holmes common law

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OLIVER WENDELL HOLMES JR.Ex-juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos

22998

(jjm m o iu

Traducción de

Fernando N. Barrancos y V edia

tíaTIPOGRAFICA EDITORA ARGENTINA

1964

Page 3: Holmes Common Law

Titulo en inglés

T H E COM M ON L A W

M U O T E C A DE L A LEGISLATURA INVENTARIO W ? Q /,(Q q A Ñ O 1 .9 8 4 ^ i W l l

Copyright, 1H81 by O. W. llolm es .Tr.

Copyright, 1909, 11)23, by Oliver Wendell Holmes,

traducción do la 45.* edición

UTTLE, BROWN AND COMPAN Y

Impreso en la Argentina

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

Derechos adquiridos para el idioma español por

T IP O G R A F IC A E D IT O R A A R G E N T IN A S. A .

Iiavnllo 1430 Buenos Aires

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P R E F A C IO ‘ : .r .

j H r, ■Este libro ha sido escrito en cumplimiento de un plan que he

meditado largam ente. H abía dado el prim er paso al publicar a lgu ­nos artículos en la Am erican Law Review, pero difícilm ente habría intentado la tarea de escribir en la actualidad un tratado conexo, si no hubiera sido por la invitación que recibí para pronunciar una serie de conferencias en el Instituto Lowell, de Boston. E sa in vita­ción me animó a hacer lo que estaba a mi alcance para realizar mi deseo. L a necesidad de preparar las conferencias facilitó ir más allá aún y prepararlas para la im prenta, y así lo hice. H e usado mis a r­tículos de la Am erican Law Review en la medida en que me pare­cieron apropiados, pero mucho de lo que he tomado de esa fuente ha sido reordenado, corregido y ampliado, y la m ayor parte del tra ­bajo es nuevo. L as conferencias — que fueron doce— ta l como se dieron, eran en buena medida más sim plificadas. L a duodécima, sin embargo, era un sumario de las once prim eras y ha sido omitida por considerarla innecesaria para el lector del libro.

Los lím ites de una empresa como la presente deben necesaria­mente ser más o menos arbitrarios. Aquéllos dentro de los que me he circunscripto han sido fijados en parte por los lím ites del cur­so para el que escribí las conferencias. Por lo tanto, no he intenta­do ocuparme de E quity *, y he excluido algunos temas, como D ocu­mentos Negociables o Sociedades, que exigirían un tratam iento p ar­ticular sin arro jar luz sobre la teoría general. Si, dentro de los l í ­mites que me he impuesto, alguien se sintiera inclinado a criticarm e por la fa lta de mayores detalles, sólo puedo citar las palabras de Lehuerou: Nous faisons une théorie et non un spicilege.

Boston, 8 de febrero de 1881.

O . W . H o l m e s , J r .

(* ) E quity era el cuerpo de normas jurídicas, independiente de laa del common law, que pretendía hacer justicia cuando las normas de este último sis­tema no suministraban una solución o cuando la solución era injusta. Durante mucho tiempo fue administrado por tribunales especiales.

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P R E F A C I O D E L T R A D U C T O R

L a traducción al español de esta famosa obra de la literatura ju ríd ica angloamericana — que no tengo noticias se h aya realizado con anterioridad— constituyó para mí una gran responsabilidad a la vez que una gran satisfacción de índole intelectual. O liver W en- dell Ilolm es fue sin duda uno de los más geniales de los juristas norteam ericanos; puede afirm arse que a partir de él el pensamiento jurídico angloamericano ha estado dominado por una interpreta­ción que ha seguido los principios del empirismo filosófico; Holmes sentó sólidamente las bases de la jurisprudencia sociológica, de Pound y de Cardozo, y de la escuela del realismo jurídico, de F ran k y L lew ellyn, especialmente. Pero la fam a m ayor de Holmes se debe a su descollante actuación como juez de la Corte Suprem a de su país, que le acreditó, el título de «gran disidente» (rjreat dissenter ). debij p a sus enfoques personales y avanzados para el momento, que lo colocaban comúnmente en la posición m inoritaria dentro del A lto Tribunal de Justicia.

L a figu ra de Holmes llena toda una época en la historia del de­recho de los Estados U nidos; su pensamiento de ju rista y filósofo, así como la doctrina que fluye de sus votos como miembro de la Corte Suprem a, sus conferencias, escritos y ensayos, ejercieron una influencia decisiva en el desarrollo de las instituciones jurídicas de su país. Provenía de una antigua fam ilia de la Nueva Inglaterra, habiendo nacido en Boston el 8 de marzo de 1841. Su padre fue un médico distinguido con aficiones literarias, que se preocupó por dar a su hijo una educación esmerada. A sí fue como ingresó a la U ni­versidad de H arvard, pero tuvo que interrum pir sus estudios cuan­do estalló la guerra civil, alistándose en un regimiento del estado de Massachusetts. Tres veces fue herido en acciones bélicas y llegó a alcanzar el grado de teniente coronel. Se inscribió luego en la F a ­cultad de Derecho de la Universidad de H arvard, obteniendo el t í­tulo de abogado en enero de 1866.

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Viajó luego por Europa, y a su vuelta ingresó a un estudio ju ­rídico de Boston. E n 1870 llegó a ser lecturer de derecho constitu­cional en la U niversidad de H arvard y ese mismo año obtuvo la di­rección de la im portante revista jurídica, Am erican Law Journal. IOil 1873 publicó la duodécima edición de los famosos Commentaries on Am erican Law, de Kent, que anotó cuidadosamente. E n 1880 el Lowell Instituíe, de Boston, lo invitó a dar una serie de conferen­cias y eligió como tem a: el common law. E l resultado de esas confe­rencias fue este libro, como el mismo Holmes lo señala en el prefacio «pie fechó el 8 de febrero de 1881, es decir, antes de cum plir los 40 años. A l año siguiente fue designado profesor en la F acultad de Derecho de la Universidad de H arvard y en diciembre de ese mis­mo año de 1882 se lo nombró juez de la Corte Suprem a del estado de Massachuse!ts, cargo éste que desempeñó por espacio de veinte anos. IOii l!)02 (a los (¡I años de edad) el presidente Theodore Roose- velt lo designó Justice (Juez) de la Corte Suprem a de los E sta­dos I nidos.

Sin duda que llolm es es conocido fundam entalm ente en virtud de su actuación como Justice de la Corte Suprem a, que se prolongó por espacio de casi 30 años, hasta el 12 de enero de 1932, en que se retiró por su avanzada edad. Sus votos, opiniones y disidencias cons- I ¡l uyeron en muchos casos verdaderas revoluciones en el campo de la interpretación jurídica. Una de sus más célebres disidencias es la que formuló en el caso Lochner v. New York (198 U. S. 45), en el uño 1905. Dijo allí que «las proposiciones generales no resuelven los casos concretos. L a decisión dependerá de un juicio o intuición más Milil que cualquier premisa mayor articulada». E sta afirm ación se róncela con lo que ya con anterioridad había afirm ado: « .. .L a pre­paración de los abogados es preparación en lógica. Los procesos de analogía, especificación y deducción hacen al ambiente intelectual del jm isln 101 lenguaje de las sentencias judiciales es, sobre todo, el leiif iin je de la lógica. Y la forma y el método de la lógica satisfa­cen esa ansia de certidum bre y de reposo que alberga toda mente luí mana l ’ero generalmente la certidum bre no es más que ilusión, y el n poso no es el destino del hombre. Detrás de la forma lógica yace un juicio acerca del valor y la im portancia relativos de fun da­mentos legislativos contrapuestos, un juicio que permanece general­mente inart iculado e inconsciente, es verdad, pero que no por ello d eja de ser raíz y nervio de todo proceso. Podéis dar form a lógica a cualquier conclusión». (The paih of the law), publicado en 1897; hay traducción española: «La senda del derecho», Cuadernos del Centro de Derecho y Ciencias Sociales, ed. Perrot, Buenos Aires, 1959, ( p á ­

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ginas 25/26). Y en la prim era página del prim er capítulo de este libro que ahora ofrecemos a los juristas de habla española, había escrito la más repetida de todas sus afirm aciones: «La vida del de­recho no ha sido ló g ic a : ha sido experiencia». Este concepto lo re­pite en otras páginas del libro, así en el Capítulo I X (pág. 276) d ic e : «Las distinciones del derecho se fundan en la experiencia y no en la lógica».

E llo prueba que en este libro, escrito en 1881, y que tenía por objeto «presentar una visión general del common law», ya se halla­ban en potencia las tesis que desarrollaría más adelante en su larga carrera de jurista y de m agistrado: de aquí parte su reacción frente al apego extremado a la lógica para explicar el desarrollo del dere­cho. Pero también Holmes dice en las primeras páginas de este libro que hará uso de la historia en tanto sea necesaria para explicar una idea o para interpretar una norma, pero no habrá de ir más allá. E n 1897, continuando esta posición, escribió: «Anhelo el día en que el rol de la historia en la explicación dogm ática del derecho sea m uy pequeño, y que en lugar de ingeniosas rebúsquedas de archivo dediquemos nuestros esfuerzos y energías a estudiar los fines que nos proponemos alcanzar con el derecho y las razones para desear­los» ( The path of the la w ; en la traducción citada, págs. 36/37). También en esa obra dijo Holmes que entendía por derecho «las profecías acerca de lo que los tribunales harán en concreto; nada más ni nada menos» (trad. cit., pág. 19 ).

P ara Holmes el objeto del conocimiento del Derecho es la con­ducta fu tu ra de los tribunales, llegando por tal camino a una socio- logización del derecho que tuvo im portante desarrollo posterior.

Este libro constituye entonces una de las obras primeras de Holmes, escrita mucho antes de llegar a la Corte Suprem a de Ju sti­cia, y donde, no obstante lo cual, se encuentran en germen ideas que habrían de ser fundam entales en su pensamiento. E n su análisis ge­neral del common law, parte Holmes del estudio de las formas p ri­m itivas de responsabilidad, examinando antecedentes de los sistemas jurídicos hebreo, griego, romano y germánico. Se refiere así a que el objeto del proceso tanto en Grecia como en el Derecho Romano prim itivo era la venganza sobre el ofensor y no la indemnización de la parte ofendida. También alude a los antiguos procesos de co­

sas inanimadas y aún de animales. A l finalizar el primer capítulo ha­ce referencia al fracaso de todas las teorías que sólo consideran al de­recho desde su aspecto form al o caen «en el error de suponer que la ciencia del derecho consiste en la elegantia juris o cohesión lógica de las partes». Y reitera éste su concepto al decir que el derecho siem-

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pro se aproxim a a la consistencia, pero que nunca la alcanza. Con­cluye diciendo que las diferentes form as de responsabilidad que co­noce el derecho moderno han brotado del fundam ento común de la venganza.

Luego se refiere al derecho penal, analizando algunos delitos en detalle, para aludir después a la teoría de los actos ilícitos (torts), haciendo alusión primero al trespass para concluir el tema en el Ca­pítulo IV , referente al dolo, malice e intención.

Dedica luego un capítulo para tratar el tema del bailee en el common law. Por bailee se entiende en general todo tenedor a títu ­lo precario de una cosa mueble, sea un depositario, porteado;?, etc. E n esta m ateria el comm.on law reconoce un claro origen germano, como lo destaca Holmes. Este tem a se continúa en el capítulo si­guiente, referente a la posesión y propiedad.

A los contratos consagra tres densos capítulos, analizando su historia, sus elementos y su nulidad y anulabilidad. Son m uy in­teresantes las argumentaciones que Holmes hace sobre el origen y significado de la doctrina de la consideration, cuyo papel se ha asi­milado al concepto de causa en nuestro derecho. Tam bién son muy detalladas las observaciones que form ula acerca de la nulidad de los contratos, analizando diversos supuestos, como cuando las partes d i­cen cosas diferentes o usan un lenguaje contradictorio, etc.

Los dos últimos capítulos se refieren a las sucesiones mortis cau­sa e inter vivos. A l estudiar el prim er aspecto hace extensas alusio­nes al derecho romano, que contrapone en el punto al common law. A n aliza la figura del heredero del derecho romano, destacando que en el common law no existe el sucesor a título universal, y estudia las conexiones de este principio con el derecho germánico. Más ade­lante estudia las transmisiones inter vivos, refiriéndose a las garan­tías conexas a las transferencias de propiedad.

Este libro significó la exposición en forma clara y amena de los orígenes, principios y estructura del common law tal cual se pre~ sentaba en la época en que fue escrito. No obstante el tiempo trans­currido desde entonces, no ha perdido de ningún modo su interés y su im portancia. Holmes vivió hasta el 6 de marzo de 1935, o sea que su muerte ocurrió dos días antes de cum plir 94 años. Su figura sigue brillando en el campo del derecho angloamericano e incluso podría decirse en la esfera toda de los más grandes hombres de ac­tuación decisiva para los destinos de su país.

Por último, la traducción de este libro representó por cierto obstáculos muy serios de vencer. Muchos términos referentes a ins­tituciones de la historia del common law no pueden ser traducidos en una palabra (pie exprese íntegram ente su sentido; de allí la gran

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cantidad de notas que me vi obligado a dejar asentadas, para lle­var más plenamente a los juristas de habla española el sentido pre­ciso de la expresión. No sé si habré logrado vertir al español el len­guaje agudo y brillante de Holmes, pero de todas maneras el esfuer­zo queda cumplido y me congratulo por haber sido elegido para 1 le­var a los juristas hispanoamericanos esta célebre obra sobre los orí­genes y desarrollo del derecho anglosajón.

• Buenos A ires, 26 de octubre de 1963.

F e r n a n d o N. B a r r a n c o s y V e d i a .

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C O M M O N L A W

CAPITULO I

F O R M A S P R IM IT IV A S D E R E S P O N S A B IL ID A D

Este libro tiene por objeto presentar una visión general del Common Law. P ara la realización de tal tarea se necesitan otros instrum entos además de la lógica. Y a es algo m ostrar que la con­sistencia de un sistema exige un resultado particular, pero eso no es todo. L a vida del derecho no ha sido lógica: ha sido experiencia. Las necesidades de la época, las teorías morales y políticas predo­minantes, las intuiciones del orden público, reconocidas o inconscien­tes, aun los prejuicios que los jueces com parten con sus conciuda­danos, han tenido una influencia mucho m ayor que los silogismos en la determinación de las reglas según las cuales deben gobernarse los hombres. E l derecho encarna la historia del desarrollo de una nación a través de muchos siglos y no puede ser estudiado como si contuviera solamente los axiomas y corolarios de un libro de m ate­máticas. A fin de saber lo que es, debemos saber lo que ha sido y lo que tiende a ser. Debemos consultar alternativam ente tanto la his­toria como las teorías juríd icas existentes. Pero la tarea más ardua consistirá en entender, en cada etapa, de que m anera ambas cosas no combinan en nuevos productos. E n cualquier momento dado la substancia del derecho corresponde m uy de cerca — hasta donde <|iio|>a— con lo que en ese momento se entiende por conveniente, poro su forma y mecánica, como así también el grado en el que puedo llegar a producir los resultados deseados, dependen en mucho do su pasado.

Hoy en día, en Massachusetts, si bien por un lado encontramos mucliaN reglas que se explican suficientem ente por su clara sensa-

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tez, por el otro hay algunas que sólo pueden entenderse en relación al origen del procedimiento en las tribus germ ánicas o a la condi­ción social de Roma bajo los Deeenviros.

H aré uso de la historia de nuestro derecho en tanto sea necesa­rio para explicar una concepción o para interpretar una regla, pero no más allá, Esto im plica dos errores que deben ser igualm ente evi­tados por el escritor y por el lector. Uno de ellos consiste en supo­ner que porque una idea nos parezca ahora m uy fam iliar y natu­ral, siempre ha sido así. M uchas cosas que actualmente damos por sentadas han tenido que ser conquistadas en el pasado tras dura lucha o profundas meditaciones. E l otro error es el opuesto, que consiste en esperar demasiado de la historia. Comenzamos con el hombre completamente desarrollado. Puede suponerse que el bár­baro prim itivo cuyas prácticas han de ser consideradas, tenía, en buena medida, nuestros mismos sentimientos y pasiones.

El prim er tema a tratar será la teoría general de la responsa­bilidad civil y criminal. E l Common Law ha cambiado mucho des­de que comenzaron a publicarse nuestras series de fallos, y la bús­queda de una teoría que pueda considerarse prevaleciente ahora cons­tituye en gran parte un estudio de tendencias. Me parece que será instructivo remontarse hasta las form as prim itivas de responsabi­lidad y p artir de allí.

E s sabido comúnmente que las form as prim itivas del procedi­miento legal se basaban en la venganza. Los escritores modernos creen que el'D erecho Romano nació de sangrientas contiendas fam i­liares o de grupo, y todas las autoridades están de acuerdo en que el derecho germánico comenzó de esa manera. E sta guerra privada condujo a la composición, al principio opcional y luego obligatoria, por la cual se le daba fin . E l avance gradual de la composición puede ser rastreado en las leyes A n glo-S a joñ as1, y en tiempos de Guillermo el Conquistador este tipo de guerra privada no había sido extinguida aún, pese a que hubiera decrecido considerablemen­te. Las matanzas e incendios de los tiempos prim itivos se transfor­maron en las denuncias de mayhem (N. del T. 1) y de arson (N. del

(1 ) E. g. Ine, c. 74; Alfred, c. 42; Etlielred, IV . 4, 1 .(N . del T. 1 ) : Delito que consiste en privar a una persona ilegítim a y vio­

lentamente del uso de alguno de sus miembros, en forma tal que lo hace menos apto para la lucha, sea para defenderse o para atacar al adversario. En caste­llano, «mutilación».

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T. 2). L as denuncias de pace et plagis (N. del T. 3) y de mayhem llegaron a ser — al menos en substancia— la acción de trespass (N. del T. 4), que todavía conocen los abogados2. Pero como la indemnización obtenida por la denuncia era la alternativa de la venganza, cabe suponer que su ámbito se hallaba lim itado por el de la venganza. L a venganza significa un sentimiento de reproba­ción y una opinión, aunque distorsionada por la pasión, de que se ha cometido un entuerto. D ifícilm ente puede ir mucho más allá del caso de un daño infligido de m anera intencional: hasta el perro distingue entre alguien que tropieza con él y quien le propina un puntapié.

Sea por esta causa o por alguna otra, las prim itivas denuncias del derecho inglés en casos de violencia personal parecen haberse lim itado a los daños intencionales. G la n v ill3 cita a las rencillas, golpes y lesiones; todas ellas formas de violencia intencional. B rac­ton 4, en una descripción más completa de tales denuncias, pone bien en claro que ellas se basaban en ataques intencionales. L a de­nuncia de pace et plagis se refería a un ataque intencional, y descri­bía la naturaleza de las armas utilizadas y la longitud y profundi­dad de la herida. E l denunciante también tenía que dem ostrar <iue había proferido sin demora el hue and cry (N. del T. 5). A sí, cuan­do B racton habla de delitos menores, que no daban lugar a proce-

(N . del T. 2) : En el common law, significa el incendio doloso de la viviendao de las dependencias de la casa habitación de otra persona. En los Estados Unidos hoy en día no es necesario que el incendio tenga lugar en una casa habitación ni que ésta pertenezca a otra persona para constituir el delito de arson.

(N . del T. 3) : Significaba «de la ruptura do la paz y heridas». Era una de las clases de denuncia criminal antiguamente en uso en Inglaterra, y que se conocía en casos de ataque, heridas y ruptura de la paz.

(N . del T. 4) : Literalmente significa «transgresión». En el derecho inglés mi significado común es el de daño cometido con violencia; para el derecho ee proHume la existencia de violencia cuando el daño es directo e inmediato y co­metido sobre la persona o sobre la propiedad del actor.

(2) Bract. fol. 144, 145; F leta, I. c. 40, 41; Co. Lit. 126 b; Ilawkins, I*. C., Bk. 2, ch. 23, 15.

(3) Lab. I. c. 2, ad fin .(-1) Bract., fol. 144 a, «assultu praemeditato'».( N. del T. 5) : En el primitivo derecho inglés, fuerte gritería con la cual

mi' pornoguía a los delincuentes (como ladrones y asesinos), y que estaban obli- gudoH a seguir todos los que la oían, uniéndose a la cacería, hasta que aquél ora aprosado.

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sos en form a de denuncias, sólo pone como ejemplos daños intencio­nales, tales como golpes de puño, azotes, lesiones, insultos, e tc .5. E l m otivo de los casos de trespass incluidos en los prim itivos Year BooJcs (N. del T. 6) y en el Abbreviatio Placitorum (N. del T . 7) siempre es un daño intencional. F ue más tarde, y después de varias discusiones, que el trespass fue extendido hasta incluir daños pre­vistos, pero que no habían sido consecuencia intencional del acto del demandado e. De allí se extendió luego hasta los perjuicios im­previstos 7.

Se observará que este orden de desarrollo no está m uy de acuerdo con una opinión que ha sido sostenida en el sentido de que era una característica del derecho prim itivo no extenderse más allá del hecho exterior y visible, o sea el damnum corpore corpori datum. Se ha pensado que una investigación sobre las condiciones internas del demandado, su culpabilidad o inocencia, im plica un refinam ien­to en las concepciones jurídicas igualm ente extraño a Roma antes de la L ey A qu ilia y a In glaterra cuando la institución del trespass tomó su forma. No conozco ninguna prueba satisfactoria de que un hombre haya sido considerado responsable, en R o m a 8 o In gla­terra, por las consecuencias accidentales aún de su propio acto. P e­ro cualquiera haya sido el derecho prim itivo, la explicación prece­dente demuestra el punto de partida del sistema del que tenemos que ocuparnos. Nuestro sistema de responsabilidad privada por las consecuencias de los propios actos de un hombre, es decir, por los daños por él causados, se originó en la noción de efectiva intención y de efectiva culpabilidad personal.

Los principios originarios de la responsabilidad por daño in­fligido por otra persona o por una cosa han sido considerados hasta ahora menos cuidadosamente que los que se referían al trespass, y por ello dedicaré el resto de este capítulo a su estudio. T rataré de m ostrar que esta responsabilidad tam bién tuvo sus raíces en la pa­

ís) Fol. 155; cf. 103 b.(N . del T. 6) : Colecciones de sentencias judiciales desde los tiempos de

Eduardo 1, inclusive, hasta el reinado de Enrique V III, que llevaban funcio­narios de los tribunales, a cargo de la Corona, y que se publicaban anualmente.

(N . dol T. 7) : Epítome de primitivas colecciones de fallos, anterior a loa Year Boolcs.

(6) Y. B. 6 Ed. IV . 7, pl. 18.(7 ) Ibid., and 21 H. V II. 27, pl. 5.( 8) D. 47. 9. 9.

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sión de la venganza, señalando los cambios que la llevaron a su for­ma actual. Pero no me lim itaré estrictamente a lo que sea útil para ese propósito, ya que 110 sólo resulta m uy interesante seguir las transform aciones sufridas a lo largo de su historia, sino que ésta nos sum inistrará también un ejemplo instructivo del modo en que el derecho ha evolucionado, sin interrupción, de la barbarie a la ci­vilización. Adem ás, ello arrojará considerable luz sobre ciertas doc­trinas im portantes y características, que no podrán ser tratadas nuevamente más adelante.

Este es un fenómeno m uy común y conocido por los estudian­tes de historia. Las costumbres, creencias o necesidades de una épo­ca prim itiva establecen una regla o fórm ula. A lo largo de los si­glos, la costumbre, creencia o necesidad desaparece, pero la regla permanece. L a razón que dio lugar a la regla ha sido olvidada, y mentes ingeniosas se consagran a investigar de que manera puede ser explicada. Se piensa en algún fundam ento de política que p a­rezca justificarla, conciliándola con el actual estado de cosas, y la regla se adapta entonces a las nuevas razones que se le han encon­trado, entrando en un nuevo curso. L a antigua form a recibe un nuevo contenido y con el tiempo aún la propia form a se modifica para ajustarse al nuevo significado que ha recibido. E l tema que estamos considerando ejem plifica m uy claram ente semejante curso de sucesos.

Em pezaré tomando varios ejemplos que incluyan igual núme­ro de reglas diferentes, cada una de ellas con su fundam ento de po­lítica que la explique de manera plausible y aparentemente su fi­ciente.

Un hombre posee un animal de conocidos hábitos feroces, que se escapa y daña a su vecino. Puede probar que el animal escapó sin que hubiera negligencia de su parte, pese a lo cual es tenido por responsable. ¿P or qué? E l jurista analítico dice que es porque, pese a no haber sido negligente en el momento en que se le escapó, fue culpable de im prudencia, negligencia o culpa remota, simplemente por tener tal animal. Y aquél por cuya culpa se comete un daño debe indemnizarlo.

('un mañana, mientras el peón de una panadería conduce el carro de su patrón para repartir bollos calientes, atropella a un hombre. 101 patrón tiene que indemnizar. Y cuando pregunta por

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qué tiene que pagar por el acto ilícito de un ser responsable e inde­pendiente, se le contesta, desde la época de Ulpiano hasta la de Austin, que es así porque en él recae la culpa de emplear a quien no era la persona adecuada. Si responde que ha tenido el máximo cuidado posible al elegir al conductor, se le dice que eso no constitu­ye una excu sa; y luego quizá se cambian las razones, afirm ándose que debe existir algún recurso contra quien pueda pagar los daños, o bien que aquellos actos ilícitos que por las leyes humanas corrientes pueden suceder en el desempeño de un servicio, son im putables a dicho servicio.

Veamos ahora un caso donde se ha puesto un lím ite a la res­ponsabilidad que previam ente era ilim itada. E n 1851, el Congreso sancionó una ley — que todavía está vigente— por la cual los pro­pietarios de barcos, en todos los casos más comunes de pérdida ma­rítim a, pueden abandonar el barco y la carga subsistente, a los dam­nificados, cumplido lo cual habrán de cesar las acciones contra los propietarios. Los legisladores a quienes debemos esta ley argum en­taron que si un comerciante compromete una parte de su propiedad en una aventura riesgosa, es razonable que su pérdida deba lim i­tarse a lo que sometió al riesgo, principio éste sim ilar a aquél en cuya virtud se han creado tantas sociedades anónimas en los Esta- tados Unidos durante los últimos cincuenta años.

E n In glaterra se conoce una regla del procedimiento penal que subsiste hasta nuestro siglo, según la cual una acusación por homi­cidio debe expresar el valor del instrumento que causó la muerte, a fin de que el rey o su delegado puedan requisar el deodand (N. del T. 8) «como cosa maldita», en el lenguaje de Blackstone.

Podría seguir m ultiplicando los ejemplos, pero estos son su fi­cientes para demostrar cuán remotos son los puntos a. unificar. Co­mo prim er paso hacia la generalización, será necesario considerar lo que puede encontrarse en los sistemas jurídicos antiguos e in d e­pendientes.

E n el Exodo figu ra un pasaje m uy conocido, que habremos de recordar más adelante: «Cuando un buey acorneara a un hombre o a una m ujer y éstos m urieran el anim al será lapidado y no se come-

(N . del T. 8) : Del latín: Deo dandum: cosa que se dá a Dios. En el dere­cho inglés, cualquier cosa mueble que había sido la causa inm ediata de la muerte de un ser racional, y que se entregaba a la Corona para ser aplicada a usos piadosos, distribuida en forma de limosna por el limosnero mayor.

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rá su ca rn e; pero el dueño de la res será absuelto» Si pasamos de los hebreos a los griegos, encontramos que el principio del pasaje citado se ha transform ado en un sistema. Plutarco, en su Solón, nos dice que el perro que hubiera mordido a un hombre debe ser entregado atado a un tronco de cuatro codos de largo. Platón, en «De las leyes», enunció reglas detalladas para muchos de tales casos. S i un esclavo mataba a un hombre, debía ser entregado a los pa­rientes del muerto 30. Si hería a un hombre, debía ser entregado a la víctim a para que ésta lo usara a su g u s to u . Lo mismo en el caso de causar un daño al que la parte dam nificada no hubiera contribuido. E n cualquier caso, si el dueño no cum plía con entregar al esclavo, estaba obligado a indem nizar la p é rd id a 12. Si una bestia m ataba a un hombre, debía ser sacrificada y arrojada más allá de las fronteras. S i una cosa inanim ada causaba la muerte, de la misma manera había de ser arrojada más allá de las fronteras, debiendo hacerse expiación 13. Todo lo cual no era creación ideal de un derecho meramente imaginario, puesto que Aeschines d ijo en

uno de sus discursos que «desterramos más allá de nuestras fronte­ras troncos, piedras y acero, cosas sin voz y sin razón, si llegan a m atar a un hombre, y si un hombre se suicida, enterramos lejos de

su cuerpo la mano que dio el golpe». Esto es mencionado como un asunto de todos los días, evidentemente sin pensar que se trate de algo extraordinario, y tan sólo para señalar la antítesis de los ho­

nores acumulados por Dem óstenesu . A ú n en el siglo I I después de Cristo el viajero Pausanias observaba con algo de sorpresa que

todavía se seguía juzgando en el Prytaneo a las cosas inanim a­

das 15. Plutarco atribuye dicha institución a Draco 16.

E n el Derecho Romano encontramos los principios similares de la noxae deditio que condujeron gradualm ente a más amplios resul­

tados. L a L ey de las Doce Tablas (451 antes de Cristo) disponía que si un animal había causado un daño, el animal debía ser entre-

(í>) X X I, 28.(10) O', IX ., Jowett's Tr., Bk. IX ., p. 437; Bohn's Tr., pp. 378, 379.

' ( I I ) O', XV., Jowett, 449; Bohn, 397.(12) in', X IV ., Jowett, 509; Bohn, 495.(13) O', xii., Jowett, 443, 444; Bohn, 388.(14) Kara, Krnoio. 244, 245.(15) 1. 28 ( 1 1 ).( 1(1) Solon.

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gado o el daño indemnizado n . Gayo nos inform a que la misma regla se aplicaba a los actos ilícitos de los niños o esclavos 18, y hay rastros de ella en lo que respecta a las cosas inanimadas.

Ijo s abogados romanos, sin ir más allá de su propio sistema y de su propio tiempo, aguzaron su ingenio para encontrar una ex­plicación que demostrara que el derecho, tal como lo encontraron,

era razonable. Gayo decía que era injusto que la culpa de los niños

o de los esclavos fuera la causa de pérdidas para sus padres o due­

ños más allá de sus propios cuerpos, y Ulpiano afirm aba que, a fortiori, esto también resultaba cierto respecto a las cosas sin vida y por ello incapaces de tener culpa 19.

Este modo de enfocar la cuestión parece considerar el derecho

de abandono como si fuera una lim itación de la responsabilidad en

que hubiera incurrido el padre o el dueño, la que naturalm ente y de prim era intención sería ilim itada, Pero si esto era lo que se que­ría decir, im plica poner el carro delante del caballo. E l derecho de

entrega no fue introducido como una lim itación de la responsabi­lidad, sino que tanto en Roma como en Grecia, el pago se introdujo

como la alternativa por el incum plimiento de la entrega.

Ija acción 110 se basaba, como en nuestros días, en la culpa del padre o dueño. De haber sido así, siempre se habría iniciado contra la persona que tenía a su cuidado al esclavo o el anim al en el mo­mento que cometió el daño, la que sería culpable de no haber evi­tado el perjuicio. Pero, lejos de eso, la persona responsable era el dueño en el momento del juicio. L a acción perseguía a la cosa cul­pable cualquiera fuera la mano en que se en con trara20. Y en curioso contraste con el principio inverso, que sirve para satisfacer concepciones juríd icas más modernas, si el animal era salvaje, esto es. on el caso de los animales más feroces, el dueño dejaba de ser responsable desde el momento en que se escapaba, porque en ese

(17) «Si quadrupes pauperiem fecisse dicetur actio ex lege duodecim tabularum dcscendit; quae lex volu it, aut dari (id ) quod nocuit, id est, id animal, quod noxiam com m isit; aut estim ationem noxiae o fferre». D. 9. 1. 1., p r .; Just. Inst. 4. 9; X II Tab., V III . 6.

(18) Inst, Gayo, IV . 75, 76; D. 9. 4. 2., 1. «Si servus furtum fa x it noxiam ve noxit». X II Tab., X II. 2. Cf. Inst. Just. 4. 8. 7.

(19) D. 39. 2. 7., 1, 2; Inst. Gayo IV . 75.(20) «Noxa caput sequitur». D. 9. 1 . 1 . 12; Inst. 4. 8. 5.

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momento dejaba de ser d u eñ o 21. No parece haber habido otra o más extensa responsabilidad dentro del derecho antiguo, aun cuan­do el esclavo fuese culpable con conocimiento de su dueño salvo, quizás, que fuera un mero instrumento en las manos de su am o21. Gayo y Ulpiano mostraron inclinación a lim itar la noxae dedillo a un privilegio del dueño en casos de delitos cometidos sin su cono­cimiento, pero Ulpiano se ve forzado a adm itir que, según Celso, para el derecho antiguo había acción noxal cuando el esclavo era culpable aún con la participación de su dueño 23.

Todo esto muestra m uy claramente que la responsabilidad del dueño no era sino una form a de llegar al esclavo o al anim al que fuera la causa inm ediata del daño. E n otras palabras, en Grecia y en el Derecho Romano prim itivo, el objeto del proceso era la ven­ganza sobre el ofensor inmediato, y no la indemnización del patrón o dueño. L a responsabilidad del dueño no era sino la responsabili­dad de la cosa productora del daño. E n las prim itivas costumbres griegas, esa responsabilidad se hacía exigible mediante un proceso ju d icia l dirigido expresamente contra el objeto, animado o inani­mado. L a ley romana de las Doce Tablas estableció que el deman­dado fuera el dueño, en lugar de la cosa, pero de ninguna manera cambió la causa de la responsabilidad ni afectó sus límites. Ese cambio fue simplemente un recurso para que el dueño protegiera sus intereses 24.

Podría preguntarse cómo es que puede procesarse a objetos inanimados, siendo que la fin alidad del procedimiento consistía en satisfacer la pasión de venganza. Los eruditos pronto han encon­trado la razón en la personificación de las cosas inanimadas, común a los salvajes y a los niños, y hay muchos argumentos para confir­mar esta opinión. S in tal personificación, la fu ria contra las cosas

(21) «Quia desinit dominus esse ubi fe ra evasit». D. 9. 1. 1. 10; Inst. 4 9, pr. Compárese M ay v. B urdett, 9 Q. B. 101, 113.

(22) D. 19. 5. 14, 3 ; Plin. H ist. N at., X V III . 3.(23) «In Iege antiqua si servus sciente domino furtum fec it, vel aliam

noxiam comm isit, servi nomine actio est noxalis, neo dominus suo nomine tenetur>. I). 9. 4. 2.

(24) Gayo, Inst. IV , 77, dice que una acción noxal puede transformarse en una directa, e inversamente, una acción directa en una noxal. Si un paterfam ilias comete un acto ilícito y luego es adoptado o se transforma en un esclavo, se tiene una acción noxal contra su dueño en lugar de la acción directa contra él mismo como causante del daño. Inst. Just. 4. 8. 5.

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inanim adas habría sido a lo sumo transitoria. E s digno de notarse que el ejemplo más común de las costumbres y leyes prim itivas es el de un árbol que cae sobre un hombre o del cual un hombre cae y muere. Podemos concebir con relativa facilidad cómo un árbol puede haber sido colocado en un plano de igualdad con los anima­les. P or cierto que era tratado como tal, entregándoselo a los pa­rientes o cortándolo en trozos para satisfacer una pasión real o sim ulada 25.

Pero en el proceso ateniense también debe destacarse, sin duda alguna, un pensamiento diferente. L a expiación era uno de los fines en que Platón más insistió, y parece haber sido el propósito del procedimiento mencionado por Aeschines. A lgunos pasajes de his­toriadores romanos que mencionaré más adelante, parecen apuntar en la misma dirección 26.

O tra peculiaridad que debe destacarse es que la responsabilidad parece haber sido considerada como algo adherido al cuerpo que causó el daño, en un sentido casi físico. Una inteligencia poco tra ­bajada realiza de manera im perfecta el análisis por el cual los juristas trasladan la responsabilidad hasta el comienzo de una ca­dena de causas. E l odio hacia cualquier cosa que nos causa dolor, que se descarga sobre la causa inm ediata y que lleva, aún al hombre civilizado, a dar un puntapié a la puerta que le ha apretado un dedo, está incorporado en la noxae deditio y otras doctrinas cone­xas del prim itivo derecho romano. U n pasaje incompleto de Gayo parece decir que algunas veces la responsabilidad puede eludirse hasta mediante la entrega del cadáver del o fen sor27. A sí, L iv y relata que B ru tu lu s Papius provocó la rup tura de la tregua con los romanos, por lo cual los samnitas resolvieron entregarlo, y habiendo aquél evitado el castigo y la deshonra por medio del suicidio, en­viaron su cuerpo sin vida. E s digno de notarse que la entrega pa­

(25) LL. Alfred, c. 13; 1 Tylor, P rim itive Culture, ed. Americana, p. 285 et seq.; Bain, M ental and M oral Science, Bk. I I I , cap. 8, p. 261.

(2G) Florus, Epitome, II . 18. Cf. Livy, IX , 1, 8, V III . 39; Zonaras, V II. 26, ed. Niebuhr, vol. 43, págs. 98, 99.

(27) Inst. Gayo, IV , 81. Doy la versión de Huschke: «Licere enim etiam , si fa to is fu erit mortuus, mortuum daré; nam quamquam dixim us, non etiam permissum reis esse, et m ortuos homines dedere, tamen et si quis eum dederit, qui f a d o suo v ita excesserit, aeque liberatur».

La m anifestación de Ulpiano, en d. 9. 1 . 1 . 13, de que no existe la acción ei el animal muere ante litem contestatam se dirige solamente al punto de que la responsabilidad se funda en la posesión de la cosa.

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recía ser considerada como la expiación natural por la ruptura de un tratado 28, y que del mismo modo era natural enviar el cuerpo del ofensor que había muerto 20.

Los más curiosos ejemplos de esta clase tienen lugar en la es­fera que hoy llamaríamos de los contratos. Nuevamente L iv y nos sum inistra un ejem plo: el Cónsul romano Postum ius concertó la paz vergonzosa de las Horcas Caudinas (per sponsionem, dice L ivy, negando la versión corriente de que fue per foedus), y fue enviado a Roma a recibir las sanciones del pueblo. Una vez allí, propuso que las personas que habían hecho el pacto — incluido él mismo— debían ser entregadas para darle satisfacción. Puesto que — di­jo— el pueblo romano no ha consentido el acuerdo, ¿quién ignora el ju s fetialium como para no saber que el pueblo queda libre de toda obligación entregándonos a nosotros? L a fórm ula de entrega parece incluir el caso dentro de la noxae deditio 30. Cicerón relata la entrega sim ilar de Mancinus, por el paterpatratus, a los numan- tinos, quienes, sin embargo, como los samnitas en el caso anterior, rehusaron recibirlo 81.

P odría preguntarse cuál es la analogía que podría haberse en­contrado entre la rup tura de un contrato y aquellos daños que excitan el deseo de venganza. Debe, no obstante, tenerse presento que la distinción entre actos ilícitos e incumplimientos contractua­les, especialmente entre los remedios contra ambos, no se logró sin

(28) «Bello contra foedus suscepto».(29) Livy, V III. 39: «V ir . . . haud dubie proximarum induciarum ruptor.

De eo coacti referre praetores decretum fecerunt ’U t Brutulus P apius Romanis d e d e r e tu r .. . F etiales Román u t censuerunt, m issi, et corpus Brutuli exanime: ipse m orte voluntaria ignominiae se ac supplicio subtraxit. F lacuit cum corpore bona quoque ejus dedi». Cf. Zonaras V II, 26 ed. Niebuhr, vol. 43, p. 97. Véase Livy, V. 36, «postulatum que ut pro ju re gentium violato F abii dederentur», e Ib. I. 32.

(30) Livy, IX . 5, 8, 9, 10. «Nam quod deditione nostra negant exsolvi religione populum, id istos m agis ne dedantur, quam quia ita se res habeat, dicere, quis adeo ju ris fetia lum expers est, qui ig n ore t.?» La fórmula de entrega era la siguiente: «Quandoque hisce homines injussu populi Romani Quiritium foedus ictum ir i spoponderunt, atque ob eam rem noxarn nocuerunt; ob eam rem, quo populus Romanus scelere impio s it solutus, hosce homines vobis dedo'». Cf. Zonaras, V II. 26, erd. Niebuhr, vol. 43, pp. 98, 99.

(31) De Orator. I. 40, y en otra parte. Debe notarse que Florus, en su relaeión, dice deditione Mancini expiavit. Epitome, II . 18. Ya se ha observado que los casos que menciona Livy parecen sugerir que el objeto de la entrega era la expiación, tanto como la satisfacción del contrato. Zonara, V i l . 26, ed.

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trabajo. Cabe pensar que el procedimiento creado para reparar ac­tos de violencia se extendió a otros casos a medida que se iban presentando. Ix>s esclavos se entregaban tanto en casos de robo como de agresión 32; y se dice que el deudor que no pagaba sus deudas o el vendedor que no entregaba la cosa cuyo precio había recibido, eran tratados en un pie de igualdad con los lad ron es33. E sta línea de pensamiento, junto a la concepción casi m aterial de obli­gaciones jurídicas que se imponían sobre el cuerpo del ofensor, como ya se ha destacado, podrían quizá explicar la conocida ley de las Doce Tablas, con respecto a los deudores insolventes. De acuerdo a esa ley, si un hombre era deudor de varios acreedores y caía en insolvencia, después de algunas form alidades, su cuerpo podía ser eortado y dividido entre ellos. S i tenía un solo acreedor, éste podía darle muerte o venderlo como esclavo 34.

S i no se diera otro derecho que el de reducir al deudor a la condición de esclavo, podría considerarse que la ley solamente tu ­viera en vista la indemnización, moldeada sobre el funcionam iento natural de la autorreparación 35. E l principio de nuestro propio derecho, por el cual la deuda se satisface ejecutando el cum plim ien­to sobre el cuerpo de un hombre, pese a que éste no se halle detenido ni durante una hora, parece explicarse de esa manera. Pero el de­recho a darle muerte parece venganza, y la división del cuerpo muestra que la deuda se concebía m uy literalm ente como algo inhe­rente a, o <pie gravaba el cuerpo con un vinculum juris.

Cualquiera sea la verdadera explicación del abandono en re la ­ción con los contratos, para nuestros propósitos no necesitamos ir más lejos del caso común de noxac deditio para los daños. Tampoco es de prim era im portancia la pretendida adhesión de la responsa­bilidad al mismo cuerpo que cometió el daño. E l Derecho Romano

Niebuhr, Vol. 43, pp. 98, 99. Cf. ib. p. 97. Compárese Serv. ad Virg. Eclog. IV . 43: «In legibvs Numae cautum est, u t si quis imprudens occidisset hominem pro capitc occisi e t natis (agnatis? Uuschlce) cjus in condone o fferre t arietem y. Id. Gcor. I I I . 387, y Festus, S u b id , Subigere. Pero cf. Wordsworth, Fragm entos y Especies del Latín P rim itivo , nota a las X II Tab., 2, p. 538.

(32) D. 9. 4. 2.(33) 2 Tissot, B roit Penal, 615; 1 Ihering, Geist d. Rom. R., 14; 4 id. 63.(34) Aid. Gell., Noctes A ttici, 20. 1 ; Quintil. Inst. Orat. 3. 6. 84; Tertull.

Apol., c. 4.(35) Cf. Yarro, De Lingua Latina, V I: «Líber, qui suas operas in servitu te

pro pecunia, quam debeat, dum solveret nexus vocatur».

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trataba principalm ente con criaturas vivientes, con animales y con esclavos. S i un hombre era atropellado, no se entregaba el carro que lo había aplastado, sino el buey que lo cond u cía36. H asta <\st,(; punto el concepto resulta fácil de entender. E l deseo de venganza puede experimentarse con la misma fuerza contra un esclavo que contra un hombre libre y en nuestros días no d ejaría de haber ejem ­plos en que una pasión sim ilar podría sentirse respecto a un ani­mal. L a entrega del esclavo o de la bestia facultaba a la parto dam nificada a hacer su voluntad sobre ellos. E l pago por parte del propietario era simplemente un privilegio para el caso de que qui­siera eximirse de la venganza.

Se im aginará fácilm ente que un sistema como el descripto no podía durar una vez que la civilización hubo alcanzado un alto nivel. Lo que fue el privilegio de librarse de la venganza, mediante el acuerdo de pagar los daños en lugar de entregar el cuerpo del ofen­sor, llegó a ser indudablemente costumbre general. L a ley A quilia, sancionada alrededor de un par de siglos más tarde que las Doce Tablas, aumentó la esfera de la indemnización por daños corporales. Y la interpretación amplió aún más la ley A quilia. Los dueños lle­garon a ser personalmente responsables por ciertos actos ilícitos cometidos con su conocimiento, por sus esclavos, cuando anterior­mente sólo estaban obligados a entregar al esclavo37. S i una m uía excesivamente cargada arrojaba su fardo sobre un viandante o si un perro, que debiera haber sido encerrado, se escapaba y mordía a alguna persona, la v ie ja acción noxal, como se la llamaba, daba lugar a una acción destinada a hacer exigible una responsa­bilidad general y personal 38.

Más tarde, los propietarios de barcos y los posaderos eran res­ponsables como si ellos fueran los causantes del daño cometido por quienes trabajaban en su empleo a bordo del barco o en la posada, pese a que hubiera tenido lugar sin su conocimiento. L a verdadera razón de esta responsabilidad excepcional era la confianza igual­mente excepcional que necesariamente debía depositarse en los trans­portadores y posaderos39. Pero algunos juristas, que considera­ban la entrega de niños y esclavos como un privilegio destinado a

(36) D. 9. 1. 1, 9. Pero cf. Hale, P. O. 420.(37) D. 9. 4. 2. 1.(38) D. 9. 1. 1., 4, 5.(39) D. 4. 9. 1. 1; ib. 7, 4.

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lim itar la responsabilidad, explicaban esta nueva responsabilidad sobre la base de que el posadero o el propietario de un barco eran hasta cierto punto culpables de negligencia, por haber tomado a hombres malos a su serv icio 40. Este fue el prim er ejemplo de un patrón a quien se tuvo por incondicionalmente responsable de los daños causados por su dependiente. L a razón dada resultó de ap li­cación general y el principio se expandió de acuerdo a los alcances de la misma.

E l derecho referente a los propietarios de barcos y posaderos introdujo otra innovación más sorprendente aún : los hizo respon­sables tanto cuando los dependientes eran hombres libres, como cuando eran esclavos41. Por prim era vez, se hizo responsable a un hombre por los daños de otro que era responsable por sí mismo y que tenía su propia posición frente a l derecho. Esto constituyó un gran cambio respecto al simple permiso de p agar como un p ri­vilegio el rescate de un esclavo. A q u í tenemos la historia de toda la doctrina moderna del derecho del patrón y dependiente y del mandante y mandatario. Ahora, todos los dependientes son tan li­bres y tan responsables en juicio como sus patrones. E l principio introducido en un caso especial sobre bases especiales, cuando los dependientes eran esclavos, constituye hoy el derecho general de este país y de Inglaterra, y de acuerdo con él, los hombres tienen que pagar diariam ente grandes sumas de dinero por hechos de otras personas, en los cuales no han tenido parte y por los cuales no pueden ser culpados en ningún sentido. Y hasta nuestros días la razón aportada por los juristas romanos para esta regla excepcional se usa para ju stificar esta responsabilidad universal e ilim ita d a 42.

Lo dicho sobre uno de los antecedentes de nuestro common law ek suficiente. Ahora vayamos por un momento al sector teutón. L a L ey Sálica incluye costumbres que m uy probablemente son de fecha demasiado prim itiva para haber sido influenciadas por Roma o por el A ntiguo Testamento. E l capítulo treinta y seis del antiguo texto dispone que si un animal doméstico mata a.un hombre, su pro­pietario pagará la m itad de la composición (que tendría que pagar para librarse de la venganza de la sangre si él mismo hubiera ma-

(40) Gayo en D. 44. 7. 5, 6 ; Inst. Just. 4. 5. 2.(41) D. 4. 9. 7.(42) Véase Austin, Jurisp. (3era. ed.) 513; Doctor and Student, Dial. 2,

cap. 42.

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taclo al hombre), y por la otra mitad debía entregar el anim al al q u erellan te43. Asimismo, de acuerdo con el capítulo treinta y cinco, si un esclavo mataba a un hombre libre, debía ser entregado por la m itad de la composición a los parientes de la víctim a y el dueño tenía que pagar la otra mitad. Pero según la glosa, si el es­clavo o su dueño había sido m altratado por la víctim a o por sus parientes, el dueño sólo tenía que entregar al esclavo44. E s in­teresante destacar que esas fuentes nórdicas que W ild a utiliza para representar una etapa más prim itiva del derecho germánico, lim i­tan la responsabilidad por los animales a la entrega solamente 45. E n una época posterior, hay vestigios de que en algunos casos el dueño ha podido liberarse demostrando que el esclavo ya no se en­contraba en su posesión 4C. E xisten disposiciones ulteriores que ha­cen responsable al dueño, por los daños que por su orden haya co­metido el esclavo47. E n las leyes adaptadas por los Turingios de las fuentes prim itivas, se dispone que el dueño debe pagar todos los daños causados por sus esclavos48.

P ara abreviar, en cuanto me es posible seguir la evolución de las costumbres de las tribus germánicas, éstas parecen ser totalm en­te similares a las que ya hemos estudiado en el desarrollo del D e­recho Romano. L a prim itiva responsabilidad por los esclavos y ani­males se limitó principalm ente a su en trega; más tarde, como en Roma, se hizo personal.

(43) Cf. L. Burgund X V III .; L. Rip. XI¿VI. (al. 48)(44) Véase la palabra Lege, Merkel, Lex Salica, p. 103. Cf. W ilda, Stra-

frecht der Germanen, 600, n. 1. Véase además Lex Salica, X L .; Pactus pro tenore pacis Child. et Chloth., c. 5; Decretio Clilotharii, c. 5; Edictus Hilperichi. pc. 5, 7; y las observaciones de Solim en su tratado sobre el Procedimiento en la Ley Sálica, 20, 22, 27, French Tr. (T lievenin), p. 83 n., 93, 94, 101-103,130.

(45) W ilda, Strafrecht, 590.(46) Cf. W ilda, Strafecht, 660, n. 1; Merkel, Lex Salica, Gloss. Lego,

p. 103. Lex Saxon. X I. 3: «Si servus perpetrato facinore fu gerit, i ta ut a domino ulterius inveniri non possit, nihil solvat». Cf. id. II . 5. Capp. Rip. c. 5: «Nemini liceat servum suum, propter damnum áb illo cuilibet inlatum , d im itie re ; sed ju x ta qualitatem damni dominus pro illo respondcat vel cuín in compositione aut ad poenam p e tito r ; o fferet. S i autem servus perpetrato scelere fu gerit. i ta ut a domino paenitus inveniri non possit, sacramento se dominus ejus excusare siudeat, quod nec suae voluntatis nec conscientia fu isset quod servus ejus tale facinus commisit».

(47) L. Saxon, X I .1.(48) Lex Angl. et Wer. X V I.: «Omne damnum quod servus fecerit

dominus emendet».

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30 COMMON LAW

E l lector puede empezar a preguntarse cuáles son las pruebas de que todo esto tenga alguna relación con nuestro derecho en la actualidad. E n cuanto concierne a la influencia del derecho romano,— en especial el tema del patrón y dependiente— , la prueba de ello habrá de encontrarse en cualquier libro escrito durante los últimos quinientos años. Y a se ha dicho que todavía repetimos los razona­mientos de los abogados romanos, por vacíos que sean. Veremos se­guidam ente si las antiguas leyes germ ánicas también pueden ras­trearse en Inglaterra.

E n K ent, las leyes de Hlothhaere y E adric (680 de nuestra era), se dice: «Si un esclavo da muerte a un hombre libre, c u a l­quiera que sea, el dueño debe pagar cien chelines y entregar al ase­sino . . . » 40. Se encuentran varias disposiciones similares. E n las leyes casi contemporáneas de Ine, la entrega y el pago son simples alternativas. «Si un esclavo de W essex dá muerte a un inglés, quien sea su dueño debe entregarlo a l señor y sus parientes, o dar por su vida sesenta chelines»50. Las leyes de A lfred o (871-901 de nues­tra era) contienen una disposición análoga referente al ganado. «Si un vacuno hiere a un hombre, debe ser entregado o debe llegarse a un arreglo» 51. Pese a que A lfredo vivió doscientos años después de los primeros legisladores ingleses citados, parece haber retrocedido hasta concepciones más prim itivas que las que encontramos en épocas anteriores a la suya, puesto que el mismo principio se extiende al caso de un árbol que mata a un hombre. «Si durante sus tareas un hom- ^ bre m ata a otro involuntariam ente, el árbol debe entregarse a los parientes quienes pueden hacerlo arrancar de la tierra dentro de trein ta noches. O pueden tomar posesión de quien sea dueño del árbol» 52.

E s oportuno hacer una comparación con lo que T ylor menciona referente a los rudos K u kis del sud de A s ia : «Si un tigre mataba a un K uld, su fam ilia caía en desgracia hasta que se habían desqui­tado matando y comiendo al tigre, o a otro tig re ; pero si un árbol eaía y m ataba a un hombre, sus parientes debían tomar venganza derribando al árbol y cortándolo en pedacitos» 53.

(49) O. 3; 1 Thorpe, Anc. Laws, pp. 27, 29.(50) C. 74; 1 Thorpe, p. 149; cf. p. 118, n. a. Véase LL. Hen. I, L X X , 5.(51) C. 24; i Thorpe, p. 79, Cf. Ine, c. 42; 1 Thorpe, p. 129.(52) C. 13; 1 Thorpe, p. 71.(53) 1 Tylor, P rim itive Culture, ed. Am., p. 286.

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Volviendo a Inglaterra, las leyes posteriores, de alrededor de cien años después de A lfredo hasta la colección conocida como Iiim leyes de Enrique I, compiladas mucho tiempo después de la ('on quista (N. del T. 9), aumentan la responsabilidad del señor por bu fam ilia y lo hacen garante de la buena conducta de sus hombres. S i ellos deben pagar una m ulta a l rey y huyen, el señor debe pa garla, a menos que pueda demostrar su ausencia de complicidad. Sólo en un período posterior he encontrado la responsabilidad ili m itada del patrón por su dependiente, que tuvo origen en el Con­tinente, tanto en las tribus germ ánicas como en Roma. No puedo decir si el principio se estableció como un producto nativo, o si el último paso se tomó bajo la influencia del derecho romano, del que Bracton hizo abundante uso. Basta decir que la tierra estaba lista para ello, y que echó raíces en una época p rim itiv a 54. Esto es todo lo que se necesita decir aquí con referencia a la responsabilidad del patrón por los daños cometidos por sus dependientes.

A continuación veremos cómo se transform ó el principio en cuanto se aplicó a los animales. E n nuestros días, los hombres están obligados a im pedir que su ganado cometa transgresiones y son re s­ponsables por los daños causados por su perro o por cualquier ani­mal feroz, si conocen las tendencias del anim al a realizar tales da­ños. E l problema reside en saber si puede establecerse alguna cone­xión entre estas m uy razonables e inteligibles normas del derecho moderno y la entrega ordenada por el rey A lfredo.

Vayam os entonces a uno de los antiguos libros del derecho es­cocés, donde el viejo principio aparece todavía en su plenitud, ex­presado con las razones que en la época se en ten d ían 55: «Gif ane wylde or head-strang horse, carries ane man against his will over an craig, or heuch, or i o the water, and the man happin to drowne, the horse shall perteine to the king as escheit. Bot it is otherwise of ane tame and dantoned horse; g if any man fu lish lie

(N . del T. 9 ): Se refiere a la Conquista de Inglaterra por Guillermo, Duque de Normandía, en el año 1066.

(54) Cf. Molloy, Libro 2, cap. 3, 16, 24, ed. I I I : «Visum f iú t curiae, quod unusquisque m agister navis tenetur respóndete de quacunque transgressione per servientes suos in navi sua facta». Las Leyes de Oleron se apoyaron en (>ste caso. Cf. E sta t. de S taple, 27 ed. I I I Estat. 2, c. 19. Más tarde, es clara la influencia del derecho romano.

(55) Quon. Attach., c. 48, pl. 10 et seq. Cf. The Forme and Manner of Barón Conrts, c. 62 et seq.

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34 COMMON LAW

E xtraviarse es de la naturaleza de esos animales, que el com­mon law reconoce como el objeto de un derecho de propiedad, y en tal caso, causar daños al pisotear el campo y comer los sembrados. Pero al mismo tiempo, resulta habitual y fácil retenerlos. Por otra parte, un perro, que no es objeto de un derecho de propiedad, no comete ningún daño por el hecho de cruzar simplemente la tierra de quien no es su dueño. De aquí que, hasta este punto, el nuevo dere­cho podría haber seguido al antiguo. E l derecho de propiedad sobre el animal ofensor, que fue el antiguo fundam ento de la responsa­bilidad, pudo haber sido adoptado con bastante seguridad, como prueba de la responsabilidad basada en la culpa del dueño. Pero la responsabilidad por los daños de una índole sorprendente en dichos animales, se determina por fundamentos que la tradición ha a lte­rado relativam ente poco. He explicado el desarrollo en el derecho romano, de la responsabilidad personal por animales feroces y sal­vajes; nuestro derecho parece haber seguido al romano.

Seguiremos ahora la historia de esa rama del concepto prim i­tivo que era el menos apto para sobrevivir: la responsabilidad de las cosas inanimadas.

H abrá de recordarse que el rey A lfred o ordenó la entrega de un árbol, pero que el derecho escocés posterior la negó porque una cosa m uerta no podía tener culpa. También habrá de recordarse que en el derecho escocés los animales decomisados pasaban a ser de propiedad del rey. Lo mismo sucedía en In glaterra hasta bien entrado este siglo y aún con respecto a objetos inanimados. E n tiem­pos de B ra c to n 65, cuando un hombre era asesinado, el investiga­dor sum ariante debía tasar el objeto que había causado la muerte y decomisarlo como deodand «pro rege». Debía entregarse a Dios, es decir, a la Iglesia, para el bien del alma del rey. L a muerte de un hombre ya no era una cuestión privada de sus amigos, como en la época de las costumbres bárbaras. E l rey, que proporcionaba el tribunal, ahora demandaba la pena. Suplantaba a la fam ilia en la sanción de la culpabilidad, y la Iglesia lo suplantaba a él.

por fa lta de una buena guarda», en 27 Ass., pl. 56, fol. 141 A. D. 1353 ó 1354. Mucho más tarde se enuncia la razón en forma absoluta: «porque estoy obliga­do por el derecho a guardar mis animales sin que hagan daño a nadie». Mich, 12 Henry V II., Keilway, 3 b, pl. 7. Véase más adelante la diferencia con respecto a un caballo que mata a un hombre en Begiam M ajestatem , IV , c. 24.

(65) Fol. 128.

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E n la época de Eduardo I, algunos casos nos recuerdan las leyes bárbaras en su momento de m ayor rudeza. Si un hombre caía de un árbol, éste era deodandC(t. Si se ahogaba en un pozo, debía ser ceg ad o 67. No importaba que el instrumento decomisado per- letieciera a una persona inocente. «Si un hombre mata a otro con la espada de Juan, en Stile, la espada será decomisada como deodand, aunque el dueño no tenga culpa» 68. Esto es de un libro escrito durante el reinado de Enrique V I I I , alrededor de 1530. Y se ha re­petido desde la época de la reina Isab e l60 hasta hace casi cien años 70, que si mi caballo atropella a un hombre, luego de lo cual yo lo vendo, y a continuación ese hombre muere, el caballo será decomisado. De aquí surge que hasta m uy recientemente, en to<3as las acusaciones por homicidio ha sido necesario m anifestar cuál fue el instrumento que causó la muerte y su valor (como, por ejemp]0> que el golpe se dio con cierto cortaplum as de seis peniques) a fjn de obtener su decomiso. Se dice que de esta manera se produjo el decomiso de una máquina a vapor.

Llego ahora a lo que considero la transform ación más no­table de este principio y que constituye un elemento m uy impor­tante de nuestro derecho moderno. Abandono momentáneamente el common law para ocuparme de las doctrinas del derecho marítimo. E n los libros antiguos a que acabo de referirm e, y hasta mucho tiempo después, se destaca el hecho del movimiento como dotado ¿le la m ayor im portancia. H enry Spigurnel, un juez de la época de E duardo I, dijo que «cuando un carro mata a un hombre, o oll0 ocurre por el derrumbe de una casa, o en otra manera parecida, sien­do la cosa en movimiento la causa de la muerte, ésta será deo­dand» n . A sí, se dijo en el reinado siguiente que «omne illnd quod movet cum eo quod occidit homines deodandum domino Regí erit, vel feodo clerici» 72. Se ve, de este modo, como el movimiento confería vida al objeto comisado.

( 66) Cf. 1 Britton (N ich .), 6 a, b, 16 (numeración superior 15, 39). Bract., fol. 136 b; LL. Alfred, c. 13 (1 Thorpe, Anc. Laws, p. 7 1 ); lex Saxon, Tit. X III .; Leg. Alamann, Tit. C III. 24.

(67) F leta, I. 26, 10; Fitzh. Abr. Corone, pl. 416. Véase en general, Staua¿_ forde, P. C., I . c. 2, fol. 20 e t seq.; 1 Hale, P. C. 419 et seq.

( 68) Doctor and Student, Dial. 2, c. 51.(69) Plowd. 260.(70) Jacob, Law D ict., Deodand.(71) Y. B. 30, 31 ed. I , pp. 524, 525; cf. Bract. fol. 136 b.(72) Fitzh. Abr. Corone, pl. 403.

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E l ejemplo más característico es el de un b arco : los libros an­tiguos nos dicen que si un hombre se ahoga al caer de un barco, el movimiento de éste debe ser considerado la causa de su muerte, y el barco es com isado: siempre, sin embargo, que ello haya ocurrido en agua d u lc e 7S. Porque si la muerte tuvo lugar en alta mar, se encontraba fuera de la jurisdicción ordinaria. Se ha pensado qae esta estipulación significaba que los barcos en alta mar no eran com isados74; pero se conoce que en el Parlam ento hubo una larga serie de peticiones, dirigidas al rey para suprim ir tales co­misos, lo que y a significa otra cosa 75. L a verdad parece ser que los comisos también tenían lugar, pero por un tribunal diferente. Un m anuscrito del reinado de Enrique V I , impreso solo reciente­mente, nos revela el hecho de que si un hombre moría o se ahogaba en el m ar por el movimiento del barco, éste era comisado por el alm irante (N. del T. 1 1 ) en virtud de un procedimiento ante el tribun al del Alm irantazgo, y sujeto a ser liberado por un favor del alm irante o del r e y 76.

Un barco es la más viviente de las cosas inanimadas. A veces los criados adjudican género femenino a los relojes, pero todo el mundo atribuye género a los barcos. E n consecuencia, no debemos sorprendernos de encontrar un modo de conducta que ha demos­trado una vitalidad tan extraordinaria en el derecho penal, aplica­do luego en el derecho marítimo con perfección aún más sorpren­dente. Sólo suponiendo que el barco sea tratado como si se hallara dotado de personalidad, pueden resultar inteligibles las peculiari­dades, aparentemente arbitrarias, del derecho marítimo, que en ba­se a tal suposición adquieren lógica y consecuencia.

P ara ver en qué consisten esas peculiaridades, tomemos el caso

de una colisión en el mar, producida entre dos barcos, el Ticonde- roga y el Melampus, por exclusiva culpa del primero. Este barco

había sido arrendado, y el arrendatario cuenta con su propio capi­

(73) Bract. 122; 1 B ritton (N ich .), top p. 16; F leta, F leta, I. c. 25, 9, fol. 37.

(74) 1 Hale, P. C. 423.(75) 1 Rot. Parí. 372; 2 Rot. Parí. 345, 372 a, b; 3 Rot. Parí. 94 a, 120 a,

121; 4 Rot. Parí, 12 a, b, 492 b, 493. Pero véase Hale, 1, P . C. 423.(N . del T. 11 ): «Adm iral» (alm irante), era en el antiguo derecho inglés

el alto funcionario que dirigía la marina del rey y resolvía las causas por con­flictos del mar.

(76) 1 Black BooTc of the A dm ira lty , 242.

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tán, sin que el propietario del barco ejerza dirección alguna «obre él. E n consecuencia, el propietario no es culpable y ni siquiera pue­de acusárselo sobre la base de que el daño fu e causado por suk de­pendientes. E n virtud de principios elementales, se halla libre do responsabilidad personal. No obstante ello, está perfectam ente es­tablecido que existe un gravam en sobre el barco por el monto del daño cau sado77, lo que significa que como consecuencia de un procedimiento en cualquier tribunal del alm irantazgo, el barco puede ser incautado y vendido para pagar el daño. S i el cuidador de un establo alquila un carro y un caballo a un cliente, quien por m anejarlo negligentemente atropella a un hombre, a nadie se le ocurriría pretender el derecho a incautarse del carro y del caballo. Se com prendería que los únicos bienes que podrían venderse para pagar los daños serían de propiedad del causante de tales daños.

Pero supongamos ahora que el barco, en lugar de estar en arriendo, se encuentra a cargo de un práctico, cuyos servicios deben emplearse obligatoriamente, de acuerdo a las leyes del puerto al que está arribando. L a Corte Suprem a de los Estados Unidos sostiene que en este caso el barco también es responsable78. Probable­mente, los tribunales ingleses hubieran decidido el caso de manera diferente; en Inglaterra, la cuestión está resuelta por ley. A llí, el tribunal de apelaciones, o sea el Consejo Privado, ha estado cons­tituido en gran parte por abogados del common law, evidenciando una m arcada tendencia a asim ilar doctrinas del common law. P ara el common law, quien no hubiera podido hacer declarar la respon­sabilidad personal del propietario, tampoco podría lograr que un 6ien mueble particu lar estuviera sujeto a responder por un daño del que hubiera sido instrumento. Pero nuestra Corte Suprem a ha reconocido desde antiguo que una persona puede accionar contra un barco, aún cuando no hubiera podido obligar a los dueños personal­mente, porque aquél no es su mandatario.

Puede adm itirse que si esta doctrina no estuviera apoyada por una apariencia de buen sentido, no habría sobrevivido. A l contra­tar con extranjeros, el barco es la única garantía disponible. Antes que obligar a los propios compatriotas a accionar ante tribunales extranjeros, es preferible incautarse del barco y satisfacer la de­m anda entre nosotros, dejando que los propietarios extranjeros ob-

(77) Cf. Ticonderoga, Swabey, 215, 217.(78) Clúna, 7 W all. 53.

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tengan su indemnización en la form a que puedan. Me parece que una idea de esta índole ha contribuido a mantener en vigencia tal práctica, pero pienso que el verdadero fundam ento histórico se ha­lla en otra parte. Sin duda el barco, como la espada ™, sería de­comisado por causar una muerte, cualesquiera fueran las manos en que hubiera estado. Del mismo modo, si el capitán y los marineros de un barco provisto de cartas de represalia, incurrían en actos de piratería contra un amigo del rey, de acuerdo con el derecho ma­rítimo, el propietario perdía el barco, pese a que el delito se hu­biera cometido sin su conocimiento o consentim iento80. Parece m uy probable que el principio por el cual, si el barco causaba una m uerte o incurría en piratería era decomisado a favor del rey, sea el mismo que aquel por el cual se hallaba obligado respecto a dam­nificados particulares con motivo de otros daños, cualesquiera fu e­ran las manos en que hubiera estado al cometerse el daño.

S i hoy le decimos a un hombre sin mayores conocimientos: «E l barco lo hizo y debe pagar por ello», podría dudarse si se daría cuenta de la falacia o si estaría dispuesto a explicar que el barco no es sino un bien y d e c ir : «El barco debe pagar por ello» 81, cons­tituye simplemente una manera dram ática de m anifestar que debe venderse la propiedad de alguien, aplicando el producido a pagar los daños cometidos por otra persona.

Parecería que un lenguaje semejante ha bastado para satisfa­cer la mente de grandes abogados. L a cita siguiente constituye un pasaje de una sentencia del C hief Justice M arshall, que a su vez fue citado con aprobación por el juez Story, al redactar la opinión de la Corte Suprem a de los Estados Unidos: «No se trata aquí de un procedimiento contra el prop ietario ; se trata de un procedimien­to contra el barco por un delito que cometió ese b a rco ; que no es menos delito ni deja de sujetar al barco a comiso porque haya sido cometido sin la autoridad y contra la voluntad del dueño. E s cier­to que una cosa inanim ada no puede cometer un delito. Pero la tr i­pulación, dirigida por el capitán, animó y puso en acción a esa cosa. E l barco actúa y habla por intermedio del capitán y también por su mediación se hace presente. E n consecuencia, es razonable pensar que el barco habrá de verse afectado por este informe». Y ,

(79) D octor <$• S tudent, Dial. 2, c. 51.(80) 1 Roll. Abr. 530 (C) 1.(81) 3 Black Book of Adm. 103.

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de nuevo, el juez S tory cita de otro caso: «Aquí se considera quo prim ordialm ente la cosa es la ofensora, o más bien que el daño so atribuye primordialm ente a la cosa» 82.

E n otras palabras, esos grandes jueces, pese a saber, por su­puesto, que los barcos tienen tanta vida como las ruedas de los molinos, pensaban no solamente que el derecho consideraba a los barcos como dotados de vida, sino tam bién que era razonable que el derecho los considerara así. E l lector habrá de observar que no decían simplemente que resulta razonable, sobre fundam entos de política, sacrificar la justicia debida al propietario en aras de la garantía hacia un tercero, sino que es razonable considerar al barco como la cosa ofensora. Cualquiera sea el oculto fundam ento de po­lítica, su pensamiento sigue revistiéndose de un lenguaje perso- nificador.

Prosigam os ahora con las peculiaridades del derecho marítimo en otros aspectos, puesto que los casos citados no son más que partes de un gran todo.

De acuerdo con el derecho marítimo de la Edad Media, el barco era no solamente la fuente, sino también el límite, de la res­ponsabilidad 83. L a regla prevaleció y fue adoptada por las leyes inglesas y por nuestra propia ley del Congreso de 1851, de acuerdo a la cual el propietario queda libre de responsabilidad por actos ilí­citos del capitán que él haya designado, mediante la entrega de sus intereses en el barco y el flete que haya obtenido. Segiin las doctri­

nas del derecho de agency (N. del T. 12 ), el propietario sería per­sonalmente responsable por la totalidad del daño. S i el origen del sistema de la responsabilidad lim itada, que se considera tan esencial para el comercio moderno, debiera atribuirse a esas consideraciones de orden público sobre las cuales se apoyaría actualmente, no ten­dría nada que ver con el derecho referente a las colisiones. Pero si los lím ites de la responsabilidad se encuentran aquí sobre los mismos fundam entos que la noxae deditio, se confirm a la explicación dada más arriba sobre la responsabilidad del barco por los daños por él cometidos mientras se hallaba fuera de las manos de su dueño e,

(82) Malek Adhel, 2 How. 210, 234.(83) 3 K ent 218; Customs o f the Sea, cap. 27, 141, 182 en 3 Black Book

o f the A dm ira lty , 103, 243, 345.(N . del T. 12) : Por agency se entienden todas las relaciones en virtud de

las que una persona actúa por o representa a otra, con la autorización de ésta.

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inversamente, la existencia de ta l responsabilidad confirm a el pre­sente argumento.

Tomemos ahora otra regla, para la cual, como de costumbre,

existe una plausible explicación de política. Se dice que el flete es

madre de los salarios, puesto que, «si los marinos hubieran de cobrar sus salarios aún en caso de que el barco pereciera, no usarían todos sus empeños ni arriesgarían sus vidas por la seguridad del bar­

co» 84. E l m ejor comentario que puede hacerse a este razonamien­to es que en ese punto, el derecho ha sido m odificado recientemen­te por ley. Pero aún en el derecho antiguo había una excepción que no armonizaba con la supuesta razón. E n caso de naufragio, que

era la manera común de perder el flete, la garantía de los marinos

subsistía en tanto se salvara alguna porción del barco. Supongo que

se habrá dicho que era de buena política animarlos para que salva­

ran lo que pudieran. Si consideramos que los marinos eran emplea­

dos del barco, entendemos rápidam ente la regla y su excepción. Como

se dijo al defender un caso en tiempos de Guillermo III , «el barco

es deudor» 85. Si el deudor se perdía, el asunto con clu ía ; si una parte del barco llegaba a la costa, contra esa parte se podía proceder.

A ú n la regla en su form a moderna, o sea que el flete es madre de los salarios, se demuestra por la explicación dada comúnmente

con referencia a la cuestión de si el barco se perdió o llegó a salvo.

E n la fuente más antigua del derecho marítimo que hoy se conoce,

en cuanto yo haya podido descubrir, se dispone que los marinos

pierden su salario cuando se pierde el b a rco 80. B e manera pa­recida, en lo que el editor inglés del Consulado del M ar, S ir Travers

Twiss, dice ser su parte más a n tig u a 87, leemos que «cualquiera sea el fletador que huya o muera, el barco está obligado a pagar a

(84) 3 K ent, «Comm.», 188.(85) Clay v. Snelgrave, 1 Ld. Raym. 576, 577; s. c. 1 Salk, 33. Cf. Molloy,

p. 355; Book II , cap. 3, 8.( 86) «A ns perdront lurs loers quant la nef est perdue», 2 BlacTc BooTc,

213. Esto es de los Juicios del Mar, los que, de acuerdo con el editor (II , pp. xliv, xlvii) es la fuente más antigua que se conoce del derecho marítimo mo­derno, con excepción de las decisiones de Trani. A sí dice Molloy, Libro II , cap. 3, 7, p. 354: «Si el barco perece en el mar, pierden sus salarios». Tam­bién Siderfin, 1, 236, pl. 2.

(87) 3 BlacTc BooTc, pp. lix, lxxiv.

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FORMAS PRIMITIVAS DE RESPONSABILIDAD 41

los marinos» 8á. Pienso que debemos suponer que el barco estaba obligado por el contrato con los marinos, de la misma manera en que lo estaba por los delitos de que debía responder, ta l como, según el antiguo derecho romano, el cuerpo del deudor respondía por sus deudas y por sus delitos.

Lo mismo sucedía respecto de otros negocios marítimos con el barco, sea por vía de contrato o de alguna otra manera. Si un barco es objeto de salvamento, el tribunal del alm irantazgo lo habrá de retener, pese a que se dudara acerca de si correspondería una acción contractual en el caso de que los dueños fueran demandados ante los tribunales com unes89. De igual modo, el barco está obligado por el contrato del capitán, a llevar carga, como en el caso de coli­sión, pese a hallarse arrendado en ese momento. Tam bién en tales casos, de acuerdo con nuestra Corte Suprema, el capitán puede obli­gar al barco aún cuando no pueda obligar a los p rop ietarios90. «De acuerdo con la costumbre, el barco está obligado a la merca­dería y la m ercadería al barco» 91. «Conforme al derecho m arí­timo, cualquier contrato del capitán im plica una hipoteca»92. No hay duda de que podría argumentarse con fundam ento que. en cuanto concierne a los contratos marítimos comunes, en muchos ca­sos la transacción debe realizarse sobre la garantía del barco o de la m ercadería y que en consecuencia es de práctica dar esta garan­tía en todos los casos; que el riesgo a que sujeta a los navieros es calculable, y que ellos deben tenerlo en cuenta al arrendar sus bar­cos. En muchos casos, cuando una persona hace valer un privilegio marítimo por vía de contrato, ha mejorado la condición de la cosa sobre la que se reclam a el privilegio, lo que en algunos sistemas se ha reconocido como fundam ento de tal p r iv ile g io 93. Pero ello no sucede así universalm ente, ni tampoco en los casos más importantes. Debe dejarse que el lector dccida si no ha quedado ya demostrado que la misma confusión m etafísica que surgió naturalm ente respecto

( 88) 3 Black Book, 263. Sin embargo, debe agregarse que en el mismo libro se dice que si las autoridades locales detienen a un barco en puerto, el capitán no está obligado a pagar el salario de los marinos, «puesto que él no ha obtenido ningún flete».

(89) Lipsom v. Harrison, 2 W eekly Rep. 10 Cf. Louisa Jane, 2 Lowell, 295.(90) 3 Kent, Comm (12 ed .), 218; ib. 138, n. 1.(91) Kent, 3, 218.(92) Justin v. Bailar)i, 1 Salk. 34; s. c. 2 Ld. Raym. 805.(93) D. 20. 4. 5, 6 ; cf. Livy, X X X . 38.

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a los actos dolosos del barco, afectó el modo de pensar referente a sus contratos. Obviamente, el modo de considerar a los barcos tomó la forma que prevaleció en los casos primeramente mencionados. Pardessus, elevada autoridad en la materia, dice que el privilegio por el flete goza de prioridad aún contra el dueño de mercaderías robadas, «desde que el capitán trata menos con la persona que con la cosa»94. A sí, al defender un famoso caso inglés, se dijo que «el barco está en lugar del dueño, siendo en consecuencia responsa­ble» °5. E n muchas situaciones contractuales, así como en casos de actos ilícitos, el barco no era solamente la garantía de la deuda, sino también el lím ite de la responsabilidad del propietario.

Los principios del derecho m arítimo se hallan incorporados a su procedimiento. Puede demandarse a un barco por su nombre y cualquier persona que tuviera intereses en él, está en libertad para presentarse y d efen derlo; si la demanda tiene éxito termina con la venta del barco y el pago de la reclamación del actor con el produ­cido de la misma. E n una época tan antigua como la de Jacobo I, se decía que «la demanda debía tener lugar contra el barco y las m ercaderías solamente y no contra la parte» 96. Y para tal a fir­mación se citaban opiniones del reinado de Enrique V I, el mismo reinado donde el alm irante, como hemos visto, reclamaba el deco­miso de los barcos que habían causado una muerte. Sin embargo, me veo obligado a decir que yo 110 he encontrado una opinión de tal época.

H asta ahora hemos seguido el desarrollo de las principales fo r­mas de responsabilidad en el derecho moderno, en todo aquello que no eran las consecuencias inmediatas y m anifiestas de los actos per­sonales de un hombre. Hemos visto el curso paralelo de los sucesos en los dos sistemas — el derecho romano y las costumbres germ anas— y en el vástago de ambos en el suelo inglés, en lo que se refería a los dependientes, los animales y las cosas inanimadas. Hemos visto un solo gormen m ultiplicarse ram ificándose en productos tan d ife­rentes uno del otro como la flor de la raíz. Apenas si cabe pregun­tarnos en (pié consistía ese germ en: hemos visto que era el deseo de tomar represalias en contra de la cosa ofensora. Sin duda podría argumentarse que muchas de las reglas form uladas se derivaban

(94) Pardessus, L'roit Comm., n. 961.(95) 3 Keb. 112, 114, citando 1 Roll. Abr. 530.(96) Godbolt, 260.

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de la incautación de la cosa ofensora como garantía de la repara­ción, en un principio, quizá, al m argen de la l e y 97. Esa explica­ción, del mismo modo que la que hemos ofrecido aquí, mostraría que no se habían alcanzado aún las doctrinas modernas sobre la responsabilidad, desde que el dueño de la cosa podría perfectam en­te no haber sido la persona culpable. Pero no ha sido esa la opinión de los jueces más competentes. Una estimación de los ejemplos más antiguos habrá de mostrar, como podría esperarse, que la venganza y no la indemnización — y la venganza sobre la cosa ofensora— era el objeto original. E n el Exodo el buey debía ser lap id ad o ; el hacha del derecho ateniense debía ser proscripta; el árbol, en el ejemplo del señor Tylor, debía cortarse en pedazos; en todos los sistemas el esclavo debía entregarse a los parientes del asesinado a fin de que ellos hicieran con él lo que les p are ciera98; la cosa deodand era m aldita. L a lim itación originaria de la responsabilidad por el abandono, cuando el propietario se hallaba frente al tribunal, 110

podía ser tenida en cuenta porque era su responsabilidad personal y no la de la cosa de su propiedad, que era la que estaba en cues­tión. A ú n cuando, como en algunos casos, parece haberse intentado la expiación antes que la venganza, el objeto se halla igualmente alejado de un embargo extrajudicial.

L a precedente historia, aparte de los objetivos por los cuales se la ha formulado, ilustra bien la paradoja entre la form a y la m ateria dentro del desarrollo del derecho. E n cuanto a la forma, su crecimiento es lógico. L a teoría oficial consiste en que cada nueva decisión sigue en form a silogística los precedentes existentes. Pero de la misma form a que la clavícula del gato sólo nos dice de la existencia de una criatura prim itiva a la cual era útil, los prece­dentes sobreviven en el derecho mucho tiempo después de finalizar la utilidad que prestaron y cuando ya se ha olvidado, la razón que les dio vida. E l resultado de seguirlos consistirá a menudo en el fracaso y la confusión, desde el punto de vista meramente lógico.

Por otro lado, el crecimiento del derecho es sustancialmente le­gislativo. Y ello en un sentido más profundo que aquél por el que los tribunales declaran que lo que siempre ha sido derecho es nuevo en los hechos. E s legislativo en cuanto a sus fundamentos. Las pro­pias consideraciones que los jueces mencionan m uy raramente, y

(97) 3 Colquhovn, R om m Civil Law, 2196.(98) Lex ¡salica (M erkel), L X X V II; Ed. Ililperieli, 5.

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H H 'i n p r c como pidiendo disculpas, son las r a í c e s s e c r e t a s de las que el derecho deriva los jugos de su vida. Me refiero, por supuesto, a las consideraciones acerca de lo que es conveniente para la comu­nidad en cuestión. Cuakpiier principio im portante que se desarrolle en los litigios tribunalicios, es en los hechos y en el fondo, el resultado de opiniones más o menos definidas de orden p ú b lico ; sin duda y casi siempre de acuerdo a nuestras prácticas y tradicio­nes, el resultado inconsciente de preferencias instintivas y convic­ciones inarticuladas, pero en último análisis no menos atribuible a opiniones de orden público. Y como el derecho es adm inistrado por hombres capaces y experimentados que saben demasiado para sa­crificar el buen sentido en aras de un silogismo, se comprobará que cuando las viejas reglas se mantienen de la manera que ha sido y será mostrado en este libro, se ha encontrado para ellas fundam entos nuevos más adaptados a la época, y que gradualm ente van recibien­do un nuevo contenido y por último una nueva form a proveniente del terreno al que se las ha transplantado.

H asta aquí tal proceso ha sido en gran parte inconsciente. A ese respecto es im portante tener en cuenta cuál ha sido el verdadero curso de los sucesos. Aunque sólo fuera para insistir en un reconoci­miento más consciente de la función legislativa de los tribunales, como acaba de explicarse, tal empeño sería útil, como veremos luego más claramente 99.

Lo que se ha dicho explica el fracaso de todas las teorías que consideran solamente el aspecto form al del derecho, sea que inten­ten deducir el corpus de postulados a priori, o caigan en el error más humilde de suponer que la ciencia del derecho consiste en la elegantia juris o cohesión lógica de las partes. L a verdad es que el derecho siempre se aproxima a la consistencia, pero nunca la alcan­za. E n un extremo siempre está adoptando nuevos principios de la vida, y en el otro, retiene los antiguos que vienen de la historia y que aún no han sido absorbidos o descartados. Sólo llegará a ser enteramente consistente cuando deje de crecer.

El estudio que hemos realizado es necesario tanto para el co­nocimiento como para la revisión del derecho.

Por más que codifiquemos el derecho en una serie de disposi­ciones d<’ apariencia auto-suficiente, esas disposiciones no serán sino

( D l l ) W « u h o Capítulo I I I , ad fin .

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una etapa en su continuo crecimiento. P ara entender todo su al­cance y para saber como habrán de ser consideradas por jueces fa ­m iliarizados con el pasado que el derecho involucra, debemos sa­ber algo de ese pasado. L a historia de lo que ha sido el derecho es necesaria para el conocimiento de lo que ese derecho es.

E l proceso • que he descripto ha abarcado tanto el intento de seguir los precedentes como el de encontrar buenas razones para ellos. Cuando descubrimos que en grandes e im portantes ramas del derecho, los diferentes fundamentos de política que justifican las distintas reglas son invenciones posteriores adaptadas para expli­car lo que no es sino supervivencia de tiempos más primitivos, tene­mos derecho a reconsiderar las razones populares y decidir de nue­vo si esas razones resultan satisfactorias. Podrían serlo, pese a la form a en que aparecieron. S i la verdad no fuera sugerida a menu­do por el error, si las viejas herram ientas no pudieran adaptarse a nuevos usos, el progreso humano sería lento. Pero el examen y la revisión están justificados.

Pero ni las consideraciones precedentes, ni el propósito de ex­hibir los m ateriales de antropología contenidos en la historia del derecho, son nuestros objetivos inmediatos. Mi finalidad y mi pro­pósito han sido demostrar que las diferentes form as de responsa­bilidad que conoce el derecho moderno han brotado del fundam en­to común de la venganza. E n el campo de los contratos tal hecho apenas si será significativo, fuera de los casos que se han expuesto en este Capítulo. Pero es de prim era im portancia en el derecho pe­nal y en el de los actos ilícitos: allí muestra que ambos han partido de una base moral, de la idea de que la reprobación debe recaer sobre alguien.

Queda por demostrar que, aiin cuando se conserva la termino­logía de la moral y aunque todavía y siempre el derecho sigue mi­diendo, en cierto sentido, la responsabilidad juríd ica según pautas morales, sin embargo, por la propia necesidad de su naturaleza, está continuamente transm utando esas pautas morales en normas exter­nas u objetivas, de las cuales se elimina totalmente la efectiva cul­pabilidad do la parte comprometida.

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CAPITULO II

E L D E R E C H O P E N A L

A l principio del prim er capítulo se demostró que en el dere­cho prim itivo las denuncias sólo tenían lugar con respecto a los

daños intencionales. L a denuncia fue una forma de procedimiento

mucho más antigua que la indietm ent (N. del T. 1) y puede decirse

que tuvo un aspecto crim inal tanto como un aspecto civil. Tenía el doble objetivo de satisfacer al particular por la pérdida sufrida,

y al rey por la ruptura de la paz. E n su aspecto civil, se cimentaba

en la venganza. E ra un procedimiento para obtener esos arreglos, al principio opcionales y luego obligatorios, por los cuales el cul­

pable se liberaba. E n tanto concernía al rey, no interesa desentra­

ñar si tenía el mismo objetivo de venganza o se d irigía de manera más p articu lar a increm entar sus rentas, desde que la demanda del

rey no aumentaba el alcance de la acción.

Parecería ser una inferencia justa que los delitos que podían ser objeto de un proceso se hallaban originariam ente limitados, de

la misma manera que aquéllos que daban lugar a una denuncia. Sea que la indietm ent se originara mediante un desprendimiento de la

denuncia o de alguna otra manera, lo cierto es que ambas estaban estrechamente relacionadas.

(N . del T. 1) : Por indietm ent se entiende la acusación por escrito que presenta el public prosecutor (acusador público o fisca l) ante el grand ju ry (jurado que puede estar formado hasta por veinticuatro personas y cuya obli­gación es oir las querellas y acusaciones en casos crim inales), detallando que la persona nombrada ha cometido un hecho punible por las leyes. Si el grand ju ry llega a la conclusión de que hay causas para suponer que la persona acu-

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L a absolución del demandado on the merits (N. del T. 2) era un impedimento a la indietm ent, y, por otra parte, cuando una de­nuncia se iniciaba de m anera justa, pese a que el denunciante sus­pendiera el proceso o fuera derrotado por la defensa, la causa po­día aún proseguirse en nombre del r e y 1.

E l presentment (N. del T. 3), que es la otra madre de nuestro procedimiento penal, tenía un origen distinto a la denuncia. Si, como se ha pensado, no era sino el sucesor del fresh suit (N. del T. 4) o de la lyneh law 2 (N. del T. 5), es también hijo de la venganza con m ayor claridad aún que el otro.

E l deseo de venganza im plica la opinión de que su objeto es efectiva y personalmente culpable. Parte de una norma interna y no de una objetiva o externa, y por ella condena a su víctim a. lia cuestión es si tal norma todavía se acepta, sea en su forma prim itivao en algún desarrollo más refinado, como se supone comúnmente, y ello no parece imposible, considerando la relativa lentitud con que ha avanzado el derecho penal.

Sin duda puede argumentarse con alguna fuerza que satisfa­cer el deseo de venganza nunca ha dejado de ser una finalidad del castigo. E l argumento se hace claro considerando aquellos ejemplos en que, por alguna razón, la indemnización por un delito está fuera de la cuestión.

sada ha sido culpable del hecho, endosa el bilí o f indietm ent con la expresión «a truo bilí», con lo que el acusado es sometido a proceso. A llí termina la función del grand ju ry , pues en el proceso penal propiamente dicho, se usa un jurado enteramente diferente.

(N . del T. 2) : Por m erits se entiende lo relativo a la substancia o al fondo del derecho, por oposición a la mera forma. A sí la absolución on the m erits es la que se basa en la justicia intrínseca de la defensa del demandado demostrada por los hechos substanciales del caso, por distinción de la defensa que so basa en objeciones técnicas o de naturaleza colateral.

(1 ) Cf. 2 Hawk. P. C. 303 et seq.; 27 Ass. 25.(N . del T. 3) : Por presentm ent se entiende la acusación por escrito que

presenta el grand ju ry por su propia observación o conocimiento, sin la inter­vención del public prosecutor.

(N . del T. 4 ) : Por fresh su it se entendía en el viejo derecho inglés, la inmediata y sostenida persecución de un ladrón que ha escapado.

(2 ) 2 Palgrave, Commonwealth, CXXX., CXXXI.(N . del T. 5 ) : Por lyneh law (ley de lynch) se entiende la acción de per-

ponas particulares, bandas organizadas o una muchedumbre, que toman a su cargo a personas acusadas o sospechadas do algún delito, o las sacan de la custodia del derecho, infligiéndoles un castigo sumario sin forma de juicio legaj y sin los órganos establecidos por el derecho.

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E s así que un acto puede ser de tal naturaleza como para hacer imposible la indemnización por haberse ultim ado a la víctim a, como en los casos de homicidio o manslaughter (N. del T. 6). Estos y otros delitos, como la falsificación, pese a dirigirse contra un indi­viduo, producen un sentimiento de inseguridad en terceras perso­nas, y esta inseguridad general no puede ser indemnizada.

E n cierto casos no hay modo de imponer una indemnización. En el proyecto de M acaulay para el Código Penal de la India, se con­sideraba de naturaleza penal la rup tura de contratos de transporte de pasajeros. Quienes transportaban los palanquines en la India eran demasiado pobres para pagar daños y perjuicios y sin em­bargo en ellos debía depositarse confianza suficiente para llevar a m ujeres y niños indefensos a través de regiones agrestes y deso­ladas, donde su abandono colocaría en gran peligro a las personas a su cargo.

E n todos estos casos el castigo queda como una alternativa. Puede infligirse al causante un dolor que no alcanza a restablecer a la víctim a en situación anterior o en alguna otra igualm ente buena, pero que le es infligido precisamente con el propósito de causarle dolor. Y en tanto este castigo toma el lugar de la indemnización, sea por causa de la m uerte de la persona contra quien se cometió el daño, o por el número indefinido de las personas afectadas, o por la imposibilidad de estimar en dinero el valor del sufrim iento, o por la pobreza del delincuente, puede decirse que uno de sus objetos es satisfacer el deseo de venganza. Y el prisionero paga con su cuerpo.

L a expresión puede hacerse más fuerte aún y decirse no sola­mente que el derecho hace, sino que debe hacer, que la satisfacción de la venganza sea el objeto. Sea como fuera, esta es la opinión de dos personalidades de opiniones tan opuestas como el obispo B u tler y Jerem ías B en th am 3. S ir James Stephen dice que «el derecho

(N . del T. 6) : Por m anslaughter se entiende la muerte ilegítim a que una persona causa a otra, sin malice. El m anslaughter puede ser voluntario, que es el que tiene lugar en estado de emoción violenta («upon a sudden heat o f the passions» ) , o involuntario, que tiene lugar cuando una persona al cometer un acto ilegítim o o un acto legítim o sin la precaución o la habilidad necesarias, en forma descuidada o no intencional («unguardedly or undesignedly») m ata a otra persona. El voluntario equivale a nuestro homicidio por emoción violenta; el involuntario al homicidio culposo y preterintencional.

(3 ) Butler, Sermons, V III . Bentham, Theory o f Legislation ( Principies o f Penal Code, Part. 2, cap. 16), Hildreth's tr., p. 309.

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penal se vincula a la pasión de la venganza en la misma relación que el matrimonio con el apetito sexual» 4.

E l prim er requisito de un sistema jurídico orgánico es estar en correspondencia con los sentimientos y demandas reales de la comunidad, sean justas o equivocadas. Si la gente lia de satisfacer su pasión de venganza fuera del derecho — en caso de que el derecho 110 la ayude— . el derecho no tiene otra elección que satisfacer él mismo tal anhelo, evitando así el mal m ayor del castigo por mano propia. A l mismo tiempo, no alentamos esta pasión, sea como par­ticulares o como legisladores. Adem ás, no cubre todo el terreno. H ay delitos que no la estimulan y naturalm ente confiamos en que los propósitos más importantes del castigo serán coincidentes con su íntegro campo de aplicación. Queda por descubrirse si existe ta l jiropósito general, y de ser así, cuál es. Las opiniones sobre la cues­tión se hallan divididas en diferentes teorías.

Se ha pensado que el propósito del castigo es la reform a del de­lincuente ; que es disuadir al delincuente y a todos cuantos cometan delitos sim ilares; y que constituye la retribución del delito. M uy pocos habrán hoy de sostener que el único propósito es el primero de los nombrados. Si fu era así, todos los delincuentes serían puestos en libertad tan pronto como parezca claro que nunca habrán de repetir su delito, y en el caso de ser incurables no serían castigados do ninguna manera. Por supuesto, resultaría d ifíc il conciliar el cas­tigo de la pena de muerte con esta doctrina.

La lucha principal se entabla entre los otros dos. Por una parte. (>x í m 1( ‘ la noción de un lazo místico entre el mal y el castigo; por la otra, que la imposición de un castigo es sólo un medio tendiente a un fin. Ilegel, uno de los grandes expositores de la prim era opi­nión, dice en su manera casi matemática, que el m al es la negación del bien y que el castigo o retribución es la negación de esa nega­ción. De tal manera el castigo debe ser igual, en el sentido de pro­porcionado al delito, porque su única función es destruirlo. Otros, sin este aparato lógico, se contentan con apoyarse en la sentida ne­cesidad de que el sufrim iento debe seguir al mal.

So ba objetado que la teoría preventiva es inmoral porque pasa por alto al delito y no sum inistra una medida del monto de la pena, con excepción de la opinión subjetiva del legislador respecto a la

(4) General View o f the Criminal Law of England, p. í>9.

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suficiencia del monto del sufrim iento preventivo^5. P ara decirlo en el lenguaje de K ant, trata al hombre como a una cosa y no como n una persona; como a un medio y no como a un fin en sí mismo. Se dice que ello está en pugna con el sentimiento de justicia y que viola los principios fundam entales de todas las comunidades libres en el sentido de que todos sus miembros tienen iguales derechos a la vida, la libertad y la seguridad p erson ale.

A pesar de todo esto, es probable que la m ayoría de los abo­gados de habla inglesa acepten sin vacilación alguna la teoría pre­ventiva. E n lo que respecta a la acusación de que viola el derecho a la igualdad, se replica diciendo que el dogma de la igualdad hace una ecuación entre individuos solamente y no entre un individuo y la comunidad. N inguna sociedad ha admitido no poder sacrificar <-1 bienestar individual a su propia existencia. Si el ejército necesita sol dados, los toma y los hace m archar a la muerte con la bayoneta < m i la espalda. Hace construir caminos y ferrocarriles a través de viejas comarcas, patrimonio de antiguas fam ilias, a pesar de la protesta de sus dueños, pagando sin duda el precio de plaza, ya que ningún gobierno civilizado sacrifica al ciudadano más de lo inevitable, pero sacrificando siempre la voluntad y el bienestar de éste al de la comunidad 7.

Si fu era necesario avanzar aún más por el campo de la moral, podría sugerirse que el dogma de la igualdad se aplica a los indi­viduos solamente dentro de los lím ites de las transacciones ordina­rias en el curso común de los negocios. No se puede discutir con el vecino excepto en base a la admisión momentánea de que él es1 ;i n sensato como uno mismo, pese a que de ninguna manera crea­mos «pie sea así. Del mismo modo, no podemos contratar con él, n í c i h I o ambos libres para elegir, sino sobre la base de un tratamien- lo igual y hallándonos ambos sometidos a las mismas reglas. E l cre­ciente valor que se adjudica a la paz y a las relaciones sociales tiende a dar al derecho del ser humano social la apariencia del de­recho de todos los seres. Pero me parece claro que 1a. última ratio, no solamente regum, sino de los particulares, es la fuerza, y que en el fondo de todas las relaciones privadas, por más atemperadas que

(5 ) Wliarton, Crim. Law, (8a. ed .), 8, n. 1.((!) Ibid., 7.(7 ) Aún el dereclio reconoce que esto es un sacrificio. Commonwealth v.

Matrin 2 Pick. (M ass.) 547, 549.

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se hallen por la sim patía y los sentimientos sociales, se encuen­tra una justificable auto-preferencia. Si un hombre se encuentra en el océano sujeto a un tablón que sólo puede sostener una per­sona, y un extraño se aferra a él, habrá de apartarlo, si puede. Cuando el estado se encuentra, en una posición sim ilar, hace lo mismo.

Las consideraciones que responden al argumento de los dere­chos humanos también contestan las objeciones al trato de los hom­bres como cosas, y similares. Si un hombre vive en sociedad, puede encontrarse tratado de esa manera. Sin duda, el grado de civiliza­ción alcanzado por un pueblo señala por su ansiedad en tratar a los demás de la misma m anera en que desea ser tratado él mismo. Puede que el destino del hombre sea que los instintos sociales evo­lucionen hasta controlar completamente sus acciones, aún en situa­ciones anti-socialcs. Pero aún no se ha llegado a ese punto, y como las normas juríd icas están basadas o debieran basarse en la m ora­lidad generalmente aceptada, no puede form ularse una teoría ci­mentada sobre la norma de la absoluta generosidad, sin que se produzca una rup tura entre el derecho y las creencias actuantes.

Si fuera cierto, como trataré de demostrarlo, que los princi­pios generales de la responsabilidad penal y civil son los mismos, de ello sólo habrá de seguirse que la teoría y los hechos concuerdan en castigar frecuentemente a quien no ha sido culpable de violar las normas morales y (pie 110 podría ser condenado excepto por re­glas que dejen de lado, de m anera evidente, las peculiaridades per­sonales de los individuos implicados. Si el castigo se cim entara sobre las bases morales que se sugieren, lo primero a considerarse serían esas limitaciones a la capacidad para elegir en form a recta que nace de los instintos anormales, de la fa lta de educación o de inteligencia, y de todos los otros defectos más señalados en las clases criminales. No digo que 110 debieran ser tenidos en cuenta o al menos no necesito decirlo en apoyo de mi argumentación. No digo que el. derecho penal hace más bien que daño. Solamente digo que no es sancionado ni adm inistrado sobre la base de esa teoría.

Queda por mencionarse el argumento afirm ativo en favor de la teoría de la retribución, en el sentido de que la adecuación del castigo al delito es algo axiomático, instintivam ente reconocido por las montes sanas. Creo que en toda auto-inspección se verá que este sentimiento de adecuación sólo es absoluto e incondicional en el

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caso de nuestro prójimo. No me parece que alguien que se haya convencido de que un acto suyo fue malo y de que nunca lo vol­verá a cometer, sienta la menor necesidad de ser sometido a un sufrim iento por lo que ha hecho, pese a que, en lo que respecta a terceros, podría, como filósofo, adm itir la necesidad de que so los haga su frir para am edrentrar a otros. Pero cuando nuestro pró­jim o comete un delito sentimos a veces lo adecuado de someterlo a un dolor, se haya arrepentido o no. E l sentimiento de adecua­ción parece ser solamente venganza disfrazada y yo y a he reco­nocido que la venganza era un elemento del castigo, aunque no el principal.

Pero la supuesta intuición de lo adecuado no me parece que sea coincidente con aquéllo por lo que debe responderse. Los casti­gos menores son tan adecuados a los delitos menores como los más grandes a los delitos más grandes. Por consiguiente, la exigencia de que el delito debe ser seguido por el castigo debería ser igual y absoluta en ambos casos. Un málum prohibitum es tan delito como un malum in se. S i hay un fundam ento general para el castigo, debe aplicarse tanto a un caso como a otro. Pero difícilm ente puede de­cirse que, si en el caso que hemos supuesto, el delito consistiera en la violación de las leyes im positivas y el gobierno hubiera sido indemnizado por la pérdida, habremos de sentir la necesidad in­terna de que un hombre que se ha arrepentido totalm ente de su delito deba ser castigado por el mismo, a no ser sobre la base do (pie su acto fue conocido por terceras personas. S i fue conocido, el derecho tendría que cum plir sus amenazas a fin de que otros pudieran creer y tem blar. Pero si el hecho fue un secreto entre el soberano y el súbdito, el soberano, si estuviera exento de pasión, sin duda habría de considerar que en tal caso el castigo no tendría ninguna justificación.

P or otra parte, no puede existir un caso en que el legislador califique de crim inal cierta conducta sin demostrar el deseo y el propósito de im pedir tal conducta. De tal manera, la prevención parecería ser el principal y único propósito universal del castigo. E l derecho amenaza con ciertas penas si se realizan determinados hechos, con la intención de dar nuevos motivos para no cometerlos. Si se persiste en hacerlos, debe in flig ir el castigo a fin de que sus amenazas continúen siendo creídas.

Si esto significa una versión exacta del derecho en la actúa-

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lidad, el derecho trata indudablemente al individuo como un medio hacia un fin y lo usa como una herram ienta para aum entar el bien­estar general a su propia costa. Más arriba se ha sugerido que este proceso es perfectam ente correcto, pero aunque fuera equivocado, es el seguido por nuestro derecho penal, y la teoría de nuestro de­recho penal debe adaptarse a él.

Encontrarem os mayores evidencias* de que nuestro derecho ex­cede los límites de la retribución y subordina la consideración del individuo a la del bienestar público, en algunas doctrinas que no pueden ser explicadas satisfactoriam ente en base a ningún otro fundamento.

L a prim era de éstas consiste en que ni siquiera el quitar deli­beradamente la vida a otra persona será castigado cuando sea la única manera de salvar la propia. Este principio no se halla tan claram ente establecido como el que habré de mencionar a continua­ción, pero goza del apoyo de muchas personalidades8. S i el de­recho es así, debe apoyarse en alguno de estos dos fundam entos: que la auto-preferencia es correcta en el caso supuesto, o que, aun cuando sea incorrrecta, el derecho no puede prevenirla mediante el castigo, porque la amenaza de muerte en el futuro nunca puede ser un motivo suficientem ente poderoso para que un hombre elija la muerte inmediata a fin do evitar aquella amenaza. Si se adopta «*l primer fundamento, se admite que una persona puede sacrifi­car n otra por sí misma, y a fortiori, que también puede hacerlo un pueblo. Si se adopta la últim a posición, al abandonar el castigo cuando ya no puede esperarse que prevenga acto alguno, el derecho abandona la teoría de la retribución y adopta la de la prevención.

La doctrina siguiente nos lleva a conclusiones todavía más claras. La ignorancia del derecho no es excusa para violarlo. Este principio substantivo se expresa a veces en form a de la regla de prueba que nos dice que se presume que todos conocen el derecho. A ustin y otros lo han defendido, sobre la base de la d ificultad de la prueba. Si la justicia exige que los hechos se verifiquen, la d ifi­cultad para hacerlo no es motivo para rehusar el intento. Pero to­dos deben sentir que la ignorancia del derecho nunca puede ser adm itida como excusa, aunque, en todos los casos, tal ignorancia pudiera probarse por la vista y el oído. Además, ya que las partes

( 8) (7f. 1 Enat, P . C. 294; TJnited S ta tes r. Holmes, 1 W all. .Tr. 1;1 HímIioj), Crim. Law, 347-349, 845 ( 6a. e d .) ; 4 Bl. Comm. 31.

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pueden declarar, cabría poner en duda si el conocimiento que del derecho tenga un hombre es algo más d ifíc il de investigar que mu­chos otros hechos sobre los que puede deponer. L a d ificultad se obviaría atribuyendo la carga de la prueba de la ignorancia a quien violó el derecho.

E l principio no puede ser explicado diciendo que no solamen­te se nos ordena abstenernos de ciertos actos, sino también averi­guar que estamos sujetos a esas órdenes. S i existiera ese segundo mandato, es m uy claro que la culpa por no obedecerlo no guardaría proporción con la de desobedecer la orden principal, de ser cono­cida, pese a que el desconocimiento recibiría el mismo castigo que la desobediencia al derecho principal.

L a verdadera explicación de la regla es la misma que explica la indiferencia del derecho frente al temperamento particular de un hombre, sus facultades, y demás. E l orden público sacrifica el individuo al bien general. E s deseable que todos lleven la misma carga, pero es aún más deseable poner fin a los robos y asesinatos. Sin duda es verdad que hay muchos casos en que el delincuente no pudo haber sabido que estaba violando el derecho, pero la ad­misión de tal excusa im plicaría alentar la ignorancia de aquello que el legislador ha resuelto hacer que los hombres conozcan y obe­dezcan, y la justicia hacia el individuo es de inmediato sobrepu­jad a por los mayores intereses existentes del otro lado de la balanza.

S i los argumentos precedentes son correctos, ya resulta evi­

dente que la responsabilidad, a los efectos del castigo, no puede ser determinada de manera fin al y absoluta considerando solamen­

te los reales desmerecimientos personales de los delincuentes. Tal consideración regirá solamente en tanto lo perm ita o exija el bien­estar público. Y si tomamos en cuenta los resultados generales que intenta producir el derecho penal, veremos que el verdadero estado

anímico que acompaña a un acto crim inal juega un papel diferente

del que comúnmente se supone.

E n su m ayor parte, el propósito del derecho penal es solamente inducir la conform idad exterior a una regla. Todo el derecho se dirige a las condiciones de las cosas que se m anifiestan a los sen­tidos. Y sea que esas condiciones se realicen inmediatamente por el uso de la fuerza, como cuando por medio de soldados protege a una casa de la muchedumbre, o expropia una propiedad privada para

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uso público, o ahorca a un hombre en cumplimiento de la sentencia de un juez, o sea que se produzcan en form a m ediata a través de los temores de los hombres, su objeto es igualm ente un resultado exte­rior. A l dirigirse contra los robos o asesinatos, por ejemplo, su pro­pósito es poner fin al apoderamiento y retención efectivos de los bienes de otros hombres, o al efectivo envenenamiento, herir con arm as de fuego, o armas blancas, o cualquier otro modo de quitar la vida a otros hombres. Si esos hechos no se cumplen, el dere­cho que los prohibe queda igualm ente cumplido, cualquiera sea el m otivo.

S i consideramos este propósito puram ente externo del derecho, jun to con el hecho de que está dispuesto a sacrificar al individuo en lo que sea necesario a fin de realizarlo, comprenderemos más rápidamente que el grado de culpa personal involucrado en cual­quier transgresión particu lar no puede ser el único elemento — si fuera un elemento— de la responsabilidad en que se ha incurrido. Lejos de ser verdad, como a menudo se ha supuesto, que el estado del corazón o de la conciencia de un hombre deben ser tenidos más en cuenta al determ inar la responsabilidad crim inal que la civil, casi podría decirse que tal cosa es todo lo contrario de la verdad. E n efecto, la responsabilidad civil, en su funcionam iento inme­diato, es simplemente la redistribución, entre dos individuos, de una pérdida existente y en el próximo capítulo se sostendrá que la buena política d eja que las pérdidas queden donde han caído, ex- copto cuando puede mostrarse alguna razón especial para interfe­rir. La más frecuente de esas razones es que la parte acusada ha incurrido en culpa.

