la rosa del azafrán

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Relato breve ganador del ii Certamén de Relatos de la Asociación Cultural las Alcublas. 2010

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La Rosa del Azafrán

El fresco de la mañana la hizo temblar momentáneamente cuando salió de la casa. A los pocos pasos de alejarse ya se había acostumbrado y saboreaba aquella humedad tan poco usual en las mañanas de junio. La neblina empezaba a desaparecer, pero el sol tardaría un rato en salir, justo más o menos lo que tardarían en llegar al bancal. Sus hermanas Mariem y Nuzeya intentaban seguir sus largos pasos medio dormidas, con los ojos legañosos y dando trompicones con los canastos llenos sobre sus cabezas. - ¡Llevad más cuidado o tiraréis todos los bulbos por tierra! No quería que nada las retrasase, porque hoy tenían muchas tareas: primero el trabajo en el campo, luego con los animales, preparar la comida, por la tarde de nuevo los animales, y por fin al anochecer, después de la cena, podría ir a ver a su abuela. Todos los atardeceres del año iba a visitarla y le hacía compañía durante un tiempo que siempre se le hacía corto allí, escuchando boquiabierta sus historias, aprendiendo sus oraciones, descubriendo las palabras que se escondían tras cada hierba, tras cada signo, tras cada forma… Lo cierto es que las tareas del día eran más o menos las de un día normal de finales de primavera, solo que ella estaba especialmente nerviosa, aquella noche le había prometido algo. Debían plantar todos los bulbos de azafrán antes de que el sol estuviese alto, y la dura tarea en cuclillas se les hizo sin embargo dulce porque les hacía ilusión, porque era la primera vez que se plantaba algo en aquel bancal, construido ese mismo invierno por su padre y sus hermanos con mucho esfuerzo. Una cosecha de azafrán era una buena forma de estrenarlo. Aquella noche la habitación olía a tomillo y a salvia, y en el hogar un fuego vivo le dio la bienvenida. Su abuela la esperaba cubierta con un extraño velo de color rojo intenso que nunca antes le había visto puesto. La sentó frente a ella y cogiéndole las manos le habló con esa suavidad que dan los años y la sabiduría: - Zayda, dentro de poco me sustituirás y te convertirás en “los ojos” de la familia. Tuya será la responsabilidad de interpretar los signos para saber tomar las decisiones adecuadas… Toma, esto te ayudará a no equivocarte-, y de una pequeña bolsa que escondía en el pecho sacó la brillante piedra azul que tantas veces le había visto acariciar entre los dedos, y se la entregó, cerrando con fuerza la mano que la recibía, como asegurándose de que iba a estar allí durante mucho, mucho tiempo. - ¡Pero abuela, tú vas a seguir siendo nuestros ojos durante muchos años más!-, protestó, aunque sabía que los ojos de la abuela Sarai brillaban cada día más débilmente, como la luz gastada y tímida de un candil poco antes de apagarse, un candil cuya luz se extinguió a los pocos días.

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El verano llegó y con él comenzó un tiempo de incertidumbres: las “razzias” de los cristianos eran cada vez más frecuentes y las tropas invasoras más numerosas. En el ambiente la preocupación era cada vez mayor ante la inseguridad que se vivía y ante las noticias que llegaban de la cada vez más desdibujada y cercana frontera, de modo que fue convocado el Consejo de la aldea. Reunidos los ancianos en la mezquita se discutió sobre qué debían hacer: ellos no eran guerreros para luchar, y tampoco iban a huir de las tierras en las que ya vivían sus tatarabuelos, esas tierras que con tanto esfuerzo habían robado al monte… Entre los vecinos de la aldea la resignación fue la actitud más generalizada, la mayoría decían que los cristianos eran tolerantes y que si no se les oponía resistencia todo seguiría igual. Se acordó que, llegado el caso, se mostrarían sumisos y colaborarían con los guerreros cristianos. Pero los signos no decían eso, Zayda sabía que era cuestión de tiempo, que sólo serían tolerantes consigo mismos y que ciertas cosas cambiarían y mucho.

* * *

El viento soplaba con fuerza junto al manantial mientras bajaba los escalones de la cava hasta llegar al agua. Agachándose llenó el cántaro que llevaba. Desde allí el aire se escuchaba silbar agudo afuera y se le iban a una las ganas de salir, sólo la oscuridad y el repentino frío húmedo parecían empujarla hacia el exterior. La oscuridad y el repentino frío, sí, pero también aquella pequeña piedra que guardaba en su bolsillo y que de tanto en tanto tocaba con gesto mecánico, como para asegurarse de que seguía depositada allí. Entrecerró los párpados para evitar que le entrase polvo en los ojos y salió del pozo con decisión hacia la casa. Empujando el portillo entró con un golpe de aire que removió el interior e hizo temblar la luz del candil y las llamas del hogar. En una mesilla sus dos hermanas pequeñas se afanaban en moler trigo para preparar sémola. Ella se refugió en un rincón, a escondidas de sus miradas. Aquella mañana había ocurrido el último de los

