la movida literaria 4

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www.lamovidaliteraria.com Cuentos de Claudia Apablaza, Javier Munguía, Carlos Fernández y Ricardo Abdahllah. Entrevista a No.Para.Innita y Ángel Nogueira.

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La Movida Literaria 4 con algunas erratas pero completa. Pdf de la edición 4 de la desaparecida revista colombiana. Los despojos de una revista literaria latinoamericana.

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Page 1: La Movida Literaria 4

www.lamovidaliteraria.com

Cuentos de Claudia Apablaza, Javier Munguía, Carlos Fernández y Ricardo Abdahllah.

Entrevista a No.Para.Innita y Ángel Nogueira.

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La Movida L i t e r a r i a

www.lamovidaliteraria.com www.lamovidaliteraria.blogspot.com

Editor: Juan Pablo Plata Director: Andrés Mauricio Muñoz.

Asistentes editoriales: Sebastián Pineda Buitrago, David Roa Castaño, Carlos Fernández, Alonso Quijano y Felipe

Tongoy. Diseño: Tito Corrales.

[email protected] [email protected]. 310.2041593Impresión: El Mosco.

[email protected] 3393565

Fotos: No.Para.Innita, Uly Zilock, Mauricio Loza, Aran-go Editores y Odio a Botero. Iron_lung, Liones, Marco Van den Hout de Flickr.com Creative Commons. Leo Reynolds

(Portada). Flickr.com.

[email protected] [email protected] [email protected]

Nit. 80.094.444

CONTENIDO

Las opiniones registradas en La Movida Literaria impresa y virtual no corresponden al pensamiento ni a la ideología de

la misma. Estas corresponden a sus autores.

Prohibida la reproducción total o parcial, así como la traducción a cualquier idioma sin autorización escrita del

titular. Todos los textos e imágenes publicadas tienen D.R.A. Reproduction in whole or in part, or traslation without writ-

ten permission is prohibited. All rights reserved.BOGOTÁ-COLOMBIA 2008

AgendaEditorialCosecha LiterariaCaviativá. Por Mauricio Loza. 2 Las pecas de un balón son letras. Por Andrés Mauricio Muñoz. 6 Hormigas en la cena. Por Carlos Fernández. 8 Siempre te creíste la Virginia Woolf . Por Claudia Apablaza. 10The way out . Por Paul Ames. 12Valentina y los Beatles. Por Ricardo Abdahllah. 13 La Luchy. Por Javier Munguía. 18Dossier drogasPrá. Por David Roa. 19 Adrián entra al baño. Por Orlando Echeverri Benedetti. 21 PoesíaTurrón de chocolate. Por Nena Cantillo. 23 De ausencias y usurpaciones. Por Nena Cantillo. 23 Perrault XXX. Por Nena Cantillo. 23 Queja. Por Nena Cantillo. 23 La chispa nuclear. Por Salvador Biedma. 24ColumnasEntrevista a Ángel Nogueira. Por Sebastián Pineda Buitrago. 25 Prologo de Señales de ruta. Por Juan Pablo Plata. 27 Entrevista a No.Para.Innita. 28

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AGENDA

Eventos

Hay Festival de Cartagena 24 - 27 EneroXI Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá 7-23 MarzoFeria del Libro de Bogotá 23 Abril- 5 Mayo Encuentro de Escritores: Otras Literaturas 25 de Abril Primer Congreso Iberoamericano de Libreros 23, 24 y 25Fallo del Premio Iberoamericano de Novela Breve 25 de AbrilEncuentro Internacional de Editores Literarios 26 - 29 Abril

Web recomendados www.rossinabossio.comwww.andante26.comwww.revistaespiral.orgwww.feriadellibro.com www.hermanocerdo.anarchyweb.org

Blogswww.rednel.blogspot.comwww.elojoenlapaja.blogspot.comwww.notasmoleskine.blogspot.comwww.bluelephant.blogspot.comwww.papercuts.blogs.nytimes.comwww.aquinovivenadie.blogspot.comwww.marcoaurelioheroina.blogspot.com www.ou.edu/worldlit

Música www.myspace.com/batracios www.myspace.com/cuerpomeridiano www.cholovalderrama.com www.moby.comwww.odioabotero.org www.myspace.com/odioabotero www.estadodeorland.blogspot.com

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La Movida L i t e r a r i a

Ustedes quieren impresionarnos y nosotros queremos im-presionarlos a ustedes. Nada que hacer. En una sociedad plagada de seres interesantes y pocos interesados, nada interesa. Aún así, seguimos en la Movida. Desde estas páginas seguiremos promo-viendo el surgimiento de una generación literaria. En este número: Ricardo Abdahllah (Colombia), Tito Biedma (Argentina) , Orlan-do Echeverri Benedetti (Colombia) , Carlos Fernández (Colom-bia) , David Roa (Colombia) , Andrés Mauricio Muñoz (Colom-bia) , Nena Cantillo (Colombia) , Claudia Apablaza (Chile) , Javier Munguia (México), Paul Ames (Colombia) ; cuentos, fragmentos de novela y poemas hacen parte de esta edición. Celebramos la reciente publicación de libros de autores de esta cofradía : La Musa Crítica —Teoría y Ciencia Literaria de Alfonso Reyes —, de Se-bastián Pineda Buitrago (Colegio de Nacional. México); Señales de Ruta—Antología de Cuento Colombiano —, selección y prólogo de Juan Pablo Plata (Arango Editores); ¡Caviativá! , de Mauricio Loza (Arango Editores). Incluimos además un dossier de drogas a legalizar y, desde este editorial, lamentamos el deceso del maestro Germán Espinosa, cartagenero con pinta de cachaco muy cercano a esta casa y antiguo miembro del consejo editorial. Los invitamos a seguir visitando nuestro portal en internet www.lamovidaliteraria.com, dejar sus comentarios, enviar sus colaboraciones y a dejarse impresionar con el contenido de estas páginas. ¡Jua!

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EDITORIAL

Editorial

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COSECHA LITERARIA (Narrativa)

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(Primer capítulo de la novela)Por Mauricio Loza*

Mi nombre es Milton Porras,Tengo veintiséis años y llevo este nombre desde hace tres

semanas. Y estoy muerto.Estoy muerto en el sentido en que si Cien Colombianos Dicen

que estoy muerto, entonces, estoy muerto.Solo por si acaso, este no es uno de esos libros en que los

muertos hablan en voice over acerca de nutritivas lecciones de vida. O de cómo se encontraron con sus seres queridos y ami-gos más allá de la luz blanca al final del túnel. Verán, es sencillo, no me he encontrado con la desgracia de padres que tuve en vida o con mi mejor amigo porque aún no me he bañado en el resplandor al final del túnel y la verdad, dudo que haya algo como un más allá. Espero que no haya un más allá. Y no, este no es un libro lindo y conmovedor, un relato para que lo guar-den en su mesita de noche o en un lugar especial cerca de su corazón. No me puse a escribir este morro de hojas para corte-jarlos y enamorarlos, porque ni los conozco ni me importan.

Y si todavía se creen florecitas, salten a la última página de este libro, arruinen la sorpresa, y vayan a que Paulo Coelho o a que Deepak Chopra las rieguen con sus páginas de auto superación.

Okay.La cosa es así: estoy muerto y sé algo que ustedes no saben.

Tengo el cerebro repleto de Ativán1 y de cosas que ustedes no saben. Pero, shhhh, esto es sólo para ustedes.

En términos forenses estoy en el nivel 2 de la Escala Crow—Glassman, lo cual implica quemaduras de segundo y tercer grado en poco menos de un tercio de la superficie cu-tánea total.

Ok, bien, ¿y quién soy yo? Soy un pervertido en un spree anárquico por salvar su alma.

Soy la caja negra de un desastre espiritual. Soy un muerto viviente. Ajá, soy un muerto viviente que oye a medias por un oído. Que tiene un chicle de bienestarina y pólvora en la boca y una mano pintada en sangre en el cuello. Ahora, un consejo: Estén bien atentos a estos detalles. Esto puede hacerles la vida más fácil de aquí en adelante. De paso, puede que hasta les

Caviativá

And now I know how Joan of Arc felt,now I know how Joan of Arc feltas the flames rose to her roman noseAnd her walkman started to meltBigmouth Strikes Again — The Smiths

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mejore sus relaciones de pareja. Recuerden: los detalles, todo está en los detalles.

¿O saben qué?, mejor no le pongan atención ni a estas ni-miedades ni a los personajes secundarios. Al fin y al cabo este libro está escrito en primera persona, es mi limitado punto de vista, y se trata de mi. Mí—mí—mí. Bien, volviendo al tema, tengo que decirlo, este tipo de cosas —lo de ser un muerto viviente, la sordera, el chicle, todo eso—, suceden cuando a tu mejor amigo se lo han llevado los extraterrestres.

En serio. Supongo que estas cosas pasan cuando empiezas a vivir tu tediosa vida en cuenta regresiva. Bien. Después de mí ...3...2...1... Houston we have a problem, traté de relajarme y me tomé este asunto con la Congregación para la Cristian-dad Dinámica como un proyecto de eutanasia amateur para las masas. Como un experimento de dominación espiritual.Repitan esto: Eutanasia—amateur—para—las—masas. Pero qué contemporáneo.

¿Cuánto Ativán puede caber en un solo cerebro?Ejem, bien, podríamos enredar todavía más todo este enre-

do abordándolo con algo trillado como “esta es la historia del tipo que logró suicidarse dos veces” o algo por el estilo, pero nos estaríamos saltando lo realmente importante. Como por ejemplo el dolor. Sí, el dolor es un buen principio. Mucha gente no lo cree, pero uno podría morirse de dolor. Literalmente. En términos clínicos, el dolor es una alarma biológica, es la señal de que algo está realmente mal. El dolor es el signo de nuestra salvación, decía Caviativá. Clínicamente hablando, si un dolor es muy intenso y prolongado el cuerpo entra en un default de emergencia.El cerebro secreta hormonas como la CRF o la ATCH, azúcares como los glucocorticoides, cantidades indus-triales de cuagulantes y adrenalina durante un lapso de tiempo prudencial y, al llegar el momento de agotamiento químico, el cuerpo entra en un shock traumático que baja lentamente la tensión. Ahora escuchen que viene lo importante: Una baja de tensión implica distensión del sistema circulatorio, lo cual obliga al corazón a trabajar a doble ritmo, triple ritmo, cuá-druple ritmo, tratando de bombear sangre por un laberinto de arterias desinfladas. Lo cual se prolonga hasta que el esfuerzo cardíaco dispara una fibrilación ventricular que causa la muer-te.En términos generales. O por lo menos eso me dijo G, mi mejor amigo, que estudió cuatro semestres de medicina antes de enterarse que era sero positivo. Y de irse a Sirio.

Hay que aclarar que después de agotar los recursos quími-cos, ni siquiera se siente dolor, los dedos se te enroscan y sólo hay frío. En estas cuestiones muchos expertos opinan que el

factor psicosomático es muy importante; en momentos de do-lor extremo casi cualquier individuo entra en pánico pues teme por su vida. Y el miedo acelera el proceso de shock. Mucha gente no lo cree, pero entonces uno podría morirse del susto.

La cuestión es que si uno no teme por su vida, puede re-lajarse y disfrutarlo. Hacerse amigo de su dolor. El dolor es como todo, pregúntele a un budista.

Lo importante del dolor es la intensidad. A la larga, es como comer muchas latas de leche condensada.

El dolor es mi amigo y me regocijo en su compañía, decía Caviativá. Al principio mi dolor fue un cosquilleo leve, como anticaspa medicado eferveciendo en mi antebrazo. Por un mo-mento oí una canción de los Smiths en mi cabeza: Now I know how Joan of Arc felt, when the flames rose to her roman nose and her walkman started to melt. Pensé en el walkman que tenía atado a la barriga con cinta aislante. Y fue ahí, envuelto en un gargajo gigante de acrílico hirviente, viendo cómo se me templaba la piel y cómo los vellos de los brazos comenzaban a encresparse y encogerse, cuando me sorprendió el dolor de verdad.

Volviendo a lo del shock, en casos de peligro extremo y como un último sistema de defensa, el organismo retira la san-gre acumulada en el cerebro de un solo tirón produciendo un desmayo. Lo disfruté. Soy masoquista —desde mi retorcido punto de vista—, en el sentido en que por más que lo intente ningún castigo va a ser suficiente.

Ajá, todo es una cuestión de perspectivas y de puntos de vista. Vistos muy de cerca todos somos bebés. Bebés obsesio-nados con el crecimiento personal. Niños gigantes en busca de cualquier cosa que se encargue de nosotros y nos mantenga distraídos. De un Dios, unos padres, una esposa o un empleo. Y yo siempre quise deshacerme de mis padres, de Dios, de las mujeres, de los hombres y de las responsabilidades. De cualquier estorbo. Pero igual, todos terminamos como bebés regordetes, coartados por las expectativas que ponen en noso-tros y mutilados por el éxito profesional. Bebés a los que les amputaron la conciencia y la intuición. Nenes inmundos en la colección de Garbage Pail Kids de G. Objetivamente, nuestro problema es que somos una generación obligada a no poder ser nada. Una generación que creció en el desencanto, vien-do cómo ninguna de las opciones que nos dejaron funciona realmente. Así que para nosotros no hay más: la anestesia o el dolor.

Si es la anestesia pueden seguir mutilándose como los Gar-bage. Si es la otra, hagan lo que quieran: métanse de chamanes,

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métanse dieciséis líneas coca, desdóblense, mastúrbense hasta el cansancio, leviten. Si algo queda claro es que nuestro desaso-siego es espiritual.

Es una lástima pero uno ya no puede pretender sentarse en loto un cuarto de hora al día, darle al switch de la kundalini y listo. Iluminación. El chamanismo y la danza rítmica sencilla-mente no van a funcionar. Es como poner a hacer yoga a Ji-mmy Salcedo. Es perfectamente equiparable a poner a meditar a un vegetal. Ahora la iluminación requiere de quimioterapia espiritual, algo para sacarse la costra de anestesia social que traemos encima.

