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Fundación 1º de Mayo Esta publicación forma parte de la colección Estudios www.1mayo.ccoo.es LAS ESCALAS DE LA CRISIS CIUDADES Y DESEMPLEO EN ESPAÑA

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Fundación 1º de MayoEsta publicación forma parte de la colección Estudios

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LAS ESCALAS DE LA CRISIS CIUDADES Y DESEMPLEO EN ESPAÑA

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Las escalas de la crisis. Ciudades y desempleo en España

Ilustración de portada: Pascual Alba

FUNDACIÓN 1º DE MAYOC/ Longares, 6. 28022 MadridTel.: 91 364 06 [email protected]

COLECCIÓN ESTUDIOS, NÚM: 60ISSN: 1989-4732

© Madrid, Enero 2013

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LAS ESCALAS DE LA CRISISCIUDADES Y DESEMPLEO EN ESPAÑA

RICARDO MÉNDEZ GUTIÉRREZ DEL VALLEInstituto de Economía, Geografía y DemografíaCentro de Ciencias Humanas y Sociales CSIC

Colaborador del Area de Economía de la Fundación 1º de Mayo

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ÍNDICE GENERAL.

INTRODUCCIÓN 5

CAPÍTULO 1. GEOGRAFÍAS LOCALES DE UNA CRISIS GLOBAL 11

1.1. Una historia conocida: la crisis del capitalismo financiarizado 12 1.2. Las restantes dimensiones de una crisis sistémica 15

1.3. Territorios, vulnerabilidad y crisis 26

1.4. Ciudades frente a la crisis: principales indicadores para un diagnóstico comparativo 28

1.5. Una Interpretación multiescalar sobre el desigual impacto urbano

de la crisis 32

CAPÍTULO 2. DESEMPLEO EN ESPAÑA: UN PROBLEMA ESTRUCTURAL CON EVOLUCIÓN CÍCLICA 39

2.1. Fuentes estadísticas para la medición del desempleo en España 39

2.2. Impactos de las crisis económicas sobre el desempleo en España 43

2.3. Claves del desempleo español: un debate recurrente 49

2.4. La diferente exposición al desempleo de los grupos sociales y los

sectores económicos 56

2.5. Una aproximación a la dimensión territorial del paro: contrastes

interregionales e interprovinciales 60

CAPÍTULO 3. LAS CIUDADES ESPAÑOLAS FRENTE AL DESEMPLEO 69

3.1. Dinamismo del sistema urbano español en los años de crecimiento 71

3.2. Desempleo, crisis y jerarquía urbana 74

3.3. La diversa resistencia de las ciudades españolas al incremento

del paro 81

3.4. Hacia una tipología de comportamientos urbanos frente al desempleo:

¿orden o caos? 88

3.5. Ciudades vulnerables, ciudades que resisten: comprender para actuar 94

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CAPÍTULO 4. AUGE Y DECLIVE DEL EMPLEO EN LA REGIÓN METROPOLITANA DE MADRID 97

4.1. Madrid en la onda expansiva del capitalismo español 98

4.2. El mercado de trabajo madrileño en los años de crecimiento 102

4.3. Madrid, fin de ciclo: de la crisis económica a la crisis urbana 107

4.4. Desempleo en Madrid: dimensiones y nueva segmentación

socioespacial 113

CAPÍTULO 5. ESTRATEGIAS DE RESILIENCIA URBANA FRENTE A LA CRISIS 125

5.1. De la crisis a la resiliencia urbana 126

5.2. Precondiciones para la resiliencia urbana 128

5.3. Algunas estrategias para la revitalización de ciudades en crisis 133

BIBLIOGRAFÍA. 139

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INTRODUCCIÓN. Desde hace algunos años la sociedad española transita un difícil camino que

ha convertido la crisis económica en centro de sus preocupaciones. Ese proceso afecta tanto la vida individual de numerosos ciudadanos como una vida colectiva amenazada por el ataque al Estado de Bienestar y el reto que para la democracia representativa supone la hegemonía de una lógica y unos poderes económicos que se imponen sobre cualquier otra consideración.

La inmediatez de los acontecimientos y la multiplicación de desastres nada naturales que se acumulan a lo largo del tiempo, junto a los repetidos vaticinios incumplidos sobre el final de esta situación, aumentan las incertidumbres y cierta sensación de perplejidad general ante las dificultades para recuperar la senda del crecimiento y de la creación de empleo. No obstante, si se amplía la perspectiva temporal y espacial para observar la actual crisis, se constata que este tipo de situaciones poco tienen de nuevas, sino que tienden a repetirse de forma periódica, siempre con rasgos específicos en cuanto a las circunstancias desencadenantes, su intensidad, así como los países y regiones más afectados, pero con una lógica, unas causas estructurales y unos efectos bastante similares en todos los casos.

Tal como recordaba el historiador británico Tony Judt, “el capitalismo no regulado es el peor enemigo de sí mismo: más pronto o más tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos” (Judt, 2010: 18). Tanto el sistema mundial en su conjunto, como los países del sur de Europa y España en particular, viven ahora inmersos en una de esas crisis periódicas inherentes al proceso de acumulación capitalista que, iniciada en los ámbitos financiero e inmobiliario, se difundió con rapidez al conjunto de la actividad económica. La reducción del crecimiento hasta alcanzar valores interanuales negativos o prácticamente iguales a cero, el fuerte aumento del desempleo o el hundimiento del mercado inmobiliario resultan algunos de sus efectos más visibles y conocidos. Pero, tal como han señalado algunos autores, “la actual crisis es mucho más que una crisis económica. Es también una crisis social, que se destaca sobre el fondo de una crisis ecológica y geopolítica que, sin duda, viene a confirmar una ruptura histórica” (Askenazy et al., 2011: 10). Más allá, por tanto, de un simple episodio coyuntural, resulta ya evidente que nos enfrentamos a una crisis sistémica que inaugura una nueva normalidad, con cambios profundos que han comenzado ya a perfilarse.

Los estudios sobre la crisis económica han proliferado con rapidez en los últimos años, ya se trate de trabajos esencialmente interpretativos sobre las estrategias financieras e inmobiliarias que la desencadenaron, o descriptivos sobre sus principales efectos económicos, sociales y políticos y las estrategias aplicadas por instituciones internacionales y gobiernos para enfrentarla, con escaso éxito en la mayoría de ocasiones. Resultan, en cambio, bastante más escasos aquellos que proponen una perspectiva geográfica de la crisis económica, considerando las

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múltiples dimensiones territoriales de un proceso como este, que pueden sintetizarse en cuatro principales.

Aunque se trata de un fenómeno de dimensión global, la crisis se gestó en determinados territorios, como los centros financieros internacionales y las áreas de urbanización masiva, inmersas en una burbuja inmobiliaria de grandes dimensiones. Al mismo tiempo, tal como ocurrió en anteriores crisis y es inherente a la propia lógica del sistema capitalista, golpea hoy con muy diferente intensidad a actividades, empresas, grupos sociales, sectores profesionales, pero también a los territorios, siendo el origen de nuevas desigualdades que se hacen visibles en múltiples escalas. Si en una perspectiva global su epicentro se originó en Estados Unidos y en la Unión Europea, dentro de esta última su impacto fue mucho mayor en países periféricos (Grecia, Portugal, España, Italia, Irlanda, países bálticos…) y el Reino Unido que en el resto. Pero esos contrastes vuelven a reproducirse cuando se considera el comportamiento registrado por sus diferentes regiones e, incluso, se intensifican si se desciende a escalas apenas analizadas hasta el momento como pueden ser sus ciudades o los diferentes barrios que constituyen cada una de ellas, en función de características que son el resultado de trayectorias específicas, lo que provoca una importante diversificación de los efectos provocados y está en el origen de nuevas asimetrías. La crisis es, por tanto, un proceso con implicaciones geográficas significativas que van más allá de la simple localización de sus impactos en un mapa y cuestionan frontalmente la equívoca suposición de que, en un supuesto mundo plano (Friedman, 2006), sin barreras ni distancias, sus efectos no se verán influidos por factores territoriales específicos.

En ámbitos como el europeo, las ciudades son espacios estratégicos para la evolución de unas sociedades altamente urbanizadas desde hace décadas. En ellas –particularmente en las principales metrópolis- se concentran las empresas, el conocimiento y el capital humano, surgen y se desarrollan buena parte de las innovaciones tecnológicas organizativas y sociales, se localizan los principales centros de poder político, económico o mediático, así como las élites que lo detentan, principales protagonistas del proceso de globalización. Lo que el economista Edward Glaeser identifica como el triunfo de las ciudades encuentra en todo ello sus raíces más profundas y sólidas.

Pero, del mismo modo, tal como afirma el propio Glaeser (2011: 109), “las ciudades son torbellinos dinámicos que cambian sin cesar, que suponen la fortuna para unos y el sufrimiento para otros”. Resultan por ello –en especial también las grandes urbes- espacios paradójicos y llenos de contradicciones. Lugares donde se confrontan de forma intensa los objetivos e intereses de múltiples actores públicos y privados, donde los usos del suelo compiten entre sí, donde la lógica de la producción y del consumo orientan el crecimiento en direcciones a menudo no coincidentes. Espacios, en suma, donde se concentra lo mejor y lo peor de nuestras sociedades, que a menudo han servido como laboratorios privilegiados para aplicar una agenda neoliberal que favorece su creciente fragmentación interna mediante barreras tangibles e intangibles, pero en otros casos también han permitido poner en práctica

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experimentos de gobernanza más participativa, con implicación de diferentes actores sociales. Finalmente, tal como afirma Mireia Belil (2012: 12), “es en las ciudades donde las resistencias locales toman forma, siempre contra un sistema y unas instituciones que no responden a las necesidades y deseos de sus ciudadanos”, por lo que tanto los movimientos de contestación a la globalización neoliberal como a los negativos efectos de la actual crisis tienen en ellas su sede.

En definitiva, puede afirmarse que las ciudades son protagonistas destacadas de la actual crisis, que localiza en ellas muchas de sus principales manifestaciones, aunque el conocimiento que se tiene hasta el momento sea bastante limitado y fragmentario. Esta aparente paradoja plantea el reto de abordar un programa de investigación transdisciplinar que sitúe en el centro de su diana el análisis de los impactos locales de una crisis de dimensión global, así como de las diferentes respuestas que tanto ahora como en el futuro inmediato puedan darse para su superación, sin olvidarse de proponer estrategias que puedan ofrecer salidas más justas y equilibradas a la crisis que las producidas hasta el momento.

Con ese horizonte, que desborda ampliamente las posibilidades de un trabajo específico, el presente texto propone iniciar, al menos, el camino abordando el estudio de uno de los principales impactos de la crisis, que integra sus dimensiones económica, social y territorial, como es el desempleo. En el plano económico, la evolución de la ocupación y el paro son indicadores básicos de la capacidad de una economía para generar crecimiento, así como de los ciclos que marcan el desarrollo capitalista. En el plano social, los excedentes laborales ejercen una acción erosiva sobre el objetivo de cohesión y la aparición de altos y prolongados niveles de desempleo empuja a ciertos grupos a atravesar la frágil barrera que separa la zona de integración social de la de exclusión. En el plano territorial, además de su habitual concentración en determinados grupos de riesgo, el paro tiende a concentrarse también en áreas especialmente vulnerables, razón por la que tanto sus tasas como la rapidez con que aumentan en periodos de crisis muestran diferencias espaciales muy acusadas, que se acentúan cuando el análisis desciende a la escala local, lo que debería ser objeto de mayor atención en las políticas destinadas a su reducción. En resumen, más allá de volver a tratar una temática que ha suscitado tanta investigación y publicaciones en estos últimos años como la de la crisis económica, aquí se centra la atención en tres aspectos mucho menos considerados hasta el momento, que es donde pueden encontrarse las posibles aportaciones de un trabajo que aún plantea tantas preguntas como respuestas y pretende ser apenas el punto de partida para un proyecto de investigación colectivo con objetivos más ambiciosos1.

En primer lugar, el capítulo inicial propone una breve interpretación, forzosamente muy selectiva, sobre el significado de la actual crisis, entendida como una crisis sistémica en cuanto que pone en cuestión el modelo de globalización                                                             1 Se trata del proyecto financiado por el Plan Nacional de I+D+i, del Ministerio de Economía y Competitividad, titulado “Efectos socioterritoriales de la crisis económica en las áreas urbanas de España: políticas públicas y estrategias de resiliencia” (CSO2012-36170), en el que participan investigadores de diferentes universidades y centros de investigación. 

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neoliberal que ha resultado hegemónico en las tres últimas décadas. Pero lo esencial del texto es la propuesta de reflexión teórica sobre el significado e importancia de la dimensión territorial y del análisis multiescalar para analizar, comprender y proponer respuestas locales frente a la crisis, así como un esquema básico de trabajo y de indicadores que pueden servir de base a la realización de estudios comparativos en los próximos años.

A continuación, el segundo capítulo analiza la evolución reciente, importancia actual y principales contrastes regionales tanto en la intensidad del desempleo como, sobre todo, en su desigual crecimiento durante los años de la crisis. Frente a estudios recientes que han abordado ya con precisión y amplitud esos aspectos en el marco de la evolución registrada por el mercado de trabajo español (Rocha y Aragón, 2012), por lo que poco podría añadirse, aquí se ha centrado la atención en algunos debates específicos de carácter más teórico con implicaciones sobre las políticas de empleo, así como en destacar el valor del paro como indicador sintético para entender mejor las claves de la diferente vulnerabilidad de los territorios frente al declive que provoca la crisis.

El capítulo tercero sitúa como protagonista principal a las ciudades españolas para comprobar cómo aumentan las desigualdades entre ellas, proponiendo una tipología inicial según su mayor o menor resistencia al aumento del paro y qué enseñanzas pueden extraerse de las notables diferencias interurbanas y las regularidades espaciales observadas. Más allá de las turbulencias financieras y su necesaria solución, es evidente que un reto esencial para la economía española es recuperar la senda del crecimiento mediante políticas distintas a las actuales, pero también reorientar sus prioridades para favorecer modelos más eficientes, innovadores y sostenibles a medio plazo, por lo que más allá de poder dibujar por primera vez los mapas del paro a escala urbana, el análisis realizado pretende conducir a algunas conclusiones operativas en esa dirección, necesitadas de investigaciones más profundas y pormenorizadas.

El capítulo cuarto considera lo ocurrido en la aglomeración metropolitana de Madrid, la más importante de la Europa del Sur, que de ser exponente de las supuestas virtudes la globalización neoliberal durante más de una década se enfrenta ahora a problemas de especial gravedad. Al cambiar la escala espacial de análisis se hace posible considerar la evolución del mercado de trabajo madrileño y su brusca transformación, pero integrando ese aspecto con otras dinámicas sociales, económicas o inmobiliarias que son también componentes destacados del mismo proceso. La posibilidad de aproximar el zoom de nuestra observación para comprobar la intensidad y crecimiento reciente del paro en los distritos y barrios de la ciudad capital permite también confirmar la actual importancia de las microdesigualdades, así como una creciente dualización social y espacial que tres décadas de discursos y actuaciones en materia de reequilibrio territorial no han sido capaces de superar.

Finalmente, el capítulo quinto no pretende reiterar propuestas sobre las políticas más adecuadas para generar empleo suficiente y de calidad, que cuentan ya

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con especialistas que las han abordado. Por el contrario, centra su atención en las respuestas complementarias que desde los territorios deben también darse a la crisis. Aunque por el momento esas respuestas parecen discutirse y negociarse sólo en instancias bastante lejanas a las ciudades y sus ciudadanos, la experiencia de crisis pasadas demuestra la importancia de las estrategias locales y regionales para enfrentar el declive derivado de unos procesos que también pusieron en cuestión el futuro de muchos lugares. Surge con fuerza, en ese sentido, el concepto de resiliencia urbana que, más allá de una simple moda pasajera o de generar cierta confusión inicial por utilizarse con diversos significados, se refiere a la distinta capacidad de las ciudades para reponerse de un shock externo, adaptarse al nuevo contexto y recuperar una trayectoria positiva.

El texto combina, por tanto, cierta dosis de reflexión teórica con una investigación a partir de fuentes estadísticas múltiples, que se detallan más adelante, y un tratamiento estadístico, gráfico y cartográfico de esa información que pueda apoyar las afirmaciones realizadas, pero sin incorporar técnicas de mayor complejidad que alejarían el resultado del objetivo planteado. Su redacción se llevó a cabo en el segundo semestre de 2012, por lo que se consideró finalizar el análisis de los datos en el año 2011, con objeto de homogeneizar el periodo temporal para informaciones de diversa periodicidad.

Aunque las carencias y omisiones en el resultado obtenido son exclusiva responsabilidad del autor, agradezco los comentarios que João Ferrão, del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Lisboa, Bruno Estrada, de la Fundación 1º de Mayo, y Eduardo de Santiago, de la Dirección General de Arquitectura, Vivienda y Suelo del Ministerio de Fomento hicieron a un borrador inicial. Se dice que la nitidez de una imagen depende de la correcta disposición de las luces y las sombras. Sería deseable que al finalizar el breve itinerario aquí propuesto, se haya podido aportar una perspectiva de la crisis que, pese a fijar la atención tan sólo en algunos de sus aspectos más relevantes, sea útil para comprenderla mejor y actuar sobre ella de manera más eficaz.

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CAPÍTULO 1. GEOGRAFÍAS LOCALES DE UNA CRISIS GLOBAL. La evolución que han conocido las sociedades europeas desde los inicios del

siglo actual ha supuesto un cambio brusco de situación y de perspectiva en un tiempo particularmente breve. De un periodo de crecimiento bastante estable, que pareció consolidarse con el nacimiento del euro y que acentuó el atractivo de la Unión Europea tanto para numerosos países situados en sus fronteras orientales como para una gran cantidad de inmigrantes que llegaban esperanzados a esta isla de prosperidad y derechos sociales, la situación se ha visto sometida a una profunda metamorfosis. La crisis financiera y la consiguiente recesión económica que golpearon al mundo en 2008 parecen resistirse a abandonar un territorio europeo –en especial sus países periféricos- convertido ahora más en problema que en solución, poniendo al tiempo en evidencia numerosas deficiencias en cuanto a su gobernanza, así como graves dificultades para definir objetivos y aplicar estrategias comunes.

Pero si se levanta la mirada para observar el actual escenario internacional, se constata que la crisis se ha convertido ya en una realidad omnipresente que, transcurrido casi un lustro tras el crac financiero que tuvo su detonante en la quiebra de Lehman Brothers, está lejos de haberse superado. Si casi en los inicios del proceso Husson afirmaba que “la crisis a la que asistimos hoy hace temblar los fundamentos mismos del capitalismo liberal”, pues “se desarrolla a una velocidad acelerada y nadie es capaz de decir a dónde lleva” (Husson, 2009: 77), el tiempo transcurrido reafirma ese diagnóstico y ha hecho surgir nuevas incertidumbres, poniendo en valor la paradoja expuesta por este mismo autor de que “cuanto más logra el capitalismo modelar la economía mundial a su conveniencia, más se endurecen sus contradicciones” (Ibidem: 108).

Cualquier intento de analizar este proceso exige, ante todo, recordar que las crisis constituyen acontecimientos recurrentes en la evolución del sistema, cuyo desarrollo histórico es proclive a una sucesión cíclica de fases de sobreproducción, sobreinversión y sobreendeudamiento, por lo que su existencia no puede justificarse por situaciones ocasionales de mal funcionamiento basadas tan sólo en los excesos cometidos en momentos y lugares concretos. Tal como señalaron Dockes y Rosier en las primeras páginas de un libro dedicado a interpretar la profunda crisis que hace más de tres décadas aquejaba también a la economía mundial, “crecimiento y crisis aparecen como fenómenos íntimamente ligados, constituyendo la forma misma de desarrollo de las fuerzas productivas en el modo de producción capitalista” (Dockes y Rosier, 1981: 14). Desde esa perspectiva, que ha vuelto a cobrar plena actualidad en estos años, las grandes crisis constituyen periodos de ruptura y cambio estructural en los que el agotamiento de un determinado modelo de acumulación pone en marcha todo un conjunto de transformaciones que incluyen las de índole espacial, por lo que puede identificarse una geografía de la crisis que será el punto de partida para la construcción de nuevas formas de organización económica, social y territorial.

En este marco general, que no por conocido debe ser olvidado, la crisis que muchos autores han identificado como una Gran Recesión comparable en su origen,

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dimensión y persistencia de sus impactos a la de 1929, se manifestó desde su comienzo como una crisis del sistema financiero internacional. La burbuja de liquidez generada en Estados Unidos y diversos países europeos, el hundimiento de los mercados inmobiliarios y la multiplicación de rescates al sector financiero por parte de los respectivos Estados, con sus negativos efectos sobre la restricción del crédito, el incremento del déficit público, la consiguiente especulación con la deuda soberana de determinados países, o la imposición de políticas de austeridad, son hechos bien conocidos que sitúan al mundo de las finanzas -y su exhuberancia irracional ya denunciada por Keynes- en el ojo del huracán (Aalbers, 2009).

Pero una mirada más atenta pone enseguida de manifiesto que el mundo se enfrenta a una crisis más amplia y compleja, de dimensión global y carácter sistémico, que interrelaciona diversos procesos que ahora suman sus efectos (Estrada y Laborda, 2011). El estallido de las hipotecas subprime y toda la especulación financiera e inmobiliaria subyacentes sirvieron como detonante para sacar a la luz de forma violenta las contradicciones de un proceso de globalización regido por principios neoliberales que, iniciado hace aproximadamente tres décadas, se enfrenta a desajustes en múltiples frentes y genera elevados costes, tanto sociales como ambientales, distribuidos de forma crecientemente desigual, que lo hacen insostenible. Lo que Susan George (2010: 8) entiende como una “crisis del sistema de civilización, de globalización, de valores humanos”, destacando su carácter multifacético frente a la hegemonía de lo estrictamente financiero en nuestro paisaje mental, es otra forma de poner en evidencia esa complejidad.

Sin ninguna pretensión de desviar en exceso nuestra atención hacia temáticas que han sido objeto de atención especializada en estos años, sí resulta necesario dibujar al menos con cierta precisión el marco estructural que define el escenario sobre el que tienen lugar las dinámicas territoriales contrastadas que serán objeto de investigación. Para ello, es imprescindible comenzar recordando el protagonismo de las finanzas en el desarrollo capitalista de las últimas décadas y en su actual crisis, para luego abordar esos otros procesos convergentes.

1.1. Una historia conocida: la crisis del capitalismo financiarizado.

Uno de los procesos que mejor identifican la evolución del sistema económico mundial en las tres últimas décadas es el de financiarización, en alusión a la evidente hegemonía que el capital y los mercados financieros han alcanzado en esta etapa y a su capacidad para dictar las normas de comportamiento a los restantes sectores económicos y las prioridades a los gobiernos. La economía financiera se ha convertido en la piedra angular del capitalismo global y, por tanto, también en el núcleo del reactor que implosionó a partir de 2007.

Los excedentes acumulados durante un periodo de crecimiento de la economía internacional, que proporcionaron una notable liquidez al sistema, el rápido desarrollo de las tecnologías de información, que permitió la creación de un mercado de capitales continuo, de ámbito mundial, que opera en tiempo real y en algunos aspectos de forma

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semiautomática, junto a una creciente desregulación internacional que abrió esos mercados a un capital cada vez más móvil, se reforzaron mutuamente para impulsar el proceso. También contó con el soporte intelectual de un ejército de expertos armados de sofisticados modelos matemáticos que basaban sus análisis y previsiones en el supuesto neoclásico sobre la capacidad de autorregulación de los mercados financieros, mientras ignoraban de forma deliberada su histórica tendencia a la sucesión de manías, pánicos y cracs (Kindleberger y Aliber, 2012), al margen de cualquier comportamiento racional.

Pero todo ello no habría sido suficiente sin el desarrollo en estos años de una verdadera revolución financiera que hizo creer a algunos que la maquina mundial de hacer dinero (Martin y Schumann, 1998: 65) podía alimentarse a sí misma y que el valor de los activos seguiría creciendo mediante el simple recurso al endeudamiento masivo, en una espiral sin fin y al margen de la producción de bienes y servicios generada por la economía real (Foster y Magdoff, 2009). Pese a la evidencia histórica de que todas estas burbujas han acabado estallando y que cuanto más hayan crecido mayor ha sido la gravedad de la crisis subsiguiente, bien por acción o por omisión los reguladores encargados de mantener el sistema financiero bajo control incumplieron esa función.

Su principal reflejo fue que los flujos de capital en los mercados financieros, internacionales, que en su mayor parte ya no guardan relación con la economía real, se multiplicaron de forma exponencial hasta alcanzar volúmenes muy superiores a ella. Según las estadísticas del Banco Mundial, el PIB generado anualmente en el conjunto de países del mundo casi se duplicó en apenas una década, pasando de 32,1 billones de dólares en 2001 a 61,3 billones en 2008 (en valores constantes) y, tras un retroceso al año siguiente (58,1 billones), alcanzó los 63,3 billones de dólares en 2010. Pero, aunque resulta muy difícil obtener estadísticas fiables sobre el volumen total de transacciones en los múltiples mercados de capitales –lo que se acentúa por la opacidad de algunos de ellos-, las estimaciones habituales consideran que éstas multiplican entre cincuenta y setenta veces esa cifra, superando en todo caso los tres mil billones de dólares anuales. De manera similar, Chesnais (2012) ha estimado que las transacciones mundiales de bienes y servicios al desencadenarse la crisis en 2008 apenas representaron el 1,6% del total de transacciones registradas en ese año..

Buena parte de ese espectacular crecimiento se basó en la concesión masiva de créditos hipotecarios y al consumo. Pero también en la aparición de una nueva generación de productos financieros derivados (swaps, forwards, CDO, CDS…) y en la reducción de las reservas exigidas a las entidades financieras para hacer frente a las posibles retiradas de fondos, aumentando de forma desconocida hasta ese momento el nivel de apalancamiento financiero, entendido como la relación entre los créditos concedidos y el capital propio de esas entidades. También en la titulización de la deuda, troceada y revendida entre múltiples operadores financieros una y otra vez en forma de títulos que combinaban diversos productos para así multiplicar los intercambios y generar en cada uno de ellos nuevas plusvalías, además de distribuir los riesgos. Pero, al mismo tiempo, tales operaciones de ingeniería financiera,

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basadas a menudo en sofisticados modelos matemáticos y avaladas por prestigiosos profesionales y por las agencias de calificación, difundieron esos riesgos crecientes a la práctica totalidad del sistema, al tiempo que su complejidad hacía prácticamente imposible conocer su volumen real. En suma, tal como afirman Navarro y Torres (2012: 83), “a través de la deuda se alimentó un nuevo universo financiero aislado de la economía real dedicada a producir bienes y servicios y pronto convertido en un auténtico casino consagrado a la especulación y gracias al cual la banca pudo aumentar su beneficio y su poder hasta los niveles gigantescos de los que hoy disfruta”.

Este tipo de operaciones aumentó la importancia de un número cada vez mayor de intermediarios financieros, convertidos en actores con un creciente poder dentro del sistema por el volumen de recursos que manejan, su capacidad para actuar con enorme rapidez y su escaso control democrático. Dentro de las entidades financieras convencionales, la clásica distinción entre bancos comerciales y bancos de inversión desapareció al permitirse a los primeros entrar en operaciones cada vez más arriesgadas con el dinero de sus clientes y aumentar sus niveles de apalancamiento. Pero una parte destacada de la burbuja financiera fue protagonizada por lo que algunos califican como banca en la sombra, compuesta por fondos de inversión y de pensiones, fondos de cobertura, sociedades de cartera, compañías de seguros, hedge funds, etc., con la colaboración de las tres grandes agencias de calificación estadounidenses, sometidos a una regulación aún menos exigente que la banca convencional y con la City de Londres y Wall Street como principales centros de operaciones (Capelle-Blancard y Tadjeddine, 2009). Se generó así un creciente poder distribuido dentro de una red de actores, cuya influencia sobre los asuntos mundiales ha llegado a cotas inimaginables hace unos pocos años.

El crecimiento sin apenas límites de las finanzas globales provocó una serie de efectos, muchos de los cuales están en la raíz misma de la actual crisis. Dejando de lado consideraciones de índole geopolítica (Méndez, 2011), o sobre la creciente importancia alcanzada por los flujos de capital que se mueven al margen de los circuitos legales y alimentan lo que Husson (2009) ha calificado como capitalismo tóxico, pueden resumirse ahora algunos de sus principales impactos en relación con las cuestiones aquí abordadas.

En primer lugar, convertir la compraventa de dinero en la principal base de generación de riqueza, al margen de la producción de bienes o servicios, transformó el funcionamiento de la economía en su conjunto, pues ahora la lógica financiera determina las tasas y ritmos de rentabilidad exigidos a todo tipo de capital, en busca de dividendos elevados e inmediatos para el accionariado y altas retribuciones para los directivos que se asocian a ese tipo de resultados. Lo que Sennet (2000) llama el capitalismo del corto plazo detrajo recursos de la economía productiva para invertirlos en el ámbito de las finanzas, cuestionando el valor de una lógica basada en la inversión y la rentabilidad en tiempos más largos y en trayectorias laborales más estables y lineales, que convierten al trabajador formado en un recurso valioso para la empresa. Por otra parte, para muchos operadores financieros el ascenso y descenso

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constante de los valores cotizados (desde las acciones de las empresas a la deuda soberana o el precio de los alimentos en los mercados de futuro) se convirtió en la base de un negocio que se beneficia de la inestabilidad constante de esas cotizaciones y no de su estabilidad, lo que introduce una lógica perversa que se contrapone de forma nítida con la de la mayoría de los ciudadanos.

Como muestra de esa irracionalidad de los mercados financieros y de la volatilidad de lo que a menudo se califica como capitales golondrina -invertidos o desinvertidos con enorme rapidez- a lo que se suman frecuentes maniobras especulativas contra monedas concretas o contra la deuda soberana de ciertos Estados, muchos de ellos se ven aquejados por una creciente fragilidad. Su necesidad de financiarse de forma periódica en esos mismos mercados no hace sino aumentar su dependencia, al tiempo que la competencia entre gobiernos por atraer inversiones conlleva un progresivo sometimiento a exigencias que han venido a ahondar la desregulación laboral, la moderación salarial, el descenso de la fiscalidad al capital o la reducción del gasto público.

Como resultado de todo lo anterior, el capitalismo financiarizado ha alcanzado una aceleración en sus crisis desconocida durante las cuatro décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, desde 1990 y en apenas dos décadas han padecido crisis financieras países como Japón (1990), México y Rusia (1995), Tailandia, Indonesia, Malasia o Turquía (1997), Corea del Sur y Brasil (1998), Argentina (2001) y, finalmente, todo el sistema mundial (2008), aunque con máxima intensidad en Estados Unidos, países de la Eurozona e Islandia (Krugman, 2009). En todos estos casos, los excesos de los especuladores acabaron propagándose a la economía real y afectando a la vida de los ciudadanos, en especial de aquellos grupos sociales y territorios más frágiles, al tiempo que sirvieron de argumento para acusar a sus respectivos gobiernos y ciudadanos de haber vivido por encima de sus posibilidades y justificar así la imposición de políticas de austeridad avaladas por los organismos económicos internacionales, que no hicieron sino ahondar la recesión y los elevados costes sociales asociados.

