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Universidad Autónoma del Estado de México. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Taller de ensayo sociológico, Helioth Josué Dado Enríquez. Identidad religiosa. «Soy más inteligente que el océano». Es posible, es incluso muy cierto, pero el océano le causa más temor a él que él al océano: es algo que no es necesario comprobar... He ahí un centenar de leviatanes que han salido de las manos de la humanidad. LE COMTE DE LAUTRÉAMONT Introducción. La construcción de la identidad es quizá uno de los temas que presentan una mayor complejidad e indeterminación. La necesidad de sentirse identificado con algo es evidente a lo largo de la historia, desde los primeros grupos con los que la evolución nos diferencia enormemente hasta nuestros días Los habitantes de cada nación habían generado procesos por los cuales comenzaban a sentirse identificados con su patria pero especialmente con su religión. En este ensayo abordare distintas perspectivas en relación a esta idea de identidad pero enfocándome a la identidad religiosa, los problemas que conlleva la defensa de las religiones y datos acerca de lo que ocurre en México. Para ello tendremos que definir primero el concepto de identidad para después entender el termino de identidad religiosa y consecuentemente su presencia en las sociedades.

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Universidad Autónoma del Estado de México.

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.

Taller de ensayo sociológico,

Helioth Josué Dado Enríquez.

Identidad religiosa.«Soy más inteligente que el océano». Es posible, es incluso muy cierto, pero el océano le causa más

temor a él que él al océano: es algo que no es necesario comprobar...

He ahí un centenar de leviatanes que han salido de las manos de la humanidad.LE COMTE DE LAUTRÉAMONT

Introducción.

La construcción de la identidad es quizá uno de los temas que presentan una mayor complejidad e

indeterminación. La necesidad de sentirse identificado con algo es evidente a lo largo de la historia,

desde los primeros grupos con los que la evolución nos diferencia enormemente hasta nuestros días

Los habitantes de cada nación habían generado procesos por los cuales comenzaban a sentirse

identificados con su patria pero especialmente con su religión.

En este ensayo abordare distintas perspectivas en relación a esta idea de identidad pero enfocándome a

la identidad religiosa, los problemas que conlleva la defensa de las religiones y datos acerca de lo que

ocurre en México.

Para ello tendremos que definir primero el concepto de identidad para después entender el termino de

identidad religiosa y consecuentemente su presencia en las sociedades.

Lo primero lo abordaremos desde una perspectiva un tanto científica, con autores de ciencia dura, el

desarrollo de la idea con las implicaciones de las sociedades y sus historia. Intentare retomar las ideas

para finalizar el ensayo a pesar de abrir más ideas que necesitarían de un debate mas amplio.

La identidad como constante biológica.

El interés relevante de la identidad en la preservación de un sistema no encuentra una discusión

adecuada en el sistema educativo o en los medios de comunicación masiva. Esto es extraordinario,

dado que los últimos avances científicos adjudican cada vez más plausibilidad a la hipótesis de que el

rango de aplicabilidad no se limita al ámbito del ser humano, sino que parece ser una constante en los

sistemas biológicos en general. Se trata de un requisito general en los sistemas biológicos sin el cual no

pueden sobrevivir.

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El mecanismo básico del sistema de defensa del ser humano ilustra la importancia de esta hipótesis.

Fue en los años sesenta, los investigadores Doherty y Zinkernagel descubrieron como el sistema

inmunológico humano distingue entre células propias y aquellas controladas por un cuerpo extraño, por

ejemplo un virus. Un marcador clave llamado auto proteína (self protein) identifica las células como

pertenecientes al cuerpo propio. Cualquier alteración en esta proteína, por ejemplo una infección viral,

expone la célula a la destrucción por parte del sistema inmunológico. (A. Owen, et al., 2014)

Los resultados de recientes investigaciones del departamento de fisiología y neurociencia de la New

York University School of Medicine, entre otros, apuntan en la misma dirección que indica el self

proteína: las neuronas no serían simples transistores o cables que transmiten información, sino tendrían

una “personalidad propia” con capacidad de aprendizaje, que procesa los insumos sensoriales del

exterior y la información proveniente de los sistemas psicobiológicos humanos dentro de escenarios de

realidades virtuales que genera para resolver problemas importantes para su supervivencia. (Acton,

2013)

La capacidad de organismos del microcosmos, como bacterias, de desarrollar estrategias de

supervivencia frente a los antibióticos, refuerza la hipótesis sobre la importancia vital de la identidad en

la manutención de los sistemas biológicos. De hecho, entre las formas de materia orgánica existentes,

puede entenderse a la identidad como el principal principio regulador de sus estrategias de

supervivencia.

Lo que varía entonces, entre los sistemas biológicos y sociales existentes, es el grado de complejidad de

la identidad alcanzada, la que es una función de la complejidad de la organización de la materia. En

este contexto es evidente, que la identidad humana es más compleja que un simple lenguaje binario de

positivo y negativo, de propio o extraño, etc.; si bien en la política existen concepciones reduccionistas

de este tipo como es el caso del racismo. Para el ideólogo más importante del nacional socialismo Carl

Schmitt, por ejemplo, la diferencia entre lo idéntico y lo diferente era la esencia de lo político: lo propio

como amigo, el otro como enemigo. (Aguilar, 2001)

Se trata obviamente de una posición política totalitaria que lleva a la exclusión y el exterminio del otro:

los indígenas americanos por los europeos; los herejes de los fieles; los judíos por los nazis y los

subversivos por los comisarios políticos.

Teóricamente estamos ante una posición de farsantes cuyos argumentos no trascienden el nivel de la

bioquímica elemental; puesto que el sistema de conducción del ser humano que entendemos por

identidad es de hecho la síntesis de cinco sistemas interactivos: el mecánico, el físico, el químico, el

biológico y el psico-social, a diferencia de organismos biológicos más sencillos.

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Las bases materiales de la identidad son comunes a todos los sistemas biológicos: son bioquímicas y

eléctricas o electrónicas. Lo que diferencia la identidad humana de la de otros sistemas biológicos es su

mayor complejidad que a su vez es una función de la mayor complejidad organizativa de la materia del

sistema cerebral. Es este grado superior de organización que explica porque el componente cultural de

la identidad humana sea incomparablemente mayor que el de los mamíferos más avanzados, dándole

un lugar excepcional y particular en una eventual teoría general de la identidad y su trascendencia

dentro de la evolución de las especies.

Más específicamente, el componente cultural del ser humano es incomparablemente mayor que el de

los mamíferos más avanzados por la siguiente razón. Cada uno de los cinco sistemas de identidad tiene

lo que en física se llama zona de estados posibles, es decir, zonas en que un sistema puede existir

(Mora, 1983). Por ejemplo, el sistema corporal humano solo puede existir en una zona o dentro de

parámetros de temperatura, que oscilan entre los 37 grados.

Ese margen de amplitud es potencialmente mayor en la identidad psico-social, lo que abre al ser

humano una perspectiva de coexistencia de sujetos con diferente identidad individual o colectiva que

no existe en el reino animal, donde las zonas de existencia posible se determinan mayoritariamente por

la fuerza.

La identidad del ser humano.

Desde los orígenes del ser humano, su misma existencia física ha estado vinculada a la reflexión sobre

sí mismo y su función dentro del universo. La búsqueda de respuestas ha dado lugar a la aparición del

mito, la astrología, la religión, la filosofía, el arte y la ciencia.

En efecto, no se puede resaltar el concepto de la razón sin las interrogantes que se han planteado a lo

largo de las historia.

La necesidad de ubicarse en el espacio, en el tiempo y el movimiento del universo mediante los

diferentes sistemas de interpretación del mundo, es una necesidad ontológica propia del ser humano.

Sin embargo, las interrogantes no nacen de la especulación filosófica, ni son producto de la ociosidad

intelectual: su origen, como todas las manifestaciones del espíritu es la vida práctica. Su función no

consiste en satisfacer inquietudes metafísicas, sino en favorecer el control de la realidad natural y

social.

