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Graham GreeneEl revés de la tramaTraducción de Jaime Zulaika

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ÍndicePortadaEl revés de la tramaLibro primero

Primera parte12

Segunda parte12

Tercera parte1

Libro segundoPrimera parte

123

Segunda parte1

Tercera parte12

Libro terceroPrimera parte

1234

Segunda parte123

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Tercera parte1

Colofón

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Primera edición, 2020Título original: The Heart of the Matter

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares delcopyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total oparcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografíay el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler opréstamo públicos.

Copyright © Verdant SA, 1948

© de la traducción, Jaime Zulaika, 2020© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

Imagen de cubierta: ClassicStock / akg-images / H. Armstrong RobertsFotografía del autor: © National Portrait Gallery, London

Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.Avió Plus Ultra, 2308017 BarcelonaEspañawww.librosdelasteroide.com

ISBN: 978-84-17977-32-0Composición digital: Newcomlab S.L.L.Diseño de colección: Enric JardíDiseño de cubierta: Duró

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A V. G., L. C. C,y

F. C. G.

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El pecador ocupa el centro mismo de lacristiandad... Nadie es más competente queél en materia de cristianismo. Nadie, salvo elsanto.

PÉGUY

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Libro primero

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PRIMERA PARTE

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1

I

Wilson estaba sentado en el balcón del hotel Bedford, con lasrodillas desnudas y rosáceas apretadas contra el enrejado. Eradomingo, y la campana de la catedral llamaba a maitines. Al otrolado de Bond Street, en las ventanas del instituto, las jóvenesalumnas negras, sentadas con sus blusones de gimnasia azuloscuro, se dedicaban a la tarea interminable de alisarse el pelo tiesocomo alambre. Wilson, meditabundo, se mesaba su bigoteincipiente, a la espera de su ginebra con bíter.

No miraba a Bond Street, frente a él, sino que tenía la caravuelta hacia el mar. Su palidez, lo mismo que su desinterés por lasalumnas del edificio del otro lado, delataba que no hacía mucho quehabía desembarcado en el puerto. Era como la aguja rezagada delbarómetro, que todavía señala «Buen tiempo» mucho después deque su compañera indique «Borrasca». Abajo, en la calle, losempleados negros iban hacia la iglesia; sus mujeres, con vestidosde tarde de brillantes colores azul y cereza, no despertaron elinterés de Wilson. Estaba solo en el balcón, exceptuando a un indiocon barba y turbante que ya había intentado leerle la buenaventura:no era la hora ni el día de los hombres blancos; estarían en la playa,a cinco millas de allí, pero Wilson no tenía automóvil. Se sentía casiinsoportablemente solo. A ambos lados de la escuela, los tejados dehojalata descendían hacia el mar y, sobre su cabeza, la chapaondulada producía un crujido metálico cada vez que un buitre seposaba encima.

Vio a tres oficiales mercantes del convoy del puerto que subíandel muelle. Unos niños con gorras escolares les rodearon deinmediato. Wilson percibió débilmente su estribillo, como una

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canción infantil: «Capitán quiere chiquichiqui, mi hermana maestrachica bonita, capitán quiere chiquichiqui». Ceñudo, el indio conbarba hacía cálculos complejos en el dorso de un sobre: ¿unhoróscopo, el coste de la vida? Cuando Wilson volvió a mirar a lacalle, los oficiales se habían abierto paso y los colegiales se habíanarremolinado alrededor de un marinero: le condujeron triunfalmentehacia el burdel próximo a la comisaría, como si le llevaran alparvulario.

Un muchacho negro le trajo la ginebra y Wilson la bebió muydespacio, porque no tenía otra cosa que hacer, aparte de entrar enla habitación sórdida y calurosa y leer una novela o un poema. Legustaba la poesía, pero la absorbía en secreto, como una droga. ElTesoro de poesía le acompañaba a todas partes, pero lo tomaba denoche en pequeñas dosis: un dedito de Longfellow, Macaulay,Mangan: «Sigue contando cómo, consumido, el genio, traicionadoen amistad, en amor desengañado...». Tenía gustos románticos.Solo enseñaba en público su libro de Wallace. Quería a toda costaque su apariencia no le distinguiese de los demás hombres: llevabael bigote como la corbata de un club; era su principal rasgo común,pero sus ojos le delataban: ojos castaños, de perro, ojos de setter,que contemplaban tristemente Bond Street.

—Disculpe —dijo una voz—, ¿no es usted Wilson?Levantó la vista y vio a un hombre maduro, con los inevitables

pantalones cortos caqui y una cara cansada del color del heno.—Sí, soy yo.—¿Puedo acompañarle? Me llamo Harris.—Encantado, señor Harris.—¿Usted es el nuevo contable de la UAC?—Sí. ¿Quiere beber algo?—Un zumo de limón, si no le importa. No puedo tomar alcohol

tan temprano.El indio se levantó de la mesa y se acercó deferentemente.—Usted se acuerda de mí, señor Harris. Quizá pudiese hablarle

a su amigo de mis habilidades. A él quizá le gustaría leer mis cartas

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de recomendación... —El fajo mugriento de sobres seguía en sumano—. Lo mejor de la sociedad.

—Fuera. Lárgate, viejo sinvergüenza —dijo Harris.—¿Cómo ha sabido mi nombre? —preguntó Wilson.—Lo he visto en un telegrama. Soy el censor de telegramas —

respondió Harris—. ¡Vaya trabajo! ¡Vaya sitio!—Veo desde aquí, señor Harris, que su fortuna ha cambiado

notablemente. Si quiere entrar conmigo un momento en el cuarto debaño...

—Lárgate, Gunga Din.—¿Por qué en el cuarto de baño? —preguntó Wilson.—Siempre lee la buenaventura ahí. Supongo que es el único

cuarto libre. Nunca se me ha ocurrido preguntarle por qué.—¿Lleva mucho tiempo aquí?—Dieciocho puñeteros meses.—¿Vuelve pronto a casa?Harris miró hacia el puerto por encima de los tejados de chapa.—Todos los barcos van en dirección contraria —dijo—. Pero

cuando consiga llegar a casa no volverán a verme por aquí. —Bajóla voz y dijo viperinamente, por encima del zumo de limón—: Odioeste sitio. Odio a esta gente. Odio a los malditos negratas. Aunqueno hay que llamarles así, ya sabe.

—Mi criado parece buen chico.—El criado propio siempre es un buen chico. Es un negro

auténtico, pero esos, mírelos, mire a aquel, con una boa de plumas.Ni siquiera son negros de verdad. Son antillanos y controlan lacosta. Dependientes de comercio, empleados del ayuntamiento,jueces, abogados... Dios. Está muy bien el protectorado. No tengonada contra un negro de verdad. Dios hizo el color de la piel. Peroesos... ¡Dios! El gobierno les teme. La policía les teme. Mire ahíabajo —dijo Harris—; mire a Scobie.

Un buitre aleteó y cambió de sitio en el tejado de hierro, yWilson miró a Scobie. Miró sin interés, por obedecer la indicación deun extraño, y no le pareció que hubiese nada especialmente notable

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en aquel hombre achaparrado y de cabello gris que subía solo porBond Street. No podía saber que aquella era una ocasión de las quenunca se olvidan: una pequeña cicatriz había sido tallada en lamemoria, una herida que dolería cada vez que se combinasenciertas cosas: el sabor de la ginebra al mediodía, el olor de las floresdebajo de un balcón, el tintineo de la chapa ondulada, un pajarracovolando pesadamente de una percha a otra.

—Les quiere tanto que duerme con ellos —dijo Harris.—¿Ese uniforme es de la policía?—Sí. Nuestro gran cuerpo de policía. «Algo perdido nunca

encontrarán...», ya conoce el poema.—No leo poesía —dijo Wilson. Sus ojos siguieron a Scobie a lo

largo de la calle anegada de sol. Scobie se detuvo y cambió unaspalabras con un hombre negro que llevaba un panamá blanco: pasójunto a ellos un policía negro que saludó con gesto elegante. Scobiesiguió andando.

—Si la verdad se supiese… probablemente también está asueldo de los sirios.

—¿Los sirios?—Esto es la mismísima torre de Babel —dijo Harris—. Hay

antillanos, africanos, indios de verdad, sirios, ingleses, escoceses enla oficina de obras públicas, curas irlandeses, franceses yalsacianos.

—¿Qué hacen los sirios?—Ganar dinero. Son dueños de todas las tiendas del interior y

de la mayoría de las de aquí. Y trafican con diamantes.—Supongo que hay mucho de eso.—Los alemanes los compran a buen precio.—¿No tiene a su mujer aquí?—¿Quién? Oh, Scobie. Sí, la tiene aquí. Pero si yo tuviera una

mujer como la suya también me acostaría con las negras. Pronto laconocerá. Es la intelectual de la ciudad. Le gusta el arte, la poesía.Organizó una exposición para los marinos que han naufragado.Poemas sobre el exilio escritos por aviadores, acuarelas pintadas

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por fogoneros, trabajos en metal de las escuelas de la misión, esetipo de cosas. Pobre Scobie. ¿Otra ginebra?

—Creo que sí —dijo Wilson.

II

Al girar en James Street, Scobie pasó por delante del secretariado.Con sus largos balcones siempre le había recordado un hospital.Durante quince años había presenciado la llegada de tandas depacientes; periódicamente, al cabo de dieciocho meses, a algunoslos mandaban a casa, amarillentos y nerviosos, y otros lesreemplazaban: secretarios coloniales y de agricultura, tesoreros ydirectores de obras públicas. Vigilaba uno por uno sus gráficos detemperatura: el aumento de la irascibilidad, el exceso de bebida, larepentina reivindicación de sus principios después de un año deconformidad. Los empleados negros exhibían por los pasillos suporte de médicos de cabecera; toleraban alegre y respetuosamentecada insulto. El paciente siempre tenía razón.

A la vuelta de la esquina, delante del viejo algodonero, dondelos primeros colonizadores se habían reunido el día de su llegada ala costa hostil, estaban los juzgados y la comisaría, un gran edificiode piedra, como la jactancia grandilocuente de los hombres débiles.En el interior de su maciza arquitectura, el ser humano crepitaba enlos pasillos como una pepita seca. Nadie hubiera podido estar a laaltura de una concepción tan retórica. Pero la idea, en todo caso, noera más profunda que una simple habitación. En el oscuro yestrecho pasadizo de detrás, en la sala de acusados y en las celdas,Scobie siempre detectaba el olor de la injusticia y de la mezquindadhumana: era el olor de un zoo, a serrín, a excremento, a amoniaco ya privación de libertad. Fregaban el lugar todos los días, pero eraimposible eliminar el olor. Los presos y los guardias lo llevaban en laropa, como el humo de tabaco.

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Scobie subió los grandes escalones y giró a la derecha paradirigirse a su despacho por el techado corredor exterior: una mesa,dos sillas de cocina, un armario, unas esposas oxidadas quecolgaban de un clavo como un sombrero viejo, un fichero. A unextraño le hubiera parecido un cuarto incómodo y oscuro; paraScobie era su hogar. Otros hombres creaban una atmósferahogareña acumulando cosas: un cuadro nuevo, más y más libros,un pisapapeles de forma rara, el cenicero comprado por un motivoolvidado en unas vacaciones olvidadas; Scobie construía su hogarmediante un proceso de reducción. Había comenzado quince añosantes con muchas más cosas. Entonces había habido una fotografíade su mujer, almohadones de cuero lustrosos comprados en elmercado, un butacón, un mapa grande y a color del puerto en lapared. Hombres más jóvenes se habían llevado prestado el mapa; aél ya no le servía, conocía al dedillo el litoral entero de la colonia; suterritorio abarcaba desde Kufa Bay hasta Medley. En cuanto a losalmohadones y al butacón, pronto había descubierto que aquellascomodidades solo servían para hacer más calurosa una ciudad. Elcuerpo sudaba siempre que algo lo tocaba o envolvía. Por último, lapresencia de su mujer había vuelto innecesaria la fotografía. Ella sehabía reunido con él en el primer año de la «guerra de broma», yahora no podía irse; el peligro de los submarinos la había convertidoen un accesorio tan fijo como las esposas colgadas del clavo. Era,además, una foto muy antigua, y ya no quería recordar el rostro aúnsin formar, la expresión tranquila y amable de una joven inexperta ylos labios obedientemente separados en la sonrisa que el fotógrafohabía pedido. Quince años esculpen una cara, la amabilidad seretira de ella a medida que crece la experiencia, y Scobieconservaba la conciencia de su responsabilidad. Él había trazado laruta; él había elegido la experiencia que ella había ido adquiriendo.Él había dado forma a su cara.

Se sentó ante su mesa desnuda y casi inmediatamente resonóen la entrada el talonazo de su sargento mendé.

—¿Señor?

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—¿Alguna novedad?—El comisario quiere verle, señor.—¿Alguna detención?—Dos negros riñendo en el mercado, señor.—¿Asunto de faldas?—Sí, señor.—¿Algo más?—La señorita Wilberforce quiere verle, señor. Le digo que usted

estaba en la iglesia y ella dice que vuelve luego, pero se queda.Dice que no se mueve.

—¿Quién es esa señorita Wilberforce, sargento?—No sé, señor. Viene de Sharp Town, señor.—Bueno, la veré después de ver al comisario. Pero a nadie

más, recuerda.—Muy bien, señor.Al recorrer el pasillo hacia el despacho del comisario, Scobie vio

a la chica sentada en un banco contra la pared, sola; no la miró dosveces; solo captó la vaga impresión de una cara africana, joven ynegra, y de un vestido radiante de algodón; después no pensó másen ella, sino en lo que le diría al comisario. Toda la semana lo habíaestado pensando.

—Siéntese, Scobie.El comisario era un viejo de cincuenta y tres años. Allí se

contaba la edad por los años que un hombre había trabajado en lacolonia. Con veintidós años de servicio, el comisario era el másviejo, del mismo modo que el gobernador era un mozalbete desesenta comparado con cualquier oficial de distrito que tuviese cincoaños de experiencia a sus espaldas.

—Después de este turno me jubilo, Scobie —dijo el comisario.—Lo sé.—Supongo que todo el mundo lo sabe.—He oído a los hombres comentarlo.—Y sin embargo usted es el segundo a quien se lo digo. ¿No

dicen quién va a sustituirme?

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—Saben quién no va a sustituirle.—Es una injusticia enorme —dijo el comisario—. No puedo

hacer más de lo que he hecho, Scobie. Tiene usted un talentoincreíble para hacerse enemigos. Como Arístides el Justo.

—No creo que yo sea tan justo.—La cuestión es: ¿qué quiere hacer? Van a mandar de Gambia

a un tal Baker. Es más joven que usted. ¿Quiere dimitir, jubilarse, untraslado?

—Quiero quedarme —dijo Scobie.—A su mujer no le gustará.—Llevo aquí demasiado tiempo para irme.Pensó: «Pobre Louise, si le hubiese dejado decidir, ¿dónde

estaríamos ahora?». Admitió en el acto que no estarían allí, sino enun sitio mucho mejor, con mejor clima, mejor sueldo, mejor posición.Ella habría aprovechado toda oportunidad de prosperar: habríaescalado ágilmente la escalera y habría dejado atrás a lasserpientes. «Yo la traje aquí», pensó, con el extraño y premonitoriosentimiento de culpa que experimentaba siempre, como si fueraresponsable de algo futuro que ni siquiera podía prever. Dijo en vozalta:

—Usted sabe que me gusta esto.—Creo que sí. Me pregunto por qué.—Es bonito al atardecer —dijo Scobie, evasivamente.—¿Sabe el último bulo que corre contra usted en el

secretariado?—¿Que estoy a sueldo de los sirios?—Todavía no han llegado tan lejos. Ese es el paso siguiente.

No; que se acuesta con muchachas negras. Ya sabe cómo son lascosas, Scobie; debería haber flirteado con la mujer de alguno deellos. Lo toman como un insulto.

—Quizá debería acostarme con alguna negra. Así no tendránque inventar otra cosa.

—Su predecesor se acostaba con docenas —dijo el comisario—, y a nadie le molestaba. Contra él tramaron otra cosa. Dijeron que

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bebía a escondidas. Así se sentían mejor bebiendo en público. Quéhatajo de cerdos, Scobie.

—El subjefe del secretariado no es mal chico.—No, el subjefe es buena gente —rio el comisario—. Es usted

terrible, Scobie. Scobie el Justo.Scobie regresó por el pasillo; la chica estaba sentada en la

oscuridad. Estaba descalza y sus pies, uno junto a otro, parecíanmoldes de un museo; no concordaban con el vestido claro dealgodón.

—¿La señorita Wilberforce? —preguntó Scobie.—Sí, señor.—No vive aquí, ¿verdad?— ¡No! Vivo en Sharp Town, señor.—Bien, entre.Le hizo pasar al despacho y se sentó delante del escritorio. No

había ningún lápiz encima y abrió el cajón. Allí, solamente allí, sehabían acumulado objetos: cartas, gomas de borrar, un rosarioroto..., pero ningún lápiz.

—¿Qué se le ofrece, señorita Wilberforce?La mirada de Scobie captó una instantánea de un grupo de

bañistas en Medley Beach: su mujer, la mujer del secretario colonial,el director de educación, con algo en la mano que parecía unpescado muerto, y la mujer del tesorero colonial. Toda aquellaextensión de piel blanca hacía que pareciesen una partida dealbinos, y la risa había abierto la boca de todos.

—Mi casera —dijo la chica— rompió la casa anoche. Entracuando ya estaba oscuro y tira todos los tabiques y me roba el cofrecon todas mis cosas.

—¿Tiene usted muchos inquilinos?—Solo tres, señor.Scobie sabía ya exactamente de qué se trataba: una persona

alquilaba una choza de una sola habitación por cinco chelines a lasemana, levantaba unos cuantos tabiques delgados y realquilabalos espacios resultantes por media corona cada uno: una casa de

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vecindad horizontal. Cada hueco solía estar amueblado con unacaja que contenía un poco de loza y vasos «regalados» por orobados a un antiguo patrón, una cama hecha de tablas de embalajey un quinqué. El cristal de los quinqués nunca duraba mucho, y lallama al descubierto siempre corría el riesgo de entrar en contactocon gotas de petróleo derramadas; lamía los tabiques decontrachapado y provocaba innumerables incendios. A veces ladueña irrumpía en la casa y derribaba los tabiques peligrosos; aveces robaba los quinqués de sus inquilinos y la onda de su roboformaba círculos cada vez más grandes de hurto de lámparas hastaque llegaban al barrio europeo y eran la comidilla del club.

—Su casera —dijo secamente Scobie— se queja de que ustedcausa muchos problemas. Demasiados inquilinos, demasiadosquinqués.

—No, señor. Los líos no son por los quinqués.—Entonces son de mujeres, ¿eh? ¿Usted es una mala chica?—No, señor.—¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué no ha ido a ver al cabo

Laminah de Sharp Town?—Es el hermano de mi casera, señor.—Sí, ¿eh? ¿Del mismo padre y la misma madre?—No, señor. Del mismo padre.La entrevista parecía un rito entre un cura y su monaguillo. Él

sabía exactamente lo que ocurriría cuando uno de sus hombresinvestigase el caso. La propietaria diría que había ordenado a lainquilina que desmontara los tabiques, y que como no le habíaobedecido, había procedido a actuar por su cuenta. Negaría laexistencia del cofre de loza. El cabo confirmaría esto último. Luegose descubriría que no era hermano de la dueña, sino que tenía conella un parentesco impreciso; probablemente, una relación pocohonrosa. Los sobornos —conocidos con el nombre respetable deregalos— pasarían de unas manos a otras; la tormenta deindignación, que tan sincera había parecido, amainaría, los tabiquesse instalarían de nuevo, nadie volvería a saber una palabra del cofre

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y varios policías se habrían embolsado un par de chelines. En suscomienzos, Scobie había iniciado esas investigaciones; una y otravez había tomado partido, defendiendo a quien él creía el pobre einocente inquilino ante el rico y culpable propietario. Pero prontodescubrió que la culpabilidad y la inocencia eran tan relativas comola riqueza. El inquilino agraviado resultaba ser, a su vez, elcapitalista acaudalado, que obtenía una ganancia de cinco chelinessemanales por cada habitación y que vivía sin pagar alquiler.Posteriormente había intentado resolver estos casos en su mismoorigen: razonaba con la demandante y le informaba de que lainvestigación sería infructuosa e inevitablemente le costaría tiempo ydinero; en ocasiones incluso se negaba a investigar. Consecuenciade esta pasividad habían sido las piedras arrojadas contra laventanilla de su automóvil, los neumáticos rajados y el apodo de«hombre malo» que le había perseguido durante un largo y tristeturno de servicio; le afectaba de un modo exagerado en aquel lugarhúmedo y caluroso; no lograba tomárselo a la ligera. Ya habíaempezado a ansiar la confianza y el afecto de aquellas gentes. Eseaño contrajo malaria y estuvieron a punto de darle la invalidezpermanente.

La chica aguardaba su decisión pacientemente. Tenían unapaciencia infinita cuando era necesario; su impaciencia eraigualmente ilimitada cuando podían conseguir algo con ella. Erancapaces de pasarse un día entero sentados en silencio en el patiode un hombre blanco para implorarle algo que él no tenía poder paraotorgar, o de chillar, pelear e insultar para que les sirviesen en uncomercio antes que al vecino. Scobie pensó: «Qué hermosa es».Era extraño pensar que quince años antes no habría reparado en subelleza: los pechos menudos y altos, las muñecas minúsculas, elempuje de las nalgas jóvenes; no la hubiera podido distinguir de susiguales: era una negra. En aquellos tiempos había considerado a sumujer hermosa. Una piel blanca no le recordaba todavía la nociónde un albino. Pobre Louise.

—Dele esta nota al sargento que está en la mesa —dijo.

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—Gracias, señor.—No hay de qué —sonrió—. Procure decirle la verdad.La observó mientras salía del oscuro despacho como si

encarnara quince años perdidos.

III

Scobie había sido derrotado en la guerra inacabable por elalojamiento. Durante su último permiso había perdido su bungaló deCape Station, el principal barrio europeo, en beneficio de uninspector de sanidad llamado Fellowes, y se había visto relegado auna casa cuadrada de dos pisos, construida originalmente para unnegociante sirio en la zona de llanos: una parcela de ciénagaedificada que revertiría al cieno primitivo en cuanto las lluviasempezaran. Las ventanas tenían una vista directa del mar porencima de una hilera de casas criollas; al otro lado de la calle, unoscamiones reculaban y maniobraban en un campamento militar detransporte, y los buitres paseaban como pavos domésticos por losvertederos del regimiento. Detrás, los bungalós del barrio seextendían asentados sobre la cadena de montecillos, entre nubesbajas; los quinqués estaban encendidos todo el día dentro de lasalacenas y el moho recubría las botas; eran, no obstante, las casasde los hombres de su rango. Para las mujeres era muy importanteestar orgullosas de sí mismas, de sus maridos, de su entorno.Scobie pensaba que rara vez se enorgullecían de lo invisible.

—Louise —llamó—, Louise.No había por qué llamarla: si no estaba en la salita no podía

estar más que en el dormitorio (la cocina era un simple cobertizo enel patio, enfrente de la puerta trasera). Pero tenía la costumbre degritar su nombre, una costumbre que había adquirido en los días deansiedad y de amor. Cuanto menos necesitaba a Louise, mayorconciencia tenía de la responsabilidad de hacerla feliz. Cuando lallamaba por su nombre estaba clamando como el rey Canuto contra

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una marea: la marea de la melancolía y el desencanto de suesposa.

En los viejos tiempos ella había contestado, pero no era unapersona tan de costumbres como él; no tan falsa, pensaba él aveces. La bondad y la compasión no ejercían efecto sobre ella;nunca hubiera fingido una emoción que no sentía y, como un animal,sucumbía por completo al malestar momentáneo y se recobraba conceleridad. Cuando la encontró en el dormitorio, debajo delmosquitero, su aspecto le recordó a un perro o a un gato, tanausente estaba. Tenía el pelo deslustrado, los ojos cerrados. Él sequedó inmóvil, como un espía en un país extranjero; en realidad,estaba en territorio extraño. Si para él el hogar significaba lareducción de las cosas a un mínimo inmu-table y amistoso, para ellaentrañaba acumulación. El tocador estaba lleno de tarros yfotografías: él mismo, Scobie, de joven, con el uniforme de oficialextrañamente anticuado de la última guerra; la mujer del magistrado,a quien ella, de momento, consideraba su amiga; la única hija deambos, que había muerto en el colegio, en Inglaterra, tres añosantes: la cara piadosa de una chiquilla de nueve años vestida con lamuselina blanca de la primera comunión; incontables fotos deLouise, con grupos de enfermeras, con los invitados del almirante enMedley Beach; en un páramo de Yorkshire, con Teddy Bromley y sumujer. Era como si estuviese amontonando pruebas de que ellatambién tenía amigos, como las demás personas. Él la observó através de la red de muselina. Su cara tenía la tonalidad marfileña dela atabrina; su pelo, que antaño había sido del color de la mielembotellada, era ahora moreno y estaba pegajoso de sudor. Era enestos momentos de fealdad cuando la amaba, cuando la piedad y laresponsabilidad alcanzaban la intensidad de la pasión. Fue lapiedad la que le aconsejó marcharse: no hubiera despertado delsueño a su peor enemigo, y mucho menos a Louise. Salió depuntillas y bajó las escaleras. (Aquellas escaleras interiores noexistían en ninguna otra vivienda de la ciudad de bungalós, exceptoen la Casa de Gobierno, y ella había intentado convertirlas en un

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motivo de orgullo, clavando alfombras y cuadros en la pared.) En elcuarto de estar había una librería llena de libros de Louise, esterasen el suelo, una máscara indígena de Nigeria, más fotografías.Todos los días había que limpiar los libros para quitarles lahumedad, y Louise no había logrado disimular del todo, con unascortinas vistosas, la fresquera que hundía cada pata en unapequeña y esmaltada palangana con agua para que no treparan lashormigas. El criado estaba poniendo la mesa del almuerzo para unasola persona.

Era bajo y rechoncho, con la cara ancha, fea y agradable de lostemné. Sus pies descalzos azotaban el suelo como un par deguantes vacíos.

—¿Qué le pasa a la señora? —preguntó Scobie.—Estómago revuelto —dijo Ali.Scobie sacó una gramática mendé de la librería; estaba

escondida en el estante de abajo, donde sus tapas viejas y raídaseran menos visibles. En las estanterías superiores estaban las filasendebles de los autores que leía Louise: poetas modernos, no muyjóvenes, y las novelas de Virginia Woolf. No pudo concentrarse:hacía demasiado calor y la ausencia de su mujer era como unacompañía parlanchina que le recordase su responsabilidad. Untenedor cayó al suelo y Scobie observó a Ali limpiándolo ahurtadillas con la manga; lo observó con afecto. Llevaban juntosquince años —un año más que los de matrimonio—; era un criadomuy duradero. Había empezado como el simple «chico»; luegohabía sido ayudante del camarero en los tiempos en que teníancuatro criados, y ahora era el camarero a secas. A la vuelta de todaslas vacaciones, Ali esperaba en el atracadero para ocuparse delequipaje con tres o cuatro porteadores harapientos. Durante esosperiodos de descanso mucha gente trataba de birlarle los serviciosde Ali, pero él no había faltado nunca a la cita en el muelle, menosuna vez que estaba en la cárcel. El encarcelamiento no implicabadeshonra; era un escollo que no se podía esquivar eternamente.

—Ticki —gimió una voz, y Scobie se levantó en el acto—. Ticki.

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Subió al piso de arriba.Su mujer estaba incorporada debajo del mosquitero, y por un

momento él tuvo la impresión de que era un trozo de carne en unavitrina. Pero la compasión pisó los talones a esta imagen cruel y laespantó.

—¿Te sientes mejor, querida?—Ha venido la señora Castle —dijo Louise.—Motivo de sobra para que uno enferme —dijo Scobie.—Me ha estado hablando de ti.—¿Qué te ha dicho?Él le dirigió una sonrisa radiante y falsa; hasta ese punto la vida

consistía en eludir la desdicha una vez más. Nada se perdíaaplazando las cosas. Tenía la tenue idea de que si uno las aplazabael tiempo necesario, quizá la muerte acabase por arrebatárselastotalmente de las manos.

—Dice que el comisario se jubila y que no te han tenido encuenta.

—Su marido habla demasiado en sueños.—¿Es verdad?—Sí, lo sé desde hace semanas. En realidad no tiene

importancia, querida.—No voy a atreverme a volver por el club.—No es para tanto. Estas cosas pasan, ya sabes.—Dimitirás, ¿verdad, Ticki?—No creo que pueda, querida.—La señora Castle está de nuestra parte. Está furiosa. Dice

que todo el mundo habla de eso y que circulan chismes. Querido, noestás a sueldo de los sirios, ¿verdad?

—No, querida.—Me he llevado tal disgusto que he salido de misa antes de

que terminara. Es una mezquindad por su parte, Ticki. No puedespermitir que te hagan eso. Tienes que pensar en mí.

—Lo hago. Constantemente. —Se sentó en la cama, deslizó lamano por debajo del mosquitero y tocó la de ella. Perlas de sudor se

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estaban formando donde la piel de ambos se tocaba. Dijo—: Claroque pienso en ti, cariño. Pero llevo quince años aquí. Estaríaperdido en cualquier otro sitio, aunque me diesen otro trabajo. Queno me hayan ascendido no es precisamente una recomendación.

—Podríamos jubilarnos.—La pensión no da para vivir.—Estoy segura de que podría ganar algo escribiendo. La

señora Castle dice que debería dedicarme profesionalmente. Contoda esta experiencia. —Louise miró a través de la muselina blancahacia el tocador: allí su mirada tropezó con la de otra cara nimbadade muselina blanca y apartó los ojos—. Ojalá pudiéramos irnos aSudáfrica. No soporto a la gente de aquí.

—Quizá pudiera conseguirte un pasaje. Últimamente no hahabido muchos naufragios en esa ruta. Deberías tomarte unasvacaciones.

—Hubo una época en que tú también querías jubilarte.Contabas los años. Hacías planes... para todos nosotros.

—Oh, bueno, uno cambia.—Entonces no pensabas que ibas a quedarte solo conmigo —

dijo ella, inmisericorde.Él apretó su mano sudorosa contra la de ella.—Qué tonterías dices, querida. Tienes que levantarte y comer

algo...—¿Quieres a alguien, Ticki, aparte de a ti mismo?—No, solo me quiero a mí mismo y basta. Y a Ali. Me olvidaba

de Ali. También lo quiero a él, por supuesto. Pero a ti, no —siguiódiciendo, con tono de burla trillada y mecánica, mientras leacariciaba la mano y sonreía, tranquilizador.

—¿Y a la hermana de Ali?—¿Tiene una hermana?—Todos tienen hermanas, ¿no? ¿Por qué no has ido a misa

hoy?—Esta mañana he tenido guardia, querida. Ya lo sabías.

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—Podías haberla cambiado. No tienes mucha fe, ¿verdad,Ticki?

—Tú tienes por los dos, querida. Baja a comer algo.—Ticki, a veces pienso que te hiciste católico simplemente para

casarte conmigo. No significa nada para ti, ¿no es cierto?—Escucha, cariño, haz el favor de bajar a comer algo. Luego

das una vuelta en el coche por la playa y tomas un poco de airefresco.

—Qué distinto habría sido el día —dijo ella, con la miradaperdida más allá del mosquitero— si hubieras venido a casa y mehubieses dicho: «Querida, voy a ser comisario».

Scobie habló despacio:—Verás, querida, en un sitio así y en tiempo de guerra... Es un

puerto importante; con los franceses de Vichy al otro lado de lafrontera, con todo ese contrabando de diamantes desde elprotectorado, necesitan un hombre más joven.

No creía una palabra de lo que estaba diciendo.—No había pensado en eso.—Es la única razón. No es culpa de nadie. Es la guerra.—La guerra lo echa todo a perder, ¿verdad?—Ofrece una oportunidad a los más jóvenes.—Creo, querido, que voy a bajar a comer un poco de fiambre.—Así me gusta, querida. —Retiró la mano: chorreaba de sudor

—. Voy a decírselo a Ali.Una vez abajo, se asomó a la puerta trasera y gritó «¡Ali!».—¿Massa?—Pon dos cubiertos. La señora está mejor.Desde el mar llegaba la primera y débil brisa del día, soplando

por encima de los arbustos y entre las chozas criollas. Un buitre alzópesadamente el vuelo desde el techo de hojalata y se posó en elpatio de la casa contigua. Scobie respiró hondo; se sentía exhaustoy victorioso: había convencido a Louise de que tomase un poco decarne. Siempre había asumido la responsabilidad de mantener la

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dicha de las personas a quienes quería. Una ya estaba a salvo parasiempre y la otra se disponía a almorzar.

IV

Al atardecer, el puerto estaba hermoso durante quizá cinco minutos.Las calles de laterita, de día tan feas y recargadas de arcilla,adquirían una delicada tonalidad color de rosa. Era la hora más feliz.Hombres que habían abandonado el puerto para siemprerecordarían a veces, en una noche gris y lluviosa de Londres, elresplandor y el florecimiento que se desvanecían apenas surgidos:se preguntarían por qué habían odiado la costa y, durante el tiempoque tardaban en beberse una copa, ansiarían volver.

Scobie detuvo su Morris en una de las grandes curvas de lacuesta y miró atrás. Llegó demasiado tarde. La flor se habíamarchitado y su tono rosado se diluía en el cielo; las piedras blancasque perfilaban el contorno de la escarpada colina brillaban comovelas en el nuevo crepúsculo.

—No sé si habrá alguien, Ticki.—Seguro. Esta noche hay biblioteca.—Date prisa, querido. Me asfixio aquí dentro. Me alegraré

cuando lleguen las lluvias.—¿En serio?—Con tal de que duraran uno o dos meses y luego acabaran.Scobie dio la respuesta adecuada. No escuchaba nunca

mientras su mujer hablaba. Trabajaba sin interrupción oyendo elcaudal de sonido uniforme, pero si sonaba una nota de angustia lapercibía en el acto. Como un radiotelegrafista ante una novelaabierta, desatendía toda señal que no fuera el símbolo del barco y elmensaje de SOS. Incluso trabajaba mejor cuando ella hablaba quecuando estaba callada, pues mientras su tímpano registraseaquellos sonidos tranquilos —el chismorreo del club, comentariossobre el sermón del padre Rank, la trama de una nueva novela y

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hasta quejas a causa del tiempo— sabía que todo iba bien. Era elsilencio lo que interrumpía su trabajo, un silencio en el que, allevantar la vista, podría ver lágrimas que reclamaran su atención.

—Corre el rumor de que hundieron todos los barcos frigoríficosla semana pasada.

Mientras ella hablaba, él consideró su plan para el barcoportugués que entraría en puerto en cuanto abrieran la barrera porla mañana. La llegada de un barco neutral, cada quince días,proporcionaba la ocasión de una salida a los funcionariossubalternos: un cambio de comida, unos vasos de auténtico vino,hasta la oportunidad de comprarle a una chica algún detalle en latienda del barco. A cambio solo tenían que ayudar a la policía deseguridad en el examen de pasaportes y el registro de loscamarotes de los sospechosos. Todo el trabajo desagradable y durolo hacía la policía en la bodega, cribando sacos de arroz en buscade diamantes, o en el calor de la cocina, hundiendo la mano en latasde manteca y destripando pavos rellenos. Era absurdo tratar deencontrar un puñado de diamantes en un buque de quince miltoneladas: ningún ogro en un cuento de hadas había impuestojamás una tarea más imposible a una doncella, y sin embargo, conla misma regularidad con que arribaban barcos, se transmitían losmismos telegramas en clave: «Tal y tal pasajero de primera clase,sospechosos de llevar diamantes. Los siguientes miembros de latripulación son sospechosos...». Nadie encontraba nunca nada.Scobie pensó: «Le toca a Harris subir a bordo, y que le acompañeFraser. Soy viejo ya para estas excursiones. Deja que los chicos sediviertan un poco».

—La última vez llegaron estropeados la mitad de los libros.—Ah, ¿sí?A juzgar por el número de coches, pensó él, todavía no había

mucha gente en el club. Apagó las luces y esperó a que Louise semoviera, pero ella seguía sentada, y a la luz del tablero de mandosvio su puño cerrado.

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—Bueno, querida, ya estamos —dijo con su voz campechana,que quienes no le conocían consideraban un signo de estupidez.

—¿Tú crees que ya lo sabrá todo el mundo? —preguntó Louise.—¿Saber qué?—Que no te han ascendido.—Querida mía, creía que habíamos zanjado ese asunto. Mira

todos los generales que han sido relegados desde 1940. No van apreocuparse por un subcomisario.

—Pero yo no les gusto —dijo ella.Pobre Louise, pensó, es terrible no gustar a los demás, y se

remontó mentalmente a la experiencia de aquel primer año en quelos negros le habían rajado los neumáticos y escrito insultos en elautomóvil.

—Pero qué absurda eres, querida. No he conocido a nadie quetenga más amigas que tú. —Empezó a nombrarlas, sin convicción—: La señora Halifax, la señora Castle...

Enseguida decidió que no valía la pena enumerarlas.—Estarán todas esperando —dijo ella—, esperando

simplemente a verme entrar... Yo no quería venir al club esta noche.Vámonos a casa.

—No podemos. Ahí llega el coche de la señora Castle. —Intentó reírse—. Estamos atrapados, Louise.

Vio que su puño se abría y cerraba, vio el polvo húmedo eineficaz asentado como nieve sobre las crestas de los nudillos.

—Oh, Ticki, Ticki —dijo ella—, no me dejarás nunca, ¿verdad?No tengo ningún amigo, ninguno desde que los Barlow se fueron.

Él levantó la mano húmeda de Louise y le besó la palma: sesintió obligado a hacerlo por su patética carencia de atractivos.

Entraron el uno al lado del otro, como una pareja de policíashaciendo la ronda, en el salón donde la señora Halifax estabadistribuyendo los libros de la biblioteca. Rara vez las cosas son tanmalas como tememos: no había razón para creer que habían sido eltema de conversación.

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—¡Qué bien! ¡Qué bien! —les gritó la señora Halifax—. Hallegado el último libro de Clemence Dane.

Era la mujer más inofensiva de la colonia; tenía el pelo largo ydesgreñado, y uno encontraba dentro de los libros de la bibliotecahorquillas que ella había utilizado para marcar la página por dondeiba. Scobie juzgó plenamente seguro dejar a su mujer en sucompañía, porque la señora Halifax no tenía maldad ni capacidadpara la habladuría; su memoria era tan mala que no retenía nadadurante mucho tiempo: leía las mismas novelas una y otra vez sindarse cuenta.

Scobie se unió a un grupo en el mirador. Fellowes, el inspectorde sanidad, estaba hablando violentamente con Reith, elsubsecretario colonial, y un oficial de la marina llamado Brigstock.

—Al fin y al cabo esto es un club —decía—, no una cantinaferroviaria.

Desde que Fellowes le había escamoteado la casa, Scobiehabía hecho lo posible para que el hombre le cayera simpático; serun buen perdedor era una de las normas por las que regía suconducta. Pero a veces le resultaba muy difícil sentir simpatía porFellowes. El caluroso anochecer no le había sentado muy bien: elpelo fino, húmedo y rojizo, el bigotito tieso, los ojos saltones, lasmejillas coloradas y la vieja corbata universitaria.

—En efecto —dijo Brigstock, tambaleándose ligeramente.—¿Cuál es el problema? —preguntó Scobie.—Se cree que no somos lo bastante exclusivos —dijo Reith.

Habló con la ironía confortable de un hombre que en su época habíasido completamente exclusivo, que en realidad había excluido de susolitaria mesa del protectorado a todos menos a sí mismo.

—Hay límites —dijo Fellowes, acaloradamente, y se palpó lacorbata para darse confianza.

—Así es —dijo Brigstock.—Sabía que ocurriría —continuó Fellowes—, en cuanto

hiciéramos socios honorarios a todos los oficiales de la ciudad.Tarde o temprano empezarían a traer a indeseables. No soy un

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esnob, pero en un sitio así hay que establecer límites, porconsideración a las mujeres. Estas cosas no pasan en Inglaterra.

—Pero ¿qué ha pasado? —insistió Scobie.—Los socios honorarios —respondió Fellowes— no deben

tener derecho a traer invitados. El otro día, sin ir más lejos, trajerona un soldado raso. El ejército puede ser democrático, si quiere, perono a costa nuestra. Y otra cosa es que ahora mismo no hay bebidapara todos, y encima vienen.

—Eso es cierto —dijo Brigstock, balanceándose con mayoragitación.

—Me encantaría saber de qué están hablando —dijo Scobie.—El dentista del 49 ha traído a un civil que se llama Wilson, y

ese Wilson quiere hacerse socio. Lo cual pone a todo el mundo enuna situación muy incómoda.

—¿Qué tiene él de malo?—Es uno de los empleados de la UAC. Puede hacerse socio del

club de Sharp Town. ¿Qué se le ha perdido aquí?—Ese club no funciona —dijo Reith.—Eso es culpa de ellos, ¿no?Por encima del hombro del inspector de sanidad Scobie veía la

amplitud enorme de la noche. Las luciérnagas emitían señalesluminosas aquí y allá en el perfil de la colina, y el farol de unapatrullera que navegaba por la bahía solo se distinguía por suestabilidad.

—Hora del apagón* —dijo Reith—. Más vale que entremos.—¿Quién es Wilson? —le preguntó Scobie.—Aquel de allí. El pobre diablo parece muy solo. Llegó hace

pocos días.Wilson estaba incómodamente solo entre la selva de butacas,

fingiendo que miraba un mapa en la pared. Su cara pálida brillaba yrezumaba como yeso. Evidentemente había comprado su trajetropical a un proveedor marítimo que le había endilgado un géneroinvendible: era de rayas estrafalarias y de color hígado.

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—Usted es Wilson, ¿verdad? —dijo Reith—. He visto sunombre hoy en el libro del secretario colonial.

—Sí, soy yo.—Me llamo Reith. Soy el subsecretario. Este es Scobie, el

subcomisario.—Le he visto pasar esta mañana por el hotel Bedford, señor.A Scobie le pareció que había indefensión en la actitud de

Wilson: estaba a la expectativa de que la gente se mostrara hostil oamistosa; parecía esperar tanto una reacción como la otra. Eracomo un perro. Nadie había trazado todavía en su rostro los rasgosque configuran a un ser humano.

—Tome una copa, Wilson.—No le diré que no, señor.—Esta es mi mujer —dijo Scobie—. Louise, el señor Wilson.—He oído ya muchas cosas de él —dijo Louise, con sequedad.—Ya ve, es usted famoso, Wilson —dijo Scobie—. Es un

hombre de la ciudad que se ha colado en el club Cape Station.—No sabía que estuviese haciendo algo malo. El comandante

Cooper me invitó.—Eso me recuerda —dijo Reith— que tengo que concertar una

cita con Cooper. Creo que tengo un absceso.Se retiró.—Cooper me estuvo hablando de la biblioteca —dijo Wilson— y

pensé que quizá...—¿Le gusta leer? —preguntó Louise, y Scobie comprendió con

alivio que iba a ser amable con el pobre diablo. Con Louise nuncase sabía del todo. A veces se comportaba como la peor de lacolonia, y entonces pensó con piedad que tal vez ahora ella creíaque no podía permitírselo. Acogía bien a cualquier cara nueva queno «supiera».

—Pues —dijo Wilson, y se manoseó desesperadamente elbigote ralo—, pues...

Era como si estuviese juntando fuerzas para una gran confesióno una gran huida.

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—¿Novelas policiacas? —preguntó Louise.—No me disgustan —dijo Wilson, nervioso—. Leo algunas.—A mí me gusta la poesía —dijo Louise.—La poesía —repitió Wilson—; sí.Retiró de mala gana los dedos del bigote, y algo en su

expresión casi canina de gratitud y esperanza indujo a Scobie apensar, dichoso: ¿le habré encontrado por fin un amigo a Louise?

—También a mí me gusta la poesía —dijo Wilson.Scobie se encaminó hacia el bar: una vez más se le quitaba un

peso de encima. La velada no era un fracaso: ella volvería a casacontenta, se acostaría contenta. Durante una noche el humor nocambiaba, y la satisfacción subsistiría hasta que él se marchara porla mañana al trabajo. Podría dormir...

Vio a un grupo de sus subordinados en la barra. EstabanFraser, Tod y un recién llegado de Palestina que tenía el singularapellido de Thimblerigg. Scobie dudó en acercarse. Se estabandivirtiendo, y no les apetecería la compañía de su superior.

—Un descaro increíble —estaba diciendo Tod. Probablementehablaban del pobre Wilson. Antes de poder alejarse oyó la voz deFraser.

—Ya ha recibido su castigo. Se le ha enganchado Louise, laliterata.

Thimblerigg lanzó una carcajada breve, como un borboteo, yuna burbuja de ginebra empezó a formarse en su labio carnoso.

Scobie volvió a entrar rápidamente en el salón. Se desplomó enuna butaca y se quedó inmóvil. Su vista fue recobrando, entre unaserie de tics, el foco, pero le entraron gotas de sudor en el ojoderecho. Los dedos que las enjugaron temblaban como los de unborracho. Se dijo: «Cuidado. Este clima no permite emociones. Esun clima para la ruindad, la malevolencia, el esnobismo, pero algocomo el amor o el odio hace perder la cabeza a un hombre».Recordó que a Bowers le habían devuelto a Inglaterra por asestarun puñetazo al edecán del gobernador en una fiesta, y que el

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misionero Makin había acabado sus días en un manicomio deChislehurst.

—Hace un calor infernal —le dijo a alguien que se perfilóvagamente a su espalda.

—Tiene mala cara, Scobie. Beba algo.—No, gracias. Tengo que hacer una ronda de inspección.Louise estaba hablando animadamente con Wilson detrás de

las estanterías, pero Scobie sentía que la maldad y el esnobismo delmundo la iban sitiando, como lobos. Ni siquiera le dejaban quedisfrutase de sus libros, pensó, y la mano empezó a temblarle otravez. Al acercarse, le oyó decir, imitando el estilo amable de ladyBountiful:

—Tiene que venir un día a cenar con nosotros. Tengo muchoslibros que podrían interesarle.

—Me encantaría —dijo Wilson.—Llámenos por teléfono y cenaremos lo que haya.Scobie pensó: «¿Qué valen esos otros para tener el valor de

mofarse de un ser humano?». Él conocía cada uno de los defectosde Louise. ¡Cuántas veces había hecho una mueca de disgus-tocuando ella trataba con desconocidos! Conocía cada frase, cadaentonación que le restaba amistades. A veces anhelaba aconsejarla:no lleves ese vestido, no vuelvas a decir eso, como una madre haríacon su hija, pero tenía que guardar silencio, afligido por la certezade que ella perdería amigos. Lo peor fue cuando detectó en suscolegas una cordialidad excesiva, como si le compadecieran. «¿Quéderecho tenéis a criticarla?», ansiaba gritarles. «Es obra mía. Es loque yo he hecho de ella. No era así antes.»

Se aproximó bruscamente a ellos y dijo:—Cariño, tengo que hacer la ronda.—¿Ya?—Lo siento.—Yo me quedo, querido. La señora Halifax me llevará a casa.—Me gustaría que vinieras conmigo.—¿Qué? ¿A hacer la ronda? Hace siglos que no voy.

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—Precisamente por eso me gustaría que me acompañaras.Levantó la mano de Louise y la besó: era un desafío.

Proclamaba así delante de todo el club que no había quecompadecerle, que amaba a su mujer, que eran felices. Pero nadiede los que importaban lo vio: la señora Halifax estaba ocupada conlos libros, Reith se había ido mucho antes, Brigstock estaba en elbar, Fellowes hablaba tan afanosamente con la señora Castle queno se fijaba en nada. Nadie lo vio, salvo Wilson. Louise dijo:

—Otro día, querido. La señora Halifax me acaba de prometerque llevará al señor Wilson al hotel después de pasar por nuestracasa. Quiero prestarle un libro.

Scobie sintió una gratitud inmensa por Wilson.—Está bien —dijo—, muy bien. Pero quédese y tome una copa

hasta que yo vuelva. Yo le llevo luego al hotel Bedford. No tardaré.Descansó una mano en el hombro de Wilson y rezó en silencio:

«Que ella no le trate como a un protegido; que no sea absurda; queconserve por lo menos a este amigo».

—No le digo buenas noches —dijo—. Espero verle cuandovuelva.

—Es usted muy amable, señor.—No me llame señor. Usted no es policía, Wilson.

Agradézcaselo a su buena estrella.

V

Scobie tardó más de lo que esperaba. Le retrasó el encuentro conYusef. A mitad de la cuesta encontró el coche del sirio parado en elarcén, y a su dueño durmiendo tranquilamente en los asientos deatrás. La luz del coche de Scobie alumbró la cara grande y pastosa,el mechón de pelo blanco caído sobre la frente y los inicios de losmuslos enormes en el prieto dril blanco. Tenía el cuello de la camisaabierto, y rizos de vello negro se enredaban en los botones.

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—¿Puedo ayudarte? —preguntó Scobie, de mala gana, y Yusefabrió los ojos: los dientes de oro colocados por su hermano, eldentista, centellearon instantáneamente, como una linterna. «SiFellowes pasa por aquí ahora, vaya historia», pensó Scobie. Elsubcomisario entrevistándose de noche, clandestinamente, conYusef, el tendero. Prestar ayuda a un sirio era tan solo un gradomenos peligroso que recibirla de él.

—Ah, comandante Scobie —dijo Yusef—, un amigo en unmomento de apuro es un verdadero amigo.

—¿Puedo ayudarte en algo?—Llevamos media hora aquí—dijo Yusef—. Han pasado

algunos coches, y yo pensaba: ¿cuándo aparecerá el buensamaritano?

—No tengo aceite de sobra para sanar tus heridas, Yusef.—Ja, ja, comandante Scobie. Muy buena frase. Pero si me

llevara a la ciudad...Yusef se acomodó en el interior del Morris, instalando un muslo

amplio contra los frenos.—Es mejor que el chico vaya detrás.—Que se quede aquí —dijo Yusef—. Reparará el coche cuando

comprenda que es la única manera de llegar a la cama. —Cruzó susmanazas gruesas encima de la rodilla y agregó—: Tiene unautomóvil muy bonito, comandante Scobie. Debe de haberlecostado cuatrocientas libras.

—Ciento cincuenta —dijo Scobie.—Yo le daría cuatrocientas.—No está en venta, Yusef. ¿Dónde compraría otro?—Ahora no, pero quizá cuando se vaya.—No me voy.—Oh, había oído decir que dimitía, comandante Scobie.—No.—Los tenderos oímos muchas cosas... Pero la mayor parte son

bulos sin fundamento.—¿Cómo van los negocios?

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—Oh, ni mal ni bien.—Lo que yo he oído es que te has hecho varias veces rico

desde que empezó la guerra. Bulos sin fundamento, claro.—Bueno, comandante, ya sabe cómo son estas cosas. La

tienda de Sharp Town va bien porque estoy allí para vigilar. La deMacaulay Street no va mal porque la atiende mi hermana. Pero lasde Durban Street y Bond Street no prosperan nada. Me engañancontinuamente. No sé leer ni escribir, como todos mis compatriotas,y todo el mundo me engaña.

—Los bulos dicen que sabes llevar la cuenta de las existenciasde todas tus tiendas.

Yusef rio entre dientes, halagado.—No tengo mala memoria. Pero no duermo de noche,

comandante Scobie. Si no tomo mucho whisky no paro de pensar enDurban, en Bond y en Macaulay Street.

—¿Dónde quieres que te deje?—Oh, ahora voy a acostarme, comandante. A mi casa de Sharp

Town, si es tan amable. ¿No quiere entrar a tomar un whiskicito?—Lo siento. Estoy de servicio, Yusef.—Ha sido usted muy amable al traerme, comandante Scobie.

¿Me permitiría mostrarle mi gratitud enviándole a su esposa unapieza de seda?

—Es exactamente lo que menos quisiera, Yusef.—Sí, sí, ya sé. Es muy difícil lo de esos chismes. Y todo porque

hay algunos sirios como Tallit.—Te gustaría que Tallit no te estorbara, ¿verdad, Yusef?—Sí, comandante. Sería beneficioso para mí, pero también

para usted.—Tú le vendiste aquellos diamantes falsos el año pasado, ¿no?—Oh, comandante Scobie, no creerá realmente que me

aproveché de una persona así. Algunos pobres sirios se vieron enaprietos por aquellos diamantes. Sería una vergüenza estafar a tugente de esa manera.

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—No deberían haber violado la ley comprando diamantes.Incluso algunos tuvieron la desfachatez de quejarse a la policía.

—Son muy ignorantes, los pobres.—Tú no lo eras tanto, ¿verdad, Yusef?—Si me permite decírselo, comandante Scobie, fue Tallit. Si no,

¿por qué insiste en que yo se los vendí?Scobie conducía despacio. La tosca calle estaba muy

concurrida. Cuerpos negros, delgados, oscilaban como típulas a laluz amortiguada de los faros de cruce.

—¿Hasta cuándo durará la escasez de arroz, Yusef?—Sé tanto como usted, comandante Scobie.—Yo sé que esos pobres diablos no consiguen arroz al precio

reglamentado.—Yo he oído, comandante, que no consiguen su ración gratuita

si no dan una propina al policía de la puerta.Era totalmente cierto. En la colonia había una réplica para cada

acusación. Siempre había corruptelas más graves que denunciar.Los chismosos del secretariado cumplían una función útil:mantenían viva la idea de que no se podía confiar en nadie. Eso eramejor que la complacencia. Dando un golpe de volante paraesquivar a un perro vagabundo, Scobie se preguntó por qué amabatanto aquel lugar. ¿Porque allí la naturaleza humana no había tenidotiempo de disfrazarse? Allí nadie podía hablar nunca de un paraísoen la tierra. El paraíso se mantenía rígidamente en su sitio, al otrolado de la muerte, y a este lado florecían las injusticias, lascrueldades, la mezquindad que en otras partes se silenciaban tanastutamente. Allí se podía amar a los seres humanos casi del mismomodo que los amaba Dios, conociendo lo peor: no se amaba unapose, un vestido bonito, un sentimiento artificiosamente exhibido.Sintió un afecto repentino por Yusef.

—Dos males no hacen un bien —dijo—. Algún día, Yusef, tevas a encontrar mi pie en ese culo gordo.

—Quizá, comandante Scobie, o quizá lleguemos a ser amigos.Es lo que me gustaría más que nada en el mundo.

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Aparcaron delante de la casa de Sharp Town y el criado deYusef salió con una linterna para alumbrarle.

—Comandante Scobie —dijo Yusef—, sería realmente unplacer para mí ofrecerle un vaso de whisky. Creo que yo podría serlemuy útil. Soy un verdadero patriota, comandante.

—Y por eso amontonas algodón por si Vichy nos invade, ¿no escierto? Valdrá más que en libras esterlinas.

—El Esperança llega mañana, ¿no?—Probablemente.—Es una pérdida de tiempo registrar un barco tan grande en

busca de diamantes. A menos que uno sepa de antemano dóndeestán exactamente. Usted sabe que cuando un barco vuelve aAngola, un marinero informa de los escondrijos donde ha mirado.Usted criba todo el azúcar de la bodega. Busca en la manteca de lascocinas porque una vez alguien le dijo al capitán Druce que undiamante puede calentarse y meterse dentro de una lata demanteca. Y por supuesto registra los camarotes, los ventiladores ylos pañoles. Y los tubos de pasta dentífrica. ¿Usted cree que algúndía encontrará un pequeño diamante?

—No.—Yo tampoco.

VI

Había un quinqué encendido en cada esquina de la pirámide decajas de madera. Al otro lado del agua negra y lenta divisabaapenas el depósito naval, un carguero fuera de servicio fondeado,según se creía, en un arrecife de botellas de whisky vacías.Permaneció inmóvil un rato, respirando el olor denso del mar. Amedia milla de distancia estaba anclado un convoy entero, pero loúnico que acertaba a ver era la sombra larga del barco depósito yuna constelación de lucecitas rojas, como si hubiese una calle; delagua solo le llegaba el sonido del agua misma batiendo las

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escaleras. Nunca le fallaba la magia de aquel lugar: era el puntodonde afirmaba el pie, en la frontera misma de un continenteextraño.

Dos ratas peleaban en la oscuridad. Eran ratas de agua,grandes como conejos. Los nativos las llamaban cerdos y lascomían asadas; el nombre ayudaba a distinguirlas de las ratas delmuelle, que eran una raza humana. Scobie se encaminó hacia losmercados por una vía férrea de luz. En la esquina de un almacéntopó con dos policías.

—¿Alguna novedad?—No, señor.—¿Habéis hecho este recorrido?—Oh, sí, señor, justamente ahora venimos de allí.Sabía que estaban mintiendo: nunca irían solos hasta aquel

extremo del muelle, el campo de recreo de las ratas humanas, amenos que les protegiese un oficial blanco. Las ratas eran cobardespero peligrosas: eran jovencitos de unos dieciséis años, armados denavajas o cristales de una botella rota, que pululaban en grupos porlos almacenes, sisaban si encontraban una caja que fuera fácil deabrir, se abalanzaban como moscas sobre un marinero borrachoque avanzaba a traspiés y acuchillaban de cuando en cuando a unpolicía que se había hecho impopular entre alguno de susincontables parientes. Las puertas no impedían que accediesen alos muelles: llegaban a nado desde Kru Town o las playas de pesca.

—Vamos —dijo Scobie—, echaremos otra ojeada.Con fatigada paciencia, los policías se arrastraron detrás de él,

media milla en una dirección y media milla en la otra. Solo las ratasde agua se movían por el muelle; el agua chapoteaba. Uno de losguardias dijo, farisaicamente:

—Una noche tranquila, señor.Volvieron las linternas de un lado para otro, con tímida

diligencia, alumbrando la carrocería abandonada de un coche, uncamión vacío, el extremo de una lona y una botella de pie en elchaflán de un almacén, con hojas de palma en lugar de corcho.

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—¿Qué es eso? —preguntó Scobie.Una de sus pesadillas profesionales era una bomba incendiaria;

era muy fácil de preparar; hombres del territorio de Vichy entrabantodos los días en la ciudad con ganado de contrabando: se lesanimaba a entrar, porque resolvían el suministro de carne. En estelado de la frontera estaban instruyendo a los saboteadoresindígenas por si la invasión llegaba a producirse: ¿por qué nohabrían de hacer lo mismo en el otro lado?

—Traedme eso —pidió, pero ninguno de los dos policías hizoademán de tocarlo.

—Es medicina nativa, señor —dijo uno de ellos, con un ligerosarcasmo.

Scobie recogió la botella. Era una botella de Haig, de cristalrizado, y cuando sacó las hojas de palma, el hedor de verga deperro y de putrefacción indecible salió como un escape de gas. Consúbita irritación, en la cabeza le latió un nervio. Recordó, sin razónaparente, la cara colorada de Fraser y la risita de Thimblerigg. Lafetidez del envase le provocó náuseas, y sintió los dedoscontaminados por las hojas de palma. Lanzó la botella por encimadel muelle, y las fauces hambrientas del agua la engulleron con uneructo único, pero el contenido se dispersó en el aire, y un olor acre,de amoníaco, impregnó el lugar sin viento. Los policías guardabansilencio: Scobie era consciente de su reprobación muda. Tenía quehaber dejado la botella donde estaba. La habían dejado allí con unpropósito, dirigida contra una persona determinada, pero ahora,vaciado el contenido, era como si el pensamiento maligno vagaseciegamente por los aires, para posarse quizá sobre un inocente.

—Buenas noches —dijo Scobie, y giró bruscamente sobre sustalones. No había recorrido veinte metros cuando oyó el rumor debotas que se alejaban rápidamente del territorio peligroso.

Scobie fue en coche a la comisaría, pasando por Pitt Street.Fuera del burdel, en el lado izquierdo, las chicas tomaban el frescosentadas en la acera. Dentro de la comisaría, detrás de laspersianas cerradas en previsión de un bombardeo, el olor a jaula de

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monos se intensificaba durante la noche. El sargento de guardiaretiró las piernas de encima de la mesa, en la antesala de detención,y se puso firme.

—¿Alguna novedad?—Cinco borrachos y revoltosos, señor. Les encierro en la celda

grande.—¿Algo más?—Dos franceses sin salvoconducto, señor.—¿Negros?—Sí, señor.—¿Dónde los han detenido?—En Pitt Street, señor.—Los veré por la mañana. ¿Cómo está la motora? ¿Funciona

bien? La necesitaré para ir al Esperança.—Está averiada, señor. El señor Fraser trataba de repararla,

señor, pero todavía sin arreglo.—¿A qué hora entra Fraser?—A las siete, señor.—Dile que no quiero que vaya al Esperança. Iré yo mismo. Si la

motora no anda, iré con los de seguridad.—Sí, señor.Al subir de nuevo a su automóvil y pulsar el lento motor de

arranque, Scobie pensó que un hombre tenía sin duda derecho acierto grado de venganza. La venganza es beneficiosa para eltemperamento: de ella brota el perdón. Empezó a silbar mientrasvolvía a través de Kru Town. Era casi feliz: lo único que le faltaba eraestar completamente seguro de que no había sucedido nada en elclub después de haberse marchado, y de que en aquel momento,las diez cincuenta y cinco de la noche, Louise estaba a gusto ycontenta. Ya afrontaría él la hora siguiente cuando llegase.

VII

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Antes de entrar rodeó la casa hasta la fachada orientada hacia elmar para verificar el apagón. Oyó dentro el murmullo de la voz deLouise: seguramente estaba leyendo poesía. Pensó: «Dios mío,¿qué derecho tiene ese imbécil de Fraser a despreciarla por eso?»,y luego la rabia se alejó como un pordiosero al pensar en ladecepción de Fraser por la mañana: en vez de la visita portuguesa ydel regalo para su chica preferida, tan solo la rutina calurosa de undía de oficina. Al buscar a tientas el pomo de la puerta trasera, parano tener que encender la linterna, una astilla le hirió la manoderecha.

Entró en la habitación iluminada y vio que la mano goteabasangre.

—Oh, querido —dijo Louise—, ¿qué te has hecho?Se tapó la cara. No soportaba la vista de la sangre.—¿Quiere que le ayude, señor? —preguntó Wilson. Trató de

levantarse, pero estaba sentado en una silla baja a los pies deLouise y tenía un montón de libros sobre las rodillas.

—No es nada —dijo Scobie—. Un simple rasguño. Me lo curoyo mismo. Solamente dígale a Ali que traiga una botella de agua.

A mitad de la escalera oyó que la voz recomenzaba.—Un poema precioso sobre una columna —escuchó decir a

Louise.Scobie entró en el baño, asustando a una rata que se había

tendido en el borde frío de la bañera, como un gato sobre una lápidasepulcral.

Se sentó en el mismo borde y dejó que la mano goteara sobreel retrete, entre las virutas de madera. Al igual que en el despacho,le rodeaba la sensación de hogar. El ingenio de Louise había podidosacar poco partido de aquella habitación: la bañera de esmalteraspado, con un solo grifo que siempre dejaba de manar antes deque terminara la estación seca; el cubo de hojalata de debajo de lataza del retrete, que se vaciaba una vez al día; el lavabo fijo, conotro grifo inútil; suelo de tablas desnudas; monótonas cortinasverdes para el apagón. Las únicas mejoras que Louise había

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impuesto eran la esterilla de corcho junto a la bañera y el botiquínde brillante color blanco.

El resto del cuarto era obra de Scobie. Era como una reliquia desu juventud trasladada de una casa a otra. Era igual que el de laprimera casa que había tenido antes de casarse, años atrás. Era lahabitación en la que siempre había estado solo.

Ali entró con una botella de agua del filtro y las plantas rosas delos pies palmeando sobre las tablas del suelo.

—Me he hecho una herida con la puerta de atrás —explicóScobie. Extendió la mano encima del lavabo mientras Ali vertía elagua sobre la herida. El criado emitía chasquidos tenues deconmiseración: sus manos eran tan suaves como las de unamuchacha.

—Ya basta —dijo Scobie, impacientemente.Ali no le prestó atención.—Demasiada mugre —dijo.—Y ahora yodo —ordenó Scobie. En aquel país, el más mínimo

rasguño se tornaba verde si se descuidaba más de una hora—.Echa más agua —añadió, haciendo una mueca a causa del picor.Abajo, del vaivén de voces se destacó la palabra «belleza» y volvióa hundirse en el seno de susurros—. Ahora la tirita.

—No —dijo Ali—, no. Mejor una venda.—De acuerdo. Véndame, entonces.Hacía años que había enseñado a Ali a hacer vendajes: ahora

los hacía con tanta pericia como un médico.—Buenas noches, Ali. Vete a la cama. No te necesito ya.—La señora quiere bebidas.—No. Yo me ocupo de eso. Puedes acostarte.Una vez solo, volvió a sentarse en el borde de la bañera. La

herida le había irritado un poco y de todas maneras no queríareunirse con la pareja de abajo, porque su presencia coartaría aWilson. Un hombre no podía escuchar a una mujer que lee poesíaen presencia de un extraño. «Preferiría ser un gato y maullar...»,pero en realidad no era esa su actitud. No las despreciaba:

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simplemente no entendía aquellas desnudas confidencias desentimientos íntimos. Y además era feliz allí, sentado donde habíaestado la rata, en su universo propio. Empezó a pensar en elEsperança y en el trabajo del día siguiente.

—¿Estás bien, querido? —le gritó Louise por la escalera—.¿Puedes llevar a casa al señor Wilson?

—Iré andando, señora Scobie.—Tonterías.—Que sí, lo digo en serio.—Voy —gritó Scobie—. Por supuesto que le llevo.Al reunirse con ellos, Louise cogió tiernamente la mano

vendada entre las suyas.—Pobre mano —dijo—. ¿Te duele?No le daba miedo la venda limpia y blanca: era como un

paciente de hospital que tiene las sábanas pulcramente subidashasta la barbilla. Una visita podía llevarle uvas y no conocer nuncalos detalles de la herida oculta del escalpelo. Se acercó la venda alos labios y dejó una manchita de barra de labios anaranjada.

