la carta bonsor

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Emilio Morales Ubago

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Un oscuro secreto de familia, una muerte supuestamente natural que da pie a una emocionante investigación policial; sucesos separados por cinco siglos y unidos por un mismo destino: la búsqueda de un enigmático templo, oculto entre las montañas de Sierra Morena y bajo la sombra de una civilización olvidada, Tartessos. El hallazgo de una misteriosa carta es el desencadenante de una excitante aventura, en la que el pasado pasa factura al presente, y que transcurre en la aparente tranquilidad de un pueblo al noreste de la Vega sevillana

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Ediciones En Huida

Em

ilio Morales U

bago - Colección

DSK

- La carta Bon

sor -- Edicion

es En

Huida

4 Colección DSK - Novela

1. El hombre no mediático que leía a Peter Handke

Edgar Borges

2. Julio Mariscal y la revista Platero Francisco Basallote

3. Las bicicletas no son para El Cairo Emilio Ferrín

5. La cuestión israelí. Sionismo, identidad y sociedad

Antonio Basallote Marín

OtrOs títulOs de la cOlección

Emilio M. Morales Ubago nace en Lora del Río (Sevilla) el 3 de abril de 1964. Es informático de empresa, tarea que ha compa-ginado durante años con las de diseñador gráfico, técnico de tu-rismo y técnico administrativo.Asimismo, colabora en la actua-lidad con la Agrupación Cultural “Amigos de Lora”, donde tiene la oportunidad de profundizar en una de sus pasiones, el estudio de la historia. Su tiempo libre lo dedica a la li-teratura y al cine; fruto de su afi-ción literaria y su entusiasmo por el pasado surge esta primera novela.

el autOr Emilio Morales Ubago

Un oscuro secreto de familia, una muerte supuestamente natural que da pie a una emocio-nante investigación policial; sucesos separados por cinco siglos y unidos por un mismo destino: la búsqueda de un enigmático templo, oculto entre las montañas de Sierra Morena y bajo la sombra de una civilización olvidada, Tartessos. El hallaz-go de una misteriosa carta es el desencadenante de una excitante aventura, en la que el pasado pasa factura al presente, y que transcurre en la aparente tranquilidad de un pueblo al noreste de la Vega sevillana

www.edicionesenhuida.es

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Emilio Morales Ubago

La carta Bonsor

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© de los textos: Emilio Morales Ubago© de la ilustración de la portada: Inmaculada DelgadoMaquetación: Emilio Morales Ubago y Martín Lucía ([email protected])Coordinador editorial: Ediciones En HuidaISBN: 978-84-940091-8-1Depósito Legal: SE –2012

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorpo-ración a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores.

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A mi padre y a mi madre, que me edu-caron en un profundo amor por estas tierras.

A los hombres y mujeres de la Agru-pación Cultural “Amigos de Lora” (A.C.A.L.), que, comprometidos, viven a diario la aventura de ser loreños. Gra-cias a su actividad esta novela ha sido posible.

A Mª Carmen, sin lugar a dudas…, porque la quiero.

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A comienzos del siglo XVI corren tiempos extraños a medio camino entre Córdoba y Sevilla. La villa de Lora del Río, con una población que rondaba los 700 vecinos y que la convertía en la más poblada de la zona de la ribera del Guadalquivir, atraviesa un clima de conflictividad política y social.

La crisis en Lora era evidente, los honrados señores que forma-ban parte de las autoridades tradicionales de la villa integraban un grupo de privilegiados que desde hacía más de diez años ve-nían quebrantando los intereses de la comunidad a favor de los suyos propios, alimentando un clima tormentoso que invitaba a los vecinos a tomarse la justicia por su mano. Y a eso un grupo de hombres buenos cuantiosos* no estaban dispuestos a llegar. Un levantamiento habría sido nefasto para todos. Ante una revuelta, el dueño y señor de todo lo que la vista abarcaba, el Prior de la Bailía de Setefilla, se habría decantado a favor de los representan-tes de la autoridad, cargos perpetuos por él nombrados, aunque estos fueran los verdaderos causantes del problema. Finalmente serían los loreños más humildes y pobres, junto con los peque-

*”Hombres buenos” pecheros, la antigua asamblea vecinal, cuyo grupo socialmente más representativo era el formado por los “contiosos”, aquéllos que superaban una determinada cuantía de bienes (vecino de cuantía). Los pecheros en definitiva eran la mayor parte de la estructura social de la villa: campesinos ricos y de menor cuantía, jornaleros, artesanos y comerciantes rurales.