Los componentes de la identidad humana

Para dominar la realidad y transformarla en medio útil para su uso, el ser humano ha interpretado el

universo mediante tres categorías: espacio, tiempo y movimiento. Precisaba conocer el espacio

geográfico para sobrevivir en él e influenciarlo. Necesitaba aprender que las leyes del microcosmos son

diferentes que del meso-cosmos o del macrocosmos. Así mismo, que las circunstancias geofísicas de su

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hábitat y, sucesivamente, espacio nacional, regional y global, condicionaran en gran medida los

destinos subjetivos y de los colectivos sociales.

De igual importancia es la conciencia del tiempo, en su doble sentido, como tiempo general derivado

de la relación entre tiempo y distancia, y como tiempo histórico en que el humano actúa. Porque cada

época histórica abre oportunidades únicas para los sujetos sociales y cierra otras que ya se volvieron

anacrónicas.

Lo trágico de una era se vuelve cómico en otra y viceversa. Lo que ayer se inició como vanguardia

mañana puede ser retraso y el proyecto histórico lanzado a destiempo puede fracasar o desfigurarse en

su fin, al no encontrar respuesta en las condiciones objetivas. De igual modo, si no se aprovecha la

coyuntura del momento la ocasión puede no volver jamás. Del mismo modo un pueblo que no tiene

consciencia histórica tiende a repetir las experiencias del pasado.

Si el espacio y el tiempo son categorías fácilmente comprensibles, la importancia del movimiento y su

propia realidad son más ajenos. El hecho de que nos desplazamos a una velocidad promedio de 29,800

km/s a través del espacio y alrededor de 27,600 m/s alrededor del eje de la tierra (Canarias., 2013), está

virtualmente fuera de nuestra consciencia humana. Sin embargo, la masa y la energía están en constante

movimiento. Se trata de interminables e ininterrumpidos procesos de transformación con determinadas

direcciones y ritmos de evolución. En algunos, el fin del proceso es conocido. Por ejemplo, la vida

humana es un continuo proyectarse hacia el futuro, es decir, un continuo movimiento hacia el punto

terminal, que es la muerte. En un paradójico movimiento trata de alejarse de la muerte y con cada acto

de reproducción exitosa en este empeño, se acerca a ella. La muerte, podríamos decir, es la fuerza

gravitacional de la vida, le da sentido y orientación practica en su trayectoria.

Identidad, irreligión y modernidad

Una reflexión sintética sobre identidad y religión no puede construirse, por tanto, sin tomar conciencia

de la mirada que somos capaces de lanzar, de la distorsión que nuestros ojos de hijos (deseados o no)

de la modernidad produce y que hemos de intentar calibrar. Porque que la religión siga siendo

acompañante de nuestras vidas y seña de identidad resulta, desde los planteamientos de la modernidad,

un proceso en cierto modo inesperado. En los modelos de entender el mundo que generaron muchos de

los pensadores modernos (nuestros maestros en el pensar) la religión había dejado de jugar el papel de

instrumento para comprender, aceptar el mundo y consensuar la convivencia y se había enjuiciado en

ocasiones dentro de la categoría de superstición que podía puntualmente poner trabas a la nueva

cosmovisión de la sociedad industrial centrada en la ciencia como modelo global de explicación. Se

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instauraron sistemas de identificación grupal homogéneos en los que la diversidad en las creencias no

tuvieran, en teoría, un peso notable, aunque en la práctica el imperio de las diferencias y

discriminaciones de carácter ideológico se mutó en el de las diferencias económicas, el nuevo patrón

para construir las jerarquías; la identidad no la conformaba pues la religión, sino la ciencia, la nación, el

derecho, la política... y sobre todo la riqueza. Identidad segura, construida desde pensamientos fuertes,

desde teóricas igualdades, una para todos sin que fuese relevante lo que la religión había dictado desde

antiguo, pensando incluso muchos que tal religión, tenida por mera ilusión, terminaría por desaparecer,

como creían Marx o Freud, creadores de modelos de explicar lo que se es, nueva identidad redentora

del proletariado o ciencia de la identidad y sus complejidades eróticas (y más allá) que sería el

psicoanálisis.

En la refriega entre las religiones y el mundo industrial los contendientes han terminado mutando, la

religión ha sobrevivido en nuestro mundo postindustrial pero transformada, sigue siendo seña de

identidad relevante para la gran mayoría de la población del mundo. Pero se han desvinculado más de

mil millones, que no la tienen por tal y con los que hemos de contar a la hora de hablar de identidad y

religión. Mayoritariamente no religiosos, para los que tales creencias no significan nada notable, en una

relación en cierto modo pasiva o débil, a los que se añade una minoría activa en lo que cree (o en este

caso no cree) de ateos, más de 200 millones (aunque las estadísticas son siempre complicadas), dueños

en estos tiempos de pensamientos débiles de robustas convicciones que les llevan a no hacerse

esperanzas con mantener una identidad tras la muerte, a no poderse creer que existan identidades

descomunales, muy superiores a las de los perecederos mortales y a los que muchos denominan Dioses.

Indiferencia o negación de la religión, ruptura del binomio identidad-religión en un volumen

desconocido para épocas anteriores y que es destacada característica del mundo actual (aunque no

podemos olvidar que en la Grecia o la India antiguas hubo muchos pensadores ateos -y no solo entre

sofistas, budistas o jainas-).

Las religiones perduran y de un modo mayoritario, aunque en una posición diferente a la premoderna

en nuestro mundo global actual; la modernidad ha generado un marco para el desarrollo de las

religiones que tiende, por encima de críticas y oposiciones bicentenarias, a convertirse en un modelo

con vocación de hegemonía. Se basa, en tres pilares particularmente significativos en lo que a identidad

y religión se refiere: por una parte la desvinculación de religión y política (lo que se denominaba

separación Iglesia-Estado en el religiocéntrico lenguaje basado en el enfrentamiento con el cristianismo

de las revoluciones liberales), de tal modo que la identidad política quedaba separada de la religiosa. En

relación con lo anterior surge el concepto de libertad religiosa en tanto que derecho fundamental

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caracterizado como individual y sus consecuencias, entre las que la conversión de la religión en un

factor identificatorio individual y cada vez menos colectivo es clave. Y en tercer lugar incide la

globalización con su componente estructural de homogeneización y de construcción de identidades

convergentes a escala mundial que parecen dejar un margen estrecho para la construcción de

identidades diferenciales como veremos más adelante. (Velasco., 2005)

Sobre estas premisas solemos tender a pensar la religión y hemos de ser conscientes de que pueden

formar un filtro distorsivo, particularmente en un tema tan delicado como el de la percepción de la

identidad en el que se entabla un insoslayable diálogo entre el otro (que puede creer algo tan distinto

que incluso llegue a matar y morir por ello en un martirio de desidentificación personal al amparo de la

religión) y uno mismo (con las múltiples aristas de la identidad de habitantes de nuestro mundo

neomilenar más allá de lo postmoderno y su construcción de identidades difusas). Modelos identitarios

que sitúan a la religión en lugares diferentes y que caracterizan nuestro presente y las muy diferentes

religiones que lo pueblan.

 

Individualización de la identidad religiosa en el mundo actual

Por ejemplo las religiones de poblaciones que todavía no están plenamente insertas en el modo de

economía industrial: entre las bandas de cazadores-recolectores africanos, australianos o americanos,

así como en franjas extensas en las que la agricultura continúa siendo el modo de vida principal (en

importantes zonas de Asia, África y América); siguen cumpliendo un papel semejante al de hace

cientos o miles de años, identificando los grupos por medio de lo que creen, ofreciendo a los individuos

señas de identidad para reconocerse frente a la naturaleza y los demás colectivos humanos; la religión

puede resultar un factor en extremo sensible, configurando la identidad de un modo muy profundo.