—No es nada —dijo Scobie.—Con franqueza, señor. Puedo ir andando.—De ninguna manera. Vamos, suba.La luz del salpicadero iluminó un retazo del traje estrafalario de

Wilson. Sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:—¡Buenas noches, señora Scobie! Ha sido una velada

encantadora. No sé cómo agradecérselo.En sus palabras vibró la sinceridad que les prestaba el timbre

de una lengua extranjera: el sonido del inglés que se hablaba enInglaterra. En la colonia las inflexiones cambiaban al cabo de unosmeses, adquirían un tono agudo e insincero u opaco y precavido. Senotaba que Wilson acababa de llegar de la metrópoli.

—Tiene que hacernos otra visita pronto —dijo Scobie, mientrasdescendían por la calle Burnside rumbo al hotel Bedford, recordandola cara dichosa de Louise.

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VIII

El escozor de la mano herida despertó a Scobie a las dos de lamañana. Estaba ovillado como un muelle de reloj en el extremoexterior de la cama, procurando mantener su cuerpo lejos del deLouise: en cuanto se tocaban —aunque solo fuese un dedo contraotro— brotaba el sudor. Incluso cuando estaban separados el calorexudaba entre ambos. La luz de luna bañaba el tocador, como unaimagen de frescura, e iluminaba los frascos de loción, los tarritos decrema, la arista del marco de una foto. Al momento empezó aacechar la respiración de Louise.

Respiraba con un ritmo irregular, a sacudidas. Estaba despierta.Él levantó la mano y tocó el pelo húmedo y caliente; ella estabarígida, como guardando un secreto. Desesperado, sabiendo lo quedescubriría, bajó los dedos hasta tocar sus párpados. Louise estaballorando. Él sintió un enorme cansancio mientras reunía fuerzas paraconsolarla.

—Cariño —le dijo—. Te quiero.Siempre comenzaba con esas palabras. El consuelo, como el

acto sexual, creaba una rutina.—Ya lo sé —dijo ella—. Ya lo sé.Era lo mismo que respondía siempre. Él se reprochó el ser cruel

cuando reparó en la idea de que eran las dos de la mañana: aquellopodía durar horas, y el trabajo del día empezaba a las seis. Leapartó el pelo de la frente y dijo:

—Pronto llegarán las lluvias. Entonces te sentirás mejor.—Estoy bien —dijo ella, y empezó a sollozar.—¿Qué te pasa, cariño? Dímelo —tragó saliva—. Díselo a Ticki.Él odiaba el apodo que ella le había puesto, pero siempre daba

resultado.—Oh, Ticki, Ticki. No puedo seguir así.—Yo creía que estabas feliz esta noche.—Lo estaba, pero fíjate, feliz porque un empleado de la UAC ha

sido amable conmigo. Ticki, ¿por qué no me quiere nadie?

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—No seas boba, querida. Es el calor: te imaginas cosas. Todoste quieren.

—Solamente Wilson —repitió Louise, con desesperación y convergüenza, y prorrumpió otra vez en sollozos.

—Wilson es buena persona.—No quieren admitirle en el club. Se coló con el dentista. Se

reirán de él y de mí. Oh, Ticki, Ticki, déjame que me vaya y queempiece otra vida.

—Claro, cariño —dijo él—, claro.Miró a través del mosquitero y de la ventana el mar en calma,

liso y contaminado. Agregó:—¿Adónde?—Podría irme a Sudáfrica y esperar hasta que tengas

vacaciones. Ticki, te vas a jubilar pronto. Te prepararé un hogar allí.Él se apartó un poco de ella y luego, apresuradamente, por si

ella lo había advertido, levantó su mano húmeda y le besó la palma.—Costará mucho dinero, querida.La idea de la jubilación le tensaba y exasperaba los nervios;

rezaba para que la muerte llegase primero. Había suscrito su segurode vida con aquella esperanza: era pagadero solo en caso demuerte. Pensó en un hogar, un hogar permanente: las alegrescortinas artísticas, las estanterías llenas de libros de Louise, unbaño bonito con azulejos, ningún despacho; un hogar para doshasta la muerte, sin ningún cambio más hasta que la eternidadsobreviniera.

—Ticki, no soporto más esto.—Tendré que hacer números, querida.—Ethel Maybury está en Sudáfrica, y también los Collins.

Tenemos amigos allí.—La vida está cara.—Podrías anular alguno de tus viejos e inservibles seguros de

vida, Ticki. Y ahorrarías sin mí. Podrías comer en la cantina yprescindir del cocinero.

—No cobra mucho.

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—Cada poquito ayuda, Ticki.—Te echaría de menos.—No, Ticki, no me echarías de menos —dijo ella, y sorprendió a

Scobie con el alcance de su comprensión triste y espasmódica—. Alfin y al cabo —añadió—, no hay nadie por quien ahorrar.

Él dijo, suavemente:—Intentaré pensar algo. Sabes que si es posible haría cualquier

cosa por ti, cualquier cosa.—No será solo el consuelo de las dos de la mañana, ¿verdad,

Ticki? ¿Harás algo?—Sí, querida. Pensaré alguna cosa.Le sorprendió la rapidez con que ella concilió el sueño: era

como un porteador cansado a quien hubiesen exonerado de sucarga. Se había dormido antes de que él terminara la frase,agarrándole un dedo como una niña, respirando con una serenidadinfantil. El fardo estaba ahora junto a Scobie, y se dispuso acargarlo.

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2

I

A las ocho de la mañana, de camino hacia el puerto, Scobie entróen el banco. El despacho del director estaba fresco y en penumbra:había un vaso de agua helada encima de una caja de caudales.

—Buenos días, Robinson.Robinson era un hombre alto, de pecho hundido, y amargado

porque no le habían destinado a Nigeria.—¿Cuándo caerá esa cochina agua? Las lluvias se han

retrasado.—Ya han empezado en el protectorado.—En Nigeria —dijo Robinson— uno siempre sabía a qué

atenerse. ¿Qué se le ofrece, Scobie?—¿Le importa que me siente?—En absoluto. Yo nunca me siento antes de las diez. Estar de

pie ayuda a hacer la digestión.Deambuló inquieto por el despacho, con sus piernas como

zancos: dio un sorbo del agua helada con repugnancia, como sifuera una medicina. Scobie vio en su mesa un libro tituladoEnfermedades del conducto urinario abierto en una página ilustrada.

—¿Qué se le ofrece? —repitió.—Deme doscientas cincuenta libras —dijo Scobie, en un

nervioso intento de jocosidad.—La gente cree que un banco está hecho de dinero —bromeó

mecánicamente Robinson—. ¿Cuánto quiere realmente?—Trescientas cincuenta.—¿Qué saldo tiene en este momento?—Unas treinta libras, creo. Es final de mes.—Mejor será comprobarlo.

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Robinson llamó a un empleado y mientras esperaban recorrió lapequeña habitación: seis pasos hasta la pared y vuelta.

—Ir y volver ciento setenta y seis veces hacen una milla —dijo—. Procuro hacer tres antes del almuerzo. Para mantenerme enforma. En Nigeria solía recorrer una milla y media para desayunaren el club y otra milla y media más hasta la oficina. Aquí no haysitios para andar —dijo, girando sobre la alfombra. Un empleadodepositó un pedazo de papel sobre la mesa. Robinson se lo acercóa los ojos, como si se propusiera olerlo—. Veintiocho libras, quincechelines y siete peniques —dijo.

—Quiero mandar a mi mujer a Sudáfrica.—Oh, sí. Sí.—Quizá pudiera arreglarme con un poco menos —dijo Scobie

—. Aunque no puedo pasarle mucho, con mi sueldo.—En realidad no veo cómo...—He pensado que quizá podría conseguir un préstamo —dijo

Scobie, vagamente—. Se los dan a mucha gente, ¿no? Creo quesolamente me dieron uno una vez. Durante unas semanas, de unasquince libras. No me gustaba la idea. Me asustaba. Sentía quedebía el dinero al director del banco.

—El problema es —dijo Robinson— que tenemos órdenes muyestrictas respecto a los préstamos. Estamos en guerra, ya sabe.Hay una garantía de valor que nadie puede ofrecer hoy día: la vida.

—Sí, lo entiendo, claro. Pero mi vida es bastante buena y nome muevo de aquí. Para mí no hay submarinos. Y mi trabajo esseguro, Robinson —prosiguió, con la misma e ineficaz tentativa deaparentar ligereza.

—El comisario se jubila, ¿no? —dijo Robinson, llegando a lacaja fuerte, al fondo del despacho, y dando media vuelta.

—Sí, pero yo no.—Me alegra saberlo, Scobie. Ha habido rumores...—Supongo que tendré que jubilarme un día, pero todavía está

lejos. Preferiría morir con las botas puestas. Y tengo la póliza delseguro de vida, Robinson. ¿Sirve como garantía?

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—Usted sabe que canceló una póliza hace tres años.—Fue el año en que Louise fue a Inglaterra para que la

operaran.—No creo que el valor recuperable de las otras dos represente

una gran suma, Scobie.—Pero siguen protegiéndome en caso de que muera, ¿no?—Siempre que siga pagando las primas. No tenemos ninguna

garantía, comprenda.—Ciertamente, no —dijo Scobie—. Comprendo.—Lo lamento mucho, Scobie. No es una cuestión personal. Es

la política del banco. Si quisiera cincuenta libras, yo mismo se lasprestaría.

—Olvídelo, Robinson —dijo Scobie—. No es importante —lanzóuna risa forzada—: los chicos del secretariado dirían que siemprepuedo recurrir a los sobornos. ¿Cómo está Molly?

—Está muy bien, gracias. Ojalá yo también lo estuviera.—Lee demasiados libros de medicina, Robinson.—Uno tiene que saber lo que no anda bien. ¿Va a ir al club esta

noche?—No creo. Louise está cansada. Ya sabe cómo se encuentra

antes de las lluvias. Siento haberle entretenido, Robinson. Tengoque irme al muelle.

Al salir del banco, bajó la cuesta con paso rápido y la cabezagacha. Se sentía como si le hubieran descubierto cometiendo unaacción despreciable: había pedido dinero y se lo habían negado.Louise se merecía algo mejor. Tenía la impresión de que, en ciertomodo, había fracasado como hombre.

II

Druce había ido personalmente al Esperança con su brigada dehombres de seguridad. En la pasarela les esperaba un camareropara invitarles a beber algo con el capitán en su camarote. El oficial

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al mando de la policía naval había llegado antes que ellos. Elestablecimiento de relaciones amistosas formaba parte de la rutinaquincenal. Al aceptar la hospitalidad del neutral trataban desuavizarle el mal trago del registro; debajo del puente, la patrulla deregistro actuaría más tranquila sin ellos. Mientras los pasajeros deprimera clase pasaban el control de pasaportes, una brigada deseguridad registraba sus camarotes. Otros estaban inspeccionandoya la bodega: la aburrida y estéril criba de arroz. Yusef ya se lohabía dicho: «¿Ha encontrado alguna vez un pequeño diamante?¿Cree que lo encontrará?». Unos minutos después, cuando lasbebidas hubiesen limado asperezas, Scobie emprendería la ingratatarea de registrar el camarote del capitán. El teniente de navíollevaba prácticamente todo el peso de la conversación tirante einconexa.

El capitán se enjugó la cara obesa y amarilla y dijo:—Claro que en mi corazón siento una admiración enorme por

los ingleses.—No nos gusta hacer esto, créame —dijo el teniente—. Es la

mala suerte de ser neutral.—Mi corazón —insistió el capitán portugués— admira

enormemente el gran combate que libran. No hay sitio para elrencor. Algunos de mis hombres lo sienten. Yo, ninguno.

Su cara chorreaba sudor y tenía los ojos hinchados. El hombresiguió hablando de su corazón, pero Scobie pensó que seríanecesaria una larga y profunda intervención quirúrgica paraencontrarlo.

—Muy amable de su parte —dijo el teniente—. Agradecemos suactitud.

—¿Otra copa de oporto, caballeros?—Yo sí, si no le importa. En tierra no se encuentra nada

parecido. ¿Usted, Scobie?—No, gracias.—Confío en que no juzgará necesario retenernos aquí esta

noche, comandante.

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—No creo que haya ninguna posibilidad de que zarpen antes demañana al mediodía —dijo Scobie.

—Lo intentaremos, desde luego —dijo el teniente.—Les doy mi palabra de honor, caballeros, con la mano en el

corazón, de que no encontrarán a ningún sinvergüenza entre mispasajeros. Y la tripulación... les conozco a todos.

—Es una formalidad que debemos cumplir, capitán —dijoDruce.

—Acepte un puro —dijo el capitán—. Tire ese cigarro. Aquítiene una caja especial.

Druce encendió el veguero, que empezó a lanzar chispas ychisporroteos. El capitán emitió una risita.

—Una simple broma, caballeros. Totalmente inofensiva.Reservo esta caja para mis amigos. Los ingleses tienen un sentidodel humor maravilloso. Sé que no se enfadarán. Un alemán sí, peroun inglés no. Gracioso, ¿eh?

—Muy gracioso —dijo Druce, agriamente, dejando el puro en elcenicero que le ofreció el capitán. El cenicero, seguramente por obradel dedo del capitán, empezó a producir un tintineo rítmico. Druce sesobresaltó otra vez: le habían aplazado su permiso y tenía losnervios alterados. El capitán sonrió y sudó.

—Suizo —dijo—. Un pueblo maravilloso. Neutral, también.Entró uno de los hombres de seguridad y entregó una nota a

Druce. Este se la pasó a Scobie para que la leyera: Un camarero,que ha recibido notificación de despido, dice que el capitán tienecartas escondidas en su cuarto de baño.

—Creo que será mejor que baje a espabilar a la gente. ¿Viene,Evans? Muchas gracias por el oporto, capitán.

Scobie se quedó solo con él. Era la parte odiosa de su trabajo.Aquellos hombres no eran criminales: simplemente estaban violandonormas que el sistema navicert imponía a las compañías navieras.Nunca se sabía lo que se iba a encontrar en un registro. Eldormitorio de un hombre era su vida privada. Fisgando en loscajones uno se topaba con hallazgos humillantes, pequeños vicios

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escondidos como un pañuelo sucio. Debajo de un montón de ropablanca se podía encontrar una pesadumbre que el interesadotrataba de olvidar. Scobie dijo suavemente:

—Me temo, capitán, que tendré que echar un vistazo. Ya sabeque es una formalidad.

—Cumpla con su deber, comandante —dijo el portugués.Scobie inspeccionó rápida y ordenadamente el camarote; no

movió una cosa sin dejarla de nuevo en su sitio exacto: era como unama de casa cuidadosa. El capitán, de espaldas a Scobie, mirabahacia el puente, como si prefiriese no incomodar a su invitado en suodiosa tarea. Scobie concluyó el registro, cerró la caja depreservativos y la guardó esmeradamente en el cajón superior delarmario, junto a las corbatas chillonas, los pañuelos limpios y elmontoncito de sucios.

—¿Ha terminado? —preguntó cortésmente el capitán, volviendola cabeza.

—¿Adónde lleva esa puerta? —preguntó Scobie.—Ahí solo está el baño, el retrete.—Creo que debería echar una ojeada.—Desde luego, comandante, pero ahí no hay muchos sitios

para esconder algo.—Si no le molesta...—Faltaría más. Es su deber.El cuarto de baño era un recinto escueto y extraordinariamente

sucio. Un reguero de jabón gris y seco orlaba la bañera, y lasbaldosas chapoteaban debajo de los pies. El problema consistía enencontrar rápidamente el escondrijo. No podía entretenerse allí sindelatar el hecho de que poseía información especial. El registrotenía que tener todas las apariencias de una formalidad, no ser nidemasiado negligente ni demasiado exhaustivo.

—No tardaré mucho —dijo, jovialmente, y sorprendió la caraobesa y tranquila en el espejo de afeitar. La información,naturalmente, podía ser falsa y haber sido facilitada por el camarerocon la simple intención de ocasionar molestias.

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Scobie abrió el botiquín y revisó velozmente el contenido:desenroscó el tapón de la pasta de dientes, abrió el estuche de lanavaja, hundió un dedo en la crema de afeitar. Allí no esperabaencontrar nada. Pero el registro le daba tiempo para pensar. Fue acontinuación a los grifos, los abrió y metió el dedo en cada orificio.

Se fijó en el suelo: no había posibilidades de que ocultara algo.La portilla: examinó los tornillos grandes e hizo girar hacia atrás yhacia arriba la careta interna. Cada vez que se volvía captaba lacara del capitán en el espejo, tranquila, paciente, satisfecha. Ledecía «frío, frío» todo el tiempo, como en un juego infantil.

Por último, el retrete: levantó la taza de madera. No había nadaescondido entre la porcelana y la madera. Puso la mano en lacadena de la bomba y por primera vez advirtió en el espejo unasomo de tensión: los ojos castaños ya no le miraban a la cara, sinoque estaban clavados en otra cosa, y siguiendo la dirección de lamirada vio su propia mano agarrando la cadena.

«¿Estará vacía la cisterna?», se preguntó, y tiró de la cadena.El agua cayó con un borboteo y un retumbo en las tuberías. Seapartó del retrete y el portugués dijo, sin poder ocultar su suficiencia:

—Ya ve, comandante.Y en ese momento, en efecto, Scobie lo vio. Me estoy volviendo

descuidado, pensó. Levantó la tapa de la cisterna. Adosada a ellacon cinta adhesiva y a salvo del agua había una carta.

Miró las señas: una tal Frau Groener de Friedrichstrasse, Leip-zig. Repitió:

—Lo siento, capitán.Como el hombre no respondió, alzó los ojos y vio las lágrimas

que comenzaban a rodar al encuentro del sudor por las mejillasacaloradas y gordas.

—Tendré que llevármela —dijo Scobie— y dar parte...—Oh, esta guerra —estalló el capitán—, ¡cómo odio esta

guerra!—También tenemos razones para odiarla, ¿sabe? —dijo

Scobie.

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—Uno se busca la ruina por escribir a su hija.—¿Hija?—Sí. Frau Groener. Ábrala y lea. Ya verá.—No puedo hacerlo. Tengo que entregarla a la censura. ¿Por

qué no ha esperado a llegar a Lisboa para escribirle, capitán?El hombre había apoyado su corpulencia en el borde de la

bañera, como si fuese un saco pesado que sus hombros ya nopudiesen soportar. Seguía secándose los ojos con el dorso de lamano, como un niño: un niño sin atractivo, el gordito de la escuela.Contra los hermosos, los inteligentes y los prósperos puede librarseuna guerra sin cuartel, pero no contra los poco agraciados: entoncesla piedra de molino pesa sobre el pecho. Scobie sabía que tenía quehaber cogido la carta y haberse ido; de nada servía su compasión.

—Si usted tuviera una hija lo comprendería —gimoteó elcapitán—. Usted no tiene hijos —le acusó, como si la esterilidadfuera un delito.

—No.—Está preocupada por mí. Me quiere —dijo el capitán, alzando

la cara empapada de lágrimas, como si tuviera que remachar suimprobable afirmación—. Me quiere —repitió, quejumbrosamente.

—¿Por qué no le ha escrito desde Lisboa? —insistió Scobie—.¿Por qué correr este riesgo?

—Estoy solo. No tengo mujer. No siempre se puede esperarpara hablar. Y además en Lisboa están los amigos, el vino, ya meentiende. Vivo con una amiguita que tiene celos hasta de mi hija.Reñimos, el tiempo pasa. Al cabo de una semana debo zarpar otravez. Antes de este viaje todo era tan fácil...

Scobie le creyó. La historia era lo bastante irracional para sercierta. Hasta en tiempos de guerra hay que ejercitar de vez encuando la facultad de creer, para que no se atrofie.

—Lo siento —dijo—. No puedo hacer nada. Quizá no le ocurranada.

—Sus autoridades me pondrán en la lista negra —dijo elcapitán—. Ya sabe lo que eso significa. El cónsul no extenderá el

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navicert a ningún barco del que yo sea capitán. Me moriré dehambre en tierra.

—Hay muchísimos deslices en estos asuntos —dijo Scobie—.Se pierden expedientes. A lo mejor no vuelve a tener noticias alrespecto.

—Rezaré —dijo el portugués, sin esperanza.—¿Por qué no?—Usted es inglés. No tiene fe en la oración.—Yo también soy católico —dijo Scobie. La cara gorda se volvió

rápidamente hacia él.—¿Católico? —repitió, esperanzado. Por primera vez empezó a

suplicar. Fue como si hubiera encontrado a un compatriota en unpaís extranjero. Comenzó a hablar atropelladamente de su hija enLeipzig. Sacó una libreta gastada y una foto amarillenta de unarobusta joven portuguesa tan poco atractiva como él. El calor eraasfixiante en el cuartito y el capitán repetía una y otra vez: «Ustedcomprenderá». Había descubierto de repente las numerosas cosasque tenían en común: las estatuas de yeso con las espadasclavadas en el corazón sangrante; el susurro al otro lado de lascortinas del confesonario; los mantos sagrados y la licuefacción dela sangre; las oscuras capillas laterales y los movimientoscomplicados, y detrás de todo esto el amor a Dios.

—Y ella me estará esperando en Lisboa —dijo—, me llevará acasa y me quitará los pantalones para que no pueda salir solo a lacalle; los días pasarán entre bebidas y peleas hasta la hora deacostarnos. Usted comprenderá. No puedo escribir a mi hija desdeLisboa. Me quiere muchísimo y me espera. —Cambió de postura sumuslo obeso y agregó—: La pureza de ese amor.

Lloraba. Él y Scobie tenían en común la vasta región delarrepentimiento y la añoranza. Este parentesco prestó ánimos alcapitán para ensayar un nuevo ángulo.

—Soy pobre, pero tengo dinero para una emergencia...Jamás hubiera intentado sobornar a un inglés: era el cumplido

más sincero que podía brindar a la religión que ambos profesaban.

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—Lo siento —dijo Scobie.—Tengo libras esterlinas. Le daré veinte libras... cincuenta —

imploró—. Cien. Son todos mis ahorros.—No hay nada que hacer —dijo Scobie. Se guardó la carta

presurosamente en el bolsillo y se fue. Al mirar atrás desde la puertadel camarote, vio por última vez al capitán golpeándose la cabezacontra la cisterna, con lágrimas que se empozaban en los plieguesde las mejillas. Cuando bajaba para reunirse con Druce en el salón,sintió el peso de la piedra del molino sobre el pecho. «Cómo odioesta guerra», pensó, con las mismas palabras que el capitán habíaempleado.

III

La carta a la hija de Leipzig y un pequeño fajo de correspondenciaencontrado en las cocinas fueron el único fruto del registro de ochohoras realizado por quince hombres. Podía considerarse un díanormal. Cuando Scobie llegó a la comisaría entró a ver al comisario,pero el despacho estaba vacío, por lo que se sentó en el suyo,debajo de las esposas, y empezó a redactar el parte. «Se haefectuado un registro especial de los camarotes y de laspertenencias de los pasajeros nombrados en los telegramas... sinresultado.» La carta a la hija de Leipzig estaba sobre la mesa, a sulado. Fuera había oscurecido. El olor de las celdas se filtraba pordebajo de la puerta, y en el despacho contiguo Fraser estabacantando a solas la misma canción que cantaba todas las tardesdesde su último permiso:

¿Para qué preocuparnosdel porqué y el cómo ahoraque tú y yoestamos criando malvas?

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A Scobie le pareció que la vida era inconmensurablementelarga. ¿No se hubiera podido efectuar en menos años la prueba delhombre? ¿No podíamos haber cometido nuestro pecado principal alos siete años, habernos condenado por amor o por odio a los diez yhabernos aferrado a la redención en el lecho de muerte a los quinceaños? Escribió: Un camarero que había sido despedido porincompetencia informó de que el capitán tenía correspondenciaescondida en su cuarto de baño. Llevé a cabo un registro y encontréla carta adjunta, dirigida a Frau Groener de Leipzig, oculta en la tapade la cisterna del retrete. Tal vez conviniese divulgar la existencia deeste escondrijo, pues hasta ahora no se tenían noticias del mismoen este puesto. La carta estaba pegada con cinta por encima delnivel del agua...

Miraba fijamente el papel, con la mente confusa por el conflictoque en realidad había sido resuelto horas antes, cuando Druce lehabía preguntado en el salón: «¿Nada?», y él se había encogido dehombros, en un gesto cuya interpretación dejaba al arbitrio deDruce. ¿Había sido su intención dar a entender: «Lacorrespondencia privada que solemos encontrar»? Druce lo habíatomado por un «No». Scobie se puso la mano en la frente y tiritó. Elsudor rezumaba entre sus dedos, y pensó: «¿Tendré un poco defiebre?». Quizá porque la temperatura le había subido se sentía alborde de una nueva vida. Era lo que se sentía antes de unaproposición de matrimonio o del primer crimen.

Cogió la carta y la abrió. El acto era irrevocable, porque nadieen la ciudad tenía derecho a abrir correo clandestino. En la goma deun sobre podía haber una microfotografía escondida. Hasta uncódigo sencillo sería para él inasequible; sus conocimientos deportugués solo le permitirían una comprensión muy superficial.Había que enviar a los censores de Londres, sin abrir, toda cartaencontrada, por muy evidente que fuera su inocencia. Scobie estabaejerciendo su juicio imperfecto en contra de las órdenes másestrictas. Pensó: «Si la carta es sospechosa, enviaré el informe.Puedo explicar lo del sobre roto. El capitán ha insistido en abrir la

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carta para enseñarme el contenido». Pero si decía eso estaríaempeorando las cosas para el capitán, pues ¿qué mejor métodohubiera podido encontrar para destruir una microfotografía? Teníaque haber alguna mentira válida, pensó Scobie, pero no estabaacostumbrado a mentir. Con la carta en la mano, precavidamentesostenida encima del papel secante blanco, a fin de advertircualquier cosa que pudiese caer de entre las hojas, decidió queescribiría un parte completo de todas las circunstancias, sin excluirsu propio acto.

Mi querida arañita, empezaba la carta, tu padre, que te quieremás que a nada en este mundo, intentará enviarte esta vez un pocomás de dinero. Sé lo difíciles que son para ti las cosas, y mi corazónsufre. Arañita mía, ojalá pudiera tan solo sentir tus dedos corriendopor mis mejillas. ¿Cómo es posible que un padre grandullón y gordocomo yo haya tenido una hija tan delicada y bonita? Ahora, arañita,te contaré todo lo que me ha ocurrido. Salimos de Lobito hace unasemana, después de solo cuatro días en puerto. Me quedé unanoche en casa del señor Aranjuez y bebí más vino del que meconvenía, pero no hice más que hablar de ti. Fui formal todo eltiempo que estuve en el puerto porque se lo había prometido a mipequeña arañita y fui a confesarme y a comulgar, así que si mesucede algo en el viaje a Lisboa —porque ¿quién sabe en estostiempos terribles?— no estaré toda la eternidad separado de mihijita. Desde que zarpamos de Lobito hemos tenido buen tiempo. Nisiquiera los pasajeros se han mareado. Mañana por la noche, comopor fin tendremos África a popa, haremos un concierto a bordo y yotocaré mi flauta. Mientras la toque me acordaré de cuando mipequeña, sentada en mis rodillas, me escuchaba. Querida mía, meestoy haciendo viejo, y después de cada travesía estoy más gordo:no soy un hombre bueno, y a veces tengo miedo de que mi alma,dentro de todo este armatoste de carne, no sea más grande que unguisante. No sabes lo fácil que es para un hombre como yo ceder ala desesperación imperdonable. Entonces pienso en mi hija. Almenos en un tiempo hubo en mí algo lo bastante bueno para

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haberte hecho como eres. Una esposa participa demasiado delpecado de un hombre para que el amor sea perfecto. Pero una hijapuede salvarle finalmente. Reza por mí, arañita. Tu padre, que tequiere más que a su vida.

Mais que a vida. Scobie no dudó en absoluto de la sinceridadde esta carta. No había sido escrita para camuflar una fotografía delas defensas de Ciudad del Cabo o un microfilm informando delmovimiento de tropas en Durban. Sabía que habría que examinarlaal microscopio, hacer la prueba de la tinta simpática y analizar elforro del sobre. Tratándose de una carta clandestina no se podíadejar nada al azar. Pero él se había comprometido con unacreencia. Rompió en pedazos la carta, y con ella el parte que habíaredactado, y los llevó al incinerador del patio, una lata de petróleomontada sobre dos ladrillos, con orificios en los lados para quehubiera corriente. Cuando encendió una cerilla para prender lospapeles, Fraser salió al patio. «¿Para qué preocuparnos del porquéy el cómo?» Encima de los papelitos estaba, inconfundible, la mitadde un sobre extranjero; hasta se leía parte de las señas:Friedrichstrasse. Aplicó apresuradamente la cerilla al pedazosuperior mientras Fraser cruzaba el patio, con zancadasinsufriblemente jóvenes. El papel cogió llama, y al calor del fuegootro papelito desplegó el nombre de Groener. Fraser dijoalegremente:

—¿Quemando pruebas?Y miró dentro de la lata. El nombre se había ennegrecido:

indudablemente, Fraser no podía ver nada más que el triángulomarrón de un sobre que a Scobie le pareció obviamente extranjero.Lo borró de la existencia con un palo y alzó la mirada hacia Fraserpara ver si detectaba en él sorpresa o sospecha. Nada podía leerseen la cara vacua, tan vacía como un tablero de anuncios escolardurante las vacaciones. Solo los latidos de su propio corazón ledecían que era culpable, que se había sumado a las filas de losoficiales de policía corruptos: Bailey, que tenía un depósito seguroen otra ciudad; Crayshaw, a quien le habían encontrado diamantes;

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Boyston, contra quien no habían podido probar nada concreto y quehabía sido destituido. A ellos les había corrompido el dinero; a él, lossentimientos. Los sentimientos eran más peligrosos, porque nopodía fijárseles un precio. Por debajo de determinada cifra se podíaconfiar en un hombre accesible al soborno, pero el sentimientopodía desenroscarse en el alma ante un simple nombre, una foto yhasta un olor recordado.

—¿Qué tal ha ido el día, señor? —preguntó Fraser, mirando elpequeño montículo de ceniza. Tal vez estaba pensando que éldebería haber ido al barco en lugar de Scobie.

—Un día como los otros —respondió Scobie.—¿Qué ha pasado con el capitán? —preguntó Fraser, mirando

dentro de la lata de petróleo y empezando a tararear de nuevo sulánguida tonadilla.

—¿El capitán? —dijo Scobie.—Bueno, Druce me ha dicho que alguien le había denunciado.—Lo de costumbre —dijo Scobie—. Un camarero despedido

que quería vengarse. ¿No le ha dicho Druce que no hemosencontrado nada?

—No —dijo Fraser—. No parecía muy seguro. Buenas noches,señor. Tengo que irme a la cantina.

—¿Thimblerigg está de servicio?—Sí, señor.Scobie le observó mientras se iba. La espalda era tan vacua

como la cara: nada podía leerse en ella. «Qué estúpido he sido»,pensó. «Qué estúpido.» Tenía obligaciones con Louise, no con uncapitán portugués gordo y sentimental que había quebrantado lasnormas de su compañía a causa de una hija igualmente vulgar. Lahija había sido el punto crucial. «Y ahora tengo que volver a casa»,pensó Scobie. «Meteré el coche en el garaje y Ali saldrá con lalinterna para alumbrarme el camino hasta la puerta. Ella estaráleyendo entre dos corrientes de aire, para estar más fresca, y yoleeré en su cara la crónica de lo que ha estado pensando todo eldía. Estará esperando que todo se haya arreglado, que yo le diga:

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“Te he reservado un pasaje para Sudá-frica en la agencia”, pero ellatendrá miedo de que nunca nos ocurra nada tan bueno como eso.Esperará a que yo hable, y yo intentaré hablar de cualquier cosapara retrasar el momento de ver su desdicha, que estará agazapadaen las comisuras de la boca para apoderarse de toda su cara.»Conocía exactamente el proceso completo: ya había sucedidomuchas veces. Ensayó cada palabra mientras entraba en eldespacho, cerraba el escritorio e iba a buscar el automóvil. La gentehabla del valor de los condenados que se encaminan al cadalso: aveces se requiere la misma valentía para aproximarse con ciertacompostura a la infelicidad habitual de otra persona. Olvidó aFraser; lo olvidó todo menos la escena que le aguardaba. «Entraré ydiré: “Buenas noches, mi amor”, y ella dirá: “Buenas noches, cariño.¿Cómo te ha ido el día?”, y hablaré sin parar, pero sabiendo en todomomento que me acerco al instante en que preguntaré: «¿Y tú quétal, querida?”, y daré paso a la desdicha.»

IV

—¿Y tú qué tal, querida?Se apartó rápidamente de ella y empezó a preparar otras dos

ginebras con bíter. Había entre ellos el tácito entendimiento de queel alcohol ayudaba; al sentirse más infeliz después de cada copa,uno esperaba el momento del alivio.

—En realidad no te interesa saberlo.—Pues claro, querida. ¿Qué tal ha ido el día?—¿Por qué eres tan cobarde? ¿Por qué no me dices que no ha

sido posible?—¿Qué no ha sido posible?—Ya sabes a qué me refiero. El pasaje. Desde que has llegado

no has dejado de hablar del Esperança. Entra en el puerto un barcoportugués cada quince días. Y no hablas así cada vez. No soy unaniña, Ticki. ¿Por qué no me dices directamente: «No puedes irte»?

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Él dirigió al vaso una sonrisa desgraciada, y lo hizo girar y girarpara que la angostura se ciñera a la curva.

—No sería verdad. Encontraré algún modo —dijo.Tendría que recurrir de mala gana al odiado apodo. Si el

recurso fallaba, la infelicidad aumentaría y duraría la breve nocheque necesitaba para dormir.

—Confía en Ticki —dijo. Era como si un ligamento le atenazaseel cerebro. Pensó: «Si al menos pudiera aplazar la desdicha hasta elamanecer». La desdicha es peor en la oscuridad: no hay más cosasadonde mirar que las cortinas verdes, los muebles del gobierno, lashormigas voladoras extendiendo sus alas encima de la mesa; cienmetros más allá, los perros de los criollos ladraban y gemían.

—Mira este pordiosero —dijo, señalando al lagarto que siempreasomaba a esa hora por la parte superior de la pared, para cazarpolillas y cucarachas—. La idea se nos ocurrió anoche. Estas cosasllevan tiempo. Presupuestos, presupuestos —añadió, con humorforzado.

—¿Has estado en el banco?—Sí —admitió.—¿Y no has conseguido el dinero?—No. No pueden prestármelo. ¿Quieres otra copa, cariño?Ella le tendió el vaso, llorando en silencio. La cara se le

enrojecía cuando lloraba, parecía diez años más vieja, una mujermadura y abandonada; era como el aliento terrible del futuro sobrela mejilla de Scobie. Se arrodilló junto a ella, apoyándose en unasola rodilla, y le acercó la copa de ginebra a los labios, como si fueraun medicamento.

—Querida mía —dijo—. Ya encontraré la manera. Bébete esto.—Ticki, no aguanto más este sitio. Sé que lo he dicho otras

veces, pero esta vez lo digo en serio. Voy a volverme loca. Ticki, mesiento muy sola. No tengo ningún amigo, Ticki.

—Dile a Wilson que venga mañana.—Por el amor de Dios, Ticki, no menciones siempre a Wilson.

Por favor, haz algo. Por favor.

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—Claro que haré algo. Pero ten un poco de paciencia, querida.Estas cosas llevan tiempo.

—¿Qué vas a hacer, Ticki?—Tengo cantidad de ideas, cariño —dijo él, cansinamente.

(Qué mal día había tenido.)—. Déjalas que reposen un poco.—Dime una de ellas. Solo una.Los ojos de Scobie siguieron al lagarto cuando saltó; a

continuación sacó del vaso un ala de hormiga y dio un trago. Pensó:«He sido un auténtico idiota no aceptando las cien libras. Hedestruido la carta para nada. He corrido el riesgo. Por lo menospodría haber...».

—Hace años que lo sé. Tú no me quieres —dijo Louise.Hablaba con calma. Él conocía esa calma; significaba que

habían llegado al centro tranquilo de la tormenta: siempre, en esaregión, alrededor de esa hora, comenzaban a decirse mutuamentela verdad. Pensó que la verdad nunca había sido de auténticautilidad para ningún ser humano; era un símbolo perseguido por losmatemáticos y los filósofos. En las relaciones humanas, la bondad ylas mentiras valían lo que mil verdades. Se entregó a un esfuerzoque sabía vano por conservar las mentiras.

—No seas absurda, querida. ¿A quién crees que quiero si no tequiero a ti?

—No quieres a nadie.—¿Por eso te trato tan mal?Intentó adoptar un tono liviano que a él mismo le sonó a hueco.—Eso es tu conciencia —dijo ella—. Tu sentido del deber. No

has querido a nadie desde que Catherine murió.—Salvo a mí mismo, claro. Siempre dices que me amo a mí

mismo.—No, no lo creo.Él se defendía con evasivas. En aquel centro ciclónico no

conseguía encontrar la mentira consoladora.—Procuro en todo momento hacerte feliz. Hago todo lo que

puedo.

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—Ticki, ni siquiera eres capaz de decirme que me quieres.Vamos. Dilo una vez.

Él la miró amargamente por encima del vaso de ginebra, elsigno visible de su fracaso: con la piel un poco amarillenta por laatabrina, los ojos enrojecidos por las lágrimas. Ningún hombre podíagarantizar amor eterno, pero él había jurado, quince años antes, enEaling, silenciosamente, durante aquella horrible y eleganteceremonia, entre los encajes y las velas, que por lo menos siemprese preocuparía de que ella fuese feliz.

—Ticki, yo no tengo nada más que a ti, y tú... lo tienes casitodo.

El lagarto cruzó velozmente la pared y se quedó otra vez enreposo, con las alas de una polilla en sus pequeñas fauces decocodrilo. Las hormigas asestaban golpecitos amortiguados a labombilla eléctrica.

—Y sin embargo quieres separarte de mí —dijo Scobie.—Sí —dijo ella—. Sé que tú tampoco eres feliz. Sin mí vivirás

en paz.Era lo que él nunca tenía en cuenta: la exactitud de la

observación de Louise. Lo tenía casi todo, y lo único que necesitabaera paz. Ese todo comprendía el trabajo, el quehacer de todos losdías en el pequeño despacho desnudo, el cambio de las estacionesen un lugar que amaba. Le habían compadecido con frecuencia porla austeridad de su oficio y la parquedad de sus satisfacciones. PeroLouise le conocía mejor. Si él hubiera vuelto a ser joven habríaescogido aquella misma vida; solo que esta vez no habría esperadoque otra persona la compartiera con él: la rata de la bañera, ellagarto de la pared, el huracán que abría las ventanas a la una de lamañana y la última tonalidad rosa sobre las calles de laterita a lapuesta de sol.

—Estás diciendo tonterías, querida —dijo, y mecánicamentepreparó otra copa de ginebra y bíter. De nuevo se le tensó el nervioen la cabeza; la desdicha se había desplegado con su monotoníainevitable: primero la desventura de Louise y los forzados intentos

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de él para que todo siguiera siendo tácito; luego la tranquiladeclaración de verdades sobre las que era mucho mejor mentir, yfinalmente la pérdida de control, la devolución de estas verdades aLouise como si ella fuera su enemigo. Cuando inició esta últimaetapa y le gritó, de repente y sinceramente, mientras el vasotemblaba en su mano: «¡Tú no puedes darme paz!», sabía ya lo quevendría después: la reconciliación y las mentiras fáciles hasta lasiguiente escena.

—Es lo que te he dicho —dijo ella—. Si yo me voy vivirás enpaz.

—No tienes la menor noción —le acusó él— de lo que es lapaz.

Era como si ella hubiese hablado a la ligera de una mujer a laque él amara. Porque soñaba con la paz día y noche. Una vez, ensueños, se le había aparecido como el gran cuerno resplandecientede la luna que se desplazaba de una parte a otra de la ventana,como un iceberg, ártico y destructivo en el momento anterior a ladestrucción del mundo; de día trataba de conquistar unos instantesde su compañía, agazapado debajo de las esposas oxidadas en eldespacho cerrado, leyendo los informes de los demás puestoscoloniales. La paz le parecía la palabra más maravillosa del idioma:«Mi paz os dejo, mi paz os doy. Cordero de Dios que quitas elpecado del mundo, danos la paz». En misa apretaba los dedoscontra los ojos para impedir que afluyeran las lágrimas de deseo.

—Pobrecito mío —dijo Louise, con la antigua ternura—, tegustaría que yo estuviese muerta, como Catherine. Quieres estarsolo.

—Quiero que seas feliz —respondió él, obstinadamente.—Dime, por lo menos, que me quieres —su voz sonaba

cansada—. Eso ayuda un poco.Habían atravesado la escena, ya estaban al otro lado. Él pensó,

fría y sosegadamente, que aquella no había sido tan mala: «Estanoche podremos dormir».

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—Claro que te quiero, cariño. Y te conseguiré el pasaje. Yaverás.

Hubiera hecho la promesa de todos modos, aun cuandohubiese podido prever todas las consecuencias. Siempre habíaestado dispuesto a aceptar la responsabilidad de sus actos, ysiempre, desde el día en que formuló su terrible voto secreto, habíaposeído cierta conciencia de hasta dónde podría llevarle aquel acto.La desesperación es el precio que uno paga por imponerse unameta imposible. Es, nos han dicho, el pecado imperdonable, pero esun pecado que jamás comete el hombre corrompido o el malvado.Siempre conserva la esperanza. Nunca alcanza el momento heladode conocer el absoluto fracaso. Solo el hombre de buena voluntadlleva siempre consigo esta capacidad de condena.

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SEGUNDA PARTE

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1

I

De pie junto a la cama del hotel Bedford, Wilson contemplabasombríamente su faja, que estaba arrugada como una serpienteenfurecida; el conflicto entre hombre y prenda había caldeado lapequeña habitación. A través de la pared oía a Harris lavándose losdientes por quinta vez ese día. Harris creía en la higiene dental. «Loque me mantiene tan sano en este puñetero clima es lavarme losdientes antes y después de cada comida», decía, levantando la carapálida y exhausta por encima de un zumo de naranja. Ahora hacíagárgaras: sonaban como un ruido de las tuberías.

Wilson se sentó en el borde de la cama y descansó. Habíadejado la puerta abierta para que entrara el aire, y al otro lado delpasillo veía el cuarto de baño. El indio de turbante estaba sentado,totalmente vestido, en un lateral de la bañera. Devolvió a Wilson unamirada inescrutable y le saludó con la cabeza.

—Solo es un momento, señor —dijo—. Si tiene la bondad deentrar...

Wilson cerró la puerta, enfadado. Luego hizo un nuevo intentocon la faja.

Una vez había visto una película —¿Tres lanceros bengalíes?—en la que la faja aparecía magníficamente disciplinada. Un indígenasostenía el rollo y un oficial inmaculado giraba como una peonza, demodo que la faja le envolvía como una banda lisa y prieta. Otrocriado aguardaba con bebidas heladas, y un abanico oscilaba alfondo. Esas cosas, por lo visto, se hacían mejor en la India. Sinembargo, tras un nuevo esfuerzo, Wilson consiguió ceñirse lamaldita prenda. Estaba demasiado apretada y llena de pliegues, y elremetido quedaba demasiado adelante, de tal forma que no lo

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tapaba la chaqueta. Contempló su imagen con tristeza en lo quequedaba del espejo. Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —gritó Wilson, pensando por un momento que elindio había tenido la desfachatez de perseguirle. Cuando la puertase abrió, vio que era Harris; el indio seguía sentado en la bañera, alotro lado del pasillo, barajando sus cartas de recomendación.

—¿Sale usted, amigo? —preguntó Harris, con desencanto.—Sí.—Parece que todo el mundo va a salir esta noche. Tendré toda

la mesa para mí solo —añadió compungido—. Y esta noche haycurry.

—Así es. Siento perdérmelo.—Usted no lleva dos años comiéndolo cada jueves por la

noche. —Miró la faja—. Está mal puesta, amigo.—Ya lo sé. No puedo hacerlo mejor.—Yo nunca la uso. Salta a la vista que es mala para el

estómago. Dicen que absorbe el sudor, pero yo no sudo ahí.Prefiero usar tirantes, pero la goma se desgasta enseguida, y meconformo con un cinturón de cuero. No soy un esnob. ¿Dónde va acenar, amigo?

—En casa de Tallit.—¿Cómo le ha conocido?—Vino ayer al despacho a pagar la cuenta y me invitó a cenar.—No hay que ponerse de etiqueta por un sirio, amigo.

Quíteselo todo.—¿Está seguro?—Desde luego. Sería totalmente inapropiado. Un completo

error. Le darán bien de cenar —agregó—, pero tenga cuidado conlos dulces. El precio de la vida es una vigilancia eterna. Me gustaríasaber qué pretende sacarle.

Wilson empezó a desnudarse mientras Harris hablaba. Sabíaescuchar. Su cerebro era como un cedazo que filtraba sandecesdurante todo el día. En calzoncillos, sentado en la cama, oyó decir aHarris: «Cuidado con el pescado: yo nunca lo pruebo», pero las

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palabras no le hicieron mella. Al pasarse los pantalones blancos dedril sobre las rodillas lampiñas se dijo:

... el pobre duende está preso,por alguna de sus faltas,en un cuerpo que parece una tumba.

Las tripas se le movían y removían, como de costumbre, unpoco antes de la hora de comer.

De ti solo se atreve a suplicar,para su servidumbre y su tristeza,una sonrisa hoy, mañana un cántico.

Wilson se contempló en el espejo y se pasó los dedos por lapiel tersa, demasiado tersa. La cara le devolvió la mirada, rosada ysaludable, rellenita y desahuciada. Harris prosiguió, animado:

—Una vez le dije a Scobie...E inmediatamente el grumo de sus palabras entró en el cedazo

de Wilson. Meditó, en voz alta:—No sé cómo pudo casarse con ella.—Es lo que nadie comprende, amigo. Scobie no es un mal tipo.—Ella es demasiado buena para él.—¿Louise? —exclamó Harris.—Pues claro. ¿Quién iba a ser?—Sobre gustos no hay nada escrito. Adelante, pues, amigo.—Tengo que irme.—Cuidado con los dulces —insistió Harris, con un pequeño

arranque de energía—. Dios sabe que no me importaría tener quecuidarme de algo en vez del curry del jueves. Hoy es jueves,¿verdad?

—Sí.Salieron al pasillo y entraron en el campo visual del indio.

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—Tarde o temprano le atrapará, amigo —dijo Harris—. A todo elmundo le pesca una vez. No le dará respiro hasta que lo haga.

—No creo en la buenaventura —mintió Wilson.—Yo tampoco, pero él es bastante bueno. Me la leyó la primera

semana de mi estancia. Me dijo que estaría aquí más de dos años ymedio. Yo creía entonces que me darían un permiso al cabo dedieciocho meses. Ahora sé más cosas.

El indio les dirigió una mirada triunfal desde el baño.—Tengo una carta del director de agricultura —dijo—. Y otra del

subcomisario Parkes.—De acuerdo —dijo Wilson—. Dígamela, pero aprisa.—Mejor que me vaya, amigo, antes de que empiecen las

revelaciones.—No me asustan —dijo Wilson.—¿Quiere sentarse en la bañera, señor? —le invitó

cortésmente el indio. Cogió la mano de Wilson—. Es una mano muyinteresante, señor —dijo, sin mucha convicción, sopesándola.

—¿Cuánto cobra usted?—Según el rango, señor. A una persona como usted le cobraría

diez chelines.—Es un poco excesivo.—Los funcionarios subalternos son cinco chelines.—Yo pertenezco a esa categoría —dijo Wilson.—Oh, no, señor. El director de agricultura me pagó una libra.—Yo solo soy contable.—Eso dice usted. El edecán y el comandante Scobie me dieron

diez chelines.—En fin —dijo Wilson—. Aquí los tiene. Adelante.—Usted lleva aquí una, dos semanas —dijo el indio—. Algunas

noches es un hombre impaciente. Cree que no progresa lo quedebería.

—¿Con quién? —dijo Harris, recostado contra la puerta.—Es usted muy ambicioso. Es un soñador. Lee mucha poesía.

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Harris lanzó una risita y Wilson, apartando los ojos del dedo quetrazaba líneas en su palma, miró al adivino con aprensión.

El indio continuó, inflexiblemente. Tenía el turbante inclinado pordebajo de la nariz de Wilson y despedía un olor a comida rancia;probablemente escondía entre sus pliegues sobras birladas de ladespensa.

—Es un hombre reservado. No habla con sus amigos depoesía; excepto con uno. Uno —repitió—. Usted es muy tímido.Debería ser más atrevido. Tiene una línea del éxito muypronunciada.

—Adelante, pues, amigo —repitió Harris.Naturalmente, esa era la doctrina del doctor Coué: si uno creía

en algo lo suficiente, se haría realidad. La desconfianza seríasuperada. Un error en una lectura quedaría encubierto.

—No me ha dicho nada que valga diez chelines —dijo Wilson—. Esto es una buenaventura de cinco chelines. Dígame algoconcreto, algo que vaya a ocurrir.

Cambió de postura, incómodamente, en el borde de la bañera yvio una cucaracha aplastada contra la pared como una gran ampollade sangre. El indio se inclinó sobre las dos manos.

—Veo un gran éxito —dijo—. El gobierno estará muy contentocon usted.

—Il pense que usted es un bureaucrate —dijo Harris.—¿Por qué estará contento conmigo el gobierno? —preguntó

Wilson.—Porque atrapará a su hombre.—Vaya —dijo Harris—, creo que ahora piensa que usted es el

nuevo policía.—Eso parece —dijo Wilson—. Es inútil seguir perdiendo el

tiempo.—Y su vida privada también será un gran éxito. Conquistará a

la mujer de sus sueños. Se marchará en un barco. Todo va a salirlebien. A usted.

—Un auténtico porvenir de diez chelines.

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—Buenas noches —dijo Wilson—. No voy a darle una carta derecomendación por esto. —Se levantó de la bañera y la cucarachacorrió a su escondrijo—. No soporto estas cosas —añadió,franqueando de perfil la puerta. Se volvió en el pasillo y repitió—:Buenas noches.

—Yo tampoco podía cuando llegué, amigo. Pero he inventadoun sistema. Entre en mi habitación y se lo enseñaré.

—Tengo que irme.—Nadie llega puntual a casa de Tallit.Harris abrió la puerta y Wilson desvió los ojos, con una especie

de vergüenza, ante la visión de aquel desorden. Él nunca se hubierapuesto en evidencia de aquel modo en su habitación: el vaso dedientes sucio, la toalla encima de la cama.

—Mire, amigo.Dirigió la mirada, con alivio, hacia unos signos escritos a lápiz

sobre la pared del fondo: la letra M, y debajo una columna de cifrasfrente a otra de fechas, como en un libro de caja. Luego la letra D, ydebajo más cifras.

—Es mi marcador de cucarachas, amigo. Ayer fue un díanormal: cuatro. Mi récord es nueve. De este modo te alegras de vera esos bichos.

—¿Qué significa D?—Desaguadas, amigo. Es cuando las tiro al lavabo y se van por

el desagüe. No sería exacto contarlas como muertas, ¿no cree?—No.—Y tampoco serviría de nada engañarse a uno mismo. Se

acaba por perder el interés. Lo único malo es que a veces resultaaburrido jugar solo. ¿Por qué no organizamos un torneo, amigo? Nocrea, hace falta maña. Le aseguro que nos oyen llegar y escapancomo un rayo. Cazo todas las noches con una linterna.

—No me importaría probar, pero ahora tengo que irme.—Le propongo una cosa: no empezaré a cazar hasta que usted

vuelva de casa de Tallit. Cazaremos cinco minutos antes deacostarnos. Solo cinco minutos.

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—Como quiera.—Le acompaño abajo, amigo. Huelo el curry. ¿Sabe que he

estado a punto de reírme cuando ese loco le ha tomado por elnuevo oficial de policía?

—Se ha equivocado en casi todo, ¿verdad? —dijo Wilson—. Merefiero a lo de la poesía.

II

La sala de estar de Tallit le pareció a Wilson, que la veía por primeravez, un salón de baile rural. Los muebles rodeaban las cuatroparedes: sillas duras, de respaldos altos e incómodos, y en losrincones, sentadas, las típicas carabinas: viejas con vestidos negrosde seda, metros y metros de seda, y un hombre muy viejo con unagorra. Le examinaron atentamente, en completo silencio, y alesquivar su mirada solo vio paredes desnudas, menos una esquinaen la que había clavadas postales francesas, sentimentales,formando un montage de cintas y lazos: hombres jóvenes oliendoflores malvas, un hombro lustroso de color cereza, un besoapasionado.

Wilson descubrió que solamente había otro invitado aparte deél. Era el padre Rank, un sacerdote católico, con su larga sotana.Estaban sentados en rincones opuestos de la sala, entre los viejos,quienes —explicó el padre Rank— eran los abuelos y los padres deTallit, dos tíos, lo que podría haber sido una tataratía y una prima.En algún lugar que no estaba a la vista, la mujer de Tallit preparabaplatitos que el hermano pequeño y la hermana del anfitrión servían alos dos invitados. De todos ellos Tallit era el único que hablabainglés, y a Wilson le producía reparo la manera en que el padreRank hablaba a gritos de Tallit y de su familia de un extremo a otrode la habitación.

—No, gracias —decía el padre Rank, rechazando un dulce conun gesto de su cabeza gris y despeinada—. Le aconsejo que no los

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pruebe, señor Wilson. Tallit es un buen hombre, pero nuncaaprenderá las preferencias de un estómago europeo. Estos viejostienen un estómago de avestruz.

—Todo esto me parece muy interesante —dijo Wilson, quesorprendió la mirada de una abuela al otro lado de la sala y lesaludó con la cabeza y le sonrió. La abuela, evidentemente, pensóque él quería más dulces, y llamó airadamente a su nieta.

—No, no —dijo Wilson en vano, moviendo la cabeza ysonriendo a la centenaria. Esta levantó el labio, descubriendo laencía desdentada, y señaló con ferocidad al hermano pequeño deTallit, que se apresuró a servir al invitado un nuevo plato.

—Eso es bastante inofensivo —gritó el padre Rank—. No esmás que azúcar, glicerina y un poco de harina.

Constantemente les llenaban y volvían a llenar de whisky elvaso.

—Me encantaría que me confesara de dónde saca este whisky,Tallit —gritó el padre Rank con picardía. Tallit, radiante, ibaágilmente de una punta a la otra de la sala, diciendo una palabra aWilson, otra al padre Rank. A Wilson le recordaba a un bailarín deballet con sus pantalones blancos, su emplasto de pelo negro y sucara gris, tersa y extranjera, con un ojo de cristal como el de unmuñeco.

—Así que el Esperança ha zarpado —gritó el padre Rank desdeel otro extremo—. ¿Cree usted que han encontrado algo?

—En la oficina ha habido un rumor sobre unos diamantes —contestó Wilson.

—¿Diamantes? ¡Ni hablar! —dijo el padre Rank—. Nunca hanencontrado uno. No saben dónde buscar, ¿verdad, Tallit? Losdiamantes son un tema doloroso para Tallit —le explicó a Wilson—.Yusef te la dio con queso, ¿eh, Tallit, granuja? Mal asunto, ¿eh? Tú,un católico, engañado por un mahometano. Yo podría haberteretorcido el cuello.

—Fue una cosa muy fea —dijo Tallit, a mitad de camino entreWilson y el cura.

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—Solo hace unas semanas que estoy aquí —dijo Wilson— ytodo el mundo me habla de Yusef. Dicen que pasa diamantes falsos,hace contrabando con los auténticos, vende licor malo, almacenaalgodón por si se produce una invasión francesa y seduce a lasenfermeras del hospital militar.

—Es un perro sarnoso —dijo el padre Rank, con cierto deleite—. Si uno creyera todas las cosas que se dicen por ahí, todo elmundo estaría viviendo con la mujer del vecino y cada policía queno estuviese a sueldo de Yusef estaría sobornado por Tallit.

—Yusef es un hombre muy malo —dijo Tallit.—¿Por qué no le detienen las autoridades?—Llevo veintidós años aquí —dijo el padre Rank— y todavía no

he visto probar una sola acusación contra un sirio. Oh, claro quemuchas veces he visto a la policía muy ufana, con esa cara feliz delas mañanas en que salen a echar el guante a alguien... Y me digo:¿para qué preguntarles qué pasa? Volverán con las manos vacías.

—Debería haber sido policía, padre.—Ah, ¿quién sabe? —dijo el padre Rank—. Hay más policías

en esta ciudad de los que se ven... o eso dicen.—¿Quién lo dice?—Cuidado con esos dulces —advirtió el padre Rank—. Son

inofensivos si se toman con moderación, pero ya ha comido cuatro.Oiga, Tallit, parece que el señor Wilson tiene hambre. ¿Por qué nomanda que sirvan los pasteles de carne?

—¿Los pasteles de carne?—La comilona —dijo el padre Rank. El sonido hueco de su

jovialidad llenaba la habitación. Durante veintidós años aquella vozhabía estado riendo, bromeando, animando a la gente en los meseslluviosos y los secos. ¿Su alegría habría consolado alguna vez auna sola alma? Wilson se preguntó si habría podido consolarse a símisma. Era como el ruido que rebota en los azulejos de un bañopúblico: las risas y los salpicones de desconocidos en el calor delvaho.

—Por supuesto, padre Rank. Inmediatamente, padre.

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El sacerdote, sin haber sido invitado, se levantó de su silla y sesentó a una mesa que estaba, al igual que las sillas, contra la pared.Había pocos cubiertos preparados, y Wilson vaciló.

—Venga, siéntese, señor Wilson. Solo las personas mayorescomerán con nosotros, y Tallit, desde luego.

—¿No estaba diciendo algo sobre un rumor? —preguntóWilson.

—Mi cabeza es un hervidero de rumores —respondió el padreRank, haciendo un gesto de jocosa impotencia—. Si un hombre medice algo doy por supuesto que es para divulgarlo. Es una funciónútil, créame, en los tiempos que corren, ahora que todo es unsecreto oficial, recordar a la gente que tiene lengua para usarla yque la verdad es para que se hable de ella. Fíjese en Tallit.

Tallit estaba levantando una punta de la cortina del apagón ymirando a la calle oscura.

—¿Cómo está Yusef, granuja? —preguntó el padre Rank—.Yusef tiene una casa grande al otro lado de la calle y Tallit la quierepara él, ¿no es así, Tallit? ¿Qué pasa con la cena? Tenemoshambre.

—Ya viene, padre, ya viene —dijo Tallit, separándose de laventana. Se sentó en silencio junto a la centenaria, y su hermanasirvió los platos.

—Siempre se come bien en casa de Tallit —dijo el padre Rank.—Yusef también tiene invitados esta noche.—No está bien en un sacerdote ser remilgado —dijo el padre

Rank—, pero tu comida me parece más digerible.Su risa hueca resonó en toda la sala.—¿Es tan malo que le vean a uno en casa de Yusef?—Lo es, señor Wilson. Si yo le viese allí pensaría: Yusef

necesita información urgente sobre el algodón; por ejemplo, quéimportaciones se van a hacer el mes que viene, o qué mercancíasllegarán por mar; y pagará esta información. Si viese entrar a unachica, pensaría que es una lástima, una gran lástima. —Picoteó del

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plato y se rio otra vez—. Pero si entrara Tallit esperaría para oír susgritos de socorro.

—¿Y si viese a un policía? —preguntó Tallit.—No daría crédito a mis ojos —respondió el cura—. No hay

ninguno tan idiota después de lo que le sucedió a Bailey.—La otra noche Yusef volvió a casa en un coche de la policía

—dijo Tallit—. Lo vi claramente desde aquí.—Algún conductor que quería ganarse un dinerito —dijo el

padre Rank.—Me pareció que era el comandante Scobie. Tuvo buen

cuidado de no apearse del coche. Pero no estoy absolutamenteseguro. Parecía Scobie.

—Me he ido de la lengua —dijo el sacerdote—. Soy un estúpidoparlanchín. Bueno, si era Scobie yo no lo pensaría dos veces. —Sumirada recorrió la habitación—. No lo pensaría dos veces —repitió—. Apostaría la colecta del próximo domingo a que era un asuntolimpio, perfectamente limpio.

Y agitó su campanilla de sonido hueco, jo, jo, jo, como unleproso proclamando su desgracia.

III

La luz de la habitación de Harris estaba todavía encendida cuandoWilson regresó al hotel. Estaba cansado y preocupado, y trató depasar por delante de puntillas, pero Harris le oyó.

—Le estaba esperando, amigo —dijo, blandiendo una linternaeléctrica. Llevaba puestas las botas contra mosquitos por fuera delpijama, y parecía un vigilante de bombardeos agobiado por eltrabajo.

—Es tarde. Pensaba que estaría dormido.—No podría dormir hasta después de nuestra cacería. Le he

estado dando vueltas a la idea. Podríamos crear un premio

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mensual. Ya veo el momento en que otras personas querránparticipar.

—Podría ser una copa de plata —dijo Wilson con ironía.—Cosas más raras se han visto, amigo. El campeonato de la

cucaracha.Le llevó al centro de su habitación, pisando suavemente las

tablas del suelo. La cama de hierro bajo el mosquitero grisáceo, labutaca de respaldo plegable, el tocador lleno de números viejos delPicture Post: una vez más, a Wilson le sobresaltó advertir que unahabitación podía ser una pizca más triste que la suya.

—Una noche en mi cuarto y otra noche en el suyo, amigo.—¿Qué arma utilizo?—Puedo prestarle una de mis zapatillas.Una tabla chirrió bajo los pies de Wilson y Harris se volvió para

advertirle.—Tienen oídos, como las ratas —dijo.—Estoy un poco cansado. ¿Usted cree que esta noche...?—Solo cinco minutos, amigo. No podría dormir sin una cacería.

Mire, allí hay una: encima del tocador. Ensaye su primer golpe.En cuanto la sombra de la zapatilla cayó sobre la pared de

yeso, el insecto huyó como una flecha.—Así es inútil, amigo. Fíjese en mí.Harris acechó a su presa. La cucaracha estaba a media altura

en la pared, y Harris, avanzando de puntillas por el suelo crujiente,empezó a proyectar hacia atrás y hacia delante la luz de la linternasobre la cucaracha. Descargó un golpe seco y dejó una mancha desangre.

—Una —dijo—. Hay que hipnotizarlas.Deambularon por la habitación, desplazando la luz de un lado a

otro, abatiendo la suela del calzado y de cuando en cuandoperdiendo la cabeza y emprendiendo una frenética persecución porlas esquinas: el ansia de la caza había inflamado la imaginación deWilson. Al principio se trataron de un modo «deportivo»; se gritaban:«Buen golpe» o «Mala suerte», pero hubo un momento en que

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coincidieron junto al zócalo persiguiendo a una misma cucarachacuando estaban empatados, y surgió el enfrentamiento.

—Es absurdo ir detrás de la misma pieza, amigo —dijo Harris.—La he visto yo.—Ha perdido la suya, amigo. Esta era mía.—Era la misma. Ha hecho un doble giro.—¡Qué va!—De todos modos no veo por qué no puedo perseguir a la

misma. Usted la ha empujado hacia mí. Mal jugado por su parte.—El reglamento no lo permite —dijo Harris, secamente.—Será el suyo.—Maldita sea —dijo Harris—. Yo inventé este juego.Una cucaracha se subió a la jaboneta que había dentro del

lavabo. Wilson la espió y asestó un zapatillazo desde dos metros dedistancia. La suela se estampó contra el jabón y la cucaracha saliódespedida: Harris abrió el grifo y el agua la arrastró.

—Buen golpe, amigo —dijo, apaciguador—. Es una desaguada.—Y una mierda —dijo Wilson—. Estaba muerta cuando ha

abierto el grifo.—No se puede saber con certeza. Podría haber estado

simplemente inconsciente... conmocionada. Es desagüe según el re-glamento.

—¡Otra vez su reglamento!—Es el oficial e indiscutible en esta ciudad.—No por mucho tiempo —amenazó Wilson. Dio un fuerte

portazo al salir y las paredes de su propia habitación vibraronestremecidas. El corazón le palpitaba por la rabia y la nochesofocante: las axilas le chorreaban sudor. Pero cuando estuvo allado de su cama, y al ver alrededor una réplica del cuarto de Harris—el lavabo, la mesa, el mosquitero gris e incluso la cucarachapegada a la pared—, la ira se retiró poco a poco y cedió el paso a lasoledad. Había sido como pelearse con la imagen propia reflejadaen un espejo. «Estoy loco», pensó. «¿Por qué me he marchado así?He perdido a un amigo.»

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Esa noche le costó mucho conciliar el sueño, y cuando por fin lohizo soñó que había cometido un delito y despertó con unsentimiento de culpabilidad todavía intenso en su memoria. Cuandose dirigía a desayunar se detuvo delante de la puerta de Harris. Nose oía nada. Llamó, pero no hubo respuesta. Entreabrió la puerta yvio en la oscuridad, a través del mosquitero, la cama húmeda deHarris. Preguntó en voz baja:

—¿Está despierto?—¿Quién es?—Siento mucho lo de anoche, Harris.—Fue culpa mía, amigo. Tengo un poco de fiebre. Por eso me

comporté como un imbécil. Estaba susceptible.—No, fue culpa mía. Tiene toda la razón. Fue desagüe.—Tiraremos a cara o cruz, amigo.—Vendré esta noche.—Muy bien.Pero después del desayuno algo desalojó a Harris de sus

pensamientos. Había pasado por el despacho del comisario decamino al centro de la ciudad y al salir había tropezado con Scobie.

—¡Hola! —le había saludado Scobie—. ¿Qué hace usted aquí?—He venido a ver al comisario para pedirle un pase. En esta

ciudad hacen falta tantos, señor... Necesitaba uno para el muelle.—¿Cuándo nos hará otra visita, Wilson?—A usted no le agradan las visitas de extraños, señor.—Tonterías. A Louise le gustaría charlar otra vez de libros. Yo

no leo nunca, Wilson.—Supongo que no tendrá mucho tiempo.—Oh, hay tiempo de sobra en un país así —respondió Scobie

—. Lo que pasa es que no tengo afición a la lectura, simplemente.Entre un momento en mi despacho mientras telefoneo a Louise. Sealegrará de verle. ¿Por qué no va a buscarla y la lleva a dar unpaseo? No hace suficiente ejercicio.

