nada descontento de la mía, que además me ha salvado la vida unas cuantas veces.

— ¿Ah, sí?

—Sí. Las damas salvajes, al igual que las damas civilizadas, pueden enamorarse de un buen pelaje y lanzarse a acariciarlo. No os imagináis hasta qué punto la pasión de una Dalila negra os es útil cuando su familia se dispone a meteros en una gran cazuela o a ofreceros a las hormigas caníbales.

— ¡Contadme, contadme todo eso!

— ¿No sería más decente que antes me arreglara un poco? Debo de parecer un antiguo galo antes de que se inventase el peine.

— ¡Ah, todos tendríamos que peinarnos como los antiguos galos! ¡Estaríamos más guapos que con peluca o con la coleta recogida con un lazo!

Con un gesto impulsivo Jeanne se llevó las manos a la coleta. ¿Por qué hizo aquel gesto de mujer que se entrega al abandono? ¡Extraño! Pero lo hizo y sus cabellos se soltaron...

Tuvo la impresión de que el tiempo pasaba como en los relojes de arena, lento y silencioso. El observó sin decir palabra la espesa y lisa mata de seda cenicienta con vetas doradas de diversos tonos, y ella tuvo miedo de que él hundiera sus manos para acariciarla... Pero él no hizo nada. La contempló y al final murmuró solamente, con una voz tan dulcificada que sintió que pasaba sobre ella como un soplo de adoración religiosa:

—Jeannette, sois la gala más bella que nunca haya visto.

Entonces suspiró, se movió y añadió con su voz normal, animada y burlona:

—Ahora sé por qué me gusta tanto mi mesa de olmo amarillo: porque cuando la encero bien encerada se parece a vuestra cabellera.

A los dos no les quedaba más que reír y peinarse.

Luego se dedicaron a intercambiar recetas para el mantenimiento y el embellecimiento del cabello humano. Ella ponderó el aclarado con infusión de manzanilla en agua de lluvia y el secado al sol de mediodía, y él le descubrió los méritos suavizantes de la decocción de la Quillija saponaria y la utilidad del polvo de Vettiveru o vetiver para evitar coger los piojos que se pasean por las cabezas no muy limpias empolvadas en escarcha.

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—Si pudieseis darme suficientes raíces de vetiver, haría el polvo, lo pondría en bolsitas y las vendería para llevarlas bajo la peluca —dijo Jeanne—. Podríamos repartirnos las ganancias.

—Tengo un montón de ideas. He hecho un montón de descubrimientos que podrían meterse en cucuruchos, frascos o botes, pero no tengo tiempo de ponerme a ello, ¡no encuentro tiempo para encontrar! ¿De verdad podríamos asociarnos?

— ¡No pido otra cosa! —exclamó ella, encantada—. Creedme, podemos hacer una verdadera fortuna a costa de la coquetería femenina. Vendiendo productos femeninos de belleza en bonitos embalajes y con bonitos nombres.

— ¿Con esto, por ejemplo?

Se sentó en el suelo, como casi siempre, se quitó un zapato, se quitó la media, levantó la pierna y le enseñó las uñas de los pies pintadas de un alegre bermellón.

— ¿No os gusta? ¿No creéis que a vuestras clientas les gustaría tener diez pétalos de color amapola en los pies y otros diez en las manos? Y además os garantizo que resiste admirablemente al roce y al agua.

A ella le dio un ataque de risa que estuvo a punto de degenerar en convulsiones. El, imperturbable, pero con los ojos lanzando chispas, seguía con la pierna levantada y cogiéndose el pie como si agitara un ramo de flores rojas.

— ¡Podéis reíros cuanto queráis, pero decidme si esas clientes vuestras que presumen de estar a la vanguardia de la moda no iban a comprar mi laca de uñas!

— ¡Michel, cómo vamos a divertirnos! —dijo ella cuando por fin pudo hablar.

Se divirtieron mucho.

La amistad de Adanson llegaba en un momento oportuno en la vida de Jeanne. A finales de agosto Lalande había partido para hacer su obligado tour de Italia. No iba a regresar hasta la primavera de 1766 y la joven se lamentaba por la afectuosa complicidad que había perdido al marcharse el astrónomo. También Michel tenía algo del temperamento movido y excéntrico de Lalande, de su afición por la farsa y la broma, y un espíritu juvenil y caluroso parecido, que sus rabietas contra toda clase de imbéciles confirmaba. Bajo sui accesos de malhumor y de amarga misantropía, existía en Adanson una alegría profunda, de esas que sienten los hombres a los que vivir nunca aburre porque tienen un cerebro infatigable en un cuerpo indestructible. Estar enamorado vuelve alegre a la gente y él estaba continuamente enamorado, fuera de sus ideas o de sus sospechas, a las que se lanzaba con un ímpetu típico de

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Aries. Lo que estuviera haciendo nunca le impedía emprender otra cosa. Con el mismo frenesí con que estudiaba historia natural y química, se sentaba activamente en la Academia, emborronaba papeles durante toda la noche o desplegaba una intensa actividad agrícola en sus jardines experimentales... ¡Con decir que había alquilado veinticuatro parcelas de tierra en los alrededores de París...! Y todo ello no le impedía leer abundantemente para cumplir con su cargo de censor real de obras científicas, escribir artículos críticos para las gacetas y no faltar a un solo concierto del compositor Gluck. Y hasta coquetear con las Musas los días en que su pasión por la naturaleza se desbordaba y tenía que expresarla en rimas a la moda de la época, en las cuales los arroyos dialogaban con los olmos, las montañas con los campos y las flores con los corazones. Para poder hacer todo eso, Adanson había adquirido algunas costumbres útiles: sólo comía cuando estaba hambriento, sólo dormía cuando se caía de sueño y, sobre todo, se mantenía bien lejos del matrimonio, "ese sistema matemático de perder la mitad de la vida multiplicándola por dos". Y, sin embargo, aquel gran avaro del tiempo se dejaba distraer por Jeanne siempre que ella quería.

Como se habían asociado a la primera, con la generosidad que sólo tienen los pobres, Michel quiso que ella acudiera a compartir su comida dos o tres veces por semana al salir del Jardín. Él ponía su guiso de verduras al fuego, ella aportaba algún pan de especias, o tejas de anís, queso de cabra o confituras, según lo que recibiera de Charmont. Comían sin preocuparse mientras imaginaban recetas de salud y de belleza. En menos de un mes pusieron a punto muchas, que fueron un éxito: loción "Buen cutis" a base de leche de lechuga, crema "Manos blancas", "Agua de encías" para luchar contra las encías descarnadas y, sobre todo, tisanas con fórmulas muy complicadas destinadas a lavar los cabellos embelleciéndolos al mismo tiempo con hermosos reflejos. Todas las damas jóvenes que presumían de no empolvarse los cabellos cuando no iban arregladas se precipitaron a La Tisanière para procurarse reflejos dorados, cobrizos, ala de cuervo...

Ambos igual de optimistas, en cuanto sus productos se vendían bien, Jeanne y Michel empezaban a decir a coro: "Cuando seamos ricos..." Entonces se precipitaban en un espejismo lleno de movimiento y color en el que armaban un gran barco y se embarcaban con Aubriot y Lalande para, despreciando la tacañería de Choiseul, surcar los mares y plantar sus lupas y sus telescopios sobre todas las maravillas del mundo. ¡Ah, qué hermosos eran los cuatro puntos cardinales del mundo vistos desde la propiedad Patouillet, a través de los mil sueños multicolores de Jeanne y los mil recuerdos afrodisíacos que Michel se había traído de su festín senegalés! Lo bueno que tenía Michel Adanson es que con él Jeanne podía alumbrar los sueños más extravagantes, esos "sueños sin pies ni cabeza" que se le helaban en los labios en cuanto estaba con Philibert.

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Por suerte, Michel no era sensato. Ninguna idea le parecía lo bastante loca y cuando Jeanne comenzaba a delirar con las ideas más imposibles y absurdas, él añadía unas cuantas. Entonces Jeanne se reía con todo su corazón y todo su cuerpo de dieciocho años hambriento de aventuras... Sin duda fue gracias a su efervescente amistad con Michel, que la mantenía en un clima de euforia a la vez activa e imaginaria, por lo que Jeanne se dio cuenta de que Philibert se ausentaba cada vez más de su vida en común.

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Capítulo 12Capítulo 12

Philibert Aubriot nunca había querido preguntarse si amaba a Jeanne. La había tomado con placer y emoción, y también con una gran ternura. Pero ¿de qué le valía la ternura de Philibert Aubriot a una joven enamorada y nacida al amor al mismo tiempo que la romántica protagonista de La nueva Eloísa de Jean-Jacques Rousseau?

En cambio, Aubriot había nacido antes de la aparición de la sensible heroína de Rousseau, que tanta sensación causó entre el público femenino cambiando su concepto del amor. Aubriot era un espíritu de principios de siglo, volcado en la razón pura y con sentimientos más bien secos. ¡No iba a ser su padre el notario, hijo a su vez de un largo linaje de notarios, quien iba a transmitirle la menor gota de romanticismo! Ni su madre, descendiente de una larga estirpe de magistrados, siempre ocupada virtuosamente en hacer hijos, echarles sermones y hacer confituras. Por añadidura, el futuro sabio había venido al mundo con un cerebro superdotado, precozmente dominante, cuya urgentes necesidades le habían dejado poco tiempo para los impulsos del corazón. Una inmensa sed de conocimiento lo había llevado pronto hasta la naturaleza, pero no era dado a soñar demasiado ante sus maravillas: observaba, describía, clasificaba, y eso ya lo hacía antes de los ocho o diez años. Su curiosidad predominaba sobre su sensibilidad. De colegial nunca había escrito una sola oda a la Rosa. Si de adulto se dejaba llevar y escribía o hablaba de la naturaleza con sentimiento, sólo era porque se le había contagiado el vocabulario lírico de los nuevos poetas de mediados de siglo enamorados de la campiña, pero en la edad de los amores románticos Aubriot nunca había escrito poemas ni delirado de amor. Además, los sonetos y los latidos del corazón se dedican siempre a las jóvenes, y Aubriot había desconfiado toda su vida de las muchachas muy jóvenes porque necesitaba grandes raciones de carne fáciles de conseguir, en lo que las jóvenes son avaras y remolonas. Su voraz temperamento lo había empujado hacia las mujeres hechas y derechas, en las que había descubierto el arte de librarse de las fantasías del amor en el fuego del placer. Pero al dedicarse tan tempranamente a corretear por las alcobas había adquirido un auténtico virtuosismo en las artes de amar, pero poco corazón. Sin embargo, se había casado y desde que había enviudado se esforzaba por creer que lo había hecho por amor.

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¿Verdad? ¿Ilusión? La señorita Maupin lo había seducido de una forma bastante original para que decidiese casarse con ella, pero no había sido un matrimonio en contra de la razón. Al contrario, había sido muy razonable pues, gracias a él, redondeaba su mediocre fortuna. Cuando Marguerite murió la lloró sinceramente. Pero, le gustase o no, se había consolado pronto y de la manera más cómoda: no añoraba nada de su vida en Bugey con Marguerite, salvo cuando quería creerlo él mismo porque ello le servía de diploma sentimental, de salvoconducto para no caer nunca más en las trabas de la vida conyugal. Entonces, ¿por qué aquel hombre dedicado a la observación y la meditación, que vivía tan a gusto en soledad, había cargado con Jeanne justo en el momento en que había recuperado su libertad y había decidido marcharse a París a triunfar?

Preguntárselo le repugnaba. Sólo podía darse una respuesta hipócrita. O confusa. Su pensamiento se hundía en aguas pantanosas y lo que más detestaba Aubriot era perder su claridad mental. Al llevarse consigo a Jeanne seguramente se había llevado a la niña de Charmont. Mucho antes que su propio hijo, ella había tocado la fibra paternal que hay en todo hombre, incluso en los menos interesados en procrear. Aquella hermosa mujercita de grandes ojos dorados se le había aparecido llena de fascinada admiración, sensata y dócil, atenta a imitarlo, siempre dispuesta a recoger el maná que salía de su boca: la heredera ideal. Algunos años más tarde, el anuncio del embarazo de Marguerite había reavivado en él el deseo visceral y espiritual de tener un heredero como Jeanne, que lo siguiera pegado a sus talones, se sentara a sus pies y se alimentara de lo que le pusiera en el pico, con la misma devoción que ella para convertirse en su prolongación humana en este mundo. Aubriot hijo de Aubriot, el segundo eslabón de una gloriosa cadena de sabios. El pequeño Michel-Anne no había tenido tiempo de decepcionar a su padre, pero tampoco de satisfacerlo. Al dejar Bugey el padre sólo se había llevado de su hijo la imagen de un niño de dos años que apenas balbuceaba sus primeras palabras sin interés, de modo que Jeanne seguía siendo el único niño con el que era interesante tratar del que disponía Aubriot. En el fondo, con quien había querido vivir había sido con "Jeannot", perfecto en el papel de hijo modelo del "señorPhilibert". Siempre se había sentido a gusto con el guapo Jeannot, despierto, sólido y alegre, capaz de soportarlo todo, siempre obediente. Sí, seguramente había sido a Jeannot más que a Jeanne a quien había metido en su equipaje. Que en seguida se hubiera metamorfoseado en Jeannette podía pasar, incluso resultaba muy agradable. Pero que Jeannette se estuviera convirtiendo en Jeanne y adquiriendo cada vez más volumen y, lo que es peor, cada vez más independencia, ¡y hasta qué punto risible!, eso...

Aubriot había tenido un sobresalto cuando una noche en La Régence, al marqués de Condorcet —siempre tan torpe en palabras y actitudes— le

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presentó a un gentilhombre amigo suyo diciendo: "Este es el señor al que debemos la suerte de tener a la Bella Tisanera en París." ¡Nunca, ni en los momentos de menor confianza en sí mismo, hubiera pensado que iba a convertirse en el botánico consorte de la famosa comerciante del Temple! Una vez en casa, le había mostrado a Jeanne un rechazo glacial cuando le propuso aprovechar su acceso a la duquesa de Choiseul como proveedora para conseguir que el ministro se fijara por fin en los méritos del doctor Aubriot. Dispuesto a seguir siendo desconocido por mucho tiempo, quería llegar hasta Choiseul por la vía jerárquica "conveniente": los Jussieu y Buffon. ¡No estaba dispuesto a ponerse bajo la protección de aquella chiquilla!

Cuando Jeanne conoció a Michel Adanson el malestar de Aubriot aumentó. El había sido siempre su gran hombre, su constante objeto de admiración y la respuesta a todas sus preguntas. De repente, de un día para otro, la vio entusiasmarse con Adanson, confiar en él, aliarse con él y alabar a todas horas su saber y sus descubrimientos. Él mismo apreciaba demasiado el excepcional cerebro del excéntrico de Patouillet como para reprocharle a Jeanne su entusiasmo, y como no era cuestión de confesarle sus celos, guardó silencio, se crispó, se odió por su amargura porque le revelaba su debilidad ante Jeanne. Estaba harto de su melancolía cuando encontró por casualidad la mejor ocasión que puede encontrar un hombre de recuperar su maltratado prestigio: una mujer a la que valía la pena conquistar. Y la conquistó.

Aubriot había sido uno de los primeros partidarios de la inoculación de la vacuna. Y eso en Francia no era cosa fácil, pues la Academia estaba en contra y la Iglesia también. Como discutir con los doctores y los teólogos sólo había llevado a dejar la cuestión enfangada en las meras palabras, a Lauraguais, partidario de todos los progresos, se le había ocurrido poner la moda del lado de los justos: "Señores —dijo una mañana en el Jardín—, ya que todo el mundo siente pasión por los productos ingleses, vendamos la inoculación como si fuera uno de ellos y se extenderá como un reguero de pólvora." De inmediato, y sabiendo que sería imitado, Féfé había organizado en su casa un té a la inglesa "estilo Tronchin", a la que el reputado médico ginebrino acudió para inocular a toda la reunión entre un sorbo de té y un bocado de pudding. Pronto estas reuniones con vacuna se multiplicaron. Se estaba a la moda ofreciendo "una gotita" a los invitados, y también a los criados, ya que la democracia de opereta se había puesto asimismo de moda con el nombre de filantropía.

En París, Aubriot no ejercía la medicina. No por ello dejó de sentirse halagado cuando Lauraguais le propuso ir a rascar el brazo de sus invitados durante una nueva reunión. No era pequeño honor obtener

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públicamente la confianza de uno de los más grandes señores del reino. Y Aubriot se ganó un gran renombre en una noche. Y una amante marquesa.

Toda la velada estuvo teñida de galantería. Muchas damas se preocupaban por la cicatriz que pudiera quedarles y el médico les propuso ponerles la vacuna en el muslo, como había hecho con Jeanne. Las coquetas prefirieron quitarse una media a subirse una manga. Por decencia se pusieron una máscara antes de pasar al tocador donde Aubriot oficiaba y, durante la cena que siguió, éste se dedicó al divertido juego de colocar cada cara con su pierna correspondiente.

La marquesa Adélaïde de Couranges tenía el muslo más bonito del lote. Largo y torneado, firme, rosado y perfumado. La rodilla y el tobillo no hacían mal conjunto, el escote se veía lleno, la treintena del rostro resultaba casi hermosa, o en todo caso muy agradable. A todos estos encantos, se añadía el fulgor de sus diamantes y una ninfomanía cómoda, conocida, frecuentada, pero de buen gusto. Seducida al mismo tiempo que inoculada, Adélaïde tuvo unos vapores oportunos al día siguiente y le envió su carroza a Aubriot junto con una llamada de socorro. Dos horas más tarde tenía al médico en la cama, donde lo había esperado con toda naturalidad, ya que estaba enferma.

La noche que siguió a su festín de marquesa, Philibert sintió vergüenza al acariciar los familiares cabellos rubios esparcidos por su pecho como de costumbre. Pero el hombre es una animal de costumbres y Philibert se acostumbró en seguida a vivir entre dos amantes puesto que, además, su cuerpo era infatigable. Una de ellas aún tenía pudores y sonrojos, la otra demostraba sabias audacias. Una combinación perfecta. Pronto se encontró tan a gusto entre Jeanne y Adélaïde que tuvo que buscarse una excusa para su falta de remordimientos y la encontró: la señora de Couranges había conocido íntimamente a tantos grandes señores útiles que podía conseguir sus favores. El duque de Choiseul recibió por fin a Aubriot. Con mucha gracia, el ministro le hizo cuantas promesas fueron necesarias al protegido de la Couranges y a ésta le aseguró por medio de una nota que "no dejaría de acordarse de lo que le debía a su lindo culo cuando estuviera vacante un puesto que le conviniera a su botánico". Al duque le encantaba hablar con crudeza, sobre todo a las mujeres. Ocho días más tarde, Aubriot fue nombrado censor real supernumerario, lo cual no le comprometía a nada salvo a cobrar cuatrocientas libras de pensión anual. Cuando se lo anunció a Jeanne ésta se puso tan contenta, palmeó con tanto entusiasmo, que Philibert se sintió justificado de sus encamadas con la marquesa.

— ¿Sabes que esta primera demostración de estima me da esperanzas de que el duque cumpla las promesas que me ha hecho? Quién sabe si a

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pesar de la competencia, no tendré un puesto en el Jardín antes de lo que creo... —dijo Philibert en cuanto ella se hubo calmado.

—Para que tengáis un puesto en el Jardín tendrá que morirse alguien —objetó ella.

—Bien podría obtener el derecho a una sucesión sin esperar a que se muera nadie. Pero me parece más factible que me den una misión en una de las colonias que nos quedan. El duque me ha parecido muy interesado en que se haga el catálogo de sus riquezas.

—Sí, ya lo sé —dijo ella con una sonrisita, pensando en las palabras desencantadas de Adanson—. Pero... si os nombraran para trabajar en una colonia, ¿no deberíais marcharos sin mí?

—Creo que... Puede que no... —dijo él en tono de duda.

—Pues yo creo que sí —suspiró ella y se mordió el labio para añadir—: como no soy vuestra esposa, no me está permitido acompañaros.

—En misión de inventario no se nos nombra por mucho tiempo. Dos años como máximo —dejó pasar un largo silencio—. Mira, Jeannette, si me propusieran una expedición a ultramar no podría rechazarla —continuó—. No tengo mil años por delante para conocer el mundo. Así que comprenderás que...

—No os preocupéis por mí —interrumpió ella en un tono lleno de coraje—. Vuestra carrera me importa tanto como a vos. Si tuvierais que marcharos un día y tardarais demasiado en volver, sabría embarcarme y desplegar velas en dirección al país donde estuvieseis.

Él esbozó una de esas sonrisas divertidas que arrancan las jactancias infantiles pero, de repente, el aire le pareció mejor y respiró a pleno pulmón.

Ella no creía que Philibert fuera a marcharse. Adanson ya le había explicado cómo llevaba Choiseul los asuntos de Francia detrás de sus brillantes palabras. Habría debido desconfiar de la opinión de Michel, que sentía un gran rencor contra Choiseul, pero en su tienda y en los corredores de los hoteles aristocráticos donde tenía entrada había recogido otros ecos que confirmaban el retrato que Adanson hacía del personaje: inteligente, fogoso, audaz, ambicioso para sí y para el rey, pero también frívolo, disipado en sus placeres, escéptico, despreocupado, inconstante, pródigo con el dinero más para deslumbrar que para invertir... En conjunto no era la imagen de un gran hombre capaz de llevar a buen puerto una política colonial de envergadura, de las que exigen un esfuerzo continuado y perseverante. "En fin, ya veremos. Si

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Philibert parte, iré a encontrarme con él. Ganaré lo suficiente para seguirle adonde vaya. “Recorrió su tienda con la mirada llena de orgullo. Era la hora tranquila y se sentía perfectamente feliz, en una especie de recreo. Todos sus clientes estaban comiendo y sus criados en servicio, así que no se veía a nadie en La Tisanière, aparte de algunas amas de casa que tenían prisa por llevarle una tisana a algún enfermo. Cuando llegaba del Jardín a las dos, enviaba a Banban a comer y a pasar el rato con los pinches del hotel de Bouffiers y a Lucette a comer un bocado en el asador de la esquina. Lucette no volvía en seguida porque subía a las golfas a ayudar a Madelon hasta las cuatro. Las dos buhardillas contiguas que había logrado alquilar en lo alto de la casa servían una para secar las plantas y la otra como cuarto de preparación. Y, en definitiva, para darle un par de horas de paz silenciosa en medio de sus hierbas. Se ajustaba un gorro y un delantal de muselina bien limpios y se tomaba todo el tiempo necesario para saborear con los ojos la refinada decoración que había encargado y que había pagado con su dinero, y aspiraba el perfume de sus hierbas favoritas. Luego se sentaba ante su escritorio y tomaba la pluma para charlar un poco con Marie o con su querida baronesa.

A principios de mes, Jeanne mandaba dos planas bien llenas a Dombes, una para la señora de Bouhey, la otra para su amiga Marie. Esta se había ido a dar a luz a Rupert en compañía de su madre y desde entonces no se movía, como si una vez que su marido, Philippe Chabaud de Jasseron, le hubo dado a cuidar a la pequeña Virginie le hubiera dado todo el bien de que ella lo creía capaz.

Jeanne se puso a tallar las plumas pensando en Marie, dulce, bonita, risueña, golosa Marie de su infancia... Su matrimonio por amor no parecía haberla colmado. Una vez pasada la luna de miel, la joven esposa había adoptado un tono artificial de ligereza y, a veces, una sorprendente agresividad filosófica contra "los hombres" que parecía imitada de Emilie. Marie hablaba sobre todo de la sociedad de Autun, de las partidas de caza, de los bailes, las cenas, los chismes de alcoba, sus vestidos, sus lecturas... Su marido Philippe estaba extrañamente ausente de ese ambiente. "Me pregunto cómo se comporta en la cama el apuesto Chabaud de Jasseron", pensó Jeanne. Luego se avergonzó por juzgar a un marido por algo tan vulgar.

Se puso a escribir:

"Querida amiga, esta mañana he celebrado el 21 de triarlo vistiéndome de colores. Llevo un vestido color turquesa con rayas blancas de lo más pimpante. ¡Uf! Desde que el 20 de diciembre pasado murió monseñor el Delfín, sólo me atrevía a ir vestida de gris o de beige porque mi noble parroquia sólo iba de negro en señal de duelo por su futuro rey perdido. Hasta la gente humilde lo ha llorado. Parece que era bueno y virtuoso, y

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que habría puesto orden en Versalles y librado al pueblo de sus miserias. Parece que el rey está desesperado. Ya no es joven y sólo tiene como heredero a su nieto el duque de Berry, que aún es un niño. "Pobre Francia", dicen los pensadores políticos, excepto Choiseul. El se alegra porque el Delfín no lo quería. Se llevaban a matar desde hacía tiempo, el príncipe a favor de los jesuítas y el ministro a favor de los jansenistas del Parlamento. Una vieja discusión. De momento, nadie se preocupaba por las insurrecciones de los parlamentos, ni del interminable proceso por traidor de Lally-Tollendal, únicamente se habla del desgranado caballero de La Barre. "

"Es horrible escribirlo: el caballero ha sido condenado. Si no se atiende la apelación de sus abogados, lo quemarán vivo después de cortarle la lengua y las manos ¡Pero, no, no es posible, no puede ser! Todas las personas honestas están conmocionadas. Esos grandes abogados de la ciudad, los escritores, los enciclopedistas, los periodistas y también Voltaire, por supuesto, claman en su defensa. Y aunque el Parlamento se atreva a confirmarían abominable sentencia, el rey lo amnistiará. Nadie cree que el rey permita que le den suplicio a un joven de dieciocho años por no haber saludado al paso de la procesión del Santo Sacramento y haber cantado una canción impía. No quiero seguir. El drama del joven caballero me nubla la vista y te digo y te repito que esto el rey lo tiene que arreglar. "

"Pasemos a mis veladas de los martes en La Régence, de las que me pides detalles. ¿Así que te crees, ingenua, que los que nos dedicamos a tomar bavaresas arreglamos el mundo durante las partidas de ajedrez? ¡Somos bastante más frívolos! Los últimos martes sólo se ha hablado de La Barre, pero en enero, por ejemplo, sólo oí tratar de grandes problemas tales como los perros del Palais-Royal y la boda del señor Suard, el director de La Gaceta. "

"En cuanto a los perros, el caso es que el gobernador del jardín del Palais-Royal los hace recoger y sacrificar porque se orinan en los bajos de las casas y estropean el césped. Ello ha provocado una guerra encarnizada entre quienes quieren a los perros y quienes no los quieren, y los mejores poetas se dedican a escribir peticiones en verso a favor y en contra de la caca de perro en los lugares de paseo. Los libelos llegan hasta el despacho de Choiseul y se cree que se verá obligado a ocuparse personalmente de este importante asunto para evitar duelos en el Palais-Royal. ¡El tema está apasionando tanto como los asuntos del corazón del señor Suard, lo que no es poco! "

"¡El periodista ha dejado a su antigua amante la señora Krüderery se ha olvidado de pronto de su pasión por la baronesa de Holbach para casarse con la señorita Amélie Panckoucke, la hermana del famoso librero! ¡Ha sentado fatal! D´Alembert le ha dicho: "A ver, amigo mío,

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vos, casi un filósofo, ¿no vais a dar un salto peligroso del que uno no se rehacer" Marmontely Im Harpe le repetían que un escritor feliz es un escritor soltero, Grimm le decía que más vale ahogarse de golpe que encerrarse en la prisión conyugal y asfixiarse poco a poco. En cuanto a Diderot, ¡cada vez que se encontraba con Suard, le repetía que uno se arrepiente rápidamente de un matrimonio preparado con tiempo y que con el tiempo uno se arrepiente también de otro hecho de prisa y corriendo! En fin, no sabes cuánta gente ha intentado que Suard aborreciese a su Amélie. Ea señora Geoffrin le ha prohibido casarse, sobre todo tratándose de una muchacha sin dote. ¡Y hasta al barón de Holbach le ha parecido feo que dejase de cortejar a su propia mujer! Mientras que a su alrededor todos se peleaban por si dejaban o no casarse al señor Suard, éste se iba poniendo cada vez más triste y más flaco y a menudo se le veía al borde del Sena con aire de ir a tirarse. Al final lo ha salvado el señor de Buffon yendo a pedir por él la mano de la señorita Panckoucke. Mi amigo Merrier, una lengua viperina, pretende que Buffon lo ha hecho porque no iba a dejar perecer a un periodista que escribía excelentes críticas de sus libros. Sea como sea, Suard se ha casado. Ahora la señora Suard sólo tiene que hacerse perdonar por casi todo París. De momento, la señora Necker se emplea a fondo en su salón en su apoyo para hacer rabiar a la señora Geoffrin. Ya ves, ¡los enamorados no están solos en el mundo! Lo más divertido ha sido escuchar durante un mes en boca de los mayores pensadores de este siglo que el matrimonio es el peor accidente que pueda sufrir un hombre de letras, de riendas o simplemente cualquier hombre cultivado. He escuchado todo eso con una sonrisa, ¡porque en definitiva parece que el matrimonio sólo les conviene a los hombres insignificantes, ya que entonces parece que no puede hacer ningún estropicio! No hay nada más gracioso que nuestros literatos. Pero, dejémoslo, yo sé dónde les aprieta el zapato. Casi todos son unos muertos de hambre, como diría Lucette, que comen a la mesa de la nobleza o los financieros y, ¡como éstos nunca invitan a comer a sus esposas, tienen que mantenerlas ellos, lo cual es pecado mortal! "

"Y ahora un chisme para hacerte reír. Creo que ya te había dicho que en París la policía se mete en todo, ¿verdad? El despacho de los comisarios de barrio se ha convertido en una especie de confesionario en el que las comadres pueden denunáar las faltas de sus vecinos y como los comisarios se embolsan un tercio del importe de las multas que les ponen a esos maleantes... En fin, que el comisario de nuestro barrio ha venido a decirle al señor Philibert que resultaba escandaloso para la parroquia que viviera maritalmente sin estar casado con una joven de sexo dudoso, que unas veces era chico y otras chica. ¡Pretendía llevárseme al Petit-Châtelet para que me inspeccionasen las matronas! ¡El policía en cuestión ha bajado las escaleras de una patada en el culo! He tenido que precipitarme a casa de la buena duquesa de Choiseul para que tratara de arreglar los

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dos asuntos, el delito y la patada, hablando con el señor de Sartine. El señor Philibert ha aprovechado el incidente para hacerme una escena. Parece que tratar con el excéntrico Adanson y la señora Favart y compañía, me da una cierta fama de hacer lo que me da la gana sin preocuparme del qué dirán, y como te digo me ha hecho una escena de verdad, como si yo fuera una verdadera amante, ¿entiendes lo que quiero dear? Yo me sentía en el paraíso. Tenía miedo de que la terrible señora Favre estuviera escuchando en la puerta y entonces, para calmarlo un poco, le he puesto mis mejores ojos dorados... Ya me he dado cuenta de que no resiste mucho a mis coqueterías. Es así. En el fondo, Marie, el humor de los hombres es tan frágil como la porcelana... "

Jeanne se quedó pensando en sus últimas palabras con una sonrisa flotando en los labios. Ciertamente era extraordinario haber pillado al señor Philibert en flagrante delito de fragilidad... Sacó de nuevo la carta que había guardado para seguir otro día, cogió la pluma y añadió:

"A propósito, bueno a propósito de nada, ¿querrías preguntarle a la señora de Vaux-Jailloux si tiene noticias del caballero Vincent? No es que me interese por él, figúrate, pero querría proponerle algunos negocios de plantas exóticas. Me han dicho que acepta hacerlos con algunos comerciantes del Temple y como hace un tiempo bailamos juntos, pues... "

Dejó caer la pluma, apretó los puños, se mordió el labio, furiosa contra ella misma, y arrugó con rabia la última página de su carta. Siempre pasaba lo mismo: el recuerdo de Vincent le llegaba con una oleada de imágenes felices, de repente él lo estropeaba todo con un insulto y ella ya no podía hacer otra cosa que despreciarlo, detestarlo, ¡odiarlo!

Alguien empujó la puerta de la tienda.

— ¡Maldito si esperaba que la bella tisanera de La Belle Tisanière del Temple de la que tanto me han hablado fuera ésta! —dijo una voz sonora y burlona.

La aparición coincidía tan milagrosamente con su pensamiento que Jeanne miró a Vincent incrédula, dudando si aquello sería cosa de su imaginación o no.

— ¿Es que el señor de Richelieu os deja tan falta de dinero que debéis buscarlo en el comercio? —se burló él.

Ella hizo un esfuerzo inaudito por sacar la voz.

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—Creed lo que queráis, señor caballero, pero ¡fuera de aquí! ¡Salid, os lo ruego!

—No antes de que compre lo que necesito. Se habla mucho de vuestros conocimientos en cuestión de tisanas.

—Muy bien. Daos prisa. ¿De qué sufrís? ¿De estupidez o de grosería?

El se echó a reír demasiado fuerte. Su expresión era dura y no dejaba de mirarla ansiosamente. Bajo aquella mirada inquisitiva, se acordó de que él la veía tras una ausencia de casi cuatro años. En junio del año anterior, en la Ópera, ella iba enmascarada. A pesar de su cólera mal contenida, se alegró de llevar un bonito vestido azul turquesa y un gorro del taller de la señorita Lacaille. Se dejó contemplar un momento antes de hablar en tono glacial.

—Señor, tengo mucho que hacer y me gustaría librarme de vos lo antes posible. ¿Qué queréis?

El se le acercó con sonrisa de lobo feroz.

— ¿A cuánto va la hora de tendera?

— ¡Fuera, señor! ¡Fuera! —explotó ella.

— ¡Vaya, qué furia! Tomaos una tila. Los baños de tila son excelentes para los ataques de nervios. Quería pediros una hora... de consulta, porque me han dicho que vais a casa de los clientes lo bastante afortunados como para recibir vuestra consulta al mismo tiempo que vuestras hierbas. Soy generoso y no os haría caminar mucho. Vivo aquí cerca.

Los ojos dorados llameaban, pero Jeanne intentó dominarse.

—Es cierto —dijo, abriendo su libro de consultas—. Pero sólo salgo a partir de las cuatro. Si el señor quiere fijarme una cita...

El se acercó un poco más, acentuó su sonrisa y le dijo en plena cara:

—Mil perdones, señorita, pero podéis estar segura de que bromeaba. No quisiera pasar después que el mariscal de Richelieu. No me atrevería. Estimo demasiado mi salud.

Ella no lo entendió a la primera pero, en cuanto comprendió, una oleada de sangre le subió a la cara y a continuación plantó una bofetada magistral en la cara de Vincent.

El encajó la bofetada sin retroceder y luego la tasó con la mirada. De repente, la cogió brutalmente por la muñeca para atraerla hacia sí y escupirle su desprecio.

— ¿Cómo habéis podido venderos a ese viejo cerdo? ¿Cómo no os habéis muerto de asco entre las piernas de ese follador de zorras? ¿Cómo

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no os habéis muerto mil veces sólo con el innoble recuerdo de su piel averiada frotándose contra la vuestra?

Aquellas palabras le hicieron mucho daño. Pero a pesar de su frenético deseo de herirlo de muerte a él también, sólo logró pronunciar una frase rota por un sollozo.

— ¿Creéis realmente que yo haya hecho una cosa así, Vincent?

El la retuvo un instante bajo la quemadura de sus ojos, luego la soltó y se apartó.

Jeanne se frotó las muñecas doloridas. Sentía que su odio se había roto y sólo deseaba salir para sollozar en cualquier rincón, sin ni siquiera recibir disculpas.

Tranquilo y con aire perplejo, Vincent no parecía tener intención de disculparse.

—Querida mía —dijo al fin con despego—, el mundo premia y castiga por las apariencias. Y ya que al parecer no estabais ejerciendo vuestro oficio, ¿me podríais decir qué hacíais en una cena de p..., perdón, de cortesanas enmascaradas?

¡Vincent necesitaba asegurarse a cualquier precio!

— ¿Y vos, que hacíais vos allí? —preguntó ella con una voz todavía insegura.

— ¿Yo? Me divertía.

—Yo también. En este país divertirse con los amigos no está prohibido a las mujeres.

—Ignoraba que el mariscal de Richelieu fuera amigo vuestro, señorita Beauchamps —dijo él con ironía teñida de maldad.

—Señor, viajáis demasiado y no estáis al día. Los parisienses de todas clases se mezclan mucho en estos tiempos para complacer a los filósofos modernos.

Hubo un silencio. Vincent se paseaba de arriba debajo de la tienda con una indolencia estudiada, simulando leer las etiquetas de los productos con gran curiosidad. Al fin dejó caer:

—Bueno, después de todo, si os gusta parecer lo que no sois...

—Os repito, señor, acabáis de desembarcar, dejadme que os instruya. Esto es la democracia: ya no es necesario ser una pupila de casa de citas ni una gran dama para adoptar aires de puta cuando a una le apetece.

Lo vio sonreír como antaño, casi con amabilidad.

—La hora solicitada se acaba. Si verdaderamente no queréis nada...

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—Quiero la paz. Jeanne, hagamos las paces —dijo él.

Ella se estremeció. Sacudió la cabeza.

—No, caballero, la paz se merece.

—Yo he perdonado que faltaseis a vuestra palabra. Erais una niña y yo fui un imbécil —dijo con descaro—. Así que hagamos las paces.

Ella seguía mirándolo fijamente, sin decir palabra.

— ¡Vamos! —suspiró él— Quiero la paz. Poned vuestras condiciones. He traído de Inglaterra un magnífico cargamento de vestidos de verano y de sombreros de paja, sólo con verlo se os cortará el aliento. Venid, tomadlo todo, arruinadme, no dejéis ni una prenda, yo...

—De rodillas —ordenó ella.

— ¿Cómo? ¿Qué decís?

—De rodillas —repitió.

— ¿De rodillas... en el suelo?

— ¡No va a ser en el techo, a menos que queráis hacerlo más difícil!

El se echó a reír, pero esta vez de buena gana, le hizo una reverencia y puso una rodilla en tierra.

—Perdonadme por haber tenido ganas de estrangularos.

— ¿Y por qué no lo habéis hecho?

—Porque a continuación habría tenido que matar a ese viejo cerdo de mariscal, al que quiero mucho. ¿Estoy perdonado?

— ¡Me había jurado que os tendría mil años humillado a mis pies! —respondió ella tendiéndole la mano.

El comenzó a besarle la mano con tal frenesí que ella la retiró vivamente, estremecida.

— ¿Puedo levantarme ya?

—Quizá.

Se levantó y sacó del bolsillo un pañuelo bordado, del que brotó un perfume de azahar al desempolvarse con él los calzones color avellana.

— ¿Y bien? —preguntó acercándose tanto que ella se ruborizó como una rosa de Puteaux—. Mantengo mi oferta. Venid a escoger lo que queráis antes de que la Sorel vea el cargamento.

—No digo que no. Pero sólo quiero mirar.

—Como queráis.

— ¿Lo tenéis todo en el hotel de Bouffiers?

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—Una pequeña parte. El resto está en Vaugirard.

— ¿En Vaugirard?

—En mi casa.

— ¿Tenéis una casa en Vaugirard?