Pero, a su vez, estas sociedades se hallan sometidas al reto del contacto y de la inevitable aculturación y

mutación multiplicada desde el impacto de la globalización, creándose una dinámica religiosa muy

interesante; la fuerza de las identidades religiosas tradicionales compite con otros modelos cuya

presencia es cada vez más destacada, que tienden a transformar la religión en asunto individual, en una

des colectivización que en cierto modo caracteriza la transformación que se está produciendo en

algunas religiones tribales hacia muy actuales configuraciones que podríamos denominar "nueva era",

surgiendo neo chamanismos en los que la identidad del grupo (tribal) no es lo importante, sino la

experiencia compartida entre el especialista en lo sagrado y un difuso y multiforme grupo de

seguidores (en algún caso captados por internet, uniéndose lo preindustrial y lo postindustrial en un

ejemplar ciber chamanismo). (Almendro, 2012)

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Se ilustra así un fenómeno clave en la actualidad: la religión se está adaptando a necesidades cada vez

menos sociales del individuo que determinan una variedad progresivamente más atomizada en los

modos de entender el compromiso religioso en general y en el seno de cada religión. Se trata de una

tendencia en cierto sentido lógica: hemos visto que el mundo moderno ubica al individuo en el centro

de la escala de valores que lleva, en lo que respecta a la religión, a desdotar progresivamente de peso a

las manifestaciones colectivas (salvo quizá que posean los valores de la performance, tan acordes con

nuestra sociedad oculocéntrica construida sobre la imagen y el espectáculo), y a convertirlas en un

fenómeno cada vez menos social y cada vez más relegado al ámbito de lo individual (y su potencial

variabilidad). La religión tiende a transformarse en una seña de identidad menos grupal que puramente

individual, de ahí que la sociedad actual pueda llegar a parecer menos religiosa que las del pasado.

Para calibrar correctamente esta cuestión habrá que tener presente que los comportamientos religiosos

computables socialmente son cada vez menos notables y que la esfera de lo privado es muy difícil de

penetrar, máxime en cuestiones que atañen a ese núcleo interior (a veces rodeado de incertidumbres y

contradicciones cognitivas) que resulta ser lo que se cree.

Por otra parte este sesgo individualista, abre la posibilidad de nuevos horizontes y puntos referenciales,

adaptados a las necesidades personales: característica de nuestro mundo actual es la tendencia al

mestizaje que encuentra referentes identitarios en muy diferentes culturas y épocas. Se potencia una

religión de la búsqueda interior, muchas veces sin rumbos fijos, en la que las opciones individuales

pueden llegar a ser tantas como fieles, en una compleja religión a la carta. Aunque imperceptibles y

cambiantes como los individuos que las profesan, en algunos casos sin conciencia de hacerlo (muchos

prefieren plantear que se trata de espiritualidad, no de religión), estas formas religiosas casi

transparentes resultan definitorias de una tendencia de futuro: la religión no sería, por tanto, una seña

de identidad principal en la praxis social, pero podría resultar clave en un monólogo interior, que no

permee más allá de los límites de la piel salvo en contadas ocasiones. Religión cambiante, adaptándose

a los diferentes momentos de cada individuo y los retos vitales a los que se enfrente, que ofrezca

instrumentos para comprender fenómenos complejos como el morir, el envejecer, el mero cambiar, o

las experiencias diferentes como las que se abren en los caminos de lo interior por medio de la

introspección o la meditación. Una interiorización de lo religioso, que puede difuminar sus contornos y

hasta su definición y su percepción, que no requiera quizá vehicularse por medio del referente de

figuras parentales de la divinidad, o ni siquiera de figuras divinas, una religión o para-religión

descarnada de signos, símbolos o iconos fijos, alejada de dogmas y de jerarquías a las que se reconozca

como mediadores (en la línea de lo que pudo plantearse en algunas tradiciones religiosas, como ciertas

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perspectivas budistas, o en ciertas escuelas filosóficas antiguas que ponían en práctica técnicas de

introspección y meditación). (Velasco., 2005)

 

Identidad nacional y conflicto religioso. Ejemplos del subcontinente indio

Si bien en el mundo actual (y en la proyección del futuro) la tendencia resulta ser que las identidades

diferenciadas por razones religiosas sean menos colectivas que individuales, y la posibilidad de los

conflictos se mitigue en aras de una perspectiva global que hace de la religión un asunto no político, el

conflicto religioso sigue presente, tanto en el marco internacional como en el seno de los distintos

marcos nacionales. Pero los conflictos religiosos no surgen de exclusivas rivalidades de fe, teología o

liturgia y no se explican por sí mismos. Tras este tipo de enfrentamientos se ocultan razones de índole

económica, política o en general de geoestrategia. Aunque la religión ofrece un marco para que los

conflictos muestren un radicalismo que quizá no se alcanzaría sin la presencia de ese componente.

La sensibilidad identitaria es muy diferente en cada una de las religiones por lo que el abanico de

agravios (y motivos de discordia) es amplio y enraíza en formas de pensamiento adquiridas en la más

temprana enculturación (los primeros comportamientos religiosos se suelen enseñar en las sociedades

no laicas a la par que el lenguaje). Las respuestas frente a la injuria no suelen, por tanto, regirse por las

leyes de la razón y la proporción y las identidades religiosas resultan más profundas que las

nacionalistas (la idea de patria se introduce a la cultura en una época muy posterior e impregna menos

el cuerpo de creencias del individuo).

La religión ha sido y es uno de los medios más eficaces para establecer y fortalecer una identidad

grupal diferenciada. Para renegar de la integración y marcar una frontera (cuando menos ideológica en

el caso de que no se pueda establecer una física, por ejemplo en el seno de imperios poderosos), se

utilizó el recurso de optar por una religión propia (el caso judío, por ejemplo), o una interpretación

diferente de una misma religión (polacos católicos frente a ortodoxos rusos o durante la etapa

comunista cumplidores frente a pro soviéticos ateos; serbios ortodoxos frente a croatas católicos y

musulmanes bosnios, chiitas iraníes frente a sunitas árabes, por ejemplo).

El carácter múltiple de las señas de identidad (tanto colectiva como individual) que ofrece la religión

han llevado a que se hayan podido construir y consolidar los muros del conflicto desde las lecturas de

creencias enfrentadas a las que se dotó de un terrible instrumento depurado por la modernidad, el

nacionalismo, con su horizonte referencial absoluto de unos límites nacionales que puedan circunscribir

al grupo (religioso) que desea identificarse excluyendo a los demás.

El norte del subcontinente indio ha sido y sigue siendo un vivero de este tipo de conflictos y lo

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usaremos como ejemplo. En 1948 musulmanes e hinduistas se escindieron en estados nacionales con

una ilusoria vocación de uniformidad religiosa, cimentada sobre millonarias expulsiones y matanzas (el

espejismo de la limpieza étnica que también se invocó en el más reciente drama de Yugoslavia). En el

último medio siglo la situación no se ha resuelto, Pakistán y la India tienen esporádicos

enfrentamientos bélicos (y tres guerras formales) y la violencia larvada sigue enfrentando al sueño

gandhiano (que le costó la vida) de la convivencia pacífica interreligiosa en la India. Más de 120

millones de musulmanes (superan a los habitantes de los países árabes) siguen compartiendo una

misma nación con más de 820 millones de hinduistas a pesar de que organizaciones extremistas

busquen su expulsión y desencadenen matanzas esporádicas en zonas especialmente conflictivas como

Bombay o episodios en los que mito, identidades mortíferas (como las llamaría Amín Maalouf) y

religión se entremezclan para justificar el asesinato y los atentados contra el patrimonio cultural (como

ejemplifica el caso de Ayodhya, la destrucción de la mezquita Babri en 1992 y sus secuelas un decenio

más tarde, que indican que el olvido no ha lugar). La oportunidad para las opciones no violentas parece

surgir de la victoria sobre la pobreza, por el contrario la pobreza encuentra en el fanatismo religioso un

detonante que estima intolerables las diversidades identitarias y apuesta por la exclusión como

espejismo frente a la frustración. (Santamaría, 2012)

