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LA CABEZA DE ORFEO o El último estadio de la música

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LA CABEZA DE ORFEO

o

El último estadio de la música

Mariano Toledo Isaac

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Orfeo, hijo del rey tracio Eagro y de la musa Calíope, tuvo una juventud viajera. Marchó a Egipto. Acompañó a Jasón y los argonautas a Cólquide en busca del vellocino de oro. Llegó hasta los infiernos de donde, seduciendo con su música al fiero Cerbero y a los jueces de los muertos, consiguió arrancar por unos momentos a su esposa Eurídice.

Más tarde se estableció entre los cicones salvajes de Tracia, predicando como sacerdote el culto a Dionisos, según unos, el de Apolo según otros.

Finalmente fue muerto y despedazado por las furiosas ménades. Su cabeza y su lira, arrojadas al río Hebro, quedaron flotando y fueron arrastradas hasta la isla de Lesbos, donde fueron instaladas en un santuario. La cabeza de Orfeo continuó allí cantando y profetizando.

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ÍNDICE

I. HACIA LA FIJACIÓN DE LAS ARTES 4

1. La vista y el oído 52. La aspiración a la permanencia 73. El dominio de la materia 134. Los límites de la imitación natural 175. El intermediario musical: la partitura 206. El intermediario de la palabra: la escritura 247. El intermediario de la acción: la literatura teatral 288. Artes definitivas y artes provisionales 31

II. CINEMATÓGRAFO Y FONÓGRAFO 33

1. Dos inventos modernos con diversa fortuna 332. El surgimiento de la conciencia cinematográfica 363. La necesidad de la diferencia 384. La función reproductora del cine: el teatro grabado 405. Cine y teatro 426. Dos culturas y un mismo arte 447. Diferentes artes en un mismo estadio cultural 468. La fugacidad de la música 489. El problema de la interpretación 4810. La fijación de la música 5311. La música escrita: una forma de música 5612. La nueva cultura del disco 60

III. LA RETÓRICA DEL DISCO 64

1. El ruido natural 652. El ruido artificial 753. Los nuevos sonidos instrumentales 834. La música invisible: el altavoz 915. El volumen: el tamaño de la música 1006. Los planos sonoros: el montaje de mezclas 1057. Montaje cinematográfico y montaje discográfico 1188. El disco y el concierto 127

IV.LOS ESTADIOS MUSICALES Y EL PAPEL DEL MÚSICO 130

1. Los tres estadios 1312. El estadio oral: el cantor 1313. El estadio escrito: el compositor 1354. El estadio grabado: el realizador o productor 140

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I. HACIA LA FIJACION DE LAS ARTES.

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1. La vista y el oído.

Si el arte se ha resistido siempre a la descripción teórica, las ar-tes visuales han sido, con todo, las más favorecidas.

El mundo humano está estructurado a través del sentido príncipe, la vista, y el hombre ha desarrollado su lenguaje y su pensamiento en la descripción de lo que ve. Lo que atañe a otras sensaciones le ofrece enormes dificultades. Sin detenernos en sentidos comparativamente atrofiados, como el olfato o el tacto, para cuyo universo sensorial contamos con escaso vocabulario y estructuras conceptuales débiles, nuestro segundo sentido, el del oído, sufre de este descuido de la naturaleza.

El oído humano es menos sensible que la vista. Educamos, también, mucho menos al uno que a la otra. Pero además hemos de sumar, a esta diferente condición del instrumento con que percibimos, la diferente condición de lo percibido. En tanto que el mundo visual se nos presenta con una cierta estabilidad, como un conjunto de objetos organizados en el espacio, el mundo sonoro aparece entrañablemente ligado al discurrir del tiempo. La condición esencial del sonido es la de su fugacidad. Somos incapaces de detenerlo, de hallarnos en su presencia, de contemplarlo como hacemos con los objetos de la visión. Lo que se ve, está ahí; lo que escuchamos, por el contrario, pasa.

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El universo de los colores y las formas se nos ofrece en un vocabulario variado y numeroso, mientras que los nombres que damos a los sonidos son escasos. A través del nombre diferenciamos los colores y sus matices, diversas clases de formas y una multitud de objetos de nuestro entorno cotidiano. La experiencia auditiva, sin embargo, adopta la forma de una percepción confusa: no distinguidos con claridad ni las alturas sonoras ni los timbres. Confundimos fácilmente las voces semejantes, nos parece que los asnos rebuznan de la misma manera, nos cuesta captar las diferencias fonéticas de las lenguas extranjeras. Y esto, que nos sucede de continuo en la experiencia de todos los días, ha de sucedernos en el aprendizaje de las ciencias correspondientes.

El estudio de la escritura y la teoría musical parece ofrecer, en efecto, mayores dificultades que el de otras ciencias y artes. La cultura musical de la mayoría es, de hecho, muy inferior a su cultura visual.

Cuando se trata de buscar una causa a este hecho, suele darse casi siempre con la falta de educación musical. Y, tras las lagunas educativas, suele hallarse a un Estado desinteresado en proveer a los ciudadanos de la enseñanza musical adecuada, y unas costumbres que favorecen el desinterés de los individuos.

La educación potencia la capacidad para desenvolvernos en el mundo de los sonidos, eso es indiscutible. Un oído educado se hace más agudo, más observador y atento. Pero la raíz del problema no reside en la indiferencia. El amor que por la música sienten incluso los individuos,

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pueblos y épocas más incultos hacen sospechoso ese razonamiento. Sospecha que se acrecienta cuando se observa la gran incultura de que hacen gala muchos estudiantes de los conservatorios.

El problema tiene su origen, más allá de la voluntad humana, en la radical dificultad de la música debida a la resistencia que ofrece lo sonoro a ser observado, a su condición fugaz, a la estructura y escaso desarrollo evolutivo del oído humano.

Cuando el escolar se muestra incapaz de repetir una melodía no se atribuye el defecto a su incapacidad vocal, del mismo modo que se atribuye a la incapacidad manual la realización defectuosa de la copia de un dibujo, sino a la ausencia de “oído”. Se da por supuesto que el estudiante “ve” el dibujo, pero no que “oiga” la música. El tener buen oído se entiende como propiedad de un numero reducido de personas y el oído normal, como un obstáculo para el arte.

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Se dice del lenguaje musical que es abstracto y complejo y, de la música, que es algo misterioso, mágico o etéreo. Tales cualidades expre-san de manera ingenua la forma como se nos presenta lo sonoro.

La música es un hecho de la experiencia que afecta a nuestros sentidos: la escuchamos, no llegamos a ella a través de la intuición. Sin embargo, la música no está a la vista; afecta a nuestro oído, pero se oculta a la vista. Esta condición es la causa de que algo sensible y real como es el universo sonoro, se nos presente teñido de ciertas características de lo oculto. Y es que, para la estructura perceptiva del hombre, lo que no se ofrece a la vista no es percibido con las condiciones de la realidad.

Quien ha visto una casa, se atreve sin dificultad a describirla: nos puede hablar de su color, de su situación; nos menciona su altura, su forma, el número y disposición de puertas y ventanas. A través de la propia descripción, es capaz de emitir un primitivo juicio estético: le gustan los adornos de la puerta, la forma del tejado; le desagrada el color, la suciedad, o la forma de las rejas.

Esa misma persona no está en condiciones de describirnos una música que ha escuchado, ni siquiera de esa forma elemental. Topa, en primer lugar, con los obstáculos de la memoria. Si puede recordar la casa que ha contemplado de pasada, no recordará, sin embargo, la más simple de las melodías. Necesita, para ello, una cierta repetición de la audición.

Si tiene clara la canción en su cabeza y desea describirla a otros, no sabrá hacerlo. Le faltan palabras para ello. La única descripción posible es mostrarla, volverla a cantar. Si, por último, desea emitir un juicio sobre ella, no podrá valorarla a través de la descripción. Suponiendo que sea capaz de señalar algo más que un gusto o desagrado general, el juicio, incapaz de fundamentarse en los rasgos objetivos, se dirigirá a la interpretación del efecto que sobre él ha producido. Nuestra persona dirá que le gusta porque es melancólica, alegre o dulce; que le desagrada porque es sentimental o trágica.

El juicio estético, en efecto, presenta enormes dificultades para fundarse en la realidad sensible de la música, pues ella misma no se nos

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ofrece nunca como un objeto estático que podamos examinar sino en un continuo fluir que produce en nosotros sensaciones.

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La música, considerada en sí misma, no es ni más ni menos abstracta que un palacio, ni más ni menos sutil o complicada que un cuadro, ni más ni menos misteriosa y etérea que un poema.

Es nuestra forma de percibir lo sonoro lo que convierte a la música en algo oculto, repleto de desconocidas virtudes. Como un rostro impenetrable o una frase cabalística, la música se nos muestra siempre como algo incomprensible, algo que sólo vagamente podemos captar y ante lo que carece de sentido el instinto de examen. La actitud que parece exigir de nosotros no es la de la contemplación y análisis de su forma y contornos, sino el abandono en el fluir de su corriente, permitiendo su acción, causante de efectos, sobre nuestra sensibilidad. Puesto que no podemos saber de ella, nos entregamos a su encanto.

Es difícil describir la música, comprenderla, juzgarla; nos faltan palabras para nombrar adecuadamente lo que oímos, pues lo que oímos no se muestra con rasgos definidos y concretos, con las características de los objetos de la visión. Esa irracionalidad que le sobreviene, a causa de la ineptitud de nuestra sensibilidad y de nuestro universo conceptual para captar su esencia, para darnos razón de lo sonoro, es la que destierra a la música al territorio de lo desconocido, lo innombrable y, en consecuencia, al terreno de lo mágico, lo divino y espiritual.

Si la música es, como pensó el Romanticismo, el arte divino por excelencia, esto no será, seguro, porque proceda de la divinidad; lo será porque comparte un mismo carácter con ella, el escapar por igual a la razón humana. En efecto, ambos son invisibles.

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El oído no es capaz de construir objetos sonoros si no es con el concurso de la vista. El ladrido del perro, el canto del pájaro, el teclear de la máquina de escribir, el silbido del tren, son unos cuantos ejemplos del mundo de los objetos sonoros. Este mundo no está organizado en torno a los caracteres sensibles de lo sonoro; se trata siempre de sonidos iden-tificables a través de la vista. Todos los objetos sonoros, designados por un nombre particular, como el trueno, o por uno general, como cuando se habla del canto del ruiseñor, no designan otra cosa que el ruido que produce un objeto, previamente identificado y conocido a través de la vista.

La palabra “perro” encierra dentro de sí una descripción completa de cualidades: un número determinado de patas, un tamaño, una altura, una forma corporal, un tipo de alimentación y costumbres, etc. Por el contrario, la palabra correspondiente al oído, el ladrido, no contiene en su significado otra cosa que la referencia general e indeterminada al ruido que produce la voz del perro.

El vocablo “perro” produce también en nosotros las imágenes de perros muy distintos, en variadas situaciones. La palabra puede

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despertar en nuestra imaginación recuerdos de diversas clases de perros. Sin embargo, la idea “ladrido” no es capaz de recrear en nuestra mente sino un único sonido. Dicho de otro modo, la palabra “ladrido” es incapaz de retener una cierta individualización sonora, a pesar de que las voces de los perros son suficientemente variadas.

Todos los objetos sonoros conocidos llevan un nombre que los asocia a un objeto de la visión, pero que no los describe en sus cualidades propias. Y, al contrario, los sonidos desconocidos, que no sabemos atribuir a ningún objeto visible, son incapaces de encarnarse en un nombre y no podemos comunicar nada que a ellos se refiera, a no ser que seamos capaces de imitarlos.

2. La aspiración a la permanencia.

El nombre de “escultor” proviene de la antigua cultura egipcia. Su significado etimológico es el de “mantenedor de la vida”. Los egipcios entendieron, mejor que nadie, que la vida del alma, sin el cuerpo y los objetos cotidianos que conforman el retrato de un hombre, es un puro vagar sin meta ni sentido; que el espíritu, sin el apoyo de la materia, es aire que viene y va sin reposo, innecesariamente.

Mantener la vida, muerto el cuerpo, es perpetuar el objeto, lo visible, la forma. El alma, invisible, vaga fuera del cuerpo; la estatua le devuelve su ser visible, le da quietud y permanencia. El alma, en la estatua, queda contenida. Mantener la vida es, también, hacer más corporal al cuerpo, dotarlo de una permanencia e impasibilidad que el cuerpo vivo no posee sino de modo relativo. Si el alma adquiere solidez en el cuerpo, éste se hace móvil y caduco por aquélla. La tarea del escultor es la de dar una forma eterna, proveer al alma de una habitación más segura y duradera.

Los poetas han interpretado este perpetuo deseo de permanencia como un instinto divino del hombre, como una búsqueda de la divina eternidad a través de su imitación en el arte. Más bien, parece que el hombre ha actuado siempre en sentido contrario. La eternidad de la escultura no se asemeja a la de lo divino, a la del espíritu, sino a la permanencia de la materia inerte. Mantener la vida es convertir al hombre en un objeto completo, en una cosa: se diría que cuando el escultor pensó en eternizar a un hombre no buscó en la forma de la divinidad, sino en la forma de la naturaleza. La estatua trata de imitar la duración de la montaña o del desierto.

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La evolución de todas las artes ha seguido la línea de la búsqueda de la permanencia. Las artes han tratado de construir objetos estables y permanentes que mantuvieran la vida. La vida de un hombre, la vida de la palabra, la vida de los acontecimientos, la vida del sonido.

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Hay artes, como la escultura o la arquitectura, que producen siempre, incluso en su estado más primitivo, objetos. Una figura de barro, un tatuaje, una cabaña, son objetos. Se ofrecen a la vista con una forma relativamente estable e invariable en el tiempo. Se trata, sin embargo, de objetos que mantienen una cualidad de lo vivo: su duración se mantiene en la escala de lo humano. Su vida tiene también un final, perceptible en la escala de la experiencia de un hombre.

Hay asimismo artes que no poseen siquiera esa forma relativa de estabilidad, que no producen objetos. La palabra no es un objeto visual y está, además, sometida a las fluctuaciones del tiempo. El teatro juega con lo visible, pero produciendo no objetos, sino acontecimientos que se desarrollan, igualmente, en el tiempo y no permanecen de otra manera que a través de la memoria.

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La duración parece ser una cualidad en extremo primaria como para ser considerada una condición del arte. Sin embargo, del uso que hacemos del concepto, no sólo del vulgar, se desprendería lo contrario. No llamamos escultor, ni valoramos como tal, al que realiza figuras en cera, barro, silicona, o cualquier otro material perecedero. Tampoco consideramos pintor a quien dibuja con carbón o con lápiz sobre un papel. Si se tratara solamente de un prejuicio cultural, sería un curioso prejuicio que nos llega desde el comienzo de la cultura.

Antes del uso de la piedra o los metales, durante mucho tiempo, se talló la madera y se modeló el barro. No estamos ya en condiciones de revivir ese tránsito, pero podemos imaginarlo y deducir algunos aspectos.

La diferencia entre el arte realizado con materia definitiva y con materia perecedera no parece residir esencialmente en la forma artística. Una figura en escayola puede retratar con tanta exactitud los rasgos de un hombre como una figura en piedra. Más aún, desde el punto de vista his-tórico, es razonable imaginar que, al menos en épocas primitivas, el trabajo sobre madera y barro poseyera una mayor perfección formal. En primer lugar, porque se trata de materiales más dóciles y que ofrecen menor re-sistencia al trabajo humano. En segundo lugar, porque la cultura de la piedra y los metales tuvo que recorrer un necesario camino de infancia artística, antes de llegar a un dominio suficiente del nuevo material. En el tránsito de la escultura perecedera a la no perecedera hay que suponer un período de tiempo, más o menos prolongado, en el que la antigua cultura estuviera en condiciones de ofrecer resultados de mayor perfección artística.

Si esto es así y la escultura definitiva no se distingue de la pere-cedera por su perfección formal, si hemos de suponer que una cultura más nueva e imperfecta se impuso a la antigua, es necesario deducir la pre-sencia en los nuevos materiales de algo que sea la causa de la revolución.

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La piedra y los metales portan consigo unas cualidades puramente materiales, que no atañen directamente al talento del escultor. Cualidades primarias que influyen en el arte y lo transforman, pero que no forman parte propiamente de él, aunque sean su condición. Una de ellas es la duración.

Nosotros, que vivimos desde hace milenios en un mundo de objetos estables, no somos capaces de valorarla más que desde un punto de vista utilitario. La duración se reduce, a nuestros ojos, a una mera ventaja cuantitativa. Para el hombre primitivo, inmerso en un mundo artificial que dura lo que él mismo, que no es capaz de construir nada perdurable, el descubrimiento de lo duradero, de lo definitivamente estable, del objeto por antonomasia, debió resolverse en una sensación mágico-religiosa que está en la raíz de toda sensación estética.

El primer escultor, el escultor egipcio, es quien logra mantener la vida más allá de sí misma. La impresión de la perduración de la vida sólo puede crearse cuando ésta queda fijada en un molde más duradero que el cuerpo humano y animal, más duradero que ella misma. La idea de la perpetuación sólo puede surgir cuando el hombre ha sido capaz de crear un objeto que dura más allá de él mismo. El escultor egipcio es el que talla la piedra o funde los metales.

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Por debajo de toda sensación estética hay una retórica primera, unas fuentes primordiales, generales, en las que se apoya todo sentido estético, que son comunes a todas las artes. Esta retórica, inconsciente, pasa desapercibida a la atención pero, por estar enraizada en los instintos más fuertes del hombre, funciona como el cimiento de todo arte. La duración es una de esas causas retóricas fundamentales.

Entre nosotros, la experiencia estética de la duración se muestra en un sentido inverso a la que debió ser la experiencia original. Vivimos en un mundo tan saturado de estabilidad que, en ocasiones, nuestro problema reside en cómo deshacernos de los objetos inútiles que hemos construido y elaborado. Nuestra experiencia de la duración toma, así, una forma invertida: las cosas duran porque valen.

No tenemos dificultades en construir objetos estables: una casa sólida, una pintura que conserve sus colores, una estatua que resista la llu-via y el sol. La duración es, en nuestra civilización, algo dado de antemano. Para nosotros, la duración ha dejado de ser un componente del arte y se ha convertido en el resultado de una decisión de la voluntad. Puesto que casi todas nuestras obras portan la cualidad de lo duradero, nos vemos obligados a escoger, a seleccionar. La experiencia de la duración se nos presenta como un dilema: qué cosas merecen perdurar. De esta forma, la eternidad se convierte en un premio al valor que otorgamos a las cosas. Mantenemos aquello que creemos que acredita valor; destruimos, ocultamos o descuidamos aquello a lo que atribuimos poco valor.

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Nos debatimos en la duda de si tal edificio debe ser conservado o destruido para fabricar uno nuevo; si ese cuadro debe ser arrinconado en un sótano, o merece ser expuesto en las galerías de un museo; si es de in-terés restaurar algo o dejar que continúe deteriorándose; si debemos resu-citar determinado libro de la tumba de las bibliotecas, mediante una nueva reedición. La superpoblación de objetos estables nos obliga a convertirnos en jueces del destino del arte.

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Pero, si entre nosotros la duración es algo dado, algo con lo que de antemano se cuenta, en los orígenes fue una conquista. Para aquellos antiguos, al contrario, las cosas debieron valer porque duraban. La duración no era el resultado de una decisión voluntaria, de un acto ajeno al propio arte, sino que formaba parte de él. El artista era, en primer lugar, quien confería duración a las cosas.

En su mundo artificial perecedero, la construcción de objetos perdurables tuvo que producir un asombro estético de mayor fuerza que la propia calidad artística de la obra. Un palacio o un templo sólidos, a salvo del fuego y otras inclemencias naturales, que resiste con facilidad las gue-rras, que no debe ser trasladado o reconstruido constantemente al compás de las estaciones, es mucho más que un edificio útil.

La duración es la expresión externa del poder y la sabiduría, de un hombre o un estado, y el aposento del recuerdo, por el que se conserva la memoria de hombres y gestas. Cuando el escultor, el arquitecto o el escriba logran mantener la vida para futuras generaciones, se introduce en el arte un elemento retórico fundamental que va más allá de los criterios de la perfección artística, e incluso los sostiene.

Nuestra admiración por lo antiguo y el gusto de la antigüedad por crear objetos que los mantuvieran en el recuerdo de las generaciones futuras, son las dos caras de una misma moneda.

Sometida a diferentes condiciones sociales, la experiencia fundamental de la duración continúa ejerciendo su influencia. A partir de ella surge el propio arte, entendido como organización de las formas. La duración sacraliza lo corporal, lo externo, en tanto que el arte se ocupa ya, no sólo de mantener el espíritu movedizo y cambiante, sino de organizar una forma imperecedera. El paso del arte como religión al arte como estética tiene que ver con la capacidad del artista de mantener no sólo el espíritu, sino la letra.

A partir de la duración surge la historia. Esta se conforma a partir de lo escrito. Lo que no está escrito es leyenda. A ambas, historia y leyenda, no las diferencia esencialmente ni su verdad, ni su belleza, sino la cualidad de la duración. “Lo escrito, escrito está”; éstas palabras describen con dureza y de raíz la pura cualidad retórica de lo estable. No importa la verdad de lo escrito, que durante mucho tiempo no se diferenciará de la verdad de lo no escrito. Importa la duración de la palabra en lo escrito: esa

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duración es la que produce la sensación, la impresión de la verdad. No se escribe lo verdadero; al contrario, lo escrito cobra el aspecto de la verdad.

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Nosotros no conservamos ya aquella sensación clara de la duración que debió producirse cuando la estabilidad era una conquista. Sin embargo, el valor retórico de la duración sigue actuando, aun de modo inconsciente, sobre nosotros.

No me refiero sólo a ese continuo impulso del artista por perpetuarse en su obra, ni al deseo de hombres y pueblos de verse perpetuados en la obra de aquél. El espectador, que no está interesado en la fama, es incapaz de concebir el arte sin duración.

Siempre que nos hallamos en presencia de algo estéticamente valioso, se nos ofrece bajo la forma psicológica de lo eterno. Cuando el arte nos produce entusiasmo, nos invade al tiempo la sensación de que eso no puede desaparecer. Deseamos que se mantenga eternamente, como en la experiencia privada deseamos y buscamos la repetición y permanencia de los momentos felices. Pero, más allá del deseo, lo percibimos como algo que no puede desaparecer. La duración de los objetos del arte responde a esta forma básica de la percepción estética. La repetición de la vida, su mantenimiento, potencia sus efectos. Einmal ist keinmal, una vez no es nada: este es el signo bajo el que nace el arte. Y todas las artes, en la medida de sus posibilidades y cada una por sus propios mecanismos, han buscado la perduración en la creación de objetos estables.

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La diferencia entre el arte que produce objetos permanentes y el que produce objetos perecederos, marca la frontera entre la tradición oral y la escrita.

Este concepto, acuñado para la historia de la literatura, tiene una aplicación directa a las artes que, como la música o el teatro, no produ-cen objetos. La palabra, el gesto y el sonido no son objetos visuales, sino acontecimientos fugaces para la vista o el oído. Pero también es aplicable indirectamente, de modo analógico, a las artes que producen siempre objetos.

Lo propio de la tradición oral es estar a merced del tiempo. El arte de la tradición oral no se presenta a la vista como un objeto estable, sino como un objeto que mantiene ciertas cualidades de lo vivo. Los materiales de la primitiva arquitectura y escultura son materiales perecederos. Materiales que pertenecen al mundo de lo vivo, como la madera, o materiales inertes, como el barro, que representan lo más vivo de lo inorgánico, lo más sujeto al cambio o a la destrucción.

En esas condiciones, la perduración de la experiencia estética, no pudiendo ser encomendada a los propios objetos del arte, queda

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reservada a la memoria. La tradición oral es un arte de la memoria. Sólo ella puede unificar las experiencias de las distintas generaciones y crear el cuer-po de la tradición. Sólo ella, ante la incapacidad de conservar las formas, es capaz de conservar, al menos, el espíritu.

Si el papel de la memoria en las artes de la palabra, del gesto y del sonido es evidente, también para las artes plásticas ejerce la función de hilo conductor y articulador de la tradición y el estilo. Aunque la memoria parezca innecesaria cuando la vista nos ofrece la contemplación del objeto, las artes plásticas, en su estadio oral, nos presentan siempre objetos del presente, un mundo artificial que no dura mucho más que una generación humana, sometido constantemente al peligro de la destrucción o el deterioro. Para el artista oral, el arte no reside tanto en el valor formal de una obra individualizada, cuanto en la conservación de la forma general del arte. Por así decirlo, como guardián de un fuego que se extingue sin cuidados, el artista debe reeditar constantemente el impulso original, debe construir de continuo puentes, tendidos entre el pasado y el futuro, que mantengan la vida del espíritu en la memoria. Para el artista primitivo, el arte no reside tanto en el resultado concreto, cuanto en las reglas de la construcción. Los objetos que crea, más que obras propiamente dichas, son mojones en los que se apoya la memoria. Más que obras, que los individuos son incapaces de construir con materiales perecederos, la sucesión de las generaciones se encarga de sostener en el tiempo una misma obra inicial, a pesar de las transformaciones a las que la somete el transcurso de las cosas.

****************************************La memoria es también algo vivo. Aun siendo la mejor y única

forma de conservación del arte oral, se adapta constantemente al presente, sin ninguna posibilidad de contraste con su origen.

Si la memoria puede mantener una tradición, una continuidad entre las generaciones, es gracias al recuerdo y la repetición de fórmulas estructurales, trátese de la forma de construir una cabaña, de tallar una madera o de usar una herramienta; pero la forma, el verdadero objeto del arte, no es dominada por ella. La forma es el resultado azaroso y natural, no controlado, de la aplicación de la intuición individual a las fórmulas tra-dicionales. Pero esa forma individual, siempre que no sea elevada a regla constructiva, desaparece.

La memoria mantiene el pasado en forma de esquemas, pero no conserva los perfiles de las cosas. Así se explica la paradoja del arte primitivo, en el que, junto a la invariabilidad relativa de los procedimientos constructivos, hallamos una enorme variedad sensible de las formas, producto del azar en la aplicación de los esquemas. Así se produce el contraste entre la rigidez de las estructuras, y la arbitrariedad y riqueza de la producción concreta.

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Cuando el arte es capaz de producir objetos estables, las fórmulas orales, que servían como herramientas constructivas y como eje de la tradición, se convierten en formas artísticas, capaces de desarrollarse sobre sí mismas hasta el punto de convertirse en su contrario, apareciendo la fluctuación de estilos. La escritura, la escultura y la arquitectura en piedra, fijan la forma sensible, la apariencia, lo concreto. El arte puede alejarse de sí mismo, creando estilos contrarios, pues ya no corre fácilmente el riesgo de perder lo conquistado.

No siendo capaz la memoria de fijar más que el esquema, los rasgos estilísticos concretos no podían llegar a ser datos del arte. El arte oral no es capaz de mantener ni el estilo individual del artista, ni los rasgos individuales de lo retratado. Cuando se conserva el estilo individual, lo hace elevado a la categoría de estilo general; cuando se conservan los rasgos individuales, éstos quedan elevados a la categoría simbólica. Ni la memoria en que se apoya, ni los materiales con los que construye, garantizan la perduración de lo concreto.

El realismo literario o escultórico, como el trabajo melódico de los adornos musicales, carecen de sentido en la tradición oral. La descrip-ción o el dibujo de unos rasgos concretos son inútiles. Si la materia no los hace perdurar, la memoria es incapaz de hacerse cargo de ellos. Las facciones de un individuo, los pormenores de un hecho, el proceso detallado de la melodía, sólo pueden alcanzar interés artístico cuando pueden ser conservados a lo largo del tiempo. Para que la vida pueda ser mantenida, es precisa la condición de la duración. La tradición oral sólo es capaz de mantener la vida general de la especie, sus arquetipos.

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La duración, en sí misma, es un valor retórico fundamental del arte. Pero más importante que la duración real es su aspecto, el símbolo de la duración. La madera, por cierto, aun siendo materia perecedera que procede del mundo de lo vivo, es capaz de mantenerse más allá de la vida de un hombre. Pero la experiencia que éste posee de aquélla no la adorna con el símbolo de lo perdurable. Vemos que la madera se astilla con facilidad, se pudre, se agrieta, se quema.

La roca, por el contrario, nos ofrece el símbolo perfecto de la duración. Sólo la piedra, la montaña, se nos muestra como el ser eternamente inmóvil. Esa impresión general es la que otorga a los objetos construidos con ella su valor retórico. Lograr la difícil combinación de la vida con la materia, de lo fugaz con el máximo símbolo de lo estable, introducir el espíritu del hombre y de sus dioses en la piedra, ese debió ser el espec-táculo simbólico fundamental.

A esa retórica primera obedecen las pirámides, los templos, las fabulosas estatuas del Nilo. Basta, para darnos idea de la importancia re-tórica de la duración, que les privemos imaginariamente de ella. Sustitu-yámoslos mentalmente por otras de madera. Inmediatamente una parte de nuestra admiración decae, incluso si las imaginamos trabajadas con la

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mayor finura y detalle. Lo que les faltaría no sería el arte, sino algo que está debajo de él y en lo que se apoya firmemente.

Mantener la vida fue, para los antiguos, arrancarle a la naturaleza el secreto de la eternidad. La vida, gracias a la piedra, podía quedar para siempre, fija. La retórica de la piedra inunda lo esculpido; lo representado en ella queda investido del poder de la naturaleza.

3. El dominio de la materia.

Debajo de todo artista hay un artesano y en todas las obras del arte está presente la maestría como fundamento. Una obra artística, antes que un objeto bello, es un objeto que rebosa poder, el poder del artista. Se manifiesta como dominio de la materia propia del arte; dominio del violinista sobre su instrumento, del compositor sobre la escritura musical, del actor sobre los movimientos de su cuerpo, del escultor sobre la piedra o el metal.

La historia del arte nos ha acostumbrado a contemplarlo como un conjunto de obras valoradas en función de su belleza, de sus valores expresivos y comunicativos. Pero por debajo de esos valores artísticos, que individualizan cada obra y la diferencian del resto, por debajo de esos perfiles únicos, funciona un elemento retórico más primitivo y general por el que todas las obras tienden a parecerse, el oficio.

Toda sensación estética se apoya, a la vez, en la admiración particular de los caracteres propios de cada obra y en la admiración general por la maestría. Hay una maestría particular, a la que se suele denominar talento, referida a los problemas concretos que, en cada obra, aborda y resuelve el artista. Esta maestría, que se muestra en lo que los críticos llaman la técnica, es inseparable del resultado final, de la belleza de la obra, y sirve como el elemento fundamental de valoración artística sobre el que se apoya la clasificación jerárquica de artistas y obras, por lo que distinguimos a novelistas, literatos o músicos geniales de otros de segunda fila. Pero aunque esta maestría individual es el modelo de nuestra apreciación artística, no es la única que nos afecta como espectadores.

La maestría individual, que diferencia a los artistas entre sí, se conforma sobre una sabiduría acumulada y aprendida que los asemeja a to-dos, el oficio. Este posee una capacidad retórica basada en la admiración del puro dominio, de la habilidad, relativamente independiente de la calidad de la obra realizada. Pero somos afectados por ella de una manera inconsciente. Los modelos artísticos, las obras de arte, nos muestran al oficio transfigurado y convertido en talento particular del artista, lo que se hace tanto más claro cuanto más alejado se nos presenta en el tiempo.

Pero si la retórica del oficio no es directamente observable, la podemos intuir con mayor claridad en las obras contemporáneas, donde con más facilidad se observa la identidad de procedimientos usados en las obras más diversas, sobre todo en las obras de menor valor, que son precisamente aquéllas en las que el artista mediocre es incapaz de imponer su talento individual al oficio aprendido. El artista mediocre, que no pasará

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a la historia, se conquista, sin embargo, el favor de los contemporáneos mediante el despliegue de la retórica del oficio.

Si la historia del arte, por la selección que realiza, nos lo muestra condensado en momentos privilegiados, encarnado en individualidades sobresalientes, la practica del arte, en todas las épocas, lo ha mostrado a sus contemporáneos de una manera bien diferente, como un conjunto variadísimo en el que los diferentes rasgos individuales apenas consiguen sobresalir del estilo de la época, de ese conjunto de competencias y procedimientos que constituyen el oficio.

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La retórica de la maestría y el oficio se muestra con particular claridad en dos extremos del arte. Uno es el del virtuosismo, por el que el artista muestra una voluntad clara y decidida de hacer visible su poder.

En el virtuosismo no se afirma, como en las diferentes maneras de “L'art pour l’art”, el triunfo de la forma sobre el contenido, sino la exhibición del oficio. El virtuoso no trata, como el esteticista, de realizar una obra que valga por la perfección externa de las formas, sino, de un modo más primario, de ofrecernos el espectáculo del dominio sobre la materia. Es un aventurero que busca la dificultad por sí misma, desgajada tanto de la relación con el contenido, como con la forma. Entiende el arte como un puro acto de fuerza y es, entre los artistas, el más sensible a la retórica primitiva de la maestría.

Puesto que se basa en esa exigencia primaria del arte, en el asombro producido por la competencia, el virtuoso siempre atrae al público, que no es obligado a juzgar, ni es impulsado a sentir, pues, en suma, no se le exige otra cosa que lo más sencillo, quedar maravillado por una completa demostración de habilidad. El virtuoso y su público son la mejor prueba de la retórica del oficio, omnipresente en el arte. Mediante ese poder original es capaz de multiplicar los efectos de un discurso o una música, por poco valiosos que sean, dotándoles de un simulacro de calidad artística.

El extremo opuesto y correlativo lo ocupa la simplicidad en el arte. Me refiero a esas obras, con frecuencia sólo simples en apariencia, en las que el oficio permanece oculto, en las que el artista, con voluntad clara o espontáneamente, se esconde detrás de la obra y no permite que se trasparente su competencia. En esa clase de arte la obra parece bastarse a sí misma, tener una vida propia que no requiere del concurso del artista. La historia así contada, la melodía, la idea, parecen poseer independencia y el mérito del autor quedar reducido a la fortuna de haberlos encontrado y sacado a la luz.

La perplejidad del público, y con frecuencia del crítico no avisado, ante este tipo de obras es notable; faltándoles ese principal agarradero del juicio y aún del goce estético, se sienten perdidos como si se hallaran en presencia de una belleza natural y no de una obra de arte. No son capaces de negar la belleza que tienen ante sí, pero se sienten ten-tados a negar el arte, pues una obra que mantiene ocultos los rasgos del

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oficio y no usa de su retórica tiende a asemejarse a la belleza natural de una puesta de sol o de una tormenta en el mar. Lo que les falta a estos no es convicción estética, capacidad de producir goce o entusiasmo, sino la huella de la mano del hombre, la maestría del artista que es su causa.

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Si el arte consistiera sólo en la belleza no se daría crédito al vir-tuosismo, ni la aparente falta de oficio haría tambalear el goce estético. El arte, también en su evolución histórica, se expresa antes como dominio que como creador de belleza. El arquitecto es, primero, quien conoce el oficio de la edificación; el compositor quien domina las reglas y leyes de la armonía y el contrapunto; el actor, quien posee dominio sobre la expresión de su cuerpo. Sólo después, la calidad de la aplicación de su oficio a la creación de objetos o acontecimientos les convertirá en buenos o malos arquitectos, actores o compositores.

Todo arte es, antes que nada, la expresión del poder sobre una materia; poder al que es ajena la mayoría y que admira en el artista como un acto mágico. La admiración artística, en su fundamento, se basa en el asombro que produce ver convertida la piedra o el metal en una figura humana, contemplar cómo donde nada había surge un espléndido edificio, escuchar cómo brota una maravillosa música de un tubo o de unas cuerdas que vibran. La admiración artística tiene su origen en un acto semejante al que realiza el mago cuando saca un conejo de su chistera.

La diferencia entre la belleza natural y la belleza artística reside, como es claro, en el adjetivo. No difieren ambas en los efectos que causan; nos conmueve, nos serena, nos hace reír con tanta eficacia la realidad como el arte. Lo que realmente nos afecta más en el arte es que el hombre sea capaz de reproducir los mismos efectos que obtenemos de la naturaleza. Si algo nos asombra del poder destructor de las armas del hombre no es precisamente su poder, pues la naturaleza nos regala constantemente con desgracias que surgen de un poder mayor; nos sobrecoge que ese poder le haya sido arrebatado por el esfuerzo y la sabiduría humana.

El hombre, en su necesidad de protegerse de la naturaleza y en su pasión por dominarla, ha debido imitarla. En el dominio de las emociones y sensaciones a través del arte no hace sino producir y controlar, en la medida que le es posible, efectos de los que siempre ha sido causa aquélla. Esta sensación de poder rezuma, como elemento inconsciente, en toda manifestación artística y, consecuentemente, en la percepción del arte.

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La retórica del oficio no es privativa del arte, lo que nos indica que éste reposa en una condición más general y primaria, de la que parti-

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cipan las restantes actividades humanas. Toda ocupación hunde sus raíces en el mismo elemento generador de goce estético. No se habla en vano del arte de la política o del arte de la seducción, e incluso del crimen. En efecto, lo que rezuma poder, el del músico sobre el sonido, el del político sobre el pueblo, el del orador sobre las conciencias, el del atleta sobre su propio cuerpo y el ajeno, produce en nosotros un placer estético primitivo y primero.

Tampoco es privativa del talento, aunque en ocasiones se muestre con mayor fuerza a través de él. Todo arte, independientemente de su valía, descansa en esa retórica y nos afecta a través de ella.

Sin embargo, el poder y el dominio no se identifican por completo con el oficio; una imaginación viva, una reflexión penetrante, unos sentidos adecuadamente afinados, el talento en suma, otorgan un mayor poder al artista. Pero la figura externa de aquél, lo que mejor nos lo representa, es el oficio. Y el oficio es con excesiva frecuencia un simulador del poder, pero no por ello deja de seducir a los incautos. Como el arte nos afecta como expresión de una destreza, siendo la mayoría no diestra inca-paz de juzgar, limitándose a ser afectada por ella, se deja engañar fácil-mente ante la simulación del oficio. Las diferencias en la apreciación artística

no se basan únicamente en la distinta configuración del gusto, relacionada con las diferentes concepciones sobre la belleza, sino en la diversa apreciación del oficio.

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En la percepción del oficio hay siempre un más y un menos, y es más relativa que la percepción de la belleza. El cambio de gusto no supone una superación del antiguo, pero la maestría moderna deja siempre en ridículo a la antigua. El dominio de una materia se va ampliando con el trabajo de sucesivas generaciones.

Con el transcurso del tiempo, por efecto de la repetición y la ausencia de novedad, van quedando viejas las formas y son relegadas, pero la capacidad retórica del oficio se pierde casi por completo. El poderosísimo efecto del oficio en la eficacia de las artes deja de ser percibido por las generaciones futuras, que conocen una maestría superior. La belleza de las obras, por el contrario, resiste mejor el pase del tiempo. La sensación de primitivismo que surge de la contemplación del arte antiguo no proviene tanto de la forma de su belleza, cuanto de la ausencia de la sugestión del oficio. Esas obras no pueden provocar en nosotros el efecto retórico que causaron en su momento. Nos es más fácil admirar las obras antiguas que la competencia de sus autores, cuya destreza, comparada con la nuestra y con la salvedad de casos excepcionales, nos parece llena de limitaciones, si no ingenua o ridícula.

La percepción de la maestría afecta casi exclusivamente a los contemporáneos. Estos perciben no sólo formas y estilos nuevos, sino los

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progresos en el dominio del material. Si otras cosas pueden escapárseles, las nuevas conquistas en el territorio de la maestría les afectan palpa-blemente.

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La aparición de nuevos materiales, la piedra del escultor, la es-critura del literato, el celuloide del cineasta, suponen el regreso del arte al punto cero en la conquista del material. Los conceptos del oficio mantenidos hasta entonces sufren una completa transformación.

Cuando aparece un nuevo material, el artista regresa, por así decirlo, a su primitiva condición de artesano, más preocupado por el oficio que por la belleza, atado a las exigencias de la experimentación y obligado a descuidar resultados que no está en condiciones de prever. Correlativamente, la retórica del oficio pasa al primer plano de la percepción artística.

En los momentos de las transformaciones materiales más profundas el nuevo oficio resulta, comparado con el antiguo, menos complejo, más primitivo. Pero no por ello disminuye su efecto sobre el espectador; al contrario, aumenta. La sensación de conquista se hace mucho mayor que la que se percibe en un oficio evolucionado y complejo.

Cuando comienzan la escultura y la arquitectura en piedra, toda la tradición debe verse sacudida. El dominio del nuevo material presenta más dificultades que los anteriores materiales perecederos; su propia cuali-dad, su dureza, dificulta su dominio. Es preciso hacerse con nuevas herramientas, es preciso experimentar, conocer las cualidades y defectos de las distintas piedras, como antes se conocían las de la madera o el barro; es preciso calcular y trabajar de forma diferente. Además, a la dificultad propia del material, se añade la de su novedad, la de cualquier comienzo para el que no existe tradición.

Toda esta aventura incrementa la admiración del espectador, al que se le presentan con más claridad que nunca los avatares del oficio. La simplicidad de la maestría naciente lo pone más a su alcance, antes de que por su evolución se convierta en territorio reservado de los expertos. Todos se sienten capacitados para opinar sobre el oficio, y el goce de la mera técnica compensa la escasez de arte acabado.

Se trata de una mecánica sicológica semejante a la que funciona, en toda época, alrededor de los oficios nacientes. La hipervaloración de éstos, como se presenta hoy en día alrededor de la microelectrónica o de la tecnología espacial, o, como en los siglos XVI y XVII alrededor de la mecánica, representa un estadio en el que el puro hacer, el puro trabajo, sin necesidad de atender a los fines, se ve rodeado de una aureola que conlleva un componente estético.

4. Los límites de la imitación natural.

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Las artes, en su estadio de tradición oral, basan su forma de producción en un mecanismo de traducción directa. Lo que es percibido a través de los sentidos, la vista y el oído, se transforma de inmediato en un movimiento muscular que trata de reproducirlo. El tacto traduce sobre el barro o la madera las sensaciones visuales de los objetos que tiene delante, o las sensaciones de otros que conserva en la memoria.

La tradición oral funciona con un mecanismo análogo al de la imitación infantil. El niño no reflexiona sobre la forma en que debe realizar un determinado movimiento, simplemente trata de imitarlo a través de su cuerpo. No examina el movimiento ni lo analiza sino que, por así decirlo, es su cuerpo el que piensa por él. Sus músculos traducen de un modo natural lo que ven, y la calidad de su imitación depende de la ejercitación del movimiento, de la maduración de su cuerpo y de sus condiciones corporales individuales. El niño aprende a dibujar, a modelar, a contar historias o a cantar, exactamente igual que ha aprendido a caminar, a cazar, a tirar con el arco o a montar a caballo: observando, imitando y experimentando.

La cultura oral está basada en la imitación de la tradición. Se repite lo que se ha visto hacer; y la reunión de todas esas experiencias de lo visto y lo oído son las que constituyen el cuerpo de la tradición. Pero la repetición, que constituye la esencia de lo oral, no excluye la variedad.

En primer lugar, el mecanismo imitativo no busca la exactitud del detalle, sino la reproducción del movimiento general, de su esquema. Ni la observación natural ni la memoria natural tratan de registrar los movi-mientos concretos, sino el aspecto general del movimiento.

En segundo lugar, la reproducción de lo observado se somete a la diferente constitución de los cuerpos. El que repite una canción que ha escuchado a otros, lo hace a través de sus propios órganos, diferentes de los del resto. Sus cuerdas vocales, su capacidad torácica, la disposición de su boca, adaptan lo oído de una forma peculiar.

Ambas condiciones, actuando juntas, proporcionan una gran variedad en medio de la repetición. Naturalmente, las diferencias que las distintas condiciones corporales introducen en la imitación son tanto mayores cuanto menos sometida a reglas esté aquélla, esto es, cuanta menor educación, cuanta menor reflexión intervenga entre lo visto u oído y lo realizado.

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A este tipo de tradición artística pertenece el llamado talento natural. Se trata de un talento carente de reflexión, de educación, alojado en la estructura corporal individual, que permite que, en las mismas condi-ciones, unas personas destaquen sobre las otras en determinado terreno. Es fácil haber conocido a alguien que dibuja, talla o canta de manera meri-toria sin haber pasado por ninguna escuela, fiado únicamente a la intuición artística, a la capacidad imitativa y a la experimentación.

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Tomemos a uno de esos artistas naturales, uno que talle la madera, y pidámosle que realice una escultura de tamaño natural. Pidámosle a un inventor de canciones que componga un canto para varias voces. ¿No serán capaces, con su habilidad, de imitar esos objetos? La imitación ya no es suficiente. El canto polifónico, la escultura en piedra o la pintura de un cierto tamaño corresponden a un tipo diferente de cultura que rebasa el estadio de la imitación oral. Pertenecen a un tipo nuevo de cultura, en el que lo visual y lo auditivo no son traducidos directamente al movimiento muscular, sino que precisan de un intermediario.

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Un jugador de fútbol tiene una experiencia directa del toque de balón y de la lucha con el contrario, que le llega por la imitación y la ejercitación, instintivamente. Pero, tratándose de un juego de equipo que, además, se desarrolla en un campo de grandes dimensiones, ese jugador no tiene en cuenta aspectos del juego que no se desarrollan a través de la madurez muscular y la intuición, sino que requieren reflexión y cálculo. La experiencia natural no le proporciona la visión panorámica que requiere el juego de conjunto.

Esa percepción del juego conjunto, en un campo de gran tamaño, sólo puede proporcionársela alguien que lo contemple desde fuera y sea capaz de hacerle visible lo que le queda oculto. El entrenador, a través de la reflexión y de la reducción del campo al esquema perceptible de la pizarra, es el único capaz de proporcionarle esa visión que necesita. Las diferentes combinaciones de la estructura del equipo y su desarrollo en un campo de considerables dimensiones, exceden la percepción natural del jugador.

De forma semejante le sucede al pintor natural. Es capaz de dibujar a la perfección un paisaje, pero lo hará siempre imitando lo que percibe: lo pintará en un cuadro de pequeñas dimensiones. El pintor natural pinta lo que ve; y nuestros ojos ven las cosas más pequeñas cuanto más lejanas. Si nuestro cerebro no compensara inmediatamente lo que ve el ojo con una percepción más adecuada de la realidad, creeríamos que la torre que se ve a lo lejos no es más alta que la falange de nuestro dedo. El pintor natural dibujará tanto mejor cuanto más se acerque el tamaño de lo retra-tado a la visión real que de ello tiene. En esas condiciones, su capacidad imitativa se mantiene intacta. Pero, en cuanto se vea obligado a dar mayor tamaño a sus figuras, su capacidad irá disminuyendo progresivamente. En un cuadro grande, perderá la visión natural del todo y sus proporciones.

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En cuanto al artista se le ofrece un soporte que le permita ampliar sus realizaciones, más allá de las limitaciones que representan la

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percepción y la memoria naturales, las artes aumentan de tamaño. Gracias a la piedra, crecen las representaciones escultóricas de hombres y dioses. Por ella, y más tarde por el hierro y el cemento, son capaces los arquitectos de construir inmensos edificios. La escritura permitirá al hombre de letras una descripción más detallada y amplia del mundo del conocimiento, tanto como del imaginario.

Y junto al crecimiento de los objetos de las artes, se producirá el del propio mundo del hombre. Crecen las murallas, los palacios, los tem-plos, las imágenes, del mismo modo que lo hacen el comercio, los ejércitos, la educación o el conocimiento.

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A todas las artes les ha llegado ese momento en que la imitación natural no bastaba para la producción artística. Les ha llegado ese momento en que necesitan diseccionar, trocear y recomponer el mundo perceptivo a través de la reflexión. Pero esta reflexión precisa de un soporte en el que afirmarse. En cuanto el arte se hace mayor que la capacidad de síntesis de los sentidos y de la memoria, se hace preciso un mecanismo intermediario.

Edificios como las pirámides, los palacios, las catedrales o las modernas edificaciones de varias plantas, precisan para su realización de un soporte intermedio en el que puedan ser reducidos a dimensiones huma-nas, analizados y descompuestos en sus partes.

Los soportes y procedimientos intermedios son muy variados y diferentes en las diversas artes. Pero todos sirven al mismo objeto: hacer manejable una obra que, por sus dimensiones y complejidad, excede al tamaño humano. El cálculo matemático o la verbalización de la realidad encuentran su lugar de desarrollo en el plano arquitectónico, en la maqueta, en el dibujo, en el guión o la partitura.

Estos y otros objetos intermedios sirven además como banco de pruebas de la futura obra. Ofrecen al artista un proyecto sensible de la obra final, en un material y unas dimensiones más moldeables y manejables. An-tes de la obra definitiva, el artista experimenta en ellas, prevé y corrige errores; actividad que ésta, por su materia o dimensiones, no permite. Lo que no se puede dominar en el tamaño de laboratorio, en el tamaño acce-sible a la experiencia natural, no se podrá dominar en una obra definitiva que excede a esa experiencia.

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El uso y desarrollo de estos objetos intermedios, de estos laboratorios artísticos, es lo que marca el paso de la cultura oral a la cultura escrita en las artes.

En el dibujo, en el plano, se hacen perceptibles las relaciones internas, la estructura de la obra, que han dejado de serlo para los sentidos.

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La información que éstos nos proporcionan ya no es completa. El ojo no es capaz de entregarnos una imagen sintética ni de la estructura de una ca-tedral, ni siquiera de su forma externa. Una catedral no se deja contemplar, como un libro o una sinfonía, de un solo golpe de vista; es preciso rodearla, ir captando imágenes parciales, cuya reunión no nos proporciona una imagen perfecta del todo. Del mismo modo que los antiguos viajeros y navegantes debieron reducir el relieve terrestre al tamaño del mapa para orientarse, la descripción escrita de una catedral en un plano nos ofrece una visión más perfecta que la que proviene de la observación natural.

Si su forma externa se desvanece en el trajín de las imágenes parciales, la forma interna, la estructura, queda completamente oculta. De algún modo las artes orales nos ofrecen, por el contrario, la estructura de la obra en su superficie. Una mirada atenta es suficiente para desvelarnos la forma de su realización. El talento natural se siente capaz de imitar fácilmente su producción. Una canción, una pequeña talla de madera, una cabaña, nos muestran en la superficie la estructura e incluso los pasos dados. En ellas, entre la imaginación y la realización no se interpone más que un movimiento muscular que el talento puede imitar.

En un palacio, en una película, en una estatua de bronce, los sentidos no captan más que el resultado; no hay en ellos nada que nos revele el proceso oculto de su realización.

Una vez que aparece el laboratorio en el arte, la memoria pierde su puesto de eje en la reproducción de la tradición y la intuición ya no basta como motor del arte. En su lugar aparecen la reflexión y el cálculo, y con ellos el lenguaje técnico, que se convierten en los nuevos almacenes de la tradición. Las artes se transforman en ciencias que conservan sus secretos ocultos para el lego, para el talento imitativo.

5. El intermediario musical: la partitura.

El objeto intermedio que va a permitir la ampliación del desarrollo musical y va a elevar la invención a un nivel que sobrepasa el de las condiciones de la transmisión oral, es la escritura musical, la partitura.

La aparición de la notación sirve, en un principio, a un fin mera-mente útil. Sirve para fijar por escrito la línea del canto, de un modo semejante a como la escritura fijó las historias errantes de aedos y rap-sodas. La notación aparece como una ayuda de la memoria, como una forma de conservación del canto.

Aunque este uso de la escritura musical no afecta al arte en sí mismo, pues la producción musical no sufre transformaciones por ella, la mera fijación del canto va a traer importantes consecuencias. La tradición dinámica, en perpetua transformación, típica del estadio oral va a ser sustituida por una tradición estática, de objetos musicales invariables, pro-pia de lo escrito. Así como sucedió con las antiguas historias de los hebreos al ser escritas en la Biblia, la tradición dejará de ser la conservación del espíritu en la memoria para convertirse en la fijación del espíritu en la letra. El poder conservar el canto definitivamente, igual a sí mismo, tal y como

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creían que había sido compuesto por los santos padres de la antigüedad, provocó la sacralización de la forma musical escrita. Nace así un concepto antes desconocido, la fidelidad a la letra, la fidelidad a la forma concreta en que la música queda escrita.

Como consecuencia de esta sacralización de lo escrito y de la concepción absolutista del poder del papado, la notación sirvió al intento de éste, nunca realizado por completo, de desterrar la variedad del canto local de tipo oral y de introducir la homogeneización en el canto eclesiástico de la Europa cristiana. Esto es, sirvió a la internacionalización del canto romano. La escritura musical fue útil por tanto, en primer lugar, para la creación de una cultura musical más o menos homogénea en un área geográfica amplísima, extensión geográfica que excede la capacidad de colonización de la música oral.

No es necesario hablar mucho más para dar una idea de los profundos cambios culturales que sufrió la música por el simple procedimiento de su conservación escrita. Sin embargo la notación, más allá de su función conservadora, va a revelar pronto su capacidad para transformar el propio arte musical en su forma de producción. La escritura va a dar lugar a una mueva cultura de lo sonoro.

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La escritura amplía el tamaño de la música, si se me permite decirlo así, tanto en grosor como en longitud. La línea melódica, constreñida en la tradición oral a la frase corta, susceptible de prolongación únicamente por el procedimiento del adorno melismático, romperá con esas limitaciones y será objeto de un desarrollo enorme. En otro sentido, la música se desarrollará engrosando por la adición de otras líneas melódicas que cantan juntas. Si la mayor extensión del canto es propia de la música escrita, la aparición de la polifonía, del canto a varias voces, es su descubrimiento más notable,

Existe, es cierto, una polifonía de tipo oral en muchas culturas primitivas o desarrolladas, presentes o pasadas. Una polifonía que se da en muy diversas formas y procedimientos, desde los más simples y primitivos, como los que resultan del canto de la misma melodía en distintas octavas por la diferente constitución tímbrica de las voces femeninas y masculinas, hasta las más complejas, tal y como se dan en la música china.

A pesar de los resultados sonoros asombrosos que son capaces de producir algunas de estas músicas, más que de polifonía propiamente dicha se trata de un tipo de simultaneidad sonora, a la que los estudiosos denominan heterofonía, en la que el resultado tiene mucho de azaroso, de ajeno al control compositivo. Este rasgo de azar se muestra bien en la heterofonía instrumental de la gaita. Este instrumento posee la peculiaridad de emitir, junto a los sonidos voluntariamente producidos por el gaitero, un sonido pedal, tenido y constante. Ambos tipos de sonido, mezclados, producen una polifonía sencilla que, a pesar de su agradable resultado, no se debe al arte del gaitero, sino que resulta de un modo azaroso. Se puede

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decir de ella que se trata de una polifonía resultante, no controlada y orga-nizada.

Hay muchas clases de heterofonía más complejas y ricas que la de la gaita, pero todas, incluso las más brillantes, se asemejan por tener su fundamento no en la organización compositiva, sino en el empleo de procedimientos de partida, digámoslo así, de trucos iniciales que conducen necesariamente a una mezcla de voces. De forma semejante a como los niños dan forma a la arena mojada con moldes, el músico oral emplea unos moldes musicales que producen, casi de manera automática, un agradable conjunto de voces.

No podía ser de otra forma. La polifonía oral está limitada a la capacidad intuitiva del oído. Este capta la concordancia de sonidos diferentes, gusta de ella y trata de imitarla. El placer por los sonidos que suenan simultáneamente es sentido por todos los pueblos. En esa imitación, en el esfuerzo por reproducir la simultaneidad, los músicos orales, poco a poco, van descubriendo procedimientos que, debidamente pulimentados por el uso y combinados entre sí, producen efectos sonoros interesantes y, en relación con las posibilidades limitadas de la cultura oral, enormemente complejos y de gran valor artístico.

Pero este tipo de polifonía no puede ir más lejos de lo que sean capaces la intuición y la experiencia. El oído por sí solo, sin el soporte de lo escrito, no puede controlar los distintos choques de los sonidos, es incapaz de dominar el curso de varias voces que suenan juntas.

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El sentido de la vista nos permite tanto obtener una percepción general panorámica de los objetos, como enfocar la visión sobre un aspecto concreto de ellos. El ojo nos ofrece alternativamente una imagen sintética del objeto, o lo descompone en sus partes, analizándolo en sus detalles.

El oído es un sentido menos sutil. Contemplar un detalle de una cosa no representa ningún esfuerzo para la vista, en tanto que aguzar el oído, tratar de separar un sonido de los que le acompañan, supone un esfuerzo grande apenas recompensado. El oído está preparado para entregarnos una percepción general del sonido, pero no para dárnoslo analizado y descompuesto.

Cuando la música se hace visible gracias a la notación, este handicap del oído queda superado. En cuanto el fenómeno sonoro se convierte en una experiencia visual, el sonido incorpora la capacidad analítica de la vista. En efecto, en cuanto la notación se perfecciona y se hace suficientemente manejable, el progreso de la música se orientará hacia ese nuevo mundo iluminado por vez primera: el universo del sonido analizado, descompuesto y vuelto a recomponer, en un camino que nos lleva a la “composición” musical.

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El dominio de la simultaneidad sonora sólo se alcanza cuando se puede convertir un aspecto del sonido, la altura y la duración, en algo visible y, por tanto, en algo mensurable y manipulable, en notas. El compositor polifónico tomaba como base de su construcción una melodía conocida, normalmente una melodía eclesiástica, denominada canto fermo. Sobre ese canto elaboraba el conjunto polifónico añadiéndole, en voces más agudas o más graves que el tenor, otras líneas melódicas que completaran el edificio.