—Una casita de soltero.

— ¡Oh! ¿Lo que llaman una "locura"?

—Una simple casa. Con lilas alrededor. En mayo, por supuesto. Nunca las he visto florecidas.

—El príncipe de Conti también tiene una "casita", ¿verdad?

—En efecto. No lejos de la mía.

—Se dice que la casita del príncipe es el más lujoso lupanar.

—Yo no tengo ni el oro ni la edad del príncipe para tener sus gustos. Así que ¿vamos? ¿No tenéis una dependienta que os reemplace?

—Tengo dos. Pero esa no es la cuestión —dijo Jeanne, repentinamente enervada—. Supongo que no esperaréis llevarme a vuestra casa así como así, ¿verdad?

—Os encuentro encantadora. El azul os sienta bien. Menos que el color verde y el miel, pero os sienta bien. Además, en mi casa podréis cambiaros, hay vestidos de todos los colores.

— ¡Oh, sois, sois...!

No acabó la frase, se quedó en tensión y se dedicó a arreglar un saco de tisana.

—Iré a ver lo que tenéis en casa de la señora de Bouffiers —dijo al fin—. ¿De qué os reís?

—De que vais a casa de Richelieu y no os atrevéis a venir a la mía. Tenéis temores equivocados, Jeanne.

—No tengo miedo de nadie —dijo ella con sequedad—. No tengo tiempo de ir a Vaugirard, eso es todo.

—Bien, venid al menos a tomar café conmigo al café Turco de la calle de Vertbois. Tiene el mejor café del Temple.

—Yo... En fin, bueno, pero mañana. Iremos al Turco mañana, os lo prometo. Haré venir antes a Lucette y...

—No —dijo firmemente Vincent—. No, Jeannette. No os dejaré fijar una cita para otro día. Nunca tropiezo dos veces en la misma piedra. Llamad a Lucette, no puede estar muy lejos.

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—Caballero, no seáis bobo por quedar como listo. Ya no tengo quince años...

—No, ya no tenéis quince años...

Puso tanta melancolía y tanta ternura en sus palabras que ella, conmovida, le dirigió su mirada más dorada. Los grandes y brillantes ojos castaño oscuro de Vincent se entregaron a los de Jeanne con toda el alma. Un alma infinitamente dulce. El silencio de ambos vibró cargado de confesiones. Ninguna palabra habría podido expresar lo que se dijeron los ojos: el tiempo perdido, el tiempo milagrosamente recuperado, en el que los corazones, cara a cara, volvían a latir al unísono como si no hubiera transcurrido el tiempo. Dejaron pasar todo un minuto de eternidad embriagadora... Ella tuvo cuidado de no romper el encantamiento al hacer su pregunta con voz casi inaudible.

—La otra vez, cuando me torcí el tobillo en las Tullerías, ¿me reconocisteis?

—Creo que sí.

— ¿Por mi perfume?

—Por mi instinto de cazador —dijo él recuperando su acostumbrado tono burlón—. El cazador reconoce siempre a la presa que se le ha escapado.

Ella bajó la mirada, pareció reflexionar.

— ¿Seguís queriendo tomar café en el Turco? —le dijo, sonriente.

—Querida, sólo lo dije por decir algo. Si tenéis algo mejor que proponerme...

— ¡Humm!, me siento bondadosa. Digamos que mañana...

— ¡Chist! No empecéis, no caeré en la trampa.

—Pues bien, esta noche. Acudid a las ocho al Café de la Opera. Le he prometido a la señora Favart que me reuniría con ella. Teníamos que cenar juntas, pero me disculparé.

—Allí estaré —dijo él inclinándose—. ¿Cenaréis por tanto conmigo?

—Si tengo apetito.

Los ojos oscuros chispearon y ella esperó su burla.

—Vuestro padre adoptivo, el doctor Aubriot, ¿os da permiso para corretear por la noche de París con cualquiera?

—No, me recomienda que vaya con buenas compañías y yo procuro obedecerle —dijo ella modosamente.

—Touché! —exclamó él, riendo.

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Hablaron todavía de mil pequeñeces para retrasar el momento de despedirse. Lucette bajó de la buhardilla con una cesta en la mano, miró de soslayo a la pareja que formaban su ama y aquel apuesto cliente, reconoció al caballero Vincent, hizo una reverencia y se fue discretamente a la otra punta a reponer frascos con plantas. Cuando Vincent .se resignaba a partir, Jeanne lo retuvo con un gesto.

—Caballero... No puedo esperar a la noche para pediros noticias de mi amiga Emilie y de Denis Gaillon. ¿Están en lugar seguro y son felices?

—Eso no lo sé.

—Caballero, sé guardar un secreto.

—Yo también, Jeanne.

—Os lo ruego... Los aprecio mucho.

—Entonces, olvidadlos.

Vincent añadió en voz baja:

—La policía de todo el reino aún busca a la condesa de la Pommeraie. Su padre el marqués no ha renunciado a que les corten la cabeza a sus cómplices.

— ¡Oh! —exclamó ella—. Retiro mi pregunta. Seguiré esperando a que todo acabe bien.

—Creo a doña Emilie lo bastante decidida y con encanto como para seducir a algún capitán sensible a embarcar a los dos enamorados clandestinos —murmuró Vincent en tono ligero—. Por tanto, podéis dormir tranquila.

—Gracias, caballero. Hasta la noche.

—Hasta la noche. A propósito, dadme vuestro gorro.

— ¿Mi gorro?

—Quiero impedir que me lo enviéis en vuestro lugar.

Ella le dirigió una luminosa mirada, se quitó el gorro y se lo tendió.

—En prenda de mi compromiso —dijo.

Lucette observó cómo el caballero se metía el gorro de Jeanne en el bolsillo con los ojos redondos como canicas.

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Capítulo 13Capítulo 13

Se deshizo pronto de la señora Favart y, por no quedarse sola en el café, salió a pasearse por las tiendas del gran vestíbulo de la Opera. Ya eran cerca de las ocho y media pero la Opera-ballet que se daba debía gustar, o tal vez era que sólo habían acudido provincianos, pues nadie había salido aún de la sala, salvo la guardia de la platea, con el arma en posición de descanso a pesar de que tres petimetres con tacones rojos estuvieran discutiendo con el interventor para recuperar el escudo que habían dado para entrar un momento a hablar con algún espectador. En el vestíbulo había corrientes de aire frío y tanto para protegerse de ellas como para evitar las miradas de la soldadesca, Jeanne se subió el capuchón de su larga capa de terciopelo negro. Y de pronto Vincent apareció ante ella, sonriente, ofreciéndole el brazo...

Le pareció más espléndido que nunca con su traje ajustado de droguete de seda crema bordado en oro y adornado con botones de orfebrería. Su peluca blanca le sentaba bien, apenas ahuecada en las sienes y con una larga coleta de cabellos libres sujetos en la nuca por un lazo negro. Bajo el terciopelo de su capa se acarició con voluptuosidad el satén dorado de su vestido preferido: sus elegancias respectivas armonizaban de maravilla, más aún porque se había hecho peinar al estilo inglés, con suaves tirabuzones recogidos atrás, sin un solo grano de polvo.

Bajaron al jardín. Jeanne recordó aquella noche enmascarada de junio y volvió a pensar "Lo amo", pero esta vez dispuesta a entregársele toda entera.

— ¿Y ahora qué vamos a hacer, querida? —preguntó Vincent al tiempo que distribuía algunas monedas para librarse del pregonero y los mozos que lo acosaban.

— ¿Tenéis carruaje?

Él no tuvo que responder. Una carroza de alquiler se detenía ya delante de ellos y un joven lacayo les abría la portezuela sonriendo a Jeanne de oreja a oreja. La turbó reconocer a Mario, la sombra fiel del corsario, el que la había esperado en vano ante la puertecita del parque del castillo de Charmont, al amanecer de una lejana mañana de abril.

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—Tengo la impresión de que me raptan con cuatro años de retraso —murmuró.

— ¡Eso es exactamente!

Con el pie en el escalón del coche, tuvo un destello de inquietud.

— ¿Es broma, verdad?

— ¿Y por qué iba a serlo?

"Estoy loca, no debería fiarme", pensó ella. Subió y extendió la seda de su falda.

— ¿Y ahora? —preguntó Vincent.

— ¡Oh!, ¿es que soy yo la que dirige la partida?

—Creía que era lo que deseabais. ¿Preferís darme la mano?

— ¡No, no! —exclamó ella con viveza—. Vamos a tomarnos una bavaresa a La Régence.

—A esta hora vamos a encontrarnos con la cola de damas que se refrescan junto a sus carrozas después del espectáculo.

— ¡Pues eso es lo que quiero, cabañero! Nunca he tenido ocasión de hacer que me lleven una bavaresa a la puerta de mi carroza.

Él se echó a reír.

—Vamos. Tengo suerte: seguís teniendo quince años.

Todavía no había más que media docena de carruajes delante de La Régence y dos camareros que iban del café a los coches llevando refrescos en bandejas de plata. Jeanne saboreó lentamente su bavaresa al ron bajo la mirada educadamente reprobadora de Lucien, su camarero oficial, al cual le parecía una inconveniencia cualquier cambio de costumbres en uno de sus clientes habituales.

— ¿Y ahora qué? —preguntó Vincent.

— ¿No deberíais invitarme a cenar?

— ¿Queréis ir a L'Escharpe?

Ella frunció el entrecejo.

— ¿Os atrevéis a invitarme a cenar en un reservado?

—Querida mía, teniendo en cuenta que os encontráis en tan mala compañía, os proponía un lugar discreto.

— ¿Y os creéis que me he gastado una fortuna en que me peinase Tintin para meterme en un reservado? Vamos a la calle de Poulies, entre la multitud, si os parece bien...

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Desde hacía algunos meses, hacía furor ir a cenar a casa de Boulanger, el cabaretero de la calle de Poulies, que acababa de bautizarse con el novedoso título de "restaurador". Los cabareteros y mesoneros tenían derecho a servir vino suelto acompañando algunas comidas, pero a Boulanger se le había ocurrido servir también "restaurantes", esos caldos de ave que la Facultad de Medicina recomendaba a los estómagos delicados. Su éxito fue inmediato. La buena sociedad se había precipitado entonces a la calle de Poulies, donde además Boulanger, que conocía bien su París, servía sus caldos sin mantel, directamente en el mármol de sus veladores, para darles un toque campestre y saludable. Eso sí, al precio más caro posible. ¡Qué regalo poder comer a precio de oro en un decorado rústico! Los duques y los pares repetían, y los lectores del romántico Jean-Jacques Rousseau, y los clientes higienistas del doctor Tronchin y las mujeres de mundo de las de cena y cama a cien luises...

El maestro restaurador, vestido a lo gran señor, con la espada batiéndole las pantorrillas, el tricornio bajo el brazo, rizado y empolvado como una pescadilla rebozada, caminaba arriba y abajo frente a su tienda de caldos. A todos los clientes los recibía como recibía a los príncipes, con una mezcla justa de respeto, familiaridad y vanidad jovial. Así es como recibió a Jeanne y Vincent cuando bajaron del carruaje y los acompañó hasta el umbral de su casa con la noble autoridad del artista al que se visita en su taller. Una vez en el umbral, la pareja fue recibida por la bella señora Boulanger, cuyos mullidos encantos, sus ojos aterciopelados y su manera de sonreírle a cada cliente como si fuera su favorito, habían contribuido al rápido éxito de la casa Boulanger. La bella restauradora instaló a los recién llegados en una mesa, les entregó el menú y se volvió a reinar en la caja.

Cuando se cenaba en la calle de Poulies no se cenaba que digamos en la intimidad. El buen Boulanger había querido que hubiera una promiscuidad "democrática" entre sus clientes y había juntado los veladores al máximo posible. Aquella incomodidad se consideraba de buen tono y el público estaba encantado de darle a probar su sopa a los vecinos de mesa, sobre todo porque cada caldo tenía su historia, desde la cressonnette au vermicelle puesta a punto por el doctor Pomme hasta el consomé Napoli, receta que el marqués de Caraccioli le había ofrecido a la señora Boulanger. Jeanne y Vincent estaban sentados entre la mesa del conde de Guibert, que cenaba con el abate Morellet, y la de un cliente célebre, Marmontel, que había arrastrado a Diderot y D'Alembert a la calle Poulies al salir de La Régence. A pesar de su pobreza, los literatos también se dejaban ver por Boulanger, pues allí podían contentarse con un potaje y un huevo pasado por agua pasando por higienistas y no por pobres o roñosos.

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Los ojos móviles y brillantes de D'Alembert repasaron a Jeanne y Vincent con franca curiosidad, mientras la mirada de Marmontel insistía en observar sin el menor empacho a la nueva pareja tan maravillosamente armoniosa que formaban la Bella Tisanera del doctor Aubriot y el apuesto corsario de la condesa de Bouffiers. En cuanto olía cuernos, la nariz de Marmontel aleteaba y se alargaba como una trompa, con la esperanza de absorber todo el perfume posible del chisme de alcoba. Diderot expresaba su curiosidad con mayor discreción, con ojeadas furtivas. A continuación, los tres compadres comenzaron a darle consejos a la pareja sobre qué debían escoger. Acabaron por ponerse de acuerdo en que lo mejor sería el verdadero caldo divino al estilo de la abuela, compuesto por una mezcla de pechugas de ave cortadas a trozos menuditos y cocidas en caldo de vaca con un poco de cebada mondada, un puñado de pétalos de rosa y pasas de Damasco.

— ¿Y el restaurant á la Clairon, cómo es? —preguntó Jeanne para que pareciera que se interesaba por la comida.

— ¡Bah! ¿Con semejante madrina qué queréis que sea? ¡Sólo debe de tener huesos! —exclamó Vincent.

La salida hizo reír a los "alrededores" y comenzaron los chismes sobre la Comedia Francesa. Jeanne escuchaba distraídamente, absorta como estaba en su examen de la sala y el decorado. Este era feo con intención. En un momento en que los dueños de los cafés y los hoteles se arruinaban en espejos de Saint-Gobain, cuadros, lustres de cristal y porcelanas finas, Boulanger había reinventado las paredes encaladas, las sillas de paja, los platos de loza corriente y los vasos de estaño. El comedor no era grande y tenía más de la mitad ocupada por comensales de aspecto distinguido, entre los cuales Jeanne reconocía a muchos de sus clientes. Las dos comensales más bonitas eran extremadamente jóvenes y llevaban el escote un poco demasiado bajo y sus risas sonaban un poco demasiado alto. ¿Dos chicas de la Opera? ¿O dos pupilas de la señora Gourdan? ¿O de la Brisset? ¿O de la Cadiche? En todo caso, dos primores envueltos en sedas y acompañados respectivamente por un conde y un general.

De repente, alrededor de Jeanne el runrún de las voces se apagó y se hizo un expectante silencio. El marqués de Egreville acababa de entrar y conducía hacia el fondo de la sala a una joven de lo más atractiva y emperifollada.

—Vaya, vaya, mirad lo que nos había ocultado Egreville —dijo el conde de Guibert a media voz—. ¿Se sabe de dónde sale esa exquisita criatura?

—Querido conde, sale sencillamente de la casa de la Gourdan —respondió Marmontel—. Pero no estaba hecha para quedarse allí. Es la pequeña Verceuil. A los dieciséis años ya se las prometía felices y veo que a los dieciocho ya lo ha conseguido. El marqués la mantiene. La aloja en

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una casita de Montmartre y sólo esperaba a que su hijo se casara para aparecer con ella en público.

—Por lo que oigo, ¿es que la habíais descubierto antes que el marqués? — observó Guibert con ironía.

— ¡Oh, sólo es una de mis clientas! —dijo Marmontel con un tono que pedía que no lo creyesen—. Ya sabéis que me gusta leer el futuro en los posos de café. Le había predicho a la Verceuil que daría que hablar en París. Tengo buen olfato para adivinar la carrera de ciertas señoritas —acabó, posando su mirada de gozador de mujeres en Jeanne.

La mirada de Marmontel le resultó muy desagradable a Jeanne. Seguro que también les había comentado a sus comensales que la Bella Tisanera del Temple acababa de hacer por fin su entrada en el mundo de la galantería. Sintió rabia pero en ese mismo instante Vincent le sonrió y de nuevo se sintió sumergida en la pura felicidad. "Qué me importa lo que crean. Puede que lo que crean sea verdad. ¡Me siento con una moral tan ligera como una pompa de jabón!", pensó.

—Y bien, ¿habéis elegido ya vuestro restaurante? —preguntó Vincent.

—Escoged por mí —contestó ella devolviéndole la sonrisa.

—Entonces, una cressonnette de berros. Recuerdo que el verde os sentaba bien.

— ¿No me encontráis tan bonita en rosa dorado?

No pudo responder porque la señora Boulanger vino a tomar nota del pedido.

Después del potaje les sirvieron huevos frescos procedentes de una granja de Auteuil, puestos por cluecas cuya dieta vigilaba Boulanger en persona. Dichos huevos se servían por pares, acompañados de un pan largo y estrecho especial para mojarlo en ellos, por el mismo precio que costaba en otros lugares una pularda asada rellena con crema.

El conde de Guibert se inclinó galantemente hacia Jeanne.

— ¿Me permitís que os enseñe el golpe del rey? —dijo al verla golpear prudentemente el borde de su primer huevo—. A mí me sale tan bien como a Su Majestad.

Tomó el huevo de su vecina de mesa y de un solo golpe de tenedor hizo saltar un trozo de cáscara, que quedó en el plato sin el menor desconchón, seccionado de una manera limpia. Un "¡oh!" de admiración rodeó al conde.

— ¡Querido conde, sólo por ese golpe merecéis entrar en la Academia! —exclamó Marmontel—. Yo creía que el poder mágico de cascar así los huevos iba a la par con el de curar las escrófulas. Todos los que he visto

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imitar el golpe del rey han fallado, yo el primero. No sabéis cuántos huevos he destrozado para conseguirlo.

Por encima de las diez cabezas que la separaban de Marmontel se oyó la risa aguda de la linda cortesana en flor del general, que estaba un poco achispada.

— ¡Eso es porque tenéis las manos muy frías! ¡Y no se puede hacer nada con unas manos tan heladas! —se la oyó decirle a Marmontel.

Dominando las risas que se intentaban sofocar con pañuelos, mangas y abanicos, el bello órgano de Diderot subió de tono para disertar sobre el huevo y la conversación se generalizó a fin de que la confusión de Marmontel pudiera disiparse pronto en la tortilla que tenía ante sí. Sin embargo, Jeanne pudo oír al abate Morellet decirle a Guibert con satisfacción:

—Querido, hoy hemos aprendido algo. ¿No os alegráis de saber que el pretencioso de Marmontel tiene unas manos heladas poco aptas para manosear?

La sala estaba totalmente llena. Su cálido rumor cubría casi por completo el constante rodar de las carrozas y coches de alquiler frente al local. Eran ya las nueve y media y los que salían de los espectáculos o se habían entretenido en el café corrían a sus cenas respectivas. Más de un carruaje se detenía en la calle de Poulies, el lugar de moda. Los afortunados que tenían sitio en casa Boulanger se apretaban para dejar sitio a sus amigos, los hombres ofrecían su silla a las damas y se quedaban de pie, picando en los platos por encima de las cabezas de los comensales sentados. La cosa resultaba peligrosa para los tocados pero se agravó cuando el conde de Eu —muy hábil en eso de comer en el aire— contó que se había entrenado en las cenas de los Pequeños Gabinetes, en los que la marquesa de Pompadour invitaba a más comensales que sillas había en el comedor. La señora de Haussette, sentada junto a D'Alembert, exclamó que nadie tenía la habilidad del difunto mariscal de Saxe a la hora de cenar de pie.

— ¡Y encima cogía los mejores bocados! Maurice siempre supo colocarse mejor que nadie para gozar de las cosas —acabó diciendo con atolondramiento.

La conversación cogió al vuelo este desliz involuntario, recayó en las orgías de Maurice de Saxe y se convirtió rápidamente en una charla obscena gracias a Marmontel, quien, como se había aprovechado abundantemente en el pasado de las chicas de teatro de Saxe, sabía un montón de chismes sabrosos espigados en el seno de las "viudas" del mariscal.

Aquel cotilleo era demasiado masculino para interesar a Jeanne e incluso la hubiera irritado si algo hubiera podido irritarla aquella noche.

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La constantes atenciones de Vincent la deslumbraban y se contentaba con saborear aquel gran sol que la inundaba, dejando flotar su mirada sobre el vuelo de las mariposas de seda de todos los colores que revoloteaban en torno a los cuencos de compota, las gelatinas de fruta y los timbales de cremas "saludables y delicadas", que manos cargadas de anillos se pasaban de una mesa a la otra con enfáticas recomendaciones.

— ¡Diablos!, esta noche vamos a saberlo todo acerca del mariscal de Saxe, salvo lo esencial —dijo repentinamente Vincent—. ¿Saber, que Saxe era también un gran general?

La voz de falsete de D 'Alembert se adelantó a Jeanne.

—Señor, los parisienses han preferido siempre las anécdotas sobre los genios a su genio mismo. Cueste lo que cueste, lo genios tienen que producir anécdotas para apasionar al público y a los gacetilleros. De lo contrario, corren el riesgo de que público y gacetilleros proclamen genios a los simples creadores de anécdotas.

—Es verdad —suspiró Diderot—. Pero, gracias a Dios, la señora Diderot me ayuda en eso cuando le da la ciática y se pone de malhumor. Esta mañana ha abofeteado a una pescadera y eso me valdrá varias crónicas en los mejores periódicos. Tengo para quince días de gloria.

—La frivolidad parisiense es una suerte para un autor mediocre —dijo D'Alembert sin reírse—. Al menos puede esperar a mantenerse una o dos semanas en la memoria de la gente gracias a una pelea en el mercado en la que se haya visto mezclado. Amigo mío —añadió volviéndose a Diderot—, le debéis a vuestra esposa uno de esos patés de comino que tanto le gustan. Con vuestros tres últimos tomos de la Enciclopedia sólo habríais tenido tres días de gloria, a un día por tomo.

— ¿De modo que no buscáis que os metan en la Bastilla cada vez que sale una obra vuestra? —soltó el abate Morellet—. Un autor preso en la Bastilla es un autor feliz, a favor del cual todos los periodistas blanden sus plumas como si fueran espadas y las bellas lo esperan a la puerta de la cárcel para coronarlo de flores. No sé quién, el otro día en Le Régence, pretendía que nuestro rey no hace nada por los autores. ¡Qué calumnia! Los envía a la Bastilla, que es lo mejor que puede hacer por ellos. ¿En qué otro lugar que confortablemente instalado en la Bastilla, donde el rey me envió por un folleto que no le gustó, habría podido escribir yo, a su costa, mi Tratado sobre la libertad de prensa?

Jeanne se rió de buena gana y luego se mordió el labio, colorada, porque su risa hizo volverse a muchas cabezas. Para disimular, hundió la cucharilla en un plato de crema a la flor de azahar que le acababan de servir, pero ni siquiera la probó.

—Me parece que ya no tenéis apetito —murmuró Vincent.

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—Estoy algo cansada de tantas palabras llenas de aire. ¿Queréis que sigamos aquí?

—Esta noche sólo quiero obedecer vuestros deseos. ¿No es lo que hemos convenido?

—En ese caso...

—Señor —dijo Mario abriendo la portezuela de la carroza—, antes de abandonar esta calle tan alimenticia, ¿os importaría pagar la cuenta de la bodega y el asador que veis allí? Como no sabía lo que iba a durar la velada, he preferido poner al cochero de buen humor.

— ¡Espero que no lo hayáis puesto demasiado! Toma, ve a pagar —dijo lanzándole la bolsa.

—Yo mismo me reembolsaré —dijo Mario metiendo la mano en la bolsa—. A una cara como la mía no le fían. Y ahora, señor, ¿qué órdenes debo darle al cochero?

—Esta noche las órdenes las da la señorita.

—Vamos a bailar —dijo Jeanne.

— ¿A bailar? —se sorprendió Vincent—. ¿Hay baile hoy? ¿Dónde?

—En la venta de Ramponeau —respondió ella riendo—. ¿No es hoy el primer sábado de primavera?

— ¡Yuuuupi! —gritó Mario—. ¡Viva la señorita! ¡Cochero, al galope, que vamos a divertirnos!

— ¡Hey, dame la bolsa, que ahí dentro hay mucho que beberse! —dijo Vincent tendiendo la mano.

— ¡Señor! ¿En una noche que os va tan bien vais a haceros el turco conmigo?

— ¡Venga, dámela y rápido!

—Sois realmente un turco —suspiró Mario—. ¡Qué desgracia ser tratado como el esclavo de un turco por parte de un caballero cristiano!

No por ello dejó de saltar alegremente al pescante trasero de la carroza y allí se puso a cantar a voz en cuello:

De La Valette a Rabatto,

De Bayda a Sirocco,

¡Pasa el bajío,

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Y venga lo que viniere...!

Cuando los caballos se hubieron lanzado a la carrera, Vincent observó:

—Hace algo de aire. ¿No tendréis frío en la Courtille?

—Nunca tengo frío cuando hago lo que me gusta. Y me muero de ganas de ir a la Courtille. Es la primera vez.

—Por lo que veo, esta primera noche de primavera parece que es la primera en muchas cosas, ¿no? —se burló con dulzura Vincent—. Después de vuestra primera bavaresa en carroza y vuestra primera cena en Boulanger, ahora vuestra primera contradanza en la Courtille... Decidme, corazón mío, ¿es que no habéis engañado nunca antes a vuestro padre adoptivo?

— ¡Oh! ¿Es que no vais a cambiar jamás? —exclamó ella furiosa, golpeándolo con el abanico—. ¿Es que os tenéis que burlar de todo? Volvámonos, caballero. Llevadme a casa, porque esta noche no podría soportar vuestros sarcasmos, no, esta noche no podría. ¡Regresemos, os lo ruego, antes de que todo se estropee entre nosotros!

Vincent creyó notar verdadera pena en la voz de Jeanne.

—Perdonadme de nuevo, Jeannette, y recobrad vuestra alegría —dijo con ternura, cogiéndole la mano—. Soy un idiota y un torpe. ¿Queréis que me ponga de rodillas, como antes?

— ¡Oh, no, vuestro traje es tan bonito...! ¡No quiero que mi guapo caballero se ensucie! —exclamó ella con vivacidad.

Frente al Tambor Real, la calle estaba muy fangosa a causa de la lluvia del día anterior. Vincent cogió a Jeanne en brazos y la dejó en el umbral de la taberna.

Ramponeau corrió a recibirlos con su cara grandota, boba y risueña, y a saludarlos sombrero en mano.

—Caballero —dijo con su voz gruesa y alegre—, no sé en qué mar habéis pescado a ese tesoro... Mi deber es avisaros de que los tesoros desatan la envidia, pero que en mi casa no permito que se desenvainen las espadas. ¡Ahora bien, si lo deseáis, podéis poner orden con vuestros puños y vuestros pies!

—Gracias, amigo mío, no he olvidado las costumbres de este lugar de perdición. Haz que nos pongan una mesa en el rincón más tranquilo, envíame tu vinucho y avisa a tu rascador de violín, seré generoso con él si no martiriza demasiado nuestros oídos.

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— ¿La señorita quiere un ramito de violetas? —preguntó una chiquilla, mostrándoles su cestillo.

— ¿Y quiere la señorita un muñeco de pan con su nombre escrito encima? —añadió la vendedora de panes de especias.

—Bueno. Escriba Jeanne —dijo Vincent.

— ¿Y sobre el cerdo del señor qué hay que escribir?

—Vincent —murmuró Jeanne ruborizándose.

Estaba asombrada de ver panes de especias en forma de muñecos y de cerditos.

— ¡Ah, señorita, es que en París están prohibidos! —dijo la vendedora—. Si los vendéis os mandan a la prisión del Petit-Châtelet. ¡Tienen miedo de que se escriban en ellos los nombres de todos los cerdos de Versalles! Pero en casa de Ramponeau todo lo prohibido está permitido, porque todo lo bueno de la vida es lo que está prohibido, ¿no es verdad? —acabó, guiñándole el ojo a Vincent.

— ¿Por qué pensáis que es mi amante y no mi marido? —le preguntó atrevidamente Jeanne.

— ¡Bien, es triste decirlo, pero los maridos no suelen ser tan guapos! Y además nunca compran panes de especias —soltó la vendedora.

— ¿La señorita quiere peladillas? —ofreció una vocecilla.

— ¿Agua de olor, señorita?

— ¿Un amuleto, señorita?

—Escuchad —cortó Vincent—, la señorita querrá de todo en cuanto podamos sentarnos. ¡De momento, largo!

— ¡Sí, fuera! —gritó Ramponeau—. Por aquí, señor, señorita...

Vincent sujetaba firmemente la mano de Jeanne. Esta estaba un poco asustada. Desde que llegó a París había vivido siempre en barrios elegantes y su tienda de hierbas estaba protegida por la aristocracia. Pero aquella noche estaba descubriendo el mundo que existía fuera de las barreras de París.

Todo París iba a la venta de Ramponeau a beber y a hacer juerga, a toquetear a las modistillas y bailar al son del violín de feria. En la venta del Tambor Real el placer era robusto. Los que iban a comer se atiborraban de ristras de salchichas y de patés al por mayor, de enormes cazuelas de callos y de buey a la moda, de barreños de ensalada que una criada a la que llamaban a gritos servía limpiándose las manos en un delantal sucio. Los que bebían, vaciaban jarra tras jarra de un vino tinto espeso, adulterado, abominablemente áspero, que proporcionaba una embriaguez a buen precio. Los que bailaban lo hacían saltando, haciendo

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cabriolas, pateando, marcando el ritmo más estrepitosamente que el arco del violín. Los que galanteaban metían fácilmente la mano en el escote o entre los muslos de sus amiguitas, y las chicas chascaban la lengua de placer o bien soltaban bofetadas, pero siempre riendo. A través de esta feria, los camareros de Ramponeau, tocados con gorros puntiagudos de papel de colores chillones, corrían de aquí para allá para repartir comida y bebida a los que la reclamaban en voz más alta, entrechocando las jarras de estaño. Pasando por encima de niños y perros que siempre se les enredaban entre las piernas, trajinaban sin miedo a volcar las jarras de vino llenas hasta los bordes o los platos repletos de grasa hirviendo. Como cada noche del sábado en primavera, la sala de Ramponeau estaba llena a reventar de gente del pueblo que se sacudía el invierno, de delincuentes en busca de una bolsa mal cerrada o de una pelea, de forasteros curiosos y de algunos señores en busca de juerga alrededor de los cuales giraba siempre una colección de Manon, Toinon y Perrette con delantales de muselina recién planchada, gorrito bien almidonado y medias blancas bien estiradas. Para estas chicas, Ramponeau prefería el aspecto "lenceras de buena casa", calzadas con zapato fino con hebilla de plata y crucifijo de oro al cuello sujeto con una cinta negra.

—Pues bien, Jeannette, ya estáis en casa Ramponeau como una princesa en día de juerga. ¿El lugar responde a vuestras expectativas? —preguntó Vincent.

—No creía que fuera tan pintoresco, la verdad —respondió ella, encantada por la truculencia del local.

— ¿Queréis que pateemos una gavota?

—Aún no. Dejadme ver un poco...

La amplia taberna de tierra batida tenía algo de granja y de bodega al mismo tiempo. Bajo el techo de vigas oscuras y entre las altas ventanas acristaladas al estilo culo de botella, los muros encalados habían sido decorados con pinturas más o menos logradas realizadas por artistas clientes de la casa. Se veía al dios Baco cabalgando sobre un tonel, siluetas de la comedia italiana y, por todas partes, guirnaldas de pámpanos y divisas que celebraban el vino. Las mesas y bancos de madera basta estaban colocados a ambos lados de la sala para dejar espacio libre al baile. Era difícil sentarse, pero Ramponeau sabía separar el grano de la paja cuando convenía, así que Jeanne y Vincent, bien acomodados en un rincón, no tenían que temer los empellones ni las salpicaduras del populacho. Ramponeau les sirvió en persona una primera jarra de vino y dos vasos.

—Caballero, aquí tenéis con qué celebrar la belleza de la señorita, pero vais a necesitar un tonel para celebrar todas sus perfecciones. ¿Pero,

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cómo? ¿No bailáis? Y yo que he dado órdenes de que toquen una contradanza en vuestro honor...

—Vamos —dijo Vincent tendiéndole la mano a Jeanne.

Cada vez que un paso de baile los acercaba, él la olía como se huele un ramo de flores, con los ojos cerrados, las aletas de la nariz dilatadas y los labios en busca de un mechón de sus cabellos.

—Caballero, aún no os he oído decir que me encontráis tan bonita como antes —murmuró ella en tono mimoso—. ¿Es que no estoy tan bien?

El se apartó un poco y la contempló. Estaba encantadora con su falda vaporosa de satén, sus mangas ajustadas y su corpiño largo y ajustado en punta, con un profundo escote apenas velado por una muselina tan fina como una tela de araña. Un vestido audaz, a la última moda inglesa, cuyo suave dorado irisado en tonos rosas armonizaba de maravilla con el rubio algo más oscuro de sus bucles, su tez color de té claro y los grandes ojos dorados que Vincent no había podido olvidar. ¡Ah, decir que la encontraba tan bonita como a los quince años era decir poco! Le parecía aún más bella porque lo era de verdad, porque la había deseado durante mucho tiempo y porque cuando la miraba veía su belleza engalanada con el halo de todos sus sueños. Era también más tentadora que antes porque su cuerpo había madurado y su carne era más mullida, y por aquella sensualidad líquida que reposaba en el fondo de sus ojos. Y todo ello le inspiraba un deseo turbador y unos celos punzantes.

— ¡Cielos, caballero, qué examen tan largo me hacéis antes de darme vuestra opinión! Estoy temblando. ¿Tan fea me he vuelto que no os atrevéis a decirme nada?

—Podéis estar tranquila. Sois mil veces más peligrosa que antes.

— ¿Peligrosa? ¿Eso es un cumplido?

—Sí, y vos lo sabéis. A toda mujer le encanta funcionar como una trampa. Y cuanto más peligrosa es la trampa, más eficaz resulta.

Ella sonrió con coquetería.

—Vamos a sentarnos. Dejadme probar el vino de la Courtille.

— ¡Hacéis mal!

Ella mojó los labios en la jarra e hizo una mueca.

— ¡Señor! ¿Cómo pueden beber una cosa así?

—Porque cuesta tres sueldos y medio la pinta.

— ¡No es razón suficiente!

—Claro que sí, Jeanne. Cuando uno es pobre hay que olvidarlo de vez en cuando. Al mesonero Ramponeau el pueblo lo quiere más que al gran

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filósofo Voltaire. Ramponeau es para ellos un filántropo más útil: en lugar de darles esperanzas escritas a gente que no sabe leer, como hace Voltaire, Ramponeau les vende el olvido a un precio asequible.

— ¿Habláis en serio?

—Claro. Los miserables necesitan el vino y el Tambor Real es su templo. Y también es necesario para el rey.

— ¿Para el rey?

— ¡Naturalmente! Los sábados y los domingos el pueblo de París viene aquí a ahogar sus desgracias. Así que el lunes es fácil de manejar. ¿Sabíais que Choiseul viene a menudo a la Courtille? Ese paseo lo tranquiliza. Cuando vuelve a su despacho puede despedir tranquilo a las gentes que acuden a decirle que hay que hacer pagar a los ricos y socorrer a los pobres si no queremos tener revueltas e ir derechos a la revolución. Aquí en la Courtille Choiseul ve al pueblo tranquilo, alegre, ingenuo, bailando, riendo y cantando, y se vuelve a casa convencido de que los filántropos mienten y exageran para conseguir que se realicen las ideas que les bailan por la cabeza.

Jeanne dirigió una mirada circular a la taberna y observó la sincera alegría que reinaba en ella.

— ¿Creéis verdaderamente que este pueblo tiene ganas de rebelarse? —le preguntó con incredulidad.

—Creo que le parece más sencillo distraerse que hacer un esfuerzo de reflexión o de rebelión a fin de vivir mejor. Lo creo engañado de buena fe por amor a su tranquilidad y por miedo a las ideas complicadas. En el fondo, sólo temo una cosa: que se lo lleve a tal extremo que ya no se conforme con trincar. Ayer mismo en la plaza Luis XV se descubrió que le habían puesto por sombrero un cubo de basura a la estatua del rey.

Jeanne lo había estado mirando con los ojos brillantes mientras hablaba. Nunca le había hablado así, sin trazas de ironía.

— ¿Cómo es que siendo vos un caballero tan rico y elegante habéis podido penetrar en el alma de esas pobres gentes?

El sonrió, dirigiendo su mirada hacia la lejanía.

—Me paso la vida entre los pobres, Jeanne. Vivo en promiscuidad con los pobres más pobres de todos. Un marinero sólo posee lo que le cabe en la gorra. Está tan acostumbrado a no tener nada, que ni siquiera sabe conservar lo que le dan. ¿Qué creéis que hace con su paga cuando pone pie a tierra? Compra vino y una mujer. Compra olvido. Los marineros son unos pobres perfectos: raramente adquieren otra cosa que el olvido, mientras que los pobres que vemos aquí gastan además en trapos y peluquero para aparentar lo que no tienen. ¡Estos falsos marqueses de

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ropavejero que vemos bailar resultan unos pobres lujosísimos comparados con los míos!

—Apostaría a que vuestros marineros son los menos miserables de todos los marineros del reino.

—Digamos que les doy a gastar todo cuanto puedo. Pero eso no les impide seguir siendo miserables. La pobreza es un vicio tenaz. Poseer una parte del botín no basta para librarlos de ella.

— ¿Los queréis, verdad?

— ¿A mis hombres? Intento ser justo. ¡No siempre es fácil quererlos, no son angelitos!

—Pero ¿os quieren ellos?

—No lo sé. Soy su capitán. Y no tengo una estatua en el puente del barco para que puedan expresar sus sentimientos poniéndole una corona de laurel o un cubo de basura durante una noche sin luna.

Vincent hizo un gesto y su puño de encaje esparció en el ambiente un suave perfume de azahar.

—Pero ¿de qué diablos me estáis haciendo hablar en medio de una velada de primavera fuera de las barreras de París? ¿Es esto con lo que soñabais? ¿Qué os entretuviera con mi pobre filosofía de capitán de fragata? Pasemos a mi filosofía amorosa, que es mucho más amplia.

Ella posó su mano sobre la manga de Vincent.

—He soñado con que me hablaríais así, con sinceridad, de no importa qué. He soñado que me hablaríais por fin como a una mujer y no como a la niña que fui.

El miró aquella mano estilizada, de piel dorada, curvada sobre su brazo como con una caricia inmóvil más elocuente que un ruego amoroso. La cubrió con su mano grande y morena.

— ¡No habéis escogido bien el lugar para una charla de corazón a corazón!

—Pues bien, vayámonos.

— ¿Ya? ¿Y por qué antes no habéis querido partir conmigo en mi carruaje? Pero, suponiendo que salgamos, ¿dónde...?

