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La fortaleza F. Paul Wilson Traducción de Núria Gres

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La fortaleza

F. Paul Wilson

Traducción de

Núria Gres

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Agradecimientos

El autor desea agradecer a Rado L. Lencek, profesor delenguas eslavas de la Universidad de Columbia, su rápi-da y entusiasta respuesta a una petición muy extrañaproveniente de un desconocido.

El autor también desea reconocer su obvia deuda conHoward Philips Lovecraft, Robert Ervin Howard y ClarkAshton Smith.

F. PAUL WILSON

Abril 1979 - Enero 1981

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Prólogo

VARSOVIA, POLONIALunes, 28 de abril de 1941

08:15 horas

Un año y medio atrás otro nombre había adornado la puerta, un nom-bre polaco, sin duda acompañado de un cargo y el nombre de undepartamento u oficina del gobierno de aquel país. Pero Polonia ya nopertenecía a los polacos, y unos trazos gruesos y pesados de pinturanegra habían tachado toscamente aquel nombre. Erich Kaempffer sedetuvo frente a la puerta y trató de recordarlo. No porque le importa-ra, sino como un mero ejercicio de memoria. Una placa de caobacubría el lugar donde había estado el letrero, pero a su alrededor aúnse veían manchas de negro. Decía así:

SS-OBERFÜHRER W. HOSSBACHRSHA - DIVISIÓN DE RAZA Y REASENTAMIENTO

DISTRITO DE VARSOVIA

Se detuvo para recobrarse. ¿Qué quería Hossbach de él? ¿Por quéle había ordenado presentarse tan temprano? Estaba furioso consigomismo por haber permitido que aquello le afectara, pero nadie en lasSS, por muy segura que fuera su posición, ni siquiera un oficial decarrera tan fulgurante como él, podía recibir la orden de presentarse«de inmediato» en el despacho de un superior sin experimentar unespasmo de aprensión.

Kaempffer respiró profundamente por última vez, disimuló su an-siedad y abrió la puerta. El cabo que hacía las funciones de secretariodel general Hossbach se cuadró al instante. Era un hombre nuevo, yKaempffer se dio cuenta de que no le reconocía. Era comprensible;Kaempffer había pasado todo el año anterior en Auschwitz.

—El Sturmbannführer Kaempffer —fue todo lo que dijo, para queel joven continuara desde allí. El cabo giró sobre sus talones y sedirigió al despacho interior. Regresó al instante.

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—El Oberführer Hossbach le recibirá ahora, Herr mayor.Kampffer pasó rápidamente junto al cabo, y penetró en el despa-

cho de Hossbach para encontrarlo sentado al borde de su escritorio.—¡Ah, Erich! ¡Buenos días! —dijo Hossbach con una jovialidad

muy poco habitual—. ¿Café?—No, gracias, Wilhelm. —Había deseado una taza hasta aquel pre-

ciso momento, pero la sonrisa de Hossbach le puso inmediatamenteen guardia. Sintió un nudo donde había estado su estómago vacío.

—Muy bien, entonces. Pero quítate el abrigo y ponte cómodo.El calendario marcaba el mes de abril, pero todavía hacía frío en

Varsovia. Kaempffer llevaba la larga gabardina gris de las SS. Se laquitó, y también su gorra de oficial, y las colgó cuidadosamente delperchero en la pared, obligando a Hossbach a observarle y tal vez areparar en sus diferencias físicas. Hossbach era grueso, algo calvo ybien entrado en la cincuentena. Kaempffer era una década más jo-ven, con un cuerpo musculoso y la cabeza cubierta por un juvenilcabello rubio. Y Erich Kaempffer estaba ascendiendo.

—Felicidades, por cierto, por tu ascenso y tu nuevo destino. Ploies-ti es una verdadera perita en dulce.

—Sí. —Kaempffer trató de mantener un tono neutro—. Espero es-tar a la altura de la confianza que Berlín ha depositado en mí.

—Estoy seguro de que lo estarás.Kaempffer sabía que los buenos deseos de Hossbach eran tan va-

cíos como las promesas de reasentamiento que hacía a los judíospolacos. Hossbach había deseado el puesto de Ploiesti para sí, comotodos los oficiales de las SS. Las oportunidades de ascenso y enrique-cimiento personal para el comandante del mayor campo de concen-tración de Rumanía eran enormes. En la implacable lucha por el po-der librada en el seno de la enorme burocracia creada por HeinrichHimmler, donde uno mantenía siempre un ojo fijo en la espalda vul-nerable del hombre de delante, mientras usaba el otro para vigilarpor encima del hombro al de detrás, cualquier deseo sincero de éxitoera una fantasía.

En el silencio incómodo que siguió, Kaempffer estudió las paredesy reprimió una mueca despectiva al observar más cuadrados y rec-tángulos de color claro donde el ocupante anterior había colgado sustítulos y diplomas. Hossbach no había redecorado la oficina. Era muytípico de él tratar de dar la impresión de que estaba demasiado ata-reado con los asuntos de las SS para ocuparse de banalidades comohacer pintar las paredes. Una fachada demasiado obvia. Kaempfferno necesitaba hacer ostentación de su devoción a las SS. Todas sushoras estaban dedicadas a mejorar su posición en la organización.

Fingió estudiar el gran mapa de Polonia colgado en la pared, ta-

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chonado de agujas de colores que representaban concentraciones deindeseables. Había sido un año muy ocupado para el departamentode RSHA de Hossbach; su misión era hacer que la población judía dePolonia fuera transportada al «centro de reasentamiento» cerca delnudo ferroviario de Auschwitz. Kaempffer imaginó su futuro despa-cho en Ploiesti, con un mapa de Rumanía en la pared, decorado consus propias agujas. Ploiesti... No había duda de que la actitud jovialde Hossbach era un mal presagio. Algo había salido mal en algunaparte, y Hossbach iba a a aprovechar sus últimos días como oficialsuperior de Kaempffer para frotarle las narices en ello.

—¿Puedo serte de utilidad de algún modo? —preguntó finalmenteKaempffer.

—No a mí, sino al alto mando. Hay un pequeño problema en Ru-manía en este momento. Un inconveniente, de hecho.

—¿Oh?—Sí. Un pequeño destacamento del ejército regular estacionado

en los Alpes, al norte de Ploiesti, ha estado sufriendo algunas bajas,aparentemente debidas a la actividad de los partisanos locales, y eloficial desea abandonar su puesto.

—Eso es asunto del ejército. —Al mayor Kaempffer no le gustóaquello en absoluto—. No tiene nada que ver con las SS.

—Sí tiene que ver. —Hossbach tendió una mano hacia atrás ytomó un trozo de papel de su escritorio—. El alto mando envió esto aldespacho del Obergruppenführer Heydrich. Creo que es muy adecua-do que te lo pase a ti.

—¿Por qué es adecuado?—El oficial en cuestión es el capitán Klaus Woermann, sobre el

que llamaste mi atención hace cosa de un año por su negativa aalistarse en el Partido.

Kaempffer se permitió un instante de alivio cauteloso.—Y como yo estaré en Rumanía, esto entrará en mi jurisdicción.—Precisamente. Tu año de aprendizaje en Auschwitz debería

haberte enseñado no sólo a manejar un campo eficiente, sino tam-bién a ocuparte de los partisanos locales. Estoy seguro de que resol-verás el asunto rápidamente.

—¿Puedo ver el papel?—Desde luego.Kaempffer tomó la hoja y leyó las dos líneas. Luego volvió a leerlas.—¿Se decodificó correctamente?—Sí. Las palabras también me parecieron algo extrañas, de modo

que lo comprobé dos veces. Es correcto.Kaempffer leyó el mensaje de nuevo.

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Solicito traslado inmediato.

Algo está asesinando a mis hombres.

Un mensaje inquietante. Había conocido a Woermann durante laGran Guerra, y siempre lo recordaba como uno de los hombres másobstinados que había conocido. Y en aquella nueva guerra, como ofi-cial de la Reichswehr, Woermann se había negado repetidamente aalistarse en el Partido pese a las fuertes presiones. No era un hombreque abandonara una posición, estratégica o no, una vez se habíahecho cargo de ella. Algo debía ir muy mal para que solicitara untraslado.

Pero lo que preocupó todavía más a Kaempffer fueron las palabraselegidas. Woermann era inteligente y preciso. Sabía que el mensajepasaría por muchas manos en su recorrido para ser transcrito ydecodificado, y su intención debía ser transmitir algo al alto mandosin entrar en detalles.