Introducción

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ños propietarios, los que cargarían con la culpa, y a quién irían destinados castigos y escarmientos. La solución a este complejo problema debía venir por otro camino.

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Capítulo 1Villa de Lora. Abril de 1526

La luna en su cuarto creciente apenas lograba iluminar dos sombras embozadas que atravesaban prestas las arcadas de la Puerta de Córdoba. Ni siquiera hicieron notar su presencia a los perros que nerviosos transmitían su malestar gruñendo ligera-mente por encima de los ronquidos del centinela de puerta.

A Antón Días le habría resultado esta situación grotesca de no estar dirigiéndose de forma clandestina a un discreto encuentro al abrigo de la noche en las afueras. El descuidado centinela ha-bía sido recomendado al Concejo de la Villa por su tío, Antón de la Barrera, asegurando éste de su responsabilidad y buen hacer. Una fechoría más de las muchas que su tío y otros miembros del Concejo de Lora* venían cometiendo, abusando del poder de su cargo. Esto, junto con las hambrunas que las últimas sequías ha-bían traído consigo, estaban provocando un éxodo vecinal. A consecuencia de ello, dos pecheros, dos hombres buenos cuantio-sos tenían que salir a escondidas en la oscuridad en un desespera-do intento de remediar la difícil situación que atravesaba la Villa.

*El Concejo de la Villa era el órgano de gobierno local, sometido al Prior de la Orden de San Juan que era dueña del señorío, encargado de atajar los problemas propios de la localidad, y que estaba formado por dos alcaldes ordinarios, un alguacil, un mayordomo y siete u ocho regidores. Por encima de todos estaba el gobernador o Justicia Mayor que era el delegado directo del Prior.

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En el exterior de la muralla que rodeaba la población difusos contornos reflejaban levemente las luces que provenían del único y cercano Mesón que se ubicaba a extramuros, donde, aunque a punto de cerrar, foráneos y borrachos deambulaban junto a sus puertas. Su dueño lo había bautizado con el extraño nombre de “El Gato y el Cura”, ya que según él los curas y los gatos siempre acaparaban los mejores sitios para descansar. Durante el día, la Puerta de Córdoba vomitaba un constante flujo de labriegos y jornaleros que salían a los campos, y recogía otro muy distinto, compuesto por mercaderes, visitantes y moradores de haciendas y casas de labor, dando movimiento a la corriente de vida en que se convertía cada mañana la primera calle nacida más allá de la protección de la muralla, la calle Real de la Roda. En cambio, a esta hora de la madrugada, apenas se apreciaba la línea de casas y edificios del otro lado. Ambos cruzaron de pared a pared, pegán-dose al muro del edificio de las Carnicerías Públicas, percibiendo el metálico hedor a sangre seca que salía del mismo.

Antón Días apretó el puño de su estoque al tiempo que agrade-cía para sus adentros la feliz idea de Alonso de armarse por si, las circunstancias lo aconsejaban, había que tirar de roperas*.

Desde allí hasta el lugar de su extraña cita existían varios ca-minos. El más corto habría sido rodear el “El Gato y el Cura” y continuar en línea recta por la Carrera de los Caballos, conocida así por albergar el Corral del Concejo. Pero, no sería acertado pasar frente a las puertas del Mesón debido a la concurrencia de personas. Además, dos teas permanecían encendidas durante las horas de oscuridad a las puertas del Corral para que al menos

* El término espada ropera (actualmente también conocida como estoque) surge en el Re-nacimiento en España para designar cierta clase de espada de hoja recta y larga, esgrimida a una mano. Se le llama espada ropera porque se cargaba como un aditamento de la ropa, generalmente usada por moda y como arma de defensa personal.