No se pretende negar que la responsabilidad penal, tanto como la civil, se fundam enta en la culpabilidad. T al negativa afectaría el sentido moral de cualquier comunidad civilizada; o, para decirlo de otra manera, el derecho que castigara una conducta que no fu e­se culpable para el individuo promedio de la comunidad, sería de­masiado riguroso para que esa comunidad pudiera soportarlo. Sólo se pretende señalar que cuando tratam os con esa parte del derecho que tiende más directamente que cualquier otro a establecer normas de conducta, debemos esperar encontrar allí, más que en cualquiera otra parte, que las pruebas de la responsabilidad son externas e in­dependientes del grado de maldad de los motivos e intenciones de la persona de que se trate. L a conclusión flu ye directam ente de la na­

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turaleza de las normas con las cuales se requiere conformidad. No solamente son externas, como se demostró más arriba, sino de ap li­cación general. No exigen simplemente que todos los hombres se aproximen lo más que puedan a la m ejor conducta posible para cada uno de ellos, sino que cada cual a su propio riesgo, ascienda a cierta a¡ltura, sin tener en cuenta las incapacidades, a no ser que las debilidades sean tan señaladas que caigan dentro de conocidas excepciones como la infancia o la demencia. D an por sentado quo cada hombre es tan capaz como cualquier otro de comportarse como dichas normas lo ordenan. Si h ay una clase sobre la cual recaen con m ayor fuerza que sobre otra, es sobre la más débil. E n efecto: las amenazas del derecho resultan más peligrosas para aquellos que por temperamento, ignorancia o locura, tienen m ayor posibilidad de errar.

L a conciliación de la doctrina de que la responsabilidad se fu n ­da en la culpabilidad, con la existencia de responsabilidad cuando la parte no es culpable, será tratada con mayor detenimiento en el próximo capítulo. Se encuentra en la concepción del hombre pro­medio, del hombre de inteligencia ordinaria y prudencia razonable. Se dice que la responsabilidad surge de una conducta que fuera culpable en él. Pero él es un ser ideal, representado por el jurado cuando al mismo se apela, y su conducta constituye una norma ex­terna u objetiva cuando se aplica a cualquier individuo. Ese indi­viduo puede hallarse moralmente sin mácula, porque tiene una inte­ligencia o prudencia menor que la ordinaria. Pero se le exige a su riesgo, que posea esas cualidades. Si las posee, como regla general, no habrá de incurrir en responsabilidad sin culpa.

E l próximo paso consiste en tratar en detalle algunos delitos y en descubrir lo que nos enseñará su análisis.

Comenzaré con el asesinato. S ir James Stephen, en su Diaest of Crim inal L a w 9 lo define como el homicidio ilegítim o con pre­meditación. E n su trabajo a n te rio r10 explicó que malice (N. del T. 7) significaba maldad y que el derecho había determinado que estados anímicos resultaban m alvados en el grado necesario. Sin

(9 ) Art. 223.(10) General View o f the Criminal Law o f England, p. 116.(N . del T. 7 ): M alice significa la realización intencional de un acto doloso,

nin causa o excusa justa, con la intención de producir un daño o en circunstan­cias que el derecho supone la existencia de una intención maligna.

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tal prelim inar, continúa en el Digest de la siguiente m anera: «Pre­meditación significa cualquiera o más de los siguientes estados aní­micos. . . a) Intención de causar la muerte o serio daño corporal a cualquier persona, sea que tal persona resulte la efectivam ente ase­sinada o n o ; b) Conocimiento de que el acto que causa la muerte probablemente habrá de causar la muerte o serio daño corporal a alguna persona, sea que tal persona resulte la efectivam ente asesina­da o no, aunque tal conocimiento vaya acompañado por indiferen­cia respecto a que la muerte o el serio daño corporal se causen o no, o por el deseo de que no se causen; c) Intención de cometer cual­quier felony (N. del T. S) : d) Intención de oponerse con la fu er­za, a que cualquier funcionario judicial en camino a, estando en o regresando del cumplimiento de su deber de arrestar, conser­var en custodia, o poner en prisión a cualquier persona a quien él este legalmente autorizado a arrestar, conservar en custodia o po­ner en prisión, o su deber de conservar la paz o disolver una reunión ilegítim a, siempre que el ofensor tenga conocimiento de que la per­sona asesinada es un funcionario en tales tareas».

iMalice, en lenguaje común, incluye la intención y algo más. Cuando se dice que un acto se realizó con intención de dañar, se quiere decir que el motivo del acto es el deseo del daño. Sin embar­go, la intención es perfectam ente compatible con que se lamente el daño como tal o que se lo desee como el medio para alguna otra cosa. Pero cuando se dice que un acto se comete maliciously, se quie­re decir, no solamente que el motivo es el deseo del efecto dañoso, sino que también se desea el daño por si mismo o. como A u stin lo diría con mayor exactitud, por el sentimiento agradable que exci­taría el conocimiento del sufrim iento que causa el acto. De la enu­meración de S ir James Stephen resulta evidente que de estos dos elementos de malice, solamente la intención es substancial para el asesinato. Tan asesinato es disparar un arma de fuego contra un centinela con el propósito de liberar a un amigo, como hacerlo por-

(N . del T. 8) : Los delitos se dividían en tres clases: treason (traición) felonies y misdemeanors. Originariamente, los felonies eran delitos más graves que los misdemeanors y, con anterioridad al siglo diecinueve, la mayoría de ellos se castigaban con la muerte. En nuestros días la diferencia entre los felonies y los misdemeanors es arbitraria, desde que muchos m isdemeanors son más graves que las felonies y se castigan con penas más severas. Sin embargo, entre estas dos clases de delitos subsisten algunas distinciones, principalmente do naturaleza proceal.

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que lo odiamos. Malice, en la definición de asesinato, no tiene el mi mo significado que en el lenguaje común, y en vista de las consí deraciones recién mencionadas, se ha pensado que significa la ii1 tención crim inal u .

Pero también la intención se descompone en dos cosas: prev sión de que ciertas consecuencias seguirán a un acto y deseo de t

les consecuencias, que funciona como el motivo que induce al act Entonces la cuestión es si, a su vez, la intención no puede ser r ducida a un término inferior. Las m anifestaciones de Sir Jam Stephen nos demuestran que así puede ser y que el conocimiento

que el acto puede probablemente causar la muerte, es decir, la pi' visión de las consecuencias del acto, resulta suficiente, tanto en asesinato como en los actos ilícitos.

Por ejemplo, un niño recién nacido es abandonado desnudo

aire libre, donde sin duda alguna habrá de perecer. Esto no dejar

de ser asesinato aunque el culpable tuviera la esperanza de que

gún extraño encontrara y sal vara al niño 12.

Pero, ¿qué se entiende por previsión de las consecuencias1? el cuadro del futuro estado de cosas sugerido por el conocimier^ del estado de cosas presente, considerándose que el futuro se £

cuentra respecto al presente en la relación del efecto a la cau Busquemos nuevamente la reducción a términos inferiores. S i el p sente estado de cosas conocido es ta l que el acto realizado habrá, C

toda certeza, de causar la muerte, y tal probabilidad es asunto conocimiento común, quien realiza el acto conociendo el presente tado de cosas es culpable de asesinato y el derecho no investigó si él realmente previo o no las consecuencias. La prueba de la p visión no es lo que el mismo criminal previo, sino lo que pod haber previsto un hombre de prudencia razonable.

P or otra parte, debe haber un conocimiento presente y i de los hechos actuales que hacen que un acto sea peligroso. E l & mismo no es suficiente. Debe aceptarse que en cierto sentido un to im plica una intención. Se trata de una contracción muscula1! algo m ás; un espasmo no es un acto, ya que la contracción de músculos debe ser voluntaria. Y en tanto un adulto que es dueño

(11) ITarris, Criminal Law, p. 13.( 12 ) Stepli., Dig. Crim. Law, Art. 223, ilustración 6 y n. 1.

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sí mismo prevé con misteriosa precisión el ajuste exterior que habrá de seguir a su esfuerzo interior, puede decirse que ta l ajuste fue intencional. Pero la intención que necesariamente acompaña a los actos term ina allí. Nada se derivaría del acto a no ser por el medio ambiente. Los actos, tomados aparte de las circunstancias ambien­tes, son indiferentes para el derecho. Por ejemplo, doblar el dedo índice con alguna fuerza es el mismo acto seh que el gatillo de una pistola esté próximo o no. Son solamente las circunstancias de una pistola cargada y am artillada y de un ser humano en tal relación con ella como para que sea m anifiestamente probable que resulte herido, las que hacen que el acto sea un delito. De aquí se sigue que no constituye fundam ento suficiente de responsabilidad, sobre un principio correcto, que la causa próxim a de la pérdida sea un acto.

L a razón para exigir un acto es que un acto im plica una elec­ción, y que se considera impolítico e injusto hacer que un hombre responda por algún daño, a menos que él haya podido elegir de otra manera. Pero la elección debe hacerse con la posibilidad de prever las consecuencias, pues de otro modo no guardaría relación con la responsabilidad por esas consecuencias. S i esto no fuera verdad, un hombre podría ser considerado responsable por todo lo que no habría ocurrido a no ser por su elección en algún momento pasado. Por ejemplo, por haberse echado sobre un hombre en el curso de un ataque nervioso, lo que 110 habría hecho si no hubiera elegido venir a la ciudad donde cayó enfermo.

Toda previsión del futuro, toda elección referente a las posibles consecuencias de una acción, dependen de lo que se sabe al momento de la elección. Un acto no puede ser delictuoso, aún realizado bajo circunstancias que lo harán dañoso, a menos que esas circunstancias hayan sido o hayan debido ser conocidas. E l temor del castigo por el daño causado no puede obrar como un motivo, a menos que la posibilidad del daño pueda preverse. Entonces, en tanto la respon­sabilidad crim inal se funde en algún sentido sobre los actos dañosos, y en tanto las amenazas y los castigos del derecho lleven la intención de disuadir a los hombres de la producción de resultados dañosos, deben lim itarse a aquellos casos donde se conocían las circunstancias que hacían que la conducta fuera peligrosa.

Sin embargo, de una manera más lim itada, el mismo principio que se aplica al conocimiento se aplica a la previsión. E s bastante que se conozcan aquellas circunstancias que hubieran guiado a un

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hombre de entendimiento común a in ferir de ellas el resto de las que constituyen el presente estado de cosas. Por ejemplo, si el tra ­bajador que se encuentra en la azotea de una casa a mediodía sabe que el espacio de abajo es una calle de una gran ciudad, conoce he­chos de los que un hombre de entendimiento común habrá de in fe­r ir que había gente pasando por allí. E n consecuencia, está obligado a sacar ta l conclusión o, en otras palabras, también se le puede im­p utar el conocimiento de ese hecho, sea que haga o no la deduc­ción. S i arroja una pesada viga hacia la calle, realiza un acto que una persona de prudencia ordinaria podría prever como capaz de causar la muerte o un grave daño corporal, y se considera que así lo previo, sea que lo haya hecho o no. Si ta l acto causa una muerte, es culpable de asesin ato13. Pero si el trabajador tiene causa su­ficiente para creer que el espacio de abajo es un patio particular cerrado a la gente, que se usa como un basural, su acto no es cul­pable, y el homicidio constituye un mero accidente.

Entonces, para que un acto que cause la muerte sea un asesi­nato, el causante debe conocer, en principio, o debe tener noticia de los hechos que hacen que el acto sea peligroso. Este principio reco­noce ciertas excepciones, pero las mismas tienen menos aplicación en los asesinatos que en algunos delitos menores determinados por ley. En el asesinato prevalece, en su m ayor parte, la regla general.

Pero además, según el mismo principio, el peligro que existe en los hechos bajo las circunstancias conocidas debe ser de tal clase que un hombre de prudencia razonable pueda prever. L a ignorancia de un hecho y la incapacidad para prever una consecuencia tienen

el mismo efecto sobre la culpabilidad. Si una consecuencia no puede

ser prevista, no puede ser evitada. Pero existe la diferencia práctica

de que mientras en la m ayoría de los casos la cuestión del conoci­

miento es una cuestión de la condición real de la conciencia del de­

mandado, la cuestión de lo que él pudo haber previsto se determina por la pauta del hombre prudente, es decir, por la experiencia gene­

ral. Porque debe recordarse que el objeto del derecho es impedir que la vida humana sea puesta en peligro o suprim ida; y aunque hasta ahora en lo que respecta a la culpabilidad a los fines del cas­tigo, se considera que un hombre no es responsable por las conse­

cuencias que nadie, o solamente algún especialista excepcional pudo

(13) 4 Bl. Comm. 192.

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64 COMMON LAW

las circunstancias conocidas o que constituyen resistencia a la auto­ridad, como suficientem ente peligrosos y ponerlos bajo prohibición especial. P or ello, el derecho puede colocar sobre el actor, el riesgo rio sólo de las consecuencias por él previstas, sino también de las consecuencias que, pese a no ser previstas por la experiencia común, son percibidas por el legislador. Sin embargo, no pretendo sostener que las reglas bajo discusión nacieron de los razonamientos prece­dentes, ni tampoco que tengan razón o que debieran ser aplicadas en este país de manera general.

Volviendo a la línea principal de pensamiento, será instructi­vo considerar la relación entre el manslaughter y el homicidio. Se encontrará que existe una gran diferencia entre ambos en lo que respecta al grado de peligro que acompaña a los hechos que los configuran. Si un hombre golpea a otro con un pequeño palo que no es adecuado, para causar la muerte y que él no tiene razón para suponer causará otra cosa que un leve daño corporal, pero que mata al otro, comete manslaughter y no homicidio 18. Pero si el golpe se pega tan fuerte como es posible con una barra de hierro de una pulgada de ancho, es homicidio 19. Si al momento de golpear con una simple varilla, la parte conoce un hecho adicional en razón del cual prevé (pie la muerte será la consecuencia de un golpe leve, como por ejemplo, que el otro es enfermo del corazón, el delito será igualm ente de hom icidio20. H acer explotar un barril de pólvora ou una calle populosa matando gente, es asesinato, pese a que el ac­tor espere no causar tal d añ o 21. Pero m atar a un hombre por manojo descuidado do un vehículo en la misma calle será común­mente considerado m anslaughter22. Sin embargo, quizá podría dar­se un caso en el cual el manejo del vehículo fuera tan m anifies­tamente peligroso como para constituir homicidio.

Recurriendo a un ejemplo que ya ha sido usado con otro pro­

pósito : «Cuando un trabajador arroja a la calle una piedra o un trozo de madera y mata a un hombre, esto puede ser un accidente, un manslaughter o un homicidio, de acuerdo con las circunstancias

dentro de las cuales se cometió el acto: si fue en una aldea, donde

(18) Stephen, B ig. Crim. Law, Art. 223, Ilustr. 5; Foster, 294, 295.(19) Cf. Gray's case, citado, 2 Strange, 774.(20) Steph. B ig., A rt. 223, Illustr. 1.(21) Steph. B ig., A rt. 223, Illustr. 8 .( 22) Bcx v. M astín, 6 C. & P. 396. Cf. Reg. v. Swindall, 2 C. & K. 230.

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EL DERECHO PENAL 65

hay pocos transeúntes, y él advirtió a gritos a todas las personas que tuvieran cuidado, es solamente un accidente; pero si fue en Londres u otra ciudad populosa, donde la gente está pasando con­tinuamente, es manslaughter, pese a que hubiera dado fuertes gritos de p recaución ; y es homicidio si supo que la gente pasaba, y no hizo ninguna advertencia» 23.

Respecto al manslaughter el derecho contiene otra doctrina a la cual debemos referirnos a fin de completar la comprensión de los principios generales del derecho penal. E sta doctrina es que la pro­vocación puede reducir un delito que de otra manera sería homi­cidio, a manslaughter. De acuerdo con la m oralidad corriente, un

hombre no tiene tanta culpa por un acto realizado bajo los efectos perturbadores de una gran excitación, causada por un daño que s le haya hecho, como cuando se encuentra tranquilo. E l derecho deb d irigir a los hombres a través de sus motivos y en consecuencia deb tener en cuenta su constitución mental.

E n sentido inverso puede argumentarse que si el objeto de castigo es la prevención, deberá amenazarse con el castigo más pe sado allí donde se necesite reprim ir el motivo más fuerte ; y en a’

gunas ocasiones, la legislación prim itiva parece haber seguido es principio. Pero si es cierto que cualquier amenaza bastará para r prim ir la pasión de un hombre, la amenaza de algo menor que I

muerte será suficiente y en consecuencia la pena máxima ha si considerada excesiva.

A l mismo tiempo la naturaleza objetiva de las normas legal resulta evidente aún aquí. L a m itigación no proviene d el hecho que el demandado se halle fuera de sí por la ira. No es suficien tener fundam entos que tengan el mismo efecto en cualquier ho bre de su posición y educación. Las palabras más insultantes no co tituyen provocación, pese a que hasta nuestros días, y aún más cu do el derecho fue establecido, mucha gente hubiera preferido mo antes que sufrirlas sin reaccionar. Debe haber una provocación

ficiente para ju stific ar la pasión, y el derecho decide, sol)re la b de consideraciones generales, qué provocaciones son suficientes.

Se dice que aún aquello que el derecho reconoce como «provo ción, no atenúa la culpa por el homicidio, a menos que la pers

(23) 4 Bl. Comm. 192.

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66 COMMON LAW

provocada se halle, al momento de cometer el hecho, privada de su poder de auto-control debido a la provocación que ha recibido» 24. E xisten razones obvias para tener en cuenta, hasta este punto, el es­tado real de la conciencia del demandado. E l único fundam ento p a­ra no aplicar la regla general sería que el demandado estuviera en tal situación que no pudiera esperarse que recordara o fuera influen­ciado por el temor al castigo; si pudiera estarlo, el fundam en­to de la excepción desaparecería. No obstante, aún aquí, correcta o incorrectam ente, el derecho ha ido lejos-en el sentido de adoptar pruebas externas. Parece que los tribunales han decidido, entre ho­micidio y manslaughter, sobre bases tales como la naturaleza del

arma u sa d a 25 o el tiempo transcurrido entre la provocación y el a c to 26. Pero en otros casos, la cuestión de si el acusado perdió o no su auto-control debido a la pasión, fue librada al ju r a d o 27.

Como el objeto de este capítulo no es el de presentar un es­quema del derecho penal, sino explicar su teoría general, sólo con­

sideraré los delitos que arrojan alguna luz especial sobre el tema, tratándolos en el orden que parezca más apropiado para ese pro­pósito. Será útil ahora considerar la malicious m ischief (N. del T. 9) y com parar la malice requerida para constituir ese delito con la prem editación del homicidio.

H a sido demostrado que la acusación de prem editación en un indictm ent por homicidio no significa un estado determinado de la mente del acusado, como se creía a menudo, excepto en el sentido de que conocía circunstancias que realmente hicieron que su conducta fuera peligrosa. E n verdad, se trata de una alegación como la de negligencia, que afirm a que la parte acusada no estuvo a la altura de la norma legal de acción dentro de las circunstancias en que se encontraba y también que no existió un hecho excepcional o excusa que apartara el caso de la regla general. Se trata de la aseveración de una conclusión juríd ica que permite abreviar los hechos (positi­vos y negativos) sobre los que se funda.

(24) Steph. D ig. Cr. Law, Art. 225.(25) Eex v. Shaw, 6 C. & P. 372.(26) Eex v. Oneby, 2 Strange, 766, 773.(27) Eex v. H ayward, 6 C. & P . 157.(N . del T. 9 ) : Por malicious m ischief se entiende la destrucción voluntaria

do bienes muebles, sea por inquina o resentimiento contra su dueño o poseedor.

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EL DERECHO PENAL 67

Cuando una ley castiga al «w ilfully and maliciously» (N. del T. 10) que daña la propiedad de otra persona, se puede argum entar, si no resulta evidente, que se quiere decir algo más. L a presunción de que la segunda palabra no se agregó sin un significado especial resulta corroborada por lo irrazonable de considerar como crim i­nal a cualquier w ilful trespass28. S i este razonamiento prevalece, maliciously se usa aquí en su sentido popular, y significa que el motivo del acto del acusado fue el deseo de dañar al dueño de la cosa, o a la cosa misma, si fuera viviente y con el mero fin de dañar.

Malice, en este sentido, no tiene nada en común con la malice del homicidio.

E l derecho legislado no necesita pretender ser consecuente con­sigo mismo o con la teoría adoptada por las sentencias judiciales. De ahí que, estrictam ente hablando, no haya necesidad de conciliar

tal ley con los principios que hemos explicado. Pero no existe in­consecuencia. Pese a que el castigo debe lim itarse a obligar la con­form idad externa a una regla de conducta, de modo que siempre pueda ser evitado mediante el recurso de omitir o hacer ciertos actos tal como sean requeridos, con cualquier intención o por cual­quier motivo, sin embargo, la conducta prohibida puede no ser da­

ñosa a menos que esté acompañada de un estado p articu lar de los sentimientos.

Las disputas corrientes sobre la propiedad se arreglan en for­ma satisfactoria mediante la indemnización. Pero todos saben que a veces se hace un daño secreto, de vecino a vecino, por pura malice y rencor. E l daño puede ser pagado, pero la m alignidad exige ven­

ganza, y la d ificultad en descubrir a los autores de tales delitos, que siempre se hacen en form a secreta, proporciona un fundam ento para el castigo, aún cuando se considere que la venganza es insuficiente.

E s d ifícil decir hasta dónde llegará el derecho en esta direc­ción. E l delito de arson se define como el malicious and w ilful in ­cendio de la casa de otro hombre, y generalmente se lo trata en es­trecha conexión con la malicious mischief. Se ha considerado que el incendio no era malicious cuando un prisionero prendía fuego a

(N . del T. 10) : W ilfu lly and maliciously sign ifica la intención de cometer un daño por m alice real o de la cual se supone malice.

(28) Commonwealth v. W alden, 3 Cusb. (M ass.) 558. Cf. Steph. Gen. l'icw o f the Crim. Law, 84.

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68 COMMON LAW

su prisión, no con el deseo de destruir el edificio, sino solamente para poder huir. Pero la m ejor opinión parece ser que esto cons­titu ye arson29, en cuyo caso un incendio intencional es malicious dentro del significado de la regla. Cuando recordamos que arson era el objeto de una de las antiguas denuncias, lo que nos remonta m uy lejos, hasta el derecho p rim itiv o 30, podemos entender ráp i­damente que sólo los incendios intencionales se reparaban de esa m an era31. L a denuncia de arson era hermana de la de pace et plagis. De la misma manera que la últim a se fundam entaba en un ataque bélico, la prim era suponía el incendio de una casa con fines de robo o de ven gan za32, tal como aquél donde pereciera N jal, en la Saga Islandesa. Pero este delito parece haber tenido la misma historia

que otros. Tan pronto como se admite que la intención es suficiente, el derecho se encuentra en camino hacia una pauta externa. Un hom­bre que prende fuego a su propia casa de modo intencional, encon­trándose su casa tan próxim a a otras que el fuego las pondrá ma­nifiestam ente en peligro, es culpable de arson si como consecuencia se incendia alguna de las otras casas33. E n este caso, un acto que no habría sido arson, si solamente tomamos en cuenta sus conse­cuencias inmediatas, se transform a en arson por razón de consecuen­cias más remotas, que en form a m anifiesta debían producirse, sea que se hubiera tenido o no intención de producirlas. Si ése puede ser el efecto de prender fuego a cosas que un hombre tiene derecho a incendiar, en tanto concierna a ellas exclusivam ente ¿por qué no podría, en principio, ser el efecto de cualquier otro acto igualm en­te capaz de causar el mismo daño, dadas las circunstancias circun­

dantes? Fácilm ente pueden im aginarse casos en que disparar un arm a de fuego, o preparar una mezcla química, o apilar hules, o veinte cosas más, podrían resultar peligrosas en el más alto grado, conduciendo realmente a un desastre. Si se sostiene que en tales casos se ha cometido el delito, se llega a una pauta externa, ap li­cándose el análisis que se ha hecho del homicidio.

I la y otra clase de casos en donde la intención desempeña un papel im portante por razones completamente diferentes de aquellas

(29) 2 Bishop Crim. Law, 14 ( 6a. ed .).(30) Glanv., Lib. X IV . c. 4.(31) Bract., fol. 146 b.(32) Ibid.(33) 2 East, P. C., c. 21 , 7, 8, pp. 1027, 1031.

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EL DERECHO PENAL 69

que se han ofrecido para explicar el malicious mischief. Los más

obvios ejem plos de esta clase son los criminal attempts (N. del T. 1 1 ) . A ttcm pt e intención son, por supuesto, dos cosas diferentes. L a intención de cometer un delito no es criminal por sí misma. No

hay ley contra la intención de un hombre de cometer un asesinato

pasado mañana. E l derecho sólo trata de la conducta. Un attempt

es un acto m anifiesto. Se diferencia del delito attempt ed en lo si­

guiente: que el acto no ha llegado a producir el resultado que le habría dado el carácter de delito principal Si un attem pt para co­meter un homicidio produce la muerte dentro de un año y un día,

constituye homicidio. Si un attempt de robo provoca la privación de sus bienes a su dueño, es hurto.

Si se realiza un acto cuyos efectos naturales y probables, dadas

las circunstancias, consisten en la producción de un delito, el de­

recho penal, si bien probablemente habrá de moderar la severidad

del castigo si el acto 110 produce ese efecto en el caso particular, no

puede dejar de castigarlo bajo cualquier doctrina que sea. Se ha

argum entado que en tales circunstancias la intención real es lo úni­

co que puede revestir al acto del carácter crim in al34. Pero si las opiniones que he adelantado sobre el homicidio y el manslaugh­

ter son correctas, los mismos principios deben determ inar lógica­

mente la crim inalidad de los actos en general. Los actos deben ser

juzgados por sus tendencias, de acuerdo a las circunstancias cono­

cidas, y no por la intención real que los acompaña.

Puede ser cierto que en la región de los attempts, como en

cualquier otra parte, el derecho empezó con casos de intención real,

ilesde que éstos son los más obvios. Pero no puede detenerse allí, a

menos que adjudique m ayor im portancia al significado etimológico

«le la palabra attempt que a los principios generales del castigo. Por

consiguiente, existe al menos un matiz de autoridad para la propo­sición que dice que un acto es castigable como attem pt si, suponiendo

(N . del T. 1 1 ) : Por a ttem p t se entiende el esfuerzo o conato de realiza­ción de \in delito, que llega a más que la mera preparación o proyecto del minino, y que si no fuera evitado llegaría a la total consumación del acto, |irr<> que en los hechos no llegó a producir la finalidad última del acto,

(.'14) L Bishop, Crim. L aw , 735 ( 6a. ed .).

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70 C O M M O N L A W

que hubiese producido su efecto natural y probable, hubiera signi­ficado un delito substan tivo35.

Pero tales actos no son los únicos attempts que pueden casti­garse. H ay otra clase donde la intención real es claramente necesa­ria, y la existencia de esta clase así como su nombre (attem pt) tien­den sin duda a afectar la totalidad de la doctrina.

A lgunos actos pueden ser attempts o misdemeanors (N. del T 12) que no podrían haber producido el delito a -menos de ser seguidos por otros actos, de parte del actor. Por ejemplo, encender un fósforo con la intención de prender fuego a una parva de heno se ha consi­derado un criminal attempt de incendiarla, pese a que el acusado, viendo que era observado, apagó el fó sfo ro 30. También la compra de cuños para fa lsificar moneda es un misdemeanor, pese a que, por supuesto, la moneda no sería falsificada a menos que los cuños se usaran °7.

E n esos casos el derecho se apoya en un nuevo principio, d ife­rente al que gobierna la m ayoría de los delitos substantivos. L a ra­zón para castigar cualquier acto debe ser, generalmente, prevenir algún daño que cabe prever puede seguirlo, dentro de las circuns­tancias en que es realizado. E n la m ayoría de los delitos substan­tivos, el fundam ento sobre el que se apoya esa probabilidad reside en el funcionam iento común de las causas naturales, según lo de­muestra la experiencia. Pero si se castiga un acto cuyo efecto n atu ­ral, dadas las circunstancias, no es dañoso, ese fundam ento solo no basta. L a probabilidad no existe a menos que haya fundam entos pa­ra esperar que el acto habrá de ser seguido de otros actos en cone­xión con los cuales su efecto habrá de ser dañoso, pero no de otra manera. Pero como, en la realidad, no se han producido tales actos, no puede suponerse, por regla general, simplemente en base a lo que ha sido hecho, que esos actos se habrían producido si el actor

(35) Re<7. v. D ilworth, 2 Moo. & Rob. 531; Reg. v. Jones, 9 C. & P. 258. La manifestación, de que se presume que un. hombre intenta las consecuencias naturales de sus actos es una mera ficción disfrazando la verdadera teoría. Yóaso el Capítulo IV.

(N . del T. 12) : Por misdemeanors se entienden los delitos de menor gra­vedad que los felonies, j que por lo común se castigan con prisión o con multa. Vóase mi nota a la voz felony.

(36) Reg. v. Taylor, 1 F. & F . 511.(37) Reg. v. R o ier ts , 25 L. J. M. C. 17; s. c. Dearsly, C. C. 539.

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EL DERECHO PENAL 71

no hubiera sido interrum pido. No se habrían producido a menos que el actor los hubiera elegido, y el único camino con el que gene­ralm ente se cuenta para demostrar que él hubiera elegido hacerlos, es demostrando que intentó hacerlos cuando hizo lo que hizo. La intención que acompaña en ese caso convierte en dañoso al acto ino­cente, porque hace surgir la probabilidad de que será seguido por otros actos y sucesos que juntos resultarán en un daño. L a im por­tancia de la intención no es demostrar que el acto fu e maligno, sino demostrar que era pasible de ser seguido por consecuencias dañosas.

H abrá de verse inmediatamente que hay lím ites para esta clase de responsabilidad. E l derecho no castiga todos los actos que se rea­lizan con la intención de producir un delito. Si un hombre parte de Boston a Cam bridge con la intención de cometer un delito cuando llegue allí, pero es detenido por el puente levadizo y regresa a su casa, es tan merecedor de ser castigado como si se hubiera sentado en su silla y resuelto m atar a alguien, desechando esa idea en una segunda consideración. Por otra parte, un esclavo que persiguió a una m ujer blanca y desistió antes de alcanzarla, fue condenado por attempt de cometer una vio lación 38. Hemos visto qué es lo que llega a ser attempt en el incendio de una parva de heno, pero en el mismo caso se dijo que si el acusado sólo hubiera llegado a comprar la caja de fósforos con ese propósito, no habría sido responsable.

Jueces eminentes han vacilado respecto al lugar donde debían trazar el límite, o siquiera form ular el principio de acuerdo al cual debería trazarse la línea divisoria entre los dos tipos de casos. Pero se cree que el principio es sim ilar a aquél de acuerdo al cual el dere­cho traza todas sus otras líneas divisorias. E l orden público, es decir, las consideraciones legislativas, constituyen el fondo del problem a; y < n este caso las consideraciones constituyen la proxim idad del pe ligro, la m agnitud del daño y el grado de aprensión que se haya experimentado. Cuando un hombre compra fósforos para incendiar una parva de heno o sale de viaje con la intención de cometer un

asesinato al fin alizar el mismo, todavía existe considerable proba­

bilidad de que cambie de opinión antes de llegar a la realización. Pero cuando ha encendido el fósforo o m artillado y apuntado con la pis­tola, hay m uy pocas probabilidades de que no continuará hasta e l l inal, y el peligro llega a ser tan grande que el derecho toma cartas

(38) L ew is v. The S ta te , 35 Ala. 380.

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en el asunto. Tratándose de un objeto que no podría ser usado ino­centemente, el punto de intervención sería puesto más atrás, como en el caso de la compra de un troquel para acuñar moneda.

E l grado de aprensión puede afectar la decisión, del mismo

modo que el grado de probabilidad de que el delito sea realizado. Sin duda alguna, los temores propios de una comunidad esclavista tuvieron mucho que ver en la condena que mencionamos poco antes.

E xiste un punto dudoso que 110 debe ser pasado por alto. Se ha pensado que d isparar a un trozo de madera creyendo que se trataba de un hombre no es un attempt de hom icidio39, y que meter la mano en un bolsillo vacío, con la intención de apoderarse de lo que hubiera, no es un attempt de cometer hurto, pese a que sobre esta últim a cuestión existen diferencias de opin ión 40. L a razón que se dá es que un acto que no pudo haber llegado a realizar el delito aunque el actor hubiera podido continuarlo hasta los últim os resul­tados a producirse según la naturaleza de las cosas, no puede llegar a ser un attempt de cometer el delito cuando es interrum pido. N atural­mente, en algún momento el derecho debe adoptar esta conclusión, a menos que siga la teoría de la retribución por la culpa y no la de prevención del daño.

Pero aun tratándose de prevenir eficazmente el daño, no dará resultado ser demasiado exigente. No me parece que disparar una pistola a un hombre con la intención de m atarlo, sea menos attempt de homicidio porque la bala no dé en el blanco. Sin embargo, en tal caso el acto ha producido todos los efectos posibles en el orden de la naturaleza. B ajo tales circunstancias es tan imposible que la bala hiera a ese hombre, como hurtar en un bolsillo vacío. Pero no hay dificultad en decir que ese acto es tan peligroso, dentro de tal*s circunstancias y en lo que se refiere a la posibilidad de previsión humana, que debe ser castigado. Nadie puede saber de m anera ab­soluta y con exactitud dónde habrá de alojarse la bala, pese a que muchos pudieran estar bastante seguros; y si el daño se realiza, se trata de un daño m uy grande. Si un hombre dispara a un trozo de madera, ningún daño puede sobrevenir, así como ningún robo puede cometerse en un bolsillo vacío, aparte de que el daño por un robo cometido es inferior al que provoca un homicidio. Sin embargo,

(39) Véase M'Pherson, caso en Dearsly & Bell, 197, 201, Bramwell, B.(40) Cf. 1 Bishop, Crim. Lato, 741-745, ( 6a. ed .).

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EL DERECHO PENAL 73

podría decirse que actos tales deben ser castigados a fin de «pie la persuasión en contra sea bastante am plia y fácil de comprender.

Quedan por ser considerados ciertos delitos substantivos, que difieren en mucho del homicidio y similares, y para cuya explica­ción será de utilidad el precedente análisis de la intención en los criminal attempts y misdemeanors análogos.

Larceny (N. del T. 13) es de este tipo. B ajo este nombre se castigan ciertos actos que por sí mismo no bastarían para rea­lizar el mal que el derecho busca im pedir pero que se tratan igual­

mente como criminales, sea que el mal haya sido realizado o no. Por otra parte, el homicidio, manslaughter y arson, no pueden cometerse a menos que el daño se realice, y consisten en actos cuyas tenden­cias, dentro de las circunstancias circundantes radican en herir o destruir la persona o la propiedad por la simple acción de las leyes naturales.

E n el caso de larceny, las consecuencias que fluyen inm ediata­mente del acto terminan por lo general con escaso o ningún daño

para el propietario. E l delito se com pleta cuando los bienes se sa­can de su posesión por trespass, y eso es todo. Pero tales bienes d e ­

ben quedar permanentemente fuera de su custodia antes de que tenga lugar el daño que el derecho quiere prevenir. Tan severas pe­nas no han sido destinadas a im pedir la pérdida momentánea de la posesión. Lo que el derecho busca evitar es la pérdida total y defi­nitiva de tales bienes, como lo demuestra el hecho de que no constitu­ye larceny tomarlos para un uso temporario sin intención de privar al dueño de su propiedad. Si entonces el derecho castiga el mero

acto del apoderamiento, está castigando algo que no habrá de pro­ducir por sí mismo el efecto dañoso qu<? se busca prevenir, y lo hace antes de que ese efecto haya llegado a realizarse de alguna manera.

L a razón es bastante simple. E l derecho no puede esperar hasta que la propiedad haya sido usada o destruida en otras manos que

(N . del T. 13): Larceny (hurto) puede definirse como el apoderamiento y traslado do los bienes muebles de otra persona con la intención de someter­los a un uso propio. La Larceny A ct inglesa de 1916 considera que este delito consiste en apoderarse y llevar cualquier cosa capaz de ser robada, sin el consentimiento del propietario por dolo y sin la pretensión de algún derecho de buena fe y con la intención al tiempo del apoderamiento de privar al dueño en forma permanente de ta l propiedad.

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74 COMMON LAW

las de su dueño, o hasta que el dueño haya fallecido, para asegurar­se de que el daño que quiere prevenir ha sido cometido. Y por la

misma razón, no puede lim itarse a los actos capaces de producir ese daño, ya que el daño de la pérdida permanente de la propiedad ^o

flu ye del acto de apoderamiento, sino solamente de la serie de actos que constituyen la remoción y retención del bien después de su

apoderamiento. Después de estas observaciones prelim inares, la re­lación entre la intención y el delito resulta fácil de observar.

De acuerdo con el señor Bishop, larceny consiste en «el apodera­miento y remoción, por trespass, de bienes muebles que el autor sabe que pertenecen total o parcialmente a otro, con la intención de

privar a su propietario de su dominio sobre tales bienes; y quisa

debería agregarse, con el objeto de procurar alguna ventaja al au­tor, — proposición— sobre la cual no son uniformes las sentencias ju ­diciales» 41.

Se dijo que debe existir la intención de p rivar al propietario de su propiedad sobre tales bienes. ¿P or qué? ¿Será porque el de­recho está más ansioso en no llevar a un hombre a la cárcel por robo, a menos que sea realmente m alvado, de lo que lo está en no ahor­carlo por m atar a otra persona? Eso sería d ifícil. L a respuesta ver­

dadera es que la intención constituye el índice de un suceso externo

que probablemente habría tenido lugar, y que, si el derecho debe

castigar, en este caso tiene que basarse en probabilidades y no en

hechos cumplidos. E s clara la analogía respecto a la manera de con­siderar los attempts. E l robo puede ser llamado un attempt de p ri­

var permanentemente a un hombre de su propiedad, que se castiga

con idéntica severidad, tenga o no éxito. S i el robo puede ser con­

siderado correctamente de esta manera, la intención debe desem­peñar el mismo papel que en otros attempts. Un acto que no logre plenamente el resultado prohibido puede ser convertido en delictuo­

so por la evidencia de que, a no ser por alguna interferencia, habría sido seguido de otros actos coordinados con él para producir ese

resultado. Esto sólo puede probarse demostrando la intención. E n el robo, la intención de privar al dueño de su propiedad significa que

el ladrón lia de retener o no ha de tomar medidas para restitu ir los

bienes robados. No im porta si más tarde el ladrón cambia de opi­

(41) 2 Bishop, Crim. Law , 758 (6a. ed.).

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EL DERECHO PENAL 75

nión y devuelve los bienes. Desde el punto de vista del attem pt, el delito y a estaba completo cuando los bienes fueron retirados.

A esta opinión puede objetarse que si la intención es algo tem­porario que por una necesidad práctica toma el lugar de la priva­ción real, no debe exigirse cuando la privación real está cum plida totalmente, siempre que sea el mismo acto crim inal el que produzca todo el efecto. Supongamos por un instante que con un solo y único movimiento un hombre aferra y em puja al caballo de otra persona en dirección a un precipicio. Todo el daño que el derecho busca pre­venir reside en la consecuencia natural y m anifiestamente cierta del acto, dentro de las circunstancias conocidas. E n tal caso, si el de­recho de larceny está de acuerdo con las teorías aquí sostenidas, el acto debe ser examinado según su tendencia, sin considerar de nin­guna manera la intención real del autor. Sin embargo es posible, para decir lo menos, que aún en ese caso la intención habrá de sig­n ificar toda la diferencia. Supongo que el acto fue delictuoso y sin excusas y que habría sido larceny si hubiera sido hecho con el pro­pósito de p rivar al dueño de su caballo. Sin embargo, si fue hecho como un experimento y sin previsión real de la destrucción o sin un designio de m aldad contra el propietario, el autor no puede ser con­siderado un ladrón.

L a inconsecuencia, si la hay, parece explicarse por la manera en que ha evolucionado el derecho. Las distinciones del common law referentes al robo no son las de una amplia teoría de la legislación, sino que son sumamente técnicas, y dependen en gran parte de la historia para su explicación 42

E l robo consiste en apoderarse de algo para el propio u s o 4 Se ha creído y todavía a veces se piensa, que el apoderamiento debe ser lucri causa, con el objeto de que el ladrón obtenga alguna ven­taja. E n tales casos se p riva al dueño de su propiedad cuando el la­

drón la retiene, y no por su destrucción, y la permanencia de su pér­dida sólo puede ser juzgada de antemano por la intención de conser­var tal propiedad. E n consecuencia, la intención es siempre nece­saria, y se expresa naturalm ente en form a de una intención relativa a uno mismo. Se avanzó por sobre los antiguos precedentes cuando se decidió que la intención de p rivar al dueño de su propiedad era

(42) Cf. Stephen, General View o f Criminal Law o f England, 49 e t seq.(43) Cf. Ctephen, General View, 49-52; 2 E ast, P . C. 553.

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suficiente. Todavía en 1815 los jueces ingleses decidieron por seis votos contra cinco en favor de la posición de que constituía larceny tomar un caballo con la intención de matarlo, con el único propó­sito de destruir una prueba en contra de un am ig o 44. Sin em­bargo, ni siquiera en ese caso se suprimió la universalidad de la intención como clave, puesto que la destrucción siguió al apodera­miento, y constituye una antigua regla que la crim inalidad del acto debe ser determinada por el estado de cosas al tiempo del apodera­miento, y no después. Si el derecho de larceny habrá de seguir lo que parece ser el principio general del derecho penal o habrá de ser detenido por la tradición, sólo podrá decidirse por un caso como el supuesto más arriba, donde el mismo acto realiza ambas cosas: el apoderamiento y la destrucción. Y como ya ha sido sugerido, es m uy probable que la tradición logre imponerse.

Otro delito donde las peculiaridades destacadas en larceny se encuentran señaladas con m ayor claridad aún y, al mismo tiempo,

explicadas más fácilmente, es el de burglary (N. del T. 14). Se lo

define como forzar y entrar en una vivienda, por la noche, con in­

tención de cometer a llí una fe lo n y 45. A l castigar tal rup tu ra y entrada, el objeto no es el de prevenir los trespasses, aún cometidos de noche, sino solamente aquellos trespasses que sean los pasos ini­

ciales hacia delitos de m ayor m agnitud, tal como robbery (N. del

T. 15) u hom icidio40. E n este caso, la función de la intención, cuando se la prueba, aparece más claram ente que en el robo, pero es m uy similar. Constituye un índice respecto a la probabilidad de

ciertos actos futuros que el derecho busca impedir. Y aquí el dere­cho nos da pruebas de que ésta es la verdadera explicación. Porque

si el acto que se sospechaba sucedió efectivam ente, entonces y a no es necesario alegar que la ruptura y la entrada tuvieron tal intención.

l Tn indictm ent por burglary que acusa al demandado de entrar con

(44) Eex v. Cabbage, Russ. & Ry. 292.(N . del T. 1 4 ): E l delito de burglary suele confundirse con el robo, pero

como lo indica el autor en el texto, consiste en forzar y entrar en vivienda ajena por la noche, con la intención de cometer un felony allí.

(45) Cf. 4 Bl. Comm. 224; Steph. B ig. Crim. Law, Arts. 316, 319.(N . del T. 15) : E obbery (robo) significa el apoderamiento de bienes

muebles ajenos en presencia de su propietario, por la violencia o por temor de violencias.

(46) Cf. 4 Bl. Comm. 227, 228.

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EL DERECHO PENAL 77

violencia en una vivienda y robar ciertos bienes, es tan eficaz como el que alegue que entró con violencia y con intención de ro b a r47.

Pienso que y a se ha dicho bastante para explicar la teoría gene­ral de la responsabilidad crim inal tal como existe en el common law E l resultado puede ser resumido de la manera que s ig u e :

Todos los actos son indiferentes per se.

E n el tipo característico de delito substantivo, ciertos actos se consideran crim inales porque se realizan dentro de circunstancias en las que probablemente causarán algún daño, que el derecho in­tenta impedir.

L a prueba de la crim inalidad, en tales casos, consiste en el gra­do de peligro que, de acuerdo a la experiencia, acompaña a ese acto dentro de tales circunstancias.

E n tales casos, el mens rea, o sea la real m alignidad de la parte, e« totalmente innecesaria, y toda referencia al estado de su concien­cia es equívoca si significa algo más que el aserto de que las circuns­tancias en conexión con las cuales se juzga la tendencia de su acto son las circunstancias por él conocidas. Hasta el requisito del cono­cimiento está sujeto a ciertas limitaciones. Un hombre debe averi­guar, a su riesgo, lo que una persona razonable y prudente hubiera inferido de las cosas realmente conocidas. E n algunos casos, especial­mente en los delitos legales, debe ir aún más lejos y cuando conoce ciertos hechos, debe descubrir a su riesgo si existen los otros hechos que harían que el acto fuera criminal. Un hombre que en Inglaterra rapta a una niña que vive con sus padres, debe descubrir, a su ries­go, si aquella tiene menos de dieciséis años.

E n algunos casos puede suceder que la consecuencia del acto dentro de las circunstancias, deba ser realmente prevista, si se trata de una consecuencia que un hombre prudente no habría previsto. L a referencia al hombre prudente, como pauta, es la única form a en que la culpabilidad como tal sea un elemento del delito, y lo que sería culpable en tal hombre constituye un elem ento: primero, de supervivencia de verdaderas pautas morales, y segundo, porque cas­tigar lo que no sería culpable en un miembro norm al de la comuni­

(47) 1 Starkie, Cr. Pl. 177. E sta doctrina va más allá de lo que exije mi argumento. Puesto que si el burglary fuera sólo considerado sobre la base do un a ttem pt, todo el delito tendría que completarse al momento de forzar la entrada a la casa. Cf. Bex v. Furnival, Russ. & Ry. 445.

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dad equivaldría a poner en vigor una norma teóricamente indefendi­ble, y que prácticam ente sería demasiado elevada para esa comunidad.

E n algunos casos, malice o intención reales, en el sentido co­mún de esas palabras, son elementos del delito. Pero se descubrirá que cuando así sucede, lo es porque el acto que se realiza maliciously es seguido de un daño que no habría seguido al mero acto, o porque la intención hace surgir la fuerte probabilidad de que un acto, de por sí inocente, será seguido de otros actos o sucesos en conexión con los cuales habrá de producir los resultados que el derecho busca im pedir.

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CAPITULO III

A C T O S IL IC IT O S - T R E S P A S S Y N E G L IG E N C IA

E l objeto de los próximos dos capítulos consiste en descubrir si existe algún fundam ento común en el fondo de toda responsabilidad por actos ilícitos, y si fuera así, cuál es ese fundamento. Suponiendo que el intento tenga éxito, habrá de revelar el principio general de la responsabilidad civil en el common laiv. L a responsabilidad en que se incurre en form a contractual está fijad a de manera más o menos expresa por el acuerdo de las partes interesadas, pero la que nace de un acto ilícito es independiente de cualquier consentimien­to previo del causante del daño, tendiente a soportar la pérdida oca­sionada por su acto. Si A no paga cierta suma de dinero en un día determinado, o no pronuncia una conferencia cierta noche después de haberse comprometido a hacerlo así, los daños y perjuicios que tiene que pagar se determ inan de acuerdo con su consentimiento respecto a que alguno o todos los perjuicios que haya causado re­caerán sobre él. Pero cuando A assaults (N. del T. 1) o slanders (N. del T. 2) a su vecino, o converts (N. del T. 3) bienes muebles

(N . del T. 1 ) : Por assault se entiende la amenaza intencional e ilegítim a de causar a otra persona un daño físico, en circunstancias tales como para crear un temor fundado de peligro inminente, unido a la capacidad presente de realizar el intento, si no se lo previene.

(N . del T. 2) : Por slander (calum nia), se entiende el to r t consistente en las expresiones orales (palabras habladas) bajas y difam atorias tendientes a perjudicar a otra persona, en su reputación, empleo, comercio, negocio o me­dios de vida.

(N . del T. 3 ) : Por conversión se entiende el to r t consistente en actos de dominio ejercidos ilegalm ente sobre los bienes muebles de otra persona, en forma incompatible con los derechos de aquélla, o simplemente negándolos. Im plica así asumir el control o la propiedad sobre los bienes muebles de otro.

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de su vecino, comete un perjuicio que él nunca ha consentido en so­portar y si el derecho lo obliga a pagar, la razón para ello debe en­contrarse en la opinión general respecto a la conducta que todos deben honestamente esperar y exigir de los demás, sea que éstos hayan consentido en ello o no.

Tal opinión general es m uy d ifícil de descubrir. E l derecho no empezó con una teoría. Nunca ha producido una. E l punto del cual partió y aquél al cual yo trataré de demostrar que ha llegado, se encuentran en planos diferentes. Debe esperarse que su curso, en el camino del uno al otro, no sea recto, ni su dirección siempre visi­ble. Todo lo que puede hacerse es señalar una tendencia, y ju sti­ficarla. L a tendencia, que es nuestra máxima preocupación,’ es un asunto de hecho que surge de los casos. Pero la d ificultad en mos­trarla se halla sumamente acrecentada por la circunstancia de que hasta m uy recientemente el derecho substantivo ha sido enfocado solamente a través de las categorías de las forms of action (N. del T. 4). I;as discusiones de principios legislativos resultaron obscure­cidas por argumentos lim ítrofes entre trespass y case (N. del T. 5), o dentro de la esfera de un problema general. E n lugar de una teo­ría de los actos ilícitos, tenemos una teoría del trespass. Y aún dentro de ese lím ite más estrecho, se han aplicado precedentes del tiempo de la assize (N. del T. G) y jnrata, sin pensar en su conexión (•on un procedimiento olvidado hace tiempo.

Cuesto que ya han desaparecido las antiguas forms of action, debería nct posible un tratam iento más amplio del tema. L a igno­rancia es el mejor de los reform adores del derecho. La gente se nenie feliz de discutir una cuestión sobre principios generales, cuan­do liiin olvidado los conocimientos especiales necesarios para el ra-

N. <li>l T. 4 ) : Por form s o f action se entendían en el common law clásico l i t h v n rinH especies o clases de acciones personales, como debt, trespass, trover, antumpsit, etc.

N. del T. 5 ) : Por trespass on the case, llamada comúnmente con la pala­bra casa, se entendía la acción correspondiente a todos los actos y omisiones sancionados por la ley que daban lugar a la responsabilidad civil, no origina­da en el uso de la fuerza ni reparable mediante otra acción especial.

(N . del T. 6) : Por assize se entendía una antigua clase do tribunal, consistente de cierto número de personas (generalmente doce), que eran cita­das para que juntas oyeran un caso contencioso, donde desempeñaban las funciones de un jurado, con la diferencia de que rendían veredicto sobre b u s

propias investigaciones y conocimientos en lugar de sobre la prueba aportada.

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zonamiento técnico. Pero la actual disposición para generalizar se

basa en fundam entos que son algo más que simplemente negativos.

Los hábitos filosóficos de la época, la frecuencia de la legislación y

la facilidad con que el derecho puede ser modificado para hacer

frente a las opiniones y a los deseos del público, hacen que sea natu­ral e inevitable que los jueces y otras personas discutan abiertamen­te los principios legislativos sobre los cuales deben finalm ente apo­yarse sus decisiones, basando sus sentencias en amplias considera­ciones de política, respecto a las cuales la tradición del Poder Ju di­cial apenas habría tolerado una referencia cincuenta años atrás.

L a función del derecho en la m ateria de los actos ilícitos con­siste en fi ja r las líneas divisorias entre aquellos casos donde un

hombre es responsable por el daño cometido y aquellos otros en que no lo es. Pero no puede facultarlo a predecir con certeza si un acto dado, en circunstancias dadas, puede hacerlo responsable, porque iiii acto raramente tendrá ese efecto a menos que sea seguido por un daño, y en su m ayor parte, si no siempre, las consecuencias de un

acto no son conocidas, sino solamente supuestas como más o menos

probables. Todas las normas que el derecho puede establecer de an­temano son normas para determ inar la conducta que hará respon­

sable a su autor si resulta dañosa, — es decir, la conducta seguida por un hombre, a su propio riesgo. L a única guía p ara el futuro

que puede extraerse de una sentencia contra un demandado en caso

de una acción por actos ilícitos, es que actos similares, bajo circuns­tancias que no pueden ser distinguidas a no ser por los resultados de los actos del demandado, se hacen a riesgo del actor; que si él

escapa a la responsabilidad, se debe simplemente a que por buena

suerte en ese suceso p articu lar no resulta daño alguno atribuible a su conducta.

Si, en consecuencia, existe algún fundam ento común para toda responsabilidad por actos ilícitos, la encontraremos mejor eliminan­do el suceso tal como realmente se presenta y considerando solamen­te los principios de acuerdo con los cuales el peligro de su conducta

recae sobre el actor. Debemos preguntarnos cuáles son los elementos del lado del demandado, que deben hallarse presentes en su totali­dad a fin de que la responsabilidad sea posible y cuya presencia lo hará comúnmente responsable, en el caso de que se produzcan los daños.

ACTOS ILÍCITOS 81

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E l derecho referente a los actos ilícitos abunda en fraseología moral. Tiene mucho que decir de los wrongs (N. del T. 7 ) , de ma- hce, fraud (N. del T. 8), intención y negligencia. De aquí puede

naturalmente suponerse que el riesgo de la conducta de un hombre recae sobre él como resultado de algún defecto moral. Pero mientras

se ha sostenido esta opinión, habrá de encontrarse que la extrema opuesta fue un punto de vista muchísimo más popular; me refiero a la opinión de que un hombre es responsable por todas las conse­cuencias de sus actos, o, en otras palabras, de que siempre actúa a su riesgo, con total independencia del estado de su conciencia sobre el asunto.

Para probar la prim era opinión sería natural tomar sucesiva­mente las diversas palabras, como negligencia e intención, que en

lenguaje moral designan varios estados anímicos bien entendidos, y mostrar su significado en el derecho. P ara probar la últim a, quizá sería más conveniente considerarla bajo el título de las diversas

forms of action. Tantas de nuestras fuentes constituyen otras tantas

sentencias bajo alguna de estas form as que no será saludable pa­sarlas por alto, al menos en prim era instancia; y puede alcanzarse

un arreglo entre los dos modos de enfocar el tema empezando si­multáneamente con la acción de trespass y la idea de negligencia, dejando para el próximo capítulo a los wrongs que se definen como intencionales.

La acción de trespass existe tanto para los wrongs no intencio­nales como para los intencionales. Toda aplicación delictuosa y d i­recta de la fuerza se remedia por esa acción. E n consecuencia, ella suministra un campo claro para la discusión de los principios gene­

rales de la responsabilidad por daños no intencionales en el common law. Puesto que difícilm ente puede suponerse que la responsabilidad

de un hombre varía según el remedio, caiga casualmente de un lado ii otro de la penumbra que separa el trespass de la action on the

( N . de l T . 7 ) : Wronq es una palabra genérica que podría traducirse por «'lnl'nie<'ión> o «delito»; implica la violación de los derechos de otra persona.

( N . d e l T . 8) : Fraud podría ser traducida por «dolo». S ign ifica la per- voihIóii intencional de la verdad con el propósito de inducir a otra persona a

n l M im l o n n r a l g ú n bien de su pertenencia o entregar algún derecho; incluye iw l i* t e rm in o genérico toda sorpresa, engaño, astucia, disimulo o artificio por el c u a l no e n g a ñ a a otra persona.

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case (N. del T. 9). Y la m ayor parte del derecho de los actos ilícitos habrá de encontrarse bajo uno u otro de esos dos encabezamientos.

Puede suponerse precipitadam ente que la action on the case se fun da sobre la negligencia del demandado. Pero si fuera así, la

misma doctrina debe prevalecer en trespass. Podría suponerse que el trespass se* funda en el hecho de que el demandado ha causado daño por su acto, sin consideración a la negligencia. Pero si ello fue­ra cierto, el derecho debe aplicar el mismo criterio a otros wrongs que sólo difieren del trespass en algún punto técnico, como, por ejem ­plo, que el bien dañado se hallaba en posesión del demandado. Sin embargo, ninguna de las presunciones antes mencionadas puede ser perm itida en forma precipitada. Podría m uy bien argumentarse que la action on the case adopta la severa regla recién sugerida para trespass, excepto cuando la acción se funda en un contrato. Podría decirse que la negligencia 110 tiene nada que ver con la responsabi­lidad por nuisance (N. del T. 10) del common law, y podría agre­garse que cuando la negligencia haya constituido un fundam ento para la responsabilidad, debería encontrarse una obligación espe­cial en la super se assumpsit o vocación pública, del demandado 1. Por otro lado, veremos lo que puede decirse acerca de la proposición de que aún en el trespass debe haber por lo menos negligencia. Pero cualquiera sea el argumento que prevalezca para una form of action, debe prevalecer igualmente para la otra. Por este motivo la discu­

sión sobre este aspecto técnico, puede acortarse, lim itándolo al tres­pass en tanto sea practicable, sin excluir la luz que se obtenga de otras partes del derecho.

Como acaba de indicarse, existen dos teorías de la responsabi­lidad por daños no intencionales en el common law. Am bas parecen

recibir el consentimiento implícito de los libros de texto corrientes, y ninguna de ellas carece de plausibilidad y de apariencia de au­toridad.

(N . del T. 9 ) : L a action on the case alude al trespass on the case ref(9- rido en mi nota N.° 5.

(N . del T. 10 ): Por nuisance (m olestia) se entiende el to rt consistente (11 todo aquello que pone en peligro la vida o la salud, o que ofende los sen t idos, viola las normas de decencia u obstruye el uso razonable y pacífico de li' propiedad.

(1 ) Véase el capítulo V II.

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L a primera es la de A ustin, que es esencialmente la teoría de un criminalista. De acuerdo con él, el rasgo característico del dere­cho propiamente dicho constituye una sanción o detrimento amena­zado e impuesto por el soberano por desobediencia a sus órdenes. Como la mayor parte del derecho sólo hace al hombre civilm ente res­ponsable por su incumplimiento, A u stin se ve obligado a considerar la responsabilidad frente a una acción como una sanción, o, en otras palabras, como una pena por la desobediencia. De acuerdo con las doctrinas prevalecientes en el derecho penal, se deduce que tal res­ponsabilidad debe basarse solamente en la fault (N. del T. 11) per­sonal; y A u stin acepta esa conclusión con todos sus corolarios, uno de los cuales consiste en que la negligencia significa un estado men­tal de la parte 2. A estas doctrinas me referiré más adelante, en cuanto sea necesario.

L a otra teoría es directamente opuesta a la precedente. Parece haber sido adoptada por algunas de las más grandes autoridades del common law y exige una seria consideración antes de que pueda ser desechada en favor de cualquier tercera posición. De acuerdo con esta opinión, expresada de una manera general, dentro del common law un hombre actúa a su propio riesgo. Puede sostenerse como una suerte de punto de partida, que nunca es responsable por sus omi­siones, como no sea a consecuencia de algún deber asumido volun­tariam ente. Pero se supone que el fundam ento total y suficiente pa­ra aquellas responsabilidades en que pueda incurrir fuera de la últim a clase, este constituido por el hecho de que él haya actuado voluntariam ente, habiendo sobrevenido el daño. S i el acto fue vo­luntario, carece totalmente de im portancia que el detrimento con­siguiente no haya sido intencional ni debido a la negligencia del actor.

A fin de hacer justicia a este modo de considerar el tema, de­bemos recordar que la abolición de las formas de pleading (N. del T. 12) del common law no ha cambiado las reglas del derecho subs-

(N . (lol T. 11) : Por fa u lt (fa lta o culpa) se entiende cualquier desviación de la prudencia, del deber o de la rectitud, cualquier negligencia en el cuidadoo en el cumplimiento do algo, resultante de una distración o de incapacidad.

(2) Austin, Jurisprudence (3era. ed .), 440 et seq., 474, 484, Lect. X X , X X IV V XXV.

(N . del T. 12): Se entiende por pleading el procedimiento consistente en la presentación alternada por las partes de un juicio de declaraciones es-

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tantivo. De ahí que, pese a que ahora los pleaders alegan general­mente la intención o la negligencia, todavía es suficiente lo que an­tiguam ente habría bastado para acusar al demandado por trcspass, no obstante el hecho de que la v ie ja form of action y la declara! ion (N. del T. 13) hayan desaparecido.

E n prim er lugar se dice que h ay que considerar, en general, la protección que el derecho otorga a la propiedad, sea dentro o fuera de los límites de la acción últim am ente nombrada. S i un hombre cru­za a la propiedad de su vecino aunque sea por un error inocente, o si el ganado se escapa al campo del vecino, se dice que es respon­sable por trespass quare clausum fregit. Si en el curso regular de sus negocios y en la más perfecta buena fe, un rem atador vende m ercaderías enviadas a su local con el objeto de ser vendida, puede ser obligado a pagar su valor total si resulta que el propietario es una tercera persona, aunque el rem atador haya entregado el produ­cido y no disponga de los medios para obtener un resarcimiento.

Supongamos ahora que en vez de tra tar con la propiedad del actor, tenemos el caso de violencia directa por parte dol cuerpo riel demandado contra el cuerpo del actor, argumentándose en este ca so que como el derecho no puede ser menos cuidadoso de las per sonas que de los bienes de dichas personas, las únicas defensas po­sibles son similares a las que existirían por un abierto trespass a la tierra. Podemos m ostrar que no hubo trespass demostrando que el demandado no actuó, como por ejemplo si fue su caballo quien lo arrojó sobre el actor o si una tercera persona tomó su mano y con ella golpeó al actor. E n tales casos el cuerpo del demandado es el instrumento pasivo de una fuerza externa y el movimiento corpo­ral contra el actor no ha constituido en modo alguno su acto. A sí podemos mostrar una justificación o excusa en la conducta misma del actor. Pero si no se muestra tal excusa y el demandado ha actua-

critas con sus alegaciones, cada una de las cuales es respuesta a la que precede y cada una sirve para estrechar el punto en conflicto, hasta llegar a un solo problema, afirmado por una parte y negado por la otra, sobre el cual propiamente se plantea la litis. También se llam a «pleading» cada uno de los escritos formales de acusación y defensa presentados por las partes en forma alternada en una acción del common law.

(N . del T. 13): Se llamaba declaration el primero de los pleadings pre­sentado por el actor en una acción de common law, consistente en una expo­sición metódica de los hechos y de las circunstancias constitutivos de su derecho.

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H(í COAIMON LAW

do voluntariam ente, debe responder por las consecuencias, por poco que hayan sido intencionales o previstos. Por ejemplo, si al ser as- saulted por una tercera persona, el demandado levantó su bastón golpeando accidentalmente al actor que estaba parado detrás de él, de acuerdo con esta opinión es responsable, independientemente de cualquier negligencia respecto a la parte dam nificada.

E n su mayor parte los argumentos en favor de la doctrina en consideración son tomados de los precedentes, pero algunas veces se supone que la misma resulta defendible por teóricamente sana. Se dice que todos los hombres tienen derechos absolutos respecto a su persona y demás, libres de perjuicios a manos de su prójimo. E n los casos expuestos, el actor 110 ha hecho nada y el demandado, por otra parte, ha escogido actuar. L a parte cuya conducta voluntaria ha causado el daño, debería su frir antes que quien no ha participado en su producción.

Cuando analizamos los pleadings y los precedentes del trespass tenemos que enfrentar problemas más dificultosos. L a declaration

no dice nada de la negligencia y es claro que no es necesario que el

daño haya sido intencional. Se supone que las palabras vi et arrnis y contra pacem. que aparentemente incluirían una intención, han

sido insertadas simplemente para dar jurisdicción a la King's Court

(N. del T. 14). G lanvill dice que incumbe al sheriff (N. del T. 15)

tomar conocimiento de las riñas, golpes y aún heridas, a menos que el acusador agregue el cargo de ruptura de la paz del rey (nisi ac-

cusator adjiciat de pace Domini Regis infracta) 3. Keeves obser­va que «(Mi esta distinción entre la jurisdicción del rey y la del

sheriff, vemos la razón por la que en los modernos indietm ents y

writs (N. del T. 16) vi et armis se alega «la corona y la dignidad

(N . del T. 14) : L a K ings's Court era un cuerpo con funciones administra­tivas y judiciales que asistía a los reyes ingleses en la Edad Media, y de la cual se originaron los tribunales del common law.

(N . del T. 1 5 ): Funcionario que desempeña las tareas equivalentes a las de un ujier o notificador, citando a los jurados, ejecutando sentencias, reali­zando ventas judiciales, etc.

(3 ) Lib. I, c. 2, ad fin .(N . del T. 1G ): Se podría traducir como auto, mandamiento, proveído, or­

den, etc. Son los escritos que emiten los tribunales de justicia en nombre del rey o funcionario ejecutivo, dirigida al sh eriff u otro funcionario judicial, requiriéndole la realización de algún acto específico o dándole autoridad y comisionándolo para hacerlo.

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del rey», «la paz del rey» y «la paz», — bastando esta última expre­sión cuando la paz del sh eriff dejó de ser distinguida como una ju rindicción separada» 4.

Podría decirse que si la intención y el descuido del demandado resultaron esenciales a su responsabilidad, la ausencia de ambos lia brá de p rivar a su acto del carácter de un trespass, y en consecuen­cia deberá ser admisible dentro del problema general. Pero en el common law está perfectam ente bien establecido que al decir «Ino­cente» sólo se niega el acto 5.

A continuación sigue el argumento de los precedentes. Em pe­zaré con un im portante caso a n tig u o 6. Se trataba de trespass guare clausum. E l demandado alegó ser el propietario de una tierra vecina, sobre la cual se encontraba un seto espinoso; que él cortó las espinas, las que, contra su voluntad (ipso in vito) cayeron sobre el terreno del actor, ante lo que el demandado fue rápidamente en su busca y las recogió, lo que constituyó el trespass objeto del plei­to. Y on demurrer (N. del T. 17) se dictó sentencia a favor del ac­tor. E l abogado del actor citó casos repetidos a menudo. Uno de ellos, F a irfa x , decía: «H ay diferencia entre un acto (pie resulta en una felony y otro que resulta en un tre sp a ss... Si una persona OEtá cortando árboles y una rama cae sobre un hombre, hiriéndolo, en este caso tendrá una acción de trespass, &c., y también, señor, si una persona está tirando al blanco y su arco tiembla en su mano, y mata a un hombre, ipso invito, no es felony, como se ha dicho & c .; pero si hiere a alguien con sus disparos, tendrá en su contra una buena acción de trespass, aunque el disparo haya sido legal &c., y el wrong que el otro recibió fuera contra su voluntad, &c, y así

(4 ) «Tlist. English Law», I. 113 (b is) , n. a; Id. ed. Finlanson, I , 178, n. 1. Fitzherbert (N . B. 88, F .) dice que en el w rit de trespass del sheriff que no es contestable en la Tcing's court, no se debía decir quare v i et arm is. Of. Ib. 86, II.

(5) Milman v. b'olwell, 2 Camp. 378; K napp v. Salsbury, 2 Camp. 500; Pearcy v. W alter, 6 C. & P. 232; Hall v. Fearnley, 3 Q. B. 919.

( 6) Y. B. 6 Ed. IV. 7, pl. 18, A. D. 1466; cf. Ames, Cases in Tort, 69, para una traducción, lo que se ha seguido en su mayor parte.

(N . del T. 17): En el procedimiento, demurrer es la alegación consistente en que aún en el caso de que sean ciertos los hechos alegados por la otra parte y contra los cuales se presenta la objeción, sus consecuencias legales no «on la les como para poner a la parte que presenta el demurrer (excepción) en la necesidad de contestarlos o de proseguir con la causa.

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u q u í , &c». Otro abogado, B rian, expresa toda la doctrina, usando igualm ente ejemplos corrientes: «Cuando uno liace una cosa, está obligado a hacerla de tal manera que su acto no habrá de resultar daño o perjuicio a &c. Como si, estando yo construyendo una casa, al colocarse la madera un tablón cae a la del vecino rompiéndola, éste tendrá una buena acción & c .; y sin embargo la construcción de la casa fu e legal y la madera cayó me invito &c. Y así, si alguien co­mete assault en mi contra y yo no puedo escapar, y en auto-defensa levanto mi bastón para golpearlo y al hacerlo así golpeo a un hom­bre que está detrás mío, en este caso tendrá una acción en mi contra, pese a que levantar el bastón fue en legítim a auto-defensa y yo lo golpeé me invito & c .; y así aquí &c.».

«Littleton J., con la misma intención, y si un hombre sufre un daño debe ser in d em n izad o... Si su ganado entra en mi tierra y

come mi pasto, pese a que usted venga de inmediato y los retire, usted debe rem ediar lo que su ganado ha hecho, sea más o menos. . . Y , señor, si fuera derecho que él tuviera que entrar y recoger las

espinas, por la misma razón, si cortó un árbol grande, podría venir

con sus carros y caballos para llevarse los árboles, lo que no es razón, puesto que quizá él esté cultivando maíz u otras siembras, &c., y ya no más al respecto, pues el derecho siempre es uno, tanto en las co­

sas grandes como en las pequeñas. . . Choke, J. C. con la misma in­tención, pues cuando la cosa principal no fue legal, la que depende

de ella no lo e r a : pues cuando cortó las espinas que cayeron en mi

propiedad, esta caída 110 fue legal y por consiguiente su entrada pa­ra llevárselas no fue legal. Respecto a lo que se dijo sobre su caída ipso invito, no es argumento, sino que tiene que demostrar que no

pudo hacerlo de ninguna otra manera o que hizo todo lo que estaba a su alcance para mantenerlas fuera».

Cuarenta años más ta r d e 7 los A nuarios m uestran a J. Rede adoptando el argumento de F a ir fa x en el último caso. Dice que en trespass «no puede interpretarse la intención, pero sí en felony. Como no es felony cuando un hombre tira al blanco y mata a otro, et il ser come n'avoit l'entent de luy tuer; y así en el caso de un techista que mata a un hombre involuntariam ente con una piedra, no constituye felony 8. Pero si un hombre tira al blanco y hiere

(7 ) Y. B. 21 En. V II, 27, pl. 5, A . D. 1506.( 8) Of. Bract., fol. 136 b. Pero cf. Stat. de Gloucester, 6 Ed. I. c. 9;

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a otro, aunque sea contra su voluntad, será considerado un trespas- ser contra su intención».

H ay una serie de casos posteriores respecto a disparos: WeaverV . Ward 9, Dickenson v. W atson 10 y TJnderwood v. Ilew son n , se­guidos por la Corte de Apelaciones de Nueva Y ork en Castle v. D ur yee r¿, donde se sostuvo que la defensa de que el daño se cometió accidentalmente, por desgracia y contra la voluntad del demandado fue considerada insuficiente.

D urante el reinado de la Reina Isabel se sostuvo que cuando un hombre dispara su arma en la puerta de su casa prendiendo fuego a su propia casa y a la del vecino, generalmente era respon­

sable de una acción on the case — no siendo la declaration una cos­tum bre del reino— «por mantener el arm a en form a negligente».

«Puesto que el daño es el mismo pese a que este infortunio no su­cedió por negligencia corriente, sino por desgracia» 13.

Los ejemplos arriba mencionados del bastón y del tiro al blan­co llegaron a ser comunes: S ir Tomas Raymond los repite en Brs- sey v. O llio t14, S ir WiHiam Blaekstone en el famoso caso del bus ca p iés15 y también otros jueces, y han llegado a ser corrien­tes a través de los libros de texto. S ir T. Raym ond, en el caso a ni es mencionado tam bién repite el pensamiento y casi las palabras ya

citadas de J. L ittleton y a g re g a : «En todos los actos civiles el de­recho no considera tanto la intención del actor, como la pérdida y el daño de la parte dam nificada». También S ir W illiam Blaekstone toma una frase del caso Dickenson v. Watson, antes c itad o : «La ne­

cesidad inevitable» es una justificación. Lo mismo Lord Ellenbo- rough, en Leame v. Bray 16: «Si el perjuicio se recibió como con­secuencia del acto personal de otro, ello se consideró suficiente para

Y. B. 2 En. IV . 18 pl. 8, por Thirning; E ssays in Anglo Saxon Law, 276.(9 ) Hobart, 134, A. D. 1616.

(10) Sir T. Jones, 205, A. D. 1682.(11) 1 Strange, 596, A. D. 1723.(12) 2 Keyes, 169, A. D. 1865.(13) Anónimo, Cro. Eliz. 10, A. D. 1582.(14) Sir T. Eaym. 467, A. D. 1682.(15) Sco tt v. Shepherd, 2 Wm. Bl. 892, A. D. 1773.(16) 3 East, 593. Véase además, la nota de Coleridge a 3 Bl. Comm. 123;

Saunders, Negligence, cap. 1, §1; argumento en Fletcher v. Hylands, 3 H. & C. 774, 783; Lord Cranworth en S. C., L. R. 3 H. L. 330, 341.

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4

que sea trespass», o, de acuerdo con el lenguaje más frecuentemente citado de J . Grose, en el mismo caso: «Mirando todos los casos des­de el A nuario de 21 E. V I I hasta la últim a sentencia sobre la ma­

teria, encuentro que el principio reside en que si el perjuicio se co­metió por el acto de la misma parte o siendo él la causa inmediata,

pese a suceder por accidente o por desgracia, es responsable por trespass. Otras citas son innecesarias.

A pesar de todos los argumentos que pueden presentarse a fa ­

vor de la regla que un hombre actúa a su riesgo, ésta ha sido recha­

zada por tribunales m uy eminentes, aún bajo las antiguas forms of action. E n vista de este hecho y de la circunstancia posterior de

que, después de abolidas las viejas forms, la alegación de negli­gencia se ha extendido de la action on the case a todas ,las declara- fions comunes por actos ilícitos que no afirm an la intención, es pro­

bable que muchos abogados se sorprendieran de que alguien pudie­

ra pensar que valía la pena entrar en la presente discusión. T al es

la impresión natural que se deduce de la práctica diaria. Pero aun­

que la. doctrina en consideración no tuviera continuadores, — lo que no es el caso— convendría disponer de algo más que de la práctica diaria para apoyar nuestras miras sobre cuestión tan fu n dam ental; al menos me parece que el verdadero principio está lejos de ser en­

tendido cabalmente por todos aquellos a quienes interesa, y sólo pue­de llegarse a él después de un análisis cuidadoso de lo que se ha

pensado hasta el momento. P odría creerse (pie es suficiente citar los fallos contrarios a la regla de la responsabilidad absoluta y mostrar

(pie esa regla es incompatible con las doctrinas reconocidas y una

sana política. Pero podemos proseguir con provecho y preguntarnos

si no hay una base sólida para pensar que el common law nunca ha conocido tal regla, salvo en ese período de áridos precedentes que se

encuentra tan a menudo a m itad de camino entre una época crea­dora y otra de disolvente reacción filosófica. Puede llam arse la atención de quienes, contrariam ente a los más modernos prácticos

del derecho, todavía apoyan la doctrina estricta, recordándoles una vez más (pie pueden citarse poderosas decisiones adversas y que, si han significado una innovación, la circunstancia de que tal cosa haya sido hecha por magistrados tales como el C hief Justice Shaw, contribuye en gran medida a demostrar que el cambio fue político. Creo poder afirm ar que con un poco de reflexión se demostrará que

90 COMMON LAW

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ACTOS ILÍCITOS Í)1

ello no sólo era exigido por política sino por arm onía lógica. Ilabró de empezar por esto último.

E l mismo razonamiento que haría a un hombre responsable por trespass de todos los daños causados a otros y resultantes de la fuer za directa de su propio acto, sin tener en cuenta la negligencia ni la intención, lo haría responsable en el caso de que resultaran daños semejantes de los actos de su dependiente durante el curso de su empleo. Las discusiones sobre la negligencia de la compañía en mu­chos casos judiciales de ferro carriles17 estarían totalmente fu e­ra de lugar, puesto que si bien existe, sin duda alguna, un contrato que haría responsable a la compañía por negligencia, no puede ape­larse a tal contrato para dism inuir cualquier responsabilidad que de otra manera existiría por trespass de parte de sus empleados.

Además, el mismo razonamiento haría responsable al deman­dado por todo daño, por m uy remoto que fuera, del cual su acto pu­diera ser considerado la causa. E n tanto medios solamente físicos o irresponsables, aunque imprevistos, cooperaron con el acto para pro­ducir el resultado, el argumento que resolvería en contra del deman­dado el caso del golpe accidental causado al actor al levantar el bas­tón en auto defensa necesaria, exigiría una decisión en su contra, en todos los casos en que su acto constituyó un factor en la realiza­ción de tal resultado. La distinción entre la aplicación directa de la fuerza y la producción de un daño en forma indirecta o como una consecuencia más remota del acto, pese a poder deteminar si la form of action debería ser trespass o case, no toca la teoría de la responsa­bilidad, si esa teoría consiste en que un hombre actúa a su riesgo. Como se dijo al principio, si la responsabilidad estricta ha de ser mantenida de alguna manera, debe serlo desde el principio hasta el fin. No puede expresarse un principio que habrá de retener la responsabilidad estricta en trespass y abandonarla en case. No pue­de decirse que trespass es solamente para los actos y case para las consecuencias de esos actos. Todas las acciones por trespass son para las consecuencias de los actos y no para los actos mismos. Y algunas acciones de trespass son para consecuencias más remotas respecto al acto del demandado que en otros ejemplos donde el remedio sería el case.

(17) Ex. gr. M etropolitan Bailw ay Co. v. Jacicson, 3 App. Cas, 193. Véase M'Manus v. CricTcett, 1 East. 106. 108.

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92 COMMON LAW

Un acto siempre es una contracción m uscular voluntaria, y nada más. La cadena de secuencias físicas que lo pone en movi­miento o lo d irije en perjuicio del actor 110 son parte de él, y gene- ralmente interviene 011 ella una larguísim a serio de tales secuencias. Uno o dos ejemplos harán que esto resulte sumamente claro.

Cuando un hombre comete un assault and battery (N. del T. 18) con una pistola, su único acto consiste en contraer de cierta manera los músculos de su brazo y dedo índice, constituyendo placer de escritores elementales el señalar que antes de que se haga el daño debe tener lugar una larga serie de cambios físicos. Supongamos q 11 en lugar de disparar una pistola, levanta una manguera que estaba descargando agua sobre la vereda y la dirige contra el actor, con lo que ni siquiera ha puesto en movimiento las causas físicas que deben cooperar con su acto para realizar una battery. No sola­mente causas naturales, sino un ser humano, deben intervenir entre

el acto y su efecto. E n el caso Gibbons v. Pepper 18, que decidió que no era battery cuando un caballo se espantaba por accidente o por una tercera persona, atropellando al actor, se hace la distinción que si el jinete lo acicateó con las espuelas, siendo ello la causa del accidente, entonces resulta culpable. E n el caso Scott v. Shep- h e r d 19, ya mencionado, se m antuvo que era trespass el acto con­sistente en arro jar un buscapiés a una m ultitud, que, en auto­defensa, fue pasado de mano en mano, hasta que explotó lastim an­do al actor. A q u í hasta los medios humanos form aron parte de la cadena entre el acto del demandado y el resultado, pese a que fue­ron tratados en form a más o menos automática, a fin de llegar a la decisión.

Ahora repito que si el principio nos exige acusar a 1111 hombre de trespass cuando su acto ha motivado que recaiga la fuerza sobre

(N . del T. 18) : La palabra assault fue explicada en mi nota N.® 1, de unto capítulo. Por battery , que puede traducirse como agresión física o lesión, ho entiende el golpe ilegítim o o la violencia o coacción físicas que se aplica a mi h i t humano sin su consentimiento. E l derecho de los Estados Unidos ha d e t e r m i n a d o que para que un ba ttery tenga lugar, no es necesario un daño Hu le o , h í i i o un contacto ofensivo no permitido practicado sobre el cuerpo, las ropiiM o cualquier cosa próxima al cuerpo de una persona y realizado de una n m n o r n muñiente, brusca o colérica, con intención hostil. Es corriente usar la i'\|>ir«¡ón compuesta assault and ba ttery .

(IN) I Ld. Eaym. 38; s. c. Salk 637; 4 Mod. 404; A. D. 1695.(ID) 2 Win, 131. 892. Cf. Clark v. Chambers, 3 Q. B. D. 327, 330, 338.

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ACTOS ILÍCITOS 93

otro, a través de una serie relativam ente breve de causas intervi- nientes y a pesar de que baya hecho uso de todo su cuidado, el mismo requiere igual responsabilidad, por m uy numerosos e ines­perados que hayan sido los acontecimientos entre el acto y el re­sultado. Si atropellar a un hombre constituye un trespass cuando el accidente puede relacionarse con el acto del espoleo del jinete, ¿por qué no es un acto ilícito en todos los casos, como se sostuvo en Vincent v. S tin eh o u r20, y a que siempre puede relacionarse en form a más remota con el acto de m ontar y sacar el caballo?

¿P or qué un hombre no es responsable por las consecuencias de un acto inocente en cuanto a sus efectos directos y evidentes, cuando esas consecuencias no hubieran sobrevenido a no ser por la intervención de una serie de acontecimientos naturales pero extra­ordinarios? L a razón consiste en que si los acontecimientos inter- vinientes son de tal naturaleza que ninguna previsión podría ha­berlos supuesto, el demandado no es culpable de no haberlos pre­visto. Parece que los jueces ingleses han admitido que aún respecto a la cuestión de si los actos de d ejar junto al ferrocarrril m aterial inflam able en tiempo caluroso y luego enviar a una locomotora por los rieles constituyen o no negligencia — es decir, si son fundam en­to de responsabilidad— , las consecuencias que razonablemente po­drían haberse anticipado son p ertin en tes21. Pero esos son actos que dadas las circunstancias difícilm ente pueden considerarse ino­centes, por sus efectos naturales y evidentes. L a misma doctrina ha sido aplicada a los actos en violación de la ley que razonable­mente no podía haberse esperado condujeran al resultado objeto de la d em anda22.

Pero en principio no hay diferencia entre el caso en que inter­viene una causa natural o un factor físico después del acto, de

(20) 7 Yt. 62.(21) Sm ith v. London South W estern Hailway Co., L. R. 6 C. P.14, 21.

Cf. s. c., 5 id. 98, 103, 106.(22) Sharp v. Foivell, L. R. 7 C. P. 253. Cf. Ciarle v. Chambers, 3 Q. B. D.

327, 336-338. Pueden citarse muchos casos de los Estados> Unidos que llevan la doctrina más lejos. Pero no deseo hacer afirmaciones que admitan controversia, y es bastante para los propósitos actuales que si lióme fa i t un loyal act, que apres devin t illoyal, ceo est damnum sine injuria. Latch, 13. A propósito omito toda discusión sobre la verdadera regla de daños y perjuicios donde una vez se ha establecido que se ha cometido una infracción. E l texto sólo considera los tes ts por los que se decide si se ha cometido una infracción.

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!)4 COMMON LAW

alguna manera no previsible, transform ando en perjuicio lo que parecía inocente, y el caso en que tal causa o factor interviene en ('1 mismo momento, sin que sea conocido; como ocurrió en los casos ingleses citados. S i en un caso se exime a un hombre por no ser culpable, tam bién debe hacérselo en el otro. La diferencia de Gib- bons v. Pepper, citado más arriba, no es entre los resultados que son y los resultados que no son consecuencia de los actos del de­mandado : la diferencia es entre las consecuencias que él como hombre razonable (N. del T. 19) estaba obligado a. contem plar y aquéllas respecto a las que no sucedía lo mismo. P icar las espuelas con fuerza, es tanto más apto para producir perjuicios que el simple andar a caballo por la calle, de modo tal que el tribunal pensó que el demandado estaba obligado a esperar las consecuencias del p ri­mero, pero no lo haría responsable por las que resultaran simple­mente del segundo; porque la posibilidad de ser atropellado cuan­do se monta a caballo tranquilam ente, aunque posible, es relativa­mente escasa. Sin embargo, si el caballo hubiera sido indócil y con­ducido a un lugar m uy frecuentado con el propósito de ser domado, el dueño podría haber sido responsable porque «es culpable de lle­var a un caballo bravio a un lugar donde con toda probabilidad podría causar un daño» 23.

Volviendo al ejemplo del golpe accidental con el bastón levan­tado en auto-defensa, no hay diferencia entre golpear a una per­sona parada detrás de uno y golpear a quien fue empujado por 1111

caballo dentro del alcance del bastón justo cuando éste era levan­tado, siempre que no fuera posible, dentro de las circunstancias,

conocer, en un caso la proxim idad y en el otro haberla anticipado. 10 n ambos casos fa lta el iinico elemento que distingue a los actos voluntarios de las contracciones m usculares espasmódicas, como

fundamento de la responsabilidad. E s decir, que en ninguno de ( líos lia habido una oportunidad de elección con referencia a la c o ns ec u e nc i a objeto de la demanda, una oportunidad de prevenirse

(N . del T. 19 ): Por «hombre razonable» ( reasonable m an) se entiende cu el (lorocho de los Estados Unidos esa persona que ejerce las condiciones de iiti'iicirtn, conocimiento, inteligencia y juicio que la sociedad requiere de sus iiili'inbmH para la protección de sus propios intereses y los intereses de los ilcmf'iH (.1 mrrioan Law In stitu te , E estatem ení o f Torts, 283-a).

Mitohil v. A lestree, 1 Ventris, 295; s. c., 3 Keb. 650; 2 Lev. 172. <'<nn|»/in'No líam m ack v. W hite, 11 C. B. 11. s. 588; in fra , p.

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ACTOS ILÍCITOS 95

contra el resultado que vino a suceder. Una elección que trae una consecuencia no conocida no es elección en lo que respecta a esa consecuencia.

E l principio general de nuestro derecho es que la pérdida por un accidente debe quedar donde caiga y este principio no se ve afectado por ej hecho de que un ser humano sea el instrumento de la desgracia. Pero con respecto a un ser humano determinado, cualquier cosa que honestamente no pudo haberse previsto y por ende evitado, constituye un accidente. E n las palabras del extinto C hief Justice Nelson, de Nueva Y ork, «no puede encontrarse nin­gún caso o principio, o si se encuentra no puede mantenerse, que someta a un individuo a responsabilidad por un acto realizado sin culpa de su p a r t e . . . Todos los casos admiten que un perjuicio resultante de un accidente inevitable, o, lo que de acuerdo al de­recho o a la razón constituye la misma cosa, de un acto que el cuidado y la previsión humanos y ordinarios son incapaces de pre­caver, no es sino la desgracia del dam nificado, sin que constituya fundam ento para la responsabilidad legal» 24.

De no ser así, cualquier acto sería suficiente, aunque remoto, si pusiera en movimiento o abriera la puerta para una serie de con­secuencias físicas que finalizan en un d añ o ; tal como montar a caballo en el caso dol caballo desbocado, o hasta ir a un lugar donde una persona es presa de un ataque y golpea al actor, en un espasmo inconsciente. ¿P or qué necesita el demandado haber ac­tuado y por qué no basta que su existencia haya estado a dispo­sición del actor? E l requisito de un acto es el requisito de que el demandado debería haber hecho una elección. Pero el único pro­pósito posible al introducir este elemento moral es hacer que el

poder de evitar el mal objeto de la demanda, sea una condición

de la responsabilidad. No existe tal poder cuando el mal no puede

p reverse25. A q u í llegamos al argumento de política, y en con­secuencia postergaremos un momento la discusión de los trespasses sobre terrenos y de las conversions, y posteriormente nos referire­mos a la responsabilidad por ganado.

E s cierto que un hombre no necesita hacer este o aquel acto, — el término acto im plica una elección— , pero debe actuar de al-

(24) TJarvcy v. Vanlop, H ill & Denio, (Lalor) 193.(25) Véase el Capítulo TI.

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96 COMMON LAW

gim a manera. Además, generalmente el público se beneficia con la actividad individual. Como la acción no puede evitarse y tiende al bien público, evidentemente no tiene objeto hacer caer en el ac­tor el riesgo de lo que es al mismo tiempo deseable e inevitable.

Puede concebirse que el estado se convierta en una compañía de seguros mutuos contra accidentes, distribuyendo entre sus miem­bros la carga de los infortunios. Debería haber pensiones para los paralíticos y ayuda del estado para quienes sufrieron en su perso­na o en sus bienes los efectos de la tempestad o de los animales salvajes. Como sucede entre individuos, podría adoptar el prin ­cipio pro i arito del seguro mutuo, y dividir los daños cuando am­bos tuvieran la culpa, como en el rusticum judicium del derecho marítimo, o podría adjudicar toda la pérdida al actor sin tener en cuenta la culpa. Sin embargo, el estado no hace ninguna de es­tas cosas, y la opinión predominante que su pesada y costosa m aquinaria no debería ser puesta en movimiento a menos que de la perturbación del statu quo se derive algún claro beneficio. La interferencia del estado constituye un mal, siempre que no pueda ser demostrado que sea un bien. E l seguro universal, si se deseara, puede ser realizado m ejor y más barato por la empresa privada. E l in­tento de redistribuir las pérdidas simplemente sobre la base de que ellas resultaron del acto del demandado, no solamente estaría su­jeto a estas objeciones, sino — como espero lo habrá demostrado la discusión precedente— a la objeción todavía más grave de ofender el sentido de justicia. A menos que el acto fuera de naturaleza tal que amenazara a terceras personas, ya que, de acuerdo a las cir­cunstancias un hombre prudente hubiera previsto la posibilidad del daño, no es más justificable hacer que se indemnice al vecino por las consecuencias, que hacer lo mismo si se hubiera caído sobre él en. un violento ataque u obligarme a asegurarlo contra el rayo.

Ahora debo recurrir a las conclusiones extraídas de los tres- passcs inocentes contra terrenos y de las conversions, y a la su­puesta analogía de estos casos con los trcspasses contra las perso­

nas, para que el derecho concerniente al último no se suponga que

existe entro dos antinomias, cada una de las cuales necesita con igual fuerza una conclusión opuesta a la otra.

Tenemos el caso de trespasses sobre terrenos acompañado de

perjuicios efectivos. Cuando un hombre entra en terreno del ve­cino pensando que es suyo, tiene intención de cometer el mismo

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ACTOS ILÍCITOS 97

acto o consecuencia objeto de la demanda. Pretende interferir con cierta cosa de cierta manera, y es precisamente por esa intencional ingerencia que se lo d em an da26. M ientras que si accidental mon te golpea a un extraño al levantar su bastón en auto-defensa, la verdadera substancia de la acción, — es decir, el contacto entre el bastón y la cabeza del vecino— , no fue intencional ni pudo haber sido previsto. Seguram ente podría contestarse que no se de­manda a una persona por interferir con bienes sino por interferir con bienes del actor; y en los casos supuestos, tanto como en el del golpe accidental, el demandado ignora uno de los hechos que cons­tituyen el ambiente total, y que debe estar presente para que su acción sea dañosa. E s decir, ignora que el verdadero propietario tiene o reclama algún interés sobre los bienes en cuestión y en con­secuencia no tiene intención de cometer un acto dañoso, porque no pretende atentar contra los bienes de su vecino. Pero la respuesta a esto es que él realmente tiene intención de cometer el daño ob­jeto de la demanda. Quien dism inuye el valor de los bienes mediante un daño intencional, sabe que estos pertenecen a alguien. Si él creo que pertenecen a él mismo, sabe que cualquier daño que pueda hacer lo su frirá su propio bolsillo. Sería extraordinario que fuera a libe­rarse de la carga descubriendo que pertenecía a su vecino. Son cosas m uy diferentes decir que quien comete un daño intencional debe soportar las pérdidas y decir que quien ha cometido un acto del cual surge accidentalm ente un daño, como consecuencia que no pudo ser prevista, debe soportarla.

Supongamos ahora que el acto objeto de la demanda significa el ejercicio del derecho de dominio sobre la propiedad del actor, como un trespass meramente técnico o una conversión. Si el de­mandado pensó que la propiedad pertenecía a él mismo, no parece haber injusticia abstracta en exigirle que conozca los lím ites de sus propios títulos, o si creyó que pertenecía a otro, en obligarlo a obtener la prueba del título antes de actuar. Consideremos tam ­bién hasta dónde llega la responsabilidad del demandado en caso de que el acto, sea la entrada en el terreno o una conversión de bienes muebles, no haya sido acompañado de daños a la propiedad

y la cosa haya vuelto a manos del verdadero dueño. L a suma co­brada es meramente nominal y el pago no es sino el reconocimiento formal del título del propietario; lo cual, considerando los efectos

(26) Cf. E o bart v. H agget, 3 F a irf. (M e.) 67.

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í)8 COMMON LAW

de la prescripción y de los statutes of limitación (N. del T. 20) so­bre los actos repetidos de dominio, no es sino ju s to 27. Toda se­m ejanza con la injusticia desaparece cuando se permite al de­mandado que evite las costas de la acción mediante la oferta de pago o de alguna otra manera.

Pero supongamos que la propiedad no haya vuelto a manos del verdadero dueño. S i Ja cosa permanece en manos del deman­dado, es claro que éste debe entregarla. Y si en lugar de la cosa retiene el producido de una venta, es tan razonable hacerlo pagar su valor en trover (N. del T. 21) o assumpsit (N. del T. 22) como obligarlo a entregar la cosa. Pero en el caso de que el demandado haya pagado subsiguientemente a una tercera persona el producido de la venta de un bien mueble, ello no puede afectar los derechos del verdadero dueño de la cosa. Por ejemplo, en el caso de un re­matador que haya pagado al verdadero dueño, sería una respuesta a la reclamación de su bailor (N. del T. 23). E n cambio, si ha pagado al bailor, ha pagado a quien no estaba obligado a pagar, y ningún principio general requiere que esto se m antenga para despojar al ac­tor de su derecho.

O tra consideración que afecta el argumento de que el derecho referente a los trcspasses sobre bienes establece un principio gene­ral, es (pie el conocimiento del demandado o la ignorancia del t í­tulo del actor es probable que sólo exista en su interior, por lo

(N . dol T. 20 ): Por sia tu tes o f Ivmitations se entienden las leyes que prescriben una. lim itación al derecho do accionar en ciertos casos, es decir, quo no ho podrá mantener la acción sino dentro de un período especificado de tiempo desde su nacimiento.

(27) Vóaso Bonomi v. BacTchouse, El. Bl. & El. 622, J. Coleridgo, en pág. (540.

(N . del T. 2 1 ): La acción de trover tenía lugar originariamente para el cobro de daños y perjuicios contra una persona que había encontrado los bie­nes de otro y los había converted ilegítim am ente para su propio uso. La ac­ción se transformó más tarde en el remedio contra cualquier interferencia ile­gítim a o tenencia de bienes de otra persona.

(N . del T. 22) : A ssum psit es una form o f action que procede para ob­tener la indemnización de los daños resultantes del incumplimiento do un contrato simple o no under seal.

(N . del T. 23) : En el contrato de bailm ent, el bailor es quien bails o entrega los bienes muebles a la otra parte. El bailor (depositante) es real­mente cualquier persona que entrega temporalmente la custodia de bienes mue­bles a otra con la condición de que le sean devueltos o que se disponga de ellos de acuerdo con sus instrucciones.

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a c t o s H ierros 99

que difícilm ente admite prueba satisfactoria alguna. E n realidad, en muchos casos no pudo absolutamente haber estado abierto a prueba en la época en que el derecho fue establecido, antes de (pie se perm itiera a las partes prestar testimonio. De conform idad con ello, en el caso Basely v. Clcirkson2S, donde la defensa inter­puesta a una acción de trespass quare clausum fu e que el deman­dado al cortar el pasto de su terreno en form a involuntaria y por error, cortó un poco del pasto del actor, la sentencia fue on demurrer a favor del actor. «Puesto que el hecho aparece como voluntario y su intención y conocimiento no pueden negarse; no pueden ser conocidos».

Este lenguaje sugiere que sería suficiente explicar histórica­mente el derecho de trespass sobre terrenos sin intentar ju s tifi­carlo. Puesto que parece adm itirse (pie si el error del demandado

pudiera ser probado ello resultaría p ertin en te2&. Adem ás habrá de destacarse que cualquier argumento general desde el derecho de

trespass sobre terrenos hasta el que gobierna los trespass contra

las personas, sería engañoso respecto a.l derecho referente al g a ­nado. E l dueño está obligado a su riesgo a mantenerlo fuera de la

propiedad de su vecino, pero no está obligado, a su riesgo y en

todos los casos, a mantenerlo fuera de la persona de su vecino.

Las objeciones a tal decisión como la supuesta en el caso de un rematador, no descansan en la teoría general de la responsa­bilidad, sino que brotan en form a conjunta de las exigencias es­peciales del comercio. Considerar a una persona responsable por su ingerencia no autorizada en los bienes de otra no se transform a en una injusticia hasta que surge la necesidad práctica de la rá­pida contratación. Pero donde existe esta necesidad práctica, no es sorprendente encontrar, como encontramos, una tendencia diferente en el derecho. L a protección absoluta de la propiedad, por m uy natural que sea en una. comunidad prim itiva más ocupada en la producción que en el intercambio resulta difícilm ente compati­ble con las exigencias de los negocios modernos. A ú n cuando se establecieron las reglas que hemos estado considerando, el tráfico <le. los mercados públicos se gobernaba por principios más liberales.

(28) 3 Levinz, A. D. 1681.(29) Compárense las reglas relativas al ganado en Y. B. 22 Ed. IV .

H, p l . 24.

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100 COMMON LAW

E n el continente europeo se decidió hace ya mucho tiempo que la política de protección a los títulos de propiedad debía ceder ante la política de protección al comercio. Casaregis sostuvo que el prin­cipio general nemo plus juris in alium transferre potest quam ipse habet debe ceder, en las transacciones mercantiles, ante la possession vaut titr e30. E n épocas posteriores, cuando los mercados p ú b li­cos perdieron su im portancia, las Factor's A cts y sus sucesivas en­miendas han tendido cada vez más hacia la adopción de la doc­trin a continental.

Debo comenzar el argumento de los precedentes haciendo re­ferencia a lo que ya ha sido dicho en el prim er capítulo respecto a las prim itivas formas de responsabilidad, en especial sobre las denuncias. A llí se demostró que las denuncias de pace et plagis y la de mayhem se transform aron en la acción de trespass y que esas denuncias y las prim itivas acciones de trespass siempre tenían lugar, según parece, para daños intencionales 31.

E l centra pacem en el writ de trespass se insertó sin duda alguna para dar un fundam ento al writ del r e y ; pero no parece haber razón para atribuir un propósito sim ilar al vi et armis o cum vi sua, como a menudo se lo llama. G lanvill dice que las heridas están dentro de la jurisdicción del sheriff, a menos que el acusador agre­gue el cargo de rup tura de la paz del r e y 32. No obstante, las heridas se prodncen vi et armis tanto en un caso como en el otro. B racton dice (pie los delitos menores que él describe pertenecen a la jurisdicción del rey «porque a veces están contra la paz de nuestro señor el r e y » 33, m ientras que, como se ha observado, se suponía que siempre se cometían intencionalmente. Quizá podría deducirse aún que la alegación contra pacem fu e originariam ente substancial, y habrá que recordar que los trespass incluían an­tiguam ente la responsabilidad de pagar una m ulta al r e y 34.

Si fuera cierto que el trespass se limitó originariam ente a los daños intencionales, no sería casi necesario considerar el argumento tomado del problema general. E n cuanto a su forma, era una mi-

(30) Disc. 123, pr.; 124; §2, 3. Compárese el Capítulo Y respecto al origen histórico de la últim a regla.

(31) Capítulo T, págs. 3, 4.(32) Lib. I , c. 2, ad fin .(33 ) Fol. 155.(34 ) Bro. Trespass, pl. 119; Finch, 198; 3 Bl. Comm. 118, 119.

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ACTOS ILÍCITOS 101

ligación de la estricta negativa de verbo in verbum del procedi­miento prim itivo, al que resultaba desconocida la averiguación su­m inistrada por el writ del r e y 85. Parece que en Inglaterra la for ma estricta duró por algún tiempo después que fue introducido el juicio del problema mediante la recognition (N. del T. 24) Cuando se concedió la recognition, la averiguación sólo era con» petente para referirse a los hechos, como se dijo más a rr ib a "7. Cuando se introdujo el problema general, el trespass quedó todavía lim itado a los daños intencionales.

A hora recurramos a otras autoridades. Debe recordarse que los precedentes prim itivos son de una época en que la assize y jurata no habían dado lugar al jurado moderno. Estos cuerpos hablan de su propio conocimiento de un problema definido por el writ o por ciertas cuestiones de hecho comunes que surgen en (‘1 juicio de una causa, pero no ven todo el caso sobre la base de las pruebas aducidas. Su función era más lim itada que aquélla que ha obtenido el jurado y sucedía naturalm ente que cuando ellos habían declarado lo que el demandado había hecho, los jueces dictaban la regla por la cual debían ser medidos esos actos, sin su ayuda. Do aquí que el problema en los Anuarios no sea una investigación indefinida o general del jurado respecto a si pensaban quo el su­puesto trespasser había sido negligente en todos los actos que des­cubrieran, sino un problema jurídico bien definido, a ser determ i­nado por el tribunal, consistente en si ciertos actos fijados en el registro constituían fundam ento de responsabilidad. Es posible que los jueces pudieran haber tratado a los demandados de manera muy estricta, y es m uy fácil pasar de la prem isa de que los demandados son considerados trespassers por una variedad de actos sin mencio­nar la negligencia, a la conclusión de que cualquier acto que cause daños a otro hará que el actor pueda ser acusado. Pero una investi­gación más exacta de los libros prim itivos demostrará que la res­

(35) Véase Brunner, Schwurgericlite, p. 171.(N . del T. 2 4 ): Por recognition se entendía la indagación sobre los hechos

on disputa en un caso judicial, que llevaba a cabo un cuerpo de recognitors, informando sus conclusiones al juzgado. Precedió al sistema moderno del jurado.,

(36) Un ejemplo del año 1195 se encuentra en el muy interesante y valioso Plácito, Anglo-Normannica, del Sr. Bigelow, en p. 285, citando a Bot. <’ur. Regis, 38; s. c. Abbr. Plac., fol. 2, Ebor. rot. 5. El juicio provino do doamneia; la acción era un felonious trespass. Cf. Bract., fol. 144 a.

(37) Puedo verse un ejemplo en el Y ear Boolc, 30 y 31, Eduardo I (M orwood), píig. 106.

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302 COMMON LAW

ponsabilidad en general, en ese entonces como más tarde, se fu n ­daba en la opinión del tribunal acerca de que el demandado debió haber actuado de otra manera, o, en otras palabras, que tenía la culpa.

Volviendo en prim er término al caso de las espinas en el A nuario 38 se verá que la caída de las espinas en la parcela del actor, pese a no ser un resultado deseado por el demandado, de ninguna manera constituyó algo contrario a su voluntad. Cuando cortó las espinas, realizó un acto que de manera evidente y necesaria habría de tener tal consecuencia, y él debe ser considerado como que vió y no previno tal acto. C. J. Choke dice que «respecto a lo que se dijo acerca de la caída ipso invito, no es argumento, sino que debe dem ostrar que no pudo hacerlo de ninguna otra m anera o que hizo todo lo que estaba en su poder para evitarlo» ; los jueces colocan la ilegalidad de la entrada al terreno del actor como una conse­cuencia de la ilegalidad de haber dejado caer a llí las espinas. Choke admite que si las espinas o un árbol hubieran sido arrojados por el viento al terreno del actor, el demandado podría haber entrado para recogerlos. E l C hief Justice Crew dice de este caso, en M illen v. F a iv d ry 35), que la opinión era de que «se trata de un trespass, porque no argumentó haber hecho su m ejor esfuerzo para im pedir la caída en ese lu g a r; pero no obstante se trataba de un caso di­fícil». Las manifestaciones jurídicas del abogado pueden ser deja­das de lado, pese a que B rian es citado y tomado equivocadamente por uno de los jueces, por S ir W illiam Blaekstone, en Scott v. Shepherd.

Los casos principales son los de los disparos, y como disparar un arm a es una actividad m uy peligrosa, no sería de sorprender si se sostuviera que los hombres la realizan a su riesgo en los lu ­gares públicos. Sin embargo, cada vez que se ha trazado la línea de la precaución necesaria, la responsabilidad ha sido puesta sobre el fundam ento general de la culpa. E n el caso Weaver v. W a rd 40 el demandado alegó que el actor y él estaban practicando escara­muzas on las m ilicias y que al descargar su arma hirió al actor por accidente y desgracia y en contra de su voluntad. On demurrer, el tribunal dijo que «nadie será excusado de un tresp a ss.. . a excep­ción de que pueda ser juzgado enteramente sin culpa. Como si un

(38) 6 Ed. IV 7, pl. 18.(39) Popham. 351; Latch, 13, 119, A. D. 1605.(40) JIobart, .134, A. D. 1616.

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ACTOS ILÍCITOS

hombre toma mi mano por la fuerza y golpea a otro o si en este caso el demandado hubiera dicho que el actor se cruzó delan te de su arm a cuando la descargaba o hubiera expuesto el caso con las cir­cunstancias de modo ta l que hubiera parecido inevitable al tribunal y que el demandado no había cometido negligencia como p ara d a r ocasión a la herida». Los casos posteriores siguen simplemente a Weaver v. Ward.

L as citas hechas más arriba en favor de la doctrina estricta,

de S ir T. Raymond en Bessey v. Olliot y de S ir W illiam Blackstono

en Scott v. Shepherd están tomadas de opiniones en disidencia. Wn

el último caso es m uy claro que la m ayoría del tribunal consideraba

que evitar un peligro personal arrojando instantáneamente sobre

las butacas al buscapiés lanzado por otra persona no era trespass, pese a que desde ese momento se imprimió al buscapiés un nuevo

movimiento, hiriendo en consecuencia el ojo del actor. E l último

caso citado arriba, que expresa los argumentos de la responsabili dad absoluta, fue Leame v. B r a y 41. L a cuestión en discusión era si la acción (de atropellar al actor) debería haber sido eme <le pre fereneia trespass, fundando el demandado su objeción al trespass sobre la base de que el daño ocurrió por su negligencia, pero que no fue hecho voluntariam ente. E n consecuencia no había allí cuestión de la responsabilidad absoluta por los actos de uno ante el tribu­nal, desde que se admitió la negligencia; y el lenguaje usado está dirigido simplemente a la proposición de que el daño no necesita haber sido cometido intencionalmente.

E n Wakcman v. B ob in son 42, otro caso de un caballo desbo­cado, había pruebas de que el demandado se equivocó al t i r a r de las riendas y que debía de haber conservado un camino recito.

Se instruyó al jurado en el sentido de que si el daño había sido

ocasionado por el acto inmediato del demandado, carecía de im­

portancia establecer si tal acto había sido voluntario o accidental.

En la petición para un nuevo juicio, C. J. D allas dijo que «si el accidente sucedió enteramente sin negligencia por parte del deman­

dado o sin culpa a él imputable, la acción no p ro c e d e ... E l acci­

dente fue claramente ocasionado por la negligencia del demandado.

(4.1) 3 East 593.(42) 1 Bing. 213, A. D. 1823.

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104 COMMON LAW

Todo el peso de la prueba era en ese sentido. A hora se me llama para el nuevo juicio, en contra de la justicia del caso, sobre la

base de que el jurado no fu e llamado para considerar si el acci­dente había sido inevitable u ocasionado por la culpa del deman­

dado. No puede haber duda que el erudito juez que presidió habría

tomado la opinión del jurado sobre esa base, si así se le hubiera

solicitado». Este lenguaje puede haber sido inoportuno, dada la

presentación del demandado (el problema general), pero no se

hizo referencia a las alegaciones, pensándose que la doctrina es acertada.