Pero la construcción de los diferentes pisos de este edificio armónico no está ya librada al azar; el compositor somete a análisis la unión, nota por nota, de las diferentes voces, sometiéndose a unas reglas constructivas que determinaban lo que era consonante o disonante, es decir, lo que de acuerdo con el gusto del momento se consideraba agradable o desagradable. No importa que las reglas fueran adecuadas o no; desde luego, cambiaban con el transcurso del tiempo y muchas de ellas tenían su origen en prejuicios teológicos y, en general, en razones extramusicales. Lo verdaderamente importante es la propia existencia de reglas. Las reglas, en sí mismas, suponen el análisis sonoro, el sonido escrito. La más conocida de ellas, la prohibición de las quintas y octavas consecutivas, supone la previa identificación de esos intervalos y, componer de acuerdo con ella, exige un detenido trabajo sobre la partitura. Cualquier estudiante de armonía elemental puede testimoniar sobre el aspecto de cálculo matemático que ofrece ese trabajo y sobre la lentitud del prolijo análisis que requiere la armonización más simple. No es necesario entrar en las complejidades y misterios del contrapunto florido y su labor de encaje; la labor de la más sencilla armonización exige la detención del fluir sonoro en lo escrito para su análisis y composición.

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A través de la partitura la música aumenta de tamaño y cambia la dirección de su desarrollo artístico.

La invención melódica, eje de la música oral, deja de ser durante muchos siglos el objetivo del arte. Este ha encontrado un filón nuevo que explotar. Los compositores trabajan sobre melodías ya hechas y conocidas en las que introducen un nuevo espíritu por el trabajo polifónico. Su arte girará ahora en torno a las combinaciones de las distintas voces, produciendo con ellas juegos ingeniosos o choques sonoros agradables en los sonidos simultáneos. Hasta su renacimiento en el siglo XV y XVI, la melodía se convertirá en un elemento secundario de la composición.

El aumento del tamaño de la música que posibilita la notación no está referido al volumen sonoro, ajeno a ella: el coro de cantores de Nôtre Dame, por magnífico que fuera su arte, no sonaba más fuerte que el canto de los labriegos en fiesta cantando al unísono. La música aumenta de tamaño en el sentido de que la nueva obra que se crea excede, en su

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procedimiento, a la experiencia natural del oído. El oyente de esta música se complace con el resultado sonoro, pero es incapaz de describir el trazado individual de cada una de las voces, debiendo contentarse con la percepción del conjunto. Una canción polifónica no se puede aprender únicamente con las herramientas de la memoria. El que quiera interpretarla o analizarla debe recorrer los pasos por los que se construyó, examinando la partitura y sometiéndose al aprendizaje de la escritura musical. En la canción polifónica, como en la catedral, el resultado final no permite al talento imitativo introducirse con sus habilidades en la estructura interna; la memoria sonora y la intuición auditiva son insuficientes.

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En el momento en que la música se hace visible a través de la partitura, se hace descriptible. La teoría musical, desde el alfabeto del solfeo hasta las reglas del contrapunto y la armonía, no es otra cosa que el trabajo teórico sobre la escritura musical, la suma de las experiencias con-templadas en ella. Lo que escapa a lo escrito, a la notación, escapa a la teoría.

Sin embargo, el musical es uno de los lenguajes técnicos menos asequibles. La experiencia sonora y la visual son ajenas y poseen escasos puntos de contacto. Cuando el músico, incluso si es experimentado, se enfrenta a la partitura, ésta le oculta su sentido; no es posible leer en ella como se lee en un libro. El músico necesitará hacer sonar lo escrito en su piano para obtener una comprensión cabal de la obra.

Las artes plásticas nos ofrecen objetos visuales que no requieren interpretación. La pintura y la escultura tienen en sí mismas su fin último: están ahí para ser contempladas. Cuando pretenden ser un retrato de la realidad externa, nos ofrecen su representación en un mismo plano: simulan el mundo visual por medio de objetos visuales.

La literatura, por su parte, traduce el lenguaje hablado a otro lenguaje, el escrito. Se trata de una sencilla traducción de objetos situados igualmente al mismo nivel, de una traducción de signos por signos. La escri-tura musical, por el contrario, pone en contacto dos mundos que nada tienen que ver entre sí: la experiencia sonora y el lenguaje visual de la notación.

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Los objetos intermedios de las artes plásticas también poseen la misma semejanza respecto a la obra definitiva. Una figura de escayola y la escultura que resultará de ella, un dibujo y el cuadro correspondiente, se asemejan bastante. En un plano o en una maqueta se puede ver fácilmente el edificio futuro. Puede decirse que los objetos intermedios contienen plenamente tanto la idea como la forma sensible del resultado final.

Sin embargo, a pesar de su semejanza, no valoramos a estos intermediarios como obras de arte. El arquitecto lo es no en tanto que

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creador de una idea en el plano, sino como realizador del edificio; el arquitecto es el que dirige y organiza la construcción material. El escultor lo es, igualmente, porque convierte la figura de cera en una estatua de bronce o de mármol. El trabajo de ambos concluye sólo con la realización del objeto final y definitivo. Arquitecto, pintor y escultor no son considerados artistas en tanto que proyectistas, como creadores de ideas, sino como realizadores.

En estas artes se da una unidad de acción entre el proceso y el resultado, entre el objeto intermedio y el objeto final. Un esbozo que no se ha convertido en cuadro, unos planos que no han sido edificados, una figura de barro que no ha sido llevada a materia definitiva son,

en la práctica de estas artes, como ideas fallidas o acciones frustradas e inacabadas. Lo que en ellas no se ha convertido en un objeto definitivo carece de una real existencia artística.

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La diferencia entre lo escrito y lo sonoro se expresa como una escisión en el arte musical. La música que escuchamos en el concierto no está realizada por Vivaldi o Telemann, sino por sus intérpretes. El autor de la partitura y el realizador de la música, compositor e intérprete, son con frecuencia dos personas distintas. La unión de composición y realización existente en otras artes está aquí ausente.

Si buscamos, en la cultura escrita, el lugar donde reside el arte musical daremos siempre con la partitura. Este es el objeto musical por ex-celencia y la interpretación es un acto que se le subordina. El compositor no produce música, sino escritura musical. Y la partitura no es música, como el plano no es habitable a pesar de tener una mayor semejanza con el edificio. La partitura no suena.

Esta es la contradicción fundamental de la cultura musical europea, que el objeto musical no pertenece al mundo de lo sonoro y que lo propiamente musical, la interpretación de la partitura, no es un objeto. La música que escuchamos en el concierto no es un objeto, ni siquiera un objeto sonoro. El objeto es estable, medible, analizable, en tanto que la interpretación está sujeta al tiempo, es pasajera, fugaz y variable. La música que escuchamos en el concierto es un acontecimiento sonoro.

La partitura ha resultado muy beneficiosa para el desarrollo de la música, y en ella reside el fundamento de la diferencia entre la cultura musical europea y las restantes culturas, pero los compositores no han podido, a través de ella, escribir el sonido; han debido conformarse con escribir notas, es decir, representaciones de lo sonoro. Esto es lo que diferencia de manera esencial al compositor del arquitecto o el escultor. Estos trabajan sobre lo sensible, construyen objetos iguales a sí mismos a través del tiempo y dan una forma estable a la materia. El compositor, por el contrario, es un proyectista que trabaja en ese libro de instrucciones que

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es la partitura; construye una idea pero, de modo inevitable, ha de desentenderse del resultado final. Mientras otras artes producen objetos, la música no ha sido capaz hasta hoy de convertir el sonido en un objeto perdurable.

6. El intermediario de la palabra: la escritura.

El arte de la palabra y el arte de la acción humana, sometidos también al tiempo, ofrecen una historia evolutiva y presentan contradicciones semejantes a las de la música.

Con muchos siglos de antelación respecto a la partitura, el arte de la palabra encuentra en la escritura un soporte intermedio. La palabra, percibida como un acontecimiento auditivo en el estadio oral, se convierte en un objeto visual a través de aquélla. Encarnada en la letra, “littera”, se convierte en literatura. Su función sigue siendo la misma, el arte el mismo, pero la cultura, bien que lentamente, se transforma por completo. El escritor, el literato, apoyado en el nuevo objeto del texto, realizará su obra de un modo necesariamente diferente al del poeta oral, que se apoya exclusivamente en la memoria, sometida al tiempo.

****************************************Antes de que la objetualización de la palabra en la letra revele

sus posibilidades constructivas, el escritor es aún escriba y la escritura es tratada no como una forma de creación artística, sino como una prolongación de la memoria. Se escribe la palabra para conservarla mejor. Durante mucho tiempo la antigua cultura oral y la nueva cultura escrita convivirán y se confundirán.

Más allá de los procedimientos compositivos, la pervivencia de lo oral se muestra con claridad en el hábito de la lectura. Casi hasta ayer mismo lo escrito, trátese de poesía, historia o filosofía, está destinado a ser leído en voz alta, a convertirse finalmente en palabra.

Esto es, en primer lugar, una exigencia de las condiciones externas. En tanto no se ha inventado la imprenta, los libros son un producto escaso. Después de la imprenta y durante un prolongado periodo, si no es ya tan escaso, el libro es muy caro. A esto se añade que el analfabetismo es la condición normal de la mayoría de la población. Todas estas circunstancias se reúnen en el hecho de que, por mucho tiempo, la distribución de la palabra escrita siga resultando más funcional realizada oralmente.

Pero la pervivencia de la lectura en voz alta no se explica solamente por factores externos, sociales y tecnológicos. La palabra contiene mucho más que conceptos y referencias significativas de la realidad. La palabra no es ese concepto mental, seco y definido, al que nos ha habituado la cultura escrita, sino un acontecimiento sonoro que, a través del oído, nos transmite una amplia serie de afectos y gestos. La palabra porta consigo también un aspecto puramente musical por el que ciertos

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timbres de voz, ciertas entonaciones, nos la hacen más o menos agradable, expresiva, e incluso matizan o transforman el significado.

La necesidad de conservar ese rico mundo de la musicalidad y los afectos es la que provoca el que la literatura se mantenga largo tiempo como un objeto intermedio del arte de la palabra, que precisa de una posterior interpretación en voz alta. Los antiguos no entienden la lectura mental, con incapaces de separar la idea del sonido, pues ésta es la forma natural de la palabra.

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La escritura, como objeto visual que es, conserva el concepto, pero pierde el sonido de la palabra. Este debe ser reinterpretado por el poeta y el actor, o por el propio lector. Pero si aquéllos son herederos de la tradición interpretativa oral, el ciudadano de clase media, que lee en voz alta para su familia, no conserva nada de ese arte. Mientras la cultura es-crita avanza constantemente y se perfecciona, la antigua cultura de la tra-dición oral va decayendo. En esto consiste el cambio fundamental que, lenta e imperceptiblemente, introduce lo escrito: en la decadencia del aspecto sonoro de la palabra y en la potenciación de lo que se hace manipulable a través de la fijación visual de aquélla.

Esta dirección de la evolución cultural se nos hace evidente hoy día, al final del trayecto. El uso corriente de la escritura es el de la lectura silenciosa. Sólo los niños parecen conservar un resto de la antigua extrañeza ante esta situación nueva a que nos ha conducido la escritura cuando le dicen al padre, que lee para sus adentros, que lo que hace no es leer, sino mirar.

Se ha perdido la costumbre, pero también la habilidad para la interpretación sonora de la literatura. La lectura en voz alta nos produce ya, comúnmente, una cierta sensación de ridículo o incomodidad. Y no es esta una situación reservada a la gente corriente. Los propios escritores no saben ya interpretar con su voz lo que han escrito, expresándolo artísticamente. El escritor, a pesar de las excepciones, no suele poseer un talento oral mucho mayor que el de la mayoría de sus lectores. Debería asombrarnos, pues él es el heredero del poeta primitivo, cuyo arte residía por igual en contar bellas historias y en cantarlas bellamente. Desde luego, nos asombraría encontrarnos con un compositor incapaz de interpretar sus propias composiciones.

El escritor no se avergüenza de esa carencia de oficio y la razón es muy sencilla: la interpretación oral de la literatura ya no forma parte de su oficio. El escritor no contempla el sonido de la palabra como un elemento de su arte. Se dirige a la imaginación del lector a través de la escritura, no a través del oído. Ya no escribe para ser leído en voz alta y, por tanto, tampoco él prueba el sonido de sus palabras. El sonido ha dejado de ser un dato artístico de la literatura y el escritor no lo tiene en cuenta.

El olvido de lo auditivo llega tan lejos, que buena parte de la literatura moderna supone que no deba ser leída, pues está realizada en

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condiciones tales que lo imposibilitan. Así, el uso de cierto vocabulario o de determinados recursos sintácticos, que son admisibles en lo escrito, resultan desagradables al oído. Una buena parte de la poesía y la novela moderna, de gran densidad conceptual, resultaría ininteligible e insoportable leída con el ritmo natural de la voz; se trata de una escritura que exige detenerse y reflexionar, operaciones ambas incompatibles con el curso natural del habla.

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La decadencia de lo sonoro en la literatura comienza a mostrarse mucho antes, con el triunfo de la prosa sobre la poesía.

La antigua cultura grecorromana incluye dentro de la poesía todo tipo de manifestación literaria; incluso la filosofía, la historia o los trata-dos didácticos sobre las artes de la agricultura se someten en numerosas ocasiones al ritmo métrico. La poesía no es otra cosa que el matrimonio en-tre la música y la palabra. Es, de todos los géneros literarios, el más au-ditivo y musical, el que más ha tenido en cuenta en su construcción la retórica sonora. Los poemas producen en nosotros ese impulso irresistible, originario, a ser dichos en alta voz.

Hoy, la literatura no se identifica con la poesía, como hasta hace pocos siglos, sino con la novela. Una y otra no se distinguen esencialmente ni por la temática, ni por la extensión, sino por su relación con lo musical. La novela representa la primacía de la prosa, esto es, la negación de lo musical en la literatura. La prosa se identifica como la negación de lo sonoro, del ritmo musical que lleva impresa la palabra en la rima, en el ritmo de la acentuación clásica y en el ritmo del número de las sílabas de los versos.

La decadencia actual de la poesía expresa la dirección de la evolución literaria. Hoy siguen escribiéndose innumerables libros de poesía y el número de los poetas es mayor que en la antigüedad; sin embargo, se trata de un género en decadencia. No se lee poesía, y esto no puede deberse a la falta de invención, ni a la ausencia de calidad en el arte. Se debe, sencillamente, a que la literatura ha prescindido del sonido y a que el lector ha prescindido de la lectura en voz alta. Sin ellos, la poesía pierde gran parte de su sentido y de su capacidad de seducción. El teatro, más atento a los valores sonoros, ha conservado durante más tiempo la forma poético-rítmica para la narración de historias.

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En ambas artes, música y literatura, el sonido se ha encarnado en lo escrito. Para ambas ha sido éste el objeto intermedio adecuado para fijar y componer lo móvil sonoro; objeto que precisaba de una posterior interpretación. Pero la literatura ha seguido un camino en el que parece

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bastarse a sí misma; parece haber llegado a un estadio en el que lo escrito se ha convertido en el objeto final y definitivo. Algo así es imposible en música, a la que no podemos imaginar convertida en el puro acto de la lectura mental de la partitura.

La diferencia se presenta ya en el origen. El sonido es, como se ha dicho, un acontecimiento, no un objeto; un acontecimiento sin significado. Puede tomarse como expresión de algo que lo produce, pero no como un signo con significado estable. Es difícil encontrar en la música significados más concretos que la sensación general que nos produce de alegría o tristeza, de exaltación o melancolía, de pomposidad o gracia. Pero aun estos sentimientos generales no son significados, sino expresados.

Así, cuando estamos tristes, realizamos muchas pequeñas acciones que expresan nuestro estado de ánimo, esto es, que son observadas por los demás como síntomas susceptibles de interpretación. Al triste se le achican los ojos, languidece la expresión de su rostro, se mueve lentamente y sin firmeza, habla en un tono de voz más suave y quejoso. Pero ninguno de estos gestos, por sí solo o en conjunto, posee un significado concreto. Esas acciones pueden producir en nosotros una interpretación: “está triste”. Pero, en su ambigüedad, podríamos también intuirlos como síntomas de cansancio o enfermedad. En la inseguridad de lo que le pasa, siempre terminamos por preguntarle qué le ocurre. Se trata de señales, de síntomas, de los que sólo intuimos vagamente una dirección general, miedo o tristeza, que precisa de una posterior verificación.

La música pertenece a este universo de los actos y señales humanas, mal llamado lenguaje, que expresa, pero no significa. El sonido es realidad, acontecimiento. Como toda realidad, eso sí, está conectada con otra de la que es efecto y a la que señala, del mismo modo que el humo, sin significar el fuego, nos señala la posibilidad de su presencia.

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La palabra, por el contrario, no es una realidad primaria, sino algo inventado para significar la realidad. La palabra no es un acontecimiento, sino una descripción de acontecimientos. Su intención no es señalar, sino describir, y su objetivo es describir la realidad perfectamente. La ambigüedad que contiene no es expresión de su esencia, sino de la incapacidad para completar su tarea.

Pero la palabra, como sonido que es, como acto de un ser humano, está cargada también de componentes expresivos puramente sonoros y musicales que, aunque matizan y enriquecen el significado, no tienen una verdadera función significativa. Se trata de factores, como la intensidad el timbre, la entonación, el ritmo, que pertenecen, como prueba la propia filiación de sus nombres, a la esfera de lo musical.

En tanto que la palabra es un lenguaje formado por signos convencionales, relativamente invariables en el tiempo y de significado universal, el hombre ha podido inventar signos escritos por los que las palabras queden exactamente representadas ante la vista. Si la escritura es

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capaz de fijar con toda exactitud las palabras, es porque no se le encomienda imitar y describir una realidad, sino traducir un lenguaje a otro lenguaje; un lenguaje basado en signos oral-auditivos a un lenguaje espacial-visual. Un cortísimo número de letras puede reducir la enorme variedad fonética del habla sin que se pierda nada esencial, pues el sonido de los signos no transforma el significado.

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Cuando la palabra se escribe no pierde su significado, pero sí pierde la música y una buena parte de su capacidad expresiva y afectiva. La palabra escrita abandona una buena parte de su capacidad retórica; pérdida de la que sólo puede recobrarse cuando es reinterpretada y revivida oralmente.

Al igual que sucede con la música escrita, esa reinterpretación no puede ser una traducción de lo escrito, sino una manera de hacer revivir el sonido con una forma diferente de la original. Quien repite palabras escritas por otro reproduce exactamente sus ideas, mas no puede reproducir su música. Esta no ha quedado escrita, pues representa la expresión de un acontecimiento plenamente individual.

Esta separación entre el componente expresivo y significativo de la palabra ha sido introducida por la escritura. En la tradición oral, la palabra se transmite como un todo, de la boca al oído. El que aprende una historia de otro la recibe al mismo tiempo con una forma sonora determinada y hereda, en un mismo acto, significado y sonido. Los discípulos no sólo memorizan los hechos descritos, sino que imitan las peculiaridades sonoras y expresivas, el estilo de la voz del maestro.

La escritura rompe esa conexión al establecer por escrito uno sólo de los componentes. La palabra escrita se recibe desnuda, separada del acontecimiento sonoro, y es menester al lector o intérprete reinventar un sonido para ella en lugar de recordarlo. Esta escisión tendrá, en el mundo moderno, su final natural en el olvido de lo sonoro y en la conversión de lo escrito en el objeto definitivo de la literatura.

Se trata indudablemente de una pérdida. Pero si esta pérdida es posible sin que la literatura decaiga, ello ha de deberse a que la función esencial de la palabra reside en su significado. La literatura no sonora, destinada a la lectura mental, es desde luego diferente a la poesía oral, pero mantienen ambas una comunidad esencial. La música, por el contrario, se resiente de la pérdida de lo sonoro que se realiza a través de su escritura, pues su esencia no es significativa, sino precisamente sonora.

7. El intermediario de la acción: la literatura teatral.

Si el sonido se ha perdido en la literatura, conserva su unión con la palabra en el teatro. En el origen las tres artes, música, literatura y tea-tro, formaban parte de una sola, el arte de la poesía. En ella la acción, la

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palabra y el sonido se fundían, reproduciendo la situación en que nos los presenta la naturaleza. Y, a pesar de que el crecimiento y desarrollo de los distintos factores produjo la separación y especialización de las artes, aque-lla unión original se ha mantenido hasta nuestros días en el teatro medieval, en las fiestas carnavalescas y cortesanas del Renacimiento, en los ballets del siglo XVIII y en la ópera.

Frente a la música y la literatura, el arte de la acción, el teatro, tiene como objeto el movimiento corporal y visual, relacionado con el tiempo.

Las artes plásticas trabajan con lo corporal refiriéndolo exclusivamente al espacio; en ellas el movimiento sólo puede ser sugerido, mostrando una huella de él. Las artes plásticas no son capaces de representar la acción misma, pues la esencia de ésta reside en el transcurso, variación y cambio de las cosas; en su temporalidad. La palabra, por su parte, es capaz de describirnos la dimensión temporal del movimiento, pero no puede ofrecernos su representación visual. A pesar de que la perfección del lenguaje oral y del arte literario han sido capaces de producir una descripción más completa del movimiento, el hombre ha sentido siempre la necesidad de representarlo, no ante la imaginación, sino visualmente.

Antes de que en Grecia se geste el teatro, tal y como lo entendemos hoy, las civilizaciones más primitivas han producido siempre un tipo de teatro germinal que respondía a la eterna necesidad humana de representar visualmente el movimiento. Encontramos este teatro primitivo, por ejemplo, en la imitación del movimiento de los animales y en la construcción de máscaras y atuendos que los representan y que servían a fines mágico-religiosos. Lo hallamos igualmente en la imitación gestual con que acompañaba sus narraciones el contador de historias, el antiguo poeta oral.

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Al hombre no le basta con la narración de una historia, por perfecta que ésta sea; necesita imitarla corporalmente, producir momentáneamente la ilusión de una repetición real de lo acaecido. Mientras la narración sitúa siempre el hecho como un acontecimiento del pasado, la imitación corporal es la única capaz de traernos la historia al presente, de hacérnosla revivir como si nos halláramos en presencia suya. Lo corporal revive lo corporal con más fuerza; en esta semejanza sensorial reside la esencia y la capacidad retórica del teatro.

La pantomima, esa viejísima forma teatral que aún pervive, representa mejor que ninguna otra la esencia del arte del movimiento, la pura representación gestual del movimiento humano y animal. Pero el teatro, incluso en su estadio oral, tiene que dar con la palabra. Esta no es sólo un mecanismo perfectísimo de descripción, sino que, antes de nada, es ella misma objeto de la representación. En la actividad humana, ocupa un lugar preferente entre los gestos; la palabra es el gesto más importante, el

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movimiento humano fundamental. Si el teatro ha sentido siempre la necesidad de hablar, no se debe sólo a su eficacia narrativa; se debe, por encima de todo, a que una representación de la acción humana no puede prescindir de la principal forma de actuación de los hombres, el habla.

Pero las limitaciones de la representación puramente visual convertirán, además, a la palabra en el mejor instrumento narrativo. La acción humana se desarrolla en diversas escenarios, a lo largo del espacio y en sucesivas épocas, en el tiempo. El teatro es, sin embargo, incapaz de recorrer esas enormes distancias por medios puramente visuales, adecuados a la realidad, y se ve obligado a echar mano de la palabra para cubrir esas deficiencias. Donde no llega la representación corporal, comienza la representación imaginativa que aquélla proporciona.

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El teatro de tradición oral, fugaz y cambiante, anclado en la memoria, encuentra una materia firme, su objeto intermedio, en la escritura. La literatura, ya lo hemos visto, proporciona a la palabra un lugar de elaboración y análisis, una fijeza visual de incalculables consecuencias. Pero la literatura solamente es capaz de fijar la palabra. El componente visual y sonoro del teatro no tendrá cabida en la nueva cultura escrita. El teatro se ve abocado, así, a una situación semejante a la de la música escrita. Situación expresada por la convivencia de un elemento, la palabra, sometido a las condiciones de la nueva cultura escrita, con otros elementos, el sonido y el movimiento corporal, que permanecen en la esfera de elaboración de la vieja tradición oral.

De entre todas las formas del movimiento, la palabra es el único que encuentra un soporte visual fijo en la escritura. El teatro queda de este modo fijado en la escritura no porque la palabra sea su esencia, sino porque es el único elemento capaz de convertirse a través de aquélla en un objeto estable, manipulable y constructivo. Los restantes elementos, el gesto, visual pero sometido al tiempo, el sonido, de carácter auditivo, no verán transformada de la misma manera su forma de producción, sino que se mantendrán en la órbita de la producción oral, siendo trabajados con los mismos instrumentos que antes. El movimiento y el sonido deben ser transmitidos directamente del maestro al aprendiz, a través del mecanismo de la imitación y la memoria, quedando sujetos a las oscilaciones de ésta.

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Una vez que el teatro se introduce en la órbita de la literatura, al desarrollarse el diálogo escrito, se produce una descompensación del equilibrio natural de los factores teatrales a favor de la palabra. Descompensación que queda reflejada en la conversión del teatro en un género literario: las universidades estudian los libros de teatro a la par que

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la novela y la poesía, y se olvidan por completo de la representación; los editores ponen en manos de sus clientes los libros de teatro, y el lector los lee como si de novelas se tratara; se organizan representaciones de teatro leído, no escenificado. La composición y la interpretación quedan separadas con la aparición de las funciones distintas del autor teatral y del actor; separación que se va haciendo cada vez mayor, hasta el punto de que el autor, que en los orígenes era actor y hombre de teatro, proviene al final del mundo de la literatura y deja de tener relación con él. El autor de teatro es, al final, un hombre de letras, novelista o poeta, que además escribe para el teatro. Incluso se educa en un mundo distinto del de las compañías o escue-las de teatro, donde el actor continúa recibiendo la antigua educación oral.

Al moverse el teatro en el territorio de la nueva cultura escrita experimenta un enorme desarrollo basado en el crecimiento de las posibilidades artísticas de la palabra. El diálogo teatral se beneficia de los progresos estilísticos que la escritura va logrando en la poesía y en la novela, logrando un lenguaje exquisito, depurado y enormemente capaz de descripción. Este progreso lo encontramos ya, muy temprano, en los trágicos griegos.

Por contraste, el componente visual y sonoro, que no ha hallado una materia en que fijarse y a través de la que pueda ser objeto de manipulación artística, queda librado a los antiguos mecanismos con los que no puede desarrollarse sino con gran lentitud.

El primer gran teatro literario del mundo moderno, el de la época isabelina, nos muestra bien el enorme contraste existente entre la exquisitez de la palabra y la pobreza de lo visual. El teatro de la época de Shakespeare no cuenta apenas con otros elementos de representación que no sean el talento gestual y el talento de interpretación oral del texto. La capacidad de representación del entorno del personaje es mínima: no existe aún la iluminación, debiéndose realizar de día la puesta en escena; los decorados son muy elementales y la escena se organiza, usualmente, en la propia carreta de los cómicos.

En esas condiciones sería imposible que el peso de la representación no recayera en la idea, en el diálogo, pues, mientras la palabra ha crecido, lo visual del teatro no posee la fuerza retórica suficiente para conmover al espectador con una eficacia semejante al efecto que producen las palabras. El teatro entra en un estadio en el que la potencia del diálogo escrito reduce lo visual y lo sonoro a mero acompañamiento y adorno.

Aunque, pasados los años, comenzarán a construirse teatros estables, en los que se desarrollarán complejas máquinas creadoras de efectos, la iluminación y los decorados, aunque, gracias a estos avances técnicos el componente visual cobrará una mayor importancia, hasta la llegada del cine el teatro no recobrará el equilibrio natural primitivo.

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Puesto que la literatura se muestra como una herramienta mucho más eficaz para el logro de efectos, el hombre de teatro derrochará toda su energía y su arte en la composición del diálogo escrito.

Pero el teatro no es el libro de teatro, como la música no es la partitura. El teatro es la suma de la representación de todos los movimientos humanos y del entorno en que se realizan. El teatro es representación visual y sonora, espectáculo. Su arte se basa, conjuntamente, en la retórica visual de la iluminación, el decorado, el vestuario, la caracterización, la habilidad gestual del actor; en la retórica musical y auditiva de la interpretación de la palabra; en la significación de la palabra y en la belleza formal de los escrito. Pero esto, el texto literario, no es sino un componente más de lo teatral.

8. Artes definitivas y artes provisionales.

La mayoría de las artes, en su evolución, han dado ese salto cualitativo que consiste, por una parte, en haber encontrado una materia en la que fijarse definitivamente, de manera que en ellas el arte no se muestra sólo como habilidad transformadora de la materia, sino que produce objetos permanentes en los que la imaginación y la maestría del artista queden definitivamente plasmados; objetos en los que queden plasmados para siempre, tanto la idea del artista, como la forma sensible que recibe de él.

Por otra parte, esas artes, gracias al uso de laboratorios artísticos, de objetos intermedios, se convierten en el resultado conjunto de la intuición sensorial y la habilidad muscular, propios del talento natural de la tradición oral, y del cálculo de la inteligencia. Leonardo da Vinci lo vio claramente al reclamar una mayor consideración para la pintura, pues ésta había dejado de ser un trabajo manual, el resultado de la inteligencia mus-cular. Pensaba que la pintura era un arte que incluía el uso de ciencias como la geometría y, como tal, era producto de la reflexión intelectual y científica. Y, en efecto, las artes, por el uso del cálculo y la reflexión, se introducen en el territorio de las ciencias aplicadas, como son la medicina, la arquitectura, el derecho o la política.

Llegadas a la fijación definitiva de la obra y a su conversión en ciencias aplicadas, estas artes han ido a parar al estadio final de su evolución. Pueden evolucionar en lo que al estilo y la temática me refiere; la introducción de nuevos materiales, como ha sucedido en la pintura o arquitectura modernas, puede transformar de un modo sensible los objetos artísticos que producen, pero no trastocarán ya la esencia de la producción artística.

Frente a ellas, las artes de la acción y del sonido, el teatro y la música, estaban aún pendientes, hasta hace poco, de esa evolución final. Ni una ni otra eran capaces de llegar a la fijación completa y definitiva de la obra; tan sólo la fijación de la idea quedaba a su alcance: el teatro, la del diálogo a través de la escritura; la música, la de la altura y duración de los sonidos a través de la partitura. Pero la propia forma sensible de la música y la representación teatral quedaba al margen de la objetualización. La

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ausencia de ésta y la convivencia de lo oral y lo escrito, determinaban una situación de desequilibrio, basada en el hiperdesarrollo de unos componentes, en detrimento de otros.

Con la aparición de nuevos materiales y nuevas técnicas, el teatro y la música han encontrado, en nuestros días, las condiciones que les permiten una evolución semejante a la del resto de las artes; condiciones que supondrán una transformación radical de la cultura artística mucho más profunda que la mera transformación estilística.

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II CINEMATÓGRAFO Y FONÓGRAFO

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1. Dos inventos modernos con diversa fortuna.

Por las mismas fechas, pocos años antes de que comenzara el siglo, se inventaron dos curiosos aparatos que vendrían a revolucionar toda nuestra forma de ser: el cinematógrafo y el fonógrafo. Dos inventos rezagados del siglo de los inventos que, con sus hermanos mayores, el teléfono, la máquina de vapor, el automóvil, transformarán por completo todos los estratos de la civilización, tanto en su aspecto superficial como en sus relaciones internas. La política, la moda, las relaciones sociales, los sueños, todo se verá modificado con una rapidez asombrosa.

Como las demás cosas, el arte sufrirá también el impacto de las nuevas técnicas. Las transformaciones serán de mayor o menor alcance en las distintas artes, pero en las dos que estamos tratando, el arte de la acción y la música, será de tal calibre que significará el nacimiento de una nueva etapa cultural. La cultura del teatro grabado y la de la música grabada.

A veces la etimología de las palabras contiene la más exacta descripción de su esencia, y éste es el caso de las que designan a nuestros dos inventos. "Cinematógrafo” significa “movimiento escrito”; “fonógrafo”, “sonido escrito". De una manera menos literal, pero quizá más exacta, podemos decir “movimiento y sonido grabado”.

En efecto, ambos aparatos constituyen para el teatro y la música el cumplimiento de la antigua aspiración de todas las artes. Por medio de ellos, alcanzan la posibilidad de mantener, reproducir y fijar el movimiento y el sonido. La escritura y la notación no les permitían fijar más que un aspecto del arte y éste, traducido a una dimensión diferente de la propia.

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La transformación de la cultura teatral en cultura cinematográfica es manifiesta y conocida. El cambio de las palabras de su campo semántico así nos lo indica. La palabra cinematógrafo ha sido abreviada y transformada en la de “cine”, y este cambio del significante acompaña a otro más profundo en el significado. Lo que nació para designar un objeto útil, entre tantos, una máquina capaz de grabar y reproducir las imágenes de las cosas, ha pasado a significar algo mucho más amplio, un arte. Hoy ya a nadie se le ocurre nombrar con esa palabra a su primitivo destinatario, la cámara de cine. Otras palabras han surgido también de la raíz primitiva con el destino de señalar una realidad que iba creciendo a ojos vista: “cineasta”, “cinematográfico”, “cinéfilo”, “cinemateca”, “cinemascope”, y así hasta cubrir una larga lista.

Pero todo este movimiento semántico responde, como es natural, a una vertiginosa transformación de la realidad y de los conceptos, que queda resumida a la perfección en la idea del surgimiento de un arte

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nuevo, llamado también pomposamente “El séptimo arte”. El curioso ingenio del cinematógrafo ha afectado de tal modo al mundo del arte, que ha hecho surgir uno nuevo.

Un arte que, además, apasiona como pocas cosas a nuestro siglo y lo define mejor que nada. Su influencia se ha hecho sentir en otras artes, como la pintura, la literatura o la fotografía, pero también en las ideas y en las creencias, en las costumbres, en el lenguaje, en la moda o en la po-lítica. El cine se ha convertido en el principal entretenimiento de la po-blación durante la mayor parte del siglo y, asimismo, en la principal forma de educación de las masas.

Un arte, hoy, plenamente reconocido para el que se han creado, junto a las bibliotecas, filmotecas. En torno a él han surgido revistas espe-cializadas que poseen mayor índice de lectores que sus congéneres. Han surgido, por centenares, estudiosos del cine y aparecen constantemente en las librerías los nuevos libros que aquéllos producen. Para formar a los futu-ros artistas han sido creadas escuelas de cine, y hasta las Universidades han dotado cátedras para su estudio teórico.

Los artistas cinematográficos, el director, el actor y el guionista, se han convertido en personajes de gran relieve social y de gran prestigio artístico, con frecuencia mucho mayores que los de los artistas tra-dicionales. Desde luego, al menos, con unos ingresos económicos fuertemente superiores a los de cualquier pintor, novelista o actor teatral, de hoy como de cualquier época pasada.

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El fonógrafo no parece haber sido dotado de tanta fecundidad ni de tan buena fortuna. Incluso su propio nombre ha fenecido sin otra descendencia que algún hijo natural, oculto en las escasas menciones de los periodistas que hablan de la “industria fonográfica”. Tras el fonógrafo vino el gramófono y, después, el tocadiscos, el disco, el magnetófono. Diversos nombres para designar otros tantos objetos que se venden en las tiendas.

Frente a lo que le ha sucedido al cine, la cultura del sonido grabado no es ni manifiesta ni conocida. No se habla para nada de un arte nuevo; ni tan siquiera de arte. No existe una sola palabra que designe la actividad general de la producción de un disco, paralela a la que designa la producción de una película, a no ser la muy ambigua de “grabación” que, por lo demás, ni le pertenece, ni designa otra cosa que un procedimiento técnico, una actividad útil.

Y es que, en efecto, el fonógrafo y sus descendientes han sido y son contemplados como instrumentos útiles, como herramientas semejantes al coche o al televisor, alrededor de las cuales, en lugar de un arte, se crea una industria. Mientras el cine es una actividad con nombre propio que provoca emociones y se convierte en objeto de admiración y estudio, el disco no pasa de ser un artilugio que nos trae cómodamente a

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casa acontecimientos sonoros que se producen en otro lugar y que le son tan ajenos como la leche al vaso que la contiene.

De acuerdo con el concepto común, el disco, de la misma forma que la radio o la televisión, reproduce una realidad sonora y le sirve de vehículo, agotándose su interés en este componente funcional. Reproduce un arte preexistente y antiguo y lo hace más accesible a las masas, más fácilmente distribuible. Un disco es un soporte neutro que contiene tanto música sinfónica como música del siglo XIV, música folklórica como música electrónica, música “pop” o música de jazz, música flamenca o música litúrgica tibetana.

Como moderno vehículo de comunicación comparte ciertas semejanzas con su hermano más afortunado, el cine, popularizando músicas y convirtiendo a cantantes, instrumentistas o directores de orquesta en estrellas que, gracias a ello, consiguen enriquecerse. Pero ningún comportamiento social, ni valoración teórica alguna nos permiten contemplarlo como algo más que un vehículo de comunicación y distribución. Cuando nos topamos con hechos musicales que podrían hacernos mirar más allá, como sucede con ese abigarrado mundo de la música de “rock”, la descripción teórica lo reduce a la subcultura de la música de baile, juvenil y de entretenimiento, o al rango de una mera transformación estilística, cuando de hablar de música electrónica se trata. Sin embargo, cine y disco se asemejan mucho más de lo que parece.

****************************************El cinematógrafo y el gramófono son ingenios que aparecen en

la misma época y que están sometidos a las mismas condiciones sociales, económicas, culturales y estéticas. Se trata de objetos culturales que tienen una influencia semejante sobre la civilización moderna, cuyo rostro actual han ayudado a conformar. Son, ambos, instrumentos cuya función elemental es la misma, grabar y fijar la realidad, del movimiento para uno y del sonido para el otro.

Estas premisas justificarían, si no una historia semejante en el recorrido de ambas, pues la historia es un suceso individual sometido al azar, al menos una semejanza estructural del desarrollo de las artes a las que afectan. ¿Cómo es entonces posible que, al menos en apariencia, se produzcan unas divergencias tan enormes, tanto en sus diferentes desarrollos como en la concepción que tenemos de ambos?

Entre las muchas causas que confluyen para provocar acontecimientos de tal magnitud, hay dos que merece la pena destacar. Una causa reside en el diferente desarrollo técnico del cinematógrafo y el fonógrafo. Mientras los avances técnicos creaban las condiciones del arte y la voluntad de los cineastas lo llevaban a cabo, el disco ha tropezado con un desarrollo técnico muy tardío y con una voluntad menos clara y decidida por parte de los músicos. Hasta finales de los años 40, la tecnología discográfica no ha progresado lo suficiente como para permitirle avanzar más allá de su primera función reproductora.

Con todo, siendo esto así, la mayor dificultad que encuentra reside en la conciencia que de sí misma posee. El disco es, desde hace

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tiempo, mucho más que un objeto que reproduce un acontecimiento artístico previo y ajeno; es, en sí mismo, un objeto artístico como lo son un cuadro o una película. Sin embargo, ni la conciencia colectiva ni los teóricos lo reconocen bajo esta forma; tampoco los propios creadores del disco parecen poseer una conciencia clara de ello. De que el disco es la nueva forma que adopta el arte del sonido en nuestro tiempo.

Una de las principales diferencias existentes entre la historia del desarrollo cinematográfico y la del discográfico consiste en esto. Desde muy pronto, antes incluso de que las producciones cinematográficas mostraran claramente cualidades artísticas, diversos tipos de voces, escritores, filósofos o autores de manifiestos, se levantaron para proclamar la exis-tencia de un arte nuevo, del séptimo arte. Por el contrario, parece que la dificultad de “ver” la música y pensar sobre ella ha actuado sobre su desarrollo. Han transcurrido ya más de 30 años de existencia de un verda-dero arte discográfico, en el grado de desarrollo que sea, sin que nos hayamos percatado de ello. Sin necesidad de remontarnos en busca de precedentes germinales y primitivos, que podríamos encontrar en la naciente banda sonora cinematográfica, este arte se muestra ya con total claridad de rasgos en la música electrónica y en la música concreta, que comienzan a realizarse a finales de los años 40.

2. El surgimiento de la conciencia cinematográfica.

El cine no ha gozado siempre de la alta consideración actual. Durante mucho tiempo fue visto como un entretenimiento de feria, un pasatiempo proletario. Se le llamó “teatro del pueblo”, y fue despreciado como un subproducto artístico por la élite de la cultura europea y particularmente por la cultura teatral. Sarah Bernhardt, la gran actriz de comienzos de siglo, lo menospreciaba, a pesar de que acabó introduciéndose en él, quién sabe si empujada por la popularidad o la riqueza que podía aportarle. El propio Hugo Munsterberg, el primer gran teórico del cine y director del departamento de filosofía de la Universidad de Harvard, declaraba que, durante los diez meses que dedicó a ver películas para preparar su libro sobre el cine, asistió a las sesiones cinematográficas medio a escondidas, acosado por sentimientos de vergüenza.

La masa espectadora y la industria no necesitan de los teóricos para satisfacerse mutuamente, como bien lo demostró el cine pionero y lo demuestra la historia del disco, pero la cultura artística sí. Fueron ellos los que poco a poco, en la fuerte polémica que acompañó a su nacimiento, fueron conquistando un prestigio cada vez mayor para el cine. Prestigio que sirvió, entre otras cosas, para que directores y actores importantes, provenientes del mundo del teatro, abandonaran sus escrúpulos culturales y enriquecieran con su hacer el arte cinematográfico.

El cine estaba naciendo y se presentaba lleno de balbuceos e imperfecciones. Entraba además en competencia con artes tradicionales más perfeccionadas y elaboradas. En esas condiciones el cine, que no poseía otras señas de identidad que su popularidad, su capacidad de acceso

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a las masas, y su función de espectáculo y entretenimiento, quedaba relegado al rango de pasatiempo, tanto para la mirada del público como para la idea que podía extraer de sí mismo. Necesitaba un concepto adecuado de sí mismo, un dibujo conceptual que le proporcionaron las reflexiones de los teóricos.

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El arte no sólo necesita para desarrollarse de la habilidad del artista. Precisa además una conciencia lo más clara posible de lo que es y puede hacer. Como les ocurre a los hombres en su vida privada, el arte es tanto lo que es como lo que cree ser. La intuición y la inteligencia práctica del artista, la experimentación pura como vía de desarrollo, son incapaces de romper con los prejuicios teóricos más asentados de una cultura, y hacen avanzar el arte lentamente y con muchos tropiezos. Si pueden bastar en el seno de una tradición ya forjada y experimentada, siempre que en el ámbito del arte se ha producido una revolución profunda, cuando rompe con la tradición o varía de un modo sustancial la dirección de ésta, se ha hecho preciso el concurso de la teoría. En esos momentos los teóricos pasan a un primer plano e incluso los propios artistas se convierten en filósofos. La historia nos nuestra repetidos ejemplos de ellos tanto en el devenir de las artes como en el ámbito de la política, del derecho o de las costumbres.

La teoría cinematográfica dio un rostro al cine en el que éste pudo reconocerse. Al describir, incluso cuando lo hace erróneamente, la esencia del nuevo fenómeno, el teórico fija y depura las experiencias del artista, que trabaja a tientas, presentándole una idea racional de su arte e incluso, en ocasiones, ofreciendo a su imaginación caminos nuevos, por inexplorados o por embrionarios. Hurgando por entre las imperfecciones del cine naciente, la descripción teórica hizo emerger el verdadero rostro del cine cuando aún no se hacía claramente distinguible en la superficie de la producción cinematográfica, en la película.

La cultura de la música grabada, por el contrario, abandonada a su sola fuerza e instinto, evoluciona con una pesada carga de contradicciones y dirigida por conceptos arcaicos, que no le pertenecen y que frecuentemente se convierten en obstáculos insalvables para su desarrollo. Incapaz de fundamentarse en principios más adecuados y sólidos, hecha mano de lo que tiene a la vista, sometiéndose a las exigencias comerciales de la industria, a los conceptos del arte que provienen de la música orquestal o trasplantando ideas de otras artes.

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3. La necesidad de la diferencia.

El entusiasmo revolucionario de principios de siglo explica en parte el gran impulso que experimenta la teoría cinematográfica y, asimismo, sus errores y exageraciones. El desarrollo más tardío del disco no pudo gozar de este efecto catalizador que supuso la efervescencia político-social y artística.

El primer tercio del siglo es, en todos los órdenes, un período re-vuelto y agitado, un momento de transformación general. Los sistemas polí-ticos se tambalean y finalmente se derrumban bajo la doble presión de la revolución proletaria y del “ordine nuovo” fascista. Las artes entran todas en un período de ruptura de las tradiciones e intentan establecer nuevas formas de organización. Las ideas y las costumbres están en trance de constante transformación. La retórica del progreso y de la novedad lo invade todo.

Si la arquitectura se entusiasma con los nuevos materiales constructivos, si la pintura, la música y la literatura buscan formas y estilos nuevos que entierren la tradición romántica, el cine se presenta con un ali-ciente propio y diferente. No se limita a experimentar con materiales nue-vos, ni construye nuevos estilos, sino que trae consigo mucho más, una nueva cultura, una forma inimaginada de producir obra artística. El cine es todo él nuevo, y se convierte en el símbolo y prototipo de la vanguardia y el progreso. Sólo él será capaz de llenar por completo las exigencias psi-cológicas de la época. Si las restantes artes deben adaptar sus formas a las nuevas condiciones del siglo, el cine, que nace con él, trae ya consigo la propia forma de lo nuevo y del progreso.

La notable exageración, cuando menos, que se expresa en el título que se le otorga, el de “Séptimo arte”, tiene sus raíces en esta peculiar excitación de la época. Pero además de ser el resultado del espejismo intelectual del entusiasmo proviene de un error conceptual que germina en el desarrollo de la teoría cinematográfica.

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La teoría del cine se enfrenta con dos problemas fundamentales. De un lado, el cine se muestra capaz, por primera vez, de grabar la realidad en toda su exactitud y riqueza. Pero si esta grabación se produce como resultado del trabajo mecánico de la cámara, ¿dónde queda el arte? Los teóricos se esforzarán denodadamente por mostrar que la sensación de realidad que provoca el cine es el resultado de una manipulación artística, artificial, y no una fotografía mecánica e indiscriminada de la realidad.

De otro lado, el cine entra en competencia con el teatro. Al mismo tiempo se asemeja a él y se diferencia de él. La teoría cinematográfica va a surgir de la constante discusión sobre las diferencias.

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El cine va a cobrar conciencia de sí mismo y de su radical novedad en un continuo contraste comparativo con el teatro.

Este estudio diferencial está regido por dos ideas básicas o, mejor dicho, dos miedos. El temor, primero, que surge de la comparación de los resultados. Si el cine se presenta como una alternativa con más futuro y de mayores posibilidades, el teatro presenta unas largas credenciales, una amplia historia de obras y autores consagrados como clásicos. Frente a ella el cine se muestra como un advenedizo sin historia ni hazañas. Pero no se trata sólo del prestigio de los nombres propios. El teatro ofrece una tradi-ción artística consolidada y rica en recursos, una artesanía de actor de-purada y una sabiduría de escritura enorme en sus textos, frente a los que el recién nacido se despliega como un juego experimental, protagonizado por aventureros sin oficio, ventajistas que aprovechan la fuerza de las máquinas.

El temor, también, de que si el cine no descubre con claridad su diferencia y la convierte en materia artística, corre el riesgo de ser absorbido por la cultura teatral. Corre el riesgo de convertirse en una tec-nología puesta al servicio del teatro, en un apoyo técnico de éste. El cine reaccionará proclamándose un arte diferente que no admite comparación con aquél y, al tiempo, clamando desesperadamente por la aparición de un nuevo Shakespeare cinematográfico que justifique sus bravatas.

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Se trataba de temores fundados. Antes de la introducción del teatro en el cine, éste ofrecía poco más que documentos de la realidad, trucos de ilusionismo o películas basadas en el antiguo y desprestigiado género de la pantomima cómica. La calidad de realización de los filmes es tan lamentable y ofrece tan escaso interés como la propia temática. Los espectadores, que habían recibido con auténtico entusiasmo el nuevo invento, comenzaban a aburrirse ya con aquellos espectáculos.

Paradójicamente fue el teatro el que dio el primer impulso al cine, si no en el desarrollo de técnicas propias, al menos proponiéndole metas más elevadas y ambiciosas. En Francia se crea una sociedad cinematográfica que tiene como objetivo elevar el nivel cultural de éste, produciendo películas de mayor ambición artística. Así se formó, en 1.908, una productora que llevaba el sugestivo y expresivo nombre de “Film d'Art”. Su intención es introducir el arte en el cine, aunque se limitará a trasplantar la vieja tradición teatral en el nuevo medio, produciendo teatro filmado. Se graban en películas obras del repertorio clásico, u obras nuevas que se encargan a prestigiosos escritores de la época, como Anatole France. Unas y otras poseerán el atractivo añadido de ser representados por los grandes actores de la Comedie Française.

El film de arte francés tiene un enorme éxito y una gran repercusión fuera de sus fronteras, que harán que se difunda enseguida por Europa y América. Naturalmente, en pocos años fracasará la idea. No era mala, pero chocaba frontalmente contra una de las limitaciones técnicas del

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primer cine: la ausencia de sonido. Es imposible imaginar cuál hubiera sido la historia del cine de haber podido filmar el teatro hablado, pero no es descabellado pensar, al menos, que habría sido más dependiente de la tradición teatral, de cuyo lastre le hubiera sido más difícil desprenderse. El cine mudo se vio obligado, como los inválidos, a desarrollar otros talentos que aún estaban ocultos en la nueva tecnología y que, a la postre, le servirían para producir rápidamente elementos diferenciadores. De la necesidad se hizo virtud.

Pero a pesar del fracaso del teatro filmado, lo teatral, descompuesto eso sí en sus diversos elementos no desaparecerá ya del cine, sino que éste absorberá una buena porción de la tradición, adaptada progresivamente a sus propias maneras. En un principio se vio incluso en la necesidad de introducir, tal cual, procedimientos teatrales. No habiendo sido capaz aún de desarrollar técnicas narrativas propias, hubo de adoptar otras provenientes de la escenas, como el uso de decorados teatrales o la estructuración de la narración en actos o escenas. Los procedimientos teatrales, en tanto que tales, irán desapareciendo a medida que el cine encuentre medios propios de organización narrativa y visual, pero mantendrá en ellos la esencia de lo teatral.

4. La función reproductora del cine: el teatro grabado.

La teoría del cine ha acuñado la expresión “Lenguaje específico cinematográfico” para englobar en ella el conjunto de los procedimientos que se han ido experimentando y elaborando a lo largo de su historia y que constituyen sus características más señaladas. Esta expresión es comple-mentaria de la idea del cine como arte nuevo e independiente del teatral. La mayor parte de los esfuerzos teóricos han ido dirigidos a analizar y describir la gramática de ese nuevo lenguaje.

Esta idea del lenguaje específico está en la base del general desprecio con que los teóricos contemplan al teatro grabado. Éste, a pesar de las ventajas que se puedan encontrar en él, apoya su arte en los procedi-mientos de la antigua tradición, que refuerza con otros nuevos. El teatro grabado es teatro que aprovecha la herramienta del cine para alcanzar más brillo, más eficacia retórica y mayor audiencia. El desprecio del teórico es una forma de respuesta al desprecio del artista teatral por los recursos que trae consigo la nueva cultura.

Sin embargo, el teatro filmado contiene ya el germen de la nueva forma del arte de la acción, la capacidad de manipular lo no escrito y dominar el resultado completo de la obra. Ya se ha dicho que la tradición teatral resulta de la unión de la cultura escrita de la palabra y la cultura oral del gesto y el sonido. Lo no escrito pertenece al arte del actor y, ni el autor teatral, ni el director de escena pueden controlar ese componente individual que configura el resultado final de la obra.

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El autor sólo pueda dar unas instrucciones muy generales en las indicaciones de escena o, implícitamente, a través del propio diálogo. El director escénico es capaz de un control mayor a través de la institución del ensayo. En él da instrucciones concretas a los actores sobre el volumen del sonido, la entonación, la colocación en el escenario y mil detalles más. Pero, llegado el momento de la representación, el actor está solo y de él depende el resultado de la obra. De él y de los imponderables del momento. Cada representación es distinta y unas más logradas que otras. La obra, en sus manos, queda sometida a las limitaciones de su talento, a las variaciones que imponen el tiempo y el azar.

Basta con que el movimiento de los actores quede fijado en un soporte material, como es el celuloide, para que ese componente oral permita ser manipulado y dominado, aun de forma primitiva. En cuanto la acción queda grabada, se libera de la esclavitud a que la someten el tiempo y las variaciones de la interpretación. La diferencia entre el ensayo y la representación desaparece. El ensayo intenta una criba y recolección de lo mejor, para almacenarlo en la memoria del intérprete. En el cine, la grabación sustituye a la memoria y al ensayo, el experimento encaminado a lograr la obra definitiva.

La grabación permite al director el dominio completo de algo que antes se le escapaba, el dominio de la representación final. Su función no será ahora dar indicaciones que el actor deba recordar en la futura re-presentación, sino, por así decirlo, construir la obra definitiva con el material de los actores, de un modo semejante a como el pintor hace con los colores de la paleta. Una vez que ha dado con lo que le gusta, no precisa hacerlo memorizar al actor y así exponerlo y arriesgarlo, pues al que actúa le falta visión de lo que hace, sino que lo graba. En esto reside el cambio fundamental en la dirección de la cultura. El resultado final proviene de la decisión de un ojo que reflexiona sobre lo que ve, en tanto que antes dependía de la intuición del actor, de un movimiento interno que no es capaz de ver la escena, sino de interpretarla. La selección analítica del ojo es la aportación fundamental y primera del cine.

****************************************El desprecio por la función reproductora del cine, en unión con

el rápido desarrollo de unas maneras puramente cinematográficas, crearon unas condiciones evolutivas diferentes a las que rigieron la historia de otras artes.

Antes que el literato fueron los escribas, que usaron de la escritura con una finalidad reproductora. A estos antiquísimos artesanos les debemos la conservación de una buena parte de la literatura oral. Pero su cometido no era mecánico, como estamos inclinados a pensar, sino que encontramos en ellos el germen del futuro escritor. El escriba no era un oficinista que escribía al dictado, sino un artesano encargado de integrar la tradición oral en la nueva cultura de la escritura. La literatura nace como fijación selectiva de la variedad de la memoria oral. Los escribas de Egipto, Mesopotamia o Grecia, que escribieron la historia, las leyendas y la sabiduría heredadas de los antiguos, tuvieron que realizar una selección e

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introdujeron su personal interpretación en lo que recibían de la memoria de los poetas, que se ofrecía en una gran variedad de formas.

Así pasó también con la escritura musical, que fue usada durante largo tiempo para conservar las melodías tradicionales. La música gregoriana y la música trovadoresca que se conservan, las debemos a ese uso reproductor de la notación y a la discreción de los escribas musicales.

Los grandes pasos entre distintas culturas se han realizado siempre lentamente y, en ellas, el nuevo medio se ha experimentado primero sobre las formas de la cultura anterior. El cine es quizá el único arte que no ha respondido a esta constante histórica; el disco, en cambio, sí se ha desarrollado de esa manera.

En efecto, desde el principio hasta hoy mismo, el disco ha tenido como función primordial la de conservar la música. En sentido estricto, ha servido para conservar músicas de tipo oral que de otro modo se hubieran perdido. Es el caso tanto de la música de jazz o de flamenco, como de la música folklórica propia o la de pueblos primitivos. Pero también ha servido para fijar el sonido de la música escrita, la llamada música clásica; aunque ésta tiene su propio modo de conservación en la escritura, el disco le ha sido útil para conservar también la forma sensible sonora.

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El cine no ha cumplido su función como instrumento reproductor de la antigua tradición teatral. No existe un repertorio de teatro grabado a disposición del público en las salas de cine, y el que existe en las televisiones, aparte de reducido, no suele estar realizado con la competencia necesaria. El mercado de la música grabada es, por el contrario, enorme y muy cuidado.

Razones fundamentales de esta diferencia son las de orden técnico. La manipulación del sonido ha revelado mayores dificultades tecnológicas que la de la imagen. 0, lo que viene a resultar igual, el interés de la industria en desarrollar la tecnología de la imagen ha sido mayor que en el caso del sonido. El propio cine se resintió de esta dificultad y tardó bastante en incorporar el sonido a su cultura.

Las posibilidades de una seria manipulación sonora aparecen muy tardíamente, en los años sesenta, con lo que el disco se veía constreñido a reproducir fenómenos externos a él. Estas condiciones de falta de libertad hacen natural que encontrara su uso más elevado en servir de vehículo a la tradición clásica. La aparición tardía de sus virtudes creativas ha tenido al menos una ventaja; la de incorporar, casi por entero, la antigua cultura a la nueva.

El cine se alimentó, para bien y para mal, de sus propias taras. Durante más de treinta años, en su período de formación, estuvo mudo. Fue esta cualidad, y no su desinterés por el teatro, la que separó a ambos. El cine mudo no podía integrar una tradición fundamentada en la palabra. Así se vio obligado a desarrollar el componente visual y a abandonar la

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filmación del teatro. El resultado negativo fue la pérdida de la tradición teatral.

El teatro no ha podido incorporar las ventajas de la nueva cultura, principalmente su capacidad de distribución, y se ha mantenido en unas condiciones de producción totalmente anticuadas que lo han asfixiado. Desde hace tiempo se encuentra en una situación de lucha por la supervi-vencia. La inexistencia de un repertorio teatral filmado no es sólo una pérdida cultural, sino que, puesto que la historia imprime carácter, el progresivo alejamiento del teatro, combinado con la omnipresencia del cine, le ha vuelto extraño a aquél. La tradición teatral se nos presenta en un estado ruinoso y con más arrugas de las que le pertenecen.

