la mansedumbre de job ii cap i
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La Mansedumbre de Job II CAP ITRANSCRIPT
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La mansedumbre de Job.
Sobre el pensamiento literario de Juan Benet.
Juan Pascual Gay
El Colegio de San Luis
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Índice
Preliminares
1. Job, el arte y el artista
2. Juan Benet: la Guerra Civil y la posguerra española.
3. Sobre Londres victoriano.
4. El rumor del silencio.
Bibliografía
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Preliminares
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Las páginas reunidas en este librito no son el resultado de un compromiso derivado
de algún aniversario o de alguna celebración en torno a cualquier efeméride relacionada
con Juan Benet o con su literatura. Más bien, son consecuencia de una fascinación por unas
ideas y un estilo, por una moral y una estética que acaso, sin una premeditación plenamente
consciente y planificada, han desembocado en cuatro capítulos centrados en diferentes
ensayos de Juan Benet, aunque no pretenden en absoluto dar cuenta de esos ensayos de
manera particular y pormenorizada. Un encantamiento que tampoco me impide disentir de
varias o muchas de las opiniones y reflexiones del autor, aun cuando convoque ese
sortilegio cada vez que abro uno de sus libros. En todo caso, esos ensayos, diferentes y
diversos, operan como pretextos, como justificaciones, como invocaciones, para no
desperdigar informaciones y consideraciones que, con todo, se despliegan en cada caso
alrededor de diferentes asuntos y temas, proposiciones y propuestas, todas muy benetianas,
pero alejadas aparentemente de la excusa primera y originaria. Coartadas las más de las
veces urdidas mediante una complicidad vicaria, acomodadas como diques de contención
que si bien circunscriben y restringen, amansan y sosiegan, la vehemencia de la marejada,
no impiden contemplar el mar abierto. Si no estoy muy errado, es la escritura misma de
Benet la que me ha llevado a esta dispersión, la que me ha enfrentado a una dicotomía
difícilmente resoluble en términos convencionales o, quizás habría que añadir que, si bien
mi voluntad encerraba y ceñía ideas para situarlas de manera precisa, no dejaba de advertir
que, en realidad, desnaturalizaba el ánimo con el que fueron escritas.
Benet es dueño de un estilo que en vez de emplazar, invita al esparcimiento, a la
desenvoltura y a la expansión de otras ideas y ocurrencias a partir de su propuesta. Es esta
apertura la que, además, condiciona la escritura del curioso que resuelve adentrarse por
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algún ramal del caudal benetiano, vasallo, desde el momento en que se adopta esa decisión,
de esa intimidad entre el madrileño y el lenguaje. Asistir a ese espectáculo conlleva
igualmente otra postura por parte del lector que podría cifrarse en “ver pero no tocar”. Y
ahora caigo en la cuenta de que la consigna ya había sido registrada por Javier Marías
también referida al autor de Herrumbrosas lanzas: “En cuanto a lo demás […], hay que
verlo pero no tocarlo, como las más apreciadas piezas de los museos, sin siquiera permitir
una leve huella como la de su figura larga sobre la envidiada otomana cuando Benet recibe”
(2009: 214). Confrontar el pensamiento literario Juan Benet es también confinar por los
linderos de la palabra, no sólo en su despliegue hacia la realidad, sino también en lo
referente a su peso y a su gravedad. Benet escribe a conciencia, sabiendo lo que hace como
demuestra el hecho de que lo hace muy bien. Pero no es sólo escribir y, por tanto,
privilegiar el lenguaje por encima de otros prejuicios y de otros recelos, sino también el
reconocimiento desde donde se ejerce, es decir, después de asimilar una tradición literaria
que podría llamarse propiamente occidental, desde los clásicos griegos y latinos, hasta sus
contemporáneos anglosajones y franceses. Lo cual tampoco implica que el madrileño se
desentendiera de la tradición literaria española, que conocía de primera mano y con lujo de
detalles. En el caso de Benet, la literatura española no fue la única tradición; en todo caso,
una más, ni mejor ni peor, en el brioso caudal de occidente. El interés de Benet por otras
tradiciones da cuenta de un temperamento universalista y cosmopolita que no se limitaba
únicamente a la literatura, sino que exhibía una actitud de fondo previa, incluso, a sus
primeras incursiones y disquisiciones literarias.1 Quizás en ello resida la evidencia de que
1 El propio Benet, así como un sinnúmero de críticos y estudiosos han enumerado y registrado la
presencia de autores como William Faulkner, Thomas Mann, Scott Fitzgerald, Marcel Proust o Melville, en su
obra. Estas páginas no pretenden volver sobre la relación entre estos autores y el novelista madrileño, lo que
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las novelas de Benet sólo pueden ser suyas y que lo que cuenta y narra únicamente lo pudo
hacer él; la escritura literaria entendida como una extremosidad del autor, como un
alargamiento o una prolongación del escritor, sin quien difícilmente se explica; de lo cual
en modo alguno se infiere el requisito de abastecerse y hacer acopio de una información
sobre la vida del autor que opere como esas lámparas de mano que alumbran lo más
próximo y previsible, pero incapaces de disipar la penumbra más allá o más acá del tímido
fulgor. Esta apreciación posiblemente se sustente en la sentencia de Marías: “Del mismo
modo, lo que sus libros despliegan no puede tener prolongación fuera de ellos” (2009: 214).
A lo que yo añadiría, o fuera de Juan Benet.
Esta sabiduría de la tradición literaria es una constante en toda su obra, pero
probablemente sea en los ensayos donde mejor se estima la sobria fidelidad al modelo
originario concebido por Michel de Montaigne. En lo personal, no me cabe duda de que el
madrileño leyó muy bien el prólogo a los Ensayos; una lectura que le lleva a emplazar sus
propias tentativas en ese terreno tan íntimo como personal. Tzvetan Todorov invita a la
lectura del francés en unos términos no muy distantes de Benet:
Por algunos aspectos de su pensamiento, Montaigne pertenece a la tradición
humanista; por otros, prepara el advenimiento del individualismo. Podemos sostener
que su antropología es fundamentalmente humanista. Cree en la indeterminación de
la naturaleza humana, que será orientada por las costumbres pero también por la
“libertad voluntaria” del sujeto. Sabe que esta naturaleza es sociable. Y, finalmente,
no olvida que todos los hombres pertenecen a una misma especie, y que esta
pertenencia pesa más que la determinación nacional, aunque ésta no sea en absoluto
despreciable; sabe que las diferencias de clase se anulan frente a la común
humanidad. Un ser humano cualquiera representa tan bien a la humanidad como
cualquier otro. (201)
no impide que en algunos momentos se incluyan referencias aquí y allá, con el propósito de contextualizar y
otorgar mayor precisión a lo expuesto.
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Acaso habría que salvaguardar aquella premisa primera sobre la que Montaigne
edifica sus ensayos a la hora de introducirse en los escritos el español: “Lector, éste es un
libro de buena fe. Te advierte desde el inicio que el único fin que me he propuesto con él es
doméstico y privado. No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria”
(5). La tentativa es así una mirada subjetiva y personal hacia determinado asunto, cuyo
propósito no es necesariamente la resolución del problema o de la inquietud que lo motiva,
sino mostrar las consideraciones de quien lo cumplimenta sin imponerse sobre otras. El
ensayo originalmente es una amabilidad, una deferencia, un obsequio que el autor entrega a
sus semejantes; pero también es un intento, un tanteo, una prueba, que en el mejor de los
casos puede seducir a unos pocos y pocas veces a una mayoría para la que no está
destinado. Antes que otros géneros, el ensayo parece exigir una complicidad previa con su
autor, puesto que el lector se interesa en él después de haberse familiarizado con su
escritura novelística, poética, dramática, etcétera. La lectura de los ensayos de tal o cual
escritor suele ser consecuencia de una afinidad anterior entre éste y el lector, y la simpatía
consiguiente acostumbra acompañarse de la curiosidad por el autor mismo: por sus ideas y
convicciones, por su sensibilidad y compasión, por sus gustos y aficiones, por sus repulsas
y aversiones, en definitiva, por el interés que despierta su persona. La aspiración de
Montaigne no oculta su deuda con la literatura privada, al contrario, la subraya y acota: “lo
he dedicado al interés particular de mis parientes y amigos, para que, una vez me hayan
perdido –cosa que les sucederá pronto-, puedan reencontrar algunos rasgos de mis
costumbres e inclinaciones, y para que así alimenten, más entero y más vivo, el
conocimiento que han tenido de mí” (5). No lejos de lo privado ubica Montaigne su
ofrecimiento, tan próximo a las epístolas y a las autobiografías, a las memorias y a los
diarios privados.
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Unas palabras del prólogo de Juan Benet a Otoño en Madrid hacia 1950, firmadas
en abril de 1987, parecen imbuidas por la advertencia al lector del francés:
Es frecuente –en esta y otras latitudes- que la carrera literaria de un escritor
concluya con la redacción de unas memorias o la publicación de un diario
mantenido oculto durante años. Cansado de la ficción y agotado por el esfuerzo que
supone engendrar criaturas e inventar situaciones y argumentos, el escritor se vuelve
hacía sí mismo y hacia un campo donde todo está trazado, por el que puede correr
con soltura una pluma agilizada con otros ejercicios mucho más arduos.
Acostumbra a ser por consiguiente el triunfo del oficio, o del arte de emplear el
tiempo, sobre la capacidad de invención. Si del primero bien se puede decir que
nada se opone a su constante perfeccionamiento […] sobre la segunda no cabe
deducir ninguna regla. (2003: 12)
Confinando con la epístola moral,2 el ensayo no escamotea su compromiso con una
moralidad, con un ideario, con una certidumbre inalterable y arraigada, por parte del autor
que impulsa esa expresión.3 Pero también en este aspecto hay que ser cauto porque en los
ensayos de Benet, como también en sus novelas, es tan importante lo que se dice como lo
que se calla, lo que se refiere y lo que no se expresa, la elocuencia y el silencio, hasta tal
punto que éste muchas veces dice más que las palabras. Se trata de un sentido que excede a
la lengua pero que ésta prefigura; unas significaciones que se ofrecen más allá de las
2 Los historiadores de la literatura convienen en que la Epístola I de Horacio inicia la literatura
moral, el itinerario de la epístola moral. En efecto, unas palabras de esta epístola se reescriben en las líneas de
Benet citadas: “¿Tú, de quien habló mi primera camena y también ha de hablar la postrera, Mecenas, a mí,
que ya estoy más que visto y ya he recibido la espada de palo, pretendes meterme de nuevo en la antigua
palestra? Ya no es la misma mi edad, no es el mismo mi ánimo” (I, I: 236). El subrayado es mío.
3 Significativamente, uno de sus ensayos se titula “Epístola moral a Laura”, incluido en el libro
Puerta de tierra (2003: 47-68). En una de sus páginas, Benet recoge y glosa una sentencia de Platón, muy afín
al propio Benet, que contribuye a esclarecer algunas directrices de su pensamiento y su alianza con la historia:
“Y ahora que vamos a tocar el fondo de la cuestión me viene a la memoria aquel melancólico aviso de Platón:
“Si alguno espera de la vida su felicidad personal, que recuerde que el cosmos no existe por él, sino él por el
cosmos”. En esa frase se encierra un conocimiento tan obvio que pasa desapercibido; lo terrible en ella es que
el filósofo introduce el verbo “recuerde” y se ahorra el “sepa” tan propio de todo maestro. Da por sentado que
lo que dice todo el mundo lo sabe, pero con frecuencia lo olvida, como no podía ser menos. Porque el hombre
no vive para el cosmos […] sino para sí mismo; que de repente le recuerden que no vive por causa de sí
mismo […] no puede por menos de robarle el suelo bajo los pies y hacerle sentir el absurdo y la arbitrariedad
del cosmos donde ha sido engendrado. El filósofo, como todo hombre penetrante, era maligno. De sobra sabía
él que una verdad de tal índole lo difícil no es “conocerla” sino “recordarla”. Y más que recordarla, tenerla
presente. A mí se me antoja que en cuanto se tiene presente, en todo su significado, una verdad semejante, la
actividad del espíritu cesa” (53-54).
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palabras pero inaccesibles sin estas. La palabra de Benet es también un sigilo y una
reticencia, pero no es mutismo ni mudez; se trata de un silencio originado en la palabra
misma que ejerce en el lector el poder de la invocación y de la convocación, cuyo sentido
más preciso es lo sugerido antes que lo propiamente dicho. La escritura literaria de Benet
es, sin duda, un ofrecimiento, pero también una incitación. Es el madrileño quien señala la
tragedia íntima del lenguaje mismo en un capítulo de El ángel del Señor abandona a
Tobías: “Colocado entre los dos grandes mitos trascendentes –la caída y el progreso- que
acotan la vida del hombre y de la sociedad, el lenguaje refleja esa incesante marcha
discursiva de la criatura anhelante de volver a aquella situación estática –el paraíso perdido,
el reino del espíritu- donde todo se comprende al instante” (1976: 62).
El autor de Saúl ante Samuel es un exponente reconocido de lo que Javier Marías
denomina “pensamiento literario”, señalado en “Volveremos”, incluido en Literatura y
fantasma:
Una de las cosas a las que muchos críticos y novelistas parecen haber
renunciado –los unos a hablar de ello, los otros a practicarlo- es el pensamiento
literario, olvidando que se trata de una de las formas de pensamiento más
iluminadoras, libres e imprescindibles desde que los hombres empezaron a pensar
por escrito. A diferencia del científico o el filosófico, el pensamiento literario se
caracteriza por dos privilegios que son sólo suyos: no está sujeto a argumento ni a
demostración –tal vez ni siquiera a la persuasión-, no depende de un hilo conductor
razonado ni necesita mostrar cada uno de sus pasos; por consiguiente, le está
permitida la contradicción. (2009: 215)
La carencia de un pensamiento literario en la tradición española, esa manera de
reflexionar que asume la contradicción como directriz poética, apreciable en otras
literaturas como la francesa y la inglesa, desde Diderot a Proust, de Conrad a Eliot, se
advierte menos ausente con Juan Benet a partir de Volverás a Región: “primera novela de
Juan Benet, libro fundacional en el que en cierto sentido se hallaba ya contenido el resto de
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su obra” (2009: 216). Este uso del lenguaje al servicio de un pensamiento literario, que
hace del escritor un funámbulo siempre en una cuerda floja entre la palabra y su ausencia
que en ningún caso supone carencia de sentido, ensancha aún más tanto los ámbitos
figurados y evocados como los pliegues significativos del lenguaje, en un doble
movimiento: hacia afuera del lenguaje, expandido hacia la realidad a la que se abre; y hacia
adentro, precipitado en su memoria ensimismada.
El ensayo no sólo pergeña el acceso al objeto hacia el que se dirige, sino que
también siembra rastros y deja huellas más o menos visibles de la indagación intelectual del
autor. Es el propio Benet quien refiere la escritura como un proceso de autoconocimiento y,
por tanto, como un ejercicio subjetivo que no tiene por qué considerar otra cosa que no sea
el propio sujeto:
Lo que busco al escribir es conocerme a mí mismo y sacar y dar plena forma
a algún pensamiento fugaz, que si no fuera por la pluma ni quedaría plasmado ni
concluido. Sacar toda la vida intelectual de esa vida fetal que lleva siempre, sacarla
a la realidad y hacer del feto intelectual, que es el puro pensamiento, una criatura.