E n los Estados Unidos ha habido varios fallos de este carácter.

E n Brown v. Renda!,43 el C h ief Justice Shaw fijó la cuestión en el estado de Massachusetts. Se trataba de un trespass por assault

and battery, apareciendo que el demandado, al tratar de separar a

dos perros que peleaban, había levantado su bastón sobre el hom­

bro golpeando accidentalm ente al actor en el ojo, ocasionándole una grave herida. E l caso resultaba más pronunciadam ente a favor

del actor que si el demandado hubiera actuado en auto-defensa,

pero el tribunal sostuvo que, pese a que el demandado no tenía

la obligación ni el deber de separar a los perros, estaba realizando

un acto lícito y por ello no era responsable a menos que no tom ara

las precauciones que usarían en las circunstancias los hombres de

prudencia ordinaria, y que el actor tenía la carga de probar la fa lta de tales precauciones.

E n esa m ateria ninguna autoridad merece más respeto que el

C h ief Justice Shaw, puesto que la fuerza del gran juez residía en la apreciación exacta de las exigencias de la comunidad cuyo ór­

gano era. Podrían nombrarse algunos (en verdad muchos) jueces

ingleses que lo han superado en conocimientos técnicos precisos, pero han existido pocos que se le pudieran igualar en su compren­

sión de los fundam entos de orden público a los que en último término deben ser referidas todas las leyes. Esto fue lo que en las palabras del extinto Juez Curtis, lo convirtió en el más grande magistrado que ha producido este país.

Brown v. K endall fue seguido en C onn ecticut44 en un caso

(43) 6 Cush. 292.

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ACTOS ILÍCITOS 105

en que un hombre disparó una pistola en legítim a auto-defensa

— según alegara— , hiriendo a un espectador. E l tribunal sustentaba

la opinión que de acuerdo con los principios generales del trcspass

el demandado no era responsable a menos que no hubieran existido

las precauéiones practicables en las circunstancias. E l fundamento

de la responsabilidad, tanto en trespass como en case, era la negli­

gencia. L a Corte Suprem a de los Estados Unidos ha aprobado la

misma d o ctrin a45. Se ha citado el lenguaje de Harvey v. D u n lo p 4C y en Verm ont h ay un caso que se orienta de igual modo 47.

Suponiendo ahora que se adm ita que la noción general sobre la

que se funda la responsabilidad por una acción sea la negligencia

o la culpa en algún sentido, surge la cuestión de si ello es así con carácter de defecto moral y personal, como resultaría en la práctica

de las enseñanzas de Austin. E l lenguaje de J. Rede, citado del

Anuario, nos proporciona una respuesta suficiente. «En trespass

la intención (más ampliamente podríamos decir, el estado mental

del demandado) no puede ser interpretada». Supongamos que a un demandado le fuera permitido declarar que antes de actuar consi­

deró cuidadosamente cuál habría de ser la conducta de un hombre

prudente dadas las circunstancias, y habiendo llegado a la m ejor

conclusión que pudo, actuó conforme con ella. S i se creyera el re­

lato, resultaría decisivo en contra de la negligencia del demandado,

juzgado por una regla moral que tendría en cuenta sus caracterís­ticas personales. Pero suponiendo que ta l prueba se presentara al

jurado, es m uy claro que el tribunal habría de decir: Señores, la cuestión no consiste en saber si el demandado pensó que su conduc­

ta era la de un hombre prudente, sino en saber si ustedes piensan que lo e r a 48.

(44) M orris v. P la tt, 32 Conn. 75, 84 et seq., A. D. 1864.(45) Caso de la nitro glicerina, P arro t v. W ells, 15 W all. 524, 538.(46) Jlill & Denio, (Lalor) 193; Losee v. Buchanan, 51 N . Y. 476, 489.(47) Vincent v. Stinehour, 7 Vt. 62. Véase, además, d a y to n , 22, pl. 38;

Holt, C. .T., en Colé v. Turner, 6 Mod. 149; Lord Hardwicke, en W illiam s v. Jones, Cas. temp. Hardw. 298; H all v. Fearnley, 3 Q. B . 919; Martin, B., en ( ’oward v. Baddeley, 4 II. & N. 478; H olmes v. M ather, L. R. 10 Ex. 261; Kisrell v. Boolcer, 16 Ark. 308; Brown v. Collins, 53 N. H. 442.

( 4 8 ) Blytli v. Birmingliam WaterworTcs Co., 11 Exch. 781, 784; Smith «. / nailon <>• South-W estern B y. Co., L. R. 5 C. P. 98, 102. Compárese Campbell, \ i g liginoc, $ 1 (2 ed .), para el punto de vista de Austin.

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106 COMMON LAW

Debe encontrarse algún punto medio entre los dos extremos

de este dilema.

L as reglas juríd icas son de aplicación general. E l derecho no toma en cuenta la in fin ita v a r i e d a d de temperamentos, inteligencias, y educación, que hacen que la característica interna de un acto da­do sea tan diferente, de acuerdo a los hombres. P or más de una ra­zón suficiente no pretende ver a los hombres como los ve Dios. E n prim er lugar, la im posibilidad de medir con precisión las facultades y limitaciones de un hombre es mucho más clara que la de descu­brir su conocimiento del derecho, lo que se ha considerado explica la llam ada presunción de que todos los hombres conocen el derecho. Pero una explicación más satisfactoria es que cuando los hombres viven en sociedad, resulta necesario para el bienestar general cierto promedio de conducta y el sacrificio de las peculiaridades individua­les más allá de cierto punto. Si por ejemplo, un hombre nació atro­pellado y torpe y siempre está sufriendo accidentes e hiriéndose a

sí mismo o a sus vecinos, no hay duda que sus defectos congénitos serán considerados en la corte del Cielo, pero sus fa ltas no resul­tan menos molestas para sus vecinos que si surgieran de negligen­cia culpable. En consecuencia, sus vecinos le exigen, a su riesgo per­sonal, que se ponga a la altura de sus propias normas y los tr i­bunales establecidos se rehúsan a tomar en cuenta su ecuación personal.

L a regla de que el derecho en general determ ina la responsabi­lidad por la culpa está sujeta a la lim itación de que las pequeñas diferencias de carácter no son tenidas en cuenta. E n otras palabras, el derecho considera lo que haría culpable al hombre medio, al hom­

bre de inteligencia y prudencia ordinarias y determina en base a ello la responsabilidad. Si en esos dones descendemos por debajo del nivel, peor para nosotros: por las razones recién dadas, lo debemos su­fr ir a nuestro riesgo. Pero quien es inteligente y prudente no actúa a su riesgo, en la teoría del derecho. Por el contrario, solamente cuando deja de ejercer la previsión de que es capaz, o la ejerce con m ala intención, es que esa persona debe responder por las conse­cuencias.

Existen excepciones al principio de que se presume que todos los hombres poseen la capacidad ordinaria para evitar dañar a sus vecinos, lo que ilustra la regla y también la base moral de la res­

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ACTOS ILÍCITOS J 07

ponsabilidad en general. Cuando un hombre tiene un defecto (‘vi­dente, de tal naturaleza que todos pueden reconocerlo volviendo im posible ciertas precauciones, no será considerado responsable por no adoptarlas. No se exigirá a un ciego que vea a su riesgo y pese u que, sin duda, al regular sus acciones, está obligado a considerar su enferm edad; si se encuentra en determ inada situación, la fa lta de precauciones que requieren poseer el don de la visión no hab rá de prevenir su resarcimiento por un daño contra sí mismo, y hab rá de presum irse que no lo han de hacer responsable por dañar a otro. A sí es que se sostuvo que en aquellos casos donde es actor, un niño de pocos años sólo está obligado a tom ar las precauciones de que un niño es capaz; el mismo principio puede aplicarse prudentemente cuando él es el dem andado4!). L a demencia es m ateria más d i­fícil, y sobre ella 110 se puede establecer una regla general. No hay duda de que en muchos casos un hombre puede estar demente y ser perfectam ente capaz de tom ar precauciones y de ser influido por los motivos que exigen las circunstancias. Pero si se trata de demen­

cia de tipo pronunciado, incapacitándolo en form a m anifiesta p a ra cum plir la regla que ha violado, el buen sentido exigirá que tal cosa sea adm itida como excusa.

S i tomamos la cualidad últimamente establecida en conexión

con la proposición general sentada previam ente, habrá de presum ir­

se (pie, por un lado, el derecho exige que los hombres posean la ca­

pacidad ordinaria para evitar dañar a los vecinos, a menos que pue­da demostrarse una incapacidad clara y m anifiesta, pero que, por otro lado, en general no los considera responsables por los daños no intencionales, a menos que poseyendo ta l capacidad, pudieran y de­bieran haber previsto el peligro o, en otras palabras, a menos que un hombre de inteligencia y previsión ordinarias tuviera la culpa por actuar como él lo hizo. L a próxim a cuestión es si esta vaga prue­

ba constituye todo lo que el derecho tiene que decir sobre la materia, y la misma pregunta en otra fo rm a : por quién habrá de ser aplica­da esta prueba.

No obstante el hecho de que los fundamentos de la responsa­bilidad son morales en la medida arriba explicada, debe recordarse que el derecho sólo funciona dentro de la esfera de los sentidos. Si

(49) Cf. Bro. Corone, pl. 6 ; Noal v. G illett, 23 Conn. 437, 442; D. ( ’. 2, 5, § 2; D. 48. S. 12.

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108 COMMON LAW

los fenómenos externos, los actos y omisiones m anifiestas, son los que él requiere, resulta totalmente indiferente a los fenómenos in­ternos de conciencia. S i la conducta de un hombre está dentro de las reglas, puede tener tan mal corazón como le parezca. E n otras palabras, las reglas del derecho son reglas externas, y por mucho que tome en cuenta las consideraciones morales, sólo lo hace con el propósito de trazar la línea entre aquellos movimientos y descansos

del cuerpo que permite y los que no permite. Lo que el derecho pro­híbe realmente, y lo único que prohíbe, es el acto del otro lado de la línea, sea culpable o no.

E n teoría, toda regla jurídica debe ser tal que en igualdad de circunstancias pueda aplicarse a todos los hombres que no se ha­llen especialmente exceptuados. No se pretende que la fuerza pú­

blica caiga sobre un individuo en form a accidental o según el ca­pricho de algún cuerpo colegiado. E s decir, que la regla debe ser fija . Sin duda que, en la práctica, un hombre debe tener que pagar

y otro debe liberarse, de acuerdo con los distintos sentimientos de los juristas. Pero esto sólo muestra que el derecho no cumple per­fectam ente su finalidad. L a teoría o intención del derecho no es que el sentimiento de aprobación o de culpa que pueda tener un jurado particular constituya el criterio. Se supone que ellos deben dejar su idiosincrasia a un lado, y representar los sentimientos de la comu­nidad. E l hombre ideal medio y prudente, cuyo equivalente se su­

pone es el jurado y cuya culpabilidad o inocencia constituye la su­puesta prueba, es algo constante, y teóricamente su conducta, en determ inadas circunstancias es siempre la misma.

Finalm ente, en teoría, toda regla ju ríd ica debe poder conocer­se. Cuando un hombre tiene que pagar los daños y perjuicios, se niipone, (pie ha violado el derecho y además se supone que él sabía lo q ue ese derecho determina.

Aliora bien si las responsabilidades ordinarias por actos ilíei- Imh s u r g e n del incumplimiento de reglas fija s y uniform es de con­

d uc id externa, que se presume y se exige que todos los hombres co­no/,can, es evidente que tarde o temprano, debe ser posible, form u­

l ar eslns reglas, al menos en cierta medida y que hacerlo de este

modo debe constituir finalm ente el problema del tribunal. E s igual- m c n l c c l a ro q ue la generalidad indiferenciada, en el sentido de que

el d e ma ru la d o e st a ba obligado a usar los cuidados de un hombre

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ACTOS ILÍCITOS 109

prudente dadas las circunstancias, debe dejar lugar, continuamente, a la regla específica de que estaba obligado a usar esta o aquella precaución dadas estas o aquellas circunstancias. L a regla que el demandado estaba obligado a seguir se refería a actos u omisiones específicas, y era, además, relativa a las circunstancias específicas en que él mismo se encontraba. Si en todo el campo de los daños no intencionales los tribunales no llegaban a una declaración más am­plia que la cuestión de la negligencia, y dejaban todos los casos al jurado, sin timón ni brújula, éstos confesarían simplemente su in­capacidad para declarar la am plia esfera del derecho que preten­dían que el demandado conociera, afirm ando, por deducción, que nada podría aprenderse de la experiencia. Pero ni los tribunales ni las legislaturas se han detenido nunca en ese punto.

Desde la época de A lfred o hasta el presente, las leyes y los fa ­llos se han preocupado por la definición relativa a las precauciones a tom ar en ciertos casos corrientes, es decir, por la substitución del vago patrón de la precaución adoptada por un hombre prudente, por el más preciso de los actos u omisiones específicas. E l pensamien­to fundam ental sigue siendo el m ism o; que el modo prescripto es aquél en el que los hombres prudentes tienen el hábito de actuar o si no el que se determina para aquellos casos donde los hombres pru ­dentes podrían, de otro modo, estar en duda.

H abrá de observarse que la existencia de los patrones externos de responsabilidad que se mencionarán, si bien ilustra la tendencia del derecho referente a los actos ilícitos, en el sentido de concretarse más y más por medio de los fallos judiciales y las leyes, no inter­fiere con la doctrina general sustentada con respecto a los fun da­mentos de la responsabilidad. E l argumento de este capítulo, pese a ser opuesto a la doctrina de que un hombre actúa o ejerce la fuerza a su riesgo, no resulta de ningún modo opuesto a la doc­trin a de que ciertos actos particulares los realiza a su riesgo. Lo que se objeta es la tosquedad y no la naturaleza de la regla. Cuan­do la cuestión de la negligencia del demandado se deja librada al jurado, si la negligencia no significa el estado real del espíritu del demandado, sino dejar de actuar como lo habría hecho un hombre prudente de inteligencia media, se le exige, aún en este caso, adap­tarse, a su riesgo, a una regla objetiva. Cuando se ha llegado a una regla más exacta y específica, debe obedecer esa regla a su riesgo, en la misma extensión. Pero, además, si el derecho es completa­

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COMMON LAW

mente una regla de conducta externa, los hombres siempre deben cum plir esa regla a su riesgo.

Sería útil dar algunos ejemplos del proceso de especificación,

en las Leyes de A lfredo, 36 50, disponiendo en el caso en que un hombre se clava en la lanza que otro llevaba, leemos: «Que sea esta

(responsabilidad) si la punta se encuentra tres dedos más arriba del

otro extremo de la c a ñ a ; si ambas están a un mismo n iv e l. . . que sea sin peligro».

Las reglas del camino y las de navegación, que tomó el Con­greso, adoptándolas de Inglaterra, son ejemplos modernos de tales leyes. Por la prim era regla, la cuestión se ha concretado, pasando de la vag a: ¿F u e negligente?, a la p recisa: ¿E staba en el lado dere­cho o izquierdo del camino? P ara evitar una posible mala interpre­tación debe observarse que, por supuesto, esta cuestión no decide necesariamente y en todas las circunstancias, la de la responsabi­lid ad; el actor tanto puede haberse encontrado del lado incorrecto del camino como haber sido negligente, no obstante lo cual la con­ducta del demandado puede haber sido injustificable, constituyendo un fundamento de la responsabilidad51. De modo que, sin duda, el demandado pudo ju stificar o disculpar hallarse del lado inco­rrecto, dentro de algunas circunstancias. L a diferencia entre alegar que el demandado estaba del lado incorrecto del camino y ale­gar que fue negligente, es la. misma diferencia que existe entre ale­gar ciertos hechos que exigen ser disculpados por un contra ale­gato de nuevos hechos para im pedir que constituyan fundam ento de responsabilidad, y alegar lo que signifique una conclusión ju ­rídica y niegue por anticipado la existencia de una excusa. S i la prim era alegación no es bastante y si el establecimiento de los he­chos no debe pasar la carga de 1a. prueba son cuestiones que perte­necen a la teoría de los alegatos y de la prueba, y que podrían con­testarse de cualquiera de las dos maneras, en form a compatible, yo no debería tener d ificultad para decir que la alegación de hechos que ordinariam ente constituyen fundam ento de responsabilidad y que serían así a menos que pudieran excusarse, debe ser suficien­te. Pero las formas del derecho, especialmente las form as de los ale­gatos, no cambia con cada cambio de su substancia y un abogado prudente habrá de usar las frases más amplias y seguras.

(50) 1 Thorpe, p. 85; cf. LL. En. I , c. 88, § 3.(51) Spofford v. H arlow, 3 Alien 176.

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E l mismo curso de especificación que se ha ilustrado sobre la base de los textos legales debería también estar ocupando su lugar en el desarrollo de los fallos judiciales. Que esto debe suceder así está de acuerdo con la historia pasada del derecho. Y a se ha sugeri­do que en los días del assize y jurata el tribunal decidía si los he­chos constituían un fundam ento de la responsabilidad en todos los casos ordinarios. Sin duda que una cuestión de negligencia podría haber pasado al jurado. E l sentido común y el conocimiento común son tan suficientes para determ inar si se ha tomado el debido cui­dado de un animal, como lo son para decir si el dueño es A o B. Los casos que surgieron primero no eran de tal naturaleza como pa­ra sugerir su análisis, y la negligencia se usó durante largo tiempo como un elemento aproximadam ente simple antes de que se sintiera la necesidad o la posibilidad de un análisis. Y aunque se encuentre un problema de esta clase, la discusión se produce más bien respec­to a cuáles eran los actos o las omisiones del demandado que res­pecto a la regla de con d u cta52. L a distinción entre las funciones del tribunal y las del jurado no llega a ser cuestión hasta que las partes difieren respecto a la regla de conducta. L a negligencia, como la. propiedad, constituye un concepto complejo. A sí como esta ú lti­ma significa la existencia de ciertos hechos y también la consecuen­cia (protección contra todo el mundo) que el derecho adjudica a esos hechos, la prim era im porta la existencia de ciertos hechos (con­ducta) y también la consecuencia (responsabilidad) que el dere­cho adjudica a esos hechos. E n la m ayoría de los casos la cuestión existe respecto de los hechos y sólo ocasionalmente surge con rela­ción a las consecuencias.

Se habrá notado de qué manera consideran los jueces los actos del demandado (sobre fundamentos de culpa y de orden público) en el caso de las espinas, y que en Weaver v. W a r d 53 se dijo que los hechos que constituían una excusa, demostrando que el demanda­do no había sido negligente, debían haber sido extendidos por todo el expediente, a fin de que el tribunal pudiera juzgarlos. Un requi­sito sim ilar fue establecido con respecto a la defensa de causa pro-

(52) Véase 27 Ass., pl. 56, fol. 141; Y. B. 43 Ed. I I I , 33, pl. 38. En el último caso se alegó que el demandado había realizado la curación todo lo bien que sabía, sin que el caballo haya muerto por defecto de cuidado. Esta ulegación parece considerar a la negligencia como significando el estado psíquico real de la parte.

(53) Ilobart, 134.

ACTOS ILÍCITOS

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112 COMMON LAW

bable en una acción por procesamiento malicioso 54. Y hasta el p re ­sente la cuestión de la causa probable siempre es exam inada por e! tribunal. E n lo que sigue habrá de encontrarse una p rueba ad i­cional.

Sin embargo, hay una im portante consideración a la que aún no se ha hecho referencia. Sin duda, es posible que quienes tienen a su cargo la creación del derecho consideren acertado, en algunos casos, poner la m arca más alto que el punto señalado por la prácti­ca común como iniciación de la culpabilidad. E n Morris v. P la t t 55, por ejemplo, el tribunal, si bien declaró en los términos más enér­gicos que la negligencia constituye en general el fundam ento de la responsabilidad por trespasses accidentales, sugiere, no obstante, que

si fuera necesaria una decisión sobre el punto, sometería al deman­dado a una regla más estricta cuando el daño fu e causado con una pistola, en vista del peligro que representa para el público el cre­ciente hábito de llevar armas m ortíferas. Tam bién podría parecer que entrar en la casa de otro con el propósito de llevarle un regalo, o de preguntar por su salud cuando está enfermo, sean actos inocen­

tes y más bien laudables, pese a que el cruce de los lím ites del terre­no del propietario haya sido intencional. No es im aginable que en nuestros días se tuviera una acción en tales casos, a no ser que al demandado se le hubiera prohibido la entrada a la casa. S in embar­go, en tiempos de E nrique V I I I , se consideraba accionable la entra­da sin permiso, «pues entonces, bajo ese pretexto, mi enemigo podría estar en mi casa y matarme» r>6. H ay un caso claro donde el or­den público establece una regla de los actos de intención patente, sin consideración a la culpa en ningún sentido. De manera análo­ga, la política estableció excepciones a la prohibición general contra la entrada en la finca ajena, como en el ejemplo suministrado por el C h ief Justice Cholee en el Anuario, de un árbol al que el viento arro­ja allí, o cuando el camino queda bloqueado o con el propósito de conservar la paz 57.

Quizá pueda encontrarse otro ejemplo en la form a que se ha dado en tiempos modernos a la responsabilidad por los animales, y

(54) Véase K nigh t v. Jcrm in, Cro. Eliz. 134; Chambers v. Taylor, Cro. Elle 1)00.

(55) 32 Conn. 75, 89, 90.(5fl) Y. B. 12 En. V III , 2 b. pl. 2.(57) Keilway, 46 b.

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ACTOS ILÍCITOS 113

en el principio derivativo de Rylands v. F le tc h e r 58. Casos de este tipo no se sustentan sobre el concepto de que es erróneo tener gana­do o tener un depósito de agua, como pudo pensarse con más plausibilidad cuando solamente estaban en cuestión animales fero­ces e in ú tile s59. Pudo contribuir poderosamente al bien público que debiera hacerse la acumulación peligrosa (consideración que en algunos casos podría in flu ir la decisión, y en form a diferente según

las diferentes jurisdicciones) ; pero como hay un lím ite a la suti­leza de inquirir lo que es posible en un juicio, puede considerarse

que la manera más segura de procurarse la precaución consiste en colocar el riesgo sobre la persona que decide las medidas precauto­rias que deberían tomarse. L a responsabilidad por los trespasses de

ganado parece recaer sobre la línea divisoria entre las reglas basa­das en política sin tener en cuenta la culpa y los requisitos con los cuales se intenta form ular la conducta de un hombre prudente.

En el prim er capítulo se ha demostrado cómo surgió en el dere­cho prim itivo esta responsabilidad por el ganado y hasta dónde la influencia de los conceptos prim itivos podía ser trazada en el dere­cho actual. De acuerdo a lo que allí se dice, es evidente que las anti­guas argumentaciones dependen de la consideración general acerca de si el propietario tiene la culpa o no 60. Pero no se detienen a l l í : continúan haciendo distinciones prácticas, basadas en la experiencia común. A sí cuando el demandado persiguió a sus ovejas con un pe­rro fuera de su tierra, llamando a su perro tan pronto como las ove­jas estuvieron del otro lado, no obstante lo cual el perro las persi­guió hasta dentro del terreno adyacente, se sostuvo que la persecu- sión de las ovejas más allá de los lím ites del demandado no era tres- pass, porque «la naturaleza del perro es tal que no puede ser d iri­gida repentinamente» 61.

(58) L. R. 3 H. L. 330, 339; L. R. 1 Ex. 265, 279-282; 4 H. & C. 263; » id. 774.

(59) Véase Card v. Case, 5 C. B. 622, 633, 634.(60) Véase Capítulo I, pág. 18, nota 64.(61) M itten v. Fandrye, Popham, 161; s. c. 1 Sir W. Jones, 136; s. c.

noni. M illen v. H awery, Latch, 13; id. 119. En este último, en la página 120, ili'Hpuós de citar la opinión del juzgado de acuerdo con el texto, se dice que la hcntencia fue dictada non obstan t a favor del actor; en contra de la declara­ción anterior en el mismo libro y a Popham y Jones; pero el principio fue todo lo que los sucesos admitieron. Para el lím ite, véase B ead v. E dwards, 17 C. B. n. s. 245.

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114 COMMON LAW

A l labrar la tierra fue legal volver los caballos sobre el terre­no contiguo y si al hacerlo así los animales comieron el pasto o le­vantaron la tierra con el arado, en contra de la voluntad del conduc­tor, éste tenía una buena justificación, porque el derecho habrá de reconocer que un hombre no puede gobernar a su ganado en todo momento y a voluntad 62. A s í es como se dijo que si un hombre conducía ganado por una ciudad y un animal entraba en la casa de un tercero, siendo perseguido por el conductor, ta l cosa no implicaba trespass63. E n el mismo caso dijo J. Doderidge que si un ciervo viene del bosque y entra en mi campo, y yo lo persigo con mis pe­rros, para mí es excusa suficiente soplar el cuerno de caza para lla ­m ar a los perros, porque de este modo el guardián del bosque se en­tera que estoy cazando a un ciervo C4.

E l mismo caso Masón v. Keeling 65, al que nos referim os en el primer capítulo por su repercusión de conceptos primitivos, mues­tra que las normas de trabajo del derecho se fundan, desde hace tiem­po, en el buen sentido. Con respecto a los animales que no se consi­deraban entonces como bienes de propiedad, en su m ayoría salva­jes, el derecho establecido era que «si son de naturaleza dócil, debe tenerse conocimiento de las tendencias dañinas; y el derecho toma nota de que un perro no es de naturaleza feroz, sino más bien lo con trario»66. Si los animales «son considerados naturalm ente da­ñinos por su especie, deberán responder por el daño que hayan cau­sado, sin ningún aviso» 67. E l último principio se ha aplicado al caso de un oso68 y da cuenta ampliamente de la responsabilidad del dueño de animales tales como caballos y bueyes con respecto a los trespasses sobre terrenos, pese a que, como se ha visto, en una época se pensó que se basaba en el derecho de propiedad. Se dice que descarriarse es de la naturaleza universal del ganado, y cuan­

(62) Y. B. 22 Ed. TV. 8, pl. 24.(63) Popham, en pág. 162; s. c. Latch, en pág. 120; cf. Masón v.

K eeling, 1 Ld. Raym. 606, 608. Pero cf. Y. B. 20 Ed. IV . 10, 11, pl. 10.(64) Latch, en pág. 120. Este es un ejemplo de los fundamentos prác­

ticos sobre los que fue establecido el derecho de trespass.(65) 12 Mod. 332, 335; s. c. 1 Ld. Raym. 606, 608.( 66) 12 Mod. 335; Dyer, 25 b, pl. 162 y cas. en m arg.; 4 Co. Rep. 18 b;

Buxendin v. Sharp, 2 Salk 662; s. c. 3 Salk 169; s. c. nom. B ayntine v. Sharp,1 Lutw. 90; Sm ith v. Pelah, 2 Strange 264; M ay v. B urdett, 9 Q. B. 101; Card v. Case, 5 C. B. 622.

(67) 12 Mod. 335. Véase caso Andrew Baker, 1 Hale P. C. 430.( 68) Besozzi v. E arris , 1 F . & F. 92.

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ACTOS ILÍCITOS 1 1 5

do deambulan en terreno cultivado, cometen daños pateando y co­miéndose las cosechas, m ientras que un perro 110 comete daños. T a m ­bién se dice que es fácil y común contenerlos69. No hace diferen cia, si, como se ha sugerido, el origen de la regla fu e diferente.

Siguiendo la misma línea de pensamiento, el dueño de ganado no es absolutamente responsable por todos los daños que los ani­males puedan hacer a las personas. De acuerdo con Lord Ilo lt en la

opinión antes mencionada, estos animales «que no se hallan tan fa ­m iliarizados con la humanidad» como lo son los perros, «deben ser objeto por parte del dueño de todas las precauciones razonables pa­

ra que no cometan daños. . . P e r o . . . si el dueño hace que un caballo o un buey pastoree en su campo, adyacente al camino, y el caballo o el buey rompen la cerca y corren hacia el camino pateando o las­

timando a algim viandante, contra el dueño no habrá acción, pero sería de otra manera si él hubiera sabido que y a antes habían hecho la misma cosa».

Quizá la fuente más sorprendente de la opinión de que los de­beres de un juez no finalizan cuando se llega a la cuestión de ne­gligencia, puede demostrarse por las discusiones concernientes al de recho de bailment. Podemos considerar la sentencia en el caso ('<><i<is

v. B ern a rd 70, los tratados de S ir W illiam Jones y de S tory y el capítulo de K en t sobre el tema. Se trata de numerosos intentos por establecer específicam ente el deber del bailee de acuerdo con la naturaleza del bailment y del objeto del contrato. Sin duda que esos intentos no tuvieron éxito, en parte porque pretendieron in jertar sobre el tronco nativo una ram a del derecho romano que era dema­siado grande para sobrevivir el proceso, pero más especialmente porque las distinciones intentadas eran puram ente cualitativas y en consecuencia, inútiles al ser enfrentadas a un ju r a d o n . In struir a un jurado en el sentido de que deben hallar culpable al demanda­do, de negligencia grave, antes de que pueda ser acusado, está sujeto

(69) Véase Fletcher v. B ylands, L. R. 1 Ex. 265, 281, 282; Cox v. Bur- bridge, 13 C. B. n. s. 430, 44.1, llead v. Edwards, 17 C. B. n. s. 24", 2‘iO; Lee v. B iley, 18 C. B. n. s. 722; E llis v. L oftu s Iron Co., L. R. 10, C. P. 10; 27 Asa., pl. 56, fol. 141; Y. B. 20 Ed. IV , 11, pl. 10; 13 En. V II. 15, pl. 10; Koilway, 3 b, pl. 7. Cf. 4 K ent (12a. ed .), 110, n. 1, ad fin .

(70) 2 Ld. Raym. 909; 13 Am. L. R. 609.(71) Véase Grill v. General Iron Serew Collier Co., L. R. 1 C. P.

600, 612, 614.

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al reproche de que para ese cuerpo la palabra «grave» no es sino un epíteto insultante. Pero no sería así en el caso de un juez que está oyendo un juicio de derecho marítimo sin jurado. E l derecho ro­mano y la Corte Suprem a de los Estados Unidos están de acuerdo en que la palabra significa algo 72. H aya o no tenido éxito, para el presente argum ento resulta suficiente que se haya hecho el intento.

Se ha pensado que los principios de derecho sustantivo estable­cidos por los tribunales se han oscurecido por haber sido presenta­dos m uy a menudo en form a de decisiones sobre la suficiencia de la prueba. Cuando un juez ju zga que no hay prueba de negligencia, hace algo más de lo abarcado en una resolución ordinaria, en el sentido de que 110 hay prueba de un hecho. Resuelve que los actos o las omisiones probadas o en cuestión no constituyen un fundam ento de responsabilidad legal, y de esta manera el derecho está enrique­ciéndose gradualm ente sobre la base de la vida diaria, como debe ser. A sí, en Crafton v. Metropolitan Railway Co . 73, el actor se resbaló por las escaleras de la demandada, hiriéndose gravemente. L a causa del resbalón fue que las punteras de bronce de los escalo­nes estaban gastadas por el uso, habiendo declarado un constructor que en su opinión la escalera era insegura debido a esta circuns­tancia y a la ausencia de pasamano. Nada contradecía esto excepto el gran número de personas que habían pasado por la escalera sin que ocurriera ningún accidente, y el veredicto fue a favor del ac­tor. E l tribunal dejó sin efecto el veredicto, ordenando un nonsuit (N. del T. 25). L a decisión fue que no había pruebas de negligencia para considerar por el jurado, lo que obviamente equivalía a decir, — y en los hechos significaba— que la compañía de ferrocarriles había hecho todo lo que estaba obligada a hacer para m antener la escalera, como lo había probado el actor. E n los libros de texto se encuentra un centenar de otros ejemplos igualm ente concretos.

Por otra parte, si el tribunal decidiera que ciertos actos u omi­siones seguidos de daños son prueba concluyente de negligencia, sal­vo que puedan ser explicados, en verdad y substancialmente habría de

(72) Railroad Co. v. Lockvoood, 17 W all. 357, 383.(73) L. E. 1. C. P. 300.(N . del T. 25 ): Por nonsuit se entiende la sentencia que so dicta en con­

tra del actor cuando éste ha sido incapaz de probar su derecho o cuando se ha negado o ha sido negligente en el procedimiento de prueba, dejando la litis indeterminada.

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ACTOS ILÍCITOS

decidir que tales actos u omisiones son un fundam ento do respondí

b ilid a d 74 o impiden una sentencia favorable, según sen el c u n o

A sí se dice que fue negligencia accionable alquilar una casa puní vi

vienda sabiendo que estaba infectada de viruela en forma tal (pie era

peligrosa para la salud, ocultándose tal conocim iento75. En tul caso explicar los actos u omisiones sería probar una conducta di

■ferente de la que se decidió, o demostrar que no era, hablando ,ju rídicamente, la causa del daño objeto de la demanda. La resolución presume, a los fines que persigue, que los hechos probados constitu yen la totalidad de los hechos.

Los casos que han hecho surgir d ificultades que requieren ex­

plicación son aquéllos en los que el tribunal ha decidido que p r im a facie había pruebas de negligencia o alguna prueba de negligencia

para ser considerada por el jurado.

M uchas personas han notado la confusión de pensamiento im plícita en hablar de tales casos como si presentaran cuestiones m ix­tas de derecho y de hecho. Como se dijo más arriba, no hay duda de que la aserción que el demandado ha sido culpable de negligen cia, es com pleja; prim ero: que ha hecho u omitido ciertas cosas; se gundo: que su pretendida conducta no estuvo a la a ltu ra do la nor­ma legal. M ientras la controversia resida simplemente en la primera mitad, toda la com pleja aserción constituye asunto simple pura un jurado sin instrucciones especiales, del mismo modo que una cues­tión de propiedad estribaría en la única disputa referente al hecho sobre el que se fundaba la conclusión le g a l76. Pero cuando una controversia surge respecto a la segunda mitad, la cuestión de si el tribunal o el jurado debe juzgar sobre la conducta del demandado está totalmente libre del accidente, sea que también h aya o no una discusión acerca de lo que fue esa conducta. Si existe tal discusión, es enteramente posible dar una serie de instrucciones hipotéticas adaptadas a cualquier estado de hechos que el jurado debe descu* brir. S i no hay ta l discusión, el tribunal puede todavía equiparar su opinión a la norma. E l problema consiste en explicar las funciones relativas del tribunal y del jurado con respecto a esto último.

(74) Véase Gorham v. Gross, 125 Mass. 232, 239, al pie.(75) M inor v. Sharon, 112 Mass. 477, 487.(76) Véase W insmore v. Greenbanlc, W iller, 577, 583; Bex v. Oncby,

2 Strange 766, 773; Lam pleigh v. B rathw ait, Hobart, 105, 107; W igram, P ise., pl. 249; Evans, Pleading, 49, 138, 139, 143 et seq.; Id. Miller, pp. 147, 149.

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al reproche de que para ese cuerpo la palabra «grave» no es sino un epíteto insultante. Pero no sería así en el caso de un juez que está oyendo un juicio de derecho marítimo sin jurado. E l derecho ro­mano y la Corte Suprem a de los Estados Unidos están de acuerdo en que la palabra significa a lg o 72. H aya o no tenido éxito, para el presente argum ento resulta suficiente que se haya hecho el intento.

Se ha pensado que los principios de derecho sustantivo estable­cidos por los tribunales se han oscurecido por haber sido presenta­dos m uy a menudo en form a de decisiones sobre la suficiencia de la prueba. Cuando un juez juzga que 110 hay prueba de negligencia, hace algo más de lo abarcado en una resolución ordinaria, en el sentido de que no hay prueba de un hecho. Resuelve que los actos o las omisiones probadas o en cuestión no constituyen un fundamento de responsabilidad legal, y de esta manera el derecho está enrique­ciéndose gradualm ente sobre la base de la vida diaria, como debe ser. A sí, en Crafton v. Metropolitan Railway Co. 73, el actor se resbaló por las escaleras de la demandada, hiriéndose gravemente. L a causa del resbalón fue que las punteras de bronce de los escalo­nes estaban gastadas por el uso, habiendo declarado un constructor que en su opinión la escalera era insegura debido a esta circuns­tancia y a la ausencia de pasamano. Nada contradecía esto excepto el gran número de personas que habían pasado por la escalera sin que ocurriera ningún accidente, y el veredicto fue a favor del ac­tor. E l tribun al dejó sin efecto el veredicto, ordenando un nonsuit (N. del T. 25). L a decisión fue que no había pruebas de negligencia para considerar por el jurado, lo que obviamente equivalía a decir, — y en los hechos significaba— que la compañía de ferrocarriles había hecho todo lo que estaba obligada a hacer para m antener la escalera, como lo había probado el actor. E n los libros de texto se encuentra un centenar de otros ejemplos igualm ente concretos.

Por otra parte, si el tribunal decidiera que ciertos actos u omi­siones seguidos de daños son prueba concluyente de negligencia, sal­vo que puedan ser explicados, en verdad y substancialmente habría de

(72) Hailroad Co. v. LocJcwood, 17 W all. 357, 383.(73) L. R. 1. C. P. 300.(N . del T. 2 5 ): Por nonsuit se entiende la sentencia que se dicta en con­

tra del actor cuando éste ha sido incapaz de probar su derecho o cuando se ha negado o ha sido negligente en el procedimiento de prueba, dejando la litis indeterminada.

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ACTOS ILÍCITOS i r

decidir que tales actos u omisiones son un fundam ento de respondí b ilid a d 74 o impiden una sentencia favorable, según sen el caso, A sí se dice que fue negligencia accionable alquilar una <*usa pura vi vienda sabiendo que estaba infectada de viruela en form a tni que era peligrosa para la salud, ocultándose tal conocim iento75. En tnI caso explicar los actos u omisiones sería probar una conducta «Ii

•ferente de la que se decidió, o demostrar que no era, hablando ju rídicamente, la causa del daño objeto de la demanda. L a resolución presume, a los fines que persigue, que los hechos probados constitu­yen la totalidad de los hechos.

Los casos que han hecho surgir d ificultades que requieren ex­

plicación son aquéllos en los que el tribunal ha decidido que prima

facie había pruebas de negligencia o alguna prueba de negligencia

para ser considerada por el jurado.

M uchas personas han notado la confusión de pensamiento im plícita en hablar de tales casos como si presentaran cuestiones m ix­tas de derecho y de hecho. Como se dijo más arriba, no hay duda de que la aserción que el demandado ha sido culpable de negligen cia, es com pleja; prim ero: que ha hecho u omitido ciertas cosas; se gundo: que su pretendida conducta no estuvo a la a ltu ra de lu nor­ma legal. M ientras la controversia resida simplemente en lu primera m itad, toda la compleja aserción constituye asunto simple para un jurado sin instrucciones especiales, del mismo modo que una cues­tión de propiedad estribaría en la única disputa referente al hecho sobre el que se fundaba la conclusión le g a l76. Pero cuando una controversia surge respecto a la segunda mitad, la cuestión de si el tribunal o el jurado debe ju zgar sobre la conducta del demandado está totalmente libre del accidente, sea que también haya o no una discusión acerca de lo que fue esa conducta. Si existe tal discusión, es enteramente posible dar una serie de instrucciones hipotéticas adaptadas a cualquier estado de hechos que el jurado debe descu­brir. Si no h ay ta l discusión, el tribunal puede todavía equiparar su opinión a la norma. E l problema consiste en explicar las funciones relativas del tribunal y del jurado con respecto a esto último.

(74) Véase Gorham v. Gross, 125 Mass. 232, 239, al pie.(75) M inor v. Sharon, 112 Mass. 477, 487.(76) Véase W insmore v. Greeribarik, W iller, 577, 583; Eex v. Oneby,

2 Strange 766, 773; Lam pleigh v. B rathw ait, Hobart, 105, 107; W igram, Biso., pl. 249; Evans, Pleading, 49, 138, 139, 143 et seq.; Id. Miller, pp. 147, 149.

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Cuando surge un caso en que la norma de conducta, pura y sim­plemente, se somete al jurado, la explicación es sencilla. E s que el tribunal, sin sustentar opiniones claras de orden público aplicables al tema, deriva la regla a ser aplicada de la experiencia diaria, tal como se piensa que se ha derivado el gran cuerpo de derecho de torts. Pero el tribunal siente además que no posee suficiente expe­riencia práctica para dictar la regla con inteligencia. Concibe que doce hombres escogidos del sector práctico de la comunidad puedan ayudar su sentencia 77. Por lo tanto alivia su conciencia recibiendo la opinión del jurado.

Pero suponiendo una situación de hecho, a menudo repetida en la práctica, ¿ puede im aginarse que el tribunal vaya a dejar la regla a l jurado, para siem pre! ¿No resulta evidente, por el contrario, que si el jurado es, en conjunto, un tribunal tan justo como parece ser, habrá de aprenderse la lección que pueda obtenerse de esa fuente? O el tribunal encontrará que la justa enseñanza de la experiencia consiste en que la conducta objeto de una demanda usualmente es o no culpable, y en consecuencia, a menos que se explique, es o no un fundam ento de responsabilidad; o encontrará al jurado oscilan­do de aquí para allá y verá la necesidad de decidirse por sí mismo. No hay razón por la que no pueda ser establecida cualquier otra cuestión, como la de responsabilidad por las escaleras con fragm en­tos lisos de bronce en las puntas. Las excepciones habrán de encon­trarse principalm ente allí donde la regla cambia rápidamente, como, por ejemplo, en algunas cuestiones de tratam iento médico 78.

Si bien ésta es la conclusión propia en los casos simples, siguen mayores consecuencias. A menudo en la práctica los hechos no se re­piten exactamente, pero sí los casos con variaciones relativam ente escasas entre sí. Un juez que ha actuado durante largo tiempo nisi prius (N. del T. 26) debe haber adquirido gradualm ente un fondo de experiencia que lo facu lta a representar el sentido común de la

(77) Véase D etro it Sr MilwauTeee B. B. Co. v. Van Steiriburg, 17 Mieh. 99, 120.

(78) En el caso de las viruelas, M inor v. Sharon, 112 Mass. 477, si bien el juzgado decidió respecto a la conducta del demandado como se ha mencio nado, sostuvo que establecer si el actor era culpable de concurrencia de culpas por no haber vacunado a sus hijos era «una cuestión de hecho, que propia­m ente corresponde al jurado», pág. 488.

(N . del T. 26) : Los tribunales de nisi prius son los de primera instancia, donde se deciden las cuestiones de hecho con la presencia de un jurado.

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ACTOS ILÍCITOS 119

comunidad en instancias ordinarias, mucho m ejor que un jurado medio. Debería ser capaz de guiar e instruir en detalle al jurado, aun cuando, en general, piense que es deseable recibir su o p i n i ó n .

Adem ás, la esfera donde es capaz de decidir sin recibir su o p i n i ó n

en absoluto debería crecer ininterrum pidam ente.

A menudo se ha dicho que la negligencia es un asunto puram en­

te de hecho, o que, después que el tribunal ha declarado que la prue­ba es ta l que la negligencia puede deducirse de ella, el jurado habrá

de decidir siempre, si se llegará a tal deducción79. Pero se pien­sa que los tribunales, cuando dictan esta am plia proposición, están

pensando en aquellos casos donde la conducta a decidir no se ha probado directam ente y la cuestión principal o única reside en cuál fue esa conducta y no cuál regla habrá de aplicarse después que soa establecida.

L a m ayoría de los casos que llegan a un jurado sobre la base de una resolución en el sentido de que hay pruebas de las cuales

puede deducirse la negligencia, no van al jurado debido a una duda sobre la regla, sino debido a una duda sobre la conducta. Tomemos el caso en que el hecho a prueba sea un acontecimiento tal como la

caída de un ladrillo del puente ferroviario sobre el camino y sobre el a c to r ; el hecho a deducir es que la caída se debió, no a una sú­bita operación del estado del tiempo, sino a una gradual fa lta de re­

paraciones, lo que resultó físicam ente posible de prevenir al de­mandado, antes de que pueda haber cuestión alguna sobre la regla de conducta 80.

A sí en el caso de un barril que cae desde la ventana de un a l­macén, antes de que surgiera cualquier cuestión acerca de la regla, debe comprobarse que el demandado o sus dependientes lo tenían

a su cu id ad o 81. H abrá de verse que en cada uno de estos casos bien conocidos, el tribunal presumió una regla que haría culpable

al demandado si su conducta era tal como la prueba tendía a de­mostrar. Cuando no hay cuestión acerca de la conducta establecida por la prueba, como en el caso de una colisión entre dos trenes que pertenecen a una misma compañía, el jurado, por lo menos algunas

(79) M etropolitan B ailw ay Co. v. Jackson, 3 App. Cas. 193, 197.(80) Véase K earney v. London, Brighton S. Coast B y Co., 5 Exch.

7*7. Pero cf. TLammack v. W liite, 11 C. B. n. s. 588, 594.(81) Byrne v. Boadle, 2 H. $ C. 722.

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120 COMMON LAW

veces, fue instruido en el sentido de que si creía en la prueba, el demandado era culpable 82.

E l argumento principal que se ofrece en favor de la opinión de que una función más am plia pertenece al jurado de todo derecho, consiste en la necesidad de adaptar continuamente nuestras reglas a la experiencia. Sin duda, el fundam ento general de la responsa­bilidad legal sobre la culpabilidad, determinado por las normas me­dias existentes en la comunidad, debería ser tenido siempre presente, con el propósito de conservar tales reglas concretas que de tiempo en tiempo pueden ser dictadas conforme a la vid a diaria. Sin duda que esta conform idad constituye la justificación práctica para exi­g ir a un hombre que conozca el derecho civil, como el hecho de que generalmente los delitos sean pecados, constituye una de las ju s­tificaciones prácticas para exigir que un hombre conozca el derecho penal. Pero estas consideraciones sólo conducen a la conclusión de que los precedentes deben ser revocados cuando se vuelven incom­patibles con las condiciones presentes, y esto es lo que generalmente ha ocurrido, a excepción de la interpretación de escrituras y tes­tamentos. P or otro lado, es m uy deseable conocer tan de cerca como podamos la regla por la que habremos de ser juzgados en un mo­mento dado, y además, las reglas para un gran sector de la conducta humana no varían de siglo en siglo.

L as consideraciones expuestas en este capítulo son de im portan­

cia peculiar en este país, o al menos en los estados donde el derecho

es semejante al de Massachusetts. E n Inglaterra, los jueces de nisi prius expresan libremente sus opiniones respecto al valor y al peso

de la prueba, y los jueces in banc (N. del T. 27), por consentimiento de las partes, obtienen constantemente deducciones de hecho. De ahí que 110 sean de prim era necesidad las bonitas discusiones entre la esfera del tribunal y la del jurado. Pero cuando la ley prohíbe instruir al jurado con respecto a asuntos de hecho, y cuando el tr i­bunal in banc nunca habrá de oir un caso que dé lugar a deducciones de hecho, llega a ser de im portancia v ita l entender que, cuando se

(82) Véase STcinner v. London, Brighton 4' S. Coast R y. Co., L. R. 5 Q. B. 411, 414, 417; s. c. 6 id. 759.

(N . del T. 2 7 ): In banc significa la reunión de todos los jueces que com­ponen un tribunal, con el objeto de oir las argumentaciones sobre ciertos as­pectos del procedimiento, por distinción de las sesiones del mismo tribunal que preside un solo juez.

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ACTOS ILÍCITOS 12 1

dejan libradas al jurado las reglas de conducta, se trata de la ren­dición tem poraria de una función jud icia l que puede reasumirse en cualquier momento y en cualquier caso en que el tribunal s<> sienta competente para hacerlo así. E n caso contrario, la aceptación casi universal de la prim era proposición de este capítulo, en el sentido de que el fundam ento general de la responsabilidad por daños no intencionales es conducta diferente a aquélla de un hombre p ru ­dente, dadas las circunstancias, d ejaría librados todos nuestros dere­chos y deberes, a través de una gran parte del derecho, a los senti­mientos necesariamente más o menos accidentales de un jurado.

E s perfectam ente compatible con las opiniones m antenidas en este capítulo que los tribunales han sido m uy lentos para retirar del jurado las cuestiones de negligencia, sin distinguir m uy bien si la duda concernía a los hechos o a la regla que había de aplicarse. Las divisiones legales, como las naturales, por m uy claras que sean en su esquema general, — habrá de encontrarse en una investigación de­tallada— fin alizan en la penumbra o en terreno discutible. E sta es la región del jurado y solamente aquellos casos que caen en este linde dudoso pueden ir lejos en un tribunal. S in embargo, la ten­dencia del derecho siempre debe ser la de reducir el campo de la ineertidumbre. Eso es lo que la analogía, como las decisiones sobre este mismo tema, nos llevaría a esperar.

E s m uy posible que el crecimiento del derecho tenga lugar de esta manera. Dos casos completamente diferentes sugieren una dis­tinción general, que resulta clara cuando se expresa en form a am­plia. Pero como los casos nuevos se agrupan alrededor de polos

opuestos, y empiezan a aproxim arse unos a otros, la distinción se hace más d ifícil de trazar; las determinaciones se hacen de una

manera u otra según una m uy ligera preponderancia de sentimien­

tos, más bien que por una razón articulada, y al fin a l se llega a una línea matem ática por el contacto de decisiones contrarias, que re­

sulta tan arb itraria que podría haberse trazado un poco más lejos hacia uno u otro lado, pero que siempre debe serlo en la vecindad del lugar donde cae 83.

De esta manera se han efectuado distinciones exactas sobre cuestiones en que son pocos los elementos a considerar. P or ejemplo, cuál es el tiempo razonable para la presentación de un documento

(83) 7 Am erican Law Beview, 654 et seq., Julio 1873.

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122 COMMON LAW

negociable, o qué es una diferencia de clase y qué una diferencia solamente de calidad, o la regla against perpetuities (N. del T. 28).

Un ejemplo de la aproximación de las decisiones a p artir de polos opuestos y de la función del jurado a m itad de camino, se encuentra en las decisiones de Massachusetts en el sentido de que si un niño de dos años y cuatro meses es innecesariamente enviado solo a través y a lo largo de una calle de una gran ciudad, no se pue­de obtener indemnización por daño cu lposo84; que perm itir a un niño de ocho años estar afuera, solo, no es necesariamente negli­gencia 85; y que el jurado tiene que decidir los efectos de perm itir a un niño de diez años que esté fuera de su casa de noche 86; uni­do a la m anifestación, que puede adelantarse, sin citar casos, de que tal permiso, tratándose de un joven de veinte años, de inteligen­cia común, carece totalmente de efecto.

Tomemos de nuevo el derecho de las ancient lights (N. del

T. 29) de Inglaterra. Una obstrucción, para dar lugar a una ac­

ción, debe ser pertinente. E n circunstancias ordinarias, la erección

de una estructura a una distancia de cien yard as y a una altura de un pie sobre el terreno, no daría lugar a acción. O tra a la distancia de un pie do una ventana, y que la cubra, estaría más allá de estos hechos sin intervención dol jurado. E n casos dudosos intermedios se ha dejado al jurado la cuestión acerca de si la interferencia fue perti- nonte 87. Pero como los elementos son pocos y permanentes, se ha demostrado la tendencia a dictar una regla definida en el sentido do quo, (mi casos ordinarios, el edificio objeto de la queja no debe

sor más Jillo que la distancia de su base a las ventanas dominantes.

(N . del T. 2 8 ): La rule against perpetu ities tiene por objeto prohibir la inenajenabilidad perpetua de los bienes y se aplica a los intereses futuros o eventuales o sujetos a condiciones que hacen incierto establecer quiénes serían los dueños o poseedores futuros del bien de que se trate.

(84) Callaban v. Bean, 9 Alien 401.(85) Cárter v. Towne, 98 Mass. 567.(86) L o ve tt v. Salem 4' South Danvers B. B. Co., 9 Alien 557.(N . del T. 2 9 ): Por ancient ligh ts se entienden las ventanas o tragaluces

de una casa, que han sido usados en su situación actual, sin molestias ni in­terrupciones, por espacio de veinte años o más. E l dueño de la casa tiene sobre ellas un derecho de ocupación o por prescripción, de modo tal que no pueden ser obstruidas ni cerradas por el dueño del terreno lindero.

(87) Baclc v. S tacey, 2 C. & P . 465.

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Y pese a que este intento de trazar una línea exacta requiere mucha precaución, en espíritu es completamente filosófico 88.

E l mismo principio se aplica a la negligencia. S i toda la prue­ba del caso consiste en que una parte, con pleno dominio de sus sen­tidos y de su inteligencia, permaneció en la vía del ferrocarril mi­rando a una locomotora que se acercaba hasta que lo atropelló, nin­gún juez delegará en el jurado la determinación de si la conducta fue prudente. Si toda la prueba fue que intentó cruzar un paso a nivel, visible a una distancia de medio kilómetro hacia cada lado, y desde el cual no había a la vista ninguna máquina, el juez no de­ja rá que el jurado encuentre negligencia. Entre estos casos extremos están los que habrán de ir al jurado. Pero es evidente que en tales casos el lím ite de seguridad, — suponiendo que no se hallen presentes mayores elementos— , podría ser determinado por un cálculo mate­mático casi hasta la distancia de unos centímetros.

L a dificultad con muchos casos de negligencia consiste en que éstos son de una clase que no se repite frecuentemente, de m anera de facu ltar a cualquier juez a tomar provecho de una larga experiencia con jurados a los fines de d ictar reglas, y que los elementos son tan complejos que los tribunales se alegran de perm itir que todo el asunto, en bloque, sea decidido por el jurado.

Reservo la relación entre torts negligentes y otros para el pró­ximo capítulo.

ACTOS ILÍCITOS 123

(88) Cf. Beadel v. Perry, L. R. 3 Eq. 465; C ity o f London Brew ery Co. v. Tennant, L. R. 9 Ch. 212, 220; K a ck ett v. Baiss, L. R. 20 Eq. 494; Theed v. Debcnham, 2 Ch. D. 165.

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CAPITULO IV

D O LO , M A L I C E E IN T E N C IO N - T E O R IA

D E L O S T O R T S (N. del T. 1)

Los próximos temas que habré de considerar son el dolo, matice e intención. E n la discusión de los delitos no intencionales, vimos que la d ificultad más grande a superar era la doctrina de que un hom bre siempre actúa con riesgo propio. P or otra parte, en lo que sigue, la d ificultad consistirá en probar que la m aldad real del tipo des- cripto por las diversas palabras recién mencionadas, no constituye un elemento en los delitos civiles a los que se aplican esas palabras.

A l tra tar del derecho penal se ha mostrado que cuando en len­guaje común llamamos malicioso a un acto, queremos decir que se tuvo intención que de él derivara un daño a otra persona y que se deseó tal daño como un fin en sí mismo. Sin embargo, a los fines del derecho penal, se encontró que la intención sola era im portante y que tenía las mismas consecuencias que la intención con malevo­lencia sobreañadida. Prosiguiendo con el análisis, se encontró que la intención estaba constituida por la previsión del daño como con­secuencia, unido al deseo de producirlo, concibiéndose esto último

(N . del T. 1 ) : Por to rts se entiende, en general, las transgresiones o daños de naturaleza civil o privada, las infracciones legales cometidas sobre la persona o los bienes independientemente de contratos. A veces so traduce como «actos ilícitos civiles», pero «hay algunos to rts o responsabilidades civi­les provenientes de actos que son no sólo perfectam ente lícitos, sino de reco­nocido provecho para la sociedad» (Phanor J. Eder2 «Principios característicos del common law y del derecho latinoamericano», ed. Abeledo-Porrot, 1960, pftg. 56 y s ig u ien tes).

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COMMON LAW

c o m o el motivo del acto en cuestión. De todo esto, solamente la pre­visión parecía importante. Como último paso, la previsión fue redu­cida a su término más bajo, y se sacó como conclusión que, sujeto a las excepciones que fueron explicadas, la base general del derecho penal era el conocimiento, al tiempo, de la acción, de ciertos hechos que la experiencia común demostraba eran frecuentemente seguidos por resultados dañosos.

Queda por verse si es posible una reducción sim ilar por el lado civil del derecho y, así, si los delitos fraudulent, malicious, intencio­nales y negligentes pueden ser colocados dentro de una serie filo ­sófica continua.

Será útil una palabra de explicación prelim inar. Se ha demos­trado, en el capítulo que acabo de mencionar, que en un acto, a pesar de que siempre implique una intención, per se resulta indiferente al derecho. E s una coordinación de contracciones m usculares volunta­rias, y por ende intencionales. Pero la intención necesariamente sig­nificada por el acto term ina allí. Y todas sus coordinaciones o mo­vimientos musculares son innocuos, fuera de las circunstancias con­comitantes, cuya presencia no resulta necesariamente im plícita por el acto mismo. Golpear con el puño es siempre el mismo acto, sea he­cho en el desierto o en medio de una m ultitud.

Las mismas consideraciones que han sido expuestas para de­mostrar que un acto solo, por sí mismo, no impone y no debe impo­ner una responsabilidad civil o criminal, se aplican, al menos fre ­cuentemente, a una serie de actos o a la conducta, pese a que la serie muestre una coordinación y una intención posterior. Por ejemplo, re­presenta una misma serie de actos pronunciar una frase declarando falsamente que cierto barril tiene Caballa N.° 1, sea que se pronun- cie la frase en el secreto del retrete, o sea dirigida a otro hombre en d curso de un negocio. Sin duda que en ambos casos hay la inten*

■ ■¡óii posterior, más allá de la coordinación de los músculos, de alegar

que cierto barril tiene cierto contenido, intención necesariamente de­mos! rada por el ordenamiento de las palabras. Pero tanto la serie

d e l í e l os como la intención son indiferentes per se. Resultan mócen­

les cuando se pronuncian en soledad, y sólo constituyen un fun da­

mento d e responsabilidad cuando se demuestran ciertas circunstan- eiiiH concomitantes.

La intención a <iue se alude cuando se habla de ella como de un

elemento de la responsabilidad juríd ica, es una intención d irigida

Page 123: Holmes Common Law

DOLO, MALI CE E INTENCIÓN 127

hacia el daño objeto de la acción, o al menos hacia un daño. No es necesario que en cada caso el análisis se lleve hasta las simples con­tracciones musculares donde se inicia el curso de una conducta. Con­forme con el mismo principio que exige algo más que un acto se­guido de daño para hacer responsable a un hombre, constantemente nos encontramos en libertad para suponer que una serie coordinada de actos constituya un elemento aproximadam ente simple, ind ife­rente per se, considerando que deben concurrir circunstancias o he­chos posteriores antes de que la conducta en cuestión resulte a ries­go del actor. Tener esto presente en la discusión que sigue habrá de ahorrar confusiones y la necesidad de incurrir en repeticiones.

Las form as principales de responsabilidad donde se dice que dolo, matice e intención constituyen los elementos necesarios, son deceit (N. del T. 2), slander and libel (N. del T. 3), malicious pro- secution (N. del T. 4), y conspiracy (N. del T. 5 ), a los que quizá podría agregarse trover.

Deceit es un concepto tomado del mundo de la moral, que en su

sentido popular significa claram ente maldad. A su respecto la doc­trina del common law se expresa generalmente en términos que sólo

guardan relación con la culpa penal real y con una real intención criminosa. Se dice que un hombre es responsable frente a una acción por deceit, si hace una m anifestación falsa a otra persona, sabiendo

que es falsa, pero con la intención de que el otro crea y actúe en conform idad con ella, resultando por consiguiente persuadido a ac­tuar en su propio perjuicio. Sin duda éste es un caso típico, y se

refiere a daño moral intencional. A q u í la conducta de la parte con­siste en pronunciar ciertas palabras ordenadas de tal manera, que su enunciación importe el conocimiento del significado que ellas habrán de transm itir, si son oídas. Pero esa conducta, con ese único

(N . del T. 2 ) : Deceit significa engaño; es el artificio o maquinación empleado para engañar a otra persona en su perjuicio o daño.

(N . del T. 3 ) : Slander (calum nia) es la difamación por medio de la palabra hablada; libel es la difamación por escrito, impresos, películas, 8e- ñales u otro medio semejante.

(N . del T. 4 ) : Malicious prosecution es la denuncia de un delito criminal sin causa suficiente para ello.

(N . del T, 5 ) : El to rt de conspiracy consiste en causar daño a otra persona mediante el acuerdo entre dos o más personas para realizar un acto ilícito o para realizar un acto lícito por medios ilícitos.

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128 COMMON LAW

conocimiento, no resulta moral ni inmoral. Vayam os un poco más lejos y agreguemos el conocimiento de la presencia de otra persona que puede escuchar: el acto no tiene todavía un carácter determ ina­do. Los elementos que lo hacen inmoral son el conocimiento de que la m anifestación es falsa y la intención de que ella habrá de m otivar que se actúe de tal manera.

Entonces, la cuestión principal consiste en saber si esta in­tención puede reducirse a los mismos términos que en otros casos. No hay d ificultad en responder. E s perfectam ente claro que la in­tención de que se actúe sobre la base de una m anifestación falsa, quedaría establecida en form a concluyente por la prueba de que el demandado sabía que la otra parte intentaría actúar sobre la base de ella. S i el demandado previo la consecuncia de sus actos, puede ser acusado, sea que su motivo haya sido el deseo de inducir a la otra parte a que actúe, o simplemente una fa lta de voluntad para decir la verdad, por razones particulares. Si el demandado conocía un hecho presente (la intención de la otra parte) que, de acuerdo con la experiencia común, hacía probable que su acto tuviera la conse­cuencia dañosa, puede ser acusado, sea que en la realidad haya pre­visto o no la consecuencia.

E n esta materia, la conclusión general surge de un solo ejemplo. P or el momento se admite que, en un caso, el conocimiento de un hecho presente, como ser la intención de la otra parte de actuar se­gún la m anifestación falsa, exime de tener que probar la intención de inducirlo a actuar en consecuencia; se admite que el elemento menor es lo único necesario en el compuesto m ayor. Puesto que la inten­ción, como se ha demostrado, incluye suficiente conocimiento como para poder prever. De aquí que cuando se prueba la intención se prueba el conocimiento, y que, a menudo, la intención puede resul­tar la más sencilla de probar de ambas. Pero cuando se prueba el conocimiento no se prueba la intención.

Podría decirse, sin embargo, que la intención se halla im plícita o se presume en un caso tal como el supuesto. Pero esto no es sino apoyar una teoría falsa mediante una ficción. Se parece mucho a

decir que, en un instrum ento bajo sello, se presume la considera­tion (N. del T. 6), lo que es meramente la manera de conciliar la

(N . del T. 6) : Consideration es uno de los elementos integrantes de todo contrato inform al y que se ha definido como ol perjuicio del acreedor o el beneficio del deudor, incurrido o recibido a cambio de la promesa. Desempeña

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teoría form al de que todo contrato debe incluir una consideration con el hecho manifiesto de que los contratos bajo sello no la requie­ren. Cuando se dice que cierto elemento es esencial para la responsa­bilidad, pero que dicho elemento se presume en form a concluyente sobre la base de alguna otra cosa, siempre hay fundam ento para la sospecha de que el elemento esencial habrá de encontrarse en esa otra cosa, y no en lo que se dice que se presume de ella.

Con respecto a la intención necesaria para el deceit, no necesi- larrios detenernos en el único ejemplo que se ha dado. E l derecho no va más allá de la exigencia de la prueba, sea de la intención o de <iue la otra parte estaba justificad a en in ferir tal intención. De manera que todo el significado de dicha exigencia es que la ten­dencia natural y m anifiesta de la declaración, dentro de las circuns­tancias conocidas, debe haber consistido en inducir la opinión de que fue realizada teniendo en vista la acción, e inducirla así, sobre la bjise de la misma. E l standard de lo que se llam a intención consti­tuye así, en realidad, un standard de conducta externa de acuerdo con las circunstancias conocidas, y el análisis del derecho penal re­sulta aquí correcto.

Eso no es todo. Como se explicó en el último capítulo, el dere­cho, siguiendo su curso de especificación, decide cuál es la tenden­cia de la m anifestación en ciertos casos, como, por ejemplo, que un caballo está sano al tiempo de efectuarse su ven ta; o en general, de cualquier declaración de circunstancias en la cual se sabe quo la otra parte tiene intención de confiar. Más allá de estas reglas es­pecíficas se encuentra el vago dominio del jurado.

E l otro elemento moral del deceit es el conocimiento de que la m anifestación era falsa. Esto no me preocupa estrictam ente, porque todo lo necesario se cum ple cuando los elementos del riesgo

DOLO, MALICE E INTENCIÓN 129

<>ri materia de contratos el papel semejante al del concepto de «causa» en el abrocho civil de los países de tradición jurídica romana. Puede verse, entre otras, las siguientes obras: Norberto Gorostiaga, «La causa en las obliga­ciones», cap. P , pág. 615 y sigs., 1944; Enrique V. Galli y Acdeel E. Salas, «Causa y consideration - Estudio comparativo de ambos institutos en Amé­rica», en Rev. Col. de Abogados de Buenos Aires, tomo X X X , N.° 1 , enero-abril do 1952, pág. 25 y sigs.; Genaro R. Garrió, «Causa y consideration», incluido on el artículo «Una técnica pedagógica aplicada en la enseñanza de derecho comercial comparado», de Julio Cueto Rúa y Arthur L. Harding, en «La Ley», t. 77, pág. 800,

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130 COMMON LAW

se reducen a acción y conocimiento. Pero contribuirá al objetivo

general de demostrar que en todas partes la tendencia del dere­

cho es trascender los standards morales y alcanzar standards exter­

nos, si este conocimiento de la falsedad puede convertirse en una

fórm ula que no im porte necesariamente culpa penal, pese a que, por supuesto, se encuentre generalmente acompañado de ella en la rea­lidad. E n cuanto lo miramos con ojo crítico, vemos que el aspecto moral se desvanece.

L a cuestión consiste en determ inar cuáles circunstancias cono­

cidas son bastantes para arrojar el riesgo de la m anifestación sobre

quien la form ula, si ella induce a actuar a otro hombre, y resulta

no ser verdadera. E s evidente que un hombre puede asumir el ries­go de su manifestación en virtud de un acuerdo expreso, o de ma­

nera im plícita cuando el derecho así lo estima. E n lenguaje legal, él puede garantizar su verdad, y si no es tal verdad, el derecho lo con­

sidera un fraud, de la misma manera que cuando form ula la decla­ración creyendo en ella completamente, como cuando sabe que no es cierta y pretende engañar. De acuerdo con el common law, si al

vender un caballo, el vendedor aseguró que tenía cinco años de edad, cuando en realidad tenía trece, el vendedor podía ser deman­

dado por deceit, pese a que creyera que solamente tenía cinco años 1. Por consiguiente, en el common law la responsabilidad mo­ral por una m anifestación es más am plia que la esfera del actual fraud moral.

Pero, en general, es bastante que una m anifestación sea form u­

lada temerariamente, sin saber si es verdadera o falsa. ¿ Y qué sig­

n ifica «temerariamente»? No significa real indiferencia personal

respecto a la verdad de la m anifestación sino solamente que los da­tos sobre los cuales se hizo la m anifestación eran tan insuficientes

que un hombre prudente no podría haberla realizado sin llevar a la deducción que era indiferente. E s decir, para repetir un análisis que ya hemos hecho anteriormente, esto significa que el derecho, aplicando un standard objetivo general, determina que si un hom­bre efectúa una m anifestación sobre esos datos, ese hombre es res­

ponsable, cualquiera sea su estado psíquico y pese a que, individual­mente, al hacerla pueda haberse hallado libre de toda maldad.

(1 ) W illiamson v. Allison, 2 East 446.

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DOLO, MALI CE E INTENCIÓN 131

De ahí que un razonamiento sim ilar al que se ha aplicado a la intención puede aplicarse al conocimiento de la falsedad. A menú do puede resultar más fácil de probar el conocimiento actual y no que la evidencia era insuficiente para garantizar la m anifestación, y (Miando se prueba, contiene el elemento menor. Pero tan pronto como se prueba que el elemento menor es bastante, se demuestra que también en este caso el derecho está dispuesto a aplicar un standard externo u objetivo.

Los tribunales de equity han sentado la doctrina en términos tan absolutamente ajenos a la verdadera condición moral del de­

mandado, como para caer en el extremo opuesto. Se dice que «cuan­do en asuntos de negocios un hombre hace a otro una m anifestación

destinada a inducirlo a adaptar a ella su conducta, carece de im­

portancia que la manifestación se haga sabiendo que no es verda­

dera o creyendo que lo es, si en la realidad ta l manifestación no era verdadera» 2.

Tal vez las decisiones puedan ser conciliadas sobre algún prin oipio de menores alcances, pero la regla expuesta llega a expresar que en asuntos de negocios los hombres form ulan sus man i festín* ¡o nos (de tal naturaleza como para inducir a actuar) a su propio rics

go. Esto parece d ifícil de ju stificar como política. Nunca debe ol vidarse el punto de partida moral de la responsabilidad en general, y el derecho no puede, sin despreciar dicho punto de partida, con­siderar culpable a un hombre por m anifestaciones basadas en hechos que habrían convencido de su verdad a otro hombre sensato y pru­dente. Creo que el bien público y la necesidad de libertad para im­partir información, que exime incluso a la calumnia de una tercera persona, debe exim ir a fortiori las declaraciones efectuadas a pedido (ie la parte que se queja de ellas.

Sea como fuere, el common law conserva la referencia a la mo­ralidad haciendo del fraud su fundamento. No sostiene que un hom­bre siempre habla a su riesgo. Pero partiendo del fundamento mo­ral, produce un standard externo de lo que sería fraudulent en un miembro corriente de la comunidad, y exige que todos los hombres lo (‘Viten a su riesgo. Como en otros casos, va gradualm ente acumu­lando precedentes que deciden que determinadas declaraciones, d en ­

(2 ) Leather v. Simpson, L. R. 11 Eq. 398, 406. Por otra parte, la opinión moral extrema se m anifiesta en W eir v. Bell, 3 Ex. D. 238, 243.

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tro do ciertas circunstancias, se efectúan a riesgo de la parte que las form ula.

Iyos elementos del deceit que arrojan sobre una parte el riesgo de su conducta son los siguientes: primero, form ular una declara­ción de hechos pretendiendo ser seria; segundo, que sea conocida la presencia de otra persona dentro del campo auditivo; tercero, que existan hechos conocidos suficientes para garantizar la esperanza o sugerir la probabilidad de que la otra parte ha de actuar conforme con la m anifestación. (E n algunos casos los tribunales han determi­nado específicamente cuáles hechos son suficientes; en otros, sin duda, la cuestión pasaría al jurado, de acuerdo con los principios explicados hasta ahora). Cuarto, falsedad de la manifestación. Esto debe ser sabido, o bien la prueba conocida referente a la m ateria de la manifestación debe ser tal que no autorice la creencia, de acuer­do con el curso ordinario de la experiencia humana. (E n algunos casos los tribunales pueden dictar reglas específicas también en este punto 3).

A continuación me referiré al derecho en m ateria de slander. A menudo se ha dicho que malice es uno de los elementos de la res­ponsabilidad, expresándose comúnmente la doctrina de esta mane­

ra : que malice debe existir, pero que el derecho la presume de las meras palabras habladas, que esta presunción de malice puede refu-

larse mostrando que las palabras se pronunciaron en circunstancias

de privilegio, — como, por ejemplo, por un abogado en el curso ne­

cesario de su argumentación, o por una persona respondiendo de bue­

na fe a las preguntas sobre la reputación de un antiguo servidor— ,

y entonces, se dice, el actor puede en algunos casos encontrar esta

defensa demostrando que las palabras se pronunciaron con verda­dera malice.

'Podo esto da la impresión de que por lo menos, la intención real de causar el daño objeto de la queja, cuando no la malevolen- ein, constituyeron el fondo de esta clase de delitos. Pero no es así.

Puesto que aunque el uso de la palabra «malice» señala comúnmen­te un standard moral, la regla de que se presume la prueba de pro­

nunciar ciertas palabras, es equivalente a decir que la conducta abierta de pronunciar esas palabras puede dar lugar a acción, sea

1112 COMMON LAW

(3 ) Acerca del conocimiento e intención reales, véase el Capítulo II .

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DOLO, MALICE E INTENCIÓN 133

que se intentaron o no las consecuencias del daño al actor. Y esto concuerda con la teoría general, porque la tendencia m anifiesta de

las palabras calumniosas es dañar a la persona respecto de la cual se pronuncian. L a substancia real de la defensa no es que el daño

no fue intencional — eso no constituiría defensa en absoluto, sino

si se intentó o no— es decir, aún si el demandado lo previo, y lo pre­

vio con placer, los hechos y las circunstancias m anifiestas dentro de las cuales las pronunció fueron tales que el derecho consideró el daño al actor como de menor im portancia que el beneficio de h ab la í libremente.

E s más d ifíc il aplicar el mismo análisis a la últim a etapa del proceso, pero quizás no sea imposible. Se dice que el actor puede encontrar un caso de privilegio así producido de parte del deman­dado, mediante la prueba de la malice verdadera, es decir, la inten­ción real de causar el daño objeto de la queja. Pero ¿cómo se des­cubre esta malice real? Demostrando que el demandado sabía que su m anifestación era falsa, o que sus m anifestaciones falsas eran burdamente excesivas, teniendo en cuenta lo que la ocasión reque­ría. Pero ¿no resulta sumamente evidente que el derecho está mi­rando a un asunto completamente distinto a la intención del de­mandado? E l hecho de que el demandado previo y previo con pla­cer el daño al actor, no resulta de más im portancia en este caso de lo que lo sería cuando la m anifestación fu era libre. D e nuevo, la cuestión es de conocimiento u otro standard externo. Y ¿qué es lo que hace im portante hasta el conocimiento? Pues que fa lta la razón por la cual, en los otros casos, se perm ite a un hombre hacer falsas acusaciones contra sus vecinos. E s en bien del interés público que la gente, en ciertas circunstancias debe estar libre para proporcio­nar, sin temor, la m ejor inform ación posible, pero no hay bien pú­blico en que se cuenten m entiras en cualquier momento, y cuando ho sabe que una acusación es falsa o en exceso de lo que requiere la ocasión, no es necesario hacer tal acusación para poder hablar li­bremente, y en consecuencia cae bajo la regla ordinaria que ciertas acusaciones se hacen a riesgo de la parte en caso de que resulten ucr falsas, sea que las malas consecuencias sean intencionales o no. 101 demandado es culpable, no porque su intención sea mala, sino por hacer falsas acusaciones sin excusa.

Se verá que el riesgo de la conducta empieza aquí con m ayor im terioridad que en el deceit, debido a que la tendencia del slander

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COMMON LAW

os más universalm ente dañosa. Debe haber algunas circunstancias concomitantes. Por lo menos debe existir un ser humano a quien la m anifestación designe. Debe haber otro ser humano al alcance del oído, que entienda la m anifestación, y esta m anifestación debe ser falsa. Pero puede argum entarse que el último de estos hechos no necesita conocerse ya que, ciertamente no es necesario conocer la falsedad, de la acusación, y que un hombre debe asumir el riesgo de que se oiga hasta una m anifestación ociosa, a menos que la form ule en conocidas circunstancias de exención. No sign ificaría cercenar grandemente la libertad de un hombre negarle inm unidad al ad­jud icar la acusación de un delito a nombre de su vecino, aún cuan­do suponga estar solo. Pero no parece claro que el derecho deba ir tan lejos como eso.

L a próxim a fórm ula de responsabilidad, es relativam ente insig­nificante. Me refiero a la acción por malicious prosecution. U n hom­

bre puede cobrar daños y perjuicios porque otro le haya iniciado

un proceso crim inal y en algunos casos, civil, en form a maliciosa y

sin causa razonable sobre la base de una acusación falsa. Por su­puesto la fa lta de causa razonable se refiere solamente al estado de conocimiento del demandado y no a su intención. S ignifica la au­

sencia de causa razonable en los hechos conocidos por el demanda­

do cuando comenzó el juicio. Pero el standard aplicado a la concien­cia del demandado es externo. L a cuestión no consiste en si él cre­yó <pie los hechos constituían causa razonable, sino en si el tribunal piensa que lo son.

Respecto a malice, la conducta del demandado consiste en co­menzar procedimientos sobre una acusación que es en realidad fa l­sa y (pie no ha prevalecido. Esa es la raíz de todo el problema. Si la acusación fue verdadera, o si el actor ha sido condenado, aunque ahora pueda probar que fue condenado ilegalmente, el demandado esl;i ;i salvo, por m uy grande que sea su malice y por m uy pequeño runda mentó que tuviera su acusación.

Supongamos, sin embargo, que la acusación es falsa y no tiene é x i t o . I’ uede adm itirse rápidam ente que malice significó originaria­m e n t e un motivo malevolente, una intención real de dañar al actor mediante una acusación falsa. También aquí el remedio legal partió

de una base moral, cuya ocasión, sin duda, era sim ilar a la que dio lugar al viejo derecho de conspiracy, en el sentido de que los ene­

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DOLO, MALICE E INTENCIÓN

migos de un hombre a veces buscarían su destrucción poniendo en movimiento a.1 derecho penal en su contra. Como se caHtigiibu rl conspirar con tal propósito se sacó como conclusión con cierta va cilación, que cuando un individuo intentó con maldad la misma cosa, sería responsable conforme a fundam entos sim ilares4. Debo adm itir plenajnente que existen poderosos argumentos para sostener (pie malice, en su significación ordinaria, constituye hasta ahora un hecho preciso que debe ser descubierto y probado por el jurado.

Pero esta opinión no puede aceptarse sin vacilación. Por un

lado se admite que la existencia de una causa razonable en la que se cree, constituye una justificación a despecho de la malice 5 que, por otro lado, «no es bastante m ostrar (pie el caso pareció su fi­ciente a esta parte en especial, sino que debe ser suficiente para in­

ducir a una persona tranquila, sensata y discreta a actuar de con­form idad, o de lo contrario debe fracasar como justificación para

el procedimiento sobre fundam entos generales»6. P or un lado, la sola malice 110 ha de hacer responsable a un hombre por iniciar un proceso sin fundam entos; por otro, su justificación no depen­derá de su opinión sobre los hechos, sino de la del tribunal. Cuando

su condición moral real es desechada hasta este extremo, es d ifícil

creer que la existencia de un motivo impropio debe ser importante. Pero ello es lo que debe significar malice en este caso, si es que ha

de significar cosa a lg u n a 7. Puesto que los efectos dañosos de un indietm ent exitoso han sido por supuesto intención de quien procu­

ra que otro sea indicted. No puedo dejar de pensar que un jurado

sería instruido en el sentido de que el conocimiento o la creencia de que la acusación era falsa al tiempo de ser form ulada, constituía

prueba concluyente de malice. Y en ese caso, conforme con fun da­mentos que no necesitan ser repetidos, no es malice lo importante, sino los hechos conocidos por el demandado.

No obstante, como evidentemente se está pisando sobre terreno delicado cuando se ponen en movimiento los procesos legales regu­

lares, resulta por supuesto, enteramente posible decir que la acción

(4 ) Cf. K n igh t v. Jerm in, Cro. Eliz. 70; s. c., id. 134.(5 ) M itchell v. Jenkins, 5 B. & Ad. 588, 594; Turner v. Am bler,

10 Q. B. 252, 257, 261.( 6) Redfield, C. J., en Barron v. Masón, 31 Vt. 189, 197.(7 ) M itchell v. Jenkins, 5 B. & Ad. 588, 595.

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136 COMMON LAW

se lim itará a esos casos donde la acusación fue presentada por mo­tivos impropios, por lo menos si el demandado pensó que había cau­sa probable. T al lim itación sería casi única en el derecho de la res­ponsabilidad civil. Pero la naturaleza del hecho ilícito es peculiar y además, completamente de acuerdo con la teoría de la responsabi­lidad propuesta aquí, de modo que en cualquier instancia habría de ser lim itada a la real comisión de transgresiones en sentido moral.

Conspiracy es la única otra acción donde la condición moral del demandado parecería ser importante. Antiguam ente, esa acción se parecía mucho a la malicious prosecution, y sin duda originaria­mente se limitó a los casos en que varias personas habían conspira­do para entablar juicio a otra persona por motivos de malevolencia. Pero en la acción moderna, on tifie case, cuando se acusa de conspi­racy, generalmente tal alegación, sólo significa que dos o más per­sonas estaban cooperando en sus actos de tal modo que el acto de al­guna de ellas era el acto de todas. Hablando en términos generales, la responsabilidad no depende de la cooperación o de la. conspiración, sino de la índole de los actos realizados, suponiendo que todos ellos sean hechos por un hombre, sin tener en cuenta la cuestión de si ellos eran realizados por uno o por varios. Seguram ente que puede haber casos donde el resultado no pudo lograrse o la ofensa no pudo ordinariam ente probarse sin la combinación de varias personas, co­mo, por ejemplo, la destitución de un maestro por un consejo esco­lar. L a conspiracy no habría de afectar el caso excepto de una ma­nera práctica, pero se plantearía la cuestión de sí, a pesar del de­recho del consejo a destituir, la prueba de que ellos actuaron con malevolencia no haría accionable dicha destitución. Podría decirse que la política impide ir detrás de la sentencia, pero los motivos da­ñosos reales, unidos a la ausencia de fundam entos, retiran esa pro­tección, porque la política, pese a que no les exige tomar el riesgo de estar en razón, les exige, en cambio, ju zgar honestamente sobre los méritos del caso 8.

T a l vez en diferentes partes del derecho, podrían encontrarse

otros ejemplos aislados, semejantes al último, donde la malevolen­cia real afectaría la responsabilidad de un hombre por su conducta. E n trover por la conversión de los bienes muebles de otro, donde el dominio ejercido fue de naturaleza débil y ambigua, se ha dicho que el apoderamiento debe ser «con la intención de ejercer sobre el

( 8) Véase Burton v. F vlton, 49 Penn. St. 151.

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D O L O , M A L IC E E IN T E N C IÓ N 137

bien mueble el derecho de propiedad de manera incompatible con el

derecho de posesión del verdadero dueño»9. Pero esto sólo pare­ce ser una tenue sombra de la doctrina explicada con respecto a larceny y no requiere ninguna discusión posterior o especial. Se en

tiende comúnmente que existe trover, como larceny, cuando se ha

privado de su propiedad, al actor pese a que en la práctica cualquier poseedor tenga la acción, y hablando en general, la posesión ilegí­

tim a más corta constituye una conversión.

A unque las excepciones sean más o menos numerosas, el pro­pósito general del derecho de los torts consiste en asegurar que un hombre obtenga indemnización por ciertas form as de daño a su per­sona, a su reputación, a su patrimonio, por parte de sus vecinos, no porque sean transgresiones, sino porque son daños. L a verdadera explicación de la referencia de la responsabilidad a un standard moral, en el sentido que se ha explicado, no es que tenga el propó­sito de m ejorar los corazones de los hombres, sino dar a un hombre una oportunidad razonable para evitar cometer el daño antes de que se lo tenga por responsable. Tiene la intención de conciliar la política de dejar que los accidentes queden allí donde caen y la li bertad razonable de otros, con la protección de los individuos contra todo daño.

Pero el derecho ni siquiera busca indemnizar a un hombre por todos sus daños. E l goce sin restricciones de todas sus posibilidades habrá de in terferir con otros goces, igualm ente importantes, por parte de su prójimo. H ay ciertas cosas que el derecho perm ite hacer a un hombre aunque prevea que habrán de producir daño a otra persona. Puede acusar a un hombre por un delito, si la acusación os verdadera Puede establecer un negocio, aunque prevea que el efec­to de su competencia será dism inuir la venta de otro comerciante y quizá arruinarlo. Puede erigir un edificio que im pida a otro se­guir disfrutando de una hermosa vista o puede drenar aguas sub­terráneas, agotando en consecuencia el pozo de otra persona; y po­drían agregarse muchos otros ejemplos de este mismo tenor.

Como cualquiera de esas cosas puede ser realizada con p revi­sión de sus consecuencias dañosas, parecería que podrían ser hechas con intención — y aun con intención malévola— de producir tales consecuencias. Toda la argum entación de este Capítulo y del prc-

(9 ) Rolfe, B ., en Fouldes v. W illougliby, 8 Meeson & W elsby, 540.

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138 COMMON LAW

cedente tiende a esta conclusión. Si el propósito de la responsabili­dad es simplemente prevenir o indem nizar el daño en tanto resulte compatible con evitar el extremo de hacer que un hombre responda por accidentes, cuando el derecho permite que el daño sea infligido con conocimiento, sería algo notable que la presencia de malice im­plicara alguna diferencia en sus decisiones. Seguramente, eso po­dría suceder sin afectar las opiniones generales aquí sustentadas, pero no cabe esperarlo, y el peso de las opiniones se le opone.

Como por una parte el derecho perm ite que ciertos daños sean

infligidos prescindiendo de la condición moral de quien los inflige, así, en el otro extremo, y sobre bases de política, puede colocar el

riesgo absoluto de ciertas transacciones sobre la persona en ellas

comprometida, prescindiendo de la culpabilidad en todo sentido. E n el último Capítulo se han mencionado ejemplos de esta clase 10, a los que habrá de aludirse de nuevo.

L a m ayoría de las responsabilidades por tort se hallan entre estos dos extremos y se fundan en el infligim iento de daños que el

demandado tuvo oportunidad razonable de evitar en el momento de

los actos, o en las omisiones que fueron su causa próxima. Pero ape­nas se formulan reglas específicas en lugar de hacer vagas referen­cias a la conducta del hombre medio, se alinean a lo largo de otras

reglas específicas basadas en política pública, y loa fundam entos de los cuales surgen cesan de ser manifiestos. De manera que, como se

verá directamente, ciertas reglas que parecen encontrarse fuera de la culpabilidad en cualquier sentido, han sido referidas a veces a

una culpa remota, mientras que otras que partieron del concepto ge­neral de negligencia pueden, con igual tranquilidad, ser referidas a algún fundam ento extrínseco de política.

A p arte de los extremos recién mencionados, resulta ahora fácil poder ver cómo se f i ja generalmente el punto donde la conducta de un hombre empieza a ser a su propio riesgo. Cuando se entiende

el principio sobre el cual el derecho de torts determina ese punto, poseemos un fundam ento común de clasificación y una clave para todo el tema, en tanto la tradición no ha desviado al derecho de una teoría compatible. De lo que antecede, resulta m uy claro que yo en­cuentro ese fundam ento en el conocimiento de las circunstancias que

( 10 ) Supra, págs. 112 et seq.

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DOLO, MALICE E INTENCIÓN 139

acompañan a un acto de conducta indiferente a no ser por esas circunstancias.

Pero antes que ese criterio sea discutido, vale la pena observar que en el paso precedente se llega a un posible fundam ento común en el descenso de malice, a través de la intención y la previsión. La previsión es un posible común denominador de las transgresiones a los dos extremos de malice y negligencia. E l propósito del dere­cho es im pedir el daño o asegurar a un hombre indemnización por los daños que reciba a manos de sus vecinos, en tanto resulte com­patible con otras consideraciones que se han mencionado, y excep­tuando, por supuesto, el daño que perm ite sea aplicado intencional­mente. Cuando un hombre prevé el daño que resultará de su con­ducta, ya no resulta aplicable el principio que lo exonera de los ac­cidentes, y es responsable. Pero como se ha demostrado, está obligado a prever todo lo que un hombre prudente e inteligente podría ha­ber previsto, y en consecuencia es responsable por la conducta de ía cual un hombre así hubiera previsto que podría ocasionar daño.

E n consecuencia, sería posible expresar todos los casos de ne gligencia en términos de previsión im putada o supuesta. Hasta si' ría posible insistir en la presunción, aplicando la m áxima tan in exacta que afirm a que se supone que los hombres tienen intención respecto a las consecuencias naturales de sus propios actos, y se en­contrará, en verdad, que este modo de expresión se ha usado oca­sionalmente n , en especial en el derecho penal, donde la noción de intención tiene raíces más fu e r te s 12. L a últim a ficción es más re­mota y menos filosófica que la primera ; pero después de todo, am­bas son igualm ente ficciones. L a negligencia no es previsión, sino precisamente su fa lta ; y si la previsión se supusiera, el fundamento de la presunción y en consecuencia su elemento esencial sería el co­nocimiento de hechos que hicieron posible la previsión.

Tomando entonces, el conocimiento como verdadero punto de

partida, la próxima cuestión consiste en determ inar las circunstan­cias necesarias que deben conocerse en cualquier caso dado, a fin de hacer responsable a un hombre por las consecuencias de sus ac­tos. Deben ser tales como para llevar a un hombre prudente a per­

(11) Véase Cooley, Torts, 164.( 12 ) Rex v. I)ixon, 3 Maulé & Selwyn, 11, 15; Rcg. v. Uiclclin, L. It. 3

Q. B. 360; 5 C. & P., 266, n.

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cibir el peligro, pese a no prever necesariamente el daño específico. lYro este es un patrón de medida m uy vago. ¿Cómo se decide cuáles son esas circunstancias? L a respuesta debe ser: por la experiencia.

Pero hay un punto que ha quedado ambiguo, tanto en el C a­pítulo precedente como aquí, y que debe ser mencionado. Se ha su­puesto que la conducta que un hombre de inteligencia ordinaria percibiría como peligrosa dadas las circunstancias, resultaría cul­pable si él la realizara. Sin embargo, podría no ser así. Supongamos que actuando bajo las amenazas de doce hombres armados, que le hacen temer por su vida, un hombre entra en terreno ajeno y toma un caballo. E n tal caso, realmente prevé y elige dañar a otro como consecuencia de su acto. Sin embargo, el acto no es culpable ni pu­nible. Pero podría dar lugar a acción, y C. J. Rolle así lo senten­ció en Gilbert v. Stone 13. Si así es el derecho, llega hasta decidir que es suficiente que el demandado tuviera la oportunidad de evi­tar ocasionar el daño objeto de la acción. Y bien podría argum en­tarse que pese a actuar prudentemente al tratar de conservar su vida de la m ejor manera que pueda, no hay razón por la cual deba ser autorizado a tran sferir sus desgracias al prójim o, en form a in­tencional y permanente.

D el simple hecho que cierta conducta sea procesable no puede inferirse que, en consecuencia, el derecho la considere como una transgresión o quiera prevenirla. D e acuerdo a nues­tras leyes referentes a los molinos, se debe p agar por anegar las tierras del vecino, de la misma m anera que se debe p agar en trover por la conversión de los bienes del vecino. No obstante, el derecho aprueba y estim ula anegar las tierras para la erec­ción de molinos.

A l establecer distinciones legales, no debemos p erm itir que las predilecciones m orales in flu yan sobre nuestra mente. S i acep­tam os la prueba de la responsabilidad, ¿cómo distinguirem os entre trover y las leyes de molinos? o ¿entre la conducta que se prohíbe y la que solam ente está su jeta a im puestos? L a única d iferencia que soy capaz de ver reside en las consecuencias cola­terales que recaen sobre las dos clases de conducta. En una, la máxima in pari delicto potior est conditio defendentis y la in­validez de los contratos que la contemplan, m uestran que la

(18) Aloyn, 35; Style, 72; A. D. 1648.

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DOLO, MALICE E INTENCIÓN 141

conducta está fu era de la protección del derecho. E n la otra, sucede de otro modo 14. E sta opinión se halla confirm ada por el he­cho de que casi los únicos casos donde se presenta la distinción entre prohibición e impuesto, se refieren a la aplicación de estas máximas.

Pero si esto fu era cierto, la responsabilidad por una acción no im porta necesariam ente com eter entuertos. Y esto puede ser adm itido sin m enoscabar en absoluto la fu erza del argum ento del capítulo anterior que sólo exige que la gente no sea obligada h p agar por accidentes que no pudieron haber evitado.

Sin embargo, es dudoso si la decisión del C h ief Justice Rolle sería seguida ahora. E l caso del buscapiés, Scott v. Shepherd, y

el len gu aje de algunos libros de texto son más o menos opuestos

a o lla 15. Si esta últim a opinión constituye el derecho, entonces un acto, en general no sólo debe ser peligroso, sino que debe hacer culpable al hombre corriente, para que se pueda hacer respon­sable al actor. Pero, aparte de casos tan excepcionales como

fiilbert v. Stone, las dos comprobaciones están de acuerdo, y la

d iferencia no necesita ser tom ada en cuenta en lo que sigue.

E n consecuencia, repito que la experiencia es la medida por la que se decide si el grado de peligro que acompaña a una con­ducta dada, en ciertas circunstancias conocidas, es suficiente para achacar el riesgo a la parte que la realiza.

P or ejemplo, la experiencia muestra que muchas armas que se supone no están cargadas, se disparan e hieren a la gente. Un miembro de la comunidad ordinariam ente inteligente y prudente habría de prever la posibilidad de peligro al apuntar a una m ul­titud con un arma que no haya sido inspeccionada, y apretar el gatillo, pese a que se hubiese dicho que estaba descargada. De ahí <pie, con mucha propiedad, pueda decirse que un hombre que hace tal cosa la realiza a su riesgo y que si sobreviene un daño, es res­ponsable por ello. Los actos coordinados necesarios p ara apuntar con un arm a y apretar el gatillo y la intención y el conocimiento demostrados por la coordinación de esos actos, resultan compatibles con la absoluta inculpabilidad. No amenazan causar daño a nadie,

(14) 1 K ent (12 ed .), 467, n. 1 ; 6 Am. Law Rev. 723-725; 7 id. 652.(15) 2 Wm. Bl. 892, A. D. 1773; supra, p. 92; Addison, T orts (4ta. ed .),

264, citando Y. B. 37 En. V I 37 pl. 26, que difícilm ente sostiene el amplio lenguaje del texto.

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sin otros actos ulteriores. Pero la circunstancia adicional que haya un hombre al alcance del arma hace la conducta manifiestamente peligrosa para cualquiera que conozca la circunstancia. Y a no hay necesidad de referirse al hombre prudente o a la experiencia ge­neral. Los hechos han enseñando su lección y han generado una regla de responsabilidad concreta y externa. Quien aprieta el ga­tillo de un arma apuntada hacia otra persona, que él sabe está presente, responde por las consecuencias.

E n ese caso, la cuestión de lo que haría un hombre prudente en determinadas circunstancias es equivalente a la cuestión de cuáles son las enseñanzas de la experiencia respecto al carácter peligroso de ésta o aquella conducta, dentro de éstas o aquellas circunstancias; y como las enseñanzas de la experiencia son asuntos de hecho, es fácil ver por qué ha de consultarse al jurado a su respecto. Sin embargo, son hechos de una función especial y pecu­liar. Su única relación es respecto a la cuestión de lo que debería haber sido hecho u omitido en las circunstancias del caso, y no respecto a lo que fue hecho. Su función consiste en sugerir una regla de conducta.

A veces los tribunales son inducidos a dictar reglas según hechos de naturaleza más esp ecífica: como, por ejemplo, que la legislatura sancionó cierta ley y que el caso sometido al tribunal se halla dentro del significado justo de sus p a la b ra s; o que las prácticas de cierta elase especialmente interesada o del público en general, han generado una regla de conducta fuera del derecho, que es aconsejable que los tribunales reconozcan y hagan cum plir. Estos son asuntos de hecho, y algunas veces han sido alegados como tales. Pero como su única im portancia es que, si se cree en ellos, habrán de inducir a los jueces a dictar una regla de con­ducta, o en otras palabras una regla de derecho, sugerida por ellos, su tendencia, en la m ayoría de los casos, es a desaparecer tan rá­pido como quedan fijad as las reglas que ellos su g ieren 16. M ien­tras los hechos son inciertos, como todavía son solamente motivos para la decisión del derecho — fundam entos de la legislación, por

así decirlo— , los jueces pueden verificarlos de cualquier manera

(16) Compárese Crouch v. London 4' N . W. B. Co., 14 C. B . 255, 283; Cálye’s Case 8 Co. Rep. 32; Co. Lit. 89 a, n. 7; 1 Ch. P l. (lera . ed .); 219, ( 6ta. ed .), 216, 217; 7 Am. Law Rev. 656 et seq.

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DOLO, MALICE E INTENCIÓN 143

que satisfaga su conciencia. A sí, los tribunales reconocen ju d icia l­mente las leyes de su jurisdicción pese a que con dudoso buen

criterio, las leyes de otras jurisdicciones se dejan libradas al ju ­

rado 17. Pueden tom ar conocimiento jud icial de una costumbre de comerciantes 18. E n épocas pasadas, al menos, podían inquirir sobre ellas in pais (N. del T. 7 ) , después de un dem urrer19. Pueden ac­tuar en base a la declaración de un jurado especial, como en tiem ­pos de Lord M ansfield y sus sucesores, o a las conclusiones de un jurado común, basadas en el testimonio de testigos, como es de prác­tica hoy en día en este país. Pero en los libros de texto se encontra­rán muchos ejemplos que muestran que, cuando se verifican los he­chos, pronto se deja de referirse a ellos dando lugar a una regla de derecho.

L a misma transición puede notarse con respecto a las ense­ñanzas de la experiencia. No hay duda que existen muchos casos en que los tribunales buscarán apoyo en el jurado, pero también liay muchos en donde la enseñanza se ha form ulado mediante reglas específicas. Se encontrará, que estas reglas varían considerablemente con respecto al número de concomitantes circunstancias necesarias para adjudicar el riesgo de la conducta — de otra manera indiIV rente— al actor. A m edida que las circunstancias se hacen más numerosas y complejas, aumenta la tendencia a que el jurado corte el nudo. Por vía de ilustración, será útil seguir una línea de casos, desde el más simple al más complicado. L a d ificultad para distinguir entre las reglas basadas en otros fundamentos de polí­tica y aquéllo que se ha form ulado en el campo de la negligencia, será particularm ente destacada.

E n todos estos casos se encontrará que ha habido un acto vo­luntario de parte de la persona que será acusada. L a razón de este requisito se demostró en el capítulo precedente. Pese a resultar innecesario que el demandado haya tenido intención de cometer o previsto el daño que ha causado, es en cambio necesario que haya elegido la conducta que condujo a ello. Pero también se lia demos

(17) Pero cf. T he Paw ashiclc, 2 Lowell 142.(18) Gibson v. Stevens, 8 H o a v . 384, 398, 399; Jiarnctt v. Jiran<1aOt

6 Man. & Gr. 630, 665; Hawlcins v. Cardy, 1 Ld. Raym. 360.(N . del T. 7 ) : S ign ifica fuera de litig io , extra judicial.(19) PicTcering v. BarTcley, Style, 132; W egerstoffe v. Kcenr, 1 Strango

214, 216, 223; Sm ith v. K cndall, 6 T. R. 123, 124.

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144 COMMON LAW

trado que un acto voluntario no es suficiente, y que hasta una serie coordinada de actos o conducta a menudo no basta de por sí. Pero la coordinación de una serie de actos dem uestra una intención posterior a la necesariamente m anifestada por cualquier acto aisla­do, y a veces prueba con certeza casi sim ilar el conocimiento de una o más circunstancias concomitantes. Y hay casos donde la conducta con intención y conocimiento solamente implícitos, necesariamente es suficiente para arro jar el riesgo sobre el actor.

P or ejemplo, cuando un hombre realiza la serie de actos lla ­mados «caminar», se supone, a todos los efectos de la responsabi­lidad, que ese hombre sabe que la tierra está bajo sus pies. Segu­ramente la conducta per se es indiferente. U n hombre puede realizar los movimientos de cam inar sin riesgo jurídico, si elige practicar en un molino a rueda p riva d o ; pero si realiza los mismos movimientos en la superficie de la tierra no puede dudarse de que sabe que la tierra está allí. Con ese conocimiento, actúa a su riesgo en ciertos sentidos. Si cruza los lím ites de su vecino, es un trespasser. Las razones para esta regla estricta se han discutido parcialm ente en el último capítulo. Posiblemente en su explicación haya más de historia o de nociones de política pasada o presente oue lo que allí se sugiere; de cualquier modo no pretende ju stificar la regla. Pero es inteligible. E l hombre que camina sabe que se está moviendo sobre la superficie de la tierra, sabe que está rodeado de fin cas privadas en las que no tiene derecho a entrar y sabe que sus movimientos, a menos que sean dirigidos de la manera apro­piada, habrán de llevarlo a esas fincas. E stá advertido y el peso de su conducta recae sobre sí mismo.

Pero el acto de caminar no arro ja sobre él el riesgo de todas las consecuencias posibles. Puede atropellar a un hombre en la calle, pero no es responsable de ello a menos que lo haga por negligencia. P or confuso que resulte el derecho a consecuencia de las diferentes tradiciones, y por dificultoso que sea llegar a una teoría general perfectam ente satisfactoria, el derecho distingue de una manera m uy razonable, de acuerdo con la naturaleza y el grado de los d i­ferentes peligros inherentes a una situación dada.

D el simple caso de cam inar proseguimos a los casos más com­plejos que tratan de objetos tangibles de propiedad. Puede decirse, hablando en general, que un hombre se vincula con tales cosas a su propio riesgo. No interesa que crea honestamente que le perte­

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necen, o que están libradas al público, o que tiene una licencia del dueño, o que en el caso las normas han lim itado los derechos de p rop iedad ; asume el riesgo de la form a en que los hechos pueden

desenvolverse, y si resultan de manera distinta a la que él supone,

debe responder por su propia conducta. Como ya se ha sugerido, sabe que está ejerciendo más o menos dominio sobre la propiedad, o que la está dañando: y debe mantener su derecho si es dis­cutido.

Sea que esta regla se base en los fundamentos comunes de la responsabilidad o sobre alguna consideración especial de política

pasada o presente, siempre tiene algunos límites, como se mencionó

en el capítulo anterior.

Otro caso de conducta a riesgo de la parte, sin mayores cono­cimientos que los que necesariamente implica, consiste en guardar un tigre o un oso u otro animal de una especie corrientemente conocida como feroz. Si tal animal se escapa y comete un daño, el dueño es responsable por la simple prueba de que lo tenía en su poder. E n este ejemplo se observará en forma particular la relativa lejanía del momento de elección, en la línea de causas a p artir del efecto motivo de la queja. Los casos ordinarios do ros ponsabilidad surgen de una elección que fue la causa próxim a del daño sobre el cual se funda la acción. Pero generalmente, en estos casos no suele producirse negligencia al guardar la bestia. E n la m ayoría de los casos, si 110 en todos, basta que el dueño haya de­cidido conservarla. L a experiencia ha demostrado que los tigres y los osos están alerta para encontrar medios de escape, y que en caso de que así lo hagan, es seguro que habrán de causar daños de naturaleza m uy grave. L a posibilidad de un gran peligro tiene el mismo efecto que la probabilidad de uno menor, y el derecho asigna el riesgo de la empresa a la persona que introduce el peligro en la comunidad.

E sta lejanía de la oportunidad de la elección contribuye en

mucho a demostrar que este riesgo se adjudica al dueño por otras

razones que la ordinaria de la conducta im prudente. Se ha sugerido que la responsabilidad descansa sobre una inadvertencia remo­ta 20. Pero el derecho no prohibe que un hombre tenga un zoológico, ni considera tal cosa culpable, de manera alguna. Más a ú n ; ha apli­

(20) Card v. Case, 5 C. B. 622, 634. Cf. Austin (3era. ed .), 513.

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cado una regla casi igualm ente estricta con respecto a tratos que benefician a la comunidad de manera más clara que una exhibición de animales salvajes.

Este parece ser uno de los casos en que los fundam entos de la responsabilidad debe ser buscado en la política unida a la tra ­dición, antes que en alguna forma de culpabilidad o en la existencia de la oportunidad que suele tener el hombre para evitar hacer un daño. Pero el hecho de que la inadvertencia remota h aya sido su­gerida como explicación ejem plifica lo que se ha dicho respecto a la d ificultad para decidir si una regla dada se basa en fundam en­tos especiales o si ha sido form ulada dentro de la esfera de la negligencia, después que se haya dictado una regla especial.

H ay que notar, además, que no hay cuestión respecto al cono­

cimiento del demandado sobre la naturaleza de los tigres, pese a que, sin ta l conocimiento, no pueda afirm arse que h aya elegido inteligentemente poner en peligro a la comunidad. También aquí

hasta en el dominio del conocimiento, el derecho aplica su principio de promedios. Se sabe de manera tan general que los tigres y los osos son peligrosos, que se supone que el hombre que los tiene en su poder conoce sus peculiaridades. E n otras palabras, él sabe real­mente que posee un anim al dotado de ciertos dientes, garras y

demás, y debe averiguar, a su riesgo; el resto de lo que sabría un hombre común.

Lo que se aplica respecto a los daños en general cometidos por animales feroces y salvajes, se aplica asimismo respecto a una clase particular de daños cometidos por el ganado doméstico, como ser, invasión del terreno ajeno. E l tema ha sido tratado en capí­tulos anteriores, y en consecuencia sólo es menester mencionarlo aquí y llam ar la atención respecto a la diferenciación basada en la ex­periencia y en la política, entre el daño que es de una clase que cabe esperar, y el que no es tal. Generalmente el ganado se extravía y daña los terrenos cultivados; sólo excepcionalmente ataca a se­res humanos.

No necesito recurrir a las posibles conexiones históricas entre cualquiera de estas últim as form as de responsabilidad y la noxae deditio, porque, sea que ese origen se descubra o no, la tendencia de la regla ha sido considerada justa, y llevada aún más lejos en Inglaterra, durante los últimos años, por la doctrina de que si un hombre lleva y guarda en su finca cualquier cosa que puede causar

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daño al huir, lo debe conservar a su riesgo 21. L a estrictez de este principio habrá de variar en las diferentes jurisdicciones, como varía el equilibrio da la conducta en cuestión entre las ventajas para el público y el peligro para los individuos. Como ya se ha dicho, el peligro del daño a otras personas no es lo único a tomarse en cuenta. E l derecho perm ite que algunos daños se ocasionen in- tencionalmente, y a fortiori, que algunos riesgos se corran intencio­nalmente. E n algunos Estados del Oeste no se exige que los hombres m antengan encerrado a su ganado. A lgunos tribunales se han rehu­sado a seguir la doctrina de Rylans v. F le tc h e r 22. Por otro lado, el principio se ha aplicado a depósitos artificiales de agua, a po­zos negros, a las acumulaciones de nieve y de hielo sobre un ed ifi­cio debido a la form a de su techo, y a las paredes medianeras

E n estos casos, como en los de animales feroces, no es excusa que el demandado no conociera y no hubiera podido haber averi­guado el punto débil por el cual escapó el objeto peligroso. E l

período de elección se encontraba más atrás y, pese a no tener

culpa, el demandado estaba obligado, a su riesgo, a saber que el

objeto constituía una amenaza continua para sus vecinos, lo quo es suficiente para arro jar sobre él el riesgo del asunto.

Pasaré ahora a casos con un grado m ayor de com plejidad (pie

los que he considerado hasta ahora. E n éstos debe haber otra cir­cunstancia concomitante conocida por la parte en adición a aqué­

llas cuyo conocimiento es necesario o prácticam ente probado por

su conducta. Estos casos, que se sugieren naturalm ente, también se refieren a animales. La experiencia ta l como ha sido interpretada por el derecho inglés, ha demostrado que los perros, los carneros y

los toros son por lo general de naturaleza dócil y mansa, y si al­

guno de ellos exhibe una tendencia a morder, topetar o cornear,

ello es un fenómeno excepcional. De ahí que no esté de acuerdo con el derecho que un hombre tenga perros, carneros o toros a su riesgo con respecto a los daños personales que pudieran ocasio­nar, a menos que sepa o tenga noticia que el anim al determinado que él mantiene tiene la tendencia anormal que a veces presentan.

(21) E ylands v. Fletcher, L. R. 3 H. L. 330; supra, p. 116.(22) Véase M arshall v. Wclwood, 38 N. J . (9 vroom) 339; 2 Thompson,

Negligence, 1231, n. 3.(23) Gorham v. Gross, 125 Mase. 232; supra.