Así que aquí estoy, Crow—Glassman 2 y mambeando un chicle de bienestarina y pólvora en un cuartucho de cuatro por cuatro. Si contamos a los cadáveres que tengo a lado y lado, juntos debemos parecer una trinidad mutilada. Ahora piensen: yo, el hijo único de un Senador de la Republica y ex—Ministro de justicia, el nieto de un Ex—Presidente, mascando la comida de los pobres. Esto es lo más cercano que vamos a estar de tener justicia social en este país. Retomando el tema de los ca-dáveres, Rocío, —el cuerpo número uno—, es una mezcla de carne viva con patines y medias veladas dentro de un vestido de porrista. Los patines son de esos de dos, no de los roller-blades. Su quijada parece gelatina por la osteomielitis mandi-bular. Por otro lado Omar Nelson, —nuestro cadáver número dos—, bueno... la mayor parte de la cabeza de Omar Nelson y uno de sus brazos quedó regada por las paredes del cuarto.

¿Y dónde estoy?Esto debe ser el quinto piso de un edificio abandonado,

excepto por una plaga de bazuqueros que viven un par de pi-sos más arriba. He estado pelando capas y capas de papel de colgadura y todo parece indicar que este lugar alguna vez fue el cuarto de un niño, o un salón de colegio, no sé. Y ya no importa, uno de los lujos de estar a punto de morirse es que nada importa realmente. Pero siempre es así, cuando quieres una cosa te dan precisamente lo contrario. Nuestro sacrificio es dar nuestras vidas para resucitar a los muertos, diría Caviativá. Y si lo que queríamos era desaparecer, puf, todo lo contra-rio. Inmortalidad. Cuando vayas a la cocina en la madrugada y abras la nevera, mi cara en el segundo anaquel, al lado de la mantequilla y los huevos.

Al darle un mordisco a una arepa con queso, con la boca llena de café o cereal, o mientras escoges entre deslactosada, descremada o larga vida en el mercado, mi foto de anuario en un cartón de leche que dice:

...¿le ha visto?

Tiene 26 años, ninguna señal particular. Su familia lo vio por última vez la noche del 13 de mayo.

Desapareció junto con otros miembros de la Congregación para la Cristiandad Dinámica.

Supongo que todo termina así.Inmortalizados hasta agotar existencias en las estanterías

de lácteos de los supermercados.En cada caja de leche un epitafio.Un obituario público antes del noticiero de las siete.Volviendo a la vida real, este edificio —una de las glorias

arquitectónicas planteadas por Le Corbusier para la grilla oc-cidental de Bogotá a finales de los años cincuenta—, terminó convertido en un antro de 12 pisos. Mis vecinos, que por lo general pueden seguir en su viaje aún nadando en un colectivo de desechos, se levantaron hoy decididos a encontrar la rata o la paloma o el gato muerto que los tiene rebotando de este lado del planeta.

Todos putean con sus voces carrasposas y corren de lado a lado arrastrando los colchones y los pocos muebles que pueda tener un drogadicto profesional, mientras buscan la fuente del olor a mortecina que viene inundándoles el edificio desde hace días.

Yo, yo sólo masco mi chicle cada vez más rápido, rogando por un envenenamiento.

Afuera escucho el estruendo de las sirenas de la policía y de una ambulancia. Clavo los dedos de las manos en el colchón y hago lo que puedo por caer muerto. Hago lo posible por desaparecerme. Como el resto de la congregación. Hace una semana todo el mundo empezó a esfumarse misteriosamente. Sólo me dejaron un costal con bienestarina de sobra y varias cajas de leche impresas con las caras de los compañeros de la Congregación. La principal evidencia de la derrota en nuestro descabellado proyecto sobre cómo desaparecer completamen-te. Durante la primera semana en este cuarto, Gladys me man-tuvo de este lado a punta de Ativán. El Ativán es para niñas. La Clozapina, esa si que te revuelve los sesos, decía G.

Ansiolíticos, mañana, tarde y noche.De ahí en adelante me dio un poco de harina y miel para

hidratar y desinfectar las ampollas, nada más. Me contó de los planes que tenían para la muerte. De la legión que querían or-ganizar. Me contó que también estaban atendiendo al resto de miembros heridos en otros tres refugios.

También mencionó algo de una división dentro de la con-gregación y de la purga que había empezado Omar Nelson para evitar que se destapara la olla.

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El segundo jueves Gladys y Néstor trajeron a Rocío y di-jeron que había tres cuerpos más que tendrían que esconder. Y afortunadamente para mi nariz ese segundo cargamento de cadáveres nunca llegó. Por favor noten cómo a la hora de com-partir habitación con dos cadáveres me importa mi nariz y no mi puerca salud mental, que por cierto la perdí hace rato.

Gladys nunca volvió y Néstor regresó hace una semana y me dejó el costal del que he estado comiendo los últimos días. Y esa fue la última vez que vi a alguien.

Okay, okay, no fue la última vez que vi a alguien, pero sí a alguien que quisiera ver, porque después de eso ningún otro muerto viviente volvió a aparecerse por aquí aparte de Omar Nelson con un changón y su cuentico de la purga. Vea sidoso, han pasado tres semanas y todavía no nos pillan, ¿puede creer-lo? Me dijo.

Y yo no soy el del Sida, el sero positivo es G.En fin...El problema de estar realmente solo es que si uno

se queda en silencio el tiempo suficiente, se le empiezan a salir frases tan ridículamente existencialistas como:

En el fondo creo que viví tan asustado de la vida que me resulta imposible tenerle miedo a la muerte.

Basura trascendental. Y ya que o mi mayor problema ha-blamos de problemas trascendentales, no puedo evitar pensar en la frase favorita de mi padre: Hijo, ten cuidado en distinguir lo urgente de lo importante. Pues hice mi tarea. Lo urgente en este momento —o mi mayor problema—, es que me tengo que morir rápido.

Lo importante —que generalmente coincide con el pro-blema de verdad—, es que si no me muero antes de que me encuentren, mi actual situación va a tener una gran difusión en los medios de comunicación. Y entonces ustedes se enterarían de lo que yo sé.

De todo el concepto de la resurrección y el Juicio Final. Y por extraño que parezca, en esta filosofía no es lo mismo ser cadáver que estar muerto.

Confuso, ¿eh?Si les preguntan qué es esto, solo digan: Es una reacción

alérgica a la civilización humana. Miedo y asco en la era de la globalización, jugo de Naranja Mecánica, Latin—American Psycho. Un relato sobre cómo desaparecer completamente y no morir en el intento. Con todo lo torpe y estúpido que puede ser tratar de desaparecer completamente tratando de no morir en el intento. Pero tal vez nadie les va a preguntar y a ustedes no les interesa nada de esto, a ustedes les interesa quién soy yo.

Mi nombre de nacimiento, el de verdad, el que acompaña a la foto en la caja de leche, es Nicolás Ruiz. Y no, no estoy muerto. Esa es solo una línea que me gusta repetir. Pero créan-me que después de haberme suicidado dos veces me lo he ga-nado. Con honores.

Me llamo Nicolás Ruiz, tengo veintiséis años y Caviativá nos jodió. Nos jodió a todos, nos dejó solos. No es un repro-che, pero si hubiera estado aquí todo esto tendría que haber sido diferente. Y pese a que el Ativán todavía me está pateando la cabeza, no sé dónde oí que algunos tipos de pólvora no son venenosos.

*Mauricio Loza es omnívoro y tiene 29 años, ninguna seña particular. Fue debidamente impreso en los circuitos de super-vivencia y territorialidad y está contracondicionándose en la marcha. Traductor literario. Autor de la novela Caviativá (Aran-go Editores). Prepara una novela ambientada en Japón.

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Innita para No. No.Para.Innita. ©

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Acabo de llegar del frío de la calle. Creo que de alguna forma el aire se ha adherido a mi cuerpo y se obstina en la idea de pasar la noche conmigo. Aún no he apagado la luz y eso me permite leer el texto del diploma que cuelga en la pared: “Julián Andrés Bernal Zapata, Professional Bachelor in Electronics ICT, Universitiet Hasselt”. Pronto tendré uno similar de la maestría en electromecánica. Vivo en Hasselt, ca-pital de la provincia de Limburgo en Bélgica, desde hace casi cinco años. Creo hablar a la perfección el holandés y chapuceo algo de francés. Comparto la habitación con un compañero de Lieja pero paso casi todo el día con un uruguayo, nacido en Montevideo; de hecho creo que es él quien me ha hecho sentir que uno de mis pies aún está en América. A mamá y papá no los veo desde hace dos. Esta tarde hablé con mamá y fue esa conversación la que me arrojó a la calle a caminar y, finalmente, terminó por sentarme en la gradería del campo de fútbol de la universidad. Ha comenzado a llover. Debo levantarme dentro de cinco horas y permanecer sentado en un avión por más de doce. Sin embargo escribo.

Sólo a mi llegada me percaté de que el tiempo en casa no fue tan largo como parecía. No he podido precisar aún qué era exactamente lo que me atraía de la idea de partir, a quién per-tenecía esa cara que me hacía muecas para que viniera. Mamá y papá se aman como yo jamás creo que amaré o seré amado. Ellos, en sí, son muy disímiles: papá es bajo, mamá un poco más alta; él es realmente apasionado por el fútbol, ella por la literatura; mamá baila salsa, merengue y vallenato, papá sólo da brinquitos cuando está contento. Creo que nadie a simple vista vería lógica esa relación. No sé si el amor tenía antes un ingre-diente ahora escaso o escondido, o si papá y mamá siempre supieron dónde estaba.

No sé por qué siempre fui en casa un poco retraído, sería más sensato decir mucho. Compartía con ellos pero a mi ma-nera y, de alguna forma, ellos siempre me entendieron. Des-

de mi cuarto escuchaba sus conversaciones y sólo me dormía hasta que ya no escuchaba más sus voces. Mamá le hablaba de Cortázar, Borges y Ribeyro; papá le mencionaba a Cañón, Panzutto y Pandolfi contándole lo mucho que hacían falta de nuevo jugadores como esos; mamá le citaba un fragmento de La continuidad de los parques y papá repetía la alineación del úl-timo clásico con Millonarios y le explicaba con detalle el por qué del resultado, siempre había alguien que no se proyectó lo suficiente o que no achicó propiamente los espacios; mamá le hablaba de Un mundo para Julius y papá se reía buscando un técnico extranjero para Santa Fé. Mamá, de vez en cuando, tertuliaba con sus amigos en la sala encerrados en el dilema de la verdadera influencia de los decimonónicos norteamericanos sobre los escritores del Boom; mientras papá, atrás, en el patio de la casa, discutía con su amigo Álvaro, al calor de una cer-veza, cuál de los equipos bogotanos había aprovechado más la cantera del Olaya.

En el colegio —Gimnasio Moderno, no podía ser otro el colegio para un hijo de papá— varias veces pasé por niño cul-to, pero sólo yo sabía que de Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Bryce Echenique o García Márquez y otros tantos, sólo cono-cía el nombre de sus obras, bien fuera porque lo oía de mamá o porque leía los lomos de los libros cuando entraba a la biblio-teca buscando alguna cosa. En cuanto a fútbol, me decían mis compañeros, textualmente, que sabía como un berraco pero no jugaba un culo. Papá fue el último en comprobar que no jugaba bien, que era torpe con la bola aunque rápido y de buen estado físico. “El niño sería bueno pero pa pitar” escuchaba que le decía a veces a mamá mientras ella le decía que ni loca lo permitiría.

Sólo una vez acompañé a papá a un partido, fue en el cam-pín: Santa Fé siete y Millonarios tres; lo recuerdo bien porque además fue tema de conversación por mucho tiempo. Papá se fue con su camisa roja, una gorra y una bandera que mamá, un

Las Pecas de un balón son letras“Una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante un día, y fue un amante esposo hasta la muerte”. Fragmento de Wakefield (Nathaniel Howthorne)

Por Andrés Mauricio Muñoz*

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poco nerviosa, le pidió que no agitara. Yo, a pedido de papá, también iba de rojo pero sin cachucha. Mamá trataba de tomar la mano de papá pero él se la soltaba a cada rato y se la ponía en la cabeza; yo, mientras tanto, buscaba niñas lindas. Bastaron quince minutos para desistir de mi tarea, entonces traté de mi-rar el juego y comencé a hacer preguntas que papá contestaba instintivamente y sin mucha atención. El primer gol casi es de Millonarios— esa narración se escuchó en casa varias veces— y papá dijo que había sido mi culpa. Después, ya callado yo, Santa Fé se convirtió en una maquinita de hacer goles — son palabras de papá— y terminó goleando. Papá enloqueció: abrazó a mamá, comenzó a dar saltitos y después me agarró de los cachetes y se puso a hablar con los de al lado mientras no paraba de reír y elogiar al Tren Valencia. A la salida, papá olvidó las recomendaciones de mamá y comenzó a agitar su banderita: se la quitaron y con esa misma le pegaron. Papá no dijo nada y se dejó llevar del brazo de mamá. Ya, estando lejos, no sé si fue por eso mismo o porque algo en su espíritu de hombre arremetió de improviso, trató de soltarse de mamá y dijo que se devolvía, que él no se iba a dejar joder de nadie y que se iba a recuperar su banderita. Mamá no tuvo que hacer mucha fuerza para retenerlo. Esa noche mamá no le habló de libros y yo lo escuché desde mi cuarto narrarle a ella el partido una y otra vez. Esa tarde la pasé bien. Pero no se repitió.

