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La alambrada Sergio Cipriano

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La alambrada

Sergio Cipriano

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Título: La alambradaAutor: © Sergio Cipriano

Imagen de portada: Dibujo al pastel de Adriana Fernández

ISBN: 978-84-8454-667-2Depósito legal: A-577-2008

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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A mis hijos Eva y Rafa.

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CAPÍTULO I(In-Amadjel–Malí)

–¡No hay trato! –gritó con ira– ¡Aisha no está en venta!–Pero, Omar –le interpeló uno de los ancianos–.

Escucha al hijo de Sidi Sayyid. Te ha hecho una oferta muy favorable...

–¡Ni hablar! –contestó apartándolo–. Mi hermana solo tiene doce años. ¡Se queda conmigo!

Y salió precipitadamente de la casa, cruzando entre los surcos del pequeño huerto; sin valerle que, a su paso, devastara las raquíticas plantas del sembrado; hasta que lo detuvo la última valla frente a la penumbra de la noche.

–¡Maldito amrar! –gritó tomando entre sus manos el poste de la cerca, para terminar aferrándose a él con toda las fuerzas de sus dedos y el empuje de su rabia.

–¡Uled el uadi! –increpó con ira– ¡Maldito bastardo! –Repitió mientras zarandeaba, una y otra vez, el tronco de madera.

Entonces, el aire se detuvo, dejando paso solo al de su aliento entrecortado, y pudo oír la voz quemada requiriéndole:

–Calla, Omar –oyó a sus espaldas–. No desespere en descargar tu dolor.

–¡Maldito Destino! –volvió a maldecir, mientras su moreno rostro se fruncía en un gesto de impotencia.

–Calla, Omar –tornó a oír–. No permita que tu alma se quiebre en el empeño. Alá proveerá...

Entonces, oyó el lamento del cercado. Chirriaron los alambres retorcidos y puntiagudos de la sheriba. Y en su forcejeo, vibraron las cañas del cercado quejándose mientras sangraban sus manos; y sintió como un enorme escalofrío cruzaba su pecho, emitiendo un grito atroz en su cerebro.

–¿Por qué?... –murmuró desolado, mientras cubría bajo sus brazos las manos doloridas.

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Respiró profundamente, encogió los hombros y se sentó sobre el caballón de la calcárea tierra. En aquella posición de abatimiento perdió su mirada en la orilla del desierto.

–¡Juro que lo haré!...–murmuró enfático, al tiempo que su mirada se incrustaba en un horizonte oscuro y tenebroso.

El aire caliente, que azotó su rostro y agitó su ropa, filtró la fina arena que penetró punzante su piel; sin embargo, ni el aire ni la arena aplacaron su excitación. Buscó en su interior la respuesta acertada y concluyente capaz de confortarle; pero no halló nada. Sólo, en el exterior, junto a la puerta de su casa sorprendió al viejo Abdul, que yacía arrodillado sobre la tierra, con el rostro hundido entre las manos en lo que parecía una plegaria inescrutable. Observó su cuerpo en un monótono vaivén que solo detuvo cuando fijó en él su mirada. Después, volvió al movimiento continuo. Mientras, de vez en cuando, oía cómo absorbía su nariz y emitía un ronquido entrecortado.

–¡Abdul, por favor, deja ya de rezar! –le interpeló esperando persuadirle– Mi padre descansa junto a mi madre y Alá los protege.

Y se sorprendió de su propia intolerancia, aún cuando el anciano Abdul dejara de mecerse. Luego, tropezó con su mirada asombrada; y, cuando lo vio cruzar sus piernas para sentarse sobre ellas, tomar la rama entre sus dedos y golpearla contra el suelo, asumió su error.

–Perdón, viejo amigo –susurró–. Estoy nervioso...Lo observó de soslayo sustituir el ejercicio de un ritmo

por otro, abstraído, instintivo; hasta que, al fin, se detuvo y le oyó responder consternado:

–No rezo por ellos, Omar. Rezo por vosotros...–¿Por nosotros? No te entiendo, Abdul –dijo

encarándosele–. Creí que llorabas a mis padres...–Por vosotros –dijo el anciano en un suspiro– y por

todos los hombres jóvenes de esta parte; pero, sobre todo, rezo por ti, Omar. Porque Alá sea generoso y te ilumine esta noche...

–Entonces, amigo mío –respondió con firmeza–, no necesito tus oraciones.

–Solo son para que te calmes, Omar. La noche puede ser larga y pesada. Necesitarás de tu mejor sabiduría.

–Alá ya dispuso el camino.–¿Estás seguro?

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–Sí –contestó decidido–. Sentí su aliento y el peso de su mano sobre mi hombro. Ahora me toca a mí continuar...

–¡Qué por siempre te proteja! –exclamó el anciano resignado– ¡Alá es sabio! –suspiró y al fin murmuró–: ¡Alabado sea!...–y volvió su mirada hacia la oscuridad del desierto.

Agradeció el esfuerzo de su silencio comprensivo, suspiró profundamente y terminó sentándose junto a él. Allí comprobó cómo iba descargando la ira y aligeraba la amargura; mientras dos ojos redondos, brillantes, que daban la impresión de perforar el negro manto de la noche, permanecían inmutables observándoles.

–Pobre animal... –murmuró.Por un instante, olvidó su drama. Mentalmente, elevó

el brazo izquierdo, ahuecó la mano y sostuvo con firmeza el cañón de la escopeta imaginaria; la que nunca tuvo, la que, tiempo atrás, cedió su padre como tributo al usurero Sayyid. Después, inició el juego de otras veces: apuntó con precisión entre los dos ojos, elevó el pulgar, se humedeció la boca y acarició el gatillo.