¿Pero qué? La palabra «asesinando» implicaba un agente humanoconsciente. ¿Por qué, entonces, la había precedido con «algo»? Unacosa (un animal, una enfermedad, un desastre natural) podía matar,pero no asesinar.

—Estoy seguro de que no necesito decirte —estaba diciendo Hoss-bach— que, dado que Rumanía es un estado aliado y no un territorioocupado, será necesario mostrar algo de tacto...

—Soy muy consciente de ello.También sería necesario algo de tacto para manejar a Woermann.

Kaempffer tenía una vieja cuenta pendiente con él.Hossbach trató de sonreír, pero el intento se pareció más a una

mueca.—Todos en la RSHA, hasta el mismísimo general Heydrich, estare-

mos muy interesados en ver cómo manejas este asunto... antes dededicarte a tu tarea principal en Ploiesti.

Kaempffer no dejó de notar el énfasis en la palabra «antes», y labreve pausa que la había precedido. Hossbach iba a convertir aquellapequeña excursión a los Alpes en una prueba de fuego. Kaempffertenía que estar en Ploiesti al cabo de una semana; si no podía solu-cionar el problema de Woermann con la suficiente rapidez, la gentediría que tal vez no era el hombre adecuado para organizar el campode concentración de Ploiesti. No faltarían candidatos a ocupar sulugar.

Espoleado por una repentina sensación de urgencia, se levantó yse puso la gabardina y la gorra.

—No preveo ningún problema. Partiré al instante con dos peloto-nes de Einsatzkommandos. Si se puede arreglar un transporte aéreo

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y las conexiones de ferrocarril necesarias, podemos estar allí estanoche.

—¡Excelente! —dijo Hossbach, devolviendo el saludo a Kaempffer.—Dos pelotones deberían ser suficientes para acabar con unos

cuantos guerrilleros. —Se volvió y se encaminó a la puerta.—Más que suficientes, estoy seguro.El SS-Sturbannführer Kaempffer no oyó el comentario de despedi-

da de su superior. Otras palabras llenaban su mente: «Algo está ase-sinando a mis hombres».

PASO DE DINU, RUMANÍA28 de abril de 1941

13:22 horas

El capitán Klaus Woermann se dirigió a la ventana sur de su habita-ción en la torre de la fortaleza y escupió un chorro blanco en el aire.

Leche de cabra. ¡Puaj! Tal vez para hacer queso, pero no para beber.Mientras observaba cómo el líquido se disipaba en una nube de

gotas pálidas que se precipitaban hacia las rocas de abajo, a unostreinta metros de distancia, Woermann deseó una jarra rebosante debuena cerveza alemana. Lo único que deseaba más que la cerveza eramarcharse de aquella antesala del infierno.

Pero no podía ser. Por lo menos, todavía no. Irguió los hombros enun gesto típicamente prusiano. Era más alto que la media, y su cons-titución había sido más musculosa, pero empezaba a tender a la flac-cidez. Llevaba el cabello castaño oscuro muy corto; tenía unos ojosgrandes y también castaños, una nariz levemente torcida, rota en sujuventud, y una boca grande y capaz de sonreír ampliamente cuandoera apropiado. Su casaca gris estaba abierta hasta la cintura, permi-tiendo que asomara su pequeña barriga. Se la palmeó. Demasiadassalchichas. Cuando se sentía frustrado o insatisfecho, tendía a picarentre comidas, normalmente salchichas. Cuanto más frustrado e in-satisfecho se sentía, más comía. Estaba engordando.

La mirada de Woermann se posó sobre el pequeño pueblo rumanoal otro lado del barranco, tostándose tranquilamente al sol de la tar-de, a un mundo de distancia. Separándose de la ventana, se volvió yrecorrió la estancia, una habitación construida con bloques de pie-dra, muchos de ellos grabados con unas curiosas cruces de bronce yníquel. Había cuarenta y nueve cruces en aquella habitación, paraser exactos. Lo sabía. Las había contado varias veces durante losúltimos tres o cuatro días. Pasó junto a un caballete que sostenía uncuadro casi terminado, y junto a un escritorio lleno de papeles frentea la ventana opuesta, que daba al pequeño patio de la fortaleza.

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Abajo, los hombres fuera de servicio aguardaban en pequeños gru-pos, algunos hablando en voz baja, la mayoría huraños y silenciosos,todos ellos evitando las sombras crecientes. Se acercaba otra noche.Otro de ellos moriría.

Había un hombre sentado a solas en una esquina, tallando made-ra febrilmente. Woermann estudió el trozo de madera que iba adqui-riendo forma en manos del tallador: una tosca cruz. ¡Como si no hu-biera ya cruces suficientes!

Los hombres estaban asustados. Y también él. Cómo habían cam-biado las cosas en menos de una semana. Recordaba haber cruzadocon ellos las puertas de la fortaleza, como orgullosos soldados de laWehrmacht, el ejército que había conquistado Polonia, Dinamarca,Noruega, Holanda y Bélgica, y luego, tras arrojar al mar a los restosdel ejército británico en Dunquerque, había acabado con Francia entreinta y nueve días. Y aquel mismo mes, Yugoslavia había sido arra-sada en doce días, y Grecia en sólo veintiuno, según noticias del díaanterior. Nada podía resistírseles. Eran vencedores natos.

Pero aquello había sido la semana anterior. Era increíble lo queseis muertes horribles podían hacer a los conquistadores del mundo.Aquello le preocupaba. Durante la última semana, el mundo se habíareducido, hasta que para él y sus hombres pareció no existir nadamás que aquel pequeño castillo, aquella tumba de piedra. Habíantropezado con algo que desafiaba todos sus intentos de ponerle fin,que mataba y desaparecía, sólo para regresar y volver a matar. Esta-ban perdiendo las ganas de luchar.

Ellos... Woermann se dio cuenta de que ya no se incluía a sí mis-mo entre sus hombres. Él mismo había perdido las ganas de lucharen Polonia, cerca de la ciudad de Posnan... después de que las SSentraran en ella y le permitieran ver, en primera persona, el destinoque aguardaba a los «indeseables» tras el paso de la victoriosa Wehr-macht. Había protestado. Como resultado de ello, no había vuelto aentrar en combate. No le importaba. Aquel día había perdido todo elorgullo de considerarse uno de los conquistadores del mundo.

Abandonó la ventana y regresó al escritorio. Ignorando las fotogra-fías enmarcadas de su esposa y sus dos hijos, estudió el mensajedecodificado.

El SS-Sturmbannführer Kaempffer llegará hoy con los Ein-

satzkommandos asignados. Mantenga su posición actual.

¿Por qué un oficial de las SS? Aquélla era una posición del ejércitoregular. Por lo que él sabía, las SS no tenían nada que ver con él, nicon la fortaleza, ni con Rumanía. Pero había muchas cosas en aque-

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lla guerra que no comprendía. ¡Y precisamente Kaempffer! Un solda-do despreciable, pero sin duda un oficial de las SS ejemplar. ¿Por quéallí? ¿Y por qué con Einsatzkommandos? Eran pelotones de extermi-nio. Soldados de la Calavera. Músculo de campo de concentración.Especialistas en matar civiles desarmados. Era su trabajo lo que ha-bía presenciado junto a Posnan. ¿Por qué venían?

Civiles desarmados... Su mente repitió aquellas palabras y, al ha-cerlo, una sonrisa trepó lentamente por las comisuras de sus labios,sin llegar a sus ojos.

Que vinieran las SS. Woermann estaba convencido de que habíaalguna especie de civil desarmado en el origen de las muertes de lafortaleza. Pero no del tipo indefenso y aterrado al que las SS estabanhabituadas. Que vinieran. Que probaran el terror que tanto les gus-taba inspirar. Que aprendieran a creer en lo increíble.

Woermann creía. Una semana antes, la sola idea le hubiera hechoreír. Pero cuanto más se acercaba el sol al horizonte, más firmementecreía... y temía.

Todo en una semana. Había habido preguntas sin respuesta a sullegada a la fortaleza, pero nada de terror. Una semana. ¿Eso eratodo? Le parecía que habían transcurrido siglos desde que puso porprimera vez los ojos sobre la fortaleza...

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«En resumen: la refinería de Ploiesti cuenta con una protecciónnatural relativamente buena por el norte. El paso de Dinu através de los Alpes Transilvanos constituye la única amenaza,y es de muy poca importancia. Como se detalla en este informe,la escasa población y las condiciones del clima primaveral en elpaso hacen que sea teóricamente posible para una fuerza ar-mada de buen tamaño avanzar sin ser vista desde las estepasrusas del suroeste, cruzar el sur de los Cárpatos y el paso deDinu para emerger de las montañas apenas a treinta kilóme-tros al noroeste de Ploiesti, con sólo llanuras entre ella y loscampos petrolíferos.