Alguna vez escuché un cuento que leyó mamá, Wakefield; es la historia de un hombre que decide marcharse muchos años para una habitación al frente de su casa y ver así cómo trans-curre la vida sin él, la vida de su esposa. La razón, no es clara. Al final vuelve. De alguna forma creo que yo me convertí en el Wakefield de la casa y los abandoné sin una razón clara para ver cómo transcurría la vida sin mí, pero, al final, terminé olvidan-do la tarea. El abandono, y esto me resulta obvio, no comenzó con mi venida a Bélgica; se dio mucho antes, tal vez la misma tarde del partido en el campín cuando, en la noche, habiéndo-la pasado bien, no compartí con ellos la alegría. Varias veces papá, durante muchos años, se sentaba a mi lado mientras yo veía televisión y, cuando creía encontrar un espacio adecua-do que a mí se me antojaba inmenso, decía: “y hoy perdimos, pero se luchó” o “hoy sí ganamos” e intentaba simular que se entretenía con los hilos de un cojín pero atento a mi respues-ta; yo, por mi parte, sólo podía preguntar que cuánto habían quedado y seguía mirando la pantalla, sin mucho interés. Esa fue la constante.

Papá y mamá fueron haciendo suyos los espacios que iba liberando, sin olvidar que, atento, yo escuchaba pasar la vida sin

mí desde la habitación.Mamá dijo que un aneurisma y la presión de la sangre en el

tallo cerebral, acabó ayer con la vida de papá. Yo, que he vivido alejado todos estos años, aún no sé qué significará la vida sin él, sin un papá al otro lado del mundo preguntando por mí y es-perando mi regreso. Tampoco sé qué será de la vida de mamá sin su contertuliano favorito como le decía cariñosamente. No puedo dejar de imaginar su cara inexpresiva dentro de una caja. El golpe insistente de la lluvia no me deja precisar una mejor imagen ni me permite imaginarlo dando saltos, narrándole a mamá un gol o escuchando atento de ella un relato.

Una gota obsesiva puede abrir un hueco en la más con-sistente de las rocas, y así de obsesivas se presentan las tardes que no pasé con él, las palabras no dichas. En algún lugar es-tará la clave de lo que yo no supe descifrar, en algún lugar, al otro lado del mundo, estará el baúl con el secreto para que las letras y un balón hagan parte de un mismo dibujo. Quisiera dominar cada una de las lenguas de la tierra y gritar en todas la palabra mierda. El reloj marca las 4:00 A.M., la luz aún está prendida y eso me permite leer el texto del diploma que cuelga en la pared: “Julián Andrés Bernal Zapata”, el resto se mues-tra borroso ante mis ojos e incluso el Bernal ha empezado a perder su consistencia. Es hora de salir. No quiero hacerlo. No quiero que el Bernal del texto se desvanezca por completo. Quizá ya no regrese. Quizá sí. Tal vez para entonces me siente tercamente en la gradería de un campo de fútbol universitario. Quizá regrese con un libro de Cortázar bajo el brazo.

Salgo. Todavía llueve.

*Andrés Mauricio Muñoz. (Popayán, 1974). Es Ingeniero en Electrónica y Telecomunicaciones de la Universidad del Cauca, especialista en Evaluación y Desarrollo de proyectos de la universidad del Rosario. Actualmente se desempeña como consultor de tecnología de una multinacional. En el campo literario tiene una novela publicada: Te recordé ayer Raquel (Sic Editorial, 2004) y un libro de cuentos inédito. En el 2006 ob-tuvo el primer puesto en el Concurso Nacional de Cuento de la revista Libros y Letras con el cuento titulado Una tarde en París. En el 2007 obtuvo el primer lugar en el Premio Literario Fundación Gilberto Alzate Avendaño con el cuento Pierna obs-tinada. La revista literaria italiana Buran seleccionó y tradujo su cuento Dolor de Patria al italiano para incluirlo en su antología sobre sociedades en conflicto.

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Volví en la noche, con los pies descalzos, oliendo mal y sin haber comido nada. La vi sentada en una mecedora en medio de la sala. Mis piernas temblaron cuando ella me miró. Hubo un gesto de lástima o compasión en sus ojos, pero enseguida su actitud se tornó agresiva y la ira fue poblando lentamente las facciones de su cara.

Retrocedí y me detuve bajo el marco de la puerta de entra-da, al tiempo que reconocía el brillo de la hebilla del cinturón rojo que empuñaba.

—No me pegue, por favor—dije.Mi madre se puso de pie. Era una mujer alta, medía 1.80

por lo menos; era gruesa, trigueña, de cabello negro y en sus ojos había algo que me recordaba a los míos.

—Mucho miedo y poca vergüenza— sentenció.—No me pegue—repetí.Mi madre avanzó hacia mí, entonces me quedé quieto y

esperé. De uno de los cuartos laterales salió la abuela, atravesándo-

se como una gran cortina, así, sin avisar, como un viento frío.—No le pegues—suplicó.—Este hijo de puta, mamá—dijo mi madre—, quién sabe

dónde estaba y haciendo qué. Me mato todo el día trabajando para que este vergajo estudie, y ni va al colegio ni ayuda en la casa. Ahí están el desayuno y el almuerzo llenos de hormigas. La comida no la regalan—me miró—. Te dije que lavaras el baño, ¿lo lavaste?, ¿barriste el patio?, ¿sacaste la basura? A ver. ¡Contesta! ¡Contesta!

—No—dije— no lo hice.—A ver, dime qué piensas. Tú crees que la vida es...Dime

qué piensas, dime qué tienes en esa maldita cabeza.—No me pegue, no me pegue— decía—, perdóneme

mamá, no me pegue.—Por esta vez no le pegues—sugirió la abuela—Hazme el favor y entra— concluyó mi madre.

Entré y vi cómo el cinturón se deslizaba entre sus manos y caía al piso, mientras ella se dirigía a la mecedora y, un poco acurrucada, guardaba su rostro entre ambas manos: estaba llo-rando. Llegué hasta la cocina, tomé el plato de la cena y fui al patio. Mientras tragaba rápidamente las cucharadas de arroz, espulgando las hormigas, oía los sollozos de mi madre:

“¿Qué he hecho yo para merecer esto, Señor...? ¿Qué he hecho yo?”

Estaba sentado en el patio, comiendo. Sentí un golpecito en la espalda. Dejé el plato a un lado y giré la cabeza para mirar: era mi madre. Demasiado odio para un golpe tan frágil, pensé. Eso me dio risa. Me reí. Ella me volvió a pegar, hacía demasia-da fuerza, me volví a reír.

—¡Ah, te burlas!—exclamó.Su cara se iba poniendo roja, respiraba de prisa y arruga-

ba el rostro, pero sus golpes seguían siendo suaves. Yo reía y corría por todo el patio. Mi madre detrás, me alcanzaba con el cinturón de vez en cuando.

De pronto se detuvo.—¡Aja!, ahora sabrás de quién te vas a burlar.—No es burla, mamá—dije, mientras me reía.Estaba parada a unos cinco metros de mí, tomó una escoba

y una piedra del suelo. Me tiró la piedra, pero no me dio. No quiso darme. Levantó la escoba y corrió hacía mí. Fui corrien-do hacia un ángulo lejano del patio, me quedé recostado sobre la paredilla, al fondo.

—Entre más corras peor para ti, más duro te pego.Entonces, de repente, ya no tuve ganas de reír.—No me pegue mamá, no me pegue— volví a suplicar.Pero la súplica, en ese momento, no era lo mío. Miré la pa-

redilla, trepé en ella y caí en el patio de la casa de atrás. Escuché que mi madre decía:

“Peor para ti, más duro te pego...a la hora que vengas te pego”.

Hormigas en la cena

Por Carlos Fernández*

COSECHA LITERARIA (Narrativa)

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La Movida L i t e r a r i a

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Un perro flaco y pequeño, de orejas caídas, empezó a ladrar muy cerca de mí. Guau, “¡Sicario!”, gritaban desde adentro. Guau, guau, “¡Cállate Sicario!”. El perro seguía ladrándome sin mucho ánimo. Guau, “¡Que te calles Sicario!”

Sicario se calló, bajó la cabeza y pasé sobre él. Caminé por el patio, entré por la puerta trasera a la casa. Los vecinos veían las noticias en la televisión. “Buenas noches” les dije, mientras atravesaba la sala hacia la terraza, y luego a la calle, y de la calle hasta la esquina, a la carretera.

Caminé por allí, sin prisa, de regreso a mi calle. Me asomé con cuidado apoyado sobre una verja. Vi a mi madre con la escoba en la mano, rodeada de muchachos, en mitad de la calle. Escuché que decían “Veinte pesos”, luego alguien gritó “Allá está” y luego ella dijo “Vivo o muerto”. “Allá está” repetían mientras corrían hacia mí. Esperé unos segundos y luego corrí. Atravesé la carretera, después crucé un puente sobre una pe-queña cuneta que separaba dos carreteras. Atravesé la segunda carretera, corrí hacia un terreno baldío que estaba en frente, donde se había improvisado un estropeado campo de fútbol. El suelo estaba lleno de piedras y esquirlas de vidrio, el aire era denso y oscuro, no había una luna cerca.

Los vidrios y las piedras maltrataban las plantas de mis pies mientras corría, los otros ya me estaban alcanzando, tenían za-patos y tres comidas encima. Estaba a punto de finalizar el campo cuando me agarraron, primero uno, luego los otros seis.

—Les doy cincuenta— le dije.—Cállate y camina— me respondieron.Caminé de regreso. Me traían agarrado de los brazos, del

cuello y de la camisa. Seguí caminando por el campo, pensando una y otra vez cómo zafarme. Era inútil pero pensaba. Mien-tras ellos hablaban, haciendo planes de lo que comprarían con sus veinte pesos, se me ocurrió una idea: En los rincones del campo siempre habían parejas de novios que buscaban la os-curidad para besarse, arrecostárselo e incluso llegar más allá. Hombres cansados y vencidos, hombres pobres que querían amar a mujeres lindas distintas a las que tenían en casa. Vi unas siluetas borrosas moviéndose a lo lejos, entonces empecé a gri-tar:

—¡Busquen cama, busquen cama, malparidos!Tres tipos respondieron a mis gritos “Cállate, maricón”, y

amagaron con correr sobre nosotros. La partida de cobardes que me agarraban corrieron. Pero no me soltaron, me llevaban arrastrando a un ritmo cruel para mis pies descalzos. Cruza-mos la carretera, luego el puente y la otra carretera. Entramos

a la calle. Vi a mi madre agitando la escoba en las manos, espe-rándome. Detrás de ella la abuela se sostenía, con ambas ma-nos, la cabeza. Varios vecinos estaban en la calle, en las terrazas y en las ventanas de sus casas para ver el espectáculo. Querían bailar, todos querían bailar y yo era la canción de moda. Estaba bien, de alguna forma lo tenía merecido. Lo que realmente me dolía, lo que me incomodaba, era pensar que aquellos mucha-chos que me traían agarrado eran mis únicos amigos.

*Carlos Fernández. (Cartagena de Indias, 1979). Estudió lingüística y literatura y realizó una tesis sobre Roberto Bolaño. Durante cinco años hizo parte del TEUC (Teatro Estudio de la Universidad de Cartagena), luego fundó el Grupo Bostezo Teatro para el cual escribió, adaptó y dirigió varias obras. Ha publicado el libro de cuentos El siguiente, por favor, con el que obtuvo el Premio Distrital de Cartagena de Indias en el 2002. Artículos, cuentos y poemas suyos han sido publicados en di-versos medios virtuales e impresos de Colombia y del exterior. Actualmente reside en Bogotá, donde escribe su segunda no-vela.

COSECHA LITERARIA (Narrativa)

Bath girl. No.Para.Innita. ©

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Como todas las mujeres escritoras, siempre te creíste la Virginia Woolf, pensabas que habías sido tocada por ese don preciado y que serías mejor que ella. Siempre yo te decía: nunca vas a negarme que te crees eso. Tú siempre llorabas, de una forma patética y vergonzosa. Antes de que te durmieras tam-bién te lo repetía: siempre te creíste la Virginia Woolf. Siem-pre. ¡Admítelo! Incluso cuando follábamos. Cuando cabalga-ba sobre ti, te gritaba: Virginia, Virginia criolla. Morirás así, creyéndote eso. No me lo niegues. Es la vida que elegiste, es la vida. Incluso cuando tú ya estabas durmiendo y yo en mis insomnios, seguía repitiéndotelo al oído: siempre, siempre te creíste la Virginia Woolf. Admítelo. A veces despertabas y me pegabas un manotazo y me decías: cállate. Cállate imbécil y yo me ponía a llorar.

Un día escribiste un cuento bastante bueno, lo enviaste a un concurso y saliste finalista. Entonces yo te dije que podía ser que te parecieras a la Virginia Woolf, pero que no estaba seguro. Tú te enojaste y me dijiste que era un enfermo, que estabas aburrida, que nunca te habías creído la Virginia, que ya te bastaba con soportarme dos años. Abriste el closet, sa-caste toda tu ropa, comenzaste a hacer la maleta; pusiste unos libros, ropa interior, una libreta de apuntes, unos discos, abriste la puerta del piso y te fuiste.

Después de meses yo entendí que nunca debí haberte di-cho tamaña tontera. Que debí esperar a que fueses realmente la Virginia criolla y luego amarte así, como la Virginia criolla y latina o la Virginia local. ¿Qué hacer?, me decía. Qué imbécil. ¿Qué hacer ahora que no tengo a mi propia Virginia en casa para que me lave los platos y me haga la comida? ¿Cómo so-portar mi vida sin mi pequeña Virginia que me hacía Lasagnas de verdura exquisitas?