Fue cuando le sorprendió la sonrisa de Abdul, en contraste con la imagen seca y altiva del amrar Sayyid; que, de repente, surgió junto a los ojos. Y, hacia ella, desvió el punto de mira.

–¿De qué te ríes, viejo loco? –preguntó sin dejar de apuntar.

Y la sonrisa de Abdul se hizo más patente.–Del insolente muchacho –susurró– que se atreve a

dispararle al destino.Le observó de reojo, suspiró con dificultad y,

aparentemente, respondió convencido:–Al destino, no. A la miseria, Abdul, a la miseria...

Ningún jefe de tribu, por muy amrar que sea, se interpondrá en mi camino.

A su rostro se asomó un rictus de sarcasmo; volvió la mirada hacia la oscuridad y recurrente apretó los labios simulando el ruido de dos disparos; pero los ojos permanecieron fijos en él, indiferentes a la amenaza pretendida. Luego, a su semblante volvió la tristeza.

–Estúpido zorro –exclamó lanzándole una piedra a la alimaña– ¡Vete! Ya nada queda que robar. Las langostas fueron más listas...

Abdul pareció asentir con una mueca.

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Pudo ver cómo el dueño de los ojos que lo observaban se perdía en la oscuridad de la noche. La noche que solo era adulterada por los destellos oscilantes del quinqué prendido en el interior de la casa. La noche quebrada, en la que por la cábila, tan solo se entreveía el vuelo del búho y la mirada del zorro. La noche pesada y agobiante, donde se perfilaba el rostro del anciano.

–Solo quedarán ellos –le oyó decir–: los alacranes, las serpientes, los mosquitos, las malditas plagas y el viento... Desde la hamada al erg, solo quedará eso: piedras y arena.

No supo por qué le respondió:–Siempre quedará un animal: una oveja, una cabra...

–suspiró– y un pastor con un mehari que las lleve hasta donde brote algo de hierba... –se dejó ganar por el silencio–. Bueno; es lo que decía mi padre.

Abdul discrepó moviendo la cabeza. Hizo una pausa, para luego insistir:

–Eran otros tiempos, muchacho. A tu edad, tu padre y yo solíamos dirigirnos hacia el norte –sonrió evocativo–. Caminábamos por los pasos de la meseta hasta adentrarnos en las limitaciones del Adrar. Recuerdo –dijo forzando una sonrisa– el cabreo de los arrogantes inmohagh cuando invadíamos sus zonas; hoy ya ni eso, no queda ni para rumiar...

Le fatigaba su voz monótona. Hizo un intento por disuadirle, pero el anciano continuó:

–La tierra está seca. Demasiado seca... En la hamada apenas crece la hierba y el ganado se queda en la piel. Si te atreves con el huerto ocurre lo mismo: el calor y la arena queman todo lo que siembras.

La asfixia era su misma sensación.Levantó los ojos y los dirigió hacia la casa donde le

estaban aguardando. Solo percibió la luz oscilante del quinqué. Entonces, tomó un terrón de tierra entre sus manos. Como intentando corroborar las palabras del anciano, probó triturarlo; pero su dureza le hizo desistir, abandonándolo. Se levantó y caminó despacio entre los surcos del pequeño huerto, al tiempo que hurgaba con los pies la marchita plantación. Al final se detuvo y preguntó:

–¿Qué intentas decirme, Abdul?El anciano tardó en contestar.–Son malos tiempos, muchacho. La semana pasada

perdí otro parto. No fui capaz de salvar ni a la madre ni al

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cabrito. Todo va mal, ¿sabes? Mi hijo, el bueno de Hamed, se impacienta durante el día. Le oigo hablar mientras sueña. No le culpo; pero dice cosas terribles. La noche enfría los pies y el día calienta la cabeza. Creo que ya necesita una mujer. Pronto se irá...

–¿Qué harás tú, Abdul?– No lo sé.–Te quedarás solo.–Sí. Eso sí lo sé...Regresaron al silencio. Probablemente entrelazados en

la misma idea; hasta que el anciano, tomándole del brazo, animó su expresión y comentó:

–No permitas que el amrar Sayyid te confunda. Aún cree en la supremacía de los tuareg kel Iforas, ¿sabes? Intentará aprovechar esta coyuntura para lograr exprimirte –brillaron sus pupilas cuando se acercó a él y le dijo–: demuéstrale que un hombre buzu preparado es suficiente.

–No te preocupes, lo haré.–Tampoco permitas que el desierto se trague tus deseos.

Tu padre hizo cuanto pudo por ti. Ahora estará aguardando tu decisión impaciente

–¿Tú ya sabes mi decisión, verdad? –No es difícil –sonrió el anciano–. Tu padre y yo ya

hablamos; nos contábamos algunas cosas... –guardó silencio para luego proseguir ensimismado–. Sí. Creo que sí... Creo que el viejo zorro vino a despedirse. No hizo falta consultar su oráculo; sus huellas ya estaban grabadas en el espacio...

Omar volvió la mirada y observó su casa. Soportando un techo de palma, los muros rústicos: barro rojo y paja incrustada en bloques de adobe. Poco más: cuatro vigas de madera que su padre trajo de Dios sabe dónde. Las traviesas, no. Las traviesas las fue consiguiendo él durante el pastoreo. Una a una...

–“Padre, ¿necesitamos tantas?”–“Tantas, hijo, tantas –mientras aceleraba el paso para

sentenciar como siempre–. Además, el esfuerzo te ayudará a ser fuerte”.

–“Ya lo soy, padre”...Y la figura de Aisha sobre la loma agitando las manos;

y los ladridos del pequeño perro bajando la cuesta; y el sol quemando su espalda, mientras veía llegar a su hermana en el vano intento de aligerar su carga.