Vincent fue interrumpido por la aparición de una sonriente gitana, que recogió el ramito de violetas que estaba abandonado sobre la mesa y se lo colocó a Jeanne en el escote, diciendo con descaro:

—Bella princesa, no tienes buenos modales. El ramito de violetas es un presente del amante que hay que llevar muy cerca del corazón.

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Vincent agarró a la joven por la muñeca y se la retorció un poco. Ella lanzó una exclamación y abrió el puño: el pañuelo de Jeanne cayó, un precioso pañuelo de lino bordado regalo de su efímero prometido, el procurador Duthillet.

La gitana forcejeaba e intentaba deshacerse de la tenaza de aquel gentilhombre.

— ¡Piedad, monseñor, piedad! ¡Ya que has recuperado el pañuelo, no llames a la guardia, Dios te bendecirá!

—Yo no llamo nunca a los guardias para arreglar mis asuntos —respondió Vincent—. Toma, hoy la noche es hermosa, te pago lo que te he quitado...

Le lanzó un luis de oro que ella atrapó al vuelo.

—Dios te bendiga —repitió ella con voz grave—. Pero, permíteme que me gane el luis...

Le tomó la mano, se la llevó a los labios, la retuvo entre las suyas, lo que provocó en Jeanne una oleada de celos ya que la gitana era joven y bonita, con sus ojos negros y ardientes y su amplia sonrisa blanca destacando sobre su piel cobriza.

— ¿Eres tú la que dice ahora la buenaventura en el Tambor Real? —le preguntó Vincent—. Me acuerdo de una vieja arrugada como una pasa que no mentía del todo mal.

—Era mi abuela. Ha muerto dejándome el don.

—Veamos...

Jeanne arqueó las cejas.

— ¿Es que creéis es las predicciones de las gitanas, caballero?

Fue la gitana la que respondió, agresiva.

— ¡Qué mal conoces a tu amante, princesa! ¡Cuánto impío hay en la Tierra! ¡Los marineros siempre me creen!

— ¿Es verdad, caballero? —le preguntó Jeanne.

—El mar te hace supersticioso —respondió Vincent, y la gitana la aplastó con una mirada triunfante—. Y tú, faraona, procura decirme cosas bonitas que me pueda creer. ¿Cómo te llamas?

—María.

—Venga, María, te escucho.

—Hueles a mar... —dijo ella lentamente—. Aún estás húmedo de agua de mar y, antes de que se seque, te vas a embarcar de nuevo.

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— ¡María, eso es ganarse el luis demasiado fácilmente! —dijo Vincent, riéndose.

—Espera. Déjame ver lo que sigue...

—Léeme primero el presente, María. Cómo va a acabar la noche.

— ¡No!

— ¿Por qué? ¿Sólo ves de lejos, como los ancianos?

—Las profetisas son muy prudentes y sólo se ocupan del futuro —dijo Jeanne, irónica.

—Deberías mandar callar a tu princesa. Me molesta.

—Princesa, cállate —ordenó festivamente Vincent—, quiero saber por el precio de mi oro. Venga, María, dime lo que va a pasar pasado mañana ya que no puedes predecirme el día de mañana.

—Tienes un largo camino azul antes de llegar al lugar donde serás dichoso. Es un país muy llano, con casitas muy bajas... La tierra es muy negra y el cielo es azul, poblado de pájaros de todos los colores. También veo ríos, muchos ríos ¡con muchísimos peces! caballos... Veo caballos hasta el infinito... Y vacas... Y gente también... blancos y negros. Los hombres llevan grandes sombreros blancos, parecen sombreros con alas... Las mujeres llevan telas blancas en la cabeza... Los negros bailan con gran entusiasmo...cantan. Llevan largas camisas rayadas, que flotan alrededor de su cuerpo como mantos. Luego... Espera —dijo, soltando la mano de Vincent—, espera un poco, estoy cansada. Espera, no digas nada...

Jeanne interrogó a Vincent con la mirada y él se puso un dedo en los labios. María cogió de nuevo la mano del corsario y la apretó contra su pecho, cerró los ojos y continuó con su monólogo entrecortado por largas pausas.

—En el país que te digo veo ahora un jardín... Un jardín muy bonito y con árboles tan cargados de frutas que se les quiebran las ramas... Y veo un gran río bordeado de plantas floridas... Es allí, señor. Allí te espera una gran felicidad. La tomas en tus brazos y te la llevas contigo a través de los mares... ¡Rápido, tienes que llevártela en seguida! Veo llamaradas de fuego alrededor tuyo, pero no encima de ti... Luego... luego... Está demasiado lejos. Sólo veo el azul del mar. Nada más.

La gitana fijó en Vincent sus negros ojos perdidos aún en su visión.

—No me has dicho, María, qué tipo de felicidad me espera en un jardín de Montevideo.

— ¿Has reconocido entonces el país que yo no conozco?

—Creo haberlo reconocido. ¿Puedes responderme a una pregunta?

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Ella sacudió la cabeza.

—No. No quiero estropear tu alegría. Si saboreas una felicidad con anticipación, una vez la alcanzas ya no te parece tan buena. Debe bastarte saber que tu felicidad te espera en un jardín del país del que ya conoces el nombre.

— ¿Tampoco quieres decirme qué me sucederá antes del gran día que me anuncias?

— ¿Qué te importa eso? Sólo cuenta ese día. Ya te he dicho que hasta llegar a él, el camino será de color azul. ¿Quieres más detalles? Tú sabes más que yo de las penas y las alegrías del camino azul.

—Bien —suspiró Vincent—. No hay que forzar la lengua de los enviados de Dios sobre la Tierra. Toma, cobra en proporción a la felicidad que me auguras —dijo tendiéndole a la gitana una de sus bolsas.

Ella sopesó la bolsa y lo miró riendo.

—Todo, lo vale todo. Cuando estés donde te digo, lamentarías haber sido avaro.

Y se escapó con la bolsa, soltando una carcajada.

—Caballero, estáis loco —dijo Jeanne—. ¿La creéis?

—No.

— ¿No?

—No. La felicidad que espero no puede estar en Montevideo. ¿Por casualidad no tendréis una hermana gemela allí?

Ella se ruborizó.

—Si no la habéis creído, ¿por qué habéis sido tan complaciente? ¿Por qué darle la bolsa?

—Le acabo de pagar una predicción de su abuela. María no parece haber heredado el don de la vieja, pero bien puede heredar la deuda.

— ¿Y qué os predijo su abuela?

—Hace de eso cuatro años. Me anunció que encontraría un hermoso amor de largos cabellos rubios en un castillo en medio del campo, que se me escaparía de las manos y que lo recuperaría después de una larga ausencia.

—Caballero, me estáis mintiendo, ¡pero me gusta tanto que lo hagáis! —dijo ella en voz baja.

De nuevo posó la mano sobre el sedoso brazo de Vincent y la dejó allí, llena de ternura enamorada. El levantó suavemente su brazo y pasó los labios sobre la carne tibia de ella. Jeanne lo miraba con ojos de oro besar

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aquel pequeño trozo de su cuerpo y se identificaba hasta tal punto con él que sentía por toda su piel, hasta el alma, el turbador y dulce placer que Vincent posaba sobre su mano. A su alrededor, la multitud y el ruido se borraron. Tuvieron un sobresalto cuando un juerguista, que sus compañeros subieron a una mesa, se puso a cantar a pleno pulmón la copla de La tía Gaudichon, que todas las mesas se apresuraron a corear, haciendo circular con profusión la bota de vino, conocida como la "bienquerida". Jeanne se despertó entonces de un sueño exquisito en medio de una terrible algarabía y de un agrio y grasiento perfume de salchichas.

— ¡Dios mío, ya he probado suficientemente el ambiente de la Courtille! —dijo, tapándose la nariz—. ¿No me habíais propuesto enseñarme la moda inglesa que guardáis en vuestra casa de campo, caballero?

Vaugirard estaba al otro extremo de París. Un verdadero viaje, en medio de una noche muy oscura. Antes de abandonar la Courtille, Vincent comprobó el estado de sus pistolas, que Mario llevaba en su cinturón.

Con cuatro caballos de refresco lanzados al galope como un rumor de torrente a través de un París dormido, no emplearon más de una hora en llegar a Vaugirard, con Jeanne acribillando a Vincent con preguntas sobre Londres y los puertos del Oriente para impedir que el silencio cayera sobre ellos y acabaran fundiéndose irresistiblemente en un mar de besos. Desde que habían salido del Tambor Real se sentía inmersa en un estado de excitación febril y, tan silenciosa como era de ordinario, ahora se le agolpaban las palabras sin saber cómo. La impresión que tenía de estar metiéndose en la boca del lobo a galope tendido le producía un nudo en el estómago que no habría cambiado por la vuelta a la calma por nada del mundo. En algún momento, para colorear el clima de la aventura, se imaginaba que unos bandidos surgidos de las sombras los atacaban. Evocaba los rostros patibularios y los trabucos apuntándola y pasaba un rato de verdadero miedo, antes de apoyar la mejilla en el hombro del corsario, su defensor, su salvador, su héroe, el caballero de los brazos invencibles, que luego se transformaban en brazos acuñadores para ella...

El comportamiento de Jeanne dejaba a Vincent perplejo. No sabía qué pensar. Mientras respondía a su curiosidad, demasiado nerviosa para ser natural, intentaba adivinar lo que ella esperaba de él y lo que él esperaba de ella. Poco antes, cuando ella le había pedido que la llevara a su casa, su confianza lo había conmovido y había descubierto auténticos tesoros de castidad en sí mismo. Pero ahora volvía a sentir las peores sospechas, que estropeaban con malos pensamientos su tierno deseo de ella. No era

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posible que fuera tan infantil como para querer probarse de verdad vestidos en la casa de soltero de un hombre sin haber previsto... ¿lo que seguiría...? Y también cómo, y por qué podía disponer de sus noches para satisfacer sus caprichos... El mes de junio para asistir al baile de la Ópera y a una cena en casa de Richelieu, hoy para hacerle correr de la ceca a la meca sin esconder siquiera su persona. Y durante todo ese tiempo, ¿qué hacía el honorable doctor Aubriot? ¿Aguardaba pacientemente? ¿Qué decía Aubriot cuando su niña-amante-criada llegaba a las tres de la madrugada, agotada de alguna calaverada secreta?

Por Pauline de Vaux-Jailloux, Vincent había sabido qué había sido de Jeanne tras su cita frustrada. Muy a su pesar, el golpe por haber sido abandonado le había impedido ir al encuentro de la bella fugitiva y nunca la habría vuelto a ver de no haberla encontrado por casualidad en el palco de Richelieu. Verla entonces moverse con aparente comodidad ante la mirada de deseo salaz del viejo mariscal y luego cenar en su casa confundida entre una marquesa celestina, una actriz ligera de cascos y dos prostitutas enmascaradas le había producido algo más que decepción: una herida imprevista y tan punzante que no había podido evitar el insultar a la culpable. Más tarde, había intentado en vano olvidar la desagradable imagen de Jeanne unida a la de Richelieu, ¡al lado de la cual la de Jeanne unida a Aubriot no era nada! Una misión secreta —localizar todos los fondeaderos de la costa inglesa para preparar un desembarco por sorpresa, con el cual el rey y Choiseul soñaban después de la humillación sufrida por Francia con el Tratado de París— había retenido a Vincent el tiempo suficiente como para que se atenuase su dolorosa rabia. Pero a su regreso a París había encontrado a Jeanne en La Tisanière, su frágil cicatriz se había vuelto a abrir y entonces tuvo ganas de destrozarla entre sus manos, de pulverizarla para quitarle el poder que aún tenía de ponerlo furioso. Pero ella le había ofrecido su mirada conmovida, su voz húmeda, su mano temblorosa, su turbación, sus rubores, su dulce sonrisa, sus desmentidos y casi una promesa... Y él la había creído. A los quince años ella no había querido, a los diecinueve sí quería. El amor es inestable y la mujer cambia. El había creído... lo mejor para él. En la mirada de Jeanne había leído: "Os amo y soy feliz de saberlo." Pero de nuevo empezaba a no creer en ella. Temía caer en manos de una lagarta capaz de pasar por una deliciosa atolondrada mientras engañaba a tres hombres a la vez, Aubriot, Richelieu y él mismo. Y quizá a alguno más, ¿quién sabe? Su tienda era de las mejor surtidas en cuestión de aficionados a la carne femenina de calidad.

— ¿Esa calle grande no será la de vuestro pueblo?

Vincent, que le estaba contando algo sobre un puerto griego pensando en otras cosas, se sobresaltó y miró por la portezuela.

—Sí, hemos llegado.

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Un fino haz de luna aparecido entre las nubes y las farolas siempre encendidas de la posta permitían percibir el largo trazado de la Calle Mayor de Vaugirard. Oyeron a Mario gritarle una orden al cochero, la carroza giró a la derecha y se detuvo ante la verja de una propiedad. Vincent habitaba en la última casa de una callecita campestre, al borde de unos viñedos y bajo una elevación con molinos. A lo lejos, frente a los molinos, se adivinaba la negra masa de los grandes cotos de caza del rey y del príncipe de Conti.

—Espero que vuestro amo encuentre por fin una cama y pueda retirarme —gruñó el cochero—. ¡Sí que le ha costado, en tiempo y leguas, arreglar su asuntito! No es por presumir pero yo, a su edad y sin dinero en la bolsa, ¡lo conseguía más rápido!

—No gruñáis más, amigo, creo que esta vez podéis desenganchar —le respondió Mario—. Ya estamos manos a la obra y, como no tenemos costumbre de violentar a las damas, podréis dormir calentito en la paja. Preveo incluso que podréis levantaros tarde. Hace cuatro años que esa sirena nos la da con queso y va a tener que reembolsarnos todo lo que nos ha costado, sobre todo el puntapié que recibí la mañana en que volví sin ella a la cita con mi amo. Yo, en cuanto la he visto, se lo he perdonado todo, porque es una auténtica cereza, pero mi amo querrá tomarse su tiempo para perdonarla.

— ¿Qué habéis dicho que era? —dijo el cochero.

— ¡Una cereza, viejo, una cereza!

Para Mario, que recordaba con nostalgia un cerezo de Cotignac, único árbol de Navidad de su dura infancia, la cereza representaba el milagro de la vida, la belleza, la felicidad, la golosina suprema, la dulzura de dulzuras...

— ¿Una cereza? —se asombraba el cochero—. ¿Y qué clase de mujer es esa en vuestro país? ¿Una mercancía cara?

—No intentéis comprender, amigo, y desenganchad. La cuadra es buena, hasta las pulgas son limpias, y sé dónde encontrar jamón y una botella.

— ¡Ah!, pues como vuestro amo no tiene pinta de burgués estreñido que cuenta sus botellas, ¿no habría también un buen borgoña en su bodega? ¡Es que, qué caramba, yo también soy un poco aristócrata y cuando no soy yo quien paga no me va el vino de Ramponeau!

— ¡Oh, qué bonito es todo, que alegre, cómo me gusta! —exclamó Jeanne, a punto de batir palmas como una niña en una juguetería.

El salón de la casita no era mayor que un tocador grande, pero su decoración era tan alegre como refinada. La tapicería de seda color botón de oro con fondo canela, sembrado de ramilletes de colores entre los—

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que predominaba el de plata vieja, alegraba las paredes. Esta tapicería se hallaba enmarcada por molduras de madera, muy sencillas, pintadas de color gris perla con resaltes blancos. El mismo tejido cubría las butacas de modelo cabriolé y el más gracioso canapé que Jeanne había visto nunca, pequeño, mullido y que te envolvía como una canasta. Una mesa para jugar al trictrac y dos encantadoras mesitas de café lacadas en color amarillo pálido, con platos de Sèvres blancos y azules, completaban el reducido mobiliario de este salón-tocador. Sobre el mármol turquesa de la chimenea, y a ambos lados de un reloj de péndulo montado en la joroba de un dromedario de lapislázuli, podía verse una pareja de jarrones de China de un bello tono verdeceladón, montados en soportes de bronce dorado. Cuatro poéticas marinas de Vernet colgaban asimismo de las paredes.

— ¿De modo que mi pequeña madriguera os gusta? —preguntó Vincent.

— ¡Me gusta todo! ¡Todo, todo, todo! —exclamó ella dejando caer su capa—. ¡Y, oh, también la alfombra!

Con un solo gesto se quitó los zapatos de satén dorado y se puso a caminar por la magnífica alfombra de Aubusson de fondo amarillo sembrado de florecillas, tejida con el exquisito punto de la Savonnerie. ¡Qué bueno era aquello! Hacía mil años que no había pisado descalza un césped de lana tan suave como aquel... Nunca hasta esa noche había pensado cuánto añoraban sus pies la alfombra de su querida baronesa. Casi se echó a llorar por un placer tan tonto pero tan deliciosamente inesperado. Abrió los ojos, que había cerrado para saborear mejor la sensación recién recuperada de caminar descalza sobre una alfombra mullida. El la observaba con un curioso aire indeciso, imposible de definir, que a ella le pareció algo distante.

—Caballero, ¿por qué tan frío de repente?

— ¿Frío?

—Me lo parece.

—Os he prometido que os dejaría llevar la velada a vuestra manera. Y lo único que hago es obedeceros, querida.

Ella se acercó a Vincent sin prisa, se detuvo a algunos pasos de distancia.

— ¡Caballero, no me obedezcáis demasiado! —exclamó, encantadora.

El aire perplejo de Vincent se acentuó y se mantuvo en una reserva que ella no le agradeció.

Mario apareció en el umbral con una enorme brazada de leña cortada, cantando bien alto:

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¡A la Courtille un día de fiesta!

Loss novios se van bien juntitos

En un cabriolé bien bonito

Para ver a Ramponeau!

— ¡Por fin apareces! —dijo Vincent—. A ver si nos haces un buen fuego.

El fuego se elevó de un gran salto rojo, resoplando como en una forja.

—Buen trabajo, ¿eh? —dijo Mario—. Señorita, en cinco minutos vais a estar como en verano. ¿Me voy también a encender el verano arriba para que no cojáis frío?

Vincent le echó una mirada furibunda al autor de la indiscreción, pero Jeanne se puso a gritar muy animada:

— ¡Ah!, pues claro, tengo que subir, allí deben de estar las habitaciones, ¿no? ¡Oh, vamos en seguida, me muero de curiosidad!

Y se hubiera precipitado escaleras arriba si Vincent no la hubiera parado en seco, furioso por no saber aún qué pensar: si Jeanne era una cabra o una florecilla, una ingenua algo retrasada o una cortesana traviesa, una inconsciente o una descarada, una locuela o simplemente una bribona.

—Acabad primero la visita a la planta baja. Sólo habéis visto el comedor —dijo.

—A propósito de comer —intervino Mario—, nuestra brava guardesa-nodriza nos traerá una tarrina de pato, queso fresco de oveja y un frasco de vino viejo de Burdeos. Le he dicho que con eso bastaría y que el tío Gautheron podía quedarse dentro de su edredón, que yo ya encendería el fuego.

La tía Gautheron había aparecido justo en el momento en que Jeanne salía del minúsculo comedor toda entusiasmada y exclamando:

— ¡Verdaderamente, caballero, vuestro comedor es encantador, dan unas ganas locas de...!

Entonces vio a aquella mujer alta y negra y se interrumpió, intimidada. La señora Gautheron era más buena que el pan, pero tenía una estatura imponente y un rostro muy severo y caballuno, con una cofia almidonada bien tiesa en lo alto. Jeanne se ruborizó ante su mirada como una pupila sorprendida en la habitación de un mosquetero por la abadesa del convento. Instintivamente se acercó a Vincent y se quedó junto a él, muda

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y con las mejillas ardiéndole. La señora Gautheron sonrió con indulgencia de abuela.

—Bien, señor, voy a buscar un bote de mi buena confitura de ciruelas de la reina Claudia y algunos almendrados.

—Gracias, señora Gautheron, pero no tenemos apetito —dijo Vincent.

—Desde luego —dijo la guardesa en un tono que significaba: "Desde luego, pero pueden tenerlo más tarde. “Les llevó las confituras, los almendrados y una botella de vino de Champagne.

—El champán es una buena idea —dijo Vincent—. Jeanne, ¿tomaréis un poco?

—Sí, por favor —respondió con una vocecilla que no le llegaba al cuerpo.

Su seguridad, que sólo era artificial, nerviosa, se había derrumbado bruscamente. Sólo le quedaba un nudo en la garganta y un cuerpo tembloroso. La guardesa se volvió a la cama y a Mario también le llegó el turno de retirarse. Antes de salir anunció que pensaba hacer arriba "un fuego infernal", recogió los zapatos de satén y los colocó con delicadeza en la bandeja de una de las mesas de café; recogió también la capa de terciopelo y la dejó sobre un sillón, sonrió a Vincent con aire de decir: "Señor, la cosa se presenta menos dura, ya ha perdido un poco de su caparazón", retiró su sonrisa impertinente ante la oscura mirada de su amo, atizó un poco el fuego y se fue por fin, cerrando la puerta del salón tras de sí.

— ¿Y ahora, qué? —preguntó Vincent mirando a Jeanne.

—Pues... ¿No queríais enseñarme vuestra moda inglesa? Al fin y al cabo, para eso he venido.

—Si estáis segura de que eso es lo que queréis...

— ¡Sí, sí!

—Muy bien. Está arriba. Llevaré una parte a mi habitación, ya que Mario ha encendido el fuego. Siento no tener una camarera para que os ayude a probaros la ropa, pero tal vez queráis aceptar mis servicios... No lo hago del todo mal. ¿Vamos? —dijo mirándola fijamente a los ojos.

Ella se mordió el labio; no se movió.

—Caballero, quedémonos aquí. Yo... Este salón me encanta y se está tan bien... Además, que yo... En fin, que no me parece decoroso probarme la ropa en vuestra habitación.

El soltó una larga carcajada burlona.

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— ¡Decoroso! —exclamó en tono sarcástico—. Querida, vuestras palabras llegan tan tarde que resultan cómicas. Sed natural, os lo ruego. Os morís de ganas de ver mi habitación. Vamos.

—Decididamente, no. No tengo ganas de probarme vestidos a estas horas.

—No os reprocharé una decisión tan sensata. Es un poco tarde para vestiros. Pero para desnudaros, la hora resulta de lo más adecuada.

Con una calma que no la hizo desconfiar, él se situó detrás de ella, le quitó con presteza su pañoleta de muselina y llevó su mano al primer cierre de su corsé. Ella se volvió encolerizada, le arrancó la pañoleta de las manos y dijo con voz alterada:

— ¿Después de la educada frialdad viene la desenvoltura grosera? ¿Es ésta la manera corsaria de tratar a vuestras invitadas?

—No sois una invitada fácil de contentar —suspiró él con indolencia—. Demasiada obediencia os disgusta, la desobediencia os ofende... Si no queréis que me ponga a bostezar esperando a que llegue la hora de la próxima posta, decidme lisa y llanamente qué es lo que esperáis de mí hasta entonces. Estoy a vuestras órdenes, palabra de honor. Os lo he prometido.

Como ella sólo respondía con una mirada de cierva desamparada, se le acercó, le tomó las manos y hundió su mirada en la de ella.

—Jeanne, ¿por qué habéis venido a mi casa, quedando así a merced mía?

—Es que pensaba que... Había tanto ruido en casa de Ramponeau... No es tan divertido como creía, apenas podíamos hablar... ¿Dónde ir? Me pareció que era demasiado pronto para separarnos. Quería... Quería que habláramos un poco más, como buenos amigos, en un lugar tranquilo y agradable... Y tenía tantas ganas de conocer vuestra casa... Primero, porque me encanta el campo en marzo, sí, adoro salir al campo y encontrar sus viñedos, sus molinos, sus taludes con margaritas, sus bosques con sus conejos y sus...

— ¡Sus pájaros nocturnos!

—Os gusta burlaros de todo, caballero, pero ya no me engañáis con vuestras burlas. Sé muy bien que comprendéis lo que intento deciros. ¿Deciros, el qué? El... es muy sencillo, que quería... En fin, que debemos estar juntos un poco más. Solos. Porque... tenemos que hablar, ¿no es verdad?

Jeanne balbuceaba sin mirarlo en ningún momento, con una fiebre creciente, andando nerviosamente de la chimenea al canapé, retorciendo en sus manos el pobre pañuelo que llevaba al cuello. Inmóvil, mudo, él la

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observaba. Nunca la había visto, ni siquiera imaginado, agitada de aquel modo, hablando y hablando, incapaz de controlarse. Le hacía pensar en un navío desarbolado por un golpe de mar. No buscaba comprender sus frases entrecortadas, sólo su ritmo voluble y caótico tenía sentido. Esperaba el momento en que se derrumbaría y estallaría en una crisis de lágrimas de la que la consolaría tomándola en sus brazos.

Fue el fuego el que libró a Jeanne de perder los nervios. De repente, un puñado de tizones calcinados se desprendió entre chispas. Un chorro de ardientes estrellas rojas alcanzó a Vincent, que se libró de ellas quitándose la casaca para sacudírselas y lo lanzó luego a un sillón antes de volver a meter los tizones en el hogar Luego cogió un cojín y, maldiciendo, se arrodilló para arregla! la pila de troncos en la chimenea.

El monólogo de Jeanne se detuvo en seco. Fascinada, miraba el brazo de Vincent, que acababa de descubrir. Llevaba un curioso chaleco sin mangas y sus largos músculos morenos y duros se transparentaban bajo el algodón fino de la camisa. Sintió un ardiente deseo de tocarlo, un deseo tan violento que se le secó la boca. Fue hacia él como una sonámbula... El giró sobre una rodilla y ella puso finalmente sus manos sobre su peluca.

—Me habéis quitado mi pañoleta, dejadme quitaros esto a cambio. Lo haré con suavidad —rogó con una infinita y temblorosa ternura.

— ¡Hacedlo así! —exclamó él arrancándosela y lanzándola lejos—. ¡Así es como me la quito y la tiro por la borda a la menor ocasión!

Ella hundió sus manos en el toisón de rizos de un negro brillante y se dedicó a airearlos, a enroscarlos, a acariciarlos, a separar los mechones sedosos y tibios para enroscarlos de nuevo alrededor de sus dedos, al tiempo que le subía del corazón a los labios un balbuceos de adoración carnal y maternal.

—Mi amor de pelo ensortijado... mi cordero sedoso... mi ángel color de azabache... mi caballero con cabellos de pastor griego...

El se puso de pie lentamente y la tomó en sus brazos, mordisqueó y besó las últimas ternuras que salían de sus labios antes de abrirle la boca... Su beso sólo murió de fatiga y luego continuaron abrazados, como si estuvieran soldados, sus dos corazones fundidos en uno que latía al unísono.

— ¡Ven! —dijo al fin Vincent.

Ella vio girar un arco iris de color verde, oro, rojo y a continuación se sumergió en una nube de lino perfumado de azahar cuyos encajes le

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cosquilleaban los hombros. Al fin vio el rostro moreno de Vincent que le sonreía, diciendo: "Suéltame las manos". Entonces se dio cuenta de que las tenía prisioneras entre las suyas y las apretó aun más.

—Espera —dijo en voz muy baja—. Aún no me has dicho que me amas.

—Te amo.

—Otra vez...

— ¡Te amo, te amo, te amo! Y si quieres estar segura de ello antes de que acabe esta primera noche de primavera, devuélveme las manos. El amanecer no está lejos.

— ¡No! ¡Nunca saldrá el sol! —exclamó ella con vehemencia mientras le soltaba las manos y le rodeaba el cuello con los brazos para apretarlo apasionadamente contra sí—. ¡Esta noche no debe terminar nunca! ¡Nunca! ¡Oh, ámame, caballero mío, ámame con bastante fuerza como para que el mundo se detenga alrededor nuestro, ámame durante cien años con sus noches, ámame lo bastante como para que deje de existir, para que no pueda ver el mañana!

El la depositó dulcemente sobre las almohadas y contempló el hermoso rostro que cabeceaba de un lado a otro, en medio de la desbandada de sus bucles, como para escapar a sus pensamientos, a unos deseos demasiado grandes para ella. La oyó repetir en tono implorante:

—Ámame hasta hacer que muera antes de que amanezca.

—Jeanne... Jeanne, ¡mírame! ¿Crees que mañana Aubriot querrá batirse conmigo? —le preguntó tiernamente.

— ¿Batirse? ¿Batirse?

Ella se apoyó en los codos, con aire extraviado.

— ¿Y por qué? Queréis decir... ¿batirse en duelo con vos? ¿Por mí?

—Bueno, nunca he oído decir en Dombes que el doctor Aubriot fuese un cobarde ni un hombre consentidor. Pero, ya que también se habla mucho de su gran inteligencia, espero que podamos explicarnos de una manera más humana que en el campo del honor. Después de todo, quien me ha robado es él. Sólo recupero lo que es mío.

Ella abrió sus inmensos ojos, llenos de estupor e incredulidad.

—Caballero, no tendréis la intención de ir a decirle que... ¡El señor Aubriot no debe saberlo nunca!

El se levantó de un salto, con los puños cerrados, la expresión dura, la voz áspera.

—Y vos, querida, ¿es que teníais la intención de volver con él al salir de mis brazos?

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—Yo... no sé... ¡No pensaba en nada, en nada, os lo juro! Sólo me sentía... feliz. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué habéis partido tan lejos de mí, como si ya no me amarais? Me amáis, ¿verdad? Volved, amor mío, volved a tomarme en vuestros brazos, tengo mucho frío. Vincent, amor mío, venid...

Sus ojos brillaban con lágrimas inmóviles, pero le sonreía tendiéndole los brazos.

El dominio de sí mismo que tenía el corsario era famoso entre sus marineros, pero tuvo que reunir mucho más de lo acostumbrado para no lanzare sobre ella y sofocarla con su abrasador deseo. En vez de ello, cogió una silla, se sentó cerca del lecho, tomó las febriles manos que se le tendían y habló con tono firme.

—Cálmate, Jeanne. ¡Quiero que te calmes! Y que me escuches. Te amo pero nunca seré una diversión para ti.

—Pero ¡yo también os amo, Vincent, y os amaré siempre!

— ¿Hasta cuándo estéis en la cama de Aubriot? —dijo elevando la voz para hacerla callar—. Me pregunto si seréis capaz. Pero, qué importa... No aceptaré compartiros. Nunca te compartiré con otro, Jeanne. Si he de tenerte, te conservaré y te llevaré conmigo. No quiero ser amado en secreto, con vergüenza. Quiero que me escojas. Ahora o nunca. O te tomo y me sigues, o te vas para reunirte con Aubriot.

Ella se estrujó las manos entre las de Vincent.

— ¿Por qué tanta crueldad, Vincent, por qué? ¿Qué he hecho para merecerla? ¡Dios mío, os amo tanto! ¿Es que no lo veis? ¿Por qué me pedís que me ponga a odiar de repente al señor Philibert? No podría, Vincent, no puedo.

—No os pido que le odiéis, sino que le dejéis. Un día, seguramente sin odiarme, me dejasteis por él. ¿Os acordáis? La jugada que me hicisteis me supo peor de lo que pensáis, hasta el punto en que esta misma noche, al miraros, aún estaba en la incertidumbre. Os lo diré al estilo filibustero: "Seas quien seas, Jeanne, te quiero y te tomo. No te pido cuentas del pasado, respóndeme sólo del porvenir." ¿No te recuerdan nada estas palabras? —Sí.

—Cuando te hice ese juramento en la habitación de un pabellón de caza escondido en el fondo del bosque, vi cómo brillaban tus ojos, pero te escapaste.

—Sólo era una niña.

—Pues ahora que eres ya una mujer, ¿aceptas entregarte a mí sin reservas, tanto en el presente como en el porvenir?

Ella bajó la cabeza, reflexionó un momento y dijo con voz tranquila.

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— ¿Podéis darme un vaso de agua?

Cuando Vincent se lo trajo, ella se había levantado de la cama y se había sentado en un sillón.

—Caballero, quisiera que ahora me escucharais vos. ¡No, primero acercaos! ¡Más cerca! —Vincent giró un reclinatorio y se sentó a sus pies—. Caballero —continuó Jeanne—, os amo cuanto se puede amar. ¡Seguramente soy la mujer más enamorada del reino! He tardado mucho en saber que os amaba. Ahora veo claro y sé que os he amado desde la primera vez que os vi, pero entonces estaba ciega, la pasión infantil que sentía entonces hacía de pantalla entre mi corazón y yo. No os voy a contar nada sobre mi pasión infantil que no hayáis adivinado, pero debo deciros que no ha muerto todavía. No morirá nunca. Forma parte de mi carne más antigua, ha crecido al mismo tiempo que yo, me resulta muy dulce y no me avergüenzo de ello. Si tuviera que arrancármela, quedaría mutilada para siempre.

El quiso hablar, pero ella le puso los dedos en los labios.

—A vos ese amor no os quita nada, caballero. Soy yo la primera sorprendida al descubrirlo. Lo amo y os amo. No me odiéis si nuestra lengua sólo tiene un verbo para describir dos amores tan distintos. No podéis ser tan injusto como para exigirme que deje de amar a quien amo desde siempre, sólo porque haya descubierto que os amo más que a mi vida y que quiero ser vuestra como no he querido nada en este mundo.

El se levantó con un gesto de cólera, se puso a recorrer la habitación a grandes zancadas, se acercó luego a ella, la levantó, la puso de pie agarrándola rudamente por los brazos y le lanzó su rabia a la cara.

— ¿Sois una inconsciente o creéis de verdad lo que decís? ¡Olvidaos un poco de vuestro corazón y vuestras fantasías de colegiala, y pensad un poco en vuestro cuerpo, querida mía!

Cogió el borde de su corsé de seda y tiró de él.

— ¡No! —gritó ella, al mismo tiempo que el corsé cedía lo bastante como para que se le viera el borde de la camisa, que él desgarró brutalmente.

— ¡Cojo el izquierdo —dijo tomando el seno de Jeanne— y le dejo el derecho a Aubriot! Sólo que no todo va por pares, así que por lo que respecta a lo que va por unidades, me niego a compartir. Meteos bien esto en vuestra cabezota: ¡nunca os compartiré! ¡Ah!, y os recuerdo lo que sigue al juramento de fidelidad de una novia de filibustero. El novio le pasa su pistola por debajo de la nariz y le dice: "¡Acuérdate! “Ella se puso a sollozar sin ruido, mientras intentaba arreglarse el corsé. Vincent salió y regresó con un magnífico chal de cachemira en el que la envolvió antes de abrazarla a su pesar.

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—No os preocupéis por vuestro vestido, lo reemplazaré con media docena.

— ¡No me importa el vestido! Lloro por vuestra dureza y porque no queréis comprender. ¡Oh, Vincent, ya no me amáis!...

—Niña mía, hace tiempo que lo he comprendido todo —dijo él acariciándole los cabellos—. Lo comprendo, pero no lo acepto. Puede que yo también me haya expresado mal: no quiero impediros que sigáis amando a vuestro padre adoptivo, al venerado maestro que escogisteis a los diez años. Lo que quiero es evitar que os sigáis acostando con él. Casarse con su prestigioso papá es un tentación muy extendida entre las niñas, pero, en fin, querida mía, llega una edad en que los juegos infantiles deben terminar. No hay que seguir durmiendo con papá cuando se tiene un amante.

Ella lo miró horrorizada.

— ¡Decís unas cosas... abominables!

—Os digo claramente cosas más claras para mí que para vos. Por otra parte, tendréis que escoger entre la tierra y el mar. Aubriot y yo no habitamos en el mismo mundo.

Vincent comprobó que su última frase la había impresionado.

—Parto dentro de seis días. Jeanne, ¿me acompañaréis?

— ¡Dentro de seis días! —exclamó ella descompuesta—. Pero ¿volveréis en seguida?

— ¿Qué os importa? Si parto no volveré a por vos. Nunca.

—No me desesperéis, caballero, os lo suplico. Quiero ser vuestra, pero sin hacerle daño a Aubriot. Quiero hablarle con todo cariño... ¿Cómo queréis que en tan escasos días yo logre explicarle...?

— ¡Diablos! ¿Es que el señor Aubriot no os va a exigir una explicación ahora mismo, después de que hayáis faltado a casa una noche?

—Está pasando dos días en Alfort con Daubenton. Están estudiando en la Escuela veterinaria una enfermedad común a los corderos y las personas. Muy oportuno, ¿no creéis?

"Entonces era eso, me ha concedido una noche porque podía hacerlo impunemente. Tenía una noche libre que llenar, y, claro, salir con un corsario es divertido y no molesta mucho tiempo. ¡La muy desaprensiva! Todas son iguales, decididamente, todas se sienten tan cómodas en la mentira como las sirenas en el mar. Esta, sin embargo... Con sus ojos de miel, su piel de miel, sus palabras de miel... Lástima, la habría querido mucho..."—Voy a buscar una brazada de ropa inglesa —dijo fríamente,

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dirigiéndose a la puerta—. Está amaneciendo y debéis escoger. ¿Qué queréis que os suba? ¿Café, té, chocolate?

—No quiero nada, caballero —dijo ella con una tristeza infinita—. No quiero ropa ni ninguna otra cosa. Sólo querría morir antes de darme cuenta de que acabo de salir de un sueño, de que en realidad no me amáis.

— ¡Diablos! ¡Sois vos quien me rechaza! —explotó él.

— ¿Yo? ¡Pero, amor mío, si lo único que quiero es ser vuestra, en este mismo instante!

Él apretó los puños, cerró los ojos y permaneció unos segundos así, abrió de nuevo los ojos y dijo con una gran calma aparente, producto de una exasperación controlada:

—Jeanne, creo que voy a golpearos a ver si soltáis esas dos ideas fijas: ser mía y luego volver a casa con otro. No va a ser así. Tendréis que ir a casa del otro y volver inmediatamente con vuestro equipaje. Os prometo que entonces no os van a faltar mis servicios.

Ella se puso de color carmesí, cosa que a él le encantó.

—En cambio, yo sólo tengo una idea fija, una idea de hombre enamorado, tonta y sencilla: no quiero ser cornudo —dijo en su tono burlón habitual.

Ella se estremeció de alegría.

— ¿Habéis dicho "hombre enamorado"? —preguntó mimosa.

—No me desdigo. Tenéis seis días para escoger mi amor, Jeanne.

Ella se acercó a él, se puso de puntillas, le dio un casto beso en los labios y dijo gravemente mirándolo con ojos húmedos:

—Sea lo que sea lo que pueda costarme a mí, y costarle a otra persona, no podría dejar de escogeros, Vincent. Os amo demasiado. ¡Os amo tanto que sufro de pensar que sólo puedo daros una mujer muy tonta!

El le cogió la cara entre las manos y le preguntó muy serio:

—Decidme, Jeannette, ¿mientras estábamos lejos el uno del otro, alguien se ha atrevido a enseñarte el mar que tanto deseabas ver?

—No.

Vincent lanzó un suspiro de alivio.

—Bien —dijo—. No te habría perdonado que me hubieras engañado hasta el punto de ir a ver el mar sin mí.