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Sin embargo, en muchas jurisdicciones, la legislación ha colocado al derecho algo más cerca de la verdadera experiencia.

Vayam os todavía un paso más adelante. S i un hombre tiene un caballo indócil y levantisco, sabiendo que es así, tal cosa no basta, para adjudicarle el riesgo de su conducta. L a tendencia del salva­jismo conocido generalmente 110 es peligrosa, excepto bajo circuns­tancias especiales. Agreguem os el intento de dom arlo; todavía no se descubre el daño al público. Pero si el lugar donde el dueño trata de domarlo es una vía piiblica m uy concurrida, el dueño co­noce una circunstancia adicional que, conforme con la experiencia común, hace que su conducta sea peligrosa, y en consecuencia debe asum ir el riesgo del daño que puede ser hecho24. Por otra parte, si un hombre que es buen jinete compra un caballo sin apariencias de vicio y lo monta camino a su casa, si el caballo resulta indómito y comete daños, no existiría dicho peligro aparente como para ha­cerlo responsable 25. L a experiencia ha medido las probabilidades y trazado la línea divisoria entre ambos casos.

Cualquiera pueda ser la verdadera explicación de la regla aplicada a la tenencia de tigres, o del principio de Rylands v. Flctcher, en los últimos casos hemos penetrado en la esfera de la negligencia, y si tomamos un caso situado entre los dos que acaba­mos de citar, y aumentamos en algo la com plejidad de las circuns­tancias, encontraremos que probablemente la conducta y el standard quedarían librados sin mayor discriminación, a la discreción del jurado, en lo que se refiere al problema de si el demandado ha actuado como lo habría hecho un hombre prudente en dichas cir­cunstancias.

Respecto a los actos ilícitos llamados malicious o intencionales, no es necesario mencionar por segunda vez las diferentes clases y encontrarles un lugar en esta serie. Como se ha visto, varían res­pecto al número de circunstancias que deben ser conocidas. Slander

significa una conducta cuyo riesgo corre generalm ente por cuenta de quien habla, ya que, como las acusaciones de la especie a que

se refiere son manifiestamente perjudiciales, las cuestiones que

surgen en la práctica conciernen en su mayor parte a la defensa de la verdad o el privilegio. Deceit exige más, pero siguen siendo

(24) M itchil v. A lcstree, 1 Yent. 295; s. c. 3 Keb. 650; 2 Lev. 172; supra.(25) HammacJc v. W hite, 11 C. B . n. s. 588.

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hechos simples. Las manifestaciones no amenazan con el daño en cuestión a menos que se form ulen bajo circunstancias que natural­mente conducen a la acción y sean efectuadas con insuficiente fu n ­damento.

Sin embargo, no carece de im portancia que ciertos hechos ilí­citos se describen en un lenguaje que im plica intención. E n tales casos el daño es frecuentemente hecho de manera intencional, y si se muestra la intención de causar cierto daño, 110 hay necesidad de probar el conocimiento de hechos que lo hacían probable. A d e­más, a menudo resulta mucho más fácil probar directam ente la in­tención, que el conocimiento que la hubiera hecho innecesaria.

Por 1111 lado, los casos donde se trata a un hombre como la causa responsable de un daño determinado se extienden más allá de aquéllos en los que su conducta fue elegida esperando realmente ese resultado y en los que, en consecuencia, puede decirse que eli­

gió cometer ese daño; y, por otro lado, no se extienden a todas las

instancias en que los daños no habrían sucedido a no ser por alguna remota elección de su parte. H ablando en términos generales, se encontrará que la elección se ha extendido más allá de un acto simple, coordinando los actos en una conducta. Comúnmente se

habrá extendido más lejos aún, hasta alguna consecuencia externa. Pero también, en general, se encontrará que se ha detenido antes

de producir la consecuencia objeto de la demanda.

E n todos los casos, la cuestión consiste en si la elección real, o, en otras palabras, el resultado realmente esperado, estuvo lo suficientem ente próximo del resultado más remoto objeto de la de­manda, como para adjudicar al actor el riesgo de ella.

Muchos de los casos analizados hasta ahora consisten en situa­ciones donde la causa próxim a de la pérdida fue intencionalmente producida por el demandado. Pero se verá que puede producirse el mismo resultado con una elección en diferentes puntos. Por ejemplo, se demanda a un hombre por haber hecho que la casa de su vecino se quemara. E l caso más simple es que realmente intentó quemarla. De ser así, la longitud de la cadena de cau­cas físicas intervinientes carece de im portancia y no guarda rela­ción con el caso.

Pero la elección puede haberse detenido un paso más atrás. E l demandado puede haber tenido intención de encender fuego en

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su propio terreno, y no quemar la casa. Entonces la naturaleza de las causas físicas intervinientes y concomitantes llega a ser de la

m áxima im portancia. La cuestión residirá en el grado de peligro que acompaña el efecto esperado (y en consecuencia elegido) de la conducta del demandado, dentro de las circunstancias que él conocía. Si éste era m uy claro y m uy grande, como, por ejemplo, si su conducta consistió en quemar rastrojos cerca de una parva de heno y en la proxim idad de la casa, y eran circunstancias ma­nifiestas que la casa era de madera, los rastrojos estaban m uy secos y el viento soplaba en una dirección peligrosa, probablemente

los tribunales habrían de decidir que fue responsable. Si el deman­dado encendió un fuego común en el hogar de la casa adyacente,

sin saber que el tal hogar estaba construido de m anera insegura, es probable que los tribunales decidieran que no fue responsable. Los casos intermedios complicados y dudosos pasarán al jurado.

Pero el demandado puede 110 haber tenido siquiera intención de encender un fuego, y su conducta y su intención puede haber sido simplemente disparar un arma, o de manera más remota to­davía, caminar a lo largo de una habitación, derramando entonces,

involuntariam ente, el contenido de una botella de ácido. De modo que los casos pueden pasar al jurado debido a lo remoto de la elección en la serie de sucesos, como así también por la com plejidad de las circunstancias que acompañan al acto o la conducta. L a diferencia es, tal vez, más dram ática que substancial.

Pero el análisis filosófico de cada hecho ilícito comienza deter­minando lo que el demandado ha realmente elegido, es decir, en qué ha consistido su acto voluntario o su conducta y qué conse­cuencias ha esperado realmente que habrían de su rgir de él, y luego procede a determ inar los peligros que acompañaron sea a la con­ducta dentro de las circunstancias conocidas o a sus consecuencias esperadas de acuerdo a las circunstancias también esperadas.

Tomemos un caso como el disparo de la flecha de S ir W alter T yrrel. S i un tirador experto hubiera esperado que la flecha hi­riera a cierta persona, cadit quastio. Si esperaba se dirigiera hacia otra persona, pero no más, que eso, para poder juzgar sobre su responsabilidad debemos ir hasta el fin al de su previsión, y, su­

poniendo que suceda el hecho previsto, considerar cuál fue entonces el peligro m anifiesto. Pero si tal suceso no fue previsto, el tirador

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DO LO , M A L IC E E IN T E N C IÓ N 151

debe ser juzgado por las circunstancias que le eran conocidas en el momento de efectuar el disparo.

L a teoría de los torts puede ser resumida m uy simplemente. E n los dos extremos del derecho se encuentran reglas determinadas por una política sin referencia a clase alguna de moralidad. Un hombre puede in flig ir ciertos daños, hasta con m aldad; y por otros debe responder aun cuando su conducta haya sido prudente y beneficiosa para la comunidad.

Pero fundam entalm ente el derecho partió de esos hechos ilí­citos intencionales que son los casos más simples y evidentes, así como de los más próximos al sentimiento de venganza, que conducen a la ju stic ia por mano propia. Adoptó así naturalm ente el voca­

bulario y en cierta medida, los patrones de la moral. Pero como el derecho ha evolucionado, aunque sus normas hayan seguido mo­delándose de acuerdo con las de la moralidad, se han hecho nece­

sariamente externas, porque han tenido en cuenta, no la condición

real del demandado particular, sino si su conducta hubiera cons­

tituido una transgresión tratándose del miembro corriente de la sociedad, al que se espera ha de igualar a su riesgo.

E n general, esta cuestión será determinada teniendo en cuenta el grado de peligro que acompaña al acto o a la conducta, dentro de las circunstancias conocidas. Si hay peligro de que sobrevenga un daño a otra persona, el acto constituye generalmente una trans­gresión en el sentido jurídico.

Pero en algunos casos la conducta del demandado puede no haber sido moralmente mala, no obstante lo cual puede haber elegido ocasionar el daño, como cuando actúa con temor por su vida. E n tales casos será o no responsable, según lo determine el derecho, que hace que la culpabilidad moral (dentro de los lím ites explicados más arriba) sea el fundam ento de la responsabilidad, o estima suficiente que el demandado haya tenido noticia razonable del peligro antes de actuar. Sin embargo, esta distinción carece ge­neralmente de im portancia, y las tendencias conocidas del acto, dentro de las circunstancias conocidas para causar el daño, pueden aceptarse como el patrón general de la conducta.

L a tendencia de un acto dado a causar daño en ciertas circuns­tancias debe ser determ inada por la experiencia. Y la experiencia, sea de prim era mano o a través de la voz del jurado, está for mu-

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lando continuamente reglas concretas, que en su form a son toda­vía más externas y todavía más remotas respecto a una referencia a la condición moral del demandado, que hasta la prueba del hom­bre prudente que recorre la prim era etapa de la división entre el derecho y la moral. Y lo hace tan sistemáticamente en el campo de los hechos ilícitos descriptos como intencionales, como en el de aquéllos considerados no intencionales o negligentes.

Pero si bien el derecho está realizando continuos agregados a sus reglas específicas, no adopta el principio burdo e impolítico de que un hombre actúa siempre a su riesgo. Por el contrario, tanto sus reglas concretas, como las preguntas generales d irigidas al ju ­rado, evidencian que el demandado debe haber tenido al menos una oportunidad razonable de evitar ocasionar el daño antes de ser tenido como responsable de tales consecuencias de su conducta.Y puede ciertamente aducirse que hasta la oportunidad razonable de evitar la producción de un daño no basta para adjudicar a una persona el riesgo de su conducta, a menos que, de acuerdo a normas corrientes, también sea culpable de lo que hace.

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CAPITULO Y

E L B A I L E E (N. del T. 1) E N E L COMMON L A W

H asta ahora la discusión ha sido lim itada a los principios ge­nerales de la responsabilidad y al modo de descubrir el punto donde los hombres comienzan a actuar a su propio riesgo. Pero a los hombres no les im porta si actúan o 110 a su propio riesgo, a menos que se produzca un daño, y siempre debe haber alguien al alcance d<> las consecuencias del acto para que pueda producirse cualquier daño. Más aún, existen ciertas formas de daño que no hay muchas proba­bilidades de su frir y que nunca pueden ser objeto de una demanda por parte de nadie excepto por la persona que está en una relación particular con el actor o con alguna otra persona o cosa. A sí 110

constituye daño ni acto ilícito pescar en una laguna a menos que ésta pertenezca o sea de propiedad de alguien, y en ese caso lo es solamente respecto al propietario o poseedor. No es ni daño ni acto ilícito no entregar un fardo de lana en determinado lugar y mo­mento, a menos que se haya hecho la promesa obligatoria de entre­garlo, y en ese caso constituye un acto ilícito solamente respecto al acreedor.

E l próximo paso será analizar aquellas relaciones especiales de las que surgen derechos y deberes también especiales. Los principa­les — y por «relación» entiendo simplemente las relaciones de he-

(N . del T. 1 ) : Por bailee se entiende en derecho angloamericano todo tenedor a quien el dueño entrega la tenencia temporal de una cosa mueble, como sor, el comodatario, depositario, arrendatario, acreedor pignoraticio, por- ludor, hotelero. (Phanor J . Eder, «Principios característicos del common law y dol derecho latinoamericano», ed. Abeledo Perrot, 1960, pág. 155, nota 17).

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cho— , son la posesión y el contrato. Trataré estos temas en forma sucesiva.

L a prueba para la teoría de la posesión que prevalece en cual­quier sistema jurídico se encuentra en el modo de considerar a las

personas que tienen una cosa en su poder, pero que no tienen la

propiedad de ella o no afirm an su posición de propietarios con res­

pecto a e l la : en una palabra, los bailees. E n consecuencia es necesa­

rio, como paso prelim inar para entender la teoría de la posesión

dentro del common law, estudiar el common law con respecto a los bailees.

E l estado de cosas que hasta tiempos recientes prevaleció en el lím ite entre Inglaterra y Escocia, y que es rememorado por la ba­lada de Fray O'Suport, es m uy parecido al que en un siglo ante­

rior dejara sus huellas en las viejas leyes de A lem ania y de In gla­

terra. E l principal bien de propiedad conocido era el ganado, y su

robo constituía la form a principal de apoderamiento ilegítim o de la propiedad. De derecho había m uy poco, y lo que había dependía casi totalm ente de la parte para su cumplimiento. L a L e y Sálica del

siglo Y y las leyes anglo-sajonas de A lfredo siguen esa dirección. Si

se alcanzaba el ganado antes de que transcurrieran tres días, el perse­guidor tenía derecho a apoderarse de los animales y guardarlos, su­

jeto solamente al juram ento de que los había perdido contra su voluntad. Si pasaban más de tres días antes que se encontrara al

ganado, el demandado juraba, si podía, respecto a la existencia de

hechos que refutarían la pérdida del reclamante.

Este era verdaderamente un procedimiento legal pero depen­día, para su comienzo y su ejecución, de la parte que hacía la recla- ción. Por su naturaleza «ejecutiva», difícilm ente podría haber sido

iniciado por alguien que no fuera la persona que se hallaba en el lugar de los hechos y bajo cuya custodia se encontraba el ganado. E l

juram ento servía para demostrar que la parte había perdido la po­sesión contra su voluntad. Pero si todo lo que un hombre tenía que

ju ra r era que había perdido la posesión contra su voluntad, es con­

clusión natural que el derecho a realizar el juram ento y utilizar el procedimiento, dependía de la posesión y no de la propiedad. L a

posesión no era sólo suficiente, sino esencial. Sólo el que tenía la posesión podía decir que había perdido la propiedad contra su vo-

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EL BAILEE 155

hintad, del mismo modo que solamente quien estaba en el lugar po­día seguir al ganado 1.

Esto, en cuanto se sabe, era el medio proporcionado por el de­

recho prim itivo de nuestra raza para recuperar la propiedad per­

dida contra la voluntad de la persona. De m anera que, en una pa­

labra, este procedimiento modelado en la justicia por propia mano, propia del caso que le dio origen, era el único remedio, lim itado al hombre en posesión, y no accesible al propietario, a menos que fue­

ra esa misma persona.

H asta dicha condición prim itiva de la sociedad se remonta la regla que se mantuvo en tiempos posteriores cuando se adoptó un procedimiento más civilizado, esto es, que si los bienes muebles son confiados por su dueño a otra persona, era al bailee y no al bailor a quien correspondía dem andar por apropiación ilegítim a por parte de un tercero. Por eso seguía que si el bailee o la persona en la que se confiaba, vendía o daba a otro los bienes a su cargo, el propietario sólo podía tener en cuenta al bailee y no podía demandar al extraño.Y tal cosa sucedía no por algún principio favorable al comercio, que intentara proteger a quienes compraron de buena fe a los po­seedores, sino porque no disponían de otra vía de acción. Pero como todos los remedios estaban en manos del bailee, también se seguía que él estaba obligado a no causar daño al bailor. Si los bienes se perdían, no era excusa que ellos se hubieran perdido sin su culpa. Solamente él podía recuperar la propiedad perdida y en consecuen­cia estaba obligado a hacerlo así.

(1 ) Laband, Vermogensrechtlichen K lagen , 16, pags. 108 et seq .; Heusler, Gewere, 487, 492. Estos autores corrigen la prim itiva opinión de Bruns, B. d. B esitzes, 37, págs. 313 et seq., adoptada por Solim en sus Froc. d. Lex Salica, 9. Cf. la discusión de sua en w rits o f trespass en el derecho inglés, al final del capítulo VI. Quienes deseen cortas relaciones en inglés pueden consultar N orth Amcr. Bev., CX. 210, y ver Id., C X V III, 416; E ssays in Anglo-Saron Law, págs. 212 et seq. Nuestro conocimiento sobre la prim itiva form o f acHon es algo lim itado y depende de inferencias. Algunos de los textos más antiguos son Ed. Liutrp. 131; Lex Baiw. XV. 4; L. Frision, Add. X ; L. V isig., V. 5, 1; L. Burg., X L IX , 1 , 2. El edicto de Liutprand, que trata de la house- brealcing seguida del robo de bienes a cargo del cuidador de la casa, establece que el dueño solo considerará al bailee v que éste acusará al ladrón por ambas cosas, la housebreaking y los bienes robados. Porque, como dice, no podemos realizar dos demandas do una causa; algo como nuestro derecho fue incapaz de dividir en dos delitos diferentes el separar una cosa de un inmueble y su conversión. Compárese, además, Jones, Bailm ent, 112; Exodo, xxii, 10-12; LL. Alfredo, 28; 1 Tliorpe Anc. L., p. 51; Graii Inst., I I I , 202-207.

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Con el transcurso del tiempo esta razón dejó de existir. E l pro­pietario sin posesión podía demandar al que se había apoderado ile­gítimamente de ella, tanto como el que tuviera la posesión. Pero, como suele suceder con esas reglas dentro del derecho, permaneció en pie la responsabilidad estricta del bailee, mucho tiempo después que hubieran desaparecido las causas que la originaron, y a la larga encontramos invertidos la causa y el efecto. E n Beaum anoir leemos (año 1283) que si se roba una cosa alquilada, la acción correspon­de al bailee, porque éste es responsable frente a la persona de quien a lq u iló 2. A l principio, el bailee era responsable frente al propie­tario, porque era la única persona que podía demandar. Luego se decía que podía demandar porque era responsable frente al pro­pietario.

Todas las peculiaridades antes mencionadas reaparecen en el derecho anglo-normando, y de entonces ahora toda clase de bailees han sido considerados como dotados de posesión en el sentido ju r í­dico, tal como lo habré de demostrar oportunamente.

E s aconsejable probar el origen nativo de nuestro derecho de bailment, a fin que, cuando deba considerarse la teoría, la moderna doctrina alemana sólo sea apreciada en su justo valor. Las únicas teorías existentes sobre el tema provienen de Alem ania. Los filósofos alemanes que escribieron sobre derecho no conocieron otro sistema <pie el romano, y los abogados alemanes que filosofaron eran profe­sores de derecho romano. A lgunas reglas que nos parecen claras se oponen a lo que los civilistas alemanes considerarían como primeros principios. P ara probar el valor de esos principios, o al menos para im pedir la suposición apresurada de que son universales, hacia la «pie se nota ligera tendencia en los escritores ingleses, conviene darse cuenta que estamos considerando un sistema nuevo, que la filosofía no ha tomado en cuenta aún.

E n prim er lugar, encontramos una acción para recobrar la pro­

piedad perdida que, como en el procedimiento de la L ey Sálica, 110

se basaba en el título, sino en la posesión. Bracton dice que se puede

demandar por los bienes muebles robados, según el testimonio de hombres buenos, y que no importa que la cosa robada fuera de su propiedad o de la de otro, siempre que estuviera bajo su custodia 3.

(2 ) X X X I, 16.(3 ) «P oterit enim rem suam petere ( c iv iliter) u t adiratam per testim o•

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EL BAILEE 157

H abrá de recordarse que el punto de im portancia especial era el juram ento. Según la carta de Bracton el juram ento de los probi homines parecería haber consistido en que la cosa se había perdido (adirata), y así se nos dice expresamente en un inform e del año 12í)4. «Notemos (pie donde se pierde el bien mueble de un hombre (ou la chosse de un Jiome est endirc), puede considerar que él (quien lo encontró') la retiene ilegítimamente, &c., e ilegítim am ente por esto que en cuanto perdió dicha cosa en tal día, &c., él (quien la perdió) vino en tal día, &c., (la vynt yl e en jo u r ), y la encontró en casa de tal, y le dijo, &c., y le rogó que devuelva la cosa, pero él no la devol­vería, &c., en su perjuicio, & c .; y si él, &c. E n este caso el deman­dante debe probar (siendo su propia mano la doceava) que él perdió la cosa» 4.

Suponiendo que como prim er paso encontramos un procedimien­to relacionado con el de las prim itivas leyes alemanas, la cuestión más im portante es saber si encontramos algunos principios similares a los (pie acabamos de explicar. Se recordará que uno de éstos se refería a la transferencia ilegítim a por parte del bailee. Encontra­mos establecido en los Anuarios (jue si una persona entrega algunos bienes a un bailee para que se los guarde, y éste los vende o los dá a un extraño, la propiedad queda investida en este último debido a la donación, y 110 se puede mantener una trespass en su contra, pero en cambio se tiene un buen remedio contra el bailee mediante el writ of detinue (N. del T. 2) (por su incumplimiento en devolver los bienes) 5. Estos casos se han entendido, y parecería que correc-

nium proborum hominum, et sic consequi rem suam quamvis furatam . . . 7?í non rcfert utrum res quae ita subtracta fu it ex titer it ittiu appelan tis propria vel dlterius, dum tanem de custodia sua». Bract. fol. 150 b, 151; Britton (Nieh. ed .), I. 59, 60 (23 b ) , De L arcyns; cf. ib. 67 (26 b ) ; F leta, fol. 54, L. I. c. 38, 1.

( 4 ) Y. B. 21 & 22 Ed. I. 466-468, con nota en N orth Amer. Bev., C X V III, 421, n. (También Britton (26 b ) , «Si il puse averreer la perte» ). Esto no es trover. La declaration en detinue per im en tionem fue llamada en Y. B. 33 Enri. V I, 26, 27; cf. 7 Enr. V I, 22, pl. 3; Isaach v. Ciarle, I Rollo K, 126, 128.

(N . del T. 2 ) : Una de las form o f action para obtener la recuperación in specie de bienes muebles de quien obtuvo su posesión legalmente, pero los retiene sin derecho, junto a los daños y perjuicios.

(5 ) Y. B. 2 Ed. IV, 4, 5, pl. 9; 21 En. V II 39, pl. 49; Bro. Trespass,

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lamente, en general, 110 simplemente como que niegan al bailor, sino cualquier otra acción. Pero los escritores modernos, sin embargo, han agregado el requisito característicam ente moderno de que la compra debe ser bona fide y sin n o tificación 6. Podría contestarse d i­ciendo que la proposición se extiende tanto a las donaciones como a las ventas por el bailee, que no hay tal condición en los antiguos textos y que es contrario al espíritu de las doctrinas estrictas del common law pensar que existe. No hace fa lta decir a ningún abo­gado que esto y a no es el derecho7. La doctrina de los Anuarios debe ser considerada como una supervivencia de los tiempos prim i­tivos en que hemos visto la vigencia de esta misma regla, a menos que estemos dispuestos a crer que en el siglo X V se abrigaban mejores sentimientos que ahora respecto a los derechos del comprador bo- na fide.

E l punto siguiente en el orden lógico debe ser el grado de res­ponsabilidad que tenía el bailee frente al bailor que confió en él. Pero por razones de conveniencia me referiré primero a la explica­ción que se dio sobre el derecho de acción del bailee contra terceras personas que ilegítim am ente tomaban los bienes de su posesión. Se recordará la explicación inversa de Beaum anoir, en el sentido de que el bailee podía demandar porque era responsable, en lugar de la regla original, de que era responsable estrictam ente porque sola­mente él podía demandar. A menudo encontramos repetido el mismo razonamiento en los Anuarios, y es indudable que de entonces ahora siempre ha constituido uno de los lugares comunes del derecho. A sí es como H ankford, entonces juez del tribun al del Common Bench, decía alrededor de 1410) 8: «Si un extraño toma los animales que están bajo mi custodia, tendré en contra de él un writ de trespass, y obtendré el valor de los animales, porque yo respondo por los ani­males frente a mi bailor, que tiene la propiedad». E n ciertos casos este razonamiento fue llevado a la conclusión de que, si, por los térm i­nos del fideicomiso, el bailee no sería responsable si los bienes fueran robados, no tendría acción contra el la d ró n 9. L a misma explica­

( 6) 2 Wms. Saund 47, n. 1.(7 ) N otas a Saunders, W ilbraham v. Snow, nota h.( 8) Y. B. 11 En. IV , 23, 24. Véase además, Y. B . 8 Ed. IV , 6, pl. 5;

i) Kd. IV 34, pl. 9: 3 En. V II 4, pl. 16; 20 En. V II 1, pl. 1; 21 En. V III I 1). pl. 23; 13 Co. Rep. 69; 1 Roll. Abr. 4 (1 ) , pl. 1 ; F. N. B. 86, n. a.

(9 ) F itz. Abr. Barre, pl. 130; Y. B. 9 Ed. IV 34, pl. 9; 12 Am. Law Jtev. 694.

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ción se repite hasta nuestros días. A sí es como leemos en un conoci­do libro de te x to : «Puesto que siendo el bailee responsable ante el bailor, si los bienes se pierden o se dañan por negligencia, o si no los entrega ante una demanda legítim a, es en consecuncia razonable que él tenga derecho a acción» 10. E n nuestros días, y en general quien toma prestado o alquila un bien no es responsable si le es qui­tado en contra de-su voluntad, y si la razón que se ofreciera fuera buena, de ello se seguiría que, desde que no es responsable, no po­dría dem andar al infractor. Sólo sería necesario que el infractor cometiera un acto ilícito tan grave como para liberar al bailee de su responsabilidad, a fin de privarlo de su derecho de accionar. L a ver­dad es que cualquier persona que tuviera la posesión, sea que se haya confiado en ella y que sea responsable o no, tanto que haya encon­trado el bien como bailee, puede demandar a cualquiera, excepto al verdadero propietario, por interferir en su posesión, como se demos­trará más especialmente al término del próximo capítulo.

También el bailor logró en época m uy prim itiva su derecho a la acción contra el infractor. Quedó sentado por el letrado en 48 Eduardo I I I n , en una acción por trespass iniciada por un cui­dador de ganado, donde se dice que, «en este caso, quien tiene la propiedad puede tener un ivrit de trespass, y quien tiene la custodia otro writ de trespass. Señor, es verdad. Pero el primero que cobre desalojará al otro de la acción, y así será en muchos casos, y si el arrendatario por elegit es desalojado, todos tendrán jurado, y si uno cobra primero, el writ del otro se anula, y así es aquí».

A ju zgar por otros libros parecería que generalmente esto se decía de los bailments, y no se lim itaba a aquellos que pueden ter­m inar a gusto del bailor. A s í en 22 Eduardo IV , el abogado dice:

(10) 2 Steph. Comm. ( 6ta. ed .), 83, Dicey, Parties, 353; 2 Bl. Comm. 453; 2 K ent 585. Como el bailee recobraba todo el valor de las mercaderías, la vieja razón de que era responsable, ha en algunos casos llegado a ser una regla nueva (al parecer basada en un mal entendido) en el sentido de que el bailee es un trust.ee para el bailor en cuanto a lo que exceda sus propios daños. Cf. L yle v. BarTcer, 5 Binn. 457, 460; 7 Cowen 681, n .; W hite v. W ebb, 15 Conn. 302, 305, en el orden citado. De allí la nueva regla se ha extendido a los seguros cobrados por un bailee. 1 Hall, N. Y. 84, 91; 3 Kent's Comm. (12 ed .), 371, 376, n. 1 (a ) . En esta forma deja de ser una razón para per­m itir la acción.

(11) Y. B. 48 Ed. ITT. 20, pl. 8 ; Bro. Trespass, pl. 67. Cf. Britton (ed. N ic .) , 67 (26 b ) ; Y. B. 6 En. V II 12, pl. 9; 32 Ed. IV , 13, pl. 9; 12 Am. Law Rev. 694.

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«Si yo bail mis bienes a usted, y otra persona los quita de su pose­sión, tendré una buena acción de trespass quare vi et armis» 12. Así parece haberlo entendido Rolle en el pasaje habitualm ente cita­do por los tribunales modernos 13.

Se esperaba que el derecho diera alguna acción al bailor tan pronto como funcionara sin la ayuda de la persecución y de las ar­mas del poseedor y de sus amigos. Perm itir al bailor que demande y concederle trespass, eran casi la misma cosa antes de que apare­ciera la acción del caso. Se encontrarán muchos writs prim itivos que demuestran que no siempre tuvo el trespass el claro esquema que desarrolló más tarde. E l punto sobre el cual parece insistirse en los A nuarios es, como lo concreta Brooke al margen de su Compendio, los dos tendrán una acción por un acto único, y no que ambos ten­drán trespass antes que caso 14. Debiera agregarse que los A n u a­rios citados no van más allá del caso de un apoderamiento ilegítimo de la custodia del bailee, el antiguo caso de las leyes tradiciona­les 15. Aunque así limitado, el derecho a trespass se niega ahora cuando el bailee tiene el derecho exclusivo a los bienes por arriendo

o gravam en 10; pese a que la doctrina se ha repetido con referen­cia a los bailments terminables a discreción del ba ilor17. Pero la regla m odificada no concierne a la presente discusión más que la form a prim itiva, porque todavía deja abiertos a todos los bailees sin excepción los remedios posesorios. A sí parece resultar de la re­

lación entre la regla m odificada y el derecho prim itivo; del hecho de que Barón Parke, en el caso recién citado de Manders v. W illiams sugiere que él hubiera estado dispuesto a aplicar la antigua regla en toda su extensión a no ser por Gordon v. llarper, y todavía en forma más evidente del hecho que el derecho a trespass del bailee así como a

(12) Y. B. 22 Ed. IV , 5, pl. 16.(13) 2 Bolle Abr. 569, Trespass, 5. Of. Y. B. 20 En. V II 5, pl. 15; 21

En. V II 39, pl. 49; d a y to n , 135, pl. 243; 2 Wms. Saund. 47 e (3era. ed .).(14) Bro. Trespass, pl. 67; cf. Ed. Liutpr. 131, citado más arriba.(15) En un caso en donde, contra la opinión de Brian, se permitió al

bailor demandar por daños causados al bien mueble por un tercero, la acción parece liaber sido case. Y. B . 12 Ed. IV 13, pl. 9.

(16) Gordon v. lla rp er , 7 T. R. 9; Lord v. Trice. L. R. 9 Ex. 54; M uggridge v. Eveleth , 9 Met. 233, Cf. Clayton, 135, pl. 243.

(17) Nicolls v. B astará, 2 C. M. & R. 659, 660; Manders v. W illiam s, 4 Exch. 339, 343, 344; M organ v. Ide, 8 Cush. 420; Strong v. Adam s, 30 Vt. 221, 223; L ittle v. F ossett, 34 Me. 545.

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trover, se afirm a en el mismo momento con el de bailor, como tam ­bién lo prueban sentencias expresas que se citarán.

lís cierto que en Lotan v. Cross 18, Lord Ellenborough decidió en nisi prius que quien había prestado podía ejercer el trespass por daños efectuados a un bien mueble en manos de quien había pedido prestado, y que el caso se cita a menudo como precedente, sin obser­vaciones. E n libros de texto de reputación se sostiene a veces que generalmente un bailment gratuito no cambia la posesión, sino que la deja en el bailor19, que un bailee gratuito es casi un depen­diente del bailor y que la posesión de uno es la posesión del o tro ; y es por esta razón que, pese a que el bailee puede demandar por su posesión, el badlor tiene las mismas acciones20. Parte de esta con­fusión ya ha sido explicada, y el resto lo será cuando hable de los dependientes, entre quienes y los bailees existe una amplia y bien conocida distinción. Pero cualquiera sea el fundam ento sobre el cual puede apoyarse Lotan v. Cross, no puede adm itirse ni por un mo­mento que, en general, quienes piden prestado 110 tienen trespass ni trover. Un depósito gratuito para el exclusivo beneficio del de­positante es un caso mucho más sólido para negar estos remedios al depositario; sin embargo, tenemos una decisión del tribunal en ple­no, en donde también intervino Lord Ellenborough, en el sentido de que el depositario tiene case, con un razonamiento que im plica que a fortiori quien pidió prestado tendrá trespass. E l derecho siempre ha sido a s í21. Se ha visto que una doctrina sim ilar resultaba ne­cesariamente de la naturaleza del prim itivo procedimiento germano y los casos citados en la nota demuestran que en éste como en otros aspectos, los ingleses siguieron las tradiciones de su raza.

E l significado de la regla de que todos los bailees tienen los remedios posesorios es que en la teoría del common law todo bailee tiene una posesión verdadera, y que un bailee recupera por la fuerza de su posesión, del mismo modo que lo hace quien encontró el bien, y hasta como poseedor ilegítim o puede obtener daños y perjuicios totales o la devolución de la cosa específica de un extraño al título.

(18) 2 Camp. 464; cf. Mears v. London $• South W estern Bailway Co.,11 C. B. n. s. 849, 854.

(19) Addison, Torts (4ta. ed .), 364.(20) Wms. Pers. Prop. 26 (5ta. ed .), 27 (7ma. ed .).(21) Booth v. W ilson 4 Exch. 339, 343, 344; 2 Wms. Saund., nota a;

W ilbraham v. Snow ; 2 K ent 585, 568, 574; Moran v. Portland S. P . Co. 35 Me. 55. Véase, además, el capítulo V I, ad fin .

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P or otro lado, y en tanto se permite a los bailors las acciones pose­sorias, no es sobre la base de que ellos también tienen posesión, sino probablemente por la supervivencia que se ha explicado, y que en la form a moderna de la regla constituye una anom alía22. L a ra­zón que se da habitualm ente es que basta el derecho a la posesión in­mediata, razón que excluye la noción de que el bailor tiene realmente la posesión.

A hora queda establecido el punto esencial para entender la teo­ría del common law sobre la posesión: que desde tiempo inmemorial todos los bailees han sido considerados poseedores por el derecho in­glés y munidos de los remedios posesorios. No es necesario conti­nuar y completar la prueba de que nuestro derecho de bailment es de pura tradición germana. Pero, fuera de toda curiosidad, la doc­trin a que falta, analizar ha tenido una influencia de tal im portan­cia sobre el derecho actual, que habré de seguirla con algún cuidado. E sa doctrina consistió en la responsabilidad absoluta del bailee fren ­te al bailor, si los bienes le eran quitados ilegítim am ente 28.

Los prim itivos autores no resultan tan instructivos como podría esperarse, debido a la influencia del derecho romano. Sin embargo, G lanvill dice que si una cosa prestada se destruye o se pierde mien­tras permanece en custodia de quien la pidió prestada, éste está ab­solutamente obligado a devolver un precio razon able24. Lo mismo hace Bracton, quien repite parcialmente pero modifica el lenguaje de Justiniano relativo al commodatum, depositum y pignus 25, y con respecto al deber del arrendatario de usar los cuidados de un dili- gentissimus poterfamilias 2C.

E l lenguaje y las decisiones de los tribunales son perfectam ente claros, y allí encontramos la tradición germ ana conservada viva por varios siglos. Em piezo con la época del rey E duardo II, alrededor

(22) Cf. Lord v. Price, L. R. 9 Ex. 54, 56.(23) Supra, p. 155.(24) Lib. X , c. 13; cf. ib. c. 8.(25) «Is qui rem commodatam accepit, ad ipsam restituendam tenetur,

vel cjus precium, s i fo r te incendio, ruina, naufragio, aut latronum, vel hostium incursu, consumpta fu erit vel deperdita , substracta, vel ablata». Fol. 99 a, b. Se ha pensado que este es un texto corrupto (Güterbock, Bracton, por Coxe, p. 175; 2 Twiss, Bract. Tnt. X X V III ) , pero está de acuerdo con Glanvill, supra, y con Fleta, L. II . c. 56, 5.

(26) Bract., fol. 62 b, c. 28, 2; F leta, L. II , c. 59, 4, fol. 128. Inst. «Tust.,3, 24, 5; ib. 15, 2.

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EL BAILEE 163

del año 1315. E n dctinue la alegación consistió en que el actor ha­bía entregado al demandado un cofre cerrado con llave, que los

enseres estaban en el cofre, los que fueron robados junto a los bie­nes muebles del demandado. L a réplica fue que los bienes se habían entregado al demandado fuera del recinto, y Fitzherbert dice quo la parte fue llevada a esa cu estión 27, lo que implica que si los

bienes no estaban en el cofre, sino bajo la custodia del demandado él era responsable. Lord Holt, en el caso Coggs v. B ern a rd 2S nie­ga que el cofre im plicara mucha d iferen cia ; pero los viejos tex­tos están de acuerdo en que no hay entrega si los bienes están bajo llave, y éste es el origen de la distinción del derecho penal moderno referente a los transportadores que rompen la c a r g a 29. D urante el reinado de Eduardo I I I 30, se presentó el caso de una prenda, que parece siempre haber sido considerado como un bailment espe­

cial. La defensa fue que los bienes fueron robados junto a los pro­

pios del demandado. El actor repuso haciendo referencia a una o ler­ía de dinero antes del robo, lo que habría puesto fin a la prenda, de­jando al demandado como un bailee general 31. L a cuestión so con tro allí, lo que confirm a los otros casos, implicando que en ta l cuno

el demandando sería responsable.

A continuación me referiré a un caso de la época del rey Kn rique V I, (año 3455) 32. Se trataba de una acción de debi (N. del T. 3) en contra del Marshal del Marshalsea, o carcelero de la pri­sión del King's Bench, por la fuga de un prisionero. Los carceleros a cargo de prisioneros estaban sometidos a las mismas normas de derecho que los bailees a cargo de ganado. Se entregaba al carcelero el cuerpo del prisionero para que lo guardara bajo las mismas res­ponsabilidades que podrían existir en casos de vacas o de mereade-

(27) Y. B. 8 Ed. I I 275; F itz, Detinue, pl. 59.(28) 2 Ld. Raym. 909.(29) Y. B. 13 Ed. IV 9, pl. 5. Véase el Capítulo V I.(30) 29 Ass. 163, pl. 28.(31) Cf. Rcitcliff v. D avis, Yelv. 178; Cro. Jac. 244; Noy, 137;

1 Bulstr. 29.(32) Y. B. 33 En. VI. 1, pl. 3. Este caso se cita y en él se apoya en

gran parte el W oodlife's Case, in fra ; Southcot v. Bennett, in fra ; Pickering v. BarTcley, Style, 132 (24 Car. I. contrato de flcta m en to ); y Mor se v. Slue, in fra; para abreviar, todos los leading cases sobre bailment.

(N . del T. 3 ) : D ebt es el nombre de una acción del common laxo que tiene por objeto el cobro de una suma específica de dinero.

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r ía s 33. Alegó en su defensa que enemigos del rey irrum pieron en la prisión y se llevaron al prisionero, contra la voluntad del deman­dado. L a cuestión era si esto consistía una buena defensa. E l tribu­nal d ijo que si enemigos extranjeros del rey, por ejemplo los fran ­ceses, liberaban al prisionero o quizá si la quema de la prisión le dio la oportunidad de escaparse, la excusa sería buena, «porque entonces (el demandado) no tiene remedios contra nadie». Pero si eran súb­

ditos del rey los que forzaban la prisión, el demandado sería res­ponsable, pues ellos no son enemigos, sino traidores, y entonces está im plícito que el demandado tendría derecho a accionar contra ellos y en consecuencia él mismo sería responsable. E n este caso el tr i­bunal llegó m uy cerca del fundam ento original de responsabili­dad, distinguiendo en conformidad. L a persona encargada era res­ponsable en aquellos casos en que tenía un remedio contra el in frac­tor (y en el que, originalm ente, era la única persona que tenía tal remedio) ; y, por otra parte, estando su responsabilidad fundada en tal circunstancia, cesaba cuando el remedio cesaba. E l carcelero no podía demandar a los soldados de un ejército invasor de Francia, pero teóricamente podía demandar a cualquier súbdito británico que tom ara a los prisioneros, por m uy poca probabilidad que hubiera de obtener satisfacción de tal manera.

Pocos años más tarde el famoso Littleton expresa el derecho de la misma manera. Dice que si a un hombre se entregan mercaderías, tendrá una acción de trespass si alguien se las quita, puesto que a él se lo puede acusar 34. E s decir, que está obligado a resarcir a la par­te que se las encargó.

E n 9 E duardo I V 35 D anby dice que si un bailee recibió mer­caderías para guardar como sus propias mercaderías, su robo será excusa para él, pero no lo sería de otra manera. Tam bién en un caso posterior36 se dice que el robo no es una excusa. Debe haber habido alguna vacilación respecto al robo cuando el ladrón era des­conocido de modo que el bailee no tenía remedios legales®7, o aún

(33) Cf. Abbreviatio Placitorum, p. 343, col. 2, rot. 37, 17 Ed. II .(34) Y. B. 9 Ed. IV . 34, pl. 9; 2 Ed. IV , 15, pl. 7. Puede agregarse

propiamente que en el último caso Littleton no parece distinguir entre los dependientes y los bailees.

(35) Y. B. 9 Ed. IV 40, pl. 22. También Brian, en 20 Ed. IV 11, pl. 10 , ad fin .

(36) Y. B. 10 En. V II. 25, 26, pl. 3.(37) Cf. L. Baiw., XV. 5; Y. B. 33 En. V I, 1, pl. 3.

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EL BAILEE

respecto al robo en general, sobre el fundamento de que por razón de la felony el bailee no podía ir n i contra el cuerpo ni contra el patrim onio del ladrón, puesto que uno era colgado y el otro comi sa d o 38. Pero no hay ni la sombra de una duda de que el baile o 110 resultaba excusado por un apoderamiento ilegítim o ordinario. «Si un trespasser, a quien el bailee conoce, se apodera de los bienes, éste será responsable frente a su bailor y tendrá su acción contra el trespasser»aí). E l mismo punto se tocó en otros pasajes de los Anuarios 40 y la regla está claramente im plícita por la misma razón que se dio para el derecho del bailee a demandar en los casos cita­dos más arriba.

E l principio se decidió directamente de acuerdo con el derecho prim itivo en el famoso caso de Southcot v. B e n n e t41. Se trataba de detinue de mercaderías entregadas al demandado para que las guardara con seguridad. E l demandado confesó la entrega y alegó que las mercaderías le fueron robadas por J . S. «Y después de ar­gumentarse, Gaw dy y Clench, ceteris absentibus, sostuvieron que el actor debe ser indemnizado, porque no se trataba de un bailnient es­pecial; que el demandado las aceptó para guardarlas como sus pro pias mercaderías, y no de otra m anera; pero es una entrena, que lo obligaba a guardarlas a su riesgo. Y en un detinue no es alegato decir que fue robada, puesto que para recuperarlas tenía su remedio por trespass o denuncia». L a cita precedente, del informe de Croko im plica, lo que Lord Coke dice expresamente, (pie «guardar, y guardar con seguridad, es una misma cosa», y ambos inform es están de acuerdo en (pie la obligación se fundó solamente en la entrega.

E l inform e de Croke confirm a la advertencia que Lord Coke agre­ga al s u y o : «Note el lector que es buena política de quien toma bie­nes para guardar, tomarlas de manera especial, es decir, guardarlas como guarda sus propias mercaderías, . . .o si sucede que son roba­das o hurtadas, que él no será responsable de e lla s ; puesto que quien las aceptó las debe tomar de tal manera o parecida, o de otro modo puede ser acusado por su aceptación general» .

A l menos hasta esta época, era claro derecho que si una perso­na aceptaba la posesión de m ercaderías para guardarlas para otro,

(38) Y. B. 6 En. V II. 12, pl. 9; Bro. Detinue, pl. 37; 10 En. V I 21, pl. (¡9.(39) Y. B. 3 En. V II, 4 pl. 16. Cf. 10 En. V I. 21, pl. 69.(40) Y. B. 11 Ed. IV 23, 24; 6 En. V II. 12, pl. 9.(41) Cro. Eliz. 815; 4 Co. Rep. 83 b; Co. Lit. 89; 2 Bl. Comm. 452.

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aun como favor y las perdía por un apoderamiento ilegítim o abso­lutamente sin su culpa, estaba obligado a resarcir la pérdida, a me­nos que cuando tomó posesión hubiera estipulado expresamente con­tra tal responsabilidad. Los intentos de Lord H olt en Coggs v. Ber- nard y de S ir W illiam Jones en su libro sobre Bailm ents para de­mostrar que Southcot v. Bennet no tenía el apoyo de la opinión, fueron fútiles, como cualquiera que estudie los A nuarios puede dar­se cuenta. E l mismo principio fue establecido siete años antes por Peryam C. B.. en Drake v Roy m an42 y el Southcote's Case fue seguido como precedente incuestionable durante cien años.

A sí el círculo de analogías entre el derecho inglés y el prim i­tivo derecho germano se completa. E xiste el mismo procedimiento para la propiedad perdida, girando sobre la sola cuestión de si el actor ha perdido la posesión contra su volun tad; el mismo principio de que si la persona encargada de la propiedad la enajena, el pro­pietario no podía recuperarla, sino obtener indemnización de su bailee; la misma explicación inversa en el sentido de (pie el bailee podía demandar porque era responsable, pero la substancia de la verdadera doctrina es la regla de que cuando no tenía remedios le­gales no era responsable; y, finalm ente, la misma responsabilidad absoluta por la pérdida, aun cuando sucediera sin culpa de parte de la persona encargada. E l últim o y más im portante de estos p rin­cipios estaba todavía en vigor durante el reinado de la reina Isa­bel. Ahora tenemos que seguir su destino posterior.

Una empresa de transporte público es responsable por las mer­caderías que se roben o que se pierden de su cuidado, excepto por casos de fuerza m ayor o de enemigos públicos. Se han sostenido dos concepciones respecto a la fuente de esta r e g la : una, en el sentido de que se tomó del derecho romano 43; la otra, de que se introdu­jo por la costumbre durante los reinados de Isabel y de Jaeobo I, como excepción al derecho general del bailment 44.

Trataré de demostrar que ambas concepciones están equivoca­

das, que esta responsabilidad estricta es una supervivencia fragm en­taria del derecho general de bailment que acabo de explicar y que las modificaciones sobrellevadas por el viejo derecho eran debidas en parte a la confusión de ideas que se produjo con el desplazamien-

(42) Savile, 133, 134. Cf. Bro. Acción sur le Case, pl. 103; Dyer, 161, a, b.(43) N ugent v. Sm ith, 1 C. P. D. 19, Brett, J., en pág. 28.(44) N ugent v. Sm ith, 1 C. P. D. 423, Cockbum, C. J., en pág. 428.

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Id del detinue por la acción on the case, en parte debido a las con­cepciones de política pública que Lord H olt consideraba en los pro­cedentes, y en parte a concepciones de política posteriores que jue- (■( s subsiguientes han estimado en los razonamientos de Lord llo ll.

E l Southcote's Case se resolvió en el año cuarenta y tres del

reinado de Isabel (año 1601). Creo que la primera mención do uni ransportador, pertinente a la cuestión, ocurrió en el W oodlifc's ('a.s e 46, resuelto cuatro o cinco años antes (38 ó 39 Isabel, A. I). 1596 ó 1597). Fue una acción por las cuentas de m ercaderías entre­o íd as al demandado, parecería que como factor («pur merchandi-

()■»), y evidentemente no como transportador. E l alegato fue robo

en (‘1 mar junto con las propias m ercaderías del demandado, G aw dy

uno de los jueces que decidieron el Southcote's Case, fue de opinión

de rechazar el alegato, pero C. J. Popham dijo que, pese a que no

sería un buen alegato, para un transportador puesto que éste es pa­gado por su acarreo, había una diferencia a este respecto entre

transportadores y otros dependientes y factores.

Esto se repite en el Southcote's Case, y parece involucrar una doble distinción: primero, entre bailees pagados y no pagados, y luo

go, entre bailees y dependientes. Si el demandado era un dcpcmlien le que no tenía control sobre las mercaderías, no podría caer dentro

del derecho del bailment, y a los factores, en el derecho primitivo, nc los trata en pie de igualdad con los dependientes.

La otra diferencia señaló la entrada de la doctrina de la con- siileration en el derecho de bailment. O riginariam ente la considcra-

tiim significaba quid pro quo, como se explicará más adelante. Así 1'no considerado en Doctor and, S tu d e n t46, cuando el principio to­davía era de reciente data. Probablemente el C hief Justice Pop- lia m tomó de esa obra su distinción entre bailees pagados y no paga­dos, pues allí se mencionan las empresas de transporte público como

ejemplos de la prim era clase. Un poco antes, la recompensa no sigtii-

ficaba d iferen cia 47.

Pero en el W oodlife's Case, en respuesta a lo que había dicho el C hief Justice, G aw dy citó el caso del Marshal del King's

(45) Moore, 462; Owen, 57.(46) Dial. 2, ch. 38, A. D. 1530.(47) Keilway, 160, pl. 2 (2 En. V I I I ) ; cf. ib. 77 b (21 En. V II) .

EL BAILEE 107

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168 COMMON LAW

B e n c h 48, mencionado más arriba, ante lo cual Popham recurrió a la vieja distinción de que el carcelero tenía un recurso contra los rebeldes, pero que no había recursos en el caso sub examen.

Los otros casos que sirvieron de fundam ento fueron algunos de aquellos sobre el bailment general reunidos arriba; para abreviar, las mismas opiniones sobre las que se fundaba el Southcote's Cose. E l principio adoptado fue el mismo que en el Southcote's Case, sujeto solamente a la cuestión de si el demandado resultaba comprendido dentro de él. Nada se dijo sobre costumbre alguna del reino, ni nunca se había dicho en ningún caso transcripto antes de esta época. IV'le parece que ésta es la prim era vez que los transportadores se distin­guen de alguna manera de cualquier otra clase de personas a quien se confía mercaderías. E n los textos antiguos no se insinúa ninguna obligación especial que les sea peculiar y ciertam ente es falso que este caso haya introducido alguna. Con referencia a lo que sigue, habrá de notarse que Popham no habla de empresas de transporte público, sino de transportadores.

Luego vino el Southcote's C a se49 (43 Isabel, año 160 1), que presentó el derecho antiguo pura y simplemente, sin tener en cuen­ta la recompensa ni otra innovación moderna. E n ésta y en los ejem ­plos anteriores de pérdida por robo, la acción era detinue, contando, simplemente según podemos presum ir, con una entrega y retención ilegítim a.

Pero alrededor de esta época tuvieron lugar importantes cam­bios en el procedimiento habitualm ente adoptado, que deben ser ex­plicados. Si el bien mueble podía ser devuelto in specie, detinue no ofrecía satisfacción por los daños que podría haberse sufrido por la negligencia del bailee50. E l remedio natural para tales daños era la acción en el juicio. Pero antes que esto pudiera llegar a ser en­teramente satisfactorio, había que superar ciertas dificultades. La negligencia que ocasionó el daño podría ser una mera omisión ¿ y qué había en una omisión que fuera semejante al trespass, para sus­tentar la analogía sobre la que se fundaba la acción de trespass on the case? Además, para acusar a un hombre por no actuar, debe demostrarse que su deber consistía en actuar. De la manera como se interpretaban antiguam ente los alegatos, no habría sido suficiente

(48) Y . B. 33 En. V I, 1, pl. 3.(49) 4 Co. Rep. 83 b ; Cro. Eliz. 815.(50) Keilway, 160, pl. 2.

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e l b a i l e e 169

alegar que las m ercaderías del actor se dañaron por la negligencia del dem andado51. Estas dificultades habían sido vencidas por las

conocidas palabras super se assumpsit, que serán explicadas iiiiín adelante. Por largo tiempo la assumpsit no llegó a ser u n a a c c i ó n

de contrato independiente, y la alegación fue simplemente el móvil para una acción de tort. E l fundamento de la responsabilidad fue que el demandado había iniciado la empresa, de manera que su omi­sión negligente, que permitió se produjera el daño, podría ser c o ­

nectada con sus actos como una parte de su relación con la c o ­

s a 52. Cuando lleguemos a Coggs v. Bernard encontraremos a Lord H olt reconociendo este significado originario de assumpsit, que por supuesto no se limitó a los casos de bailment.

Pero aparte de ésta había otra manera por la cual el demanda­do podía ser acusado de un deber y hecho culpable en la causa, la cual, aunque menos conocida por los abogados, guarda una relación especial con el derecho de los transportadores en épocas posteriores. Si el daño se hizo o se ocasionó por el acto o la omisión del deman­dado en el ejercicio de alguno de los oficios más comunes, como el de herrador, parecería (pie la acción podía mantenerse, sin ejercer el assumpsit, sobre la alegación de que era un herrador «común* ft!l. E l último principio también fue totalmente independiente del bnil m ent; expresaba la obligación general de quienes ejercían un no gocio público o «común» de practicar su arte según se le solicitara, demostrando habilidad. «Puesto que — dice F itzherbert— es deber de todo artífice ejercer su arte en forma recta y sincera, como de­be» 54.

Cuando así había quedado establecido que la acción correspon­día por daños cuando fueran causados tanto por la omisión como por el acto del demandado, no había razón para negarla, aún si la guarda negligente resultó en la destrucción de la propiedad r,r\

(51) Y. B. 19 En. VI. 49 ad fin . Cf. M ulgrave v. Ogden, Cro. Eliz. 219; a. c., Owen, 141, 1 León. 224; con Isaack v. Ciarle, 2 Bulstr. 306, en p. 312, Coke.

(52) Véase el Capítulo V II.(53) Paston, J., en Y. B. 19 En. VI, 49. Véase, también, Ttogers v. Tlead,

Cro. Jac. 262; Rich v. Kneeland, Cro. Jac. 330, que será mencionado otra vez. Un posadero debe ser un posadero común, Y. B. 11 En. IV , 45. Véase ademán 3 Bl. Comm. 165, donde «la transición del sta tus al contrato» se encontrará que lia tenido lugar.

(54) F. N. B. 94 D ; infra, pág.(55) Y. B. 7 En. IV . 14; 12 Ed. IV 13, pl. 9, 10; Dyer, 22 b.

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De aquí no había sino un paso a extender la misma form of ac- tion a todos los casos de pérdida por el bailee, evitando así el de­recho del demandado a actuar. Detinue, el recurso prim itivo, retuvo esa característica de procedimiento antiguo. La última ampliación tuvo lugar en la época del Southcote's Case 5C. Pero cuando la mis­ma form of action resultó así usada indistintam ente para los casos de daño o destrucción por negligencia del bailee y casos de pérdida por la acción de un transgresor contra quien el bailee tenía un recurso, se abrió una fuente de confusiones con respecto a la naturaleza y el fundam ento del deber del demandado.

E n verdad, había dos clases de deberes, uno de ellos no pecu­liar a los bailees, que, como recién se explicó, surgía del assumpsit o sea el oficio público del dem andado; el otro, la antigua obligación, que les era propia en calidad de tales, de la cual era un ejemplo el Southcote's Case. Pero cualquier obligación del bailee podría conce­birse como parte del contrato de bailment, y después que assumpsit fue asignado a los contratos y se hubo desarrollado la doctrina de la consideration (ambas cosas ocurrieron en la época de Lord Coke)

pareció innecesario d istinguir minuciosamente entre las dos clases de deberes recién mencionados, siempre que se alegara una conside­

ration y una promesa especial. Además, como antiguamente el o fi­cio público del demandado tenía el mismo efecto que un assumpsit

a los fines de acusarlo en tort, ahora parece haber sido considerado

un substituto igualmente bueno de la promesa especial a fin de acu­sarlo en assumpsit. E n el caso Iiogers v. Mead 57 se argumentó que para acusar a alguien en assumpsit debe demostrarse su oficio pú­blico al tiempo de la entrega o una promesa especial con conside-

(56) Tuede seguirse el proceso leyendo, en el orden siguiente, Y. B.2 En. V II. 11; K eilway, 77 b, ad fin . (21 En. YIT) ; ib. 160, pl. 2 (2 En. V III) ; Drake v. Eoyman, Savile, 133, 134 (36 E liz.) ; Mosley v. Fosset, Moore, 543 (40 E liz .); 1 Boíl. Abr. 4, F , pl. 5; Eich v. Knceland, Cro. Jac. 330 (11 Jac. I ) .

(57) Cro. Jac. 262 (8 Jac. 1 ) . Compárese el argumento de Maynard en el caso W illiam s v. R ide, Palmer, 548; Symons v. Varknoll, ib. 523, y loa otros casos de más abajo; 1 Boíl. Abr. 4, F. pl. 3. M osley v. F osset, Moore, 543 (40 E liz .), un caso obscuro, parece haber sido un assum psit contra un cuidador de ganado, por haber sido robado un caballo que tenía en su guarda, y afirma obiter que «sin ese assum psit especial no existe la acción». Esto debe hacer referencia a la form a de la acción, desde que los jueces que decidieron el Southcote's Case tomaron parte en la decisión. Véase, además, Evans v. Tcoman, Clayton, 33.

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ration suficiente. Este argumento presume que el bailee que recibió los bienes en el curso de un empleo público, por ejemplo como mi presa de transporte público, podría ser acusado en esta forma de acción de incumplimiento de cualquiera de las clases de deberes an tes mencionados, alegando ya sea su oficio público o su recompensa

y .u n a promesa especial. Parece haberse admitido, como fue decidido

repetidam ente, antes y a partir de ese caso, que quien 110 es una om

presa de transporte público podría ser acusado de fa lta de entrega en una acción especial, es decir, en la causa por distinción del as

sumpsit.

Supongamos a continuación que el actor demandó en case por un tort. Como antes, el incumplimiento del deber objeto de la acción pudo constituir un daño a la propiedad ta l como el que siempre ha­bía sido demandado por esa form of action, o pudo haber consisti­do en una pérdida por robo, por la cual antiguam ente se habría presentado detinue , y que cayó en el bailee tan sólo por razón del bailment. Si las m ercaderías habían sido robadas, la responsabili dad del bailee 110 se apoya en su oficio común ni en su assumpsit y su negligencia, sino que surge de los hechos evidentes de que él había aceptado la entrega y las m ercaderías habían desaparecido, y en tales casos debe haber sido suficiente alegar esos hechos en la exposición58. Pero era m uy natural que los viejos fundam entos <le la acción on the case en su aplicación más lim itada, fueran to­davía bosquejados en los alegatos, aún después de haberse ampliado el campo de la acción. Más tarde tendremos que preguntarnos si los principios del Southcote's Case no fueron también extendidos en la dirección opuesta, hacia casos que no caían dentro de él. Las razones para la regla que estableciera, habían perdido su significado siglos antes de que nacieran Gawcly y Clench, cuando los propietarios habían adquirido el derecho a demandar por el apoderamiento ilegítim o de bienes en manos de los bailees, y la misma regla no era sino un seco precedente apto para ser seguido en su letra porque su espíritu ya había desaparecido. H abía comen­zado a tam balear cuando se previno a los bailees que debían aceptar en términos tales como para liberarse de ella 50.

(58) Véase Symons v. DarTcnoll, y el segundo cargo en Morse v. Sluc, in fra . (El último caso muestra que la declaración de negligencia era una «im­plo form a). Cf. 1 Salk. 18, arriba.

(59) Supra, pág. 165.

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172 COMMON LAW

Pese a que esa decisión constituyó la principal autoridad que sirvió de fundam ento durante los cien años transcurridos entre ella y Coggs v. Iiernard, cada vez que se impuso a los bailees una responsabilidad peculiar, encontramos que a veces, en los prece­dentes primitivos, se imponía un assum psit60, o con más frecuen­cia que se alegó que el bailee era un lanchero común, o un trans­portador público, o algo semejante, sin hacer mayor referencia a la naturaleza especial del tort en cuestión y que a veces se perdió de vista el verdadero sentido de la alegación. Sin embargo, al principio sólo hubo algunos leves signos de confusión en el len­guaje de uno o dos casos, y si se consideraba que el deber resultaba comprendido dentro del principio del Southcote's Case, los presen­tantes no siempre alegaban el oficio común o público, que era considerado innecesario01. Pero también adoptaron otros recur­sos sobre la base de los precedentes, o para fortalecer una obliga­ción que no entendían bien. E l C hief Justice Popham había sancio­nado una distinción entre bailees pagados y no pagados, y de allí se consideró prudente establecer una recompensa. Por supuesto, fue declarada la negligencia y por último llegó a ser frecuente el alegar una obligación según el derecho y la costumbre del reino. Esto último merece algo más de atención.

En el Registro no existe escrito alguno que alegue una obliga­ción especial de las empresas de transporte público de acuerdo con la costumbre del reino. Pero el wirt contra. los posaderos esta- blecía un deber «según el derecho y la costumbre de Inglaterra», y resultó fácil adoptar la frase. La alegación no implicó tanto la existencia de un principio especial, como declarar una proposición ju ríd ica en la forma que entonces era usual. Hay otros escritos de trespass que alegan de la misma manera un deber del common law, y otros que establecen una obligación le g a l62. De tal modo «los jueces juraban ejercer la justicia de acuerdo con el derecho y la costumbre de Inglaterra» °3.

Los deberes de una empresa de transporte público, en tarto

(60) Boson v. Sandford, Shower, 1 0 1 ; Coggs v. Bernard, infra.(61) Symons v. Darlcnoll, infra.(62) Reg. Brev. 92 b, 95 a, 98 a, 100 b, 104 a; cf. Y. B. 19 Ed. Tí 624;

30 Ed. II I 25, 26; 2 En. IV 18, pl. 6 ; 22 En. V I 21, pl. 38; 32 & 33 Ed. I, Int. X X X III; Brunner, Echwurgerichte, 177; id. Franzosische, Inhaberpapier 9, n. 1.

(63) 12 Co. Rep. 64.

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EL BAILEE

establecidos por las prim itivas pruebas, eran simplemente los de los bailees en general, unidos a las responsabilidades quo aeompafoin generalmente al ejercicio de un oficio público. L a palabra «común», como se ha demostrado más arriba, solamente se d irigía al último punto. Esto es ejem plificado por el hecho de que cuando así no

establecía el deber, no era alegado como obligación peculiar do las empresas de transporte público como tales, sino que se expresaba como la costumbre jurídica de barqueros comunes, o de lanche­ros, &c., de acuerdo a la actividad de la parte interesada. Ilabrá de notarse que el C hief Justice H olt en el caso Coggs v. Rem ará declara a la responsabilidad aplicable a todos los bailees por re­compensa, que ejercen un empleo público, y menciona a los bar­queros comunes y capitanes de barcos como paralelos pero no incluidos en las empresas de transporte público. Tam bién habrá do notarse, en los casos anteriores a esa. época, que no existe una fórm ula establecida para la obligación en cuestión, sino que en cada caso se expresa que el demandado resultaba responsable por lo que se decía que había hecho u omitido en el ejemplo parti cular ÍM.

Volviendo ahora a la sucesión de casos, Rich v. Knreland es el siguiente (11 Jac. I, año 1613). Se trataba do una acción on Ihe case (tort), contra un barquero común. En el informe do Croke no se menciona para nada a la costumbre, pero la exposición afirm a que el demandado era un lanchero común, y que el actor lo entregó una m aleta para que la lleve, pagándole por ello, y que el demandado tarn negligenter custodivit, que la maleta le fue qui­tada por personas desconocidas, como en el segundo punto de Morse v. Slue, más abajo. E l alegato fue demurred, y sentenciado a favor del actor. Habiéndose presentado un writ of error (N. del T. 4 ),

(64) Véase, además de los casos siguientes, la declaration en Chamber- lain v. CooTce, 2 Ventris, 75 (1 W. & M .), y nótese especialmente las varia­ciones de las m anifestaciones en Morse v. Slue, explicadas más abajo, en el texto.

(65) Ilobart, 17; Cro. .Tac. 330. Véase también George v. W iburn, 1 Roll. Abr. 6, pl. 4 (A. D. 1638).

(N . del T. 4 ) : El w rit o f error es un procedimiento que tiene su origen en el common law, por el cual un tribunal de apelación solicita del inferior la remisión de actuaciones donde se ha dictado sentencia final, con el objeto de examinar ciertos errores de derecho que se alegue haber cometido y a fin de revocar, corregir o confirmar el fallo.

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.174 COMMON LAW

se señaló que «esta acción 110 existe contra un lanchero común sin promesa especial. Pero todos los Jueces y Barones expresaron que existe efectivam ente contra una empresa de transporte público por tierra». Si seguimos este informe, a prim era vista parecería que se atribuye im portancia al oficio común. Pero como la pérdida estaba claramente comprendida dentro del principio del Southcote's Case, que no requería para ser aplicado ni promesa especial ni oficio común, y que permaneció como derecho incuestionado durante tres cuartos de siglo posteriores, el tribun al debe haberse referido a la form of action empleada (case) y no a la responsabilidad del demandado en alguna form of action (detinue). L a objeeción fue que «esta acción no existe», y no que el demandado no era respon­sable «sin promesa especial». A u n lim itado de este modo, más bien sostiene el concepto de que las alegaciones que eran necesarias para acusar a. un hombre por daños que suceden debido a su negligencia, en el uso más antiguo y fam iliar de esta acción, también resulta­ban necesarias en esta nueva ampliación de la misma a una clase diferente de infracción. Como ahora resultaba bastante claro que el caso existiría por una omisión, el concepto era equivocado, y veremos que fue denegado en sentencias subsiguientes 66.

De acuerdo con el inform e de Ilobart, se alegó que el deman­dado era un barquero común, que transportaba mercaderías por agua, que alquilaba, &e., que según la costumbre de In glaterrra tales transportadores debían guardar las m ercaderías, &c., de modo que no se perdieran por su negligencia o la de sus dependientes. «Y se resolvió que, pese a ser establecido como costumbre del reino, era verdaderamente common law». Esta últim a resolución puede significar solamente que la costumbre del reino y el common law

son la misma cosa, como y a se había dicho mucho antes con res­

pecto a los posaderos67. Pero el derecho relativo a los posaderos, que se llamó la costumbre del reino en el writ, tenía de alguna manera el aspecto de un principio especial que se extiende más allá del derecho de bailment, en cuanto su responsabilidad se extendía

a las m ercaderías dentro de la posada, de las que no tenían la

( 66) El uso que se hizo de este caso en tiempos posteriores demuestra la dificultad extrema para distinguir entre principios de derecho substantivo y las reglas que sólo se relacionan con el procedimiento, existente en los libros más antiguos.

(67) Y. B. 22 En. V I 21, pl. 38; supra, pág. 165, nota 62.

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custodia, y el tribunal puede haber tenido intención de efectuar una antítesis entre tal principio especial y el common law o el derecho general de bailment que regía el presente caso.

Cualesquiera sean las dudas que podrían surgir del lenguaje de Croke, tomado aisladamente, queda el hecho indisputable <lc que durante casi un siglo, a partir del W oodlife's Case, la respon­sabilidad de los transportadores por la pérdida de mercaderías, sea que se alegara o no la costumbre del reino o el oficio común del demandado, se atribuía a la autoridad y se entendía decidir según el principio del Southcote's Case.

Symons v. D a rkn o ll68 (4 Car. I., año 1628), resulta pre­cisamente adecuado. La exposición consistía en que, según el common law, todo lanchero debía conducir su lanchón de manera tal que las m ercaderías a llí conducidas no se deterioraran. «Y pese a que no existió promesa, el tribunal pensó que el actor debía ser indemnizado, y el no alegar que el demandado era un lanchero común no constituía daño. C. J. Ilyde, la entrega hace el contrato». Esto no significaba que la entrega fuera una buena considera!ion para una promesa, sino que, como se expuso en el Southcote's Case, que la entrega, sin la aceptación especial do guardarlas solamente como las propias mercaderías, obligaba al bailee a guardar con seguridad, y en consecuencia hacía innecesario alegar un a s s u m p s i t o el oficio común del demandado. J. W hitlock llamó la atención respecto al hecho de que la acción era por tort y 110 por contrato. «Et en cest c a s e ... Southcote's Case fu it cite».

E n ese año se aludió a la misma regla con respecto a los bailments en g en era l; lo hizo Sergeant M aynard arguendo on W illiam s v. I lid e cn, volviendo a citar el Southcote's Case.

E n K enrig v. Eggleston 70 (24 Car. I, año 1648), «caso con­tra un transportador terrestre por no entregar una caja», &c., la cual le fue robada, nada se dijo sobre costumbre, ni que el de­mandado fuera un transportador común, a menos cpie las palabras de arriba impliquen que lo era, pero se estableció, como en el Southcote's Case, que «debe proceder del transportador hacer una aceptación especial» si desea dism inuir su responsabilidad como bailee.

( 68) Palmer, 523.(69) Palmer, 548.(70) Aleyn, 93.

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Nicholls v. Moore 71 (13 Car. II, año 1661) fue un caso con­tra un «transportador por agua» entre H ull y Londres, lleván­dole una carga a Y ork. E n arrest of judgm ent (N. del T. 5) se peticionó en el sentido de que el demandado no asumió transportar las mercaderías de Y ork a H ull. «Pero a pesar de este per totaw. curiam, el demandado será acusado por su recepción general en Y ork, de acuerdo con el Suthcote's Case».

E s justo mencionar que en Mattehws v. f fo p k in s 72 (17 Car. I I ) , la declaration fue sobre la costumbre del reino contra un transportador común, y hubo una moción en arrest of jugm ent, porque existió una relación equivocada de la costumbre del reino, y no se alegó que el demandado hubiera sido transportador al tiempo de la recepción y también porque se unieron acusaciones en trover y en caso de acuerdo con la costumbre. L a sentencia fue de­tenida, aparentemente sobre la últim a fundam entación, y el tribu­nal continuó: «Y pese a que la declaration puede ser válida sin la relación de la costumbre del reino, como dice H obart, sin embargo es mejor hacer dicho relato».

Llegamos ahora al gran caso de Morse v Slue 73 (23 y 24 Car. II, año 1671, 1672). Se trataba de una acción contra el capitán de un barco anclado en el río Támesis, por la pérdida de bienes que se le habían confiado. Las citadas mercaderías habían sido sus­traídas por ladrones habiéndose comprobado que en ese momento el barco tenía los guardias usuales. Parece haber habido dos cargos, uno sobre el derecho y la costumbre de Inglaterra (1 Vent. 190) de que los capitanes de barcos debían «gobernar, conservar y de­fender cuidadosamente las mercaderías a bordo, en tanto dicho barco permaneciera en el río Támesis» (2 Keb. 866 ) ; guardar con seguridad (mercaderías a bordo para ser transportadas de Londres al mar) sin pérdidas o substracciones, ita quod pro defectu de ellas no deben su frir ningún daño (1 V ent. 190) ; «guardar seguramen­te los bienes que fueran entregados para transportar, a excepción de los daños del mar» (2 Levinz. 69; la excepción últim a fue qui­

(71) 1 Sid. 36.(N . del T. 5 ) : Por arrest of judgm en t se entiende el acto de rehusarse a

dictar sentencia, después del veredicto, en virtud de que por algún motivo intrínseco do las actuaciones, la tal sentencia sería errónea o revocable.

(72) 1 Sid. 244. Cf. Dalston v. Janson, 1 Ld. Raym. 58.(73) 2 Keb. 866; 3 id. 72, 112 , 135; 2 Lev. 69; 1 Yent. 190, 238;

1 Mod. 85; Sir T. Raym. 220.

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zas tomada de la form a usual de los conocimientos de embarque aludidos en el argum ento). E l segundo cargo, que generalmente es pasado por alto, fue especial en el caso, «en su entrega y siendo robada por su negligencia» u .

E l caso se argumentó dos veces y todos los informes están de

acuerdo, hasta donde llegan, en sus declaraciones respecto a los

puntos sobre los que se insistió.

Holt, por el actor, sostu vo75: 1) que el capitán recibe mer­caderías generalmente, citando el Southcote's Case, y que sólo «están exceptuados el guardian in socage (N. del T. 6) que tiene su custodia conforme a derecho y el factor que es un dependiente a disposición del capitán, de modo que no puede ocuparse». 2) Que el capitán recibe una recompensa por su guarda, siendo en conse­cuencia la persona apropiada para ser demandada. 3) Que el ca­pitán tiene un recurso, citando el caso del Marshal de la King's B e n c h 76. Que el daño sería grande si el capitán no fu era res­ponsable, siendo que los comerciantes depositan en él su confianza, y no necesita demostrarse un descuido especial, según resulta del conocimiento de embarque, y, finalm ente que apareció la negli­gencia.

Por otro lado, se argumentó no haberse encontrado negligencia, y que el capitán era solamente un dependiente; de manera tal que si alguien era culpable, lo eran los prop ietarios77. Tam bién se sugirió que, como no habría habido responsabilidad si las merca­derías hubieran sido sustraídas en el mar, en que el caso hubiera caído dentro del derecho marítimo, era absurdo que el comienzo del via je fuera regido por una regla diferente de la que regiría el resto del m ism o78. ! !

E n el segundo argumento, se sostuvo de nuevo, a favor del actor, que el demandado era responsable «según el common law

(74) 2 Keb. 866. Véase 3 Keb. 74; 1 Mod. 85; Sir T. Raym. 220.(75) 3 Keb. 72.(N . del T. 6) : En. el common law, el guardian in socage era una especie

de tutor quo tenía la vigilancia, de las tierras que recibiera el niño por he­rencia, como también la persona del menor, hasta que llegara a la edad de catorce años.

(76) Y. B. 33 En. V I; supra, pág. 157.(77) 3 Keble 73. E ste es el punto principal mencionado por Sir T. Ray-

mond y Levinz.(78) Cf. 1 Mod. 85.

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del bailment general», citando el Southcote’s Case, y también que, según el derecho romano y el marítimo, era responsable como trans­portador público y capitán de un barco.

L a opinión del tribunal fue redactada por el C h ief Justice H ale. Se sostuvo que el derecho marítimo no era de aplicación, por cuanto el barco estaba dentro del cuerpo del condado; o, de acuerdo con 1 Mod. 85, nota a ), «el capitán no podía beneficiarse con las reglas del derecho civil, según las cuales los capitanes no pueden ser acusados pro damno fatali; que el capitán estaba sujeto a una acción porque había recibido una retribución; que «podía haber tomado sus precauciones, pero que habiéndolo omitido y admitido los bienes, responderá por lo que suceda»79. Tam bién parece ha­berse referido al caso K enrig v. Eggleston 80. Se dijo además que el capitán era más bien un funcionario que un dependiente re­cibiendo efectivam ente su salario del comerciante que pagaba el flete. Finalm ente, sobre la cuestión de la negligencia se dijo que no era suficiente tener el número usual de hombres para guardar el barco, sino que era negligencia no tener bastantes para guardar las m ercaderías, salvo en casos de enemigos comunes, citando el caso del Marslial, que, como se recordará, era sólo el principio del Southcotei's Case y el common laiv de bailment, de otra manera 81.

Se observará que este caso no seguía ninguna costumbre es­pecial, sea respecto a transportadores comunes o a capitanes de barcos, sino que todos los argumentos y opiniones del tribunal pre­sumían que si el caso iba a ser regido por el common law y no por las disposiciones más lenientes del derecho civil sobre las que se basaba la defensa, y que si el demandado podía ser considerado un bailee, y no simplemente un dependiente de los propietarios, entonces se aplicaría el derecho general de bailment, y como en el Southcote's Case, el demandado sería acusado «por su aceptación general».

Sin embargo, difícilm ente puede suponerse que un juez tan avisado como S ir M atthew Hale no se hubiera apartado de los

Anuarios, de haber surgido un caso donde los bienes se hubieran recibido como un puro favor para el actor, sin retribución o

(79) 1 Ventris, 238, citando al margen el Southcote's Case. Cf. 3 Keble 135.(80) Aleyn 93; supra, p. 175.(81) Véase también 1 Hale, P. C. 512, 513.

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consideration, y fueran quitados del demandado mediante robo. Un

caso así fue juzgado ante el C hief Justice Pemberton, quien falló cuerdamente que no había acción, negándose a seguir el derecho de la época de Lord Coke hasta resultados tan extremos 82 (33 Car. II, año 168 1).

Por ese entonces, empezó a tener nueva im portancia el oficio común del demandado. L a alegación alternativa más im portante, o sea la assumpsit, terminó por producir el efecto de introducir la doctrina — no intrínsecamente objetable— , de que todos los debe­res que nacen del bailment se fundan en el contrato 83. Pero esta alegación, teniendo ahora una acción especial a la cual había dado origen, no era m uy usada cuando la acción era tort, mientras la otra afirm ación ocurre cada vez con mayor frecuencia. Evidente­mente fue ganando terreno la concepción de que la responsabilidad de los transportadores comunes por pérdida de bienes, cualquiera sea la causa de la pérdida, surgió de un principio especial y pecu­liar no aplicable a los bailees en general. L a confusión de deberes independientes que ha sido explicada, y cuya prim era huella fue notada en E ich v. Kneeland, pronto había de completarse 84. H olt llegó a ser C hief Justice. Tres de los casos de la últim a nota fue­ron decisiones suyas. E n Lañe v. Cotton 85 (13 Gui. ITT. A . D. 170 1), demostró su desaprobación del Southcote's Case, y su impresión de que el common law de bailments era tomado de Roma. Puede decirse que la revocación del Southcote's Case y del viejo common law se remontan al caso Coggs v. Bernard 8t) (2 A na A . D. 1703). L a fam o­sa opinión de Lord Holt, en este último caso, cita largam ente al de­

(82) K in g v. Viscount H ertford , 2 Shower, 172, pl. 164; cf. W oodlife's Case, supra.

(83) Boson v. Sandford, 1 Shower, 101 (2 W. •& M .). Véase arriba, págs 162, 163; abajo, pág. 172. Se encontrarán ejemplos modernos de la doc­trina en F lem ing v. Manchester, S h effie ld Se Lincolnshire B ailw ay Co., 4 Q. B. D. 81, y los casos citados. En Boormmi v. Brown, 3 Q. B. 511, 526, el lector encontrará el primitivo assum psit, que era el móvil para una declaración en to r t, interpretado en sentido moderno como significando contrato. Se verá d i­rectamente que Lord H olt, tomó una opinión diferente. N ótese el modo de tratar el Marslial's Case, 33 En. VI. 1, en Aleyn, 27.

(84) Véase L o ve tt v. E obbs, 2 Shower, 127 (32 Car. I I ) ; Chamberlain v. Coolce, 2 Ventris 75 (1 W. & M .) ; Boson v. Sandford, 1 Shower 101, citan­do el Southcote's Case (2 W. & M.) ; Upshare v. A idee, 1 Comyns 25 (8 W. I I I ) ; M iddleton v. Fowler, 1 Salk 288 (10 W. ,1 1 1 ).

(85) 12 Mod. 472.(86) 2 Ld. Raym. 909.

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recho romano según le llega filtrado a través de B ra c to n ; pero cual­quiera sea la influencia que puede haber ejercido sobre sus opiniones generales, el punto decidido y las distinciones alusivas a transporta­dores comunes fueron de origen inglés.

L a acción 110 competía a los contratos. L a causa era el daño a las mercaderías, y el actor demandaba por un tort, presentando un assumpsit como form a de llegar a un cargo de negligencia, como en tiempos de Enrique V I. No se lo consideró culpable. Pero des­pués del veredicto a favor del actor, hubo una petición por arrcst of judgm ent «puesto que no fue alegado en la exposición que el demandado fuera un porteador común, ni declarado que recibiera alguna compensación». E n la assumpsit prim itiva nunca se alegó ni pensó en la consideration, pero en la acción moderna de contrato, en esa forma, fue requerida. De aquí se dedujo que siempre que se presentaba un assumpsit, hasta en una acción por tort por daños a los bienes, se trataba de la alegación de un contrato y que debe mostrarse una consideration por la promesa, pese a que se había decidido en contrario durante el reinado de la reina Is a b e l87. Pero la petición 110 tuvo éxito, dictándose sentencia a favor del actor. Lord H olt sabía bien que el uso de un assumpsit no se ha­llaba limitado a los contratos. E s verdad que d ijo : «Que el dueño haya permitido que (el demandado) use los bienes es una conside­ration suficiente para obligarlo a una adm inistración cuidadosa», o a su devolución; pero esto significa, por distinción de una consi- deration suficiente, obligarlo a llevarlas, cosa que él creyó que el demandado no estaría obligado a hacer. Entonces dice expresamente que «este es un caso diferente, puesto que assumpsit no solamente significa un acuerdo futuro, sino que en casos como el presente, significa una intromisión real en la cosa tomando sobre sí la cus­todia», siguiendo los casos anteriores de los A n u a rio s88. Esto era bastante para la decisión, y la regla del Southcote's Case no tenía nada que ver con el asunto. Pero como ahora se suponía que el deber de los transportadores comunes en razón de su oficio se extendía a toda clase de pérdidas, y que probablemente se suponía

(87) P ow tuary v. W álton, 1 Roll. Abr. 10, pl. 5 (39 E liz .). Cf. Keil- way, 160.

(88) 2 Ld. Raym. 919. Véase el Capítulo V II. Puede verse cuán poco Lord H olt pretendía adoptar la opinión moderna de que la entrega, siendo un detrimento para el dueño, era una consideration, examinando los casos colocados y conformados por él de los Y ear Boolcs.

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que la doctrina del Southcote's Case se extendía a muchas clases de daño, se hizo necesario que en una discusión general se llegase a la conciliación o a una elección entre los dos principios.

E n consecuencia, el C hief Justice procedió a distinguir entre los bailees con retribución, que ejercen un empleo público, tales como transportadores comunes, barqueros comunes, capitanes de barcos, etc., y los demás bailees; negó la regla del Southcote's Case respecto a los últim os; dijo que el principio de la responsabilidad estricta estaba lim itado a la prim era clase, y se les aplicaba en base a fundam entos de política pública, y que los factores oran eximidos, no porque fueran simples dependientes, como siempre se había sostenido (entre otros, por él mismo, en el caso Morse v. S lu e), sino porque 110 se encontraban dentro de la razón de la regla.

E l lector que haya seguido hasta aquí la argumentación, d if í­cilmente necesitará ser convencido que esto 110 significaba la adop­ción del Edicto del Pretor. Si se requiere, tenemos a mano ulto riores evidencias.

E n prim er lugar, como hemos visto, había un siglo de proco dentes que finalizaban con Morse v. Slue, sostenidos por el mismo Ilo lt, donde se había decidido la responsabilidad de capitanes <le barcos, barqueros, transportadores, etc. Se cita y so fundamenta on Morse v. Slue y no h ay asomo de descontento con los ot ros casos. P or el contrario, sum inistraron los ejemplos de bailees por rot t-i bución que ejercen un oficio público. L a distinción entre bailees con retribución y los otros es del Chief Justice Popham ; el último requisito (ejercicio de un oficio público) también era inglés, como ya en parte se ha dicho y se explicará más adelante.

E n segundo lugar, la regla estricta no está lim itada a nautae, caupones y stabularii, ni siquiera a los transportadores comunes, pero se aplica a todos los bailees con retribución que ejercen un oficio público.

Seguidam ente, el grado de responsabilidad es precisamente ol

de los bailees en general, como fue resuelto por las decisiones ante­riores, pero completamente distinto y mucho más severo que el im­puesto por el derecho romano, como ya ha sido observado 80.

Y , finalm ente, la exención de responsabilidad por fuerza ma

(89) 2 K ent 598; 1 C. P. D. 429.

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yor o enemigo público, es característicam ente inglés, como se de­m ostrará más adelante.

E n este capítulo se ha demostrado parcialmente que el derecho moderno ha hecho que la carga de los transportadores sea mucho más pesada de lo que fue en tiempos de los Anuarios. E l Southcote's Case y las opiniones anteriores que se han citado, se refieren todas a pérdidas por robo, hurto o trespass, y hacen responsable al bailee donde, al menos en teoría, cuenta con un recurso. Como se ha visto, fue con referencia a esos casos que surgió la regla, pese a no ser improbable que haya sido aplicada a una pérdida no explicada ; el writ contra los posaderos expresa: absque substractione seu amissione custodire. E n tiempos posteriores, el principio puede ha­berse extendido de la pérdida por robo a 1a. pérdida por destrucción. E n Symons v. D a rkn oll90 (4 Cari. I ) . ya citado como fundado en la opinión del Southcote's Case, las m ercaderías no habían sido robadas, sino deterioradas, y probablemente no se habían siquiera destruido in specie. A ntes de esta época, la vieja regla había lle­gado a ser un precedente arbitrario, seguido en cuanto a su forma, pero sin considerarse su verdadera intención.

E l lenguaje de Coggs v. Bernard es que «el derecho acrim ina a la persona a quien así se ha confiado transportar m ercaderías con­tra todos los acontecimientos, salvo casos de fuerza m ayor o por los enemigos del rey». Esto fue adoptado por decisión solemne, en tiempos de Lord M ansfield, y ahora está establecido que el trans­portador común «es responsable por todas las pérdidas que no caen dentro de los casos de excepción» 01. E s decir, se ha conver­tido en asegurador, dentro de tales alcances, no sólo contra la desaparición o la destrucción, sino contra todas las form as de daño a las mercaderías, a excepción de los casos más arriba citados.

Y a se ha reconstruido el proceso mediante el cual esto llegó a suceder, pero aquí pueden agregarse unas pocas palabras. Los A n u a­rios, aun al tra tar de la destrucción (a diferencia, de la conversión) de bienes muebles en manos de un bailee, siempre declaran su res­ponsabilidad como basada sobre su culpa, pese a que debe admitirse que el lenguaje se usa alio in tu itu 92. Parece que en tiempos de

(90) Palmer, 523. Véase también K eilway, 77 b, y 160, pl. 2, donde puede verse que claramente toman lugar la intrusión del case en el detvnue y la correspondiente confusión de principios. Pero véase p. 162 supra.

(91) 2 K ent 597; Forward v. P itta rd , 1 T. R. 27.(92) Cf. Y. B . 7 En. IV , 14; 2 En. V II. 11; K eilway, 77 b, 160, pl. 2,

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Eduardo III , una echazón en una tempestad, constituía una buena d efen sa03, pero no puede confiarse en ello por analogía. E s más poderoso el argumento del caso del Marshal °4. Parece haberse pen­sado que el incendio de la prisión era una excusa tan buena para fugarse como la liberación por enemigos extranjeros. Esto debe re­ferirse a un incendio accidental, y parecería im plicar que no era responsable en ese caso, si no estaba en culpa. Todos los decretos del Register contra los bailees para guardar o transportar mercade­rías tienen la alegación general de la negligencia, y lo mismo suce­de con los más antiguos precedentes de declarations, en cuanto yo he podido observar, sea declarando o no la costumbre del reino 06. Pero un bailee era responsable por las m ercaderías que se le habían quitado, ilegítim am ente, como un posadero lo era por las mercade­rías robadas de la posada, sin tener en cuenta la negligencia 00.

E s cierto que el caso Marslial menciona su guarda negligente cuando los prisioneros fueron liberados por los rebeldes (pese a quo podría pensarse que era mucho menos probable que ta l cosa resul­tase de negligencia que el fuego en la prisión) y que después de la época de Lord Coke se alegó negligencia, a pesar de que las merca­derías se hubieran perdido por apoderamiento ilegítimo. Así el de­creto contra los posaderos es pro dcfectu hujusm odi hospitatorum. E n estos ejemplos, la negligencia significa solamente haber fraca­sado de facto, en conservar con seguridad. Como se d ijo en fecha m uy posterior, «todo es negligencia en un transportador o barque­ro cuando el derecho no lo excusa» 97. L a alegación es simplemen­te la usual de acciones on the case y parece haberse extendido a p artir de las prim itivas declaraciones por daños, cuando case su­plantó a detinue y el uso de la prim era acción se hizo universal. D ifícilm ente puede haber carecido de im portancia para el case para el cual fue introducido por prim era vez. Pero la razón inm ediata pa­ra no creer que hubiera en el derecho antiguo justificativo alguno para hacer del transportador un asegurador contra daños es que no parecen existir casos prim itivos donde los bailees fueran sometidos a

y otros casos ya citados.(93) Y. B . 41 Ed. I I I 3, pl. 8.(94) Y. B. 33 En. V I 1, pl. 3.(95) Reg. Brev. 107 a, 108 a, 110 a, b; citado 1 T. R. 29.(96) Véase arriba, págs. 155, 162 et seq.; 12 A vt. Law Eev. 692, 693;

Y . B. 42 Ed. I I I , 11, pl. 13; 42 Ass. pl. 17.(97) 1 W ilson 282; cf. 2 K ent (12 ed.) 596, n. 1, b.

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tal responsabilidad y que no era dentro de ese principio donde se los hacía responsables por una pérdida por robo.

Habiendo determinado el proceso por el cual el transportador común fue convertido en asegurador, sólo queda por decir una pa­labra sobre el origen de las excepciones adm itidas respecto al riesgo asumido. Y a se ha visto como el C hief Justice Holt llegó a mencionar la pérdida por un enemigo público. E s la antigua distinción tomada en el caso M arshal!)8, en el sentido de que allí el bailee no tiene recursos.

Con respecto a la fuerza m ayor, fue un principio general, no privativo de transportadores o bailees, que se exoneraba de un de­ber si su cumplimiento se hacía imposible por razones de fuerza mayor. Lord Coke menciona un caso de echazón de una barcaza de ’Gravesend 9í), y otro de una persona obligada a conservar y man­tener diques marítimos evitando su anegamiento, como sujetos a las mismas limitaciones 10°, y habrá de encontrarse una declaración sim ilar referida a los contratos en general en los A n u a rio s101.

O tra forma del principio que en nuestros días ha sido laboriosamen­te reform ulado consiste en que las partes son excusadas del cum­plimiento de un contrato que se ha hecho imposible antes de su rup ­tura por la destrucción de la cosa, o por el cambio de circunstancias cuya existencia continuada constituía el fundam ento del contrato, siempre que no hubiera garantías ni culpa por parte del contratante. Dejam os que otros estimen si la fuerza m ayor ha adquirido ahora un significado especial con respecto a los transportadores comunes.

De las pruebas que anteceden parece que 110 podemos deter­m inar las clases de bailees que están sujetos a la responsabilidad es­tricta impuesta sobre los transportadores comunes refiriéndonos al Edicto del Praetor, para luego consultar los diccionarios sobre los términos Na,utae, Caupones o Stabularn. L a cuestión del precedente consiste simplemente en saber hasta qué punto subsiste todavía el viejo common law con respecto a bailments. Sólo podemos responder enumerando las decisiones en que se aplicó el viejo derecho, y en-

(98) Y. B. 33 En. V I. 1, pl. 3.(99) Mouse's Case, 12 Co. Rep. 63.

(100) B ird v. A stcock, 2 Bulstr. 280; cf. Dyer, 33 a, pl. 10; K eigh ley’s Case, 10 Co. Rep. 139 b, 140.

(101) Y. B. 40 Ed. II I . 5, 6, pl. 11; véase también W illiam s v. E ide, Palmer, 548; Shep. Touchst 173.

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EL BAILEE 185

eontraremos d ifícil reunirías a todas bajo un principio general. Lo que resulta claro es que la regla del Southcote's Case ha sido supri mida para los bailees en general. Pero resulta igualmente claro <|iie no se ha mantenido ni siquiera dentro de los lím ites de la poli lien pública inventada por el C h ief Justice H olt. H oy en día no es cierto que todos los bailees por retribución, que ejerzan un oficio público, sean aseguradores. T al doctrina no se aplica a elevadores de granos ni a depósitos subterráneos102.

Y a antes se ha demostrado cómo fue que Lord H olt llegó a d istinguir entre los bailees por retribución y los otros. A q u í resul­ta más pertinente notar que su ulterior calificación, en el ejercicio de un oficio público form aba parte de un sistema protector que ya ha quedado atrás. Quien sienta inclín aciones adversas podría decir que fue uno de los muchos signos que demuestran qne el derecho se adm inistraba en interés de las clases altas. También se ha demos­trado antes que el hombre que era un herrador común podría sor acusado de negligencia sin assumpsit. E l mismo juez que produjo esa m anifestación estableció en otro caso que podría ser demandado si rehusara herrar a un caballo ante una petición razon able10:*.

E n casos análogos, los transportadores comunes y los posaderos co­munes eran responsables; Lord Holt declaró el principio: «Si un hombre asume un empleo público, está obligado a servir al público en la medida de su empleo, y en caso de rehusarse hay acción on su contra» 104. E n nuestros días el intento de aplicar esta doctri­na, en términos generales, sería considerado monstruoso. Pero fo r­maba parte de un esquema compatible para obligar a quienes se­guían oficios útiles a mantenerse en óptimas condiciones. Otra par­te era la responsabilidad de personas que ejercían un empleo pú­blico, en casos de pérdida o daños, acrecentada en casos de bailment por lo que quedaba de la regla del Southcote's Case. E l esquema dio lugar a conceptos más liberales, pero todavía se mueven los disjecta membra.

Lord M ansfield expresó sus opiniones de política pública en términos semejantes a los usados por el C hief Justice llolt, en el caso Coggs v. B em ard, pero lim ita claramente su aplicación a los

(102) Yéase Safe D eposit Company o f P ittsburgh v. PollocTc, 85 IVim. 301.(103) Paston, J., en Y. B. 21 En. V I. 55; Keilwny, 50 a, pl. 4;

Hardres, 163.(104) Lañe v. Cotton, 1 Ld. Baym 646, 654; 1 Snlk. 18; 12 Mod. 184.

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186 COMMON LAW

transportadores comunes. «Pero hay un grado ulterior de respon­sabilidad según la costumbre del reino, es decir, según el common law; un transportador tiene carácter de asegurador. . . P ara preve­nir los litigios, colusiones y la necesidad de mezclarse en circunstan­cias imposibles de desembrollar, el derecho presume en contra del transportador, a menos,» &c.105.

E n nuestros días se presume que el principio queda así lim ita­do y la discusión se transfiere a la cuestión de quiénes son los trans­portadores comunes. A sí se admite, por implicación, que se ha aban­donado la regla de Lord Holt. Pero el problema es que con ella desaparece no solamente el sistema general que como hemos visto sostenía Lord Holt, sino las razones especiales repetidas por Lord M ansfield. Esas razones se aplican tanto a los transportadores co­munes como a otros bailees. Adem ás, los barqueros y capitanes de barcos no eran acusados originariam ente porque fueran transporta­dores comunes, y los tres eran tratados como especies coordinadas, aún en Coggs v. Bernard, donde solamente eran mencionados como otras tantas clases de bailees que ejercen un oficio público. No se

llega a un solo y nuevo principio por el simple recurso de dar un

mismo nombre a todos los casos que deben explicarse. S i hay una

regla justa de política pública que debe imponer una responsabili­

dad especial sobre los transportadores comunes (como se entienden

hoy dichas palabras) y sobre ningún otro, todavía no se ha form u­

lado. Si, por otra parte, existen consideraciones que se aplican a una

clase particu lar entre los así designados, — por ejemplo, a los ferro­

carriles, que pueden tener a su merced a un individuo particular,

o ejercer un poder demasiado vasto para el bienestar común— , no

probamos que el razonamiento se extiende a un barco general o a un taxi público simplemente llamando a los tres transportadores comunes.

S i no existe una regla común de política, y los transportadores comunes siguen siendo una excepción meramente em pírica dentro de la doctrina general, bien pueden vacilar los tribunales cuando se trata de am pliar el significado de esas palabras. Además, los conceptos de política pública que no dejarían libres a las partes para que hagan sus propias transacciones, se encuentran algo desacredi­

(105) Forward v. P itta rd , 1 T. E. 27, 33.

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F.T i BAIIiEE 187

tados en la m ayoría de las ram as del derecho 106. De ahí que qui­zá pueda deducirse que, si surgiera un caso nuevo, el grado de responsabilidad y la validez e interpretación de cualquier contrato de bailment que pudiera haber, habría de quedar abierto a discu­siones sobre los principios generales, y que el asunto ha quedado ampliamente establecido en lo que respecta a los prim itivos prece­dentes.

Me he referido a l derecho de los transportadores con una am­plitud m ayor de la que correspondería, porque me parece un ejem ­plo interesante de la manera en que ha evolucionado el common law y especialmente porque constituye un ejemplo excelente de los prin­cipios sentados al fin alizar el prim er capítulo. A hora prosigo con la discusión en virtud de la cual se introdujo la relación del derecho de bailment y que constituye un prelim inar necesario para la com­prensión de esa parte del derecho.

(106) P rin tin g and Numerical B egistering Co. v. Scmpson, L. R. 19 Eq. 462, 465.

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CAPITULO VI

L A P O S E S IO N

Posesión es un concepto que sólo cede en im portancia al de contrato, pero, en el sistema del derecho inglés, el interés atribuido a la teoría de la posesión no para en su im portancia práctica. L a teoría ha caído en manos de los filósofos y con ellos ha llegado a ser la piedra angular de más de una estructura detallada. Demos­trar que un sistema mucho más civilizado que el romano está a r­mado sobre un plan inconciliable con las doctrinas a priori de K ant y Ilegel, será prestar un servicio al pensamiento recto. Esas doc­trinas se han ido elaborando en una correspondencia cuidadosa con las opiniones germánicas del derecho romano. La m ayoría de los ju ­ristas especulativos de Alem ania, desde Savign y hasta Thering, han sido al mismo tiempo profesores de derecho romano y han resultado profundam ente influidos, si no controlados, por alguna forma de filosofía kantiana o post-kantiana. A sí todo se ha combinado para dar a las especulaciones germ ánicas una tendencia especial, que le quita su pretensión de autoridad universal.

¿P or qué es que el derecho protege la posesión, cuando el po­seedor no es al mismo tiempo el propietario1? Ese es el problema ge­neral que mucho ha preocupado a las mentes germanas. E s bien sa­bido que las opiniones de K ant sobre ética y derecho estuvieron hondamente influidas por las especulaciones de Rousseau. K ant, Rousseau y el B ill o f Rights de Massachusetts están de acuerdo con que todos los hombres nacen libres e iguales, y alguno de los dos aspectos de esa declaración ha suministrado la respuesta a la pre­gunta de por qué debe protegerse la posesión, desde entonces hasta hoy. K an t y Ilegel parten de la libertad. K an t dice que la esencia

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190 OOMMON LAW

del hombre consiste en su libre voluntad. E s un fin en sí misma;

es algo que no necesita m ayor explicación, que debe ser respetada absolutamente, siendo fin y objeto de todo gobierno el realizarla y afirm arla. L a posesión debe protegerse porque un hombre, al tomar

posesión de un objeto, lo ha traído dentro de la esfera de su volun­tad, extendiendo su personalidad dentro de o sobre ese objeto. Como Ileg e l hubiera dicho, la posesión es la realización objetiva de la l i­

bre voluntad. Y según el postulado kantiano, la voluntad de cual­

quier individuo, así m anifestada, tiene derecho a un respeto absoluto

de parte de cualquier otro individuo y sólo puede ser superada o

anulada por la voluntad universal, es decir por el Estado, actuando a través de sus órganos, los tribunales.

S avigny no siguió a K an t en este punto. D ijo que todo acto de

violencia es ilegítim o y pareció considerar la protección de la po­

sesión como una ram a de la protección a la p erson a1. Pero a esto se respondió que la posesión era protegida contra las perturba­ciones por causa de engaños tanto como por causa de fuerza, y su

opinión se halla desacreditada. Quienes se contentaron con humildes fundam entos de conveniencia parecen haber sido pocos, y se han re­

tractado o carecen de apoyo.

L a m ayoría ha seguido en la dirección señalada por K ant. Bruns, escritor admirable, expresa un anhelo característico de la mente

alemana cuando exige una necesidad juríd ica interna nacida de la naturaleza misma de la posesión, rechazando en consecuencia las ra­zones em píricas2. Encuentra la necesidad que busca en la liber­tad de la voluntad humana que todo el sistema jurídico reconoce y lleva a cabo. Su represión constituye un mal que debe ser corregi­do sin tener en cuenta la conform idad de la voluntad al derecho, si­guiendo así en una vena k a n tian a 3. Gans, discípulo favorito de Hegel, decía: «La voluntad es por sí misma algo substancial que

debe ser protegido, y la voluntad individual sólo tiene que ceder an­te la más alta voluntad común» 4. También Puchta, gran maestro,

(1) Possession, 6, trad. ingl., págs. 27, 28.(2 ) R. d. Besitzes, 487.(3) R. d. Besitzes, 490, 491.(4) Bruns, R. d. Besitzes, 415; W indscheid, Pand., 148, n. 6. Mayores

discusiones sobre Ilegel pueden encontrarse en las Lectures on the Philosophy o f Law del Dr. J . Hutchison.

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LA POSESIÓN

d ijo : «La voluntad que se afirm a a sí misma, es decir, el reconocí miento de la propia personalidad, debe ser protegida» n.

L a principal variante de esta opinión proviene do W indscheid, escritor ahora en voga, quien prefiere el otro aspecto de la declara ción del B ill of Rights, y piensa que la protección de la posesión se cimenta sobre los mismos fundam entos que la protección contra la injuria, que dentro de la comunidad cada cual es igual a su p ró ji­mo y que nadie habrá de alzarse sobre su v e cin o 6. Ihering, (pie sin duda era un hombre genial, tomó un punto de partida indepen­diente y dijo que la posesión es la propiedad a la defensiva, y que, en favor del propietario, quien en los hechos ejerce el derecho de propiedad (i. e. el poseedor) está libre de la necesidad de probar su título contra quien se encuentra en una posición ilegítim a. Pero esto fu e bien respondido por Bruns, en su obra posterior, diciendo que tal cosa supone que el título de los disseisors (N. del T. 1) es ge­neralmente peor que el de los disseisees, lo que no puede darse por sentado y que probablemente no es verdadero en los hechos 7.

De la doctrina kantiana se sigue que un hombre que posee debe ser confirmado y mantenido en la posesión hasta que sea desposeído por una acción puesta en juego con ese propósito. Quizás exista otro hecho, además de los mencionados, que influyó sobre este rn zonamiento, y es la precisa división entre acciones o defensas pose­sorias y petitorias en el procedimiento con tin en tal8. Cuando en una acción posesoria no se perm ite al demandado establecer su t í­tulo, los teóricos encuentran rápidam ente en la posesión una im­portancia mística.

Pero ¿cuándo llega un hombre a tener títulos a esta protec­ción absoluta? De acuerdo con el principio de K ant, 110 basta que tenga la custodia de la cosa. Una protección basada en lo sagrado de la personalidad del hombre requiere que el objeto sea colocado dentro de la esfera de tal personalidad, que la libre voluntad se haya fijad o sin restricciones en ese objeto. Debe de haber entonces una intención de apropiarse de él, es decir, (le hacerlo parte de uno mismo, o propio de uno.

(5 ) Institu tionen, 224, 226; Windscheid, Pand., 148, n. 6.( 6) W indscheid, Pand., 148, n. 6.(N . del T. 1 ) : Disseissor es quien quita a otros la posesión de una propie­

dad raíz; disseissee es la persona así desposeída.(7 ) B esitzklagen, 276, 279.( 8) Bruns, R. d. Besitzes, 499.

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192 COMMON LAW

A q u í concurre la opinión dominante en el derecho romano pa­ra fo rtificar el principio con el precedente. Se nos dice que de to­dos quienes pueden tener la carga o la custodia real de una cosa, el derecho romano reconoce como poseedor solamente al propietario, o a quien tenga como propietario y se halle en camino de llegar a serlo por el transcurso del tiempo. E n épocas posteriores hizo unas pocas excepciones por razones de orden práctico. Pero más allá del acreedor pignoraticio y del sequester (adm inistrador designado por el juez) las excepciones no tienen im portancia y son discutib les9. A lgunos de los juristas romanos m anifestaron que los depositarios y prestatarios no tienen la posesión de las cosas que se les ha entre­gado 10. A l examinar las teorías alemanas debe tenerse presente la interpretación germ ana de las fuentes, sea que ésta vaya o no demasiado lejos.

L a filosofía, al negar la posesión a los bailees en general, se ajustó astutam ente al derecho romano, poniéndose así en posición de reclam ar la autoridad de ese derecho para la teoría de la cual el modo de considerar a los bailees no era sino un corolario. Por ello digo que es im portante demostrar que un cuerpo jurídico mu­cho más desarrollado, más racional y más poderoso que el romano, no otorga sanción a ninguna premisa o conclusión como las sosteni­das por K an t y sus sucesores.

E n prim er lugar, el derecho inglés siempre ha tenido el buen

sentido 11 de perm itir que el título sea alegado en defensa de una acción posesoria. E n la assize of novel disseisin (N. del T. 2), que

era una verdadera acción posesoria, el demandado siempre podía

descansar en su t ítu lo 12. A ú n cuando la posesión se tome o se conserve de una manera que castiga el derecho penal, como en el

(9 ) Bruns, R. d. Bcsitzes, 2 págs. 5 et seq.) Puchta, B esitz, en W eiske, Rechtslex.; Windscheid, Pand. 154, págs. 461 et seq. (4ta. ed .).

(10) D. 41. 2. 2, 20; 13. 6. 6 & 9. Cf. D. 41. 1. 9, 5.(11) Pero véase Ihering, Geist d. Rom. R., 62, trad. francesa, IV , p. 51.(N . del T. 2 ) : Por assize o f novel dissesin se entendía un w rit para reco­

brar la posesión de bienes inmuebles y de tierra de los cuales hubiera sido desposeído el reclamante.

( 12 ) Heusler cree que esto es meramente un resultado del formalismo inglés y de la estrechez de la interpretación de la palabra suo en el w rit (d isse isivit de tenemento suo). Gewere, 429-432. Pero no había ta l estrechez

al tratar en el trespass con catalla sua. Véase más adelante pág. 219.

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LA POSESIÓN 193

caso de forcible entry and detainer (N. del T. 3). la prueba del t í­tulo permite que el demandado la retenga, y en muchos casos ha sido considerada una respuesta a la acción de trespass. A sí en el trespass por apoderamiento de bienes el demandado puede alegar título en sí mismo. Podría parecer que queda una huella de la distinción en la regla general de que el título no puede ser juzgado en trespass quare clausum. Pero esto es una excepción comúnmente puesta so­bre el fundamento de que la sentencia no puede cam biar la propie­dad, como pueden hacerlo el trespass de bienes muebles o el ¿re­ver 13. L a regla de que no se puede discutir el título en una ac­ción posesoria presupone gran d ificultad de prueba, la probatio dia­bólica del derecho canónico, demoras en el procedimiento y la im­portancia de la posesión ad interim , todo lo cual señala una etapa de la sociedad que ha quedado atrás hace tiempo. E n el noventa y nueve por ciento de los casos, es casi tan fácil y barato probar un título por lo menos prima'■ facie que probar la posesión.

E n segundo lugar, y en esto consistía la im portancia del ú lti­mo capítulo sobre el tema, el common law siempre ha dado remedios posesorios a todos los bailees, sin excepción. El derecho a esos r<» medios se extiende no sólo a los acreedores pignoraticios, arrendatn ríos, y quienes tienen un privilegio, sino a los simples bailees, como se los ha llamado, que no tienen interés en los bienes muebles, ni de­recho de retención contra el propietario, y que ni dan ni reciben retribución 14.

Las leyes alemanas modernas han seguido la misma senda hasta otorgar los remedios posesorios a los inquilinos y a algunos otros. B runs dice, — como el espíritu de la teoría kantiana exigía lo d ije­ra— , que ésto es un sacrificio del principio a la conveniencia1B. Pero yo no veo qué es lo que queda de un principio que se reconoce incompatible con la conveniencia y el curso real de la legislación. La prim era exigencia de una teoría ju ríd ica es que debe ajustarse a los hechos y explicar el curso observado de la legislación. Y como es m uy cierto que los hombres habrán de hacer las leyes que les pa-

(N . del T. 3) : Forcible entry and detainer es un procedimiento su m ar io

para obtener el restablecimiento de la posesión por parte de quien la ha perdido ilegítim am ente.

(13) Véase además, Bracton, fol. 413; Y. B. 6 En. V II 9, pl. 4.(14) Infra, pág. 220.(15) E. d. Besitzes, 494.

Page 190: Holmes Common Law

rczcan convenientes sin preocuparse mucho por los principios con que se enfrente su legislación, un principio que desafía a la con­veniencia deberá esperar algún tiempo antes de encontrarse per­manentemente verificado.