Esa criatura yo no la sé sacar más que con la pluma. (2012: 495-496)
Aseveración que no deja de ser una reescritura de esta otra de Montaigne, “quiero
que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio” (5). El
ensayo es, pues, una naturalidad. Claro, a Benet no se le escapa que lo que escriba y diga
inmediatamente circulará por ámbitos sociales y culturales atentos a las palabras y
posiciones de quien en 1975 era ya un autor de culto. Calificativo acuñado por la crítica
para el que no está de más la siguiente consideración de Rafael Chirbes: “[el escritor de
culto] generalmente intenta buscarse un espacio en el juego de palabras de cierta élite, un
lugar al sol de los pocos privilegiados que son capaces de gustar de esa obra que el vulgo
no aprecia” (2002: 111). Chirbes ha dejado constancia en diferentes ocasiones de que ese
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supuesto elitismo que encierra la fórmula ha encontrado en Juan Benet a su mejor
representado. De sus palabras no se deduce necesariamente antipatía o malquerencia; da la
impresión de que compendia un juicio personal sin otro propósito que registrarlo: “el
propio, Benet, a quien tanto se cita como marchamo de inasible prestige, y a quien tan poco
se ha leído entonces y después” (28). Ignoro si Benet cuenta con un nutrido grupo de
lectores o si, por el contario, apenas ha despertado la curiosidad de unos pocos. El hecho es
que en ningún caso eso afecta a su obra (como también desconozco si el número de lectores
perturbó a Juan Benet). No considero, además, que el valor literario dependa de la cantidad
de lectores, mientras esa obra esté allí, al alcance de quien desee leerla. Porque sucede
igualmente que por mucho que lectores, críticos e historiadores, se sientan atraídos por
determinada obra, esa atención en nada modificará su valor literario, suponiendo que éste
sea cuantificable de una manera u otra. Tampoco estoy diciendo que el número de lectores
sea un criterio a la hora de distinguir entre un autor de culto o un autor de vulgo, ni siquiera
que me parece operativa y rentable en términos de crítica literaria la fórmula “autor de
culto”, aun cuando el propio Benet la admitiera para sí, si se quiere tácitamente, en algún
momento.4 Quizás Benet fue un escritor para escritores, algo nada descabellado a poco que
alguien esté familiarizado con la narrativa española de las décadas de los ochenta y noventa
del siglo pasado. En todo caso, si se acepta la opinión del valenciano, resulta una
caprichosa paradoja puesto que Benet, sin gozar de un amplio público, fue capaz incluso de
4 En una entrevista concedida a Montserrat Roig en 1975, declaraba Juan Benet a la pregunta: “Tú
eres un escritor minoritario. Hombre, minoritario… El libro que más ha vendido ha llegado a los diez mil
ejemplares. No sé si son minorías pero ya te puedes imaginar que no se trata de un hecho multitudinario”
(1997: 80). Y en otra charla mantenida con Javier Casaretto en 1978 insistía respondiendo a la pregunta: “¿Es
usted un escritor de minorías, de élite? Desgraciadamente, creo que sí. Nada me gustaría más que dejar de
serlo, pero si he de referirme a la cifra de ventas de mis libros, pues creo que sí” (1997: 129).
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transformar las posibilidades de la novela española.5 Y aquí una prevención más, pues de
ningún modo estoy diciendo que esa renovación haya dependido únicamente del autor de
Una meditación, pero indudablemente contribuyó junto con otros escritores a esa
transformación.6
Pero ese reconocimiento en lugar de suavizar sus opiniones, las fortaleció,
asumiendo las consecuencias públicas de sus convicciones y decisiones. Por detrás, como el
fondo de una pintura paisajística, de manera implícita pero insoslayable, entrevista pero
ineludible, esta propuesta ensayística descansa en ese triángulo establecido entre individuo-
libertad-sociedad. Se trata de un ideario antes que de una ideología, una moral más que una
política, una resolución en vez de una docilidad, que se desentiende de cualquier literatura
asociada con un “compromiso” que subvierta su libertad en beneficio de unos fines ajenos a
5 En conversación de Benet con Jorge A. Marfil, publicada poco después en El Viejo Topo, en julio
de 1977, el escritor refiere su influencia en la joven promoción de novelistas españoles: “De ti se dice que has
influido en la novela joven española. Creo que sí, y si lo afirmo es porque ciertos amigos míos, a los que
aprecio más que a otros, y que forman parte de la joven novela española, me lo han dicho explícitamente, sin
ambages, o bien de una forma velada. Yo los he leído: son Félix de Azúa, Javier Marías, Vicente Molina o
José María Guelbenzu, y en ninguno de ellos encuentro esta influencia. Claro que es verdad que la influencia
no se transmite siempre de una forma directa: haría falta muy poca elaboración del texto para que así fuese:
sería un mimetismo y eso es efímero. No he visto influencia, afortunadamente: no la encuentro en ninguno de
estos jóvenes narradores. A lo mejor, lo que pasa es que han influido ciertos juicios míos que, como más
madurados que los de ellos, les han sorprendido, interesado o ayudado a formarse. El haber explicitado un
concepto de la Literatura puede que haya sido para ellos una aportación” (1997: 111-112).
6 Rafael Chirbes parece contradecirse respecto de la repercusión de Herrumbrosas lanzas de Benet, al
comparar su recepción con una novela de Juan Eduardo Zúñiga, Largo noviembre de Madrid, en términos, en
el mejor de los casos, ambiguos: “Su obra no toleraba sospechas de connivencia con el pastiche, o con la
vulgarización de la guardarropía de la novela histórica, y, por eso, porque resultaba difícilmente asimilable,
quizá lo más cómodo fue dejarla de lado, estableciendo una estrategia de ruido que no dejaba ver más que las
Herrumbrosas lanzas de Benet, como si su ambición de renovación del lenguaje fuera la única existente en el
ciclo narrativo de la guerra” (113). No es creíble que la alharaca causada por Herrumbrosas lanzas se debiera
a “una estrategia de ruido” que ensordeció la aparición de Largo noviembre de Madrid. En cualquier caso, esa
novela de Benet seguramente contó si no con un numeroso grupo de lectores, al menos sí con uno
significativo. Del mismo modo, hay que señalar que la novela de Zúñiga, por pocos lectores que hubiera
tenido entonces o por ninguno, en nada mermó un valor literario que siempre estará presente, una categoría
que no reside en el lector, ni en la crítica, ni siquiera en la historia, pero sí en la tradición literaria por medio
de la obra misma.
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la literatura misma.7 Esta apreciación de ningún modo quiere decir que la literatura no se
relacione de una manera u otra con la realidad, sino que esa reciprocidad no está
necesariamente condicionada de antemano, ni al servicio de algo más o de algo menos que
la propia escritura literaria. Benet asume la escritura en tanto que ejercicio de libertad
personal, reactivo a cualquier condicionamiento que no sea el impuesto por la literatura.
Así, se entiende la distancia entre las posiciones intelectuales de Juan Benet y la de otros
contemporáneos, como por ejemplo José María Castellet, más preocupados en respetar el
dogmatismo del realismo social, que en cumplimentar debidamente las urgencias de la
literatura.8 En ocasiones, en virtud de determinada manera de entender la literatura se
procedía a una depuración ideológica y “la crítica ejercía su papel de revisor de tren y
vigilaba para que no se colasen en los vagones de primera quienes debían ir en tercera
según ese volátil, pero funcional, sistema de afinidades electivas” (Chirbes: 24). Juan Benet
concreta más lo que supuso el realismo social en “Escribir”, un ensayo de 1978:
Por último, respecto al pasado, pertenezco […] a una generación que nació a
la literatura, a la vida pública del escritor, en los años cincuenta. Esencialmente es la
que se dio en llamar […] el realismo social. Hizo una literatura protestona, acre,
muy poco imaginativa y muy poco estilística; la destinó a la vida del lector, como
conjurándole para participar en una lucha pública a fin de mejorar un estado de
cosas de todos conocido. De esta suerte, aquella generación (yo literariamente no
nací con ella, he sido muy tardío en todo), entendía la literatura más que como una
obra en sí, como un medio, y cada novela, cada poema, cada ensayo suyo era un
vehicular, era un procedimiento para alcanzar otra meta, la meta no era la obra en sí.
Por tanto, literariamente, una vez más, era un producto un tanto bastardo. (2012:
345-346)
7 Decía Benet a Fernando Sánchez Dragó en 1977: “En cuanto a los deberes que tenga con los
españoles y la democracia, claro que los tengo; y traté de hacer lo que creía mi deber desde hace bastantes
años, cuando la democracia no aparecía en la calle. Con censura y sin censura, con policía, con franquismo y
sin franquismo, eso no me va a cambiar un pelo de lo que hago y de lo que haré…” (1997: 128).
8 Escribe el crítico catalán, por ejemplo, en “Tiempos de destrucción para la literatura española” que
cartografía a la generación española de 1950: “estos escritores no sólo se sienten unidos por una misma
actividad de resistencia política, sino que también se adscriben a un cierto credo estético, el del realismo”
(1976: 137).
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Benet se muestra casi desde el principio como un escritor incómodo, no ya por su
escritura, que ha recibido descalificaciones recurrentes derivadas de una aparente
complejidad vinculada con una insalvable oscuridad, sino por la fidelidad a unas
convicciones propias que lo alejaban de grupos de escritores militantes o próximos al
clandestino Partido Comunista, sin renunciar desde luego a su antifranquismo como
afirmación de su adhesión republicana, pero porfiado en su ideario.9
Los capítulos de este volumen se acercan a las ideas de Juan Benet antes que
propiamente a sus ensayos; en rigor a aquello que Javier Marías denomina “pensamiento
literario”. Y de ese pensamiento habla cada uno de ellos o, quizás, debería decir que estos
discurren sobre ideas que me parecen relevantes para aportar mi modo particular, en
absoluto exclusivo, de pararme frente a una porción de la obra de Juan Benet. Tampoco
estoy diciendo que lo que advierto en estos ensayos no haya sido referido antes por
investigadores y lectores, pero difícilmente lo habrán hecho de la misma manera, no porque
sea mejor o peor, más ajustada o más imprecisa, sino porque son consecuencia de mis
inquietudes y ponderaciones. Quiero decir que me he abandonado un poco o un mucho a las
propuestas de Benet, pero no por comodidad ni por pereza ni por negligencia, sino porque
9 Jordi Gracia apunta un suceso que pone negro sobre blanco el liberalismo de Juan Benet, con un
gesto tendido a Dionisio Ridruejo, poco antes de su partida a Madison, entre los años 1964 y 1967, un periodo
en el que el antiguo falangista estuvo en libertad condicional y vigilada, antes de terminar con su grupo
Mañana. Tribuna Democrática Española: “aunque en ese grupo casi no quedasen ya las gentes jóvenes que se
le habían unido diez años atrás. Sus amigos y contertulios actuales en la calle San Lucas […] eran ahora
Fernando Chueca Goitia, Juan Benet, Rodrigo Uría, Antonio Tovar e incluso Laín Entralgo y algunos viejos
cómplices como Pablo Martí Zaro o Jesús Prados Arrarte” (2005: 292). Por otro lado, Benet nunca negó su
amistad con Ridruejo con quien contrajo alguna deuda literaria como la que recuerda sobre la publicación de
Volverás a Región: “Con todo esto ya había escrito otro más que no lograba publicar; pero gracias a la
insistencia de Dionisio Ridruejo, un amigo del que habrán oído hablar, se publicó, eso sí, en unas condiciones
bastante leoninas; Volverás a Región llamó la atención de algún crítico de Madrid o de Barcelona y al año
siguiente, 1969, me dieron el Premio Biblioteca Breve, el cual si no alteró mucho las condiciones
“socioeconómicas” de mi labor de escritor, por lo menos me levantó del yugo de tener que volver a removerlo
todo para encontrar editor” (2012: 341).
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difícilmente me desprendo de ese hechizo que ejerce sobre sus lectores, un embrujo que
también se advierte en otros escritores más jóvenes que Benet, como Javier María o Luis
Mateo Díez, que de ninguna manera, sino todo lo contrario, esconden ese magisterio.10 Lo
cual en modo alguno supone que esa enseñanza haya sido ampliamente aceptada, no hay
más que registrar las reticencias de Rafael Chirbes hacia el autor de Una meditación.
No parece que la temprana atención que Benet dedicó a Pío Baroja sea mera
casualidad o una coincidencia tan azarosa como involuntaria.11 El volumen citado, Otoño
en Madrid hacia 1950, se inaugura con “Barojiana”, publicado por primera vez en 1972, en
donde el escritor madrileño concierta el recuerdo y el afecto hacia el viejo novelista con la
rememoración de una juventud transitada durante la inmediata posguerra, siempre
traspasada por una prosa esmerada en la que la palabra irrumpe en primer plano,
moldeando y acomodando el recuerdo. Fernando Valls subraya el magisterio de Baroja en
los novelistas que se afianzan en la década de los noventa del siglo pasado; estableciendo
así una atmósfera emocional y estética cuyo centro es Juan Benet: “¿Acaso no hay mucho
de barojiano –Baroja es hoy un valor en alza- en las obras de Mendoza, Trapiello y
Sánchez-Ostiz, autor este último de un libro sobre el autor vasco?” (2003: 31). En
particular, quizás haya que volver a mencionar a Luis Mateo Díez y a Javier Marías,
10 El hecho de que esos jóvenes adoptaran a Benet como maestro no los eximió de la crítica
correspondiente por parte del maestro. Dice, por ejemplo, en el ensayo de 1978, “Escribir”: “No creo que sea
el momento de enumerar títulos, pero son obras de narradores nacidos entre 1940 y 1950, fundamentalmente
promovidos por editores de Barcelona: Guelbenzu, Azúa, Molina Foix o Marías, que tendieron a separarse de
maestros suyos como Marsé o García Hortelano. A poco que se piense, ambas escuelas adolecen de un
determinismo previo; y tanto el hombre que utilizaba la novela como un factor de modificación (un acicate a
la conciencia pública, una llamada a otras formas de convivencia social) como el joven formalista están
determinados. Unos, por las condiciones implícitas de la sociedad; otros, por la propia repulsa de la antigua
escuela, pues si se tiene que renunciar a algo eso determina renunciar a la propia libertad” (2012: 347-348).
11 En la entrevista citada con Jorge Marfil, declara Benet de manera concluyente: “Yo no he
aprendido nada de narrativa, en este siglo, si no es de Baroja. Claro que aprender se aprende de muchas
maneras: negativamente, por ejemplo, es decir, por reparos, por objeciones. Lo que se dice quedar
emocionado con un párrafo sólo me ha ocurrido con Baroja, no recuerdo a nadie más” (1997: 111).
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escritores en los que la lección de Benet es indudable ya que ambos recorren un camino en
el que la voluntad de estilo es un distintivo reconocido. Como en el caso de Benet, hay que
subrayar la importancia que adquiere tanto en Mateo Díez cuanto en Marías la palabra
literaria. Claudio Guillén firma unas líneas que alumbran algo de la labor de Mateo Díez:
No tiene poco Mateo Díez, en efecto, de poeta, y a ello se puede tal vez
achacar ese uso recatado pero fundamental de metáforas del que depende la fuerza
unitaria de un relato tras otro. No digo todos los relatos a la vez porque la voluntad
de variedad es también muy visible, cuando se consideran los conjuntos, desde un
punto de vista temático, o en lo que toca a las tonalidades, que son importantes, y a
las técnicas narrativas que las introducen (2007: 495).