1.2. Las restantes dimensiones de una crisis sistémica

Aunque la crisis financiera es la protagonista indiscutible de la mayoría de análisis y diagnósticos sobre los problemas socioeconómicos actuales, así como de las propuestas de políticas para su solución, resulta indisociable de otras crisis menos evidentes, pero necesarias para una verdadera comprensión de las dificultades a que se enfrenta hoy el capitalismo global. En primer lugar, el desorden financiero no habría sido posible sin la difusión del neoliberalismo, que convirtió la desregulación en axioma y generó unas tensiones sociales crecientes que pretendieron encontrar en el endeudamiento una vía de escape. A su vez, la acumulación de liquidez generada en el sector financiero se trasladó en diferentes países y grandes metrópolis del mundo a la inversión inmobiliaria, generando una burbuja de grandes dimensiones que también contribuye hoy de forma decisiva al desigual impacto del crac financiero sobre el

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conjunto de la economía y el empleo. Pero el rápido desarrollo de la financiarización y del sector inmobiliario no fueron ajenos al establecimiento de una nueva división internacional del trabajo que provocó una rápida deslocalización de actividades productivas y ha generado importantes desequilibrios en el comercio mundial. Por último, el modelo de crecimiento de las últimas décadas se ve hoy también enfrentado a sus límites y a una insostenibilidad denunciada desde hace décadas, pero que ahora ya se hace visible en sectores tan sensibles como el energético o el alimentario.

a) Crisis de la regulación neoliberal.

Es indudable que las finanzas globales están en el centro de lo ocurrido, pero para que el problema alcanzase su actual dimensión no bastó con que aumentase el volumen de inversión o que el capital se multiplicase de forma vertiginosa mediante los nuevos productos financieros y la reducción del coeficiente de caja. También fue imprescindible una reglamentación internacional cada vez más laxa en materia de transacciones financieras, que no pusiera trabas a la libre circulación del capital y para hacerla posible tuvo que producirse la difusión de una ideología y una práctica que se ha hecho hegemónica en las tres últimas décadas. Hace ahora ochenta años, Keynes ya acusó al capital financiero de conducir la economía a una burbuja en un remolino de especulación y la aplicación de sus propuestas en materia de política económica permitió un largo periodo de estabilidad, sin apenas crisis financieras, pero desde los años ochenta del pasado siglo se fueron creando de nuevo las condiciones para alimentarlas y eso tiene un nombre bien definido: neoliberalismo.

Tras la crisis del modelo de producción fordista y el encarecimiento de los precios de la energía padecidos por el sistema hace ya más de tres décadas, una de las principales consecuencias fue el progresivo abandono de esas políticas keynesianas de intervención pública sobre la economía en beneficio de una doctrina neoliberal heredera de viejos dogmas que habían sido abandonados por sus negativos efectos, que condujeron a la Gran Depresión de 1929. Pese a la existencia de ciertas variedades de neoliberalismo (Peck, 2004), pues su grado de incorporación se ha adecuado al marco institucional y político de cada país, la agenda neoliberal promovida desde las principales instituciones económicas internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio…) y gobiernos, difundió una serie de principios, convertidos en criterios básicos para orientar las políticas económicas, que suelen identificarse con el llamado Consenso de Washington y que se resumen en los siguientes:

- La supuesta racionalidad de la mano invisible del mercado para conseguir el aprovechamiento más eficiente de todos los recursos conduce a que el principal mecanismo para fomentar el crecimiento sea la liberalización del comercio de mercancías y servicios, eliminando de forma progresiva cualquier tipo de proteccionismo destinado a defender la producción y el empleo propios y frenar la deslocalización empresarial.

- En la misma lógica del fundamentalismo del libre mercado (Harvey, 2007b), se promueve una desregulación total de los mercados financieros, dando vía libre al

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movimiento de capitales y al tráfico de divisas, reduciendo la capacidad de control de los bancos centrales, o permitiendo la proliferación de paraísos fiscales que aseguren la total opacidad de una parte de las transacciones.

- La lucha contra la inflación y la búsqueda del equilibrio presupuestario, eliminando el déficit público, sustituyen al crecimiento y el pleno empleo como objetivos prioritarios de las políticas estatales.

- Como complemento a lo anterior, se promueven contrarreformas fiscales para reducir los niveles impositivos del capital frente al trabajo y de las rentas más altas, bajo el supuesto nunca confirmado de que eso aumentará el ahorro de empresas y grupos de mayores ingresos, que aumentarán entonces su inversión, lo que generará empleo y alimentará un círculo virtuoso que difundirá el crecimiento.

- Se promueven, en paralelo, las calificadas como reformas estructurales en el mercado laboral para flexibilizarlo, eliminar supuestas rigideces y abaratar costes salariales, anulando cualquier automatismo en el traslado de las subidas de precios a las remuneraciones, extendiendo las diferentes formas de la precariedad laboral, debilitando la negociación colectiva y con ello la función de los sindicatos.

- Se completa la agenda con la reducción de las funciones del Estado en materia de protección social, junto con la privatización o externalización de bienes y servicios públicos, en especial los más rentables, con el doble argumento de incrementar la eficiencia en su gestión y reducir un gasto público acusado, a menudo, de despilfarrador.

Al considerar los efectos derivados de la progresiva implantación de esta ideología, que Harvey (2007b) entiende como proyecto de clase en cuanto ha servido para reforzar en todas partes el poder de las élites económicas, se constata la puesta en marcha una serie de mecanismos que están en la raíz de la crisis presente. El más evidente es que, frente a su escaso éxito en la promoción del crecimiento económico internacional, inferior al del periodo anterior, resulta innegable su impacto en una redistribución social y territorial del excedente mucho más asimétrica e injusta, que explica su defensa más por razones de interés que por cualquier otro motivo.

La ruptura del contrato social y la reducción de los mecanismos redistributivos del Estado de Bienestar, que mantenían la desigualdad dentro de unos límites mediante políticas sociales y territoriales de reequilibrio, acentuó todo tipo de contrastes, frenó el aumento de los salarios reales y sólo permitió mantener la expansión del consumo a base de un creciente endeudamiento. La defensa del simplista eslogan de “menos Estado y más mercado” fue disolviendo los controles establecidos tras la experiencia de 1929 para impedir los perniciosos efectos de la frecuente irracionalidad de estos últimos y limitar unos procesos de concentración oligopólica del capital (en el sector financiero, la industria, la producción energética, los medios de comunicación…) que contradicen el principio de libre competencia, llegando a cuestionar el poder del Estado y el significado de la democracia representativa.

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Hoy resulta ya evidente que la ruptura del pacto keynesiano aumentó la inestabilidad del sistema en su conjunto, junto a la vulnerabilidad de un número creciente de empresas, grupos sociales y laborales o territorios, fragilizándolos ante la aparición de una crisis. En ese sentido, la profundidad de la actual “pone en cuestión todas las justificaciones del modelo neoliberal. No sólo ha fracasado en su pretensión de ofrecer una sustancial mejora del bienestar social, sino que resulta ineficiente aún en los limitados términos del funcionamiento normal de los mercados” (Recio, 2009: 114), lo que no impide que las recetas para su superación que siguen siendo dominantes ahonden en fórmulas ya fracasadas.

Ya en 1998, Martin y Schumann alertaron de que la desregulación promovida por el pensamiento neoliberal estaba descontrolando la economía global y, en el caso del sistema financiero, utilizaron una expresiva metáfora al afirmar que “en su ciberespacio de millones de ordenadores conectados en red se acumulan riesgos comparables a los de la tecnología nuclear” (Martin y Schumann, 1998: 110). La devastación provocada apenas diez años después por el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria vino a confirmar el sentido de esas previsiones y sin duda ha revitalizado tanto las críticas al capitalismo como la defensa de un neo-keynesianismo que restablezca ciertos controles, aunque por el momento ambos planteamientos siguen enfrentándose a un bloque hegemónico dispuesto a defender sus axiomas contra toda evidencia.

En ese sentido, la crisis de endeudamiento público provocada, en buena medida, por el propio impacto del estallido de la burbuja inmobiliario-financiera sobre el conjunto de la actividad económica y la consiguiente caída de ingresos, ha justificado una aplicación más estricta de la agenda neoliberal en el seno de la Unión Europea bajo el eufemismo de las políticas de austeridad. Éstas trasladan los esencial de los costes derivados a los grupos sociales, empresas y territorios más necesitados de recursos públicos que compensen su mayor vulnerabilidad y, al tiempo, profundizan la recesión al frenar la recuperación de la actividad y del empleo. Pese a sus repetidos fracasos en más de dos décadas de aplicación en diferentes países, los poderosos intereses que subyacen a la tozuda persistencia de tales políticas contribuyen hoy al “derrumbe moral del capitalismo dirigido desde las finanzas” (Altvater, 2010: 135), que muestra de forma descarnada sus contradicciones.

b) Crisis inmobiliaria y del modelo territorial.

La expansión sin límites de la burbuja financiera alimentó en bastantes países la que tuvo lugar de forma paralela en el sector inmobiliario. Del mismo modo, la crisis que comenzó en el mercado hipotecario de Estados Unidos y de otros países fue la que puso en marcha la espiral recesiva iniciada en 2007-2008. Se hizo así evidente la estrecha vinculación entre el mundo de las finanzas y el sector inmobiliario, que alcanzó su mejor exponente en los países donde estas fracciones del capital eran dominantes y, sobre todo, en las grandes ciudades globales y regiones metropolitanas del mundo. Trasladando a este ámbito la expresión de Rémy (2001), si en ellas las inversiones de capital se convirtieron en los cimientos que construyeron la ciudad

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invisible, relacional y de flujos, el sector inmobiliario se encargó de trasladar lo anterior a la ciudad visible, que se extendió y transformó con rapidez como reflejo de un proceso de urbanización que no parecía tener límites. Los mercados inmobiliarios urbanos se convirtieron, en definitiva, en una fuente aparentemente inagotable de acumulación de capital.

Esto se produjo tanto a través del crédito a los promotores privados para poner en marcha sus actuaciones, como del crédito a los gobiernos para la construcción de las infraestructuras necesarias para servir de soporte a la urbanización masiva, o del crédito hipotecario para la compra de viviendas o de inmuebles empresariales. Al convertir la vivienda en un bien de inversión aparentemente seguro y de alta rentabilidad por la rápida elevación de sus precios, además de financiable con préstamos hipotecarios que se beneficiaban de bajos tipos de interés y periodos de devolución cada vez mayores, se consiguió atraer hacia este sector una proporción creciente de capitales en circulación y del ahorro privado. Se provocó así una burbuja de activos basada en un crecimiento sin precedentes de los niveles de endeudamiento hasta alcanzar límites difícilmente sostenibles.

En una primera fase, la oferta inmobiliaria se dirigió, sobre todo, hacia los sectores más solventes de la demanda, concentrándose en urbanizaciones residenciales de calidad en áreas suburbanas y litorales, o en la regeneración y gentrificación de ciertas áreas urbanas centrales, junto a la construcción de parques empresariales de oficinas, comerciales y de ocio. Pero la búsqueda por las entidades de crédito de nuevos clientes potenciales con menores recursos incrementó las hipotecas de riesgo que, al titulizarse y fragmentarse luego en los mercados financieros, aceleraron una espiral que parecía no tener fin hasta que el aumento de los tipos de interés y de los impagos inició un movimiento de sentido contrario, cuyo impacto ha sido proporcional al tamaño alcanzado previamente por la propia burbuja.

Al mismo tiempo, en aquellos lugares donde su crecimiento fue mayor, el cluster inmobiliario generó un fuerte aumento de la oferta de empleos, pero con una elevada proporción de puestos de trabajo poco cualificados, con escaso componente innovador, asociados por lo general a una elevada precariedad y que atrajeron a menudo grandes contingentes de población inmigrante. Su baja productividad y el escaso nivel de formación de muchos de esos trabajadores con contrato temporal les convirtió en especialmente vulnerables ante el cambio de tendencia. Del mismo modo, los territorios del ladrillo mostraron una elevada fragilidad, tanto por su tendencia a la monoespecialización como por el propio deterioro ambiental generado por una urbanización descontrolada y con frecuencia poco sometida a una ordenación del territorio exigente.

En el caso específico de España, que se convirtió en uno de los mejores ejemplos internacionales del proceso de sobreproducción inmobiliaria, estas condiciones generales se combinaron con otras específicas para impulsarlo, tal como se ha analizado en numerosas publicaciones especializadas (Naredo, 2009; García, 2010; Rodríguez y López, 2011; Burriel, 2011; Romero, Jiménez y Villoria, 2012). El

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rápido crecimiento interanual de las viviendas edificadas, así como del peso relativo de la construcción y las obras públicas en la producción y el empleo totales, se acompañó por otro aún mayor de los precios, que crecieron un 145% entre 1997-2005, sólo por debajo de Irlanda (192%) y el Reino Unido (154%), con lo que la deuda hipotecaria de las familias pasó de representar el 24% del PIB en 1998 al 62% una década después.

Una primera clave corresponde a las peculiaridades del modelo productivo español, lastrado en su competencia internacional por la relativa debilidad de un tejido industrial en el que las grandes firmas se desnacionalizaron y buena parte de las PYMEs mantuvieron una especialización en actividades de baja o media-baja intensidad tecnológica, sometidas a una creciente presión en sus costes, junto a un insuficiente desarrollo del sistema nacional de I+D+i, lo que convirtió a la construcción y el turismo en sectores estratégicos, como nodos centrales de importantes clusters desarrollados a su alrededor. Eso situó al capital financiero e inmobiliario como actores centrales de un bloque hegemónico, que lideró durante varias décadas lo que se ha calificado como una “refundación oligárquica del poder” (Naredo, 2009: 119), al tiempo que también se produjo la llegada de inversiones y grandes empresas promotoras procedentes del exterior, sobre todo en determinadas áreas del litoral mediterráneo y los archipiélagos, especializadas en un verdadero monocultivo turístico-residencial.

Pero no debe olvidarse que la burbuja inmobiliaria estuvo apoyada en todos los países por una importante presencia pública –por acción u omisión- que en este caso tuvo cuatro manifestaciones principales. En primer lugar, la aprobación de un marco normativo liberalizador como fue la Ley del Suelo de 1998, que convirtió buena parte del territorio en solar urbanizable salvo protección explícita y justificada, cediendo un creciente protagonismo en la gestión de ese recurso a los agentes urbanizadores privados. En segundo lugar, mediante un favorable tratamiento fiscal a la compra de vivienda frente a la debilidad del mercado de alquiler, destinado a transformar una sociedad de productores en una sociedad de propietarios (López y Rodríguez, 2010). En tercer lugar, mediante la descentralización de la mayoría de competencias urbanísticas a los gobiernos autonómicos y a unos gobiernos locales que, al depender en buena medida de los recursos asociados a la urbanización para financiarse, fueron proclives a calificar grandes superficies como urbanizables en sus documentos de planeamiento y a recalificaciones que en bastantes casos rebasaron los límites de la legalidad, con los consiguientes efectos sobre la difusión de prácticas corruptas. Por último, mediante grandes inversiones en infraestructura de transporte que sirvieron como soporte material y que, al mejorar la accesibilidad, hicieron posible la urbanización de extensas áreas del territorio.

En consecuencia, además de la propia fragilidad intrínseca de un modelo de crecimiento basado en el endeudamiento generalizado, su impacto negativo desde el punto de vista territorial fue también elevado. La destrucción del patrimonio edificado, de paisajes urbanos y entornos naturales, junto a la multiplicación de la superficie artificializada en una urbanización de baja densidad altamente consumidora de suelo y otros recursos naturales, que incrementó de forma notable la movilidad forzada y segmentó aún más los espacios urbanos según funciones y grupos sociales, fueron

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algunos de esos efectos que cuestionaban la sostenibilidad del modelo a medio plazo. Por esa razón, además de un cambio en el modelo productivo, superar esta crisis exigirá también, en palabras de Ferrão, “una nueva cultura del territorio y de la ordenación del territorio, es decir, creencias y valores que se traduzcan en actitudes, competencias y prácticas cotidianas por parte de la población en general y de los miembros de las comunidades científica, técnica y política con intervención directa en la ordenación del territorio, así como, sobre todo, por parte de los principales stakeholders” (Ferrão, 2011: 115).

c) Crisis de la hiperglobalización y la nueva división internacional del trabajo.

El proceso de globalización también se vio acompañado desde sus inicios por cambios en la organización de la actividad productiva a los que se identificó con un nuevo sistema de organización flexible, con cadenas de valor progresivamente segmentadas y un reforzamiento de la división espacial del trabajo que aumentó la interdependencia entre empresas, trabajadores y territorios. Se impuso así una competencia creciente y se difundió un discurso según el cual los gobiernos y los ciudadanos debían aceptar la pérdida de una parte de su capacidad de decisión ante la necesidad de adaptarse a las exigencias de una globalización ante las que se afirmaba que apenas había alternativas.

En primer lugar, esa competencia entre desiguales aceleró un desplazamiento masivo de la producción industrial hacia los llamados países en desarrollo –en particular las nuevas potencias emergentes- que, de representar el 15,3% del total mundial en 1990, alcanzaron ya casi una tercera parte (32,1%) en 2010. Las grandes diferencias de costes, superiores en la mayoría de casos a las de productividad, junto a la progresiva eliminación de aranceles proteccionistas y unos precios relativamente bajos de la energía, del transporte y la logística, impulsaron un proceso que culminó tras la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio (1997) y su conversión en fábrica del mundo, con más de un 15% de la producción total cuando hace dos décadas apenas superaba el 1%. Esa integración, junto con la de India, supuso la brusca incorporación en los mercados globales de más de 1.500 millones de trabajadores, desequilibrando así profundamente la relación entre trabajo y capital a favor de este último.

La primera consecuencia visible de ese proceso fue la desindustrialización progresiva –aunque desigual- de muchos países con tradición manufacturera, tanto en términos de empleo absoluto como de importancia del sector dentro de su PIB, en contraste con una creciente hipertrofia del sector terciario, de la economía financiera y, en algunos casos, de la construcción, convertidos en los nuevos motores de su crecimiento. Pero esa tendencia alcanzó también a buena parte de los países latinoamericanos y del antiguo bloque soviético, que se han enfrentado a una desindustrialización precoz (Salama, 2012: 52) que acentuó su dependencia de la exportación de diversos tipos de recursos naturales y agrarios, lo que también elevó su vulnerabilidad frente a las oscilaciones de la demanda y los precios de esos productos

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en los mercados globales. El contrapunto fueron los nuevos países industriales asiáticos, donde se localiza ya una cuarta parte de la producción mundial y que, al contar con una demanda interna limitada, destinaron lo esencial de su producción a la exportación, generando así elevados excedentes de capital que alimentaron la burbuja financiera en los mercados globales..

De este modo, según los informes anuales de la ONUDI, pese a las mejoras de productividad incorporadas mediante un elevado esfuerzo innovador en una parte de las empresas industriales que permanecen en las economías avanzadas, el crecimiento anual de su producción en el periodo expansivo 2000-2005 se limitó al 2,3% y cayó al -1,7% en 2005-2010, con los valores más negativos de este último periodo en el Reino Unido (-3,2%), Japón (-3,3%), Italia (-4,1%) y España (-4,1%), en contraste con el 5,1% de crecimiento anual en Asia o el 11,8% de China.

En los inicios del proceso, el trasvase de capacidad productiva afectó básicamente a manufacturas de escasa complejidad tecnológica, intensivas en el uso de mano de obra o materias primas, que producían bienes de escaso valor. Pero los nuevos países industriales asiáticos han aumentado de forma constante sus exportaciones de bienes intensivos en capital y tecnología, a menudo desde fábricas ubicadas en ellos de empresas transnacionales o de empresas mixtas hacia las que se externalizan cada vez más tareas y productos en función, sobre todo, del diferencial de costes salariales y fiscales, así como de las escasas exigencias en materia de condiciones laborales o controles ambientales.

Es indudable que, en una aproximación superficial, ese trasvase de actividad industrial y de un número creciente de servicios que usan como materia prima la información hacia los países en desarrollo podría valorarse positivamente en términos de reequilibrio, frente a la secular polarización en los países desarrollados y es evidente que este mundo cada vez más plano ha abierto oportunidades para determinadas regiones tradicionalmente excluidas (Friedman, 2006). Pero una mirada más atenta comprueba que sus costes también resultan evidentes y tenderán a acentuarse de no establecer medidas correctoras.

En ese sentido, la puesta en competencia de trabajadores que viven y trabajan en entornos absolutamente desiguales ejerce una presión para equiparar por abajo las condiciones laborales y los salarios de quienes residen en los antiguos países industriales bajo la amenaza constante que supone el chantaje de las deslocalizaciones, lo que les convierte en rehenes de una globalización extrema. Al mismo tiempo, se ha provocado en ellos una importante destrucción de empleos que el desarrollo de la economía del conocimiento o de los sectores creativos no logra compensar en la mayoría de casos, junto a una reducción en la capacidad negociadora de los sindicatos, al tiempo que se han extendido las fronteras de la precariedad y la importancia relativa del llamado mercado secundario de trabajo, donde esta última es la norma.

Pero, en el otro plato de la balanza, la situación laboral de ese inagotable ejército de reserva incorporado en las dos últimas décadas al mercado global, más

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como productor que como consumidor, deja bastante que desear a juzgar por los informes anuales sobre tendencias del empleo que edita la Organización Internacional del Trabajo. Así, por ejemplo, el publicado en el último año se inicia con la afirmación de que “al despuntar 2012 el mundo se encuentra ante un grave problema de desempleo y déficits generalizados de trabajo decente” (OIT, 2012: 1). De su exhaustivo análisis destaca la permanencia de unos 1.520 millones de trabajadores vulnerables (bajos salarios, ausencia de derechos laborales, temporalidad o ausencia de contrato…), unos 140 millones más que en el año 2000 y casi la mitad del total empleado en los países en desarrollo (48,2% entre los hombres y hasta el 50,5% entre las mujeres), de los que 900 millones son calificados como trabajadores pobres, al no alcanzar con su trabajo un ingreso diario mínimo. De ahí que, tras varios decenios de deslocalizaciones que generaron elevadas plusvalías empresariales, la promoción de ese trabajo decente en los nuevos países industriales siga siendo uno de los objetivos prioritarios de esa organización.

En resumen, como señala uno de los más conocidos defensores de la desglobalización, “la mundialización ha fabricado parados en el norte y ha aumentado el número de los semiesclavos en el sur, ha destruido en todas partes los recursos naturales, ha dado el poder a los financieros y ha privado a los pueblos de los medios de autodeterminarse que habían conquistado” (Montebourg, 2011: 38). Tanto desde esas posiciones muy críticas, como para quienes defienden una globalización en sus cabales (Rodrick, 2011) que ponga fin a la hiperglobalización de los últimos tiempos, parece abrirse camino la idea de que es necesario que los Estados mantengan cierta capacidad para definir una política económica y, en concreto, recuperen una política industrial que defina prioridades estratégicas y las apoye con recursos, sin verse sometidos a las actuales prohibiciones de la OMC, tal como también hicieron todas las potencias asiáticas emergentes.

Igualmente se hace urgente evitar el dumping social y ecológico que supone la inexistencia de barreras a la libre circulación de mercancías producidas a veces en condiciones de explotación laboral, ausencia de derechos o destrucción ambiental inaceptables en los países de destino, sin respetar unos estándares internacionales mínimos. Cuando alguien tan poco sospechoso de radicalismo como un catedrático de Harvard afirma ahora que “las democracias tienen el derecho a proteger su organización social y cuando este derecho interfiere con los requisitos de una economía global es esta última la que debe dejar paso” (Rodrick, 2011: 21), es evidente que se ha alcanzado una situación crítica también desde esta perspectiva.

d) Crisis energética y de sostenibilidad.

Una última dimensión de la crisis, no menos importante que las anteriores, es la que afecta a un modelo de crecimiento económico que desde el siglo XIX se basó en un consumo intensivo de fuentes de energía fósiles, abundantes y a precios relativamente baratos. Sin considerar ahora sus impactos ambientales y su directa relación con el calentamiento global, este soporte necesario para asegurar el dinamismo económico parece enfrentarse a sus límites en un futuro próximo.

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En julio de 2008, dos meses antes del estallido de la burbuja financiera en Estados Unidos, el precio del barril de petróleo alcanzó un máximo histórico de 147,70 dólares, cuando siete años antes apenas superaba los 24 dólares. Aunque la recesión económica en 2009 redujo de nuevo los precios, al año siguiente volvieron a elevarse y desde entonces fluctúan en niveles bastante superiores a los del periodo anterior a la crisis. Si en vez de valores puntuales se consideran precios medios anuales en valores constantes (dólares de 2011), el nivel más bajo de las tres últimas décadas se alcanzó en 1998, con un promedio de 17,55 dólares por barril, que se duplicaba cinco años después (35,25 dólares en 2003) y casi se triplicó de nuevo en el siguiente lustro (101,61 dólares en 2008). Tras una breve caída en 2009 como resultado de la recesión económica mundial (64,66 dólares), los precios han vuelto a remontar con rapidez y en 2011 registraron su nivel más alto de toda la serie histórica, con un promedio de 111,26 dólares, según las estadísticas que publica anualmente British Petroleum.

Más allá de circunstancias coyunturales o tensiones geopolíticas en las áreas de extracción, esa tendencia que tiende a consolidarse se relaciona con tres tipos de factores que se refuerzan entre sí. El primero de ellos corresponde al aumento de la demanda derivado del fuerte crecimiento de China y otros países emergentes, que supusieron la mitad del incremento del consumo registrado en la última década. No obstante, frente a argumentos que parecen responsabilizar a estos países de querer imitar el estilo de vida intensivo en consumo de energía que caracteriza al mundo desarrollado ya desde hace décadas, parece necesario señalar que “con el aumento de la cantidad de personas que aspiran a este tipo de consumo, los problemas del planeta se incrementarán” (Tabb, 2009: 126), lo que sitúa la responsabilidad de la situación en un estilo de vida insostenible a medio plazo.

Una segunda causa del encarecimiento de la energía es su progresiva integración en la lógica de los mercados financieros. El precio de estos productos depende cada vez menos de su oferta o demanda reales y mucho más de la compraventa que se realiza a diario en los mercados de futuros. Las principales compañías del sector y algunos grandes operadores financieros (Goldmann Sachs, JP Morgan, Citigroup, Bank of America y Morgan Stanley) tienen una elevada influencia en esos mercados y en una oscilación de precios que permite grandes ganancias especulativas. Al mismo tiempo, la aparición de otros inversores que en determinados momentos trasvasan capital desde otros sectores menos rentables –como ocurrió en 2008 con el inmobiliario y el financiero- también provocan periódicas burbujas de precios y, sobre todo, una creciente inestabilidad.

Pero una tercera causa que no puede ser ignorada se refiere al progresivo agotamiento de las reservas de hidrocarburos conocidas. Según la Agencia Internacional de la Energía a partir de su informe anual correspondiente a 2010, corroborado por otras instituciones privadas como la ASPO (Association for the Study of Peak Oil and Gas), se estaría alcanzando en la actualidad el pico del petróleo. Esto corresponde al momento en que ya se han consumido la mitad de las reservas petrolíferas extraíbles con la tecnología y condiciones de mercado actuales, situación

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que se trasladaría al gas natural en una década y al carbón hacia 2025 (Fernández Durán, 2011). Aunque en el pasado el descubrimiento de nuevas reservas o las mejoras técnicas en los sistemas de extracción se encargaron de refutar este tipo de predicciones, lo que sí parece fuera de toda duda es que aumentar la producción de este tipo de energía fósil en el futuro supondrá costes directos crecientes –además de los costes ambientales indirectos- y el consiguiente freno para el crecimiento económico global.

Pero, como recuerda Rifkin (2011), si el pico de la producción total de petróleo está en discusión, lo que resulta indiscutible es que el pico global del petróleo per capita, es decir, el volumen producido por habitante, se alcanzó hace ya varias décadas. Si se concreta en unas sencillas cifras, en 1981 la producción diaria de petróleo en el mundo fue de 59,5 millones de barriles, en 1991 ascendió a 65,2 millones, hasta 74,8 millones en 2001 y alcanzó los 83,6 millones en 2011. Pero como la población mundial lo hizo aún con mayor rapidez (de 4.531,8 millones en 1981 a 6.974,0 en 2011), eso supone que la producción per capita, que era de 13.140 barriles en 1981, descendió de forma lenta pero constante en las tres décadas siguientes hasta los 11.980 del año 2011.

A los problemas estructurales relacionados con la energía se suman los relativos a algo tan sensible como los alimentos. No por casualidad, también en 2008 el precio medio de algunos productos básicos como el arroz, el trigo o la soja aumentó un 74%, 87% y 130% respectivamente. La consecuencia fue que, más allá de lo que Magdoff (2009) califica como hambre rutinaria, los informes de la FAO denunciaron un aumento inmediato de la subalimentación y de la inseguridad alimentaria en 2009, que se atenuó ligeramente al año siguiente pero se mantiene en niveles muy elevados desde entonces.

También en este caso, las causas se repiten. Más allá de circunstancias coyunturales que afectan a las cosechas o del efecto provocado por la crisis de la agricultura de subsistencia en países forzados por los organismos internacionales a especializarse en productos de exportación para obtener divisas con que pagar sus deudas, tres son las razones básicas del aumento de precios. La especulación con muchos de estos productos en unos mercados globales que operan con una lógica financiera es la primera. El aumento de la demanda asociado al crecimiento económico y el cambio de hábitos alimentarios en los países emergentes la segunda. El impacto derivado de los elevados precios energéticos sobre los insumos agrarios y el uso de una parte de la producción para fabricar agrocombustibles la tercera.

El efecto combinado de los procesos que acaban de comentarse es que se ha alcanzado una situación que puede calificarse como círculo vicioso, pues el crecimiento económico aumenta con rapidez la demanda energética y los precios, lo que provoca su detención, con efectos que también se trasladan a los alimentos y otras materias primas. Sin duda los especuladores financieros y la desregulación de los mercados echan gasolina al fuego, provocando cambios bruscos en las cotizaciones. Pero parece existir un bloqueo estructural que refuerza el carácter

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sistémico de lo que puede, por tanto, entenderse como una crisis del capitalismo global, basada en la aplicación de la agenda neoliberal y el predominio de una lógica de acumulación financiarizada.