Hay que añadir otro ingrediente conflictivo en esta zona: la fuerte implantación sij en el estado indio de

Punjab (donde son mayoritarios) les ha llevado a exigir por la violencia un estado independiente

(reflejo del que tuvieron en el siglo XIX hasta su conquista por los ingleses tras las guerras sijs: con la

independencia se sentían legitimados para una vuelta a la situación pre-colonial), la reacción de las

autoridades de la India en 1984 llevó al asalto del Harmandir, su templo principal y emblemático

situado en la ciudad de Amritsar y al exterminio de los radicales sijs y determinó el posterior asesinato

de la primera ministra de la India, Indira Gandhi, por su guardia personal (formada por sijs). La religión

en este caso es una seña de identidad para una población localizada en los márgenes del mundo indio,

un territorio extremadamente conflictivo, a caballo entre mayorías musulmanas (en Pakistán) e

hinduistas. (Santamaría, 2012)

Convergen en las proximidades del Punjab quizá las fronteras más sensibles del mundo actual, tres

naciones que pueden utilizar la disuasión atómica (Pakistán, India y China) en un territorio marcado

por las inestabilidades y los enfrentamientos religiosos: el fundamentalismo islámico como telón de

fondo, el aplastamiento del budismo y la etnia tibetana por los chinos en el Tibet, los conflictos entre

hinduistas y musulmanes, la frontera oriental entre chiismo y sunismo que discurre de Pakistán a Irán

pasando por el conflictivo Afganistán, las incógnitas de los países musulmanes del Asia Central ex-

soviética y el destino del petróleo y otros recursos que albergan y el trasfondo de la producción y

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exportación incontrolada (como resultado de la misma inestabilidad) de drogas y el contrabando de

armas.

El sueño de algunos sijs que aúna nación e identidad religiosa resulta una mezcla explosiva en la geo

estrategia de la zona que lo convierten en un potencial peligro de desestabilización a nivel global de un

calibre quizá comparable al que genera el Estado de Israel, el paradigma de conflicto religioso, en el

que convergen múltiples causas y factores de todo tipo, pero en el que la religión como factor de

identificación no puede soslayarse.

 

Identidades religiosas milenarias: el ejemplo del conflicto Israel-Palestina

El judaísmo es paradigma de una religión de la identidad, que ha conseguido, además, una ejemplar

perdurabilidad en las señas comunes, que permiten a un judío actual estimar como antepasado a otro de

hace tres milenios. Una de las señas de identidad del judaísmo ha sido la promesa de la tierra, pero

justamente la posesión plena y sin trabas de la tierra prometida (como se produjo durante los reinos

davídico y salomónico) ha sido casi más una anomalía en la historia del judaísmo que una constante.

Así en el conflicto israelo-palestino actual se combinan esta promesa religiosa inconcreta (o con una

concreción que varió en el tiempo) relativa a la tierra, con las implicaciones atroces y bien recientes de

la expulsión millonaria de palestinos desde la creación del Estado de Israel (y también la lenta sangría

del amedrentamiento o la desposesión) a la que se añade la inmigración de poblaciones de diversísimo

origen nacional (e incluso racial, aunque en principio se estime un retorno a la tierra de los

antepasados) cuyo nexo de unión es la identidad (en algunos casos difusa) judía (tan castigada por el

horror del holocausto nazi), pero todo ello aderezado con argumentos geoestratégicos de primer orden.

Durante la guerra fría el Estado de Israel fue un bastión de los intereses norteamericanos en Oriente

Medio y sirvió para demostrar la inviabilidad del modelo ideológico panislámico. Pero también

exacerbó las señas de identidad islámicas que esgrimían los grupos fundamentalistas que actuaban en la

zona (recurriendo a los métodos terroristas) y que argumentaban que el Estado de Israel era un baluarte

colonial occidental: la llegada de un número tal de población occidental a una zona del Tercer Mundo

hubiera sido imposible en cualquier otro lugar del planeta. (Alvarez Osorio & Izquierdo, 2007)

El fin de la guerra fría, tendría que hacer perder al foco israelí su interés estratégico de primer orden,

tras la evidencia de la división del mundo musulmán (que se atestigua desde la guerra de Kuwait y el

ejemplo antes impensable de la aceptación de contingentes armados norteamericanos en pleno mundo

árabe), salvo que la tendencia resulte justamente la consolidación de una nueva guerra fría contra un

contra modelo islámico en la línea de los politólogos que plantean un choque de civilizaciones a la

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Huntington. En cualquier caso Israel está lo suficientemente consolidado como estado fuertemente

homogéneo (sobre todo desde la creación del proto-estado de Palestina que aglutina a cerca de dos

millones de musulmanes), como para que resulte inviable cualquier solución extremista que no tenga

en cuenta la realidad de su carácter de nación multirreligiosa. (Huntington, 2004)

Libre de parte de sus condicionantes estratégicos este conflicto con un componente religioso muy

notable debiera estar abocado a una necesaria resolución por la vía del compromiso. Tanto los

musulmanes de la zona, como los judíos parece que no pueden optar por algo distinto que la renuncia a

la violencia y la inevitable resolución del fuerte escollo del estatuto de Jerusalén de un modo

consensuado. En vez de un conflicto entre modelos de identidad nacionalistas al estilo del siglo XIX,

quizá podría derivar en el tipo de conflicto construido desde los presupuestos de un siglo XXI en el que

por encima de identidades nacionales y religiosas excluyentes se requiere la construcción de un marco

que refleje la diversidad, la multiculturalidad y la multirreligiosidad.

 

Multirreligiosidad, inmigración, minorías e identidad

Característica de nuestro mundo global es la multiplicación del fenómeno de la multirreligiosidad,

correlato en lo relativo al mundo de las religiones de lo que es multiculturalidad en el de las culturas, la

conformación de sociedades en las que cada vez existe una menor homogeneidad religiosa. La

diversidad religiosa se convierte en seña de identidad, en particular en las grandes urbes en las que las

posibilidades de elección las convierten en suertes de supermercados religiosos poblados de Iglesias,

centros de oración, meditación, sinagogas, mezquitas, templos.

La religión entre tanta variedad se puede convertir en un factor que consolide una identidad de carácter

personal cumpliendo funciones nuevas. Por ejemplo, frente a la movilidad personal entre territorios que

caracteriza a las sociedades más dinámicas, la adscripción religiosa puede actuar como un elemento

identitario que conforme unas raíces en las que reconocerse entre tantos cambios (encontrando en el

ámbito del culto consuelo frente a la soledad de ciudades distintas, aunque tiendan todas finalmente a

parecerse).

Pero será el inmigrante desde culturas diferentes el que hallará en estos ámbitos multirreligiosos un

recurso importante frente a la desidentificación; porque al amparo de la libertad religiosa, si lo desea,

no tendrá (o no debiera tener) que renunciar a su religión de origen en sus nuevas patrias de adopción.

Ante un nuevo país y una nueva y distinta sociedad en la que quedan inmersos, ante la alienación de la

cosificación como meros trabajadores y la marginalización donde tiende el sistema a catalogarles, la

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religión cumple, por ejemplo para muchos musulmanes en Francia o Alemania o hispanos en Estadoa

Unidos y Europa, la función de seña de identidad que los caracteriza como minoría particularizada, les

permite una adaptación menos traumática a las diversidades de la sociedad anfitriona, a la dinámica de

la transformación identitaria que conlleva la inmigración. Para muchas denominadas minorías

culturales será justamente la religión la que las particularice, ya que el impacto de la televisión y los

modelos de consumo globales tenderán a homogeneizarlas culturalmente. La seña de identidad

diferencial no será tanto cómo visten o lo que comen sino lo que creen y los ámbitos donde esa

creencia se manifiesta; el lugar donde el estrecho núcleo convivencial familiar (centrado en la

omnipresente televisión y sus mensajes homogeneizadores) pueda abrirse a intereses y colectivos más

extensos en cuyo seno algunas señas identitarias imprescindibles frente a una desidentificación

alienante, puedan perdurar.