En opinión de Fernando Valls, en las novelas y relatos de Luis Mateo Díez
“adquiere relevante importancia la memoria, lugar de confluencia entre lo imaginario y lo
real; el diálogo, pues sus personajes se muestran hablando; el humor como vía de
distanciamiento y de lucidez, y esas atmósferas fantasmagóricas en las que casi siempre se
desenvuelven sus protagonistas” (2003: 33). Marías, siendo diferente, exhibe elementos
literarios afines con Mateo. Para Guillén:
Con Javier Marías las palabras triunfan de una manera singular. Dueño y
maestro de su lengua, Marías asigna un lugar predominante al lenguaje en el centro
mismo del vivir humano. No es que las palabras sirvan, como suele suponerse, para
describir lo que sucede en la vida de las personas o en las novelas que procuras
representarlas, sino que lo que sucede son las palabras. Son ocurrencias, son
palabras que se nos ocurren y sobre todo que ocurren, que actúan sobre los demás y
sobre nosotros, cuando pensamos o hacemos memoria o hacemos proyectos o
prestamos atención a lo que las personas se cuentan las unas a las otras o
consentimos lo que nos contamos a nosotros mismos. (2007: 506).
La nueva figuración novelística iniciada por Marías ha sido igualmente destacada
por Fernando Valls:
su obra surge como producto de la insatisfacción ante su propia tradición
novelística, que no narrativa. Y se ha ido decantando hacia el tratamiento literario
de toda una serie de asuntos de la vida cotidiana, de la vida real, trastocando los
géneros tradicionales, y llamando la atención sobre la insuficiencia de los moldes
narrativos clásicos para contar ciertos asuntos, así como sobre la dificultad que
entraña compaginar con credibilidad biografía y ficción. (2003: 33-34)
18
Una escuela, porque propiamente es una escuela más que un movimiento,
rehabilitando de este modo formas y maneras ilustradas, que parecían desaparecidas para
siempre, alcanzando una expresión depurada y exquisita difícilmente comprensible no sé
muy bien si decir sin ese magisterio o sin esa impronta. Juan Benet, habiendo dejado una
obra propiamente monumental, parece haber aportado también su genio para impulsar una
tradición literaria española, desnortada en la década de los ochenta, cuya vitalidad es en
estos momentos innegable. Y junto con los escritores, los lectores de Benet hemos
aprendido a relacionarnos con la literatura de otra manera, menos supeditada a prejuicios y
presupuestos, más complaciente en el ejercicio de la lectura, a pesar incluso de una
dificultad que, a fin de cuentas, ya no es tal. Lo cual tampoco quiere decir que en el
momento de su aparición no fuera esa dificultad la que se subrayara reiteradamente. En
realidad, la complejidad de la prosa de Benet venía acompañada de los términos de
comparación, por lo que su novedad desde luego no podía pasar desapercibida. Es decir, no
sólo fue el estilo de Juan Benet que sacudió el statu quo de la literatura española, sino que
sus réplicas se multiplicaron en el ambiente muelle y conformista del momento en lo
literario y cultural. Es Javier María quien ha consignado una cualidad de la novelística de
Benet que contribuye a disipar algunos recelos y que puntualiza uno de los motivos de esa
propuesta:
Cuando un lector demasiado ingenuo o demasiado torpe o demasiado bruto
le reprocha, por ejemplo, que “no se entiende bien qué está pasando, o que “uno no
se entera”, debería tener en cuenta dos cosas: primera, que precisamente de eso se
trata, de no saber de manera cabal que está pasando porque el pasar que interesa a
Benet es el que más se asemeja al pasar de la vida, en la que nunca nadie tiene todos
datos o toda la memoria o toda la interpretación de cómo fueron o son las cosas, aun
19
las que más nos atañen o más han condicionado nuestra existencia, teñidas todas de
parcialidad e incertidumbre. (2009: 222-223)12
La exigencia de Benet con su literatura es proporcional a la que demanda del lector.
Y el lector elige a sus escritores. Siempre me ha parecido, y en eso coincido con Benet, que
el autor no tiene porqué escribir para un público, entre otras cosas porque ese miramiento
resultaría un nuevo condicionamiento; más bien, en el caso de que su propuesta interese, se
va haciendo con una concurrencia que tampoco tiene motivo alguno para coincidir con las
posiciones estéticas y morales de aquél, mientras no deje de embrujarlo, fascinarlo y, por
qué no, seducirlo. Sin embargo, hay que precisar que no es que Benet no considere al
lector, sino que lo considera en tanto en cuanto no le pida algo que su personalidad literaria
no es capaz de contener.13 Esta disponibilidad o maleabilidad relativa, en la medida que no
brinda más que aquello que el autor ofrece en un ejercicio estrictamente literario a
contrapelo del mercado, esclarece un rasgo más considerado el incentivo de la escritura de
Benet: el entretenimiento, el divertimento, el pasatiempo.14
La literatura entendida como distracción debió de granjear al autor críticas, censuras
e invectivas, procedentes de quienes detentaban el aparato cultural en la España en los
12 Lo interesante es mostrar como lo evidente para Javier Marías, resulta una penumbra en la
consideración de las novelas de Benet por parte de Rafael Chirbes quien advierte, a propósito de la novela de
Juan Eduardo Zúñiga Largo noviembre en Madrid (1980), que su “densa prosa, fundada en una sintaxis de
insólita complejidad y belleza, parecía no tener otro objeto que envolver el hecho mismo, que en este caso era
el conflicto bélico –a la vez conflicto de vidas y de clases (poco atento Benet, huidizo o despectivo, a este
último aspecto fundamental en la guerra española)- […]” (113).
13 En la entrevista ya citada con Casaretto, Benet puntualiza el interés que le suscita el lector: “Sí.
Quizás es lo que más me interesa, desde un punto de vista muy indirecto. Pero sí me interesa, ya que soy el
primer lector de mi obra. En ese sentido le diré que soy un lector muy cuidadoso y detallista. Pero si supiera
yo que el lector pide de mi obra otra cosa que a mí me contuviese, pues también lo haría, qué duda cabe.
Cambiaría de línea. Pero al primero que tiene que satisfacer es a mí” (130).
14 En la misma entrevista apunta Casaretto esta declaración de Benet: “Es un libro que hice para
divertirme, como todos los libros que he escrito. Quizá en este busque la diversión de otra manera, sobre todo
porque la busqué en situaciones grotescas y como alivio para la redacción. Que es muy ardua, de un libro que
estoy escribiendo hace cinco años” (129).
20
setenta y ochenta del siglo XX; sobre todo, al proceder de un escritor que ya había
defendido la vuelta al grand style y también había acusado al medio imperante de un
conformismo, por no hablar de resignación, en todo punto intolerable. Algo hay de
provocación e instigación, de travesura y de juego; pero no deja de ser un señalamiento que
sitúa en un lugar concreto la literatura al despojarla de un pretendido prestigio seguramente
muy importante para los escritores, pero que no se acompaña de ese mismo reconocimiento
por parte de la sociedad. También hay algo de iconoclasta en la actitud de Benet; de una
heterodoxia estudiada y, paradójicamente, natural; finamente escandalosa y de una
estridencia acallada; actitudes que descansan en su maestría a la hora de recurrir a la ironía,
como si parte de la realidad fuera una apariencia o un espejismo puesta allí precisamente
para echar mano del equívoco y de la parodia que, sin necesidad de exhibirla, preserva su
sentido último fuera del alcance de quien no está capacitado para transparentarlo. Mauricio
Jalón lo señalaba en unas palabras incluidas en “Puerta de tierra, el ensayo como
imaginación”, al apuntar que Benet
Decía en 1969 […] que la novela, “desde Homero hasta Musil es una
investigación de lo que yace detrás de la realidad, en oposición a esa otra dimensión
que es la ciencia”. En consecuencia, Benet, enemigo de cualquier “costumbrismo”
expresivo, removió muchos prejuicios culturales, si bien se mantuvo muy aferrado
al poderío clásico de la lengua, ese gran estilo que él siempre vino a defender. Y lo
hizo desde luego con su poética, donde aparece un mundo romántico, dominado por
las paradojas de la inteligencia y la memoria, por lamás descarnada naturaleza, por
el sinuoso cruce entre las decisiones y el infortunio. (2003: 161)
Acaso a este juego intelectual que más que expresar, sugiere, responda otro de los
lugares comunes del estilo de Juan Benet, la querencia por el párrafo largo, prolijo y
profuso que, a su decir, prefiere la pasión a la razón.15 Declaración que, más allá de otras
15 Confesaba Benet a Andrés Sánchez Dragó en una entrevista para Televisión Española, en 1977: “la
distinción más general (y algo traída por los pelos), es que el párrafo corto es el de la razón, mientras que el
largo es el de la pasión. Y bien, a mí me interesa más la literatura apasionada y apasionante que la literatura
21
consideraciones, revela que la escritura para Benet fue una responsabilidad de todo él y que
sus obras podrán contar lo que sea, pero que en ellas está al completo. Lo mismo, de
diferente modo, cabe atribuir a sus ensayos. Independientemente de que se trate de un
género gobernado ante todo por la razón, ésta no impide que el temperamento apasionado o
que la pasión por las ideas sea relegada. Una paradoja que cobija el impulso de sus ensayos
a partir de una postura previamente adoptada por el conocimiento y la experiencia, la
inteligencia y el mundo, la razón y la pasión. Acaso los ensayos de Jun Benet sean el cauce
más ajustado para advertir esta comunión, esta correspondencia, esta ligadura que, si por
momentos comparece engañosamente gobernada por una de estas directrices, poco después
la sensación es la contraria. Ni una ni otra, los ensayos de Benet, su pensamiento literario,
demasiado generoso para encerrarlo en unas cuartillas, no obedece a ninguna de las dos
facultades, sino a la persona de Juan Benet. Pero me curo en salud puesto que sería muy
presuntuoso por mi parte insinuar que soy yo quien puede dar cuenta cabalmente de ese
pensamiento, cuando en realidad lo único que me he propuesto y de lo que estoy
convencido es de rastrear unos asuntos, unos temas, unos motivos, que han animado estas
páginas pero que, a lo mejor, son parciales y adjetivos en relación con el pensamiento
literario y en absoluto oportunos para utilizar precisamente la fórmula “el pensamiento
literario de Juan Benet”. Dicho de otra manera, a reservas de traicionarme definitivamente,
no es propiamente Benet quien capitaliza estas páginas, sino, en todo caso, aquel Benet que
en estos momentos me interesa o que concita mi atención, con el riesgo presupuesto o
añadido de que el autor mismo no se reconociera en estas páginas. Pero tampoco voy a
abdicar de mi manera de considerarlo puesto que, en tanto que lector, al igual que el
de la razón. El párrafo largo es el que da alimento al lector. El corto supone la censura, la cortadura, el
ritmo…, pero no es un plato” (1997: 124).
22
escritor, soy dueño de mis búsquedas, de mis indagaciones, de mis inquietudes, que
necesariamente sustentan mi cavilación. Lo importante finalmente es la obra del escritor
elegido por los motivos que sean y la invitación a acercarse a ella; es ésta la que siempre
está abierta, a disposición de quien quiera ojearla, del curioso impertinente e inoportuno
que se la echa a los ojos, cuestionando incesantemente al lector, emplazándole en sus
propios límites o en la ausencia de estos. Una invitación al juego, pero condicionado por
unas reglas invisibles e, incluso, ignoradas hasta el mismo momento en que se comienza a
jugar. Es entonces cuando la escritura va enseñando unas normas que el lector igualmente
va acomodando, no muy seguro de sí mismo, prevenido también de la obra, desconfiado de
sí y de ésta; una partida sin ganador, sin vencedores ni vencidos, que encuentra en el acto
irrepetible de la lectura, no su triunfo ni su victoria, sino su recompensa y su distinción.
23
1. Job, el arte y el artista
24
Compleja y fascinante es la figura de Job, representante de la paciencia y de la
mansedumbre, de la disidencia y de la servidumbre; personaje paradójico que, sin embargo,
se eleva como emblema del hombre moderno. La contradicción que no es ausencia de
principios y convicciones, pero sí de la sujeción del hombre a unas circunstancias que, sin
hacer valer la sentencia de José y Ortega y Gasset, en ocasiones, lo traicionan. Pero esa
traición nunca es irreversible mientras el individuo preserve su libertad; la paradoja se
resuelve, a pesar de la evidente contradicción, en una voluntad que con la misma firmeza
con la que asume una decisión, adopta luego la contraria. Job, paciente y sosegado, exhibe
el cambio y la transformación como una elección que convierte la posibilidad en hecho. El
respeto a su elección es el elogio a la libertad personal y, por tanto, el rechazo a
imposiciones y razones asumidas en virtud de una obligación ajena al hombre mismo. El
asentimiento de la voluntad divina no hace menos libre a Job sino todo lo contrario, puesto
que ese conformismo reside en el ejercicio de su querer, pero no de una aprobación
condicionada por otro u otros. La servidumbre de Job y la mansedumbre consecuente con
aquella voluntad se originan en el diálogo, en esa palabra entre dos que exige a la vez
crítica y reconocimiento, para adoptar finalmente una resolución personal inexplicable sin
esa conversación. La palabra, pero la palabra compartida, opera como el instrumento
necesario para ponderar y poner en valor al otro. Si Job se hubiera mantenido en su
voluntad primera hubiera ejercido esa libertad pero, quizás siendo igualmente libre, no
hubiera sido ese personaje que conocemos, pero no por ello hubiera dejado de ser Job.
Dicho de otra manera, una decisión distinta o contraria no hubiera invalidado su existencia,
pero seguramente su nombre no habría sido inscrito en el relato bíblico, del mismo modo
que se hubiera cancelado su perduración en la Historia.