Esta es la interpretación que aquí se propone respecto a los movimientos tectónicos de fondo que son el fundamento de la actual crisis, pero es también evidente que sus manifestaciones resultan diferentes según territorios y comprender mejor las razones de esas diferencias será el argumento central a desarrollar en las páginas que siguen.

1.3. Territorios, vulnerabilidad y crisis.

Tal como señalan Hardt y Negri (2011: 9), “uno de los principales efectos de la globalización es la creación de un mundo común que, para bien o para mal, todos compartimos, un mundo que no tiene afuera”. La suma de procesos interrelacionados que constituyen el origen de la actual crisis sistémica, así como sus principales consecuencias, afectan, de uno u otro modo, a todos los territorios y las incertidumbres que se ciernen sobre el futuro a corto plazo de la economía mundial en su conjunto siguen siendo muy elevadas.

Ahora bien, cualquier observación superficial permite comprobar que el impacto de la crisis muestra, al mismo tiempo, intensidades y manifestaciones muy diversas, que son compatibles con la afirmación anterior pero también exigen un análisis y una interpretación más precisos de las transformaciones en curso. De una parte, mientras algunos territorios se muestran particularmente frágiles y padecen las situaciones de mayor gravedad, otros parecen dotados de mayor resistencia y sus indicadores de desarrollo apenas se han visto afectados en estos años. A su vez, algunos lugares consiguen adaptarse mejor a la nueva situación, renovarse y recuperarse en un tiempo más o menos breve, en tanto otros inician un periodo de deterioro prolongado, sin encontrar alternativas definidas para superar tal situación. Por último, mientras ciertos territorios se muestran incapaces de articular respuestas propias ante la crisis, resultado de la coordinación y colaboración entre diferentes actores, por lo que cifran sus esperanzas en la ayuda externa, otros logran poner en marcha respuestas proactivas y proyectos compartidos para hacerle frente, aunque sus resultados no sean visibles de inmediato.

En consecuencia, cada una de las grandes crisis del capitalismo se ha saldado con la aparición de una nueva generación de países, regiones y ciudades en declive frente a otros que mantienen una trayectoria estable e, incluso, un tercer grupo emergente, que ve mejorar sus condiciones por su mayor adecuación al nuevo contexto. Si, en palabras de Veltz (1999: 104), “la apertura y la ampliación del mercado mundial se realiza movilizando recursos sociales y culturales muy específicos, ligados a la historia de cada territorio”, lo que justifica que la globalización haya tenido expresiones diversas más allá de las tendencias comunes que ha impulsado, algo similar ocurre ahora con los impactos de la crisis. Pero sólo una observación capaz de analizarlos a diferentes escalas espaciales permite ofrecer una aproximación

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adecuada y esa es la principal aportación que puede hacerse a su estudio desde un enfoque geográfico, atento a mostrar la espacialidad inherente a los procesos económicos y sociales, así como la lógica y las relaciones de poder subyacentes.

Tal como plantea Ron Martin, pueden así identificarse múltiples geografías locales de una crisis que sin duda tiene dimensión global, pero que ofrece manifestaciones diversas y a veces contradictorias. Esto proporciona un notable ejemplo de glocalización, en el que las estrategias financieras globales se han combinado con otras específicas en los diferentes ámbitos locales para provocar impactos muy heterogéneos (Martin, 2011: 592). Esa variedad suele relacionarse de forma habitual con la vulnerabilidad propia de cada territorio, lo que exige fijar la atención sobre el significado que debe otorgarse a este término en relación con la crisis.

El de vulnerabilidad es un concepto polisémico, es decir, utilizado en contextos múltiples y con significados diversos, por lo que no existe una definición única y generalizable. Su desarrollo ha sido mayor en el ámbito de los estudios ambientales y en relación con el análisis de desastres, que de explicaciones físico-naturales han evolucionado para incluir también factores socioeconómicos, pero en los últimos años también se ha difundido en las ciencias sociales y, más en concreto, en los estudios urbanos.

En tal sentido, puede considerarse vulnerable a aquella persona, grupo social o territorio con alta propensión o probabilidad de verse afectado por algún tipo de daño en función de dos tipos de razones que a menudo se complementan. Por un lado, una elevada exposición a riesgos de diversa naturaleza o a situaciones adversas que escapan a su control. Por otro, su indefensión, escasa capacidad de respuesta y dificultad de adaptación a la nueva situación, ya sea por sus propias debilidades y falta de medios adecuados o, además, por la falta de apoyo externo para atenuar los daños provocados. Factores externos e internos suman, por tanto, sus efectos, aunque con importancia variable de unos y otros según los casos.

La vulnerabilidad presenta algunos rasgos básicos, el primero de los cuales es su carácter relativo, pues todos somos hasta cierto punto vulnerables pero en distinto grado y ante diferentes situaciones, por lo que su aplicación al análisis de los territorios sólo tendrá sentido en términos comparativos. En segundo lugar, la vulnerabilidad es dinámica, pues si bien a menudo la fragilidad actual es resultado de un largo proceso y persiste con el paso del tiempo, puede aumentar o disminuir en relación con decisiones y acciones sucesivas que se acumulan a lo largo de la trayectoria histórica seguida por un mismo territorio. En tercer lugar, es también una construcción social, por lo que determinadas ideologías como la neoliberal, que prima la competencia entre desiguales, erosiona los mecanismos de solidaridad y busca reducir la acción pública en materia de protección social y establecimiento de controles a la acción de los mercados, aumentan la vulnerabilidad de aquellas personas, sectores sociolaborales y territorios con mayores dificultades para salir indemnes de esa competencia. Lo mismo ocurrirá con determinados modelos de crecimiento excesivamente especializados en

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lo económico, polarizados en lo social e insostenibles a medio plazo en lo ambiental, que fragilizan a aquellos territorios que los adoptan, lo que permite hablar de una incertidumbre fabricada (CEPAL, 2002).

Por último, tiene una dimensión objetiva y mensurable a partir de determinados indicadores –sometidos a debate y dependientes de la información disponible- junto a otra subjetiva que se relaciona con “la percepción de inseguridad y miedo que los ciudadanos tienen del territorio donde viven y de sus propias condiciones sociales” (Hernández Aja, 2007: 8). El Observatorio de la Vulnerabilidad Urbana en España, que ofrece información sobre todas las ciudades que superan los 50.000 habitantes además de las capitales, con datos que -a la espera de información proveniente del nuevo censo- corresponden a 2001 y 2006, incluye por esa razón entre los veinte indicadores de vulnerabilidad algunos de carácter sociodemográfico, socioeconómico y residencial, pero también otros de índole subjetiva (De Santiago, 2010).

Desde esa perspectiva, los impactos provocados por catástrofes puntuales (inundaciones, sismos, tsunamis, guerras…) o por crisis económicas de larga duración en los diferentes territorios deben interpretarse “no como fenómenos puntuales, espontáneos e inevitables, sino como el resultado de causas estructurales y procesos de largo y medio plazo, muchos de ellos modificables por la acción humana” (Pérez de Armiño, 2000: 3). Así pues, si centramos la atención en las crisis capitalistas, la amplitud e intensidad de sus negativos efectos variarán, desde luego, según la profundidad y duración de cada una de esas crisis, pero también en función de la vulnerabilidad previa de cada territorio (exposición + capacidad de respuesta). Al mismo tiempo, sucesivas crisis pueden acentuar el grado de vulnerabilidad territorial, debilitando aún más su capacidad para hacerles frente. Pero pueden también aparecer rupturas en esa tendencia debidas a la aplicación de estrategias de revitalización o resiliencia que se utilizaron para enfrentar las consecuencias de crisis anteriores y que han sido capaces de generar nuevas fortalezas.

En definitiva, puede proponerse como hipótesis que la diferente gravedad y profundidad de la crisis actual en países, regiones y, en especial, ciudades, es el resultado o reflejo de la vulnerabilidad generada por su trayectoria previa. Pero, dicho esto, quedan aún sin resolver dos cuestiones centrales: cómo comparar la situación de las ciudades ante la crisis y cuáles pueden ser las causas explicativas de esa distinta vulnerabilidad urbana. Las siguientes páginas intentarán avanzar algunos pasos en la respuesta a ambas preguntas.

1.4. Ciudades frente a la crisis: principales indicadores para un diagnóstico comparativo.

Desde que estalló la burbuja financiera en Estados Unidos, en septiembre de 2008, y su impacto provocó la crisis financiera internacional y la posterior recesión económica en 2009, comenzaron a publicarse algunos informes sobre el reflejo de esa crisis en las áreas urbanas y las respuestas dadas por sus gobiernos, que fueron especialmente numerosos en los dos años siguientes para casi desaparecer desde

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entonces, cuando la recesión se concentró en ciertos países. La mayoría fueron realizados o financiados por instituciones internacionales y se basaron en el uso de algunos indicadores estadísticos, generalmente escasos y con un periodo de análisis muy breve como para establecer tendencias consistentes. Por esa razón, esos escasos datos se complementaron con cuestionarios enviados a representantes políticos y, en algunos casos, a otros actores sociales relevantes de las ciudades que se analizaban.

Uno de los más significativos fue el proyecto URBACT II, promovido por la Unión Europea (Soto, 2010) y que consideró la situación de 131 ciudades en 25 países europeos. También pueden mencionarse el informe de la OCDE sobre el papel de los líderes locales frente a la crisis (Clark, 2009), así como los realizados por el Consejo Europeo de Municipios y Regiones (CEMR, 2009), la organización United Cities and Local Governments (2009), o el Metropolitan Policy Program de The Brookings Institution y la London School of Economics and Political Science (Berube et al., 2010). A escala de sistemas urbanos nacionales, pueden citarse los relativos al efecto de la crisis en las ciudades británicas (Lee, Morris y Jones, 2009), norteamericanas (Paulais, 2009), o en las zonas de empleo francesas (Davezies, 2010)

Pese a su valor como primeros intentos de diagnosticar los efectos del proceso, estas investigaciones resultan poco numerosas, parciales en cuanto al tipo de indicadores considerados y heterogéneas desde el punto de vista metodológico, por lo que su utilidad actual es bastante limitada. En consecuencia, un primer objetivo de investigación para una geografía de la crisis en España sería la elaboración de un mapa de la crisis a diferentes escalas con objeto de esbozar una panorámica de conjunto, base necesaria para aportar luego una interpretación de los posibles factores subyacentes a la desigual vulnerabilidad de regiones, ciudades o áreas rurales ante shocks externos como los padecidos en estos últimos años.

Las áreas urbanas son protagonistas esenciales en la evolución contemporánea de las sociedades europeas, por lo que los ciclos económicos que marcan el desarrollo del sistema capitalista siempre encontraron en ellas su mejor reflejo, tanto en los periodos de crecimiento como en los momentos de crisis. Pero se trata también de entidades complejas, donde la diversidad económica, social o cultural es la norma, lo que favorece fuertes contrastes tanto en su interior como en las trayectorias seguidas por unas y otras. Puede afirmarse por tanto que, al tiempo que “son origen y epicentro de la crisis, que se manifestará aquí en su forma más persistente y virulenta” (Perló, 2011: 9), existirán notorias diferencias en cuanto al impacto recibido, tanto por las ciudades que forman parte de un mismo sistema urbano como en el interior de las aglomeraciones metropolitanas o entre los barrios de una misma ciudad. Precisar dónde se encuentran las áreas en que la recesión económica ha causado un mayor impacto, lo que Cohen (2012: 40) identifica como “los lugares de la crisis”, resulta un aspecto importante tanto porque ayuda a conocer mejor la configuración espacial de las economías nacionales como porque puede ser útil para

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focalizar determinadas políticas y, en ambos sentidos, la escala urbana resulta particularmente significativa.

Muchos son los indicadores potenciales que pueden considerarse para valorar esas diferencias y la capacidad de las ciudades para evitar el declive, sumergirse en él o recuperar su vitalidad anterior. En el caso de los indicadores cuantitativos, no obstante, la disponibilidad de información a escala local y actualizada limita en la práctica la posibilidad de medir el carácter multifacético de la vulnerabilidad y de la crisis a un número generalmente reducido de variables. Tanto este hecho como la conveniencia de incorporar, en ocasiones, algunas dimensiones de la crisis difíciles de reducir a valores estadísticos aconsejan el uso complementario de indicadores cualitativos, al menos en estudios de caso sobre lugares concretos. Aunque sin pretensión de exhaustividad y con un simple objetivo sistematizador, se han identificado hasta una treintena de indicadores potenciales para llevar a cabo una valoración comparativa sobre el impacto de la crisis en las ciudades españolas, agrupados en cinco componentes básicos (tabla 1.1).

• Indicadores económicos, destinados a medir la posible disminución de la actividad empresarial –total y por sectores de actividad- a partir de los cierres, ajustes de capacidad y evolución del número total de establecimientos, que tendrían como complemento un menor nacimiento de nuevas empresas. Todo ello puede generar efectos directos sobre la producción y el consumo locales, así como sobre los flujos de inversión recibidos. Pero otro indicador del rumbo tomado por la economía local se relaciona con la crisis fiscal de un sector público enfrentado a la reducción de transferencias desde el Estado central, la reducción de ingresos por licencias y actividad, junto al mantenimiento de las demandas sociales y la dificultad para acceder a financiación privada. En ese sentido, tanto el nivel de endeudamiento de la administración local, como la evolución de sus presupuestos o de la inversión realizada en servicios, equipamientos e infraestructuras resultarán útiles para el diagnóstico.

• Indicadores laborales, que reflejan el efecto combinado de la dinámica económica y del marco regulatorio, tanto sobre el volumen total de población incluida y excluida del mercado de trabajo, como sobre la calidad del empleo o el sistema de relaciones laborales. Indicadores de la intensidad alcanzada por la crisis pueden ser tanto la disminución de la afiliación a la Seguridad Social y de las cifras anuales de contratación a escala local, como el incremento en el paro registrado o en la precariedad laboral (temporalidad, subempleo, autónomos precarios…), sin ignorar la mayor presencia de trabajo sumergido y, como contrapunto, el incremento de los expedientes de regulación de empleo o de diferentes formas de conflictividad por motivos laborales.

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Tabla 1.1. Indicadores del impacto de la crisis económica en las ciudades.

COMPONENTES INDICADORES DE IMPACTO

Económicos

• Disminución en el número total de empresas • Descenso en la creación de nuevas empresas • Disminución o estancamiento del PIB local • Disminución del consumo y las ventas • Aumento en deuda financiera de la administración local • Disminución de los presupuestos locales e inversión pública

Laborales

• Reducción de la afiliación a la Seguridad Social • Reducción en el número de contratos anuales • Aumento del paro registrado general y en grupos de riesgo • Aumento de la precariedad laboral (temporalidad, subempleo) • Aumento del empleo informal/sumergido • Aumento en EREs y conflictividad laboral

Sociales

• Disminución de la renta media familiar • Aumento de las desigualdades de renta • Aumento de la población bajo el umbral de la pobreza • Aumento de población sin hogar y en centros de asistencia • Deterioro de los servicios sociales • Aumento de la contestación ciudadana

Demográficos

• Estabilización o descenso de la población residente • Envejecimiento de la estructura demográfica • Balance migratorio negativo • Emigración de trabajadores cualificados/alto nivel educativo

Inmobiliarios

• Descenso en la construcción y venta de viviendas • Reducción del precio medio de venta de la vivienda • Reducción inmuebles empresariales (edificación, venta, precio) • Reducción de alquileres de oficinas y naves • Aumento de ejecuciones hipotecarias y desahucios • Abandono de viviendas e infraestructuras

Fuente: Elaboración propia.

• Indicadores sociales, que consideran los efectos derivados de la crisis sobre el grado de cohesión o el aumento de la segmentación interna. Para ello pueden ser de utilidad indicadores que midan la evolución de la renta media familiar y, más aún, los posibles incrementos en la desigualdad entre los diferentes estratos de la pirámide social, en la población que se encuentra en riesgo de pobreza/exclusión y de aquella que requieren la asistencia social para enfrentar la situación (refugios para población sin hogar, comedores sociales…). El deterioro de los servicios sociales, visible a través de sus presupuestos, plantillas laborales, etc., junto al aumento de la contestación y de la movilización ciudadana pueden ser también reflejo destacado del descontento provocado por la crisis urbana y por las políticas aplicadas como respuesta.

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• Indicadores demográficos, relacionados tanto con el estancamiento o la disminución del número de habitantes censados o empadronados como, sobre todo, por unos saldos migratorios negativos que suelen reflejar de forma sintética el pulso socioeconómico de las ciudades, siendo también relevante considerar la emigración de jóvenes con alto nivel formativo y trabajadores cualificados. Todo ello mostrará sus efectos sobre la evolución de la estructura por edades y la tendencia a acelerar el envejecimiento demográfico.

• Indicadores del mercado inmobiliario, de especial importancia en países como España que tienen a este sector en la raíz de buena parte de sus actuales problemas. La dinámica inmobiliaria urbana tras el estallido de la burbuja puede quedar bien reflejada en el descenso registrado por las viviendas que inician o finalizan su construcción anualmente, las cifras de venta y sus precios medios. También será significativo considerar la situación del inmobiliario empresarial (naves, oficinas y locales comerciales), tanto en cuanto a construcción, ventas y precios, como a evolución de los alquileres, que son más sensibles a los cambios de coyuntura. Pero el aspecto de la dinámica inmobiliaria con mayor impacto social es, sin duda, la evolución registrada por las ejecuciones hipotecarias y los desahucios de quienes no pueden hacer frente al pago, en tanto el abandono de determinadas áreas edificadas o en construcción, así como de infraestructuras, tiene un impacto directo sobre los paisajes urbanos y resulta, a menudo, el reflejo más gráfico de que “la crisis es también, sin duda, crisis de un cierto modelo de urbanización” (Baraud-Serfaty, 2009: 87).

A partir del análisis de este tipo de información y su tratamiento estadístico para definir tendencias y regularidades, un objetivo complementario será el establecimiento de tipologías que sistematicen el comportamiento de las ciudades ante la crisis, revisando en su caso clasificaciones ya existentes, elaboradas en su momento con otro tipo de criterios. Finalmente, los resultados obtenidos pueden permitir comprobar en qué medida la crisis influye sobre los modelos de organización territorial vigentes en el periodo anterior, acentuando o atenuando, por ejemplo, las tendencias a la aglomeración, los fenómenos de policentrismo, la segmentación interna de los espacios urbanos y metropolitanos, etc. Se trataría, en definitiva, de considerar hasta qué punto puede considerarse que se apunta ya lo que Harvey (2007) define como una nueva solución espacial (spatial fix) acorde con un nuevo régimen de acumulación y un nuevo modo de regulación emergentes, que surgen como respuesta a las grandes crisis que han marcado la trayectoria del capitalismo.

1.5. Una interpretación multiescalar sobre el desigual impacto urbano de la crisis económica.

Comprender mejor por qué algunas ciudades parecen más resistentes y capaces de superar la actual situación mientras otras se muestran más vulnerables resulta, sin duda, el aspecto central de cualquier investigación que aspire a superar la aportación de nueva información para ofrecer también un conocimiento que pueda

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orientar actuaciones destinadas a revertir la actual situación con criterios más consistentes. Para lograrlo, el principal argumento que aquí se defiende es que resulta necesario considerar tanto factores externos como también internos al propio territorio. Es precisamente “la tensión dialéctica entre ambos tipos de factores la que produce y reproduce un desarrollo geográfico desigual y es un error priorizar unos sobre otros” (Hadjimichalis, 2011: 257).

Pero ese planteamiento general puede concretarse en la identificación de tres planos o escalas de análisis -complementarios e interdependientes- para interpretar las múltiples causas de la crisis en un lugar determinado, tal como propone de manera esquemática la figura 1.1.

Figura 1.1. Claves del desigual impacto urbano de la crisis: propuesta interpretativa.

CRISIS FINANCIERA INTERNACIONAL

Reducción delcrédito

Cierres/ajustesy desempleo

Crisis delmercado

inmobiliario

Freno consumo ydeterioro bienestar

Endeudamiento einversión pública

IMPACTOS DE LA CRISIS

EN ÁREAS URBANAS

EFECTOPAÍS

(Estado)

CONDICIONES LOCALESGrado y tipo de inserción

exterior

Base económica

urbana

Tamaño urbanoy recursosespecíficos

Sistema local de innovación y

capital humano

Trayectoria local y marcoinstitucional

• Marco regulatorio neoliberal• Exposición a burbujasfinanciera e inmobiliaria

• Trayectoria socioeconómica• Sistema nacional de I+D+i• Liderazgo y políticas públicas

Fuente: Elaboración propia.

Las transformaciones que viven hoy ciudades concretas como resultado de la crisis son reflejo, en primer lugar, de los procesos estructurales ya analizados que cuestionan el modelo de globalización neoliberal de las últimas décadas, que permitió un desarrollo anómalo del capital financiero cuyos excesos, en ausencia de regulación, están en su origen. La crisis financiera internacional, con la espiral recesiva desencadenada por la restricción del crédito a las empresas y las familias, junto a los problemas de endeudamiento privado y público que afectan de forma negativa la inversión y el empleo, constituye un marco común de referencia para la crisis urbana. Aunque sus efectos en los países periféricos de la Eurozona o en Estados Unidos

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resultan especialmente acusados, su difusión al conjunto del sistema en 2008 justificó que esta temática alcanzase una dimensión internacional, si bien con importancia y significado distintos según regiones.

Pero, como en anteriores crisis, esos efectos resultan contrastados según países, pues el Estado sigue siendo esencial para definir un marco regulatorio y de acumulación específico, tanto a partir de la normativa legal existente como de la relación de fuerzas entre las diversas fracciones del capital, el sistema de relaciones sociales, la organización política, las características del sistema nacional de innovación, etc. Tal como Milton Santos afirmó en su día, el Estado ejerce de “intermediario entre las fuerzas externas y los espacios en que han de repercutir localmente esas fuerzas externas” (Santos, 1990: 199).

Esto provoca lo que algunos califican como efecto país, que puede relacionarse con el grado de exposición al riesgo. En tal sentido, las ciudades de aquellos países donde la incorporación del marco regulatorio neoliberal y el desarrollo de la burbuja inmobiliario-financiera fueron mayores se enfrentan ahora a una situación más difícil. Lo mismo puede decirse en relación con países donde las debilidades derivadas de su específica trayectoria económica, el limitado desarrollo de su sistema nacional de innovación, el mal uso de sus recursos territoriales, la polarización social o el elevado endeudamiento suponen otros tantos lastres que dificultan hoy la definición de vías alternativas para renovarse y recuperar el dinamismo perdido. Finalmente, la orientación de las políticas públicas, el desarrollo de los sistemas de concertación social o el grado de liderazgo mostrado por los gobiernos para enfrentar la crisis son también factores de diferenciación a considerar.

Pero si los dos planos anteriores son bien conocidos y cuentan con abundante bibliografía especializada, lo que ahora pretende destacarse es la relevancia de considerar un tercer plano o nivel de interpretación, relacionado con las características propias de cada lugar, que influye sobre el diverso impacto de la crisis en mucha mayor medida de lo que a menudo se considera, pues condiciona de forma directa su mayor o menor vulnerabilidad. Aunque apenas existen investigaciones realizadas hasta el momento que hayan abordado una interpretación en profundidad de esas claves locales, enraizadas en el propio territorio, aportando evidencias empíricas, pueden identificarse al menos cinco que, o bien se consideran de mayor capacidad explicativa, o bien han sido ya objeto de debate y, por tanto, pueden sugerir la construcción de hipótesis a contrastar con la realidad en el caso de las ciudades españolas.

La primera y más repetida en la mayoría de interpretaciones se relaciona con las características de la economía local, que parece penalizar o proteger según los casos. Es habitual considerar que las ciudades altamente especializadas en los sectores más afectados por la crisis serán también las que padezcan un declive más intenso, mientras que aquellas otras más diversificadas o con un tipo de especialización diferente verán atenuados sus impactos. Es bien conocido el hecho de que la crisis del fordismo, hace ahora más de tres décadas, resultó de especial

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gravedad en ciudades mineras, industriales y portuarias monoespecializadas en sectores de cabecera, intensivos en el uso de recursos naturales y trabajo, un perfil de cualificación muy orientado hacia esas actividades, con una destacada presencia de grandes empresas y del sector público, así como un escaso desarrollo de todo tipo de servicios y un elevado deterioro ambiental.

Pero, en cambio, no existe ahora un acuerdo similar en la identificación de esos sectores vulnerables y los resultados obtenidos en estudios realizados en distintos países no resultan coincidentes. Así, por ejemplo, en el caso francés Davezies (2010) considera que la especialización industrial de algunas de las 323 zonas de empleo en que se divide el territorio acentuó en ellas la crisis (al menos en 2008-2009) ante la estabilización del consumo interno que frenó la producción, las crecientes dificultades de exportación y la persistencia de las deslocalizaciones empresariales. En el caso británico, en cambio, el temprano informe de Oxford Economics (2008) identificó las áreas urbanas más vulnerables del país con las más especializadas en servicios financieros e inmobiliarios, situando en primer lugar a la City de Londres y a diferentes núcleos de su aglomeración metropolitana (Westminster, Kensington, Chelsea, Chester…), seguidas por ciudades de perfil similar y altamente terciarizado como Edimburgo, Bristol, Leeds, Manchester o Cardiff. En casos como el español, en cambio, se destaca la fragilidad mostrada por las áreas urbanas y litorales que se sumergieron en la lógica de la especulación inmobiliaria apoyada en un recurso masivo al crédito y se hiperespecializaron en lo que puede identificarse como una economía residencial basada en la construcción y el turismo, junto a servicios al consumo de baja productividad (Romero, 2010).

Otros dos factores sometidos a debate son los relativos a la influencia del tamaño poblacional y económico, junto al grado de inserción internacional de las ciudades. El informe realizado por la OCDE (Clark, 2009) ya destacó que las grandes ciudades y regiones metropolitanas están expuestas a recibir un impacto inicial más intenso que las ciudades medias o pequeñas por su mayor apertura exterior y vinculación a mercados globales (de capital, información, mercancías, etc.), lo que las somete en particular a la influencia ejercida por flujos de inversión y desinversión que pueden ser de un volumen muy elevado y escapan a todo control ante la progresiva liberalización de los mercados financieros. Pero también consideraba como hipótesis que cuentan con recursos abundantes y de calidad (infraestructuras y equipamientos, servicios avanzados, clusters empresariales consolidados…), junto a una base económica altamente diversificada, para impulsar una más pronta recuperación, tal como habría ocurrido en crisis anteriores. Este tipo de argumentos incide sobre un aspecto importante como es la distinta evolución de las ciudades a lo largo de lo que puede calificarse como el ciclo de vida de la crisis, por lo que diagnósticos realizados en sus inicios (2007-2009) pueden estar sometidos a revisión tras la intensificación de sus efectos a partir de 2010 y el traslado de la onda de choque hacia nuevas actividades como los servicios al consumo o el sector público.

Por el contrario, las conclusiones del proyecto Urbact II, elaboradas a partir de cuestionarios enviados a responsables de más de un centenar de ciudades en la

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primera fase de la crisis, encontraron efectos muy contrastados en ciudades de similar tamaño, aunque también confirmaron que “al menos en esta fase de la crisis, las ciudades más resilientes fueron aquellas con pequeñas empresas, que sirven a la demanda doméstica y se autofinancian” (Soto, 2010: 14), que localizaron sobre todo en Alemania, Polonia y Suecia. Esta afirmación llama así la atención de nuevo sobre la vulnerabilidad de las grandes metrópolis mejor integradas en la lógica de la globalización capitalista, aunque el debate abierto por ambos tipos de interpretaciones no cuenta hasta el momento con suficientes evidencias empíricas que puedan corroborarlas.

También la innovación y el conocimiento suscitan discusión respecto a su capacidad para proteger a las ciudades mejor posicionadas en ambos aspectos de los efectos negativos de la crisis al propiciar economías urbanas más competitivas y con capacidad creativa. El estudio de Lee, Morris y Jones (2009) sobre las ciudades británicas ya afirmó que el nivel de cualificación laboral previo era el factor clave del desigual aumento registrado por las tasas de paro. Conclusiones muy similares ofrecen Florida (2010) o Glaeser (2011) para las ciudades estadounidenses, al relacionarlo con la presencia de la clase creativa o el nivel formativo de su capital humano. Menos evidente parece, en cambio, si un volumen elevado de empleo en los sectores industriales y de servicios intensivos en conocimiento, tal como los define por ejemplo la OCDE, se correlaciona de forma positiva con un menor impacto, pues lo conocido hasta el momento apunta que esa vinculación tiene más que ver con el esfuerzo innovador local aplicable a todo tipo de actividades y empresas, así como con una eficaz colaboración público-privada en ese ámbito, que con la especialización de la ciudad en la llamada economía del conocimiento.

Un último factor explicativo apenas considerado hasta ahora sobre la crisis urbana, pero que se reveló importante para comprender por qué algunas ciudades de antigua tradición industrial consiguieron superar la padecida hace varias décadas, guarda relación con la capacidad e iniciativa de los actores locales para poner en valor los recursos e instituciones construidos a lo largo de su trayectoria histórica (Méndez, dir., 2010). Aquí se incluye la presencia de una cultura local (normas, valores, comportamientos colectivos…) favorables a la innovación, tanto en lo económico como en lo social, junto a la construcción de redes de colaboración para desarrollar determinados proyectos colectivos de interés común.

Aquellas ciudades donde su tejido económico, social y político ha alcanzado una mayor y mejor articulación –que no elimina el conflicto pero lo negocia- pueden mostrarse más resistentes ante una nueva crisis o, al menos, tener mejores condiciones para responderla, aplicando estrategias que favorezcan un reparto más equilibrado de sus costes y una más pronta recuperación. Este tipo de experiencias previas a la crisis actual también demostró la importancia del liderazgo ejercido por los gobiernos locales, tanto para poner en marcha y gestionar proyectos de revitalización, como para tejer vínculos entre los restantes actores presentes en la ciudad y permitir cierto grado de confianza, indispensable para lograr una cooperación efectiva.

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En resumen, tanto el marco interpretativo como la batería de indicadores propuestos en este capítulo inicial pretenden mostrar las posibilidades de llevar a cabo en el inmediato futuro un programa de investigación –necesariamente transdisciplinar- sobre los impactos territoriales de la crisis, las claves de la resistencia o vulnerabilidad mostradas por las diferentes ciudades y las estrategias locales más adecuadas para su revitalización. Además de suponer una temática bastante novedosa y de interés teórico, tiene una innegable relevancia social. Por ese motivo, más allá del ámbito académico sería importante una colaboración efectiva con otros actores sociales (sindicatos, organizaciones empresariales, movimientos ciudadanos…), capaces de aportar su experiencia de terreno a la definición de mejores preguntas y la obtención de interpretaciones más ajustadas, así como de trasladar algunos resultados a su práctica diaria. Como primera etapa de ese trayecto por recorrer, las páginas que siguen analizan los impactos de la crisis en las ciudades españolas, pero limitando lo esencial de su atención a uno de los más destacados como es el desempleo.