Queda entonces por buscar algún fundam ento para la protec­ción de la posesión fuera del B ill og Rights o la Declaración de la In­dependencia, que resulte compatible con el más amplio campo que se ha otorgado a la concepción en el derecho moderno.

Los tribunales han dicho poco sobre el tema. E n un caso se es­tableció que lo que el derecho esparce alrededor de la persona era una extensión de la protección, y sobre ese fundam ento se sostuvo que el trespass quare clausum no se adm itía en el adm inistrador de la quiebra 16. A sí se ha dicho que negar a un quebrado la acción de trover contra extraños, por m ercaderías que llegaren a su pose­

sión después de su quiebra, sería «una invitación form ulada a todo

el mundo para que se arrebaten la posesión», haciéndose referencia a «fundamentos de política y de conveniencia»17. También puedo referirm e a los casos de captura, algunos de los cuales serán citados de nuevo. Según la costumbre inglesa, en el centro ballenero de

^Groenlandia, si el prim er arponero perdía su posesión sobre el ani­mal y luego era otro quien lo mataba, el primero no tenía derecho

a reclam ación; pero tenía derecho a todo si se mantenía aferrado a

la ballena hasta que fuera golpeada por el otro, pese a que enton­

ces se hubiera roto el prim er arpón. Por otra parte, según la costum­

bre de las Gallipagos, el prim er arponero tenía derecho a la mitad

de la ballena, pese a perder el control de la cu e rd a 18. Los tr i­bunales ingleses han sostenido y actuado conforme con ambas cos­tumbres, y el juez Low ell ha resuelto un caso de acuerdo con una tercera, por la cual se otorga la ballena al barco cuya arma queda primero en ella, siempre que la reclam ación se haga antes del cor­te 10. E l fundam ento, como lo dijo Lord M ansfield, es simple­mente que si no fuera por tales costumbres, subsistiría perpetua­

(16) Rogers v. Spence, 13 M. & W. 579, 581.(17) W ebb v. Fox, 7 T. E. 391, 397.(18) Fennings v. Lord Grenville, 1 Taunt. 241; L ittledá le V. Scaith , ib.

2 -13 ji. ( a ) ; cf. H ogarth v. Jackson, M. & M. 58; STcinner v. Chapman, ib. r»9 n.

(19) S w ift v. G ifford, 2 Lowell 110.

1 9 4 COMMON LAW

Page 191: Holmes Common Law

LA POSESIÓN 195

mente una especie de guerra entre los ballen eros20. Si los tribu­nales adoptan reglas diferentes sobre hechos similares, de acuerdo con el punto en el que según los casos los hombres habrán de pelear, es porque tiende a evitar una teoría a priori sobre el tema.

Quienes ven en la historia del derecho la expresión form al del desarrollo de la sociedad, podrán pensar que el fundam ento cercano del derecho debe ser empírico, aun cuando tal fundam ento esté cons­tituido por el hecho de que generalmente se sustenta cierto ideal o teoría de gobierno. Siendo una cosa práctica, el derecho debe encon­trarse en las fuerzas efectivas. E n consecuencia, basta al derecho, que el hombre, en virtud de un instinto que comparte con el perro doméstico y del cual la foca es ejemplo notable, no permita ser des­pojado, por el engaño o por la fuerza, de lo que posee, sin intentar recuperarlo de n u ev o 21. La filosofía puede encontrar cien razo­nes para ju stificar el instinto, pero sería totalmente sin sentido que lo condenara obligándonos a rendirnos sin un murmullo. E n tanto permanezca el instinto, habrá de resultar más cómodo para el de­recho satisfacerlo de manera ordenada, que dejar a la gente librada a sí misma. Si hiciera de otra manera, se transform aría en asunto para pedagogos, totalmente desprovisto de realidad.

Me parece que ahora estamos en condiciones de empezar el aná­

lisis de la posesión. E n prim er lugar, habrá de resultar instructivo decir m ía palabra sobre una cuestión prelim inar que en Alem ania fuera debatida con gran ardor. L a posesión ¿es un hecho o un de­

recho? E sta cuestión debe interpretarse como que, por posesión y por derecho, significa lo que jurídicam ente se entiende por esas palabras, y no alguna otra cosa que los filósofos o los m oralistas puedan querer decir con ellas, puesto que como abogados no tene­

mos nada que ver con ellas, excepto en un sentido jurídico. Si esto se hubiera tenido siempre sólidamente presente, difícilm ente se ha­

bría planteado la pregunta.

Un derecho subjetivo no es sino un permiso para ejercer cier­tos poderes naturales, obteniendo, bajo ciertas condiciones, protec­ción, devolución o indemnización mediante el auxilio de la fu erza pública. E n tanto se dé a un hombre el auxilio de la fuerza pública, tiene un derecho subjetivo, siendo éste el mismo sea que su reclam a­

do) 1 Taunt. 248.(21) Cf. Wake, Evolution o f M orálUy, parte I , cap. 4, págs. 296 e t seq.

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196 COMMON LAW

ción se funde en rectitud o en iniquidad. E n tanto la posesión esté protegida, es fuente de derechos subjetivos, tal como la propiedad cuando obtiene la misma protección.

Cada derecho subjetivo constituye una consecuencia adjudica­da por las normas juríd icas a uno o más hechos definidos por el de­recho, y toda vez que las normas juríd icas otorgan a cualquier per­sona derechos subjetivos especiales que no comparte el grueso de la gente, lo hace así sobre la base de que ciertos hechos especiales, que no son verdaderos para el resto del mundo, lo son así para esa per- sona. Cuando un grupo de hechos así singularizados por el derecho (law) existe en el caso de una persona dada, se dice que tiene la facu ltad de ejercer los derechos subjetivos (riglits) correspondien­tes, con lo cual se significa que el derecho (law) le ayuda a restrin­

g ir a sus vecinos o a algunos de ellos, de una manera que no lo haría si todos los hechos en cuestión no fueran verdaderos respecto de ella.

De aquí que cualquier palabra que denota tal grupo de hechos con­

nota los derechos subjetivos adjudicados a esa persona por modo de

consecuencias jurídicas, y cualquier palabra que denota los derechos

subjetivos adjudicados a un grupo de hechos connota el grupo de he­chos de igual manera.

L a palabra «posesión» denota ta l grupo de hechos. De aquí que cuando decimos que un hombre está en posesión, afirm am os di­rectamente que todos los hechos de un cierto grupo son verdaderos a su respecto, y damos a entender en form a indirecta o por deduc­ción que el derecho (law) le dará la ventaja de la situación. E l con­trato, o la propiedad, o cualquier otro concepto substantivo del de­recho puede ser analizado de la misma manera y debiera ser tra ta­do del mismo modo, La única diferencia es que m ientras la posesión denota los hechos y connota las consecuencias, la propiedad en todos los casos y el contrato con más incertidum bre y vacilación, denota las consecuencias y connota los hechos. Cuando decimos que un hombre es dueño de una cosa, afirm am os directam ente que tiene el beneficio de las consecuencias adjudicadas a un cierto grupo de he­chos y, por deducción, que los hechos son verdaderos a su respecto. L a cosa importante a comprender es que cada uno de estos comple­jos jurídicos, posesión, propiedad y contrato, debe analizarse en los hechos y en el derecho, antecedente y consecuente, de manera se­m ejante a cualquier otro. Carece totalm ente de im portancia que un elemento sea acentuado por una palabra, y el otro por las otras dos.

Page 193: Holmes Common Law

LA POSESIÓN 197

No estamos estudiando etimología, sino derecho. Siempre deben pre­guntarse dos cosas: primero, cuáles son los hechos que form an el grupo en cuestión; y luego, cuáles son las consecuencias que (‘I <l<‘ recho atribuye a ese grupo. Generalmente las únicas dificultades $.,on presentadas por el primero.

De ahí que resulte casi tautológico decir que la protección que el derecho (law) adjudica por v ía de consecuencia a la posesión, es tan verdaderam ente un derecho subjetivo (right) como aquellas consecuencias que se atribuyen a la prescripción adquisitiva por el período legal, o a una promesa por precio o bajo sello. Si la declaración resulta ayudada mediante la insistencia dram ática, pue­do agregar que los derechos posesorios se transm iten por heren­cia o legado, tanto como por traslación de dominio22, y que al­gunos de los estados les aplican impuestos como a la propiedad 23.

Ahora estamos listos para analizar la posesión tal como la en­tiende el common law. A fin de descubrir los hechos que la consti­tuyen, lo m ejor será estudiar la posesión en el momento en (pie se adquiere. Puesto que entonces todos deben estar presentes de la mis­ma manera, en que tanto la consideration y la promesa deben estar presentes en el momento de hacer un contrato, l ’ero cuando nos fi jamos en la continuación de los derechos posesorios, o como se dieo comúnmente, en la continuación de la posesión, todas las escuelas habrán de estar de acuerdo en que se necesita menos la totalidad de los hechos requeridos para dar vida a tales derechos (pie sigan siendo verdaderos, a fin de mantenerlos vivos.

Entonces, para obtener posesión, un hombre debe colocarse en cierta relación física con el objeto y con el resto del mundo, y debe tener cierta intención. E stas relaciones y esta intención son los he­chos que estamos buscando.

L a relación física con otros es simplemente una relación de po­

der m anifiesto coextensivo a la intención, y poco necesitará decirse

de él al determ inar la naturaleza de la intención. Cuando llegue a esta últim a, no habré de iniciar un análisis sim ilar al que ha sido realizado con respecto a la intención como elemento de la respon­sabilidad, puesto que en ese aspecto los principios desarrollados res­

pecto a la intención no guardan relación con el tema actual, y tal

(22) Asher v. W hitlock, L. R. 1 Q. B . 1.(23) People v. Shearer, 30 Cal. 645.

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198 COMMON LAW

análisis significaría poco más que discutir lo evidente. E s posible que la intención aquí requerida deba ser m anifestada abiertamente, pero todas las teorías relativas a los fundamentos sobre los cuales se protege la posesión parecerían estar de acuerdo en conducir al requisito de que ella debe ser real, sujeta, por supuesto, a los l í­mites necesarios de la investigación jurídica.

Pero además de nuestro poder y de nuestra intención respecto a nuestros congéneres, debe existir cierto grado de poder sobre el objeto. S i sólo hubiese otro hombre en el mundo que estuviera preso en la cárcel, bajo llave, la persona que tuviera la llave no poseería a las golondrinas que vuelen sobre la prisión. Este elemento es ilus­trado por casos de captura, pese a que sin duda el punto donde se traza la línea se ve afectado por la consideración del grado de poder obtenido contra otra gente, así como por el logrado sobre el objeto. E l derecho romano y el common law están de acuerdo en que, ge­neralmente, la persecución de animales salvajes no otorga al perse­guidor los derechos de posesión. H asta que la fuga se haya hecho imposible por algún medio, otro puede interferir y m atar o tomar y llevarse al animal, si puede. A sí es como se ha sostenido que no hay acción contra una persona por haber matado y tomado a un zorro que había sido perseguido por otra, y que entonces se hallaba realmente a la vista de la persona que originariam ente lo había encontrado, puesto en fu ga y cazad o24. E l tribunal del Queen's B ench llegó hasta decidir, pese a un veredicto contrario, que cuando los peces se hallaban casi totalm ente rodeados por una red, con una abertura de siete brazas entre las puntas, lugar en que eran estacionados los barcos para im pedir que huyeran, 110 se hallaban

sometidos a posesión, contra un extraño que rem ara a través de la abertura sirviéndose los p eces25. Pero la diferencia entre el po­der sobre el objeto que resulte suficiente para la posesión, y el que 110 lo sea, es evidentemente sólo de grado, y la línea divisoria puede ser trazada en diferentes lugares, en las distintas épocas so­bre los fundamentos recién aludidos. Así, se nos dice que la legis­latura de Nueva Y ork sancionó en 1844 una disposición según la cual quien ahuyentaba y perseguía a los ciervos en algunos conda­dos de ese estado, sería considerado en posesión del anim al en tanto

(24) 2 Kentfs Comm. 349, citando a Pierson v. P ost, 3 Caines (N . Y .) 175; B uster v. Newlcirlc, 20 Johnson (N . Y .) 75.

(25) Young v. Hichens, 6 Q. B. 606.

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L A P O S E S IÓ N í?I /

4f /l0continuara en su persecución26, m odificando, en esa medid^' | fallos de Nueva Y o rk recién citados. A sí, m ientras Justiniai' í j cidió que un anim al salva je herido de tanta gravedad que '/ /

ser tomado fácilm ente, debía ser efectivam ente apresado ant*/ que perteneciera a sns cap tores27, el juez Lowell, con igualé ¿y zones, ha sostenido la costumbre contraria de los balleneros vi i americanos en el Océano A rtico, antes mencionada, por la cil 1

otorga la ballena al barco cuya arma es la prim era en queda* (|‘>s vada, siempre que se haga la reclam ación antes del co rte 28. \

Con estos ejemplos podemos salir de la relación física c objeto, porque no puede ser considerada a menudo excepto e</| * casos de seres vivos y salvajes, y ahora llegamos a la inten,) lj( que es el verdadero problema. Justamente aquí es donde encoM, mos insatisfactorios a los juristas alemanes, por las razones qiL he explicado. Las teorías m ejor conocidas se han estructurado y

i 99

teorías de la interpretación alem ana del derecho romano, ba,|, I, influencia de alguna form a de filosofía kantiana o post-kantyM De cuerdo con la opinión alemana, el tipo de posesión rotf,^i, era el de un dueño o de quien estaba en camino de serlo. Siguiy// ( esta vía, Savigny, el único escritor sobre el tem a que los lec< ingleses habitualm ente conocen, dijo que el animns domini, o la intención de tra tar con la cosa como dueño, os generalm ente}i¡¡ cesario para transform ar una mera retención física on l)('s , ’ //,*0

ju r íd ic a 29. No necesitamos detenernos a inquirir si esta f f]¡ moderna es más exacta que el Ssarzó ovTO.s (animns dom ii // tis> animns dominandi) de T e ó filo 30 y las fuentes griegas, pií que ambas, como lo hacen los civilistas y los canonistas,' y 0 7

deben hacerlo las teorías alemanas, excluyen de la lista de p<r dores a la m ayoría de los bailees y termors (N. del T. 4) 31

(26) Kent's Comm. 349, n. (d ).(27) Inst. 2. 1, 13.(28) S w ift v. G ifford , 2 Lowell 110. fo')’(29) Savigny, R. d. Besitzes, 21. ff¡j(30) II . 9, 4; I I I . 29, 2. Anim us domini se usará aquí como i n d i c \°

de manera abreviada la naturaleza general de la intención requerida / t por quienes niegan lo apropiado de la expresión, y especialmente porque la í e nión de Savigny es la que ha sido adoptada por los escritores ingleses. ( J

(N . del T. 4) : Termor es quien posee tierra o bienes inmuebles dur; 1 un term o f years, es decir, durante un tiempo fijo y determinado. I

(31) Cf. Bruns, R. d. Besitzes, 413 e ib. 469, 474, 493, 494, 505; Wi* cheid, Pand. 149, n. 5 (p. 447, 3era. e d .) ; Puelita, Inst. 226.

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200 COMMON LAW

E l efecto de esta exclusión, interpretada por la filosofía del derecho kantiana, ha sido llevar a los abogados alemanes a consi­derar la intención necesaria para la posesión como primordialm ente

auto-personal. Su filosofía les enseña que se protege el poder físico de un hombre sobre un objeto porque aquél tiene la voluntad de hacerlo suyo, transform ándolo así en parte de sí mismo, en la ma­

nifestación externa de su lib e rta d 32. Siendo la voluntad del po­seedor así concebida como auto-personal, la intención con la cual debe poseer resulta m uy clara: debe poseer para su propio benefi­cio. Adem ás la intención auto-personal debe llegar hasta el nivel

de la intención de apropiarse de la cosa, puesto que de otra manera parece im plicar que el objeto no sería verdaderam ente colocado bajo la personalidad del poseedor.

Y a se han mostrado los fundam entos para rechazar los criterios del derecho romano. Enpecemos de nuevo. Los deberes jurídicos son lógicamente antecedentes de los derechos subjetivos. Cuál puede ser su relación con los derechos en el campo de la moral, si les que existe alguna, y si tales derechos morales no son de manera parecida, lógicos descendientes de los deberes morales, son cuestiones que no nos interesan aquí. Quedan para los filósofos que se acercan al de­recho desde afuera, como parte de una serie más grande de mani­festaciones humanas. L a tarea del jurista consiste en revelar el con­tenido del derecho, es decir, trab a jar sobre él desde adentro, o, ló­gicamente, arreglándolo y distribuyéndolo, en tanto resulte prac­

ticable, desde su summum genus hasta su Ínfima species. Entonces los deberes jurídicos se encuentran antes que los derechos subjeti­

vos. P ara decirlo de manera más am plia y evitar la palabra «deber»,

que esta sujeta a objeciones, el funcionam iento directo del derecho consiste en lim itar la libertad de acción o de elección de ciertas maneras específicas, por parte de un número m ayor o menor de personas; mientras que el poder de supresión o de ejecución de esta

lim itación, que generalmente se confía a ciertas personas particu­lares, o, en otras palabras, el derecho correspondiente a la carga,

no constituye una correlativa necesaria o universal. Nuevamente, gran parte de las ventajas de que goza quien tiene un derecho subjetivo no es creada por las normas jurídicas. E llas no me auto­

rizan a usar y abusar de este libro que se encuentra frente a mí.

(32) Supra, pág. 190; 2 Puchta, Inst. 226 (5ta. ed .), págs. 545, 546.

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LA POSESIÓN 201

Ese es un poder físico que yo tengo, sin la ayuda del derecho. Lo que el derecho hace es simplemente im pedir que otros hombres in­terfieran, en m ayor o menor extensión, con mi uso o abuso. Y ente análisis y ejemplo se aplica al caso de la posesión, tanto como al de la propiedad.

Siendo así el funcionam iento directo del derecho en el caso de la posesión, cabría pensarse que el animus o la intención más próximamente paralela a su movimiento sería la intención que estamos buscando. Si lo que hace el derecho es excluir a los demás para que no interfieran con el objeto, parecería que la intención que el derecho debiera requerir es la de excluir a los demás. Pienso

que tal intención es todo lo que el common law estima 'necesario y que, en principio, nada más debería exigirse.

iPodría preguntarse si esto no es simplemente el animus clomini mirado desde el otro lado. S i así fuera, sería mejor, sin embargo, m irar al frente que a su reverso. Pero no es lo mismo si adjudi­camos al animus domini el significado que le dan los alemanes, y

que niega la posesión de los bailees en general. L a intención de apro­piarse o de tratar con una cosa como un propietario difícilm ente

puede existir sin la intención de excluir a los demás, pero lo último puede m uy bien estar donde no hay intención de poseer como propietario. Un tenant for years (N. del T. 5) intenta excluir a todas las personas, incluso al propietario, hasta el fin al de su pe­ríodo; sin embargo, no tiene animus domini en ,el sentido explicado. Todavía menos lo tiene un bailee con un lien (N. del T. 6 ), que ni siquiera pretende usar, sino solamente retener la cosa para el pago. Pero además el common law protege a un bailee contra terceros, cuando no lo protegería contra el dueño, como en el caso de Un depósito u otro bailment terminable a volun tad; y en consecuencia podemos decir que ni aún la intención de excluir necesita ser tan extensa como estaría im plicada en el animus domini. Si un bailee. intenta excluir a los terceros al título, según nuestro derecho es

(N . del T. 5) : Un tenant fo r years es el arrendatario, inquilino o pon.... lorque tiene el uso y la posesión temporarios de tierra o bienes inmuebles nJenoM, en virtud de un arriendo o alquiler por un período determinado do tiempo, como por un año o un número f ijo de años.

(N . del T. 6) : Por lien se entiende todo privilegio o garantía o gravamen al servicio de un crédito contra bienes del deudor; una carga o privilegio o gravamen sobre bienes.

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202 COMMON LAW

bastante para la posesión, pese a que esté perfectam ente dispuesto a entregar la cosa a su dueño en cualquier momento; m ientras que es de la esencia de la opinión alemana que la intención no sea relativa sino absoluta y auto-personal, para tomar los beneficios de la cosa. Adem ás si los motivos y deseos, y aún las intenciones más presentes en la mente de un poseedor fueran todos auto-perso- nales, no se seguiría de ello que lo im portante en el análisis del derecho no sería la intención respecto a los demás. Pero como hemos visto según la teoría del common law, un depositario es un verdadero poseedor, pese a que su intención no sea auto-personal, y posea solamente en beneficio del dueño.

H ay un tipo de casos, además de los de los bailees e inquili­nos, que probable aunque no necesariamente, serán decididos en alguna de las dos maneras, según adoptemos el patrón de la in­tención de excluir o el del animus domini. Bridges v. IIawkesworth 33

habrá de servir de punto de partida. E n ese caso, estando en una casa de comercio, un cliente dejó caer al suelo un libro de bol­sillo, que fue recogido por otro cliente antes que el dueño del negocio se diera cuenta. Los jueces del common law y los civilis­tas estarían de acuerdo en que el primero que obtuvo la posesión fue quien lo encontró, y de ta l m anera podía guardarlo en contra del dueño del negocio, ya que éste, no estando enterado de ello, no podría tener la intención de apropiarse de él, y habiendo in­vitado al público a que entrara a su comercio, no podía tener la intención de excluirlos de allí. Pero suponiendo que el libro de bolsillo hubiera caído en una habitación privada, ¿cómo debería ser decidido el caso? No puede haber animus domini, a menos que se sepa de la cosa; pero la intención de excluir a los demás puede estar contenida dentro de la más am plia intención de excluir a los otros del lugar donde esté, sin ningún conocimiento de la existencia del objeto.

E n M cAvoy v. M edina 34 se había dejado un libro de bolsi­llo sobre la mesa de una peluquería, y se decidió que el peluquero tenía m ejor derecho que quien lo encontró. L a opinión es bastante obscura, ya que establece una distinción entre las cosas colocadas voluntariam ente sobre una mesa y las que caen al suelo, y posi­blemente siga el fundam ento de que cuando el dueño deja una

(83) 15 Jur. 1079; 21 L. J. Q. B. 75; 7 Eng. L. & Eq. 424.(34) 11 Alien 548.

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LA POSESIÓN 203

cosa de esa manera, se hace una petición im plícita al propietario del negocio para que la cuide, lo que le dará un m ejor derecho que el que realmente la encuentre antes.

Esto, sin embargo, es bastante forzado y quizá el tribunal pensó que el peluquero tenía la posesión tan pronto como el cliente se retirara del comercio. Un poco más tarde, en un juicio por una recompensa ofrecida a quien encontrara un libro de bolsillo, ini­ciado por quien lo encontrara donde el dueño lo había dejado (sobre un escritorio para uso de la clientela, de un banco, frente al mostrador del cajero), el mismo tribunal dijo que esto no cons­tituía encontrar un artículo extraviado y que «los ocupantes de la casa bancaria, y no el actor, eran propiamente los depositarios <le

un artículo dejado de esa m anera»35. Este lenguaje parecería im­p licar que el actor no era la persona que obtuvo primero la po­sesión después del demandado, y que, aunque el piso de un co­mercio puede ser comparado a una calle, se estima que el público está excluido de los escritorios, mostradores y mesas del negocio, a no ser para el uso específico permitido. Sin embargo, quizás el caso solamente decide que el libro de bolsillo no fue extraviado dentro de las condiciones de la oferta de recompensa.

No me hubiera parecido seguro sacar ninguna conclusión de

los casos de naufragios en Inglaterra, que se hallan mezclados con

cuestiones de prescripción y otros derechos. Pero parece que el

punto preciso ha sido decidido aquí. Se ha sostenido que, si una.

varilla de m adera llega, a la costa, el propietario de la tierra ad­quiere el «derecho de posesión» contra quien realmente la haya encontrado, habiendo entrado con el propósito de tom arla80. Se dice que un derecho de posesión es bastante para un trespass, pero con esa frase el tribunal parece haber querido significar posesión, por cuanto el C h ief Justice Shaw m anifiesta que la cuestión reside en cuál de las partes tenía «la reclamación preferente, por mera nuda posesión sin otro título», y ya que en el caso no parece haber habido derecho de posesión, alguno a menos que hubiera posesión real.

E n un caso crim inal, se sostuvo que la cantidad de hierro lo mado del fondo de un canal por un tercero, correspondía a la com

(35) K incaid v. Eaton, 98 Mass. 139.(36) BarTcer v. B ates, 13 Pick. 255, 257, 261; 1'rootor v. Adam s, 113 M i i h h .

376, 377; 1 Bl. Comm. 297, Sharsw. ed., n. 14. Oí. Bltuhs v. IHggt, 13 O. B. n. s. 844, 847, 848, S50, 851; 11 H. L. O. 621; Sm ilh v. Sm ith, Strango, 955.

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204 COMMON LAW

pufiía del canal, aunque no parece que la compañía tuviera noticia <le ella, ni tuviera sobre ella algún gravam en 37.

En tales ejemplos, la única intención referente a la cosa a descubrir es la intención general que tiene el ocupante de la tierra, en el sentido de excluir al público de ella, y como consecuencia, excluirlos de lo que está sobre ella.

Probablemente los abogados romanos habrían resuelto todos estos casos de manera diferente, pese a que no puede suponerse que hubieran construido las teorías refinadas que han sido levan­tadas sobre sus restos38.

A q u í puedo volver al caso de las m ercaderías dentro de un cofre entregado bajo llave, o en un fardo, y similares. Constituye una regla de derecho crim inal la que nos dice que si el bailee de tal cofre o fardo lo vende ilegalmente, no comete hurto, pero si descarga el contenido, sí que lo comete, porque en el prim er caso no realiza un trespass y en el últim o s í 39. L a razón que a ve­ces se ha suministrado es que, mediante la descarga, el bailee de­termina el bailment y que las m ercaderías se establecen inm edia­tamente en posesión del bailor. E sta es quizá una ficción tan inne­cesaria como inadecuada40 L a regla viene de los A nuarios y la teoría de los Anuarios, era que, pese a que el cofre fue entre­gado al bailee, las mercaderías que estaban dentro no lo fueron, y esta teoría se aplicó tanto a los casos civiles como a los criminales. E l bailor tiene el poder y la intención de excluir al bailee de las mercaderías, y en consecuencia puede decirse que tiene su posesión en contra del bailee 41.

P or otra parte, un caso de Rhode Is la n d 42 está en contra de la opinión que aquí se ha adoptado. Un hombre compró una

(37) Beg. v. Bowe, Bell C. C. 93.(38) Puede verse, respecto a un tesoro escondido en tierra ajena, D. 41.

2. 44, p r .; D. 10, 4, 15. Nótense las diferentes opiniones en D. 41. 2. 3. 3.(39) 3 Inst. 107; 1 H ale P . C. 504, 505; 2 Bishop Crim. Law, 834,

860 ( 6ta. ed.).(40) Beg. v. M iddleton, L. R. 2 C. C. 38, 55. Cf. lla llid a y v. H olgatc,

L. R. 3 Ex. 299, 302.(41) Cf. Y. B. 8 Ed. II , 275; Fitzh. Abr. Detinue, pl. 59; Y. B. 13

Ed. IV. 9, pl. 5; K eilway, 160, pl. 2; M erry v. Green, 7 M. & W. 623, 630. Sin embargo, puede no ser necesario ir tan lejos, y no se considera que estos casos establecieron la doctrina. Para explicaciones equivocadas, véase 2 East, P. C. 696.

(42) Durfee v. Jones, 11 R. I . 588.

Page 201: Holmes Common Law

caja de caudales, y queriendo venderla de nuevo, la e n v i ó a l d e ­

mandado, dándole permiso para que guardara en ella sus libros hasta la venta. E l demandado encontró algunos billetes de banco

introducidos en una hendedura de la caja de caudales, lo que llegó a oídos del actor, moviéndolo a demandar por la entrega de la caja y del dinero. E l demandado devolvió la caja de caudales, pero se rehusó a entregar el d in ero ; el tribunal lo apoyó en tal proceder. Me arriesgo a pensar que esta decisión es equivocada. Mi opinión

110 cam biaría por la presunción — que el informe del caso en cues­tión no hace perfectam ente claro— , de que el demandado recibió la caja como bailee y 110 como dependiente o m andatario, y que

su permiso para usar la caja de caudales era general. E l argu­mento del tribunal se apoya en que 110 fue el actor quien lo en­contró. Pero la cuestión es si era necesario que así lo hubiera hecho. E s d ifíc il creer que si el demandado hubiera robado los billetes de la caja mientras estaba en manos del prop ietario43, éste 110 podría haber mantenido trover por ellos si fueran converted bajo esas circunstancias. Parece (pie S ir James Stephen sacó una conclusión sim ilar de Cartwright v. Green y de Merry v. G reen 4 4 ; pero yo pienso que en tales casos 110 se encuentra razón para ello, y menos todavía por la razón sugerida.

H abrá de entenderse, sin embargo, que D urfee v. Jones es perfectam ente compatible con la opinión aquí mantenida respecto a la naturaleza general de la intención necesaria, y que solamente toca la cuestión subordinada de si la intención de excluir debe dirigirse a la cosa específica o puede ser incluida aún inconscien­temente en una intención mayor, como me inclino a pensar.

H asta el momento nada se ha dicho respecto a la custodia

de los dependientes. E s una doctrina bien conocida del derecho

penal aquélla por la cual el dependiente, que converts crim inal­mente bienes de su patrón que le han sido confiados y están bajo

su custodia como dependiente, es culpable de hurto, porque se estima que tomó los bienes de la posesión de su patrón. Esto equivale a decir que un dependiente, teniendo la custodia de los bienes de

(43) Beg. V. Bowe, Bell C. C. 93, citado arriba.(44) 8 Yes. 405; 7 M. & W. 623; Stephen, Crim. Law, Art. 281, I I I (4 ) ,

p. 197. Dice «porque (el dueño de la caja) no puede presumirse que ha de actuar como su propietario cuando lo descubre», rsizón tomada de Savigny, pero como se ha demostrado, no es adecuada al derecho inglés.

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COMMON LAW

su patrón como tal, no tiene la posesión de ellos, y así se expresa en los Anuarios 45.

La distinción anómala de acuerdo con la cual, si el depen­diente recibe la cosa de otra persona para su patrón, tiene la po­sesión de modo que no puede cometer h u rto 4(5, se hace más ra­cional de acuerdo a los casos antiguos. Puesto que la distinción que en ellos se realiza es que m ientras el dependiente está en la casa de o con su patrón, este últim o retiene la posesión, pero si entrega su caballo al dependiente para que vaya al mercado o le dá una v a lija para que la lleve a Londres, entonces la cosa está en posesión del dependiente y fuera de la del p a tró n 47. De esta ma­nera más inteligible la regla no tendría éxito ahora. Pero la m itad de ella o sea que un huésped no tiene posesión del plato con que se le sirve en una taberna, todavía signe siendo derecho, puesto que en general, los huéspedes son comparables a los dependientes, en cuanto a su posición ju ríd ica 48.

H ay pocos fallos ingleses, fuera del derecho crim inal, sobre la cuestión de si el dependiente tiene posesión. Pero los Anuarios no sugieren ninguna diferencia entre los casos civiles y criminales, y según una ininterrum pida tradición de tribunales y escritores au­torizados, no la h ay en ningún caso. Un patrón ha alegado trespass contra su dependiente por la conversión de una tela que debía ven­

der 49 y los casos norteamericanos siguen la totalidad de la vie­ja doctrina. A menudo se ha destacado que un dependiente debe distinguirse de un bailee.

Pero cabe preguntarse de qué manera puede concordarse el

(45 . Y. B. 13 Ed. IV . 9, 10, pl. 5; 21 En. V II. 14, pl. 21. Cf. 3 En. V II. 12, pl. 9; Steph. Crim. Law, Art. 297 y app., nota X V II.

(46) Steph. Crim. Law , Art. 297 y app., nota X V II, pág. 382. Puede dudarse que el derecho antiguo hubiera sancionado la regla en esta forma. F . N. B. 91 E ; Y. B. 2 Ed. IV . 15, pl. 17.

(47) Y. B . 21 En. V II. 14, pl. 21; 13 Co. Rep. 69.(48) Se ha dicho que son parte de la fam ilia pro hac vice. Southcote v.

Stan ley, 1 H . | N . 247, 250. Cf. Y. B. 2 En. IV . 18, pl. 6.(49) Moore, 248, pl. 392; s. c. Owen, 52, F. N . B . 91 E .; 2 B l. Comm.

396; 1 H. Bl. 81, 84; 1 Chitty, Pl. 170 (lera , ed.) ; D icey, P arties, 358; 9 Mass. 104; 7 Cowen 294; 3 S. & R. 20; 13 Iredell 18; 6 Barb. 362, y casos citados. Se han negado algunos casos norteamericanos, sobre la base de que el custodia no era un dependiente. Cf. E oliday v. Hieles, Cro. Eliz. 638, 661, 746; Drope v. Theyar, Popham, 178, 179.

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IjA p o s e s i ó n 207

negar la posesión de los dependientes con el test propuesto, y se d irá con verdad que, como prestatario, el dependiente tiene la in­

tención de excluir a todo el mundo. Incuestionablemente el derecho

de los dependientes está en desacuerdo con ese patrón y no puede

haber duda de que quienes construyeron sus teorías sobre la base

del derecho romano han sido guiados por ese hecho, unido a la doc­

trin a romana referente a los bailees en general, para buscar la fó r­m ula de conciliación donde lo han hecho. Pero, en verdad, la excep­

ción con respecto a los dependientes se asienta sobre fundamentos

puram ente históricos. A los dependientes se les niega la posesión, 110 por alguna peculiaridad de la intención con respecto a las cosas

bajo su custodia, sea hacia su patrón o con relación a otras personas,

por la cual se lo distingue de un depositario, sino simplemente como algo incidente a su status. E l status de un dependiente conserva

muchas huellas de la época en que era esclavo. Un ejem plo es la res­

ponsabilidad de su patrón por sus actos ilícitos; otro es el que con­

sideramos. L a posesión de un esclavo era la posesión de su dueño,

de acuerdo con el fundam ento de orden práctico del poder del due­ño sobre é l 50, y del hecho de que el esclavo no tenía lugar auto el derecho. E l concepto de que su personalidad so bailaba fundida

en la del jefe de la fam ilia sobrevivió la era de la emancipación,

E n el prim er capítulo he dem ostrador>1 que la representa­ción surgió de la prim itiva relación en el derecho romano, a través

de la extensión a un hombre libre, pro hac vire, de las concepciones

derivadas de esa fuente. Pienso que lo mismo sucedo en nuestro pro­pio derecho, cuyo desenvolvimiento posterior parece haber estado

en gran parte bajo la influencia romana. Aún en tiempos de lllack-

stone, los m andatarios aparecen bajo el encabezamiento general de

dependientes, y los primeros precedentes que se citaban referidos al derecho peculiar de los mandatarios eran casos de patrones y depen­dientes. Merecen citarse las palabras de Blackstone: «Existe toda­vía una cuarta especie de dependientes, si así pudieran llamarse, que se encuentran más bien en una condición superior, auxiliar; co

(50) Bracton, fol. 6 a, 3, 12 a, 17 a, Cap. V ad fin ., 25 a, b, etc.; Puchta, Inst. 228.

(51) Véase también 7 Am. Law Bev., 02 c t seq.\ 10 A m . Law Bev. 431;2 K ent Comm. (12 ed .), 260, n. 1.

Page 204: Holmes Common Law

208 COMMON LAW

ino los administradores, factores y mayordomos: a quienes, sin em­bargo, el derecho considera como dependientes pro tempore, con res­pecto a aquellos de sus actos que afecten los bienes de su patrón o empleador» C2.

E s m uy cierto que en los tiempos modernos, muchos de los efec­tos de cualquier relación — patrón y dependiente o mandante y man­

datario— , pueden ser explicados como resultados de actos realiza­dos por el mismo patrón. Si un hombre le dice a otro que conclu­

y a un contrato en su nombre, o le ordena que realice un acto ilícito, no se necesita ninguna concepción especial para explicar por qué es responsable, pese a que aún en tales casos, cuando la parte inter­media era un hombre libre, no se llegó a esa conclusión hasta que el derecho hubo madurado. Pero si el título de la representación me­

rece absolutamente permanecer en el derecho, debe ser porque se

adjudican, al hecho de la relación algunas consecuencias peculiares. Si todo consistiera en el mero poder de obligar a un mandante por

un contrato que hubiera autorizado, de la misma manera podríamos tener un capítulo sobre la tinta y el papel que como sobre los man­datarios. Pero eso no es todo. A ú n en el dominio de los contratos,

nos encontramos con la doctrina sorprendente de que un mandante

desconocido tiene tanto los derechos como las obligaciones de un con­

tratante conocido, puede ser demandado, y lo que es aún más nota­ble, puede demandar el contrato de su m andatario. E l prim er an­

tecedente que se cita para la propuesta de que la promesa a un man­datario pueda ser im putada como una promesa al mandante, es un

caso de patrón y dependiente r>3.

Como mi objeto en este momento consiste solamente en mos­

trar el significado de la doctrina de identificación en su relación

(52) 1 Comm, 427. Cf. Prefacio de Peley sobre Agency. En los libros antiguos a los factores siempre se llam a dependientes, véase, por ej. W oodlife'a Case, Owen, 57; H oliday v. H icks, Cro. Eliz. 638; Southcote's Case, 4 Co. Bep. 83 b, 84 a; Southern v. How, Cro. Jac. 468; St. 21, Jac. 1, c. 16, 3; Morse v. Slue, 3 Keble, 72. Respecto a los mayordomos, véase Bracton 26 b, «R estituat domino, vel servien ti», etc.; Y. B. 7 En. IV . 14, pl. 18.

(53) Paley, A gency, c. 4, 1., citando a Godbolt, 360. Véase además F . N. B. 120 G; Fitzh. Abr. D ette , pl. 3; Y. B. 8 Ed. IV . 11, pl. 9. Estas reglas parecen ser algo modernas aún respecto a los dependientes. En los primitivos Y ear BooTcs está muy estrechamente lim itada la responsabilidad de un patrón por las deudas contraídas por su dependiente.

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LA POSESIÓN 209

con la teoría de la posesión, estaría fu era de lugar considerar exten­samente hasta que punto debe invocarse esa doctrina para explicar la responsabilidad de los m andantes por los actos ilícitos de nuh mandatarios, o si otros casos son regidos por una regla más razo mi ble que la aplicada cuando el actor tiene un status tolerablem ente definido como dependiente. Me perm itiré unas pocas palabras, por que no podré volver sobre el tema.

S i la responsabilidad del patrón por los actos ilícitos de sus de­pendientes ha sido hasta aquí reconocida por los tribun ales como los restos decadentes de una institución obsoleta, no sería sorprendente encontrarla lim itada a los casos establecidos por precedentes an ti­guos. Pero no ha sucedido eso. P or analogía, se ha extendido a nue­vas relaciones54. E xiste donde el m andante no se encuentra en la relación del paterfamilias con respecto al rea l in fra c to r5r>. Un hombre puede ser acusado por otro cuando la relación haya sido de tal naturaleza transitoria como para exclu ir el concepto de status, como por la negligencia del dependiente de otra persona que actúa momentáneamente por el demandado, o de un vecino que lo ayuda como voluntario °6, y en cuanto se sabe, ningún m andante ha es­capado sobre la base de la dignidad del empleo de su m andata­rio57. Los tribunales hablan habitualm ente como s i las mismas reglas se aplicaran a los corredores y otros m andatarios que a los dependientes propiam ente d ich os58. E n verdad, h a sido dicho

(54) Me inclino a pensar que esta extensión se debe en gran parte a 1» influencia del derecho romano. Véase Capítulo I , pág. 16, nota 54, y obsér­vese la parte con los precedentes respecto al fuego (Y . B . 2 En. IV. 18, pl. 6) que han jugado en formular la doctrina moderna del patrón y del depen­diente. Tuberville v. Stam pe, 1 La. Raym. 264 (donde los ejem plos de Ijord llo lt son del derecho rom ano); Brucker v. From ont, 6 T. R. 659; M'Manus v. C rickett, 1 E ast 106; P a tten v. Bea, 2 C. B. n. s. 606. En Southern v. JIow, Popham, 143, se alude a D octor and Student sobre los principios generales do la responsabilidad. Doctor and Studen t expresa el derecho romano. Véaso ade­más, Boson v. Sandford, 1 Shower 101, 102.

(55) Bac. Abr. M aster and Servant, K ; Smith, M astcr and Scrvant (3era. ed i.), 260, n. ( t ) .

(56) Clapp v. K em p, 122 Mass. 481, M urray v. Currio, L . R. 0, (5. I ’.

24, 28; HUI v. M orey, 26 Vt. 178.(57) Véase por ej. P atten v. Bea, 2 C B. n. h. 606; Holingbroko v.

Swindon Local Board, L. R. 9, C. P . 575.(58) Freeman v. Bosher, 13 Q. B. 780, 785; O auntlett v. K ing, 3 O. B .

n. 8. 59; H aseler v. Lemoyne, 28 L. J . C. P. 103; Collcl v. Fostcr, 2 II. & N. 356; BarwicTi v. English Join t S tock Bank, L. R. 2 Kx. 259, 265, 206; Lucas v. Masón, L. R. 10 Ex. 251, 253, último párrafo; M ackay v. Commercial Bank

Page 206: Holmes Common Law

208 COMMON LAW

mo los administradores, factores y mayordomos: a quienes, sin em­bargo, el derecho considera como dependientes pro temporc, con res­pecto a aquellos de sus actos que afecten los bienes de su patrón o empleador» °2.

E s m uy cierto que en los tiempos modernos, muchos de los efec­tos de cualquier relación — patrón y dependiente o mandante y man­

datario— , pueden ser explicados como resultados de actos realiza­dos por el mismo patrón. Si un hombre le dice a otro que conclu­

y a un contrato en su nombre, o le ordena que realice un acto ilícito, no se necesita ninguna concepción especial para explicar por qué es responsable, pese a que aún en tales casos, cuando la parte inter­media era un hombre libre, no se llegó a esa conclusión hasta que el derecho hubo madurado. Pero si el título de la representación me­

rece absolutamente permanecer en el derecho, debe ser porque se adjudican al hecho de la relación algunas consecuencias peculiares.

Si todo consistiera en el mero poder de obligar a un mandante por

un contrato que hubiera autorizado, de la misma manera podríamos tener un capítulo sobre la tin ta y el papel que como sobre los m an­datarios. Pero eso no es todo. A ú n en el dominio de los contratos,

nos encontramos con la doctrina sorprendente de que un mandante desconocido tiene tanto los derechos como las obligaciones de un con­

tratante conocido, puede ser demandado, y lo que es aún más nota­ble, puede demandar el contrato de su mandatario. E l prim er an­tecedente que se cita para la propuesta de que la promesa a un man­

datario pueda ser im putada como una promesa al mandante, es un

caso de patrón y dependiente 53.

Como mi objeto en este momento consiste solamente en mos­trar el significado de la doctrina de identificación en su relación

(52) 1 Comm. 427. Cf. Prefacio de Peley sobre Agency. En los libros antiguos a los factores siempre se llama dependientes, véase, por ej. W oodlife’a Case, Owen, 57; ü o lid a y v. Hieles, Cro. Eliz. 638; Southcote's Case, 4 Co. Rep. 83 b, 84 a; Southern v. How, Cro. Jac. 468; St. 21, Jac. 1, c. 16, 3; Morse v. Slue, 3 Keble, 72. Respecto a los mayordomos, véase Bracton 26 b, «R estituat domino, vel servienti», etc.; Y. B. 7 En. IV. 14, pl. 18.

(53) Paley, Agency, c. 4, 1 ., citando a Godbolt, 360. Véase además F. N. B. 120 G; Fitzh. Abr. D ette , pl. 3; Y. B. 8 Ed. IV . 11, pl. 9. Estas reglas parecen ser algo modernas aún respecto a los dependientes. En los primitivos T ear Boolcs está muy estrechamente lim itada la responsabilidad de un patrón por las deudas contraídas por su dependiente.

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LA POSESIÓN 20!)

con la teoría de la posesión, estaría fuera de lugar considerar exten sámente hasta que punto debe invocarse esa doctrina para explicar la responsabilidad de los mandantes por los actos ilíeitON de hii.h mandatarios, o si otros casos son regidos por una regla mus rn/.otm ble que la aplicada cuando el actor tiene un status tolerablemente definido como dependiente. Me perm itiré unas pocas palabras, poi­que no podré volver sobre el tema.

S i la responsabilidad del patrón por los actos ilícitos de sus de­pendientes ha sido hasta aquí reconocida por los tribunales como los restos decadentes de una institución obsoleta, no sería sorprendente encontrarla lim itada a los casos establecidos por precedentes an ti­guos. Pero no ha sucedido eso. P or analogía, se ha extendido a nue­vas relaciones54. E xiste donde el m andante no se encuentra en la relación del paterfamilias con respecto al real in fra c to r55. Un hombre puede ser acusado por otro cuando la relación haya sido de tal naturaleza transitoria como para excluir el concepto de status, como por la negligencia del dependiente de otra persona que actúa momentáneamente por el demandado, o de un vecino que lo ayuda como voluntario ce, y en cuanto se sabe, ningún mandante ha es­capado sobre la base de la dignidad del empleo de su m andata­rio57. Los tribunales hablan habitualm ente como si las mismas reglas se aplicaran a los corredores y otros mandatarios que a los dependientes propiam ente d ich os58. E n verdad, ha sido dicho

(54) Me inclino a pensar que esta extensión se debe en gran parte a li> influencia del derecho romano. Véase Capítulo I, pág. 16, nota 54, y obsér­vese la parte con los precedentes respecto al fuego (Y. B . 2 En. IV . 18, pl. 6) que han jugado en formular la doctrina moderna, del patrón y del depen­diente. Tuberville v. Stam pe, 1 La. Raym. 264 (donde los ejemplos de Lord llo lt son del derecho rom ano); Brucker v. From ont, 6 T. R. 659; M'Manus v. Vrickett, 1 E ast 106; P atten v. Bea, 2 C. B. n. s. 606. En Southern v. Jlow, Popham, 143, se alude a D octor and Student sobre los principios generales do la responsabilidad. Doctor and S tudent expresa el derecho romano. Vóaso ade­más, Boson v. Sandford, 1 Shower 101, 102.

(55) Bac. Abr. M aster and Servant, K ; Smith, M astcr and Scrvant (3era. ed i.), 260, n. ( t ) .

(56) Clapp v. K em p, 122 Mass. 481, Murray v. Curric, L. R. 6, O. I*. 24, 28; HUI v. M orey, 26 Vt. 178.

(57) Véase por ej. P atten v. Bea, 2 C B. n. a. 606; Bolingbrokc v. Swindon Local Board, L. R. 9, C. P . 575.

(58) Freeman v. Bosher, 13 Q. B. 780, 785; Gaunllctt v. King, 3 O. I t . n. s. 59; H aseler v. Lemoyne, 28 L. J. C. P. 103; Collrt v. Foster, 2 II. & N. .'156; BarwicTc v. English Join t Stock Bank, L. R. 2 Ex. 259, 265, 266; Lucas v. Masón, L. R. 10 Ex. 251, 253, último párrafo; Mackay v. Commcrcial Bank

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210 COMMON LAW

expresamente que la responsabilidad de los empleadores no se limi­ta al caso de los dependientes59, pese a que los casos usuales son, por supuesto, relativos a dependientes domésticos y similares, quie­nes no podrían p agar un gran veredicto.

P or otra parte, si las doctrinas peculiares del derecho de re­presentación son anómalas y constituyen, como lo creo, el punto de desaparición del status servil, puede m uy bien suceder que el sen­tido común habrá de rehusar llevarlas hasta sus más amplias apli­caciones. Podemos observar tales conflictos entre la tradición y el instinto de justicia en la cuestión de identificar a un mandante que sabe la verdad, con un m andatario que hace una representación fa lsa a fin de concluir un engaño, como en Cornfoot v. FowTce60, o sobre la responsabilidad del mandante por los engaños de sus man­datarios, que se han discutido en muchos casos ingleses61. Pero en tanto se deje en pie la ficción que constituye la raíz de la res­ponsabilidad del patrón, hay tan poca esperanza de tratar de con­ciliar las diferencias mediante la lógica, como la de llegar a la cua­dratura del círculo.

E n un artículo publicado en la Am erican Law R eview 62, me referí a una expresión de Godefroi con respecto a los manda­tarios ; eadem est persona domini et procuratoris63. Se ha dicho, en un ú til trabajo reciente, que este concepto de la unidad ficticia

o f N ew Brunswick, L. R. 5, C. P . 394, 411, 412. Respecto a los socios, 3 Kent's Comme. (12 ed .), 46, notas (d) & 1.

(59) Bush v. Steinman, 1 B. & P. 404, 409.(60 6 M. & W. 358. Cf. Udell v. A therton, 7 H. & N. 172, 184 para un

comentario como el del texto. Aquí carecen de importancia otros fundamentos para la decisión.

(61) M ackay v. Commerciál BancTc o f New Brunswick, L. R. 5, P. C. 394; Barwick v. English Jo in t Stock Bank, L. R. 2. Ex. 259; W estern Bank o f Scotland v. A ddie, L. R. 1 , H. L. Se. 145; 2 Kent's (12 ed .), 616, n. 1; S w ift v. Jew sbury, L. R. 9, Q. B. 301, revocando s. c. sub nom. S w ift v. W interbotlm m , L. R. 8, Q. B. 244; W eir v. Bell, 3 Ex. D. 238, 244. lias objeciones que menciona Barón Bramwell (L. R. 9. Q. B . 315) para tener a un hombre como responsable por los fraudes de otro, son objeciones a las consecuencias peculiares conexas a la relación de patrón y dependiente en general, y han sido adelantadas en esa forma más general por el mismo ilus­trado juez. 12 Am . Law Rev. 197, 200; 2 H. & N. 356, 361. Véase 7 Am. Law Rev. 61, 62.

(62) 7 Am. Law Rev. 63 (Oct. 1872).(63) D. 44. 2. 4, nota 17, Elzevir ed.

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LA POSESIÓN 211

de la persona constituye un obscurecimiento del te m a " 1. Pero recibe la aprobación de S ir ITenry M ain ecri, y yo creo (pie debo quedar como expresando un aspecto im portante del derecho, si, co­mo he intentado demostrar, no hay una explicación adecuada y com pleta del derecho moderno, a excepción de la supervivencia en la práctica de las reglas que perdieron su verdadero sentido cuando su objeto cesó de ser un esclavo. No hay d ificultad en entender lo que se quiere decir con que un esclavo no tiene situación jurídica, sino que es absorbido por la fam ilia que representa su patrón ante el derecho. E l significado parece igualm ente claro cuando decimos que un dependiente libre, en sus relaciones como tal, es en muchos as­pectos equiparado por el derecho a un esclavo (por supuesto que no en su propio detrimento de hombre lib re). El próximo paso es sim ­plemente que otros no-dependientes en un sentido general pueden ser tratados como si fueran dependientes en una relación p articu la r. L a historia nos demuestra este progreso de las ideas, y eso es lo quo se quiere decir afirm ando que el rasgo característico que ju stifica que la representación sea un título del derecho consiste en la absor ción pro hac vice de la individualidad juríd ica del m andatario en la de su mandante.

S i esto se llevara hasta el fin lógicamente, se seguiría que un m andatario constituido para tener la posesión en nombre de su mandante, no sería considerado como con posesión jurídica, o con derecho a trespass. Pero después de lo que se ha dicho, no puede

expresarse opinión acerca de si el derecho iría tan lejos, a menos que lo demuestren los precedentes66. H abrá de observarse la na­turaleza del caso traído. E s el de un m andatario constituido preci­

samente con el grado y propósito de la posesión. LTn dependiente li­bre puede transform arse en un bailee; pero el bailee posee en su propio nombre, como decimos siguiendo el léxico romano, y en cam­

bio el dependiente o m andatario, poseyendo como tales, no pueden

hacerlo.

(64) ílunter's Román Law, 431.(65) A ncient Jlist. o f In st., 235.( 66) Cf. G illett v. Ball, 9 Penn. St. 13; Craig v. Gilbreth, 47 Me. 410;

NicTcolson v. Know les, 5 Maddock 47; W illiam s v. P o tt, L. R. 12 Eq. 149; Adam s v. Jones, 12 Ad. & El. 455; Bracton, fol. 28 b, 42 b, 43. Compároso con el pasaje de Blackatone citado más arriba: «Possident, cujus nomine possidetur, procuratir alienae possessioni praesta t m inisterium ». D. 41. 2. 18, pr.

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2 1 2 OOMMON LAW

D ifícilm ente valdría la pena, si el espacio lo perm itiera, inves­tig a r los libros sobre este tema, debido a la gran confusión de len­guaje que se encuentra en ellos. A este respecto, se ha dicho, por ejemplo, que un transportador es un dependienteC7, si bien nada puede ser más claro que m ientras las m ercaderías están bajo su custodia se hallan en su posesión68. M ientras las m ercaderías permanecen bajo la custodia del vendedor, la asignación de acuerdo con el contrato y la aceptación se han confundido con la entre­ga 60. Nuestro derecho ha adoptado la doctrina rom ana 70 en el sentido de que puede haber entrega, es decir, un cambio de pose­sión, por el cambio del carácter en que tiene las cosas el vendedor,

pero no ha imitado siempre la precaución de los civilistas con res­

pecto a lo que constituye un cambio sem ejante71. Constantemen­te se habla de los bailees como si fueran m andatarios para poseer,

confusión que se facilita por el hecho de que generalmente son man­datarios para otros fines. Los casos que atribuyen posesión a un

cesionario de m ercaderías en manos de un interm ediario72 sin hacer distinción sobre si el interm ediario tiene las cosas en su pro­pio nombre o en el del comprador, generalmente tienen razón en el resultado, sin duda, pero han añadido m ayor confusión a la ya exis­tente sobre el tema.

Los escritores alemanes son un poco propensos a valorar una teoría de la posesión algo en proporción con la am plitud de la dis­tinción que establece entre la posesión jurídica y la retención real, pero desde el punto de vista que aquí se ha tomado, habrá de verse

(G7) W ard v. M acaulay, 4 T. R. 489, 490; Cf. respecto a los facto­res, supra.

(68 B em dtson v. Strang, L. R. 3, Ch. 588, 590.(69) Blackburn, Sale, 33; M arvin v. W allis, 6 El. Bl. 726.(70) D. 41. 2. 18, pr. «Quod meo nomine possideo, possum alieno nomi­

ne possidere: neo enim muto mihi eausam possessionis, sed desino possidere e t alium possessorem m inisterio meo fació. N ec idem est possidere et alieno nomine possidere: nam possidet, cujus nomine possidetur, procurator alienae possessioni praesta t m inisterium ». A sí muestra que el vendedor cambió la posesión mediante la tenencia en nombre del comprador, como su agente o mandatario para poseer. Cf. Bracton, fol. 28 b.

(71) Windscheid, Pand. 155, n. 8 a ; 2 Kent (12 ed .), 492, n. 1 (a ) . También debe tenerse presente que el derecho romano negaba posesión a los bailees.

(72) Véase por ej. F ariña v. Home, 16 M. # W. 119, 123.

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LA POSESIÓN

que los fundam entos para negar la posesión y los remedios poseso rios de los dependientes y mandatarios en su calidad de tales si, en verdad, los últimos no tienen esos remedios— son m eram ente ln tóricos, y que la teoría general solamente puede tener en eiienla a la negativa como una anomalía. También se percibirá que ln base sobre la que a menudo se han equiparado los dependientes y los di' positarios, a saber, que ambos tienen la cosa en beneficio de ol ra persona y no por sí mismos, carece totalm ente de influencia en nues­tro derecho, que siempre ha tratado a los depositarios como tenien­do la posesión, y no es la verdadera explicación de la doctrina ro­mana, que no decidió ninguno de esos casos sobre esa base, sino que decidió cada uno por razones diferentes de las que decidió el otro.

A hora será fácil tra tar la cuestión del poder respecto a terce­ras personas. Naturalm ente, es un poder coextensivo respecto a la. intención. Pero debemos tener presente que el derecho trata solao principalm ente hechos manifiestos, y de aquí que cuando hablamos de un poder para excluir a otros, no queremos decir nada más que un poder que así aparece en su m anifestación. U n poderoso delin­cuente puede estar dentro de igual alcance y vista que un niño quo levanta un libro de bolsillo, pero si no hace nada, el niño ha ma­nifestado el poder necesario tan bien como si hubiera sido apoyado por cien policías. A sí lim itado, podría sugerirse que la m anifesta­

ción del poder solamente es im portante como m anifestación de in­

tención. Pero las dos cosas son distintas, y la prim era llega a ser

decisiva cuando hay dos intenciones contemporáneas en conflicto.

Así, cuando dos personas sin que ninguna tenga título, reclam a­ron una siembra de m aíz de la otra, y la cultivaron alternadam ente,

y el actor la recogió colocándola en pequeños montones en el mismo

campo, donde estuvieron durante una semana, luego de lo cual cada

parte comenzó simultáneamente a llevársela, se sostuvo que el actor

no había adquirido posesión73. Pero el actor probablemente h a ­bría vencido si la prim era interferencia del demandado hubiera teni­do lu g ar después de haber juntado las mieses en montones 74. A sí cuando unos trustees * en posesión de una escuela, colocaron a un

(73) McGahey v. Moore, 3 Ired. (N . C.) 35.(74) Heañer v. M oody, 3 Jones (N . C.) 372. Cf. B asset v. Maynard,

Cro. Eliz. S19, 820.(* ) Persona en quien se inviste un poder o derecho con cargo de usarlo

o administrarlo para beneficio de otra.

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214 COMMON LAW

maestro, quien más tarde fue despedido, pero al día siguiente (30 de

junio) volvió a entrar por la fuerza, y el 4 de ju lio se le notificó

que debía partir, pero no fue desalojado hasta el 1 1 , se consideró que el maestro de escuela nunca obtuvo la posesión en contra de los tru stees75.

A este respecto, llegamos al tema de la continuación de los de­rechos adquiridos ai obtener posesión. Se ha visto que para obtener posesión debe existir ciertas relaciones físicas y cierta intención. Queda por averiguar cuánto tiempo deben proseguir esos hechos para ser realmente ciertos respecto a una persona y a fin de que ésta pueda conservar los derechos que siguen de su presencia. L a opinión dominante es la de Savigny, quien piensa que siempre debe haber el mismo animas que en el momento de la adquisición, así co­mo un poder constante para reproducir a voluntad las relaciones físicas originarias con el objeto. Todos están de acuerdo en que no es necesario tener siempre un poder actual sobre la cosa, porque de otra manera sólo podría poseerse lo que está bajo la mano. Pero la cuestión es si no podemos pasarnos sin él aún más. Los hechos que constituyen posesión son, por su naturaleza, capaces de seguir sien­do ciertos durante toda la vida. De ahí ha surgido una ambigüedad de lenguaje que ha llevado a gran confusión de pensamiento. Usa­mos la palabra «posesión» de manera indiferente, para significar la presencia de todos los hechos necesarios para adquirirla y también la condición de quienes, pese a que algunos de ellos ya no existan, todavía están protegidos como estuvieran. E n consecuencia, ha sido m uy fácil considerar la cesación de los hechos como la pérdida del derecho, tal como lo hacen, aproximadamente, algunos escritores ale­manes 7C.

Pero de la sola circunstancia que ciertos hechos deben concu­rrir a fin de crear los derechos incidentes a la posesión, no se sigue que deben continuar en orden a fin de mantener vivos a esos dere­

chos, más que lo que lo hace la necesidad de una consideration y una promesa para crear un derecho ex contráctil, que la consideration

y la promesa deben continuar en movimiento entre las partes hasta el momento del cumplimiento. Cuando ciertos hechos que confieren un derecho subjetivo se han hecho manifiestos una vez, no hay fun-

(75) Browne v. Dawson, 12 A. & E. 624. Cf. D. 43. 16. 17; ib. 3, 9; D. 41. 2. 18. 3; Clayton, 147, pl. 268.

(76) Cf. Bruna, R. d. Besitzes, 503.

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LA POSESIÓN 2 15

¿lamento general sobre el cual el derecho (norma) necesita poner­le un fin que no sea la m anifestación de algún hecho ineompal ibio con su continuación, pese a que las razones para conferir el parti cular derecho subjetivo pueden tener gran peso para determ inar cuáles actos serán considerados de ta l modo. Puede estim arse quo un hetho tal constituye la cesación de las relaciones físicas orig ina rias con el objeto, pero nunca se ha hecho, salvo en tiempos de m a ­yor violencia desenfrenada que el presente. Siguiendo el mismo p rin ­cipio, constituye solamente cuestión de tradición o de política de­term inar si la cesación del poder para reproducir las relaciones f í ­sicas originarias habrá de afectar la continuación de los derechos

subjetivos. No se coloca sobre la misma base que una nueva pose­sión asum ida en form a adversa por otra persona. Hemos adoptado

el derecho romano sobre los animales ferae naturae, pero la tenden­cia general de nuestro derecho es de favorecer la apropiación, abo­

minando de la ausencia de derecho de propiedad o posesorios, como de una especie de vacío. E n consecuencia, se ha decidido expresamen­te que si un hombre encuentra unos troncos flotando y los aferra con cables, pero se sueltan y siguen flotando, y los encuentra otra persona, quien los encontró primero retenía los derechos que sur­gen de que h aya tomado posesión, pudiendo mantener la acción de trover contra quien los vio en segundo lugar y rehusó entregarlos 77.

Supongamos que quien encontró una cigarrera de oro la ha de­jado en su casa de campo, que es solitaria e insuficientem ente cer­cada, y se encuentra en prisión, a ciento cincuenta kilómetros de

distancia. L a única persona en un radio de treinta kilómetros es u n ladrón completamente equipado que se encuentra en la puerta de entrada, quien ha visto la cigarrera a través de una ventana y que intenta entrar en la casa y tom arla. E l poder del primero para re ­producir su relación física originaria es bastante limitado, no obs­tante lo cual creo que nadie d iría que su posesión había llegado a su fin hasta que el ladrón hubiese m anifestado por un acto evidente su poder y su intención de excluir a otros de la cigarrera. L a ra-

(77) Ciarle v. Máloney, 3 H arrington (D el.) 68. Bruns (R. d. Besitzes, 503, 507) llega a la misma conclusión sobre fundam entos de orden práctico y conveniencia, pese a que categóricamente la repudia en teoría. Debo hacer alusión a lo que d ije más arriba referente a estoa conflictos entre la teoría y la conveniencia.

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216 COMMON LAW

J5Ón de esto es la misma que se presentó con respecto al poder de excluir al momento de obtener la posesión. E n su m ayor parte, el derecho trata con actos evidentes y con hechos que pueden conocerse mediante los sentidos. E n tanto el ladrón no haya tomado la cigarre­ra no ha manifestado su intención, y hasta que haya roto la barrera que mide el poder del poseedor actual para excluirlo, no ha m anifes­tado su propio poder. Adem ás puede observarse que de acuerdo con los patrones adoptados en este capítulo el dueño de la casa tiene una posesión presente en el sentido más estricto, porque, pese a no te­ner el poder que según S avign y es necesario, tiene en cambio una intención actual y el poder de excluir a otros.

E s concebible que el common law vaya tan lejos como para tra ­tar a la posesión de la misma m anera que a un título, y sostener que cuando ha sido adquirida una vez, se adquieren derechos que continúan predominando contra todo el mundo a excepción de uno, hasta que haya sucedido algo suficiente para desposeer la propiedad.

L a posesión de derechos, como se la llama, ha sido, durante si­glos, un campo de lucha en Europa. E s común que los escritores ale­manes vayan tan lejos como para mantener que puede haber una verdadera posesión de obligaciones, lo cual parece estar de acuerdo con la opinión general de que la posesión y el derecho son en teo­ría términos coextensivos, que el dominio de la voluntad sobre un objeto externo en general (sea ese objeto una cosa u otra volun tad), cuando esté de acuerdo con la voluntad general y en consecuencia sea legítimo, es llamado derecho, y cuando sea meramente de fa d o ,

es posesión78. Teniendo presente lo que se dijo sobre la cues­tión de si la posesión es un hecho o un derecho, se verá que tal an­

títesis entre posesión y derecho no puede adm itirse como distinción jurídica. Los hechos que constituyen la posesión generan derechos

tan verdaderamente como los hechos que constituyen la propiedad, pese a que los derechos de un mero poseedor son menos extensos que los de un propietario.

Recíprocamente, los derechos surgen de ciertos hechos que se

suponen verdaderos de la persona habilitada para ellos. Cuando esos

(78) Bruns, R. d. Besitzes, 57, p. 486. Un erudito escritor de una fecha más antigua se pregunta por qué un médico no tiene acción posesoria si de­jamos de emplearlo, y contesta: «Sentio actionem non tenere, sed sentio tantum , nec si vel m orte mineris, possum dicere quare. Tu lector, si sapis, rationes decidendi suggere». Hommel, Rhaps. qu. 489, citado, Bruns, 407.

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LA POSESIÓN 217

derechos son de tal naturaleza que pueden ser sucesivamente ver­

daderos respecto a diferentes personas, como en el caso de la ocu­

pación de la tierra, los derechos correspondientes pueden gozarse sucesivamente. Pero cuando los hechos y a han dejado de existir,

como cuando se da una consideration y se recibe una promesa, no

puede haber reclamación a los derechos resultantes presentada por nadie que no sea la parte respecto a quien los hechos eran origina­

riam ente verdaderos, — en el caso supuesto, el contratante origina­rio— , porque nadie sino ésta puede llenar la situación de donde

surgen.

Los lectores ingleses probablemente estarán de acuerdo en que uno de los hechos constitutivos esenciales consiste en una cierta re­lación con un objeto m aterial. Pero este objeto puede ser tanto un esclavo como un ca b a llo 79, y las concepciones originadas de esta manera pueden extenderse, por sobrevivencia, a los servicios libres.

E s digno de destacarse que aún Bruns, en la aplicación de su teo­ría, no parece ir más allá de los casos de status y aquéllos donde, !en lenguaje común, la tierra está obligada para los servicios en cues­tión, como ser para r e n ta 80. Siendo todavía tratados los servi­cios libres, por nuestro derecho, como serviles, cuando el patrón tie­ne un derecho de propiedad sobre ellos contra todo el mundo, es solamente una cuestión de grado establecer dónde habrá de tra ­zarse la línea. Será posible sostener que, tal como una persona pue­de estar en posesión de un esclavo sin título, así se podría tenes to­dos los derechos de un propietario en servicios libres prestados sin contrato. Quizá pueda verse algo parecido cuando un padre ob­tiene indemnización por la seducción de una b ija de más de veintiún años, pese a que no existe un real contrato de serv icios81. A sí, a través del curso total del derecho canónico y en el prim itivo de­recho inglés, las rentas eran consideradas como parte de los inmue­bles y capaces de posesión y de disseisin y podían ser cobradas como la tierra, por medio de un assize 82.

(79) Gardiner v. Thibodeau, 14 La. An. 732.(80) Bruns, 483.(81) 2 Kent (12 ed.) 205, n. 1. Cf. Y. B. 21 En. V I. 8, 9, pl. 19; N ota

a Scott v. Shepkerd en Sm. L. C. 1 (ed. A m .).(82) Britton (ed. N ich .), I. 277 (cf. Bract., fol. 164 b; F leta, fol. 214;

GJanv., Lib. X III , c. 3 7 ); L ittleton, 237-240, 588, 589; 3 Bl. Comm. 170; 3 Cruise, B ig ., tit., X X V III, Rents, cap. 2. 34.

Page 216: Holmes Common Law

218 COMMON LAW

Pero en nuestro derecho, como en el derecho romano, el caso más im portante de la llam ada posesión de derechos tiene lugar con respecto a las servidum bres reales. E n cierto sentido, una servidum ­bre es susceptible de posesión. Un hombre puede usar la tierra de cierta manera, con la intención de excluir a todos los otros de cual­quier uso incompatible con su propio uso, pero nada más. Sin em­bargo, si esto es verdadera posesión, es una posesión lim itada de tie­rra y no de derechos, como otros han demostrado. Pero cuando real­mente se ha creado una servidumbre, sea por escritura o por pres­cripción, pese a que indudablem ente es cierto que cualquier posee­dor del fundo dominante será protegido en su goce, en el pasado no ha sido protegido de esa manera, sobre la base de que la servi­dumbre era por sí misma un objeto de posesión, pero debido a la supervivencia, de los precedentes, explicada en un capítulo poste­rior 83. De ahí que para probar la existencia de una m era pose­sión de esta clase que el derecho habrá de proteger, tomaremos el caso de un camino usado de facto durante cuatro años, pero en el cual todavía no se ha adquirido ninguna servidumbre, y nos pre­guntarem os si el poseedor del fundo quasi dominante sería protegi­do en su uso contra terceras personas. Puede concebirse que debe­ría serlo, pero pienso que no lo será 84.

L a principal objeción a la doctrina parece ser que existe casi una contradicción entre las afirm aciones de que un hombre tiene un poder general y la intención de excluir a todo el mundo de tratar con la tierra, y que otro tiene el poder de usarla de una manera par­

ticular y excluir al propietario de toda interferencia a ese respecto. L a conciliación de ambas necesita un razonamiento algo artificial. Sin embargo, debiera tenerse presente que la cuestión, en cada

caso, no es cuál fue el poder real de las partes intervinientes, sino cuál fue su poder m anifiesto. S i este último estuviera equilibrado,

el derecho podría reconocer una especie de posesión m ixta. Pero si

no la reconoce hasta que se adquiera algún derecho, entonces la

(83) Véase el Capítulo X I.(84) Cf. Stockport Waterworlcs v. T o tte t, 3 H. & C. 300, 318. El

lenguaje en la séptima edición de 1 Sm. L. C. 300, es bastante amplio. S i el derecho debiera proteger al poseedor de tierra en el goce del agua que llegue a llí; debería hacerlo porque el uso del agua se consideró parte del goce de la tierra, y de ninguna manera im plicaría que habría de hacer lo mismo en el caso recién formulado de un camino sobre la tierra de otra persona.

Page 217: Holmes Common Law

LA POSESIÓN

protección de un disseisor en el uso de una servidum bre roa) todavl debe ser explicada haciendo referencia a los hechos moncioninloN e el capítulo referido.

Las consecuencias que se adjudican a la posesión son HubNtin

cialmente las que se adjudican a la propiedad, sujetas a la oucstió de la continuación de los derechos posesorios a que me he referid

más arriba. H asta el poseedor ilegítim o de un bien mueble, puoc

obtener por su conversión por un extraño al título, la indemnizi

ción total o la devolución de la cosa 85.

Se ha supuesto, seguramente, que era necesario una «propieda especial» a fin de mantener las acciones de replevin * 80 o tr< v e r 81. Pero los casos modernos establecen que la posesión es hi í'iciente, y un examen de las fuentes de nuestro derecho demuewti (pie la propiedad especial no significa nada más. Se ha mostrad (pie el procedimiento para recuperar los bienes muebles perdidi contra la voluntad propia, que describió Bracton como su pred( eesor en Europa, se basaba sobre la posesión. Sin embargo, Braetoi en el mismo pasaje donde expresamente hace esa m anifestación, us una frase que, a 110 ser por la explicación, parecería im portar pr< piedad: «Poterit rem suarn p etere» 88. Los writs de épocas poNt( riores usaban el mismo lenguaje, y cuando resultaban objotndoi como frecuentemente lo eran, en un juicio por un bailee por 11

apoderamiento bona ct catalla sua, que debería haber sido bono i custodia sua existentia, siempre se contestaba que quienes ocupaba la Chancery no form ularían un writ de esa m anera 8!>.

E l nudo del problema era que las m ercaderías bajo la posesió

de un hombre eran suyas (sua), dentro del sign ificad o del wri

(85) J e ffe rie s v. Great W estern B ailw ay Co., 5 El. & Bl. 802. Cf. Armo? v. Delamirie, 1 Strange 505, 1 Sin. L. C.

( 86) Co. Lit. 145 b.(* ) Acción personal ex delicto que tiene por objeto roadquirir la ]><>«

«ión do bienes arrebatados de manera ilegítim a.(87) 2 Wms. Saund. 47 b, nota 1 a W ilbraham v. Snow.( 88) Bract., fol. 150 b, 151; supra, p. 151; Y. B . 22 Ed. I,(89) Y. B. 48 Ed. III. 20; 11 En. IV . 17; 11 En. IV . 28, 2-1; 21 ICn. VI

14. E l significado de sua es discutido en Y. B . 10, Ed. IV. I, li, por Cntoali; Compárese Laband, Vermógensrechtlichen K lagcn , 111; IT «usier, (loworo, <111

c t seq., corrigiendo a Bruns, E. d. Besitzes, 300 ct neq. Sohm, I*roo. <1 • a Sal., 6.

Page 218: Holmes Common Law

220 COMMON LAW

Pero fue muy natural intentar una conciliación form al entre esa palabra form al y los hechos diciendo que, pese a que el actor no tenía la propiedad general sobre los muebles, tenía no obstante propiedad contra extraños 90, o una propiedad especial. Esto su­cedió, y cosa curiosa, dos de los ejemplos más prim itivos donde he encontrado aplicada la últim a frase, constituyen casos de un de­positario 91 y de un prestatario °2. Brooke dice que quien se apo­deró ilegítim am ente «tiene título contra todos excepto el verdade­ro dueño» 93. E n este sentido la propiedad especial fue m ejor des­cripta como «propiedad posesoria», como lo fue al decidirse que en una acusación por hurto, la propiedad podría establecerse en el bailee que sufrió el trespass 94.

l ie explicado el trastrocam iento por el cual el derecho a ac­cionar de un bailee contra terceras personas se suponía asentado so­bre su responsabilidad, pese a que en verdad era el fundamento de esa responsabilidad y surgió simplemente de su posesión. H abía un corto trecho entre decir que los bailees podían demandar porque eran responsables95 y decir que tenían la propiedad contra los extra­ños o una propiedad especial, porque eran responsables96, y a continuación que podían demandar porque tenían una propiedad

especial y eran responsables97. Y así fue como entró en el dere­cho el concepto de que la propiedad especial significaba algo más que posesión y era un requisito para mantener una acción.

E l error se hizo más fácil debido al uso diferente de la frase, en una relación distinta. E n general un bailee era responsable por

las mercaderías que le robaban de su custodia, sea que tuviera un lien o no. Pero el derecho era distinto respecto a un acreedor p ig­

noraticio que hubiera conservado la prenda junto con sus propias m ercaderías, en cuyo caso ambas eran robadas conjuntam ente98. E sta distinción fue explicada, al menos en la ¿poca de Lord Coke,

(90) Y. B. 11 En. IV . 17, pl. 39.(91) Y. B. 21 En. V II. 14 b, pl. 23.(92) Godbolt, 173, pl. 239. Cf. I I En. IV . IV . 17, pl. 39.(93) Bro. Abr. Trespass, pl. 433, cit. Y. B. 13 En. V II. 10.(94) K elyng, 39. Véase además Buller, N . P . 33.(95) Capítulo V ; Y. B. 20 En. V II, 1, pl. 11.(96) Y. B. 21 En. V II. 14 b, pl. 23.(97)' 1 Roll. Abr. 4, 5 ( I ) , pl. 1 . Cf. Arnold v .Jefferson , 1 LA.

Rayrn. 275.(98) 29 Ass., fol. 163, pl. 28.

Page 219: Holmes Common Law

LA POSESIÓN 22 L

diciendo que la prenda era, en un sentido, propia del acreedor p ig­noraticio, que tenía una propiedad especial, no existiendo así la re­

lación ordiaria de bailment, o que el compromiso era solamente con­

servarla como sus propias m ercad erías". Se usó la misma expre­sión al discutir el derecho del acreedor pignoraticio a ceder la pren­da 10°. E n este sentido, el término se aplicaba solamente a las prendas, pero su significación en una relación p articu lar fue fácilm ente lle­vada hasta otras en las que se usaba, con el resultado de que la propiedad especial, que era un requisito para mantener las accio­nes posesorias, se suponía significaba un interés lim itado en las mercaderías.

Con respecto a las consecuencias jurídicas de la posesión, sólo

queda por mencionar que las reglas que fueron dictadas con rela­

ción a los muebles también existen con respecto a la tierra. Puesto

que a pesar de que el actor, en un desahucio, debe recobrar la

tierra por la fuerza de su propio título, contra un demandado en

posesión de ella, ahora se halla establecido que la posesión anterior

es suficiente si el demandado se apoya solamente en su posesión101. Por supuesto que la posesión es suficiente para el trespass J02. Y pese a que el remedio prim itivo por la assize se hallaba restringido a quienes tenían una posesión técnica, ello sucedía por razones que no afectan la teoría general.

A ntes de term inar, debo decir una palabra relativa a la pro­

piedad y concepciones conexas. Siguiendo el orden del análisis que hemos emprendido con relación a la posesión, la prim era pregunta

debe ser: ¿ A qué hechos se adjudican como consecuencias jurídicas

los derechos llamados propiedad? E l modo más corriente de ob­tener la propiedad es mediante la transferencia de un propietario

anterior. Pero eso presupone una propiedad ya existente, y el pro­

blema consiste en descubrir qué es lo que le dá vida.

Un hecho que produce este efecto es la prim era posesión. E l captor de un anim al salvaje o de peces del océano, no tiene sim­

(99) iSouthcote's Case, 4 Co. Rep. 83 b.(100) Mores v. Conham, Owen, 123. Cf. B a tc liff v. D avis, 1 Bulstr. 29.

(101) Doe v. D yball, Mood. & M. 346 y nota; 2 Wms. Saund. 111 y notas posteriores; 1 Ad. <$r El. 119; Asher v. W hitlock, L. R. 1, Q. B . 1.

(102) Graham v. P ea t, 1 East, 244.

Page 220: Holmes Common Law

222 COMMON LAW

plemente posesión, sino un título válido contra todo el mundo. Pero

el modo más común de obtener un título originario e independiente

es mediante ciertos procedimientos, judiciales o no, opuestos a todo

el mundo. E n un extremo de éstos tenemos al procedimiento in rem

del derecho marítimo, que dispone de manera concluyente de la

propiedad en su poder, y cuando la vende o la expropia, no trata con el títu lo de éste o aquel hombre, sino que otorga un nuevo

título superior a todos los intereses previos, cualesquiera puedan ser. E l otro caso, más conocido, es la prescripción donde una te­

nencia pública opuesta durante cierto tiempo tiene un efecto si­m ilar. Un título por prescripción no es una transferencia presunta

de éste o aquel propietario solamente, sino que extingue todas las

reclamaciones previas incompatibles. Los dos se confunden en el antiguo fine (N. del T. 7) con las publicaciones, donde el efecto

combinado de la sentencia y el transcurso de un año y un día im pediría todas las reclamaciones 103.

De tal manera, la legislatura puede otorgar derechos análo­gos a los de propiedad a personas respecto a quienes otro conjunto

de hechos resulta verdadero. Por ejemplo, una persona con una

patente, o a quien el gobierno ha expedido cierto documento, y

quien en la práctica ha producido una invención patentable.

Pero ¿cuáles son los derechos de propiedad? Substancial mente

son los mismos que aquellos incidentes a la posesión. Dentro de los límites prescriptos por la política, se permite al dueño ejercer sus

poderes naturales sobre el objeto de que se trata, sin interferencias, y está más o menos protegido para excluir a otra persona de tal interferencia. Se perm ite al dueño que excluya a todos, y no es responsable frente a ninguno. A l poseedor se perm ite que excluya a todos menos a uno, y sólo es responsable frente a éste. E l volu­minoso cuerpo de preguntas que han hecho que el tema de la pro­piedad sea tan grande e im portante constituyen cuestiones de transferencia, no necesaria o generalmente dependientes de la pro-

(N . del T. 7) : Por fine se entiende, en este sentido, el ajuste o arreglo amigable de un juicio, real o ficticio, en virtud del cual las tierras en litig io llegan a ser o son reconocidas como el derecho de una de las partes.

(103) Respecto a este período, véase Heusler, Gewere. Cf. Laveleye, Fropriété, 166.

Page 221: Holmes Common Law

LA POSESIÓN 223

piedad por distinción de la posesión. Son preguntas relativas al efecto de no tener un títu lo independiente y originario sino do entrar bajo un título y a en existencia, o de los modos en que un título originario puede ser dividido entre quienes entran bajo él E stas preguntas serán tratadas y explicadas donde corresponde, en el capítulo sobre Sucesiones.

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Page 223: Holmes Common Law

CAPITUL

C O N T R

SU H IS T

L a doctrina de los contratos h completa para hacer frente a las doraos, que h ay aquí menor urgen para realizar una investigación h hábilmente que hay menos lugar q im nuevo análisis esencial. Pero u las doctrinas modernas, sea o noI crcsante, al par que no es posible cipales características, que pued mu ovos.

Corrientem ente se supone que frutos que conoce nuestro derecho luiy duda que son de una fecha p los todavía en uso que pese a que mas modernas, sugieren al menos monte de aparición prim itiva.

Uno de estos, el juram ento <>l(ligaciones en el derecho privado mui solemnidad relacionada con la MI juez ju ra que habrá de hacer miembro del jurado que habrá de con el derecho y lo probado, el nue do mantener verdadera fe y lealta

Page 224: Holmes Common Law

226 COMMON LAW

Pero hay otro contrato que desempeña un papel más impor­tante. Quizá pueda parecer paradójico mencionar el contrato de fianza, que en nuestros días constituye solamente una obligación accesoria que presupone un compromiso principal y que, en cuanto a su naturaleza es como cualquier otro. Pero como L aferriére lo ha in d ica d o 1, como seguramente también lo hicieron escritores p ri­mitivos, la fianza del derecho antiguo eran los rehenes, y éstos no estaban limitados de ninguna manera a las transacciones in ter­nacionales.

E n el viejo romance métrico de Huon de Bordeaux, habiendo éste matado al hijo de Carlomagno, el Em perador le requiere que como precio del perdón, realice varias hazañas de apariencia im­posible. Huon comienza su tarea dejando como rehenes a doce de sus caballeros 2. Retorna victorioso, pero al principio se hace creer al Em perador que sus órdenes han sido desobedecidas, ante lo cual Carlomagno g r ita : «Que traigan aquí a los rehenes de Huon. Los ahorcaré y no habrá rescate para ellos»3. A sí, cuando Huon está por batirse a duelo a fin de establecer la verdad o falsedad de una acusación en su contra, cada parte empieza presentando como rehenes a algunos de sus amigos.

Cuando en un duelo se dan rehenes para determ inar la verdad o la falsedad de una acusación, la transacción está m uy cerca de la entrega de garantías sim ilares en el proceso de una causa ante los tribunales. E n realidad este fue el modo corriente del procedim ien­to germánico. H abrá que recordar que la más antigua presencia del derecho fue como un substituto para las guerras privadas entre fa ­m ilias o clanes. Pero mientras un demandado que no se sometía pa­cíficam ente a la jurisdicción del tribunal podía ser puesto fuera de la protección del derecho de manera que cualquier hombre podía m atarlo al verlo, 110 había al principio modo alguno de obtener la seguridad a que el actor tenía derecho, a 110 ser que el demandado decidiera otorgar tal g a ra n tía 4.

Las costumbres inglesas que se han conservado hasta nosotros son algo más avanzadas, pero uno de los rasgos sobresalientes de su procedimiento consiste en dar garantías en cada paso. Todos los

(1) E is t. du D roit Franc., pp. 146 et seq., 152.( 2) Anciens Poetes de la France (Guessard), p. 71.(3 ) Página 283; cf. 284, cxviii et seq., 44, lxix.(4 ) Sohm, Proc. d. Lex Sal., 15, 23-25, tr. Thévenin, págs. 80, 105,

106, 12 2 .

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CONTRATOS, SU HISTORIA 227

abogados recordarán un vestigio de esto en la ficción de John l)oe y R ichard Doe, las prendas del actor para proseguir su acción. Pero un ejemplo más significativo se encuentra en la regla repelida en muchas de las leyes prim itivas en el sentido de que el demandado acusado de un delito debe encontrar una garantía o ir a pri­s ió n 5. E sta garantía era el rehén de épocas prim itivas, y más tar­de. cuando se separaron las acciones de castigo y de reparación, se transform ó en la caución del derecho penal. Todavía se concebía la responsabilidad de la misma manera que cuando la caución ponía realmente el propio cuerpo bajo el poder de la parte asegurada.

Una de las adiciones de Carlomagno a la L ey Sálica se refiere a un hombre libre que se ha encomendado a sí mismo el poder de otro, a manera de garantía c. La misma frase se copia en las leyes inglesas de Enrique I 7. Y a hemos visto lo que esto significaba en la historia de Huon de Bordeaux. E l Mirror o f J u stices8 (N. del T. *) dice que el rey Canuto solía juzgar a los rehenes de acuerdo con los patrones cuando éstos no aparecían en el juicio, pero que el rey Enrique I limitó la regla de Canuto a los rehenes que consentían el hecho.

Todavía en el reinado de E duardo III, Slmrd, un juez inglés, después de declarar el derecho como todavía es, en el sentido do que los carceleros son garantía de un prisionero y serán acusa dos si escapa, observa que algunos dicen que el garante sería ahor­cado en su lu g a r 9. A sí era el derecho en el caso análogo de un carcelero10. E l antiguo concepto puede ser investigado en la for­ma que todaA'ía dan los escritores modernos a la promesa de cau­ción por una felony. Están obligados «cuerpo por cuerpo» 11 y los libros de derecho modernos creen necesario declarar que esto no los obliga al castigo del infractor principal en caso de no apare­

(5 ) E&says in A . S. Law, pág. 292.( 6) Cap. V III , Merkel, p. 48.(7 ) Cap. L X X X IX , 3, E ssays in A . S. Law, p. 291.( 8) Cap. VI, 16.(N . del T. 1 ) El M irror o f Justices es un antiguo tratado sobre derecho

inglés, supuestamente escrito durante el reinado de Eduardo II , que se atribuye a \in tal Andrew Ilorne.

(9) Fitzh. Abr. M ainprise, pl. 12 (H . 33 Ed. I I I ) ; Staundforde, P. C. 65.

( 10 ) Abbr. Plac., p. 343, col. 2, rot. 37, 17 Ed. II.(11) Jacob, I. D., «Bail». Cf. 1 Bulstr. 45; Hawkins, P. C., II , ch. 15,

83; Abbr. Plac., p. 343, col. 2, rot. 37, 17 Ed. II.

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228 COMMON LAW

cer, sino solamente a una m ulta 12. E l contrato también difería de nuestras ideas modernas en el modo de ejecución. E ra simplemente la admisión solemne de responsabilidad en presencia del funciona­rio autorizado a recibirla. No era necesario la firm a de la cau­ción 13 y no constituía un requisito que la persona obligada se obligara a sí misma como parte 14.

Pero estas peculiaridades han sido m odificadas o suprim idas por ley y yo he tratado el caso, no tanto como una forma especial de contrato que d ifiere de todas las otras, sino porque la historia de su origen señala una de las primeras apariciones de los contratos en nuestro derecho. Su origen se remonta al aumento gradual de la fe en el honor de un rehén si llegara, el caso que obligara su rendi­ción, así como a la consiguiente disminución de la prisión real. P ue­de encontrarse un ejemplo en el modo paralelo de tratar con el p ri­sionero mismo. Su fiador, de quien se supone que su cuerpo habrá de ser entregado, tiene derecho a prenderlo en cualquier momento y lugar, pero se le permite quedar en libertad hasta la rendición. H abrá de notarse que esta form a de contrato, como el de deudas considerado por la legislación romana de las Doce Tablas, y por el mismo motivo aunque por un proceso diferente, establecía que el cuerpo de la parte contratante constituía la satisfacción final.

E l de deuda es un candidato más popular a los honores de la prioridad. Desde tiempos de Savigny, la prim era aparición de con­tratos tanto en derecho romano como germánico se ha atribuido a menudo al caso de una venta que por algún accidente permanece incompleta. L a cuestión no parece ser de gran significación filosó­fica, puesto que para explicar cómo es que la humanidad aprendió a prometer debemos ir a la m etafísica y descubrir cómo llegó algu­na vez a estructurar un tiempo futuro. L a naturaleza de la promesa particu lar que primero se ejecutó en un sistema dado, difícilm ente puede conducirnos a una verdad de im portancia general. Pero la historia de la acción de deuda es instructiva, aunque de una manera más modesta. E s necesario saber algo al respecto, a fin de com­prender las ilustradas reglas que form an el derecho de los contra­tos en la época moderna.

( 12 ) Highmere, Bail, p. 199; Jacob, L. D., «Bail» Cf. 2 Laferriére, H ist du D roit Franc., p. 148.

(13) Highmore, p. 195.(14) Ibid., p. 200.

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c o n t r a t o s , s u h is t o r i a 229

E n el tratado de G lanvill se encuentra y a que la acción de deu­da es uno de los remedios m ejor conocidos. Pero en esos días el de­recho se hallaba en un estado algo prim itivo, y habrá de imaginarse fácilm ente que una form of action que se remonta tan atrás como ésa, no se basaba en discriminaciones m uy delicadas. Como trataré de demostrar directamente, constituía la simple form a general en que se cobraban las reclamaciones de dinero, excepto las reclamaciones ilíquidas debido a daños producidos por la fuerza, para las que se había establecido el remedio igualm ente general del trespass.

Se ha pensado que la acción se adoptó del procedimiento enton­ces más civilizado del derecho romano, lo que constituye una opi­nión natural, visto que todos los prim itivos escritores ingleses adop­tan su fraseología y clasificación de Roma. Y aún parece mucho más probable que la acción sea de pura prosapia germana. Tiene los ras­gos del procedimiento prim itivo del continente europeo, como lo des­cribe Laband 15.

L a substancia de la reclam ación del actor, según se m anifies­ta en el writ de deuda, es que el demandado le debe tanto y no cum­ple, ilegítimamente. P ara una reclam ación construida como ésta, no interesa como surge el deber del demandado. No está lim itada a los contratos; se satisface si hay el deber de pagar con cualquier fu n ­dam ento; expresa una mera conclusión jurídica y 110 los hechos so­bre los que se basa ta l conclusión y de los cuales surge la. responsa­bilidad. De manera parecida, la vieja demanda germana era: «A, me debe tanto».

E ra característico del procedimiento germano que el demandado

pudiera hacer frente a esa demanda respondiendo, de manera igu al­

mente general, que él no le debía al actor. Si el actor quería im pe­dir que el demandado escapara de ese modo, tenía que hacer algo

más que alegar simplemente la existencia de una deuda. E n In gla­terra, si el actor no tenía algo que mostrar en favor de su deuda,

la negativa del demandado lo excluía del ju icio ; y aunque tuviera algo, estaba expuesto a ser derrotado mediante el juram ento del demandado y de algunos de sus amigos apoyándolo en el sentido de que no debía nada. L a razón principal por la cual durante siglos la acción de deuda fue suplantada por un remedio posterior, el as­sumpsit, fue la supervivencia de esta reliquia de épocas prim itivas.

(15) Vermogensrechtlichen Klagen.

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230 COMMON LAW

Finalm ente, tanto en In glaterra como en Alem ania, la acción de deuda por la retención de dinero fue la hermana m elliza de la acción iniciada por retener ilegítim am ente cualquier otra clase de bienes muebles. E n ambos casos la substancia de la demanda era

la misma.

Parece extraño que este producto tosco de la infancia del de­

recho deba tener alguna im portancia para nosotros en la época pre­sente. Sin embargo, cada vez que investiguemos una doctrina im por­

tante de derecho substantivo hasta m uy atrás en el tiempo, es muy probable que encontremos como fuente alguna circunstancia olvi­

dada del procedimiento. Y a se han dado ejemplos de esta verdad, y la acción de deuda y las otras acciones de contratos sum inistrarán

otros. L a acción de deuda arroja mucha luz sobre la doctrina de

la consideration.

Nuestro derecho no considera obligatoria cualquier promesa que pueda hacer un hombre. Las promesas hechas como se hacen noventa y nueve de cada cien, de palabra o por simple escritura, no son obligatorias a menos que haya habido consideration. E s decir, como se explica comúnmente, a menos que el acreedor haya confe­rido un beneficio al deudor o incurrido en un perjuicio, como a li­ciente para la promesa.

Se ha pensado que esta regla fue tom ada del derecho romano, por la Cancillería y después de su frir a llí algunas modificaciones, pasó al common law.

Pero esta explicación del asunto resulta por lo menos cuestio­nable. E n lo que respecta al uso de las palabras, no estoy enterado que la consideration sea claram ente llam ada causa antes del reina­do de Isab e l; en las recopilaciones siempre aparece como quid pro quo. Su prim era aparición, en tanto yo sepa, es en el inform e de F leta sobre la acción de deuda 1G, y pese a que me inclino a pen­sar que no debe confiarse en el relato de Flota, me parece que una cuidadosa consideración del orden cronológico de casos en los A n u a­rios habrá de m ostrar que la doctrina se desarrolló en forma com­pleta antes que pudiera encontrarse alguna mención de ella en equi- ty. Una de las referencias más antiguas sobre lo que el deudor ha­bría de tener por su promesa se encuentra en la acción de assump-

(16) II . c. 60, 25. La «justa debendi causa» de Glanvill (Lib. X, c. 4) parece remota de la consideration.

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CONTRATOS, SU HIHTOItlA

s i t 17. Pero, ciertamente, la doctrina no so originó allí l<n primo ra mención de consideration en conexión con «pío yo Imyuvisto es en la form a de quid pro quo 18, y tiene lugar despula <pio ol requisito hubo sido totalm ente establecido en cuanto a deuda 111

E l solo hecho de que la consideration nunca se exigiera cu los contratos bajo sello, a menos que deba confiarse en Flota, contra el gran peso de evidencias casi contemporáneas, contribuye mucho a la demostración de que la regla no puede haberse originado en fu n ­damentos de política, como una regla de derecho substantivo. Y , a la inversa, la coincidencia de que la doctrina, con un modo peculiar de procedimiento, señala poderosamente la probabilidad de que ol requisito peculiar y el procedimiento peculiar se hallaban conecta­dos. A rro jará mucha luz sobre la cuestión, agrupar algunos hechos indiscutidos y considerar cuáles consecuencias siguieron naturalmen te. Por lo tanto, será deseable exam inar algo más la acción de deuda. Pero al comienzo, es justo adm itir que ofrezco la siguiente explicación con grandes vacilaciones y, creo, reconociendo totalmente las objeciones que podrían ser formuladas.

Hace un momento se observó que a fin de obtener sentencia con­tra un demandado que negaba su deuda, el actor tenía que demos­tra r algo para ello; de no ser así, era transferido a la jurisdicción

lim itada de los tribunales eclesiásticos20. Este requisito no sig­nificaba una prueba en sentido moderno; simplemente significaba que el actor debía mantener su causa de alguna de las maneras que entonces reconocía el derecho. Estas eran tres: el duelo, un escrito

y testigos. E l duelo no necesita discutirse, pues pronto dejó de ser usado en la acción de deuda, y no guarda relación con lo que tengo que decir. Por otra parte, debe estudiarse cuidadosamente el juicio mediante escrito o por testigos. Será conveniente considerar prim e­

ro a este últim o a fin de averiguar quiénes eran los testigos.

De entrada nos damos cuenta de una cosa: de que ellos no eran

testigos dentro del alcance que nosotros adjudicam os el término. No se presentaban ante un jurado para ser interrogados y vueltos a in­terrogar, ni el efecto de su testimonio dependía de que el tribunal

(17) Y. B. 3 En. V I 36.(18) Y. B. 37 En. V I 13, pl. 3.(19) Y. B. 37 En. V I 8, pl. 33.(20) Glanv. Lib. X , c. 12; Bract. fol. 400 b, 10; 22 Ass. pl. 70, fol. 101.

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232 COMMON LAW

creyera lo había oído. E n nuestros días, los casos no se deciden por la prueba, sino por un veredicto, o una conclusión de hechos seguida de una sentencia. E l juram ento de un testigo no tiene efecto a me­nos que se crea en él. Pero en tiempos de Enrique II no existía nues­tro juicio por jurados. Cuando se perm itía producir un juram ento, éste tenía el mismo efecto, sea que se lo creyera o no. No había es­tipulación en el sentido de que debía ser examinado por un segundo cuerpo. E n los casos donde era posible un juicio por testigos,, si se podía encontrar cierto número de hombres dispuestos a ju ra r de cierta manera, el asunto concluía..

Esto parece ser una form a más prim itiva de establecer una deu­da que el reconocimiento escrito del demandado, y resulta impor­tante para descubrir su origen.

De los libros e informes prim itivos surge que los casos en los que se usaba este modo de juicio se lim itaban casi totalm ente a las reclamaciones que provenían de una venta o de un préstamo. E in­mediatamente surge la pregunta de si no estamos frente a los ves­tigios de una institución que y a ora antigua cuando G lanvill escri­bía. D urante siglos antes de la conquista, el derecho Anglo-Sa- j ó n 21 había exigido la elección de cierto número de testigos o fi­ciales, dos o tres de los cuales serían llamados en todas las tran­sacciones de venta. Corrientemente no se cree que el objeto con el cual se establecieron estos testigos haya sido la prueba de las deu­das. Se remontan hasta m uy atrás en el tiempo cuando el robo y los delitos similares eran la fuente principal de los litigios, y el pro­pósito por el cual eran designados consistía en procurarse un me­dio para decidir si una persona acusada de haber robado ciertos bienes había llegado a ellos legalmente o no. Un demandado podía aclarar su posición frente a un delito mediante su juram ento de que había comprado o recibido la cosa abiertamente, de la manera se­ñalada por el derecho.

Habiendo estado presentes en la transacción, los testigos po­

dían ju ra r acerca de lo que habían visto y oído, si entre las partes surgiera alguna cuestión. E n consecuencia, su uso no estaba lim i­tado a hacer frente a una acusación de delito. Pero ese servicio par­ticular identifica a los testigos de transacción del período sajón. Ahora sabemos que el uso de estos testigos no desapareció inmedia­

(21) Essays in A. S. Law, 187.

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r

tamente bajo la influencia normanda. Se los encuentra con su anti­gua función en la legislación de Guillerm o el Conquistador 22. E l len­guaje de G lanvill parece probar que todavía eran conocidos bajo Enrique I I ; dice que si un comprador no puede convocar al hombre del cual compró para que le garantice la propiedad y defienda el ju i­cio (puesto .que si lo hace, el peligro es trasladado al vendedor),

si tiene pruebas suficientes de haber comprado la propiedad legal­

mente, de legítimo marcatu suo, quedará liberado del delito. Pero

si no tiene suficiente s u it23, estará en peligro. Tenemos otra vez el derecho de Guillerm o el Conquistador. Se sigue que los compra­dores usaban todavía los testigos de transacción.

Pero G lanvill también parece adm itir el uso de testigos para establecer d eu d as24. Como antiguam ente los testigos de transac­ción se hallaban disponibles para este propósito, no veo razón para dudar que todavía lo estuvieran y que aquí también se está hablan­do de e llo s25. Adem ás, durante mucho tiempo, después de E n ri­que II, cada vez que se iniciaba una acción por una deuda de la cual no había pruebas por escrito, el actor, cuando lo preguntaban qué es lo que tenía para mostrar por olla, respondía siempre «good suit», y ofrecía sus testigos, quienes a veces eran preguntados por <>l 1 ri b u n a l20. Creo que no es forzar la prueba in ferir quo <>1 tgood suit» de los repertorios posteriores era descendiente de los testigos

(22) I . 45; II I . 10.(23) Lib. X, c. 17. Suit, secta, era el término aplicado a las personas

cuyo juramento ofrecía la parte.(24) Lib. X , c. 12 (Reames, p. 262); c. 8 &c. 5 (Beames, págs. 256,

2 51); cf. Lib. IV . c. 6, donde los testigos se ofrecen de visu e t auditu. Cr. Bract., fol. 315 b, 6, F leta, II . c. 63, 10, p. 137. Sin duda que era verdad, como dice Glanvill, Lib. X. c. 17, que el modo corriente de prueba era por escrito o por un duelo, y que la K ing's Court generalmente no daba protección a los acuerdos privados hechos en cualquier parte excepto en la Court o f the K ing (Lib. X, c. 8) . Pero difícilm ente puede ser que las acciones de deuda nunca hubieran sido establecidas por testigos en su época, en vista de las continuas evidencias a partir de Bracton.

(25) Pero cf. Brunner, Schwurgerrichte, 399. No voy tan lejos como para decir que todavía eran una institución viviente. Como haya sido, la tra­dición debe al menos haberse modelado sobre la que ha sido la función del primitivo cuerpo oficial.

(26) Bract., fol. 315 b. 6 ; B ritt. (N ich.) I . p. 162; Carta Magna, c. 38; Y. B. 21 Ed. I. 456; 7 Ed. I I . 242; 18 Ed. II . 582; 3 Bl. Coinm. 295, 344. Cf. 17 Ed. I I I . 48 b.

CONTRATOS, SU HISTORIA 233

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234 COMMON LAW

de transacción sajones, como se ha demostrado que lo era la secta de G la n v ill27.

Suponiendo que se haya dado este paso en el argumento, con­vendrá recordar de nuevo por un momento la naturaleza origin aria del juram ento de los testigos. Estaba limitado a los hechos de cono­cimiento de los testigos, a través de su vista y de su oído. Pero como los propósitos para los cuales se sum inistraban los testigos reque­rían solamente su presencia cuando los bienes cambiaban de manos, el caso principal en que podrían ser de utilidad entre las partes de una transacción, era cuando se reclamaba una deuda en razón de la entrega de bienes. E l propósito no se extendía a los acuerdos e je­cutorios para ambas partes, porque allí no podía surgir una cues­tión de robo. Y G lanvill dem uestra que en su época la K ing's Court no ejecutaba tales acu erd os28. Pero si el juram ento de la secta sólo podía ser usado para establecer una deuda cuando los testigos de transacción podían haber jurado, se comprenderá rápidam ente cómo un accidente del procedimiento pudo haber conducido a una regla m uy im portante de derecho substantivo.

L a regla de que los testigos sólo podían ju ra r sobre los hechos que estuvieran dentro de su conocimiento, unida al accidente de que estos testigos no se usaban en transacciones que podían crear una deuda, a no ser por algún hecho particular, como ser la en tre­ga de bienes junto al accidente posterior de que esta entrega era quid pro quo, era equivalente a la regla de que cuando una deuda se probaba mediante testigos debía haber quid pro quo. Pero estas deudas probadas por testigos, en lugar de serlo por escrito, son lo (pie llamamos simples contratos de deuda, y comenzando así con deuda y extendiéndose subsiguientemente a otros contratos, se es­tableció nuestra doctrina, m uy im portante y peculiar, de que todos los contratos simples deben tener consideration. Esa nunca fu e la

(27) Cf. Glanv., Lib. IV . c. 6.(28) Lib. X. c. 18. Es posible que esto signifique nada más quo la m a­

nifestación a menudo repetida de Glanvill de que la K ing's Court, hablando generalmente, no entendía sobre los acuerdos privados. El dereeho substantivo estaba quizá lim itado todavía por las tradiciones de la infancia de los contra­tos. El concepto en su aspecto más amplio puede haberse basado sobre la incapacidad de considerar tales acuerdos de alguna manera excepto la s que se han especificado. Cf. el requisito de aliam diracionationem y aliis proba- ilonibus, en el Lib. X , c. 12. Pero cf. Ibid. con E ssays in A. S. Law, págs. 189, 190.

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CONTRATOS, SU HISTORIA 235

regla respecto a deudas o contratos probados de la manera corrien­

te por el sello del demandado, y el hecho de que se aplicara sola­mente a obligaciones que anteriormente eran establecidas mediante un procedimiento de uso limitado, sirve para demostrar que la co­

nexión con el procedimiento no era accidental.

Pronto cambió el modo de probarlo, pero aún en tiempos de la reina Isabel encontramos vestigios de esta conexión originaria. Se d i jo : «Pero el common law requiere que debe haber una nueva cau­sa (es decir, consideration), de donde el país pueda tener inteli­gencia o conocimiento, para su juicio, si fuera necesario, del modo que lo es para el bien p ú blico» 29. Lord M ansfield demostró su intuición de los fundam entos históricos de nuestro derecho cuando d ijo : «Pienso que el antiguo concepto sobre la fa lta de consideration era solamente respecto al objeto de la prueba, porque cuando se re­duce a escritura, como en covenants, specialties, bonds, etc., no había objeciones a la fa lta de consideration» 30.

S i se objetara que el argumento precedente se lim ita necesa­

riamente a deudas, m ientras que el requisito de consideration se a p li­ca igualmente a todos los contratos simples, la respuesta os que con

toda probabilidad la regla se originó en el contrato de deuda, y «le

allí se extendió a otros contratos.

Pero puede preguntarse si no había otros contratos probados por testigos a excepción de los que se ha mencionado. ¿No había contratos que se probaran de esa manera y en los cuales fa ltara la consideration accidental? la respuesta a esta pregunta también os fácil. Los contratos ejecutados por los tribunales civiles, aún en tiempos de Enrique 11, eran pocos y simples. E l procedimiento de los testigos era sin duda alguna bastante amplio para todos los con­tratos que se concluían en épocas prim itivas. Adem ás de los de venta, préstamo y semejantes, que se han mencionado, encuentro dos obligaciones contractuales. Estas eran las garantías que acompañan a la venta y a la fianza a que me he referido a l comienzo del ca­pítulo. Respecto al primero, la garantía del título era considerada más bien como una obligación deducida por el derecho de la rela­ción de comprador y vendedor, que un contrato. O tras garantías expresas constituían materia dentro del conocimiento de los testi­

(29) Sharington v. S tro tton , Plowden, 298 en pág. 302, m, 7 é 8 Isab.(30) P illans v. Van M ierop, 3 Burrow, 1669.

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236 COMMON LAW

gos de transacción y en tiempos de los sajones declaraban al respec­to bajo juram ento 31.

Pero durante el período normando m uy poco se oyó hablar de las garantías, excepto con relación a la tierra, cuando se decidía por

medio de un duelo. Desaparecieron de m anera tan completa, salvo

cuando estaban incluidas en una escritura, que pueden no haber te­nido ninguna influencia sobre el derecho de consideration. E n con­

secuencia y sin más detalles presumo que no tienen efecto sobre

el caso.

Hablemos ahora de la prenda o fiador. Este ya no pagaba con su cuerpo, a no ser en casos m uy excepcionales, sino que su respon­sabilidad se traducía en dinero, y era ejecutada en una acción de deuda. Este contrato tradicional, como las otras deudas del tiempo de G lanvill, podía ser establecido mediante testigos y sin un escri­to'32, y en este caso no había una consideration ta l ni un tal be­neficio al deudor, como los que el derecho requería cuando la doctri­na se enunció por prim era vez. Pero esto también carece de im por­tancia, porque su responsabilidad por el juram ento de testigos llegó a un fin, así como la del garante, antes que se fija ra n los fun da­mentos de la regla que estoy tratando de explicar. Pronto llegó a exigirse un escrito, como se verá en seguida.

H asta este momento el resultado es que la única acción contrac­

tual de la época de G lanvill era la de deuda, que las únicas deudas que podían satisfacerse sin escritos eran las que he descripto y que

la única de éstas para la cual no había quid pro quo dejó de ser sa­tisfecha de esa manera durante el reinado de Eduardo III .

Pero grandes cambios comenzaban a tener lugar en el reinado

de Enrique II, y pronto llegaron a ejecutarse contratos más varia­

dos y complejos. Podría preguntarse: ¿por qué no se aumentó el al­cance del juram ento de los testigos, o. si alguna form a m ejor de prueba estaba próxima, por qué no se suprimió la secta, adm itién­dose otros testimonios orales? De cualquier manera, ¿qué es lo que

el derecho de la época de E nrique I I puede tener que ver con la

(31) 1 Thorpe, Anc. Laws, 181, Oaths, 7, 8.(32) Glanv., Lib. X. c. 5 (Beames, p. 25 1 ); Y. B . 1 Ed. II . 242;

Novae Narr. D ette-V ers plege, Rastell's Law Tracts, p. 253, D, 2 Finí. Beoves, 376.