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dos mocetones permanecieran de guardia durante toda la noche, protegiendo los animales que allí se albergaban.

El otro camino era más lúgubre y peligroso, pero más discreto, y discurría por la judería a extramuros de la villa. El barrio de Santa María fue construido en forma de arco o de media luna por motivos de autodefensa, para que los que estaban en un extremo de la calle no pudieran ver lo que ocurría en el otro. Un observa-dor situado en cualquiera de los dos extremos no podría ver más allá de la mitad del recorrido de la calle, y era allí precisamente donde se ubicaba la casa que hacía de sinagoga. La calle se cons-truyó alrededor de un antiguo mercado campesino, en un tiempo donde las reuniones de culto comenzaban a perseguirse por parte de las autoridades, así que desde el ecuador de la vía los hijos de Israel podían controlar si alguna patrulla del Santo Oficio ve-nía por un lado u otro de la calle y los fieles podían desaparecer por el Dédalo de pequeños callejones que surgían desde la propia vía hacia el resto del arrabal. Además, con el tiempo artesanos y mercaderes de todas las religiones se habían concentrado allí y habían convertido al barrio judío en un animado zoco, que final-mente acabó siendo el mercado más importante de la localidad. Fue a partir de 1492 cuando los judíos comenzaron a desaparecer paulatinamente del barrio, a pesar de ello muchos aún perma-necían allí y continuaban con sus cultos de forma clandestina.

Si durante el día el barrio era un hervidero de personas, aho-ra todo permanecía en silencio y en la más completa oscuridad. Las puertas y postigos estaban cerrados a cal y canto, y ambos hombres sabían a ciencia cierta que por mucho que golpearan las puertas o armaran jaleo en la calle, nadie iba a abrir o aso-marse; sus moradores debían salvaguardar las vidas de sus fa-milias y la integridad de las mercancías que dentro hubiere.

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En la más absoluta oscuridad y silencio los dos hombres avan-zaron por la calle principal. Apenas se escuchaba el roce de unas botas contra el suelo o de los estoques contra las capas. Un gato maulló a lo lejos como si del llanto rencoroso de un niño se tra-tase, erizando a Alonso los pelos de la nuca. Cuando estimaron encontrarse a mitad de la calle, percibieron cierta claridad pro-veniente de un callejón que se abría a su derecha. Torcieron por dicha calleja que les llevaría al muro más alejado del Corral del Concejo, cuyas luces ahora les orientaban.

Entre tanto, y ante ellos, se encontraba el Camino de San Se-bastián. Al final de éste se situaba la Ermita del mismo nombre donde se habían citado con cierto personaje de importancia en la Villa.

-Bueno, Alonso, parece que a partir de ahora sólo ha de preocuparnos el no tropezar en la oscuridad o precipitarnos a un hoyo. -A fe mía que muy pronto cantas victoria, Antón. Ahora es cuanto más preocupado estoy. -¿Tú? ¿Por qué? -No sabemos qué nos vamos a encontrar más adelante y ni siquiera somos conscientes si alguien nos sigue. Quizá debe-ríamos parar de vez en cuando para comprobarlo. -Es de sentido común –repuso Días–. Y tienes toda la ra-zón, no hemos sido lo suficientemente cautos hasta llegar aquí. ¿Qué propones? -Busquemos un lugar apartado, que no han de faltar, y aguardemos allí un rato hasta comprobar por lo menos que nadie ha de seguirnos. -Me parece bien. Aguardaremos un tiempo bajo la encina grande frente al cementerio, y así tranquilizaremos tu miedo.