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CAPÍTULO 2. DESEMPLEO EN ESPAÑA: UN PROBLEMA ESTRUCTURAL CON EVOLUCIÓN CÍCLICA.

El desempleo constituye el lado más oscuro de la crisis económica en España y el más sentido por una sociedad que, desde hace tiempo, lo valora como su principal preocupación en todas las encuestas de opinión que se publican de forma periódica. Cada mes, los medios de comunicación se hacen eco de los dramáticos datos del paro registrado en las Oficinas Públicas de Empleo, con la consiguiente secuela de previsibles opiniones más o menos críticas u optimistas por parte de partidos políticos y agentes sociales. A su vez, cada trimestre se repite una situación similar cuando se hacen públicas las estimaciones de la Encuesta de Población Activa (EPA), elaborada por el Instituto Nacional de Estadística que, sin embargo, ofrecen una imagen distinta sobre la gravedad de la situación al presentar cifras no coincidentes con las anteriores. Así, por ejemplo, con el último dato disponible al escribir estas páginas que permite la comparación, al finalizar el segundo trimestre de 2012 los parados registrados en España ascendían a 4.615.269, mientras que la EPA eleva esa cifra hasta los 5.693.100, lo que supone una diferencia de más de un millón de personas.

Los que Bales (2000) calificó de forma cruda como trabajadores desechables, marginados por un sistema que les deja sin apenas protección frente a una incertidumbre y una inseguridad crónicas que les hace especialmente vulnerables en momentos de crisis económica, se convierten, pues, en protagonistas centrales de la actual situación. Por ese motivo, aunque los efectos de la crisis son visibles en otros muchos aspectos, aquí se ha optado por iniciar una investigación en esa línea a partir del análisis sobre los impactos del desempleo y su desigual gravedad según territorios.

Pero antes de abordar el análisis sobre la evolución reciente del desempleo en España, las diferentes interpretaciones de su especial intensidad en el contexto europeo y su desigual distribución regional, resulta necesario aproximarnos brevemente a la cuestión de las fuentes estadísticas que pretenden medir este fenómeno y al uso que aquí se hará de ellas. Sin ahondar en detalles técnicos más propios de otro tipo de textos, valorar las características y limitaciones de cada una de ellas ayudará a comprender las dificultades iniciales para dimensionar un fenómeno en apariencia simple, pero cuya definición ha estado sometida a cambios importantes a lo largo del tiempo.

2.1. Fuentes estadísticas para la medición del desempleo en España.

La información estadística sobre el mercado de trabajo español es bastante amplia y, sobre todo, heterogénea, al utilizar datos procedentes de fuentes muy diversas, obtenidos con metodologías igualmente dispares (Rodríguez Caballero, 2008). En el caso del desempleo, dos son las mencionadas de manera habitual, aunque sus contenidos y significado difieren de manera significativa como base para elaborar diagnósticos sobre el comportamiento actual de los diferentes territorios.

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La Encuesta de Población Activa (EPA), elaborada por el Instituto Nacional de Estadística (INE) con periodicidad trimestral, recoge información sobre la población activa e inactiva, ocupada y en paro desde 1976, cruzada con otra serie de características de la población (edad, sexo, nacionalidad, nivel de estudios, sector de actividad en que trabaja, etc.). Se basa en una encuesta realizada a una muestra de unas 65.000 familias cada trimestre que se renuevan de forma periódica, localizadas en un total de 3.484 secciones censales, lo que equivale a mantener una cifra aproximada de 180.000 personas. Tras diversas renovaciones anteriores, desde 2005 su metodología se ajustó a la existente en el conjunto de países de la Unión Europea según los criterios establecidos por su oficina estadística (Eurostat) y por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), lo que justifica que sea la fuente que permite comparaciones internacionales y también la de uso más frecuente en los estudios que sobre estas cuestiones se realizan en nuestro país.

Para la EPA, una persona desempleada o en paro se define como aquella de 16 ó más años que durante la semana de realización de la encuesta estuvo sin trabajo, pero disponible para trabajar y buscando empleo de forma activa, aspecto este último sometido a frecuente discusión y cuya identificación se ha modificado con el tiempo. Se contrapone así a la persona ocupada, definida como aquella otra que durante la semana de referencia trabajó al menos una hora por cuenta propia o ajena a cambio de una retribución en dinero o en especie, o que, pese a tener trabajo, estuvo temporalmente ausente por enfermedad, vacaciones, etc.

No obstante, su carácter muestral justifica que los resultados obtenidos sólo resulten significativos para el conjunto del país, así como para sus Comunidades Autónomas y provincias, pero no a escala local, puesto que el número de encuestas realizado es demasiado pequeño. Por ese motivo, si bien la utilizaremos para contextualizar la importancia del desempleo español en el ámbito europeo o para establecer comparaciones entre su evolución temporal y la de otra variable económica de uso frecuente como es el producto interior bruto (PIB), no será posible su utilización como soporte para el análisis territorial realizado a escala local, que ha debido basarse en otro tipo de fuente informativa.

Esa información corresponde a las cifras de paro registrado, integradas dentro de las estadísticas sobre Movimiento Laboral Registrado que publica mensualmente el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), antiguo Instituto Nacional de Empleo (INEM). Al tratarse de un registro administrativo que se actualiza de forma continua y del que se extraen todos los datos que corresponden a la situación al final de cada mes, tanto en el caso del paro como en relación a ofertas y demandas de empleo, colocaciones o contratos registrados, permite contar con información actualizada a escala local, por lo que constituye la única fuente utilizable para estudios urbanos capaz de permitir comparaciones entre las ciudades del conjunto del país o de cualquiera de sus territorios, así como para contrastar su evolución durante el periodo de crisis económica.

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Según la definición aprobada en 1985, se integran dentro del paro registrado aquellas demandas de empleo pendientes de satisfacer el último día de cada mes en las Oficinas Públicas de Empleo, con exclusión de las correspondientes a cinco colectivos específicos. En primer lugar, aquellos trabajadores ocupados pero que solicitan empleo para compatibilizarlo con el actual o sustituirlo, están en suspensión o reducción de jornada por un expediente de regulación de empleo (ERE), u ocupados en trabajos de colaboración social. También aquellos trabajadores sin disponibilidad inmediata para incorporarse al trabajo o en situación incompatible con el mismo (jubilados, personas con baja médica, de maternidad o con incapacidad temporal, receptores de pensiones de invalidez, estudiantes con menos de 25 años, etc.). Un tercer grupo lo constituyen aquellos trabajadores que sólo demandan empleos de características específicas (a domicilio, para periodo inferior a tres meses o jornada semanal inferior a 20 horas, para trabajar en el extranjero). El cuarto lo integran los trabajadores eventuales agrarios beneficiarios del subsidio especial por desempleo (antiguo PER) y, por último, aquellos demandantes que rechazan realizar acciones de inserción laboral adecuadas a sus características. Son precisamente los cambios que se han producido en el transcurso de los años en cuanto a este tipo de criterios los que dificultan establecer series homogéneas para periodos largos de tiempo y los que suelen ser objeto de discusión respecto a su pertinencia o a la posible voluntad de atenuar la intensidad del fenómeno que pueden suponer algunas de esas restricciones.

Desde mayo de 2005 se aplica un nuevo sistema de gestión de la información generada por los servicios públicos de empleo (SISPE), que ha afectado la estimación del paro registrado al actualizar y gestionar de manera automatizada la información de los diferentes registros, tanto el estatal como los autonómicos, lo que reduce de forma notable los errores y desajustes anteriores (Toharia y Malo Ocaña, 2005), habiéndose realizado una adecuación de la serie estadística desde 2001 para adecuarla a la actual. No obstante, hay que recordar que se trata de una fuente censal y no muestral como la EPA, que utiliza criterios y métodos distintos para definir e identificar a las personas desempleadas, por lo que las diferencias entre los datos que ofrecen ambas pueden considerarse normales y no les restan fiabilidad, siempre que se tengan presentes tales criterios.

A partir de la información sobre paro registrado que hace pública el SEPE es posible llevar a cabo una aproximación inicial al impacto de la crisis sobre el desempleo de las ciudades españolas que considere diversos tipos de indicadores. Sin tener en cuenta el cruce de estos datos básicos con determinadas características de esa población, que permitiría matizar los rasgos sociodemográficos de los desempleados, el análisis aquí realizado se limita a identificar dos indicadores complementarios, capaces de poner ya de manifiesto que el impacto de la crisis sobre el desempleo urbano resulta extraordinariamente desigual:

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a) Evolución del paro registrado en valores absolutos y tasas de crecimiento.

La información disponible permitiría realizar un análisis mensual con datos homogéneos a partir de mediados del año 2005, de utilidad para estudios longitudinales. No obstante, aquí se consideraron tan sólo las cifras correspondientes al 31 de diciembre de cada año, suficientes para definir una tendencia sin abordar cuestiones relativas a su estacionalidad que son ajenas a nuestros objetivos.

Un aspecto fundamental para otorgar más o menos validez a los resultados es el periodo de observación. A estos efectos, debe tenerse en cuenta que en España el incremento del paro registrado ya se inició de forma moderada durante el año 2007 y ha continuado hasta la actualidad, poniendo así de manifiesto el agotamiento del modelo productivo en que se había basado la expansión de años anteriores, antes incluso de que estallase de forma oficial la crisis financiera internacional en septiembre de 2008, Por ese motivo, se consideró que el intervalo más idóneo para valorar el impacto laboral de la crisis en toda su amplitud debería considerar el paro registrado al finalizar el año 2006 y compararlo con el existente al finalizar 2011, que es el último año con datos completos hasta el momento. Esto supone una observación que se prolonga ya durante cinco años, lo que permite reducir la aleatoriedad asociada a circunstancias coyunturales ocurridas en momentos y ciudades concretas. Como en el transcurso de este lustro se observa ya la consolidación de un ciclo de vida de la crisis, que se hizo más presente en sus inicios (2008-2009) en actividades, grupos de población y territorios concretos, pero que ha desplazado sus efectos hacia otros en años posteriores (desde 2010), la consideración del periodo 2006-2011 permite obtener un balance comparativo sobre el impacto de la crisis en el desempleo del conjunto de ciudades mediante el cálculo de sus tasas de crecimiento, a expensas de poder complementar este diagnóstico con otro interanual que defina trayectorias de la crisis según ciudades.

b) Tasa de paro registrado sobre población potencialmente activa.

A escala local, la información disponible sobre la población activa existente en cada municipio -ya esté ocupada o en situación de desempleo- se limita a la que aparece en los censos de población, por lo que no es posible ofrecer las tasas de paro –definidas como el cociente entre la población desempleada y la activa- para cada ciudad y con periodicidad anual o inferior. No obstante, los datos del Padrón Municipal de población sí permiten conocer la población en edad potencialmente activa (entre 16 y 65 años) existente en cada municipio a 1 de enero de cada año, aunque el número real de activos sea inferior, al incluir una proporción variable de personas inactivas, no incorporadas al mercado de trabajo pese a estar en edad legal de hacerlo.

En consecuencia, puede calcularse mediante un cociente la proporción de parados sobre la población de cada municipio con 16-65 años, lo que puede calificarse como tasa de paro registrado sobre población potencialmente activa. Aunque sus valores están por debajo del correspondiente a las tasas de paro calculadas con

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criterios estrictos, permiten una estimación significativa tanto de la gravedad del desempleo en cada ciudad como de los importantes contrastes interurbanos actuales2.

2.2. Impactos de las crisis económicas sobre el desempleo en España.

Los ciudadanos de la Unión Europea se enfrentan en los últimos años a una creciente paradoja. Pocas sociedades en el mundo han conocido en tiempos recientes un proceso de apertura exterior e integración de sus economías que pueda resultar comparable, tanto por su incorporación plena a la globalización y la aceptación de la agenda neoliberal, en mayor o menor medida, por parte de sus gobiernos, como por el propio proceso de construcción europea, que alcanzó su máximo exponente con la puesta en circulación de una moneda única en 16 países miembros y la creación del Banco Central Europeo.

Pero, más allá de la retórica oficial y pese al europeísmo de que hicieron gala durante un tiempo las opiniones públicas de numerosos países, los beneficios de esa unión se diluyen con el paso del tiempo, generando un creciente escepticismo. Esa sensación parece haberse contagiado ahora a bastantes gobiernos, más interesados por salvaguardar los intereses de sus respectivos Estados frente a los embates de la crisis que por abordar soluciones conjuntas basadas en la defensa de intereses comunes. No se trata de ahondar aquí en una cuestión ampliamente debatida y que cuenta con numerosas publicaciones especializadas, pero parece razonable suponer que la evolución reciente del empleo y el desempleo en el área no es, en absoluto, ajena a esa valoración crítica.

Desde comienzos del siglo actual y con independencia del ritmo de crecimiento económico registrado, lo cierto es que la tasa media de paro en el conjunto de los 27 países que componen la Unión Europea no ha logrado descender por debajo del 7%. Al finalizar el año 2011, tras varios años afectada por una crisis económica que aquí se prolonga de manera especialmente aguda, Eurostat contabiliza un total de 24 millones de desempleados, equivalentes al 9,7% de la población activa, y esa tasa se eleva hasta el 10,2% entre los países de la Eurozona. Pese a la frialdad de unas simples cifras, no resulta difícil imaginar que el drama del desempleo se ha convertido en problema social de primera magnitud para bastantes países que se configuraban desde hace décadas como el mejor exponente de la sociedad del bienestar, agravado a medida que aumenta el paro de larga duración y los colectivos excluidos de su derecho al trabajo.

                                                            2 Así, por ejemplo, al finalizar el último trimestre de 2011, la EPA estimaba que la con 16 años o más en España era de 38.508.200, con una población activa que ascendía a 23.081.200 personas frente a una población inactiva de 15.427.000, lo que equivalía a una tasa de actividad del 59,94%. De este modo, una tasa de paro respecto de la población potencialmente activa del 14% al finalizar 2011 –que es la aquí obtenida para el conjunto español- equivaldría al 23,3% de considerarse sólo la activa a efectos estadísticos, lo que coincide de forma muy aproximada con la tasa de paro de la EPA en esa fecha (22,9%). 

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No obstante, estas cifras generales no ocultan las enormes diferencias con que cada país se enfrenta al desempleo, que se han acentuado desde el inicio de la actual crisis. Tal como refleja la figura 2.1., la tasa media anual de paro de España en 2011 (21,7%) duplica con creces el promedio de la UE y se sitúa a bastante distancia de la de países como Grecia (17,7%), Letonia (15,4%), Lituania (15,4%) o Irlanda (14,4%), que le siguen en importancia. Pero la diferencia puede calificarse de abismal con respecto a la situación de otros socios como Austria (4,2%), Países Bajos (4,4%) o Alemania (5,9%), lo que pone de manifiesto una pervivencia de fuertes desigualdades entre el centro y la periferia de la región que las numerosas políticas destinadas a lograr el reequilibrio regional y una mayor cohesión territorial parecen haber sido incapaces de atenuar.

Figura 2.1. Tasas anuales de paro en los países de la Unión Europea, 2007-2011.

Fuente: Eurostat.

Esta primera evidencia a escala interestatal sobre la muy diversas sensibilidad mostrada por el empleo ante la crisis económica se refuerza cuando la mirada estática se complementa con otra dinámica, basada en la comparación entre las tasas de paro en los años 2007 y 20113. Los países de la UE vieron incrementada su tasa en algo más de una tercera parte (del 7,2% al 9,7%, un 34,7%), pero algunos de ellos llegaron a duplicarla con creces en esos cuatro años. De nuevo España (del 8,3% al 21,7%) tiene el dudoso honor de situarse a la cabeza de ese grupo, ahora acompañada por Irlanda, Grecia, Estonia, Letonia y Lituania, mientras otros países situados en el ojo del

                                                            3 Aunque en el conjunto de la UE la tasa de paro cayó una décima en 2008 respecto al año anterior para crecer desde entonces, en diez países la tasa mínima de desempleo se adelantó a 2007 y ha aumentado en los últimos cuatro años. Además de España, entre esos países se sitúan los más afectados desde entonces por la crisis, razón que justifica haber elegido el año 2007 como fecha inicial de comparación. 

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huracán de los mercados financieros como Italia o Portugal consiguieron moderar, al menos en términos comparativos, la destrucción de puestos de trabajo. Como contrapunto, países como Bélgica, Austria y, sobre todo, Alemania muestran ahora tasas de desempleo inferiores a las del inicio de este periodo.

Una última constatación que también resulta visible a esta escala y que puede añadirse como una más a las muchas reflexiones que debieran enfrentar los responsables de un proyecto europeo que sigue una deriva peligrosa, es que la crisis nos hace cada vez más desiguales. Sin detenernos ahora en análisis estadísticos más elaborados en apoyo de esa afirmación, baste un simple hecho que no por elemental deja de ser expresivo. En 2007, al inicio de la crisis, el país con una tasa de paro más elevada (Eslovaquia: 11,1%) multiplicaba por 3,1 la del situado en el extremo contrario (Países Bajos: 3,6%). En 2011, España (21,7%) ya multiplica por 5,2 la tasa de Austria (4,2%) y cualquier otra medida de dispersión que se utilice llega a una conclusión similar.

Las altas tasas de paro a que se enfrenta hoy la sociedad española no son ninguna novedad. El carácter inestable y cíclico del crecimiento capitalista alcanza aquí manifestaciones bastante extremas, que acentúan los efectos provocados por las sucesivas fases de expansión y contracción de la actividad económica. De forma reiterativa, al ser en nuestro caso el empleo la principal variable de ajuste ante los ciclos económicos, se producen bruscas oscilaciones entre periodos que registran la creación de gran cantidad de puestos de trabajo con otros de destrucción masiva, lo que acarrea la consiguiente inestabilidad. Lo ocurrido en las cuatro últimas décadas resulta un exponente suficientemente expresivo de tales vaivenes (figura 2.2).

Figura 2.2. Evolución anual del PIB y la tasa de paro en España, 1971-2011.

4,6

7,8

0,6

-0,4

4,8

-1,7

5

4,1

-3,7

0,4

2,1

7,1

21,5

16,3

24,2

8,3

21,7

0

5

10

15

20

25

30

-6

-4

-2

0

2

4

6

8

10

Tasa

de

paro

(%

)

PIB

anua

l (%

)

Años

PIB Tasa de paro

Fuente: INE. Encuesta de Población Activa y Contabilidad Nacional de España.

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Tras el periodo de rápido crecimiento posterior al Plan de Estabilización de 1959, que convirtió a España en semiperiferia del capitalismo internacional y atrajo gran cantidad de inversiones y empresas interesadas por unos costes relativamente bajos y una fuerza de trabajo sin apenas posibilidad de organización, un mercado interno en expansión y altamente protegido, junto a su progresiva participación en organizaciones económicas, la crisis del modelo keynesiano-fordista en los años 70 supuso una brusca detención de ese dinamismo económico, acentuada por la transición política. Si hasta entonces las tasas oficiales de paro se habían mantenido muy bajas, tanto por el desarrollo de actividades intensivas en trabajo como mediante el recurso al subempleo y la emigración exterior para absorber los excedentes laborales, desde finales de esa década los trabajadores españoles comenzaron a padecer de forma más evidente los efectos de un problema estructural que desde entonces se ha convertido en preocupación social prioritaria, al menos en tres ocasiones sucesivas.

En 1985, tras más de una década de incremento constante dentro de unas estadísticas laborales que sólo en fecha bastante tardía habían comenzado a considerarla, la tasa de paro anual alcanzó el 21,5%, reflejando así con cierto retraso una paralela caída del crecimiento económico que se había enfrentado a tasas negativas (-0,3%) en 1980. Tras los favorables efectos que para la competitividad española supusieron los procesos de reconversión y modernización del tejido productivo, junto con la nueva oleada de empresas transnacionales y capitales foráneos que atrajo la integración en la por entonces Comunidad Europea (1986), sin olvidar el efecto expansivo del desarrollo turístico y de la primera burbuja inmobiliaria en la segunda mitad de esa década, se logró una moderada reducción de la tasa de paro hasta el 16,3% en 1991, muy alejada ya del objetivo de pleno empleo.

Pero las turbulencias financieras internacionales en el inicio del último decenio del siglo (estallido de la burbuja de las punto-com, o empresas asociadas a las nuevas tecnologías de información, crisis japonesa…) y la propia fragilidad del modelo de crecimiento español en esos años volvieron a disparar pronto las cifras del desempleo y elevar la tasa anual de paro hasta el 24,2% en 1995, el valor más alto de toda la serie. Se reflejó así de forma más rápida e intensa que en el pasado reciente una caída del PIB que había regresado a valores negativos (-1,7%) el año anterior. La progresiva flexibilización de la legislación laboral posterior al Estatuto de los Trabajadores (1980), que había comenzado en 1984 justificada como medio de atajar un desempleo masivo que algunos vincularon con la excesiva rigidez de un mercado de trabajo con regulación heredada del franquismo, se mostró totalmente ineficaz para limitar ese nuevo incremento, pero sí facilitó que el impacto de la nueva crisis económica se transmitiese con mayor celeridad a la destrucción de empleos.

La nueva fase de crecimiento de la economía española iniciada a mediados de esa década, apoyada en un contexto internacional expansivo, la profundización del proyecto europeo de estabilidad que supuso el euro y una nueva burbuja inmobiliario-financiera de dimensiones muy superiores a la anterior, se tradujo en la creación de más de ocho millones de nuevos empleos, reduciendo la tasa anual de paro al 8,3%

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en 2007, superior pese a todo al 7,2% de promedio en la Unión Europea. Desde esa fecha y hasta hoy la curva del desempleo no ha dejado de remontar una vez más, aunque con un ritmo incluso bastante superior al de cualquier periodo anterior. Se trata de “una situación realmente dramática, que además tiene probabilidades de empeorar en un escenario previsible de continuidad de la recesión de la actividad económica hasta alcanzar la barrera de los seis millones de personas en paro en 2013” (Rocha y Aragón, 2012: 4). Una simple mirada a las líneas del gráfico que reflejan la evolución del PIB y el paro en estos últimos años (figura 2.2) pone de manifiesto que la inmediata respuesta de este último encaja mal con la reiterativa alusión a la rigidez del mercado laboral en ciertos sectores profesionales y de opinión, que parece más basada en presupuestos ideológicos e intereses que en la observación de los hechos. Más allá, por tanto, de una cuestión meramente técnica, la relación entre estos dos indicadores está en el centro de un debate que desborda el estrecho marco de los especialistas, por lo que merece detenernos siquiera brevemente en su análisis.

Resulta habitual y comprensible que el ritmo de crecimiento registrado por la actividad económica de cualquier territorio, reflejado en las tasas anuales de su PIB, se relacione de forma negativa con la evolución de su tasa de paro, que tenderá a crecer al reducirse el dinamismo económico y viceversa. Pero lo que puede considerarse una cierta anomalía en el caso español es la elevada sensibilidad que muestra su mercado de trabajo ante este tipo de oscilaciones cíclicas. En tal sentido, puede afirmarse que “la evolución del crecimiento económico deja una huella profunda en la tasa del desempleo” (Romero-Ávila y Usabiaga, 2009: 382), lo que se comprueba de forma gráfica mediante los diagramas de dispersión de la figura 2.3.

En ambos casos se refleja la relación entre la variación interanual de la tasa de paro representada en el eje de ordenadas y la tasa de crecimiento del PIB representada en el de abcisas, por lo que los diferentes puntos corresponden a la situación en cada año y se localizan en la intersección de los valores correspondientes a cada eje. Los dos diagramas se asemejan, puesto que en aquellos años integrados en fases expansivas en que el PIB crece con más fuerza, la tasa de paro tiende a reducirse, mientras ocurre lo contrario en las fases recesivas con escasa actividad y aumento del desempleo, por lo que la recta de ajuste muestra una pendiente negativa. Las diferencias entre ellos, en cambio, se relacionan con el periodo de tiempo considerado. Si se analiza lo ocurrido en las últimas cuatro décadas, la correlación estadística que se establece entre ambos indicadores es ya bastante elevada (R2= 0,5355), pero los datos correspondientes a algunos años aún se alejan bastante de la recta de ajuste, sobre todo porque entre 1971 y 1985 la tasa de paro español aumentó de forma constante, al margen de lo ocurrido con el crecimiento de la producción. Por ese motivo, si se reduce el periodo de observación al intervalo 1985-2011, la correlación de sentido negativo entre ambas variables resulta muy superior (R2= 0,8295) y define una recta de regresión con todos los valores anuales muy próximos y de pendiente muy acusada, reflejo de una elevada dependencia del desempleo respecto al ciclo económico.

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Figura 2.3. Variación interanual de las tasas de paro y crecimiento anual del PIB. a) Periodo 1971-2011.

R2 = 0,5355

-6

-4

-2

0

2

4

6

8

-6 -4 -2 0 2 4 6 8 10

PIB anual (%)

Varia

ción

inte

ranu

al p

aro

(%)

b) Periodo 1985-2011.

R2 = 0,8295

-6

-4

-2

0

2

4

6

8

-6 -4 -2 0 2 4 6

PIB anual (%)

Varia

ción

inte

ranu

al p

aro

(%)

,,

Fuente: INE. Encuesta de Población Activa y Contabilidad Nacional de España.

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En resumen, más allá de las técnicas analíticas aplicadas o los valores numéricos resultantes, tres son las ideas básicas a extraer de todo lo anterior. La elevada tasa de paro española en la actualidad puede considerarse una anomalía, tanto en el contexto europeo como de la OCDE, situándose con diferencia a la cabeza de todos los países del área. Esa situación no es ninguna novedad, sino que se repite en cada periodo de crisis vivida durante el último medio siglo, ante la especial sensibilidad mostrada por nuestro mercado de trabajo respecto a la evolución económica, que se mantiene inmutable pese a las numerosas reformas laborales aprobadas en las tres últimas décadas y justificadas en su día como forma de acabar con esa especial facilidad para destruir empleo. Finalmente, la experiencia de lo ocurrido en este periodo también parece indicar la necesidad de alcanzar un ritmo de crecimiento económico bastante elevado para reducir de forma sustancial los actuales niveles de desempleo.

Tal como resume Sanchís de forma sintética pero muy expresiva, “reflejando los avatares del ciclo económico internacional, el paro español ha subido y bajado alternativamente a lo largo del tiempo, pero siempre con mucha más intensidad que en Europa y en el marco de un modelo de crecimiento económico tradicionalmente incapaz de movilizar fuerza de trabajo hasta niveles próximos al del pleno empleo” (Sanchís, 2012: 289). La situación vivida en los años finales de la burbuja inmobiliaria, cuando la economía española generaba millones de puestos de trabajo que atrajeron a una gran cantidad de población inmigrante, supone la excepción y no la norma, fruto de un crecimiento que se ha demostrado tumoral, del que aún se tardará bastante en lograr la recuperación en caso de que se aplique la terapia adecuada. Esto último plantea la necesidad de complementar la simple descripción y análisis de lo ocurrido con la interpretación de sus posibles causas, en una aproximación esquemática a un debate recurrente al que el análisis territorial abordado en páginas posteriores intentará aportar algunos argumentos poco considerados hasta el momento. Pero centremos la atención, por el momento, en los términos más habituales con que se produce ese debate.

2.3. Claves del desempleo español: un debate recurrente.

El desempleo masivo que de forma cíclica reaparece en España plantea un permanente debate, tanto científico como social, sobre sus principales causas y sobre las medidas más eficaces para enfrentarlo. Tal como recuerda Recio (2009), en esencia se repite una y otra vez la discusión entre dos posiciones irreconciliables. De un lado, quienes desde planteamientos originados en la economía neoclásica presuponen –contra toda evidencia- que los mercados tienden a regularse de forma espontánea si nada lo obstaculiza y, por tanto, culpabilizan al intervencionismo regulador del Estado de la supuesta rigidez del mercado laboral y del mal funcionamiento consiguiente, proponiendo medidas liberalizadoras, calificadas a menudo de reformas estructurales, como solución esencial. De otro, quienes asocian las crisis cíclicas a la propia lógica del capitalismo, con la consiguiente destrucción de

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capacidad productiva –incluido el empleo- ante los periódicos desajustes entre producción y consumo, a los que se añade la irracionalidad de unos mercados financieros que en ausencia de regulación son proclives a la formación de burbujas especulativas cuyo estallido afecta al funcionamiento de la economía real y los puestos de trabajo.

Pero, más allá de esa contraposición de paradigmas, el debate ha debido adaptarse a las transformaciones de la propia realidad y, por tanto, ha ido incorporando nuevos argumentos y desechando otros, aunque sin afectar al núcleo del conflicto. El hecho más significativo a este respecto es el mantenimiento de una pertinaz defensa de determinadas posiciones y recetas que desde el pensamiento dominante se difunden hace al menos tres décadas, avaladas por el prestigio académico de algunos de sus defensores, el frecuente apoyo de poderosas instituciones que las avalan y la amplia acogida mediática que contribuye a que pasen a formar parte del sentido común aceptado de forma mayoritaria.

Con ocasión de la crisis que padeció la economía española en la segunda mitad de los años setenta y primeros ochenta del pasado siglo, las explicaciones sobre la elevada tasa de paro que ya entonces la situaban a la cabeza de los países de nuestro entorno comenzaron a mostrar diferencias, acentuadas con el paso del tiempo. Así, por ejemplo, en una interpretación bastante matizada y multicausal del desempleo español en esos años, Alcaide Inchausti (1986) señaló el efecto convergente de factores demográficos ligados a la juventud de la población española y la elevada incorporación de jóvenes al mercado laboral, factores sociológicos que se vinculaban a la creciente presencia de la mujer en la población activa, junto a factores económicos que se relacionaban con la crisis industrial y sus efectos en la incorporación de nuevas tecnologías ahorradoras de mano de obra y en el inicio de procesos deslocalizadores. A estos sumó también factores político-institucionales derivados de la transición política, la legalización de los sindicatos y la aprobación del Estatuto de los Trabajadores (1980), que favorecieron una mayor capacidad negociadora y el aumento de los costes salariales por encima de la productividad, junto con una legislación laboral paternalista y poco flexible heredada del franquismo.

Pero, en paralelo, por esos mismos años otros autores ya pusieron el foco de atención en esa rigidez del mercado de trabajo español (Malo de Molina y Dolado, 1985), destacando como argumento de autoridad que “según los estudios de la OCDE, los países con mercados de trabajo más rígidos han experimentado los aumentos más pronunciados en el desempleo” (Malo de Molina, 1986: 252). Esa situación se manifestaba en elevados costes de despido, modalidades de contratación poco flexibles y rigidez en la evolución de los salarios, ajenos a la evolución de la productividad por lo que, ante las deficiencias de ese marco institucional, se proponían reformas estructurales orientadas bajo el signo de la flexibilidad (Ibid.: 259) como clave de una nueva política de empleo.