25
Elegir sin someterse, aceptar sin renunciar, asumir sin ceder, exponen los conflictos
del hombre contemporáneo más atento al afuera que al propio fuero. El cambio o, al menos,
su sola posibilidad manifiesta ese ejercicio personal e intransferible, en ocasiones repudiado
por otros, pero que afirma la decisión del individuo. Sus consecuencias las asume quien
decide, puesto que aquellos que las repudian no las han adoptado; es una repulsa tan
impertinente como inoportuna pues si aceptaron asumir aquellas derivadas de la primera, se
muestran ahora incapaces de comprender las que proceden de la segunda. Da la impresión,
pero es sólo eso, una apariencia, que si una decisión no viene acompañada del
acostumbrado rechazo por parte de una mayoría o una minoría, poco importa, esa
resolución no se tomó. Dicho de otro modo, la libertad personal surge como una práctica
que en lugar de situarse en el ámbito del individuo, aún en el caso de que sus efectos lo
desborden, debe de ser sancionada por una sociedad a la que pertenece el individuo. La
parábola del santo varón enseña otra cosa en la que se repara pocas veces, a pesar de las
muchas con las que el ciudadano contemporáneo se llena la boca con la palabra libertad: la
decisión es personal, pero también las consecuencias de la misma. La sumisión ante aquello
que está fuera de uno, se llame como se llame (sociedad, estado, ideología), es lo que John
Stuart Mill denomina sin tapujos “servilismo”, para denunciar las relaciones perversas entre
el individuo y la sociedad: “Las inclinaciones y las aversiones de la sociedad, o de alguna
porción de ella, son la causa principal que ha determinado, en la práctica, las reglas
impuestas a la observancia general con la sanción de la ley o de la opinión” (18). Pero el
servilismo no es servidumbre ni mucho menos mansedumbre; resulta de la cesión de la
voluntad individual en beneficio de la del otro. La resistencia del individuo no es ya
únicamente la que se muestra frente al tirano, sino también contra la tiranía de un
pensamiento dominante que se erige en norma en lugar de alternativa. Pero para consolidar
26
ese rechazo, primero hay que desvelar según Karl Popper las falacias de un totalitarismo
que “profesa amor, frecuentemente, a la verdadera libertad” (168); de manera que si la
tiranía abole la libertad en nombre de esa misma libertad, la sociedad que acepta esa
falsedad no sólo abdica de la libertad colectiva sino también de la de cada uno de sus
individuos. De ahí que Popper califique como “sociedad abierta a aquella en la que los
individuos deben adoptar decisiones personales” (171). El hecho de que una mayoría tenga
o no razón no presupone que todos individuos de ese colectivo no tengan la opción de
disentir. O, como también asienta el autor de Sobre la libertad: “el único objeto que
autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de
cualquiera de sus semejantes es la propia defensa” (22). Frente al totalitarismo ya de
Estado, ya de opinión, Tocqueville proclama que “sólo la libertad, por el contrario, puede
combatir eficazmente en esta clase de sociedades los vicios que le son naturales y
detenerlas por una pendiente por la que se deslizan” (79). Quizás habría que añadir que aun
cuando no se tratara de vicios, la disidencia no dejaría de considerarse un derecho del
ciudadano. Las deficiencias del pensamiento de uno y otro en torno a la libertad individual
no se le escapan a Isaiah Berlin que subraya “su desfasada psicología y [de] su falta de
coherencia lógica”, pero que, en el caso de Stuart Mill, no deja de considerarlo como “la
obra clásica en pro de la libertad individual” (258).16
16 Conviene no olvidar las críticas severas y ásperas vertidas por Juan Benet hacia cualquier forma de
Estado que usurpe la libertad de sus ciudadanos. Benet no fue un anarquista, como erróneamente se ha dado a
entender, sino que practicaba una suerte de liberalismo. En relación con el Estado y su razón, no dudaba en
asentar: “El Estado es, naturalmente, un aparato delincuente: te engaña, te promete y no te da… o sea que
cumple todos los delitos que él mismo ha tipificado, pero no hay manera de sacarse de encima esa
delincuencia. […] El Estado no te ofrece nada bueno; el hombre, colectivamente, es un animal de tercera”, y
más taxativamente: “no soporto el olor del Estado y me repugna su autoridad” (Marfil, 1997: 112).
27
Berlin consigna una premisa vinculada con Job y con Benet: “La acción es elección;
la elección es el compromiso libre con esta o aquella forma de comportarse o vivir; siempre
hay al menos dos posibilidades: hacerlo o no hacerlo; ser o no ser” (296). Juan Benet vivió
buena parte bajo el régimen franquista; pero esa no fue la única tiranía a la que se enfrentó;
también a aquella otra que consignaba una opción ideológica como la auténtica oposición
legítima frente a la dictadura. Frente a estas dos más evidentes, Benet hizo uso de su
derecho a disentir, compartiendo algunas ideas con esa ideología opositora, pero sin abdicar
de su propia libertad de pensamiento. En este sentido, como Job, Benet fue doblemente
incómodo. Y una más, dentro de las discrepancias notables: aquella en contra de la cultura
como institución, una formalización de la literatura que le llevó justamente a rechazar los
planteamientos de moda, sobre todo a la hora de asumir la literatura como un compromiso
moral, tal y como consigna en una de las páginas de La inspiración y el estilo: “Con
independencia del sentido social de su responsabilidad existe y suscribe [el escritor] una
responsabilidad hacia las letras de la que tiene que rendir cuentas sólo ante sí mismo”
(1973: 31). También esta diferencia lo marginó sin que quisiera ser completamente
apartado, pero tampoco esas reticencias que despertaba en los demás condicionaron sus
ideas, su pensamiento, sus decisiones. No estoy diciendo que Benet no dudara, ni vacilara,
ni deplorara algunas decisiones, pero aparentemente aceptó sus consecuencias o las
rectificó cuando lo ponderó oportuno.
A ojos profanos, acaso sorprenda, cuando no resulte un atrevimiento improcedente,
traer a colación a Job en relación con Juan Benet y su literatura, e incluso fatigue este largo
preámbulo, aunque nada más lejos de mi intención que irritarlo inconvenientemente. Pero si
se atiende al capítulo segundo, “Inspiración, probabilidad, fascinación”, del ensayo
28
canónico La inspiración y el estilo, la irritación quizás comience a remitir y la
impertinencia acaso ceda su lugar en beneficio al menos de la duda. Lo cual para mí desde
luego sería una suerte que, en ningún caso, sería para Juan Benet, pues no considero que
estas páginas aporten más que aquello que él mismo dice y, además, admirablemente. La
importancia de la parábola y de los episodios bíblicos en la literatura de Benet están fuera
de discusión, una observación que sin desdecir el gusto del madrileño por la literatura
anglosajona, tampoco lo desliga del todo de la literatura francesa y, en particular, de André
Gide quien ha dejado en los relatos de Juan Benet unos vestigios, unas huellas, unos
rastros, que todavía esperan cierta atención por parte de los historiadores y críticos de la
literatura. Gide había reescrito la parábola del hijo pródigo para mostrar mediante ese
drama lo inasible de la actitud de hijo rebelde cuya mansedumbre era consecuencia de su
experiencia vital, dejando al arbitrio del lector ese arrepentimiento que el relato bíblico da
por supuesto. Inquietante y turbadora, la propuesta del francés exhibía las fisuras de la
parábola para ofrecer finalmente una lectura opuesta a su modelo.17 Pero tampoco basta con
remitir Gide, como si fuera un islote en las aguas de la literatura europea del fin de siglo, a
la manera de una porción de tierra bien visible y reconocible, pero excepcional en su
aislamiento. En realidad, la inspiración literaria originada en las Sagradas Escrituras tenía
toda una tradición anterior al autor de Los monederos falsos. En el primer tercio del siglo
XIX, Lamartine se vuelve una referencia obligada pues sus Méditations exploran las
posibilidades literarias de la parábola, “para ilustrar la excelencia de esta fórmula poética,
dio de ella varios ejemplos sucesivos: un Génesis, paráfrasis libres de Job, de Isaías, de
17 André Gide publicó El retorno del Hijo Pródigo en 1907. Quizás, más que este opúsculo, fue el
interés que demostró de manera sostenida por la parábola como cauce literario. Su repercusión en la literatura
hispánica e hispanoamericana es incuestionable en la primera mitad del siglo XX.
29
Ezequiel y Jeremías”; también Job fue un personaje relevante para la propuesta literaria y
mística de Charles Nodier quien encabezaba el grupo “los Meditadores” (Benichou: 159 y
196-198). Juan Benet recurrió con frecuencia a determinados pasajes bíblicos como
aprovisionamiento para su escritura, pero también como objeto de reflexiones vinculadas
con un pensamiento literario que asoma en sus relatos y plenamente en sus ensayos. En sus
declaraciones salpica aquí y allá esas referencias. La literatura para Benet se inscribe dentro
del pensamiento del hombre, así la novela debe escribirse y leerse desde esta adhesión que
modifica la premisa de “contar algo” y la restituye a un ámbito relegado sobre todo en
1972, año de una década dominada por las escuelas estructuralistas y formalistas que
habían concebido el estudio literario de acuerdo con las leyes de la ciencia. Así lo registra
en su ensayo “Incertidumbre, memoria, fatalidad y temor”, resultado de la conferencia leída
en el Centro Mercantil, Industrial y Agrícola de Zaragoza el 17 de marzo del 72: “Por
cuanto el discurso de la literatura está, en su gran mayoría, trazado de acuerdo con las leyes
del pensamiento –las que se traducen en la unicidad e inequivocidad del lenguaje, las reglas
de la gramática y las normas de sintaxis-, bien puede decirse que su dictado queda inscrito
en el saber general del hombre” (1976: 47). Se trata de una curiosidad que le llevaba a
interesarse en el Thomas Mann, por quien a su decir no sentía particular simpatía, de José y
sus hermanos, acerca del que alguna vez informó que estaba escribiendo un ensayo, así en
la entrevista que mantuvo con Anita Rozlapa y John P. Dyson en 1977:
¿Sobre qué?
Sobre Thomas Mann (no es un hombre que me interesa mucho, pero…). En
definitiva, sobre el arte narrativo. Si yo fuera un profesor de universidad le llamaría
a este ensayo algo así como “La permanencia del poema épico-religioso de la
Antigüedad en la moderna narrativa y su aplicación a las novelas postreras de
30
Thomas Mann, concretamente a José y sus hermanos”. Es un ensayo extenso. Y
pienso publicarlo de una manera un poco rara. (123)18
La novela de Mann atendía un consejo de Goethe sobre el episodio bíblico que
ponderaba como “una historia natural […] muy atractiva, pero parece demasiado breve, y
uno se siente llamado a narrarla con todos los detalles”. Goethe, como Mann y, luego
Benet, advertía el misterio inherente en los hechos y relatos bíblicos. Pero, además, el
español guarda una estrecha similitud con el autor de La montaña mágica tanto en el rigor y
en la complejidad sintáctica de los párrafos extensos, cuanto en el uso de la ironía y la
parodia; una afinidad literaria que cuestiona la presunta antipatía de Benet hacia Mann.
Joan Parra cifra esa semejanza de la manera siguiente:
Como hizo notar Juan Benet, la tradición literaria española desconoce el
grand style, un modelo de prosa caracterizado por el rigor formal y el
distanciamiento, que sí se desarrolló en otras literaturas europeas, donde constituyó
el sustrato del que se nutre la gran prosa del siglo XIX e incluso del XX. José
también recurre a este modelo, o más exactamente, lo dilata, lo distorsiona y lo
parodia. A la hora de esbozar una prosa española capaz de hacerle justicia, la obra
narrativa del propio Juan Benet –por otra parte, quizá el mejor conocedor del José
en España- es acaso el mejor estímulo. (9)
Desde luego, es aventurado afirmar taxativamente que Benet fuera en su momento
el mejor conocedor de José y sus hermanos en España, pero sin duda fue un entendido serio
y crítico. Es el madrileño quien afirma algo sobre Mann que puede decirse de su tentativa
literaria o, mejor, que alumbra algo su punto de partida:
Se puede afirmar que a Mann no le importaba la modernidad o antigüedad de
su obra porque estaba por encima de esas calificaciones, dueño de un idioma clásico
que no tiene necesidad de evolucionar ni violentarse para dar con los matices más
nuevos, y renovador de un género que se demuestra menos perecedero que los
augurios de los críticos. (2012: 294)
18 El título a ese ensayo no puede atribuirse a una mera ocurrencia. Benet firma en 1978 el largo
ensayo “La deuda de la novela hacia el poema religioso de la Antigüedad”, en el que dedica un apartado a
José y sus hermanos que lo sitúa en la tradición del poema religioso. (2012: 270-335).
