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Ponencias presentadas en la UIA en el 2010 con motivo aniversario de Niklas Luhmann

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8 Actores políticos*

Klaus Peter Japp (Traducción: Javier Torres Nafarrate)

I. El concepto de actor

El concepto de actor marca -quizás de la manera más perceptible- el lugar tan especial que guarda la teoría de sistemas. En el lenguaje ordinario se parte —como cosa sobreentendida- de los actores, en el sentido de individuos que actúan. Éstos tienen motivos y actúan en consecuencia. Desde la perspectiva de la teoría sociológica de sistemas, esta representación, apenas con dificultad, se salva en la diferencia conciencia/comunicación. Desde el lado de la conciencia, el individuo debe darse a conocer, y por tanto necesita enlazarse en la comunicación. Y para el individuo, la conciencia es el lado-no-marcado de la distinción entre conciencia y comunicación. Esto que para la praxis cotidiana es una unidad compacta de percepción (pensamiento, participación, entendimiento, acción e incluso individuo que actúa), en la perspectiva de la teoría sociológica de sistemas se disuelve precisamente en la diferencia entre conciencia y comunicación (Luhmann, 1955b).1

* Este artículo apareció en castellano (por cierto en traducción espléndida del doctor Marco Estrada Saavedra) en la revista Estudios Sociológicos, México, El Colegio de México, vol. xxvi, núm. 76, enero-abril, 2008, pp. 3-32. 1 La equivocación en esta diferencia provoca que se pueda designar (un poco a la americana) como "constructivismo a medias", sobre todo en la sociología de los medios y en la sociología

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Para la sociología teórica de la acción, el concepto de actor designa el lugar de aquella causalidad principalmente psíquica y so-cializada, que al fin y al cabo -como lo dice Hartmut Esser, 2004-2

es la que siempre actúa. Desde la perspectiva de la teoría sociológica de sistemas, el actor es -por el contrario- un domicilio social que la misma comunicación discurre con el fin de autodirigirse. La comunicación se resume en acciones (Luhmann, 1984, pp. 225 s.), sobre todo por la responsabilidad de sus consecuencias. Podría decirse también que la fluidez de la comunicación - la simetría entre información/darla-a-conocer/entenderla- adquiere la capacidad de enlace reduciéndose a la acción. El concepto de actor/persona se refiere a esta función.3 Entonces, puede decirse: "Eso lo dices tú", para poco después preguntarse: ¿"Cómo es que dices eso"? Lo pri-mordial no es la acción, sino la comunicación, que en el transcurso se bifurca mediante procesos de atribución.4 Se ve de inmediato que el concepto de actor está colocado muy abstractamente como para

política: todo se designará como "construido" menos la unidad que construye al "verdadero actor", al individuo. Entonces, se pierde la posibilidad de aprehender a la comunicación como operación autorreferencial y formadora de sistemas. Para la teoría de sistemas, de allí resulta la exigencia de poder describir al actor -que es construcción y verdad. 2 Esto, naturalmente, como antes, en la tradición de Max Weber, para quien el "sentido subjetivo mentado" del actor era un momento decisivo de la acción particular. Junto a esto, para él también era importante la relación con la expectativa de los otros, ya que esta relación era la que fundaba la socialidad. No nos involucraremos en la discusión que estas definiciones han suscitado. Nos remitimos tan sólo -en modo reprensiblemente suelto- a la duda exten-dida sobre si con un concepto tan restringido de acción puedan aprehenderse los órdenes sociales complejos. En la sociología, en respuesta a esta duda se encuentra la constitutiva posterioridad del sentido - la cual, cuando la situación lo exige, se desarrolla y se atribuye a la forma del "motivo"-. En todo caso, como causa del actuar, el "sentido subjetivo" y los "motivos" son incompletos porque siempre existen demasiadas causas originales que entran en juego (Warriner, 1970; Weick, 1995: Luhmann, 1984). El mismo Weber se mantuvo en el segundo momento (que hace posible la socialidad) de su prominente definición. 3 "Se preguntará qué son en realidad estos sujetos de la acción (agents, actors); cuando lo que en ellos hay de personality se diferencia primero en un sistema de acción, por tanto no es algo que venga dado en el sistema" (Luhmann, 1984, p. 151). 4 Es notable que muchos de los principales conceptos de la ciencia política no puedan -desde la perspectiva de la teoría de sistemas— asumirse (como con frecuencia se cree), sino que deben reconducirse mediante la comunicación y reconstruirse mediante el mecanismo de atribución; por ejemplo, actor, persona, poder, racionalidad, efectos de conducción... Esto se debe, en primera línea, al estatus de la ciencia política como "teoría de reflexión" del sistema político: sus conceptos resultan de una relación de lealtad al sistema (Góbel, 2000) y no pueden simplemente aceptarse sin atenuantes.

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que pueda designar la realidad de un domicilio de la comunicación. Se percibe que los domicilios tienen nombres y que remiten a in-dividuos: si comunicativamente se les toma en cuenta, se vuelven, de manera automática, individuos,5 se vuelven personas, aunque en la comunicación ellas no se toman como sujetos con total validez, sino como "expectativas de conducta atribuidas individualmente" (Luhmann, 1955a), esto es, como unidades de comunicación. El otro lado del "actor ficticio" (Hutter y Teubner, 1994) no es un "actor real" en el sentido de una persona completa que pueda encontrarse. Si la persona se da, entonces lo hace encapsulada en la conciencia, y allí percibe su cuerpo y experimenta dolores. Para la comunicación -de manera contraria al concepto de acción- todo esto no es más que un efecto de la atribución o un tema de la autodescripción. Debe abandonarse el concepto de "actor-ficticio" al igual que la distinción, ligada a él, de "actor-real". En su lugar entra la distinción persona/ actor. Al parecer no hay ninguna dirección para la atribución-en-sí de las acciones o, dicho de otro modo, no hay ningún domicilio sin trasfondo personal.6 Nadie designa a una persona que conoce más o menos bien como actor. Por el contrario, hablamos de actores cuando nos referimos a quienes desempeñan roles, cuando a pesar de que anteceda un escaso o nulo conocimiento personal se les atribuye capacidad de acción, porque en principio podemos obtener este co-nocimiento de la persona.7 Lo normal es que se use un concepto de actor dirigido a eliminar la indeterminación de la comunicación.

Los actores aseguran a la comunicación la capacidad de enlace, simplificando una determinada atribución de la acción, la cual, a su vez, puede comunicarse. Los actores llevan, por una par-te, una vida entre individuos de alguna manera señalados y, por otra, una comunicación general con capacidad de acción o incluso de domicilio (Fuchs, 2003, pp. 18 ss.). La "variante general se en-cuentra - y no por casualidad- en la versión de la teoría de sistemas

5 Quizás pudiera decirse que las "personas" están acopladas firmemente a la conciencia y los "actores", débilmente. O, también, que los actores son domicilios generales estandarizados, mientras que las personas, domicilios individualizados que uno conoce. 6 O trasfondo corporativo en el caso de los actores organizados. 7 Debido a que este contexto hace, evidentemente, referencia a una metáfora de teatro de Goífman, no la citamos en detalle.

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de la conducción teórica" (Willke, 1994) y en el susodicho (aunque especialmente burdo) institucionalismo de Colonia centrado en el actor (Mayntz y Scharp, 1995). En este contexto hay que remarcar que de ninguna manera se trata de volver a reavivar la división en-tre individuo y rol.8 Cómo podría decirse eso si dicha separación viene, necesariamente, dada por la diferencia entre comunicación y conciencia. Aquí se trata de la separación entre persona y rol (ac-tor), que se documenta a través de las correspondientes expectativas dirigidas a las personas o a los roles (Luhmann, 1984, p. 430). De las personas esperamos que se den a conocer. Desde la perspectiva de la comunicación, esto lo exige la atribución. Aunque podríamos enlazarnos con lo que roles de Wall Street (para nosotros totalmente desconocidos) participan -esto es sólo posible porque podemos presuponer que "detrás" se encuentran personas, aunque no las conozcamos. Se trata de domicilios generales de la comunicación. Un actor es un artefacto de atribución, mientras que una persona que se vuelve domicilio no puede entrar al acto comunicativo sin una dimensión psíquica.

El problema se encuentra en una inexactitud del concepto central. Aunque no se trata sólo de inexactitud, ya que ésta resulta -al menos ésa es nuestra sospecha- de un resto no bien digerido, proveniente de la teoría de la acción, de un obstacle epistemologique (Luhmann, 2005, pp. 32 s.). Esto trae como consecuencia una ofensiva específica y, sobre todo, una inseguridad en la investigación teòrico-sistèmica, a la cual no le queda otra que remitirse a actores.

En la crítica estándar que se hace a la teoría sociológica de sistemas, frecuentemente se presenta como el presunto punto débil el concepto de actor, que sirve para dar entrada a la subjetividad o a la personalidad; aunque a partir de la presentación del concepto de persona (Luhmann, 1984, pp. 125 s.), de ninguna manera puede hablarse de punto débil. Más bien, uno puede imaginarse una diferencia que divide el concepto abstracto de actor del concepto concreto de persona, circunscrito a las expectativas de conducta personales. Si se piensa la atribución personal de las acciones desde la función de comunicar, la secuencia es correcta: la repetición y

8Advertencia de uno de los dictaminadores de este artículo.

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la diversificación de esta atribución crean un esquema de persona hacia donde quedan encaminadas, constitutivamente, tanto la comunicación como la conciencia. Y se ve: la persona resuelve el problema de la doble contingencia delimitando lo posible. Para quien tiene que ver con personas, el campo de la comunicación aceptable se reduce drásticamente. Los actores están mucho más atados a expectativas impersonales y en este sentido rinden menos y, al mismo tiempo, más. Menos, porque los actores dejan más campo a la complejidad; más, porque desde un principio pueden quedar enlazados a complejas relaciones entre roles y programas -actores bursátiles, actores de la liga de fútbol-. En todo caso, esta solución de comunicación simétrica siempre presupone que se atribuye a un actor o a una persona el hecho de que ha comunicado. ¿Cómo es que entonces se llega a la delimitación de la doble contingencia?

Es notable que esta diferencia entre actor y persona no se atienda. En un trabajo de Hutter y Teubner (1994) se introduce el concepto de "actor racional".9 Sirve para describir los criterios de una comunicación-racional funcionalmente especificada -igual que un actor que se comporta de manera racional-. Orientándose por la diferencia entre costos y beneficios o por la diferencia entre normas y conducta surge el homo oeconomicus o el homo juridicus. Con este concepto de actor se liquida todo momento de la perso-nalidad. Sólo sirve cuando se trata de la acción racional especificada funcionalmente y, por tanto, cuando se trata de un esquema que llena la función de ser una estructura de expectativas altamente generalizada para la comunicación.10 Estos autores disuelven la di-ferencia entre el concepto de actor y el de persona al identificarlos. De allí se sigue la singularidad de un concepto de persona total-mente despersonalizado, es decir, un constructo de actor racional

9 En el neo-institucionalismo se encuentra una idea parecida de "actor racional" (Meyer y Jepperson, 2005), aunque en referencia a Weber y, en este contexto, como tipo ideal de la racionalización social. Como Idealtypus esta teoría está muy cercana a lo que nosotros queremos entender por actor. 10 En vista del problema de la doble contingencia tomamos -en este plano de abstracción- la función (liberadora) de la persona como medio simbólico generalizado de comunicación. Para ejercer la amenaza simbólica del poder basta la supeditación de los actores, quienes se someten y obedecen. Para poner en duda u oponerse, la comunicación empieza a personalizarse. No se conoce al vendedor de autos como persona, pero sí como actor.

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funcionalmente especificado, el cual a su vez debe ser persona. Se sale de esta inconsistencia -s i no es que paradoja- sólo cuando se parte de la determinación de la persona como "delimitación de una conducta atribuida a un individuo" (Luhmann, 1995a, p. 148) o cuando se entiende a los actores como estructuras (domicilios) especificadas funcionalmente -actores que no pueden ser personas pero que deben ser considerados como personas-. No se conoce a la persona pero no puede dejar de tratársele como tal. El esquema de la racionalidad -en la caja del supermercado, en el bufete, en el registro público- queda ligado a la persona. De esta manera, se entiende mejor cómo se llega a estos "actores ficticios" (Hutter y Teubner, 1994). Son el producto final de la generalización del es-quema-persona en el transcurso de la despersonalización del rol. Son -en el sentido de Mead (1972, pp. 152 s.)- "el otro generalizado" por el cual el individuo se orienta hacia la identidad general del rol {me), cuando ha dejado ya detrás de sí la especificación personal (selfi. Puede verse - a partir de que el individuo permanece conocido como persona en lo que es— que el esquema-persona (a diferencia del de actor) posibilita el acoplamiento estructural entre individuo y sociedad. El concepto de actor remite a la capacidad de actuar racionalmente (Meyer y Jepperson, 2005). Reduce, por una parte, tantas posibilidades que puede tomar la función del esquema-per-sona. Puede decirse que el actor es una persona que no se conoce. Por otra, tanto los actores racionales, generados en la comunicación, como las personas psíquicas que intervienen en ella se encuentran en un nivel de despersonalización. En este lugar interesa ver cómo es posible representarse esta generalización complementaria. Sin ella (una vez reespecificada) no sería pensable la relación con la memoria, además de que esta relación de complementariedad de las operaciones psíquicas y comunicativas es cercana al concepto de esquema: los esquemas son los que se olvidarán y se recordarán.

II. Autoesquemas

Los esquemas son reducciones de contextos complejos de aconte-cimientos. Un esquema descarga la comunicación (y la conciencia) de las exigencias de racionalización y extrae del no-saber modelos

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conocidos, generadores de significados. Especialmente las situa-ciones dotadas de una pluralidad de significados (interpretaciones incompatibles de un hecho) y de desconocimiento (no-saber) desatan la movilización de esquemas, los cuales se enlazan a algo ya conocido (Moscovici, 2001, pp. 36 s.). Lo decisivo es que los esquemas no simplifican sólo una realidad que con dificultad puede conceptuarse -las simplificaciones son esquemas sobre todo por su trasfondo de complejidad en principio incontrolable, como en el caso de la comunicación política—. En esa medida, los esquemas son sólo eso, esquemas. Su otro lado no es directamente la total realidad," sino la falta de limpidez u otros esquemas. Lo que en la literatura se contempla poco es la pregunta de por qué la comunica-ción política se refiere a esquemas. Cuando lleguemos -en respuesta a esta pregunta- al concepto de memoria se verá que se trata de la "memoria colectiva", la cual tiene en la base el colectivo y no la comunicación (Assmann, 1999; Rydgren, 2007). Debe partirse, sin embargo, de que los sistemas que procesan sentido tienen su propia memoria (comunicación/conciencia) con la que se orientan. De otra manera no quedaría claro cómo una comunicación se enlaza a la que le antecede -siendo ésta un puro acontecimiento que se desvanece de inmediato-. Y tampoco podría explicarse cómo puede darse una comunicación consistente, como tampoco un pensamiento consis-tente, si estas operaciones no pudieran apoyarse en la memoria.12

Se sabe que la función primaria de la memoria consiste en olvidar. Cuando se trata de planes de acción, lo que sobrevive al olvido son los esquemas y los scripts. Para los fines aquí contemplados el esquema-persona posee un significado central. Posibilita el aco-plamiento estructural entre conciencia y comunicación. No es obvio que esto sea así. Hubo tiempos en que la conciencia no descollaba y que las acciones se remitían a los espíritus, a los dioses, a la natura-

11 Así, el mainstream de la bibliografía sobre la social cogninon (por ejemplo, Johnson-Cartee, 2005). 12 En este caso, la comunicación ya no sería una operación independiente, tal y como la ve el mainstream de la teoría de la acción. En este lugar no podemos considerar cómo esta memoria, y también la de la persona individual, pueda entrar en concordancia con el pre-sente interpretado mediante diversas heurísticas y bias y, al revés, cómo esta interpretación pueda compatibilizarse con una memoria "representativa". En todo caso, véase, Kahneman et al. (1982), y la síntesis de Rydgren (2007), quien liga el selectivo bias del recordar a la codificación analógica y a la narrativa.

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leza, a la razón (Meyer y Jepperson, 2005). Con la individualización de la persona se instaura la exclusión de la individualidad (Moos, 2002) y, entonces, ya no puede presuponerse a la persona como algo obvio o natural. El individuo no forma parte de la sociedad. En esta situación, el esquema-persona da oportunidad a la comunicación de reducirse a acciones y a la conciencia, de comprometerse con la persona. Por la asimetría que se crea a la hora de atribuir la acción a una persona -sobre todo la responsabilidad de las consecuencias de la acción—, es la comunicación misma la que fuerza la emergencia de la persona (Luhmann, 1984, pp. 125 s.). Y allí la conciencia acompaña: interpreta la atribución como autoatribución, para poder construir, acumulativamente, la experiencia de un "sí mismo" capaz de actuar. A la persona se le atribuyen, de manera reiterada, acciones participadas, que la conciencia rehace sucesivamente recurriendo a esquematismos binarios del tipo pasado/futuro, sistema/entorno, ego/alter y al muy elemental de conforme/desviado. El esquema-persona, mientras sólo se aluda a él (Luhmann, 1995a), se convierte en un puro constructo de comunicación, aunque también sirve al individuo para fines de inclusión social, en la medida en que pueda limitarlo al ser personal. Podría decirse que la persona no se hace por sí misma persona.

En la psicología social estadounidense, este proceso de socialización se describe con ayuda del concepto de esquema (Fiske y Taylor, 1991 ; Fong y Markus, 1982). En el trasfondo está un pro-grama de investigación que describe la construcción "del sí-mismo y de su identidad", ya no en primer término a partir de la perspecti-va de internalización de las expectativas normativas, sino de las expectativas cognitivas y, correspondientemente, del conocimiento y no del esquema conformidad/desviación (DiMaggio, 1997).13

A partir de la experiencia de participar en la comunicación, el "sí mismo" se desarrolla gracias a que se hace de esquemas con los que se aprehende como persona. Estos autoesquemas se presentan ordenados jerárquicamente, con un autoconcepto generalizado en la cima. Uno se ve a sí mismo, por ejemplo, como una persona espe-cífica independiente y observa sus propias acciones y a los otros con

13 Sociología de la Social Cognition.

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el esquema dependiente/independiente. Puede hablarse también de heteroesquemas, los cuales reflejan el hecho de que la heteropercep-ción depende de los propios esquemas adquiridos (Markus y Wurf, 1987).14 El compromiso psíquico y la confirmación comunicativa de la personalidad a partir de las atribuciones que se hacen cuando se comunica y cuando se participan las consecuencias de la acción, delimitan las posibilidades de los dos lados, de tal suerte que no se agota la cooperación entre conciencia y comunicación (Schneider, 1998). El esquema-persona posibilita, al mismo tiempo, que de los dos lados (con la especificidad de cada sistema) se utilice con amplitud el mismo esquema, sin recurrir a la intersubjetividad.15

Esto es válido sobre todo para la moral (Luhmann, 1984, pp. 317 ss.), aunque en la sociedad moderna también es válido para los esquematismos abstractos de los sistemas funcionales, en los cuales uno puede comportarse con estilo personal (traits), por ejemplo, como político, pero no necesariamente como elector. Pero esto funciona sólo cuando comunicativamente se contraobserva con el mismo esquema-persona, porque de otra manera nadie lo notaría: la intención quedaría oculta en la conciencia.16 Es necesario comunicar y -como siempre- atribuir. De un "actor racional" podría esperarse que se esfuerce por la obtención de ganancia o que actúe conforme a derecho, pero no que sea un buen ser humano. El "actor racional" es él mismo un esquema, gracias al cual pueden orientarse la comu-nicación y la conciencia: lo mismo de manera más personalizada que menos personalizada. Eso depende de los acoplamientos, de las expectativas realizables (personal vs. generalizable) que el esquema-persona tolera y, al mismo tiempo, posibilita.

14Lord y Foti (1986) diferencian los esquemas en autoesquemas, persona-esquema, scripta «rat-esquema y persona-en-situación-esquema. 15 "La especificidad de cada sistema" significa que la conciencia puede suponer intersubje-tividad, y aunque la comunicación renuncie a ello, la conciencia apoya dicha suposición (Schneider, 1998). 16 Sobre la función de las intenciones hay que decir que se trata de una atribución (según Schütz, típica) a la persona, gracias a la cual la comunicación se descarga y puede dirigirse. Se trata, pues, al parecer de una simplificación, colocando en otro lado la responsabilidad construida causalmente. Lo que alter o ego hayan querido decir es inaccesible (Schneider, 1998).

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III. La socialización de la persona

¿Cómo es que los individuos llegan a utilizar distintos autoes-quemas, con cuya ayuda logran intervenir en una comunicación tan diversa y muy diferenciada? Siguiendo a Mead se trata de dos procesos básicos;17 por una parte, de toma de posiciones, de roles y, en general, de expectativas (o mejor dicho, de expectativas de expectativas) y, por otra, de su generalización temporal, objetual y social— como se diría en la actualidad —. Y en Mead esto es válido tanto para la conciencia como para la interacción. La formación de expectativas a través del rol o de la attitude taking es el proceso

básico de la constitución del "sí-mismo", que se compromete con-sigo en la comunicación de manera muy diferenciada en calidad de persona: allí está totalmente involucrado y no sólo de manera terminantemente subjetiva (Luhmann 1995d).

Luhmann (1995c) señala, en este contexto, la capacidad de descubrir en el entorno del sistema a otros sistemas, sobre los cuales pueden establecerse expectativas. Ante esta formulación general, tanto Mead (con la significancia") como Schütz (con la relevancia del problema") elevan la presión para que se formen expectativas. En las dos tradiciones teóricas la comunicación (establecida como interacción) depende de la capacidad de colocarse en la perspectiva de un alter-ego. Allí es donde queda establecido el recurso primario de la socialización en las dos tradiciones. Sobre todo Mead (1967, pp. 67 ss.) hace depender la creación comunicativa del meaning de la capacidad de anticipar la reacción del otro en sí mismo (lo que equivale a la constitución del sí mismo). Naturalmente que Luhmann no ignora que la recepción de expectativas ajenas sólo es posible cuando éstas se anticipan y cuando se corrigen. Pero para él, éste "se" es ya desde siempre comunicación. El acoplamiento con su entorno psíquico interesa sólo de manera general (Schneider, 1998). Debido a la estricta separación entre conciencia y comu-

17 Está claro que este lugar no da para que se desarrolle una teoría originaria de la socialización. Se trata tan sólo de mostrar que los conceptos básicos para incluir el lado psíquico (sin que se pierda a pesar del dominio de la comunicación) ya han sido expuestos en la sociología de los clási-cos. Aunque yendo más allá, es evidente que incluso la teoría de sistemas -que evita el contacto con la conciencia- no hubiera sido posible sin los trabajos preparatorios de Mead o de Schütz.

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nicación -cosa desconocida para Mead—, los conceptos relevantes aquí presentados no pueden reconstruirse del todo: por ejemplo, la aceptación del acoplamiento (en la teoría de Mead) entre la re-acción propia y la comunicación ajena (significación significante). Para la teoría sociológica de sistemas está totalmente borrada de la lista la trasparencia tanto interna como externa de la conciencia. Sin embargo, la comunicación permite observar el acto de entender (en su referencia psíquica) criticando, malentendiendo o dejando pasar las exteriorizaciones del entendimiento comunicativo -iden-tificado como "acto de confirmación"-. Esto es lo que posibilita el hecho de la suposición en el concepto de reacción-propia y de reacción-ajena concebido por Mead. Por supuesto que esta supo-sición se contradirá permanentemente, se corregirá pero también se confirmará mediante la comunicación. En todo caso partimos del hecho de que sin suposición (de la "intersubjetividad") no es posible imaginar el enlace con la comunicación ni el enlace con las acciones. Para el concepto de persona, esto significa que la forma del acoplamiento estructural entre conciencia y comunicación no se llevaría a cabo sin esta suposición. Tenemos, pues, delante de noso-tros a una persona cuando se atribuyen las expectativas de conducta individuales y cuando esta atribución se hace acompañar de una reacción-propia, la cual nosotros sólo conocemos por las formas y omisiones del "acto de confirmación" (Schneider, 1998). Con esto no hemos ido más allá de Luhmann. Pero hemos puesto en evidencia que la comunicación estrecha, referida en términos de acción, no se da sin reacción de la contraparte psíquica; reacción que no se da por satisfecha sólo con los simples "murmullos" o con los "lugares comunes" acerca de la complejidad. Allí, precisamente, está el sentido del acoplamiento estructural: los sistemas acoplados se irritan con su propia y extrema selectividad. En nuestro caso, esto se logra sólo con el esquema-persona, el cual comprende una pe-queña parte de las operaciones de la conciencia y una pequeña parte de las operaciones comunicativas -incluyendo aquella delimitada por las expectativas personales-. Si esto no fuera así, se daría al traste con la autonomía de los sistemas involucrados.18

18 Se llegaría a personas sobresocializadas y a una comunicación sobrepersonalizada.

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Diversificando y repitiendo este proceso se llega no sólo a la básica generalización social, sino a la abstracción del "otro ge-neralizado". Lo que en Mead está pensado como colectivo -como grupo grande— debe concebirse en términos de diferentes planos de generalización. Su teoría se centra, sobre, todo en el concepto de interacción, aunque el de "juegos" está encaminado -al menos im-plícitamente— a expectativas estratégicas: por ejemplo, las "bromas" y la secuencia de acciones en la sala de operaciones.19 Para Luhmann, todo esto se traduce en expectativas programáticas que van más allá de las personas y de los roles: aunque deben presuponerse, ni la persona ni el role-taking alcanzan la complejidad del plano del programa. Al mismo tiempo debe darse un game orprogram taking. Son las organizaciones las que sostienen esta presión de compleji-dad provocada por la generalización (temporal, objetual y social: normatividad, conformación de roles e institucionalización) de las expectativas de conducta. Las organizaciones pueden aumentar estas tres direcciones de generalización, sobre todo formalizando una parte de las expectativas generalizadas de conducta. El contexto de disposición no-específica (membrecía) -que sirve para llenar congruentemente las expectativas generales sobre las personas y los roles y, al mismo tiempo, para constituir a las organizaciones como actores generalizados- estructura la recepción de cargas de comple-jidad, lo cual no puede concebirse sólo como interacción. No en último término —como condición y consecuencia de este proceso de generalización- sobresale aquí un sistema de confianza generaliza-da, sin el cual el campo de posibilidades de la comunicación en las organizaciones se reduciría demasiado (Erikson y Parent, 2007).

A la conciencia que participa, se le ofrecen aquí otras posibilidades de generalización, aunque también otras exigencias. Debe, en gran medida, desprenderse de los esquematismos concretos para generalizar su propia personalidad en términos de expectativas abstractas. Esto es válido, en mayor medida, para poder intervenir

"Las consecuencias que se siguen para la comunicación escrita -impresa, difundida por los medios y, finalmente, de los mismos medios de comunicación (Luhmann, 1997a, cap. 2)-, están colocadas más allá del marco teórico de Mead. Esto no quiere decir que sus análisis básicos del surgimiento comunicativo de la conciencia, de la identidad y de la persona, no tuvieran aquí un significado central para las descripciones de ese tipo.

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en la comunicación, la cual se orienta por la relevancia funcional específica, por los medios de comunicación codificados. Así, se llega, progresivamente, a la persona individual, lo cual puede observarse todos los días en los pequeños sucesos: en la caja del supermercado, a la hora de llenar los formularios para pagar los impuestos por usar la radio. Se trata de habituarse a la verdad por revisión, al empleo de la amenaza del poder calculando, estratégicamente, la diferencia entre valores e intereses, a la conservación de la liquidez recurrien-do a los costos y a los beneficios, a la conservación de la salud en el contexto de intervenciones quirúrgicas complejas. Se trata de programas de comunicación abstractos con el costo de que reducen la personalidad, como puede verse en las máscaras de los actores: la carrera de los científicos, los políticos supeditados a los medios, el calculador frío y monetizado del manager. De cualquier forma, la comunicación transcurre aun con poca personalidad (o con poca personalidad auténtica), pero de ninguna manera sin conciencia. La conciencia que participa tiene que soportar esto. No lo puede lograr desde sí, sino que está encaminada a la comunicación, como lo muestra el "sí mismo" interactivo ideado por Mead. Sin la reac-ción de un alter-ego no hay ego. La comunicación se resiste a esta forzosidad encaminándose a la reducción de la complejidad a través de la búsqueda de orientaciones simplificadas, aun en aquellas cons-telaciones de expectativas altamente abstractas, como las del "actor racional". En la atribución a una persona no es el actor el que se obli-ga, sino que es la comunicación la que lo obliga permanentemente: la comunicación al esforzarse encuentra respiro en la conciencia.20

20 Luhmann (1995c) habla de re-entries mutuos de la diferencia entre conciencia y comuni-cación -sin que las operaciones específicas se crucen-. Al mismo tiempo, la posición de este concepto hace ver que la persona encarna la diferencia y que la búsqueda de la unidad de la persona es, sociológicamente, pasajera. Sólo puede hacerse en una re-entry de conciencia o comunicativa - y precisamente no como unidad de la diferencia, sino sólo como re-entry en sí misma-. Y la pérdida de esta unidad no le parece aceptable a los teóricos de la acción (vid., por ejemplo, Esser, 2004). Esto es válido también para la teoría social estadounidense de la cognición en su esfuerzo por ser constructivista: "A social category is thus both ascribed and self-understood, and although its distinguishing characteristics can be real enough, social categorization ultimately depends on peoples perceptions, interpretations, and cognitions" (Rydgren, 2007, p. 227). Esta atracción por lo ultimative (por lo siempre selectivo, por lo siempre temporal) tanto de la persona como de la comunicación en su relación mutua, hace que la vista se bloquee. Léase tan sólo la "investigación de Proust".