–“Padre, no deje que Omar cargue tanto”...

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Aquella sonrisa paterna que acudió a su mente, le hizo buscar a Aisha en la penumbra. Pero no la encontró. La oyó gemir en su casa entre las mujeres adultas. Entonces, la recordó amontonando la palma que segaba su hoz; la recordó transportando sobre su débil espalda la remesa obtenida. Su padre y él entregados, mano a mano, en el sueño de ampliar la casa en otra habitación. Media vida porque según opinaba su padre:

–“Aisha se hace mujer, hijo. Debe dormir separada”–“Pero, padre. Todas las familias duermen juntas. Las

chicas también. Aisha no es más que una niña”...–“¿Una niña? Tu hermana limpia la casa, hace la

comida, cuida el huerto y nos ayuda con el ganado. ¿A eso le llamas tú una niña? –lo decía muy serio–. Además, lo prometí a tu madre”.

Su sudor, su respiración entrecortada, su esfuerzo continuo y silencioso que culminó en dos habitaciones construidas durante largo tiempo; evidentemente, en diferentes épocas, pero bajo la misma obsesión: Aisha.

En eso Abdul le recordó: –Omar, tienes que volver...Lo miró extrañado. Sin darse cuenta que por un momento

había abandonado su adeudo –¿Para qué? –exclamó apático– Ya tienen mi respuesta...El anciano Abdul insistió:–Sabes que no es así. El joven Najíb –dijo con toda

naturalidad– hijo y representante del muy noble amrar Sidi Sayyid, es merecedor de tu esfuerzo y espera impasible tu respuesta...

Y él pareció sospesar la letanía. –Sí, he de volver –contestó apartando sus recuerdos–.

Ten cuidado con el ganado –aconsejó mientras escrutaba a su alrededor– está inquieto... Creo que ronda una hiena.

–Anda, ve con cuidado –contestó Abdul–. La hiena la tienes dentro de tu casa. Fuera solo está el zorro...

Cruzó decidido el trecho que lo separaba de la choza, para sentarse entre los cuatro hombres que lo estaban aguardando. Entre sus ancianos vecinos Ayman y Burhan; cerca del joven y amanerado Jamil y justo frente al hijo del cacique Sayyid, cuyo rostro era ocultado por las sombras de la escasa luz del quinqué.

Tomó la tetera de la bandeja y vació, en pleno ejercicio de autocontrol, el líquido en un vaso. En el suyo, en el que

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había abandonado en su airada y precipitada salida. Pero ya no. Ya no estaba alterado. El viejo amigo de su padre, Abdul, era la pócima infalible. Sorbió del vaso mientras observaba, uno a uno, los rostros cabizbajos de sus acompañantes; hasta que se tropezó con Najíb, el hijo de Sayyid, que mantenía los ojos expectantes sobre él.

Volvió a sorber de la vasija cuando le oyó preguntar:–¿Has cambiado de opinión?Entonces, también se sintió observado por los demás.

Todos levantaron la cabeza y le miraron interrogantes. Dedujo, por la forma en que lo hicieron, que estaban cansados, que dos días de duelo eran muchos; demasiados para aquellos ancianos que acudieron tras la muerte de su padre y permanecían encerrados en su quebranto. Esbozó una sonrisa comprensiva cuando dijo:

–Es hora de superar el dolor; de afrontar la realidad y terminar con todo esto –miró al grupo y concluyó diciendo–.Atajemos el tiempo de duelos y llantos...

–Tu padre así lo merecía –comentó Najíb–. Alá le tendrá a su diestra.

–Que así sea... –repitieron a coro los presentes. Y pudo comprobar como todos asentían, aparentemente

consternados, en lo que él entendió como un coro exigido. Hasta Jamil, emitió un sollozo, dejando escapar un suspiro, mientras enjugaba una lágrima de sus cuidadas mejillas.

Sintió náuseas.“Dos viejos amigos de mi padre –pensó observando

a los ancianos–, dos sombras errantes en cualquier sitio obligados a ejercer de testigos; dos esclavos de la mezquindad del usurero Sayyid”..., y se detuvo en sus elucubraciones.

Volvió la cabeza hacia la puerta de la casa, y vio recortada en la jamba a la figura del anciano Abdul.

–Pasa. Siéntate a mi lado, por favor –le pidió.Y mientras Abdul tomaba asiento junto a él, comprobó

como en la habitación contigua se había hecho el más absoluto silencio; ni un solo murmullo, ni un solo suspiro alteraba el mutismo establecido. Los ancianos serios y circunspectos afrontaban el suelo como punto de mira, Jamil con la mirada tras el destino errante de sus nervios; únicamente Najíb permanecía tranquilo esperando su respuesta.

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Era como el inicio de las carreras en las fiestas de Kidal. Solo que, entonces, él tenía que correr con un mehari prestado; precisamente, por el propio Sidi Sayyid. Ahora, no. Ahora –pensó– iba a correr con su propia monta.

Sorbió un poco de té y dijo muy despacio:–Tengo una propuesta... –y volvió a sorber del vaso.–¿Una propuesta? –se extrañó Najíb– No te entiendo...

Creo que primero tendrás que responder a la de mi padre. Además, –concluyó apresurándose– tu propuesta no creo que pueda interesarnos.

–Eso es –apostilló Jamil– no nos interesa...Se volvió molesto hacia el muchacho; observó su

rostro aniñado sorprendido por la osadía de sus propias palabras, e intentó ser indulgente cuando dijo:

–¡Jamil, tú no deberías opinar! ¿Acaso, desautorizas a tu hermano convirtiéndote en el portavoz de tu padre?