31
Y añade un propósito que parece guiar también su propuesta:
Cuando en toda su obra asoma el tema de la decadencia –en su sentido más
universal, como una forma de ser del espíritu deducida no de la oposición a la
estabilidad sino a la precariedad de ésta, y heredera de todo un mundo estético
insoslayable que domina a la Europa más sensible de la segunda mitad del siglo
XIX- no será de manera desapasionada, descriptiva o meramente fehaciente sino en
busca de una nueva ética y como vía de restitución a una valoración –más que a
unos valores- que los acerbos pensadores de la decadencia no han hecho sino más
necesaria y acuciante. (2012: 296)
José Ángel Valente comenta en “Sobre fábulas apólogas y fábulas milesias” las
concomitancias entre algunas narraciones de Juan Benet y la parábola como género
literario; una consideración surgida de la exigencia de la parábola a la hora de proponer
una moralidad o una lección moral y que aclara tanto el cauce como el propósito literario
benetiano:
Por ácida que parezca su ironía o por gratuita o paradójica que resulte su
conclusión o, precisamente, en razón de todos estos elementos, entran de lleno estas
fábulas en el territorio de la moralidad. Con accidental apariencia de fábulas
milesias, serían estas fábulas apólogas, “que deleitan y enseñan justamente” –
exempla in usum vitae- según la clasificación del fino canónigo toledano que sobre
la sustancia de las fábulas diserta en el episodio del enjaulamiento del Caballero del
Caballero de la Triste Figura. Restituye aquí Benet a la moralidad su autonomía y la
libertad de sentido o de sentidos que la reductiva moraleja niega, y consuma a la
vez, según entiendo, uno de sus más brillantes ejercicios de estilo. (1303)
Y la moral, para Benet, es indisociable de la novela o de la novelística. Es decir, se
trata de un género ambiguo, indócil a la clasificación que, cuando se da, obedece antes a un
requerimiento de la crítica que a una cualidad del género; una observación que, entre otras
cosas, le lleva a distinguir entre “la novela” y la “novelística” en la conferencia “La crítica
en cuanto antropología”, leída en la Universidad de Salamanca el 24 de agosto de 1972: en
el primer caso, se trata de restringirla “a un espacio cultural cualquiera [que] acostumbra a
referirse al conjunto de novelas que han aparecido en tal espacio, adoptando para su
examen una decidida actitud descriptiva, […] y que desemboca o puede desembocar en una
32
cierta taxonomía a la vista de lo dado y los elementos de juicio puestos en acción” (1976:
64). La idea encerrada en “la novela” remite a lo que se conoce como tal, a las diferentes
manifestaciones y posibilidades de que ha hecho gala hasta el momento presente; a
diferencia de “la novelística”, cuyo sentido desborda al de “la novela” puesto que “el
estudioso no se circunscribe a lo que existe, a lo que le es dado sin más, esto es el conjunto
de novelas aparecidas en el espacio de su estudio, sino que, tácita y a veces
subrepticiamente, introduce aquellos elementos de cultivo intelectual que permitirán
establecer los juicios morales” (1976: 64-65). “La novelística” no es pues únicamente la
realización de la novela hasta determinado momento o hasta el momento presente; no sólo
es aquello que fue sino también lo que será, pero igualmente lo que pudo ser y fue
cancelado o todavía no existe, y la que dejó de ser. Mientras el crítico se esmera en acotar y
en limitar, en ordenar y en clasificar, “la novelística” se muestra allí, frente a él, como una
imposibilidad, como un objeto inasible e impalpable, que excede con mucho un afán que
delata el desconocimiento del propio objeto. En el ensayo, “Escribir”, Benet regresa a las
disquisiciones en torno a la “novelística”:
De hecho, para saber lo que es la novelística –término un tanto ofensivo para
el novelista- hay que aproximarse a ella con unas categorías de pensamiento que son
muy distintas a las del desgraciado que se decide a hacer una novela. El crítico parte
de una postura radicalmente distinta a la del que quiere escribir sin más; su postura
es intelectiva y comprensiva, lo cual faculta para acoger un panorama tan diverso
como puede ser la creación literaria de una época, y dar a su público las líneas
maestras de lo que es una producción tan heteróclita. (2012: 336-337)
Advierte Benet el desajuste entre el crítico y la novela pues con frecuencia aquél
prescinde de la moralidad indisociable del juicio estético:
Si esto es así porque el arte narrativo –en mayor medida que cualquier otro-
es un arte moralizante y por consiguiente la crítica debe aparejarse y
homogeneizarse con todas y cada una de sus categorías, o si es así porque en la
33
existencia de todo discurso subyace la esencia de un código lógico que, determinado
siempre por un modelo de pensamiento, dará origen a la crítica moral, es una
cuestión […] que puede quedar relevada de gran parte de su importancia cuando se
acepta la idea de que la narrativa no sólo acostumbra a afrontar de cara a la
moralidad, sino que, exenta de toda participación en la moral, puede quedar
reducida a un juego de palabras. (1976: 65-66)
Volviendo a la figura de Job, dice Benet en La inspiración y el estilo: “No deja de
ser sorprendente la rapidez del entendimiento de Job ante el discurso de Jehová que le lleva
a la renuncia de su postura y a la inmediata comprensión de una cosa que antes veía muy
oscura” (48). Benet dice que Job no se rinde a la razón, sino a la evidencia, de otro modo no
hubiera hablado de “la inmediata comprensión de una cosa que antes veía muy oscura”. Es
la fuerza de lo evidente, de aquello que de manera transparente pero incuestionable se
ofrece a los ojos de Job, lo que le lleva a cambiar su decisión. Por detrás de estas palabras
de Benet se adivina una denuncia hacia el rechazo generalmente aceptado de lo evidente, de
aquello que carece de una explicación convincente y plausible, de las reservas a la hora de
aceptar lo que la razón no alcanza a dotar de sentido en un primer momento. Pero sucede,
como sabe y ha dicho reiteradamente el ingeniero, que la razón es incompatible con la
evidencia por el sencillo motivo de que no puede dar evidencias. Lo cual no es en
menoscabo de la razón, pero tampoco de lo evidente. La razón sólo puede demostrar,
mientras que la evidencia, muestra. Lo irracional o, al menos, cierta irracionalidad se
instala en el quehacer del escritor, según Benet, ya “que el estilo no es cosa racional” como
demuestra “el hecho de que la razón no ha sido capaz, hasta este momento, de inventar el
instrumento con que medirlo” (158).19
19 En otro lugar, Benet inquiere sobre la necesidad del hombre moderno de sostenerse en lo racional,
a diferencia del creyente perturbado por la sola posibilidad de que la razón afecta a su credo: “Con frecuencia
la presencia de la palabra “racional” es lo que viene a turbar la paz del creyente, aunque sólo sea por el hecho
de que toda cultura, para ser útil y gozar del poder de perseverar, ha pretendido descansar sobre el solio de la
racionalidad. Pero el creyente, al alcanzar su fe cierto grado de sublimación, no puede por menos de recelar
34
Ese sentir de la evidencia remite al sentido del silencio que no necesita expresarse
para ser elocuente, pero también al riesgo que corre quien habla. El silencio es, pues, una
consecuencia de la evidencia que redunda en el caso de Benet en su escritura misma,
siempre en esa oscilación entre lo dicho y lo silenciado que es otra manera de hablar sin
traicionarse. En el Antiguo Testamento, comienza así el Libro de Job: “Había en tierra de
Hus un varón llamado Job, hombre recto y justo, temeroso de Dios y apartado del mal” (1,
1); en palabras de los exégetas, Job es un “hombre justo”. Esta mención, que podría pasar
completamente desapercibida o que bastaría con consignarse para cumplimentarla, en
realidad traza un plano inclinado que desliza al lector hasta los albores del romanticismo
inglés (no por casualidad Benet prologó para La Gaya Ciencia un librito de Coleridge). Y
quizás haya que considerar que si la literatura inglesa y norteamericana sedujo de tal
manera al escritor español, en parte se debió a la rehabilitación de las Sagradas Escrituras a
la que procedieron los románticos, como Wordsworth, quien afirmaba que “el gran almacén
de la Imaginación entusiasta y meditativa, en estos desfavorables tiempos, son las partes
proféticas y líricas de las Sagradas Escrituras, y las obras de Milton” (Abrams, 24). A
propósito de una carta de John Keats enviada a sus hermanos el 22 de diciembre de 1818,
discurría Juan Benet, en “Una época Troyana”, que “la cualidad más decisiva para formar
al creador, sobre todo en literatura […] era una “capacidad negativa”, esto es aquello que
permite a un hombre sostenerse sobre la incertidumbre, las dudas y los misterios sin una
irritable apoyatura en los hechos o en la razón” (1976: 88). Con todo, la idea de obra
que habiéndose alejado tanto de la normativa de la racionalidad puede llegar a colocarse en oposición a ella y
adoptar esas actitudes que los hombres disciplinados calificarán de "irracionales" no tanto porque sean
contrarias a la norma o vulnerantes a la ley […] cuanto porque se sitúan en un campo que no ha sido todavía
despejado y acotado por las convenciones. […] Así pues, lo irracional se convierte en algo sinónimo a lo
intelectualmente inconveniente, nocivo o enfermizo y no podía ser de otra manera siempre que se convenga
que el carácter de la salud intelectual sólo socialmente puede ser definido” (1976: 94).
35
literaria concebida por Benet, está más cerca de Coleridge que del autor de las Baladas
Líricas (1800), puesto que aquél muestra una poética más afín a la última Ilustración que al
romanticismo pleno. Según Abrams, en El espejo y la lámpara, Coleridge “al definir un
poema como un medio para un “objeto”, “propósito” o “fin” […], muy dentro de la
tradición de la crítica neoclásica da por sentado que el hacer poemas es un arte deliberado
antes que el espontáneo desborde del sentimiento” (210).20 El propio Benet insiste en la
importancia de estos dos periodos para rehabilitar el vocablo inspiración: “hasta el
Romanticismo o la Ilustración no se puso nunca en duda –y por tanto no se averiguó nada
sobre su naturaleza- la existencia de una fuente de conocimientos y bellezas que acudía en
socorro del poeta para mitigar los rigores de su carrera” (62).21 Más aún, tanto Wordsworth
como Coleridge tantearon sistematizar las diferencias entre lo bello y lo sublime como
categorías no sólo distintas sino también opuestas (ver Paolo D’Angelo: 167-173).22 Walter
Benjamin no habla precisamente de la inspiración pero si del tedio como sinónimo de ésta,
mediante unas palabras que recuerdan a la idea de Bener sobre la inspiración: “Nos llega el
20 T. S. Eliot dedica unas palabras a Coleridge, en un ensayo Wordsworth y Coleridge” en las que
conjetura que su perdición como poeta fue la visita de la inspiración, que seguramente no le pasó
desapercibido a Juan Benet: “Pero durante unos pocos años le visitó la musa (no conozco poeta a quien mejor
se aplique esta trillada imagen) y desde entonces se convirtió en un hombre atormentado, porque aquel a
quien la musa visitó alguna vez es un hombre atormentado desde ese punto y hora” (1999: 103).
21 El propio Benet traza las interrogantes que surgieron acerca de la inspiración en el Romanticismo,
pero no para ponerlas en duda, sino para buscar su localización: “los poetas románticos tampoco la negaron,
sino que se ocuparon de discrepar acerca de la región donde estaba situada: en una memoria primorosamente
conservada, único residuo de una existencia anterior al nacimiento según Wordsworth; en una conciencia
divina que anida en un mundo ideal y que sólo gusta de comunicarse a través de ciertas criaturas de su
predilección, como quiso creer Shelley; o en el mundo que se abre ante el hombre cuando desciende a la
tumba –del brazo de Poe- y que atrae la imaginación del viajero con los paisajes más fascinantes, los destinos
más penosos y los sentimientos más tristes” (62).
22 Juan Benet dedica unas líneas en La inspiración y el estilo en las que historiografía el concepto de
inspiración, desde la época helenística permaneciendo inalterable hasta el Romanticismo que transforma esa
idea. Después del Romanticismo, “esa transformación vino a poner a punto una visión de la inspiración
menos teologal, más íntima y psicológica, por así decirlo, que hoy en día sigue siendo válida para todos
aquellos que palabra mágica, elevada al rango de divinidad, con la aplicación sistemática de la mayúscula”
(38).
36
tedio cuando no sabemos a qué aguardamos. Que lo sepamos o creamos saber, no es casi
nunca sino la expresión de nuestra superficialidad o de nuestra desorientación. El tedio es el
umbral de grandes hechos” (2005: 131).
En el Libro de Job, a diferencia por ejemplo de Miqueas (6,7) -que condena
explícitamente la expiación del pecado propio a través de un tercero con frecuencia el
primogénito-, no importa el pecado del sacrificante: “cuando se completaba la rueda de los
días de convite iba Job y los purificaba. Y levantándose de madrugada, ofrecía por ellos
holocaustos según su número; pues decía Job: “No sea que hayan pecado mis hijos y hayan
bendecido a Dios en su corazón”. Así hacía siempre” (1, 5). El asunto no es trivial. En
algunas novelas de Benet aparece un extraño personaje, Numa, extraído del prólogo de
James Frazer a su libro La rama dorada,23 que mantiene la paz del territorio imaginario de
Mantua, disuadiendo a los intrusos de que deben abandonarlo, sin renunciar a sacrificarlos
mientras se preserve el orden establecido, bajo el supuesto de que el statu quo no reside en
los pecados y faltas de Numa, aunque algunas hubiera cometido como esas mismas muertes
que se le atribuyen cuyo fin es el sacrificio y que, por lo mismo, no obedecen a una
voluntad homicida, sino expiatoria de un orden superior. En Herrumbrosas lanzas (1999),
los disparos del Numa restauran el silencio para garantizar la continuidad de lo que siempre
fue:
Así pues, sólo de tarde en tarde se oye un rebuzno lejano –sin duda un asno
al sol que no protesta por su abandono, sino que ese día le ha dado por cantar- o un
23 Es fama que el personaje benetiano se inspira en aquel “Numa Pompilio, hombre piadoso y sabio,
que otorgó a Roma la estabilidad con sus ciudades vecinas y construyó las principales instituciones religiosas,
como refiere James George Frazer: Cuenta la tradición que la ninfa había sido la esposa o amante del sabio
rey Numa, de quien se acompañó en el misterio del bosquecillo sagrado, y que las leyes que dio el rey a los
romanos le fueron inspiradas por la deidad durante estas relaciones” (1992: 26).
37
alto maullido, cuando no el gemido de un gozne, el golpe de abanico de una cola
que quiere alejar un enjambre de moscas de un umbral o ese, mucho más solemne,
mugido de un buey en un establo en sombras, ese negro resplandor del devenir
atrincherado en la economía sedentaria; y, con más frecuencia –y casi siempre en
los arranques del verano o en las más glaucas madrugadas del otoño-, los disparos
del Numa, para avisar de su presencia y anunciar a quien sepa escuchar que no ceja
en su empeño de guardar Mantua libre de todo intruso (84).24
Elegante y sutil, irónico y penetrante, Benet se abona a la vieja disputa entre magia
y religión, sin optar por ninguna de ellas, pero desplegando las posibilidades de
conocimiento y revelación, sin reducirlas a la primera instancia de ese conflicto suscitado
entre razón y evidencia, y, más allá, situándolo en un ámbito de sentido donde conviven sin
excluirse lo sagrado y lo profano. El asunto no fue menor dentro de sus reflexiones, por el
contrario dedica varias páginas en El ángel del Señor abandona a Tobías a ponderar las
diferencias entre fe y magia, con el pretexto de las tesis mantenidas por Frazer en La rama
dorada. Dice Benet optando por el sol y la hoguera como símbolos de una y otra que “la
diferencia entre el sol y la hoguera no es cuantitativa ni genésica; no es otra sino que la
segunda es obra del hombre y la mejor prueba de ello está en la práctica anual del fuego
nuevo, tras su extinción total en el oficio de tinieblas” (1976: 108). Pero que compartan el
mismo espacio ficcional no implica que uno de los términos se acabe descalificando por sí
mismo o termine arrumbado y relegado por el otro, sin necesidad de que el narrador
intervenga en esa decisión, pues la magia subraya la importancia de la técnica mediante
resultados previsibles y constantes cuyo objeto es actuar sobre la realidad para modificarla.
Para la magia, lo sustantivo es la eficacia, mientras que la religión se interesa en la verdad a
24 Antonio Martínez Sarrión sitúa la compenetración entre Numa y la geografía de Región: “a tal
centralidad y a tan fabuloso bosque, no extrañó que correspondiese un habitante de excepción, el único, por
cierto, que parece poblarlo, vigilarlo y recorrerlo. Y ello desde un tiempo que, como casi todo lo a él referido,
parece oculto en las brumas de la más legendaria y borrosa de las indeterminaciones” (2004).
38
pesar, incluso, de su ineficacia, pero ese lugar que alberga la verdad es en sí mismo
sagrado. En este sentido, el mito se aproxima a la religión, aunque no deja de confinar con
lo mágico. Vendría a ser un elemento que participa de una y otra, pero que en su
ambigüedad representa la literatura.25 Job entonces representa la verdad, mientras que
Numa se inviste de la autoridad que le otorga la leyenda.26 O dicho de otro modo, a pesar
de la aparente irracionalidad de la decisión de Job, la evidencia de la verdad en un primer
momento no impide que se vuelva posteriormente razonable. Algo que nunca sucede en el
caso de Numa porque, además, es una leyenda que perdura para siempre en el temor de lo
irracional, en la necesidad del hombre de sentirse amenazado sin porqué o sin causa
aparente, en la fatalidad de una decadencia tan inexplicable como impostergable.27 Pero en
este punto se aprecia otra cualidad del pensamiento de Benet que traslada luego a su
25 El mito como herramienta para esclarecer el presente es una apuesta de Benet que le lleva a no
emitir juicios generales aun cuando alumbre alguna duda o indecisión intelectual particular, como dice en uno
de sus ensayos sobre Thomas Mann: “Acaso por eso a partir de una cierta fecha […] dirige su trayectoria por
la vertiente de los problemas eternos del hombre típico y del mito, en los que toda época, cualesquiera que
sean los avatares de la civilización, podrá mirarse para buscar una solución a los suyos propios” (2012: 298).
26 En 1978 Juan Benet publicó el relato “Una leyenda: Numa”, incluido en el volumen Del pozo y del
Numa.
27 Se lee en Volverás a Región: “Su historia –o su leyenda- es múltiple y contradictoria; se asegura
por un lado que se trata de un superviviente carlista que –con más de ciento y pico de años- del odio a las
mujeres y a los borbones saca cada año nuevas fuerzas para defender la inviolabilidad del bosque; por el
contrario, también cunde la creencia de que su existencia se remonta a muchos años y decenios atrás: un
monje hinchado de vanidad que abandona la regla cuando la intransigente reforma moderadora trata de
restringir el consuelo del vino… Se afirma también que no se trata sino de un militar que todos hemos
conocido y que, habiendo amado a una mujer hasta la locura, se fugó despechado y se retiró allá para ocultar
sus voluntarias mutilaciones y cobrar venganza en el cuerpo de sus seguidores” (251). Y, también, en
Herrumbrosas lanzas: “Así pues, sólo de tarde en tarde se oye un rebuzno lejano –sin duda un asno al sol que
no protesta por su abandono, sino que ese día le ha dado por cantar- o un alto maullido, cuando no el gemido
de un gozne, el golpe de abanico de una cola que quiere alejar un enjambre de moscas de un umbral o ese,
mucho más solemne, mugido de un buey en un establo en sombras, ese negro resplandor del devenir
atrincherado en la economía sedentaria; y, con más frecuencia –y casi siempre en los arranques del verano o
en las más glaucas madrugadas del otoño-, los disparos del Numa, para avisar de su presencia y anunciar a
quien sepa escuchar que no ceja en su empeño de guardar Mantua libre de todo intruso” (84).