Todo lo que se incorpora a una nueva cultura adquiere parte de su carácter; lo que no, o desaparece, o decae. No hay más que observar, por contraste, la salud de que parece gozar la música escrita tradicional. Percibimos, incluso, menos anticuado un concierto de Mozart que muchas representaciones de autores de nuestro siglo. De no ser que se piense que la tradición musical se conserva mejor que la teatral por ser más valiosa, habrá que deducir que la diferencia del uso que hoy hacemos de ambas no es otra que la expuesta: la existencia o inexistencia de un repertorio grabado. No es absurdo pensar que si la música clásica se nos ofreciera únicamente a través de los canales de producción y distribución tradicio-nales, esto es, el concierto, hoy casi la habríamos olvidado.

5. Cine y teatro.

Si el teatro filmado, como la música grabada, llevan ya el signo de la nueva cultura, está traerá nuevas formas de abordar la realidad, nuevas formas de producción artística, que sobrepasan por completo a la tradición. Estas nuevas formas están enraizadas también en la conversión de la música y el teatro en objetos estables y sensibles.

Si el movimiento del actor se hace manipulable cuando queda grabado, mayor importancia reviste la manipulación de la propia escena, que posee un potencial retórico asombroso. El actor es el único objeto teatral que garantiza el realismo de la representación. Por el contrario, el mundo que rodea al personaje, tanto si se trata del entorno natural como del artificial, no puede ser representado sino de manera imperfecta. La naturaleza no tiene cabida en el escenario, e incluso el mundo interior de las habitaciones humanas ofrece enormes resistencias.

El teatro es un arte que se produce en un espacio, el escenario, que representa el mundo con ayuda de decorados. Este escenario es limitado en sus dimensiones y, sobre todo, inmóvil. La única posibilidad que existe para trasladar la acción a otro lugar reside en el cambio de los decorados, para lo que es necesario detener la acción en los entreactos. Este procedimiento, poco ágil, ha limitado desde antiguo las posibilidades del juego escénico.

El cine, por el contrario, se desarrolla en el escenario neutro de la pantalla; su lugar no es la escena. Cualquier película nos ofrece una gran

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variedad de escenarios que recorren el actor y el espectador. Este, sin embargo, no precisa para ello moverse de su butaca, ni la acción ha de ser interrumpida para el cambio de decorados. El teatro, al quedar convertido en su filmación, puede prescindir del escenario fijo y único y es capaz de convertir cualquier lugar en escenario. Con el cine, la escena crece de dimensiones hasta convertirse en un segundo mundo natural. La escena viaja a un castillo, a una posada, a un bosque, a las profundidades del mar o al interior de cualquier habitación. No se interrumpe la acción, pues la filmación no es el resultado de una representación lineal, sino de la unión, por medio del montaje, de diversas representaciones. La posibilidad de manipular el objeto en que queda fijada la acción, el celuloide, permite convertir el mundo real en un enorme escenario teatral.

Para ello es preciso que la representación quede descompuesta en sus partes. En tanto que el teatro nos ofrece una representación lineal ininterrumpida, el cine es el resultado de la fragmentación de la representa-ción. Todo espectador sabe que la película que está viendo ha necesitado de muchos días de rodaje en distintos escenarios y momentos, pero, paradójicamente, la atomización de la representación, su literal descomposición en mil pedazos y su posterior recomposición en la cinta, producen la ilusión de la continuidad con más eficacia que el teatro.

Como consecuencia de la pérdida del escenario, el teatro queda así representado en lugares naturales o ante decorados mucho más perfectos, pues la diferencia existente entre la representación y el resultado final de la filmación permite ocultar mejor el artificio que los sostiene, el truco que en el teatro se realiza a la vista de todos. El cine es, de este modo, capaz de producir una sensación de realidad que contrasta con el artificio teatral, la realidad simbolizada.

El teatro es, en su presencia externa, mucho más real que el cine: sus personajes están vivos, encarnados en seres de carne y hueso que se mueven ante el espectador entre objetos reales. Pero el cine es capaz de simular mejor la realidad a través de sus sombras. Esta ilusión de realidad de las fotografías en movimiento no la produce solamente la introducción en él de la vida real y de la naturaleza, ni sólo el mejor ocultamiento del truco, sino la propia ausencia del escenario. Lo que choca en el teatro es la contradicción que se produce entre lo irreal del mundo de los personajes y la realidad del actor y el escenario. En el cine no existen ni escenario ni actor, sino formas todas irreales, sombras que se mueven en una pantalla blanca. Curiosamente es esa real ausencia de vida la que produce una mayor verosimilitud en la percepción. El actor que muere en escena es menos creíble, y por tanto produce menor efecto, que la muerte de su fotografía en la pantalla.

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En la capacidad de descomposición y análisis de la representación, y en su posterior composición en el montaje, reside igualmente la liberación del teatro de la esclavitud del tiempo. La pesadez

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del escenario teatral para trabajar con el componente espacial-visual se extiende a su dificultad para trasladarse en el tiempo. La realidad del escenario y el actor chocan con lo novelesco de la trama. El actor no puede envejecer en escena, ni trasladarse a momentos del pasado con libertad. El cine, en cambio, posee una casi total libertad para trasladarse a diferentes momentos en el tiempo,

El teatro francés clásico trató de ser fiel a las reglas de unidad de tiempo y lugar. Estas reglas prescribían la ordenación de la acción de manera que ésta transcurriera en un corto espacio de tiempo y en el mismo lugar. Dicho de otra forma, prohibían los cambios de lugar y los saltos en el tiempo.

Con frecuencia se las ha interpretado como reglas restrictivas, como formas represoras de la imaginación del autor. Sin embargo, aquellas reglas surgían de principios estéticos, de una necesidad del “gout” desti-nado a hacer coherente la invención teatral con las posibilidades reales de la representación. Aunque parezcan artificiales, y aún siéndolo realmente, respondían a una exigencia de realismo, e incluso de naturalismo, al que hoy somos más sensibles: si el teatro es incapaz de dominar el cambio en el espacio y el tiempo, parecen decirnos, lo adecuado será, en lugar de forzarlo arbitrariamente, atenerse a una trama que respete esos límites de la producción teatral.

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En los aspectos analizados, el dominio de la representación del actor y la simultánea ampliación y desaparición del escenario, el cine parece haber llevado a la realidad lo que en la cultura teatral se presentaba de modo incompleto e imperfecto, como una pretensión nunca realizada. En ese sentido, el cine es, en primer lugar, la culminación de los esfuerzos de la tradición teatral.

Pero la producción cinematográfica revela también aspectos impensables en aquélla, sometiendo a la acción a un tratamiento artístico totalmente nuevo. Además de perfeccionar la representación, el cine la transforma.

La representación de los actores es grabada por la cámara y posteriormente sometida a la manipulación del montaje. Tanto la una como el otro son capaces de introducir modificaciones en la representación que escapan del terreno de la puesta en escena teatral. La cámara puede tomar toda la escena o seleccionar un pequeño detalle de ella, puede enfocar el diálogo de dos actores o el rostro de uno sólo de ellos. Puede, también, grabar la representación moviéndose a lo largo de ella, o bien manteniéndose inmóvil. Puede retratar al actor de frente, o tomándolo desde abajo o desde arriba. Los planos, los movimientos de cámara, los filtros de color y los distintos trucos de montaje, dan como resultado un conjunto de procedimientos que alteran la representación teatral propiamente dicha. Es aquí donde el cine se aleja más de ella y muestra la novedad de la cultura que hace nacer.

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Al movimiento de la realidad incorpora el cine el movimiento del espectador que la contempla. Incorpora al mundo del arte elementos naturales extraídos del mundo de la percepción real de las cosas, aunque estilizándolos y convirtiéndolos en artificio. El ojo no es un sentido inmóvil, meramente receptivo, sino que se halla en constante movimiento. El ojo enfoca panoramas generales o pequeños detalles, de acuerdo con su voluntad y con las leyes de la atención, involuntariamente. Entre todo lo que se ofrece a su contemplación, atiende a unas cosas y desatiende a otras. La propia atención es cambiante y varía en el transcurso del tiempo pasando de un objeto a otro, demorándose en uno, contemplando otros de pasada.

Esta movilidad de la visión, que se apoya e incrementa con la movilidad del cuerpo, que no se halla en reposo constante sino que se nueve, corre o salta mientras mira, se convierte en objeto de manipulación artística a través del trabajo de la cámara. Gracias a ella se introduce en el arte todo un universo perceptivo que le era ajeno, y con él un almacén inagotable de recursos retóricos.

6. Dos culturas y un mismo arte.

Arnheim, y con él otros teóricos del cine, confundiendo la esencia de las cosas con su historia, definió el lenguaje cinematográfico relacionándolo con las propias limitaciones de su arte. Así lo propio del cine se basaba en la alteración de la percepción real de las cosas que introducía el límite del marco de la pantalla; en el desarrollo de la imagen, que destacaba sobre la limitación que imponía al cine la ausencia de sonido; en los efectos retóricos del blanco y negro, consecuencia de la limitación producida por la ausencia de color, etc. Algunos de estos límites son efectivamente propios del cine, en tanto que otros, sin embargo, han sido únicamente producto de sus carencias históricas, posteriormente sub-sanadas.

Pero no fueron pocos los que, al tomar la apariencia por realidad, pronosticaron la decadencia del cine con la aparición del sonoro y del color. El fanatismo del hecho diferencial y el fetichismo constructivo produjeron muchos prejuicios que exageraban, sobre un fondo de verdad, tanto la diferencia con el teatro, como la importancia de la manipulación del montaje y la cámara.

Entre estos prejuicios, muchos de ellos abandonados pronto bajo el peso de la realidad, se destaca, porque los resume a todos y porque sigue aún vigente, la idea del cine como arte de la imagen y, consecuentemente, como un arte no sólo distinto sino de raíz diferente al teatral.

Teatro y cine son, por decirlo pronto, artes del movimiento que someten a éste a una cultura, a una elaboración artística, diferente. El cine no es otra cosa que el teatro sometido a las nuevas condiciones de produc-ción.

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La función de ambos es la misma, la representación de un drama, o, de modo más simple, de un acontecimiento humano. Acontecimiento que no se ofrece a la imaginación, como sucede con la literatura, sino a la contemplación visual y auditiva, imitando las características del mundo real. Teatro y cine, ambos, tratan de presentarnos el movimiento de la vida en torno al hombre.

A pesar de las diferencias, tanto de forma como de funcionamiento, solemos clasificar juntas y bajo un mismo nombre a las cosas que poseen idéntica función. Tanto más cuanto heredan unas la función de otras que, con el paso del tiempo y debido al desarrollo tecnológico, quedan anticuadas. Así llamamos armas lo mismo a la honda que al arco y las flechas, al arcabuz, al carro de combate o los misiles. Llamamos igualmente medios de locomoción al caballo, al carro, al automóvil o al avión. Las diferencias que presentan entre sí son, en todos los casos, notables. También es diferente la civilización que contribuyen a crear, pero sirven todos al mismo uso humano, y esa semejanza se revela más esencial que sus diferencias. No se precisa de una profunda reflexión para caer en la cuenta de que el mismo impulso que nos lleva al cine, llevó a nuestros antepasados a las salas de teatro o ante las carretas de los cómicos.

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La idea del cine como arte de la imagen supone la definición del teatro como arte de la palabra.

El cine ha aparecido como arte de la imagen porque durante mucho tiempo, en la época del mudo, se ha realizado exclusivamente a través de ella. Hoy continuamos pensando igual, en parte por la costumbre que anida en los conceptos, pero también porque la imagen es el aspecto más cuidado y elaborado en él. Y, sin ánimo paradójico, porque la imagen se hace en él claramente visible; el teatro, a causa de la distancia del espectador y de las limitaciones del escenario, no permite a la imagen destacar con la prestancia necesaria.

Además, el cine no es capaz de manipular la palabra por sus propios medios. En efecto, ninguno de los nuevos procedimientos que aporta puede incidir en el mejoramiento de los diálogos. La palabra ha encontrado hace mucho su lugar adecuado de desarrollo en la escritura y el cine no consigue añadirle nada. El papanatismo cultural que se oculta en el complejo de Shakespeare que, animado por sus detractores, ha padecido el cine en determinadas épocas, olvida, en primer lugar, que el propio teatro ha producido muy pocos Shakespeares, y en segundo lugar, que lo admirable de Shakespeare no es propiamente teatro, sino literatura.

La palabra escrita no se desarrolla gracias al cine de un modo nuevo, pero no por ello deja de pertenecerle. Le es tan propia como al teatro, aunque éste necesite más de ella. El cine la ha incorporado y, como tal, forma parte de su arte. Sobre todo porque no la ha incluido gratuitamente, como un adorno, sino por necesidad, pues la palabra forma

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parte inexcusable de la acción humana. Cuando el cine mudo fue imaginando argumentos más complejos, se vio

obligado a echar mano de rótulos explicativos que, por su longitud y frecuencia, acabaron perturbando el curso de la acción.

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La banda sonora cinematográfica, aunque subordinada a la imagen, es un elemento fundamental del film. El fastidio que se percibe en el espectador de cine mudo, incluso ante películas muy logradas, la propia necesidad que tuvo aquél de acompañar la proyección con música, dan testimonio del “horror vacui” sonoro; son datos indicativos de que la acción sin sonido, la pura imagen cinematográfica, nos ofrece el espectáculo de un mundo mutilado. Cualquiera que tenga la paciencia de contemplar un film con el sonido de su televisor apagado, comprobará por sí mismo la enorme eficacia dramática del sonido y se situará en condiciones de relativizar el peso de la imagen. La atracción que aún hoy ejerce el cine mudo no debe tomarse por entero como prueba concluyente de la identificación del cine con la imagen, pues es una atracción paralela a la que ofrece el folletín radiofónico, las voces invisibles de la radio.

Si el cine no puede pretender mejorar la palabra, aunque la incluya, sí es capaz de transformar artísticamente el universo sonoro. La banda sonora cinematográfica ofrece la misma capacidad de manipulación del sonido que el disco, del que en realidad sólo difiere por su distinta finalidad artística. Mientras el disco pretende una organización del sonido que cumpla con el destino de toda música, la banda sonora lo pone al servicio de la imagen, para hacerla más eficaz.

Al convertirse el sonido en un objeto estable y manipulable, la cultura del cine lo conduce a unas cotas de expresividad nunca alcanzables por el teatro. El cine actúa sobre la voz del actor enfocándola en diversos planos; presentándola en todo el detalle del primer plano, de manera que podamos percibir sus más ligeras arrugas, o mostrándola en un plano más general, confundida con el rumor ambiental de las voces. Amplía igualmen-te el escenario sonoro al introducir los sonidos y ruidos del mundo real, el canto de los animales, el fragor de la tormenta, el ruido del tráfico, o sonidos artificiales como el de la música. En general, puede decirse que todas las transformaciones que sufre la imagen en la alquimia cinema-tográfica, surgen de procedimientos que pueden ser aplicados de forma se-mejante al sonido.

Aunque el uso funcional del sonido en el cine suele llevarlo a una aplicación realista, sirviendo a la más fiel imitación de la realidad, al menos la música pone en tela de juicio al realismo como característica esencial de lo cinematográfico. Las películas están, en su mayoría, cargadas de música y, al menos en ello, el cine contradice a la realidad. La música se ha revelado como una fuente inagotable de efectos retóricos y el cine usa

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constantemente de ellos, de una manera que muestra bien a las claras que el objetivo cinematográfico es la trama, por encima del realismo.

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Ciertas fantasías futuristas del cine se han complacido jugando con la idea de incorporar a la imagen sensaciones olfativas o gustativas. Con ser quimeras infantiles, no dejan de mostrar por ello la intención de incorporar todas las sensaciones posibles, todos los datos del mundo sensi-ble al trabajo artístico.

El cine, como arte de la acción que es, busca describirla con la mayor riqueza, desmintiendo la idea que pretende reducirlo a su componente visual. Aunque las sensaciones gustativas y olfativas no poseen la suficiente fuerza para transformar el arte, y sí para entorpecerlo, es probable que si estuvieran a su alcance se usarían sin miramiento.

Que la imagen sea lo fundamental en el cine, después de lo dicho, tiene una sola interpretación aceptable, esto es, que el cine refleja la jerarquía de la percepción humana. Nuestro mundo está repleto de sensaciones llegadas por diferentes vías sensoriales, pero interpretadas todas a través del sentido principal, el de la vista. El cine responde fielmente a esta manera de ser del hombre y construye todo su arte alrededor de lo visual. La imagen por sí sola no basta, sin embargo, para dar cuenta de toda la riqueza de la acción humana, ni de la riqueza de la producción cinematográfica.

7. Diferentes artes en un mismo estadio cultural.

Al ser el cine la culminación de la cultura teatral y por existir una homogeneidad fundamental entre ambos, no ha de extrañar que incorpore muchos de sus elementos, tanto externos como internos.

El cine ha heredado al artista teatral: las funciones del actor, del escritor de los diálogos y del director de escena, aunque adaptados a los nuevos modos artísticos, se integran a la perfección en el cine. Pero no se trata sólo de la herencia de papeles y funciones abstractas, cuyo pa-ralelismo se traza con facilidad; el cine ha incorporado también a lo largo de toda la historia a los artistas que provenían del teatro, lo que resultó un enorme beneficio para la nueva cultura. Muchos de los grandes directores cinematográficos se han formado como directores teatrales. Desde los primeros días un elevado número de actores de teatro se han incorporado al cine, elevando considerablemente la calidad de la interpretación en la pantalla. El cine ha tenido que echar mano también, cuando ha pretendido emplear argumentos y diálogos de una cierta entidad, de literatos que construyeran sus guiones. E incluso ha empleado el recurso de extraer una buena parte de su temática de la antigua tradición literaria y teatral por medio de las adaptaciones.

También en su interior conserva el cine los componentes fundamentales del teatro: el argumento dramático, el arte del actor, la

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composición del personaje a través de la caracterización, los diálogos, la labor del director. Los fundamentos de la estructura teatral, todos, están contenidos en la nueva cultura cinematográfica aunque, eso sí, sometidos a una organización diferente y enriquecidos y transformados por las nuevas formas de producción. Lo que el cine considera despreciativamente como teatral no es la esencia del teatro, sino los procedimientos y las formas estilísticas más ligados a la peculiar forma de producción teatral, que la nueva cultura, y el nuevo gusto que ha contribuido a crear, han convertido en anticuados.

El lenguaje del cine es la suma de todos sus procedimientos, tanto los que él ha creado como los que le han llegado en herencia; la suma de todo aquello que es capaz de dominar y elaborar con arte. La película es la reunión de todos los elementos retóricos que confluyen en la producción de un efecto, y extrae su capacidad retórica tanto de la imagen, como de la palabra y el sonido. Definir el cine por lo que tiene de específico y dife-rencial respecto del teatro, a pesar de su utilidad, no es definir su esencia, sino describir ciertos rasgos peculiares de la cultura grabada.

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La retórica cinematográfica tiene su base y fundamento en la conversión del movimiento en objetos, fotografías grabadas en el celuloide, y en la consiguiente facultad de manipulación de aquél. Si el cine mantiene una comunidad esencial con el teatro en virtud de la semejanza de sus funciones, la semejanza en las formas de producción ha de traerle asimismo rasgos comunes con otras artes. Si la retórica del cine depende de la graba-ción y manipulación de lo móvil, cualquier otro arte que tenga en común con él la posibilidad de grabación y manipulación tendrá, por consiguiente, aunque sus objetivos sean diferentes, procedimientos comunes con él. Un automóvil se asemeja a un caballo en tanto que ambos cumplen funciones parecidas y son entregados a un mismo uso, pero, en tanto que es una máquina, se asemejará también a otras máquinas, diferentes de él pero procedentes del mismo estadio cultural, como son el barco o el avión. Todos son máquinas que se alimentan de la misma energía, la gasolina, se construyen con los mismos materiales, se mueven a través de palancas, ejes y correas de transmisión, en suma, responden a una misma estructura de construcción y producción.

El teatro y la literatura, tratándose de artes diferentes, presentan este tipo de semejanza. El parentesco que surge entre ellos al introducirse la escritura en el teatro, ha sido la base de la consideración del teatro como una forma literaria, que surge de la contemplación prioritaria de las semejanzas sobre las diferencias. Al emplear el teatro el modo de producción de la literatura, esto es, la escritura, se adueña igualmente de la retórica literaria. Todas las posibilidades constructivas que la escritura ofrece al poema o a la narración están al alcance del teatro. De este modo, las diferencias literarias entre una novela y una obra de teatro no son diferencias de lenguaje, sino diferencias impuestas por la distinta función y

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uso de ambos, y del diverso objetivo que se proponen. Si la novela desarrolla más los procedimientos descriptivos y el teatro más el diálogo, se debe a que el cumplimiento de sus respectivas metas les obliga a desarrollar por caminos diferentes las mismas posibilidades que les entrega la cultura escrita a la que pertenecen.

De la misma forma, el cine comparte muchas de sus características con otras artes. La pretensión de singularidad del cine, lo específico de su lenguaje, se evapora en parte cuando lo comparamos con otras artes que han llegado a un desarrollo cultural semejante. Si la grabación separa y diferencia al cine del teatro, lo aproxima igualmente a otras artes escritas o grabadas. En tanto que el uso y la función le asemejan a aquél, del que le diferencian los procedimientos, los procedimientos le acercan a otras artes de las que le diferencian los fines y el uso.

No ha pasado inadvertida a los teóricos la semejanza que el cine ofrece con la novela. En efecto, buena parte de los procedimientos cinematográficos encuentran un uso analógico en ella, y así ha podido la novela adoptar influencias del cine y éste, olvidándose de la temática teatral, se ha podido dedicar a adaptar novelas. El montaje, con sus contrastes expresivos, con la capacidad que ofrece para trasladar a los personajes a lo largo del espacio y el tiempo, es un procedimiento típico y esencial de la tradición narrativa. La sucesión de planos, la posibilidad de atraer la atención al detalle más pequeño de un objeto, o de alejarla incluyéndolo en una panorámica general, es igualmente propia de ella. La inclinación al realismo, basada en la posibilidad de retratar fielmente la realidad es, también, común a ambas.

Lo que los separa es su objeto. En tanto que la novela busca la construcción de un mundo imaginario a través de la palabra, produciendo un mundo sin formas que sólo la imaginación del lector es capaz de reconstruir, el cine construye un mundo sensorial de perfiles y formas bien definidas, que habla directamente a los sentidos del espectador.

Si existe una cierta relación entre los procedimientos de la escritura y la grabación, el paralelismo es mayor respecto a otro arte en apariencia muy distante, el del disco. Este, basado en la grabación y manipulación del sonido, pertenece al mismo estadio cultural que el cine y ofrece muchos puntos de contacto con él. Tantos, que el uno contiene al otro: la banda sonora cinematográfica, en la que el sonido es sometido a procedimientos parecidos a los de la imagen, pertenece por entero a la nueva cultura de lo sonoro.

8. La fugacidad de la música.

Con frecuencia se hace de la necesidad, virtud. La música tiene, para la mayoría, su más preciada distinción en su fugacidad, en su sumisión al tiempo. De ello se ha hecho el carácter que la distingue del resto de las artes. La vocación espiritual y divina que la convierte, para el romanticismo, en la reina de las artes, queda maravillosamente identificada en su falta de

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significado, esa propiedad que le hace hablar directamente al alma, y en su incapacidad para ser apresada en objeto alguno. La música, como el fuego y el viento, dos símbolos del espíritu, va y viene, aparece y desaparece, se transforma constantemente, siendo al tiempo la misma y distinta.

La música es, en efecto, un arte muy diferente del resto; su diferencia radica, sin embargo, en que es el único arte puramente auditivo y el que menos directamente habla a la inteligencia humana. Su fugacidad, por el contrario, no sólo no responde a la esencia del arte, sino que ni si-quiera es una característica propia.

La fugacidad es, más bien, una característica esencial del sonido en estado natural. Lo que oímos se presenta siempre como pasajero. Pero si todo arte consiste en la organización de lo natural y en su dominio, no se comprendo muy bien cómo lo que pertenece al sonido sin intervención humana, cómo lo que hace que éste continúe mostrándose indómito e inalcanzable para el trabajo artístico, se convierte precisamente en el símbolo de su valor.

La fugacidad, además, no es sólo propiedad del sonido; es la característica esencial de las cosas del mundo natural. Tanto de los objetos perecederos como de los duraderos. Y la característica esencial del trabajo del hombre, la intención constante del artificio y el arte, que producen el conjunto de los objetos que pueblan el llamado mundo artificial, es la lucha constante contra la fugacidad. La medicina como la política, la construcción arquitectónica como la escritura, no son sino el resultado de los esfuerzos del hombre por controlar la naturaleza y convertir en duraderos, a través de su dominio, tanto a los objetos que ama y construye como a sí mismo.

Todas las artes, en la etapa oral de su cultura, o en el componente oral que permanece aún en la cultura escrita, literaria o teatral, tienen en común con la música este rasgo de la fugacidad. Pero ya se ha visto cómo la evolución cultural de todas las artes se encamina a convertir en objetos entables y duraderos las formas que era capaz de producir. ¿Ha de ser acaso nocivo para la música lo que ha sido objeto de admiración y alabanza en el resto?

Ante la presencia del disco, la ignorancia da en añorar la música natural perdida, como si hubiera algo de natural en medio del colosal artifi-cio en que consiste nuestra tradición sonora, como si la música no hubiera realizado un esfuerzo de siglos para lograr la conservación de sus objetos, como si, en fin, lo natural fuera algo digno de ser conservado en el arte. Ante la música grabada, se añora la música viva y se desprecia la “música enlatada”. La misma idea debería inclinarnos a añorar, frente al cine, el antiguo teatro, e incluso el más antiguo y natural teatro improvisado, el teatro no escrito. ¿Alguien contempla la antigua música oral de los rapsodas griegos o los druidas celtas como un paraíso perdido por el pecado original de la escritura musical? ¿Ante un libro, quién llora la pérdida de la época dorada de la improvisación oral de los poetas antiguos?

9. El problema de la interpretación.

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La partitura, hemos visto, es el eje de la organización sonora en el arte musical. La escritura del sonido no es el único procedimiento de or-ganización, pero sí el más eficaz y fecundo, y sobre ella se ha construido toda la cultura musical europea. La escritura musical no llega, sin embargo, a convertir la música en una obra acabada y definitiva, como ha ocurrido con la literatura. Una partitura es como un jeroglífico que es preciso descifrar y, lo que es más importante, interpretar.

El problema de la interpretación revela los límites de la escritura musical y, con ella, los de la propia cultura de la música escrita. Es un problema que se expresa en la diferencia existente entre el sonido y lo es-crito.

La partitura trabaja sólo con unos elementos del sonido, precisamente aquéllos que la notación es capaz de convertir en objetos manipulables. Estos componentes son la altura del sonido o línea melódica, el ritmo y la relación polifónica entre las voces, elementos todos de fácil reproducción a través de las notas. Otros, en cambio, que al igual que ellos forman parte de la forma sensible sonora, son inalcanzables para la escritura musical. La dinámica, el tempo, los adornos, el timbre, son algunos de los más fácilmente identificables.

El compositor no posee unos signos exactos, ni un lenguaje lo suficientemente flexible y variado, que le permita traducirlos en la partitura. En su lugar, ha de limitarse a ofrecer unas indicaciones marginales que no ofrecen más que un valor general y aproximativo. Le sucede lo mismo que al autor teatral que, tras poner palabras exactas en boca de los personajes, ha de limitarse en las indicaciones de escena a describir vagamente el de-corado, a decirnos que el personaje llora o sale por la puerta, o que se oye el clamor lejano de la multitud, cosas todas a desarrollar en manos de decoradores, atrezzistas, actores o directores de escena.

El compositor escribe al comienzo de un movimiento si ha de tocarse alegremente, con tranquilidad, lentamente o con tristeza. Debajo de determinada frase musical, anota que debe interpretarse con fuerza o piano. Apunta, también, si tal voz ha de ser tocada por la flauta o el violín, por las trompetas o los cornos. De esta manera, empleando signos convencionales o palabras, trata de dar una dirección general al carácter de la interpretación.

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Lo único seguro para el intérprete son las notas. Cuando se encuentra con indicaciones de tempo, como “allegro”, “adagio” o “moderato”, no puede saber cuánta alegría o moderación ha de introducir en la música, ni de qué clase han de ser; no halla forma de medir un ritmo general de la pieza que, por otra parte, no ha de ser mecánicamente igual a sí mismo a lo largo de toda ella. Ante un signo dinámico, como el de “piano” o los acentos, no llega a saber qué cantidad y forma de suavidad, qué tipo de acentuación requiere el sonido.

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Ante ellos, el intérprete, aun mediando un cierto tipo de reflexión, está obligado a entregarse a su instinto y traducir las vagas indicaciones a su forma de sentir y entender la música. Aunque los intérpretes traten de teñirlo de ciencia, de ningún modo es la interpretación resultado de una sabiduría musical, sino del talento natural de cada músico. A él se le entrega una obra inacabada y muerta, que debe hacer revivir en el sonido y prestarle una forma sensible, cuyos contornos concretos no ha podido dibujar el compositor.

El intérprete, que no halla todas las claves para la recreación sonora en lo escrito, echa mano de su imaginación y su memoria, inmerso como está en la cultura oral del sonido. Ha escuchado las interpretaciones de los músicos famosos; ha sido educado en los conservatorios en determinadas maneras interpretativas. Cuando enfrenta su talento a la partitura, toda esa tradición oral queda reflejada. Esa tradición en la que ha crecido dirige de antemano su interpretación y, cuando posee una imaginación más viva y un gusto más personal que le inclinan a zafarse de ella, crea a su vez nuevas formas interpretativas que van a engrosar el cuerpo de la tradición.

Esta, como es natural, no se mantiene inmóvil a lo largo del tiempo y, por tanto, no responde a la tradición interpretativa de la época del compositor. Se trata de maneras a menudo contradictorias forjadas por ge-neraciones de intérpretes, en las que los más destacados imponen su per-sonalidad de forma tal, que los discípulos la heredan del mismo modo que lo escrito. Así se forman las escuelas interpretativas, locales, nacionales o internacionales, de acuerdo con la fama, el talento o la admiración producida por un intérprete original y de personalidad poderosa.

El resultado musical es, pues, el producto de la confluencia de dos entidades que caminan separadas, la obra escrita estable y la variable configuración de las tradiciones interpretativas.

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Pero el intérprete topa con un problema más general y previo. El de la fidelidad a la partitura. Generalmente se supone que las distintas in-terpretaciones, sea cual fuere su calidad, pretenden ser fieles a lo escrito. Sin embargo, puede decirse que la fidelidad interpretativa es un rasgo bastante moderno. Durante mucho tiempo la forma de interpretación ha respetado poco lo escrito. Y esta falta de respeto ha llegado incluso a lo más sagrado de la partitura, las notas.

Los divos de la ópera primitiva, los grandes cantantes del siglo XVII, tomaban la partitura como un guión respecto al verdadero acto musical, la interpretación, y así rellenaban o transformaban la línea melódica a su antojo, de acuerdo con su personal sentido musical. Las primeras óperas de Peri, Caccini o el propio Monteverdi, fieles en un principio a las pretensiones teóricas de construir una melodía expresiva, subordinada a la palabra y alejada de la complejidad contrapuntística, poseían una línea melódica extremadamente simple. Los cantantes, que no podían exhibir sus facultades en melodías tan sobrias y escuetas, las

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rellenaron a su antojo privándolas de su primitivo sentido. Este fue el punto extremo y también el paradigma del choque entre el arte del compositor y el arte del intérprete; batalla que se prolongaría largo tiempo, decidiéndose con frecuencia de parte del último. El intérprete tardará mucho en encontrar natural la obligación de ceñirse a lo escrito y subordinarse a ello, de una manera semejante a como al actor, aún hoy, le parece normal transformar y adaptar el libro de teatro, e incluso halla mérito en ello. Hasta ayer mismo la fidelidad a lo escrito no se ha transformado en una norma sagrada.

El problema de la fidelidad no reside tanto en una mayor o menor aproximación a la partitura, como en un acto previo de la voluntad. Un intérprete fiel es el que supone inicialmente que lo escrito está por encima de él y que, en consecuencia, debe plegarse tanto a las dificultades de la partitura como al sentido que encuentra en ella, aunque no le resulte cómodo a su particular forma de ser musical. El intérprete infiel no es un mal intérprete; sencillamente, piensa que la música ha de someterse a su propio arte, que el instrumentista o cantante son artistas que aportan al resultado final tanta eficacia como la que se desprende de la propia partitura; no sacraliza la partitura y le otorga, como mucho, el mismo valor que al acto interpretativo. Este tipo de músico, hoy casi desaparecido, surge también de otro tipo de razonamiento: considera que es más eficaz que la música se adapte a la forma sonora que le da el intérprete, pues así es capaz de sintonizar mejor con los gustos del momento, ya que la partitura mantiene muchos recursos que han quedado anticuados.

Hoy en día la norma es la de la fidelidad a la partitura, que se ha convertido en una verdad primera del arte musical. El estado actual de la interpretación es, sin embargo, paradójico, pues la sacralización de la fidelidad ocurre cuando ésta es más difícil, cuando el compositor ya no está vivo. Los intérpretes adaptadores han existido en la época de los compositores y han vivido en pugna constante con ellos en muchos casos. La muerte del compositor ha convertido en sagrado lo que no lo era en vida, la partitura, y ha revalorizado lo que el transcurso del tiempo ha convertido en una meta imposible, la fidelidad a la intención original.

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El problema de la interpretación se agrava cuanto más se aleja la música en el tiempo. La tradición oral está sujeta a transformaciones asombrosas. Si el significado de las palabras, mucho más estricto, es capaz de cambiar incluso radicalmente en el período de una generación, es natural que las formas interpretativas y los signos más ambiguos de los adornos o de la dinámica cambien con tanta mayor facilidad. No es exagerado suponer, por ejemplo, que los crescendos y diminuendos, de los que la orquesta de Mannheim comenzó a hacer uso sistemático, fueran realizados, como sucede con todos los principios, de una manera más brusca y buscando más los extremos sonoros que los crescendos más matizados y sutiles que hoy usamos.

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La manera de adornar una melodía en Francia era diferente a la italiana o alemana. En una época en la que aún no se había llegado a la internacionalización de los estilos, cada país, e incluso toda gran ciudad con una tradición musical importante, poseía una forma propia de interpretación. El compositor siempre se ha visto impulsado naturalmente a escribir de acuerdo con esas formas no escritas en las que se ha educado, y el intérprete, que se mueve en el mismo ámbito musical, encuentra también de forma natural las claves interpretativas de la composición. Compositor e intérprete participan de una misma tradición sonora que los envuelve en una atmósfera semejante, en que ambos respiran, y que les permite una fácil sintonía.

La transformación del aspecto sonoro por el paso del tiempo se muestra con más claridad en los timbres instrumentales. Si el violín, y en general la cuerda, se ha mantenido relativamente invariable desde el siglo XVIII, la gran mayoría de los instrumentos, especialmente los de metal, han sufrido transformaciones importantes. Los instrumentos de hace un par de siglos no sonaban como los nuestros, y mucho menos otros más antiguos. El creciente interés actual por la interpretación de la música antigua con instrumentos originales responde a esa real diferencia, al deseo de resucitar el verdadero sonido de las partituras de la época.

Las diferencias no provienen solo de la evolución de los instrumentos, sino también de las distintas tradiciones de luthier, de los diferentes gustos y tecnologías locales. Los órganos ingleses son muy distintos de los alemanes. Los claves ofrecen una enorme diversidad sonora de acuerdo con el luthier que los construye: poseen distinto número de registros y registros de distintos timbres, se construyen con cajas acústicas de diferente forma y tamaño, e incluso las cuerdas pueden llegar a ser de material diferente. Según nos alejamos en el tiempo y contemplamos, por ejemplo, el variadísimo género de los laúdes, vihuelas y guitarras, observamos diferencias y variedad mayores.

La enorme diversidad en el arte de los constructores de los distintos países y localidades, en el gusto por determinados sonidos instrumentales y, naturalmente, en el propio arte interpretativo, ofrecen un panorama que hace explicable que los compositores no tuvieran apenas en cuenta al timbre como elemento compositivo y escribieran la partitura con una relativa indiferencia por el instrumento sobre el que habría de ser ejecutada. Se escribían así sonatas que podían ser tocadas indiferentemente por la flauta o el violín y acompañadas por el clavicordio o el clavicémbalo y, posteriormente, por el naciente pianoforte. Anteriormente, las tablaturas de laúd o los libros de órgano servían para cualquiera de los instrumentos de esas variadísimas familias.

¿Con qué instrumento habrá de interpretarse una voz que en la partitura o en la época se encargaba a una viola d’amore o a cualquier otro instrumento en desuso? ¿Con qué clase de trompeta ha de tocarse la música barroca, tratándose de un instrumento que ha evolucionado considerablemente? ¿Las sonatas de Mozart, han de acompañarse con el clave o con el piano?

Estas y otras cuestiones de mayor detalle asaltan constantemente al intérprete que busca la fidelidad sonora. El rigor con que

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afrontan estos problemas los intérpretes de música con instrumentos originales, con toda su nobleza, no resuelve el problema fundamental, resucitar la forma sonora original de las partituras. En primer lugar, por la radical imposibilidad de dar con una forma sonora antigua que no permanece escrita en la partitura. En segundo lugar, porque siempre se verán envueltos en una cuestión de principio: ¿tiene sentido ser rigurosos con los timbres y con otros rasgos de la interpretación, cuando los propios músicos y compositores contemporáneos mostraban escasa sensibilidad hacia ellos?

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Si la interpretación de la música ofrece dificultades basadas en la distinta configuración de la tecnología instrumental y en la pérdida de la tradición interpretativa oral, encuentra aún problemas añadidos en el hecho de que la mayoría de la música conservada es parca en indicaciones interpretativas.

La escritura musical ha ido incorporando paulatinamente, y de acuerdo con sus posibilidades, instrucciones para la interpretación cada vez más detalladas, hasta llegar a la escritura minuciosa de la música postromántica. El compositor ha intentado dominar a través de lo escrito la posterior musicalización de la partitura, inundándola con las instrucciones más exactas y concretas posibles. Pero esto sólo llegó a suceder en el siglo pasado y para ello debieron darse previamente una serie de condiciones; que el sonido instrumental fuera unificándose a través de su reducción a las convenciones de la orquesta y gracias a la internacionalización sonora de ésta y a la normalización instrumental por el perfeccionamiento técnico de los instrumentos; que se produjera una cierta homogeneización interpretativa; que el progreso de la música convirtiera al compositor, definitivamente, en el centro del arte musical, haciéndolo cada vez más sensible a los aspectos puramente sonoros y no escritos.

La partitura romántica ofrece menos problemas interpretativos. La escritura musical se ha ido perfeccionando y ha llegado a reflejar con bastante fidelidad la voluntad del compositor. Pero, aparte de que el proble-ma se mantiene intacto para toda la música anterior, con una escritura más imperfecta y menos detallada, aunque se atenúe en la música más cercana a nosotros, no logra desaparecer. Buena prueba de ello la da el hecho de que la reputación de directores e intérpretes se funda no sólo en la habilidad virtuosística, sino en el carácter de la personal interpretación de cada uno. Si existen tantas “quintas” de Beethoven como directores de orquesta, sólo hay dos explicaciones posibles: o bien la partitura, incluso la más moderna, presenta necesariamente lagunas sonoras más importantes de lo que habitualmente se cree, o bien la reputación de los intérpretes se funda, a falta de algo mejor, sobre lo insignificante. Ambas cosas son cier-tas en parte.

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El mejor símbolo de la capacidad alcanzada por la partitura para dominar la forma sensible del sonido es la moderna sustitución de las indi-caciones de tempo, genéricas y ambiguas, por las exactas indicaciones me-didas en el metrónomo. Gracias a este instrumento de medición del ritmo, los compositores de nuestro siglo son capaces de indicar con exactitud la velocidad general de la interpretación de una pieza.

Curiosamente los compositores muestran en sus afirmaciones un cierto desinterés por este hallazgo, que colma en parte antiguas aspiraciones de la lógica compositiva. A través de numerosas anécdotas contemplamos a compositores irónicos y escépticos que aconsejan a sus intérpretes no atarse en exceso a las medidas metronómicas, sino dejarse llevar por su inspiración, aduciendo que ellos mismos interpretan sus propias obras de manera diferente cada vez.

El compositor, al actuar así, es fiel a la tradición de la música escrita. Se sabe incapaz de dar forma definitiva al sonido y sabe, también, que los pasos dados por la partitura para alcanzar el control de la inter-pretación son y serán siempre parciales. El compositor nunca ha escrito, ni ahora ni en tiempos más antiguos, pensando en una única interpretación. Sabe que la música resulta de la conjunción de dos artes, la del compositor sobre la partitura y la del intérprete que crea un sonido. Aun cuando él mismo sea su propio intérprete es consciente del abismo que separa a ambos. Sabe que cada vez que toque de nuevo su composición, ésta sonará distinta, pues él se sentirá afectado por lo escrito de forma diferente en cada momento, o encontrará en la interpretación nuevas maneras de en-riquecer y vivificar lo escrito.

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Esta diferencia hunde sus raíces en el propio proceso de producción musical. El compositor, y esto es particularmente claro en la música coral y en la orquestal, realiza una obra cuyo sonido definitivo desconoce. A pesar de la maravillosa intuición proyectiva de que hace gala con frecuencia, a pesar de que experimente el sonido de lo que va escribiendo en su piano, su trabajo no produce sonido definitivo, sino una obra intermedia. No trabaja directamente sobre el sonido, sino sobre una proyección sonora, reducida a la escala de la partitura y a la escala de un instrumento polifónico como el piano. Una vez concluida la obra, ésta escapa de sus manos y tomará la forma que desee el intérprete. Sólo puede alcanzar la visión completa de la obra cuando ésta es interpretada, pero entonces ya no es sólo su obra.

Para que el compositor pueda llegar a hacer obra con el sonido, para que pueda trabajar con éste como lo hace con las notas, es preciso que el sonido se materialice y consienta en ser manipulado. Es preciso que quede grabado.

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10. La fijación de la música.

Aun cuando el disco no sirviera para otra cosa que para reproducir y grabar lo previamente proyectado en la partitura, se habría producido un salto cultural cualitativo de importantísimas consecuencias.

Tomemos el caso en que el compositor graba su obra pianística, o dirige la orquesta que interpreta su sinfonía con el propósito de grabarla en un disco. En la grabación resultante no tenemos sólo una interpretación. El compositor ha dado forma sonora a su escritura pianística, ha convertido el allegro en un movimiento con unas características rítmicas concretas, ha dado a los matices dinámicos un dibujo definido. O, a través de la dirección de la orquesta ha conformado la interpretación de acuerdo con su voluntad. En ambos casos, el compositor va más allá de la construcción de un proyecto en la partitura; le confiere una forma sonora concreta que, gracias a la grabación, se convierte en forma definitiva. A través de los procedimientos tradicionales, el compositor ha obtenido por fin el dominio sobre el objeto artístico definitivo.

Llegado a este punto, el autor no deja ningún resquicio entre la interpretación y la partitura y, de esta manera, el problema interpretativo pierde su sentido. En esas circunstancias, ¿qué fundamento tendría que otros intérpretes pretendieran grabar su propia interpretación? ¿Por qué habría de merecer menos respeto la forma sonora que el compositor ha dado a su partitura que la escritura musical impresa en ella? La interpretación no tiene su fundamento en la necesidad de perfeccionar algo imperfecto, ni en la posibilidad que cualquier objeto ofrece de manifestarse de forma distinta. Carecería de sentido que otros intérpretes realizaran nuevas grabaciones con el objeto de mejorar la interpretación o de ofrecer otra de espíritu diferente. Si tradicionalmente la obra de arte es considerada como la realización formal de la voluntad del artista, de ningún modo es más fiel su realización al concepto de obra que a través de la grabación discográfica. ¿Qué autoridad tendría el más competente de los intérpretes para introducir modificaciones a lo grabado? La obra resultante podrá tener mayor o menor valor, éstos o aquéllos defectos, pero se trata, de un modo definitivo, de obra hecha. La interpretación tiene su fundamento exclusivo en que la forma de producción tradicional exige la división del trabajo y crea dos funciones netamente distintas, la del autor y la del intérprete; precisa del intérprete, pues el autor no puede producir un sonido universal y estable, que se mantenga a través del tiempo y que pueda trasladarse intacto de un lugar a otro. Cuando el compositor es capas de hacer algo así, como ocurre con el disco, la interpretación pierde su razón de ser.

Se podría aducir que otras interpretaciones sacarían mayor partido de esa música, o que enriquecerían su sentido a través de la variedad. Pero una objeción de este tipo puede hacerse respecto de toda obra definitiva, independientemente de su calidad. Cualquier novela, cuadro o escultura, podrían igualmente someterse a nuevas interpretaciones, pero sólo el mencionarlo da cuenta de su sinsentido. La práctica común de las artes definitivas no avala en ningún caso la posibilidad de las versiones,

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pues son en sí mismas contradictorias. Una obra es una obra, y sus defectos permanecen de igual forma que sus virtudes. La obra definitiva puede recibir una mayor o menor aceptación pública, puede ser juzgada de una manera o de otra, pero la aceptación o el juicio se dirigen en bloque hacia ella. Sólo en artes divididas, como la música o el teatro, puede separarse la idea de su realización y, por tanto, puede pensarse en interpretaciones que mejoren la obra.

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El disco le ha llegado tarde a la música escrita, como la notación alfabética llegó tarde a la música griega o la notación europea al gregoriano. La industria discográfica nos ofrece un enorme catálogo de obras definitivas, que presenta la curiosa circunstancia de estar formado por una multiplicidad de versiones de cada obra. Esto puede ser así porque se trata, en casi todos los casos, de obras de intérprete. Cuando la música ha alcanzado la posibilidad de quedar fijada en su forma sonora, los compositores ya han muerto. En nuestros discos no escuchamos la música de Haydn, sino el Haydn de Ansermet, de Baremboim, de Dorati, Karajan o cualquier otro. A aquél le pertenece únicamente la partitura, lo que en una tradición de música escrita es, naturalmente, mucho.

Los problemas de la interpretación y las nuevas posibilidades del disco hacen que muchos se lamenten de que los antiguos compositores no hayan tenido acceso a la nueva tecnología, pudiéndonos así legar también la forma sonora de su música. Se lamentan de no poder tener discos grabados por Bruckner o Bach. Una cosa así sería verdaderamente interesante e instructiva y, por cierto, nos depararía enormes e inesperadas sorpresas. Imaginar ese sueño irreal puede servirnos, al menos, para ver con más claridad las diferencias entre lo escrito y lo grabado.

La pintura de los primitivos italianos nos produce una sensación ambivalente, por la que nos desagrada lo anticuado de la técnica y, al tiempo, hallamos placer precisamente en sus rangos anticuados. La música no nos puede ofrecer sensaciones parecidas. Si una ventaja tiene la producción escrita de la música, reside en la posibilidad de incorporar constantemente novedades que la perfeccionan a posteriori. La música se nos entrega así siempre modernizada.

Todos hemos oído hablar de grandes violinistas como Paganini, Kreutzer o Sarasate, o de grandes cantantes como el castrato Farinelli o la Schroeder. Hoy podemos encontrar instrumentistas o cantantes tan grandes, si no más, que aquéllos, y desde luego en mayor número. El talento no se hereda, pero la mecánica, los procedimientos, en suma, lo académico, es acumulativo y coloca al nuevo talento en una posición de partida mucho más ventajosa. Hoy es posible tocar el piano mejor que en tiempos de Beethoven. Las orquestas actuales son mucho mejores y más numerosas que en tiempos más antiguos. La tecnología instrumental ha avanzado en casi todos los casos de modo notabilísimo, de manera que nuestros instrumentos suenan incomparablemente mejor.

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Si bien es cierto que hemos perdido muchas particularidades interpretativas que nos hubieran parecido muy interesantes y atractivas, también lo es, y por la misma razón, que, en general, la música de Corelli, Beethoven o Wagner, nos llega a nosotros con una calidad sonora de la que no pudieron disfrutar sus contemporáneos y, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera los propios compositores.

Nuestra valoración de la música antigua está fundada, a la vez, en la partitura y en la interpretación moderna. Sería muy curioso observar cómo esa valoración cambiaría si pudiéramos escuchar la música en las condiciones en que se producía en su tiempo. Una vaga sombra de esa extrañeza nos la proporcionan las grabaciones realizadas con instrumentos originales. La sensación de antigüedad que debería producirnos la música clásica, queda atenuada por la interpretación moderna; si conserváramos la interpretación de la época, no sólo la percibiríamos mucho más antigua sino, en muchos casos, también con ese halo de primitivismo, con esa sensación de lo imperfectamente realizado que desprenden muchas obras lejanas.

Si hacemos caso de los testimonios que nos hablan de la práctica musical de épocas muy recientes, habremos de concluir que el aspecto sonoro de la música se producía en condiciones bastante lamentables, que poco tienen que ver con las actuales. Sabemos, por ejemplo, que la tecnología de los instrumentos de metal estaba tan poco desarrollada que éstos desafinaban con frecuencia. Sabemos también de las frecuentes pugnas de los músicos de las orquestas que, por el prurito de ser escuchados, pugnaban por tocar cada uno más alto que los demás. Se sabe que el ruido del mecanismo de los clavicémbalos y los pianos primitivos se hacía tan audible como el sonido musical que producían. Y esto en una época tan cercana a nosotros como el siglo XVIII, la época del Barroco y el Clasicismo. Los ejemplos de esta clase son suficientemente numerosos como para permitirnos suponer, razonablemente, que al desarrollo de la obra escrita no le correspondió un desarrollo paralelo de la sonoridad.

Pero la música es sonido. Si estuviéramos en condiciones de escuchar el sonido de la música antigua, es probable que nosotros, que nos sentimos invadidos por el estupor ante el más mínimo fallo de nuestros intérpretes, la contempláramos con un sentimiento parecido al que nos embarga ante el espectáculo del cine mudo, con sus imperfecciones técnicas, o en la audición de una banda de música corriente. La idea que de aquella música nos proporcionan las modernas grabaciones o los conciertos es inevitablemente errónea, lo que favorece nuestro goce de espectadores, pero oscurece nuestros conceptos, al inclinarnos al natural pensamiento de que la música que escuchamos sale de la partitura.

También en esto le sucede lo mismo al teatro. El valor que concedemos al texto nos inclina a idealizar el valor de la representación correspondiente. Tras admirar la riqueza del lenguaje y el pensamiento shakespeariano, somos incapaces de imaginar la posibilidad real de que Shakespeare y, desde luego, sus compañeros actores pudieran haber sido cómicos mediocres, y que el resultado general de la representación pudiera

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resultarnos a nosotros, habituados a espectáculos más depurados, obra de aficionados.

11. La música escrita: una forma de música.

Del mismo modo que el teatro creció a través de la palabra escrita, con lo que el diálogo se constituyó en un elemento hiperdesarrollado que, bastándose a sí mismo, hizo innecesario, en parte, y retrasó el desarrollo de los restantes, la música, convertida en música escrita, tendió a desentenderse de otros elementos de lo sonoro.

La partitura organizó el sonido en torno al cálculo de la notación, pero previamente ha debido reducir el sonido a los puntos medidos en notas. La música escrita es una forma de producción sonora que se realiza sobre la base de la combinación de los doce sonidos de la escala, sometidos a las variaciones que en ellos introducen el timbre, la distinta forma en que las notas se encarnan en cada instrumento, y la dinámica, en su doble vertiente de la intensidad del sonido y de las diferentes formas de ataque producidos por el frotamiento, el pellizco o el golpe sobre las cuerdas. Las doce notas, enriquecidas por las variaciones de color que provienen de las distintas fuentes instrumentales o vocales, son capaces de inacabables combinaciones que conducen a la formación de la melodía y a la combinación simultánea de diversas melodías, polifónicamente.

No han sido precisos otros elementos combinatorios para producir el riquísimo mundo sonoro de la música escrita. Pero la forma que la música adopta en ella, ni ha sido ni será la única posible.

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La notación musical supone, en primer lugar, la organización del sonido en divisiones regulares de intervalos de un semitono, que resultan en la fragmentación de la escala en doce sonidos. Otras civilizaciones, algunas muy desarrolladas, han dividido la octava de otras formas, empleando un mayor número de sonidos. El laúd árabe posee más de catorce y el antiguo género enharmónico griego empleaba sonidos que respondían a una fragmentación menor, de hasta un cuarto de tono. Nuestra escala modelo de do mayor, que en tiempos pasados fue considerada natural y de origen divino, no es propia y esencial a la música más que en nuestra propia cultura; otras épocas y otras civilizaciones han inventado su música partiendo de un número mayor de sonidos y, también, de un número menor.

Pero para la descripción sonora de una civilización musical hay que echar mano de un concepto más primario y fundamental que el del número de las notas de la escala, el concepto de afinación. La música afinada supone que la nota escrita no sea un signo aproximado de la altura

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del sonido que pueda variar en el curso de la interpretación, como ocurría con los primitivos neumas; la afinación exige la noción de una medida exacta de la altura sonora de la nota, que en la interpretación debe ser reproducida con la máxima exactitud posible. La afinación es la característica más antigua e importante de nuestra tradición, anterior incluso al propio sistema de la notación, pero sobre el que éste se funda. La composición escrita necesita de unos sonidos invariables presentes en las notas, necesita que no exista ambigüedad sonora en el significado de los signos. En particular, el canto no afinado entra en contradicción con la teoría de las consonancias y las disonancias, sobre la que está construido el edificio de nuestra tradición armónico-polifónica.

Sin embargo, tampoco el concepto básico de la afinación es común a todas las culturas musicales. Al contrario, en la mayoría de ellas se practica un tipo de música no afinada. Esta es propia de los estadios primitivos de todas las músicas, e incluso la música griega, antes de dirigirse con claridad hacia la meta de la afinación, fue una música no afinada. Pero, aun cuando ésta fuese el principio de toda evolución, no hay por qué tomarla como un síntoma inequívoco de primitivismo musical. En el curso de muchas civilizaciones, al período de afinación le ha seguido una recaída en el gusto por el sonido no afinado. La música griega, en la época modernista de Melanípedes o Timoteo, la llamada época de decadencia, siguió por ese mismo derrotero que encontramos también en la mayoría de las músicas orientales más avanzadas.

No se trata sólo de un fenómeno antiguo. Músicas tan cercanas a nuestro tiempo y a nuestra sensibilidad, como el jazz y el flamenco, distan de tener en la afinación un principio sagrado. Pero, por definición, lo no afinado no puede ser escrito. Por ello, si no es un rasgo propio en exclusiva de culturas antiguas y primitivas, sí lo es de las culturas orales. Sólo se presta a la escritura aquello que, previamente, ha sido identificado en el cálculo musical.

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La música escrita no es capaz de conferir una organización al sonido no afinado, que queda al margen de las posibilidades compositivas por entrar ambos en contradicción.

Tampoco es capaz de interpretar el mundo de los sonidos no musicales. Un sonido natural de la clase que sea, el ruido de un motor, el rebuzno de un asno o el canto del gallo, puede ser imitado por la voz humana y a veces hasta por instrumentos musicales o por medio de máquinas. Pero la partitura no es capaz de contenerlo. El ruido es un sonido complejo, no identificado en sus partes, ante el que la escritura se revela ineficaz.

La nueva cultura del disco, por trabajar no con signos de los sonidos sino con el propio sonido, se muestra capaz de introducirlos, más allá de la mera imitación, en una organización diferente de la escrita, integrando ese variado mundo ajeno a la partitura. Del mismo modo que el

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cine ha sido capaz de construir con los elementos no integrados en la literatura teatral, el disco puede hacer obra con aquello que la lógica de la escritura desterró al infierno de lo no artístico, el sonido no afinado y el ruido.

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Parece ser el destino de toda nueva cultura el que las nuevas conquistas lleven aparejadas pérdidas. La riqueza melódica, armónica y rítmica de la música europea se ha realizado sobre una previa reducción del ritmo y la altura sonora al cálculo preciso de las notas. El universo de los timbres se ha visto también afectado por esta tendencia a la reducción de los elementos no escritos.

Si es cierto que, en la evolución de la música europea, el sonido instrumental ha alcanzado una perfección impensable en los orígenes, gracias al arte de los luthiers, también es verdad que las condiciones del concierto, las exigencias de la partitura y la evolución del gusto, han venido a parar en un descuido de los factores tímbricos, expresado en su aspecto más llamativo como una reducción de la variedad de los timbres. De una primitiva situación caracterizada por la abundancia tímbrica, se ha llegado a otra señalada por un tipo de organización convencional de los timbres, en una estandarización basada en el empleo de un número muy limitado de instrumentos.

Las causas de esta forma de evolución son muy variadas, pero pueden resumirse en dos impulsos fundamentales, la búsqueda de la perfección sonora y de la perfección en la articulación del sonido, y la tendencia a la constitución de un cuerpo instrumental homogéneo.

La característica de la tecnología instrumental, hasta hace muy poco tiempo, es la ausencia de homogeneización en el arte de los constructores de instrumentos. Esto tuvo como consecuencia, por una parte, la producción de instrumentos muy variados y, por otra, el que los instrumentos de una misma clase ofrecieron diferencias sustanciales según el lugar y el taller de donde provinieran. La etapa de la baja Edad Media y el Renacimiento nos ofrece, por ejemplo, multitud de variedades del laúd, la vihuela o la guitarra; diferencias referidas tanto al número o al material de las cuerdas, como al tamaño, la forma y el material de la caja de resonancia. Otro tanto sucede con la mayoría de los instrumentos de la época. Pero la mayor parte de ellos desaparecerán o, lo que es otra forma de muerte, quedarán relegados en las reservas de las músicas no cultas.

El volumen sonoro que alcanzarán determinadas instrumentos relegará a aquéllos otros que no logran producirlo similar. Así la familia de los laúdes y de las violas, de débil sonoridad, dejarán paso a los nuevos y más poderosas claves y a la naciente familia de los violines.