Pero su voz, ya de por sí grave y estentórea, sonó como un trueno y el joven abrió mucho los ojos para mirarle asombrado. Luego hizo un mohín de desagrado, se movió torpemente, descubrió su fragilidad, tropezó con la tetera y ofreció sus disculpas apresurándose hasta alcanzar la puerta de la calle.

Volvió el silencio, se endureció el ambiente y Najíb se irguió sobre sí mismo. Entonces, Omar recordó a la figura de su padre e intentó imitar cada uno de sus gestos. En aquel momento, tuvo la impresión de que la tradición el empaque y la jerarquía de los kel Iforas, podía quedar en entredicho; o, simplemente, como lo que él creía que era: los restos de una simple dictadura. Retrasó la colchoneta sobre la que se había sentado, saliéndose del haz de luz del quinqué y procuró su tiempo. Al final dijo:

–Verás, Najíb –comenzó parsimoniosamente–. Quiero que sepas que no estoy interesado en la oferta de nuestro amrar, el muy noble e ilustre Sidi Sayyid –se tomó una pausa–. Eso debería ser todo –prosiguió sereno–, pero tu padre me merece un gran respeto y consideración... Por eso creo que debo explicarme.

Najíb, adelantó su cuerpo acercándose hacia él. Dio toda la impresión de haber resumido su discurso aceleradamente. Le miró incrédulo a los ojos, apretó las mandíbulas y preguntó casi deletreando cada una de las palabras:

–¿Tienes idea de a cuánto dinero me refiero?

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Él, entonces, acudió a la cita, penetró en el círculo del debate y le contestó impertérrito.

–No me hablaste de dinero, ¿sabes? Solo te oí hablar de unos hombres que me llevarían hasta los límites de Marruecos.

Esta vez su voz sonó especialmente modelada, como tallada por la intangible gubia del ambiente. Y Najíb asintió, esperó y dijo en un vano intento de autocontrol:

–¡Supone mucho dinero!–Lo sé.–¿Qué quieres entonces?Y él volvió a sorber algo de té, tratando de serenar el

ambiente. Cuando tuvo la impresión de que dominaba la situación, respondió seguro de sí mismo y sin ninguna prisa.

–¿Vas a escucharme?–He de llevarle una contestación a mi padre. Así que

tú dirás –le apremió el otro–. No me queda demasiado tiempo.

Volvió el silencio, donde él midió considerablemente cada una de sus palabras, apoyándose en la resquebrajada templanza del joven targuí. Mantuvo el tono al decir:

–No me interesa el dinero.–No te repitas. Eso ya lo sé –le interrumpió Najíb, cada

vez más alterado. –Ha de quedar claro –respondió pausado– de lo contrario,

nunca podrás entender lo que voy a proponerte. –Bien, ¿qué quieres? –le apremió Najíb.–Tu padre, con perdón, es demasiado viejo...Najíb miró sorprendido a los ancianos; los venerables

fueron incapaces de sostenerle la mirada, las mujeres volvieron a su duelo y Jamil se volvió hacia el desierto cuando su hermano exclamó levantando la voz ofendido:

–¡Eso no es cierto! ¡Mi padre aún es joven y puede mantener a tres mujeres!..

–Aisha es una niña.–Pronto será mujer –respondió Najíb.–Y tu padre mucho mayor...Y ante la irrefutable evidencia, Najíb sólo pudo sostener en

silencio su mirada. Hasta que, al final, dijo muy despacio.–¿Vas a decirme lo que quieres?Los ancianos salieron de su ostracismo. La cortina

del duelo se corrió torpemente, los enormes ojos de Aisha

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observaron inquietos a su hermano; y el viento harmattan dejó de soplar cuando Omar dijo:

–A cambio del dinero, quiero la propiedad de las tierras que me tenéis cedidas en Tin Essako.

–¿Qué?–También quiero el pozo–¡Estás loco!–Tu padre pretende la perla del Adagh.–Solo es una muchacha buzu...–Tu abuelo selló nuestra libertad. Es la muchacha más

libre y hermosa del Adrar de los Iforas...El mentón erguido, un metro ochenta puesto de pie en el

centro de la choza, el tayulmust en su sitio; permitiendo solo el resquicio para que la mirada se asomase desafiante.

Frente a él, creciendo con la densidad del ambiente, como si su único propósito fuese el duelo y el combate, otro tanto de inmohag en añil envite.

–Omar –dijo Najíb con la voz forzada–. No tomes esto como a una carrera de meharis...

–No lo hago, Najíb –respondió manteniendo la mirada–. Sin ello no podría darle a Fadila la vida que le corresponde.

–Ahora, no te entiendo. ¿A qué Fadila te refieres? ¿No será mi hermana, por casualidad?

–Sí. También quiero a tu hermana.Los presentes rieron–¡Silencio! –gritó Najíb exasperado–. ¿Mi hermana, las

tierras y el pozo, has dicho? ¡Mi hermana no puede casarse contigo, Omar! ¡No puede contraer matrimonio con un hombre de raza inferior! ¡Tú lo sabes, Omar! ¡Tú no eres más que un simple descendiente de un akli!..

Los ancianos asintieron. Omar ignoró:–Y la escopeta de mi padre –concluyó impertérrito–¿La escopeta de tu padre? ¡Venga, Omar! –dijo

incrédulo–. ¡No quieres negociar!... La escopeta de tu padre no vale nada. Me la dio mi padre para jugar... Vete a saber donde estará.

–Es lo mismo –argumentó en el mismo tono–. Para mí es muy importante; aunque sea lo que quede de ella...