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Cuando se habla de "actores" -como los de la liga de fútbol- para la comunicación que transcurre da lo mismo qué personas (per-sonalidades deportivas) se escondan allí detrás. Pero cuando estas personas se observan a sí mismos como actores en un sistema complejo, deben -de manera despersonalizada- poder reflejar (en el sentido de un alter-ego) la persona que hay en ellos (el actor); si no, se rompe la conexión (facilitada por el esquema-persona) entre conciencia y comunicación.21 Para el plano especificado funcional-mente de los juegos (Mead) o los programas esto es válido en forma más dramática. La complejidad de la expectativa programática sólo puede encontrar respiro y descarga mediante una muy bien apoyada secuencialización y una permanente reespecificación que -precisa-mente mediante la comunicación- incluye, además, otras muchas cosas. Este tipo de complejidad referida a programas adquirirá una muy alta indeterminación cuando se oriente sólo a un medio de comunicación-generalizado (poder, dinero, salud, etcétera), ya que, en la comunicación, estos medios-diferenciados están puestos como horizontes generales de comunicación, al mismo tiempo que sirven para especificar formas concretas.22

Los sistemas de conciencia participantes no pueden menos que cambiar ampliando las expectativas normativas mediante fuertes acentuaciones de tipo cognitivo. Esto significa también que están encaminados a los esquemas como resultado de su propio proce-samiento de información (y no a normas externas internalizadas en razón de la sanción), a la tipificación y su manufactura cuando utilizan -en el sentido de Alfred Schütz (Schütz y Luckmann, 2003, pp. 252-328)23- sus propios criterios de relevancia: interpretativos, temáticos, motivacionales. Los esquemas y las tipificaciones se benefician de la comunicación, así como se benefician también los criterios de relevancia que se forman cuando se participa en ella. Con Mead y con los psicólogos sociales que le siguieron, como es el caso de Daryl Bem (1972), puede decirse que la conciencia -en

21 Puede verse allí que el esquema-persona —como todo esquema- contiene una distinción, a saber, la de persona/actor. 22 Para el contexto entre diferenciación y generalización vid. Parsons, 1966, pp. 21-29, para el contexto entre generalización y especificación, Luhmann, 1964, pp. 139 s. 23 La diferenciación temporal, objetual y social del horizonte del sentido puede entenderse como generalización del esquema de Schütz, el cual está más bien orientado a la persona.

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la medida en que observa su propias acciones y la reacción de los otros- conoce sus preferencias y moviliza sus esquemas.24 Sólo así puede saber lo que sabe y las preferencias que tiene.25 El entrenador que observa el juego o el doctor en jefe que observa la operación se orientan por el código del sistema (ganar/perder; sano/enfermo), por el esquema del "actor racional", manteniendo la diferencia con la persona involucrada. Así, se llega a una divergencia construida con la persona individual. Cognitivamente eso puede anticiparse, pero sólo en la comunicación que ocurre, realizarse, es decir obser-varse. Sólo en ella el entrenador puede observar (o descubrir) sus preferencias referidas al juego, o el doctor en jefe la secuencia de sus planes (Weick, 1995, cap. 2) -independientemente de lo que ya hayan proyectado-.26 La comunicación se refiere,, en su praxis de atribución, a tales preferencias y planes, los cuales a su vez deben darse por presupuestos. El cambio que va, de roles de interacción simples a roles programados complicados es, por consiguiente, un contexto progresivo de dirigirse a la comunicación y desprenderse de la persona -de ninguna manera de la conciencia-. La correlativa relevancia de la persona puede quedar referida a valores a ella atri-buidos (genialidad, soberanía) -que siempre pueden esperarse y de nuevo pueden ser convocados-. Se trata de la diferencia actor/per-sona en lugar de la clandestina diferencia actor-real/actor-ficticio.

IV. Observación de segundo orden

Tanto Luhmann como Mead —juntándolos- rechazan que la cons-titución de la capacidad del actor y, sobre todo, de la personalidad pueda realizarse simplemente por la comunicación -como se pien-

24 Este argumento elemental deriva, sin más, de la afirmación de Mead de que uno experimenta la propia intención cuando el ego reacciona (Mead, 1972, p. 75). 25 Las expectativas suponen, previamente, esquemas. Uno puede tener un autoesquema que ponga de relieve la independencia. Pero la decepción sólo viene cuando el otro torpedea la expectativa correspondiente (Luhmann 1984, pp. 123 s. y 158). Las expectativas son el contenido del pronóstico de los esquemas. 26 Debe darse una zona de acoplamiento débil que sirva de amortiguación entre las exigencias de la autoridad central y los trabajadores locales, de tal suerte que las descargas y las elevaciones complementarias se condicionen mutuamente (Erikson y Paent, 2007). Según Weick: "How can I know what I think until I see what I say?" (1979, p. 5).

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sa con frecuencia: "la ficción del actor".27 Sin embargo, tampoco piensan que sea sólo un acontecimiento cultural de atribución de efectos (Meyer y Jepperson, 2005), en el que nunca podría saberse cómo se efectúan estas operaciones de atribución.28 Si se incluye a la conciencia debe tratarse tanto de los dos lados del esquema-persona como de la observación de segundo orden. De los dos lados se posi-bilita la autorreferencia con la construcción de heterorreferencia. La conciencia observa cómo se producen efectos en la comunicación y saca sus conclusiones. La comunicación observa cómo se producen efectos en la conciencia y saca sus conclusiones. Ninguna de las dos se da sin la "mediación" del esquema-persona. Precisamente en este lugar puede identificarse la disolución de la doble contingencia mediante el esquema-persona. Bajo la condición de que se trata de personas individuales, el proceso de disolución de la contingencia fuerza al sí mismo a que acepte la dependencia del otro, por tanto, a la observación de segundo orden, ya que el propio sí mismo sólo puede destacarse bajo la condición de que se le observará como otros observan a este sí mismo. Y sobra decir que esto sería impensable sin una comunicación operativamente clausurada contra la conciencia. El esquema irrita a las dos partes y allí cada una sacará sus propias consecuencias. Si se toma como un elemento central el contexto ofrecido por Mead del taking ofthe other, se deberá partir de que este proceso varía con la historia. Una sociedad cuyo horizonte de significado se caracteriza por estándares religioso-clericales del estrato dominante de una elite nobiliaria europea -cuyo entendimiento del mundo está sacado de la naturaleza y de la relación con Dios y que no tiene necesidad de la identidad individualizada de la persona (Huizinga, 2006)- tenderá a acentuar los domicilios planos (Fuchs, 1997). Propondrá muchos tipos fijos de heterorreferencia bajo la

27 No podemos atender aquí la perspectiva contraria de la teoría de la acción que habla de sistemas parciales como actores ficticios (Schimank, 1988). Al mismo tiempo, no deja de ser interesante que algunos teóricos de la acción se inclinen a considerar los sistemas parciales como ficticios y que algunos teóricos de sistemas, los vean como actores. Se trata, por lo menos, de un estímulo complementario. 28 ¿Son al final los "actores" los que llevan a cabo las atribuciones? Al menos no se trata de un contexto forzoso de atribución mediante la comunicación y que además esa atribución correspondientemente fuera indudable a la conciencia, la cual pone al actor como contingente y lo hace visible como la atribución comunicativa.

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forma de normas con fundamento religioso y moralmente firmes, que los estratos específicos se encargarán de interiorizar, dejando poco espacio a la autorreferencia de la persona. A esta sociedad le será suficiente la impredecible individualidad del bufón o del héroe intré-pido (ibidem). El takingofthe otherse presentará de manera escasa,

es decir, con normatividad que sofoca, y el "otro generalizado" será —según el estrato específico— el mismo para cada uno. Tanto para el noble como para el pueblo, el ser humano será el cristiano integrado moralmente como el del Medioevo europeo. La socialización de la persona se llevará a cabo a través de muy pocos esquemas de tipo invariable. El mundo será lo que es, un mundo de primer orden.

La secularización que se impone en el otoño de esta "Edad Media" empieza a disolver esta unidad cosmológica, y la progresiva individualización de la persona, en el tiempo moderno, termina con la seguridad religioso-moral de la sociedad medieval tardía (Moos, 2002). El cosmos unitario del cristianismo degenera en un asunto confesional específico de tipo privado. A la moral le sucede lo mismo si es que no viene a salvarla -incluyéndola en una regla de comportamiento- un sistema funcional específico. Finalmente, la diferenciación funcional de la sociedad produce un gran necesi-dad de personas individuales -que se habilitarán gracias a los nue-vos roles de complejidad y a la suficiente "micro-diversidad" que los sistemas de organización ofrecen- (Luhmann, 1997b), de tal suerte que le darán un vuelco a las relaciones: la autorreferencia de la persona será -en la inevitable heterorreferencia- el ancla de la identidad.29 Al interior de cada sujeto no se harán copias siguiendo distinciones de tipo invariable, sino se que acomodarán al modo de observación de segundo orden: el patrón de copia del actor general se encargará de disolverlas. El individuo moderno se sabe dependiente de la observación de otros y elige acorde a eso y a los autoesquemas que consolida en la observación. Ahora todos somos bufones y pocas veces héroes. Pero, sobre todo, se es lo que una persona es: un actor -si como amo o como súbdito, eso dependerá ahora de cómo se es observado por otros y cómo uno mismo observa a otros—.30

29 "El hecho molesto de la sociedad": Dahrendorf. 30 Siempre tomando en cuenta que en la base están las atribuciones comunicativas y no algo así como una energía sustancial del actor. Las reglas de esta atribución cambian del siglo

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Se podría decir que la persona pierde su naturalidad, pues será observada como aquello que siempre fue: una construcción so-cial que corresponde a una construcción formada en la conciencia. Esta transformación saca a escena al actor que toma riesgos del siglo xi i i /x iv (Japp, 2000). El propietario del barco que enviará al mar a toda la tripulación y al cargamento, se convertirá en un actor que juega con riesgo, porque a él se atribuirá la pérdida (Bonfi, 1995). Después, aparecerá "el Rey sol" y todo lo que él escenifique para que los otros observen, será creído sólo por creyentes convencidos. Por otro lado, la comunicación no puede dejar de ver que en su entorno existe un individuo (conciencia, nervios, organismo) opaco para la comunicación, y su permanentemente interpretación llevaría a hun-dirse en una pura ficción (Luhmann, 1984, pp. 286 ss.). Para que esto no suceda, la comunicación toma sobre sí la ficción operativa de la unidad del individuo y de la persona como una ficción real. Esto se nota cuando se apela al "ser humano", por ejemplo, en el rol del ejecutor de la justicia. La apelación tiene ciertas oportunidades pero sólo para personalidades sobresalientes. El ser humano perma-nece desconocido. A esto corresponde que la persona sólo puede ser observada cuando se vuelve tema de información, domicilio de entendimiento, autor de haber dado a conocer la comunicación. Esto es válido análogamente para la conciencia. Sólo puede desempeñarse como parte del ser humano al que pertenece. El ser humano, para la conciencia, no es más que una ficción operativa -aunque necesa-ria-. La disolución de la doble contingencia mediante la persona31

se reconstruirá con el modelo de la observación de segundo orden: la persona ya no podrá ser tratada en un orden de mundo estable como si fuera un objeto fijamente guardado.32 Uno debe aprender que la persona que se observa se ajuste a lo observado. Pero ¿a qué se refieren estas observaciones cuando se trata de la comunicación política?

xiv al siglo xvn, sobre todo con el trovador del estrato alto (estilización del amor) y con la influencia de la Iglesia en el pueblo (Huizinga, 2006, pp. 148 ss.). Al final de este desarrollo es la "opinión pública" la que apoya y empuja el giro de la auto (y hetero) observación (política) hacia el modo de observación de segundo orden (Luhmann, 1992b). 31 Mediante la capacidad de acción colectiva, es decir, mediante las organizaciones que a través de las expectativas con efectos vinculantes en la membrecía pueden superar la doble contingencia. 32 Y de nuevo, Marcel Proust.

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V. Valores e intereses

Si uno se dirige a la ciencia política como instancia de búsqueda, los trabajos especializados en las relaciones internacionales son de especial interés. Se dirigen a los valores y los intereses como componentes estructurales de dichas relaciones, exactamente de la misma manera que Luhmann los considera como componentes de la memoria política (Luhmann, 2000, pp. 170-188). Los intereses movilizan apoyos para programas sustentados en valores que han caído en el olvido. Por eso, aquí se encuentra precisamente el punto de cesura entre una sociología del sistema político y el estado de la investigación de la tradición clásica en la ciencia política -dado que ésta, en primer lugar, se dirige a los intereses o se orienta por los valores y los intereses (Ulbert, 2003).

En este contexto son relevantes los trabajos sobre las "nuevas guerras" (Kaldor, 1999; Múnkler, 2002) y, en especial, la investigación sobre las relaciones internacionales, en la medida en que éstas se refieren a conflictos entre Estados o transnacionales. El estado de la investigación de estas perspectivas está determinado, esencialmente, por la controversia de enfoques entre los neo-rea-listas (Waltz) y los social constructivistas (Wendt). Mientras que la tradición neo-realista se atiene a los intereses dados, así como a la conservación y aumento de la seguridad nacional y del poder (Schóring), el enfoque social constructivista, al integrar los valores y los intereses, se dirige en primer lugar a una definición funda-mentada de la "identidad colectiva" (Ulbert, 2003; Zürn, 1998, pp. 192 s.) que da pie a dichos intereses. Por más fraccionada que esté esta caracterización sobre el estado de la investigación de las teorías de las relaciones internacionales {vid. Keohane, 1988; Katzenstein et al., 1998; Zürn, 1998), toca su centro: por una parte, se trata de los fines racionales de los intereses materiales y, por la otra, de procesos de aprendizaje socioculturales centrados en valores, que conducen a las identidades colectivas iframes) y que traen conse-cuencias para una posible puesta en ejecución de los intereses.33

33 "Wendt hace responsables a la orientación racional tanto del neorrealismo como de algunas tesis neoliberales de no haber tomado en cuenta que los procesos de aprendizaje

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Desde la perspectiva de una teoría de la comunicación recursiva, la crítica no llega improvisadamente. La comunicación política tiene lugar cuando los intereses que están dirigidos a la identidad -en el sentido de memoria sustentada en el sensemaking (Weick, 1995, caps. 1 y 2)— se constituyen de antemano.34

Con ayuda de la teoría de los sistemas autorreferenciales, este estado de la investigación de la ciencia política puede afinarse todavía más. Las teorías científicas sobre la política pueden apre-henderse como teorías de reflexión del sistema político —basadas en distinciones analíticas y que el sistema político puede emplear como diferencias operativas- (Japp y Kusche, 2004). En relación con la función de la memoria en el sistema político y con el isomorfismo del estado de la investigación de las teorías (de reflexión) de las relaciones internacionales (valores e intereses), esta disquisición es cercana a aquella de que el sistema político -cuando se trata de su operar (racional que aligera, empleador de esquemas y orientado por una memoria específica)— puede llegar, con ayuda de la dife-rencia entre valores e intereses, a delimitar su indeterminación.35

Desde la perspectiva de la observación sociológica, el paradigma valores/intereses se considera como un depósito de reserva para las autodescripciones de la comunicación política. No se trata de una nueva "crítica ideológica": los valores y los intereses pueden tomarse como programas básicos de los esquemas políticos apoyados en el poder, así como los costos y beneficios, como programas de la economía; y las normas, como programas del sistema de derecho. Una tercera razón (junto a la memoria y a la autodescripción) de la relevancia de esta diferencia está en el reflejo que produce la inevitable discrepancia entre talk y action (política simbólica e

complejo requerían una redefinición de los intereses de los actores y de las identidades" (Ulbert, 2003, p. 400). 34 "Constructivists seek to understand how preferences are formed and knowledge is gen-erated, prior to the exercise of instrumental rationality" (Katzenstein et al., 1998, 681). En la sociología, esta relación entre valores e intereses fue tematizada por Lepsius (1990), naturalmente en referencia a Weber. 35 Compárese, también, Luhmann (1990) que toma los intereses (de protección o de incenti-vación) como constructos generados en el sistema, los cuales ofrecen respaldo a las respectivas heterorreferencias al derecho y la política modernos, en lugar de un retorno a la naturaleza o a una estructura privilegiada dada por Dios.

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instrumental) en la comunicación política -discrepancia que, a grandes rasgos, puede quedar referida a la diferencia entre política y administración- (Brunsson, 1989, cap. 2; Luhmann, 2000, pp. 228-273). En el círculo informal del poder—el cual crea, por razones de complejidad, el poder del público sobre la administración, el poder de la administración sobre la política y el poder de la política sobre el elector-, la política moviliza distintas orientaciones de valor, con las cuales pueden absorberse pretensiones inconsistentes del entorno. Atrás del paraguas del círculo formal del poder-que, justo de manera contraria, hace aparecer como dependiente del público a la política, de la política a la administración y de la administración al público- la administración puede encontrar y confeccionar solu-ciones específicas. Piénsese en el reciente debate sobre la "criminali-dad de los extranjeros", que bajo la irrebatible orientación hacia el valor de que la vida en común de las diferentes culturas debe transcurrir en forma pacífica (talk), se ve necesario, con todo, tomar medidas concretas (action), las cuales han de prepararse políticamen-te. Lo que cuenta aquí no es, por tanto, la relación con los intereses y valores, sino con su diferencia operativa.

¿Qué se sigue de allí para un "actor racional político"? Un actor racional político debe estar familiarizado con el medio especí-fico del poder.36 De la misma manera que el homo economicus debe cuidar que prosiga la comunicación acerca de los pagos, y el homo juridicus, la comunicación normativa, así el actor racional político debe encargarse de que continúe la comunicación del poder. Esta muy abstracta condición de continuidad se hace visible en un esquema de diferencia que toda comunicación referida al poder debe tomar en cuenta, si es que quiere especificarse bajo la forma de un programa, así como toda comunicación económica debe su-poner la diferencia costos/beneficios y toda comunicación jurídica debe orientarse por la diferencia norma/comportamiento. Por lo general, la comunicación programática política se orienta por los

36 Incluyendo las reglas de atribución determinadas por el sistema del poseedor del poder y de los efectos del poder. Y en este lugar hacemos notar de nuevo que un actor (o un actor racional) sólo puede observar su identidad de actor cuando se observa como persona. O de otra manera, sólo como persona un actor puede captar las heteroatribuciones psíquicas y comunicativas.

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valores reconocidos de libertad, justicia, igualdad. Como se sabe, los valores no designan algo específico. Señalan tan sólo puntos de vista generales de predilección y, por tanto, son preferencias genera-lizadas. Los valores especifican preferencias generalizadas, que en el contexto de la comunicación política se vuelven instructivas en la medida en que entran en conflicto con otros valores, como, por ejemplo, libertad frente a seguridad, justicia frente a crecimiento, igualdad frente a libertad. La comunicación política -que siempre anda en búsqueda de apoyo, ya sea de programas de decisión o de exigencias del público— puede utilizar los valores como soportes, sin tener que tomar de antemano posiciones fijas. Puede tantear de inmediato dónde habrá más resistencia y dónde no. Sin embargo, la pura competencia entre valores no sería instructiva, puesto que los valores son válidos por su generalidad y allí, en su generalidad, radica su capacidad de ser avalados. Los valores adquieren adheren-cia mediante la circunstancia de los intereses: por ejemplo, traen a la memoria a un valor como el de la igualdad cuando los efectos estructurales de un desarrollo económico lo han dañado -o, en términos de la memoria política, lo han olvidado-. O cuando la Cámara del Parlamento estadounidense desarrolla un interés por las soluciones pacíficas, cuando por muy largo tiempo ha sembrado cizaña (o se ha olvidado la preferencia por la paz). Luhmann (2000, pp. 170-188) diría que las Cámaras invocan el valor-paz en recuerdo, en tanto con ello invocan intereses ligados a un volver a tomar en cuenta problemas internos americanos como el de la política social. En este sentido, los valores y los intereses construyen la memoria del sistema político y con eso ponen a disposición una reserva para los esquemas de los programas de la comunicación política.

Sin embargo, la diferencia valores/intereses no sólo estruc-tura la dimensión temporal de la comunicación política. En la di-mensión objetual, los valores deberán especificarse por los intereses, y éstos deberán evaluarse por los valores. En la dimensión social, los conflictos de intereses se solucionan más fácilmente si están ligados a orientaciones de valor reconocidas. Con relación a estas di-mensiones puede decirse que los intereses producen efectos que disciplinan los valores -sobre los cuales Weber había expresado que envenenaban las consecuencias indiferentes del actuar— En todo

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caso también sabía que un actuar plenamente racional era un caso límite y que una consideración de fines alternativos, recurriendo a valores, era algo obvio (Weber, 1972, pp. 12-13). Podría quizás decirse que valores e intereses (fines) propician mutuamente la rela-ción racional (Hirschman, 1990). Intereses y fines se presentan por todos lados pero principalmente en los programas. En cambio, los valores surgen, sobre todo, referidos a la función de la comunicación política en cuanto a tomar decisiones que se vinculan de manera colectiva (Luhmann, 1990): legitiman y delimitan lo que política-mente es oportuno - y políticamente oportuno es lo que encuentra apoyo para sí o, expresado de otra manera, lo que se orienta al bien común—y1 Esta vinculación no se encuentra con la misma facilidad en el caso de la comunicación económica (provecho propio) o en el de la comunicación científica ("neutralidad valonea") o en la co-municación religiosa (asunto privado). Si es cierto que estos puntos de vista convergen en la función de la memoria del sistema político, entonces esto obliga al homopoliticus a subordinarse a la diferencia esquemática (generadora de expectativas) de valores e intereses.

Después de lo dicho, un actor racional del sistema político no sólo debe orientarse por el esquema valores/intereses, sino, sobre todo, debe hacerlo en el modo de observador de segundo orden. Sólo así -bajo condiciones modernas- puede encontrar la confirma-ción de sus propias expectativas observando a los otros con la mira puesta en sí mismo. De cualquier manera se llega allí a la pérdida de la "perspectiva central": lo que se observa dependerá de quién observa y esto significa también de a quién se observa (Luhmann, 1992a).38 En la evolución de las ideas políticas este vuelco se debe a Maquiavelo; el quiebre notable es su exigencia a los príncipes de su tiempo de que deben observar al pueblo para determinarse a sí mismos (Machiavelli, 1990). El príncipe, de Maquiavelo, señala la entrada del cálculo de intereses en el mundo de los valores y de las pasiones. Para la posesión del poder no sólo se debe tener en cuenta

37 Pudiera ser que esta correlación entre bien común y valores señale la especificidad política de la semántica de los valores. 38 Si esto quisiera evadirse, la racionalidad de los valores se desempeñaría todavía como limitación normativa, como en el caso de Hamas frente a El Fatah o como en Zarquawi en Irak frente a Zawahiri en Afganistán (vid. más adelante).

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los valores buenos. Los príncipes también deben poder ser crueles e injustos, ya que conservar el orden público está por encima de cualquier lesión a los valores. La razón de Estado será el único impe-rativo, y los intereses que resulten allí se discutirán todavía en el siglo x v i i como herramientas para disciplinar las pasiones (Hirschman, 1980). En vista de esta racionalización política de la dominación, Maquiavelo recomienda a los príncipes que construyan su fortaleza en el corazón de los súbditos. El adiós a los valores de la Edad Media y a su cosmos de virtudes hará surgir el tipo moderno de observación de segundo orden, que a la larga obligará a los príncipes a hacer depender su propia observación de la observación del pueblo, y no sólo de sus indiscutibles rivales. Esta exigencia llevará hasta el concepto de opinión pública en el siglo xvm y xix (Fichte, Kant, Rousseau), en cuya soberanía quedarán reflejadas las posibilidades políticas de la dominación. Se pone de moda la attitude taking aun en la comunicación de los nobles, donde emigran los rasgos funcionales, y se le dará cabida a la observación del alter-ego como meta del propio desarrollo personal (Luhmann, 1980). En vista de la erosión de los estándares generales compartidos, uno se volverá persona en la medida de cómo observa, es decir, de cómo observa como persona individual y no simplemente de si es observado como superior o inferior.39 Habrá que recordar que por observación se entiende aquí la comunicación que distingue, cuya simplificación hará posible que la persona la experimente como acción atribuida a quien la da-a-conocer.

El mismo mecanismo es válido para los actores corporativos, aunque aquí no se habla de personas, sino de personas jurídicas - lo cual se logra abstrayendo las expectativas de membrecía y haciéndo-las válidas para muchas personas-. Por eso, las organizaciones son consideradas normalmente como actores racionales (Meyer y Jep-

39 Y se peguntará qué son en realidad estos sujetos de la acción designados como alter y ego, cuando lo que está en ellos (actor) sólo puede ser diferenciado en el sistema de la acción y, por lo tanto, cuando no viene dado en el sistema (Luhmann, 1984, p. 151; lo insertado entre paréntesis KJ). Y de paso, sea anotado que ni siquiera viene dada la racionalidadgenuina del actor -compatible con conceptos político-científicos y de autodescripción-. Véase sin rival a Luhmann (1981): la génesis del actor individual se correlaciona con la diferenciación de los derechos subjetivos.

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person, 2005). Las organizaciones pueden comunicar hacia afuera, aunque para esto la comunicación (dependiente de la interacción) necesita apoyo psíquico, por ejemplo, invertir en roles de voceros, que remiten a actores que pueden conocerse como personas. Lo mismo es válido para la observación de segundo orden mediante la organización como sistema emergente. Los sistemas psíquicos deben tener la capacidad de atribuir las autoobservaciones y las heteroobservaciones de la organización. La persona individual, en la medida en que pueda prescindir de sí, debe ver que la organiza-ción está detrás como horizonte de expectativas. Su condición de posibilidad es la congruente generalización del rol de membrecía, en cuanto pueda garantizar que las personas individuales - a pesar de toda la comunicación informal- son capaces de realizar expectativas sociales. La realización comunicativa de la observación, de esta ma-nera -justo separando las referencias sociales de las psíquicas- debe apoyarse psíquicamente. Las idiosincrasias más o menos personales no dejan que sus expectativas se formalicen en la membrecía. Una vez supuesto esto, las organizaciones pueden tratarse como si ellas fueran actores estructuralmente análogos al esquema del actor indi-vidual: sustituyen la voluntad subordinada del individuo mediante jerarquía y por eso pueden hacer vinculantes, en todo el sistema, las observaciones internas y externas de los otros.

Para la dimensión política de los conflictos estratégicos resultan de aquí -con cierta probabilidad- inseguridades de doble contingencia QaPP> 2007). Ninguna de las partes quiere aparecer como calculable y esto se supone también de la contraparte. En tales condiciones, la construcción de la "corporación-persona" -que pretende alcanzar la requisite variety— está encaminada a la observación de segundo orden: debe observar cómo es observada por otro observador significativo. Los observadores que incluyen esto pueden equivocarse, decepcionarse, tomar pistas falsas. Las contingencias que resultan del manejo de conflictos pueden evadirse recurriendo a obstinadas preferencias previamente establecidas. Al-Qaeda se estructura por medio de la taking the attitude de la política estadounidense en el Cercano Oriente y de la cultura nor-teamericana en general, y anula la doble contingencia limitando las expectativas de conducta atribuidas individualmente o, en este

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caso, corporativamente. El horizonte del conflicto se reduce a unas cuantas señales significativas (inferioridad moral, incredulidad). Zawahiri, el consejero de Osama Bin Laden, pasó en su momento de "enemigo cercano" a "enemigo lejano" (Schneider, 2007). Esto se debió a la observación política de que el pueblo no aprobaba la lucha en contra el "enemigo cercano" (Egipto, el atentado a Sadat). Zawahiri saca la conclusión de que Al-Qaeda se ha vuelto dependiente de la observación de la población egipcia, pues ella tiene interés en derrocarlo en la lucha política. Esta conclusión no la saca Zarquawi en Irak. Una racionalidad más fuerte de los valores (en el sentido fundamentalista de pura significación religiosa) no lo lleva a combatir a los chiítas, el "enemigo cercano", en razón de su incredulidad, sin importar las consecuencias de una guerra religiosa e incluso de una posible guerra civil -cosa que una observación de segundo orden basada en distinciones puramente religiosas hubiera sugerido y que, sin embargo, no dejó que surtiera efectos presionando a una guerra religiosa en Irak-, Zarquawi se mostró -en este caso- como un actor que siguió la diferenciación débil de las distinciones políticas. Lo que él pensó no lo sabemos. En los dos casos la interpretación fundamentalista de la racionalidad de los valores bloquea la construcción de un "actor racional", en el sentido de un dominio calculado de los valores e intereses en los conflictos políticos. Podría decirse que la disolución de la doble contingencia y el efecto de atribución que se desprende del dar-a-conocer el actuar permanecen por debajo de sus posibilidades.40

En un caso la consecuencia es la guerra civil; en el otro, el bloqueo de soluciones políticas.

vi. Homo politicus

Los actores políticos son esquemas de la comunicación política, la cual con su ayuda -en la medida en que muestran capacidad de actuar y responsabilidad por las consecuencias en el contexto de los

40 El esquema amigo/enemigo está acoplado demasiado firmemente (Japp, 2007). Los acontecimientos negativos (como la toma de la Franja de Gaza por Hamas o su aislamiento político) no se pueden autoatribuir.

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valores y los intereses- se conduce a sí misma, se observa y se des-cribe. Sin la parte psíquica -en la forma de autoesquemas altamente abstractos y capaces de reespecificarse en cada situación y con cierta capacidad de desmentirse— el esquema del actor no sería pensable. Los políticos, según esto, son gente que maneja el esquema del actor racional de tal forma que detrás puede suponerse que se halla una persona. No se puede hablar de "actor ficticio", ya que como esquemas son tan verdaderos como la misma comunicación hacia la que se orientan. Sólo una observación que distingue entre "ficti-cio" y "real" genera actores ficticios. Pero esta distinción conduce al callejón sin salida de qué es lo que distingue a un actor ficticio de un actor real. Porque como ficciones referidas a la totalidad del ser humano producen efectos operativos, y por tanto son reales -reales como domicilios de atribución, como temas, como instancias que pueden comunicar-, Y como sistemas psíquicos que disponen de autoconceptos y de heteroconceptos, con cuya ayuda toman parte en la comunicación política dejándose reducir a personas, son seres humanos en toda forma. Podría hablarse también de "personas fic-ticias", pero para efectos de descripción esto sería superfluo. Como ya se mencionó, no existe el "actor real" que, en la comunicación, pudiera producir efectos a diferencia del "actor ficticio" - a no ser como supuesto de la comunicación misma-. Hay, en relación con los sistemas sociales, personas y actores como constructos -como resultado del proceso de atribución o como resultado de los te-mas-. Personas completas o actores completos, en el sentido del concepto de "seres humanos", pueden darse en la conciencia, pero allí quedan escondidos. Como tema de comunicación no pueden aprehenderse.41 De cualquier manera, el concepto de persona frente al de actor tiene la ventaja de que remite a comportamientos in-dividuales, de esta forma no tiene que verse con domicilios más o menos anónimos. Esto implica el problema de si puede hablarse, en la comunicación -aparte de como tema— del ser humano. La

41 "Los conceptos actor y persona no pueden ser circunscritos a procesos de conciencia ni químicos ni neurofisiológicos. Se supone, más bien, que todos ellos aportan a la acción y al ser persona, sin que esos conceptos puedan aclarar cómo es que se realizan los efectos" (Luhmann, 1996, p. 68).