Este conjunto de argumentos, que inspiraron ya la reforma laboral de 1984 favorecedora de la contratación temporal, reaparecieron tras la nueva crisis padecida

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en la primera mitad de los noventa y lo han vuelto a hacer en la actual. Se ignora así que, desde la aprobación del Estatuto de los Trabajadores, la normativa laboral se ha visto sometida a importantes reformas en los años 1984, 1994, 1997, 2001, 2006 y ahora en 2012, junto con otras muchas de menor calado que suman hasta un total de 52 (Fundación 1º de Mayo, 2012), que orientaron buena parte de sus medidas a incrementar una flexibilidad que, pese a todo, nunca parece suficiente (Sanchís, 2012).

Sobre esta base, la narrativa reciente que pone el acento en el funcionamiento ineficiente del mercado laboral español ha debido reformular algunos aspectos del discurso, difíciles de mantener ante la elevada tasa de temporalidad que caracteriza al empleo español en el contexto europeo. Tanto desde documentos de corte académico (Bentolila, Dolado y Jimeno, 2008), como desde otros elaborados con objetivos de difusión e incidencia sobre la opinión pública como el llamado Manifiesto de los 100, identificado por sus autores como una “propuesta para la reactivación laboral en España” (Abadie et al., 2009), el núcleo argumental sobre la responsabilidad del desempleo se orienta en una nueva dirección. Se culpa ahora a la dualidad de un mercado laboral en que se contraponen asalariados con contrato fijo y altamente protegidos (70% del total) frente a otros con contrato temporal y amplias facilidades para un despido barato (30% restante). La supuesta rigidez de los primeros frente a la volatilidad de los segundos, que engrosan con rapidez las listas del paro ante cualquier caída de la actividad económica, se convierte así en un hecho incontestable cuyo origen en anteriores reformas laborales se deja de lado de forma intencionada, evitando una evaluación de sus efectos (Sola, 2010). Pero el giro discursivo más sorprendente es el que convierte a la segmentación existente entre un mercado de trabajo primario, regulado y con derechos laborales, y un mercado secundario cada vez más precarizado en la justificación de nuevas medidas flexibilizadoras, continuadoras de todas aquellas que condujeron a esta situación. Si el tratamiento tuvo efectos indeseados, la solución es aumentar la dosis.

La respuesta a esa dualidad se pretende resolver, en esencia, con una simplificación de la amplia tipología de contratos preexistente en beneficio de un único contrato indefinido para todas las nuevas contrataciones, con una indemnización muy inferior a la anterior y dependiente según la antigüedad en el empleo, que permita abaratar el despido y, según sus exégetas, no desincentivar así las nuevas contrataciones. En algunos casos la propuesta resultó especialmente nítida, al defender que “para evitar esa asimetría, el gobierno puede y debe profundizar en las reformas de las distintas formas contractuales para abaratar el despido de los trabajadores indefinidos” (Pijoan-Mas, 2009: 40). Tanto este tipo de medidas como otras complementarias destinadas a modernizar la negociación colectiva priorizando los convenios de empresa sobre los de ámbito superior, crear un nuevo contrato de inserción sin derechos, privatizar en parte la intermediación laboral o establecer mayores requisitos para acceder a las prestaciones por desempleo son ahora exigencia permanente de instituciones como el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional o la Comisión Europea (Ekaizer, 2012) y han tenido amplia acogida en la reforma laboral aprobada por el gobierno español en febrero de 2012.

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Pero lo que aquí interesa destacar es que su pretendida justificación científica se basa en teorías y análisis –a veces apoyados en una artillería de sofisticados modelos econométricos- destinados a explicar las causas del elevado desempleo en mercados laborales como el español.

Este tipo de discursos autorreferentes resulta inmune no sólo a las críticas realizadas desde posiciones teóricas y metodológicas diferentes, que prácticamente se ignoran, sino incluso a la evidencia de determinados hechos que parecen empeñados en cuestionar el simplismo de un argumento monocausal como éste. Por un lado, la evolución registrada por las cifras de ocupación y paro en España no guarda ninguna relación con las sucesivas reformas laborales ya mencionadas y con la misma legislación laboral se han vivido momentos de creación y destrucción masiva de empleos. Si entre 1994 y 2007 la economía española aumentó su número de ocupados en 8,2 millones, de ellos 7,7 millones asalariados, mientras el paro se reducía en 1,9 millones, resulta poco congruente achacar la posterior inversión de la tendencia a la persistencia de normas reguladoras obsoletas, heredadas del pasado.

Al mismo tiempo, la extraordinaria rapidez con que se ha destruido empleo en los cinco últimos años, así como su especial concentración inicial en los trabajadores temporales para luego contagiarse a los indefinidos demuestra suficientemente la elevada flexibilidad del mercado de trabajo español, que refleja de inmediato el devenir de la economía, aspecto indisociable del hecho de que en 2007 nuestro país presentaba la tasa de temporalidad más elevada de toda la OCDE. Según Medina et al. (2010: 45), “el tipo de contrato es sin duda la variable explicativa de mayor relevancia sobre la determinación de la probabilidad de perder el empleo” y en este caso la evidencia parece indiscutible, por lo que mantener el argumento de la rigidez sólo puede entenderse como un ejercicio de ceguera voluntaria, que es la de más difícil cura.

Por último, con la misma legislación laboral el impacto de esta y anteriores crisis sobre el desempleo en los diferentes territorios –regiones, provincias, ciudades, áreas rurales- resulta muy desigual, con diferencias que en bastantes casos superan las observables a escala interestatal. Esa evidencia, inexplicable con el argumento de la rigidez institucional, obliga a considerar la importante influencia que sobre el desempleo tiene el modelo de crecimiento seguido en cada caso y sus posibles debilidades estructurales, junto a la existencia de un componente o dimensión territorial de la crisis y del paro, ignorado en la mayoría de análisis y reivindicado hasta el momento de forma muy minoritaria (Rocha, 2010; Méndez, 2012b). La primera de estas dos cuestiones se tratará ahora con brevedad para centrar luego la atención en la segunda, aquí abordada exclusivamente en relación con el distinto contagio de los territorios a la epidemia del paro, ante la inexistencia por el momento de investigaciones sobre otras consecuencias tangibles e intangibles de la crisis en regiones y ciudades.

Tal como recuerdan Recio y Banyuls (2011), una parte de lo ocurrido guarda relación con el modelo de empleo específico de España y su forma de articular las

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relaciones laborales en relación con la normativa existente, la organización sindical, la estructura de la negociación colectiva o las políticas laborales del Estado y las empresas. Pero, junto con éste, no puede ignorarse la paralela existencia de un modelo productivo que incide tanto o más sobre el empleo y el paro, relacionado con aspectos como el tipo de especialización o el grado de diversificación económica, la estructura y estrategia de las empresas –en especial las más importantes- la presencia de clusters o redes empresariales, o la capacidad del sistema de innovación para generar, difundir y aplicar conocimiento al trabajo, mejorando su productividad.

Fijar el foco de atención prioritario en el modelo de empleo y primar, en consecuencia, las reformas laborales como solución al paro, tal como suele hacerse por parte de numerosos economistas neoclásicos, supone descuidar –cuando no ignorar- la especial influencia del modelo productivo y, por tanto, la necesidad de dirigir el esfuerzo reformista hacia su modernización. Aspecto de especial importancia cuando de la investigación realizada en un total de diez países europeos se desprende que, frente a la crisis, “las respuestas diferentes se han debido menos a las políticas laborales de los distintos países y más a su especialización productiva” (Recio y Banyuls, 2011: 178).

Desde esa perspectiva, aquí se defiende que en la justificación de las altas tasas de paro que han provocado en España las sucesivas crisis, el factor clave hay que relacionarlo con las debilidades del modelo de crecimiento que ha caracterizado al capitalismo español en las últimas décadas (López y Rodríguez, 2010). Como recuerdan Navarro, Torres y Garzón (2011: 37), “aunque es verdad que nuestra crisis viene de la mano de la internacional, también es cierto que en España había unas condiciones económicas previas muy singulares que han hecho que su efecto haya sido especialmente grave y dañino”. Limitando el comentario a lo ocurrido en la última fase expansiva (1994-2007), pueden recordarse a modo de simples apuntes algunos rasgos que, no por conocidos, deben dejarse de lado puesto que de nuevo reaparecerán en el análisis de lo ocurrido en los diferentes territorios, que es nuestro objetivo central.

En primer lugar, el espectacular desarrollo de la burbuja inmobiliaria, basado en el crédito y el endeudamiento, tanto de promotores como de compradores de viviendas, a partir de la financiación que bancos y cajas de ahorro españoles obtuvieron en el exterior, provocó un anómalo incremento del empleo en el sector de la construcción, que de contar con 1.117,5 miles de trabajadores en 1994 (9,1% del total), alcanzó los 2.697,3 en el año 2007 (13,3%), con un aumento de casi 1,6 millones. Las fuertes inversiones en obra pública, en particular para grandes infraestructuras de transporte, reforzaron la espectacular expansión de las empresas constructoras en esos años.

La brusca desaparición del crédito abundante y barato en los mercados que se derivó de las turbulencias financieras internacionales a partir de 2008 y del progresivo agotamiento de la demanda interna solvente para la adquisición de viviendas se reflejó de inmediato en ese sector, que en sólo cuatro años ha destruido 1,3 millones de esos

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empleos (un 60% de las pérdidas totales de ocupación en España). Los niveles actuales de ocupación vuelven a aproximarse al finalizar 2011 a los del inicio del periodo en valores absolutos (1.393,0 miles), e incluso retroceden en términos relativos hasta el 7,7% del total, y parece incuestionable que la alta tasa de precariedad laboral en el sector facilitó la rapidez del ajuste. La hipertrofia inmobiliaria y su hundimiento posterior son, por tanto, los primeros causantes del fuerte crecimiento del desempleo, que se extendió también hacia todas aquellas actividades industriales (material de construcción y productos cerámicos, vidrio, puertas y mobiliario, carpintería metálica y cerrajería, estructuras metálicas…) y de servicios (agencias inmobiliarias, seguros…) directamente relacionadas.

Por el contrario, la evolución del empleo industrial visto en su conjunto durante todo este periodo fue bastante más moderada y tanto su crecimiento en los años de bonanza económica (+786.600 ocupados), como su retroceso posterior (-706.500) le hacen regresar también ahora a sus niveles de partida, en torno a los dos millones y medio de trabajadores. Pero lo verdaderamente lamentable es que apenas se aprovechase la disponibilidad de recursos públicos y privados en esos años para impulsar un esfuerzo de innovación capaz de renovar en profundidad la base productiva y transformar el modelo de crecimiento hacia otro más intensivo en conocimiento y con menor impacto ambiental, elevar la productividad del trabajo, generar empleos de mayor calidad y estabilidad, o reducir el elevado déficit comercial exterior incrementando la capacidad exportadora, lo que habría hecho a la industria española más resistente frente al estancamiento del mercado interno tras el inicio de la crisis. Aunque hubo excepciones a la regla y en algunos territorios, sectores y empresas la inversión en I+D+i registró mejoras significativas, y aunque el empleo industrial mantuvo unas condiciones de trabajo comparativamente mejores que las de otros sectores, en una panorámica general puede hablarse de una década perdida, que no permitió consolidar los empleos creados ni frenar la reducción de competitividad de la economía española en ese periodo.

Pero un componente destacado –y bastante menos analizado- del auge y caída de la ocupación en España es lo ocurrido en el sector de servicios, a menudo considerado como una caja negra que se aborda como un conjunto supuestamente homogéneo cuando, en realidad, la evolución reciente de las múltiples actividades que lo integran ha sido manifiestamente dispar en términos laborales. La tabla 2.1, que identifica esa heterogeneidad al comparar el aumento o reducción de los ocupados en las diferentes actividades entre los años 1994, 2007 y 2011 (datos del cuarto trimestre), tanto en valores absolutos como relativos, permite comprender mejor la contribución del terciario a los actuales niveles de desempleo.

Durante los años de crecimiento explosivo, los servicios generaron más de seis millones de nuevos empleos, equivalentes a un crecimiento del 83,3% sobre la cifra del último trimestre de 1994. De ellos, más de 2,6 millones correspondieron al comercio, la hostelería, los servicios personales y el servicio doméstico, actividades en su mayoría de baja productividad e intensivas en trabajo barato, poco cualificado y con alta temporalidad que, salvo en el caso de las actividades comerciales, también

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registraron tasas de crecimiento que prácticamente duplicaron su volumen de ocupación en esos trece años. Niveles también muy notables de aumento registraron los servicios inmobiliarios y a las empresas (124,4%), sin olvidar el importante aumento en la dotación de bienes públicos por parte de las diferentes administraciones, que en términos laborales tuvieron su mejor reflejo en el caso de la sanidad y los servicios sociales, que registraron un 99,5% de nuevas ocupaciones.

Tabla 2.1. Evolución de la ocupación en actividades de servicios en España, 1994-2011.

Actividades

Evolución 1994-2007

(miles)

Evolución 1994-

2007 (%)

Evolución 2007-2011

(miles)

Evolución 2007-2011

(%)

Comercio y reparaciones Hostelería Transportes y comunicaciones Finanzas y seguros Inmobiliarias y servicios empresariales Administración pública y org.extraterritoriales Educación Sanidad y servicios sociales Otros servicios personales Servicio doméstico

1.098,7707,2453,9176,0

1.420,9448,5437,0608,8397,8430,2

52,096,062,852,8

124,456,563,299,489,5

126,6

-293,6 -112,3 206,1 -74,4

-257,7 135,7

56,8 196,6

-155,7 -104,1

-9,1-7,817,5

-14,6-12,510,9

5,016,1

-18,5-13,5

Total Sector Servicios 6.179,0 83,3 -402,6 -3,0

Fuente: INE. Encuesta de Población Activa.

Desde comienzos de la crisis se ha detenido esta creación de puestos de trabajo, que se redujeron en 402.600 en los cuatro últimos años, lo que representa un 3,0% sobre su nivel inicial. Pero ahora los comportamientos de las diferentes actividades muestran tendencias opuestas, algunas de las cuales tienen bastante que decir cuando se intenta interpretar las claves del desempleo actual. De este modo, los cuatro tipos de actividades relacionadas con el consumo (comercio, hostelería, servicios personales y doméstico) han destruido 665.700 empleos, con tasas que alcanzan el -18,5% y -13,5% en los dos últimos casos y que confirman su volatilidad, siempre facilitada por su elevada precariedad. La pérdida de rentas que provoca la desaparición de empleos y los diversos tipos de recortes a que se somete a la población suponen una caída de la demanda interna generadora de un proceso acumulativo que se retroalimenta y que explica que si este tipo de servicios parecieron resistir bastante bien en términos laborales durante los dos primeros años de la crisis, desde entonces su retroceso ha sido constante.

Pero no conviene olvidar lo ocurrido en las actividades financieras y de seguros, así como en los servicios inmobiliarios y a las empresas, que también han reducido su número de trabajadores en 332.100, lo que en valores absolutos resulta moderado, pero supone tasas de destrucción de empleo cifradas en el -14,6% y -12,5% respectivamente. La economía financiarizada castiga también a sus trabajadores cuando se pinchan las burbujas que alimenta.

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No obstante, dentro del sector de servicios también se han registrado respuestas a la crisis que permitieron atenuar su impacto laboral, pues tanto el sector de los transportes y, sobre todo, las telecomunicaciones (+17,5%), como los diferentes servicios públicos aún registraron aumentos de ocupación, especialmente destacables en el caso de la sanidad y los servicios sociales (+16,1%). Es indudable que la prioridad otorgada ahora a la reducción del déficit que acumuló el Estado desde 2008 -como consecuencia y no como causa de la crisis- que se ha acentuado en 2012 tras el cambio de gobierno, tiene un reflejo especialmente intenso en el empleo público. Esto provocará un cambio importante en este diagnóstico a corto plazo de no modificarse los actuales criterios, con el mismo efecto de retroalimentación ya comentado y el consiguiente reforzamiento de la espiral recesiva.

En resumen, más allá de reformas laborales que afectan sobre todo a la distribución del excedente y la influencia respectiva de empresas y trabajadores, pero una y otra vez se demuestran incapaces de afectar al problema del desempleo –que sólo sirve para justificarlas- cualquier análisis a partir de información como la utilizada pone de relieve que el reto del paro apunta en otra dirección. Se coincide, por tanto, con el diagnóstico de Rocha y Aragón (2012; 5), cuando afirman que “existe una estrecha relación entre el tipo de especialización productiva consolidado en la última fase expansiva del ciclo económico y la intensa destrucción de empleo, así como su mayor impacto en grupos sociales específicos”. Por esa razón, tal como plantea Flores (2012: 7), “la economía española no puede relegar su proceso modernizador para el día después de superar la crisis ni puede superar la crisis sin avanzar en la construcción de otro modelo de crecimiento y de una nueva estructura productiva”. Pero un argumento como éste, que otros muchos comparten, encuentra nuevos apoyos que lo refuerzan cuando la investigación incorpora una dimensión territorial y se comprueba lo que está ocurriendo con el paro en las diferentes regiones y ciudades del país, aspecto para el que la perspectiva geográfica puede aportar bastante más que la simple descripción o su reflejo gráfico sobre un mapa.

2.4. La diferente exposición al desempleo de los grupos sociales y los sectores económicos.

Hace ahora dos décadas, en el marco de una reflexión sobre la metamorfosis del trabajo asociada a las transformaciones propias de un periodo crítico que marcó la transición al mundo que hemos conocido desde entonces, André Gorz recordaba la importancia del empleo remunerado en el proceso de socialización de todo individuo, afirmando que “derecho al trabajo, deber de trabajar y derecho de ciudadanía están inextricablemente vinculados” (Gorz, 1995: 264). La privación, por tanto, de ese derecho constituye una forma de exclusión social y un atentado contra la dignidad de las personas que, debido a sus dimensiones y a su reiteración, debiera constituirse en objetivo social prioritario y suscitar nuevas acciones tendentes a la generación de nuevos empleos o a su redistribución, aspecto ajeno a este texto pero que no por ello debe ser ignorado.

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Tal como se planteó al inicio del capítulo, medir con precisión esa exclusión provocada por el desempleo forzoso se convierte en un objetivo nada banal, que en el caso español tiene su traducción en la existencia de las dos fuentes estadísticas ya mencionadas que lo identifican a partir de criterios diversos, sometidos a sucesivas revisiones a lo largo del tiempo. Desde comienzos de siglo, durante los años en que el desempleo se mantuvo estable en torno a los dos millones de activos, los datos de la EPA y los del paro registrado se situaban en valores muy próximos, pero al desencadenarse la crisis ambas curvas han tendido a separarse. De este modo, al finalizar 2011 el paro registrado se situaba en 4.422,36 miles de personas, mientras la EPA elevaba la población parada hasta los 5.273,60 miles, lo que supone casi un 20% más y equivale a una tasa de crecimiento en los cinco últimos años del 191,3% en este último caso, por un 118,6% en el de los datos de paro registrado ofrecidos por la Sociedad Pública de Empleo Estatal (figura 2.4).

Figura 2.4. Evolución del paro registrado y estimado en España, 2001-2011.

Fuente: SEPE. Movimiento Natural Registrado, e INE. Encuesta de Población Activa.

Las razones de esa progresiva disociación en las estimaciones, que a mediados de 2012 ya superaba el millón de personas, son básicamente de dos tipos. Por un lado, una parte de quienes pueden incluirse como desempleados a partir del muestreo trimestral que realiza el Instituto Nacional de Estadística para la EPA quedan excluidos del paro registrado, en especial los estudiantes menores de 25 años, quienes sólo buscan empleos de corta duración o jornada reducida y los trabajadores agrarios eventuales que ya cobran un subsidio del Programa de Fomento del Empleo Agrario en Andalucía y Extremadura, antes denominado Plan de Empleo Rural (PER).

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Además, no todos los parados buscan trabajo a través de las Oficinas de Empleo y se inscriben en ellas, pues la obligación se limita a quienes perciben algún tipo de prestación, pero la prolongación de la crisis aumenta el número de aquellos que ya las agotaron. En ese sentido, la profunda atonía actual en lo que concierne a la oferta de puestos de trabajo incide sobre el incremento de los desanimados que desconfían de continuar la búsqueda por esta vía y se plantean otras estrategias de supervivencia.

Por este motivo, el uso de una u otra fuente puede generar ciertas diferencias en el diagnóstico. En este caso, los datos de la EPA ofrecen una mejor caracterización de los grupos sociales y los sectores económicos afectados por el desempleo, mientras los de paro registrado, pese a suponer cierta infravaloración del problema real, son los únicos que permiten realizar análisis sobre la situación actual y evolución reciente en las ciudades, por lo que serán los utilizados para abordar su diversa incidencia según territorios y a diferentes escalas.

El desempleo tiene un carácter discriminante, pues afecta de manera especialmente intensa a aquellos sectores sociales y laborales más desprotegidos o que se enfrentan a una mayor exposición al riesgo, algo que resulta claramente identificable en los datos que ofrece la tabla 2.2, correspondientes al cuarto trimestre de cada año.

Tabla 2.2. Tasas de paro según grupos de población, 2006-2011.

Grupos de población Tasa de paro 2006 (%)

Tasa de paro 2011 (%)

Mujeres Hombres

10,856,37

22,16 21,21

16 a 19 años 20 a 24 años 25 a 54 años 55 y más años

28,9914,82

6,322,53

64,08 42,60 17,29

5,79 Analfabetos Educación primaria Educación secundaria Educación superior

18,4210,06

8,176,10

52,34 31,92 22,66 12,82

Población inmigrante Población autóctona

11,798,03

32,85 19,60

Fuente: INE. Encuesta de Población Activa.

Están, en primer lugar, los jóvenes que no alcanzan los 25 años de edad y cuya tasa de paro ya era muy superior a la del resto en plena fase de crecimiento, pero que en los últimos años ascendió hasta el 64,1% entre los menores de 19 años y el 42,6% entre los que cuentan con 19-25 años. Están, en segundo lugar, quienes tienen un menor nivel de estudios, pues mientras la tasa en 2011 también supera el 52% entre la población analfabeta y llega al 31,9% para quienes sólo tienen estudios primarios, se reduce al 12,8% entre los titulados superiores, si bien en algunos casos éstos se enfrentan a la necesidad de aceptar empleos inferiores a su nivel formativo,

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dando así origen a situaciones de sobrecualificación. Un tercer grupo de riesgo lo constituye la población inmigrante, que con una tasa del 32,8% casi duplica la de los españoles, aspecto que puede relacionarse con el tipo de ocupaciones que han cubierto de forma mayoritaria en los años anteriores a la crisis y sólo en parte con su nivel educativo, mientras está sometida a debate la posible existencia de ciertas situaciones de discriminación que acentuarían lo anterior (Medina et al., 2010). La suma de estas tres condiciones o factores de riesgo se asocia con una mayor probabilidad de engrosar las bolsas de paro y su frecuente localización en áreas determinadas, sobre todo en el interior de las ciudades, también favorece el reforzamiento de fenómenos de segregación espacial.

Un cuarto grupo de riesgo en el ámbito laboral es tradicionalmente la mujer. No obstante, en relación a esta crisis las pérdidas de empleo comenzaron concentrándose en actividades desempeñadas sobre todo por hombres, tanto en la construcción como en ciertas industrias, y sólo en una fase posterior su contagio a numerosos servicios tiende ahora a atenuar las diferencias de género. Pero esta afirmación exige, al menos, dos matizaciones: la primera que, pese a todo, la tasa de paro femenina (22,2%) continúa siendo ligeramente superior a la masculina (21,2%); la segunda, que la mayor vulnerabilidad de la mujer en su inserción laboral aumenta en este caso la presión hacia el subempleo, el trabajo informal o, incluso, el abandono del mercado de trabajo.

A los contrastes sociales se superponen los de índole económica. Así, el desempleo también ha tenido una velocidad de expansión y alcanza una intensidad muy variable según sectores de actividad, aspecto ya abordado de forma indirecta en páginas anteriores y del que ahora tan sólo interesa destacar una idea muy relevante para lo que se analizará a continuación. Figura 2.5. Evolución sectorial del desempleo, 2006-2011 (%).

Fuente: SEPE. Movimiento Natural Registrado, e INE. Encuesta de Población Activa.

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Tal como refleja el gráfico de la figura 2.5, pese a las significativas diferencias entre las dos fuentes consultadas, tanto una como otra establecen una idéntica jerarquía de sectores en relación al incremento del paro durante el último lustro. Una vez más, la construcción se sitúa a la cabeza ya desde 2007 y durante todo el periodo, con tasas de aumento que alcanzan el 227,7% en el caso del paro registrado. Pese a su escasa importancia actual en el conjunto de la población ocupada, el paro también aumentó con intensidad en el sector agrario, hasta valores que en este caso resultan superiores en las cifras de la EPA (157,0%) por la exclusión de los eventuales agrarios que reciben subsidio en la estadística de paro registrado.

Pero el aspecto más relevante es el que se deriva de la comparación entre el comportamiento seguido por la industria y los servicios. La primera recibió el impacto del estancamiento del consumo interno, la retracción del crédito y el freno de la demanda internacional en 2008-2009, pero a partir de entonces el desempleo se ha estabilizado y el saldo del periodo es, con diferencia, el más favorable, pues las tasas de aumento se sitúan en el 80,6% para el paro registrado e incluso descienden al 63,9% en el caso de la EPA.

Como contrapunto, los servicios parecieron relativamente inmunes a la crisis en su primera fase, pero la caída de la demanda, el aumento de la precariedad laboral, el descenso de los salarios reales en amplias capas de la población y el propio desempleo han retroalimentado una espiral recesiva que desde 2010 frena el consumo y ha elevado con rapidez los niveles de paro en el sector, que ahora duplican con creces los de 2006 y resultan ya muy superiores a los de la industria. En la tercera fase de la crisis, que se ahonda en 2012 con la intensificación de los ajustes en el sector público y la consiguiente destrucción de empleos en el ámbito de los servicios sociales, esa diferencia tenderá a acentuarse de no mediar un cambio de rumbo en las prioridades políticas impuestas en la Unión Europea y aplicadas por el gobierno español.

2.5. Una aproximación a la dimensión territorial del paro: contrastes interregionales e interprovinciales.

Si bien la crisis afecta de forma generalizada a la práctica totalidad de actividades económicas y sectores sociolaborales, las diferencias que acaban de apuntarse ya confirman que la gravedad del impacto recibido resulta muy desigual. Algo similar ocurre en relación con sus efectos según territorios, aunque se trata de una dimensión poco considerada habitualmente en la mayoría de análisis, o bien sólo de forma muy descriptiva, añadiendo a lo anterior algunos datos o mapas relativos a las Comunidades Autónomas, comentados de forma breve. Algún estudio reciente que toma como eje de análisis la evolución del empleo regional en las sucesivas crisis de las últimas décadas y aporta una mayor complejidad interpretativa aún no ha gozado de amplia difusión (Sánchez Hernández, 2012).

Lo que debe destacarse en este sentido es que el análisis territorial puede aportar nuevos argumentos que hagan posible comprender mejor por qué un proceso

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de dimensión global como la actual crisis tiene un reflejo tan diferente según la trayectoria seguida por cada territorio, su estructura económica y social, sus instituciones o la desigual capacidad mostrada por sus actores públicos y privados para tejer a lo largo del tiempo tramas que se muestran más o menos resistentes frente al embate de la crisis, cuestión a considerar en la perspectiva de promover ahora posibles estrategias de respuesta. Aunque no es el plano que centrará nuestra atención, los fuertes contrastes regionales que diferencian la gravedad del paro registrado en las CCAA españolas y su evolución en estos últimos años suponen una primera aproximación útil a ese objetivo. Los datos de la tabla 2.3. sintetizan lo esencial de esas diferencias y permiten complementar las perspectivas estática y dinámica del desempleo regional.

Tabla 2.3. Evolución e importancia del paro registrado por Comunidades Autónomas.

Comunidad Autónoma

Paro registrado

2006

Paro registrado

2011

Población 16-65 años

2011

Evolución 2006-11

(%)

Paro/100 hab. edad

activa 2011 Andalucía 477.784 969.152 5.680.578 102,84 17,06Aragón 36.507 101.982 881.410 179,35 11,57Asturias 52.913 90.537 717.418 71,11 12,62Baleares 46.284 98.087 774.816 111,92 12,66Canarias 122.153 265.569 1.500.773 117,41 17,70Cantabria 21.613 49.273 399.154 127,98 12,34Castilla y León 108.421 208.475 1.646.504 92,28 12,66Castilla-La Mancha 90.921 225.842 1.395.406 148,39 16,18Cataluña 260.749 614.244 5.039.838 135,57 12,19Ceuta y Melilla 12.780 21.179 107.512 65,72 19,70Comunidad Valenciana 194.819 535.036 3.427.877 174,63 15,61Extremadura 74.637 135.398 725.058 81,41 18,67Galicia 160.666 258.234 1.820.590 60,73 14,18Madrid 211.558 488.709 4.459.298 131,00 10,96Murcia 43.591 142.921 988.850 227,87 14,45Navarra 21.060 46.946 424.023 122,92 11,07País Vasco 76.203 145.394 1.446.745 90,80 10,05Rioja, La 10.154 25.381 213.223 149,96 11,90

ESPAÑA 2.022.813 4.422.359 31.649.073 118,62 13,97

Fuente: SEPE. Movimiento Laboral Registrado; INE. Padrón Municipal de Habitantes.

El comportamiento de las regiones frente al empleo y el desempleo mantiene tendencias consistentes a medio y largo plazo, más allá de los cambios que se producen en cada fase expansiva o recesiva de los ciclos económicos. De ahí la persistencia durante décadas de las mayores tasas de paro en las regiones del interior peninsular, en especial las de su mitad sur, junto al archipiélago canario. Los datos de paro registrado sobre la población en edad potencialmente activa (16-65 años), que es el dato disponible con periodicidad anual, mantienen en esencia esa dicotomía tradicional de sentido norte-sur, que se resiste a desaparecer.

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Así, los valores máximos al finalizar 2011 continúan localizados en Extremadura (18,67%), Canarias (17,70%), Andalucía (17,06%) y Castilla-La Mancha (16,18%), además de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla (19,70%), bastante por encima del promedio español (13,97%). En el extremo opuesto, las tasas más bajas corresponden al País Vasco (10,05%) y Madrid (10,96%), junto con las regiones del Valle del Ebro como Navarra (11,07%), Aragón (11,57%) y La Rioja (11,90%), además de Cataluña (12,19%). En situación intermedia y muy próxima al valor medio se sitúan tanto las regiones mediterráneas (Comunidad Valenciana, Murcia y Baleares) como las atlánticas (Cantabria, Asturias y Galicia), además de Castilla y León.