A causa de la vital importancia del petróleo suministradopor Ploiesti, y hasta la puesta en marcha de la operación Bar-barroja, se recomienda situar una pequeña fuerza de vigilanciaen el paso de Dinu. Como se menciona en el informe, existeuna antigua fortificación en mitad del paso que debería serviradecuadamente como base para los centinelas.»

Análisis para la defensa de Ploiesti, Rumanía, presentado alalto mando de la Reichswehr el 1 de abril de 1941

PASO DE DINU, RUMANÍAMartes, 22 de abril

12:08 horas

«Aquí no existen los días largos, sea cual sea la época del año», pensóWoermann mientras contemplaba las empinadas paredes montaño-sas que se elevaban más de trescientos metros a cada lado del paso.El sol tenía que ascender un arco de treinta grados antes de poderseasomar por encima de la pared este, y sólo podía recorrer noventagrados en el cielo antes de perderse de vista de nuevo.

Los lados del paso de Dinu eran increíblemente empinados, tancerca de la verticalidad como podían estarlo unas paredes montaño-

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sas sin desequilibrarse y venirse abajo; una extensión desolada delosas serradas y afiladas, con estrechas cornisas y caídas vertigino-sas, interrumpidas de vez en cuando por montones cónicos de piza-rra desmenuzada. Pardo y gris, arcilla y granito, aquéllos eran loscolores, intercalados con fragmentos de verde. Árboles bajos, desnu-dos al empezar la primavera, con los troncos nudosos y retorcidospor el viento, aferrados precariamente a la ladera gracias a la tenaci-dad de sus raíces, que habían logrado encontrar puntos débiles en laroca. Se agarraban como escaladores exhaustos, demasiado fatiga-dos para avanzar arriba o abajo.

Tras el coche de mando, Woermann podía oír el zumbido de losdos camiones que llevaban a sus hombres, y por detrás el traqueteotranquilizador del furgón de provisiones, con su comida y sus armas.Los cuatro vehículos avanzaban en fila india a lo largo de la paredoeste del paso, donde una cornisa natural de la roca se había emplea-do como carretera durante siglos. El Dinu era un paso de montañaestrecho, de sólo un kilómetros de anchura a lo largo de casi todo sutrayecto serpenteante entre los Alpes Transilvanos, la zona menosexplorada de Europa. Woermann miró con nostalgia a su derecha, endirección al fondo del paso, a veinte metros por debajo de él, llano,verde y con caminos en el centro. El viaje hubiera sido más cómodo ycorto por allí, pero sus órdenes especificaban que su destino era in-accesible para los vehículos desde el fondo del paso. Tenían que to-mar la carretera de la montaña.

¿Carretera? Woermann resopló. Aquello no era una carretera. Éllo hubiera clasificado como un camino o, más propiamente, una cor-nisa. No era una carretera. Al parecer, los rumanos de la zona nocreían en el motor de combustión interna, y no habían preparado elterritorio para el paso de vehículos que lo utilizaran.

El sol desapareció de repente. Un trueno horrísono, un relámpa-go, y empezó a llover de nuevo. Woermann blasfemó. Otra tormenta.El tiempo allí era enloquecedor. Los chubascos barrían repetidamen-te las paredes del paso, lanzando rayos en todas direcciones, amena-zando con derribar las montañas con sus truenos, y derramando to-rrentes de lluvia, como si quisieran soltar lastre para elevarse porencima de los picos y escapar. Y luego desaparecían tan bruscamentecomo habían llegado. Igual que aquél.

Se preguntó cómo era posible que alguien pudiera desear vivir allí.Las cosechas eran pobres; proporcionaban lo suficiente para subsis-tir y poco más. Las cabras y ovejas parecían vivir bien, gracias a ladura hierba de abajo y el agua clara de las cumbres. Pero, ¿por quéescoger un lugar como aquél para vivir?

Woermann vio la fortaleza por primera vez cuando la columna pa-

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saba entre un pequeño rebaño de cabras concentradas en una curvaparticularmente cerrada del camino. Inmediatamente percibió algoextraño en ella, pero era una extrañeza benigna. Diseñada como uncastillo, no se la consideraba como tal a causa de su pequeño tama-ño. De modo que se la llamaba fortaleza. Carecía de nombre, lo queera peculiar. Supuestamente, tenía varios siglos de antigüedad, peroparecía que la última piedra se hubiera colocado el día anterior. Dehecho, su primer pensamiento fue que en algún lugar habían tomadoun desvío equivocado. Aquélla no podía ser la fortificación abandona-da de quinientos años de antigüedad que debían ocupar. Ordenó quela columna se detuviera, comprobó el mapa y confirmó que efectiva-mente aquél iba a ser su nuevo puesto de mando. Volvió a estudiar eledificio.

Siglos atrás, una gran losa de piedra había emergido en la paredoeste del paso. A su alrededor corría un desfiladero, por el que fluíaun riachuelo helado que parecía surgir del interior de la montaña. Lafortaleza descansaba sobre aquella losa. Sus murallas eran lisas, deunos trece metros de altura, construidas con bloques de granito, quese fundían sin solución de continuidad con el granito de la ladera dedetrás, la obra del hombre conjuntada con la de la naturaleza. Pero lacaracterística más sobresaliente de la pequeña fortaleza era la torresolitaria que formaba su lado principal. Era de techo plano y domi-naba el centro del paso. Al menos había cincuenta metros desde suparapeto almenado hasta el suelo rocoso del desfiladero. Tal era lafortaleza. Una construcción de otra época. Una visión agradable,que les aseguraba un alojamiento seco durante su vigilancia delpaso.

Pero era extraño que pareciera tan nueva...Woermann dirigió una inclinación de cabeza al hombre sentado

junto a él en el coche y empezó a plegar el mapa. Su nombre eraOster, un sargento, el único sargento en el mando de Woermann.Hacía también las funciones de conductor. Oster hizo una señal conla mano izquierda, y el coche se puso en marcha, seguido por losotros tres vehículos. La carretera, o mejor dicho, el camino, se ensan-chó cuando doblaron la curva por completo, y desembocó en un di-minuto pueblo de montaña al sur de la fortaleza, justo al otro lado delpaso.

Mientras seguían la carretera hacia el centro del pueblo, Woermanndecidió que aquella palabra tampoco era adecuada. Aquello no era unpueblo en el sentido alemán del término; era más bien una agrupa-ción de cabañas con paredes de estuco y techos de pizarra, todas deun solo piso a excepción de la que se encontraba al extremo norte.Estaba a la derecha, tenía una segunda planta y un cartel en la fa-

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chada. No entendía el rumano, pero tuvo la sensación de que se tra-taba de una especie de posada. Woermann no podía imaginar quéfalta hacía allí una posada. ¿Quién podía querer viajar hasta allí?

A unas decenas de metros más allá del pueblo, el camino termina-ba al borde del precipicio. Desde allí, una pasarela de madera sopor-tada por columnas de piedra recorría los setenta metros de anchuradel precipicio, proporcionando a la fortaleza su única conexión con elmundo. La única otra forma posible de entrar consistiría en escalar laslisas murallas de piedra desde abajo, o deslizarse y descender más detrescientos metros de montaña igualmente empinada desde arriba.

El experto ojo militar de Woermann sopesó inmediatamente el va-lor estratégico de la fortaleza. Un puesto de vigilancia excelente. Todala extensión del paso de Dinu sería visible desde la torre y, desde lasmurallas de la fortaleza, cincuenta hombres podrían contener a todoun batallón de rusos. No es que los rusos fueran a invadir a través delpaso de Dinu, pero... ¿quién era él para cuestionar al alto mando?

Había otra mirada en Woermann que también estudiaba la fortale-za a su modo. Una mirada de artista, de amante de los paisajes: ¿de-bía emplear acuarelas, o confiar en el óleo para reflejar aquel airemelancólico y vigilante? El único modo de descubrirlo sería emplearlas dos técnicas. Tendría mucho tiempo libre durante los meses si-guientes...

—Y bien, sargento —dijo a Oster mientras se detenían al borde delpuente—, ¿qué opinas de tu nuevo hogar?

—No es gran cosa, señor.—Acostúmbrate. Probablemente pasarás aquí el resto de la guerra.—Sí, señor.Notando una tensión poco característica en las respuestas de Oster,

Woermann dirigió una mirada a su sargento, un hombre moreno ydelgado, más o menos de la mitad de edad que Woermann.

—Tampoco queda mucha guerra, sargento. Cuando salimos, reci-bí la noticia de que Yugoslavia se ha rendido.

