la jornada semanal

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Suplemento Cultural de La Jornada Domingo 29 de abril de 2012 Núm. 895 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver Rojo Vicente la vuelta al mundo en 80 años F RANCISCO S ERRANO El testamento de ATAHUALPA YUPANQUI Entrevista con SUZANNE DRACIUS

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La Jornada Semanal

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Page 1: La Jornada Semanal

■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 29 de abril de 2012 ■ Núm. 895 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

Rojo

Vicentela vuelta al mundo en 80 añosFrancisco serrano

• El testamento de atahualpa Yupanqui

• Entrevista con suzanne Dracius

Page 2: La Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

[email protected] y opiniones:

[email protected]

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Portada: Esto que han visto aquí soy y no soy yo

Foto de Yazmín Ortega Cortés/ archivo La Jornada

bazar de asombros 29 de abril de 2012 • Número 895 • Jornada Semanal

El santo y El tabaco

El amanecer en Punta Mita fue muy tenue. Empezó la alborada con unas débiles luces rojizas, el cielo se puso blanco, un viento comedido levantó la niebla y, a lo lejos, se escuchó la sirena que anunciaba el fin del nublado y la inminente salida de un sol que era ya una uña recortada sobre los hombros del mar. Ha­bíamos pasado la noche en el rudimentario camión de pasajeros (bancas en lugar de asientos, nada de ventanas. Todo abierto, todo propiciando el paso libre de los vientos) y habíamos comido carne seca de venado (de ahí el nombre de la punta: Mitl) con tortillas recién hechas y con una salsa vallartense de gajos de lima y chile guajillo. Con el alba se inicia­ron los ruidos del trabajo en la ranchería de Punta Mita. Se trajinaba en la cocina del parador en donde habíamos pasado una noche llena de estrellas, pre­sidida por una luna que nos sembró sueños inquietos mientras los pescadores preparaban sus barcos y sus arreos y se deseaban suerte. Miles de cajos (peque­ñas y deliciosas jaibas) recorrían la carretera y algu­nos se aventuraban e invadían el piso del parador. Nos esperaba una jornada de diez horas para llegar a Compostela y otras diez para arribar a nuestro des­tino final: una Guadalajara de menos de medio mi­llón de habitantes, hospitalaria y cuidadosa de un plano regulador que propiciaba un crecimiento ar­monioso e inteligente. Muy pronto ese plano se fue al olvido y la ciudad empezó a crecer a tontas y a locas para beneficio de los constructores y de sus cómplices, los políticos corruptos y corruptores. La encargada del parador nos sirvió huevos rancheros, longaniza, tortillas que se inflaban alegremente en el comal, frijoles de la olla y un café ligero y muy azucarado. Siguiendo la costumbre nayarita be­bimos un vaso de leche acompañado de un trozo de dulce de calabaza. Nos subimos resignadamente al bamboleante camión y, asesinando a los temera­rios cajos, la emprendimos hacia los campos donde se cultivaba el tabaco que compraban (y fijaban el precio caprichosamente) los monopolios de El Águi­la y de La Moderna. Recordé una anécdota vallar­tense: un rico y emprendedor forastero se dedicó a la compra y venta de tabaco allá por los principios de los cincuenta. Era muy amigo del párroco y, des­pués de largas deliberaciones, acordaron entronizar a la Virgen de Guadalupe como patrona del pequeño puerto. Se fueron a México, compraron una repro­ducción de la imagen de la Virgen y, ayudados por un canónigo de la Catedral, consiguieron que el car­

denal canadiense Guilleneve, que era el primer prín­cipe de la Iglesia que visitaba México después de las terribles guerras cristeras, aceptara bendecir la ima­gen. Cumplida la encomienda regresaron a Puerto Vallarta y prepararon las celebraciones de la en­tronización de la patrona del próspero pueblo ya colonizado por nayaritas y por campesinos del muy hermoso pueblo de San Sebastián del Oeste, de Mas­cota y Talpa. Para dejar memoria de su labor religio­sa, ordenaron que los muros de la iglesia fueran en­tregados a un pintor tapatío para que hiciera la relación de los hechos. En los murales aparecía el rico empresario sosteniendo la imagen de la Virgen, a su lado el cura arrodillado recibía la bendición del cardenal quebecois. En otro, los héroes de la entro­nización regresaban al pueblo con su preciosa carga y, en el más modesto, los dos personajes bajaban del avión (un dc 3 de Mexicana que, junto con las auda­ces avionetas de Aereolíneas Fierro, cubrían la ruta costeña) con los alegres rostros del deber cumplido. Al poco tiempo los murales pasaron a formar par­te del paisaje urbano. Me contaba un amigo (tal vez demasiado lenguaraz) que una tarde fue a rezar el rosario al templo un campesino tabacalero acompa­ñado de su hijo. El niño, deslumbrado por la profu­sión de luces de neón, clavó la vista en los murales. Lleno de curiosidad le jaló la manga de la camisa a su padre y le preguntó: “¿Qué son esos?” El padre le contestó: “Son santos.” El niño se quedó pensativo y volvió a la carga: “Mire apá ahí está el santo que nos chingó el tabaco” y señaló con el dedo al rico empresario tabacalero.

Muchos años han pasado. Puerto Vallarta y la cos­ta nayarita han crecido de manera espectacular. A la ciudad le hace falta un nuevo cronista, pues su más fiel relator, Carlos Munguía Fregoso, murió hace unos años. Tengo nostalgia del Hotel Paraíso (en uno de sus balcones aparece el cura ebrio, Richard Bur­ton, en La noche de la iguana), de los cajos hervidos y de la fidedigna gastronomía vallartense. Me gusta que mi viejo lugar de vacaciones (35 pesos diarios cuarto y comidas en los cincuenta) progrese y tenga ya su campus universitario y reúna todos los años a los poetas de Letras en el mar. Bienvenido el progre­so, pero debemos defendernos de sus excesos con una intensa vida cultural y artística.

Ganador de la beca Guggenheim

en 1978, del Premio Nacional de

Ciencias y Artes en 1991, miembro

del Colegio Nacional desde 1994,

creador emérito del Sistema

Nacional de Creadores de Arte,

entre muchos otros reconocimien-

tos, Vicente Rojo llegó a México

en 1949 y, desde hace al menos

seis décadas, es un referente

ineludible de la gráfica, la plástica

y el diseño tanto editorial como

publicitario, e incluso cinemato-

gráfico. En este 2012, el también

autor del diseño gráfico original

de este diario cumple sus primeros

ochenta años y lo celebramos con

la publicación del inteligente

ensayo de Francisco Serrano a

propósito de Estaciones, la más

reciente exposición de Vicente, en

la que hace un repaso y al mismo

tiempo una renovación de los

ocho temas o momentos en

los que, a lo largo de los años, ha

desplegado su creatividad. Publi-

camos además una entrevista con

la escritora martiniense Suzanne

Dracius, un ensayo sobre la poeta

venezolana María Auxiliadora

Álvarez, así como un artículo

sobre el mítico compositor argen-

tino Atahualpa Yupanqui, falleci-

do en mayo de 1992.

Page 3: La Jornada Semanal

creaciónJornada Semanal • Número 895 • 29 de abril de 20123

la sIEsta y alGUnos VERsos DE bUKoWsKy

bitácora bifronte

Jair Corté[email protected]

Para Bere

Pocos son los que no sienten el deseo de dormir o, por lo menos, de descansar después de la comida fuer te del día. El r itmo de la vida actual impide, casi siempre, que la siesta se lleve a cabo en medio del ajetreo común. Dormir cuando es de día está mal visto por las sociedades basadas en un ideal d e “p ro d u c c i ó n y p ro g re s o”. S i n e m b a rg o, h ay unos versos de Charles Bukow sky que no sólo re­cuerdo sino que son una especie de mantra, una justificación poética de mi afición a la siesta: “Al­gún día escribiré un poema que encenderá volca­nes/ en las colinas que están ahí afuera,/ pero aho­ra mismo tengo sueño por la tarde/ y alguien me pregunta: Bukowsky, ¿qué hora es? / Y yo contes­to: 3 con 16 minutos y 30 segundos/ […] Tengo una tumba dentro de mí dic iendo: bah, deja que lo hagan los demás, déjalos que ganen, déja­me dormir. ”

Confieso que es difícil el arte de la siesta, la gente puede considerar­te grosero al abandonar una “inte­resantísima” conversación en la so­bremesa o al ret i rar te de manera discreta cuando invitas a personas a comer a tu casa, pues se preguntan: “¿Y el anfitrión? Pero si él nos invitó, ¿cómo es que puede dormirse?” Por eso, cuando es necesario compartir

el pan con otros, prefiero las cenas, el cansancio acu­mulado durante el día es el pretexto idóneo para decir buenas noches y retirarse al mundo íntimo de la cama, sin que esto implique que uno no está có­modo con la compañía de los demás.

Tomar una siesta regula la presión arterial y da una profunda sensación de bienestar, aunque al­gunas personas me han confesado que, si duermen después de la comida, despiertan con una sensa­ción de tristeza o nerviosismo que yo atribuyo a un sueño que debió ser mucho más extenso y repara­dor. Lo anterior nos lleva a preguntar: ¿cuánto de­be durar una siesta? Algunos médicos dicen que con veinte minutos es suficiente, yo diría que una

hora es la duración mínima (no me gusta sentirme presionado por despertar). Sin embargo, hay quien asegura que si duerme por la tarde sufrirá de in­somnio, a lo que respondo que, después de unos días de prác t ica, e l hábito cambiará esos senti­mientos por tranquilidad.

A l o l a rg o d e m i v i d a h e l a m e n t a d o q u e l o s restaurantes no cuenten con hamacas o “zonas para s iesta” equipadas, c laro, con pequeños es­tantes con puer ta y cerradura para evitar el robo d e l a s p e r t e n e n c i a s p e r s o n a l e s m i e n t r a s u n o duer me. Es contranatura l ver a la gente dor mir en el transpor te público, moviendo la cabeza de un lado a otro, personas entrecerrando los ojos

en conferencias y clases, detrás de un mostrador, o cometiendo erro­res al operar maquinar ia o condu­cir vehículos. No es una invención que cualquiera es más productivo s i toma una s iesta.

Cuando uno siente la necesidad de dormir y no lo hace es como no b e b e r a g u a c u a n d o s e t i e n e s e d. No me preocupa que la gente me llame perezoso, porque sé que des­pués de una siesta experimento esa extraña sensación de resurrección, d e p o d e r d e s p e r t a r d o s v e c e s e l mismo día •

Silbido olvidado en la noche vacía

ventanas iluminadas que corren en la oscuridad

tren cargado de almas en la soledad,

cargado de sueños que jamás se hicieron verdad

y por eso son nuestros sueños más verdaderos.

Personas que se inclinan fuera de las ventanas

un instante –pasaron– nada supimos de ellas

sólo su mano que nos saludó y se perdió

y más personas y más manos que saludan

y una negra señal que se hundió en la negra oscuridad

luego una pequeña luz y luego ya nada más.

El tren sobre el cementerioLina Kásdagly

Véase La Jornada Semanal, núm 745, 14/Vi/2009

Versión de Francisco Torres córdoVa

Y los rieles fluyen incesantes sin que sepamos su fin

incesantes sobre el cementerio con los trémulos candiles

y abajo en las tumbas duermen quienes están

indescifrablemente unidos a nosotros

y sueñan el eterno paso de la vida

que es tan amarga y breve y bella.

Bukow sky bromea en un cementerio

Page 4: La Jornada Semanal

429 de abril de 2012 • Número 895 • Jornada Semanal

ace unos treinta años algunos críticos empe­zaron a decir que la poesía venezolana, con­siderada hasta entonces el patito feo de las líricas latinoamericanas, era mucho más in­

teresante de lo que se pensaba y que la habíamos leí­do poco y mal. Una nueva generación de escritores venezolanos empezaba a destacar en el panorama de los mapas y antologías, y la revelación de José Anto­nio Ramos Sucre, “que había muerto de insomnio”, hasta entonces semiolvidado, se volvía una verda­dera señal de identidad para lectores del continente. Fui de los que picó el anzuelo. La voracidad por leer escritores venezolanos me llevó a elaborar, al menos dos veces para distintas revistas, antologías de poe­sía del país andino. Y a escribir sobre algunos de sus escritores, como Guillermo Sucre, cuyo ensayo La máscara, la transparencia marcó la manera de leer la poesía latinoamericana. La perspectiva de esas antologías para revistas era hacer una en libro para publicar en México. Fue, como tantos de los proyec­tos que uno se propone, algo que no se concretó.