Najíb paseó por la habitación. Las manos tras la espalda recorriendo el perímetro que conformaban los presentes; la cabeza hundida sobre el pecho en forzada meditación. Se detuvo, miró hacia la puerta y se encontró

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con el asombrado rostro de Jamil; giró la mirada hacia la otra habitación y tropezó con los asustados ojos de Aisha.

“¡Que el Profeta me proteja! –pensó–. ¿Qué habrá visto mi padre en esta niña?” –Y la volvió a mirar sin lograr entenderlo. Hasta que, de pronto, algo pareció iluminarle. Entonces, reparó en los enormes ojos que le observaban asustados. Y observó su incipiente cuerpo de mujer, su piel tersa, su rostro afilado, su boca de trazos firmes. “El muy obcecado la quiere para Jamil”. Vio como ella rehuía su mirada y se perdía bajo el velo en la otra habitación. Entonces, continuó su caminar meditabundo, hasta que al final exclamó:

–Mi padre montará en cólera, Omar. Creerá que quieres burlarte de él.

–Es un cambio muy igualado, Najíb: Tu hermana y la escopeta por la mía.

–Sí, pero están el pozo y las tierras.–Ya sabes. Soy...–¡Sí, lo sé! –le interrumpió– eres pobre.–Además, Aisha limpia la casa, nos hace la comida,

cuida el huerto y nos ayuda con el ganado. Fadila solo sabe cuidarse y bañarse en la alberca.

–¿Cómo lo sabes?–¿Olvidas que se bañaba conmigo?...“¡Maldito buzu!”, refunfuñó mientras se erguía dirigién-

dose a la puerta. Allí dejo ir la mirada hacia el interminable manto de la hamada. No más de un segundo. Inmediatamente, la volvió hacia los ancianos Ayman y Burhan.

Burhan rehuyó su mirada, bajó la cabeza y permitió que Ayman se pronunciase.

–Es cierto– dijo casi en un susurro–. Aisha aún es niña, pero está preparada como una mujer para las tareas de la casa.

La miró de reojo y continuó:–Aisha es una muchacha acostumbrada al trabajo y le

podrá dar más hijos; mientras Fadila es delicada y no está acostumbrada a la rudeza del campo.

–¡Ya basta, Ayman! Pero el anciano continuó:–Tampoco Omar es un mal yerno. Puede ser una buena

opción para el futuro.Najíb recordó el último consejo de su padre antes de la

partida: “no des pie a la rebelión de los oprimidos”. Dejó de oír a los ancianos cuando respiró profundamente y dijo:

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–¿Acaso es tu hijo? Creí que habíamos enterrado a su padre...

Burhan levantó tímidamente la cabeza, fijó su mirada en la débil figura de Jamil e intervino:

–La región tiene pocos hombres jóvenes y fuertes. Solo Omar es capaz de competir en las carreras contigo.

Najíb, sin parpadear, oyó las palabras del anciano, luego observó a su hermano y volvió la mirada hacia ningún sitio, hacia la oscuridad de la noche, y sus dedos golpearon nerviosos sobre la puerta.

–Hablaré con mi padre –concluyó cruzándola–. Mañana, por la tarde, tendrás una respuesta.

–Espero que sea positiva. –dijo Omar, abandonando el vaso de té y siguiendo sus pasos.

–Y yo te recuerdo –contestó Najíb, volviéndose hacia él– tu procedencia buzu...

Fue la última mirada. Frente a frente, junto a las estacas donde estaban atados los camellos. Allí, Najíb elevó ostentosamente el mentón; y él se encogió de hombros, mostrando la total y absoluta insolencia de su indiferencia.

–Salam Aleikum –dijo al irse.–Aleikum Salam –respondió Omar.Su alta silueta adentrándose en la oscuridad de la noche,

la arrogancia de su paso confundido con el torpe trote con que le seguía su hermano Jamil; después el sordo golpeteo de las pezuñas, mientras los demás, ancianos y mujeres, en el más elocuente silencio se disponían a preparar el regreso.

Algo después, mientras la noche montaba los riscos del desierto, mientras el frío reclamaba el vasallaje de su imperio, uno a uno, le dejaron el calor de su abrazo en la despedida. Más tarde, los vio partir a cada uno hacia su casa; al tiempo que, casi en el mismo lugar, casi en la misma postura, casi con la misma inquietud, casi en el mismo silencio, Abdul y él se sentaron uno frente al otro refugiándose en la soledad de la noche..

Hasta que Omar, por enésima vez, murmuró:–Maldito amrar...–No, Omar –musitó el anciano–, el viejo Sayyid, solo

pretende desposarla con su hijo Jamil.Y él se volvió sobresaltado.–Pero, si Jamil es afeminado. Si todos sabemos que no le

gustan las mujeres...

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–Por eso, precisamente –sentenció Abdul–. Es su último recurso; compréndelo, un recurso de padre...

–¡No, no, no! –exclamó levantándose– Alá no puede permitirlo, Abdul. Eso sería un infierno para Aisha

–Para cualquier mujer, Omar.–Terminaría prostituyéndola...–Seguramente. Acabaría en Gao; con las otra mujeres

de Najíb...–No lo consentiré –dijo resolutivoEl anciano suspiró resignado. Al final dijo como en una

sentencia: –Entonces, te asfixiará arrojándote al desierto.Y él se rió nervioso, abrió los brazos, se enfrentó a la

oscuridad y contestó:–El desierto es mi elemento.–El desierto no es el elemento de nadie.. –se atrevió a

decir Abdul.–El mío sí, Abdul. Mi padre me enseñó a conocerlo. Lo

cruzaré hasta Marruecos...–Y ¿dónde dejarás a Aisha?–La llevaré con mi tía Nasira.–¿A Kidal?–Sí, a Kidal –dijo escrutando en la oscuridad.