—¡Señor, debería habérnoslo dicho! ¡Nos hubiera levantado lamoral!

—¿Tanto necesitáis que os la levanten?—Todos preferiríamos estar en Grecia en este momento, señor.—Allí no hay nada más que licor espeso, carne dura y bailes extra-

ños. No os gustaría.—Para luchar, señor.—Oh, eso.Woermann se había dado cuenta de que el lado burlón de su men-

te afloraba a la superficie cada vez con más frecuencia durante el añoanterior. Era una característica poco envidiable en un oficial alemán,

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y potencialmente peligrosa en uno que nunca había sido nazi. Perotambién era su única defensa contra la creciente frustración por elrumbo de la guerra y de su carrera. El sargento Oster no llevaba conél el tiempo suficiente para darse cuenta de ello. Pero lo comprende-ría con el tiempo.

—Cuando llegarais allí, sargento, los combates ya habrían termi-nado. Supongo que los griegos se rendirán esta misma semana.

—Señor, todos pensamos que podríamos hacer más por el Führerallí que en estas montañas.

—No olvides que la voluntad de tu Füher es que nos hayan desti-nado aquí. —Observó con satisfacción que la expresión «tu Führer»había pasado desapercibida para Oster.

—Pero, ¿por qué, señor? ¿De qué sirve todo esto?Woermann empezó su recitado:—El alto mando considera que el paso de Dinu es una conexión

directa entre las estepas rusas y los campos petrolíferos que vimos enPloiesti. Si las relaciones entre Rusia y el Reich llegaran a deteriorar-se, los rusos podrían decidir lanzar un ataque sorpresa contra Ploies-ti. Y sin ese petróleo, la movilidad de la Wehrmacht se vería seria-mente reducida.

Oster escuchó pacientemente, pese a que debía haber oído la ex-plicación una docena de veces y de que había recitado también suversión de la misma historia a los hombres del destacamento. PeroWoermann sabía que no le había convencido. No lo criticaba; cual-quier soldado razonablemente inteligente se haría preguntas. Osterllevaba en el ejército el tiempo suficiente para saber que era muypoco habitual poner a un oficial veterano y experimentado al frentede cuatro pelotones de infantería sin segundo oficial, y luego enviar atodo el destacamento a un paso aislado en las montañas de un esta-do aliado. Era una misión para un teniente bisoño.

—Pero los rusos tienen petróleo suficiente, señor, y hemos firma-do un tratado con ellos.

—¡Claro! ¡Qué estúpido he sido al olvidarlo! Ya nadie rompe tratados.—No creerá que Stalin se atrevería a traicionar al Führer, ¿verdad?Woermann ahogó la réplica que le vino inmediatamente a la men-

te: «No si tu Führer puede traicionarlo antes».Oster no lo hubiera entendido. Como la mayoría de los miembros

de la generación de la posguerra, había llegado a identificar el interésdel pueblo alemán con la voluntad de Adolf Hitler. Se había sentidoinspirado, inflamado por aquel hombre. Woermann era demasiadoviejo para aquellas ilusiones. Había cumplido cuarenta y un años elmes anterior. Había presenciado el ascenso de Hitler desde las cerve-cerías a la cancillería, y luego a la divinidad. Nunca le había gustado.

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Era cierto que Hitler había unido al país y lo había vuelto a poneren el camino de la victoria y el amor propio, algo por lo que ningúnalemán leal podría criticarle. Pero Woermann nunca había confiadoen Hitler, un austriaco que se rodeaba de bávaros; todos alemanesdel sur. Ningún prusiano confiaría en aquellos sureños. Había algosiniestro en ellos. Lo que Woermann había presenciado en Posnan lehabía demostrado hasta qué punto eran siniestros.

—Ordena a los hombres que bajen y estiren las piernas —dijo,ignorando la última pregunta de Oster. Había sido una pregunta re-tórica, de todos modos—. Inspeccionad el puente y aseguraos deque puede sostener los vehículos mientras voy a echar un vistazo alinterior.

Mientras recorría la pasarela, Woermann pensó que los tablones pa-recían muy resistentes. Miró por encima del borde, hacia las rocas yel agua del fondo. Estaban muy abajo; al menos, a veinte metros. Lomejor sería que los camiones y el furgón cruzaran vacíos, a excepciónde los conductores, y de uno en uno.

Las pesadas puertas de madera en la entrada de la fortaleza esta-ban abiertas de par en par, igual que los postigos de casi todas lasparedes y la torre. El lugar parecía estarse aireando. Woermann cru-zó las puertas y entró en el patio empedrado. Era fresco y tranquilo.Observó que la fortaleza tenía una sección en la parte de atrás, apa-rentemente excavada en la montaña, en la que no había reparadodesde el puente.

Se volvió lentamente. La torre se cernía sobre él. Estaba rodeadode muros grises por todas partes. Se sintió como si se encontrara enbrazos de una gran bestia dormida a la que no se atrevía a despertar.

Entonces vio las cruces. Las paredes interiores del patio estabansembradas de cientos, miles de cruces. Todas del mismo tamaño yforma, todas del mismo tipo poco habitual: el palo vertical medía unosveinticinco centímetros, era cuadrado en la parte superior y con unreborde en la base, y el horizontal medía unos veinte centímetros ytenía una pequeña elevación a cada extremo. Pero lo más curioso eralo altos que estaban los palos horizontales sobre los verticales; dehaberlos elevado un poco más, la cruz se hubiera convertido en una T.

Woermann las encontró vagamente inquietantes: había algo si-niestro en ellas. Se dirigió a la cruz más cercana y pasó una manosobre su suave superficie. El palo vertical era de bronce, y el horizon-tal de níquel, hábilmente incrustados en la superficie del bloque depiedra.

Volvió a mirar a su alrededor. Había alguna otra cosa que le in-quietaba. Faltaba algo. Entonces se dio cuenta: los pájaros. No había

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palomas en las paredes. Los castillos alemanes estaban llenos depalomas, que construían sus nidos en todos los rincones y grietas.No pudo distinguir ni un solo pájaro en ningún lugar de las murallas,las ventanas o la torre.

Oyó un sonido detrás de él y se volvió bruscamente, levantando lafunda de la cartuchera y apoyando la palma en la culata de su Luger.El gobierno rumano podía ser aliado del Reich, pero Woermann eramuy consciente de que había facciones en el país que no lo eran. ElPartido Nacional Campesino, por ejemplo, era fanáticamente anti ale-mán; había perdido el poder, pero seguía activo. Era posible que hu-biera grupos escindidos ocultos allí en los Alpes, esperando la opor-tunidad de matar a unos cuantos alemanes.

El sonido se repitió con más fuerza. Unos pasos relajados, que nopretendían ser cautelosos. Procedían de una puerta en la parte trase-ra de la fortaleza y, mientras Woermann observaba, un hombre deunos treinta años vestido con un cojoc de piel de oveja apareció en laabertura. No vio a Woermann. Llevaba una paleta llena de cementoen la mano. Se agachó, de espaldas a Woermann, y empezó a arreglarparte del estucado junto al marco de la puerta.

—¿Qué hace usted aquí? —ladró Woermann. Sus órdenes le ha-bían dado a entender que la fortaleza estaba desierta.

Sobresaltado, el albañil pegó un salto y se volvió. La ira de surostro desapareció bruscamente cuando reconoció el uniforme y com-prendió que le habían hablado en alemán. Murmuró algo ininteligi-ble, sin duda en rumano. Woermann comprendió con irritación quetendría que encontrar un intérprete o aprender algo del idioma si ibaa pasar una buena temporada allí.

—¡Hable en alemán! ¿Qué está haciendo aquí!El hombre sacudió la cabeza con una mezcla de miedo e indeci-

sión. Levantó el dedo índice, en petición de espera, y gritó algo quesonó como «¡Papa!». Se abrió un postigo en el piso de arriba, y unhombre mayor con la cabeza cubierta con una caciula de lana seasomó a una de las ventanas de la torre y miró hacia abajo. El puñode Woermann aumentó su presión sobre la culata de su Luger mien-tras los dos rumanos conversaban brevemente. Luego el anciano gri-tó en alemán:

—Ahora bajo, señor.Woermann asintió y se relajó. Volvió a acercarse a una de las cru-

ces y la examinó. Bronce y níquel; casi parecían oro y plata.—Hay dieciséis mil ochocientas siete cruces incrustadas en los

muros de esta fortaleza —dijo una voz detrás de él. El acento erafuerte, y las palabras forzadas.

Woermann se volvió.