Estas diferencias suponen que la región con mayor nivel de paro prácticamente duplica el valor correspondiente a la mejor situada, pero una medida algo más precisa de estos contrastes interregionales se logra mediante el cálculo del llamado coeficiente de variación. Se define como el cociente entre la desviación estándar y el promedio de una serie de valores (Cv = σ/Х), por lo que cuanto mayor resulte, más amplia será la dispersión existente. En este caso, el coeficiente resulta relativamente moderado (0,2052), lo que supone que la desviación entre regiones se sitúa en torno a una quinta parte del valor promedio correspondiente a España. Al mismo tiempo, si la atención se dirige al mapa resultante, la distribución del paro aún refleja, en buena medida, una lógica espacial acorde con las desigualdades en el desarrollo económico regional que comenzaron a hacerse patentes con la primera revolución industrial en la segunda mitad del siglo XIX y se reforzaron con la siguiente, que en España retrasó lo esencial de sus efectos hasta después del Plan de Estabilización de 1959 y la posterior apertura exterior.

Pero más allá de esas inercias que se resisten a desaparecer, el impacto de las sucesivas crisis sobre los mercados regionales de trabajo varía de forma significativa. Resulta bien conocido el efecto que tuvo el agotamiento del modelo industrial fordista en los años setenta y primeros ochenta del pasado siglo, que concentró la destrucción de empleos y el consiguiente aumento del paro en las regiones de antigua tradición industrial del Eje Atlántico, con especial virulencia en el País Vasco y Asturias, frente al mejor comportamiento de las integradas en los ejes Mediterráneo y del Ebro, además de la región metropolitana de Madrid. Se estableció entonces una dicotomía entre regiones emergentes y en declive –o entre regiones ganadoras y perdedoras, según la metáfora acuñada en esos años por Benko y Lipietz (1994)- que parece haberse mantenido en el imaginario colectivo pese a los cambios habidos desde entonces.

Aunque en propuestas evolucionistas como la de Martin (2012) se plantea que los impactos de las sucesivas crisis tienden a acumularse en el tiempo y pueden fragilizar la situación de determinadas regiones ante nuevos shocks externos, la evolución del paro registrado desde 2006 parece mostrar cambios muy significativos respecto a patrones anteriores. Tres conclusiones principales pueden deducirse a partir de la simple observación de las tasas de crecimiento en el último lustro.

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En primer lugar, la distribución espacial de los impactos resulta en esta ocasión muy diferente, con tasas máximas de aumento del paro en regiones del Eje Mediterráneo (Murcia, Comunidad Valenciana) y del Ebro (Aragón, La Rioja), frente al mejor comportamiento de las del Eje Atlántico (Galicia, Asturias, País Vasco) y algunas interiores (Extremadura, Castilla y León), además de las ciudades autónomas. Resulta también significativo que las CCAA donde se localizan las dos mayores aglomeraciones metropolitanas (Madrid, Cataluña) superen el promedio de incremento, con tasas por encima del 130% en ambos casos, lo que parece cuestionar la influencia ejercida por las llamadas economías de aglomeración.

Un segundo rasgo a destacar es la no coincidencia entre la evolución regional del paro en esta crisis y la situación heredada del pasado, aún visible en la tasa de paro sobre la población en edad activa antes analizada. La comparación entre los dos diagramas de barras que representan ambos indicadores a partir de la misma ordenación de las regiones ofrece una imagen bastante nítida de esa disociación (figura 2.6), lo que parece confirmar que las tendencias actuales responden a factores muy diferentes a los de anteriores crisis y por ello no se observan efectos acumulativos.

Figura 2.6. Comportamiento de las CC.AA. frente al paro registrado.

60,73

65,72

71,11

81,41

90,80

92,28

102,84

111,92

117,41

118,62

122,92

127,98

131,00

135,57

148,39

149,96

174,63

179,35

227,87

0 50 100 150 200 250

Galicia

Ceuta y Melilla

Asturias

Extremadura

País Vasco

Castilla y León

Andalucía

Baleares

Canarias

ESPAÑA

Navarra

Cantabria

Madrid

Cataluña

Castilla-La Mancha

Rioja, La

Comunidad Valenciana

Aragón

Murcia

14,18

19,70

12,62

18,67

10,05

12,66

17,06

12,66

17,70

15,20

11,07

12,34

10,96

12,19

16,18

11,90

15,61

11,57

14,45

0 5 10 15 20 25

Galicia

Ceuta y Melilla

Asturias

Extremadura

País Vasco

Castilla y León

Andalucía

Baleares

Canarias

ESPAÑA

Navarra

Cantabria

Madrid

Cataluña

Castilla-La Mancha

Rioja, La

Comunidad Valenciana

Aragón

Murcia

Evolución del paro registrado, 2006-2011 (%) Paro registrado/población edad activa, 2011 (%)

Fuente: SEPE. Movimiento Laboral Registrado.

Un tercer aspecto significativo es que la desigualdad provocada por la crisis sobre el paro es muy superior a la que pudo observarse desde una perspectiva estática. De este modo, el máximo crecimiento registrado por la Región de Murcia multiplica por 3,7 veces el de Galicia, situada en el extremo opuesto y, sobre todo, el

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coeficiente de variación de la serie estadística asciende en este caso a 0,3594, valor bastante superior al comentado en el caso de las tasas regionales existentes en el año 2011. No hay, pues, región que escape a la gravedad del fenómeno, pero la brecha entre unas y otras tiende a ampliarse. Este mismo tipo de conclusiones se repite si en vez de utilizar como unidades de análisis las 17 CCAA se consideran las 50 provincias, aunque también se observan en este caso algunos rasgos destacables, que pueden complementar lo señalado hasta ahora.

Por una parte, en lo referente a la distribución espacial (figura 2.7), se confirma que todas las provincias de la mitad sur peninsular, salvo Jaén, mantienen tasas de paro sobre su población en edad activa superiores al promedio español, mientras en la mitad septentrional sólo Pontevedra se sitúa bastante por encima de ese nivel de referencia. En cambio, el mapa sobre tasas de crecimiento posteriores a 2006 parece definir un contraste en sentido oeste-este, con los valores más elevados en las provincias mediterráneas, las del Ebro y las del entorno de Madrid frente a valores bastante inferiores en las occidentales. En concreto, la explosión del desempleo en Castellón (305,48% de aumento), Guadalajara (250,09%) y Murcia (227,87%) no es comparable a la evolución registrada por provincias como Ourense (41,94%), A Coruña (54,77%) o Lugo (57,19%), con diferencias bastante mayores que las observables entre las regiones.

Se constata así que con unidades territoriales más pequeñas y menos heterogéneas como son las provincias, los contrastes se intensifican y dos simples cifras vienen a sintetizarlo. La primera es la de que la provincia que registró mayor aumento del paro (Castellón) multiplica ya por 7,3 veces la tasa de la provincia situada al otro lado de la escala (Ourense). La segunda, que el valor del coeficiente de variación asciende en este caso hasta 0,4439, también por encima del que medía la dispersión en el crecimiento del paro entre las regiones.

Finalmente, al considerar de forma conjunta ambos indicadores puede obtenerse una tipología básica según la posición relativa de las provincias por encima o por debajo del promedio español en cada caso, tal como refleja el diagrama de dispersión de la figura 2.8.

La peor posición la padecen aquellas situadas en el cuadrante superior derecho, con tasas de paro sobre población potencialmente activa elevadas y que además registraron un fuerte aumento desde 2006 que acentúa la gravedad de la situación. Aquí se incluyen todas las provincias mediterráneas entre Castellón y Málaga, además de algunas periféricas de Madrid como Toledo y Ávila, o Santa Cruz de Tenerife. Situación opuesta es la que corresponde a las provincias localizadas en el cuadrante inferior izquierdo, con menores tasas y un impacto de la crisis más moderado que las aleja progresivamente de las anteriores y acentúa, por tanto, las desigualdades. Aquí se sitúan las tres del País Vasco, Asturias y otras tres gallegas (Lugo, A Coruña, Ourense), junto a algunas castellano-leonesas (Valladolid, León, Palencia), quedando tan sólo Baleares y Jaén aisladas del resto.

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Figura 2.7. Comportamiento de las provincias frente al paro registrado.

a) Evolución del paro registrado, 2006-2011.

b) Paro registrado / población en edad activa, 2011.

Fuente: SEPE.

Las restantes 29 provincias aparecen entre ambos extremos, bien porque partiendo de niveles moderados de paro los han incrementado ahora con rapidez, lo que las ubica en el cuadrante inferior derecho del gráfico (casos de Madrid, provincias catalanas, todas las del Ebro y algunas interiores como Burgos, Segovia, Soria o Cuenca), o porque, en cambio, partían de tasas elevadas que heredaron del pasado

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pero en esta ocasión el efecto de la crisis está siendo menos acusado y eso hace que se agrupen en el cuadrante superior izquierdo. También en este caso, como en los anteriores, la mayor parte de las provincias muestran una distribución nada casual, con un claro predominio de las correspondientes a la margen occidental peninsular, desde Pontevedra a Zamora, Salamanca, las extremeñas y las andaluzas (Sevilla, Huelva, Cádiz, Córdoba), junto con alguna otra donde se pierde esa continuidad (Las Palmas de Gran Canaria, Albacete).

Figura 2.8. Tipología provincial según importancia y evolución del paro registrado.

Fuente: SEPE.

Situaciones tan heterogéneas y contrastadas como las que acaban de describirse, tanto si se comparan las tasas regionales o provinciales como, sobre todo, si se observa el muy distinto ritmo de crecimiento del paro en la actual crisis resultan imposibles de justificar acudiendo al argumento de la rigidez en las relaciones laborales ya discutida, pues la normativa en esta materia es sustancialmente la misma en todo el territorio español, lo que no ha impedido una evolución absolutamente dispar. Así pues, esa capacidad de resistencia tan variable frente a la pandemia del desempleo masivo exige acudir a otro tipo de argumentos justificativos relacionados, sobre todo, con las características propias de cada territorio. Aunque se hará una

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reflexión más detallada sobre esta cuestión en el próximo capítulo, al considerar los contrastes entre ciudades, pueden apuntarse ya algunos posibles factores mencionados por otros autores como Rocha (2010).

Una primera clave de las diferencias interregionales e interprovinciales se relaciona, sin duda, con la capacidad de su base económica para generar crecimiento y asegurar cierta capacidad competitiva que permita crear y mantener el empleo. Eso se relaciona con su estructura productiva, lo que incluye aspectos como el tipo de sectores en los que se especializa, el mayor o menor grado de diversificación de sus actividades o las características de sus empresas. La directa relación de la actual crisis con el estallido de la burbuja inmobiliario-financiera provocó un impacto directo e inmediato en el sector de la construcción y en algunas industrias proveedoras, aumentando con rapidez el paro en aquellas áreas con mayor presencia de esas actividades como son el litoral mediterráneo y los archipiélagos. El freno posterior al consumo privado trasladó el impacto a otras actividades como el comercio, los servicios a la población y el turismo, al tiempo que las restricciones en el crédito ahogaban a numerosas pequeñas empresas, ampliando así los territorios afectados, mientras se defendían mejor aquellas otras regiones con una mayor diversificación económica por haber mantenido cierta presencia industrial.

Un segundo factor también relacionado con lo anterior serían las tasas de empleo alcanzadas en los años de crecimiento intensivo. En aquellas regiones y provincias donde los puestos de trabajo se multiplicaron con mayor rapidez, muchos de ellos en actividades de baja cualificación y productividad, con contratos precarios, la destrucción posterior de empleos ha resultado también más intensa por comparación con aquellas otras en donde esas oscilaciones de la fuerza de trabajo –tanto en el periodo alcista como en el actual- han sido bastante más moderadas, tal como ocurrió en buena parte de la España interior y el noroeste peninsular.

Una tercera causa puede vincularse con el nivel de endeudamiento financiero de los territorios, considerando que aquellos con empresas, particulares y administraciones públicas más endeudadas serían los que registraron una mayor caída de su actividad económica al hacerse cada vez más difíciles las vías de financiación e imponerse estrategias de austeridad que estrangulan el crecimiento. También en este caso, la acción de los gobiernos autonómicos y el diverso grado en que aplicaron o atenuaron este tipo de medidas puede ser un factor diferencial cuya importancia tenderá a crecer con el paso del tiempo.

Un último aspecto que suele considerarse en las explicaciones sobre el desigual impacto de la crisis sobre el empleo es el nivel formativo de su población y, por tanto, su mayor o menor dotación en capital humano. La evidencia de que buena parte de los empleos destruidos correspondían a los estratos inferiores de la pirámide ocupacional y contaban con baja cualificación suele ser la base de tales argumentos. La mayor acumulación de conocimiento en la población, las empresas y las instituciones de cada territorio sería, en esta perspectiva un factor de resistencia ante las crisis y el comportamiento de algunos territorios con una buena dotación de este

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tipo de recursos (País Vasco, Navarra…) ayuda a reforzar esa idea. En cambio, lo ocurrido en Madrid o Barcelona –que son los principales polos de conocimiento en España, pero incrementaron el paro a un ritmo superior al promedio (131% y 128% respectivamente)- demuestra que ningún factor puede explicar por sí sólo la evolución registrada, haciendo necesaria una interpretación más compleja que combine en cada caso varios de ellos.

En resumen, el problema del desempleo masivo reaparece de forma periódica como preocupación central de nuestra sociedad, con implicaciones económicas y políticas evidentes. Hace ahora dos décadas, en una situación de similar gravedad, el Libro Blanco sobre Crecimiento, Competitividad y Empleo promovido por la Comisión Europea (1992) ya señaló que, más allá de situaciones coyunturales que provocan oscilaciones en los niveles de ocupación, nos enfrentábamos a un problema estructural con raíces profundas, que exigirían estrategias de largo plazo para su superación. En una perspectiva más crítica, Robert Castel planteó su estrecha vinculación con el rumbo tomado por el capitalismo al afirmar que “el desempleo no es una burbuja que se ha formado en las relaciones de trabajo y que podría reabsorberse. Empieza a estar claro que la precarización del empleo y el desempleo se han inscrito en la dinámica actual de la modernización. Son las consecuencias necesarias de los nuevos modos de estructuración del empleo y la lucha por la competitividad, que convierten en sombra a gran parte del mundo” (Castel, 1997: 406).

Este tipo de reflexiones han cobrado de nuevo plena actualidad, pero, si se profundiza en la metáfora, una vez más se comprueba que esos territorios en sombra son selectivos, tanto desde una perspectiva temporal como espacial. Ni todos se enfrentan por igual a esa oscuridad, ni los que padecieron con más intensidad el problema en el pasado son necesariamente los mismos que lo padecen ahora. Existe, por tanto, una dimensión territorial de las crisis que resulta significativa, tanto para comprender mejor sus claves como la diversa intensidad de sus efectos.

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CAPÍTULO 3. LAS CIUDADES ESPAÑOLAS FRENTE AL DESEMPLEO.

La sociedad española está intensamente urbanizada. El proceso de concentración espacial que desencadenó la industrialización se ha visto reforzado en las últimas décadas y en la actualidad cuatro de cada cinco residentes en el territorio lo hacen en municipios que superan los 10.000 habitantes, umbral que delimita los núcleos urbanos a efectos estadísticos. Esa polarización alcanza su máximo exponente en las grandes ciudades y las áreas urbanas que las tienen en su centro, pero que se extienden sobre su entorno hasta formar aglomeraciones metropolitanas de límites progresivamente difusos.

Las ciudades constituyen también una red de asentamientos, tejida por múltiples relaciones, que sirve como soporte básico para la organización del territorio. Por ese conjunto de motivos, comprender los procesos territoriales exige prestar una especial a las dinámicas urbanas y lo ocurrido con la crisis económica no constituye ninguna excepción. Con ese marco general de referencia, el capítulo aborda por primera vez una perspectiva de conjunto sobre la evolución del paro en las ciudades españolas durante los años de crisis económica con el objetivo de establecer e interpretar los importantes contrastes existentes a este respecto, base necesaria para llevar a cabo estudios más pormenorizados sobre los mercados locales de trabajo aún por abordar.

3.1. Dinamismo del sistema urbano español en los años de crecimiento.

Si se mantiene el año 2006 como fecha de referencia previa al desencadenamiento de la crisis, las seis grandes ciudades españolas por encima de los 500.000 habitantes (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza y Málaga) sumaban casi 7,5 millones de habitantes, equivalentes al 16,7% de la población total del país, pero esas cifras alcanzaban los 14,8 millones y una tercera parte del total de considerarse sus respectivas áreas urbanas4. Si a estas añadimos las nueve ciudades que superaban los 250.000 habitantes (Bilbao, Alicante, Murcia, Las Palmas de Gran Canaria, Palma de Mallorca, Córdoba, Valladolid, Vigo y Gijón), esas proporciones ascienden al 23,5% y 44,9% respectivamente.

Pero, junto a los efectos de ese proceso de aglomeración espacial, también resulta destacable la existencia de un estrato de ciudades medias, o de tamaño

                                                            4 Según la delimitación de áreas urbanas realizada por el Atlas Estadístico de las Áreas Urbanas de España 2006, publicado por el entonces Ministerio de la Vivienda (hoy Ministerio de Fomento), que incluye en estas seis un total de 308 municipios. 

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intermedio5, que en las últimas décadas se han mostrado especialmente dinámicas, aunque con notorias diferencias internas (Bellet y Llop, 2004; Méndez dir., 2010). En el año 2006 eran más de tres centenares, contabilizando en conjunto 19,5 millones de residentes (43,6% de la población española). Por el contrario, las pequeñas ciudades por debajo de ese tamaño, junto con los núcleos rurales, que a mediados del siglo XX aún albergaban a más de la mitad de la población del país (53,9%), redujeron esa importancia relativa hasta el 32,9% en 2006 como reflejo de unos saldos migratorios a menudo negativos, consecuencia de su menor dinamismo económico y la consiguiente debilidad para generar y mantener una oferta de empleos suficiente.

En ese sentido, las externalidades ligadas a la aglomeración también favorecieron durante décadas una progresiva concentración de empresas y empleos en las ciudades de mayor tamaño, con un posterior desbordamiento hacia sus entornos metropolitanos y hacia las ciudades de tamaño intermedio en un proceso de difusión -tanto espacial como jerárquico- bastante bien definido. La creación de empleos en los años de fuerte crecimiento a comienzos de este siglo otorgó, por tanto, al tamaño urbano cierta capacidad explicativa de las diferencias observables en cuanto a tasas de crecimiento de esos efectivos laborales.

De este modo, al finalizar 2006 las grandes ciudades con más de 250.000 habitantes reunían el 30,6% del total de afiliados a la Seguridad Social en España, sumando otro 41,9% las ciudades medias, con una cifra conjunta de 13,6 millones de empleos en esos 363 municipios frente a poco más de 5,1 millones en los 7.747 restantes. Pero lo más significativo desde la perspectiva que aquí interesa destacar es que el ritmo de crecimiento en el periodo 2000-2006 alcanzó el 23,6% en las grandes ciudades y hasta el 30,8% en las ciudades medias, frente a tan sólo el 12,8% en los municipios por debajo de los 20.000 habitantes.

Las ciudades de la región metropolitana de Madrid, junto a las del litoral mediterráneo, Andalucía y Castilla-La Mancha fueron las que registraron un mejor comportamiento en ese sentido, con tasas promedio por encima del 33%, frente a valores más moderados –inferiores al 20%- en las de Asturias, País Vasco y Navarra, menos afectadas por el crecimiento inmobiliario, turístico y del consumo característico de esos años. En consecuencia, entre las veinte ciudades que registraron un mayor aumento de la ocupación en esos años (superior al 72%), la gran mayoría se localizaban en la periferia metropolitana de Madrid (Boadilla del Monte, Las Rozas, Alcobendas, Pinto, Pozuelo de Alarcón, Rivas-Vaciamadrid, Valdemoro y Azuqueca de Henares) o en las regiones del Eje Mediterráneo (Salou, Jumilla, Alhaurín de la Torre, San Javier, Torre-Pacheco, Rincón de la Victoria, Torrevieja y Totana), máximos exponentes del modelo de crecimiento imperante. En el extremo opuesto, entre las veinte ciudades con peor evolución de sus efectivos laborales (aumento inferior al 12%), algo más de una tercera parte se localizaron en las regiones del Eje Atlántico (Sestao, Portugalete, Durango, Eibar, Avilés, Ferrol y Santurtzi), o en la aglomeración                                                             5 Aunque no hay coincidencia en los umbrales de población, la delimitación más frecuente en Europa y en los estudios realizados en España las identifica con aquellas que cuentan entre 20.000 y 250.000 habitantes. 

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metropolitana de Barcelona (Sant Adrià de Besòs, Ripollet, Igualada, Vilanova i la Geltrú), junto a algunas ciudades industriales especializadas en sectores tradicionales (Ontinyent, Crevillent, Alcoy, Aranda de Duero, Olot) y afectadas por un lento declive (Méndez dir., 2010: 152-161).

Si en términos cuantitativos los volúmenes y la evolución de la población residente y los empleos demostraban sobradamente el protagonismo urbano y la existencia de comportamientos diferenciados en el interior del sistema de ciudades, en términos cualitativos tales rasgos se acentuaban. Así, por ejemplo, en las grandes ciudades residía el 36,5% de la población con estudios universitarios y en las ciudades medias otro 43,0% del total español, por sólo un 20,5% en el resto del territorio. Con relación al empleo en las industrias y los servicios que integran la llamada economía del conocimiento, la participación relativa de grandes ciudades y ciudades medias aún crecía hasta el 45,4% y 43,5% respectivamente, con valores máximos en el caso de las actividades terciarias intensivas en conocimiento (servicios avanzados a empresas, finanzas y seguros, educación y sanidad), donde se alcanzaban el 47,2% y 43,6%. Todo ello parecía asociarse a la generación de ventajas competitivas capaces de asegurar un crecimiento más sostenido y menos frágil que el basado en actividades poco cualificadas y de baja productividad, aunque en este sentido las diferencias regionales eran ya significativas y lo han sido aún más al desencadenarse la actual crisis.

3.2. Desempleo, crisis y jerarquía urbana.

La destrucción de empleos asociada a la profunda crisis que padece la economía española en estos últimos años ha alcanzado a la totalidad de las 398 ciudades que superan los 20.000 habitantes en 2011. Las referencias habituales a esta cuestión, que destacan el creciente número de personas y familias afectadas, la difusión del paro de larga duración o los costes sociales que acarrea, rara vez descienden por debajo de la escala regional o, a lo sumo, provincial, destacando sobre todo los fuertes contrastes existentes, en buena medida heredados, que se mantienen aunque con tasas muy superiores a las de hace cinco años. Una mirada superficial a las cifras del paro registrado a escala local desde una perspectiva estática puede también generar cierta apariencia de homogeneidad en cuanto al impacto de la crisis, que un análisis más pormenorizado se encarga de desmentir, tal como aquí se intentará demostrar.

La primera aproximación que puede hacerse al desempleo en las ciudades españolas se consigue al agruparlas según su tamaño en número de habitantes, considerando sus cifras absolutas de paro registrado al finalizar el año 2011 (tabla 3.1). Tal como puede comprobarse, siete de cada diez personas registradas en esa situación en las oficinas públicas de empleo se localiza en las ciudades –grandes o medias- que superan los 20.000 habitantes, lo que permite afirmar que el problema del paro es esencialmente un problema urbano. Pero también se pone de manifiesto que

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esa proporción, o su reparto según tamaños, resulta muy similar a la que registra la población en su conjunto.

Tabla 3.1. Paro registrado según tamaño urbano, 2011.

Tamaño urbano (habitantes)

Volumen de población

% total

Paro registrado

% total

Cociente %paro / % población

Más de 500.000

250.000 a 500.000

100.000 a 250.000

50.000 a 100.000

20.000 a 50.000

Menos de 20.000

7.642.295

3.590.854

7.596.093

5.857.700

7.499.173

15.004.378

16,19

7,61

16,10

12,41

15,89

31,80

617.712

337.594

786.762

592.867

765.899

1.321.525

13,97

7,63

17,79

13,41

17,32

29,88

0,863

1,002

1,105

1,081

1,090

0,940

TOTAL ESPAÑA 47.190.493 100 4.422.359 100 1

Fuente: SEPE e INE.

De este modo, si se calcula el cociente entre el porcentaje del paro total que representa cada estrato urbano y el correspondiente a su peso relativo en la población española, se comprueba que los valores están muy próximos a la unidad en todos los casos. Tan sólo en el de las grandes urbes que superan el medio millón de habitantes y en el extremo opuesto de esta escala jerárquica los valores del cociente se sitúan por debajo de la unidad (0,863 y 0,940 respectivamente), lo que significa una menor presión relativa del desempleo, que aumenta en cambio en los niveles intermedios (máximo de 1,105 en las ciudades entre 100.000-250.000 habitantes), pero sin permitir resultados concluyentes en ningún caso.

Esa situación tiene su reflejo cartográfico en una distribución de las cifras de paro que apenas difiere del mapa que caracteriza desde hace varias décadas al sistema urbano español en términos de efectivos demográficos (figura 3.1). Se contrapone así la mayor presencia de núcleos urbanos y de desempleados en el Eje Mediterráneo, Andalucía y los archipiélagos, además de la región metropolitana de Madrid, frente a su menor densidad en el resto de las regiones interiores, quedando el Eje Atlántico entre ambos extremos. De nuevo un mapa con carácter panorámico como éste parece señalar que ninguna ciudad se ha librado del negativo efecto de la crisis sobre su tejido empresarial y laboral, así como que el golpe recibido guarda relación con la entidad que cada una tenía antes de iniciarse el brusco cambio de tendencia a partir de 2007-2008.

Sólo si se aproxima el foco de atención a las ciudades con mayor volumen de paro registrado y se ordenan con ese criterio, la comparación con el rango que detentan según volumen de habitantes permite detectar ya algunas desviaciones significativas (tabla 3.2). Aunque Madrid y Barcelona ocupan las dos primeras posiciones en ambos casos, a cierta distancia del resto, por debajo de ellas hay ciudades cuyo rango jerárquico en cuanto a paro registrado está por encima del correspondiente a su población (Sevilla, Málaga, Las Palmas de Gran Canaria, Córdoba, Alicante, Granada, Santa Cruz de Tenerife y, sobre todo, Elche, Jerez de la

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Frontera y Almería), todas ellas localizadas en Andalucía, Mediterráneo o Canarias. Como contrapunto, otras ciudades se sitúan por debajo, al presentar unos niveles de paro y un rango inferiores a los que corresponderían a su peso demográfico (Valencia, Zaragoza, Murcia, Palma de Mallorca, Valladolid, Gijón y, sobre todo, Bilbao), con una distribución territorial más dispersa, pero siempre en la mitad septentrional de la península o en Baleares.

Figura 3.1. Volumen de paro registrado en las ciudades con más de 20.000 habs. en diciembre de 2011.

Fuente: SEPE. Tabla 3.2. Ciudades con mayor volumen de paro registrado en diciembre 2011.

Ciudad Paro registrado

Puesto población

Ciudad Paro registrado

Puesto población

1. Madrid 2. Barcelona 3. Sevilla 4. Valencia 5. Málaga 6. Zaragoza 7. Las Palmas G.C. 8. Córdoba 9. Murcia 10. Alicante

222.103 108.624 81.135 75.324 75.064 55.462 51.001 41.312 40.250 36.837

1243658

117

12

11. Elche 12. Palma de Mallorca 13. Jerez Frontera 14. Vigo 15. Granada 16. Bilbao 17. Valladolid 18. Sta.Cruz Tenerife 19. Gijón 20. Almería

35.414 33.672 32.331 31.759 27.555 27.360 26.790 26.419 25.970 23.300

229

2914181013201532

Total 10 ciudades 787.112 (17,80% total) Total 20 ciudades 1.077.682 (24,37% total)

Fuente: SEPE.

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No obstante, para diferenciar lo que en todas estas cifras corresponde a herencias derivadas de trayectorias locales específicas frente al efecto de la actual crisis, es necesario llevar a cabo un análisis dinámico que considere la evolución del paro registrado en el último lustro. De esta forma, su crecimiento según tamaño urbano (tabla 3.3) confirma que, frente a un promedio español del 118,62%, las ciudades que superan los 100.000 habitantes se situaron en tasas inferiores (valor mínimo del 95,93% en las grandes ciudades entre 250.000-500.000 habitantes), al contrario que las de menor dimensión (valor máximo del 135,11% en las ciudades entre 20.000-50.000 habitantes).

Vuelve así a ponerse en evidencia que el tamaño urbano no resulta una variable de especial significación a la hora de interpretar el desigual impacto de la crisis sobre el desempleo, pues si bien los núcleos menores, con economías generalmente poco diversificadas y menor dotación de diferentes formas de capital (físico, humano, intelectual…) parecen algo más frágiles, las diferencias son poco relevantes y lo mismo ocurre al relacionar los niveles de paro respecto a los de población en edad activa, con desviaciones mínimas respecto al 13,97% de promedio. Resulta, por tanto, necesario descender a un tratamiento individualizado que considere a cada ciudad como unidad de análisis para poder aproximarnos a una descripción e interpretación más consistentes de la lógica espacial subyacente a la crisis y sus efectos sobre el desempleo de los lugares, así como su incidencia en la profundización de un desarrollo cada vez más desigual desde el punto de vista geográfico.

Tabla 3.3. Comportamiento frente al paro según tamaño urbano, 2006-2011.

Tamaño urbano (habs.)

Paro 2006

Paro 2011

Evolución (%)

Población 16-65 años

Paro/población edad activa (%)

Más de 500.000

250.000 a 500.000

100.000 a 250.000

50.000 a 100.000

20.000 a 50.000

Menos de 20.000

289.657

172.307

375.340

270.626

325.764

589.179

617.712

337.594

786.762

592.867

765.899

1.321.525

113,26

95,93

109,61

119,07

135,11

124,30

5.018.773

2.290.133

5.319.138

4.012.955

5.105.041

9.904.033

12,31

14,74

14,79

14,77

15,00

13,34

TOTAL ESPAÑA 2.022.873 4.422.359 118,62 31.650.073 13,97

Fuente: SEPE e INE

3.3. La diversa resistencia de las ciudades españolas al incremento del paro.

Toda ciudad se identifica por una serie de características (tamaño, funcionalidad, base económica y social, organización política, cultura, morfología…) que son, en buena medida, herencia de una trayectoria más o menos prolongada en el tiempo. La acumulación de decisiones, acciones y acontecimientos que han tenido lugar en ella sigue siendo visible, a menudo, mucho después de haber ocurrido, por lo que la interpretación del presente exige una mirada al pasado para que cobren sentido

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determinados rasgos que perviven pero no son comprensibles a partir tan sólo de las condiciones imperantes en la actualidad.

Algo así ocurre cuando se analizan los notables contrastes existentes entre las tasas de paro de las ciudades españolas. Aunque ya se señaló que la ausencia de información sobre el volumen de población activa de cada localidad más allá de la de carácter censal imposibilita el cálculo anual de esa tasa en sentido estricto, los datos del padrón continuo sí permiten conocer la población existente en edad activa (de 16 hasta 65 años) con esa periodicidad. El cociente entre la cifra de paro registrado y esta última permite, por tanto, establecer una tasa de parados sobre población potencialmente activa que, pese a resultar inferior a la oficial (al considerar grupos de población que no se incorporan al mercado de trabajo como estudiantes, amas de casa, etc.), facilita comparaciones útiles sobre el comportamiento de las ciudades frente al desempleo.