39
escritura: la ironía como recurso necesario. Northrop Frye explica en qué consiste esa
ironía:
La Biblia no es muy amiga de los temas trágicos: a excepción de la Pasión,
el punto de vista con respecto a las víctimas es sólo irónico. Job es un caso especial;
sin embargo, ni siquiera Job es una figura trágica en el sentido griego. La Biblia no
acepta la concepción griega del héroe, la de una figura dotada de tamaño, fuerza,
descendencia y protección sobrenaturales, que tan a menudo parece disponer de un
destino divino casi al alcance de su mano. (209-210)
Y Job no es un héroe griego, sino un personaje bíblico ejemplar, un “justo”, como el
propio Jehová le dice a Satanás después de que aquél hubiera sufrido las pruebas divinas:
“¿Y has reparado en mi siervo Job, que no hay como él en la tierra, varón íntegro y justo,
temeroso de Dios y apartado del mal, y que aun persevera en su perfección, a pesar de que
tú me incitaste contra él para que en vano le afligiese?” (2, 3). Una ironía definitiva apurada
por la decisión porfiada e irreversible de Job tras las lamentaciones de sus tres amigos que
le llevan a escribir a Benet: “Y tanto más si se compara con la obstinación de que ha hecho
gala poco antes frente a las exhortaciones de esos amigos que, al decir de Jehová, “no (han)
hablado por mí recto”. Y bien, no se puede pedir más; al que se haya detenido en los
discursos de Bildad, Eliphaz y Sophar el reproche de Jehová no le puede parecer más
injusto” (48). Eliphaz lamenta que “¿qué justos fueron jamás exterminados?” (2, 8); Bildad,
más vehemente, deplora “¿Puede Dios juzgar injustamente? ¿Puede el Omnipotente
pervertir la justicia?” (8, 3); y, por último, Sophar le reprocha a Job: “¡Ojalá hablara Dios y
Él abriera sus labios contigo para descubrirte los secretos de la sabiduría! Y verías que Dios
te ha condonado buena parte de tus culpas” (11, 5). Los tres amigos,28 en realidad,
28 Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, en su Diccionario de Símbolos, argumentan la importancia del
número tres, sobre todo dentro de la relación entre el hombre y Dios: “Trois est universellement un nombre
fundamental. Il exprime un ordre intellectuel et spirituel, en Dieu, dans le cosmos ou dans l’homme” (972). El
número tres cifra, pues, la correspondencia exacta tanto espiritual como intelectual entre Dios, el cosmos y el
40
representan a todos los hombres, como consigna Job, “Cierto que sois vosotros la
humanidad toda, y con vosotros va a morir todo el saber” (12, 2); pero ni siquiera la
humanidad al completo es capaz de entender la propuesta de Jehová. Una hipérbole detrás
de la que se oculta el verdadero magisterio según Benet: “Pero lo que Jehová pretende decir
es que el método de persuasión ensayado por los tres viejos es inapropiado, ya que el único,
o el mejor, procedimiento para llevar a Job al buen camino es mostrarle una pizca de su
poder, enseñarle los dientes” (49). Juan Benet enfatiza la incapacidad de los tres amigos a
la hora de situar el debate, la imposibilidad de acertar con unas palabras y un tono capaz de
explicar lo que le sucede a su buen amigo y, mucho menos, comprender la amonestación
divina. A Benet le interesó particularmente la intervención de Eliphaz a la que le dedica una
acotación exegética en El ángel del Señor abandona a Tobías, a propósito de las relaciones
entre el temor y la piedad:
Sólo así se pueden comprender con rectitud ciertas exhortaciones que, con
una traducción confusa, tan sólo sirven para creer que el permanente temor del
israelita hacia el poder oculto se expresa y conjura mediante una letanía no
demasiado organizada de palabras que el alma apresta. Como quien acumula armas
y medios defensivos, para defenderse del ataque. “Mas ahora que el mal sobre ti ha
venido, te es duro; y cuando ha llegado hasta ti te turbas. ¿Es éste tu temor, tu
confianza, tu esperanza, y la perfección de tus caminos?” (Job, IV, 5-6) en la
versión de Cipriano de Valera resulta bastante más incomprensible que la versión de
Manuel Revuelta incluida en la Biblia de Jerusalén: “Y ahora que otro tanto te toca,
te deprimes, te alcanza el golpe a ti y todo te turbas. ¿No es tu confianza, tu piedad y
tu esperanza tu conducta intachable?” En el primer caso, el empleo no discriminado
ni sintáctico de las comas lleva a pensar que Elifaz el Temanita reprocha al santo
varón que en los momentos de congoja, cuando su fe se debilita, no sabe administrar
las virtudes de que tantas veces ha hecho gala como buen siervo de Yahvé –su
temor, su confianza, su esperanza, su rectitud de conducta- y que han de ser sus
mejores recursos para salir de su postración. Por el contrario, en la segunda versión
se viene a insinuar ese sentido que a mí me parece más correcto porque supone una
discriminación de esas virtudes que al hacer de diferentes sentimientos tienen
hombre. De ahí el valor absoluto de los tres ancianos como expresión de un todo, en este caso, de la
humanidad.
41
distinto uso: al identificar la confianza con la piedad –o sea, con el temor, si se
acepta la polisemia de Renan- Elifaz no hace sino recordarle que todo su equilibrio
está basado en la previsión y que no puede llamarse a sorpresa o engaño si sufre
aquello que el temor había anticipado; y por lo mismo que semejante previsión
constituirá el fundamento de su confianza […], la rectitud de su comportamiento,
que es lo mismo desde un punto de vista social, será la que le permita abrigar su
esperanza. (1976: 92-93)
Frye remite esa intervención amistosa a un ámbito exegético, que parece no
escapársele al español al señalar la paradoja:
Job es “justo a sus ojos” (32, 1) sólo desde el punto de vista de sus amigos;
él no alega inocencia, sólo dice que es muy grande la desproporción entre lo que le
sucedió y cualquier cosa que haya podido hacer. En otras palabras, la situación no
puede contenerse en el marco de la ley y la sabiduría, y ninguna explicación causal
es lo suficientemente buena. (222)
Es decir, no hay razón en la respuesta que los hombres ofrecen a Jehová, puesto que
no están al tanto del desafío entre Dios y Satanás que justifica la acción divina sobre la vida
de Job. El desconocimiento de la causa condiciona unos reproches a todas luces
insuficientes. Frye añade algo más que opera a la hora de entender una premisa poética en
la escritura de Juan Benet:
Behemont y Leviatán son metafóricamente idénticos a Satanás; lo que
cambia es la perspectiva de Job. Hemos visto que el relato bíblico de la creación es
ambiguo en el sentido de que al principio la oscuridad y el caos se hallan fuera del
orden creado y luego se incorporan a él en forma dialéctica, con la separación entre
la tierra y el mar y la división entre la luz y la oscuridad. De manera que Leviatán y
Satanás pueden ser considerados tanto enemigos de Dios fuera de su creación como
criaturas de Dios dentro de ella. En el Libro de Job, y sólo allí en forma coherente,
se adopta esta última perspectiva: Satanás, el enemigo, es un huésped tolerado en la
corte de Dios, y Leviatán es una criatura de la que Dios parece estar muy orgulloso
(223).
Una correlación, simple y menguada, entre Satanás como representación de la
penumbra y Dios como luminaria. Este comentario muestra otra circunstancia del estilo y
del pensamiento literario de Benet a partir de los opuestos, luz-tiniebla, que reside en que la
escritura literaria sólo debe dar cuenta de aquello que tiene a su alcance, sin ceder a la
42
tentación de alumbrar aquello que no puede y que mejor resguarda la oscuridad; de hecho,
la tarea del escritor es llevar la obra al límite con la oscuridad: “lo suyo ya no será
investigar y desentrañar, sino arrastrar la imaginación hacia esa zona de sombra donde otro
pensamiento, si así lo desea, puede iniciar la función del conocer” (1976: 50). Pero el hecho
de respetar esa coexistencia, necesariamente implica que la pura luminosidad, sin el
contraste de lo crepuscular, no tendría sentido alguno, no se percibiría, dejaría al hombre en
un estado semejante al de la completa oscuridad. No es tanto que la literatura pueda
explicar, aunque sea alegóricamente, lo que se propone, sino que, en caso de que así
sucediese, ese fulgor resultaría irrelevante en la obra misma cegada por su propio
resplandor. Pero el hecho de reconocer esa luz implica por lo menos un asentimiento, la
evidencia de la palabra divina que, a diferencia de la mágica, sin revelar, sosiega; sin
mostrar, aquieta; sin enseñar, serena. Ahora bien, a la oscuridad de la obra misma, le sigue
también la del lector, que es de otro tipo, como también apostilla Benet: “El lenguaje del
poeta es esencial y normalmente oscuro, dice Herbert Read (The Nature of Literature), pero
esa oscuridad no es tanto una nota negativa del poeta sino del lector, quien en su lenguaje,
es claro y lógico a costa de ser inexacto y superficial” (158). Años después de publicada La
inspiración y el estilo, ahondaba Benet en consideraciones y precisiones sobre la penumbra:
La oscuridad se puede entender de varias maneras: una, como las zonas de
sombras entre las zonas de luz; un artificio no sólo lícito, sino agradable que, como
en cualquier otra obra del espíritu humano, produce el contraste. En cuanto a que la
obra que yo he escrito sea oscura, creo, por otro lado, que no lo es; que si lo es algo
es por la propia ignorancia que llevo dentro, que debe ser mucha; y que cuando se
intenta hacer algo, aunque no sea muy importante, con una cosa tan misteriosa y en
principio tan oscura como el lenguaje en numerosos casos no puede resultar sino un
producto que tiene mucho de oscuro y de investigable. (2012: 492)
Con todo, la verdadera fuerza no reside en el bien o en el mal, en la luz o en la
oscuridad, en la verdad o en la leyenda; el énfasis subraya el poder de la palabra misma,
43
único recurso capaz de restablecer, en el caso de Job, el orden desvanecido. Orden es lo
que, según Benet, otorga el lenguaje, de manera que incluso la ficción obedece a ese
principio. “Clepsidra” acaso sea el ensayo donde Benet expone de manera más precisa su
concepción de las relaciones ordenadoras entre el lenguaje y el tiempo: “De todo ello se
infiere que el Caos no sería más que una montonera de instantes verbales sin orden ni
concierto; que el tiempo comenzó con la organización del lenguaje y que por consiguiente
no andaba demasiado desencaminado aquel enloquecido apóstol Juan cuando vino a
afirmar que en el principio fue el verbo” (1976: 107). La restitución del concierto
desbaratado viene precedido por parte del santo paciente de su vehemente alegato a los
reproches de los ancianos hasta encerrarlos en el silencio: “Dejaron aquellos tres hombres
de replicar a Job, viendo que él se obstinaba en declararse inocente a sus ojos” (32, 1). Dice
Benet que Job pone “en entredicho la justicia de los cielos de Jehová”. Pero las
pesadumbres de Job parece que poco le importan a Dios, como también dice Benet:
“Jehová en contraste, no se preocupa de mencionar sus designios ni la índole de su justicia
porque le basta con emplear el lenguaje del poder que el israelita comprende a la
perfección” (1973: 49). Esa revelación, esa evidencia, aparece únicamente después de que
Job ceda en su obstinación, origen de su impaciencia y de su desesperanza, por conocer lo
cargos levantados contra él por su acusador. Para Frye, “el cargo de que se acusa a Job es
simplemente que vive en un mundo dominado en gran parte por Satanás” (223). La palabra
de Jehová es la de la verdad; la de Satanás, la de la impostura. Por tanto, sólo la palabra
divina puede restablecer lo perturbado, pero sólo la demoníaca puede sostener ese
desorden. Por eso, como dice Juan Benet, “entonces Job ve claro: la visión del lomo del
rinoceronte le basta para desterrar su incertidumbre y ver reestablecido el imperio teologal,
el orden de la justicia y la bienaventuranza; para él la palabra teocracia es una anfibología:
44
el poder es sinónimo de lo divino, de lo justo y de lo bienaventurado” (1973: 49). Pero en el
caso de Job, la expresión de ese poder proviene de la palabra divina, y su responsabilidad es
la aceptación de su evidencia. El madrileño, en el primer capítulo del libro El ángel del
señor abandona a Tobías, consigna la turbación que produce la revelación en el sujeto que
la recibe y que ayuda a comprender el desconcierto de Job:
El orden de la fe o el poder oculto de la revelación –cuando se manifiesta en
comprobaciones objetivas- introduce el desorden del alma que en lo más profundo
de su seno espera pero no prevé. No hay turbación como la producida por la
ratificación externa de las creencias más íntimas, como la confirmación de la propia
virtud; se diría que la circunstancia que ha acompañado al individuo creando en
todo momento el clima favorable para la preservación de su crisálida le obliga ahora
a romperla, dando lugar a ese segundo nacimiento fundido y vertido hacia ella, tan
distinto del primero; el individuo se siente comprendido, desenmascarado y extraído
de sí por la fuerza de atracción de la circunstancia, mucho más poderosa que la
tendencia centrípeta que le obligara a recluirse en su silencio para elaborar aquellas
convicciones que saltando por encima de un medio hostil o indiferente le religaran
con el más allá para buscar en él su concordia y que le es procurada por
desconocidas ramificaciones de su propio hermetismo. (1976: 21)29
Es, pues, el asentimiento de esa responsabilidad individual una de las lecciones del
Libro de Job, quizás la primera para Benet, como también para Northrop Frye: “la “vida”
significa para la humanidad una conciencia ni orgullosa ni humillada, sino simplemente
responsable, que acepta la responsabilidad existente” (223). Justamente, asumir esa
responsabilidad es la que le provoca en Job, según Benet, “una crisis de confianza. En
rigor, su pecado y su desviación no fueron obra del resentimiento, como se maliciaban sus
amigos, sino que a partir de un momento de debilidad perdió la confianza en Dios y hasta
29 El término religar remite directamente a María Zambrano. Pero hay algo más, la discípula de
Ortega y Gasset tiene un capítulo dentro de El hombre y lo divino, titulado precisamente “El Libro de Job y el
pájaro” que incluye unas consideraciones que recuerdan mucho a las de Benet: “La estructura de este Libro de
Job se nos aparece simple y diáfana, apta para contener una doble revelación: la del Dios omnipotente y
hacedor, Señor del hombre, y la revelación del hombre. Mas queda la tercera en que se conjugan las dos: la
revelación del Señor de la palabra presentándose tan cabalmente como autor, que a los oídos de los hombres a
quienes una semejante directa revelación le es impensable que les llegue, les suene en los confines de una
justificación” (1955: 387-388).