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—¿Las ha contado? —Calculó que el hombre tendría unos cin-cuenta años. Había un fuerte parecido entre él y el joven albañil alque había asustado. Ambos vestían con idénticas camisas y calzas decampesino, a excepción del sombrero de lana del anciano—. ¿O sim-plemente es algo que dice a todos sus clientes?

—Me llamo Alexandru —dijo el hombre secamente, inclinándose unpoco—. Mis hijos y yo trabajamos aquí. Y no hacemos visitas guiadas.

—Eso cambiará dentro de un momento. Pero antes... Me habíandicho que la fortaleza estaba vacía.

—Lo está cuando nos vamos a casa por la noche. Vivimos en elpueblo.

—¿Dónde está el propietario?Alexandru se encogió de hombros.—No tengo ni idea.—¿Quién es?Otro encogimiento de hombros.—No lo sé.—¿Quién le paga, entonces? —Aquello era exasperante. ¿Acaso

aquel hombre no sabía hacer nada más que encogerse de hombros ydecir que no lo sabía?

—El posadero. Alguien le trae dinero dos veces al año, inspeccionala fortaleza, toma notas y se va. El posadero nos paga cada mes.

—¿Quién les dice lo que tienen que hacer?Woermann esperaba que el hombre volviera a encogerse de hom-

bros, pero no lo hizo.—Nadie. —Alexandru se irguió y habló con tranquila dignidad—.

Nosotros lo hacemos todo. Nuestras instrucciones son mantener lafortaleza como nueva. Eso es todo lo que debemos saber. Hacemostodo lo que es necesario hacer. Mi padre se pasó la vida haciéndolo,como su padre antes que él, y así sucesivamente. Mis hijos continua-rán después de mí.

—¿Se pasan la vida entera manteniendo este edificio? ¡No puedocreerlo!

—Es más grande de lo que parece. Los muros que ve a su alrede-dor tienen habitaciones en su interior. Hay corredores llenos de habi-taciones debajo de nosotros, en el sótano, y excavados en la montañade aquí detrás. Siempre hay algo que hacer.

La mirada de Woermann recorrió las oscuras paredes, medio enpenumbra, y regresó al patio, ya sumido en las sombras pese a que latarde acababa de empezar. ¿Quién había construido la fortaleza? ¿Yquién pagaba para mantenerla en tan perfectas condiciones? No te-nía sentido. Contempló las sombras, y se le ocurrió que, de habersido el constructor de la fortaleza, la hubiera situado al otro lado del

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paso, con una orientación suroeste, donde podría aprovechar mejorla luz y el calor del sol. En su situación actual, la noche tenía quellegar siempre temprano a aquel lugar.

—Muy bien —dijo a Alexandru—. Podéis continuar con vuestraslabores de mantenimiento cuando nos hayamos instalado. Pero tú ytus hijos deberéis avisar a los centinelas al entrar y salir. —Vio que elotro hombre sacudía la cabeza—. ¿Qué sucede?

—No pueden quedarse aquí.—¿Y por qué no?—Está prohibido.—¿Quién lo prohíbe?Alexandru se encogió de hombros.—Siempre ha sido así. Tenemos que mantener la fortaleza y ocu-

parnos de que nadie entre.—Y, por supuesto, siempre lo habéis conseguido. —La gravedad

del anciano le divirtió.—No. No siempre. Ha habido ocasiones en que algún viajero se ha

quedado contra nuestros deseos. No ofrecemos resistencia; no nospagan para luchar. Pero nunca se quedan más de una noche. Lamayoría ni siquiera resisten tanto tiempo.

Woermann sonrió. Lo había estado esperando. Un castillo desier-to, aunque fuera tan pequeño como aquél, tenía que estar encantado.Por lo menos, daría a los hombres un tema de conversación.

—¿Qué los empuja a marcharse? ¿Gemidos? ¿Espectros portandocadenas?

—No... No hay fantasmas aquí, señor.—¿Muertes, entonces? ¿Asesinatos horribles? ¿Suicidios? —Woer-

mann empezaba a divertirse—. También tenemos unos cuantos cas-tillos en Alemania, y no hay ninguno al que le falte su historia deterror para contar junto al fuego.

Alexandru nego con la cabeza.—Nunca ha muerto nadie aquí. Al menos, que yo sepa.—Entonces, ¿qué es? ¿Qué es lo que expulsa a los visitantes tras

una sola noche?—Los sueños, señor. Pesadillas. Y siempre las mismas, según ten-

go entendido; algo relacionado con encontrarse atrapado en una pe-queña habitación sin puerta, ventanas ni luces... una oscuridad to-tal... y frío... mucho frío... y algo en la oscuridad... algo más frío que laoscuridad... y hambriento.

Woermann sintió el principio de un escalofrío en los hombros y laespalda mientras escuchaba. Tenía el propósito de preguntar a Ale-xandru si había pasado alguna vez la noche en la fortaleza, pero lamirada en los ojos del rumano mientras hablaba fue respuesta sufi-

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ciente. Sí, Alexandru había pasado una noche en la fortaleza. Perosólo una vez.

—Quiero que esperéis aquí hasta que mis hombres hayan cruzadoel puente —dijo, sacudiéndose el escalofrío—. Entonces puedes en-señarme el lugar.

El rostro de Alexandru era un estudio de frustración e impotencia.—Es mi deber, Herr capitán —dijo con firmeza y dignidad—, infor-

marle de que no se permiten habitantes en la fortaleza.Woermann sonrió, pero sin desprecio ni condescendencia. Com-

prendía el sentido del deber del otro hombre, y lo respetaba.—Estamos advertidos. Te enfrentas al ejército alemán, una fuerza

a la que no puedes resistir, de modo que tienes que resignarte. Pue-des considerar que has cumplido con tu deber.

A continuación, Woermann se volvió y se dirigió a la puerta. Aúnno había visto pájaros. ¿Acaso también soñaban?

¿Acaso anidaban allí durante una sola noche para luego no volverjamás?

El coche de mando y los tres camiones descargados cruzaron el puentey aparcaron en el patio sin incidentes. Los hombres los siguieron apie, cargados con su propio equipaje, y regresaron al otro lado deldesfiladero para empezar a transportar a mano el contenido del fur-gón de aprovisionamiento: comida, generadores y armas anti tanque.

Mientras el sargento Oster se encargaba de los detalles, Woermannsiguió a Alexandru en una rápida visita a la fortaleza. La cantidad decruces idénticas de bronce y níquel incrustadas a intervalos regula-res en las piedras de todos los pasillos, habitaciones y paredes conti-nuó sorprendiéndolo. Y las habitaciones... parecían estar por todaspartes; en el interior de los muros que rodeaban el patio, debajo deéste, en la sección trasera, en la torre de vigilancia. La mayoría eranpequeñas, y todas estaban sin amueblar.

—Cuarenta y nueve habitaciones en total, contando las de la torre—dijo Alexandru.

—Un número extraño, ¿no crees? ¿Por qué no lo redondearíanhasta cincuenta?

Alexandru se encogió de hombros.—¿Quién sabe?Woermann rechinó los dientes. «Si vuelve a encogerse de hombros...»Caminaban por encima de una de las murallas, que partía de la

torre en diagonal y regresaba a la montaña. Woermann observó quetambién había cruces incrustadas en el parapeto. Se le ocurrió unapregunta.

—No recuerdo haber visto cruces en la parte exterior de las murallas.

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—No hay ninguna. Sólo en el interior. Y mire esos bloques. Enca-jan perfectamente. No hizo falta ni un gramo de cemento para unir-los. Todas las paredes de la fortaleza están construidas del mismomodo. Es un arte perdido.

A Woermann no le importaban los bloques de piedra. Señaló lamuralla bajo sus pies.

—¿Dices que hay habitaciones aquí debajo?—Dos niveles de habitaciones en cada muralla, cada una con una

ventana al exterior, y una puerta que da a un pasillo que conduce alpatio.

—Excelente. Servirán de barracones. Ahora vamos a la torre.La torre de vigilancia era poco usual. Tenía cinco pisos, cada uno

de ellos con un par de habitaciones que ocupaban toda la planta aexcepción del espacio necesario para una puerta que daba a un pe-queño rellano abierto. Una empinada escalera de piedra ascendía enzigzag por la superficie interior de la pared norte de la torre.

Jadeante tras el ascenso, Woermann se inclinó sobre el parapetoque rodeaba el tejado de la torre, y contempló la larga extensión delpaso de Dinu visible desde la fortaleza. Pudo localizar el mejor empla-zamiento para sus rifles anti tanque. Tenía poca fe en la efectividadde los proyectiles Panzerbuchse de calibre treinta y ocho y siete connoventa y dos milímetros que le habían entregado, pero tampoco es-peraba tener que usarlos. Ni los morteros. Pero los instalaría de todasformas.