La evolución de ciertos instrumentos, en lo que se refiere a la perfección de su articulación y al crecimiento de sus posibilidades interpretativas, hará otro tanto. El violín y el clave no proporcionan sólo un mayor volumen sonoro, sino que son portadores de una variedad superior

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de recursos interpretativos que los sitúan por encima del resto de los instrumentos.

La primitiva variedad instrumental de la naciente ópera, con su grupo instrumental heterogéneo formado por los más diversos individuos, como tiorbas, chitarrones, laúdes de diversa clase, órganos positivos y demás, quedará pronto reducida a un conjunto formado sobre la base de los violines y el clave. La ópera, por la necesidad que siente de expresar la acción mediante efectos tímbricos, mantendrá durante un tiempo junto a ese grupo fundamental restos de los demos instrumentos. Pero el conjunto sobre el que se construirá la música instrumental, el conjunto de los concerti grossi, base de la orquesta, quedará reducido casi exclusivamente a la cuerda violinística y al clave o al órgano. Los instrumentos de viento, por su escasa calidad sonora, difícil afinación y recursos limitados, quedarán fuera de ella, y sólo su lento perfeccionamiento técnico les volverá a abrir las puertas mucho más tarde, cerca del pasado siglo.

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La constitución de la orquesta responde a tres principios. La inclusión de instrumentos con suficiente volumen como para responder a las exigencias acústicas de los nuevos escenarios musicales, de mayor amplitud, los teatros de ópera y las salas de concierto. La inclusión, también, de los instrumentos que, por sus recursos y su capacidad de afinación sean capaces de interpretar la música de la cada vez más compleja y virtuosa escritura musical.

Por último, la inclusión de instrumentos que puedan producir un sonido homogéneo. La orquesta se constituirá como una réplica instrumental de los coros polifónicos, con la agrupación de los instrumentos en familias, la cuerda, el metal, la madera, que sólo permitirán en el interior de su unidad sonora la diferenciación de las voces, el bajo, el tenor, el contralto y el soprano. De esta manera, junto a un resto de color que mantiene el contraste de las familias, la diversidad tímbrica queda reducida al contraste de las diferentes voces, organizadas sobre el modelo de la música coral, que se pliega a las exigencias polifónicas de la partitura.

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La cultura escrita ha nacido y se ha desarrollado en torno a la organización polifónica de la notación, con escasa atención al componente tímbrico.

Ya en sus inicios, la música europea lleva impreso éste carácter. La música, unida durante mucho tiempo a las prácticas litúrgicas de la Iglesia, se desarrollará en torno a la voz humana, por la prohibición eclesiástica de los instrumentos y por la necesidad de la composición polifónica. Este modo de ser se prolongará por largo tiempo aún, cuando la

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música acabe por salir de las iglesias convirtiéndose en un arte secular, y aunque la propia institución eclesiástica suavice cada vez más las prohibiciones sobre los instrumentos, volviéndose más permisiva. La construcción musical sobre la partitura se inclina de un modo natural a concebir el sonido tal y como queda reflejado a través de signos, las notas, como una pura relación ideal y matemática de altura y duración. Las diversas formas sensibles en que ese sonido idealizado pueda encarnarse, a través de los distintos instrumentos, preocupa escasamente al compositor.

El paulatino desarrollo instrumental, y la pérdida del monopolio musical por parte de la Iglesia, provocaran un mayor interés por los timbres, que, sin embargo, nunca llegará a constituirse como un elemento esencial. El compositor continuará atendiendo casi exclusivamente a la idea musical escrita, quedando el color tímbrico relegado al arte del acto interpretativo. Será sólo en la ópera donde el compositor, impulsado por la necesidad expresiva, comience a introducir el color instrumental en el trabajo compo-sitivo. Pero a pesar de los indudables avances que se producen en este terreno y que forman parte del modo de ser de la sinfonía y de la ópera románticas, la partitura no ofrece un lugar adecuado de trabajo sobre los timbres.

Cuando contemplamos una partitura orquestal de Mahler o Stravinsky, con la inflación de pentagramas que exigen los diferentes timbres, de una extensión vertical casi inabarcable, caemos en la cuenta de las limitaciones que el mundo visual de la partitura presenta al juego tímbrico. Pero la cantidad no es, en este caso, mas que un símbolo de la verdadera dificultad. El compositor, que tiene como instrumentos de trabajo su piano y sus partituras, que no controla directamente el sonido resultante, se ve reducido a la proyección imaginativa de éste. Escribe notas que imagina encarnadas en sonidos, pero éstos deben ser previamente conocidos y experimentados, y adaptados a las condiciones de la producción interpretativa. El compositor no puede ser aquí tan libre como lo es en la combinación de los signos escritos, sino que se ve obligado a trabajar con una gama conocida y restringida de instrumentos. Cualquier aventura con los timbres pone en peligro la esencia de su música, lo escrito.

La música orquestal, incluso la de color más rico y variado, se ve así compelida a la organización dentro del convencionalismo instrumental y tímbrico. Basta para comprobarlo con ver las reticencias que ha mostrado a la incorporación de instrumentos que, a pesar de sus enormes posibilidades, resultaban demasiado nuevos, como ocurrió con la familia de los saxófonos en el siglo pasado. Hecho que se agrava en nuestro siglo con los nuevos instrumentos eléctricos y electrónicos, cuya inviabilidad orquestal pone en evidencia las limitaciones sonoras de aquélla.

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El disco, con la transformación de las formas de producción y del espacio sonoro, va a permitir el trabajo directo sobre el sonido, más allá de las limitaciones de la intuición musical y de la proyección sonora en el

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trabajo de la partitura. Al perder la escritura su monopolio jerárquico, el compositor, que puede ahora obtener un dominio directo sobre el sonido, ve abrirse ante sí el vastísimo campo de la experimentación tímbrica.

Esta experimentación se verá favorecida e impulsada por la pérdida de las convenciones que llega con la revolución de la nueva cultura, por la invención de nuevos instrumentos y máquinas que convierten el timbre en una fuente inagotable de recursos, y por la transformación del espacio sonoro, que permitirá reintegrar al arte instrumentos desterrados de él por la evolución de las condiciones del concierto y de la tecnología instrumental.

12. La nueva cultura del disco.

Si la mera grabación de la música escrita elimina el problema de la interpretación, poniendo el arte del intérprete bajo el dominio del compositor, y crea una obra definitiva por primera vez en la historia de la música, el disco, así entendido, no introduce variaciones sustanciales en el propio proceso de producción musical.

La grabación del concierto trae consigo, junto a las contradicciones que el choque de las dos culturas produce, enormes ventajas. Desde el punto de vista de la perfección sonora, el disco permite realizaciones mucho más cuidadas que llevan a aquélla a su cumplimiento. Pero son los factores extramusicales los que sufren una mayor transformación gracias a él. La economía de la producción musical queda sustancialmente alterada, abaratándose enormemente un arte que siempre ha resultado caro y que se pone así al alcance de todas las capas de la población. La distribución de la música, que se había facilitado mucho por medio de la impresión de música, pero que continuaba dependiendo del canal intermedio de los intérpretes, se transforma por completo gracias a la grabación que derriba todas las barreras y fronteras que anteriormente la habían obstaculizado.

Pero con todas las ventajas artísticas y socio-económicas que reporta, el disco, como mero instrumento reproductor del concierto, mantiene la producción y creación musicales en los mismos niveles de la antigua cultura escrita.

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La nueva cultura musical que surge en el disco va sin embargo mucho más lejos y supone una revolución semejante a la que produjo el cine en la cultura teatral. Una revolución que afecta a lo más hondo y que es capaz de alterar profundamente todos los componentes del arte musical.

Se transforma el propio material sonoro, con la aparición de un ejército de nuevos instrumentos y la posibilidad de modificación del sonido de los tradicionales. La propia jerarquía instrumental fundamentada en el violín y el piano, queda trastocada, llegándose hasta el punto de que la pro-

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pia noción de instrumento se tambalea. La jerarquía de los artistas musicales, presidida por el compositor, sufrirá cambios debidos a la transformación de las formas de producción. Y, como consecuencia de todo ello, la relación social del espectador con la música se transformará igualmente, apareciendo nuevas formas de escucha, así como nuevos gustos.

El eje de esta revolución cultural es el hecho de que, por primera vez, el músico tiene a su alcance la organización inmediata y directa del sonido, sobre el que puede ahora actuar como el pintor sobre los colores o el escultor sobre la piedra. Frente al arte mediata de la música escrita, que pone en contacto obra y espectador sólo a través de la traducción del intérprete, el músico será capaz de dar una forma inmediata y sensible a lo sonoro. Frente al arte del intérprete o del músico oral, que produce la forma de la música pero que no puede darle una forma definitiva, ni en rigor una forma, trabajando como lo hace con una materia en constante movimiento y con la sola ayuda de la memoria y la intuición, el músico será capaz de organizar la forma sonora a través de la construcción reflexiva que le permiten, en la grabación, la capacidad de análisis y disección del sonido, previos a la final síntesis y composición.

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Pero una nueva cultura necesita pensarse de una forma también nueva; precisa de nuevos conceptos que se adapten a su real forma de ser. Los conceptos con los que solemos calibrar la música, forjados en torno a la tradición de la música escrita son, de no mediar una difícil traducción, inservibles para el disco, de la misma manera que los criterios organizados en torno a la técnica y el gusto teatrales son difícilmente asimilables a la nueva cultura cinematográfica. No son útiles para explicarnos por qué nos gusta o nos disgusta la obra nueva, ni lo son para explicar las diferencias del valor que atribuimos a las distintas obras, pero, con todo, lo peor es que introducen además una enorme confusión por la que nos vemos impedidos en lo más elemental, en nuestra capacidad de mirar directamente al objeto dejándole que hable por sí mismo. Los prejuicios derivados de la tradición clásica, aplicados a objetos que no le pertenecen, quedan vaciados de su eficacia, y sentimos tanta insatisfacción ante las críticas de los detractores como ante las alabanzas de los entusiastas de la nueva cultura, porque ni las unas sirven para depurar lo defectuoso, ni las otras para ayudarnos a identificar lo más valioso.

Así, todo razonamiento está presidido por la aplicación directa al disco de la pareja de conceptos “música culta” y “música popular”; pero esta aplicación produce una distorsión enorme en el análisis de la realidad. Asimilar la típica contraposición proveniente de una sociedad estamental, o de sociedades en las que las diferencias de clases y las diferencias entre la ciudad y el campo son nítidas y claras, al análisis de la moderna cultura de masas es tan inapropiado si se refiere al disco o al cine, como si se refiere a la moderna arquitectura de edificios para vivienda. Calificar de inculta a una

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música porque no responde a las exigencias y esquemas artísticos de la antigua cultura, sin caer en la cuenta de que se ha producido el surgimiento de una nueva, calificar como popular a lo que es objeto del consumo de masas, son muestra de esa falsa aplicación de los conceptos. El propio sujeto de la cultura o la incultura, que en épocas anteriores estaba casi exactamente repartido entre las clases altas y los campesinos, es irre-conocible, en tanto que perteneciente a una clase, en la nueva civilización urbana y postindustrial.

También el cine, en sus comienzos, fue víctima de esta confusión conceptual, inevitable cuando de reflexionar sobre lo nuevo se trata. El llamado entonces “teatro del proletariado” es entendido hoy, de modo más ambiguo pero más correcto, como arte de masas. Las modernas formas de la política, caracterizadas por su empleo de los medios de comunicación de masas y por la formación de la opinión pública, no son caracterizadas, a pesar de sus frecuentes recaídas en la propaganda y la demagogia, como maneras populares y decaídas del gran arte de la política, sino como formas democráticas.

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Semejante distorsión conceptual se produce al analizar la nueva cultura como si se tratara de una mera transformación estilística. La música electroacústica es considerada, de este modo, como una etapa más en el recorrido de la música clásica, tras el atonalismo y el dodecafonismo, denominándosela por ello con el inapropiado título de “música clásica contemporánea”.

La música de instrumentos eléctricos, por el contrario, se entiende como una transformación de ciertos estilos populares, como el blues o el folklore blanco norteamericano, dotándola de nombres particulares relacionados también con características de estilo, como los de “rock and roll”, “pop”, “reggae”, “soul” y muchos otros.

La diversidad estilística que las nuevas formas de producción han aglutinado en torno, en el disco como en el cine, no pueden hacernos olvidar la comunidad cultural a la que pertenecen y de la que se nutren todas, independientemente de su calidad y pretensiones artísticas. El cine, al menos, ha tenido la virtud de presentarse como un todo homogéneo, a pesar de que en su interior coexistieran tendencias igualmente irreconciliables, herederas unas de la pantomima o el espectáculo popular, y otras de tradiciones teatrales o pictóricas cultas.

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Los análisis estilísticos denotan la futilidad de lo carente de fundamento cuando no están previamente enmarcados en una descripción general de la cultura en la que se inscriben. Antes de llegar a un análisis

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particular de las obras y los estilos, es preciso haberse formado un concepto lo más cabal posible de la retórica de la nueva cultura.

Reconocerla en sus formas más generales, describir sus comportamientos más elementales, es un trabajo necesario, ineludible y previo a la valoración artística individual. Si la retórica material, lo que en la teoría cinematográfica se denomina como lenguaje específico del cine, no crea por sí misma arte, su análisis es necesario para depurar los conceptos y crear un dibujo claro de las condiciones nuevas del arte para, posterior-mente, poder valorar con fundamento y claridad el interés de cada obra singular.

El medio no es el mensaje, pero configura su dirección y con-diciona su estructura. De un análisis de los nuevos materiales y formas de producción no puede derivar directamente una estética del gusto, pero es necesario para el surgimiento de ésta, pues se revela útil tanto para realizar una criba y adaptación de los conceptos más comunes, como para la creación de otros nuevos.

La etnología y la antropología nos han mostrado bien a las claras cómo es preciso el conocimiento previo de la estructura cultural de una sociedad para valorar los comportamientos individuales. La teoría cinematográfica, al elaborar la retórica del cine, sirvió primordialmente a este objeto. Un análisis de la retórica material, no artística, de la cultura del disco ha de tener el mismo objetivo, buscar las causas de la eficacia musical, no en la obra concreta, sino en las posibilidades generales de las nuevas formas de producción sonora.

Esta retórica se muestra tanto en las producciones que tienen como fin el arte musical, como en la producción de objetos que, como la banda sonora cinematográfica, tienen la finalidad de apoyar con sus recursos un arte distinto. Se muestra por igual en las obras más ambiciosas y de más alto valor artístico, que en las obras de calidad ínfima, cuya única ambición es el entretenimiento de las masas y el enriquecimiento de la industria. El análisis de las condiciones de producción y de los nuevos procedimientos es fundamental para la comprensión general del arte, pero es insuficiente para crear una estética valorativa que sirva para delimitar el valor artístico de las obras concretas.

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III LA RETORICA DEL DISCO

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1. El ruido natural.

Si la desaparición del escenario y su sustitución en el cine por la pantalla trajo, como primera consecuencia, la introducción de la naturaleza y de la realidad en el arte de la acción, al ser sustituido el decorado por la filmación de lo real, la desaparición del escenario musical en el altoparlante, el altavoz, ofrece al arte musical posibilidades semejantes.

El teatro no admite con facilidad la introducción de la realidad, más allá de los convencionalismos teatrales; de igual forma, el concierto es por completo ajeno a los sonidos que no provienen de la ordinaria organiza-ción instrumental. El canto del gallo, el sonido de la taberna, el ruido de las ondas de la radio, la percusión de objetos como cacerolas, partes del cuerpo humano y cualquier otro sonido de este tipo son de imposible introducción y manejo en el concierto y, cuando se incorporan a él, chocan frontalmente con la convención sonora, ofreciendo un aspecto ridículo.

El sonido organizado a través de la pantalla del altavoz es, en cambio, capaz de admitir elementos como esos, tradicionalmente extraños, que, en contra de lo que ocurre en el concierto, adquieren en ella una notable eficacia. Se trata de los ruidos naturales, que forman parte de la experiencia cotidiana, de los ruidos artificiales, producidos por máquinas expresamente construidas para ellos, e incluso de sonidos musicales que precisan de un altavoz para su distribución y organización, pues en las condiciones sonoras del escenario de concierto no son viables.

Parece, pues, que la cultura del disco ofrece posibilidades semejantes a la cinematográfica en orden a la introducción y organización de la realidad exterior como materia del arte. Pero, si una cosa así no entra en contradicción con la esencia del teatro, que no se define a sí mismo, a no ser circunstancialmente, como antinaturalista, la música, sin embargo, no parece haber tenido nunca al realismo como aspiración de su arte. Al contrario, de acuerdo con la común definición, se presenta como un arte antirealista, entendido como una sucesión de sonidos organizados y pulimentados, que se enfrenta al caos sonoro de la realidad.

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La música ha empleado con frecuencia, en casi todas las épocas de su historia, el procedimiento imitativo.

En los madrigales polifónicos del final de la época contrapuntística, observamos un gusto creciente por lo descriptivo en un tipo de composiciones como las “batallas”, muy atractivas tanto para los compositores como para el público. Se trata de un género que usa con profusión de los procedimientos descriptivos que, por medio de diversos recursos, como la onomatopeya, tratan de pintarnos musicalmente los gritos guerreros, el ruido de los bombardeos, las descargas de la fusilería, los vítores de la multitud que saluda al vencedor. Por la misma época, la

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“chanson” polifónica, en manos de Jannequin, en lo que él mismo denomina “Imitaciones”, hace un gasto enorme de recursos imitativos, cuya intención se muestra claramente en los propios títulos de las canciones: “El canto de los pájaros”, “La alondra”, “El ruiseñor” y muchos otros.

A finales del siglo XVII y en el XVIII, volvemos a encontrarnos con notables muestras de música descriptiva. El naciente virtuosismo violinístico se complace en mostrar la capacidad de instrumento e instrumentista en la imitación de los ruidos más variados. Además del inevitable canto de los pájaros, símbolo de la música natural, el violín muestra su habilidad en la imitación de variadas voces animales, como la de la gallina, o de otros instrumentos, como la gaita. En las composiciones orquestales del concerto grosso se desarrolla un gusto imitativo más variado; se describe la tormenta, el caer de la lluvia, y muchos otros sonidos y actividades, tanto naturales como provenientes de la acción del hombre. El clave francés hará de este arte una tradición propia, una especialidad, que más tarde exportará a Alemania. En Couperin, el máximo representante de la música francesa para clavecín, esta tradición se hace más sutil y ambiciosa. Muchos de los movimientos de sus suites llevan el nombre de damas, de las que trata de hacer un teatro en el que, por medio de la imitación de rasgos externos, como una forma de moverse o caminar, una forma de hablar o gesticular, pretende calar en el “esprit”, en un primer intento de dibujo psicológico.

Más cerca de nosotros, en el siglo pasado, se acentúa la intención imitativa, que intenta llegar lo más lejos posible con la institución del poema sinfónico y la música de programa. La música intentará el reto de retratar la realidad paisajística y ciertos aspectos de la vida popular en los poemas sinfónicos de la corriente nacionalista, como ocurre en “Mi Patria”, “El Moldava”, “Iberia” o “En las estepas del Asia Central”. Si esta tarea no resultaba suficientemente ardua y atrevida, la música programática y la música de ballet intentaron la descripción musical de argumentos enteros, en los que la música postromántica trata de calar tan hondo, que pretende conducirnos a los más profundos recovecos del alma humana, buscando la pintura de caracteres de personajes literarios o de pasiones como los celos, el deseo o la desesperación.

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La intención imitativa y descriptiva, contra lo que pudiera creerse, no ha sido nada extraño en casi ningún momento de la historia musical. Sin ser su objetivo fundamental, los ejemplos de ella son lo suficientemente numerosos y constantes como para que sean señalados como simples curiosidades.

Sin embargo, la intención descriptiva no supone una petición directa de realismo musical. Se trata en todos los casos de imitación, esto es, de la intención de describir la realidad, no a través de la presentación de su aspecto sonoro propio, sino a través de su imitación en el artificio del sonido instrumental. El arte musical imitativo consiste, precisamente, en la

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habilidad del intérprete y del compositor para imitar un ruido o describir un acontecimiento valiéndose de su contrario, la música, el sonido bello, armonioso y organizado. Para la música tradicional, el arte se basa en la representación, en tanto que la presencia de la realidad en estado puro carece de sentido para él. Si les pudiéramos indicar que el ruido del fusil es más real que su imitación, nos responderían con seguridad que en la realidad no hay ningún arte.

La teoría cinematográfica y la fotografía toparon, en un principio, con el mismo problema. El arte de la representación, en la partitura y en el teatro, es evidente. ¿Qué arte puede existir, sin embargo, en la grabación de la realidad por la máquina? La tradición no es capaz de concebir otro arte que el de la representación, producida a través del esfuerzo y el talento del cuerpo humano. Pero la nueva cultura del cine ha mostrado que, además del arte de la representación artesanal, era posible un arte industrial, el arte de la grabación por medio de máquinas: la grabación de la realidad es objeto de manipulación y el resultado de una selección y un montaje constructivo, tareas ambas que, excediendo la pura reproducción mecánica, son propias de la habilidad y el talento humanos.

****************************************La realidad, como material del arte, no como objeto de la

voluntad de estilo, en tanto que realismo estilístico, es incompatible con la forma de producción del teatro y del concierto. Pero el artificio, tanto el teatral como el musical, se manifiesta como una transformación de elementos reales, que no desaparecen y que dan su tinte retórico al arte. El teatro tiene su fundamento en la realidad del actor, de carne y hueso, y del mobiliario y el vestuario, aunque haga de ellos un uso idealizado que los aleja del uno realista de la experiencia cotidiana.

En la música tampoco se dan sonidos puros, esto es, sonidos que, en su artificio, no dependan en su forma final de alguna cualidad material real y reconocible. Todos los sonidos provienen del acto de soplar, golpear, pellizcar o frotar sobre cualquier tipo de materia. Si descompone-mos el sonido musical en sus elementos constitutivos, encontramos, además de los propiamente musicales, la nota y sus armónicos, una porción de ruido que forma parte por igual de su carácter. Todo sonido está formado también por el ruido natural que aportan la materia de que están construidos los instrumentos y la forma de actuar sobre ella. La cuerda tensa produce un ruido de distinto carácter, que no es todavía sonido musical, según esté hecha de tripa o de metal. Determinadas superficies, como la piel tensa o las láminas de metal, producen al ser golpeadas ruidos diversos. En los instrumentos, el frotamiento del arco del violín sobre la cuerda, el golpear de las teclas en el piano, el aire en el canto o en los instrumentos de viento, producen asimismo ruido que forma parte del sonido musical resultante.

Este componente natural se hace más fácilmente observable cuando se trata de un instrumentista bisoño, que por su falta de habilidad es incapaz aún de ocultarlo, o cuando nos hallamos en presencia de instrumentos que no están todavía perfeccionados. Así, en el primitivo rabel

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es claramente perceptible, en medio del sonido, el ruido del frotamiento, como en los primeros pianos o en los claves es difícil de ocultar el ruido del mecanismo que transmite el movimiento del teclado a los macillos o las púas. Pero el arte instrumental e interpretativo se basa precisamente en la ocultación de ese ruido y en su transformación en sonido musical. Toda la evolución del arte de los instrumentos, en la doble vertiente de los cons-tructores y los intérpretes, se dirige a la obtención de un sonido limpio y a la depuración de aquel componente natural. En ello consiste el ideal de belleza sonora de la tradición. El logro de este ideal ha sido el resultado de un arduo trabajo de siglos. El limpio sonido de los actuales instrumentistas no responde a la situación sonora de la música hasta épocas muy recientes. Ésta, por el contrario, se ha caracterizado siempre por la convivencia de lo musical y del ruido. Lo arduo de esta conquista del sonido bello y depurado nos hace entender fácilmente que la tradición lo tenga como una de sus señas de identidad más claras.

Pero este ideal de la tradición europea no es común a todas las músicas, ni a todas las épocas. Hay músicas, como la árabe o la hindú, a las que no parece molestar la presencia del ruido en el canto o en la interpre-tación instrumental. Hay músicas, también, en las que el ruido es considera-do como un elemento expresivo a utilizar. En el canto flamenco o jazzístico, las voces rasgadas, aguardentosas o poco limpias son muy apreciadas, y parte de la personalidad del cantante reside en las diferencias individuales del ruido que compone el carácter de cada voz. En el jazz, la interpretación del saxo y la trompeta utiliza el ruido del aire como un elemento expresivo de considerable importancia, del mismo modo que el ruido del rasgueo en las cuerdas de la guitarra flamenca pertenece a su carácter.

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Se ve así, con claridad, que el ruido no es necesariamente un opuesto del sonido musical, pero así se lo suele entender. Ruido es, en primer lugar, el sonido antimusical. Esta noción de ruido, que se muestra cuando se califica a determinados músicas como ruidosas, es producto de una opción del gusto, que se forja a partir de las ideas sonoras de cada cultura, e incluso de cada estilo. En una cultura como la nuestra, cuyo ideal es el del sonido depurado, es ruido todo sonido no logrado, todo sonido que muestra con claridad el componente material con el que trabaja. Pero esta clase de ruido es para otro gusto, para otra tradición musical, un elemento constructivo y estilístico más y, como tal, forma parte del sonido musical.

Ruido llamamos también a aquellos sonidos que no son propios de la esfera de la música. Este tipo de ruidos no se caracterizan por el agra-do o desagrado que producen, sino por su pertenencia al mundo natural, al mundo de lo no artístico. Se trata de los sonidos ambientales, tanto na-turales como artificiales, incluida la voz humana cuando no se usa para el canto. Unos nos resultan agradables, como el canto del grillo, el rumor del mar o algunas voces humanas, y por ello tendemos a denominarlos, analógicamente, “música natural”. A otros, como el ruido del tráfico, los

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chillidos, el ruido atronador de una fábrica, los hallamos desagradables. Pero lo que tienen en común es que no están construidos para hacer músi-ca, sino que están ahí, son el sonido del mundo, la realidad sonora que nos rodea.

La tradición de la música escrita rechaza, por una decisión de su gusto, el ruido antimusical, pero el ruido natural no es rechazado en ella, por la razón bien simple de que nunca ha podido hacer uso de él. Para ella, la música y el sonido natural constituyen dos mundos completamente distintos y apartados, y una posible conjunción de ambos le resulta impensable. Para que sea posible la integración de ambos, el de la imagen real con el teatro, el del sonido natural con la música, es preciso, en primer lugar, que algo así sea factible. Esta es la posibilidad que inauguran el cine y el disco al basar su arte en la grabación del sonido y la imagen. Ya no se trata sólo de una opción estética del gusto, sino de una posibilidad técnica con la que el arte no ha podido contar con anterioridad.

Ahora bien, ¿siendo posible, es también útil al arte? La utilidad de la filmación real en el cine y su potencia retórica son tan evidentes que no requieren explicación. No resulta tan fácil, sin embargo, verlos con la misma claridad en la música. La posibilidad técnica iguala al disco y al cine, pero la mera posibilidad no puede imponer su uso. ¿Nos permite la capacidad de los medios igualar los caracteres de ambas culturas? ¿Habrá de definirse el disco, como lo ha hecho el cine, como un arte de la realidad?

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Antes de entrar en consideraciones generales sobre el objeto de ambas artes, es preciso señalar un hecho: que se han producido discos ela-borados a partir del material sonoro de la realidad. Más aún, la propia cultura del disco nace precisamente en ese tipo de obras, realizadas a través de la manipulación y grabación de lo real. Aunque sin referencia al arte musical, sin la voluntad de hacer música a partir del ambiente sonoro, la banda sonora cinematográfica y cierto tipo de grabaciones radiofónicas trabajan con este tipo de material. Ambos son el resultado de la yuxtaposición y superposición de sonidos reales, previamente aislados y grabados. Sin embargo, en ambos el trabajo sobre el sonido está subordina-do a la narración y la imagen. En el territorio del sonido tratado con fines estrictamente musicales, la nueva cultura del disco se hace clara por vez primera en la llamada “música concreta”.

Tras las revoluciones musicales de principios de siglo, el atonalismo y el dodecafonismo, que disuelven elementos fundamentales de la tradición escrita, como la tonalidad, pero mantienen la tradición instrumental y el alfabeto solfístico, se producirán, mediado el siglo, otras revoluciones que buscarán la construcción musical en elementos materiales distintos de aquéllos. Insatisfecho con el alcance de las anteriores revueltas, Pierre Schaeffer, el pionero de la música concreta, intenta la creación musical a partir de la materia del sonido natural, abandonando el sonido tradicional del que se ha servido siempre la música. Desde 1.948 comienza

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a indagar en las posibilidades de la grabación en cinta magnética. Trata de experimentar la realización de una música cuyo instrumento sea la cinta magnetofónica y cuyo sonido provenga de la grabación, posteriormente manipulada, del sonido ambiental. Junto con él, Pierre Henry y Pierre Boulez, entre otros, realizarán una serie de obras basadas en la grabación, en la que el sonido natural es la única materia artística o, al menos, la principal protagonista.

La más famosa de estas obras, la “Sinfonía para un hombre solo”, que más tarde transformaría en ballet Maurice Bejart, nos servirá para una rápida descripción de este tipo de música. La obra, dividida en varias secciones, está compuesta a partir de los ruidos que puede producir un sólo hombre: diferentes formas de respiración, fragmentos vocales, gritos, tarareos, melodías silbadas, sonidos de pasos, de puertas aporreadas o que se cierran, etc.

La música concreta nace de la creencia en que, gracias a la cinta magnética, a la música se le abre por primera vez el horizonte de los objetos sonoros. Shaeffer cae en la cuenta de la existencia de un amplio territorio inexplorado, el de los sonidos repletos de significado, objeti-vizados, que, a través de la grabación se hacen susceptibles de manipula-ción, pudiendo por tanto ser moldeados como el barro u otro material. La grabación hace posible la transformación de la realidad en material artís-tico. Todas las experiencias concretas, nombre que designa con claridad su intención realista, son un juego constructivo basado en ese principio, que es el fundamento del disco.

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A pesar de la música descriptiva y programática, a pesar de la música concreta, no puede sin embargo decirse que la música, o en particular el disco, sean un arte realista de modo análogo a como esto se dice del cine. A éste no le viene el realismo como consecuencia de las nuevas posibilidades de la grabación sino de un impulso anterior a él mismo y que se halla presente en el teatro. El realismo cinematográfico, si bien llega a su cumplimiento en el nuevo estadio cultural, es una consecuencia del objetivo de todo arte de la acción: narrar una historia, dibujar una rea-lidad determinada. La música, por el contrario, no ha tenido nunca como objetivo primordial la descripción de una realidad, sino la creación de sensaciones auditivas a través de la construcción artificial del sonido y de su ordenación. La descripción musical, aun cuando abunde, no es esencial a este arte.

El propio fracaso de la música concreta es una muestra de la falta de relación existente entre la esencia de la música y la descripción del mundo. Su fracaso no fue debido a su principio teórico de un arte basado en la grabación y manipulación del sonido, sino a su voluntad estética de reducir el ámbito del sonido susceptible de grabación, exclusivamente, al sonido natural. Cayó en la ilusión de la nueva técnica sin percatarse de que un mundo nuevo sólo puede ser conquistado con las herramientas y

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principios del antiguo, y pretendió una especie de creación ex nihilo. No se equivocó al pretender hacer música del sonido natural, sino cuando pretendió crearla sólo a partir de él, desterrando lo puramente musical.

No por casualidad, veinte años antes, había fracasado el cine en el mismo lugar y por razones equivalentes. Entonces se produjo la larga flo-ración vanguardista de Fernand Leger, Man Ray, Germaine Dulac, Buñuel, Cocteau, Alberto Cavalcante y otros muchos. A pesar de las diferencias de estilo existentes entre ellos, una semejanza fundamental les unía, el rechazo del argumento, para ellos “el gran error del cine”. Poniendo la esencia del cine en las novedades diferenciales que aportaba, pretendieron crear un arte basado de un modo casi exclusivo en la imagen, desterrando la narración y al actor, o construyendo una narración de lo irreal, del mundo de los sueños.

No deja de ser curioso que ambos extremos se tocaran. Si la música concreta trabajaba el sonido dándole un tratamiento cercano al que el cine da a la imagen, el cine vanguardista, que ha roto con la organización narrativa, echa mano de una nueva organización de la imagen basada en procedimientos formales, para los que la música le ofrecía modelos aná-logos. De acuerdo con las palabras de algunos de ellos, trataban de realizar una especie de música visual organizada a partir del ritmo del montaje. Los títulos de algunas de sus películas nos muestran bien a las claras esa voluntad de parentesco: “Diagonal Symphonie”, “Rytms 21”, “Ballet mecanique”, “Disque 127”, “Berlín, Symphonie einer Grosstadt”.

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La música puede imitar la realidad, puede construirse sobre sus pliegues, como en el poema sinfónico o en la ópera, puede incluso convertir el sonido natural en música, pero no puede llegar a ser, en sentido estricto, un arte de la realidad. Las posibilidades del disco en orden a la grabación del sonido real no son, de ningún modo, menores a los del cine; sin embargo, ni es el objeto propio de la música, ni de la grabación del sonido real se desprende la misma eficacia que de la grabación de la realidad visual.

El cine nació, de la mano de los Lumière, como documental. Las primeras grabaciones, de cortísima duración, eran filmaciones de pequeños acontecimientos, como la llegada del tren, la salida de los obreros de la fábrica o la demolición de un muro. El público mantuvo un vivo interés por estas proyecciones y los documentales que los siguieron. El poder contemplar paisajes exóticos, pueblos primitivos, escenas de las guerras del momento, ceremonias reales o el rostro de los políticos, excitaba la curiosidad de las gentes.

La introducción del teatro en el cine no significó la desaparición de su uso documental que, para muchos, como D. Vertov, continuó siendo el prototipo del nuevo arte. Tras una larga evolución del arte cinemato-gráfico, el documental sigue captando el interés público, que se mantiene

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sensible a la atracción del contacto con imágenes que escapan a la experiencia corriente del individuo.

Nada así ha sucedido ni sucede con el documental sonoro. La posibilidad de captar el mundo que se le ofrece es idéntica a la del cine. Sin embargo, los documentos sonoros quedan reducidos al uno restringido de lingüistas, biólogos, antropólogos o musicólogos. Nunca han despertado un interés público. Existen documentos sonoros sobre el canto de los pájaros y los sonidos de otros animales; de la misma forma, podrían realizarse descripciones sonoras de una ciudad o documentales sobre voces de tribus primitivas. En vano; sólo serían objeto del interés general si van acompañados de imágenes.

El mundo de los sonidos, por sí sólo, no adquiere relieve suficiente, ni cobra entero significado, si no se apoya en las sensaciones de la visión. El documental sonoro nos presenta un mundo mutilado, tal y como lo percibe el ciego. La mutilación del documental del cine mudo mantiene, al menos, la primaria organización significativa de lo visual. Puede ser insuficiente, pero es bastante. El sonido, en cambio, nos afecta únicamente si lo organizamos en torno al juego rítmico, melódico y tímbrico, artificial y musicalmente, pero no como expresión de la realidad del mundo. Si “La llegada del tren” fue capaz de excitar al público, que temía que el tren de la pantalla les fuera a atropellar, la única leyenda que se conserva del comienzo del

fonógrafo es la ilusión del perro Nipper, que se mantenía junto al aparato donde estaba grabada “la voz de su amo”.

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Esto no significa que el territorio del sonido real le esté vedado al disco; únicamente nos indica que el arte musical no se construye alre-dedor de la descripción de la acción sonora. El universo de ésta, del mo-vimiento sonoro natural, forma parte del teatro y el cine. En ellos, el documento sonoro, apoyando a la imagen y a la organización narrativa, adquiere todo su sentido.

Pero el sonido natural, aparte de su relación con el sentido dramático del curso de la vida, contiene virtualidades enteramente musicales que permiten su uso eficaz en el disco. Todo sonido transporta, junto con su significado, un cúmulo de componentes afectivos de donde derivan, a través de su prolongación y organización, los efectos retóricos sonoros de las artes de la acción y del propio arte musical.

El actor incorpora a las palabras los afectos contenidos en el timbre de la voz, en la entonación, y en el ritmo y expresividad de la dicción. La representación del actor, como la del cantante, no es sino la elaboración artística, la acentuación del efecto que aquéllos transmiten en su estado natural. Lo mismo le sucede a la imagen. En cuanto puede, el arte de la acción añade a la representación del actor otras realidades, cargadas

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de energía retórica, que no habían podido incorporarse antes al arte, quedando relegadas a la consideración de bellezas naturales: el furor de la tempestad, la alegría del sol, la prisa de la ciudad, la soledad de las calles oscuras o el miedo de la noche. Con ellos, el cine se llena de una riqueza retórica reservada antes al placer de la experiencia natural y no artística. El cine recoge los recursos expresivos vírgenes de la naturaleza, no explotados anteriormente por el teatro que no podía sino, a lo sumo, representarlos.

El mundo de los sonidos naturales rebosa también de capacidad retórica: una retórica que crea para nosotros, constantemente, experiencias estéticas naturales. Todos hemos vivido ese tipo de experiencias, puramen-te auditivas, en la belleza de ciertos sonidos animales o en la del murmullo del agua, el rugido del mar, el ulular del viento o el estallido del trueno. Sonidos como éstos u otros semejantes han sido siempre y serán una inagotable fuente de sensaciones.

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Es importante señalar que la eficacia estética de tales sonidos no está ligada a su relación con el mundo visual significativo; no nos afectan en tanto en cuanto se enmarcan en la historia de la vida cotidiana, sino que son capaces de afectarnos de un modo aislado, como una música que proviene de la naturaleza. Es preciso observar detenidamente esta pe-culiaridad de lo sonoro.

Casi siempre que un sonido destaca por sus cualidades puramente afectivas y musicales, lo hace en ausencia de la imagen correspondiente o sobre una imagen con poco relieve. Lo sonoro nos afecta de manera especial cuando el sentido de la vista descansa. El ruido del tráfico se convierte en objeto de la contemplación en la casa, donde todo está en silencio y los sentidos más desocupados. Durante el día, queda oculto por el ruido visual de los objetos que tenemos delante; cuando caminamos en medio de él, la propia imagen del tráfico nos oculta su sonido o lo convierte en un mero apéndice significativo. El canto del grillo y de los pájaros están perfectamente aislados en nuestra memoria, porque solemos percibirlos en ausencia de la imagen del animal que los produce, por lo que el sonido se convierte en su mejor representación. El ruido del mar o de la tormenta son tanto más eficaces, cuando más alejados estemos de su contemplación visual. Recordamos el ruido de la máquina en la que escriben en la habitación contigua, pero es raro que recordemos el que produce cuando somos nosotros los que estamos escribiendo. ¿Quién recuerda con facilidad la voz de familiares y amigos? Su imagen, más poderosa, la absorbe.

La imagen devora al sonido y se convierte en un involuntario parásito de su retórica propia. Siempre que a un sonido corresponde una imagen tendemos a atribuir a ésta los efectos que aquél produce en nosotros. Una cosa así se hace particularmente clara en el caso de la voz: en la conversación, al ser nuestra inteligencia auditiva mucho más primitiva

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que la visual, sucede que prestamos atención a las palabras y a los gestos, pero el sonido nos pasa desapercibido. Sin embargo, no por ello deja de ac-tuar sobre nosotros. Cuando alguien es capaz de seducirnos por el encanto de su voz, tendemos siempre a considerarle más inteligente y más hermoso, pero pocas veces caemos en la cuenta de que tiene una bella voz o una forma de entonación conmovedora. Los efectos producidos por el sonido tienen tendencia a ser traducidos y referidos a causas visuales.

El cine lo sabe, o lo intuye, perfectamente y lo emplea con profusión. Si se examina cualquier film con atención, se verá fácilmente cómo una multitud de efectos dramáticos, muchos más de los que se piensa, están fundados en el sonido y en la música. Por ella, los paisajes se vuelven más románticos, turbulentos o melancólicos; las calles, más solitarias; el personaje se hace más estúpido o seductor; la persecución, más encarnizada; el peligro, más visible; el asesino se convierte en un ser más violento. Entretanto la música, causa fundamental y a veces única de tales efectos, pasará desapercibida a la atención del espectador, su-cediendo así que éste atribuirá sus sensaciones a la imagen, en lugar de hacerlo a su verdadera causa.

La poesía ha empleado desde antiguo el mismo recurso en el canto. El traslado de los efectos sonoros a la palabra resulta en un crecimiento del poder de ésta. La poesía más pobre y las ideas más superficiales y chatas se transfiguran por efecto de una bella música. La ópera y la canción nos ofrecen multitud de ejemplos de cómo lo sublime, si se aparta la música, queda reducido al ridículo, lo romántico queda empequeñecido en lo cursi, lo serio se vuelve pesado y la gracia queda en frivolidad.

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Esta cualidad de lo sonoro, su trabajo oculto, su incapacidad de organización significativa, es al mismo tiempo la causa de parte de su magia. La música y, en general, el sonido nos seducen, además de por la belleza de su forma particular, porque actúan sobre nosotros de un modo inconsciente y por ello tanto más poderoso. Ante el sonido nos sentimos indefensos; su propia indefinición, su falta de significado, nos impiden atribuir a causas concretas los efectos que causa en nosotros. En un film, nos entristece que no triunfe la justicia o que el personaje central, tan atractivo, se hunda en la miseria por causa de una mujer; nos gusta aquel otro personaje femenino porque representa a una mujer decidida, sin miedo a la vida, o porque nos resultan agradables sus facciones o sus gestos, que somos capaces de describir. Pero cuando una música nos emociona, cuando un sonido nos tranquiliza, no conocemos nunca su causa.

No es extraño que durante tanto tiempo se haya emparentado la música con las artes mágicas y con la religión y, más recientemente, con lo irracional del genio. En todas las actividades del hombre, de las que el arte es sólo una más, hay una fuerza retórica añadida en el desconocimiento de las causas que obran en la producción de objetos y

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acontecimientos. En tanto no se conocen los más elementales mecanismos psicológicos, el sacerdote, que usa intuitivamente de ellos, es contemplado como alguien dotado de facultades mágicas o sobrenaturales. El mago sólo lo es por entero en sociedades que no tienen noción de la existencia y origen de los trucos. Brujos, médicos o alquimistas, sobrecogen de miedo o respeto mientras no se tiene un conocimiento claro de la composición de las plantas, del funcionamiento del cuerpo o de la combinación de los elementos de la materia.

Todas las artes conservan un resto de esa irracionalidad en la que basan gran parte de su poder de sugestión pero, entre ellas, la música es la única que mantiene enigmáticamente ocultas sus causas; de ella sólo percibimos los efectos.

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El sonido natural despliega toda su eficacia musical en tanto se le aparta de las condiciones naturales en que se produce. Es tanto más efectivo, cuanto más lejos se halla de un uso realista.

Ya en el cine, aun en compañía de la imagen, el tratamiento que le da la banda sonora transforma ciertas cualidades reales. El oído, en condiciones naturales, se llena de una multitud de sonidos mezclados e indiferenciados, entre los que, de acuerdo con las leyes psicológicas de la atención, destaca uno. Pero ese sonido que se destaca continúa acompañado de un fondo sonoro que el oído no puede borrar y que merma o modifica su eficacia. La mayor parte de las sensaciones sonoras claras y de gran potencia afectiva suelen darse en condiciones en las que el sonido se encuentra lo más aislado posible. La soledad del campo o el silencio de la noche son los escenarios donde la mayoría recogemos nuestras sensaciones sonoras más ricas y emotivas. El silencio del mundo es una condición necesaria para el deleite auditivo, pues sólo en él destacan los sonidos en toda su poderosa individualidad.

La banda sonora aumenta la eficacia de los sonidos por el procedimiento simple de rodearlos de silencio y de amplificarlos. Esto nos permite un acercamiento a los objetos auditivos mucho más acusado que el de la noche. Aunque su capacidad de manipulación se viera reducida a la limpieza de aquéllos, esto significaría ya una alteración sustancial de la rea-lidad natural, que queda así libre para desplegar sus potencias afectivas. El galopar de los caballos, los pasos que suenan en la escalera, el tintinear de un objeto que cae al suelo, no valen sólo por su significación en el continuo de la narración, sino por el poder sonoro que les presta la reducción o ausencia del sonido de fondo. Esos mismos sonidos, en su medio natural, si no pasan desapercibidos en el fondo sonoro, al menos quedan limitados en su eficacia.

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El sonido se vuelve más irreal, cobrando por tanto mayor poder, cuando se le presenta en ausencia de la imagen. Cuando es arrancado de la trama inteligible de la secuencia de acontecimientos, cuando es separado del mundo visual al que siempre acompaña, presentándose en estado puro, cambia por completo su carácter y cobra unas dimensiones emotivas inusuales. Esto es lo único que puede y debe incorporar el disco del sonido natural, su retórica puramente sonora.

Grabado en el disco, el sonido natural pierde la imagen, pero no por completo su significado. El ruido de un helicóptero será siempre asociado al objeto que lo produce, pero, fuera del contexto de la realidad, su significado se hace ambiguo y se convierte en un elemento retórico no significativo, en un símbolo. El ruido de una caja registradora posee, en la vida ordinaria como en el cine, un significado de uso bastante inocente y vulgar. Grabado en el disco, se transforma en uno de los símbolos del dinero. Las sirenas que ululan, que la vista interpreta en la realidad de acuerdo con el objeto al que van asociadas, una ambulancia, un coche de policía, una fábrica, y de acuerdo con la situación en que son usadas, abandonadas a la grabación discográfica, quedan reducidas a sus connotaciones más generales y ambiguas de atención, peligro, angustia, a una sensación inconcreta de desasistimiento y desamparo.

Al quedar liberado de su sujeción a la imagen y al encadenamiento narrativo, el sonido grabado puede ser empleado de un modo semejante a como el cine usa la música. Si la música y el ruido transfieren en el cine sus capacidades retóricas a la imagen, el disco permite que el ruido natural se llene de la retórica de la imagen, cuya huella conserva en la ambigüedad de su significado.

La grabación en una pieza musical de un ladrido, del golpeteo de los martillos o de la sirena de un barco, incorpora al sonido referencias y sensaciones de la realidad. Pero, faltándoles la imagen, tales sonidos no nos traerán una realidad concreta, sino una huella pálida y desdibujada de ella, la realidad transformada en la memoria. En el disco, el sonido destaca con nitidez sus peculiaridades sonoras y, al tiempo, su valor puramente musical se carga con la sugestión y el recuerdo de la realidad.

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Esto forma parte de la intención de la antigua música descriptiva. La descripción de la lluvia o la tormenta son en ella, en primer lugar, un tour de force, un reto artesanal. Pero son también más que eso. Cuando el compositor echa mano de los recursos descriptivos no tiene la intención de realizar la imposible tarea de dibujar una realidad como si de un cuadro se tratara. Trata de incorporar a la música la sugestión de la realidad, de introducir en ella un ambiente sonoro producido por la memoria de la realidad que la imitación estimula. El compositor quiere aumentar el efecto de la música a través de la excitación de la imaginación, que llena a aquélla de emociones recordadas.

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Vivaldi no puede pretender, en “Las Estaciones”, una descripción imposible. Sus pretensiones han de reducirse a introducir una dirección en la interpretación de los sonidos por parte del oyente, unas referencias reales que le den pié a imaginar un ambiente determinado para la música que oye. Los poemas sinfónicos, como “D. Juan” o “Pelleas y Mellisenda”, pueden ser escuchados como música pura, pero si el auditorio conoce la historia que aquélla trata de describir, las referencias reales cargarán de inmediato la música, si no de imágenes, sí de un sentido de realidad que, aunque ambiguo, multiplica el efecto musical. La audacia o la voluntad de poder de D. Juan no pueden ser descritos, pero si creemos que el sonido trata de pintarlos, muestra imaginación incorporará un sentido determinado a la música, de una forma semejante a como puebla las nubes de formas animales.

A pesar de todo, la música no es el territorio más apropiado para la obtención de este tipo de efectos. La intención imitativa es una fecunda musa para el compositor, que encuentra en el tema un acicate imaginativo para la invención de procedimientos e incluso del propio diseño de la estructura musical, pero el oyente no se siente incitado hacia lo descrito por el sólo impulso de la música. Si algo, un título al menos, no le sirviera como indicación de las pretensiones musicales, ni siquiera sería ca-paz de imaginar que la música está tratando de decirnos algo más. A la mú-sica descriptiva, basada en procedimientos no significativos, el título y su desarrollo, el argumento, le son tan necesarios como a la pintura abstracta.

El sonido natural, por el contrario, tanto si es usado con fines descriptivos como si interesara sólo por sus propias cualidades sonoras, transporta inevitablemente una referencia, todo lo ambigua y lejana que se quiera, a la realidad. Los procedimientos de la música descriptiva y los del disco, basados en el ruido natural, buscando un mismo objeto, lo alcanzan por caminos contrarios. Se trata de movimientos de dirección contraria que se encuentran en el punto de cruce: si aquélla pretende producir una forma vaga de imaginación de la realidad por medio de la combinación de sonidos musicales, el disco pretende idealizar el sonido real, convirtiéndolo en música tras haberle privado de sus referencias concretas y prosaicas.

El recuerdo de la realidad que éste aporta no nos trae una imagen real, sino un conjunto de sensaciones, un recuerdo no realista, sino poético. Colorea nuestra sensibilidad y la conmueve sin poder entregarnos los contornos exactos de las cosas, que convertirían el recuerdo en vivencia realista. En tanto que se pierden esos contornos reales, crecen sus componentes afectivos. Ese es el signo de la realidad en el disco: se introduce no como realidad presente y vivida, sino con las características de la realidad recordada, evocada y soñada fuera del tiempo y lejos del acontecer de las cosas.

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Pero el sonido natural no vale sólo por sus adherencias significa-tivas, que dan una dirección al sentimiento musical y cargan la sensibilidad

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con la creación de ambientes poéticos, irónicos o humorísticos. El ruido natural vale también por sí mismo, como pura forma sonora. Su belleza, que confirmamos al hablar de la música de la naturaleza, entra a formar parte de la cultura musical en el disco. El músico puede ahora hacer suya toda la hermosura y la capacidad expresiva del sonido natural, fundiéndolas con las del propiamente musical.

La belleza del sonido natural está basada en que participa, en una organización propia y espontánea, de los elementos propios de lo musical. Diversas leyendas hacen derivar el origen de la música de la imitación del ritmo de los martillos del herrero o de la imitación del canto de las aves. Aun si fueran falsas estas referencias al origen, son indicativas de la semejanza original entre los componentes del sonido musical y natural. La realidad nos presenta sonidos semejantes a los de la escala, como el que produce el martillo al golpear sobre el yunque, el del silbato, el del cuerno de caza, la sirena de un barco o la bocina del automóvil. Otros se producen con gran regularidad rítmica, como el del tren en marcha, el tictac del reloj, el ritmo de las máquinas, la percusión de los martillos o el canto del grillo. Otros presentan incluso una huella melódica, como el canto del pájaro, el aullido del lobo o el ulular del viento.

Este lejano parentesco formal con el sonido musical, en las condiciones del nuevo espacio del altavoz, crea las bases para una fusión de ambas familias sonoras, que en modo alguno resulta artificiosa o forzada.

2. El ruido artificial.

El disco, por la ampliación de la escena musical, se convierte en un escenario universal en que todo sonido tiene cabida, y su introducción o destierro no dependen ya de las limitaciones y convenciones de la tradición instrumental, sino de la voluntad y la capacidad del músico para integrarlos.

Entre los nuevos sonidos que se incorporan al arte en el disco, nos referiremos ahora al sonido artificial. Este, frente al ruido natural que forma parte de nuestro hábitat sonoro y no es, por tanto, creación del mú-sico, sino objeto de grabación y manipulación, es una clase de ruido que el músico crea con intenciones musicales, un sonido de cuya forma es com-pleto responsable el artista. Frente al sonido musical, que es un ruido so-metido a la homogeneización sonora por el luthier y a la organización rítmica y melódica por el intérprete, el ruido artificial es un sonido no homogeneizado, de una enorme variedad e incapaz de organización instrumental.

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La música concreta cedió pronto el paso a otro tipo de música. Muchos de los colaboradores de Pierre Schaeffer, entre los que sobresale

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Karlheinz Stockhausen, comenzaron a experimentar con un material sonoro diferente, el sonido electrónico. Aunque sus obras continúan bajo las mismas premisas estéticas de la música concreta, el abandono del tema melódico y la búsqueda de una música no instrumental, y empleando idénticas formas de producción, la transformación del sonido y su montaje en la cinta magnética, sustituirán el material con que aquélla trabajaba, el sonido natural, por el ruido artificial producido por las nuevas máquinas productoras de sonido. Surgirá así la llamada música electrónica, en la que la música concreta, cuyo nombre desapareció casi por completo, se integrará.

La música electrónica emplea, fundamentalmente, los sonidos producidos por los diversos tipos de generadores de sonido electrónico desarrollados en la tecnología de la radio. Inicialmente se trataba de aparatos diversos no muy manejables por su número y tamaño. Su evolución y perfeccionamiento técnico los han hecho bastante manejables, al reducirlos de tamaño y reunirlos en un sólo aparato, que conocemos con el nombre de sintetizador. Aunque ningún sintetizador reúne todas las posibilidades de generación de ruido conocidas, construyéndose tipos muy variados, y aunque existan otras máquinas productoras de ruido artificial, como las computadoras, en honor a la sencillez nos referimos en adelante sólo a él.

El abandono de la música concreta y su fusión con la electrónica tiene una primera causa en la enorme riqueza sonora del sintetizador. El dominio del vasto universo de los sonidos sintetizados, recién descubierto, era una tarea que bastaba para llenar la curiosidad de los músicos, sus ansias de novedad, y para disuadirles de buscar complicaciones que ahora les sobraban. Los medios de la época, además, ofrecían enormes dificultades para encarar un trabajo serio en orden a la organización del ruido natural. Su potencial riqueza resultaba escasamente rentable debido a las limitaciones, tanto de las técnicas de grabación, como de las de manipulación. Pero quizás la razón decisiva fue que, mientras la música concreta trabajaba con sonidos dados, provenientes del mundo real, el músico que experimentaba con los generadores de ondas se presentaba como constructor de sus propios sonidos. La producción del sonido electrónico, como creación de ruido artificial, encajaba mejor con la idea tradicional del músico y la música, que siempre ha fundado el arte en la construcción artificial de los sonidos.

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Ruido natural y ruido artificial se diferencian, más allá de su di-verso origen, en que el segundo carece de relación significativa con el mun-do real. El ruido natural, como componente de nuestra percepción del mundo, inseparable de las sensaciones visuales e integrado en nuestra experiencia general de los acontecimientos, transporta siempre una huella de significado que lo convierte en lo que, analógicamente, podríamos designar como objetos sonoros. El sonido artificial, por el contrario, se

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asemeja más al sonido musical y, como él, no posee otra entidad que la puramente sonora. El ruido sintético puede asemejarse en ocasiones, por cierto, al ruido natural, al que es capaz de imitar con gran perfección, pero esto no es una cualidad esencial suya, sino efecto de las variadas y numerosas posibilidades sonoras con que cuenta. El valor sonoro del ruido del sintetizador es, pues, estrictamente musical y se apoya en las mismas cualidades en que lo ha hecho la música tradicionalmente, en las cualidades tímbricas, en la forma de ataque, en el volumen sonoro, en la altura de los sonidos y demás elementos de interés exclusivamente formal.

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El sintetizador es el instrumento que mejor simboliza la nueva cultura del disco, que, de hecho, históricamente se ha desarrollado sobre todo a través de él. Pero la propia denominación de instrumento le cae pequeña y sólo podemos considerarla correcta tomada de modo analógico. Se le puede llamar instrumento en tanto que, como el violín o el piano, es una herramienta para la producción de sonidos. Pero carece de muchos de los rasgos característicos que hacen, de las herramientas musicales antiguas, instrumentos.

El instrumento tradicional es más que un productor de sonido; es una fuente de sonido previamente organizado. Para la observación ingenua la organización sonora instrumental corre a cargo del arte del intérprete. Él es quien hace sonar el instrumento de un modo adecuado y quien le arranca, a voluntad, unas u otras melodías. Pero, por debajo de la organización interpretativa, preexiste una organización inserta en el propio instrumento. Su constructor, el luthier, es el artesano de esta primitiva ordenación del sonido que, inscrita en la propia forma del instrumento, condiciona su posterior manipulación interpretativa.

Todo instrumento, por el material con que está construido, su forma y tamaño, lleva en su propia estructura una configuración del resultado sonoro. El timbre instrumental viene determinado por la forma, tamaño y materia de cada instrumento, que hacen que la vibración del aire se realice en cada caso de forma diferente. La tesitura está previamente determinada por el número y la posición de los agujeros, en los instrumentos de viento, o por la longitud y grosor de las cuerdas. Lo mismo sucede con el resto de los componentes del sonido musical, la dinámica, el volumen, la forma de ataque. Sobre esta estructura previa y los límites que nacen de ella, debidos al arte del luthier, se organiza el arte del intérprete.

Así, toda la riqueza dinámica y sonora del piano, sus grandes posibilidades interpretativas, e incluso el gusto del público por su sonido, derivan directamente del arte de sus constructores. El clave actúa sobre las cuerdas pellizcándolas con púas, lo que resulta en un sonido suave, poco variado en color y de escasas posibilidades dinámicas. El piano, con su mecanismo de macillos que golpean a las cuerdas con distinta intensidad, y con la posterior introducción de los pedales, ofrece al instrumentista un mayor volumen sonoro, una mayor variedad de color y un enorme contraste

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entre el sonido suave y el voluminoso, entre el sonido apagado y brillante. El compositor y el intérprete podrán luego, de acuerdo con su talento, sacar mayor o menor partido de estas cualidades, pero aun el aprendiz menos hábil tiene entre sus manos una máquina de sonidos cuya sola pulsación produce música, por pobre que esta sea. No necesita ni saber música, pues el piano le da los sonidos perfectamente integrados en la organización de la escala.