—Me encantaría —dijo Wilson, y se ruborizó de repente en lassombras. Miró alrededor: aquel era el despacho de Scobie. Lo

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examinó como un general inspeccionaría el campo de batalla, y sinembargo era difícil considerar a Scobie como un enemigo. Lasesposas oxidadas de la pared entrechocaron con un ruido metálicocuando Scobie se recostó en su silla y marcó un número.

—¿Está libre esta noche?Volvió bruscamente a la realidad al darse cuenta de que Scobie

le observaba: los ojos levemente saltones y ligeramente enrojecidosse posaron en él con cierto aire meditabundo.

—Me pregunto por qué vino usted aquí —dijo—. No es el tipode hombre.

—Uno se deja llevar —mintió Wilson.—Yo no —dijo Scobie—. Yo siempre planeo las cosas. Hasta

hago planes para otras personas, ya ve.Comenzó a hablar por teléfono. Cambió de tono: era como si

estuviese recitando un papel, un papel que requería ternura ypaciencia, un papel recitado tantas veces que los ojos carecían deexpresión por encima de la boca. Colgó el auricular y dijo:

—Perfecto. Ya está arreglado.—Me parece un plan estupendo —dijo Wilson.—Los míos siempre empiezan bien. Se van los dos de paseo y

cuando vuelvan les tendré preparada una copa. Quédese a cenar —prosiguió, con un asomo de inquietud—. Nos encantará sucompañía.

Cuando Wilson se marchó, Scobie entró a ver al comisario.—Venía a verle, señor, cuando me he encontrado con Wilson.—Ah, sí, Wilson —dijo el comisario—. Ha venido a contarme un

par de cosas de uno de sus gabarreros.—Entiendo.Las persianas del despacho estaban cerradas para impedir que

entrara la luz del sol matutino. Un sargento, al pasar con unexpediente, dejó tras de sí una vaharada de zoológico. La lluvia queaún no había caído enrarecía el aire de la mañana: eran las ocho ymedia y el cuerpo chorreaba ya sudor.

—Me ha dicho que ha venido por un pase —dijo Scobie.

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—Ah, sí —dijo el comisario—. También por eso.Puso un pedazo de papel secante debajo de la muñeca para

que absorbiera el sudor mientras escribía.—Sí, también estaba la cuestión del pase, Scobie.

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2

I

La señora Scobie iba delante, descendiendo con paso precavido endirección al puente sobre el río que todavía conservaba las traviesasde una vía férrea abandonada.

—Nunca hubiera encontrado este camino yo solo —dijo Wilson,resoplando un poco por el peso de su obesidad.

—Es mi paseo favorito —dijo Louise.En lo alto del camino, en el declive seco y polvoriento, había un

viejo sentado sin hacer nada a la puerta de una choza. Unamuchacha de pechos pequeños y florecientes bajaba hacia ellos conun cubo de agua en equilibrio sobre su cabeza; un niño sin másvestido que un collar de cuentas alrededor de la cintura jugaba entrelas gallinas, en un patio pequeño con suelo de tierra; obreros conhachas atravesaban el puente al final de su jornada. Era la hora defrescor relativo, la hora de paz.

—¿A que no adivinaría que la ciudad está justo detrás denosotros? —dijo Louise—. Y a unos cien metros de aquí, ahí arriba,en la colina, los criados están sirviendo las bebidas.

El camino serpenteaba a lo largo de la cuesta. A sus pies,Wilson veía extenderse el enorme puerto. Un convoy estabaentrando en la barrera; embarcaciones minúsculas hormigueabanentre los barcos; por encima de ellos, los árboles cenicientos y losmatorrales calcinados ocultaban la cima de la loma. Wilson dio unpar de traspiés cuando los dedos de los pies chocaron con lossalientes que habían dejado las traviesas.

—Todo está como creía que iba a estar —dijo Louise Scobie.—A su marido le encanta esta ciudad, ¿no?

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—Oh, creo que a veces tiene una especie de visión selectiva.Ve lo que quiere ver. No parece darse cuenta del esnobismo, y nooye las habladurías.

—La ve a usted —dijo Wilson.—Gracias a Dios que no lo hace, porque me han contagiado la

enfermedad.—Usted no es una esnob.—Claro que lo soy.—Usted me ha ofrecido su amistad a mí —dijo Wilson,

sonrojándose y retorciendo la cara para emitir un cuidadoso silbidodescuidado. Pero no sabía silbar. Los labios gorditos expulsaron airevacío, como un pez.

—Por el amor de Dios, no sea humilde —dijo Louise.—En realidad no lo soy —dijo Wilson. Se hizo a un lado para

que pasara un obrero y explicó—: Tengo ambiciones desmedidas.—Dentro de dos minutos —dijo Louise— vamos a llegar al

mejor sitio de todos, donde no se ve una sola casa.—Es muy amable al enseñarme... —murmuró Wilson,

trastabillando de nuevo en el camino de la loma. No dominaba laconversación intrascendente: con una mujer podía ser romántico,pero nada más.

—Allí —dijo Louise, pero él apenas tuvo tiempo de contemplarla panorámica, los abruptos declives verdes que bajaban hacia lagran bahía plana y deslumbrante, porque ella enseguida quisoreemprender la marcha, desandando el trayecto que habíanrecorrido—. Henry llegará pronto a casa.

—¿Quién es Henry?—Mi marido.—No sabía cómo se llamaba. Le he oído a usted llamarle de

otro modo... algo como Ticki.—Pobre Henry —dijo ella—. Él lo odia. Procuro no llamarle así

cuando hay otras personas, pero me olvido. Vámonos.—¿No podríamos ir un poco más lejos, hasta la estación?

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—Me gustaría cambiarme antes de que oscurezca —dijo Louise—. Las ratas aparecen en cuanto ha anochecido.

—La vuelta es todo cuesta abajo.—Deprisa, entonces —dijo Louise. Él la siguió. Flaca y

desgarbada, Wilson veía en ella la belleza de una especie deondina. Había sido amable con él, toleraba su compañía, y el amorbrotaba automáticamente ante la primera muestra de amabilidadque le daba una mujer. Él no tenía aptitudes para la amistad o parala igualdad. En su mente romántica, humilde y ambiciosa, solo eracapaz de concebir una relación con una camarera, la acomodadorade un cine, la hija de una casera de Battersea o con una reina: ellaera una reina. Empezó a murmurar otra vez mientras avanzaba a lazaga de Louise —«muy amable»—, jadeante, con las rodillasrollizas entrechocando en el camino de piedra. La luz cambió conbastante rapidez: el suelo de laterita adquirió un tono rosa traslúcidoque descendía por la colina hasta el agua vasta y lisa de la bahía.Había algo felizmente accidental en la luz vespertina, como si nohubiese estado planeada.

—Ya estamos —dijo Louise, y los dos se apoyaron pararecobrar el aliento en el muro de madera de la pequeña estaciónabandonada, contemplando la luz que se desvanecía con la mismaceleridad con que había surgido.

Por una puerta abierta —¿había sido la sala de espera o laoficina del jefe de estación?— entraban y salían las gallinas. Elpolvo de las ventanas era como el vapor dejado tan solo unmomento antes por el paso de un tren. En la ventanilla cerrada parasiempre alguien había dibujado con tiza una tosca figura fálica.Wilson pudo verla por encima del hombro izquierdo de Louisecuando ella se recostó para recuperar el aliento.

—Solía venir aquí todos los días —dijo ella— hasta que me loecharon a perder.

—¿Echaron?—Gracias a Dios que pronto estaré lejos.—¿Por qué? No irá a marcharse.

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—Henry va a mandarme a Sudáfrica.—¡Oh, Dios! —exclamó Wilson. La noticia fue tan inesperada

que resultó como una punzada de dolor. Retorció la cara alpercibirlo.

Intentó encubrir aquella mueca absurda. Nadie sabía mejor queél que su rostro no estaba hecho para expresar sufrimiento o pasión.

—¿Qué hará él sin usted?—Se arreglará.—Estará muy solo —dijo Wilson; él, él, él, resonaba en su oído

interno como un eco engañoso de yo, yo, yo.—Será más feliz sin mí.—No podrá serlo.—Henry no me quiere —dijo ella suavemente, como si

estuviese instruyendo a un niño, empleando las palabras mássencillas para explicar una materia difícil, simplificando... Recostó lacabeza contra la taquilla y le sonrió como si le dijera: «En realidades bastante fácil en cuanto uno le ha cogido el truco»—. Será másfeliz sin mí —repitió.

Una hormiga que andaba por la plancha de madera subió alcuello de Louise y él se inclinó para espantarla. No fue otro elmotivo. Cuando separó sus labios de los de ella la hormiga seguíaallí. Dejó que el insecto le corriera por un dedo. El sabor de la barrade labios era como algo que él nunca hubiera probado y quesiempre recordaría. Le pareció que habían perpetrado un acto quealteraba el mundo entero.

—Le odio —dijo ella, continuando la conversación exactamenteen el mismo punto en que la había interrumpido.

—No se vaya —imploró él. Le entró una gota de sudor en el ojoderecho; se la enjugó con la mano; vio de nuevo en la ventanilla,junto al hombro de Louise, el garabato fálico.

—Me habría ido antes si no hubiera sido por el dinero,pobrecillo. Tiene que conseguirlo.

—¿Dónde?

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—Eso es asunto de hombres —dijo ella, con provocación, y élvolvió a besarla; sus bocas se adhirieron como bivalvos, y luegoLouise la separó y él oyó el triste ir y venir de la risa del padre Rank,que subía por el camino.

—¡Buenas tardes, buenas tardes! —gritó el sacerdote. Alargó lazancada, se pisó la sotana y tropezó mientras seguía andando—. Vaa caer una tormenta —dijo—.Tengo que darme prisa —añadió, y sus«jo, jo, jo» fueron alejándose, lúgubres, por la vía férrea, sin aportarconsuelo a nadie.

—No ha visto quiénes éramos —dijo Wilson.—Claro que lo ha visto. ¿Qué importa?—Es el mayor chismoso de la ciudad.—Solo con cosas importantes —dijo ella.—¿Esto no lo es?—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a serlo?—Estoy enamorado de usted, Louise —dijo Wilson, tristemente.—Es la segunda vez que nos vemos.—No creo que eso cambie nada. ¿Usted me aprecia, Louise?—Claro que le aprecio, Wilson.—Me gustaría que no me llamara Wilson.—¿Cómo se llama?—Edward.—¿Quiere que le llame Teddy? ¿O Bear? Esas cosas te vienen

sin que te des cuenta. De repente empiezas a llamarle a alguienBear o Ticki, y los nombres de verdad parecen sosos y formales, y acontinuación te enteras de que el otro odia que le llames así. Mequedaré con Wilson.

—¿Por qué no deja a su marido?—Voy a dejarle. Se lo acabo de decir. Me voy a Sudáfrica.—La quiero, Louise —repitió él.—¿Qué edad tiene usted, Wilson?—Treinta y dos.—Un hombre muy joven de treinta y dos, y yo soy una vieja de

treinta y ocho.

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—Eso no importa.—La poesía que usted lee, Wilson, es demasiado romántica. Sí

importa. Importa mucho más que el amor. El amor no es un hecho,como la edad y la religión...

Al otro lado de la bahía aparecieron nubes: se amontonaron,amenazadoras, sobre Bullom y luego desgarraron el cielo, subiendoverticalmente; el viento obligó a la pareja a apretarse de nuevocontra la estación.

—Demasiado tarde —dijo Louise—. Estamos atrapados.—¿Cuánto durará?—Media hora.Una ráfaga de lluvia les azotó la cara, y después cayó el

aguacero. Se resguardaron en el interior de la estación y oyeron elrepiqueteo del agua en el tejado. Estaban a oscuras, y las gallinasse movían a sus pies.

—Esto es tétrico —dijo Louise.Él hizo un movimiento hacia su mano y le tocó el hombro.—Oh, por el amor de Dios, Wilson —dijo ella—, no empecemos

a manosearnos.Tuvo que elevar el tono para que su voz se oyera sobre el

estrépito en el tejado de hierro.—Lo siento... No pretendía...Percibió que ella se alejaba unos pasos, y agradeció la

oscuridad que ocultaba su humillación.—Usted me gusta, Wilson —dijo ella—, pero no soy una

enfermera que espera que la posean cada vez que se encuentra aoscuras con un hombre. No tiene ninguna responsabilidad conmigo,Wilson. No le deseo.

—Yo la quiero, Louise.—Sí, sí. Ya me lo ha dicho. ¿Usted cree que habrá serpientes

aquí... o ratas?—No lo sé. ¿Cuándo se va a Sudáfrica, Louise?—Cuando Ticki consiga reunir el dinero.—Será muy caro. Quizá no pueda irse.

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—Se las apañará. Dijo que lo haría.—¿Un seguro de vida?—No, ya lo ha intentado.—Ojalá pudiera prestárselo yo mismo. Pero soy más pobre que

las ratas.—No hable de ratas aquí. Ticki encontrará un modo de

arreglarse.Él empezaba a ver el rostro de ella en la oscuridad, delgado,

gris, atenuado; era como tratar de recordar las facciones de unapersona conocida antaño y que un día había partido. El método derecobrarlas era exactamente el mismo: primero la nariz y luego,concentrándose lo preciso, la frente; los ojos se le escaparían.

—Hará lo que sea por mí.—Hace un momento ha dicho que no la quería —dijo él, con

amargura.—Oh, pero tiene un sentido tremendo de la responsabilidad.Él hizo un movimiento y ella gritó furiosamente:—¡Estese quieto! No le quiero a usted. Quiero a Ticki.—Solo estaba cambiando de postura —dijo él. Ella se echó a

reír.—Qué divertido es esto. Hacía mucho tiempo que no me

sucedía nada divertido. Me acordaré de esto durante meses ymeses.

Pero Wilson pensó que él recordaría su risa durante toda lavida. El aire de la tormenta sacudía sus pantalones cortos, y pensó:«En un cuerpo como una tumba.»

II

Cuando Louise y Wilson cruzaron el río y entraron en Burnside eraya de noche. Los faros de una furgoneta de la policía iluminabanuna puerta abierta y unas figuras iban y venían transportandopaquetes.

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—¿Qué ocurre ahora? —exclamó Louise, y echó a correr por lacalle. Wilson jadeaba detrás de ella. Ali salió de la casa con unabañera de hojalata en la cabeza, una silla plegable y un bultoenvuelto en una toalla vieja—. ¿Qué demonios ha pasado, Ali?

—Massa va de viaje —dijo, y esbozó una sonrisa de alegría a laluz de los faros.

Scobie estaba sentado en la salita, con una copa en la mano.—Me alegro de que hayas vuelto —dijo—. Pensaba que tendría

que dejarte una nota.Wilson vio que, en efecto, ya había empezado a escribir una.

Había arrancado una hoja de su libreta, y su letra grande ydesmañada llenaba un par de líneas.

—¿Qué diablos pasa, Henry?—Tengo que marcharme a Bamba.—¿No puedes esperar al tren del jueves?—No.—¿Puedo ir contigo?—Esta vez no. Lo siento, querida. Tendré que llevarme a Ali y

dejarte al chico.—¿Qué ha pasado?—Hay problemas con el joven Pemberton.—¿Serios?—Sí.—Es tan estúpido. Era una locura dejarle allí de subcomisario.Scobie bebió su whisky y dijo:—Lo siento, Wilson. Sírvase usted mismo. Hay una botella de

soda en la nevera. Los criados están ocupados con el equipaje.—¿Cuánto tiempo estarás fuera, querido?—Oh, volveré pasado mañana, si hay suerte. ¿Por qué no te

vas a casa de la señora Halifax?—Estaré bien aquí, querido.—Me llevaría al chico y te dejaría a Ali, pero el chico no sabe

cocinar.

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—Estarás más contento con Ali, cariño. Será como en los viejostiempos, antes de que yo apareciera.

—Creo que voy a irme, señor —dijo Wilson—. Siento habertraído tan tarde a la señora Scobie.

—No estaba preocupado, Wilson. El padre Rank ha pasado poraquí y me ha dicho que se habían guarecido en la estación vieja.Muy sensato por su parte. Él estaba calado. También deberíahaberse resguardado allí. A su edad no le conviene contraer unafiebre.

—¿Le lleno el vaso, señor? Después me voy.—Henry nunca toma más que un whisky.—Aunque creo que esta vez tomaré otro. Pero no se vaya,

Wilson. Quédese un rato a hacerle compañía a Louise. Tengo quemarcharme después de esta copa. No dormiré esta noche.

—¿Por qué no puede ir uno de los jóvenes? Eres demasiadoviejo para estas cosas, Ticki. Conducir toda la noche. ¿Por qué nomandas a Fraser?

—El comisario me ha pedido que vaya. Es uno de esos casosque requieren prudencia, tacto... No se puede encargar a unmuchacho.

Dio otro trago de whisky y desvió tristemente la mirada mientrasWilson le observaba.

—Tengo que irme.—Nunca se lo perdonaré a Pemberton.—No digas tonterías, querida —dijo Scobie secamente—. Lo

perdonaríamos casi todo si conociéramos los hechos. —Sonrióforzadamente a Wilson—. Un policía debería ser la persona másclemente del mundo si entiende bien los hechos.

—Me gustaría poder ayudarle, señor.—Puede. Quédese a tomar unas copas con Louise y trate de

animarla. No tiene muchas oportunidades de hablar de libros.Wilson vio que Louise apretaba los labios al oír la palabra

«libros», del mismo modo que un momento antes había visto lamueca de Scobie ante el nombre de Ticki, y por primera vez

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comprendió que el dolor era inevitable en toda relación humana: eldolor sufrido y el infligido. Qué necio era el miedo a la soledad.

—Adiós, cariño.—Adiós, Ticki.—Atiende a Wilson. Ocúpate de que no le falte de beber. No te

deprimas.Cuando ella besó a Scobie, Wilson, plantado cerca de la puerta,

con un vaso en la mano, recordó la estación abandonada en lo altode la colina y el sabor de la barra de labios. Durante exactamenteuna hora y media, la marca de su boca había sido la última en la deella. No sentía celos, tan solo la tristeza de un hombre que intentaescribir una carta importante en una hoja húmeda y descubre quelas letras se borran.

Uno al lado del otro observaron a Scobie cruzar la calle hacia lafurgoneta policial. Había bebido más whisky del que acostumbraba,y quizá fue eso lo que le hizo tropezar.

—Deberían haber mandado a un hombre más joven —dijoWilson.

—Nunca lo hacen. Es el único en quien confía el comisario.Observaron los esfuerzos de Scobie para subirse al vehículo y

ella prosiguió con tono triste:—¿No es el clásico segundón? El que siempre hace el trabajo.El policía negro que estaba al volante puso el motor en marcha

y empezó a meter la marcha antes de soltar el embrague.—Ni siquiera le dan un buen chófer —añadió—. El bueno habrá

llevado a Fraser y al resto de la cuadrilla al baile del club.La furgoneta dio un tumbo y salió a tirones del patio.—Bueno, Wilson, ya está.Louise recogió la nota que Scobie había tenido intención de

dejarle y la leyó en voz alta. «Querida mía, he tenido quemarcharme a Bamba. No se lo cuentes a nadie. Ha sucedido unacosa terrible. Pobre Pemberton...»

—Pobre Pemberton —repitió, con rabia.—¿Quién es Pemberton?

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—Un mocoso de veintidós años. Todo lleno de espinillas y devitalidad. Era subcomisario adjunto en Bamba, pero cuandoButterworth cayó enfermo le dejaron de suplente. Era de prever quehubiese problemas. Y cuando los hay es Henry, por supuesto, el quetiene que conducir toda la noche...

—Es mejor que me vaya, ¿verdad? —preguntó Wilson—.Querrá cambiarse.

—Oh, sí, mejor que se vaya... antes de que todo el mundo sepaque él se ha ido y que hemos estado cinco minutos juntos en unacasa donde hay una cama. Solos, claro está, sin contar al chico, alcocinero y a sus parientes y amigos.

—Me gustaría poder servirle de algo.—Puede —dijo ella—. ¿Quiere subir a ver si hay una rata en el

dormitorio? No quiero que el chico sepa que estoy nerviosa. Y cierrela ventana. Entran por allí.

—Hará mucho calor si cierro la ventana.—Me da lo mismo.Se detuvo apenas cruzó la puerta y dio una palmada suave,

pero no se movió ninguna rata. Luego, aprisa, sigilosamente, comosi no tuviera derecho a estar allí, atravesó la habitación y cerró laventana. Había en el cuarto un olor tenue a polvos faciales; lepareció el aroma más memorable que había percibido nunca. Denuevo en la puerta, contempló la alcoba entera: la foto de la niña,los tarros de crema, el vestido tendido por Ali para esa noche. EnInglaterra le habían enseñado a memorizar, a captar el detalleimportante, a registrar la prueba oportuna, pero sus jefes no lehabían enseñado que habría de encontrarse en un país tan extrañocomo aquel.

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TERCERA PARTE

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1

I

La furgoneta de la policía ocupó su puesto en la larga cola decamiones del ejército que esperaban el ferry. Sus faros eran comoun villorrio en la noche. A ambos lados descendían los árboles, consu fragancia de lluvia y calor, y en algún lugar al final de la columnaun conductor cantaba: la voz quejumbrosa y desafinada subía ybajaba como el viento por el ojo de una cerradura. Scobie se dormíay despertaba, intermitentemente. Cuando despertaba pensaba enPemberton y se preguntaba qué sentiría si él hubiera sido su padre—aquel director de banco, ya viejo y jubilado, cuya esposa habíamuerto al dar a luz a Pemberton—, pero cuando dormía retornabaplácidamente a un sueño de felicidad y libertad perfectas. Caminabapor una pradera espaciosa y fresca y Ali iba a su zaga: no habíanadie más en el sueño, y Ali no hablaba. Los pájaros volaban alto;se sentó, y una culebra verde hendió la hierba, se le subió a lamano, le recorrió sin temor el brazo y, antes de deslizarsenuevamente hacia la pradera, le rozó la mejilla con una lengua fría,amistosa, remota.

Una de las veces en que abrió los ojos, Ali estaba de pie a sulado, esperando que despertase.

—Massa quiere cama —afirmó en voz baja, firmemente,señalando el catre de campaña que había preparado al borde delcamino, con el mosquitero atado a las ramas de encima—. Dos treshoras —añadió—. Muchos camiones.

Scobie obedeció, se acostó e inmediatamente regresó a lapradera apacible donde jamás sucedía nada. La siguiente vez quedespertó, Ali seguía allí, pero ahora con una taza de té y un plato degalletas.

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—Una hora —dijo Ali.Llegó por fin el turno de la furgoneta. Bajaron la cuesta de

laterita roja hasta la almadía, y después vadearon muy despacio lacorriente oscura, como una laguna Estigia, hacia los bosques de laotra orilla. Los dos barqueros que tiraban de la cuerda no llevabanencima más que sendas fajas, como si hubieran abandonado laropa en la orilla donde la vida terminaba, y un tercer hombre lesmarcaba el compás, valiéndose para ello de una lata de sardinasvacía en aquel pasaje entre dos mundos. La voz quejumbrosa eincansable del cantor vivo iba quedándose atrás.

Era solo el primero de los tres transbordadores que había quecruzar, y después de hacer cada vez la misma cola. Scobie no pudovolver a conciliar tranquilamente el sueño; las sacudidas de lafurgoneta empezaban a producirle dolor de cabeza. Tomó unaaspirina y lo dejó en manos de la suerte. No quería sufrir un accesode fiebre mientras estaba lejos de casa. Lo que le preo-cupabaahora no era Pemberton —dejad que los muertos entierren a susmuertos—, sino la promesa que le había hecho a Louise.Doscientas libras era una suma bien pequeña: las cifras cantabansus variaciones en su cabeza dolorida, como campanadas: 200 002020: le molestaba no encontrar una cuarta combinación: 002 200020.

Habían sobrepasado el radio de las chozas con techo de chapay las cabañas derruidas de madera de los colonos; los poblados queatravesaban eran aldeas selváticas de barro y de paja. No se veíanluces en ninguna parte; las puertas estaban cerradas y los postigosalzados, y solamente los ojos de un puñado de cabrascontemplaban los faros del convoy. 020 002 200 200 002 020. Ali,acuclillado dentro del vehículo, le pasó un brazo alrededor delhombro, con un tazón de té caliente en la mano; se las habíaingeniado de algún modo para hervir otra tetera en el interior de lafurgoneta traqueteante. Louise tenía razón: era como en los viejostiempos. De haberse sentido más joven, de no haber habido ningúnproblema de 200 020 002, hubiera sido feliz. La muerte del pobre

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Pemberton no le hubiera trastornado; eran meramente gajes deloficio, y Pemberton nunca le había gustado.

—Me duele la cabeza, Ali.—Massa tome mucha aspirina.—¿Recuerdas, Ali, la marcha de ciento veinte millas que

hicimos en diez días hace doce años, por la frontera? Dos de losporteadores enfermaron...

Veía en el espejo del conductor la cara de Ali asintiendo,radiante. Pensó que no necesitaba otra forma de amor o de amistad.Le bastaba aquello para ser feliz: la camioneta rechinante, el técaliente contra los labios, el peso intensamente húmedo de la selva,el dolor de cabeza, incluso la soledad. «Si antes consiguieraresolver la felicidad de Louise», pensó, y en la noche confusa olvidópor un momento lo que la experiencia le había enseñado: queningún ser humano puede entender realmente a otro, y que nadiepuede construir la dicha ajena.

—Una hora más —dijo Ali, y notó que la oscuridad estabadecreciendo.

—Otro tazón de té, Ali, y ponle un poco de whisky.El convoy se había separado de ellos un cuarto de hora antes,

cuando la furgoneta se había desviado de la carretera principal paracircular dando tumbos por una secundaria que se internaba más enla espesura. Cerró los ojos y trató de alejar el pensamiento delinterrumpido campanilleo de números para concentrarlo en elingrato trabajo. Solo había un sargento de policía indígena enBamba, y quería tener la cabeza despejada respecto a lo que habíasucedido antes de recibir el informe analfabeto del sargento. Juzgó,de mala gana, que sería mejor ir antes a la misión y ver al padreClay.

El sacerdote, ya levantado, le estaba esperando en ladeprimente casita europea que había sido construida con ladrillos delaterita entre las chozas de barro para parecer un presbiteriovictoriano. La luz de un quinqué iluminaba el pelo corto y rojizo delcura y su cara joven y pecosa de Liverpool. Solo era capaz de

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permanecer sentado unos pocos minutos, luego se levantaba e iba yvenía por la habitación diminuta, desde una oleografía espantosahasta una estatua de yeso.

—Le veía muy poco —gimió, moviendo las manos como siestuviese en el altar—. Solo se interesaba por el juego y la bebida.Yo no bebo y nunca he jugado a las cartas... excepto al Demonio, yasabe, que es un solitario. Es terrible, terrible.

—¿Se ahorcó?—Sí. Su criado vino a verme ayer. No le había visto desde la

noche anterior, pero eso era bastante normal después de una tanda,ya sabe, una tanda. Le dije que fuera a la policía. Era lo correcto,¿no? No pude hacer nada. Nada. Estaba bien muerto.

—Así es. ¿Sería tan amable de darme un poco de agua y unaaspirina?

—Yo se la disuelvo. Verá, comandante Scobie, aquí no pasaabsolutamente nada durante semanas y meses. Paseo de aquí paraallá en este cuarto, y de repente, llovido del cielo...

Tenía los ojos enrojecidos e insomnes: a Scobie le pareció queera un hombre totalmente incapacitado para la soledad. No habíalibros a la vista, aparte de una pequeña estantería con el breviario yunos cuantos folletos religiosos. Era un hombre sin recursos.Empezó a recorrer otra vez la habitación y de pronto, volviéndosehacia Scobie, lanzó una pregunta nerviosa:

—¿No habría la esperanza de que hubiese sido un asesinato?—¿La esperanza?—Suicidio —dijo el padre Clay—. Es demasiado terrible. Priva a

un hombre de la misericordia. He estado pensándolo toda la noche.—No era católico. Quizá eso cambie las cosas. Ignorancia

invencible, ¿no es así?—Es lo que intento creer.Se detuvo de repente a mitad de camino entre la oleografía y la

estatuilla y se hizo a un lado, como si se hubiera encontrado conalguien en ese tramo de su breve recorrido. Luego dirigió a Scobie

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una mirada rápida y furtiva para ver si se había dado cuenta de esteacto.

—¿Con qué frecuencia baja usted al puerto? —preguntóScobie.

—Estuve una noche hace nueve meses. ¿Por qué?—Todo el mundo necesita un cambio. ¿Tiene muchos

conversos?—Quince. Trato de convencerme de que el joven Pemberton

tuvo tiempo, ya sabe, mientras se moría, de comprender...—Es difícil pensar con claridad cuando te estás estrangulando,

padre. —Dio un sorbo de la aspirina y los granos amargos se leatascaron en la garganta—. Si hubiera sido un asesinato solocambiaría la persona que cometió el pecado mortal, padre —dijo, enuna tentativa de humor que se marchitó entre el cuadro sagrado y laestatua sagrada.

—Un asesino dispone de tiempo... —dijo el padre Clay. Yañadió soñadoramente, con nostalgia—: En tiempos ejercí miministerio en la cárcel de Liverpool.

—¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo?—No le conocía lo suficiente. No nos llevábamos bien.—Los únicos blancos de la localidad. Parece una lástima.—Él se ofreció a prestarme libros, pero no eran en absoluto del

género que me gusta... Eran historias de amor, novelas...—¿Qué lee usted, padre?—Cualquier cosa sobre los santos, comandante Scobie. Mi gran

devoción son las Floréenlas.—Bebía mucho, ¿verdad? ¿De dónde sacaba la bebida?—De la tienda de Yusef, supongo.—Sí. ¿No tendría quizá deudas?—No lo sé. Es terrible, terrible.Scobie terminó su aspirina.—Supongo que tendré que ponerme en marcha.Era ya de día fuera, y la luz poseía una inocencia extraña,

suave, clara y fresca antes de que despuntara el sol.

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—Le acompaño, comandante.El sargento estaba sentado en una tumbona, a la puerta del

bungaló del subcomisario. Se levantó y saludó torpemente, yempezó a desgranar su informe de inmediato, con su voz hueca eindefinida.

—A las tres treinta de la tarde de ayer, señor, me despertó elcriado del subcomisario, señor, para informarme de que elsubcomisario Pemberton, señor...

—Muy bien, sargento. Entraré a echar un vistazo.El ayudante le esperaba justo delante de la puerta. Saltaba a la

vista que la salita del bungaló había sido en una época el orgullo delsubcomisario: debía de haber sido en los tiempos de Butterworth. Elmobiliario desprendía un aire de elegancia y orgullo personal; nohabía sido facilitado por el gobierno. En la pared había grabados dela antigua colonia que databan del siglo xviii, y en una libreríaestaban los volúmenes que Butterworth había dejado. Scobie reparóen algunos títulos y autores: la Historia constitucional de Maitland,sir Henry Maine, el Sacro Imperio romano de Bryce, los poemas deHardy y los Doomsday Records of Little Withington, en ediciónprivada. Pero Pemberton había inscrito su impronta en todo esto: unpuf de cuero, chillón y de supuesto arte indígena, las huellas decolillas en las sillas, una pila de los libros que había rechazado elpadre Clay: Somerset Maugham, un Edgar Wallace, dos Horler y,abierto sobre el sofá, Risas de la muerte en Locksmiths. Lahabitación no estaba bien barrida, y los libros de Butterworth teníanmanchas de humedad.

—El cuerpo está en el dormitorio, señor.Scobie abrió la puerta y entró: el padre Clay le siguió. El

cadáver había sido tendido sobre la cama, con la cara tapada poruna sábana. Cuando Scobie la retiró hasta el hombro, tuvo laimpresión de que estaba viendo a un niño en camisón, plácidamentedormido: las espinillas eran las de la pubertad y el rostro muerto noparecía ostentar la huella de más experiencias que el aula o elcampo de fútbol. «Pobre niño», dijo en voz alta. Las jaculatorias

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piadosas del padre Clay le irritaron. Pensó que sin duda tenía queexistir misericordia para un ser tan inmaduro. Preguntóbruscamente:

—¿Cómo lo hizo?El sargento señaló el riel para colgar cuadros que Butterworth

había instalado meticulosamente (ningún contratista del gobiernohubiera pensado en ese detalle). En la pared había un cuadro querepresentaba a un antiguo rey nativo recibiendo a misioneros debajode una sombrilla, y encima del gancho de cobre amarillo estabatodavía una cuerda enrollada. ¿Quién hubiera creído que el endeblemecanismo no se desplomara? «No debe de pesar mucho», pensó,y recordó los huesos de un niño, livianos y quebradizos como los deun pájaro. Sus pies, cuando estuvo colgado, debían de haberdistado del suelo tan solo cuarenta centímetros.

—¿No dejó ninguna nota? —preguntó Scobie al ayudante—.Suelen hacerlo. Los hombres que van a morir son propensos aconfidencias locuaces.

—Sí, señor, en el despacho.Bastaba una inspección despreocupada para advertir el

desorden que reinaba en el despacho. El fichero estaba abierto: lasbandejas, sobre el escritorio, estaban llenas de papelespolvorientos. El empleado indígena había seguido obviamente lasmismas pautas que su jefe.

—Ahí, señor, en el bloc.Scobie leyó, en una caligrafía tan inmadura como la cara, una

carta que cientos de sus compañeros de estudios debían de haberestado produciendo en todo el mundo: Querido papá: Perdónameeste trastorno. No veo ninguna otra salida. Es una pena que no estéen el ejército porque al menos allí podrían matarme. No pagues eldinero que debo; el tipo no se lo merece. Es posible que intentencobrártelo a ti. Por eso te lo menciono. Es un mal trago para ti, perono puedo evitarlo. Tu hijo, que te quiere». Firmaba «Dicky». Eracomo una carta escrita desde el colegio para disculpar las malasnotas.

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Entregó la carta al padre Clay.—No va a decirme usted, padre, que aquí hay algo

imperdonable. Si usted o yo lo hubiéramos hecho, seríadesesperación... Le admito cualquier cosa respecto a nosotros. Noshubiéramos condenado porque sabemos, pero él no sabe nada denada.

—La Iglesia enseña...—Ni siquiera la Iglesia puede enseñarme que Dios no se apiada

de los jóvenes... —Scobie se interrumpió de repente—. Sargento,ocúpese de que caven una tumba antes de que haga demasiadocalor. Y busque entre sus cosas todas las cuentas sin pagar. Quierotener una charla con alguien sobre este asunto.

Cuando se volvió hacia la ventana la luz le deslumbró. Secolocó una mano encima de los ojos:

—Dios mío, mi cabeza... —dijo, y tiritó—. Voy a agarrar bien lafiebre si no la paro. Si no le importa que Ali me ponga la cama en sucasa, padre, intentaré sudarla.

Tomó una fuerte dosis de quinina y se tumbó desnudo entre lassábanas. A medida que el sol ascendía, a veces tuvo la impresiónde que las paredes de piedra del cuarto, pequeño como una celda,sudaban de frío, y otras veces que estaban abrasadas de calor. Lapuerta estaba abierta y Ali, de cuclillas en el primer peldaño delexterior, cortaba un pedazo de madera. De vez en cuandoespantaba a los nativos que elevaban la voz dentro del área desilencio en torno al enfermo. La peine forte et dure pesaba sobre lafrente de Scobie: a intervalos le inducía al sueño.

Pero en esta ocasión no tuvo sueños placenteros. Pemberton yLouise estaban oscuramente vinculados. Una y otra vez leía unacarta que consistía únicamente en variaciones sobre la cifra 200, yla firma del final era a veces «Dicky» y a veces «Ticki». Teníaconciencia de que el tiempo pasaba y de su propia inmovilidad entrelas sábanas; tenía algo que hacer, alguien a quien salvar, a Louise,a Dicky o a Ticki, pero estaba postrado en la cama y le depositabanpesos en la frente como los que se colocan sobre papeles sueltos.

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Hubo un momento en que el sargento se acercó a la puerta y Ali leexpulsó; hubo otro en que el padre Clay entraba de puntillas y cogíaun folleto de la estantería; y finalmente, aunque podría haber sido unsueño, Yusef apareció en la entrada.

Despertó a eso de las cinco de la tarde; se sentía seco, frío ydébil, y llamó a Ali.

—He soñado que veía a Yusef.—Yusef ha venido a verle, señor.—Dile que me reuniré con él ahora mismo.Sentía cansancio y el cuerpo machacado: giró la cara hacia la

pared de piedra y al instante se quedó dormido. En sueños vio aLouise llorando silenciosamente junto a él; extendió la mano y tocóde nuevo la pared. «Todo se arreglará. Todo. Ticki te lo promete.»Cuando despertó, Yusef estaba a su lado.

—Un acceso de malaria, comandante Scobie. Lamentomuchísimo verle en este estado.

—Yo lamento verte a secas, Yusef.—Ah, usted siempre se burla de mí.—Siéntate, Yusef. ¿Qué relación tenías con Pemberton?Yusef acomodó sus amplias caderas en la silla dura y al advertir

que tenía la bragueta abierta descendió una manaza peluda paraabrocharla.

—Ninguna, comandante.—Es una extraña coincidencia que estuvieras aquí justo en el

momento en que se suicidó.—Yo creo que es cosa de la Providencia.—Supongo que te debía dinero.—Debía dinero al encargado de mi tienda.—¿Qué clase de presión estabas ejerciendo sobre él, Yusef?—Comandante, si a un perro se le pone un nombre malo, el

pobre animal no tiene remedio. Si el subcomisario quiere compraren mi tienda, ¿cómo puede mi encargado dejar de venderle? ¿Quépasaría si lo hace? Tarde o temprano habría un altercado gordo. Elcomisario provincial se enteraría. El subcomisario sería repatriado.

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Si no deja de venderle, ¿qué sucede? El subcomisario acumula másy más facturas. El encargado tiene miedo de mí y le pide que lepague... así otra vez igual. Cuando el subcomisario es un pobremuchacho como Pemberton no hay manera de evitarla. Y un sirionunca tiene razón.

—Hay mucho de verdad en lo que dices, Yusef. —El dolorrecomenzaba—. Dame ese whisky y quinina, Yusef.

—¿No está tomando demasiada, comandante? Acuérdese de lafiebre negra.

—No quiero quedarme aquí anclado durante días. Quierocortarla de raíz. Tengo muchísimas cosas que hacer.

—Incorpórese un momento, comandante, y le ablandaré lasalmohadas.

—No eres mala gente, Yusef.—Su sargento ha estado buscando facturas, pero no ha

encontrado ninguna. Pero aquí tengo unos pagarés. De la caja decaudales del encargado.

Se golpeó el muslo con un pequeño fajo de papeles.—Ya. ¿Qué piensas hacer con ellos?—Quemarlos —contestó Yusef. Sacó un encendedor y prendió

las esquinas—. Ya está. Ya ha pagado, el pobre muchacho. No haymotivo para molestar a su padre.

—¿Por qué has venido aquí?—Mi encargado estaba preocupado. Yo había venido a

proponer un arreglo.—Se necesita una cuchara larga para cenar contigo, Yusef.—Mis enemigos sí. No mis amigos. Haría muchas cosas por

usted, comandante.—¿Por qué siempre me llamas amigo, Yusef?—Comandante Scobie —respondió Yusef, inclinando hacia

delante su cabezota blanca, que apestaba a aceite para el pelo—: laamistad se lleva en el alma. Es algo que uno siente. No es unacompensación a cambio de algo. ¿Se acuerda de cuando me llevó alos tribunales hace diez años?

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—Sí, sí.Scobie apartó la cabeza de la luz de la puerta.—Aquella vez casi me echó el guante, comandante. Recordará

que era un asunto de derechos de importación. Podría habermeatrapado si le hubiera dicho a su policía que dijera cosasligeramente distintas. Me quedé mudo de asombro, comandante, alverme delante del juez y oír hechos ciertos en boca de policías.Debió de costarle un gran trabajo averiguar lo que era cierto yobligarles a que lo dijeran. Me dije a mí mismo: «Yusef, un nuevoDaniel ha llegado a la policía colonial».

—Ojalá no hablaras tanto, Yusef. Tu amistad no me interesa.—Sus palabras son más duras que su corazón, comandante.

Quiero explicarle por qué en el mío siempre lo he sentido como unamigo. Me ha hecho sentirme seguro. Usted no va a enchironarme.Necesita hechos, y estoy seguro de que los hechos estarán siemprea mi favor.

Se cepilló las cenizas de sus pantalones blancos, dejando otramancha gris.

—Esto son hechos. He quemado todos los pagarés.—Es posible que todavía encuentre huellas de la clase de

arreglo que te proponías concertar con Pemberton. Este puestocontrola una de las rutas principales para pasar la frontera de...maldita sea, con esta cabeza no consigo recordar los nombres.

—De los contrabandistas de ganado vacuno. No me interesa elganado.

—Hay otras cosas que pueden seguir el camino opuesto.—Siga soñando con diamantes, comandante Scobie. Todo el

mundo está enloquecido con ellos desde que empezó la guerra.—No estés tan seguro, Yusef, de que no encontraré nada

cuando registre el despacho de Pemberton.—Lo estoy totalmente. Usted sabe que no sé leer ni escribir.

Nunca hay nada escrito en un papel. Siempre lo guardo todo en lacabeza.

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Mientras Yusef hablaba, Scobie se quedó dormido; fue uno deesos sueños poco profundos que duran unos segundos y solo tienentiempo de reflejar una preocupación. Louise se acercaba a él con lasdos manos extendidas y una sonrisa que él no había visto en sucara durante años. Ella decía: «Soy tan feliz, tan feliz», y entoncesse despertó y oyó la voz de Yusef que proseguía, serena:

—Solamente sus amigos no confían en usted, comandanteScobie. Yo sí confío. Incluso el sinvergüenza de Tallit confía.

Su vista tardó un momento en situar la otra cara. Su cerebrorecompuso dolorosamente las palabras que había desde «tan feliz»hasta «no confían».

—¿De qué me estás hablando, Yusef? —dijo.Sentía que el mecanismo de su cerebro chirriaba, rechinaba,

raspaba, y que las piezas no conseguían conectarse, todo ello condolor.

—En primer lugar, está el comisionado.—Necesitan un hombre joven —dijo, mecánicamente, y pensó:

«Si no tuviera fiebre jamás comentaría este asunto con Yusef».—Luego ese hombre que han mandado especialmente desde

Londres...—Tienes que volver cuando esté más despejado, Yusef. No sé

de qué diablos me estás hablando.—Han enviado a un hombre especialmente desde Londres para

investigar lo de los diamantes. Están locos con esa historia. Solo elcomisario debe estar al tanto de su llegada; ninguno de los otrosoficiales, ni siquiera usted.

—Qué estupideces dices, Yusef. No existe tal hombre.—Todo el mundo lo cree menos usted.—Demasiado absurdo. No deberías dar crédito a rumores,

Yusef.—Y una tercera cosa. Tallit va diciendo por todas partes que

usted me visita.—¡Tallit! ¿Quién cree lo que dice Tallit?—Todo el mundo en todas partes cree lo malo.

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—Vete, Yusef. ¿Por qué quieres preocuparme ahora?—Solo quiero que entienda, comandante Scobie, que puede

confiar en mí. Siento amistad por usted en mi corazón. Es cierto,comandante, es cierto.

Notó más cerca el hedor de la loción capilar cuando Yusef seinclinó hacia la cama: lo que parecía ser emoción humedecía susojos de color marrón oscuro.

—Déjeme alisarle la almohada, comandante.—Oh, por el amor de Dios, márchate.—Sé cómo son las cosas, comandante Scobie, y si puedo

ayudarle... Soy un hombre pudiente.—No busco sobornos, Yusef —dijo Scobie fatigadamente, y

apartó la cabeza para evitar el olor.—No se lo estoy regalando, comandante. Un préstamo en

cualquier momento, a un interés razonable: cuatro por ciento anual.Sin condiciones. Puede detenerme al día siguiente si tiene pruebas.Quiero ser su amigo, comandante. No hace falta que usted lo seamío. Hay un poeta sirio que escribió: «De dos corazones unosiempre es cálido y el otro es siempre frío: el frío es más preciosoque un diamante; el cálido no posee valor y es desechado».

—Me parece un poema muy malo. Pero no soy un buen juez.—Es una feliz casualidad para mí que estemos juntos aquí. En

la ciudad hay demasiada gente observando. Pero aquí,comandante, puedo serle verdaderamente útil. ¿Puedo traerle másmantas?

—No, no, lo que quiero es que me dejes solo.—Detesto ver maltratado a un hombre de sus características,

comandante Scobie.—No creo que alguna vez llegue a necesitar tu compasión,

Yusef. Si quieres hacer algo por mí, márchate y déjame dormir.Pero cuando se durmió volvieron los sueños tristes. Louise

estaba llorando arriba, y él, sentado ante una mesa, escribía suúltima carta. Es un mal trago para ti, pero no puedo evitarlo. Tumarido, que te quiere, Dicky, y cuando se volvió para buscar un

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arma o una cuerda, de repente comprendió que era un acto quenunca podría realizar. El suicidio estaba para siempre fuera de sualcance —no podía condenarse por toda la eternidad—, y ningunacausa era lo bastante importante. Rompió la carta y subió corriendoa decirle a Louise que en definitiva todo estaba bien, pero ella habíadejado de llorar y el silencio que crecía dentro del dormitorio leaterró. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Gritó:«Louise, todo va bien. Te he reservado el pasaje», pero no huborespuesta. Gritó otra vez: «¡Louise!», y entonces giró una llave y lapuerta se abrió lentamente, con una sensación de irreparabledesastre, y en el interior vio al padre Clay, que le dijo: «Lasenseñanzas de la Iglesia...». En ese momento despertó en elcuartito de piedra, como en una tumba.

II

Estuvo ausente una semana, porque la fiebre tardó tres días enseguir su curso y dos más pasaron antes de que Scobie estuvieraen condiciones de viajar. No volvió a ver a Yusef.

Era más de medianoche cuando entró en la ciudad. Las casaslucían blancas como huesos a la luz de la luna; las calles silenciosasse extendían a ambos lados como los brazos de un esqueleto, eimpregnaba el aire el débil olor dulzón de las flores. Sabía que sehubiera sentido contento de haber regresado a una casa vacía.Estaba cansado y no quería quebrar el silencio; era mucho esperarque Louise estuviese dormida, que las cosas se hubieran vuelto dealgún modo más fáciles durante su ausencia y que la viera libre yfeliz como se había mostrado en uno de sus sueños.

El chico agitó la linterna desde la puerta: las ranas croaban enlos matorrales y los perros vagabundos aullaban a la luna. Habíallegado a casa. Louise le abrazó; la mesa estaba puesta para unacena tardía, los criados iban y venían con las cajas de su equipaje;él sonrió y habló y mantuvo vivo el ajetreo. Habló de Pemberton y

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del padre Clay y mencionó a Yusef, pero sabía que tarde otemprano tendría que preguntar a Louise cómo le habían ido lascosas. Intentó comer, pero estaba demasiado fatigado parasaborear la comida.

—Ayer ordené su despacho y escribí mi informe... Y asuntoresuelto. —Titubeó—. No hay más que contar —y prosiguió aregañadientes—: ¿Cómo han ido las cosas por aquí?

Miró rápidamente la cara de Louise y apartó la vista. Había unaposibilidad entre mil de que ella sonriera, contestara vagamente:«No tan mal» y empezara a hablar de otras cosas, pero supo por laexpresión de su boca que no había tenido tanta suerte. Habíaocurrido algo.

Pero el estallido, fuera lo que fuese, fue postergado.—Oh, Wilson ha sido muy atento.—Es un buen muchacho.—Es demasiado inteligente para su trabajo. No entiendo cómo

puede estar aquí de simple empleado.—Él me dijo que le gustaba vagabundear.—Creo que no he hablado con nadie más desde que te fuiste,

aparte del chico y del cocinero. Ah, y de la señora Halifax.El tono de su voz advirtió a Scobie de que había llegado el

momento de peligro. Siempre trataba de esquivarlo, en vano. Seestiró y dijo:

—Dios mío, estoy muy cansado. La fiebre me ha dejado hechoun trapo. Creo que voy a acostarme. Son casi la una y media, ytengo que estar en la comisaría a las ocho.

—Ticki, ¿no has hecho nada? —preguntó Louise.—¿A qué te refieres, querida?—A lo del pasaje.—No te preocupes. Ya encontraré un modo.—¿Todavía no lo has encontrado?—No. Estoy dando vueltas a varias ideas. Es simplemente

cuestión de pedir un préstamo.En su mente sonaron 200, 020, 002.

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—Pobrecillo —dijo ella—. No te preocupes. —Le puso la manoen la mejilla—. Estás cansado. Has tenido fiebre. No voy aatosigarte ahora.

Su mano, sus palabras, rompieron todas las defensas deScobie: había esperado lágrimas, pero ahora las descubrió en suspropios ojos.

—Vete a la cama, Henry.—¿No subes tú?—Tengo que hacer un par de cosas.La esperó tumbado de espaldas debajo del mosquitero. Pensó

lo que no se le había ocurrido pensar durante años: que ella leamaba. Pobrecilla, le amaba: Louise era una persona con calidadhumana y su propio sentido de la responsabilidad, no simplementeel objeto de su bondad y sus cuidados. La sensación de fracaso seintensificaba. Durante todo el viaje de regreso desde Bamba habíaafrontado un hecho: que solo había un hombre en la ciudad capazde prestarle —y dispuesto a prestarle— las doscientas libras, y queera un hombre a quien no debía pedírselas. Hubiera sido másseguro aceptar el soborno del capitán portugués. Poco a poco yresignadamente había llegado a la conclusión de que no era posibleconseguir el dinero y de que durante los seis meses siguientes,hasta que a él le dieran permiso, ella tendría que quedarse. De nohaberse sentido tan cansado se lo habría dicho cuando ella se lohabía preguntado y el asunto estaría ya resuelto, pero él habíaflaqueado y ella había sido amable, y ahora sería más difícil quenunca desi-lusionarla. Reinaba el silencio en toda la casa, perofuera los perros famélicos ladraban y gimoteaban. Escuchó,recostado sobre el codo; se sentía extrañamente abatido, esperandosolo en la cama a que Louise llegara. Siempre había sido ella la quese acostaba antes. Sintió inquietud, aprensión, y de repenterememoró el sueño en el que había escuchado detrás de la puerta yluego había llamado sin obtener respuesta. Salió trabajosamente delmosquitero y corrió abajo, descalzo.

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Louise estaba sentada a la mesa, ante un cuaderno de papel decartas, pero no había escrito nada más que un nombre. Lashormigas aladas chocaban contra la luz y las alas caían encima dela mesa. Cuando la luz iluminó la cabeza de Louise, él vio loscabellos grises.

—¿Qué pasa, querido?—Había tanto silencio que he pensado que podía haber

ocurrido algo —dijo él—. La otra noche tuve un mal sueño sobre ti.El suicidio de Pemberton me había trastornado.

—Qué tontería, querido. A nosotros no podría ocurrirnos nadaparecido.

—Sí, claro. Solo quería verte —dijo, pasándole la mano por elpelo. Por encima de su hombro leyó las únicas palabras que ellahabía escrito: «Querida señora Halifax...»

—No te has calzado —dijo ella—. Vas a coger niguas.—Solo quería verte —repitió él, mientras se preguntaba si las

manchas sobre el papel eran de sudor o de lágrimas.—Escucha, querido —dijo ella—. No tienes que preocuparte

más. Te he estado agobiando continuamente. Es como la fiebre.Viene y se va. Pues ahora se ha ido... por un tiempo. Sé que nopuedes reunir el dinero. No es culpa tuya. Si no hubiera sido poraquella estúpida operación... Así son las cosas, Henry.

—¿Qué tiene todo esto que ver con la señora Halifax?—Ella y otra mujer han reservado un camarote de dos camas

en el próximo barco y la otra mujer ha cambiado de planes. Pensóque quizá yo podría viajar con su billete... si su marido hablaba conel agente.

—Eso es dentro de unos quince días —dijo él.—Ríndete, cariño. Es mejor renunciar. De todos modos tenía

que darle una respuesta a la señora Halifax mañana. Y le voy aresponder que no iré.

Él habló deprisa; quería que sus palabras sonaran irrevocables.—Escríbele y dile que puedes ir.

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—Ticki —dijo ella—, ¿qué quieres decir? —Endureció elsemblante—. Por favor, Ticki, no prometas algo que no puedeocurrir. Sé que estás cansado y temes una escena. Pero no va ahaberla. No puedo dejar plantada a la señora Halifax.

—No lo harás. Sé dónde pueden prestarme el dinero.—¿Por qué no me lo has dicho cuando has llegado?—Quería darte el billete. Una sorpresa.Ella no se mostró tan contenta como él había esperado:

siempre veía un poquito más lejos de lo que él pensaba.—¿Y ya no estás preocupado?—No estoy preocupado. ¿Estás contenta?—Oh, sí —contestó ella, con voz desconcertada—. Estoy

contenta.

III

El transatlántico arribó una tarde de sábado; desde la ventana de sudormitorio vieron su larga forma gris franqueando la barrera, másallá de las palmeras. Lo contemplaron con el corazón encogido (a lafelicidad nunca se la recibe tan bien como a la estabilidad); cogidosde la mano, vieron anclar en la bahía al barco que habría desepararles.

—Bueno —dijo Scobie—. O sea que será mañana por la tarde.—Cariño —dijo ella—, cuando esta temporada pase volveré a

ser buena contigo. No podía aguantar más esta vida.Oyeron un estrépito en el piso de abajo cuando Ali, que también

había estado contemplando el mar, sacó los baúles y las cajas.Parecía que la casa se estuviera derrumbando alrededor de ellos;los buitres alzaron el vuelo desde el tejado, agitando la chapaondulada como si sintieran el temblor de las paredes.

—Mientras recoges tus cosas arriba yo voy a embalar los libros—dijo Scobie.

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Era como si aquellas dos últimas semanas hubieran estadojugando a la infidelidad y ahora se viesen envueltos en el procesode divorcio: la división de una vida en dos; el reparto de los tristesdespojos.

—¿Quieres que te deje esta foto, Ticki?Él dirigió una rápida mirada de soslayo a la cara de primera

comunión y contestó:—No. Llévatela.—Te dejo esta en que estamos con los Bromley.—Sí, déjamela.La observó un momento mientras ella preparaba sus vestidos y

luego bajó. Sacó los libros uno por uno y los limpió con un trapo: laantología poética de Oxford, las obras de Woolf, los poetas másjóvenes. Las estanterías quedaron casi vacías: sus libros ocupabanmuy poco espacio.

Al día siguiente, temprano, fueron juntos a misa. Arrodillados enel comulgatorio parecían afirmar que no se trataba de unaseparación. Él pensó: «He rezado para tener paz y ahora la estoyobteniendo. Es terrible el modo en que nuestras oraciones recibenrespuesta. Tiene que ser buena, porque he pagado un alto preciopor ella.» Cuando regresaban, él preguntó, ansiosamente:

—¿Eres feliz?—Sí, Ticki, ¿y tú?—Soy feliz siempre que tú lo eres.—Todo irá bien cuando esté a bordo y me haya instalado.

Supongo que beberé un poco esta noche. ¿Por qué no invitas aalguien a casa, Ticki?

—Oh, prefiero estar solo.—Escríbeme todas las semanas.—Por supuesto.—Y, Ticki, ¿no serás perezoso con la misa? ¿Irás cuando yo no

esté?—Por supuesto.

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Wilson subía por la calle. Le brillaba la cara de sudor einquietud.

—¿De verdad se va? —preguntó—. Ali me ha dicho en la casaque embarca usted esta tarde.

—Sí. Se va —dijo Scobie.—No me había dicho que sería tan pronto.—Se me olvidó —dijo Louise—. He tenido muchas cosas que

hacer.—No pensé que se iría de verdad. No lo habría sabido si no

llego a encontrarme con Halifax en la agencia.—Oh, bueno —dijo Louise—, usted y Henry tendrán que seguir

viéndose.—Es increíble —dijo Wilson, pateando la calle polvorienta.

Estaba plantado entre ellos y la casa, sin moverse para dejarlespasar—. No conozco a nadie más que a usted... y a Harris, claro.

—Tendrá que empezar a hacer amistades —dijo Louise—.Ahora debe disculparnos. Queda mucho por hacer.

Pasaron dando un rodeo, porque él no se movió. Scobie,mirando atrás, le hizo un saludo amistoso con la mano: tan perdido,desvalido y desplazado parecía en la calle abrasadora.

—Pobre Wilson —dijo—. Creo que está enamorado de ti.—Él también lo cree.—Menos mal que te vas. Las personas así se vuelven un

fastidio en un clima como este. Seré amable con él durante tuausencia.

—Ticki —dijo ella—. Yo que tú no le vería demasiado. Noconfiaría en él. Esconde algo.

—Es joven y romántico.—Demasiado romántico. Dice mentiras. ¿Por qué dice que no

conoce a nadie?—No creo que en eso mienta.—Conoce al comisario. La otra noche vi que iba a su casa a la

hora de cenar.—Era solo una forma de hablar.

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Ninguno de los dos tenía apetito cuando les sirvieron elalmuerzo, pero el cocinero, que quería estar a la altura de lascircunstancias, depositó encima de la mesa una enorme palanganallena de curry. Alrededor estaban dispuestos los numerosos platitosque la acompañaban: los plátanos fritos, los pimientos rojos, loscacahuetes, las papayas, los gajos de naranja, la salsa chutney.Parecían sentados a millas de distancia, separados por un desiertode platos. La comida se enfriaba en los suyos y no parecían tenernada que decir, excepto: «No tengo hambre», «Haz un esfuerzo,come un poquito», «No me apetece nada», «Deberías marchartecon el estómago bien lleno»; una interminable disputa de amigosacerca del almuerzo. Ali entraba y salía para observarles: era comouna figura que marca las horas en un reloj de pared. A los dos leshorrorizaba la idea de que se alegrarían cuando la separación fuesecompleta; una vez que aquella ardua despedida concluyese podríanentregarse con serenidad a una vida distinta que de nuevo excluía elcambio.

—¿Estás segura de que lo has cogido todo?Era otra variante que les permitía no comer más que un

ocasional pellizco de algo fácil de tragar, en tanto repasaban la listade cosas que podrían haberse olvidado.

—Es una suerte que solo haya un dormitorio. Tendrán quedejarte conservar la casa para ti solo.

—Puede que me echen para alojar a un matrimonio.—¿Me escribirás todas las semanas?—Por supuesto.Había transcurrido tiempo suficiente: ya podían convencerse de

que habían almorzado.—Si no vas a comer más será mejor que te lleve al puerto. El

sargento ha mandado porteadores al muelle.Ahora no acertaban a decir nada que no fuese formal; la

irrealidad envolvía sus movimientos. Aunque pudieran tocarse, eracomo si la costa de un continente entero se hubiera interpuesto ya

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entre ellos; sus palabras eran como las frases envaradas de un malescritor de cartas.

Fue un alivio embarcar y no estar ya solos. Halifax, deldepartamento de Obras Públicas, desbordaba falsa campechanía.Contó chistes atrevidos y aconsejó a las dos mujeres que bebieranmucha ginebra.

—Es buena para las tripas —dijo—. Lo primero que trastorna unviaje en barco son las tripas. Mucha ginebra de noche y, por lamañana, lo justo para cubrir una moneda.

Las mujeres inspeccionaron sus camarotes. Estaban en lasombra como cavernícolas; hablaban en murmullos que loshombres no captaban; ya no eran esposas, sino dos hermanas quepertenecían a otra raza.

—Usted y yo estorbamos aquí, amigo —dijo Halifax—. Estarána sus anchas. Yo desembarco.

—Voy con usted.Todo había sido irreal, pero aquello, de repente, era un dolor

real, el momento de la muerte. Al igual que un preso, no habíacreído en el juicio. Había sido un sueño; había sido un sueño lacondena y el viaje en camión, y de repente se encontraba allí, deespaldas a la pared desnuda y todo era cierto. Había que armarsede valor para encarar el fin valientemente. Fueron hasta el fondo delpasillo y dejaron el camarote a los Halifax.

—Adiós, querida.—Adiós. Ticki, ¿me escribirás todas...?—Sí, querida.—Soy una horrible desertora.—No, no. Este no es lugar para ti.—Habría sido distinto si te hubieran nombrado comisario.—Iré a verte cuando tenga permiso. Avísame si antes te quedas

sin dinero. Puedo solucionarlo.—Siempre me lo has solucionado todo. Ticki, te alegrarás de no

tener que soportar más escenas.—Tonterías.

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—¿Me quieres, Ticki?—¿Tú qué crees?—Dímelo. A todos nos gusta oírlo… aunque no sea cierto.—Te quiero, Louise, claro que es cierto.—Si no aguanto allí sola volveré, Ticki.Se besaron y subieron a cubierta. Desde allí el puerto era

siempre hermoso; la fina capa de casas refulgía al sol como cuarzoo se extendía a la sombra de las grandes colinas verdes yhenchidas.

—Llevas buena escolta —dijo Scobie. Los destructores y lascorbetas flotaban alrededor, como perros guardianes; ondeaban lasbanderas de señales y un heliógrafo transmitía al sol. Las barcas depesca reposaban en la amplia bahía, bajo sus velas pardas demariposa.

—Cuídate, Ticki.La voz de Halifax retumbó tras ellos.—¿Quién desembarca? ¿Tiene la lancha de la policía, Scobie?

Mary está abajo, en el camarote, señora Scobie, secándose laslágrimas y poniéndose polvos en atención a los pasajeros.

—Adiós, querida.—Adiós.Fue la despedida verdadera, el apretón de manos en presencia

de Halifax y los pasajeros de Inglaterra que observaban la escenacon curiosidad. En cuanto la lancha se alejó, Louise, casi al instante,se volvió ilocalizable; quizá había bajado al camarote para reunirsecon la señora Halifax. El sueño había terminado; el cambio habíaconcluido; la vida recomenzaba.

—Odio estas despedidas —dijo Halifax—. Qué alivio cuando seacaban. Creo que voy a ir al Bedford a tomar una cerveza. ¿Meacompaña?

—Lo siento. Tengo que entrar de servicio.—Ahora que estoy solo no me importaría que me cuidara una

negrita joven y guapa —dijo Halifax—. Pero soy fiel y leal, a la viejausanza —añadió; como Scobie sabía, así era.

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A la sombra de un cuchitril de lona alquitranada, Wilsoncontemplaba la bahía. Scobie se detuvo. Le conmovió la expresióntriste de la cara rechoncha y juvenil.

—Siento que no le hayamos visto —dijo, y mintió piadosamente—. Louise le manda recuerdos.

IV

Era casi la una de la mañana cuando volvió a casa. La luz de lacocina estaba apagada y Ali dormitaba en los escalones de fuerahasta que los faros, al alumbrar su cara soñolienta, le despertaron.Se levantó de un salto e iluminó con la linterna el camino del garaje.

—Está bien, Ali. Vete a la cama.Entró en la casa vacía; había olvidado los tonos profundos del

silencio. Muchas veces había vuelto tarde, estando Louise dormida,pero hasta ahora el silencio nunca había poseído aquel carácterinexpugnable y seguro: solía aguzar el oído para oír, aunque nopudiera percibirlo, el débil susurro de la respiración de otra persona,el ligerísimo movimiento. Ahora no había nada que escuchar. Subióal dormitorio y lo examinó. Todo estaba ordenado; no había señal dela partida de Louise ni de su presencia; Ali incluso había retirado lafotografía y la había guardado en un cajón. Estaba realmente solo.Una rata se movió en el cuarto de baño y un buitre tardío aplastóuna vez el tejado de chapa al posarse para pernoctar.

Scobie se sentó en la salita y colocó los pies encima de otrasilla. No le apetecía acostarse, pero tenía sueño: la jornada habíasido larga. Ahora que estaba solo podía consentirse el actosumamente irracional de dormir en una silla en lugar de una cama.De su mente empezaba a desprenderse la tristeza, y lareemplazaba la satisfacción. Había cumplido con su deber: Louiseera feliz. Cerró los ojos.

Le despertó el ruido de un coche que se había apartado de lacalle y se acercaba a la casa, y cuyos faros barrieron la ventana.

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Supuso que era un automóvil de la policía; aquella noche era eloficial responsable y pensó que había llegado algún telegramaurgente y probablemente innecesario. Abrió la puerta y encontró aYusef en el umbral.

—Perdóneme, comandante Scobie, he visto luz según pasaba yhe pensado…

—Entra —dijo él—. Tengo whisky, ¿o quizá prefieres unacervecita...?

—Es usted muy hospitalario, comandante —dijoYusef, consorpresa.

—Si conozco a un hombre lo bastante para pedirle dineroprestado tengo que ser hospitalario por fuerza.

—Una cervecita entonces, comandante Scobie.—¿No lo prohíbe el profeta?—El profeta no tenía experiencia del whisky o de la cerveza

embotellada. Tenemos que interpretar sus palabras a la luzmoderna. —Miró cómo Scobie sacaba las botellas de la neveraportátil—. ¿No tiene frigorífico, comandante?

—No. El que tengo necesita una pieza de repuesto. Me figuroque tendré que esperar hasta el final de la guerra.

—No lo permitiré. Tengo varios frigoríficos de repuesto. Puedoprestarle uno.

—Oh, me arreglo muy bien, Yusef. Me las he arreglado durantedos años. Así que pasabas por aquí.

—Bueno, no exactamente, comandante. Es una forma dedecirlo. En realidad he esperado hasta estar seguro de que loscriados estaban dormidos y he sacado un coche prestado de ungaraje. El mío es muy conocido. Y no he venido con chófer. Noquería causarle problemas, comandante Scobie.

—Te repito, Yusef, que nunca negaré que conozco a un hombrea quien le debo dinero.

—O sea que sigue emperrado en eso, comandante. Fuesimplemente un trato comercial. El cuatro por ciento es un interés

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justo. Pido más solamente cuando tengo dudas sobre las garantías.Ojalá aceptara que le mande un frigorífico.

—¿Para qué querías verme?—En primer lugar, comandante, quería preguntarle por la

señora Scobie. ¿Le han dado un camarote confortable? ¿Necesitaalgo? El barco hace escala en Lagos, y podría enviarle allí cualquiercosa que necesite. Pondría un telegrama a mi agente.