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-¡Por todas las estrellas del manto de Nuestra Señora*! Pues a buen lugar me llevas –dijo Alonso, tragando saliva. -Deja en paz a Nuestra Señora, la Santísima Vir-gen, que a estas horas se encuentra muy tranquila en el cas-tillete de su peana –dijo Días bromeando–. En una de las asas de su peana es donde debería estar atada tu lengua blasfema que dice las cosas que dice movida por el pavor. -Nadie habla de miedo, Antón. Sólo se trata de prudencia, pues no anda la era para muchos riegos. La luz de la luna se filtraba por entre las ramas de la gran encina y los dos hombres permanecían sentados al pie del tronco, arrebu-jados en sus capas y protegiéndose del relente primaveral. Alonso recordó las palabras de Benita, la cocinera de la casa de su padre, cuando se ponía remolón a la hora de comer la cena. “Cómete esa sopa o acabarás dándole de comer a la encina que hay frente al cementerio”. Sus hermanas y él miraban a la cocinera con los ojos como platos. Y ésta, sabiendo que había captado la atención de los niños, continuaba: “Por eso es tan grande y tan gorda, porque se nutre de los muertos que hay bajo sus raíces”. Cuando Benita llegaba a esa parte, algunas de sus hermanas ya sólo asomaban los ojos por encima de la mesa en la que comían, y sobre la que ardía una bujía solitaria. “Fijaos si da miedo esa encina, que una noche de tormenta los rayos destruyeron todos los árboles que había en el cementerio y sus alrededores. Tan sólo respetaron al gran árbol que come muertos”. Finalmente llegaba su madre al rescate: “Bas-ta, Benita, no me los asuste más. Que después soy yo la que tengo que levantarme a tranquilizarlos a medianoche”. Y ahí estaba él,

* La primitiva y venerada imagen de Ntra. Sra. de Setefilla era una talla del siglo XIV, esculpi-da en madera, con 71 cms de altura y de estilo gótico. Se cree que era una imagen de campaña, con asas para su transporte. Ésta era del tipo Mater Admirabilis, sentada en su castillete, con cara hierática, con el Niño Jesús en su regazo en ademán de mostrarlo al pueblo. La talla, antes de ser adaptada a la moda de finales del siglo XVI en que se la convirtió en imagen de vestir, estaba provista de calzado negro y puntiagudo, cabellos dorados, el manto pintado de azul y salpicado de estrellas, guardilla de oro y túnica grana, el traje típico de las galileas. La imagen primitiva fue destruida en 1936.

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sentado bajo su copa, sin saber si el peligro vendría por detrás, por delante o desde abajo. Alonso se levantó de un salto y añadió:

-Creo que ya hemos aguardado suficiente. Es hora de continuar. -Vamos pues –señaló Antón al tiempo que se ponía en pie algo nervioso. -Por cierto, Antón, ayer vi entrar a tu tío y sus primos en tu casa –susurró Alonso de Cea. -No fue una agradable visita. Más o menos me dio a en-tender que sabía en lo que me hallaba metido, y de los problemas que me había de traer frecuentar tales amistades. -Suena a amenaza, pues. -De hecho, lo era, Alonso. Mi tío insinuó que tenía mu-chos menesteres, y que todo aquel que se inmiscuyera en ellos podía acabar con problemas en su salud. -Y sus primos, ¿dijeron algo? -No, ellos nunca dicen nada, sólo meneaban la cabeza de un lado a otro, como si a mis veinticinco años yo fuera un chiquillo.

Antón Días guardó silencio. Algo semejante a un nudo comen-zaba a formarse en su garganta. ¿Realmente –pensaba– merecía la pena lo que estaban haciendo? Por primera vez identificó aque-llo que atenazaba su garganta y le reconcomía el estómago: mie-do. Y miró a Alonso en muda solicitud de ayuda.

-Tranquilízate, Antón –dijo su amigo. Tarde o temprano acabaríamos por hacerlo. ¿Hubieras preferido una revuelta? La sangre no es buena para nadie, ni siquiera a la hora de limpiar el honor. Si matas a alguien siempre se verá vengado por sus hi-jos… Sería una historia sin final, y no debemos meter a nuestras familias en esto. Como dice Pedro de Asencio, que lo haga la Justicia.