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Capítulo 14Capítulo 14

Una vez la calle del Mail, Jeanne se puso una bata ligera pero sentía su pecho tan oprimido como en un estuche. ¿Cómo había podido meterse en aquella ratonera? En pocas horas su dulce nostalgia de Vincent se había convertido en un violento y atormentador deseo. Pero ¿cómo podría decirle a Philibert "Me marcho para siempre"? En los brazos de Vincent todas las imposibilidades desaparecían, pero fuera de ellos veía que necesitaría una montaña de coraje para articular delante de Philibert estas dos simples palabras: "Me marcho". Sintió que la cabeza iba a estallarle a fuerza de buscarle una solución a un problema insoluble. "Será que estoy agotada. Cuando haya dormido un poco podré pensar con más tranquilidad", se dijo. Se acostó con una compresa de agua alcanforada en la frente, pero el sueño estaba a mil leguas de ella. Se levantó, recogió maquinalmente algunas hierbas preparadas para ser clasificadas, pero en lugar de ordenarlas se fundió en llanto. "Dios mío, él me necesita tanto, ¿cómo voy a atreverme a dejarlo, y cómo podría soportar la pena y los remordimientos por haberlo abandonado? “Cuando se rehízo un poco, se enjuagó largamente los ojos antes de ir a prepararse café a la cocina. Él olor y la quemazón del moka le hicieron bien. Decidió pasar el domingo en Patouillet, con Michel Adanson, para retrasar algunas horas el momento de afrontar sus preocupaciones. De todas maneras, Philibert no volvería de Alfort antes del día siguiente por la noche, así que las circunstancias le concedían una prórroga. Su angustia era tal que pensó que sólo un milagro podía sacarla del infierno de escoger entre dos desgarros inimaginables.

Cada vez que Philibert la abandonaba en domingo, Jeanne corría a Patouillet. Michel la recibía con los brazos abiertos, cogía una lechuga de su huerto, aderezaba con crema su guiso de verdura y preparaba una jarra de café con leche. Una vez que habían comido, tronara o hiciera sol, Michel iba a la abadía de Saint-Victor a pedir prestada una antigua carroza chirriante, cubierta de una verdadera costra de barro, con los resortes gastados y los cojines desflecados, pero a la que el hermano palafrenero enganchaba cuatro soberbios caballos rucios alimentados de forma principesca, lustrosos, bien aderezados, cuyos piafados cascos y fogosas colas anunciaban con qué alegre trote iban a tirar de aquel carricoche. Michel se encasquetaba un informe sombrero, saltaba

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alegremente al pescante, Jeanne se instalaba a su lado o en la caja según el tiempo que hiciera, y ¡arre!, salían a visitar "las tierras" de Adanson, o sea algunos de aquellos jardines que el naturalista alquilaba fuera de París para estudiar las enfermedades de las moreras y obtener razas de trigo prolíficas, que él llamaba "mis trigos milagrosos", espigas monstruosas gracias a las cuales esperaba acabar con el hambre en el mundo. Michel conducía con maestría, canturreando algo del compositor Gluck o diciendo maldades terribles sobre Buffon el día que estaba de humor "senegalés". Iban al pueblo de Ménilmontant o a Clichy-la-Garenne, e incluso hasta Drancy o Arnouville, y a veces más lejos, por la parte de Roissy, en el camino de Soissons. Cuando veía a Jeanne cansada de seguirlo a través de los campos anotando sus observaciones, Michel la embarcaba en la carroza y la llevaba a tomar un potaje a algún albergue de la posta. A veces, en el camino de vuelta, encontraban algún baile campestre y se paraban a bailar un poco. Jeanne había descubierto que Michel era un maravilloso bailarín, un bailarín nato, el mejor compañero de baile que había tenido nunca. Como siempre que salían ella iba vestida de chico formaban una pareja de hombres, pero tan llena de gracia y de entusiasmo, con tanto ritmo, tan ligera y tan elegante en sus evoluciones, que los campesinos, encantados, acababan por hacerles corro palmeando como cuando llegaban los saltimbanquis. Acabado el baile, los saltimbanquis se encontraban bebiendo y comiendo hogazas caseras o brioches de fiesta con los pueblerinos. Aquellos hermosos domingos de amistad fraterna vividos con Michel eran para Jeanne momentos tan dulces de recordar que, al sentirse tan desgraciada esa mañana de domingo, saltó instintivamente a un coche de alquiler y se hizo conducir a Patouillet.

Cosa extraordinaria, Adanson no estaba solo. Estaba discutiendo con un hombre joven de ojos grandes y vivos, con una nariz larga y curvada y una barbilla muy prominente. Jeanne reconoció al nuevo farmacéutico adjunto del Hotel Real de los Inválidos, que solía acudir a las clases de Rouelle. El señor Parmentier quería mejorar a toda costa la calidad de un tubérculo de carne blanquecina, cuyo uso culinario había descubierto en la guerra de Hannover, pero hasta ese momento sólo Adanson le había prestado atención. Los cultivadores no querían saber nada de aquella "porquería", una raíz que sólo valía para los cerdos.

—Jeannette —dijo Michel—, venís en buen momento. Vamos a mi tierra de la Pissotte a plantar patatas. Si trabajáis bien, al regreso daremos un rodeo por Ménilmontant. Iremos a bailar una buenagiga.

— ¿Habéis probado ya un buen plato de patatas cocidas, señorita? —preguntó Parmentier, siempre ansioso de hacer partidarios.

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—No señor, no tengo muchas ganas de probarlas. En mi tierra dicen que la patata contagia la lepra.

— ¡Vaya! —suspiró el farmacéutico—. Todo el mundo me toma por un envenenador, ¡incluso la Bella Tisanera del Temple!

—Jeannette —intervino severamente Adanson—, os prohíbo repetir tópicos tontos antes de haberlos analizado. Dejemos el inmovilismo de las ideas a los imbéciles. De lo contrario acabaréis mal, hecha una anacrónica como el viejo Linneo, con un cerebro petrificado en vuestros errores de juventud.

—Vuestro Linneo no ha acabado tan mal —objetó Jeanne—. Todas las personas del gran mundo se molestan en visitarlo en Upsala.

—También visitan el Partenón —gruñó Adanson—. Los fósiles nunca dejan de atraer a los curiosos, igual que los comediantes atraen a los papanatas. Buffon también atrae a muchos espectadores con sus trucos de magia.

—Señor Africano —dijo Parmentier sonriendo—, reconoced que el señor Buffon no sólo vive de trucos, también tiene ideas y obras.

— ¿Os referís a las obras de su colaborador Daubenton o más bien de las ideas que Daubenton me debe? —preguntó Adanson.

— ¡Qué severo sois! —dijo Parmentier— ¡Y también un poco mala lengua! ¿Pretendéis en serio que Buffon no ha hecho nada por su Historia natural?

—No pretendo decir eso —respondió Adanson—. Ayuda a Daubenton a apropiarse del trabajo ajeno, no lo niego. Y siempre llega antes de que el trabajo esté firmado por quien debería.

— ¡Bonito domingo! —exclamó Jeanne, sonriendo. Qué bueno era sonreír incluso sintiendo un gran disgusto.

—Cuando volví de la guerra, afligido por los horrores que había visto, corrí al Jardín con la esperanza de encontrar la paz en un clima idílico —dijo Parmentier—. Pensaba: "Al fin vas a vivir junto a los que en lugar de espadas usan lupas, junto a los que aman la naturaleza, que sólo se hieren con las espinas de las rosas, y sólo se pelean por saber si una corola de Chrisantemum maximum, o margarita, debe servir para deshojarla y decir te amo un poco, mucho, apasionadamente o nada en absoluto". ¡Pues, no señor! ¡He ido a caer en medio de una tribu feroz de gladiadores armados hasta los dientes de troncos y raíces!

—Esperad al mañana, Parmentier —dijo Adanson—. Entonces los botánicos serán los seres más pacíficos de la Tierra. Serán como pastores de flores paseándose únicamente por sus invernaderos, monjes eruditos pasando tranquilamente sus días en bibliotecas con herbarios, en los que

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todo el mundo vegetal estará ya aprisionado, catalogado, descrito y bautizado. Pero para preparar ese tiempo venidero hacen falta botánicos con temperamento de aventurero, y los aventureros han tenido siempre la piel dura. ¡Además de pico y uñas! ¡Y hasta colmillos y garras!

—El caso es que todos tenéis una salud envidiable —aprobó Parmentier—. El otro día le decía a Aubriot que no tardará en curarse rápidamente la tos porque los naturalistas de nuestro tiempo escapan a todas las enfermedades, incluso a las más abominablemente exóticas. A propósito, señorita, ¿qué tal le ha ido a Aubriot mi vino de álsine para abrir el apetito?

Philibert no le había dicho nada de aquel aperitivo. Todo el invierno lo había oído toser por las mañanas, pero cuando se inquietaba por ello, él le respondía despreocupadamente que su tos no era maligna, que lo único que pasaba es que tenía la garganta sensible al polvo. Para responder a Parmentier fingió, no obstante, un aire de quien lo sabe todo a fin de enterarse de algo.

—El señor Aubriot siempre ha sido sobrio con la comida. Aunque es verdad que cuando está fatigado por sus accesos de tos, come demasiado poco. Lo único que toma entonces es leche con una decocción de pervinca.

—Un alimento magnífico para los pulmones —dijo el farmacéutico —. Y si la leche es de burra, mejor que mejor. Pero Aubriot ya sabe todo eso de memoria. Conoce al dedillo todas las decocciones pectorales, es un sabio en la especialidad. El es quien me ha recordado la excelente mezcla de hojas de Tussilago vulgaris, flores de azufre y un pellizco de ámbar amarillo que tanto alivia a los tísicos.

La palabra "tísico" sobresaltó a Jeanne. Dejó de escuchar la conversación y se concentró en recordar el sonido exacto de la tos seca y extraña de Philibert. Pero al mismo tiempo veía al hombre delgado y musculoso, siempre impetuoso y hasta violento, trabajador incansable, amante infatigable, con proyectos para cien años, eterno estudiante dispuesto a levar anclas hacia no importa qué aventura. "No, no es posible. Un tísico es un hombre pálido y siempre cansado, que rechaza el menor esfuerzo y huye de las corrientes de aire. ¡Vaya, hoy me da por disgustarme! Philibert tiene la garganta delicada, eso es todo. Le llevaré de la tienda pétalos de amapola y le prepararé una tisana suavizante." Y de repente añadió: "¡Oh, Dios mío!" Acababa de acordarse de que ella no estaría para darle la tisana de amapola, ya que Vincent había fijado el jueves como fecha límite para que terminara su vida en común con Philibert.

—Michel, ¿tenéis café? —se oyó decir con una voz descolorida.

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— ¿Antes del guiso y la ensalada? —se sorprendió Adanson—. Amiga mía, hoy os encuentro algo rara. Y paliducha. Caminar por el campo os hará bien. ¿No habréis pasado toda la noche en el baile por casualidad?

El crepúsculo cayó sobre ellos. Adanson sonrió a Jeanne.

— ¿Tenéis que marcharos o podéis quedaros un momento, sólo el tiempo de probar esta buena torta de leche? La tía Dubreuil os ha visto desde la ventana. ¡Veréis que ha barrido y puesto orden, esa cosa catastrófica!

—Probaré un trozo de torta...

—Sólo lo decís por complacerme. No tenéis apetito. ¿Qué os pasa, Jeannette? ¿Qué es lo que no va bien?

—Nada, Michel. Esta mañana tenía dolor de cabeza, pero el paseo me ha sentado bien.

—Os ha curado la cabeza, pero no el alma. ¿Qué os pasa, Jeannette? Os siento lejana. ¿Dónde estáis? Si no hubiéramos tenido que pasear a Parmentier me lo habríais contado todo.

—No tengo nada que contar. Hace un momento sólo estaba soñando... con una novela... que estoy leyendo.

—Contadme de qué va esa novela —dijo finamente Adanson, sin preguntar el título.

— ¡Bah, no es nada extraordinario! Los habituales tormentos del amor. Michel... ¿Qué pensáis de la infidelidad?

—Pienso que... ¡el amor sedentario es una tarea difícil!

— ¿Quizá por eso se le encomienda siempre al sexo débil?

"¡Cielos! Ha descubierto que el tunante de Aubriot la engaña. Si yo fuera un mal tipo, me aprovecharía de ese renegado", se dijo Adanson.

—Sólo en el pasado se reservaba la fidelidad para las mujeres virtuosas. Ahora ya no hay mujeres virtuosas, salvo aquellas a las que les gusta serio, pero entonces ya no son fíeles por virtud, sino por gusto, para poder deleitarse con el dolor de no tornar un amante salvo de lejos, por correo.

—Un amante lejano no es un amante.

— ¡Oh, claro que sí! Los novelistas modernos les han hecho un inestimable regalo a las mujeres inventando la pasión triste y casta. Antes la infidelidad de la mujer era local y limitada, ser cornudo era fácil. Hoy en día una mujer puede hacer cornudo a su marido sólo con la punta de

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los dedos, escribiendo cartas durante años. Por desgracia para el marido, porque mientras que la primera se mostraba alegre para hacerse perdonar su falta, la segunda se vuelve triste para vengarse de su virtud.

—Me hacéis reír, Michel. Sólo os gusta razonar por medio de paradojas.

—Mi intención era esa, haceros reír.

—No creo que la heroína de mi novela acabe engañando a su marido de la manera rápida y grosera que parece que preferís... Su tentación es un marino.

— ¡El amante ideal para la nueva Eloísa! El marino es un hombre capaz de ofrecerle a una mujer un poco imaginativa el máximo de melancolía romántica de larga distancia.

Ella suspiró.

— ¿No creéis en el amor, verdad Michel? ¿Sólo creéis en la hipocresía?

El la contempló con una curiosa expresión.

—No hay que despreciar la hipocresía, amiga mía. A veces es el único medio con que se cuenta para frecuentar a un amor sin peligro de que lo despidan a uno.

—Sin embargo, ¿la hipocresía no sería una moral fácil?

—Jeannette, los hombres han apreciado siempre su bienestar y, además, los hombres actuales están muy ocupados. ¡Necesitan una moral fácil o, mejor, ninguna moral en absoluto! La hipocresía es de por sí una moral refinada. Mentir exige pequeños cuidados constantes de inteligencia y memoria. Eso lleva una cantidad de tiempo enorme, no se toma uno tanto trabajo por cualquiera.

— ¿Lo creéis realmente?

Ella lo miraba con los ojos llenos de incertidumbre. De nuevo él se dijo que Jeanne se había enterado de la traición de Aubriot y quería que la consolase con buenas palabras.

—Lo creo firmemente. Soy todo menos un libertino y creo que a menudo se miente por afecto. ¡Es tan raro ser infiel de cuerpo y alma! La mentira del infiel demuestra la fidelidad de su corazón.

Ella repitió, con la mirada perdida:

— ¿Lo creéis realmente?

—Lo creo. Creo incluso que, sin un poco de mentira, el amor sólo es barbarie.

—Seguís con vuestras paradojas —dijo ella, sonriendo.

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Hubo un silencio, luego ella añadió:

—Para empezar, hay que poder mentir... Si se piensa bien, se descubre que para mentir bien hacen falta dos.

Una vez más Adanson se equivocó y dijo lo que tenía que decir para que ella cerrase los ojos ante los engaños de Aubriot.

— Hay que ayudar a mentir al que nos ama, es verdad. Pero ¿por qué exigir la verdad? En amor sólo los perversos exigen la verdad porque son crueles. Que Dios deje a la heroína de vuestra novela en la mentira, ella se sentirá mejor.

—Sí, ¿verdad? —dijo ella con una ansiedad febril.

"Me tomaré una cucharada de jarabe de adormidera y ¡a dormir, dormir, dormir! Mañana ya veremos. Por mucho que se fuerce a un árbol, su fruto no madura en un día." A pesar de su cansancio, subió la escalera de dos en dos, tiró su sombrero en el sillón de la antecámara, vio luz por debajo de la puerta de la primera habitación...

Philibert ya se había acostado y estaba sentado sobre una pila de almohadas con un libro en la mano.

— ¡Oh, siento no haber llegado para la cena! —exclamó ella—. ¿Entendí mal cuando creí que estaríais en Alfort hasta mañana?

—No. Pero estaba cansado y he vuelto antes. ¿Estabas en Patouillet? No pongas esa cara de susto, no tengo nada. Una simple gripe de primavera. En tres o cuatro días se me pasará.

—Habéis tomado...

—He tomado todo lo que el médico me ha recetado —dijo en broma—. Pero hazme el favor de prepararme una infusión de pervinca... Echa tres puñaditos de hojas secas en dos pintas de agua hirviendo. Me la iré tomando durante la noche.

Ella vio un frasco en la mesilla de noche.

— ¿Es tintura de muérdago? ¿Habéis sangrado por la nariz o la boca?

—No, señora doctora. Pero tomo mis precauciones para que no ocurra.

—Os veo los ojos demasiado brillantes y las mejillas demasiado rosadas. Veamos...

Le tomó las manos y soltó un gritito.

— ¡Estáis ardiendo!

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— ¡Hazme la infusión de pervinca y vete a dormir! Estás a punto de llorar por un poco de fiebre. ¿No sabías que la gripe da mucha fiebre?

—Juradme que no os sentís peor de lo que me decís.

— ¡Lo juro! Ve a hacerme la infusión.

— ¿Y si llamase al doctor Vacher?

— ¡No seas fastidiosa!

Ella se dejó caer de rodillas junto a la cama y cubrió de besos aquellas manos demasiado calientes.

— ¡Sólo confío en vos, pero en cuanto os veo enfermo me entra tanto miedo que llamaría a vuestra cabecera a todos los médicos conocidos de París!

— ¡No lo hagáis nunca, sería el mejor medio de matarme! Además, no les conviene porque no se atreverían a cobrarme.

Ella dudó.

—El padre Firmin me ha dicho que hay un curandero maravilloso en la calle de Fossés-Montmartre. Un alemán. No es peligroso, se limita a imponer sus manos sobre el mal. Este invierno les ha curado la fiebre a cinco monjes del convento al mismo tiempo.

Aubriot la miraba con estupor.

—Jeannette, ¡no me traigas nunca a un curandero! ¡Aunque me estuviera muriendo sacaría fuerzas para tirarlo por la ventana! Recuerda que quiero curarme o morir de la manera más moderna posible. Hazme la tisana de pervinca, llena un vaso, echa quince gotas de tintura de muérdago y vete a dormir.

—Sí, sí —dijo ella precipitadamente—, perdonad que sea tan tonta. Es que querría curaros al instante, como por magia, porque me siento culpable por no haber llegado antes. ¡Oh, Dios mío, por qué no estaría yo aquí para recibiros!

Y se echó a llorar enjugándose los ojos en la sábana.

—Tú estás loca, Jeannette —dijo él medio contrariado, medio enternecido—. A veces eres exageradamente sensible. Te tengo que dar algo para eso. Sécate las lágrimas. Mi pequeña enfermedad no merece tantos lloros. Además, con tu agitación me sube la fiebre.

— ¡Perdón, perdón! —exclamó ella levantándose y huyendo a la cocina, con la nariz hundida en el pañuelo.

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Durmió intranquila, asaltada por pesadillas y sacudida por bruscos despertares durante los cuales prestaba el oído, o bien se levantaba para ir de puntillas a observar el rostro de Philibert, que por fin descansaba o fingía hacerlo. En mitad de la noche la luna había surgido repentinamente de entre su manta de nubes e iluminaba la habitación con una claridad plateada que lo empalidecía todo, incluso las mejillas del enfermo consumidas por la fiebre. Pensó en cerrar las cortinas pero no lo hizo. Sabía que Philibert detestaba la oscuridad, que no quería perderse nunca la menor de las luces del cielo. Se acostó un poco más tranquila al verlo serenamente adormecido y al fin se durmió también ella bañada por la luna.

El sonido de una tos seca y rápida tardó en atravesar su sueño. Saltó de la cama, se precipitó en la habitación de Philibert... El acceso de tos sacudía espasmódicamente el pecho de Philibert que, sentado a la cabecera de la cama, parecía querer expulsar todo el aire de sus pulmones. Hasta que, por fin, en un último esfuerzo, una espuma rosa le subió a los labios.

— ¡Dios, estáis escupiendo sangre! —gritó Jeanne, aterrorizada—. ¡Voy a buscar al doctor Vacher!

Pese a su agotamiento, él la agarró de una mano, le hizo señal de que esperara a que pudiera hablar y habló finalmente en voz baja y lenta, puntuada por profundas respiraciones:

—Sé lo que me pasa. Vacher no puede hacer nada. Es la luna. Cuando toso, a veces la luna me hace sangrar, no es grave. Cierra las cortinas. Dame limonada para enjuagarme la boca. Luego echarás otras quince gotas de tintura de muérdago en un poco de infusión, y cuando me la haya tomado me darás a mascar algunas hojas de pervinca. Mañana le llevarás una receta a Parmentier y le pedirás que venga a verme.

Al tiempo que ella lo obedecía, le decía con una voz suplicante:

— ¿Por qué no me dejáis que llame al doctor Vacher, que está tan cerca y os estima? Perdón por insistir, pero si vuestro mal se agrava, ¿tengo que quedarme sola a vuestra cabecera muriéndome de angustia?

El se tomó con calma la poción que ella le había preparado, se dejó lavar la cara, el cuello y las manos con agua con vinagre entre suspiros de bienestar, y se dejó instalar medio sentado en almohadas a las que ella les había cambiado la funda. Sólo entonces le respondió.

—Jeannot, ya arreglaremos esa cuestión mañana, cuando haya descansado. El mejor tratamiento que hay es el reposo en silencio absoluto. Ve a buscar agua de opio a mi despacho, tomaré dos cucharadas. Tómate tú también una. Venga, Jeannette, te prometo que mañana estaré mejor.

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Pero al día siguiente fue peor. La fiebre aumentó hasta el punto de hacer delirar al enfermo, que luego caía en un sopor que lo dejaba semiinconsciente. Jeanne, incapaz de aguantar más, llamó al doctor Vacher. El doctor diagnosticó una fuerte inflamación pulmonar con ulceración hemorrágica. Pero como él era profesor de fisiología y no trataba a los enfermos más que ocasionalmente, estimó conveniente llamar a consulta al doctor Bordeu. Este era un médico muy reputado en cuestión de enfermedades del pecho. Mientras llegaba, había enviado a buscar a un cirujano para que le practicase una sangría de urgencia y, a pesar de las tímidas observaciones de Jeanne —Aubriot sólo sangraba a los apopléticos y a los comilones—, se sangró a Philibert en el pie izquierdo.

A decir verdad, la sangría le devolvió la conciencia y bastante malhumor. Le agradeció a su amigo Vacher sus cuidados con bastante frialdad y observó al célebre Bordeu —traje avellana con galones dorados, corbata de encaje—, con ojo tan brillante de fiebre como de desconfianza vigilante sentarse junto a la cama para disertar sobre su enfermedad en cuidadoso latín. Al cabo de media hora, Bordeu dio su veredicto: su distinguido colega Aubriot sufría de un tubérculo de linfa espesa y acrimoniosa alojado en un pulmón, sin duda desde hacía tiempo, que por suerte acababa de brotar. ¡Tanto mejor! Sólo había que ayudarlo a expulsar la sangre acrimoniosa con ayuda de una o dos sangrías. Y luego reconfortar el cuerpo debilitado con caldos de pollo y de hígado de tortuga, precedidos cada mañana de un gran tazón de leche de burra y una píldora hecha con quince granos de tiza de Briançon en polvo fino, veinte granos de coral preparado, ocho granos de antihético de Poterius y todo lo que conviniera de jarabe de hiedra terrestre. Aubriot le dio mil gracias a su colega, le aseguró que aprobaba su opinión por ser la más docta, que seguiría su prescripción al pie de la letra y que no dejaría de escribirle sobre sus buenos efectos. Después de lo cual, y una vez que la puerta se cerró detrás de Vacher y Bordeu, rompió la receta en cuatro pedazos y se los tendió a Jeanne. "Acércate", le dijo.

Ella se acercó despacio.

—El caso es que la sangría del doctor Vacher os ha hecho bien... —dijo con una vocecilla muy desdichada.

—Siéntate, Jeannette, y arreglemos nuestras diferencias de criterio de una vez por todas. Si la medicina pudiera curar lo que tengo... en la garganta, ya lo habría hecho yo mismo. Pero la medicina todavía es muy ignorante. Sólo es un oficio muy cómico en el que médicos y enfermos representan una especie de comedia de Molière, en espera de tiempos mejores. Esta comedia sólo sirve para una cosa: para aliviar el temor de unos y contentar la vanidad de otros. Pero, ¡ay!, resulta que yo soy un enfermo médico y el latín no me tranquiliza porque lo entiendo

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demasiado bien. Lo entiendo tan bien que los discursos de los médicos latinistas sólo hacen que empeorar mis sufrimientos. ¡Me destrozan los oídos sin cicatrizarme el pulmón! De modo que no me impongas más su presencia. ¿Me lo prometes?

—Pero, Philibert, ¿no veis que si pudiera llamaría a la ciencia entera en vuestra ayuda, sólo por aliviar mi preocupación? —dijo con los ojos inundados en lágrimas.

—Muy bien —respondió él dándole cachetitos en las mejillas—. No quiero privarte a ti del socorro de la medicina. Cuando estés muy mal, llama a Tronchin.

— ¿Creéis en él?

—Pues, claro. Piensa como yo. Deja hacer a la naturaleza sin complicar su tarea. Venga, sonríe. No me voy a morir. No puedo, Jeannette. ¡Te empeñas tanto en que sea inmortal que te creo capaz de convencer al mismísimo Dios de ello!

¿Cómo podía abandonarlo? La angustia que la había invadido cuando vio a Philibert escupir sangre, cuando lo vio delirar, convirtió en irreal su angustia de perder a Vincent. Ver revivir a Philibert se había convertido en lo más importante. Es más, un escrúpulo de tipo supersticioso la mantenía clavada a la cabecera del enfermo, pese al mal de Vincent que sentía a menudo. ¿No le había dicho Philibert que no podía morir, de tanto como lo ataba a esta tierra el amor de Jeanne? Eso era un despropósito, pero sentía en el corazón toda su verdad: Philibert no podía morir porque Jeanne no podía siquiera imaginar su muerte. ¿Acaso los ángeles guardianes desertan? Aunque ella fuera una creyente muy tibia, como todos los de su tiempo, pronto se convenció de que Dios u algo semejante llegado del cielo había golpeado a Philibert para que Jeanne viera su locura y comprendiera que sólo un hombre contaba verdaderamente en su vida. Que su ansia por el bello corsario sólo había sido el sueño de una noche de primavera, un extravío de los sentidos, tan frágil como una pompa de jabón. El martes siguiente mandó a Banban al hotel de Bouffiers con una nota para el caballero informándole de la grave indisposición de Aubriot, que la retenía a su lado. Añadía que si la mejoría de Aubriot persistía, iría a La Tisanière al día siguiente a las cinco y estaría muy contenta de verlo. Se había expresado con un mínimo de palabras y en un estilo de cortesía mundana, ya que le había sido imposible encontrar el tono justo para dirigirse a Vincent una vez en la calle del Mail, al lado de Philibert.

Vincent no apareció por la tienda al día siguiente. Cuando Jeanne regresó a casa, sólo encontró una carta que había llevado Mario:

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"Jeanne, mi inconstante, ya estáis otra vez lejos de mí ¡y tan pronto! Está visto que no se os puede dejar un momento. A pesar de las apariencias, Aubriot tiene el cielo al alcance de la mano. Cuando teníais quince años quise raptaros, pero entonces él perdió a su mujer y allí estabais vos para consolarlo. A los diecinueve os quiero llevar conmigo, y entonces se pone enfermo y os quedáis a su lado para cuidarlo. ¿Qué puedo yo contra los designios del cielo? Ni el ardor ni la astucia pueden nada contra los vientos contrarios. Ahora sé que no me seguiréis. Jeanne, creo que os equivocáis de destino. Pero puede que lo crea porque quisiera ser vuestro destino. "

"Dejaré Paris por Calais el viernes, a las cinco de la mañana. Os enviaré a Mario el jueves por la tarde, estéis donde estéis, para reabrir vuestro último mensaje. Venid conmigo, Jeanne. Porque os amo y vos me amáis. Y si con eso no basta, me casaré con vos. Pero, por mi cruz de caballero, no os repetiré por segunda vez lo que os acabo de decir. Vincent. "

—Señorita, ¿qué os sucede? ¿Os estáis mareando? —exclamó Lucette, precipitándose a ayudar a sentarse a su ama, que había palidecido bruscamente y parecía faltarle el aire.

—Dadme un poco de melisa...

—Estáis demasiado tiempo en vela —decía Lucette, mientras preparaba agua de melisa—. Dejadme relevaros esta noche junto al señor Aubriot ahora que está mejor. Así podréis descansar. Ó hacer vuestros recados... —añadió lanzándole una ojeada rápida a la carta de Vincent.

—Gracias, Lucette, pero no tengo nada más urgente que hacer que cuidar al señor Aubriot —logró articular Jeanne con firmeza.

Una hora más tarde, cuando Jeanne se disponía a dejar la tienda, Lucette volvió a la carga.

— ¿Seguro que no me necesitáis esta noche? ¿No? Bueno. No me habría importado. Decidme... ¿hay que llevar alguna respuesta con Banban al hotel de Bouffiers?

—No, Lucette. Mario... El criado del caballero Vincent la vendrá a buscar él mismo mañana por la tarde —Lucette la miró del tal modo que se apresuró a añadir con viveza—: Viene por mi asunto de plantas exóticas. Pero temo que no me será fácil interesar al caballero por la botánica o los pequeños asuntos de La Tisanière.

— ¿Vos creéis, señorita? —dijo Lucette con impertinencia.

—Eso creo.

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— ¿Y gorros? ¿Tendremos gorros? ¿Qué haremos con ellos? ¿Nos pondremos a venderlos?

— ¿Qué gorros, Lucette? ¿De qué diablos me estáis hablando?

— El otro día le disteis un gorro al caballero. ¿No sería el vuestro?

— ¡Ah!, vaya, ¿era eso? —dijo Jeanne con una risita forzada—. Era un modelo para una amiga suya de provincias, que compra sus gorros en Lacaille, como yo. Dime, Lucette, me parece que no tenemos muchos paquetes de cigarrillos de sauce. Decidle a Madelon que prepare una cincuentena para mañana. Al abate de Voisenon le van tan bien que nos envía a todos los asmáticos de París. Y con el polen que se prepara...

¡Casarse con él!

¡Vincent le proponía casarse! ¿Estaba loco? "Y si con eso no basta, me casaré con vos. " Estas palabras le parecían tan disparatadas, tan imposibles en la pluma de un cabañero de Malta, que dudaba de haberlas leído. Volvía a sacar la carta que guardaba en el escote, la desdoblaba, se obligaba a no saltar directamente al párrafo final, la releía desde la primera palabra a la última sin hacer trampas, tropezaba por fin con aquella increíble frase y la mantenía ante su vista durante largo rato antes de cerrar los ojos, deslumbrada como si hubiera estado mirando el sol. Sabía que Vincent sólo era caballero de gracia y no había pronunciado los votos. Pero también sabía que le era más fácil a un caballero profeso dejar los votos para contraer un matrimonio decente que a un caballero de gracia permitirse un matrimonio indecente. El caballero y la pastorcilla unidos ante Dios... ¡un cuento de hadas! ¡Un espejismo! Jeanne, de nuevo incrédula, volvía a abrir la nota y allí encontraba escrito, negro sobre blanco, la locura salida de la mano de Vincent: "Y si con eso no basta, me casaré con vos. " Entonces, a pesar del enfermo que yacía en la habitación vecina, a pesar de su miedo supersticioso a ser castigada en la persona de él si tenía el más mínimo pensamiento infiel, acariciaba aquellas extraordinarias palabras, les sonreía, las besaba, las encerraba entre sus manos, guardaba aquel fabuloso sueño entre su mejilla y la almohada, se dejaba arrastrar a una orgía de felicidad, se casaba diez veces seguidas con su maravilloso caballero de los cabellos ensortijados con todos los detalles de una ceremonia novelesca, hasta encontrarse cara a cara con él, solos en la habitación roja y dorada de la casita de Vaugirard. En cuanto llegaba al momento en que Vincent la tocaba —sus manos desnudas sobre su piel desnuda— se estremecía, se crispaba, pero sin poder impedir que la inundase una ola de imágenes prohibidas...

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Se durmió con la carta debajo de la mejilla y la sombra de una sonrisa serena empezó a apuntar y le distendió el rostro en cuanto se puso a soñar de verdad. Soñar no es pecado. No podemos hacer nada para impedirlo.

Banban adoptó su voz de hombrecito importante sin el cual el comercio, en aquellos días difíciles, se hubiera ido al agua.

— ¿Esto es todo cuanto habrá que decirle a Lucette, señorita? Y para Madelon, ¿no hay ningún encargo?

—No, Banban. Pero espera un momento en la antecámara. Tengo que darte una carta.

— ¿Una carta para el caballero Vincent?

Ella le lanzó una mirada rápida a aquel chiquillo demasiado espabilado y respondió simplemente:

—Su criado irá a recogerla esta tarde a la tienda. Espéralo para dársela en persona. ¿Has entendido? Quiero que esperes a que llegue y que se la entregues en propia mano.

—He entendido, señorita. Es una carta importante.

—Sí —dijo Jeanne.

La hoja de vitela esperaba sobre la mesilla de su habitación desde la noche anterior, desplegada, blanca y lisa, dispuesta a lo peor como una mortaja. Cualquier palabra habría resultado irrisoria. Irrisoria e insincera. No existen palabras para decirle adiós al hombre al que se ama y que os abre sus brazos. Hasta la palabra "adiós" miente, porque no creemos en ella. Jeanne escribió de un solo trazo: "Caballero, os amo y quisiera morir". Porque aquello, al menos, era verdad.

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Capítulo 15Capítulo 15

Decididamente era bueno reponerse en una abadía con fama de libertina, se decía Aubriot paseándose bajo el cerezal en flor.

Cuando, tras diez días de fiebre pulmonar en la que todos los sabios amigos del Jardín se habían mezclado, Aubriot se había levantado de la cama, pálido y delgado, y Tronchin le había aconsejado en seguida pasar el período de convalecencia en el campo, donde el aire que se respira es limpio y perfumado, y la leche se bebe pura y caliente recién sacada de la ubre de la vaca. El señor de Buffon había ofrecido Montbard, pero estaba demasiado lejos. También el abate de Voisenon había ofrecido Belleville, pero la vecindad con la señora Favart hacía prever que la estancia sería bastante ruidosa. La marquesa de Couranges había puesto a su disposición su propiedad de Villette, pero Aubriot había temido que fuera un reposo agotador. Finalmente, había aceptado el ofrecimiento de los canónigos de Saint-Victor, consistente en una amplia habitación orientada al mediodía en el propio edificio conventual. Es cierto que la abadía de Saint-Victor estaba situada en un barrio bastante populoso de la ciudad, pero aun así era una hermosa finca campestre.

Una vez se atravesaba la puerta de Saint-Victor, se tenía ante sí la iglesia, a la derecha el palacio abacial y a la izquierda las dependencias de la comunidad. Detrás de este armonioso conjunto se encontraban los jardines, que se perdían a lo lejos y llegaban hasta la cantera de madera que bordeaba el Sena. A todo lo largo de la tapia del recinto se agitaba el verde tierno de los tilos centenarios, de cuyas ramas bajas se recogían cada verano toneladas de hojas para tisanas mientras, en las ramas más altas, las abejas del padre Agustín recogían su miel de color oro pálido. La avenida que discurría por delante del palacio abacial era un majestuoso cerezal con cinco caminos sombreados y poblados de cantos de pájaros.

Los canónigos estaban muy orgullosos de poder decir que ningún otro jardín parisiense daba asilo a tantos pájaros. "Sobre todo en junio", añadían con malicia. Porque en junio todos los vecinos del barrio acudían a los conciertos de pájaros del cerezal, iluminado por el vivo color de miles de cerezas.

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Y es que Saint-Victor era una abadía abierta al público. ¡Más abierta que un molino! Los malvados espíritus anticlericales afirmaban que era una abadía "retozona", en la que los canónigos se dedicaban sin interrupción a conseguir la felicidad en la Tierra, ya que no creían en la que se consigue en el cielo. De escuchar a aquellos cascarrabias, los canónigos de Saint-Victor estaban condenados al fuego eterno, y se creían obligados a llevar sus pecados hasta los oídos del rey con la esperanza de que cerrase aquel convento demasiado alegre. Pero, gracias a Dios, el rey no lo cerraba y Aubriot podía observar cómo el padre Etienne —el padre huertano— dirigía la plantación de sus bancales de verduras de verano con la serenidad de un sembrador que sabe que estará allí para el tiempo de la cosecha. El médico charló un rato sobre rábanos, lechugas, perifollo y claveles de Indias con el padre Etienne, caminó un poco por las avenidas soleadas y regresó a la biblioteca a leer mientras esperaba a Jeanne, que acudía cada día a verlo a última hora de la mañana cuando salía del Jardín Real.

La inmensa biblioteca, soberbiamente revestida de madera, estaba dirigida por el abate Pierre y el abate Armand. Ellos sí debían de creer en Dios, pues jamás estaban en su sitio y dejaban que sus clientes se sirvieran ellos mismos sus libros y manuscritos. Aunque es verdad que Aubriot solía encontrar a menudo en algún volumen raro una invitación a devolverlo a su lugar, de este tenor: "A quien piense en robarme tal vez no lo vea el abate Pierre, pero sí lo verá san Pedro, que es quien abre o cierra la puerta del paraíso." Al parecer los ladrones se dejaban impresionar por el ojo de san Pedro, ya que aún quedaban miles de libros en Saint-Victor, sin contar los que los padres canónigos guardaban en sus celdas porque eran libros que no podían dejarse en todas las manos. A veces un religioso que había abusado un poco del vino blanco de Suresnes —el que se tomaba en el convento— perdía una de aquellas preciosas lecturas y Aubriot la recogía y se le abría el apetito amoroso. Su casta convalecencia comenzaba a producirle hormigas en el cuerpo, pero no era con la marquesa con quien soñaba, sino con su Jeannette. Descubrirlo le ponía contento. La idea de que comenzaba a despegarse de su última aventura le reportaba una paz interior muy agradable.