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dificultad con el concepto de actor, de alguna manera, pudo haber motivado a Luhmann a hablar de él tan sólo de manera neutral, como observador; de ninguna manera de "ser humano", porque eso sería puro diletantismo.42

Al observador (en la jerga política: "seres humanos") co-rresponden finalmente los roles políticos de público y de elector. En la cabina del elector él queda totalmente solo. En cierta medida allí es sólo conciencia. Pero la relación con el rol de actor atrae a las observaciones hacia las expectativas correspondientes, por eso al tachar las papeletas él deja saber algo —algo que para muchos obser-vadores es interpretable en el esquema de los valores y los intereses y que queda atribuido al elector—.43 En esa medida puede hablarse de actores, ya que el dar-a-conocer la decisión de la elección puede observarse, aunque la persona hubiera tenido en mente otra cosa.

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42 A pesar de la reverencia podemos decir que hay actores y personas. 43 Apoyado por la investigación de los procesos electorales.

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Los Estados en el centro y los Estados en la periferia: algunos problemas con la concepción de Estados

de la sociedad mundial en Niklas Luhmann

Marcelo Neves (Traducción: Aldo Mascareño)

A Claudio Souto, en agradecimiento

I

Si se parte del supuesto teórico-sistémico fundamental que la socie-dad moderna se ha constituido en una sociedad mundial, se piensa con ello en un contexto comunicacional unitario que, en cuanto sistema social omniabarcador está diferenciado, primariamente, en distintos sistemas parciales (Luhmann, 1975a, 1987a, pp. 333 ss., 1993, pp. 571 ss., 1997, pp. 145-171; Luhmann y De Giorgi, 1992, pp. 45-54; Stichweh, 2000). Esto, sin embargo, no excluye una diferenciación segmentaria secundaria en la forma de Estados -en cuanto organizaciones territoriales estrictamente delimitadas- vá-lida tanto para el sistema político y el sistema jurídico (Luhmann, 1998, pp. 375, también 2000a, pp. 222s., 1993, p. 582). Frente a esto, la teoría de sistemas de Luhmann, a pesar de todo el énfasis en el concepto de una sociedad (mundial) única, no es insensible a los problemas que, como consecuencia del desarrollo asimétrico de esa sociedad, emergen en diversas regiones del globo. Es cierto que Luhmann ha observado ya estos problemas a través de la dicotomía "sociedad tradicional/sociedad moderna", propia de las teorías de la modernización, y con ello se ha situado, en cierto modo, en contra-

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Los Estados en el centro y los Estados en la periferia.

dicción con su propio concepto de una única sociedad (mundial) (1983a, p. 65 n. 10, 1987a, p. 96 n. 114, 1965, pp. 101 s.). Pero esta escisión de la sociedad mundial en centro y periferia no es desatendida, sino enfáticamente subrayada:

Son razones políticas las que mantienen la segmentación del sis-

tema político de la sociedad mundial en Estados, a pesar del perma-nente peligro de guerra; y son razones económicas las que presionan por regiones altamente desarrolladas y regiones necesitadas de de-

sarrollo (Luhmann 1986a, p. 168).'

Esto significa que aun cuando la distinción centro y periferia tenga razones económicas, ella presupone la segmentación territorial del sistema político en Estados. Luhmann no desconoce que la bifur-cación entre modernidad central y periférica —la que de cualquier modo no es identificable con la diferenciación premoderna entre centro y periferia (Luhmann, 1997, pp. 613, 663-678; Luhmann y De Giorgi 1992, pp. 255 s., 275 s.), y que tiene un sentido completamente distinto de la diferencia de centro y periferia de un sistema funcional (Luhmann, 1993, pp. 321 ss., 333 ss., 2000a, pp. 244 ss., 316 ss.)- se encuentra en una relación de tensión con la diferenciación funcional (Luhmann, 1997, p. 169), la que se-gún la teoría de sistemas de Luhmann tiene el primado en la sociedad (mundial) moderna (Luhmann, 1997, pp. 707 ss., 743 ss., 1993, p. 572). Asimismo, destaca que esa bifurcación, en ningún caso, implica la negación de la existencia de la sociedad mundial:

El extendido reclamo en torno a la explotación poscolonial de los

países periféricos por las naciones industriales -teoría inscrita bajo

títulos como dependencia y marginalidad- no son una prueba

contra la sociedad mundial, sea lo que sea aquello que de ellas se

pueda sostener respecto de sus contenidos. El entrelazamiento a

nivel mundial de todos los sistemas funcionales es escasamente

discutible (Luhmann, 1993, p. 572).

1 En este sentido, es posible denominar a la "sociedad mundial como sistema internacional de desarrollo estratificatorio" (Heintz, 1982, pp. 17 s., 33 ss.).

202

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A pesar de elio, uno se puede preguntar si el paradigma teòrico-sistèmico no ha sido ya muy impregnado por su contexto de surgi-miento -esto es, por la experiencia de los Estados en la modernidad central- para estar en posición de considerar las diferencias de construcción y desarrollo estatal entre centro(s) y periferia(s) de la sociedad mundial, y extraer de ello las consecuencias correctas para la descripción de los límites del primado de la diferenciación funcional para esa sociedad.2

Aunque la sociedad mundial trae consigo cada vez más condiciones límite generalizadas para la capacidad de rendimiento y fuerza de legitimación del Estado, en todas las regiones del globo, los distintos desarrollos de la sociedad moderna en el centro(s) y en la periferia(s) suponen problemas de distinto tipo para las res-pectivas organizaciones político-jurídicas. En este texto, el esquema "centro/periferia" no es empleado en la forma simplificadora e ideológicamente cargada de la "teoría de la explotación" de los años sesenta y setenta.3 Tampoco se trata de una concepción puramente económica de sistema mundial como economía mundial capita-lista.4 Más aun, no se debe pasar por alto que el surgimiento de la sociedad moderna tiene lugar junto a una fuerte desigualdad en el desarrollo interregional,5 con significativas consecuencias para la reproducción de todos los sistemas sociales, principalmente para el derecho y la política como sistemas estatalmente organizados. Pero esta situación tampoco tiene nada que ver con un sistema de

2 Remito aquí a algunos textos tempranos: Neves, 1992, 1998, pp. 107 ss., 1999, 2000a, 2000b, pp. 171 ss., 2003, 2004. 3 Para una mirada sobre el debate de los años sesenta y setenta sobre la teoría de la depen-dencia y el capitalismo periférico, vid. dentro de una numerosa literatura Senghaas, 1972, 1974, 1979. 4 Para esto vid. Wallerstein, 1979; Hopkins y Wallerstein, 1979. Luhmann tiene sus dudas al respecto: "Immanuel Wallerstein ciertamente habla de world-system, pero indica con ello un sistema de interacción de distintas sociedades regionales, incluso para la modernidad" ( 1997, pp. 158 s.). Luhmann agrega: "Lo específico del sistema mundial moderno es entonces sólo la posibilidad ilimitada de acumulación de capital" (1997, pp. 159 n. 215). Vid. también Teubner, 1996, p. 259. 5 Esto se relaciona con la división internacional del trabajo, la que según Durkheim "se desarrolla desde el siglo XIV en adelante" (1986, p. 164; en alemán, 1977, p. 229). En este sentido sitúa Giddens (1991, pp. 71 y 75 s., en alemán, 1996, pp. 93 y 99) la división internacional del trabajo como una dimensión de la globalización.

203 •

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Los Estados en el centro y los Estados en la periferia.

relaciones entre diversas sociedades regionales, que se derivaría de un concepto de sociedad Estado-nacionalmente centrado (Luh-mann 1997, p. 159, 1998, pp. 374 s„ 2000a, pp. 220 s., 1995a, p. 117 n. 30; Teubner, 1996, p. 258 n. 1). Se trata de una escisión paradójica que aparece dentro de la misma sociedad (mundial) moderna, y cuyas consecuencias para los Estados como agentes y resultado de la diferenciación segmentaria secundaria del derecho y de la política en contextos sociales centrales o periféricos son, en cada caso, diferentes.

No se puede negar, entonces, que la actual sociedad mun-dial es altamente fragmentada y por eso es posible la aplicación del esquema "centro/periferia" en distintos niveles {vid. Galtung, 1972, pp. 35 ss.; Wallerstein, 1979; Hopkins y Wallerstein, 1979). También es necesario llamar la atención sobre el hecho de que en el transcurso de los nuevos desarrollos de la sociedad mundial se constatan tendencias hacia una "movilidad en la distribución" de centros y periferias,6 por un lado, y hacia una periferización paradójica de los centros, por otro (Neves, 1998, pp. 153 ss). Pero la distinción de modernidad central y periférica es, según mi parecer, analíticamente fecunda, en cuanto se comprueba que en una modernidad, caracterizada por la complejidad social y por la disolución, en distintas regiones estatalmente delimitadas ("países periféricos"), de una moral material que en todas las esferas sociales de vida contaba con validez inmediata, no ha existido una adecuada realización de la autonomía sistèmica según el primado de la dife-renciación funcional y tampoco una preferencia predominante por la inclusión generalizada de la población en los distintos sistemas funcionales de la sociedad (mundial) -rasgos que presumiblemente caracterizan a otras regiones estatalmente organizadas ("países cen-trales") (para esto, Neves, 1992, en especial pp. 75 s., 1998, pp. 138 ss.). El hecho de que existan distintos niveles de la diferenciación funcional derivada de la complejidad social y de la inclusión que ello presupone, no debilita el potencial analítico del par conceptual

6"En una perspectiva de largo plazo, habrá más movilidad... en la distribución de centros y periferias de la que en el momento permite suponer el actual estado de desarrollo de la distinción" (Luhmann, 1998, pp. 377, 2000a, p. 224).

204

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Marcelo Neves

"modernidad central/periférica", sino que indica su función como estructura cognitiva de selección de las ciencias sociales.

En lo sucesivo abordaré, primeramente, los rasgos y pro-blemas de los Estados democráticos de derecho en la modernidad central desde la perspectiva teòrico-sistèmica de Luhmann (II). Seguidamente, serán tratados los límites de la construcción y la realización del Estado, como así también la falta de una autonomía operativa -o de una (completa) diferenciación funcional- del dere-cho y de la política en la modernidad periférica (III). Para finalizar, me concentraré en la tendencia hacia una paradójica "periferización del centro", esbozada durante la llamada "globalización", y pondré atención a los límites de esa tendencia en una sociedad mundial asimétrica, cuyos desafíos para los Estados débilmente institucio-nalizados de la modernidad periférica son -tanto hoy como an-tes- más complejos que para los Estados de derecho democráticos de la modernidad central. Por medio de esto será puesta a prueba, críticamente, la tesis del primado de la diferenciación funcional en la actual sociedad mundial (IV).

II

En la modernidad central, el Estado ha encontrado su potencial de desarrollo tanto como sus límites bajo la forma del Estado democrático de derecho. En el modelo teórico-sistémico, éste se presenta, primeramente, como autonomía operativa del derecho; se caracteriza por la reproducción del sistema jurídico según un código de preferencia (lícito/ilícito) y por operar en conformidad con sus programas (constitución, leyes, ordenanzas, actos jurídicos, actos administrativos, sentencias, etcétera).7 Esta caracterización del Estado de derecho es insuficiente, pues implica, además, la diferen-ciación de sistema jurídico y sistema político, lo que tiene como consecuencia un tipo específico de relación entre ambos.

En el Estado de derecho, entonces, no se trata sólo de la autonomía del derecho. Se hace necesaria, adicionalmente, la au-

7 Para la autonomía operativa del derecho, vid. Luhmann, 1993, pp. 38-123, 1988b, 1985, 1984b, 1983b, 1981c; Neves, 1998, pp. 112ss„ 2000b, pp. 69 ss., 2003.

205 •

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Los Estados en el centro y los Estados en la periferia.

topoiesis de la política. Si se define la política como la esfera de las decisiones colectivas vinculantes (Luhmann, 1995a, pp. 103, 132, 1998, p. 380, 2000a, p. 227) -esto es, como esfera de la generali-zación de influencia (autoridad, reputación, liderazgo) (Luhmann, 1988a, pp. 75 ss.)— autopoiesis de la política quiere decir, entonces, que las correspondientes comunicaciones no vienen determinadas directamente por factores externos o particularismos. El sistema político se reproduce a sí mismo, en primer lugar, por medio del código de preferencia "poder superior/poder subordinado" (lo que actualmente se ha transformado en la diferencia entre gobierno y oposición),8 y por operar en conformidad con sus propios programas establecidos por procedimientos de elección, de administración y por procedimientos parlamentarios.

La circulación de poder se despliega a través de la elección que hace el público de programas y líderes políticos, de la premi-sa que los "políticos" condensan decisiones vinculantes, del hecho de que la administración (en sentido amplio) decide y que con ello vincula al público, el que por su parte nuevamente reacciona en la forma de elecciones políticas u otras expresiones de opinión. Esta circulación induce una contracirculación: "Difícilmente la política puede operar sin rudimentos de administración. El público depende de la preselección de personas y programas dentro de la política. En cuanto se expande a campos de resonancia complejos, la admi-nistración requiere la libre participación del público: le debe con-ceder, por tanto, influencia" (Luhmann, 1981a, p. 164; también Luhmann, 1981b, pp. 45 s.). Esta doble circulación implica que el sistema político se constituye como sistema clausurado autorreferen-cialmente, es decir, no subordinado a criterios "absolutos" de derecho natural o de tipo trascendental. Las informaciones del entorno se someten al procesamiento interno del sistema y se vuelven política-mente relevantes tan sólo cuando son introducidas en la circulación y contracirculación de poder (Luhmann, 1981a, pp. 164 s.).

8 "El poder político está primeramente codificado según el esquema poder superior/poder subordinado", igualmente "el código político es practicado hoy sobre todo como diferencia-ción de gobierno y oposición" (Luhmann, 1986b, p. 199, 2000a, pp. 88 ss., pp. 96 ss.). El código de preferencia primario de poder también puede ser formulado a través de la escisión más radical entre poder y no poder o ausencia de poder (1988a, p. 56, 1990, p. 193).

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La doble circulación puede ser analizada más profundamen-te si se incluye al pueblo en ella (y en su correspondiente contra-circulación) : "PuebloIpolítica/administración/público" (Luhmann, 2000a, pp. 256 ss. [258], cursivas mías). Luhmann confronta el poder informal de la contracirculación con la circulación de poder oficial y formal, el cual adopta "formas muy diferentes" según la sección de la circulación de que se trate (Luhmann, 2000a, pp. 258 ss.).9 Si se concentra la mirada exclusivamente en la sección "pueblo/política", la comprensión de la contracirculación (informal) acabaría en una respuesta del tipo "teoría de elites": "todo el poder surgiría de los políticos" (Luhmann, 2000a, p. 259). Con ello no sólo se juzgaría mal la diferencia de poder formal e informal, sino que se pasaría por alto que "también existen otras secciones en el sistema" (Luhmann, 2000a, p. 259). Cuando la mirada se enfoca al otro lado de la circulación por ejemplo -en la sección administra-ción/política- se puede observar que aparece, en primer plano, el contrapoder del pueblo, y que, más aún, él es decisivo para la clau-sura del sistema: "La clausura del sistema tiene lugar en el momento en que el público -que recibe instrucciones y es sobrecargado por la administración- se transforma en pueblo; en el momento en que la volonté de tous se convierte en volonté générale. Esa transforma-

ción se mantiene, sin embargo, como un secreto. Sólo puede ser formulada como paradoja" (Luhmann, 2000a, p. 265).

Entre tanto, la autonomización del sistema político -es decir, la emergencia del modelo de la circulación dinámica de poder que reemplaza la estructura jerárquica de relaciones entre dominadores ("desde arriba") y dominados ("desde abajo")- sólo es posible si el código de preferencia del derecho también se vuelve relevante dentro del sistema político: "El poder, 'por naturaleza, se presenta difusa y fluctuantemente disperso. Sólo con ayuda de la diferencia entre poder conforme a derecho y contrario a derecho, se sitúa bajo un claro así/de otro modo" (Luhmann, 1988a, p. 43). Junto a la dife-rencia primaria "poder/no-poder", el esquema binario "lícito/ilícito" juega ahora -en la perspectiva de observación del sistema político- el

9 "En zonas jerárquicas se puede, por tanto, observar que el poder es dirigido desde arriba hacia abajo y desde abajo hacia arriba" (Luhmann, 2000a, p. 264).

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rol de segunda codificación del poder (Luhmann, 1986b, p. 199, 1988a, pp. 34,48 ss., 56). Únicamente con esa inserción del código jurídico en el sistema político, éste puede formarse como circula-ción dinámica generalizada y mantenerse así frente a las presiones particularistas y a los factores inmediatos de su entorno.

En el modelo teórico-sistémico, el Estado de derecho puede ser definido, desde el sistema político, como la relevancia de la diferencia entre derecho y no-derecho. Esto significa que "todas las decisiones del sistema político [están] subordinadas al derecho" (Luhmann, 1986b, p. 199, 2000a, pp. 389 s.). De ello no se sigue, sin embargo, una desdiferenciación de la política por efecto del derecho (Luhmann, 2000a, p. 392), sino precisamente una inter-dependencia entre ambos sistemas.10 La presencia de la codificación secundaria no conduce a que "las preferencias poder y derecho, o ausencia de poder y no-derecho, sean encubiertas... Esto significa que la distinción poder/ausencia de poder y lícito/ilícito se remiten mutuamente" (Luhmann, 1988a, p. 56). Así como las decisiones políticas subyacen al control jurídico, el derecho positivo no puede prescindir, por ejemplo, de una legislación controlada y acordada políticamente (Luhmann, 1981a, p. 165). Del mismo modo, mientras que en el campo político la violencia física se subordina, en cuanto coacción jurídica, al control jurídico, ella depende de variables políticas.

En el Estado democrático de derecho, la diferenciación de derecho y política se realiza a través de la constitución. Desde esta perspectiva, Luhmann define la constitución como "acoplamiento estructural" de política y derecho (1990, pp. 193ss., 1993,en espe-cial pp. 470 ss., 1997, pp. 782 s„ 2000a, pp. 389-392).11 No se trata de un acoplamiento operativo como acoplamiento momentáneo de operaciones del sistema y del entorno (Luhmann, 1993, pp. 440 s.).

10 La interdependencia es entendida aquí como simultaneidad paradójica de dependencia e independencia recíprocas (Luhmann, 1981a, p. 165). 11 El concepto de "acoplamiento estructural" se encuentra en el centro de la teoría biológica de sistemas autopoiéticos (Maturana 1982, pp. 143 ss., 150 ss., 251 ss., 287 ss.; Maturana y Varela, 1980, pp. XX s., 1987, pp. 85 ss.). A esto recurre Luhmann explícitamente para trasladar el concepto a los sistemas sociales (1997, p. 100, 1993, pp. 440 s., 1990, p. 204 n. 72, 2000a, p. 373 n. 3, 2002, 119s.; Luhmann y de Giorgi, 1992, p. 33).

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El acoplamiento estructural implica, más bien, que "un sistema presupone determinadas propiedades de su entorno de modo dura-dero y que se confía de ello estructuralmente" (Luhmann, 1993, p. 441). La constitución adquiere la forma de acoplamiento estructural en cuanto posibilita y filtra influencias recíprocas entre derecho y política. Como "forma de dos lados", actúa de tal modo que tam-bién limita y con ello facilita las influencias entre ambos sistemas, las incluye y excluye a la vez (Luhmann, 1993, p. 441). Cuando la constitución excluye determinados ruidos intersistémicos, otros son introducidos y amplificados por ella (Luhmann, 1990, p. 202). Mientras que en la política la constitución desencadena irritaciones, interrupciones y sorpresas jurídicas, en el derecho desata irritaciones, interrupciones y sorpresas políticas (Luhmann, 1993, p. 442). A esto se relaciona el hecho de "que la constitución posibilita una solución jurídica a los problemas de autorreferencia del sistema político y, a la vez, una solución política a los problemas de autorreferencia del sistema jurídico" (Luhmann, 1990, p. 202, 1993, p. 478).

Desde el punto de vista del derecho, la constitución se mu-estra como una estructura normativa que posibilita su autonomía operativa y es, a la vez, resultado de ella (Neves, 1992, pp. 50 ss., 1998, pp. 61 ss.; Luhmann, 1990, pp. 185 ss.). En ese sentido, "la constitución es aquella forma con la que el sistema jurídico reacciona a su propia autonomía. En otras palabras, la constitución debe reemplazar los contactos con el exterior, tales como los que el derecho natural había postulado" (Luhmann, 1990, p. 187). La constitución evita que criterios de naturaleza valórica, moral o polí-ticos adquieran validez inmediata dentro del sistema jurídico, de-terminando así sus límites. En consonancia, Luhmann destaca lo siguiente: "La constitución clausura el sistema jurídico en cuanto lo regula como un área en la que ella misma reaparece nuevamente. Constituye al sistema jurídico como sistema clausurado por medio de la re-entry en el sistema" (1990, p. 187). Como normativa om-niabarcadora de procesos generadores de normas, la constitución se alza como mecanismo reflexivo del sistema jurídico (norma de normas).12 La normatividad constitucional pone límites sistémicos

12 Vid., para esto, Luhmann 1984a. Después ya no se hablará más de "mecanismos reflexivos",

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internos a la capacidad de aprendizaje del derecho; determina cómo y en qué medida el sistema jurídico puede aprender sin disolver su identidad/autonomía.13 La constitución representa, entonces, el más amplio mecanismo de control de la autoproducción jurídica y de filtro de las influencias del entorno sobre el derecho en cuanto sistema autopoiético.

La constitución también puede ser comprendida como una dependencia interna del sistema político (Luhmann, 1973). Primero, como instrumento de la política, sea "instrumental" o "simbólico" (Luhmann, 1993, p. 478). Siempre es posible, entonces, que el sentido político y jurídico de la constitución tenga desarrollos más o menos divergentes.14 Pero en los casos de un simbolismo o de un instrumentalismo constitucional, en realidad no existe un Estado de derecho. Esto significa que el concepto de constitución, como instrumento de la política, no excluye las situaciones de erosión o directa destrucción del acoplamiento estructural de política y derecho que conducen al quiebre de la autonomía del sistema jurídico. Por el contrario, en el Estado de derecho, el derecho constitucional reingresa en el sistema político, de tal modo que el código lícito/ilícito es institucionalizado como código secundario del poder. Con ello, la constitución inmuniza al sistema político contra presiones particulares concretas. Se trata de una aceptación jurídica de inmunización interna del sistema político en la con-strucción de su propia autonomía.15 Esta inmunización involucra, sobre todo, la institucionalización del procedimiento democrático de elección como forma de "generalización del apoyo político" -un procedimiento que actúa como obstáculo a la manipulación del

sino más precisamente de reflexividad (Luhmann 1987b, pp. 601, 610-616). 13 De acuerdo con esto, Luhmann (1973b, p. 165) escribe lo siguiente: "Sentido y función de la constitución vienen caracterizadas por el eso de negaciones explícitas, negaciones de negaciones, restricciones, evitaciones; la constitución misma es, según su contenido formal, la negación de la ilimitada mutabilidad del derecho". 14Vid. Luhmann 1993, p. 478, donde acepta que la constitución en muchos "países en desarro-llo" es reducida, en lo esencial, a un instrumento de política simbólica. Posteriormente, refiere (Luhmann, 1997, p. 810) a mi concepción de constitucionalización simbólica como alopoiesis del derecho, sin presentar reservas. Vuelvo sobre esa pregunta en la siguiente sección. "En un sentido omniabarcante, el derecho es considerado por Luhmann (1993, pp. 565 ss.) como sistema inmunitario de la sociedad.

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s i s t ema político por intereses particularistas y que incluye el man-dato imperativo inconciliable (Luhmann, 1983a, p. 165 n. 19) de la formación pluralista del parlamento (sistema plural de partidos), pero a través de la separación de poderes, también cuida al sistema político de una expansión destructiva de su propia autonomía.

También puede afirmarse, desde la perspectiva, de Luhmann que los derechos ciudadanos, en cuanto mecanismos de "inclusión de la población total en los rendimientos de los distintos sistemas sociales funcionales" (inclusión), pertenecen al corazón del Estado de derecho democrático (Luhmann, 1981b, pp. 25 ss., siguiendo a Marshall, 1976; Luhmann, 1980, p. 168, 1981c, p. 87, 1997, p. 619).16 Luhmann remite esto al surgimiento de las constituciones en la segunda mitad del siglo xviii,17 y con ello pone a los derechos ciudadanos en relación con "la transición de la sociedad estratificada a la funcionalmente diferenciada... Para el caso especial del sistema político, la inclusión de la población total en todos los sistemas fun-cionales comenzó a llamarse ahora democracia" (Luhmann, 2000a, p. 97). La exigencia de inclusión de la población total en la política y en el derecho en cuanto sistemas funcionales diferenciados de la sociedad (mundial) moderna, es reforzada por la emergencia del Estado de bienestar, definido por Luhmann como "inclusión política realizada" (Luhmann, 1981b, p. 27).18 La preferencia por la

16 Parsons define la citizenship -siguiendo a Marshall- como inclusión, pero restringe el concepto a la membresía en la "comunidad societal": "El concepto de ciudadanía... refiere a la membresía plena en lo que llamaré comunidad societal. Este término remite al aspecto de la sociedad total como un sistema, el cual forma una comunidad que es el foco de solidaridad o de lealtad mutua de sus miembros y que constituye la base consensual que subyace a su integración política" (1994, p. 141 [1965]); vid. también Parsons, 1972, pp. 32 ss., 118. Luhmann ( 1997, p. 619), a raíz de su radicalización de la concepción sistèmica y del rechazo vinculado a ello del concepto parsoniano de comunidad societal, habla del "aprovechamiento" de los análisis de Marshall para el desarrollo de los derechos ciudadanos en Parsons. Desde una perspectiva teórico-sistémica, Holz (2000, p. 193) propone una distinción entre inclusión en la sociedad (o en sus sistemas funcionales) y ciudadanía como "membresía sólo referida a un estado (nacionalidad)" (vid. también Bora, 2002, p. 76). Con ello desconoce la dife-rencia entre el sentido técnico de ciudadanía como nacionalidad (pertenencia a un estado como organización) y el sentido sociológico de ciudadanía como mecanismo institucional jurídico-político de inclusión en la sociedad. 17 La constitución misma es considerada como "logro evolutivo de la sociedad moderna" (Luhmann, 1990). 18 Se podría complementar: el Estado de bienestar es también inclusión jurídica realizada.

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inclusión en los Estados democráticos de bienestar de la modernidad central es, según mi parecer, la que más llama la atención cuando se la compara con los Estados de la modernidad periférica.

El problema del Estado de derecho democrático en la mo-dernidad central afecta, de manera primordial, a la heterorreferencia del Estado como organización territorial delimitada político-jurídi-camente. Desde una perspectiva externa, esto supone la dificultad de encontrar respuestas adecuadas a las exigencias de otros sistemas funcionales. Visto desde una perspectiva interna, las dificultades tienen lugar en el marco de la construcción de una relación recíproca entre política y derecho.

Este problema ha sido tratado por medio de las palabras clave (sin duda equívocas) de "juridificación" y "desjuridificación". Visto concretamente, se trata de un debate sobre la heterorreferencia del sistema jurídico. Desde el punto de vista sistémico, la cuestión es observar y describir la eficacia del código poder/no-poder y lícito/ ilícito en el marco de la organización estatal, por un lado, y a nivel de los sistemas parciales de la sociedad, por el otro. La discusión se dirige, en principio, a la expansión de política y derecho a costa de la reproducción de otros sistemas sociales. Pero en cuanto que cada sistema funcional constituye un entorno para los otros y no está subordinado a ellos, la pretensión expansiva del Estado puede mostrar la incapacidad del sistema jurídico y político de observar, adecuadamente, la autonomía del contexto (Teubner y Willke, 1984;Teubner, 1984, pp. 334 ss., 1988,1989, pp. 81 ss.). El Estado es sobreexigido por los requerimientos de selección que provienen de un entorno muy complejo y compuesto, de manera paradóji-ca, de sistemas operativamente clausurados (aunque cognitivamen-te abiertos). En este sentido, la juridificación o estatalización no implica sólo un efecto desintegrador de las tareas del Estado para con la sociedad, sino también una respuesta desintegradora de las exigencias sociales hacia el Estado, pues ellas llevan el Estado hasta los límites de su capacidad de rendimiento (Teubner, 1984, pp. 322 ss., 1998b, p. 206). El problema que arrastra consigo la expan-sión de derecho y política vive al interior de la complejidad estruc-tural de Estado y sociedad en la modernidad, de tal modo que no es abordable ni desde el esquema simplificador de la "desjuridifica-

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ción" o "desestatalización", ni desde el modelo de implementación instrumental (Teubner, 1984, pp. 326 ss.).

La pregunta por la heterorreferencia no se reduce a la re-lación del Estado democrático de derecho con su entorno social. Ella concierne también a la compleja y problemática relación entre derecho y política, es decir, a la expansión de la última en detri-mento del funcionamiento de la primera, y viceversa. Se habla, entonces, de "politización de la justicia" o de "judicialización de la política". Como se puede leer en estas expresiones, el planteamiento de la pregunta se circunscribe a un campo temático restringido: se refiere, especialmente, a la relación de la actividad política tanto del parlamento como del gobierno con relación a la judicatura. En una de las perspectivas, la atención se dirige hacia un excesivo control de la legislación y del gobierno a través del poder judicial; se destaca con ello que, de esa manera, se reduce el espacio para la discusión política y que la legitimación democrática se ve afectada. Este problema de la "judicialización de la política" ha adquirido un importante posicionamiento en Europa y, en especial, en Alemania, en vistas a la cada vez más fuerte actividad altamente vinculante de los tribunales constitucionales (Loewenstein, 1975, pp. 261-265; Maus, 1994, pp. 298-307; Habermas, 1992, pp. 292 ss.). El mismo hecho puede interpretarse en cualquier caso como "politización de la justicia", en cuanto los tribunales constitucionales decidan según criterios políticos (Maunz, 1959, pp. 220 ss.; Loewenstein, 1975, p. 261).

No se puede discutir que, en la modernidad central, el Estado de derecho democrático tiene también problemas de au-torreferencia. Pero el bloqueo de la reproducción operativamente autónoma del sistema político y jurídico está circunscrito a áreas específicas, no tiene una tendencia a la generalización. Existe una legalidad fuerte y una esfera pública consolidada. Los procedimien-tos político-jurídicos funcionan regularmente según la constitución. Por eso he considerado los límites de la heterorreferencia como un problema de primera importancia.