En todo caso, las décadas transcurridas desde entonces han mostrado que aquella llamada de aten­ción estaba justificada: la poesía venezolana no sólo tenía un pasado muy interesante, sino que además era claramente protagonista de un futuro atrayen­te, tomaba riesgos inesperados y hacia resonar acentos curiosos. María Auxiliadora Álvarez es una de las voces centrales de esa lírica desde que empe­zara a publicar su poesía. Cuerpo fue su primer libro, allá por el ̓ 85.

Para redactar estas notas preferí no buscar aque­llos números de revistas en que salieron las antolo­gías, pues se me habría caído la cara de vergüenza si no estuviera incluida María Auxiliadora, y así pue­do decir sin remordimientos que la empecé a leer desde entonces y en ese vértigo. En todo caso siempre la tuve como una de las figuras notables de ese, más

que renacimiento, reconocimiento de la poe­sía venezolana, poesía que estaba estremeci­da por pulsiones de diferente tipo, pero sobre todo empeñada en una síntesis de ideas y for­mas que pugnaban por emerger a la página y que lo hacían con cierta violencia manifiesta, aunque contenida, en la palabra.

Ahora que María Auxiliadora ocupa ya el lugar que le corresponde como uno de los nombres mayores de la lírica hispanoamerica­na, y que en México la podemos leer ya incluso en ediciones nacionales, al releerla lo que más me impresiona es esa condición de búsqueda resuelta en fulguración, en un decir que se des­

prende del camino que lo lleva a ser dicho, para ser pura fulguración, violenta violencia, expuesta, como la de la fractura expues­ta, como la del dolor físico trasminado –no ya metáfora sino condición dolorosa‒ a las palabras, al poema.

Una poesía cuya única for­ma de entenderla es sobreentender­la. Trato de explicar el sentido de este juego de palabras. Hablo de un desprendimiento del trayecto que la lleva a ser eso precisamente: des­prendimiento. Si algo se desprende, al menos en poesía, presupone una promesa de “prendimiento” poste­

rior, pero en ese momento privilegiado en que el poema no es prendimiento sino desprendimiento, ocurre la poesía de María Auxiliadora.

No equivale aquí, sin embargo, ese desprendi­miento, a un arrancamiento, es decir, a la aparición de una causa externa para ese desarraigo, sino que ocurre naturalmente, pero no es difícil darse cuenta que el dolor que provoca tiene algo de no natural, o incluso de antinatural, y que sólo puede vivirse sin ser quemado por su intensidad, gracias a la poesía que lo hace humano. Desprenderse es tomar sentido en medio de ese bosque de símbolos, ir más allá de la significación y pasar a la encarnación. Una primera lectura de su poesía muestra que la familia como re­ferente –hijos, padres, hermanas‒ cifran ese univer­so referencial, y gracias a él aspira a la transparen­cia, a la claridad, a la precisión de la palabra que se desprende incluso de su condición de dicha, de di­cho, para volverse piel del lector, encarnación de una palabra leída.

El proceso de claridad al que se avoca la escritora, evidente para quien la lea secuencialmente, se debe a que pasa de una condición de la escritura como poesía a la de una escritura como poema. Esta peque­ña pero sutil diferencia me parece muy importante. Por eso hay buenos autores de poesía y buenos poe­mas y pueden no coincidir. El neobarroco que surgía en esos ya tan lejanos primeros ochenta era una bús­

queda necesaria de la poesía, pero María Auxilia­dora no se dejó tentar por ella y supo buscar no la poesía, sino el poema. Por eso, lo que va de Cuer­po (publicado en México por Mantis Editores/ Universidad Autónoma de Nuevo León, 2011) a Paréntesis del estupor, en Las nadas y las noches, 2011 (Prólogo de Julio Ortega, Candaya, Espa­ña, 2011, incluye un dVd), es la apropiación de la palabra de María Auxiliadora, por el lector, cumplida en ese desprendimiento tan presen­te en todas su páginas.

La ventaja de la toma de posesión es que no despoja al autor de su primera condición de propiedad verbal sino que la integra. Justamente nada más lejano de esa rizomatización o dise­minación que provocaba el neobarro­co, y que acaba desposeyendo no sólo al autor, también al lector, para erigir en el centro una entelequia: la escri­tura. La poesía de María Auxiliadora prende en ese desprendimiento, como los lotos en el estanque, como el nóma­da sobre la tierra, como el poeta sobre la página •

Foto: Juan Leal

José María Espinasa

María auxiliadoraÁlvarez

desprendimientos de

H

Los

“ “Una primera lectura de su poesía muestra que la familia como referente –hijos, padres, hermanas‒ cifran ese universo refe-rencial, y gracias a él aspira a la transparencia, a la claridad, a la precisión de la palabra.

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5 Jornada Semanal • Número 895 • 29 de abril de 2012

entrevista con Suzanne Draciusadriana cortés Koloffon

La escrituramulticolor

ué rasgos mestizos introduce en su obra?–Elementos salvajes, brutales, hechos

históricos o actuales, como en La otra que baila o en mi antología titulada Exquisito

abandono mestizo. Parto de violencias traumáticas que transformo en el eje de una resistencia literaria: un pilar sólido y vertical de mujeres, como en Calle sube al cielo. El mestizaje no es horizontal sino vertical, ascendente: se conforma de la abscisa y de la ordena­da a la vez. ¡Mestizaje: [métissage]; tejido, [tissage]! Por eso escribo: la palabra texto en latín (textus) per­

tenece a la misma familia que tejer y textil. El mesti­zaje es posible en los textos.

–¿Cómo refleja su poesía la negritud?–Me unía a Aimé Césaire la complicidad de ser

profesores de Letras Clásicas, de ser negros gre­co­latinos. Como mujer, me concibo a mí misma en mi feminitud [feminitude, en francés], neologismo que comparte el sufijo tud con negritud, vocablo que permite sentirse a gusto en la piel de negro, como el de feminitud ayuda a sentirse mejor en la piel de mu­jer. Mi feminitud está íntimamente ligada a mi mes­tizaje vinculado no sólo con Césaire, a quien cono­cí en el camino de la vida, sino también con autores muertos de la Antigüedad más remota, uno de ellos Terencio, el primer gran escritor africano cuyo seu­dónimo Afer significa el Africano. Esclavo ori ginario de Cartago, fue uno de los más notables autores la tinos; enriqueció la literatura con frases plenas de bello humanismo, una de ellas: Homo sum, a me ni­hil humanum alienum puto: “Soy hombre, nada hu­mano me es ajeno.” La poesía de Sénghor y, sobre todo, la de Césaire forjaron mi postura basada no sólo en la negritud, sino también en lo postcolonial: venero la cultura y las teorías del viejo Occidente a la vez que me reconstruyo con todas mis particula­ridades en su máximo potencial.

–¿El hecho de ser una escritora insular es sinónimo de marginalidad?

‒Puede considerarse como marginalidad el hecho de ser una escritora insular en el seno de la literatura francesa y de escribir en francés, aunque con las par­ticularidades ligadas a mi origen antillano y todas sus implicaciones: una aportación de la tradición criolla, otra visión de la vida, una posición distinta en relación con el mundo. La mezcla de sangres de orígenes y clases sociales tan diversos me hacen ser marginal, pero también me siento próxima a casi to­do el mundo. No solamente escribo negro sobre blanco. Siendo criolla, porque nací y me eduqué en Martinica, me resulta normal explicar, a través de ex­presiones criollas, las realidades tanto de mi entor­no, como de mi imaginario. Con todo, muy pronto mis recuerdos de infancia se mestizaron con los de Francia y ambos se mezclaron con las reminiscen­cias de mi país natal. ¿Quizá mi escritura multicolor ofrezca a cada cual múltiples posibilidades de iden­tificación?

–¿Qué papel juega la oralidad en su obra?

‒Juega un papel estético; las cadencias de las pala­bras o de los giros de la lengua criolla crean, para el lector, otra realidad. Por la vía de la oralidad, la es­

critura permite [connaître] conocer al Otro, [com­munier] comulgar. De este conocimiento, nacimiento con el Otro, nace poco a poco una comprensión del texto por el lector, aunque éste no domine el crio­llo. Mis textos tejen y mestizan muchas costumbres, creencias, supersticiones, anécdotas orales y tra­diciones mágicas antillanas. En el quimbois ‒magia antillana que mezcla elementos de la religión católi­ca: la Virgen, pero negra, las veladoras, pero negras‒, hay un perfecto sincretismo de un cristianismo fer­viente con supersticiones paganas de origen afri­cano. ¡Si el francés es mi lengua materna, el criollo es mi lengua paterna! Penetro en la lengua francesa como en una habitación que se me ha dado, donde, desde mi isla volcánica y formación clásica, irrum­pen simultáneamente la lengua criolla y mis emocio­nes vivas por esas lenguas llamadas muertas: el latín y el griego. No se trata de exhibir los conocimientos sino de compartirlos.

–¿Qué opina sobre la antología Constelación de poe-tas francófonas de cinco continentes. (Diez siglos)?

‒Una obra magnífica, única, inaudita, donde me siento orgullosa de figurar. Esta antología ilustra de maravilla mis teorías sobre la exaltación de la femi­nitud, y revela que la poesía femenina no es ni re­milgada ni ingenua y hace mentir a Flaubert cuando escribe: “No hay que confiar en las mujeres (en cuan­to a asuntos literarios) mas que en cuestiones de fra­gilidad y emotividad. Todo lo que es verdaderamen­te elevado y alto se les escapa.” •

Traducción del francés de Adriana Cortés y Verónica Martínez Lira

Suzanne Dracius (Fort­de­France, Martinica, 1951) tiene un pie en su país natal y otro en

París. Se define a sí misma con un corazón de cimarrona y color de piel café claro, producto del

mestizaje. Su escritura abreva en las culturas criolla, africana, latina y en la Grecia antigua.

Junto con Léopold Sédar Senghor y Aimé Césaire, poeta exaltado por André Breton,

Dracius se manifiesta lo mismo a favor de la negritud ‒vocablo acuñado por Césaire que

reivindica los valores históricos y culturales de la raza negra como respuesta a la aculturación

colonial‒ que del cimarronaje, término que alude a la rebelión del esclavo contra el coloniza­

dor. Ambos conceptos son cruciales en su obra poética, dramática y novelística. Autora de

Lumina Sophie llamada sorpresa, entre otras obras, es la escritora martiniquesa más recono­

cida en el mundo; prueba de ello es el libro Mestizajes y cimarronajes en la obra de

Suzanne Dracius que reúne ensayos de autores estadunidenses, puertorriqueños, franceses y

británicos. La antología Constelación de poetas francófonas de cinco continentes (Diez

siglos) (Dirección de Literatura, unam/Edito­rial Espejo de viento; compilación y traducción

de Verónica Martínez y Yael Weiss, 2011) contiene una muestra representativa de su

producción poética y un ensayo sobre la litera­tura insular, específicamente, de las Antillas.

-¿Q

Foto: N’Krumah Lawson Daku

Page 6: La Jornada Semanal

629 de abril de 2012 • Número 895 • Jornada Semanal

l colibrí o chupaflor es un ave que con su silen­cio canta al amor; es de hermoso plumaje, de coloración metálica con matices diversos y cam­biantes, y revolotea entre las flores del campo

y las ciudades. Es un pájaro americano que se en­cuentra desde Canadá hasta la Tierra de Fuego; exis­ten 650 especies de las cuales hay alrededor de cincuenta en México y, de éstas, treinta y ocho en Yucatán. En Nazca, Perú, entre otras figuras que sólo son visibles desde el aire, está representado un gi­gantesco colibrí que los nazcas dibujaron en el suelo seco y calcinado por el sol.