—Creo que viaja cómodamente.—Y a continuación, comandante, quisiera intercambiar con

usted unas palabras sobre diamantes.Scobie puso otras dos botellas de cerveza en la nevera.—Yusef —dijo lenta y suavemente—, no quiero que pienses

que soy la clase de hombre que pide dinero prestado un día einsulta a su acreedor al siguiente para reafirmar su ego.

—¿Ego?—Olvídalo. Amor propio. Lo que quieras. No voy a fingir que no

somos en cierto modo colegas en un negocio, pero mi obligación selimita estrictamente a pagarte el cuatro por ciento.

—Estoy de acuerdo, comandante Scobie. Ha dicho todo estoantes y estoy conforme. Digo otra vez que ni en sueños piensopedirle que haga algo por mí. Preferiría hacer algo por usted.

—Qué tipo más raro eres, Yusef. Creo que te gusto.—Sí, usted me gusta, comandante Scobie. —Yusef se sentó en

el borde de la silla, que trazó una hendidura profunda en susamplios, expansivos muslos: se encontraba a disgusto en cualquiercasa que no fuera la suya—. ¿Y ahora me permite que le hable dediamantes, comandante?

—Adelante, pues.—Usted sabe que yo creo que el gobierno está loco con ese

asunto. Le hacen perder el tiempo a usted y a la policía deseguridad. Envían agentes especiales por toda la costa: inclusotenemos uno aquí. Ya sabe quién es, aunque se supone que nadielo sabe, aparte del comisario. Gasta dinero en cualquier negro o

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sirio que le cuente historias. Luego lo telegrafía a Inglaterra y a todala costa. Y en definitiva, ¿encuentran algún diamante?

—Eso no tiene nada que ver con nosotros, Yusef.—Quiero hablarle como amigo, comandante Scobie. Hay

diamantes y diamantes, lo mismo que hay sirios y sirios. Su gentepersigue a quienes no debe. Quieren impedir que los diamantesindustriales vayan a Portugal y de allí a Alemania, o a través de lafrontera a los franceses de Vichy. Pero continuamente estánbuscando a personas que no están interesadas en los diamantesindustriales, sino que simplemente quieren guardar algunas piedraspreciosas en un lugar seguro para cuando venga la paz.

—En otras palabras: tú.—Este mes la policía ha puesto seis veces patas arriba todas

mis tiendas. De esa manera nunca encontrará un solo diamanteindustrial. Es una mercancía que solo interesa a pequeñosnegociantes. Fíjese, por una caja de cerillas llena de esas piedrassolo puedes sacar doscientas libras. Yo les llamo coleccionistas degrava —dijo con desprecio.

—Tarde o temprano, Yusef —dijo Scobie lentamente—, estoyseguro de que querrás algo de mí. Pero no vas a obtener nada másque el cuatro por ciento. Mañana voy a presentar al comisario uninforme confidencial completo de nuestro acuerdo comercial. Esposible que me pida que dimita, pero no creo que lo haga. Confía enmí. —Le pinchó un recuerdo—. Creo que confía en mí.

—¿Cree que es un acto juicioso, comandante Scobie?—Creo que es muy juicioso. Cualquier tipo de secreto entre los

dos llegaría a avinagrarse con el tiempo.—Como guste, comandante. Pero no quiero nada de usted, se

lo prometo. Me gustaría regalarle cosas constantemente. Noaceptará el frigorífico, pero pensé que quizá aceptara información,consejo.

—Te estoy escuchando, Yusef.—Tallit es un hombrecillo. Es cristiano. El padre Rank y otras

personas visitan su casa. Dicen: «Si existe un sirio honrado, ese es

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Tallit». Tallit no es muy próspero, y eso les parece sinónimo dehonradez.

—Sigue.—El primo de Tallit viaja a bordo del próximo barco portugués.

Le registrarán el equipaje, claro, y no encontrarán nada. Llevarátambién un loro en una jaula. Mi consejo, comandante Scobie, esque deje marchar al primo de Tallit y se quede con el loro.

—¿Por qué dejarle marchar?—No tiene por qué enseñarle sus cartas a Tallit. Podría decirle,

por ejemplo, que el loro tiene una enfermedad y que debe quedarse.Él no se atreverá a rechistar.

—¿Quieres decir que tendrá diamantes en el buche?—Sí.—¿Han utilizado antes esa estratagema en barcos

portugueses?—Sí.—Me parece que tendremos que comprar una pajarera.—¿Utilizará la información, comandante?—Tú me das información, Yusef. Yo no te la doy a ti.Yusef asintió y sonrió. Levantando con cierta precaución su

cuerpo voluminoso, tocó breve y tímidamente la manga de Scobie.—Tiene toda la razón, comandante. Créame, nunca he querido

causarle el menor daño. Seré prudente, usted lo será también y todoirá sobre ruedas.

Era como si estuviesen conspirando para no hacer daño: enmanos de Yusef, hasta la inocencia cobraba un color dudoso.

—Convendría que de vez en cuando tuviera algunaconsideración con Tallit —dijo—. El agente le visita.

—No sé nada de ningún agente.—Tiene razón, comandante Scobie.Yusef se cernía como una polilla gruesa sobre el borde de la

luz.—Quizá algún día, cuando le escriba a la señora Scobie, podría

mandarle mis mejores deseos. Ah, no, censuran las cartas. No

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puede hacer eso. Podría decirle, quizá... No, mejor no. Con tal deque usted sepa, comandante Scobie, que se los deseo a usted...

Se encaminó hacia su coche, trastabillando por el caminoestrecho. Después de haber encendido las luces apretó la caracontra el cristal: se perfiló bajo el resplandor del salpicadero, ancha,pastosa, poco de fiar, sincera. Luego hizo un bosquejo de saludotímido e indeciso con la mano en dirección a Scobie, que estabasolo en la entrada de la casa vacía y silenciosa.

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Libro segundo

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PRIMERA PARTE

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1

I

Estaban en el mirador del bungaló del subcomisario en Pende yobservaban el movimiento de las linternas en la otra orilla del ríoancho y quieto.

—Así que eso es Francia —dijo Druce, utilizando el términoindígena.

—Antes de la guerra solíamos ir de pícnic a Francia —dijo laseñora Perrot.

Su marido salió del bungaló y se reunió con ellos, con unabebida en cada mano: patizambo, llevaba las botas antimosquitospor fuera de los pantalones, como botas de montar, y daba laimpresión de que acababa de bajarse de un caballo.

—Aquí tiene la suya, Scobie —dijo—. Por supuesto usted sabeque me resulta difícil considerar enemigos a los franceses. Mi familiadescendía de los hugonotes. Ya comprenderá que no es lo mismo.

Su cara larga, flaca y amarillenta, cortada en dos por una narizque parecía una herida, permanecía constante y arrogantemente ala defensiva: la importancia de Perrot era un artículo de fe para élmismo; los escépticos serían repelidos, perseguidos incluso si laocasión se presentaba... la fe sería siempre proclamada.

—Si llegaran a aliarse con los alemanes, supongo que estesería uno de los puntos por donde atacarían —dijo Scobie.

—Si lo sabré yo —dijo Perrot—. Me trasladaron aquí en 1939.El gobierno tenía una sagaz idea de lo que se avecinaba. Todoestaba preparado. ¿Dónde está el médico?

—Creo que está echando un último vistazo a las camas —dijola señora Perrot—. Ya puede agradecer que su mujer llegara sana y

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salva, comandante Scobie. Mire a esa pobre gente. Cuarenta díasen los botes. Estremece pensarlo.

—Es en ese maldito canal entre Dakar y Brasil donde siemprepasan esas cosas —dijo Perrot.

El doctor salió al mirador con expresión melancólica.En la otra orilla del río todo volvía a estar quieto y vacío: las

linternas se habían apagado. La luz del pequeño malecón a los piesdel bungaló mostraba una breve extensión de agua oscura fluyendo.Un pedazo de madera emergió de la oscuridad y pasó flotando tandespacio por la zona de luz que Scobie contó hasta veinte antes deque se internara de nuevo en la negrura.

—Los franchutes no se han portado tan mal esta vez —dijoDruce tristemente, sacando un mosquito de su vaso.

—Solo han traído a las mujeres, a los viejos y a los moribundos—dijo el médico, mesándose la barba—. Es lo menos que podíanhacer.

De pronto, como una invasión de insectos, las vocesgimotearon y zumbaron en la ribera opuesta. Grupos de linternasrevoloteaban aquí y allá como luciérnagas. Scobie levantó losprismáticos y captó una cara negra momentáneamente iluminada; elposte de una hamaca, un brazo blanco, la espalda de un oficial.

—Creo que han llegado —dijo. Una larga hilera de luces bailabaa lo largo de la orilla del agua.

—Bueno —dijo la señora Perrot—. Será mejor que entremos.Los mosquitos zumbaban monótonamente alrededor de ellos,

como máquinas de coser. Druce lanzó una exclamación y se golpeóla mano.

—Entremos —dijo la señora Perrot—. Los mosquitos de aquítransmiten la malaria.

Las ventanas de la sala tenían una malla mosquitera; las lluviasinminentes enrarecían aún más el aire viciado.

—Las camillas cruzarán a las seis —dijo el médico—. Creo queestamos todos preparados, Perrot. Hay un caso de malaria negra y

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varios casos de fiebre, pero la mayoría son de pura extenuación. Lapeor enfermedad de todas. Al final es de la que morimos casi todos.

—Scobie y yo atenderemos a los que puedan andar —dijoDruce—. Tendrá que decirnos en qué medida podrán soportar uninterrogatorio, doctor. Perrot, su policía se ocupará de losporteadores, supongo... Encárguese de que todos vuelvan pordonde han venido.

—Desde luego —dijo Perrot—. Aquí estamos curtidos para laacción. ¿Otra copa?

La señora Perrot giró el botón de la radio y el órgano delOrpheum Cinemade Chapham voló hasta ellos desde tres mil millasde distancia. En la otra orilla del río se alzaban y decaían las vocesexcitadas de los porteadores. Llamaron a la puerta del mirador.Scobie se revolvió incómodo en su silla: la música del órganoWürlitzer gemía y retumbaba. Le parecía escandalosamenteindecente. Se abrió la puerta y entró Wilson.

—Hola, Wilson —dijo Druce—. No sabía que estaba aquí.—El señor Wilson ha venido a inspeccionar la tienda de la UAC

—explicó la señora Perrot—. Espero que la casa de descanso estéen buen estado. No se usa a menudo.

—Oh, sí. Es muy confortable —dijo Wilson—. Caramba,comandante Scobie, no esperaba verle.

—No entiendo por qué lo dice —dijo Perrot—. Le dije queestaría aquí. Siéntese y beba algo.

Scobie recordó lo que Louise le había dicho una vez de Wilson:le había llamado falso. Miró a Wilson y vio que de su rostro juvenilya se retiraba el rubor por la delación de Perrot, y vio las pequeñasarrugas que se habían formado alrededor de los ojos y quedesmentían su juventud.

—¿Ha tenido noticias de la señora Scobie, señor?—Llegó sin novedad la semana pasada.—Me alegro. Me alegro mucho.—Bueno —dijo Perrot— ¿cuáles son los escándalos de la gran

ciudad?

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Pronunció con desprecio las palabras «gran ciudad»; Perrot nosoportaba la idea de que hubiese un lugar donde la gente seconsideraba a sí misma importante y donde a él no le prestabanatención. Como un hugonote imaginando Roma, elaboraba unretrato de frivolidad, depravación y corrupción.

—Nosotros, los del campo —prosiguió pesadamente—,llevamos una vida muy tranquila.

Scobie compadeció a la señora Perrot; habría oído muchasveces aquellas mismas frases: debía de haber olvidado hacíamucho tiempo la época de noviazgo en que había creído en ellas.Ahora estaba sentada con el oído pegado a la radio, escuchando ofingiendo que escuchaba las viejas melodías vienesas, con la bocaagarrotada por el esfuerzo de no hacer caso a su marido cuandointerpretaba el papel familiar.

—Bueno, Scobie, ¿qué hacen nuestros superiores en laciudad?

—Oh —dijo Scobie vagamente, mirando a la señora Perrot—,en los últimos tiempos, poca cosa. Todos están muy ocupados conla guerra.

—Ah, sí —dijo Perrot—, cantidad de expedientes que hojear enel secretariado. Me gustaría verles cultivando arroz aquí.Aprenderían lo que es trabajar.

—Supongo, señor, que el gran acontecimiento últimamentehabrá sido el loro, ¿no? —dijo Wilson.

—¿El loro de Tallit? —preguntó Scobie.—O de Yusef, según dice Tallit —dijo Wilson—. ¿No es así,

señor, o he entendido mal la historia?—No creo que nunca lleguemos a saberlo —dijo Scobie.—Pero ¿cuáles la historia? Aquí no tenemos contacto con lo

que pasa en el mundo. Solo podemos pensar en los franceses.—Bueno, hará unas tres semanas el primo de Tallit salía para

Lisboa en uno de los barcos portugueses. Registramos su equipajey no encontramos nada, pero yo había oído rumores de que a vecesescondían los diamantes en el buche de un pájaro, y entonces

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retuve al loro, y efectivamente tenía dentro diamantes industrialespor valor de unas cien libras. El barco no había zarpado todavía ydetuvimos al primo de Tallit al volver a tierra. Parecía un casoperfecto.

—¿Y no lo era?—No se puede ganar la partida a un sirio —dijo el médico.—El criado del primo de Tallit juró que el loro no era suyo, y lo

mismo dijo, naturalmente, el primo. Contaron la historia de que elcriado había reemplazado a un pájaro por otro para incriminar aTallit.

—Por orden de Yusef, me figuro —dijo el médico.—Desde luego. Lo malo fue que el chico desapareció. Claro

que hay dos explicaciones al respecto: quizá Yusef le había dadodinero y él se había largado o, cosa igualmente posible, Tallit lehabía pagado para involucrar a Yusef.

—Si hubiera sido aquí —dijo Perrot—, yo les habría puesto alos dos entre rejas.

—En la ciudad tenemos que tener en cuenta la ley —dijoScobie.

La señora Perrot giró el botón de la radio y una voz gritó, coninesperado vigor: «¡Dale una patada en el culo!».

—Me voy a la cama —dijo el médico—. Mañana va a ser un díaduro.

Sentado en la cama, debajo del mosquitero, Scobie abrió sudiario. Noche tras noche, durante más años de los que podíarecordar, había llevado un registro —el más escueto posible— delos días. Si alguien le discutía una fecha podía consultarlo; si queríasaber qué día habían comenzado las lluvias en un año determinadoo cuándo había sido trasladado a África Oriental el penúltimodirector de Obras Públicas, los datos estaban apuntados en uno delos volúmenes que guardaba en casa debajo de la cama, en unacaja de hojalata. De lo contrario nunca abría un volumen, yparticularmente el que contenía el hecho más escueto de todos: C.ha muerto. No hubiera sabido decir por qué llevaba aquel registro:

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ciertamente no era para la posteridad. Aun si la posteridad hubierade interesarse por la vida de un oscuro policía en una coloniaolvidada, nada habría podido conocerse gracias a aquellasanotaciones crípticas. Quizá el motivo fuese que cuarenta añosantes, en primaria, le habían dado un premio —un ejemplar de AllanQuatermain— por llevar un diario durante todo un verano, y lacostumbre simplemente había subsistido. Incluso la forma en que eldiario estaba escrito había cambiado muy poco. Salchichas dedesayuno. Un día bonito. Paseo por la mañana. Clase de equitaciónpor la tarde. Pollo para comer. Rollo de melaza. Casiimperceptiblemente, este estilo había derivado en: Louise se fue. Y.vino por la noche. Primer tifón a las dos de la mañana. Su pluma eraincapaz de transmitir la importancia de una reseña concreta: solo élmismo, si se hubiera tomado la molestia de releerla, habría podidover en la penúltima frase la enorme grieta que la compasión habíaproducido en su integridad. Y., no Yusef.

Scobie escribió: 5 de mayo. Llego a Pende para recibir asupervivientes del s.s. 43 (usaba el código cifrado por motivos deseguridad). Bruce conmigo. Dudó un momento y luego agregó:Wilson está aquí. Cerró el diario y, tumbado de espaldas bajo elmosquitero, empezó a rezar. Era también una costumbre. Rezó elpadrenuestro, el avemaría y por último, cuando el sueño empezabaa pegarle los párpados, añadió un acto de contrición. Era unaformalidad, no porque se sintiera libre de pecados graves, sinoporque nunca se le había ocurrido pensar que su vida fuese lobastante importante en un sentido u otro. No bebía, no fornicaba, nisiquiera mentía, pero nunca había considerado una virtud estaausencia de pecado. Las pocas veces en que pensaba en ello seconsideraba un hombre mediocre, miembro de una brigada torponaque ni siquiera tenía la oportunidad de violar las ordenanzasmilitares más serias. «Falté ayer a misa sin motivo suficiente. Norecé mis oraciones por la noche.» Esto equivalía a admitir lo quecualquier soldado reconocía: que había eludido una fatiga a la

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menor ocasión de hacerlo. «Bendice, Dios...» Se quedó dormidoantes de poder nombrar a nadie.

II

A la mañana siguiente se encontraban en el malecón: la primera luzdel día rayaba con franjas frías el cielo oriental. Las chozas delpoblado tenían todavía rocío en los postigos cerrados. A las dos dela mañana había habido un tifón —una nube negra, como unacolumna giratoria, que subía de la costa— y el aire estaba frío aúnpor la lluvia. Con el cuello de la chaqueta levantado observaban lacosta francesa, los porteadores estaban en cuclillas, a su espalda.La señora Perrot bajó del bungaló por el camino, frotándose de losojos las legañas del sueño; del otro lado del río llegaba, muy débil,el balido de una cabra.

—¿Se retrasan? —preguntó la señora Perrot.—No, hemos llegado temprano —dijo Scobie, enfocando con

los prismáticos la orilla opuesta—. Ya se mueven.—Pobre gente —dijo la mujer, y tiritó en el frío del amanecer.—Están vivos —dijo el médico.—Sí.—En mi profesión consideramos que eso es importante.—¿Se supera alguna vez una experiencia así? Cuarenta días

en botes a la intemperie.—Cuando sobrevives te repones —dijo el médico—. Lo que no

se supera es el fracaso y esto, ya ve, es una especie de éxito.—Los están sacando de las chozas —dijo Scobie—. Me parece

que cuento seis camillas. Están trayendo las barcas.—Nos han dicho que nos preparáramos para recibir a nueve

personas en camilla y a cuatro capaces de andar —dijo el médico—.Supongo que ha habido más muertes.

—Puedo haber contado mal. Ahora los están trasladando. Creoque hay siete camillas. No identifico a los que pueden andar.

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La luz fría y mate, demasiado débil para despejar la neblina,hacía que la distancia de un lado al otro del río pareciera mayor queal mediodía. Una piragua indígena que supuestamente transportabaa los supervivientes que podían caminar emergió oscuramente de laniebla: de repente pareció muy próxima. En la otra ribera teníanproblemas con el motor de una lancha. Oían su resoplido irregular,como el de un animal resollando.

El primer náufrago en desembarcar fue un viejo con un brazoen cabestrillo. Llevaba un sucio salacot blanco y los hombrosenvueltos en una tela indígena; con la mano libre se rascaba ytironeaba la barba blanca de días.

—Soy Loder, jefe de máquinas —dijo, con un inconfundibleacento escocés.

—Bienvenido a casa, Loder —dijo Scobie—. ¿Quiere entrar enel bungaló? El médico le examinará dentro de unos minutos.

—No necesito médicos.—Siéntese y descanse. Enseguida estaré con usted.—Quiero prestar declaración ante un funcionario competente.—¿Quiere llevárselo a la casa, Perrot?—Soy el subcomisario de distrito —dijo Perrot—. Puedo tomarle

declaración.—¿Entonces a qué estamos esperando? —dijo Loder—. Hace

casi dos meses desde el naufragio. Tengo una enormeresponsabilidad sobre mí, porque el capitán ha muerto.

Cuando subían la cuesta hacia el bungaló, los demás oyeron lapersistente voz escocesa, tan regular como el compás de unadinamo:

—Soy responsable ante los propietarios.Los otros tres ya estaban en tierra, y al otro lado del río

proseguía el arreglo de la lancha: el restallido agudo de un cincel, elestrépito de metal y nuevamente el espasmódico jadeo. Dos de losrecién llegados eran la típica carne de cañón en circunstanciassimilares: hombres de edad, con aspecto de fontaneros, que podíanhaber sido hermanos de no haberse llamado Forbes y Newall,

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hombres sin autoridad, sufridos, que aceptaban simplemente lascosas que les sucedían. Uno tenía un pie aplastado y caminaba conuna muleta; el otro llevaba una mano vendada con jirones de unacamiseta tropical. Permanecían en el atracadero con unaindiferencia tan natural como si estuvieran en una esquina deLiverpool esperando a que abriese la taberna. Tras ellosdesembarcó una mujer fornida, de cabellos grises y botasantimosquitos.

—¿Su nombre, señora? —le preguntó Druce, consultando unalista—. ¿Es usted la señora Rolt?

—No soy la señora Rolt. Soy la señorita Malcott.—¿Quiere subir a la casa? El médico...—El médico tiene casos más urgentes que atender.—Querrá acostarse —dijo la señora Perrot.—Es lo que menos me apetece en el mundo —dijo la señorita

Malcott—. No estoy en absoluto cansada. —Cerraba la bocadespués de cada frase—. No tengo hambre. No estoy nerviosa.Quiero seguir viaje.

—¿Adónde?—A Lagos. Al departamento de Educación.—Me temo que habrá bastantes retrasos.—Llevo ya dos meses de retraso. No puedo permitirme más

demoras. El trabajo no puede esperar.De pronto levantó la cara hacia el cielo y aulló como un perro.El médico la agarró suavemente por el brazo y dijo:—Haremos lo que podamos para que parta inmediatamente.

Suba a la casa y haga algunas llamadas telefónicas.—Exactamente —dijo la señorita Malcott—. No hay nada que

no pueda resolverse por teléfono.—Envíe a los otros dos detrás —le dijo el médico a Scobie—.

Están perfectamente. Si quiere interrogarlos, hágalo.—Yo me los llevo —dijo Druce—. Usted quédese aquí, Scobie,

por si llega la lancha. El francés no es mi especialidad.

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Scobie se sentó en el pretil del malecón y miró a través delagua. La otra orilla se veía más cerca ahora que la niebla se estabalevantando. Distinguía sin ayuda de prismáticos los detalles de laescena: el almacén blanco, las chozas de barro, el cobre amarillo dela motora reluciendo al sol; alcanzaba a ver los feces rojos de lastropas indígenas. Pensó: «Una escena parecida a esta y yo podríahaber estado esperando que Louise llegara en una camilla; o quizáno la estaría esperando». Alguien se sentó a su lado en el pretil,pero Scobie no volvió la cabeza.

—¿En qué está pensando, señor?—Pensaba simplemente que Louise está a salvo, Wilson.—Yo estaba pensando lo mismo, señor.—¿Por qué me llama siempre señor, Wilson? Usted no es

policía. Me hace sentirme muy viejo.—Lo siento, comandante Scobie.—¿Cómo le llamaba Louise?—Wilson. Creo que no le gustaba mi nombre de pila.—Creo que por fin han conseguido arrancar esa motora,

Wilson. Sea buen chico y avise al médico.Un oficial francés con el uniforme blanco manchado viajaba de

pie en la proa. Un soldado lanzó una soga y Scobie la cogió y la ató.—Bonjour —dijo, y saludó.El oficial francés devolvió el saludo castrense; era un hombre

consumido, con un tic en el párpado izquierdo. Dijo en inglés:—Buenos días. Le traigo siete enfermos en camilla.—Mi parte dice que son nueve.—Uno murió en el trayecto y otro anoche. Uno de malaria negra

y otro de... Hablo mal inglés, ¿se dice fatiga?—Extenuación.—Eso es.—Si permite que mis porteadores suban a bordo

desembarcarán las camillas. —Se dirigió a sus hombres—: Concuidado. Con mucho cuidado.

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Era una orden innecesaria: ningún enfermero blanco las hubieralevantado y transportado con mayor suavidad.

—¿No le apetece bajar a estirar las piernas? —preguntó Scobie—. ¿O subir a la casa a tomar un café?

—No. Café no, gracias. Me limitaré a comprobar que todo vabien aquí.

Se mostraba cortés a la par que inaccesible, pero su párpadoizquierdo transmitía constantemente un mensaje de duda y deangustia.

—Tengo algunos periódicos ingleses, si quiere hojearlos.—No, no, gracias. Leo inglés con dificultad.—Lo habla muy bien.—Eso es distinto.—¿Un cigarrillo?—No, gracias. No me gusta el tabaco americano.La primera camilla descendió a tierra: las sábanas tapaban al

hombre hasta la barbilla, y por su cara rígida y ausente eraimposible deducir su edad. El médico bajó la cuesta para recibir a lacamilla y encaminó a los porteadores hacia la casa de descanso delgobierno, donde se habían preparado las camas.

—Yo solía pasar a la otra orilla para ir de caza con el jefe de supolicía. Un tipo agradable que se llamaba Durand. Era normando.

—Ya no está aquí.—¿Ha vuelto a Francia?—Está en la cárcel en Dakar —contestó el oficial francés,

erguido como un mascarón de proa, pero contrayendo sin cesar elojo. Las camillas pasaban despacio por delante de Scobie yemprendían la ascensión de la cuesta: un niño que no podía tenermás de diez años, de cara febril y un brazo que parecía una ramitaextendido fuera de la manta; una anciana de cabellos grisesdesparramados en todas direcciones y que daba vueltas, se retorcíay susurraba; un hombre de nariz alcohólica, una protuberanciacolorada y azul en una cara amarillenta. Subieron el repecho una

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tras otra; los pies de los porteadores se movían con la seguridad demulas.

—¿Y el père Brüle? —preguntó Scobie—. Era un buen hombre.—Murió el año pasado de malaria negra.—Estuvo aquí veinte años sin un solo permiso, ¿verdad? Será

difícil sustituirle.—No le han sustituido —dijo el oficial.Se volvió e impartió una orden seca y brutal a uno de sus

hombres. Scobie miró la siguiente camilla y apartó la vista. Sobreella yacía una chiquilla: no podía tener más de seis años. Estabasumida en un sueño profundo y enfermizo; tenía el pelo rubioenmarañado y húmedo de sudor; la boca abierta estaba seca yagrietada, y se estremecía de forma regular y espasmódica.

—Es terrible —dijo Scobie.—¿Qué es terrible?—Una niña así.—Sí. Ha perdido a sus padres. Pero no importa. Ella también

morirá.Scobie observó a los porteadores que ascendían lentamente la

cuesta, palmeando suavemente el suelo con sus pies descalzos.Pensó: «Haría falta toda la ingenuidad del padre Brüle para explicaresto. No que la niña muera; eso no necesitaba explicación. Hastalos paganos comprendieron que el amor de Dios podía querer unamuerte temprana, aunque lo atribuyeran a una razón distinta; sinoque a la niña se le haya consentido sobrevivir los cuarenta días ynoches en el bote descubierto...». Ahí radicaba el misterio, enreconciliar eso con el amor de Dios.

Y sin embargo no podía creer en ningún Dios que no fuese lobastante humano para amar lo que había creado.

—¿Cómo es posible que haya sobrevivido hasta ahora? —sepreguntó en voz alta.

El oficial dijo con tristeza:—Naturalmente, ellos la cuidaron en el bote. Renunciaron

muchas veces a su ración de agua. Era una locura, pero no siempre

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se puede ser lógico. Y eso les daba algo en que pensar. —Era comola sombra de una explicación demasiado leve para poder discernirla.Añadió—: Aquí hay otro caso que produce rabia.

El agotamiento le había deformado la cara: la piel parecía apunto de abrirse encima de los pómulos; solo la ausencia de arrugasdelataba que era un rostro joven.

—Acababa de casarse —dijo el capitán francés—, justo antesde embarcar. El marido ha desaparecido. Su pasaporte dice quetiene diecinueve años. Es posible que viva. Mire, todavía tienefuerzas.

Delgados como los de un niño, los brazos descansaban encimade la manta y los dedos aferraban firmemente un libro. Scobieadvirtió la alianza floja en el dedo consumido.

—¿Qué es eso?—Timbres —respondió el francés. Y añadió agriamente—:

Debía de estar todavía en el colegio cuando empezó esta malditaguerra.

Scobie recordaría siempre el modo en que ella había llegado asu vida, postrada en una camilla y agarrando un álbum de sellos,con los ojos completamente cerrados.

III

Al atardecer volvieron a reunirse para beber juntos, pero estabandeprimidos. Perrot ni siquiera intentaba impresionarles.

—Bueno, mañana me voy —dijo Druce—. ¿Vendrá conmigo,Scobie?

—Supongo que sí.—¿Tiene ya lo que quería? —preguntó la señora Perrot.—Lo que necesitaba. El jefe de máquinas era un buen tipo. Lo

tenía todo preparado en la cabeza. Apenas me daba tiempo aescribirlo. Cuando terminó estaba derrengado. Era lo que le

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mantenía en pie: «mi responsabilidad». Ya saben que los quepodían andar caminaron cinco días para llegar aquí.

—¿Navegaban sin escolta? —preguntó Wilson.—Zarparon en convoy, pero tuvieron alguna avería en las

máquinas, y usted sabe que la norma hoy día es no esperar a lospatos cojos. Llevaban doce horas de retraso con respecto al convoyy estaban tratando de alcanzarles cuando les torpedearon. Elcapitán del submarino salió a la superficie y les dio instrucciones.Dijo que les hubiera remolcado, pero que había una patrullabuscándole. En realidad no se puede culpar a nadie de estas cosas.

Y estas cosas retornaron de inmediato a la imaginación deScobie: la niña con la boca abierta, las manos delgadas queapretaban el álbum de sellos.

—Supongo que el médico entrará cuando pueda a hacer unavisita —dijo.

Salió intranquilo al mirador, cerró meticulosamente tras él lapuerta protegida con tela metálica y un mosquito, en el acto, zumbóhacia su oído. El aleteo no cesaba en ningún momento, pero cuandolos mosquitos se lanzaban al ataque adquirían el tono más grave deun bombardero en picado. Las luces estaban encendidas en elhospital improvisado, y el peso de aquella desventura recaía en sushombros. Era como si se hubiese desprendido de unaresponsabilidad únicamente para asumir otra. Era unaresponsabilidad que compartía con todos los seres humanos,aunque no le servía de consuelo, porque a veces sentía que él erael único que reconocía la suya. En Sodoma y Gomorra, una solaalma podría haber alterado la decisión de Dios.

El médico subió los escalones de acceso al mirador.—Hola, Scobie —dijo, con una voz tan caída como sus

hombros—. ¿Tomando el fresco? En este sitio no es sano.—¿Cómo están?—Solo habrá dos muertes más, creo. Quizá solo una.—¿Y la niña?—Morirá antes de mañana —respondió bruscamente el médico.

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—¿Está consciente?—Nunca del todo. A veces pregunta por su padre.

Probablemente cree que todavía está en el bote. Allí se lo ocultaron,le decían que sus padres estaban en otro de los botes. Aunqueellos, claro, habían hecho señales para comprobarlo.

—¿No le tomaría a usted por su padre?—No, no aceptaría la barba.—¿Cómo está la maestra?—¿Miss Malcott? Se repondrá. Le he administrado suficiente

bromuro para mantenerla inactiva hasta la mañana. Es lo único quenecesita. Eso y la sensación de llegar a alguna parte. ¿No tendrásitio para ella en la furgoneta de la policía? Estaría mejor fuera deaquí.

—No hay sitio más que para Druce y para mí, con los criados yel equipo. Enviaremos un transporte adecuado en cuanto lleguemos.¿Los que pueden andar están bien?

—Sí. Saldrán adelante.—¿Y el niño y la anciana?—Podrán contarlo.—¿Quién es el niño?—Estaba en la escuela primaria en Inglaterra. Sus padres viven

en Sudáfrica y pensaron que estaría más seguro con ellos.—¿Y esa chica... la del álbum de sellos? —preguntó Scobie,

con renuencia.Era el álbum y no la cara lo que obsesionaba su memoria, por

alguna razón que no lograba comprender, y el anillo de boda flojo enel dedo, como una niña que se hubiese disfrazado.

—No lo sé —respondió el médico—. Si pasa de esta nochequizá...

—Está muerto de cansancio, ¿verdad? Entre a beber algo.—Sí. No quiero que me devoren los mosquitos.El médico abrió la puerta del mirador y un mosquito picó a

Scobie en el cuello. No se molestó en protegerse. Lenta,dubitativamente, recorrió el camino que el médico había seguido y

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bajó los escalones hasta el duro suelo de roca. Las piedras sueltassaltaban bajo sus botas. Pensó en Pemberton. Qué absurdo eraesperar felicidad en un mundo tan lleno de desdicha. Había reducidosus necesidades al mínimo, las fotografías estaban guardadas encajones, los muertos desalojados del recuerdo: un asentador denavajas, un par de esposas oxidadas como decoración. Pero unoconserva los ojos, pensó, conserva los oídos. Señálame al hombrefeliz y yo te señalaré sumo egoísmo, maldad o, si no, una absolutaignorancia.

Se detuvo de nuevo frente a la casa de descanso. De no habersabido lo que iluminaban, las luces del interior hubieran dado unaimpresión de paz extraordinaria, del mismo modo que las estrellasde aquella noche clara proporcionaban impresión de lejanía,seguridad y libertad. Si uno supiera, se preguntó, si uno alcanzara loque llamaban «el revés de la trama», ¿tendría que compadecerincluso a los planetas?

—¿Y bien, comandante Scobie?Era la mujer del misionero de Pende quien le hablaba. Vestía de

blanco, como una enfermera, y su pelo gris pedernal arrancabadesde la frente en estrías, como la erosión del viento.

—¿Ha venido a mirar? —preguntó severamente.—Sí —respondió Scobie. No se le ocurrió otra cosa que decir:

no podía describirle a la señora Bowles el desasosiego, lasimágenes obsesivas, el sentimiento terrible e impotente deresponsabilidad y de compasión.

—Entre —dijo la señora Bowles, y él la siguió obedientemente,como un niño. Había tres habitaciones en la casa. En la primerahabían instalado a los convalecientes que podían andar:fuertemente sedados, dormían apaciblemente, como si hubieranestado haciendo un saludable ejercicio. En la segunda habitaciónestaban los enfermos con una razonable expectativa de curación. Latercera era pequeña y albergaba tan solo dos camas separadas porun biombo: la niña de seis años, con la boca reseca, y la muchachatendida de espaldas, inconsciente, todavía con el álbum en las

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manos. Una lamparilla encendida en un platillo proyectaba finassombras entre las dos camas.

—Si quiere ayudar en algo —dijo la señora Bowles—, quédeseaquí un momento. Tengo que ir al dispensario.

—¿El dispensario?—La cocina. Hay que sacar partido de todo.Scobie sintió frío y extrañeza. Un escalofrío recorrió sus

hombros.—¿Quiere que vaya yo? —dijo.—No sea absurdo. ¿Sabe usted algo de medicamentos? Solo

tardaré unos minutos. Si ve que la niña se muere llámeme.Si ella le hubiera dado tiempo, él habría inventado alguna

excusa, pero la señora Bowles había salido ya de la habitación y élse sentó pesadamente en la única silla. Al mirar a la niña vio un veloblanco de comunión sobre su cabeza: era un efecto de la luz sobreel mosquitero y una jugarreta de su propia imaginación. Descansó lacabeza en las manos para no mirar. Él estaba en África cuandohabía muerto su única hija. Siempre había agradecido a Dios que lehubiese ahorrado su agonía. Pero al parecer la vida no le ahorrabaa uno nunca nada. Para ser humano había que apurar el cáliz hastalas heces. Si uno tenía suerte un día o se mostraba cobarde alsiguiente, se la presentarían una tercera vez. Rezó en silencio, conla cara entre las manos: «Dios mío, que no ocurra nada antes deque la señora Bowles vuelva». Oía la respiración intensa y desigualde la niña. Era como si estuviese llevando con gran esfuerzo unpeso por una larga cuesta: era una situación inhumana no podercargarlo en su lugar. Pensó: «Es lo que los padres sienten año trasaño, y a mí me acobardan unos pocos minutos. Ven a sus hijosmuriendo poco a poco a cada hora de vida». Rezó otra vez: «Padre,cuídala. Dale la paz». La respiración se interrumpió, se ahogó,recomenzó con terrible esfuerzo. Mirando entre los dedos vio la carade seis años convulsionada como la de un peón de obra en eltrabajo. «Padre», rezó. «Dale la paz. Quítamela a mí para siempre,pero dale la paz.» El sudor humedeció sus manos. «Padre...»

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Oyó a una vocecita jadeante repetir «Padre», y alzando la vistavio los ojos azules y enrojecidos que le miraban. Pensó, con horror:«Esto es lo que creí que me habían ahorrado». Hubiera llamado a laseñora Bowles, pero no encontró voz con que hacerlo. Veía el pechode la niña luchando por respirar para repetir la pesada palabra; seacercó a la cama y dijo: «Sí, pequeña. No hables, estoy aquí». Lalamparilla proyectaba la sombra de su puño cerrado sobre la sábanay los ojos de la chiquilla la captaron. El esfuerzo por reírse laconvulsionó, y Scobie retiró la mano.

—Duerme, pequeña —dijo—. Tienes sueño. Duerme.Resucitó un recuerdo que él había sepultado cuidadosamente,

y sacando el pañuelo hizo que la sombra de la cabeza de un conejocayera en la almohada, junto a ella.

—Aquí está el conejito para que duermas con él. Me quedaréaquí hasta que te duermas. Duerme.

El sudor le rodó por las mejillas y lo sintió en la boca saladocomo las lágrimas.

—Duerme.Movió hacia arriba y hacia abajo las orejas del conejo. Entonces

oyó la voz de la señora Bowles, que le hablaba bajo justo detrás deél.

—Basta —dijo ásperamente—. La niña ha muerto.

IV

Por la mañana le dijo al médico que se quedaría hasta que llegaseun transporte adecuado: Miss Malcott podía ocupar su sitio en lafurgoneta de la policía. Más valía trasladarla, porque la muerte de laniña la había trastornado y no era en absoluto cierto que no fueran aproducirse más muertes. Enterraron a la niña al día siguiente,utilizando el único ataúd que consiguieron: había sido construidopara un hombre alto. La demora era imprudente en aquel clima.Scobie no asistió al entierro, que fue oficiado por Bowles, pero

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estuvieron presentes los Perrot, Wilson y algunos de los recaderosdel juzgado: el médico estaba ocupado con los enfermos. Scobiehuyó de la ceremonia, atravesó rápidamente los arrozales y hablóde irrigación con el responsable de agricultura. Más tarde, cuandohubo agotado las posibilidades de conversación, entró en la tienda yse sentó en la oscuridad entre todas las latas, las mermeladas y lassopas en conserva, la mantequilla enlatada, las galletas, la leche,las patatas y los chocolates en lata, y esperó a Wilson. Pero Wilsonno apareció: quizá el entierro había sido abrumador para todos yhabían vuelto al bungaló del subcomisario para beber algo. Scobiebajó al embarcadero y observó a los veleros que navegaban hacia elmar. En un momento se sorprendió a sí mismo diciendo en voz alta,como si hubiera un hombre a su lado: «¿Por qué no dejaste que seahogara?». Un recadero le miró con recelo y él siguió andando,cuesta arriba.

La señora Bowles estaba tomando el aire delante de la casa dedescanso: tomándolo literalmente a dosis, como una medicina.Abría y cerraba la boca, inhalando y exhalando. Dijo: «Buenastardes», ceremoniosamente, y tomó otra dosis.

—¿No ha ido al entierro, comandante?—No.—Mi marido y yo rara vez vamos juntos a un entierro. Menos

cuando estamos de vacaciones.—¿Va a haber más entierros?—Otro más, creo. Los demás se repondrán en su momento.—¿Quién se está muriendo?—La anciana. Empeoró anoche. Se estaba restableciendo bien.Sintió un alivio despiadado.—¿El niño está bien?—Sí.—¿Y la señora Rolt?—No está fuera de peligro, pero creo que se curará. Ahora está

consciente.—¿Sabe que su marido ha muerto?

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—Sí.La señora Bowles empezó a balancear los brazos, hacia arriba

y hacia abajo, a partir del hombro. Luego se puso de puntillas seisveces.

—Me gustaría poder ayudar en algo —dijo Scobie.—¿Sabe leer en alto? —preguntó la señora Bowles,

levantándose sobre los dedos de los pies.—Supongo que sí. Sí.—Puede leerle algo al niño. Se está aburriendo y el

aburrimiento es malo para él.—¿Dónde hay un libro?—Hay cantidad en la misión. Estanterías llenas.Cualquier cosa era mejor que no hacer nada. Se dirigió a la

misión y encontró, como la señora Bowles había dicho, cantidad delibros. No estaba muy habituado a ellos, pero le pareció que no eraun catálogo de lecturas muy adecuado para un niño enfermo.Manchadas de humedad, las tapas de finales de la era victorianaexhibían títulos como Veinte años en las misiones, Perdido yhallado, El camino angosto, La lección del misionero. Era evidenteque en alguna época se había realizado una recolecta de libros parala biblioteca de la misión, y allí estaban los desechos de muchosanaqueles píos de Inglaterra. Los poemas de John Oxenham,Pescadores de hombres. Sacó un libro al azar de la estantería yvolvió a la casa. La señora Bowles estaba en el dispensario,preparando medicinas.

—¿Ha encontrado algo?—Sí.—No corre peligro con ninguno de esos libros —dijo ella—. El

comité los censura antes de expedirlos. A veces la gente intentavender las cosas más inapropiadas. Aquí no enseñamos a los niñosa leer para que lean... bueno, novelas.

—No, me imagino que no.—Déjeme ver el que ha elegido.

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Scobie miró también el título por primera vez: Un obispo entrelos bantúes.

—Debe de ser interesante —dijo ella.Scobie asintió sin convicción.—Ya sabe dónde está. Puede leerle durante un cuarto de hora,

más no.La anciana había sido trasladada a la habitación del fondo,

donde había muerto la niña, y el hombre de nariz etílica había sidoenviado a lo que la señora Bowles denominaba el pabellón deconvalecencia, a fin de reservar el cuarto del medio para el niño y lajoven Rolt. La muchacha estaba con los ojos cerrados, de cara a lapared. Evidentemente habían logrado que soltara el álbum y lohabían dejado encima de una silla, al lado de la cama. El niño dirigióa Scobie la mirada inteligente y despierta de la fiebre.

—Yo me llamo Scobie, ¿y tú?—Fisher.—La señora Bowles me ha pedido que te lea —dijo Scobie,

nerviosamente.—¿Qué es usted? ¿Un soldado?—No, un policía.—¿Es una historia de asesinatos?—No. Me parece que no.Abrió el libro al azar y topó con la fotografía del obispo sentado

con sus túnicas en una silla dura de salón, a la puerta de unapequeña iglesia con tejado de hojalata; los bantúes que le rodeabansonreían a la cámara.

—Me gustaría que fuera de asesinatos. ¿Ha visto alguno?—No lo que llamarías un crimen de verdad, con pistas y una

persecución.—¿Entonces de qué clase?—Bueno, algunas veces apuñalan a alguien en una pelea.Hablaba en voz baja para no molestar a la joven Rolt. Ella tenía

el puño cerrado sobre la sábana, un puño no mucho más grandeque una pelota de tenis.

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—¿Cómo se titula el libro que ha traído? A lo mejor lo he leído.En el bote leí La isla del tesoro. No me importaría una historia depiratas. ¿Cómo se titula?

—Un obispo entre los bantúes—respondió Scobie, indeciso.—¿Qué quiere decir?Scobie respiró profundamente.—Pues verás, Obispo es el nombre del héroe.—Pero usted ha dicho un obispo.—Sí. Se llamaba Arthur.—Es un nombre tonto.—Sí, pero es que es un héroe tonto.De repente, evitando los ojos del niño, descubrió que la joven

Rolt no estaba dormida: miraba fijamente a la pared, escuchando.Prosiguió alocadamente:

—Los héroes de verdad son los bantúes.—¿Quiénes son los bantúes?—Fueron una banda de piratas especialmente feroces que

asolaban las Antillas y atacaban a todas las embarcaciones enaquella región del Atlántico.

—¿Les persigue Arthur Obispo?—Sí. También es una especie de novela de detectives, porque

es un agente secreto del gobierno inglés. Se disfraza de marinero ynavega en un barco mercante para que puedan capturarle losbantúes. Verás, a los marineros siempre les dan la oportunidad deunirse a ellos. Si hubiera sido un oficial le habrían obligado acaminar por la plancha. Luego él descubre todas sus contraseñassecretas y sus escondrijos y sus planes de correrías, para podertraicionarles cuando llegue el momento oportuno.

—Parece un poco cochino —dijo el niño.—Sí, y se enamora de la hija del capitán de los bantúes y

entonces es cuando se vuelve tonto. Pero eso pasa casi al final y novamos a llegar hasta ahí. Antes hay un montón de peleas yasesinatos.

—Parece bonito. Empiece.

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—Bueno, verás, la señora Bowles me ha dicho que hoy solopodía quedarme poco tiempo, así que simplemente te he contado dequé trata; podemos empezar mañana.

—Usted quizá no esté aquí mañana. Puede haber un asesinatoo algo así.

—Pero el libro sí estará. Se lo dejaré a la señora Bowles. Essuyo. Claro que puede ser que suene algo distinto cuando lo leaella.

—Empiece, por lo menos —rogó el niño.—Sí, empiece —dijo una voz baja desde la otra cama, tan baja

que podría haberla creído una ilusión de no ser porque habíalevantado los ojos y había visto a la muchacha mirándole, con ojosgrandes de niña en su cara consumida.

—Leo muy mal —dijo Scobie.—Siga —dijo el niño, impacientemente—. Todo el mundo sabe

leer en voz alta.Scobie encontró sus ojos fijos en un párrafo introductorio que

afirmaba: Nunca olvidaré mi primera impresión del continente dondehabría de trabajar durante treinta de los mejores años de mi vida. Ydijo lentamente:

—«Desde el momento en que salieron de las Bermudas, elnavío bajo, endeble y malvado había seguido su estela. El capitánestaba visiblemente preocupado, pues observaba constantemente alextraño barco con su catalejo. Al caer la noche iba aún en pos deellos, y al amanecer fue lo primero que vieron sus ojos. ¿Seráposible, se preguntó Arthur Obispo, que esté a punto de encontrar alobjeto de mi búsqueda, a Barbanegra, el jefe de los bantúes, o a sulugarteniente sanguinario...»

Pasó una página y le desconcertó por un momento un retratodel obispo vestido de blanco, con un alzacuello y un salacot, de piedelante de una portería e interceptando una pelota que un bantúacababa de lanzarle.

—Siga —dijo el niño.

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—«...Loco Davis, llamado así a causa de sus ataques de furiademente que lo llevaban a pasar por la plancha a toda la tripulaciónde un barco? Era evidente que el capitán Buller temía lo peor,porque navegaba a todo trapo y por un instante pareció que iba aenseñar a la extraña nave un limpio par de talones. De pronto, por elagua llegó el estampido de un cañón, y un cañonazo levantó el mara unos veinte metros por delante de ellos. El capitán Buller se llevóel catalejo al ojo y gritó desde el puente a Arthur Obispo: “¡Elpabellón pirata, por Dios!”. Era el único de la dotación del buque queconocía el secreto de la singular búsqueda de Arthur.»

La señora Bowles entró enérgicamente en la habitación.—Bueno, ya basta. Es suficiente por hoy. ¿Qué te ha estado

leyendo, Jimmy?—Obispo entre los bantúes.—Espero que te haya gustado.—Es fantástico.—Eres un chico muy sensato —dijo ella, aprobadoramente.—Gracias —dijo una voz desde la otra cama, y Scobie se volvió

otra vez de mala gana para mirar la joven cara devastada—. ¿Leerátambién mañana?

—No molestes al comandante Scobie, Helen —le reprendió laseñora Bowles—. Tiene que volver al puerto. Estarán asesinándoseentre sí sin él.

—¿Es usted policía?—Sí.—Una vez conocí a un policía... en nuestra ciudad...La voz derivó hacia el sueño. Él estuvo un minuto

contemplando su rostro. Como las cartas de una pitonisa, revelabainequívocamente el pasado: una travesía, una pérdida, unaenfermedad. En el siguiente reparto quizá fuese posible leer elfuturo. Cogió el álbum de sellos y lo abrió por la guarda. Unadedicatoria rezaba: «A Helen, de su padre que la quiere, el día de sucatorce cumpleaños». Luego quedó abierto en Paraguay, lleno de

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imágenes decorativas de periquitos; la clase de sellos quecolecciona un niño.

—Tendremos que buscarle sellos nuevos —dijo tristemente.

V

Wilson le estaba esperando fuera.—Le he estado buscando desde el entierro, comandante Scobie

—dijo.—He estado haciendo buenas obras —contestó Scobie.—¿Cómo está la señora Rolt?—Creen que saldrá adelante... Y el niño también.—Ah, sí, el niño.Wilson dio un puntapié a una piedra suelta en el camino y dijo:—Quiero que me aconseje, comandante. Estoy un poco

preocupado.—¿Sí?—Usted sabe que he estado haciendo una inspección de

nuestra tienda de aquí. Bueno, he descubierto que el encargado haestado comprando material militar. Hay una gran partida de comidaenlatada que no procede de nuestros exportadores.

—La respuesta parece bastante sencilla: despídalo.—Sería una pena despedir al pequeño ladrón que puede

llevarnos al grande, aunque desde luego ese es su trabajo. Por esoquería hablar con usted. —Wilson hizo una pausa y el insólito yelocuente rubor cubrió su cara. Añadió—: Verá, la mercancía lavendió el hombre de Yusef.

—Podría habérmelo figurado.—¿Sí?—Sí, pero la cosa es que el hombre de Yusef no es Yusef. Para

él es fácil desautorizar a un tendero rural. En realidad, hasta dondesabemos, Yusef puede ser inocente. Es improbable, pero noimposible. Esas mismas pruebas que usted ha conseguido lo

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demostrarían. Al fin y al cabo usted solo ha descubierto lo queestaba haciendo su empleado.

—Si hubiera pruebas claras —dijo Wilson—, ¿la policíaactuaría?

Scobie se detuvo.—¿Qué quiere decir?Wilson se ruborizó y masculló algo. Luego, con un veneno que

cogió a Scobie completamente por sorpresa, dijo:—Circulan rumores de que Yusef está protegido.—Usted lleva aquí el tiempo suficiente para conocer la

veracidad de esos rumores.—Circulan por toda la ciudad.—Difundidos por Tallit... o por el mismo Yusef.—No me entienda mal —dijo Wilson—. Usted ha sido muy

amable conmigo... y también la señora Scobie. Pensé que debíasaber lo que se dice.

—Llevo aquí quince años, Wilson.—Oh, sé que es una impertinencia. Pero a la gente le preocupa

lo del loro de Tallit. Dicen que le tendieron una trampa porque Yusefquiere que le expulsen de la ciudad.

—Sí, lo he oído.—Dicen que Yusef y usted se ven. Es mentira, claro, pero...—Es totalmente cierto. También veo a veces al inspector de

sanidad, pero eso no me impediría arrestarle. —Calló de repente.Agregó—: No tengo intención de defenderme ante usted, Wilson.

—Simplemente pensé que debía saberlo —repitió Wilson.—Es demasiado joven para su trabajo, Wilson.—¿Mi trabajo?—El que sea.Wilson le sorprendió por segunda vez desprevenido, al decir

con la voz entrecortada:—Es usted insoportable. No se puede ser tan sincero en la vida.Tenía la cara inflamada, y hasta las rodillas parecieron

enrojecer de cólera, vergüenza y desprecio de sí mismo.

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—Debería usar sombrero, Wilson —se limitó a responderScobie.

Estaban uno frente a otro en el camino de piedra entre elbungaló del subcomisario y la casa de descanso; la luz mate seextendía a través de los arrozales, y Scobie tenía conciencia de loprominente que era la silueta de ambos para cualquier posibleespectador.

—Usted alejó a Louise porque tenía miedo de mí —dijo Wilson.Scobie rio suavemente.—Es el sol, Wilson, nada más. Mañana habremos olvidado

esto.—Ella no soportaba su estúpida y necia... Usted no sabe lo que

piensa una mujer como Louise.—No pretendo saberlo. Nadie quiere que otra persona sepa

eso, Wilson.—La besé aquella tarde...—Es el deporte colonial, Wilson. —No tenía intención de

desquiciar al joven: únicamente anhelaba que el encuentrotranscurriese sin dramas para que por la mañana los dos pudierancomportarse con mutua naturalidad. Era un simple efecto del sol, sedijo; durante quince años, había visto incontables casos.

—Ella es demasiado buena para usted —dijo Wilson.—Para nosotros dos.—¿Cómo consiguió dinero para pagarle el viaje? Eso es lo que

me gustaría saber. Usted no gana tanto. Lo sé. Figura en la lista deldepartamento colonial.

Si el joven hubiera sido menos absurdo, Scobie podría haberseenfurecido y podrían haber terminado siendo amigos. Era suserenidad lo que avivaba la hoguera.

—Hablaremos mañana —contestó—. A todos nos hatrastornado la muerte de esa niña. Venga al bungaló a beber algo.

Hizo ademán de rebasar a Wilson, pero este le cerró el paso:tenía la cara colorada y lágrimas en los ojos. Era como si hubiese

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ido tan lejos que comprendiese que lo único que podía hacer eraseguir: no había retorno para el camino que había elegido.

—No le pierdo de vista, no lo olvide —dijo.El absurdo de la frase cogió desprevenido a Scobie.—Tenga cuidado —continuó Wilson—, y la señora Rolt...—¿Qué tiene que ver ella con esto?—No crea que no sé por qué se ha quedado usted y ha estado

merodeando por el hospital... Mientras estábamos en el entierrousted ha venido aquí a hurtadillas...

—Está realmente loco, Wilson —dijo Scobie.De repente, Wilson se sentó; fue como si una mano invisible le

hubiera doblado en dos. Escondió la cabeza entre las manos y lloró.—Es el sol —dijo Scobie—. Nada más que el sol. Vaya a

acostarse —añadió, y quitándose el sombrero se lo puso en lacabeza a Wilson. El joven miró con odio, por entre los dedos, alhombre que le había visto llorar.

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2

I

Las sirenas silbaban anunciando un apagón total, silbaban en lalluvia interminable. Los criados se apelotonaron en las cocinas ypasaron el cerrojo como para protegerse de algún diablo de la selva.Los ciento sesenta y cuatro litros de agua proseguían sin pausa sudescenso laborioso y regular sobre los tejados del puerto. Erainimaginable que unos seres humanos, y mucho menos losdescorazonados y febriles vencidos del territorio de Vichy,desencadenaran un ataque en aquella época del año, y, sinembargo, si uno recordaba los montes de Abraham... Un simple actode audacia puede alterar toda la concepción de lo posible.

Scobie salió a la chorreante oscuridad con su voluminosoparaguas a rayas: hacía demasiado calor para llevar impermeable.Rodeó toda la casa; no se veía una luz, los postigos de la cocinaestaban cerrados y las casas criollas eran invisibles detrás de lalluvia. Una linterna brilló por un momento en el parque del ejército, alotro lado de la calle, pero se apagó cuando él gritó: unacoincidencia; nadie habría podido oír su voz con el martilleo delagua sobre el tejado. Arriba, en Cape Station, la residencia deoficiales relucía húmedamente en dirección al mar, pero aquello noera de su incumbencia. Los faros de los camiones militaresdesfilaban como un rosario bordeando las colinas, pero tampoco eraasunto de su competencia.

Al fondo de la calle, detrás del parque militar, una luz seencendió de pronto en una de las cabañas de Nissen donde vivíanlos suboficiales; la cabaña había estado desocupada el día anterior,y probablemente alguien acababa de instalarse en ella. Scobiepensó en sacar su coche del garaje, pero el lugar distaba solo unos

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doscientos metros y decidió ir andando. Aparte del rumor de la lluviasobre la calle, los tejados y el paraguas, reinaba un absolutosilencio. Únicamente el gemido mortecino de las sirenas siguióvibrando unos instantes en su oído. Scobie pensó más tarde que erael confín máximo que su felicidad había conocido: estar en laoscuridad, solo, bajo la lluvia, libre de amor o de compasión.

Llamó con fuerza a la puerta de la cabaña debido al azote de lalluvia sobre la techumbre negra como un túnel. Tuvo que llamar dosveces antes de que la puerta se abriera. La luz le deslumbrómomentáneamente.

—Siento molestarle —dijo—. Tiene una luz encendida.—Oh, lo siento —contestó una voz de mujer—. Ha sido un

descuido...La visión de Scobie se clarificó, pero durante un instante no

logró asociar un nombre a las facciones intensamente familiares.Conocía a todo el mundo en la colonia. Era algo que provenía defuera: un río... una mañana temprano... una niña agonizante.

—Vaya —dijo—, la señora Rolt, ¿verdad? ¿No estaba en elhospital?

—Sí. ¿Quién es usted? ¿Le conozco?—Soy el comandante Scobie, de la policía. La vi a usted en

Pende.—Lo siento —dijo ella—. No recuerdo nada de lo que pasó allí.—¿Puedo arreglarle la luz?—Desde luego. Por favor.Él entró, cerró las cortinas y cambió de sitio una lámpara de

mesa. Una cortina dividía en dos la habitación: en un lado había unacama y un tocador improvisado; en el otro una mesa y un par desillas: el escaso mobiliario asequible a suboficiales cuya paga nosobrepasaba las quinientas libras al año.

—No la han tratado a cuerpo de rey, que digamos —comentó—.Ojalá lo hubiera sabido. Podría haberla ayudado.

La observó más detenidamente ahora: la cara joven y ajada, elcabello marchito... El pijama que llevaba puesto era demasiado

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grande para ella; el cuerpo se perdía en él, la prenda formaba feospliegues. Miró para ver si el anillo flojo seguía ciñendo el dedo, peroya no estaba.

—Todo el mundo ha sido muy amable —dijo ella—. La señoraCarter me ha dado un almohadón precioso.

Los ojos de Scobie recorrieron la cabaña: no había nadapersonal en ninguna parte, ni fotografías, ni libros ni chucherías deninguna especie, pero entonces recordó que ella solo habíarescatado del mar a sí misma y un álbum de sellos.

—¿Hay algún peligro? —preguntó ella.—¿Peligro?—Las sirenas.—Oh, no, no es nada. Simples alarmas. Tenemos más o menos

una al mes. Nunca ocurre nada —le dirigió otra larga mirada—. Nodeberían haberle dejado salir del hospital tan pronto. No hace seissemanas...

—Quería marcharme. Quería estar sola. La gente veníacontinuamente a verme.

—Bueno, yo me voy ahora. Llámeme si necesita algo. Estoy alfinal de la calle. Vivo en la casa blanca de dos pisos, detrás delparque militar que hay en un pantano.

—¿No quiere quedarse hasta que escampe?—No creo que sea buena idea. Verá, la lluvia dura hasta

septiembre —dijo Scobie, y consiguió arrancarle una sonrisa rígida einusual.

—El ruido es espantoso.—Uno se acostumbra al cabo de unas semanas. Es como vivir

junto a una vía de tren. Pero usted no tendrá que habituarse. Larepatriarán muy pronto. Hay un barco cada quince días.

—¿Le apetece una copa? La señora Carter también me haregalado una botella de ginebra.

—Entonces será mejor que le ayude a beberla.Cuando ella sacó la botella él advirtió que faltaba la mitad del

contenido.

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—¿No tiene un poco de lima?—No.—Le habrán proporcionado un criado, me imagino.—Sí, pero no sé qué pedirle. Y no se le ve nunca por aquí.—¿La ha estado bebiendo pura?—Oh, no. No la he probado. Se le volcó al criado... eso es lo

que cuenta.—Hablaré con él por la mañana —dijo Scobie—. ¿Tiene

nevera?—Sí, pero el chico no me ha conseguido hielo —se dejó caer

blandamente en una silla—. No me tome por una tonta. Lo que pasaes que no sé dónde estoy. No he estado nunca en un sitio así.

—¿De dónde es usted?—De Bury St. Edmunds. En Suffolk. Estaba allí hace ocho

semanas.—No, no estaba. Estaba en aquel bote.—Sí. Me había olvidado del bote.—No deberían haberla echado del hospital completamente sola.—Estoy bien. Necesitaban mi cama. La señora Carter dijo que

me alojaría, pero yo quería estar sola. El médico les dijo que medejaran hacer lo que quisiera.

—Entiendo que no quisiera estar con la señora Carter, y bastacon que me lo diga para que yo también me vaya.

—Prefiero que se quede hasta la señal de «todo despejado».Estoy un poco nerviosa.

El vigor de las mujeres había admirado siempre a Scobie.Aquella joven había sobrevivido a cuarenta días en un bote aldescubierto y hablaba de estar nerviosa. Recordó las bajas que eljefe de máquinas había enumerado en su declaración: el terceroficial y dos marineros, y el fogonero que había perdido la cabezapor beber agua de mar y que se había ahogado. En momentos detensión, el hombre era siempre menos resistente. Ahora ella seapoyaba en su debilidad como si fuera una almohada.

—¿Ha hecho planes? —preguntó—. ¿Volverá a Bury?

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—No lo sé. Quizás encuentre un trabajo.—¿Tiene experiencia?—No —confesó ella, apartando la mirada de él—. Solo hace un

año que salí del colegio.—¿Le enseñaron algo?A Scobie le pareció que lo que ella necesitaba más que nada

era hablar, una conversación tonta y desinteresada. Ella creía quequería estar sola, pero en realidad le asustaba la terribleresponsabilidad de ser compadecida. ¿Cómo podía una niña asíinterpretar el papel de una mujer que había visto ahogarse a sumarido prácticamente ante sus propios ojos? Era como pretenderque encarnara a Lady Macbeth. La señora Carter, que habíaenterrado a un marido y a tres hijos, hubiera sabido cómocomportarse.

—Jugaba bien al baloncesto —dijo ella, interrumpiendo lospensamientos de Scobie.

—Bueno —contestó él—, no tiene usted mucho aspecto deprofesora de gimnasia. ¿O sí lo tiene, cuando se encuentra bien?

De pronto, sin previo aviso, ella empezó a hablar. Fue como siél hubiera conseguido que se abriera una puerta utilizandofortuitamente una contraseña: no sabía ya cuál había sido. Tal vez«profesora de gimnasia», porque ella comenzó a hablarlerápidamente del baloncesto femenino (la señora Carter, pensó,probablemente habría hablado de los cuarenta días en un bote aldescubierto y de un marido de tan solo tres semanas).

—Estuve dos años en el equipo del colegio —dijo ella.Se había encorvado nerviosa, apoyando la barbilla en una

mano y un codo huesudo en una rodilla igualmente descarnada. Supiel blanca —que aún no había amarilleado la atabrina o el sol— lerecordó a Scobie un hueso que el mar hubiese pelado y escupido ala orilla.

—Un año antes estaba en el segundo equipo. Habría llegado aser la capitana si me hubiera quedado un año más. En 1940ganamos a Roedean y empatamos con Cheltenham.

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Él escuchaba con el vivo interés que se siente por la vida de undesconocido, el interés que los jóvenes confunden con el amor. Allísentado, escuchando con un vaso de ginebra en la mano mientrasllovía fuera, Scobie experimentó la seguridad de su edad. Ella le dijoque su colegio estaba en las lomas que había justo detrás deSeaport: tenían una profesora francesa que se llamaba Mlle. Duponty que tenía un genio de mil diablos.

La directora era capaz de leer griego como si fuese inglés,Virgilio...

—Siempre he creído que Virgilio era latino.—Ah, sí. Me refería a Homero. Las lenguas clásicas no eran mi

fuerte.—¿Qué se le daba bien, aparte del baloncesto?—Creo que era la segunda en matemáticas, pero nunca

destaqué en trigonometría.En verano se bañaban en Seaport y todos los sábados hacían

una comida campestre en las lomas. A veces montaban en ponis yorganizaban un juego de persecución en el que seguían una pistade papelitos, y una vez hubo una excursión desastrosa en bicicletade la que se enteró todo el condado, y dos chicas no volvieron hastala una de la mañana. Scobie escuchaba fascinado, revolviendo en elvaso la ginebra pura, pero sin beberla. Las sirenas difundieron el«todo despejado» a través de la lluvia, pero ninguno de los dos leprestó atención.

—¿Y en vacaciones volvía a Bury? —preguntó Scobie.Su madre, al parecer, había muerto diez años antes, y su padre

era un clérigo que desempeñaba algún cargo en la catedral. Teníanuna casa muy pequeña en Angel Hill. Quizá no había sido tan felizen Bury como en el colegio, porque aprovechó la primeraoportunidad para hablar de la profesora de educación física, que sellamaba Helen, como ella, y por quien el curso entero experimentabauna enorme schwarmerei. Ahora se reía de aquella pasión con unsentimiento de superioridad: fue la única indicación que dio de que

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era una mujer, de que era —o, mejor dicho, había sido— una mujercasada.

Helen se interrumpió bruscamente y exclamó:—¡Qué estupidez contarle todo esto!—Me gusta.—No me ha preguntado nada de... ya sabe.Él lo sabía porque había leído la declaración. Conocía

exactamente la ración de agua por persona en el bote: una taza dosveces al día, que al cabo de veintiún días se había visto reducida amedia taza. Esta ración se había mantenido hasta veinticuatro horasantes del rescate, debido principalmente a que las muertes habíanproporcionado un pequeño excedente. Por detrás de los edificiosescolares de Seaport, del tótem del baloncesto, Scobie vislumbrabael oleaje intolerable que una y otra vez levantaba el bote y lo dejabacaer.

—Me sentí muy triste cuando me marché. Fue al final de julio.Lloré durante todo el trayecto en taxi a la estación.

Scobie contó los meses: desde julio a abril; nueve meses; elperiodo de gestación, lo que había deparado era la muerte delmarido y el Atlántico arrastrándoles como pecios hacia la playaafricana larga y lisa, y el marinero que se arrojó por la borda.