Aquella mañana, en que su pensamiento flotaba perezosamente entre Jeanne y Adelaide por el gusto de sentirse cansado de una y fiel a la otra, una pequeña novelita verde mal colocada al lado de un tratado de medicina cayó en manos de Aubriot. El libro se abrió por la página del punto, en la cual se había copiado una máxima de la obra seguida de un comentario: "Amar sin fornicar es algo, fornicar sin amar no es nada. Buen tema para una discusión. Proponerlo al abate de S... para nuestro ejercicio de dialéctica del sábado. “Aubriot soltó una buena risotada: "Vaya, he aquí un tema de meditación que me llega oportunamente. Estos señores de Saint-Victor no tienen preocupaciones tan frívolas como dicen,

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al abate que ha escrito esto no le falta profundidad." Fue a acodarse a la ventana. El aire era de color azul dorado, todo él restallante de primavera. Los tulipanes multicolores del padre Etienne se balanceaban en una suave brisa que sembraba todo el jardín de pétalos de cerezo. Vio aparecer a Jeanne al final de la avenida principal. Debía de haber tomado por el camino de los estudiantes, por las canteras de madera y los muelles del Sena. ¡Hacía tan buen tiempo! La muchacha caminaba con su paso largo y ágil, vestida con aquella sencillez que tanto le gustaba, con una falda a rayas verdes y blancas que dejaban ver el tobillo, una chambra verde alegrada con una pañoleta de muselina y un gorrito situado en lo alto de sus abundantes cabellos. En la mano llevaba su bolso de documentos oscilando como un péndulo de reloj al ritmo de sus andares. En su rostro podía verse el aire pensativo y un poco triste que él le veía a menudo desde que estaba enfermo. "Se aburre", pensó. Lo que significaba: "Se aburre conmigo." Miró con disgusto el bolso de trabajo que avanzaba hacia él. ¿Es que iba a obligarla a sentarse ante un pupitre, a sacar de su bolso las notas que había tomado en el Jardín y empezar a ponerlas en limpio mientras discutían, en aquel mediodía radiante repleto de cantos de los pájaros? Había días en que la amada botánica no era lo que parecía. Era una perversión culpable que impedía correr allá donde los Ranunculus repens son de verdad botones de oro brillando al sol, allá donde el Trifolium pratense se extiende, como un suntuoso banquete de tréboles rojos, bajo el vuelo enamorado de los moscardones. Aubriot sintió la música nupcial de los abejorros Bombus embotarle el cerebro: "Mis queridos padres, perdonadme que abandone vuestra compañía, pero hoy trabajaremos en mi habitación", masculló sonriente a los retratos colgados en la biblioteca. Podía muy bien anunciarles a todos aquellos gruesos canónigos lo que iba a pasar a continuación. ¡Seguro que en vida habían visto muchas cosas!

Jeanne, roja como una amapola, cerró con fuerza los ojos para no cruzarse con los de Philibert, que estaba comenzando a desnudarla tras haberla tumbado en la cama. Lo hacía sabiamente, sin prisa, reteniendo su impaciencia con caricias y besos. Le había quitado la chambra, las faldas, las medias, y se dedicaba con paciencia a las cintas de la camisa. ¡Estaba claro que Philibert tenía la firme intención de hacerle el amor en un convento, ante la ventana abierta de par en par al sol y como aperitivo de la comida! Esto cambiaba la imagen que tenía de un amante que sólo tenía tiempo para ella por la noche y le daba una sensación nueva de libertinaje. Cerró fuertemente los ojos para huir del sol e intentó ponerse la camisa cuando notó que los pechos se le salían de la batista.

—¡Oh, Philibert, ese sol, ese sol...! —balbuceó.

— ¿Qué pasa con el sol? ¿Desde cuándo lo temes? Tu piel dorada lo absorbe maravillosamente —dijo él y se puso a chupetearle un pezón.

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Con una voz apenas audible, ella murmuró:

— ¡Pero, Philibert, estamos en un convento!

—No es un convento austero —dijo él entre dos raciones de frambuesa. Y con un lento y hábil tirón acabó de quitarle la camisa dándole la vuelta, como le habría quitado la piel a un conejo.

El sol descubría el imperceptible vello de su espalda y ponía en su piel sudorosa una fina capa de minúsculas luciérnagas. Juguetón, él le cogió un mechón de cabellos y se puso a hacerle cosquillas con él. Ella se estremeció y le besó el pecho, en el lado del corazón.

—Mírame un poco —dijo él enrollándose una mano con el cabello de la muchacha.

Ella dijo que no con la cabeza, con la cara hundida en el pecho de Philibert.

— ¡No quiero verte! ¡Oh, Philibert, así, a plena luz del día! ¡Como si fuera una cortesana!

La risa de Philibert hizo que los nervios de Jeanne explotasen y se echó a llorar.

El se limitó a apretarle la cabeza contra su pecho. Realmente era más cambiante y emotiva que el cielo abrileño, lo mismo había que esperar una crecida de aguas que una granizada. Sin embargo, como la lluvia duraba demasiado, le preguntó:

—Jeannette, dime si lloras porque te trato como a una cortesana o porque te da vergüenza que te guste.

La inundación aumentó. Lloraba porque sentía el alma llena de cardenales, como lanzada de un mal a otro. Era la primera vez que Philibert la tomaba después de la noche de Vaugirard con Vincent.

Había añorado tanto los besos del caballero, vivido con él tantos sueños impuros y divinos, que había acabado por preguntarse si después de eso sería capaz de soportar las caricias de Philibert. Y ahora descubría que su angustia había sido en vano, que su cuerpo seguía siendo dócil a su amante y era capaz de estremecerse de placer. Sentía que era un monstruo. Una mujer doblemente infiel, con un corazón doble y un cuerpo perverso. ¿No había motivo para sollozar hasta el fin de los tiempos?

—Venga, deja de llorar como una niña o acabaré por creer que antes has gemido de dolor y no de placer. Y tendré que empezar de nuevo a ver

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si lo hago mejor —dijo Aubriot tirándole del pelo para levantarle la cabeza.

Ella se enfureció por el poder que tenía Philibert sobre ella.

— ¡Hacéis lo que os parece conmigo, ¿verdad?! ¡Podéis tirarme en la cama de un convento en pleno día como a una cortesana y hacer conmigo lo que os parezca, y yo no puedo abrir la boca! ¿Y acaso pensáis que eso pasa porque soy vuestra niña obediente, sumisa y tímida? ¡No, no, no! ¡Pasa porque soy una Mesalina, una libertina, claro!

El se echó a reír con tal fuerza que sufrió un ahogo y se puso a toser. Luego le plantó un beso en los cabellos.

—Hay que celebrar tu descubrimiento —dijo alegremente—. Ponte la camisa, Mesalina, y vayamos a comer a la plaza Maubert. ¿Qué dirías, Mesalina, de una buena carpa rellena en salsa verde, acompañada de un vinillo blanco de Mâcon bien seco?

Durante el mes que Philibert pasó en Saint-Victor vivieron como en luna de miel. Jeanne se había acostumbrado a hacer el amor a mediodía en la habitación de un convento, después de lo cual Philibert solía llevarla a comer a una taberna de la calle Fossés-Saint-Bernard, donde tenía la costumbre de ir para librarse de la mesa demasiado pesada y de los chismorreos de los canónigos. El dueño del local de Fossés-Saint-Bernard daba muy bien de comer por veintiséis sueldos: potaje, dos entrantes y media botella de vino. A causa de ello estaba siempre lleno y si encontraban demasiada cola se iban hasta la plaza Maubert, donde Philibert le ofrecía una pequeña locura a cuarenta sueldos por cabeza en casa de la viuda Pescot. Por ese precio, la Lescot se metía en la cocina y preparaba una excelente cacerola de anguila, un guiso de pescado o una carpa en salsa verde. Regaban el plato con un vino de Beaujolais producido por la familia de la buena mujer y entonces se sentían trasplantados como por arte de magia a un albergue de Dombes. El recuerdo de su llano paisaje acuático de suaves colores deslavados les levantaba el ánimo, sus miradas se buscaban, se penetraban por encima del desorden de vajilla y cubertería que reinaba en la mesa... Bajo la caricia de los ojos negros de Philibert, Jeanne se ruborizaba elocuentemente y lanzaba suspiritos de satisfacción al percibir los efluvios de la salsa verde de perejil a la borgoñona. Al fin y al cabo, la vida no estaba tan mal. Malvada, pero llena de buenos momentos. Más tarde, cuando desembarcaba en La Tisanière, siempre con retraso y con una sonrisa en los labios, Lucette le lanzaba una mirada de sus risueños ojos azules y decía: "No hacía falta correr, señorita Jeanne. No tengo

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apetito. Sé muy bien que cuando se tiene a un enfermo en casa hay que reconfortarlo." Un día, la picarona añadió:

—La convalecencia del señor Aubriot con los canónigos os sienta de maravilla. Tenéis mejor cara. Porque, ¿sabéis?, hace un mes teníais muy mal aspecto. Triste como nunca os había visto. Nada os interesaba, parecía que habíais perdido las ganas de vivir. ¿Habéis sufrido un gran golpe, verdad?

Jeanne palpó las cartas de Vincent que llevaba en el bolsillo. Era su manera de leerlas. La dulce, en la cual él se casaba con ella; la cruel, en la que la rechazaba, casi tan lacónica y desesperada como la última nota de Jeanne.

"Jeanne, mi incorregible indeása, perderos me hace más daño la segunda vez que la primera. Pero, os juro por mi cruz que nunca más os perderé, pues renuncio a vos para siempre." Más abajo había escrito: “Vuestro Banban y la señorita Lacaille os reembolsarán lo que os debo, que os ruego que aceptéis con mis homenajes más respetuosos. "

Cuando Jeanne reapareció en la tienda tras haber recibido esta nota, Lucette, con expresión tentadora, había sacado una gran canasta de mimbre de la trastienda. Banban y un cochero del hotel de Bouffiers la habían traído para la señorita. Delante de una Lucette dando brincos y una Madelon extasiada, Jeanne había sacado de la canasta el hermoso chal de cachemira que se había puesto en casa de Vincent, luego un exquisito vestido de verano a la inglesa color verde mar, una capellina de ala pequeña de fina paja de Italia, color crema y guarnecida con una cinta de muselina verde, un par de chinelas de tacón alto de falla verde y un encantador bastón de bambú adornado con un lazo de muselina y con pomo de oro completaban el fresco y maravilloso conjunto.

"Bien, señorita Jeanne...", había comenzado a decir Lucette. Jeanne había querido interrumpirla, pero la cotorra había logrado añadir que todo aquello representaba al menos un gasto de varios escudos de seis libras. Repentinamente inquieta, ella se había preguntado qué cara pondría Philibert al ver su conjunto de princesa inglesa, si es que se atrevía alguna vez a enseñárselo. Pero cuando, con el corazón desbocado, se atrevió a ponérselo el domingo de Pascua para ir a la abadía de Saint-Victor, con la impresión de llevar la prueba de su infidelidad encima, Philibert había dicho simplemente: "¿Y ahora de qué vas disfrazada? Creo que nunca había visto ese vestido. ¿No es un poco ligero?" Seguro que ni se había fijado en el bastón. Lucette tenía razón cuando decía que los hombres no se fijan en la ropa, sino en lo que hay debajo.

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En cuanto al paquete de la señorita Lacaille, Jeanne no sintió gran curiosidad. Creía que el caballero se limitaba a devolverle un gorro parecido al que le había quitado. Una aprendiza de casa Lacaille le llevó una caja y ella le dio dos sueldos de propina.

— ¿Puedo mirar, señorita Jeanne? —dijo Lucette en seguida.

—Si queréis... Pero no os hagáis ilusiones, es mi gorro —respondió Jeanne, fingiendo concentrarse en las cuentas.

Sólo levantó la cabeza al oír las exclamaciones de Lucette.

— ¡Señorita, señorita, ha valido la pena esperar un poco! Ya decía yo que la caja era demasiado grande para un solo gorro...

La muy maliciosa tenía desplegada ante ella unas atractivas enaguas de la más fina batista de Cambrai, ricamente adornadas con un precioso encaje de Chantilly y cintas de satén.

— ¡Oh! —exclamó Jeanne, sofocada.

—Y además huele a buena colonia de azahar. Hay saquitos en la caja —dijo Lucette olisqueando con su naricilla respingona.

Jeanne seguía contemplando con estupor las deshonrosas enaguas.

—Bueno —dijo secamente—. La dependienta de Lacaille se habrá equivocado de encargo.

—La caja lleva vuestro nombre —dijo Lucette, despiadada—. Y vuestro gorro está en el fondo. Mirad... ¿Es que tal vez le prestasteis también vuestras enaguas al caballero?

Jeanne, llena de vergüenza, pensó furiosa: "¡Hacerme esto! ¡Encargarle unas enaguas a mi propia lencera, para que me las entreguen en mi propia tienda! ¡Hacerme pasar por lo que no soy...! ¡Oh, no, esto es demasiado fuerte!" Se acercó impulsivamente a Lucette para quitarle de las manos la prenda, pero Lucette fue más rápida y la escondió detrás del mostrador.

— ¡Lucette, dadme eso! —ordenó Jeanne—. ¡Quiero destrozar con mis propias manos esa insolencia!

— ¡No, señorita, sería un crimen!

— ¡Lucette, dadme eso! Es cosa mía. ¿No os dais cuenta de la ofensa que me hace esa prenda? ¿Qué iban a pensar? ¿Cómo se atreve el caballero a...? Dios mío, ¿me desprecia hasta ese punto?

La idea de que Vincent la despreciase la conmocionó y ahogó su enfado. Escondió la cara entre las manos y se puso a llorar.

Lucette dobló cuidadosamente las enaguas, colocó el gorro encima, cerró la caja y rodeó con sus brazos a su ama.

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—Venga, señorita Jeanne, debéis sobreponeros porque van a dar las cinco y en seguida tendremos aquí a la clientela. Dejad que os consuele. Os aprecio mucho y no quiero ver que os hacéis mala sangre por una nadería. El caballero no os desprecia. Yo no sé por qué os envía unas enaguas, debe de haber una razón, pero no lo toméis como una ofensa, ¡sobre todo teniendo en cuenta su precio! Podéis creerme, sé algo del desprecio de los hombres. El desprecio masculino se demuestra con golpes e insultos a la mujer, o haciéndole un hijo al año si se trata de una mujer decente. Si no es decente, entonces se lo demuestra dándole dinero, ¡aunque siempre lo menos posible! Así que guardaos las lágrimas para cuando os veáis reducida a eso, que espero que no sea nunca.

Jeanne se sonó y se secó los ojos.

— ¿Creéis de verdad, Lucette, que el caballero no ha querido...? Sin embargo, ¡enviarme unas enaguas es de una impertinencia increíble! ¡Nadie iba a creer que...! ¡En fin, Lucette, unas enaguas...!

—¿No compráis las ligas Au Signe de la Croix? Porque la patrona podría contaros que el mismísimo señor Voltaire es quien encarga en persona las ligas, adornadas así y asá, para su sobrina, la señora Denis. ¿Es eso más "conveniente"?

— ¡Por eso todo el mundo cree que el señor de Voltaire se acuesta con su sobrina!

—Pues aunque todo el mundo creyera que vos y el caballero... no os perjudicaría, señorita Jeanne, porque un hombre como el caballero Vincent no es pecado. Si el buen Dios hubiera querido que las mujeres decentes dijeran siempre que no, no hubiera creado hombres tan atractivos como él. ¿Sonreís? Me alegro. Venga, tengo que quitar de la vista esa caja. Banban os la llevará luego a vuestra casa.

—Lucette, ¿y si le devolviese las enaguas a la Lacaille?

—Probáoslas primero —aconsejó Lucette.

De pie ante el espejo de la chimenea, Jeanne examinaba su rostro con severidad. La piel, fresca y ambarina, seguía sin una sola arruga y cubría un bello rostro de mejillas sombreadas de rosa y salpicada de pecas a la altura de la nariz. "Las penas no me han marcado", se dijo la muchacha de diecinueve años tan en serio como si hubiera temido que la marcaran. Con un dedo humedecido de saliva se curvó las pestañas y se puso a hacer juegos de luz con el brillo húmedo de sus ojos. Se soltó el cabello, lo peinó con los dedos y lo alisó para que le cayera por los hombros con un chal de seda...

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"No, caballero, no podréis cumplir vuestra promesa. No, amor mío, no tendréis valor para cumplirla.", le murmuró a su imagen. Se sentía demasiado deseable para creerlo. Retrocedió hasta el centro de la habitación para verse de cuerpo entero, dudó un instante, dejó caer su bata y se deshizo de ella con un puntapié. Su cuerpo desnudo apareció ante el espejo, como una estilizada estatua color de mármol ambarino posada sobre el mármol gris de la chimenea, delgada y deliciosamente modelada, con el sexo cubierto de un espeso toisón dorado. Levantó los brazos por encima de la cabeza haciendo un arco y empezó a balancearse como una cortesana debutante. En cuanto logró imaginarse la mirada de Vincent fija en su danza de Salomé, se ruborizó violentamente, se apartó de un salto del espejo y sacó las enaguas de la caja de Lacaille, que estaba abierta sobre la mesa y se metió dentro de ellas... La suave batista de Cambrai, tan delicada como una tela de araña, se le deslizó por la piel como una caricia. Se ató las cintas, corrió al espejo y se dedicó a adorar la imagen que éste le devolvía. El perfume de azahar del que estaba impregnada la enagua la invadía, embriagadora, de la presencia de Vincent. Esbozó una sonrisa de victoria. "¿De verdad, caballero mío, que me has enviado unas enaguas semejantes, impregnadas de tu perfume, para no venir jamás a quitármelas?" Al regresar a la calle del Mail con todas las cosas que le había mandado Vincent se había desnudado tan de prisa que su ropa había quedado tirada de cualquier manera por la habitación. Recogió entonces la falda del brazo de un sillón y registró el bolsillo para coger la última nota del caballero. Aquella noche sus palabras de adiós eterno ya no tenían el poder de hacerla temblar de dolor y emoción. Dobló la hoja de papel. "Cuando escribías esto, hermoso y querido caballero, mentías. Y aunque hayas creído decir la verdad, ¡yo te haré mentir!"

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Capítulo 16Capítulo 16

Jeanne se instaló de nuevo en su vida cotidiana anterior a su tempestad sentimental con una renovada furia de vivir, como si vivir al galope pudiera acercarla antes a un mañana perfecto. A Lucette, que a veces le aconsejaba descansar un poco, le respondía: "¡He soñado demasiado cuando era joven, no tengo tiempo que perder!" Su excitación le sentaba de maravilla, tanto a la salud como al cutis. Estaba más esplendorosa y gustaba más que nunca, de manera que su coquetería natural había empeorado. En su eterna espera de Vincent, se esforzaba por vestir y adornarse de una manera refinada, estudiada hasta en sus menores detalles.

Estaban en época de elegancias claras y ligeras. La primavera, cálida y restallante, había hecho salir de los armarios los trajes de verano, y los clientes de La Tisanière aportaban a la tienda una alegría de grandes flores abiertas por el sol.

En el Jardín la multitud no era menos alegre, animada además por toda clase de modas extranjeras. Allí se hablaban todas las lenguas de Europa, con el sabio añadido del latín. Una soberbia corte de señores acompañaba el paseo cotidiano de Buffon, formando un cortejo digno del rey en Versalles. Cierto que cuando hacía buen tiempo, pasear bajo los tilos que Buffon había hecho plantar veinticinco años antes era una ocupación deliciosa. Las ramas de los árboles se unían en arco y formaban, a cada lado de los parterres de boj, dos largas naves de fresca luz verdosa. Todas las criadas llevaban a los niños a jugar bajo los tilos de Buffon para ver pasar el cortejo de sedas y encajes que seguía al intendente. André Thouin se quedaba entonces sin semillas ni esquejes, incluso le vaciaban la sopera hasta la última gota de caldo porque estaba de moda, ya que los duques y pares del reino empezaban a presumir de haber metido su cuchara en la olla del jardinero real como de haberse sentado a la mesa del propio rey en sus Pequeños Apartamentos. En torno a sus charlas matutinas se reunía una multitud mundana y en torno a las demostraciones públicas de Jussieu y Daubenton la afluencia de público era tal que una mañana Daubenton, siempre inclinado al humorismo, ¡adoptó maneras de charlatán de feria y disecó un cordero en un estrado levantado al aire libre para que todo el mundo pudiera disfrutar del espectáculo!

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La "sesión anatómica" de Daubenton gustó tanto que algunas amazonas excéntricas lanzaron la moda de dar una clase de anatomía en su jardín. Estas aficionadas a la medicina manejaban el bisturí delante de sus amigas bajo la supervisión de un cirujano que se ganaba muy agradable y descansadamente treinta libras, antes de ir a comer bajo los emparrados en tan fina compañía. Naturalmente, el animal que había que ofrecer a los invitados era el animal humano, por lo que el precio de los cadáveres pertenecientes al pueblo subió. Mientras que un anatomista del Colegio de Saint-Còme pagaba habitualmente diez francos por un cadáver en los hospitales de la Salpêtrière o Bicêtre, para luego revenderlo por veinticuatro a sus alumnos, una dama noble no dudaba en pagar hasta cuarenta libras por un cuerpo de sexo masculino en buen estado. El tráfico clandestino de cadáveres en la capital era próspero, y algunos picaros vendían mercancía robada en los cementerios de los pueblos situados fuera de las barreras. Los señores muertos llegaban a París en coche de alquiler y salían por los sumideros o en forma de grandes humaredas por las chimeneas. A veces los despojos humanos abundaban en exceso, no hacía falta calefacción debido a la buena temperatura, y entonces acababan tirados en las esquinas de las calles en pequeños montones negruzcos abandonados a las moscas. Los perros llegaban antes que el comisario de barrio y se hacían con los mejores trozos. Dichos restos no eran lo bastante interesantes como para que el buen funcionario intentara averiguar su identidad, de modo que aquella pobre carne averiada iba a engrosar, más anónimamente aún que la de los demás pobres, la voraz tierra del cementerio de los Santos Inocentes, una tierra complaciente y tan bien arreglada para su menester que se contaba que devoraba un cadáver en nueve días. De modo que al final de sus tribulaciones, el infortunado reposaba casi alegremente en pleno corazón de la ciudad, bajo la algarabía de los juegos infantiles y de los comerciantes que instalaban su tenderete encima de su tumba. Si tenía suerte, se le instalaba encima un pendolista público a veinte sueldos la carta amorosa y al menos lo mecía la música de las palabras de amor.

Un día se descubrió un buen montón de huesos frescos en un huerto de la calle Fossés-du-Temple y el pueblo se lo pasó en grande, riendo y cantando junto a los policías.

—No sabía que los parisienses fueran tan carroñeros —le dijo Jeanne a Mercier, que había acudido a visitarla.

—Aún no los conocéis —respondió el novelista en tono burlón—. No los habéis visto en la plaza de Grève un día de ejecución. Quien no lo ha visto no sabe de qué explosiones es capaz este buen pueblo, sobre todo si hace calor. Viendo trabajar al verdugo en esa plaza predije una vez la revolución que París será capaz de llevar a cabo un día de verano. Diderot gruñe cuando le anuncio que la revolución brotará un día de verano del adoquinado de las calles como una quermés roja, porque

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Diderot es un ingenuo que ve la revolución como una tarea de filósofos intrigando en el café para reformar las leyes. Pero ése no es en absoluto un asunto de cabezas pensantes, es un asunto de vísceras, y los parisienses tienen entrañas de lobo a las que tienen que echarles carnaza de vez en cuando. Pronto podréis ver su apetito ante una buena carnicería. La decapitación del general Lally-Tollendal va a aportarles unos buenos ingresos a los propietarios de ventanas bien situadas, pues ya es sabido que el rey no le va a conceder su gracia. La multitud se aplastará en la plaza de Grève y habrá muertos y heridos alrededor del cadalso. ¡Pensad en el tiempo que hace que el rey no le ofrece una cabeza a su buen pueblo! Todo el mundo se pregunta si el verdugo se acordará de cómo se maneja el hacha... ¡Es muy excitante, mucho más que una simple horca!

Cierto. El 6 de mayo de 1766, la sangre del marqués de Lally-Tollendal embargó a todo París de un alborozo monstruoso. Los jueces habían condenado a puerta cerrada al vencido en las Indias después de haberlo privado de defensor, por un crimen de alta traición del que no tenían la menor prueba. Pero había que lavar el honor francés humillado en Pondichéry con la sangre de un culpable: la opinión pública ya manifestó que prefería un ejército traicionado a un ejército vencido. El general fue conducido a su martirio en una innoble carreta sucia de fango, maniatado y amordazado a fin de que no pudiera gritar que era inocente como era su intención. Fue recibido en la plaza entre gritos de alegría y su cabeza cayó en medio de aplausos frenéticos de un populacho formado tanto por gente acomodada como desarrapada. El entusiasmo llegó al delirio porque, como se había previsto, el verdugo había perdido práctica y debió golpear varias veces para cortar el grueso cuello de Lally. "¡Jesús, pobre diablo, mirad el trabajo que le está dando ese maldito marqués!", se compadecía una condesa desde su balcón del "señor de París", que es como se llama a nuestro verdugo. Es cierto que ese torpe verdugo acabó con las medias blancas de seda salpicadas de sangre, pero las puso en su memoria, de la cual los pagadores eliminaron seguramente las seis libras que reclamaba en concepto de repaso del filo del hacha antes de la ejecución.

El asesinato de Lally dio para un par de tertulias en La Régence. Condorcet habló apasionadamente contra "la insoportable barbarie de la mordaza", y la filosofía en pleno se desencadenó contra la ella. Y en esto que la señorita Sophie Arnould se peleó por todo lo alto con el conde de Lauraguais, que la engañaba, y Sophie envió a su esposa la condesa, en una carroza que pertenecía a Lauraguais, a los dos hijos que había tenido con el conde... Y la sociedad de La Régence olvidó la tragedia, ya vieja, por la comedia del día. ¡Hacía tan buen tiempo!

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Hasta el último minuto Jeanne había creído que Vincent volvería a París antes de la ejecución del marqués de Lally. Sabía que el caballero, aunque consideraba al general torpe y odioso y que había actuado mal en las Indias, sostenía que su traición no había sido tal que mereciera semejante castigo. Ella pensaba que iría a Versalles junto con los demás partidarios de la gracia para intentar ablandar al rey. Y lo esperaba sobre todo porque la señorita Sorel le había dicho que el corsario sólo había ido a Londres para traer a París un nuevo cargamento de moda. Pero Vincent no había dado señales de vida y hasta mediados de junio no oyó hablar de él. La víspera Banban había ido a buscar a la tienda, de parte de la condesa de Bouffiers, una buena tisana porque un joven músico austríaco que debía actuar por la noche en la velada musical del príncipe de Conti tenía algo de tos. Hacía mucho tiempo que Jeanne vendía tanto productos farmacéuticos como hierbas y el gremio de tenderos-boticarios no podía meter las narices en el Temple; así que le dio un jarabe de capilar y un pequeño frasco de esencia de ciprés para que lo echasen a gotas en el pañuelo y la almohada del enfermo, al que había añadido un cucurucho de pastillas de miel de amapola cuando supo que el músico resfriado no era más alto que Banban. Al día siguiente estaba ocupada arreglando con Lucette un estante de saquitos de Bain-des-Champs con hierbas perfumadas y también de Bain-des-Forêts con agujas y brotes de pino, cuando un burgués vestido a la moda de más allá del Rhin entró en la tienda acompañado de un muchachito muy guapo de unos diez años, bien vestido y con el cabello rizado y empolvado en escarcha. Aquel elegante hombrecito era el músico que tenía tos y como le habían gustado sus caramelos de miel su padre venía a comprar más. Maravillada por la edad del artista Jeanne le hizo algunas preguntas; supo que tocaba el clave y el violín, que también componía y que volvía de un viaje a Inglaterra. El chico la miraba con una viva atención y, de repente, murmuró en su lengua algunas palabras a su padre, quien a su vez observó a la vendedora, meneó la cabeza y tomó la palabra.

—Señorita, os parecéis tanto a un retrato que hemos visto en Dover, en el camarote grande de un barco francés, que por fuerza tenéis que ser el modelo de la pintura.

Ella negó con la cabeza.

—No puede ser, señor, porque nunca me han pintado.

—Entonces se trata de un parecido extraordinario —dijo el burgués austríaco.

— ¿No dicen que todos tenemos nuestro doble? Ese debe de ser el mío. Os confiese que a mí también me gustaría verlo. ¿Cómo se llama el barco en que habéis visto ese retrato?

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—Belle Vincente —respondió el austríaco.

Lucette dejó caer un saquito de Bain-des-Forêts. Jeanne se ruborizó hasta la raíz del cabello y se mordió el labio.

—Si no me equivoco, Belle Vincente no es un barco correo, sino una nave corsaria. ¿Cómo es que habéis estado a bordo?

—Es que tengo un hijo bastante fuera de lo normal —dijo el austríaco con orgullo—. El caballero que manda esa fragata lo había oído tocar en una casa de Londres. Nos encontró por casualidad en Dover, donde íbamos a embarcarnos para el continente, y nos pidió que tocáramos a bordo su propio clave. Un instrumento maravilloso, señorita.

—Me ha dado esto en recuerdo y también para protegerme —dijo el chico en un francés lento pero correctamente pronunciado.

Jeanne se inclinó para admirar lo que el joven músico le enseñaba con sonrisa radiante: un relojito colgante de oro cincelado con rubís, zafiros y diamantes, y una crucecita de Malta de plata y esmalte.

—Es precioso —dijo Jeanne, acariciándole la mejilla.

—También me ofreció una gran merienda de dulces.

— ¿Y... el retrato? —preguntó Jeanne dirigiéndose al padre—. ¿Decíais que el capitán de la Belle Vincente tenía un retrato que se me parece... en su camarote?

—Sí, señorita. Un óleo muy bueno. De colores tan atrayentes que mi hijo le dedicó una sonrisa y yo tuve que felicitar a su dueño. Vos... vuestra doble está pintada como diosa Pomona.

— ¿Os dijo quién lo había pintado?

—El señor Van Loo.

—Van Loo... —repitió pensativamente Jeanne.

Se acordaba muy bien de que Carle van Loo no había parado de mirarla el domingo en que la señora Favart había dado su merienda campestre en Belleville. Incluso lo había visto trabajaren el álbum de dibujo del que no se separaba nunca. Más tarde, la señora Favart le había dicho que al pintor le gustaba su rostro radiante y que hubiera deseado pintarla como una divinidad de los jardines. Jeanne se había apresurado a aceptar la propuesta, pero Van Loo había muerto repentinamente y nunca había oído hablar de que hubiera pintado un retrato suyo antes de morir. Y sin embargo, aquel burgués de Salzburgo y su hijo aseguraban haber visto una Pomona de Van Loo que se parecía mucho a ella...

Jeanne colmó al niño prodigio de pastillas, jarabe y esencia de lavanda contra los contagios, lo besó y le preguntó cómo se llamaba.

—Mozart —dijo, abriendo su cucurucho de caramelos.

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—Mozart —repitió Jeanne, mimándolo aún un poco—. Pues bien, señor Mozart, siempre me acordaré de la visita que me habéis hecho y más tarde, cuando toquen vuestra música en la Opera, os prometo que estaré allí para escucharla.

Cuando estuvo a solas con Lucette, que no había dicho esta boca es mía en todo el tiempo, Jeanne le lanzó con impaciencia:

— ¡Lucette, espero que no vayáis a fantasear con algo tan chocante que yo misma dudo de haberlo oído!

—Señorita Jeanne, permitidme que fantasee, una es libre de hacerlo hasta cuando está en la cárcel. ¿Puedo hablar?

—Sí —dijo Jeanne—, os escucho.

—Entonces, señorita, si me escucháis deberíais estar contenta porque me está viniendo la fantasía de que veremos al caballero por san Juan.

— ¿Y eso cómo lo sabéis? ¿Os lo ha dicho Banban?

—Me lo ha dicho mi almohada. Y me cuenta también que el caballero vendrá expresamente desde donde esté para comprar un ramo de santa Jeannette en la floristería de la esquina.

— ¡Sólo decís bobadas! —soltó Jeanne, decepcionada. Y más decepcionada se sintió todavía cuando no vio a Vincent entrar en la tienda la víspera de san Juan con un ramo de flores en la mano.

Para las vendedoras de flores san Juan era el mejor santo del calendario, no solamente porque había muchas Jeanne a las que regalarles flores, sino porque un pueblo que se prepara para una fiesta echa más fácilmente mano al bolsillo. Ese día, grandes fuegos artificiales tirados en la plaza de Grève lanzarían sus salvas luminosas para celebrar la larga noche de san Juan y el Sena recogería miles de estrellas antes de tragárselas una a una. En todos los puentes habría una multitud alegre con la mirada puesta en los fuegos; los bromistas aprovecharían para saludar a las señoras por debajo de las faldas y los picaros cortarían bolsas, merodearían en torno a los relojes y se harían con todos los pañuelos. En la Courtille, en Porcherons o en Montmartre, todo el París popular escapado de las barreras bailaría alrededor de grandes y altas hogueras, cantaría rondas, entonaría himnos a las salchichas, los gofres y los toneles de vino y, un poco por todas partes, en los campos y en los bosquecillos, habría revolcones de amor sobre la hierba crecida y suave del verano. En espera de que se encendieran las hogueras, la alegría corría ya por las calles, las floristas animaban a festejar a las Jeannette,

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los vendedores ambulantes pregonaban sus panes de especias en forma de corazón, sus aguas de olor, sus cintas, su bisutería de pacotilla.

Jeanne había recibido ya varios ramos, de Philibert, de sus dependientas y de sus amigos, cuando un lacayo que llevaba la librea de la casa de Richelieu entró en La Tisanière para entregar, de parte del mariscal, un original frutero hecho con un gran sombrero con cintas al estilo jardinera vuelto del revés, relleno de magníficas cerezas y fresas sobre un lecho de hojas.

Contempló el regalo con sorpresa. Hacía meses que no le veía ni recibía nada de su parte. La marquesa de Mauconseil seguía cantándole las alabanzas del mariscal cada vez que la veía, pero Jeanne se las tomaba como chocheces de vieja amante nostálgica. Por la marquesa había sabido que el duque había regresado de Burdeos a Versalles en enero para cumplir con su servicio de primer gentilhombre de Cámara. Durante dos meses no había podido separarse del rey, que estaba muy afectado por la muerte del delfín. Cuando quiso liberarse un poco a fin de ver a Jeanne, cayó enfermo con un grave eczema. Aunque no podía dejarse ver, le rogaba a menudo, por boca de la señora de Mauconseil, a "su ruiseñor, su corazón, su deliciosa, su encantadora" que no lo olvidase mientras intentaba curarse. Jeanne había escuchado esta cháchara con oído distraído, sin hacerle mucho caso. El sombrero de frutas, que le recordaba los suspiros del mariscal, no le hizo mucha gracia. La conversación que tuvo una hora más tarde con la señora Favart la dejó preocupada y le estropeó su día de san Juan.

—Jeanne, ¿habéis recibido el regalo del duque de Richelieu? —preguntó Justine nada más entrar en La Tisanière.

—Venid a verlo —le respondió Jeanne, llevándola a la trastienda.

— ¿Cómo estáis?

—Aburrida. Sin más. No temo al duque.

—Hacéis mal. Os quiere conseguir, por las buenas o por las malas.

— ¡Bah! ¡Tonterías! No estamos en tiempos de Luis XIV. Ya no está de moda raptar a las vendedoras recalcitrantes.

—No, pero pueden encerrarlas. Cuando se cansan de las rejas del convento, consienten en todo con tal de salir.

—Justine, leéis demasiadas novelas al estilo antiguo. En Francia tenemos un teniente de policía, jueces, un rey. Hacen falta buenas razones para encerrar a alguien.

—Sartine tendrá tantas como quiera. Perdonadme, Jeanne, pero... Vivís maritalmente con el señor Aubriot sin estar casada.

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—No tengo marido ni padre que vaya a quejarse a Sartine — respondió Jeanne secamente.

—Bastará con que lo hagan vuestros vecinos. En Francia las malas costumbres son objeto de escándalo y pueden ser castigadas.

—El duque no hará tal cosa.

—El duque lo hará si no cedéis. Se lo ha dicho a la señora de Mauconseil.

Jeanne miró a Justine con estupor.

— ¿Os atreveríais a repetirlo?

— ¡Ay, Jeanne!, ya lo habéis oído. El duque ha previsto vuestra resistencia y ha tenido una conversación con la marquesa. Rabia por conseguiros al precio que sea.

— ¡Pues por estar tan rabioso me parece muy paciente! —dijo Jeanne con ironía—. Venga, todo esto es pura comedia. Ya hace meses que el duque...

—... se recome por tener que esperar —acabó de decir Justine—. Por eso mismo está rabioso. Esperad a que le quiten el último vendaje y lo veréis caer sobre vos.

—Un simple vendaje no impide que un enamorado furioso le haga la corte a su dama —dijo Jeanne obstinada.

Justine hizo una mueca.

—Querida mía, desde hace meses el duque vive con dos filetes en las mejillas y otros dos en las nalgas. El doctor Pomme lo trata con trozos de ternera cruda, que debe llevar permanentemente con vendas bien apretadas. Decidme si creéis que puede venir a cortejaros. ¡Sólo le falta una ramita de perejil en las fosas nasales!

Al oír esto, Jeanne se desternilló de risa.

—No tengo corazón. Pero, en fin, ¿el pobre duque está mejor?

—Demasiado bien para vos, os lo repito. En pocos días podrá aparecer en público. Tiene intención de invitaros a la Opera o a la Comedia Francesa, según deseéis. ¿Qué decís, Jeanne?

—Que le digáis al duque, de la manera más amable del mundo, que cometo la tontería de renunciar a él.

—Tendréis problemas, Jeanne. Y Aubriot, también.

—Eso lo veremos. ¡Ah!, ¿y por qué no se ha encargado la señora de Mauconseil de transmitirme las ternuras y amenazas del duque?

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—Es que... —comenzó Justine algo apurada—, es que me ha encargado que os recuerde que ha gastado mucho dinero en pasearos y haceros llegar regalos de parte del duque. Si el duque llegara a preguntaros sobre esas galanterías...

— ¡Oh, muy bien! Decidle a la marquesa que ya le agradeceré al duque sus atenciones. Espero, sin embargo, no haberle costado una fortuna que justificase sus pretensiones sobre mí. No poseo ningún hotel particular, que yo sepa.

— ¡El duque no es tan confiado como para pagar antes de gozar de una mujer! —dijo Justine, riendo.

—Menos mal.

—Jeanne, cuidado con vuestra franqueza, sed más astuta. Creed en mi experiencia, sabéis que sufrí las consecuencias de rebelarme contra un mariscal de Francia.

—Ya que hablamos de ello, amiga mía, ¿qué razón encontraron para encerraros?

—La más cómoda, la que os he dicho. Me acusaron de pecar contra el noveno mandamiento. Y era mentira, pues estaba casada con Favart, pero parece que en la parroquia de Saint-Pierre-aux-Boeufs no se encontraron trazas de ese matrimonio.

— ¡Yo nunca habría cedido! —exclamó Jeanne con furia.

—Jeanne, no se está nada bien encerrada en un convento. La cólera y la dignidad se agotan en pocos meses.

— ¡Queda la justicia!

Justine sonrió con amargura.

—La justicia está al otro lado de las rejas, demasiado lejos para que se oiga la voz de una prisionera. Y además se vería obligada a escuchar la verdad, que ya conoce de sobras. Poco tiempo después de mi... de mi rendición, cuando ya vivía en Chambord, pude saber el motivo de mi reclusión, que figuraba con toda su crudeza en los papales de la policía...

— ¿Y decían...?

— "La señorita Chantilly de la Comedia Italiana —cuyo verdadero apellido es Favart— ha sido conducida a las ursulinas de Grands-Andelys por orden del príncipe mariscal conde de Saxe, a quien ha rechazado por amante. " El rey se había reído mucho. Quería mucho a su primo Saxe. Y también quiere mucho a su primo Richelieu.

Jeanne miró fijamente a Justine, le rodeó el cuello y la besó.

—El loco de Mercier tiene razón. Un día tendremos que proclamar la república.