45
llegó a tener piedad de él al presumir un límite a su poder: aquel que le imponen ciertos
hombres con su impiedad” (1973: 49). En el texto bíblico no parece importar cómo llegó
Job a esa situación, lo relevante es su actuar dentro de la situación misma que carece de
sentido sin la visión final de Behemot y Leviatán; por eso concluye Frye: “El hecho de que
Dios pueda señalar estos monstruos a Job significa que Job está fuera de ellos, ya no más
bajo su poder” (225). Es decir, el israelita accede a la luz que es desde únicamente puede
apreciarse la oscuridad. Dios obra sabiendo lo que Job ignora y por eso, como también dice
Benet, “Jehová, buen conocedor de sus sentimientos, sólo se preocupa de reestablecer esa
confianza y esa fe mediante una exhibición de fuerzas: ese rinoceronte y esa ballena que:
“menosprecia toda cosa alta: / Es rey sobre todos los soberbios”” (1973: 49).
Esta interpretación benetiana del pasaje bíblico se justifica precisamente por su
vínculo con la creación literaria y, en particular, con la inspiración como elemento
necesario para el hacedor de arte. No parece discordante el gusto de Benet por la parábola
literaria; no es ya únicamente una moralidad o una lección justificada, sino la aceptación de
la evidencia como motor necesario para la escritura. Una idea subrayada por Valente en
relación con el libro de Benet, Trece fábulas y media (1981):
Tiempo antiguo, moralidad, secreto, corrección y correctivo hay en el breve
ejemplario de Juan Benet, Trece fábulas y media que suscita estas líneas. Tiempo
antiguo implícito en la sustancia de las breves historias: fábula de maestro y
discípulo, fábula del caballero y la muerte, fábula del mercader y el destino. O
tiempo antiguo explícitamente enunciado: un filósofo de la Antigüedad, un famoso
general de la Antigüedad, un emperador de la Antigüedad. El tiempo es, pues, el
propio de las fábulas o narraciones que “departen por exemplos de homes e de aves
et de animalias”. El breve exemplario de Benet departe sólo “por exemplos de
homes”, como si en atención a las cautelas emitidas por el devoto obispo de Jaén,
san Pedro Pascual, contra el Calila e Dimna, hubiese abandonado el narrador las
fábulas “de vestigios e de aves que dizen que fablaron en otro tiempo”. (1302)
46
Más allá de otras consideraciones, concluye Benet que el Libro de Job respeta la
inspiración que lo alienta mediante un estilo ajustado a esa misma inspiración, por lo que
“el escritor judío no tiene por tanto ni que investigar ni que novelar; es el puro narrador, y
su función única no es otra que la de cantar la gloria y el poder de Dios para, llevando al
máximo su capacidad de persuasión, mostrarlo a los ciegos y a los impíos con las mismas
palabras y la misma retórica que Jehová utilizó para comunicarse con él” (1973: 50). La
fidelidad a la voluntad o a la inspiración divina condiciona a la vez la lealtad a un estilo
ceñido a la evidencia.30 No es que el estilo bíblico se acomode a una determinada manera
de relatar bajo el supuesto de que lo importante es transcribir el dictado divino; sino la
adhesión de ese estilo a la inspiración que lo ilumina, pues “la fuente que informa el
Antiguo Testamento no puede ser sino un dictado único que el cronista se debe limitar a
transcribir, toda vez que le suministra no sólo qué tiene que decir, sino también el cómo
tiene que decirlo, esto es, el estilo particular que corresponde a la obra de Dios “ (1973: 50).
Quizás me he apresurado al preceder la inspiración al estilo, la revelación a la forma, la
evidencia a su aceptación. Lo que en realidad dice Benet y asienta como proposición es lo
siguiente:
El estilo proporciona el estado de gracia; a mi modo de ver, y a falta de otro
término más específico, es preciso buscar en el estilo esa región del espíritu que,
tras haber desahuciado a los dioses que la habilitaban, se ve en la necesidad de
subrogar sus funciones para proporcionar al escritor una vía evidente de
conocimiento, independiente y casi trascendente a ciertas funciones del intelecto,
que le faculte para una descripción cabal del mundo y que, en definitiva, sea capaz
de suministrar cualquier género de respuesta a las preguntas que en otra ocasión el
escritor elevaba a la divinidad. (1973: 38)
30 En otro lugar escribe Benet acerca de la inspiración: “Se me ha preguntado también sobre la
inspiración, concretamente sobre si me dicta el más allá… Pues el “más allá” dicta ciertamente, y dicta bien
cuando viene, que es poco; es un dictado infalible y seguro, lo que pasa es que es muy breve” (2012: 344).
47
Esta convicción informa y dota de sentido el quehacer del escritor, a la que vuelve
constantemente, así en el prólogo a su recopilación de ensayos de 1987, Otoño en Madrid
hacia 1950, en que declara que “de la misma manera que el perfeccionamiento de su arte es
consecuencia directa de su voluntad y de su dedicación al oficio, su poder de invención está
en cierto modo fuera de su alcance por cuanto con mucha frecuencia es el resultado de un
golpe de fortuna en la forma de un hallazgo o de un encuentro” (2003: 13).31 Ese encuentro
fortuito, esa coincidencia irrepetible, esa azarosa revelación, es la evidencia misma del
dictado de la inspiración, al que el escritor rinde cumplimiento; dicho de otra manera, así
como la aceptación de la evidencia implica una servidumbre, la lealtad se resuelve en una
irrenunciable mansedumbre para el escritor: la mansedumbre de Job. Esta misma directriz
que impulsa la invención novelística, no es ajena tampoco a la tarea ensayística ni tampoco
memorialista, que por el hecho de ser escritura comparten un ámbito semejante de
oscuridad y penumbra si bien de naturaleza distinta pero siempre presente:
Quién sabe si la mayor sabiduría consiste en invertir los términos del
sacrificio y restituir la invención a su posición original. Una crece a costa de la otra
hasta llegar a ese momento de consunción en que, como una casa en decadencia,
sólo puede subsistir mediante la enajenación de los objetos que un día le dieron toda
su prestancia. Un momento que unas memorias no acostumbran a recoger. Una
toma forma y se hace pública y poco menos que determina la vida de su creador; la
otra tan sólo la sustenta, desde las sombras. Una penumbra con frecuencia más
confortable y sugerente que la claridad que emana de una obra que lo ha
aprovechado todo. (2003: 14)
31 Es en una entrevista celebrada en 1971 con Federico Campbell cuando Benet precisa la relación
entre la inspiración y el estilo y muestra su taller como escritor: “la inspiración viene sólo a condición de que
haya estilo. Inspiración y estilo vienen a ser dos cosas prácticamente compenetrables e identificables. La
inspiración dicta. Ese dictado se siente como algo ineluctable. Algo revelado. Tal como viene hay que ponerlo
en el papel. Para que esa inspiración sea verdaderamente válida, hay que reconocer que dicta en un estilo
determinado que además predetermina el estilo venidero; […]. Pero la inspiración dicta poco, y hay que
completar ese dictado escaso con un relleno que ya no es tan inspirado, hay que darle redondez y componer.
Esa labor de composición a partir de un breve dictado de la inspiración es ya el trabajo propio de un escritor,
que tiene que alcanzar la cota por sí mismo, con su propio trabajo y esfuerzo, la cota que le ha sido dada casi
sin trabajo” (1997: 69).
48
Palabras finalmente que establecen esas relaciones paradójicas pero necesarias entre
lo luminoso y lo oscuro, en donde la penumbra sustenta la porción de evidencia que
descabalga al escritor, en la que no es lo de menos la imposibilidad de acabar cualquier
obra, de cerrarla y terminarla de una vez.
La mansedumbre del escritor es hacia la literatura, no hacia otras circunstancias que
rodean tanto al autor como a la literatura misma. Cabría situar la convicción de Benet en
relación con la libertad personal del artista con un antecedente cifrado en la literatura como
conocimiento o comunicación. La polémica ya ha sido suficientemente historiada, como
por ejemplo hace Carmen Riera en su estudio sobre La escuela de Barcelona. Pero
conviene indicar que el momento decisivo del debate surge a consecuencia de la
publicación de Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética (1952), en torno a la que se
alinearon a favor y en contra, autores y grupos, y que supuso en todo caso un primer
acercamiento involuntario entre escritores barceloneses y madrileños. Bousoño aportaba
una distinción “entre el juicio de asentimiento y el juicio crítico” que si bien en su
formulación podría recordar la “evidencia” de Benet, en su ponderación exhibe una
distancia infranqueable puesto que lo que para Bousoño es una operación de la razón, para
aquél es la confirmación de la irracionalidad de la revelación. Sostiene Bousoño,
“Asentir” o “aceptar” un pasaje poético no es, así, en nuestras terminologías,
“estimarlo bueno” en el sentido que esa frase tiene cuando alguien dice que es
“bueno” el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. Este último juicio ya no es
implícito, sino plenamente consciente, y se emite con posterioridad al goce estético
y como consecuencia suya, mientras aquél, por el contrario, resulta anterior a todo
posible placer de esa clase, al tratarse, justamente, de uno de los tácitos supuestos en
que tal placer se fundamenta. Primero, “asentimos”; después, en vista de que hemos
“asentido”, nos emocionamos estéticamente, y precisamente porque lo hemos
hecho, podemos declarar “bueno” el poema; es decir, podemos otorgar nuestro
juicio crítico, que, como digo, es cosa muy otra y posterior al juicio de
“asentimiento” (II, 35)
49
Por su parte, Benet no elude el matiz de significados a la hora de considerar la
diferencia entre estímulo e inspiración; el primero más cerca de lo que Bousoño denomina
“asentir” o “aceptar”:
Para el escritor afanado en su trabajo la distinción entre estímulo e
inspiración se debe trazar, pues, por la vía práctica, con ayuda de aquellos dictados
que se traducen bien en problemas, bien en soluciones. Nunca será por consiguiente
una frontera claramente definida, porque cada dictado ha de participar de ambas
categorías en la medida en que su trabajo fluctúa entre esos dos polos antagonistas.
Por eso digo, salvada la distinción, que la inspiración acostumbra a suministrar
soluciones. Que sean, o dejen de ser, correctas es otra cuestión. (53)
En otro lugar, precisa más:
Hoy en día, escribir según se habla no es más que una manera de escribir.
Está demasiado de moda decir que el lenguaje es comunicación. El lenguaje como
comunicación es una parte del lenguaje. Yo, probablemente tengo un lenguaje que
no coincide plenamente con el tuyo, para adecuarlo a nuestra comunicación tengo
que restringir mi lenguaje y tú tienes que restringir el tuyo, para hacer de ellos la
parte común que nos ponga en relación. Pero a la hora de escribir, la comunicación
no es, ni mucho menos, o por lo menos la comunicación transeúnte entre tú y yo, en
cierto modo, a la hora de escribir es más importante la comunicación ineúnte, la que
va de mí a mí. Yo no obligo a ningún señor a que entre, pero yo sí me obligo a mí
mismo a introducirme con el lenguaje que es la única herramienta que se puede
introducir ahí… en mi alma. (2012: 502)
Nada tiene que ver la servidumbre a ese dictum consignado por Benet con esa
explicación psicologicista propuesta por Bousoño que, además de situarse aparentemente
del lado del lector y no del autor, presupone un proceso racional incluso en primera
instancia que en ningún caso está presente en la reflexión de Benet.32 De esta manera, la
32 Hay en la idea de inspiración en Juan Benet de cierto aliento aristotélico que se relaciona con el
Problema XXX, dedicado al hombre de genio y la melancolía, en que el filósofo atribuye al temperamento
melancólico la capacidad para atender a la inspiración: “así como de todos aquellos que están inspirados,
cuando no lo están por enfermedad sino por la mezcla que hay en su naturaleza” (2007: 93). En la esta edición
de la obra del griego, Jackie Pigeud anota lo siguiente procedente del estudio de Dodds, Los griegos y lo
irracional: “Entheos ‘significa siempre que el cuerpo tiene un dios dentro, así como empsychos significa que
tiene una psyché dentro de él’” (117). Raymond Kliblansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl explican el cambio
de sentido del término melancólico en la Edad Media que perduró en la modernidad: “El término
‘melancólico’, cada vez más empleado en los escritos populares tardomedievales, fue adoptado de muy buena
gana por los literatos, sobre todo en Francia, para dar color a tendencias y condiciones mentales. Al hacerlo
fueron alterando y transfiriendo poco a poco el significado originalmente patológico de la idea, de tal suerte
50
poética de Benet no oculta su deuda con los autores del Romanticismo inglés. Abrams en el
parágrafo “Sobrenaturalismo natural” levanta el mapa intelectual de las relaciones entre la
literatura romántica y los textos bíblicos que tanto se ajustan a la explicación de la
presencia de Job en La inspiración y el estilo, pero también al sentido de la lectura de Benet
del pasaje bíblico:
El fenómeno es conspicuo, y no ha escapado a la atención de críticos e
historiadores. Si a pesar de ello seguimos sin darnos cuenta de hasta qué punto los
conceptos y patrones de la filosofía y la literatura románticas son una teología
desplazada y reconstituida, o también una forma secularizada de la expresión
devota, se debe a que seguimos viviendo en lo que sigue siendo esencialmente una
cultura bíblica, aunque con manifestaciones derivadas más que directas, y tomamos
fácilmente nuestras maneras hereditarias de organizar la experiencia por las
condiciones de la realidad y las formas universales del pensamiento. (1992: 53).
Juan Benet recurre, claro, a un motivo universalmente conocido, pero no porque lo
impulse una intención sacralizadora de la palabra literaria, sino justamente porque lo sitúa
en una tradición de pensamiento y sensibilidad de estirpe romántica particularmente
anglosajona, con la que, además, guarda afinidades precisas.33 La rehabilitación de dicha
tradición lo distingue entre sus contemporáneos y le abre las puertas de par en par a la hora
que vino a ser descriptiva de “un estado de ánimo” más o menos temporal. Paralelamente, pues, a su estricta
acepción científica y médica, la palabra adquirió otro sentido que podríamos calificar de específicamente
‘poético’” (1991: 217-218). Unas palabras contenidas en La inspiración y el estilo dan cuenta de la
proximidad entre el concepto benetiano de inspiración y el estado melancólico: “La imagen más cabal que
conservamos del escritor inspirado es la de ese hombre boquiabierto que, con la péndola en el aire, recibe el
soplo divino a través de la ventana” (1973: 36). La imagen de Benet evoca inmediatamente la iconología
clásica relativa a la melancolía de Durero, Rabano Mauro, Cesare Ripa, Richard Burton, etcétera. Walter
Benjamin en un fragmento de El libro de los pasajes apunta algo sobre el tedio que se vincula con la
melancolía y que no deja de recordar, aunque sea de lejos, la idea melancólica de Benet: “Émile Tardieu
publicó en 1903 en París un libro titulado El tedio, en el que demostraba que toda actividad humana es una
tentativa inútil de evitar el tedio, pero al mismo tiempo lo que fue, es y será, no hace más que alimentar
inagotablemente ese mismo sentimiento” (128).