—Esto es más interesante. Lo otro puedo adivinarlo.—Hemos hablado muchísimo. Creo que esta noche dormiré,

¿sabe?—¿No dormía últimamente?—Era la respiración a mi alrededor en el hospital. La gente que

daba vueltas en la cama y respiraba y murmuraba. Cuandoapagaban la luz era como si... ¿comprende?

—Aquí dormirá tranquila. No tiene que temer nada. Hay unvigilante siempre de servicio. Hablaré con él.

—Ha sido usted tan bueno... —dijo ella—. La señora Carter ylos demás... han sido todos muy amables. —Levantó su carademacrada, sincera e infantil, y añadió—: Usted me gusta mucho.

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—Usted a mí también —contestó gravemente Scobie. Ambossentían una sensación de inmensa seguridad: eran amigos, y nuncapodrían ser nada más que amigos: les separaban, por fortuna, unmarido muerto, una esposa viva, un padre eclesiástico, unaprofesora de educación física que se llamaba Helen y numerososaños de experiencia. No tenían que esforzarse en buscar lo quedebían decirse.

—Buenas noches —dijo Scobie—. Mañana le traeré algunossellos para su álbum.

—¿Cómo sabe lo de mi álbum?—Es mi oficio. Soy policía.—Buenas noches.Se marchó, desbordante de felicidad, pero más tarde no la

recordaría tan dichosa como en el momento en que salió de casa yse internó en la oscuridad, bajo la lluvia, solo.

II

Desde las ocho y media hasta las once de la mañana estuvoocupado con un caso nimio de hurto. Tuvo que interrogar a seistestigos y no creyó una palabra de lo que le dijeron. En los casoseuropeos hay palabras que uno cree y palabras de las quedesconfía; es posible trazar una línea especulativa entre la verdad ylas mentiras; el principio del cui bono, al menos, rige en ciertamedida, y por lo general cabe presumir, si la acusación es de robo yno hay seguros de por medio, que algo, en efecto, ha sido robado.Pero allí no era posible presuponer tal cosa: no se podía trazar unalínea. Había conocido a funcionarios de policía cuyos nerviosestallaban en el esfuerzo de aislar un simple ápice de indiscutibleverdad; algunos terminaban golpeando a un testigo, eranvilipendiados en los periódicos locales y al final los trasladaban o,destituidos, los devolvían a Inglaterra. La situación despertaba enalgunos hombres un odio virulento a la piel negra, pero Scobie, en

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sus quince años de servicio, había traspasado las etapas peligrosashacía mucho tiempo; ahora, perdido en la maraña de mentiras,sentía un afecto extraordinario por aquellas gentes que paralizabanmediante tan simple método el mecanismo de una justicia foránea.

El despacho quedó por fin vacío. No había nada más en la hojade denuncias y, sacando un cuaderno y colocando un papel secantedebajo de la muñeca para absorber el sudor, se dispuso a escribir aLouise. Escribir cartas no era para él una tarea fácil. Tal vez debidoa su instrucción policial, no era capaz de poner por escrito nisiquiera una mentira piadosa encima de su firma. Tenía que serexacto: solo podía consolarla por omisión. Así pues, al escribir ahorala palabra Querida, se proponía omitir. No escribiría que la echabade menos, pero suprimiría cualquier frase que revelaseinequívocamente que estaba contento. Querida: Otra vez debesperdonarme que la carta sea corta. Sabes que no tengo muchasdotes para escribir cartas. Recibí ayer la tercera tuya, en la que medices que has pasado una semana fuera de Durban, en casa de unaamiga de la señora Halifax. Aquí todo está tranquilo. Hubo unaalarma anoche, pero resultó que un piloto americano había tomadopor submarinos a un banco de marsopas. Las lluvias hanempezado, por supuesto. La señora Rolt, de quien te hablé en miúltima carta, ha salido del hospital y mientras espera un barco la hanalbergado en una de las cabañas militares que hay detrás delparque militar. Haré lo que pueda para que se sienta cómoda. Elniño sigue en el hospital, pero está bien. Creo que no hay másnoticias. El asunto de Tallit prosigue su curso; pienso que al final nosacaremos nada en limpio. Ali tuvo que ir el otro día a que leextrajeran un par de dientes. ¡Qué escándalo armó! Tuve quellevarle en coche al hospital, pues de lo contrario jamás hubiera ido.Hizo una pausa: detestaba la idea de que los censores —queresultaban ser la señora Carter y Calloway— leyeran estas últimasfrases de afecto. Cuídate, querida mía, y no te preocupes por mí.Soy feliz con tal de que tú lo seas. Dentro de nueve meses medarán el permiso y estaremos juntos. Iba a escribir: «Pienso en ti

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todo el día», pero no podía firmar una declaración semejante.Escribió, en cambio: Pienso en ti muchas veces durante el día, y acontinuación meditó la despedida. A regañadientes, porque creyóque la complacería, escribió: Tu Ticki. Por un momento recordóaquella otra carta firmada «Dicky» que había aparecido dos o tresveces en sus sueños.

El sargento entró, desfiló hasta el centro del despacho, giróelegantemente para ponerse de frente y saludó. Tuvo tiempo deponer las señas en el sobre mientras este ritual se ejecutaba.

—¿Sí, sargento?—El comisario quiere verle, señor.—Bien.El comisario no estaba solo. La cara del secretario colonial

brillaba, ligeramente perlada de sudor, en la habitación oscura, y asu lado estaba sentado un hombre alto y delgado a quien Scobie nohabía visto nunca: debía de haber llegado en avión, porque en losúltimos diez días no había habido barco. Lucía insignias de coronel,como si no le pertenecieran, en su uniforme arrugado y suelto.

—Le presento al comandante Scobie, coronel Wright.Advirtió que el comisario estaba inquieto e irritado.—Siéntese, Scobie —dijo—. Se trata de lo de Tallit.La lluvia oscurecía el despacho e impedía la entrada de aire.—El coronel Wright ha venido de Ciudad del Cabo para

informarse del caso.— ¿De Ciudad del Cabo, señor?El comisario movió las piernas, jugando con un cortaplumas.—El coronel Wright es el representante del MI5.—Todo este asunto ha sido desafortunado —dijo el secretario,

con voz tan baja que todo el mundo tuvo que inclinar la cabeza paraoírle.

El comisario empezó a tallar la esquina de su escritorio,mostrando un ostentoso desinterés.

—Creo que la policía no debería haber actuado sin previaconsulta. No, por lo menos, como lo hizo.

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—Siempre he entendido que nuestra obligación era detener elcontrabando de diamantes —dijo Scobie.

—El valor de lo encontrado no llegaba a las cien libras —repusoel secretario colonial con su voz suave y oscura.

—Son los únicos diamantes descubiertos hasta ahora.—Las pruebas contra Tallit, Scobie, eran demasiado endebles

para justificar su arresto.—No fue arrestado. Fue interrogado.—Sus abogados dicen que fue conducido por la fuerza a la

comisaría.—Sus abogados mienten. Y usted lo sabe.—Ya ve con qué clase de dificultad tropezamos —le dijo el

secretario colonial al coronel Wright—. Los católicos sirios aleganque son una minoría perseguida y que la policía está a sueldo de losmusulmanes sirios.

—Lo mismo hubiera ocurrido en el caso contrario —dijo Scobie—. Solo que hubiese sido peor. El parlamento aprecia más a losmusulmanes que a los católicos.

Tuvo la sensación de que nadie había mencionado el verdaderopropósito de aquella entrevista. El comisario arrancaba una astillatras otra de su escritorio, ajeno a todo, y el coronel Wright, con losomoplatos recostados en la silla, no decía una palabra.

—Personalmente —dijo el secretario colonial—, yo siempre...La voz suave se disolvió en un murmullo indescifrable que

Wright, metiéndose los dedos en un oído y moviendo la cabezahacia un costado, como quien intenta oír lo que le dicen por unteléfono defectuoso, quizá había entendido.

—No he oído lo que ha dicho —dijo Scobie.—He dicho que personalmente yo creería siempre la palabra de

Tallit contra la de Yusef.—Eso es porque usted solo lleva cinco años en esta colonia —

respondió Scobie.El coronel Wright intervino de improviso:—¿Cuántos años lleva usted aquí, comandante Scobie?

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—Quince.Wright emitió un gruñido evasivo.El comisario dejó de recortar la esquina de la mesa e hincó la

navaja con violencia en el tablero superior.—El coronel Wright quiere conocer la fuente de su información,

Scobie —dijo.—Usted la conoce, señor. Yusef.Sentados uno junto a otro, el secretario colonial y el coronel

Wright le observaban. Scobie se recostó en el respaldo, con lacabeza gacha, a la espera del siguiente movimiento, pero no huboninguno. Sabía que estaban esperando a que él ampliara surespuesta osada, y sabía también que si lo hacía lo interpretaríancomo una confesión de debilidad. El silencio se volvía cada vez másintolerable: parecía una acusación. Semanas antes había dicho aYusef que se proponía informar al comisario de los detalles delpréstamo; quizás había tenido realmente esa intención, quizás solohabía sido una fanfarronada; ahora ya no se acordaba. Lo único quesabía es que era ya demasiado tarde. Tenía que haberproporcionado aquella información antes de proceder contra Tallit:no podía ser una idea posterior. Fraser pasó silbando su tonadillafavorita por el pasillo de detrás del despacho; abrió la puerta y dijo:«Perdón, señor», y se retiró dejando tras él una vaharada cálida deolor a zoológico. El murmullo de la lluvia proseguía, monótono. Elcomisario desclavó la navaja del tablero y reanudó los cortes en laesquina; era como si, por segunda vez, se desentendiera adrede detodo aquel asunto. El secretario colonial se aclaró la garganta.

—Yusef —repitió.Scobie asintió.—¿Considera a Yusef fidedigno? —preguntó el coronel Wright.—Desde luego que no, señor. Pero tenemos que actuar con la

información disponible, y la facilitada por Yusef demostró sercorrecta hasta un cierto punto.

—¿Hasta qué punto?—Los diamantes estaban allí.

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—¿Obtiene mucha información de Yusef? —preguntó elsecretario colonial.

—Es la primera vez que me la ha proporcionado.No había podido entender lo que el secretario había dicho

después de la palabra «Yusef».—No oigo lo que dice, señor.—Le he preguntado si está usted en contacto con Yusef.—No comprendo lo que quiere decir con eso.—¿Le ve a menudo?—Creo que en los últimos tres meses le he visto tres... no,

cuatro veces.—¿Por cuestión de negocios?—No necesariamente. Una vez le llevé a casa en mi coche

cuando el suyo tuvo una avería. Otra vez vino a verme cuandocontraje una fiebre en Bamba. Otra vez...

—No estamos interrogándole, Scobie —dijo el comisario.—He tenido la impresión, señor, de que estos caballeros sí lo

estaban haciendo.El coronel Wright descruzó sus largas piernas y dijo:—Vamos a resumirlo en una sola pregunta. Tallit, comandante

Scobie, ha formulado a su vez acusaciones contra la policía y contrausted. Sostiene que Yusef le ha dado a usted dinero. ¿Es cierto?

—No, señor. Yusef no me ha dado nada.Sintió el extraño alivio de que todavía no le hubieran inducido a

mentir. El secretario colonial dijo:—Naturalmente, el viaje de su mujer a Sudáfrica estaba al

alcance de sus recursos económicos.Scobie se recostó en la silla, sin decir nada. Tuvo de nuevo

conciencia del ávido silencio que aguardaba su respuesta.—¿No responde? —dijo impacientemente el secretario.—No sabía que me hubiera hecho una pregunta. Se lo repito:

Yusef no me ha dado nada.—Yusef es un pájaro de cuenta, Scobie.

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—Quizá cuando lleve aquí tanto tiempo como yo comprenderáque el cometido de la policía es tratar con personas que no sonrecibidas en el secretariado.

—No hay por qué acalorarse, ¿no cree?Scobie se levantó.—¿Puedo retirarme, señor? Si estos caballeros han terminado

conmigo... Tengo una cita.El sudor le bañaba la frente; el corazón le palpitaba de rabia.

Era el momento de obrar con cautela, cuando la sangre corre por losflancos y el trapo rojo se agita en el aire.

—Puede retirarse, Scobie —dijo el comisario.—Debe disculparme por haberle molestado —dijo el coronel

Wright—. Recibí un informe. Tenía que hacerme cargopersonalmente del asunto. Estoy totalmente satisfecho.

—Gracias, señor.Pero las palabras tranquilizadoras llegaban demasiado tarde: la

cara húmeda del secretario llenaba su campo de visión.—No es más que una cuestión de discreción —dijo

suavemente.—Si me necesitan la siguiente media hora, señor —dijo Scobie

al comisario—, estaré en casa de Yusef.

III

Después de todo le habían obligado a decir una mentira: no teníauna cita con Yusef. Pero quería cambiar unas palabras con él; eraincluso posible aclarar todavía el asunto de Tallit; si no legalmente,al menos para su propia satisfacción. Condujo despacio bajo lalluvia —hacía mucho tiempo que el limpiaparabrisas no funcionaba—, y a la puerta del hotel Bedford vio a Harris forcejeando con unparaguas.

—¿Le llevo? Voy hacia allí.

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—Han sucedido cosas muy emocionantes —dijo Harris. Su carahundida relucía de lluvia y entusiasmo—. Por fin tengo una casa.

—Enhorabuena.—Aunque no sea una casa. Es una de las cabañas de Nissen

que hay cerca de la suya. Pero es un hogar. Tendré que compartirlo,pero es un hogar.

—¿Con quién lo comparte?—Quiero proponérselo a Wilson, pero se ha ido a Lagos una o

dos semanas. Ese maldito y escurridizo pimpinela. Justo cuando lenecesitaba. Y eso me lleva a la segunda cosa emocionante. ¿Sabeque he descubierto que estuvimos juntos en Downham?

—¿Downham?—El colegio, claro. He entrado en su habitación para coger tinta

cuando él estaba fuera y encima de la mesa he visto un número delantiguo Downhamian.

—Qué coincidencia —dijo Scobie.—Y eso no es todo. Ha sido realmente un día de sucesos

increíbles. Estaba hojeando la revista y al final, en una página,decía: «El secretario de la Asociación de exalumnos de Downhamquisiera ponerse en contacto con los siguientes compañeros de losque ha perdido la pista...». Y en la mitad de la lista estaba minombre impreso, con todas sus letras. ¿Qué le parece?

—¿Y qué ha hecho?—En cuanto he llegado a la oficina me he sentado a escribir...

antes de ponerme con los telegramas, menos alguno «urgente»,claro, pero luego me he dado cuenta de que había olvidado lasseñas del secretario y he tenido que volver por la revista. ¿No quiereentrar a ver lo que he escrito?

—No puedo quedarme mucho.Harris disponía de un despacho en un cuartucho sobrante en

los locales de la compañía Elder Dempster. El cuarto tenía lasdimensiones de un antiguo dormitorio de servicio, y acentuaba esteaspecto un lavabo primitivo con un grifo de agua fría y un hornillo degas. Una mesa llena de impresos de telegrama estaba empotrada

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entre el lavabo y una ventana no más grande que una portilla convista directa al muelle y a la bahía gris y ondulada. En una bandejade fichero había una versión abreviada de Ivanhoe para uso escolary media barra de pan.

—Disculpe este revoltijo —dijo Harris—. Siéntese.Pero no había otra silla.—¿Dónde la he puesto? —se preguntó Harris en voz alta,

rebuscando entre los telegramas de la mesa—. Ah, ya recuerdo.Abrió Ivanhoe y sacó una hoja doblada.—Es un simple borrador —dijo, con inquietud—. Tendré que

pulirlo, claro. Creo que lo mejor será guardarlo hasta que vuelvaWilson. Verá que le he mencionado.

Scobie leyó: Querido secretario: He encontrado por casualidadun número del Old Downhamian que otro exalumno, E. Wilson(1923-1928), tenía en su habitación. Me temo que no he mantenidocontacto con el colegio durante muchísimos años y me he sentidomuy contento y un poco culpable al ver que usted trataba derestablecerlo conmigo. Quizá le gustaría saber algo de mi cometidoen «la tumba del hombre blanco», pero como soy censor detelegramas usted comprenderá que no puedo decirle gran cosasobre mi trabajo. Eso tendrá que esperar hasta que hayamosganado la guerra. Ahora estamos en plena estación de lluvias... ¡yqué modo de llover! Hay bastante malaria por aquí, pero yo solo hesufrido un acceso y E. Wilson se ha librado totalmente por ahora. Ély yo compartimos una casita, así que puede decirse que losexalumnos de Downham siguen unidos incluso en esta región lejanay desértica. Hemos formado un equipo colegial de dos miembros ysalimos de caza, aunque solo cazamos cucarachas (¡Ja, ja!). Bueno,tengo que dejarle y continuar la tarea de ganar la guerra. Saludos atodos los compañeros de parte de un colono bastante veterano.

Al alzar los ojos, Scobie topó con la mirada ansiosa yavergonzada de Harris.

—¿Cree que es el tono adecuado? —preguntó—. He dudadoun poco en lo de «querido secretario».

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—Creo que es el tono perfecto.—Claro que ya sabe que no era un colegio muy bueno, y no fui

muy feliz allí. En realidad una vez me escapé.—Y ahora le han encontrado.—Da que pensar, ¿verdad? —dijo Harris. Miró por encima de

las aguas grises, con lágrimas en los ojos rojos—. Siempre heenvidiado a la gente que fue feliz allí.

—A mí tampoco me gustaba mi colegio —le dijo Scobie, paraconsolarle.

—Ser feliz al principio de la vida —dijo Harris—. Las cosastienen que ser muy distintas después. Hasta podría convertirse encostumbre, ¿no cree?

Sacó de la bandeja la media barra de pan y la tiró a la papelera.—Siempre me hago el propósito de ordenar esto —dijo.—Bueno, tengo que irme, Harris. Me alegro por lo de la casa...

y lo de la revista.—Me gustaría saber si Wilson fue feliz allí —caviló Harris.

Retiró el Ivanhoe de la bandeja y buscó un sitio donde ponerlo, perono había ninguno. Volvió a dejarlo donde estaba—. Supongo que nolo fue. Si no, ¿a santo de qué ha venido aquí?

IV

Scobie aparcó el coche exactamente delante de la puerta de Yusef:era como un gesto de desprecio a la cara del secretario colonial.

—Quiero ver a tu amo. Conozco el camino —le dijo alcamarero.

—Amo no está.—Entonces le esperaré.Apartó al camarero y entró. El bungaló estaba dividido en una

serie de habitaciones pequeñas idénticamente amuebladas consofás, cojines y mesas bajas para bebidas, como loscompartimentos de un burdel. Recorrió una tras otra, descorriendo

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cortinas, hasta que llegó al cuartito donde hacía casi dos meseshabía perdido su integridad. Yusef dormía en el sofá.

Estaba tumbado de espaldas, con sus pantalones blancos dedril y la boca abierta, y respiraba profundamente. Junto a él, sobreuna mesa, había un vaso, y Scobie advirtió los granitos blancos enel fondo. Yusef había tomado bromuro. Scobie se sentó a su lado yesperó. La ventana estaba abierta, pero la lluvia impedía la entradadel aire tan eficazmente como una cortina. Quizá simplemente fuesela falta de aire la causa de la depresión que le invadió, o quizá sedebía a que había vuelto a la escena de un crimen. De nada le sirviódecirse que no había cometido ningún delito. Como una mujer quese ha casado sin amor, reconocía en la habitación, tan anónimacomo un dormitorio de hotel, el recuerdo de un adulterio.

Justo encima de la ventana había un canalón roto que sevaciaba como un grifo, de tal forma que continuamente se oían losdos sonidos de la lluvia: el murmullo y el chorro. Scobie encendió uncigarrillo, observando a Yusef. No sentía el menor odio por él. Lehabía atrapado tan consciente y eficientemente como Yusef le habíaatrapado a él. Los dos habían consentido el matrimonio. Quizá laintensidad de su mirada rasgó la bruma de bromuro: los muslosgordos cambiaron de postura encima del sofá. Yusef gruñó,murmuró «querido amigo», profundamente dormido, y giró sobre elcostado, hacia donde estaba Scobie. Este examinó otra vez lahabitación, pero ya la había inspeccionado detenidamente cuandohabía ido a concertar el préstamo. No había ningún cambio: losespantosos cojines de seda color malva, las hebras que asomabanpor donde la humedad había podrido la funda, las cortinas de colormandarina. Hasta el sifón azul estaba en el mismo sitio: las cosasposeían un aire de eternidad, como los muebles del infierno. Nohabía librerías, porque Yusef no sabía leer; ni mesa, porque nosabía escribir. Hubiera sido inútil buscar papeles, pues para Yuseferan inservibles. Todo estaba dentro de aquella cabezota romana.

—Demonios... el comandante Scobie... —Había abierto los ojosy buscaba los del visitante; turbios de bromuro, concentraban la

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vista con esfuerzo.—Buenos días, Yusef.Por una vez Scobie le tenía en situación de desventaja. Durante

un momento Yusef pareció a punto de sumirse de nuevo en el sueñodrogado; luego, trabajosamente, se incorporó sobre un codo.

—Quiero hablar contigo de Tallit, Yusef.—Tallit... perdóneme, comandante Scobie...—Y los diamantes.—Locos con los diamantes —acertó a decir Yusef, con una voz

soñolienta. Sacudió la cabeza y se agitó el mechón de pelo blanco;acto seguido alargó una mano indecisa para coger el sifón.

—¿Tendiste una emboscada a Tallit, Yusef?Yusef arrastró el sifón hacia él y derribó el vaso de bromuro en

la mesa; se apuntó con la boquilla y apretó el gatillo. El agua desoda se estrelló contra su cara y salpicó la seda malva. Lanzó unsuspiro de alivio y de satisfacción, como un hombre que se duchaen un día caluroso.

—¿Qué pasa, comandante Scobie, algo anda mal?—Tallit no va a ser procesado.Yusef era como un hombre cansado que sale a rastras del mar:

la marea le seguía.—Debe disculparme, comandante —dijo—. Hace días que no

duermo bien.Meneó pensativamente la cabeza hacia arriba y hacia abajo,

como quien agita una caja para ver si suena algo en su interior.—Me estaba diciendo algo de Tallit, comandante —y explicó

otra vez—: Es el inventario. Todos esos números. Tres, cuatrotiendas. Intentan estafarme porque llevo las cuentas en la cabeza.

—Tallit no será procesado —repitió Scobie.—Da igual. Un día se pasará de la raya.—¿Los diamantes eran tuyos, Yusef?—¿Míos? ¿Le han hecho sospechar de mí, comandante

Scobie?—¿Tú pagaste al chico?

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Yusef se enjugó el agua de soda de la cara con el dorso de lamano.

—Pues claro, comandante. De ahí saqué la información.El momento de inferioridad había concluido: la cabezota se

había desprendido del bromuro, aunque las extremidades seguíanextendidas perezosamente sobre el sofá.

—Yusef, yo no soy tu enemigo. Te tengo simpatía.—Cuando dice eso, comandante Scobie, el corazón se me

acelera.Abrió aún más la camisa, como para mostrar los latidos de su

corazón, y arroyuelos de soda irrigaron el vello negro de su pecho.—Estoy demasiado gordo —dijo.—Me gustaría confiar en ti, Yusef. Dime la verdad, ¿los

diamantes eran tuyos o de Tallit?—Siempre he querido decirle la verdad, comandante. Yo nunca

le dije que los diamantes fuesen de Tallit.—¿Eran tuyos?—Sí.—Me has hecho hacer el ridículo, Yusef. Si tuviera aquí un

testigo ibas derecho a la cárcel.—No pretendía ridiculizarle, comandante. Quería que

expulsaran a Tallit. Sería bueno para todo el mundo que le echaran.No tiene sentido que los sirios estén divididos en dos bandos. Sisolo hubiera uno usted podría venir a verme y decirme: «Yusef, elgobierno quiere que los sirios hagan esto o lo otro», y yo podríaresponder: «Así se hará».

—Y un par de manos controlaría el contrabando de diamantes.—Oh, los diamantes, diamantes, diamantes —se quejó Yusef,

cansinamente—. Le aseguro, comandante, que mi tienda máspequeña me da más dinero en un año del que ganaría en tres añoscon diamantes. Usted no entiende la cantidad de sobornos quehacen falta.

—Bueno, Yusef, no voy a aceptarte más información. Esto ponefin a nuestra relación. Todos los meses te enviaré los intereses, por

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supuesto.Notó una extraña irrealidad en sus propias palabras: las

cortinas de color mandarina seguían allí colgadas, inmutables. Hayciertos lugares que jamás se olvidan; las cortinas y cojines deaquella habitación se sumaban a un dormitorio de un ático, unescritorio manchado de tinta, un altar con encajes de Ealing:permanecerían en su recuerdo tanto tiempo como le durase lamemoria.

Yusef puso los pies en el suelo y se sentó, rígido.—Comandante Scobie, se ha tomado muy a pecho mi pequeña

broma.—Adiós, Yusef. No eres un mal tipo, pero adiós.—Se equivoca, comandante. Soy un mal tipo. —Añadió

seriamente—: Mi amistad por usted es lo único bueno que hay enesta alma negra. No puedo darme por vencido. Tenemos que seramigos siempre.

—Me temo que no, Yusef.—Escuche, comandante. No le estoy pidiendo que haga algo

por mí, aparte de visitarme y de hablar conmigo, y de noche, cuandonadie nos ve. Nada más. Solo eso. No le contaré más historiassobre Tallit. No le diré nada. Nos sentaremos aquí con el sifón y labotella de whisky...

—No soy idiota, Yusef. Sé que te sería muy útil que la gentecreyera que somos amigos. No voy a hacerte ese favor.

Yusef se introdujo un dedo en el oído y lo vació de agua desoda. Miró fría e insolentemente a Scobie. «Así debe de mirar»,pensó Scobie, «al encargado que ha intentado engañarle respecto alas cifras que él lleva en la cabeza».

—Comandante, ¿le ha hablado al comisario de nuestropequeño acuerdo comercial o era un simple farol?

—Pregúntaselo tú mismo.—Creo que lo voy a hacer. Mi corazón se siente despechado y

amargo. Me ordena que vaya adonde el comisario para contárselotodo.

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—Obedece siempre a tu corazón, Yusef.—Le diré que usted aceptó mi dinero y que planeamos juntos la

detención de Tallit. Pero usted no cumplió el trato y por eso voy averle, por venganza. Por venganza —repitió Yusef sombríamente,con su cabeza romana hundida en su pecho fofo.

—Adelante. Haz lo que quieras, Yusef.Pero no conseguía creerse nada de aquella escena, por mucho

que se empeñase en interpretarla. Era como una riña de amantes.No creía las amenazas de Yusef y tampoco daba crédito a su propiacalma: ni siquiera creía en aquel adiós. Lo que había sucedido en lahabitación malva y naranja había sido demasiado importante paraconvertirse en parte del pasado enorme y uniforme. No sesorprendió cuando Yusef, levantando la cabeza, dijo:

—No iré, por supuesto. Algún día usted volverá y querrá miamistad. Y yo le recibiré bien.

«¿Estaré de verdad tan desesperado?», se preguntó Scobie,como si en la voz del sirio hubiese detectado el acento genuino de laprofecía.

V

Al volver a casa, Scobie paró el coche delante de la iglesia católica yentró. Era el primer sábado del mes y siempre se confesaba esedía. Media docena de viejas, con el pelo recogido como asistentescon guardapolvo, esperaban su turno; también una enfermera y unsoldado raso con una insignia de la artillería real. La voz del padreRank emitía susurros monótonos desde el confesonario.

Con los ojos fijos en el crucifijo, Scobie rezó el padrenuestro, elavemaría y el acto de contrición. La languidez atroz de la rutinaembargó su ánimo. Se sentía como un espectador, una de lasmuchas personas que rodeaban la cruz y sobre las cuales pasó lamirada de Cristo, buscando la cara de un amigo o un enemigo. Aveces le parecía que su profesión y su uniforme le emparentaban

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inexorablemente con aquellos romanos anónimos que, siglos atrás,mantenían el orden en las calles. Una tras otra iban y venían delconfesonario las ancianas kru, y Scobie rezaba por Louise, de unmodo vago e incoherente, para que fuera feliz en aquel momento ylo siguiera siendo, y para que no volviera a sucederle ningún mal. Elsoldado se alejó del confesonario y él se levantó.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Desdemi última confesión del mes pasado he faltado a misa un domingo yuna fiesta de guardar.

—¿Algo te impidió asistir?—Sí, pero esforzándome un poco hubiera podido organizar

mejor mis obligaciones.—¿Qué más?—Durante todo este mes he hecho lo mínimo. He sido

innecesariamente áspero con uno de mis hombres...Hizo una larga pausa.—¿Eso es todo?—No sé cómo expresarlo, padre, pero me siento... cansado de

la religión. Tengo la impresión de que no significa nada para mí. Heintentado amar a Dios, pero... —Hizo un gesto que el sacerdote nopudo ver a través de la rejilla, porque estaba sentado de perfil juntoa Scobie—. Ni siquiera estoy seguro de tener fe.

—Es fácil preocuparse demasiado por eso —dijo el cura—.Sobre todo aquí. Si pudiera, daría a mucha gente un permiso deseis meses como penitencia. Este clima deprime. Es fácil confundirel cansancio con... bueno, el descreimiento.

—No quiero entretenerle, padre. Hay otras personasesperando. Sé que no son más que figuraciones. Pero me siento...vacío. Vacío.

—A veces es el momento que Dios elige —dijo el sacerdote—.Ahora váyase y rece un misterio del rosario.

—No tengo rosario. Al menos...—Pues cinco padrenuestros y cinco avemarías.

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Empezó a recitar las palabras de la absolución, «pero elproblema es», pensó Scobie, «que no hay nada que absolver». Laspalabras no producían una sensación de alivio porque no habíanada que aliviar. Eran una fórmula, latinajos encadenados: unabracadabra. Salió del confesonario y volvió a arrodillarse, y aquellotambién era un acto rutinario. Por un instante pensó que Dios erademasiado accesible. No costaba nada aproximarse a Él. Al igualque un demagogo popular, estaba a todas horas a disposición delmás ínfimo de sus seguidores. Alzó la mirada hacia el crucifijo ypensó: «Hasta sufre en público».

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3

I

—Le he traído unos sellos —dijo Scobie—. Se los he idopidiendo a todo el mundo durante la semana. Hasta la señora Carterha aportado un periquito precioso, mírelo, de algún paíssudamericano. Y aquí tiene una serie completa de Liberia, consobretasa por la ocupación americana. Estos son del observadornaval.

Juntos estaban totalmente a gusto: por esa misma razón lesparecía que estaban a salvo.

—¿Por qué colecciona sellos? —preguntó él—. Es una aficiónrara... después de los dieciséis años.

—No lo sé —respondió Helen Rolt—. En realidad no loscolecciono. Los llevo conmigo. Supongo que es una costumbre. —Abrió el álbum y dijo—: No, no es solo una costumbre. Me encantan.¿Ve este sello verde, de medio penique, con la efigie de Jorge V?Es el primero que coleccioné. Tenía ocho años. Lo despegué alvapor de un sobre y lo guardé en un cuaderno. Por eso mi padre meregaló un álbum. Mi madre había muerto y entonces él me regaló unálbum.

Trató de explicarlo más exactamente.—Son como fotos. Pero transportables. La gente que

colecciona porcelanas no puede llevárselas. O libros. Pero no tienesque arrancar las páginas, como se hace con las fotografías.

—Nunca me ha hablado de su marido —dijo Scobie.—No.—¿No sirve de mucho arrancar una página porque siempre se

ve de dónde ha sido arrancada?—Sí.

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—Cuesta menos superar algo si se habla de ello —dijo Scobie.—El problema no es ese —dijo ella—. El problema es... que es

terriblemente fácil superarlo.La confesión sorprendió a Scobie: no había creído que ella

fuese lo bastante adulta para haber alcanzado aquel nivel en suexperiencia, aquel determinado giro de madurez.

—Hace que ha muerto... ¿cuánto? ¿Ocho semanas? Y yaparece tan muerto, tan completamente muerto. Supongo que soyuna desalmada.

—No debe pensar eso —dijo Scobie—. A todo el mundo lepasa, creo. Cuando decimos a alguien: «No puedo vivir sin ti», loque realmente queremos decir es: «No puedo vivir pensando quepuedes estar sufriendo, necesitado, infeliz». No es más que eso.Cuando el ser querido ha muerto nuestra responsabilidad termina.No podemos hacer nada. Podemos descansar en paz.

—No sabía que era tan dura —dijo Helen—. Horriblementedura.

—Tuve una hija —dijo Scobie—. Murió. Yo estaba aquí. Mimujer me envió dos telegramas desde Bexhill, uno a las cinco de latarde y otro a las seis, pero el segundo llegó antes que el primero.Ella quería darme la noticia poco a poco. Recibí un telegramadespués del desayuno. Eran las ocho de la mañana: una horamuerta para cualquier noticia.

No se lo había contado a nadie hasta ahora, ni siquiera aLouise. Ahora repitió las palabras exactas de cada telegrama,meticulosamente.

—El telegrama decía: Catherine ha muerto esta tarde sin dolorDios te bendiga. El segundo llegó a la hora del almuerzo. Decía:Catherine gravemente enferma. Médico tiene esperanzas camino.«Camino» era una errata; supongo que quería decir «cariño». Ya veque no había forma más torpe de comunicarme la noticia que poner:«Médico tiene esperanzas».

—Tuvo que ser terrible para usted.

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—No, lo terrible fue que cuando recibí el segundo telegramaestaba tan confundido que pensé que había sido un error. La niñatenía que estar viva todavía. Por un momento, hasta que comprendílo que había ocurrido, me sentí... decepcionado. Eso fue lo terrible.Pensé: «Ahora empieza la ansiedad, el dolor», pero cuandocomprendí lo que había sucedido todo se arregló: estaba muerta,podía empezar a olvidarla.

—¿La ha olvidado?—No la recuerdo a menudo. Me libré de verla morir,

¿comprende? Le tocó a mi mujer.Para él era asombrosa la facilidad y la rapidez con que se

habían hecho amigos. Dos muertes habían conseguido aproximarlessin reservas.

—No sé qué hubiera hecho sin usted —dijo ella.—Todo el mundo la hubiera cuidado.—Creo que me tienen miedo.Él se rio.—Es cierto. El teniente de aviación Bagster me ha llevado a la

playa esta tarde, pero estaba asustado. Porque no soy feliz y por lode mi marido. Todo el mundo en la playa aparentaba alegría y yoestaba allí sentada, sonriendo, y no me han creído. ¿No se acuerdade la primera fiesta a la que fue en su vida, cuando al subir laescalera oía todas las voces y no sabía qué decirle a la gente? Asíme sentía yo, y sonreía con el bañador de la señora Carter puesto, yBagster me ha acariciado la pierna y yo quería irme a casa.

—Pronto volverá a su casa.—No me refería a esa. Pensaba en esta, donde puedo cerrar la

puerta y no contestar si llaman. No quiero marcharme todavía.—Pero no es feliz aquí, ¿verdad?—Me aterra el mar.—¿Sueña con él?—No. Sueño con John a veces. Eso es peor, porque siempre he

tenido pesadillas con él y ahora sigo teniéndolos. Quiero decir queen sueños nos peleábamos siempre, y todavía lo hacemos.

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—¿Se peleaban?—No. Era muy cariñoso conmigo. Solo llevábamos un mes

casados. No puede ser difícil ser cariñoso durante tan poco tiempo,¿no? Cuando aquello ocurrió no había tenido tiempo de aprender adesenvolverme.

Scobie pensó que ella nunca había sabido moverse en elmundo; no, por lo menos, desde que había abandonado el equipode baloncesto: ¿había sido un año antes? A veces la veía tumbadaen el bote, en aquel mar aceitoso e impreciso, día tras día, con elotro niño agonizante, Miss Malcott y el marinero que estabaenloqueciendo, y con el jefe de máquinas consciente de suresponsabilidad ante los propietarios; otras veces la veía pasar pordelante de él en una camilla, aferrando su álbum de sellos, y ahora,por último, la veía con el bañador prestado y poco favorecedor,sonriendo a Bagster mientras este le acariciaba las piernas,escuchando las risas y los salpicones, ignorante del ceremonialadulto... Tristemente, como una marea vespertina, sintió que laresponsabilidad le empujaba hacia la orilla.

—¿Ha escrito a su padre?—Oh, sí, claro. Ha telegrafiado que está moviendo influencias

para conseguir pasaje. No sé qué influencias podrá mover desdeBury, pobrecillo. No conoce absolutamente a nadie. También mandóun telegrama con el pésame por John. —Levantó un cojín de la sillay sacó el telegrama—. Léalo. Es un encanto, pero no me conoce lomás mínimo.

Scobie leyó: Terriblemente apenado por ti, querida niña, perorecuerda la felicidad de John, Tu amante padre. La estampilla con lafecha y la marca de Bury le recordaron la inmensa distancia entrepadre e hija.

—¿Cómo es eso de que no le conoce lo más mínimo? —preguntó.

—Bueno, él cree en Dios, en el infierno y en todas esas cosas.—¿Y usted no?

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—Me despedí de todo eso cuando salí del colegio. John solíatomarme el pelo al respecto, sin mala intención, ya sabe. A papá nole importaba. Pero nunca supo que yo pensaba lo mismo que John.Si eres hija de un clérigo tienes que fingir mucho. Él se hubierallevado un disgusto de haberse enterado de que John y yoestuvimos juntos, oh, quince días antes de casarnos.

Scobie la vio de nuevo como una muchacha que no conocía elmundo: no era de extrañar que Bagster se hubiese asustado. No eraun hombre dispuesto a aceptar responsabilidades, ¿y cómo pedir,pensó, que las asumiera, en cualquier acto, aquella niña estúpida ydesconcertada? Revolvió el montoncito de sellos que había reunidopara ella y preguntó:

—¿Qué piensa hacer cuando vuelva a Inglaterra?—Supongo que me llamarán a filas —respondió Helen.Él pensó: «Si mi hija hubiera vivido, a ella también la habrían

alistado en el ejército y la habrían metido en un dormitorio tétrico,para que se las apañara por su cuenta». Después del Atlántico, elcuerpo auxiliar de tierra o de la fuerza aérea, la sargento brutal depecho amplio, la cocina y las peladuras de patatas, la oficiallesbiana de labios delgados y pelo rubio y limpio, y los hombres queesperaban en el terreno comunal, delante del campamento, entrelas matas de tojo... comparado con esto el océano era sin duda másacogedor.

—¿Sabe usted taquigrafía? ¿Idiomas? —preguntó.Solo los inteligentes, los astutos y los influyentes se salvaban

de la guerra.—No —respondió ella—. No sé hacer nada especial.Era imposible imaginarla rescatada del mar y luego arrojada de

nuevo a las aguas como un pez que no vale la pena pescar.—¿Sabe escribir a máquina?—Escribo bastante rápido con un dedo.—Creo que podría encontrar trabajo aquí. Tenemos muy pocas

secretarias. Todas las mujeres casadas trabajan en el secretariado,y aun así necesitamos más. Pero es un clima malo para una mujer.

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—Me gustaría quedarme. Brindemos por eso.Llamó al criado: «¡Chico, chico!».—Ya va aprendiendo —dijo Scobie—. Hace una semana le

tenía tanto miedo...El criado entró con una bandeja que transportaba vasos, lima,

agua y una botella nueva de ginebra.—Este no es el chico con el que yo hablé —dijo Scobie.—No, aquel se fue. Le habló usted con demasiada rudeza.—¿Y vino este?—Sí.—¿Cómo te llamas, chico?—Vande, señor.—Te he visto antes, ¿verdad?—No, señor.—¿Quién soy yo?—Usted gran policía, señor.—No me lo asuste —dijo Helen.—¿Dónde trabajabas?—Con el subcomisario Pemberton en selva, señor. Yo era

segundo criado.—¿Te vería allí? Supongo que sí. Cuida bien a esta ama ahora

y cuando ella vuelva a su casa te conseguiré un buen trabajo.Recuerda. —Y dirigiéndose a Helen, dijo—: No ha mirado los sellos.

—No, todavía no, ¿verdad?Una gota de ginebra cayó encima de un sello y lo manchó.

Scobie observó cómo ella lo separaba de los demás y se fijó en elpelo lacio que caía como rabos de rata sobre la nuca de Helen,como si el Atlántico le hubiera arrebatado la fuerza para siempre; viotambién su cara hundida. Le parecía que no se había sentido tan agusto con otro ser humano desde hacía años; desde que Louise erajoven. Pero se dijo a sí mismo que aquel caso era distinto: juntos seencontraban a salvo. Él le llevaba más de treinta años; su cuerpo,en aquel clima, había perdido el apetito sexual; la observaba contristeza y afecto y una piedad inmensa porque llegaría un tiempo en

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que no podría enseñarle el camino en un mundo en el que ella nosabía orientarse. Cuando Helen se volvió y la luz le dio en la cara lepareció una chica fea, con la fealdad transitoria de un niño. Lafealdad era como unas esposas en las muñecas de Scobie.

—Ese sello ya no vale. Le conseguiré otro.—Oh, no —dijo ella—. Lo guardo como está. No soy una

coleccionista de verdad.Él no tenía sentido de responsabilidad para con los hermosos,

los agraciados y los inteligentes. Podían encontrar su propio camino.Era la cara por la que nadie se desviaría de su ruta, la cara quenunca sorprendería una mirada codiciosa, la cara que pronto sehabituaría a los desaires y a la indiferencia la que reclamaba suvasallaje. La palabra «compasión» se usa con la misma ligereza quela palabra «amor»: la terrible pasión promiscua que pocosexperimentan.

—Escuche: cada vez que vea esta mancha veré estahabitación.

—Entonces es como una foto.—Un sello se puede despegar —añadió, con una tremenda

ligereza juvenil— y uno no sabe que una vez estuvo aquí.Se volvió de pronto hacia él y agregó:—Es tan agradable hablar con usted... Puedo decir lo que me

apetezca. No tengo miedo de herirle. Usted no quiere nada de mí.Estoy a salvo.

—Los dos lo estamos.Les rodeaba la lluvia que caía regularmente sobre el tejado de

chapa.—Tengo la sensación de que usted no me fallará nunca.Él sintió estas palabras como una orden que debería obedecer,

por muy difícil que fuera. Helen tenía las manos llenas de losabsurdos pedacitos de papel que él le había llevado.

—Los conservaré siempre —dijo ella—. Nunca tendré quedespegarlos.

Alguien llamó a la puerta y una voz dijo, alegremente:

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—Freddie Bagster. Soy yo, Freddie Bagster.—No conteste —susurró Helen—. No conteste.Descansó el brazo en el de Scobie y miró a la puerta con la

boca un poco abierta, como si le faltara aire. A él le pareció unanimal que había sido perseguido hasta su madriguera.

—Ábrale a Freddie —dijo la voz zalamera—. Sea buena, Helen.Soy Freddie Bagster.

El hombre estaba un poco borracho.Ella permaneció apretada contra Scobie, con una mano contra

su costado. Cuando se alejó el sonido de los pies de Bagster, Helenlevantó la boca y se besaron. Lo que ambos habían tomado porseguridad resultó ser el camuflaje de un enemigo que opera bajo laapariencia de la amistad, la confianza y la compasión.

II

El compás regular del aguacero reconvirtió en ciénaga la parcela detierra rellenada en donde se hallaba la casa de Scobie. La ventanade su habitación oscilaba de un lado para otro. Una ráfaga de vientohabía roto el pestillo en algún momento de la noche. La lluvia habíairrumpido, el tocador estaba empapado y en el suelo se habíaformado un charco de agua. El despertador marcaba las cuatro yveinticinco. Era como si hubiera retornado a una casa abandonadahacía años. No le hubiera sorprendido encontrar telarañas encimadel espejo, el mosquitero colgando hecho jirones y excrementos deratones por el suelo.

Se sentó en una silla y el agua que escurrieron sus pantalonesformó un segundo charco alrededor de sus botas. No había cogidoel paraguas al emprender el camino de regreso con un extrañojúbilo, como si hubiese redescubierto algo que había perdido, quepertenecía a su juventud. En la oscuridad húmeda y ruidosa inclusohabía elevado la voz y había ensayado una línea de la canción de

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Fraser, pero su voz desafinaba. Sin embargo, en algún punto deltrayecto entre la cabaña y su casa había extraviado su alegría.

Se había despertado a las cuatro de la mañana. Ella tenía lacabeza apoyada en su cuerpo y él sentía su pelo contra el pecho.Sacó la mano por debajo del mosquitero y encontró la luz. Ellaestaba tumbada en una curiosa postura encogida, como la de quienha sido abatido de un disparo en plena fuga. Incluso entonces, antesde que su ternura y su placer despertaran, por un instante le parecióque estaba mirando un pedazo de carne de cañón. Las primeraspalabras que ella dijo cuando la luz le desveló fueron:

—Bagster puede irse al infierno.—¿Estabas soñando?—Soñaba que me había perdido en un pantano y que Bagster

me encontraba.—Tengo que irme. Si nos dormimos ahora, no despertaremos

hasta que sea de día.Empezaba a pensar por los dos, previsoramente. Como un

criminal, empezaba a forjar en su cabeza el crimen impune;planeaba cada paso por adelantado; por primera vez en su vida,caviló los largos argumentos legalistas del engaño. Si tal y tal...sucede tal cosa.

—¿A qué hora viene el chico? —preguntó.—A eso de las seis, creo. No lo sé. Me llama a las siete.—Ali empieza a hervirme el agua a las seis menos cuarto. Más

vale que me vaya.Buscó por todas partes, minuciosamente, signos de su

presencia: enderezó una estera y dudó ante un cenicero. Al final sehabía dejado el paraguas apoyado contra la pared. Le pareció queera el olvido típico de un criminal. Cuando la lluvia se lo recordó erademasiado tarde para regresar. Hubiera tenido que aporrear lapuerta, y en una cabaña vecina ya había una luz encendida. De pieen su habitación, con una de sus botas en la mano, pensó, concansancio y con tristeza: «En adelante tendré que hacerlo mejor».

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En adelante... Ahí radicaba la tristeza. ¿Era la mariposa la quemoría en el acto de amor? Los seres humanos estaban condenadosa las consecuencias. Sobre él recaían la responsabilidad y la culpa;no era como Bagster; él sabía lo que estaba haciendo. Había juradoprocurar la felicidad de Louise, y ahora aceptaba unaresponsabilidad nueva y contradictoria. Le cansaban de antemanotodas las mentiras que tendría que decir algunas veces; sentía lasheridas de las víctimas que aún no habían sangrado. Con la cabezaen la almohada, miró insomne hacia la marea gris y temprana. Enalgún lugar de la superficie de aquellas aguas oscuras flotaba lasensación de otro daño y otra víctima que no eran Louise ni Helen.

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SEGUNDA PARTE

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1

I

—Esto es. ¿Qué te parece? —preguntó Harris, con orgullo maldisimulado. Se quedó en la entrada de la choza mientras Wilsondaba unos pasos cautelosos entre los maderos oscuros de losmuebles del gobierno, como un setter merodeando entre rastrojos.

—Mejor que el hotel —dijo cautamente, apuntando el hocicohacia un butacón.

—Quería darte una sorpresa cuando volvieras de Lagos.Harris había dividido la cabaña de Nissen en tres piezas: un

dormitorio para cada uno y una salita común.—Solo hay una cosa que me preocupa. No estoy seguro de que

haya cucarachas.—Bueno, la finalidad del juego era eliminarlas.—Ya sé, pero casi es una lástima, ¿verdad?—¿Quiénes son los vecinos?—La señora Rolt, náufraga de un barco hundido por un

submarino, y dos tipos del departamento de Obras Públicas; un talClive, del de Agricultura, y Boling, jefe de Alcantarillado. Parece unlote simpático. Y Scobie, claro, al final de la calle.

—Sí.Wilson deambuló inquieto por la cabaña y se detuvo delante de

una fotografía que Harris había apoyado contra un tintero. La fotomostraba tres filas largas de chicos en un césped: la primerasentada, con las piernas cruzadas en la hierba; la segunda en sillas,con cuello alto y duro, y un hombre de edad y dos mujeres (una erabizca) en el centro; la tercera fila estaba de pie.

—Esta mujer bizca... juraría que la he visto en alguna parte.—¿No te dice nada el nombre de «Culebra»?

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—¡Pues claro! —Miró con más atención—. ¿Así que tú tambiénestuviste en aquel agujero?

—Vi el Downhamian en tu habitación y recorté esto para darteuna sorpresa. Yo estaba en el grupo de Jagger, ¿y tú?

—Yo era tutor.—Ah, bueno —dijo Harris con tono de desencanto—, había tíos

majos entre los tutores.Tumbó de nuevo la fotografía como si no hubiera tenido mucho

éxito.—He estado pensando que podríamos organizar una cena de

exalumnos.—¿Para qué? —preguntó Wilson—. Solo somos dos.—Podríamos traer un invitado cada uno.—No le veo sentido.—Bueno —dijo Harris agriamente—, tú eres el verdadero

Downhamian, no yo. Nunca me afilié a la asociación. Tú tienes larevista. Pensé que quizá te interesaba el colegio.

—Mi padre me hizo socio vitalicio y me envía siempre ladichosa revista —dijo Wilson con tono seco.

—Estaba al lado de tu cama. Creí que la habrías estadoleyendo.

—Quizá le haya echado una ojeada.—Venía mi nombre en una página. Querían saber mi dirección.—Ah, pero ¿sabes para qué? —dijo Wilson—. Están haciendo

un llamamiento a todos los exalumnos que puedan pescar. Elartesonado del Salón de Fundadores necesita una reparación. Yo entu lugar no les daría señas.

Harris pensó que Wilson era uno de esos que siempre estaba alcorriente de lo que pasaba, que daba información anticipada, quesabía por qué Fulano de Tal había faltado a clase y qué se estabacociendo en la reunión especial del claustro. Unas semanas antesWilson había sido el recién llegado de quien Harris se habíaapresurado a hacerse amigo para enseñarle el sitio. Recordó lanoche en que Wilson, si él no se lo hubiera advertido, se habría

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vestido de etiqueta para asistir a una cena en casa de un sirio. Perodesde el primer año escolar el destino de Harris le había condenadoa ver la rapidez con que crecían los alumnos nuevos: durante untrimestre era su servicial mentor; al siguiente prescindían de él.Nunca había podido progresar tan aprisa como el alumno másnuevo e inexperto. Recordó que hasta en el juego de las cucarachas—que él había inventado— Wilson había desafiado su reglamento laprimera noche.

—Supongo que tienes razón —dijo tristemente—. Después detodo quizá no envíe la carta. —Y añadió con tono humilde—: Hecogido la cama de este lado, pero no me importa dormir en la otra...

—Oh, da lo mismo —dijo Wilson.—Solo he contratado a un camarero. Pensé que al compartirlo

ahorraríamos un poco.—Cuantos menos criados, mejor —dijo Wilson.Aquella noche fue la primera de su nueva etapa de

compañerismo. Estaban leyendo en sus respectivas butacasgemelas, detrás de las cortinas del apagón. Encima de la mesahabía una botella de whisky para Wilson y una botella de agua decebada aromatizada con lima para Harris. Una sensación de pazextraordinaria invadió a Harris mientras escuchaba el repiqueteoregular de la lluvia en el tejado y Wilson leía un libro de Wallace. Devez en cuando pasaba un grupo de borrachos procedentes de lacantina de la RAF, gritando o forzando el motor de los coches, peroaquella estridencia solo fortalecía la sensación de paz dentro de lacabaña. A veces la mirada se le iba a las paredes en busca decucarachas, pero no se podía tener todo.

—¿Tienes el Downhamian a mano, compadre? No meimportaría echarle otra ojeada. Este libro es pesadísimo.

—Hay uno nuevo sin abrir encima del tocador.—¿Te importa que lo abra?—¿Por qué demonios iba a importarme?Harris leyó primero la sección de notas y después vio que

todavía buscaban el paradero de H. R. Harris (1917-1921). Se

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preguntó si Wilson se habría equivocado: no había la menormención sobre el artesonado del Salón. Tal vez, después de todo,enviara la carta; se imaginó la contestación que recibiría delsecretario. Sería algo como: Mi querido Harris: A todos nos haproducido un gran placer su carta desde aquellas regiones exóticas.¿Por qué no nos envía una colaboración extensa para la revista? Yaprovechando que le escribo, ¿no le gustaría hacerse miembro de laasociación de exalumnos? Compruebo que nunca lo ha sido. Lehablo en nombre de todos los exalumnos cuando le digo que suingreso sería motivo de alegría. Probó a decir «motivo de orgullo»,pero lo descartó. Era una persona realista.

El colegio había cosechado algunos éxitos en el trimestrenavideño. Habían derrotado por un gol al Harpenden, por dos alMerchant Taylors y habían empatado con el Lancing. Ducker yTierney estaban triunfando como delanteros, pero en la melé elequipo tardaba todavía en despejar la pelota. Pasó una página yleyó que la Sociedad de Ópera había interpretado una versiónexcelente de Patience en el Salón de Fundadores. F. J. K., queevidentemente era el profesor de inglés, escribía: Lane, en el papelde Bunthorne, desplegó un grado de esteticismo que asombró atodos sus compañeros. Hasta ahora no hubiéramos calificado suestilo de medieval, ni hubiéramos pensado en vincularle conazucenas, pero nos ha persuadido de que le habíamos juzgado mal.Una actuación espléndida, Lane.

Harris leyó por encima la crónica de cinco partidos y unafantasía titulada «El tic del reloj», que empezaba así: Había una vezuna damisela cuya más preciada posesión... Los muros deDownham —el ladrillo rojo veteado de amarillo, los follajesmagníficos, las gárgolas de mitad de la era victoriana— se alzaronen torno a él: unas botas hollaron escaleras de piedra y unacampanilla rajada sonó para anunciarle otro día desdichado. Sintióesa lealtad que nos une a la desdicha: el sentimiento de que esnuestro universo real. Se le llenaron los ojos de lágrimas, dio un

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sorbo de su agua de cebada y pensó: «Voy a mandar esa carta digalo que diga Wilson». Alguien gritó fuera:

—¡Bagster! ¿Dónde estás, Bagster, cabrón?Y el alborotador cayó en una zanja. Harris se sintió como si

estuviera de nuevo en Downham, salvo porque, naturalmente, allínadie hubiera empleado esa palabra.

Pasó un par de páginas y le llamó la atención el título de unpoema. Se titulaba «Costa oeste» y estaba dedicado a L. S. Noentendía mucho de poesía, pero le pareció interesante que en algúnpunto de aquel vasto litoral de arena y olores existiese un tercerexalumno del colegio. Leyó:

Otro Tristán en lejanas riberaslleva a su boca la copa envenenada.Otro Marco, en la playa de palmeras,observa el eclipse de su amada.

Le pareció oscuro; su mirada recorrió rápidamente los versosque quedaban hasta las iniciales escritas al pie: E. W. A puntoestuvo de lanzar una exclamación, pero se contuvo a tiempo. En unalojamiento tan estrecho como el que ahora compartían eranecesario ser circunspecto. No había sitio para las peleas. «¿Quiénserá L. S.?», se preguntó, y pensó: «Seguramente no puede ser...».La sola idea despertó en sus labios una sonrisa cruel.

—La revista no trae gran cosa —dijo—. Ganamos a Harpenden.Hay un poema titulado «Costa oeste». Otro pobre diablo por estosandurriales, me imagino.

—Oh.—Con mal de amores —dijo Harris—. Pero no leo poesía.—Yo tampoco —mintió Wilson, amparado en la pantalla del

Wallace.

II

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Se había salvado por un pelo. Tumbado de espaldas en la cama,Wilson escuchaba la lluvia sobre el techo y la fuerte respiración delexcondiscípulo al otro lado de la cortina. Era como si los añosatroces hubieran franqueado la niebla intermedia y le rodearannuevamente. ¿Qué locura le había impulsado a enviar aquel poemaa la revista? Pero no era locura: desde hacía mucho tiempo eraincapaz de algo tan sincero como la demencia. Era una de esaspersonas condenadas a la complejidad desde la infancia. Sabía loque se había propuesto: recortar la poesía, sin indicación algunasobre su procedencia, y enviársela a Louise. Sabía que no eratotalmente del estilo de las que a ella le gustaban, pero habíapensado que le impresionaría en cierto modo el mero hecho de queestuviera impresa. Si Louise le preguntaba dónde se la habíanpublicado, no sería difícil inventar el nombre convincente de uncírculo literario. El Downhamian, por fortuna, era de buen papel yestaba bien impreso. Ciertamente tendría que pegar el recorte sobreun papel opaco para encubrir lo escrito en el otro lado, pero seríafácil idear una explicación al respecto. Era como si su oficio fueraabsorbiendo poco a poco toda su vida, lo mismo que había hecho elcolegio. Su oficio consistía en mentir, en tener preparada unapatraña rápida, en no delatarse nunca, y su vida privada empezabaa seguir las mismas pautas. Tendido en la cama, sentía náuseas yasco de sí mismo.

La lluvia había cesado momentáneamente. Era uno de losintervalos frescos que representaban el consuelo de los insomnes.La lluvia proseguía en los densos sueños de Harris. Wilson selevantó sin hacer ruido y se preparó una dosis de bromuro: losgranos burbujearon en el fondo del vaso y Harris habló con vozronca y cambió de postura al otro lado de la cortina. Wilsonencendió su linterna sobre el reloj de pulsera y vio que eran las dosy veinticinco. Al caminar de puntillas hasta la puerta para nodespertar a Harris, sintió la pequeña picadura de una nigua debajode la uña de un dedo del pie. Por la mañana le pediría al criado quese la extrajera. Fuera, en la pequeña acera de cemento al borde del

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terreno pantanoso, dejó que el aire fresco le acariciara y queondeara la chaqueta abierta del pijama. Todas las cabañas estabansumidas en la oscuridad y las nubes de lluvia que se iban formandoocultaban parcialmente la luna. Iba a entrar cuando oyó que alguientropezaba a unos metros. Encendió la linterna, que iluminó laespalda encorvada de un hombre que avanzaba hacia la calle entrelas cabañas.

—¡Scobie! —exclamó Wilson, y el hombre se volvió.—Hola, Wilson —dijo Scobie—. No sabía que vivía aquí.—Comparto una cabaña con Harris —dijo Wilson, observando

al hombre que había sido testigo de sus lágrimas.—Vengo de dar un paseo —dijo Scobie, poco convincente—.

No podía dormir.Wilson pensó que Scobie era todavía un novato en el mundo

del engaño: no había vivido en él desde la infancia, y le tuvo unaextraña envidia de veterano en aquellas lides, tal como un viejopresidiario podría envidiar al joven ratero que cumple su primeracondena y para quien todo es nuevo.

III

Wilson estaba sentado en su cuartito sofocante de la oficina dela UAC. Varias de las publicaciones y diarios contables de laempresa, encuadernados a la holandesa, con piel de cerdo,formaban una barrera entre él y la puerta. Solapadamente, como unestudiante que usa una chuleta, Wilson traducía un telegrama detrásde esta barrera, con ayuda de su código de claves. Un calendariocomercial mostraba una semana de retraso en la fecha —el 20 dejunio— y una máxima: Las mejores inversiones son la honradez y lainiciativa. William P. Cornforth. Un empleado llamó y le dijo:

—Un negro le trae una nota, Wilson.—¿De quién?—Dice que de Brown.

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—Hágale esperar unos minutos, sea buen chico, y luego me lolarga para aquí.

Por muy diligentemente que practicase, la expresión de jergasonaba poco natural en él. Dobló el telegrama y lo guardó en elcódigo para marcar la página. Después metió el código en la caja decaudales y cerró la puerta. Se sirvió un vaso de agua y miró la calle;las matronas indígenas, con la cabeza envuelta en brillantespañuelos de algodón, pasaban con sus paraguas de colores. Lastúnicas informes de algodón les llegaban hasta los tobillos; una lucíaun diseño de cajas de cerillas; otra, de lámparas de queroseno; latercera —el último grito en Mánchester— de mecheros color malvasobre fondo amarillo. Pasó una chica desnuda hasta la cintura,radiante bajo la lluvia, y Wilson la contempló con melancólica lujuriahasta perderla de vista. Tragó saliva y se volvió cuando se abría lapuerta.

—Cierra.El chico obedeció. Evidentemente se había puesto sus mejores

ropas para aquella visita matutina: una camisa blanca de algodónencima de pantalones cortos igualmente blancos. Sus zapatillasdeportivas estaban inmaculadas a pesar de la lluvia, pero lesobresalían los dedos del pie.

—¿El criado de Yusef?—Sí, señor.—Mi criado te ha dado un mensaje —dijo Wilson—. Te ha dicho

lo que quiero, ¿eh? Es tu hermano pequeño, ¿no?—Sí, señor.—¿Mismo padre?—Sí, señor.—Dice que eres buen chico, honrado. Quieres ser camarero,

¿eh?—Sí, señor.—¿Sabes leer?—No, señor.—¿Escribir?

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—No, señor.—¿Tienes ojos en la cara? ¿Oídos despiertos? ¿Ves las cosas?

¿Lo oyes todo?El chico sonrió: una cuchillada de blancura en su tez tersa y gris

de elefante; tenía aspecto de muchacho espabilado. Para Wilson, lainteligencia era más valiosa que la honradez. La honradez era unarma de doble filo, pero la inteligencia perseguía siempre lo mejor.La inteligencia captaba que un sirio podía regresar un día a su país,pero que los ingleses se quedaban. La inteligencia sabía que erabueno trabajar para un gobierno, para el gobierno que fuese.

—¿Cuánto ganas ahora?—Diez chelines.—Yo te pago cinco más. Si Yusef te despide te pago diez. Si te

quedas con Yusef un año y me das buena información, informaciónverdadera, no mentiras, te doy trabajo de camarero con hombreblanco. ¿Entendido?

—Sí, señor.—Si me dices mentiras vas a la cárcel. Quizá te fusilen. No lo

sé. No me importa. ¿Entendido?—Sí, señor.—Todos los días vas a ver a tu hermano en el mercado de

carne. Le dices quién va a casa de Yusef. Le dices dónde va Yusef.Le dices todos los chicos raros que van a su casa. No dicesmentiras, dices la verdad. Sin juegos. Si nadie va a casa de Yusefdices que nadie. No dices mentiras gordas. Si mientes yo lo sé y vasa la cárcel directo.

La fastidiosa cantinela continuó. Wilson nunca estabatotalmente seguro de hasta qué punto entendían. El sudor le bañabala frente, y la cara fría y reservada del chico le exasperaba comouna acusación a la que no pudiese responder.

—Vas a la cárcel y te quedas encerrado muchísimo tiempo.Oía su propia voz cascada por el deseo de impresionar; se oía

a sí mismo como a una parodia del hombre blanco en los teatros.—¿Scobie? ¿Conoces al comandante Scobie?

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—Sí, señor. Hombre muy bueno, señor.Aparte de sí y no, eran las primeras palabras que el chico había

proferido.—¿Le ves en casa de tu amo?—Sí, señor.—¿Cuántas veces?—Una, dos, señor.—Él y tu amo... ¿son amigos?—Mi amo piensa comandante Scobie hombre muy bueno,

señor.La repetición de la frase enfureció a Wilson. Estalló, con rabia:—No quiero saber si es bueno o no. Quiero saber dónde se ve

con Yusef, ¿comprendes? ¿De qué hablan? ¿Alguna vez les sirvesbebidas cuando el camarero está ocupado? ¿Qué oyes?

—La última vez tuvieron gran charla —declaró zalameramenteel chico, como si estuviera enseñando una muestra de susmercancías.

—Seguro que sí. Quiero saber todo de esa charla.—Cuando comandante Scobie se marchó una vez, mi amo se

puso almohada encima mismo de la cara.—¿Qué demonios quieres decir con eso?El chico dobló los brazos encima de los ojos, con un gesto de

gran dignidad, y dijo:—Sus ojos mojaron almohada.—Santo cielo —dijo Wilson—, qué cosa más rara.—Luego bebió mucho whisky y se echó a dormir... diez, doce

horas. Luego fue a su tienda en Bond Street y armó gran bronca.—¿Por qué?—Dice que le engañan.—¿Qué tiene que ver eso con el comandante Scobie?El chico se encogió de hombros. Como tantas otras veces,

Wilson experimentó la sensación de que le habían cerrado unapuerta en las narices; estaba siempre al otro lado de esa puerta.

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Cuando el chico se fue volvió a abrir la caja de caudales.Primero giró el disco de la combinación hacia la izquierda y paró entreinta y dos, su edad; luego lo giró hacia la derecha hasta el diez, elaño de su nacimiento, y finalmente, de nuevo hacia la izquierda,hasta el sesenta y cinco, el número de su casa en Western Avenue,en Pinner, y sacó los libros de códigos. 32946 78523 97042. Filatras fila de grupos nadaban ante sus ojos. Si el telegrama no hubieraostentado la rúbrica de «Importante», habría aplazado hasta lanoche el descifrarlo. Sabía lo poco importante que era en realidad:el barco de costumbre que había zarpado de Lobitos con lospasajeros sospechosos de costumbre. Diamantes, diamantes,diamantes. Cuando hubiera descifrado el telegrama se lo entregaríaal sufrido comisario, que probablemente había recibido la mismainformación u otra información contradictoria del SOE o de otraorganización secreta de las que proliferaban en la costa comomangles. No molestar pero no repito no señalar a P. Ferreirapasajero de primera clase repito P. Ferreira pasajero de primeraclase. Posiblemente Ferreira era un agente que su organizaciónhabía reclutado a bordo. Era bastante posible que el comisariorecibiese simultáneamente un mensaje del coronel Wright diciendoque Ferreira era sospechoso de llevar diamantes y que debía serconcienzudamente registrado. 72391 87052 63847 92034. ¿Cómose podía no molestar, no repito no señalar y al mismo tiemporegistrar concienzudamente a P. Ferreira? Por suerte no eraproblema suyo. Quizá fuese Scobie quien sufriese los quebraderosde cabeza.

Fue otra vez a la ventana a por un vaso de agua y otra vez viopasar a la misma chica. O quizá no fuese la misma. Observó elreguero que el agua trazaba entre los dos omoplatos flacos queparecían alas. Recordó que había habido una época en que no sefijaba en una piel negra. Le pareció que en vez de meses llevabaaños en aquella costa, todos los años transcurridos entre lapubertad y la madurez.