—Muy pocas cosas pueden pasar por aquí sin ser vistas —dijo,hablando para sí.

Alexandru le replicó de modo inesperado.—Excepto con la niebla de primavera. Todo el paso se llena de

niebla cada noche en primavera.Woermann tomó nota mental. Los centinelas tendrían que mante-

ner las orejas bien abiertas, además de los ojos.—¿Dónde están los pájaros? —preguntó. Le preocupaba no haber

visto ninguno todavía.—Nunca he visto un pájaro en la fortaleza —dijo Alexandru—.

Nunca.—¿Y no te parece extraño?—La propia fortaleza es extraña, Herr capitán, con las cruces y

todo eso. Dejé de intentar entenderla cuando tenía diez años. Simple-mente, está aquí.

—¿Quién la construyó? —preguntó Woermann, y se volvió para notener que ver el encogimiento de hombros que sabía que se avecinaba.

—Pregúntelo a cinco personas distintas y le darán cinco respues-tas. Todas diferentes. Algunos dicen que fue uno de los antiguos se-

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ñores de Valaquia, algunos un turco rebelde, e incluso hay quienafirma que fue construida por un papa. ¿Quién puede saberlo conseguridad? La verdad puede desaparecer y la fantasía adquirir mu-chas formas diferentes en cinco siglos.

—¿De veras crees que se tarda tanto tiempo? —dijo Woermann,echando un último vistazo al paso antes de volverse. «Puede ocurriren cuestión de pocos años».

Cuando llegaron al patio, el sonido de los martillos llevó a Alexan-dru hacia el corredor que recorría la pared interior de la muralla sur.Woermann lo siguió. Cuando Alexandru vio que los hombres golpea-ban las paredes, corrió a verlos más de cerca, y luego regresó junto aWoermann a toda prisa.

—¡Herr capitán, están clavando estacas entre las piedras! —gritó,retorciendo las manos mientras hablaba—. ¡Deténgalos! ¡Van a arrui-nar las paredes!

—¡Tonterías! Esas «estacas» no son más que clavos, y sólo pone-mos uno cada tres metros o así. Tenemos dos generadores, y los hom-bres están instalando luces. El ejército alemán no puede vivir a la luzde las antorchas.

Mientras avanzaban por el corredor, vieron a un soldado arrodilla-do en el suelo y tratando de clavar su bayoneta en uno de los bloquesde la pared. Alexandru se inquietó todavía más.

—¿Y él? —dijo el rumano en un áspero susurro—. ¿También estácolgando luces?

Woermann se movió rápidamente y en silencio hasta situarse di-rectamente detrás del atareado soldado. Mientras observaba cómo elhombre hurgaba en una de las cruces incrustadas con la punta de supesada hoja, Woermann sintió que temblaba y le invadía un sudorfrío.

—¿Quién le ha asignado esta misión, soldado?El soldado se sobresaltó y dejó caer la bayoneta. Su rostro tenso

palideció al ver a su comandante detrás de él. Se puso en pie.—¡Responda! —gritó Woermann.—Nadie, señor. —Adoptó la posición de firmes, con la mirada al

frente.—¿Cuál era su misión?—Ayudar a colgar las luces, señor.—¿Y por qué no lo está haciendo?—No tengo excusa, señor.—No soy un sargento de maniobras, soldado. Quiero saber qué

tenía en mente cuando decidió actuar como un vándalo cualquieraen vez de como un soldado alemán. ¡Responda!

—Oro, señor —dijo el soldado en tono contrito. Sonaba estúpido, y

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era evidente que lo sabía—. He oído decir que este castillo se constru-yó para ocultar un tesoro papal. Y todas estas cruces, señor... pare-cen de oro y plata. Sólo estaba...

—Estaba descuidando su misión, soldado. ¿Cómo se llama?—Lutz, señor.—Bien, soldado Lutz, éste ha sido un día provechoso para usted.

No sólo ha aprendido que las cruces están hechas de bronce y níquelen vez de oro y plata, sino que ha conseguido un puesto en la primeraguardia durante toda la semana. Preséntese al sargento Oster cuan-do haya terminado con las luces.

Mientras Lutz envainaba su bayoneta caída y se alejaba, Woermannse volvió a Alexandru, para encontrarlo pálido y tembloroso.

—¡Nadie debe tocar las cruces! —dijo el rumano—. ¡Nunca!—¿Y por qué no?—Porque siempre ha sido así. Nada debe ser alterado en la fortale-

za. Por eso trabajamos. ¡Y por eso no deben quedarse aquí!—Buenos días, Alexandru —dijo Woermann en un tono que espe-

raba que marcaría el fin de la discusión. Comprendía la situación delotro hombre, pero su deber era más importante.

Al volverse, oyó la voz plañidera de Alexandru detrás de él.—¡Por favor, Herr capitán! ¡Dígales que no toquen las cruces! ¡Que

no toquen las cruces!Woermann decidió hacerlo. No por Alexandru, sino porque no po-

día explicar el terror sin nombre que le había invadido al ver a Lutzhurgar en la cruz con su bayoneta. No era sólo intranquilidad, sinomás bien un terror frío y enfermizo que se había enroscado con fuer-za en torno a su estómago. Y no podía imaginar por qué.

Era tarde cuando Woermann se tumbó agradecido en su saco de dor-mir sobre el suelo de su habitación. Había escogido para sí el tercerpiso de la torre; se encontraba por encima de las murallas y el ascen-so no era demasiado arduo. La habitación delantera serviría de des-pacho, y la trasera, más pequeña, de alojamiento personal. Las dosventanas de delante (aberturas rectangulares y sin cristales en lapared exterior, flanqueadas por postigos de madera) le proporciona-ban una buena vista de casi todo el paso, y también del pueblo; ypodía controlar el patio gracias al par de ventanas traseras.

Los postigos estaban abiertos a la noche. Había apagado las lucesy pasado un momento tranquilo en las ventanas, observando la capade niebla que ondulaba suavemente y oscurecía el desfiladero. Aldesaparecer el sol, el aire frío había empezado a descender de lascumbres, mezclándose con el aire húmedo del fondo del paso, queaún retenía algo del calor diurno. El resultado era aquel río blanco de

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niebla. La escena estaba iluminada sólo por las estrellas, pero undespliegue de estrellas tan magnífico como sólo podía verse en lasmontañas. Al contemplarlas, Woermann pensó que casi comprendíael movimiento delirante de la Noche estrellada de Van Gogh. El silen-cio era interrumpido sólo por el zumbido grave de los generadoressituados al otro extremo del patio. Era una escena intemporal, y Woer-mann la disfrutó hasta que empezó a cabecear.

Una vez en su saco, le costó conciliar el sueño pese a su fatiga.Sus pensamientos volaban en todas direcciones: hacía frío, pero no elsuficiente para encender fuegos... Tampoco había leña, de todos mo-dos... El calor no sería un problema con la llegada del verano... Ytampoco el agua, pues habían encontrado cisternas llenas en el suelodel sótano, alimentadas continuamente por una corriente subterrá-nea... La higiene siempre era un problema... ¿Cuánto tiempo pasa-rían allí? ¿Debía dejar dormir mañana a los hombres después dellargo día que habían tenido? Tal vez Alexandru y sus hijos podríanconstruir camastros para él y sus hombres, de modo que no tuvieranque dormir sobre el frío suelo de piedra... especialmente si todavíaestaban allí en los meses de otoño e invierno... si la guerra durabatanto tiempo...

La guerra... Parecía muy lejana. La idea de renunciar a su puestovolvió a cruzar por su mente. Durante el día podía escapar a ella, peroen la oscuridad, cuando estaba a solas consigo mismo, el pensamientoregresaba y se instalaba sobre su pecho, exigiendo su atención.

No podía dimitir en aquel momento, con el país todavía en guerra.Especialmente mientras estuviera destinado en aquellas montañasdesoladas, a merced de los políticos de Berlín. Aquello significaríaponerse en sus manos. Sabía lo que pensaban: alístate en el Partidoo no entrarás en combate; alístate en el Partido o te haremos caer endesgracia con misiones absurdas como hacer de centinela en los Al-pes Transilvanos; alístate en el Partido o renuncia.

Tal vez renunciaría después de la guerra. Aquella primavera mar-caría su vigésimo quinto año en el ejército. Y, tal como iban las cosas,tal vez un cuarto de siglo era suficiente. Sería bueno estar todos losdías en casa con Helga, pasar algo de tiempo con los chicos, y practi-car sus habilidades pictóricas con los paisajes prusianos.