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CONTRATOS, SU HISTORIA 237

consideration, de la cual no se oyó hablar hasta unos siglos más tarde ?

E s claro que el juram ento de un testigo, que decido nn cuso por el simple hecho del juram ento, 110 es un modo satisfactorio do prueba. E s obvio que mucho m ejor es la admisión por escrito do una deuda presentada en el tribunal, suficientem ente identificada como proveniente del demandado. E l único punto débil respecto a un es­crito es el medio para identificarlo como del demandado, pero esta d ificultad desapareció tan pronto como se hizo común el uso de los sellos. Esto tuvo lugar más o menos en la época de Glanvill, y en­tonces lo único que una parte tenía que hacer era presentar el es­crito y satisfacer al tribunal mediante la constatación de que la im­presión sobre la cera se ajustaba al sello del oponentea3. El ju ­ramento de la secta siempre podía ser victoriosam ente encarado por un wager of la w Si, es decir, por un contra juram ento de parte del demandado, prestado por el mismo o doble número de personas que las presentadas por el actor. Pero un escrito que se demostraba que era del demandado 110 podía ser contradicho :!r>. Si un hombre decía que estaba obligado, estaba obligado. No había problemas de consideration, porque todavía no existía tal doctrina. Kstabe igual mente obligado si reconocía una obligación en cualquier lugar don de se llevaran repertorios, como los tribunales superiores, por me dio de los cuales pudiera probarse su reconocimiento. Rn verdad, aún en nuestros días se aceptan algunas deudas simplemente por la admisión oral hecha ante el empleado del tribunal, que éste anota

en sus papeles. L a ven taja del escrito consistía no solamente en que sum inistraba una prueba mejor, sino que hacía posible ejecutar obli­

gaciones respecto a las cuales, de otra manera, no habría prueba alguna.

Lo que se ha dicho explica suficientem ente la preferencia de la prueba por escrito frente a la prueba anticuada del juram ento de los testigos. Pero había otras razones igualm ente buenas por las <pie

la últim a 110 habría de extenderse más allá de sus antiguos límites.

(33) Glanv. Lib. X. c. 12 (Beamea, p. 2G3) ; Bract. Fol. 398 1>, I. Tum bién se permitía la prueba favorita por el duelo, pero esto detmparwirt. Oimn- do la investigación se hizo general, la ejecución do la ow.rilum, como cimlqidor otro hecho, se probó por ese medio.

(34) Bract., fol. 315 b, 6, 400 b; Coke, 2 d. Inst. 44, 45.(35) Glanv. Lib. X. c. 12 (Beam es) p. 203; Bract. fol. 100 b, 9.

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238 COMMON LAW

Los testigos de transacción estaban perdiendo su carácter legal y oficial. Y a en tiempos de G lanvill los modos corrientes de probar una deuda eran mediante un duelo o por escrito 36. Cien años más tarde Bracton decía que la secta había degenerado a los criados y fam ilia de la parte, agregando que su juram ento no producía sino una ligera presunción37.

Adem ás, estaba surgiendo un nuevo modo de juicio, que aun­que no fuera usado en estos casos38 durante mucho tiempo, debe haber contribuido, por contraste, a dism inuir la estimación puesta sobre el juram ento de los testigos. Este era el comienzo de nuestro juicio por jurados. A l principio, se trataba de una investigación entre los vecinos que se suponía tendrían m ayor conocimiento so­bre una m ateria de hecho en disputa. H ablaban según su propio co­nocimiento, pero eran elegidos por un funcionario del tribunal en lugar de por la parte interesada, y se intentaba que fueran im par­c ia les39. Pronto se citó también a testigos, no como antiguam ente para decidir el caso mediante su juram ento, sino para ayudar a que la investigación encontrara un veredicto por su testimonio. Con el advenimiento de esta form a superior de procedimiento, pronto dejó la secta de decidir el caso y bien puede preguntarse por qué 110 des­apareció sin dejar rastros.

Teniendo en cuenta el carácter conservador del derecho inglés y el hecho de que, antes que llegaran las escrituras, las únicas deu­das para las que había habido un remedio eran las deudas probadas por los testigos de transacción, no habría constituido una sorpresa encontrar que el suit persistiera en esos días. Pero había otra razón todavía más imperiosa. Cuando 110 había escritura, la defensa, en la deuda, era mediante el wager of la w 40. Una sección de la Carta Magna se interpretó como que prohibía a un hombre someterse al derecho sobre la propia declaración del actor, sin buenos testi­g o s 41. T)e ahí, la ley requería testigos — es decir, la secta— en todo caso de deuda en que el actor no contara con un escrito. A sí su­

(36) Glanv., Lib. X. c. 17 (Beames, p. 272).(37) Bract., fo l. 400 b, 9.(38) Cf. Y. B. 20 Ed. I. 304 y 34 Ed. I I 150, 152; ib. 330, 332;

35 Ed. I. 548.(39) Bract., fol. 400 b, 8.(40) Cf. Y. B. 20 Ed. I. 304.(41) Cap. 28; 32 & 33 Ed. I. 516; 18 Ed. II . 582; Fleta. II . c. 63, 9;

Voke, 2da. Inst., 44; 3 Bl. Comm. 344.

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CONTRATOS, SU HISTORIA 230

cedió que el suit continuó siendo usado en aquellos casos en que lo había sido antiguam ente42, y como el demandado, si no ad­m itía la deuda en tales casos, siempre waged his law, pasó mucho tiempo antes que la investigación lograra m ayor campo.

P ara establecer la existencia de una deuda surgida simplemente a manera de promesa o de reconocimiento, y para la cual no había antiguam ente un modo de juicio determinado, debemos tener un es­crito, nueva forma de prueba que lo introdujo en el derecho. Quedó sancionada la regla por la cual «de palabra la parte no queda obli­g ad a» 43. Pero no se concebían las viejas deudas como surgidas por una prom esa44. E ran un «deber» proveniente del recibo de bienes por el demandado, hecho éste que podía ser visto y podía ser objeto de un juram ento. E n estos casos se mantuvo el viejo de­recho y aún se extendió algo más por analogía estricta.

Pero el compromiso de un fiador, cualquiera fuera la forma en que se lo presentara, no surgía realmente de un hecho tal. Había llegado a ser de la misma naturaleza que las otras promesas y pron­to se dudó si no debiera probarse por el mismo medio de prueba 45. Durante el reinado de E duardo ITI estaba establecido que la es­critura era necesaria46, excepto donde las costumbres de cimhi des especiales habían conservado en vigor el viejo derecho ',7.

Debe considerarse que este reinado representa la época en que se establecieron las divisiones y las reglas de procedimiento que han durado hasta el presente. E n consecuencia, vale la pena repetir y re­sum ir la situación del derecho en esa época.

Todavía era necesario que se ofreciera la secta en toda acción de deuda en la cual no se presentaban escritos. Por ésta, así como por las otras razones que se han mencionado, la esfera de esas ac­ciones no se aumentaba materialmente más allá de aquellos casos que anteriormente habían sido decididos por el juram ento de los testigos. Como la fianza ya no era uno de éstos, se limitaron estrie-

(42) Y. B. 18 Ed. II . 582; 17 Ed. I I I . 48 b, pl. 14.(43) Y. B. 29 Ed. I I I . 25, 26; cf. 48 Ed. I I I . 6, pl. 11; F leta, IT. c. 00,

L5; Glanvill, Lib. X. c. 12.(44) Cf. Bro. Ace. Sur le Case, pl. 5; s. c., 27 En. V III . 24, 25, pl. 3.(45) Y. B. 18 Ed. I I I , 13, pl. 7.(46) Y . B. 44 Ed. I I I , 21 pl. 23.(47) F. N . B. 122, I , en el margen. Cf. F. N. B. 122 K ; Y. B. 43

Ed. III . 1 1 , pl. 1 ; Bro. Pledges, pl. 3; 9 En. Y. 14, pl. 23.

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240 COMMON LAW

tamente a los casos donde la deuda surgía del recibo de un quid' pro quo. Además, no había otra acción contractual que pudiera mantenerse sin escrito. A hora podían ejecutarse nuevas especies de contratos por una acción de covenant, pero entonces era nécebaria una escritura. A l mismo tiempo la sed a se había reducido hasta ser una forma, pese a que todavía se argum entaba que su función era más im portante en los contratos que en cualquier otra parte. Y a no podía ser exam inada ante los trib u n ales48. E ra una simple su­pervivencia, y los testigos de transacción habían dejado de ser una institución. De ahí que la necesidad de ofrecer el juram ento de los testigos no fijab a el lím ite de la deuda sobre los contratos simples, excepto por la tradición, y 110 es sorprendente encontrar que la ac­ción se hubiera ampliado algo, por analogía, respecto a ios tiempos de Glanvill.

Pero la deuda permaneció substancialmente en el punto que

he indicado y durante un siglo no se dispuso de una nueva acción

iniciada por contratos simples. M ientras tanto tuvo lugar la in­versión que he explicado, y lo que fuera un accidente del procedi­

miento había llegado a ser una doctrina de derecho substantivo.

E l cambio era fácil cuando las deudas que podían ser ejecutadas sin escritura provenían en su totalidad de un beneficio al deudor.

Sin duda, la influencia del derecho romano contribuyó a pro­ducir este resultado. H abrá que recordar que en tiempos del rey Enrique TI la m ayoría de los contratos simples y deudas para los cuales no había la prueba de escritura o testigos, se dejaban para ser ejecutados por los tribunales eclesiásticos, cuando su jurisd ic­ción los ab arcab a40. Quizá fue esta circunstancia lo que llevó a Glanvill y a sus sucesores a aplicar a las deudas del cormnon law, la terminología de los civilistas. Pero sea que la haya tomado de los tribunales eclesiásticos o haya ido directam ente a la fuente, lo cierto es que G lanvill hace uso de la clasificación y del lenguaje técnico del Corpus Ju ris en todo su libro décimo.

E n el sistema romano había ciertos contratos especiales llama-

(48 Y. B . 17 Ed. II I . 48 b, pl. 14. Cf. Fortescue (Am os) 67, n .;3 Bl. Comm. 295.

(49) Para los lím ites, véase Constit de Clarendon, c. 15; Glanv., Lib. X , c. 8. 1 2 ; Y. B. 22 Ass., Pl. 70, fol. 101; 45 Ed. (III. 24, pl. 30; 19 R. II , Fitzh. Abr. D ett, pl. 166; 37 En. Y I. 8, pl. 18; 14 Ed. IV . 6, pl. 3; 15 Ed. IV. 32, pl. 14; 19 Ed. IV . 10, pl. 18; 20 Ed. IV . 3, pl. 17.

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CONTRATOS, SU HISTORIA 241

dos reales, que obligaban a uno de los contratantes a devolver la

cosa que en sus manos había puesto la otra parte contratante, como en el caso del arriendo o préstamo, o a devolver ei >rtOH artículos de la misma clase, como cuando se prestaban g r a n o s ,

aceite o dinero. E sta clase no guardaba correspondencia, excepto do la manera más superficial, con las deudas del common law. P e r o

G lanvill adoptó la nom enclatura y escritores posteriores comen­zaron a sacar conclusiones de ello. E l autor de F leta, un escritor que de ningún modo mostró ser siempre inteligente al seguir y adoptar el uso del derecho romano de sus predecesores50, dice, (¡ne para que surja una deuda 110 debe haber solamente cierta cosa prometida, sino cierta cosa prom etida a cambio 51.

S i F le ta hubiera limitado su declaración a las deudas en vir tud de contratos simples, ello bien podría haber sido sugerido por el estado existente del derecho. Pero como también requería un es

erito y un sello, además del objeto dado o prometido a cambio, la

doctrina que él estableció difícilm ente puede haber prevalecido en cualquier época. Probablemente, no se trataba más que de un ligero

capricho del razonamiento, basado en los elementos romanos que

tomó de Bracton.

Sólo queda por rastrear la aparición gradual de la consideration

en las sentencias. Un caso del reinado de E duardo ITT52 parece distinguir entre una obligación de palabra fundada en pagos vo­

luntarios hechos por el acreedor y otra fundada en un pago hecho a petición del deudor. También se habla en ese caso de la deuda o «deber» como surgida a causa de los pagos. E n el reinado siguiente se usó un lenguaje algo s im ila r83. A sí, en el duodécimo año de Enrique I V 54 hay una aproximación al pensamiento: «Si a un hombre se promete dinero para que haga la cesión de un derecho, y éste así lo hace, en el asunto tendrá una buena acción de deuda». En el reinado sigu ien te53 se decidió que en tal caso el actor no podía cobrar sin haber ejecutado la cesión, lo que es explicado por

(50) Véase como ejemplo 2 Kent's Comm. (12 ed .), 451, 11. 1 (1>).(51) B e p ro m itta tu r , pero cf. p o r se rv itio tu o v r l p ro hom apio, Klotn,

TI, c. 60, 25.(52) Y. B. 29 Ed. II I . 25, 26. Pero cf. 48 Ed. T1T. 8, pl. fl.(53) 19 R. TI, Fitzh., Abr. T)ett, pl. 166.(54) Y. B. 12 En. IV . 17, pl. 13 a d fin .(55) Y. B. 9 En. V. 17, pl. 23.

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242 COMMON LAW

el redactor sobre la base que ex nudo pacto non oritur actio. Pero el hecho más im portante es que desde Eduardo I hasta Enrique V I no encontramos ningún caso donde una deuda haya sido cobrada, a menos que de hecho se haya recibido consideration.

Otro hecho a ser destacado es que desde E duardo I I I se decía que las deudas que surgían de una transacción sin escrito surgían de un contrato, por distinción de las deudas que surgían de una obligación 5C. De aquí que cuando se exigía consideration como tal, se la exigía en contratos que no fueran bajo sello, se tratase o no de deudas. B ajo Enrique V I , el quid pro quo llegó a ser una ne­cesidad en todos los contratos semejantes. D urante el tercer año de ese re in ad o r>7 se objetó a una acción de assumpsit por 110 edi­ficar un molino, que 110 se había demostrado lo que el demandado iba a recibir por hacerlo. E n el año treinta y seis del mismo reina­do (A . D. 1459), la doctrina aparece totalmente desarrollada, y se presume que era común c8.

E l caso giraba sobre una cuestión que fue discutida durante siglos, antes de quedar determinada, consistente en si la acción de deuda existiría para el caso de una suma de dinero prom etida por el demandado al actor, si éste se casaba con la h ija del demandado. Pero m ientras que anteriormente la discusión había tenido lugar acerca de si la promesa no era tan incidente al matrimonio que per­tenecía exclusivamente a la jurisdicción de los tribunales eclesiás­ticos, ahora se refería a la duda puramente mundana de si el de­mandado había tenido quid pro quo.

Se recordará que el hecho respecto al cual anteriormente ju ­raban los testigos de transacción, era un beneficio para el deman­dado, es decir, la entrega de las cosas vendidas o del dinero que se le prestaba. Esos casos también ofrecen la forma de consideration más obvia. La pregunta natural se refiere a lo que el deudor iba a tener por su prom esa50. Solamente mediante análisis se consi­dera que la supuesta política juríd ica resulta igualm ente satisfecha por el detrimento o perjuicio incurrido por el acreedor. E n conse­cuencia, no dejó de suceder en form a natural que los jueces, al es-

(56) (Cf. 13 Ed. II . 403; 17 Ed. I I I . 48, pl. 14; 29 Ed. I I I . 25, 26.) 41 Ed. II I . 7, pl. 15; 46 Ed. II I . 6, pl. 16; Fitzh. Abr. Ttett. pl. 166.

(57) Y. B. 3 En. Y I. 36, pl. 33.(58) Y. B. 37 En. VI. 8, pl. 18.(59) E. g., Rolfe en Y. B. 3 En. VI. 36, pl. 23.

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tublecer por prim era vez la regla de que debe haber quid pro quo,. fueron lentos en reconocer que el detrimento al acreedor satisfacía el requisito que se estableciera. E n el caso que he mencionado, al­gunos jueces se inclinaron a sostener que liberarse de la h ija cons­titu ía para el demandado suficiente beneficio como para hacerlo deudor del dinero que había prom etido; y hasta hubo el atisbo de opinión de que'casarse con la dama constituía la consideration, por­tille era un detrimento para el acreed or60. Pero, al menos por un tiempo prevaleció la otra opinión, porque el demandado no ha­bía recibido del actor cosa alguna suficiente para hacer su rgir una deuda 01.

A sí es como se sostuvo que un servicio prestado a una tercera persona a solicitud del demandado y con la promesa de una retri­bución, no sería su fic ie n te62, aunque no sin fuertes opiniones en contra, y durante un tiempo los precedentes quedaron fijados. L le ­gó a ser el derecho que la acción de deuda sólo existiría sobre una consideration realmente recibida y que tuviera como efecto el be­neficio del deudor.

Sin embargo, no fue una peculiaridad de la acción ni del con­trato de deuda lo que condujo a esta opinión, sino la teoría im per­fectam ente desarrollada de la consideration existente entre los rei­nados de E nrique V I e Isabel. L a teoría era la misma en assump-- sit 63 y en equity °4. Siem pre que se mencionaba la consideration, lo era como quid pro quo , como lo que el contrayente iba a tener por su contrato.

Adem ás, antes de que se oyera hablar de la consideration, lia acción de deuda era el remedio tradicional de toda obligación de pagar una suma de dinero que el derecho reconocía como obliga­toria, excepto la responsabilidad de daños y perjuicios por un acto ilícito cr’. Y a se ha demostrado que hasta la época de Eduardo I I I un fiador podía ser demandado por la acción de deuda sin necesi­

CONTRATOS, SU HISTORIA 243

(60) Y. B. 37 En. V I. 8, pl. 18. Cf. Bro. F eoffem en ts al Uses, pl. 54; Plowden 301.

(61) Y. B. 15 Ed. IV 32, pl. 14; (s. c. 14 Ed. IV. 6, pl. 3 ; ) 17 Ed. IV . 4, pl. 4.

(62) Cf. Y. B. 37 En. V I. 8, pl. 18; 17 Ed. IV . 4, 5; Plowden 305, 306.(63) Y. B . 3 En. VI. 36, pl. 33.(64) Y. B. 37 En. VI. 13.(65) Respecto al requisito de una suma cierta, cf. Y. B. 12 Ed. I I .

375; F leta, II . c. 60, 24.

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dad de escrito, aunque el fiador no recibe beneficios de la transac­ción con su principal. Por ejemplo, si un hombre vende maíz a A y B dice: «Yo pagaré si A no paga», la venta en tanto surge de los términos del acuerdo, no aprovecha a B. Por tal razón, en este caso la acción de deuda no puede ser ahora mantenida contra un fiador.

Pero no siempre fue así y no lo es hasta nuestros días, en caso de una obligación bajo sello. E n ese caso, no interesa cómo surgió la obligación o si tenía o no consideration-. Pero en la época de 'Grlan- vill un escrito era un modo más general de establecer una deuda que por testigos y es absurdo determ inar el alcance de la acción considerando solamente una sola clase de deudas obligatorias. A d e­más, por largo tiempo, un escrito era solamente otra — aunque más concluyente— form a de prueba. E l fundam ento de la acción era el mismo, como quiera que fu era probada. Este era un deber o «duá- ty » 66 para el a c to r ; en otras palabras, que se le debía dinero, no im porta cómo, como cualquiera puede comprobarlo leyendo los antiguos Anuarios. De aquí resultaba que la acción de deuda existía igualm ente por una sentencia 67 que estableciera tal deber en los re­pertorios, o por la admisión del demandado registrada de manera semejante 68.

Resumiendo, la acción de deuda ha pasado por tres etapas. A l principio, era el único remedio para cobrar dinero que se debía, excepto cuando la responsabilidad era simplemente de pagar daños y perjuicios por un acto ilícito. Estaba estrechamente relacionada (en realidad era una rama de la m ism a), con la acción por cual­quier form a de bienes muebles que el demandado estaba obligado, por el contrato o de otra manera, a entregar al actor C9. Si existía un contrato para pagar una suma de dinero, la única cuestión era cómo se podía probarlo. Todo contrato semejante, que pudiera ser probado por cualquiera de los medios conocidos por ?1 derecho p ri­mitivo, constituía una deuda. No había teoría de consideration y, en consecuencia y por supuesto, no había lím ites a la acción o al contrato basado sobre la naturaleza de la co7isideration recibida.

L a segunda etapa fue cuando se introdujo la. doctrina de la

(66) Y. B. 29 Ed. ITT. 25, 26; 40 Ed. II I . 24, pl. 27; 43 Ed. ITT. 2, pl. 5.(67) Y. B. 43 Ed. II I . 2, pl. 5; 46 Ed. II I . 25, pl. 10; 50 Ed. I I I . 5, pl. 11.(68) Cf. Glanv., Lib. X, c. 8; Fleta, II . c. 60, 25.(69) Y. B. 35 Ed. I. 454; 13 Ed. II . 375.

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CONTRATOS, sL* IIIS

consideration en su form a p rim iti^ de b M ientras aquélla prevaleció, se aplicó a to< fueran bajo sello, pero cuando la deuda suma de dinero, fue establecido que Podía tos. E n su m ayoría, los precedentes son d

Se llegó a la tercera etapa cuando s am plia d e la consideration, e x p r e s á n d o s e (

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cf. Y. E. 30 Ed. I . 158; F leta , I I . e * 6 0 ’ 2 5 , P

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dad de escrito, aunque el fiador no recibe beneficios de la transac­ción con su principal. Por ejemplo, si un hombre vende maíz a A y B dice: «Yo pagaré si A no paga», la venta en tanto surge de los términos del acuerdo, 110 aprovecha a B. Por tal razón, en este caso la acción de deuda no puede ser ahora mantenida contra un fiador.

Pero 110 siempre fue así y 110 lo es hasta nuestros días, en caso de una obligación bajo sello. E n ese caso, no interesa cómo surgió la obligación o si tenía o no consideration. Pero en la época de 'Glan- vill un escrito era un modo más general de establecer una deuda que por testigos y es absurdo determ inar el alcance de la acción considerando solamente una sola clase de deudas obligatorias. A d e­más, por largo tiempo, un escrito era solamente otra — aunque más concluyente— form a de prueba. E l fundam ento de< la acción era el mismo, como quiera que fuera probada. Este era un deber o «dui- ty» 06 para el a c to r ; en otras palabras, que se le debía dinero, no importa cómo, como cualquiera puede comprobarlo leyendo los antiguos Anuarios. De aquí resultaba que la acción de deuda existía igualm ente por una sentencia 07 que estableciera tal deber en los re­pertorios, o por la admisión del demandado registrada de manera semejante C8.

Resumiendo, la acción de deuda ha pasado por tres etapas. A l principio, era el único remedio para cobrar dinero que se debía, excepto cuando la responsabilidad era simplemente de pagar daños y perjuicios por un acto ilícito. Estaba estrechamente relacionada (en realidad era una ram a de la m ism a), con la acción por cual­quier forma de bienes muebles que el demandado estaba obligado, por el contrato o de otra manera, a entregar al actor Cí). Si existía un contrato para pagar una suma de dinero, la única cuestión era cómo se podía probarlo. Todo contrato semejante, que pudiera ser probado por cualquiera de los medios conocidos por ?\ derecho p ri­mitivo, constituía una deuda. No había teoría de consideration y, en consecuencia y por supuesto, no había lím ites a la acción o al contrato basado sobre la naturaleza de la consideration recibida.

La segunda etapa fue cuando se introdujo la doctrina de la

(66) Y. B. 29 Ed. II I . 25, 26; 40 Ed. ITT. 24, pl. 27; 43 Ed. II I . 2, pl 5.(67) Y. B. 43 Ed. ITT. 2, pl. 5; 46 Ed. I I I . 25, pl. 10; 50 Ed. II I . 5, pl. 11.(68) Cf. Glanv., Lib. X , c. 8; F leta, TI. c. 60, 25.(69) Y. B. 35 Ed. I. 454; 13 Ed. II . 375.

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consideration en su form a prim itiva de beneficio para el deudor. Mientras aquélla prevaleció, se aplicó a todos los contratos que no lucran bajo sello, pero cuando la de deuda era la única acción por suma de dinero, fue establecido que podía pagarse por tales contra­tos. E n su m ayoría, los precedentes son de deuda.

Se llegó a la tercera etapa cuando se tomó una opinión más amplia de la consideration, expresándose en términos de perjuicio para el acreedor. Este fu e un cambio en el derecho substantivo y lógicamente debería haber sido aplicable totalmente. Pero surgió en otra forma de acción posterior, en circunstancias peculiarm ente relacionadas con esa acción, como habrá de explicarse. E l resultado fue que la nueva doctrina prevaleció en la acción nueva, y la vie­ja en la vieja y lo que era realmente una anomalía de teorías incom­patibles llevadas a cabo paralelam ente, se disfrazó bajo la forma de nna lim itación sobre la acción de deuda. E sa acción 110 siguió siendo, como anteriormente; el remedio para todos los contratos obligatorios de pagar una suma de dinero, pero, en lo que respecta a los contratos orales, sólo podía ser usada cuando la consideration constituía un beneficio realmente recibido por el deudor. Permaneció sin cambios en lo que respecta a las obligaciones que surgían de cualquier olra manera.

Ahora debo dedicar unas pocas palabras al efecto producido

sobre nuestro derecho por 1a. otra form a de prueba que he mencio­nado. Me refiero a las charters. Las cliarters eran simplemente unos escritos. Como pocas personas sabían escribir, la m ayoría de la gen­

te tenía que autenticar los documentos de alguna otra manera, por ejemplo, mediante una marca. E n la práctica, ésta fue la costumbre universal inglesa hasta la introducción de las costumbres norman­d a s 70, con las que llegaron los sellos. Pero aún bajo E nrique II el C h ief Justice de In glaterra decía que los sellos sólo pertenecían propiamente a reyes y a hombres m uy g ra n d es71. No tengo nin­gún fundamento para pensar que una cliarter auténtica tuviera efec­

to menor cuando no era bajo sello que cuando estaba se lla d a 7-. I)e cualquier manera, era sólo una prueba, y así se la llam a en

(70) Ducange, «Sigillum»; Ingulpr. 901.(71) B ig. P l. Ang. Norm. 177.(72) Big. Pl. A ng. Norm. 177; Bract., fol. 100 1), 9, «scriptura». Pero

»-f. Y. B. 30 Ed. I. 158; F leta, II . c. 60, 25.

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dad de escrito, aunque el fiador no recibe beneficios de la transac­ción con su principal. Por ejemplo, si un hombre vende maíz a A y B dice: «Yo pagare si A no paga», la venta en tanto surge de los términos del acuerdo, no aprovecha a B. Por tal razón, en este caso la acción de deuda no puede ser ahora m antenida contra un fiador.

Pero no siempre fue así y 110 lo es hasta nuestros días, en caso de una obligación bajo sello. E n ese caso, no interesa cómo surgió la obligación o si tenía o 110 consideration. Pero en la época de 'Glan- vill un escrito era un modo más general de establecer una deuda que por testigos y es absurdo determ inar el alcance de la acción considerando solamente una sola clase de deudas obligatorias. A d e­más, por largo tiempo, un escrito era solamente otra — aunque más concluyente— form a de prueba. E l fundamento de la acción era el mismo, como quiera que fuera probada. Este era un deber o «dui- ty» 66 para el a c to r ; en otras palabras, que se le debía dinero, 110 importa cómo, como cualquiera puede comprobarlo leyendo los antiguos Anuarios. De aquí resultaba que la acción de deuda existía igualmente por una sentencia 67 que estableciera tal deber en los re­pertorios, o por la admisión del demandado registrada de manera semejante GS.

Resumiendo, la acción de deuda ha pasado por tres etapas. A l principio, era el único remedio para cobrar dinero que se debía, excepto cuando la responsabilidad era simplemente de pagar daños y perjuicios por un acto ilícito. Estaba estrechamente relacionada (en realidad era una rama de la m ism a), con la acción por cual­quier form a de bienes muebles que el demandado estaba obligado, por el contrato o de otra manera, a entregar al actor Cí). S i existía un contrato para pagar una suma de dinero, la única cuestión era cómo se podía probarlo. Todo contrato semejante, que pudiera ser probado por cualquiera de los medios conocidos por el derecho p ri­m itivo, constituía una deuda. No había teoría de consideration y, en consecuencia y por supuesto, 110 había lím ites a la acción o al contrato basado sobre la naturaleza de la consideration recibida.

L a segunda etapa fue cuando se introdujo la doctrina de la

( 66) Y. B. 29 Ed. II I . 25, 26; 40 Ed. II I . 24, pl. 27; 43 Ed. ITT. 2, pl 5.(67) Y. B. 43 Ed. II I . 2, pl. 5; 46 Ed. I I I . 25, pl. 10; 50 Ed. II I . 5, pl. 11.( 68) Cf. Glanv., Lib. X , c. 8 ; F leta, II . c. 60, 25.(69) Y. B. 35 Ed. I. 454; 13 Ed. II. 375.

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CONTRATOS, SU HISTORIA 245

consideration en su form a prim itiva de beneficio para el deudor. Mientras aquélla prevaleció, se aplicó a todos los contratos que 110

lucran bajo sello, pero cuando la de deuda era la única acción por suma de dinero, fue establecido que podía pagarse por tales contra­tos. E n su m ayoría, los precedentes son de deuda.

Se llegó a la tercera etapa cuando se tomó una opinión más am plia de la consideration, expresándose en términos de perjuicio para el acreedor. Este fu e un cambio en el derecho substantivo y lógicamente debería haber sido aplicable totalmente. Pero surgió ni otra form a de acción posterior, en circunstancias peculiarm ente relacionadas con esa acción, como habrá de explicarse. E l resultado fue que la nueva doctrina prevaleció en la acción nueva, y la vie­ja en la vieja y lo que era realmente una anomalía de teorías incom­patibles llevadas a cabo paralelam ente, se disfrazó bajo la form a de una lim itación sobre la acción de deuda. Esa acción no siguió siendo, como anteriormente; el remedio para todos los contratos obligatorios de pagar una suma de dinero, pero, en lo que respecta a los contratos orales, sólo podía ser usada cuando la consideration constituía un beneficio realmente recibido por el deudor. Permaneció sin cambios en lo que respecta a las obligaciones que surgían de cualquier otra manera.

Ahora debo dedicar unas pocas palabras al efecto producido sobre nuestro derecho por la otra form a de prueba que he mencio­

nado. Me refiero a. las cliarters. L as charters eran simplemente unos escritos. Como pocas personas sabían escribir, la m ayoría de la gen­

te tenía que autenticar los documentos de alguna otra manera, por ejemplo, mediante una marca. E n la práctica, ésta fue la costumbre

universal inglesa hasta la introducción de las costumbres norman­d a s 70, con las que llegaron los sellos. Pero aún bajo Enrique II el C hief Justice de Inglaterra decía que los sellos sólo pertenecían propiamente a reyes y a hombres m uy g ra n d es71. No tengo nin­gún fundamento para pensar que una charter auténtica tuviera efec­to menor cuando no era bajo sello que cuando estaba se lla d a 72. I )(> cualquier manera, era sólo una prueba, y así se la llam a en

(70) Ducange, «Sigillum »; Ingulpr. 901.(71) B ig. P l. Ang. Norm. 177.(72) B ig. P l. Ang. Norm. 177; Bract., fol. 100 b, 9, «acriptura». Pero

cf. Y. B. 30 Ed. T. 158; F leta, IT. c. 60, 25.

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dad de escrito, aunque el fiador no recibe beneficios de la transac­ción con su principal. Por ejemplo, si un hombre vende maíz a A y B dice: «Yo pagaré si A no paga», la venta en tanto surge de los términos del acuerdo, no aprovecha a B. Por tal razón, en este caso la acción de deuda no puede ser ahora mantenida contra un fiador.

Pero no siempre fue así y 110 lo es hasta nuestros días, en caso de una obligación bajo sello. E n ese caso, no interesa cómo surgió la obligación o si tenía o no consideration. Pero en la época de 'Glan- v ill un escrito era un modo más general de establecer una deuda que por testigos y es absurdo determ inar el alcance de la acción considerando solamente una sola clase de deudas obligatorias. A d e­más, por largo tiempo, un escrito era solamente otra — aunque más concluyente— form a de prueba. E l fundam ento de la acción era el mismo, como quiera que fuera probada. Este era un deber o «dui- ty » 06 para el a c to r ; en otras palabras, que se le debía dinero, no importa cómo, como cualquiera puede comprobarlo leyendo los antiguos Anuarios. De aquí resultaba que la acción de deuda existía igualm ente por una sentencia 07 que estableciera tal deber en los re­pertorios, o por la admisión del demandado registrada de manera semejante C8.

Resumiendo, la acción de deuda ha pasado por tres etapas. A l principio, era el único remedio para cobrar dinero que se debía, excepto cuando la responsabilidad era simplemente de pagar daños y perjuicios por un acto ilícito. Estaba estrechamente relacionada (en realidad era una ram a de la m ism a), con la acción por cual­quier forma de bienes muebles que el demandado estaba obligado, por el contrato o de otra manera, a entregar al actor Gí). Si existía un contrato para pagar una suma de dinero, la única cuestión era cómo se podía probarlo. Todo contrato semejante, que pudiera ser probado por cualquiera de los medios conocidos por ?1 derecho p ri­m itivo, constituía una deuda. No había teoría de consideration y , en consecuencia y por supuesto, no había lím ites a la acción o al contrato basado sobre la naturaleza de la consideration recibida.

L a segunda etapa fue cuando se introdujo la doctrina de la

( 66) Y. B. 29 Ed. I I I . 25, 26; 40 Ed. I I I . 24, pl. 27; 43 Ed. III . 2, pl 5.(67) Y. B. 43 Ed. II I . 2, pl. 5; 46 Ed. I I I . 25, pl. 10; 50 Ed. II I . 5, pl. 11.( 68) Cf. Glanv., Lib. X , c. 8 ; Fleta, II. c. 60, 25.(69) Y. B. 35 Ed. I. 454; 13 Ed. II. 375.

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consideration en su form a prim itiva de beneficio para el deudor. Mientras aquélla prevaleció, se aplicó a todos los contratos que 110

hieran bajo sello, pero cuando la de deuda era la única acción por suma de dinero, fue establecido que podía pagarse por tales contra­tos. E n su m ayoría, los precedentes son de deuda.

Se llegó a la tercera etapa cuando se tomó una opinión más am plia de la consideration, expresándose en términos de perjuicio para el acreedor. Este fue un cambio en el derecho substantivo y lógicamente debería haber sido aplicable totalmente. Pero surgió <‘ii otra forma de acción posterior, en circunstancias peculiarm ente relacionadas con esa acción, como habrá de explicarse. E l resultado l’ue que la nueva doctrina prevaleció en la acción nueva, y la vie­ja en la vieja y lo que era realmente una anomalía de teorías incom­patibles llevadas a cabo paralelam ente, se disfrazó bajo la form a de lina lim itación sobre la acción de deuda. E sa acción no siguió siendo, como anteriormente; el remedio para todos los contratos obligatorios de pagar una. suma de dinero, pero, en lo que respecta a los contratos orales, sólo podía ser usada cuando la consideration constituía un beneficio realmente recibido por el deudor. Perm aneció sin cambios cu lo que respecta a las obligaciones que surgían de cualquier o tra manera.

Ahora debo dedicar unas pocas palabras al efecto producido

sobre nuestro derecho por la otra forma de prueba que he mencio­nado. Me refiero a las charters. L as charters eran simplemente unos escritos. Como pocas personas sabían escribir, la m ayoría de la gen­

te tenía que autenticar los documentos de alguna otra manera, por ejemplo, mediante una marca. E n la práctica, ésta fue la costumbre

universal inglesa hasta la introducción de las costumbres norman­d a s 70, con las que llegaron los sellos. Pero aún bajo Enrique II el C hief Justice de In glaterra decía que los sellos sólo pertenecían propiamente a reyes y a hombres m uy g ra n d es71. No tengo nin­gún fundam ento para pensar que una charter auténtica tuviera efec­to menor cuando no era bajo sello que cuando estaba sellada 7“. I)e cualquier manera, era sólo una prueba, y así se la llam a en

(70) Ducange, «Sigillum»; Ingulpr. 901.(71) B ig. P l. Ang. Norm. 177.(72) Big. P l. A ng. Norm. 177; Br:ict., fol. 100 l), 9, «scriptura». Pero

cf. Y. B. 30 Ed. I. 158; F leta, II . c. 60, 25.

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muchos de los casos p rim itivo s73. Podía renunciarse, ofrecién­dose suit en su lugar 74. Su efecto concluyente se debía a la na­turaleza satisfactoria de la prueba y no al sello 75.

Pero cuando los sellos llegaron a ser usados, obviamente me­joraron la prueba de la charter, por cuanto el sello resultaba más d ifíc il de fa lsificar que un golpe de la pluma. Los sellos adquirie­ron tal im portancia que durante un tiempo, los hombres quedaban obligados por sus sellos, pese a que hubieran sido fijados sin su consentimiento 7C. A l fin al llegó a exigirse el sello a fin de que una charter tuviera su antiguo efecto 77.

¡Un covenant o contrato bajo sello y a no fue una promesa bien probada; fue una promesa de naturaleza distinta y para la cual se procuró una distinta forma de acció n 78. He mostrado cómo el requisito de la consideration llegó a ser una regla de derecho subs­tantivo y también por qué no tuvo nunca una posición firm e en el campo de los covenants. Que los covenants estén exceptuados de tal requisito llegó a ser tam bién una regla de derecho substantivo. E l hombre que había, firm ado una charter, en lu g ar de estar obligado porque lo había consentido y porque había un escrito para probar­lo 79, se encontraba ahora obligado por la fuerza del sello y por la sola escritura, por distinción con todos los otros escritos. Y para mantener la integridad de una teoría inadecuada, se dijo que u n sello im portaba una consideration.

E n nuestros días, se cree que es más filosófico decir que un covenant constituye un contrato formal, que sobrevive al m argen

del ordinario contrato consensual, como ocurrió en el derecho ro­

mano. Pero ésta tampoco es una manera demasiado instructiva de

decirlo. E n cierto sentido, todo lo que el derecho requiere a fin de hacer que una promesa sea obligatoria, por encima de la mera ex­presión de la voluntad del deudor, es forma. Consideration es tanto

(73) Y. B . 33 Ed. I . 354, 356; 35 Ed. I . 455, 41 Ed. I I I . 7, pl. 5; 44 Ed. II I . 21, pl. 23. Cf. 39 En. VI. 34, pl. 46.

(74) Y. B. 7 Ed. II . 242. Cf. 35. Ed. I . 452.(75) Cf. Bract., fol. 100 b, 9.(76) Cf. Glanv., Lib. X . c. 12; Dugdale, Antiq. Warwic. 673, citado

Bncange, «Sigillum »; Bract., fol. 396 b, 3; 1 B ritt. (N ich .) 163, 17; Abbrev. Plac. 8 Joh., Berk. rot. 4. pp. 55, 56; ib. 19 Ed. I , N orf. & Suff. rot. 7, p. 284; ib. índex :Sigillum».

(77) Y. B . 30 Ed. I. 158; F leta, II . c. 60, 25, p. 130.(78) 45 Ed. I I I , 24, pl. 30.(79) Bract., fol. 100 b, 9.

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CONTRATOS, SU HISTORIA. 247

nna form a como un sello. L a única diferencia es que la forma es de época moderna y se fundam enta en el buen sentido o por lo menos está de acuerdo con nuestros hábitos comunes de pensamiento, de modo tal que no nos damos cuenta de ella, m ientras que lo otro es la supervivencia de una antigua condición del derecho, menos rria nifiestam ente razonable o menos fam iliar. Puedo agregar que bajo la influencia de la últim a consideración, el derecho referente a los covcnants está en vías de destrucción. E n muchos estados se sostiene que una simple rúbrica o rasgo de la plum a constituye un sello su­ficiente. De esto hay un corto paso a abolir la distinción entre los documentos sellados y los no sellados, lo que se ha hecho en algunos estados del oeste.

M ientras los covcnants sobreviven de una manera débil y anti­gua y la acción de deuda ha desaparecido, dejando tras de sí una

influencia vagam ente perturbadora, la totalidad del derecho mo­

derno de los contratos ha evolucionado a través de la acción del assumpsit, que ahora debe ser explicada.

Después de la conquista normanda todas las acciones ordinarias comenzaban con un writ emitido por el rey, por el cual se ordenaba al demandado a comparecer ante el tribunal p ara contestar al actor. Los writs se emitían como cosa rutinaria para las varias acciones conocidas de las cuales tom aba su nombre. H abía writs de deuda y de covcnants; había writs de trcspass por daños cometidos por la

fuerza a la persona del actor, o daños cometidos a bienes en su po­sesión, y así sucesivamente. Pero estos ivrits sólo se emitían para las acciones conocidas para el derecho, y sin un writ, el tribunal no tenía autoridad para oír un caso. E n tiempos de Eduardo I había pocas acciones. Los casos en que se podía obtener dinero de otra persona cabían dentro de un número reducido de grupos, para cada uno de los cuales había una form a particular de demandar expresando la reclamación.

E stas form as habían dejado de ser adecuadas, lis así que exis­tían muchos casos que no caían exactamente dentro de la definición

de trcspass, pero para los cuales era justo encontrar algún remedio. P ara encontrar un remedio, lo primero era sum inistrar un writ. En consecuencia, la famosa ley de Eduardo I, 1¡1 e. 24, autorizó a l funcionario que emitía los viejos writs a estructurar otros nuevos

en casos similares, en principio, a aquellos que ya contaban con

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248 COMMON LAW

writs, y que requerirían un remedio semejante, sin que cayeran exactamente dentro del alcance de los writs en uso.

A sí es como aparecieron los writs de trespass on the case, es decir, writs que expresaban un fundam ento para demandar, aná­logo al del trespass pero sin que llegaran verdaderam ente a ser tal en la form a que se había demandado en los precedentes más an ti­guos. P ara dar un ejemplo que constituye substancialmente uno de los casos más prim itivos, supongamos que un hombre deja su ca­ballo en una herrería, donde, negligentemente, el herrero mete un clavo en la pata del animal. Podría ocurrir que el dueño del caballo no tuviera ninguno de los viejos writs porque el caballo no estaba en su posesión cuando se cometió el daño. Estrictam ente, sólo podía cometerse un trespass sobre bienes en contra de la persona que tu ­viera su posesión; y no podía ser cometido por el mismo que tuviera la posesión80. Pero como lastim ar al caballo era igualm ente un acto ilícito, sea que el dueño llevara al caballo de la brida o lo hu­biera dejado en lo del herrero, y como el acto ilícito era m uy se­m ejante a un trespass pese a no ser uno, el derecho concedió al due­ño un writ de trespass on the case 81.

Un ejemplo como este no produce d ificultades; tan acción de tort es la de un acto ilícito como la de trespass. No se m anifestaba un contrato, y en principio ninguno era necesario. Pero no pertenece a la clase de casos a considerar, puesto que el problema que con­frontam os consiste en rastrear el origen del assumpsit, que es una acción contractual. Sin embargo, assumpsit empezó como una ac­ción de trespass on the case, y lo que debe ser descubierto es cómo es que el trespass on the case llegó a ser acción por la simple ruptura de un acuerdo.

Será bueno examinar algunos de los casos más antiguos donde se alegó un compromiso (assum psit). E l primero que figu ra en los

repertorios data del reinado de E duardo I I I 82. E l actor alegó que el demandado se comprometió a transportar con seguridad su caballo a través del río Humber, pero sobrecargó el barco, por cuya razón el caballo pereció. Se objetó que la acción debería haber sido

(80) Cf. 5 Co. Rep. 13 b, 14 a, con 1 Roll. Rep. 126. 128; Y. B. 43 Ed. I I I . 30, pl. 15.

(81) Y. B . 46 Ed. II I . 19, pl. 19; s. c. Bro. Acc. sur le Case, pl. 22.(82) Y. B. 22 Ass. pl. 41, fol. 94.

Page 253: Holmes Common Law

CONTRATOS, SU HISTORIA 24!)

covenant por rup tu ra de un acuerdo o trespass. Pero se contestó qu<‘ el demandado cometió una violación cuando sobrecargó el barco, y la objeción fue rechazada. Este caso, aunque expresó un compromiso, apenas si introdujo un nuevo principio. Seguram ente, la fuerza no procedió directamente del demandado, sino que fue traída por la combinación de su sobrecarga y tener que avanzar por ia corriente.

E l caso siguiente es del mismo reinado y va más le jo s 811. Kl writ expresaba que el demandado se había comprometido a curar de su enfermedad al caballo del actor (manucepit equum prae- dicti W. de infirm itate), y realizó su tarea de form a tan negli­gente que el caballo murió. Este caso se diferencia en dos aspectos del caso de herir a un caballo con un clavo. No alega ningún acto de fuerza, ni en verdad acto alguno, excepto una simple omisión. P or otra parte, expresa un compromiso, lo que el otro no hacía. Kl demandado argumentó inmediatamente que ésta era una acción por rup tura de compromiso, y que el actor debería haber usado la ac­ción de covenant. E l actor contestó que no podía hacer tal cosa sin nna escritura y que la acción era por haber causado en form a ne­gligente la muerte del caballo, es decir, por un tort, y no por ru p ­tura de contrato. A lo que el demandado a su vez contestó que en tonces debió haber usado la acción de trespass. Pero el actor repuso diciendo que el caballo no murió por violencias, sino que murió per def. de sa cure, y en base a este argumento se aceptó el writ. «I. Thorpe dijo que había visto a un hombre acusado de m atar por fa lta de cuidado (om itir la curación) a un paciente a quien se ha­bía comprometido a curar.

Ambos casos fueron tratados por el tribunal como puras accio­nes de tort, a pesar que el demandado alegó la existencia de un com­promiso. Pero también habrá de verse que se encuentran sucesiva­mente más alejados de un caso ordinario de trespass. Especialmente en el último caso, la fuerza destructiva no procedió en ningún sen

tido del demandado. Y así nos vemos enfrentados a la pregunta: ¿Qué posible analogía pudo haberse encontrado entre un acto ilí

cito que produce un daño y la absoluta omisión de actuar?

A ntes de intentar responder, permitidme que de otros ejemplos

de fecha algo posterior. Supongamos que un hombre se comprometió

a trab a jar en casa de otro, y por su f al ta de habi l idad deterioró las

(83) Y. B. 43 Ed. I I I , 33, pl. 38.

Page 254: Holmes Common Law

250 COMMON LAW

m aderas de su em pleador; ello sería no un trespass, sino algo aná­logo, y el empleador dem andaría por trespass on the case. Un juez del reinado de Enrique I Y 84 expresó esto como claro derecho. P e­ro supongamos que en lugar de deteriorar directam ente los ma­teriales, el carpintero simplemente había dejado un agujero en el techo, a través del cual pasaron las lluvias, produciendo el daño. L a analogía con el caso anterior es m arcada, pero estamos un paso más allá del trespass, porque el demandado no ha recurrido a la fuerza. Sin embargo, tam bién en este caso los jueces pensaron que correspondía la acción de trespass on the case 85. É n tiempos de Enrique I V no podría haberse mantenido la acción por la simple negativa a construir de acuerdo a lo convenido, pero el tribunal sugirió que si el writ hubiera mencionado «que la cosa había sido comenzada y no había sido hecha por negligencia, entonces habría sido de otra manera» 8G.

A hora vuelvo a la pregunta: ¿Q ué semejanza podría haber en­tre una omisión y un trespass que bastara para provocar un w rit de trespass on the casef A fin de encontrar una respuesta es esen­cial notar que en todos los casos prim itivos la omisión ocurrió al estar en tratos con la persona o con los bienes del actor, ocasionán­dose daños a una o a los otros. E n vista de este hecho, la referencia de Thorpe a las acusaciones por m atar a un paciente por fa lta de cuidado y la distinción posterior entre la negligencia antes y des­pués de comenzar la tarea, es m uy fecunda. L a prim era se vuelve todavía más sugestiva cuando se recuerda que es el prim er argum en­to o analogía que se encuentra sobre el tema.

E l significado de esa analogía es sencillo. Pese a que un hom­bre tiene perfecto derecho a quedarse quieto y contemplar cómo es

destruida la propiedad de su vecino, u observar como perece su

vecino por no socorrerlo, si llega a inmiscuirse, ya no tiene la misma libertad. Y a no puede retirarse a voluntad. P ara dar un ejemplo más específico, si un cirujano, como una gracia, corta el cordón um bilical de un niño recién nacido, ya no puede detenerse a llí y con­tem plar como la paciente se desangra hasta morir. P erm itir que la muerte ocurra de esa m anera sería un homicidio voluntario, tanto como si se hubiera tenido esa intención al momento de cortar el

(84) Y. B. 11 En. IV. 33, pl. 60.

(85) Y. B. 3 En. V I. 36, pl. 33.

(86) Y. B. 2 En. IV . 3, pl. 9 ; 11 En. IV . 33, pl. 60. Cf. 3 En. V I. 36, pl. 33.

Page 255: Holmes Common Law

CONTRATOS, SU HISTORIA 251

cordón. No interesa si la m aldad comenzó con el acto o con ln omi­sión subsiguiente.

E l mismo razonamiento se aplica a la responsabilidad civil. Un carpintero no necesita absolutamente ir a trab ajar sobre la cana de otra persona, pero si acepta la confianza del otro y se inmiscuye, no puede detenerse a voluntad dejando el techo abierto a las incle­mencias del tiempo. Tam bién en el caso del herrador que se ha he­cho cargo de un caballo, no podría detenerse en el momento crí­tico dejando las consecuencias libradas a la suerte. También, y to­

davía más claramente, cuando el barquero se comprometió a trans­portar un caballo a través del río Humber, aunque el caballo se ahogó en el agua, los actos mediatos de sobrecargar el barco y em­pujarlo en esas condiciones hacia la corriente ocasionaron la pér­dida, y el barquero era responsable.

E n los casos precedentes, el deber era independiente del con­trato, o al menos así fue considerado por los jueces que los decidie­ron, y que se apoyaban en las reglas generales aplicables a la con­ducta humana hasta por el derecho penal. L a ocasión inm ediata del daño objeto de la demanda puede haber sido una simple omisión que perm itió el libre funcionam iento de las fuerzas naturales. Poro si la relacionamos, como lo fue en realidad, con las transacciones anteriores, tenemos un curso de acción y de conducta que, tomado en su totalidad, ha causado u ocasionado el daño.

Sin duda puede objetarse que hay un paso considerable entre considerar a un hombre responsable por las consecuencias de actos

que podría haber previsto y hacerlo responsable por no haber inter­

ferido con el curso de la naturaleza, que él no puso en movimiento ni le abrió la puerta para que causara el daño, y que justam ente

h ay esa diferencia entre hacer un agujero en el techo y dejarlo abierto, o cortar el cordón y d ejar que se desangre, por un lado, y

el caso del herrador que recibe un caballo enfermo y omito las pre­cauciones apropiadas, por el otro 87.

P ara esto parece haber dos respuestas. Prim ero no resulta «la ro que tal distinción haya sido advertida por el tribunal que deei dió el caso que he mencionado. Se alegó que ('I demandado real i/.ó la curación de m anera tan negligente que el caballo murió. Podría

(87) Cf. 19 En. V I. 49, pl. 4 ad fin., Nowton, C. J.

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252 COMMON LAW

no habérsele ocurrido a los jueces que posiblemente la conducta del demandado no fue más allá de la omisión de una serie de medidas beneficiosas. Probablemente se presumió que la conducta consistió en una combinación de actos y de negligencias, que tomadas en su totalidad im portaron un trato impropio con la cosa.

A continuación, es dudoso que la distinción sea correcta por mo­tivos prácticos. Bien podría ser que, en tanto uno perm ite que en él se deposite una confianza, está obligado a usar las precauciones que sabe, pese a no haber concluido un contrato, estando en libertad para renunciar a tal confianza de cualquier manera razonable. E sta opinión proviene en algún sentido del problema por el cual las p ar­tes fueron a juicio, que consistía en que el demandado realizó la cu­ración de la mejor manera que sabía, sin que el caballo m uriera por fa lta de su cuidado (¿curación?) 88.

Pero no puede negarse que la afirm ación de un compromiso llevaba la idea de una promesa, de la misma m anera que la de en­trar en el negocio entre manos. E n verdad, el últim o elemento re­sulta quizá suficientem ente dado a entender sin ello. E n consecuen­cia podría preguntarse si la promesa no tuvo su im portancia al ha­cer surgir el deber de actuar. E n tanto esto involucra la consecuen­cia de que la acción era de hecho por la rup tura de un contrato, la respuesta y a ha sido dada, y se apoya en razones demasiado sólidas para que pueda ser puesta en duda 89. P ara obligar al demandado por un contrato era esencial un instrumento bajo sello. Como y a se ha demostrado, hasta la antigua esfera de la acción de deuda había sido lim itada por este requisito, y en la época de E duardo I I I se necesitaba una escritura aún para obligar a un fiador. A si resultó fortiori la introducción de una responsabilidad sobre las promesas que no eran ejecutadas por el derecho antiguo. Sin embargo, la sugestión tuvo lugar en una fecha prim tiva en el sentido de que una acción on the case por daños causados por negligencia, es decir por haber omitido las precauciones apropiadas alegándose un compro­miso como móvil, era de hecho una acción contractual.

Cinco años después de la demanda por negligencia en curar a un caballo, que se ha citado, tuvo lugar una acción s im ila r90,

( 88) Cf. Y. B. 48 Ed. II I . 6, pl. 11.(89) Casos supra; Y. B. 2 En. IV . 3, pl. 9; 11 En. IV . 33. Cf. 3 En. VI.

3tí, pl. 33; 30 En. VI. 34, pl. 4; 2 En. V II. 11, pl. 9.(90) Y. B. 48 Ed. II I . 6, pl. 11. Cf. Fitzh. Abr. Acc. sur le Case, pl. 37,

11 R. I I ; 14 En. VI. 18. Pero cf. 43 Ed. I I I . 33, pl. 38.

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CONTRATOS, SU HISTORIA 253

contra un cirujano, alegándose que éste se había comprometido a eurar la mano del actor y que debido a su negligencia dicha mano

había quedado m utilada, Sin embargo, había esta d iferencia: que se había m anifestado que un tal T. B. había herido la mano del

actor, por lo cual por mucho que el mal tratam iento hubiera agra­vado la situación, la mutilación era propiam ente atribuible a T. B.,

teniendo el actor una acción contra él. Esto puede haber llevado al demandado a adoptar la conducta que siguió, puesto que se sintió inseguro respecto a la procedencia de una acción por tort. Se opuso al compromiso, sobre la base de que era esencial para los derechos d e l actor, objetando luego el writ por no demostrar el lugar del corn­il romiso, por lo cual era deficiente pues no mostraba dónde debía ser convocada la investigación. E n ese punto el writ fue considera­do deficiente, por lo que parece que el tribunal aceptó el punto de vista del demandado. E n verdad, uno de los jueces lo llamó una acción de covenant y dijo que «necesariamente se podía mantener

sin escritura, porque por un asunto tan pequeño no puede un hom­

bre tener siempre a mano a un secretario para que haga el escrito» (pur faire especialty). A l mismo tiempo se citaban los casos pri­

mitivos que se han mencionado, siendo evidente que el tribunal no

estaba preparado para ir más allá de ellos o para sostener que la a c c i ó n podía mantenerse por sus propios méritos aparte de la obje­

ción de carácter técnico. Desde otro aspecto, parece haber conside­

rado la acción desde el punto de vista del trespass 91.

Cualesquiera sean las cuestiones que sugiere este caso, la clase de acciones que alegaban un compromiso por parte del demandado, siguieron siendo consideradas como acciones de tort durante largo l iempo, después de Eduardo TIT. L a responsabilidad se limitó al daño a la persona o a los bienes que surgiera después que el de~ mandado hubiera entrado en el empleo. Y como habrá de verse, más tarde se extendió sobre un razonamiento tomado del derecho de, los torts.

A comienzos del reinado de Enrique V I probablemente el dere­c h o era todavía que no habría acción por la simple omisión en guar~

(91) Cf. las razones de Candish para permitir el wager o f law con V. U. 32 & 33 Ed. I, Prefacio, p. xxxvi, citando las viejas reglas impresas al fliml dol folleto titulado Modus tenendi unum Hundredum sive Curiavi de ttroordo, en Law Tracts de Rastell, p. 410, E, F , G.

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254 OOMMON LAW

dar una prom esa92. Pero muchas veces se había sugerido, como se ha demostrado, que sería de otra manera si la omisión o la ne­gligencia tuvieran lugar en el curso del cumplimiento, y la conduc­ta del demandado hubiera sido seguida por daños físicos 93. Y tal sugestión adquirió su form a más sorprendente en los primeros años del reinado de E n rique V I , en ocasión del caso del carpintero que dejó un agujero en el tech o 94. Cuando los tribunales hubieron llegado hasta ese punto, resultó fá cil ir un paso más adelante y perm itir que el mismo efecto se produzca por omisiones en cualquier etapa, seguidas de daño similar.

Pocos años más tarde se p reg u n tó 95, ¿ cuál es, en principio, la diferencia entre los casos en que se admite que habrá acción, y el de un herrero que se compromete a herrar a un. caballo pero no lo

hace, por cuya razón el caballo queda rengo, o el de un abogado que se compromete a defender un caso haciendo que la parte confíe en

él, después de lo cual omite su presencia, de modo que el caso se pierde? Se dijo que en los primeros casos el deber dependía o era accesorio del covenant, y que si había acción sobre la m ateria acce­soria, la había sobre la p r in c ip a l9C. Se sostuvo on demurrer que habría acción por no procurar lo que el demandado se había com­prometido a obtener.

Cinco años más tarde se presentó otro caso 97, m uy parecido al del herrador del reinado de E duardo III . Se alegó que el deman­

dado se había comprometido a curar el caballo del actor, aplicando luego las medicinas de manera tan negligente, que el caballo murió. E n este caso, como en el anterior, el punto en controversia se tomó

sobre el assumpsit. E n este caso se estableció claramente la d ife­rencia entre una omisión y un acto y que la declaration no sig n ifi­caba necesariamente nada más que una omisión, diciéndose que a no ser por su compromiso el demandado no tendría el deber de actuar.

De ahí que resultara im portante la alegación de la promesa del de­

mandado, pudiéndose tomar de ella un punto en controversia.

(92) Y. B. 3 En. VI. 36, pl. 33.(93) Y. B. 2 En. IV . 3, pl. 9; 11 En. IV . 33, pl. 60; 3 En. VI. 36, pl. 33.(94) 3 En. V I. 36, pl. 33.(95) Y. B. 14 En. VI. 18, pl. 58.(96) Ibid. Cf. 48 Ed. II I . 6, pl. 11.(97) Y. B. 19 En. V I. 49, pl. 5. Véase además Y. B . 20 En. VI.

25, pl. 11.

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CONTRATOS, SU ÜISTORIA 255

E sta sentencia separó claramente de la masa de acciones on the case una clase especial que surge de una promesa como fuente de Ja obligación del demandado, y sólo fue cuestión de tiempo para esa clase llegar a ser una nueva y distinta acción contractual. Si este cambio hubiera tenido lugar inmediatamente, la doctrina de la con­siderationf que por la misma época se enunció en forma defin itiva por prim era vez, sin duda alguna se habría aplicado, requiriéndose para el compromiso un quid pro quo 98. Pero el concepto de tort no se abandonó inmediatamente. E l derecho quedó fijad o a comien­zos del reinado de Enrique V I I de acuerdo con las sentencias p ri­mitivas, y se dijo que no había acción por omitir cum plir con una promesa, sino solamente por negligencia después que el demandado hubiera emprendido su compromiso 99.

E n tanto la acción no excedía los verdaderos lím ites de un tort, no tenía im portancia si para, el compromiso había o no considera­tion. Pero cuando se cometió el error de suponer que todos los casos, fueran o no torts propiamente dichos en que se alegara un assump­sit, se fundaban igualm ente sobre la promesa, se siguió naturalm en­te una de dos conclusiones erróneas: o ningún assumpsit necesitaba

quid pro q u o 10°, desde que no había claramente ninguno de los viejos precedentes (que eran casos de puros torts), o esos preceden­tes estaban equivocados, y en todos los casos debía alegarse (‘I quid pro quo. Con m ayor o menor comprensión del lím ite verdadero se reconoció que en aquellos casos en que la substancia de la acción eran daños causados a los bienes por negligencia, no resultaba

necesaria una consideration101. Y en la época de Carlos I toda­vía hay vestigios del concepto de que siempre fue superflua.

E n un caso de ese reinado, el demandado contrató a un abogado jiara que actúe en un juicio por una tercera persona, prometiéndole pagar todos sus gastos y honorarios. E l abogado prestó los servicios iniciando luego una acción de deuda. A ello se objetó que no co­rrespondía la acción de deuda, porque 110 había contrato entre las partes y el demandado no tenía ningún quid pro quo. E l tribunal

(98) Cf. Y. B . ) En. VI. 36, pl. 33.(99) Y. B. 2 En. V II. 11, pl. 9. Cf. 20 En. V I. 34, pl. 4.

(100) Cf. Y. B. 14 En. VI. 18, pl. 58; 21 En. V II. 41, pl. 66, C. Fineux.(101) Keilway, 160, pl. 2 (2 En. V I I I ) ; P ow tuary v. W alton, 1 Boíl.

Al»r. 10, pl 5 (59 I s a b .) ; Coggs v. Bernard, 2 Ld. Raym. 909 (2 Anne, A. D. I70.M). Supra, pág. 170.

Page 260: Holmes Common Law

aceptó el argumento diciendo que no había contrato o consideration

para fundar esta acción, sino que el actor pudo haber demandado en assum psit102.

Se debió quizá a la prolongación de esta idea y al concepto, a menudo repetido, de que un assumpsit no era un con trato103, que pueda atribuirse una teoría más am plia de consideration que la que prevaleció en la acción de deuda. Se estableció que existiría assumpsit por una simple omisión o incumplimiento. Los casos que se han mencionado del reinado de Enrique V I fueron seguidos por otros en los últimos años de Enrique V I I 104, y nunca se vol­vió a dudar. Una acción por tal causa era claram ente por ruptura de promesa, como se había reconocido desde la época de E d u ar­do III . E n tal caso resultaba necesaria una consideration103, pe­se a ocasionales extravagancias que también habían quedado esta­blecidas o se tenían por firmes en muchos casos del reinado de la reina Isabel. Pero el origen bastardo de la acción que dio lugar a la duda acerca de hasta que punto era necesaria la consideration, hizo posible tener por suficientes las considerations que se habían rechazado en la acción de deuda.

O tra circunstancia puede haber ejercido su influen cia: parece­ría que en el período en que la. assumpsit estaba evolucionando hasta

llegar a sus completas proporciones, existía una pequeña inclinación a iden tificar la consideration con la causa romana, tom ada en su

sentido más amplio. E n los primeros años del reinado de Isabel la palabra «cause» se tomó por consideration, con referencia a un co­venant 100; en el mismo sentido se usó en la acción de assum psit107. E n el repertorio últimamente citado, pese a que el caso princi­pal solamente fijab a una doctrina que sería seguida hoy en día, también se m anifestaba un caso anónimo que se interpretó significa­ba que una consideration realizada, sum inistrada a pedido pero sin promesa de ninguna especie, soportaría una promesa subsiguiente

( 102) Sands v. Trevilian, Cro. Car. 193, 194 (Mich. 4 Car. I , A. D. 1629).(103) Bro. Ácc. sur le Case, pl. 5; s. c. Y. B. 27 En. V III. 24, 25. pl. 3;

Sidenliam v. W orlington, 2 León. 224, A. D. 1585.(104) Y. B. 21 En. V II. 30, pl. 5; ib. 41, pl. 66.(105) Y. B. 3 En. V I. 36, pl. 33.(106) Sharington v. S tro tton , Plowden, 298 (Mich. 7 & 8 Isa b .); ib. 309,

nota sobre «el derecho civil».(107) H unt v. B ate, 3 Dyer, 272 a (10 Isab., A. D. 1568).

256 c o m m o n l a w

Page 261: Holmes Common Law

CONTRATOS, SU HISTORIA 257

de pagar por e l la 108. Partiendo de esta autoridad y de la pala­bra «cause» se llegó pronto a la conclusión de que había una gran diferencia entre un contrato y un assumpsit; y que m ientras quo (Mi los contratos «todo lo que es un requisito debe concurrir y en­contrarse, viz. la consideration por una parte y la venta o la pro­mesa por la otra parte, . . .p a r a mantener una acción sobre un assumpsit, ta l cosa no constituye un requisito, puesto que es su fi­ciente que haya una causa traslaticia o consideration precedente, por cuya causa o consideration se haya hecho la promesa» 109.

A sí, cuando el demandado contrató que el actor sea molinero de su tía a diez chelines por semana, se sostuvo que correspondía la acción de assumpsit, porque el servicio, pese a 110 ser beneficioso pa­ra el demandado, resultaba una carga o detrimento para el ac- tor n0. Se reform ularon las viejas cuestiones, y las opiniones que eran casi prevalecientes sobre la acción de deuda bajo Enrique V I, prevalecieron en la de assumpsit bajo Isabel y Jacobo.

IJ11 fiador podía ser demandado en assumpsit, pese a haber de­jado de ser responsable en la acción de d e u d a 111. Había el mis­mo remedio para el caso de una promesa por la consideration de (pío el actor se casara con la h ija del dem andado112. No se pudo man tener la ilusión de que el assumpsit así ampliado 110 significaba un contrato. E n vista de esta admisión y de los precedentes antiguos, el derecho osciló durante un tiempo en la dirección de la recompensa como verdadera esencia de la considerationU3. Pero prevaleció la otra opinión y así, de hecho, realizó un cambio en el derecho subs­tantivo. Un contrato simple, para ser reconocido como obligatorio

(108) Véase el Capítulo V III . E l Sr. Langdell, en Contracts, 92, 94, ungiere para esta doctrina la ingeniosa explicación de que entonces se sostenía que ninguna promesa podía estar im plícita en los hechos por la solicitación. Debo haber pruebas que no conozco, pero el caso citado ( Bosden v. Thinne, Yelv. 40) para apoyar esta declaración no fuo resuelto hasta A. D. i(¡03, mientras que las inferencias de ILunt v. B ate, supra, que fue el precedente Hoguido por los casos que se explicarán, son completamente distintas.

(109) Sidenham v. W orlington, 2 León. 224, A. D. 1585.(110) Mead v. B axter, 3 Dyer, 272 b, n. (26 & 27 Isab .), Cf. JUohardnB artlet's Case, 1 León. 19 (26 Isab .).(111) Bro. Ace. sur le Case, pl. 5; s. c. Y. Ti. 27 En. VIII, '.'A, 25,

pl. 3; 3 Dyer 272, n.( 112 ) M arsh v. Rainsford, 3 Dyer, 272, b , n.; n. c. 2 Loon. III y Cro.

ísttb. 59, sub nom. M arsr v. K avenford.(113) Sm ith and Sm ith’s Case, 3 León. 88, A. 1). 1583; ¡lichcs and

B riggs, Yelv. 4, A. D. 1601; Pichas v. Guile, Yelv. 128, A. D. 1608.

Page 262: Holmes Common Law

258 COMMON LAW

por los tribunales de Enrique V I , debe haber sido hecho sobre un beneficio al d eudor; ahora una promesa podía ser ejecutada en con­sideration a un detrimento al acreedor. Pero en su verdadero es­p íritu arcaico la doctrina no se separó ni distinguió del remedio que la introdujo, y así la acción de deuda ha presentado en épocas modernas la apariencia alterada de un deber lim itado a los casos en que la consideration era de una clase especial.

Puede relatarse brevemente el destino posterior del assumpsit. In trodujo los contratos bilaterales, porque una promesa era un de­trimento, y en consecuencia una consideration suficiente para otra promesa. Suplantó a la acción de deuda, porque la existencia del de­ber de pagar era consideration suficiente para una promesa de pa­gar, o más bien porque antes de que se requiriera la consideration y apenas el assumpsit existiera por un incumplimiento, se usaba la acción para evitar el wager of law del demandado. 'Extendió grandemente el número de contratos sobre los que se podía ac­cionar, los que anteriormente estaban lim itados a deudas y cove- nants, m ientras que casi cualquier promesa podía ser demandada en assumpsit; e introdujo una teoría que ha tenido mucha influencia sobre el derecho m oderno: o sea, que todas las responsabilidades de

un bailee se fundan sobre un contrato U4. E stá fuera de mis pro­pósitos inquirir si la prominencia que de ese modo se dio a los con­tratos como fundam ento de los derechos subjetivos y de los deberes

tenía algo que ver con la prominencia sim ilar que pronto adquirió en la especulación política.

(114) Supra, p. 179. La advertencia de Lord Coke en el sentido de no confiar en los resúmenes es muy necesaria para un propio estudio de la consideration. Los resúmenes aplican la doctrina a casos que no la mencionan y que se decidieron antes de que alguna vez se oyera hablar de ella.

Page 263: Holmes Common Law

CAPITULO VIII

C O N T R A T O S

II. — Sus elementos

E l método general a seguir en el análisis de los contratos es el mismo que y a ha sido explicado con respecto a la posesión. Cada vez que las normas conceden a alguien derechos especiales o impo­nen sobre otros cargas también especiales, lo hacen así sobre la base de que ciertos hechos especiales son verdaderos con relación a esos individuos. E n consecuencia, en tales casos luiy una taren doble. Primero, determ inar cuáles son los hechos a los (pie se ad­judica las consecuencias especiales, y segundo, descubrir tales con­secuencias. L a prim era constituye el campo principal de las dis­cusiones jurídicas. Los hechos no son siempre los mismos con res­pecto a los contratos. Puede ser que cierta persona haya firmado, sellado y entregado un escrito de cierto sign ificad o ; puede ser que haya hecho una promesa verbal y que su acreedor le haya entrega­do una consideration.

E l elemento común a todos los contratos podría decirse que es una promesa, pese a que ni siquiera la promesa era necesaria para la responsabilidad por la acción de deuda como se la enten­dió prim itivam ente. Pero como no será posible seguir discutiendo los covenants, y como la consideration constituyó el tema principal del último capítulo, primero me referiré a ellos. Además, como hay una diferencia histórica entre la consideration en la acción de deuda y en assumpsit. me lim itaré a la últim a, que es la forma posterior y más filosófica.

Se dice que cualquier ventaja (pie el acreedor haya conferi­do al deudor o cualquier detrimento en que haya incurrido el

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2 6 0 C0MM0N LAW

acreedor, puede constituir una consideration. También se piensa que cualquier consideration puede reducirse a un caso de la ú lti­ma clase, usando la palabra «detrimento» en un sentido algo amplio.

P ara ejem plificar la doctrina general, supongamos que un hom­bre desea que un tonel de cognac sea transportado desde Boston a Cam bridge y que un camionero, por amabilidad u otro motivo, dice que él lo transportará, a quien en consecuencia se lo entrega. Si por descuido desfonda el tonel, quizá 110 sería necesario alegar que se comprometió a transportarlo, y en principio y de acuerdo con los viejos casos, si se alegó un compromiso, no necesita m anifes­tarse consideration por el assumpsit x. E n ese caso el fundamento de la demanda sería el daño, prescindiendo de un contrato. Pero si la demanda consiste en que el camionero no hizo el transporte como se había acordado, la d ificultad del actor sería que el camio­nero no estaba obligado a hacerlo así a menos que su promesa tu ­viera una consideration. Supongamos en consecuencia que se ale­gó que prometió hacerlo así en c o n s i d e r a t i o n de la entrega a su favor. ¿Sería esto una consideration su ficien te1? Los casos más an­tiguos, sobre la base del concepto del beneficio al deudor, decían que no podía ser, puesto que constituía una molestia y no 1111 be­neficio 2. Tomémoslo entonces desde el punto de vista del detrim en­to. La entrega es una condición necesaria para que el deudor cum­pla con su amabilidad, y si así lo hace, la entrega, lejos de consti­tu ir un detrimento para el acreedor, representa para él un claro beneficio.

Pero este argumento es una falacia. Resulta claro que la en­trega sería consideration suficiente para facu ltar al dueño a decla­rar en assumpsit por el incumplimiento de aquellos deberes que surgieron con prescindencia del contrato, a raíz de que el deman­dado se había comprometido a tratar con la cosa3. Por ejemplo, pagar mil dólares sería una consideration suficiente para cualquier promesa que no implique, para su cumplimiento, tratar con la co­sa 4. Y el derecho no ha declarado que la consideration sea buena o mala de acuerdo con la naturaleza de la. promesa que se funda so­

(1 ) Y. B. 46 Ed. I I I . 19, pl. 19; 19 En. V I. 49, pl. 5; K eilway, 160, pl. 2 ; Pow tuary v. W aitón, 1 Roll. Abr. Abr. 10 , pl. 5; Coggs v. Bernard, 2 Ld.

( 2 ) Biches and B riggs, Yelv. 4, A. D. 1601; PicTcas v. Guile, Yelv. 128.(3 ) Bairibridge v. Firm stone, 8 Ad. & El. 743, A. D. 1838.(4) W ilbinson v. O liveira, 1 Bing. N . C. 490, A. D. 1835; Jlaigh v. Broolcs,

10 Ad. & El. 309; ib. 323; H art v. M iles, 4 C. B. n. s. 371, A. D. ‘l858.

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bre ella. L a entrega es consideration suficiente para cualquier pro­mesa 5.

E l argumento opuesto deja de lado el momento en que debe ser determinada la suficiencia de la consideration. Este es el momen­to en que se sum inistra la consideration. E n ese momento la entrega del tonel es un detrimento en el sentido más estricto. E l dueño del tonel ha renunciado a su dominio actual sobre él, que tiene dere­cho a conservar y a cambio ha recibido, no un cumplimiento para el cual era necesaria la entrega, sino una m era promesa de cum­plimiento. E l cumplimiento todavía es fu tu r o 6.

Pero se verá que, pese a que la entrega puede ser una consi- dcration, no habrá de serlo necesariamente. U na promesa de trans­portar puede ser hecha y aceptada en el entendimiento de que es un simple asunto de favor, sin consideration, y sin que sea ju ríd i­camente obligatoria. E n ese caso el detrimento de la entrega ocu­rrirá al acreedor como antes, pero obviamente se incurrirá en ella con el único propósito de habilitar al deudor que realice el trans­porte tal como fue convenido.

Me parece que no siempre se ha tenido suficientem ente e n

cuenta que la misma cosa puede o no ser una consideration, según la consideren las partes. La explicación popular de Cofjgs v. 11er nard es que la entrega era la consideration por la promesa de 1 ran« portar los toneles con seguridad. E n el quinto capítulo he dado la (pie creo es la verdadera explicación y la que pienso tenía en mira Lord Ilo lt 7. Pero sea o no verdadera, una seria objeción que se acepta comúnmente es que la declaración no alega que la entre­ga era la consideration.

Debe observarse la misma precaución al interpretar los térm i­nos de un acuerdo. E s d ifícil ver la propiedad de erigir en con- sidcration a cualquier detrimento que un instrumento pueda reve- lar o establecer, a menos que las partes la hayan considerado so­bre ese fundamento. En muchos casos el acreedor puedo incurrir en un detrimento sin sum inistrar de tal modo una considcration. MI detrimento puede no ser nada más que la condición suspensivn

(5 ) W hcatley v. Low, Cro. Jac. 668, A. D. 16133, <’f . fíyv t un<1 riin/iu'* Vanfi, l León. 220, 221 (32 & 33 Isab .).

( 6 ) W ilkinson v. Oliveira, 1 Bing. N. C. 490J Haif/h v. Urooktt, 10 Ad. \ I I. 309; Jlart v. Miles, 4 G. B. n. s. 371; 6 Am. Law Etv. 47, Oct. 1871.

(7) Supra, págs. 179, 180. Véase también el capitulo VII.

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262 COMMON LAW

para el cumplimiento de la promesa, como si un hombre promete a otro pagarle quinientos dólares si se rompe la p ie rn a 8.

Los tribunales, sin embargo, han ido lejos en el camino de la destrucción de esta distinción. Actos que según una adecuada in­terpretación del lenguaje parecerían haber sido contemplados so­lamente como el cumplimiento de una condición, han sido trata­dos como la consideration de la promesa 9. Y lo mismo ha sucedido con las contra-promesas en un acuerdo que expresamente declaraba otras materias como consideration 10. A sí debe mencionarse — suje­ta a la pregunta de si no puede haber una explicación especial para la doctrina— que se dice que la cesión de un arrendam iento no pue­de ser voluntaria bajo el estatuto de 27 Isabel c. 4, porque el cesio­nario asume las obligaciones del inquilino u . E l hecho de que el cesionario incurra en este detrimento no puede ser contemplado como el móvil de la cesión, y en muchos casos sólo llega a ser una de­ducción del beneficio conferido, como sería una servidum bre de paso, especialmente si la única obligación consiste en pagar la renta, que en teoría juríd ica proviene de la tierra.

Pero pese a que los tribunales han ido a veces un poco lejos en su inquietud para apoyar acuerdos, no cabe duda respecto al principio que he fijado, en el sentido de que la misma cosa puede o no ser una consideration, según la consideren las partes. Esto hace surgir la cuestión de cómo debe ser considerada una cosa, a fin de que constituya una consideration.

Se dice que no debe confundirse la consideration con el motivo. E s cierto que no debe confundirse con lo que puede ser el motivo principal o predominante en los hechos. Un hombre puede prome­ter pintar un cuadro por quinientos dólares, m ientras que su mo­tivo principal puede ser el deseo de fama. De hecho puede darse y aceptarse una consideration solamente con el propósito de hacer obligatoria una promesa. Pero sin embargo es de la esencia de la consideration que según los términos del acuerdo se dé y acepte co­mo el motivo o m óvil de la promesa. Inversamente, puede hacerse y aceptarse lina promesa como el motivo o móvil convencional pa­ra sum inistrar la consideration. L a raíz de todo el problema reside

( 8 ) Byles, J., en Shadwell v. Shadwell, 30 L. J. C. P . 145, 149.(9 ) Shadwell v. Shadwell, ubi supra; Burr v. Wilcox, 13 Alien, 269,

272, 273.(10) Thomas v. Thomas, 2 Q. B . 851.( 1 1 ) P rice v. Jenkins, 5 Ch. D. 619. Cf. Crabhe v. Moxey, 1 W. K. 226;

Thomas v. Thomas, 2 Q. B. 851; Monahan, M ethod o f Law, 141 e t seq.

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CONTRATOS, SUS ELEMENTOS 263

en la relación del móvil recíproco convencional, entro uno y otro, entre la consideration y la promesa.

Un buen ejemplo de la prim era parte de la fórm ula se e n cu r tí tra en un caso de Massachusetts. E l actor rehusó perm itir quo re tirara madera de su tierra la persona con quien había hecho un arreglo verbal y le entregara un pagaré, a menos que recibiera ni guna garantía adicional. E l comprador y el actor se dirigieron con­siguientemente al demandado, quien puso su nombre sobre el pa­garé. Por lo tanto, el actor perm itió que el comprador se llevara la madera. Pero de acuerdo con el testimonio, el demandado firmó sin saber que el actor iba a m odificar su posición de alguna mane­ra sobre la garantía de la firm a, y se sostuvo que si se creía en ese relato, no había consideration 12.

Se encuentra un ejemplo de la otra m itad de la regla en los casos en que se ofrece una recompensa por hacer algo, lo que des­pués es realizado por una persona que actúa ignorando la oferta. E n tal caso la recompensa 110 puede ser reclamada, porque la ale­gada consideration no ha sido sum inistrada sobre la fe de la ofer­ta. L a promesa ofrecida 110 ha inducido el suministro de la conside­ration. L a promesa no puede ser erigida como motivo convencional cuando no fue conocida hasta después del cumplimiento de la ale­gada consideration 13.

Ambos aspectos de la relación entre consideration y promesa y la naturaleza convencional de tal relación pueden ejem plificar­se con el caso del tonel. Supongamos que el camionero está dispues­to a transportar el tonel y que el dueño desea dejárselo, sin nin­guna transacción, y que cada uno conoce el estado anímico del otro; pero que el camionero, viendo sus propias ventajas en el asun­to, dice al dueño: «Prometo transportar el tonel en consideration de que usted me lo entregue dejándome transportarlo», haciéndolo así el dueño. Por mi parte, supongo que tal promesa será obliga­toria. L a promesa se ofrece en tales términos como el móvil para la entrega, y la entrega se hace en tales términos como el móvil [ja­ra la promesa. E s m uy probable que la entrega hubiera sido he­cha sin la promesa, y que la promesa habría sido hecha en forma

( 12 ) E llis v. Ciarle, 110 Mass. 389.(13) F itch v. Sneddker, 38 N . Y. 248, criticando a WíIUomh n 1\irwur

diñe , 4 Barn. & Ad. 621, donde, sin embargo, no pareco <|iir «•! nHor 110 «*hI 11-

viera enterado de la oferta de recompensa, sino niinp1«'im»nio qun i>l jurado «11 contró que en los hechos actuaba por otro» motivo*, dotcnnliiaolAn l.oliilmont® fuera de propósito.

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264 COMMON LAW

gratuita si no hubiera sido aceptada por la consideration, pero des­pués de todo, esto no es más que una suposición. L a entrega no ne­cesitaba haber sido hecha a menos que el dueño eligiera, y habien­do sido hecha como el término de la transacción, el deudor no pue­de alegar lo que podría haber sucedido para destruir el efecto de lo que en realidad sucedió. E n consecuencia parecería que la mis­ma transacción en substancia y en espíritu podría ser obligatoria o voluntaria, de acuerdo con la form a de las palabras que las par­tes emplearon con el propósito de afectar las consecuencias legales.

Si se aceptan los principios que anteceden, servirán para ex­plicar una doctrina que ha causado a los tribunales cierta d ificu l­tad. Me refiero a la doctrina de que una consideration ejecutada no habrá de sostener una promesa subsiguiente. Seguram ente se ha dicho que tal consideration era suficiente si estaba precedida por una solicitación. Pero son claras las objeciones a ta l opinión. Si la solicitación era de tal naturaleza, por así decirlo, como para im­plicar razonablemente que la otra persona iba a obtener una re­compensa, había una promesa expresa, pese a no ser form ulada en palabras, y esa promesa era hecha al mismo tiempo que se daba la consideration y no después. Si, por otra parte, las palabras no su­gerían la comprensión de que el servicio iba a ser pagado, el ser­vicio era una donación, y una donación pasada no puede ser una consideration como cualquier otro acto del acreedor que no haya sido motivado por la promesa.

L a fuente del error puede rastrearse, al menos, parcialm ente en la historia. E n el último capítulo se form ularon algunas suges­tiones respecto al asunto, y aquí se agregarán unas palabras. E n los viejos casos de la acción de deuda, cuando había alguna cues­tión acerca de si el actor había demostrado lo suficiente para m an­tener su acción, se habló varias veces de que un «contrato prece­dente» hizo surgir el deber. A sí cuando un hombre había conce­dido que quedaría obligado en cien chelines a pagar a su depen­diente por sus servicios, en fecha determinada, y en virtud de pa­gos hechos en su nombre por dicho dependiente, se argumentó que no había contrato precedente, y que de palabra la parte no queda obligada; además, que en tanto parecía, los pagos habían sido he­chos por el dependiente de por sí y no a petición, de lo cual no podía surgir ningún deber 14.

A sí, cuando se inició una acción de deuda sobre una escritura para pagar al actor diez marcos, si se casaba con la h ija del de-

(14) Y. B. 29 Ed. III. 2o, 26.

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mandado, objetándose que la acción debería haber sido covenant, se contestó que el actor tenía un contrato precedente que le daba la acción de deuda 15.

E l prim er caso en assum psit10 sólo pretendió adoptar este vie ­jo pensamiento común. Un hombre se hizo fiador del dependiente de un amigo suyo, que había sido arrestado. Más tarde el patrón prometió compensar la fianza, y ante su incumplimiento fue de­mandado por él en assumpsit. Se sostuvo que no había considera­tion por la cual podía acusarse al demandado a menos que el pa­trón hubiera prometido indem nizar al actor antes de que el depen­diente hubiera sido objeto de la fiaza, «puesto que el patrón nun­ca solicitó al actor que su dependiente haga tal cosa, sino que lo hizo de por sí». Esto es perfectam ente claro y no significa más que el caso de los Anuarios. Sin embargo, el repertorio también informa de un caso en que se sostuvo que una promesa subsiguiente, en con­sideration de que el actor ante el ruego especial del demandado se había casado con la prim a del demandado, era obligatoria, y que el matrimonio era «buena causa. . . porque seguía a la solicitud del demandado». Sea que esto se intentó para establecer un principio general o se decidió con referencia a la consideration peculiar del m atrim onio17, lo cierto es que pronto se in terpre tó en el sentido más amplio, como se demostró en el último capítulo. Varias voces se decidió que un asunto pasado y ejecutado era suficiente con si deration para una promesa de fecha posterior, solamente si el asun to en el que se apoyaba había sido hecho o sum inistrado a solici­tud del deudor 18.

Ahora es tiempo de analizar la naturaleza de la promesa, (pie es el segundo y más conspicuo elemento de un contrato simple. La L ey de Contrato Indio de 1872, pár. 2 19 d ic e :

«(a) Cuando una persona expresa a otro su voluntad de hacer o de abstenerse de hacer algo, con la idea de obtener el asentimiento de la otra para tal acto o abstención, se dice que hace una pro­puesta» ;

(15) 19 R. II ., Fitzh. Abr. D ett, pl. 166.(16) H unt v. B ate, Dyer, 272, A. D. 1568.(17) Véase BarTcer v. H alifax, Cro. Isab. 741; s. c. 3 Dyer, 272 a, n. 32.(18) Sidenham v. W orlington, 2 Leonard 224; Bosden v. Thinne, Yelv.

40; Lam pleigh v. B rathw ait, Hobart, 105; Langdell, Cas. on Contr. (2 ed .), cap. 2, 11, Sum mary, 90 et seq. Véase más arriba Capítulo V II, p. 251.

(19) Pollock, Contr. (lera , ed .), p. 6.

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«(b) Cuando la persona a quien se hace la propuesta expresa su asentimiento, se dice que la propuesta está aceptada. Una pro­puesta aceptada se transform a en una promesa».

De acuerdo con esta definición, el alcance de las promesas se lim ita a la conducta de parte del deudor. Si esto significara que sólo el deudor debe soportar la carga legal que puede crear su pro­mesa, sería verdadera. Pero éste no es el significado, puesto que se trata de la definición de una promesa y no de una promesa legal­mente obligatoria. No estamos buscando los efectos legales de un contrato, sino el contenido posible de una promesa que el derecho puede o no hacer obligatoria. E n consecuencia sólo debemos consi­derar la cuestión sobre lo que posiblemente puede prometerse en un sentido legal y no cuál será la consecuencia secundaria de una pro­mesa obligatoria, pero no cumplida.

L a seguridad de que lloverá mañana 20 o que una tercera per­sona habrá de pintar un cuadro puede ser una promesa, tanto co­mo que el acreedor recibirá de alguna procedencia cien fardos de algodón o que el deudor pagará al acreedor cien dólares. ¿C uál es la diferencia en estos casos? Reside solamente en el grado de po­der que posee el deudor sobre el suceso. E n el prim er caso no tiene ninguno. Igualm ente, tiene escasa autoridad legal para hacer que un hombre pinte un cuadro, aunque puede contar con mayores me­dios de persuasión. Probablemente será capaz de asegurar que el acreedor reciba el algodón. Siendo rico, existe la certidum bre de que podrá pagar los cien dólares, excepto en el caso de un acci­dente m uy improbable.

Pero como regla general el derecho no inquiere en qué medi­da el cumplimiento de una seguridad referida al futuro está den­tro del poder del deudor. E n el mundo de la moral puede suceder que la obligación de una promesa esté lim itada a lo que existe den­tro del alcance de la voluntad del deudor (excepto en tanto el lí­mite resulte desconocido por un lado y confuso por el otro). Pero a menos que intervenga alguna consideración de política publi­ca, pienso que un hombre puede obligarse jurídicam ente en el sen­tido de que habrá de suceder algún acontecimiento futuro. E n con­secuencia, puede prometerlo en sentido legal. Pliede decirse que si un hombre contrata que mañana habrá de llover o que A . habrá

(20) Canham v. B arry, 15 C. B. 597, 619; Jones v. E ow , 9 C. B. 1, 9; Com. D ig. Condition, D. 2; 1 Roll. Abr. 420 (D ), pl. 1; Y. B . 22 Ed. IV .26, pl. 6.

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de pintar un cuadro, solamente dice en forma abreviada: pagarési no llueve o si A . no pinta un cuadro. Pero tal cosa no oh i ......suriam ente así. Fácilm ente podría form ularse una promesa a la quo se fa ltaría si hubiera buen tiempo o si A . no pintara. Entóneos una promesa constituye simplemente una seguridad aceptada do quo cierto hecho o estado de cosas habrá de ocurrir.

Pero si esto es verdadero, tiene consecuencias más importan tes que simplemente am pliar la definición de la palabra promesa. Concierne a la teoría de los contratos. E n el common laiv las con­secuencias de una promesa obligatoria no se ven afectadas por el grado de poder que sobre el suceso prometido posee el deudor. Si el suceso prometido no ocurre, se venden los bienes del actor para satisfacer los daños — dentro de ciertos lím ites— que ha sufrido el acreedor por el incumplimiento. Las consecuencias son de la mis­ma clase si la promesa es que habrá de llover o que otro hombre pin­tará un cuadro o que el deudor habrá de entregar un fardo de algodón.

S i las consecuencias jurídicas son las mismas en todos los ca­sos, parece apropiado que todos los contratos sean considerados des­de el mismo punto de vista jurídico. E n el caso de una promesa obli­gatoria de que mañana habrá de llover, el efecto jurídico inmedia­to de lo que el deudor hace es que él asume el riesgo del suceso den­tro de ciertos lím ites definidos en lo que respecta a las relaciones entre él mismo y el acreedor. No va más lejos cuando promete en­tregar un fardo de algodón.

Si es apropiado expresar de esta manera el significado de pro­mesa y contrato dentro del common law, esto tiene la ventaja de liberar al sujeto de la teoría superfina de que el contrato es una sujeción restringida de una voluntad a otra, una especie de escla­vitud lim itada. Podría ser considerada de este modo si el derecho forzara a los hombres a cum plir sus contratos o si perm itiera que los acreedores ejercieran tal compulsión. S i cuando un hombre promete trab ajar para otro, el derecho lo forzara a hacerlo, su relación con el acreedor podría ser llamada, con cierta verdad, ser vidumbre ad hoc. Pero el derecho no hace nunca eso ; nunca in torfiere hasta que una promesa haya dejado di* cumplirse y en con secuencia 110 puede ser cum plida de acuerdo con su tenor. Kh cierto que en algunos casos equity hace compulsivo lo que se llama cum plimiento específico. Pero, en prim er lugar, estoy hablando <lel common law, y en segundo lugar, esto solamente significa que equity obliga al cum plim iento de ciertos elementos de la promewa total que

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todavía son capaces de ser cumplidos. Por ejemplo, tomemos la prome­sa de transm itir propiedad inmueble dentro de cierto tiem p o; un tribunal de equity no tiene el hábito de in terferir hasta que el tiem ­po haya pasado, de modo que la promesa no puede ser cum plida tal como fue hecha. Pero si la transmisión es más im portante que el tiempo y el acreedor prefiere tenerla m ejor tarde que nunca, el derecho puede compeler al cumplimiento de ella. Sin embargo, aún en ese caso no se trata literalm ente de compeler, sino de poner al deudor en prisión a menos que realice la transmisión. Este es un remedio excepcional. L a única consecuencia universal de una pro­mesa jurídicam ente obligatoria es que el derecho hace que el deu­dor pague los daños y perjuicios si el acontecimiento prometido no ocurre. E n todos los casos lo deja libre de interferencias hasta que haya pasado el tiempo del cumplimiento y en consecuencia libre para romper el contrato si a.sí lo decide.

Se encuentra una ventaja más práctica en considerar a un contrato como la asunción de un riesgo, en la luz que arroja sobre la medida de los daños y perjuicios. Si la rup tura de un contrato fuera considerada desde el mismo punto de vista que un tort, pa­recería que si en el curso del cumplimiento del contrato el deudor debiera ser notificado de cualquier consecuencia particular que re­sultaría de su no cumplimiento, debería ser tenido por responsable de esa consecuencia en el supuesto del incum plim iento; así ha sido su g erid o 21, pero no ha sido aceptado como derecho. Por el con­trario, de acuerdo con la opinión de un juez m uy capaz, que parece ser seguida generalmente, el conocimiento, aún en el momento de hacer el contrato, de circunstancias especiales de las cuales sur­girían daños especiales en caso de ruptura, no es suficiente a menos que la asunción de ese riesgo se tome como habiendo entrado cla­ramente en el co n trato 22. Si un transportador se compromete a llevar las m aquinarias de un aserradero de Liverpool a la isla de Vancouver, y no cumple, probablemente no sería responsable por la tasa del alquiler de tal m aquinaria durante la necesaria demora, pese a que podría saber que no puede ser reem plazada sin enviar­la a Inglaterra, a menos que claramente se hubiera entendido que

(21) Gee v. Lancashire YorTcshire Jtailuxay Co., 6 H. & N. 211, 218, Bramweíl, B. Cf. H yd rm lic Engineering Co. v. M cH affie , 4 Q. B. D. 670, 674, 676.

(22) B ritish Columbio, Saw-M ill Co. v. N ettleship , L. R. 3 C. P. 499, 509, W illes, J . ; H orne v. M idland Hoilway Co., L. R. 7 C. P. 583, 591; s. c. L. R. 8 C. P. 131.

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había aceptado «el contrato con la condición especial anexa al mismo» 23.

E s cierto que generalmente, cuando la gente hace un contrato, tiene en vista el cumplimiento antes que su ruptura. Habitual mente, el lenguaje expreso no va más allá que defin ir lo que habrá de suco der’ si el contrato se cumple. E l requisito legal de un memorándum por escrito sería satisfecho con la m anifestación escrita de la prome­sa tal como fue hecha, porque exigir más sería ir en contra de los hábitos ordinarios de la humanidad, así como la declaración de que el efecto de un contrato es la asunción del riesgo de un acontecimien­to futuro, no significa que exista una segunda promesa subsidiaria de asum ir tal riesgo, sino que la asunción sigue como consecuencia directam ente obligatoria en virtud del derecho, sin la cooperación del deudor. A sí es como la prueba verbal sería sin duda admisible para am pliar o dism inuir la extensión de la responsabilidad asumida por el incumplimiento, m ientras resultaría inadmisible para afec­tar el alcance de la promesa.

Pero estas concesiones no afectan la opinión que aquí se adopta. Como la relación entre los contratantes es voluntaria, las consooiion cias adjudicadas a la relación deben ser voluntarían. Lo que sen el acontecimiento que la promesa contempla, o en otras palabras, qué es lo que habrá de significar la rup tura de un contrato, es malerin de interpretación y construcción. De manera semejante, qué con secuencias de la ruptura se presumen, constituye, en forma más remota, m ateria de interpretación, teniendo en cuenta las cireuns tancias dentro de las cuales se realiza el contrato. Una de esas cir­cunstancias es el conocimiento de aquello que depende del cum pli­miento ; esto 110 resulta necesariamente concluyente, pero puede te­ner el efecto de am pliar el riesgo asumido.

L a función propia de la interpretación es extraer de lo que se ha dicho y hecho expresamente aquello que habría sido dicho con res­pecto a acontecimientos que no se hallaban claramente definidos en la mente de las partes, si tales acontecimientos hubieran sido conside rados. E l precio que se paga en los contratos m ercantiles excluye generalmente la interpretación de que se intentó asum ir r i e s g o s ex cepcionales. Piense que el análisis que antecede muestra que el resul tado a que han llegado los tribunales sobre la base de un buen M e n t i d o

práctico está de acuerdo con la verdadera teoría de los contratos d e l

common laxo.

(23) British Columbio Saw-M ill Co. v. N citlrsh ip , I/. R, :t O. I*. 49$), ROÍ).

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E l examen de la naturaleza de las promesas me ha llevado a analizar los contratos y sus consecuencias un poco antes de su ver­dadero lugar. Debo añadir una palabra más respecto a los hechos que constituyen una promesa. Se ha establecido, con verdad teórica, que además de la seguridad u oferta de una parte, debe haber una aceptación de la otra. Pero encuentro d ifícil recordar un caso en que no pueda realizarse un contrato simple, que no pueda ser ex­plicado sobre otros fundamentos, generalmente por fa lta de relación entre seguridad u oferta y consideration, como móviles recíprocos uno del otro. Corrientemente la aceptación de la oferta sigue, por mera deducción, al suministro de la consideration, y en tanto para nuestro derecho, hasta que se sum inistre la consideration, una ofer­ta o promesa aceptada se encuentra en un plano de equiparación con una oferta todavía no aceptada, ambas sujetas a revocación has­ta ese momento y ambas en vigor hasta entonces, a menos que ha­yan expirado o se las haya revocado, la cuestión de la aceptación di­fícilm ente resulta de im portancia práctica.

Suponiendo que se ha entendido la naturaleza general de la consideration y de las promesas, quedan por ser consideradas a l­gunas cuestiones peculiares a los contratos bilaterales. Conciernen a la suficiencia de la consideration y al momento en que se hace un contrato.

U na promesa puede ser la consideration de otra promesa, aun­que no todas las promesas pueden hallarse en este caso. Puede du­darse que la promesa de hacer una donación de cien dólares sea sos­tenida por Ja promesa de aceptarla. Pero en el caso de promesas mu­tuas para transferir y aceptar, respectivamente, acciones impagas de una compañía de ferrocarril, se sostuvo la existencia de un con­trato obligatorio. A quí, una dn las partes acuerda entregar algo que puede tener un valor, y la otra parte asume una responsabilidad que puede resultar onerosa 24.

Pero ahora supongamos que no haya elementos de incertidum- bre excepto en la mente de las partes. Tomemos por ejemplo una apuesta en una carrera de caballos ya realizada. Se ha pensado que esto im portaría, por un lado, una promesa absoluta y por el otro ninguna promesa 25. Pero a mí esto no me parece acertado. Los con­tratos son transacciones entre hombres, por los que hacen arreglos para el futuro. A l hacer tales arreglos lo im portante no es lo que

(24) Cheale v. K enw ard, 3 DeG. & J. 27.(25) Langdell, Contr., 88, 89.

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sea objetivam ente verdadero, sino lo que las partes saben. Cualquier hecho presente, desconocido de las partes resulta tan incierto a los fines de hacer arreglos en ese momento, como lo es cualquier hecho futuro. E n consecuencia, es un detrimento comprometerse a estar dispuesto a pagar si luego los acontecimientos no resultan ocurrir como se esperaba. E sta parece ser la verdadera explicación de por qué la espera* en demandar sobre lo que el actor cree que es bueno consti­tuye una consideration suficiente, pese a que la reclam ación era mala en la realidad, y el demandado lo sabía 2<5. S i esta opinión no fuera acertada, es d ifícil comprender de qué modo podrían sostenerse apuesr tas sobre cualquier acontecimiento futuro, excepto por milagro. Pues­to que si el que suceda o no un acontecimiento está sujeto a la ley de causalidad, la única incertidum bre al respecto reside en nuestra previsión y no en que suceda.

La cuestión relativa a cuando se hace un contrato surge en su m ayor parte con respecto, a los contratos bilaterales concluidos por carta, existiendo la duda sobre si el contrato queda completo cuan­do la aceptación se pone en el corroo o en el momento en que se re­cibe. Si hubiera una decidida conveniencia en favor de alguna de es­tas opiniones, sería razón suficiente para su adopción. Pero como hasta ahora tienen valor los fundamentos meramente lógicos, el ar gumento más ingenioso en favor de la últim a circunslanein perte nece al profesor Langdell. De acuerdo con su opinión, l¡i conclusión surge del hecho de que la consideration — que hace que la oferta sea obligatoria— , constituye en sí misma una promesa. Dice que toda promesa es una oferta antes de ser una promesa, y es de la esencia de una oferta que sea comunicada 27. Pero este razonamiento parece desacertado. Cuando, como en el caso supuesto, la considcrati-on para la aceptación ha sido colocada dentro del poder del ofrecido y la con­trapromesa ha sido aceptada de antemano, no hay un momento, sea en el tiempo o en la lógica, en que la contra-promesa resulte una oferta. Si algo es una promesa y el término de un contrato obligato­rio. Una oferta es la comunicación revocable y no aceptada de la voluntad de hacer una promesa. Cuando se ha hecho la oferta do un cierto contrato bilateral, la otra parte no puede ofrecer el mismo contrato. L a llam ada oferta no sería ni revocable ni inaceptada, y com pletaría el contrato tan pronto como fuera hecha.

Si se dice que es do la esencia de una promesa el ser comuni cada, atraviese o no la etapa de la oferta, y entendiéndose por co-

(26) Langdell, Contr., 57.(27) Ibid., 14, 15.

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272 00M MON LAW

municar llevarla al conocimiento real de la otra parte, pienso q u e e l

derecho es diferente. Un covenant es obligatorio cuando se ha en­tregado y aceptado, se haya leído o no. De acuerdo al mismo prin­cipio, se considera que cada vez que haya de asumirse la obligación mediante una señal tangible, como en el caso supuesto, mediante una carta conteniendo la contra-promesa, habiéndose ya dado la consi­deration y el asentimiento, la única cuestión es respecto a cuando l a

señal tangible se coloca suficientem ente dentro del poder de la otra parte No puedo creer que si la carta ha sido entregada a la otra parte y se le arranca de las manos antes que la haya leído, no habría contrato 28. S i tengo razón, parece de poca im portancia que la o fi­cina de correos sea considerada como mandatario o bailee del ofer­tante o como una simple caja a la que tiene acceso. Cuando el tene­dor de la oferta arroja al buzón la carta conteniendo su contra­promesa, realiza un acto manifiesto, por el cual, según el entendi­miento general, renuncia al dominio sobre la carta y la pone en manos de terceras personas en beneficio del ofertante, con libertad para este último de tomarla en cualquier momento.

Los principios que rigen la revocación son totalmente diferen­tes. Quien recibe una oferta tiene derecho a presum ir que perma­nece abierta conforme a sus términos hasta que tenga noticias efec­tivas de lo contrario. E l efecto de la comunicación puede destruir­se por una contra comunicación. Pero la realización de un contrato no depende del estado anímico de las partes, sino de'sus actos ma­nifiestos. Cuando la señal de la contra-promesa es un objeto tangi­ble, el contrato queda completo cuando cambia el dominio sobre e s e

objeto.

(28) Pero véase Langdell, Contr., 14, 15.

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CAPITULO IX

C O N T R A T O S

III . — Nulidad y anulábilidad

H an sido analizados los elementos de hecho necesarios para la formación de un contrato y las consecuencias legales de éste una vez formado. Quedan por ser considerados, sucesivamente, los casos en que se dice que un contrato es nulo y los casos en que se dice que es anulable, es decir, aquéllos en que el contrato no ha. sido he cho pese a parecer haberlo sido, o, habiendo sido hecho, puede sor rescindido por alguna de las partes, considerándose como si nunca lo hubiera sido. Em pezaré por referirm e a la prim era clase de casos.

Cuando un contrato no se constituye, pese a haberse usado lns formas corrientes para ello, comúnmente se dice que los fundam en­tos del fracaso son el error, el engaño o el dolo. Pero trataré do m ostrar que éstas son simplemente circunstancias dram áticas y que el verdadero fundam ento es la ausencia de uno o de más de los ele­mentos primarios que se han estudiado o que se verá en seguida que son necesarios para la existencia de un contrato.

Si un hombre realiza los trám ites para hacer un contrato con A . a través de B. como m andatario de A ., cuando en realidad B. no es el m andatario de A ., no hay contrato, porque hay solamente una parte. La promesa ofrecida a A . no ha sido aceptada por él y do él 110 ha provenido ninguna consideration. E n ta l caso, pese a que #o neralmente hay error de un lado y dolo del otro, es muy claro que 110 necesita recurrirse a ninguna doctrina especial, porque los ele­mentos primarios de un contrato explicados cu el ultimo capítulo todavía no se hallan presentes.

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274 COMMON LAW

Tomemos a continuación un caso diferente. E l demandado es­tuvo de acuerdo en com prar y el actor estuvo de acuerdo en vender, un cargamento de algodón que iba a «llegar en el Peerless de Bom- bay». H abía dos barcos de ese nombre que partían de Bom bay, uno en octubre y el otro en diciem bre; el actor se refirió al segundo y el demandado al primero. Se sostuvo que el demandado no estaba obli­gado a aceptar el algodón 1. Comúnmente se dice que tal contrato es nulo debido a un error mutuo sobre su objeto y porque en conse­cuencia las partes no prestaron su consentimiento a la misma cosa. Pero esta manera de plantear el problema me parece equívoca. E l derecho no tiene nada que ver con el estado anímico real de las par­tes. E n los contratos como en otras situaciones, deben usarse pautas externas y juzgar a las partes por su conducta. S i no hubiera ha­bido más que un solo «Peerless», y el demandado por error hubie­ra dicho «Peerless» queriendo decir «Peri», habría quedado obliga­do. E l verdadero fundam ento de la decisión no fue que cada parte se refirió a una cosa diferente, como surge de la explicación que se ha mencionado, sino que cada uno dijo una cosa diferente. E l ac­tor ofreció una cosa y el demandado expresó su consentimiento a otra cosa.

Un nombre propio, cuando se usa en los negocios o en los plei­tos 2 significa una cosa individual y no otra cosa, como todo el mun­do sabe, y en consecuencia la persona ante quien se usa ese nombre debe descubrir a su riesgo en qué consiste el objeto designado. S i no hay circunstancias que hacen que el uso sea engañoso, cada parte tiene derecho a insistir en el significado de la palabra que le es fa ­vorable y nadie tiene derecho a insistir en el significado de la pa­labra como la usa la otra parte. E n tanto el error es el fundam ento de la decisión, su única fuerza me parece que consistió en establecer que ninguna de las partes sabía que era entendida por la otra como que usaba la palabra «Peerless» en el sentido que le daba la última. E n tal caso hubiera quizá habido un contrato obligatorio, porque si un hombre usa una palabra a la que sabe la otra parte adjudica, y entiende que él le adjudica, cierto significado, puede ser llevado a ese significado y no perm itírsele que le dé o tro 3.

Supongamos ahora un caso donde la oferta y la aceptación no difieren y donde ambas partes han usado las mismas palabras en

(1 ) B affles v. Wichelhaus, 2 H . & C. Cf. K y le v. K avanagh, 103 Mass. 356, 357.

(2 ) Cf. CocTcer v. Crompton, 1 B. & C. 489.(3 ) Sm ith v. Hughes, L. E. 6 Q. B . 597.

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CONTRATOS (NULIDAD Y ANULABILIDAD) 275

igual sentido. Supongamos que A . estuvo de acuerdo en com prar y B. estuvo de acuerdo en vender «estos barriles de caballa», y que los barriles en cuestión resultaron contener sal. H ay un error mu­tuo sobre el contenido de los barriles y no hay dolo de ninguna par­te. Me parece que el contrato habrá de ser nulo 4.

Se dice comúnmente que en tal caso el fracaso del contrato se debe al hecho de la diferencia de clase entre el objeto real y aquel al que se d irigía la intención de las partes. Quizá es más instructi­vo decir que los términos del supuesto contrato, pese a ser en apa­riencia compatibles, eran contradictorios en un asunto que iba hasta la raíz de la transacción. Puesto que, según uno de los términos esen­ciales, el objeto del acuerdo era el contenido de ciertos barriles y nada más, y según otro igualm ente importante, era caballa y nada m ás; mientras que como cuestión de hecho 110 podía ser ambas co­sas porque el contenido de los barriles era sal. Como ningún térm i­no podía ser dejado de lado sin forzar a las partes a un contrato que no habían hecho, se sigue que 110 puede exigirse que A . acepte ni que B . entregue estos barriles de sal u otros barriles de ca b a lla ; y sin omitir uno de los términos, la promesa carece de significación.