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IV

—¿Te vas? —preguntó Harris, sorprendido—. ¿Adónde?—A la ciudad —respondió Wilson, aflojando el nudo de sus

botas.—¿Qué se te ha perdido en la ciudad a estas horas?—Negocios —dijo Wilson.Bueno, pensó, era una especie de negocio, la clase de negocio

triste que uno hacía solo, sin amigos. Semanas antes habíacomprado un automóvil de segunda mano, el primero que tenía ensu vida, y todavía no era un conductor de fiar. Ningún artefactoduraba mucho en aquel clima, y a cada pocos centenares de metrostenía que limpiar el parabrisas con el pañuelo. En Kru Town laspuertas de las chozas estaban abiertas, y familias sentadasalrededor de las lámparas de queroseno esperaban a que hicierafresco para irse a dormir. Un perro callejero muerto yacía en lacuneta y la lluvia bañaba su panza blanca e hinchada. Conducía ensegunda, a una velocidad un poco mayor que una persona andando,porque los faros de los civiles tenían que reducir la luz hasta eltamaño de una tarjeta de visita, y no veía nada a más de quincepasos. Tardó diez minutos en llegar al algodonero próximo a lacomisaría. No había luces encendidas en ninguna de lasdependencias, y dejó el coche estacionado delante de la entradaprincipal. Si alguien lo veía allí supondría que él estaba dentro. Porun momento, dubitativo, permaneció sentado y con la puerta abierta.La imagen de la muchacha pasando bajo la lluvia luchaba con la deHarris, que leía un libro recostado en su asiento, con un vaso dezumo junto al codo. Pensó tristemente, cuando por fin prevaleció lalascivia, en las molestias que causaba; degustó de antemano latristeza posterior.

Se había olvidado de coger el paraguas y estaba empapadoantes de haber descendido diez metros por la cuesta. Ahora leimpulsaba, más que la lujuria, la pasión de la curiosidad. Cuandouno vivía en un lugar nuevo, antes o después tenía que probar el

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producto local. Era como tener una caja de bombones guardada enel cajón de un dormitorio. Hasta que la caja se quedaba vacíaocupaba demasiado el pensamiento. Pensó: «Cuando esto acabepodré escribir otro poema a Louise».

El burdel era un bungaló con tejado de chapa, a mitad de lacuesta, a la derecha. En la estación seca, las muchachas sesentaban fuera, en la cuneta, como gorriones; charlaban con elpolicía de guardia en lo alto de la cuesta. Nunca habían arreglado lacalle y no era necesario pasar por el burdel para ir al muelle o a lacatedral: se podía ignorar. Ahora la fachada se levantaba estanca ysilenciosa frente a la calle embarrada, excepto por una puerta queuna piedra de la calzada mantenía abierta y que daba a un corredor.Wilson miró rápidamente a un lado y a otro y entró.

Años atrás, el corredor había estado encalado y enlucido, perolas ratas habían cavado agujeros en el yeso y los humanos habíanmutilado la cal con garabatos y nombres escritos a lápiz; inclusohabía un par de corazones entrelazados. Al principio a Wilson lepareció que el sitio estaba completamente desierto; a ambos ladosdel pasillo había pequeñas celdas de unos tres metros por uno ymedio, con cortinas en vez de puertas y camas confeccionadas concajones viejos recubiertos de una tela nativa. Recorrió aprisa elpasillo; al llegar al final, se dijo, daría media vuelta y volvería a laseguridad apacible y somnolienta de la habitación donde elexalumno de Downham dormitaba con el libro en las manos.

Se sintió terriblemente defraudado, como si no hubieraencontrado lo que buscaba, cuando llegó al fondo y descubrió que lacelda de la izquierda estaba ocupada; a la luz de una lámpara deaceite que ardía en el suelo vio a una muchacha con una túnicasucia tendida sobre los cajones como un pescado sobre unmostrador; las plantas rosas de sus pies colgaban sobre laspalabras «Azúcar Tate». Cumplía su turno, esperaba clientes. Sonrióa Wilson, sin molestarse en incorporarse, y dijo:

—¿Quieres chiquichiqui, cielo? Diez chelines.

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Él vio entonces a una chica con la espalda mojada de lluvia quese perdía de vista para siempre.

—No, no —contestó, moviendo la cabeza y pensando: «Quéimbécil he sido, qué imbécil, al hacer todo ese viaje para esto». Lachica lanzó una risita, como si comprendiera su estupidez, y él oyóel plas plas de pies descalzos que venían por el corredor desde lacalle; bloqueaba la salida una negra vieja con un paraguas a rayas.Dijo algo a la chica en lengua indígena y recibió una sonrienteexplicación. Wilson intuyó que todo aquello era ajeno a él, que eratan solo una de las situaciones normales que la vieja estabaacostumbrada a afrontar en los oscuros dominios que ellaregentaba.

—Voy a beber un trago antes.—Ella trae bebida —dijo la vieja. Impartió a la chica una orden

brusca en un idioma que él no entendía y la joven bajó las piernasde las cajas de azúcar.

—Quédate aquí —dijo la negra a Wilson, y, mecánicamente,como una anfitriona que está pensando en otra cosa pero que debedar conversación al invitado menos interesante, agregó—: Chicabonita, chiquichiqui, una libra.

Allí los valores del mercado estaban invertidos: el precioaumentaba en función de la resistencia.

—Lo siento. No puedo esperar —dijo Wilson—. Tenga diezchelines.

Hizo los movimientos preliminares que anticipaban su marcha,pero la vieja no le prestó la menor atención, cerrándole el paso ysonriendo sin tregua, como un dentista que sabe lo que conviene asu paciente. Allí el color de un hombre no tenía valor: no podíapavonearse, como un blanco en otros sitios: al entrar en aquelangosto corredor de yeso se había despojado de todo rasgo racial,social e individual, se había investido de la naturaleza humana. Sihubiera querido ocultarse, aquel era el escondrijo perfecto; sihubiera buscado anonimato, en aquel burdel era un hombre comocualquier otro. Su resistencia, su repugnancia y su miedo no eran

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siquiera características personales; eran tan comunes a los que ibanallí por primera vez que la anciana conocía exactamente todas lasreacciones. Primero la excusa de la bebida, luego el ofrecimiento dedinero, después...

—Déjeme pasar —dijo Wilson con voz débil.Pero sabía que ella no se movería; estaba observándolo como

si fuera un animal atado al que vigilase por encargo de su dueño. Nomostraba interés por él, pero de cuando en cuando repetía concalma:

—Chica bonita, chiquichiqui luego.Wilson le tendió una libra; ella se la embolsó y siguió

obstruyendo la salida. Cuando él intentó salir, ella le empujó haciaatrás con una palma rosada y displicente, diciendo:

—Luego. Chiquichiqui.Todo aquel ritual se había repetido en el pasado centenares de

veces.La chica volvía por el corredor con una botella de vinagre llena

de vino de palma, y Wilson capituló, con un suspiro de desgana. Elcalor reinante entre los muros de lluvia, el olor mohoso de sucompañera y la luz tenue y caprichosa de la lámpara de querosenole recordaron una cripta recién abierta para depositar en su suelootro cadáver. Le invadió un sentimiento de agravio, un odio haciaquienes le habían llevado allí. En presencia de ellos sentía como sisus venas muertas volvieran a sangrar.

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TERCERA PARTE

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1

I

—Te he visto en la playa esta tarde —dijo Helen.Scobie apartó la vista del vaso de whisky que estaba midiendo.

En la voz de Helen había habido algo que le recordabaextrañamente a Louise.

—Tenía que encontrar a Rees... —dijo—. Del servicio secretonaval.

—Ni siquiera me has hablado.—Tenía prisa.—Siempre tan cauteloso —dijo ella, y entonces él comprendió

lo que ocurría y por qué había pensado en Louise. Se preguntótristemente si el amor seguía siempre invariablemente la mismaruta. No era solo el acto de amor mismo el que era igual. Cuántasveces, en los dos últimos años, había tratado de evitar en elmomento crítico una escena semejante: para salvarse a sí mismo,pero también para salvar a la otra víctima. Rio sin ganas y dijo:

—Por una vez no estaba pensando en ti. Tenía otras cosas enqué pensar.

—¿Qué otras cosas?—Oh, diamantes...—Tu trabajo es mucho más importante para ti que yo —dijo

Helen, y la banalidad de la frase, leída en tantas novelas malas,partió el corazón de Scobie.

—Sí —respondió—, pero por ti lo sacrificaría.—¿Por qué?—Supongo que porque eres un ser humano. Uno puede querer

a un perro más que a cualquier otra cosa, pero nunca atropellará aun niño desconocido por salvarlo.

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—Oh —dijo ella—, ¿por qué me dices siempre la verdad? Noquiero la verdad constantemente.

Él le puso el vaso de whisky en la mano y dijo:—Querida, tienes mala suerte. Estás atada a un hombre

maduro. No podemos molestarnos en mentir todo el tiempo, comolos jóvenes.

—Si supieras —dijo ella— lo harta que estoy de todas tusprecauciones. Vienes cuando ha anochecido y te vas a la mismahora. Es tan..., tan innoble.

—Sí.—Siempre hacemos el amor aquí. Entre estos muebles de

suboficiales. Creo que no sabríamos hacerlo en otro sitio.—Pobrecita —dijo él.—¡No quiero tu compasión! —contestó ella, furiosa.Pero no se trataba de que la quisiera o no: la recibía. La sión

ardía en él como unas ruinas. Jamás se desharía de ella. Sabía porexperiencia que la pasión se apagaba y que el amor se iba, pero lapiedad siempre permanecía. No disminuía nunca. Lascircunstancias de la vida la nutrían. Había una sola persona en elmundo a quien no se podía compadecer: uno mismo.

—¿No puedes correr ningún riesgo? —preguntó ella—. No mehas escrito nunca una sola línea. Te vas de viaje unos días y no medejas nada. Ni siquiera tengo una foto para hacer más humana estacasa.

—No tengo ninguna foto —dijo él.—Supongo que piensas que utilizaría tus cartas contra ti.Scobie pensó: «Si cierro los ojos casi podría ser Louise

hablando». La voz era más joven, eso era todo, y quizá menoscapaz de producir dolor. Con el vaso de whisky en la mano recordóotra noche, a cien metros de allí: entonces el vaso contenía ginebra.

—Dices disparates —dijo suavemente.—Crees que soy una niña. Entras de puntillas... y me traes

sellos.—Intento protegerte.

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—Me importa una mierda lo que diga la gente.Él reconoció las malas palabras del equipo de baloncesto.—Si hablaran de más, lo nuestro acabaría.—No me estás protegiendo a mí. Estás protegiendo a tu mujer.—Viene a ser lo mismo.—Oh —dijo ella—. Compararme con... esa mujer.Scobie no pudo reprimir la mueca. Había subestimado el poder

de Helen para hacer daño. Advirtió que ella era consciente de suéxito: él se había puesto en sus manos. Ahora Helen siempre sabríacómo infligirle la puñalada más aguda. Era como una niña con unpar de tijeras que conoce su poder para herir. No hay que confiarnunca en que un niño no utilice su ventaja.

—Querida —dijo—, es demasiado pronto para reñir.—Esa mujer —repitió, mirándole a los ojos—. No la dejarás

nunca, ¿verdad?—Estamos casados —dijo él.—Si ella supiera esto, volverías como un perro apaleado.Él pensó con ternura: «No ha leído los mejores libros, no como

Louise».—No lo sé.—No te casarás nunca conmigo.—No puedo, y tú lo sabes.—Es una excusa maravillosa ser católico —dijo ella—. No te

impide acostarte conmigo. Solo te impide casarte.—Sí —respondió él. Pensó: «Es mucho mayor que hace un

mes». Entonces no habría sido capaz de montar una escena, peroel amor y el secreto la habían instruido: él estaba empezando amoldearla. Se preguntó si llegaría a ser idéntica a Louise en caso deque su relación se prolongara el tiempo suficiente. «En mi escuela»,pensó, «aprenden amargura, frustración y el modo de envejecer».

—Sigue —dijo Helen—, justifícate.—Necesitaría un rato largo. Habría que empezar por los

argumentos en favor de la existencia de Dios.—Cómo lo retuerces todo.

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Se sintió decepcionado. Había ansiado que llegara la noche.Todo el día, en la oficina, ocupado con un caso de alquiler y un casode delincuencia juvenil, había ansiado la cabaña, la habitacióndesnuda, el mobiliario de suboficiales como si fuesen su propiajuventud, todo lo que ella había denigrado.

—Tenía buena intención —dijo.—¿Qué quieres decir?—Quería ser tu amigo. Cuidarte. Hacerte más feliz de lo que

eras.—¿No era feliz? —preguntó ella, como si estuviese hablando

de hacía años.—Estabas conmocionada, sola...—No podía estar tan sola como ahora —dijo Helen—. Cuando

escampa voy a la playa con la señora Carter. Bagster se me insinúay todos creen que soy frígida. Vuelvo aquí antes de que llueva y teespero..., bebemos un vaso de whisky..., me das unos sellos comosi fuera tu hijita...

—Lo siento —dijo Scobie. Extendió la mano y cubrió la suya:bajo su palma, los nudillos de Helen parecían una pequeña espinadorsal rota. Continuó lenta y cautamente, escogiendo con cuidadolas palabras, como si recorriera un camino sembrado de minas através de un país evacuado; a cada paso que daba esperaba laexplosión—. Haría cualquier cosa, casi cualquier cosa, para quefueras feliz. No vendría a verte. Me iría ahora mismo, me jubilaría...

—Te gustaría tanto librarte de mí... —dijo ella.—Sería como el final de la vida.—Vete si quieres.—No quiero irme. Quiero hacer lo que tú quieras.—Puedes irte, si quieres, o puedes quedarte —dijo ella, con

desprecio—. Yo no puedo moverme, ¿no?—Si quieres intentaré embarcarte en el próximo barco.—Ah, cómo te gustaría que todo esto hubiese terminado —dijo

Helen, y rompió a llorar.Cuando él alargó la mano para tocarla, ella le gritó:

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—¡Vete al infierno! ¡Lárgate!—Me voy.—Sí, vete y no vuelvas.Delante de la puerta, mientras la lluvia le refrescaba la cara y le

bajaba por las manos, pensó que la vida podría ser mucho más fácilsi obedecía las palabras de Helen. Entraría en casa, cerraría lapuerta y volvería a estar solo; escribiría una carta a Louise sin unasensación de engaño y dormiría sin sueños, como no había dormidodesde hacía semanas. Al día siguiente le esperaría el despacho, elregreso tranquilo a casa, la cena, la puerta cerrada... Pero al final dela cuesta, más allá del parque militar, donde los camiones estabanagazapados debajo de las lonas chorreantes, la lluvia caía comolágrimas. Pensó en Helen sola en la cabaña, preguntándose si laspalabras dichas serían irrevocables, si el mañana consistiría en laseñora Carter y en Freddie Bagster hasta que llegara el barco yregresara a Inglaterra sin nada más que recuerdos desdichados.Otro punto de vista se alzaba inexorable en el camino, como uninocente asesinado.

Al abrir la puerta, una rata que había estado husmeando en lafresquera huyó sin prisa por las escaleras. Era lo que Louise habíaodiado y temido; él, por lo menos, la había hecho feliz, y ahora,laboriosamente, con temeridad calculada y cuidadosa, emprendió elintento de enderezar las cosas para Helen. Se sentó ante la mesa,sacó una hoja de papel mecanográfico —papel oficial sellado con lafiligrana del gobierno— y empezó a redactar una carta.

Escribió: Querida mía; quería ponerse enteramente en susmanos, pero dejarla en el anonimato. Consultó su reloj y agregó enla esquina derecha, como si estuviera escribiendo un informepolicial, 12.35 de la noche. Burnside, 5 de septiembre. Prosiguió,meticulosamente: Te quiero más que a mí mismo, más que a mimujer, más que a Dios, creo. Estoy haciendo un gran esfuerzo pordecirte la verdad. Más que nada en el mundo, quiero hacerte feliz.La banalidad de las frases le entristeció; parecían no poseer unaverdad personal para ella; habían sido demasiado usadas. «Si fuera

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joven», pensó, «podría encontrar las palabras exactas, las palabrasnuevas, pero todo esto ya me ha sucedido antes». Escribió: Tequiero. Perdóname; firmó y dobló el papel.

Se puso el impermeable y salió a la lluvia. Las heridassupuraban con la humedad, nunca sanaban. Si te rascabas el dedo,al cabo de unas horas habría una costrita de piel verde. Transportópor la cuesta un sentimiento de corrupción. Un soldado gritó algo ensueños en el parque militar: una sola palabra, como un jeroglífico enuna pared que Scobie no sabía interpretar: los soldados erannigerianos. La lluvia martilleaba los techos de las cabañas, y élpensó: «¿Por qué he escrito eso? ¿Por qué he escrito “más que aDios”? A ella le hubiera bastado con “más que a Louise”. Aunquesea verdad, ¿por qué lo he escrito?» El cielo lloraba sin cesar a sualrededor; tenía la sensación de heridas que nunca cicatrizaban.Susurró: «Oh, Dios, te he abandonado. No me abandones Tú a mí».Al llegar a la puerta de la cabaña deslizó la carta por debajo; oyó elcrujido del papel sobre el suelo de cemento, pero nada más. Alrecordar la figura infantil que transportaban por delante de él en unacamilla, pensó con tristeza en todas las cosas que habían ocurrido,y cuan inútilmente, para que ahora se dijese a sí mismo, con rencor:«Ella nunca podrá acusarme otra vez de precaución».

II

—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido entrar —dijo el padreRank. La lluvia vespertina caía en pliegues grises y eclesiásticos, yun camión rugía rumbo a las colinas.

—Entre —dijo Scobie—. Me he quedado sin whisky. Pero tengocerveza o ginebra.

—Le he visto en las cabañas y he pensado en seguirle. ¿Estáocupado?

—Esta noche ceno con el comisario, pero todavía dispongo deuna hora.

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El padre Rank deambulaba intranquilo por la habitación,mientras Scobie sacaba la cerveza de la nevera.

—¿Ha tenido noticias de Louise últimamente? —preguntó.—No, desde hace quince días —respondió Scobie—, pero han

hundido más barcos en el sur.El padre Rank se acomodó en la butaca del gobierno, con el

vaso entre las rodillas. No se oía nada más que el raspar de la lluviaen el tejado. Scobie se aclaró la garganta y de nuevo se instauró elsilencio. Tuvo la extraña sensación de que el sacerdote, al igual quesus subordinados, estaba aguardando órdenes.

—Pronto acabarán las lluvias —dijo Scobie.—Debe de hacer seis meses que su mujer se fue.—Siete.—¿Pasará su permiso en Sudáfrica? —preguntó el padre Rank,

mirando a otro lado y dando un trago de cerveza.—Lo he aplazado. Los jóvenes lo necesitan más.—Todo el mundo necesita unas vacaciones.—Usted lleva doce años sin ellas, padre.—Ah, pero mi caso es distinto —dijo el sacerdote. Se levantó y

recorrió inquieto una pared y luego otra. Dirigió a Scobie unaexpresión de súplica inconcreta.

—A veces —dijo— me siento como si no trabajara en absoluto.Se detuvo, miró fijamente y levantó a medias las manos, y

Scobie recordó al padre Clay esquivando una figura invisible en suspaseos agitados. Sintió que le estaban formulando una súplica parala que no podía encontrar respuesta.

—No hay nadie que trabaje más que usted, padre —dijodébilmente.

El sacerdote volvió renqueante a su butaca.—Será agradable cuando las lluvias terminen.—¿Cómo está la negra de Congo Creek? He oído que estaba

agonizando.—Morirá esta semana. Es una buena mujer.

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Dio otro trago de cerveza y se dobló en el asiento, con unamano en el estómago.

—El gas —dijo—. El gas me sienta muy mal.—No debería beber cerveza embotellada, padre.—Los moribundos —continuó el padre Rank— son mi misión

aquí. Me mandan llamar cuando se están muriendo. —Alzó los ojosenturbiados por el exceso de quinina y dijo con voz ronca ydesesperada—: Nunca les he sido útil a los vivos, Scobie.

—No diga tonterías, padre.—Cuando era seminarista pensaba que la gente hablaba con

los curas, y creía que Dios les inspiraba de algún modo las palabrasadecuadas. No me haga caso, Scobie, no me escuche. Son laslluvias. Siempre me deprimen por esta época. Dios no proporcionalas palabras correctas, Scobie. Yo era párroco de Northampton. Allífabricaban botas. Solían invitarme al té, y yo me sentaba y mirabalas manos que lo servían, y hablábamos de los Hijos de María y delas reparaciones del techo de la iglesia. Eran muy generosos enNorthampton. Yo no tenía más que pedir y ellos me daban. No eraútil absolutamente a nadie, Scobie. Pensé que en África las cosasserían distintas. Ya sabe que no soy un hombre muy leído, Scobie.Nunca he tenido demasiado talento para amar a Dios como algunaspersonas. Quería ser útil, eso es todo. No me escuche. Son laslluvias. Hace cinco años que no hablo así. Salvo delante del espejo.Si la gente está en apuros viene a verle a usted, Scobie, no a mí.Me invitan a cenar para enterarse de las habladurías. Y si ustedestuviera en un aprieto, ¿adónde iría?

Y Scobie captó de nuevo aquellos ojos borrosos y suplicantesque esperaban durante la estación seca y la de lluvias algo quenunca acontecía. «¿Podría descargar mi fardo en él?», se preguntó.«¿Podría decirle que amo a dos mujeres y que no sé qué hacer?¿Serviría de algo? Conozco las respuestas tan bien como él.Deberíamos ocuparnos de nuestra propia alma por mucho perjuicioque eso cause a otra, y es precisamente lo que yo no puedo hacer,

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lo que jamás podré hacer.» No era él quien solicitaba la palabramágica, era el sacerdote, y él no podía dársela.

—No soy de esos hombres que se meten en líos, padre. Soysoso y maduro.

Desvió la mirada, reacio a ver la congoja, y oyó el sonlamentable de la risotada del padre Rank: «¡Jo, jo, jo!».

III

De camino hacia el bungaló del comisario, Scobie entró en sudespacho. En su bloc había un mensaje escrito a lápiz: He venido averle. Nada importante. Wilson. Le pareció raro: no había visto aWilson en varias semanas, y si su visita carecía de importancia,¿por qué tanto empeño en notificársela? Abrió el cajón de suescritorio para buscar un paquete de tabaco y al momento notó algoen desorden; examinó minuciosamente el contenido: faltaba su lápizindeleble. Evidentemente Wilson había buscado un lápiz con queescribir su mensaje y había olvidado restituirlo. Pero ¿por qué elmensaje?

En la sala de detención el sargento le dijo:—El señor Wilson ha venido a verle, señor.—Sí, ha dejado una nota.«Así que es por eso», pensó. «Yo lo hubiera sabido de todas

maneras y entonces ha optado por decírmelo él mismo.» Volvió a sudespacho e inspeccionó de nuevo el escritorio. Le pareció que unexpediente no estaba en su sitio, pero no estaba seguro. Abrió elcajón, pero no había nada dentro que pudiese interesar a alguien.Solo le llamó la atención el rosario roto; hacía mucho tiempo quetendría que haberlo reparado. Lo sacó y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Whisky? —preguntó el comisario.—Gracias —dijo Scobie, sosteniendo el vaso entre él y el

comisario—. ¿Usted confía en mí?—Sí.

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—¿Y yo soy el único que no sabe lo de Wilson?El comisario sonrió, recostándose a sus anchas, distendido.—Nadie lo sabe oficialmente, excepto yo y el director de la UAC.

Era esencial, por supuesto. También el gobernador y todos los quemanejan telegramas con la inscripción: «Alto secreto». Me alegro deque usted lo haya descubierto.

—Quería que usted supiese que, hasta la fecha, claro, he sidode fiar.

—No necesita decírmelo, Scobie.—En el caso del primo de Tallit no habríamos podido hacer otra

cosa.—Naturalmente que no.—Pero hay algo que no sabe. Pedí un préstamo de doscientas

libras a Yusef para poder enviar a Louise a Sudáfrica. Le pago elcuatro por ciento de intereses. El trato es puramente comercial, perosi usted quiere mi dimisión...

—Me alegra que me lo haya dicho —dijo el comisario—. Verá, aWilson se le ocurrió la idea de que le estaban chantajeando. Hadebido de ingeniárselas para averiguar lo de esos pagos.

—Yusef no chantajearía por dinero.—Se lo dije.—¿Quiere que dimita?—Le necesito, Scobie. Usted es el único oficial en quien confío

realmente.Scobie extendió la mano que sostenía el vaso vacío: fue como

un apretón de manos.—Dígame cuándo.—Cuando.La edad puede hacer gemelos a los hombres. El pasado era su

útero común; los seis meses de lluvia y los seis de sol eran elperiodo de gestación compartido. Les bastaban unas pocaspalabras y unos pocos gestos para entenderse. Habían maduradomediante las mismas fiebres, les movían el mismo amor y el mismodesprecio.

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—Derry ha informado de algunos robos importantes en lasminas.

—¿Diamantes?—Piedras preciosas. ¿Es Yusef... o Tallit?—Podría ser Yusef —contestó Scobie—. No creo que negocie

con diamantes industriales. Dice que son grava. Pero no lo sabemosseguro.

—El Esperança llega dentro de unos días. Tenemos que estaralerta.

—¿Qué dice Wilson?—Jura que no es Tallit. Yusef es el malo de su historia... y

usted, Scobie.—Hace una temporada que no veo a Yusef.—Lo sé.—Empiezo a comprender lo que sienten esos sirios... Les

vigilamos, escribimos partes sobre ellos.—Wilson los escribe sobre todos nosotros, Scobie. Sobre

Fraser, Tod, Thimblerigg, yo mismo. Cree que soy demasiadoindolente. Pero no tiene importancia. Whright rompe todos susinformes, y por supuesto Wilson informa sobre él.

—Supongo que sí.A medianoche subió andando a las cabañas. En el apagón se

sentía momentáneamente a salvo; nadie le vigilaba, nadie informabade sus movimientos; sus pisadas apenas producían sonido en latierra empapada, pero al pasar por la cabaña de Wilson cayó otravez en la cuenta de la gran necesidad de precaución. Una inmensafatiga le invadió y pensó: «Volveré a casa. Esta noche no la visitaréa hurtadillas. Sus últimas palabras fueron: “No vuelvas”. ¿No puedo,por una vez, tomarle a alguien la palabra?». Se hallaba a veintemetros de la cabaña de Wilson, observando el resquicio de luz entrelas cortinas. Una voz ebria gritó algo en algún lugar de la cuesta, yel primer salpicón de la lluvia renaciente le lamió la cara. Pensó:«Volveré, me acostaré y por la mañana escribiré una carta a Louisey por la tarde iré a confesarme. Pasado mañana, Dios volverá a

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entrar en mí desde las manos de un sacerdote: la vida volverá a sersencilla». La virtud, la vida buena, le tentaban en la oscuridad comoun pecado. La lluvia le empañaba los ojos, la tierra le absorbía lospies mientras avanzaban de mala gana hacia la cabaña de Helen.

Llamó dos veces y la puerta se abrió inmediatamente. Entre lasdos llamadas había rezado para que al otro lado de la puertapersistiese el enfado, para que le negaran la entrada. No podíacerrar los ojos o los oídos a toda necesidad humana que lareclamara; no era el centurión, sino un simple soldado que tenía quecumplir las órdenes de cien centuriones, y cuando la puerta se abriósupo que nuevamente iba a recibir el mandato de quedarse, deamar, de aceptar la responsabilidad, de mentir.

—Oh, querido —dijo ella—. Creí que nunca vendrías. Me heportado fatal.

—Vendré siempre que quieras.—¿De verdad?—Siempre. Mientras viva.Dios puede esperar, pensó. ¿Cómo puede uno amar a Dios a

costa de una de sus criaturas? ¿Aceptaría una mujer un amor por elque hubiese que sacrificar a un niño?

Cerraron cuidadosamente las cortinas antes de encender laslámparas.

—He temido todo el día que no vinieras —dijo ella.—Ya ves que he venido.—Te dije que te fueras. Nunca me hagas caso cuando te diga

que te vayas. Prométemelo.—Te lo prometo.—Si no hubieras venido... —dijo ella, y se extravió en

pensamientos entre las lámparas. Él la veía buscándose a sí misma,frunciendo el entrecejo por el esfuerzo de ver dónde hubiese estado— No sé. Quizá hubiera sido la furcia de Bagster o me hubierasuicidado. O las dos cosas. Creo que las dos.

—No pienses esas cosas —dijo él, preocupado—. Vendrésiempre que me necesites, mientras viva.

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—¿Por qué repites continuamente eso de que mientras vivas?—Soy treinta años más viejo que tú.Por primera vez esa noche, se besaron.—No noto esos años —dijo ella.—¿Por qué pensabas que no vendría? —preguntó Scobie—.

Has recibido mi carta.—¿Tu carta?—La que eché anoche por debajo de la puerta.—No he visto ninguna carta —dijo ella, temerosa—. ¿Qué

decías?Él le tocó la cara y sonrió.—Todo. No quería seguir siendo cauteloso. Lo escribí todo.—¿Tu nombre también?—Creo que sí. De todos modos, mi letra equivale a una firma.—Hay una estera al lado de la puerta. Debe de estar debajo de

la estera.Pero los dos sabían que no estaría ahí. Era como si hubieran

previsto desde el principio que el desastre vendría por aquellapuerta.

—¿Quién la habrá cogido?Él intentó tranquilizarla.—Posiblemente la habrá tirado tu criado, creyendo que era un

papel viejo. No estaba en un sobre. Nadie podía saber a quién ibadirigida.

—Como si eso importase. Cariño —dijo ella—, me sientomareada. Muy mareada. Alguien está tramando algo contra ti. Ojaláhubiera muerto en aquel bote.

—Imaginaciones tuyas. Seguramente no empujé la nota lobastante dentro. Cuando el chico ha abierto la puerta esta mañana,el papel ha volado o lo han pisoteado en el barro.

Hablaba con toda la convicción que podía reunir: era verosímil.—No me dejes nunca hacerte daño —imploró Helen, y cada

frase suya apretaba más firmemente los grilletes en torno a lasmuñecas de Scobie. Él le tendió las manos y mintió resueltamente:

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—Nunca me harás daño. No te preocupes por una cartaperdida. He exagerado. En realidad no decía nada..., nada que unextraño entendiera. No te preocupes.

—Escucha, querido. No te quedes esta noche. Estoy nerviosa.Me siento... vigilada. Dame las buenas noches y vete. Pero vuelve.Oh, querido mío, vuelve.

La luz seguía encendida en la cabaña de Wilson cuando pasópor delante. Al abrir la puerta de su casa oscura vio un pedazo depapel en el suelo. Le produjo un extraño sobresalto, como si la cartaextraviada hubiese vuelto a su antiguo hogar, igual que un gato.Pero cuando la recogió no era su carta, aunque también se tratabade un mensaje de amor. Era un telegrama para él, dirigido a lacomisaría, y la firma, Louise Scobie, que figuraba completa a causade la censura, fue como un puñetazo asestado por un boxeador conlos brazos más largos que los suyos. He escrito vuelvo a casa hesido una tonta stop amor, y a continuación el nombre, tan formalcomo un sello.

Se sentó. La cabeza le daba vueltas, sentía náuseas. Pensó:«Si no hubiera escrito esa carta, si hubiera obedecido las palabrasde Helen y no hubiese vuelto, qué fácil habría sido reorganizar lavida». Pero recordó lo que había dicho diez minutos antes: «Vendrésiempre que me necesites, mientras viva». Aquello constituía unjuramento tan irrevocable como la promesa ante el altar de Ealing.El viento soplaba del mar; las lluvias terminaban como habíanempezado, con tifones. Las cortinas ondearon hacia dentro, y corrióa cerrar las ventanas. Arriba, en el dormitorio, las ventanaschocaban con estrépito, tirando de las bisagras. Al volverse,después de cerrarlas, miró el tocador desnudo que pronto llenaríannuevamente las fotografías y los frascos: en especial, una foto. «Elfeliz Scobie», pensó. «Mi único éxito.» Una niña en el hospital decía«papá» mientras la sombra de un conejito se desplazaba por laalmohada; una muchacha pasaba en una camilla, aferrando unálbum filatélico. «¿Por qué a mí?», pensó, «¿por qué me necesitana mí, un policía aburrido y mayor que no ha conseguido su

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ascenso? No puedo darles nada que no puedan conseguir en otrositio. ¿Por qué no me dejan tranquilo?». En otro sitio había un amormás joven y mejor, más seguro. A veces le parecía que lo único quepodía compartir con ellas era su desesperación.

Apoyado contra el tocador, intentó rezar. El padrenuestro sonóen su lengua tan muerto como un documento legal: no era el pan decada día lo que solicitaba, sino mucho más. Quería la felicidad paraotros y soledad y paz para él. «No quiero hacer más planes», dijo depronto en voz alta. «No me necesitarían si estuviera muerto. Nadienecesita a los muertos. Se les puede olvidar. Oh, Dios, concédemela muerte antes que hacerlas infelices a ellas.» Pero las palabrassonaban melodramáticas hasta en sus propios oídos. Se dijo que nodebía ceder a la histeria: no podía estar histérico habiendo tantascosas por hacer, y al bajar del dormitorio pensó que la situación —aquella situación banal— exigía tres o quizá cuatro aspirinas. Sacóde la nevera una botella de agua filtrada y disolvió la pastilla. Sepreguntó qué se sentiría al absorber la muerte tan sencillamentecomo aquellas aspirinas que le dejaban un regusto amargo en lagarganta. Los sacerdotes decían que era el pecado imperdonable, laexpresión final de una desesperación impenitente, y uno aceptabalas enseñanzas de la Iglesia. Pero también enseñaban que Dioshabía violado algunas veces sus propias leyes, ¿y acaso para él eramenos posible extender una mano de perdón hacia la oscuridad delsuicidio que haberse despertado en el sepulcro, detrás de la roca?Cristo no había sido asesinado: no se podía asesinar a Dios. Cristose había matado: se había colgado de la cruz tan obviamente comoPemberton del riel de los cuadros.

Posó el vaso y pensó otra vez: «No debo ponerme histérico».La dicha de dos personas estaba en sus manos y tenía queaprender a hacer malabarismos con nervios de acero. La calma loera todo. Sacó su diario y empezó a escribir, junto a la fecha delmiércoles 6 de septiembre. Ceno con el comisario. Conversaciónsatisfactoria sobre W. Visito a Helen unos minutos. Telegrama deLouise comunicando que viaja hacia aquí.

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Dudó un momento y después escribió: El padre Rank viene atomar un trago antes de la cena. Un poco sobreexcitado. Necesitavacaciones. Lo releyó y tachó las dos últimas frases. Raras veces sepermitía expresar una opinión en su diario.

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2

I

El telegrama ocupó su pensamiento todo el día: la vida ordinaria —las dos horas en el juzgado por un caso de falso testimonio—poseía la irrealidad de un país que uno abandona para siempre. Unopiensa: «A esta hora, en aquel pueblo, aquellas personas queconocí en un tiempo están sentadas a la mesa como hacían el añopasado, cuando yo estaba allí», pero no se convence de que la vidasigue como siempre fuera de la conciencia. Toda la de Scobieestaba concentrada en el telegrama, en aquel barco sin nombre queahora remontaba, procedente del sur, la costa africana. «Dios meperdone», pensó, cuando su mente concibió por un instante laposibilidad de que nunca llegara a su destino. En nuestra alma moraun dictador despiadado, dispuesto a tolerar la desgracia de milextraños si con ello asegura la dicha de los pocos que amamos.

Al final del juicio por falso testimonio, Fellowes, el inspector desanidad, le alcanzó en la puerta.

—Venga a cenar esta noche, Scobie. Tenemos un pedazo deauténtica carne argentina.

Era demasiado esfuerzo rechazar una invitación en aquelmundo de sueños.

—Viene Wilson —dijo Fellowes—. A decir verdad, nos va aayudar a prepararla. A usted le cae bien, ¿no?

—Sí. Creí que era a usted a quien no le gustaba.—Bueno, el club tiene que adaptarse a los nuevos tiempos, y

hoy día toda clase de personas se dedican al comercio. Reconozcoque me precipité. Estaría un poquito achispado, no me extrañaría.Wilson estudió en Downham: solíamos jugar contra ellos cuando yoestaba en Lancing.

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En el trayecto a la casa familiar de la colina que una vez habíaocupado él mismo, Scobie pensó apáticamente que tenía que hablarcon Helen pronto. No debía enterarse por ninguna otra persona. Lavida repetía siempre la misma pauta; tarde o temprano, habíasiempre una mala noticia que comunicar, mentiras piadosas quedecir y ginebras con bíter que consumir contra la desventura.

Llegó a la sala espaciosa del bungaló y allí, al fondo, estabaHelen. Con cierto sobresalto comprendió que nunca la había vistocomo a una desconocida en la casa de otro hombre, nunca la habíavisto vestida para una velada fuera.

—Conoce a la señora Rolt, ¿verdad? —preguntó Fellowes. Nohabía ironía en su voz. Scobie pensó, con un estremecimiento derepulsión por sí mismo: «Qué listos hemos sido. Qué bien hemosengañado a los chismosos de una pequeña colonia». Los amantesno deberían poder engañar tan bien. ¿El amor no era acasoespontáneo, imprudente...?

—Sí —dijo—. Somos viejos amigos. Yo estaba en Pendecuando la trajeron.

Se quedó junto a la mesa, a unos tres metros de distancia,mientras Fellowes preparaba las bebidas, y observó a Helenhablando con la señora de la casa. Hablaba con naturalidad, condesenvoltura. Se preguntó: «Si hubiera venido esta noche y lahubiese visto por primera vez en mi vida, ¿habría sentido algúnamor por ella?».

—¿Usted quería… señora Rolt?—Una ginebra con bíter.—Ojalá le gustara a mi mujer. No soporto su ginebra con

naranja.—Si hubiera sabido que iba a venir, habría pasado a recogerla

—dijo Scobie.—Me habría encantado —dijo Helen—. Nunca viene a verme.Se dirigió a Fellowes y le dijo, con una soltura que horrorizó a

Scobie:

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—Fue muy amable conmigo en el hospital de Pende, pero creoque solo le gustan las personas enfermas.

Fellowes se acarició su bigotito rojizo, se sirvió más ginebra ydijo:

—Le tiene miedo, señora Rolt. Todos los hombres casados letenemos miedo.

Ella dijo, con falsa suavidad:—¿Cree que puedo tomar otra sin emborracharme?—Ah, aquí llega Wilson —dijo Fellowes, y allí estaba Wilson,

con su cara inocente, rosada e insegura, y su faja mal ceñida—.Conoce a todo el mundo, ¿no? Usted y la señora Rolt son vecinos.

—Pero no nos conocemos —dijo Wilson, y automáticamenteempezó a ruborizarse.

—No sé qué les pasa a los hombres aquí —dijo Fellowes—.Usted y Scobie son vecinos y ninguno de los dos trata a la señoraRolt.

Scobie captó inmediatamente la mirada inquisitiva que le dirigíaWilson.

—Yo no sería tan tímido —prosiguió Fellowes, sirviendo lasginebras.

—La doctora Sykes se retrasa, como de costumbre —comentóla señora Fellowes desde el extremo de la habitación, pero en aquelmomento, subiendo pesadamente la escalera exterior, con unprudente vestido oscuro y botas antimosquitos, apareció la invitada.

—Justo a tiempo para un trago, Jessie —dijo Fellowes—. ¿Quéte pongo?

—Un scotch doble —respondió la doctora. Miró alrededor consus gafas gruesas y añadió—: Buenas noches a todos.

Cuando se disponían a sentarse a cenar, Scobie le dijo a Helen:—Tengo que verla.Pero al sorprender la mirada de Wilson, agregó:—Respecto a los muebles.—¿Los muebles?—Creo que podría conseguirle algunas sillas más.

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Como conspiradores eran demasiado jóvenes; todavía nohabían memorizado un libro entero de claves y él no estaba segurode si ella había comprendido la frase mutilada. Guardó silenciodurante toda la cena, temiendo el momento en que estaría a solascon ella, temiendo perder la menor oportunidad; cuando se metió lamano en el bolsillo para buscar un pañuelo, el telegrama se arrugóentre sus dedos... he sido una tonta stop amor.

—Claro que usted sabe más de eso que nosotros, comandanteScobie —dijo la doctora Sykes.

—Perdone, no he oído...—Estábamos hablando del caso Pemberton.De modo que ya, al cabo de unos meses, se había convertido

en un caso. Cuando tal cosa sucedía, ya no parecía concernir a unser humano: en un caso no había vergüenza ni sufrimiento. Habíanlimpiado y acicalado al joven tendido en la cama, listo ya para elmanual de psicología.

—Estaba diciendo que Pemberton eligió un modo raro dematarse —dijo Wilson—. Yo hubiera escogido alcohol con unsomnífero.

—No sería fácil conseguirlos en Bamba —dijo la doctora Sykes—. Probablemente fue una decisión súbita.

—Yo no hubiera causado todo ese escándalo —dijo Fellowes—.Un tipo tiene derecho a quitarse la vida, pero no hace falta armartanto jaleo. Una sobredosis de alcohol y pastillas: coincido conWilson, es el mejor método.

—Pero hay que conseguir la receta —insistió la doctora Sykes.Con los dedos sobre el telegrama, Scobie recordó la carta

firmada «Dicky», la caligrafía inmadura, las marcas de cigarrillos enlas sillas, las novelas de Wallace, los estigmas de la soledad.«Durante dos mil años», pensó, «hemos hablado del calvario deCristo de esta misma manera indiferente».

—Pemberton siempre fue poco juicioso —dijo Fellowes.—Ese método siempre trae complicaciones —dijo la doctora

Sykes. Los cristales de sus grandes gafas reflejaron la bombilla

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eléctrica cuando los dirigió como un faro hacia Scobie—. Suexperiencia le dirá cuáles. A las compañías de seguros no lesgustan los somníferos, y ningún forense se prestaría a un fraudedeliberado.

—¿Cómo pueden saberlo? —preguntó Wilson.—El luminal, por ejemplo. Nadie puede tomar demasiado

luminal por accidente...Scobie miró a Helen al otro lado de la mesa. Comía despacio,

sin apetito, con la mirada fija en el plato. Sus respectivos silenciosparecían aislarles: era un tema que los desdichados no podíancomentar fríamente. De nuevo captó la mirada de Wilson, que iba deuno al otro, y buscó desesperadamente cualquier frase que pusieratérmino a la peligrosa soledad de ambos. Ni siquiera era prudenteguardar silencio juntos.

—¿Qué sistema recomienda usted, doctora Sykes? —preguntó.—Bueno, hay accidentes durante un baño... pero también

requieren muchas explicaciones. Si un hombre tiene valor deponerse delante de un coche, pero no es nada seguro...

—Y compromete a otra persona —dijo Scobie.—Por mi parte —dijo la doctora Sykes, sonriendo debajo de las

gafas— no tendría problemas. En mi situación, me diagnosticaríauna angina de pecho y pediría a uno de mis colegas que merecetara...

—Qué conversación más repugnante —interrumpió Helen, conrepentina virulencia—. No tiene por qué decir...

—Querida mía —dijo la doctora, lanzándole sus malévolosdestellos—, cuando una es médico desde hace tanto como yo,conoce a sus contertulios. No creo que ninguno de nosotros...

—Sírvase otro plato de ensalada de frutas, señora Rolt —dijo laseñora Fellowes.

—¿Es usted católica, señora? —le preguntó Fellowes—. Loscatólicos, naturalmente, tienen convicciones muy firmes.

—No, no soy católica.—Pero las tienen, ¿verdad, Scobie?

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—Nos enseñan —respondió Scobie— que es el único pecadoimperdonable.

—Pero usted, comandante, ¿cree de verdad, seriamente, en elinfierno? —preguntó la doctora Sykes.

—Pues sí, creo.—¿En las llamas y tormentos?—Quizá en eso no. Nos dicen que el infierno puede consistir en

un sentido de privación permanente.—Esa clase de infierno no me preocuparía —dijo Fellowes.—Quizá usted nunca ha perdido nada realmente importante —

dijo Scobie.El verdadero motivo de la cena había sido la carne argentina.

Una vez consumida no había nada que les mantuviera juntos (laseñora Fellowes no jugaba a cartas). Fellowes se entretuvo sacandola cerveza, y Wilson se vio acorralado entre el agrio silencio de laseñora Fellowes y la locuacidad de la doctora Sykes.

—Salgamos a tomar el aire —propuso Scobie.—¿Es prudente? —preguntó Helen.—Parecería raro si no lo hiciéramos —respondió Scobie.—¿Van a mirar las estrellas? —gritó Fellowes, sirviendo la

cerveza—. ¿Recuperando el tiempo perdido, Scobie? Llévense susvasos.

Los posaron sobre la barandilla del mirador.—No he encontrado la carta —dijo Helen.—Olvídalo.—¿No era por eso por lo que querías verme?—No.Él distinguía los contornos de su cara contra el cielo condenado

a oscurecerse a medida que las nubes de lluvia avanzaban.—He recibido una mala noticia.—¿Alguien sabe lo nuestro?—Oh, no, nadie lo sabe. Anoche recibí un telegrama de mi

mujer. Vuelve a casa.

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Uno de los vasos cayó de la barandilla y se hizo añicos en elpatio.

Los labios de Helen repitieron amargamente la palabra «casa»,como si fuera la única que hubiese asimilado. Él dijo rápidamente,deslizando la mano a lo largo de la barandilla, pero sin que llegara atocar la de ella:

—Su casa. Nunca volverá a ser la mía.—Oh, sí, sí lo será. Ahora sí lo será.—Nunca volveré a querer ningún hogar sin ti —juró Scobie,

esmeradamente.Las nubes de lluvia habían eclipsado la luna y la cara de Helen

se apagó como una vela ante una ráfaga repentina de viento. Élpresintió que estaba emprendiendo un viaje más largo que el quenunca se había propuesto. Una luz les alumbró de pronto, al mismotiempo que se abría una puerta.

—¡Cuidado con el apagón! —dijo bruscamente.Y pensó: «Por lo menos no estábamos juntos, pero ¿qué

expresión tendría nuestra cara?». Se oyó la voz de Wilson:—Creíamos que había una pelea. Hemos oído un vaso que se

ha roto.—La señora Rolt se ha quedado sin cerveza.—Por Dios, llámeme Helen —dijo ella, tristemente—. Todo el

mundo me llama así, comandante Scobie.—¿Interrumpo algo?—Una escena de pasión desenfrenada —dijo Helen—. Me ha

dejado estremecida. Quiero irme a mi casa.—Yo la llevaré —dijo Scobie—. Se está haciendo tarde.—No estaría segura con usted, y además la doctora Sykes se

muere de ganas de hablar de suicidios con usted. No quieroestropear la reunión. ¿Tiene usted coche, señor Wilson?

—Desde luego. Será un placer.—Podría llevarme y volver.—Yo también soy madrugador —dijo Wilson.—Entraré un segundo a despedirme.

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Cuando vio su cara otra vez a la luz pensó: «¿No me preocupodemasiado? ¿No podría ser esto para ella simplemente el final deun episodio?». La oyó diciendo a la señora Fellowes:

—La carne estaba realmente deliciosa.—Tenemos que agradecérselo al señor Wilson.Las frases iban de una a otra como pelotas. Alguien se rio

(Fellowes o Wilson) y dijo: «En eso tiene razón», y las gafas de ladoctora Sykes hicieron un «punto raya punto» en el techo. No pudopresenciar la partida del coche para no entorpecer el apagón. Oyó elpetardeo del arranque, las revoluciones del motor, y luego el lentodeclive hasta el silencio.

—Deberían haber tenido más tiempo a la señora Rolt en elhospital —dijo la doctora.

—¿Por qué?—Nervios. Lo he notado al estrecharle la mano.Scobie esperó otra media hora y volvió a casa. Ali le estaba

esperando, como de costumbre, dormitando incómodo en el umbralde la cocina. Le alumbró con la linterna el camino hasta la puerta.

—Señorita ha dejado carta —dijo, y sacó un sobre de la camisa.—¿Por qué no la has dejado encima de mi mesa?—Massa aquí.—¿Qué massa? —preguntó Scobie, pero para entonces la

puerta estaba abierta y vio a Yusef tumbado en una butaca,dormido, respirando tan suave que el pelo le caía inmóvil sobre elpecho.

—Le he dicho que se vaya, pero se queda —dijo Ali, condesprecio.

—Está bien. Vete a la cama.Tuvo la sensación de que la vida estrechaba su cerco sobre él.

Yusef no había estado allí desde la noche en que le había visitadopara preguntar por Louise y tender la trampa a Tallit. Sin hacer ruido,para no molestar al durmiente y aplazar aquel otro problema, abrióla nota de Helen. Debía de haberla escrito nada más llegar a casa.Leyó: Querido mío, esto es servio. No me atrevo a decírtelo, así que

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lo escribo. Se lo daré solamente a Ali. Cuando he oído que tu mujervolvía...

Yusef abrió los ojos y dijo:—Perdóneme la intrusión, comandante Scobie.—¿Quieres beber algo? Cerveza. El whisky se me ha acabado.—¿Puedo enviarle una caja? —dijo Yusef automáticamente, y

luego se rio—. Siempre me olvido. No debo mandarle nada.Scobie se sentó a la mesa y dejó delante la nota abierta. Nada

podía ser tan importante como las siguientes frases.—¿Qué quieres, Yusef? —preguntó.Y siguió leyendo: Cuando he oído que tu mujer volvía he

sentido rabia y amargura. He sido una estúpida. No es culpa tuya.—Termine de leer, comandante Scobie. Puedo esperar.—No es muy importante —dijo Scobie, apartando los ojos con

esfuerzo de las letras grandes e inmaduras, de la falta de ortografía—. Dime qué es lo que quieres, Yusef.

Y su mirada regresó a la carta. Por eso te escribo. Porqueanoche me prometiste que no me abandonarías y no quiero que teates a mí con promesas. Querido, todas tus promesas...

—Comandante Scobie, le juro que cuando le presté el dinero lohice por amistad, por simple amistad. Nunca pensé en pedirle nada,nada en absoluto, ni siquiera el cuatro por ciento. Tampoco lehubiera pedido su amistad... Yo era su amigo... Esto es muy difícil,las palabras son muy complicadas, comandante.

—Has cumplido el trato, Yusef. No me quejo por lo del primo deTallit.

Siguió leyendo: son de tu mujer. Nada que me digas es unapromesa. Recuérdalo, por favor, te lo ruego. Si no quieres volver averme no me escribas, no me hables. Y si solo quieres vermealgunas veces, puedes verme a veces, querido. Diré todas lasmentiras que quieras.

—Termine lo que está leyendo, comandante Scobie. Porque loque tengo que decirle es muy, muy importante.

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Querido, mi querido, déjame si quieres o úsame como unafursia, si quieres. Pensó: «Solamente ha oído la palabra, no la havisto nunca escrita: la suprimían del texto escolar de Shakespeare».Buenas noches. No te preocupes, cariño.

—Muy bien, Yusef —dijo, con brusquedad—. ¿Qué es eso tanimportante?

—Comandante Scobie, después de todo tengo que pedirle unfavor. No tiene nada que ver con el dinero que le presté. Si me lohace será por amistad, por pura amistad.

—Es tarde, Yusef, dime lo que es.—El Esperança llega pasado mañana. Quiero que alguien suba

a bordo un paquetito mío y que se lo entregue al capitán.—¿Qué hay en el paquete?—Comandante Scobie, no pregunte. Soy su amigo. Prefiero

mantenerlo en secreto. No hará ningún daño a nadie.—Tú sabes, Yusef, que yo no puedo hacer eso.—Le aseguro, comandante, le doy mi palabra.... —Se inclinó

hacia delante en la butaca y apoyó la mano en el vello negro de supecho—, mi palabra de amigo, de que el paquete no contiene nada,nada para los alemanes. Ningún diamante industrial, comandanteScobie.

—¿Piedras preciosas?—Nada para los alemanes. Nada que pueda perjudicar a su

país.—Yusef, no creerás que voy a acceder, ¿verdad?Los pantalones claros de dril se estrujaron hasta el borde del

asiento; Scobie pensó por un instante que Yusef iba a ponerse derodillas.

—Comandante Scobie, se lo suplico... Es tan importante parausted como para mí. —Una emoción sincera entrecortó su voz—.Quiero ser amigo suyo.

—Más vale que te advierta, antes de que sigas hablando, deque el comisario sabe lo de nuestro acuerdo.

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—Me figuro, me figuro, pero esto es muchísimo peor,comandante. Le doy mi palabra de honor de que no causará daño anadie. Deme esta prueba de amistad y nunca le pediré ninguna otra.Hágalo por voluntad propia, comandante Scobie. No es un soborno.No le ofrezco un soborno.

La mirada de Scobie volvió a la carta: Querido mío, esto esservio. Serio: esta vez leyó «siervo»: un esclavo, un servidor de losservidores de Dios. Era como una orden insensata que, no obstante,tenía que obedecer. Sintió como si le estuviera dando la espalda a lapaz para siempre. Con los ojos abiertos, conociendo lasconsecuencias, entró en la región de las mentiras sin un pasaportepara el retorno.

—¿Qué estabas diciendo, Yusef? No he entendido bien...—Una vez más, le pido...—No, Yusef.—Comandante Scobie —dijo Yusef, sentándose muy erguido

en la butaca y hablando con una desusada formalidad, como si unextraño se hubiese unido a ellos y ya no estuviesen solos—, ¿seacuerda de Pemberton?

—Por supuesto.—Su criado es mi criado ahora.—¿El criado de Pemberton?Nada que me digas es una promesa.—El chico de Pemberton es el chico de la señora Rolt.Los ojos de Scobie miraban aún la carta, pero ya no leía las

letras que estaba viendo.—Ese chico me ha traído una carta. Verá, le dije que estuviera

ojo... avizor. ¿Es el vocablo correcto?—Tienes grandes conocimientos de inglés, Yusef. ¿Quién te la

leyó?—Eso no viene al caso.La voz formal se interrumpió de improviso y el Yusef de antes

suplicó otra vez:

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—Oh, comandante, ¿cómo pudo escribir esa carta? Erabuscarse problemas.

—No se puede ser prudente todo el tiempo, Yusef. Nosmoriríamos de asco.

—Esa carta le ha puesto en mis manos.—Eso no me importaría tanto. Pero poner a tres personas en

tus manos...—Si por lo menos hubiera hecho un gesto de amistad...—Adelante, Yusef. Termina tu chantaje. No basta con la mitad

de una amenaza.—Ojalá pudiera hacer un agujero y meter el paquete dentro.

Pero la guerra va mal, comandante Scobie. No lo hago por mí, sinopor mi padre y mi madre, mi hermanastro, mis tres hermanas... ytambién tengo primos.

—Una familia numerosa.—Si los ingleses pierden la guerra todas mis tiendas no valen

un penique.—¿Qué piensas hacer con la carta, Yusef?—Un empleado de telégrafos me ha dicho que su mujer vuelve.

Haré que le entreguen la carta en cuanto desembarque.Él recordó el telegrama firmado «Louise Scobie»: he sido una

tonta stop amor. Sería un recibimiento frío, pensó.—¿Y si le doy tu paquete al capitán del Esperança?—Mi chico estará esperando en el muelle. A cambio del recibo

del capitán le dará un sobre con la carta dentro.—¿Confías en tu chico?—Lo mismo que usted en Ali.—Supón que primero exijo la carta y luego te doy mi palabra...—La condena del chantajeador, comandante Scobie, es que no

tiene deudas de honor. Usted haría bien en engañarme.—¿Y si me engañas tú?—Eso no estaría bien. Y antes yo era su amigo.—Estuviste muy cerca de serlo —admitió Scobie, de mala gana.—Soy el indio vil.

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—¿El indio vil?—Que tiró una perla —dijo Yusef tristemente—. Es de la obra

de Shakespeare que representó el cuerpo de artillería en elMemorial Hall. No se me ha olvidado.

II

—Bueno —dijo Druce—, me temo que ahora tendremos queempezar a trabajar.

—Un vaso más —dijo el capitán del Esperança.—No, si queremos darle el visto bueno antes de que se cierre la

barrera. Hasta luego, Scobie.Cuando la puerta del camarote se cerró, el capitán dijo, sin

resuello:—Sigo aquí.—Ya veo. Le dije que muchas veces había equivocaciones,

actas que se traspapelan, fichas que se pierden.—No creo nada de eso —dijo el capitán—. Creo que me ayudó.

—Su cara goteaba sudor poco a poco en el camarote sofocante.Añadió—: He rezado por usted en misa, y le he traído esto. Es loúnico que pude encontrar en Lobitos. Es una santa muy pococonocida —dijo, y deslizó a través de la mesa una medallita deltamaño de una moneda de níquel—. Santa... no me acuerdo delnombre. Creo que tenía algo que ver con Angola.

—Gracias —dijo Scobie. El paquete del bolsillo le pesaba tantocomo una pistola contra el muslo. Dejó que las últimas gotas deoporto se asentasen en el fondo del vaso y después las bebió.Luego dijo—: Esta vez tengo algo para usted.

Una tremenda desgana agarrotaba sus dedos.—¿Para mí?—Sí.El paquete era realmente pequeño ahora que estaba entre ellos

dos en la mesa. Lo que le había pesado como un arma en el bolsillo

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ahora parecía capaz de contener poco más que cincuentacigarrillos.

—Una persona subirá a bordo con el piloto en Lisboa y lepreguntará si tiene tabaco americano —dijo—. Usted le dará estepaquete.

—¿Es un asunto del gobierno?—No. El gobierno no pagaría tan bien.Depositó un fajo de billetes encima de la mesa.—Me sorprende —dijo el capitán, con un deje de desilusión—.

Se ha puesto usted en mis manos.—Usted estuvo en las mías —dijo Scobie.—No lo olvido. Ni tampoco mi hija. No está casada por la

Iglesia, pero es creyente. Reza también por usted.—Nuestras oraciones entonces no cuentan, ¿no cree?—No, pero cuando vuelve el estado de gracia suben al cielo

todas juntas —el capitán levantó sus manos fofas con un gestoabsurdo y conmovedor—, como una bandada de pájaros.

—Me alegrará recibirlas —dijo Scobie.—Puede confiar en mí, por supuesto.—Por supuesto. Ahora debo registrar el camarote.—Usted no me tiene mucha confianza.—Ese paquete —dijo Scobie— no tiene nada que ver con la

guerra.—¿Está seguro?—Casi seguro.Inició el registro. En un momento dado, deteniéndose frente a

un espejo, vio, asomando por encima de su hombro, la cara de undesconocido, una cara gorda y sudorosa que no era de fiar. Por uninstante se preguntó: «¿Quién será?», pero enseguida se dio cuentade que la cara se le hacía rara por aquella expresión nueva yextraña de piedad. Pensó: «¿Soy realmente uno de esos hombres aquienes la gente compadece?».

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Libro tercero

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PRIMERA PARTE

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1

I

Las lluvias habían terminado y la tierra humeaba. Nubes de moscasse posaban por doquier, y el hospital desbordaba de pacientes demalaria. Más al norte, en la costa, morían de fiebre negra, y sinembargo reinó por unos días una sensación de alivio. Era como si elmundo hubiera recuperado su silencio ahora que había cesado eltamborileo sobre los tejados de chapa. En la ciudad, la fraganciaintensa de las flores modificaba el olor a zoológico de los pasillos dela comisaría. Una hora después de que abrieran la barrera, eltransatlántico del sur entró en el puerto sin escolta.

Scobie zarpó en la lancha de la policía en cuanto el barco echóel ancla. Sentía la boca rígida; practicaba con la lengua expresionesde bienvenida que sonasen cálidas y naturales, y pensaba: «Quélargo camino he recorrido para tener que ensayar un recibimiento».Confió en encontrar a Louise en uno de los salones; sería más fácilrecibirla en presencia de extraños, pero no la vio por ninguna parte.Tuvo que preguntar en el despacho del sobrecargo su número decamarote.

Aun así, por supuesto, quedaba la esperanza de que fuesecompartido. Ningún camarote albergaba menos de seis pasajerosen aquellos tiempos.

Pero cuando llamó y se abrió la puerta, en el interior soloestaba Louise. Se sintió como un vendedor ambulante ante unacasa desconocida. En su voz hubo al final un signo de interrogacióncuando dijo:

—¿Louise?—Henry —y agregó—: Entra.

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Una vez que estuvo dentro, no quedaba más remedio quebesarse. Evitó la boca de Louise: la boca revela muchas cosas, peroella no se dio por satisfecha hasta que le obligó a girar la cara paraestamparle en los labios el sello de su regreso.

—Oh, querido, aquí estoy.—Aquí estás —dijo él, buscando desesperadamente las frases

que había ensayado.—Han sido tan amables... —explicó—. Se han marchado todos

para que pudiera verte a solas.—¿Has tenido un buen viaje?—Creo que una vez nos persiguieron.—Estaba muy nervioso —dijo él, y pensó: «La primera mentira.

Ahora vendrán una tras otra». Añadió—: Te he echado mucho demenos.

—Cariño, fue una estupidez marcharme.A través de la portilla, las casas centelleaban como mica en el

laberinto de calor. El camarote olía intensamente a mujeres, polvos,esmalte de uñas y camisones.

—Vamos a tierra —dijo Scobie.Pero ella le entretuvo un poco más.—Querido —dijo—, he tomado muchas determinaciones

mientras he estado fuera. Todo va a ser distinto a partir de ahora. Novoy a exasperarte nunca más. —Repitió—: Todo va a ser distinto.

Scobie pensó tristemente que aquello, ciertamente, era laverdad, la descarnada verdad.

Mientras Ali y el criado metían los baúles en la casa, Scobiecontemplaba por la ventana la cuesta hacia las cabañas. Era comosi un corrimiento de tierra hubiera puesto de repente entre él y ellasuna distancia insalvable. Estaban tan lejos que al principio noexperimentó dolor, no más que el que se siente por un episodio dela juventud rememorado con la más tenue melancolía. «¿Mismentiras empezaron realmente cuando escribí aquella carta?»,pensó. «¿La quiero más que a Louise? En el fondo de mi alma, ¿lasquiero a las dos, o solo es esta compasión automática que responde

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a cualquier necesidad humana y empeora las cosas?» Toda víctimaexige devoción. Arriba, los martillazos ahuyentaban el silencio y lasoledad. Estaban clavando tachuelas, caían pesos al suelo y seestremecía el techo. La voz de Louise impartía órdenes perentoriasy alegres. Había un cascabeleo de objetos sobre el tocador. Subió aldormitorio y desde la puerta vio la cara con el velo de primeracomunión que le miraba fijamente otra vez: también los muertoshabían regresado. La vida no era igual sin los muertos. Elmosquitero colgaba como un ectoplasma gris sobre la cama dematrimonio.

—Bueno, Ali —dijo, con el fantasma de una sonrisa, que fue loúnico que consiguió invocar en aquella sesión de espiritismo—. Laseñora ha vuelto. Estamos todos juntos otra vez.

El rosario de Louise estaba encima del tocador, y él pensó en elsuyo, roto en el bolsillo. Había tenido intención de llevarlo a arreglar:ahora apenas valía la pena.

—Querido —dijo Louise—, ya he terminado aquí. Ali puedehacer lo demás. Hay tantas cosas de las que quiero hablarte…

Ella le siguió al piso de abajo y dijo de inmediato:—Tengo que mandar a lavar las cortinas.—No se ve la suciedad.—Tú no la ves, pobrecillo, pero yo he estado fuera. Ahora

necesito una librería más grande. He traído muchos libros.—Todavía no me has dicho por qué has...—Te reirías de mí, querido. Fue una cosa tan tonta... Pero de

repente vi lo idiota que había sido por preocuparme del ascenso acomisario. Te lo contaré un día en que no me importe que te rías. —Extendió la mano y le tocó exploradoramente el brazo—. ¿Deverdad que te alegras...?

—Mucho —dijo él.—¿Sabes una de las cosas que me preocupaba? Tenía miedo

de que no cumplieras tus deberes de católico cuando yo no estabapara recordártelos, pobrecito mío.

—Me parece que no los he cumplido.

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—¿Has faltado a misa muchas veces?—Apenas he ido —respondió él, con jocosidad forzada.—Oh, Ticki. —Ella se contuvo rápidamente y añadió—: Henry,

cariño, pensarás que soy una sentimental, pero mañana es domingoy quiero que vayamos a comulgar juntos. Como signo de que hemosempezado por el buen camino.

Era extraordinaria la cantidad de detalles de una situación queuno se perdía; Scobie no había previsto esto.

—Claro —respondió, pero su cerebro se negómomentáneamente a funcionar.

—Tendrás que irte a confesar esta tarde.—No he hecho nada terrible.—Faltar a misa el domingo es tan pecado mortal como el

adulterio.—El adulterio es más divertido —dijo él, en un amago de

frivolidad.—Menos mal que he vuelto.—Iré esta tarde, después del almuerzo. No puedo confesarme

con el estómago vacío.—Querido, has cambiado, ¿sabes?—Era una broma.—No me importa que bromees. Me gusta. Pero antes no lo

hacías casi nunca.—No vuelves todos los días, querida.El buen humor forzado, la broma con los labios secos, no se

interrumpió: durante el almuerzo posó el tenedor para decir otragracia.

—Querido Henry —dijo ella—, nunca te he visto tan alegre.El suelo había cedido bajo los pies de Scobie, y durante toda la

comida tuvo la sensación de caída, de estómago flojo, de falta deoxígeno y de desesperación, porque no se podía caer tan abajo ysobrevivir. Su hilaridad era como un grito desde el fondo de unagrieta.

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Cuando terminó el almuerzo (él no hubiera sabido decir quéhabían comido), dijo:

—Tengo que irme.—¿A ver al padre Rank?—Primero tengo que hablar con Wilson. Ahora vive en una de

las cabañas. Es vecino nuestro.—¿No estará en la ciudad?—Creo que vuelve a comer a casa.Pensó, mientras subía la cuesta: «Qué cantidad de veces

tendré que ver a Wilson a partir de ahora». Pero no: no era unacoartada segura. Solo la emplearía una vez, porque sabía queWilson almorzaba en la ciudad. Sin embargo, para cerciorarse,llamó y se quedó sorprendido al ver que Harris le abría la puerta.