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Capítulo 2

La Ermita de San Sebastián surgía como una enorme mole tras los árboles en medio de la tierra de labor. Su parte su-perior parecía levemente iluminada por la luna. Desde la última epidemia de peste ya no dormía nadie allí, el páter pasaba el día en la iglesia y al atardecer regresaba a la Villa y dormía en las casas de la Iglesia Mayor. La cita era en el muro sur del edificio, sin embargo allí no había nadie. Los dos hombres miraron a su al-rededor de inmediato. Tras uno de los árboles vieron brillar acero.

-¡En nombre de Dios, ¿quién va?! –gritó una voz que al punto reconocieron. -¡Gente de bien, D. Pedro! –respondió Antón Días.

La silueta de Pedro de Asencio había salido tras la arboleda y ahora se recortaba contra el muro de la ermita. Al igual que am-bos, también iba armado.

-¡Ah! Antón, Alonso, me alegra saber que han venido con bien. Ya empezaba a preocuparme por vuestra tardanza. Sin em-bargo, había de citaros en tan escondido lugar pues nadie ha de relacionarnos. Esta reunión jamás ha tenido lugar. -Acá nos tenéis, D. Pedro, fieles a la cita y dispuestos a urdir soluciones, pues la situación es ya insostenible. -Decís bien, Antón. Ya sabéis que existen demasiados in-tereses por mi parte en juego, que no puedo llevar la voz cantante

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en este asunto. Sé que mi deber como Procurador del Concejo es defender los intereses del pueblo llano frente a los de los re-gidores y alcaldes, pero si realmente lo llevara a cabo caería en desgracia frente al resto del Consistorio y dejaría de ser útil a la causa. -No os justifiquéis –repuso el de Cea. Sabemos de vuestra situación y en realidad nos sois más de utilidad conociendo de pri-mera mano las maquinaciones del Concejo que alejado del mismo. -Bien, pues no perdamos tiempo y escuchad lo que he de deciros. Al atardecer habremos de reunirnos en esta misma Ermita con los acusadores de tantos y tantos desmanes que des-pués de mucho tiempo regidores y alcaldes vienen cometiendo. Mi presencia aquí será de lo más breve pues recién comience la reunión yo habré de disculparme y rehusaré representaros, pues tal función me llevaría durante mucho tiempo fuera de la villa y la salud de mi padre y mi permanencia junto a él me lo impiden. -No es eso lo que cuenta mi tío, D. Pedro. -Claro que no, Antón, yo dije a vuestro tío que jamás osa-ría oponerme al Concejo y mucho menos a él. Y es menester que siga pensando eso, y es por ello por lo que no puedo repetirlo así al pueblo, ya que pagaría como precio la consideración de ser traidor a mis vecinos e incumplidor de mi cargo. Así, vuestro tío me mantiene junto a él, ya que piensa que estoy a su favor, y los vecinos comprenden mi proceder, dada la mucha edad de mi pa-dre. Pero escuchad por favor, y no me interrumpáis pues hemos de regresar a descansar, puesto que el día que a poco ha de nacer ha de tornarse muy largo. -Proseguid, pues. Pero llegados hasta aquí, más me preocupa la discreción en el regreso que el tiempo empleado en nuestra conversación. -He hablado esta pasada tarde con Gonzalo López de Ro-jas y Alonso Ferrandes y para su disgusto les he dado a conocer mi situación, sin embargo han aceptado que seáis vosotros dos

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los que representéis al pueblo ante las autoridades, dados vues-tros conocimientos y buen hacer. Finalmente han accedido, di-cen estar de acuerdo con asignaros como representantes, aunque preferirían descargar toda la responsabilidad sobre vos, Antón. Dicen que el Prior o el representante de su Majestad habrán de prestar más atención a un caso sobre el que la sangre demande a su propia sangre.