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III

Los factores negativos de la concretización del Estado democrático de derecho en la modernidad periférica se relacionan, primaria-mente -como lo he apuntado en otro lugar—, con los límites de la autorreferencia del sistema político y del jurídico (Neves, 1992, 1999, 2000a, 2003, 2004). La situación se vuelve grave en cuanto aparecen, a menudo, problemas relevantes de heterorreferencia del Estado en una sociedad altamente compleja, y persisten los blo-queos destructivos de la reproducción operativamente autónoma del sistema jurídico y político, lo que erosiona la constitución como acoplamiento estructural de ambos sistemas y desgasta la interme-diación procedimental de una esfera pública pluralista.

El tratamiento de este problema requiere un pequeño excurso sobre los rasgos estructurales de la reproducción de la sociedad en la modernidad periférica. Según el modelo teórico-sistémico de Luhmann, la sociedad moderna se caracteriza por la alta complejidad con la que se vincula la diferenciación funcional de contextos comunicativos, la cual a su vez se realiza plenamente con la emergencia de sistemas parciales autopoiéticos (Neves, 2000b, pp. 20 ss., 55 ss.). La alta complejidad social y la disolución de una moral sustantiva válida para todas las esferas de vivencia y acción, sin duda son rasgos definitorios de la sociedad moderna. Pero no se puede desatender el hecho de que en distintas regiones estatal-mente delimitadas ("países periféricos") no ha tenido lugar ni una adecuada realización de la autonomía sistèmica según el principio de la diferenciación funcional, ni tampoco una concretización de derechos ciudadanos (citizenship) como institución de inclusión social -elementos que sí caracterizan a otras regiones estatalmente organizadas ("países centrales")-. En este sentido, defino a la mo-dernidad periférica como una modernidad negativa.

Con el modelo teórico-sistémico como punto de referencia, es posible una nueva lectura en el siguiente sentido: sobre la base de una alta complejidad social y de la disolución de la diferenciación jerárquica, en la "modernidad periférica" no tiene lugar una con-strucción de sistemas sociales que se desarrolle autónomamente en su topoi específico, a pesar de la interpenetración e interferencia de la

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que gozan. De ello se derivan problemas sociales aun más complejos que aquellos que caracterizan a los países de la "modernidad central". Las relaciones entre contextos de comunicación adoptan formas auto y heterodestructivas con funestas consecuencias para la integración sistémica y la inclusión social. En este contexto, la modernidad, en cuanto disolución de la tradición a través de la formación de sistemas funcionales autónomos, se presenta de manera no-positiva, sino más bien negativamente, como un aumento de la complejidad social que disuelve el moralismo jerárquico tradicional.

Esta consideración general sobre la modernidad periférica como modernidad negativa es importante si se la confronta con el problema de los obstáculos para la concretización del Estado de derecho. Desde el entorno social, la consistente autorreproducción del sistema jurídico y político es bloqueada, de modo generalizado, por la acción heterónoma de otros códigos y criterios sistémicos, como también a través de persistentes particularismos difusos a falta de una esfera pública pluralista. Nuevamente, en primer plano, aparecen dentro del Estado intromisiones destructivas del poder en la esfera jurídica.

En referencia a la sociedad como contexto del Estado, se puede hablar de alopoiesis del derecho, producto de una superposi-ción de otros códigos de preferencia sobre código lícito/ilícito (Ne-ves, 2003). Esto significa que los límites de la esfera jurídica no están claramente definidos (Neves, 2004), y por ello no hay espacio para la autoproducción circular del derecho. La hipertrofia imperial del código económico tener/no-tener refuerza la apertura extrema de la diferencia de ingresos y produce privilegios no conformes a derecho y "exclusiones" que impiden una autoproducción sistémicamente consistente del derecho. También la superposición de formas difu-sas de poder privado y redes de nepotismo sobre el código jurídico corrompen el derecho, de tal modo que su reproducción operativa es definida de manera heterónoma. Correspondientemente, la legalidad como generalización de normas jurídicas sustantivas es desplazada en el proceso de la concretización jurídica.

En tales circunstancias, los procedimientos primariamente jurídicos del Estado democrático de derecho -el procedimiento jurisdiccional y el de ejecución, sobre todo el policial- son desfi-

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gurados por criterios extrajurídicos. Ellos interfieren, de manera descontrolada, el procesamiento de casos jurídicos sobre la base de criterios generalizados de adecuación constitucional y legalidad, realizables a través de procedimientos jurisdiccionales y administra-tivos. La idea de que esto constituiría una gran apertura cognitiva del derecho para con los intereses sociales, es ingenua. Desde un punto de vista sistèmico, la apertura cognitiva supone clausura ope-rativa y normativa.19 En el caso en cuestión, se trata más bien de un quiebre de la clausura operativa por efecto de la cual se desvanecen los límites del "campo jurídico" y otras áreas de comunicación. De ello se sigue que el derecho se encuentra en una permanente crisis, mucho más grave que las crisis de adecuación que atraviesa el siste-ma jurídico del Estado democrático de derecho en la modernidad central. Además, se debe indicar que en la modernidad periférica no se trata ni de un fenómeno localizado de "corrupción sistèmica" a costa de los acoplamientos estructurales en el área organizacional -como se comprueba en las experiencias de los Estados de derecho democráticos en Europa occidental y Norteamérica (Luhmann, 1993, p. 445, 2000b, pp. 295-297)-, ni de valores de rechazo en el sentido de Gotthard Günther (1976, pp. 286 ss.),20 pues ambos presuponen la autopoiesis de los correspondientes sistemas. La llamada corrupción sistèmica muestra tendencias hacia la generali-zación bajo las condiciones típicas de la reproducción del derecho en una modernidad periférica, de tal modo que el mismo principio de diferenciación funcional se ve afectado y se engendran situacio-nes de alopoiesis del derecho.21

En consonancia con esto, en la modernidad periférica no se trata -en oposición a la dirección que en la modernidad central

""La clausura no opera como fin propio... Se trata de una condición de posibilidad para la apertura. Toda apertura se basa en la clausura" (Luhmann, 1987b, p. 606, 1993, pp. 76 y 79). 20 En relación con esto, vid. Luhmann, 1986b, pp. 181 ss.; 1993, pp. 81, 181, 187, 545 s., 1997, pp. 751 s. 21 Luhmann reconoce, sin embargo, que en los "casos extremos" de corrupción sistèmica "no se puede hablar de clausura autopoiética" [1993, p. 82], pero de ello no deriva con-clusiones consecuentes empíricamente referidas para su construcción teórica, pues insiste en el primado de la diferenciación funcional en la sociedad mundial actual (1993, p. 572, 1997, pp. 743 ss.).

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ha tomado el debate en torno a la "juridificación vs desjuridifica-ción"- de una colonización sistémica del mundo de la vida por el derecho (Habermas, 1982, pp. 524 ss., 539), sino en primer lugar de una colonización del derecho por la sociedad. En los hechos, a la promulgación de textos constitucionales o legales en el sentido de la construcción del Estado democrático de derecho, no le sigue una concretización jurídico-normativa calculable, generalizada y relevante22 en la experiencia de los países periféricos. La concreti-zación jurídica es atravesada por diferentes códigos de preferencia. De ese modo, los textos constitucionales y legales son deformados a tal punto por los efectos particularistas y bloqueos de otros criterios sistémicos, que desde ellos no se desarrolla una fuerza normativa suficiente. Con relación a esto se puede hablar de una tendencia hacia la desjuridificación fáctica ocurrida en el transcurso del proceso de concretización. En el centro del problema no se encuentra la producción de más o menos textos normativos, sino la superación de las condiciones desjuridificantes que determinan la colonización del derecho por la sociedad.

En todo caso, el problema no se limita a la presión sobre el derecho debido a una sociedad desestructurada por una dife-renciación funcional insuficiente y una escasa generalización de la ciudadanía (esto es, de la inclusión política y jurídica), sino que se extiende a los mecanismos sociales que actúan destructivamente sobre la autonomía operativa de la política. La superposición tanto del código económico como de los particularismos orientados a buenas relaciones por sobre los procedimientos legislativos y elec-cionarios, adquiere aquí un significado importante. Como se señaló con relación al derecho, en este caso no se trata de una apertura cognitiva de la política hacia las exigencias de la economía y de los valores, expectativas e intereses existentes en la esfera pública, sino más bien del quiebre de la clausura operativa del sistema político -condición sistémica de su apertura frente a un entorno social alta-mente complejo—. Este fenómeno se hace presente, hoy, en especial, en los casos más relevantes y generalizados de fraude electoral o de

22Para el concepto de concretización, vid. Müller 1995, en especial pp. 122 ss., 166 ss., 1994, en especial pp. 147-67, 184-222, 234-240.

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cohecho. A menudo, el procedimiento se desplaza de tal manera que se transforma en un simple ritual: no existe entonces ninguna incertidumbre del resultado electoral (Luhmann, 1983a, p. 38). De ese modo, la elección se distancia en una medida extrema del modelo constitucional y legal. El código lícito/ilícito no opera eficientemente como codificación secundaria de la política. Esto supone una defi-ciente legitimación por medio del procedimiento. Lo que se impone en ese contexto son "apoyos" particularistas como mecanismos de reemplazo ante la falta de legitimación política generalizada del Estado como organización (Luhmann, 1995b, p. 255).

Paralelamente a estos obstáculos para la realización del Estado democrático de derecho -determinados por factores del en-torno social-, tiene lugar en la modernidad periférica una destruc-tiva relación interna entre derecho y política. Aunque esa situación involucra bloqueos mutuos entre política y derecho, ella se convierte, por lo general, en una supremacía destructiva del código poder sobre el código lícito/ilícito. Éste se vuelve un código débil, pues no es complementado por criterios o programas suficientemente institucionalizados que logren oponerse a la fuerza del código polí-tico. Por ello, la diferencia de derecho y no-derecho no cumple, de modo satisfactorio, la función de segunda codificación del poder y, por lo tanto, el rasgo decisorio del Estado de derecho no se hace presente. La adecuación constitucional y la legalidad son, a menu-do, dejadas de lado al tenor de las relaciones concretas de poder que tengan lugar. Asimismo, no existe un filtro simétrico de las influencias recíprocas de derecho y política. La concretización constitucional es bloqueada, con frecuencia, por las coerciones de constelaciones particulares de poder. Es cierto que la subordinación del derecho bajo la política no implica autonomía ni tampoco una identidad fuerte del sistema político. Por el contrario: precisamente en cuanto la política se distancia de las vinculaciones establecidas por la constitución a través del código lícito/ilícito, se expone, de manera directa, al particularismo de las buenas relaciones y, sobre todo, a exigencias económicas concretas, con lo que no puede re-producirse operativamente. La debilidad de la política en referencia a su entorno social está en estrecha relación con sus tendencias expansivas y absorbentes frente al derecho.

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Las reflexiones expuestas en torno a los obstáculos para la realización del Estado democrático de derecho en la modernidad periférica, deben despejar la errónea idea de una legalidad fuerte en vista a los problemas sociales, así como el mito de un Estado fuerte ante una sociedad débil. En ambos casos, se parte de la concepción de que el problema primario descansa en una inadecuada heterorre-ferencia. En realidad, se trata más bien de un Estado débil expuesto a la presión del entorno social, que se encuentra desestructurado tanto por una insuficiente diferenciación funcional como también por la falta de universalidad de los derechos ciudadanos. En este sentido, se deben evitar los eslóganes de pluralismo jurídico, los que implícita o explícitamente presuponen la identidad o autonomía de una esfera jurídica frente a la identidad o autonomía de otra. Por el contrario, bajo las condiciones de reproducción de derecho y sociedad en la modernidad periférica, tiene lugar una confusión de códigos y criterios que desdibujan los límites del campo de la co-municación jurídica y de la esfera estatal —así como los límites entre derecho y política— por efecto de otras áreas de acción y vivencia.

Uno de los obstáculos más gravitantes para la realización del Estado democrático de derecho en la modernidad periférica es la generalización de las relaciones de subinclusión y sobreinclu-sión.23 Si se define la inclusión como el acceso a los rendimientos de un sistema social y, a la vez, como dependencia de él (Luhmann, 1981b, pp. 25 s.), falta en aquel caso una de las dos dimensiones del concepto. En ambas direcciones (hacia "arriba" y hacia "abajo") se trata de una capacidad de atribución unilateral y limitada de los sistemas funcionales en sus referencias a personas. Aquí es de espe-cial interés el problema de la falta de inclusión generalizada en el sistema jurídico, es decir, la falta de una generalización de derechos y deberes. Esto implica la inexistencia de los derechos ciudadanos (icitizenship) como mecanismo de inclusión político-jurídica de la población en la sociedad.

23 Me distancio de mi elección previa "subintegración/sobreintegración" (Neves, 1999,1992, pp. 94ss., 155 ss.; en relación con esto vid. Müller, 1997, pp. 47 ss., para acercarme al uso teórico-sistémico de Luhmann y evitar malos entendidos. El problema, no obstante, sigue siendo el mismo.

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En lo que se refiere a los subincluidos, se generalizan las relaciones concretas en las que no se tiene acceso a los rendimien-tos del sistema jurídico, a pesar de que sigan siendo dependientes de él. De tal modo, los "subciudadanos" no son excluidos. Aun cuando ellos carecen de las condiciones reales para el ejercicio de los derechos fundamentales declarados en la constitución, no están liberados de los deberes y las responsabilidades a los que les somete el orden estatal. Para los subincluidos, las prescripciones consti-tucionales tienen relevancia casi exclusivamente en sus efectos de restricción de libertades. Los derechos fundamentales no juegan un rol significativo en el horizonte de su acción y vivencia, ni siquiera respecto de la identificación de sentido de las respectivas normas constitucionales. Puesto que la constitución es un entramado de normas omniabarcante, tanto en las dimensiones temporal, social y objetual del derecho, ella es válida para el sistema jurídico en su totalidad. Quienes pertenecen a las clases bajas, "marginadas" en distintos aspectos y grados, son integrados en el sistema regular-mente como deudores, culpados, demandados, condenados, pero no como portadores de derechos, como acreedores o acusadores. En el campo de la constitución, el problema de la subinclusión adquiere, en todo caso, un alcance especial, en cuanto los derechos fundamentales, especialmente en el marco de la actividad represiva del "aparato de Estado", es decir, de las acciones violentas no con-formes a derecho de la policía, que son cometidas en referencia a quienes pertenecen a la clase baja.24

La subinclusión no puede ser separada de la sobreinclu-sión. Ella remite a la praxis de aquellos grupos que llevan a cabo

24 Para el caso de Brasil, vid., entre otros, Human Rights Watch y Americas 1997; Oliveira, 1994, 1997; Capeller, 1995, en especial pp. 166 ss.; Pinheiro, 1991; Chevigny 1991; 1999; Neves, 1992, pp. 153 ss. Es cierto que en un contexto de insuficiente efectividad de los derechos ciudadanos, la violencia no conforme a derecho va mucho más allá de la violación de los derechos fundamentales de los pertenecientes a las clases bajas por la acción de la po-licía (vid. Ratton Jr., 1996; Peralva, 1997); en contradicción con la imagen de los derechos ciudadanos generalizados, se desarrolla una "cultura de la violencia", que también impregna las relaciones sociales de las clases bajas (vid., por ejemplo, Velho y Alvito, 1996). En esta "cultura de la violencia" se encuentran, en primer lugar, en Brasil, las indignantes masacres de niños (vid. Martins, 1993) y la justicia del linchamiento (Martins, 1991; Benevides y Ferreira, 1991).

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sus actividades de bloqueo de la reproducción del derecho con apoyo de la burocracia estatal. En principio, los sobreincluidos son portadores de derechos, autorizaciones, facultades y preferencias, y por lo regular no están sometidos a la actividad punitiva del Estado con relación a sus deberes y responsabilidades. Su posición frente al orden jurídico es instrumental: éste es simplemente utilizado por ellos, no utilizado o mal utilizado según las constelaciones de intereses concretas y particulares. En ese contexto, el derecho no opera como horizonte de la vivencia y la acción político-jurídica de los sobreincluidos, sino más bien como medio para el logro de sus objetivos económicos, políticos y relaciónales. Si se quiere insistir en el término exclusión, no sólo los subincluidos estarían "excluidos", sino también los sobreincluidos, pues éstos se situarían "sobre" el derecho, y aquéllos caerían "bajo" él.

En el marco de una sociedad mundial muy compleja, no existe la sobreinclusión o la subinclusión total o absoluta, pues las posiciones correspondientes no se basan en principios o normas fijas como en las sociedades premodernas, sino que dependen de condiciones concretas y fácticas de reproducción de la comunica-ción. Pero hay individuos y partes de la población que se encuentran regularmente en el polo subordinado o supraordinado de la relación de sobreinclusión y subinclusión. De manera ocasional, el subciu-dadano puede entrar en escena como sobreincluido, en cuanto atente contra los derechos de otros sobre la base de una expectativa segura de ilegal impunidad. Y al revés, el sobreciudadano puede encontrarse excepcionalmente en situación de un subincluido, sobre todo cuando sufre la violencia ilegal o el agravio de actores estatales sin que le estén abiertos los caminos jurídicos previstos para enfrentar tal hecho. Además, no se debe desconocer que el número de ciudadanos que se encuentra en una situación de inte-gración simétrica en el sistema jurídico es limitado. Sin embargo, la generalización de las relaciones de subinclusión y sobreinclusión lleva a la implosión de la constitución como ordenamiento fun-damental de la comunicación jurídica y también como estructura de acoplamiento de derecho y política. Esto tiene consecuencias alopoiéticas especialmente para la esfera jurídica, lo que se conecta con el hecho que la diferenciación funcional y la autorreferencia

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sistèmica precisan de la inclusión generalizada de la población en los distintos sistemas parciales de la sociedad.

La interpretación de este problema presentada aquí resulta de una postura crítica frente a la concepción temprana de Luhmann, según la cual la sociedad (mundial) estaría caracterizada por el pri-mado de la diferenciación funcional, que nuevamente presupone la inclusión de la población total en los distintos sistemas funcionales (Luhmann, 1981, p. 239, 1981b, en especial pp. 26 s., 35, 118, 1980, pp. 31 s., 168).25 Como respuesta a esa crítica, Luhmann ha cambiado después su posición respecto a la diferencia "inclusión/ exclusión" (Luhmann, 1997, pp. 169 s., 618-634, 1995a, pp. 146 ss., 1995b, 1993, pp. 582 ss., 2000a, pp. 427 s., 2000c, pp. 233 ss., 242 s., 301 ss., 2005, pp. 80 ss., 275 ss.) en cuanto llega a la conclu-sión de que ella opera como una metadiferencia o metacódigo que mediatiza los códigos de todos los sistemas funcionales (Luhmann, 1997, p. 632, 1993, p. 583). Pero si esto es así, me parece difícil seguir sosteniendo que la sociedad moderna venga caracterizada por el primado de la diferenciación funcional, y que la diferencia de sistema y entorno sea la diferencia principal al interior de la so-ciedad. Si se continúa sosteniendo, consecuentemente, que la diferencia entre inclusión y exclusión sirve como un metacódigo mediatizador de los otros códigos, se podría incluso, según mi parecer y de una manera provocativa, sacar la conclusión de que la sociedad mundial está, en primer lugar, diferenciada según esa metadiferencia.26 Las distinción inclusión/exclusión vs la distinción

25 En Luhmann, la pregunta de la inclusión de personas ("como direcciones en el proceso de comunicación") en los sistemas funcionales (semántica de la personalidad) no puede ser confundida ni con la pregunta de la exclusión del individuo desde los sistemas funcionales o desde la sociedad en el marco del primado de la diferenciación funcional (semántica de la individualidad) (Luhmann, 1989, pp. 158, 347, 367, n. 11), ni atribuida al hecho general (esto es, independiente del tipo de sociedad) que "ningún sistema social [pueda] llegar a existir sin exclusión" (p. 162), y que "no existe exclusión de las personas de la sociedad... [pues] en tanto alguien toma parte en la comunicación... toma parte en la sociedad" (p. 367). Se trata de una forma de la distinción (inclusión/exclusión) que se refiere al modo en que los sistemas sociales producen referencias a personas y en los cuales, según el contexto social, el tipo de sociedad y el sector de la población, se sitúa en primer plano la preferencia por el lado interno (inclusión) o por el externo (exclusión). 26 Esta conclusión es visualizada por Stichweh (1997) en el mismo Luhmann: "En Niklas Luhmann se encuentra la tesis que la diferenciación de inclusión y exclusión se situaría como

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(funcionalmente orientada) sistema/entorno están en competencia en la sociedad mundial moderna.

Si se quiere, sin embargo, insistir en un metacódigo "inclu-sión/exclusión", se debe considerar que la distribución de las zonas de inclusión y exclusión en la sociedad mundial es muy diferen-ciada. En los contextos de comunicación del Estado democrático de derecho y del Estado de bienestar, en la modernidad central, se puede constatar un gran salto adelante de las zonas de inclusión sobre las de exclusión, de tal modo que se puede hablar de una preferencia predominante por la inclusión en la praxis jurídica y política del Estado. En los contextos comunicativos de los Estados de la modernidad periférica, por el contrario, la ventaja corre por parte de las zonas de exclusión sobre las de inclusión, con lo que se puede hablar de una preferencia predominante por la exclusión en la praxis jurídica y política del Estado.

En sus obras tardías, y partiendo de la dependencia (deberes, responsabilidades, etcétera) y no del acceso (derechos, capacidad legal [Par t e i fáh i gke i t ] , etcétera), Luhmann distingue -también de un modo distinto a mí- entre zonas de inclusión (en las que "los hombres cuentan como personas") menos integradas y zonas de exclusión (en las que "los hombres ya no son considerados como personas, sino en cuanto cuerpos") como altamente integradas (Luhmann, 1993, pp. 584 s„ 1997, pp. 631 ss„ 1995b, pp. 259 ss. [262]). Con ello, la integración se vuelve unilateral: sea "como re-ducción de grados de libertad de los sistemas parciales" o "como limitación de los grados de libertad para selecciones" (Luhmann, 1997, pp. 603, 631), es decir, negativa como dependencia y no positiva como acceso.27 Según mi formulación, sin embargo, la

diferenciación primaria del sistema sociedad en vez de la diferenciación funcional" (p. 132). Stichweh remite a Luhmann (1995b). El mismo insiste, a pesar de la idea que la distinción inclusión/exclusión opera como metadiferencia, en el primado de la diferenciación funcional en la sociedad mundial actual (1997, pp. 743 ss., 1993, p. 572). 27 Luhmann (1997, pp. 618 ss.) distingue la integración (sistèmica) de la inclusión (lado interno de la diferencia inclusión/exclusión) como "oportunidad de la consideración de personas" (p. 620) y con ello quiere reemplazar la relación de personas y sistemas sociales a la que se refiere la integración social "por la distinción inclusión/exclusión" (p. 619). Luhmann habla, no obstante, de "integración negativa" sólo en la zona de exclusión, y de "integración de individuos y sociedad" en la zona de inclusión (1995a, p. 148), así como

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subinclusión y la sobreinclusión (esto es, posicionamientos jerár-quicos fácticamente condicionados y no orientados a principios frente a los sistemas funcionales, es decir, una integración en ellos "desde abajo" o "desde arriba") implican una inclusión insuficiente (y con ello, una inclusión parcial), sea por falta de acceso (integra-ción positiva) a los rendimientos de los sistemas funcionales, sea por falta de dependencia (integración negativa) de ellos. En ambas direcciones (para "arriba" y para "abajo"), se trata de una capacidad de atribución unilateral y limitada de los sistemas sociales en sus referencias a personas. En el campo del derecho esto significa que los sobreincluidos tienen acceso a los derechos (protección jurídica y recurso a tribunales [Rechtsweg\) sin realmente cumplir con los deberes y sin cargar con las responsabilidades, y que los subinclui-dos, por el contrario, no tienen acceso a tribunales (Rechstweg) ni a la protección jurídica, a pesar de que siguen muy sometidos a las obligaciones, responsabilidades y penas de privación de libertades. Precisamente por eso, al subciudadano y al sobreciudadano les falta la citizenship, pues ella, como mecanismo de inclusión social, presupone no sólo igualdad en los derechos, sino también en los deberes (Marshall, 1976, pp. 112 s.), es decir, esconde en sí misma una relación sinalagmática de derechos y deberes fundamentales generalizados.

Los obstáculos para la realización del Estado de derecho en la modernidad periférica aparecen en el nivel constitucional con especial claridad. En los Estados con constituciones "semánticas" o "instrumentales", el derecho se subordina directamente a la política vía una legislación constitucional autocràtica, de tal modo que la formación de la constitución como acoplamiento estructural de derecho y política se ve obstaculizada. En esto interesan, en especial, los casos de una "constitución nominalista" o "constitucionalización simbólica", en los cuales el bloqueo social destructivo de la concreti-zación de la constitución como acoplamiento estructural de derecho y política o como entramado normativo del sistema jurídico, se

de "personas o grupos no integrables" en relación con la exclusión (1997, p. 621). En todo caso, en los trabajos tardíos de Luhmann, la expresión "integración" es aplicada al problema de la inclusión/exclusión sin que haya univocidad en su empleo.

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encuentra en primer plano. Visto estrictamente, se puede hablar de una concretización jurídico-normativa insuficiente del texto cons-titucional. En otras palabras: existe una desconstitucionalización fáctica en el proceso de concretización jurídica (Neves, 1996). No se trata del problema de la efectividad de las normas constitucionales. La situación es más grave: el texto constitucional no se corresponde en diversos aspectos con expectativas normativas de conducta con-gruentemente generalizadas, con lo que carece de relevancia jurídica; adolece de fuerza normativa. Esto no excluye que el texto constitu-cional, con cargo a su función jurídico-instrumental, juegue un rol político-simbólico hipertrofiado (constitucionalización simbólica), especialmente en la forma de una constitución-coartada (Alibi-Verfassung) (Neves, 1998, en especial pp. 87 ss.). De esa manera, una constitución, como norma fundamental de la comunicación jurídica o como acoplamiento estructural de derecho y política, no logra ser construida de modo satisfactorio. En tales circunstancias, la política no sólo somete al derecho, sino que también lo usa - a través del texto constitucional hipertrofiadamente simbólico- como un medio travieso o como fachada que oculta su impotencia.

IV

Los desarrollos asimétricos de la sociedad mundial moderna en el centro y en la periferia pueden ser relativizados bajo las condiciones actuales. Es pertinente preguntarse si los próximos desarrollos de la actual sociedad mundial no conducirán a que los típicos problemas de exclusión de los Estados de la modernidad periférica existentes hasta hoy, y si la falta de diferenciación del derecho y de la política no se extenderán a los Estados de la modernidad central. Esta posibili-dad se relaciona con la tendencia hacia una periferización paradójica del centro (Neves, 1998, pp. 153 ss.).28 Aunque no se trata de un desarrollo consolidado, han aparecido nuevos problemas a nivel de la sociedad mundial que provocan una relativización de la diferen-

28 Correspondientemente —pero en otra perspectiva— Beck habla de la "brasilianización de Europa" (1997, pp. 266-268) o de la "brasinialización de occidente" (1999, en especial pp. 7 ss., 94 ss.).

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cia entre centro y periferia y que se vinculan a la "movilidad en la distribución" de centros y periferias acentuada por Luhmann.29

Partiendo de "que el acoplamiento estructural del sistema político y del sistema jurídico a través de la constitución no encu-entra correspondencia a nivel de la sociedad mundial" (Luhmann, 1993, p. 582), se puede plantear la siguiente pregunta: ¿en qué medida, a pesar de toda la variabilidad y fragmentación en la sociedad mundial, la "globalización económica" -es decir, la ten-dencia expansiva del código económico a nivel global- puede conducir también, en la modernidad central, a la destrucción de la autonomía de un sistema jurídico y de un sistema político territo-rialmente segmentados en Estados,' con destructivas consecuencias para la constitución como acoplamiento estructural de política y derecho en los Estados de derecho relativamente consolidados de Europa occidental y Norteamérica? Especificando la pregunta, se trata de determinar la medida en que la constitución de los Estados democráticos de derecho pierde normatividad jurídica en el marco de la "globalización económica" y se puede transformar, con ello, en una (hipertrofiada) constitución simbólica.

Esta pregunta, que es visible en la sociedad mundial mo-derna a la luz de los signos de desarrollo en dirección de la paradoja de la periferización del centro, se vincula con el desmantelamien-to de los mecanismos del Estado de bienestar clásico anclados en la política, sin que hayan sido clara y seriamente bosquejados nuevos mecanismos inclusivos para la construcción de una sociedad de bienestar -también en regiones del Estado de bienestar conven-cional- basados en distintas áreas sociales parciales. El problema desemboca en la posibilidad de que las hasta ahora típicas formas de exclusión de los países periféricos se expandan a la modernidad central. No se trata de una "exclusión secundaria", sino de una "exclusión primaria" (Müller, 1997, pp. 50 ss.). En el primer caso, no se produce un cuestionamiento o destrucción del código jurí-dico, sino que "él 'sólo' limita efectivamente su campo de validez" (ibidem, p. 51). En el segundo caso, la exclusión se amplía de tal modo y el problema de exclusión se agudiza tanto que se desenca-

25 Vid. nota 16.

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denan y generalizan consecuencias destructivas sobre la validez del código diferenciado del derecho y de la constitución en el Estado de derecho como acoplamiento estructural de derecho y política. No se trata, entonces, de una suave metadiferencia entre inclusión y exclusión en el sentido de Luhmann (consulte sección III) que "mediatice" los códigos de los sistemas funcionales y que trascienda la diferenciación funcional de la sociedad y, con ello, la diferencia-ción del derecho así como del orden constitucional, sino más bien de un fenómeno de expansión generalizado que pone en cuestión la diferenciación funcional, la autonomía del derecho y la norma-tividad constitucional, y que amenaza con la destrucción a las tres. Luhmann no responde esta pregunta desde una perspectiva -por decirlo de algún modo- "neoliberal", que ponga el acento en la privatización por medio de una economía mundial y que descuide la importancia de los Estados democráticos y sociales de derecho para la reproducción de la sociedad mundial, sino que pone mucha atención a la problemática de exclusión. De este modo, destaca lo siguiente:

Mientras que el Estado de bienestar es impulsado por esfuerzos de inclusión de la población en el sistema político, existen aún proble-mas residuales de exclusión en los sistemas políticos desarrollados... No se trata aquí del problema de la igualdad de oportunidades o de la distribución justa. Ésas son fórmulas utópicas que encubren las asperezas de la realidad. "Problemas residuales de inclusión" quiere decir que también en las regiones altamente desarrolladas de la sociedad mundial, rezagos en un sistema funcional pueden conducir a una dificultad de acceso, si no a la eliminación del acceso a otros sistemas... Las medidas políticas para evitar o para disminuir exclusiones, se pueden resumir bajo el concepto de Estado social. Esa diferenciación es importante tanto científica como políticamente, pues la necesidad previsible de cercenar el Estado de bienestar, no debería conducir a una avalancha de exclusiones (Luhmann, 2000a, pp. 427 s., cursivas mías).