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hechos que la empujaron a tomar su decisión: al mediodía un gavilán dio varias vueltas en círculo sobre la aldea y de repente cayó fulminado frente al pozo. Eran ya demasiados signos para ignorarlos, así que sería “los ojos” de la familia. Sin querer pensarlo mucho estiró la mano con la palma hacia arriba e hizo un breve corte con un cuchillo en la yema de su dedo corazón. Breves gotas empezaron a caer, tintando de bermellón el agua del recipiente: una, dos,…quince… Tras vendar la herida con una tira de tela, retiró con cuidado el pequeño lebrillo y lo sacó de la casa. El aire había cesado y desde un cielo limpio y claro la luna casi llena iluminaba con fuerza los campos. Las piedras alineadas de los bancales parecían hilos de una enorme telaraña plateada, y en su centro la casa con su porche, y el corral con la era. En medio de ésta colocó con cuidado el cuenco, y hurgando entre las ropas sacó la piedra azul y la dejó caer con triste suavidad dentro del agua. Después se retiró a dormir. Apenas clareaba cuando se despertó y salió apresuradamente a la era, esperando que nadie la viese. Introdujo la mano en el agua fría y sacó la piedra sin mirarla, guardándola en su bolsa. Arrojó el agua al barranco y volvió a casa. La mañana transcurrió como de costumbre: después de avivar la lumbre y tomar algo para desayunar, preparó un hatillo con comida para los hombres y marchó con sus hermanas al corral para sacar las cabras. Las acompañó durante un rato y luego volvíó a preparar la comida. Ese día el guiso sería sencillo, porque quería preparar pan para toda la semana y amasar y preparar el horno le iba a quitar bastante tiempo. Después de comer aprovechó la calidez de la tarde para hacer un viaje al pozo a por agua: en secreto confiaba en tener la soledad necesaria para leer en la piedra el resultado del sortilegio de la noche anterior. Lo podría haber hecho a lo largo de la mañana pero deseaba hacerlo con tranquilidad, lentamente, para tener la certeza de interpretar sin lugar a dudas los signos, tal y como le había enseñado su abuela. En el fondo retrasaba el momento a conciencia, porque sabía que las otras señales que había observado las últimas semanas eran inequívocas. Sentada de medio lado levantó la piedra al sol, y el tono rosáceo algo lechoso que había adquirido por la noche dejó entrever unas líneas rojas entrelazadas. A los pocos segundos cerró los ojos y las líneas permanecieron en sus pupilas con mucha claridad, inmóviles y destacadas entre destellos amarillos que se movían alrededor. Ella se concentró un buen rato y permaneció así, con los ojos cerrados, hasta que las líneas desaparecieron por completo y mucho más, hasta que el fresco del atardecer la hizo volver en sí. El final estaba próximo y era ineludible. Una tarde, aproximadamente al mes de la reunión del Consejo de la Aldea, llegó corriendo el hijo de Ibn Kasim, vecino de Zayda: jadeaba y apenas se entendía lo que decía aceleradamente. Una nube de polvo se aproximaba a la aldea por el camino de Xérica. No podía ser nada bueno. Los ancianos se reunieron aprisa y decidieron esperar en la entrada a la aldea, mientras el resto de la gente se encerraba expectante en sus casas. Al cabo del rato llegó el sonido de caballos acercándose e

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hicieron su aparición al galope ocho jinetes sin armadura ni escudo, con lanza y una larga espada colgada al costado de su cabalgadura: eran la avanzadilla de un gran grupo que ya estaba próximo, a juzgar por la nube que se acercaba. Tras hacerse una rápida composición de lugar, el que mandaba a los exploradores dio un par de órdenes y cinco de los jinetes se desplegaron por la aldea al tiempo que los otros tres se acercaban al Consejo. De ellos uno era un renegado al servicio de los cristianos que comunicó con altivez que las tropas del rey Jaime de Aragón iban a pasar la noche en aquella aldea, y que nada malo ocurriría si les ayudaban en todo lo que necesitasen. Al poco unos ciento cincuenta guerreros a caballo y un gran número de escuderos y porteadores con mulos comenzaron a llegar, una multitud ruidosa que montó su campamento en torno al pozo, invadiéndolo todo. En las casas los niños lloraban asustados en brazos de sus madres, temerosas de que el llanto pudiese molestar a los invasores. Aquel día la palabra guerra dejó de ser una noticia traída de vez en cuando por algún viajero, para convertirse en una realidad temblorosa.

* * *

El sol del amanecer surgía desde el mar entre Dàniyya y Xàbea cuando, acabada la oración, Zayda y sus hermanas comenzaron a recoger en cuclillas las pequeñas flores. Trabajar como jornaleras era duro, pero sabían que no siempre sería así, que era algo transitorio, como transitoria era su presencia en aquel reino. Hacía casi dos

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años que habían abandonado su casa en la Alqubba y habían comenzado su viaje hacia el Sur, y un año desde que los cristianos conquistaron Balansiya. La guerra parecía haber concluido, pero todos sabían que era algo momentáneo, como el instante de respiro que el corredor se toma antes de volver a iniciar con más fuerza su carrera. Si, en cierto modo existía un paralelismo entre el ritmo de la guerra y su viaje, su huida hacia una nueva tierra donde no sentirse amenazadas. De momento todo sería provisional, todo sería efímero salvo sus esperanzas y sus recuerdos, salvo aquellos hermosos sueños de futuro que una vez tuvieron sembrando bulbos en un pequeño bancal, aquellos sueños que ningún invasor podría nunca arrebatarles, que pervivirán para siempre encerrados en el color violeta de cada nueva rosa de azafrán.