De todos modos... el ejército había sido su hogar durante muchotiempo, y no podía evitar creer que el ejército alemán sobreviviría aaquellos nazis. Si conseguía resistir el tiempo suficiente...

Abrió los ojos y sólo vio oscuridad. Aunque la pared frente a élestaba perdida en las sombras, casi podía distinguir las cruces in-crustadas en los bloques de piedra. No era un hombre religioso, peroencontró un consuelo inexplicable en su presencia.

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Lo que le recordó el incidente de aquella tarde en el corredor. Pormucho que lo intentara, Woermann no podía librarse por completodel terror que le había invadido al ver a aquel soldado (¿cómo sellamaba? ¿Lutz?) hurgando en la cruz.

Lutz... El soldado Lutz... Aquel hombre daría problemas. Lo mejorsería que Oster le vigilara de cerca.

Se durmió preguntándose si le aguardaría la pesadilla de Alexandru.

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LA FORTALEZAMiércoles, 23 de abril

03:40 horas

El soldado Hans Lutz estaba agazapado bajo una bombilla de bajovoltaje, una figura solitaria en una isla de luz en medio de un río deoscuridad, fumando un cigarrillo, con la espalda apoyada en la fríapiedra de las paredes del sótano. Se había quitado el casco, revelandoun cabello rubio y un rostro juvenil estropeado por la expresión durade ojos y boca. Estaba dolorido y cansado. No deseaba otra cosa quemeterse en su saco para olvidarse de todo durante unas horas. Enrealidad, si en aquel sótano no hubiera hecho tanto frío, se hubieradormido en su puesto.

Pero no podía permitir que aquello ocurriera. Tener que hacer laprimera guardia durante toda la semana ya era bastante malo; sóloDios sabía qué podía ocurrirle si le encontraban dormido estando deservicio. Y el capitán Woermann era muy capaz de aparecer en elcorredor donde estaba sentado Lutz sólo para ver lo que hacía. Teníaque mantenerse despierto.

Era muy típico de su mala suerte que el capitán le hubiera descu-bierto aquella tarde. Lutz había quedado fascinado por aquellas ex-trañas cruces desde que puso el pie en el patio. Finalmente, tras unahora junto a ellas, la tentación se había hecho demasiado grande.Parecían de oro y plata, pero también era imposible que lo fueran.Había sentido la necesidad de averiguarlo, y ello le había metido enproblemas.

Bueno, al menos había satisfecho su curiosidad; nada de oro y pla-ta. Pero saberlo no le compensaba por una semana entera de guardias.

Encogió las manos en torno a la punta encendida de su cigarrillopara calentarlas. Gott, qué frío. Más frío allí abajo que al aire libre,sobre la muralla donde patrullaban Ernst y Otto. Lutz había bajadoal sótano sabiendo que haría frío. En teoría, lo había hecho con la

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esperanza de que la baja temperatura le refrescara y le mantuvieradespierto; en realidad, deseaba tener la oportunidad de investigartranquilamente.

Porque Lutz no había abandonado la idea de que allí había untesoro papal. Había demasiados indicios; en realidad, todo apuntabaa ello. Las cruces eran la pista primera y más obvia; no eran crucesmaltesas, fuertes y simétricas, pero seguían siendo cruces. Y pare-cían de oro y plata. Además, ninguna habitación estaba amueblada,lo que significaba que nadie tenía que vivir allí. Pero aún más sor-prendente era el mantenimiento continuo del edificio: alguna organiza-ción había pagado para conservar aquel lugar durante siglos sin inte-rrupción. ¡Siglos! Sólo conocía una organización que tuviera el poder,los recursos y la continuidad necesaria para ello: la Iglesia católica.

En opinión de Lutz, la fortaleza se conservaba con un solo propó-sito: salvaguardar el botín del Vaticano.

Estaba allí, en algún lugar, tras los muros o bajo los suelos, y él loencontraría.

Lutz contempló la pared de piedra al otro lado del corredor. Lascruces eran particularmente numerosas en el sótano, y como de cos-tumbre todas parecían iguales... excepto tal vez una de la izquierda,la que estaba incrustada en la piedra de la fila inferior, al borde de laluz: había algo diferente en el modo en que la luz se reflejaba en susuperficie. ¿Un efecto luminoso? ¿Un acabado distinto?

¿O un metal distinto?Lutz levantó su Schmeisser automática, que reposaba sobre sus

rodillas, y la apoyó en la pared. Desenvainó la bayoneta mientrasavanzaba a gatas por el corredor. En cuanto la punta tocó el metalamarillo del palo vertical de la cruz, supo que había descubierto algo.El metal era blando... blando y amarillo, como sólo podía serlo el orosólido.

Sus manos empezaron a temblar mientras hundía la punta de lahoja entre la cruz y la piedra, clavándola más y más hasta que sintióque frotaba el granito. Pese a aumentar la presión, no consiguió quela hoja avanzara más. Había llegado a la parte trasera de la cruzincrustada. Con un poco de esfuerzo, estaba seguro de que podríasacarla entera de la piedra. Apoyado en el mango del cuchillo, Lutzapretó cada vez con más fuerza. Sintió que algo cedía, y se detuvo amirar.

¡Maldición! El acero templado de la bayoneta estaba rompiendo eloro. Trató de ajustar el vector de fuerza más directamente hacia elexterior, pero el metal continuó deformándose, cediendo...

La piedra se movió.Lutz retiró la bayoneta y estudió el bloque.

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No tenía nada especial: sesenta centímetros de anchura, cuarentay cinco de altura y probablemente treinta de profundidad. No teníacemento, igual que los demás bloques, pero estaba medio centíme-tros más adelantado que sus compañeros. Se levantó y midió la dis-tancia hasta la puerta a la izquierda. Entró en aquella habitación, ymidió la distancia hasta la pared interior. Repitió el procedimiento alotro lado, en la estancia a la derecha de la piedra suelta. Una simplesuma y una resta le revelaron una discrepancia significativa. El nú-mero de pasos no coincidía.

Había un gran espacio vacío tras la pared.Con un escalofrío en el pecho, Lutz se arrojó sobre el bloque suel-

to, hurgando frenéticamente en el borde. Pese a sus esfuerzos, sinembargo, no consiguió hacerlo sobresalir más de la pared. No le gus-taba la idea, pero finalmente tuvo que admitir que no podría hacerlosolo. Tendría que hacer intervenir a alguien más.

Otto Grunstadt, que patrullaba en la muralla en aquel momento,era la opción más obvia. Siempre estaba buscando el modo de conse-guir unos cuantos marcos fáciles y rápidos. Y allí había más queunos cuantos marcos. Tras aquella piedra suelta les aguardaban mi-llones en oro papal. Lutz estaba seguro de ello. Casi podía notar susabor.

Dejando atrás su Schmeisser y la bayoneta, echó a correr hacialas escaleras.

—¡Date prisa, Otto!—Todavía no estoy seguro de esto —dijo Grunstadt, corriendo para

mantenerse a la altura del otro hombre. Era más pesado y morenoque Lutz, y sudaba a pesar del frío—. Se supone que estoy de guardiaarriba. Si me pillan...

—Esto sólo llevará un minuto o dos —dijo Lutz—. Está justo aquí.Tras tomar una lámpara de keroseno del almacén, había arranca-

do literalmente a Grunstadt de su puesto, hablando sin cesar sobretesoros y sobre la posibilidad de hacerse ricos para siempre y novolver a tener que trabajar. Como una polilla atrapada por la luz,Grunstadt le había seguido.

—¿Lo ves? —dijo Lutz, señalando el bloque de piedra—. ¿Ves cómosobresale?

Grunstadt se arrodilló para examinar el borde deformado de lacruz incrustada en la piedra. Tomó la bayoneta de Lutz y presionó laparte cortante contra el metal amarillo del palo vertical. Lo cortó confacilidad.

—Es oro, desde luego —dijo en voz baja. Lutz deseaba patearle,ordenarle que se diera prisa, pero tenía que dejar que Grunstadt to-

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mara la decisión por sí solo. Observó cómo probaba la punta de labayoneta con todas las demás cruces a su alcance—. Todos los de-más palos verticales son de bronce. Éste es el único que tiene algúnvalor.

—Y la piedra en la que está incrustado está suelta —añadió rápi-damente Lutz—. Y detrás hay un espacio vacío de dos metros de an-chura y quién sabe cuánta profundidad.