Antón Días de nuevo guardó silencio, reflexionando unos ins-tantes sobre tan difíciles nuevas. Otra vez ese algo volvía a enros-carse en su garganta. Su primera intención fue la de alejar de sí tan amargo cáliz. Después miró en dirección a la villa, pensó en su familia, en sus hijos, no merecían crecer en un entorno donde la injusticia y el abuso de poder campara a sus anchas; qué con-cepto del mundo tendrían cuando fueran mayores; sus vecinos, gente humilde, gente buena, aún recuerdan cuando el año pasa-do Bartolomé Gomes se quejaba con lágrimas en los ojos de la irrupción en su trigal de las vacas, toros y otras bestias de uno de los miembros del Concejo, Fernando de Mallén, asolando la cosecha; de cómo el ganado fue prendido y llevado al Corral del Concejo entre guardas y miembros de su propia familia; de la for-ma en que Bartolomé fue advertido para que guardara silencio, y que si no estaba de acuerdo siempre podía vender su terreno y marcharse a otro lugar. Y finalmente, de cómo Mallén sacó su ga-nado del Corral sin pagar la pena por fuerza y contra la voluntad de los guardas y de los dueños.

Días miró frente a frente al Procurador.

-¡Sea pues! Sin embargo, solicitaré que dada mi relación de amigo y hermano con Alonso de Cea, sea él quien me acom-pañe en todas estas tareas, puesto que no me veo capaz de llevar-las en soledad.

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-Me alegra saber que aceptáis tan correoso trance, Antón. No se hable más. Mañana todos firmarán el escrito. Parto enton-ces y no nos veremos hasta la tarde. Mientras tanto evitad mi presencia tanto como yo os evitaré a vos. -¿Ni siquiera saludaros? -Ni tan siquiera eso, Antón. Yo haré como que no os veo, así no nos faltaremos al honor. Es menester que tras la reunión de mañana nos vean más como enemigos que conocidos. Tiempo habrá de citarnos en nuevas ocasiones, tal como lo hemos hecho para ésta. Ya sabéis, cuando sea necesario os dejaré y me deja-réis nota en el horno de Antón de Morales. Y vos, Alonso, haced como vuestro amigo. -No lo dudéis, D. Pedro –contestó el de Cea. -Aguardad un buen rato, antes de volver a vuestros hoga-res. Y quedad con Dios, señores. -Id con Él, D. Pedro.

Los dos hombres quedaron en silencio tras la partida del de Asencio. La responsabilidad puesta sobre sus almas les traería muchos sinsabores y amenazas. Alonso de Cea intentó distraer a su amigo con otro tema de conversación.

-¿Qué habías de decirme la pasada tarde cuando nos inte-rrumpió tu señora? -¿Qué? ¡Ah, sí! Es algo extraño. Sabéis por mí que desde el año pasado mi padre lleva tierras en “la Sierra” y además, ha arrendado al Prior de Setefilla el Val del Infierno. -Sí, curioso nombre para tierras por las que discurre el río Guadalvacar junto a Setefilla. -Bueno, Alonso, es una zona tan escarpada y tan poco productiva, que no deja de ser un infierno el poder trabajarla.

Alonso de Cea soltó una sonora carcajada ante la divertida

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ocurrencia de su amigo, que a pesar de la situación no perdía su buen humor.