Es de todos sabido que en la guerra, como en el amor, todo se vale. Es un principio universalmente aplicado en estos dos conceptos que parecieran an­tagónicos, pero que tal vez sean complementarios debido a que en ambos predomina la hemoglobina: el amor está situado en el corazón y la guerra se dis­tingue por el derramamiento de sangre.

Es notorio que los sufrimientos provocados por la violencia bélica se curan en los hospitales, sin embar­go ¿dónde se curan los corazones rotos? El desamor implica grandes dosis de violencia y dolor. Existen estrategias para librar las batallas del amor, heridas invisibles, que son peores que las cuchilladas trape­ras. Para restañar éste tipo de llagas hay que acudir a los mercados populares que ofrecen a los lisiados del amor chuparrosas disecadas, pajarillos de origen mágico y mítico que curan las malquerencias y la so­ledad, lepra que corroe el alma en una práctica ritual que, si buscamos sus orígenes, en nuestro país se re­monta a la época prehispánica.

La chuparrosa, por su tamaño, también es cono­cida como colibrí, pájaro mosca, chupaflor y chupa­mirto. El más pequeño de su especie es de una be lleza insuperable y de un aspecto mágico que en el México antiguo era muy utilizado. Incluso existía el concep­to iquehuilotla para designar el acto de enamorar a alguien mediante sortilegios. Aún en nuestros días, a pesar de los esfuerzos de las religiones por deste­rrar del imaginario colectivo aspectos relacionados con las deidades pretéritas, en el México profundo subsiste la creencia de que, para tener suerte en el amor, hay que llevar un colibrí cerca del corazón. Se dice que el portador gozará de los favores de las mu­jeres sin importar si es feo, pobre, viejo o las tres con­diciones juntas.

GEnEaloGía

Los primeros europeos que llegaron al Orbe Novo se sorprendieron ante el prodigio. Fray Francisco de Ajofrín, en 1776, dice: “Todo su cuerpecito no exce­

de al de una pequeñita almendra; la cola larga, la cabeza proporcionada, el cuello corto, el piquito lar­go, delgado y fino. Blanco en el nacimiento y negro en la punta; las alitas largas y menudas; tan ligero en su manejo, que cuando vuela casi no se ve y sólo se percibe por un zumbido que hace; sus ojos muy ale­gres y hermosos. La pluma es verde en la mayor par­te, con pintas amarillas y azules. Anda en los jardines chupando las flores y, sin parar su vuelo, mete el pi­quito en la flor y saca el jugo con tanta delicadeza que ni la maltrata ni aún la inclina abajo.”

En 1557 el doctor Francisco Hernández menciona: “con las plumas del ave, tejidas y combinadas entre sí con suma delicadeza y unidas con gran habilidad, reproducen los artífices indios figuras de sus dio­ses y toda suerte de cosas con un exacto parecido”. El co librí, que en náhuatl se llama huitzilin o huitzitzilin, literalmente: espina de turquesa o espina preciosa, fue una de las aves más sagradas de los antiguos mexica­nos, ya que representaba al dios Huitzilopochtli quien lo llevaba en su tocado siempre prendido de una flor

que representaba el corazón. El colibrí era el nagual ‒alter ego o contraparte zoomorfa de los dioses, ni­gromantes y hechiceros‒, del dios de la guerra, y con su largo pico libaba el néctar de las flores, o sea la sangre de los corazones; desde entonces se le ha re­lacionado con el amor, ya que disecado se le carga­ba como talismán o amuleto propiciador de la libido, costumbre que subsiste entre los pueblos autóctonos y la población mestiza del campo y las ciudades.

TsuT’ doni

En las comunidades indígenas de Querétaro se con­servan antiquísimas prácticas rituales con el colibrí. Los jóvenes ñañhö de Tolimán, según don Erasmo Sánchez Luna, emplean la chuparrosa, que en su len­gua se llama tsut’udoni, literalmente pájaro­flor, de tsut’u, pájaro y doni, flor, para establecer contacto con las muchachas, porque éstas representan a las flores y el ave les transmite la fuerza del amor. “El acerca­miento a las doncellas es por pasos: la primera vez,

agustín Escobar ledesma

Colibrí: del sol al corazón

E

“ “La chuparrosa, por su tamaño, también es cono cida como colibrí, pájaro mosca, chupa-flor y chupa-mirto.

Frida Kahlo, Autorretrato con collar de espinas y colibrí, 1940

Page 7: La Jornada Semanal

7 Jornada Semanal • Número 895 • 29 de abril de 2012 ensayo

con la chuparrosa lo más cerca del corazón del pre­tendiente, es envuelta como muñeco en un género blanco porque representa la pureza de la muchacha; una o dos semanas después se le pone al ave un listón y un trapo verde que significa la esperanza de que la joven llegará a tus manos; por último se envuelve al pájaro en un listón y un trapo rojo para indi car que ya se hizo el trato, que ya te la ganaste. El ritual de­be ser con buena intención y no para andar vacilan­do”, concluye don Erasmo.

Esa DE RoJo...

En estos tiempos de relaciones virtuales y sexo ciber­nético, en algunos mercados públicos de Querétaro, como el Escobedo y el Tepetate y el de Sonora en la antigua México­Tenochtitlan, existen locales que ofrecen amuletos, talismanes y perfumes para que, con magia blanca, negra, azul, verde o de cualquier otro color, las personas desesperadas por el amor que no llega a sus vidas aparezca deslumbrante a la luz del día. Las magias también están al servicio de quie­nes se encuentran en el séptimo infierno de los celos, o bien tienen a la soledad como su única y fiel com­pañera; también existen otros motivos para recurrir a prácticas que, dicho sea de paso, están prohibidas por el cristianismo, pero que buscan llenar el vacío que deja la soledad en una tarde cualquiera, o que inten­tan quitar la mala suerte en los negocios y el trabajo.

Por ejemplo, el chupaflor rojo es para el amor, pa­ra atraer al ser querido que huyó con la otra; el azul es para la paz y la tranquilidad en el hogar, y el ama­rillo es para tener buena suerte en los negocios. El perfume, que por módicos veinte pesos se consigue en el Mercado Escobedo, contiene, según la etiqueta que acompaña al paquete: “Perfume natural de las flores, polvo de chuparrosa disecada en luna llena para que se conserve el perfume natural de las flores. Úselo polveándose todo el cuerpo en día viernes des­pués del baño de alcoba para obtener la gracia del amor y buenas amistades.”

Por su parte, el dependiente de “El Yerberito” del mercado El Tepetate, menciona que las mujeres son quienes más adquieren este tipo de amuletos, que no sobrepasan los treinta pesos. Generalmente son per­sonas entre veinte y cuarenta años de edad. Ellas son las guerreras que combaten el desamor y el abando­no con chuparrosas rojas que envuelven entre suaves y perfumadas pantaletas escarlatas o negros y sedo­sos sostenes. Para los hombres que quieren atraer y atrapar a las féminas para verlas rendidas a sus pies, la fórmula consiste en colocar el ave dentro de un

frasco de alcohol durante tres días, pronunciando en voz alta el nombre de la persona deseada cuatro ve­ces por cada uno de los puntos cardinales. Otra ma­nera consiste en poner tres veladoras encendidas, elaboradas con chuparrosa pulverizada y la foto­grafía de la presunta boca abajo. Los resultados son garantizados. Sin embargo, para darle una ayudadi­ta al conjuro hay que rezar esta oración: “¡Oh chupa­rrosa divina! Tú que das y quitas el néctar de las flo­res. Tú que das vida e inculcas a la mujer el amor, yo me acojo a ti como pecador y a tus poderosos fluidos para que me protejas y me des las facultades de po­seer y gozar a cuanta mujer yo quiera, ya sea don­cella, casada o viuda, pues juro por los espíritus de Memarteki, Guillot, Europan y Bedort no dejarte ni un solo momento de adorarte y conservarte en tu re­licario santo para que me concedas lo que te pido, mi chuparrosa hermosa.” La oración, según el instruc­tivo incluido en la compra del ave disecada, hay que hacerla postrado de rodillas ante la imagen de Jesús crucificado, con toda devoción, teniendo en las ma­nos una vela de cera legítima encendida y rematar con tres “Padres nuestro” y tres “Aves María”.

Existen chuparrosas vestidas y desvestidas ‒sólo faltaba que dijeran que vestidas y alborotadas. Las primeras ya están preparadas para el ritual, las se­gundas deben llevarse con personas especializadas que les rezan y bendicen. Además, las aves hem­bras son para los hombres y los pajarillos machos son para las mujeres. Esta ave es la única que existe como amuleto para el amor y, para que surta efecto, hay que llevarla siempre cerca del corazón y, lo principal, se debe tener fe, de otra manera no funciona; también debe de ser alguna persona cercana y conocida, no se vale querer conquistar a Gael García, en el caso de las mujeres, o a Ana de la Reguera, en el caso de los va­rones, por ejemplo.

Colibrí: del sol al corazónEl colIbRí DE Paz

Octavio Paz tiene un pequeño poema al colibrí de la izquierda que condujo a los mexicas en su largo pe­regrinar; la configuración de La exclamación es cauti­vadora:

Quieto No en la ramaEn el aire No en el aireEn el instante El colibrí

Las cuatro líneas del poema representan los cuatro horizontes, los puntos cardinales, según explica el poeta, porque es una figura geométrica muy queri­da por los antiguos mesoamericanos, y que tiene un punto en el centro. Nunca son dos, sino cuatro soles, y en el centro, el sol de movimiento. El sol de movi­miento podría ser en este caso el instante poético, los poemas cortos, finaliza Paz.

La magia del colibrí estaba directamente vincu­lada con los guerreros mexicas ‒según informa el maestro Alfonso Caso‒, que al morir en combate o en la piedra de los sacrificios iban al paraíso oriental llamado Tonatiuhichan “casa del Sol”; acompañaban al Sol en jardines llenos de flores, en los que se re­petía el simulacro de sus luchas y, cuando bajaban a la tierra, después de cuatro años, se transformaban en colibríes.

El MERcaDo

La Guerra florida subsiste hasta nuestros días en las prácticas rituales del amor. El colibrí cuenta con cientos de prosélitos para cautivar el corazón del ser amado. Es un ritual que sobrevive en los inters­ticios del subconsciente colectivo para engendrar nueva vida. Sin embargo, como en la guerra y en el amor todo se vale, el costo a pagar es caro, debido, entre otras causas, a que el chupamirto como espe­cie está en peligro de extinción; las avecillas que vemos en los mercados son surtidas por comercian­tes de amuletos, elíxires y talismanes del Mercado de Sonora de Ciudad de México, quienes compran y venden miles de colibríes al año ante la más abso­luta indiferencia de las autoridades en la materia (de preservación de las especies, no las amorosas). Quienes también contribuyen a la desaparición del chupaflor son los gringos que no se andan por las ramas y debido a su pragmatismo materialista que todo lo que toca lo convierte en mercancía utilizan al colibrí para la coloración verde­negro de los dó­lares en la transnacional Productos Flex •

“ “Esta ave es la única que existe como amuleto para el amor y, para que surta efecto, hay que llevarla siempre cerca del corazón y, lo principal, se debe tener fe, de otra manera no funciona.

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Vicenteo voy a hablar aquí de la pintura de Vi­cente Rojo. Otros antes que yo lo han hecho más extensamente y sin duda me­jor. Sólo me interesa destacar lo que, creo, deja traslucir esta nueva orde­nación de su obra que se presenta en la galería López Quiroga, y referirme a las

implicaciones que percibo en el reacomodo y con­frontación de sus rigurosas y sucesivas series des­lumbrantes. Me concentraré pues en tratar de elu­cidar los elementos que construyen, por decirlo así, su gramática.

Los físicos modernos emplean la expresión “flecha del tiempo” para describir lo que llaman la propiedad unidireccional del tiempo, que va del pasado inmu­table al incierto futuro, y que es irreversible. Viendo esta disposición de la obra de Rojo pienso en otra flecha, lanzada hace más de veinticinco siglos por un provocador dialéctico griego, el célebre y “cruel” Zenón de Elea. Todos quizá recordamos la historia de la carrera entre Aquiles pies­ligeros y la morosa tortuga, que el héroe no podrá nunca ganar porque no encuentran fin las subdivisiones de su recorrido.