Grunstadt levantó la vista y sonrió. La conclusión era inevitable.—Empecemos.Trabajando al unísono, progresaron más rápidamente, pero no lo

suficiente para satisfacer a Lutz. El bloque de piedra se desvió a laizquierda de modo infinitesimal, luego a la derecha, y tras quinceminutos de trabajo agotador todavía sobresalía menos de tres centí-metros de la pared...

—Espera —dijo Lutz—. Esta cosa mide treinta centímetros de pro-fundidad. Nos pasaremos así toda la noche. Nunca terminaremosantes de la siguiente guardia. Veamos si podemos doblar un pocomás el centro de la cruz. Tengo una idea.

Usando las dos bayonetas, consiguieron levantar un poco el palovertical de oro en un punto justo por debajo del travesaño de plata,dejando espacio suficiente por detrás para permitir que Lutz desliza-ra su cinturón entre el metal y la piedra.

—¡Ahora podemos tirar!Grunstadt le devolvió la sonrisa, pero débilmente. Parecía intran-

quilo por haber abandonado su puesto durante tanto tiempo.—Empecemos, pues.Apoyaron los pies en la pared por encima y junto al bloque, ambos

con las dos manos en el cinturón, y luego dedicaron toda la fuerza desus doloridas espaldas, piernas y brazos a tratar de extraer la obsti-nada piedra. Con un chirrido agudo de protesta, el bloque empezó amoverse, deslizándose y estremeciéndose. Y finalmente salió. Lo em-pujaron a un lado y Lutz buscó una cerilla.

—¿Listo para ser rico? —Encendió la lámpara de keroseno y lasostuvo junto a la abertura. No había nada más que oscuridad en elinterior.

—Siempre —replicó Grunstadt—. ¿Cuándo empiezo a contar?—En cuanto regrese.Ajustó la llama y empezó a reptar por la abertura, empujando la

lámpara delante de él. Se encontró en un estrecho pasadizo de pie-dra, que descendía ligeramente... y sólo medía metro y medio de lon-gitud. El pasadizo acababa en otro bloque de piedra, idéntico al queles había costado tanto esfuerzo mover. Lutz le acercó la lámpara.Aquella cruz también parecía de oro y plata.

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—Dame la bayoneta —dijo, alargando la mano hacia atrás, en di-rección a Grunstadt. El mango de la bayoneta golpeó su palma.

—¿Qué sucede?—El camino está bloqueado.Por un instante, Lutz se sintió derrotado. Con apenas espacio para

un hombre en el estrecho pasadizo, sería imposible apartar aquellasegunda piedra. Habría que derribar toda la pared, y ello era más delo que él y Grunstadt podían esperar conseguir por sí solos, por mu-chas noches que dedicaran a la tarea. No sabía qué hacer a continua-ción, pero tenía que satisfacer su curiosidad respecto a los metalesde aquella cruz. Si el palo vertical era de oro, al menos podría sentirseseguro de estar sobre la buena pista.

Jadeando mientras se retorcía en el estrecho espacio del pasadizo,Lutz clavó la punta de la bayoneta en la cruz. Se hundió fácilmente.Es más, la piedra empezó a desplazarse hacia atrás, como si tuvie-ra un gozne en el lado izquierdo. Extático, Lutz la empujó con lamano libre y descubrió que era sólo una fachada, de no más dedos centímetros de grosor. Se movió fácilmente al tocarla, soltandouna ráfaga de aire frío y fétido procedente de la oscuridad de detrás.Algo en aquel aire hizo que se le erizara el vello de los brazos y la basede la nuca.

Hacía frío, pensó mientras sentía que se estremecía involuntaria-mente, pero no tanto.

Ahogó su creciente inquietud y gateó hacia delante, deslizando lalámpara delante de él sobre el suelo de piedra del pasadizo. Mientrascruzaba la nueva abertura, la llama empezó a apagarse. No parpadeóni tembló en su contenedor de cristal, de modo que no podía debersea ninguna turbulencia del aire frío que continuaba soplando junto aél. La llama simplemente empezó a apagarse, a marchitarse en elpabilo. La posibilidad de un gas tóxico cruzó por su mente, pero Lutzno percibía ningún olor extraño. Tampoco sentía dificultades pararespirar, ni irritación en los ojos o la nariz.

Tal vez había poco keroseno. Cuando tiró de la lámpara hacia sípara comprobarlo, la llama recuperó su anterior tamaño y brillo. Lutzsacudió la base y sintió que el líquido se agitaba en el interior. Sufi-ciente keroseno. Desconcertado, volvió a empujar la lámpara haciadelante, y de nuevo la llama empezó a encogerse. Cuanto más la em-pujaba hacia el interior de la cámara, más pequeña se volvía, siniluminar absolutamente nada. Algo iba mal.

—¡Otto! —gritó por encima del hombro—. Átame el cinturón a untobillo y aguanta. Voy a entrar más adentro.

—¿Por qué no esperamos a mañana... cuando haya luz?—¿Estás loco? ¡Todo el destacamento se enteraría! Todos querrían

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su parte... y probablemente el capitán se quedaría con casi todo. ¡Ha-bríamos hecho todo el trabajo para terminar sin nada!

La voz de Grunstadt vaciló.—Esto ya no me gusta.—¿Sucede algo, Otto?—No estoy seguro. Simplemente, no quiero estar aquí abajo por

más tiempo.—¡Deja de hablar como una vieja! —espetó Lutz. No quería que

Grunstadt se acobardara. Él también se sentía inquieto, pero habíauna fortuna a pocos centímetros de distancia, y no estaba dispuestoa permitir que nada le impidiera apoderarse de ella—. Átame el cintu-rón y aguanta. Si este pasadizo se vuelve más empinado, no quieroresbalar.

—De acuerdo —repuso Grundstadt a regañadientes—. Pero dateprisa.

Lutz esperó a sentir el cinturón apretado en torno a su tobilloizquierdo, y empezó a deslizarse hacia delante, en dirección a la cá-mara oscura, con la lámpara ante él. Estaba poseído por una sensa-ción de urgencia. Se movía con toda la rapidez que el reducido espa-cio le permitía. Cuando su cabeza y hombros cruzaron la abertura, lallama de la lámpara se había convertido en un diminuto destello azuly blanco... como si la luz no fuera bienvenida, como si la oscuridadhubiera enviado la llama de vuelta al pabilo.

Lutz hizo avanzar la lámpara unos centímetros más y la llama seapagó. Y entonces se dio cuenta de que no estaba solo.

Había algo despierto y hambriento junto a él, algo tan oscuro y fríocomo la cámara en la que había penetrado. Empezó a temblar demodo incontrolable. El terror le recorrió las entrañas. Trató de retro-ceder, de empujar hacia atrás los hombros y la cabeza, pero estabaatrapado. Era como si el pasadizo se hubiera cerrado sobre él, rete-niéndolo en una oscuridad tan completa que no había arriba ni aba-jo. El frío lo envolvió, y también el miedo; un abrazo combinado queamenazaba con volverle loco. Abrió la boca para gritar a Otto quetirara de él. El frío penetró en su interior cuando levantó la voz enuna agonía de terror.

En el exterior, el cinturón que Grunstadt sostenía se sacudió entodas direcciones cuando las piernas de Lutz empezaron a patear yagitarse en el pasadizo. Hubo un sonido parecido a una voz humana,pero tan lleno de horror y desesperación, y tan lejano, que Grunstadtno pudo creer que procediera de su amigo. El sonido terminó brusca-mente en un gorgoteo que resultó horrible de oír. Y cuando cesó,también cesaron los frenéticos movimientos de Lutz.

—¿Hans?

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No hubo respuesta.Completamente aterrado, Grunstadt tiró del cinturón hasta que

los pies de Lutz estuvieron a su alcance. Entonces agarró ambas bo-tas y sacó a Lutz al corredor. Cuando vio lo que había sacado delpasadizo, Grunstadt empezó a gritar. El sonido rebotó por todo elpasillo del sótano, aumentando de volumen hasta que las mismasparedes parecieron temblar.

Acobardado por el sonido amplificado de su propio terror, Grun-stadt permaneció inmóvil mientras la pared donde se había introdu-cido su amigo se hinchaba hacia fuera, y unas grietas minúsculasaparecían en torno a los bordes de los pesados bloques de granito.Una ancha rendija brotó del espacio dejado por la piedra que habíanapartado. Las débiles y escasas luces instaladas en el corredor empe-zaron a desvanecerse y, cuando casi se habían apagado, la pared seabrió con un último temblor convulsivo, cubriendo a Grunstadt defragmentos de piedra rota y dejando salir algo inconcebiblemente negroque saltó y le envolvió con un solo movimiento rápido y fluido.

El horror había empezado.