-Ya lo creo, Antón, y con alguien tan quisquilloso como el Prior que no te quita la vista de encima. -Hace dos días, mi padre tenía a varios braceros limpian-do de matorral una zona de “la Sierra” que linda con “El Infier-no”. Uno de ellos descubrió los restos de un derrumbe en una zona muy escarpada. Un derrumbe que, al intentar despejar tanto pedrusco que impedía el trabajo, permitió, al retirar algunos de ellos, que una corriente de aire silbara a través del espacio libre, dejando entrever una oquedad que parecía internarse en la mon-taña bastantes pasos. -Las cuevas abundan en todo ese terreno, todos lo saben en Setefilla. Los pastores trashumantes, que usan ese paso para entrar en la Vega, protegen sus rebaños del relente en dichas cue-vas. -Y será eso, Alonso, pero lo extraño es que junto al olor a rancio que salía del hueco, los braceros escucharon sonidos ex-traños y lejanos, como música de flautas, pero sin orden ni con-cierto. Al capataz de los braceros se le ponían los vellos de punta y se notaba muy afectado cuando lo contaba a mi señor padre en mi presencia. -¿Qué hicieron, pues? -Gabrielillo comentó que uno de los braceros dijo que si aquello era “El Infierno”, deberían ser las flautas de Satanás y el derrumbe lo debió mandar nuestro Señor Jesucristo para sellar las puertas por las que se accede a tan siniestro lugar y así prote-gernos de tan mala influencia. El miedo saca fuerzas de flaqueza, ya que no sólo taparon el hueco, sino que acarrearon nuevas y pesadas piedras para sellar la cueva aún más si cabe. -Sabia decisión, Antón. Ya me gustaría un capataz como Gabrielillo trabajando con los míos.

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-Ya te gustaría, sí, gañán. Pero está contento con nosotros, que sabemos darle su lugar. -¿Vosotros –dijo Alonso tras contener la risa– o es esa moza que trabaja como costurera en tu casa? -Desde luego, –añadió su amigo con una sonora carcaja-da– el lugar donde le deja yacer la moza debe saberle mejor…

Iniciaron el retorno hacia la villa. Después, las circunstancias y el pleito del que fueron protagonistas durante mucho tiempo, les harían olvidarse de los extraños sucesos en “El Infierno”*.

* El pleito, que tuvo lugar tras la firma del documento el 22 de abril de 1526, supuso un intento de democratización de la vida municipal a favor de los “hombres buenos cuantiosos” y en contra de los abusos de los regidores y los “honrados señores”. De todo ello pueden encontrar mayor cantidad de datos y detalles en el interesante libro del Profesor González Carballo “Documentación Inédita hallada recientemente en el Archivo Municipal de Lora del Río”, editado por Agrupación Cultural “Amigos de Lora” y la Delegación de Cultura del Ayuntamiento Loreño.

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Capítulo 3

Santuario de Setefilla. Mayo de 1926

El Sol hacía poco que se había escondido tras la loma que albergaba la Peña de la Hilandera. Los dos hombres reposaban el trabajo del día a las puertas de una de las hospederías* del San-tuario. Habían permanecido en silencio durante largo rato. Sin embargo, fue el más joven de los dos quien habló primero:

-¿Enviará la carta, Monsieur Bonsor? -Me temo que no, estimado Thouvenot. Lo más conve-niente es dejar las cosas tal cual están. -Pero, lo descubierto esta mañana es demasiado impor-tante para… -Thouvenot – le interrumpió su interlocutor–, tú lo has dicho: es demasiado importante para ponerlo en manos de esta pandilla de ineptos y de este gobierno de broma. -Soy consciente de ello, monsieur, sin embargo…

* En el Santuario de Ntra. Sra. de Setefilla, a espaldas del edificio de la Iglesia y unidas al mismo se han construido las hospederías, altas y bajas. En invierno y primavera todas se ocupan por familias que pasan temporadas dicho lugar. Las hospederías eran once, bajo la advocación de San Bartolomé (frente al Castillo); San Cayetano (llamada vul-garmente “la del pozo”); San Pablo, primer Ermitaño (casa habitación del santero); San Pedro (denominada la del Cura); San Marcos (conocida por la de las tinajas); San Ra-fael y Santa Isabel, y las del Gremio de Artesanos, bajo los títulos de San Juan Bautista, San José, San Antonio y San Jerónimo. La estancia en ellas se rige por un Reglamento.