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Aquella mañana, cuando la chica de los Angot anunció que era san Juan bajo las ventanas de la calle del Mail y Philibert bajó la cesta para subir un ramo de clavellinas blancas, Jeanne se había dicho que la jornada empezaba bien. Con la visita de Justine Favart la jornada se había teñido de inquietud, pero por un momento Jeanne quiso imaginar, escuchando el carillón de las cinco rasgar el aire soleado del Temple, que las campanas le anunciaban tiempos nuevos. Que el decorado familiar de su vida parisiense iría a alzarse en su memoria como el viejo decorado de una obra de teatro.

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Capítulo 17Capítulo 17

Su bien orquestada vida comenzó a desordenarse al día siguiente de san Juan. Al pasar delante de la tienda de la señorita Sorel, Banban había visto a los mozos de las Mensajerías descargar unas cajas procedentes de Calais. Jeanne corrió al local de la Sorel y supo que se trataba de ropa inglesa que había venido por la posta. Pero sin el caballero Vincent. Una carta de Londres había anunciado su llegada, precisando que el montante de su valor se le pagaría a un banquero parisiense del maltés.

Entonces, Vincent no contaba con regresar a París de momento. ¿Dónde podía estar? ¿En Inglaterra? ¿En Malta? ¿Navegando hacia el otro extremo del mundo? Mortificada por la noticia, en lugar de volver a la tienda saltó a un coche de alquiler y se hizo conducir a los Petits-Pères. Si Vincent había pedido cartas de navegación durante su última estancia, quizá el padre Joachim conociera sus proyectos.

Una segunda decepción la esperaba en el convento. El padre Joachim, al que hacía un mes que no veía, le dijo que el Depósito de cartas marinas había sido trasladado a Versalles por orden del rey, a tiempo de impedir que los espías extranjeros conocieran las nuevas cartas que se habían levantado de ciertas costas. Al mismo tiempo, Jeanne supo que la fragata de un capitán a quien la Armada requería a menudo no podía marcharse de un puerto francés sin informar de su ruta al almirante de la flota, y el buen religioso mandó a pedir noticias al duque de Penthièvre. En esta ocasión, la misión del corsario no debía de ser secreta porque, al volver de los despachos de Marina, el comisionado informó a Jeanne de que la Belle Vincente había puesto velas hacia América del Sur, para luego ganar las islas del océano Indico, antes de remontar el golfo de Bengala.

Jeanne se sintió aterrada. El corazón comenzó a pesarle en el pecho como si hiera una piedra. Vio cómo su sueño de amor huía a velas desplegadas y se hundía en la inmensidad inaccesible del azul. Lágrimas, arrugas, cabellos canos le invadieron el alma. Y una inagotable desesperación de Penélope que envejece lejos de Ulises. La noche fue una pesadilla poblada de naufragios y de antropófagos, de grandes colmillos de los que el corsario escapaba para caer en algo peor: los brazos de ventosa de una sirena criolla o los muslos embrujados de una española de Montevideo. Pero "mañana" es siempre otro día y al amanecer de aquella

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terrible noche le llegó a Jeanne una lucecita de esperanza por otro conducto.

Camino de la charla de Thouin en el Jardín, Jeanne encontró a su amigo Adanson en un rincón del huerto experimental hablándole de melones al conde de Lauraguais. De los melones pasaron a las frutas exóticas y el conde acabó diciendo que la Isla de Francia podría convertirse en un magnífico vergel de rarezas y que había tenido la satisfacción de saber, cenando la víspera en casa del duque de Choiseul, que el señor Poivre acababa de aceptar la intendencia de la isla después de haberla rechazado dos veces. Por fin la isla india estaría en manos competentes y luciría en todo su valor.

Estas palabras conmocionaron a Jeanne. El nombramiento del gran naturalista lionés podía ser la ocasión para que enviaran a Aubriot a ayudarle a clasificar las riquezas naturales del lugar. La Isla de Francia flotaba en el océano índico, no tan lejos —al menos sobre el mapamundi— del mar de Bengala, en la ruta de Vincent. En un instante, Penélope abandonó su languidez y se embarcó en sueños a fin de reunirse con Ulises. Se puso loca de alegría cuando Aubriot aceptó la idea y, esa misma noche, le escribió una carta a Pierre Poivre ofreciéndole su candidatura como médico botánico adjunto. Quizá ni Poivre sabía si tendría crédito suficiente para contratar a un colaborador, y Jeanne estaba aún menos segura de poder formar parte del equipo del doctor Aubriot en caso de que fuera nombrado para el puesto. ¡La esperanza de llegar a Port-Louis al mismo tiempo que Vincent no era más que un frágil espejismo, pero qué importaba! No podía elegir entre varias esperanzas, así que se agarró a aquélla.

El eco de una noticia horrible atenuó un poco la impaciencia de Jeanne. El primero de julio el pobre caballero de La Barre, acusado de irreverencia para con el santo sacramento, fue sometido a suplicio en la plaza del marcado de Abbeville y su cuerpo echado a la hoguera. La emoción que levantó en París la muerte de un joven de diecinueve años por una simple acusación de impiedad fue inmensa. Todo el mundo se levantó contra la Iglesia y el Parlamento, que había confirmado la sentencia. Los salones, los cafés, la calle, los filósofos y los periodistas apelaron a la opinión de Europa entera contra la justicia medieval que imperaba todavía en Francia. Las mujeres lloraban a mares y quemaban cirios para consolar al pequeño mártir. Al no hacer uso de su derecho a conceder la gracia, el rey, a quien le habían quitado ya su título de Bienamado, había dejado pasar la oportunidad de recuperar el corazón de sus súbditos y la estima de los filósofos. En la plaza de Luis XV su estatua

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fue coronada con un cubo de basura, cubierta de escupitajos, lapidada y adornada con un cartel que decía:

Aquí como en Versalles.

Es siempre duro y miserable.

Hubo que mandar a los soldados de la ronda a proteger la estatua de bronce, a patrullar a la policía en el Puente Nuevo, donde las canciones habían tomado un cariz de motín, y el señor de Sartine tuvo que doblar el número de confidentes encargados de escuchar lo que decían los revolucionarios de café. Estaba París en plena sedición, cuando el cielo, sin duda monárquico, lanzó sobre los parisienses una terrible tormenta de granizos enormes en forma de pirámide hexagonal, capaces de hundirle el cráneo a cualquiera que no se resguardase. El duelo por el caballero de La Barre quedó eclipsado. Tanto en el Jardín como en los salones y en los cafés, así como en el ambiente de los físicos y los astrónomos, sólo se hablaba del fenómeno, y las señoras del mercado derramaron lágrimas por la masacre de lechugas de sus huertos, al tiempo que ponían a salvo a las supervivientes a precio de oro. Luego vino el buen tiempo y el señor de Richelieu aprovechó para hacer su primera salida a los Campos Elíseos.

El duque se había curado por completo de su pestilente enfermedad. Tras tanto tiempo de reposo se sentía de maravilla, fresco como un recién nacido, con toda su piel renovada. Iba espléndidamente vestido con un traje de satén salmón magníficamente bordado con ramilletes multicolores y lucía su espada con pomo de brillante orfebrería y su cruz de diamantes del Saint-Esprit. Aquello era un mero andar de un parloteo al otro bajo las enramadas de los Campos Elíseos, pero lo único que buscaba era matar el tiempo antes de entrar al espectáculo.

Habría preferido que Jeanne escogiera la Opera a la Comedia Italiana. Su ayuno carnal de varios meses, el temor que había tenido de no curarse nunca, de convertirse en un objeto de repulsión y de morir sin haberla poseído, había exasperado su deseo de ella hasta convertirse en una idea tija. Le hubiera encantado, por tanto, exhibirla en su palco para que todo el mundo viera qué encantadora convalecencia se había preparado al salir de su embalaje de ternera del que todo el mundo de burlaba. Cien veces más que antes de su enfermedad, el viejo duque estaba dispuesto a las locuras más espectaculares para satisfacerse haciendo feliz a Jeanne. Había entrevisto el fin de su carrera amorosa, pero creía que, al final, el buen Satán le había concedido la resurrección de la carne.

—Monseñor, no he venido para ver el espectáculo, sino para veros a vos. Sentémonos en la galería de vuestro palco y charlemos —dijo Jeanne

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con una gracia segura de sí misma en cuanto el duque hubo acabado su reverencia.

— ¡Ruiseñor, me colmáis de dicha! —gorjeó el duque, resplandeciente de alegría—. ¡Tomemos un vasito de vino de España! Tengo que ver si me han servido todas las golosinas que he pedido para mi niña...

—Monseñor, dejemos eso —lo interrumpió Jeanne un tanto impaciente—. He crecido desde la última vez que nos vimos. No hace falta comenzar nuestra entrevista con dulces. Deseabais verme. Pues aquí estoy, dispuesta a escucharos.

Se había sentado en el sofá de terciopelo amarillo, bien derecha y tranquila, con las manos abandonadas en la falda.

El duque la contemplaba con una mirada casi suplicante. La actitud distante de Jeanne lo desconcertaba. Estaba acostumbrado a la galantería, pero no a estar enamorado. Al fin le tomó una mano y la besó, antes de preguntarle con ansiedad:

—Decidme, ruiseñor, si en mi ausencia he hecho progresos en vuestro corazón.

—Monseñor, mi corazón está lleno de respeto filial por vos.

— ¿Eso es todo? ¿No siente nada más dulce por mí?

Ella respiró profundamente y se echó al ruedo.

—Monseñor, no se puede forzar al corazón, vos lo sabéis. El mío no siente amor por vos. ¿No os basta su ternura y su respeto?

—A fe mía, eso depende —respondió el duque, turbado—. Me basta con un corazón tierno si me dejáis amaros a mi manera.

Y de repente el viejo mariscal recobró la agilidad de un joven caballero y puso una rodilla en tierra, tomó las dos manos de Jeanne entre las suyas y rogó con ardor:

—Consentid en ser mía, Jeanne, y yo os haré la más feliz de las mujeres. Consentid solamente, más tarde me amaréis a fuerza de afecto. Fuera de mi honor, podéis pedirme lo que queráis. ¿Qué deseáis, amor mío? ¿Una casa en la ciudad, en el campo, un carruaje, vestidos, diamantes? Exigidme cuanto queráis, vuestras exigencias, y un poco de vuestro tiempo, me harán feliz...

— ¡Oh, si sólo fuera cuestión de tiempo os lo daría con gusto! Queda por saber qué haríais con él.

—Permitid que os bese para daros una idea...

—No, monseñor —dijo ella retrocediendo—. Mis besos no están en venta. Ni por caballos, ni por vestidos, ni por diamantes. Señor mariscal, no me obliguéis a mentir, os lo suplico, no me condenéis a engañaros.

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Permitid que me explique con toda la sinceridad de que es capaz mi corazón...

El se sentó junto a Jeanne en el sofá, dejó una mano entre las de ella y le hizo una seña de que le hablase sin temor.

—He venido a rogaros que renunciéis a mí, monseñor —continuó Jeanne—. Valoro el honor que me concedéis al distinguirme entre una multitud de mujeres bonitas ansiosas de gustaros, pero, ¡ay!, mi afecto por vos es casto y nunca conseguiréis que me rebaje entregándome a vos por interés.

— ¡Jamás se me ocurriría semejante infamia! —exclamó el duque con un sarcasmo consumado—. Entregaos a mí para salvarme de la desesperación y, a cambio, dejadme que os rodee de honores. Para mí sería un gran placer ver que sois la más bella, la mejor vestida, la mejor servida... Jeanne, ¡las amantes del rey estarían celosas de vos!

— ¡No ibais a arruinaros por eso! —exclamó ella con viveza—. ¡Actualmente las amantes del rey se venden a precio de simples cortesanas!

Se mordió el labio porque no había podido contener la salida y el duque se estaba riendo de buena gana.

—Me encanta que penséis que no tenéis precio —dijo con fineza.

Ahora respiraba mejor. Con su ocurrencia, Jeanne lo había situado en terreno seguro: el de que toda mujer tiene un precio. El duque de Richelieu, fabulosamente rico, podía pagarse las mujeres más caras. Si aquella quería exagerar, mejor, así haría rabiar a su hijo el duque de Fronsac. Padre e hijo se odiaban. Sonriendo maliciosamente, papá Richelieu imaginó la cara del duque viendo pasar a Jeanne con cien mil libras de perlas en los cabellos.

—Hermosa mía, sólo os pido que me arruinéis con vuestros caprichos —dijo mientras le besaba un dedo de la mano que sostenía como si chupara un bombón celestial.

Jeanne soportaba sus chupeteos con disgusto y retiró la mano en cuanto pudo.

—Escuchadme bien, monseñor, no intento subir la puja —dijo con firmeza—. Calibro el atrevimiento de rechazaros, pro conozco vuestro sentido del honor y sé que no querríais conseguir a una mujer por la fuerza.

— ¡Entonces es que queréis matarme! —exclamó el duque, volviendo a su anterior alarma—. ¿Me habrán salvado mis médicos para entregarme a vuestra crueldad? Jeanne, mi amiga, mi bella, mi corazón, no podéis rechazarme porque no puedo perderos. Una de dos, tengo que

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conseguiros o morir. ¡Y no acepto morir antes de haberos tenido entre mis brazos!

El duque se había inclinado hacia ella, que se iba echando atrás. Sus satenes se rozaban y crujían, las muselinas y encajes mezclaban su espuma blanca, el fresco rostro dorado de Jeanne se encontraba sin poder evitarlo cara a cara con la máscara de escayola enrojecida del duque, en las que brillaban los orificios de unos ojos plenos de codicia. El hombre la envolvía con su perfume almizclado, la empañaba con su aliento, la irradiaba con su calor de macho excitado y ella tenía la horrible sensación de sufrir el asalto de un chivo en celo.

—Por favor —murmuró—, por favor, dejadme respirar, me asfixio, siento que me viene un vapor...

El duque se levantó enseguida, fue a su palco, cogió un frasco de vinagre de rosas en el cajón del minúsculo tocador y se lo dio a oler antes de frotarle las sienes y las manos con la preparación, sin dejar de susurrarle palabras de amor.

—Corazón mío, no sois razonable —dijo cuando la vio repuesta—. El pudor excesivo perjudica la salud. Y cuando además va unido al temor, me ofende. Os envolvéis en vuestras faldas, queréis que me ase a fuego lento, pero, ¡diantre!, pensad en que hace meses que os espero. ¡Palabra de soldado: Port-Mahon, ciudadela con fama de inexpugnable, no me costó tanto de tomar como vos! Entonces, corazón mío, dadle un beso a mi impaciencia y esta noche no os pediré nada más. Tomad, os cambio esto por un beso y aún saldré ganando en la plaza del mercado.

El duque le echó en la falda el rubí que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda y le acercó la ávida boca...

— ¡No! —exclamó ella, rechazándolo con las dos manos.

Al levantarse, el anillo rodó por la alfombra.

Hubo un silencio. El gesto de rechazo angustiado de la joven manifestaba una repugnancia carnal tan clara que tenía que resultar muy desagradable para aquel hombre enamorado, a la par que muy ofensiva para el gran señor acostumbrado a los éxitos fáciles.

—La señora de Mauconseil me había preparado para vuestra testaruda virtud, pero no para este pánico insultante —dijo secamente—. Consiento en esperar un poco pero tendréis que adoptar una estrategia más hábil.

—Por Dios, monseñor, dejad de creer que estoy jugando —dijo con colérica desesperación—. Sólo intento deciros sin ofenderos que nunca seré vuestra amante. ¿Es que el rechazo es una ofensa? ¿Es que en este país una mujer no tiene derecho a decidir que no quiere entregarse a un hombre? ¿Es que la virtud está prohibida?

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Siguió hablando durante un rato, sonriendo al duque para ablandarlo. Pero ¿de qué servían sus ruegos de muchachita sentimental en el mundo en que había vivido Richelieu desde su infancia? Un mundo en que señores y millonarios de las finanzas se intercambiaban sus esposas entre bromas, se disputaban a las bailarinas a peso de oro sin casi pedirles su opinión; un mundo en el que podía verse a una princesa dejar que se la jugasen a los dados por diversión; a los jueces organizar reuniones de niñas en los burdeles de moda en vez de condenar a la deportación a América a las prostitutas enfermas; a burgueses padres de familia comprar vírgenes a sus pobres parientes a cambio de rentas vitalicias; a amos tomar a sus doncellas a su capricho, dejándoles unas simples monedas en el bolsillo del delantal... Durante su vida galante en un mundo sin moral, el duque de Richelieu había pasado sin esfuerzo de la ligereza al vicio, de la disipación cortés a la más baja crápula. Con tal de gozar de una mujer no había dudado en encanallarse en la mentira y en las más odiosas maquinaciones y, con la edad, su donjuanismo se había convertido en una manía obsesiva. Que en este caso se hubiera enamoriscado de la presa deseada no bastaba para devolverle un poco de frescor a su alma. Es verdad que quería poner un poco de corazón en su relación con Jeanne, pero no hasta el punto de evitarle daños y molestias a la joven si eso le convenía. Por otra parte, no creía en sus melindres porque confiaba demasiado en la simple seducción del glorioso nombre de Richelieu. Cuando hubiera conseguido a aquella remilgada, la haría rica para consolarla y ella estaría encantada, como todas.

—Pequeña, basta de discursos sobre vuestra virtud —dijo él bruscamente—. Vuestra virtud no es demasiado constante y se sabe que no tenéis empacho en pecar cuando os parece. Sólo os pido que dejéis un pecado por otro. No perderéis con el cambio.

"Así que ya estamos en la prueba de fuerza", se dijo Jeanne, angustiada.

—Perdonad mi franqueza, monseñor, pero amo al señor Aubriot y a vos no os amo, ésa es la gran diferencia —dijo ella en voz alta y clara.

—Vuestro corazón os aconseja mal. Está enceguecido. Tenéis que tomaros un descanso en soledad para darle tiempo a reflexionar. Hablare con la señora de Mauconseil, que os llevará a algún retiro donde...

Presa de una fría cólera, ella se atrevió a interrumpirle:

—Monseñor, hablemos francamente. ¿Me estáis proponiendo una estancia en las ursulinas de Grands-Andelys?

— ¿Preferiríais las penitentes de Angers? ¡El lugar es siniestro y os convertiríais antes!

— ¡En Francia hay justicia, señor! ¿Y no habéis pensado que los filósofos y los periodistas podrían ponerse de mi parte?

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El duque levantó las cejas, divertido.

— ¡Qué empuje, señorita! ¿Os habéis parado a pensar en quién soy yo y quién sois vos?

La estocada la alcanzó. Pensó en Calas, Lally-Tollendal, el caballero de La Barre: todos aquellos inocentes por los cuales se habían batido los filósofos y habían muerto lo mismo, atrozmente.

— ¿Recurriréis a la pluma de mi ilustre amigo Voltaire para defenderos contra todo el bien que os desea su viejo y buen amigo Richelieu? —prosiguió el duque, sonriendo.

Por última vez, sin creer mucho en ello, intentó salir del aprieto agarrándose a Voltaire, a quien el mariscal le encantaba imitar.

—Monseñor, ¿vuestro ilustre amigo no ha dicho que vencer era poca cosa cuando no se era capaz de seducir? ¿Y no se le vio renunciar con gracia a una que prefirió a otro en la cama, contentándose con su amistad?

—Sólo se tiene la sensatez que exige la propia naturaleza. Según una indiscreta, mi amigo Voltaire siempre ha tenido el sentimiento un poco... blando. ¡Yo, amiga mía, lo tengo tieso! —encantado de verla sonrojarse por su cruda alusión, añadió con atrevimiento—: hermosa mía, mi deseo tiene veinte años y puedo demostrároslo cada vez que queráis. Así que no esperéis que me canse de vuestra resistencia. Mi ardor puede resistir un siglo entero sin debilitarse, pero también puede lanzarse al asalto si la impaciencia le pica demasiado. Tanto en la cama como en la guerra suelo apresurar la victoria y raramente me han odiado. Soy un vencedor generoso.

Se hizo un largo silencio. Jeanne reflexionaba a toda velocidad y tomó una decisión.

—Así que aparte del convento, ¿sólo me dejáis elegir entre la capitulación y la violación?

—Sólo os dejo elegir ser mía, para mi felicidad y para vuestra fortuna.

—Muy bien. Escojo capitular.

Con un gesto detuvo la demostración de alegría del mariscal.

—Ello me da derecho, supongo, a poner mis condiciones antes de librar la plaza.

—Os lo repito, corazón mío, fuera de mi honor podéis pedírmelo todo. Comenzad por poneros esta nadería en vuestro lindo dedo...

Recogió el anillo del suelo. Altanera, Jeanne tendió la mano y recibió el magnífico rubí de color sangre de buey sin una palabra de agradecimiento. "¡Es mía!", se dijo el duque, loco de alegría anticipada.

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—Monseñor —dijo ella volviendo a sentarse—, me temo que mi moral es muy provinciana. No podría pertenecer a dos hombres sin sentir horror. Antes tendría que dejar al señor Aubriot.

—Amiga mía, ¿acaso os he pedido otra cosa? ¡Dejadlo en seguida y venid a mis brazos!

—Pero ocurre que el señor Aubriot ha sido muy bueno conmigo y no quiero dejarlo sin hacer que se consuele de mi pérdida.

—Lo entiendo muy bien. ¿Qué es lo que quiere? Bueno, ¡todos los sabios quieren lo mismo! Nos llevará algún tiempo sentarlo en la Academia, porque esos señores son unos impertinentes que quieren elegir ellos a los académicos... Pero el cordón de Saint-Michel o...

—Pienso en otra cosa —lo interrumpió ella—. Lo mejor sería alejar al señor Aubriot y precisamente...

Le expuso su idea: convertir a Aubriot en ayudante del nuevo intendente de la Isla de Francia, el señor Poivre, que estaba a punto de embarcarse.

Richelieu la escuchaba con atención, maravillado por lo preciso de sus peticiones: quería dos mil francos de sueldo anual para su botánico, una caja con instrumental, un criado transportado a Port-Louis a expensas del rey, una vivienda oficial en la isla, dos servidores negros, etcétera. ¡Por fuerza había necesitado madurar su proyecto antes de verse con él para que estuviera tan bien pensado! "¡La pequeña zorrita!", pensó, encantado. "Yo aquí suplicando, arrastrándome, y ella lo único en que pensaba era en pedirme que la librase con elegancia de su amante. Lo tenía todo previsto, ¡hasta la cantidad que habrá que sacar de la caja del rey para que su medicastro tenga un microscopio! ¿Qué necesidad tenía de empezar negándose? Nada iguala la astucia de una mujer, pues no es astuta por necesidad sino por puro placer."—Corazón mío —dijo—, mañana mismo enviaré a mi secretario a informarse y nos pondremos a la tarea de resolver el asunto. No es a Choiseul al que hay que acudir, sino a su primo Praslin, el ministro de Marina, y ése quiere conseguir papeles para una señorita de la Comedia Francesa. Como ya sabréis, yo mando en los destinos del teatro. Así que, delicia mía, ¿firmamos el tratado?

Intentó tomarla en sus brazos, pero ella se resguardó tras la débil muralla de un sillón.

—El tratado está firmado, pero las condiciones no se han cumplido todavía. Cumplid vuestra parte. Haced que el señor Aubriot se embarque y yo pagaré mi deuda.

— ¿Qué? ¿Ni siquiera un pequeño adelanto? Jeannette... —rogó el duque con voz moribunda.

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Ella se había enardecido durante el duelo y se sentía extremadamente audaz.

—Monseñor, me decepcionáis —dijo ella secamente—. Me desagradaría que me persiguieseis cuando ya me he rendido.

Al ver que el duque se enfadaba, añadió con un aire de dignidad soberbia:

—Supongo que no os gustaría que a la futura favorita del mariscal de Richelieu la trataran como a una modistilla, ¿verdad?

— ¡Pardiez, señorita, hinco mi rodilla en tierra ante semejante réplica! —exclamó el mariscal, transportado de admiración y uniendo el gesto a la palabra—. ¡Creo, Jeannette, que os voy a amar hasta el punto de haceros un bastardo! El duque de Fronsac reventará de rabia y yo seré el más feliz de los padres.

—Para daros un bastardo también os pondría mis condiciones —dijo ella, haciendo que entraba en el juego—. Tendríais que prometerme que lo haríais cardenal. Se dan muy bien los cardenales en vuestra familia.

Felizmente, hay momentos en que la tensión de nuestra alma se armoniza con la tensión de los acontecimientos. Desde que había hecho tratos con el mariscal, Jeanne se paseaba por su vida cotidiana con la mágica seguridad de una sonámbula imantada por su objetivo: salir sin mancha de aquella sucia intriga. Le repugnaba tener que engañar, aunque fuera a un tirano de la Corte que la coaccionaba, pero prefería no pensar en ello. No iba a escoger la amarga vanidad de ir a marchitarse a un convento, obligando a Philibert a entablar una lucha contra uno de los más grandes señores del reino. Con la misma fuerza que se prohibía juzgar su propia conducta, se obligó a creer en el éxito de su plan. Que dicho plan hubiera nacido de un impulso frente al peligro y que después le pareciese demasiado novelesco no la desanimaba, al contrario, en ella lo real y lo novelesco habían tenido casi el mismo peso siempre, y a veces se habían encontrado, mezclado, fundido en una sola cosa. "¡Mi destino es novelesco, eso es todo! ¡Dios sabe dónde estaré mañana, pero más vale eso que tener el porvenir regulado como si fuera un reloj de cuco!", se decía. Consumirse en la espera mientras Richelieu buscaba influir en los ministros es lo que más la atormentaba.

Estaba segura que él lo lograría. La deseaba demasiado para fracasar. Así que empezó a preparar su partida en su imaginación. De todos modos, tanto si lograba huir a la Isla de Francia con Philibert, como si tenía que correr a enterrarse en Charmont para escapar a Richelieu cuando llegara el momento de pagar su parte de la apuesta, tendría que dejar la tienda

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por una buena temporada. Dejaría La Tisanière en manos de Lucette. La ex pupila de la Nadine era muy espabilada y tenía olfato para el comercio. Ayudada por Banban y Madelon Thouin lograría sacar adelante la tienda, y más teniendo en cuenta que podría contar con los consejos de Adanson en cuestiones de botánica y los de Mathieu Delafaye, de La Rose Picarde, para llevar las cuentas. De este modo, La Tisanière podría seguir existiendo y prosperando mientras su dueña hacía fortuna en las islas. En cuanto se ponía a pensar en ello, su sueño azul y oro la llevaba hasta un vergel de especias creciendo como un paraíso entre el mar y el sol. Una fila de negros portando sacos de nuez moscada, pimienta y clavo caminaban cantando hacia un puerto salpicado de velas blancas entre las que destacaban, luminosas, como inmensas y silenciosas alas, las velas de la Belle Vincente. En las brumas del sueño de Jeanne todo acababa bien, ¡con Philibert en el vergel, Vincent en el puerto y ella entre el amor de ambos, radiante!

— ¡Vaya, señorita Jeanne, debe de hacer buen tiempo en su cabeza! —observó Lucette una tarde.

Jeanne volvió a la realidad.

—Estaba pensando en un viaje... que querría hacer desde hace mucho. Quizá algún día lo haga. Si me ausentase por algún tiempo, me pregunto si podríais arreglaros sin mí.

Los ojos azules del Lucette se abrieron y chispearon.

— ¿Es que me dejaríais llevar la tienda?

—Si os sentís capaz, sí.

— ¡Ya lo creo que me siento capaz! Y si me permitís decirlo, en cuestión de meter dinero valgo más que vos. Y en cuanto a sacarlo, sabéis que no es mi estilo.

—Entonces, ¿quién sabe? Quizá me decida a viajar un poco.

— ¿Iréis a hacer el Tour de Italia, como todos los artistas y los hijos de burgueses que han conseguido su título de abogado? ¿Os ha dado la idea el señor de Lalande?

—Quiero ver el mar, pero aún no lo tengo claro —dijo Jeanne con una voz tan ligera como si flotase en un vago proyecto de vacaciones.

—Ahora os podéis pagar ese capricho. Ya sois rica, señorita Jeanne.

La observación de la dependienta alertó a Jeanne sobre un punto preciso.

—A propósito, Lucette, puede que dentro de poco deba disponer de una buena cantidad de dinero. Poned los pedidos al día, enviad a Banban a

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que los sirva. Me gustaría saber de cuánto puedo disponer de un día para otro.

Lucette no vaciló un momento, se fue a la trastienda, donde tenía la cama, y volvió con un cofre de hierro. Sacó una llave de la faltriquera y lo abrió.

—La mitad os pertenece —dijo tendiéndole el cofre.

Jeanne, estupefacta, contó tres mil ochocientas libras. ¡Una pequeña fortuna!

— ¿De dónde lo habéis sacado?

—De ciertas ventas que hago por la mañana cuando me dejan tranquila, con perdón. Algún día teníais que saberlo, pero esperaba que la suma fuera aún más grande de modo que os quitase el enfado antes mismo de enfadaros.

— ¿Y por qué tendría que enfadarme? ¿Qué es lo que vendéis en mi tienda a precio de oro?

—Nada que me dé vergüenza vender. Con vuestro permiso, señorita Jeanne, os diré que sois un poco mojigata en algunos aspectos.

— ¿Mojigata, eh? —exclamó Jeanne, furiosa— ¡Enseñadme ahora mismo lo que vendéis a mis espaldas, y rápido!

Lucette suspiró, volvió a la trastienda, de la que trajo una gran caja.

—Es esto —dijo, levantando la tapa—. Y antes de explotar recordad que se vende mejor que el pan de Gonesse.

Jeanne tenía menos ganas de explotar que de comprender. La caja contenía unos trocitos de fina esponja, cada uno de ellos rematado con una cintita que parecía una cola de rata, y una treintena de botes de loza blanca conteniendo una gelatina rosa de olor picante y agradable. Jeanne tomó un poco de gelatina, la olió, la observó, luego miró a Lucette.

—No se come, señorita Jeanne —dijo la chica, esforzándose por no reírse.

— ¿Para qué sirve todo esto, Lucette?

—Para no hacer un hijo o tres abortos al año. Basta decir que hoy por hoy es el medicamento más solicitado.

Como Jeanne seguía mirándola sin decir nada, Lucette prosiguió con el tono paciente de una maestra de escuela:

—Untáis bien el cojincillo de esponja con nuestra Gelatina mágica —así la he bautizado— y os la colocáis bien al fondo, antes de que os visiten. ¿Pescáis lo que quiero decir? Cuando vuestro visitante ha salido, tiráis de la cintita para sacar el regalo del visitante junto con sus futuros hijos.

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Bien, señorita Jeanne, no hay que ponerse colorada, estamos entre mujeres. Venga, venga, supongo que ya conocéis el truco porque he visto que el doctor se las arregla para que conservéis la cinturita sin tener que preocuparos.

Jeanne se puso tan colorada que pensó que todo el cuerpo iba a incendiársele. No tanto por las palabras de Lucette como ante la idea de que podría tener un hijo de Philibert. Esta ida, que jamás se le había ocurrido, la horrorizó por monstruosa.

—Lucette, habláis a tontas y a locas —dijo, enfadada—. Es natural que el señor Aubriot no quiera tener hijos porque no estamos casados. Tampoco yo los quiero.

Lucette se echó a reír.

— ¡Si supierais cuántos hombres hay que no quieren mantener hijos y se conforman con pegarle a su mujer cuando les anuncia la llegada de alguno! ¡Gracias si se avienen a pagar a una "hacedora de ángeles", en lugar de obligar a su mujer a saltar desde una mesa cien veces con los brazos en alto!

— ¡Lucette!

—No hay nada que hacer, señorita Jeanne, os digo que sois un poco mojigata —dijo Lucette, suspirando—. Bueno, volvamos a lo nuestro. La mitad de la fortuna que veis aquí se la debéis al señor Michel.

— ¿Al señor Adanson?

—Os lo explico. Las almohadillas de esponja se conocen desde hace mucho, y por lo general se empapan en vinagre de mala calidad y ya está. Pero yo quería vender algo mejor y ser la única que lo tuviera, así que como el señor Michel ya nos ha dado buenas recetas contra las polillas, las pulgas y demás, le pedí que me buscase algo contra los niños. Así que con ayuda de su amigo el químico Rouelle ha encontrado esta especie de confitura, que el señor Michel llama "barrera insectívora" en son de chanza. En todo caso funciona, de modo que nunca tengo bastante. Es mejor que los engañabobos que podéis comprar en el Puente Nuevo o en casa de las matronas. Pero, ¡diantre!, mi Gelatina mágica no es para todo el mundo, no la regalo.

— ¿A qué precio la vendéis?

—Según la dienta. Por ejemplo, a la Vaubertrand, a quien su abogado general le da veinticinco luises al mes, le cobro más que a la Fontaine, que sólo le saca quince luises al consejero del Parlamento. A las hijas de la presidenta Brissault, que tratan con ministros, extranjeros y príncipes, o a las de Babet Desmarets, que tienen una soberbia clientela eclesiástica, les cobro todavía más, casi tanto como a la condesa de Bouffiers o a otras grandes damas. Como estoy muy bien organizada sirvo

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por abono y Banban lleva los paquetes, y resulta tan discreto que hasta las burguesas acuden.

—Bien, bien, bien... —iba diciendo Jeanne, aturdida y completamente sobrepasada.

Lucette la miró de soslayo, comprobó que estaba bastante aturdida pero volvió a la trastienda a coger un bote de té que contenía más de dos mil libras.

—Más vale que os lo cuente todo, así ya no nos ocuparemos más del asunto. Esto es todo vuestro porque nuestra asociada ya está pagada, no trabaja de fiado.

Jeanne puso cara de quien se resigna a todo.

— ¿Y esto de qué ventas proviene?

—Esto es de nuestro Ungüento de Venus. También se vende muy bien.

— ¿Nuestro Ungüento de Venus?

—Este está garantizado. Me lo fabrica la mejor comadrona del Temple.

— ¿Para qué sirve?

Lucette sacó el labio inferior y se puso a soplarse los rizos que le sobresalían del gorro para ganar tiempo. Luego se decidió a explicar de un tirón:

—Sirve para perfumar la intimidad de las damas. ¡El que se frota ahí se vigoriza! Y no me digáis que es cosa mala o un veneno o Dios sabe qué, porque la que me lo sirve provee también a la abadesa del Parque de los Ciervos y, si fuera un veneno, ¡no dejaría que el rey se metiese ahí y se untase! Y si fuera un veneno, nuestro señor el príncipe de Conti ya estaría muerto, ¡y de los viejos padres del Oratorio no quedaría ni la cola! Señorita Jeanne, cuando una trabaja en el comercio no puede ocuparse de la moral, hay que hacer dinero con las mercancías que se venden bien y nada más.

Jeanne no dijo palabra. Contó sus luises y sus escudos, apartó lo que le correspondía a Michel Adanson y empujó hacia Lucette trescientas libras.

—Esto es para vos, Lucette. Es justo que vuestra inmoralidad os enriquezca un poco, es su objetivo principal, y sería demasiado inmoral que lo fuerais a cambio de nada.

Loca de alegría, Lucette le saltó al cuello y luego se puso a bailar por la tienda, gritando:

— ¡Soy rica, rica, rica! ¡Lucette es rica! ¡Nunca lo habría soñado! ¿Sabéis lo que voy a hacer? ¡Me compraré una falda de rayas verdes, una chambra verde, zapatos blancos de punta redonda y una cruz con cadenita de oro para parecerme a vos!

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Dejó de bailar y adoptó una expresión tiernamente preocupada.

— ¿Es verdad que queréis dejarme para viajar? ¿No estamos la mar de bien aquí las dos? A mí La Tisanière me parece el paraíso. Decidme, el "mar" que queréis ver, ¿no podríais esperar a que regrese a París? Los hombres, ya se sabe, son como las moscas, vuelven siempre a la miel.

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Capítulo 18Capítulo 18

El duque de Choiseul se frotó sus pequeñas manos rollizas y untuosas, perfumadas con pasta de violetas. Estaba de excelente humor. El matrimonio del delfín con María Antonieta de Austria, la hija menor de María Teresa, estaba asegurado. Como era obra suya, Mercy-Argenteau, el embajador de la emperatriz, le había expresado su reconocimiento. La alianza con Austria, tan necesaria para el equilibrio europeo desde que Prusia y Rusia estaban a partir un piñón, quedaría así magníficamente consolidada. Consecuencia feliz: cuando el gordo duque de Berry accediera al trono, su mujer, María Antonieta, se vería obligada a sostener al ministro que la había convertido en reina de Francia. Por fin Choiseul podría gobernar durante muchos años, libre al fin de Luis XV, de sus tapujos y sus agentes secretos.

Choiseul amaba apasionadamente el poder. Gozaba con la convicción de que sólo su amplia y flexible inteligencia era capaz de abarcar la masa de problemas que deben resolverse en bien del país. Se envanecía pensando que la Historia se acordaría de él tanto como del cardenal Richelieu o de Mazarino, porque también Choiseul habría marcado los destinos de Francia. Bajo su dominio, Lorena había entrado ya a formar parte del reino sin sobresaltos después de la muerte de Stanislas Leczinski, el suegro del rey. Si lograba comprar Córcega a los genoveses —y lo lograría—, por segunda vez durante su ministerio una provincia entraría a formar parte, sin necesidad de ninguna guerra, de los dominios de Luis XV. Además de constituir una base sólida en el Mediterráneo para tener a raya a la marina inglesa. Inglaterra era la bestia negra de Choiseul, pues para Inglaterra Choiseul no era más que un hombrecillo vencido que tuvo que firmar el humillante tratado de París y entregar su imperio colonial al vencedor. Desde entonces, sólo soñaba con tomarse la revancha. Veía a su marina atravesar La Mancha, remontar el Támesis, desembarcar a sus soldados en el mismísimo Londres. Pero ¿qué marina? La flota francesa aún no estaba en condiciones de permitirse una política ofensiva...

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Choiseul desenrolló, sobre la gran mesa de su despacho, los mapas más recientes de las costas inglesas. El caballero Vincent había hecho un buen trabajo: hasta la más pequeña caleta, los más insignificantes fondeaderos, las barreras, los arrecifes, todo se hallaba descrito con el menor detalle. ¡Ah! ¿Cuándo podría invadir Inglaterra, cuándo? Choiseul tiró del cordón de una campanilla y le preguntó al suizo que apareció inmediatamente:

— ¿Ha llegado el señor de Praslin?

—Todavía no, monseñor.

—Que venga a verme en cuanto llegue.

Charlar con su primo el duque Praslin resultaba siempre relajante para el duque. Praslin era su colaborador favorito y también —aparte de la duquesa de Choiseul— la persona más convencida de la Corte de que Choiseul era el gran hombre del reinado de Luis XV. Cuando una vez por semana los primos analizaban los asuntos de Francia, era cuando el duque se sentía, hasta la médula, "el amo de la tienda". La oposición no tenía voz, el rey era una marioneta de la que él tiraba los hilitos con suficiente habilidad como para que Europa se moviese según sus designios. ¡Un juego embriagador!

Llamaron a la puerta del despacho y el suizo introdujo al duque de Praslin.