Una panorámica general del reparto territorial de esas tasas como la que ofrece el mapa de la figura 3.2 posibilita ya constatar importantes diferencias interurbanas al finalizar el año 2011, así como unas pautas de distribución nada aleatorias. Esto último resulta aún más evidente en los mapas de la figura 3.3, que disocian las ciudades situadas por encima y por debajo del 14%, que es el valor promedio de paro registrado sobre población en edad activa para el conjunto de núcleos urbanos por encima de los 20.000 habitantes.

La primera impresión que se extrae de los mapas es que la realidad actual se mantiene bastante cercana a la tradicional dicotomía entre los altos niveles de desempleo predominantes en la mitad sur peninsular y Canarias (bastante superiores al promedio, incluso en etapas de bonanza) y los más moderados de la mitad norte y Baleares, así como de las principales aglomeraciones metropolitanas (Barcelona y, sobre todo, Madrid). Resulta menos definida, en cambio, la situación del litoral mediterráneo, con una gran cantidad de centros urbanos que se ubican, en un número similar, a uno y otro lado de ese umbral divisorio de carácter estadístico, si bien se mantiene cierta predisposición a superar el promedio entre las ciudades de su mitad meridional (costa andaluza, murciana y valenciana), frente a una situación opuesta entre las más septentrionales (catalanas y del archipiélago balear).

Pero sólo una lectura atenta de las tasas permite ahondar en ese diagnóstico inicial, para lo que resultan útiles las tablas 3.4 y 3.5, que identifican a las cuarenta ciudades (equivalentes al 10% del total de las estudiadas) que presentan los valores máximos y mínimos respectivamente. Esa simple enumeración ofrece ya un primer dato relevante si se considera que el nivel de paro de la ciudad gaditana de Barbate (32,35%), que es la que lidera a su pesar este ranking, multiplica por 5,5 el de la madrileña de Torrelodones (5,85%), situada en el extremo opuesto de la escala.

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Figura 3.2. Paro registrado sobre población en edad activa, diciembre 2011 (%).

Fuente: SEPE

Figura 3.3. Ciudades con paro registrado sobre población activa respecto al promedio (%).

Fuente: SEPE

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Lo significativo es recordar que ese cociente era de 1,9 entre las dos Comunidades Autónomas que presentaban también los valores máximo y mínimo (Extremadura y País Vasco) y aumentó hasta 2,5 al descender a escala provincial, con Cádiz y Guipúzcoa en ambos extremos, pero los contrastes interurbanos ahora observados duplican con creces esa diferencia. Se confirma así que, junto con las macrodesigualdades existentes entre países o entre regiones dentro de estos últimos, la crisis acentúa también meso y microdiferencias entre las ciudades pertenecientes a un mismo sistema urbano e, incluso, entre sus diferentes barrios –tal como habrá ocasión de comprobar- lo que supone una dimensión muy poco conocida hasta el momento y necesitada de investigaciones más pormenorizadas que prioricen la perspectiva territorial.

Las ciudades españolas con una capacidad más limitada en la generación de empleos suficientes para su población en edad activa se localizan, en su gran mayoría, dentro de territorios que vienen enfrentando esa dificultad desde hace ya bastante tiempo y, sin duda, mucho antes de que se desencadenase la actual crisis. Casi la mitad (19) de las incluidas en la tabla 3.4. son ciudades andaluzas, en concreto de las provincias de Cádiz, Sevilla y Málaga, otra cuarta parte (9) canarias y casi otras tantas (7) de la Comunidad Valenciana, siendo muy pocas (5) las ubicadas en otras regiones.

La peor situación se focaliza en la provincia de Cádiz, en donde a los problemas que aquejan a ciudades que basaron su desarrollo económico en la explotación y transformación de recursos agrarios o pesqueros (Barbate, Arcos de la Frontera, Chiclana de la Frontera, Conil de la Frontera, Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda, El Puerto de Santa María…) se suman los derivados del declive industrial en las bahías de Algeciras y Cádiz (La Línea de la Concepción, Algeciras, San Roque, Los Barrios, Puerto Real, San Fernando…), todas ellas por encima del 19% de paro sobre su población en edad activa.

Junto con las ciudades andaluzas y canarias, destaca también en este grupo la presencia de un conjunto de ciudades caracterizadas como distritos industriales de pequeña empresa y especializados en ramas fabriles tradicionales dedicadas a la fabricación de bienes de consumo (calzado, textil, confección, mueble, juguete…), que se enfrentan en las tres últimas décadas a una creciente competencia exterior que ha provocado el cierre de empresas y la reducción de empleos. Se localizan en su mayoría en el interior de la Comunidad Valenciana (Crevillent, Elda, Elche, Petrer, Ibi, Villena, Quart de Poblet, Alfafar…), donde llegaron a definir un modelo de industrialización que se consideró en cierto modo similar al de la llamada Tercera Italia. En un segundo lugar aparecen también ciudades de Castilla-La Mancha (Talavera de la Reina, Hellín, Almansa…), que también se situán en todos los casos por encima de ese elevado nivel de desempleo.

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Tabla 3.4. Ciudades con mayor volumen de paro registrado en diciembre 2011.

Municipio Provincia Paro/100 hab. en edad activa

1. Barbate Cádiz 32,35 2. Arcos de la Frontera Cádiz 28,91 3. Crevillent Alicante 26,24 4. Sanlúcar de Barrameda Cádiz 25,23 5. Chiclana de la Frontera Cádiz 23,80 6. Camas Sevilla 23,64 7. Petrer Alicante 23,25 8. La Línea de la Concepción Cádiz 23,08 9. Elda Alicante 22,99 10. San Juan de Aznalfarache Sevilla 22,96 11. Icod de los Vinos Santa Cruz Tenerife 22,76 12. Jerez de la Frontera Cádiz 22,62 13. Talavera de la Reina Toledo 22,60 14. Hellín Albacete 22,43 15. Elche Alicante 22,23 16. Coria del Río Sevilla 22,13 17. Utrera Sevilla 22,12 18. Almendralejo Badajoz 21,93 19. Gáldar Las Palmas 21,80 20. Conil de la Frontera Cádiz 21,53 21. Nerja Málaga 21,28 22. Tacoronte Santa Cruz Tenerife 21,15 23. Realejos (Los) Santa Cruz Tenerife 21,13 24. San Roque Cádiz 21,09 25. Santa Lucía de Tirajana Las Palmas 20,95 26. Aspe Alicante 20,94 27. Telde Las Palmas 20,92 28. Arrecife de Lanzarote Las Palmas 20,58 29. Alcalá de Guadaíra Sevilla 20,56 30. Alfafar Valencia 20,55 31. Coín Málaga 20,53 32. Puerto Real Cádiz 20,29 33. Ingenio Las Palmas 20,15 34. Alaquàs Valencia 20,09 35. Algeciras Cádiz 20,08 36. Arucas Las Palmas 20,08 37. Lebrija Sevilla 20,04 38. Carballo A Coruña 19,95 39. Cártama Málaga 19,93 40. Melilla Melilla 19,89

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Tabla 3.5. Ciudades con menor volumen de paro registrado en diciembre 2011.

Municipio Provincia Paro/100 hab. en edad activa

1. Torrelodones Madrid 5,85 2. Pozuelo de Alarcón Madrid 6,06 3. Boadilla del Monte Madrid 6,29 4. Tres Cantos Madrid 6,40 5. Villaviciosa de Odón Madrid 6,73 6. Las Rozas de Madrid Madrid 6,83 7. Rojales Alicante 6,86 8. Majadahonda Madrid 7,03 9. Alcalá la Real Jaén 7,27 10. Sant Cugat del Vallès Barcelona 7,37 11. Getxo Vizcaya 7,80 12. Donostia-San Sebastián Guipúzcoa 8,06 13. Zarautz Guipúzcoa 8,15 14. Durango Vizcaya 8,18 15. Baena Córdoba 8,47 16. Sitges Barcelona 8,66 17. Rivas-Vaciamadrid Madrid 8,77 18. Leioa Vizcaya 8,99 19. Algete Madrid 9,03 20. Arrasate/Mondragón Guipúzcoa 9,13 21. Alfas del Pí Alicante 9,15 22. Alcobendas Madrid 9,30 23. Galdakao Vizcaya 9,56 24. Palma del Río Córdoba 9,86 25. Castelldefels Barcelona 9,88 26. S.Josep sa Talaya Illes Balears 9,90 27. San Sebastián Reyes Madrid 10,01 28. Coslada Madrid 10,04 29. Masnou (El) Barcelona 10,07 30. Moguer Huelva 10,07 31. Barcelona Barcelona 10,15 32. Santa Eulalia del Río Illes Balears 10,18 33. Piélagos Cantabria 10,19 34. Madrid Madrid 10,20 35. Mogán Las Palmas 10,33 36. Olot Girona 10,37 37. Lloret de Mar Girona 10,41 38. Oleiros A Coruña 10,43 39. Sant Joan Despí Barcelona 10,45 40. Marratxí Illes Balears 10,50

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Las ciudades con menores tasas de paro registrado respecto a la población potencialmente activa representan el negativo de la distribución anterior, pero también en este caso muestran un considerable grado de concentración espacial. Entre las que identifica la tabla 4.5, una amplia mayoría (13) se localizan en la aglomeración urbana de Madrid y otras 6 en la de Barcelona (Barcelona, Sant Cugat del Vallés, Sitges, Castelldefels, El Masnou y Sant Joan Despí) que, junto a otras 7 ciudades vascas (Getxo, San Sebastián, Zarautz, Durango, Leioa, Mondragón y Galdakao), identifican polos de actividad metropolitanos en territorios de densa urbanización que fueron capaces de generar toda una serie de ventajas competitivas que parecían dotar a sus economías de una mayor solidez. Destacan, sobre todo, las ciudades del noroeste metropolitano de Madrid, donde residen los grupos socioprofesionales más cualificados y de mayores ingresos, lo que les permitió alcanzar prácticamente niveles de pleno empleo hace unos años y aún hoy mantienen valores de paro registrado inferiores al 10%, que siguen estando entre los más bajos del sistema urbano español (Torrelodones, Pozuelo de Alarcón, Las Rozas, Boadilla del Monte, Villaviciosa de Odón, Majadahonda, Tres Cantos, Alcobendas, San Sebastián de los Reyes).

Fuera de estos tres ámbitos que mantienen su mejor situación en términos comparativos, pueden igualmente destacarse unas pocas ciudades mediterráneas –en particular de las Baleares- que también gozaron de pleno empleo en los años del boom inmobiliario y en las que la quiebra de su modelo de crecimiento basado en la economía residencial (construcción + turismo) resulta aún demasiado reciente como para que tampoco rebasen ese umbral del 10% de paro registrado al finalizar el año 2011 (Rojales, Alfas del Pí, Sant Josep sa Talaya), o lo superen en tan sólo algunas décimas (Calviá, Marratxí, Ciutadella, Santa Eulalia del Río, Lloret de Mar). Pero una vez considerada en sus rasgos esenciales esta imagen estática sobre los acusados contrastes interurbanos que siguen caracterizando la situación de las ciudades españolas frente al desempleo, conviene centrar la atención en una perspectiva dinámica capaz de identificar mejor lo que de nuevo aporta la actual crisis a las desigualdades heredadas.

Merece la pena recordar a estos efectos que los territorios son construcciones sociales producidas en el tiempo sobre una base natural determinada y que, por esa razón, los impactos de los cambios económicos, tecnológicos o sociales provocan en ellos transformaciones generalmente lentas, que exigen cierto tiempo para hacerse visibles y definir con nitidez las características que las identifican. Por esa razón, los numerosos análisis aparecidos en la bibliografía nacional e internacional a lo largo del año 2009, que consideraban el impacto de la crisis financiera internacional de 2008 y el inmediato estallido de la burbuja inmobiliaria sobre países, regiones o ciudades pecaron, a menudo, de una perspectiva demasiado coyuntural, apuntando tendencias que el tiempo no siempre ha confirmado. Pero los años transcurridos desde entonces permiten ya obtener resultados más consistentes y, pese a que el aumento del desempleo en España no se ha detenido aún en 2012 e incluso se han agravado algunos de sus efectos tras la reforma laboral aprobada a comienzos de año, el análisis de la evolución seguida por el paro registrado hasta finalizar el año 2011 y

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durante un lustro permite alcanzar ya un diagnóstico consistente sobre la desigual vulnerabilidad de las ciudades ante la destrucción de capacidad productiva y empleo asociada a las crisis cíclicas del capitalismo.

Esa relación dialéctica entre permanencias y cambios territoriales que caracteriza la dinámica capitalista se hace visible al considerar ese incremento del desempleo en estos últimos años, en función de la perspectiva con que lo observemos y, por tanto, el sesgo que introduzcamos en esa observación. Así, por ejemplo, si se comparan las cifras totales de paro registrado en las 398 ciudades analizadas, tanto en diciembre de 2006 como de 2011, representando a cada una de ellas mediante un punto en un diagrama de dispersión (figura 3.4), el resultado es una altísima correlación positiva (R2 = 0,9778), pues casi todas se disponen de forma lineal en torno a la recta de regresión que marca la línea de tendencia6. Eso supone que, en valores absolutos, lo ocurrido en estos cinco años no ha trastocado en líneas generales la posición de las ciudades, aunque ha elevado de forma sustancial los niveles de paro en todas ellas.

Figura 3.4. Paro registrado en las ciudades con más de 20.000 habs., 2006 y 2011.

Fuente: SEPE.

                                                            6 El diagrama utiliza escala logarítmica para evitar que los valores de Madrid y Barcelona, muy alejados del resto, provoquen una agrupación de las restantes ciudades en un espacio muy reducido y se reduzca la legibilidad del gráfico, lo que ocurre al utilizar una escala lineal, pero eso no modifica el sentido del resultado obtenido. 

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De ahí parece deducirse una imagen de relativa estabilidad dentro del sistema urbano, con un impacto similar en todas las ciudades que lo componen, conclusión que se modifica por completo cuando lo que se utilizan son valores relativos, es decir, tasas de crecimiento porcentuales. Además de centrar nuestra atención en esta última perspectiva, que es la más adecuada para los objetivos aquí planteados, esta posibilidad de llegar a conclusiones aparentemente contradictorias según el tipo de datos -absolutos o relativos- utilizados, así como según la elección de perspectivas -estáticas o dinámicas- alerta sobre la manipulación interesada que en ocasiones se realiza de la información estadística disponible sobre el impacto de la crisis y sobre la necesidad de ofrecer visiones complementarias sobre las tendencias en curso que eviten una simplificación excesiva.

También en esta ocasión tanto los mapas de las figuras 3.5 y 3.6, que muestran el reparto geográfico de las tasas de crecimiento que experimentó el paro registrado entre diciembre de 2006 y 2011, como las tablas 3.6 y 3.7, que identifican al 10% de las ciudades que conocieron una peor y mejor evolución relativa, permiten confirmar la existencia de evidentes regularidades espaciales en la muy desigual distribución del impacto de la crisis.

La primera conclusión relevante se refiere a la profundidad de las diferencias interurbanas en el incremento del número de desempleados. Si al considerar las tasas existentes al finalizar 2011 el valor más elevado multiplicaba en 5,5 veces el de la ciudad con mejor situación, al analizar lo ocurrido en los cinco años anteriores se comprueba que el aumento del paro registrado por la ciudad alicantina de Pilar de la Horadada (+390,94%) multiplica por 13,3 el de la ciudad coruñesa de Ferrol (+29,29%). Se demuestra así que la crisis hace a las ciudades cada vez más desiguales y exacerba unos contrastes siempre presentes, pero que se acentúan en momentos como los actuales. La evidencia de que con un mismo marco regulatorio los efectos sobre la destrucción de empleos resulten tan abrumadoramente dispares cuestiona de manera frontal, tanto aquellos argumentos que ven en la supuesta rigidez del mercado de trabajo español la clave explicativa del rápido incremento de su nivel de paro, como el verdadero significado de las sucesivas reformas laborales aprobadas en estos años. Puede así llamarse la atención sobre el valor del análisis territorial para abordar una revisión crítica de determinadas ideas defendidas a partir de datos que sólo contemplan la escala estatal y difundidas por poderosos medios, pero que chocan frontalmente con la realidad cuando ésta se observa desde perspectivas múltiples.

La segunda conclusión, aún más significativa, es que la distribución territorial de las tasas modifica de forma sustancial tanto el mapa que acaba de comentarse sobre los niveles de desempleo en 2011, como los que caracterizaron el impacto de anteriores crisis y confirma, en cualquier caso, que el comportamiento individual de cada ciudad no sólo se ve influido por sus características internas, sino también por las de su entorno. En los años setenta del pasado siglo, la crisis del sistema de producción fordista golpeó con especial virulencia a muchas ciudades de tradición

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Figura 3.5. Evolución del paro registrado en las ciudades, 2006-2011 (%).

Fuente: SEPE.

Figura 3.6. Ciudades con mayor y menor aumento del paro registrado, 2006-2011 (%).

Fuente: SEPE

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industrial del Eje Atlántico (y algunas de las regiones interiores), en especial aquellas monoespecializadas en sectores básicos, intensivos en el uso de materias primas y mano de obra (minería, siderurgia, metalurgia, construcción naval, textil…), dominadas por grandes fábricas poco innovadoras y con escasez de servicios de valor añadido en el entorno. Por el contrario, tanto las ciudades del Eje Mediterráneo y las grandes aglomeraciones metropolitanas (salvo sus núcleos industriales), en economías fuertemente terciarizadas, resistieron mejor la crisis en esos años. Lo mismo ocurrió en las del Eje del Ebro, de industrialización reciente y beneficiadas por deslocalizaciones procedentes de regiones próximas, así como por su accesibilidad y buenas comunicaciones para la el desarrollo logístico. La nueva crisis de principios de los años noventa, que volvió a elevar con rapidez el desempleo en España, no modificó apenas esa distribución de áreas en declive y emergentes, pero la crisis actual rompe por completo con esa simplista dualidad heredada.

Tal como muestra la tabla 3.6, nada menos que 35 de las 40 ciudades con mayor aumento del paro (superior en todos los casos al 220%, muy por encima del 119% de promedio en España) se localizan ahora en el Eje Mediterráneo, sobre todo en las provincias de Murcia (10 ciudades), Castellón (7), Valencia (5) y Alicante (5), con una menor presencia de ciudades litorales catalanas o andaluzas. Se trata, en su mayor parte, de núcleos que conocieron un fuerte crecimiento de su empleo durante más de una década asociado a un monocultivo residencial en el que la construcción, el turismo, el consumo y el ocio fueron de la mano, con una elevada presencia de empleos precarios, poco cualificados, mal pagados y de baja productividad, que se han destruido con rapidez al desaparecer el crédito que alimentaba el proceso. Pero a esta imagen, bien conocida y demasiado plana, sobre la crisis del litoral mediterráneo el análisis a escala local permite confirmar también los riesgos de la monoespecialización en núcleos con otro perfil de actividad. Es, por ejemplo, lo que ocurre al comprobar la presencia en este grupo de muchas ciudades del distrito industrial de la cerámica castellonense (Almassora, Villarreal, Onda, Burriana, Vall d’Uixó…), un sector muy ligado al de la construcción, o de las que lideraron el desarrollo de la agricultura intensiva bajo plástico en el Poniente almeriense (El Ejido, Vícar, Adra, Roquetas de Mar…).

Un segundo grupo de ciudades que también ha padecido un aumento explosivo de desempleados entre sus residentes se sitúa en la periferia externa de la aglomeración metropolitana madrileña (Arganda del Rey, Azuqueca de Henares, Guadalajara, Illescas...), allí donde se asentaron sectores de población joven y población inmigrante, a menudo con bajo nivel formativo y escasa capacidad adquisitiva, que forman parte destacada de los denominados grupos de riesgo. Por último, aún sin presentar crecimientos extremos de sus niveles de paro, la mayoría de ciudades del Eje del Ebro también han visto frenado su anterior dinamismo y muestran tasas de aumento siempre superiores al promedio español.

Al desplazar la atención hacia el otro plato de la balanza, que reúne a las ciudades que han vivido un incremento del paro menos traumático, se reafirma esa

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Tabla 3.6. Ciudades con mayor crecimiento del paro registrado, 2006-2011 (%).

Ciudad Provincia Evolución 2006-2011 (%)

Pilar de la Horadada Alicante 390,94 Torre-Pacheco Murcia 385,95 Almassora Castellón 378,02 Azuqueca de Henares Guadalajara 369,58 Villarreal Castellón 358,73 Illescas Toledo 355,96 San Javier Murcia 350,37 Onda Castellón 347,46 San Pedro del Pinatar Murcia 343,56 Rojales Alicante 343,08 Yecla Murcia 322,58 Burriana Castellón 321,47 Vall d'Uixó Castellón 313,69 Jumilla Murcia 296,25 Alhaurín el Grande Málaga 293,96 Vícar Almería 291,26 Riba-roja de Turia Valencia 273,91 Amposta Tarragona 270,77 Orihuela Alicante 258,00 Cartagena Murcia 257,69 Coín Málaga 256,68 Benicarló Castellón 249,17 Llíria Valencia 248,59 Las Torres de Cotillas Murcia 245,08 Algemesí Valencia 244,38 El Ejido Almería 241,12 Alcantarilla Murcia 240,41 Pobla de Vallbona Valencia 239,94 Piélagos Cantabria 239,61 Murcia Murcia 235,75 Vinaròs Castellón 234,36 Adra Almería 233,01 Arganda del Rey Madrid 230,76 Oliva Valencia 230,09 Mutxamel Alicante 230,03 Cártama Málaga 228,53 Mazarrón Murcia 226,81 Sant Vicent del Raspeig Alicante 224,77 Roquetas de Mar Almería 220,93 Guadalajara Guadalajara 220,60

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aparente inversión de tendencia que la actual crisis introduce en las dinámicas territoriales (tabla 3.7). De las 40 ciudades con mejor evolución relativa en el último lustro, casi la mitad (19) se localizan en el Eje Atlántico, con especial presencia de ciudades gallegas (Ferrol, Santiago, Ourense, Narón, A Coruña, Redondela, Cangas, Vigo y Cambre), pero también asturianas (Mieres, Castrillón, Avilés, Langreo y Gijón) o vascas (Irún, Getxo, San Sebastián, Portugalete y Sestao).

Más allá de sus evidentes diferencias, si algo tienen en común es contar con unas economías locales diversificadas, que en la mayoría de casos incluye una industria renovada, que genera menos pero mejor empleo que en el pasado y que complementa a unos servicios ya predominantes en todos los casos, sin suponer ningún tipo de contradicción. Esa diversificación apoyada en la complementariedad industria-servicios supuso que el crecimiento de la ocupación resultase menos explosivo que en otras regiones durante los años de la burbuja financiera e inmobiliaria, pero posibilita ahora un efecto menos violento de su estallido y, en suma, un modelo de crecimiento más integrado, equilibrado y capaz de sostenerse en el medio y largo plazo.

Otro ámbito territorial donde ese impacto también parece relativamente moderado es Andalucía Occidental, aunque en este caso los factores explicativos son diversos y estarían necesitados de un análisis más pormenorizado para su plena comprensión. Así, por ejemplo, en el caso de las ciudades gaditanas que ya se mencionaron por presentar tasas de paro que aún se sitúan entre las más altas del país, pero ahora están entre las de menor aumento (Cádiz, Barbate, San Fernando, Puerto Real, La Línea de la Concepción…), es evidente que las causas del desempleo se asocian a problemas muy anteriores que afectan a sus actividades productivas (pesqueras, agrarias o industriales), que se han visto afectadas sólo de forma indirecta por la actual recesión, que ha tenido impactos más visibles en núcleos turísticos del entorno. En el caso de las situadas en el valle del Guadalquivir, algunas de las incluidas en este listado han conocido en los últimos años iniciativas para fomentar el desarrollo de ramas industriales de cierta tradición local (Linares, Alcalá la Real, Priego de Córdoba…), mientras en el caso de algunas agrociudades de la región la no inclusión en el paro registrado de los beneficiarios del Plan de Fomento del Empleo Agrario (antiguo P.E.R.) puede moderar sus cifras de desocupación.

Un tercer aspecto a destacar es el hecho de que un tercio de las ciudades de la tabla corresponden a capitales administrativas, bien autonómicas (Santiago de Compostela y Mérida) o provinciales (Cádiz, Ourense, León, A Coruña, Córdoba, Palencia, San Sebastián, Jaén y Zamora), además de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. En todas ellas, la presencia del empleo público, no sólo de carácter administrativo sino también vinculado a una amplia variedad de servicios educativos, culturales, sanitarios o asistenciales ha permitido una mayor estabilidad en los primeros años de la crisis. No obstante, el ataque a ese sector público que subyace a unas políticas de austeridad neoliberales que han agravado sus efectos en el año 2012 puede modificar de forma sustancial ese diagnóstico en el próximo futuro.

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Tabla 3.7. Ciudades con menor crecimiento del paro registrado, 2006-2011 (%).

Ciudad Provincia Evolución 2006-2011 (%)

Ferrol A Coruña 29,29 Priego de Córdoba Córdoba 33,49 Cádiz Cádiz 39,67 Alcalá la Real Jaén 40,57 Santiago de Compostela A Coruña 41,15 Ourense Ourense 44,51 Mieres Asturias 49,98 Narón A Coruña 52,04 Barbate Cádiz 52,25 León León 52,90 Úbeda Jaén 53,77 Castrillón Asturias 54,15 Coruña (A) A Coruña 55,06 Irun Guipúzcoa 55,57 Cabra Córdoba 55,87 Córdoba Córdoba 57,06 Redondela Pontevedra 57,10 Cangas Pontevedra 58,29 Avilés Asturias 58,83 Getxo Vizcaya 59,74 San Fernando Cádiz 60,12 Linares Jaén 60,31 Palencia Palencia 60,44 Morón de la Frontera Sevilla 61,26 Ceuta Ceuta 61,43 Puerto Real Cádiz 62,67 Donostia-San Sebastián Guipúzcoa 63,30 Vigo Pontevedra 63,63 Portugalete Vizcaya 63,80 Langreo Asturias 64,26 Gijón Asturias 67,17 Jaén Jaén 67,93 Sestao Vizcaya 68,28 Cambre A Coruña 68,59 Petrer Alicante 69,28 Zamora Zamora 69,43 Mérida Badajoz 69,97 Melilla Melilla 70,46 Santa Eulalia del Río Illes Balears 70,52 Línea de la Concepción Cádiz 71,10

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Por último, llama la atención la casi total ausencia de las grandes metrópolis y ciudades de su entorno metropolitano en este recuento de las que resistieron mejor los embates de la crisis. Pese a la mayor presencia en ellas de industrias y, sobre todo, servicios intensivos en conocimiento, centros de decisión política y empresarial, equipamientos e infraestructuras de alta calidad, etc., tan sólo Getxo aparece entre las 40 ciudades con mejor evolución y tanto Madrid capital (+115,59%) como Barcelona (+103,88%) se sitúan en valores cercanos al promedio, que ciudades como Valencia (+146,84%) o Zaragoza (+176,11%) superan con rotundidad, muy por encima de Sevilla (+79,20%), Bilbao (+94,66%) o Málaga (+100,28%). Más allá, por tanto, de las ventajas competitivas genéricas asociadas a la propia aglomeración, la complejidad económica y social de las metrópolis se hace presente en esa diversidad de respuestas a la destrucción de empleos, que sólo estudios abordados a escala local pueden responder con solvencia. La aproximación que aquí se realiza al desempleo en el caso de la región metropolitana madrileña puede resultar, pese a su brevedad, un apunte sobre las posibilidades y la necesidad de abordar una investigación sistemática y comparativa sobre las potencialidades y debilidades de unos espacios que siguen siendo de importancia estratégica también para la salida de la crisis.

3.4. Hacia una tipología de comportamientos urbanos frente al desempleo: ¿orden o caos?

El intento de sistematizar el análisis sobre los problemas de desempleo a que se enfrentan hoy todas las ciudades españolas, establecer las semejanzas o diferencias entre ellas y apuntar algunas posibles claves explicativas justifica la disociación entre los niveles de paro actuales y su incremento en los años de la crisis. Se ha constatado así que ambas radiografías conducen a un diagnóstico bastante distinto de la realidad actual, con una localización de las situaciones de mayor gravedad no coincidentes y con la evidencia de que las desigualdades se han acentuado de forma significativa en estos cinco últimos años.

Pero, más allá de cualquier tratamiento ordenado de la información, a nadie se le escapa que ambos tipos de indicadores son complementarios y como tales deben ser considerados. Así, la vulnerabilidad ante la crisis agrava sus efectos en aquellas ciudades que ya con anterioridad padecían altas tasas de paro, lo que las identifica como las que enfrentan una peor situación y debieran exigir, por ello, mayor atención por quienes tienen la responsabilidad de intentar revertir tal situación. Caso opuesto es el de las ciudades que ya mostraron síntomas de contar con una base económica capaz de generar empleo suficiente en los años de crecimiento, pero ahora también demuestran mayor fortaleza ante el embate de la recesión y ven aumentar sus cifras de paro por debajo del promedio, lo que las convierte en dignas de emulación y casos de estudio interesantes para comprobar las raíces de tal fortaleza.

No obstante, quizás merezcan especial consideración aquellas ciudades que se encuentran en una situación intermedia, por cuanto se ha producido en estos años una ruptura de tendencia que tiene, según el sentido de ese cambio, significados

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contrapuestos. Están, por un lado, aquellas que disfrutaban antes del inicio de la crisis de un escaso desempleo que ahora crece con rapidez como reflejo del agotamiento de su modelo de crecimiento, si bien la herencia de ese pasado aún próximo les permite mantener tasas inferiores al promedio. Su contrapunto son aquellas otras ciudades con trayectorias que les llevaron a presentar altos niveles de desempleo desde hace algún tiempo pero que muestran cierta capacidad de resistencia frente a la crisis actual, lo que se refleja en incrementos moderados del paro, al menos en términos relativos. Este último caso resulta de particular interés, pero profundizar en él exigirá aportar investigaciones a escala local capaces de identificar las bases endógenas y/o exógenas de unos procesos que en algunas ciudades pueden derivar de un lento declive debido a causas ajenas a las actuales, mientras en otras podría proceder de estrategias públicas y privadas aplicadas para enfrentar los efectos de una crisis anterior y que aumentan ahora la resiliencia de estas ciudades frente al nuevo shock externo a que se ven sometidas.