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-Te lo vuelvo a repetir –interrumpió de nuevo–, es me-jor dejarlo como está. Habrá próximas excavaciones, Thouvenot, y lo más conveniente es esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos políticos de este país. Ahora no se respeta nada, ya lo has visto, entre otras cosas porque la ignorancia demostra-da por sus dirigentes es más que notoria. Todo es comprable o vendible si existe un buen postor. Ya viste la facilidad con la que hemos sacado algunos de los hallazgos, tan sólo hemos tenido que dejar algunas cosas sin importancia para el Museo Arqueoló-gico Nacional en Madrid, otras para el Ministerio de Institución Pública y Bellas Artes y algún que otro mínimo estipendio para el responsable de turno. Nadie es consciente de lo que esconden estas montañas. Ni se lo imaginan. Si lo supieran acudirían como moscas una nube de oportunistas, piratas, cazadores de tesoros…

El joven le observaba con aire pensativo.

-Pensaba que íbamos a ser nosotros los que lo contaría-mos. A ellos y al Mundo. -No seas inocente, querido. En cierto modo esto es un ne-gocio. Para todo es necesario el dinero. Necesitábamos medios para el Yacimiento de Carmona, y con el trabajo de esta exca-vación ya disponemos de suficientes para comenzar el próximo otoño. -La verdad es que el Yacimiento de Carmona es extraordi-nario, podemos dividir el trabajo en varias vertientes con la total seguridad de que será productivo, parece no tener fin. Pero, ¿no es lo que encontramos esta mañana el punto de partida para…? -Thouvenot, me cansas y no te lo voy a volver a repe-tir. Exijo que no vuelvas a hablar de esta cuestión. Es más, he tomado una decisión inamovible. Ni nuestra infraestructura está preparada para la magnitud de este hallazgo ni las circunstancias para anunciarlo son las idóneas.

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-Deberíamos hablar con Manuela para que prepare la cena – dijo Bonsor sonriendo, mientras se frotaba las manos–. Ha sido un día duro, emocionante. Y mañana debo ir al pueblo. -¿Cita con el juez, Monsieur Bonsor? -¡Ajá! Al final de la semana D. Diego Díaz marcha a Se-villa y quiero entregarle cierta correspondencia para Monsieur Pierre Paris y Mr. Archer M. Huntington. -¿Un nuevo encargo? -No, este yacimiento ha dado todo lo que podía dar…, por ahora. -Hace mucho que no tengo el gusto de ver a Monsieur Pa-ris –repuso el joven Thouvenot, mientras sonreía levantando una ceja–. Todavía lo recuerdo dándome instrucciones sobre España cuando era un simple alumno de la Escuela de Roma: “Cuidado con los manolos, Raymond, hablan muy alto y les gusta trabajar tanto como a nosotros, o sea nada”. ¿Quién me iba a decir que fi-nalmente me mandaría con usted a esta excavación arqueológica a cargo de la institución que preside? -La Escuela de Estudios Superiores Hispánicos de Bur-deos, la Casa de Velázquez en Madrid, el nido donde los arqueó-logos franceses podemos refugiarnos en España, todo un éxito para Monsieur Paris. Sin embargo y por ahora, tengo cierto inte-rés en contar algunas cosas a Mr. Huntington. Su Sociedad His-pánica de América en Nueva York puede estar a la altura de lo que necesitamos para un futuro. De hecho, él y yo ya comparti-mos ciertos asuntos cerca de aquí. -¿En Carmona? -No, en Alcolea del Río. ¿Te he hablado de mi viaje en 1889 con Richard Maxwell, ese inglés antipático y borrachín, en busca de la antigua Axati? -Muchas veces. Y sobre los hallazgos de varios interesan-te mosaicos en los restos de la antigua ciudad romana de Cana-ma…

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-Bueno, pues después de encontrar aquellos mosaicos tuve el gusto de conocer al Sr. Huntington. Creo que puede ser un buen tema de conversación durante la cena. ¿Vamos?

Thouvenot fijó la vista en las pequeñas luces que comenzaban a encenderse allá a lo lejos en la villa, semiescondida entre los grises y azules del atardecer andaluz, preguntándose por el alcan-ce de lo encontrado y cuándo anunciarían el hallazgo al mundo. Nunca lo harían.

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