 

Identidad, globalización y fundamentalismo

En el mundo actual se ha multiplicado un mecanismo muy potente de expansión de los modelos

modernos (colonialistas y postcolonialistas), la globalización a la occidental que es clave en la

mutación económica, cultural y religiosa y cuyo impacto ha aumentado tras la caída del comunismo

soviético, al dejar de ser viable el contramodelo de la globalización comunista (que de todos modos

conllevó la occidentalización y destrucción de los modos milenarios de convivencia centrados en la

religión en buena parte de Asia, incluido ya hasta el Tíbet).

Convertida en referente básico de futuro, una oposición frontal a la globalización en lo económico

resulta en la actualidad impracticable, pero la oposición ideológica puede encontrar adeptos. La cultura

y los valores referenciales que se diseminan de modo exponencial desde el desarrollo de las

televisiones por satélite son los del mundo occidental, envueltos en un imaginario de iconos de la

prosperidad; de ahí que las antenas parabólicas sean símbolos que pueden costar la vida a quienes las

instalan en sus casas en ciertas zonas sensibles, como Argelia. (Velasco., 2005)

Porque en la globalización cultural e ideológica, muchos colectivos no se encuentran satisfactoriamente

reflejados, en ocasiones porque el estatus económico secundario en el que están ubicados les impide el

disfrute de lo que se parece prometer si se renuncia a ciertas señas de identidad en aras de la aceptación

de la escala de valores global occidental.

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Se producen, por tanto, movimientos de oposición a los cambios uniformizados que encuentran un

material sensible justamente en los argumentos religiosos, que pueden detonar los mecanismos de la

insatisfacción al generar imaginarios modelos ideales que enfrentar a las miserias bien tangibles de la

modernidad. Esta oposición frontal se suele denominar fundamentalismo y en el mundo actual es uno

de los modos más potentes de combinación de identidad y religión. (Sassen, 2007)

Tomó carta de naturaleza en Estados Unidos a comienzos del siglo XX entre grupos protestantes para

definir una opción que buscaba volver a lo que denominaban fundamentos de la religión, centrados en

una literalidad bíblica convertida en seña de identidad y práctica de vida. La actitud carente de crítica

frente al texto sagrado, el sacrificio de la razón frente al dogma son actitudes mentales que intentan

cerrar los ojos ante la inadaptación de estos mensajes religiosos milenarios respecto de los valores de la

sociedad actual: la ley mosaica o la charia, por ejemplo, entendidas en un literalismo extremista

vulneran de modo radical, la igualdad (refrendada en muchos países en sus propias constituciones)

entre hombres y mujeres; sencillamente porque fueron establecidas para sociedades en las que el

estatus de la mujer era diferente al actual. Pero esta lectura histórica, que identifica la religión como

producto de cada época, no la aceptan los fundamentalismos, que estiman que lo que transmiten es

palabra de Dios, que ha de ser entendida como un absoluto, con valores de eternidad, con un peso legal

superior a cualquier norma social. Así los grupos fundamentalistas se transforman en entes autónomos

(en la acepción etimológica del término: "regidos por sus propias leyes") pues estiman el marco legal

civil contingente mientras que la ley sagrada la creen con validez eterna. Estas posiciones resultarían

meras opciones minoritarias, pero cuando el fundamentalismo se combina con la miseria, la falta de

perspectivas o la frustración, la religión se transforma en elemento clave de la identidad, su defensa en

cometido que puede llevar a inmolar la propia vida (cuanto más la de los demás). (Velasco., 2005)

Los fundamentalistas hindúes toman a musulmanes o a los modernizantes como diana de sus

frustraciones, los fundamentalismos islámicos a Occidente y lo que representa (aunque para llegar a

cumplir sus propósitos utilicen los vehículos de propaganda, las armas y los conceptos, como el de

partido político o el de nación, generados por quienes desean combatir). (Bruce, 2003)

A nivel político es en el mundo islámico donde la opción fundamentalista cumple de modo más

acabado su alquimia identificadora. Parece ofrecer un contramodelo frente a la desidentificación

globalizadora, al subyugamiento económico y tecnológico, frente a la caracterización como ciudadanos

de segunda (como pobres, el criterio clave en el mundo plutocrático moderno), frente a la

uniformización mediática. Puede llegar a presentar el atractivo de su eficacia (puesto que parece haber

funcionado, por ejemplo en Irán) aunque resulte un poderoso instrumento en manos de líderes sin

escrúpulos y un terrible sistema de perpetuación, por ejemplo del androcentrismo (cuando la aplicación

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de la charia se cumple de modo más estricto en aras del castigo de las mujeres que en cualquiera de sus

otros aspectos, y en particular los de carácter económico).

Pero en ese juego de enfrentamientos identitarios, el fundamentalismo islámico parece cumplir también

el papel de paradigma de referencia del miedo del diferente que se alenta en Occidente. Frente a la

diversidad del mundo islámico en el que las opciones fundamentalistas son minoritarias, la referencia

sistemática a los países donde el integrismo ha sido o sigue siendo más intransigente (Afganistán hasta

el final del régimen talibán o Argelia) sirve para construir una alterización que tiene sus adalides en los

medios de comunicación y entre notables politólogos y especialistas en geoestrategia occidentales. La

solución, más que ahondar en el lenguaje binario de la alterización y estigmatización del diferente (en

particular del musulmán en Occidente o en general del fanático tercermundista), requiere una

redimensión más respetuosa de la globalización, que pase en primer lugar por combatir la miseria,

verdadera razón última de los fundamentalismos violentos y por otra por desarrollar un modelo distinto

ya que la globalización cultural, en su calidad de producto ideológico diseminado por la televisión (que

se rige por unas reglas entre las que la consideración respecto de la diferencia no es todavía un valor

notable) no resulta particularmente respetuosa con las múltiples sensibilidades que entran en juego

entre los posibles receptores de esos mensajes. Se tendría que potenciar, por tanto, una apuesta por

defender la riqueza de las identidades diferenciales, por medio de la conformación de una globalización

que tenga en cuenta el valor patrimonial de la diversidad cultural y religiosa.

 

Género, identidad y religión

Al plantear identidad y fundamentalismo no hemos podido menos que avanzar algunos argumentos

relativos a los problemas de género que intentaremos desarrollar sintéticamente a continuación.

Las religiones principales, nacidas en la época en que la economía giraba en torno a la agricultura y sus

posibilidades de expansión demográfica otorgan a las mujeres un papel que maximiza los valores

simbólicos de la reproducción, potenciando la identificación como madres, sublimando modelos

maternales ejemplares de figuras divinas o sobrenaturales.

Las grandes religiones suelen defender unas técnicas reproductivas que resultaron perfectamente

adecuadas para las sociedades agrícolas, pero que parecen profundamente perniciosas en un mundo en

el que la presión antrópica es una de las causas más evidentes de la degradación del medio ambiente.

La prohibición del empleo de métodos anticonceptivos (común entre ortodoxos judíos y también entre

conservadores musulmanes, cristianos, budistas, hinduistas y seguidores de múltiples religiones

tribales) y la condena de cualquier opción diversa de la heterosexual se explican porque forman

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eslabones de una cosmovisión en la que el sexo y su domesticación es un ingrediente más del

espejismo de la expansión ilimitada de la grey humana.

De ahí que este discurso resulte para muchos hoy en día el paradigma de una alteridad incomprensible

que plantea un horizonte de reproducción sin freno que obliga a la mujer a dedicar sus esfuerzos casi en

exclusividad al cuidado de los hijos y que reprime cualquier singularidad en el modo de vivir la

sexualidad que se aparte de la establecida en el matrimonio heterosexual, pieza clave en el sistema

familiar tradicional.