Hace unos días conocí a otra escritorcilla. Me gusta. Es atractiva. Una de las primeras frases de la noche fue decirme que ella era escritora. Estuve en la cama con ella, le puse la

Virginia 2 y la Virginia 1, que eras tú, estuvo toda la noche en mi cabeza. Te imaginé sobre mí, desnuda, y que gemías y chi-llabas y me decías que nunca fuese a abandonarte. Y aparecía tu rostro iluminado y me prometías en esa imagen llegar a ser tan buena como la Virginia, o mejor que ella, mucho mejor que ella. En fin, es lo que me dicen todas las mujeres. Es raro. No sé por qué todas las mujeres escritoras se creen esa mujer. No entiendo a qué se debe este síndrome tan lamentable. Una adic-ción por caminar, llorar, estornudar como ella. Cada escritora que se me acerca, que me habla, es la Virginia y aunque no me lo digan yo sé que es así, que en sus meditaciones más íntimas se lo creen y disfrutan de eso. ¿Qué será? Tal vez una enferme-dad delirante que cogen las escritoras de todas las latitudes del mundo, de todos los puntos cardinales. Yo perfectamente me podría creer Fogwill, como todos los narradores; o Vila—Ma-tas, o Carver, o Hemingway o Bellatin (últimamente, más bien: Murakami o Fresán). Y caminar, pensar, imitarlos, bailar como ellos. Pero no necesito caer en eso, no necesito estar jugando a eso, sufrir por eso, no necesito escribir una Historia abreviada de la literatura portátil 2, ni tampoco una Muchacha punk 2, menos repetir en cada entrevista la detestable teoría del Iceberg ni la del knock out; ni tampoco pedirle a una trasnacional que me publique, que me llame por teléfono todos los días para no sentirme tan solo, y luego viajar por el mundo en muchos avio-nes, en un pedazo de papel, y luego volver a Chile y decir que yo soy mejor que Fogwill, que escribí la Muchacha punk 3 y que escribiré la Muchacha punk 4 y la cinco y la seis y la siete y seré muy famoso, que merezco respeto, seguridad, salir en las revis-tas nacionales, internacionales como la nueva figura de la lite-ratura latinoamericana, como el representante número uno de la nueva fauna y luego visitarte en los cementerios de noche y buscarte y eyacular sobre tu tumba, como Phillip Roth cuando eyaculaba sobre la tumba de su amada y luego encerrarme en mi casa y describir mi nuevo proceso creativo, y caminar como

Porque, en lo que a mí respecta, siento de vez en cuando que soy el personaje de alguien. Clarice Lispector

Siempre te creíste la Virginia Woolf

Por Claudia Apablaza*

COSECHA LITERARIA (Narrativa)

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escritor, bailar como escritor, fumar como escritor, cagar como escritor, llorar como escritor y eructar como escritor. Pero no. Creo que no. No lo necesito. Prefiero el oficio que tengo de limpia waters. Es interesante también este oficio. Se disfruta. Se sacan buenas conclusiones de la vida. Limpiar la mugre es una labor espiritual. Uno es feliz limpiando la inmundicia ajena, créemelo. Se es muy feliz. Se crece como persona cuando uno friega con cloro aromatizado de jazmín, con lejía pakistaní, con plumeros árabes y una escoba china recién estrenada.

Hace dos semanas abrí el periódico, fui a las páginas de Fútbol y luego a las de Cultura. Salía una entrevista a página completa del libro que acabas de publicar. (Lindo libro, te feli-cito). Como titular el editor puso: Marieta Galarze, la joven es-critora que odia a Virginia Woolf. Marqué el número de tu casa y Roberto, tu nueva pareja, ¿tienes pareja? ¿es escritor, cierto? Seguro. ¿Por qué no me llamaste para decírmelo, para adver-tírmelo, para decirme que sales con un escritor? Eres cruel. Eres muy cruel con tu pobre limpiawateres. Él me dijo que no estabas. Le dije que te dijera que bueno, que en fin, que lo aceptaba, que si querías regresar a casa, podías hacerlo, que te aceptaba tal como eras. Que te dijera que prometía llamarte Virginia desde el minuto que pisaras nuestro antiguo hogar. Que te lo dijera, por favor, que ya lo medité y acepto sin pro-blemas tu condición de neo—Virginia. Me dijo que no volviera a llamarte, que ustedes eran una pareja feliz, y si acaso yo era ese loco de remate que me creía Fogwill un día y Carver al día siguiente. Ese loco que se disfraza de Breat Easton Ellis para salir a la calle y que aparece en las fotos maquillado como Chuck Palahniuk o como Thomas Pynchon. ¿Qué le estuviste contando de mí? Eres bastante buena para inventar cosas, eres una mentirosa, una loca. Sabes que a mí nunca me ha gustado la Literatura, para nada. Lo sabes muy bien. Yo sólo soy adicto a la mugre, Virginia mía, no inventes cosas de mí, por favor, sabes que yo amo fregar los suelos y eso me ha ayudado a ser una persona realizada, realizada en la mugre ajena.

En fin, le corté de inmediato a tu nueva adquisición literaria y no te volví a llamar hasta hace tres días. Marqué tu número y por fin me contestaste. Me dijiste que lo sentías, que no podías hablar ahora, que debías ir a tu trabajo, que estabas sola en la oficina, que tu jefa estaba de viaje de negocios y que no volvie-ra a llamarte más.

Y bueno, lo que sucederá después de esa llamada es una historia aburrida. Una historia de la limpieza extrema, de la higiene completa y pulcra. Primero obligarte a decirme que de verdad aún te crees esa mujer, obligarte a reconocerlo. Luego

un montón de sangre, virginias de mi libreta telefónica muer-tas; una tras otra; wateres, eyaculaciones en tumbas y diversas profanaciones sin sentido. Luego limpiar la sangre de mi pobre ex—Virginia sudaca con cloro, lejía y friega pisos. Imitar una escena completa de American Psycho, sólo para rendirte los ho-nores literarios necesarios. También preocuparme de limpiar la grasa de mi Virginia 2 y de una tercera que conocí anoche en un bar de Montjuic.

Como ves, no soy más que un pobre adicto al aseo. Me encantaría extenderme en esta historia de la excelente pulcritud en el limpiar, es una historia muy bella, pero no tengo muy claro a quién le importa cómo se amplía mi hermosa colección de neo—virginias muertas y bien lavadas.

*Claudia Apablaza. (Chile, Octubre de 1978). Estudió Psicología y Literatura en la Universidad de Chile y Escritu-ra Creativa en la Universidad Autónoma de Barcelona y en el Ateneo Barcelonés. Ha publicado el libro de relatos Autoforma-to (Lom ediciones, 2006, www.lom.cl). Ha obtenido el Primer lugar en el Concurso de Cuentos de la Revista Paula 2005, pri-mer lugar en el Concurso Filando cuentos de mujer (Asturias, España, 2004), entre otros. Ha publicado en las antologías Pozo (Lanzallamas, Chile, 2006) , Mi nombre en el Google y otros cuentos (Alfaguara, Chile, 2005), Lenguas: dieciocho jóvenes cuentistas chilenos (J.C. Sáez Editor, Chile, 2005), Que el libro sea la llave (Asterión, Chile, 2004), en revistas y sitios web. Reside en Barcelona y colabora en literaturas.com.

COSECHA LITERARIA (Narrativa)

El asesinato de Innita según Goya. No.Para.Innita. ©

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crawling up—down down—up worms caterpillars heads enlarged stairs leading nowhere but up or down no exit the way out is the way back in to more stairs infinite stairs infinity of stairs like the infinite succession of neverending days and nights leading nowhere except to more of the same sameness of days and nights with no light at the end of the tunnel days like caterpillars or worms that inch their way grotesquely up or down those crooked stairs crooked like frustrated dreams or hopes or rather no—hopes now that they go nowhere ex-cept up or down the unending succession of wormy days and caterpillar nights….she had often wondered why the strange languid individual just kept staring at that depressing picture of neverending ugly boredom and despair but now she understo-od because it was the same for her since the long—gone night when she had been left alone all alone with her fear of walls that closed in on her with no way out concave walls that see-med to wrap her in more of the gray sadness a slimy sadness of worms that crawled all over her skin…now i understand his strange fascination with that awful picture of nothingness except worminess and endless sameness but how to get out which stairway leads out out of the caterpillar world of abso-lute lonesomeness perhaps if i study the picture carefully i can find the way out maybe that’s what that person is doing day after endless day otherwise there could be no reason for him to just stare at the picture but it must be difficult because he’s still there and he can’t see the way out i can’t see the way out nobody can see the way out and then it must be terrible to have to walk through all the worminess what if she stepped on the ugly heads and they crunched and interrupted the black silence with a sound that was worse than all the silences together what if it was true that all exits just led right back in to the concave walls and the infinite stairs so perhaps it’s better not to try and just keep staring at the picture and then again maybe it would be better to think of something else but she had tried that over

By Paul Ames*

and over with no success because when i’m alone i can’t think of anything else except the caterpillar world but i know there are other things except i can’t see them any more i can’t even imagine them any more so she thought she would ask the man who stared at the picture if he knew a way out if he had any solution or at least ask him why he kept looking at the picture but i don’t dare or maybe i do because i need to talk to someo-ne so i’ll just walk up to him and ask him about the way out of the labyrinth of stairs and worms and when she finally had the courage she walked up to him but he was staring at the picture i guess i’ll tap his shoulder to see if he answers and so she did and then slowly he turned slowly and with a crunching sound and then all of a sudden she was facing a gigantic caterpillar face with hollow eyes in which she could see more and more endless wormy stairs

*Paul Ames. (Roma, Italia, 1988). Ganador del Concurso de Cuento Categoria Colegio. Escuela Colombiana de Inge-nieros.

the way out

COSECHA LITERARIA (Narrativa)

Uly Zilock ©)

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Parte ILa recepcionista del pequeño hotel de carretera era una jo-

ven innegablemente hispana. Nos vio entrar y siguió hablando por teléfono. Ni Valentina ni yo quisimos interrumpirla. Ella se puso a mirar los mapas de carreteras pegados en la pared y yo serví un café. Estaba frío pero lo necesitaba. Cuando Valentina, tras leer una y otra vez nombres y nombres de pueblos y co-mentar que algunos le parecían graciosos, se recostó aburrida contra la puerta, decidí llamar la atención de la empleada. Ca-rraspeé suavemente para no ser descortés. Ella dejó de hablar un instante y me miró a los ojos. “Ahora te llamo de pa’ atrás”

dijo a su interlocutora en perfecto spanglish, y luego preguntó “qué desean”. Era obvio pero traté de no hacer énfasis en que era obvio “Queremos una habitación” “Cuarenta dólares. ¿Pri-mer piso o segundo?”. Como al parecer no había diferencia en el precio elegí primero y miré a Valentina, que había encendido un cigarrillo, pidiéndole aprobación. No le importaba, estaba en su estado típico de los últimos días, pensando en su amante polaco, mirando la autopista, esperando que apareciera. “Pri-mero” confirmé y la joven alcanzó una llave con un llavero gi-gantesco de aluminio. “¿Cuántos días?’” “No sé,” dije “quizás tres o cuatro”.

A Valentina Cardona y Julián Prado, compañeros de viaje.Por Ricardo Abdahllah*

Valentina y Los Beatles

COSECHA LITERARIA (Narrativa)

Desintegration twilight. No.Para.Innita. ©

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Valentina me interrumpió “Dile que no sabemos, que pue-den ser más”. “Cuarenta y cinco dólares por cada noche” dijo la empleada y no se molestó en pedir un depósito.

El cuarto quedaba en la parte de atrás del hotel, por lo que tenía vista hacia la carretera por la que habíamos venido. Era ideal para Valentina. Estacioné el viejo Subaru frente a la puer-ta de la habitación y le dije a Valentina que iría a buscar algo de comer, que si quería podría traer algunas cervezas. Dijo que no, que para mí trajera lo que quisiera pero que ella no bebería hasta que Jakub apareciera buscándola.

A mí me daba lo mismo, yo sabía que Jakub no iba a se-guirla, que su fuga fingida conmigo, que le había anunciado al polaco en una carta, le importaba muy poco. Un muchacho mexicano en bicicleta me guió hasta una tienda cercana donde atendía un árabe. Compré pan y pasabocas. Cuando regresé, Valentina se había quedado dormida en las escaleras. La levan-té con cuidado y la llevé hasta la cama. Le desamarré los zapa-tos y me quité la camisa; los dos dormimos profundamente y sólo hasta que el aire de la madrugada se hizo demasiado frío decidí levantarme y cerrar la puerta.

Por supuesto, las cosas hubieran podido ser de otra mane-ra. Yo podría haberme enamorado de Valentina y huir con ella. Es más, ni siquiera huir, le habría dicho a Jakub que la dejara en paz y habríamos renunciado a su bar. De seguro a Valentina, la mejor voz femenina de todo San Francisco cuando se trata-ba de cantar canciones de Beatles, le habrían dado trabajo en cualquier café de Columbus Street. Pero no hice nada, cuando comenzaba a enamorarme de Valentina conocí a una autosto-pista de Portland y me enredé con ella hasta que me abandonó. Cuando hace dos meses Valentina me dijo que el plan perfecto para reconquistar a Jakub era pretender que se fugaba conmigo y dejar abandonado como por casualidad un mapa de nuestra ruta, no le dije que el plan era verticalmente estúpido y a él no le importaría un comino. Al contrario, acepté. Desde entonces parábamos en cada pueblo a esperar que apareciera el Ford 55 de Jakub. Así habíamos llegado hasta Merced y yo tenía la certeza de que seguiríamos a Fresno y a San Diego y así hasta que los States se acabaran por el Sur y Valentina admitiera su derrota.

A la mañana siguiente Valentina estaba desayunando en las escaleras exteriores que llevaban al segundo piso, había com-prado café y cheeseburguers en un McDonald’s que yo no ha-bía visto el día anterior y quedaba cruzando la autopista. Me había llevado una hamburguesa de pollo. Me senté a su lado y comí sin decirle nada, sólo mirándola mirar la carretera. Había

pasado antes y sabía que sería inútil tratar de disuadirla, así que fui a la piscina, nadé un rato en el agua estancada y luego salí a caminar por las calles de Merced, un pueblo de carretera donde no había absolutamente nada para hacer excepto, quizás, que-jarse por el calor. De arriba a abajo cruzaban niños mexicanos tratando de venderle a los turistas mapas de Yosemite Valley, que en todo caso quedaba lejos, pero los turistas, casi todos pensionados viajando en casas rodantes, les regalaban billetes sin pedir nada.