La forma del instrumento determina también su tesitura, la altura sonora que le es propia, y la cantidad de sonidos que es capaz de producir. El piano ofrece la mayor amplitud de sonidos, desde los más graves a los más agudos, en tanto que el violín o la flauta, si son muy hábiles en la producción de sonidos agudos, están muy limitados en los graves, al contrario de lo que sucede con instrumentos como el fagot o el contrabajo. De esta forma, quien va a tocar o a escuchar un determinado instrumento conoce de antemano qué tipo de voz va a resultar.

El cuerpo sonoro de las notas, su forma de ataque y extinción, son, igualmente, propios del instrumento. El golpear del macillo sobre la cuerda produce un sonido que llega instantáneamente a su máximo y va decayendo lentamente al mantenerse la vibración en la cuerda. Extinción del sonido que, en los instrumentos de viento, es casi inmediata. El violín, cuyo sonido es también de extinción rápida, es capaz sin embargo, gracias a la frotación del arco, de un ataque lento en el que el cuerpo de la nota tarde más en formarse, y de mantener el sonido prolongadamente. Estas di-ferentes formas de ser del sonido en cada instrumento tienen enormes con-secuencias sobre el estilo de las obras que se componen para ellos y sobre el estilo interpretativo. Esto explica, por ejemplo, el amplio uso del cantabile en la música vocal y violinística, por la capacidad de ambos instrumentos de mantener notas largas y de actuar sobre el cuerpo de la nota, y, del otro lado, la necesidad de la música para piano o clave de compensar la brevedad del sonido mediante el uso de gran cantidad de notas.

Incluso un elemento tan importante como la entonación viene ya prefigurado en el instrumento. Exceptuando a la voz, a la familia del violín, y algún otro instrumento, en los que el músico tiene a la afinación como competencia de su arte, la mayoría de ellos la lleva incorporada en forma de trastes, en guitarras y laúdes, de teclas, en claves y piano, o en los orificios de los instrumentos de viento.

El instrumento es, pues, mucho más que una herramienta de producción sonora; es una forma de organización sonora que encierra, en sí misma y sin la intervención del músico, la conversión del ruido en sonido musical.

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La evolución de la forma del sonido instrumental está encerrada en el arte del luthier que, lentamente, ha ido haciendo crecer y perfilando esos personajes sonoros que son los instrumentos. Pero, puesto que la forma sonora depende en mayor grado del constructor que del intérprete,

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es inevitable que el arte musical, tomando al instrumento como algo dado y natural, se haya configurado en torno a los elementos que dependen del acto interpretativo. La situación del instrumento como objeto convencional ha sido la causa de que los elementos que le pertenecen en la conformación del sonido, pero que se dan por supuestos en él, no hayan sido contemplados como objeto de la elaboración artística, no sean datos con los que cuentan el intérprete o el compositor en la elaboración musical. El compositor se limita a encargar una voz al sonido de la flauta o el violín. Lo dado en el instrumento es considerado como punto de partida, como un supuesto previo sobre el que se desarrolla el arte, pero que no le pertenece.

Esto es lo que convierte al sintetizador en una clase de instrumento diferente e inclasificable dentro de los parámetros clásicos. No debe considerárselo como un instrumento más, diferenciado únicamente por sus cualidades propias, ni tampoco como un instrumento más perfecto; su esencia consiste más bien en su cualidad de instrumento general e indeterminado. No posee características individuales que le opongan a los instrumentos conocidos. Lo que hace de cada instrumento un individuo sonoro con unos perfiles conocidos son las determinaciones que imponen una materia y una forma a su sonido. El sintetizador no posee este carácter individual, porque no posee límites ni forma que condicionen el sonido que produce. Su sonido es esencialmente indeterminado. De tal modo que exige del músico una nueva posición ante las fuentes sonoras, pues ha de combinar en él el arte del intérprete y el arte del luthier. En el sintetizador el músico se ve obligado a construir la propia forma sonora, a dar forma a los sonidos antes de combinarlos, del mismo modo que el pintor ha de elaborar sus colores antes de pintar con ellos.

Si los instrumentos, como fuentes sonoras, producen siempre sonidos complejos, el sintetizador ofrece el sonido descompuesto en sus elementos primarios. El timbre, la forma del ataque, la altura del sonido y otros, se presentan en él analizados y separados. El músico debe mezclar esos elementos básicos, accionando las palancas y los botones que controlan las diferentes variables del sonido, creando un sonido final a partir de las combinaciones.

El sonido elaborado en el sintetizador es, para la concepción tradicional, un ruido. En ella el sonido musical es, hablando estrictamente, el sonido ordenado en el instrumento, dotado de unas características de-terminadas y reconocibles. La pulsación de una tecla del piano, si aún no es música, sí es un sonido musical que responde, al menos, a la principal forma de la organización musical, la de la escala. El sonido creado en el sintetizador no está sometido a esa primaria organización en los instrumen-tos y, como tal, no se diferencia esencialmente de otros ruidos, como el de un silbato, la bocina de un coche, las interferencias de la radio o el timbre del teléfono.

La propia existencia del sintetizador pone en cuestión la concepción clásica del ruido, pues el sonido creado en aquél dista de ser un caos, un objeto desorganizado. Es un sonido organizado aunque, eso sí, sometido a una forma completamente distinta de ordenación. Se trata, si cabe, de sonidos obtenidos a través de un trabajo organizador y artístico de un grado superior de elaboración, pues no se limita a ordenar la

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combinación y sucesión de los sonidos, sino a crear incluso los propios elementos fundamentales, la materia de tales combinaciones y sucesión.

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Este modo de ser del sintetizador introduce consecuencias revolucionarias en el arte musical. La primera es la enorme ampliación de la paleta sonora.

Se trata de una ampliación de signo diferente a la que se produce en la evolución de la orquesta. La música instrumental, aunque lentamente, ha ido creciendo al compás del perfeccionamiento técnico de los instrumentos, y en la orquesta postromántica, que señala el punto final de su desarrollo, muestra una gran variedad sonora y un notable interés por los elementos tímbricos y su combinación que resultará en la “Klangfarbenmelodie”, la melodía de timbres desconocida en la orquesta primitiva. Pero el desarrollo del color orquestal estará siempre limitado por el uso de instrumentos, al verificarse por medio de la introducción de otros nuevos. La evolución hacia la melodía de timbres dio a la música una gran variedad de recursos expresivos y una gran riqueza sonora, pero no tras-tocó los fundamentos de la música instrumental.

El sintetizador, por el contrario, al permitir la manipulación directa en la producción del sonido, rompe con ese fundamento que supone la organización sonora a través, y sólo a través, de las determinaciones instrumentales. El sintetizador trae mucho más que una buena cantidad de nuevos sonidos; su revolución consiste en la separación que introduce entre el sonido y su articulación instrumental, en su capacidad de construir objetos sonoros, sin referencia a lo instrumental, que poseen valor propio.

En cuanto lo musical deja de ser patrimonio del instrumento, en cuanto se abandona la convención sonora que éste lleva consigo, la distin-ción entre ruido y sonido, apoyada también en la forma de aquél, tiende a difuminarse y se inclina a desaparecer. El ruido deja de considerarse como un factor perturbador de la corriente musical y pasa a convertirse en un elemento constructivo más, que aporta unas posibilidades expresivas desconocidas e incluso llega a ofrecer una belleza sonora semejante. La belleza sonora no será ya el resultado y la meta de la técnica instrumental, sino un rasgo que provenga de la voluntad del músico, pues en el sintetizador la obtención de un sonido bello no es más artística que la producción de uno feo. La igualación de los sonidos que en él se produce impone que la apreciación del resultado, el agrado o desagrado que despierte en el oyente, deba atribuirse no al carácter de los propios sonidos, sino a la capacidad y al talento del músico para trabajar con la nueva materia. El ruido no podrá ser ya un defecto en si mismo sino, a lo sumo, ser susceptible de un uso defectuoso.

Las combinaciones del sonido sintético son infinitas e incluyen, a más de la posibilidad de imitación de los sonidos instrumentales conoci-dos, multitud de sonidos inauditos. Sonidos de timbres diversísimos, que pueden tanto asemejarse al ruido metálico como al ruido del aire; timbres

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suaves o ásperos, densos o ligeros. Sonidos cuya frecuencia puede fácil-mente superar, en los agudos, al violín o la flauta, y, en los graves, al contrabajo o la tuba. Sonidos en los que la intervención sobre uno de sus componentes es capaz de metamorfosearlos en otros del todo diferentes.

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El músico, enfrentado al sonido sintético, se encuentra con que la organización musical ha sido transformada de un modo radical. El sinteti-zador no se le ofrece como un instrumento que le permita la articulación de las notas en las diversas combinaciones rítmicas y melódicas. En lugar de ello, la variedad de formas sonoras se le presenta, por vez primera, como elemento fundamental de la creación musical. Frente a la tradicional combinación de notas en la melodía y a su superposición en acordes, la música se le ofrece como una combinación de formas, de objetos sonoros, en torno a valores como el contraste o la semejanza de los timbres, el juego entre lo denso y lo ligero, lo grueso y lo delgado, lo alto y lo bajo, lo suave y lo voluminoso, lo delicado y lo áspero.

El músico, educado en la tradición instrumental, encuentra inservibles sus conocimientos para abordar esta nueva forma de ser del sonido. De intérprete o compositor de notas, organizadas convencionalmente en los límites de la partitura y el instrumento, el músico se ve lanzado a la aventura desconocida de la composición del sonido en sí mismo, a una forma de arte que se asemeja más a la del alquimista o a la del escultor. Escultor de sonidos.

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La segunda consecuencia que el sonido sintético introduce en la música consiste en que éste, privado de las formas de composición y orde-nación tradicionales, la partitura y el instrumento, sólo consiente ser organizado a través de la grabación discográfica.

Antes dije del sintetizador que era el medio que mejor define el carácter de la nueva cultura. En efecto, el sonido sintético escapa por com-pleto a las posibilidades instrumentales y su manipulación ha de realizarse por vías diferentes. Tampoco la partitura es capaz de fijar los nuevos sonidos. Estos, una vez rebasadas las limitaciones de la convención musical, perdida su identificación con las notas y los valores rítmicos tradicionales, basando su eficacia en la forma sonora, para la que la partitura no está preparada, se alejan de las posibilidades de lo escrito. La partitura se ha vuelto un instrumento inútil para la escritura del sonido sintético, tanto como lo es para escribir el ruido natural.

El sonido sólo puede ser fijado y compuesto en el único soporte que puede reflejar toda su riqueza y diferencias, la grabación en la cinta magnética. Toda música electrónica es, necesariamente, música grabada.

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Pero la tradición de la música escrita es tan fuerte que los compositores, incapaces de concebir un arte que no se realice a través de la composición escrita, han caído con frecuencia en la tentación, de realización imposible, de escribir los sonidos sintéticos. Intento que sólo la ingenuidad protege del ridículo. El sonido es susceptible de fijación escrita, y esto parcialmente, sólo cuando se somete a las coordenadas de la escala y a las convenciones instrumentales. Fuera de ellas el sonido no es traducible a lenguaje y queda reservado al trabajo exclusivo del oído sobre lo grabado.

Del mismo modo, el sonido sintético pierde la forma tradicional de articulación instrumental. El sintetizador crea objetos sonoros, pero es incapaz de articularlos, melódica y rítmicamente, con la soltura de un instrumento. No posee teclados o cuerdas que puedan modificar, gracias al trabajo muscular y con ayuda de la técnica apropiada, la forma del sonido. Para que cada sonido sea puesto al lado o sobre otro le es preciso, en su lugar, emplear los recursos propios de la grabación, las mezclas y el montaje. Tampoco en esto es el sintetizador un instrumento. Crea objetos sonoros pero apenas puede moverlos, como se mueve el sonido del violín a través de la presión de los dedos sobre las cuerdas. Los objetos sonoros sintéticos poseen una escasa movilidad y, una vez creados, permiten un escaso margen de articulación. Su forma propia de movilidad y de combinación la adquieren en la yuxtaposición y superposición, viables en la cinta magnética. Se parecen en eso a los dibujos animados que, siendo objetos estáticos en sí mismos, adquieren vida por el movimiento que les confiere su yuxtaposición en la película cinematográfica.

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El sonido musical tradicional tiene su origen en la vibración del aire en diferentes cuerpos naturales, tubos, cuerdas o parches, que ad-quieren diversa resonancia según la forma, el tamaño y el material de los cuerpos en los que se produce la tal vibración. El sintetizador produce un sonido que no resulta de la vibración natural, sino que se trata de un sonido sintético. El sintetizador produce un sonido puro, el llamado sonido sinusoidal, cuyo efecto auditivo es el del sonido producido en el vacío. Su amplificación a través del altavoz, que por su carácter no le añade caracteres de resonancia propios, mantiene esa peculiar forma de ser.

Esta particular novedad de los sonidos sinusoidales, y la extrañeza auditiva que representan para un auditorio acostumbrado a la vibración natural, quedan perfectamente representados en la curiosa y anómala relación que se ha establecido entre ellos y los objetos de ciencia-ficción. El cine ha utilizado esta clase de sonidos para crear el aspecto sonoro de objetos de ficción, como los relacionados con la robótica o los mundos espaciales, y de objetos reales que escapan a la experiencia sonora común, como el mundo de las profundidades submarinas. Los cineastas han tenido la sensata ocurrencia de dar a tales objetos, irreales o descono-cidos, una forma sonora basada en los sonidos electrónicos pues, al resultar éstos igualmente extraños, por su novedad, a nuestra sensibilidad musical y

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auditiva, se crea una cierta homogeneidad, un cierto parentesco de lo desconocido, muy apropiados para producir la necesaria sensación de verosimilitud.

Cuando escuchamos sonidos electrónicos tendemos, con frecuencia, a relacionarlos con ese mundo irreal y futurista, con naves espaciales o sofisticadas salas de máquinas. Pero la relación causa-efecto es, en realidad, la inversa. No son tales objetos los que producen ese tipo de sonido, por la buena razón de que no existen. Por el contrario, es al enor-me poder de sugestión, a la capacidad retórica de esos sonidos, a los que hay que atribuir la creación de esos objetos inexistentes y ocultos en su aspecto auditivo; los nuevos sonidos les han prestado su voz. Pero la costumbre del cine ha conseguido invertir la relación, gracias al poder absorbente de la imagen. Si el cine ha salido ganando con ello, la música ha visto de este modo introducirse elementos espúreos en la audición, que contaminan la pura forma musical. Por medio de la invención, la imagen ha introducido elementos significativos en un mundo sonoro que carecía de ellos, condicionando así la percepción de la riqueza sonora puramente formal.

No sólo el sonido electrónico; la música ha estado siempre sometida a las proyecciones del mundo de las imágenes, de la estructura significativa de la visión. El sonido de las campanas, por ejemplo, nos trae referencias que provienen de su uso en las iglesias, portando unas veces connotaciones de júbilo, otras de amanecer o de muerte. La gaita, los cla-rines o ciertas formas de percusión, nos llegan asimismo cargadas de re-ferencias extramusicales.

Estas y otras referencias significativas tienen consecuencias contradictorias en la música. Han servido, por una parte, para cargar de expresividad y de capacidad descriptiva a los sonidos, y han venido a parar, por otra, en un debilitamiento y oscurecimiento de las posibilidades formales del sonido, fosilizándolo y reduciéndolo a una forma particular de uso, con lo que queda impedido para desarrollar otras cualidades. Sin embargo, tales relaciones significativas son pocas veces tan estables que contaminen definitivamente la forma sonora, convirtiéndola en un ruido natural; en el arte del músico debe estar presente la suficiente habilidad para transformarlas e, incluso, borrarlas, dejándolas así dispuestas a un uso estrictamente musical.

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La música electrónica se ha revelado como una forma de mayor futuro que la música concreta. La música, como arte de las formas sonoras, como arte ajeno al realismo, encuentra un lugar más apropiado para su cultivo en la elaboración del ruido electrónico que en la incorporación del ruido natural.

Con todo, ambas direcciones artísticas han sido de enorme utilidad en la experimentación del nuevo mundo sonoro del disco. Si no han sido apenas capaces de producir obras que ofrezcan mayor interés que el

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que aporta la curiosidad, han sido capaces, sin embargo, de mostrarnos toda la riqueza y eficacia retórica de los sonidos sintéticos y del ruido na-tural, y de educarnos en una nueva forma de escucha. Han demostrado que la música podía integrarlos y enriquecerse con ellos, y han dado un impulso definitivo a la nueva cultura de la música grabada, explorando y dando forma a los recursos propios del disco.

Sus condicionamientos estéticos restrictivos, su apuesta radical por la novedad, que las condujo a la total ruptura con la tradición musical, a una ruptura con la melodía y los instrumentos, les han apartado del interés general y reducido a un oscuro rincón; pero cuando el disco incorpore de nuevo la savia de la vieja música, los procedimientos de aquéllos y su mundo sonoro van a ser heredados y mantenidos, produciéndose final-mente la necesaria fusión de las nuevas técnicas con el eterno espíritu de la música.

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3. Los nuevos sonidos instrumentales.

Todo tiene un precedente más lejano. La idea de la introducción del ruido en la música es anterior a la música concreta y electrónica. Los fu-turistas, que con su ruidoso entusiasmo estaban impulsando el nacimiento del cine, se manifestaron también favorables al surgimiento de una nueva música. Les pareció que los sonidos musicales tradicionales mostraban una gama muy pobre en comparación con el variado sonido de la naturaleza. A principios de siglo, en torno a 1.913, claman en sus manifiestos por una revolución musical que incorpore el riquísimo universo de los ruidos. Luigi Russolo hace un inventario de los ruidos que están a disposición del músico. Babilla Pratella exige que la música de interese por los ruidos de las fábricas, de los barcos de guerra, de los automóviles y los aeroplanos. Este movimiento, llamado “bruitismo”, llegará a la construcción de instrumentos productores de ruidos. Pero el nuevo mundo sonoro no se hará accesible a la música hasta que las condiciones técnicas le permitan incorporarse a ella en el disco. Los futuristas sólo fueron capaces de manipular el disco de la manera más burda y literal, rayándolo.

Hija del mismo espíritu y confundida con ella, otra corriente tra-tará de enriquecer el mundo sonoro conocido. Al interés por el ruido le corresponderá la curiosidad complementaria por la construcción de nuevos instrumentos, dispuestos a ampliar el panorama sonoro tradicional ac-tuando, fundamentalmente, sobre las variables sonoras que se reúnen en el timbre. El propio Russolo construirá un instrumento, el “rumor-armonio”, capaz de producir, además de ruidos, sonidos musicales organizados en intervalos menores de un semitono. Numerosos instrumentos se construirán sucediéndose en el tiempo: el trautonio, el melocordio, el policordio o las ondas Martenot. La inquietud de los comienzos del siglo sabe que la música necesita algo más que renovaciones estilísticas y trata de revolucionar las propias fuentes sonoras.

Pero todos estos nuevos instrumentos no pasarán de ser reliquias curiosas de un intento para el que no ha llegado su hora. Resultaban extraños a las corrientes estilísticas de la época, estaban llenos de imperfecciones técnicas, y el disco no está aún lo suficientemente desarrollado como para incorporar los nuevos sonidos instrumentales. El más perfecto de ellos, las ondas Martenot, para el que incluso llegan a crearse dos cátedras, una de ellas en el propio conservatorio de París, no llegará a ser empleado más que en un par de composiciones.

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El enriquecimiento y transformación de la tradición instrumental, sin embargo, va a producirse mucho más tarde, en el lugar más inesperado y en la forma que menos respeto inspira. El cine fue dando los pasos más importantes allá donde menos atados estaban los cineastas

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por la tradición teatral, y en manos de aficionados y aventureros que no estaban condicionados por una tradición interpretativa. Del mismo modo, el desarrollo instrumental se va a producir lejos de la tradición de la música culta, en la música popular-oral del rythm and blues y en la música de baile de los blancos americanos, el rock and roll, derivación decaída de aquélla. Se trata de músicas cuyo desarrollo va a contar ya con el medio del disco que, a pesar de sus primeras limitaciones y de modo muy primitivo, va a conferirles parte de su carácter.

Como la del cine, la evolución del disco va a producirse en dos tradiciones separadas y sin conexión alguna entre sí, la culta escrita y la popular oral. Cada una va a desarrollar elementos heterogéneos en un pri-mer momento: el del ruido natural o sintetizado en el disco europeo, dando lugar a la música electro-acústica, y el de los instrumentos clásicos transformados por la electrificación y la amplificación en el disco norteamericano. Ambas formas de desarrollo discográfico, aunque no se mirarán a la cara en mucho tiempo, crecerán al mismo tiempo, en la década de los 50.

Andando el tiempo, la cultura del disco acabará por fundir ambas direcciones, lo culto y lo popular, lo serio y lo ligero, la ambición constructiva y el gusto por el entretenimiento, así como sus materiales, el ruido natural y sintético, y la instrumentación eléctrica; dos mundos que en un principio, como ocurrió con el cine de vanguardia y los seriales cinematográficos, parecían ajenos e irreconciliables.

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La tradición instrumental no desaparece en el disco, pero sufre en él una total transformación, bien por la incorporación de la electricidad y el sintetizador a los instrumentos tradicionales, bien por las modificaciones que los antiguos instrumentos acústicos experimentan en el nuevo espacio sonoro del altavoz.

El principio del que surgen los instrumentos eléctricos es muy sencillo. Se basa en la sustitución de la caja de resonancia de los instru-mentos acústicos por la amplificación. La caja de resonancia es en realidad la forma más natural de amplificación de sonidos muy débiles en origen. Los instrumentos eléctricos envían la vibración de las cuerdas, convertida en impulsos eléctricos, al amplificador, que le proporciona el volumen preciso para que su sonido sea convenientemente repartido a través del altavoz. Se trata de un principio semejante al del micrófono.

Este sencillo cambio tiene grandes consecuencias. La caja de resonancia, cuya función pierde su sentido, no servía únicamente a la amplificación, sino que sus cualidades particulares servían a una concreta conformación del sonido. De tal forma, que el sonido eléctrico no es solamente un sonido de mayor volumen, sino de clase distinta. Esta capacidad de modificar el sonido a través de la electricidad traerá cada vez más complejas novedades, que harán de los instrumentos eléctricos algo

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muy diferente y de mayor entidad que los primeros instrumentos amplificados.

La electrificación no produce nuevos instrumentos, sino que se realiza sobre instrumentos ya existentes. Su afinación y organización escalística es la misma; su pulsación idéntica. Lo único que cambia es el sonido resultante, que ha sido sometido a manipulación a través de la electricidad. Pero esta mutación sonora es de tal entidad, llegando incluso a provocar el surgimiento de nuevos modos en la interpretación, que se hace tan adecuado hablar de nuevos instrumentos en este caso como en el caso del piano respecto de anteriores formas de teclado.

En un principio los instrumentos eléctricos son pocos, guitarra, guitarra baja, piano y órgano. Pero la riqueza sonora que aportan y su capacidad expresiva son suficientes para, durante mucho tiempo, satisfacer las exigencias estéticas del auditorio y de los propios músicos.

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El instrumento al que la aplicación de la electricidad ha dotado de mayores recursos y de una inigualable riqueza sonora es la guitarra que, por ello, se ha convertido en el instrumento predilecto del disco.

La guitarra es un instrumento muy antiguo, más incluso que la mayoría de los instrumentos de la orquesta. Debido a sus limitaciones sonoras, perdió el protagonismo musical que tuvo en el Renacimiento y, a partir del siglo XVIII, fue definitivamente relegada al menos prestigioso ámbito de la música oral, donde sobrevivió. Su escaso volumen sonoro, su dinámica relativamente monótona, hicieron que fuera eclipsada por otros más modernos y eficaces, como los claves y el violín.

En nuestros días, la electrificación le ha dotado de cualidades nuevas que han supuesto una radical mutación de su sonido. Su timbre, sus características dinámicas y la propia forma de interpretación, han cambiado de modo tan favorable que la han impulsado de nuevo a un primer lugar en la jerarquía musical. Su sonido se ha hecho más redondo y variopinto, ha obtenido mayor volumen, y ha desarrollado una belleza de sonido y unas capacidades expresivas similares e incluso superiores a los de los grandes instrumentos clásicos.

Al perder su personalidad tímbrica tradicional, dado que la electricidad vuelve innecesaria la caja de resonancia, su timbre se hace muy variado. Dependerá ahora de la tecnología eléctrica que cada constructor incorpore a la guitarra y de la elección del intérprete, que tiene ahora en sus manos una mayor variedad de registros. Aunque se hable genéricamente como si de un sólo instrumento se tratara, en realidad hay muchos tipos, que presentan mayores diferencias sonoras que las existentes entre la guitarra acústica, el laúd o la mandolina. Es capaz de los sonidos más dulces y melosos, como de los más llenos de aristas o chirriantes; puede producir sonidos más gruesos o más delgados, más ricos o más pobres en armónicos.

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Asimismo se han multiplicado sus posibilidades dinámicas e interpretativas, que al ser elementos que conforman también el timbre, provocan sobre él un efecto multiplicador. Una de las posibilidades más fe-cundas de la guitarra eléctrica es la que se refiere a la transformación del cuerpo de la nota. Mantiene el cuerpo tradicional de los sonidos obtenidos por el pellizco o pinzamiento sobre las cuerdas, que da como resultado unas notas muy breves, pero es capaz, además, de producir un tipo de sonido prolongado, como el del órgano o el violín, que le proporciona una capacidad de canto que antes no poseía. Igualmente, ofrece la posibilidad de obtener un sonido a la manera de los instrumentos de cuerdas golpeadas o martilladas, como el piano, por el procedimiento de golpear la cuerda con los dedos o la mano; forma que se utiliza sobre todo en la guitarra baja. Algún intérprete actual ha llevado esta última posibilidad hasta el extremo, produciendo sonidos con ambas manos, de una manera que se asemeja a la interpretación de los teclados por la presión de las cuerdas en el mástil.

Todas estas cualidades, junto con otras, como la aplicación de pedales que modifican el sonido, la introducción del vibrato o el uso de la distorsión sonora, convierten a la guitarra en un instrumento tan rico en sonidos, tan expresivo y de una tal belleza de sonido, que escapa a las categorías instrumentales e interpretativas de la música tradicional.

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La configuración de la música de partitura a través de la organización armónico-melódica de las notas, las limitaciones de los instrumentos acústicos y su uso convencional, han supuesto una infravaloración del timbre como elemento retórico. El timbre es algo dado en el instrumento, algo supuesto que sólo admite ligeras modificaciones a través de la interpretación. Pero la riqueza tímbrica que introduce la electri-cidad, y la posibilidad nueva de manipulación directa sobre los timbres, han realzado su eficacia musical.

Sin embargo, en todas las épocas y tradiciones, la música se ha identificado a través de determinados timbres. En todas ellas existen un par de instrumentos que definen al arte, aunque la virtud de lo puramente sonoro quede enmascarada por debajo de las capacidades virtuosísticas e interpretativas.

En efecto, la música ha estado siempre presidida por instrumentos reyes que se convertían en su símbolo. El órgano y los laúdes, en el Renacimiento; el clave, en los siglos XVII y XVIII; el violín, a partir del XVIII hasta hoy; el piano, en los siglos XIX y XX. La música ha usado también de muchos otros, pero los mencionados adquieren tal relieve y protagonismo, que es imposible imaginar las respectivas músicas separadas de tales sonidos instrumentales. Se trata de instrumentos contemplados, tanto por el compositor como por el oyente, como suficientes, solos o en pareja, para dar cuenta de todo el trazado melódico y armónico de la par-titura. Instrumentos tan destacados, que representan para el compositor la

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forma sonora de la música; el músico escribirá, así, pensando en los recursos que éstos le ofrecen, y su propia invención se verá estimulada no pocas veces por los hallazgos de los intérpretes sobre los instrumentos.

Sin embargo este predominio de determinados instrumentos se funda, más que en sus cualidades tímbricas, en su capacidad de articulación y de expresión, en sus capacidades interpretativas. El órgano y el laúd valen, más allá de su sonido, por la capacidad de reproducir en un sólo instrumento la tradición polifónica del contrapunto. Su interés está basado en que son los primeros instrumentos que pueden sonar a voces, imitando la polifonía vocal. El clave, el violín y el piano, serán capaces de un virtuosismo en el adorno, en la rapidez del fraseo musical, que ensancharán enormemente el horizonte compositivo. El violín y el piano encarnarán una serie de cualidades expresivas, como la capacidad de canto o las posibilidades dinámicas del fuerte y el piano, el crescendo y el diminuendo, que harán de la música instrumental un estilo cada vez más rico.

Pero tales instrumentos apoyaron también su valor en sus cualidades puramente sonoras. Por debajo de su potencial interpretativo y virtuosístico, con una relación directa con la partitura, los instrumentos representan en su forma tímbrica el ideal expresivo y sonoro de cada época musical.

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El instrumento es la herramienta obligada para convertir en sonido lo escrito. Pero su función no se detiene en hacer audible la melodía y las armonías escritas. La partitura puede encarnarse en sonidos muy di-ferentes. El instrumento es la carne de la música, su personaje, y aquélla viene definida por él para los sentidos. Aunque el timbre no haya podido ser elemento del arte hasta fechas muy recientes, aunque haya quedado reducido al arte del luthier, no por ello deja de tener importantes efectos sensibles sobre la música.

La retórica del timbre se percibe claramente cuando comparamos distintas épocas y tradiciones. Inmerso dentro de ellas, cada grupo humano percibe la música a través de una forma única que la define. El sitar, a la música hindú; la guitarra, al flamenco; la gaita, a la música popular gallega; el saxofón, al jazz; la flauta, a los restos de la música in-caica; el violín, el piano, el órgano o el coro vocal, a diversas etapas de la música europea. Fuera de estas formas sonoras, las respectivas músicas se entienden difícilmente.

La forma sonora de los instrumentos se ha fundido de tal modo con su música que se han hecho inseparables. Cuando tratamos de imaginar la música de cualquier época o país, antes que en una melodía concreta, la memoria nos la trae en la forma de un sonido, del sonido de su instrumento. Y de forma inversa, el sonido de un instrumento nos lleva de inmediato a un tipo de música al que está ligado.

Tan fuerte es esa ligazón, que nuestra sensibilidad difícilmente consiente su destrucción. Escuchar, por ejemplo, la obra para teclado de

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Bach interpretada con el sintetizador nos produce un choque enorme. La partitura es la misma, el sonido no es menos bello o perfecto que el de los claves de la época, pero la transformación de su representación tímbrica nos lo vuelve ajeno. Igualmente, el flamenco, apegado al sonido de su guitarra y de la voz, se resiste a la introducción de otros instrumentos, como el piano, en su música.

Pero no es necesario comprobar esta tendencia a la cristalización de toda música en una forma instrumental; la experiencia más común basta para mostrarnos hasta qué punto el gusto musical está enraizado en el timbre instrumental, tanto o más que en la música que a través de él se representa. Muchas razones son las que nos inclinan a asistir a uno u otro concierto, pero con mucha frecuencia la más poderosa es el tipo de instrumentos con que va a interpretarse. Hay enamorados de la música de órgano como los hay de la música de Beethoven; para aquéllos es de importancia menor el tipo de obras que se van a interpretar, pues lo que realmente buscan es el deleite en un tipo concreto de sonoridad. Otros, que aman la música de Bach, no soportan en cambio lo que este compositor destinó al clave, pues no aprecian el sonido de éste. En general puede de-cirse que la emoción de los aficionados se fundamenta tanto en la calidad de la música, como en el sonido con que ha de interpretarse. La misma música, con instrumentos que les desagradan o les resultan indiferentes, les desanima y aburre.

El enorme poder retórico del timbre no pasó desapercibido a los antiguos. En la Edad Media, el sonido instrumental con frecuencia se empa-rentaba con los usos sociales: las trompetas pertenecían a la liturgia de la nobleza y los sacabuches a la eclesiástica, y su uso fuera de tales límites estaba prohibido por las normas. Los propios griegos no fueron insensibles a esa cualidad del timbre, que hicieron aun más patente al subrayarla con connotaciones religiosas. Fundaron los dos estilos de su música en sus instrumentos reyes, la cítara o la lira y el aulos. Sobre la lira fundaron la música lírica, dedicada a Apolo. En torno el aulos, la flauta dedicada a Dionisos, desarrollaron el género del ditirambo que, más tarde, derivaría en la tragedia griega.

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Los instrumentos eléctricos, especialmente la guitarra, han definido hasta hace muy poco el aspecto del disco, mejor incluso que la pro-pia música. Este hecho, que en la actualidad se haría comprensible por el gran potencial desarrollado en tales instrumentos, reviste en los inicios caracteres paradójicos.

En los comienzos, el sonido de las guitarras eléctricas era pobre e imperfecto. La escasa calidad de las grabaciones no conseguía mejorar o al menos paliar sus defectos. Comparado con el sonido orquestal o incluso con el de otra música que le es más cercana, como el jazz, no podía ofrecer más que motivos para el desprecio. Sin embargo, lo que produce es algo bien distinto, un entusiasmo desbordante que perdura hasta hoy.

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La mayoría se siente inclinada a explicar el fenómeno social del disco por medio de razones distintas a la influencia retórica del timbre. Se habla de su violenta expresividad, de su carácter rítmico y bailable, de su utilización como símbolo y vehículo de la revolución de las costumbres, de la distribución masiva que le es propia y hasta del mal gusto de la sociedad de masas. Sin duda estas y otras razones confluyen para dar explicación a tal fenómeno, pero son insuficientes. Todos esos caracteres los podemos encontrar, incluso reunidos, en otras manifestaciones musicales de las que no se han derivado consecuencias semejantes. El blues, el jazz y el flamenco tienen atributos semejantes en su raíz popular y su carácter danzable. La expresividad exacerbada es un modo de ser del jazz, el flamenco y de ciertas formas de música de partitura de nuestro siglo. Las vanguardias musicales y el jazz llevan consigo ideas revolucionarias más extremas, incluso, que las de la música eléctrica.

El único rasgo que posee en exclusiva, lo que la hace auténticamente singular, es el sonido de los instrumentos eléctricos, el peculiar mundo sonoro de la guitarra eléctrica. Todos los rasgos citados, de origen más antiguo y que, por decirlo así, flotan en el espíritu del siglo, confluyen en esa particular forma sonora que se convierte en catalizador y multiplicador de efectos, en el símbolo sonoro de una manera de ser y sentir. El sonido y la desgarrada expresividad de la guitarra eléctrica dio, mejor que otras músicas, su mejor forma al sentimiento de una época. Si la única diferencia radical que posee respecto a otras músicas populares es, en los comienzos, su sonido, no ha de ser exagerado atribuirle la parte esencial en el desbordamiento de afectos que provocó.

Es paradójico, en cambio, que tal entusiasmo se aglutine en torno a un sonido tan imperfecto como el que resulta de los instrumentos eléctricos de las dos primeras décadas. Pero tampoco una cosa así es nueva en la historia de la música. Repetidas veces ha sucedido que un sonido, perfeccionado por una larga tradición, sea abandonado y sustituido por otro mucho más imperfecto.

La aparición del violín en el siglo XVII es un buen ejemplo de tales contradicciones del gusto. El nuevo violín, descendiente de las antiguas gigas y rabeles, era un instrumento de sonido mucho más pobre que la vieja y aristocrática familia de las violas. Comparado con ellas ofrecía, por cierto, una mayor capacidad en los agudos, un mayor volumen sonoro, y una habilidad de articulación que le permitía un mayor grado de virtuosismo. Pero, frente al sonido bello, delicado y sugerente de las violas, el violín, hasta que fue perfeccionado por los luthiers y los intérpretes, presentaba un aspecto sonoro un tanto áspero y basto. La vieja tradición contrapuntística lo despreció, y los eclesiásticos clamaron al cielo ante un instrumento que les parecía de sonido gritón y ruidoso, y de carácter diabólico y poco virtuoso.

Todas aquellas gentes, apegadas a la tradición, tenían razón sin duda: el violín empeoraba la música. La diferencia existente entre ellos y la multitud que acogió con entusiasmo al nuevo instrumento, residía en que ésta se dejó arrastrar por el encanto del nuevo timbre en una especie de acto profético del gusto. No es que gustaran del sonido imperfecto, es que la perfección no es en absoluto el atributo máximo del arte. Todo lo nuevo,

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cuando es verdadero, deja adivinar a través de su imperfección sus virtudes y es capaz de seducción. El timbre instrumental, por debajo de la perfección sonora y de la propia música a la que sirve, únicos valores atribuidos a la música, posee una capacidad fundamental y radical de conmover los afectos, capacidad que, por actuar de un modo menos consciente, se torna a menudo mucho más eficaz que aquéllos.

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Si las transformaciones sonoras que experimenta la música por la introducción de la electricidad en los instrumentos clásicos son notables, se harán aún mayores gracias al uso del sintetizador. Hemos visto ya que éste es una máquina capaz de crear toda clase de sonido sintético, pero es incapaz de articularlo musicalmente. El músico puede construir en él cual-quier tipo de sonidos, pero no puede organizarlos si no es a través de la grabación en la cinta magnetofónica.

Esta situación queda modificada por completo en el momento en que a alguien se le ocurre aplicarle una forma cualquiera de articulación instrumental, como el teclado. Cuando algo así se produce, resulta la fusión de dos mundos hasta entonces heterogéneos, el mundo de los ruidos y la tradición instrumental. Aplicar un teclado al sintetizador significa proveerle de la organización escalística que fundamenta la tradición musical. A través del teclado, cada sonido podrá recibir un tratamiento interpretativo semejante al que es posible en el piano, el órgano o el clave. Sólo así el sintetizador se convierte, también, en un instrumento, bien que un instrumento muy peculiar. En cuanto el ruido se vuelve capaz de ser modulado melódica y rítmicamente a través del teclado, se transforma de inmediato en sonido musical. Eso sí, en un sonido musical nuevo y desconocido. De esta forma, el sintetizador queda convertido en una suerte de órgano moderno.

El órgano es, en verdad, el único antecedente del sintetizador. Como éste, poseía en su lógica constructiva una intención clara, el dominio del universo tímbrico. A su manera y con los medios a su alcance, trataba de imitar los instrumentos conocidos e incluso algún tipo de ruidos. Se han llegado a conocer cerca de doscientos registros diferentes, por supuesto que nunca reunidos en un sólo órgano, entre los que se cuentan gran variedad de timbres: flautas, chirimías, cornetas, flautines, trompetas, fagot y trémolo son algunos. Pero su curiosidad constructiva llegó también a intentar la imitación de la voz humana, de instrumentos percutivos como el tambor o los cascabeles, o de ruidos como el canto del ruiseñor.

Si la intención es la misma, el dominio a través del teclado de la variedad tímbrica existente, el sintetizador le sobrepasará en los resultados, ofreciendo un sonido de mayor calidad y una variedad sonora incomparable. Éste no tiene apenas límite en el número de registros, siendo incalculable la diversidad de sonidos de que es capaz.

Con todo, no es la cantidad lo que diferencia realmente a ambos instrumentos, sino un rasgo cualitativo que es propio únicamente del

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sintetizador. El número y calidad de los registros del órgano dependen de la capacidad constructiva del luthier, del organero, que programa un sonido en la forma de los tubos del órgano, de manera que cada instrumento ofrece una gama restringida, invariable y previamente dada de sonidos, que sólo pueden ser objeto de manipulación por parte del músico a través de la elección de los registros y de su combinación. El sintetizador, por el contrario, no tiene sonidos programados de antemano por el constructor, sino que es el propio músico el que, combinando los elementos primarios e indeterminados del sonido en el panel de mandos, tiene la posibilidad de crear en cada momento el sonido que desee.

Sin las limitaciones tecnológicas derivadas de la necesidad de hacer vibrar el aire en los tubos del órgano, el sintetizador adquiere una libertad casi ilimitada, siendo capaz de incorporar una inaudita riqueza tímbrica al mundo musical. Se convierte así, en primer lugar, en un casi perfecto imitador del resto de los instrumentos y de los ruidos naturales. Pero, lo que es más importante, es capaz también de crear sonidos comple-tamente nuevos, alejados de toda intención imitativa. En él se difuminan aún más las fronteras entre el ruido y el sonido musical.

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Si la aplicación de un teclado es la más corriente, el sintetizador admite también cualquier otra forma de articulación instrumental, como la de la guitarra o la del saxofón. Esto significa que los diferentes timbres del sintetizador pueden apropiarse de las diferencias interpretativas, de los rasgos de la pulsación muscular que les confieren los diversos instrumentos.

A su vez, los instrumentos aplicados al sintetizador pierden sus rasgos tímbricos característicos, conservando únicamente su mecanismo conformador de los sonidos, las diferencias que en la producción del sonido introduce el hecho de que las cuerdas sean golpeadas, pinzadas o se sople en el interior de un tubo. El guitarrista, el trompetista y el pianista, pulsarán de diferente manera sus respectivos instrumentos, pero el timbre ya no le pertenece a su forma de interpretación, sino al manejo directo del sintetizador.

La consecuencia que de esto se deriva es que la personalidad tímbrica instrumental queda absorbida, en su mayor parte, por ese instrumento general que es el sintetizador. Al instrumento le queda reservada la creación del cuerpo de la nota, la forma de ataque y extinción. Pero aun ésta puede ser manipulada y transformada en el propio sintetizador.

La mano izquierda puede así producir en el teclado sonidos iguales a los de un bajo eléctrico; el sonido de la flauta parecerá que es fru-to de la acción de golpear, en lugar de proceder del acto de soplar en un tubo; o la del violín sonará como si fuera resultado de un soplo.

El enriquecimiento sonoro es de tal naturaleza que acaba por producir un cambio cualitativo en la emisión sonora de los instrumentos. Desaparece la identificación del instrumento con su timbre y el consiguiente

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contraste con otros timbres instrumentales, con lo que queda trastornada la esencia de lo instrumental. Como en el órgano, los instrumentos quedan reducidos a una forma de articulación a la que ya no pertenecerá un sonido concreto y definido que distinga a unos de otros.

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Decía Debussy a principios de siglo, en clara referencia al naciente interés por las músicas exóticas, y en particular la negra, que el tambor africano no era aún un arte. Y era cierto, tanto por la escasa evolución y las limitaciones técnicas del tambor, como por el desinterés que la cultura musical había mostrado en los instrumentos de percusión, por su desinterés en hacer del tambor un arte.

En efecto, de un parche no podemos exigir una gran variedad musical. La percusión, el ruido transformado en música a través de su organización rítmica y tímbrica, no había sido capaz de formar un instrumento comparable a los demás. En la orquesta, y para obtener efectos percutivos, bastante pobres por cierto, se necesita sin embargo de varios músicos; por ejemplo, uno en los timbales, otro en la caja, otro con el triángulo, con las castañuelas, la pandereta, etc. La consideración de la percusión como un elemento musical primitivo y bárbaro, o al menos como elemento secundario, tiene su razón de ser, por igual, en la relativa monotonía y escaso contraste que ofrecen sus instrumentos, y en una opción del gusto musical europeo. La propia denominación de instrumento, aplicada a la mayoría de los objetos de percusión, es tan exagerada como si fuera aplicada al cuerno de caza, al silbato o a cualquier otro artilugio sonoro.

Sólo cuando tales objetos se reúnan en uno sólo, la batería de jazz, aparecerá por primera vez un verdadero instrumento de percusión, gracias al cual, muy poco después de la afirmación de Debussy, el tambor llegará a convertirse en un arte. En el momento en que el músico puede introducir en el ritmo una suficiente variedad tímbrica, que le brinda la batería, la percusión se convierte en un elemento musical de una cierta riqueza. Desde entonces la música no ha cesado de explorar ese universo, en el que el ruido se hace música por sus cualidades rítmico-tímbricas. Su interés y riqueza han quedado bien demostrados en las obras de ciertos compositores modernos, como Edgar Varese, y en las interpretaciones de los buenos percusionistas.

Pero el ritmo puro no es un elemento propio del disco, más que en tanto lo es de la música en general. La batería se ha desarrollado fuera de él, primero en la tradición oral del jazz, después en la música de partitura de nuestro tiempo. Sin embargo el disco, al integrarlo, le ofrece el lugar más apropiado para su crecimiento y desarrollo artístico.

La percusión basa sus efectos en los contrastes de ritmo y timbre. La batería se ha revelado como un instrumento eficaz porque contiene, al menos, una decena de timbres diferentes que dan variedad y gracia al juego rítmico. Pero sus limitaciones residen en las dimensiones del

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instrumento. En tanto que instrumentos pequeños, como el violín o la flauta, son capaces de una enorme variedad de recursos y sonidos, la batería, que necesita de un objeto diferente para cada timbre, no puede aumentar el número de éstos sin volverse impracticable.

Las condiciones de la grabación discográfica y, en particular, la adaptación del sintetizador a la batería, la liberan en gran medida de sus limitaciones y potencian sus virtudes. Por medio del sintetizador, la batería puede manipular rítmicamente toda clase de ruidos de que aquél es capaz. Un sólo tambor logra hacerse dueño, de esta manera, de una gama infinita de timbres, lo que hace innecesaria la construcción de nuevos objetos de percusión. Del mismo modo que el teclado, aplicado al sintetizador, somete el ruido a la ordenación melódico-rítmica, la batería lo somete a la organización rítmico-tímbríca que le es propia. La reducción del tamaño de las baterías electrónicas y su mayor rendimiento, son una clara muestra de que la combinación del arte de la batería de jazz con la sonoridad del sintetizador abre un campo de enormes posibilidades para el desarrollo artístico de un elemento, el ritmo puro, que se ha visto frenado en la historia de la música europea, tanto por limitaciones tecnológicas, como por el desprecio con que por ella ha sido considerado.

4. La música invisible: el altavoz.

El nuevo escenario de la pantalla cinematográfica posee unas cualidades propias y diferenciadas, que transforman el modo de percepción del espectador y determinan la forma de la producción artística. De igual modo la música, en la cultura del disco, además de las transformaciones sonoras, propiamente musicales, sufre una profunda modificación en el nivel de la escena. La sustitución del escenario del concierto público por el altavoz traerá consigo, aparte ciertas consecuencias prácticas y utilitarias, un cambio considerable en la forma de la percepción musical y en la propia forma de producción artística.

El disco nos ofrece la música, en primer lugar, como un objeto puramente auditivo carente del soporte visual que caracteriza al concierto. En éste se establece una relación convencional entre la imagen del ins-trumento y su sonido. A cada instrumento contemplado por el espectador le corresponde un sonido, un timbre y una forma de interpretación lo suficientemente definidos, como para que un oyente medianamente adiestrado sea capaz de imaginar una forma para el sonido que escucha.

La música tradicional no es sólo un acontecimiento sonoro. Lo visual, sin ser esencial a la música, impone una interpretación de lo auditivo que conforma su carácter. Parte del arte del instrumentista se expresa en la pulsación muscular del instrumento, en el movimiento de las manos, o en los gestos del cuerpo y el rostro. La avidez del espectador por los asientos que permitan una buena visibilidad, expresa algo más que la curiosidad cotilla de quien se aburre con la música; expresa la necesidad de ver la música a través del gesto. Esta forma de contemplación, con no ser la

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fundamental, se revela como un elemento de gran importancia en el efecto que el sonido produce sobre el espectador.

La imagen del instrumentista es capaz de mantener la atención con mayor eficacia que el mismo sonido, aunque también, por lo mismo, pueda fácilmente distraerla de la escucha musical. La imagen posee mayor fuerza de atracción de nuestra atención que el sonido, por lo que la contem-plación del movimiento de los intérpretes, sobre todo en los instrumentos más espectaculares, como los de cuerda, la contemplación de los contras-tes del diálogo instrumental, de las salidas y entradas en la escena sonora, refuerzan el atractivo de la propia movilidad de la música, son a modo de anzuelos visuales en los que pica el oído con facilidad. Todos hemos experimentado la enorme diferencia en el efecto producido por una misma música, según estemos situados en la sala y de acuerdo con la claridad con que podamos contemplar a los músicos. Los espectadores que antes se duermen en los conciertos son los de las últimas filas.

Todo acontecimiento nos penetra más y nos sujeta con mayor fuerza si es percibido a la vez por varios sentidos. La imagen no sólo nos ayuda a mantenernos despiertos, sino que el grado del goce musical está en relación directa con la atención que le prestamos, pues es capaz también de ayudarnos a percibir aspectos puramente musicales.

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El componente virtuosístico, la retórica de la maestría, se nos hacen con frecuencia más evidentes a través de la vista que del oído. El sonido del violín en sus notas más agudas, por ejemplo, ciertos golpes de arco o el cruce de las manos en el piano, producen en nosotros una clara impresión de la dificultad que desaparece casi por completo si mantenemos los ojos cerradas. Incluso tratándose de sonidos que el oído reconoce en su dificultad, como los pasajes rápidos, la admiración por la habilidad es mucho mayor contemplada a través del movimiento de las manos. La rapidez con que éstas se conducen, el contraste entre la suavidad del movimiento y la dificultad de la ejecución, traducen con mayor eficacia la impresión del oficio que el propio sonido.

Del mismo modo se ven afectados la expresión y el sentimiento musical. El instrumentista y el cantante que expresan en sus gestos y mo-vimiento el alma de la música, están produciendo una duplicación de su efecto a través de la vista. Hay en la interpretación un paso rudimentario de ballet, una figuración y teatralización de los efectos musicales, que aumentan la eficacia sensorial a través de la traducción de lo sonoro al movimiento corporal. El gusto, con frecuencia bruto, del público, amante de los intérpretes teatrales, es una nuestra palpable de la eficacia de lo visual. Obedeciendo a este impulso, el propio director de orquesta acabó por convertirse en una especie de mimo de la música. Con sus gestos exageradamente emotivos transmite al público una representación visual del drama sonoro; y con tal eficacia, que éste, en su ignorancia, ha acabado por ir a ver al director, en la creencia de que todos los hilos de la música se

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mueven al compás de sus manos, como si de un mago o un dios se tratara. Ni siquiera los puristas, que reniegan del director-actor y de la teatralidad interpretativa, son capaces de negar el encanto plástico de la belleza interpretativa de ciertos instrumentos, ni de resistirse a ella.

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El número de los intérpretes, la imagen de un grupo numeroso o pequeño de música en el escenario, se impone al hecho sonoro. La presencia de una gran orquesta, o un coro abundante, anticipan visualmente al espectador ciertas cualidades de lo que va a escuchar, preparando su ánimo para lo grandioso. El auditorio está estimulado de antemano y, cuando llega el esperado efecto orquestal, es afectado tanto por el sonido como por la previsión de lo grande. Es afectado por la imagen del número de los músicos, que se corresponde con su sensación auditiva.

Un mismo volumen sonoro se percibe como mayor si es ejecutado por numerosos instrumentistas que por pocos, si es producido por un instrumento grande que por uno pequeño. Si la sensación visual y la auditivo se corresponden, el efecto se hace mayor, pero cuando chocan se produce una distorsión en la percepción. Se podría crear un experimento en el que una gran orquesta, en lugar de tocar en unión, sirviera para desa-rrollar un hilo musical distribuido en interpretaciones solistas o de pequeños grupos. El choque entre la promesa visual y el escaso volumen sonoro provocaría desorientación, disgusto y desinterés en el espectador.

Pero la función más importante de la imagen en el concierto es la de servir de guía al oído a través del devenir musical, ofreciéndole un eco lejano de la organización visual en la partitura. El combate musical del concerto grosso entre el solista y la orquesta, el diálogo entre distintas familias instrumentales, las variaciones que va sufriendo la melodía al pasar de un instrumento a otro, se perciben con mucha más claridad a través de la vista que a través del oído.

Las buenas grabaciones televisivas de los conciertos potencian al máximo esta cualidad de la imagen. Tras un estudio detenido de la parti-tura, los realizadores, en lugar de darnos un plano general y estático de la orquesta, seleccionan en diversos planos los instrumentos o grupos instrumentales que, en cada momento, soportan el peso principal de la obra. Cuando la realización es de calidad, se comprueba la gran utilidad de este subrayado visual, que nos ofrece una comprensión cabal de la estructura de la obra y, también, fija de un modo desusado nuestra atención al fortalecer con la imagen las variaciones tímbricas, las respuestas instrumentales, el discurrir de la música por los instrumentos. La cámara realiza una función didáctica semejante a la del profesor, que apoya sus explicaciones señalando sobre las diapositivas o la pizarra.

De un modo más imperfecto, pues depende de su situación en la sala y de su agudeza y reflejos visuales, esta misma operación es la que realiza el oyente atento en el concierto. Su goce de la música estará en relación directa con su habilidad para seguir el curso del sonido con la vista.

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El disco destruye por completo la unión perceptiva de la vista y el oído, produciendo importantes cambios en la forma en que lo sonoro es percibido. El sonido, librado a sí mismo, se nos presenta, en todo su encanto y con todas sus limitaciones, como un heredero de la orquesta invisible de la ópera wagneriana: voces invisibles en un espacio indeterminado e ideal.

Todo lo que sucede en escena, trátese de la teatral como de la musical, es un producto artificioso pero su ejecución es real. El actor puede representar al personaje más inverosímil en la historia más fantástica, pero su representación se produce en presencia nuestra, lo que nos convierte en espectadores, no ya de un objeto del arte, sino de una actividad humana. El cine, en cambio, aunque produzca una mayor sensación de verosimilitud, aunque logre representar la acción de un modo más real, nos ofrece la representación a través de fotografías, convertida en objeto, sombras en la pantalla. Cuando acaba la proyección y se encienden las luces nos sentimos como despertando de un sueño, pues no sólo desaparecen el personaje y la historia, desaparecen igualmente el actor y el escenario.

Del mismo modo, la música de concierto, por ello llamada música viva, se ofrece enteramente ante nuestros ojos. Somos testigos de la producción real de la música por parte del intérprete. Lo que escuchamos en la pantalla del altavoz adquiere, en cambio, las cualidades irreales del cine. No, como muchos piensan, por ser el disco necesariamente más artificioso; al contrario, es capaz de utilizar el sonido de la naturaleza y de ser, él mismo, más natural y sencillo. Su irrealidad consiste en la separación del resultado y el autor, en la pérdida de la sensación visual de la ejecución. La música que reparte el altavoz por la habitación nos llega como un objeto sonoro autosuficiente, idéntico a sí mismo y liberado de la relación presente con su creador o con su vicario, el intérprete. Ese rostro de la producción musical que éste nos muestra en el concierto queda oculto en la pantalla del altavoz: escuchamos una música de la que no sabemos, más que por la información, quién la hace, ni cómo la hace. Desprendido el sonido de todo nexo directo con la realidad interpretativa, el altavoz se constituye como un escenario irreal e indeterminado que, como tal, libera a la música de las convenciones de la escena y se vuelve capaz de admitir sin limitaciones cualquier ampliación del horizonte sonoro.

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La desaparición de las ligaduras que unían a la imagen y al sonido supone la pérdida de la contemplación de la habilidad instrumental. Y, perdida su imagen, pierde también parte de su sentido. El virtuosismo tiene un componente espectacular elevadísimo. No procede únicamente de la tendencia natural de todo artista a superar barreras de dificultad, en esa

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especie de constante competición consigo mismo y con los instrumentos que forma parte de la manera de ser del músico y, en general, del arte. Procede también de la tentación de asombrar al espectador, de la necesidad de hacer patente la maestría. Buena parte de los pasajes virtuosísticos de la música tradicional son ineficaces para el oído, pu-diéndose prescindir de ellos o simplificarlos, sin que por ello varíe el efecto de la obra. Sin embargo, tienen un rendimiento retórico grande para la contemplación visual, que queda extasiada ante el espectáculo del combate del arco contra las cuerdas.

En tanto que el concierto en vivo es un acto del intérprete, es imposible imaginar que éste se niegue a sí mismo renunciando a exhibir sus habilidades artísticas. El lucimiento del instrumentista o el cantante, así como el del actor, son exigencias constantes del espectáculo que se produce en directo. La desaparición del intérprete en el disco, el ocul-tamiento del proceso de producción sonora, hacen perder importancia a los aspectos más llamativos de la interpretación, hacen innecesario el virtuosismo, tal y como lo entiende la tradición, pues el sonido deja de poseer referencia inmediata respecto al músico que lo produce, tendiendo a confundirse en el todo sonoro como resultado de un único acto.

Por la misma razón se pierde la expresividad que la imagen de los gestos del músico incorpora a lo puramente sonoro. La música se ve obligada a expresarse exclusivamente a través del oído. Las diferencias entre el violinista contenido y el teatral, tan evidentes para la vista, desaparecen en la grabación, y su música tiende en ella a igualarse por la poca finura de nuestro oído. Pero esta pérdida queda suficientemente compensada, pues el disco pone al alcance de la música medios mucho más eficaces que los tradicionales para obtener una expresividad exclusiva-mente sonora.

En el cine, el virtuosismo del actor y su expresión gestual entran además en conflicto, a veces, con el modo de ser del nuevo escenario. El actor no precisa, e incluso no debe, subrayar su arte; no necesita amplificar la expresión gestual de sus emociones sobreactuando; la nueva cultura del actor tiene otras formas más eficaces, aunque más simples en apariencia, para lograr los mismos objetivos. Lo que en el teatro resultaba de una exigencia del modo de ser del escenario, en la pantalla sobra por mostrarse como un exceso redundante.

El disco choca con frecuencia, del mismo modo, con esa forma de ser de la música antigua, pero se libera más fácilmente de ella por la ausencia de imagen. La tendencia casi obligada, en la evolución de la música de partitura, hacia el virtuosismo y el aumento del número de notas, pierde su sentido en un escenario para el que no resultan tan apropiados. La sencillez, la simplicidad, no se sienten como carencia en una pantalla de la que está ausente el intérprete, ni en una cultura como la del disco, que dispone de otros y más diversos recursos, cuya variedad contrasta con el convencionalismo orquestal, necesitado de recursos de escritura o puramente interpretativos.