La pregunta, no obstante, sigue en pie: ¿pueden degenerar los problemas de exclusión, en el transcurso del desarrollo venidero de

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la sociedad mundial, en una avalancha de exclusiones ahora tam-bién en las regiones altamente desarrolladas del globo? O de otro modo, ¿pueden ser detenidas o puestas bajo control las inminentes tendencias a la periferización del centro, a la diseminación mundial de la exclusión política y jurídica y, en ese contexto, a la transi-ción desde las constituciones de un Estado de derecho y de un Estado de bienestar como en las que tienen lugar en Europa occidental y Norteamérica hacia constituciones simbólicas? Las perspectivas de una solución mundial a este problema a través de la transformación de las relaciones económicas asimétricas entre regiones del globo en relaciones simétricas, no son buenas. El proyecto de transferir los mecanismos de bienestar, que hasta ahora funcionan en regiones muy acotadas, a un nivel global a través de políticas mundiales internas y externas, es decir, a través de un "régimen de bienestar global" (Habermas, 1998a, pp. 75 s., 79 s., 1998b, pp. 85 ss.) parece, por su parte, ingenua o ideológicamente cargada cuando se toman en cuenta las disparidades en el desarrollo económico y social y la persistente "exclusión" de la mayoría de la población en una sociedad mundial actual variada y llena de conflictos. Caminos de salida a esto pueden ser vistos en el nivel regional de los Estados de derecho de Europa, Norteamérica y Asia (Japón), pues en esos Estados, el derecho y la política como sistemas estructuralmente acoplados por la constitución, disponen de códigos fuertes para poder competir con el código de la economía mundial a pesar de toda la potencia de este último. Sobre los restos del desmantelamiento del Estado de bienestar en el campo político, las distintas áreas parciales de la sociedad pueden construir mecanismos de inclusión alternativos -no centrados en la "privatización" económica- que conduzcan a nuevas condiciones de bienestar (Teubner, 1998b, 1998c, 2000, 2003). Al hacerlo así, la constitución fijará los contornos jurídico-normativos de la sociedad de bienestar en los niveles regionales correspondientes.

Para los Estados de la modernidad periférica, esta alternativa puede llevar en la dirección contraria. Varios hechos indican que a causa de su debilidad frente a la fuerza expansiva de la economía mundial, la alta preferencia por la "desestatalización" o "privatiza-ción" puede llevar a decepciones a medida que los problemas de

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exclusión - y con ello el bloqueo de la reproducción de derecho y política- se siguen acentuando por efecto de intervenciones parti-cularistas en la organización del Estado, que a la vez privilegian y discriminan. Los caminos de solución son, por lo tanto, distintos -y mucho más problemáticos- que los existentes en los Estados en la modernidad central. Por una parte, los Estados periféricos deben exponerse y adaptarse a las nuevas exigencias de una sociedad mun-dial heterárquica; por otra, ellos se ven tan obligados como antes a confrontarse con los permanentes problemas de exclusión primaria y la insuficiente diferenciación funcional de derecho y política. La paradoja consiste en lo siguiente: para responder a las exigencias de una sociedad mundial heterárquica, es necesario poner bajo control los problemas de exclusión y la insuficiente diferenciación funcional de derecho y política, pero esto último sólo puede tener una solución cuando lo primero es abordado, adecuadamente, por el Estado. Con relación a la constitución, Luhmann no desconoce estas dificultades:

Las regiones se encuentran expuestas a las repercusiones de la sociedad mundial, sobre todo en una perspectiva económica; sólo pueden entre tanto adoptar sus premisas de manera muy limitada. Esto es igualmente válido para los países con una industria altamente desarrollada -piénsese en Brasil-. El logro político del Estado constitucional liberal se realiza sólo "sim-bólicamente" (a fin de que la entidad que surge pueda ser vista como "Estado"), o es empleada como instrumento de una elite gobernante (por ejemplo, de un régimen militar), la que por su parte no se somete a las condiciones previstas, sino que gobierna "inconstitucionalmente" con ayuda de la constitución (2000a, p. 428, con referencias a Neves, 1992, 1998).

Pero si esto es así, entonces se puede plantear la pregunta de si la tesis del primado de la diferenciación funcional en la sociedad mundial puede seguir siendo apoyada sin más. No se trata de excepciones de algunos "Estado fracasados" (Thürer, 1996), sino de incontables contextos de comunicación políticos y jurídicos de la sociedad mundial actual que se convierten en dominantes, en la abru-

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madora mayoría de las regiones del globo -se trata por tanto de la regla—. Esto es válido al menos para el sistema jurídico y el político diferenciados segmentariamente en Estados. En referencia a esos sistemas, se puede sostener que el primado de la diferenciación funcional es dudoso. Es cierto que la diferenciación funcional, y con ello la autonomía operativa de derecho y política, constituyen un requisito de la sociedad mundial en la modernidad. Pero como requisito funcional esto implica una relación entre problemas y solución de problemas (Luhmann, 1987b, pp. 63 ss.). Esto puede formularse, de manera amplia, del siguiente modo: cuando aparece el problema del aumento de complejidad y de la creciente presión de selección con la emergencia de la moderna sociedad mundial, tiene que ser solucionado y controlado por la especificación fun-cional y la autonomía sistèmica. Este "tener que" de tipo funcional, no plantea un deber valórico o moral (normativo), pero tampoco conduce necesariamente a una correspondencia funcional empí-rica entre problemas (aumento de complejidad, creciente presión de selección) y solución de problemas (especificación funcional, autonomía). Si para determinados sistemas funcionales de la so-ciedad mundial no se constata esta correspondencia, tampoco se puede hablar -según mi parecer- del primado de la diferenciación funcional, pues en referencia al Estado esto presupone la condición de Estado democrático de derecho orientado a la inclusión y basado en la constitución como acoplamiento estructural de derecho y política. Un Estado compatible con distintos contextos culturales es más bien la excepción en la sociedad mundial actual. En este sentido, la situación se tornaría más grave (y esto no lo expreso de modo fatalista), si se imponen las tendencias aún vagas hacia una paradójica periferización del centro, con lo que de paso se conde-naría al fracaso tanto la capacidad de rendimiento como la fuerza legitimadora de los Estados democráticos de derecho que todavía mantienen su competencia funcional.

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Aldo Mascareño*

Una de las críticas dominantes a las que se enfrenta el pensamien-to sociológico sistèmico de inspiración luhmanniana radica en lo que Habermas podría denominar la exclusión de la perspectiva interna. Con ello se indica una disposición teórica que elimina la posibilidad de construir una teoría de la sociedad "que partiese de la autocomprensión de los actores mismos" (Habermas, 2000, p. 111). Desde la perspectiva interna de Luhmann, al menos, ésta parece ser una ventaja antes que un problema que exija resolución, pues precisamente a partir de esa negación es posible desarrollar un concepto de sociedad como un orden emergente de comunicación que entiende los estándares normativos y evaluativos de los hombres como rendimientos propios de la sociedad, "en vez de verlos como ideas regulativas o como componentes del concepto de comunica-ción" (1997a, p. 35).

Desde Habermas, en el giro jurídico que toma su teoría en la primera mitad de los años noventa, esta disputa se ha encarado por medio de la distinción facticidad/validez. Fáctica es aquella constelación de acontecimientos que tiene lugar con prescindencia de los criterios legitimantes de la razón comunicativa; válida es la

'Agradezco a Daniel Chernilo sus valiosos aportes al texto. De sus errores y omisiones soy el único responsable.

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que, mediante el procedimiento simbólicamente representado en la situación ideal de habla, arriba a un entendimiento respecto del cual los participantes se sienten comprometidos - o puesto en la formulación del principio D: "Válidas son aquellas normas (y sólo aquellas normas) a las que todos los que puedan verse afectados por ellas pudiesen prestar su asentimiento como participantes en discursos racionales" (Habermas, 2000, p. 172)—. Desde Luhmann en tanto, el problema equivalente se representa en la distinción va-lidez/decisión. En tales términos, la validez no requiere una fuente de legitimación externa anclada en el consentimiento de los actores, sino que se entiende como el medio simbólico del sistema jurídico -a l modo del dinero en la economía, del poder en la política, de la verdad en la ciencia- que se actualiza en cada decisión jurídica: "El derecho positivo es válido en cuanto decisión" (Luhmann, 2002, p. 94). No hay, por tanto, al interior del derecho, derecho no válido; lo que en él existe, si existe, es por una decisión que, siendo jurídica, lleva inmediatamente adosado el símbolo de la validez.

Con estas dos posiciones, la sociología del derecho parecía tener que optar entre un racionalismo posmetafísico que se cuelga de una teoría consensual de la verdad como último recurso para rescatar lo esencial del proyecto moderno, al modo de la teoría di-señada por Habermas —en esta órbita también pueden situarse las posiciones de John Rawls o Robert Alexy—, o una teoría descriptiva del funcionamiento del sistema jurídico como la de Luhmann, útil a fines sociológicos, pero incapaz de dar puntos de referencia para la orientación de operaciones de praxis jurídica en una sociedad compleja -también las visiones deconstructivistas del derecho a la Derrida (1997) podrían caber en esta dimensión.

En este capítulo intento introducir una indicación para enfrentar la construcción teórica al interior de la sociología del derecho, que apunte a combinar las premisas de la descripción sistémica del derecho con una preocupación por las consecuencias, para los individuos, del funcionamiento operativamente clausurado de sistemas sociales autopoiéticos en el contexto de una complejidad organizada. Para lo primero me baso en la idea ya desarrollada por Helmut Willke y Günther Teubner de un derecho reflexivo como derecho apropiado a la sociedad moderna; para lo segundo, desa-

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rrollo el concepto de ética de la contingencia, corno correlato en los participantes de las operaciones clausuradas del derecho. Esta alternativa, bajo ningún punto de vista, debiera entenderse como Aufhebungát las posiciones sistémicas y racionalistas, primero por-que las premisas desde la cuales arranca son sistémicas; segundo, porque no busca encontrar ningún punto arquimídico, síntesis o equilibrio entre orientaciones normativas y clausura operativa del sistema, y tercero, porque una ética de la contingencia es un modo de autocomprensión episódico y situativo de los participantes de una sociedad compleja, un modo que no busca validez, aunque sí aplica-bilidad universal por la vía de la universalidad de la contingencia.

Para lograr este objetivo, se recorren brevemente las deriva-ciones políticas que se han atribuido a la teoría de sistemas (n). El hecho de que ellas no adhieran directamente al esquema izquierda/ derecha, invita a pensar en la preocupación por resolver problemas de coordinación social a través del derecho reflexivo que impulsan Helmut Willke (III) y GüntherTeubner (rv), como una preocupación ética y no teórica de ambos autores (v), estructurada sobre la base de un principio de contingencia que deriva en un modelo no instructivo de coordinación social (vi). Esto es lo que se describe como una ética de la contingencia, un modo universal de praxis sistèmica que regula las consecuencias de la clausura reforzando la clausura (vn), y cuya operación concreta puede observarse en prácticas arbitrales de la lex mercatoria, la lex sportiva y la lex digitalis, como formas de

derecho reflexivo sin anclaje nacional (vm). Por último, desde ahí se extraen algunos lincamientos para proyectar políticamente una ética de la contingencia (ix).

II

Si la ética puede ser entendida como una instancia que hace reflexivo el empleo operativo de una distinción evaluativa de sustrato moral (Luhmann, 1998a) y, con ello, como un modo de orientación decisional y conductual para los individuos, entonces el desarrollo de una ética sistèmica enfrenta a la teoría con la forma en que los individuos autodescriben sus operaciones en la sociedad y definen en ella sus preferencias. Al problema teórico se le agrega, entonces,

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un correlato político que interroga por puntos de anclaje para la conducción de la sociedad en uno u otro sentido.

Sobre el vínculo teoría de sistemas-preferencias políticas hay discusión desde que Habermas, en su debate con Luhmann, en Frankfurt, a inicios de los años setenta, calificó la teoría de sistemas como una tecnología social, como la nueva ideología que desliga los criterios que legitiman las condiciones normativas y los vincula a lo que denomina la acción racional con arreglo a fines del sistema: "Si la teoría de sistemas de Luhmann pudiera ser caracterizada por un único objetivo, éste sería la fundamentación de la eliminación de la diferencia de praxis y técnica" (Habermas, 1971, p. 266). El rendimiento ideológico que se derivaría de esto era la sistemática limitación de una interacción comunicativa plena de sentido normativo a las posibilidades operativas que el sistema pudiera ofrecer o requerir. El mundo pasaba de las manos de los hombres a depender de los engranajes de las máquinas descritos en una teoría conservadora de la sociedad.

Una acusación de este tipo no podía inmutar demasiado la construcción teórica de Luhmann, apoyada sobre el concepto de contingencia y el de mundo como único horizonte concreto de las múltiples referencias sistémicas. Contingencia es la indicación para un "ser que puede no ser" (Luhmann, 1971a, p. 32) y que puede ser de otro modo dependiendo de la selección. Lo que se selecciona es contingente si lo no seleccionado permanece como posibilidad para futuras selecciones, es decir, si permanece en el mundo. El concepto de mundo, en tanto (mundo de la vida en la imagen habermasiana), aunque concreto, no podía ya constituir el espacio último de legitimación, sino que -dada la variedad de las referen-cias sistémicas- sólo podía indicar la contingencia de todo ser: "El mundo no entrega más validez, sino sólo el problema de la validez" (Luhmann, 1971b, p. 380). En el mundo, lo que es no sólo puede ser de otro modo, sino que efectivamente es de otro modo, según la posición del observador, sea éste racionalmente orientado o no, pues no hay fundamento disponible para atribuir superioridad a una posición racional por sobre otra que no lo es, o que lo es "menos". Es decir, contingencia y mundo se identifican; sólo desde un dis-curso racionalista se puede afirmar que las propuestas de quienes no

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adhieren a discursos racionalistas para fundamentar sus posiciones en el mundo carecen de validez. El problema de la validez racional -procedimental o sustantiva- sería, en este sentido, un problema del racionalismo; no de los que ven las cosas de otro modo.

Una teoría organizada de esta manera no podía, por tanto, encontrar puntos de anclaje para dirimir las pretensiones de validez en el mundo, lo que también podía reflejarse en la inseguridad del propio campo político, donde las posiciones de izquierda/derecha, conservador/liberal, apología/crítica se entremezclan cada vez más. En la discusión de 1971, Luhmann, con relación a Habermas, lo expresaba del siguiente modo: "Sintomático es también que la izquierda tome la 'tecnología, ese tópico conservador de la crítica cultural, y funde en él su propia crítica social bajo el supuesto de que los tecnólogos serían conservadores" (ibidem, p. 399). Según Luhmann, esto podía conducir, en definitiva, sólo a una politización inmanente del campo teórico, a la transformación de la oscilación política en oscilación teórica y, por tanto, a la constitución de una teoría de la sociedad como teoría de la oposición política a la imagen que para ello se forma de la sociedad.

Quizás dando la razón a Luhmann en cuanto a que el mun-do no entrega validez, sino que sólo plantea el problema de la validez, la disputa teórica entre ambas posiciones nunca fue resuelta y hasta hoy el problema se mantiene. En los años noventa, Günther Teub-ner (1993) formuló nuevamente la pregunta por las consecuencias políticas de la teoría de la autopoiesis, después de la década de los años ochenta, en la cual el concepto adquirió perfil sociológico. La amplitud del espectro político en el que el concepto de autopoiesis podría ser aplicable, según Teubner, parece corroborar la tesis del alto nivel del abstracción en el que Luhmann situaba su teoría a través de los conceptos de contingencia y mundo como horizonte concreto de todas las posibilidades. En palabras de Teubner:

¡Quién puede decidir por anticipado qué campo político hará uso de qué versión de la autopoiesis y cómo! Hay suficientes puntos de contacto: para los neoconservadores existe el principio de subsidiariedad, para los neoliberales existe la autorregulación a través del mercado, para los neosocialistas existe la autonomía

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de las subesferas sociales democratizadas, y finalmente hay redes autónomas para los teóricos neoecológicos. La autoorganización está en las antípodas de las coordenadas políticas tradicionales del simple modelo izquierda-derecha. Una crítica ideológica que pretenda revelar las funciones políticas de la teoría frecuentemente queda corta en el intento. Subestima la autonomía de los discursos teóricos y políticos tanto como las complejas relaciones entre ellos (1993, pp. 64-65).

Esta multiplicidad de campos en los que, según Teubner, la autopoie-sis sería políticamente utilizable como sustrato teórico, da cuenta de la dualidad de la teoría de la autopoiesis como expresión de un momento creativo (poiesis) y un momento limitativo (estructura) en la formación de sistemas. La autopoiesis es siempre creación, siempre transformación del presente en el presente, siempre contingencia de lo que no es necesario ni imposible y siempre producción de los elementos y relaciones en el sistema. Es creación, aunque no en cuanto a una génesis espontánea que se sostiene previamente en un no-ser. No es, en este sentido, una creatio. Autopoiesis es producción, es creación productiva, pero nunca desde la nada, sino siempre pro-ducto de una diferencia y, por tanto, nunca orientada o lanzada en cualquier dirección. La autopoiesis, necesariamente, tiene un antes como condición de posibilidad, un antes formal y temáticamente necesario para abrir el rango creativo de la poiesis en el sentido del "antes", sea como aceptación o rechazo de ese "antes", pero no en cualquier sentido. La poiesis de la comunicación siempre trabaja sobre estructuras que limitan lo posible - lo que Luhmann llama el "principio de Goldenweiser" (1998c)-. Es siempre, en este sentido, creación estructuralmente limitada. Pero, si se trata de autopoiesis, la limitación no viene desde fuera, sino que es autolimitación de la creación, con lo cual la limitación (estructural) pasa a ser un pro-ducto de la propia creación; autopoiesis es, entonces, autocreación de la limitación de la creación.

La teoría de la autopoiesis es, en este sentido, la unidad de la diferencia entre libertad y limitación. Autopoiesis es indeter-minación porque la diferencia con el entorno elimina las posibili-dades de control externo: el sistema es primero libertad, pero no

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e s indeterminada, sino libertad para producir los elementos y las relaciones que lo separan del entorno a través de la formación de estructuras internas; por ello, el sistema es también limitación por formación de estructuras, las que a la vez le otorgan la posibilidad de indeterminación interna que especifica su libertad. Siendo así, el estatus político que se le atribuía a la teoría de sistemas depen-día de la distinción aplicada. Con Habermas continuó siendo la distinción teoría crítica/teoría conservadora, lo que condujo a que, en su versión de la teoría de sistemas, la autopoiesis permaneciera como reiteración y aceptación de lo existente y fuese ciega a las exigencias crecientes de validez de una esfera práctico-moral cada vez más autónoma.

En su obra evaluativa de la teoría política del siglo xx, Klaus von Beyme discutía esta posición (1994). Desechaba la distinción izquierda/derecha por su subcomplejidad para la evaluación de un pensamiento posracionalista como el sistèmico o el posmodernista. Sin embargo, von Beyme dejaba en claro que el pensamiento conser-vador se había apropiado, originalmente, de la autopoiesis: "El con-servadurismo de orientación política [Armin Mohler] ha hecho suyo el mensaje de que los sistemas autoorganizativos son genuinamente conservadores'... En principio, el conservadurismo de los sistemas autoorganizativos significa únicamente que los sistemas se orientan autorreferencialmente de acuerdo con operaciones pasadas. Sin embargo, los autopoiéticos discuten hasta qué punto está orientada al pasado la autorreferencia. La autorreferencia pura se agotaría en la repetición de lo siempre igual. En un mundo de mónadas carentes de ventanas no habría ningún proceso de aprendizaje" (ibidem, p. 218). Precisamente contra la discusión de una idea unilateral de autorreferencia y autopoiesis sólo asociada a su dimensión limitativa, se alza la propuesta de un derecho reflexivo y la derivación hacia una ética de la contingencia que en él puede vislumbrarse.

III

Las dos últimas frases en las líneas recién citadas de von Beyme pertenecen a Helmut Willke. En su versión original y ampliada ellas dicen:

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La autorreferencia pura debería agotarse en la perpetuación de lo siempre igual; crearía un mundo de mónadas sin ventanas. Puesto que está fuera de discusión que en la relación entre sis-temas sociales también tienen lugar cambios, comunicaciones y evolución, es forzosa la conclusión que la pura autorreferencia no es posible y que tampoco alcanza para la explicación de esos procesos. Con esto es, a lo menos, claro que también los siste-mas funcionalmente diferenciados y autónomos -sea a través de acoplamientos estructurales, sea a través de autorreferencias paralelas- a pesar de su clausura operativa son accesibles para determinados acontecimientos del entorno y derivan informa-ciones de ellos. La autorreferencia como la heterorreferencia son constitutivas para la autoproducción evolutiva de los sistemas complejos (Willke, 1993, pp. 45-46).

Se puede interpretar el pasaje de Willke como una defensa de la indeterminación de la autopoiesis ante la limitación estructural. Sin esa indeterminación autopoiética (no se puede fijar por anticipado el producto de la autopoiesis), efectivamente, tendríamos un mundo de mónadas sin ventanas, pues una vez producido lo que la auto-poiesis provoca, no podría haber alteraciones.1 La autorreferencia

1 Esta formulación proviene de los debates racionalistas del siglo xvn, cuando Leibniz intenta construir un sistema libre de contradicción a través de un ultraelemento, la mónada: "Las Mónadas no tienen ventanas por las cuales alguna cosa pueda entrar o salir en ellas. Los accidentes no pueden separarse ni salir fuera de las substancias, como hacían en otros tiempos las especies sensibles de los escolásticos. Por tanto, ni una substancia ni un accidente puede entrar desde fuera en una Mónada" (1980, p. 27). Para ser justos con Leibniz, habría que indicar que su sistema también incorporaba mecanismos de acoplamiento estructural entre los cuerpos de los cuales las mónadas son sus almas o entelequias: "Porque, como todo está lleno, lo que hace que toda la materia esté ligada, y como en lo lleno todo movimiento produce algún efecto sobre los cuerpos distantes, a medida de la distancia, de tal manera que cada cuerpo está afectado no solamente por aquellos que le tocan, y no sólo se resienten de algún modo por lo que les suceda a éstos, sino que también por medio de ellos se resiente de los que tocan a los primeros, por los cuales es tocado inmediatamente. De donde se sigue que esta comunicación se transmite a cualquier distancia que sea. Y, por consiguiente, todo cuerpo se resiente de todo lo que se haga en el universo" ( ibidem , p. 46). Es decir, tampoco la mónada parecía ser pura autorreferencia, como se la entiende en su uso actual. Las formu-laciones de Leibniz ameritan un estudio epistemológico más profundo desde la perspectiva de sistemas. En ellas aparecen giros que desafiarían un pensamiento contemporáneo basado en la distinción sujeto-objeto, como en la siguiente protoformulación de la ¡dea de unidad

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sos t i ene lo conocido; la heterorreferencia abre la operación sistè-mica a la incorporación de lo inesperado por medio de irritaciones o perturbaciones que dan lugar a cambios evolutivos compatibles con las estructuras sistémicas.

Técnicamente, evolución de la sociedad es la ocurrencia de cambios en la reproducción de la complejidad (Luhmann, 1971b). Estos cambios tienen lugar por la operación de los mecanismos primarios de evolución: variación, selección, reestabilización. Varia-ción es la reproducción desviante de los elementos del sistema, una comunicación inesperada o sorpresiva; selección es la opción por variaciones con valor para la formación de estructuras; reestabiliza-ción es el estado que se alcanza después de la selección (Luhmann y De Giorgi, 1998). Como se trata de sistemas autopoiéticos, los mecanismos sólo pueden operar internamente sin que se tenga que recurrir a un principio de selección natural o a alguna otra forma de determinación externa. Todo lo hacen en el sistema, no en el entor-no. Con ello se excluye también cualquier forma de planificación como orientación de la evolución sistèmica, pues ya la observación del modelo y de las buenas intenciones del planificador llevan al sistema a un curso indeterminado: "las planificaciones no pueden determinar en qué estado va el sistema a parar por efecto de la planificación" (Luhmann, 1997a, p. 430). El proceso es autorrefe-rencial (incluye lo que incluye y excluye lo demás), incrementai (la variación seleccionada amplifica la selección de nuevas variaciones complementarias) e indeterminado (no se puede anticipar ni la variación ni la selección ni el tipo de estructura estabilizada).

Cuando Willke desarrolla su teoría de la orientación contex-tual {Kontextsteuerung} ,2 está precisamente pensando en cómo guiar

de la diferencia y observación de segundo orden: "Y como una misma ciudad contemplada desde diferentes lugares parece diferente por completo y se multiplica según las perspectivas, ocurre igualmente que, debido a la multitud infinita de sustancias simples, hay como otros tantos universos que no son, empero, sino las perspectivas de uno solo, según los puntos de vista de cada monada" (ibidem, p. 45). 2 En su interpretación sistèmica, la palabra alemana Steuerung puede ser traducida como orientación o conducción. Para su introducción en español, y luego de un análisis con el propio Willke en torno a la tonalidad que adopta este concepto en la palabra compuesta Kontextsteuerung, he privilegiado el término orientación. Otra alternativa pudo ser regulación, pero ha sido desechado básicamente por dos razones: en primer lugar, éste dispone de un

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la evolución sin recurrir a procesos de planificación; está pensando en cómo influir a un sistema sin interferir su autopoiesis, en cómo hacerse cargo de las consecuencias de la evolución de la sociedad para la sociedad misma:

Si esta posibilidad de una influencia calculada no existiera, ha-brían sólo dos posibilidades: evolución natural o desdiferencia-ción regresiva. De hecho, después de las profundas desilusiones del pensamiento planificador, varias propuestas se dirigen hacia esas alternativas: "Para sobrevivir basta la evolución" (Luhmann, 1984). ¿Pero basta la evolución para la sobrevivencia de sistemas sociales como las sociedades desarrolladas? ¿Quién podría creer hoy aún en eso? La confianza en la simple evolución ha sido sa-cudida de muchas maneras. La cuota de fracturas, riesgos ocultos e inexorabilidad de la pura evolución es demasiado alta. Por otro lado, la desdiferenciación practicada en sociedades socialistas de-sarrolladas muestra resultados que hacen de ese modelo cualquier cosa menos atractivo. ¿Qué hacer entonces? ¡Desarrollar una nueva opción! Más arriba, he abordado esa opción brevemente bajo la palabra clave orientación contextual [Kontextsteuerung[. Presupuesto de cada orientación es la posibilidad de un efecto calculado en otros sistemas. La plausibilidad de cada opción alternativa depende de que, por una parte, se evita la desdiferen-ciación (y con ello la amenaza de la autonomía de los sistemas funcionales), y por otra parte se constata que las intervenciones, a pesar de todo, son posibles (Willke, 1993, pp. 128-129).

Al igual que Luhmann, Willke rechaza la planificación como ins-trumento de la modelación del futuro por la inmanejabilidad del futuro en una sociedad altamente compleja. Si la autopoiesis de los sistemas está determinada por sus propias estructuras, entonces cada sistema ofrece variación para otros. La sociedad se estabiliza en el

vocablo preciso en alemán: la palabra de origen latino Regulierung, a la que Willke asigna un sentido distinto e incluso contrapuesto a Steuerung. En segundo lugar, el debate en torno a la regulación tiene ya una larga tradición al interior de la teoría económica que oscurecería el sentido propuesto aquí.

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modo de la variación, lo que reduce el efecto de la planificación a una variación más entre una infinidad de otras posibles y la anula como anticipación de un estado deseado. Ningún objetivo de po-lítica, por ejemplo, puede llegar a realizarse como tal, porque los sistemas complejos operan de manera contraintuitiva; conectan sus elementos de manera no lineal en redes recursivas que amplifican las desviaciones (Willke, 1992). Pero Willke no concuerda con Luhmann en que la evolución no sea susceptible de orientación. Sin renunciar a las premisas de la teoría de la autopoiesis ni de la evolución de sistemas autopoiéticos, propone su teoría de la orien-tación contextual. Su principio central se resume como sigue: "En lo fundamental, orientación contextual significa la orientación reflexiva y descentral de las condiciones contextúales de todos los sistemas parciales y la autoorientación autorreferencial de cada sistema parcial por sí mismo. Orientación descentral de las condiciones contextúales quiere decir que un mínimo de orientación común o de 'visión de mundo' es imprescindible, pero también que ese contexto común ya no puede ser fijado por una unidad central o por una cima de la so-ciedad" (1993, p. 58). Desde el discurso de las instancias autónomas se construyen esas condiciones contextúales que permiten operar, contraevolutivamente, con atención a los efectos desestabilizadores de la clausura operativa para otros sistemas.

En el marco de la diferenciación funcional de la sociedad moderna, el sistema privilegiado para desarrollar este tipo de ob-servación y tomar cartas en el asunto es el derecho. Se trata, en tal sentido, de un derecho reflexivo que busca una correspondencia entre normativa jurídica y las reglas situacionales de los acontecimientos en distintos sistemas sociales. En vez de definir, de modo autorita-tivo, la opción que otro sistema autónomo debe seguir, un derecho reflexivo propone normativas, procedimientos, reglamentaciones que contribuyen a la autorregulación de esos sistemas. Sin embargo, como cada sistema es autónomo, no es posible un procedimiento decisorio argumentativo; cada sistema habla su propio lenguaje, por eso no es posible una integración normativa general de la di-ferenciación funcional; las operaciones de la economía requieren normativas, procedimientos y reglamentaciones distintas de las de la educación, de la ciencia, de la política, es decir, requieren rendi-

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mientos diferenciados de un derecho reflexivo. El derecho, entonces, se debe limitar a instalar, corregir y redefinir mecanismos autorregu-latorios de sistemas autónomos, sin buscar una armonía global de la diferenciación (Teubner, y Willke, 1984). Es una especie de garante de determinadas reglas del juego a las que cada sistema conecta las condiciones de reproducción de su propia autopoiesis (Willke, 1987); debe reconocer el lenguaje y las diferencias y las distin-ciones relevantes del sistema que se busca regular (Willke, 1992).

El propio Habermas reconoce, en esto, una preocupación que es de naturaleza distinta de la descripción del cambio social por evolución: "Willke diagnostica el retorno de una problemática de legitimación que viene en todo caso inducida por la insuficiente integración de la sociedad global, aun cuando se mida por una 'racionalidad sistèmica global'" (Habermas, 2000, p. 423). Sin embargo, la de Willke no es una búsqueda de legitimación por procedimientos neutrales de entendimiento, sino una oferta de se-lección en el sentido de una invitación a la autorregulación (Willke, 1996a) que puede ser o no aceptada por el sistema, como cualquier comunicación. Central es, entonces, el aumento de las probabilida-des de aceptación de la oferta. Para ello, el derecho reflexivo debe incrementar el conocimiento de la dinámica del sistema al que se dirige la orientación: conocer su función, sus reglas procesuales, su circularidad basai, sus equivalentes funcionales, sus condiciones de integración (Willke, 1996b). Debe incrementar sus capacidades cognitivas para recoger las informaciones relevantes que definen los eventos sociales que busca regular (Willke, 1987).