—No esperaba encontrarle.—He tenido fiebre —dijo Harris.—Quería saber si estaba Wilson.—Siempre come en la ciudad —dijo Harris.—Solo quería decirle que podría pasar a visitarnos. Mi mujer ha

vuelto, ¿sabe?—Me pareció ver actividad por la ventana.—Usted también tiene que venir.—No soy muy sociable —dijo Harris, apoyándose en la puerta

—. A decir verdad, las mujeres me asustan.—No las trata lo suficiente, Harris.—No soy un fiel escudero —dijo Harris, en una pobre tentativa

de orgullo, y Scobie tuvo conciencia de que le observaba mientrasse dirigía de mala gana hacia la cabaña de una mujer: que leobservaba con el feo ascetismo de un hombre no deseado. Llamó ysintió que aquella mirada censuradora le taladraba la espalda.Pensó: «Adiós a mi coartada: se lo dirá a Wilson y Wilson... Diréque, como estaba aquí, he llamado», y sintió que su personalidadentera se derrumbaba con la lenta desintegración de las mentiras.

—¿Por qué has llamado? —preguntó Helen. Estaba tumbadaen la cama, en la penumbra de las cortinas cerradas.

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—Harris me estaba espiando.—Pensaba que hoy no vendrías.—¿Cómo te has enterado?—Aquí todo el mundo se entera de todo. Menos de una cosa.

En eso has sido muy inteligente. Supongo que porque eres policía.—Sí.Se sentó en la cama y puso la mano sobre el brazo de Helen;

inmediatamente el sudor empezó a correr entre ellos.—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Estás enferma?—No es más que un dolor de cabeza.Él dijo mecánicamente, sin escuchar siquiera sus propias

palabras:—Cuídate.—Te preocupa algo —dijo ella—. ¿Han ido mal las cosas?—Nada de eso.—¿Te acuerdas de la primera noche que te quedaste aquí? No

nos preocupamos de nada. Hasta te dejaste el paraguas. Éramosfelices. ¿No parece raro? Éramos felices.

—Sí.—¿Por qué seguimos así, siendo infelices?—Es un error mezclar las ideas de la felicidad y del amor —dijo

Scobie con una pedantería desesperada, como deseando que, siconseguía convertir la situación en un caso de manual, igual quehabía hecho con Pemberton, la paz pudiera volver a ellos, unaespecie de resignación.

—A veces eres tan odiosamente viejo... —dijo Helen, pero almomento expresó que no hablaba en serio con un movimiento de sumano hacia él. «Hoy», pensó Scobie, «no puede permitirse el lujo deuna pelea; o eso cree ella».

—Querido, ¿en qué estás pensando? —preguntó Helen.Mientras pueda evitarse, uno no debería mentir a dos personas;

hacerlo provoca un completo caos, pero él tuvo la tentación terriblede mentir al contemplar su cara sobre la almohada. Ella le parecióuna de esas plantas cuyo proceso de envejecimiento presenciamos

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en documentales de ciencias naturales. Helen había adquirido ya elaspecto de la costa. Lo compartía con Louise.

—Es un problema que tengo que resolver solo. Algo que nohabía previsto.

—Dímelo, querido. Dos cerebros...Cerró los ojos y él advirtió que Helen afirmaba la boca para

recibir el golpe.—Louise quiere que vaya a misa y que comulgue con ella. Se

supone que ahora he ido a confesarme.—¿Eso es todo? —preguntó ella con inmenso alivio, y la

irritación por su ignorancia se agitó en la mente de Scobie como unodio injusto.

—¿Todo? —dijo—. ¿Todo?Luego la justicia le llamó al orden. Dijo suavemente:—Escucha, si no comulgo ella sabrá que pasa algo malo... algo

muy malo.—Pues entonces comulga tranquilamente.—Para mí eso significa... Bueno, es lo peor que podría hacer.—¿Crees de verdad en el infierno?—Eso mismo me preguntó Fellowes.—No acabo de entenderlo. Si crees en el infierno, ¿por qué

estás conmigo ahora?«Cuántas veces», pensó, «la falta de fe nos ayuda a ver más

claramente que la fe». Respondió:—Tienes razón, desde luego. Esa creencia debería impedir todo

esto. Pero los campesinos de las faldas del Vesubio siguen viviendoallí... Y además, contra todas las enseñanzas de la Iglesia, tengo laconvicción de que el amor, toda clase de amor, merece un poco declemencia. Hay que pagarlo, sin duda, y pagarlo de un modoterrible, pero no creo que se pague eternamente. Quizá se nosconceda tiempo antes de morir...

—El arrepentimiento en el lecho de muerte —dijo ella, condesprecio.

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—No sería fácil arrepentirse de esto —dijo él. Enjugó en susbesos el sudor de la mano de Helen—. Pueden pesarme lasmentiras, los embrollos, la desdicha, pero si ahora me estuvieramuriendo no sabría cómo arrepentirme del amor.

—Bueno —dijo ella, con el mismo deje de desprecio queparecía alejarla de él, rumbo a la seguridad de la orilla—, ¿nopuedes ir a confesarte de todo eso ahora? Al fin y al cabo no quieredecir que no vuelvas a hacerlo.

—No sirve de mucho confesarse si no hay propósito de...—Pues entonces —dijo ella triunfalmente—, si te vas a

condenar, que sea por algo grande. Estás en... ¿cómo se llama?...pecado mortal. ¿Qué diferencia hay?

«Las personas devotas», pensó él, «dirían que esto es la vozdel diablo», pero él sabía que el mal nunca hablaba en aquellostérminos crudos y refutables: era inocencia.

—Hay una diferencia, una gran diferencia —dijo—. No es fácilde explicar. Ahora estoy poniendo nuestro amor por encima de...bien, mi salvación. Pero lo otro... lo otro es maldad auténtica. Escomo la misa negra, el hombre que roba el sacramento paraprofanarlo. Es golpear a Dios cuando está caído... en mi poder.

Ella retiró la mano con ademán de cansancio y dijo:—No entiendo una palabra de lo que estás diciendo. Para mí

son paparruchas.—Ojalá lo fueran para mí. Pero yo creo en ellas.—Supongo que sí —repuso Helen bruscamente—. ¿O es solo

una triquiñuela? No te oí hablar mucho de Dios cuando empezamos.¿No te estarás haciendo el beato para tener una excusa?

—Querida —dijo Scobie—. No pienso dejarte nunca. Tengo quepensar, eso es todo.

II

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Ali les llamó a las seis y cuarto de la mañana siguiente. Scobie sedespertó al momento, pero Louise siguió durmiendo: había tenido undía agotador. Scobie la contempló: era la cara que él había amado;era la cara que amaba. Le aterraba la idea de morir en el mar y sinembargo había vuelto para ocuparse de él. Le había dado una hijacon gran sufrimiento y durante otro calvario la había visto morir. Éltuvo la impresión de que se había librado de todo. «Si al menosconsiguiera que nunca vuelva a sufrir», pensó, pero sabía que sehabía impuesto una tarea imposible. A lo sumo podía posponer elsufrimiento, pero era algo que él llevaba consigo, una infección quetarde o temprano contagiaría a Louise. Quizá la estaba padeciendoya, porque se movía y gimoteaba en sueños. Le puso la manocontra la mejilla para serenarla. Pensó: «Si siguiera durmiendo yotambién dormiría, despertaríamos tarde, nos perderíamos la misa yasí otro problema quedaría aplazado». Como si estos pensamientoshubieran sido un reloj despertador, Louise abrió los ojos:

—¿Qué hora es, cariño?—Las seis y media casi.—Tenemos que darnos prisa.Él sintió como si un carcelero amable pero implacable le

estuviera apremiando a vestirse para la ejecución. Postergó, noobstante, la mentira salvadora: siempre quedaba la posibilidad de unmilagro. Louise se aplicó un toque final de colorete (pero el polvo seapelotonaba al tocar la piel) y dijo:

—Ya nos vamos.¿No había en su voz un ligerísimo acento de triunfo?

Muchísimos años antes, en la otra vida de la infancia, alguientambién llamado Henry Scobie había actuado en la obra del colegio,había interpretado el papel de Hotspur. Le habían elegido por suedad y por su físico, pero todo el mundo dijo que había sido unabuena actuación. Ahora tenía que representar de nuevo: ¿acaso noera tan fácil como la simple mentira verbal?

De pronto Scobie apoyó la espalda contra la pared y se llevó lamano al pecho. No pudo hacer que sus músculos imitaran el dolor, y

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se limitó a cerrar los ojos. Mirándose en el espejo, Louise dijo:—Recuérdame que te hable del padre Davis de Durban. Era un

tipo de cura muy interesante, mucho más intelectual que el padreRank.

A Scobie le pareció que nunca iba a girar la cara y verle.—Bueno, tenemos que darnos prisa —dijo ella, y remoloneó

junto al espejo. Algunos pelos lacios de sudor estaban fuera de susitio. A través de las pestañas, él vio que por fin se volvía y lemiraba—. Vamos, querido. Pareces dormido.

Él mantuvo los ojos cerrados y no se movió de donde estaba.Ella dijo, abruptamente:

—Ticki, ¿qué pasa?—Un poco de brandy.—¿Estás enfermo?—Un poco de brandy —repitió él secamente, y cuando ella se lo

hubo llevado y sintió el sabor en la lengua experimentó una inmensasensación de respiro. Suspiró y se relajó.

—Ya me encuentro mejor.—¿Qué ha sido, Ticki?—Un dolor en el pecho. Ya ha pasado.—¿Lo has sentido antes?—Una o dos veces, cuando tú no estabas.—Tienes que ir al médico.—Oh, no vale la pena. Dirá que es simple exceso de trabajo.—No debería haberte sacado de la cama, pero quería que

comulgáramos juntos.—Me parece que ahora no es posible... por el brandy.—No importa, Ticki —despreocupadamente, ella le condenó a

la muerte eterna—. Podemos ir cualquier día.Él se arrodilló en su banco y vio cómo Louise se arrodillaba con

los demás comulgantes en el comulgatorio: él había insistido enacompañarla a la iglesia. El padre Rank se acercaba a ellos conDios en las manos. Scobie pensó: «Dios acaba de eludirme, pero¿lo hará siempre?». Domine, non sum dignus... Domine, non sum

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dignus... Domine, non sum dignus... Su mano, formalmente, como siestuviera haciendo la instrucción, tocó un botón determinado de suuniforme. Por un momento le pareció cruelmente injusto por parte deDios haberse expuesto de aquel modo, un hombre, una oblea,primero en los pueblos de Palestina y ahora aquí, en el puertocaluroso, y allí, en todas partes, permitiendo al hombre que ejercierasu voluntad en Él. Cristo había dicho al joven rico que lo vendieratodo y que le siguiera, pero aquel era un fácil paso racionalcomparado con el que Él había dado, ponerse a merced de hombresque apenas conocían el significado de la palabra. «Con quédesesperación debe amar Dios», pensó, avergonzado. El sacerdotehabía llegado a Louise en su recorrido lento e interrumpido, y derepente Scobie experimentó el sentimiento de exilio. Allí, donde searrodillaban todas aquellas personas, había un país al que jamásregresaría. El sentimiento del amor se avivó en él, el amor quesiempre se siente por lo que uno ha perdido, sea un hijo, una mujero incluso el dolor.

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2

I

Wilson arrancó cuidadosamente la hoja del Downhamian y pegó unalámina gruesa de papel de escribir del departamento colonial en elreverso del poema. Lo levantó a la luz: era imposible leer losresultados deportivos en el otro lado de sus versos. Luego dobló concuidado la hoja y se la guardó en el bolsillo; probablemente sequedaría allí, pero nunca se sabía.

Había visto pasar a Scobie en su coche hacia la ciudad, y conel corazón palpitante y una sensación de ahogo, como cuando habíaentrado en el burdel, e incluso con la misma renuencia —porque¿quién deseaba en un momento cualquiera alterar la rutina de suvida?—, bajó la cuesta hacia la casa de Scobie.

Empezó a ensayar lo que pensó que otro hombre haría en sulugar: recuperar terreno de inmediato; besarla con toda naturalidad,a ser posible en la boca, decir: «Te he echado de menos», notitubear. Pero los latidos de su corazón transmitían un mensaje detemor que ahogaba los pensamientos.

—Wilson, por fin —dijo Louise—. Creí que me habría olvidado.Le tendió la mano y él la aceptó como una derrota.—¿Quiere beber algo?—Estaba pensando si le gustaría dar un paseo.—Hace demasiado calor, Wilson.—No he estado allí, ¿sabe?, desde...—¿Allí dónde?Él comprendió que para quienes no aman el tiempo nunca

permanece quieto.—En la estación vieja.Ella dijo vagamente, con una despiadada indiferencia:

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—Ah, sí, sí, yo tampoco he estado todavía.—Aquella noche, cuando volví —sentía ya la atroz expansión

del rubor juvenil—, intenté escribir unos versos.—¿Cómo? ¿Usted, Wilson?—Sí, yo, Wilson —dijo él, furioso—. ¿Por qué no? Y los han

publicado.—No me estaba riendo. Solo estaba sorprendida. ¿Quién los ha

publicado?—Una revista nueva que se llama El Círculo. Claro que no

pagan mucho.—¿Puedo verla?Wilson dijo, sin aliento:—Tengo el poema aquí —y añadió, como explicación—: En el

reverso había algo que me resultaba inaguantable. Demasiadomoderno para mí.

Observó a Louise con una turbación ávida.—Es bastante bonito —dijo ella, débilmente.—¿Ve las iniciales?—Es la primera vez que me dedican un poema.Wilson se sintió mareado; tenía ganas de sentarse. «¿Por qué»,

se preguntó, «iniciamos este proceso humillante? ¿Por qué nosimaginamos que estamos enamorados?». Había leído en algunaparte que el amor había sido inventado en el siglo xi por lostrovadores. «¿Por qué no nos dejaron solo la lujuria?»

—La quiero —dijo, con una maldad sin esperanza.Pensó: «Es mentira, la palabra no significa nada fuera de la

página impresa». Esperó a que ella se riera.—Oh, no, Wilson —dijo Louise—. No. No me quiere. Es la

fiebre de la costa.Él se lanzó, ciegamente:—Más que a nada en el mundo.—Nadie ama así, Wilson —dijo ella, suavemente.Él caminó inquieto de un lado para otro, agitando el recorte del

Downhamian; sus pantalones cortos aleteaban al compás de sus

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movimientos.—Debería creer en el amor. Usted es católica. ¿No amó Dios al

mundo?—Oh, sí —dijo ella—. Él sí es capaz. Pero muchos de nosotros

no lo somos.—Usted ama a su marido. Me lo dijo. Y por eso ha vuelto.—Supongo que sí —dijo Louise tristemente—. Todo lo que

puedo. Pero no es la clase de amor que usted quiere imaginar quesiente. Nada de copas envenenadas, condenación eterna, velasnegras. Nadie muere de amor, Wilson... Menos en los libros. Y aveces un joven que representa una comedia. No hagamos teatro,Wilson. A nuestra edad no es divertido.

—No estoy haciendo teatro —dijo él, con una furia en la que élmismo oía muy claro el acento histriónico. Se colocó enfrente de lalibrería como si fuese un testigo al que ella hubiera olvidado.

—¿Actúan ellos?—No mucho —respondió ella—. Por eso me gustan más que

sus poetas.—De todos modos ha vuelto —una inspiración perversa le

iluminó la cara—. ¿O fue solo por celos?—¿Celos? ¿De qué demonios tengo que tener celos?—Han sido precavidos —dijo Wilson—, pero no tanto como

creen.—No sé de qué me está hablando.—De su Ticki y de Helen Rolt.Louise falló la bofetada en la mejilla y le alcanzó en la nariz, que

empezó a sangrar copiosamente.—Esto por llamarle Ticki —dijo ella—. Nadie puede hacerlo

excepto yo. Usted sabe que él detesta el nombre. Tome mi pañuelosi no tiene.

—Sangro con tremenda facilidad —dijo Wilson—. ¿Le importaque me tumbe de espaldas?

Se extendió en el suelo, entre la mesa y la fresquera, entre lashormigas. Primero Scobie le había visto llorar en Pende, y ahora...

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aquello.—¿Quiere que le ponga una llave en la espalda? —preguntó

Louise.—No, gracias.La sangre había manchado el recorte del Downhamian.—Lo siento de veras. Tengo un genio de mil diablos. Esto le

curará, Wilson.Pero si uno vive de romanticismo, mejor no curarse de él. El

mundo tiene demasiados sacerdotes malogrados de una u otra fe:seguramente es mejor simular una creencia que vagar por ese vacíohorrible de crueldad y desesperación. Dijo, obstinadamente:

—Nada me curará, Louise. La amo. Nada —repitió, sangrandoen el pañuelo.

—Qué extraño sería si fuese verdad —dijo ella.Él farfulló una pregunta desde el suelo.—Quiero decir —explicó ella— si usted fuese una de esas

personas que aman de verdad. Creí que Henry era así. Seríaextraño que en realidad hubiera sido usted.

Él experimentó el singular temor de que ella fuera a aceptar supropia pretensión, como el miedo que podría sentir un suboficial, enla desbandada de una derrota, al descubrir que van a tomarle enserio su afirmación de que sabe manejar un tanque. Es demasiadotarde para confesar que no sabe nada más que lo que ha leído enlos manuales: «Oh lírico amor, mitad ángel, mitad pájaro».

Sangrando todavía en el pañuelo, redondeó los labioscuidadosamente para pronunciar una frase generosa:

—Supongo que él ama... a su manera.—¿A quién? —dijo Louise—. ¿A mí? ¿A esa Helen Rolt de

quien ha hablado? ¿O solamente a sí mismo?—No debería haberlo dicho.—¿No es cierto? Digamos un poco la verdad, Wilson. No sabe

lo cansada que estoy de mentiras piadosas. ¿Es guapa?—Oh, no, no. Nada de eso.

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—Es joven, por supuesto, y yo soy de mediana edad. Peroseguramente está un poco ajada, después de la experiencia que havivido.

—Está muy estropeada.—Pero no es católica. Tiene suerte. Es libre, Wilson.Wilson se recostó contra la pata de la mesa. Dijo, con sincera

pasión:—Daría cualquier cosa porque no me llamara Wilson.—Edward. Eddie. Ted. Teddy.—Estoy sangrando otra vez —dijo él, con desaliento, y volvió a

tumbarse en el suelo.—¿Qué sabe de todo eso, Teddie?—Creo que prefiero Edward. Louise, le he visto salir de la

cabaña de Helen a las dos de la mañana. Estuvo allí ayer por latarde.

—Estaba confesándose.—Harris le vio.—No hay duda de que usted le espía.—Estoy convencido de que Yusef le utiliza.—Qué fantasía. Se está usted excediendo.Ella estaba inclinada sobre él, como si fuera un cadáver: Wilson

tenía en la palma el pañuelo manchado de sangre. Ninguno de losdos oyó el automóvil que se detenía ni las pisadas hasta el umbral.A los dos les asombró oír una tercera voz de un mundo exteriorhablando en aquella habitación que se había vuelto tan cerrada eíntima y sin aire, como una cripta.

—¿Ocurre algo? —preguntó la voz de Scobie.—Es solo... —dijo Louise, e hizo un gesto de desconcierto,

como si dijera: «¿Por dónde empiezo a explicar?».Wilson se levantó y al instante empezó a sangrarle la nariz.—Tome —dijo Scobie, y sacando su manojo de llaves las metió

por el cuello de la camisa de Wilson—. Ya verá —dijo—. Los viejosremedios son siempre los mejores.

La hemorragia, en efecto, cesó al cabo de unos segundos.

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—No debería tumbarse de espaldas —prosiguió Scobie, contono razonable—. Los ayudantes de los púgiles usan una esponjade agua fría, y realmente usted parece recién salido de una pelea.

—Siempre me tumbo de espaldas —dijo Wilson—. La sangreme descompone.

—¿Quiere beber algo?—No —dijo Wilson—, no. Tengo que irme.Recuperó las llaves con cierta dificultad y salió con la espalda

de la camisa por fuera. Solo se percató cuando Harris se lo dijo alllegar a la cabaña, y pensó: «Este aspecto tenía cuando me hemarchado y los dos me miraban, uno junto al otro».

II

—¿Qué quería? —preguntó Scobie.—Quería acostarse conmigo.—¿Te quiere?—Él cree que sí. No se puede pedir mucho más, ¿verdad?—Parece que le has dado bastante fuerte —dijo Scobie—. ¿En

la nariz?—Me ha puesto furiosa. Te ha llamado Ticki. Querido, te está

espiando.—Lo sé.—¿Es peligroso?—Podría serlo... en determinadas circunstancias. Pero

entonces no sería culpa mía.—Henry, ¿nunca te enfadas con nadie? ¿No te importa que me

cortejara?—Sería un hipócrita si me enfadase por eso. Son cosas que le

ocurren a la gente. Hay personas agradables y normales quetambién se enamoran.

—¿Alguna vez te has enamorado?

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—Oh, sí, sí —observó a Louise atentamente mientras esbozabauna sonrisa—. Tú sabes que sí.

—Henry, ¿de verdad estabas enfermo esta mañana?—Sí.—¿No era solo una excusa?—No.—Entonces, vamos a comulgar juntos mañana por la mañana.—Como quieras —dijo él. Sabía que iba a llegar ese momento.

Con jactancia, para demostrar que no le temblaba la mano, cogió unvaso—. ¿Una copa?

—Es demasiado pronto, querido —dijo Louise.Él sabía que ella le observaba detenidamente, como todos los

demás. Cogió el vaso y dijo:—Tengo que ir a la comisaría a recoger unos papeles. Cuando

vuelva, será hora de beber.Condujo de un modo inseguro, con los ojos enturbiados por la

náusea. «Oh, Dios», pensó, «a qué decisiones nos obligas depronto, sin tiempo para pensar. Estoy demasiado cansado parapensar: esto habría que analizarlo en un papel, como un problemade matemáticas, y la respuesta debería obtenerse sin dolor». Peroel dolor le hizo sentirse físicamente enfermo, y tuvo arcadas encimadel volante. «Lo malo es», pensó, «que conocemos las respuestas.Los católicos sufrimos la maldición de saber. No hace falta queanalice nada; solo hay una respuesta: arrodillarme en elconfesonario y decir: “Desde mi última confesión he cometidoadulterio tantas veces, etcétera”; oír al padre Rank diciéndome queevite la ocasión; no volver a ver a la mujer a solas (hablar en esoshorribles términos abstractos: Helen, la mujer, la ocasión, no ya laniña desconcertada que agarraba el álbum, que oía los gritos deBagster llamando a su puerta; “adulterio” aquel momento de paz, deoscuridad, de ternura y de compasión). Y hacer mi acto decontrición, prometer “nunca más pecar”, y luego, mañana, lacomunión: recibir a Dios en mi boca en lo que se llama estado degracia. Esa es la respuesta. No hay ninguna otra: salvar mi alma y

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entregar a Helen a los brazos de Bagster y a la desesperación».«Hay que ser razonable», se dijo, «y reconocer que ladesesperación no dura (¿es cierto?), que el amor no dura (pero ¿noes esa precisamente la razón de que la desesperación sí dure?),que al cabo de unas semanas o unos meses ella se habrá repuesto.Ha sobrevivido a la muerte de su marido y a cuarenta días en unbote al descubierto, ¿y no va a poder sobrevivir a la mera muerte delamor? Como yo puedo, como yo sé que puedo».

Estacionó delante de la iglesia y, presa de la angustia,permaneció sentado ante el volante. La muerte nunca viene cuandouno más la desea. Pensó: «Existe, claro, la honrada y ordinariarespuesta errónea, dejar a Louise, olvidar aquel voto privado, dimitirde mi puesto. ¿Abandonar a Helen a Bagster o abandonar a Louisea qué?». «Estoy atrapado», se dijo, sorprendiendo la carainexpresiva de un extraño en el retrovisor, «atrapado». Se apeó, sinembargo, y entró en la iglesia. Mientras esperaba a que el padreRank entrase en el confesonario, se arrodilló y rezó la única oraciónque pudo formular. Hasta las palabras del padrenuestro y delavemaría le eludían. Rezó pidiendo un milagro: «Oh, Dios,convénceme, ayúdame, convénceme. Hazme sentir que soy másimportante que esa chica». No era la cara de Helen la que veíamientras rezaba, sino la de la niña moribunda que le llamaba«papá»; la mirada fija de una cara en una fotografía sobre eltocador; la cara de una chiquilla de doce años, a quien un marinerohabía violado y matado, y que alzaba hacia Scobie unos ojos ciegosen una luz amarilla de parafina. «Hazme anteponer mi alma. Dameconfianza en tu misericordia con la mujer a quien abandono.» Oyó alpadre Rank cerrar la puerta del confesonario y la náusea, de nuevo,retorció su cuerpo genuflexo. «Oh, Dios», se dijo, «si te abandonaraa Ti castígame, pero permite que los otros gocen de ciertafelicidad». Fue al confesonario. «Todavía puede ocurrir un milagro»,pensó. «Hasta el padre Rank puede por una vez encontrar lapalabra, la palabra exacta...» Arrodillado en el espacio de un féretrovolcado, dijo:

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—Desde mi última confesión he cometido adulterio.—¿Cuántas veces?—No lo sé, padre, muchas veces.—¿Está casado?—Sí.Recordó aquella noche en que el sacerdote había estado a

punto de derrumbarse en su presencia, cuando confesó suincapacidad de ayudar... ¿También él se acordaba, mientras luchabapor conservar el anonimato total del confesonario? Quiso decir:«Ayúdeme, padre. Convénzame de que haría bien abandonándola alos brazos de Bagster. Hágame creer en la clemencia de Dios»; peroaguardó en silencio: no percibía el menor asomo de esperanza.

—¿Es una mujer? —preguntó el padre Rank.—Sí.—Debe evitar verla. ¿Es posible?Scobie negó con la cabeza.—Si tiene que verla, no debe verla nunca a solas. ¿Promete

hacerlo, se lo promete a Dios, no a mí?Él pensó: «Qué insensato por mi parte esperar la palabra

mágica. Esta es la fórmula usada tantas veces con tantas personas.Posiblemente ellas lo prometían, se iban y volvían a confesarse delo mismo. ¿Creían realmente que iban a intentarlo?». Pensó: «Estoyengañando a los demás cada día de mi vida. No voy a tratar deengañarme a mí mismo o a Dios».

—Sería inútil prometerlo, padre —contestó.—Tiene que hacerlo. No se puede desear el fin sin desear los

medios.«Ah, sí se puede», pensó, «se puede. Se puede desear la paz

de la victoria sin desear las ciudades asoladas». El sacerdote dijo:—Seguramente no necesito decirle que no hay nada automático

en la confesión o en la absolución. El perdón depende del estado desu alma. De nada vale venir a arrodillarse sin estar preparado. Antesde venir aquí debe reconocer el mal que ha cometido.

—Lo sé.

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—Y tiene que tener un sincero propósito de la enmienda. Noshan enseñado que debemos perdonar a nuestro hermano setentaveces siete, y no necesitamos temer que Dios sea menos indulgenteque nosotros, pero nadie puede perdonar a quien no estáarrepentido. Es mejor pecar setenta veces y arrepentirse cada vezque pecar una vez y no arrepentirse nunca.

Vio que el padre Rank se llevaba la mano a los ojos paraenjugarse el sudor: era como un gesto de cansancio. Pensó: «¿Porqué prolongarle este malestar? Tiene razón, por supuesto, tienerazón. He sido un estúpido al imaginar que en este cajón asfixianteencontraría una convicción».

—Creo que he hecho mal en venir, padre —dijo.—No quiero negarle la absolución, pero pienso que si ahora se

va y recapacita volverá con mejor espíritu.—Sí, padre.—Rezaré por usted.Cuando se alejó del confesonario, Scobie tuvo la impresión de

que por primera vez sus pasos le distanciaban de la esperanza. Nola vio en ningún sitio adonde volvió los ojos: la figura muerta de Diosen la cruz, la Virgen de yeso, las horrorosas estaciones querepresentaban una serie de sucesos que habían acontecido largotiempo atrás. Le pareció que solo le quedaba por explorar elterritorio de la desesperación.

Fue en coche a la comisaría, recogió un expediente y volvió acasa.

—Has tardado mucho —dijo Louise.Él ni siquiera supo la mentira que iba a decir antes de que

surgiera de sus labios.—Ese dolor me ha vuelto —dijo—, así que he esperado un rato.—¿Crees que te sentará bien la bebida?—Sí, hasta que alguien me diga lo contrario.—¿E irás a ver a un médico?—Pues claro.

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Esa noche soñó que estaba en una barca a la deriva por un ríosubterráneo similar al que su héroe Allan Quatermain habíarecorrido hacia la ciudad perdida de Milosis. Pero Quatermainviajaba acompañado, mientras que él estaba solo, porque no podíaconsiderarse una compañía el cadáver tendido sobre una camilla.Sentía una sensación de urgencia, porque se dijo a sí mismo quelos cuerpos, en aquel clima, tardaban muy poco en corromperse, yel olor de la putrefacción llegaba ya a sus orificios nasales. Luego,mientras guiaba la barca en mitad de la corriente, comprendió que elhedor no procedía del cadáver, sino de su cuerpo vivo. Le parecióque su sangre había dejado de circular: cuando intentó levantar elbrazo, colgaba inánime del hombro. Despertó y era Louise la que lehabía levantado el brazo.

—Querido, ya es hora.—¿Hora de qué?—Vamos a misa.Captó otra vez la atención con que ella le observaba. ¿De qué

servía una nueva mentira aplazatoria? Se preguntó qué le habríadicho Wilson. ¿Podía seguir mintiendo semana tras semana,encontrando algún pretexto de trabajo, de salud, de desmemoria,para esquivar la comparecencia ante el comulgatorio? Pensó, sinesperanza: «Ya estoy condenado. Bien puedo seguir así hasta elfinal de la cadena».

—Sí —dijo—, claro. Ahora me levanto.Ella le sorprendió de pronto ofreciéndole en bandeja la excusa,

la oportunidad de huir.—Querido —le dijo—, si no te encuentras bien, quédate en la

cama. No quiero llevarte a rastras.Pero él pensó que la excusa era asimismo una trampa. Notó

dónde habían repuesto el césped para encubrir a las serpientes.Aceptar la excusa que ella le brindaba equivalía prácticamente aconfesar su culpabilidad. De una vez por todas, aun al precio de laeternidad, estaba resuelto a demostrar su inocencia ante ella y aproporcionarle la tranquilidad que necesitaba.

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—No, no. Voy contigo.Cuando entró a su lado en la iglesia, fue como si entrara por

primera vez: era un intruso. Una distancia inconmensurable leseparaba ya de aquellas personas que se arrodillaban y rezaban yque recibirían enseguida en paz a Dios. Se arrodilló y fingió querezaba.

Las palabras de la misa eran como una acusación. «Entraré enel altar de Dios, de Dios que da gozo a mi juventud.» Pero no habíagozo en ninguna parte. Levantó los ojos de entre los dedosentrelazados y las imágenes de yeso de la Virgen y de los santosparecían extender las manos a todos los presentes, a derecha y aizquierda, más allá de él. Era el invitado desconocido a una fiesta enla que no le presentaban a nadie. Las amables sonrisas pintadas sedirigían intolerablemente a otro sitio. Intentó rezar de nuevo en elmomento del Kyrie Eleison. «Señor, ten piedad... Cristo, tenpiedad... Señor, ten piedad», pero el miedo y la vergüenza delpecado que iba a cometer congelaron su cerebro. Aquellossacerdotes malditos que presidían las misas negras, consagrando laHostia sobre el cuerpo desnudo de una mujer, consumiendo a Diosen un ritual absurdo y horripilante, al menos estaban ejecutando elacto de la perdición con una emotividad mayor que el amor humano:lo hacían por odio a Dios, o por una extraña devoción perversa alenemigo de Dios. Pero él no amaba el mal ni odiaba a Dios. ¿Cómopodía odiar a Quien, por voluntad propia, se ponía a su merced?Estaba profanando a Dios por amor a una mujer; ¿era ciertamenteamor o era tan solo un sentimiento de compasión y responsabilidad?De nuevo intentó disculparse: «Tú puedes cuidar de Ti mismo. Túsobrevives a la cruz todos los días. Tú solo puedes sufrir. Tú nuncapuedes perderte. Reconoce que vienes en segundo lugar, despuésde todos estos». «Y yo», pensó, mirando al sacerdote que vertía elvino y el agua en el cáliz, preparando en el altar, como un alimento,la condenación de Scobie, «debo ocupar el último lugar: soy elsubcomisario de policía; tengo a cien hombres bajo mis órdenes;

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soy el responsable. Mi trabajo consiste en velar por los demás. Midestino es servirles».

Sanctus. Sanctus. Sanctus. El canon había comenzado: elpadre Rank, sin remordimientos, apresuraba el susurro queconducía a la consagración. «Que vivamos nuestros días en tupaz..., que nos preserves del castigo eterno...» Pax, pacis, pacem:toda la declinación de la palabra «paz» zumbaba en sus oídos a lolargo de la misa. Pensó: «Incluso he abandonado para siempre laesperanza de paz. Soy el responsable. Pronto habré llegado tanlejos en mi propósito de engaño que no habrá retorno». Hoc estenim Corpus: sonó la campanilla y el padre Rank elevó a Dios ensus dedos... aquel Dios tan liviano ahora como una oblea y cuyallegada Scobie presentía tan pesada como plomo. Hic est enim calixsanguinis, y nuevo repique de la campanilla.

Louise le tocó la mano.—Querido, ¿estás bien?Él pensó: «Es mi segunda oportunidad. El dolor ha vuelto.

Salgo de la iglesia». Pero si salía de la iglesia ahora, sabía que solole quedaría una cosa por hacer: seguir el consejo del padre Rank,resolver sus asuntos, desertar, volver al cabo de unos días y recibira Dios con una conciencia clara y la certeza de que había restituidola inocencia al lugar que le correspondía: bajo el oleaje del Atlántico.La inocencia debía morir joven para no aniquilar el alma de loshombres.

«Mi paz os dejo, mi paz os doy.»—Estoy bien —dijo Scobie, con el antiguo escozor de la

ansiedad en los ojos, y mirando a la cruz sobre el altar pensó,brutalmente: «Bebe tu esponja de hiel. Me has hecho ser lo que soy.Recibe la herida de la lanza». No necesitó abrir el misal para sabercómo terminaba aquella plegaria: «Que recibir tu cuerpo, a lo que yoindignamente me dispongo, no sirva para mi juicio y mi condena».Cerró los ojos y dejó que penetrara la tiniebla. La misa corría haciasu fin: Domine, non sum dignus... Domine, non sum dignus...Domine, non sum dignus... Al pie del patíbulo abrió los ojos y vio a

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las viejas negras arrastrando los pies hacia el comulgatorio, a unoscuantos soldados, a un mecánico de aviones, a uno de sus propiosguardias, a un empleado del banco: avanzaban sosegadamentehacia la paz, y Scobie envidió su simplicidad, su bondad. Sí, enaquel preciso momento eran hombres buenos.

—¿No vienes, querido? —le preguntó Louise, y la mano volvióa tocarle: la mano amablemente firme del detective. Se levantó, lasiguió y se arrodilló a su lado, como un espía en un país extranjeroque ha aprendido sus costumbres y habla la lengua como un nativo.«Solo un milagro puede salvarme ahora», se dijo Scobie, mirandocómo el padre Rank abría el sagrario, «pero Dios nunca haría unmilagro para salvarse a Sí mismo. Yo soy la cruz», pensó, «Él nuncadirá la palabra para salvarse de la cruz, pero ojalá la maderaestuviera hecha de tal modo que no sintiera, ojalá los clavos fuesentan insensibles como la gente creía».

El padre Rank bajó las escaleras del altar con la Hostia en lasmanos. La saliva se había secado en la boca de Scobie: era como situviera las venas secas. No pudo alzar los ojos; vio solamente lasotana del sacerdote, como la gualdrapa de un caballo de guerramedieval que se abalanzaba sobre él; el batir de cascos; laembestida de Dios. Ojalá los arqueros emboscados le dispararansus flechas, pensó, y por un momento soñó que los pies delsacerdote habían trastabillado: «Quizá, después de todo, puedasuceder algo todavía, antes de que llegue aquí: alguna interposiciónincreíble...». Pero, con la boca abierta (había llegado el momento),hizo un último intento de oración: «Oh, Dios, te ofrezco micondenación. Acéptala. Úsala para bien de ellas...», y notó en lalengua el blanco sabor a papel de una frase eterna.

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3

I

El director del banco dio un sorbo de agua helada y exclamó, conalgo más que cordialidad profesional:

—Qué contento debe estar de que su esposa haya vuelto atiempo para las Navidades.

—Todavía falta mucho para Navidad —dijo Scobie.—El tiempo vuela cuando las lluvias terminan —prosiguió el

director, con su nueva alegría. Scobie nunca había oído en su vozaquel tono optimista. Recordó al hombre con aspecto de cigüeñaque paseaba sin cesar por el despacho, haciendo una pausa antelos libros de medicina, cientos de veces al día.

—He venido... —dijo Scobie.—Por su seguro de vida o un giro en descubierto, ¿no es eso?—Bueno, esta vez por ninguna de las dos cosas.—Sabe que le ayudaré encantado, Scobie, sea lo que sea.Qué tranquilo estaba Robinson sentado delante de su mesa.

Scobie preguntó, asombrado:—¿Ya no hace sus ejercicios diarios?—Ah, aquello solo eran bobadas y paparruchas —dijo el

director—. Había leído demasiados libros.—Quería consultar su enciclopedia médica —explicó Scobie.—Haría mucho mejor viendo a un médico —le aconsejó

sorprendentemente Robinson—. A mí me curó un médico, no loslibros. El tiempo que hubiese perdido... Le aseguro, Scobie, que esejoven que trabaja en el hospital Argyll es el mejor hombre que hanenviado a esta colonia desde que la descubrieron.

—¿Y le ha curado él?—Vaya a verle. Se llama Travis. Dígale que va de mi parte.

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—De todos modos, si pudiera echar una ojeada...—Está en la estantería. Los tengo ahí todavía porque lucen

mucho. Un director de banco tiene que ser un hombre culto. Lagente espera verle rodeado de volúmenes sólidos.

—Me alegro de que se haya curado del estómago.El director bebió otro sorbo de agua.—Ya no me molestará más. La verdad del caso, Scobie, es que

soy...Scobie buscó en la enciclopedia la palabra «Angina» y siguió

leyendo: CARÁCTER DEL DOLOR. Suele describirse como una sensaciónde apretura, como si le aplicaran un torniquete al pecho. El dolor selocaliza en mitad del pecho y debajo del esternón. Puedeextenderse a los dos brazos, aunque más frecuentemente al brazoizquierdo, subir hasta el cuello o bajar al abdomen. Dura unossegundos o alrededor de un minuto como máximo. LA CONDUCTA DELPACIENTE. Es característica. Se mantiene absolutamente inmóvil encualquier circunstancia en que pueda encontrarse... La mirada deScobie recorrió rápidamente los epígrafes: CAUSA DEL DOLOR.TRATAMIENTO. TÉRMINO DE LA ENFERMEDAD. Luego volvió a colocar ellibro en el estante.

—Bueno —dijo—, a lo mejor voy a ver a ese doctor Travis.Prefiero verle a él que a la doctora Sykes. Espero que me animecomo a usted.

—Bueno, mi caso presentaba rasgos peculiares —dijo eldirector, evasivamente.

—El mío parece bastante claro.—Tiene usted buen aspecto.—Oh, estoy bien: menos un pequeño dolor de vez en cuando, y

que duermo mal.—Eso es por culpa de sus responsabilidades.—Quizá.Scobie consideró que ya había sembrado bastante... ¿para qué

cosecha? Ni él mismo hubiera podido decirlo. Se despidió y salió ala calle cegadora. Llevaba el casco en la mano y dejó que el sol

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cayera verticalmente sobre su pelo ralo y grisáceo. Se sometió alcastigo durante todo el trayecto, pero no sufrió. En las tres últimassemanas había pensado que los condenados tenían que formar unacategoría especial; como a los jóvenes destinados por una empresacomercial en un malsano puesto en el extranjero, se les separabade sus aburridos compañeros, se les protegía de la tarea cotidiana,se les conservaba cuidadosamente en escritorios especiales paraque lo peor ocurriera más tarde. Ahora nada parecía ir mal. El sol nole fustigaba, el secretario colonial le invitaba a cenar... Se sentíarechazado por el infortunio.

—Pase, Scobie —dijo el comisario—. Tengo buenas noticiaspara usted.

Scobie se preparó para otro rechazo más.—Baker no viene. Le necesitan en Palestina. Por tanto, han

decidido que mi sucesor sea el hombre adecuado.Scobie se sentó en el antepecho de la ventana y se miró la

mano temblando sobre la rodilla. Pensó: «De modo que todo esto notenía por qué haber sucedido. Si Louise se hubiera quedado nuncahabría amado a Helen, Yusef no me habría chantajeado, yo nohabría cometido aquel acto desesperado. Habría seguido siendo yomismo: el mismo ego amontonado en quince años de diarios, noeste molde roto. Pero, naturalmente», se dijo, «este éxito vieneúnicamente porque he hecho estas cosas. Soy del partido deldiablo. Él cuida de sí mismo en este mundo. A partir de ahora tendréun maldito éxito tras otro», pensó con repugnancia.

—Creo que el factor decisivo ha sido la opinión del coronelWright. Le impresionó usted, Scobie.

—Demasiado tarde, señor.—¿Por qué demasiado tarde?—Soy viejo para el cargo. Requiere un hombre más joven.—Tonterías. Acaba de cumplir cincuenta.—Mi salud no es buena.—Es la primera vez que lo oigo.

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—Hoy se lo he estado comentando a Robinson en el banco.Tengo dolores y duermo mal —hablaba rápidamente, marcando elcompás sobre la rodilla—. Robinson me ha recomendado a Travis.Parece que con él ha hecho maravillas.

—Pobre Robinson.—¿Por qué?—Le han dado dos años de vida. Esto es confidencial, Scobie.Los seres humanos son inagotablemente sorprendentes: de

modo que era la sentencia de muerte lo que había curado aRobinson de todas sus dolencias, de sus paseos diarios de pared apared. «Supongo», pensó Scobie, «que es lo que sucede al conocerlo peor. Uno se enfrenta a ello y es como la paz». Se imaginó aRobinson hablando a través de la mesa con su compañero solitario.

—Espero que todos muramos con su misma calma —dijo—.¿Va a volver a Inglaterra?

—Creo que no. Supongo que dentro de poco tendrá queingresar en el Argyll.

Scobie pensó: «Ojalá hubiera sabido lo que he estadopresenciando». Robinson había exhibido ante él el bien másenvidiable que un hombre puede poseer: una muerte feliz. Aquelperiodo arrojaría un elevado número de muertes; aunque quizá notan alto si se comparaba con Europa. Primero Pemberton, luego elniño de Pende, ahora Robinson. No, no eran muchos, pero no habíacontado los casos de fiebre negra en el hospital militar.

—O sea que así están las cosas —dijo el comisario—. En elturno siguiente, usted será el comisario. Su mujer estará contenta.

«Tengo que soportar su alegría sin cólera», pensó Scobie. «Yosoy el culpable y no tengo derecho a criticar, a sentirme ofendidonunca más.»

—Me voy a casa —dijo.Ali estaba junto al automóvil, hablando con otro criado que se

escabulló silenciosamente cuando vio que Scobie se acercaba.—¿Quién era, Ali?—Mi hermano pequeño, señor.

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—No le conozco, ¿verdad? ¿La misma madre?—No, señor, el mismo padre.—¿Qué hace?Ali manipuló la manivela del arranque, con la cara chorreante

de sudor, sin decir nada.—¿Para quién trabaja, Ali?—¿Señor?—Te he preguntado que para quién trabaja.—Para el señor Wilson, señor.El motor arrancó y Ali subió al asiento trasero.—¿Te ha hecho alguna proposición, Ali? Quiero decir si te ha

pedido que le informes sobre mí... por dinero.Veía por el espejo la cara de Ali, inmóvil, obstinada,

impenetrable y rocosa como la boca de una cueva.—No, señor.—Hay mucha gente que se interesa por mí y paga bien los

informes. Creen que soy un hombre malo, Ali.—Yo soy su criado —dijo Ali, devolviendo la mirada a través del

espejo intermediario. Scobie meditó que uno de los efectos delengaño era que se perdía el sentido de la confianza. «Si yo puedomentir y traicionar, también los demás pueden. ¿No apostaríanmuchas personas por mi honradez y perderían la apuesta? ¿Porqué perder la mía con Ali? Ni a mí ni a él nos han descubierto, esoes todo.» Una fuerte depresión empujó su cabeza hacia el volante.Pensó: «Sé que Ali es honrado; le conozco desde hace quince años;estoy intentando encontrar un compañero en esta región dementiras. ¿Es la siguiente la etapa en que se corrompe a losdemás?».

Louise no estaba en casa cuando llegaron. Probablementehabía salido con alguien que había ido a verla: quizá estuviera en laplaya. Ella no le esperaba hasta la puesta de sol. Le escribió unanota: Llevo unos muebles a Helen. Volveré pronto con buenasnoticias para ti. Después fue solo en el coche a las cabañas, através del mediodía desolado y vacío. Solo los buitres merodeaban,

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congregándose alrededor de una gallina muerta al borde de la calle,encorvando sus cuellos de viejo sobre la carroña, desplegando auno u otro lado sus alas como paraguas rotos.

—Te he traído otra mesa y un par de sillas. ¿Está el chico?—No, ha ido al mercado.Ahora, al verse, se besaban como si fueran hermano y

hermana. Una vez hecho el daño, el adulterio se volvía tan pocoimportante como la amistad. La llama les había lamido y habíaseguido su camino a través del claro: no había dejado nada másque un sentimiento de responsabilidad y una sensación de soledad.Solo caminando descalzo se notaba el calor de la hierba.

—Te he interrumpido el almuerzo —dijo Scobie.—Oh, no. Casi he acabado. Toma ensalada de frutas.—Ya es hora de que tengas otra mesa. Esta cojea. —Y a

continuación anunció—: Al final van a nombrarme comisario.—Tu mujer se alegrará —dijo Helen.—Para mí no significa nada.—Pues claro que significa —dijo ella, vigorosamente. Era otra

de sus convicciones: que solo ella sufría. Él resistiría largo tiempo,como Coriolano, la tentación de mostrar sus heridas, pero tarde otemprano sucumbiría: dramatizaría su dolor en palabras hasta queni él mismo lo creyera real. «Quizá», pensaría, «ella tiene razón:quizá no sufro». Y añadió—: Es evidente que el comisario tiene queestar por encima de toda sospecha, ¿no? Como César.

Sus citas, al igual que su ortografía, eran inexactas.—Es el final de lo nuestro, supongo —continuó.—Sabes que lo nuestro no tiene final.—Oh, pero el comisario no puede tener una amante escondida

en una cabaña del ejército.El escozor estaba, por supuesto, en lo de «escondida», pero

¿cómo podía él permitirse la menor irritación, al recordar la cartaque ella le había escrito y en la que se ofrecía como sacrificio paralo que él quisiera, conservarla o repudiarla? Los seres humanos nopodían ser heroicos todo el tiempo: a quienes lo habían entregado

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todo —por Dios o por amor— había que consentirles a veces queretiraran mentalmente su entrega. Muchos no habían cometidonunca el acto heroico, aunque fuese temerario. Lo que contaba erael acto.

—Si el comisario no puede conservarte, entonces no serécomisario.

—No seas tonto. En definitiva —dijo ella, con fingida cordura, yScobie comprendió que estaba atravesando uno de sus días malos—, ¿qué sacamos de esto?

—Yo, mucho —dijo él, y se preguntó: «¿Es una mentira porcomodidad?». Para entonces ya eran tantas que no podía rastrearlas pequeñas, las intrascendentes.

—Una hora o dos algún que otro día, cuando puedas escaparte.Y nunca una noche.

—Oh, tengo planes —repuso él, impotente.—¿Qué planes?—Todavía son muy vagos.—Bueno, avísame a tiempo —contestó ella, con toda la acidez

que pudo exprimir— para poder adaptarme a tus deseos.—Querida, no he venido a pelearme.—A veces me pregunto a qué vienes.—Bueno, hoy te he traído muebles.—Ah, sí, los muebles.—Tengo el coche fuera. Déjame que te lleve a la playa.—Pero podrían vernos juntos.—Tonterías. Louise está allí ahora, creo.—Por lo que más quieras —dijo Helen—, pon a esa pretenciosa

fuera de mi vista.—Muy bien. Entonces daremos un paseo en coche.—Sería más prudente, ¿no?Scobie la estrechó por los hombros y le dijo:—No estoy siempre pensando en la prudencia.—Yo creía que sí.De pronto, él sintió que su resistencia cedía y le gritó:

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—¡No todo el sacrificio es tuyo!Desesperado, veía desde lejos la escena que se avecinaba:

como el tornado antes de las lluvias, aquella columna giratoria denegrura que pronto cubriría el cielo entero.

—Desde luego que tu trabajo se resiente —dijo ella, consarcasmo pueril—. Todas esas medias horas que le escamoteas.

—He abandonado la esperanza.—¿Qué quieres decir?—He renunciado al futuro. Me he condenado.—No seas tan melodramático —dijo ella—. No sé de qué

hablas. Justamente acabas de hablarme del futuro: tu nombramientode comisario.

—Me refiero al futuro de verdad..., al que continúa.—Lo que más odio de ti es tu catolicismo. Supongo que te viene

de tu beata mujer. Es tan falso... Si realmente creyeras no estaríasaquí.

—Pero sí creo y estoy aquí —dijo él, desorientado—. No puedoexplicarlo, pero así es. Tengo los ojos abiertos. Sé lo que estoyhaciendo. Cuando el padre Rank bajó al comulgatorio con elsacramento...

Helen lo interrumpió, con desprecio e impaciencia:—Ya me lo has contado antes. Estás tratando de

impresionarme. Tú no crees en el infierno más que yo.Él le agarró las muñecas y se las sujetó rabiosamente.—Esto no funciona así. Te digo que soy creyente. Creo que

estoy condenado por toda la eternidad..., a menos que ocurra unmilagro. Soy policía. Sé lo que me digo. Lo que he hecho es muchopeor que un asesinato: matar es un acto, un golpe, una puñalada,un tiro; se hace y se acabó, pero yo llevo mi corrupción conmigo. Esla pared de mi estómago. —Le soltó las muñecas, como si arrojarasemillas hacia el suelo de piedra—. Nunca digas que no hedemostrado amor.

—Amor por tu mujer, querrás decir. Tenías miedo de que ella lodescubriera.

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La ira vencía a Scobie.—Amor por las dos —respondió—. Si solo fuera por ella, habría

un camino fácil y recto —se tapó los ojos con las manos, notandoque la histeria comenzaba a invadirle—. No soporto ver elsufrimiento, y lo provoco continuamente. Quiero irme, irme.

—¿Adónde?La histeria y la sinceridad retrocedieron: la astucia volvió a

franquear el umbral, como un perro bastardo.—Me refiero a tomarme unas vacaciones —dijo, y añadió—: No

duermo bien. Y últimamente tengo un dolor raro.—Cariño, ¿estás enfermo?La columna tormentosa había desviado su curso; ahora el

tornado afectaba a otros, les había sobrepasado a ellos.—Querido, soy un mal bicho. Estoy cansada y harta..., pero eso

no quiere decir nada. ¿Has ido al médico?—Uno de estos días iré a ver a Travis en el hospital Argyll.—Todo el mundo dice que la doctora Sykes es mejor.—No, no quiero verla a ella.Ahora que la cólera y la histeria habían cesado podía verla

exactamente como era aquella primera noche, cuando sonaban lassirenas. Pensó: «Oh, Dios, no puedo dejarla. A Louise tampoco. Túno me necesitas como ellas. Tú tienes tu buena gente, tus santos, lacompañía de los bienaventurados. Puedes arreglártelas sin mí».

—Vamos a dar una vuelta en coche —dijo—. Nos sentará biena los dos.

En la oscuridad del garaje cogió nuevamente las manos deHelen y la besó.

—Aquí no hay espías... Wilson no nos ve. Harris no estávigilando. Los criados de Yusef...

—Querido, te dejaría mañana mismo si sirviera de algo.—No serviría de nada. ¿Te acuerdas de la carta que te escribí y

que se perdió? Procuré expresarlo todo en el papel, con la mayorsencillez. Para no ser ya precavido. Te escribí que te quería másque a mi mujer...

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Mientras hablaba sintió detrás del hombro el aliento de otrapersona, al lado del coche.

—¿Quién es? —preguntó abruptamente.—¿Cómo dices, querido?—Hay alguien aquí.Rodeó el coche y dijo, con tono seco:—¿Quién está ahí? Sal.—Es Ali —dijo Helen.—¿Qué haces aquí, Ali?—La señora me manda —respondió Ali—. Espero aquí a massa

para decirle que la señora ha vuelto.Era apenas visible en la sombra.—¿Por qué estabas esperando aquí?—Dolor de cabeza —dijo Ali—. He echado un sueño, un

sueñecito.—No le asustes —dijo Helen—. Está diciendo la verdad.—Vete a casa, Ali —dijo Scobie—, y dile a la señora que voy

ahora mismo.Le observó mientras salía al sol inclemente, entre las cabañas

del ejército. Ali no miró atrás.—No te preocupes por él —dijo Helen—. No comprende nada.—Lleva conmigo quince años —dijo Scobie. Era la primera vez,

en todo aquel tiempo, que se había avergonzado en su presencia.Recordó a Ali la noche después de la muerte de Pemberton, con lataza de té en la mano, sosteniéndole la cabeza en el traqueteo delcamión, y luego recordó al criado de Wilson escabulléndose por laesquina de la comisaría.

—Puedes confiar en él.—No sé cómo —respondió Scobie—. He perdido el hábito de la

confianza.

II

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Louise dormía arriba, y Scobie se sentó a la mesa con el diarioabierto. Debajo de la fecha del 31 de octubre había escrito: Elcomisario me dice esta mañana que voy a ser su sucesor. Llevounos muebles a casa de H. R. Doy la noticia a Louise, que sealegra. La otra vida —escueta, rutinaria, compuesta de hechos— seextendía debajo de su mano, como cimientos romanos. Era la vidaque supuestamente llevaba; nadie que leyera aquel diario podríarepresentarse la escena oscura y vergonzosa en el garaje, laentrevista con el capitán portugués, Louise acusándole ciegamentecon la verdad dolorosa, Helen acusándole de hipocresía... Pensó:«Así debería ser. Soy demasiado viejo para la emoción. Demasiadoviejo para trampear. Las mentiras son para los jóvenes. Tienen todauna vida de verdades para enmendarse». Consultó su reloj, las oncecuarenta y cinco, y escribió: Treinta y tres grados a las dos de latarde. El lagarto se precipitó por la pared y sus fauces diminutas seabatieron sobre una polilla. Algo arañaba la puerta por fuera: ¿unperro callejero? Dejó otra vez la pluma y la soledad se instaló en elotro lado de la mesa, frente a él. Ciertamente no había un hombremenos solo, con su mujer arriba y su amante a poco más dequinientos metros, al final de la cuesta, y sin embargo era la soledadla que se había sentado a la mesa, como un compañero que nonecesitaba hablar. Sintió que nunca se había encontrado tan solo.

Ahora no había nadie a quien contarle la verdad. Había cosasque el comisario no debía saber, que Louise debía ignorar, inclusohabía límites para las confidencias que podía hacerle a Helen, yaque, después de haber sacrificado tantas cosas para no causardolor, ¿qué sentido tenía infligirlo innecesariamente? En cuanto aDios, solo podía hablar con Él como se habla con un enemigo: entreambos había amargura. Deslizó la mano por la mesa y fue como sisu soledad también la moviera y tocara la punta de sus dedos. «Tú yyo», dijo su soledad. «Tú y yo.» Le vino la idea de que si laspersonas del mundo exterior conocieran los hechos quizá leenvidiaran: Bagster le envidiaría a Helen y Wilson la posesión deLouise. «Vaya una mosquita muerta», exclamaría Fraser,

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relamiéndose los labios. Pensó con asombro que ellos supondríanque sacaba partido de la situación, pero a su modo de ver ningúnhombre había sacado menos que él. Hasta le era negada lacompasión por sí mismo, pues conocía exactamente la magnitud desu culpa. Se sentía como si se hubiera exiliado tan profundamenteen el desierto que su piel había adquirido el color de la arena.

La puerta se abrió a su espalda con un suave crujido. Scobie nose movió. «Los espías sigilosos», pensó. «¿Es Wilson, Harris, elcriado de Pemberton, Ali...?»

—Massa —susurró una voz, y un pie descalzo holló el suelo decemento.

—¿Quién es? —preguntó Scobie, sin volverse. Una palma rosadejó caer una bola de papel sobre la mesa y se retiró.

—Yusef dice que venga muy callado y nadie le vea —dijo lavoz.

—¿Qué quiere ahora Yusef?—Le manda regalo..., pequeño regalo.La puerta volvió a cerrarse y se restauró el silencio.—Vamos a abrirlo juntos, tú y yo —dijo la soledad.Scobie cogió la bola de papel: era ligera, pero tenía un centro

duro. Al principio no cayó en la cuenta de lo que era: pensó que eraun guijarro envuelto en papel para darle peso y buscó algo escritosin, por supuesto, encontrarlo, porque, ¿a quién podía encargarYusef que le escribiera? Entonces comprendió lo que era: undiamante, una piedra preciosa. No sabía nada de diamantes, pero lepareció que probablemente valía, por lo menos, tanto como elimporte de su deuda con el sirio. Posiblemente Yusef había tenidonoticias de que las piedras enviadas por medio del Esperançahabían llegado sin contratiempo a su destino. El obsequio era unamuestra de gratitud, no un soborno, como Yusef explicaría, con sumanaza sobre el corazón sincero y poco profundo.

La puerta se abrió de golpe y apareció Ali. Traía cogido por elbrazo a un chico que lloriqueaba.

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—Este apestoso chico mende da vueltas por toda la casa.Prueba puertas.

—¿Quién eres? —preguntó Scobie.El chico prorrumpió, con una mezcla de miedo y de rabia:—Yo chico de Yusef. Traigo carta a massa.Señaló con el dedo la mesa donde estaba el guijarro dentro del

papel retorcido. Los ojos de Ali siguieron el dedo. Scobie dijo a susoledad: «Tú y yo tenemos que pensar rápidamente». Se dirigió alchico y le preguntó:

—¿Por qué no has venido como se debe y no has llamado a lapuerta? ¿Por qué vienes como un ladrón?

El criado tenía el cuerpo flaco y los ojos suaves y melancólicosde todos los mendé.

—No soy un ladrón —dijo, con tan ligero énfasis en la primerapalabra que hasta era posible que no fuese impertinente. Continuó—: Massa me ha dicho que venga muy callado.

—Devuélvele esto a Yusef y dile que quiero saber de dóndesaca una piedra así —dijo Scobie—. Creo que roba piedras y lo voya descubrir tarde o temprano. Vamos, cógela. Y ahora, Ali, échalefuera.

Ali empujó al chico para que cruzara la puerta delante de él yScobie pudo oír el crujido de sus pies sobre el camino. ¿Estabancuchicheando? Fue a la puerta y les gritó:

—Di a Yusef que voy a verle una noche y que tendremos unagrandísima charla.

Cerró de un portazo y pensó: «Ali sabe muchas cosas», y sintióque el recelo hacia su criado circulaba como una fiebre por sucorriente sanguínea. «Podría ser mi perdición», pensó, «la perdiciónde ellas».

Se sirvió un vaso de whisky y sacó de la nevera una botella desoda. Louise le llamó desde arriba: «Henry».

—¿Sí, querida?—¿No son las doce todavía?—No falta mucho, creo.

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—No beberás nada después de las doce, ¿verdad? ¿Teacuerdas de lo que es mañana?

Él se acordó, por supuesto, apurando el vaso: era el primero denoviembre, el día de Todos los Santos, y aquella la Noche deDifuntos. ¿Qué espectro atravesaría la superficie del whisky?

—Comulgarás, ¿verdad, querido?Él pensó, fatigadamente: «Esto no tiene final. ¿Por qué ponerle

un límite ahora?». Lo mismo daba seguir condenándose hasta el fin.Su soledad fue el único espectro que el whisky logró invocar:asentía al otro lado de la mesa y bebía de su vaso.

—La próxima vez —le dijo su soledad— será Navidad, la misadel Gallo, y no podrás evitarla, ningún pretexto te valdrá esa noche,y después...

La larga cadena de días festivos, de misas tempranas enprimavera y en verano, se desplegaba como un calendario perpetuo.Ante sus ojos se presentó la imagen súbita de una caraensangrentada, con los ojos cerrados por la lluvia continua degolpes: el rostro fuera de combate de Dios, caído hacia un costado.

—¿Vienes, Ticky? —llamó Louise, con un tono en el que Scobiedetectó una inquietud repentina, como si en ella quizá alentara denuevo, momentáneamente, la sospecha. Pensó otra vez: «¿Tepuedes fiar de Ali?». Toda la rancia experiencia costera de loscomerciantes y los rentistas le contestó: «Nunca confíes en unnegro. A la larga te traicionan. Yo tuve un criado quince años y...».Los espectros del recelo salieron esa Noche de Difuntos y secongregaron alrededor de su vaso.

—Sí, querida, ya voy.«No tienes más que decir una palabra», se dirigió a Dios, «y

legiones de ángeles...», y golpeó con la mano anillada debajo delojo y vio cómo se abría la piel magullada. Pensó: «Y otra vez enNavidad», empujando la cara del Niño contra el estiércol del establo.Gritó al dormitorio:

—¿Qué has dicho, querida?

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—Oh, solo que tenemos muchas cosas que celebrar mañana.El estar juntos y tu puesto de comisario. Qué hermosa es la vida,Ticki.

«Y esto es mi recompensa», dijo a su soledad, desafiante,rociando de whisky la mesa, retando a los espectros a que fueranmalignos y mirando cómo sangraba Dios.

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4

I

Se veía que Yusef estaba trabajando todavía en su oficina delmuelle. La pequeña construcción blanca de dos pisos se alzabajunto al embarcadero de madera, en el borde de África, detrásmismo de los depósitos de gasolina del ejército, y una línea de luzasomaba por debajo de la ventana orientada hacia tierra. Un policíasaludó a Scobie, que avanzaba por entre las cajas.

—¿Sin novedad, cabo?—Sin novedad, señor.—¿Ha recorrido el extremo de Kru Town?—Oh, sí, señor. Todo tranquilo, señor.De la prontitud de la respuesta Scobie dedujo lo insincera que

era.—¿Han salido las ratas del muelle?—Oh, no, señor. Todo tranquilo como la tumba.La trillada frase literaria indicaba que el hombre había sido

educado en una escuela de la misión.—Bien, buenas noches.—Buenas noches, señor.Scobie continuó. Hacía muchas semanas que no había visto a

Yusef; no le había visto desde la noche del chantaje, y ahoraexperimentaba un extraño anhelo de ver a su torturador. El pequeñoedificio blanco le imantaba, como si ocultara a su único compañero,la única persona en quien podía confiar. Su chantajeador, al menos,le conocía como ningún otro: podía sentarse enfrente de aquellaabsurda figura gorda y decir toda la verdad. El extorsionista seencontraba a gusto en aquel nuevo mundo de mentiras; conocía lasmaneras, podía aconsejar, incluso ayudar... Al doblar la esquina

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formada por una caja encontró a Wilson. La linterna de Scobie leiluminó la cara como un mapa.

—Vaya, Wilson —dijo Scobie—. Qué horas de andar por aquí.—Sí —dijo Wilson, y Scobie pensó, incómodo: «Cómo me

odia».—¿Tiene un pase para el muelle?—Sí.—No se acerque al lindero de Kru Town. Es peligroso ir solo.

¿No ha vuelto a sangrar por la nariz?—No —respondió Wilson. No hizo ademán de moverse; parecía

ser una costumbre: obstruir el paso; había que dar un rodeo.—Bueno, pues buenas noches, Wilson. Venga a vernos cuando

quiera. Louise...—Yo la quiero, Scobie —dijo Wilson.—Ya lo imaginaba—dijo Scobie—. Ella le aprecia, Wilson.—La quiero —repitió Wilson. Tiró de la lona que cubría la caja y

añadió—: Usted no sabe lo que significa eso.—¿Qué?—El amor. Usted no ama a nadie más que a sí mismo, a su

sucio yo.—Está sobreexcitado, Wilson. Es el clima. Vaya a acostarse.—No haría lo que hace si la quisiera.Sobre la marea negra, desde un barco invisible llegaba el

sonido de un gramófono tocando una canción popular desgarradora.Un centinela, junto a la garita de seguridad, dio el alto y alguiencontestó con una contraseña. Scobie bajó la linterna hasta que soloalumbró las botas de Wilson.

—El amor no es tan simple como usted cree, Wilson. Leedemasiada poesía.

—¿Qué haría usted si yo le dijera a Louise todo lo de HelenRolt?

—Pero si ya se lo ha dicho, Wilson. Lo que usted cree. Pero ellaprefiere mi historia.

—Un día voy a hundirle, Scobie.

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—¿Sería eso una ayuda para Louise?—Yo podría hacerla feliz —afirmó ingenuamente Wilson, con

una voz entrecortada que remontó a Scobie quince años atrás,hasta un hombre mucho más joven que el individuo impuro queescuchaba a Wilson al borde del mar, oyendo por debajo de laspalabras la succión lenta del agua sobre la madera.

—Lo intentaría —dijo suavemente—. Sé que lo intentaría.Quizá...

Pero ni él mismo sabía cómo terminaba supuestamente lafrase, qué vago consuelo para Wilson se había insinuado en sucerebro antes de desaparecer. En su lugar surgió la irritación contrala figura larguirucha y romántica plantada junto a la caja, un hombretan ignorante y que a la vez sabía muchas cosas.

—Me gustaría, entretanto, que dejara de espiarme —dijo.—Es mi trabajo —confesó Wilson, y sus botas se movieron bajo

la luz de la linterna.—Las cosas que usted descubre son insignificantes.Dejó a Wilson junto al depósito de gasolina y siguió su camino.