Si hubiera habido dolo de parte del vendedor o si él hiihiem conocido el contenido real de los barriles, el comprador podría lia ber tenido derecho a insistir en la entrega del artículo inferior. Qui zá el dolo hubiera hecho que el contrato fuera válido a su elección. Porque cuando un hombre califica palabras razonables con otras que conoce, por fundamentos secretos, puede equitativam ente acep­tarse que autoriza a la otra parte a insistir en el cumplimiento de la parte posible de su promesa, si ésta se halla dispuesta a renunciar al resto.

Tomemos un ejemplo más del último caso. Se emite una póliza de seguro sobre cierto edificio que la póliza describe como taller de maquinarias. Pero en realidad el edificio no es tal, sino una fábrica de órganos, lo que constituye un riesgo mayor. E l contrato es nulo, no debido a engaño alguno, sino, como antes, debido a que dos de sus términos esenciales son incompatibles entre sí y su unión os irra­zonable 5.

Por supuesto que el principio de la incom patibilidad úllirna mente explicado puede ser extendido hasta aplicarse a cualquier inconsistencia entre los diferentes términos de un contrato. Podría

(4 ) Yéase Gardner v. Lañe, 12 Alien 39; s. c. 9 Alien 492, 98 Miihh. 517.(5) Goddard v. M onitor Ins. Co., 108 Mass. 56.

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276 COMMON LAW

decirse, por ejemplo, que si se vende una pieza de oro como de die­ciocho quilates, y en realidad no es tan pura, o si se vende una vaca como que produce un término medio de doce litros de leche por día, cuando en realidad sólo produce seis, 110 hay diferencia lógica, de acuerdo con la explicación que acaba de hacerse, entre esos casos y el del barril de sal vendido como de caballa. Sin embargo esas tran ­sacciones no serían nulas; a lo sumo serían anulables, si así lo eli­giera el comprador.

Las distinciones del derecho se fundan en la experiencia y no en la lógica. E n consecuencia 110 hacen que las transacciones de los hombres dependan de una exactitud matemática. Un hombre tiene derecho a que se le pague si no se le entrega lo prometido, cual­quier cosa que ésta se a ; pero no se sigue que la ausencia de algún detalle insignificante lo habrá de autorizar a dejar sin efecto el con­trato, y todavía menos que habrá de im pedir la formación de un contrato, materia que ahora consideramos. Ambos términos incom­patibles deben ser m uy im portante, tan importantes que el tribunal piense que si alguno de ellos se omite, el contrato sería de substan­cia diferente a aquél que parecían expresar las palabras de los con­tratantes.

Un término que se refiera directamente a la identificación por los sentidos tiene siempre este grado de im portancia. Si se hace una promesa para vender esta vaca o esta caballa a este hombre, cual­quiera sea la cosa que se obtiene del contrato, éste nunca podrá ser ejecutado a no ser referido a este objeto y por este hombre. Si se vende fraudulentam ente este barril de sal por uno de caballa, el comprador puede quizá elegir tomar este barril de sal si así decide, pero no puede elegir tomar otro barril de caballa. Si se presenta al vendedor con el nombre de B., y el comprador supone que es otra persona del mismo nombre y bajo tal impresión entrega su promesa escrita de comprarle a B., esta persona B. a quien se entrega el escrito es la parte contratante, si alguna lo es, y pese a lo que se ha dicho sobre el uso de nombres propios, supongo que habría un con­trato 6. Puesto que además debe decirse que en tanto por uno de los términos del contrato la c-osa prom etida o el contratante se iden­tifica por la vista y el oído, tal término prepondera sobre todos los otros de manera que es m uy raro que el fracaso de cualquier otro

( 6) Véase Cundy v. L indsay, 3 App. Cas. 459, 469. Cf. Beg. v. M iddleton, L. R. 2 C. C. 38, 55 et seq., 62 et seq .; Jleg. v. Davies, Dearsley, C. C. 640; Bex v. MucMow, 1 Moody C. C. 160; Beg. v. Jacobs, 12 Cox 151.

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CONTRATOS (NULIDAD Y ANüLAMLIDAD) 277

elemento de descripción impida la formación del co n trato 7. 'La más obvia de las aparentes excepciones es cuando el objeto no se idcnti fica así en la realidad, sino solamente su cubierta o envoltura.

Por supuesto que el cumplimiento de una promesa puedo «cr condicional respecto al cumplimiento de todos los términos estipu lados por la otra parte, pero las condiciones anexas al cumplimiento nunca pueden llegar a ser consideradas hasta que se haga un con­trato, y mientras tanto la cuestión ha estado referida en prim er lu­gar a la existencia del contrato.

Puede suponerse un caso diferente a todos los considerados has­ta aquí. E n lugar de la incom patibilidad entre la oferta y el con­sentimiento que impide la formación del contrato, o entre los tér­minos de un acuerdo que lo hace irrazonable en forma evidente, |>uede haber una incom patibilidad semejante entre un término del contrato y un previo antecedente de hecho que no se hace parte del contrato. Tal antecedente puede haber sido el móvil principal y el fundamento mismo de la transacción. Puede ser más im portante que cualquiera de los términos expresos, no obstante el contrato haya sido redactado en palabras que, en justicia, no pueden interpretar­se como que lo incluyen. Un vendedor puede haber manifestado que los barriles llenos de sal contenían caballa, pero el contrato puede ser solamente por los barriles y su contenido. E l solicitante de una póliza de seguro puede haberse equivocado en la caracterización de hechos esenciales para el riesgo, y eso no obstante la póliza puede asegurar simplemente cierto edificio o cierta vida. Podría pregun­tarse si estos contratos no son nulos también.

Pueden concebirse ciertos casos en que, teniendo en cuenta la

naturaleza del contrato, podría decirse que las palabras usadas in­cluyen el antecedente como un término por interpretación. Por ejem ­plo, podría decirse que el significado verdadero y bien entendido de un contrato de seguro no es, como las palabras parecen decir, asu­mir el riesgo de cualquier pérdida por el fuego o peligros del mar, por m uy grande que sea el riesgo, sino asum ir un riesgo de cierta magnitud y no otro, cuyo riesgo ha sido calculado matemáticamente en base a las declaraciones de la parte asegurada, lín la poli/,a <le

(7 ) «Praesentia corporis to llit errorem nominis». <'f, .7. H.vlt- en M'n// v l l ra rn r , .'$2 L. J. n. s. C. P . 34, 40. Pero cf. las opinionen OpUflltM M 0 1.111<111letón, L . E . 2 C. C. 38, 45 , 57. 1 ’.-i i <•<••• i i.i .pie un i...... . p ro i......... O tíiIdent ificación do un ob jeto o de una persona como ch| i< < i l ien |>m<i|i< lenet <1 minino efecto que una id en tifica c ió n real m ediante I<>h mciiIMum, p i m p l e hc refie* re a ta l id en tifica c ió n , pese a hacerlo de una nmiiorii uioiioh directo.

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278 COMMON LAW

seguro no se especifica la extensión del riesgo asumido, porque así lo establecen las viejas formas y las costumbres establecidas, pero el significado se entiende perfectam ente.

S i se adoptara este razonamiento, habría igual incom patibili­dad en los términos del contrato, sea que la naturaleza del riesgo esté escrita en la póliza o fijad a por descripción previa. Pero su­jeto a posibles excepciones de esta clase, parecería que el contrato quedaría formado y que lo más que podría reclamarse sería el de­recho a rescindirlo. Acepto que surge una obligación cuando las par­tes que tienen poder para obligarse realizan actos y usan palabras aptas para crear una obligación. S i h ay un error respecto a un he­cho no mencionado en el contrato, sólo se dirige a los motivos para hacer el contrato. Pero no se impide que se forme un contrato por el simple hecho de que una de las partes no lo habría hecho si hu­biera sabido la verdad. A este análisis no le concierne la dilucidación de los casos en que un error que afecta solamente los motivos cons­titu ye un fundam ento para la anulación, porque el tema que ahora consideramos es cuándo se form a un contrato y la cuestión de su anulación o rescisión presupone que ha sido hecho.

Me parece que ahora puede aceptarse que cuando se dice que el dolo, el engaño o el error hacen que un contrato sea nulo, no se tra ­ta de un principio nuevo que viene a dejar de lado una obligación de otro modo perfecta sino que en tales casos fa lta uno o más de los primeros elementos que se explicaron en el capítulo anterior. O no hay otra parte, o las dos partes dicen cosas diferentes, o térm i­nos esenciales que parecen compatibles se usan realmente de manera incom patible.

Cuando se dice que un contrato es anulable, se supone que se ha formado un contrato, pero que está sujeto a que sea dejado sin efecto, a elección de una de las partes. Esto puede ocurrir por la violación de alguna condición inherente a su existencia, sea expre­samente o por inferencia.

Si se pone una condición al nacimiento del contrato, todavía no h ay contrato. Cada una de las partes puede retirarse a voluntad hasta que se determine la condición. No hay obligación, pese a que puede haber una oferta o una promesa y de ahí que no haya rela­ción entre las partes que aquí merezca un análisis. Pero algunas de las condiciones que parecen surgir de un contrato y a formado son condiciones de esta clase. T al es siempre el caso cuando la condi­ción de una promesa existe dentro del dominio de la propia volun­tad del deudor. P or ejemplo, en Massachusetts se ha sostenido que

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CONTRATOS (NULIDAD Y ANULAUILII>An) 279

una promesa de pagar por ropa confeccionada a satisface ion del cliente hace que el deudor sea su propio juez final 8. Así interpreta do, me parece que no hay contrato en absoluto hasta que el deudor exprese su satisfacción. Su promesa es solamente de pagar si le pa rece apropiado, y una promesa ta l no puede constituir un contrato porque no puede imponer ninguna obligación 9. S i se interpretara la promesa como que significa que debe pagarse por la ropa siein pre que la misma fuera ta l que deba satisfacer al deudor 10, ha­ciendo así que el jurado sea árbitro, habría contrato porque el deu­dor renuncia a su dominio sobre el acontecimiento, pero estaría su­jeto a una condición en el sentido del presente análisis.

Las condiciones que un contrato puede contener han sido d ivi­didas por los teóricos en condiciones suspensivas y resolutorias. Tam ­bién se ha dicho que tal distinción es de gran im portancia. Si se to­ma como prueba el curso de un pleito, debe adm itirse que así es. E n algunos casos, el actor tiene que m anifestar que se ha cumplido con una condición a fin de que el demandado tenga que responder; en otros, se deja que el demandado alegue que se ha violado una condición.

E n un sentido, todas las condiciones son resolutorias, en otro, todas son suspensivas. Todas son resolutorias de la prim era etapa de la obligación n . Tomemos, por ejemplo, el caso de una promesa de pagar por un trabajo que sea hecho a satisfacción de un arqui­tecto. Tal condición constituye un caso claro de lo que se llam a una condición suspensiva. No puede existir el deber de pagar hasta que el arquitecto esté satisfecho. Pero puede haber un contrato antes de ese momento porque la determinación de si el deudor habrá de pagar0 no, ya no está dentro de su dominio. De ahí que la condición sea resolutoria respecto a la existencia de la obligación.

P or otra parte, toda condición resolutoria es suspensiva de la incidencia de la carga del derecho. S i consideramos el derecho como sería considerado por quien no tuviera escrúpulos para hacer cual­quier cosa que pudiera realizar sin incurrir en consecuencias jurí­dicas, es obvio que la consecuencia principal que el derecho ad jud ica a los contratos consiste en la m ayor o menor posibilidad do

( 8) Brown v. F oster, 113 Mass. 130.(9 ) Leake, D ig. Contr. 13, 14, 037; JTunt v. I.ívcrm m r, 1‘ielt

Lnngd. Contr. (2da. ed .), 36.( 10) Leake, D ig. Contr. 638; llraunntcin r. .Irrnlinlul llalli Inri. <'<>.,

1 B. & S. 782.(11) Pero cf. Langdell, Contracta, (2da. <'<!.), 20,

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tener que pagar una suma de dinero. Desde un punto de vista pura­mente jurídico, la única cuestión es si el deudor será compelido a pagar. Y el momento im portante es aquél en que se determina ese punto. Todas las condiciones son suspensivas a ese respecto.

Pero todas las condiciones son suspensivas, no solamente en este sentido extremo, sino también respecto a la existencia de la acción del actor. Uno de los casos máximos que pueden sugerirse es el de una póliza de seguro condicionada a ser nula si no se demanda den­tro del año de ocurrir el incumplimiento de ser pagada como fue acordado. L a condición no entra en vigor hasta que haya ocurrido una pérdida, no se ha cumplido el deber de pagar y surge así una acción. Sin embargo, es suspensiva de la acción del actor. Cuando un hombre demanda, la cuestión no es si ha tenido en el pasado alguna causa de acción, sino si tiene alguna en ese momento. Y entonces no tiene ninguna, a menos que el año esté transcurriendo todavía. Si se dejara al demandado alegar la prescripción del año, ello se debería a la circunstancia de que el orden de los alegatos no requiere que el actor afronte todas las defensas posibles y a exponer un caso incontestable excepto por una negativa. E l punto en que el derecho llam a a que el demandado conteste varía en casos diferentes. A veces parecería estar regido simplemente por la conveniencia de la prue­ba, requiriendo que la parte que tiene las afirm aciones las alegue y pruebe. Otras veces parece haber una referencia al curso usual de los sucesos, y el asunto pertenece a la defensa porque sólo excep­cionalmente es verdadero.

L a distinción más lógica sería entre las condiciones que deben ser satisfechas antes de que una promesa pueda ser violada, y las que, como la últim a, relevan de la responsabilidad después que ha ocurrido una violación 12. Pero esto es de la más pequeña im portan­cia posible, y puede dudarse si podría encontrarse otro caso como el último.

Mucho más im portante es señalar la distinción entre una esti­pulación que sólo tiene el efecto de lim itar una promesa a ciertos casos y una condición propiamente tal. Es cierto que toda condición tiene este efecto sobre la promesa a que va anexa, de manera que cualquiera sea la regla de los a legatos13, una promesa es tan ver­daderamente seguida y cum plida sin hacer cosa alguna donde la

( 12 ) Langdell, Contracts, (2da. ed .), 29.(13) Cf. Bullen & Leake, Prec. of. P lead. (3era. ed .), 147, «Condiciones

suspensivas».

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condición del acto estipulado haya sido violada, como lo sería ha­ciendo el acto si la condición hubiera sido efectuada. Pero si esto fuera todo, las cláusulas de un contrato que m ostraran lo que el deu­dor no prometió, serían una condición, y la palabra sería peor quo inútil. Pero el rasgo característico es completamente diferente.

Una condición propiamente tal es un suceso cuyo acaecimiento autoriza a la persona en cuyo favor se reserva la condición a consi­derar el contrato como si no hubiera sido hecho — a anularlo, como se dice comúnmente— , es decir, a insistir en que ambas partes sean restablecidas a la posición que tenían antes de que el contrato fue­ra hecho. Cuando una condición funciona de tal modo, admite que una fuerza extraña destruya el estado existente de las cosas. Pues­to que pese a que su existencia se debe al consentimiento de las par­tes, su funcionam iento depende de la elección de una de ellas. Cuan do se viola una condición, la persona con derecho a insistir en ella puede hacerlo así si prefiere, pero también puede a su elección, man tener el contrato. Del acuerdo obtiene su derecho a anularlo, poro la anulación proviene de él.

De aquí que sea im portante distinguir las est ipulaciones que pro ducen este efecto extremo de aquéllas «pie sólo inlerpretan la «• \ tensión de una promesa o definen los sucesos a los que se aplica Y como recién se ha mostrado que no necesita insistirse en las condi

ciones, podemos distinguir entre su funcionam iento a través <lc la

anulación, (pie le es peculiar, y su funcionam iento incidental por medio de la interpretación y la definición en común con otras cl áu ­

sulas que no son condiciones.

Esto se ejem plifica mejor tomando un contrato bilateral entreA . y B., donde el compromiso de A . es condicional respecto a que B. haga lo que promete, y donde, después que A . ha avanzado cierta distancia en su tarea, B . rompe su mitad de la transacción. Por ejemplo, A . es empleado por B. como dependiente y luego es ilegal­mente despedido en el medio de un trim estre. E l contrato es con­dicional en favor de A ., en el sentido de que B . debe mantener su conform idad para emplearlo. Sea que A . insista o no en la condi­ción, no está obligado a hacer m á s14. H asta ahora la condición funciona simplemente a modo de d efin ició n ; establece que A . no ha prometido actuar en el caso que ha ocurrido. Pero además de esto, para lo cual no era necesaria una condición, A . puede realizar su

(14) Cf. Cort. v. A m bergate, N ottingham Boston cf E astern Junct ion Bailw ay Co., 17 Q. B. 127.

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elección entre dos posibilidades. E n prim er lugar, puede elegir la anulación del contrato. E n ta l caso las partes quedan como si no hubiera habido contrato y habiendo A . realizado un trabajo para B, que se entendía no era gratuito y por el cual no se había fijad o una tasa de remuneración, puede ser indemnizado en lo que el jurado piense que sus servicios razonablemente valían. E l contrato no de­term ina más el quid pro quo. Pero como una alternativa, A . puede sostener el contrato si así lo prefiere y demandar a B . por su ru p ­tura. E n tal caso puede obtener como parte de sus daños y p erju i­cios el pago de la tasa contractual por lo que había hecho, así como una indemnización por la pérdida de su oportunidad de terminarlo. Pero los puntos im portantes para la presente discusión son que estos dos remedios resultan mutuamente exclu yen tes15, uno suponiendo que el contrato debe mantenerse, el otro que debe dejarse a un lado, pero que la cesación del trabajo de A . sin hacer más después de la rup tu ra de B. es igualmente compatible con cualquier elección, y en la realidad no tiene nada que ver con el problema.

Debe agregarse una palabra para evitar malas interpretacio­nes. Cuando se dijo que A . ha hecho todo lo que prometió hacer en el caso que ha ocurrido, no se quiso significar que necesariamente tenga derecho a la misma indemnización que si hubiera hecho la ma­yor cantidad de trabajo. E n el caso supuesto la promesa de B . con­sistió en pagar tanto por trim estre de servicios, y pese a que la consideration de la promesa fue la promesa de parte de A . de cum­plirlos, su alcance estaba lim itado al caso de que sean cumplidos real­mente. De ahí que A . no podía esperar simplemente hasta el fin al de su período y cobrar entonces el monto total que habría recibi­do si el empleo hubiera continuado. Tampoco tiene más derecho a hacerlo por la circunstancia de que fue por culpa de B . que los ser­vicios no se prestaron. L a respuesta de B. a tal reclamación es per­fecta : él solamente es responsable en base a su promesa, y a su vez, solamente prometió pagar en un caso que no ha ocurrido. Sin em­bargo, él prometió dar el empleo, y por no hacerlo así es responsa­ble de daños y perjuicios.

Será útil dar uno o dos ejemplos más. A . promete entregar yB. promete aceptar y pagar ciertas m ercaderías en cierto tiempo y lugar. Cuando llega el momento, ninguna de las partes está dis­ponible. N inguna sería responsable frente a una acción y de acuer­do con lo que se ha dicho, cada una ha hecho todo lo que prometió

(15) Goodman v. PococTc, 15 Q. B. 576 (1850).

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hacer en el suceso que ha ocurrido, es decir, nada. P odría objctarso que si A . ha hecho todo lo que estaba obligado a hacer, debe poder dem andar a B.. desde que el cumplimiento o la disposición para cum p lir era todo lo necesario para acordarle ese derecho, e inversamen te podría decirse lo mismo de B. Por otra parte, considerando que A . o B. sea el demandado, los mismos hechos constituirían una de fensa completa. E l rompecabezas consiste principalm ente en palabras.

E s cierto que tanto A . como B. han cumplido todo lo que pro­metieron hacer en la etapa actual, porque ellos sólo prometieron ac­tuar en el caso de que el otro estuviera listo y dispuesto a actuar al mismo tiempo. Pero la disposición y buena voluntad, pese a no ser necesarias para el cumplimiento de las promesas, y en conse­cuencia no constituir un deber, eran necesarias a fin de presentar un caso al cual se aplicaría la promesa de acción de la otra parto. De ahí que pese a que A . y B . han cumplido sus propias promesas, no han cumplido la condición de su derecho de demandar más do la otra parte. E l cumplimiento de esa condición es puram ente op­cional hasta que una de las partes lo ha puesto dentro del alcance del compromiso de la otra, cumpliéndolo ella misma. Pero es un cumplimiento en el últim o sentido, es decir, la satisfacción de todas las condiciones, como así también el cumplimiento de sus propios promesas, lo que es necesario para dar acción a A o a R

Las condiciones pueden ser creadas por las mismas palabras de un contrato. Nada hay que decir de tales casos, puesto que las p ar­tes pueden acordar lo que quieran. Pero también pueden surgir por interpretación cuando no hay disposiciones para rescindir o anular el contrato en caso alguno. A sí, necesita explicarse la naturaleza de las condiciones que el derecho presume. De manera general puede decirse que se dirigen a la existencia de los fundamentos m anifies­tos para efectuar la transacción del lado de la parte que rescinde, o la realización de sus objetivos manifiestos. Pero eso no es bastan­te, puesto que hablando en general, la frustración puede ser causada por la ilicitud de los actos de la otra parte, y los casos más obvios de tal ilicitud son el dolo y el engaño o la omisión de cum plir con la propia parte del contrato.

E s así que el dolo y el engaño deben ser considerados una vez más en este aspecto. A n te todo me referiré al último. A l conside­rarlo, la prim era cuestión que surge es si la manifestación consti­tuye o no parte del contrato. Si es un contrato por escrito y la ma­nifestación está expuesta en el documento, puede o no ser impor­tante, pero el efecto de su falsedad será determinado en gran parte

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por los mismos principios que rigen la omisión de cum plir una pro­mesa de la misma parte. Si el contrato se hace verbalmente, puede haber una gran am plitud al conectar las palabras de la m anifesta­ción con las palabras posteriores de la promesa, pero cuando se de­termina que sean parte del contrato, se aplican los mismos prin ­cipios que si todo estuviera por escrito.

E l problema que ahora enfrentamos es el efecto de un engaño que lleva a un contrato, pero que no es una parte de él. Suponga­mos que el contrato sea por escrito, pero que no lo contenga ¿auto­riza ese engaño previo la rescisión en cualquier caso?, y si fuera así ¿se exceptúa en algún caso cuando llega a ser dolo? E l deudor po­dría decir que 110 le interesaba que la otra parte supiera que su m anifestación era falsa o no, puesto que la única cosa que le pre­ocupa es la verdad. Y si no fuera cierto, sufriría igualm ente sea que la otra parte supiera o no que es así. Pero en un capítulo an­terior se ha demostrado que el derecho no acepta el principio de que un hombre es responsable de todas las consecuencias de todos sus actos. Un acto es indiferente en sí mismo. Recibe su carácter de los hechos concomitantes que el actor conocía en ese momento. Si un hombre hace una m anifestación creyendo razonablemente que habla en base a conocimiento, es contrario a las analogías del derecho im­putarle el peligro de la verdad a menos que esté conforme en asu­m ir tal peligro, cosa que no hizo en el caso supuesto, ya que la ma­nifestación no era parte del contrato.

E l casc de dolo es m uy diferente. E l dolo puede también llevar a la formación de un contrato mediante una declaración fu e­ra de éste o por una contenida en él. Pero el derecho habrá de sos­tener que el contrato 110 es menos condicional sobre la buena fe en un caso que en el otro.

P ara ejem plificar, podemos tomar un caso algo extremo. A . dice a B . : No he abierto estos barriles, pero contienen caballa N.° 1, y he pagado tanto por ellos a fulano de tal, nombrando a un cono­cido comerciante. Más tarde A . le escribe a B. en el sentido de que le vende los barriles que el otro vio y por lo tanto su contenido, lo que B. acepta. Resulta luego que los barriles contienen sal. Supon­go que el contrato sería obligatorio si las m anifestaciones sobre el contenido fueran honestas, y sería anulable si fueran fraudulentas.

Parecería que las m anifestaciones fraudulentas fuera de un contrato 110 pueden referirse a nada excepto a los motivos para su formación. S i son fuera del contrato, a menudo no pueden afectar su interpretación. Una promesa form ulada en ciertas palabras tiene

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un significado definido, que se presume que el deudor entiende. Si A . le dice a B . : «Le prometo comprarle este barril y su contenido», sus palabras designan una persona y una cosa identificadas por los sentidos y no significan nada más. No hay incom patibilidad, y si esa persona está lista para entregar la cosa, el comprador no puede de­cir que no se cumple con algún término del mismo contrato. Puede haber sido inducido fraudulentam ente a creer que B. era otro B. y que el barril contenía caballa, pero por mucho que su creencia en esos puntos pueda haber afectado su disposición a cum plir su pro­mesa, sería algo extravagante dar por ello a sus palabras un sig­nificado diferente. «Usted» significa la persona delante del orador, cualquiera sea su nombre, y «contenido» se aplica a la sal tanto como a la caballa.

Sin duda, es solamente en razón de una condición interpretada en el contrato que el dolo es un fundam ento de rescisión. Si las par­tes quisieran podrían estar de acuerdo en que un contrato debe ser obligatorio sin considerar la verdad o la falsedad externa de cual­quier parte.

Pero, como ya se ha dicho antes en estos capítulos, pese a (pie el derecho parte de las distinciones y usa (‘1 lenguaje de la moral, fin aliza necesariamente en standards externos (pie no dependen de la conciencia real del individuo. A sí ha sucedido con el dolo. Si un hom­bre hace una m anifestación en conocimiento de hechos (pie para el standard medio de la comunidad son suficientes para advertirle que probablemente lo que dice es falso, como efectivam ente lo es, es culpable de dolo en teoría jurídica, sea que haya creído o 110 en su m anifestación. Los tribunales de Massachusctts, por lo menos, van mucho más lejos, pues parecen sostener que cualquier m anifesta­ción im portante form ulada por un hombre como de su propio cono­cimiento, o de tal manera que equitativam ente se entienda form u­lada de su propio conocimiento, resulta dolosa si es falsa, prescin­diendo de las razones que pueda haber tenido para creer en ella y para creer que la conocía 1C. En consecuencia, resulta claro que una m anifestación puede ser moralmente inocente, no obstante lo cual dolosa para la teoría jurídica. E n realidad, la regla de los tribuna les de Massachusetts parece acercarse al principio «ciliado por los tribunales ingleses de equity, que se ha criticado en un capítulo an terior 17, ya que la m ayoría de las afirm aciones positiva!, de h e l i o s

( 10) Fisher v. Mellen, 103 Mass. 503.(17) Supra, pág. 131.

CONTRATOS (NULIDAD Y ANULABILIDAü) 2Hf)

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286 COMMON LAW

necesitarían al menos de un jurado para descubrir que se entendían razonablemente form uladas como de propio conocimiento de la par­te, y en consecuencia podrían m otivar una rescisión si resultaran falsas. L a fraseología moral ha dejado de ser apropiada, llegándose a un standard externo de responsabilidad. Pero no obstante ello el punto de partida es el dolo, y a no ser por el fundam ento del dolo, como lo define el derecho, no creo que las manifestaciones engaño­sas form uladas antes del contrato afecten su validez, pese a que con­duzcan directamente a su formación. Pero ni el contrato ni la con­dición im plícita suponen la existencia de los hechos sobre los cuales se hicieron las m anifestaciones falsas. Solamente suponen la ausencia de ciertas m anifestaciones falsas. L a condición no consiste en que el acreedor será cierto otro B., o que el contenido del barril será ca­balla, sino que el acreedor no le ha mentido sobre hechos importantes.

Entonces surge la cuestión: ¿ cómo determinamos cuáles son los hechos im portantes? Como los hechos no son requeridos por el con­trato, la única manera en que pueden ser im portantes es si la creen­cia en su verdad ha llevado a la formación del contrato.

No es cierto, entonces, como se dice a veces, que al derecho no le conciernan los motivos para la formación de contratos. Por el con­trario, toda la esfera del dolo fuera de los contratos consiste en la creación de motivos falsos y en la supresión de los verdaderos. Y esta consideración habrá de sum inistrar un patrón razonable de los casos en que el dolo ju stificará la rescisión. Se dice que una m anifesta­ción dolosa debe ser im portante para producir ese efecto. Pero, ¿có­mo vamos a decidir si es o no im portante? Si el argumento de más arriba es correcto, debe recurrirse a la experiencia ordinaria para decidir si la creencia en que los hechos eran como se m anifestaron conduciría naturalm ente a la formación del contrato, o una creen­cia contraria lo hubiera evitado.

E l dolo carece de im portancia si la creencia no habría tenido naturalm ente tal efecto, sea en general o dentro de las circunstan­cias conocidas del caso particular. S i un hombre es inducido a con­tratar con otro por la m anifestación dolosa de este últim o de que es un bisnieto de Thomas Jefferson, no creo que el contrato sea anulable a menos que el contratante supiera que por razones es­peciales su m entira habría de tender a la formación del contrato.

Las condiciones o fundamentos para anular un contrato que han sido consideradas hasta el momento conciernen a la conducta de las partes fuera del contrato mismo. Limitándome todavía a las condiciones que surgen de la interpretación juríd ica — es decir, no

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CONTRATOS (NULIDAD Y ANULABILIDAI)) 287

directam ente y en términos adjudicados a una promesa por <*1 H e ­

nificado literal de las palabras en que se expresa— llego ahora a aquéllas que conciernen a hechos a los que el contrato se refiero de alguna manera.

Tales condiciones se encuentran en contratos donde la promo

sa es solamente unilateral. Se ha dicho que cuando el contrato oh

unilateral, y en consecuencia su lenguaje es el del deudor, las cláusu­las en su favor serán más fácilm ente interpretadas como condiciones que las mismas palabras de un contrato b ilateral; en verdad, que deben ser interpretadas así, porque si no crean una condición, no lo hacen ningún favor, desde que ex hypothesi no son promesas de la otra parte 18. Quizá pueda dudarse sobre la medida en que esta in­geniosa sugestión ha tenido un efecto práctico sobre la doctrina.

Pero será bastante para los propósitos de este examen general tratar de los contratos bilaterales donde haya compromisos de am­bas partes y donde la condición im plícita en favor de una de las partes es que la otra habrá de llevar a cabo lo que por sí ha com­prometido.

Los compromisos de un contrato pueden ser por la existencia de un hecho en el presente o en el futuro. Sólo pueden ser prome­sas en el último casó, pero en el primero pueden ser igualm ente tér­minos esenciales de la transacción.

A q u í llegamos de nuevo al derecho de las representaciones, pero en una nueva fase. Siendo parte del contrato, siempre es posible que su verdad sea una condición del contrato prescindiendo totalmente de cualquier cuestión de dolo. Y de hecho a menudo es así. Sin em­bargo, no se trata de que cualquier representación incluida en las palabras usadas por un lado habrá de hacer una condición en fa ­vor de la otra parte. Supongamos que A . acuerde vender y B. acuer­de com prar «el caballo alazán de A ., de siete años de edad, E clip ­se, ahora en posesión de B . en juicio», y que en realidad el caballo no es alazán, sino zaino. No me parece que B . habrá de negarse ¡i pagar por el caballo por ese motivo. Si el derecho fuera tan ton lo como para apuntar a la com patibilidad meramente formal, en ver dad que podría decirse que entre los términos de este contrato liabín una incom patibilidad tan absoluta como en el caso do un a m o n i o para vender ciertos barriles de caballa, donde resultó (pie I o n Im rriles contenían sal. Si se adoptara esta opinión, 110 habrín un 0011

(18) Langdell, Contraéis, (2da. ed .), 33.

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288 COMMON LAW

trato sujeto a una condición sino que no habría contrato en abso­luto. Pero en verdad hay un contrato y no hay siquiera una con­dición. Como ya se ha dicho, no es que cualquier incom patibilidad haga nulo un contrato, y no es que cualquier incumplimiento en los términos del contra-compromiso lo haga anulable. A q u í parece sim­plemente que el comprador sabe con exactitud lo que habrá de ob­tener y en consecuencia que el error sobre el color no tiene influen­cia sobre la transacción 10.

Si por otra parte, un contrato contenía una representación do­losa y que indujo a error a la parte a la cual se formuló, el contra­to sería anulable sobre los mismos principios que si la representa­ción hubiera sido hecha de antemano. Pero las palabras de descrip­ción en un contrato son consideradas m uy frecuentemente como lo que a veces se llama una garantía, con prescindencia del dolo. Si lo son o 110, es una cuestión que debe determ inar el tribunal sobre fu n ­damentos de sentido común, atendiendo al significado de las pala­bras, la importancia para la transacción de los hechos que las pa­labras transmiten, y así sucesivamente. Pero cuando se determina que las palabras de descripción sean garantías, el significado de la decisión no es simplemente que la parte que las use se obligue a responder de su verdad, sino que su verdad es una condición del contrato.

Por ejemplo, en un caso que sentó ju risp ru d en cia20 se acordó que el barco del actor, entonces en el puerto de Am sterdam , se d iri­giera directam ente a Newport, Inglaterra, con la m ayor prontitud posible, para recibir un cargamento de carbón consignado a Ilong Kong. A la fecha del fletam ento el barco no estaba en Am sterdam , pero llegó allí cuatro días más tarde. E l actor tenía conocimiento que el demandado consideraba (pie el tiempo era importante. Se sos­tuvo que la presencia del barco en el puerto de Am sterdam a la fe ­cha del contrato era una condición, cuya violación autorizaba al de­mandado a negarse a cargar y a rescindir el contrato. Si se adopta­ra la opinión de que una condición debe ser un acontecimiento fu ­turo, y que una promesa que pretende ser condicional sobre un acon­tecimiento pasado o presente, es absoluta o no es una promesa, se seguiría que en este caso el demandado nunca había hecho una pro­mesa 21. Sólo había prometido en caso que existieran circunstancias

(19) Véase la explicación de Dimecli v. C orlett, 12 Moo. P. C. 199, en Behn v. Burness, 3 B. S. 751, 7G0.

(20) Behn v. Burness, 3 B. & S. 751.( 2 1) Langdcll, Contraéis, (2da. ed .), 28, pág. 1000.

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CONTRATOS (NULIDAD Y ANULABILIDAü) 289

que no existieron. Y a he form ulado mis objeciones a esta manera de considerar tales casos 22, y sólo agregaré que los tribunales, en t a n t o

yo conozca, no la sancionan, y ciertamente no lo hicieron en este c a s o .

I ía y otro fundam ento para sostener que el fletam ento era nulo y no había contrato, en lugar de considerarlo solamente como anu­lable, cuyo fundam ento está igualm ente contra las opiniones y qu<*. sin embargo nunca he podido contestar totalmente a mi satisfac­ción. E n el caso presentado, la representación del locador del barco se refería al mismo barco, y en consecuencia se hallaba dentro de la descripción de la cosa que el arrendatario acordó tomar. No veo m uy bien por qué no h ay una incom patibilidad tan fa tal entre los diferentes términos de este contrato como la que se encontró en el caso de la venta de los barriles de sal que fueron descriptos como que contenían caballa. ¿P or qué la incom patibilidad entre los dos tér­minos — primero, que la cosa vendida es el contenido de estos ba­rriles, y segundo, que es caballa— es fatal para la existencia de un contrato? Lo es porque cada uno de esos términos llega hasta la misma raíz y esencia del contrato 23, porque compeler al comprador a tomar algo que responda a uno, pero no al otro requisito, sería obligarlo a hacer una cosa substancialmente diferente de lo que prometió, y porque una promesa de tomar una misma cosa que responda a ambos requisitos es en consecuencia contradictoria en un objeto sustancial. Se ha visto que el derecho no funciona sobro cualquier fundam ento meramente lógico, y no sostiene que cualquier pequeña incom patibilidad hará que un contrato sea todavía anu­lable. Pero por otra parte, cuando la incom patibilidad existe entre términos, dos de los cuales son esenciales, resulta fa ta l para la mis­ma existencia del contrato. ¿Cómo es entonces que decidimos si un término dado es esencial? Sin duda que la mejor manera de descu­brirlo es viendo como lo han considerado las partes. Por fa lta de alguna expresión de su parte, podemos referirnos a los discursos y transacciones d ia r ia s 24, diciendo que si su ausencia hace que el ob­jeto sea una cosa diferente, su presencia es esencial para la existen cia del acuerdo. Pero las partes pueden estar de acuerdo en qu<> cualquier cosa, por insignificante que sea, habrá de ser esencial, nsí como cualquier cosa, por im portante que sea, no lo será ; y si csn co

(22) Véase el Capítulo V III.(23) K ennedy v. Panama, tfc. M ail Co., L . Tí. 2 C¿. II. fíKO, fíHH; I i/on

v. Beriram , 20 How. 149, 153. Cf. W indscheid, Pand, 7<¡, un. «'*. f(24) W indscheid, Pan., 76 (4 ) . Véase, genoralmonto, llild, mi. 0, 7; 78,

págs. 206, 207; 82, págs. 216 et seq.

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290 COMMON LAW

sa esencial es parte de la descripción contractual de una cosa espe­cífica que también se identifica por referencia a los sentidos ¿cómo puede haber contrato en su ausencia, si no lo hay cuando la cosa es en lenguaje popular, de clase diferente a su descripción? Las cua­lidades que hacen Ja semejanza o diferencia de clase a los fines de un contrato no son determinadas por A gassiz o D arw in, o por el público en general, sino por la voluntad de las partes, que decide que, para sus fines, las características sobre las que se insiste son tales y cu a le s25. A hora bien, si esto es verdad, ¿qué m ejor eviden­cia puede haber en el sentido de que un cierto requisito es esencial, que sin él el objeto será diferente de su descripción, que el hecho de que una parte haya requerido y la otra dado garantías de su p re­sencia? No obstante, la descripción contractual del barco especí­fico, considerando que se encuentra en el puerto de Am sterdam , pese a sostenerse que es una garantía im plícita, no parece haber sido conceptuada como que hace repugnante y nulo al contrato, sino solamente como que queda al demandado la opción de anularlo 26. Ni siquiera una garantía expresa de calidad tiene este efecto en la compra y venta, y en Inglaterra, tal cosa no autoriza ciertamente al comprador a rescindir en caso de violación. E l derecho de Massachu- setts es diferente en este últim o punto.

Se ha ofrecido una explicación de la doctrina inglesa referen­te a la compra y venta en el sentido de que cuando el título se ha transferido, el comprador ya ha obtenido algún beneficio del con­trato, y en consecuencia no puede restitu ir totalmente al vendedor vn statu quo, como debe hacerse cuando se rescinde un contrato 27. Este razonamiento parece dudoso, aún para demostrar que el con­trato no es anulable, pero no tiene influencia sobre el argumento de que es nulo, puesto que si el contrato es nulo, el título no pasa.

P od ría decirse que no hay incom patibilidad en la promesa del fletador, porque solamente promete cargar cierto barco, y que las palabras «ahora en el puerto de Amsterdam» resultan meramente de interés histórico cuando llegue el momento de la carga, y no fo r­man parte de la descripción del barco que prometió cargar. Pero cuando se decide que tales palabras son esenciales, llegan a ser parte de la descripción, y la promesa consiste en cargar cierto barco 11a­

(25) Cf. Ihering, Geist d. Eóm. Eechts ,48, I I I , pág. 116 (trad. franc.).(26) Véase sin embargo, el lenguaje de Crompton, J ., en s. c. 1 B . & S.

877. Cf. 2 Kent, Comm. (12 ed .), 479, n. 1 A (c ) .(27) Behn v. Burness, 3 B. & S. 751, 755, 756.

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mado M artaban, que estaba en el puerto de Am sterdam a la focha del contrato. A s í interpretado, es incompatible.

Probablem ente la verdadera solución habrá de encontrarse en consideraciones de orden práctico. De todos modos, lo i mporl ante es que el derecho ha establecido tres grados en el efecto de la incom patibilidad. S i uno de los términos incompatibles es totalmente in significante, se lo descarta, o a lo sumo habrá de fundar una recia mación de daños y perjuicios. E l derecho estaría poco dispuesto a sostener que un contrato es nulo por repugnancia de términos p r e ­sentes, cuando, si los mismos términos sólo fueran prometidos, el incumplimiento de uno de ellos no autorizaría la negativa a cum­p lir de la otra parte. Si por otra parte ambos términos son de la más extrema im portancia, de modo tal que ejecutar el resto de la prome­sa o transacción sin uno de ellos no p rivaría simplemente a una de las partes de un acontecimiento estipulado, sino que lo obligaría una transacción substancialmente diferente, la promesa sería nula. Ha y una clase interm edia de casos donde se d eja la decisión a la parto contrariada. Pero como las líneas entre los tres grados son tan v a ­gas, no es de sorprender que hayan sido trazadas de manera di fe rente en diferentes jurisdicciones.

Los ejemplos que se han dado sobre compromisos en l i a s e a mi

estado presente de los hechos se han lim itado a los relacionados con la condición presente del objeto del contrato. Por supuesto que no hay tal lím ite para la esfera de su empleo. l rn contrato puede ga ran tizar igualm ente la existencia de otros hechos, y probable me uto podrían encontrarse o im aginarse ejemplos de esta especie donde re­sultará claro que el únco efecto de la garantía era agregar al c o n ­trato una condición en favor de la otra parte, y donde se evi tara la cuestión de si había o no algo más que una condición — una i n­com patibilidad que im pediría la form ación de cualquier contrato . Los ejemplos anteriores bastan a los fines actuales.

A hora podemos pasar de los compromisos de que ciertos hechos son verdaderos al momento de la formación del contrato, a los com promisos de que ciertos hechos serán verdaderos en a lgún tiempo futuro, es decir, a las promesas propiamente tales. La cuestión cm cuándo el cumplimiento de la promesa por una parte es condición para la obligación del contrato, por la otra, l ín la prácl iea, cuta cuestión puede ser considerada como idéntica a otra que, como se ha demostrado anteriormente, constituye un punto duro, cm decir, cuando el cumplimiento de una parte es una condición para el de recho de exigir el cumplimiento por la otra. Por supuesto resulta

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concebible que una promesa se limite al caso del cumplimiento de las cosas prometidas por la otra parte, y eso no obstante, que un incumplimiento de este último no autorice la rescisión del contrato. Siem pre que una parte ha recibido un beneficio substancial, bajo un contrato de una clase tal que 110 puede restituirse, ya es dema­siado tarde para rescindirlo, por m uy im portante que sea la viola­ción que más tarde cometa la otra parte. No obstante puede perm i­tírsele que 110 vaya más lejos. Supongamos que se realiza un con­trato por 1111 mes de trabajo, debiendo pagarse diez dólares por ade­lantado — que no se recuperarán a no ser en el caso de rescisión por culpa del trabajador— , y treinta dólares al fin alizar el mes. Si el trabajador deja ilícitam ente de trab ajar al term inar una quincena, no creo que el contrato pudiera ser rescindido y que los diez dólares pudieran ser recobrados como dinero recibido 28, pero, por otra par­te, el empleador no estaría obligado a pagar los treinta dólares, y por supuesto podría demandar por los daños y perjuicios emergen­tes del contrato 20.

Pero, en su mayor parte, la violación de una promesa (pie exo­nera a quien la recibió del cumplimiento posterior de su parte, tam ­bién habrá de autorizar la rescisión, de modo que no se causa mu­cho daño con la confusión corriente de las dos cuestiones. Donde la promesa de cum plir por una parte se lim ita al caso del cum plim ien­to de la otra, generalmente el contrato también es condicional al res­pecto. E n lo que sigue, me referiré a los casos que deseo destacar, sin detenerme a considerar si el contrato estaba condicionado en sen­tido estricto al cumplimiento de la promesa de una parte, o si la ver­dadera interpretación era simplemente que la promesa de la otra parte se hallaba lim itada a tal acontecimiento.

A hora bien, ¿cómo establecemos (pie existe tal condición? Es fácil equivocarse buscando ansiosamente la sim plicidad y esforzán­dose duramente en reducir todos los casos a presunciones artific ia­les, menos obvias que las decisiones que se supone contribuyen a explicar. Como los tribunales lo han dicho a menudo, el fundam en­to de todo el problema consiste, después de todo, en el buen sentido. E l derecho pretende realizar la intención de las partes, y en tanto ellas no hayan tomado disposiciones relativas al suceso que ha ocu­rrido, tiene que decir lo que naturalm ente hubiera sido intención de dichas partes si su pensamiento se hubiera detenido sobre el pun­

( 2 8 ) C f . Anglo-Egyptian Navigation Co. v. Rennie, L . K . 1 0 C . P . 2 7 1 .

( 2 9 ) Ellen v. Topp, 6 E x c h . 4 2 4 .

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CONTRATOS (NULIDAD Y ANULABILIDAü) 293

to. H abrá de encontrarse que las decisiones que se basan sobre las inferencias directas del lenguaje que se usa, así como otras que se basan sobre una inferencia más remota de lo que las partes deben haber significado, o habrían dicho si hubieran hablado, se proyec­tan mutuamente sombra en grados imperceptibles.

E l profesor Langdell ha llamado la atención sobre un princi­pio m uy im portante que, sin duda alguna, arroja luz sobre muchas decisiones30. Se trata de que, cuando tenemos un contrato bilateral, a pesar de que la consideration de cada promesa sea la contra-pro­mesa, el pago por el cumplimiento de una prima facie, es el cum pli­miento de la otra. Lo que cada parte quiere tener a cambio de su cumplimiento es el cumplimiento de la otra. S i A . le promete a B .

un barril de harina, y B . le promete pagarle diez dólares a cambio, A . pretende recibir los diez dólares por su harina, y B . pretende recibir la harina por sus diez dólares. S i para ambos actos no so establece un plazo, nadie puede pedirle a la otra que cumpla si al mismo tiempo no está dispuesta a cum plir.

Pero este principio de equivalencia no es el único principio que puede extraerse ni siquiera de la form a de los contratos, sin considerar su objeto, y por supuesto que el trabajo del señor Lang dell no lo ofrece como tal.

Otro ejemplo m uy claro se encuentra en los contratos de v e n t a

o arriendo de una cosa, y semejantes. Aquí las cualidades o c a r a c t e ­

rísticas que el dueño promete que posee la cosa sum inistrada, sirven para describir la cosa que el comprador promete aceptar. S i cual­quiera de los rasgos prometidos falta en la cosa ofrecida, el compra­dor puede negarse a aceptarla, no solamente sobre la base de que no se le ha ofrecido lo equivalente para guardar su promesa, sino también sobre la base de que nunca prometió aceptar lo que se le ha ofrecido S1. Se ha visto que cuando el contrato contiene una de­claración acerca de la condición de la cosa en 1111 momento anterior al de su aceptación, la condición pasada no puede ser siempre m a n

tenida como incluida en la descripción de la cosa que ha de s e r a e e p

tada. Pero aquí no es posible tal escapatoria. Sin embargo, a ú n en

este tipo de casos hay lím ites al derecho a la negativa. S i la eona

prom etida es específica, la preponderancia de a q u e l l a p a r t e d e la

( 3 0 ) Contracts ( 2 d a . ed.), 1 0 6 y passim.( 3 1 ) Chanter v. HopJcins, 4 M . & W . 3í)0 , •104. P o s lb lc m e n l e Hrhn r . liar

ness, c i t a d o m á s a r r ib a , d e b e h a b e r s id o c o n s id e r a d o d e p n I i i m im c m . MI b a r c o

o f r e c i d o n o e r a u n b a r c o q u e h a b í a e s t a d o en el p u e r to d o A m u to r d a m u lu

f e c h a d e l c o n t r a t o . E n c o n s e c u e n c ia 110 e r a el b n r e o r e f e r id o p o r e l c o n t r a t o .

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294 COMMON LAW

descripción que identifica al objeto con referencia a los sentidos, se ejem plifica a veces en form a sorprendente. Un caso ha ido tan lejos como para sostener que el cumplimiento de un contrato eje­cutorio para comprar una cosa específica no puede rehusarse porque no se haya alcanzado la calidad g aran tizad a32.

Otro principio de dependencia que se extrae de la form a mis­ma del contrato consiste en que puede haber m anifiesta intención de que el cumplimiento de la promesa de una parte suministre los medios para el cumplimiento de la promesa de la otra. Si un in­quilino prom etiera hacer reparaciones y el locador le prom etiera entregarle madera para tal propósito, se piensa que en la época pre­sente, cualesquiera puedan haber sido las viejas decisiones, la obli­gación del inquilino de hacer las reparaciones dependería de que el locador le suministre los m ateriales cuando los necesite 33.

Otro caso de índole algo excepcional es cuando una de las parte de un contrato bilateral acuerda hacer ciertas cosas y dar garantía de su cumplimiento. A q u í resulta de m anifiesto buen sentido soste­ner que el suministro de la garantía sea una condición del cum­plimiento de la otra parte, de ser posible. Puesto que el requisito de la garantía muestra que la parte que la requería 110 se contentaba con la simple promesa de la otra parte, lo que estaría obligado a hacer si tuviera que cum plir antes de que se d iera la garantía, de modo que el mismo objeto de su exigencia se a n u la ría 34.

Este último caso sugiere lo que llam a poderosamente la aten­ción de cualquiera que lo estudia — o sea, después de todo, el ele­mento más im portante de la decisión no es un principio técnico, o siquiera general de los contratos, sino la consideración de la natura­leza de la transacción particular como un asunto práctico. Supon­gamos que A . promete a B . hacer el trabajo de un día por dos dó­lares y que B. promete a A . pagarle dos dólares por el trabajo de un día. A q u í las dos promesas no pueden cum plirse al mismo tiem ­

( 3 2 ) Heyworth v. Hutchinson, L . R . 2 Q . B . 4 4 7 , c r i t i c a d o e n B e n j . ,

Sales, ( 2 d a . e d . ) , p á g s . 7 4 2 et seq.

( 3 3 ) V é a s e Thomas v. Cadwallader, W i l l e s , 4 9 6 ; L a n g d e l l , Contracts ( 2 d a .

e d . ) , 1 1 6 , 1 4 0 . E n S r . L a n g d e l l lo p r e s e n t a c o m o u n c a s o d e e q u iv a l e n c ia ( C o n t r .,

1 1 6 ) , p e r o p ie n s o q u e l a e x p l i c a c i ó n d e m á s a r r i b a e s l a v e r d a d e r a . S e n o t a r á

q u e d i f í c i l m e n t e s e a é s t e u n c a s o d e c o n d ic ió n , s in o s i m p le m e n t e u n a l i m i t a c i ó n

d e l a lc a n c e d e l a p r o m e s a d e l in q u i l in o . A s í u n covenant p a r a s e r v ir c o m o

a p r e n d i z e n u n c o m e r c io , q u e l a o t r a p a r t e covenants e n e n s e ñ a r , s ó lo p u e d e s e r

c u m p l id o s i l a o t r a e n s e ñ a , y e n c o n s e c u e n c i a d e b e s e r l i m i t a d o a t a l a c o n ­

t e c im ie n t o . C f . Ellen v. Topp, 6 E x c h . 4 4 .

( 3 4 ) L a n g d e l l , C o n t r a t o s ( 2 d a . e d . ) , 1 2 7 . C f . Bóberts v. Brett, 1 1 H . L .

C . 3 3 7 .

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CONTRATOS (NULIDAD Y ANULABILIDAD) 295

po; el trabajo tom ará todo el día y el pago medio minuto. /.Cómo habremos de decidir cuál debe hacerse primero, es decir, cuál pro­mesa depende del cumplimiento de la otra parte? Solamente por re­ferencia a los hábitos de la comunidad y a la conveniencia. No es bastante decir que por el principio de la equivalencia no se presu­me que un hombre tenga intención de pagar por una cosa hasta que la tenga. E l trabajo es el pago del dinero, tanto como el dinero lo es del trabajo, y uno de ellos debe pagarse por adelantado. L a cues­tión es por qué si no se presume que un hombre tiene intención de p agar dinero hasta que haya recibido el valor del dinero, se presu­me que el otro tiene intención de entregar el valor del dinero antes de recibir el dinero. N inguna teoría general proporcionará la res­puesta. E l hecho de que los empleadores, como clase, son más d ig­nos de confianza respecto a los salarios que los empleados respec­to a su trabajo, que los empleadores hayan tenido el poder y sido los legisladores u otras consideraciones, sin im portar cuáles sean, han determinado que el trabajo debe hacerse primero. Pero los fun­damentos de la decisión son puramente prácticos y nunca pueden extraerse de la gram ática o de la lógica.

Se encontrará que a lo largo de toda la m ateria se l i n e e r o f e

rencia a consideraciones de orden práctico. Tomemos otro e j e m p l o .

E n un acuerdo mutuo entre el actor y el demandado, el p r i m e r o

declaró que iba a vender, y el demandado iba a comprar, cierta la­na de Donskoy, que el actor iba a embarcar en Odessa y entregar en Inglaterra. E n tre las estipulaciones del contrato había una e n

el sentido de que los nombres de los barcos iban a ser declarados t a n

pronto como se em barcara la lana. L a defensa fue que la lana se compró con conocimiento de ambas partes, con el propósito de re­venderla en el curso del negocio del demandado, es decir, que era un artículo de valor fluctuante y no vendible hasta que, de acuerdo con el contrato, se declararan los nombres de los barcos en ( p i e so embarcaba, pero que el actor no declaró los nombres de los b a r c o s

como se había acordado. L a sentencia del tribunal fue r e d a c t a d a

p o r uno de los más grandes abogados técnicos que h a y a e x i s t i d o :

B arón P arke; pero él no pensó en dar a la s e n t e n c i a n i n g u n a r a z ó n

técnica o meramente lógica, sino que después d e m a n i f e s t a r e n l o s

términos de más arriba qué hechos se consideraban i m p o r t a n t e s p a r a

l a cuestión r e l a t i v a a si l a declaración d e los n o m b r e s d e l o s b a r c o s

era una condición para el deber de aceptar, e x p r e s ó d e e s t a m a n e r a

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el fundam ento de la decisión: «Considerando la naturaleza del con­trato y su gran im portancia para el objeto por el cual se realizó con el conocimiento de ambas partes, pensamos que era una condición suspensiva» 35.

296 i COMMON LAW

( 3 5 ) L a n g d e l l , Contracts ( 2 d a . e d . ) , 3 3 , p á g . 1 0 0 4 . E l S r . L a n g d e l l d i c e

q u e u n a n o t a d e c o m p r a , p e s e a s e r p a r t e d e u n c o n t r a t o b i l a t e r a l , d e b e t r a t a r s e

c o m o u n i l a t e r a l , y q u e d e b e p r e s u m ir s e q u e e l l e n g u a j e d e l c o n t r a t o e r a e l d e

u n a n o t a d e c o m p r a , s ie n d o a s í u n a c o n d ic ió n e n f a v o r d e l d e m a n d a d o , q u e

l a fo r m u l ó . N o e n t ie n d o d e l t o d o c ó m o p u e d e s u p o n e r s e e s t o c u a n d o l a d e c la r a ­

c ió n e x p r e s a s e r u n c o n t r a t o b i l a t e r a l , y l a c u e s t ió n s u r g ió c o m o demurrer a u n

a l e g a t o , q u e t a m b i é n e x p r e s a q u e e l a c t o r « e s t a b a o b l i g a d o p o r e l a c u e r d o a d e ­

c l a r a r » lo s n o m b r e s . S e v e r á q u é r e m o t a e s l a e x p l i c a c i ó n d e l f u n d a m e n t o r e a l

d e l a d e c is ió n .

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CAPITULO X

S U C E S I O N E S

I. — Después de la muerte. - II. — Inter vivos

E n el capítulo sobre la posesión, traté de demostrar que ('1 con­cepto de posesión de un derecho como tal os intrínsecamente ab­surdo. Todos los derechos son las consecuencias q u e se a d j u d i c a n a

la satisfacción de alguna situación de hecho. I n d e r e c h o q u e p u e d e

adquirirse por la posesión difiere de otros s i m p l e m e n t e e n q u e es

adjudicado a una situación de tal naturaleza q u e p u e d e s e r s a t i s l ’e

cha sucesivamente por diferentes personas, o por c u a l q u i e r a s i n con sideración a la legalidad de que así sea, como es el c a s o c u a n d o la situación consiste en tener bajo su poder a un objeto t a n g i b l e .

Cuando las normas jurídicas reconocen un derecho subjetivo de esta clase, no hay d ificultad en transferirlo , o, con más precisión, no hay d ificultad en que diferentes personas gocen derechos sim ila­res en forma sucesiva con respecto al objeto. Si A ., poseedor de un caballo o de un campo, entrega la posesión a B . , los derechos que B .

adquiere se basan sobre los mismos fundam entos que los de A . se basaban antes. Los hechos de los cuales surgieron los derechos de A. han cesado de ser verdaderos con respecto a A . , para serlo respecto de B . Las consecuencias que el derecho adju dica a esos hechos exis ten ahora para B . , como anteriormente existían para A . L a HJtuacmn de hecho de la cual surge el derecho es continua, y cualquiera que la ocupe, sin im portar de que manera, tiene los derechos a n e x o s

a ella.

Pero no hay posesión posible de u n c o n t r a t o . Kl l i e lio <!'• «pie

ayer A . haya dado una consideration a B . , r e c i b i e n d o a c a m b i o u na

promesa, no puede ser tomado p o r X , t r a n s f i r i é n d o s e d e A. a él

mismo. L a única cosa que p u e d e t r a n s f e r i r s e es el b e n e f i c i o o l a

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298 COMMON LAW

carga de la promesa, y ¿cómo pueden separarse de los hechos que los originaron? P ara abreviar, ¿cómo puede un hombre demandar o ser demandado en virtud de una promesa en la que no tuvo parte?

H asta ahora se ha presumido, al tratar de cualquier derecho u obligación especial, que los hechos de los que surgió eran ciertos respecto al individuo facultado u obligado. Pero sucede a menudo, especialmente en el derecho moderno, que una persona adquiere y se le perm ite ejercer un derecho especial, pese a que los que lo ori­ginan no son ciertos respecto a él, o lo son solamente en parte. Uno de los principales problemas del derecho consiste en explicar la ma­quinaria en virtud de la cual tiene lugar este resultado.

Se observará que el problema no es coextensivo respecto a la to­talidad del campo de los derechos subjetivos. A lgunos no pueden ser transferidos por ningún arbitrio o expediente, por ejemplo, el de­recho de un hombre a su seguridad corporal o a su reputación. Otros son pertinentes a la posesión, y dentro de los lím ites de ta l concepción no se necesita otro. Como d ijera S avig n y: «La sucesión 110 se aplica a la posesión por sí misma» x.

Pero el concepto de posesión nos adelantará m uy poco en nuestro entendimiento de la teoría m oderna de la transferencia. Tal teoría depende largam ente del concepto de sucesión, para usar la palabra de Savign y recién citada, y en consecuencia las sucesiones serán el tema de este capítulo y del siguiente. Em pezaré por expli­car la teoría de las sucesiones de las personas fallecidas, y luego pasaré a la teoría de la transferencia entre personas vivas, consi­derando si puede establecerse alguna relación entre ambas.

Se demuestra fácilm ente que la prim era se funda sobre una identificación ficticia entre el causante y su sucesor. Y como prim er paso hacia la discusión posterior, así como por sí misma, me referiré brevemente a los antecedentes respecto al albacea, el heredero y el legatario. Con el fin de entender nuestra teoría ju ríd ica con res­pecto al primero de estos temas, por lo menos, los estudiosos están de acuerdo en que es necesario considerar la estructura y la posi­ción de la fam ilia romana en la época de la infancia de ta l sociedad.

Los juristas continentales han estado reuniendo pruebas duran­te mucho tiempo en el sentido de que en los períodos prim itivos d e l

derecho romano así como del germánico, la unidad d e la sociedad e r a la fam ilia. Las Doce Tablas de Roma todavía reconocían e l in-

(1) Becht des Besitees, 11, p. 184, n. 1 (7*. ed.), trad. ing. 124, n. £.

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SUCESIONES 299

teres de los miembros inferiores de la fam ilia en la propiedad fa ­m iliar. Los herederos eran llamados sui heredes, es decir, herede­ros de sí mismos o de sus propios bienes, como lo explica («ayo 2. Paulo dice que en cierto sentido se los considera como propietarios, aún en vida de su padre, y que después de la muerte de éste lo que tiene lugar no es tanto que reciben una herencia como que obtienen el completo poder de m anejar sus bien es3.

Partiendo de este punto es fácil entender la sucesión de los he­rederos respecto a un difunto paterfamilias en el sistema romano. S i la fam ilia era la propietario de un bien adm inistrado por un paterfamilias, sus derechos perm anecían incólumes por la muerte de su cabeza tem poraria. L a fam ilia continuaba, pese a la muerte de la cabeza. Y cuando, probablemente en virtud de un cambio gra­dual 4, el paterfamilias llegó a ser considerado como propietario en lugar de un simple adm inistrador de los derechos fam iliares, la na­turaleza y continuidad de esos derechos no cambió con el título. L a fam ilia continuaba en los herederos, ta l como el antepasado la ha­bía dejado. E l heredero no sucedía en la propiedad de este o aquel objeto separadamente, sino a la hereditas total o en cabeza de la fa ­milia, con ciertos derechos de propiedad conexos5, y por supuesto que asumía esta cabeza, o derecho de representar los intereses de la fam ilia, sujeto a las m odificaciones efectuadas por el último ad­ministrador.

L a suma total de los derechos y deberes del antepasado, o, para usar la frase técnica, la persona total que el mantenía, podía se­pararse fácilm ente de su personalidad natural. Puesto que esta persona no era sino la suma de lo que anteriormente habían sido sus derechos y deberes de fam ilia y originariam ente la mantenía cual­quier individuo sólo como cabeza de la fam ilia. De ahí se dijo que

( 2 ) I n s t . I I , 1 5 7 .

( 3 ) «In suis heredibus evidentius apparet continuationem dominii eo per-

ducere, ut nulla videatur hereditas fuisse, quasi olim hi domini essent, qui etiam vivo patre quodammodo domini existimantur. unde etiam filius familias appe- llatur sicut pater familias, sola nota hac ediecta, per quam distinguitur geni­tor áb eo qui genitus sit. itaque post mortem patris non hercditatem percipere videntur, sed magis liberam bonorum administrationan conscquuntur. hac ex causa licet non sint heredes instituti, domini sunt: ne.c obstat, quod lioet eos exheredare, quod et occidere licebat». D . 28. 2 . 1 1 . C f . I ’la t ó n , íio y o s .

( 4 ) C f . L a v e l e y e , Proprieté, 2 4 , 2 0 2 , 2 0 5 , 2 1 1 , n . 1 , 2 3 2 ; N o r t o n , L . C .,

Jlindu Law of Inheritance, p á g . 1 9 3 .

( 5 ) D . 5 0 . 1 6 . 2 0 8 .

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300 OOMMON LAW

se continuaba por la herencia 6, y cuando el heredero la asumía te­nía acción con respecto a los daños cometidos previam ente 7.

De ese modo, en Roma, el heredero llegó a ser tratado en form a idéntica a la de su antecesor a los fines del derecho. Y así resulta claro cómo se cumplió en ese caso la transferencia imposible que tra ­to de explicar. Los derechos sobre los que B ., como B., no podía m ostrar ningún título, podía mantenerlos fácilm ente bajo la f ic ­ción de que él era la misma persona que A ., cuyos títulos no se negaban.

E n este punto no es necesario estudiar los derechos de fam i­lia en las tribus germánicas. Puesto que no se discute que el alba- cea moderno deriva sus características del heredero romano. Tam ­bién de Roma se tomaron los testamentos, que eran desconocidos para los germanos de Tácito 8. Los adm inistradores fueron una imitación posterior de los albaceas, introducidos por las leyes para aquellos casos en que no había testamentos o donde, por cualquier otro mo­tivo, faltaban los albaceas.

E l albacea tiene el título legal a la totalidad de los bienes mue­bles del testador y, hablando en general, el poder de enajenación. Anteriorm ente tenía derecho al residuo no distribuido, no en carác­ter de legatario de esos bienes muebles específicos, como puede co­rrectam ente conjeturarse, sino porque representaba la persona del testador, teniendo en consecuencia todos los derechos que tendría el testador después de la distribución, si estuviera vivo. E n nuestros días, el residuo es generalmente legado por el testamento, pero ni aún ahora es considerado como una donación específica de los bie­nes muebles que permanecían sin ser distribuidos. No puedo dejar de pensar quo esta doctrina repite aquélla bajo la cual se incluye al albacea en épocas anteriores.

Tal r e g l a no ha regido los logados residuales de bienes inmue­bles, que en Inglaterra, hasta el presento, siempre so ha sostenido que son específicos. De modo tal que si no se cum pliera un legado de tierra no se dispondría de la misma en virtud de la cláusula re­sidual, sino que pasaría al heredero como si no hubiera habido tes­tamento.

La designación del albacea se remonta a la fecha de la m uer­te del testador. M ediante esta ficción se preserva la continuidad de

( 6 ) D . 4 1 . 1 . 3 4 . C f . D . 4 1 . 3 . 4 0 ; B r a c t o n , f o l . 8 a , 4 4 a .

( 7 ) D . 4 3 . 2 4 . 1 3 , 5 .

( 8 ) G e r m a n ia , c . 20.

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SUCESIONES 301

la persona, como sucedía en Roma por la personificación (le la he­rencia ad interim.

Se ha dicho lo suficiente para m ostrar la semejanza entre nues­tro albacea y el heredero romano. Y teniendo presente lo que se m anifestó sobre el Iteres se comprenderá fácilm ente cómo llegó a decirse, 'como sucedía a menudo en los libros antiguos, que el a l­bacea «representa la persona de su testador» 9. Se ha encontrado en la historia el significado de esta identidad fingida, pero también debe ser apreciada la ayuda que suministró para vencer una d ificu l­tad técnica. Si el albacea representa la persona del testador, y a no hay más problema en perm itirle demandar o ser demandado por los contratos de su testador. E n tiempos de E duardo III , al iniciarse una acción de covenant contra unos albaceas, Persay puso las si­guientes objeciones: «Nunca he oído que alguien pudiera tener un writ o f covenant contra albaceas, ni contra cualquiera otra perso­na a excepción de la misma que hizo el covenant, puesto que ningún hombre puede obligar a otro a un covenant por su escritura, salvo quien fue parte del covenant» 10. Pero es inútil objetar que la pro­mesa sobre la que se demandaba fue hecha por A ., el testador, y no por B., el albacea, cuando el derecho dice que a estos fines B. es A. A q u í encontramos entonces una clase de casos donde so cumple una transferencia con la ayuda de una ficción, lo quo como a menudo lo hacen las ficciones, obscurece los hechos de una época primitiva de la sociedad, y cuya ficción difícilm ente podría haber sido inven­tada si los hechos hubieran sido diferentes.

E n el derecho inglés los albaceas y los adm inistradores pre­sentan el principal, si no el único, ejemplo de una sucesión uni ­versal. Pero pese a que, como se ha explicado, ellos suceden per uni- versitatem, no suceden en cambio a todos los tipos de bienes. A ellos van los bienes muebles, pero la tierra toma otro curso. Toda pro­piedad inmueble de la que no se haya dispuesto por testamento, pasa al heredero, y las reglas de la herencia son m uy distintas a las que gobiernan la distribución de bienes muebles. E n consecuencia, surge la cuestión de si el heredero inglés o sucesor de propiedad iu mueble presenta las mismas analogías que el albacea con el hcn s romano.

( 9 ) L i t t l e t o n , 3 3 7 ; C o . L i t . 2 0 9 , a , b ; Y . B . 8 E d . IV. fi, (I, pl I; Kcll w a y , 4 4 a ( 1 7 E n . V I I ) ; Lord N orth v. B utts, D y e r , 130 l>, l ia n ; Ovrrtoti v. Sy'dáll, P o p l ia m , 1 2 0 , .1 2 1 ; Boyer v. B ivet, 3 B u l s l r . 317 , II*.! 1 ; Hani r Coo/xr, 1 D o w l. P r . C a s . n . s. 1 1 , 1 4 .

( 1 0 ) Y . B . 48 E d . I I I . 2 , p l. 4.

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300 COMMON LAW

se continuaba por la herencia c, y cuando el heredero la asumía te­nía acción con respecto a los daños cometidos previam ente 7.

De ese modo, en Roma, el heredero llegó a ser tratado en form a idéntica a la de su antecesor a los fines del derecho. Y así resulta claro cómo se cumplió en ese caso la transferencia imposible que tra ­to de explicar. Los derechos sobre los que B., como B., no podía m ostrar ningún título, podía mantenerlos fácilm ente bajo la fic ­ción de que él era la misma persona que A ., cuyos títulos no se negaban.

E n este punto no es necesario estudiar los derechos de fam i­lia en las tribus germánicas. Puesto que no se discute que el alba- cea moderno deriva sus características del heredero romano. Tam ­bién de Roma se tomaron los testamentos, que eran desconocidos para los germanos de Tácito 8. Los adm inistradores fueron una imitación posterior de los albaceas, introducidos por las leyes para aquellos casos en que no había testamentos o donde, por cualquier otro mo­tivo, faltaban los albaceas.

E l albacea tiene el título legal a la totalidad de los bienes mue­bles del testador y, hablando en general, el poder de enajenación. Anteriorm ente tenía derecho al residuo no distribuido, no en carác­ter de legatario de esos bienes muebles específicos, como puede co­rrectam ente conjeturarse, sino porque representaba la persona del testador, teniendo en consecuencia todos los derechos que tendría el testador después de la distribución, si estuviera vivo. E n nuestros días, el residuo es generalmente legado por el testamento, pero ni aún ahora es considerado como una donación específica de los bie­nes muebles que permanecían sin ser distribuidos. No puedo dejar de pensar (pie esta doctrina repite aquélla bajo la cual se incluye al albacea en épocas anteriores.

Tal regla no ha regido los legados residuales de bienes inmue­bles, que en Inglaterra, hasta el presente, siempre se ha sostenido que son específicos. De modo tal que si no se cum pliera un legado de tierra no se dispondría de la misma en virtud de la cláusula re­sidual, sino que pasaría al heredero como si no hubiera habido tes­tamento.

L a designación del albacea se remonta a la fecha de la m uer­te del testador. Mediante esta ficción se preserva la continuidad de

( 6) D. 41. 1. 34. Cf. D. 41. 3. 40; Bracton, fol. 8 a, 44 a.(7 ) D. 43. 24. 13, 5.( 8) Germania, c. 20.

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SUCESIONES

la persona, como sucedía en Roma por la personificación <lc In I rencia ad interim.

Se ha dicho lo suficiente para mostrar la semejanza m i r e mu tro albacea y el heredero romano. Y teniendo presente lo <|iie manifestó sobre el Iteres se comprenderá fácilm ente cómo llegó decirse, como sucedía a menudo en los libros antiguos, que el i bacea «representa la persona de su testador»9. Se ha encontra en la historia el significado de esta identidad fingida, pero tambi debe ser apreciada la ayuda que suministró para vencer una difici tad técnica. Si el albacea representa la persona del testador, ya : hay más problema en perm itirle demandar o ser demandado por 1 contratos de su testador. E n tiempos de Eduardo ITI, al iniciar una acción de covenant contra unos albaceas, Persay puso las i guientes objeciones: «Nunca he oído que alguien pudiera tener i writ of covenant contra albaceas, ni contra cualquiera otra pern na a excepción de la misma que hizo el covenant, puesto que ningi' hombre puede obligar a otro a un covenant por su escritura, sal' quien fue parte del covenant» 10. Pero es inútil objetar que Iji pr mesa sobre la que se demandaba fue hecha por A., el testador, y i por B., el albacea, cuando el derecho dice que a estos fines IV es j A qu í encontramos entonces una clase de casos donde se cumple m transferencia con la ayuda de una ficción, lo que como a menudo hacen las ficciones, obscurece los hechos de una época primit iva < la sociedad, y cuya ficción difícilm ente podría haber sido invci tada si los hechos hubieran sido diferentes.

E n el derecho inglés los albaceas y los adm inistradores pr sentan el principal, si no el único, ejemplo de una sucesión un versal. Pero pese a que, como se ha explicado, ellos suceden per un versitatcm, no suceden en cambio a todos los tipos de bienes. A ell< van los bienes muebles, pero la tierra toma otro curso. Toda pn piedad inmueble de la que no se haya dispuesto por testamento pasa al heredero, y las reglas de la herencia son m u y dist intas n li que gobiernan la distribución de bienes muebles. En consoeuoneii surge la cuestión de si el heredero inglés o sucesor de propiedad ii mueble presenta las mismas analogías que el albacea eon el lirn romano.

(9 ) L ittleton, 337; Co. Lit. 209, a, 1>; Y. M. H K,| IV u pl I, Iv. i way, 44 a (17 En. V I I ) ; Lord Nortli v. Ihills, l>vt»r, I'ID I>, I 10 m,Sydall, Popham, 120, 121; Boyer v. liivrt, II HuInIi UY. !l"l, Ihim r ('iin/n 1 Dowl. Pr. Cas. ti . s . 11, 14.

( 10) Y. B. 48 Ed. TTT. 2, pl. 4.

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302 COMMON LAW

E l heredero inglés no es un sucesor universal. Cada parcela de tierra se transm ite como una cosa separada y específica. Sin em­bargo, en su esfera lim itada representa incuestionablemente la per­sona de su antecesor. Se han sostenido opiniones diferentes acerca de si sucedía lo mismo en el prim itivo derecho germánico. E l doc­tor Laband dice que s í 11 ; en cambio, Sohm adopta la opinión con­traria 12. Corrientemente se supone que en las tribus germánicas, la propiedad fam iliar, al menos de la tierra, existió antes que la in­dividual, y se ha demostrado con que naturalidad la representación se produjo en Roma a raíz de un estado sim ilar de cosas. Pero es innecesario considerar si nuestro derecho sobre la m ateria es de ori­gen germánico o romano, por cuanto el principio de la identificación ha prevalecido claramente desde la época de G lanvill hasta nuestros días. Si no era conocido por los germanos, esto se explica sim ple­mente por la influencia del derecho romano. Si había algo parecido en el derecho sálico, se debía sin duda a causas naturales sim ilares a aquellas que en Roma dieron origen al principio. Pero en cual­quiera de estos casos no tengo duda de que la doctrina moderna ha tomado buena parte de su form a y quizá de su m ateria, del sistema m aduro de los civilistas, en cuyo lenguaje se expresó durante tanto tiempo. Por las mismas razones que recién se han mencionado, tam ­bién es innecesario sopesar las pruebas de las fuentes anglo-sajonas, aunque surge con bastante claridad de varios pasajes de sus leyes que existía alguna clase de id en tificación 13.

E n tiempos de Bracton, es decir, dos siglos después de la con­quista normanda, el heredero no era solamente el sucesor de las tie­rras, sino que representaba a su antepasado en un sentido mucho más general, como se verá directamente. L a función del albacea, en el sentido del heredero, fue desconocida para los anglo-sajonesu , y ni siquiera en la época de Bracton parece haber sido lo que llegó a ser desde entonces. E n consecuencia, no hay necesidad de remon­tarse más allá del prim itivo período normando, después que la de­signación de albaceas había llegado a ser corriente y el heredero estaba más cercano de lo que es actualmente.

Cuando G lanvill escribía, poco más de un siglo después de la conquista, el heredero estaba obligado a garantizar a los donatarios

( 1 1 ) Vermdgensrechtlichen K lagen , 88, 89.( 12 ) Proc. de la Lex Salica, tr. Thévenin, pág. 72 y n. 1.(13) Ethelred, II . 9; Cnut, I I , 73; E ssays in Anglo Saxon Law, págs. 221

e t seq.(14) 1 Spence Eq. 189, nota, citando a Hickes, D issert. E pist., p. 57.

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SU CESION KS

y sus herederos las donaciones razonables de su antcecNor "*, y m Iok efectos del antecesor eran insuficientes para pagar hiih <I<11<I11:.. <•! heredero estaba obligado a saldar la deficiencia con sus propios lm- nes 18. N i G lanvill ni su im itador escocés, el Rcgiam Miijislatcni 17 (N. del T. 1 ) lim itan la responsabilidad al monto de los bienes lien- dados de la misma fuente. Esto hace que la identificación cutre <1 heredero y el antecesor sea tan completa como la del derecho romano antes que Justinia.no introdujera tal limitación. P or otra parte, un siglo más tarde, surge claramente de los escritos de Bracton 18 (pie el heredero sólo estaba obligado hasta el importe de los bienes que se le hubieran transm itido y en las fuentes prim itivas del continente euro­peo, normandas y otras, aparece 1a. misma lim itació n 19. Probable­mente las responsabilidades del heredero estaban disminuyendo. B ritton y F leta, los imitadores de Bracton y quizá el mismo B rac­ton, dicen que un heredero no está obligado a pagar las deudas de su antecesor, a menos que esté especialmente obligado a ello por es­crito de su antecesor20. E l derecho posterior requirió que el he­redero fuera mencionado en caso de ser obligado.

Pero de todas maneras la identificación del heredero y del an­tecesor se aproxim aba todavía a la naturaleza de una sucesión uni­versal en tiempos de Bracton, como lo demuestra otra m anifestación s u y a : P regunta si el testador puede legar sus acciones y responde que no, en lo que respecta a las deudas no probadas y con sentencia en vida del testador. Pero las acciones de esa especie pertenecen a los herederos y deben ser demandadas en los tribunales seculares, puesto que antes que se sentencie en el tribunal apropiado, el albacea no puede proceder en el tribunal eclesiástico 21.

Esto demuestra que la identificación funcionaba de ambas ma­

(15) Glanv., Lib. V II. e. 2 (Beames, p. 150).(16) Ibid., c. 8 (Beames, p. 168).(17) Reg. M aj., Lib. II , c. 39.(N . del T. 1 ) . Colección de las antiguas leyes de Escocia, que se dice fue­

ron compiladas por orden del Rey David I, que reinó entre los años 1124 y 1153.(18) Fol. 61 a.(19) Sachsensp., II . 60, 2, citado en E ssays in Anglo Saxon Law, p. "ül ;

fírand Cust. de Norm., c. 88.(20) Britt., fol. 64 b (ed. Nich. 163); F leta, Lib. II . c. 62, 10. C f . ltriic

ton, fol. 37 b, 10.(21) Bracton, fol. 61 a, b. «Item quaero an tes ta to r legare possif actio-

nes m as? E t verum est quod non, de deb itis quae in v ita testatori¡t convicta non fuerunt nec. recognita, sed hujusmodi actiones eompetunt haercdibux. ('uta an­te m convicta sin t e t recognita, tune sunt quasi in bonis testtoris, e t eompetunt cxccutoribus in foro ecclesiastico. S i autem com petant haeredibus, u t praedio-

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304 COMMON LAW

ñeras. E l heredero era responsable de las deudas que debía su an­tecesor y podía cobrar las que le debían a él, hasta que el albacea ocupó su sitio tanto en los Tribunales del R ey como en los de la Iglesia. Dentro de los lím ites recién explicados, el heredero también estaba obligado a garantizar, respecto al comprador y sus herede­ros, los bienes que hubiera vendido su antecesor 22. Después de esta prueba de que el heredero moderno empezó generalmente represen­tando a su antecesor, 110 es necesario buscar expresiones en libros posteriores, desde que su posición se ha limitado. Pero del mismo modo que hemos visto que todavía se dice que el albacea representa la persona de su testador, en tiempos de Eduardo I se decía que el heredero representaba la persona de su antecesor 23. A sí en una fe­cha m uy posterior se decía que en la representación «el heredero está a punto de tomar por herencia eadem persona cum antecesso- re» 2/', la misma persona que su antecesor.

U n gran juez, que falleció hace pocos años, repite un lenguaje que habría resultado igualm ente fam iliar a los abogados de E d u ar­do o de Jacobo. Barón P arte , después de m anifestar que, en gene­ral, una parte no está obligada a exhibir en el tribunal un docu­mento a cuya posesión no está facultada, dice que hay una excep­ción «en los casos del heredero y el albacea, quienes pueden alegar el descargo del antecesor o testador a quien respectivam ente repre­sentan, y tam bién con respecto a quienes cometieron actos ilícitos civiles, puesto que en todos esos casos hay una relación particular entre las partes que constituye una identidad de personas» 25.

Pero esto no es todo, pues la identidad de la persona se llevó más lejos aún. Si un hombre moría dejando hijos varones y siendo propietario de tierra, ésta pasaba solamente al hijo mayor, pero si dejaba exclusivam ente h ijas mujeres, se transm itía a todas ellas en igual forma. E n este caso varios individuos juntos continuaban la persona de su antecesor. Pero siempre se estableció que no había

tum est, in foro secula/ri debent term inar i, quia antequam communicantur et in foro debito , non pertinen t ad executores, u t in foro ecclesiastico convin- cantur».

(22) Bracton, fol. 62 a.(23) Y. B. 20 & 21 Ed. I. 232; cf. ib. 312.(24) Oates v. F rith , Hob. 130. Cf. Y. B. 5 En. V II. 18, pl. 12; Popham,

J., en Overton v. Sydall, Poph. 120, 121 (E . 39 E l . ) ; Boyer v. B ive t 3 Bulstr. 317, 319-322; Broolcer's Case, Godb. 376, 380 (P . 3 Car. I ) .

(25) Bm n v. Cooper. 1 Dowl Pract. Cas. n. s. 11, 14, Cf. Y. B. 14 En. V III, pl. 5, al fol. 10.

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SUCESIONES

sino un sólo heredero 26. Con el propósito de producir este resultado, no solamente se identificaba una persona, con otra, sino que varias personas se reducían a una de modo que pudieran sustentiir uim sola persona.

¿Qué era la persona? No era la suma de todos los derechos y deberes del antecesor. Se ha visto que durante muchos siglos su status general, la suma de todos sus derechos y deberes a excepción de los relacionados con la propiedad inmueble, ha sido tomada por el albacea o el adm inistrador. E n su sentido técnico, la persona con­tinuada por el heredero estaba lim itada desde una época prim itiva a la propiedad inmueble, es decir, a bienes sujetos a principios feu­dales, por distinción de los muebles, que como nos dice Blackstone 27 incluyen cualquier cosa que no sea un feudo.

Pero la persona del heredero no era siquiera la suma de todos los derechos y deberes del antecesor en conexión con la propiedad inmueble. Y a se ha dicho que la tierra desciende específicamente, y no como incidente, a una universitas más grande. Esto no surge tanto del hecho de que las reglas de la herencia que rigen d ife­rentes parcelas podrían ser diferentes 28, de modo que la misma per­sona no sería heredera de ambas, sino de la misma naturaleza de la propiedad feudal. B ajo el sistema feudal en todo su vigor, la te­nencia de la tierra era solamente un incidente de una com pleja re­lación personal. La tierra se perdía por el incumplimiento en pres­tar los servicios para los cuales se había entregado y el servicio po­día ser renunciado por la violación de los deberes correlativos de parte del señor 29. Parece que al principio del período feudal, bajo Carlomagno, un hombre sólo podía tener tierra de un señ or30. A ún cuando llegó a ser corriente tener tierra de más de uno, la estricta relación personal sólo se modificó en lo necesario para salvar al tenedor de la tierra de tener que cum plir servicios incompatibles. G lanvill y B ra c to n 31 nos dicen que quien tuviera tierra de varios señores debía homenaje por cada fundo, pero reservaba su fidcli-

(2(5) Bracton, fol. 66 b, 76 b, y passim ; Y. B. 20 Ed. T 226, 200; Utfcl" ton, 241. So dijo lo mismo cuando había varios albaceas: «Sólo cmITih m «>l In Kiir do una persona». Y. B. 8 Ed. IV. 5, pl. 1.

(27) 2 Comm. 385.(28) Cf. Glanv., Lib. V II. c. 3; F. N . B. 21 L; Dy.-r, I li, fl i.(29) Cf. Bracton, fol. SO b.(30) Charta Divis. Reg. Franc., art. IX VII <T :i I.m IVt r l n IIimI

<Jv Droit Francais, 408, 409.(31) Glanvill, Lib. IX . c. 1 (BeamoN, "IS, '".‘(I) ¡ llnu tnii, fol. 70 b.

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dad para el señor de quien tenía el inmueble principal, y que, si los diferentes señores se hicieran la guerra entre ellos y el señor je fe ordenara al tenedor de la tierra acompañarlo en persona, éste debía obedecer, dejando a salvo el servicio debido al otro señor por el fundo que de éste detentaba.

Vemos entonces que el tenedor tenía una persona o status dis­tinto con respecto a cada uno de los fundos que tuviera. Los dere­chos y deberes conexos a uno de ellos no guardaban relación con los derechos y deberes relativos al otro. L a sucesión de uno no te­nía conexión con la sucesión del otro. Cada sucesión constituía la asunción de una relación personal distinta, donde el sucesor debía ser determinado por los términos de la relación en cuestión.

L a persona que estamos buscando definir es el patrimonio. Ca­da fundo es una persona distinta, una Jiereditas distinta (o heren­cia), como se ha llamado desde la época de Bracton. Y a hemos visto que puede ser form ada por más de uno cuando hay varios herede­ros, tanto como por uno sólo, de la misma manera que una sociedad anónima puede tener un m ayor o menor número de miembros. Pero no solamente puede ser dividida a lo largo, para así decirlo, entre personas interesadas de la misma manera al mismo tiem po: también puede ser cortada a través en sucesivos intereses para ser gozados uno después del otro. E n lenguaje técnico, puede dividirse en un derecho particular y el resto. Pero todos son parte del mismo fu n ­do, y la misma ficción las rige. E n un viejo caso leemos que «el que tiene la propiedad en reversión y el tenedor particular no son sino el mismo tenedor» 32. Sin duda que ésta es la m anifestación de un abogado, poro se hizo para explicar una doctrina que parece nece­sitar ta l explicación, con el efecto do que, después de la muerte del tenedor por vida, quien tiene el derecho de reversión podría tener una condena por una sentencia errónea o veredicto falso dictado contra el tenedor por vida 33.

Para resum ir los resultados hasta el momento, el heredero del moderno derecho inglés recibe sus rasgos característicos del dere­cho tal como existía poco tiempo después de la conquista normanda. E n esa época era un sucesor universal en sentido m uy amplio. M u­chas de sus funciones como tal, pronto se transfirieron al albacea.

Los derechos del heredero llegaron a estar lim itados a la propiedad inmueble, así como sus responsabilidades a las conectadas con los

(32) Brolcer's Case, Gadbolt, 376, 377, pl. 465.(33) Dyer, 1 b. Cf. Bain v. Cooper, 1 Dowl. Pr. C. n. s. 11, 12.

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SUCESIONES

inmuebles, y a las obligaciones de su antecesor que oxj>r(.H.,| obligaran. L a sucesión a cada fundo o herencia feudal (.s ( no siendo parte de la suma de todos los derechos del antoeei siderados como una totalidad. Pero hasta nuestros días (>i en su esfera, y el heredero en la suya, representan la jcr*? causante, y se consideran que constituyen junto con 61 lina a los fines de establecer sus derechos y obligaciones.

Y a se ha señalado 1a. influencia de esto sobre los contn causante. Pero tal influencia no se lim ita a los contrato^ s- sc ejerce sobre todos los aspectos. E l ejemplo más destacado le en la adquisición de derechos por prescripción. Tompnio. so de una servidum bre de paso; sobre un terreno vecino é, puede adquirirse por concesión o por haberlo usado durante años. Un hombre usa una servidum bre de paso durante di y luego muere. Posteriorm ente su heredero la usa otros di,. ¿Se ha adquirido algún derecho? Si sólo se consultara ol común, la respuesta debiera ser que no. E l antecesor no obtu gún derecho, porque no usó la servidum bre el tiempo siifieí lo mismo ocurre con el heredero. ¿ Cómo puede m ejorar el tít heredero la transgresión anterior cometida por otro hombre? 1a claro que si cuatro personas extrañas entre sí usan cada ellas la servidumbre durante cinco años, el últim o no adqui gún derecho. Pero aquí entra la ficción que se ha exp]je< cuidadosamente. Desde el punto de vista del derecho n0 s de que dos personas hayan usado la servidum bre de paso < diez años cada una, sino de una sola que la ha usado durante E l heredero tiene la ventaja de mantener la 'persona de su sor, adquiriendo el derecho.

Llego ahora a la parte más d ifícil y obscura del tema, por descubrirse si la ficción de la identidad se extendió a otr más del heredero y del albacea. Y si encontramos, como lo }): que fue un poco más lejos en términos expresos, todavía sm- cuestión de si el modo de pensamiento y las concepciones . tadas por la doctrina de la herencia no han modificado Hil< mente el derecho respecto a las transacciones entre los \ iv,,; rece demostrable que su influencia fue profunda y que >m der la teoría de la herencia, es imposible entender In I< ,M i,1 ransferencia intervivos.

La d ificultad en tratar el tenia reside en convencí i ,, cépticos de que hay algo que explicar. I'ln ninvilrnu din , ,,| ,j lo de (pie un derecho es valioso resulta chní idéntico n| n i

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3C6 c c n m o x LAW

dad para el señor de quien tenía el inmueble principal, y que, si los diferentes señores se hicieran la guerra entre ellos y el señor je fe ordenara al tenedor de la tierra acompañarlo en persona, éste debía obedecer, dejando a salvo el servicio debido al otro señor por el fundo que de éste detentaba.

Vem os entonces que el tenedor tenía una persona o status dis­tinto con respecto a cada uno de los fundos que tuviera. Los dere­chos y deberes conexos a uno de ellos no guardaban relación con los derechos y deberes relativos al otro. L a sucesión de uno no te­nía conexión con la sucesión del otro. Cada sucesión constituía la asunción de una relación personal distinta, donde el sucesor debía ser determinado por los términos de la relación en cuestión.

L a persona que estamos buscando definir es el patrimonio. C a­da fundo es una persona distinta, una her editas distinta (o heren­cia), como se ha llamado desde la época de Bracton. Y a hemos visto que puede ser form ada por más de uno cuando hay varios herede­ros, tanto como por uno sólo, de la misma manera que una sociedad anónima puede tener un mayor o menor número de miembros. Pero no solamente puede ser dividida a lo largo, para así decirlo, entre personas interesadas de la misma manera al mismo tiem p o: también puede ser cortada a través en sucesivos intereses para ser gozados uno después del otro. E n lenguaje técnico, puede dividirse en un derecho particular y el resto. Pero todos son parte del mismo fu n ­do, y la misma ficción las rige. E n un viejo caso leemos que «el que tiene la propiedad en reversión y el tenedor p articu lar no son sino el mismo tenedor» 32. Sin duda que ésta es la m anifestación de un abogado, pero se hizo para explicar una doctrina que parece nece­sitar tal explicación, con el efecto de (pie, después de la muerte del tenedor por vida, quien tiene el derecho de reversión podría tener una condena por una sentencia errónea o veredicto falso dictado contra el tenedor por v id a 33.

P ara resum ir los resultados hasta el momento, el heredero del moderno derecho inglés recibe sus rasgos característicos del dere­cho tal como existía poco tiempo después de la conquista normanda. E n esa época era un sucesor universal en sentido m uy amplio. Mu­chas de sus funciones como tal, pronto se transfirieron al albacea.

Los derechos del heredero llegaron a estar lim itados a la propiedad inmueble, así como sus responsabilidades a las conectadas con los

(32) Brolcer's Case, Gadbolt, 376, 377, pl. 465.(33) Dyer, 1 b. Cf. Bain v. Cooper, 1 Dowl. Pr. C. n. s. 11, 12.

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SUCESIONES

inmuebles, y a las obligaciones de su antecesor que expresamente le obligaran. L a sucesión a cada fundo o herencia feudal es distinta, no siendo parte de la suma de todos los derechos del antecesor con siderados como una totalidad. Pero hasta nuestros días el albaceit en su esfera, y el heredero en la suya, representan la persona del causante, y se consideran que constituyen junto con él una unidad, a los fines de establecer sus derechos y obligaciones.

Y a se ha señalado la influencia de esto sobre los contratos del causante. Pero tal influencia no se lim ita a los contratos, sino que se ejerce sobre todos los aspectos. E l ejemplo más destacado consis­te en la adquisición de derechos por prescripción. Tomemos el ca­so de una servidum bre de paso; sobre un terreno vecino ésta sólo puede adquirirse por concesión o por haberlo usado durante veinte años. Un hombre usa una servidumbre de paso durante diez años y luego muere. Posteriorm ente su heredero la usa otros diez años. }, Se ha adquirido algún derecho? Si sólo se consultara el sentido común, la respuesta debiera ser que no. E l antecesor no obtuvo nin­gún derecho, porque no usó la servidum bre el tiempo suficiente, y lo mismo ocurre con el heredero. ¿Cómo puede m ejorar el título del heredero la transgresión anterior cometida por otro hombre? Resul­ta claro que si cuatro personas extrañas entre sí usan cada una <lc ellas la servidum bre durante cinco años, el último no adquiere nin gún derecho. Pero aquí entra la ficción que se ha explicado tan cuidadosamente. Desde el punto de vista del derecho no se trata de que dos personas hayan usado la servidumbre de paso durante diez años cada una, sino de una sola que la ha usado durante veinte. E l heredero tiene la ventaja de mantener la persona de su antece­sor, adquiriendo el derecho.

Llego ahora a la parte más d ifícil y obscura del tema. Queda por descubrirse si la ficción de la identidad se extendió a otros ade­más del heredero y del albacea. Y si encontramos, como lo hacemos, (pie fue un poco más lejos en términos expresos, todavía surgirn la cuestión de si el modo de pensamiento y bis concepciones posiliili tadas por la doctrina de la herencia no han modificado silennoMn mente el derecho respecto a las transacciones entre los vivos i\le pn rece demostrable que su influencia fue profunda y que mn rutender la teoría de la herencia, es imposible entendri In I......n d< In1 rareferencia intervivos.

La dificultad en tra tar el tenia reside en convencer n It.-t en cépticos de que hay algo que explicar Un míe 11 <■ din e| coneep lo de (pie un derecho es valioso resulta m i id^nllen ni concepto

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308 COMMON LAW

de que vendiéndolo puede transform arse en dinero. Pero no siem­pre ha sido así. A ntes de poder vender un derecho, debemos poder hacer concebible una venta en términos legales. A l comenzar el ca­pítulo puse el caso de la transferencia de un contrato. Acabo de mencionar el caso de obtención de un derecho por prescripción, cuan­do ninguna de las partes había dado cumplimiento al requisito de veinte años de uso. E n este último ejemplo, al tiempo de la trans­ferencia no existe siquiera un derecho, sino el mero hecho de una transgresión que dura diez años. Una servidum bre de paso, hasta que llega a ser un derecho, es tan poco susceptible de ser detentada por un título posesorio como por un contrato. Entonces, si un con­trato puede venderse y el comprador puede agregar a su período el tiempo de su vendedor, ¿cuál es el mecanismo en virtud del cual el derecho produce este resultado?

E l conocimiento más superficial de cualquier sistema jurídico en sus etapas prim itivas habrá de m ostrar la d ificultad y la lenta graduación con que se ha suministrado tal mecanismo, y cómo su fa lta ha restringido la esfera de la enajenación. E s un gran error suponer que no es sino m ateria de sentido común que de acuerdo con nuestra significativa m etáfora, el comprador ocupa los zapatos del vendedor. Supongamos que las ventas y otras transferencias civi­les hubieran conservado la form a de capturas de guerra, que al pa­recer tenían en la infancia del derecho rom ano34, y que al menos se conservó parcialm ente en un caso — la adquisición de esposas— , después que en la práctica la transacción había asumido la forma más civilizada de la compra. E l concepto de que el comprador ocu­paba una posición adversa a la del vendedor probablemente habría acompañado la ficción del apoderamiento hostil, y aquél habría man­tenido en su propia posición como fundando un nuevo título. Sin la ayuda de concepciones derivadas de alguna otra fuente, hubiera sido d ifícil producir la transferencia legal de objetos que no ad­m itían la posesión.

(34) Mencioné una o dos indicaciones de este hecho en la Am erican Law Beview de Octubre, 1872, V II, 49, 50. Pero después he tenido la satisfacción de encontrar que el punto ha sido trabajado con tanto detalle y erudición por Ihering en Geist des Bomischen Sechts, 10, 48, que no puedo hacer nada mejor que referirme a esa obra, agregando solamente que, para mis propósitos, no es necesario ir tan lejos como Ihering, y que no parece que él haya sido llevado a las conclusiones que es mi objeto establecer. Véase además, Clark, E arly Mo­vían Law , 109, 1 1 0 ; Laferriere, U ist. du, D roit Franc., I, 114 et seq .; D. 1 . 5. 4, 3; Gayo, Institu ías, IV , 16; ib. II , 69.

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SUCESIOl,\

E n el derecho de fam ilia puede de esas otras concepciones. Los prir» i traban una ficción y un modo de peí». : haberse extendido hasta otras esferas^, \ hechos, se extendieron de tal modo, vez más el derecho romano así coma»™ tum bres germ ánicas y anglo-sajoñas.

■ * i i I,Me referiré primero a las leyes ^ y',

por una parte son los antecedentes * \ ^ s/i que obtenemos de tales fuentes no se er.U1 la argum entación, sienta una base pfíJM .¡Vt desarrollo en diferentes campos. jl'WM

HvnP arecería que las leyes tradición, '

analogía entre el comprador y el h ^ 'X ^ con otro objeto que los que tendrán recho inglés. E l mismo consistía en a^.V1 \'i.'m(i bilidad. Se recordará que tanto en ©V,ucomo en el prim itivo derecho rom ane ■ dad fam iliar, y parecería que la tra*V ’ 'v1 nariam ente no podían darse fuera d®|\i ■> medio de la fórm ula de hacer que el !<•

. .V,L a historia del lenguaje apunta ] \

ler 35 y otros lo han señalado, el tér '(1 V,| prim itivo significado de sucesor de ‘'y cida, hasta el de donatario mortis caf\'\ V, los cesionarios en general. E l térmiri •' parecida para la transferencia de li) i , v i n 36, quien llam a la atención sobre A | consistía en decir hériter por compq, % déshériter por venta.

Los textos del derecho Sálico n i *; controvertible. U n hombre podía traii M parte de sus bien es37 entregando la | A ciario, quien, dentro de doce meses. X ^

(35) Erbvertrage, T. 15 et seq.(36) H ist. du Droit Franc., IV , 500..< l(37) «Quantum daré voluerit aut to\^

nec minus nec m ajus nisi quantum ei crediti\\(38) Lex Sal. (M erkel), Cap. XLr<

'kRcichs-u. Gerichtsverfassung, 69. !l

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310 OOMMON LAW

E l texto dice: a aquéllos a quienes el donante a nombrado heredes (quos heredes appellavit). A q u í había entonces una transferencia voluntaria de m ayor o menor cantidad de bienes a personas libre­mente elegidas, quienes no eran necesariamente sucesores universa­les, si alguna vez lo fueron, y que sin embargo asumían bajo el nom­bre de heredes. E sta palabra, que al principio debe haber sign ifi­cado personas que recibían por herencia, se extendió hasta sign ifi­car recibir por com p ra30. Si la palabra amplió su significado, ello se debió probablemente a que el pensamiento que im plicaba se trans­firió a nuevos usos. Parece que la transacción quedó a m itad de ca­mino entre la institución de heredero y la venta. E l derecho poste­rior de los francos ripuarianos lo trata más claram ente desde el prim er punto de vista. Perm ite a un hombre que no tiene hijos do­n ar todos sus bienes a quienquiera que elija, sean parientes o ex­traños, en calidad de herencia, sea por medio del adfathamire, como se llamaba la forma sálica, o mediante escrito o entrega 40.

Los lombardos tenían una transferencia sim ilar, en la que el donatario no solamente se llam aba heres, sino que se lo hacía res­ponsable como heredero por las deudas del donante, al recibir los bienes después de la muerte del donante 41. Según el derecho sálico nn hombre que no podía pagar el wergeld podía transferir form al­mente su solar de terreno, y con él la responsabilidad, pero dicha transferencia era para los parientes próxim os42.

A l principio el solar de terreno o fundo fam iliar se transm itía estrictam ente dentro de los lím ites de la fam ilia. De nuevo parece aquí que al menos en In glaterra la libertad de enajenación creció por un aumento gradual de los elegidos como sucesores. Si podemos

(39) Beseler, Erbvertrage, I , 101, 102, 105.(40) «Omnem facu lta tem suam. . . seu cuicunque libet de proxim is vel

extraneis, adoptare in hereditatem vel in a d fa tim i vel per scripturarum seriem seu per traditionem ». L. Rib., Cap. L (al. X L V I I I ) ; cf. L. Thuring X III . Así Capp. Rib., 7: «Qui filio s non habuerit et alium quem libet heredem faceré sib i ■voluerit coram re g e . . . traditionem fac ía te .

(41) Ed. Rth, cap. 174, 157; cf. ib. 369, 388; Liutpr. I I I . 16 (al. 2 ) , VI. 155 (al. 102). Cf. Beseler, Erbvertrage, I. 108 et seq., esp. 116-118. Compárese e l contrato del año 713 de nuestra era: «O ffero l S. P . ecclesia quam mihi heredem constituí». (Mem. di Lucca V. b. N.° 4 ) Troya I I I . N.° 394, citado por Heusler, Gewere, 45, 46. Cf. ib. 484. Sin duda que esto se debió a la in­fluencia romana, pero recuerda lo que Sir Henry M aine c ita de la H istoria de la India de Elphinstone: (I , 126): «El comprador pasa exactamente a su lu­gar, y asume todas sus obligaciones». Ancient Law, cap. 8, págs. 263, 264.

(42) (M erkel), Cap. L Y III, Dechrene cruda. Sorm, Fránk. Jt. u. G. V erf. 117.

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SUCESIONES 311

confiar en el orden de desarrollo que se descubre en los contratos prim itivos, que difícilm ente puede creerse accidental, pese a que tales contratos sean pocos, las concesiones reales perm itían al p rin ­cipio una elección de herederos entre los parientes, para luego ex­tenderse más allá. E n una escritura del año 679, el lenguaje em­pleado dice: «como se concede, de modo que usted y su posteridad lo detenten». Una de un siglo más tarde d ic e : «la cual siempre se le deja poseer, dejándola después de su muerte a aquél de sus here­deros que quiera». O tr a : «y después de él con el libre poder (de elec­ción) dejarla a la persona de sus parientes que desee (dejarla)». Una escritura algo anterior, de 736, vá un paso más a llá : «De modo que en tanto viva tendrá el poder de tenerla y poseerla, y de de­jarla a quien quiera elija , sea durante su vida o ciertamente después de su muerte». A comienzos del siglo noveno el donatario tiene el poder de dejar sus bienes a quien quiera, o todavía en términos más amplios, cambiarlos o concederlos durante su vid a y después de su muerte dejarlos a quien desee, o venderlos, cambiarlos y dejarlos a cualquier heredero que e l i ja 43. E sta elección de herederos recuerda el quos heredes appellavit del derecho sálico recién mencionado, y puede compararse con el lenguaje de un contrato normando de a l­rededor del año 1190 : «A W . y sus herederos, es decir, a aquéllos a quienes pueda institu ir como sus herederos» 44.

Un ejemplo perfecto de una sucesión singular producida por la ficción del parentesco se encuentra en la historia de B u rn t N jal,

(43) 679 de nuestra era: «Sicuti Ubi donata est i ta tcne et posteri tu i». Kemble, Cod. Dip., I , 21, N.° X V I. Uthred, año 767: «Quam is sem per possideat et post se cui voluerit heredum relinquat». Ib. I. 144, C X V III. («Cuilibet he- redi voluerit relinquat» es muy común en los contratos posteriores; ib. V. 155, M L X X X II.; ib. V I. 1, M CCXVIII.; ib. 31, MCCXXX.; ib. 38, M CCXXXrV.; y passim . Esto puede ser más amplio que cui voluerit heredum ). O ffa, año 779: « ü t se víven te h á b e .. . deat. et post se suae propinqu ita tis homini cui ipse v o . . . possidendum libera utens p o testa te relinquat», Ib. I. 164, 165, CXXXVTII, Ao- thilbald, año 736: « l ío u t quamdiu vixerit po testa tem habeat tenendi ao possi- dendi cuicumque voluerit vel eo vivo vel certe po st obitum suum relinqucn- di». Ib. I . 96, L X X X ; cf. ib. V. 53, M XIV. Cuthred de K ent, año 805; «Cuicumque hominum voluerit in aeternam liberta tem derelinquat*. Ib. I, 2Í12, CXO. «£7í habeat liberta tem comm utandi vel donandi in v ita sua et poní r jtu obitum teneat facu lta tem relinquendi cuicumque volueris». Ib. I. 233, ii.'M, OXOI. j cf. ib. V. 70, M X X X I. W iglaf de Mercia, Agosto 28 año 831: «»SVw twmhmlum aut commutandum cuicumque ei herede placuerit derelinquendum», Ib. I, "1M, XCCXXVII.

(44) «W. e t heredibus swis, videlicet quos heredes oonstUurrit*. Momo* riáis de Ilexham, Surtees Soc. Pub., 1864, II , 88.

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312 COMMON LAW

una saga islandesa, que nos proporciona un cuadro viviente de una sociedad poco más avanzada que los francos sálicos, según surge de la L ex Sálica. Debía transferirse un pleito a otra persona más ver­sada en las leyes y más capaz de llevarlo, en realidad, a un abogado. Pero en ese tiempo un pleito era la alternativa de un feudo, siendo ambas asunto peculiar de la fam ilia im p licad a43. E n consecuencia, cuando se iba a tran sferir a un extraño un pleito por haberse ma­tado a un miembro de la fam ilia, la innovación tenía que conci­llarse con la teoría de que el tal pleito pertenecía solamente a los parientes próximos. Mord debe tomar sobre sí el pleito de Thorgeir contra Flosi por haber muerto a H elgi, y la form a de la transfe­rencia se describe de la manera que sigue.

«Entonces Mord tomó la mano de Thorgeir y nombró a dos tes­tigos para que den su testimonio de que el hijo de Thorgier Thorir me transfiere un pleito por homicidio culposo contra el hijo de Flosi Thord, para que lo alegue por la muerte del hijo de H elgi N jal, con todas esas pruebas que tienen que seguir al pleito. Tú me entregas­te este pleito para alegarlo y concluirlo, y para gozar todos sus derechos, como si yo fuera el pariente próximo legítimo. T ú me lo entregaste según derecho, y yo lo tomo de ti según derecho». Más tarde, estos testigos se presentaron ante el tribunal, y prestaron tes­timonio de la transferencia en palabras sem ejantes: «Entonces él le entregó este pleito, con todas las pruebas y procedimientos que pertenecían al pleito, se lo entregó para que lo alegue y lo conclu­ya, y para que haga uso de todos los derechos, como si él fuera el pariente próximo legítimo. Thorgeir lo entregó legítimam ente y Mord lo tomó legítimamente». E l juicio prosiguió, pese al cambio de manos, como si el pariente próximo fuera el actor, lo que se de­m uestra por una etapa posterior del procedimiento. E l demandado recusa a dos jueces del tribunal, sobre la base de sus relaciones con Mord, la persona a quien se transfirió el pleito, por la sangre y por el bautismo. Pero Mord responde que esto no es una buena recusa­ción, puesto que «él los recusó no por su parentesco con el verda­dero actor, el pariente próximo, sino por su parentesco con quien alegó el pleito». Y la otra parte tuvo que adm itir que Mord tenía razón según su derecho.

A hora paso de las fuentes germánicas a las romanas, las que

(45) Cf. Y. B. 27 Ass., fol. 135, pl. 25. Según las leyes de Gales el cam­peón en una causa decidida mediante un combate adquiría los derechos del pa­riente próximo, siendo éste el propio campeón. Lea, Stiperstition and Forcé, (3era. ed .). Cf. ib. 161, n. 1 ; ib. 17.