Menos conocida pero igualmente inquietante es la paradoja de la flecha alada “que vibra y vuela, pe­ro nunca vuela” (Valéry), porque en el lapso que separa dos momentos cualesquiera de su recorrido hay infinitas subdivisiones del tiempo. *

Con esta formulación el incómodo discípulo de Parménides quería mostrar que un objeto movedizo en realidad se halla en reposo y que el tiempo, el su­cesivo tiempo inacabable, no existe. El movimiento y el transcurso son imposibles, porque el móvil (la flecha, Aquiles) debe atravesar el medio para llegar al fin, que es inalcanzable porque antes deberá reco­rrer la mitad de la distancia en la mitad de tiempo, y antes la mitad de la mitad de tiempo, y antes la mitad de la mitad de la distancia en la mitad de la mitad de tiempo, y antes la mitad de la mitad de la mitad, y antes..., y así en un encadenamiento interminable.

Lewis Carrol, autor de las predilecciones de Vi­cente Rojo, plantea que la paradoja del eléatico com­porta una infinita serie de distancias, o de intervalos, que disminuyen. Yo quiero ver en la propuesta que Rojo hace en esta exposición conmemorativa (¡esta­mos festejando sus primeros ochenta años!) que, como en la formulación del propio Carroll, las distancias, por el contrario, crecen. Con esta vuelta sobre la obra

creada a lo largo de su vida, con esta re­visión que nos propone, el artista equipara obras pertenecientes a dos o tres series distintas, fruto de períodos espe­cíficos y de preocupaciones diversas. La correspon­dencia o el contraste que surge de esta comparación ofrece una perspectiva inesperada o, mejor, sugiere una aproximación diferente que resulta en una ri­queza de significaciones no por refinada menos sor­prendente. No sólo podemos constatar la constancia de ciertas obsesiones sino que éstas se iluminan unas a otras con una luz inédita.

Con estas Estaciones Vicente Rojo no niega el tiempo, menos aún el espacio (en realidad hace al­go más sutil: los escudriña y, al escudriñarlos, los transfigura); abre entre las distintas etapas de sus ocho paradas intersticios por los que se cuela una nueva dimensión, un correlato temporal distinto. Siguen siendo desde luego las mismas obras que él creó en su momento, pero la vecindad con otras, creadas en otra época, les da una profundidad dife­rente, las enriquece, las agranda.

Es muy perturbador asistir a esa metamorfosis. ¿Cómo es posible que la mera proximidad física haga que el sentido de esas obras, ya fijo, se transfigure?

La acción, el efecto estético que provocan varía en virtud de este enlace. Una y otra se potencian, se iluminan, se aclaran. Y es posible advertir que en función de tal nexo, imprevisto o deliberado, ciertos elementos particulares de una obra, ciertas partícu­las (ciertos signos), entran en relación con elementos

precisos de otra u otras, distantes en el tiempo de su composición pero próximas por su propósito, que ha sido, como el mismo pintor dice, “cómo transitar con el mejor tino posible el trayecto que va de la inten­ción a su término”.

El resultado es sorprendente. El diálogo que en­tablan las obras así desplegadas, entre ellas y con el espectador, iluminan el sentido de la búsqueda de esencialidad que Rojo ha perseguido a lo largo de su

fructífera vida creadora. En este cortejo las obras pre­vias modifican y ahondan la percepción de las pos­teriores. Vemos retrospectivamente los frutos de una estética fincada tanto en la imaginación como en la inteligencia y la sensibilidad.

El juego de semejanzas y divergencias, de afirma­ciones y negaciones, de simetrías y contrastes que ha pautado, desde el principio, el trabajo de Vicente Rojo, se vuelve aquí el hilo conductor, la trama de la muestra. No puedo dejar de señalar, de paso, la per­tinencia del título que su autor le ha dado. Según el diccionario estación viene de stare, “estar de pie, estar inmóvil” (como la flecha de Zenón). Es una pa­labra plural. Denota la idea de detención, el sitio en el que momentáneamente queda “estacionada” una

Francisco Serrano

N

8

Vecindad, 1952 París, 1955

Varsovia, 1955

El guerrero, 1958 Regreso I, 1964

Circos: Siameses I (JEP), 2010

Escenario solar 3, 1996

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Vicentecosa: expresa permanencia, lugar de estancia, resi­dencia, morada, asiento. También temporada, época, tiempo. Se llama así a cada uno de los parajes en que se hace alto durante un viaje o paseo (de nuevo la falta de movimiento); a cada una de las partes en que se divide el año; a la constitución actual de alguna cosa. Hay estaciones de tren, estaciones del año, es­taciones de combustible, estaciones litúrgicas. En astronomía se refiere al alto aparente de los planetas por el cambio de sus movimientos directos en retró­grados y viceversa. Estación asimismo significa “central”, en el sentido de “instalación desde la que se emiten y reciben señales” (y, en este caso, también negaciones, escrituras, lluvias, escenarios, códices...). El Diccionario de Autoridades consigna la expresión “tornar a andar las estaciones” (la emplea Cervan­tes en El Quijote, t. ii, cap. 1), que significa volver al pasado “y a la vida y pasos en los que uno anduvo” ‒precisamente lo que Vicente Rojo ha hecho en su obra. Pero esta vuelta no implica un retorno nostál­gico, puramente rememorativo. Cada una de las ocho estaciones arroja una luz nueva sobre sus preocupaciones, sus desvelos, sus logros. Son, a un tiempo, una acumulación y un recomienzo.

El ocho, por su parte, es una cifra peculiar. Ya el propio Rojo la había utilizado para agrupar su obra. En el libro Puntos suspensivos distribuyó en ocho apartados las diferentes etapas de su vida creadora. El número ocho denota cabalidad, plenitud, cumpli­miento. (No sé si él lo sepa, pero en el sistema anglo­sajón de medidas hay 8 onzas en una taza, 8 pintas en un galón, 8 furlongs en una milla.) Es un símbolo del equilibrio entre dos fuerzas antagónicas y figura la verticalidad del infinito. Y mencionemos el óctuple sendero del budismo, que conduce a la iluminación.

La estación inaugural, denominada explícitamen­te Confrontación, parangona sus obras iniciales con las más recientes. Ya desde las primeras figuraciones de 1952 era posible intuir la persistencia de las for­mas geométricas –rectángulos y círculos en Vecindad, triángulos, cuadrados y trapecios en Estudio‒ que, aunadas a un límpido, energético uso del color y a sus incesantes combinaciones, gradaciones, acumu­laciones y variaciones, constituirán con los años el motivo central del trabajo de Vicente Rojo. En esta primera estación encontramos un soldado con arma­dura, surgido de las cavilaciones del joven artista sobre la guerra y la paz. De la lanza, los escarpines y

Fsigue

Rojo

La vuelta al mundo en 80 años

Foto: José antonio lópez/ archivo La Jornada

Icono XX, 1964 Escenario junto al mar 807, 1999

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el crestón del almete, de los codales y rodilleras de este guerrero sólo perduraron igualmente las formas: agudos triángulos isósceles, círculos y elipses que replica un llamativo Espejo. “Lo que me interesaba, explica el propio Rojo, era la estructura de las figuras, la materia y el color.”

En los ejemplos incluidos de Alfabetos, la serie en que actualmente trabaja, Rojo desdobló en dos o tres el formato cuadrado con el que usualmente trabaja, como ya había hecho con sus Escrituras, para enfati­zar, dice, el carácter anómalo dentro del conjunto de su obra. Sobre la superficie así generada se desplie­gan los signos de un alfabeto imaginario: aes cunei­formes, oes reconcentradas, es cuneiformes, comas inversas, paréntesis, puntos, tildes, enunciados pu­ramente visuales, textos antiguos o velados escritos en el tiempo.

¿Qué dicen los cuadros de Vicente Rojo? Que el arte es ilusorio, que las obras son reales y que su sig­nificado, siendo secreto, nos concierne a cada uno.

En las hojas de sus cuadernos de viajes, realizadas entre 1954 y 1955 en distintos lugares: París, Varso­via, Palenque, Bruselas, Chartres, Nueva York, Es­tambul, Paquimé, Manzanillo, que hasta ahora no se habían exhibido y que constituyen la segunda es­tación de la muestra, podemos admirar apuntes he­chos al calor del encuentro con formas, luces, tonos y volúmenes nuevos. El certero trazo de estos apun­tes, la fluidez y minuciosidad de la línea, nos deja ver ya al riguroso creador de grafismos en que habría de convertirse Vicente Rojo.

Hay una estructura musical en la obra de Vicente Rojo, construida a base de una finísima gradación de timbres, acordes, ritmos, tonos, de sutiles repeticio­nes, de variaciones y fugas y recomienzos. Quizá en ninguna otra de sus pesquisas creadoras sea esto tan claro como en el conjunto que ha agrupado bajo el nombre de Grafismos. Hechas de la sosegada pero incisiva acumulación de puntos, líneas, formas y tex­turas, estas series denotan, en su conjunto, no sólo el estilo personal del artista, sino que dan luz sobre el sentido de su búsqueda. Señales, Negaciones, Escri­turas: yuxtaposiciones de signos transcritos en el flujo del tiempo que, al modular un efecto de “som­bra y duda”, velan y revelan los caminos de una vo­cación sostenida con rigor y constancia ejemplares.

Las Lluvias y los Volcanes son obras en que la tex­tura está íntimamente ligada a la forma, mucho más allá (¿más acá?) de la representación. Se trata en rea­lidad de paisajes interiores, de la cristalización vi­sual de sensaciones físicas. La lluvia es un pretexto para indagar en el poderío y la delicadeza de una fluida, oscilante y pertinaz sucesión de diagonales conformadas por triángulos diminutos; el cráter de los volcanes un impulso para explorar el dinamismo del círculo. Más que figuraciones de la naturaleza, son estados de ánimo.

En la quinta estación, Visiones, las sesenta y cuatro variaciones posadas sobre un gran cuadrado en el impresionante Gran escenario primitivo conviven con algunos Códices y con dos pares de crestadas escul­turas solares y lunares. El poderío de esta estación sólo es comparable con la limpidez, la sobriedad y la elegancia de sus elementos.

La sexta estación, titulada Memoria, reúne obras hechas en Barcelona en 1964. Aparecen las prime­ras geometrías, algunos laberintos, iconos. Me atraen

especialmente los cuadros hechos con pintura com­prada en la tlapalería, porque el exiguo presupuesto familiar no alcanzaba para adquirir óleos, cuya gama cromática se reduce (¿se reduce?) a las combinacio­nes posibles entre dos o tres tonos, y que tan bien han resistido el paso del tiempo. Junto a ellos se exhiben ejemplos de sus cuadernos de notas. En esas hojas, como él mismo dice, Rojo se permitía todo: plasmaba lo primero que le pasaba por la cabeza, cualquier co­sa que se le ocurría, sin cortapisas, sin la menor idea de adonde quería llegar. Fruto de esas incursiones son algunos motivos que iban a constituir el asunto de varias de sus series futuras.

En la séptima, Lecturas, muestra trabajos realiza­dos a partir de su concepción de ciertos libros. De los presagios que ofuscaron el mundo indígena en Vi­sión de los vencidos , de Miguel León Portilla, a las Señales en el maravilloso país de Alicia, de Lewis Carroll; de los rigurosos Acordes, de José­Miguel Ullán, a los Escenarios y Circos, de José Emilio Pache­co. Los textos imaginados han sido un estímulo para la creación de sutiles equilibrios formales. La última estación, Interiores, despliega los pormenores de un espacio entrañable, secreto: Recuerdos y el Paseo de San Juan, tema obsesivo, persistente, punzante. No podemos modificar el pasado, nos dicen estas obras. Podemos en cambio, iluminarlo con una luz distinta. Los recuerdos, ya sea que los queramos o no, suelen regresar, atenuados o vívidos. Lo que vemos del Pa­seo de San Juan es y no es lo que Vicente Rojo vio des­de una ventana de su casa en su infancia. Rememorar es un ejercicio doloroso. Nos asomamos a esa ven­tana. Afuera hay un extraño país, hecho de angustia y desesperación y esperanza y memoria. Hay calles y casas, una columna como una cicatriz, un cielo sur­cado por concisos destellos, la aurora como un arcoí­ris. La densidad de la textura refleja el espesor del recuerdo, hecho a la vez de obscuridad y júbilo. Los

colores reviven emociones antiguas. Volvemos a aso­marnos: el estruendo y el dolor de la guerra se han fundido con la algarabía de la fiesta.