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La atención se resiente de algún modo con la pérdida de la imagen. Si la atención auditiva es de por sí débil, la desaparición de la imagen ha de provocar mayores dificultades para aquélla. Adorno se ha hecho eco de esta nueva forma de ser de lo musical al criticar ferozmente la escucha inatenta, esa forma de consumo musical propia de la actualidad. Más familiarizado con la distribución radiofónica que con el disco, atribuye el mal del consumo musical a la forma de ser del hombre actual, a las exi-gencias del consumo capitalista, fomentado por los intereses de la industria y propiciado por los medios de comunicación de masas. En efecto, tanto la música clásica grabada como el disco se han convertido, en nuestra práctica social, en nuevas formas de música ambiental, aptas para rellenar sonoramente el fondo de otras actividades, en el ocio como en el trabajo.

Mucho de verdad hay en su crítica, pero, aunque la moderna civilización ha llevado estas formas de escucha inatenta a extremos paroxísticos, Adorno olvida, en primer lugar, que la escucha inatenta no es un fenómeno esencialmente nuevo más que en sus proporciones, y que, por el contrario, parece haber sido una forma normal de escucha en casi todas las épocas. Y, sobre todo, confunde las causas del fenómeno al atribuirlas principalmente a aspectos extramusicales, cuando la dificultad de la aten-ción forma parte de la manera de percibir el sonido. La falta de atención en la escucha hay que atribuirla prioritariamente a la propia naturaleza de la música, y en particular a la instrumental, que ofrece escasos apoyos a un sentido poco dispuesto a atender, el oído; tal dificultad natural se ve agravada por el estado de la música en el disco, a la que se le roba el más importante asidero de la atención, la imagen del músico que la produce.

Siendo esto cierto hay que decir, sin embargo, que la retórica del disco contiene elementos, como el volumen o la riqueza tímbrica, que se ofrecen como nuevos asideros eficaces para la atención. La principal tarea del músico, en toda época, ha sido la de captarla, e, independientemente del talento de cada uno, la nueva cultura ofrece para ello nuevos recursos más eficaces y basados exclusivamente en la organización sonora. La atención, ya que no por completo, depende en su fundamento del arte del músico, que ha de luchar contra las limitaciones de su medio.

El disco, reducido al sonido, ofrece las condiciones para que la atención se purifique y tome como único objetivo el producto musical. Si la imagen del instrumentista en el concierto la fija con facilidad, también es cierto que su propio poder tiene una consecuencia negativa, que el capricho del ojo o el protagonismo de un músico dirijan la atención a un sólo punto del espectro musical, viéndose impedida, por lo mismo, una escucha general y panorámica. En un concierto para violín y piano, por ejemplo, la parte del último se hace menos presente que en la grabación correspondiente. El altavoz entrega la música a nuestra atención más entera, formando un bloque sonoro en el que se hace mas difícil atender a aspectos parciales separados.

Por último, el disco equilibra las dificultades de la atención al ofrecernos la posibilidad, enteramente nueva, de la repetición. El uso corriente del disco, que supone una escucha repetida infinidad de veces,

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produce el efecto de una especie de atención promediada por la que, en sucesivas escuchas, se van captando nuevos aspectos que anteriormente habían pasado inadvertidos. Las condiciones de distribución de la música a través del concierto hacen, de algo tan importante en música como la re-petición, un hecho excepcional. Por lo general el concierto se ha nutrido siempre de obra nuevas pues, entre otras razones, el público suele huir de las repeticiones; y ésta ha sido una causa importante en el hecho de que las músicas originales y de difícil acceso en una primera y única audición hayan obtenido menor aprecio del merecido, llegando en no pocos casos a ser malentendidas y despreciadas. El disco, ligado a la repetición, libera a la música de los imponderables que se derivan de la audición única.

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La distinción clásica entre la música de cámara y orquestal se funda en la relación de los sonidos con el escenario. Desde muy antiguo la música se ha dividido en dos géneros antagónicos, la música apropiada para el salón de la casa familiar o el palacio, y la música que se realiza al aire libre y, más tarde, en la sala de conciertos. Las dimensiones de la cámara y su carácter de espacio privado que forma parte de lo cotidiano, condicionaron el carácter y las dimensiones de la música que sonaba en ella. La música de cámara es, así, una música más intimista y reflexiva, una música que usa de pocos instrumentos que, además, se caracterizan por su timbre suave, dulce y por su pequeño volumen sonoro, como la viola, el clave, la flauta o el órgano portátil. En la Edad Media, en clara referencia a alguno de sus caracteres, se la denominó “música baja”.

Frente a ella, la “música alta”, adecuada para los lugares públicos, como las calles, los atrios y pórticos de iglesias y catedrales o, en épocas más recientes, el teatro y la sala de conciertos. El carácter público de esta música admitía lo pomposo, lo grandioso, el lujo, y el espacio sonoro era apto para los grupos instrumentales numerosos y para la utili-zación de instrumentos “altos”, de mayor volumen sonoro y timbres más ásperos, como el clarín, las trompetas o la percusión.

De modo semejante, la música se ha visto sometida a otro tipo de convenciones, impuestas asimismo por el escenario. Se trata de las especies musicales surgidas de las formas de uso: la música religiosa, la música ceremonial, la música de baile y otras.

Todo espacio natural impone un carácter a la música, pero el nuevo espacio del altavoz, como espacio ficticio que es, no posee carácter propio, por lo que es incapaz de introducir determinaciones en la forma sonora. El altavoz se revela como un escenario indeterminado que propor-ciona cabida a cualquier clase de música y a todo tipo de instrumentos. En el disco caben, por igual, lo íntimo y lo grandioso, lo suave y lo pomposo, lo grande y lo pequeño. Tales convenciones, nacidas de la escena natural, pierden en él todo su sentido.

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La indeterminación escénica del altavoz no influye únicamente sobre el carácter musical y el tipo de instrumentos que intervienen, sino también sobre las propias dimensiones del escenario. Dimensiones que vienen marcadas por el tamaño del escenario, por el número de espec-tadores y, sobre todo, por el número de músicos. La escena del concierto es un espacio homogéneo, estático y convencional que se impone desde el comienzo como una premisa del espectáculo. No existe en ella una transición fácil entre la música de cámara y la música sinfónica.

La convención escénica se ve afianzada por la relación existente entre la sensación visual y la auditiva: la música de concierto busca, en su lógica, una similitud y homogeneidad entre el volumen sonoro y el número de los instrumentistas. Su tendencia es emplear el mayor número de instrumentos presentes en todo momento.

El disco, perdida la referencia visual y espacial y, por ello, la relación existente entre el sonido resultante y el número de las fuentes sonoras, se convierte en un espacio de dimensiones variables, capaz de agrandarse o empequeñecerse sin trabas a lo largo del decurso musical. Nuestra percepción, exclusivamente auditiva, se adapta sin condiciones previas a la forma que en cada momento adopte el espacio sonoro, pues no puede esperar de la música que se pliegue a ninguna convención identi-ficada de antemano. En la escucha de un disco podemos vernos sorpren-didos por la aparición momentánea de una gran orquesta o un coro, por la introducción de la sirena de un barco o el sonido ambiental de un bar, sin que los percibamos como elementos ajenos y extraños que chocan con una forma predeterminada del espacio musical. El disco, como el cine, es libre de llevarnos a cualquier parte.

Al tratarse de un espacio irreal e indeterminado, formado exclusivamente por las figuras que en cada momento adopta el sonido, queda libre de toda convención, trátese del número de instrumentos, del carácter de éstos, de su combinación o de cualquier otra cosa. Los instrumentos entran y salen, (en el concierto suenan o callan), y pueden no volver a aparecer, pues, no estando ligado el sonido a su imagen y la del músico, el oído no responde a las exigencias que le presenta la vista.

Lo que no suena en el altavoz, no posee ninguna forma de existencia. Puede volver a aparecer, puede surgir algo inesperado, pero siempre obedeciendo exclusivamente a los requerimientos auditivos y a la voluntad artística. En el concierto, lo que no suena está callado y existe de alguna forma, exigiendo intervenir de nuevo en algún momento. Lo que está al margen de lo sonoro, por el contrario, carece en el disco de forma alguna de presencia.

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El mal llamado relieve sonoro, pues el relieve hace referencia a la percepción de la profundidad, inexistente en las formas usuales del concierto, esa cualidad del sonido vivo que consiste en una cierta per-cepción espacial, producida por el hecho de que las distintas fuentes sonoras están situadas en distintos lugares en el espacio, desaparece en el altavoz. Este suprime esas pequeñas diferencias espaciales y reúne todos los sonidos en un punto.

Es preciso reconocer de antemano la escasa importancia de esta pérdida. Las diferencias en la situación espacial de los sonidos son mucho menos importantes que la percepción de la profundidad y la dirección de los objetos y actores en el teatro, pues en éste el movimiento corresponde al carácter de determinados objetos. El cine, que representa la acción en dos dimensiones, no parece haberse resentido de la pérdida del relieve teatral. Sin embargo, el conocedor musical, adiestrado en pequeñeces, se comporta de un modo excesivamente quisquilloso al exigir una perfecta reproducción en el disco de todos los elementos que concurren en el concierto.

Es cierto que el carácter del sonido, comprimido en el altavoz, cambia en algo. En la audición discográfica de un concierto para dos violi-nes, por ejemplo, la línea melódica de ambos solistas se confunde por la semejanza del timbre y tesitura, y el que escucha, si no conoce de antemano la partitura, no conseguirá distinguir con facilidad cuándo toca el uno y le responde el otro. Incluso una distinción más clara, como la que existe en el diálogo del concerto grosso entre el solista y la orquesta, queda desdibujada para un auditor poco ducho. Es significativo, sin embargo, que la fácil identificación de tales diferencias en el concierto se debe menos a la percepción espacial de los sonidos que a su identificación visual. Quien lo escucha con los ojos cerrados se presta a una confusión semejante a la que se produce en el disco.

La tecnología discográfica, atendiendo a los demandas de los más exigentes, ha tratado de imitar ese carácter espacial de la música en vivo, el relieve sonoro, por medio del procedimiento estereofónico. Este está hoy día suficientemente extendido y desarrollado, pero topa con di-ficultades prácticas para conseguir su objetivo. Para que se produzca la sensación de relieve no basta con poseer un par de altavoces y un disco grabado al efecto; es preciso que tanto los altavoces como el oyente estén colocados en una determinada posición que nunca se cumple en la práctica. La percepción de la estereofonía resulta, al final, tan incómoda e impracticable como la percepción del relieve en el cine o la fotografía. En realidad, la mayoría emplea la estereofonía para escuchar el concierto de un modo igualmente artificial, proviniendo de dos puntos separados en el espacio, de manera que, a menudo, en lugar de sentirnos frente a una orquesta, nos parece estar rodeados por ella.

De todas formas, si en el cine puede parecer importante, por la lógica que le impulsa a la descripción real de la acción, en la música el relieve no es un dato artístico. La situación de los músicos en la escena corresponde al objetivo de la agrupación por cuerdas y tesituras, una agrupación convencional que nunca ha pretendido jugar con las posibilidades creativas del relieve, del sentido de la profundidad o de la

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distancia, como sería el caso de los coros concertantes, spezzati, de los venecianos en el Renacimiento. Aunque el sonido orquestal sea diferente en el concierto y en el altavoz, no existe ninguna razón artística pertinente que pueda servir para valorar una escena por encima de la otra. Si no es útil para imitar el relieve sonoro del concierto, si ni siquiera el intento merecía quizás la pena, el reparto del sonido en varios altavoces pone en manos del músico elementos que no se esperaba encontrar, y cuya manipulación esconde potencialidades creativas. Ha servido para crear un reparto artificial de los sonidos en el espacio. El hecho de situar la voz en un altavoz y la guitarra en otro, el obligar a un sonido a recorrer los distintos altavoces, crea unas dimensiones espaciales de lo sonoro inéditas en la escena del concierto. Pero el juego con todos los recursos espaciales a que se presta la música, repartida en distintos altavoces, no ha sido apenas desarrollado, excepción hecha de algunas obras de música electrónica. El fracaso, por ejemplo, de la quadrofonía, no hay que achacarlo al desinterés del oyente por el tipo de efectos a que ésta se presta, sino a una condición económica de la distribución discográfica. El cine, de uso colectivo y público, puede permitirse el uso de diversos formatos, como el cinemascope, que serían inviables si su distribución se canalizara únicamente a través de pantallas privadas, como la de la televisión.

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Aparte el uso estereofónico, el sonido se presenta en el altavoz formando un todo más compacto, con una clara tendencia a percibirse como si fuera producido por muy pocas fuentes sonoras. De un modo semejante a como las distintas voces de la polifonía se funden cuando son interpretadas al piano, los timbres de las diferentes voces instrumentales que han participado en la grabación tienden a fundirse en la pantalla del altavoz como en un sólo instrumento.

Por las características del espacio del altavoz y la ausencia de lo visual, el sonido adquiere una inclinación inevitable a la pérdida de su identificación instrumental y, por consiguiente, el papel de los instrumentos se verá sometido a grandes cambios.

La personalidad del timbre se mantiene en la música clásica en torno a la forma del instrumento. El convencionalismo sonoro permite a la mayoría identificar timbres como los del piano, el violín o el arpa. Pero, abandonados únicamente al oído, en cuanto un instrumento suena lejos de su forma convencional, o en los extremos de ella, incluso los entendidos caen en la confusión de los timbres. El violín se confunde en las cuerdas más bajas con la viola, el saxo tenor, en sus sonidos más agudos, con el contralto. Sí además hacemos sonar a los instrumentos de forma desusada, su personalidad se pierde por completo. Así, de la obra de Penderecki "Polymorphia", sólo en el concierto podremos saber que es interpretada con instrumentos de cuerda; su audición en el disco nos entrega unos sonidos para los que nuestro oído no encuentra referencia instrumental alguna.

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En el nuevo escenario del disco la individualidad sonora, la refe-rencia instrumental, tiende a perderse en la globalidad del resultado sonoro de la misma forma que el sonido individual de cada violín se pierde en el instrumento general de la orquesta. El estado del sonido en el disco nos inclina al desconocimiento de las fuentes del sonido e incluso al desinterés. El sonido vale por sí mismo, por su pura forma sonora, y, sin referencia instrumental, los sonidos individuales pierden su existencia en favor del sonido resultante en que se agrupan. Por ser la cultura del disco meramente sonora y no instrumental, las fronteras tímbricas tienden a confundirse y las convenciones clásicas pierden su sentido.

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Por lo mismo, las jerarquías sonoras propias de la música tradicional, basada en el uso prioritario de ciertos instrumentos, como el violín o el piano, desaparecen. Tales jerarquías tenían su fundamento en la ligazón existente entre el sonido y su articulación. Al ser el sonido de la guitarra, la trompeta o el violín inseparable de su particular forma de articulación, las posibilidades interpretativas de determinados instrumentos hacen que se imponga su sonido.

La electrificación y el sintetizador hacen que el sonido se independice de la articulación. A la misma forma y posibilidades interpretativas que ofrecen los teclados, con su particular pulsación, o la guitarra, a través de la disposición de sus trastes y cuerdas, se le pueden aplicar diferentes timbres que se convierten de inmediato en objeto de selección y manipulación artística. Un sonido no vale ya por las cualidades interpretativas del instrumento que lo hace sonar, sino por sus propias cua-lidades sonoras y por la función que juegue en el entramado de la obra. Sólo en un arte musical basado en un pequeño repertorio tímbrico, y en el que sonido y articulación vayan unidos en la forma del instrumento, se puede crear esa adhesión a un timbre concreto y una jerarquía sonora que distinga, como en tiempos de Luis XIV, los instrumentos nobles, los de “La cámara del rey”, de los instrumentos plebeyos, los de “La cuadra”. En el altavoz el sonido tiende a perder su nombre y, confundido entre una multitud, a convertirse en puro dato sonoro con cuyo color construye libremente el músico su obra. El espacio del altavoz y las transformaciones instrumentales convierten a los sonidos en algo semejante a los colores pictóricos, de fronteras inseguras y de valor previamente indeterminado.

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La separación que se produce en el altavoz entre sonido y fuente sonora, la pérdida de la definición de las fronteras entre distintos timbres, facilitan la homogeneización del ruido con el sonido musical. En cuanto el sintetizador se hace capaz de articular musicalmente el ruido, el

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ruido no articulado se encuentra en una situación de homogeneidad sonora que le hace admisible acústicamente. El ruido sintético no resulta extraño, pues se sitúa entre sonoridades emparentadas.

En el escenario del concierto el ruido choca, acústicamente, con las sonoridades naturales y convencionales de la orquesta, pero también choca por su oposición de carácter. El ruido natural se opone al artificio instrumental y éste al ruido sintético. En el concierto, más allá de las diferencias acústicas, se presentan como contradictorios en el plano visual. Si imaginamos una orquesta a la que se añaden máquinas productoras de ruido, relojes, timbres o cualquier otra cosa semejante; si introducimos ruidos naturales grabados, una tempestad, una conversación, la rotura de un vaso, el choque visual que se produce entre lo natural y lo artificial es enorme y saca al arte de sus casillas. La realidad visual de la interpretación no admite como elementos homogéneos los ruidos producidos artificialmente mediante máquinas o grabaciones. Tal cosa se percibe como una intromisión. La vista es muy sensible a la diferencia que se establece entre la música viva, que están produciendo los músicos, y los sonidos que se asemejan a la manera de ser del mundo artificial, que se presentan como objetos.

Basta que la música se distribuya a través del altavoz, donde pierde las referencias visuales de la producción sonora y del presente, para que esas diferencias se disuelvan en una misma irrealidad. La fusión, por ejemplo, de una conversación con el sonido conocido de los violines, del piano con el sonido del viento, se hacen posibles en el espacio no real del altavoz, donde, en lugar de chocar entre sí, aúnan sus capacidades expresivas enriqueciendo la música. El altavoz convierte toda clase de sonido en un objeto que ha sido previamente construido en otro lugar y en otro momento. La irrealidad del sonido en el altavoz, la separación que introduce entre la creación y la audición, tiñe con su carácter a todo sonido, igualándolo a los demás en un mismo modo de ser, soñado e invisible.

5. El volumen: el tamaño de la música.

El espacio sonoro del altavoz tiene entre sus características diferenciales una muy llamativa, el volumen sonoro. Si algo distingue con claridad la cultura del disco de la música instrumental es, junto con el timbre, la amplificación del sonido.

El tamaño en muchas artes, como la arquitectura, la pintura o la escultura, es el resultado de un proceso artístico, por lo que la obra grande admira como representación que es de la capacidad del arte y el artista. El tamaño sonoro de la música discográfica, por el contrario, no es fruto de la maestría constructiva, sino una adquisición tecnológica que no añade nada al arte, en tanto que tal. El volumen sonoro no es artístico en sí mismo, pero el tamaño posee unas cualidades retóricas, primarias y preartísticas, que tiñen la obra y potencian los efectos del arte, más allá de su propio poder de persuasión.

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Actúa, en primer lugar, atrayendo la atención y facilitando la concentración. El tamaño, ya que no el único, es uno de los elementos que sirven mejor para fijar aquéllas. Todo lo grande nos atrae y nos impulsa a un examen más detenido, independientemente de su belleza y de su valor artístico. En el museo, son los cuadros de mayores dimensiones los que reciben más visitas; los animales grandes, los más conocidos y con más detalle examinados por los niños; los edificios de gran tamaño, los mejor recordados de nuestra visita a la ciudad.

Una mayor atención no añade nada a la obra, pero sí a la percepción de ésta por parte del espectador. La atención y su mantenimiento son las condiciones básicas del goce estético, y el artista trata siempre de captarla dándole interés a su arte pero, también, aprovechando las cualidades retóricas que puedan hacerlo más llamativo.

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Si el arte precisa de la atención para producir sus efectos, la contemplación necesita del arte para mantenerse interesada. El tamaño afecta directamente al arte como al resto de los objetos de ]a naturaleza, proporcionándole una mayor eficacia, un mayor poder de sugestión y encantamiento. En el fondo, todo arte es el resultado de una amplificación de sensaciones que en la vida ordinaria se dan tan menguadas, que no llegan a afectarnos conscientemente. El arte, multiplicando su tamaño, haciéndolas destacar del ritmo cotidiano de la existencia, logra que nos sacudan y conmuevan. Y esto lo realiza tanto a través de lo cualitativo, co-mo a través de la mera cantidad, en el tema como en la forma.

Del mismo modo que, frente a los pequeños dolores, alegrías o tristezas que pasan por nosotros sin modificarnos, un gran dolor o asombro dan un vuelco a nuestro espíritu y dejan huella en nuestra memoria, el arte ha buscado siempre, desde antiguo, conmover a través de lo grande. La grandeza interior, por supuesto, los personajes heroicos, los grandes dramas, lo trágico, lo ejemplar. Pero también a través de la grandeza exterior, la exuberancia, la exhibición, el lujo. El arte, al menos en las épocas que llamamos doradas, ha buscado siempre la producción de objetos de gran tamaño, cuya grandeza externa correspondiera a la interior y la hiciera visible.

Los grandes edificios, construidos para realzar el poder y la dig-nidad de reyes y bancos, o para representar la omnipotencia de la divi-nidad; las estatuas y las pinturas, dispuestas para magnificar al retratado; las grandes palabras de Shakespeare, Calderón o Víctor Hugo, que describen lo más hermoso y terrible de la existencia humana; los ejércitos corales de Bach o Haendel, son todos muestras de lo que podemos hallar en las más diversas artes, épocas y civilizaciones.

El tamaño, sólo, es capaz de producir un efecto de seducción y admiración muy semejante al que proviene del arte. En muchas obras nos resulta difícil discernir qué hay de bello aparte de la grandeza. Reduzcamos el tamaño de las pirámides egipcias. ¿Qué queda del asombro que nos producen? Imaginemos las gigantescas estatuas de los templos de Karnak

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y Luxor, o la estatua de la Libertad neoyorquina reducidas a tamaño natural. La mayor parte de su encanto desaparece. El tamaño, por sí solo, tiene un componente afectivo grande, una capacidad tal de golpear en nuestros sentidos, que se puede decir que la estructura de nuestra admiración tiene en él una de sus condiciones básicas.

Hasta tal punto es así que, inconscientemente, el gusto estético clasifica las obras, previamente, de acuerdo con el tamaño. La literatura aprecia menos el cuento o el artículo periodístico que la novela. Las estatuillas y las joyas poseen un valor secundario frente a la gran escultura. La sinfonía oscurece al cuarteto de cámara y a la canción.

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Pero el efecto del tamaño es relativo a la tradición artística en que se inscribe y al mundo que le rodea. Todavía somos afectados por la grandeza de las antiguas catedrales y palacios, pero somos incapaces de imaginar el efecto que debieron causar en su época, cuando las dimensiones de las ciudades y la altura de sus edificios contrastaban enor-memente con ellas.

El mundo ha ido creciendo. El crecimiento de las ciudades ha dejado pequeñas a las iglesias y a las murallas; las grandes estatuas ecuestres pasan casi desapercibidas en medio del tráfico y rodeadas de rascacielos. Su tamaño nos afecta mucho menos que cuando fueron construidas. La inflación sensorial, producida por el crecimiento de la civilización, nos impide gozar plenamente de una dimensión que formaba parte de estas obras.

Para obtener efectos similares, el hombre moderno necesitar de un crecimiento paralelo del tamaño de la obra de arte. Hoy nos asombran los rascacielos, las altísimas torres de la televisión, los puentes gigantescos, las estatuas colosales. En un mundo hipertrofiado, como el nuestro, sólo el colosalismo nos trae una impresión semejante a la que acompañó al arte en épocas más antiguas.

Este poder retórico del colosalismo lo han comprendido bien las artes útiles, como el comercio y la política. La propaganda comercial, con sus grandes anuncios luminosos o los gigantescos carteles de las vallas. La propaganda política, con sus espectaculares despliegues electorales o sus mastodónticas paradas militares. Toda la desvergüenza de ciertas políticas comerciales, toda la demagogia de los regímenes fascistas, y aun de algunos regímenes democráticos, usan, casi en exclusiva, de la retórica del tamaño para ejercer su influencia.

Excepto la arquitectura, por lo que tiene de arte útil, las restan-tes artes se han resistido a este impulso; su larga tradición les inclina más bien a lo matizado. Las nuevas culturas artísticas, el cine y el disco, más jóvenes y carentes de sutileza, más acordes también con la atmósfera del entorno, han respondido, sin embargo, a esta exigencia sensorial de la forma de la civilización actual.

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Desde los tiempos más antiguos, el teatro se ha esforzado por ofrecernos figuras mayores que las normales o símbolos de grandeza a través de los artificios a que tenía acceso: los zancos, los zapatos de suelas altas, grandes máscaras o muñecos. Pero el teatro no podía hacerse mayor más que a través de la escenografía. Por ella creció en la ópera, que se convirtió durante casi tres siglos en el espectáculo por excelencia, entusiasmando a los espectadores a través de sus grandes decorados, sus máquinas escénicas y a través de la incorporación del sonido orquestal.

Hoy, en cambio, la ópera es para nosotros un espectáculo de quincalla. Nuestra capacidad de asombro ante los trucos escénicos, el lujo escenográfico, sus decorados gigantes o la potencia sonora de la orquesta, ha sufrido una considerable devaluación. No se trata sólo de una transformación del gusto, que ha dejado anticuados procedimientos y temas, sino de una verdadera insensibilización ante los efectos de su tamaño. Sentimos indiferencia, e incluso sensación de ridículo, allí donde los espectadores del tiempo lloraron, se entusiasmaron, quedaron asombrados o conmovidos. La ópera no se impone más al espectador, asaltándole en sus sentimientos y llevando su espíritu de un lado a otro, sino que éste ha de esforzarse, tiene que aprender a dejarse conmover, a ponerse en el lu-gar de la ópera, como el padre se esfuerza por entretenerse en los juegos del hijo.

Basta con que el cine reconstruya la ópera, devolviéndole las dimensiones relativas que poseyó antaño, para que ésta cobre vida y nos sintamos de nuevo a merced de la representación. Las óperas reconstruidas, como “Don Giovanni”, por J. Losey, o “La Flauta Mágica”, por I. Bergman, nos devuelven al menos parte de la eficacia de aquél antiguo arte. En la pantalla, los personajes se hacen menos acartonados y cobran nueva fuerza y vigor; se vuelven más convincentes y nos dejamos llevar fácilmente por convenciones que, vivificadas, lo son menos. El cine, amplificando el sonido de la orquesta, amplificando el tamaño de los actores operísticos, renueva, en lo que es posible debido a la lejanía del estilo y los temas, la atracción que ejercía sobre el espectador.

El cine nos afecta más poderosamente que el teatro. No sólo por su mayor riqueza estilística sino, sencillamente, porque nos ofrece un espectáculo más grande del que fue capaz aquél. Sobre la pantalla se proyectan personajes gigantescas y los altavoces nos sirven la música a mayor volumen. Además de afectarnos por su mayor verosimilitud, el cine rapta nuestros sentidos por el poder que sobre ellos ejercen el volumen de la pantalla y el volumen del altavoz.

No importa que la película tenga mayor o menor calidad artística, el tamaño de la representación y la oscuridad de la sala hacen que nos sintamos a merced de la acción, indefensos. El espectador se encuentra desasistido, su voluntad flaquea ante el poder del espectáculo, y entra en una especie de trance hipnótico por el que todas las sensaciones le penetran más hondo que en el teatro. El terror, la tristeza, la alegría o la

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angustia, son más profundas y chocan con la distancia de las sensaciones teatrales.

Los teóricos del cine no han concedido apenas importancia a este aspecto, y tienden a pensar que toda su eficacia depende por entero del arte, de su lenguaje y maneras propias. Pero, guste o no, el director cuenta no sólo con su propia maestría, más rara, sino con un recurso que nunca le abandonará, el volumen. Para comprobarlo es suficiente con contemplar un mismo film en los distintos formatos cinematográficos, desde el excesivo cinerama, hasta el diminuto de la pantalla del televisor. La película será la misma; las sensaciones procedentes del arte, las mismas; pero la cantidad, y con ella a veces la calidad de esas sensaciones, disminuirá conforme disminuya el tamaño de la representación. La violencia no será tan insoportable, el miedo no atornillará nuestro estómago de igual modo, nuestra sensibilidad no se agitará de forma tan viva.

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La música también ha sentido desde sus inicios la tentación de lo grande. Cuando ha sido precisa para conducir un ejército en orden y con espíritu de victoria, para realzar las ceremonias, para elevar el ardor patriótico, ha encontrado, incluso en su estado más primitivo, formas de hacerse voluminosa a través del uso de los tambores, del canto en multitud o de la unión de numerosos instrumentos. Todos hemos experimentado la emoción que despierta la más sencilla canción cuando es entonada por la multitud en las procesiones, en las manifestaciones públicas, en fiestas, o en las paradas militares. Y esto incluso, como suele ser el caso, si la multitud la interpreta incorrectamente.

El efecto del tamaño es uno de los más profundos y primeros en el arte de la música. También el más primitivo y el que más desconfianza despierta en sensibilidades educadas, precisamente porque, conocedoras de su fuerza, saben que ante lo irresistible de su poder se nubla el juicio artístico ponderado. Pero no por ser primitivo se hace anticuado y se pierde con el crecimiento de la cultura musical. Al contrario, crece con ella. El volumen sonoro es un fiel servidor de la música, y no la trastorna más que cuando pretende hacerse dueño único de ella.

La evolución de la música ha ido acompañada de un aumento del volumen sonoro. Crecimiento que tiene lugar, por una parte, en el arte de los constructores, de los luthiers, que han tratado constantemente de producir instrumentos cada vez más potentes desde que Orfeo añadió a la lira un caparazón de tortuga inventando la primera caja de resonancia. Las guitarras, laúdes, claves o pianos, han ido aumentando el tamaño de sus cajas para obtener una mayor sonoridad; los instrumentos de metal han ido alargando y ensanchando sus bocinas, y los organeros han dotado de tubos de mayor tamaño y sonoridad a sus órganos.

El órgano es precisamente el instrumento que representa, mejor que ningún otro, el poder retórico del volumen. Sus tubos, en muchos registros y tesituras, poseen una marcada imperfección sonora, y las

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mezclas de los sonidos en sus acordes son, a menudo, confusas; a pesar de todo, hasta el desarrollo del gran cuerpo orquestal, ha sido considerado el rey de los instrumentos. A ningún otro se le ha reservado el calificativo de grandioso. Sus posibilidades polifónicas, su variedad tímbrica y, sobre todo, su enorme fuerza, permitieron a las iglesias frenar y, en ocasiones, detener por completo la introducción de la orquesta en los templos. Sin la plenitud sonora del órgano, comparable a la orquestal, los prejuicios eclesiásticos habrían cedido con mucha mayor facilidad y rapidez.

Aun hoy el gusto que la multitud encuentra en este instrumento, teniendo en cuenta lo anticuado de su repertorio y las referencias litúrgicas de éste, sería inexplicable de no contar con esta buena razón: un órgano llena la catedral más grande y los oídos del auditorio entusiasmado. Cualquier intérprete aficionado es capaz, con sólo pulsar un par de acordes, de producir un efecto que otros instrumentos sólo pueden pensar en conseguir a través del arte.

Ningún otro instrumento ha llegado a tanto, pero la música ha conseguido aumentar su tamaño a través de otro procedimiento, la concertación instrumental, la agrupación y suma de los sonidos. Desde el principio hasta hoy, los grupos musicales se han ido haciendo cada vez más numerosos. El primitivo y pequeño coro de Notre-Dâme, en los comienzos de la polifonía, desembocó en el siglo XVI en las grandes masas cantoras de los coros dobles y triples, acompañados de sendos órganos, tal y como los encontramos en la música veneciana de los Gabrieli o de Willaert. Los redu-cidos grupos instrumentales de las primeras operas y concertos darán paso a orquestas mayores, que alcanzarán proporciones mastodónticas en la música de Mahler o Schoenberg.

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Los coros “Spezzati” de S. Marcos, como la orquesta postromántica son, sin embargo, puntos finales de una evolución en la que la música ha debido luchar contra sus propios límites tecnológicos, que dificultan su escucha por parte de un público numeroso o provocan una distribución imperfecta del sonido. Lo que la tecnología acústica y artesanal, tanto en la construcción de instrumentos, como en la de salas de concierto o teatro, ha ido obteniendo por grados y trabajosamente a lo largo del tiem-po, la tecnología industrial electrónica lo pone al alcance de nuestras manos, perfeccionado y multiplicado. El volumen no es, para el disco o para el cine, un punto de llegada, sino un punto de partida, algo dado de antemano.

La amplificación del sonido en el altavoz ha elevado a la música a una escala sonora desconocida y apropiada al mundo que nos rodea. Nuestros sentidos están hoy repletos de un ruido ambiental, de una contaminación sonora antes inexistentes. El sonido ininterrumpido del tráfico, de la televisión, de las máquinas, ha alterado nuestra percepción acústica. El propio sonido de la banda sonora cinematográfica, donde la

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música nos llega ya amplificada, ha transformado la escala de nuestras sensaciones.

Ya no estamos en condiciones de ser afectados por el volumen de la música orquestal o coral de la misma forma que lo fueron los hombres de su tiempo. Músicas de diferentes estilos y épocas, que poseen en común la pertenencia a una escala sonora semejante, por contraste con la nuestra, son asimiladas por nosotros, como denota el uso práctico que de ellas hacemos, como un todo en el que se confunden las diferencias. Músicas tan distintas como el jazz, o la música de partitura de épocas tan diversas como la barroca, renacentista o romántica, son introducidas por el uso en una misma clasificación. Se trata de música acústica, percibida y consumida como una música tranquila en la que se puede descansar, que no conmueve los ánimos de modo violento y peligroso para el individuo y el estado. Una música de belleza apacible y sana, apropiada para la medi-tación, la ensoñación, y para restablecer la calma en los ánimos. Por una especie de compresión psicológica de los siglos pasados, en esta especie de definición de uso, inconsciente, caben por igual el canto gregoriano, la música cortesana renacentista, los conciertos barrocos, la ópera wagneriana o los “lieder” de Schubert o Strauss.

Sin embargo, nada más lejano a esas músicas que el uso sedante que de ellas hacemos. En ese mundo, tan variado e inmenso, cupieron músicas enternecedoras que provocaron el llanto, músicas que enardecieron y acompañaron guerras y revoluciones, músicas graves y meditativas que impulsaban, en la liturgia, a la contemplación de la divinidad; músicas sensuales que debieron reblandecer la conciencia y animar los instintos, músicas violentas y terribles que estremecieran el cuerpo con escalofríos. En suma, toda la fuerza y vivacidad, toda la capacidad de la música para conmover ánimos. Entre nosotros, sólo contadas personas de especial sensibilidad, o gentes que se hallen en un estado de ánimo muy especial, son capaces de ser afectadas de la misma manera. La gran mayoría, en cambio, recibe sólo sensaciones desleídas, una vaga sombra del antiguo efecto; sensaciones homogeneizadas en las que no caben muchas distinciones ni matices.

Aquellas músicas crecieron y actuaron en un mundo mucho más silencioso y sosegado. Y en él despertaron pasiones semejantes a las que hoy provoca el disco, pasiones políticas o amorosas, sensaciones extáticas o serenas, orgiásticas o reflexivas. El viejo mito de Orfeo, que conquista con su música el amor de las ninfas, apacigua las fieras, capaz de entrar en los infiernos y regresar con vida, es el signo de toda música, no sólo un rasgo de la de nuestros días. Pero ese efecto pierde gran parte de su eficacia en toda música que no es la nuestra. Todo lo antiguo envejece de esa manera, conservando la forma y perdiendo la sangre, al modo de las medicinas viejas que van desprendiéndose poco a poco de sus virtudes y su efecto.

La amplificación del sonido en el disco ha privado de parte de su eficacia a la música acústica de concierto, pero ha situado a la moderna música en una escala sonora apropiada a nuestro tiempo. Del mismo modo que sucede en el cine, el tamaño del sonido en el altavoz produce un efecto hipnótico y extático en el oyente, capaz de afectarle incluso a través de un

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arte pobre y poco elaborado. Un efecto del que la música necesita más que la imagen, por las dificultades del oído para mantenerse atento y ser afectado. La experiencia del entusiasmo que despiertan músicas vacías y músicos sin arte es algo más que una muestra de mal gusto, es la expresión del poder del volumen. Su potencia retórica queda a la vista por medio de un sencillo movimiento: elevar el volumen de nuestro tocadiscos. La técnica nos sirve hoy el beneficio retórico del volumen que, si es condición del arte, no basta sin embargo por sí solo. Sin nada detrás, acaba por demostrar su vacuidad.

6. Los planos sonoros: el montaje de mezclas.

La amplificación de la imagen y el sonido provoca consecuencias más sutiles y ricas que la retórica del tamaño en bruto, esa especie de primitiva energía sexual de la música. La amplificación es también el fundamento del juego de planos.

Amplificar significa, también, la capacidad de actuar mecánicamente sobre el tamaño de un objeto, agrandándolo o reduciéndolo, lo que, resumido en términos de percepción, equivale a acercarlo o alejarlo. La imagen cinematográfica, por el uso de los diversos planos, es capaz de introducir en la pantalla lo más grande por el procedimiento de su reducción, como sucede en el plano panorámico, o de mostrarnos lo más pequeño en el primer plano, por el procedimiento de su amplificación.

Caminando por ambos extremos de lo visual, el juego de planos nos ofrece una enorme variedad de puntos de vista de la realidad, que con-figuran una paleta de elementos visuales inconcebible en el terreno más estático y lineal del teatro. Traspasadas las fronteras del reducido mundo teatral, el cine nos introduce en un nuevo mundo visual, conquistando para el arte nuevos horizontes.

En la escena del teatro, el arte del actor está condicionado por la distancia convencional que impone el lugar de la representación. El es-pectador contempla siempre a los actores a una misma distancia y en una cierta lejanía que le impide ver los detalles, husmear en el acontecimiento. Cuando algo así sucede en la vida real, tendemos naturalmente a acercarnos para contemplar mejor el suceso, participar más intensamente y obtener un mayor conocimiento del hecho. Dado que el espectador no puede aproximarse, el arte teatral ha desarrollado la representación como un simulacro, una imitación del acercamiento. Como el espectador no puede escucharle si habla en un tono natural, el actor desarrolla una técnica que le permite hablar con potencia y claridad. Puesto que el espectador no llega a percibir los rasgos concretos de los gestos, el actor exagera sus movimientos, se maquilla el rostro o usa máscaras para compensar tal limitación.

El arte del actor no consiste pues sólo en la representación; consiste en una forma peculiar de representación que, teniendo en cuenta las limitaciones de la visión del espectador, sustituya los gestos y mo-

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vimientos naturales, ineficaces, por otros artificiales capaces de producir una impresión perceptiva adecuada a la realidad representada. El actor se siente ante el espectador como nos sentimos nosotros ante una persona sorda; y se comporta como nos comportamos nosotros.

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El cine posee una libertad espacial inconcebible para el teatro. Libertad que se manifiesta, con especial claridad y eficacia, en la posibilidad que tiene de acercarnos la imagen a una distancia equivalente a la natural del frente a frente. A tal distancia, percibimos con nitidez los contornos de los objetos más pequeños y los detalles del rostro, de las manos, del peinado o la vestimenta; leemos en los ojos, adivinamos a través de un gesto casi imperceptible, penetramos en definitiva en la persona que tenemos enfrente.

La gran diferencia del cine respecto del teatro, su mayor conquista, es la de haber convertido en elemento del arte toda la enorme capacidad expresiva del rostro humano. El actor actúa en el cine con ligeros movimientos de sus manos, con los ojos, con la sonrisa, incluso con la len-gua; en general, con toda la inacabable gama de gestos, algunos minúscu-los, que en estado natural poseen gran eficacia comunicativa, incluyendo el silencio gestual de los rostros pétreos e inescrutables.

Una vez que se impuso el primer plano, los actores tuvieron que aprender a actuar de una manera nueva, acostumbrándose a adaptarse al nuevo ojo del espectador, la cámara. El teatro podía encubrir, en su lejanía, un falso llanto, una sonrisa desganada, unos ojos apagados, pero el im-pudor del primer plano pone de manifiesto todo lo hueco, lo forzado, lo exagerado. El actor debe ahora actuar de acuerdo con la perspectiva con que va a ser filmado. Si la cámara va a captar el más minúsculo de sus gestos, deberá desarrollar una actuación minuciosa que tenga en cuenta cada uno de ellos.

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El bel canto, el canto operístico, se enfrenta a las mismas limita-ciones de la escena teatral, y su arte se construye en el afán de superarlas. En el teatro de ópera, o en la sala de conciertos, el cantante debe desarrollar un arte diferente del canto natural. Enfrentado a un público lejano, en una sala de grandes dimensiones y acompañado de una orquesta que puede con facilidad engullir su voz, ha de desarrollar una potencia vocal y una claridad en la articulación de las palabras que hagan efectivo su canto.

La voz humana es el instrumento más expresivo de cuantos existen. Sin embargo, el desarrollo de la potencia sonora en el bel canto va, de acuerdo con la naturaleza, en detrimento de la expresividad natural.

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Cuando las circunstancias nos obligan a abandonar la escala normal del habla y nos vemos forzados a expresarnos en un tono superior, experimentamos de inmediato la perdida de la mayor parte de nuestros recursos. Si conversamos en un lugar ruidoso, nuestra charla se inclina, de modo inevitable, a lo informativo, a la frase corta, graciosa, exclamativa. En medio del ruido sólo nos quedan los recursos de mayor volumen, como el grito o la carcajada. La entonación que exigen la persuasión, la seducción, la delicadeza, la expresión de la melancolía, se hace imposible en tales condiciones sonoras. No sólo por la falta de acomodación anímica con el ambiente sino porque, intuitivamente, nos sentimos desprovistos de los recursos necesarios para hacernos comprender, para atraer o agradar, recursos que quedan aplastados por el volumen sonoro que nos rodea.

El canto operístico se encuentra en una situación similar. Obligado a desarrollar el volumen de la voz, se ve privado de inmediato, como el actor, de los recursos expresivos naturales. El arte del cantor debe reaccionar para vencer esa dificultad y corregir esa deficiencia. El cantante es educado en la modulación expresiva de una voz potente, buscando así obtener el máximo de expresividad en una escala sonora artificial. Aprende a matizar en medio de un torrente de voz. Un buen cantante es el resultado de una larga tradición cultural y de una prolongada educación de la voz. Nada tan maravilloso como la suavidad y delicadeza que los mejores obtienen a pesar de la potencia de su voz. Pero, con ser extraordinario lo logrado, es poco frente a las posibilidades de la voz natural.

En efecto, lograda la potencia sonora, el cantante debe abrir en ella un espacio lo suficientemente amplio para que quepan los matices que van del sonido más suave al más fuerte, y es en esa escala artificial donde contruye la expresividad de su voz. Pero, en la artificiosidad del volumen sonoro, el cantante no puede sino sugerir e imitar la expresión de la voz natural, la expresión de los sentimientos. El bel canto busca una traducción, a una escala imperfecta, de la expresión natural. Su arte, aunque busque la descripción de estados de ánimo, aunque haya tendido a un cierto naturalismo, no puede ser nunca realista, porque es esencialmente imitativo. El canto operístico, desde sus inicios, es música que trata de imitar la música del habla.

Sus limitaciones expresivas se ven compensadas, sin embargo, por la capacidad afectiva de la música, su verdadero terreno. La expresión vocal, unida al sentido de la palabra y a la sugestión musical, crea un se-gundo mundo artificial en el que la imitación de los afectos logra una eficacia grande y suficiente. Esta era la pretensión inicial de la ópera, tal y como la pensaron los componentes de la camerata florentina; subrayar los afectos, conmover, dar un mayor relieve al sentido de las palabras. Pero esta pretensión expresiva, sin ser abandonada nunca, sin que se prescindiera del todo del primitivo recitar cantando, quedó pronto oscurecida. El canto operístico tuvo, desde el principio, más interés en imitar al propio arte musical que en imitar la expresividad natural de la voz en la palabra.

Su evolución se dirigió hacia el virtuosismo, hacia el bel canto. No pudiendo imitar lo natural, desarrolló el artificio, las capacidades menos naturales de la voz, mirándose en el espejo de la música instrumental,

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entonces en pleno desarrollo. Si los instrumentos, en particular el violín, trataron de incorporar a su arte las capacidades expresivas de la voz y se pusieron a “cantar”, la voz trató de imitar el virtuosismo instrumental. El bel canto se deleitó, así, en alcanzar los sonidos menos usuales de la voz, los muy agudos o los muy graves; en obtener una potencia sonora que va más allá de su función utilitaria, buscando la admiración; en lograr una articulación basada en la afinación exacta de cada sonido, y en desarrollar una

velocidad que la aproxime a la instrumental, complaciéndose en el uso constante de las diferentes formas de adorno propias de los instrumentos.

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La situación del canto en una escala sonora distinta de la del habla, la prolongada educación de la voz en lo que tiene de menos natural, su tendencia a la obtención de un sonido bello, en seguimiento del concepto de belleza instrumental, convierten a la voz operística en una voz convencional en la que las diferencias individuales quedan oscurecidas por la semejanza de educación, recursos y sonido. Los cantantes no se diferencian por el rostro de su voz, sino por su arte en el maquillaje, por su estilo interpretativo.

Los rasgos que caracterizan a cada voz, a cada individuo vocal, son demasiado sutiles como para construir sobre ellos el carácter distintivo del personaje a representar. El cantante, uniformizado por la educación, no ofrece claros perfiles diferenciadores, por lo que los personajes del drama quedan mejor representados a través de la convención nacida de los distintos timbres y tesituras. El teatro de ópera, si quiere caracterizar vocalmente a sus personajes, ha de hacerlo a través de lo único que le permite la recreación de una personalidad, usando, para los papeles femeninos de las voces de contralto, soprano, mezzosoprano, soprano lírica o del antiguo contratenor, los famosos “castrati”; para los papeles masculinos, de la voz de bajo, barítono o tenor. Así la tradición operística muestra una marcada tendencia a establecer relaciones convencionales y simbólicas entre los caracteres y las voces, relaciones que cambian con los gustos y la época; se encomiendan, por ejemplo, los personajes de los héroes principales al tenor y a la soprano, mientras que la voz de bajo encarna a personajes severos, malignos o venerables. La ópera, en lo que a la representación vocal se refiere, no ha podido ir nunca más allá de un teatro de máscaras.

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El gran pecado de la voz en la tradición del bel canto es el false-te. Este coloca al cantante en una situación de falta de dominio de su propia

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voz, que le impide lograr la perfección en las hazañas antes descritas. El falsete es contemplado como una falta de decisión, de carácter y capacidad en una voz que tiene que asaltar las más altas cumbres del virtuosismo. Pero el falsete es el gran pecado, sobre todo, porque ataca el fundamento de la voz tradicional, la potencia, poniendo al descubierto las carencias de la voz humana cuando se enfrenta al público en un escenario.

El falsete no es, sin embargo, un defecto en sí mismo, ni la voz poderosa y adecuadamente impostada una virtud, más que en el seno de una determinada tradición. En la tradición vocal del teatro Nô, por el contrario, las convenciones exigen la producción de una voz de falsete, gangosa y chillona. La música amplificada usa generosamente del falsete con notable rendimiento; encuentra en él una enorme fuente de recursos que pone al descubierto la amplificación, usándolo, en pro de la variedad, como una forma más de canto, entre otros. En el disco es la voz operística, si no se la integra adecuadamente, la que resulta chocante y, en ocasiones ridícula. En la nueva cultura del disco lo que resulta falso es el bel canto.

Sucede algo parecido cuando la técnica teatral se incorpora, sin adaptarse, al cine. Lo que en el medio teatral resulta necesario para provocar el deseado efecto sobre el espectador, la declamación y la gesticulación, en el medio realista y amplificado del cine se muestra exagerado, sobreactuado, teatral. Hasta tal punto que lo “teatral” se ha convertido en una denominación despectiva que designa tanto el desbocamiento del artificio en el propio teatro, como el choque de los recursos teatrales trasplantados a la ficción cinematográfica o a la vida real.

El volumen de la imagen cinematográfica y, en particular el primer plano, exigen una gran economía expresiva. El poder del primer plano de promover afectos a través de pequeños matices expresivos, convierte la gesticulación corporal o vocal en un exceso. Unos recursos que fueron destinados a provocar efecto en la lejanía han de volverse excesivos cuando el primer plano los aproxima. Su anterior eficacia se convierte en un defecto.

La amplificación de la voz por medio del micrófono transforma en un sinsentido el fundamento de la voz tradicional, la potencia sonora, ha-ciéndola innecesaria. Más aún, la rechaza por redundante. La potencia de la voz natural, amplificada, es suficiente para hacerse audible y, por tanto, para que pueda producir sus efectos. Pero la amplificación no sólo sirve para sustituir la potencia de la voz operística, sino que, al convertir en algo dado, en condición de partida, lo que en la tradición era punto de llegada, objetivo alcanzado a través de la educación artística, el arte vocal queda inmediatamente sujeto a transformaciones. Lo que quedaba oculto en el volumen sonoro, o era inhibido por él, se convierte en elemento del arte.

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Si el disco no comparte la pretensión cinematográfica de reflejar la realidad, puede decirse, sin embargo, que en él la música se vuelve más naturalista por las posibilidades del primer plano vocal. La amplificación que

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proporciona a la voz permite al canto desarrollarse en una escala natural. La voz se reencuentra con su elemento propio, la expresividad natural. El canto se llena de todos aquellos recursos que empleamos usualmente en el habla: el grito, el quiebro de la voz, la sensualidad, la queja, el susurro, la rabia e infinidad de otros matices.

Todos estos afectos, que la ópera sólo conseguía imitar con la ayuda de la música, son recogidas en el disco en un estado realista, carga-dos de verosimilitud y de referencias directas a la realidad. El canto naturalista del disco, sin el apoyo de lo visual, es capaz de transmitirnos una carga de sensualidad y erotismo, un realismo en la expresión de la rebeldía, la tristeza o la melancolía, inéditas en la tradición musical. De algún modo puede decirse que en él se cumple, en su estado más perfecto, el ideal que hizo nacer a la ópera.

El canto, desarrollado en la escala sonora natural, se acerca al habla y permite una fácil transición entre los recursos musicales y los re-cursos del lenguaje hablado. Esto se percibe mejor en los extremos sonoros del grito y el susurro.

El grito representa un extremo de los afectos, el máximo dolor, la máxima pena, la rabia o la cólera, y, como tal, exige un gran volumen para expresarlos. En la ópera tal efecto es imposible y, cuando se intenta, se pierde. El cantante debe dejar de cantar para gritar, tiene que pasar de una música sonoramente voluminosa al nivel mucho más apagado del ha-bla y, en este contraste, el grito suena como si estuviera amordazado. La melodía que acaba de entonar el cantante poseía una mayor eficacia y hondura, y el grito que le sigue, perdido el contraste sonoro que le da sentido en estado natural, suena a falso, revelándonos la grandeza del artificio musical y la pobreza que conlleva en el espacio operístico todo recurso puramente natural. La ópera, que utiliza la potencia sonora en todo momento, como fundamento de su arte, no tiene fuerzas suficientes para alzarse hasta un grito realmente expresivo.

El disco, en cambio, al conservar las proporciones de los sonidos en la amplificación, al moverse el sonido en el abanico natural, más amplio que el artificial del bel canto, permite que la expresión de los afectos extremos, como el grito, mantenga su eficacia.

El choque entre estos dos géneros vocales, canto y habla, se hace patente en las formas semioperísticas que alternan el uso de ambas, la zarzuela o el singspiel. La ópera ha cantado siempre todo el texto, seguramente, por evitar ese efecto desagradable de descenso a la realidad del habla, que le restaba la nobleza que siempre ha buscado. En la ópera no se pueden alternar música y diálogo sin sentir de inmediato la presencia de lo falso.

En la música amplificada, la familiaridad sonora y expresiva existente entre canto y habla permite una más fácil y verosímil articulación entre ambas. Así, el recitado no cantado y rítmico adquiere unas virtudes cuasi musicales que le permiten una fácil integración con la música propiamente dicha; más de uno lo ha elevado a la categoría de estilo. Pero la forma más usual de conexión se establece en un estilo de canto híbrido de habla y música, un tipo de habla estilizado y cercano a la música, o, si se quiere, un tipo de música que se aproxima a la articulación del lenguaje

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corriente, un canto en que la música y el ruido del habla se mezclan, enriqueciéndose mutuamente. Se trata de una forma de canto que rompe por completo con el fundamento de la tradición vocal, la ausencia de ruido y la entonación exacta de los sonidos, y lo sustituye por una entonación variable, en ocasiones resbalada, cercana a la entonación indeterminada del habla. Este estilo, de uso bastante corriente, ha sido magníficamente cultivado por cantantes como Bob Dylan, Lou Reed o Tom Waits. De existir una ópera adecuada a la nueva cultura del disco, habría encontrado en él su forma predilecta.

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La lejanía del actor en el teatro hace que la construcción del personaje sea más esquemática. Si bien el actor es reconocible en sus caracteres individuales, la percepción general que de él obtiene el espec-tador, que lo contempla siempre como una figura completa, hace que el personaje se muestre a través de rasgos físicos poco detallados. De algún modo puede decirse del personaje que no tiene rostro, o que su rostro posee aún las antiguas características de la máscara. La caracterización del rostro, a través del maquillaje, está dirigida más a resaltar determinados rasgos en la lejanía que a dibujar unos rasgos individuales en él; sus gestos, exagerados, tienen como objetivo primordial el expresar en cada momento un sentimiento antes que dibujar una figura gestual.

El primer plano cinematográfico, que no precisa de este tipo de amplificaciones, nos entrega con total claridad el rostro, las manos, el detalle del cuerpo, tanto si son naturales, como si han sido construidos a través de la caracterización del maquillaje. El primer plano del rostro no sólo posee una mayor eficacia expresiva, no sólo confiere al actor una paleta interpretativa enormemente amplia, sino que individualiza, personaliza, da una realidad concreta a los rasgos. En el cine los personajes se convierten en individuos concretos, de los que se nos transmiten muchos de los pequeños rasgos que los conforman. La calvicie del personaje no es una calvicie abstracta, sino que se muestra en sus caracteres concretos; el rostro envejecido y arrugado del teatro, muestra en el cine las diferencias con otras clases de rostros arrugados y envejecidos. Si queremos un arte basado en la verosimilitud de los personajes de carne y hueso, lo individual y concreto debe ser dado a la vista, pues sólo nos diferenciamos en los rasgos particulares y en su combinación. Lo general, ese aire físico que nos muestra el teatro, es aquello en lo que se asemejan muchos individuos. Si el teatro, en su lejanía, nos muestra una vejez más o menos indeterminada, el primer plano se revela riquísimo en su capacidad de ofrecernos diferentes clases de vejez; tantas como individuos.

Más allá de la expresividad que proviene del arte del actor, de la que se ha hablado, el cine encuentra otra forma de expresividad no actuada en la riqueza de los tipos que es capaz de mostrarnos, en la concretización de los rasgos físicos. Una de las maravillas que aporta el primer plano, y en general la amplificación de la imagen, consiste en que

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siempre nos muestra una galería de retratos. A la belleza del arte del actor se añade la belleza natural de los rostros, en su variada multiplicidad. En cualquier película encontramos toda una galería de tipos sociales, per-fectamente descritos a través de la expresividad natural de sus rasgos individuales. El hombre se introduce en el cine no sólo como actor que representa, sino como una realidad natural.

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De la misma forma se conduce la relación existente entre el canto escénico y el canto en el disco. La potencia sonora a que está obligada la voz operística, y la transformación de que ha sido objeto en la larga educación vocal a que es sometida, difuminan al máximo los rasgos individuales de la voz en tanto que se ponen en evidencia las semejanzas. El bel canto tiende a mostrarnos tipos antes que individuos. Es cierto que lo individual nunca puede desaparecer, los cantantes no son intercambiables, pero se estiliza y se mantiene como formas particulares de lo general que predomina. Cada cantante posee unas peculiaridades vocales, que nacen de su constitución orgánica, y unas peculiaridades estilísticas basadas en su particular talento y capacidad expresiva. Pero estos rasgos individuales, sin desaparecer, quedan difuminados ante el mayor poder de la homogeneización a que son sometidos a través de la educación, y tienden a borrarse en la estilización igualadora a que se somete la voz cuando ha de producirse en una escala artificial de volumen sonoro. Por decirlo de otra forma, los cantantes de parecido timbre de voz se asemejan más entre sí en cuanto tales, que como hablantes. Y es que la naturaleza produce siempre mayor variedad en los individuos que crea, que el artificio de la educación, y lo próximo muestra con mayor facilidad la diversidad de lo concreto que lo lejano.

La naturalidad del primer plano del disco pone al descubierto todos los rasgos individuales de una voz, al incorporar en su contorno el ruido que forma parte de ella. Aparte de su talento cantor, cada voz conserva la expresión que le otorgan sus caracteres propios. Como la potencia le es dada al cantante técnicamente, la voz no se ve obligada a salir de su territorio natural, conservando así los rasgos característicos que posee en el habla.

Reconocer las voces de los cantantes de ópera es tarea ardua, reservada a conocedores y expertos. La voz operística se muestra sobre todo como perteneciente a una cuerda; el oyente capta las diferencias de voces no en tanto que individuos musicales, sino porque pertenecen al grupo de las voces de bajos o tenores, de sopranos o contraltos. Más fácil es reconocer los individuos vocales en la música de jazz o flamenca, pues no son voces sometidas a una educación tan homogénea y estilizada. Pero donde el reconocimiento se hace más sencillo, incluso para los aficionados de oído más duro, es en el canto de la música amplificada, en el disco, donde el primer plano descubre, como la fotografía, todos los detalles. La personalidad de ciertas voces discográficas las hace perfectamente

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identificables para el gran público no conocedor. Voces como las de Mick Jagger, Joe Cocker, Janis Joplin o Rod Stewart, por poner ejemplos conocidos, se dibujan de una manera tan clara y con perfiles tan nítidos, que parecieran tener relieve visual. Y al mismo tiempo, la deformación de la voz por medios naturales o artificiales permite a cada cantante construir, a partir de sí mismo, diferentes personajes vocales lo suficientemente diversos como para que, en ocasiones pueda parecer que no provienen de la misma garganta.