Nada de esto, sin embargo, asegura el éxito de los procesos regulatorios del derecho reflexivo, y nada existe en la trastienda para hacerlos normativamente necesarios. Son las propias instancias afec-tadas las que deben desear el cambio para que se active la estrategia de orientación contextual; nada le otorga al interventor el estatus de tribunal supremo para decidir cuándo, cómo y por qué intervenir. Esto es lo que puede ser llamado el principio uno de la orientación contextual: "Con ello se nombra también el presupuesto decisivo de una intervención exitosa: el sistema mismo debe —por lo común a causa de una afección [Leidesdruck] sentida— desear un cambio. El actor interviniente, sea terapeuta, consejero, experto en desarrollo

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o profesor, actúa como mediador de una autotransformación, pues sólo el sistema mismo está en posición de cambiar su modo de ope-ración de manera sostenida sin renunciar a su identidad o perder su autonomía" (1996b, p. 95). Es decir, no hay un criterio externo que impulse la intervención ni que la guíe en su aplicación. Así, si cuando se hace la oferta regulatoria el sistema mira para otro lado, sólo queda lamentarse o intentarlo de nuevo hasta que se deja de intentar, habiendo tenido éxito o no. Se trata, por tanto, de una estrategia no instructiva de coordinación social ajena a una direc-ción normativa que indique o instruya acerca del sentido que debe adoptar la orientación; éste se define siempre desde la constelación problemática que en cada caso se trate, por ello la coordinación es pragmática y su aplicabilidad situativa y episódica. Con estos parámetros, pareciera adensarse una ética de la contingencia en la praxis de la orientación contextual del derecho reflexivo.

IV

En un sentido similar opera la propuesta de Günther Teubner. Su teoría del derecho reflexivo tiene el mismo carácter contraevolutivo del proyecto de orientación contextual de Willke, pero a diferencia de él Teubner intenta construir una ventana para la interferencia entre las mónadas que le permita generar condiciones para la regu-lación entre sistemas sociales autopoiéticos. Tal como en Willke, el objetivo parece ser evitar una antipolítica evolutiva del laissez-faire, sin por ello reintroducir una estructura de jerarquía decisional, es decir, excluyendo mecanismos instructivos de coordinación. Para lograrlo, parte de la premisa sistèmica de la autopoiesis del derecho, del sistema regulado y de la política, pero a la vez se propone "defen-der el carácter dual de la idea de derecho reflexivo como normativa y analítica. Reflexión en el derecho significa análisis empírico y evaluación normativa" (Teubner, 1993, p. 69).

La dualidad de esa pretensión lleva a Teubner a interrogarse por el modo de sortear la clausura del sistema. Evalúa las distintas alternativas existentes. La neocorporativista, basada en actores, es subcompleja pues sólo una sección de los sistemas funcionalmente diferenciados está organizada de manera formal; lo mismo vale para

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la solución organizacional. La solución sistèmica de la diferencia entre clausura y apertura sobre la cual se desarrolla la propuesta de Willke, paraTeubner es tentadora pero insuficiente, pues el sistema no puede si no interactuar con realidades de su propia creación. Una última solución luhmanniana basada en la noción de continuum de materialidad de sistemas sociales (continuum físico, químico, orgánico, psíquico) también es rechazada porque no permite pensar en operaciones compartidas entre sistemas (ibidem, pp. 83 ss.).

La propuesta de Teubner se basa en el concepto de inter-ferencia, e indica que es posible un contacto real (más allá de la observación) entre sistemas autopoiéticos que se han diferenciado desde un mismo trasfondo social. La interferencia presupone que sistemas autopoiéticos comparten un horizonte de sentido, operan con base en la comunicación, y sus formas especializadas pertenecen a la comunicación general de la sociedad. Por esto, precisamente, pueden interferirse, porque su comunicación es a la vez unidad del sistema parcial y de la sociedad, es decir, no se trata de elementos distintos que se observan mutuamente, sino de un elemento que apunta en la misma dirección en dos o más ciclos autopoiéticos diferenciados. Así, mientras en el ciclo autopoiético del derecho aparece una norma legal, en el hiperciclo de la sociedad ella también tiene lugar. Sin embargo, puesto que en el ciclo autopoiético del derecho la norma está sujeta a un criterio de validez jurídica binario (se aplica o no se aplica), en la sociedad la validez es una cuestión de grados, pues el criterio bidimensional de ésta sólo es aplicable en el derecho; para otros sistemas es una codificación secundaria. De este modo, para Teubner la interferencia de sistema y sociedad (otros sistemas) tiene como consecuencia una pérdida de motivación en el resto de la sociedad en torno a la comunicación específica de un sistema; la comunicación jurídica motivaría, confiablemente, sólo una comunicación jurídica. Con relación al vínculo con la economía, Teubner explica: "El derecho tiene pocas posibilidades de ser obedecido cuando entra en conflicto directo con el motivo de la ganancia. No tiene ninguna oportunidad cuando la bancarrota amenaza la sobrevivencia de la organización" (ibidem, p. 91).

Estrategias basadas en sanciones, persuasión, presión moral, como también contratos y derechos, son mecanismos para suplir

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esta falta de motivación en el entorno. Sin embargo, para Teubner ninguno de ellos es suficientemente reflexivo: las sanciones se basan en una lógica de orden y control inapropiada para sistemas autopoiéticos; la persuasión y la presión moral dejan mucha con-tingencia abierta, y los contratos y los derechos obligan para todas las situaciones y no dejan espacios de contingencia. Con la combi-nación de observación e interferencia, Teubner busca incrementar la capacidad regulatoria del derecho, especialmente en el área de contratos y derechos, desarrollando lo que denomina una política de opciones:

Si es extendida a través de contratos y derechos, entonces es po-sible expandir el concepto de derecho reflexivo implementando una política de opciones. Esto significaría, en efecto, disminuir el poder del derecho en ciertos dominios y hacer abandono de sus pretensiones de una regulación comprensiva. En vez de ello, sólo produciría una regulación opcional que los interesados podrían usar o no, como ellos lo encuentren más adecuado. ¿Cuáles son las consecuencias de esta política legal flexible que puede ser adaptada a una variedad de situaciones? El derecho es usado sólo cuando encuentra necesidades sociales, de otra manera no. Sin embargo, dejar de tomar las reglas jurídicas en serio como expectativas conductuales autoritativas tiene serias consecuencias para nuestra comprensión del derecho. La validez de las reglas jurídicas está a discreción de aquellos que están sujetos al derecho (.ibidem, p. 94).

Como en el caso de Willke, la propuesta de Teubner de un derecho reflexivo es vinculante si los afectados deciden vincularse, es decir, no es universalmente vinculante al modo habermasiano o rawlsiano. No se basa en una estrategia de producción de legitimidad raciona-lista en el horizonte del mundo de la vida, aunque tampoco resuelve el problema de la integración de modo nihilista o anarquista, es decir, negándolo. Más bien toma en serio la autopoiesis, la validez jurídica, e intenta incrementar la efectividad del derecho dándole oportunidad al entorno de sentirse motivado a operar conforme a derecho. Finalmente, es una decisión de la autopoiesis de los afec-

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tados si someten su conflicto a la validez jurídica. El derecho, en un contexto de diferenciación autopoiética de sistemas, no puede obligar, dirigir conductas o integrar, pero puede ofrecerse como una opción cuando ésta quiere ser indicada. Por ello, como en Willke, éste también es un modelo no instructivo de coordinación social que deja ver cómo una ética de la contingencia pareciera adensarse en su praxis.

V

Orientación contextual y política de opciones a través del derecho reflexivo son dos modelos adecuados para una coordinación des-centralizada de las condiciones de complejidad de una sociedad moderna, diferenciada de manera funcional. Son modelos teóri-camente plausibles y empíricamente realizables, cuya aplicación puede resultar en una autorregulación autónoma de las lógicas contradictorias de distintas esferas y tener resultados exitosos —como lo veremos más adelante-. Con ellos es posible evitar escalamiento de conflictos, quiebre de negociaciones, reacciones de rechazo a la posibilidad de acuerdos, condicionamientos inalcanzables para aceptarlos, sensaciones negativas de pérdida de autonomía, discri-minación, jerarquización de interdependencias, juegos de suma cero, entre otros. Pero a pesar de todas las bondades, ninguno de los dos modelos puede ser entendido como resultado lógico de una arquitectura teórica; no derivan, de manera estricta, de una exi-gencia de la teoría, es decir, no resultan teóricamente del modo en que, por ejemplo, de la clausura operativa del sistema se sigue que sólo el sistema —y no el entorno— pueda observar. Por el contrario, hay una fuente externa a la exigencia teórica que es condición de posibilidad de esas propuestas.

El modo de construcción teórica del propio Luhmann puede servir para ilustrar este punto: "Encuentro, por ejemplo [dice Luhmann] más fructífero no comenzar las teorías con una unidad, sino con una diferencia, y tampoco dejarlas terminar con una unidad (en el sentido de una conciliación), sino con una —cómo podría decirlo- mejor diferencia" (1987, p. 127). Una diferencia de entrada y una mejor diferencia de salida es la sentencia que podría

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resumir la técnica de teorización luhmanniana. Willke y Teubner la siguen: parten de la diferencia (la distinción sistema/entorno con la que caracterizan la operación sistèmica clausurada y su apertura al entorno) y acceden también, al igual que Luhmann, a una "mejor diferencia", que representa los problemas de coordinación en un mundo complejo y que muestra lo que antes quedaba oculto como conflicto, contradicción o paradoja de rendimientos sistémicos específicos de una complejidad organizada. Es decir, con Willke y Teubner se observa la construcción de un problema teórico (los problemas de coordinación) a partir de una premisa teórica (la policontexturalidad de múltiples diferencias sistema/entorno). Pero agregan algo más. Agregan una segunda diferencia a la "mejor diferencia" de salida, agregan estrategias para el tratamiento de esos problemas de coordinación: orientación contextual y política de opciones por medio del derecho reflexivo.

Un impulso de esta naturaleza no proviene, no puede provenir, de exigencias de la teoría misma; la teoría de sistemas no prescribe que la coordinación es mejor que la descoordinación sistèmica. Incluso más. Si se plantea en el nivel de abstracción que Luhmann introduce con su teoría de la evolución, la coordinación en forma de acoplamiento coevolutivo de sistema y entorno debe ser presupuesta como condición fundamental para permitir la os-cilación independiente de ambos valores: "Si el entorno no variara siempre de un modo distinto al sistema, la evolución encontraría un rápido fin en un optimal fit'. De ello se sigue también que la evolución no debe producir adaptación del sistema al entorno, aunque sí presupone un estar adaptado [.Angepassheit] del sistema al entorno como un tipo de condición mínima" (Luhmann, 1997a, p. 433). Dicho de otro modo, para Luhmann la descoordinación es necesaria y la coordinación ya está presupuesta. Así, las estrategias no-evolutivas de coordinación como las de Willke y Teubner, son teóricamente desechadas de dos modos por la teoría luhmanniana de la evolución. Por un lado, podrían producir un optimalfit entre sistema y entorno que acabaría con la autopoiesis del sistema al eliminar su asimetría con el entorno y, por otro, su concurso es innecesario porque la adaptabilidad del sistema al entorno ya está presupuesta en la misma asimetría de la diferencia sistema/entorno.

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Es decir, esta segunda diferencia de salida en la propuesta de Willke y Teubner no es una derivación teórica, sino que proviene de otra fuente (Mascareño, 2006).

En su crítica de la evolución reseñada más arriba, Willke entrega una pista para acercarse a esa fuente: "La evolución es subóptima porque no permite una reacción adecuada a riesgos y situaciones de peligro de largo plazo. Ella renuncia a la intervención, como la oposición entre un régimen 'laissez-faire' y un estado de intervención dejan claro. El problema es que bajo las condiciones actuales, ni el 'laissez-faire' ni el estado de intervención representan soluciones óptimas" (Willke, 1993, p. 58). Desde la teoría luhman-niana de la evolución, la optimalidad de las soluciones se mide por su reestabilización en estructuras sociales, es decir, las soluciones son óptimas hasta que dejan de existir, y dejan de existir cuando ya no son óptimas. En ese contexto, los riesgos y situaciones de peligro no pueden ser evaluados si no como adaptación del sistema al entorno y no requerirían una "reacción adecuada" como lo for-mula Willke, pues a ese nivel elemental sólo sucede lo que sucede: o la estructura se impone sobre el peligro y se afianza lo existente o el peligro se impone sobre la estructura y se selecciona una variación que reestabiliza la estructura. Si Willke aceptara esto, si aceptara esta formulación lógica derivada de la teoría de la evolución, no habría razón para proponer una teoría de la orientación contextual por medio del derecho reflexivo. Por ello, la fuente de esa teoría es otra. Si se puede enunciar de algún modo, la fuente se asocia con la atención hacia las consecuencias para los individuos del funcionamiento operativamente clausurado de sistemas sociales autopoiéticos en el contexto de una complejidad organizada. Dicho de otro modo, la atención a las descripciones de riesgo de quienes se sienten afectados son las que activan una orientación contextual vía derecho reflexivo. Ésta no es una preocupación derivada teó-ricamente, no se sigue de una fórmula teórica previa, sino sólo de la inquietud por coordinar lo que la evolución no ajusta o demora mucho en ajustar desde la perspectiva de los individuos. Es, en de-finitiva, una preocupación contrafáctica (contraevolutiva), de tipo ético, que introduce la segunda diferencia de salida en el análisis de Willke: el desarrollo de estrategias no instructivas de coordinación

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para regular las consecuencias de la clausura operativa para los individuos. Puesto en términos habermasianos, esto es atención a la perspectiva interna sin necesidad de mundo de la vida, acuerdo intersubjetivo o procedimentalismo discursivo basado en deberes ilocucionarios.

Mediante su distinción entre aprendizaje ontogenético y desarrollo filogenètico en el marco de su análisis del derecho, Teubner parece compartir esta insatisfacción con la pura evolución y la atención por la perspectiva interna. Cuando subyace una teo-ría del desarrollo filogenètico del derecho que distingue entre los mecanismos evolutivos de variación, selección y reestabilización a un nivel estructural, los eventos individuales parecen ser sólo acci-dentales (Teubner, 1993). El aprendizaje ontogenético, en cambio, remite al espacio de interacción. En este nivel, en la interacción en el escenario específico del juicio, suceden las cosas de las cuales el sistema tiene oportunidad de aprender e incorporar a nivel de la doctrina, es decir, a nivel de una memoria sistèmica utilizable para futuras decisiones. Se trata de dos ciclos comunicativos que se in-terfieren y que forman el sistema. El problema es que a nivel de la interacción no sólo confluyen comunicaciones de un tipo sistèmico (sólo jurídicas en el juicio, sólo económicas en una transacción o sólo políticas en una elección), sino múltiples comunicaciones que entran en conflicto entre sí. Desde ahí deriva Teubner la "necesi-dad" de un derecho reflexivo: "Cuando esos problemas amenazan la misma existencia del sistema, pueden conducir a la introducción consciente de mecanismos regulatorios que medien entre sistemas y dan un ímpetu fresco al proceso de co-evolución. Con lo que nos enfrentamos aquí, entonces, es con sistemas de negociación que operan entre sistemas y que se orientan a la reconciliación de expectativas y visiones de mundo divergentes. Esto nos trae al tema de una co-evolución regulada, un tema que trataremos... cuando observemos la regulación social a través del derecho reflexivo" {ibidem, p. 63). Entre tanto, ya sabemos cuál es la propuesta del derecho reflexivo de Teubner: la política de opciones.

Del mismo modo que en Willke, Teubner establece un mecanismo para civilizar la evolución. Ésta acepta sin problemas la amenaza a la existencia de un sistema, acepta su fin como cambio

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estructural, y acepta también sin problemas los conflictos de ex-pectativas y visiones de mundo divergentes. Para ella, estos eventos individuales pueden ser únicamente accidentes. Pero así como a Willke le interesaba configurar una "reacción adecuada" a los ries-gos y peligros que trae consigo la evolución, también a Teubner le interesa otorgar un "ímpetu fresco" a la coevolución de estructura e interacción. Un derecho reflexivo, un derecho que se ofrece como posibilidad regulatoria si los afectados (el nivel de la interacción) lo aceptan, indica una preocupación idéntica a la de Willke con su teoría de la orientación contextual: prestar atención a la regulación de las consecuencias para los individuos del operar clausurado de sistemas autopoiéticos. Nuevamente, ésta no es una preocupación teórica, sino más bien ética.

VI

De cualquier modo, Willke y Teubner muestran que cuando la teoría de sistemas intenta dar respuesta a problemas de orientación o coordinación social, no recurre al expediente de la fundamentación para sustentar algún tipo de necesariedad o justificación metafísica o posmetafísica de la transformación; es el sistema el que debe desear la transformación (Willke) o el que puede ajustarse opcio-nalmente a la regulación (Teubner) propuesta por el derecho. Sin embargo, ambos tampoco se quedan sólo con la evolución como una última ratio.

Por cierto, ni Willke ni Teubner pretenden dar un giro emancipatorio a la teoría de sistemas, de modo tal que se pueda hablar de una teoría crítica de sistemas.3 Para eso habría que tener las cosas demasiado claras. En principio, habría que tener claro que emancipación es lo que la sociedad necesita, y desde esa posición moral comenzar a construir teoría, es decir, habría que indicar un

•'Esta es, precisamente, la crítica que Luhmann dirige a ambos: "Conceptos como 'reflexividad' o autonomía, en los contextos en los cuales Willke y Teubner los utilizan, han adquirido nuevos significados que requieren una explicación cuidadosa. Además, la presentación del programa está prejuiciado por la intención de los autores de bring about, una síntesis de las teorías de tipo crítico-emancipatorio con las ideas de responsividad del derecho y con el análisis sociológico del sistema legal" (Luhmann, 1992, p. 389).

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lado de la distinción, afirmarla y tratar lo que no se alinee a ese lado como anomalía, alienación o, como se hace más modernamen-te, como malestar cultural {vid., por ejemplo, Taylor, 1994, Giddens etal., 1996). En las estrategias de orientación contextual de Willke, esto significaría que aquellos que rechazan la oferta de distinciones del derecho para la autorregulación debiesen ser considerados como moralmente despreciables o al menos equivocados, y en la política de opciones de Teubner significaría que los que no optan por las posibilidades regulatorias que el derecho reflexivo pone al alcance de la mano, tendrían que correr la misma suerte.

Indicar un lado de la distinción, afirmarla y utilizarla para leer el mundo en términos de emancipación y alienación, no es preci-samente lo que podría denominarse una ética de la contingencia. Ella más bien adquiere la forma no instructiva de los procesos de orien-tación contextual y de la política de opciones del derecho reflexivo. En sus fundamentos estas estrategias operan del siguiente modo:

• Se activan frente a un llamado u opción de ego, los afectados. • Presuponen el principio de la clausura operativa de todos los

involucrados, lo que indica que no hay instrucción directa posible de ego a través de alter.

• Proponen una oferta de orientación o regulación que puede ser aceptada o rechazada por ego.

• Es ego quien decide acerca del sometimiento a la orienta-ción o la regulación.

• La orientación o la regulación opera por acoplamiento es-tructural o mutua interferencia de ciclos comunicativos.

• En ambos casos, la autonomía de ego prevalece ante las pretensiones de alter.

• Si la oferta de orientación o regulación es rechazada no hay criterios últimos para forzar el vínculo.

Lo que subyace en estas constataciones es un esfuerzo positivo por reducir la complejidad mediante estrategias de orientación y regu-lación sobre la base de un principio de contingencia que prevalece como horizonte final. El itinerario argumentativo que conduce al planteamiento de una ética de la contingencia puede ser el siguiente:

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la evolución de la sociedad moderna ha conducido a un orden fun-cionalmente diferenciado de sistemas operativamente clausurados, en el que la cuota de conflictos aumenta dado el enfrentamiento de lógicas divergentes. Ante esto hay tres alternativas: planificar y establecer un control de inspiración jerárquica de la diferenciación, dejar que el incrementalismo evolutivo haga su trabajo o, sobre la base del principio de contingencia para el mundo y de clausura operativa para el sistema, diseñar modelos no instructivos y no autoritativos de coordinación social. La planificación, sin embargo, fuerza la autonomía sistèmica y la evolución es pura deriva. Lo que queda es aceptar la contingencia de la diversidad sistèmica y buscar formas situadas y episódicas de coordinación.

Un modelo no instructivo de coordinación social por la vía del derecho reflexivo tiene una preocupación ética por las conse-cuencias del operar clausurado de sistemas sociales autónomos para los individuos (por eso se descuelga de la evolución), pero paralela-mente sabe que la coordinación de las condiciones de complejidad modernas no pasan por una regulación a través de estrategias de formación de consenso entre individuos, ni menos por técnicas de argumentación orientadas al entendimiento. Los sistemas so-ciales -sistemas funcionales, organizaciones, movimientos sociales, grupos, interacciones— son demasiado complejos para suponer que su acoplamiento con individuos bien o malintencionados pueda hacer que esos sistemas se orienten en el sentido de unos o de otros. El modelo no instructivo de coordinación social no es, por tanto, un modelo de razón práctica, sino uno de pragmática sistèmica, es decir, es una coordinación pragmática de diversas clausuras operativas mediante movimientos orientados a tratar sus efectos diferenciados para el entorno, sin por ello pretender dar unidad a tales clausuras bajo algún criterio unificador.

Un intento de esta naturaleza en la perspectiva de los indi-viduos -que como hemos dicho no tiene una fuente teórica, sino ética- no pretende la descomplejización de la sociedad para ponerla a la altura de los hombres, sino que busca generar distinciones que ajusten la complejidad sistèmica de ego a los objetivos definidos por alter sin que ego renuncie a su autonomía. El modelo no intenta transformar la diferencia en unidad, no busca el consenso sobre la

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base racional en el sentido habermasiano ni un equilibrio reflexivo de diversas doctrinas comprensivas en el sentido rawlsiano. Todo ello es razón práctica, y de lo que se trata ahora es de pragmática sistèmica. Por eso, su objeto es ofrecer una alternativa, es decir, aumentar la contingencia de las posibilidades de selección, quizás incluso mostrar sus ventajas y seducir pragmáticamente hacia su incorporación en el repertorio de ego, pero nada más. No hay un telos o un principio regulativo que oriente la acción y que entienda la búsqueda de unidad como un nomos que la vuelva a poner sobre la mesa cuando los intentos fracasan, un nomos que permita mantener la expectativa y, por tanto, la motivación de una acción orientada a hacer que en algún punto del futuro la unidad se concrete. El sometimiento a la orientación es opcional. Por ello, cuando una coordinación sistèmica no instructiva fracasa, fracasa, y sólo ventajas pragmáticas pueden reponerla en la agenda sistèmica. En este mo-delo no hay idea de bien, concepción de justicia o pensar utópico que mueva al sistema a reconsiderar la oferta de coordinación en un futuro mediato o inmediato, pues aquellos móviles valen para individuos y no para sistemas sociales.

VII

Sobre estas consideraciones se instala una ética de la contingencia en los intentos de coordinación sistèmica, que busca, ante todo, la coordinación de la diferencia para regular las consecuencias, en los individuos, de la operación clausurada de sistemas; por eso, es una ética y no pura sociología, aunque esté acoplada de modo estricto al conocimiento sociológico para autoconstituirse. Pero no es una ética a secas, sino una ética de la contingencia, y eso le otorga su propiedad.

La contingencia es un universal. Si el mundo no es un mundo necesario, entonces pudo ser/puede ser/podrá ser de otro modo; es la suma de actualidad y posibilidad; es lo que es y lo que no es, pero puede ser; es el correlato empírico de la contingencia de todo ser. En palabras de Luhmann: "[El mundo] ya no señala -después del giro nominalista del pensamiento- hacia una esfera cósmica de lo necesario, bajo la cual la facticidad del cambio del

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movimiento, de lo simplemente posible, se transforma en problema; sino que por el contrario, él es la contingencia misma, dentro de la cual las necesidades, verdades, bellezas, legitimaciones, se vuelven un problema" (1971b, p. 380). Pero que el mundo sea contingente no significa que deba ser contingente, pues por serlo puede ser también de otro modo. Si se acepta la radicalidad de la contingencia, se debe aceptar la posibilidad de su eliminación. Entonces, si la contingencia del mundo es lo que se selecciona, una ética de la contingencia es necesaria para contribuir a su mantención.

Por ello la contingencia es también contrafáctica: frente a los intentos de reducirla responde con más producción de contin-gencia. La prueba de esto es que el mundo cambia, constantemen-te, y hoy de manera más acelerada que antes. La contingencia no aprende de la decepción que lo actual sea sólo una y no todas las posibilidades a la vez, por eso deja esas posibilidades abiertas para nuevas actualizaciones. En este sentido, la contingencia se comporta normativamente: no se conforma con la facticidad de lo presente y busca lo posible. Es la búsqueda normativa de lo inactual.

Esta expectativa de lo posible también está presente en cada individuo, porque para cada uno la contingencia se torna consciente como selectividad en la forma de vivencia o de acción, en concreto en las múltiples posibilidades de vivencia y de acción que él puede seleccionar, negar o reconstruir de otro modo (Luh-mann, 1998b). La contingencia es, por tanto, también subjetiva. El potencial de selección, negación y reconstrucción de posibilidades es parte de la constitución significativa del sujeto y se vierte en el mundo contingentemente, porque ese potencial lo tiene cada sujeto que experimenta al otro y al mundo aplicando ese potencial. La contingencia se duplica, se vuelve doble contingencia desde alter y ego, con lo que cualquier seguridad fundamental, cualquier verdad, virtud o validez, quedan sometidas a ella como cuestión a resolver y no como el punto cero desde el cual se define lo que se puede vivenciar o actuar. Por ello, el futuro aparece siempre abierto para los individuos, aunque abierto de manera inmanejable, porque la doble contingencia hace que la propia selección sea, selectivamente, disponible para el otro. El mundo se transforma así en escenario de lo imprevisible para cada vivencia y cada acción individual: "en

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el horizonte de la vivencia actual, las posibilidades anunciadas de futuras vivencias y acciones son sólo posibilidades; por tanto pueden resultar de modo distinto al esperado" (Luhmann, 1971a, p. 32).

Una ética de la contingencia arranca de la falta de un fundamento vinculante para alter y ego y de la inmanejabilidad del futuro, pero asume que, sin embargo, a pesar de esa differance última (Derrida), la coordinación es posible como coordinación pragmática de intransparencias, es decir, como coordinación de sistemas operativamente clausurados y abiertos de modo cognitivo al entorno, producto de esa clausura. Una ética de la contingencia admite también que las cosas pueden ser distintas ("mejores") si ego acepta la oferta de coordinación de alter, pero entiende que no hay ninguna base sobre la que esa aceptación puede ser de tal modo fundada que, si se sigue el procedimiento, la aceptación de ego y con ello la coordinación, se derive más o menos naturalmente de las premisas expuestas. Es decir, una ética de la contingencia ad-mite que aun cuando ego acepte la oferta de coordinación de alter, el resultado pragmático de ella revela rendimientos diferenciados para cada sistema involucrado, pues cada uno de esos sistemas in-tegra cognitivamente y emplea operativamente de modo distinto las ventajas pragmáticas de la coordinación. Su clausura operativa no les permite hacerlo de otro modo; ambos están sometidos a la doble contingencia. Por esto, una ética de la contingencia no pue-de presuponer la unidad de una "mejor sociedad" en términos de principios modernos como justicia, equidad, razón o humanidad para todos quienes se vean afectados por los rendimientos sistémicos clausurados; sólo puede reconocer la unidad de la diferencia de esa "mejor sociedad", es decir, una unidad que siempre se mantiene como diferencia de modelos diversos de sociedad mejor, y que no puede derivar en identidad de contrarios en el sentido hegeliano, que no puede ser aufgehoben, sino sólo coordinada local y episódi-camente según los criterios contingentes de los involucrados.

Entonces, es esa diferencia, no la unidad, la que moviliza y motiva a la coordinación, y no lo hace con el objetivo de integrar tal diferencia, de incorporar al otro en lo propio, de hacerlo "un igual", sino con el objetivo paradójico de regular las consecuencias de la diferencia reforzando la diferencia, reforzando la clausura operativa

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de los sistemas y la contingencia del mundo, pues en cuanto las distinciones de coordinación ofrecidas por alter son aceptadas por ego, ellas dejan de ser las distinciones de alter y se integran opera-tivamente en la constelación significativa de ego, lo que actualiza y acopla su clausura operativa con otros sistemas en su entorno. La coordinación se logra reforzando la clausura, o puesto en un lenguaje normativo: hay más integración cuando hay más diferencia.