La muestra concluye con un falso autorretrato, como si, al final, Rojo nos dijera con una sonrisa ca­rrolliana, no por cálida menos enigmática: “Esto que han visto aquí soy y no soy yo.”

En efecto, a lo largo del trayecto de estas Ocho esta­ciones aparecen y desaparecen, alternativamente, imá­genes que figuran los cambiantes rasgos de un auto­rretrato en movimiento (aunque el movimiento no exista, aunque el tiempo sea una delusión): represen­tación del artista y de su visión en diferentes momen­tos y lugares y en muy diversas épocas de su vida.

Vicente Rojo ha dicho que desea incorporar a sus cuadros la idea del viaje como tiempo circular. Pero no únicamente a sus cuadros: con esta exposición la ha incorporado, de una vez por todas, al formidable conjunto de su obra. Acostumbrado a dar vueltas y más vueltas en torno a ciertos temas, a los ochenta años le da la vuelta a su mundo creativo.

Regresa a los “pasos en que anduvo”. Y sin embar­go, sin embargo... La representación del tiempo que surge recorriendo la muestra no es la del obsesivo tiempo circular de los mayas o Nietzsche, sino la de un tiempo ambiguo, sin fronteras ni bordes, como di­cen los físicos que es el universo. Una imagen del tiem­po unidireccional –la flecha‒, más afín a las diagona­les de las Lluvias cayendo sobre México, a la erguida columna del monumento a Verdaguer, a los renglones de los Alfabetos, que a la presencia del círculo en ciertos Escenarios o a los curvados Volcanes y Cráteres. El tiem­po, el sucesivo tiempo acumulado, que marcha hacia adelante, pasa sobre nosotros, y no vuelve.

Esta exposición, cuya trama es el paso fugitivo del tiempo, constituye una de las más lúcidas e intensas “constancias de vida” de la plástica contemporánea: testimonia la pasión, el rigor y el empeño con que un artista mayor ha buscado, desde sus inicios, plasmar la imagen que persigue.

Ocho estaciones después, la flecha lanzada por Vi­cente Rojo sigue dando en el blanco •

* No podemos concebir esta vertiginosa proliferación de minúsculos abismos temporales. La aporía de Ze­nón declara que “la parte no es menos copiosa que el todo”, como precisa Borges: la cantidad de instantes que hay en la eternidad es la misma que hay en un año o en una millonésima de segundo.

Foto: José Carlo González/ archivo La Jornada

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11 leer

en nuestro próximo número

Jornada Semanal • Número 895 • 29 de abril de 201211

próximo número

Demonia,

Bernardo Esquinca,

Almadía,

México, 2012.

PERSONAJES Y TIEMPOS QUE SE BIFURCAN

GERARDO BUSTAMANTE BERMÚDEZ

[email protected]

LA LEY DEL DESEO EN LA SOCIEDAD DE CONSUMO Fabrizio Andreella

Al lado vivía una niña,

Stefan Kiesbye,

Almadía,

México, 2011.

EL ARCO DE LA VIOLENCIA

JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

La violencia vende, y vende bien. No por nada parece ser el tema favorito de nuestra actualidad. No sólo por lo que vivimos cada día, por la infa-tuación perversa que se ha instalado en nuestro entorno. También porque los discursos narrativos se han centrado en ella. Así, hay manifestaciones artísticas por doquier hablando del sufrimiento, de las consecuencias que provoca, de todo el daño que nos causa. Desde la televisión con sus seriales basados en la idea del bien común, hasta la litera-tura con novelas negras que se pueden apilar por centenares, todo hace creer que la violencia es la nueva moda. Y lo es, tanto, que parece que los espectadores cada vez están más lejos de la empa-tía. Es imposible serlo con tantas historias y perso-najes. La violencia se trivializa al grado de que la sorpresa y la conmoción que debería causar están anuladas de antemano.

Por eso sorprende un libro como Al lado vivía una niña, de Stefan Kiesbye (Alemania, 1968). En él se narra la historia de “Los tejones” un grupo de niños y adolescentes que vive en Esge, un pueblo industrioso en la Alemania de la postgue-rra. Un escenario donde se respira la miseria y la derrota en cualquier esquina. La locura es algo común a todos los personajes, ya sea que inten-ten ocultarla o que hagan un espectáculo de ella. Es en ese contexto donde “Los tejones” se enfren-tan a “Los zorros”, su pandilla rival. El problema es que éstos son mayores, tienen vehículos y no dudan a la hora de hacerse de la autoridad por la fuerza.

Moritz es uno de los líderes de “Los tejones.” Al tiempo en que se busca la forma de acabar con sus enemigos, se enamora de Anna, su vecina. Con ella y con su propia hermana descubrirá el poder de su incipiente sexualidad. No tiene ni quince años y sus enemigos harían cualquier cosa por lastimarlo. Por eso se agrupa, para conseguir un poder que a solas no tendría. Por eso se venga cuando unos niños lo violentan en la escuela. Por eso es implacable. Por eso no siente remordimien-tos ni culpa. Y así, en medio de toda esa vorágine de desprecio por la dignidad humana, de pronto se encuentran con Birke, una adolescente aban-donada, con un grave retraso mental. Ella será el catalizador que pondrá a flote una ternura que parecía perdida.

Sin embargo, no será suficiente. Una serie de traiciones lo volverán víctima de la brutalidad. Pero Moritz no es una víctima cualquiera. Al contrario, es de los que saben que el arco de la violencia existe, que la venganza lo volverá verdugo y actuará en consecuencia, sin medir ninguno de sus actos.

Con una prosa tan simple que resulta asom-brosamente efectista, Kiesbye demuestra que la violencia nos puede seguir estremeciendo. No sólo porque es capaz de narrarla con una preci-sión que altera, sino porque consigue inmiscuir-nos de tal forma que no nos queda más que respi-rar profundo y aguantar la nueva afrenta •

Con elementos del género de la literatura de terror psicológico, así como de lo fantástico, Bernardo Esquinca acaba de publicar Demonia. En este libro los personajes ingresan o salen de un ambiente a veces mórbido y extraño, visitado por pesadillas, locuras y contagios, así como encuentros y obse-siones permanentes. Varios de los relatos están ubicados en Ciudad de México, espacio que se convierte en la geografía literaria que materiali-za la escritura ficcional. Las calles de Donceles o República de Cuba, la Alameda Central y otros espacios sirven como escenarios para la construc-

ción y evocaciones de un pasado que se revive en el presente. El tiempo en este libro es un perso-naje más porque se recupera en las experien-cias pretéritas y las asigna a su arbitrio desde el presente.

Por este libro desfilan historias de personajes ominosos, abandonados, niños de la calle suscep-tibles al poder de la Logia, pero también textos que muy bien encuentran su correspondencia con la nota roja. Uno de los principales aciertos del libro es el manejo de la voz narrativa; cuando los perso-najes hablan en primera persona, el lector está obli-gado a un diálogo con las obsesiones y testimo-nios de este mosaico de pacientes diegéticos; se ve obligado a analizarlos, pensar y repensar sus vivencias y verdades.

El libro se compone de nueve relatos, la mayo-ría de ellos breves, aunque también el texto que cierra y que a su vez da título al libro puede leerse como una novela breve.

En todos los textos las historias quedan envuel-tas por un halo de ensoñación que trastoca la reali-dad y detona las experiencias que conducen en varios casos al tema de lo siniestro. Los personajes de Esquinca ingresan al mundo de lo oscuro, lo crean, le temen o lo enfrentan con desafío; hablan desde ahí, se convencen y comparten al lector sus miedos y experiencias fantásticas.

El libro de Bernardo Esquinca inquieta, deto-na en el lector experiencias sensoriales acordes con lo vivido por su personajes/ pacientes, sedu-ce por la eficacia narrativa, los ambientes y discur-sos delirantes de sus actantes. El lector tiene a la mano una construcción de historias que se bifurcan para después encontrarse y dar paso a los destinos repetidos; un corpus de cuentos, de entidades imaginarias, combinadas con un lenguaje preciso en un género tan complejo como es el cuento contemporáneo, que el autor maneja con gran acierto •

Gilberto Bosques: remembranza de su grandeza

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arte y pensamiento ........

Verónica Murguía

29 de abril de 2012 • Número 895 • Jornada Semanal

Relicario de San Antonio

Nota a El fondo de la noche

Como poeta siempre he tenido la clara conciencia de que en el poe-ma –ese sitio en el que el tiempo de Dios (el kairos) irrumpe en el tiempo de los hombres (el cronos)– el tiempo se vuelve simultáneo: el ayer y el mañana se convocan en el hoy de la escritura para crear una revelación. No sólo la del sentido oculto que guardan las cosas en Dios, sino también, la revelación de lo que sucederá mañana. De allí que el profeta, el poeta en la tradición hebrea, no sólo devolvie-ra a la tribu –mediante el saber oscuro de la intuición que se dice en el extraño lenguaje de la poesía– los significados originales y extra-viados, sino que a partir de esa restitución fundacional mostrara lo que vendría en el tiempo y era ya un hecho en el presente del poe-ma: un acontecimiento dichoso enredado en el mal de la historia; la verdad del sentido en la malversación de los significados; la luz que la tiniebla oculta y puede volver a ocultar en medio del horror si no se atiende a esa luz. El mundo, para el profeta, estaba así preñado de presagios, “gime –es la imagen que usa san Pablo– con dolores de parto”. El dolor somático de la historia que extravió los signifi-cados aguarda un acontecimiento a la vez terrible y dichoso que aparece ya en el presente del poema. Catástrofes y bienaventuran-zas recorren así los dichos oscuros en su luminosidad de los profetas –de los poetas. En medio de las frases más lapidarias y terribles de Isaías, por ejemplo, aparece la imagen del “siervo sufriente” como la palabra de luz que adquirirá su rostro en la carnalidad de la historia en Jesús de Nazareth, y qué decir de los Salmos o de ese extraño e inextricable poema atribuido a san Juan el Evangelista, Apocalipsis.

A pesar, sin embargo, de que esta conciencia del sentido de la poesía se fue diluyendo en el tiempo, el poeta no ha dejado de ejercer esa misma función. Así, por ejemplo, en “La suave patria”, de Ramón López Velarde, entre la radiografía de un México que sucumbe a los

avatares de la historia, aparece un verso que, en su brevedad, revela el doble ros-tro del futuro histórico de nuestro país: “El niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros de petróleo el diablo”, y en “Piedra negra sobre piedra blanca”, de César Vallejo, que muere un jueves –evo-cación, en su condición de católico, del día del dolor de la aprehensión de Cris-to– y bajo una lluvia torrencial en París: “Me moriré en París con aguacero,/un día del cual tengo ya el recuerdo./Me moriré en París/ –y no me corro–/tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.”

Esta experiencia no quiere decir que el poeta la disfrute o la quiera. Simple-mente se le impone mediante el saber oscuro de la intuición, y la padece.

Lo mismo puede decirse de un géne-ro tardío como el de la novela. La poesía, en el sentido en que uso el término, el de una creación que revela, no es sólo pro-piedad del poema –el más sagrado de los lenguajes–, sino de cualquier escri-tura que revela el misterio de las cosas en el tiempo de Dios.

La poesía tiene en este sentido algo profundamente sagrado y aterrador, al que no debe accederse sin cierta altura espiritual.

En mi caso, lo que desde niño padecí en la visión –el misterio del mal y de la luz de la encarnación y de la resurrec-ción– y he tratado de dar forma en la escritura, se ha encarnado de forma es-pantosa en mi presente: la visión se ha hecho forma en mi carne. Cuando miro mi obra desde este presente, cuando desde allí veo la visión que me ha acom-pañado desde la infancia, el terror me invade.