Me senté por horas frente a la carrilera sin que pasara nin-gún tren, no quería regresar y ver a Valentina sentada mirando la autopista. Al final de la tarde ella continuaba ahí, con las rodillas contra el pecho. Estuve a punto de decirle “No va vol-ver” pero dije “Canta”. Ella no salió de su silencio. Le insistí, le dije que cantara alguna canción de Beatles como hacía en el bar pero ella dijo que no, que todas las canciones de Beatles estaban en los discos que Jakub le había regalado, que ella le había prometido que nunca iba a cantar para nadie más. “Es absurdo” pensé “todas las noches cantaba para todo el público del bar y todo el mundo hace promesas tontas sin esperar cum-plirlas” pero lo que dije fue que iría a buscar comida.

Intenté encontrar un restaurante chino pero terminé de nuevo en la tienda del árabe. Le llevé sandwichs a Valentina y me agradeció, pero comió despacio y sin ganas. A la habita-ción del lado habían llegado cuatro backpackers, la empleada dijo que se veían muchos backpackers al final del verano, sobre todo europeos del este que después de trabajar en los resorts de las montañas, recorrían California por tierra antes de regre-sar a casa. Hicieron mucho ruido y uno de ellos me preguntó dónde podía comprar vino. Lo llevé hasta la tienda. De regreso quiso saber quién era la mujer que me acompañaba y le dije que se llamaba Valentina y tenía una voz celestial pero nunca volve-ría a cantar. Me preguntó si estaba enferma y estuve a punto de contestarle que estaba enferma de amor pero me pareció una frase que sonaba tonta en cualquier idioma y lo que le dije fue que no, que estaba deprimida por un hijo de puta.

Eso no era cierto, Jakub era un excelente tipo, simplemente se había aburrido de ella como en general la gente se aburre de la gente y eso no convertía al polaco en un hijo de puta. Valen-tina se había aburrido de muchas personas antes y algún día se aburriría de mí y de Jakub y de todo.

Conocí el pueblo en dos o tres días, pero Valentina no se movió del hotel. Yo regresaba por las tardes y la encontraba siempre sentada en la escalera, sosteniendo su cabeza con las manos, mirando la autopista interminable. Me quedaba con

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ella un rato y luego salía a buscar cualquier cosa de comer. No tenía nada qué decirle, o no era capaz. O no fui capaz hasta el día en que la encontré llorando más que nunca. Había regresa-do temprano porque las nubes anunciaban lluvia. Ella estaba tendida boca abajo en la cama. En el televisor, creo que ella por primera vez lo había encendido, pasaban noticias. Yo no me sentía bien del todo bien, lo reconozco, había comprado una botella de Jack Daniel’s en la tienda del árabe y la había bebido a grandes tragos, pero usualmente el “Jackie from Ten-nessee” me ponía de buen humor. Incluso compré un 24 pack de Budweiser para intentar beberlo con Valentina. Si Valentina hubiera estado feliz como era antes, hubiéramos bebido cerve-za y en la madrugada le habría propuesto que nos casáramos. Si hubiera encontrado a Valentina pensando en los Beatles en lugar de su polaco, le habría prometido tres cuartos de lo que me quedaba de vida.

Pero lo que hice fue tomarla por el cabello y sin escuchar sus gritos hacer que me mirara. Por mi cabeza pasaban razones de sangre hirviente. Más aún, inventé cosas sobre Jakub y lle-gué a gritarle que tenía por costumbre seducir a las empleadas del bar y diez mil otras mentiras que en el instante juré como ciertas. Se lo dije todo, mientras la abofeteaba una y otra vez y luego la arrojé contra el suelo y me recosté exhausto contra un rincón. Encendí un cigarrillo mientras Valentina siguió lloran-do sin hablar. Entonces le dije lo que había pensado.

“Valentina, si hoy no hubieras llorado por él…” Una imagen en el televisor me cortó la frase. George Harri-

son había muerto en un hospital de Los Angeles. Comprendí. Estaba claro, Valentina tenía un nuevo motivo para llorar y ese motivo no la obligaba a mirar la autopista. Supe que dejaría-mos de esperar a Jakub y cambiaríamos nuestra ruta para que nunca nos encontrara. Y nunca nos encontraría. Valentina me miró desde atrás de sus ojos manchados de lágrimas rogando una disculpa, pero como no todos los días muere un Beatle lo que hice fue inclinar mi cabeza y llorar sin entender muy bien por qué.

Desperté en la madrugada y a duras penas pude sostener-me en pie para quitarme la ropa y llegar a la cama. Valentina estaba afuera, cantaba a toda voz y cada cierto tiempo arrojaba las latas de cerveza vacías contra el pavimento. Cuando escuchó mis movimientos preguntó si estaba despierto. “Creo” contes-té. “Descansa. Mañana a primera hora nos vamos a cualquier lugar donde Jakub no nos encuentre. Hay miles de lugares así.” Pensé decirle que ya lo sabía pero no le dije nada. Creo que ella siguió cantando toda la noche y me hubiera gustado escucharla

toda la noche cantándole Let It Be al desierto del Sur y a las montañas del Norte, pero volví a quedarme dormido.

Parte IIUna vez tuve una chica, ¿o debería decir que fue ella quien

una vez me tuvo? En ese entonces acababa de montar un bar en un pequeño local alquilado en Haight Ashbury, no muy le-jos del derruido edificio de apartamentos donde había vivido Charles Manson y del 122 de Lyon Street de Janis, y aunque las cosas no despegaban, estaba optimista y audicionaba saxofo-nistas y cantantes negras de soul que no cobraran demasiado. Mientras tanto el show central lo hacía un viejo jubilado irlan-dés al que pagaba con comida y botellas de vodka que me lle-gaban de Warsaw. Fue entonces cuando tuve una discusión con la mujer con quien salía, Michelle Lumière, una argelina recién llegada de París que reunía dinero en Frisco para emigrar a Ho-llywood. La dejé hablando sola, fui al bar, saqué dos botellas de vodka y las bebí mientras caminaba por la calle, subiendo y bajando colinas, hasta Ocean Beach. Me senté en la arena y di buena cuenta de lo que quedaba en un solo trago. Unas pocas personas jugaban con sus mascotas en la arena y los dos o tres más arriesgados se lanzaban al mar a pesar de que octubre ya estaba bien entrado y el viento helado hacía pensar más en fo-gatas que en deportes de playa. Al llegar el atardecer ciertamen-te estaba triste y pensé que por tristezas similares mucha gente se había lanzado de los acantilados cercanos ¿Lo haría yo?

Tal vez otro día, por el momento estaba hambriento y ca-miné dos cuadras hasta el Safeway en busca de un buen medio pollo asado. El supermercado estaba lleno y mucha gente daba vueltas sin comprar nada, tan solo para evitar el frío de la calle. “Kurwa!” pensé, “no voy a conseguir pollo” y tomé rumbo directo a la sección de comida. Ciertamente no había pollo, pero una joven de trenzas y pañoleta roja al cuello hacía lo que podía para meter algunos pollos al horno. Después de hacerlo, Valentina, ese era el nombre escrito en la placa blanca que tenía prendida al delantal, se reclinó sobre el mostrador para acer-carse y preguntarme qué quería. Le dije que un roasted chicken y ella pareció disgustarse, luego se me ocurrió que había sido por el aliento a vodka. Me dijo que el pollo tardaría 45 minu-tos y le dije que esperaría. Mientras lo hice recorrí una y otra vez todos los pasillos del supermercado regresando de vez en cuando para cruzar un par de palabras con ella. Cuarenta y cin-co minutos exactos, creo que el horno tenía algún cronómetro. Regresé y ella no estaba, un nuevo empleado empacó el pollo, y me preguntó si lo quería con biscuits o potato wedges. Le dije que no importaba, que dónde estaba la chica que me había

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atendido. Valentina acababa de salir.La encontré a dos cuadras del supermercado, llevaba un

abrigo grueso, guantes y bufanda. Le dije que medio pollo asa-do era demasiado para una persona y la invité a comer. En-tonces regresamos a la playa; el cielo se había despejado, lo que ciertamente tiene características de milagro en los octubres de San Francisco, pero aún hacía mucho frío. Después de co-mer, tomamos el mismo autobús hasta Market Street y nos separamos. Yo fui al bar. Phil, el irlandés, estaba sentado en la barra con el cantinero, no había un solo cliente y cerramos temprano.

Visité el Safeway de Ocean Beach un par de veces con cualquier excusa, generalmente increíble, como que repentina-mente había querido ir a comer buffalo wings junto al molino holandés o algo así, sólo para ver a Valentina. Le di la dirección del bar por si acaso quería visitarme. Michelle se había ido a Los Angeles sin avisarme y me mandó una postal diciéndome que vivía en un cuarto compartido y en las noches la ciudad, como San Francisco, se cubría de niebla. No tenía dirección y pensé que nunca más sabría de ella. Tal vez luego se iría a buscar a la hermana perdida que tenía dando vueltas por Suramérica (¿Y si en Suramérica encontraba a mi abuelo que fue allí donde lo vieron la última vez?) La partida de Michelle me agravó el pe-simismo y como el bar no despegaba retomé a medio tiempo mi antiguo empleo en un hotel cerca de Union Square. En otra época había sido un hotel elegante pero ahora, a pesar de que todas las habitaciones tenían bañera y buena vista del centro de la ciudad, su clientela estaba compuesta por turistas en viaje de bajo presupuesto que preferían, a pesar de todo, un cuarto privado a los hostales de la YMCA. Trabajaba como supervisor del turno de 2 a 11. Cuando salía del hotel pasaba por el bar y ahora vivía ahí para reducir aún más los gastos.

Recuerdo que era jueves, había trabajado como un perro y deseaba de corazón que no hubiera clientes para cerrar y dor-mir como un tronco. Al llegar al bar escuché una voz femenina acompañada por la guitarra del irlandés y entré lleno de curio-sidad. ¿Cómo podría bailar con otra después de verla parada ahí? Valentina estaba en el escenario cantando una de las can-ciones de la época rocanrolera de Beatles y el público, que no era numeroso por cierto, deliraba con su voz. Cuando terminó la canción y bajó del escenario la invité a bailar “Debe ser rock and roll para que bailes conmigo” dijo y le pedí al barman que pusiera alguno de los acetatos viejos de Elvis. “Mejor Beatles”, dijo ella. Entonces bailamos hasta que el último cliente, casi todos eran oficinistas que debían trabajar al día siguiente, se fue

del bar. Le propuse que cantara en el bar, que la paga no sería muy alta pero al menos mayor que la de Safeway. Dijo que el dinero no le importaba mucho y comenzó la noche siguiente.

No nos tomó mucho tiempo armar la banda, Phil siguió en la guitarra y como baterista conseguimos a Jo Jo, que había dejado su hogar en Tucson para buscar algo de hierba califor-ninana. El bajo sería para Johnny B., un veterano músico ca-llejero que había perdido la mitad de sus dientes en peleas por cerveza, y en la segunda guitarra estaría un amigo de Valentina que había escuchado música de Beatles toda la vida y se hacía llamar Lennon. “Mis papás me concibieron escuchando Sgt. Pepper’s”, dijo una vez. La primera noche que tuvimos lleno total invité a la banda y al cantinero a quedarse para celebrar y beber buen vodka, es decir, vodka polaco. Valentina nunca lo había probado y decidió tomar un trago largo sin respirar. Cuando terminó cayó al suelo. Dijo que había sentido cada gota cayendo en su estomago hasta que todo colapsó. Nos pa-reció un buen augurio.

El negocio mejoró en cuestión de semanas. Los oficinistas grises de los primeros días fueron multiplicándose y cedien-do espacio a jóvenes estudiantes y turistas. Pudimos subir los precios y cobrar la entrada y compré un Ford 55 que utilizá-bamos los lunes y martes, los días que Valentina no cantaba, para escapar hasta Lake Tahoe. Lennon compró un Subaru vinotinto con el parabrisas roto y Beatles se convirtió en mi banda favorita. Siempre había sido la banda favorita de Valen-tina y compré para ella toda la colección en LPs. Cambiamos toda la decoración del bar y el dinero alcanzó para poner dos posters originales que compré en un almacén de coleccionistas cerca de Telegraph Hill. El público, con razón, amaba a Valen-tina. Había que verla sobre el escenario cantando canciones de todos los álbumes. Había que verla tomar el micrófono y decir “Bueno levántense todos para bailar una canción que era un éxito antes de que sus mamás nacieran” y a todos cantando. Felices. También yo la adoraba. Era imposible no hacerlo. Le prometí que iríamos a New York en invierno y la llevaría a Strawberry Fields para que viera el mosaico que está en el lugar donde mataron a John Lennon.

¿Hay alguien que quiera escuchar la historia? Cuando vuel-va a ver a Valentina, estoy seguro que será pronto, diré en mi defensa que nunca quise herirla y que no supe por qué las cosas pasaron así. Primero comenzó a molestarme su amigo Len-non. No sé por qué, él era un buen tipo y a pesar de que había tenido algo parecido a un romance con Valentina, eso era pa-sado y ahora tenía un affaire con una casi niña que viajaba en

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autostop desde Portland y había conocido cuando ella pedía monedas a la entrada del McDonald’s de Market and Hyde. De habitud, Britney, la hitchhiker, no se la llevaba con Valentina pero un par de veces cantaron juntas. No, Lennon no era mi rival, pero sospechaba y llegué a sentir celos de cualquiera que se le acercara, empezando por los admiradores al final de cada concierto. Un día vi que Lennon tenía una pañoleta de colores que yo le había regalado a Valentina y él me dijo que la había encontrado botada en el bar y no sabía que era de ella. Discu-timos un par de veces y por todo argumento a mi favor, dije que no era mi culpa si yo había nacido con una mente celosa. Las cosas habían cambiado, ya no hacíamos el amor todo el día como antes, aunque siempre me alegraba escucharla cantar a toda hora como una niña enloquecida antes de tiempo.