—Primo, estoy de buen humor y por tanto impaciente. Así que hoy no hablaremos de la marina —dijo de sopetón Choiseul.

—Vuestra marina no va tan mal —respondió Praslin—. Hace falta tiempo para construir barcos y llenar los arsenales, eso es todo. Pero ya veréis cómo la marina se rehará antes de que el ejército se modernice. En la marina no hay muchos oficiales, ¡mientras que aún tenemos novecientos coroneles para ciento sesenta y tres regimientos de tierra!

—Al Estado lo arruinan las personas que tiene a sueldo —suspiró Choiseul—. Todos los franceses querrían estar a sueldo del Estado, al mismo tiempo que sueñan con estar exentos de impuestos. ¡Es difícil gobernar a un pueblo con tan poca lógica!

—Los impuestos... —dijo Praslin—. ¡Sin embargo, habrá que ponerse a hacer la reforma de los impuestos! Sea cual sea vuestro talento, primo, y por mucho trabajo que dediquéis a los asuntos de Estado, no podréis enderezar la situación del reino si no lográis imponer una política de impuestos que sea justa. En un Estado moderno todos los ciudadanos deben pagar impuestos, y pagarlos en proporción a su fortuna.

— ¡Claro! ¡Todo aquel que piensa un poco está de acuerdo en eso, si no como pagano al menos como pensador! —exclamó Choiseul—. Lo que pasa es que el dinero no quiere pagar. Así que mientras no se decide, tengo que rascarle la pobreza a los pobres. ¡Ay, primo, si yo pudiera

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legislar a mi manera! Pero, para ello, primero tendría que estrangular a todos los parlamentarios, discretamente, una noche sin luna, sin despertar a los filósofos de café. Pero los ajustes al estilo de la Noche de San Bartolomé ya están pasados de moda. Es una lástima. Porque la verdad es que hay demasiada gente que se mezcla en los asuntos de gobierno, que se despacharían más rápido y mejor sin ellos, e incluso se resolverían a favor suyo. ¡Qué agradable debía de ser trabajar como ministro con los Enriques, en lugar de hacerlo con los Luises! El único filósofo de aquella época era Montaigne, que se encerraba en su despacho, pensaba en voz baja, escribía con tinta y no con veneno, y no publicaba nada en las gacetas.

—Venga —dijo Praslin, sonriendo—, no debéis quejaros de vuestros filósofos. Rousseau está contra vos pero Voltaire os apoya, y ello os da ventaja, ya que hoy se gobierna a base de epigramas satíricos y Voltaire los hace mejor que Rousseau. En cuanto a los demás peluqueros del espíritu, no os son contrarios y hasta pueden seros útiles. Animad a D Alembert o a Diderot a partir para Rusia. La emperatriz Catalina los reclama a gritos y si se enamora de ellos, tanto de cuerpo como de espíritu, tal vez se le quiten las ganas de caer sobre Constantinopla o Dantzig. Ya no se puede contar con el moribundo turco para contener a Catalina dentro de sus fronteras. ¡En cuanto ella quiera, su ejército dejará a las tropas del sultán hechas un pingajo y yo me encontraré con una escuadra rusa en el Mediterráneo!

—Pienso a menudo en esa amenaza —dijo Choiseul—. No hay que quitarle ojo a la flota rusa.

—Sabéis que Catalina busca a un buen marino francés para que le haga de almirante... —observó Praslin.

— ¡Catalina sueña con importar toda Francia a Rusia!

—Por lo que respecta al almirante, no sería mala idea enviarle uno que fuera de nuestro gusto. ¿Sugerís algún nombre?

Choiseul sonrió.

—Sí, primo, el mismo en que vos pensáis. El caballero Vincent nos iría como un guante: acostándose con ella nos informaría, navegando la traicionaría. Demasiado bonito. El maltes es un cabeza dura. Solo corre los mares según su capricho, buscando más el oro que la gloria. Por añadidura, ni espiar ni traicionar caben en su religión. Además, ya ha partido para la Isla de Francia. He prometido su colaboración a Poivre y al gobernador de la isla, Dumas, para que puedan poner en pie Port-Louis. Si la guerra con Inglaterra vuelve a encenderse, algunos buenos corsarios con base en Port-Louis podrían hundir todo el comercio inglés en aguas del Índico.

Praslin se echó a reír.

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— ¡La sola idea os ilumina la cara! Sois muy rencoroso, primo. Pero para que yo pueda haceros una buena política colonial debéis conseguirme crédito. Justamente venía a mendigaros algo de dinero para dos aventureros de calidad que tienen mucha prisa, uno para ganar nuevas colonias, el otro para plantaros una.

—Veamos el primero —dijo Choiseul hincando los codos en su escritorio.

—Bougainville, al que acabo de dejar —dijo Praslin.

— ¡Tenía que ser él! —exclamó Choiseul—. ¡Siempre él! Quiere partir en busca de otra isla desierta para convertirla en una Nueva Arcadia, ¿me equivoco?

—Esta vez su ambición es mayor: me ha ofrecido algo así como dar la vuelta al mundo —dijo Praslin.

— ¡La vuelta al mundo! Decididamente, Bougainville es un soñador intrépido —dijo Choiseul.

—Sí, pero un soñador con genio. ¿Por qué un marino francés no iba a dar la vuelta al mundo igual que lo han hecho Magallanes, Drake, Roggeween, Anson o Byron? Además, parece que dos ingleses están a punto de intentarlo de nuevo.

— ¿Qué ingleses? —preguntó vivamente Choiseul.

—Los capitanes Wallis y Carteret —dijo Praslin—. El caballero Vincent se ha enterado de sus preparativos. ¿Vamos a dejar que los ingleses descubran el mundo entero antes que nosotros?

— ¡No! —explotó Choiseul—. ¡Primo, traedme a Bougainville!

— ¡Así se habla! Os lo traeré mañana —dijo Praslin, sonriendo—. Entonces no os explicaré su proyecto, ¡él mismo lo hará con una pasión que yo no sabría imitar! Mientras tanto, quiero hablaros de mi segundo candidato para el viaje. Sus deseos son más modestos: catalogar las riquezas naturales de nuestras Mascareñas recientemente adquiridas, la Isla de Francia y la de Borbón. La idea me parece oportuna. Antes de sacarles partido hay que catalogarlas.

—Pero ¿Poivre lo querrá con él? ¿De quién se trata?

—El mismo Poivre lo ha reclamado, acaba de escribirme al respecto: es un amigo suyo, el doctor Aubriot. En este momento se ocupa de botánica en el Jardín. Jussieu y Buffon lo aprecian mucho. Es doctor en medicina, naturalista y botánico del rey.

El duque de Choiseul había adoptado una expresión irónica.

— ¿El doctor Aubriot? Vaya un hombre bien protegido desde diversos lados... Si no recuerdo mal hace poco lo convertí en censor real para

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complacer a la marquesa de Couranges, ¡y ahora tengo que convertirlo en expedicionario, algo que va a disgustar a la misma dama! Pero, primo, si todos los interesados coinciden en el mismo nombre, ocupaos vos mismo de ese pequeño asunto, no creo que sea complicado. Por mi parte prefiero no contrariar a Poivre, que tiene más púas que un erizo y que ha aceptado la intendencia de la Isla de Francia haciendo ascos y después de dos años de rogárselo.

—Enviando a las islas a Aubriot no sólo complaceréis a nuestro amigo Poivre —observó Praslin.

— ¿Hay más?

Seguro de su efecto, el duque de Praslin dejó pasar unos segundos de silencio antes de hablar.

—El señor de Richelieu también me ha recomendado a Aubriot.

Choiseul se levantó como empujado por un resorte, dio un puñetazo en la mesa y se puso a recorrer la habitación a grandes zancadas que marcaban su cólera.

— ¿Por qué a ese viejo lioso le da ahora por proteger a otra cosa que no sean bailarinas? ¿Por qué milagro ese ignorante conoce a un sabio tan de cerca como para querer su bien? ¿Es que tal vez Aubriot dispone de una panacea contra la sífilis? ¡Oh, primo, esa protección sobra, no hace más que perjudicar el nombramiento del botánico! ¡Porque, en fin, no me da la gana que un descerebrado lo bastante vanidoso y estúpido como para pensar que podría sentarse en mi sillón me dicte lo que debo hacer!

Viendo que a Praslin le divertía su explosión, el duque se detuvo ante él y volvió a adoptar su actitud sosegada.

—En lugar de reíros a mis expensas, primo, explicadme por qué el Señor Pillaje quiere proteger a un botánico.

—Aubriot dejaría una linda viuda que consolar.

— ¡Ahora lo entiendo! —exclamó Choiseul—. Me había preocupado, porque nunca he visto que Richelieu se ocupase más que de dos cosas: del oro y los culos. La nueva pollita que pretende, ¿vale la pena?

—Se habla mucho de su belleza. Es la Bella Tisanera del Temple. La he visto en casa y se merece la fama.

—La Bella Tisanera del Temple —dijo Choiseul, con una mueca de aprobación en los labios—. Sirve también a la duquesa mi esposa y a fe mía que vale la pena, yo mismo lo he pensado. Pero una proveedora de mi mujer... No va uno a meterse con ellas...

El duque de Praslin sonrió al escuchar esto último.

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— ¿Sabéis que el mariscal pretende instalarla en el hotel de Richelieu y convertirla en su amante oficial? Para lograr mi ayuda me ha hecho confidencias.

— ¿Amante oficial en el hotel de Richelieu? ¿Una vendedora de hierbas? ¡Querido primo, al ritmo al que se está propagando el amor al pueblo pronto veremos a una modistilla reinando en Versalles! —suspiró Choiseul.

Praslin meneó la cabeza y volvió a su asunto.

— ¿Así que tengo vuestra autorización para enviar a las islas al botánico?

—No he dicho eso. No quiero complacer a Richelieu y eso por buenas razones.

El ministro de Marina reprimió un gesto de contrariedad.

—Tener al mariscal en su hotel junto a su bella sería una manera de desembarazaros de él en Versalles —dijo con franqueza—. Descuidará su servicio en la Cámara, el rey estará molesto con él y eso que ganaréis vos. No tendríais que conquistar al rey cada mañana porque Richelieu se dedica a calumniaros por la noche.

—Visto desde ese ángulo... —comenzó Choiseul—. Parece un buen plan. Proporcionadle la viudita a Richelieu y que se la trabaje día y noche hasta fallecer encima de ella. ¡Cuanto antes, mejor! Pero me pregunto, querido primo —añadió maliciosamente—, ¿qué es lo que esperáis vos de ese viejo bribón?

—La Étoile des Mers pone la vela en dirección a Port-Louis hacia mediados de septiembre y he pensado que...

—No puede ser —interrumpió Choiseul—. Poivre quiere partir a principios de enero. Antes de embarcar quiere casarse. Y naturalmente también quiere el cordón de Saint-Michel y sus cartas de nobleza, ¡y yo qué sé cuántas cosas más!

—Aubriot estaría dispuesto a partir antes que él. Al vizconde Vilmont de la Troesne, que manda la Étoile des Mers, le interesa mucho la historia natural y querría que le confiase a mi botánico, que él llevaría a América del Sur para herborizar junto a él por la parte de Río de Janeiro y en la bahía de Montevideo. Me gustaría autorizar ese viaje, pues Buffon tendría unas cuantas cajas de muestras de la flora y la fauna americanas, que la Étoile des Mers le traería.

—Pues autorizad el viaje, querido primo —repuso Choiseul con indiferencia—. Las colecciones de plantas mustias y de conchas vacías me dejan frío, pero veo que todo el mundo se apasiona por el asunto, así que... Sin embargo, no me pidáis dinero para esas bagatelas.

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—Aparte de su modesto sueldo, el doctor Aubriot sólo me pide un criado, que sería transportado a la Isla a expensas del rey. Pero yo quiero darle algo mejor al hijo de Bonpland, el sobrino del abad de La Chapelle. Ese joven sólo tiene dieciocho años pero dicen que es todo un entendido en botánica. Sueña con viajar y me propone...

—Lo dicho, primo, ocupaos vos de los detalles —interrumpió Choiseul, que empezaba a aburrirse y no escuchaba—. ¿Tenéis alguna otra novedad importante que contarme?

—La señorita Arnould se ha reconciliado con Lauraguais.

— ¡Era de esperar!

—Rousseau está a punto de volver de Derbyshire. Sus anfitriones no lo soportan más.

— ¡Como ponga el pie el Francia lo meto en la Bastilla! —exclamó Choiseul.

—No podréis hacerlo porque irá de Calais al Temple a la velocidad del viento. Ya huelo el potaje de carnero con verduras que la señora de Bouffiers habrá puesto al fuego para agasajar al recién llegado. Es su plato favorito.

El primer ministro marcó un tiempo de silencio, antes de mascullar:

—Si hubiera sido Saxe el que hubiera atravesado con la espada a Conti, y no al revés, no me hubiera importado un comino. Pero ¿qué hacer para fastidiar al príncipe de Conti?

—Richelieu lo hará por vos —aseguró Praslin.

— ¿La Bella Tisanera?

—El príncipe está orgulloso de tener en su recinto a la más bonita y más sabia vendedora de hierbas de París. Hasta le ha concedido una pensión. Se pondrá furioso si alguien se la lleva.

— ¡Habérmelo dicho, primo! Habría hecho un esfuerzo filantrópico para que alguien la recogiese antes que Richelieu. ¡Pardiez, habría podido fastidiar a Conti de una manera agradable y no lo he hecho! ¡Se me comen los remordimientos! Tendré que serrar toda mi ración de troncos para tranquilizarme antes de cenar.

— ¡Vaya! ¿También vos serráis madera?

—Desde anteayer. ¡Es matador! Pero Tronchin me dice que si quiero mantener el hígado limpio y la cabeza clara hasta los cien años tengo que serrar madera veinte minutos al día.

—Hay que obedecer, primo. Serrar sienta bien.

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—En efecto, los criados que me contemplan parecen sentirse de maravilla, desternillándose de risa como si estuvieran viendo a un bufón de la feria de Saint Germaindijo Choiseul con ironía—. Me pregunto si... Me pregunto si con el pretexto de la higiene no nos estaremos dejando embaucar en una gran farsa. Me imagino a nuestro buen amigo Voltaire susurrándole a su buen amigo Tronchin el divertido consejo de que ponga a toda la nobleza versallesca a serrar madera, dormir con las ventanas abiertas, lavarse con agua fría y correr detrás de su carroza. ¿No os dais cuenta, querido, de que ello podría diezmarnos en poco tiempo y dejar nuestro lugar a los burgueses? Pero ¡qué le vamos a hacer! Tronchin es el médico de moda y hay que matarse a su gusto.

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Capítulo 19Capítulo 19

"Al Observatorio", le lanzó Jeanne al cochero, poniendo su zapato blanco sobre el escalón del coche de alquiler.

¿Lo habría logrado Lalande?

Diez días antes, Philibert había vuelto a casa con la certeza de que pronto recibiría su nombramiento para marchar a la Isla de Francia y, en efecto, aún no habían pasado cuarenta y ocho horas y ya tenía en la mano la carta del ministro.

"Al señor Aubriot, Varis, Jardín Real de Plantas. "

"Debido a los informes que me han dado sobre el conocimiento que tenéis de todas las ramas de la historia natural, he dado cuenta de ello al rey y Su Majestad ha consentido en destinaros a la Isla de Francia, donde su intendente, el señor Poivre, os convertirá en su adjunto en calidad de médico botánico y naturalista. Deberéis ir allí donde el intendente os envíe a fin de realizar todas las observaciones y descubrimientos posibles en los tres reinos de la historia natural, así como darle cuenta exacta de todo elianto recojáis. Para alcanzar vuestro puesto os embarcaréis en la urca Étoile des Mers. El señor Vilmont de la Troesne, que la manda, os conducirá primero a la costa de América del Sur, donde deberéis recoger muestras de la flora costera y de la fauna marina para las colecciones del señor de Buffon. En cuanto a los utensilios y efectos que necesitaréis para vuestra misión, remitidle una lista a mi viceministro el señor Poissonier. El pondrá a vuestra disposición un crédito de 3.000 libras, además de una gratificación de 1.200 libras que os concede el rey. Vuestro sueldo será de 2.000 libras anuales y he dado la orden de que se os paguen desde primeros de este mes. En la isla tendréis un alojamiento que os proporcionará el intendente, que asimismo os comprará un criado negro y decidirá sobre las ayudas que os serán necesarias para vuestras operaciones y expediciones. Durante el viaje tendréis a vuestras órdenes, para todo cuanto queráis ordenarle, al joven Augustin Bonpland, estudiante de botánica, el cual se siente muy honrado de que lo aceptéis como criado-secretario. Sus gastos correrán a cargo del rey.

"Enteramente a vuestra disposición, el duque de Praslin. "

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La imprevista irrupción de Augustin Bonpland en la carta del ministro puso a Jeanne al borde de la crisis nerviosa. Le había costado mucho no traicionarse delante de Philibert, que no sabía nada del novelesco sueño que había incubado, del que no debía saber absolutamente nada antes de embarcar. No hay que confesar una locura antes de cometerla, de lo contrario es seguro que quienes nos aman la harán fracasar armados de buenas razones. Para conseguir ayuda de alguien que lo adivinaría todo sin decirle nada a nadie, Jeanne había recurrido a Lalande.

Lalande había vuelto de su Tour de Italia coronado de laureles, ahíto de alabanzas, lleno de mil historias que contar. El ilustre astrónomo se las había arreglado para regresar a París más popular que nunca. Además de predecir el tiempo a las lavanderas y decidir los días de colada en el Gros Caillou, ahora les hablaba del Papa a las fruteras cuando hacía la compra y de los crepúsculos venecianos a las repartidoras. Como había conocido a todos los sabios y artistas de allende las montañas, en La Régence le hacían corro para escucharlo y los salones más importantes se peleaban por disfrutar de un poco de su tiempo libre. Ya que tenía la simpatía de todo el que contaba en París y en Versalles, Jeanne había pensado que el duque de Praslin no le negaría un pequeño favor a Lalande, aunque fuera para uno de sus amigos. ¿Lo habría conseguido?

De todas maneras, lo lograse o no, ella tendría que dejar la ciudad. Su situación frente a Richelieu se estaba volviendo difícil. En cuanto llegó la carta del ministro a manos de Aubriot, el mariscal había intentado que ella lo recompensase y sólo renegando había aceptado las condiciones impuestas por Jeanne. La joven no concedería nada antes de vivir en el hotel de la calzada de Antin y no se instalaría hasta su regreso de Lorient, adonde deseaba acompañar a Aubriot y quedarse allí hasta que la Étoile des Mers levase anclas. Richelieu había previsto mandar discretamente a Lorient su carruaje de tipo "durmiente", que podría devolverle a "su exquisita" en menos de tres días, cómodamente acostada. Mientras tanto, le estaba decorando un apartamento del hotel y Jeanne, colorada de vergüenza, había murmurado "Miel y marfil con un poco de verde, por favor", cuando el mariscal le preguntó por sus colores favoritos. La verdad es que el viejo galán cumplía su palabra con una paciencia y una cortesía tan atenta que empezaba a darle lástima tener que engañarlo. A veces le costaba recordar que no sentía el menor afecto por él. Lanzaba suspiros de remordimiento cada vez que recibía el cotidiano regalo que le enviaba cada tarde a La Tisanière, fuera una bombonera de porcelana de Sèvres llena de golosinas, un pañuelo de Cambray con borlas de seda, una caja de lunares de terciopelo en plata o un ejemplar de rondós de Charles de Orleáns encuadernado en piel fina estampada en oro... Aquello tenía que acabar. Por muy lúbrico y decrépito que fuera, el duque sabía demostrar que había sido un gran seductor. Si Richelieu era más amable

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y paciente de lo acostumbrado con Jeanne, se debía a que Milady Mantz le había asegurado —de parte de Moisés, Alejandro Magno, el Mago Merlin, Carlomagno y Paracelso, con los que hablaba en confianza cada noche— que "Monseñor está a punto de obtener un gran éxito amoroso". Por un puñado de luises la vieja pitonisa, huesuda y mugrienta, que vivía a la sombra de las torres de Notre Dame, sabía prometer lo que convenía a su noble y millonario consultante. Por otro puñado de monedas le proporcionó también —de parte de Alcobaric, Lucifer y el Otro— el talismán que debía llevar colgado al cuello para "estar en estado permanente de tener éxito en su éxito". Así, cargado de ayudas del Más Allá, con su saquito de ralladuras de huesos de toro colgado al cuello, el mariscal esperaba a su bella con la serena confianza y la alegría de un novio cuya dicha cercana está escrita en el cielo. Y la bella, no apercibiéndose apenas de la codicia del viejo sátiro, se imaginaba que lo había transformado en un bondadoso papá y le daban ganas de confesarle su superchería. Sí, el juego debía terminar o Jeanne acabaría por traicionarse. Pero ¿se habría salido con la suya Lalande?

Un factótum le rogó a la visitante que esperase al señor de Lalande en la cabaña, donde vendría a buscarla en seguida.

"La cabaña" era una expresión perteneciente al argot astronómico. Aunque amplia y bien equipada con instrumentos modernos, el Observatorio sólo era una cabaña que Cassini, su primer director, había hecho montar encima del tejado del edificio porque Perrault, el arquitecto, no había querido ponerle la cúpula que Cassini le pedía. Aquella cabaña acristalada y llena de luz siempre le había gustado a Jeanne. Lalande la había llevado muchas veces, tanto de día como de noche, a ver el cielo de cerca. Ese día, con una voluptuosidad casi dolorosa, su mirada se deslizó sobre el verde tierno de los olmos de Port-Royal, para sobrevolar los bancales de coles rojas y azuladas, y los parterres del vasto jardín de la abadía donde, entre los linderos de salvia y verbena de blancas flores, resplandecían auténticos ríos de geranios. Posiblemente aquella era la última vez que contemplaba el suntuoso paisaje que se divisaba desde el Observatorio. Ante ella, al final de los jardines de Port Royal, se extendían los jardines del convento de los carmelitas, y las magníficas construcciones y el parque a la francesa de Val de-Gràce.

A su derecha podía contemplar el verdor de los huertos de los capuchinos y, al otro lado de la calle de la Santé, los grandes vergeles que rodeaban el Pré de l'Advocat. A su izquierda, más allá de los cultivos medicinales del inmenso recinto de los padres del Oratorio, empezaban los campos de hortalizas del barrio de Saint-Michel y se extendían hacia

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el horizonte los dos caminos de Bourg-la-Reine: el grande, bien recto entre dos hileras de plátanos, y el antiguo, medio invadido por la hierba y cavado al pie de las colinas sembradas de molinos. A pesar de la cercanía de la ciudad, todo aquel paisaje de las afueras de París resplandecía de paz luminosa bajo el alto cielo de agosto. "Qué hermoso. Allá lejos, donde tanto deseo ir, ¿habrá vistas tan armoniosas como ésta?", pensó Jeanne. Oyó que alguien abría la puerta a su espalda pero no se volvió, invadida de repente por el pánico y por la necesidad de prolongar su incertidumbre.

Lalande se acercó a ella sin decir palabra y la dejó saborear durante largo rato el gran panorama silencioso que contemplaba. Cuando supo que él empezaría a hablar, Jeanne se retorció las manos.

—Jeannette —dijo por fin el astrónomo—, el joven Bonpland renuncia a ir a la Isla de Francia. Aubriot podrá escoger el criado que prefiera.

Ella sintió tal alegría que se echó al cuello de Lalande.

—Ahora que ya tengo el beso por mi esfuerzo, quiero ser honesto —dijo, riendo—. No he tenido nada que ver con eso, o muy poco. El muchacho había oído hablar de un proyecto para dar la vuelta al mundo, entonces pensó que su tío podría hacer que lo embarcasen, pues a su edad uno escoge la aventura más grande que puede. Pero no sabía cómo llevar las cosas con el duque de Praslin y yo le sugerí al chico, en el momento oportuno, que Aubriot preferiría un verdadero criado a uno falso, y además escogido por él.

Durante un instante se miraron a los ojos, pero Jeanne no dijo nada y el astrónomo entrecerró los suyos como de costumbre.

— ¿Qué me decís, Jeannette, al ver partir a Aubriot? —le preguntó en tono neutro.

Digo que tiene suerte de poder ver el cielo al revés. Y que podrá pasearse bajo millones de estrellas nuevas... grandes como naranjas...

El astrónomo sonrió al oír la palabra "naranjas" y dijo:

Es verdad que en aquellos lugares se observan muchas estrellas desconocidas para nosotros. Cuando mi maestro, el abate de Lacaille, fue hasta el cabo de Buena Esperanza se trajo diez mil estrellas en el fondo de los ojos que aquí no se conocían. Pero, hummm... ¿qué piensa Aubriot de dejaros sola en París? hasta su Jeanne tuvo un gesto de malhumor.

—El señor Aubriot piensa que una mujer enamorada es un bien inmueble —respondió con vivacidad—. Supongo que espera encontrarme plantada a su regreso, de la misma manera que no se va a mover nuestra casa de la calle del Mail.

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Los ojos de Lalande se abrieron justo el tiempo de despedir un relámpago oscuro.

—Hummm —repitió y se sentó en un taburete en espera de escuchar la continuación —como no hubo continuación añadió—: vamos, podéis hablarme mal de Aubriot. Eso siempre alivia.

—Al señor Aubriot lo único que le sucede es que es un hombre —dijo Jeanne. Y, al decirlo, le vino a las mientes todo cuanto le habían hecho o dejado de hacer "los hombres" (Philibert, Vincent, Richelieu), ofrecido o dejado de ofrecer, dicho o dejado de decir, y simplemente porque eran hombres, es decir, seres mal acoplados a las mujeres.

—Hay momentos en que los hombres me fastidian —dijo con cierta arrogancia—. Me fastidian y me asquean.

—Cuando una mujer habla así de los hombres es que está dispuesta a amar a uno más para desquitarse de lo que le han hecho los otros —dijo Lalande—. No olvidéis que soy vuestro primer enamorado parisiense y debería pasar por delante de todos vuestros pretendientes. Y más teniendo en cuenta que represento a todo un país.

—Mmmm —exclamó ella, coqueta—. No sabía que el ilustre Lalande me pretendiese.

— ¡Mentirosa! Decidme si habéis visto a muchos sabios pasar delante de vos sin haber tenido ganas de haceros algún cumplido que tenga que ver con vuestro honor...

Ella contempló a Lalande, que con un gesto habitual hacía girar al sol la punta de su escarpín negro bien abrillantado.

—Señor de Lalande, os quiero mucho. Sois un buen amigo.

Había modulado su frase con seriedad y con su voz más mullida. El tuvo conciencia de aquel adiós púdico y dijo en tono ligero:

—Querida, os he rogado muchas veces que me llaméis Lalande sin más. O mejor, llamadme Jérôme.

—Jérôme, os quiero, sois un buen amigo —repitió Jeanne melodiosamente.

El se levantó y se acercó a ella.

—En realidad, ¿no será que sois vos, y no Aubriot, la que sueña con la Isla de Francia?

Ella lanzó un profundo suspiro.

—Digamos que soy yo la que le habría dado nombre al sueño que va a vivir Philibert.

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Lalande la observó intensamente con los ojos entrecerrados y una sonrisa en la delgada grieta de su boca. Luego le tendió las manos. Ella colocó las suyas en las de Lalande y estuvieron mucho rato de este modo, diciéndose adiós en silencio sin necesidad de despedirse con palabras.

Dos días antes de su partida, Jeanne no pudo evitar una invitación de Richelieu para dar su opinión sobre el tejido que tapizaría el apartamento que le estaba decorando. Ella le dio su visto bueno al tapicero y de paso al pintor. El mariscal le enseñó el adorable secreter de palo de rosa que acababa de comprar para ella. Mientras Jeanne aparentaba extasiarse abriendo y cerrando los cajoncitos, el mueble le dio una idea. Se quitó el rubí que se ponía siempre que visitaba al mariscal y lo guardó en uno de los ingeniosos cajones secretos.

—Prefiero que me espere aquí. No quiero que viaje conmigo.

Al instante, el duque se sacó del meñique un diamante que despedía brillos azulados y lo tiró junto al rubí.

—Hay que ser dos para hacer niños y deseo que estas bagatelas produzcan otras más bonitas todavía durante vuestra ausencia —dijo alegremente.

Jeanne dijo entre chanza y veras:

—Monseñor, tenéis rasgos de bondad tan encantadores que, si no anduviera con cuidado, a veces olvidaría que sois un déspota.

Sólo le faltaba confiar al abate Rollin la última carta de París que había escrito a la señora de Bouhey. No quería que su carta acabara en el "gabinete negro" de la policía y su contenido fuera leído por otros ojos que los de la baronesa. Una sola persona en el mundo debía conocer el proyecto de Jeanne. Y el por qué y el cómo de ese proyecto.

El abate Rollin vivía en París con Jean-François de Bouhey, que estaba terminando sus estudios de cadete en la academia militar. Jeanne veía a menudo a los dos cuando acudían a la tienda a comprar tisanas, pociones y aguas de olor, donde la compra les salía a cuenta. Por desgracia, aquella semana no habían aparecido, pero ella sabía dónde encontrarlos los jueves por la noche: en los Célestins, regalando a sus modistillas con vinillo blanco y frituras. Y es que el joven Bouhey se había espabilado mucho en la capital y al abate Rollin sólo le quedaba de abate la sotana, ¡y eso por economía! Es cierto que el buen hombre nunca había tenido otra vocación religiosa que la dictada por su pobreza...

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Los jueves el delicioso jardín en forma de bosquecillos de los Célestins solía estar lleno de militares en ciernes. Acudían a bromear con sus amigas las modistillas o a que los reclutasen las "mujeres de mundo" a la entrada del convento. Los religiosos habían conseguido del teniente de policía que se rebautizase decentemente la calle y pasara a llamarse Petit-Musc en lugar de Pute-y-muse, ¡aunque "la putas" no "divertían" menos que antes del cambio! Lo cierto es que el convento de los Celestinos no era otra cosa que una venta de verano en pleno París, un lupanar muy agradable lleno de verdor, admirablemente arbolado y muy florido, que frecuentaba con gusto la gente de categoría, y adonde iban a beber los Mosqueteros Grises y los Mosqueteros Negros del rey, y adonde los jueves acudía toda la turbulenta juventud de las escuelas militares que querían divertirse. En cuanto puso el pie en el recinto, Jeanne divisó bajo la sombra de un cenador el uniforme rojo con trencillas doradas del alumno de la Escuela de Marte que buscaba.

Entre los exiliados de Charmont era costumbre comerse a besos. El abate Rollin presentó a su Mariette, Jean-François presentó a su Antoinette, y todos le hicieron sitio a la Bella Tisanera delante de la bandeja de gobios fritos.

—Jeannette, llegas a punto para recibir una noticia que te va a gustar —dijo Jean-François, que había adoptado el lenguaje moderno y tuteaba a sus íntimos—. He recibido una carta de mamá y hay un recién nacido en casa de los Delafaye.

— ¿Elisabeth? —preguntó Jeanne.

—Elisabeth, la señora procuradora Duthillet. Ha sido niña. Y como es una niña que tú habrías debido tener si no hubieras dejado a Duthillet le han puesto Jeanne. Jeanne-Félicité, porque dicen sus padres que te deben su felicidad. ¿Gracioso, no?

—Estoy emocionada —murmuró Jeanne, con lágrimas en los ojos.

—Toma una copa —dijo Jean-François—. Siempre igual de sensible, ¿eh?

—Jean-François, no teníais que decir nada y dejar que la señora Duthillet pudiera informar personalmente a Jeannette de su delicado detalle —lo regañó el abate.

— No, no —dijo vivamente Jeanne—. Hace muy bien en decírmelo esta noche. ¿Cuándo regresáis a Charmont?

—Dentro de siete días. ¡Viva las vacaciones! Bueno, siempre que no duren demasiado —respondió Jean-François con una mueca de disgusto.

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—Señor abate, antes de ir a despedir al señor Aubriot a Lorient he venido a confiaros una carta para la señora de Bouhey. Le diréis que la lea cando esté a solas. Es una carta importante y confidencial.

—Oh, oh, ¿misterios? —dijo Jean-François—. ¿Es que te casas? ¿Se casa con vos el señor Aubriot antes de emprender su exótico viaje?

— ¡No digas tonterías! —exclamó Jeanne, enfadada.

— ¡No digo tonterías! Tengo ganas de bailar en tu boda y me molesta que el señor Aubriot aún no haya pensado en...

— ¡Jean-François! —exclamó severamente el abate.

—Bueno, bueno. Me callo. Otra boda me espera en el castillo. Mamá me lo cuenta en su última carta. Jeannette, adivina quién con quién.

—Anne-Aimée y su marquesito Christophe d'Angrières.

— ¡Pues no! Eso aún no está arreglado. Mi abuela jura y perjura que va a impedir que una buena dote de los Delafaye vaya a parar a manos del marqués más bribón de todo el Lionesado. Busca, busca.

—Sólo queda Margot.

—Es Margot —dijo Jean-François—. ¿Y con quién?

—Con el guapo Giulio, el hijo del armador Pazevin.

— ¡Toma! ¿Es que estabas en el secreto?

—No era un secreto que Margot bebía los vientos por Giulio desde los doce o trece años —dijo Jeanne.

—Es que chica bonita, chico guapo quiere... —dijo el abate Rollin mirando a Jeanne—. Pero lo que quizá ignoréis, Jeannette, es que los recién casados emprenderán, igual que el doctor Aubriot, el hermoso viaje con el que vos y yo hemos soñado juntos mil veces delante del mapamundi.

— ¿Ah, sí? —comentó Jeanne, prestando oídos.

—Sí —dijo el abate—. Giulio Pazevin quiere establecer una gran oficina de trata de esclavos en Port-Louis.

—Me había hablado alguna vez de ese proyecto —dijo Jeanne—. Así, Giulio y Margot, y el señor Aubriot, y también Pierre Poivre, van a encontrarse todos en Port-Louis...

Y al decirlo sonreía, viendo ya la lejana orilla azul y dorada que había soñado poblada milagrosamente por sus queridas amistades.

—Por lo que cuenta mamá, también estará la señorita Robin —añadió Jean-François.

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— ¿Te refieres a Françoise Robin, la hija del consejero Robin, que vivía en Villars-en-Dombes? ¿Y qué diablos va a hacer ella en la Isla de Francia? —preguntó Jeanne.

—Regentar la casa y la corte del intendente —dijo Jean-François—. Va a casarse con el señor Poivre.

— ¿En serio? —exclamó Jeanne.

La noticia la sorprendió un poco. Se imaginaba mal al célebre manco lionés de pasado aventurero dejando de vivir como un solterón celoso de su libertad. Pero era verdad que la señorita Robin tenía mucho encanto.

—Muy bien, estoy encantada de enterarme de todo eso. Al desembarcar allí, nosotros... el señor Aubriot se sentirá menos solo.

—Y será una lástima —observó el abate—. Si algún día yo también voy allí, sólo trataré con negros y criollos. Aunque sólo sea para cambiar un poco de paisaje y de ideas.

—Abate, sois un revolucionario —suspiró la tímida Mariette.

—Mariette es conservadora y está muy ofendida por mis críticas al régimen —explicó el abate, riendo—. Cree de corazón que no podría vivir feliz sin duquesas porque se dedica a bordarles las camisas.

— ¡Señor abate, dejemos la política en una velada tan agradable! —exclamó Jeanne—. ¡Con lo bien que estamos tomando unos vinos en un cenador de los Célestins! No obstante, reconoced que Su Cristiana Majestad es muy tolerante, al menos con los religiosos.

Mariette ahogó la risa en el delantal.

En ese momento, una mano infantil tendió, bajo las narices de Jean-François, unos ramos de flores silvestres a un sueldo la pieza.

— ¡Flores para las bellas señoritas, por el amor de Dios, señor oficial!

Jean-François compró tres ramos por tres sueldos porque el pequeño vendedor llevaba la triste gorra de los niños del Hospicio.

Aquella noche, Jeanne metió el ramo en su equipaje.

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Capítulo 20Capítulo 20

La Étoile des Mers debía levar anclas el 14 de septiembre. Aubriot deseaba disponer de unos días para visitar Lorient y que Jeanne disfrutara del paisaje marino antes de volverse sola a París, así que viajaron por la posta sin darse tregua. Durante tres días no se descalzaron, comieron mientras en la posta les cambiaban los caballos, dormían alguna hora en el carruaje a pesar de los baches cuando el agotamiento los vencía. La carta del rey invitando al señor Aubriot a viajar a Lorient conseguía con dificultad que el dueño de la posta despertase a sus palafreneros y los obligase a enganchar y desenganchar en plena noche. Pero, entonces, ¡cuántas palabras para convencer a un cochero de que saltase al pescante y se pusiera a galopar a través de la oscura campiña! Uno tras otro, los hombres meneaban furiosamente la cabeza, se ponían a contar historias de bandidos y al final plantaban a aquel cliente con prisa a pesar de la orden del rey que él agitaba ante sus narices. ¡Una bolsa bien surtida habría sido más eficaz! En Rennes, donde hicieron un relevo de dos horas después de medianoche el segundo día de viaje, ningún hombre quiso conducirlos. Tres carruajes habían sido desvalijados la víspera en el bosque de Plélan. Al final sólo encontraron a un chico de doce años que dijo podía llevarlos y que se atrevía a hacerlo de noche. Jeanne sintió pena del chico.

— ¿Estás seguro de que quieres llevarnos? ¿No te obligan? —le preguntó, a pesar de la mirada de reojo que le lanzó Aubriot.

El chico sonrió a aquel joven criado que le demostraba tanta simpatía.

—No temo a nada, señor —dijo en voz baja—. Soy demasiado joven para que me mate un bandido bretón, todos ellos tienen religión. Si tenemos un mal encuentro, vuestro amo tendrá la bondad de pagar por los tres, como es debido.

Jeanne se echó a reír de buena gana.

—Si es así, salgamos. Mi amo comienza a impacientarse.

No se encontraron con nadie, salvo un sombrero tirado en el camino al amanecer. El joven postillón paró tan brutalmente el carruaje que los pasajeros, que dormitaban, se dieron contra las paredes de la caja.

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— ¿Qué ha sido? ¿Qué ha pasado? —exclamó Aubriot, sacando la cabeza por la portezuela.

Vio al chico saltar a tierra.

—Un sombrero, señor. Tengo que recogerlo.

—Déjalo, ya te daré un escudo.

—No, que saldría perdiendo. ¡Está bordado en oro!

El chico subió al pescante tocado con un tricornio azul con galones de oro.

— ¡Vaya un gracioso! ¡Hacernos perder tiempo por un sombrero viejo!

Jeanne observó el perfil de Aubriot con una punta de amargura.

— ¿Tanta prisa tenéis para llegar a puerto, Philibert? ¿Tan ansioso estáis por llegar al lugar en el que tendremos que despedirnos?

—Estoy haciendo un experimento de viaje rápido, nada más. Llegar a Lorient en menos de tres días es una experiencia muy curiosa. Así verás el mar antes y durante más días. ¿No estás contenta de esos diez días de vacaciones que vamos a pasar los dos en una ciudad desconocida?

—Estoy contenta por esos diez días. Lo que temo es la tristeza del día número once.