Si la ópera fuera un género cultivado por el disco, veríamos con cuánta mayor facilidad los personajes podrían ser representados sonoramente a partir de la personalidad diferenciada de voces del mismo calibre. El realismo de cada voz, la presencia de lo individual serían fundamento suficiente para construir la representación de un personaje. En efecto, en tanto que la ópera convencional agrupa las voces según su especie, el primer plano discográfico nos muestra los rasgos naturalistas de cada voz, produciendo individuos sonoros.

Pero lo importante no es que podamos relacionar fácilmente una voz con un nombre. Lo que importa es que una voz que destaca como individuo lleva consigo una carga expresiva suplementaria que enriquece el arte. Además de las virtudes interpretativas de cada cantante, el disco nos presenta una galería variadísima de personas vocales, naturales o maquilladas por los filtros, ecos y demás procedimientos de transformación de la voz. Así encontramos voces pícaras, iracundas, sensuales, frías, elegantes, afeminadas o ambiguas, en una enorme variedad de tipos.

Si en el teatro y en la ópera la relativa neutralidad de voz y ges-tos se llena con el carácter de cada personaje, en el cine y el disco el individuo conforma al personaje a través de los rasgos personales de su voz y su cuerpo.

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La construcción de la imagen y el sonido por medio del recurso de los planos está relacionada con la transformación del espacio escénico, que se produce en la pantalla y en el altavoz.

El teatro presenta la acción de unos personajes en un espacio inmóvil y de dimensiones limitadas. El actor puede moverse en su interior, puede permanecer en el fondo o adelantarse al proscenio, pero la variedad de movimientos que le están permitidos no llega en ningún caso a la imitación de la profundidad, de las sensaciones de cercanía y lejanía. Al actor no lo tenemos nunca lo suficientemente cerca como para percibir sus sensaciones más íntimas, ni lo suficientemente lejos como para percibirle como un objeto enmarcado en su entorno.

Los diversos planos cinematográficos rompen con esta inmovilidad espacial y con el propio concepto del espacio escénico. En aquellas escenas que se asemejan más a las teatrales, como las que transcurren en interiores, la filmación en diferentes planos transforma el espacio y su valoración. La habitación se amplia hasta convertirse en un

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mundo en el que cada elemento, cada perspectiva de ese pequeño espacio, adquiere nuevas e insospechadas significaciones gracias a la ruptura de la unidad e inmovilidad de la escena.

Cuando la cámara nos ofrece un primer plano de un rostro o un objeto, una parte del todo, el espacio no se reduce por ello, sino que por la amplificación continúa igualmente lleno. Las dimensiones del espacio se convierten en algo relativo a la atención que la cámara fija sobre los objetos. El espacio de la acción deja de ser un dato objetivo, un lugar preexistente; no posee unas dimensiones reales, como las que el teatro le otorga en los límites del escenario, sino que se convierte en un dato subjetivo de la atención: el espacio cinematográfico tiene las dimensiones de los planos de la cámara, no las dimensiones reales de lo objetos filmados.

El plano es el instrumento de la introducción, en la acción, de la dimensión de la profundidad, de las relaciones cerca-lejos. En el primer plano la acción se acerca al máximo y se aleja al máximo en los planos de panorama.

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Las relaciones que se establecen entre la música de concierto y la música del disco son similares.

La orquesta presenta un aspecto sonoro compacto. Su espacio sonoro es el de su volumen instrumental, no captado con claridad por la vista, pero imaginado a través de ella por la costumbre sonora de acontecimientos semejantes. En ese espacio sonoro, variable si se trata de música de cámara o de música orquestal, la música no posee más capacidad de movimientos que la oscilación entre los extremos opuestos del sonido suave y el sonido fuerte. Los instrumentos pueden, en ese espacio inmóvil, salir o entrar, como los actores en el escenario, pero no producir una sensación sonora de la profundidad.

Cuando trata de moverse en la tercera dimensión, cuando, por ejemplo, el compositor desea imitar la descripción de la lejanía y quiere que se escuche de lejos el sonido de una trompeta, no le queda otra opción que situarla fuera del escenario, hacerla sonar en las candilejas. La orquesta produce un juego de sonidos que, por muy variado que sea, procede siempre del mismo lugar, se crea en el mismo espacio inmóvil.

Aunque la cercanía y la lejanía se expresen también a través del volumen, pues lo cercano suele escucharse con más fuerza que lo que está más lejos, la profundidad se percibe sobre todo por efecto de la claridad del sonido y por su tamaño en comparación con el resto de los sonidos. Un sonido lejano suele ser más suave, pero se define por la sensación de pequeñez sonora, por la falta de claridad con que se percibe, por la interposición de otros sonidos más cercanos. La orquesta, apoyada únicamente en los efectos del volumen, podría quizás remedar la dimensión de la profundidad, pero la relación de los sonidos con el espacio vital en que se producen corregiría esa sensación, desvirtuándola.

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Este universo de la profundidad sonora sólo es accesible plenamente al arte a través del juego de los planos sonoros. La lejanía no se imita suavizando el volumen de un instrumento, sino alejando artificialmen-te su volumen natural en el amplificador, o aumentándolo para acercárnos-lo. El disco puede actuar sobre la música como la cámara sobre la escena, aproximándonos a un sonido o alejándonos de él, con lo que las cualidades sonoras individuales varían y la mezcla del conjunto de los sonidos sufre transformaciones en su perspectiva. Contra lo que usualmente se piensa, el verdadero relieve sonoro sólo se introduce en la música a través del disco, en tanto que la música orquestal no ofrece otra sensación espacial que una ligera percepción de la dirección del sonido, derecha-izquierda. Cuando la música del disco se lleva al concierto, podemos comprobar cómo se vuelve de inmediato plana, siendo éste uno de los fundamentos de la inferioridad de la interpretación en vivo respecto a su grabación. Puede decirse que, en tanto que el teatro y el concierto poseen una profundidad real, pero no percibida, el cine y el disco logran una superior verosimilitud a través de la profundidad creada artificialmente por medio de los planos.

Los planos sonoros son posibilitados por la ausencia real de escenario, lo que los hace verosímiles, y a su vez el sonido, configurado en el plano, crea una gran diversidad de escenarios. En el disco se produce una abstracción del lugar sonoro. No nos ofrece más apoyos perceptivos que los meramente auditivos y, por ello es el propio sonido el que, a través de sus dimensiones, crea el espacio. En el espacio del altavoz no existe propiamente silencio. Silencio se dice respecto de algo que está callado: en la orquesta callan unos instrumentos y quedan en silencio. En el disco, el silencio equivale al vacío. Lo que no suena no tiene la cualidad de estar callado, dado que lo que está callado está presente de algún modo, sino que está ausente, esto es, no posee forma alguna de existencia. El espacio sonoro discográfico se crea, se despliega y se transforma, de acuerdo con los sonidos que aparecen y desaparecen, de acuerdo con la forma en que se producen en los diferentes planos.

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La combinación de los planos sonoros sirve, en primer lugar, para independizar a los instrumentos de sus determinaciones acústicas que, en ocasiones, toman la forma de limitaciones.

Para que en la orquesta pueda resaltar la suave voz del oboe, o para que la débil sonoridad de la guitarra pueda hacerse un sitio, es preciso que disminuya el volumen sonoro general. La orquesta se ve siempre en la necesidad de dejar espacio al solista, si no quiere ahogarlo. El músico, al componer, debe someterse a las peculiaridades acústicas de los instrumentos, lo que determina numerosos aspectos de la obra resultante.

La amplificación del sonido y su organización en diferentes planos permite estructurar la música de manera que no quede condicionada por las limitaciones acústicas naturales, por las posibilidades sonoras reales de cada instrumento. Los diferentes planos sonoros potencian a los

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instrumentos o sonidos más débiles o frenan la capacidad de los más sonoros, permitiendo un dominio artificial de las condiciones naturalmente dadas, reequilibrando la jerarquía natural.

Como consecuencia de ello, los más débiles instrumentos acústicos pueden ofrecerse en un plano sonoro semejante al de los más potentes instrumentos eléctricos, o incluso ser colocados por encima de ellos en un plano más cercano. Así, por ejemplo, un primer plano de la guitarra acústica, de la flauta dulce o de la armónica permite valorar sus posibilidades de forma antes inconcebible. Voces e instrumentos no necesitan que el cuerpo instrumental se retire, dejándoles espacio, sino que se incorporan sobre el volumen general, aupados por la eficacia del primer plano. Y no por ello lo que está obligado a alejarse se debilita en la misma proporción. Un sonido en segundo plano no equivale a un sonido suave: la constancia perceptiva nos permite continuar escuchando al cuerpo instru-mental, que se ha alejado, como un sonido voluminoso. La voz o la flauta pueden seguir sonando suavemente sobre un poderoso fondo, pues la or-ganización en planos independiza el volumen del carácter.

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En efecto, la estructura de planos tiene consecuencias más importantes que el dar un protagonismo parejo a los instrumentos débiles y a los fuertes; transforma y crea nuevos espacios sonoros, modifica la propia sonoridad y el valor de los instrumentos, e introduce nuevas modalidades expresivas.

Los volúmenes sonoros naturales, la relación tradicional entre el sonido y la orquesta, quedan profundamente transformados. La costumbre del sonido natural nos ha llevado a establecer la relación entre el número y el volumen, de manera que los grandes conjuntos corales u orquestales representan el máximo tamaño musical, y el solista, el mínimo. La gracia y el dinamismo del concerto grosso barroco se basan en el diálogo musical que se establece entre ambos extremos. El barroco, en general la música concertante, se organiza alrededor de este juego de contrastes de tamaño, un individuo al que periódicamente responde el coro, un sonido suave contrastando con otro potente. La reproducción del sonido en distintos planos trastorna esta clásica relación entre el solista y la orquesta llegando a invertir la situación. Situado en un primer plano sonoro, el individuo musical llega a poseer una mayor fuerza y entidad que la masa.

De esta manera una voz que canta en falsete y suavemente, en un plano cercano, destaca con claridad sobre una masa orquestal que, situada en un plano medio, es incapaz ya de ahogar la voz. Es fácil de comprender que, en estas condiciones la orquesta, sin perder sus cualidades sonoras, puede ser tratada del mismo modo que el acompañamiento de piano o guitarra.

El procedimiento más usado de distribución de planos y el más antiguo es éste. Una voz, delante, que es percibida con total claridad sobre un fondo orquestal, situado en un plano medio. En los discos más antiguos

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lo encontramos ya, pues no necesita del montaje de mezclas, mucho más moderno, sino que precisa únicamente de un micrófono para amplificar la voz.

Pero la profundidad sonora se ha ido enriqueciendo en el disco, llenando el espacio existente entre el primer plano y el fondo, estableciendo una estratificación de planos suficientemente diversa. Escogeré dos modelos que, por el constante uso, se han convertido ya en estructuras convencionales del disco. Uno, el más simple, sitúa en un primer plano la voz; en un plano medio, el grupo instrumental formado por la batería, el bajo y la guitarra; en un plano más lejano, como fondo sonoro, sonido orquestal o sonido sintetizado de una textura semejante a la de la cuerda orquestal. Otro, más complejo, es el que, sobre la misma estructura, introduce una mayor diversidad de planos dentro del plano medio, aproximando el sonido del bajo y la batería, y manteniendo más alejados a los instrumentos encargados de adornar la melodía: el piano, la guitarra eléctrica o acústica y otros. De acuerdo con el desarrollo de la música estos instrumentos, en determinados momentos, se adelantan a un segundo plano, inmediatamente detrás de la voz, y se retiran de nuevo discretamente a lugares más ocultos.

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Si introducimos un grupo de soldados, no muy numeroso, en la escena teatral, ésta se llena y el peso del grupo, de su presencia, concentra la atención. En el cine, un verdadero ejército, reducido en las dimensiones del plano panorámico, se convierte en un fondo paisajístico que no dificulta la acción de los personajes principales, en primer plano, sino que la enriquece con su capacidad expresiva. Tal ejército nos da una impresión mejor de guerra que el teatral, pero no nos estorba, pues no impone su presencia a través del tamaño. Esta virtud de lo lejano de obrar sus efectos dejando libre el campo para la acción de lo más cercano, es lo que aprovecha el cine.

El disco aprovecha de lo mismo a través de los planos de fondo. Un grupo tan absorvente, un instrumento tan fabuloso como es la orquesta, reducida a las dimensiones de lo lejano, pierde una buena parte de sus rasgos sonoros, el volumen sobre todo, y ocupa el humilde puesto de de-corado de la acción principal. Empleada como fondo, la orquesta se nos aparece difuminada y pasa desapercibida a la conciencia del oyente, pero su sonido produce efecto sobre él. No sabemos si se trata de un grupo grande o pequeño, ni qué instrumentos lo componen; incluso, atentos a la música del primer plano, ni siquiera nos percatamos de su presencia, pero conserva rasgos de su carácter que influyen en la percepción de la música que se halla en el foco de la atención.

Coincidiendo con la percepción de los objetos visuales, de acuerdo con la relación cerca-lejos, el fondo musical tiende a mantener una inmovilidad relativa respecto a los sonidos situados en planos más próximos; del mismo modo que, cuando viajamos, las montañas en el

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horizonte nos parecen inmóviles. Este fondo, que suele estar formado con sonidos producidos por grupos instrumentales tradicionales, como la orquesta de cuerda o la sección de viento, o por sonidos de semejante textura producidos por los sintetizadores, sirve al resto de la música de un modo que se asemeja a la función del paisaje en el cine, dando un marco sensorial, una clave emotiva, a la música del primer plano, construyéndole un espacio sonoro en el que pueda desenvolverse. El fondo musical proporciona, por así decirlo, un color básico, un tinte sonoro y emotivo que tiñe toda la música y sirve, en la oposición de su lejanía con el primer plano, para darle profundidad, crear un marco, construir los límites espaciales en los que pueda desarrollarse.

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El que el disco distribuya los sonidos en la profundidad del espa-cio no significa que el sonido sea realmente percibido con un significado relativo a su cercanía o lejanía. Al contrario, el que escucha sólo mediante un esfuerzo consciente será capaz de imaginar a la voz que canta en primer plano como un objeto que se halla más cerca. Sin embargo, el sonido aporta todas las claves sonoras necesarias para ser interpretado en la dimensión de la distancia. Pero tal interpretación necesita del apoyo de la imaginación o de la vista para realizarse adecuadamente. En efecto, si no relacionáramos el pitido del tren que se escucha en la lejanía con la máquina que vemos o sabemos lejos, nuestra impresión no sería la de un sonido lejano, sino la de un sonido pequeño.

El sonido, distribuido en profundidad, no suele tener efectos descriptivos, pero los puede lograr, si es su intento, con relativa facilidad. En primer lugar, mediante el uso de ruidos naturales, que en la vida cotidia-na acostumbramos a integrar en la dimensión de la distancia. De esta for-ma, si montamos sobre la música ladridos de perros lejanos, el aullar del viento o la sirena de un barco, la escena musical cobra de inmediato unas cualidades plásticas inesperadas. El sonido natural conocido llena el oído de presencias, de huellas casi visuales, prestando a la música una coloratura casi cinematográfica.

La descripción de la profundidad se obtiene también a través del significado de la letra. En el momento en que quien escucha es impulsado, expresa o tácitamente, a interpretar los sonidos en la distancia, el valor de su profundidad se impone descriptivamente. En “Tax free”, de Joni Mitchell, por ejemplo, el texto hace referencia crítica a determinadas formas de ser y pensar. En segundo plano, alternando con el canto, se escuchan las palabras de un predicador que simboliza a aquéllas. De inmediato aparecen huellas espaciales: el predicador suena lejano, como un ejemplo de lo que la cantante nos está comentando. Se nos habla de algo y, señalando, se nos dice, “mira, allí está”. La voz del predicador se sitúa en otro escenario, y el contraste espacial introduce un elemento dramático de efecto nada desdeñable.

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Pero la descripción puede obtenerse también a través de medios puramente sonoros. La estructuración tradicional de planos suele responder a la figura de lo que podríamos llamar percepción natural: el foco de la atención musical está más cerca que el fondo, y en éste pueden reunirse un mayor número de fuentes sonoras que en el primer plano. Dicho de otro modo, el solista se sitúa junto a nosotros, la muchedumbre sonora, lejos. Bastaría, por ejemplo, con situar la voz del cantante por detrás de la orquesta para que sonara lejana. En “Moon over Bourbon Street”, de Sting, la voz y el bajo, con la compañía incidental de otros instrumentos, se sitúan en primeros planos; un saxofón, que adorna la melodía, suena al fondo. Si en lugar de él se escuchara a una orquesta o a un grupo de saxofones no sucedería nada, pero un saxófono solista en un plano lejano produce una nítida impresión de lejanía. Suena como si proviniera de otro escenario, como si un músico estuviera tocando en la calle y su sonido se introdujera a través de nuestra ventana abierta, o como cuando escapa a la calle la mú-sica que se interpreta en el interior de un bar. Este contraste claro y descriptivo del lugar, casi realista, proporciona a la canción una ex-presividad, procedente de la densidad espacial y de las sensaciones que renueva en la imaginación, semejante a la que en el cine es producida por el espectáculo de las calles nocturnas vacías, llenas de sonidos lejanos. Una sensación conjunta de soledad, melancolía y misterio.

Pero nada crea mejor un espacio que el movimiento, el sonido que se acerca o se aleja. Nada mejor que una voz cuyo canto se aleja, en tanto que el resto del sonido permanece en su lugar, para crear una sensa-ción de profundidad espacial mucho más expresiva que la que pueda produ-cir cualquier imagen.

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El interés de la música por lo descriptivo es, sin embargo, accidental y, en muchos casos incluso, la creación de efectos de lejanía no responde a un verdadero interés realista, sino al gusto por las carac-terísticas sonoras que provienen del contraste entre lo cercano y lo lejano. Por lo general, la estructuración de la música en planos responde a un gusto formal, puramente musical. Aunque el sonido no sea percibido por el oyente en la dimensión de su distancia, adquiere sus peculiaridades sonoras; pierde el significado, pero conserva la expresión de su retórica.

De un modo muy general, y por anticipado, debe decirse que el contraste sonoro cerca-lejos, forjado en la distribución de planos, contiene una riqueza formal y ofrece un interés semejante a los contrastes clásicos, el que se produce entre los sonidos fuertes y débiles, y el que proviene de la pugna entre el solista y el grupo.

Considerada de una forma más concreta, la profundidad del sonido enriquece enormemente la paleta sonora por las transformaciones a que someten al sonido los diversos planos. El sonido suena distinto escuchado de cerca o de lejos, pues la amplificación del primer plano le hace ganar en claridad, pero también expresa la música de modo diferente.

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La guitarra distorsionada, que en un segundo o primer plano produce un efecto directo, violento o agresivo, se hace mucho más sutil y matizada si se la hace sonar en un plano medio. El primerísimo plano de la guitarra acústica, que nos hace escucharla como si estuviéramos dentro de su caja, produce unas amplias y solemnes sonoridades, bien diferentes de su sonido común.

Pero lo que adquiere más valor es la nueva forma en que se conduce la conjunción de sonidos. En “Lady put the ligth out”, de Joe Cocker, se nos descubren todos los detalles de la voz en un primerísimo plano. La voz se hace táctil y nos revela todas sus arrugas y poros, estableciendo con nosotros una inusitada intimidad. En un momento determinado se añade un coro. Canta fuerte, en segundo plano, de manera que no se hace a pesar de ello incompatible con el solista. No es sólo que puedan cantar a la vez coro y solista, lo que es prácticamente inviable en la música de concierto, sino que se suman el valor de cada forma de canto con ello. Al efecto de plenitud sonora propia de los coros voluminosos se añade, en este caso, otro: la voz del solista, manteniéndose sobre el coro, no pierde su personalidad ni su dibujo. El volumen se hace compatible con el detalle, la fuerza impersonal de la masa se enriquece con el matiz in-dividual. Solista y coro, sumando sus fuerzas, permanecen al mismo tiempo unidos y separados.

Si alguien destaca en la historia del disco por la elaboración de sus productos, esos son Pink Floyd. Especialmente en “The wall” y “The final cut (a Requiem for the post war dream)”, sus piezas, organizadas sobre canciones aparentemente sencillas, son el producto de una exquisita y estudiada organización de planos, de donde proviene toda su eficacia musical. Del último de los discos citados escojo, al azar, un par de ejemplos que pueden dar una mejor idea de lo dicho. En cierto lugar, la voz es do-blada por sí misma en plano muy lejano. Se trata de una forma de dúo, im-posible en el escenario del concierto, que crea una sensación de hipnótica melancolía. La voz y su sombra lejana forman una atmósfera de irrealidad soñada, un desdoblamiento en el espacio que se revela enormemente sugerente. En otra parte, la voz se dobla a sí misma en un segundo plano. Pero esta vez la segunda voz no canta. Recita la misma letra en una tesitura baja, produciendo la sugestión de una sombra de la voz cantante.

La inacabable combinatoria de los planos sonoros nos muestra la enorme variedad y eficacia de este nuevo territorio de la música, apenas explorado. O, como sucede en muchos casos, explorado convencionalmente. Si los planos sonoros son usados, a veces, como meros trucos sonoros, creados para el fácil deleite de incautos o para satisfacer la más ruda necesidad de originalidad, también señalan, en las mejores obras, uno de los caminos por donde el disco promete un más fecundo desarrollo.

7. Montaje cinematográfico y montaje discográfico.

Hasta hace bien poco, la grabación discográfica debía ser realizada en bloque. Un sonido así grabado no permite apenas

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manipulación y se presta mejor a la mera reproducción. Si la cinta no hace más que recoger el sonido que tiene delante, la organización sonora le ha de venir dada de antemano. El disco, durante mucho tiempo, no tiene otra alternativa que enfrentarse a la obra ya hecha.

Con la aparición de las grabaciones en varias pistas, el panorama de la producción discográfica sufrirá una completa transformación. Las diferentes pistas permiten una descomposición de la escena musical: en cada una podrá grabarse un sonido o un grupo de sonidos de manera independiente, que, posteriormente, se harán sonar en unión por el procedimiento de mezclar lo que cada pista contiene grabado. Este es el principio del montaje discográfico y la esencia de la nueva cultura sonora.

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Montar significa componer y recomponer lo antes descompuesto. Si lo previamente descompuesto posee ya entidad de obra, el montaje ha de servir a un fin utilitario. Si existe previamente, completa, la obra no ha de esperar del montaje, en general, otra cosa que su limpieza, el quedar grabada en las mejores condiciones posibles.

Tomemos una grabación de música compuesta e interpretada de acuerdo con las condiciones tradicionales del escenario. ¿Para qué le sirve el montaje a esta música, perfectamente organizada y completa? Los modernos equipos de grabación poseen suficiente número de pistas como para que cada instrumento o grupo instrumental puedan ser reproducidos individualmente y de modo aislado, y el proceso de grabación permite que éste quede interrumpido en un determinado compás y se reanude en el mismo punto. Cuando en un pasaje se produce un error, cuando determinado instrumento o cuerda no dan a su interpretación las cualidades requeridas por el director, el análisis del sonido en las distintas pistas y los cortes en la grabación permiten al director aislar ese pasaje, ese instrumento que se ha producido de manera no deseada trabajando sobre un punto concreto de la obra, despiezada, repitiendo la interpretación hasta lograr un resultado satisfactorio. Es lo mismo que sucede con la grabación teatral.

Los cortes en la grabación, el aislamiento del sonido en las diferentes pistas, responden a la intención del ensayo. El montaje le sirve a la música de concierto y al teatro como un perfeccionamiento de la institución del ensayo. Éste no es, en realidad, otra cosa que la forma en que la obra se construye en la tradición oral. El ensayo es un largo proceso en el que, previamente a la exhibición de la obra ante el público, ésta es elaborada en sus partes para, posteriormente, ser reconstruida como totalidad, con el fin de producir la necesaria continuidad lineal de la representación. El ensayo es la única forma de análisis de la representación auditiva y visual que permite el arte en su forma oral. Pues bien, esta misma idea es la que preside la grabación de estas formas de arte. El resultado de la grabación y su posterior montaje es la recomposición de la

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obra preexistente, a la que éste permite una mayor perfección en la representación visual y sonora. El montaje colma así las pretensiones del director musical o teatral que, por fin, puede dominar el resultado final que la institución del ensayo dejaba al albur del momento de la representación. Si el ensayo actuaba únicamente a través de una anticipación de la obra, el montaje actúa sobre la obra real.

La obra gana así en perfección, pero sigue sosteniéndose en sus principios organizadores propios, la partitura o el libro de teatro, la inter-pretación instrumental o de actor. El montaje le sirve únicamente como una herramienta adicional para mejor lograr sus propios fines. Como cuando el relojero desmonta un reloj y, tras reparar la avería vuelve de nuevo a montarlo, la obra se mantiene sustancialmente la misma.

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En el cine y el disco, el montaje adquiere una dimensión diferente y nueva. Montar no significa en ellos reconstruir algo previamente dado, algo completo, sino construir una obra que no existía antes. El montaje convierte en obra lo que se presenta aislado y sin organización. Lo que en un principio era sólo un procedimiento utilitario, se transforma en un instrumento del arte, en el lugar de la modificación de los materiales que se le presentan aislados, en el lugar de la organización final y definitiva de la obra. La creatividad del montaje descansa en esta función suya, el hacer de los trozos un todo, el dar sentido a elementos que no lo tienen sino, a lo sumo, de modo incompleto. En el cine y el disco, el montaje no es un lujo de la obra, sino la condición de su existencia.

En cuanto el teatro pretende dominar aspectos visuales y sonoros que escapan a su capacidad en la representación real y lineal, en cuanto la música crece y busca componer su obra con elementos que queden fuera del alcance de la forma de organización tradicional, el montaje se revela como el único lugar apropiado para la organización de la obra.

Si el teatro pretende introducir la realidad natural en el escenario, si quiere moverse con libertad en las coordenadas del tiempo, se ve precisado a segmentar la representación. Frente a la representación lineal, en el tiempo y el espacio, propia del escenario, donde los actores dan vida sin interrupción a los personajes, la representación en el cine ha de ser necesariamente fragmentaria. Una representación realizada a lo largo de varias semanas, en muy diversos escenarios, y en un orden que no corresponde al de la obra final. Lo teatral, en el cine, no se presenta organizado como obra, sino desorganizado en un montón de segmentos que precisan de una posterior reunión. Esta es la primera función creativa que se le encomienda al montaje, la de dar vida a lo desunido, la de dar sentido a un caos de imágenes y sonidos. Una vez que el arte exige, para ampliar sus horizontes, la ruptura de la unidad interpretativa, necesita igualmente de un procedimiento en el que se reconstruya esa unidad, precisa para la creación de la obra.

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También la música de concierto se produce en la continuidad interpretativa del escenario. Es capaz de presentarse como una obra con sentido completo gracias a la organización que previamente adquiere en la partitura, y a la que da vida sonora la tradición interpretativa. Pero en el momento en que se enriquece con elementos nuevos, incapaces de organización en la partitura y que sobrepasan a la tradición instrumental, la música precisa ser descompuesta en partes y queda librada a la posterior síntesis del montaje. Éste revela sus cualidades como la forma propia de producción de la nueva cultura del disco, una forma que excluye el desarrollo lineal de la interpretación en el tiempo y que, trabajando con elementos segmentados, construye la ilusión de la continuidad en el espacio y tiempo artificiales del disco.

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La ordenación en el montaje de los elementos previamente construidos es un momento del arte de tanta importancia como la elaboración de éstos. En realidad el montaje, como función, está presente de manera inexcusable en la creación de cualquier obra artística. El novelista, el autor de teatro, el compositor, lo son no sólo como creadores de palabras o notas, sino como organizadores de sus mezclas. Lo que sucede es que, en las artes tradicionales, el momento de la creación de los elementos y el de su integración en el todo no se dan separados, sino que forman parte de una misma actividad, escribir, palabras o notas. También el escritor ha de suprimir párrafos o capítulos, porque no se integran bien en el orden narrativo, o los añade y los mezcla con el fin de construir una unidad artística superior a la de la frase. La producción cinematográfica y discográfica, sin embargo, hacen nítida esa distinción en los momentos de la creación, al separarlos temporalmente y por precisar diferentes herramientas y técnicas para la grabación y las mezclas. La separación es tan clara que, en casos extremos, ha permitido que el responsable de la grabación de la representación haya sido una persona diferente de la que se ha responsabilizado del montaje final. Sólo esta diferenciación de los momentos de gestación de la obra puede provocar la pregunta sobre la creatividad del montaje.

El realizador se enfrenta, en el momento del montaje, con miles de metros de celuloide, con una serie de tomas en las que la representación grabada se le presenta como un proceso ya concluido y sobre el que no puede volver. La organización que debe introducir en ese material es dis-tinta de la que es precisa para construir una biblioteca o para colgar los cuadros en una exposición. Las tomas no son obra; debe construirla a partir de ellas escogiendo y desechando, poniendo delante y detrás, en un proceso del que dependen el ritmo general de la obra y la eficacia de cada una de sus partes. Aunque el proceso del montaje no sirva para transformar las tomas, su combinación posee una eficacia artística tan grande como la que proviene de la grabación de la representación.

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Sin embargo, el poder de la organización se oculta con facilidad tras el brillo de los objetos que han sido ordenados. Los afectos que provoca en nosotros una película cualquiera los cargamos siempre en la cuenta de la representación o del argumento. De una manera espontánea y bastante ingenua, percibimos la creación artística únicamente como invención, como el poder de sacar algo de la nada, una imagen, unas palabras, un sonido.

El cine no concibió otra forma de hacer ver el uso creativo del montaje, ante sí mismo y ante el espectador, que obligarle a adoptar las cualidades de la representación. Esto es, emplear el montaje de tal forma que las tomas provenientes de la grabación quedaran sometidas por él a transformaciones. Eisenstein y, de manera más extrema, los cineastas de vanguardia, pretendieron un arte basado en el montaje, un arte construc-tivo que fundamentara su eficacia en la labor manipuladora del director en el laboratorio de montaje. Para ello, la realidad grabada debía ser tratada como un elemento sin sentido propio; había que privar a las tomas de su significado, neutralizándolo, de manera que el significado de las imágenes y su eficacia retórica fueran exclusiva responsabilidad de la manipulación ejercida sobre las fotografías en el celuloide por medio del montaje. Demostraron que la toma del llanto de una mujer adquiría un sentido completamente diferente si se le yuxtaponía la imagen de la muerte de un niño o la del incendio de una casa. Siguiendo esta lógica hasta el limite, la creatividad del montaje se mostraba en que él solo, con imágenes alma-cenadas y sin relación, era capaz de construir una obra cinematográfica.

Teóricos posteriores, como André Bazin o Sigfried Kracauer, discutieron esta concepción del cine, tratando de buscar de nuevo una producción más realista, en la que el montaje dejara hablar a la representación, manteniendo su sentido propio. Un cine en el que el montaje quedara reducido a ser un elemento más de la creación artística, no el vértice de ella.

Pero tales discusiones sobre el concepto y el papel del montaje en el arte no eran, en el fondo, sino discusiones de estilo, la nueva forma en que el cine reproducía en su ámbito la antiquísima dualidad y pugna entre la forma y el contenido. Discusiones que enfrentaban la idea de un arte que lo es por el artificio de la forma, por su poder constructivo, y la idea de un arte que basa sus cualidades en la potencia del contenido, en lo que, aparentemente, le llega al artista desde fuera de él mismo. El mismo eterno enfrentamiento que muestra la historia del arte entre los que conciben la obra como un delicado y paciente ejercicio formal y los que consideran, en el otro extremo, a la forma como encarnación de lo fundamental y primario, los hechos, la idea o el espíritu. Se trata de la misma pugna que enfrentó, en la música, a los contrapuntistas y melodistas, a la novela realista del XIX con las tendencias constructivas de la nueva novelística de nuestro siglo, a la poesía esteticista, conceptista o culterana, con la poesía lírica o realista.

Tales pugnas, sin embargo, se producían sobre un mismo fondo cultural que no estaba en discusión. Los literatos no discutieron nunca la propia escritura, sino el mayor o menor uso de los artificios de que es capaz; los músicos no pusieron en cuestión la partitura y su elaboración, sino la importancia de los recursos propios de ésta. Como ellos, la teoría cinematográfica no hizo cuestión del montaje como centro inevitable de la

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nueva cultura. Estaban en desacuerdo sobre sus formas de uso y sobre el puesto que en la jerarquía del arte cinematográfico debía ocupar, pero coincidiendo todos en la evidencia de sus cualidades creadoras y artísticas, en su notoria capacidad para organizar y transformar la realidad grabada.

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Este consenso, que contempla al montaje, ya que no como centro del arte, al menos como eje de la producción cinematográfica, no se da en el disco. La labor de estudio, las mezclas de sonido, son contempladas por muchos como algo artificioso y antimusical y, lo que resulta contradictorio en apariencia, el disco es percibido como el resultado puro y simple de una interpretación posteriormente reproducida por medios técnicos. Y, sin embargo, puede bien decirse que la manipulación de lo grabado, las transformaciones que en ello introduce el montaje, son de mayor alcance que las propias del cine.

El montaje cinematográfico trabaja sobre las tomas, organizándolas en el montaje de planos y el montaje de secuencias. Por el primero, el cine introduce variedad y dinamismo en una misma escena, descomponiéndola en diversos planos a los que dotará de una organización propia. La escena inmóvil del teatro queda de este modo modificada, al quedar dotada de una movilidad rica y diversificada, al potenciarse su expresión y capacidad dramática y al introducirse valores puramente plásticos que potencian la belleza formal de la escena. Por el montaje de secuencias, el cine transforma el ritmo narrativo del teatro, más pesado, gracias a la agilidad que adquiere en sus movimientos a través del espacio y el tiempo, trasladándose con facilidad de un lugar a otro, de un momento a otro.

Pero las transformaciones a que somete el montaje a las tomas apenas son capaces de afectar al propio material grabado, a la representación de los actores ante la cámara. El cine trabaja a partir de la realidad de las tomas, cuyos perfiles concretos no puede modificar. El montaje cinematográfico es siempre un procedimiento de yuxtaposición, basado en una determinada ordenación de las fotografías del celuloide. Es este orden el que incide en el sentido y en la función de la realidad filmada, y el que le dota de un determinado ritmo. Por así decirlo, las frases le son dadas y él sólo puede dotarlas de una determinada organización sintáctica. La imagen es compuesta, a la par, en la representación teatral y en la forma en que ésta es tomada por la cámara, pero, una vez convertida en fotografía, el montaje no puede intervenir directamente sobre ella. La imagen se convierte, en la fotografía, en un objeto inerte y estable, que sólo admite transformaciones indirectas a través de los diferentes órdenes en que puede ser yuxtapuesta a otras imágenes fotográficas.

El montaje discográfico, por el contrario, no se limita a actuar sobre el orden de las tomas, sino que es una prolongación del acto inter-pretativo. El material es, igualmente, un conjunto de sonidos grabados, pero estos sonidos no tienen el carácter definitivo de las fotografías, sino que

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están aún vivos y son susceptibles de modificación. Lo grabado posee peculiaridades que se van a mantener a lo largo del proceso, pero muchos de sus caracteres son objeto de transformación en la labor de mezclas. Así, por ejemplo, la voz puede ser maquillada con posterioridad a la grabación. En el laboratorio de mezclas, la voz es descompuesta y analizada en sus elementos primarios y modificada por medio de la adición o sustracción de algunos de ellos. Por medio de los filtros, por la aplicación de ecos y otros diversos procedimientos, se puede modificar el timbre de una voz o transportarla a otra tonalidad, incidiendo sobre la velocidad de la grabación; en suma, se puede transformar en poco o en mucho su aspecto tallando el sonido. Tales procedimientos suelen emplearse como trucos para ocultar la fealdad de determinadas voces, consiguiendo embellecer y volver aceptables las voces más vulgares, pero también con el objetivo más noble de crear sonidos inéditos o expresivos de los que las voces o los instrumentos no son capaces por sí mismos. Y lo dicho de la voz puede apli-carse a cualquier tipo de sonido. El golpe de un bombo, por ejemplo, se gra-ba en diferentes pistas con lo que, al hacerlas sonar juntas, resulta un sonido mucho más penetrante y poderoso.

En efecto, multitud de procedimientos y trucos se hallan al alcance del responsable de las mezclas con el fin de proseguir la labor de la interpretación, esto es, la creación del sonido. El sonido grabado consiente posteriores elaboraciones y destilaciones en el alambique del montaje. De tal manera que, ante la música que proviene del altavoz, no estamos en condiciones de distinguir lo que es originado en la interpretación, llamémosla natural, y lo que es producido en el artificio de las mezclas. Si a través de la imagen cinematográfica somos capaces de captar la realidad originaria de la representación de actores, a través del sonido del altavoz no tendremos nunca acceso a la realidad en tanto que tal, sino a una realidad reelaborada.

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Esta capacidad distintiva del montaje discográfico se fundamenta en la diferente condición de los sentidos y de las artes. El mundo visual no se nos ofrece como mezcla simultánea de objetos, sino como un conjunto perfectamente organizado en las coordenadas espaciales. Los objetos no se superponen ante nuestra vista, pues adoptan siempre la forma de un todo jerárquico. El ojo recorre las cosas que tiene delante y, aunque la atención enfoque en cada momento a una, aislándola, la percibe siempre integrada en la totalidad del espacio, formando parte de lo que tiene al lado o detrás. Podemos recorrer los objetos uno a uno, pero nunca podemos percibir un sólo objeto cada vez: el mundo visual está lleno siempre. La cámara, prolongación del ojo, se comporta de la misma manera. Enfoca cada vez a un objeto, se acerca o se aleja de él, o puede percibirlo desde diferentes ángulos, pero no puede separarlo nunca del espacio. La cámara fotografía una porción del espacio en la que podemos distinguir diversos objetos o partes de ellos, pero tales objetos distintos no

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son aislables de su fondo, están atados a él por siempre. Sólo encuentra una forma de analizar los componentes de lo que tiene enfrente, recorriéndolos sucesivamente en el tiempo.

El oído, por el contrario, como el olfato, actúa de otra manera. No existe propiamente un espacio auditivo, los sonidos no están agrupados jerárquicamente ni se pertenecen por sus relaciones. Hablando con rigor, no se construyen sobre el fondo de otros sonidos, sino que su fondo más propio es el silencio, el vacío auditivo.

Los sonidos se perciben tanto mejor cuanto mayor silencio exista. En tanto que el objeto visual posee siempre existencia, el objeto sonoro surge del silencio cuando comienza a sonar. Los objetos sonoros son independientes unos de otros, y raras veces se establece entre ellos una red de relaciones semejante a la visual. Y, al mismo tiempo, los sonidos tienen la capacidad de amontonarse simultáneamente en nuestro oído, trastornando sus contornos respectivos y transformándose en ruido, una mezcla desorganizada e indescifrable de aquéllos. La cinta magnética, mediante el concurso de la técnica, admite la posibilidad de la grabación individualizada de los sonidos a los que posteriormente reunirá en un sonido más complejo. Comportándose así no actúa como el oído, del que es una prolongación, pero sólo puede hacerlo gracias a la independencia de los sonidos. La simultaneidad sonora, tanto la que es lograda en el concierto como la propia del disco, no responde a ninguna estructura natural del espacio sonoro, por lo que su organización ha de ser siempre artificial. Por serlo, no posee otra limitación en la unión de los sonidos sino que éstos se potencien mutuamente en lugar de oscurecerse formando un ruido indiferenciado, esto es, que concierten y sean consonantes.

La imagen responde, por el contrario, a una organización natural. La organización en planos simultáneos de una escena, por ejemplo, el actor en primer plano, los objetos de la habitación en un segundo plano y, lejos, a través de la ventana, el paisaje, no puede sino estar dada a la cámara, que no puede alterarla sustancialmente. Y, por la misma razón, no puede aislarlos, no puede captarlos separadamente y organizarlos a su antojo. La cámara se ve obligada siempre a captar un todo, eso sí, desde el punto de vista que se le antoje.

Dentro de estas limitaciones, también la imagen cinematográfica puede sufrir transformaciones de montaje. Las hallamos en la superposición de la imagen, con el objetivo de simbolizar recuerdos o sueños. Nos las topamos en la mezcla de imágenes realistas con dibujos animados. Y, con particular abundancia, en las modernas técnicas del vídeo y en la aún poco viable imagen computerizada. Sólo en estos casos el montaje interviene en el interior de la imagen grabada y, en el último, es responsable absoluto de ella. Pero, exceptuado el cine computerizado, donde la cultura cinematográfica se aproxima más a la del disco, la actuación del montaje sobre la imagen se realiza sobre toda ella. El vídeo, con toda su habilidad y sus sorpresas, ha de emplear los procedimientos sobre la imagen completa, sin posibilidad de individualizar sus componentes. Pero, en todo caso, cuando el cine se comporta así es porque la imagen es usada con una finalidad diferente a la habitual. Cuando el montaje transforma la imagen real es porque se aleja de sus habituales

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intenciones realistas, como es el caso del vídeo donde, con frecuencia, priman las intenciones puramente plásticas. Un arte que, como el cine, tiene entre sus rasgos distintivos la narración de una historia, exige de la imagen un comportamiento verosímil y, por tanto, aunque pudiera, es ajeno a cualquier transformación posterior de lo grabado. El disco, en cambio, y la música en general, son artes completamente artificiales que no responden en su constitución a ninguna forma de realismo, que no han de plegarse a ningún modelo previo de la realidad. Por ello, la grabación no contiene ninguna realidad que deba ser respetada, ni impone ninguna condición a usos posteriores. Cuando está a su alcance, técnicamente, el disco puede disponerse, sin ninguna clase de escrúpulos, a la modificación de la grabación en las mezclas.

****************************************Con toda la importancia que pueda tener la reelaboración de los

sonidos, su modificación en las mezclas, el disco encuentra su lugar propio en la mezcla de los sonidos, polifónicamente, en el montaje de planos.

Ya se ha explicado antes cómo, con las naturales diferencias que impone la distinta concepción de ambas artes, en sus fines y en las características perceptivas de los sentidos que las sostienen, el montaje de planos formaba parte tanto del disco como del cine. Pero, en primer lugar, el montaje discográfico es, sobre todo, simultáneo, en tanto que el cinematográfico es un montaje de sucesión y yuxtaposición. El cine enriquece la escena atendiendo, sucesivamente, a distintos objetos de su interior o a diferentes perspectivas de ellos. El disco, sin embargo, procede a una estructuración simultánea de los planos, a una organización artificial del espacio sonoro. Ambas son artes temporales, pero su relación con el tiempo es bien distinta. Mientras que el cine tiene como objeto el transcurso, el cambio y sucesión de los acontecimientos, expresando una reacción temporal inmediata, la música cambia, se mueve y oscila, como quien dice, moviéndose en el tiempo, pero permaneciendo la misma. Mientras que en el cine las cosas transcurren y envejecen, la música, como los árboles, está en movimiento constante y permanece al tiempo inmóvil, pues no tiene el objeto de alcanzar una meta. Su desarrollo transcurre en el tiempo, pero su relación con él no es directa y el tiempo no es sentido como tal, sino bajo la forma de ritmo. La simultaneidad es su propia forma, y el transcurso se manifiesta como la forma de dar variedad a esa simultaneidad reorganizada en numerosas y diferentes maneras, como sucede con el caleidoscopio o el paisaje de las nubes.

En segundo lugar, se diferencia del cine en que los diferentes planos sonoros no vienen determinados por la manera de “mirar” de la cámara, sino que proceden de un acto de la voluntad, artificialmente. El oído no posee la cualidad visual de oír desde diferentes ángulos. Capta las distancias y la profundidad, pero, a diferencia del “ojo” de la cámara, no puede oír desde arriba o desde abajo, enfocar o desenfocar, moverse alrededor de un objeto. El sonido no cambia de forma con ello. No posee otras formas de organización que el volumen, la profundidad y, a través de la estereofonía, la dirección del sonido.

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Aunque el disco mantenga algunos de los caracteres de la realidad grabada, como el volumen, sin embargo la estructuración de los sonidos en los diferentes planos sonoros, la introducción de la dimensión de la profundidad y ciertas dimensiones de la dirección, no son propias, ni posibles, de la forma del sonido en estado natural, en el concierto. Los sonidos son grabados en diferentes pistas, independientes los unos de los otros. Una vez reelaborado ese sonido, cuando es preciso, se procederá a la mezcla de todos los elementos. En ese montaje no se reconstruye una realidad previa. Los sonidos aislados no poseen una dimensión significativa completa, ni siquiera recuerdan un tipo de organización previa a la que habían pertenecido; no son casi nada hasta que alguien les da una relación, una posición en el conjunto. El sonido, en el disco, sólo cobra sentido a través del montaje simultáneo de planos.

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El montaje lineal, y en particular el secuencial, sin embargo, no parecen lo más apropiado para el disco. Y esto no por la incapacidad del disco para efectuar un montaje basado en la yuxtaposición, frente al ya mencionado, que se basa en la superposición, sino por no existir una clara adecuación entre el carácter de la música y el tipo de recursos que provienen de aquél.

La necesidad de la narración, de cualquier tipo de narración, obliga con frecuencia a las interrupciones, a las digresiones; le empuja a retroceder a temas o personajes ya abandonados o a adelantar acontecimientos, de manera que una narración lineal y continuada de los hechos se hace rara e, incluso ésta, debe moverse a través del espacio y el tiempo. El montaje secuencial no es un invento del cine, sino que está ya presente en las formas más antiguas de narración, como la novela. Que el cine lo convierta en uno de los ejes fundamentales de la eficacia narrativa, potenciando las cualidades retóricas que se desprenden de sus recursos, empleándolo más allá de su uso utilitario y buscando en él la producción de efectos estilísticos propios, no es sino el resultado de la aplicación de nuevas posibilidades técnicas, inexistentes en el teatro, que potencian la forma natural de la narración por medio del artificio del corte y yuxtaposición en la cinta del celuloide.

Una necesidad equivalente no parece sentirse en la música. En primer lugar porque, desde antiguo, la partitura se ha revelado como un instrumento eficacísimo para articular la organización horizontal de los sonidos, toda forma de desarrollo a través del tiempo. En ella quedan perfectamente ordenadas y señaladas las entradas y salidas de los diferentes instrumentos, las modulaciones a otras tonalidades o los contrastes de volumen. En segundo lugar porque la música no parece necesitar, para cumplir sus objetivos, trasladarse continuamente a diferentes espacios sonoros, ritmos, tonalidades o timbres que contrasten entre sí, de manera que no se acaba de ver la utilidad artística de un montaje de este tipo.

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Sin embargo, el disco es capaz de esta forma de tratamiento del sonido y la emplea constantemente, no tanto con un propósito creativo, sino funcional. Le es útil, por ejemplo, para reducir el número de músicos que intervienen en la grabación, para obtener una interpretación más perfecta, para dar unidad a interpretaciones analizadas y descompuestas en trozos. Pero todo lo que es posible acaba siendo empleado en el arte, bien sea por el puro instinto del juego artesano, por la eterna curiosidad experimental, o por el mero atractivo de lo nuevo, e incluso lo extravagante, que se mezclan de continuo con el talento artístico.

También el montaje cinematográfico, que hoy consideramos su forma normal, chocó en un principio por inhabitual, lo que ya nos resulta incomprensible. Los productores, acostumbrados al tipo de narración lineal del teatro, encontraban desconcertantes y fuera de lugar las mezclas de escenarios y la interrupción de las escenas antes de concluidas. Griffith, uno de los padres del cine, a quien iban dirigidas las críticas por su constante experimentación sobre las formas de montaje narrativo, hizo valer con atrevimiento su voluntad y su instinto respondiendo que, si la novela lo hacía, no veía por qué no había de hacerse en las películas. Quizás, en el futuro, la decisión de un músico nos muestre las posibilidades creativas de un montaje horizontal, de la descomposición e interrupción de la línea melódica, o el montaje de músicas en tonalidades e instrumentaciones contrastantes venga a enriquecer las cualidades y la eficacia retórica de la música con procedimientos nuevos. De momento, su uso, más allá de lo funcional, es excepcional y aislado.

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Sin embargo, el montaje por yuxtaposición se ha empleado de un modo constante en la música electrónica y concreta, en la música electroacústica. Más aún, puede decirse, sin ninguna clase de reservas, que este tipo de montaje es la única forma de organización con que cuenta esta música, convirtiéndose en ella en el instrumento creador por excelencia.

El disco de vanguardia es el único ejemplo en el que se revela con claridad la eficacia creativa del montaje lineal o de sucesión. Sus principios estéticos, la renuncia al instrumento y al sonido musical propiamente dicho, se lo hacen inevitable. Su música es el producto de la organización del ruido artificial, y, cuando incluye sonido instrumental, éste queda despojado de su carácter propio, tendente a organizarse melódicamente, y queda neutralizado y convertido en un objeto sonoro entre otros.

El sonido musical tiene su forma de articulación propia en el instrumento y su forma de organización en la partitura. El sonido de un tubo metálico, como el de la trompeta, es articulado, modificado, por medio de la actuación sobre los pistones, gracias a lo cual es capaz de estructurarse en frases musicales. Pero el ruido, de cualquier clase que sea, se caracteriza precisamente por su incapacidad de articulación. Con el ruido natural de los pasos, de la tormenta, de la conversación, como con el ruido artificial del

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sintetizador, siempre que no se le haya aplicado un teclado o cualquier otra escala instrumental, no podemos construir una frase musical, sino objetos sonoros aislados los unos de los otros. Si el músico pretende introducir una organización en un material de ese clase y convertirlo en una secuencia musical, la única forma de articulación y organización que halla a mano es la de su montaje en la cinta magnetofónica. La grabación de tales sonidos y su posterior yuxtaposición son lo único que le da todo su sentido musical. Los ruidos entran así en contacto mutuo, y establecen relaciones dinámicas cuyo atractivo estriba en las atracciones y repulsiones, semejanzas o contrastes, que se establecen entre sus elementos tímbricos, de volumen o de forma de ataque. Se conforma así un mundo sonoro abstracto en el que el interés musical radica en las transformaciones que los objetos sonoros soportan en contacto con otros, en los choques o armonías que se producen, de un modo semejante a la actuación de los colores y las manchas en una pintura abstracta, o a la actuación de la imagen en los divertimentos experimentales y puramente formales del vídeo.

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“We”, de Luis de Pablo, es un continuo ejemplo de esta forma de montaje. Se trata de una especie de collage musical en el que se entremezclan músicas antiguas y exóticas, como el canto gregoriano, cantos tibetanos, música etíope o músicas de carnaval, junto con ruidos electrónicos o ruidos naturales, como sonidos bucales, gritos rituales, palabras aisladas en diferentes idiomas, todo ello en una abundante variedad. Junto a las mezclas de tales sonidos en diferentes planos, este material es tratado en el montaje lineal, formando secuencias de sonidos que son percibidas de manera semejante a como percibimos los sonidos de la radio cuando movemos el dial. En este proceso de montaje los sonidos adquieren un sentido diferente; pierden sus referencias musicales o significativas propias y se convierten en objetos sonoros que sólo valen en relación al todo, construyendo una descripción sonora de la civilización humana. Las músicas que constantemente aparecen y desaparecen han perdido sus virtudes propiamente musicales, transformándose en signos conceptuales de determinada forma de civilización.

Fuera de este extremo que representa el disco de vanguardia, con su música conceptual y abstracta, el uso del montaje secuencial es de carácter incidental. Los Beatles o, hablando con propiedad, su productor George Martin, que fueron los primeros en desarrollar y elaborar la música en el estudio de grabación, sometiéndola a ambas formas de montaje, han hecho uso del montaje secuencial, con acierto, en piezas como “A day in the life” o “I am the walrus”. Pero no han echado mano de él de modo sistemático, como sucede en el cine, sino introduciéndolo a modo de injerto en canciones que, por lo demás, eran organizadas de un modo más convencional. Y es que, en efecto, el montaje secuencial suele confundirse en el disco con el montaje de mezclas. Aun cuando los sonidos sean organizados por yuxtaposición, suelen percibirse como cambios en el

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interior de una misma escena, no como cambio de secuencias propiamente dichas. Para que suceda esto último ha de transformarse la escena musical como un todo, mediante un cambio completo en la instrumentación, en la distribución de planos o en el carácter de la música. Es lo que ocurre, por ejemplo, con un truco muy usado en la música de discotecas, por cierto que un poco ridículo, como es el tartamudeo de la voz. La repetición rápida de la primera sílaba de la palabra cantada sólo puede obtenerse por medio del montaje lineal del sonido, pero, puesto que sucede sin que se altere la unidad melódica, es percibido como un adorno, semejante a otros, que se produce en el interior de una misma escena.

El uso más frecuente y más claro de esta forma de montaje se da en el principio y final de las canciones, esto es, cuando no existe peligro de interrumpir el curso melódico, mediante el fundido de la música con el ruido. Pink Floyd nos da una interesante muestra de lo que puede conseguirse mediante este tipo de procedimientos en “The Wall”. En una de sus caras han sido capaces de obtener una verosímil sensación de continuidad entre canciones que, de otra manera, habrían parecido discontinuas. El final de cada una se funde con un ruido o encadenamiento de ruidos, conversaciones, risas, sonido de teléfonos u otros, que se funde, a su vez, con la pieza siguiente. El ruido, sustituyendo al silencio, encadena unas canciones a otras sin esfuerzo, de un modo natural, ofreciendo un valor semejante al de las escenas paisajísticas cinematográficas. Éstas ofrecen un reposo a la acción, necesario, y al mismo tiempo revalorizan el vacío de la acción que suponían, en el teatro, los intermedios.

Fuera de este interesante empleo estructural, el montaje no añade mucho más que pequeños detalles sonoros, a modo de adornos que, a pesar del valor que puedan poseer en cada caso, no alteran el discurrir musical ni su organización melódica, y que, en los casos más lamentables, no pasan de ser trucos aptos únicamente para suscitar curiosidad y un cierto asombro ante las posibilidades de la técnica. El disco, aún en pleno proceso de desarrollo, ha avanzado bastante poco por este camino, que posiblemente no sea el más adecuado a la forma de ser de la música, pero que, casi con seguridad, debe ser capaz de ofrecernos mejores resultados que los hasta ahora conseguidos. En todo caso, al observador no le queda más que describir lo que ve y escucha y, si el montaje secuencial ha de convertirse algún día en un primer recurso de la música, como lo es del cine, no será gracias a sus deseos o a su talento profético, sino por virtud del talento, la audacia y la habilidad práctica de los músicos.

8. El disco y el concierto.

Cuando los Beatles graban su disco “Sgt. Peppers”, donde comienza a emplearse conscientemente el montaje, y dejan de aparecer en el escenario de los conciertos públicos, se levantan en son de crítica numerosas voces. Se dice que no tienen capacidad para interpretar en directo la música de sus discos. Puede que, en efecto, su habilidad instrumental dejara mucho que desear, pero esta manera de enfocar la

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cuestión no daba en el blanco. En lugar de dar la bienvenida a una nueva forma de construir, organizar y presentar la música, se les criticó el no poder realizar lo que es de imposible realización: la producción de la música discográfica en las condiciones del escenario tradicional.

Esta confusión del carácter de ambas culturas ha presidido la práctica musical hasta hoy mismo creando múltiples contradicciones, dotadas en ocasiones de ribetes cómicos, y suponiendo, además, un freno constante para el desarrollo del disco. Una confusión en cuyo fondo conceptual ha actuado, de manera constante, la concepción del disco como un elemento de reproducción y distribución, y la persistencia de una idea tradicional de la música, por la que se contempla a ésta como un arte basado en la interpretación instrumental del concierto.

Diversas prácticas musicales, arraigadas y extendidas suficientemente, muestran con total claridad hasta qué punto queda oculta a la conciencia mayoritaria, y lo que es peor, a la del propio artista, la existencia de una nueva cultura del sonido y los rasgos concretos de su perfil. Una es la costumbre de los conciertos públicos que realizan los músicos, generalmente después de grabado el disco, para presentar su nueva obra. Otra, la costumbre de realizar discos en directo, o sea, basados en el material recogido en grabaciones de sus conciertos públicos. Una tercera, la práctica del play-back, usada especialmente en la televisión, por la que el músico finge estar interpretando sonidos que, en realidad, pro-ceden de la grabación discográfica. En el fondo de tales prácticas late, unas veces, la ignorancia de músicos y público, que conduce a la mixtificación y a ciertas formas de perversión musical; otras, el cinismo interesado que hace prevalecer sobre la música el interés económico y propagandístico; y, siempre, la negación pura y simple de la existencia de una nueva forma de cultura en la que ellos mismos se sostienen.

De todas las prácticas antes descritas sólo la del play-back, con toda su evidente y molesta falsedad, como un homenaje que el vicio rinde a la virtud, reconoce implícitamente la diferencia de la grabación discográfica con la tradición del concierto. Aunque sea quizás la que esté motivada por intereses más innobles, el resultado es, al menos, consecuente. Quien utiliza este modo de presentar su música expresa con ello, tácitamente, su reconocimiento de que la obra musical es la del disco, en tanto que el escenario sólo le puede proporcionar aquello de que carece, una imagen visual. Quien finge ante los micrófonos y las cámaras, está suponiendo la superioridad del disco o, al menos, su diferencia, inexpresable por otros me-dios.