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SUCESIONES 313

guardan la más estrecha conexión con el argumento, porque gran parte de la doctrina que se encuentra allí ha sido transplantada sin cambios al derecho moderno.

E l prim itivo derecho romano sólo reconocía como parientes a quienes hubieran sido miembros de la misma fam ilia patriarcal y hubieran’ estado bajo la misma autoridad patriarcal, de haber so­brevivido el antecesor común. Como las esposas pasaban a las fa ­m ilias de sus maridos perdiendo toda conexión con la fam ilia en la que habían nacido, el parentesco a través de las m ujeres estaba com­pletam ente excluido. Heredero era el que hacía remontar su paren­tesco con la persona fallecida solamente a través de los hombres. E sta regla se m odificó con los avances de la civilización. E l pretor concedió los beneficios de la herencia a los parientes consanguíneos, pese a no ser herederos y a no poder ser admitidos a la sucesión conforme con el derecho antiguo 40. Pero el cambio no se produjo mediante la derogación del derecho antiguo, el que todavía subsistió bajo el nombre de ju s civile. E l nuevo principio se acomodó a las form as antiguas por medio de una ficción. E l pariente consanguí­neo podía demandar sobre la ficción de que era un heredero, peso a no serlo en la realidad 47.

Una de las formas prim itivas de institu ir un heredero fue me diante una venta de la fam ilia o cabeza de la fam ilia id pretendido heredero, con todos sus derechos y deberes48. Más ta rde osta venta de la universitas se extendió más allá del caso de la herencia al do una quiebra, cuando se deseaba poner los bienes del quebrado en manos de un fiduciario para su distribución. Tam bién este fid u cia­rio podía hacer uso de la ficción, demandando como si hubiera sido el heredero del quebrado 4í). Uno de los grandes jurisconsultos nos dice que en general los sucesores universales ocupan el lugar de los herederos 50.

E l heredero romano, con una o dos excepciones, siempre fue un

(46) D. 38. 8. 1, pr.(47) «Cum is, qui ex edicto bonorum possessionem p e tiit, f ic to .se herido

a g it». Gayo, In stitu ías, YT, 34. Cf. Ulpiano, Fragm. X X V III, 12; O. 37. I 1!.10 . 2. 24). A sí el fid e i commissarius, quien era un sucesor pretoriitnn (l> II 4. 2. 19; 10. 2. 24), «in sim iditudinem heredis consistit». Nov. 1, I, I. Cf .liml Inst. 2. 24, pr, y luego Gayo, II , 251/2.

(48) Gnyo, Inst. II. 102 et seq. Cf. Ib. 252, 35.(49) Gayo, Inst. IV , 35: «Sim iliter et bonorum tm ptor fiólo »r h n rd r

agit» . Cf. ib. 144, 145. Keller, Bómische Civilprocess, 85 III IVio <-f Hcliourl, Lehrb. der Inst., hvr, p. 407 ( 6ta. ed.).

(50) Paulo en D. 50. 17. 128.

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413 COMMON LAW

sucesor universal, y la ficción de la herencia como tal difícilm ente podía usarse con propiedad excepto para agrandar la esfera de las sucesiones universales. Pero en. la medida en que se extendió, to­das las consecuencias anexas a la ficción original de la identidad entre el heredero y el antecesor siguieron como algo natural.

Volviendo al caso de los derechos adquiridos por prescripción, todo sucesor universal podía agregar el tiempo del uso de su prede­cesor al propio a fin de constituir el derecho. H ablando legalmente, no había una adición, sino una posesión continua.

L a ficción expresa de la herencia quizá se detuvo aquí. Pero cuando se perm itió una acumulación sim ilar de tiempos entre un legatario o devisee ( legatarius) y su testador, se ofreció la misma explicación. Se dijo que cuando por testamento se dejaba a una persona una cosa específica, en tanto se refería a tener el beneficio del tiempo durante el cual el testador había estado en posesión con el propósito de adquirir título, el legatario era en cierto sentido quasi un heredero 51. Sin embargo un legatarius no era un sucesor universal, y a la m ayoría de los fines se hallaba en marcado con­traste con tales sucesores C2.

De tal modo el derecho estricto de la herencia había hecho co­rriente el concepto de que un hombre podía tener la ven taja de una posición ocupada por otro, pese a no ser llenada, o sólo parcialm en­te, por él m ism o; y la segunda ficción, por la cual se habían exten­dido a otras personas los privilegios de un heredero legal, en éste como en otros aspectos, rompió los muros que de otra manera ha­brían lim itado tales privilegios a un solo caso. Se introdujo en el derecho una nueva concepción, sin que nada obstruyera su aplica­ción ulterior. Como se ha demostrado, fue aplicada en términos de una venta de la universitas con fines de negocios, al menos en un caso donde la sucesión estaba lim itada a una sola cosa específica. ¿P or qué, entonces, no podría ser considerada como sucesión, cual­quier donación o venta, en tanto asegurara las mismas ventajas?

Pronto se admitió, entre el comprador y el vendedor, la acu­mulación de tiempos para producir un título conforme con el lengua­je que siempre usaron los abogados romanos; no tengo dudas de que

(51) «In re legata in accesione tem poris quo tes ta to r possedit, legatarius quodammodo quasi heres est». D. 41. 3. 14, 1.

(52) D. 41. 1 . 62; 43. 3. 1. 6 ; Gayo, Institutas. II , 97; Just. Inst. 2.10. 11.

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SUCESIONES 315

se llegó a ello de la manera que he sugerido. Un pasaje de Scévola (30 antes de Cristo) habrá de sum inistrar prueba suficiente. Dice que la acumulación de posesiones, es decir, el derecho de agregar el tiempo de tenencia de un predecesor al propio, pertenece clara mente a quienes suceden en el lugar de otros, sea por contrato o por testamento, puesto que a los herederos y a quienes se trata como ocupando el lugar de los sucesores, se les perm ite agregar la po­sesión de su testador a la propia. E n consecuencia, si usted me vende un esclavo, tendré los beneficios de su tenencia 53.

L a acumulación de tiempos se otorga a quienes suceden en el lugar de otros. Ulpiano cita una frase semejante de un jurisconsulto de la época de los A ntoninos: «a cuyo lugar he sucedido por heren­cia, o compra, o por cualquier otro derecho» Succederc in locum aliorum, como sustinere personam, son expresiones de los abogados romanos para dichas continuaciones por otros de la posición legal de un hombre, cuyo tipo era el de la sucesión del heredero respecto del antecesor. Succedere es usada en el sentido de «heredar» 55 y succcs- sio en el de «herencia» 5C. L a sucesión par excellence era la herencia, y se cree que difícilm ente se encontrará un ejemplo en las fuentes romanas donde la «sucesión» no im plique tal analogía c indique ni menos la presunción parcial de una persona, anteriormente tentaría por otro. A sí surge con claridad del pasaje citado.

Pero la sucesión que admite la acumulación de tiempos no es solamente la sucesión hereditaria. E n el pasaje citado ríe Scévola se dice que puede tener lugar por contrato o por compra, así como por herencia o testamento. Tanto puede ser singular como univer­sal. Los juristas mencionan a menudo sucesiones universales antité­ticas y otras lim itadas a una sola cosa específica. Ulpiano dice que un hombre sucede en el lugar de otro, sea su sucesión universal o a un objeto singular 57.

Si la presente argum entación necesitara mayores pruebas, ha­brán de encontrarse en otra expresión de Ulpiano, cuando se refie­

(53) « ( Accessiones possessionum ) plañe tribuuntur his qui in locum alio rum succedunt sive ex contractu sive vo lú nta te: heredibus enim et his, qui mi o cessorum loco habentur, datur accessio testa toris. Itaque si m ihi vendiilnin m i vum utar accessione tua». D. 44. 3. 14, 1, 2.

(54) «Ab e o . . . in cujus locum hereditate vel empitono alii>r« qun imn successi». D. 43. 19. 3, 2.

(55) D. 50. 4. 1, 4. Cf. Cic. de O ff. 3. 19. 76; Gayo, In»f. IV .'II(56) C. 2. 3. 21; C. 6. 16. 2; cf. D. 38. 8. 1, pr.(57) «In locum successisse accipimus sive per vniveniUnlnii niiu< in rcm

s i t successum». D. 43. 3. 1, 13. Cf. D. 21. 3. 3, 1; D. 12. 2. 7 K H ¡ I >, 110. 2. 24, 1.

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316 COMMON LAW

re a.1 beneficio de la acumulación como derivado de la persona del cedente, d iciendo: «Aquél a quien se concede una cosa tendrá, de la persona de su cedente. el beneficio de la acumulación» 58. Y un be­neficio sólo puede derivarse de una persona, detentándola.

Adem ás surge con bastante claridad de las In stitu ías de Jus- tiniano y del Digesto, que el beneficio no se extendió a los compra­dores en todos los casos, sino hasta una fecha m uy posterior 59.

Savign y estuvo m uy cerca de la verdad cuando expresó, con alguna am plitud, que «cada accessio, para cualquier propósito, no presupone nada más que una relación de sucesión ju ríd ica entre el poseedor anterior y el presente, puesto que la sucesión no se aplica a la posesión por sí misma» 60. Y puedo agregar, como explicación adicional, que cada relación de sucesión ju ríd ica presupone una he­rencia o una relación a la cual, en tanto se extienda, pueden apli­carse las analogías de la herencia.

L a manera de pensar que llevó a la accessio o acumulación de tiempos es igualm ente visible en otros casos. E l tiempo durante el cual un propietario anterior no usó una servidum bre se imputó a la persona que lo había sucedido en su lugar C1. La defensa de que el actor había vendido y entregado la cosa en controversia podía ser usada no solamente por el comprador, sino por sus herederos o un segundo comprador, antes aún de que se le entregue, contra los su­cesores del vendedor, fueran universales o solamente de la cosa en cuestión C2. Si una persona usaba una servidum bre de paso ilegíti­mamente contra el predecesor en el título, era ilegítim a contra el sucesor, sea por herencia, por compra, o por cualquier otro dere­cho C3. E l juram ento formal de quien tiene una acción era conclu-

(58) D. 41. 2. 13, 1 , 1 1 . Otros casos citados por Ulpiano pueden susten­tarse sobre una ficción diferente. Por ejemplo, después de la terminación de un precarium, fin g itu r fundus nunquam fuisse possessus ab ipso detentore. Gotho- fred, nota 14, (ed. E lz.). Pero cf. Puchta, en Weiske, R. L. art. B esitz, pág. 50, y D. 41. 2. 13, 7.

(59) Inst. 2. 6. 12. 13. Cf. D. 44. 3. 9. Para una exposición completa, véase Am. Laiv Rev, t. 11, pág. 644, 645.

(60) Reeht des B esitzes, 11 (7a. ed .), pág. 184, n. 1 , trad. ing. 124, n. t.(61) Paulo, D. 8. 6. 18, 1 . Parece que esto se escribió sobre una servi­

dumbre rural (aqua) que se perdió por el simple no uso, sin uso contrario por el propietario sirviente.

(62) Hermogeniano, D. 2 1 . 3. 3; Exc. rei ,iu<l-> D. 44. 2. 9, 2 ; ib. 28; ib. 11, 3, 9; D. 10 . 2. 25, 8 ; D. 46. 8. 16, 1; Keller, Rom. Civil proc., 73. Cf. Bracton, fol. 24 b, 1 ad fin .

(63) «R ed e a me via u ti prohibetur et in terdictum ei inutile est, quia ame videtur v i vel clam vel precario possidere, qui ab auctore meo vitiose possi-

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SUCESIONES 317

y ente en favor de sus sucesores, universales o singulares 64. Los su­cesores por compra o por donación tenían el beneficio de los acuer­dos hechos con el vendedor 05. U na m ultitud de expresiones gemí- rales demuestran que para la m ayoría de los propósitos, fuera para la acción o la defensa, el comprador, para usar la m etáfora de nues­tro propio derecho, permanecía en los zapatos del ven d edor00. Y — lo que es más im portante que el resultado, que a menudo puede alcanzarse de otras maneras— , el lenguaje y las analogías se ex­traen todo a lo largo del proceso, desde las sucesiones hasta las he­rencias.

A sí entendido, no podría haber sucesión entre una persona des­poseída de una cosa contra su voluntad y el poseedor ilegítimo. Sin el elemento del consentimiento, no hay lugar para la analogía recién explicada, E n consecuencia, se estableció que cuando la posesión es ilegítim a, 110 hay acum ulación de tiem p os07, y los únicos medios enumerados de suceder in rem son por testamento, venta, donación, o algún otro derecho.

Regresamos ahora con el argumento al derecho inglés, for ti f i­cado por algunas conclusiones generales. Se lia mostrado que en ambos sistemas, de cuya unión surgió nuestro derecho, las reglas que regían las transmisiones o la t ransferencia de objetos específi

det, nam et Pedius scribit, si v i aut clam aut precario <tb eo sil uhuh, i 11 ouíh locum heredítate vel emptione aliove <juo, iure auooessi, Ídem cuse dioendum: cum enim successerit quis in locum eorum, aequm non est nos noceri hoc, quod adversus eum non nocuit, in cuius locum successimus'». D. 43. 19. 3. 2. La va­riación actore, defendida por Savigny, es condenada por Mommsen, en hu edi­ción del Digesto, y parece correcto.

(64) D. 12. 2. 7. 8.(65) Ulpiano, D. 39. 2. 24. 1. Cf. D. 8. 5. 7.; D. 39. 2. 17. 3, n. 19 (ed.

Elzevir) ; Paulo, D. 2. 14. 17, 5.( 66) «Cum quis in álii locum successerit non est aequum ei nocere hoc,

quod adversus eum non nocuit, in cujus locum successit. Plerumque em potirs <<1

dem causa esse debet circa petendum ac defendendum, quae fu it anotar is*. III piano, D. 50. 17. 156, 2, 3. «Qui in ius dominiumve alterius suocedit, iure < Jim u ti debet». Paulo, 50. 17. 177. «Non debeo m elioris condicíoni» cuse, i¡unu\ «me tor mcus, a quo ius in me transit». Peulo, D. 50. 17. 175, I. «Quod »/<■/<•» */»/< contraxerunt obsta t, et succesoribus eorum o b s ta tit». IMpInno, I f i o 17 M >«Nemo plus iuris ad alium transferre po tcst, quam i/>s< lin liiiih I ’l | ........ , I»50. 17. 54.; Bracton, fol. 31 b. Cf. Dccret. Grog, MI». I<• I> II Til N 111 • M, De rest. spo lia t.: «Cum spoliatori quasi 8U00<<I<1I 111 nliinu* Hhim , l¡ ■ ! Iii ull zes, p. 179. Windscheid, Pan., 162 a, n. 10.

(67) «Ne vitiosae quídam possessiovi ulhi i>oh<l «»,'<■< <t> 1 . m d m e n tiosa ei, quae vitiosa non est». D. 41. 2. 13, l!l.

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318 COMMON LAW

eos entre personas vivas, se vieron grandemente afectadas por con­cepciones tomadas de la herencia. Previam ente se ha demostrado que en In glaterra los principios de la herencia se aplicaban directa­mente, tanto a la sucesión singular del heredero de un fundo espe­cífico, como a la sucesión universal del albacea. Teniendo en cuenta su historia, habría resultado sorprendente que los mismos principios no hubieran afectado también a otras sucesiones singulares. Pronto se verá que así lo hicieron. Y para no ser demasiado cuidadoso res­pecto al orden de las pruebas, me referiré primero a la acum ula­ción de tiempos en la prescripción, desde que tal cosa acaba de ana­lizarse con minuciosidad. Exam inando el derecho inglés sobre el te­ma, se descubre que es igual al romano en cuanto a la extensión, razón y expresión. E n verdad se ha copiado en gran parte de esa fuente, puesto que las servidum bres reales, como las de paso, luz y similares form an la clase principal de derechos adquiridos por la prescripción, y nuestro derecho sobre el punto es romano en su m ayor parte. Se dijo que las prescripciones «son propiamente per­sonales, y en consecuencia siempre se sostienen sobre la persona de quien prescribe, a saber que él y todos aquellos cuyo patrimonio tie­ne ; en consecuencia, un obispo o un párroco pueden p r e s c r ib ir ..., porque hay un patrimonio perpetuo y una sucesión perpetua, y el sucesor tiene el mismo patrimonio que tenía su predecesor, puesto que continúa, pese a que la persona se altere, de manera semejante al caso de antecesor y el heredero» c8. A sí, en un caso moderno, don­de por ley la desposesión durante veinte años extinguía el título del propietario, el tribunal del Queen's Bench dijo que probablemente el derecho sería transferido al poseedor «si la misma persona, o va­rias personas, sucediendo una a la otra por herencia, testamento o traspaso, hubieran estado en posesión durante los veinte años». «Pe­ro. . . ta l posesión durante veinte años debe ser por la misma per­sona o por varias personas sucediendo una de la otra, lo que no es el caso aquí» 60.

E n una palabra, es igualm ente claro que la posesión continua de los copartícipes en un título, o, en la expresión romana, los su­cesores, tiene todos los efectos de la posesión continua de una per­sona, y que ta l efecto 110 se atribuye a la posesión continua de di­

( 68) H ill v. E llard, 3 Salk. 279. Cf. W ithers v. Iseham, Dyer, 70 a, 70 b, 71 a; Gateward's Case, 6 Co. Bep. 59 b, 60 b; Y. B. 20 & 21 Ed. I . 426; 34 Ed. I . 205; 12 En. IV . 7.

(69) Doe v. Barnard, 13 Q. B. 945, 952, 953, per Cur., Patterson, J . Cf. A sher v. WhitlocTc, L. B. 1 Q. B. 1, 3, 6, 7.

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SUCESIONES 310

ferentes personas que no están en la misma cadena del título, Quien quita a otro la posesión de la tierra no puede acum ular ol tiempo en que el prim er poseedor había usado una servidum bre de puso, m ientras que sí puede quien la hubiera comprado 70.

Los antecedentes que se han cit ado hacen evidente que el de re cLo inglés procede según la misma teoría que el romano. Quien ad quiere tierra obtiene el mismo derecho real que tenía su vendedor. A dquiere el mismo fundo o hereditas, lo cual, como lo he demostra­do, significa que detenta la misma persona. Por otra parte, quien ilegítim am ente quita a otro la posesión — un usurpador— obtiene un diferente derecho real, un nuevo fundo, pese a que la tierra sea la misma. Sobre esta doctrina se sustenta gran parte del pensamiento técnico.

E n consecuencia, en m ateria de prescripción, el comprador y el vendedor se identificaban, como el heredero y su antecesor. Pero sub­siste la cuestión sobre si esta identificación produjo también sus fru ­tos en otras partes del derecho, o si se limitó a una ram a particular, donde el derecho romano se injertó en el tronco inglés.

No hay duda acerca de cuál es la respuesta más probable, pero no puede demostrarse sin cierta dificultad. Como se ha dicho, ya en una fecha prim itiva el heredero dejó de ser el representante pi­nera! de su antecesor. Y aún la medida en la (pie se identificó lletfo n ser un asunto sujeto a discusión. Aquí como en la general idad del common law, el sentido común dominó a la ficción. I’ero no puede haber duda de que en los aspectos que se refieren directamente ni patrim onio la identificación del heredero y del antecesor continuó hasta nuestros días, y como se ha demostrado que un dominio pleno constituye una persona precisa, deberíamos esperar encontrar una identificación sim ilar entre el comprador y el vendedor en esta parte del derecho, si existe en alguna.

L a analogía se aplicó fácilm ente en los casos en que la t ie rra se legaba por testamento. Puesto que pese a (pío, en principio, no hay diferencias entre el legado testamentario de una fracción de tierra y su transm isión mediante una escritura, el parecido di.un i

(70) Véase, además, Sawyer v. Kcnckill, 10 CunIi. " II , l'l (l...... l[ 1et seq .; 3 Gh. P l. 11119 ( 6ta. ed. Am.) ; 3 K ent 444, 440; Aiir.-'ll, ......................,cap. 31, 413. Por supuesto que si un derecho hubiera nido m<!• |«»111.I<t miti n <h>la desposesión, se aplicarían diferentes conaidomciniirM. MI <<l ........ ............. I..........Ines uno de aquellos que se consideran como ....... . dn In IIi mu , <|«i• unexplica en el próximo capítulo, lo adquirirá <1 d< >| i • ni< (Vn! 113, F irst Cent,, Caso 2 1 .

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320 COMMON LAW

tico de un legatario y un heredero es más fuerte que el de un cesio­nario. H abrá de recordarse que un jurista romano dijo que un le­gatarius (legatario o devisee) era en cierto sentido un quasi lieres. Ocasionalmente los tribunales ingleses han usado expresiones sim ila­res. E n un caso en que un testador tenía un arrendamiento, que di­vidió entre sus hijos por testamento, uno de ellos adquirió más tarde una deuda, y dos de los jueces, si bien adm itieron que el testador no podía haber dividido la responsabilidad del inquilino por cesión o escritura durante su vida, pensaron que era diferente con respecto a una división por testamento. Su razonamiento consistió en que «el legado es quasi un acto de derecho, que habrá le tener efecto sin attornment (N. del T. 2 ), y habrá de hacer una relación suficiente, de modo que por este medio puede ser bien repartido» 71. A sí, en un caso en que un arrendador y sus herederos estaban facultados para term inar el arriendo dando aviso, Lord Ellenborough dijo que un legatario de la tierra en calidad de heres factus sería entendido como poseedor del mismo derecho 72.

Pero hasta el reinado de Enrique V I II , los testamentos referen­tes a tierras sólo eran excepcionalmente permitidos por la costum­bre y como las principales doctrinas sobre la transmisión habían si­do establecidas mucho tiempo atrás, para encontrar su explicación debemos retroceder aún más, en busca de otras fuentes. Y la en­contraremos en la historia de las garantías. Esto, y el derecho mo­derno de los covcnants anexos a la tierra serán tratados en el pró­ximo capítulo.

(N . del T. 2 ) : En el antiguo derecho inglés, attornm ent significaba la transferencia realizada por un señor de los servicios de su inquilino al cesiona­rio de su feudo.

(71) A rds v. W atkin, Cro. Isab. 637; s. c., ib. 651. Cf. Y. B. 5 En. V II. 18, pl. 12; Dyer, 4 b, n (4 ).

(72) Roe v. I lay ley , 12 East, 464, 470 (1810).

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CAPITULO XI

S U C E S I O N E S

II. — Inter vivos

Un siglo después de la Conquista, los principales contratos que conocía el common law y que se podían dem an da r ante los t r ibuna­les del Key, eran el de fianza y el de deuda. Kl heredero, como re ­presentante general de los derechos y oblwwioncti de mu anlcivHor, era responsable de sus deudas, siendo la pcniona apropiada pura demandar las que se debían a su patrimonio, IVro cmIo « i » <«ntiempos del rey Eduardo III. l-ns deudaN dejaron de ................ niheredero, excepto de una manera secundaria , el allmccn lumó hii lugar, tanto para el cobro como para el pago. Se «lijo (píe aún cuando el heredero estaba obligado no podía ser demandado n excepción del caso en que el albacea no tuviera ningún activo

Pero hubo otra obligación antigua que tuvo una historia d ife­rente : me refiero a la garantía que surgió a raíz de la transferencia de bienes. Podríam os llam arla un contrato, pero probablemente se presentó ante el pensamiento de los predecesores de G lanvill tan solo como un deber u obligación que el derecho anexó a una transac­ción dirigida a un fin d iferente; del mismo modo que la responsa­bilidad de un bailee, que hoy se trata como surgida de un compro­miso, originariam ente fue hecha aparecer por el derecho a raíz de la posición en que se encontraba respecto a terceras personas.

Después de la Conquista no oímos mucho de las garantías, a no ser en conexión con las tierras, y este hecho explica inmediatamen te que haya tenido una historia diferente a la deuda. L a obligación

(1 ) B oyer v. R ivet, 3 Bulstr. 317, 321.

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322 COMMON LAW

de la garantía consistía en defender el título, y si la defensa fa ­llaba, dar al propietario excluido otra tierra de igual valor. S i un antecesor había transm itido tierras con garantías, esta obligación no podía ser cum plida por su albacea, sino solamente por su here­dero, al que habían pasado sus otras tierras. De manera inversa a la de los beneficios de las garantías form uladas a un cesionario fa ­llecido, su heredero era la única persona interesada en ejecutar tales garantías, porque la tierra pasaba a sus manos. Así, por medio de las garantías, el heredero continuó representando a su antecesor en cuanto a sus derechos y obligaciones después que el albacea lo ha­bía liberado de las deudas, de la misma manera que antes de ese momento había representado a su antecesor en todos los aspectos.

S i se demandaba a un hombre en virtud de bienes que había comprado a otra persona, el curso regular del pleito consistía en que el demandado citara a su vendedor para que se hiciera cargo de la defensa, y para que éste, a su vez, citara al suyo, si lo tuviera, y así sucesivamente hasta que en la cadena de títulos se llegara a una persona que finalm ente asumiera sobre sí la carga del caso. E l contraste que anteriormente se manifestó existía entre el derecho romano y el lombardo, se presentaba igualm ente entre el derecho anglo-sajón y el romano. Se decía que el lombardo presenta a su ce- dente, mientras que el romano ocupa los zapatos de su cedente: Langobardus dat auctorem, Romanus stat loco auctoris 2.

Supongamos ahora que A . dio tierra a B., y que B. la transm i­tió a C. Si D. demandaba a C., alegando m ejor título, C. obtenía prácticam ente el beneficio de la garantía de A . 3, porque cuando él citara a B., B. citaría a A ., quien al fin al defendería el caso. Pero podría suceder que B. hubiera fallecido entre el tiempo en que le transm itió la tierra a C. y el momento en que se inició la acción. Si dejaba un heredero, C. podría todavía estar protegido. Pero supo­niendo que B. no hubiera dejado ningún heredero, C. no obtenía ayuda de A ., quien en el otro caso hubiera defendido su pleito. Sin duda, así era el derecho en el período anglo-sajón, pero resultaba m anifiestamente insatisfactorio. Podemos conjeturar, con buena par­te de confianza, que se encontraría un remedio apenas se establecie­ra la m aquinaria que lo hiciera posible. Y ella fue sum inistrada por el derecho romano. De acuerdo con tal sistema, el comprador

(2 ) E ssays in A . S. Law, 219.(3) «Per médium» Bracton, fol. 37 b, 10 ad fin .

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SUCESIONES *— Inter v iv o s -

ocupó el lugar de su vendedor, y todo lo que se necesitó fue til fusión de la regla romana con la anglo-sajona.

Bracton, que compuso su libro de acuerdo con los escritos ■ los civilistas medievales, demuestra cómo se usó este pensamiento I' ne primero el caso de una transferencia de dominio con 1¡i cláitsu corriente, obligando al cedente y a sus herederos a garantizar y <1 fender al cesionario y sus herederos. Y prosigue: «También puei uno hacer que su donación sea más am plia haciendo que otras |><! sonas sean quasi herederas (de su cesionario), pese a que en I hechos no sean herederos, como cuando dice en la donación, pa tener y tentar de tal modo como uno de sus herederos, o a quii quiera elija darle o cederle dicha tierra, y yo y mis herederos u rantizarem os a dicha persona y a sus herederos o a. quienquie elija darle o cederle dicha tierra y a sus heiederos contra todas I personas. E n cuyo caso si el cesionario hubiera dado o cedido la lier y luego hubiera muerto sin herederos, el (prim er) cedente y sus I rederos conforme a la cláusula contenida en el contrato del prim cedente, que no lo sería a no ser por la mención de las cesiones cu prim era donación. Pero en tanto vivan el pr imer cesionario o sus I rederos conforme a la cláusula contenida cu el contrato del < dente, que no lo sería a no ser por la mcnción de las oeniniten en prim era donación. Pero en tanto vivan el pr imer cesionario o min« I rederos, están obligados a garant izar , y no el primer codenle«- 1

De aquí vemos que a fin de (pie la cesión disfrute del Itencfli de la garantía del prim er cedente, las cesiones deben ser mencioidas en el covenant y concesión original. La esfera de la ant igua ol gación no fue am pliada sin el consentimiento del garante. Pero cui do se amplió, no lo fue mediante una invención semejante a u moderna carta de crédito. Tal concepción habría sido imposible esa etapa del derecho. A l mencionar las cesiones, el prim er cedei no ofrecía un covenant a cualquier persona que más tarde eompn la tierra. Si ése hubiera sido el concepto, habría habido un con! to obligando directam ente al prim er cedente de la cesión, tan pr« to como se vendiera la tierra, y así habría habido dos garantían «i surgirían de la misma cláusula: una al pr imer cesionario v unagnu da a las futuras cesiones. Pero en los hechos Ion c e n t o n a ..... .turos cobraban del prim er cesionario sobre la /ramulla orlirlun Sólo podían llegar al prim er cedente dospuén del in• nniplime •

(4 ) Bracton, fol. 17 b. Cf. Fleta, IT. c. 14, II.(5 ) Véase además, M iddlemore v. O00<I<1I< , l'm . i'm Mili, iiifm , 1 • ók ■'

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324 COMMON LAW

de los herederos de su cedente inmediato. A l mencionar las cesiones, el prim er cedente simplemente am pliaba los lím ites de la sucesión de su cesionario. Sólo según los principios de la sucesión las censio- nes podían responder del prim er cedente. E s decir, sólo podían ha­cerlo así cuando por el incumplimiento de los herederos del prim er cesionario, la relación feudal entre éste y el prim er cedente, su persona, venía a ser mantenida por la cesión6.

Esto no era solamente sostener la ficción con com patibilidad técnica, sino usarla con buen sentido, como generalmente se han usado las ficciones en el derecho inglés. Prácticam ente hacia poca diferencia que los cesionarios futuros obtuvieran los beneficios de la garantía del prim er cedente mediata o inmediatamente, si de he­cho la obtenían. La d ificultad surgía cuando no se podía citar al eedente intermedio, otorgándosele el nuevo derecho por ese caso solamente. Más tarde, el cesionario no tuvo que esperar el incum ­plimiento de los herederos de su cedente inmediato, sino que pudo aprovechar la ventaja de la garantía del prim er cedente, desde el principio 7.

Si se sugiriera que lo que se ha dicho sirve para demostrar que el deber del prim er cedente surgió de que el cesionario se trans­form ara en hombre suyo prestándole homenaje, la respuesta a esto es que no estaba obligado a menos que en su concesión hubiera men­cionado las cesiones, con o sin homenaje. Bracton es confirmado en este punto por todas las fuentes posteriores 8.

O tra regla en la que se encuentran vastas provisiones de eru­dición perdida demostrará la exactitud con que la ficción concuer­da con el derecho prim itivo. Solamente aquéllos que tenían un in­terés mutuo en el mismo derecho de propiedad con la persona a

( 6) Véase también Bracton, fol. 380 b, 381. «E t quo de raeredibus di- citur ídem dici po ter it de a ssign a tis . . . E t quod assignatis f ie r i debet warran- t ia per modum donationis: probatur in itinere W. de Balegh in Com. W arr. circa finem rotuli, e t hoc máxime, si primu-s dominus capitalis, e t prim us feof- fa tor, ceperit homagiium et servitium assignati». Cf. F leta, V I. c. 23, 6 ; Moore, 93, pl. 230; Sheph. Touchst. 199, 200. Acerca de la razón que llevó a la men­ción de los cesionarios, cf. Bracton, fol. 20 b, 1; 1 Britt. (N ich .), 223, 312.

(7 ) No me detengo a averiguar si esto se debió a la ley de Quia Empto- res, por la cual se hizo que el cesionario tuviera directamente del primer do­nante, o si debe encontrarse alguna otra explicación. Cf. Bracton, fol. 37 b; Fleta, III . c. 14, 6, 11; V I. c. 28, 4; 1 Bricton (N ich ), 256, (100 b ).

(8) F leta, II I . c. 14, 6, fol. 197; 1 Britton (N ich .), 223, 233, 244, 255, 312; Co. Lit. 384 b; Y. B, 20 Ed. I. 232; Abbr. Plaeit., fol. 308, 2da. col., Du- nelm, rot. 43; Y. B. 14 En. IV , 5, 6.

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SUCESIONES — Inter vivos— 325

quien originariam ente se otorgara la garantía, podían responder por el garante originario. Volviendo la vista hacia el procedimiento p ri­mitivo, habrá de verse que por supuesto solamente quienes estaban en la misma cadena del título podían obtener, aún en form a media ta, el beneficio de la garantía de un propietario anterior. E l funda mentó sobre el cual un hombre estaba obligado a garantizar consis­tía en que él había transm itido la propiedad a la persona que lo había citado. De aquí que un hombre sólo podía citar a su cedente, y los sucesivos fiadores finalizaban cuando el último de ellos no podía invocar a otro de quien hubiera comprado. Cuando el pro­ceso fue abreviado, ninguna persona que no hubiera sido responsa­ble antes, lo sería de las citaciones. E l propietario actual podía ga ran tizar directamente a quienes de otra m anera hubieran estado in­directam ente obligados a defender su título, pero no a otros. De aquí que sólo podía citar a aquellos de quienes su cedente derivaba el título. Esto se expresaba igualmente en términos de la ficción empleada. A fin de garantizar, el propietario actual debe tener el derecho de la persona a quien se había hecho la garantía. Como sil­ben todos los abogados, el derecho no significa la 1 ierra. Significa el status o la persona respecto a la tierra que ¡interiormente m an te ­nía otro. Se usaba la misma palabra para «llegar un derecho de pres cripción, «que él y aquéllos cuyos derechos tiene, l<» tienen por l iem po cuya memoria no corre en forma contraria», y ludirá de recor darse que las palabras corresponden al mismo requisito de In mu

cesión.

Volviendo a Bracton, debe entenderse que la descripción de las cesiones como quasi heredes no es accidental. Las describe de ese modo cada vez que tiene ocasión de hablar de ellas. Y aún lleva «i extremos el razonamiento tomado de la analogía, refiriéndose al m is­mo en incontables pasajes. Por ejem plo: «Debería notarse une de los herederos algunos son verdaderos herederos y otros quasi herederos, en lugar de herederos; verdaderos herederos a modo de sucesión, quasi herederos según la forma de la donación ; tales como cesiones»

Si se sugiriera que el lenguaje de Bracton no es sino umi pie za de escolasticismo medieval, podría contestarse de diversns mu ñeras. E n prim er lugar es casi contemporáneo a l«i primeni m|>hii ción del derecho en cuestión, lo que se demuestra porque eiln pie cedentes como si se tratara de algo que podrí» ser disentido Asi di ce: «Y que la garantía debe hacerse a las cesiones de neuentn eon

(9 ) Fol. 67 a; cf. 54 a.

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326 COMMON LAW

la forma de la donación, se prueba (por un caso) del circuito de W . de Ralegh, cerca del fin del registro» 10. No se puede ju stificar la presunción de que la explicación contemporánea de una nueva regla no tenga nada que ver con su aparición. Como se ha demostra­do, resulta claro el hecho de que la cesión obtenía el beneficio de la garantía para el prim er cesionario, y no de alguien nuevo para éJ, y la explicación de Bracton sobre la form a en que esto se produce con­cuerda con lo que se ha visto del curso del derecho germánico y del anglo-sajón, así como respecto al pensamiento invasor del derecho romano. Finalm ente y m uy im portante, ha quedado hasta nuestros días el requisito de que la cesión debería ser del derecho del prim er cesionario. E l hecho de que en la prescripción se requiera la misma cosa y en las mismas palabras, sirve para dem ostrar que ambos han sido regidos por el mismo pensamiento técnico.

Como he dicho, probablemente los predecesores de G lanvill con­sideraron la garantía, más que como contrato, como una obliga­ción anexa a una transmisión. Pero cuando se hizo común insertar el compromiso de garantizar en una escritura o contrato de feoff- ment (N. del T. 1 ), perdió algo de su carácter anterior de deber ais­lado, admitiendo su generalización. F ue una promesa por escritura, y una promesa por escritura era un covenant n . Sin duda que este era un covenant al que se adjudicaban consecuencias peculiares. Co­mo se verá, también se diferenciaba de otros covenants en el alcance de su obligación. Pero aún así era un covenant, y a veces podía ser demandado como tal. E n los Anuarios de E duardo I I I se los alude como covenants que «caen sobre la sangre» 12, por distinción de aqué­llos cuyo descargo recae sobre la tierra y no sobre la person a13.

La im portancia de esta circunstancia reside en la influencia del derecho de garantía sobre otros covenants que ocuparon su lugar. Cuando las antiguas acciones reales cedieron su puesto a form as más modernas y efectivas, ya no se confió en los garantes para la de­fensa, y si un cesionario era desalojado, los daños y perjuicios to­

(10) Fol. 381; supra, pág. 334, n. 6.(N . del T. 1 ) : Originariamente, feoffm ent significaba la concesión de un

feudo, es decir, el fundo de un caballero, por el cual se debían ciertos servicios por el feudatario. Más tarde por la costumbre llegó a significar la concesión de un bien inmueble transmisible por herencia, a un hombre y a sus herederos.

(11) Cf. Vincombe v. E vdge, Hobart, 3; Bro. W arrantia Carte, pl. 8 -, s. c. Y. B. 2 En. IV . 14, pl. 5.

(12) Y. B. 50 ED. II I . 12 b & 13.(13) Y. B. 42 Ed. II I . 3, pl. 14, por Belknap, arguendo.

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SUCESIONES — Inter vivos— 327

maban el lugar de la donación de otra t ierra. Desaparee-¡ó la ant igua garantía, siendo reemplazada por los covenants que todavía so en­cuentran en nuestras escrituras, incluyendo los covenants de que el cedente poseía los bienes, del título del vendedor, de estar libre da gravámenes, de posesión quieta y pacífica, de título al comprador y de perfeccionam iento del título. Pero los principios sobre los cuales una cesión podía tener el beneficio de estos covenants se derivaron de los que regían la garantía, como todos pueden darse cuenta con­siderando las decisiones prim itivas.

Por ejemplo, la cuestión de cuál era suficiente cesión pa ra dar a l cesionario el beneficio de un covenant de posesión quieta y pací ­fica, se argumentó y decidió sobre la autoridad de los viejos casos de garantía 14.

Como en la garantía, el cesionario entraba en los viejos cove nants con el contratante y no por algún derecho nuevo propio. Así en u r i acción iniciada por un cesionario sobre un covenant de perfec­cionamiento del título, el demandado ofreció como defensa la libe­ración del contratante originario después del comienzo del juicio, E l tribunal sostuvo que el cesionario debería recibir el beneficio del covenant. «Sostuvieron que pese a que la violación Invo lugar en la época del cesionario, si la liberación liabín (cuido lugar por el contratante (quien es parte en la escritura, y del cual deriva el ne tor) antes de cualquier violación, o antes del comienzo del pleito había sido un buen impedimento para que el cesionario iuiciarn e:ilt writ of covenant. Pero siendo la violación del covenant en In époei del ce sio n ario ... e iniciada la acción por él, adjudicada así a si persona, el contratante no puede liberar de esta acción en la cria está interesado el cesionario» 15. A ú n después de la cesión, el con tratante sigue siendo parte legal del contrato. L a cesión no pone fii a su dominio sobre el mismo, hasta que por violación y por aceiói se adjudique un nuevo derecho a la persona del cesionario, distin to a los derechos derivados de la persona de su cedente. Más tard< el cesionario obtuvo una situación más independiente, ¡i medida qn el fundam ento originario de sus derechos desapareció gradmilmcnl de la vista y se hizo ineficaz, una liberación después de In ním al menos en el caso de un covenant para pagar la ronln

(14) Nolce v. Awder, Cío. Eliz. 373; h. o. i b , ' I .'1(1. < T I > k ■ i r C h u i / i I h I 8 Taunt 715: s. c. 3L B. Moore 35.

(15) M iddlem ore v. Goodale, Cro. Car. ROM; m i* , lli Hllrt, lili WllllnJones, 406.

(16) H arper v. B ird, T. Jones, 102 ( l ’um’li. ¡10 <Vi Mi • "I•"« <1

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328 COMMON LAW

Solamente quienes tienen un interés mutuo en el mismo dere­cho de propiedad con el contratante originario pueden tener el be­neficio de los covenants enumerados. Se ha demostrado que según su historia prim itiva se requería una lim itación sim ilar de los be­neficios de la antigua garantía antes de que se perm itiera demandar al cesionario, y que la ficción por la cual obtenía ese derecho no podía extenderlo más allá de ese límite. También se siguió esta ana­logía. Por ejemplo, un inquilino in tail (N. del T. 2 ) masculino, hizo un arrendam iento con los covenants del derecho a alquilar y de po­sesión quieta y pacífica y murió sin descendencia masculina. E l arrendatario cedió el arriendo al actor. Pronto este último fue desa­lojado, por lo que inició juicio sobre el covenant contra el albacea del arrendador. E l tribunal sostuvo que no podía cobrar, porque no tenía un interés mutuo en el mismo derecho de propiedad con el contratante originario, puesto que el arriendo, que era el derecho del contratante originario, finalizó con la muerte del arrendador y la terminación del estáte tail del cual se derivó el arriendo, antes que de la form a de cesión al actor 17.

E l único punto que restaba para hacer completa la analogía entre los covenants enumerados y la garantía, era requerir que los cesionarios fueran mencionados a fin de facultarlos a demandar. Por supuesto que en tiempos modernos, tal requisito, si existiera, sería puram ente formal y carecería de im portancia excepto como señal para remontarse en la historia de una doctrina. A yu d aría a nues­tros estudios si pudiéramos decir que toda vez que los cesionarios han do obtener el beneficio de un covenant como personas., con un interés mutuo en el mismo derecho de propiedad con el contratante, deben ser mencionados en el covenant. E n base a las sentencias so­lamente, sería d ifícil decir si tal requisito existe o no; comúnmente se supone que no existo. Pero la opinión popular sobre este punto insignificante surge de la fa lta de comprensión de una de las gran­des antinomias del derecho, que ahora debe sor explicada.

Hasta donde hemos llegado, se ha encontrado que cada vez que una parte asume los derechos u obligaciones de otra, sin llenar a su turno la situación de hecho de la cual esos derechos u obligacio­nes son la consecuencia legal, la substitución se explica por una

muestran un orden de desarrollo paralelo a la historia de la cesión de otros contratos no negociables.

(N . del T. 2 ) : S ign ifica que la tenencia, en virtud del instrumento que la crea, está lim itada a algunos herederos particulares, con exclusión de otros, como por ejemplo, los herederos masculinos.

(17) Andrew v. Fearce, d B os. n Pul, 158 (1805).

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SUCESIONES — Inter vivos— 32!)

identificación ficticia de dos individuos, derivada de la analogía con la herencia. Se ha visto que esta identificación se ha producido conscientemente en la creación del albacea cuyo status íntegro os re gido por ella. También se lo ha visto aplicado conscientemente cu la esfera más reducida del heredero. Se la ha encontrado oculta en la raíz de la relación entre comprador y vendedor, al menos en dos casos, el de la prescripción y el de la garantía, cuando se llega a una profundidad suficiente en la historia de esa relación.

Pero pese a que resultaría más simétrico si este análisis ago­tara el tema, hay otra clase de casos donde la transferencia de de­rechos tiene lugar segíin un plan totalmente diferente. A l explicar la sucesión que se produce entre el comprador y el vendedor con el propósito de crear un derecho que surge de la prescripción, tal como una servidum bre de paso sobre una tierra adyacente en favor de la tierra comprada y vendida, se mostró que quien, en lugar de comprar la tierra, la había poseído ilegítim am ente por la fuerza, no sería tratado como sucesor, y 110 obtendría ningún beneficio del uso anterior de la persona que desposeyó. Pero un nuevo principio entra a actuar cuando el poseedor anterior ya había obtenido una servidum bre de paso antes de ser desalojado. Si el propietario de la tierra sobre la cual corría el camino lo detenía, siendo demanda do por el poseedor ilegítimo, no tendría éxito la defensa basada en que quien desposeyó 110 había sucedido en los derechos del propicia rio anterior. E l usurpador de la posesión sería protegido en sn po­sesión de la tierra contra todos excepto el propietario legítimo, e igualm ente sería protegido en el uso de la servidum bre de paso. E sta regla juríd ica no se apoya en una sucesión entre (‘I posee­dor ilegítimo y el propietario lo que está fuera de la cuestión. Tam ­poco puede ser defendida sobre el mismo fundam ento que el de la protección sobre el ocupante de la tierra. T al fundam ento consis­te en que el derecho defiende la posesión contra cualquier cosa ex­cepto un título mejor. Pero como antes se ha dicho, el common law no reconoce la posesión de un camino. Un hombre que ha usado un camino durante diez año sin título, no puede demandar ni a 1111 extraño que lo detenga. A l principio era un transgresor y todavía sigue siéndolo. Debe existir un derecho contra el propielnriu mr viente antes de que haya un derecho contra cualquier nlm Al mm mo tiempo es claro que un camino no es m/'is eapn/ de p" e 1 m p<>rqu< alguien tenga un derecho a él, que si nadie lo Invim i

¿Cómo es, entonces que quien no tiene Hluln ni p<> <<uún re sulta tan favorecido? L a respuesta ha de enenutnnm> no en el ra

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330 COMMON LAW

zonamiento, sino en su ausencia. Eín el prim er capítulo de esta obra se demostró que el pensamiento que teníamos que considerar se ha­llaba en su etapa teológica, para hacer uso de la conocida fraseolo­gía de Comte, como cuando se hacía que un hacha fuera objeto de un proceso criminal, así como también en la etapa m etafísica, donde solamente sobrevivía el lenguaje de la personificación, y sólo lo hacía para causar una confusión del rozamiento. E l caso presentado parece ser un ejemplo de esto último. E l lenguaje del derecho de las servidum bres reales se construyó con símiles extraídos de per­sonas en un momento en que la noxae deditio todavía era común, y luego, como sucede a menudo, el lenguaje reaccionó sobre el pensamiento, de manera que se extrajeron conclusiones sobre los mismos derechos de los términos en que se expresaban. Cuando se de­cía que un derecho real estaba esclavizado por otro, o que una ser­vidumbre de paso era una cualidad o incidente de una fracción de terreno vecino, las mentalidades de los hombres no estaban prepara­das para comprender que esas frases eran solamente otras tantas m etáforas personificantes, que no explicaban nada a menos que fuera verdad la figura del lenguaje.

Rogron dedujo la naturaleza negativa de las servidumbres, de la regla de que es la tierra y no la persona la que debe los servicios: praedium non persona servit. Puesto que, decía Rogron, solamente la tierra estaba obligada, sólo podía ser obligada pasivamente. A ustin dijo que esto constituía una «observación absurda» 18. Pero los ju ­ristas de quienes hemos heredado nuestro derecho de las servidum ­bres reales 110 necesitaron un razonamiento mejor. E l mismo Papi- niano escribió que las servidum bres no pueden extinguirse parcial­mente, porque se imponen a la tierra y 110 a las personas 19. Y C el­so resuelve de este modo el caso que tomé como ejem plo: aún si la posesión de fundo dominante se adquiere desalojando por la fuerza al propietario, el camino habrá de ser retenido, desde que el fundo se posee con las cualidades y condiciones en que estaba al ser toma­do -°. E l com entarista Godefroi agrega sucintam ente que h ay dos

(18) Austin, Jurisprudence, I I p. 842 (3era. ed .).(19) «Quoniam non personae, sed praedia deberunt, ñeque adquirí liber­

tas ñeque rem itti servitus per partem poterit» . D. 8. 3. 34, pr.(20) «Qui fundum alienum bona fid e em it, Hiñere quod ei fundo debetur

usus e ts: re tin etvr id ius itineris :atque etiam, si precario aut v i deieeto domino possidet fundus enim qualiter se habens ita , cum in suo habitu possessus est, ius non deperit, ñeque refert, iuste nec ne possideat qui talem ceum possidet». D. 8. 6. 12.

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SUCESIONES — Inter vivos— 33

condiciones de esa índole: la esclavitud y la libertad: y su antílesi es tan vieja como C iceró n 21. A sí, en otro pasaje, Celso pregunta ¿ y qué son los derechos anexos a la tierra sino cual ¡dudes de rm t ie r r a ? 22. A sí es como las Instituías de Justiniano hablan «le In servidum bres inherentes a los ed ific io s23. Y Paulo habla do ohom do

„rechos como accesorios de los cuerpos. Y así, añade Godeíroi «lo derechos pueden pertenecer a cosas inanim adas»24. Fácilm ente n< siguió de todo esto que la venta del fundo dominante llevaba la servidum bres existentes, no porque el comprador sucediera en e lugar del vendedor, sino porque la tierra está obligada a la tierra •n

Como A ustin lo reconoce, todas estas figuras significan que b tierra es capaz de tener derechos. E n verdad, aún llega a decir qu< la tierra «se erige en una persona ju ríd ica o ficticia, llam ada «prar dium dominan's» 26. Pero si esto significa algo más que cxplicai lo que está im plícito en las m etáforas romanas, va demasiado lejos

E l fundo dominante nunca fue «erigido en persona jurídica», soi por una ficción consciente o como resultado de creencias primiti vas 27. No podía demandar ni ser demandado, como un barco en o tribunal del alm irantazgo. No se admite que su poseedor pudien mantener una acción por la interferencia con la servidum bre rea antes de su tiempo, como podía hacerlo un heredero en casos do da ños a los bienes de la hereditas jacens. Si la tierra hubiera sido con siderada sistemáticamente como capaz de adquirir derechos, el tiem po de quien fuera desposeído podría haber sido agregado al del ocu­pante ilegítimo, sobre la base de que la tierra y no éste o aquél in dividuo, estaba adquiriendo la servidumbre, y que era suficiente una larga asociación entre el goce del privilegio y la tierra, lo cual nunca ha constituido el derecho.

Todo lo que puede decirse es que las m etáforas y los símiles empleados condujeron naturalm ente a la regla que ha prevalecido y que como esta regla ora tan buena como cualquier otra, o al me nos no podía ser objetada, se extrajo de las figuras del lenguaje sin

( 2 1) Elzevir ed., n. 51, ad loe. c it .; Cicerón do I/. Agr. Jt, ü. H.( 22) D. 50, 16, 86. Cf. Ulpiano, T). 41. T. 20, I; I ) . H. íl. :•!«, 11,(23) Tnst. 2. 3. 1 .(24) D. 8. 1. 14, pr. Cf. Elzevir ed., ii. 5M, « I' I ••<<«* /»'> »* *• #•«*#*»■<»•*♦ »■*

esse possunt corporum».(25) «Cum fundus fundo servit*. 1), H, 4, I" <V I» m . ’n, I , I • li

1 . 20, 1.( 2(>) Jurisprudence, II , p. 847 (Hurn. eil ),(27) Cf. Windscheid, Pand., 57, n. II» (Un ni ), \> l'ill,

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332 COMMON LAW

llam ar la atención y antes de que nadie observara que sólo eran f i ­guras, lo que no probaba nada y no justificab a ninguna conclusión.

Como se decía que las servidumbres reales pertenecían al fu n ­do dominante, se deducía que cualquiera que poseyera la tierra te­nía un derecho del mismo grado sobre lo que era incidental para ella. S i el verdadero significado hubiera sido que un camino de paso u otra servidum bre admite la posesión, y se toma posesión de ello junto con la tierra en la que corre, así como su goce se protege en base a los mismos fundam entos que la posesión en otros casos, el pensamiento podría haber sido entendido. Pero en el derecho roma­no ése no era el significado y, como se ha demostrado, no es nuestra doctrina. M ediante la suposición inconsciente y no racional de que una fracción de tierra puede tener derechos debemos aceptar que las servidum bres han llegado a ser algo incidente a la tierra. No nece­sita decirse que esto es absurdo, pese a que las reglas de derecho que se basan sobre ella no lo son.

Sean o no absurdos, tanto los símiles como los principios del de­recho romano reaparecen en Bracton, quien d ic e : «La servidum bre por la cual la tierra está sujeta a (otra) tierra, se hace por seme­janza de aquello por lo cual el hombre es hecho esclavo del hom­bre» 28. «Puesto que los derechos pertenecen a un fundo libre, tan ­to como las cosas tangibles. . . Pueden ser llamados derechos o li­bertades con respecto a los fundos a los que se deben, pero servidum ­bres con respecto a los fundos de los cuales se d e b e n .. . Un fundo es libre, el otro sujeto a esclavitud»20. «(U na servidum bre) puede llam arse un arreglo por el cual una casa está sujeta a otra casa, una granja a otra granja, una tenencia a otra tenencia» 30. No he encon­trado ningún pasaje en el que Bracton diga expresamente que en una desposesión de tierra la servidum bre vaya con el fundo domi­nante, sino que lo que dice nos deja pocas dudas de que en ésta co­mo en otras m aterias siguió al derecho romano.

E l writ contra un usurpador era por «tanto de tierra y sus per­tenencias» 31, lo que debe significar que quien tenía la tierra aún ilegítimamente, tenía las pertenencias. A sí dice Bracton que una acción es in rem «sea si lo es por la cosa principal, o por un derecho que adhiere a la cosa. . ., como cuando se demanda por una servi­dumbre de paso. . ., desde que los derechos de esta clase son todos cosas incorpóreas, son cuasi poseídos y residen en los cuerpos, y no

(28) Fol. 10 b, 3.(29) Fol. 220 b, 1.(30) Fol. 221.(31) Fol. 219 a, b.

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SUCESIONES — Inter v iv o s -

pueden obtenerse o conservarse sin los cuerpos a la, herentes, ni tenidos de ninguna m anera sin los cu A, pertenecen»32. Y también, «desde que los derechos \ entrega, sino que se transfieren con la cosa en qu^ f es decir, la cosa corporal, aquél a quien se les transfi» \\f diatam ente una cuasi posesión de esos derechos tan jA ne el cuerpo en que se encuentran» a3. \u,V

Como se dijo al comienzo, no hay dudas sobre terior. . u,

De esta manera hemos seguido hasta nuestro c} \ de dos principios opuestos y recíprocam ente incomvA. v lado está la concepción de sucesión o relación de y* -j ■ res común, y del otro, la de los derechos inherentes { u:t> , rece ser que Bracton vaciló un poco debido a la so^i\. \ posibilidad de conflictos entre los dos. El beneficio . kV, V se lim itaba a quienes, por el acto y el consentimiento V sucedían en su lugar. No pasaba a los cesionarios, a | rail mencionados. Bracton alude a concesiones do se^ Vv; \o sin mención de los cesionarios, lo cual hace parecr que la diferencia también podía ser im portante coi) '^ \ \ servidum bres reales. Dice tam bién que si se concedo .rj-'i bre a A , a sus herederos y a sus cesionarios, a todos ma de la concesión se los permito su uso 011 sucesi^M^V íi otros están completamente exclu idos34. Pero no so serían los derechos de un usurpador contra quien nc, V,Y ' \título, y agrega inmediatamente que son derechos ^ corporal que pertenecen a un. objeto corporal.

wPese a que puede dudarse si alguna vez fue ne \ty v ■

ción de los cesionarios para adjudicar una servidum]-^ i' y pese a que os m uy cierto que no permaneció tanto tieA’í $ tad mencionada crecía a medida que pasaba el tiem ^V sultado fácil deshacerse de ella si los únicos derecho^ - 1 1 ser anexados a la tierra fueran las servidum brespaso. Entonces podría haberse dicho que éstas __ ,intereses limitados a la tierra, inferiores a la propied^ l extensión, pero semejantes en clase, y en consecuencj.r\|\h

•Vi»(32) Pol. 102 a, b. II(33) Fol. 226 b, 13. Todos estos pasaje» suponen que

un derecho, que es inherente a la tierra.(34) Fol. 53 a; Cf. 59 b, ad fin , 242 1.

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transferidos por los mismos medios por los que lo era la propiedad. Podría haberse argumentado que una servidum bre de paso no debe ser enfocada desde el punto de vista de los contratos. E lla no pre­supone ninguna promesa de parte del propietario del fundo sir­viente. Su obligación, pese a ser más gravosa para él que para otros, es la misma que la de cualquier otra persona: es el deber puram ente negativo de no obstruir ni interferir con un derecho de propiedad 85.

Pero pese a que el patrón de los derechos anexos a la tierra pue­de haber sido algo así, esto 110 nos ayudará a entender los casos sin una buena explicación adicional, puesto que tales derechos podrían haber existido como servicios activos que tenían que ser cumplidos por la persona que detentaba el fundo sirviente. Nos suena extraño llam ar derecho de propiedad, por distinción de un contrato, a un de­recho a los servicios de un individuo. Sin embargo habrá de descu­brirse que ésta ha sido la manera en que tales derechos fueron con­siderados. B racton argumentó que no es incorrecto para el señor que el inquilino enajene tierra detentada por una donación libre y per­fecta, sobre la base de que está obligada y gravada por los servicios, cualesquiera sean las manos en que termine por caer. Se dice que el señor tiene derecho al homenaje y los servicios y en consecuencia ninguna entrada a la tierra que no los perturbe le causa daño 36. E s el fundo el que impone la obligación del homenaje 37 y lo mismo es cierto del villein y de otros servicios feudales 38.

E l derecho permaneció sin cambios cuando los servicios feuda­les tomaron la form a de r e n ta 39. A ú n en nuestros arrendamientos modernos por tiempo determinado, se trata la renta como algo que surge de la finca arrendada, de modo que hasta nuestros días si se alquila toda una casa y ésta se incendia, se debe pagar sin rebaja, porque todavía se tiene la tierra de la cual surge la renta, pero si solamente se alquila un departamento y se incendia, 110 se paga más renta, porque ya no se tiene la finca de la cual proviene 40.

Resulta obvio que el razonamiento precedente lleva a la conclu­sión de que un usurpador estaría tan obligado como el mismo in­

(35) «Nihil praescribitur nisi quod p o ss id e tu n , citado por Hale de Jur. Maris, p. 32, en Blundell v. Catterall, 5 B. & Aid. 268, 277.

(36) Bracton, fol. 46 b; cf. 17 b, 18, 47 b, 48.(37) Fol. 81, 81 b, 79 b, 80 b.(38) Fol. 24 b, 26, 36 b, 36, 208 b & c. Cf. F . N. B . 123, E ; Laveleye,

Proprieté, 67, 68, 116.(39) Abbrs. Plac. 110, rot. 22, Devon (En. I I I ) .(40) StocTcwell v. H unter, 11 Met. (M ass.) 448.

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quilino, lo que fue aceptado por el derecho prim itivo. E l señor po­día exigir los servicios 41 o cobrar la re n ta 42 de cualquiera que 1 u viera la tierra, porque, como se d ijo en lenguaje m uy parecido al do Bracton, «la carga de la renta acompaña a la tierra» 43.

, E n el derecho prim itivo la renta fue considerada como un de­recho real, cuya desposesión era posible, y por el cual podía ini­ciarse una acción posesoria. Si, como era caso frecuente, la t i e r ra arrendada estaba dentro de un feudo, la renta constituía una po r­ción del feudo 44, de modo tal que había algún fundam ento para de­cir que quien poseía las tierras ocupadas por el señor del feudo, y era reconocido como señor por el inquilino, tenía las rentas como algo correspondiente a ello. A sí es como B rian, C h ief Justire do Inglaterra bajo Enrique V I I , decía: «Si se me despoja de un feu­do, y los inquilinos pagan la renta al usurpador, y luego yo lo r e ­cupero, no recibiré las rentas atrasadas de mis inquilinos (pie el Ion pagaron al usurpador, sino que el usurpador habrá de pagar por todo en trespass o en assize» 45. Evidentem ente, esta opinión se fun­daba en el concepto de que la renta, como la servidumbre, ora algo anexo a la tierra principal. Sic f it ut debeantur rei a re 4<1.

Podrían haberse aplicado principios diferentes cuando In renta no era porción de un feudo, sino solamente parto de In reversión, es decir, parte del fundo o propiedad del arrendador del cual se exlrn jo el arrendamiento. Si el arrendam iento y In rcnlii ernn solamente divisiones internas de esa heredad, no podía reclamarse In renta, excepto por quien tuviera un. mismo interés mutuo en el derecho de propiedad. E l usurpador obtendría un derecho real nuevo y d i­ferente, y no tendría la propiedad de la cual la renta era parto. Y en consecuencia parecería que en tal caso el inquilino podría re­husarse a pagarle la renta, y que el pago que le fuera hecho no se­ría defensa contra el verdadero p rop ietario47. Sin embargo, si el inquilino lo reconocía, el usurpador sería protegido contra las per ­sonas que no podían demostrar un título m e jo r48. Además, la ron

(41) Keilway, 130 b, pl. 104.(42) Keilway, 113 a., pl. 45; Dycr, 2 b.(43) K eilway, 113 a, pl. 45. Cf. Y. 1$. JIM 80 l'Jtl, I 70, W I -.1 III

II , ] 2.(44) L itt. 589.(45) K eilway, 2 a, pl. 2 adfin. (12 Ku. VII) ............ .. \ M n I n \ II

14, pl. 2 ad fin .(46) Laferricre, H ist. du F roit Frono,, •II", lUm lnii, ivi >vi •>(47) Cf. Co. Lit. 322 b ct seq.; V. B, fl Rn V il U , pl(48) D aintry v. Broclclehurst, 8 Kxc.r, '.'(17

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ta se hallaba de tal manera anexada a la tierra que cualquiera que llegara legalmente a la reversión podría cobrarla, incluyendo el se­ñor superior en caso de reversión a l estado 4Í). No obstante, la rever­sión al estado significaba la extinción del derecho real del cual el arrendam iento y la renta eran parte, y pese a que Bracton consi­deraba al señor como entrando pro herede al título del inquilino, en relación de interés común, pronto se estableció correctamente que no era así, sino que entraba por un título superior. E n consecuencia, este ejemplo llega a estar m uy próximo al de un usurpador.

Entonces, los servicios y la renta eran — y hasta cierto punto todavía lo son— considerados por el derecho desde el punto de vista de la propiedad. Se trataba de cosas que podían ser objeto de pro­piedad y transferidas como otros bienes. Podían ser poseídas aún por un título malo, dándose a ellas los remedios posesorios.

Tal concepto no se aplicaba a las garantías, ni a ningún de­recho que fuera totalmente considerado desde el punto de vista de los contratos, Y cuando volvemos a la historia de esos remedios para la renta que se divulgaron en los contratos, nos encontramos que así se los consideraba. Las acciones de deuda y de covenant no se podían mantener sin relación de interés mutuo. E n el noveno año de Enrique V I 50 se dudaba si un heredero que tuviera la reversión por herencia podía tener la acción de deuda, y se sostuvo que un donatario de la reversión, pese a tener la renta, no podía tener re­medios para ella. Pocos años más tarde, se decidió que el heredero podía usar la acción de deuda 51 y durante el reinado de Enrique V I I el remedio se extendió hasta el legatario de inmuebles 52, quien como se ha notado más arriba, parecía más cercano a los herederos que el donatario, y más fácilmente se le asemejaba. Entonces fue lógica­mente necesario darle la misma acción a los cesionarios, y así suce­d ió 53. La relación particular de las partes de un contrato siguió al interés mutuo en la propiedad, de modo ta l que el cesionario de una reversión podía demandar a la persona que tuviera el arrendam ien­to 54. Más tarde se le permitió, por los mismos fundamentos, usar la acción de covenant 55. Pero estas acciones nunca han dependido, a

(49) Y. B. 5 En. V II. 18, pl. 2.(50) Y. B. 9 En. VI. 16, pl. 7.(51) Y. B. 14 En. VI. 26, pl. 77.(52) Y. B. 5 En. V II. 18, pl. 12.(53) Cf.Theloall, D iag. I. c. 21, pl. 9.(54) BusTcin v. Edmunds, Cro. Eliz. 636.(55) H arper v. B ird, T. Jones, 102 (30 Car. I I ) .

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SUCESIONES — Inter vivos— 337

favor o en contra, de personas que 110 tuvieran interés mutuo en la propiedad con el arrendador y el arrendatario respectivam ente, por­que la relación particular de las partes contratantes nunca podría haberse producido sin sucesión al título 56.

Sin embargo, todas estas sutilezas no tenían aplicación en las viejas, rentas de los dominios absolutos del período feudal, porque los remedios contractuales no se aplicaban sino desde la época de la reina A n a 57. L a renta del dominio absoluto era tanto un derecho real como un acre de tierra, y se podía demandar por el remedio sim ilar de una assize, solicitando ser restablecido en la posesión.

L a concesión de remedios contractuales demuestra que la ren­ta y los servicios feudales de tal naturaleza, pese a ser consideradas como cosas capaces de posesión, y estimadas generalmente desde ('1 punto de vista de la propiedad antes que del contrato, sin embargo se aproxim a mucho más a la naturaleza del último que un simple deber de no interferir con un camino. Y hay otros casos que se a p ro ­ximan más aún. L a esfera de la prescripción y la costumbre que im­ponen los deberes activos es grande en el derecho prim itivo. A veces el deber es incidente a la propiedad de cierta tierra, a veces el dere­cho lo es, y a veces ambos lo son, como en (d caso de una se rv idumbre real. Cuando el servicio era para beneficio de «Ira t ierra, el hecho de que la carga, en lenguaje popular , cayera sobre una parle, coiim titu ía por sí misma una razón para el beneficio anexo a la oirá

Los siguientes son ejemplos de diferentes ciasen: La eoNlum bre podría obligar a un párroco a mantener a un toro y un jabalí para uso de sus fe ligreses58. P odr í a anexarse un derecho a umi mansión mediante la prescripción de que el coro de un convento canto en la capilla de dicha mansión 5!). Por medios semejantes po­dría obtenerse un derecho para que cierta fracción de tierra sea cercada por el propietario del lote vecino c0. Ahora podría conceder­se fácilm ente que aún en el caso de derechos como los dos últim os, cuando eran anexados a la tierra, se los consideraba como bienes y se aludía a los mismos como objeto de una concesión61. Puede conee-

(56) Bolles v. Nyseham, Dyer, 254 b; P orter v. Swctnam., Nlyli>, 400; s. c. ib. 431.

(57) 3 Bl. Comm. 231, 232.(58) Yielding v. F ay, Cro. Eliz. 569.(59) PaJccnham's Case, Y. B. 42 Ed. I I I , pl. 14; Prior o f )Vohm

22 En. VI. 46, pl. 36; W illiam 's Case, 5 Co. Rep. 72 b, 73 n; N/i/i/k » v Mnmni, Nelson's Lutwyche, 43, 45.

(60) F. N. B. 127; Nowel v. Sm ith, Cro. KUb. 701»; •"•hu r /..*.•/ . f/, Salk. 335, 336; Lawrence v. Jerikins, L. R. 8 Q. B. i37'1.

(61) Dyer, 24 a, pl. 149; F. N. B. 180 N.

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derse que, en muchos casos en que la m anifestación suena extraña a los oídos modernos, la obligación se consideraba que recaía sola­mente sobre la tierra y no sobre la persona del inquilino. Y puede conjeturarse que esta opinión surgió de a llí natural y razonable­mente sin que originariam ente existiera un remedio para compeler al cumplimiento de tales servicios, excepto un embargo, ejecutado sobre el terreno sirv ien te62. Pero ninguna distinción conjeturada entre aquellas obligaciones para las cuales el remedio prim itivo era solamente el embargo, y las otras, si es que alguna vez existió, pron­to debe haber desaparecido de la vista, y la línea divisoria entre esos derechos que pueden ser llamados de propiedad y aquéllos que son simples contratos, resulta d ifícil de observar después de los últimos ejemplos. Se supone comúnmente que un covenant para reparar es m ateria puram ente contractual. ¿C uál es la diferencia entre el de­ber de reparar y el deber de cercar? L a dificultad para encontrar la línea divisoria entre los principios en pugna de las transferencias — sucesión de un lado y posesión del fundo dominante del otro— permanece casi tan grande como siempre. S i un derecho en forma de servidum bre podía anexarse a la tierra por prescripción, igualm en­te podía ser anexado por una concesión. S i en un caso iba con la tierra, aunque fuera a las manos de un usurpador, debe haber ido con ella en el otro. No podría basarse una distinción satisfactoria en el modo de adquisición63, ni tampoco fue intentada. Como el derecho no se lim itaba a los cesionarios, no había necesidad de mencionar­lo s 64. Si no en el derecho prim itivo al menos en los tiempos moder­nos, tales derechos pueden crearse tanto por convenant como por concesión 65. Y , por otra parte, es de derecho antiguo que una ac­ción de covenant puede sostenerse sobre un instrumento de conce­sión 6<1. E l resultado de todo esto era que no solamente un derecho croado por covenant. sino la misma acción de covenant, podía en tales casos pasar a los cesionarios, aunque no fueran mencionados, en un

(62) F. N . B. 128 D, E ; Co. Lit. 06 b. Se presume que cuando se habla de una obligación como que recae sobre la tierra, se entiende que ello es sola­m ente una figura del lenguaje. Por supuesto que tanto los derechos como las obligaciones están limitados a los seres humanos.

(63) Keilway, 145 b, pl. 15; Sir TLenry N evil's Case, 5 Co. Rep. 16 a. Plowd. 377, 381; Chudleigh's Case, V Co. Rep. 119 b, 122 b.

(64) F . N . B. 180 N ; Co. Lit. 385 a; Spenccr’s Case, 5 Co. Rep. 16 a, 17 b; Pakenham’s Case, Y. B . 42 Ed. II I . 3, pl. 14; K eilway, 145 b, pl. 15; Comyn's D igest, Covenant (B , 3 ).

(65) H olms v. Seller, 3 Lev. 305; Eowbotham v. W ilson, 8 H. L. C. 348; Bronson v. C offin, 108 Mass. 175, 180. Cf. Bro. Covenant, pl. 2.

( 66) Y. B. 21 Ed. II I . 2, pl. 5; F. N . B. 180 N.

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A h ora estamos preparados para un caso 73 resuelto bajo E d uar­do III , que ha sido discutido desde la época de F itzherbert y Coke hasta Lord St. Leonards y Rawle, que todavía es derecho y que se dice que aún permanece sin explicación 74. T al caso muestra a los jueces vacilando entre las dos concepciones a que se ha dedicado este capítulo. Pienso que, si se las entiende, su explicación habrá de ser clara.

Pakenham inició acción de covenant contra un prior, como he­redero del contratante, por causa de la violación de un covenant he­cho entre el predecesor del demandado y el bisabuelo del actor, por el cual el prior y el convento habrían de cantar todas las semanas en una capilla de su feudo, para él y sus dependientes. Prim ero el demandado alegó que el actor y sus dependientes 110 estaban resi­diendo dentro del feudo, pero al no atreverse a hacer descansar su derecho sobre ello, argumentó que el actor no era heredero, sino que lo era su hermano mayor. E l actor respondió que él era el inquilino del feudo y que su bisabuelo lo transm itió a un extraño, quien a su vez lo transm itió al actor y a su esposa, que de tal modo él era in­quilino del feudo por compra y parte de interés común con su an­tecesor ; y también los servicios se habían prestado durante un tiem ­po del que 110 había memoria.

De estas alegaciones resulta evidente que a los cesionarios no se los mencionaba en el covenant, y siempre se ha considerado a s í 75. Tam bién parece que el actor trataba de sostenerse sobre dos fun da­mentos : primero, interés mutuo como descendiente y cesionario del contratante, y segun do: que el servicio se anexaba al feudo por co­venant o por prescripción, así como que él podía usar la acción de covenant en carácter do inquilino del feudo, cualquiera fuese la cau­sa de la cual surgiera el deber.

.J. Finchden presenta el caso de coherederos haciendo una p ar­tición, uno de los cuales contrata con el otro la liberación del juicio. Un comprador tiene la venta del covenant. Belknap, por el deman­dado, está de acuerdo, pero hace una d istin ción : en ese caso, la l i­beración recae sobre la tierra y no sobre la persona 7(5. (E s decir, ta ­les obligaciones siguen la analogía de las servidumbres, y como la carga recae sobre el fundo cuasi sirviente, el beneficio pasa a los

(73) Fákenham's Case, Y. B. 42 Ed. II I . 3, pl. 14.(74) Sugd. Y. & P. (14 ed .), 587; Rawle, Covenants fo r T itle (4ta ed .),

p. 314. Cf. Vyvyan v. Artliur, 1 B. & C. 410; Sharp v. W aterhouse, 7 El. & Bl. S16, 823.

(75) Co. Lit. 385 a.(76) Cf. Fincliden sobre la renta en Y. B. 45 Ed. II I . 11, 12 .

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SUCESIONES — Inter vivos— • 341

cesionarios con el fundo dominante, estén o no mencionados, y a quie­nes no se los considera en absoluto desde el punto de vista contrac­tual. Por otra parte, la. garantía es un contrato puro y simple y re­side en la sangre, (recae sobre la persona y no sobre la tierra) 77.

F in ch d en : a fortiori en este caso, puesto que allí se dispuso de la acción porque el actor era inquilino de la tierra de la cual se derivaba el juicio, y aquí es inquilino del feudo donde se baila la capilla.

J. W ich in gh am : Si el rey concede un vivero para animales a otro que sea inquilino del feudo, él tendrá el v ivero; pero el vive­ro no habrá de pasar por la concesión (del feudo), porque el vivero no es accesorio del feudo. Ni parece, más evidente parece que los ser­vicios sean así accesorios del feudo.

C. J. Thorpe a B e lk n a p : «H ay algunos covenants sobre los cua­les nadie tendrá acción, salvo quien sea parte en el covenants, o su heredero, y algunos covenants tienen derecho de sucesión en la tie­rra, de modo que quienquiera tenga la tierra por enajenación, o de otra manera, tendrá la acción de covenants; (o, como se expresa en el Compendio de F itzh e rb e rt78, los habitantes de la 1 ierra, tanto como cualquiera que tenga la tierra, tendrán covenant) ; y cuando se dice que no es heredero, es ;parte de interés común <le sanare, y ¡me de ser heredero 7!>, y también es inquil ino de In lu i rá, »/ es nna casa anexada a la capilla que está en el feudo, anexada así al feudo »/ asi ha dicho que los servicios se han prestado durante todo el ticm,))o del cual hay memoria, de donde es correcto que esta acción sea dispues ta». Belknap negó que el actor contara con tal prescripción, pero Thorpe dijo que sí, y nosotros llevamos el registro de ello, suspen­diéndose el caso 80.

H abrá de verse que la discusión siguió la línea señalada por las alegaciones. Un juez pensó que el actor estaba facultado a cobrar como inquilino del feudo. E l otro juez asociado dudó, pero estuvo de acuerdo en que el caso debía examinarse en su analogía con bis servidumbres. E l C h ief Justice, después de sugerir la posibilidad de una relación de interés común suficiente sobre la buso de que el actor es parte de interés común de sangre v podría ner heredeiu, se vuelve al otro argumento como más promelodor, y fumín eviden

(77 ) Cf. Y. B. 50 E(l. II I . 12, 13, pl. 2.(78) Covenant, pl. 17.(79 ) En ambas ediciones do Ioh Yk u IIoiiI. Im.y i|m« |nmltm im|iií ■ ii.i

lando el comienzo de un nuevo argumento.(80) PaTcenham's Case, Y. Ti. 42 E(l, III. I, |'l M

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temente su opinión sobre él 81. Casi parecería que consideraba que un derecho adquirido por prescripción era bastante para sostener la acción, y resulta m uy claro que pensaba que un usurpador ha­b ría tenido los mismos derechos que el actor.

D urante el reinado de Enrique I V surgió otro ca so 82 de un covenant m uy parecido al último, pero esta vez los hechos eran con­trarios. E l actor afirm ó ser heredero, pero no alegó ser inquilino del feudo. E l demandado, sin negar el origen del actor, alegó substan­cialmente que no era inquilino del feudo por su propio derecho. E n consecuencia; el problema presentado por las alegaciones era si el heredero del contratante podía dem andar sin ser inquilino del feu­do. S i el covenant se iba a enfocar desde el punto de vista de los contratos, el heredero era parte del mismo como representante del contratante. Sí, por otro lado, se lo consideraba como que significara la concesión de un servicio a manera de una servidumbre, pasaría naturalm ente con el feudo si fu era hecho al señor del feudo. Parece que se pensó que tal covenant podría ir hacia cualquiera de los dos lados, de acuerdo según fuera hecho al inquilino del feudo o a un extraño. Markham, uno de los jueces, d ic e : «En un writ of covenant h ay que tener un interés común con el covenat si para poder tener un writ of covenant o ayuda del covenant. Pero, quizás, si el co­venant hubiera sido hecho con el señor del feudo, quien tenía dere­cho de herencia en el feudo, ou issint come determinación poit estre fa it, sería de otra manera», lo que fue admitido 83. Se supuso que el covenant no estaba hecho como para anexarse al feudo, y el tr i­bunal, observando que el servicio era más bien espiritual que tem­poral, se inclinó a pensar que el heredero podía demandar 84. E n consecuencia, el demandado alegó y ofreció como defensa una libe­ración. H abrá de verse como concuerda esto con el caso anterior.

L a distinción form ulada por Markham se m anifiesta m uy cla­ramente en un caso citado por Lord Colee. E n la argum entación del Chudleigh's Case, la línea se traza de esta m anera: «La garantía del fiador siempre requiere interés mutuo en la propiedad a la cual fu era anexada» (es decir, sucesión del contratante origin ario), «y el mismo derecho de un u so . . . Pero sucede de otra manera respec­to a cosas anexadas a la tierra, como de las porciones sin cu ltivar

(81) Bro. Covenant, pl. 5. Cf. Spencer's Case, 5 Co. Rep. 16 a. 17 b, 18 a.(82) Horne's Case. Y. B. 2 En. IV . 6, pl. 25.(83) «Quod conceditur». Cf. Spencer's Case, 5 Co. Rep. 16 a, 18 a.(84) Era muy posible que dos responsabilidades pudieran existir lado

a lado. Bro. Covenant, pl. 32; B re tt v. Cumberland, Cro. Joc. 521, 523.

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que sirven para caminos públicos o colaciones eclesiásticas, y acce­sorios y dependencias se m e ja n tes ... A sí u n usurpador, un abalar (N. del T. 3 ), intruso, o el señor por reversión, las t endrán como cosas anexadas a la tierra. A s í se nota una diferencia entre un uno o garantía y las cosas semejantes anexadas por interés mutuo ni de recho de propiedad de la tierra, y las porciones sin cult ivar «| 110 sirven para caminos públicos, las colaciones eclesiásticas y otros bienes transm isibles por herencia anexos a la posesión de la tic rra» 85. Y esto, me parece, constituye el planteo más cercano a la verdad que haya llegado a formularse.

Coke, en su Comentario a L ittleton (385 a) form ula una distin­ción entre una garantía que obliga a la parte a ceder tierra en re­compensa y un covenant anexado a la tierra, que no otorga sino daños y perjuicios. S i Lord Coke hubiera querido distinguir entre las garantías y todos los covenants que en nuestro amplio sentido moderno se dicen correr con la tierra, esta m anifestación sería menos satisfactoria que la precedente.

U na garantía era un covenant que a veces no otorgaba sino daños y perjuicios, y en el derecho antiguo un covenant a veces cedía la tierra. A nalizando casos prim itivos recordamos el procedimiento ger­mánico todavía anterior por el cual no interesaba si la demanda <lel actor se fundaba sobre el derecho de propiedad a una cosa o si ni plemente sobre un co n trato 86. B ajo E duardo I 87 se usaba el covfl- nant por el dominio absoluto, y parece que bajo Eduardo III un molino podía ser anulado por la misma acción, cuando se UNiilm en form a contraria al de una servidum bre creada por un c o v a x in lHH. Pero Lord Coke no pretendió establecer una doctrina nrrnllitdnru, puesto que su conclusión es que «en muchos casos un covnianl se ex tiende más que la garantía». Adem ás, esta manifeMlneióu, Hc ftn la entendía Lord Coke, es perfectam ente compatible con In otra dis tinción más im portante entre garantías y derechos de In tintúrale za de servidum bres o covenants que crearnn tillen deierhoH, puesto que los ejemplos de Lord Coke se lim itan a ooi'rmnih de In ultimaclase, siendo en realidad solamente los canon r e c i é n citndon p r ...... l e u

tes de los Anuarios.

(N . del T. 3) Se entiende por abator ni m i tiiíln i|i............. Ii i m lm il> mil tuda se las ingenia para adquirir la pontinlAu <l«' mi ihhmm IiIi . h | t |nli In do miheredero o legatario, antes de q u e en to ú l t i m o i n m l ........l i m , • • • •*|• <i i | n U

muerte del antecesor.(85) 1 Co. Rep. 122 b; s. c. «ub non i /*»//<> *i r 1‘Hn m #•, l'n|'limn, ,n '/I( 86) E ssays in Ang. Sax. Law, 24H,(87) Y. B. 22 Ed. I. 494, 496.( 88) Y. B. 4 Ed. 57, pl. 71; h . o . 7 K.l III m, |.l rt7

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temente su opinión sobre é l 81. Casi parecería que consideraba que un derecho adquirido por prescripción era bastante para sostener la acción, y resulta m uy claro que pensaba que un usurpador ha­bría tenido los mismos derechos que el actor.

Durante el reinado de Enrique I V surgió otro ca so 82 de un covenant m uy parecido al último, pero esta vez los hechos eran con­trarios. E l actor afirm ó ser heredero, pero no alegó ser inquilino del feudo. E l demandado, sin negar el origen del actor, alegó substan­cialmente que no era inquilino del feudo por su propio derecho. E n consecuencia; el problema presentado por las alegaciones era si el heredero del contratante podía dem andar sin ser inquilino del feu­do. S i el covenant se iba a enfocar desde el punto de vista de los contratos, el heredero era parte del mismo como representante del contratante. Sí, por otro lado, se lo consideraba como que significara la concesión de un servicio a manera de una servidumbre, pasaría naturalm ente con el feudo si fuera hecho al señor del feudo. Parece que se pensó que ta l covenant podría ir hacia cualquiera de los dos lados, de acuerdo según fuera hecho al inquilino del feudo o a un extraño. Markham, uno de los jueces, d ic e : «En un writ of covenant h ay que tener u n interés común con el covenat si para poder tener un writ of covenant o ayuda del covenant. Pero, quizás, si el co­venant hubiera sido hecho con el señor del feudo, quien tenía dere­cho de herencia en el feudo, ou issint come determination poit estre fait, sería de otra manera», lo que fue admitido 83. Se supuso que el covenant 110 estaba hecho como para anexarse al feudo, y el tr i­bunal, observando que el servicio era más bien espiritual que tem ­poral, se inclinó a pensar que el heredero podía demandar 84. E n consecuencia, el demandado alegó y ofreció como defensa una libe­ración. Habrá de verse como concuerda esto con el caso anterior.

L a distinción form ulada por Markham se m anifiesta m uy cla­ramente en un caso citado por Lord Coke. E n la argum entación del Chudleigh's Case, la línea se traza de esta m anera: «La garantía del fiador siempre requiere interés mutuo en la propiedad a la cual fuera anexada» (es decir, sucesión del contratante origin ario), «y el mismo derecho de un uso. . . Pero sucede de otra manera respec­to a cosas anexadas a la tierra, como de las porciones sin cultivar

(81) Bro. Covenant, pl. 5. Cf. Spencer's Case, 5 Co. Rep. 16 a. 17 b, 18 a.(82) Horne's Case. Y. B . 2 En. IV . 6, pl. 25.(83) «Quod conceditun . Cf. Spencer's Case, 5 Co. Rep. 16 a, 18 a.(84) Era muy posible que dos responsabilidades pudieran existir lado

a lado. Bro. Covenant, pl. 32; B re tt v. Cumberland, Cro. Joc. 521, 523.

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SUCESIONES — Inter vivos—

que sirven para caminos públicos o colaciones eclesiásticas, y acce­sorios y dependencias se m e ja n tes ... A sí un usurpador , un abator (N. del T. 3 ), intruso, o el señor por reversión, las t endnín como cosas anexadas a la tierra. A s í se nota una diferencia entre un uso o garantía y las cosas semejantes anexadas por interés mutuo til de recho de propiedad de la tierra, y las porciones sin cult ivar que sirven para caminos públicos, las colaciones eclesiásticas y oí ros bienes transmisibles por herencia anexos a la posesión de la tic rra» 85. Y esto, me parece, constituye el planteo más cercano a la verdad que haya llegado a formularse.

Coke, en su Comentario a L ittleton (385 a) form ula una distin­ción entre una garantía que obliga a la parte a ceder tierra en re­compensa y un covenant anexado a la tierra, que no otorga sino daños y perjuicios. S i Lord Coke hubiera querido distinguir entre las garantías y todos los covenants que en nuestro amplio sentido moderno se dicen correr con la tierra, esta m anifestación sería menos satisfactoria que la precedente.

Una garantía era un covenant que a veces no otorgaba sino daños y perjuicios, y en el derecho antiguo un covenant a veces cedía la tierra. Analizando casos prim itivos recordamos el procedimiento ger­mánico todavía anterior por el cual no interesaba si la demanda del actor se fundaba sobre el derecho de propiedad a una cosa o sim plemente sobre un contrato 80. B ajo E duardo I 87 se usaba el cove nant por el dominio absoluto, y parece que bajo Eduardo III un molino podía ser anulado por la misma acción, cuando se usaba <'ii form a contraria al de una servidum bre creada por un covenant Pero Lord Coke no pretendió establecer una doctrina niTollndora, puesto que su conclusión es que «en muchos casos un covenant se ex tiende más que la garantía». Adem ás, esta m a n ilV sln c ió n , nc^iii laentendía Lord Coke, es perfectam ente com patibl.......... In otra «listinción más im portante entre garantías y derechos de la naturale za de servidum bres o covenants que crearan Inles derechos, puesto que los ejemplos de Lord Coke se lim itan a eovennnls de In últ ima clase, siendo en realidad solamente los casos recién r i lados proceden­tes de los Anuarios.

(N . del T. 3) Se entiende por abator ni mlrnnn .......... In ilrnrlm il<* miImida se las ingenia para adquirir la poHONlón <l<' un liimmMi <m |» i |nlt-ln mtheredero o legatario, antes de que o«t,o ú l t i m o (mimIh mi mi , i ( ¡h ■ l. In muerte del antecesor.

(85) 1 Co. Rep. 122 b; s. c. m b twm Ihllmi r / mui . I | ....... 7n VI( 86) E ssays in Ang. Sax. Law, 24H.(87) Y. B. 22 Ed. I. 494, 49(5.( 88) Y. B. 4 Ed. 57, pl. 71) h. o. 7 l<M III pl ni

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COMMON LAW

Sin embargo, escritores posteriores han olvidado totalmente la distinción en cuestión, y en consecuencia dejó de establecerse la lí­nea disputada entre los principios en conflicto. Los covenants que se iniciaron de la analogía con las garantías y los otros a los que se aplicaba el lenguaje y el razonamiento de las. servidumbres, han quedado confundidos conjuntam ente bajo el título de covenants uni­dos al fundo. L a frase «unidos al fundo» sólo es apropiada respecto a los covenants que pasan como las servidumbres. Pero podemos com­prender fácilm ente cómo llegó a ser usada con más am plitud.

Y a se ha mostrado que los covenants del título, como las garan­tías, sólo pasaban a los sucesores del contratante originario. La ex­presión técnica de la regla era que se hallaban anexados al dere­cho de propiedad por un interés mutuo. Nada fue más fá cil que pa­sar por alto el uso técnico de la palabra «propiedad» y decir que ta­les covenants pasaban con la tierra. A sí se hizo, y en consecuencia resultaron dudosas todas las distinciones. Probablemente en los co­venants del título, hubiera sido necesario mencionar a los cesiona­rios, como ciertamente lo había sido darles el beneficio de la anti­gua garantía &9, puesto que ésta parece haber constituido el rasgo form al de esos covenants que sólo pasaban a las partes con interés común. Pero no fue necesario mencionar a los cesionarios a fin de anexar las servidumbres y derechos semejantes a la tierra. ¿Por qué habría de ser necesario para un covenant unido al fundo, más que para otro ?, y si era necesario para uno, ¿ por qué 110 para todos ? 90. E n los tiempos modernos se supone que la necesidad de ta l mención es regida por una regla caprichosa de Lord Coke 91. Por otra parte, surge la cuestión de si los covenants que habrán de pasar sin tener en cuenta el interés común, no están regidos por la misma regla que rige las garantías.

Estas preguntas no han perdido su im portancia. Los covenants del título se encuentran en todas las escrituras, y los covenants que pertenecen a las otras clases son menos comunes, lo que queda por demostrar.

De mayor im portancia entre ellos es el co v en a n t para hacer re­paraciones. Y a se ha demostrado que la servidum bre de cercar pue­

(89) Bracton, fol. 17 b, 37 b; F leta, I I I . c. 14, 6 ; 1 Britton (N ich.) 223, 233, 244, 255, 312; A bbrev. Plac. p. 308, col. 2, Dunelm, rot. 43 (33 Ed. I ) ; Y. B. 20 Ed. I. 232; Co. Lit. 384 b.

(90) H yde v. Dean of fVindsor, Cro. Eliz. 552.(91) Spencer's Case, 5 Co. Rep. 16 a. Cf. M inshill v. Oakes, 2 H. & N.

798, 807.

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SUCESIONES — Inter vivos— 345

de anexarse a la tierra, y entonces se preguntó cuál era la diferen­cia de clase entre el derecho de hacer que otra persona edifique esas estructuras y el derecho a que repare las estructuras ya ed ifi­cadas. No faltan las pruebas para demostrar que se percibió la se­mejanza. Sólo que como esos covenants se hacen poca o ninguna vez, excepto en el arrendamiento, siempre hay relación de interés co­mún con las partes originarias. Puesto que el arrendamiento no po­dría pasar por usurpación y la reversión no sería probable que pa­sara por tal cosa.

E l caso del Dean of W indsor resuelve que tal covenant obliga a un cesionario, pese a no ser nombrado. Se cita en dos libros de la más alta autoridad, siendo Lord Coke uno de los recopiladores y Croke el otro, que también era juez. Croke expresa así la razó n : «Puesto que un covenant que corre y descansa en la tierra existe por o contra el cesionario en el common law, quia transit térra, cum onc- re, pese a que los cesionarios no sean nombrados en el covenant» E sta es la razón que regía a las servidum bres y es la misma frase que se usó para explicar que todos los poseedores estuvieran obligados por un covenant que a su vez obligara «mi garantía a una fracción de tierra. Coke dice: «Puesto que tal covenant que si* extiende llanta el sostenimiento de la cosa arrendada es <iiiod<tnimo<lo dependiente de ella y pasa con ella». O tra vez venios el lenguaje de Iiim serví dumbres. Y para hacer esto más claro, si fuera necesario, se agregn : «Si un hombre concede a otro unas asignaciones para In reparación de su casa, ello pertenece a la casa» Las asignaciones para la repa ración pasaban con la tierra, como otros derechos com unes01, los que como Lord Coke nos ha dicho, pasaba aún a los usurpadores.

E n el próximo reinado se decidió la proposición in versa : que un cesionario de la reversión estaba facultado de manera semejante al beneficio del covenant, porque «es un covenant que corre con la tie­rra» °5. E l mismo derecho se aplicó, por razones todavía más claras, a un covenant para dejar quince acres sin arar, para pastoreo, que fue considerado como que obligaba a un cesionario no nombrado ,MI,

(92) TLyde v. T)can of W indsor, Cro. Eliz. 552, fifi.'!; n. <\ lli 1 í• / <'l' B ally v. Wells, c Wilson, 25, 29.

(93) Dean of W indsor's Case, 5 Co. Itnp, I n ; n. <■ Miiure t|i|i re Itin Covenant, pl. 32. Cf. además, Conan v. K cm ist, W. .lonrn, "I * (7 <'m I )

(94) E. N. Tí. 181 N ; Sir llcury N cvíI'h Casi, Pliiwiti'ii, 177 IM|(95) Kwre v. StricTcland, Cro. Jac. 210 , <Y l ln l l r Cutnln i han!, I Ifoll.

R. 359, 360 «al comen ley»; s/c/C ro. Jn*’. ¡199, ftlíl.(96) Cockson v. Coclc, Cro. .Tac. lliB.

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346 COMMON LAW

y, parecería, a un covenant para dejar la tierra debidamente abo­nada °7.

S i se siguiera la analogía que llevó a esta clase de decisiones, un usurpador podría demandar o ser demandado sobre tales co­venants si los otros hechos fueran de tal naturaleza como para hacer surgir la cuestión. No hay sino la novedad de la proposición que ne­cesita prevenir ser aceptada. Se ha mencionado más arriba que las palabras del covenant pueden anexar una servidum bre a la tierra, y que las palabras de una concesión pueden significar un covenant. Sería algo estrecho dar a un usurpador un remedio o negarle otro, cuando el derecho es uno y las mismas palabras se usaron en ambas oportunidades, en la concesión y el covenant 98.

Sin embargo, el lenguaje usado comúnmente arroja dudas y os­curidad sobre ésta y toda otra cuestión conectada con el tema. Es una consecuencia, ya aludida, de confundir los covenants del título y la clase últim am ente analizada bajo el nombre de covenants de obligaciones unidas al fundo. De acuerdo con la opinión general, debe haber un interés mutuo en la propiedad entre los contratan­tes, en la últim a clase de casos, a fin de obligar a los cesionarios de uno de ellos. A lgunos han supuesto que este interés común es una ten en cia; otros, un interés de un contratante en las tierras del otro y así E l prim er concepto es falso y el segundo es equívoco, y la proposición a la que se aplican carece de fundamentos. E l interés mutuo en la propiedad, según se usa en relación con los covenants del common law. no significa tenencia o servidum bre; significa su­cesión a un título 10°. Nunca es necesario entre los contratantes o cualquier otra persona, excepto entre el propietario presente y el contratante originario. Y en principio sólo es necesario entre ellos en esos casos — como garantías y probablemente covenants de títu ­lo— donde siendo los covenants considerados totalmente desde el punto de vista de los contratos, el beneficio pasa a manera de su­cesión y no con la tierra.

(97) Sale v. K itchingham , 10 Mod. 158 (E . 12 A ne).(98) Supra, págs. 350, 352, 353. Cf., sin embargo, Lord W ensleydale, en

Bowbotham v. W ilson, 8 II. L. C. 348, 362 y véase arriba, pág. 346 sobre las rentas.

(99) 4 Kent (12 ed .), 480, n. 1.(100) Se lo usó en un sentido algo diferente al describir la relación en­

tre un tenant fo r Ufe o fo r years y un reversioner. La relación de interés co­mún entre ellos sigue como una consecuencia accidental de que sean un solo in­quilino y mantengan entre ellos una sola persona.

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SUCESIONES — Inter vivos— 347

Si ahora, al fin alizar esta larga discusión, se pregu n ta ra nue­vam ente dónde debe trazarse la línea divisoria entre estas dos «‘la­ses de covenants, la respuesta es necesariamente vaga en vista de los precedentes. Las proposiciones siguientes podrían ser de alguna u tilid a d :

A . Con respecto a los covenants que pasan con la tierra :

( 1 ) Donde, sea por tradición o por buen sentido la carga do la obligación, se diría, elípticam ente, que recae sobre la tierra del contratante, la creación de ta l carga es en teoría una concesión o transferencia de un interés parcial en esa tierra a favor del otro contratante. Como el derecho de propiedad así creado puede a fir ­marse contra cualquier posedor de la tierra, no sería extravagante ni absurdo dejar que se afirm e mediante la acción del covenant.

(2 ) Donde ta l derecho se acuerda al propietario de una frac­ción de tierra vecina en beneficio de esa tierra, el dercho será ane­xado a la tierra e irá con ella a todas las manos. Se perm itiría la acción de covenant a los cesionarios no nombrados, y no sería ab­surdo concederla a los usurpadores.

(3 ) H ay un caso de servicios cuya carga no recae afín «mi Ico ría sobre la tierra, sino que su beneficio iría por el co n m in a law con la tierra que benefició. E s el caso de cantar y algo parecido por un convento. H abrá de observarse que el servicio, peso n no recaer no bre la tierra, debe cumplirse por una entidad instalada, permanen temente en la vecindad. Ahora no es probable que ocurran casos similares.

B. Con respecto a los covenants que van solamente con el de­recho real sobre la tierra :

E n general el beneficio de los covenants que no puedan ser ase­mejados a las concesiones y cuya carga no recae sobre la tierra, se lim ita al contratante y a quienes mantienen su persona, es decir, su albacea o heredero. E n ciertos casos, de los cuales el tipo or igi ­nario era la antigua garantía, y de los cuales son ejemplos actuales los covenants del título modernos, la esfera de la sucesión se adrando por la mención de los cesionarios, que todavía se permite que re presenten, para los propósitos del contrato. I’ero es i .olameute pui medio de la sucesión que cualquier oi rá persona «pie no nea pi ul e en el contrato puede demandar sobre él. De aquí que el actor nicin pre deba tener interés mutuo en la propiedad ......... I emi l i at ante

C. Sin embargo, es imposible decir conforme con un razona miento general cuales derechos habrá do tener el ordenamiento j u ­

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rídico inglés como pertenecientes a la clase anterior, o dónde será trazada la línea entre los dos. Las autoridades pueden consultarse como un hecho arbitrario. Pese a que a veces podría parecer que el test del primero era si el servicio era de naturaleza capaz de ser concedido, de manera que descansara puram ente en un covenant, no habría de seguir a la t ie rr a 101, pero sin embargo si se aceptara este test, ya se ha mostrado que, aparte de la tradición, algunos servicios que siguen a la tierra sólo podían ser materia de covenant. L a conce­sión de luz y aire, servidum bre bien establecida, es llam ada por B arón Parke un covenant para no edificar en el fundo sirviente en daño de la lu z 102. Y pese a que esto puede d u d a rse103, se ha visto que al menos una servidum bre bien establecida, la de la cerca, no puede ser considerada como un derecho concedido del fundo sir­viente con alguna m ayor propiedad que cien otros servicios que so­lamente serían m ateria de contrato si el derecho los perm itiera ane­xarse a la tierra de manera semejante. E l deber de reparar existe solamente por medio de un covenant, no obstante lo cual ei razo­namiento de los precedentes que sentaron jurisprudencia se toma del derecho de las servidumbres. Por otra parte, en el Sp encer’s Case, se sostuvo que el covenant de un arrendatario para edificar una pared sobre el predio arrendado, no obligaba a los cesionarios, a menos que se los mencionara 1(>4, pero Lord Coke dice que los hu­biera obligado si así se hubiera implicado. L a analogía con la ga­rantía hace su aparición arrojando dudas sobre el principio funda­mental del caso. Sólo podemos decir que la aplicación del derecho se lim ita por la costumbre y por las reglas de que no pueden im­ponerse a la tierra cargas nuevas y excepcionales.

E l objeto general de este capítulo es descubrir la teoría por la cual se permite a un hombre gozar de un derecho especial cuan­do los hechos de los cuales surge el derecho no son verdaderos a su respecto. La transferencia de las servidumbres se presentó como un caso a explicar, habiendo sido ahora analizada y rastreada su influencia sobre el derecho. Pero el principio de tales transferen­cias es claramente anómalo, y no afecta la doctrina general del derecho, que consiste en la que se ha visto ejem plificada en la pres­cripción, la garantía y los covenants que seguían la analogía de la garantía. Otro ejemplo que todavía no se ha mencionado se encuen­tra en el derecho de usos.

(101) Kowbotham v. Wilson, 8 H. L. C. 348, 362 (Lord W ensleydale).(102) H arbidge v. W arwick, 3 Exch. 552, 556.(103) Xowbothom v. Wilson, 8 El. & Bl. 123, 143, 144.(104) 5 Co. Rep. 16 a.

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SUCESIONES — Inter vivos— 349

E n tiempos antiguos un uso era una chos\e in action (N. del T. 4 ) es decir, se lo consideraba m uy cerca del punto de vista de los contratos, y tenía una historia sim ilar a la que se ha rastreado en otros casos. A l principio se dudó si debiera perm itirse la prueba de tal fideicomiso secreto, aún contra el heredero 105. A l fin al, sin embargo, se■ perm itió 106, v así el principio de la sucesión se exten­dió a los cesionarios, pero nunca fue más lejos. Sólo quienes tenían un interés mutuo en el mismo derecho de propiedad con el feuda­tario de uso originario estaban obligados por el uso. Un usurpador 110 estaba más obligado por la confianza depositada en la persona a quien se quita la posesión que lo que estaba autorizado a respon­der el garante de aquél. En tiempos de Enrique V I I I se decía que «donde haya un uso, es requisito que existan dos cosas, confianza y relación de partes con interés c o m ú n . . . » : como digo, si no hu­biera relación de partes con interés común o confianza, entonces no puede haber u so : y de aquí que si el feudatario hace un feoffm ent a quien tenga conocimiento del uso, el derecho lo habría, de consi­derar apoderado del prim er uso desde que hay suficiente relación de interés común entre quien hizo el feoffment y él, puesto que si él (es decir el primero que hizo el feoffment) había garantizado que él (el último feudatario de uso) habría de responder como cesiona­rio, se prueba la relación de interés común; y él está dentro cu el per por los feudatarios, pero donde uno en t ra ¡i la tierra en el post, como el señor por reversión o el usurpador , entonces el uso se al tera y cambia, porque fa lta la relación de interés común» l07.

H asta nuestros días se dice (pie un fideicomiso se anexa como relación de interés común a la persona y al derecho r e a l108 (lo que significa a la persona). No se lo considera como surgiendo de la tierra a modo de una renta, de manera que m ientras la renta obliga a cualquiera que tenga la tierra, sin im portar cómo, un usurpador no está obligado por el fideicom iso109. Se ha dudado acerca del caso del señor que toma por reversión 110, y habrá de recordarse que

( N . del T. 4) : Se entiende por cliose in action un derecho a cosas muebles cuya posesión no tiene el dueño, sino simplemente un derecho a la acción hiiposesión.

(105) Y. B . 8 Ed. TV. 5, 6, pl. 1 ; 22 Ed. IV. (5, pl. 18. < 'f . fi l'M IV.7, pl. 16.

(106) Cf. Keilway, 42 b, 46 b; 2 MI. Cninm. ¡1151),(107) Y. B. 14 En. V III. 6, pl. 5. CP. Chmllrif/h's C u I <V Kop |"l)

a. 122 1>; s. c. nom. Billón v. Frainc, l ’oplmin, 70-72.(108) Lewin, Trusts, Cap. I (7a. ed .), 10, I;>.(100) 4 Inst. 85; Gilb. Uses (Hn^d.), I"l), n ( l l ) , I .«>wIti, Ti'u.-iln (7a.

ed .), págs. 15, 228.(110) Burgess v. W heate, 1 Kden, 177, "(III, "MI.

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hay lina diferencia entre Bracton y los antores posteriores acerca de si viene como quasi heredes o como un extraño.

Veamos ahora el beneficio del uso. Se nos ha dicho que el de­recho a demandar la subpoena se transm itía al heredero, sobre la base de heres eadem persona cum antecessor6, pero que ello no era parte del activo de la h eren ciaU1. Una ley prim itiva dio al cestui que use el poder de vender 112. Pero con respecto a los fideicomisos, Lord Coke nos dice que en la época de la reina Isabel todos los jueces de Inglaterra sostenían que un fideicomiso no podía cederse «porque era asunto de relación de interés común entre ellos, de la naturaleza de una chose in action» 11:{. Sin embargo, desde una épo­ca prim itiva, tanto los usos como los fideicomisos podían ser lega­dos 114, y ahora los fideicomisos son tan enajenables como cualquier form a de propiedad.

La historia del derecho prim itivo de cualquier parte nos mues­tra que la d ificultad de transferir un simple derecho se sintió fu er­temente cuando la situación de hecho de la cual surgía no podía tam bién ser transferida. E l análisis demuestra que la d ificultad es real. A hora se ha explicado la ficción que hizo que tal transferencia pudiera concebirse, habiéndose seguido su historia hasta que se ha visto que ello llegaba a ser el modo general de pensamiento. Ahora es asunto corriente que el comprador se ubica en los zapatos del vendedor, o, en el lenguaje de un viejo libro de derechb 115 que «el cesionario es de cierta manera un cuasi sucesor de su cedente». Aho­ra pueden entenderse cualesquiera peculiaridades de nuestro de­recho que descansen sobre esa presunción.

(111) Lewin, Trusts, Introd. (7a. ed .), pág. 3.(112) 1 Rich. I I I . c. 1. Cf. Kex v. Holland, Aleyn, 14, Maynard's a rg .;

Bro. F eoffem ents al Uses, pl. 44; Gilb. Uses, 26 (Sugd. ed. 50).(113) 4ta. Inst. 85; s. c. Dyer 369, pl. 50; Jenk. Cent. 6, c. 30. Cf. Gilb.

Uses, 198, (Sugd.) ed., 399.(114) Gilb. Uses, 35 (Sugd. ed. 70).(115) Theloall, D ig., I . 16, pl. 1.

INGRESADO * l a b i b l i o t e c a ^DE L A L E G 1S L A T U R A

2 3 OCT. 1974

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INDICE DE CASOS

Adams v. Jones: 211.Andrew v. Pearce: 328.Andrew B aker’s Case: 115. Anglo-Egyptian Navigation Co. y.

Rennie: 292.Anonymous ( (1 Bulstr. 4 5 ): 227. Anonymous (Cro. Eliz. 10) : 89. Anonymous (Dyer, 24 a) : 337. Anonym uos (Dyer, 369) : 350. Anonymous (Moore, 248) : 206.Ards v. W atkin: 320.Armory v. Delam irie: 219.Arnold v. Jefferson: 220.Asher v. W hitlock: 197, 318, 221. Back v. Stacey: 122.Bain v. Cooper: 301, 304, 306. Bainbridge v. F irm stone: 260.B a lly v. W ells: 345.Barker v. B ates: 203.Barker v. H alifax : 265.Bameitt v. Brandao: 143.Barron v. Masón: 135.Barwick v. E nglish Joint Stock

Bank: 209, 210.B asely v. Clarkson: 99.B asset v. M aynard: 213.B ayntin e v. Sharp: 114.Beadel v. Perry: 123.Behn y. B um ess: 288, 290, 293. Berndtson v. Strang: 212.Besozzi v. Harris: 114.B essey v. Olliot: 89, 103.Bird. v. Astcock: 184.B izzel v. Booker: 105.Blades v . H iggs: 203.Blundell v. Catterall: 334.B lyth v. Birm ingham Wafcerworks

Co.: 105.Bolingbroke v. Swindon Local

Board: 209.

B olles v. N yseham : 337.Bonomi v. Backhouse: 98. Boorman v. Brown: 179.Bosden v. Tliinne: 257.265.Boson v. Sandford: 172, 179, 209. Boyer v. R ivet: 301, 304, 321. Braunstein v. A ccidental Death 1

Co.: 279.B rett v. Cumberland: 342, 345. Bridges v. H awkesw orth: 202. B ritish Columbia Saw-M ill Co.

Nottleship: 208, 2(59.Bronson v. C offin: 838.Brookor’m Ciiho: 3(11, 80(1.Brown v. Colllns: 105.Brown v. Poiitor: 279.Brown v. Kondall: 104.Browiu» v. D a w H o n : 211,Brucker v. Fromont: 209. Burgoss v. Wheato: 349.Burr v. W ilcox: 262.Burton v. Fulton: 136.Burton v. H ughes: 162.Busli v . Steinm an: 210.B uskin v. Edmunds: 336.B uster v. N ew kirk: 198. Buxendin v. Sharp: 114.Byne and P a lyn e’s Caso: 261. Byrno v. Boadle: 119.Callaban v. Bean: 122.Calyo’s CaHo: 142.Canham v. Ihirry: 2(1(1.( ’ a r d v . C u n o i 1 1 3 , I I I , M f l ,

Cárter v. 'I'ownoi I2SI.C a r t w i ¡kIiI. v. ( I i mi» 1!(I5 Cantío v. I>uryttol HU O b i u i i l t o r I r I i i v ( ’t u i lm 17,'I, 179

C h a m l i o m v. ' I ' i iylot MU ('liliM I c i \ 11 <• |• l> Ittm UUil O l i o a l n v, I v i M i w i i i t l i U70.