Pero en el mundo postindustrial, la progenie no es un valor absoluto que requiera una alienación de tal

calibre, se convierte en una circunstancia, pero no en la absoluta razón de la existencia y la identidad

diferencial de la mujer. De ahí que los mecanismos de presión social que se imponían en particular a las

mujeres en muchas de las sociedades agrícolas (y de modo insistente en las más expansivas), y que

tomaron forma en diversos preceptos, prohibiciones y recomendaciones religiosas, se comprendan mal,

pues fueron configurados en épocas y sociedades en las que la ideología masculina era profundamente

hegemónica.

Pero la diversidad religiosa de las sociedades humanas ofrece muchos otros modelos en los que el papel

de la mujer (y en general los roles de género) han sido y siguen siendo muy diferentes (por ejemplo en

las sociedades de cazadores-recolectores), de tal modo que se deslegitima cualquier veleidad de

defender como "natural" y conformador de la verdadera identidad femenina a cualquiera de ellos

(resultando todos ellos contingentes, producto de factores medioambientales, sociales, históricos, etc.)

La sociedad actual, basada tras las luchas del siglo XX en la igualdad (teórica) de los géneros choca

frontalmente con los presupuestos de muchas de las religiones tradicionales respecto de la mujer

generándose conflictos ideológicos notables (en creyentes incapaces de realizar una síntesis realista

entre los valores sociales comunes y los religiosos).

La crítica en muchos casos no se dirige contra las religiones en sí (es decir no se trata de críticas ateas o

antirreligiosas, aunque también las haya), sino específicamente contra las manifestaciones

discriminatorias que se solapan tras el lenguaje religioso y que se estiman puramente contingentes,

productos de la historia. Son los hombres (varones y mujeres) los que han consolidado la desigualdad

como medio de cumplir funciones sociales específicas, por tanto pueden ulteriormente redefinirse las

pautas convivenciales, los roles identitarios entre géneros y los mecanismos ideológicos que los

justifican.

El caso del islam es quizá paradigmático y requiere una reflexión pues presenta diversidades frente a la

caricaturesca percepción del miedo que se suele tener en la opinión pública en Occidente. En zonas

rurales y tradicionales se sigue un modo de vida con roles identitarios entre hombres y mujeres

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comparables con los del pasado (pero en los que la mutación generacional comienza a notarse); aunque

se trata de una situación que se produce también en diferentes ámbitos asiáticos, americanos, africanos

e incluso europeos (que corresponden con los valores retardatarios de las sociedades rurales). Pero

también hay claras tendencias hacia el cambio en otros ámbitos: ciudades, grupos sociales dinámicos,

zonas en las que el impacto del turismo es destacado.

Pero lo significativo y particular del caso islámico es que en ciertas zonas se ha producido un claro

fenómeno de vuelta atrás, una notable involución en el estatus de la mujer: en los países en los que la

charia se ha convertido en código legal común o particular en ciertos ámbitos, la discriminación de la

mujer ha aumentado y algunos comportamientos (como el adulterio) que la religión reprueba son

severa y públicamente penados (como ocurría en el Afganistán de los talibán, y todavía cumple en Irán

o incluso Arabia Saudí o Nigeria, pero recordemos lo que ocurría en la España predemocrática).

El aparato represor del estado se emplea para impedir los comportamientos de la mujer que se estiman

moral y religiosamente reprobables, una terrible arma de control sobre las mujeres que también puede

emplearse contra los modelos de sexualidad diferentes del heterosexual.

Pero en otros países de mayoría musulmana la situación es bien diversa y se tiende a una mayor

igualdad, como por ejemplo en Turquía, en el Asia Central o en Indonesia, donde la discriminación de

la mujer, aunque exista en el nivel de los comportamientos, no tiene el amparo legal para multiplicar

sus efectos. Esta variabilidad permite retomar la reflexión respecto de lo injusto que es achacar a la

totalidad del mundo islámico lo que son casos particulares de sometimiento discriminatorio de la mujer.

Los cambios económicos y sociales que se están produciendo en muchos ámbitos del mundo islámico

determinan una transformación de las relaciones varones-mujeres que está obligando a una

reinterpretación de la religión incluso en países muy integristas en lo ideológico, como la wahabí

Arabia Saudí, la situación de prosperidad está llevando a un cambio paulatino en el papel de las

mujeres que, aunque con sistemas segregados, acceden a la educación. A la larga, parece que se ahonda

la tendencia a la construcción de modelos más igualitarios, por medio de una redimensión de las formas

de entender la religión.

 

Religión e identidades diferenciales de género en minorías culturales

Pero quizá el dinamismo mayor en el seno del islam se esté produciendo entre colectivos de

inmigrantes que viven en sociedades occidentales (en algunos casos desde la tercera o la cuarta

generación), donde la necesidad de definición identitaria frente al reto de la modernidad es más

acuciante. Frente a la renuncia a la religión, que fue tendencia habitual hasta los años ochenta del siglo

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pasado, y que determinó la profunda asimilación de muchos inmigrantes y su desidentificación cultural

completa (con su correlato de alienación), en las últimas dos décadas la religión cumple, como ya

vimos, destacadas funciones de preservación de la diversidad cultural.

Pero puede chocar contra lo que son los modos de vida y convivencia en las sociedades anfitrionas, que

pueden no estar adecuadamente preparadas para la multirreligiosidad y la diversidad cultural.

Un ejemplo muy interesante se produjo en una de las patrias de la multirreligiosidad, Francia, respecto

de los signos de identidad diferencial de género y su licitud: el problema de las escolares que portaban

velo en los liceos (centros de educación preuniversitaria). Atañe, por tanto, a una característica cultural

diferencial de género extraña a la sociedad francesa y fue objeto de seria polémica por razones tanto de

índole disciplinar como general: el velo se estimaba como un atuendo impropio para el control de la

identidad, pero, a la par, era percibido por otros escolares, por profesores o por padres de alumnos

como un símbolo de la represión y el estatus sometido de la mujer en el islam y se estimaba como

improcedente en un país moderno.

En este debate se enfrentaban diversos derechos como el de la igualdad (varones-mujeres) frente a la

libertad religiosa, pero también una interpretación quizá sesgada y etnocéntrica por parte de ciertos

grupos de la sociedad civil francesa. El velo no es solo una seña de identidad de carácter religioso, sino

que también marca la pertenencia a una minoría cultural de inmigrantes que provienen de países en los

que ese atuendo es de uso común en ambientes específicos rurales y populares. La represión de una

seña de identidad de estas características puede ser entendida como una actuación desidentificadora

muy severa. Por tanto la sociedad anfitriona ha de tener en cuenta que la religión, en sus formas

externas, puede estar cumpliendo en comunidades de inmigrantes el papel clave de paliar la

desidentificación y la total aculturación.

El mero hecho de que estas niñas acudan al liceo, con velo o sin él, está marcando una diferencia

sustancial respecto de sus madres y abuelas en el acceso a la cultura, una transformación radical en sus

expectativas de futuro y su posición en el seno de la familia.

Una posición intransigente respecto de estos signos de identidad puede determinar que los grupos de

inmigrantes se encierren, generen ghettos culturales y religiosos al margen de la sociedad civil donde,

por ejemplo, las niñas no sean escolarizadas y los valores igualitarios no lleguen a permear; sería una

vuelta atrás, a los modos de organización pre modernos, anclados en sociedades cerradas (con

comunidades religiosas autogobernadas y autorreguladas). Para muchos fundamentalismos este tipo de

segregación es un ideal por estimarlo verdaderamente respetuoso con las identidades particulares (por

ejemplo en el judaísmo más ortodoxo que acordona sus barrios y los impermeabiliza en Jerusalén o en

Nueva York), pero el modelo que se generaría sería profundamente desfragmentado de la sociedad

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global, se construiría una multirreligiosidad pero configurada en compartimentos estancos en los que

los mecanismos civiles de protección, por ejemplo frente a la discriminación, podrían resultar

inoperantes.