El fondo de la noche (Mondadori , 2012), cuya penúltima versión dejé lista antes de mi viaje a Filipinas –en donde

el mal padecido en la visión me llegaría como “los golpes de bárbaros Atilas”, co-mo “los heraldos negros que nos manda la muerte”– está en esa línea del horror y de la sacralidad, de ese saber oscuro donde los acontecimientos terribles y dichosos del ayer y del mañana se entre-mezclan en el presente del texto para revelarnos el peso profundo, no visible, de nuestra realidad. En este sentido, y aunque la novela se sitúa en Auschwitz y narra acontecimientos que sucedie-ron allí, en ella convergen el duro pre-sente de mi vida, el mal que padece mi país y el sentido de la gracia que se mez-cla con ellos. Leer el pasado en el pre-sente simultáneo de esta novela, es mi-rar el futuro de lo que hoy vivimos en México y del inmenso, inabarcable y pobre sentido de la luz de la gracia en medio del mal, del dolor y de la oscuri-dad de la historia •

Furta sacra

Imagine el lector un camino real en la Edad Media. En realidad es un camino romano, pero dado en la torre por la falta de mantenimien-to y el ímpetu del bosque, en esos siglos, imparable. Es de noche, negra como la tinta, y sopla el viento, un viento cinematográfico y helado, de ésos que hacen que las túnicas se alcen y se sacudan y hagan ruidos como de bandera. Un grupo de monjes a caballo tran-sita por el camino, tan silenciosamente como se los permite el cloc cloc de los cascos de los caballos.

Los monjes traen las capuchas echadas sobre las cabezas y van armados. La mayoría con garrotes y mazos, por aquello de que los hombres de Dios no deben derramar la sangre de su prójimo, pero algunos llevan espada o puñal. A ésos ya la experiencia les enseñó que los garrotes pueden sacar sangre y cuando se esgrimen con pasión, pues matan horrendamente. Pero no les importa. Como suele pasar en este tipo de asunto, están convencidos de que Dios se hará de la vista gorda el día que les toque comparecer en Su presencia; la misión en la que están empeñados es de una impor-tancia tal, que sabrá perdonar lo que hagan. Tienen permiso para matar, como James Bond, y como Bond, no responden más que a un superior que casi siempre oculta su identidad.

A lo lejos se distingue apenas y entre sombras una iglesia. Los monjes aprietan los talones contra los flancos de los caballos y se apresuran. Cerca ya, desmontan, se arremangan los faldones de los hábitos y se los sujetan alrededor de la cintura. Entran en la iglesia y despachan de un estacazo –o de una puñalada, dependiendo de cómo se defiendan los invadidos– a quien les oponga resistencia. Entonces, en medio del desorden (el altar derribado, los candela-bros en el suelo, algún cadáver quizás) los monjes buscan el tesoro que los llevó a ese lugar. Puede ser un diente, un dedo, una cabe-

za, un cuerpo entero o una astilla de ma-dera; engarzados en oro, en plata o en-vueltos en paño pre-cioso. En las iglesias más pobres bastaba con un pedazo de li-no, l impio y tej ido amorosamente. Lo encuentran, lo tocan reverentemente, se arrodillan y entonan un Deo Gratias fervo-roso. Fel ices, salen como rayos, montan y desaparecen, de -j a n d o t ra s e l l o s l a iglesia sin reliquia y con algunos márti-res fresquecitos (los pobres que murieron defendiendo su pe-dazo de santo).

Esto se llamaba la Furta sacra o robo santo. Se hacía muchísimo: en esos si-glos devotos y salvajes, no había forma más segura de atraer a los turistas que tener un relicario en la iglesia. Esa es la historia de san Marcos, robado por los venecianos a los alejandrinos; llevado en un barco dentro de un tonel lleno de carne de cerdo curada en sal, para que los musulmanes que subieran a revisar el cargamento no esculcaran demasia-do (el cerdo es animal impuro para los musulmanes) y que ahora descansa dentro de la Catedral de San Marcos. Lo cuenta la leyenda dorada del dominico Santiago de la Vorágine: los alejandri-nos fueron tras él, pero el santo funcio-nó como radar y piloto al mismo tiempo. La tradición afirma que hizo girar la nave y agujereó con la proa los costados de

los barcos que intenta-ban regresarlo pues, por lo visto, no estaba a gus-to. Mejor se quedó en Venecia, donde lo espe-raban para convertirlo en el patrono de la ciu-dad. Allí, en San Marcos, una de las catedrales más llenas de despojos sagrados, también e s t á San Nicolás, cuyos res-tos fueron tomados de Myra, hoy Turquía.

Los venecianos no eran díscolos, así que de-jaron un brazo del santo en Bari, ciudad aliada. Y para que vea el lector que esas cosas no dejan de doler, en 1968 los ita-lianos donaron un pe-dacito de hueso de san Nicolás a los coptos de

Alejandría. Gato por liebre, pero más vale un hueso que nada.

Aunque no todos aman las reliquias. S i e m p r e h a y i m p í o s , c o m o W i l l i a m Buckland, profesor en Oxford. Este extra-vagante científico decimonónico era muy descreído. Además, había decidido pro-bar todo lo comestible del reino animal, afición que lo llevó a arruinar la reputa-ción de un santo. Cito esta preciosa anéc-dota recogida por Simon Winchester en su libro El mapa que cambió al mundo : “Una vez que le fue mostrada una mancha oscura sobre las baldosas de una catedral italiana y que el párroco insistiera en que la mancha era la sangre recién licuada de un santo muy conocido, se arrodilló, lamió el punto oscurecido, y anunció que, de he-cho, el líquido era orina de murciélago.”

Era un genio •

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Luis TovarAlonso [email protected]@yahoo.com

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Jornada Semanal • Número 895 • 29 de abril de 2012

Maru Enríquez

Hace unos días participamos en el llamado Concierto por Maru, or-ganizado para apoyar a la cantante Maru Enríquez, quien sufriera un repentino y delicado problema de salud. Fue en la sala Silvestre Re-vueltas del Centro Cultural Ollin Yoliztli, al sur de la ciudad. Entre los proyectos invitados estuvieron los bien conocidos Jaime López, Gui-llermo Briseño, Alfonso André y Cecilia Toussaint, más un par de ban-das noveles: Ritalín y Jerez Dulce, liderada por Luz Romo, hija de la propia Maru y del desaparecido compositor Marcial Alejandro.

Bien organizado pero mal promocionado, nos llamó la atención que, incluso siendo martes de lluvia y coincidiendo con una de las presentaciones de Radiohead en el Foro Sol, la asistencia fuera tan baja. El cartel ameritaba más eco. La explicación es simple: casi nadie se enteró. Ello nos hizo pensar en una “positiva” cualidad de México que, en el ambiente artístico por lo menos, muchas veces termina, si no mal, sí debilitada: la solidaridad espontánea, la buena reacción a corto plazo pero que tiembla al enfrentarse a planeacio-nes de mayor aliento. Nos referimos a esos paliativos momentáneos que podrían resultar mejor si se pensaran un poco más.

No deseamos restar relevancia a lo ocurrido ni ser injustos, pero no es la primera vez que se falla a sabiendas de que el éxito o fraca-so incide directamente en la causa por la que se lucha. En el pasado hemos visto conciertos con objetivos parecidos (recaudar o tribu-tar), en torno a figuras como José Cruz, líder de Real de Catorce (por cierto organizado en el mismo sitio, pero en 2007), el Señor Gonzá-lez (sucedido hace tres años en El Vicio), Alex Otaola (en el Vive La-tino 2010) y Rita Guerrero (en el Teatro de la Ciudad durante el mis-mo año), entre varios más. Pocos, dicha la verdad, han logrado cumplir cometido. En fin, realmente esperamos que sirvan estas ex-periencias para entender que la sola intención no produce efecti-

vidad. Dejando de lado estos aspectos (y otros, como la falta de apoyos guber-namentales para músicos importantes caídos en problemas), recordemos hoy quién es Maru Enríquez, por qué vale la pena acercarse a su trabajo y, de paso, ayudarla.

Mujer bella y de voz expresiva, inició su trayectoria en los años setenta en la Peña del Nahual, abrevando del blues, el rock y la canción popular mexicana, pa-ra formar la banda –más tarde colecti-vo– La Nopalera, al lado de Marcial Alejandro. Con este conjunto editó los trabajos Nueva canción, Crece la audien-cia y Tremendo alboroto. Fue una de las que se sumó a ese nutrido taller aboca-do a experimentar en torno a la trova, la nueva canción latinoamericana y la can-ción de protesta, pero con importantes pasajes jazzísticos y orquestales.

En los años ochenta, Maru formó un trío con el cantautor Jaime López y con Eniac Martínez, así como el grupo Rehi-lete y el proyecto de teatro para niños Hojarasca. Además, lanzó un primer ep como solista titulado Ardentía, con te-mas de López, Marcial Alejandro, Eduar-do Langagne y Pepe Elorza, más otro de larga duración llamado El querer. Parale-lamente trabajó en el concierto Tania con toda Libertad , apoyando a la pe-ruana en el Auditorio Nacional. Ya en los noventa, Enríquez regresó al teatro jun-to al pianista Jorge Alberto Bueno para montar Un, dos, tres por Maru y Coco , luego editado en disco, y sacó su primer compilado: ¡Ah, qué la canción!

Iniciando el tercer milenio, Maru vuelve a trabajar con Jaime López en la obra Villaurrutiana, dedicada al poeta Xavier Villaurrutia, y edita dos álbumes a su lado: Ymivozquemadura (2002) y G ran quinqué (2003) . Fue entonces

cuando la conocimos, actuando en el extinto Café de Nadie con Sergio Zurita, cobijada por el piano de Jaime. Enton-ces supimos que sabía decir, pero sobre todo que sabía escuchar. Atestiguamos su calma y bien estar. Con ese repertorio se presentó en importantes foros y ciu-dades del país. Desde entonces se man-tuvo activa con el grupo Salida de Emer-gencia, interpretando diversas piezas de rock y blues anglosajón, así como aquellas que la dieron a conocer en las peñas y clubes de la capital. Simultá-neamente, ha llevado las riendas del programa Al aire en la estación por in-ternet Código df (cuya programación recomendamos ampliamente si el lec-tor es de los que pasan tiempo frente a la computadora).

Así pues, sólo basta googlear (terri-ble e inevitable verbo) en internet el nombre de Maru Enríquez para cono-cerla más, para hacer contacto con su familia a través de las redes sociales. Lo mejor, empero, será buscarla en You-tube. Allí se le puede ver, auténtico y sencillo animal de escenario, hacien-do cantos desde adentro, sin falsos protagonismos, distante de los torci-dos divismos que afectaron a buena parte de su generación. Ojalá se recu-pere pronto •

Cine para leer (i de iii)

“A contrapelo de la molicie intelectual que es signo de toda cinefilia haragana”: así se habló aquí, hace pocos ayeres, de la aparición del más reciente libro escrito por el maestro Jorge Ayala Blanco –La justeza del cine mexicano–, y exactamente lo mismo puede afirmar-se cada vez que alguna nueva y buena edición viene a engrosar el catálogo bibliográfico, ciertamente magro aún, con el que cuenta el cinéfilo nacido en estos pagos para ilustrar, con algo más que los pobrísimos frutos nacidos del opinómetro, sus reflexiones cinema-tográficas –o meramente para inaugurarlas, en tanto dignas del vo-cablo “reflexiones”.

Por fortuna para todo aquel que tenga interés en saber más so-bre cine mexicano, en tiempos recientes han sido publicados varios libros cuyo tema es algún elemento particular, algún protagonista o alguna época de ésta, nuestra insuficientemente analizada cine-matografía. Aquí se hablará de algunos ejemplos.

Un solo golpe de imagen

El querido y respetado colega Carlos Bonfil, compañero en las pá-ginas de este diario, es el coordinador de un espléndido volumen titulado ¡Hoy grandioso estreno! El cartel cinematográfico en México, editado por la Dirección General de Publicaciones de Conaculta y el Imcine en 2011. Precedidos por una presentación/introduc-ción del propio Carlos, los ocho textos fundamentales que com-ponen la obra son autoría de verdaderos especialistas, como se puede constatar: Los primeros años de la promoción fílmica, de Federico Dávalos Orozco; Historias de la cartelística de la Época de Oro de Francisco Peredo; La obra de los artistas españoles para el cine mexicano, de Rogelio Agrasánchez jr.; Cuando Cabral es la estrella de la película, de Rafael Barajas el Fisgón; El cine de

papá. Ocho apuntes sobre carteles de los sesenta, de Roberto Fiesco; Los se-tenta: echeverrismo y cine indepen-diente, de Rafael Aviña; Cuando diseño carteles de cine, de Alejandro Magalla-nes, y finalmente El arte de vender en el séptimo arte, de Miguel Ángel Arci-niega. Concluyen los poco más de tres-cientos folios con una interesante y bastante útil bibliografía, así como las semblanzas correspondientes a los au-tores y los agradecimientos de rigor.