Vistas las cosas así, tras el escenario de la coordinación social como orientación contextual o política de opciones a través del derecho reflexivo, se adensa una ética de la contingencia que invita a preocuparse por las consecuencias de la clausura operativa para los individuos, sin que para ello haya que a) impulsar la limi-tación de la autopoiesis sistèmica, b) sin que el punto de llegada de la coordinación deba ser la unidad sobre el tema o necesariamente la resolución del conflicto, y c) sin que sea necesaria la formulación de un ideal regulativo al modo racionalista (justicia, equidad, razón o humanidad) para fundamentar procesos de coordinación.

a) En relación con el primer punto, una ética de la contin-gencia plasmada en coordinación social conduce al reforzamiento de la diferencia, pues cuando el sistema acepta la oferta de coordina-ción lo que resulta es la autorregulación del sistema y la coordinación con el entorno. Se presuponen la autopoiesis y su capacidad de integrar una oferta comunicativa que, ante todo, es coherente con su orientación y que, por tanto, no la limita sino que la fortalece. Es decir, de una estrategia de coordinación basada en una ética de la contingencia se deriva que aquella instancia que se busca regular ve reforzada su autonomía producto de la oferta comunicativa, pero a la vez, producto de ella, refuerza también su acoplamiento estructural con el entorno.

b) En una ética de la contingencia, entonces, no hay bús-queda de unidad; no hay pretensión de integrar la diferencia por un principio suprasistémico. Se trata, más bien, de promover un ordenamiento contingente que funcione con base en coordinaciones pragmáticas de alcance medio, coordinaciones episódicas, es decir, situadas y temporalmente acotadas. Esto no asegura soluciones a los problemas enfrentados, pues por insuficiencias en el mecanismo de coordinación o por efecto de la asimetría de la doble contingencia

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entre las instancias coordinadas, las constelaciones problemáticas pueden subsistir indefinidamente. En otros términos, es mucho más probable la ortogonalidad de la diferenciación que su coordinación. Sin embargo, lo que sí asegura una coordinación fundada en una ética de la contingencia es que no hay una instancia central que promueva la transformación de la diferencia en unidad; la única unidad que puede subsistir es la unidad de la diferencia.

c) En relación con el último punto, es claro que la coordi-nación de la complejidad de órdenes emergentes no es posible por acciones individuales fundadas en principios como justicia, equidad, razón o humanidad, pues esos ideales apelan a la razón práctica de los individuos y los individuos no son parte del orden emergente de la sociedad. Esto quiere decir que, por mucho que cada uno se comporte con relación a esos ideales, la sociedad no se reduce ni se deja manejar por esos comportamientos, porque no es la suma de acciones individuales. Consciente de ello, Durkheim trató de in-vertir la causalidad kantiana del imperativo categórico que derivaba la sociedad del comportamiento individual: "En resumen, —decía Durkheim- desde uno de sus aspectos, el imperativo categórico de la conciencia moral está en vías de tomar la forma siguiente: ponte en estado de llenar útilmente una función determinada" (1985, p. 52). Pero la exigencia parece demasiado fáctica para hacer algún sentido ético. La propia contingencia se vería drásticamente limitada por esta pretensión de ajuste de la acción individual a la diferenciación funcional -sin mencionar que con ello se hipostasia la "casualidad" de la diferenciación funcional como logro evolutivo y se la transforma en ley de la historia al modo de las antiguas teo-rías del progreso y el desarrollo-. Por el contrario, se trata de hacer sensibles las estructuras de la diferenciación a las autodescripciones de los actores sin que para ello se deba antropologizar el sistema o impulsar una desdiferenciación regresiva, que traería altos costos para las propias condiciones de justicia o equidad que racionalmente buscan ser defendidas. Una ética de la contingencia no niega que los principios racionalistas puedan motivar a unos u otros, no niega que ellos puedan contribuir a desarrollar formas de coordinación por la vía del derecho reflexivo o instancias de articulación paralelas, pero los considera insuficientes para generar coordinación en sociedades

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complejas, fundamentalmente porque en ellas la razón práctica se disuelve en la contingencia de la comunicación.

La clave de una ética de la contingencia parece estar puesta, entonces, en primer lugar, sobre requerimientos comunicativos. T. Blande ha formulado este principio con relación al derecho re-flexivo del siguiente modo: "Encuentra una forma de derecho que no disturbe la autonomía de los discursos sociales, pero que si-multáneamente los aliente recíprocamente a tomar en cuenta las suposiciones básicas sobre las cuales cada uno está basado" (Blande, 1987, p. 200). Formulado en un nivel de mayor abstracción, este principio se encuentra con una distinción sistèmica fundamental, la distinción clausura operativa/apertura cognitiva. Al generalizar lo que Blande expresa, el resultado es autonomía de la comunica-ción para generar contingencia (clausura operativa -"autonomía de discursos sociales"), y apertura hacia el entorno para posibilitar la coordinación (apertura cognitiva —"tomar en cuenta suposiciones básicas" de otros). La nueva regla dorada podría ser encontrar una forma de producir contingencia cuya coordinación confirme la contingencia de lo que busca coordinar.

VIII

La aplicación de esta regla en el derecho contemporáneo se aprecia con claridad en la formación de regímenes globales de gobierno. En ellos, el modo de operación de un derecho, reflexivo desde todo punto de vista, y descolgado de los marcos nacionales tradicionales de un derecho íntimamente ligado a la potes tas, refleja la praxis de una ética de la contingencia como vinculación de coordinación sistèmica y autocomprensión de los actores. En lo sucesivo quiero sintetizar, primero, esta idea de la formación de regímenes legales supranacionales y vincularla al modelo de la ética de la contingencia, para luego observar su operación concreta con algunos ejemplos de la lex mercatoria, la lex digitalis y la lex sportiva.

El proceso de diferenciación funcional de la sociedad mo-derna, entendido como expansión estructural y semántica de modos de comunicación especializados en el tratamiento de deter-minados temas y problemas sociales, tiene como consecuencia la

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constitución de una única sociedad: la sociedad mundial (Luh-mann, 1997a; Stichweh, 2000). No existen ya islas de socialidad o regiones del globo donde las estructuras, procedimientos, modos de operación, expectativas, conceptualizaciones, significaciones y semánticas desarrolladas evolutivamente por los distintos sistemas funcionales, no tengan consecuencias relevantes para el modo en que los espacios regionales o los ordenamientos locales se organizan a sí mismos y se posicionan frente a otras regiones equivalentes o a acontecimientos globales. Con ello, la idea de sociedad como unidad territorialmente delimitada, como Estado-nación, pierde capacidad descriptiva de la complejidad social en la sociedad mundial (Mereminskaya y Mascareño, 2005), como también la pierde una idea de sociedad definida desde un punto de vista co-munitario particularista (Chernilo y Mascareño, 2005). Los modos de operación de los sistemas funcionales trascienden las fronteras del Estado-nación y logran constituir respuestas equivalentes (no idénticas) a problemas similares en distintas regiones del planeta.

Esto no presupone homogeneización de la sociedad. El pro-pio Estado-nación queda anclado como diferenciación segmentaria en el horizonte de la diferenciación funcional de la política; es decir, el Estado, replica a nivel territorial, estructuras y semánticas que a su vez se reiteran en otros espacios regionales, en otros Estados. Esto permite tanto la comunicabilidad entre regiones: una estruc-tura local tiene un equivalente funcional en otros espacios también locales, como la variabilidad regional: una misma función puede ser cumplida por estructuras distintas, sin que ello afecte los niveles de operación generales de la diferenciación funcional.

Bajo el predominio de la diferenciación funcional, el problema no es, entonces, la desaparición del Estado o de las es-pecificidades locales o regionales. Lo que se torna problemático es la pretensión de distintos órdenes funcionales de conducir instruc-tivamente a otros, pues el proceso evolutivo de la diferenciación estructural y semántica de la sociedad moderna ha conducido a que cada sistema tenga altas cuotas de autonomía en la regulación de sus propios procesos. Durante los siglos xvn y xvm, luego de la Paz de Westfalia, la iglesia sufrió la creciente autonomía que ganaba la política, aunque su influencia a través de una forma naturalista

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de fundamentación del derecho positivo se dejó sentir hasta bien entrado el siglo xix (Foster, 2006). En el siglo xx, especialmente luego de la crisis del Estado de bienestar, es el Estado el que ve su capacidad de intervención —a la que estaba acostumbrado desde sus orígenes por medio de programas legales represivos u orientados a fines (Willke, 1996a)- muy limitada. Se hace más difícil intervenir políticamente en la economía, manejar los mercados financieros, controlar la información de medios de comunicación globales, limitar los avances científicos políticamente indeseables, excluir movimientos de protesta mundiales, restringir las migraciones de población, evitar las consecuencias del terrorismo internacional, de los riesgos ecológicos, de las epidemias generalizadas, de las catástrofes naturales. Todo esto, sin embargo, no debe confundirse con una pérdida de la soberanía estatal, pues soberanía no es inmu-nización del territorio, sino sólo la posibilidad de trazar decisiones colectivas vinculantes, válidas para tal territorio y apoyadas en la amenaza no explícita del uso de la violencia física, la que además vie-ne jurídicamente legitimada (Mereminskaya y Mascareño, 2005).

Si las cosas son así, si el primado de la diferenciación funcional en la sociedad moderna supone la existencia de lógicas transversales corporizadas en actores e instituciones transnaciona-les cuyas comunicaciones y acciones localmente situadas tienen resonancias simultáneas en espacios diversos y múltiples, entonces un derecho nacionalmente anclado en la segmentación estatal y, por tanto, sujeto a las condiciones de producción democrática del derecho, tiene una capacidad limitada para regular estos procesos. Frente a ello, la evolución del sistema jurídico diferenció también un derecho internacional, el que norma las relaciones entre Estados por medio de tratados y derecho consuetudinario; mientras que las relaciones transfronterizas de particulares de un Estado se regulan, de manera unilateral, desde la perspectiva nacional, es decir, seg-mentariamente.

Una cuestión distinta es la formación de regímenes nor-mativos anacionales, sin la concurrencia del Estado, sin un orden democrático deliberativo a la base que contemple la participación y el asentimiento de todos los potenciales afectados y desde el cual se legitime la producción normativa (Habermas, 2000). Las

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regulaciones de empresas multinacionales en el campo laboral, las estandarizaciones en las distintas profesiones, las regulaciones del comercio, de la comunicación digital, de los ámbitos deportivos, son ejemplos de un derecho global sin Estado (Teubner, 1997). Tribunales arbitrales han proliferado en todos estos campos en las últimas décadas. En su constitución, las partes pueden definir el lugar del arbitraje, las leyes aplicables a la controversia, las pruebas admisibles, los idiomas del proceso e incluso el árbitro (Uncitral, 1985). Las decisiones que emanan de estos tribunales son vincu-lantes para los afectados y tienen efectos preformativos para futuras decisiones en los campos respectivos, es decir, operan como derecho, llevan adosado el símbolo de la validez jurídica (Luhmann, 2002), aun cuando no exista un gobierno mundial ni una "república de ciudadanos del mundo" (Habermas, 2000, p. 173) cuya delibera-ción democrática sobre la base de una ética del discurso les otorgue estatuto de derecho legítimo.

La doctrina clásica puede discutir si todo esto es derecho, puede preguntarse por la potestas tras la decisión jurídica, puede alegar la falta de un Estado global que haga cumplir el dictamen jurídico anacional (Jackson, 1999); puede criticar la ausencia de condiciones de legitimación democrática de este derecho (Haber-mas, 2000) y, al no encontrarlas, concluir que tal cosa no es derecho. Puede hacer todo esto mientras, más allá de las fronteras, se forman tribunales arbitrales, se proponen dictámenes, se comunican y se acatan por los directamente involucrados; es decir, mientras se forma un derecho anacional con independencia del Estado-nación (Mere-minskaya y Mascareño, 2005). Este derecho anacional es también denominado pluralismo legal (Teubner, 1997; Tamanaha, 2000; Melissaris, 2004); es derecho reflexivo que busca regular episódica y situativamente eventos problemáticos diversos que surgen de las relaciones de actores transnacionales, cuyos discursos están deter-minados, antes que por la pertenencia cultural a sus comunidades, por su participación en redes funcionales que operan de modo transversal a la segmentación estatal-nacional (Teubner, 2000a).

Un derecho válido que no surge en el marco de un Estado, sino que se forma pragmáticamente en los acuerdos y diferencias estratégicas de actores globales asociados a lógicas funcionales su-

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praterritoriales, no parece caber en los límites del principio D de Habermas —citado al inicio de este capítulo-. Para este autor, el principio democrático busca institucionalizar la voluntad política "mediante un sistema de derechos que asegure a cada uno la igual participación en tal proceso de producción de normas jurídicas" (2000, p. 176); en otras palabras, busca incorporar la perspectiva interna en el funcionamiento y la decisión jurídica. En el derecho anacional, la producción de derecho es espontánea (Teubner, 2000b); no es el resultado de un proceso deliberativo orientado a la producción de derecho que se interrogue previamente por las condiciones de participación equitativa en la generación de normas jurídicas. Esto es sólo posible en el marco de la institucionalidad democrática del Estado; sin embargo, no significa la exclusión de la perspectiva interna en la formación de derecho.

Un derecho espontáneo surge en las zonas periféricas de contacto entre el derecho y otros espacios sociales cuyos intercambios precisan regulación y producen normas jurídicas con independencia de las condiciones clásicas de generación de normas. En palabras de Teubner: "En los regímenes privados globales, tiene lugar una efectiva autodeconstrucción del derecho que anula fácilmente los principios fundamentales del derecho nacional-estatal: la derivación de validez de las normas jurídicas desde una jerarquía de fuentes normativas, la promulgación de derecho por instancias parlamen-tarias, el aseguramiento del Estado de derecho por instituciones, procedimientos y principios, y la garantía de espacios individuales de libertad logrados a través de luchas políticas por derechos funda-mentales" (Teubner, 2000b, p. 4). Los actores quedan excluidos de la formación de derecho en el sentido clásico del Estado-nación, pero son el impulso fundamental para la producción de derecho anacio-nal, pues sólo de la colisión de sus requisitos de operación emerge un derecho independiente del Estado-nación (Teubner, 2004). Es decir, las expectativas normativas de los actores son consideradas por el derecho, pero no al modo en que lo hace el procedimiento democrático del Estado-nación.

Un derecho espontáneo anacional no sólo lo es, entonces, porque regule materias globales de actores globales, sino porque sus condiciones de producción son distintas. Ellas parecen mucho me-

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nos fundadas en una ética del discurso -que presupone el impulso, apoyo y legitimación de una institucionalidad estatal democrática para traducirse en norma jurídica- que en una ética de la contin-gencia -que observa la fragmentación e inconmensurabilidad de cada discurso en la sociedad mundial y que deriva la validez no de la unidad alcanzada, sino del carácter genuinamente autocontenido de cada discurso-. Para una ética de la contingencia, cualquier posible escenificación de unidad es episódica y situativa, acontece en un momento y en un lugar, y lo fundamental: siempre es absorbida y comprendida en la diferencia radical de cada discurso, de modo tal que en cada discurso está la versión de una unidad o un acuer-do que no se encuentra en el mundo, sino en las versiones discursivas de él. Por eso, el mundo es un metamundo imaginario de todos los mundos (Luhmann, 1990). Para cada discurso no hay unidad con un exterior, sino conexión con las propias operaciones. Sólo de ese modo el exterior puede seguir siendo exterior del discurso que se constituye como diferencia frente a él y frente a otros discursos como una "discordia activa, en movimiento, de fuerzas diferentes y de diferencias de fuerzas" (Derrida, 1989, p. 53). A continuación observo algunos indicios de operación de estas discordias.

El caso de la formación de derecho espontáneo en el campo de las relaciones comerciales es denominado lex mercatoria-, su funda-mento es un contrato cuya validez, en caso de devenir problemática, se dirime por un tribunal arbitral (Mereminskaya y Mascareño, 2005). Tal externalización de la disputa de validez del contrato es pactada en el propio contrato, lo que introduce la paradoja de que la validez de la decisión acerca de la validez del contrato se dirime por el mismo contrato cuya validez se disputa. Para desparadojizar esta situación, se introduce una nueva paradoja: el árbitro puede deci-dir acerca de su competencia, es decir, puede decidir si decide de-cidir o no decidir. Si decide no decidir, tal decisión supone que el caso pueda pasar a la justicia nacional —con lo que se sale de la lex mercatoria y cae en fuentes clásicas de legitimación jurídica—, o que otro árbitro la asuma - lo que reproduce el problema-. Si el árbitro decide decidir, la paradoja se mantiene. Para salvar esta situación, la lex mercatoria consagra la autonomía de la cláusula arbitral respecto de la validez del contrato que la contiene, es decir, la validez de la

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decisión sobre la validez del contrato se ancla en el mismo contrato. Si el árbitro estima que el contrato es válido, tal validez no deriva de una validez externa del contrato, sino de la decisión del árbitro que lo valida y cuya legitimidad se introduce en la cláusula arbitral del contrato. Si el árbitro estima que el contrato es inválido, la validez de su decisión habrá dimanado del mismo contrato que consideró inválido. Surge entonces legitimidad de la ilegitimidad.

Una fundamentación racional y discursiva del derecho no podría aceptar esta formulación; tampoco podría hacerlo un criterio de fundamentación jerárquica de normas a la Kelsen (1960). Pero para una ética de la contingencia, en la autonomía de los discursos y en sus prácticas se buscan las condiciones de validación de los mismos discursos. De las prácticas del intercambio comercial es de donde derivan los principios aplicables que luego son recurridos por los árbitros para decidir. No existe un legislador democráticamente legitimado que los establezca como derecho vigente. El discurso se autovalida por medio de la decisión su propia validez. En el caso de la lex sportiva, la situación es similar. La Corte de Arbitraje del De-porte —fundada en 1983 y con asiento en Laussane, Suiza (McLaren, 2001)- extrae sus principios de las diversas prácticas de las federa-ciones deportivas y de los códigos por los que ellas se gobiernan a sí mismas: "tiene una base contractual formal y su legitimidad viene del acuerdo voluntario o sumisión a la jurisdicción de las federaciones deportivas por parte de los atletas y otros que caen bajo su juris-dicción" (Foster, 2006). El "acuerdo voluntario", sin embargo, no supone un proceso deliberativo; es estrictamente una sumisión que se acata al participar del juego. Ningún atleta participa en una dis-cusión democrática de producción de reglas deportivas; sólo operan según éstas, y precisamente de ello se deriva la validez de las normas. Ello le entrega a las federaciones autonomía respecto de las cortes nacionales y permite que la Corte de Arbitraje del Deporte sea un espacio de creciente uso en la resolución de problemas deportivos.

De cualquier modo, la Corte de Arbitraje del Deporte no puede ser vista como una instancia de producción legislativa del sistema deportivo; de ella no derivan las normativas que se aplican en cada federación. La construcción de fórmulas decisionales de la Corte se extrae de las prácticas deportivas y normativas de las fede-

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raciones, y se devuelve a ellas generalmente como no innovación en materias deportivas y como innovación cuando existe contradicción de normas. Para lo primero rige el principio descentralizado de la no interferencia con las decisiones de los árbitros del juego, aun cuando se compruebe su error (McLaren, 2001); para lo segundo rige un principio de armonización de normas, desde el cual se deriva, por ejemplo, que un atleta no pueda ser suspendido por su federación nacional por más tiempo de lo que estipula la federación internacional del deporte respectivo (Foster, 2006).

Algo similar, en términos de sujeción a las normas y pro-ducción normativa, sucede en el campo de la lex digitalis a través de la Internacional Corporation for Assigned Ñames and Numbers ( ICANN ) . El desarrollo digital explosivo en el campo comercial ha llevado a la producción de conflictos de derecho derivados de la práctica del cybersquatting, esto es, la inscripción de dominios de marca por terceros. Para enfrentar esto, desde 1999, la ICANN se encarga de la administración del sistema de asignación de domi-nios de Internet a través de su Uniform Dispute Resolution Policy (UDRP ) (Calliess, 2004). En los primeros cuatro años de ejercicio, la UDRP mostró un alto éxito en la resolución de disputas de dominio —6400 casos resueltos ( i d em ) - . En términos de eficiencia, esto la sitúa considerablemente por sobre los tribunales nacionales, para quienes el carácter supraterritorial de Internet impide seguir una disputa más allá de las fronteras del Estado-nación.

Sin embargo, la UDRP de la ICANN ha sido criticada por la rapidez del procedimiento aplicado, lo que la haría incompatible con úfairness del procedimiento estatal-nacional (Donahey, 2000). El mecanismo de la UDRP prescribe borrar un dominio o traspasarlo a quien interpone la demanda (generalmente el propietario de una marca), si en los diez días siguientes a su presentación, el dueño registrado del dominio no interpone, a su vez, una demanda ante un tribunal estatal para dirimir la propiedad. El dominio es traspasado si el demandante comprueba el parecido de dominio y marca, el interés ilegítimo del dueño registrado del dominio o el uso malicioso del dominio por el mismo (Calliess, 2004). Aquí se observa que lo que interesa a ICANN es facilitar el funcionamiento uniforme de Internet antes que las condiciones de equidad de un procedimiento

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estatal democrático. Prevalecen las condiciones propias del campo problemático por sobre una unidad de principios transdiscursivos. La regla dorada de la ética de la contingencia —encuentre una forma de producir contingencia cuya coordinación confirme la contingen-cia de lo que busca coordinar- probablemente se aplique aquí más que en otro campo: la coordinación de los problemas de dominio confirma la autonomía del campo coordinado.

IX

De la teoría de sistemas de Luhmann no se puede derivar ninguna ética; sólo se puede hacer el intento, si se quiere lúdico o estético, de preguntarse qué sucedería si a la descripción del funcionamien-to de la sociedad que la teoría entrega se acoplara un modo de comportamiento contraevolutivo reseñado en la indicación de una ética. Por cierto, se le pueden atribuir variadas motivaciones a la teoría, como lo hemos mostrado más arriba. Pero esas atribuciones dicen más de la distinción empleada por el observador para califi-carla que del modo de observación de la propia teoría. La teoría de sistemas observa teóricamente, no ética ni políticamente. Para hacer cualquiera de estos dos últimas cosas, hay que partir de una indica-ción; hay que seleccionar un lado de la distinción y derivar desde ahí lo que se acepta y lo que no. Luhmann parte de una diferencia: sistema/entorno - o forma/medio si se quiere más abstractamente-; por ello no puede aceptar ni rechazar nada, sólo puede observar lo que acontece, cómo acontece y describir, de manera operativa, lo que resulta del empleo operativo de esa distinción: "No sabría cómo encontrar criterios que me digan qué es bueno y qué no es bueno pa-ra los hombres. En ello me oriento de modo muy individualista. Para unos algo es bueno, para otros no lo es; y con ello todo se reduce a una pregunta por la comunicación: qué prevalece, qué no prevalece y quién asume las consecuencias" (Luhmann, 1997c, p. 10).

Distinta es, en este sentido, la teoría de Habermas. Él no arranca de una diferencia, sino de una indicación, de la selección de uno de los lados de la distinción: el telos de entendimiento inma-nente del lenguaje humano. Ése es el punto cero de su arquitectura teórica. Por ello puede derivar desde ahí el planteamiento de una éti-

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ca discursiva sin ningún inconveniente. Es más: la deriva como una exigencia de la teoría misma, no como una opción contingente que pueda o no seguirse. Cuando Willke y Teubner quieren hacerse cargo de las consecuencias de la evolución para los individuos mediante sus estrategias de coordinación de la diferenciación, no pueden encontrar un punto de anclaje en la teoría de sistemas, equivalente al telos del entendimiento, desde el cual esa preocupación se derive teóricamente, porque la teoría se constituye por distinciones, no por indicaciones de uno u otro lado de ellas. Para dar cuenta de ese interés hay que salir de la teoría, indicar un lado de una distinción y construir una propuesta desde ahí.

Una ética de la contingencia es una opción, no teórica, sino ética. Por cierto, ella tiene un correlato teórico en el concepto de contingencia, en la doble contingencia de la comunicación (Luhmann, 1998b). Pero de la doble contingencia de la comu-nicación no se deriva que la comunicación deba ser contingente. La contingencia también deja abierta la posibilidad que pueda no serlo y, precisamente por eso, si la indicación es la contingencia, es necesaria una ética de la contingencia. En tal sentido, ésta acepta la posibilidad de una ética discursiva, pero hace de ella una selección contingente, pues acepta también la existencia y las consecuencias performativas de otros planteamientos, sean universalistas o particu-laristas. No exige de éstos aceptación de algo distinto de lo que son, no predefine materias sustantivas, no reclama un velo de ignorancia que despoje de lo propio como condición para observar lo ajeno, no demanda aceptar un tipo de procedimiento de entendimiento que neutralice el escenario que se busca ocupar. Por el contrario, una ética de la contingencia indica y promueve la reflexión sobre la distinción que traza la diferencia entre interior y exterior del discur-so, porque de ese modo se activa la autorreferencia hacia su interior y la heterorreferencia hacia el exterior: el discurso se reconoce a sí mismo como discurso en un mundo inalcanzable e irreductible de otros discursos. Ésa es la condición primera para pensar en estra-tegias de coordinación, las que por la inconmensurabilidad de los discursos sólo pueden ser evaluadas por sus rendimientos pragmá-ticos, es decir, por el hecho práctico de si contribuyen o no a la coordinación.

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Las prácticas del derecho reflexivo como regulación con-textual o como política de opciones presuponen la inalcanzabili-dad, irreductibilidad e inconmensurabilidad de los discursos que coordinan. Pero presuponen también -por las razones que sea: entendimiento, estrategia, instrumentalización, calculabilidad, au-topoiesis- la disponibilidad a la coordinación: las partes aceptan un fallo arbitral que se autolegitima, se someten a una reglamentación deportiva que no surge democráticamente, reconstruyen una idea de fairness adecuada a la lex digitalis y distinta de la democrática-mente generada en el espacio del Estado-nación. Parafraseando a Rawls, una ética de la contingencia resultaría en la promoción de un desequilibrio reflexivo: una forma de producir contingencia cuya coordinación confirme la contingencia de lo que busca coordinar.

En sus efectos políticos, una opción de esta naturaleza pare-ce acercarse más a las posiciones deconstructivistas de la democracia, como la defendida por Chantal Mouffe, que a otras concepciones políticas contemporáneas: "Una democracia pluralista [dice Mouffe] necesita también dar lugar a la expresión del disenso y a los valores e intereses en conflicto. Y esto no debe verse como un obstáculo temporario en el camino hacia el consenso, puesto que con su ausencia la democracia dejaría de ser pluralista. Ése es el motivo por el cual la democracia política no puede plantearse siempre la armonía y la reconciliación. Creer que es eventualmente posible una resolución final del conflicto, incluso cuando es considerado como un acercamiento asintótico a la idea reguladora de comunicación libre y sin restricciones, como en Habermas, es poner en riesgo el proyecto de la democracia pluralista" (1998, pp. 26-27). Una ética de la contingencia debe promover la producción de contingencia; debe preocuparse de que siempre haya un modo distinto de enten-der las cosas; de que frente al consenso eventual que se arriba exista siempre una alternativa que se autocomprenda contingentemente y que sea posible de seguir prácticamente. Su tarea es advertir contra la producción de demasiado consenso y poco disenso; debe activar más sus sospechas cuando la integración y la unidad son mayores.

Una preocupación especial por la individualidad debe derivarse de esto. La gran fuente de contingencia de las sociedades modernas está, en última instancia, en los aportes individuales a la

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comunicación. Sin ellos, no hay posibilidad de que algo sea visto Je otro modo, o de que una negación impulse la comunicación por otro rumbo. La contingencia se cierra cuando los individuos se ponen de acuerdo, cuando una conciencia colectiva prima en el espacio público. El consenso de los miles de individuos disuelve la paradoja de una sociedad observada de mil maneras; sólo el disenso la vuelve a activar, sólo el disenso hace necesaria la coordinación, como si la sociedad tuviera un telos inmanente al desencuentro que le da sentido como sociedad.

Nada viene después del consenso. Por eso un individuo que sea tomado en serio, en su más radical individualidad, es condición del pluralismo de la ética de la contingencia. Su perspectiva interna importa como tal; se exige públicamente como tal, descubierta de velo y de neutralidad procedimental. Sólo él puede disentir después del consenso y reintroducir la contingencia en un mundo que es contingente, pero que por ello no tiene razones últimas para acep-tarse como tal.

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Capital, trabajo y el parásito del "consumo". Ensayo sobre la semántica de la sociedad de consumo

Kai-Uwe Hellmann (Traducción: Javier Torres Nafarrate)

I. La pretensión de universalidad de la teoría de sistemas

La pretensión de universalidad de la teoría de sistemas, como Niklas Luhmann lo formuló varias veces, ha sido siempre motivo de ter-giversaciones. Con frecuencia, se ha entendido bajo esa afirmación de que la teoría de los sistemas sociales sería la única que podría aspirar a la verdad científica: los conocimientos adquiridos a partir de la teoría de sistemas serían las genuinas verdades sociológicas. Esto, evidentemente, es un equívoco.

Lo que en realidad afirma la exigencia de universalidad de la teoría de sistemas es la pretensión de poderse aplicar de manera universal (Luhmann, 1971, p. 378). Todo lo que cae en el ámbito de la sociología debe poder describirse a través de la teoría de los sistemas sociales: "Pretensión de universalidad de la teoría quiere decir tan sólo que la teoría asume la unidad de la disciplina, por tanto que propone un proyecto de investigación para la sociología total" (Luhmann, 1970, p. 113). Esto incluye, no por último —como todo lo que en la sociedad puede observarse-, a la sociedad misma: "La teoría general de sistemas establece la pretensión, con otras palabras, de abarcar la totalidad del campo de la sociología y, en esa dirección, de ser teoría universal sociológica".

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Capital, trabajo y el parásito del "consumo"

En este sentido, Luhmann habló de superteorías que se distinguen de otras teorías porque pueden hacer referencia a todas las parcelas sociales y no se conforman con referirse sólo a una parte: "Una superteoría debe mostrar su capacidad de formular enunciados sobre cada objeto de su campo" (Luhmann, 1978, p. 17). Lo que bajo ningún concepto queda implicado en la pretensión de uni-versalidad es "la exclusividad en la pretensión de verdad y, en este sentido, la forzosidad (no-contingencia) de sus propias afirmaciones" (Luhmann, 1984, p. 34). Con la declaración de exclusividad en la descripción y esclarecimiento de los hechos sociales, no se afirma que, aparte de la teoría de sistemas, no pudiera darse ninguna otra que se esforzara por el conocimiento sociológico de la realidad. Además, de ninguna manera, queda con eso dicho que la teoría de sistemas formule todo lo que sobre el mundo deba saberse: las pretensiones de totalidad se rechazan, explícitamente, en el sentido de que la teoría de sistemas pudiera aprehender de manera total "sus objetos, es decir, en todos sus posibles aspectos" (Luhmann, 1971, p. 379).

Si la pretensión de universalidad de la teoría de sistemas se entiende de manera correcta, entonces aparece con claridad que la crítica no viene al caso. Por otro lado, se interpone la pregunta de en qué medida la teoría de sistemas, en vista de esta preten-sión de universalidad, está en la situación de demostrar su aplica-bilidad universal y con ello justificar la pretensión de ser una teoría unitaria de la disciplina: ¿puede realmente la teoría de sistemas -en el ámbito de la sociología- hacer afirmaciones adecuadas sobre todos los acontecimientos y fenómenos?

Es indiscutible que no sólo el número de publicaciones sino también la diversidad de temas sobre los que se expresó Luhmann fueron innumerables. Esto no sólo incluye los clásicos de la sociología, como el derecho (la economía, la religión, la ciencia, la educación, la familia, la organización, el conocimiento y la sociología política - a las cuales Luhmann dedicó monografías), sino también preguntas de investigación básica como la distinción interacción/organización/so-ciedad, los medios de comunicación simbólicamente generalizados, y opciones básicas de teoría como la comunicación, la evolución e incluso la teoría de sistemas. No deben olvidarse los trabajos sobre la moral o la confianza, sólo por mencionar campos de interés de la

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enorme productividad de Luhmann. En vista de este corto inventario ¿£ lo que Luhmann, en más de cuarenta años, aportó a la ilustra-ción sociológica, no hay ninguna duda de que la teoría de sistemas cumple, en gran medida, con su pretensión de universalidad.