 

Los límites de la identidad religiosa

La discriminación se construye, como hemos visto, desde bastiones muy diversos y la religión puede

encadenar en roles identificadores estancos a las mujeres y también, aunque en otros aspectos, a los

varones y llevarles a territorios del horror. En ocasiones nos encontramos con costumbres tan vejatorias

que el enfrentamiento con el marco civil tiene difícil solución por requerir una completa modificación

de la práctica religiosa.

Por ejemplo la clitoridectomía (y otras mutilaciones aún más severas), sin ser precepto religioso

coránico, tiene un fuerte arraigo en ciertas zonas del islam (en particular el nilótico y en general

subsahariano) y entre cultos tribales africanos; pero por muchos valores simbólicos que se le otorguen,

por mucho que se estime una seña de identidad religiosa básica, enfrenta derechos humanos que están

más allá de cualquier relativismo cultural: su prohibición no resulta meramente una cuestión de

imposición etnocéntrica por parte de Occidente, y la relativización cultural tiene en este asunto uno de

sus límites más evidentes.

Se manifiesta, por tanto, la necesidad de generar un marco común de comportamiento que, con todas

las salvedades posibles, consensúe la desaparición de este tipo de terribles prácticas discriminatorias y

vejatorias.

Se trata de un problema muy complejo: el de la necesidad de una ética común, que desde el respeto de

las diversidades culturales y religiosas, pero a la par sin caracteres etnocéntricos y religiocéntricos que

la desvirtúen completamente hasta hacerla imposición extraña, genere un marco común global de

defensa de los derechos humanos más allá de particularidades culturales, construya una nueva y

necesariamente multiforme identidad global.

Pero pensar tal ética necesita repensar los límites de la identidad religiosa, replantear la legitimidad de

modelos de entender el mundo que algunas religiones han construido y mantienen y de los que puede

resultar difícil que sus fieles se desprendan. Un problema complejo al que el mundo global que se está

construyendo tendrá que ofrecer solución ética y jurídica en aras de la mitigación de los conflictos tanto

sociales como personales que potencian las identidades religiosas.

 

La adscripción religiosa de los mexicanos.

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La identidad religiosa no puede circunscribirse de manera simple a la adscripción confesional. Por un

lado, la dicotomía de afiliación automática o participación por decisión personal, tan característica de

otros lugares, como Estados Unidos, no se daba para el caso mexicano. Por el otro, la identidad

religiosa es sólo parte de un complejo mayor, lo que permite entender las enormes diferencias dentro de

una misma denominación religiosa. Sin embargo, a pesar de todo ello, la afiliación nominal a una

religión o Iglesia es ya un indicador crucial de esas identidades. De allí que sea importante conocer las

dinámicas de la pertenencia religiosa de los mexicanos a lo largo de las décadas más recientes.

En 1950 México tenía 25 682 412 habitantes, de los cuales 98.21%, es decir 25 221 820 personas se

declaraban católicos. El casi medio millón restante se repartía entre 329 753 evangélicos, 17 572 judíos

y 113 567 de miembros de otras religiones. Como dato curioso, el censo de ese año no registró a las

personas sin religión, mismas que en la década siguiente aparecerían en forma numerosa, lo cual hace

pensar que en 1950 los no creyentes fueron inscritos en otros registros. En suma, se puede afirmar que

en el México de 1950 la pluralidad religiosa era muy limitada, pues los miembros de otras religiones y

los no creyentes no alcanzaban ni 2% de la población. Pensarse como “no católico”, como protestante,

como evangélico, como judío, como testigo de Jehová o, simplemente, como librepensador en esos

años suponía por lo tanto asumirse antes que nada como minoría religiosa o de creencias en un mar

católico, pero por lo mismo, implicaba la necesidad de construir una identidad propia, lo

suficientemente fuerte y diferenciada para manejarse en una cultura que no estaba acostumbrada a las

formas de religiosidad diversas.

La modernidad, pese a todo, estaba haciendo su incursión en el país y una de sus consecuencias fue el

incremento de las adscripciones protestantes, históricas y evangélicas. Este cambio se dio al mismo

tiempo que México conocía una explosión demográfica importante. De esa manera, en 1960

la población mexicana sumaba ya prácticamente 34 923 129 habitantes, de los cuales 33 692 503, es

decir, 96.47%, se consideraba católica. El número de protestantes y evangélicos pasó, sin embargo, a

578 515, es decir, 1.65% del total de la población. La categoría relativa a “otras” religiones se mantuvo

casi estable, mientras que se registraron 192 963 personas sin religión, equivalentes a 0.55% del total

de los mexicanos.

En esas décadas, la población del país crecía a pasos agigantados y en 1970 ya había en México 48 225

338 habitantes, de los cuales 46 380 401 se declararon católicos, constituyendo 96.17%, al mismo

tiempo que el número absoluto de protestantes y evangélicos alcanzó la cifra de 876 879 habitantes

para representar 1.82% del total. Por su parte, la población adscrita como judaica siguió disminuyendo

en términos relativos, así como el número de los sin religión, que brincó a 1.59 por ciento.

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La década entre 1970 y 1980 presenció el mayor cambio en materia de adscripción religiosa en

México. En esta última fecha, de un total de 66 846 833 habitantes, sólo 92.62% (alrededor de 62

millones) se declaró miembro de la Iglesia católica, lo que constituía una disminución de tres y medio

puntos porcentuales en 10 años. Los protestantes y evangélicos, de manera inversa, prácticamente

triplicaron su membresía, llegando a 2 201 609 personas, 3.29% de la población total. Los habitantes

con “religión judaica” aumentaron también en números absolutos, pero siguieron disminuyendo en

términos relativos. Otra de las sorpresas de la década lo constituyó el creciente número de personas

adscritas a “otra religión”, pues casi se cuadruplicaron en números absolutos (578 138) y doblaron sus

cifras relativas (0.86%). Un salto similar ocurrió entre los que se declararon sin religión, quienes

pasaron a ser más de dos millones de habitantes y 3.12% del total.

La tendencia a la pluralidad religiosa continuó en las siguientes décadas. En 1990, si bien los

mexicanos ya eran más de 81 millones, únicamente 72 872 807 se declararon católicos y por primera

vez su porcentaje fue menor a 90% (89.69). Mientras tanto, protestantes y evangélicos siguieron

aumentando para llegar a tener casi cuatro millones de adeptos y prácticamente constituir 5% de la

población. Las categorías de otras religiones y sin religión también aumentaron sus adscritos.

Al cerrar el milenio, México tenía casi 100 millones de habitantes (97 014 867), de los cuales 85

millones y medio se declararon católicos, constituyendo así un poco más de 88% de la población.

Los protestantes y evangélicos continuaron incrementando sus filas, con más de cinco millones y

porcentajes cercanos a 6 por ciento.

En el bicentenario de la independencia nacional, las cifras muestran entonces una clara tendencia a la

pluralidad religiosa y a la diversidad de creencias en México (véase cuadro 3.1). De los alrededor de

108 millones de habitantes que el censo registrará, los pronósticos señalan que el porcentaje de

católicos seguirá disminuyendo (algunas encuestas señalan un máximo de 85% y otras una cifra aún

menor), al mismo tiempo que continuarán aumentando los adeptos a otras religiones cristianas y los

miembros de otras religiones. Según el tipo de pregunta que se haga respecto de las creencias

religiosas, el censo de 2010 seguramente reconocerá incrementos de los miembros de iglesias

evangélicas, así como de testigos de Jehová y mormones. Es muy probable incluso que el número de

personas que se declare “sin religión” también aumente. Cabe señalar que ninguna de estas tendencias

es exclusiva de México. De hecho, las investigaciones realizadas en diversos países de América Latina

señalan propensiones similares. i

En Brasil, por ejemplo, en el año 2000 el número de católicos era de 74%, pero según algunas

encuestas realizadas en 2003 y 2007 esa cifra era ya menor a 70% y el de evangélicos había crecido de

manera significativa, haciéndose notar además en la “bancada evangélica”. Otros países, como Cuba y

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Uruguay, tienen porcentajes de católicos que apenas llegan a alrededor de 50%, mientras que en

Centroamérica dichos porcentajes fluctúan entre 55 y 73%, y en países sudamericanos, como Chile o

Venezuela, apenas alcanzaban 70% al iniciarse el tercer milenio. En realidad, los dos únicos países que

entre los años 2000 y 2002 todavía registraban un porcentaje relativamente alto de católicos (88%) eran

Argentina y México.