La simple lectura de los títulos capi-tulares arriba citados, así como la de los mínimos datos curriculares de sus auto-res, evidencian tanto la estructura del libro como la intención del coordinador: una progresión cronológica que corre desde los inicios del cartel cinemato-gráfico en nuestro país, y llega hasta los días presentes, haciendo en el trayecto una revisión si no exhaustiva –propósito más que arduo, quizá imposible–, sí mu-cho más que escuetamente panorámica de cuanto ha sucedido a lo largo de una centuria y años de carteles alusivos/pro-mocionales para la producción fílmica local. No paran ahí, por supuesto, los méritos del libro y de su coordinador: otro que se agradece, y mucho, es el acierto de haber destinado cada época o aspecto cartelístico a alguien induda-blemente capacitado para su feliz abor-daje. ¿Quién mejor, por ejemplo, que ese monero, coleccionista, investigador cuasi obsesivo de la caricatura en Méxi-co que es el Fisgón, para hablar de las contribuciones a la cartelística cinema-tográfica –espléndidas, insoslayables–que hiciera el mítico Ernesto el Chango Cabral, de paso confiriéndole a Tin Tan, entre otros, una estatura icónica que permanece hasta el presente? Del mis-mo modo, pocos diseñadores gráficos

tienen, como Alejandro Magallanes, el talento doble de la expresión elocuente lo mismo en la imagen que en la letra. Muchas de las imágenes que identifican a películas nacionales recientes –Párpa-dos azules, El mago, La canción del pul-que, por citar algunas– se deben a su creatividad plástica, pero en este volu-men hace patente que la pluma tam-bién se le da, pues su ensayo revela a profundidad, aunque no por eso sin sencillez, las preocupaciones/intencio-nes/motivaciones/consideraciones de un cartelista.

Imposible hablar, en tan poco es-pacio, de lo mucho y sabroso que ¡Hoy grandioso estreno! brinda. Dígase, a manera de conclusión, que se incluyen reproducciones de carteles auténtica-mente legendarios –el de Canoa , por sólo citar un incontestable–, y que el trabajo editorial, tanto de diseño como de impresión, es impecable. Dígase, de pilón, y en homenaje a un estilo publi-citario ya extinto: este es un libro que no puede faltar en su biblioteca.

(Continuará.)

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Felipe Garrido

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29 de abril de 2012 • Número 895 • Jornada Semanal

Mayra Aguirre Robayo

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Memoria de Jorge Icaza

Jorge Icaza nació en Quito el 10 de junio de 1906, perdió a su padre a los tres años y luego se trasladó a vivir con su tío Enrique. Los críticos consideran que su convivencia con los indígenas en la hacienda Chimborazo le influyó para que escribiera Huasipungo, en 1934 (reeditada en 1953). Es la novela más emblemática y la más traducida de la litera-tura ecuatoriana, incluso adecuada para niños y montada para el teatro. Lo paradójico es que sólo cuando el autor ganó el Premio Nacional de Literatura (1935) con En las calles, la crítica literaria se fijó en su obra.

Icaza contaba con veintiocho años cuando publica Hua-sipungo, obra de protesta social simbólica, con estilo des-garbado, rudo, violento y sin tapujos, revela la realidad del entorno campesino de la sierra de los terratenientes y de la Iglesia católica que como herencias arrastradas del colo-niaje español.

El escritor ecuatoriano Ricardo Descalzi considera que Icaza puso a la luz a los hombres olvidados, forzados por las circunstancias y la tradición a cultivar las tierras de la hacien-da. En el argumento, Alfonso Pereira, dueño de la hacienda Cuchitambo, ilusionado por la venta de sus terrenos a Mr. Chapy, gerente de la explotación maderera en Ecuador, via-ja a su latifundio para abrir una carretera a los bosques de Guamaní a través de pantanos, en donde mueren docenas de indígenas y otros se enferman de paludismo, y ante la orden de abandonar los huasipungos (minifundios indí-genas) Andrés Chiliquinga se revela con la voz: Ñucanchi huasipungoo (nuestro huasipungo). El personaje repre-senta los levantamientos indígenas contra la conquista española. La obra se conduele de la muerte por envenena-miento de su compañera Cunshi. Se ve al patrón dándole una bofetada a Andrés cuando le pide un adelanto para su velorio: “Ay Cunshui, sha. Ay bonifica, sha. ¿Quién ha de cui-dar, pes, puerquitus? Pur que te vas sin shevar cuicitu…”

Cecilia Mafla Bustamante analiza la traducción al inglés de Huasipungo, enfatizando las diferencias psico y socio-lingüísticas que revelan el uso del diminutivo del quichua como expresión de sumisión hacia el colonizador.

El Chulla RomERo y FloREs

La ciudad de Quito fue otro de los espacios estéticos que marcaron a El Chulla Romero y Flores (1958), cuya trama transcurre en los años cuarenta. Quito se convierte en el centro de tensiones conflictivas entre lo rural y lo urbano.

Habita entre la mezcla chola de cúpulas y tejas, de hu-mo de fábrica, viento y páramo, de olor a huasipungo y misa del alba.

El personaje Chulla evoca al ecuatoriano citadino mes-tizo, amasado entre el barro del indio y la consistencia del cholo, que deambula por Quito forjando un arquetipo so-cial con las contradicciones históricas gestadas con el co-loniaje español. La palabra chulla, etimológicamente, sig-nifica uno solo o uno de dos. Equivale a currutaco o chulla leva sin calé. Es un plantillón, mentirosito, enamoradizo, audaz, peleador, y viste un futre terno. A él se le identifica con la frase: “yo te ofrezco, busca quién te dé”, porque le encanta ir a las fiestas ajenas y hacerlas suyas, embauca con ingenio, como pícaro no es amargado y no se achica.

La canción tradicional “Chulla quiteño” incorpora el ar-quetipo chulla como patrimonio colonial del mestizo ana-crónico. Tal vez por eso la crítica literaria mira al chulla como una cosmovisión del imaginario urbano quiteño tradicio-nal, que se actualiza en el trance del país hacia la moderni-dad en medio de las herencias postcoloniales.

El sociólogo Agustín Cueva ve al chulla novelesco como un desarrapado burócrata que consigue dinero a pesar de ser un mestizo acomplejado, que se porta como un gamo-nal con los sectores populares. Sin embargo, al final, se acer-ca a sus vecinos pobres luego de sufrir el desprecio de la alta sociedad a la que pertenecía a medias por sus apellidos Romero y Flores.

El chulla plantillón y pícaro conoció los inicios de la bu-rocratización estatal luego de la revolución juliana (1925). Con las categorías de espacio y tiempo Icaza relató la ac-ción de un personaje ambigüo: hijo de un aristócrata -apo-dado Majestad y Pobreza- y de la aborigen Domitila, que fiscaliza al político corrupto Ramiro Paredes y Nieto. La dramatización y la adaptación a la televisión han consoli-dado a la novela como paradigmática de la literatura mes-

tiza andina •

Sol de inviernoPara Eduardo Lizalde

El sol de invierno sobre nosotros; el patio que se iba quedan-

do cada vez más abandonado. Yo escuchaba su voz tal vez ,

acaso, a lo mejor, quizá, en el fondo, a la sombra de fresnos que

ya habían perdido las hojas dicho de algún modo, en cierta

forma, entonces, y no quise voltear no lo sé, es posible; porque

estaba segura de que él no me había visto y tuve miedo de que

no nos hemos tocado ni nos conocemos ni hemos estado aquí,

si se daba cuenta de que alguien lo estaba oyendo dejaría de

leer ni importa a nadie lo que nos suceda; sentí que algo en mí

se iba despertando y no somos humanos su voz me iba pene-

trando como al través de una cortina de agua ni hemos sentido

adentro cosa alguna y aunque no siempre las entendiera –mu-

rallones calizos y abstrusos de la costa que se miran sin ojos y sin

verse– sus palabras estaban hechas para ese lugar, ese día,

bajo aquel sol y entonces supe que ni somos nadie ni existi-

mos ni nada •

Esto también es México

El puesto acababa de abrir y lo atendía una mujer chaparrita, de mirada

más bien serena. Estaba exprimiendo unas naranjas. Apenas me vio,

adelantó: ¿en qué puedo servirle, joven? Quisiera un jugo de naranja,

señora, pero traigo un billete medio grande. La mujer levantó la vista.

No se preocupe, joven, a la vuelta me lo paga. ¿A la vuelta?, pensé. La

mujer vació jugo de naranja en un vaso grande. Lo bebí de un trago.

La mujer tomó el vaso y puso otro poco más. Lo volví a devorar. En la

tarde que pase de vuelta se lo pago, señora, advertí. No se preocupe,

joven. Dejé el vaso y continué mi camino, llevándome los ojos serenos

de la mujer, que acababa de darme un jugo sin siquiera conocerme. Ba-

jé las escaleras del Metro, todavía desolado, y me encontré con dos ca-

minos: uno llevaba hacia Universidad y otro hacia Indios Verdes. Como

no tenía destino fijo, opté por el que tenía más a la mano. Al sentarme

sentí que la ciudad entera, de súbito, me abrazaba por la espalda. Cerré

los ojos, no fuera a ser que se tratara de una mentira •

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Jorge [email protected]

....... arte y pensamientoJornada Semanal • Número 895 • 29 de abril de 2012

LA OTRA [email protected]

Miguel Ángel Quemain

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Silvia Derbez

Telenovelas: cincuenta y cuatro años de pan con lo mismo

Es inconcebible que en un medio presuntamente dinámico como la televisión, la imaginación de los responsables de diseño y producción de contenidos no rebase los cartabo-nes de la chabacanería y la puerilidad que los caracteriza, y conviertan la televisión en metonimia de estupidez. La pro-gramación, casi toda, de la oferta de Televisa y t v Azteca, duopólicas emisoras de televisión abierta, es conocida por su insipidez y sus aberrantes excesos de morbo, de marcada indecencia cultural y de hecho, porque suponen cabezas de playa, si tal cosa existiera, de un bien coordinado esfuer-zo para debilitar la conciencia colectiva, dinamitar la cultu-ra y el buen gusto que alguna vez pudimos presumir al menos en algunos sectores de la sociedad y, en fin, conver-tir al gran público en masiva entidad pasiva, receptora so-lamente de sus mensajes comerciales y propagandísticos con los que sostener ad nauseam un sistema político y social corrupto, apuntalado por la indolencia, la ignorancia, el fanatismo religioso y el miedo.

Cualquier rubro televisivo serviría de ejemplo coruscan-te de esa afirmación tan poco amable con los consorcios, pero pocos géneros deslumbran por su estupidez y su se-vicia como las telenovelas. Lo interesante de la telenovela es que es uno de los géneros con los que se estrenó la tele-visión nacional (el otro fue el chaqueteo político, la adula-ción cortesana al presidente de la República, la lambisco-nería de la que las televisoras han hecho toda una cátedra, una actividad súper especializada aunque en ello se hayan llevado entre las pezuñas la capacidad crítica y de reivindi-cación social de millones de mexicanos) y a pesar de eso, de que lleva cincuenta y cuatro años al aire, más de medio siglo, no ha evolucionado un ápice.

Refractaria a la innovación (y a la inteligencia), la teleno-vela casi siempre cuenta la historia de una humilde mucha-chita –la mitad de la audiencia quizá se identifique inme-diatamente con ella por su origen humilde, por su belleza latente de acuerdo con los más atorrantes cánones estéti-cos impulsados por las televisoras y la publicidad, la eroti-zación del rubro comercial y sobre todo la cosificación de la mujer; y ya transformada (porque siempre sufren alguna transformación) será como todas quisieran ser –sobre todo porque precisamente el quid argumental de la historia in-variablemente saca a la humilde muchachita de su congé-nita condición de jodida para casarse con un príncipe re-dentor de mejor condición social con el que, literalmente, mejorar la raza. En el fondo, diría la Negra, se trata de la na-rrativa pueril de un cambio de código postal.