Luego regresó Michelle, mi bella Michelle, dijo que le ha-bían ofrecido algo bueno en Hollywood pero prefería regresar a mi lado. No le creí, su delgadez y sus ojeras daban testimonio de que había lidiado con el hambre, pero me hizo gracia que regresara. Los celos con Valentina desaparecieron y ya no me importó más que saliera con quien quisiera. La quería, cier-tamente una mujer que canta nunca se olvida, pero Michelle estaba atada por siempre a mi largo camino. Intenté ser rudo con Valentina. Le dije que yo no iba a estar ahí siempre, que pensara por ella misma y simplemente sonrió y me dio la espal-da. Hacia septiembre, un año después de conocernos y sin que nunca hubiéramos ido a New York como se lo había prome-tido, le pedí que regresara a su antiguo apartamento y aceptó sin ni siquiera preguntar por qué. Michelle ocupó su lugar en mi cuarto, pero Valentina seguía llegando a la hora en punto y cantando en las noches con la banda. Se enredó con un tal Desmond Jones, que le regaló un anillo de oro de 64 quilates y le prometió cuidarla hasta que tuviera 64 años, pero duraron juntos sólo un par de semanas. Ella me lo contó todo. “¿Qué te hace pensar que me importa?” le contesté. La quería, pero nunca podría dejar a Michelle y Valentina, pensaba yo en ese entonces, nunca sería más que la persona que yo llamaba cuan-do necesitaba a alguien.

Y finalmente se fue, dijo en su carta de despedida que par-tía hacia el Norte con Lennon pero junto a la carta había un mapa del Sur de California con varias ciudades y pueblos seña-lados sobre la ruta, desde Oakland pasando por varias ciuda-des del Bay Area, y luego Stockton, Modesto, Merced, Madera, Bakersfield. Todo hasta la frontera. Estoy seguro que siguieron esa ruta y es más, estoy seguro que Valentina dejó el mapa in-tencionalmente para que la siguiera. Quemé la carta, apagué

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las cenizas con vodka y guardé el mapa pensando que podría servirme en el futuro.

Michelle y yo la pasamos bastante bien desde entonces, pero el prestigio del bar comenzó a decaer. Phil, Jo Jo y Johnny B. siguieron tocando canciones de Beatles pero muchas per-sonas que frecuentaban el bar sólo por escuchar a Valentina dejaron de hacerlo. A pesar de eso no tuve que regresar a mi empleo en el hotel y pude conservar el Ford. Como a Michelle no le gustaba salir de la ciudad, mi automóvil permanecía mu-cho tiempo estacionado. Al menos hasta ayer, porque ahora lo alisto para un largo viaje de carretera. Fue una señal, alguien allá arriba o allá abajo nos habla con señales. Ayer lo vi en las noticias de la tarde. George Harrison había muerto. George Harrison, Valentina y Los Beatles. Sólo entonces comprendí que mi destino estaba atado al suyo, que nunca había amado a una mujer tangible por la manera cómo cantaba, que Valentina era la única y siempre iba a ser la única.

Michelle y Phil se encargarán del bar hasta mi regreso que imagino pronto. Tenemos recuerdos más largos que el camino que se me presenta. En un par de horas estaré cruzando el Puente de la Bahía, viajando a alta velocidad porque sé que en algún pequeño pueblo del Sur Valentina me espera y sin quitar sus ojos de la autopista canta que habrá una respuesta, que hay que dejar que así sea.

*Ricardo Abdahllah. (Ibagué, 1978). Después de graduarse como Ingeniero electrónico y ser parte del Taller Umpalá fue durante dos años profesor de literatura en la Universidad In-dustrial de Santander y el Instituto Caldas. Actualmente vive en París y es colaborador habitual de las revistas Rolling Stone, Don Juan y La Hoja. Algunos de sus textos han sido publi-cados en las revistas El Malpensante, Credencial, Puesto de Combate, entre otras. Es autor de la biografia: Kurt Cobain. El rock estaba muerto. (Panamericana).

Uly Zilock ©

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No le dijeron: eres la Luchy, estás loca, pero sí: tu marido ha muerto, tus hijos no te quieren. De este modo, la exitosa, la flamante abogada Lucía Ruelas de Mendoza se volvió la Luchy, interna de ropa verde (lo cual significa: sin cura) del Centro Psiquiátrico de Gobierno. No recibía una sola visita cuando la conocimos. El intento de suicidio de una amiga nos llevó hasta el Centro día con día durante un mes. Nos llamó la aten-ción la Luchy desde la primera vez, pues se acercó y nos dijo, pronunciado todas las vocales como si fueran e: “erquetectes, merquedélegues, decteres, grendes lecencedes en quémeque (arquitectos, mercadólogos, doctores, grandes licenciados en química), ¿no tendrán para una sodita?”. Nos cayó tan en gra-cia, nos descargó a tal grado la tensión por la suerte que corría nuestra amiga, que le dimos los cinco pesos que necesitaba para obtener una soda de la máquina. De puro agradecida, la Luchy se puso a contarnos incoherencias con un lenguaje muy elevado, mezclando términos de diversas áreas del cono-cimiento, lo cual me impresionó, y se lo hice notar a Gladys: no cualquiera te avienta un discurso así, el cual supone, al menos, el conocimiento de la existencia de palabras tan peregrinas. La vimos todos los días que visitamos el Centro. A veces nos pe-día cigarros, a veces los cinco pesos, y siempre llegaba a bom-bardearnos con su largo, con su elevado y generoso discurso, durante el cual llegó a llamarnos, en una de sus euforias, ¡doc-tores mundiales! (decteres mendieles, permitiéndose una i, para que el significado no fuera demasiado oscuro). Fue una de las enfermeras quien nos contó su historia: había sido una de las mejores abogadas de la ciudad, no había perdido un solo caso, exageró nuestra fuente. Tenía muchísimo dinero, vivía en la co-lonia para ricos; su adoración era el marido, más que sus hijos, quienes, ya hombres hechos y derechos, casados, la buscaban para que les resolviera sus vidas, les pagara sus deudas, los con-virtió en villanos nuestra informante. El marido murió de un paro cardiaco y la Luchy, licenciada Lucía Ruelas en aquel mo-mento, sufrió un shock tal que le daba por decir que el esposo no había muerto sino que estaba de viaje, además de descuidar su aspecto y repetir enfermizamente el nombre de su marido,

llamándolo, reclamándole su presencia; así la encontraron sus hijos, quienes, aprovechando su desequilibrio, contrataron a un abogado sin escrúpulos que les permitió quedarse con todo el dinero de la Luchy. Luego se supo que los hijos no eran los hijos reales, sino adoptivos, producto del matrimonio del es-poso con su primera mujer. La Luchy vino a dar, entonces, sin dinero, sin esposo ni hijos, sin cura, a este lugar.

Nos impresionó la historia y yo pensé en escribir alguna cosa sobre ella cuando fuera momento. El último día en que vi-sitamos el Centro (habían dado de alta, al fin, a nuestra amiga) no encontrábamos a la Luchy; la buscamos por todas las áreas del Centro: no aparecía. Dimos con ella, al fin, cuando casi nos dábamos por vencidos, en un rincón, entre hierbajos, solita, con los ojos empañados y repitiendo frenéticamente: Pedre, Pedre, Pedre, Pedre: Pedro. Nos vio y dibujó una sonrisa: le ayudamos a levantarse, le dijimos que le traíamos algo y la con-dujimos, de la mano, a lo cual ella no puso reparo, hasta el área de las de morado (las nuevas, las tratables, donde nuestra amiga estaba lista para volver al mundo). Le entregamos una cajetilla de cigarros y diez monedas de cinco pesos para que comprara sus sodas, temiendo que las extraviara o se las quitaran, dándo-le indicaciones precisas. Nos dio un abrazo a cada uno antes de volver a su área y nos dijo: grecies, les quiere (los quiero, gracias). Nos conmovió mucho. Gladys me propuso, aunque nuestra amiga salía del Centro aquel día, volver, visitar a la Lu-chy, llevarle dinero y cigarros. Le dije que me parecía una muy buena idea, pero que seguro la olvidaríamos apenas pasaran unos días; me dijo que ella no creía: muy poco después, se nos borró de la memoria.

*Javier Munguía. (Hermosillo, Sonora, México, 1983). Es narrador. Autor de los libros de cuentos Gentario (2006, Uni-versidad de Sonora) y Mascarada (2007, Instituto Sonorense de Cultura). Licenciado en Literaturas Hispánicas por la Univer-sidad de Sonora. Estudia la Maestría en Literatura Hispano-americana.

Por Javier Munguía*La Luchy

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La Movida L i t e r a r i a

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—Si me regala un poquito le explico —dijo Lía. Él asintió y le pasó el papelito que ella desdobló. Luego,

con la punta de una llave que tenía en el bolsillo, Lía tomó un poco del polvito blanco. Puso la punta de la llave debajo de una de sus fosas nasales y aspiró.

—Hágale usté —dijo la joven.Él negó con la cabeza.—Esto es para usté, ¿no?Él asintió tímidamente y luego estiró las piernas que segu-

ramente ya le dolían. Se había hecho de noche. La pareja se veía como una man-

cha oscura sobre el pasto. Lía dobló nuevamente el papelito y se lo devolvió.

—¿Cuándo lo va a probar?—Después.—¿En su casa?—Sí.Lo miró con curiosidad. El papelito doblado giraba entre

sus dedos. Luego se metió el papelito en un bolsillo del pan-talón y se levantó. Lía hizo lo mismo sin quitarle los ojos de encima. De pie eran iguales de altos.

—Bueno, ¿y? —dijo la joven impaciente.—¿Qué se siente? —Lo que le dije chino, pura fuerza. Una chimba.Él bajó la cara de nuevo y se miró los zapatos sucios. Así

se quedaron por un momento hasta que ella terminó por abu-rrirse.

—Que la fuerza te acompañe —dijo Lía dándole la espala para alejarse hacia la calle. Él se quedó en donde estaba. Dejó de mirarse los zapatos para mirarle a ella las piernas.

Era la primera vez que la Lía lo tuteaba. Se metió la mano en el bolsillo y empezó a jugar con el papelito blanco mientras la perdía de vista.

Prá—tuntu prá—tuntu prá—tuntu prá!... Tún tu—prá patupa—tutuprá Tun—tún tu—prá patupa—tutuprá...

Los golpes con la “pe” (redoblante) se hacen con la mano izquierda y los que empiezan con la “te” (bombo) con el pie

derecho. Los continuos golpes de la mano derecha (que simu-lan el hi—hat) no se pueden cantar mientras se canta el resto. Si eso fuera posible, sonarían como un “tís—tis—tis—tis tís—tis—tis—tis” sobre todo lo demás.

Una mujer, después de un rato de indecisión, llama a la puerta de un cuarto en donde alguien “toca” la misma canción por quinta vez con una silla de escritorio por redoblante. Sin esperar la respuesta, abre y asoma la cabeza. El niño que hay adentro, un poco avergonzado, pone sus manos (y las baquetas que martirizaban el mueble) entre las piernas.

—Papito, ya llegó Miguel...—Bueno —dice él. Responde bajito. La música retumba

dentro del cuarto. La mujer parece azorada. Mira una y otra vez al corredor.

Luego se asoma al cuarto nuevamente. El niño —ya casi un joven —deja las baquetas sobre la mesa de noche y le da pausa a la grabadora. Mira a la cara de la mujer para que ésta se decida a despedirse. Parece molesto. La madre improvisa una sonrisa.

—¿Comió mi amor?—Sí.—Entonces acuéstese más bien que mañana hay que ma-

drugar.A pesar de la evidente impaciencia del niño por que su ma-

dre se vaya, ella no puede evitar entrar rápidamente al cuarto. Llega hasta su hijo, lo abraza con fuerza, lo besa en la cabeza y exhala un profundo y dramático suspiro, mientras que él man-tiene todos sus músculos en tensión. Se quedan un rato así sobre la cama de sábanas de muñequitos. El niño, incómodo, soporta el momento.

La madre sale del cuarto dando muchos pasitos cortos y afónicos, como temiendo hacer ruido. El niño la mira al salir apretando los dientes. Luego se levanta y cierra la puerta con seguro.

Junto a él hay un gigantesco pájaro. El animal lo alimenta con su pico. Le da de comer un líquido viscoso de color crudo. Le cubre con sus alas calientes, demasiado calientes. El pájaro está todo sucio. Su pico parece un plato viejo; está “despica-

Por David Roa*Prá.

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do”. Es un pájaro viejo. El pájaro le ama. El pájaro le dice: “Te amo demasiado”. Lía está mirando al pájaro pero él no quiere que lo vea. Lía se ríe del pájaro. El no quiere que sepa que es su mamá y la saluda como si estuviera solo. El pájaro empieza a caminar rapidito graznando lamentablemente. Se aleja, se va. Lía también se va.

—¡Levántese joven!Abre los ojos. El radio—reloj marca las 00:27 cuando

suenan varios golpes en la puerta. La luz roja de los números alumbra las baquetas. Sobre la silla—batería está el pantalón.

—Déjelo dormir, Miguel, que mañana tiene colegio—Sólo le voy a decir una cosita... —contesta Miguel con

ironía.El niño se quita las cobijas y se sienta pesadamente al borde

de la cama frente a la silla. Tiene los ojos puestos en el bolsillo de su pantalón.

—¿Hasta qué horas joven? —Insiste Miguel.—Déjelo dormir que él mañana arregla. Venga se acuesta

que usté también tiene que madrugar.El niño toma el pantalón con un movimiento inseguro y

del bolsillo saca el papelito blanco. Mientras lo desdobla con las manos temblorosas, los golpes en la puerta continúan. Obediente a las instrucciones, con la punta de una llave se lleva un poco del polvo blanco a la nariz. Aspira.