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CAPÍTULO II(Béchar–Argelia)

El olor a té, a especias, a marihuana, a piel curtida, a sudor, a orina, a pescado, a carne asada, originaba que el ambiente de la callejuela sostuviese una emanación densa. Viciada siempre; intolerable a veces.

El humo y el polvo, transportados sin rumbo ni concierto, por los primeros empujes del siroco, cegaba los ojos de unos y otros; mientras, al fondo de la calle, el rebuznar ostentoso y lejano del asno; alicaído de orejas y flaco de lomo, penitente de la carga incrustada en los serones, se mezclaba con el continuo balar de las cabras y ovejas en trato; cuando no, con el pregón de los vendedores ambulantes, determinando la nota sinfónica del lugar.

Prietos, apacibles, apresurados, sosegados, arrebatados, soñolientos, en perpetuo movimiento; curiosos, compradores, policías, zánganos, carteristas, incautos, buscavidas, confundidos entre sí; chilabas, pantalones, faldas, suéter, sombreros y turbantes, en compacta mezcolanza. Todo ello, deambulando en persistente trasiego, acentuaba el bochorno que permanecía estable y suspendido.

Mientras tanto, abstraído en el perfil que conduce a lo abstracto, aparentemente ajeno a cuanto ocurría en su entorno, el moro Usama, en un gesto espontáneo, hurgaba plácidamente en su nariz.

En ocasiones, como si intentara desprenderse de tan abúlico estado, hurgaba con evidente precipitación en las dos fosas nasales. Vano propósito que terminaba diluyéndose en la pereza del contorno, donde el brusco y sorpresivo gesto, solo servía para interrumpir el constante y monótono movimiento de mandíbula, que amenazaba con deformar la curtida y cetrina piel de su rostro.

–Moro –oyó decir.–¿Qué, Lambert? –preguntó con desgana.–¿Masticas hierbabuena?–No: Hachís...

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–No seas cerdo... –volvió a oír–. Deja ya de hacer ruido con la boca; pareces un animal.

Estiró las piernas, descalzó sus pies y volvió la mirada indolente hacia su compañero de mesa. Adivinó más que observó, bajo sus grandes gafas oscuras, como yacía con los ojos entornados; reparó en la insinuación de su sonrisa socarrona; relajado, dejándose acariciar por el sol de la mañana.

–A la mierda, francés –respondió despectivo.Luego, centró todo su interés en el grupo de turistas

que rodeaba la mesa colindante del cafetín. De entre ellos, se entretuvo en los hombros desnudos de la mujer rubia que había sentada frente a él. En los hombros, en la cinta azul que recogía su cabello encrespado, y en el borde de su ropa interior que se dejaba ver por encima de la cintura de los pantalones. Más abajo, creyó descubrir el bulto que ofrecía la cartera; más aún, los glúteos generosos por donde dejó correr su mirada. Después, la vio levantarse y abandonar con el grupo el lugar de la tertulia. Entonces, observó que era gruesa y sus hombros le parecieron excesivos.

–Se pasan el día comiendo –murmuró.–Un corte fino –musitó Lambert.–La lleva cogida a las bragas –respondió él.–Ya... Le palparán el culo cuando se la quiten.Usama pareció regocijarse con la idea; observó como la

mujer se desplazaba hacia el centro del callejón. Lo hizo con paso cansino, apoyando cada parte de su cuerpo sobre las extremidades; primero una, después otra. Le vendieron aceites, le palparon las nalgas, le sobaron los pechos y, al poco, antes de transcurridos diez pasos del lugar donde se hallaba sentada, el bulto, que daba forma y sustancia al enorme trasero, había cambiado de aspecto.

–Se veía venir...–Se veía...La mano juvenil que manejó la cuchilla, depositó con

destreza la cartera sobre el tablero de la mesa, justo debajo del mantel que la cubría. El camaleón, al mismo tiempo, movió por un instante sus ojos, estiró su pegajosa lengua y atrapó el confiado insecto. Todo era cuestión de supervivencia, destreza y tiempo.

–¡Eh, señora! –se pronunció Lambert–. Creo que ha perdido algo bajo la manta.

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Serio, sarcástico, burlón. Por encima de la montura de las gafas, ocupando en equilibrio forzado el extremo de su nariz, la mirada insolente. Por debajo, bajo el marco del extendido bigote, irrespetuosa y desconsiderada, su sonrisa punzante. Todo conformando una amalgama de disparates, insinuaciones, burlas y atrevimientos.

–¿Yo?... –Sí, usted...Lo miró por encima del bien y del mal; creyó que no

era más que un simple intento de entablar conversación y salió huyendo del lugar; quizá aún más asustada por la fría sonrisa del hombre que por el propio tono de sus palabras.

Usama, hizo un gesto de acercarle la cartera, cuando Lambert le disuadió en su propósito.

–Déjala –le dijo– ya sabrá donde buscarla cuando la eche a faltar.

Mientras tanto, tan docto y joven cirujano, había desaparecido con inusitada presteza, mezclándose entre un gentío encubridor. La calle volvió a su ajetreo matutino, bullanguero y zumbón; hasta que, de pronto, como si todas las mujeres beréberes se hubiesen puesto de acuerdo, irrumpió en el lugar un grito agudo, estentóreo y prolongado: ¡Mi carteraaa! Brotó, desgarrado filtrándose entre los toldos del pequeño zoco, con un iracundo y matizado acento francés.

Alguien sonrió, nadie miró; ninguno se detuvo ni perdió el tiempo.