La primera telenovela en México fue Senda prohibida. La estelarizó Silvia Derbez. Allí la muchachita jodida era una

secretaria que al final no pudo conquistar al jefe y se quedó masticando la moraleja muy de la época de que una jodida no puede fácilmente convertirse en escaladora social, que, diría una cascorra pendeja que tuve la desgracia de cono-cer una vez, hasta en el cielo hay clases entre los ángeles… Senda prohibida fue dirigida por Rafael Banquells y produ-cida en un esquema de comercial para Colgate-Palmolive por Jesús Gómez Obregón; salió al aire hacia mediados de 1958, un poco para probar la señal de Telesistema en Canal 4, precursores de lo que después se convertiría en Televisa. Fue también la primera aparición melodramática en pan-talla chica del recientemente fallecido Julio Alemán.

Más de medio siglo después y salvo muy raras excepcio-nes –algunas producciones de Argos, casa productora de Epigmenio Ibarra– las telenovelas están empantanadas en el mismo argumento con sutiles variaciones. Otra costum-bre, menos socorrida, ha sido la de retratar a la juventud como “muchachada buena”, tal que aparecía en aquellas infumables películas de Angélica María y Enrique Guzmán o César Costa, grupitos de muchachos que cantaban y bai-laban mientras las convulsiones sociales de la época eran estranguladas por el gobierno monolítico y su crueldad represiva. Secuelas televisivas de ello fueron lo mismo Cachún, Cachún que Rebelde, Muchachita o Quinceañera.

A diferencia del fenómeno que viven otros países como Colombia, donde el lenguaje de la telenovela sirve de re-flejo crítico a algunas de las peores facetas de la sociedad, en México campea la estulticia de la princesa pobre que se redime socialmente. Curiosamente, no recuerdo que nin-guna de las heroínas de las telenovelas (no podría verlas todas) presuma un final feliz donde el premio sea, digamos, un doctorado en Física… •

Maternidad y naturaleza teatral

Una vez más, por favor, de Michel Tremblay (Quebec, 1942), dirigida por Mario Espinosa, es un recorrido fascinante a través de los infinitos matices, contradictorios, paradójicos, autoritarios, cómplices, de la relación con el espíritu de lo materno.

Se trata de un trabajo de equipo hecho con la alegría que implica construir un festín teatral en torno a una actriz querida. Orquestal, es la mejor definición que encuentro para los que han hecho posible este montaje: Gloria Carras-co en la escenografía, Ángel Ancona en la iluminación, Es-tela Fagoaga en el vestuario, en el maquillaje y peinados Amanda Schmelz, y el diseño sonoro y video de José Serral-de. No sólo se mencionan por un afán de darles un crédito merecido, sino por su capacidad de crear un ambiente de complejidad a la puesta que completa los afanes tan logra-dos del director.

En el personaje de la madre, una actriz extraordinaria, de gran trayectoria y ejemplo vital y técnico: Angelina Pe-láez (Nana), celebrada y en homenaje de la cnt. El hijo/na-rrador/testigo es Arturo Beristain, solvente, cuyo personaje marca el tempo de la representación con esa serenidad que da la experiencia.

Una vez más… muestra un tipo de amor capaz de gene-rar unos discursos originalmente polémicos, de gran belle-za e indagación poética en las situaciones más ordinarias que sucumben bajo el poder de la metáfora, la analogía, la comparación, y que son vestidos permanentemente con una polifonía vocal que crece conforme se expande el dia-pasón verbal de los recuerdos del dramaturgo que en Artu-ro Beristain tiene a su alter ego, su deplazamiento.

Beristain materializa al dramaturgo en el mismo acto de crear, de convocar a su madre y discutir con ella el sen-tido de sus palabras, sus órdenes, sus deseos. Es un vital juego de espadas que sólo podrían sostener dos vigoro-sos espadachines como ellos. Beristain de una gran sabi-duría, dueño de su cuerpo, de su tiempo, maestro en el matiz y el tono.

Angelina Peláez se sabe homenajeada y no cede a la autocomplacencia ni al mimo. Da lo mejor de sí en un tra-zado que si bien se le debe a Mario Espinosa, también es evidente que tiene mucho de la actriz, quien utiliza su cuerpo como un paisaje verbal y plástico que dice, subra-ya y da énfasis.

Se sabe que esta indagación tiene una fuerte carga auto-biográfica; la madre de Tremblay murió de un cáncer devas-tador y el dramaturgo se quedó con muchas cosas por decir-le, que volcó en esta obra y las convirtió en una ficción que universaliza esa necesidad de dialogar con ese objeto per-dido para construir con lo mejor que le dio un conjunto de cualidades creativas que le permiten recuperar la sonrisa.

perversión y crímenes estéticos

En las antípodas de este festejo están Los Cenci, dirigidos por José Luis Moreno, en la que participa un viejo actor: Ser-

gio de Bustamante, modelado por las telenovelas y cada vez más lejano al teatro, aunque se impuso como miembro de la cnt a través de un pleito legal que le permite tener un sueldo considerablemente alto sin tener que devengarlo. Al menos ese es el sentimiento humillado de muchos miembros de la cnt, que lo perciben amenazador e intoca-ble (él mismo vocifera sobre sus contactos en Conaculta y en el inba, que vaya que lo sostienen; tanto que, contra el reglamento, factura telenovelas en t v Azteca. Sucede lo mismo con la Secretaría de Cultura del df).

Hay quienes equivocadamente señalan el montaje de Los Cenci como una mímesis de Cachirulo. Nada más lejano: el teatro de Enrique Alonso tenía una profundidad y una propuesta coreográfica que no tiene Los Cenci, con sus ac-tores (extras de televisora) sin matices, sin dirección, alinea-dos frente a un posible público que tendrá que recordar las representaciones de la secundaria donde los actores, inclu-so los que sostenían un diálogo, no se miraban: sólo con-templaban, declamadores, el horizonte.

shakespeare en el Zócalo

Casa llena en La Corrala del Mitote, donde se escenifica La historia de Enrique iv, Rey de Inglaterra, primera parte, bajo la dirección de Hugo Arrevillaga Serrano, traducida por Alfredo Michel Modenessi, con la versión ágil y radical-mente en español de José Ramón Enríquez, que declaran/declaman (a veces)/gritan los ocho actores que se multipli-can por dos para cumplir con la tarea que Shakespeare le prodigó a dieciséis personajes que deben dar cuenta de esta historia de rebeldía y lealtad. Concluye este fin de se-mana y se va a Londres y Edimburgo al Festival Shakespea-

re, pero regresa y habrá de nutrir el Festival Cervantino •

Silvia Derbez

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v e c e s m e p a re c i e r a i n t u i r q u e , como ya dijo Ortega para el hombre, también las cosas tienen su circuns-

tancia . La capataza , ese l ibro de Atahualpa Yupanqui publicado en 1992, me llegó casi al mismo tiempo que la noticia de su muerte (ocurrida en Nimes, al sur de Francia, el 23 de mayo) y, sin embargo, entre el auténtico dolor por semejante pérdida y las habituales efusiones de rigor que prodigaron los medios ‒en este caso, harto merecidas‒, me sorprendí con la alegría de reen-contrarlo, vivo, en esas páginas. Que eran una cabal reafirmación de su lirismo pero que, editadas apenas un mes antes de su partida, se volvían sin duda un testamento.

Bajo la clara metáfora del títu-lo, esa “luna del cielo” a la que nombra, tan sugest ivamente, “capataza/ de todo lo que amo y lo que dejo”, ese libro reúne textos y poemas de toda una vida tan íntimamente rica como generosa-mente prodigada. No por casua-lidad tuvo el orgullo y el honor, bien limpios, de lograr ser escu-chado ‒aun fuera del país‒ sin desdeñar su hombría de bien, su dignidad de artista, creando con su sola presencia un aura de respe-to leal y de calor humano, donde se recreó el antiguo diálogo del hombre con la voz y su música, con la verdad y su misterio.

Fue suyo y supo ser de todos, s i n d u d a p o rq u e s u p o s e r é l mismo, con todo, íntegramente y, por serlo, puede ser tan nues-tro. Separadas en aquel libro de su guitarra nítida, indeleble, de eso que constituye la canción logra-da, sus palabras se revelan en su plena honestidad. Había en él también, y es comprensible, un d o n d e l e n g u a j e c o m o h a b í a un don de oído, y esas páginas nos devuel-ven la nobleza pausada de su acento, el pode-río de su lengua.

Nacido en la bonaerense Pergamino para 1908, a los siete años ya se afincó en Tucumán. De su padre ferroviario heredó la pasión de los viajes y, si anduvo todos los caminos, primero fueron los del norte y Argentina entera, luego la América limpiamente mestiza y, más tarde, Europa, Japón, el mundo.

Para mi infancia de porteño hijo de inmigran-tes que buscaba (instintivamente) su identidad, y que desde muy temprano intentó conocer el país, el temprano contacto con su personalidad resultó fundamental. Junto con el tango en su era de esplendor, allá por los cuarenta, el arte de Atahualpa Yupanqui y de otros como él (¿quién

29 de abril de 2012 Número 895 • Jornada Semanal 16

A

ensayo

Rodolfo Alonso

El testamento de Atahualpa

Yupanqui

encendida no era la voz anónima del pueblo, sino que tenía autor, autores, creadores.

Pero más adelante comprendí, ya adulto, que esos autores eran en realidad, de modo inma-nente, recreadores, retransmisores de una sabi-

duría también honda y encarna-da, que si se nos hacía propia a los que queríamos llegar a ser argen-tinos no dejaba de tener ancestros, muchas veces insospechados. Que esos ancestros fueran los indios primigenios, los auténticos natura-les de estas tierras, no era sorpresa alguna, pero sí que se entremezcla-ran al l í coplas y tonos y hasta instrumentos de otros orígenes, que inclusive se habían llegado a imaginar conquistadores.

La voz y la guitarra de Atahual-pa Yupanqui (nombre de a l ta ra igambre incaica , con que se rebautizó el que se llamaba Héctor Roberto Chavero) se convirtieron, c o n i n d u d a b l e s e ñ o r í o , e n l a evidencia de una identidad perso-nalísima y en el renacimiento de una resonancia antigua y general.

Hoy, y no sólo asolados por su ausencia, se nos hará más difícil alentar una esperanza tan repara-dora. Las fuentes antaño espontá-neamente fecundas de la creativi-dad popular, mucho me temo que hoy parecen definitivamente cega-das por los miasmas deletéreos de la sociedad de consumo masivo. Esa sociedad donde lo espectacu-lar y lo estruendoso digitado por los medios conspira ‒cuando no la anula‒ contra la recogida comu-nión con un artista legítimo, que no apela sino a su voz y su guitarra, cantando casi como para sí mismo. Y, como puede comprobarse preci-samente en las páginas de La capa-taza, fue el mismo don Ata quien lo percibió, ya el 30 de mayo de 1936: “Y en Buenos Aires el folclore

seguirá siendo para algunos una misión, para otros algo que está de moda, y para la gran mayo-ría una industria.”

Como los desolados colegas que despidieron su ataúd en París el 28 de mayo de 1992, cuando lo devolvían a su tierra, a su Cerro Colorado, no podemos dejar de sentirlo presente. Él sabía, como tantas otras cosas, que los poetas: “Sienten cuando los ronda de cerca el gran silencio; cuan-do se les va acercando, cada día, cada semana, como una sombra amplia, amada, nunca desco-nocida, el silencio.” Y por eso podemos decir de él, contra el silencio, lo que él supo decir a la muerte de Félix Pérez Cardozo: “Difícil será oír en adelante un arpa como la suya.” Sólo que poniendo en sus manos, claro, para siempre, la guitarra de siempre •

puede olvidar a Manuel Castilla y Cuchi Leguiza-món?) me impregnaron, desde niño, como el más puro y auténtico folclore de este suelo. Sólo ya de muchacho, buscando entender, descubrí que esa música honda y contenida, que esa palabra

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