—¡Muévase mongo!Su cuerpo se tensa. Un poco de polvo cae sobre sus pier-

nas. Trata de recuperarlo con el dedo índice y se lo leva a la nariz con torpeza.

—No le diga así Miguel... Ya le dije que mañana arregla...Toma las baquetas de la mesa de noche. Se fija con dete-

nimiento en la forma en que su mano las empuña, las aprieta. Los golpes en la puerta continúan.

—Moooongo —dice Miguel, poniéndole a la palabra una música ridícula.

—Hombre, Miguel... —ruega la madre.Golpea la silla con rabia y se pone de pie. Su verticalidad

le produce mareo. Mira nuevamente su mano derecha empu-ñando las baquetas. La firmeza de su pulso empieza a declinar. Cierra los ojos y sacude la cabeza. Camina. Con la mano libre abre la puerta. Ahí está Miguel. Da un paso al frente quedando fuera del cuarto.

—¿En qué habíamos quedado, mongo? Tún tu—prá patupa—tutuprá Tun—tún tu—prá patu-

pa—tutuprá...Camina en cuatro cuartos. Por cada paso, se da dos golpes

con su mano derecha en la pierna del mismo lado (hi hat). Con la mano izquierda, se golpea la otra pierna cada vez que esta vuelve a adelante (redoblante). No hay más remedio que cantar el bombo.

Lía, vestida con la sudadera del colegio, se fuma un cigarri-llo sentada en el andén al frente de la portería del conjunto. El niño, al verla, acelera el paso —el ritmo —tratando de seguir de largo.

—Quiubo chino, ¿pa’dònde va? —pregunta poniéndose de pie. Habla sin sacarse el cigarrillo de los labios. Él se detiene y se mete las manos en los bolsillos. Le devuelve el saludo levan-tando las cejas.

—¿Va pa’ la tienda?—mmjj —¿Me gasta una chocolatina?Después de contar mentalmente la plata que lleva en el

bolsillo, el niño asiente con una sonrisa apretada. Empiezan a caminar.

—¿Qué más?—Bien.—Y què, ¿ya le hizo?El niño duda un momento.—No, todavía no.

*David Roa Castaño. (Bogotá, 1977). Tiene formación en música y literatura de la Universidad Javeriana, y Arte dramáti-co del Laboratorio Actuemos. Ha participado en dos festivales de Rock al Parque, en 1997 y 2005. Escribió libretos para se-riados de televisión (Caracol TV). Dirigió la lectura dramática de la obra de Alessandro Baricco Homero, Iliada. Ha trabajado en el sector editorial varios años como librero. Es bajista de la banda Cuerpo Meridiano. Escribe para revistas impresas y digi-tales. Ganó el II Concurso de cuento de las revistas GO, Guía del ocio, y Libros y Letras, 2007. Fue antologado en Señales de ruta (Arango Editores).

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Permaneció inmóvil en el baño: junto al retrete, diagonal a la puerta y frente al lavamanos. Miraba la bolsa abierta, no había visto las treinta cucarachas en celo bajo el retrete (sólo habían dos cucarachas macho). La bolsa tenía bastante; más de lo que él esperaba. Le entró una sensación de felicidad, una fe-licidad absolutamente fundamentada en la seguridad. «Lo ten-go en las manos, y hay bastante». Luego considero que pensar así era innecesario, después de todo, había por montones. Sacó una llave verde del bolsillo. «Si éste jean hablara, juep..., ¡qué cosas diría!». Las cucarachas seguían corriendo como locas de un lado para otro, se tropezaban y se apiñaban en el rincón para luego dispersarse por el resto del baño. Afuera esa voz del cantante de mierda, esa voz que pedía una trompada. Metió la llave al fondo de la bolsa, la sacó lentamente pegándola al borde. Arrastraba todo el polvo posible. «Mierda, mucho, mu-cho» Sacudió el exceso que cayó de nuevo en el interior de la bolsa. Acercó la llave a la nariz y después sssnnnniiiffff. «Otro pase y me largo de este baño». Metió de nuevo la llave; cuando la iba a sacar miró hacia el retrete y gritó «MIERDA, ESTA VAINA ESTA PODRIDA EN BICHOS». Saltó sobre ellas y sacudió los pies, temiendo que alguna se le hubiera metido por la pernera del jean. Si alguien lo hubiera visto habría pensado que bailaba. Se imaginó esa horrible sensación de una cucara-cha subiéndole hasta las pelotas, trepando por los pelos de sus piernas. Aplastó unas nueve (mató los dos machos). Las otras se escurrieron por una rejilla. Se le derramó el pasé que había sobre la punta de la llave verde. Refunfuñó, gruñó, metió la llave de nuevo y la sacó dirigiéndola directo a la nariz. Sssnnn-niiiffff. Hizo una mueca y respiró hondo varias veces. El espejo estaba roto y tuvo que inclinarse un poco para revisar su ima-gen fragmentada por las fisuras del cristal. «Limpia». Salió del baño y apagó la luz. «Nada de boleta». Entonces fue hacia mí.

— Ve al baño, Marco Aurelio — dijo — ojo con las cu-carachas.

— ¿De qué hablas? — Olvídalo, toma — cortó y me entregó la bolsa; aún ha-

bía bastante. Tamara llegó a la escuela Náutica. Pasó por una hilera

de tablas de winsurf y se sentó junto a mí. Me besó. Se sentía bien que todo fuera así un día después.

— ¿Quién es el tipo que canta? — preguntó Adrian.— No sé, pero cálmate, ya se va a callar. ¿Quieres un tra-

go?— Claro. Pero suave.— Como digas. Oye, esa barba es asquerosa. El tipo finalmente terminó su canción. Le di gracias

a Dios y entré al baño. Hice lo mío y luego salí. No vi ningún insecto. Luego subimos al segundo piso. Un árbol enorme de-rramaba su copa sobre el techo y oscurecía el interior. El bar estaba frente a la playa, se podían escuchar las olas como la ovación de un público femenino. Le dije a Tamara lo bien que se veía. Me guiñó el ojo. Luego la besé.

— Te sabe la boca amarga — dijo.— Debe ser el trago.Diego y los demás subieron con un grupo de paisas. Nos

acomodamos todos alrededor de la mesa. Dijeron sus nom-bres en voz alta: Catalina, Lucia, Amalia y Mónica. Hablaron sobre lo cómodo y bello que les había parecido el lugar, la luna, la noche, la música, la barba graciosa del músico, la música “rara” que colocaron a sonar cuando el guitarrista terminó su canción.

— Me comenzó a gustar el jazz cuando veía Tom y Jerry — dijo Tamara.

Diego servía el trago en vasos con hielo. Le dije que me sirviera bastante y que hiciera igual con Tamara. Tamara estaba concentrada en la música, miraba a lo lejos. Le pregunté si le ocurría algo pero me dijo que no. Que todo estaba bien. Tomé un trago largo que me corrió por la garganta frío y ardiente.

Por Orlando Echeverri Benedetti*

Adrián entra al baño.

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(Fragmento de la novela Rayas blancas de la carretera).

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-El tabaco arroja más muertes que las causadas por todas la guerras de los pasados cien años, incluyendo la I y II Guerra Mundial. Más de tres millones de personas mueran cada año como resultado del tabaquismo. OxicodonaDebido a que está regulada, adquiere precios elevados en el mercado negro. El precio en Washington, por ejemplo, ha llegado a ser de 50 centavos a un dólar por miligramo, siendo por tanto de 30 a 60 veces más caro que el oro .http://es.wikipedia.org/wiki/OxicodonaNombres usados para demoninar el Ecstasy o Éxtasis en las calles: Corona, Hoffman, Cadillac, E, Love drug, Pink pig, Adam, Ecsta, XTC. MDMA.De pronto alguien es capaz de pararse alguna vez a decir: “¿Saben algo? En apariencia a la gente le gusta ingerir drogas y beber. Tal vez nuestro gobierno debe educar a la gente sobre los efectos tóxicos de las drogas. Pero tal vez

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Una de las paisas dijo que quería fumar yerba. Las demás preguntaron si habría algún problema por fumar allí. El va-quero les explicó que podían hacer cualquier cosa dentro de la escuela. El denso humo que se desprendía de la punta del bareto hacía piruetas que la luz de los faros atravesaba. Tamara corrió la silla un poco a mi lado y se aferró a mi brazo. Aún permanecía en silencio. Volví a preguntarle que le ocurría, pero insistió en que nada. Que todo estaba bien.

COSECHA LITERARIA (Dossier drogas)

*Orlando Echeverri Benedetti. (Cartagena de Indias, 1980). Su primer guión cinematográfico se titula La ciudad de hierro, pero nadie ha tenido los cojones para llevarlo al cine. También ha escrito las novelas Rayas blancas de la carretera, y Los perros de la lluvia, ésta última traducida al marroquí y al yoruba, y el libro inédito de cuentos Noche sin balas. Graduado por ventanilla de Filosofía de la Universidad de Cartagena, actualmente escribe por centavo en el diario El Universal, de su ciudad natal. Fue antologado en Señales de ruta (Arango Editores).

sólo debemos aceptar que a la gente de ver-dad le gusta consumir sustancias que alteren su neuroquímica y permitir que la gente haga lo que quiera. Moby. (Richard Melville Hall). Músico estado-unidense. Su nombre artístico obedece al nom-bre de su tataratatara tío Herman Melville.So the WhiteHouse is asking for $ 2 million to fight the drug war in mexico.http://www.moby.com/journal?page=1Octubre. 23, 2007.

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La Movida L i t e r a r i a

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Turrón de chocolate Tú lo sabes Raúl, Tú debes saber quien dijo: “Como hierba fui y no me

arrancaron”.Entonces, ese árbol que te crece por la boca, con raíces

enredadas en el cielo,lo expresó mejor diciendo “Como yerba fui, y no me fu-

maron”. Qué te diré de mí, Gómez Jattin?Qué diré de la empleadita de BlockBuster,la meserita de discoteca, la secretaria del corrupto, la im-

puntual, la madre soltera?Ah?Yo no podría decir: Chocolate fui y no me comieron (men-

tiría)...Me entenderías si te digo que me estoy derritiendo, y las

hormigas me llevan de a poquitos?Y mi centro, Raúl, Ese centro líquido...Quién lo probará algún día?.De ausencias y usurpaciones El golpe fue seco; aún la mejilla te arde. Ella no te creyó. Te odió por mentirosa. Por malévola. Sin embargo,Conservas la sensación de su boca (Su terrible boca!) en tus

pezoncitos que apenas comienzan a abultarse.Te circundan las náuseas,Sientes asco de ti y de el rastro de sus dedos (Sus asquero-

sos dedos!) hurgando en tu entrepierna...y pensar que tienes que llamarlo papá(Él insiste en que le llames “papi”) Porque es él quien paga

el arriendo y cubre gastos con el sudor de su frente...Y qué decir del cobro general que te hace cada domingo

cuando ella va al templo,De la marca babosa que deja sobre tu piel? Te he escuchado hoy sollozar bajo la ducha.Te he escuchado prometerte jamás poner padrastro a tus

futuros vástagos

Te he escuchado preguntarle a Él del cielo, por qué el lugar de quien celaba tu honor

ha sido usurpado.

Perrault XXXJelou lobo!hoy tengo planeado nuevamente pasar por tus predios sin un ápice de temoriré cantando Lady Marmalade en voz altamientras hago estaciones inclinándome(Supuestamente)a oler las flores a mi vera.Espero que escondido en el follaje me observespor que mi falda es corta y le robé las bragas rojas a

mamá.Te acercarás, y seguiré cantando en francés a tu oídoentonces seré luna llena cuando con gesto felino rodee tu

cuello con mi caperuzay si algo saliera mal, si descubrieran nuestros encuentros, mi querido animal...Daré a las autoridades competentes mi mejor cara de niña

buenaY será excitante ver cómo te abofetean cuando empieces a

contar la historia como jamás la gente concebiríaY será perfecto mi salvaje amor,imaginarte en el presidio obligado a usar una braguita roja,para luego ser transgredido.

Queja Besa mi bocaSe sacudeBaja de mi piel...........................Ha terminado su fuego...y apenas el mío comienza.

*Nena Cantillo. Poeta cartagenera. Sus textos han sido pu-blicados en diferentes revistas y suplementos literarios de la costa. Hace parte del taller literario La Urraka. Su producción poética y narrativa se encuentra recogida en el libro De princesas retorcidas y mujeres inconvenientes. www.nenainconveniente.blogs-pot.com.

Por Nena Cantillo*Poesía

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La chispa nuclear

1.El ruido de un orgasmo vecinorompe el mediodía.Es diciembre.El ruido ilumina, demuestraque hay toda una ciudadrespirando intranquila.2.Mi corazón escomo un corazón de vaca:un bofe sanguinoliento. La muertea veces crece más rápidoque los chicos. Y ésa estambién una explosión.3.La fiesta humana, el momentoen que la muerte se olviday los ojos se encienden,no puede resumirse en un día.Aunque el fuelle destile la segunda explosióny todos se ajusten las máscaras.LugaresUn refugioAhora cabemosdoce millonesen la cabeza de un alfilery parecemos,como siempre,bacterias.Ya había imaginado sus carasdespués de la duodécima explosión nuclear.Ése fue mi resguardo,mi estúpido búnker.En el hospitalAmamos a Mudenza, que esla nueva cara del silencio;hay un lunar en su espaldaenamorándonos.Hay un día radiante,

algunos discos nuevosy novedades que no esperaba.¿Ves?Mi cabezano es de cuarzo.Una casa muertaHay un coche fúnebreen la puerta de tu casa.Desconozco al muerto.El cochero tienecara de milicoy el cura da justopara una publicidadde dentífrico.Hay un muerto más.Me alisto, con una camisa nueva,para que vengan a buscarme;los amigos no vendrán.