El la rodeó con su brazo y le besó los cabellos.

—Jeannot, te lo he prometido, si tengo que quedarme en la Isla de Francia más de los dos años previstos en mi misión, te reclamaré. A tu edad, dos años no son nada.

Ella sacudió la cabeza tan enérgicamente para desmentirlo que su larga cola de caballo sujeta por una cinta azotó la mejilla del médico.

—Cómo se ve que no sabéis nada acerca de la impaciencia de esperaros. Yo sé de qué hablo —dijo ella.

El tomó las manos de Jeanne entre las suyas.

—Te escribiré a menudo, Jeannot. Ningún barco zarpará hacia Francia sin una carta mía para ti, y será tan larga como una memoria de farmacéutico. ¡Te lo contaré todo!

—Pero ¿qué pasa con las hermosas criollas?

Aubriot emitió su risa firme y breve.

—Tus celos me honran con excesiva generosidad. ¿Recuerdas que voy camino de los cuarenta? Soy un viejo sabio. Por lo que dicen, son los jóvenes oficiales los que se llevan a las bellas criollas.

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—A saber si un sabio con atractivo no les gustará más... —dijo Jeanne malhumorada, y Aubriot pensó fugazmente que por qué no. Que ya vería.

Durante un buen rato no se hablaron, acunados por el balanceo del carruaje. El calor aumentaba con el sol. Al pasar por un pueblo encontraron ciruelas recién cogidas, azules, firmes y jugosas, almizcleñas, deliciosas. Ya en el carruaje, Jeanne clavó los dientes en una de las frutas con una especie de pasión sedienta, justo en un momento en que Aubriot la observaba. Este se imaginó entonces su propia boca en lugar de la ciruela y los bonitos dientes de Jeanne que lo mordían con el mismo amor goloso con que se comía la fruta. Le costó un gran esfuerzo retomar una conversación empezada por ella dos días antes.

—Te aseguro, Jeannette, que habría querido llevarte conmigo —dijo de buenas a primera.

Ella tiró el hueso de la ciruela por la portezuela y lo miró con dorada intensidad en espera de su respuesta.

Aubriot se reprochó en su fuero interno sus palabras demasiado espontáneas, pero se sintió obligado a continuar.

—El señor Poissonnier, el inspector de colonias, me ha hablado largo y tendido de la vida en las islas, de la sociedad de aquellos lugares, de sus costumbres, de sus creencias, de sus prejuicios... Tanto me ha dicho que, adivinando que conoce mi situación personal por los Jussieu, he llegado a pensar que además de ponerme al corriente ha querido ponerme también en guardia. En la Isla de Francia seré un enviado oficial del rey, cercano al gobernador y al intendente, y Port-Louis no es París. Parece que sus ideas son algo distintas de las que se defienden en el café de La Régence. La ciudad es muy pequeña, no se puede ocultar nada, hay que vivir con las puertas y las ventanas abiertas.

—Pues no he visto que en París la señorita Arnould cerrase puertas y ventanas antes de acostarse, enfadarse o reconciliarse con el conde de Lauraguais —objetó Jeanne con ironía—. Ni que en plena noche la Du Breuille se privase de despertar a todos los inquilinos de su casa para que la defendieran del señor autor Poinsinet, el cual, borracho como una cuba, ¡quería usar las varillas de la chimenea para repescar de Dios sabe dónde su esponjita con vinagre! Realmente me pregunto si hoy en día todo francés no hace el amor con las puertas y las ventanas abiertas de par en par sin tantas monsergas.

El, la había provocado de tal manera alabando la moral y las buenas costumbres de Port-Louis, que ella no reparó en el asombro de Aubriot ante palabras tan atrevidas y continuó su tirada:

—Perdonad mi atrevimiento, y haberos interrumpido, pero yo también me he informado sobre la vida en las islas. He oído decir que allí, lo mismo que aquí, los hombres tienen amantes y las mujeres también, y

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que no está mal visto que los amos de las plantaciones tengan negritos con sus esclavas más bonitas, lo que puebla la colonia a buen precio. ¡Temo que el inspector de colonias os haya aconsejado, Dios sabrá por qué, una austeridad de costumbres que sólo valdrá para vos!

Aubriot dejó pasar un tiempo antes de responder.

—Jeannette, comprendo que te molesta que no te lleve conmigo y que no quieras escuchar mis razones —dijo él suavizando la voz.

—Sólo he expresado una opinión sin reprocharos nada.

—Admitámoslo, pero ahora escúchame. Jeannette, en ultramar hay una gran diferencia entre un plantador o un comerciante, un oficial o un marino de paso, que son libres de sus actos, y un enviado del rey. No puedo violar las instrucciones que he recibido y arriesgarme a recibir una reprimenda o, lo que sería peor, una orden de regreso prematuro a Francia, ¿comprendes? La misión que me han confiado representa mucho para mí. Corona una de mis ambiciones y me abre perspectivas de...

—Sí, sí, ya lo sé —lo interrumpió ella con cierto cansancio—. A vuestro regreso os habréis convertido en un glorioso descubridor al servicio del rey, os lloverán honores y pensiones, y tendréis la admiración de vuestro hijo. Mientras tanto, ¿queréis una ciruela?

Ella se comió otra por no echarse a llorar. Tenía muchas ganas de hacerlo. Cuanto más cerca estaban de Lorient, menos segura se sentía de poder realizar su proyecto, y las últimas palabras de Philibert le hacían temer que iba a encontrarse con una oposición más firme de lo que había previsto. Cuando descubriera su plan, ¿cuál de los dos Philibert reaccionaría? ¿El sabio burgués distinguido por el rey y cuidadoso de no estropear su oportunidad, o el aventurero que hacía de su capa un sayo, no se mordía la lengua y se burlaba del qué dirán, aquel que había amado desde su infancia? Dejó ir su cabeza cargada de ansiedad y buscó reposo en el hombro de su amante... De nuevo Aubriot la rodeó con su brazo y comenzó a hablarle como cuando se quiere consolar a un niño triste porque se va a quedar solo en casa cuando hay fiesta fuera.

Le habló de su bonita tienda del Temple y de todos los placeres de París que entretienen y alegran el tiempo de una herborista de moda, y le habló también de la Bretaña hacia la que viajaban como de una playa infinita cuya arena se extiende muy lejos, empujando hasta la línea del horizonte un agua azul y salada, sobre la cual la Étoile des Mers que se lo llevaría sólo sería una minúscula gaviota blanca...

Ella lo escuchaba como cuando se bebe sin sed, con la mente abstraída, sólo por aturdirse. Su atención no se despertó hasta que Philibert dijo:

—... y reconozco que acepto tus ideas siempre que puedo, incluso cuando no me parecen razonables. Por ejemplo, tu idea de que contrate

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en Lorient al criado que el rey me concede en lugar de hacerlo en París, donde podría escoger mejor. Porque, francamente, me pregunto si en Lorient encontraré otra cosa que no sea un rudo marinero en paro capaz solamente de llevarme la bolsa de viaje, ¡y eso si no está demasiado débil!

Jeanne se irguió.

—Me comprometo a encontrar a la persona adecuada —dijo, sintiendo que le latía el corazón—. Confiad en mí. Y, a propósito, ya que el médico del puerto, el señor Dussault, os ofrece hospitalidad mientras estéis en Lorient...

— ¡Ah, eso no puedo aceptarlo! —la interrumpió Aubriot—. Vienes conmigo y tendré que buscar alguna posada...

— ¡Nada de eso! —exclamó Jeanne con vivacidad—. Aceptad alojaros en casa de vuestro colega, si no, podríais molestarlo. Vestida a lo Denis, doy el cambio. Puedo vivir con vos sin dar lugar a historias.

— ¡Estás en plena erupción de locura infantil! —suspiró Aubriot.

—Quiero divertirme, Philibert. Nada más. Divertirme sirviéndoos como siempre, antes de perderos. La naturaleza me ha dado el don de poder llevar calzones o falda según mi capricho. Dejadme disfrutar de él.

— ¡Loca! ¡Estás loca! En Lorient me tratarán como a un enviado del rey que está a punto de embarcarse con un capitán muy conocido en la ciudad. Me ofrecerán comidas y cenas. ¿Te ves de pie detrás de mi asiento, dispuesta a servirme de beber?

— ¡Desde luego que sí! —exclamó sinceramente Jeanne—. Me veo mil veces mejor que esperándoos con faldas en la habitación de una posada apartada mientras vos cenáis en la ciudad. Olvidáis, Philibert, que los criados forman parte de la humanidad y pueden moverse a su antojo. ¿O me vais a decir que vuestra amante se movería en la sociedad de Lorient con la misma comodidad que vuestro criado?

El no respondió, descontento por no poder hacerlo.

— ¿Lo veis? —exclamó Jeanne—. En Lorient vuestro Jeannot podrá probarlo todo. ¡Y si el vino que os sirven, señor mío, es bueno, os prometo que me beberé los restos para consolarme de no poder sentarme a la misma mesa que vos!

—Jeannette, no me gusta que habléis con ese cinismo —dijo él, contrariado—. Has adquirido el tono parisiense, pero en ti no me gusta nada, lo reconozco.

—Perdonadme. Pensad que las mujeres tenemos que tener algo de chispa para no caer en la tristeza. Así que ¿aceptáis el juego que os propongo, Philibert? Señor Philibert, por favor, ¿aunque sólo sea como regalo de despedida?

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Capítulo 21Capítulo 21

Llegaron a Lorient un día de esos que se conocían como "de regreso de las Indias". Así que lo primero que vieron fue el hormigueo humano multicolor a través del cual su carruaje tuvo que abrirse paso con el cochero en tierra, que había bajado para sostener la brida del caballo. Sin decir una palabra —apenas hablaba francés—, el hombre los conducía lentamente entre una verdadera marea de ruidos hasta la calle del doctor Dussault. Tras ciento treinta y tres leguas de posta, recorridas en menos de tres días a una velocidad increíble, ponían por fin pie a tierra ante una residencia de una sobria elegancia situada en una hilera de casas parecidas, construidas en un espléndido granito gris, al que el sol le arrancaba manchas blancas. Accionaron el picaporte de la entrada.

—Vamos a estar alojados en una calle moderna y bonita —observó Aubriot, sensible a los edificios bien alineados bordeando calzadas espaciosas.

Pero a Jeanne no le preocupaban las alineaciones y se puso a tirar de la manga al cochero.

—Amigo, ¿dónde está el mar? ¡El mar, el mar!

El hombre comprendió al fin y enseñó unas encías desnudas en una sonrisa horrible.

—Allí, cerca, detrás —dijo con un acento rocoso y tendiendo el puño como si quisiera derribar el muro de la fachada.

—Voy a verlo, nada más que a echar un vistazo —le dijo a Philibert tomando carrerilla.

El médico la agarró por el brazo en el momento en que se abría la puerta de la casa de Dussault.

—Jeannot, ten paciencia, ocúpate primero de mi equipaje —dijo en tono falsamente severo.

— ¡Ah, sí, es verdad! —exclamó ella—. ¡Rápido, rápido, amigo, descarguemos rápido! —añadió multiplicando las señas al cochero, dispuesto a volverse lo más lento posible ahora que sus veloces clientes habían llegado a la meta.

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El criado, vestido con calzones y chaleco al estilo bretón, no comprendía mucho más francés que el cochero, pero hizo signos de que iba en busca de ayuda. Volvió con una negra alta y gruesa, cuya gran sonrisa iluminaba un agradable rostro redondo y muy oscuro.

— ¿E posible que nos llegue ya el señó docto e Parí? ¡Y un día que no hay naie en casa! Toos se han io a la venta. La señó, la señorí Amelle y la señorí Anne, y también la señó Victorine la giiela. El señó Dussault etá en el hôpital de Bretaña. Han traío lo enfenmos que han desembarcao. Po aquí, señó, vuetro cuarto está en el primeo...

Hablaba sin parar mientras los conducía hasta una amplia habitación con parquet de madera de las islas, alegremente tapizada de indiana estampada. El confortable mobiliario de madera de peral, tan encerado que brillaba con la menor rendija de luz, podría haber sido el de un burgués parisiense. Pero un par de jarrones chinos colocados sobre la chimenea le daba a la habitación un toque de refinamiento aristocrático al tiempo que recordaba que a dos pasos de aquella casa se descargaban cajas y cajas de porcelanas venidas de muy lejos.

La negra hostigaba al cochero para que colocara sin golpearlos las bolsas y baúles de los viajeros y para que los dejase donde debía, en el guardarropa. Cuando una vez convenientemente gratificado el hombre se marchó, recuperó su sonrisa. Sus grandes y brillantes ojos negros rodaron de la cama rodeada de cortinas al estilo polaco al médico y su joven acompañante.

— ¿Ese chico tan uapo é vuetro moso? ¿Dueme con vo?

—Es mi secretario —dijo Aubriot sonriendo—. Pero puede dormir en mi habitación.

— ¡Clao que sí, tan hentil i limpio como se le ve! —dijo la negra riendo—. Voy a poné una cama en un rincón o en el guardarró, onde quiera, señó...

Rondó aún un poco alrededor de ellos.

—Eso no es too. ¿Vai a comé alguna cosa antes de istalaro? ¡Lo grande viaje abren la gasusa!

—Gracias, pero no tenemos apetito —dijo Aubriot, que veía a Jeanne piafar de impaciencia—. Voy a salir para ver de encontrar a vuestro amo. Tal vez pueda ayudar en el hospital...

La negra lo interrumpió campechanamente. Con las manos apoyadas en sus mantecosas caderas miraba al doctor de París con el entrecejo fruncido.

—Nunca sobra médico en el hôpital un día de vueta de la India, peo vai a comé algo ante de salí —dijo en un tono que no admitía réplica—. ¡No

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quieo que la señó me riña cuando vueva y que diga alante too el mundo que Joséphine no ha aprendió aún los modale fransese y que deha a los viahero con la barriga vasía!

Como desde la mañana sólo habían tomado dos galletas secas y algunas ciruelas, una vez estuvieron delante de una sopera llena de un guiso caldoso a la marinera, del que salía un espeso y perfumado vapor, descubrieron cuánto apetito tenían. Joséphine lo llamaba "sasuela". Alrededor de la zarzuela al estilo bretón había un cuenco de camarones y varios platos de marisco: ostras, almejas, berberechos, bígaros, mejillones, orejas de mar... Aparte de las ostras, Jeanne nunca había visto nada de todo aquello y lo saboreó con una curiosidad tan golosa que la negra se reía de felicidad mientras le untaba con mantequilla crepes cíe alforfón, que doblaba en cuatro antes de colocarlos junto al plato del "jovensito".

—Hay que comé crepe bien untás con lo marisco, o si no no aprovecha y é como si no avei comío na. Y luego o bebei un trago si el señó lo pemite, niño. Hay que tomá siempre un trago grande de vino blanco con eso bicho, pa digerilo sin que o salten en la barriga...

—Jeannot, te permito un trago, pero pequeño —corrigió Aubriot sonriendo.

Disimuladamente, Joséphine le fue echando al "jovensito" pequeños tragos que hacían uno grande. El criado del doctor Aubriot se sintió feliz cuando por fin la negra decidió que los estómagos de los huéspedes estaban lo bastante llenos de hospitalidad y que podían salir a "callejeá".

¡Al fin!

¡Al fin Jeanne respiraba el aire de un puerto! Apenas salió a la calle abrió la boca para sorber el viento marino y lamer el rastro húmedo y salado que le dejaba en los labios. El aire de Lorient tenía un sabor fuerte y vivo cargado de olores arrancados al mar y a los muelles, que le dieron, de entrada, la impresión de que con solo respirar aquel aire ya comenzaba su aventura. Era el aire de una ciudad abierta a todos los perfumes del mundo y aspirarlo a grandes bocanadas después de haber probado el vino típico del país acabó de embriagarla. Había llegado al hermoso paisaje de Lorient con el alma conquistada de antemano.

El mar estaba en calma. La magnífica extensión de agua, semejante a un camafeo verde, se ondulaba en suaves olas apenas coronadas de espuma, bajo un cielo cubierto de nubes blancas salpicadas de jirones azules. Pero la calma del agua contrastaba con la vida frenética y ruidosa del puerto. Tres barcos con las velas cargadas se balanceaban en la rada

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de Penmarec y otros muchos — ¿en cuarentena o apunto de zarpar?— estaban anclados en mitad de la bahía, entre Lorient y Port-Louis, mientras otro, en alta mar, huía ya hacia el horizonte a toda vela. Había también dos urcas armándose, a las que trepaban dos hileras de mozos de cuerda encorvados bajo su carga, un gran navío de la Compañía de las Indias en carena y tres correos de larga distancia en construcción, todo ello en medio del incesante ballet de las chalupas que surcaban la rada, del estruendo de los cargadores y descargadores, de los carreteros, de los calafateadores y los carpinteros, del movimiento variopinto de la multitud que deambulaba y corría por los muelles. A través de la grisalla y los petos de cuero del pueblo laborioso pasaban y volvían a pasar alegremente los uniformes azules y rojos de los oficiales de Comercio y de la Armada Real, y resplandecían los tocados llamativos de todo un pueblo importados de los países del sol. Las señoras y señoritas vestidas con claros trajes de verano que habían dejado la sala de ventas, callejeaban entre los islotes de mercancías todavía amontonadas en los muelles, cuyos aromas a especias se mezclaban a los cálidos efluvios del alquitrán del calafateado.

Aquel ir y venir ensordecedor, burbujeante de colores, de ruidos y olores, animaba un decorado casi infinito, al final del cual la mirada, en lugar de detenerse, se veía empujada a seguir hacia el mar abierto, al que se abría el canal. Todo aquello provocaba en Jeanne, como en cualquier recién llegado del interior, una embriaguez propicia a los delirios de la imaginación. En aquel momento le parecía estar a mil leguas de París, a las puertas de todos aquellos paraísos llamados Isla de Francia, Borbón, Pondichéry, Chandernagor, Surata, Sumatra... A través del yute de los sacos y la madera de las cajas que los porteadores acarreaban hasta los almacenes, ella adivinaba los aromas de los productos exóticos, la belleza preciosa y frágil de las muselinas y las orfebrerías de la India, las porcelanas, las lacas, los marfiles y las sedas de la China. Allí estaba toda la riqueza inagotable de Oriente, que acababa en el mercado de aquel puerto de Occidente, a los pies de los comerciantes que acudían de todas las ciudades de Francia para disputársela en las subastas. No, Jeanne nunca se había sentido tan cerca de alcanzar sus sueños y con aquella viva impresión dé qué podía hacerlos realidad. Se apoyó en el brazo de Philibert.

—Estoy deslumbrada —murmuró—. Aquí descubro una vida más viva todavía que la que descubrí en París. Y este mar...

Se quedó en silencio. La emoción que le producía el mar no podía ser descrita con palabras. Sintió un dolor agudo porque Vincent no estuviera allí para poder compartir con él lo inexpresable con una sola presión de la mano. "Vincent, amor mío", pensó con ardor. El marino le faltaba allí más que en ninguna parte. De haber podido, habría echado a correr para tocar el mar, el agua verde y danzante, el agua sin fin sobre la que

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vagabundeaba, en alguna parte, la Belle Vincente. Una gaviota chilló, sobrevolándolos. Jeanne levantó la cabeza y siguió el blanco vuelo del gran pájaro, que se elevó con un amplio y rápido batir de alas y luego se dejó caer como una hoja abandonada, a todo lo largo de una invisible corriente del cielo. Copo de plumas suspendido en el aire azul, parecía tan seguro de moverse a su antojo que Jeanne le sonrió, como si la habilidad de la gaviota avalase la del corsario, ya que ambos, el pájaro y el hombre, pertenecían al mismo reino, al de los seres que saben cabalgar los vientos y vivir en el mar sin ahogarse.

—Vuelve en ti —dijo repentinamente la voz de Philibert—. La ciudad también vale la pena...

Entre el cambiante verdor del océano y la cinta plateada del río Scorff, la Compañía de las Indias había construido, en pocas décadas, una ciudad moderna de granito azul moteado de blanco, de una elegancia austera admirable. Dándole la espalda al conjunto portuario, se dirigieron a la terraza de la soberbia plaza de Armas sombreada de olmos. Las tiendas de los confiteros rebosaban de murmullos femeninos. Las esposas de los comerciantes, cansadas de las subastas, degustaban finos pastelillos bretones mientras observaban a los soldados azules de la Compañía hacer ejercicios en la explanada.

Junto a la sala de ventas se dieron de bruces con una auténtica feria. Corros de burgueses y pueblerinos mezclados rodeaban a artistas de todas clases: exhibidores de osos amaestrados, tragasables y comedores de fuego, bailarinas, acróbatas, ilusionistas y vendedores de elixires mágicos. La gente entraba y salía sin cesar del edificio y, al igual que todos, los dos paseantes salieron casi en seguida de aquella vasta sala llena a rebosar de gente donde uno se asfixiaba y los insultos volaban, y donde uno se arriesgaba a recibir un codazo o el bastonazo con que algún subastador excitado quería librarse de un competidor. El gentío zumbaba también en el almacén de mercancías al peso. Allí los tenderos más importantes del reino se quitaban de las manos y a precio de oro la canela de Ceilán, la vainilla, la nuez moscada, el clavo, la pimienta, los pimentones, el té verde y los tés perfumados de la China, el café de la isla de Borbón y el café de Moka. El aire era como una sopa espesa que reunía todos los aromas de la cocina oriental. Aubriot y Jeanne no aguantaron mucho y salieron de nuevo a la calle a respirar.

Ante la puerta del pabellón habían descargado una flora exótica en miniatura. En unos baldes llenos de tierra venida de lejos, docenas de arbustos languidecían, fatigados del largo viaje, en espera de los amantes de los jardines exóticos. Toda una compañía de coleccionistas, curiosos y jardineros se inclinaban a observarlos con expresión golosa. Como siempre, hasta los esquejes más enclenques y los arbolillos más descoloridos encontraron comprador. Serían plantados con devoción en

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los parterres y los invernaderos de las fastuosas "locuras" construidas en la campiña o en los alrededores por los ricos explotadores del mar. Al escoger, las damas y las jovencitas que presumían de botánicas les dedicaban gestos tiernos y palabras dulces a las anémicas plantas, porque habían aprendido que el menor objeto de la naturaleza tiene un alma, que conviene regar con amor para aclimatarlo al exilio. Algunos negros daban vueltas alrededor del "bancal verde" como si girasen alrededor de su nostalgia, riendo de felicidad cuando reconocían el pino piñonero de las Indias, la mimosa, la hierba de las caricias... Una negra alta y guapa vestida de guinea, a la que Jeanne le preguntó el nombre común de una planta, le respondió en muy buen francés, sin comerse letras:

—Es la bella-del-río... En mi país la hay a montones —luego meneó la cabeza, tocada con un suntuoso pañuelo de azul y oro, y continuó—: bueno, esto era bella del río. Allá en mi país todo es mucho más bonito y más alegre, señorita.

En ese momento, con la ruidosa brusquedad de una bravuconería, salió un canto rítmico de los pechos de sus compatriotas que se hallaban presentes.

¡Esto es verdad, verdad, verdad!

¡Esto es verdad, verdad, verdad!

Fue la señal para un loco intermedio improvisado: los negros se pusieron a cantar, melodiosamente, baladas que expresaban una larga queja por sus penalidades y que acababan siempre con aquel estribillo alegre y saltarín que invitaba a bailar, "¡esto es verdad, verdad, verdad!", que los lanzaba a un torbellino de colores con una alegría salvaje. Los muslos y los tobillos les servían de tambor, con el que hacían él acompañamiento de su canción al tiempo que se zarandeaban. Alrededor de este islote de fiesta africana, la sociedad bretona, acostumbrada, les hacía corro sonriendo, palmeando, les lanzaba monedas para animarlos, y los niños blancos, a los que sus madres sujetaban, movían los pies cadenciosamente, deseosos de participar en el placer de los esclavos.

Lorient estaba realmente a mil leguas de París. Gran puerto mercantil y arsenal, la hermosa ciudad de granito azul, nacida al amparo de la prosperidad de la Compañía de las Indias estaba, en 1766, en pleno apogeo. Uno se enriquecía tanto como podía con las riquezas que el comercio marítimo le arrancaba al mundo entero y cuanto más se

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enriquecía la gente, más lujosa era la vida en los grandes hoteles particulares, en los castillos y en las "locuras" surgidas como champiñones en el campo. En todas partes se ofrecían comidas, cenas y meriendas campestres inspiradas en la lectura de La nueva Eloísa de Jean-Jacques Rousseau, con los correspondientes trabajos agrícolas al fondo del decorado. O fiestas fastuosas en las que Jeannot, como anónimo criado de lujo perdido entre una multitud de criados de lujo, libre de observar y de escudriñarlo todo, disfrutaba a su manera. Nunca la Bella Tisanera del Temple había visto, ni en Dombes ni en París, recepciones de colores tan abigarrados, pues nunca había visto revolotear en una misma reunión tantos uniformes azules y rojos con dorados en toda las costuras, a los que se mezclaba el sonoro gorjeo de una numerosa servidumbre negra, a la vez temerosa y familiar, pronta a dejar sus tareas y ponerse a bailar la bambula, sirviendo de espectáculo a los invitados de sus amos. Aquella numerosa presencia negra por todas partes —numerosa hasta ser motivo de preocupación cuando su audacia salvaje explotaba—, las pajareras rumorosas de pájaros de las islas, los loros y los monos de compañía admitidos en los salones, las plantas extrañas y frioleras que en verano salían de los invernaderos para adornar las terrazas, los tocadores forrados de sedas chinas, la abundancia de porcelanas y tapices orientales, la profusión de muebles pequeños de maderas preciosas y los biombos que las amas de casa enviaban a lacar a China como si la China estuviera allí al lado, la comida especiada, el ponche al ron y a la vainilla, que en sociedad se servía tan corrientemente como el vino blanco de Nantes, todas aquellas costumbres importadas le prestaban al gran puerto bretón un disfraz de ciudad tropical que desorientaba deliciosamente a Jeanne. Desde su llegada a Lorient, en cualquier esquina le venía a la memoria lo que Pauline de Vaux-Jailloux le había contado sobre la vida criolla. Sobre todo porque a las habitantes de Lorient les gustaba vestirse de un modo simple y ligero, con telas de indiana floreadas o muselinas claras que tantas veces había admirado en la dama deVaux. Las mujeres de Lorient, al igual que Pauline, adoraban tener el aire vaporoso y color pastel de "las bellas de las islas".

La impresión, cada vez más embriagadora, que tenía Jeanne de vivir lejos de Francia se acrecentaba debido a las conversaciones que tenían lugar en la ciudad. Todas aquellas falsas criollas, sus maridos, sus amantes, sus hijos, sus criados, hablaban cotidianamente de las islas, de azúcar y especias, de las Indias o de la China, como si se tratara de provincias situadas al lado de Bretaña. Jeanne oía que decían: "Acabo de llegar de Pondichéry", "Me voy a la isla de Borbón dentro de ocho días" o "Hemos tenido buen tiempo en el cabo de Buena Esperanza" con tanta naturalidad como si dijeran "Vengo de Hennebont", "Salgo para Vannes" o "Hace buen tiempo en Nantes". Tanto era así, que al cabo de pocos días Jeanne empezó a perder el sentido de las distancias. Río de Janeiro, el primer puerto donde debía echar el ancla la Étoile des Mers, le parecía

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más cercano que París porque el verbo "embarcarse", en Lorient, resultaba tan común como el de subirse a una silla de posta. Por ello, varias veces al día corría al puerto a contemplar "su" barco.

La Étoile des Mers, que debía transportar a Aubriot, carenada de nuevo, abrillantada, cargada en parte, esperaba pacientemente en medio de la bahía. Era una graciosa urca de la armada real con la popa redonda, cuya arboladura y aparejos dibujaban, en el pálido horizonte, una armoniosa y fina arquitectura de tela de araña. Aunque desprovista de esculturas decorativas —los navíos a la moda tendían a la simplicidad—, la Étoile des Mers resultaba, sin embargo, muy coqueta, con su cubierta roja y amarilla recién pintada, sus barandillas negras y sus cobres relucientes. Como todas las corbetas de guerra convertidas en urcas de transporte, había sido aligerada de la mayor parte de los cañones para dejar sitio al material y a las mercancías destinadas a las islas Mascareñas. Momentáneamente, Francia vivía en paz. Entre Lorient y Port-Louis en la Isla de Francia no estaba previsto tener ningún mal encuentro.

El capitán de la Étoile des Mers, el vizconde Vilmont de la Troesne, era un gentilhombre bretón de vieja estirpe, de unos cincuenta años, bajo y rechoncho, con una mirada gris a menudo lejana. Sencillo y directo, amable y cultivado, aficionado a la botánica y la astronomía, consideraba un honor tener que transportar hasta el océano índico a un eminente naturalista amigo de Buffon y de los Jussieu, íntimo de Lalande, que provenía del Jardín del Rey, aquel eminente templo de las ciencias naturales, y desde el primer momento lo trató como a un verdadero personaje. Cuando estaba en tierra, De la Troesne habitaba en Port-Louis, el antepuerto de Lorient, en un antiguo y bello hotel perteneciente a su familia. Tuvo tiempo de sobra para adiestrar a Aubriot y su criado en la vida de un castillo bretón, pues la partida de su barco tuvo que retrasarse hasta el 29 de septiembre. Su segundo lo había dejado un día en que cayó fulminado por un ataque sobre un plato de mejillones a la crema y había que reemplazarlo por el caballero de Trévenoux, designado por Praslin, que debía llegar de Saint-Malo.

Aquel contratiempo le había hecho a Jeanne fruncir el entrecejo. La tierra firme empezaba a quemarle la planta de los pies. La "durmiente" del mariscal de Richelieu, puntual, había llegado ya a Lorient a buscarla. Froment, el criado de confianza del duque, la había estacionado discretamente en el patio de un hotel particular, después de lo cual se había presentado a Jeanne. Por suerte, gracias a algunas sonrisas y algunos luises de oro, a Jeanne no le había costado convencer a Froment para que esperara un poco más de lo previsto. En vista de lo fácilmente que se llevaba la mano a la bolsa, Froment había decidido que valía la pena obedecer a la nueva favorita de su amo. Con muy buena voluntad cogió sus cosas, se alojó en una posada de marineros, donde la camarera

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aún era fresca y conservaba los dientes, y comenzó a beber a la salud de Jeanne. No tenía que preocuparse de nada, pues ella le diría cuándo debía desemborracharse para llevarla a París.

Una tarde, poco antes de partir, el capitán Vilmont de la Troesne pasó por casa de Dussault para advertir a su futuro pasajero de que al día siguiente habría cena con baile en una de las más bonitas "locuras" de Hennebont, en la que la galante anfitriona gastaba sus ganancias marítimas obsequiando a la Marina a fin de sacar aún más ventajas en especies.

El doctor Aubriot todavía no había vuelto de una gestión oficial que había ido a realizar a la oficina del comisario general del puerto.

—Pero el jovensito Jeannot o dirá si su señó volverá pronto —dijo Joséphine al vizconde—. Sabe siempre lo asunto de su amo. Venga, é po aquí… Mi ama lo ha dejao en la biblioteca pa prepará el equipahe del señó dotó...

De la Troesne encontró al joven Jeannot embalando cuidadosamente objetos que luego colocaba en orden en un gran baúl. Sobre una mesa, el vizconde observó espejos de mano, tijeras de plata, cajas de música, despertadores, un par de hermosas pistolas, catalejos, frascos de píldoras, lunares postizos, rojo de labios, en fin, todo un surtido de artículos procedentes de buenas tiendas.

—¡Oh, vaya! ¿Es que lleváis una pacotilla para vuestro amo? —preguntó el marino.

—Exactamente, señor —respondió Jeanne con embarazo.

Aunque ella lo animaba, suponía que Philibert no le había pedido aún al capitán de la Étoile des Mers permiso para embarcar ningún cargamento para luego venderlo. En principio estaba prohibido llevarlos en un barco del rey, "cuyo capitán no debía tolerar que se comerciara en su nave", pero el reglamento se violaba todos los días y Jeanne había decidido reunir un lote de menudencias de lujo que sabía que faltaban en la Isla de Francia.

—A menos que os parezca mal que vuestros pasajeros mercadeen un poco... —dijo, armada de su más cándida sonrisa.

—¡Si me pareciera mal me habría distinguido por mi celo excesivo y me habrían concedido ya la cruz de Saint-Louis! —respondió el capitán, riéndose—. Pero, veamos...

Examinó los objetos y aprobó con la cabeza.

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—La elección es buena. El señor Aubriot se ganará un buen dinero. Debería sacar al menos el triple de su coste, y más aún si sabe vender.

—Soy yo quien lo ha escogido todo —no pudo evitar decir Jeanne con orgullo—. Lo he escogido y comprado todo yo solo y a buen precio.

De la Troesne miró al joven criado con creciente interés. Aquel guapo sirviente de maneras finas, a la vez discreto pero siempre pegado a los talones de su futuro pasajero, lo intrigaba. Viejo oficial de marina acostumbrado a olfatear a los marineros demasiado delicados y a cerrar los ojos para no tener que castigar a los culpables con una muerte ignominiosa, el vizconde había pensado que el doctor Philibert Aubriot era un sodomita que viajaba con su querido, el cual, para su comodidad, le hacía también el servicio. Pensando en ello, no entendía por qué Aubriot le había comunicado su intención de cambiar de criado-secretario en el momento de embarcar. Había vuelto a tener dudas al encontrarse ante una pareja más complicada de lo que había imaginado. Aprovechando que se encontraba a solas con el muchacho decidió salir de dudas.

—Os felicito por vuestras compras —le dijo a Jeanne—. Vuestro amo tiene suerte de teneros a vuestro servicio y es una pena que no pueda llevaros con él. El criado que le he encontrado y que cuento con presentarle mañana es joven y sólido, nada tonto, tiene educación y buena voluntad y hasta un poco de instrucción, pero creo que el señor Aubriot no se encontrará tan a gusto con él como con vos. ¿Cómo es que vuestra familia no os deja embarcar? En tiempos de paz, un viaje por mar, aunque dure algunos meses, no tiene importancia y la juventud necesita ver mundo.

La negativa de la familia a que Jeannot se embarcase era la excusa que Aubriot había encontrado para justificar que buscaba un nuevo criado. Al ver la benevolencia que le manifestaba el capitan de la Étoile des Mers, Jeanne vio la ocasión que buscaba desde hacía días.

—Señor —dijo con resolución—, ya que me demostráis interés, os confesaré que el retraso en la salida me ha dado tiempo a escribir a mi tía para suplicarle que cambie de opinión. Precisamente acabo de recibir su respuesta y al fin me da permiso para seguir al señor Aubriot a ultramar, si es que aún me necesita. Eso es lo que no sé todavía porque no lo he visto en todo el día y no he podido enseñarle la carta de mi tía. Temo que esté cansado de sus cambios de opinión desde que el señor Aubriot le habló del viaje. Por eso es por lo que... —le dirigió al marino su mirada dorada más conquistadora—, me atrevo a preguntaros que, si mi amo decide hacer caso de la última decisión de mi tía, no os importaría que me embarcase yo en lugar del joven que habéis contratado...

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—A fe mía que tengo orden de conducir a la Isla de Francia al doctor Aubriot acompañado de un servidor, pero yo no soy nadie para escogérselo —dijo Vilmont, divertido—. Lo hará vuestro amo. En cuanto a mí... —se detuvo y le hizo esperar la continuación, que pronunció con malicia—, si debiera escoger, os escogería a vos. Buena figura, aire despierto, modales suaves y educados, apego a vuestro amo... No son cosas que se encuentren reunidas en un solo criado.

Jeanne se inclinó, colorada por el cumplido y sobre todo por una cierta burla ligera que le pareció notar en el tono del vizconde.

—En un barco hay poco espacio y es prudente hacerse acompañar de alguien a quien pueda tratarse de cerca sin problemas —añadió Vilmont, con sospechosa seriedad.

De nuevo el tono del vizconde le causó a Jeanne una vaga vergüenza, pero no acabó de comprender el asunto y terminó por decir después de unos instantes de silencio:

—Ya que es así, estad seguro de que haré todo lo posible para convencer al señor Aubriot de que me lleve con él. ¿Me autorizáis a darle a entender que veríais con buenos ojos el que yo embarcara?

Esta vez De la Troesne se echó a reír francamente.

—Estoy seguro de que lograréis convencerlo. Desde luego, podéis decirle que me parece bien, pero me cuesta creer que necesitéis mi apoyo para poder viajar junto con su petate. ¿Acaso no pensáis que sois un criado que complace a su amo?

—Desde luego, eso pienso porque es la verdad.

—Pues bien, cuando el criado piensa eso, al amo le cuesta mandar en su propia casa, joven amigo, os espero dentro de cinco días a bordo del Étoile des Mers... con un solo baúl de pacotilla. Tened en cuenta esto: un solo baúl de mercancías.

—¡Oh, señor! ¿No tengo derecho a llevar un pequeño fardo yo también? He oído decir en el puerto que incluso los marineros se permiten llevar...

—¡Lo que cabe en su gorra, amigo mío, lo que cabe en su gorra!,—la cortó el capitán, aunque sonriendo.

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Capítulo 22Capítulo 22

En mitad de la rada, la Étoile des Mers oscilaba en las aguas tranquilas...

Jeanne fijó la vista en el barco hasta ver borroso... Allí, entre el pálido verde gris del mar y del cielo, su largo sueño había tomado finalmente la forma de un bello juguete de madera. Exaltada, fascinada, se sentía como debe sentirse el pajarillo que logra asomarse al borde del nido y contempla, entre el último sueño y el último temor, la inmensa aventura sin fondo en la que va a dejarse caer. De repente, y si sus ojos no la engañaban, empezó a ver la tela subir por el mástil de la urca: en el navío algunos hombres de la tripulación maniobraban para colocar la arboladura y manejar el aparejo, demasiado nuevo. Los hombros de Jeanne se elevaron instintivamente, como para desentumecerse las alas al mismo tiempo que las velas se elevaban, y una sonrisa maravillada se le dibujó en los labios. El juguete funcionaba.

Un marinero que pasaba por allí se detuvo divertido al observar al guapo joven rubio extasiado ante la vista del horizonte.

Supongo que no hace falta que os pregunte si es vuestro primer viaje en barco, ¿verdad?

Jeanne se sobresaltó, vio al hombre y bajó la cabeza.

—Navegaremos juntos. Ese es mi barco —dijo el marinero señalándolo con un gesto del mentón.

—Es muy bello —dijo Jeanne.

—Es muy bueno —dijo el marinero—. Estad tranquilo, señor, es un buen barco. Irá hasta donde vayáis.

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Llegados a este punto, el lector con un poco de espíritu lógico se preguntará seguramente por qué la historia de Jeanne se titula La buganvilla. La autora se disculpa por no poder explicárselo hasta el segundo volumen, y eso por una buena razón: en septiembre de 1766, la buganvilla florecía modestamente anónima a orillas de los mares del Sur y aún no sabía que pronto sería recolectada por Jeanne, para ponérsela como guirnalda en torno al cuello a su ilustre padrino, el célebre navegante señor de Bougainville.

FinFin

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