Más allá de las cifras absolutas, que muestran al continente americano como el más católico, es

importante advertir la tendencia establecida en los números relativos. En realidad, en México la tasa de

crecimiento de los católicos fue menor a la tasa de crecimiento de la población, mientras que la tasa de

crecimiento de protestantes y evangélicos y de otras religiones fue mayor. En otras palabras, de

continuar dicha tendencia durante las siguientes décadas, como ya sucede en otros países

latinoamericanos, México podría llegar a ser un país más cristiano que católico, con profundas

consecuencias sociales, políticas e identitarias. Así, por ejemplo, el significativo aumento de seguidores

de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones) o de la Sociedad de la Torre

del Vigía (testigos de Jehová) podría incidir en el panorama político, en la medida en que la doctrina de

estas instituciones predica el alejamiento de las cuestiones de poder temporales. De la misma manera,

el incremento de las conversiones del catolicismo hacia el protestantismo en las comunidades indígenas

ha transformado en muchos lugares el escenario social, pues allí donde antes reinaba el alcoholismo y

la violencia intrafamiliar, dichas conversiones han disminuidos esos problemas. En un sentido distinto,

la globalización y la creciente comunicación transfronteriza, en particular entre Estados Unidos y

México, pero también entre México y Centroamérica, han tenido una repercusión importante en la

creación de un evangelismo políticamente más activo y socialmente más conservador. Por último, el

proceso de secularización ha incidido en la relación que los ciudadanos en general y los creyentes en

particular han establecido con las iglesias tradicionales y con las instituciones religiosas. Esto ha

llevado a núcleos crecientes de católicos a un alejamiento cada día mayor de la normativizad y la

doctrina de su Iglesia, tal como lo establece la jerarquía, sobre todo en cuestiones de moral y

sexualidad, pero también en lo referente a cuestiones sociales y políticas. En suma, la creciente

pluralidad religiosa se ha hecho muy evidente tanto en el plano nacional como en el interno de las

iglesias, consecuencias que van más allá de lo que puede indicarnos la mera adscripción religiosa o

eclesial.

Conclusiones.

Esta necesariamente inconclusa reflexión sobre los límites de la identidad parece llevarnos de nuevo

cerca del lugar de partida, a los problemas e interrogantes de la identidad humana en cuanto especie.

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Entre la variabilidad de las culturas y las sociedades humanas parecen existir puntos de contacto que

subsumen las identidades diferenciales en otra común en tanto que seres humanos.

Quizá el paradigma de tal identidad, la quintaesencia de lo humano radique en la muy material

ubicación del interfaz con el que conectamos nuestro interior con el exterior: nuestro cerebro.

Las ciencias del cerebro están ofreciendo probablemente los más notables avances en el conocimiento

científico en los últimos decenios y quizá también puedan ofrecer argumentos importantes en el tema

que nos interesa.

Si la religión en tanto que experiencia se vehicula por medio de la activación de ciertas partes de

nuestro cerebro como parecen defender, por ejemplo, Persinger, d'Aquili o Newberg por medio de la

experimentación, la meramente esbozada y muy personal deambulación que les he propuesto sobre el

binomio identidad y religión tendría en el laboratorio una ubicación de investigación privilegiada en los

próximos tiempos y científicos de la neurofisiología y en general científicos del cerebro su palabra que

decir junto a la de historiadores de las religiones, antropólogos y demás colectivos que hacen de la

religión su dedicación científica particular.

 En efecto, la pluralización del campo religioso mexicano es más bien un efecto de conversiones que de

expansión interna de las creencias no católicas. Ello establece un efecto identitario importante en los

nuevos adeptos, quienes, más que nacer en una Iglesia, deciden cambiar de confesión, con una

convicción que suele ser, por lo mismo, más profunda y combativa. Para un mexicano o una mexicana

su alejamiento de la práctica católica supone una definición trascendente, con consecuencias socia les

importantes. En caso de un cambio de Iglesia, el compromiso adquirido por la conversión supone una

transformación integral, no sólo en materia de creencias, sino en el comportamiento individual, familiar

y social del individuo. De allí que, por ejemplo, muchas comunidades indígenas, convertidas al

cristianismo evangélico gracias a la traducción de la Biblia a lenguas autóctonas, se hayan

transformado completamente, con la disminución del alcoholismo, de la violencia intrafamiliar y con el

aumento de la productividad laboral.

La teoría de la identidad social, como su nombre lo indica, no se centra en cómo los individuos se ven a

sí mismos frente a otros individuos, sino en la identidad grupal, destacando la importancia de las

autodefiniciones de membresía en categorías sociales, como etnicidad, raza, religión o género. Las

explicaciones sobre la identidad han girado alrededor de diversos ejes interpretativos. Algunos

estudiosos han trabajado desde esta línea la identidad religiosa, en un esfuerzo por explicar la presencia

frecuente de la religión como una marca que divide a grupos en conflicto. Pensemos en Irlanda del

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Norte o el Medio Oriente, pero también en Chiapas y en trágicos acontecimientos, como la masacre de

Acteal, imputada al parecer de manera artificial a las divisiones religiosas.

En otros lugares, como Estados Unidos, ciertos estudios sobre las diversas denominaciones o iglesias

protestantes y evangélicas señalan al “denominacionalismo” como un factor de identidad grupal que se

sitúa entre lo local y lo nacional. Hay también la discusión en esta corriente sobre si la identificación de

una persona con un grupo es natural o resultado de una posición utilitaria o “circunstancialista”. Otra

cuestión que surge de este énfasis en la identidad personal es el de la estabilidad versus la movilidad: si

bien la identidad es cambiante de acuerdo con los papeles que desempeñamos, también es cierto que

nuestra identidad persiste en el tiempo.

Los ejercicios estadísticos e históricos no alcanzan, sin embargo, a explicar un fenómeno tan complejo

como el de la identidad y, en particular, la religiosa. Los sociólogos de la religión nos recuerdan que, en

términos teóricos, la relación entre religión e identidad ha sido un tema central en esa disciplina desde

que los autores clásicos trataron el tema. Para algunos especialistas el texto de Émile Durkheim sobre

las formas elementales de la vida religiosa, por ejemplo, podría ser leído como la creación de identidad

personal y social por medio del ritual colectivo. En ese sentido, identidad y cohesión social irían a la

par. Y, ciertamente, muchos otros autores más recientes han seña- lado, también de manera muy clara,

que una de las funciones más importantes de la religión es proveer de sentido y pertenencia a las

personas. La búsqueda de significado y de pertenencia es una búsqueda que suele ser religiosa. En

realidad, como los especialistas anotan, el concepto de identidad es relativamente reciente, con fuentes

tanto psicológicas como sociológicas. Los sociólogos se nutrieron del enfoque del interaccionismo

simbólico, el cual planteó que los individuos son seres sociales y un producto dinámico de la

interacción con otros individuos. Elementos centrales de este enfoque son las nociones de la naturaleza

social del yo y su reflexividad. Desde esta perspectiva, el yo está formado por las expectativas de otros

y los papeles o roles que le han sido asignados, pero tiene también la capacidad de integrar su yo

objetivo con uno subjetivo.

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i La fuente de todas estas cifras para las décadas 1950-2000 es INEGI, 2010