Lambert elevó el labio superior, después la ceja, para terminar en un gesto de evidente indiferencia:

–Ridículo... –comentó.Y el otro preguntó sin comprender. –¿Por qué?–¡Qué se joda la estúpida! –fue la respuesta.–Sí. Ridículo... ¡Vamos que se joda! –admitió Usama en

el colmo del desconcierto.Para cuando la mujer corrió hacia el cafetín, Moro

Usama y Lambert ya se habían ido; caminaban calle abajo en dirección a la plaza, desde donde alguien hacía sonar la bocina de un coche.

–Ahí está Fabrice...–¿Dónde?–¡Dónde va a ser!...¡Coño! ¿No lo ves?–No, no lo veo.

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–Pues quítate las gafas, ¡joder! Ahí lo tienes: en el centro de la plaza –señaló Moro Usama, escupiendo la hoja de marihuana–. Manoseando a un niño como a una masa de pan de cebada –hizo un gesto de evidente desprecio, volvió a escupir y continuó–. El muy cerdo no habrá tenido suficiente esta noche...

Tropezó con el despropósito del suelo, corrigió el dolor y masculló algo entre dientes, mientras los ojos se le inyectaban de ira alertando al compañero

–No seas así Usama –corrigió Lambert–. Te carcome la envidia. Cada cual tiene sus pequeños defectos. Fabrice es un hombre muy sensible y, por cierto –añadió conciliador–,de mucha utilidad.

Lo observó incrédulo. Y respondió con el mismo tono de desprecio:

–Maricón perdido.–Sí; pero útil, ¿no?–¿Útil? ¿Cómo ahora?...Lambert dio la impresión de estirar el cuello, hizo crecer

su alta figura; la de Usama también. Clavaron sus miradas en el jeep mientras detenían la marcha.

–Tú por la derecha –ordenó Lambert.–Tú por la izquierda– asintió Usama.Y se abrieron en abanico rodeando el toldo del vehículo,

hasta situarse a la espalda de Fabrice. El machete de Lambert diseñó medio círculo en el aire hasta detenerse junto a la yugular del hombre que trataba de aligerar el jeep de su carga; el brazo izquierdo rodeó su cabeza privándole de visibilidad. Al tiempo susurró a su lado:

–Silencio... La daga de Usama fue más certera, más concreta, menos

previsible: cegó la oreja del porteador que colaboraba en la alteración de la mercancía. El oído en su sitio; el lóbulo por los aires, el policía en prudente retirada; la cuadrilla de rateros cuestionados; petrificados los más torpes, en desbandada los capaces.

Lambert volvió a ratificarse en su gesto. Se llevó el dedo índice a los labios y reclamó nuevamente silencio.

–Rápido –dijo dirigiéndose al hombre que permanecía frente a él– la mercancía en su sitio –exigió de nuevo–. ¡Rápido y en silencio!...

Y no obró más. Vigiló su movimiento apresurado, mientras Usama arrastraba al otro asaltante hacia la portezuela del

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coche, donde Fabrice jadeaba convulsivamente, al tiempo que la cabeza del muchacho se movía entre sus piernas.

En la boca el mustio, triste y repelente miembro de Fabrice; la mano derecha soportando su propio peso; los ojos inyectados por el esfuerzo, la sensación de asfixia, el daño producido por la suela de la bota de Lambert descansando sobre la falange de su mano derecha. El dolor de la mañana, unas liras extraviadas por la estupidez de la codicia, la voz del almuédano llamando a la oración desde el minarete, mientras la hoja de la daga de Usama resplandecía por encima de su cabeza y sus amigos jugaban a otra cosa: al sutil y esperpéntico ejercicio de robar en cualquier otro sitio.

–Vamos a la pagoda.–El francés paga mejor.–Bueno, Ça fait rien...–¡Menos da un güevo!Todo le pareció oler a té. A té y a maldito sarro; a

semen y a sudor; en el momento que Fabrice convulsionó su cuerpo presionando sus sienes con el interior de sus muslos. Y creyó morir cuando sintió los dedos del hombre aferrados a su empapado cabello; cuando sintió como el principio del pene golpeaba contra el fondo de su garganta; cuando cundió el pánico, se fue la respiración y le llegó el ansia por vomitar; cuando su cabeza fue sacudida de un lado a otro, sin que él pudiese hacer nada por evitarlo; cuando entendió que la próxima acción de aquel miembro de predicha flacidez, era la de miccionar en el interior de su boca.

–Dadi, ¿dónde vas tan temprano?–Al bazar de Hamed, mamá. He de hacerle un recado

muy importante.–Espera. Come algo...–Ya lo hice, mamá. Tomé torta de anoche.–¿Bebiste la leche?Anegaba su boca, confundía sus pupilas distorsionando

el tamaño y la forma de la moneda que Fabrice había dejado caer en el suelo del vehículo. Entonces, creyó ver como Usama golpeaba con el dorso sobre el volante del vehículo y el claxon sonaba estrepitosamente. Fue cuando sintió atenuarse la presión de los dedos sobre su cabeza, rebotar el calor y dormir el frío del silencio. Y el mercadillo le pareció enmudecer. Sus sorprendidos ojos dieron la

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impresión de perder toda su vivacidad; mientras de su boca salía perturbada la parte más flácida y descubierta de Fabrice.

–¡Ni se te ocurra, moro de mierda!...El lagarto y la serpiente. La boca predispuesta, el

aliento confundiendo al vacío, el cuello erguido, los dientes apretados, zafios, empujando desafiantes a los colmillos.

–¡Tú decides, maricón!...Los ojos inyectados, la daga de Usama en la yugular

de Fabrice; el cañón de la enorme pistola de éste, sobre la frente y el sudor del árabe; la tensión y el miedo en un pulso insufrible, mientras su pequeño cuerpo yacía sobre el suelo del jeep, sin osar moverse. Solo la ruin moneda estaba bajo el control de su mano.