Cuando subía las escaleras de la oficina de Yusef vio, al mirar atrás,cómo la oscuridad se acentuaba allí donde Wilson estabaobservando y odiando. Iría a casa y redactaría un informe. «A lasonce y veinticinco he visto al comandante Scobie que se dirigía,evidentemente con motivo de una cita...»

Scobie llamó y entró directamente; Yusef estaba mediotumbado en su asiento, con las piernas encima de la mesa ydictando a un empleado negro. Sin interrumpir la frase —«quinientaspiezas del modelo caja de cerillas, setecientas cincuenta del decubo y arena, seiscientas del de póker de seda artificial»—, miró aScobie con esperanza y aprensión. Luego dijo bruscamente alempleado:

—Vete. Pero vuelve. Dile al chico que no recibo a nadie.Bajó las piernas de la mesa, se levantó y tendió una mano

flácida:—Bienvenido, comandante Scobie.

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Y la dejó caer como un pedazo de tela indeseado.—Es la primera vez que honra con su presencia mi despacho,

comandante Scobie.—No sé por qué he venido exactamente, Yusef.—Hace mucho tiempo que no nos veíamos.Yusef se sentó y descansó cansinamente su cabezota sobre

una palma grande como un plato.—El tiempo transcurre de un modo tan distinto para dos

personas... lento o rápido. Según su amistad.—Probablemente hay un poema sirio sobre eso.—Lo hay, comandante —dijo ansiosamente Yusef.—Deberías ser amigo de Wilson, no de mí, Yusef. Él lee poesía.

Yo tengo mentalidad prosaica.—¿Un whisky, comandante?—No te digo que no.Se sentó al otro lado de la mesa y el inevitable sifón azul quedó

entre ellos.—¿Cómo está la señora Scobie?—¿Por qué me mandaste aquel diamante, Yusef?—Estaba en deuda con usted, comandante.—Oh, no, no lo estabas. Me pagaste totalmente con un pedazo

de papel.—Me esfuerzo mucho en olvidar que fue así. Me digo a mí

mismo que en realidad fue amistad. En el fondo fue amistad.—De nada sirve engañarse, Yusef. Se ve perfectamente a

través del engaño.—Comandante Scobie, si le viera más a menudo sería un

hombre mejor.La soda silbó en los vasos y Yusef bebió ávidamente.—Siento en mi corazón, comandante Scobie, que está inquieto,

deprimido... Siempre he deseado que recurriera a mí cuando tuvieseproblemas.

—Solía reírme de esa idea... lo de recurrir a ti.—En Siria tenemos un cuento de un león y un ratón...

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—Nosotros también conocemos esa historia, Yusef. Pero nuncate he considerado un ratón, y yo no soy un león. No, no lo soy.

—Su problema es la señora Rolt. Y su mujer, ¿no,comandante?

—Sí.—No se avergüence ante mí, comandante Scobie. He tenido

muchos problemas de mujeres en mi vida. Ahora estoy mejorporque he aprendido el método. El método consiste en que teimporte un bledo. Les dices a todas: «Me importa un bledo. Duermocon quien me apetece. Me aceptas o me rechazas. Me importa uncomino». Siempre te aceptan, comandante —suspiró ante su whisky—. A veces he deseado que no me aceptaran.

—Me he desvivido por ocultar las cosas a mi mujer, Yusef.—Sé que lo ha hecho, comandante Scobie.—No lo sabes todo. El asunto de los diamantes fue una

pequeñez comparado...—¿Con qué?—No lo entenderías. De todas formas alguien más lo sabe

ahora: Ali.—Pero ¿confía en Ali?—Creo que confío. Pero también sabe lo tuyo. La otra noche

entró y vio el diamante. Tu chico fue muy indiscreto.La amplia manaza se movió sobre la mesa.—Le ajustaré las cuentas enseguida.—Ali es hermanastro del chico de Wilson. Se ven.—Eso no es nada bueno —dijo Yusef.Ya le había contado todas sus preocupaciones... todas excepto

la más grave. Por primera vez en su vida, tuvo la extraña sensaciónde haberse descargado de un peso. Y Yusef lo asumía,evidentemente lo asumía. Se levantó de su silla y desplazó susgrandes caderas hasta la ventana. Contempló la cortina verde delapagón como si fuera un paisaje. Se llevó una mano a la boca yempezó a morderse las uñas: clic, clic, clic, sus dientes roían cadauña por turno. Después comenzó con la otra mano.

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—No creo que sea nada realmente preocupante —dijo Scobie.Le trastornaba aquella intranquilidad, como si hubiera puesto enmarcha accidentalmente una máquina poderosa que no podíacontrolar.

—Es malo desconfiar —dijo Yusef—. Siempre hay que tenerchicos de confianza. Hay que saber más de ellos que ellos de ti.

Tal era, al parecer, su concepción de la confianza.—Yo confiaba en él —dijo Scobie.Yusef se miró las uñas recortadas y dio otro mordisco.—No se preocupe. Yo me ocuparé. Déjelo en mis manos,

comandante Scobie. Averiguaré si puede confiar en él. —Y añadióalgo asombroso—: Yo cuidaré de usted.

—¿Cómo puedes hacerlo?«No siento rencor», pensó, con fatigada sorpresa. «Alguien me

cuida», y le embargó una especie de paz infantil.—No debe hacerme preguntas, comandante Scobie. Esta vez

yo me encargo de todo. Conozco el modo.Yusef se apartó de la ventana y volvió hacia Scobie unos ojos

como telescopios cerrados, vacíos y metálicos. Con la palma ampliay húmeda, hizo un gesto sedante de nodriza y dijo:

—Usted simplemente escribirá una notita a su chico diciéndoleque venga aquí. Yo hablaré con él. Mi criado se la llevará.

—Pero Ali no sabe leer.—Mejor todavía. Mi criado le llevará algo suyo para que sepa

que el mensaje es de usted. Su sortija de sello.—¿Qué piensas hacer, Yusef?—Voy a ayudarle, comandante Scobie. Nada más.Lentamente, a regañadientes, Scobie intentó sacarse el anillo.—Lleva conmigo quince años. Hasta ahora he confiado en él.—Ya verá —dijo Yusef—. Todo saldrá bien.Extendió la palma para recibir el anillo y las manos se tocaron:

fue como un juramento entre conspiradores.—Unas pocas palabras.

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—El anillo no sale —dijo Scobie. Sentía una rara resistencia—.De todas maneras, tampoco hace falta. Vendrá si su chico le diceque yo quiero verle.

—No lo creo. No les gusta venir al muelle de noche.—No le pasará nada. No vendrá solo. Tu criado le acompañará.—Oh, sí, sí, claro. Pero sigo pensando... Si usted le mandara

algo que demuestre... bueno, que no es una trampa. Verá, el criadode Yusef no inspira más confianza que Yusef.

—Que venga mañana entonces.—Es mejor esta noche —dijo Yusef.Scobie buscó en sus bolsillos: el rosario roto le raspó las uñas.—Que le lleve esto —dijo—. Pero no es necesario...No terminó la frase, mirando a los ojos inexpresivos de Yusef.—Gracias —dijo el sirio—. Esto es más apropiado —y agregó,

desde la puerta—: Póngase cómodo, comandante Scobie. Sírvaseotro whisky. Voy a dar instrucciones al chico...

Tardó un rato largo en volver. Scobie se sirvió un tercer whisky yluego, como el pequeño despacho no estaba ventilado, descorrió lascortinas que daban al mar, después de haber apagado la luz, y dejóque entrara la brisa de la bahía. La luna se alzaba y el barco deldepósito naval brillaba como hielo gris. Se encaminó, intranquilo,hacia la otra ventana, que daba al muelle y a los cobertizos ymaderos de la ciudad indígena. Vio al empleado de Yusef queregresaba de allí, y pensó que Yusef debía tener perfectamentecontroladas a las ratas de los muelles para que aquel hombre seatreviera a cruzar solo sus dominios. «He venido por ayuda», sedijo, «y me están cuidando... ¿cómo y a qué precio?». Era el día deTodos los Santos y recordó que mecánicamente, casi sin miedo nivergüenza, se había arrodillado por segunda vez en el comulgatorioy había visto acercarse al sacerdote. Hasta la condenación podíaconvertirse en algo tan intrascendente como una costumbre. Pensó:«Se me ha endurecido el corazón», e imaginó las conchasfosilizadas que se recogen en una playa: las circunvoluciones depiedra, como arterias. A menudo, se puede ofender a Dios una vez.

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Después, ¿importa lo que suceda? Le pareció que su podredumbreera tan honda que no tenía sentido hacer un esfuerzo. Dios estabaalojado en su cuerpo y su cuerpo se pudría hacia fuera a partir deaquella semilla.

—¿Hace mucho calor? —preguntó la voz de Yusef—.Dejaremos la habitación a oscuras. Con un amigo la oscuridad esagradable.

—Has tardado mucho.Yusef contestó, con lo que debía de ser una vaguedad

deliberada:—Había muchas cosas que atender.Scobie pensaba que tenía que preguntarle ahora o nunca cuál

era su plan, pero la fatiga de su corrupción le frenó la lengua.—Sí, hace calor —dijo—. A ver si hacemos un poco de

corriente —añadió, y abrió la ventana lateral que daba al muelle—.Me gustaría saber si Wilson se ha marchado a casa.

—¿Wilson?—Me ha visto entrar aquí.—No tiene que preocuparse, comandante Scobie. Creo que

podremos conseguir que Ali sea totalmente de fiar.Scobie preguntó, con alivio y esperanza:—¿Quieres decir que tienes control sobre él?—No haga preguntas. Ya verá.La esperanza y el alivio se desvanecieron.—Yusef, tengo que saber...El sirio le interrumpió:—Siempre he soñado con una noche como esta, con dos vasos

al lado, oscuridad y tiempo para hablar de cosas importantes,comandante Scobie. Dios. La familia. La poesía. Tengo en granestima a Shakespeare. El Cuerpo de Artillería tiene actores muybuenos y me han hecho apreciar las joyas de la literatura inglesa.Adoro a Shakespeare. A veces, por su causa, me gustaría saberleer, pero soy demasiado viejo para aprender. Y creo que quizáperdería la memoria. Eso sería malo para los negocios, y aunque no

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vivo para los negocios los necesito para vivir. Me gustaría hablar conusted de cantidad de temas. Me gustaría conocer su filosofía devida.

—No tengo ninguna.—El pedacito de algodón que lleva en la mano para no

perderse en el bosque.—Me he perdido.—Un hombre como usted no, comandante. Admiro

enormemente su carácter. Usted es un hombre justo.—Nunca lo he sido, Yusef. No me conocía a mí mismo, es todo.

Hay un proverbio que dice que al final está el principio. Cuando nacíestaba aquí sentado, bebiendo whisky contigo y sabiendo...

—¿Sabiendo qué, comandante?Scobie vació su vaso.—Tu chico tiene que haber llegado ya a mi casa.—Tiene una bicicleta.—Entonces tienen que estar en camino.—No hay que impacientarse. Puede que tengamos que esperar

mucho rato. Ya sabe cómo son los chicos.—Creía saberlo.Descubrió que la mano izquierda le temblaba encima del

escritorio y la colocó entre las rodillas para sujetarla. Recordó ellargo viaje junto a la frontera: incontables almuerzos a la sombra dela selva, Ali cocinando en una lata de sardinas, y le volvió a lamemoria el último trayecto a Bamba: la larga espera deltransbordador, la fiebre que contrajo, Ali siempre cerca. Se secó elsudor de la frente y pensó por un momento: «Es una simpleenfermedad, una fiebre. Despertaré pronto». El recuerdo de los seisúltimos meses —la primera noche en la cabaña de Helen, la cartaque revelaba demasiado, los diamantes de contrabando, elsacramento recibido para tranquilizar a una mujer— parecía taninconsistente como las sombras que arroja un quinqué sobre unacama. Se dijo: «Estoy despertando», y oyó las sirenas queanunciaban la alerta precisamente esa noche, aquella noche...

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Movió la cabeza y despertó ante Yusef, sentado en la penumbra, enel otro lado de la mesa, ante el sabor del whisky y la certeza de quetodo seguía siendo igual.

—Ya tendrían que estar aquí —dijo con tono cansado.—Ya sabe cómo son los chicos. La sirena les asusta y buscan

refugio. Tenemos que hablar, comandante Scobie. Es una granoportunidad para mí. No quiero que la mañana llegue nunca.

—¿La mañana? No voy a esperar a Ali hasta la mañana.—Quizá estará asustado. Sabrá que usted le ha descubierto y

habrá huido. Algunas veces los chicos vuelven a la selva...—No digas tonterías, Yusef.—¿Otro whisky, comandante?—Bueno. De acuerdo.Pensó: «¿También me estoy aficionando a la bebida?». Tuvo la

impresión de que se estaba quedando sin forma, sin nada que sepudiese tocar y decir: «Esto es Scobie».

—Comandante, circulan rumores de que al final se hará justiciay que van a nombrarle comisario.

—No creo que eso llegue a cumplirse —dijo él, con cautela.—Solo quería decirle que no tiene que preocuparse por mí.

Quiero el bien de usted, nada más que eso. Me alejaré de su vida,comandante. No seré una piedra de molino. Me basta con habertenido esta noche esta larga charla a oscuras sobre toda clase deasuntos. No la olvidaré nunca. No tendrá que preocuparse. Yo meencargaré.

Por la ventana, detrás de la cabeza de Yusef, desde algún lugarentre la maraña de chozas y almacenes, llegó un grito: de dolor y demiedo; subió como un animal que se ahoga en busca de aire, y cayóde nuevo en la oscuridad del despacho, en el whisky, debajo de lamesa, en el cesto de los papeles, un grito concluido, desechado.

Yusef se apresuró a decir:—Un borracho.Después gritó temerosamente:—¿Dónde va, comandante Scobie? Es peligroso... solo.

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Fue la última vez que Scobie vio a Yusef, una silueta rígida yencorvada pegada a la pared, mientras la luz de la luna se reflejaba,brillante, en el sifón y los dos vasos vacíos. El empleado del sirioestaba al pie de la escalera, mirando al muelle. La luz lunar prendiósus ojos: como tachones del camino, indicaban la dirección quedebía seguir.

Cuando encendió la linterna no había movimiento en losalmacenes vacíos o entre los sacos y cajas: las ratas del muellehabían salido, pero aquel grito les había devuelto a susmadrigueras. Los pasos de Scobie resonaban entre los cobertizos, yen algún sitio un perro gimió. Habría sido perfectamente posiblebuscar en vano en aquel basurero hasta la mañana: ¿qué fue lo quele llevó tan rápida y decididamente hasta el cuerpo, como si élmismo hubiese escogido la escena del crimen? Al dar vueltas yrevueltas por las avenidas de madera y lona, sentía en la frente unnervio que le señalaba el paradero de Ali.

El cuerpo yacía ovillado e insignificante como un resortemecánico debajo de un montón de bidones de gasolina vacíos:parecía como si le hubiesen arrojado allí para que aguardase a lamañana y a las aves carroñeras. Scobie tuvo un momento deesperanza antes de voltear el cuerpo por el hombro, ya que habíansido dos los chicos que habían recorrido juntos aquel trayecto. Elcuello gris foca presentaba numerosos tajos. «Sí», pensó, «ahorapuedo confiar en él». Los globos oculares, amarillos, le mirabancomo los de un desconocido, moteados de rojo. Era como si aquelcuerpo le hubiera repudiado, no le reco-nociera: «No te conozco».Dijo en voz alta, histéricamente:

—Juro por Dios que encontraré al hombre que ha hecho esto.Pero ante aquella mirada anónima la insinceridad se marchitó.

Pensó: «Yo soy ese hombre. ¿No sabía todo el tiempo en eldespacho de Yusef que estaban tramando algo? ¿No podía haberexigido una respuesta?». Una voz dijo:

—¿Señor?—¿Quién es?

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—El cabo Laminah, señor.—¿No ha visto por aquí un rosario roto? Busque con cuidado.—No veo nada.Scobie pensó: «Si por lo menos pudiera llorar, si pudiera al

menos sentir dolor... ¿Me he vuelto realmente tan malvado?». Miró adisgusto el cuerpo. Los vapores de gasolina impregnaban la nochedensa, y por un momento vio el cadáver como algo muy pequeño yoscuro y lejano, como una cuenta rota del rosario que buscaba: unpar de cuentas negras y la imagen de Dios acurrucada en elextremo. «Oh, Dios», pensó, «te he matado: me has servido todosestos años y al final te he matado». Dios yacía allí, debajo de losbidones de gasolina, y Scobie sentía las lágrimas en la boca, la salen las grietas de los labios. «Tú me serviste y yo te he hecho esto.Tú me fuiste fiel y yo desconfiaba.»

—¿Qué ocurre, señor? —susurró el cabo, arrodillándose juntoal cuerpo.

—Yo le amaba —respondió Scobie.

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SEGUNDA PARTE

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1

I

En cuanto hubo entregado su trabajo a Fraser y cerrado eldespacho por ese día, Scobie se dirigió hacia las cabañas delejército. Conducía el coche con los ojos semicerrados, mirandodirectamente al frente: «Ahora, hoy», se dijo, «voy a ajustar cuentas,cueste lo que cueste. La vida va a empezar otra vez. Se haterminado esta pesadilla del amor». Tenía la sensación de habermuerto para siempre la noche antes, debajo de los bidones degasolina. El sol le caía a plomo en las manos, pegadas al volantepor el sudor.

Estaba tan concentrado en los sucesos inminentes —unapuerta que se abre, unas pocas palabras, una puerta que se cierrapara siempre— que a punto estuvo de pasar de largo por delante deHelen en la carretera. Ella bajaba la cuesta hacia él, sin sombrero.Ni siquiera vio el coche. Scobie tuvo que correr tras ella y darlealcance. Cuando se volvió, la cara de Helen era la que él había vistoen Pende cuando la transportaban en camilla: derrotada, rota, tansin edad como un cristal hecho añicos.

—¿Qué estás haciendo al sol y sin sombrero?—Te estaba buscando —respondió ella, vagamente. Parecía

muy nerviosa, allí plantada, en el suelo de laterita.—Ven al coche. Vas a coger una insolación.Una mirada astuta afloró a los ojos de Helen.—¿Es tan fácil como eso? —preguntó, pero obedeció.Se sentaron juntos en el automóvil. Ir más lejos parecía

innecesario: era tan sencillo despedirse allí como en otro sitio.—He sabido lo de Ali esta mañana. ¿Lo has hecho tú?

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—No lo degollé yo —respondió Scobie—. Pero ha muertoporque yo existía.

—¿Sabes quién le ha matado?—No sé quién manejó el cuchillo. Una rata del puerto, supongo.

El chico de Yusef, que estaba con él, ha desaparecido. Quizá lomató él o quizá también ha muerto. Nunca lo sabremos. Dudo quefuera por orden de Yusef.

—Sabes que esto es el fin de lo nuestro —dijo ella—. No puedoseguir perjudicándote. No hables. Déjame hablar. Nunca creí quesería así. Otras personas tienen idilios que empiezan y terminan yson felices, pero con nosotros no funciona. Parece que es cuestiónde todo o nada. Así que tiene que ser nada. Por favor, no hables.Hace semanas que lo estoy pensando. Me voy... enseguida,inmediatamente.

—¿Adónde?—Te he dicho que no hables. No preguntes nada.Scobie veía en el parabrisas un reflejo pálido de su

desesperación. Sintió como si le estuvieran desgarrando.—Querido —dijo ella—, no creas que es fácil. Nunca he hecho

nada tan difícil. Morir sería mucho más sencillo. Estás en todaspartes. No puedo volver a ver una cabaña de Nissen... o unautomóvil Morris. O saborear una ginebra con bíter. Ver una caranegra. Hasta una cama..., hay que dormir en una cama. No sédónde podré alejarme de ti. De nada sirve decir que dentro de unaño todo habrá pasado. Es un año que tengo que vivir. Sabiendo entodo momento que estás en alguna parte. Podría enviarte untelegrama o una carta y tú tendrías que leerla, aunque nocontestaras.

Él pensó: «Cuánto más fácil sería para ella si yo estuviesemuerto».

—Pero no debo escribirte —prosiguió ella. No estaba llorando:él le dirigió una mirada rápida y vio que tenía los ojos secos y rojos,como los recordaba del hospital, exhaustos—. Lo peor será

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despertar. Siempre hay un momento en que te olvidas de que todoha cambiado.

—Yo también he venido a despedirme —dijo él—. Pero haycosas que no puedo hacer.

—No hables, querido. Me estoy portando bien. ¿No ves que meestoy portando bien? No tienes que apartarte de mí; yo me apartode ti. Nunca sabrás adónde voy. Espero no ser demasiado furcia.

—No —dijo él—, no.—Cállate, cariño. Las cosas te irán bien. Ya verás. Podrás

ordenar tu vida. Volverás a ser católico..., es lo que realmentequieres, ¿no?, en vez de un montón de mujeres.

—Quiero dejar de hacer daño.—Quieres paz, querido. Tendrás paz. Ya verás. Todo irá bien.Puso la mano en la rodilla de Scobie y empezó por fin a llorar

tras aquel esfuerzo por consolarle. Él pensó: «¿De dónde ha sacadoesta ternura enternecedora? ¿Dónde aprenden tan rápidamente aser tan mayores?».

—Escucha, querido. No subas a la cabaña. Ábreme la puertadel coche. Está dura. Nos despediremos aquí y volverás a casa... oal despacho, si prefieres. Así es mucho más sencillo. No tepreocupes por mí. Estaré bien.

Él pensó: «Me ahorré aquella muerte y ahora las estoypresenciando todas». Se inclinó sobre Helen y tiró de la puerta delcoche: las lágrimas de ella le tocaron la mejilla. Sintió esta marcacomo una quemadura.

—Nada impide un beso de despedida. No hemos reñido. No hahabido una escena. No hay amargura.

Cuando se besaron, él sintió dolor debajo de la boca, como ellatido del corazón de un pájaro. Permanecieron inmóviles y ensilencio, con la portezuela del coche abierta. Unos cuantos obrerosnegros que bajaban la cuesta miraron con curiosidad.

—No puedo creer que esta sea la última vez —dijo Helen—:que yo voy a apearme y que tú te irás y que no volveremos a vernosnunca. No saldré más que lo imprescindible hasta que me vaya

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lejos. Yo estaré aquí y tú estarás ahí. Dios, ojalá no hubieraaceptado los muebles que me trajiste.

—Son muebles oficiales.—Una de las sillas, donde tú te sentaste demasiado

bruscamente, tiene el asiento de mimbre roto.—Querida, querida, así no hay manera.—No hables, cariño. Me estoy portando realmente bien, pero no

puedo contarle estas cosas a ninguna otra persona. En los librossiempre hay un confidente. Pero yo no tengo. Tengo que decirlastodas a la vez.

Él pensó otra vez: «Si estuviese muerto, ella se vería libre demí. Olvidamos a los muertos con bastante rapidez; no nos hacemospreguntas sobre ellos: ¿qué está haciendo ahora, con quién está?Este es el camino duro para ella».

—Bueno, cariño, ahora voy a hacerlo. Cierra los ojos. Cuentalentamente hasta trescientos y yo ya no estaré. Da la vueltaenseguida y vete volando. No quiero verte cuando te vayas. Y metaparé los oídos. No quiero oírte cambiar de velocidad al final de lacuesta. Los coches lo hacen cien veces al día. No quiero oír cómocambias de marcha.

«Oh, Dios», rezó Scobie, con las manos sudorosas sobre elvolante, «mátame ahora, ahora. Dios mío, nunca tendrás unacontrición más completa. Qué miserable soy. Transporto elsufrimiento como un olor corporal. Mátame. Acaba conmigo. Losgusanos no tienen que exterminarse entre sí. Mátame. Ahora.Ahora».

—Cierra los ojos, cariño. Esto es el final. El final de verdad —dijo ella, desconsoladamente—. Y sin embargo, parece tan idiota...

—No voy a cerrar los ojos. No voy a dejarte. Te lo prometí.—Tú no me estás dejando. Te estoy dejando yo a ti.—No dará resultado. Nos amamos. No funcionará. Volvería esta

noche para ver cómo estás. No podría dormir...—Siempre puedes dormir. No he conocido nunca a un dormilón

más grande. Oh, amor mío, mira. Estoy empezando otra vez a

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reírme de ti, como si no estuviéramos despidiéndonos.—No estamos. Todavía no.—Pero yo solo soy tu perdición. No puedo darte la menor

felicidad.—No se trata de la felicidad.—He tomado una decisión.—Y yo también.—Pero, cariño, ¿qué hacemos? —se rindió totalmente—. No

me importa seguir como hasta ahora. No me importan las mentiras.No me importa nada.

—Déjalo en mis manos. Tengo que pensar.Se inclinó sobre ella y cerró la puerta del coche. Antes de que

se oyera el chasquido del cerrojo había tomado una decisión.

II

Scobie observó al chico mientras retiraba la mesa de la cena, leobservó mientras entraba y salía, observó los pies descalzospalmeando el suelo.

—Sé que es terrible, querido —dijo Louise—, pero tienes quesuperarlo. Ya no puedes hacer nada por Ali.

Había llegado de Inglaterra un nuevo paquete de libros y mirócómo ella cortaba las hojas de un volumen de versos. Tenía máscabellos grises en el pelo que cuando se había ido a Sudáfrica, peroa él le parecía años más joven, porque últimamente prestaba mayoratención al maquillaje: tenía el tocador atiborrado de tarros, frascosy tubos que había traído del sur. La muerte de Ali apenas le habíaafectado: ¿por qué había de afectarle? Era el sentimiento de culpalo que la volvía tan importante. De lo contrario, a nadie le afligía unamuerte. Cuando era joven, Scobie había pensado que el amorguardaba relación con el entendimiento, pero los años le habíanenseñado que ningún ser humano comprendía a otro. El amor era elanhelo de entender, y al morir este deseo, por el constante fracaso,

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el amor también moría quizá o se transformaba en aquel dolorosoafecto, en lealtad, en compasión... Louise estaba sentada leyendopoesía y se encontraba a mil millas del tormento que estremecía lamano y secaba la boca de Scobie. «Ella entendería», pensó, «si yoapareciera en un libro, pero ¿la comprendería yo si ella no fueramás que un personaje? No leo esa clase de libros».

—¿No tienes nada que leer, cariño?—Lo siento. No me apetece leer.Ella cerró el libro y él reflexionó que en definitiva ella también

tenía que esforzarse: intentaba ayudarle. A veces se preguntabacon horror si ella lo sabría todo, si aquella cara satisfecha queexhibía desde su regreso enmascaraba desdicha.

—¿Por qué no hablamos de las Navidades? —preguntó Louise.—Todavía falta mucho —dijo él, rápidamente.—Estarán encima antes de que te des cuenta. Estaba

pensando en que quizá podríamos dar una fiesta. Siempre hemoscenado fuera: sería divertido recibir a gente aquí. Quizá enNochebuena.

—Como quieras.—Luego podríamos ir todos a la misa del Gallo. Claro que tú y

yo tendríamos que acordarnos de no beber nada después de lasdiez, pero los demás podrían hacer lo que quisieran.

Él la miró con un odio momentáneo al verla sentada tanalegremente, con tanta suficiencia, pensó, mientras apuntalaba sucondenación. Iban a nombrarle comisario. Ella tenía lo que deseaba,el éxito codiciado, y ahora todo estaba bien para Louise. Pensó: «Laque yo amaba era la mujer histérica que creía que el mundo se reíade ella a sus espaldas. Amaba el fracaso: no puedo amar el éxito. Yqué triunfante parece ahí sentada, una de las que se han salvado».Vio desfilar por aquella cara ancha, como en una pantalla de cine, elcuerpo de Ali debajo de los bidones negros, los ojos exhaustos deHelen y todas las caras de los perdidos, de sus compañeros delexilio, el ladrón impenitente, el soldado con la esponja. Al pensar en

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lo que había hecho y en lo que iba a hacer, meditó que hasta Diosera un fracaso.

—¿Qué te pasa, Ticki? ¿Todavía estás preocupado...?Pero él no podía expresarle la súplica que flotaba en sus labios:

«Déjame que te compadezca otra vez, sé vulgar, desencantada, séun fracaso para que pueda quererte de nuevo sin esta amarga grietaque nos separa. El tiempo es breve. Quiero amarte también hasta elfinal».

—Es el dolor —dijo despacio—. Ya ha pasado. Cuando viene —recordó la frase del manual médico—, es como si me retorciera elpecho.

—Tienes que ir al médico, Ticki.—Iré mañana. Iba a ir de todas formas por mi insomnio.—¿Tu insomnio? Pero, Ticki, si duermes como un tronco...—No la semana pasada.—Figuraciones tuyas.—No. Me despierto hacia las dos y no consigo volver a

dormirme hasta justo antes de que nos llamen. No te preocupes.Tomaré pastillas.

—Odio las drogas.—No las tomaré el tiempo suficiente como para habituarme.—Tienes que estar bien para Navidad, Ticki.—Estaré bien para entonces.Cruzó la habitación con el cuerpo tieso hasta donde estaba

Louise, imitando la postura de un hombre que teme que el dolorvuelva, y puso la mano contra el pecho de ella.

—No te preocupes.El odio le abandonó en el momento del contacto: después de

todo, ella no había tenido tanto éxito. Nunca sería la esposa delcomisario de policía.

Cuando ella se fue a la cama, él sacó el diario. En aquel escrito,al menos, nunca mentía. En el peor de los casos había omitido.Había verificado las temperaturas tan concienzudamente como uncapitán de barco en el cuaderno de bitácora. Nunca había

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exagerado ni minimizado, y nunca se había abandonado a laespeculación. Se había limitado a consignar los hechos. 1 denoviembre. A misa temprano con Louise. Dedico la mañana al casode hurto en casa de la señora Onoko. Treinta y dos grados a lasdos. Veo a Yusef en su despacho. Encuentro a Ali asesinado. Laanotación era tan simple y sencilla como cuando había escrito: C. hamuerto.

2 de noviembre. Permaneció un largo rato delante de estafecha, tanto tiempo que poco después Louise le llamó. Él contestó,con cuidado:

—Duérmete, querida. Si me acuesto tarde quizá pueda dormirnormalmente.

Pero ya, extenuado por la jornada y por todos los planes quetenía que trazar, estaba a punto de dar una cabezada encima de lamesa. Fue a la nevera, envolvió un pedazo de hielo en el pañuelo yse lo aplicó contra la frente hasta que el sueño decreció. 2 denoviembre. Empuñó otra vez la pluma: estaba firmando su sentenciade muerte. Escribió: Veo a Helen unos minutos. (Siempre era másseguro no consignar hechos que otra persona pudiese desentrañar.)Treinta y tres grados a las dos. De noche vuelve el dolor. Temo quesea angina. Consultó las páginas de los apuntes de una semanaantes y añadió una nota ocasional. He dormido muy mal. Malanoche. El insomnio persiste. Releyó cuidadosamente lo escrito: mástarde lo leería el forense, los inspectores de seguros. Le pareció queestaba redactado en el estilo habitual. Luego volvió a ponerse elhielo en la cabeza para vencer el sueño. Eran solamente las doce ymedia: sería más prudente no acostarse antes de las dos.

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2

I

—Me oprime como un torniquete —dijo Scobie.—¿Y qué hace entonces?—Pues nada. Me quedo tan quieto como puedo hasta que el

dolor se va.—¿Cuánto dura?—Es difícil de decir, pero creo que no más de un minuto.El estetoscopio actuó, como un ritual. En todos los movimientos

del doctor Travis había, en efecto, algo clerical: una seriedad, casiuna reverencia. Quizá porque era joven trataba el cuerpo con ungran respeto; cuando le dio golpecitos en el pecho lo hizo despacio,meticulosamente, con el oído cerca, como si realmente esperaseque algo o alguien respondiera a sus golpes con otros. De su lenguabrotaron suavemente palabras latinas, como en misa: sternum envez de pacem.

—Y luego está el insomnio —dijo Scobie.El joven médico se sentó delante de su mesa y tamborileó con

un lápiz indeleble; una mancha malva en la comisura de su bocaparecía indicar que a veces —distraídamente— lo chupaba.

—Probablemente son nervios —dijo el doctor Travis—,aprensión. No tiene importancia.

—Para mí sí la tiene. ¿No puede recetarme algo? Estoy biencuando consigo dormir, pero me paso horas desvelado, esperando.A veces no estoy realmente en condiciones de trabajar. Y un policía,ya sabe, tiene que estar bien despierto.

—Desde luego —dijo Travis—. Enseguida lo arreglamos.Evipan es lo mejor.

Era así de fácil.

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—Y para el dolor —comenzó su tamborileo con el lápiz—. Esimposible saberlo con certeza, claro... Quiero que anotedetenidamente las circunstancias de cada ataque..., lo que pareceprovocarlo. Así será posible regularlo, evitarlo casi por completo.

—Pero ¿qué me pasa?—Hay algunas palabras que siempre asustan al profano —dijo

Travis—. Ojalá pudiéramos llamar al cáncer con un signo como H20.A la gente no le alarmaría tanto. Ocurre lo mismo con la palabra«angina».

—¿Usted cree que es angina?—Presenta todas las características. Pero se pueden vivir años

con angina; e incluso trabajar, dentro de ciertos límites. Tenemosque saber exactamente cuáles son esos límites.

—¿Debo decírselo a mi mujer?—No hay motivo para no decírselo. Me temo que esto podría

significar... la jubilación.—¿Eso es todo?—Puede morir de otras muchas cosas antes que de la angina,

siempre que se cuide.—Por otra parte, supongo que eso podría ocurrir cualquier día,

¿no?—No puedo garantizarle nada, comandante Scobie. Ni siquiera

estoy absolutamente seguro de que sea angina.—Hablaré entonces con el comisario en privado. No quiero

alarmar a mi mujer hasta que estemos seguros.—Yo, en su lugar, le contaría lo que le he dicho. Así se

preparará. Pero dígale que, con prudencia, puede vivir muchosaños.

—¿Y el insomnio?—Esto le hará dormir.Una vez en el coche, con el paquetito en el asiento de al lado,

Scobie pensó: «Ahora solo tengo que elegir la fecha». No arrancó elautomóvil durante un rato; le embargaba un sentimiento de temor,como si en realidad el médico le hubiera dictado su sentencia de

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muerte. Sus ojos se posaron en la pulcra mancha de lacre, queparecía una herida seca. Pensó: «Todavía tengo que tener cuidado,mucho cuidado. Si es posible, nadie debe sospechar siquiera». Noera solo la cuestión de su seguro de vida: había que proteger lafelicidad de otras personas. Costaba más olvidar a un suicida que aun hombre de mediana edad muerto de angina de pecho.

Abrió el paquete y estudió las instrucciones. Ignoraba cuálpodría ser una dosis letal, pero seguramente acertaría si tomabadiez veces la cantidad normal. Eso significaba sustraer una dosistodas las noches durante nueve noches y guardarlas en secretopara su ingestión la décima noche. Había que inventar más pruebasen su diario, que debía redactar hasta el final: el 12 de noviembre.Tenía que concertar citas para la semana siguiente. En su conductano tenía que haber indicios de despedidas. Era el peor delito que uncatólico podía cometer: tenía que ser perfecto.

Primero el comisario... Fue en coche hacia la comisaría yestacionó delante de la iglesia. La solemnidad del pecado envolvíasu conciencia casi como un sentimiento de felicidad; era por finacción: llevaba demasiado tiempo con tanteos y rodeos. Puso abuen recaudo el paquete en el bolsillo y entró, con el instrumento desu muerte a cuestas. Una negra vieja estaba encendiendo una velaante la estatua de la Virgen; otra, sentada junto a ella con la cestade la compra y las manos cruzadas, miraba fijamente al altar. Por lodemás la iglesia estaba vacía. Scobie se sentó al fondo: no sentíaganas de rezar: ¿de qué servía? Un católico poseía todas lasrespuestas: no había oración efectiva estando en pecado mortal,pero observó a las dos feligresas con triste envidia. Ellas habitabantodavía el país que él había abandonado. Tal era el resultado delamor humano: le había privado de amor por toda la eternidad. Erainútil afirmar, como un joven podría haber hecho, que valía la penapagar aquel precio.

Aunque no rezar, al menos podía hablar desde su banco, lomás lejos posible del Gólgota. Dijo: «Oh, Dios, soy el solo y únicoculpable porque en todo momento he conocido todas las

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respuestas. He preferido causarte dolor antes que causárselo aHelen o a mi mujer, porque en Ti no veo el sufrimiento. Solo puedoimaginármelo. Pero lo que te puedo hacer a Ti o a ellas tiene unlímite. No puedo abandonarlas mientras viva, pero puedo morir yextirparme de sus venas. Están enfermas de mí y puedo curarlas. YTú también, Dios, estás enfermo de mí. No puedo seguirafrentándote un mes tras otro. No podría acercarme al altar enNavidad, la fiesta de tu nacimiento, y recibir tu cuerpo y tu sangre enbeneficio de una mentira. No podría. Será mejor que me pierdas deuna vez por todas. Sé lo que estoy haciendo. No estoy implorandoclemencia. Voy a condenarme con todas las consecuencias. Heansiado la paz y nunca voy a volver a conocerla. Pero Tú estarástranquilo cuando yo me encuentre fuera de tu alcance. De nadavaldrá rastrear el suelo para encontrarme o buscarme encima de losmontes. Podrás olvidarme, Dios, por toda la eternidad». Una de susmanos aferraba el paquete en el bolsillo, como una promesa.

Nadie puede recitar a solas un largo monólogo; otra voz notardará en hacerse oír. Tarde o temprano, todo monólogo seconvierte en un coloquio. De modo que no pudo mantener ensilencio a la otra voz; hablaba desde la cueva de su cuerpo: eracomo si rompiese a hablar el sacramento que había alojado en élpara su propia condenación. «Dices que me amas, y sin embargovas a hacerme esto: privarme de ti para siempre. Te creé con amor.He llorado tus lágrimas. Te he salvado de más cosas de que las quenunca sabrás; implanté en ti ese anhelo de paz únicamente paraque un día yo pudiese satisfacer tu anhelo y presenciar tu felicidad.Y ahora me repudias, me colocas lejos de tu alcance. No hay letrasmayúsculas que nos separen cuando hablamos. Yo no soy Tú, sinosimplemente tú cuando me hablas; soy humilde como cualquier otromendigo. ¿No puedes confiar en mí, como confiarías en un perrofiel? Te he sido fiel durante dos mil años. Lo único que tienes quehacer ahora es tocar un timbre e ir a un confesonario, confesarte...,el arrepentimiento ya está ahí, tirando de tu alma. No es contrición loque te falta, sino tan solo unas pocas acciones sencillas: ir a la

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cabaña de Helen y despedirte. O, si es preciso, seguirrechazándome, pero sin más mentiras. Vete a tu casa, di adiós a tumujer y vive con tu amante. Si vives, volverás a mí antes o después.Una de ellas sufrirá, pero ¿no confías en mí si te digo que elsufrimiento no es excesivo?»

La voz guardó silencio en la cueva y la voz de Scobie contestó,impotente: «No, no confío en Ti. Nunca lo he hecho. Si Tú mecreaste, creaste este sentimiento de responsabilidad que hetransportado siempre como un saco de piedras. No en vano soypolicía: responsable del orden, de que se haga justicia. Para unhombre como yo no había otra profesión. No puedo traspasarte miresponsabilidad. Si pudiera sería otra persona. No puedo hacer queuna de las dos sufra para salvarme yo. Soy responsable y loasumiré hasta el final del único modo que puedo. La muerte de unhombre enfermo solo significa para ellas un breve sufrimiento: todoel mundo tiene que morir. Todos nosotros estamos resignados a lamuerte. Es a la vida a lo que no nos resignamos».

«Mientras vivas», dijo la voz, «tengo esperanza. No haydesesperación humana como la desesperación de Dios. ¿Nopuedes limitarte a seguir viviendo, como haces ahora?», rogó la voz,rebajando la tarifa cada vez que hablaba, como un vendedor en elmercado. Explicó: hay actos peores. «No», dijo él, «no. Esimposible. Seguiré insultándote en el altar. Ya ves que es unimpasse, Dios, un impasse», dijo, apretando el paquete de subolsillo. Se levantó, dio la espalda al altar y salió. Solo cuando se viola cara en el espejo retrovisor comprendió que tenía los ojoshinchados de lágrimas reprimidas. Se encaminó hacia la comisaríapara ver al comisario.

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3

I

3 de noviembre. Ayer le dije al comisario que me habíandiagnosticado una angina de pecho y que tendría que jubilarme encuanto pudieran encontrar un sucesor. Treinta y dos con sietegrados a las dos de la tarde. Paso mucho mejor la noche gracias alEvipan.

4 de noviembre. Voy con Louise a misa de siete y media, peroante la amenaza de que el dolor vuelva no espero a la comunión. Denoche le digo a Louise que tendré que jubilarme antes de queconcluya este turno de servicio. No he mencionado la angina, sinoque le he hablado de corazón cansado. Otra buena noche gracias alEvipan. Treinta y uno con seis grados a las dos de la tarde.

5 de noviembre. Robos de lámparas en Wellington Street. Pasouna larga mañana en la tienda Azikawe investigando la historia delincendio en la despensa. Treinta y dos con dos grados a las dos.Llevo a Louise al club para la noche de biblioteca.

6-10 de noviembre. La primera vez que fallo en mis anotacionescotidianas. El dolor se ha vuelto más frecuente y no tengo ganas dehacer ningún esfuerzo especial. Como un cepo. Dura como unminuto. Posibilidad de que se produzca si camino más de mediamilla. Hace un par de noches que duermo mal a pesar delsomnífero, creo que por la aprensión del dolor.

11 de noviembre. Vuelvo a ver a Travis. Parece que ya no hayduda de que se trata de una angina. Se lo he dicho a Louise estanoche, pero también que si me cuido puedo vivir años. Hablo con elcomisario de una pronta repatriación. De todos modos, no puedoirme antes de un mes, pues quiero asistir a la vista de muchoscasos durante las dos próximas semanas. Acepto cenar con

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Fellowes el día 13. Con el comisario el 14. Treinta y un grados a lasdos de la tarde.

II

Scobie posó la pluma y se secó la muñeca en el papel secante.Eran las seis de la tarde del 12 de noviembre y Louise estaba en laplaya. Tenía la mente clara, pero sentía el hormigueo de los nerviosdesde el hombro hasta la muñeca. Pensó: «He llegado al final».Cuántos años habían pasado desde que caminó bajo la lluvia hastala cabaña, mientras ululaban las sirenas: el momento de felicidad.Era hora de morir al cabo de tantos años.

Pero aún quedaban engaños que consumar, como si fuera avivir toda esa noche, y adioses que decir, aunque solo él supieraque lo eran. Subió muy despacio por la cuesta, por si le estabanobservando —¿acaso no era un hombre enfermo?— y torció a laaltura de las cabañas del ejército. No podía morir sin haber dichoalgunas palabras, pero ¿cuáles? «Oh Dios», rezó, «que diga loacertado», pero cuando llamó no hubo respuesta, un completosilencio. Quizá Helen estaba en la playa con Bagster.

La puerta no estaba cerrada con llave, y entró. En su cerebrohabían transcurrido años, pero allí el tiempo había permanecidoinmóvil. La botella podría haber sido la misma que aquella de la queel criado había sustraído ginebra... ¿cuánto tiempo hacía? Las sillasde suboficiales estaban rígidas en la habitación, como piezas de undecorado cinematográfico: no pudo creer que alguna vez sehubiesen movido, al igual que el almohadón que era regalo de... ¿laseñora Carter? La almohada de la cama no había sido sacudidadespués de la siesta, y descansó la mano sobre el molde caliente deun cráneo. «Oh Dios», oró, «voy a separarme para siempre de todosvosotros: que ella vuelva a tiempo; déjame verla una vez más», peroel día caluroso se enfriaba en torno a él y no llegó nadie. Louise

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volvería de la playa a las seis y media. No podía esperar mástiempo.

«Debo dejarle algún mensaje», pensó, «y quizás ella vuelvaantes de que lo haya escrito». Sintió una presión en el pecho peorque cualquier dolencia que hubiese inventado ante Travis. «Nuncavolveré a tocarla. Su boca será para otros labios durante lospróximos veinte años.» Casi todos los amantes se engañaban con laidea de una unión eterna más allá de la tumba, pero él conocíatodas las respuestas: le aguardaba una eternidad de privación.Buscó papel, y no encontró siquiera un sobre roto; creyó ver unestuche de papel de cartas, pero lo que encontró fue el álbum desellos, y al abrirlo al azar, sin ningún motivo, sintió que el destino lelanzaba otro dardo, porque se acordaba de aquel sello concreto y dela mancha que había depositado la ginebra. «Tendrá quearrancarlo», pensó, «pero no importará»: ella le había dicho que nose notaba el sitio de donde se había arrancado un sello. Tampocoencontró un pedazo de papel en sus bolsillos, y en un súbitoarranque de celos levantó la pequeña efigie verde de Jorge V yescribió debajo, con tinta: «Te quiero». «No puede arrancar esto»,pensó, con crueldad y desilusión, «es indeleble». Por un momentose sintió como si hubiera plantado una mina para un enemigo, perono había tal enemigo. ¿No se estaba apartando del camino deHelen como una especie de pecio peligroso? Cerró la puerta tras ély bajó despacio la cuesta: ella podía llegar aún. Todo lo que estabahaciendo lo hacía por última vez: era una sensación extraña. Nuncavolvería a recorrer aquel trayecto, y cinco minutos más tarde, alsacar del armario una nueva botella de ginebra, pensó: «Nuncavolveré a abrir una botella». Las acciones repetibles se fueronhaciendo cada vez más escasas. Poco después solo quedaría unasola acción irrepetible: el acto de ingerir. Pensó, mientras sosteníaen alto la botella: «Empezará el infierno, y los tres os veréis libres demí: Helen, Louise y Tú».

En la cena habló adrede de la semana siguiente; se reprochó elhaber aceptado la invitación de Fellowes y explicó que la cena con

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el comisario al día siguiente era ineludible: había mucho que hablar.—¿No hay posibilidad, Ticki, de que después de un descanso,

un largo descanso...?—No sería honesto seguir trabajando, de cara a ti o a ellos.

Podría desfallecer en cualquier momento.—¿La jubilación, entonces?—Sí.Ella empezó a hablar de dónde iban a vivir. Él experimentó una

mortal fatiga, y necesitó toda su voluntad para mostrar interés poruno u otro pueblo ficticio, por la clase de casa que él sabía quenunca habitarían.

—No quiero vivir en las afueras —dijo Louise—. Lo que más megustaría es una casa de madera en Kent que tenga fácil acceso a laciudad.

—Claro que dependerá del dinero que tengamos —dijo él—. Mipensión no será muy grande.

—Trabajaré —dijo Louise—. No será difícil en tiempo de guerra.—Espero que nos arreglemos sin que tú trabajes.—No me importaría.Llegó la hora de acostarse, y se notó tremendamente reacio a

dejar que Louise se fuera a la cama. En cuanto se hubiera ido, no lerestaría nada más que morir. No sabía cómo retenerla: habíanhablado de todos los asuntos que tenían en común.

—Me quedaré aquí un rato —dijo—. Quizá me entre el sueño siestoy levantado media hora más. No quiero tomar la pastilla sipuedo evitarlo.

—Estoy muy cansada después de la playa. Me voy a la cama.«Cuando se haya ido», pensó él, «estaré solo para siempre».

Le palpitó el corazón y le invadió la náusea de una irrealidad atroz.«No puedo creer lo que voy a hacer. Dentro de poco me levantaré eiré a la cama, y la vida comenzará otra vez. Nada ni nadie puedenobligarme a morir.» Aunque ya no le hablaba la voz escondida en lacueva de su estómago, era como si le tocaran unos dedos, como si

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le transmitieran mudos mensajes de angustia, como si trataran decontenerle...

—¿Qué te pasa, Ticki? Pareces enfermo. Sube a acostartetambién.

—No podría dormir —dijo él, tercamente.—¿Puedo hacer algo? —preguntó Louise—. Cariño, haría

cualquier cosa...Su amor era como una sentencia de muerte.—Nada, querida —dijo él—. No quiero retenerte.Pero en cuanto ella se volvió hacia la escalera él habló de

nuevo:—Léeme algo —dijo—. Hoy has traído un libro nuevo. Léeme

algo.—No te gustaría, Ticki. Es poesía.—Da igual. Puede darme sueño.Apenas la escuchaba mientras ella leía. Decían que no era

posible amar a dos mujeres, pero, si no era amor, ¿qué era aquellaemoción? ¿Aquella ávida absorción de lo que nunca volvería a ver?El pelo que encanecía, las arrugas de expresión en la cara, elcuerpo de Louise, que empezaba a ensancharse, le cautivabancomo su belleza antigua jamás había hecho. Ella no se había puestolas botas antimosquitos, y sus zapatillas precisaban un zurcidourgente: «No es la belleza lo que amamos», pensó. «Es el fracaso...la imposibilidad de mantenerse siempre joven, el fallo de los nervios,la decadencia del cuerpo. La belleza es como el éxito: no podemosamarlo largo tiempo». Sintió un deseo inmenso de protegerla...«Pero eso es lo que voy a hacer, protegerla de mí para siempre.»Unas palabras que estaba leyendo le llamaron momentáneamentela atención:

Todos caemos. También decae esta mano...nadie se libra de esta dolencia: la caída.Pero siempre hay Uno cuyas suaves manosno traspasa este decaimiento universal.

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Sonaban a ciertas, pero las rechazó... el consuelo llega a vecescon demasiada facilidad. «Esas manos no detendrán mi caída»,pensó. «Me escurro entre los dedos. Estoy embadurnado defalsedad y perfidia.» La confianza era una lengua muerta de la quehabía olvidado la gramática.

—Querido, estás medio dormido.—Solo ha sido un momento.—Voy a subir. No tardes mucho. Quizá esta noche no necesites

la pastilla.Él la miró irse. El lagarto estaba todavía en la pared. Antes de

que Louise hubiera alcanzado la escalera la llamó otra vez:—Dame las buenas noches, Louise, antes de irte. Quizá estés

dormida cuando suba.Ella le besó con negligencia en la frente y él le deslizó en la

mano una caricia casual. No debía haber nada extraño aquellaúltima noche, nada que luego ella recordara con pesar.

—Buenas noches, Louise. Sabes que te quiero —dijo, condeliberada ligereza.

—Claro, y yo también.—Sí. Buenas noches, Louise.—Buenas noches, Ticki.Era lo máximo que él podía hacer sin correr riesgos.En cuanto oyó que la puerta se cerraba, sacó el cartón de

tabaco donde guardaba las diez dosis de Evipan. Añadió dos dosismás para mayor seguridad: un exceso de dos dosis en diez días nopodría, sin duda, considerarse sospechoso. Después bebió un largotrago de whisky, permaneció inmóvil en su asiento y aguardó ajuntar valor, con las pastillas en la palma de la mano. «Ahora estoyabsolutamente solo», pensó. Era el punto cero.

Pero se equivocaba. La soledad también posee una voz. Ledijo: «Tira esas pastillas. No conseguirás volver a reunirlas y estarássalvado. Basta de teatro. Sube a la cama y descansa bien unanoche entera. Mañana te despertará el chico e irás en tu coche a lacomisaría para una jornada normal de trabajo». La voz acentuó la

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palabra «normal» como podría haber acentuado la palabra «feliz» o«apacible».

«No», dijo Scobie en voz alta. «No.» Se metió las pastillas en laboca, de seis en seis, y las engulló con ayuda de dos tragos. Luegoabrió su diario y escribió, bajo la fecha 12 de noviembre: Voy a casade H. R.; no estaba; temperatura a las dos y se interrumpió en seco,como si en aquel instante le hubiese atenazado el dolor final. Luegose sentó muy rígido y esperó un tiempo, que se le hizo largo,cualquier indicio de la muerte inminente; no tenía idea de cómosobrevendría. Intentó rezar, pero su memoria no lograba recordar elavemaría, y notaba los latidos del corazón como un reloj que da lahora. Trató de formular un acto de contrición, pero al enunciar «Mepesa de todo corazón haberos ofendido», una nube se formó sobrela puerta y descendió sobre la habitación entera y no se acordó dequé se arrepentía. Tuvo que mantenerse derecho con las dosmanos, pero había olvidado el motivo por el cual tenía que manteneresa postura. En algún lugar lejano creyó oír los sonidos del dolor.«Una tormenta», dijo en voz alta, «va a caer una tormenta», y lasnubes se espesaron y trató de levantarse para cerrar las ventanas.«¡Ali!», llamó. «¡Ali!» Le asaltó la sensación de que alguien, fueradel cuarto, le estaba buscando, llamándole, e hizo un esfuerzoúltimo para indicarle que se encontraba allí. Se puso en pie y oyó enel yunque de su corazón el martillazo de una respuesta. Tenía unmensaje que comunicar, pero la oscuridad y la tormenta lo devolvíanal interior de su pecho, y en todo momento, fuera de la casa, fueradel mundo que retumbaba como martillazos dentro de sus oídos,alguien deambulaba procurando entrar, alguien que pedía auxilio,alguien que le necesitaba. Y automáticamente, al oír el grito desocorro, al llegarle el llamamiento de la víctima, Scobie sintió elimpulso de actuar. Para dar una respuesta, ordenó a su concienciaque volviera desde una infinita distancia. Dijo en voz alta: «Dios mío,te amo...», pero el esfuerzo fue demasiado intenso y no sintió sucuerpo cuando golpeó el suelo ni oyó el leve tintineo de la medalla

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cuando rodó como una moneda hasta debajo de la nevera: la santacuyo nombre nadie lograba recordar.

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TERCERA PARTE

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1

I

—Me he mantenido a distancia todo el tiempo que he podido,pero pensé que quizá podría ser de alguna utilidad —dijo Wilson.

—Todos han sido muy amables —dijo Louise.—No sabía que estaba tan enfermo.—Esta vez espiar no le ha servido de mucho, ¿verdad?—Era mi trabajo —respondió Wilson— y yo la amo, Louise.—Con qué facilidad usa esa palabra, Wilson.—¿No me cree usted?—No creo a nadie que diga amor, amor, amor. Significa yo, yo,

yo.—Entonces, ¿no va a casarse conmigo?—No parece probable, ¿verdad?, pero podría ser, a su debido

tiempo. Ignoro qué efectos causará la soledad. Pero no volvamos ahablar de amor. Era la mentira predilecta de Ticki.

—Con las dos.—¿Cómo se lo ha tomado ella, Wilson?—La he visto esta tarde en la playa con Bagster. Y me han

dicho que anoche estaba un poco bebida en el club.—No tiene dignidad.—Nunca he entendido qué veía él en ella. Yo nunca le

traicionaría, Louise.—¿Sabe que incluso fue a verla el día de su muerte?—¿Cómo lo sabe?—Está escrito en su diario. Ahí nunca mentía. No decía cosas

que no sentía... como amor.Tres días habían transcurrido desde que Scobie había sido

enterrado apresuradamente. El doctor Travis había firmado el

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certificado de defunción: angina pectoris. En aquel clima era difícilpracticar una autopsia, y en cualquier caso resultaba innecesario,aunque Travis había tomado la precaución de verificar el consumode Evipan.

—¿Sabe —dijo Wilson— que cuando mi criado me dijo quehabía muerto de repente por la noche pensé que había sido unsuicidio?

—Es curiosa la facilidad con que puedo hablar de él ahora queestá muerto —dijo Louise—. Pero yo le amaba, Wilson. Le quería,pero parece tan definitivamente muerto...

Era como si él no hubiese dejado en la casa nada más que unpoco de ropa y una gramática mendé: en la comisaría, un cajónlleno de chismes y un par de esposas oxidadas. Y sin embargo lacasa no había cambiado: las estanterías estaban llenas de libros,como antes: Wilson tuvo la impresión de que el hogar debía dehaber sido siempre el de ella, no el de Scobie. ¿Era solo suimaginación, entonces, lo que hacía que sus voces sonaran un pocohuecas, como si la casa estuviese vacía?

—¿Sabía usted en todo momento lo de... ella? —preguntóWilson.

—Por eso volví. Me escribió la señora Carter. Dijo que era lacomidilla de todo el mundo. Claro que él no se daba cuenta.Pensaba que había sido muy astuto. Y casi me convenció... de quela historia había acabado. Al ir a comulgar como lo hizo.

—¿Cómo acalló su conciencia?—Algunos católicos lo hacen, supongo. Se confiesan y vuelven

a caer. Aunque yo creí que era más sincero. Cuando una personaha muerto empezamos a descubrir cosas.

—Aceptó dinero de Yusef.—Ahora puedo creerlo.Wilson puso la mano en el hombro de Louise y dijo:—Puede confiar en mí, Louise. La quiero.—Creo de verdad que sí.

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No se besaron; era demasiado pronto para eso, peropermanecieron sentados en la habitación hueca, con las manosenlazadas, escuchando a los buitres que se posaban en el tejado dechapa.

—Así que este es su diario —dijo Wilson.—Lo estaba escribiendo cuando murió... Oh, nada interesante,

nada más que la temperatura. La apuntaba siempre. No era unromántico. Dios sabe lo que ella vio en él para que valiera la pena.

—¿Le importaría que lo leyera?—Si usted quiere... —dijo Louise—. Pobre Ticki, no le queda ya

ningún secreto.—Los suyos nunca fueron muy secretos.Wilson pasó una página, la leyó y pasó a la siguiente.—¿Hacía mucho que sufría de insomnio? —preguntó.—Siempre creí que dormía como un tronco en cualquier

circunstancia.—¿Se ha fijado en que escribió fragmentos sobre el insomnio...

posteriormente?—¿Cómo lo sabe?—Basta con comparar el color de la tinta. Y todos esos apuntes

sobre el consumo de somníferos. Es muy calculado, muymeticuloso. Pero sobre todo el color de la tinta. Da que pensar.

Ella le interrumpió, horrorizada:—Oh, no, él no podría haber hecho eso. En definitiva, a pesar

de todo, era católico.

II

—Déjeme entrar solamente a tomar una copita —rogó Bagster.—Hemos tomado cuatro en la playa.—Otra copita más, la última.—De acuerdo —dijo Helen. En ese momento ya no veía

ninguna razón para negar algo a nadie nunca más.

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—Ya sabe que es la primera vez que me deja entrar —dijoBagster—. Qué nido más encantador se ha preparado. ¿Quiénhubiera dicho que una cabaña de Nissen pudiera ser tanacogedora?

«Colorados y oliendo a ginebra los dos, vaya pareja», pensóella. Bagster le estampó un beso en el labio superior y miróalrededor.

—Ja, ja —dijo—, la botella, la vieja compañera.Después de haber bebido los dos otra ginebra, Bagster se quitó

la guerrera de su uniforme y la colgó con cuidado de una silla.—Vamos a echar una cana al aire y a hablar de amor —dijo.—¿Es necesario? —preguntó Helen—. ¿Todavía?—La hora de encenderse —dijo Bagster—. El atardecer.

Dejaremos que George se haga cargo de los mandos...—¿Quién es George?—El piloto automático, por supuesto. Tiene usted mucho que

aprender.—Por Dios, enséñeme en cualquier otro momento.—No hay mejor momento que el presente para una travesura —

dijo él, empujándola con firmeza hacia la cama. «¿Por qué no?»,pensó ella, «¿por qué no... si él quiere? Bagster sirve igual quecualquiera. No quiero a nadie en el mundo, y lo demás no importa,así que por qué no dejarles que hagan sus travesuras» (era laexpresión de Bagster) «si les apetecen de verdad». Sin decirpalabra se tumbó en la cama, cerró los ojos y en la oscuridad notuvo conciencia de nada en absoluto. «Estoy sola», pensó, sincompadecerse, enunciándolo como un simple hecho, como unexplorador después de haber perdido a sus compañeros en el rigorde la intemperie.

—Verdaderamente no está muy animada —dijo Bagster—. ¿Nome quiere un poquito, Helen?

Su aliento a ginebra impregnó la oscuridad en la que estabasumida Helen.

—No —contestó—. No quiero a nadie.

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—Quería a Scobie —dijo él, furioso, y añadió rápidamente—: Losiento. Es un comentario odioso.

—No quiero a nadie —repitió ella—. No se puede querer a losmuertos, ¿verdad? No existen, ¿no? Sería como querer a ununicornio, ¿no?

Le interrogaba como si esperase una respuesta, incluso deBagster. Mantenía los ojos cerrados porque a oscuras se sentía máscerca de la muerte, la muerte que había absorbido a Henry. La camase estremeció un poco cuando Bagster la liberó de su peso, y la sillacrujió cuando cogió de ella la guerrera.

—No soy tan malnacido, Helen. No está de humor. ¿Nos vemosmañana?

—Supongo.No había razón para negar nada a nadie, pero experimentó un

alivio inmenso porque al fin y al cabo nada le habían pedido.—Buenas noches, chiquilla —dijo Bagster—. La veré mañana.Ella abrió los ojos y vio a un extraño con ropa azul polvorienta

que hacía girar el pomo de la puerta. A un desconocido se le puededecir todo: pasan de largo y olvidan, como seres de otro mundo.

—¿Usted cree en Dios? —preguntó.—Bueno, supongo que sí —respondió Bagster, mesándose el

bigote.—Ojalá creyera yo —dijo ella—. Ojalá creyera.—Bueno, ya se sabe —dijo Bagster—, hay mucha gente que

cree. Tengo que irme. Buenas noches.Estaba sola de nuevo en la oscuridad que había detrás de los

párpados, y el deseo se debatía en su cuerpo como un niño: moviólos labios, pero lo único que acertó a decir fue: «Por siempre jamás,Amén...». Había olvidado el resto. Extendió la mano hacia uncostado y tocó la otra almohada, como si quizá, a fin de cuentas,hubiera una probabilidad entre mil de que no estuviese sola, y comosi el hecho de no estarlo entonces significara que nunca volvería aestarlo.

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III

—Yo nunca lo hubiera notado, señora Scobie —dijo el padreRank.

—Pues Wilson lo notó.—No sé por qué, pero no puede gustarme un hombre tan

observador.—Es su trabajo.El padre Rank le dirigió una mirada rápida.—¿De contable?—Padre —respondió ella, tediosamente—, ¿no tiene ningún

consuelo que darme?«Oh», pensó él, «las conversaciones que se entablan en una

casa después de una muerte, las vueltas y revueltas, lasdiscusiones, las preguntas, las peticiones...». Tanto ruido en torno alborde del silencio.

—Usted ha recibido en su vida muchísimo consuelo, señoraScobie. Si lo que piensa Wilson es cierto, es él quien necesita elnuestro.

—¿Sabe usted todo lo que yo sé de él?—Desde luego que no, señora Scobie. Usted ha sido su mujer

durante quince años. Un sacerdote solo conoce las cosas triviales.—¿Triviales?—Oh, me refiero a los pecados —dijo él, con impaciencia—. Un

hombre no viene a confesarnos sus virtudes.—Supongo que sabe lo de Helen Rolt. Casi todos lo saben.—Pobre mujer.—No veo por qué.—Compadezco a cualquier persona feliz e ignorante que se

mezcla de ese modo con uno de nosotros.—Él era un mal católico.—Esa es la expresión de uso corriente más tonta —dijo el

padre Rank.

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—Y al final ese... horror. Tuvo que darse cuenta de que seestaba condenando.

—Sí, lo sabía muy bien. Nunca tuvo confianza en lamisericordia... excepto para otras personas.

—Hasta rezar es inútil...El sacerdote cerró de golpe la tapa del diario y dijo, con rabia:—Por lo que más quiera, señora Scobie, no se imagine, ni yo

tampoco, que sabemos algo de la misericordia de Dios.—La Iglesia dice...—Sé lo que dice la Iglesia. La Iglesia conoce todas las normas.

Pero ignora lo que sucede en el interior del corazón humano.—¿Cree entonces que hay alguna esperanza? —preguntó

cansinamente Louise.—¿Tanto rencor le guarda?—Ya no me queda ninguno.—¿Y cree probable que Dios sea más rencoroso que una

mujer? —dijo él con áspera insistencia, pero ella desechó con unamueca los argumentos de la esperanza.

—Pero ¿por qué, por qué tuvo que complicar las cosas de esemodo?

—Lo que voy a decir puede parecer extraño, cuando un hombreestá tan equivocado como lo estaba él, pero creo, por lo que vi deél, que amaba sinceramente a Dios.

Ella acababa de negar que le quedase todavía algún rencor,pero unas gotas más rezumaron como lágrimas de conductossecos.

—Desde luego no quería a nadie más —dijo.—Y es posible que ahí esté también usted en lo cierto —

contestó el padre Rank.

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«No hay más que un problema filosófico verdaderamenteserio: el suicidio.»

ABERT CAMUS

Desde LIBROS DEL ASTEROIDE queremos agradecerle eltiempo que ha dedicado a la lectura de El revés de la

trama.Esperamos que el libro le haya gustado y le animamos a

que, si así ha sido, lo recomiende a otro lector.

Al final de este volumen nos permitimos proponerle otrostítulos de nuestra colección.

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Le esperamos.

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Nota biográfica

Graham Greene (1904-1991) fue uno de los escritores ingleses másimportantes del siglo XX. Tras licenciarse en Oxford en 1926,empezó su carrera profesional como subeditor de The Times ycrítico literario y cinematográfico de The Spectator. Durante lasegunda guerra mundial trabajó para el servicio secreto británico,fue destinado varios años a Sierra Leona y posteriormente viajó portodo el mundo, experiencias que le servirían de inspiración para sushistorias. Es autor de una amplia y variada obra que comprendedesde novelas de intriga hasta otras de corte más literario, muchasde las cuales han sido llevadas al cine. Entre toda su produccióndestacan especialmente El revés de la trama (1948) y El final delaffaire (1951), ambas publicadas por Libros del Asteroide, ademásde El poder y la gloria (1940), El tercer hombre (1950), El americanotranquilo (1955), Nuestro hombre en La Habana (1958), Viajes conmi tía (1969), El cónsul honorario (1973) y El factor humano (1978).

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El final del affaire, Graham Greene

La gran fortuna, Olivia Manning

Claus y Lucas, Agota Kristof

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* Medida de protección contra los bombardeos en tiempo de guerra,que consiste en apagar o tapar toda luz artificial. (N. del T.)