*Salvador Biedma. (Nació en 1979 en Buenos Aires, Ar-gentina). Estudia Letras en la Universidad del Salvador. Se des-empeña como corrector y periodista. Fundó y dirigió, junto a Alejandro Larre, las revistas La mala palabra y Mil mamuts. Aún no ha publicado ningún libro (tiene varios poemarios y una novela inéditos). Poemas suyos pueden leerse en diversos sitios en internet.

Por Salvador Biedma*

COSECHA LITERARIA (Poesía)

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La Movida L i t e r a r i a COLUMNAS

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En el mundo de lengua española, desacostumbrado a la concepción científica del universo, resulta muy raro encontrar-se con una revista cultural que eleve y trate científicamente la cultura. O una cosa es toparse con revistas de ciencia y tecno-logía, pero abrir una revista donde se aplique el mismo rigor a temas culturales, como Anthropos, no deja de sorprendernos. La idea maduró por más de treinta años en la mente de Án-gel Nogueira, y se cristalizó a principios de los ochenta poco después de la dictadura de Franco. Fue en Barcelona, lejos de la burocracia madrileña. Hoy, después de veinticinco años de ininterrumpidas ediciones donde nada de lo humano le ha sido

El estudio científico de la cultura Por Sebastián Pineda Buitrago*

Entrevista a Ángel Nogueira. Fundador de la revista Anthropos.

ajeno, el fundador de Anthropos examina el panorama desde su apartamento bogotano. Allí, atravesando el Parque de la In-dependencia, subimos para entrevistarlo. Sin duda es un gran honor que viva entre nosotros. En los próximos números de Anthropos promete abordar más temas latinoamericanos (una de los números del año entrante será sobre Alfonso Reyes, y acaricia la idea de homenajear a Germán Arciniegas). Su gran biblioteca nos acoge, y perfumados por la tenue luz de los ce-rros, nos damos a hablar.

Nos cuenta que en los años cincuenta se matriculó en Sala-manca en la carrera de filosofía y letras. Era una época de gran

Uly Zilock ©

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represión. A pesar de que aún seguía en pie la revista Occiden-te de Ortega y Gasset, en la academia dominaba la escolástica y una cultura del silogismo, es decir, de la repetidera que nun-ca llega a conclusiones contundentes. Ángel sintió que llevaba entre manos un pensamiento marginal, secular. Se echó fuera de España. Pasó por Roma y subió hasta Austria, en donde se puso a estudiar psicología clínica, una profesión científica. Se sumergió en la investigación de la Personalidad Base. ¿En qué consiste?, le preguntamos. Nos responde que parte de aquel sustrato de la cultura que no se modifica, una rama de la antro-pología que, más allá del interés exótico, examina lo personal y concreto, se cuestiona por el ser humano como individuo. Sus investigaciones sobre la Personalidad Base tuvieron lugar en Nueva York, entre los descendientes de sicilianos que tras varias generaciones seguían manifestando, por sobre las modas americanas, rasgos de su cultura original, de esa isla creadora de las mafias. Nos preguntamos en silencio si algo así no ocurriría entre los descendientes de antioqueños creadores de las mafias colombianas (pero para estudiarlo habrá que superar muchos prejuicios y escándalos entre los puristas). Ángel admite que no hay en el mundo ninguna cultura pura: todo es poroso, viene de anteriores y va a succiones. A menudo una ciudad, una región o un ambiente social, como creen algunos sociólogos, no nos definen. No nos podemos regir por arquetipos. Todo depende de la forma cómo vivamos los ambientes. Por ejemplo, dice, es posible que la mejor universidad nunca llegue a modificar a algunos universitarios, en parte, porque la academia a menudo opera sobre lo más superficial del ser humano; en parte, por la personalidad base, porque el estudiante no logra vivir esa ex-periencia con intensidad. En sus estudios de psicología clínica, Ángel también practicó la Logoterapia, o curación a través de la palabra. Si el lenguaje determina el pensamiento, los estudios sociales y aun científicos no deben pasar por alto la sociolin-güística, sentencia. Decimos “sentencia”, y es una exageración porque en su manera de hablar poco hay de sentencioso. Ni siquiera se molesta por poner énfasis en sus ideas. Somos no-sotros que las pescamos en el aire.

Avanzamos en su currículum vitae hasta llegar a 1973. Ese año regresó de Austria y Alemania a radicarse en Barcelona. Aún persistía el franquismo, y Ángel se dio a convocar las lla-madas Reuniones de Cooperativa. Todo el mundo cree que Barcelona es una ciudad culta, de izquierda, anárquica, revo-lucionara. Pero no: su burguesía es sumamente conservadora y durante la dictadura de Franco prosperó increíblemente. A los eventos llegaban policías del franquismo a revisar que no

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se conspirara contra el régimen, pero los mismos policías ya se sentían fatigados de tanta represión. En todo caso, las patadas de ahogado son las más peligrosas, y Ángel tuvo que sortear a los marselleses o sicarios. Las Reuniones de Cooperativa eran en realidad pequeños cursos en que se impartía una nueva me-todología de trabajo, donde lo científico empezara a incluir el contexto sociocultural, donde el pensamiento indagara la expe-riencia. Con miras a recuperar el legado de los intelectuales des-terrados de la república, María Zambrano, Gaos, García Bacca, etc., fundaron en 1981 la revista Anthropos. ¿Por qué el título? ¿Qué quiere decir?, le preguntamos a Ángel. La gente entiende algo relativo al “hombre”, nos dice, pero en realidad el tér-mino va más allá. Quiere decir “mirar hacia adentro”. Porque pensar es inventar continuamente una nueva realidad, romper criterios. En la metodología de la revista buscamos ante todo acercarnos a la lectura concreta de la realidad. Le preguntamos cómo ha hecho para seleccionar tantos textos sobre tan diver-sos temas. Valoramos cada texto por el nivel de conocimiento, apunta. Muy contrario a la academia, donde el docente se limi-ta a describir una cosa sin niveles, sin peso de conocimiento. Pero fijémonos en lo que decía García Bacca: de cómo la gente siente más miedo a pensar que a morir. Pensar por cuenta pro-pia es de las aventuras más osadas del mundo. Pero no hay otra forma para llegar la verdadera democracia: la sociedad se hace desde la individualidad. Lo que buscamos con la revista consis-te también en hacer que la edición se convierta en un proceso cultural, crítico, innovador y si se quiere político.

*Sebastián Pineda. ( Medellín, 1982). Investigador del Ins-tituto Caro y Cuervo. Autor de La musa crítica: teoría y cienciali-teraria de Alfonso Reyes, publicado por el Colegio de Nacional. Fundador de La Movida Literaria y de la Red Nacional de Es-tudiantes de Literatura.

See Wah See Wah Cheng ©

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Sin extenderme en el lugar común exculpatorio de las an-tologías por haber dejado fuera en mi selección cuentos y au-tores importantes, presento, sin más, a un colectivo y dieciséis autores colombianos nacidos después de 1970, reunidos en la antología Señales de ruta.

Maduros en su proceso vital y literario, los autores seleccio-nados parecen desleír las teorías sobre el cuento de los maes-tros del género narrativo—Poe, Quiroga, Cortázar, Anderson Imbert, etc—con el olvido de ensayos y decálogos que antes eran preceptivas y guías fijas, para ser hoy pequeñas sugerencias. La libertad en voces, tonos y referencias mass media o trans-

(Antología de cuento colombiano)Arango Editores.

Señales de ruta

PrólogoPor Juan Pablo Plata

culturales permiten cuentos con enriquecedoras menciones televisivas, cinéfilas y librescas, entre otras; cuentos infractores de las señas dadas por los maestros, por intimistas, por usar lenguajes de otras artes, diálogos rápidos y un humor negro en su mayoría, apto para lenitivo de lectores escapistas o bien para aterrizar a estos mismos y hacerlos volver a la realidad.

Con desbordado optimismo espero ver el canon de la lite-ratura colombiana afectado por este volumen en algunos años. Tengo una fe ciega en los cuentos y los autores seleccionados porque saqué el ripio y dejé lo divertido, lo lustroso para mos-trar una camada digna de los primeros años de un siglo y un milenio. Siglo y milenio agitadores de los ánimos de muchos con las especulaciones sobre las guerras, las enfermedades, el medioambiente, asuntos tecnológicos y virajes sociopolíticos de la nueva era. En lo personal una duda, que por menos ur-gente no más importante, me asaltó sobre cómo sería la litera-tura colombiana en los tiempos por venir, si habría renacimien-tos, estancamientos o novedades, si el cuento volvería a ser la apuesta de los autores y los editores.

La respuesta me llegó cuando Arango Editores me propu-so hacer una antología de cuento y descubrí más de un cen-tenar de escritores en el proceso de selección en mis lecturas de narraciones de diletantes, novatos, escritores profesionales, hombres y mujeres, colombianos en la diáspora con historias impresionantes, conmovedoras, risueñas, llenas algunas de una sencillez opulenta en vida y gran valía literaria.

Me sorprendió ver otras realidades contadas aparte de la tendencia por temas como la violencia y el narcotráfico o la denominada pornomiseria; hallé otras historias de personajes impiadosos en Equipaje de mano de Diana Ospina; escapistas, sufridores del desamor y gozadores de amplias pero extrañas alegrías en los cuentos Terapia de Ignacio Piedrahíta Arroya-ve— autor de la sobresaliente novela Un mar—, Yo también de David Roa Castaño, Human nature de Gabriela Santa y Entre las estaciones centrales de María Castilla. La picaresca del rebusque en la venta de arte falsificado y de poca monta en El cuadro del abuelo de Andrés Burgos; el oficio de traductor y negro litera-

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¿Cuál es su nombre legal?No para Innita. Quiere decir: “ yo para ella”, es como una

carta de San Valentín. Je. Me cambié el nombre legalmente en 1998, aquí en Colombia no es muy difícil este tipo de proce-dimientos.

¿Es usted Innita? ¿O quién es Innita?Innita es el símbolo femenino de mi profundo y verdadero

amor, ella es un personaje inventado en 1998 con el fin de re-presentar mi otra mitad, mi esposa infinita, mi chica, mi aman-te, mi compañera ideal: la mujer de mis sueños despiertos. Su distintivo son las pecas estrellas en sus mejillas. La historia de amor entre Innita y yo sucede ficticiamente en varios lugares y tiempos, contada en varios capítulos visuales y musicales en

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rio del protagonista de Combustión espontánea de Juan Sebastián Cárdenas son complementos de tramas con asuntos turbios, paranormales y de hondura en las fibras humanas más allá de la anécdota y la broma.

Con argumentos dispares van los cuentos La decadencia de lo bacano de Sebastián Pineda Buitrago, situado en un espacio clá-sico romano con una bacanal desaforada a finales del imperio y Gato traidor de Carolina Alonso; padecen igual contraste frente a las otras creaciones el cuento Cricket de Javier Arturo Moreno y Cárcel blanca de Liliana Carbone, ambos con argumentos en que los seres son extranjeros, emigrantes, seres encerrados, en una posición fuera de lugar sin oportunidad de adaptación ni espacio en el nicho deseado. La iniciación sexual es el tema de La noche sin balas del Orlando Echeverri Benedetti, quien jun-to a Gerardo Ferro Rojas son las dos grandes revelaciones de escritores desde de la costa caribe. El trío Las filigranas de per-der y Juan Álvarez tienen el saber propio de aquellos buenos contadores de historias sumado al uso del dialecto bogotano en el primer caso y mexicano, bogotano, chilango y más en el segundo. Lo policíaco corre por cuenta de Rubén Andrés Varona en Un vuelo de algo con alas de polvo.

Resta entonces la lectura morosa para evitar atafagos entre tanta variedad y esperar no muchos entuertos, para hacer el juicio de los autores incluidos en la antología con el favor de los lectores, la crítica y el mejor juez literario: el tiempo.

Entrevista a No.Para.Innita.

un género que se conoce literariamente como meta-autobio-grafía.

¿Qué programa usa para sus piezas digitales?Uso Adobe Flash 8, dibujo con ratón de computador. Yo

no uso Illustrator ni la herramienta de rastreo bitmap ni tabla digital. En mi trabajo de píxeles uso Artrage. También trabajo con tinta y lápiz, y defino el brillo, el color y el contraste en Adobe Fireworks para acabados.

¿Qué significa Ginotropia?“Gynes” significa mujer; y “tropos”, girar hacia: girar hacia

lo femenino. Es un estilo de vida inventado por mí, desde 1998 -en un cuento autogestionado y publicado ese mismo año- para definir mi lugar en el mundo: Yo defiendo la supremacía femenina. Yo percibo y siento lo femenino como lo superior y lo masculino como lo inferior. No creo en la igualdad. Las mujeres llevan la vida dentro- gestación-anabolismo- y afron-tan la sangre cada mes- menstruación- catabolismo, dos cosas hermosas que el hombre no puede experimentar, entonces el hombre debe inventar guerras y cosas sin sentido para tratar de alcanzar, en un nivel superficial, la creación y la destrucción, las dos fuerzas de nuestra naturaleza bipolar terrena.

En mi monólogo ya citado, Ginotropia, hablo de “El Ini-cio” : dentro del sol y las otras estrellas, lo femenino es lo único y el verdadero género; el hombre fue hecho accidentalmente afuera de la estrella sólo para vivir en este sistema binario. No existe tal cosa como la fuerza masculina en la unidad.

¿Es usted mujer o un hombre?Artísticamente soy una lesbiana en cuerpo de hombre: nací

como hombre fuera de las estrellas, en este pequeña Tierra. Orgánicamente soy hombre, emocionalmente soy una mujer y artísticamente una lesbiana. No he cambiado mi sexo, ni he cambiado genital ni mentalmente. Ni lo haré. Sólo he cambiado de manera artística mi sexo: nací hombre y lo asumo. No odio la fuerza masculina, ni me odio como hombre. No es traumáti-co, es solamente un rol pasajero. En este sistema binario, todo llega a un final, probablemente para regresar al “Inicio” citado arriba, pues como digo en una de mis letras de Innita

“La muerte es una Guerra que nadie gana”, ( www.myspa-ce.com/innita )

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