Y el miedo. El miedo aferrado a su pecho de la misma forma que lo hicieron las cargas de dinamita al de su primo Abdel Aziz. El primo admirado, el primo que logró alcanzar el lugar ante el profeta, el primo que se negó a chupar una polla tan rosada como repelente, el primo que saltó por los aires, se llevó con él a no sé cuantos, pero llegó solo y erguido ante Alá...

Sobre el suelo del coche, junto a la bota grande, sucia y maloliente de Fabrice, observó unas gotas de agua; otras caían trémulas de sus ojos para fundirse sobre el piso embarrado. Se preguntó que iba a hacer. Solo nueve años... cuando la mano opresora soltó su cabello, cuando desapareció el temblor que sacudió su cuerpo sin saber por qué, cuando se ocultó su vergüenza, cuando se sintió redimido; entonces, saltó del vehículo golpeando su cuerpo contra cualquier obstáculo que interfirió su paso y corrió en pos de una desesperada libertad que encontró junto a la pared sucia y mal oliente, junto al puesto de verduras enjuto y prieto de la calle, junto a los pies semidesnudos y sucios del vendedor vociferante.

Jadeante se tropezó con el silencio. Y se dejó caer contra la pared, donde su pequeña espalda golpeó y terminó resbalando hasta descansar sobre el suelo, junto al tenderete de frutas, ruin muestrario, donde su mano, en breve descuido, intentó alcanzar la amarillenta manzana; poco después que, entre su ropa, desapareciese la moneda.

–Déjala en su sitio.–¿El qué?

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–La manzana.La observó entre sus manos, buscó la salida, tropezó

con el cansancio, intentó congraciarse.–Es pequeña, señor.–¡Dije donde estaba!Elevó los ojos, arrastró la mirada e intentó modificar

la táctica que ya partió tan caduca y ridícula como infructuosa.

–Tengo hambre. Aún... En una escasa fracción, supo que el giro en su

estrategia no le había valido de mucho. El anciano vendedor le contemplaba imperturbable desde la atalaya de su estatura.

–También tienes una moneda.Y mordió su pequeño labio, entretanto bajaba la mirada

y elevaba el cuerpo con desgana. En el mismo intervalo que se desprendía de la manzana, abandonaba el lugar y se preguntaba como el viejo vendedor sabía de su moneda.

–Jamed debe de estar en la plaza –se dijo absorto en la confusión del sofoco– Me estará esperando para acarrear el agua.

Y caminó calle abajo mientras recordaba a su amigo:–Iremos a venderla junto al puesto de pescado –le

recordó pronunciarse convincente– Sidi Hassan encenderá el fuego y asará pescado en la parrilla...

–Da mucha sed...–Si puedes, trae limones.–Si puedo...–No falles. El viejo nos espera. Los refrescos de limón

son para los extranjeros...–No seas tonto, Jamed. Los extranjeros solo beben

agua embotellada...–Bueno, pues los nuestros, los negros inmigrantes...

¡Qué más da! Tu trae limones. No podemos robar botellines de agua.

Los encontró junto a la pata de una mesa de verduras, dentro de un saco deshilachado y sucio, sorprendido por agujeros a través de los cuales él fue trasladando los limones a sus bolsillos. Mejor –se dijo– se había librado de tener que saltar la valla del huerto del tío Chumati. Observó uno de sus tobillos. Sobre su talón, aún permanecían las marcas causadas por las dentelladas del perro que lo sorprendió. Por un tiempo, desapareció el minúsculo

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agricultor de sus lares; justo el mismo espacio que duró el problema. Su hermano mayor, se encargó de repararlo: Una visita junto al cañizo de la valla y la joven camada de alumnos aventajados del extrarradio, asistió con gran regocijo a los funerales del animal.

Había una tenue y agria sonrisa bañando su rostro, impropia de tan temprana edad, cuando levantó la cabeza y tropezó con la mirada inexpresiva de la pequeña Fátima.

–¿Qué haces tú aquí? –le inquirió muy serio.Jadeante, el ceño fruncido, los pómulos ennegrecidos

y llenos de churretes, las comisuras de sus labios empobrecidas, los dientes desiguales y manchados por restos de comida; y entre todo aquello, dejándose caer sobre la mazorca que llevaba entre sus manos, dos ojos enormes, negros, limpios; pidiendo disculpas.

–Te vi salir esta mañana.–¿Me seguiste?–Me lo mandó mami...–Te he dicho que no me sigas.–No te preocupes. No pude. Corrías mucho... Perdí las

sandalias y se me clavaban las piedras en los pies.La observó indulgente, mientras la niña mordía la

mazorca, amagaba la mirada y llenaba sus carrillos. Al final le dijo:

–Está bien. Vuelve a casa.Ella sonrió dando la impresión de obedecerle; pero

luego pareció arrepentirse: se volvió hacia él, lo miró cambiando la expresión y, al final, preguntó casi a media voz, como asustada:

–¿Lo hiciste?–¿El qué?–Eso... Lo que te oí anoche.–¿Me espiaste?–Hablabas fuerte con Jamed.–No. No lo hice –exclamó endureciendo su expresión–

Además, ¿a ti qué te importa?Bajó aún más la mirada. Rescató el tono de su voz y se

atrevió a murmurar:–No lo hagas, ¿sabes? Tía Salama dice que eso es cosa

de mujeres. Y que solo las mujeres pueden hacerlo.–¿Ah, sí?–Los hombres se asfixian... –¡Tú que sabes!