Esta enorme productividad se debió a que no utilizó la misma intensidad en todos los frentes. Le interesaban, sobre todo, las preguntas teórico-sociales y en especial la pregunta por la teoría de la sociedad moderna. Esto se pone de manifiesto en su predominante interés por el principio de la forma de la sociedad moderna, por la diferenciación funcional y por la aprehensión y descripción (distinto precisamente a Parsons) sistemática de los sistemas funcionales y de sus características centrales. Sus intereses predominantes se expresan en el número de las publicaciones independientes. Frente a esto es claro que Luhmann dejó de lado algunos aspectos de la realidad social. ¿Pero a qué se debe esta marginación del tema del consumo a la luz de la pretensión de universalidad de la teoría de sistemas? Porque nada puede quedar fuera de esta pretensión de universali-dad, sobre todo si cae dentro del campo de objetos propios de la sociología, y esto con toda seguridad es válido para la hipertrofia del consumo en la sociedad moderna.

En lo que sigue se hace un seguimiento de huellas, en el sentido de que en la teoría de la sociedad de Luhmann se observará dónde, cómo y por qué se habla del consumo. En especial se trata de la pregunta de qué función social asigna Luhmann al consumo en su arquitectura de teoría. El punto de partida será la sociedad de clases.

II. La sociedad de clases como autodescripción

Aunque en Luhmann hay la tendencia de afirmar (en el sentido de estructura/superestructura) una asimetría funcional entre la estructura social de una sociedad y su autodescripción —en cuanto que la autodescripción de una sociedad sigue a la estructura social y no al revés— hay muchos planteos donde puede verse que la fun-ción de la autodescripción sirve para afirmar la capacidad de enlace de los sistemas sociales correspondientes. Porque así como toda estructura, en razón de su selectividad específica, cuida de que no

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cualquier cosa (cualquier cosa determinada) se enlace con un cierto espectro de variación de una operación (sea observación o acto de comunicar), así las autodescripciones (que representan estructuras aunque en forma de texto, o como Luhmann lo dijo, en 1980, como "semántica cultivada") sirven para posibilitar, facilitar y asegurar la capacidad de enlace de un sistema social. Como referencias de esto podrían tomarse los trabajos de Urs Stáheli (1998) y de Rudolf Stichweh (2000), quienes parten del hecho de que la función de la semántica no está suficientemente determinada cuando se afirma a posteriori, cuando sólo aparece -tanto de manera temporal como en su relevancia causal- detrás de una estructura social {vid. también Hellmann, 2002). Este es, sin duda, el caso. Aunque también es cierto que una semántica producida a posteriori, en el momento de su emergencia producirá efectos sobre lo que allí concurra. Las cau-salidades en verdad son enteramente dependientes de la observación, aunque afirmar lo contrario, que las semánticas no juegan ningún papel para la reproducción (intentada o no) del sistema, parece ser un equívoco. En realidad, ésta sería una pregunta que tendría que contestarse en forma empírica. Si se deja que la posibilidad de la reproducción del sistema mediante la semántica sea válida como posibilidad, entonces —como Luhmann lo describe en la "sociedad de la sociedad"- las semánticas referidas a la unidad de cada socie-dad, dentro de las cuales emergen las respectivas semánticas, hasta ahora no ofrecen ninguna aportación específica más cercana para la reproducción de estas sociedades.

Si a partir de esta observación previa se va de la relación contingente de una forma determinada de la sociedad a su forma semántica allí contenida, entonces resulta que en todas las socie-dades premodernas sólo hay una forma de autodescripción que no encuentra competencia, al menos en el sentido de que su preten-sión monopólica puede afirmarse e imponerse con éxito. Gracias a la hegemonía cultural de unas determinadas elites de la sociedad pudieron establecer e imponer su mirada sobre las cosas y, con ello, una determinada representación de la unidad de la sociedad en la sociedad. Poseían la evidente soberanía de definición para la producción y distribución de determinadas ideologías —como lo expresa Karl Mannheim (1984).

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Si se mira el capítulo sobre las autodescripciones en "la s o c i e d a d de la sociedad", se advertirá que la sociedad moderna, al menos en Europa, operó con una de esas autodescripciones hasta bien entrado el siglo xx - lo cual Luhmann tematiza en el subca-pítulo xvi- Se trata de la autodescripción de la sociedad de clases. Si se hojean los siguientes parágrafos, se advierte que Luhmann ya no habla más tarde de una autodescripción emergente de la misma relevancia que la autodescripción de la sociedad de clases, la cual se da por sentada. La sociedad de clases es la última autodescripción de este tipo. Se trata, de alguna manera, de una especie en extinción, ya que la policontexturalidad de la avanzada sociedad moderna del siglo xx no permite imponer una autodescripción con esas carac-terísticas de durabilidad y de éxito.

Por desgracia, en "la sociedad de la sociedad", Luhmann no investiga más cercanamente las condiciones de posibilidad por las cuales la autodescripción-de-la-sociedad-de-clases haya podido sostener por décadas —y quizá hasta por más de un siglo— dicha exclusividad. La pregunta es qué estructura social estuvo en la base de esto.

En Luhmann, una respuesta a esta pregunta se encuentra en otra parte, en un ensayo de 1986 con el título "Capital y trabajo": el problema de una distinción". En él tematiza la obsolescencia histórica de la distinción capital/trabajo, ya que documenta el hecho de lo adecuada que fue al menos para la mitad del siglo xix, pero que ya no puede serlo para la segunda mitad del siglo xx.

Su principal objeción a la validez sin cambios para el siglo xx de la distinción capital/trabajo, es que ignora el tercero excluido-incluido de la misma: el parásito "consumo" -se vale aquí de una expresión de Michel Serres (Luhmann, 1986, p. 66)-. Siguiendo con este autor, la atención de la mayoría de los ciudadanos se desplaza de la línea de conflicto capital/trabajo al dominio del consumo ordi-nario, de tal suerte que si se trata, para el siglo xx, de una adecuada autodescripción de la sociedad moderna, ésta sería la de la sociedad de consumo —como Luhmann alguna vez lo formulara.

Esta observación es notable porque lleva a la aceptación de una analogía. Aquí lo decisivo es que el trabajo es el tercero excluido-incluido de la distinción -que dominaba en la sociedad

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pre-moderna- rico/pobre. El trabajo se encarga de superar esta la distinción y de sustituirla por la capital/trabajo, y ahora el consumo podría tomar la fórmula del tercero excluido-incluido de la distin-ción: "En el caso rico/pobre es el trabajo el tercero excluido-incluido, que en todo momento supera los límites de la contradicción. En el caso capital/trabajo, el consumo parece jugar ese papel" ( ibidem , p. 65). Si esta analogía se toma en serio, la historia parece repetirse: queda a la mano que el consumo, por su parte, procure superar la distinción capital/trabajo por considerarla no adecuada y ponerse en su lugar—pero ¿bajo qué forma de distinción?, ¿producción/consu-mo, con la sociedad de consumo como autodescripción?, ¿no sería esta posibilidad algo totalmente equivocado? Porque así como el concepto de sociedad de clases describe la unidad de la distinción capital/trabajo, así en la actualidad lo haría el concepto de sociedad de consumo -de eso se encarga de convencernos el estado de la in-vestigación en la sociología del consumo anglosajona (Braudrillard 1998; Bauman 1998; Miles 1998). Luhmann, como se sabe, ya no tomó, ni siquiera más tarde, por ese camino. Al mismo tiempo permanece la pregunta de si el consumo no sería un equivalente funcional del trabajo, con las consecuencias correspondientes, y cómo el consumo pudiera todavía entenderse desde el punto de vista de la teoría de sistemas.

III. Consumo como médium y forma

Mientras que en Inglaterra (en los EUA e incluso en Francia) el tema del "consumo" está desde hace tiempo en boga, en Alemania hace décadas que no tiene ningún significado. Para la sociología alemana el consumo no es buen terreno explorado, sino más bien un punto ciego —esto es válido incluso para Luhmann: en él prácticamente no se encuentra el tema del consumo como objeto independiente y, menos todavía, en la forma de una publicación. En esa medida podría decirse: hay un gran consumo y no hay nada que esté más presente -salvo en la teoría de sistemas de Luhmann. Seguramente hay buenas razones para esto —al menos en él. Como ya se mencio-nó, los intereses de Luhmann estaban puestos en otro lugar, en el desarrollo de una teoría de la sociedad moderna. ¿Pero no pertenece

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el consumo a ella?, ¿es el consumo un puro producto de desecho del sistema de la economía?, ¿es sólo un fenómeno colateral de la sociedad moderna?

Luhmann no puede responder a esta pregunta. Aunque la teoría de sistemas ofrece ciertos puntos de enlace para analizar el tema y el fenómeno del consumo, incluso en el marco de la teoría de la sociedad de Luhmann, es decir, en relación con "la sociedad de la sociedad". Aquí -con el apoyo de otras teorías y de otros concep-tos- se hará referencia a dos distinciones: observación de primer/ segundo orden y la de médium/forma.

La distinción observación de primer/segundo orden está en la base del cambio del paradigma que va de la ontología al constructivismo. Se trata fundamentalmente de un tipo de relación muy distinta con el mundo en tanto la observación de primer or-den establece una relación necesaria con él sin mediación de nadie -excepto de Dios y de poderes semejantes metafísicos. En cambio la observación de segundo orden sólo conoce el mundo observando la observación de otras personas. Aquí no están excluidas las obser-vaciones de primer orden, pero ya no son evidentes por sí mismas sino contingentes y, por tanto, necesitadas de fundamentación.

Si esta distinción se emplea en el tema y el fenómeno del consumo puede decirse que a diferencia de antes -cuando el consu-mo preponderantemente era cosa de observación de primer orden, dado que la satisfacción de las necesidades primarias se llevaba a cabo, en la mayoría de los casos, confrontándose directamente con el entorno - , el consumo hoy día es cosa de segundo orden, por-que preponderantemente interesa para fines de mutua observación (Hellman 2004). Con otras palabras, el consumo moderno posee la función primaria ya no de asegurar la sobrevivencia física, sino la social en tanto todo lo que consumimos se observa a través del prisma de cómo es observado por otros y qué efectos produce. En el consumo de segundo orden domina, por así decirlo, la dimensión simbólico-comunicativa. No porque en las sociedades premodernas el consumo no tuviera una función parecida - lo cual Mary Douglas ha puesto ya de relieve. Sino porque se trata de la afirmación —que aquí corresponde a un mainstream de la sociología del consumo contemporánea— de que nuestro consumo, al menos en las naciones

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industriales avanzadas, no sólo también sino preponderantemente, llena la función de comunicar nuestra identidad personal y social a nosotros y ante los otros. Una pequeña mirada sobre las nubes permitirá robustecer esta tesis, y para esto lo más indicado es recurrir a nuestro propio consumo. Consumimos preponderantemente en el modo de la comparación, ya que la oferta de cosas y de prestaciones las comparamos con su potencial de producirnos vivencias o con su potencial de hacer que nos distingamos.

Si se acepta la tesis como válida —de que el consumo en la sociedad moderna opera preponderantemente en el modo de observación de segundo orden-, se interpone la pregunta de cómo esta forma de consumo pudiera todavía especificarse con ayuda de categorías sistémico-teóricas. ¿A qué otras distinciones podría recurrirse?

Sin probar sistemáticamente todas las alternativas, en lo que sigue se intentará utilizar la distinción médium/forma. Luhmann la descubre en la década de los ochenta en Fritz Heider y la utilizará con frecuencia. Allí Luhmann habla -en vista de los ejemplos que Heider utiliza para visualizar esta distinción- de medios de percep-ción a diferencia de medios de comunicación, los cuales Luhmann desarrolló apoyándose en Parsons. A primera vista esta distinción entre medios de percepción y medios de comunicación posee una elegancia y una plausibilidad de por sí. Si se mira, sin embargo, la aplicación concreta del concepto de médium utilizado por Heider, se advertirá que el empleo metafórico claramente sobrepasa las características de los elementos físicos asignadas a los medios de percepción. Expondré tres ejemplos.

El primer ejemplo está tomado del mismo Luhmann, se trata del artículo "médiun y organización" en el libro de La econo-mía de la sociedad de 1988. Luhmann (1988b) toma aquí la sobre-determinación del concepto de medio de comunicación en tanto aplica las cualidades asignadas a los medios por Heider al médium dinero y al médium poder. Y no sólo esto, Luhmann habla además de la organización como médium formado por cargos, en el sen-tido de una masa abstracta a la espera de una formación externa y que puede emplearse para fines diversos. En todas estas aplicaciones es claro que no se trata de percepción sino de comunicación.

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El segundo ejemplo se refiere al ensayo de "El espacio como médium de comunicación social" de Klaus Kuhm del año 2000, m U y influenciado por un trabajo de Rudolf Stichweh del año 1998. Kuhm se coloca en su texto en el médium del sentido, porque el sentido (al menos en Luhmann) se describe con la distinción mé-dium/forma - o utilizando una distinción más antigua de él, con la de potencialidad/actualidad. El objetivo de Kuhm va en direc-ción de destautologizar -como Simmel ya lo había propuesto- la categoría de espacio y de reconstruirla como un puro supuesto de sentido de los sistemas sociales: la categoría de espacio como una pura faceta del médium del sentido, provista de la posibilidad y de la función de producir efectos comunicativos, además de que emerge de la comunicación. El médium-espacio, así, no es una pura percepción, sino también un médium de comunicación -una opción que Stichweh desde 1988 había ya mencionado, y con la cual Peter Fuchs (en su ensayo ¿El ser humano médium de la sociedad?. 1994), había ya jugado para mostrar la posibilidad de segmentar todavía más los medios-de-Heider.

Lo que encuentro notable en la propuesta de Kuhm es que los sistemas sociales toman una posición ostensiva y demostrativa frente a su entorno psíquico, con el objeto de encontrar mejores posibilidades de observación para la comunicación interna sis-tèmica.

La mención de posiciones ostensivas y demostrativas frente al entorno espacial-psíquico me lleva al tercer ejemplo. Se trata del ensayo "El vestido como medio de comunicación" de Cornelia Bohn del año 2000. Bohn desarrolla la idea de que el vestido po-see la posibilidad de convertirse en el más universal de los medios de comunicación. Y todavía más, Bohn parte de que "el vestido como comunicación basada en acontecimientos no es sólo tema de comunicación sino que es comunicación social".

En el desarrollo de sus deliberaciones Bohn designa al ves-tido como médium, refiriéndose con ello no sólo a los medios de percepción de Heider, sino también a los medios de comunicación de Parsons. Como razón de esto Bohn menciona que la constelación problemática de estos medios, la doble contingencia, se ocasiona y se soluciona en el vestido como medio de comunicación simbó-

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licamente generalizado - y hasta posee un código propio: vestido llevadero/no-llevadero.

El vestido se presta para anunciar información de que se participa en una moda determinada —compartida por mucha gen-te— y que lo que uno trae puesto lo juzga como llevadero y con ello uno se legitima socialmente.

En esa medida el vestido evidencia la pertenencia a un determinado grupo que ambiciona tener capital simbólico. El vestido es un ejemplo excelente para eso que Thorstein Veblen llamó "conspicious consumption", en la medida en que el vestido estratégicamente informa al entorno algo de su propio statu quo.

En este sentido, es que de manera general se habla del parásito del "consumo" como médium, para lo cual el vestido es sólo uno de ellos, aunque muy prominente, porque es un ejemplo palpable. A diferencia de Bohn me voy a referir más al concepto de médium de Heider que al de Parsons —lo cual no excluye que los dos conceptos encuentren aplicación sobre todo tratándose del consumo.

El punto de partida es la especificidad del mercado moderno a donde el dinero concurre en calidad de medio de pago. El dinero es, por así decirlo, el principal "gatekeeper" de la entrada al mercado. Otros puntos de vista comparativos, sobre todo los de proveniencia de fuera de la economía —como los de la religión, de la política o de la familia como se daban en sociedades premodernas- no juegan frente a él ningún papel. Recuerdo tan sólo la definición de Weber sobre el mercado: "Abandonado a su propia ley, el mercado no reconoce ninguna autoridad de las personas ni ninguna hermandad, sólo la autoridad de las cosas" (Weber 1985, p. 383). Y allí la simbiosis entre mercado y dinero abre -desde la perspectiva objetual, social y temporal- unos grados de libertad inmensos: objetualmente casi todo beneficio se encuentra por todo el mundo en suficiente canti-dad y calidad listo para venderse; socialmente, todo aquel que tenga capacidad de pago puede adquirir ese beneficio; temporalmente, a cualquier hora puede hacerse la compra de dicho beneficio.

Formulado de otra manera: los mercados se señalan por su alta contingencia, porque todo lo que sucede en ellos puede ser de otra manera: cualquier otro beneficio puede adquirirse, cualquier

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otra persona puede adquirirlo, en otro momento o en otra parte. La única condición que debe respetarse es la suficiente capacidad ¿e pago, el resto se debe gracias al juego mutuo de la oferta y la demanda.

Los mercados confrontan, por tanto, con contingencia sin puja: elevan hasta lo infinito (en perspectiva objetual, temporal y social) el número de posibilidades de obtener algo para que alguien lo adquiera. En esa medida, puede designarse esta red de mercados (o como suele decirse en el lenguaje ordinario, de economía de mercado) como cultura de la contingencia, esto es, como cultura que se señala por presentar todo como contingente, como posible de otra manera —menos a sí misma. En eso, la determinación de la economía de mercado (como cultura de suyo contingente) se orienta a la significación nunca suficientemente valorada del dinero para la sociedad moderna: el dinero como medio de intercambio universal no es sólo significativo como puro interés económico.

Fue sobre todo Karl Marx quien llamó sobre esto la aten-ción, piénsese en el primer capítulo de El Capital, el cual se ocupa de la circulación del dinero: mientras que el dinero en un primer momento sólo es un medio de intercambio que hace posible que lo inconmensurable cualitativamente pueda compararse —ya que una mercancía se cambia por dinero y con ese dinero se intercambian otras mercancías, como la conocida fórmula M-C-M lo expresa-, con el correr del tiempo, el dinero se convierte en impulso de mag-nitud decisiva de este proceso de circulación, ya que entonces las mercancías se intercambian para producir dinero (C-M-C), con la conocida consecuencia de que la sociedad moderna se determina como capitalismo.

Con esto el dinero, siguiendo a Marx, de ser medio de intercambio se transforma en finalidad de la adquisición, el medio se vuelve el fin de la circulación total. O dicho con otras palabras: el dinero se vuelve absoluto como medio. Y de esa misma manera suena la formulación de Georg Simmel, quien se ocupa de la función social y las consecuencias del dinero cuando de medio se convierte en fin. Simmel -sobre todo en su filosofía del dinero (1996)- investiga esta transformación por su significado para la sociedad moderna, con el resultado de que el dinero (no sólo en especial para la economía

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de mercado sino para la sociedad en general) se ha convertido en instancia central para la socialidad. ¿Cómo puede imaginarse esta socialidad cuando el dinero -para la mayoría de los individuos— pasa de ser medio absoluto a fin absoluto?

Enlazándonos con las observaciones de Simmel, puede decirse que la función del dinero de ser eficiente posibilidad de obtener cosas y beneficios deseados y, de esta manera, realizar fines deseados, abre también la perspectiva de que todas las posibilida-des que uno cree pueden realizarse con dinero puedan empezar a considerarse valiosas como simples posibilidades: la seducción arranca de la posibilidad de poderlo alcanzar todo —siempre y cuando dicha posibilidad no se utilice. Esto suena paradójico. Lo que quiere expresarse es que el dinero como medio absoluto crea un "espectro del posibilidades", cuya fascinación consiste en que las posibilidades deseadas puedan llegar a considerarse (sopesarse, compararse) por los efectos que producen en la realidad -mientras todo quede sólo en eso. El dinero como medio absoluto produce de alguna manera absoluta libertad, cuyos efectos sólo pueden de-sarrollarse en el marco de dicho "espectro de posibilidades". Por eso, la pura relevancia psicológica de este marco de posibilidades debe ser muy importante, y sociológicamente también debe considerarse que la expansión total de este medio -que para muchos individuos ejerce una gran atracción y la calidad de una vivencia- trae consigo innumerables consecuencias.

Esto es válido sobre todo cuando se toma conciencia de que en todas estas ocasiones de recurrir a infinitas posibilidades —lo cual el dinero ha hecho posible- se trata de lo que hoy día entendemos por consumo. Ya que el consumo no es sólo lo que adquirimos y utilizamos. Más bien el consumo se desempeña como una especie de médium, cuyos efectos no se producen por el hecho de que po-sibilitan ciertas formas de consumo, sino porque despliega el campo de la potencialidad al convertirse en condición de posibilidad de las posibilidades.

Con esto hemos expuesto la conexión con el concepto de médium de Fritz Heider arriba mencionado. La peculiaridad del consumo moderno radica, en mi opinión, en que puede distinguirse entre consumo-como-médium y cada una de las formas de consumo,

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eti donde la calidad del médium al consumir goza de la prioridad. gsto significa: aunque nuestra cotidianidad está llena de bienes de consumo, es decir, que las formas del consumo se hacen omnipresen-tes, la verdadera fascinación del consumo está sobre todo en poder jugar con las posibilidades del médium-consumo y no sólo con sus formas. Para el consumo de hoy día se trata, en primer lugar, de confiarse al loose coupling de los elementos del "médium-consumo" y a la libre capacidad de combinar lo que para nosotros significa consumo. Ya que el médium-consumo queda señalado —como el médium-espacio de Stichweh y Kuhm- por una red de opciones y de objetos, por un espacio imaginario de relaciones entre diversas posibilidades de consumo, las cuales se activan y se emplean según sean las oportunidades y las situaciones. Y de la misma manera que en el médium-espacio puede preguntarse: ¿qué problema se resuelve cuando se activa, cuando se recurre a él? En el médium-espacio se trata en último término de solucionar, en una situación específica, el problema de la doble contingencia. Y en el médium del consumo puede verse una constelación funcionalmente equivalente.

En este contexto quisiera proponer - y aquí me oriento por una propuesta de Peter Fuchs,1 quien describe la ayuda social como primer sistema-secundario-, que el médium-consumo ayuda a solucionar un problema de la diferenciación funcional, es decir, el problema del retraimiento de la estratificación en calidad de diferen-ciación primaria (cfr. Linnebach 2005). Lo que se pierde con este cambio de diferenciación es el lugar desde dónde cada cual puede compararse. Surgen nuevas clases funcionales (así Luhmann en 1985), a saber, la clase de los ricos, de los managers, de los prominen-tes. El médium-consumo se encarga ahora de ofrecer equivalentes funcionales a la estratificación, para situar al individuo en su lugar y en su diferencia. Esta nueva formación de identidad, disponible a través del médium-consumo, ofrece una estructura plana -como era en el caso de las sociedades arcaicas (Fuchs 1996). Sólo que ahora la sociedad no es plana, ya que el orden social aprueba estrictamente lo de cada quién, no porque cada cual ya no tenga necesidades y por eso tampoco sea necesaria una estructura más profunda, sino

' Véase Fuchs/Schneider, 1995; Weber/Hillebrandt, 1999.

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porque la conducción de la vida actual, en razón de la diferenciación funcional, transcurre frecuentemente de manera tan fragmentada, heterogénea y discontinua, que el esfuerzo de una estructura más profunda es sencillamente inútil. No otra cosa es lo que dice David Riesman (1958) a propósito del "other directed character" en "The Lonely Crowd" -uno de los clásicos de la sociología del consumo. La existencia de este médium del consumo se le debe a la sociedad, aunque su utilidad no se limita sólo a la sociedad. Sobre todo ha sido Baudrillard (1998) quien ha conceptuado esta perspectiva del consumo moderno en el sentido de un lenguaje con su propio vocabulario y su propia gramática, que preparó en su "sociedad de consumo" y muchos sociólogos, consciente o inconscientemente, lo han seguido. Dicho de otro modo, el consumo hoy día se entiende como sistema de significados y sólo, en segundo término, como praxis o como utilización de bienes de consumo.

Desde la perspectiva de los sujetos -para quienes toda experiencia y horizonte de acción se vuelven posibles por este mé-dium- puede decirse que se trata de riqueza de representación o de fantasía; de una especie de disposición, de un hábito que carac-teriza la praxis de determinados consumistas. Hoy día la capacidad de consumo no se agota con la resolución concreta (sobre todo física) de las necesidades -como era el caso para la mayoría de la población en las sociedades premodernas-. Más bien nos servimos de este extraordinario médium, en la medida en que practicamos el consumo como una especie de probar imaginario de posibilidades, dentro de este marco de posibilidades, como la vivencia de una virtual realización de contingencia.

Sobre todo ha sido Colin Campbell (1987) quien, en The Romantic Ethic and the Spirit ofModern Consumerism, se ha ocupado de esta peculiaridad del consumo moderno, cuando dice que no es la selección concreta lo que determina la compra y la utilización de los productos del consumo moderno, sino el placer que surge cuando nos imaginamos lo que disfrutaríamos si pudié-ramos consumir esto o aquello -todo en subjuntivo-. Campbell describe esta forma como consumo hedonista y también como "ensueño diario" (da y - d r e am in g ) , porque el moderno consumidor -incitado ciertamente por la publicidad, aunque sin ser inducido

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por ella- está ocupado con los ensueños sucesivos de esbozos de vida en lo pequeño y en lo grande.

Si se transfiere la peculiaridad del dinero -de ser un medio absoluto, porque ofrece la posibilidad de disponer de infinitas posi-bilidades- al modo y manera como nosotros hoy día nos servimos de esta posibilidad, puede hablarse, apoyándose en Simmel, de una "filosofía del consumo". Porque el consumo es la prosecución de aquello que el dinero efectúa: la apertura de una espacio de posibi-lidades y la mediación de un correspondiente sentido de posibilidad "which is thestartingpointfor much day-dreaming (Campbell, 1987, p. 84). Dinero y consumo son dos lados de la misma moneda: mientras que en el dinero el foco de la posibilidad de poseer cosas y servicios está puesto en la capacidad de pago (como condición central de inclusión), en el consumo está puesto en dirigirse a la posibilidad de vivenciar cosas y servicios con una especie de capaci-dad imaginativa, como condición central de inclusión. Capaces de consumo son, pues, todos aquellos que poseen suficiente sentido de la posibilidad de entablar la permanente "construction of day-dream" -efecto central de socialización de la sociedad moderna-. De otra manera se reduciría el consumo a la satisfacción de las necesidades primarias.

Qué efectos tendría esto para la teoría de la sociedad de Luhmann. Inmediatamente ninguno, porque las deliberaciones aquí presentadas están demasiado formuladas desde la perspectiva de los sujetos, a quienes no contempla la teoría de sistemas -los sujetos son simplemente entorno de la sociedad-. De cualquier manera, habría que pensar si la teoría de sistemas no pudiera sacar provecho de es-ta perspectiva. Es cierto que el componente que aquí se trata -de jugar con las posibilidades que ofrece el consumo como médium- se encuentra, por decirlo así, en la antesala de la comunicación: es un proceso psíquico primario. Primero, sin embargo, eso que pasa en la psiche de los seres humanos no se da sin influencia de lo social. Y segundo, por sobre todo, se trata aquí de incidentes que no son translúcidos, como corresponde a un médium -aunque esto también es válido para la comunicación—. En esa medida habría que cuidar que este ofrecimiento nuestro de interpretación (que al reconstruir pasa de la acción a la comunicación), no (debiera) pasara también

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de los motivos a la acción —porque entonces se correría el peligro de estar proponiendo un behaviorismo social-. Aquí no se trata de un rational choice o de un individualismo metodológico, sino de no reducir sólo a eso la relevancia social del consumo -lo cual sin pro-blema se deja observar porque finalmente son acciones-; asimismo, se trata (como en la reconstrucción de la comunicación) de esfor-zarse en reconstruir los actos de consumo de tal modo que nosotros pudiéramos, estructuralmente, hacerle justicia, en el análisis social, a eso que pasa en la cabeza de los individuos y que produce efectos sociales. El ser humano permanece en el entorno de la sociedad, pero aquello de lo que él se ocupa puede enlazarse con aquello de lo cual la sociedad se ocupa.

Resumiendo, hay que tener en cuenta que en este ensayo se pretende iluminar un punto ciego, que no sólo se encuentra en la sociología alemana sino en la teoría de sistemas de Luhmann: el tema y el fenómeno del consumo. No en el sentido de que el consumo adquiriera un gran significado en comparación con lo que Luhmann investigó durante cuarenta años -pero tampoco menos-. De cual-quier manera, estamos frente a una súper-teoría y falta -en la teoría de la sociedad de Luhmann- una observación de eso que nosotros aquí designamos como consumo. No se trata de seguir cualquier moda de la sociología del consumo anglosajona, porque allí mucho está referido a la "economía de llamar la atención" y carece de toda pretensión teórica. Sin embargo, parece sugerente aplicar la teoría de sistemas a ese fenómeno, que para ella, hasta ahora, ha tenido un significado más bien marginal. Con esta finalidad se expusieron algunas ofertas. Los siguientes temas podrían encontrar puntos de enlace: indudablemente hay comunicación sobre el consumo, pero también la hay a través del consumo. El consumo establece una estructura que produce efectos operativos y que no es sólo objeto de observaciones; más allá, como tema, ofrece una autodescrip-ción de la sociedad moderna, aunque en competencia con muchas otras. El asunto del consumo puede trabajarse muy bien con el concepto de médium de Heider, aunque también parece ser apro-piado el concepto de medio de comunicación simbólicamente generalizado. Incluso el de código pudiera encontrar allí aplicación -mientras que el concepto de programa ya lo había usado Luhmann

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en el contexto de los programas del sistema económico (1988a, p. 251)-. Yendo todavía más lejos, el consumo -precisamente desde el punto de vista de la teoría de sistemas— tiene una cercanía muy grande con el dinero. Además, la publicidad se encuentra también a la mano y pudiera desempeñarse como la memoria del consumo (Hellmann, 2004). El tema del consumo no sólo puede relacionarse con las tres formas de diferenciación (segmentaria, estratificada, diferenciada funcionalmente), sino también con la distinción interacción/organización/sociedad. No cabe duda de que el con-sumo tiene que ver con la interacción, aunque no se reduce a ella. La organización, asimismo, juega un papel importante; la palabra clave es mercado tecnia/publicidad. Y, por último, el consumo tiene validez para todo lo social, para lo cual el nivel macro tiene un papel decisivo. En cualquier posibilidad que se escoja, la teoría de sistemas mostrará su pretensión de universalidad si no pasa de lado sobre la investigación del consumo.

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