33 Se lee en La inspiración y el estilo que “el escritor empieza a depurarse a partir del momento en
que […] deja entrar una gran dosis de incertidumbre en sus opiniones y sus doctrinas, tanto como en sus
métodos de trabajo y en sus criterios estéticos se vuelve más riguroso y exigente. Cuando al dogmatismo de la
juventud sucede la vacilación, y al entusiasmo la pesadumbre, y a la fe el escepticismo, se puede afirmar que
entonces el escritor se encuentra en la mejor posición para emprender y juzgar su obra con arreglo a un gusto
dictado por el conocimiento y las leyes de una literatura que disfruta y paladea” (31).
51
de impartir un magisterio incuestionable entre los escritores españoles posteriores. Pero no
es sólo eso, es también la distancia que desde el principio guardó, a pesar de sus firmes
posiciones ideológicas, con cualquier compromiso literario, es decir, con la utilización de la
literatura para un fin distinto al propio. Esa fidelidad es la que preserva en primera instancia
la aceptación de la evidencia, ese hallazgo casual, que sin ser la obra propiamente precede
su concepción, a la que luego acompaña el estilo cuya servidumbre reside en encauzar la
inspiración:
El Antiguo Testamento tiene, hablando grosso modo, una sola intención, un
solo estilo y una única fuente de intención, un solo estilo y una única fuente de
inspiración, de la cual bebe todo un ejército de cronistas. Pero es también el ejemplo
más notorio –y es para mí lo más importante- de cómo la inspiración acostumbra a
expresar su dictado en un estilo concreto, y por esa razón ha funcionado –para todas
las lenguas europea que emprendieron, al final de la Edad Media, su traducción
como una empresa literaria de la mayor importancia- como un estimulante mucho
más activo que cualquiera de los otros libros de la Antigüedad para la formación del
gran estilo nacional. (1973: 52)
La inspiración exige un estilo y no al revés, aun cuando la inspiración propiamente
irrumpe mediante un estilo. Una porción del afán del escritor es esa indagación para
encontrar un estilo ajustado a esa inspiración entendida como “aquel gesto de la voluntad
más distante de la conciencia” (1973: 53); de manera que la inspiración se origina “cuando
entre los polos del escritor existe un cierto estado de tensión creado por la voluntad, con
una cierta independencia respecto del conocimiento” (1973: 53). En otras palabras, la
evidencia no surge necesariamente de una operación racional aunque en ocasiones caiga en
una de estas zonas. A pesar de que razón y voluntad parecen haberse asociado
indivisiblemente, Benet preserva una relativa autonomía entre las dos facultades que se
corresponden con la distinción entre el proyecto y la elaboración literaria, siendo en la
ejecución en donde se hace visible la inspiración: “En oposición al proyecto –que sólo
52
admite una expresión en un lenguaje resumido y sintético- la inspiración es aprehendida
siempre en el lenguaje formal y –haciendo abstracción por ahora de lo que sea el estilo- no
tiene dentro del contexto sino un alcance limitado” (1973: 54). La evidencia opera como el
motor de la creación literaria, el hallazgo al que remite la obra misma, pero sin definirla, ni
mucho menos agotarla en su abertura originaria; al contrario, se hace necesaria una forma
exterior para hacerla visible, pero “una forma externa dada y estable” (55).34 El
reconocimiento de esa forma es así mismo un quehacer del escritor, porque la inspiración
no basta para dotarla del estilo requerido, ni siquiera para suministrar los elementos
necesarios para conseguir esa forma oportuna:
la inspiración actúa con doble efecto: el primero en cuanto tal, con un discurso
irreprochable, pero incompleto; el segundo […] como un estímulo que nace del
planteamiento de un problema no resuelto, de la configuración de las zonas que han
quedado en blanco, de la prolongación temática de la incógnita, de la respuesta a
una interrogante que se ha planteado en el terreno elegido por las musas, pero que
debe quedar zanjada en el que le es propio del escritor. (1973: 55-56)
Pero “zanjar” no es necesariamente resolver, sino admitir incluso que el problema
planteado es irresoluble o que, en cualquier caso, su solución es exhibir la imposibilidad de
hallar una solución. El estilo resuelve lo que puede, porque su propósito no es encontrar
una solución satisfactoria sino darle justamente una salida acomodada con esa inspiración.
Un autor clásico para Juan Benet es quien es capaz de cohesionar la servidumbre que se
deriva de ambos para ofrecer otra cosa que no desdeña la tradición pero que la actualiza. Si
un escritor se considera puramente un artesano y relega su destreza a unos modelos
preestablecidos, actúa como siervo de una tradición cuyo valor reside en esa misma
34 Este pensamiento de Benet está en deuda con las reflexiones de Martin Heideger contenidas en
Arte y poesía, tanto en lo referente a la inspiración, como al estilo. En particular, merece la pena citar el
comienzo de “El origen de la obra de arte”: “Origen significa aquí aquello de donde una cosa procede y por
cuyo medio es lo que es y como es. […] El artista es el origen de la obra. La obra es el origen del artista.
Ninguno es sin el otro” (37).
53
tradición y no en las relaciones del artista con ella, entonces difícilmente aparece el
individuo. Más bien, es la conjunción entre el artista y el artesano, entre Orfeo y Hesfestos,
la que representa cabalmente al escritor; la que constituye a quien obedece a la inspiración
y es dueño de un estilo; la que rehabilita incesantemente la gran literatura o, lo que Benet
llama, el grand style o grande estilo:
El hombre que no duda en forjarlo de nuevo para adaptarlo a sus necesidades
y encajarlo en sus cánones; el hombre que no vacila ante la vitrificación de un
material tan delicado; ante la pérdida de las virtudes originales, ante el
endurecimiento de la fluencia con que nació, ante el quebrantamiento de unas piezas
que no se ajustan a un molde previo, ese hombre acostumbra a ser un clásico. (1973:
61)
Pero Benet no se conforma únicamente con la mostración de estas dos categorías,
también se interesa en distanciarlas de la vieja dicotomía entre forma y contenido, una
distinción que “pierde todo sentido en la auténtica obra de arte y sólo será cierta mientras el
carácter dialéctico que la informa –moralmente necesaria y estéticamente independiente- no
sea superada por el escritor […] con una síntesis artística” (1973: 33). Conviene demorarse
un poco en la vieja dicotomía entre forma y fondo procedente de las clasificaciones de la
retórica clásica basada en la contraposición Res et Verba: a la primera se debía la Inventio
(indagación, búsqueda, averiguación) de aquello que podría decirse de un asunto
(quaestio); mientras que a la segunda, la Elocutio o la verbalización de aquellos materiales
mostrativos; en otras palabras, el estilo. En palabras de Roland Barthes:
la relación entre Fondo y Forma era una relación fenomenológica: la Forma se
consideraba como la apariencia o la vestidura del Fondo, que era la verdad, o el
cuerpo. ; las metáforas ligadas a la Forma (al estilo) eran, así, de orden decorativo:
figuras, colores, matices; o incluso esa relación entre Forma y Fondo se vivía como
una relación expresiva o alética: para el literato (o comentarista) se trataba de
establecer una relación ajustada entre el fondo (la verdad) y la forma (la apariencia),
entre el mensaje (como contenido) y su medium (el estilo), y de entre esos dos
términos concéntricos (ya que el uno estaba dentro del otro) hubiera una recíproca
54
garantía. Esta garantía se ha convertido en objeto de un problema histórico: ¿puede
la Forma vestir al Fondo, o debe someterse a él (hasta el punto de dejar de ser
entonces una Forma codificada)? (1987: 150)
A esta distinción, el crítico francés añade otra: norma versus desviación, una
dicotomía que “implica una visión moral en el fondo”, puesto que, siguiendo a Lévi-
Strauss, “la literatura es el espacio de la anomalía (verbal), tal como la sociedad la fija, la
reconoce y la asume al honrar a sus escritores, del mismo modo que el grupo etnográfico
fija lo extranatural sobre el brujo […], para poder recuperarlo en un proceso de
comunicación compartida” (151).35
El estilo de un escritor maduro, según Juan Benet, es aquel que “se perfila como un
espacio que incluye al de la razón, con un número mayor de dimensiones que ella y
dispuesto a particularizarse con el de ella […] cuando voluntariamente renuncia al empleo
de aquellas dimensiones que escapan a su control” (1973: 162). Pero sólo se cumplimenta
tal estilo si previamente el escritor ha indagado en el lenguaje mismo, en los conceptos e
ideas recibidas y aprehendidas, en las relaciones que se establecen entre uno y otras que, a
su vez, desbordan el instrumento original del mismo modo que exceden el conocimiento del
principiante. El estilo ensancha y ahonda hasta independizarse del propio escritor, hasta
transformarse en un ámbito autónomo que éste alienta pero que existe ya sin él, al que el
autor puede volver pero que es ya sin éste. La independencia del estilo respecto del autor
que lo ha propiciado señala la madurez de su escritura:
35 Claude Levi-Strauss, en un capítulo de su clásico Antropología estructural, después de referir los
distintos parámetros temporales de la lengua y el habla, explica cómo el mito participa de ambos paradigmas
temporales: “El valor intrínseco atribuido al mito proviene de que estos acontecimientos, que se suponen
ocurridos en un momento del tiempo, forman también una estructura permanente. Ella se refiera
simultáneamente al pasado, al presente y al futuro. […] Esta doble estructura, a la vez histórica y ahistórica,
explica que el mito pueda pertenecer simultáneamente al dominio del habla (y ser analizado en cuanto tal) y a
la lengua (en la cual se lo formula), ofreciendo al mismo tiempo, en un tercer nivel, el mismo carácter de
objeto absoluto. Este tercer nivel posee también una naturaleza lingüística, pero es, sin embargo, distinto de
los otros dos” (1992: 232).
55
Cuando el estilo del escritor alcanza ese complejo nivel la literatura que sale
de su pluma está, bajo la máscara de la representación, ejerciendo sobre el lector una
fascinación, una forma de encantamiento que –con la ayuda de conceptos, palabras,
sonidos, reminiscencias- forma una unidad de orden superior a la mera
representación escrita de un significado concreto a fin de introducirle en un reino
prohibido a las luces del entendimiento. (1973: 163)
El estilo propiamente es una fascinación, un hechizo logrado por el escritor sin
saber e, incluso, sin querer, pero cuya repercusión en el lector es inobjetable. Para Benet la
renuncia de la literatura española al estilo noble, grand style, se produjo tempranamente, en
el siglo XVII. Una distancia temporal que sin prejuzgar incita a la sospecha. Diferentes
pudieron ser las causas que incidieron en el deterioro de una literatura que se aferró al
“costumbrismo” como objeto privilegiado. Pero, según Benet, lo verdaderamente
inadmisible es que la responsabilidad de esa degradación recaiga en el clásico que, en
realidad, no tenía nada de noble:
Pero si ese perverso y avispado alejamiento de las maneras nobles y de los
asuntos de la nación se debe, más que a otra cosa, a un precoz recelo apoyado en un
presentimiento de la falsedad pompier, entonces –y a pesar de su agudeza- todas las
acusaciones se vuelven contra él: porque era él, el clásico y no el estilo, quien no
tenía nada noble que decir, quien carecía ya de gracia, cultura y acento para alcanzar
cierta altura y seriedad; quien, con socarronería y burla, atacó a la cultura pero no a
los tabús del estado y pretendió así disimular su falta de dicción poética; quien hizo
de tal modo el mayor desprecio a la lengua de su tierra y, para ocultar sus lagunas y
defender su profesión, no vaciló en rebajar el arte literario y en relegar para siempre
la prosa que heredó a una función menor y a un vasallaje al lenguaje castizo del que
muy pocos españoles se han sabido librar. (1973: 175)
Así pues, fue responsabilidad o, en todo caso, falta de responsabilidad del escritor y,
por tanto, de una sociedad aparentemente indiferente a la literatura la que propició tal
deterioro del que la tradición española no ha podido o no ha sabido recuperarse. Ahora
bien, esa gravedad no refiere únicamente un estilo, por el contrario, es la prodigalidad de
estilos la que demuestra su existencia. Esta mutilación (cuya causa última sitúa Benet en la
censura y, por tanto, en la autocensura; en la necesidad de callar antes que decir por
56
diferentes razones entre las que no son menores las de estado) tampoco pudo resarcirse en
los periodos en que se instauró una sociedad liberal sobre el supuesto de la libertad de
expresión; una barrera, levantada entre el silencio y la liberalidad de la palabra, de la que el
escritor español fue incapaz de emanciparse, quizás sometido a la amenaza antes que a la
realidad de tal censura; condicionado por un temor presente pero inconcreto; prisionero de
su posibilidad más que de su certeza: “ni siquiera entonces porque el escritor español ha
heredado y conlleva, desde el siglo XVII, una constitución y una mentalidad que ya no
puede apartar de sí la sombra de aquella barrera” (1973: 178). La tarea a la que se enfrenta
el escritor, el quehacer que asume como propio, el trabajo propuesto, sin duda, excede a un
solo individuo: se trata de recuperar la seriedad de un estilo, respetuoso de la inspiración,
que abone e impulse de nuevo la escritura literaria. De esta manera, la intención de Benet se
transforma en una mansedumbre, no es que exija ese cambio o ese convencimiento de una
vez, sino que más bien reivindica una disposición, una apostura por parte del escritor para
que si llega, no lo rechace: “ninguna barrera puede prevalecer contra el estilo siendo así que
se trata del esfuerzo del escritor por romper un cerco mucho más estrecho, permanente y
riguroso: aquel que le impone el dictado de la realidad. Es un esfuerzo inaudito porque la
realidad que le rodea es infinita en extensión y profundidad. Esa realidad se presenta ante el
escritor bajo un doble cariz: es acoso y es campo de acción” (1973: 179-180). Ese acoso
procede de la ausencia de un instrumento capaz de dominar la realidad, es decir, de un
estilo, pero esa expresión sólo surgirá si admite su realidad no como un código infinito e
indescifrable, sino justamente como su mejor aliado a la hora de encauzarlo. Así, el trabajo
del escritor es semejante al de Job, cuya paciencia frente a las contrariedades forja un
temperamento que al comienzo es incapaz de comprender la causa de tanta desgracia, pero
su porfía en la bondad divina lleva al límite una mansedumbre que se resuelve en la
57
revelación reconfortante. La aceptación por parte del escritor de los límites de su propio
trabajo no sólo concierne a la propia escritura en este caso, sino también al objeto mismo al
que sirve ese lenguaje que no siempre tiene por qué explicar o dilucidar, basta
paradójicamente con preservar esa oscuridad a la que le orilla un conocimiento improbable,
como suscribe Benet mediado el ensayo “Incertidumbre, memoria, fatalidad y temor”:
Y que mucha mayor importancia que el intento de acotar y resolver, cuando es
posible, los numerosos enigmas de la naturaleza, de la sociedad, del hombre o de la
historia –funciones éstas que corresponden de lleno a las ciencias- tiene el deseo de
presentarlos, de preservarlos, de conservarlos en su insondable oscuridad, de
demostrar la insuficiencia gnoseológica y la insolubilidad de aquéllos; e incluso
llevando a su extremo esa en parte doctrinaria posición, de fomentar la invención de
aquella clase de misterio que por su naturaleza se encuentra y se encontrará siempre
más allá del poder del conocimiento. (1976: 48-49)
Ese camino doliente y desencantado, dócil y resignado, es el de la mansedumbre, el
que abre las puertas de la realidad para que sobre ella se arroje el escritor, ahora sí
pertrechado con una herramienta concertada que pueda introducirse en ella con absoluta
naturalidad.
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