El concierto en directo, por el contrario, supone la negación del disco y el menosprecio de sus posibilidades, precisamente por los mismos músicos que lo realizan. El concierto en vivo significa, en primer lugar, la negación de la obra definitiva, al mantener la música en su estado antiguo, como fenómeno fugaz ligado a la variación de la forma externa. La improvi-sación sobre un esquema melódico y armónico, la variación a que puede someterse una misma obra, son, en el concierto, valores superiores a los de la forma definitiva que adquiere la música en el disco. En segundo lugar, significa que la transformación y la organización del sonido del disco no poseen mayor importancia que la de mero adorno, del que se puede

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prescindir sin que la música pierda sus virtudes esenciales, confiadas a la tradicional organización instrumental del sonido.

Los músicos, educados en la tradición interpretativa del jazz, tan apegada a la improvisación y la variación, parecen darnos a entender que la grabación discográfica no es más que una de las formas posibles de su música. Porque, además, el repertorio de sus conciertos está formado, con escasas excepciones, por una selección antológica de las piezas de sus anteriores discos. Es razonable que el músico quiera probar su maestría vo-cal o instrumental en el concierto clásico, y es humano que necesite expe-rimentar el efecto que causa sobre el público, pero la coherencia exigiría que, en lugar de repetir lo irrepetible, crearan un repertorio más adaptado a las exigencias del escenario, proveyendo además de música nueva al pú-blico. Porque, una de dos, o el disco es el lugar privilegiado donde, gracias a los recursos técnicos y por la reflexión que media, se construye una música mejor y distinta, la obra propiamente dicha, en cuyo caso la nece-saria inferioridad de su imitación en directo sería una muestra de mal gusto y un acto de fraude, o, si el disco no es más que un soporte de distribución masiva que nada esencial añade a la música, debería exigirse a los músicos que prodigaran más sus actuaciones y, en lugar de contentarnos con una fotografía momentánea de su arte, nos mostraran la verdadera imagen de su inspiración en la presencia del escenario. Pero en realidad, si se mira con atención, el concierto no responde a exigencias estéticas, cumplidas de modo mucho más satisfactorio por el disco, sino a exigencias sociales y religiosas de ese público que busca estar presente en el acontecimiento y experimentar la excitación que provoca la presencia divina de la “estrella”, y a exigencias económicos motivadas por la necesidad de una propaganda previa que lance el producto.

Que, a su vez, estas interpretaciones y variaciones de la música original del disco sean de nuevo grabadas, presentándose en la misma forma discográfica, compitiendo con el propio original, no puede deberse sino a que nuestra candidez permite a alguien desarrollar su patético sentido del humor. El disco en directo es una contradicción en estado puro y un mal negocio para el comprador: sucedáneo de sucedáneos, no reúne ni las virtudes del disco, ni las virtudes del concierto en vivo. No deja de ser curioso que una música que constantemente ha hecho gala de modernidad y desprecio por la tradición, mantenga de ella precisamente lo más atávico, lo que el disco ha convertido en anticuado, olvidándose de recoger lo que la tradición tiene de valioso y merece ser incorporado a la nueva cultura, la ambición formal, el rigor compositivo, el uso de formas complejas y varia-das. En efecto, el disco, reducido a la forma de concierto, reúne todos los defectos y no suma casi ninguna de las virtudes de ambas culturas.

Pero los hechos son tozudos. Los conciertos en directo han sido durante mucho tiempo lamentables, y si ahora, con las mejoras de las técnicas del sonido, muchos logran ofrecer un espectáculo de cierta dignidad, el resultado sigue siendo, necesariamente, inferior al del disco correspondiente. Los discos en directo son también de peor calidad que sus correspondientes originales. Baste con esto: de los mejores conciertos en directo se dice que suenan como el disco o, al menos, que no desmerecen de él.

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IV. LOS ESTADIOS MUSICALES Y EL PAPEL DEL MUSICO.

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1. Los tres estadios.

La orquesta sinfónica nos revela en su estructura, en su jerarquía, e incluso en el papel social de sus músicos, tanto las huellas de la evolución musical como la presunción de su desarrollo futuro, el disco. En ella se destacan tres funciones claramente diferenciadas, la del compositor, presente a través de la obra, la del intérprete y la del director, que se corresponden con los tres estadios de la música, el oral, el escrito y el grabado. La lógica de cada estadio cultural impone una jerarquía musical distinta y el desarrollo, por encima de las demás, de una de las funciones, que acaba por encarnar el ideal del músico en cada una de ellas.

De un modo análogo, el teatro, el arte de la acción, dispone de tres personajes que encarnan la figura del artista en las distintas fases de su evolución. El actor, que desarrolla el arte en su etapa oral; el autor tea-tral, dentro del estadio escrito; y el director de escena, que sobresale en el moderno estadio de la cinematografía, o teatro grabado.

2. El estadio oral: el cantor.

La antigua cultura oral, debido a la ausencia de restos escritos, se resiste al conocimiento histórico y, entre conjeturas, lagunas y contradicciones, no es capaz de ofrecernos sino un vago recuerdo. Sin embargo, y a diferencia del resto de las artes, la música mantiene formas vivas y pujantes en nuestros días. El jazz y el flamenco son dos formas actuales de esa tradición oral. A pesar de las enormes diferencias, tanto formales como puramente sonoras, que los separan de músicas más antiguas, mantienen una misma forma de producción y, por consiguiente, unas características esenciales comunes.

Tales caracteres poseen una raíz semejante, la ausencia de obra. La música oral no ofrece nada que podamos considerar como tal, no nos presenta ninguna música con carácter estable, con rasgos claramente definidos, recordable en su individualidad sensible, sino que se nos entrega como un arte en acción, en perpetuo movimiento. Su única estabilidad reside en el cuerpo de la tradición, en ese repertorio de formas y fórmulas, resultado de la cristalización de todos los fugaces movimientos individuales que la han ido nutriendo.

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Nada hay que simbolice mejor la esencia de lo oral que el anonimato. Pero éste es mucho más que una ausencia de firma al pie de la obra. Para nosotros, educados en una cultura de compositores, la ausencia de referencias sobre el autor de una música nos resulta chocante y difícil de

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digerir, pues sentimos que nos falta la información fundamental para trazar un cuadro estilístico o, incluso, para emitir un juicio completo sobre lo escuchado. Sin embargo, cuando nos encontramos con piezas firmadas, podemos caer en la cuenta de que el anonimato no es un estado defectuoso o irregular de esa música, propia de una sociedad que no es capaz de distribuir una buena información, sino una manera de ser.

La real ausencia de nombre no es más que una consecuencia del verdadero anonimato, el anonimato funcional. Junto a piezas anónimas, el jazz y el flamenco nos entregan un amplio surtido de músicas firmadas pero, curiosamente, nos comportamos con ellas como si no lo estuvieran. En tales conciertos, nuestra atención se dirige exclusivamente al intérprete y no tenemos conciencia, o sólo muy vaga, de que tras él pueda existir otra instancia musical a la que debamos atribuir la autoría de lo que está interpretando. Dicho de otra forma, no estamos de ningún modo interesados en indagar la autoría de la canción, sino que el acto musical se nos presenta completo ante nuestros ojos y oídos tal como si, en cierto sentido, la música se estuviera produciendo ante nosotros por primera vez.

A su vez, el propio músico tampoco parece interesado en informarnos sobre el origen de la música que hace sonar, ni siquiera cuando lo conoce o cuando la música le pertenece por completo. Ni él, ni el auditorio, valoran en mucho la autoría, como si se movieran inconscientemente al compás de un adagio que dijera, la música es de quien la interpreta.

Cuando estas músicas adoptan la costumbre ajena de señalar al autor, como sucede en los discos de jazz, se ve con claridad la escasa importancia de tal información. No es menos suya la música de la que es autor, que aquella otra cuya autoría pertenece a otros. En el ámbito de la música sinfónica, si un compositor interpreta música ajena, inmediatamente aparece ante nuestros ojos bajo una figura diferente a la que adopta cuan-do toca una música que él mismo ha elaborado. La misma persona se transfigura, desdoblándose en los distintos papeles de intérprete o compositor. Pero una cosa así es ajena al jazz o al flamenco. El músico continúa siendo el mismo, sea cual sea el origen de la música que interpreta.

El anonimato de la música oral no debe ser atribuido, más que actuando con ligereza, a las condiciones tecnológicas de una sociedad incapaz de conservar y repartir adecuadamente la información en el ámbito de esa cultura. El anonimato es una consecuencia del anonimato funcional, que rechaza la información sobre el autor por innecesaria, pues la música no gira en torno a él.

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El anonimato responde al modo de ser de la música oral, que se produce como un acto interpretativo y no como un acto compositivo. El verdadero músico es el cantor y, aunque con menor frecuencia, el tocaor o instrumentista. El compositor, tal y como nosotros lo conocemos, es una

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figura inexistente en esa tradición. El compositor sólo nace con el desarrollo de la escritura musical.

La ausencia de escritura no impide la creación de música nueva. El gusto por lo nuevo, la necesidad de renovar el repertorio, no son exclusivos de una cultura, sino condiciones necesarias del placer musical que, es cierto, quedan frenadas o son impulsadas por los modos propios de la civilización que los rodea. El cantor y el instrumentista hacen música nueva, pero su arte no reside en la invención de canciones, sino en su canto. La invención melódico-rítmica accesible a la música oral analfabeta es necesariamente limitada y no ofrece, ni siquiera en el caso de las más bellas canciones, un interés musical que se baste a sí mismo.

Reduzcan una pieza flamenca o de jazz a lo que procede exclusivamente de la invención compositiva, despójenla de todo lo que le añade el proceso interpretativo; tomen la canción desnuda y háganla sonar al piano; verán cómo casi todo su arte ha desaparecido. Sin escritura, el desarrollo armónico o contrapuntístico son imposibles, e incluso el desarrollo melódico, extremadamente limitado.

Lo que diferencia a las músicas orales de la música de partitura, más allá de las apariencias, es la posibilidad de desarrollo compositivo, la capacidad de realiza obra. Lo que diferencia a un Mozart de un Coltrane o un Mairena, no son ni la diferente imaginación o talento musical, ni una superior habilidad instrumental, sino el hecho de que aquél componga, esto es, que organice el universo sonoro a través de la partitura.

En la cultura oral, por el contrario, el elemento determinante del talento musical no reside en la invención melódica, sino en el genio interpretativo. Esto lo muestra bien a las claras el hecho, constantemente comprobado por el oyente atento, de que la pieza más atractiva fracasa cuando no es recreada por un gran talento y, de modo recíproco, la pieza más vulgar se convierte en un objeto de gran belleza cuando es revivida por determinados cantores o instrumentistas.

El anonimato funcional responde a esta experiencia básica de la música oral, que la emoción estética no procede de la invención de una canción, sino de la forma en que es cantada. El culto del intérprete, que en la música de sonatas, sinfonías u óperas está mezclado con un resto de atavismo ignorante, adquiere todo su sentido en la música oral, donde no existe otro arte musical que el suyo. De tal forma que la devoción por Charlie Parker o Miles Davis, por Manolo Caracol o Marchena, no son producto de un culto degenerado a la personalidad, o de un deleite palurdo por el virtuosismo; se originan en el reconocimiento del verdadero lugar en que se desarrolla su arte, en el escenario y no en la imaginación compositiva. De la misma manera, el desprecio por la invención y el desinterés por la autoría, que hacen que no se valore en menos a un intérprete cuando canta canciones ajenas que cuando lo hace con las propias, no son producto de la ignorancia, ni defecto del gusto, sino consecuencia del carácter provisional y de las carencias artísticas de la invención musical, origen de su carácter secundario en el arte.

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La dicotomía compositor-intérprete nace de la cultura de la música escrita. Ella establece dos hechos diferenciados, la partitura y el concierto, con rasgos claramente definidos. La partitura existe con independencia de su interpretación, y los rasgos propios de la interpretación se hacen visibles, con nitidez, por la comparación con otras interpretaciones y con la partitura.

En la música oral no existe ningún otro punto de referencia que no sea el propio canto. No existe música separada de la interpretación. La canción y el canto son la misma cosa. La propia noción de interpretación le es ajena. En rigor no existen en ella intérpretes sino músicos, sean cantores o instrumentistas. La idea de interpretación nos remite a una obra preexistente, la composición, respecto de la cual el intérprete está más cerca o más lejos, es más fiel o más libre, como ocurre con la traducción de libros de otras lenguas.

El intérprete es el traductor al mundo sonoro de algo escrito, de algo acabado, de una obra que contiene virtualmente todas las claves del goce estético y que precisa, sólo, ser convertida en sonido.

La música oral no ofrece otra realidad que la propia actividad de producción del sonido. Al no existir otra clase de memoria musical que la auditiva, no teniendo forma de fijar los movimientos de su imaginación, el cantor sólo puede inventar a través de la forma de su canto. La imaginación y la ejecución no se dan separadas en él, pues aquélla no halla otra manera de encarnarse que a través del canto. El músico oral no puede ser intérprete de su propia obra, como lo es el compositor de sonatas, pues no posee más obra que su propio canto. Si se me permite decirlo así, es su propia voz la que inventa el canto, no su mente. Sus músculos, su cuerpo, reproducen de inmediato los impulsos de la imaginación, sin que exista la mediación reflexiva de la partitura.

Por ello es por lo que su música está sometida a constante transformación y cambio. Ni siquiera podemos pensar que el cantor se reinterpreta a sí mismo sucesivamente, pues no existe un punto de referencia fijo en su música. Cuando el jazz busca voluntariamente la variación y la transformación de una misma pieza, no hace sino convertir la necesidad en virtud y transformar lo inevitable en una fuente de sorpresas musicales. No se pueden concebir las sucesivas y distintas formas que adquiere la canción como versiones, pues no existe ese objeto único y fijo sobre el que se puedan ejercitar las variaciones. El oído no recuerda los detalles sino, a lo sumo, las formas generales del movimiento sonoro, y esto vale tanto para el oyente como para el músico mismo.

Tampoco cuando canta canciones ajenas está interpretando. Lo que ha oído y aprendido lo ha conocido de diferentes formas; nada le inclina a reproducirlo de una determinada manera y, por tanto, nada le puede impulsar a separarse de ella, pretendiendo conscientemente una interpretación personal. Si la música no se presenta con una forma fija, si la memoria no retiene unos perfiles concretos, lo inevitable es que el canto adquiera en otros cantores la forma de una recreación natural y personal,

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revivida con los recursos propios y de acuerdo con la inspiración de cada momento.

Solamente el disco ha sido capaz de introducir un simulacro de fijeza en el panorama fugaz de la música oral. El disco graba uno de los momentos del proceso y lo fija inmutable en el tiempo. La repetida audición de cada pieza, en la instantánea en que ha sido grabada, produce en el oyente la sensación, la fantasía, de que esa es la forma de la música. A pesar de ello, el disco no es capaz de ofrecernos más que uno de los muchos momentos, ni siquiera el mejor, que recorre la música. Es por ello por lo que los músicos de jazz o flamenco no contemplan el disco como una obra definitiva y no se sienten impulsados a imitarse a sí mismos. Para ellos, la grabación no es más que una fotografía de un proceso.

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Siendo así que las condiciones de la música oral no permiten un desarrollo organizado y reflexivo de los distintos parámetros compositivos, el desarrollo armónico a través de la modulación, el desarrollo melódico de los temas, el contraste y el juego contrapuntístico de las voces, la música ha de buscar otros cauces para dar salida al gusto creador. Cualquier música, cuando surge de la necesidad creadora, busca instintivamente la riqueza, la variedad, el juego expresivo, allá donde los pueda encontrar, con los medios a su alcance. Ningún arte es pobre voluntariamente.

¿Por qué caminos habrá de evolucionar una música que no cuenta con la herramienta compositiva de la partitura? Por las únicas vías propias de la interpretación, por las únicas aptas para enriquecer una invención sencilla. En primer lugar, a través del adorno, que añade una creciente complejidad a la línea melódica y rítmica.

El enriquecimiento de la melodía por medio del adorno se presenta de un modo constante en toda época y cultura pero, particularmente, se muestra como la seña de identidad del arte en las músicas orales. Lo encontramos, tanto en la música árabe o hindú como en la primitiva música litúrgica cristiana, en la forma de los melismas, gusto oriental que absorberá la primitiva cultura musical europea. El cante flamenco, basado también en un estilo melismático, adorna sus canciones con estos racimos de notas que envuelven el tronco original de la melodía haciéndola casi irreconocible, rodeándolo de un verdadero lujo vocal. Se trata del mismo impulso decorativo que podemos hallar en el adorno y enriquecimiento artístico de cerámicas, armas, vestidos, artesonados o esas pinturas murales de motivos geométricos o florales. Un impulso decorativo que rige una buena parte de la practica artística a lo largo de su historia y que supone la máxima complejidad dentro de las condiciones de la cultura oral, de una cultura que aún no conoce las posibilidades de creación de nuevas estructuras mediante la construcción y la composición, y que mantiene las antiguas transformándolas a través del adorno.

Junto al adorno, otra línea de desarrollo más moderna, pues requiere una gran madurez técnica en los instrumentos. Se trata de la

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variación improvisada y no organizada que es propia de la música del jazz, aunque no exclusiva de ella. Un juego instrumental en el que, como en una charla informal, la canción inicial sirve de pretexto y punto de partida para los alardes de ingenio musical por el que, al modo como en los cuentos orientales se engarzan unas historias dentro de otras, los instrumentos comentan de una forma inorgánica el tema inicial, alejándose de él cuando se les antoja para regresar de nuevo a él al final.

El adorno y la variación son las formas de creación musical aptas a las condiciones orales, las únicas formas en las que los instrumentistas y el cantor pueden proyectar sus energías creadoras. En plena dominación de la cultura escrita, cuando el cantor y el tocaor no se resignan todavía a su nueva función de intérpretes, recurren a ellas para transformar la partitura. Es el caso de “la música ficta”, la música falsa por la que el cantor, en plena época de la polifonía, salta por encima de las barreras de la convención diatónica de las notas naturales y se introduce a su antojo en el terreno de los sonidos alterados, aquellos “temblantes semitonos”. Es el caso de los cantantes de ópera en el XVII que, apremiados por el deseo de exhibir su arte, transformaban las sencillas y sobrias líneas melódicas de la partitura en un auténtico artificio cantante, ante la desesperación de muchos compositores. Es el caso del amplio mundo de la improvisación barroca, con sus fantasías, ricercare y tientos, elaborados en el laúd, el clave o el órgano.

Si en plena cultura escrita, unas veces por la propia limitación de los procedimientos de la partitura del momento, otras por la necesidad de liberarse de las atosigantes convenciones compositivas y, no pocos veces, guiado simplemente por la arbitraria vacuidad del capricho, el intérprete se ve impulsado a la recreación, utilizando procedimientos típicos de lo oral, se entiende bien que con mayor razón, en ausencia del compositor, el cantor y el instrumentista de la cultura oral sean las principales instancias creadoras del arte, por encima de la invención. Si la música se ve sometida por completo a la fugacidad del tiempo y a las condiciones del oído y la memoria, el músico queda obligado a desarrollar el arte a través de sus facultades de improvisación, a través del puro instinto auditivo de unos buenos reflejos musculares. De la misma forma que en el actor de la Commedia dell’Arte y sus antecesores, interpretación y creación se producen como un mismo acto inseparable, no existe para él diferencia entre la idea musical y su forma sonora, entre la música y su forma de interpretación, pues aquélla no existe más que en los sonidos que se derivan del acto musical. La improvisación no es, como para nosotros educados en otra cultura, ni un defecto del arte, ni un lujo innecesario, un ejercicio circense de poder musical, sino la verdadera forma de ser de la música, la manera en que, en cada momento, se desarrollan la intuición y la inspiración.

3. El estadio escrito: el compositor.

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Con la aparición de la escritura musical el antiguo cantor va a transformarse, dando lugar a la aparición de dos papeles, dos funciones musicales diferentes: el compositor y el intérprete. La producción musical era en el estadio oral una e indivisible, pero con el desarrollo de la notación la producción se dividirá en dos fases claramente diferenciadas: de un lado, la organización de la idea musical en lo escrito, de otro, la conversión de lo escrito en sonido en el concierto. Cada una de estas fases de la producción exigirá la creación de un especialista, la aparición de dos papeles que, aunque se den con frecuencia reunidas en la misma persona, poseen rasgos y cualidades netamente diferentes.

El cantor todavía no era intérprete, pues nada había que interpretar, ni era aún compositor. Para que éste surja es necesario que se encuentre un modo de manipular lo musical. El cantor no puede manipular la música a través de su voz, sólo es capaz de articularla. La manipulación comienza e ser posible cuando, por medio de la notación, el músico es capaz de convertir los sonidos fluyentes y perecederos en signos estables y permanentes, cuando por fin tiene algo “entre las manos”.

Es entonces cuando puede actuar sobre la estructura de la música. El crecimiento de las estructuras orales, pequeñas y sencillas, aunque muy variadas, que quedaba encomendado a la variación y al adorno improvisados, va a tener ahora una dirección bien distinta. El arte se va a ocupar del desarrollo de la propia estructura, antes relativamente inmóvil, y de su crecimiento a través de procedimientos constructivos. De esta manera, la estructura monódica tradicional se hará más rica y compleja con el desarrollo de estructuras polifónicas, trabajando en la organización de un canto en el que varias voces suenen juntas y diferentes. Las estructuras de frases melódicas cortas y cíclicamente recurrentes encontrarán un desarrollo hacia frases más largas e independientes del concepto cíclico. La estructura modal, que encierra la melodía en un único espíritu tonal, se enriquecerá por la introducción de diversas tonalidades en una misma melodía, por la modulación armónico-tonal.

En suma, el compositor encuentra en la partitura un modo de desarrollar el arte de la música de una manera nueva, a través del desarrollo de la idea, de la organización de las fuerzas internas, de lo más oculto de lo musical. Si el cantor oral realiza su arte a través de lo sensible, el sonido, el compositor, con sus nuevas herramientas, va a buscar una cimentación más honda, una estructura más amplia y variada sobre la que asentar lo sonoro. El compositor, en tanto que tal, no trabaja con la voz, sino con su nuevo instrumento, la partitura, que le convierte en un arquitecto de música. Si el cantor crea música al compás de su intuición vocal o instrumental, el compositor introduce la razón y el orden de la idea sonora. El músico se convierte en un proyectista que, a través del laboratorio de la partitura, compone y ordena sus signos que sólo más tarde se harán audibles. Se convierte en un artista que juega con las notas y combina los elementos visuales, las relaciones matemáticas, realizando artificios que sólo después revelarán su efecto sonoro. Efecto que únicamente la ejecución podrá mostrar acertado o desacertado.

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La partitura no es sonido; necesita de un músico que sepa leer lo que en ella está escrito y realizarlo en el sonido. El intérprete es una nueva clase de músico que sabe leer e interpretar los signos visuales, esto es, el intermediario inevitable entre la obra musical y el oído del público.

El intérprete debe desarrollar una cualidad nueva, la de comprender y desentrañar el lenguaje visual de la partitura. Por primera vez, el músico ha de cantar y tocar algo que nunca antes ha oído y que, generalmente, no es producto de su invención. Su función es la de hacer sensibles unas ideas musicales que no son suyas y de las que no ha conocido la forma sonora. Una idea musical, por muy desarrollada y detalladamente escrita que esté, no suena. Para hacerla sonar no le es suficiente la habilidad, vocal o instrumental; le son precisas, además, las virtudes del traductor, la capacidad para penetrar, a través del lenguaje escrito, en la voluntad oculta del compositor, la habilidad de rehacer, de reconstruir el momento de la creación compositiva y de adaptarla a la realidad del sonido. Esta es su virtud, la de ser capaz de representar al compositor, y el espacio en que desarrolla su arte, la diferencia entre la idea y el sonido.

El intérprete pierde la libertad creadora del músico oral en aras de una correcta traducción de la partitura. Su arte se hace aplicado, pero no por ello disminuye su competencia. Al contrario, la necesidad de ponerse a la altura del pensamiento compositivo, su necesidad de adaptarse a estilos diferentes, de superar dificultades imaginadas por otro, estimularán y enriquecerán de un modo asombroso su habilidad manual o vocal. La divi-sión del trabajo, que le hace perder libertad y disminuye su participación en el proceso creador, le hace ganar en habilidad mecánica y en sutileza. Se convierte así, azuzado por la imaginación del compositor, en un atleta del instrumento o de la voz, en un alto especialista, capaz de realizar cualquier tarea, por difícil que ésta sea.

Lo que le diferencia del cantor o el instrumentista oral, como el de jazz, no es la competencia propiamente dicha, sino la manera en que ésta se encauza. En el músico de jazz su habilidad está puesta al servicio de su propia imaginación que, a su vez, está limitada por su capacidad instrumental. En cambio, la competencia del intérprete está obligada a estilos y maneras diferentes y a veces opuestos y, sobre todo, a una razón compositiva que se siente libre de toda atadura instrumental.

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Pero el paso de la cultura oral a la escrita y el perfecto desarrollo de ésta se han realizado muy lentamente, lo que significa que ambas culturas han convivido y chocado largo tiempo. El intérprete no se ha resignado fácilmente a su lugar subordinado en el proceso de creación musical, y al compositor le ha sido necesaria una evolución de siglos para

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alcanzar un pleno dominio de la escritura. Toda la historia de la música de partitura se ve señalada e impulsada por esta doble tensión, la que empuja al compositor a dominar en lo escrito todos los aspectos de lo sonoro, y la que impulsa al intérprete a recobrar la libertad creadora del antiguo músico oral.

La escritura musical se va enriqueciendo por medio de esta dialéctica. Donde la evolución se hará más rápida y determinante va a ser en el nuevo universo de la música instrumental. Con la introducción y desarrollo de los instrumentos, la música se llena de una enorme riqueza tímbrica y sonora, y sus posibilidades combinatorias y compositivas se multiplican. Pero estas posibilidades tardan en ser dominadas en la escritura y se desarrollan primero de la mano de la improvisación instrumental. Ante el rápido avance de lo instrumental, la partitura se queda rezagada. Violinistas, clavecinistas y organistas comienzan a emplear adornos, matices dinámicos, golpes de arco, que el compositor no ha imaginado o no está acostumbrado a escribir. La improvisación barroca es el resultado de un llamativo crecimiento en libertad, no compositivo, de lo instrumental; es el resultado de la falta de adaptación de la partitura a los nuevos recursos sonoros. Las partituras barrocas se mantienen, en lo esencial, atadas a la tradición polifónica de indicación de alturas, duraciones y ritmos, y de composición armónica y contrapuntística. La dinámica, la expresión y los timbres apenas son tenidos en cuenta: corresponden al arte del ejecutante. Pero la lógica de la música escrita lleva inexorablemente a la escritura total, al dominio en la idea de todo el mundo sonoro descubierto, desarrollado y accesible.

En efecto, el Clasicismo vienés, primero, y después, de un modo definitivo, el Romanticismo, van a introducir en la partitura la organización del mundo sensible de los timbres, el volumen, la expresión y la dinámica. Todos los aspectos discernibles de lo musical van a ser manejados por el compositor desde ella.

Beethoven es el símbolo de esta nueva vertiente de lo musical. En sus obras, los adornos ya no son un lujo interpretativo y pasan a formar parte de la estructura de la melodía; los volúmenes sonoros y su contraste se convierten en un elemento expresivo fundamental de su música, dejando de depender cada vez más del antojo del ejecutante. El uso de un instrumento u otro deja de ser opcional, porque cada pasaje ha sido compuesto pensando en el timbre concreto de un instrumento determinado.

De esa manera se llegará, en un período no muy lejano, a las composiciones tímbricas de Mahler y, finalmente, a la “Klangfarbenmelodie” de Webern, se llegará a las exactas indicaciones del tempo mediante medidas de metrónomo; esto es, a la escritura férrea y minuciosa de finales del XIX y principios del XX. El compositor ha cumplido con su meta de siglos y ha conseguido organizar en lo escrito todos los aspectos del mundo sonoro del intérprete que estaban a su alcance; ha concentrado todo el poder creador en sus manos, en tanto que el intérprete, perdida casi por completo su libertad creadora, se convierte en un perfecto especialista de su instrumento, subordinado a lo escrito e incapaz ya de concebir otra música que no sea la que procede de la partitura.

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La cultura de la música escrita produjo un nuevo personaje, el director. Por ser el papel más nuevo, ha sido también el que más tarde ha evolucionado. Sin embargo, sus funciones existen en parte desde antiguo. Desde el momento en que la partitura exige un determinado número de músicos que la interpreten, es necesario que uno de ellos se encargue de escogerlos, educarlos en un estilo y hacerlos tocar o cantar de acuerdo. Pero ésta ha sido una función más entre otras, mucho más importantes, del viejo Kapellmeister, el maestro de capilla que nos llega desde la Edad Media. Este era, a la vez, compositor, intérprete y debía ocuparse de otras funciones muy diversas, entre las que destacaba la organización y dirección de la capilla musical.

La figura del director, tal y como la conocemos hoy, aparece muy recientemente. Sólo el desarrollo de la música escrita y, sobre todo, el de los grandes conjuntos instrumentales irá haciendo crecer la importancia de su función hasta acabar, finalmente, creando un tipo de músico especializado.

En su evolución, la música ha dado a luz un instrumento global, la orquesta sinfónica. Un instrumento que no está concebido únicamente para interpretar la idea musical, sino que apunta a metas más lejanas y ambiciosas. La idea de una sinfonía puede, perfectamente, ser interpretada por un conjunto de cámara o, incluso, por un instrumento polifónico, como el piano. Pero lo que el compositor pretende a través de la orquesta es penetrar en el universo sonoro en sí mismo, desarrollar el aspecto sensible de la música indagando en efectos musicales basados, no sólo en la construcción, sino en el aspecto puramente auditivo, buscando, como quería Beethoven, la consecución de un ruido mayor y más armonioso. La orquesta es la forma como la cultura de la música escrita ha tratado de dominar el mundo de los timbres y de la expresión.

Si el director de orquesta ha acabado por convertirse en una figura importante dentro de la jerarquía musical, esto se debe, aparte de las razones de índole histórica, a las limitaciones propias de lo escrito. A pesar de la notable madurez que llega a alcanzar la escritura musical, a pesar del virtuosismo de partitura, el compositor no puede dominar nunca de modo satisfactorio el mundo sensible sonoro. La partitura es más apta para fijar con exactitud las alturas sonoras, la duración, el ritmo, la relación entre las distintas voces, al igual que el libro de teatro es capaz de fijar con exactitud las palabras que han de ser dichas por el actor. Pero también, del mismo modo que el libro encuentra dificultades a la hora de organizar la actuación, la puesta en escena, la partitura se mueve siempre con inseguridad en el territorio de los volúmenes sonoros, el carácter, el tempo, el fraseo y otros aspectos de lo sensible sonoro, que sólo puede indicar con carácter aproximativo. El mundo propio del sonido, más irregular e indócil, no se deja reducir al mundo de lo matemático-visual. El director de orquesta es el único capaz de darle forma.

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Siendo así, no es extraño que el compositor acabe por abandonar su puesto de instrumentista en el escenario, y con ello la antigua asociación compositor-intérprete, e incorporar el nuevo papel de director con el objeto de obtener en el concierto lo que sólo ha quedado esbozado en el papel. De ello no sólo obtendrá el dominio completo de los resultados de su obra, sino que además la propia experiencia como director influirá en su escritura, haciéndola más sensible al sonido, volviéndola más auditiva.

Este último peldaño en la evolución de la música escrita se pisará muy tarde, pues necesita de unas condiciones que sólo comienzan a darse cerca del inicio del pasado siglo. Necesita de unos instrumentistas capacitados y suficientemente numerosos, de unos instrumentos perfeccionados técnicamente y lo suficientemente variados. Éstas y otras condiciones que los acompañan, de tipo social, económico y estético, no estarán mínimamente maduras hasta mediados del s. XIX, la misma época en la que la figura del director de orquesta comienza a imponerse. Es a partir de entonces cuando empieza a ser usual la figura del compositor-director, que tan adecuadamente simboliza Gustav Mahler. Y es también el momento a partir del cual comienzan a surgir los directores especialistas, los padres del moderno director de orquesta; músicos que no se ocupan ya de producir música nueva, sino del perfeccionamiento sonoro de músicas ajenas y, en particular, del repertorio de épocas pasadas.

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Si el sentido de la función del director de orquesta, semejante a la del director de escena en el teatro, gira en torno a la idea de perfección sonora, hay otro aspecto de su trabajo que es necesario señalar.

En la época barroca la música era aún el resultado de la conjunción, del concierto de distintas voces que mantienen, sin embargo, su personalidad individual. La idea de la antigua música contrapuntística de un arte basado en la reunión armónica de individuos perfectamente caracterizados, en la que la melodía de cada voz vale tanto por sí misma como en función del todo, se mantendrá vigente hasta la conversión de la orquesta en un instrumento musical de nivel superior. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

Luego, crecerá el número de instrumentos empleados en cada cuerda y, asimismo, se incorporarán instrumentos nuevos que servirán para ampliar el color de la paleta orquestal. El director se va haciendo cada vez más necesario para conducir en orden un grupo tan numeroso, pero, sobre todo, para servir de referencia a unos músicos que, cada vez más, van perdiendo el sentido de la totalidad de la obra, pues el compositor les confía papeles más y más atomizados, que dejan de tener sentido por sí mismos y sólo valen en función del todo. El progreso del colorido y la expresión orquestal, el desarrollo de la orquesta como instrumento único, se realiza a costa de convertir a cada instrumento en una pieza incompleta, que sólo cobra su sentido insertada en el conjunto de las piezas, en el nuevo organismo superior. A la agrupación instrumental barroca le sucede el todo

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de la orquesta sinfónica, fuera del cual la voz aislada de cada instrumento se va tornando cada vez más incomprensible. El instrumentista sólo puede entender la música que hace sonar cuando la une al resto de las piezas del rompecabezas. El director de orquesta se convierte así en el único centro de la cohesión sonora, la única instancia de unidad, a partir de la cual las partes atomizadas se completan mutuamente y cobran sentido en la totalidad de la obra.

El director se convierte en el punto fijo de referencia que, a tra-vés del panorama general de la partitura, organiza las evoluciones de una música, cada vez compleja, en la que cada instrumentista no sabe ya orientarse por sí solo. La partitura ha crecido tanto que excede al oído natural e intuitivo del intérprete.

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La actual importancia de la función del director de orquesta no se explica, sin embargo, solamente por sí misma, esto es, por su creciente necesidad, sino por causas externas a la forma de producción musical. El director orquestal no es, al fin y al cabo, sino un servidor del acto com-positivo, aunque, ciertamente, el principal. Pero no hay forma mejor y más rápida de ascenso que la defección de los que se hallan arriba.

Lo que provoca la vertiginosa ascensión de su figura es un doble hecho, en el que es casi imposible indagar la secuencia de causa y efecto: la desaparición del compositor y el auge del repertorio. Desde finales del siglo pasado asistimos al desmoronamiento del anterior equilibrio. La música se vuelve hacia dentro y se encierra en sí misma, en su propia historia, y de la mano del director de orquesta se reducirá a pulir su memoria, ocupándose fundamentalmente de redescubrir y revitalizar a los grandes maestros de la música del pasado reciente, del perfeccionamiento sonoro del repertorio. Paralelamente, el gusto del público se vuelve conservador en idéntica medida y, en lugar de husmear inquietamente en la nueva música, se dedicará a degustar plácidamente la música, conocida o redescubierta, de épocas pasadas. Como es natural, la música nueva que continúa creando el compositor va viéndose envuelta, progresivamente, en la más oscura indiferencia de un público que acaba por no saber ya nada de él. El público se desentiende de él y él, a su vez, del público, en un proceso del que no sabremos nunca cuál es el verdadero orden.

Es difícil de averiguar si la decadencia del compositor acompaña a la decadencia de un tipo de civilización o si es causada por ésta, pero lo cierto es que se produce la caída y que el suceso posee un carácter general que sobrepasa al talento de cada compositor y a las características de un estilo o una época. En el teatro sucede algo muy semejante. A pesar de los nuevos autores y de las diferentes tendencias teatrales que, como rápidas hogueras, han prendido a lo largo del siglo en diversos países, también el teatro se presenta hoy ante nosotros con los rasgos del repertorio. Los grandes nombres que han sacudido la escena no

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son, por vez primera, nombres de autores, sino de directores escénicos, como Peter Brooks, Grotowsky, Meyerhold o Stanislawsky. Los grandes acontecimientos teatrales son, con mayor frecuencia, puestas en escena revolucionarias y originales de los clásicos, que estrenos de obra nueva. Ésta, que además escasea, ha de mendigar un puesto entre los ejercicios de la memoria.

La virtud de la vejez no consiste en continuar desarrollándose, sino en conservar la mayor cantidad posible, y en mantener y pulir de la mejor forma posible las virtudes que poseía. Las culturas envejecen de la misma forma y, todo hay que decirlo, la música escrita, gracias sobre todo a los directores de orquesta, parece estar envejeciendo mejor que el teatro. Pero la decadencia es el signo de ambas. La decadencia de una cultura escrita que, en el teatro como en la música, viene señalada por el derrumbamiento y arrinconamiento de su principal artífice, el autor teatral y el compositor.

4. El estadio grabado: el realizador o productor.

La función del director encontrará su lugar apropiado en el nuevo estadio de la cultura grabada; un lugar en el que, alejado de las servidumbres de lo escrito, se va a imponer en toda su faceta creadora, impulsando, más allá de su función conservadora, la invención de obra nueva.

El director de teatro debe llevar a escena una obra literaria; ésta es la condición de su trabajo, poner en escena unos diálogos inventados por el autor. Todo lo que no está encerrado en el círculo de los palabras se le ofrece como su territorio, su lugar de acción: el espectáculo, lo que se ve y se oye. Pero lo meramente visual no le ofrece excesivas posibilidades.

El teatro de nuestro siglo se ha mostrado enormemente imaginativo en este campo. Ha reflexionado y experimentado sin descanso sobre la puesta en escena, con la intención de romper con las convenciones de la escena tradicional y dar una mayor vivacidad y capacidad retórica al espectáculo. Pero, a pesar de todos sus hallazgos, ha topado siempre con las limitaciones propias del teatro, su pesadez, su falta de agilidad y su difícil articulación. La escena teatral sólo puede convertirse en un verdadero objeto de composición a través de la grabación de las imágenes y su posterior manipulación, sólo se transforma en un objeto plástico y fácilmente moldeable en la nueva cultura del cine.

Con la aparición de éste, el director de escena consigue dar un salto cualitativo de excepcional importancia. De ser el escenificador de la palabra, pasa a ser el compositor de la imagen; de ser el vicario del autor en un medio, el teatral, en que la palabra sigue siendo el más expresivo de los recursos poéticos, se convierte en el auténtico creador en un medio nuevo en que la imagen y el sonido se alzan a una altura expresiva antes inalcanzable.

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Las enormes posibilidades de su papel en la nueva cultura provocan una revolución en la jerarquía del arte. El crecimiento de las facultades retóricas del material que siempre se le ha encomendado le convierte en el artista por excelencia. Los extremos del cine nos lo muestran sin lugar a dudas. El actor puede desaparecer. Es el caso de algunos buenos filmes neorrealistas en los que es sustituido por personas corrientes, gentes de la calle, no-actores, que en lugar de actuar viven, por así decirlo, su propia vida ante las cámaras. El director los utiliza casi como si de objetos de la naturaleza se tratara. Es también el caso de los filmes vanguardistas en los que, yendo aún más lejos, se prescinde incluso del propio personaje.

Puede igualmente desaparecer el autor del texto, el autor de los diálogos. En unos casos porque desaparece la propia palabra, sea debido a limitaciones técnicas, como ocurrió en el cine mudo, sea producto de la voluntad estética, como sucede en algunos filmes vanguardistas o documentales. En otros casos porque la palabra, usada de un modo naturalista, queda reducida a puro fenómeno de la realidad y, por tanto, es empleada de un modo ajeno a la tradición teatral, no precisando de esta manera de un autor.

Lo que en ningún caso puede desaparecer, sin que se disuelva el propio cine, es la función del director.

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De la misma forma, la cultura de la música grabada potencia la figura del antiguo director de orquesta al primer plano del proceso creativo y compositivo, cargando su hacer de un enorme caudal de posibilidades retóricas y constructivas.

El director de orquesta tenía, como una de sus funciones primordiales, la creación de un mundo sonoro, la transformación en sonido de los signos de la partitura a través del instrumento de la orquesta. Esta función quedaba, sin embargo, doblemente limitada: por su supeditación a la partitura y por las limitaciones sonoras de la propia orquesta.

La orquesta es un tipo de agrupación musical, basada en el principio de la unidad tímbrica, que obtiene movimiento a través de la diversidad de voces. El esqueleto de la orquesta es la cuerda que, con su sonido de “familia", imprime un carácter constante y hegemónico a la totalidad. Sobre esa unidad fundamental, la variedad sonora viene dada por la división de la cuerda en varias voces, violines, violas, violonchelos y contrabajos, y por la adición de otras familias secundarias, la del metal y la madera. El color orquestal, la diversidad sonora, no surgen en ella como principio, sino como desarrollo de una unidad original. La orquesta, surgida de este principio de homogeneidad sonora, responde pues a una forma estrictamente convencional.

En el disco, las posibilidades del sonido exceden en mucho a las de la orquesta, tanto en lo que se refiere a las fuentes del sonido, por la electrificación de los instrumentos tradicionales y la creación de otros

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nuevos, como a la manipulación y elaboración de lo sonoro en el proceso de grabación, a través de los procedimientos de mezcla y montaje.

Este crecimiento del horizonte sonoro lleva aparejado el crecimiento de la función del director. No se trata para él, como para el director orquestal, de llevar a la perfección a un sonido previamente establecido, sino de un trabajo de exploración continua en un universo abierto y desconocido.

La partitura deja de ser la referencia única de la música y el director cobra frente a ella una libertad desconocida. Cuando el compositor trabaja con un mundo relativamente cerrado y poco variado de sonidos, puede organizarlo con cierta facilidad en lo escrito, pero en el momento en que éste se ensancha y se hace inabarcable, el compositor, en tanto que tal, debe renunciar a organizarlo allí. La música pierde la capacidad de quedar definitivamente construida en la partitura, y aparece un nivel nuevo y superior de combinación y organización, el mundo sonoro de la grabación.

Frente a los nuevos procedimientos de construcción que halla la música, la partitura continúa siendo de gran utilidad, pero pierde la condición de necesidad que poseía en el estadio de la música escrita. Si en ésta el director de orquesta es un servidor de la obra acabada en los pentagramas, en el disco es ella la que ha de servir al director para construir la obra final. El carácter de obra no reside ya en lo escrito, sino en lo grabado, por lo que el autor de la obra deberá ser el autor de la grabación, es decir, el director. Se produce así una revolución en la jerarquía de los papeles similar a la que aconteció en el cine, donde el antiguo autor se convirtió en guionista y el director de escena se transformó en el nuevo tipo de autor.

La función del director de orquesta, trasvasada a la cultura del disco y amplificada en él, continúa siendo en su raíz la misma, la creación del mundo sonoro; pero ya no de un universo que dé vida a una idea preexistente y determinante, sino de uno existente por sí mismo, con valor propio, en el que la idea y la forma surgen, inseparables, de un mismo proceso de creación. El director en la música grabada se convierte en el creador del producto final, de la obra propiamente dicha.

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Si la partitura y el libro de teatro adquieren, en la cultura escrita, la condición de obra por excelencia, esto no responde a la naturaleza del arte, sino a la naturaleza de su propia cultura. La única forma que tiene el arte de quedar definitivamente fijado y de ser debidamente elaborado es a través de lo escrito. Pero esta forma inadecuada de hacerse obra el arte se expresa a través de una constante contradicción. La obra es puesta en cuestión, de continuo, en el proceso de ejecución: el actor, el intérprete y el director, han solido transformar lo escrito a su antojo. Unas veces han simplificado lo que les parecía demasiado complejo, otras han hecho más complejo lo que creían en exceso simple, y siempre lo han interpretado a su manera, como les parecía más conveniente.

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Tal contradicción sólo llega a desaparecer cuando el artista puede hacer obra con la materia propia de su arte, el sonido y la imagen. Y, cuando eso ocurre, lo escrito adquiere su verdadera dimensión, su dimensión instrumental. Si la obra es el sonido y la imagen definitivas, lo escrito no poseerá otra función que la de servir de preparación al producto final.

La obra teatral queda reducida a guión en el cine, como le sucede a la partitura en el disco. Esto no significa una reducción equivalente de la valía del arte, sino una división adecuada del trabajo, por la que cada materia es elaborada en el lugar apropiado, las palabras y las notas en la escritura, el sonido y la imagen en la grabación. El guión y la partitura se convierten en instrumentos intermedios, ordenados a la creación de la obra final. Instrumentos que, de un modo natural, adquieren una forma de ser provisional, que puede, suele y debe ser alterada a lo largo del proceso de realización.

En el momento en que el arte encuentra una forma ulterior de organización y composición, los momentos intermedios se vuelven inevitablemente instrumentales. En la pintura o en la escultura, por ejemplo, los esbozos pueden estar más o menos elaborados, pueden ocupar un papel más o menos importante en el trabajo del artista, sin que ello tenga una relación directa con el valor del resultado final. El grado de elaboración del esbozo, incluida su inexistencia, depende más bien del método de trabajo del artista, habiendo unos que realizan a través de él un largo trabajo preparatorio y otros que hacen de él un uso ligero y superficial.

De forma semejante, si el virtuosismo de escritura del compositor o el autor teatral tenían una relación directa con la calidad de su arte, por no existir para ellos otra instancia de elaboración reflexiva, el cine y el disco no dependen tan directamente de él. La historia del cine nos presenta no pocos ejemplos de guiones elaborados que dan lugar a películas mediocres por la incapacidad del director, junto a filmes de calidad en los que un realizador talentoso ha sido capaz de crear una obra de suficiente altura sobre guiones muy sencillos, e incluso sobre guiones elaborados sobre la marcha.

Sin embargo, aunque un buen guión o una buena partitura no sean garantía de un buen resultado final, la escritura y su arte siguen conservando unas cualidades propias que sólo a través de ellos pueden desarrollarse. El cine ha encontrado nuevos caminos artísticos, pero no ha hallado un modo mejor que el tradicional para trabajar con la palabra. Puede prescindir, si quiere, del arte de la palabra poniendo el acento en otros aspectos del proceso creativo, pero si desea hacer hablar a sus personajes con un lenguaje artísticamente elaborado, no tiene más remedio que recurrir a la escritura, al clásico escritor de diálogos. Si el director busca una palabra exquisita o expresiva ha de hacerse con un buen escritor que le escriba los diálogos o incorporar él mismo el arte antiguo de la literatura.

De modo paralelo, la partitura es el único medio eficaz para el desarrollo de una idea musical. En lo tocante al lenguaje que le es propio y que se desarrolló con ella, la riqueza armónica o contrapuntística, así como la articulación de una melodía compleja, el disco no es capaz de añadir

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nada nuevo. Puede, es cierto, buscar su desarrollo por caminos diferentes, pero todo desarrollo de la idea musical, si lo precisa, ha de acometerlo a través de la escritura, por medio de procedimientos semejantes a los que usaron los más antiguos compositores.

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El papel del director o realizador es el único de los tres mencionados que abarca el proceso completo de producción de la obra.

Dirige la interpretación, lo que en la cultura grabada adquiere un carácter de necesidad más perentoria que en la cultura escrita. Tanto el actor como el músico están más desconectados del sentido total de la obra, a causa del proceso atomizado de la grabación. El intérprete, obligado a rodar o a grabar descomponiendo en partes muy pequeñas su papel, no tiene ya nunca una percepción completa de la obra. Se encuentra desconectado de la totalidad y desconectado, incluso, de su propio papel. En tales condiciones, no puede interpretar fiado únicamente a lo escrito o a su propio instinto musical; en su aislamiento, precisa del punto de referencia obligado del director.

El intérprete, que actúa, por así decirlo, fuera del espacio, fuera de la escena convencional, carece de las referencias que esto le ofrece sobre el resultado de su trabajo. El actor teatral posee unas referencias naturales sobre el efecto de su arte sobre el espacio en el que actúa y sobre el espectador. El músico tiene unas referencias bastante aproximadas del efecto del sonido de su voz o su instrumento. Pero, cuando por el proceso de grabación se rompe la relación directa entre la interpretación y el resul-tado final, cuando ni el actor ni el músico pueden imaginar con aproxima-ción la apariencia final de su trabajo, el papel del director, la única persona que posee una idea de la obra final, se hace imprescindible para organizar la interpretación.

El director actúa igualmente sobre la composición y sobre el guión, independientemente del hecho de que sea o no su autor. Ni el compositor ni el guionista trabajan como sus predecesores, sobre el panorama de una tradición en la que apoyarse. El autor de teatro puede escribir una obra definitiva, pues puede controlar en su imaginación, de un modo bastante aproximado, los futuros movimientos de sus personajes en la escena. El compositor, inscrito en una determinada tradición instrumental, podía asimismo anticipar el resultado sonoro de unos instrumentos y unas voces, cuya capacidad y efecto conoce de antemano. Pero en el cine y el disco la capacidad transformadora de la grabación es tal, las posibilidades del sonido y la imagen son tantas y tan variadas, que el control sobre su papel en el resultado final le desborda. Por ello su obra, en las nuevas circunstancias, está construida con voluntad provisional. Tanto al escritor de diálogos como al de música se les escapa la idea del resultado final, cuyas claves conciernen sólo al realizador. Este será quien ponga las ideas a prueba en la realización, en el curso de la cual sufrirán las

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transformaciones necesarias para adaptarse al efecto que aquél busca obtener de ellas.

Intérprete y escritor, con toda la importancia que pueda tener su contribución al resultado final de la obra, son sólo piezas del proceso completo. Sólo el realizador, presente en todas las fases de la producción, puede tener las claves de la obra final. Dejando de lado el talento individual, cuyas curiosas combinaciones pueden resultar en que una obra valga sólo por la interpretación o la composición, únicamente el realizador está en condiciones de alzarse con la autoría de la obra.

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Si en el territorio de las ideas la figura del director se revela como la clave artística del nuevo estadio cultural, parece sin embargo que la práctica del arte no lo reconoce de forma tan clara.

El cine, más evolucionado, hace tiempo que ha llegado a esa convicción, probada tanto en la teoría como en la experiencia. En el mundo de la música, por el contrario, el panorama se presenta con trazos oscuros y confusos. En el disco los papeles no se ofrecen con unos perfiles claros y las funciones se mezclan, de la manera más diversa, en distintos personajes.

La novedad de la cultura discográfica nos inclina a proyectar en el disco las antiguas categorías de la música de concierto. Un compositor, al que se le debe la invención y organización del entramado musical, unos in-térpretes que lo hacen sonar y, para que la música llegue a nuestras casas, un puñado de ingenieros que la graban. Dicho de otra forma, todo lo que suena y de la manera en que suena lo atribuimos a los intérpretes, que, a su vez, siguen las instrucciones escritas o verbales del compositor. La falsedad de tal forma de percepción se hace evidente con sólo percibir las notables diferencias existentes entre el sonido del disco y el que producen los intérpretes en los conciertos en directo. Pero mucho mayor asombro nos causaría el poder escuchar la composición original antes de ser procesada en la interpretación y la grabación, tal y como sale de las manos del compositor. Veríamos cómo en la mayoría de los casos le quedaría grande no ya el nombre de composición, sino incluso el de esbozo. Pero esta confusión conceptual es propia de una cultura en fase de desarrollo que vive de los conceptos acuñados en una tradición que le es ajena y que aún no ha descubierto su verdadera forma.

Al cine le sucedió algo semejante en sus comienzos, a pesar de que la superior magnitud de su industria exigía una mayor y más clara división del trabajo y, por tanto, permitía una mejor identificación de los papeles. La figura del director, que en la actualidad es reconocida sin objeciones como la responsable de la obra, fue durante largo tiempo desconocida o minusvalorada, particularmente en la organización industrial del cine norteamericano. Tanto para la industria como para el público, el artista por excelencia quedaba representado por la figura del actor, y durante mucho tiempo las películas se anunciaban con los nombres de la pareja de actores principales. Para ellos se escribían los guiones, y la labor

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del director debía atenerse a su lucimiento y someterse a sus caprichos. Aquél, sin embargo, era considerado como un técnico, más ingeniero que artista, al que, como tal, se podía sustituir a mitad del rodaje o en pleno proceso de montaje sin daño para el film.

Como es natural, a esos conceptos respondió la realidad, que acabó plegándose a ellos. El director de Hollywood, frente a lo que empezaba a ser corriente en Europa, se desarrolló como un artesano, un tipo de artista competente técnicamente que ponía su habilidad al servicio de otras voluntades. El empresario cinematográfico, el productor, escogía en primer lugar a los actores principales, para los que encargaba que se realizara un guión. Una vez que la película estaba diseñada de esa forma, contrataba a un director para que la realizara. De este modo, los directores, cuyo trabajo estaba condicionado previamente, realizaban la obra poniéndola al servicio de una idea empresarial, de unos actores y de un guión ajenos a su voluntad artística, y bajo la constante vigilancia del productor, que no dudaba en intervenir en el proceso cuando le parecía oportuno, y que en no pocas ocasiones se reservaba también para sí el montaje final de la película.

Sin embargo, a pesar de verse obligado a trabajar en tales condiciones restrictivas de la libertad artística, a pesar de estar obligado, con más frecuencia de lo que es debido, a mirar por los intereses comerciales antes que por los artísticos, a pesar de que escaparan a su voluntad muchas decisiones esenciales para el desarrollo de la obra, lo que el cine norteamericano consiguió hacer se le debe sobre todo a él. Hoy en día, aun con las reservas necesarias en cada caso, la historia le ha devuelto el protagonismo que merecía y le ha reconocido la debida autoría, otorgándole una fama que no poseyó en su época, salvo en casos excepcionales.

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Todavía hoy la situación, en la práctica discográfica, se asemeja mucho a la antes retratada. La función más importante en la nueva cultura musical, la propia del disco, es la más oculta. El disco concede a la labor interpretativa el más alto valor y la eleva a la categoría de autora. La portada de los discos nos ofrece siempre el título y el nombre del intérprete o intérpretes, estableciendo entre ambos la relación de autor y obra.

Pocas veces la realidad coincide con tales títulos. En muchos casos, al menos, la persona del intérprete coincide con la del compositor, lo que ofrece ciertos visos de seriedad. Pero con demasiada frecuencia el nombre corresponde a un intérprete o grupo de intérpretes que ni siquiera son autores de la música que hacen sonar. En el extremo, hallamos un singular tipo de obras que se conocen como música de productor. Se trata de músicas sin ninguna ambición artística que nacen como consecuencia de una operación comercial. Se buscan unos intérpretes que, por su figura, su estilo o su popularidad, pueden prometer unas suculentas ventas; con frecuencia carecen de talento musical, pero el productor construirá para

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ellos un envoltorio de sonidos y pulirá sus voces en el laboratorio. Naturalmente son discos que carecen del más mínimo interés, pero su existencia nos muestra, caricaturizadas, las condiciones de la percepción discográfica.

En efecto, el productor es la clave del disco y el equivalente en la esfera musical del director de cine, pero el público desconoce, no ya su importancia, sino incluso su existencia. Su nombre figura, casi escondido, en un rincón de los títulos de crédito. La práctica artística, sometida aún a los conceptos que rigen en la música de concierto, aunque degradados, y a las exigencias comerciales, que hacen más digerible el producto a través de la imagen del intérprete convertido en estrella que a través de la música, gira aún de modo excesivo en torno a los cantantes.

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El productor discográfico no es, como su homónimo cinematográfico, un empresario orientado a crear un producto que ha de venderse y producir beneficios, sino un músico al que se le encomienda la realización de una obra musical. A grandes rasgos, ya que no en los contornos precisos, responde a la función ideal, anteriormente explicada, del director. El productor dirige la interpretación, escoge las canciones, introduce modificaciones en ellas, escoge el sonido, realiza las mezclas y el montaje, en suma, realiza el disco. El resto de las funciones, la composición y la interpretación, convergen en él. Tiene en sus manos todos los recursos artísticos necesarios para desarrollar una obra que puede decirse que es suya, pero, en la mayoría de los casos, se ve impulsado a comportarse como un servidor de gustos ajenos y a realizar un trabajo artesanal que pone al servicio de otros. A pesar de todo, es el verdadero responsable de la obra resultante, tanto cuando es de calidad ínfima, como cuando logra un producto exquisito.

El escaso desarrollo del disco, los prejuicios que lo atenazan y los intereses económicos, le mantienen en un puesto secundario. No selecciona él a los músicos, sino que son ellos los que le contratan para que dirija sus trabajos, o el empresario, que le encarga dar forma musical a una idea comercial. Se hace así normal que, contra lo que exige la lógica del disco, en lugar de convertirse en la voluntad creadora en cuya personalidad convergen distintas interpretaciones, se ve obligado a realizar la música de artistas de estilos muy diferentes, a los que se siente obligado a plegarse de tal modo que, puesto al servicio de ideas ajenas, se transforma en un artesano capaz de enaltecer la personalidad musical de otros artistas, sin permitirse desarrollar la suya propia.

Sólo en un caso puede el productor desarrollarse como tal, cuando las tres funciones coinciden en la misma persona o grupo. Así es. Muchos de los músicos más ambiciosos y de mayor talento, conscientes de que el disco se realiza fundamentalmente a través de la producción, se han convertido en productores de su propia música. Sólo así adquiere el productor, en este momento, la libertad necesaria y, sobre todo, la unidad

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de estilo que precisa cualquier desarrollo artístico. Fuera de estos casos excepcionales, cortos en número y largos en logros, no se ha llegado aún al punto en el que sea el productor el que se haga responsable de la concepción de la obra, a través de la composición, y de la selección de los intérpretes adecuados a ella.

Puede decirse, sin embargo, que la cultura del disco sólo alcanzará su mayoría de edad cuando la evidencia de su autoría y la calidad de su trabajo impongan al productor como el personaje central de la obra discográfica. Y esto es cosa que solamente el tiempo, la ambición creadora y el talento harán surgir.