Dejando para el capítulo final el comentario sobre ese concepto, centraremos ahora la atención en realizar una tipología básica según estos criterios e identificar la posición de cada ciudad en ese contexto. Aunque existen técnicas estadísticas más elaboradas para llegar a una clusterización que agrupe a las ciudades según su comportamiento relativo, aquí se ha optado por diferenciar tan sólo cuatro tipos que responden al argumento presentado. La representación gráfica del posicionamiento relativo de las ciudades se obtiene mediante el diagrama de dispersión de la figura 3.7, que identifica a cada una según se encuentre por encima o por debajo del promedio español en crecimiento del paro entre 2006-2011 (+119%) y proporción de parados sobre población en edad activa al finalizar ese último año (14%). Los mapas de la figura 3.8 facilitan la localización de cada tipo de ciudad en el territorio, aspecto útil para reflejar la existencia de posibles regularidades asociadas al efecto regional.

En primer lugar, el diagrama confirma la inexistencia de cualquier tipo de correlación significativa, tanto en sentido positivo como negativo, entre ambos indicadores, con un índice próximo a cero (R2 = 0,0002). Lo ocurrido en el último lustro, por tanto, no se ha visto apenas influido por la situación local previa frente al desempleo, por lo que todas las combinaciones son posibles y el tipo de comportamiento con menor número de casos (tipo A) cuenta con un total de 78 ciudades, por 140 en la situación opuesta representada por las ciudades tipo D, que son las más numerosas ante el sesgo que sobre los promedios introducen las grandes ciudades de Madrid y Barcelona, con valores ligeramente inferiores. Al mismo tiempo, la disposición en punta de flecha que muestra la distribución de las ciudades en el gráfico es buen reflejo de la mayor distancia existente entre unas y otras respecto al crecimiento del paro desde 2006 que al considerar sus tasas actuales.

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Figura 3.7. Comportamiento de las ciudades españolas frente al desempleo: tipología básica.

Fuente: SEPE.

En segundo lugar, si se analiza por separado cada uno de esos cuatro tipos para identificar posibles regularidades en su distribución territorial, se confirman ciertas tendencias significativas, más allá de especificidades locales imposibles de abordar con la información aquí utilizada. La tabla 3.8 sintetiza en cifras esas pautas de localización y sirve por eso como base a un breve comentario que se iniciará por aquellas ciudades que se han mostrado más vulnerables (tipos D y B), para compararlas con aquellas otras más resistentes a elevar sus volúmenes de paro (tipos A y C). Para su interpretación se ha considerado la presencia relativa de cada territorio en el total de ciudades pertenecientes a cada uno de los tipos, haciendo por tanto una lectura de sentido vertical. Pero también, y al mismo tiempo, el peso relativo de cada tipo en el conjunto de ciudades de cada territorio, lo que equivale a una mirada de sentido horizontal que resulta complementaria.

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Figura 3.8. Tipología de ciudades según crecimiento y nivel de paro registrado.

Ciudades Tipo A Ciudades Tipo D

Fuente: SEPE y elaboración propia.

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Tabla 3.8. Tipología de ciudades según ámbitos territoriales.

Ámbitos territoriales Tipo A Tipo B Tipo C Tipo D TOTAL

Eje Atlántico 32 4 17 1 54

Eje Mediterráneo 11 35 10 86 142

A.M. Barcelona 6 20 1 16 43

A.M. Madrid 9 22 1 6 38

Eje del Ebro 0 8 0 0 8

Andalucía Occidental 10 1 29 11 51

Castillas y Extremadura 9 5 12 6 32

Canarias 1 5 8 14 28

Ciudades Autónomas 0 0 2 0 2

TOTAL 78 100 80 140 398

Fuente: SEPE y elaboración propia.

Las ciudades que afrontan hoy una peor situación respecto al desempleo, con tasas elevadas que la crisis acentuó con rapidez (tipo D), son las que parecen enfrentadas a un declive más agudo, tanto en términos económicos como sociales. Su localización preferente no deja lugar a dudas, pues casi dos terceras partes (86 de 140) se localizan a lo largo del Eje Mediterráneo (hasta 102 al incluir el área urbana de Barcelona), con un neto predominio de las pertenecientes a la Comunidad Valenciana (44), donde la economía residencial alcanzó su máxima expresión, pero con presencia también significativa de las situadas en la costa andaluza oriental (20). También son numerosas las ciudades canarias incluidas en este grupo (14), sobre todo si se considera que representan la mitad de las analizadas en el archipiélago. No obstante, la inclusión aquí de 16 ciudades integradas en la aglomeración urbana de Barcelona y otras 6 en la de Madrid nos recuerda que el pinchazo sufrido por la burbuja inmobiliario-financiera también tuvo en ellas impactos muy evidentes, afectando sobre todo a aquellos núcleos metropolitanos donde residen los trabajadores de menor cualificación y renta, vinculados también en muchos casos a algunas de las actividades que registraron una peor evolución laboral (construcción e industria auxiliar, comercio minorista, servicios banales al consumo…).

Estos dos ámbitos territoriales vuelven a destacar por el número de ciudades que han tenido un mal comportamiento en los últimos años, pero atenuado por partir de niveles de paro bastante bajos hasta 2006 (tipo B). No obstante, en este caso la situación se invierte pues 42 del centenar de ciudades pertenecientes a este tipo se ubican en las áreas de Madrid y Barcelona, lo que parece mostrar que contar con economías más abiertas, diversificadas e intensivas en conocimiento no las ha hecho inmunes a la crisis. La existencia, en cambio, de una creciente dualidad o, en términos más adecuados, de una mayor fragmentación económica, social, laboral y espacial interna se traduce en que una parte sustancial de esas ciudades metropolitanas se

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sitúen ahora entre las más vulnerables dentro del sistema urbano español, lo que obliga a una reflexión sobre las bases necesarias para una futura competitividad metropolitana más sostenible a medio y largo plazo. Al propio tiempo, aunque en este grupo también se incluye una amplia representación de ciudades mediterráneas (35), resulta más llamativo que en él aparezcan las ocho localizadas en el Eje del Ebro que superan los 20.000 habitantes, lo que podría relacionarse con la implantación en años anteriores de actividades industriales y logísticas poco intensivas en conocimiento, afectadas ahora por la retracción del consumo interno, además de haber conocido también una importante expansión inmobiliaria ahora agotada.

Situación totalmente diferente es la que caracteriza a las ciudades que cuentan con bajos niveles de paro y, al mismo tiempo, se han visto menos afectadas por la crisis en términos comparativos, que son el grupo menos numeroso (78) y con una localización también radicalmente distinta (tipo A). En este caso, la primacía de las ciudades del norte peninsular integradas en el Eje Atlántico resulta evidente, tanto en cifras absolutas (32) como por representar casi el 60% de las ubicadas en ese ámbito territorial. La mitad de ellas son ciudades vascas y otra cuarta parte gallegas, pero todas las regiones se encuentran representadas, lo que demuestra una fortaleza relativa que contrasta con su anterior debilidad frente a la crisis de carácter industrial vivida hace varias décadas. Pero no conviene olvidar que un número también significativo de este tipo de ciudades se localiza en las aglomeraciones metropolitanas de Madrid (9) y Barcelona (6), como prueba de la ya señalada dualidad interna, pues aquí también aparecen núcleos con una estructura socioprofesional más cualificada y población de mayores ingresos, donde el impacto de la crisis resulta menos evidente. En el resto de la España interior también hay que contabilizar otras 19 ciudades, bastantes de ellas capitales, que tanto en los años de crecimiento como en los posteriores han demostrado cierto equilibrio interno favorecido por una destacada presencia del sector público que ha servido para atenuar en ellas las oscilaciones laborales, tanto de sentido positivo como negativo, al menos hasta 2012.

Para completar un comentario destinado a llamar la atención sobre la lógica espacial que preside el rápido agravamiento del problema del desempleo en España, hay que considerar el caso de aquellas ciudades que heredaron altas tasas, pero en los últimos años sólo las incrementaron con una relativa moderación (tipo C). Aquí destaca, sobre todo, el caso de las ciudades gaditanas y, en general, de Andalucía occidental (29 de las 80), seguidas a cierta distancia por las gallegas (13) y por algunas castellanas y extremeñas (12).

En resumen, aunque conviene evitar simplificaciones excesivas por atractiva que resulte su sencillez, todo lo anterior parece corroborar que si la dicotomía tradicional del desempleo en España contraponía las regiones y ciudades del norte frente a las del sur, los contrastes que propicia esta crisis se establecen, sobre todo, entre las occidentales y las orientales, tal como cabe deducir si se observan los mapas de la figura 3.8 desde esta perspectiva. No obstante, más allá de su localización sobre un mapa, las ciudades son un producto social construido en el tiempo y, en consecuencia, su evolución responde a una combinación de factores internos y

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externos, así como a las estrategias de actores con poder desigual e intereses contrapuestos, que se reflejan en estructuras (económicas, sociales, políticas), comportamientos y formas concretos y cambiantes. No puede finalizar, por tanto, este capítulo sin un breve repaso de posibles causas que ayuden a comprender mejor la gran variedad de respuestas frente al desempleo, sintetizando ideas ya presentadas a la luz del debate teórico planteado en el primer capítulo. Con todo, hay que ser conscientes de que aún queda bastante camino por recorrer y mucha investigación por hacer para afinar un diagnóstico que debe entenderse, sobre todo, como propuesta inicial y en ningún caso final de trayecto.

3.5. Ciudades vulnerables, ciudades que resisten: comprender para actuar.

Tal como afirma el geógrafo David Harvey en su último trabajo publicado en España, “la crisis actual es más una crisis urbana que nunca” (Harvey, 2012b: 340). Se gestó esencialmente en los grandes centros financieros internacionales y en las ciudades del boom inmobiliario. Sus efectos negativos en forma de destrucción de capacidad productiva (cierre de empresas, pérdida de empleos…), desvalorización de activos y desposesión (pérdida de valor de las viviendas, ejecuciones hipotecarias y desahucios, empobrecimiento…) también alcanzan en ellas su mayor gravedad. Tanto las decisiones políticas para enfrentar la crisis como la resistencia ciudadana y la contestación en los centros de trabajo han tenido y deberán tener su sede en ellas.

Pero si limitamos ahora la atención al impacto de la crisis en forma de aumento del desempleo, lo que se ha constatado en el sistema urbano español es que, pese a difundirse de forma generalizada, su intensidad ha sido muy diferente según los casos. Considerar la erosión de la vida personal y social que produce no tener empleo ni expectativas de lograrlo a corto plazo sólo a partir de valores estadísticos no deja de ser una aproximación bastante limitada a la profundidad del problema y sus múltiples ramificaciones. Pero, pese a ello, sí permite confirmar que los territorios no son simples escenarios inertes donde se desenvuelve el drama, sino que sus características y trayectorias tienen alguna influencia en una desigual capacidad de respuesta que esos mismos datos constatan. También que, bajo el caos aparente que provocan las muchas cifras o la supuesta excepcionalidad de cada lugar, es posible encontrar cierto orden subyacente que ayude a comprender mejor la lógica espacial del capitalismo global y de su crisis, sobre la que construir alternativas ciudadanas y propuestas políticas.

Los pocos estudios disponibles hasta el momento a esta escala inciden, sobre todo, en la influencia de la base económica urbana y, en concreto, la presencia relativa en la ciudad de sectores especialmente vulnerables ante la crisis actual. También en el caso español esa relación parece evidente, pero en varios sentidos que resultan complementarios entre sí.

Ya desde 2007 el aumento del paro se polarizó aquí en el sector de la construcción y las industrias auxiliares, por lo que las ciudades muy especializadas en tales actividades fueron las primeras en verse afectadas y han mantenido una alta tasa

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de crecimiento del paro desde entonces. Pero en la segunda fase de la crisis, iniciada en 2010 tras el fuerte endeudamiento público (como efecto y no tanto causa de la crisis en nuestro país) y las políticas de austeridad impuestas, el impacto se traslado al consumo y, por tanto, hacia numerosos servicios destinados a satisfacerlo. Por ello el paro comenzó a crecer con rapidez en ciudades con economías de servicios, dejando en mejor situación a bastantes ciudades de tradición industrial que fueron capaces de mantener y renovar una parte de ese tejido empresarial, por lo que contaban con una economía funcionalmente más diversificada. Desde entonces parece ganar posiciones la evidencia de que mantener una base industrial –siempre que se renueve para poder competir- ayuda a intensificar las tasas locales de producción y consumo de innovaciones, además de actuar como cliente destacado de numerosos servicios de proximidad intensivos en conocimiento, lo que ha favorecido una mayor capacidad de resistencia y debería propiciar una revisión crítica del simplista discurso postindustrial difundido en demasiadas ciudades desde hace tres décadas.

Un segundo factor considerado en la bibliografía internacional es el tamaño de las ciudades. En el sistema urbano español la evolución del desempleo en las grandes urbes ofrece unos resultados ambivalentes, pues si bien sus tasas de crecimiento quedaron por lo común ligeramente por debajo del promedio, fueron bastante superiores a las de un buen número de ciudades medias y, tal como pudo comprobarse, ninguna de las que supera el medio millón de habitantes logró situarse entre el 10% que registró un mejor comportamiento en términos relativos. Tanto en su interior como en el de sus aglomeraciones metropolitanas vistas en conjunto parecen haber actuado dos fuerzas contrapuestas. Por un lado, la presencia destacada de servicios intensivos en conocimiento y algunas industrias, junto a profesionales de alta cualificación y funciones de rango elevado supuso un factor efectivo de resistencia frente a la destrucción de empleos. Pero, por otro, la paralela importancia alcanzada en ellas por el sector inmobiliario, el comercio minorista y numerosos servicios a la población de baja productividad provocó un efecto contrario, siendo la importancia relativa alcanzada por ambos grupos en cada caso la que explicaría incrementos del paro más o menos elevados. Por tanto, aunque un efecto estadístico provoca la aparición de tasas intermedias, esos valores ocultan una creciente polarización interna, tal como habrá ocasión de confirmar en el siguiente capítulo.

Pero al considerar la influencia de factores como el capital humano altamente cualificado o las actividades intensivas en conocimiento conviene evitar apriorismos que se repiten y no siempre se ven confirmados por investigaciones monográficas especializadas. Resulta habitual considerar que esa alta tasa de saber y creatividad se asocia siempre a niveles salariales relativamente altos, contratos estables y elevada productividad, antídotos todos ellos contra el desempleo. Pero esa asociación genérica fue ya cuestionada hace años por Aronowtiz y Di Fazio (1994), al señalar la proletarización creciente de la fuerza de trabajo derivada de la aplicación de la agenda neoliberal, incluso entre los segmentos superiores de la pirámide laboral (deskilling thesis). En el caso específico de los trabajadores que Florida (2002) calificó como clase creativa, la presencia de segmentos afectados por una precariedad que “lejos de

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ser un fenómeno contingente es un problema estructural” (Rowan, 2010: 18) facilitaría también que el impacto de la crisis se trasladase también en ellas con rapidez al desempleo, lo que podría explicar tendencias aparentemente contradictorias de la ocupación en estas actividades durante estos años (Méndez, Tébar y Abad, 2011).

Con todo, en lo anterior hay una ausencia destacada que, pese a no poder cubrirse de forma adecuada por el momento, tampoco debe ser ignorada. Junto a los factores locales ya mencionados, capaces de explicar una parte del diverso grado de devastación provocado por el tsunami7 de la crisis en los mercados locales de trabajo urbanos, cada ciudad hereda un sistema de relaciones específico, con una mayor o menor influencia de los diversos actores públicos y privados presentes en ella, un stock de capital social y unas instituciones que pueden propiciar relaciones de confianza que conduzcan a la concertación o, por el contrario, dificultar la resolución de los conflictos. Desde la perspectiva que aquí se propone, considerar estos aspectos puede también ayudarnos a comprender una dimensión de la vulnerabilidad poco considerada hasta ahora, así como a identificar la capacidad de cada ciudad para buscar respuestas colectivas ante la actual encrucijada que intenten una salida a la crisis. Si para el primero de esos aspectos resulta útil aproximar la lente y considerar lo ocurrido con el empleo en el interior de un espacio metropolitano concreto, para lo segundo deberemos limitarnos por ahora a precisar algunas reflexiones en el capítulo final.

                                                            77 Tomando prestada la metáfora utilizada por Fernández Durán o Naredo en su día para definir la oleada urbanizadora que anegó el territorio español. 

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CAPÍTULO 4. AUGE Y DECLIVE DEL EMPLEO EN LA REGIÓN METROPOLITANA DE MADRID.

En la descripción e interpretación del tiempo actual, que califica como líquido, Zygmunt Bauman afirma que “la masa de seres humanos convertidos en superfluos por el triunfo del capitalismo global crece sin parar y, ahora, está a punto de superar la capacidad del planeta para gestionarlos” (Bauman, 2009: 45). Como también señala este conocido sociólogo, “las ciudades se han convertido en el vertedero de problemas engendrados y gestados globalmente” (Ibidem.: 119) y el de los excedentes laborales es, sin duda, uno de los más graves. Pero lo que también cabe afirmar como uno de los rasgos del presente es que ninguna ciudad, por sólidos que parezcan en un momento dado sus cimientos, queda al margen de ese riesgo global con el que todas se ven hoy obligadas a convivir (Beck, 2011). Incluso las grandes metrópolis y las aglomeraciones construidas en su entorno, que por una parte concentran las empresas, las sedes financieras y políticas, la producción de valor, el conocimiento y, en definitiva, el poder en sus diversas manifestaciones, son ajenas a la destrucción masiva de empleos y la ampliación del ejército de trabajadores superfluos que acompaña las crisis capitalistas y que se acentúa en aquellas que basaron su crecimiento en unos pilares más frágiles.

Pese a tratarse del área urbana de mayor dimensión, no sólo de España sino de toda la Europa meridional, Madrid resulta un exponente particularmente destacado del auge y el declive acelerados de un modelo de crecimiento que ha provocado impactos –positivos primero y negativos ahora- sobre la capacidad de generar empleos y que se enfrenta ahora a una evidente dificultad para su sustitución por otro más equilibrado y sostenible en el medio y largo plazo. Durante al menos una década, el conjunto de la aglomeración metropolitana madrileña, que se extiende hasta alcanzar una dimensión regional, experimentó un fuerte aumento de la población, la producción, la ocupación y la renta, atrayendo un elevado volumen de inversión exterior y de población inmigrante, al tiempo que tenía lugar una acelerada transformación interna del espacio urbanizado, que supuso un consumo masivo de suelo, aumentó la movilidad forzada e intensificó la fragmentación social y espacial. En paralelo, Madrid reforzó su posición en la red de ciudades globales hasta ser considerada como caso de éxito dentro del proceso de inserción en la globalización capitalista. Con una rapidez e intensidad aún superiores, la crisis económica supuso un brusco final de ese periodo, junto a un acelerado aumento de los costes sociales derivados. De pretendido ejemplo de buenas prácticas, Madrid parece haberse convertido en su antítesis, con situaciones de particular gravedad en aspectos como la vivienda, la cohesión social y, en especial, el empleo, por lo que resulta un buen ejemplo para profundizar en las características del paro, las claves de su rápido aumento y, una vez más, su desigual distribución tanto entre las ciudades que forman parte de la aglomeración como en el interior de la ciudad capital, lo que permitirá completar el recorrido multiescalar propuesto como uno de los objetivos centrales del libro.

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4.1. Madrid en la onda expansiva del capitalismo español.

Apenas en 2007, cuando el ritmo de crecimiento acelerado de años anteriores comenzaba a dar síntomas de agotamiento, una monografía publicada por la OCDE afirmaba: “Madrid ha capturado los beneficios de la globalización hasta convertirse en una región metropolitana de seis millones de habitantes que atrae empresas y trabajadores del exterior. Desde mediados de los años noventa, la región capital de España ha disfrutado una de las mayores tasas de crecimiento demográfico dentro de Europa y entre las áreas metropolitanas de la OCDE” (OCDE, 2007: 15). Como parte de una serie de informes realizados por esta organización sobre grandes regiones metropolitanas del mundo, sus expertos destacaban que “el área metropolitana de Madrid ha alcanzado un alto nivel de competitividad internacional durante la última década”, pues “de ser una capital con una función central en España, pero relativamente aislada del resto de Europa, Madrid se ha convertido en un destacado centro de poder dentro de la economía global”. Tras un amplio análisis de la situación y la evolución registrada en esos años, su conclusión central era que “el reciente éxito económico de Madrid demuestra que, junto a un favorable entorno macroeconómico, la competitividad regional puede verse reforzada por la implementación de políticas públicas orientadas a poner en valor los recursos locales y proporcionar bienes colectivos”, destacando en concreto que “las elevadas inversiones públicas en infraestructuras de transporte, museos y otros bienes y servicios públicos han contribuido a atraer empresas y trabajadores, creando un círculo virtuoso de bienestar acumulativo”, para moderar tan sólo levemente su acusado optimismo al recordar en su última frase que incluso “las ciudades ganadoras no están libres de retos” (OCDE, 2007: 28-29).

Casi en paralelo, dentro de la tercera edición de una obra colectiva sobre la Estructura económica de Madrid (García Delgado dir., 2007), y en un breve capítulo con el autocomplaciente título de “Anatomía de un éxito”, la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid resumía los logros de una región metropolitana, convertida “en el motor económico, cultural y científico de España, en su región más próspera y pujante y en uno de los tres grandes centros económicos y financieros de Europa, junto con Londres y París” (Aguirre, 2007: 1143). Más allá del evidente componente de marketing asociado a este tipo de afirmaciones, diagnósticos tan positivos y de origen dispar se basaban en todo un conjunto de indicadores que no sólo mostraban tasas de crecimiento superiores al promedio de las metrópolis europeas, sino que también parecían confirmar un buen posicionamiento dentro del sistema de ciudades mundiales que son origen y destino de los flujos materiales e inmateriales que tejen la red del capitalismo global.

En el plano demográfico, los cinco millones de residentes en la región en 1991 aumentaron a 6,5 millones en apenas dos décadas. En una sociedad con bajas tasas de fecundidad y en donde las migraciones campo-ciudad son ya bastante limitadas desde hace décadas, ese crecimiento se basó en la atracción de una inmigración exterior en busca de empleo, que elevó los 60.163 extranjeros de 1991 (1,2% de la población) y los 282.870 del año 2000 (3,2%) hasta 1,1 millones en 2010, un 17,3% de

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la población regional y la quinta parte de los contabilizados en España (Pozo y García Palomares, 2011). Además de acentuar su multiculturalidad, Madrid se convirtió así en potente polo de atracción para un gran número de trabajadores gracias a altas tasas de crecimiento económico (3,7% de promedio anual entre 1995-2008) que reforzaron su primacía en España (17,8% del PIB) e hicieron posible una masiva creación de nuevos empleos que se analizará con más detalle a continuación. En términos cualitativos, la concentración del 24% de los depósitos en entidades financieras o del 28% de la inversión en I+D realizada en España son indicadores expresivos de esa primacía. Todo ello permitió situar su renta media por habitante en los 18.175 euros de 2008, superando así ampliamente no sólo el promedio de las regiones españolas, sino también de la Unión Europea, con el consiguiente aumento de un consumo estimulado también por un creciente endeudamiento privado que compensó el nulo crecimiento de los salarios reales en esos años.

Al mismo tiempo, Madrid mejoró su posición en numerosos rankings de ciudades, supuesta demostración de ese carácter de metrópoli ganadora en el marco de la globalización y lugar atractivo por su alta rentabilidad para unos inversores internacionales cada vez más móviles y sometidos a menores restricciones y controles en un contexto de desregulación de los mercados financieros. Así, por ejemplo, en los estudios de la red Globalization and World Cities (GaWC) llegó a ocupar el décimo lugar del mundo y tercero de Europa por número de sedes pertenecientes a las dos mil mayores firmas transnacionales y una posición similar al considerar su índice de conectividad a partir del volumen y rango de los establecimientos de las 175 mayores empresas de servicios avanzados y 75 mayores bancos del mundo (Sánchez Moral, 2010). Según el MasterCard Worldwide, Madrid se posicionó como sexta ciudad de Europa por volumen de comercio internacional, mientras el aeropuerto de Barajas pasó a ser el quinto del continente por tráfico de pasajeros (48,3 millones frente a 32,9 en 2000). Finalmente, el European Cities Monitor la situó en 2008 en el sexto lugar entre las metrópolis europeas por su capacidad de atracción sobre inversores y empresas (17º lugar en 1990), al localizarse aquí más de la mitad de la inversión extranjera directa recibida en España desde el año 2000 (sexto país receptor en el mundo hasta 2006 según el FMI), junto a casi dos tercios de la inversión de empresas españolas en el exterior. Sólo en el Global Financial Centres Index, editado semestralmente con el patrocinio de la City de Londres y la Qatar Foundation, Madrid descendía en marzo de 2007 al 28º lugar del mundo y 10º de Europa, al situarse por delante no sólo grandes metrópolis financieras como Londres, París o Frankfurt, sino también algunas suizas (Zurich, Ginebra) y de países inmersos en plena burbuja financiera (Edimburgo, Dublín), además de diversos paraísos fiscales.

Buena parte de ese crecimiento económico resulta indisociable del registrado por el parque de viviendas, reflejo de un boom inmobiliario que alcanzó dimensiones desconocidas hasta ese momento. Las 15.000 viviendas anuales construidas en el conjunto de la región metropolitana en 1995 aumentaron hasta superar las 61.000 en 2006, momento culminante del proceso. De ese modo, en menos de dos décadas el stock de viviendas familiares pasó de 1,9 a 2,8 millones, lo que supuso un ritmo que

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casi duplicó el registrado por la población, con una estimación de unas 200.000 desocupadas al inicio de 2008 (Leal y Domínguez, 2009). Así, frente al retroceso de la industria, Madrid se especializó en la fabricación de viviendas, convertidas en un bien de inversión de alta rentabilidad y aparentemente seguro, lo que también favorecía el objetivo conservador de promover una sociedad de propietarios (López y Rodríguez, 2010). Frente a la difusión de la falsa idea de que el aumento de la oferta de suelo urbanizable en el mercado abarataría su coste, se puso de manifiesto un fortísimo aumento del precio de la vivienda, que sólo entre 1996 y 2007 se elevó en la región un promedio del 177,6% (de 1.081 a 3.001 euros por metro cuadrado construido), muy por encima del incremento de los salarios reales. Eso conllevó un fuerte endeudamiento de las familias mediante créditos hipotecarios cada vez más elevados y con plazos de retorno más largos, junto a la exclusión de una parte significativa de la población –en especial los jóvenes-, enfrentada a una oferta en alquiler escasa y sobrevalorada, lo que supuso una doble presión sobre las rentas más bajas.

Siguiendo la terminología acuñada por Harvey (2001), ese intenso proceso de acumulación tuvo un reflejo geográfico particularmente significativo en grandes áreas urbanas como la de Madrid, en forma de una solución espacial (spatial fix) coherente con esa lógica y que contribuyó también de forma significativa a reforzar el proceso de acumulación de capital. La expansión acelerada del espacio urbanizado, su sometimiento a esa lógica inmobiliaria marcadamente especulativa y la reestructuración interna de su territorio fueron sus principales consecuencias.

Un primer exponente de tales transformaciones fue la intensificación del ritmo a que se expandía la mancha urbana, con la sustitución del modelo de ciudad compacta característico de la Europa mediterránea por otro de ciudad-región difusa, que desbordó los límites administrativos de la Comunidad Autónoma por las comarcas limítrofes de las provincias de Guadalajara (Campiña del Henares) y Toledo (Sagra, Mesa de Ocaña). Reflejo de la tendencia hacia una urbanización de baja densidad, con alto consumo de suelo, fue el aumento de la superficie natural o agraria artificializada, ocupada por áreas residenciales, empresariales, infraestructuras, etc., que entre 1990 y 2006 creció a razón de un 5% anual (Ministerio de Fomento, 2011). En paralelo, el suelo ocupado por habitante pasó de 120 a 145 metros cuadrados en ese mismo periodo, como fruto de un movimiento de ampliación del espacio urbanizado que primero se canalizó a lo largo de las vías radiales de alta capacidad que parten de la capital, para luego generalizarse y dar lugar a una multiplicación de urbanizaciones discontinuas, así como todo tipo de espacios de actividad (polígonos y parques industriales, empresariales, logísticos, comerciales, de ocio…).

Como recuerdo de una trayectoria histórica fuertemente monocéntrica, al finalizar esta etapa de hipercrecimiento la ciudad de Madrid aún concentraba la mitad de la población regional, pero las mayores tasas de crecimiento del periodo correspondieron a las ciudades pertenecientes a la primera corona metropolitana, en un radio de diez kilómetros de distancia (24% de la población) y, aún más, a las de la segunda y tercera coronas, entre 10-30 kilómetros (18% de la población), confirmando así las tendencias difusoras promovidas por unos agentes urbanizadores en busca de

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nuevos espacios que rentabilizar. Los costes ambientales derivados de ese modelo urbanizador quedaron reflejados en el masivo consumo de suelo, agua y energía, junto al incremento de una movilidad diaria en donde el vehículo privado se hizo predominante, pese a las inversiones en transporte público. En consecuencia, el indicador sintético de huella ecológica para el periodo 1995-2005, que pretende medir el impacto ambiental de la urbanización, se incrementó de 5,58 a 6,75 (+21,0%), cuestionando así la sostenibilidad del proceso a largo plazo (De Santiago, 2008).

En definitiva, utilizando los criterios de competitividad habituales en la economía ortodoxa, que para definir ese concepto valoran casi en exclusiva el ritmo de crecimiento económico, una buena inserción internacional y una imagen exterior capaz de atraer inversiones, empresas y talentos, Madrid parecía cumplir todos esos requisitos para lograr un diagnóstico favorable. En la interpretación de sus causas resulta también aconsejable una mirada multiescalar, pues los impulsos procedieron de orígenes diversos y complementarios.

En un contexto económico internacional expansivo, que incrementó los excedentes de capital que circulaban libremente dentro de un sistema financiero globalizado y progresivamente desregulado, Madrid se convirtió en polo de atracción para la inversión transnacional en todo tipo de activos y tanto la estabilidad monetaria como los bajos tipos de interés en la Eurozona favorecieron esa confianza de los mercados. En el contexto estatal, Madrid también se benefició del crecimiento general de la economía española en esos años, al calor de la segunda burbuja inmobiliario-financiera que se inició mediada la última década del siglo, tras la ya ocurrida en la década anterior (Fernández Durán, 2006; Observatorio Metropolitano, 2009). Además de ser uno de los territorios donde la urbanización descontrolada, favorecida por la Ley del Suelo de 1998, alcanzó mayores cotas, la inversión en grandes infraestructuras realizada por el gobierno central (red de alta velocidad ferroviaria, red de autovías radiales, ampliación del aeropuerto de Barajas, ferrocarriles de cercanías…) benefició el carácter de nodo central ejercido secularmente por la capital del Estado. Ese reforzamiento tuvo un efecto polarizador sobre actividades múltiples, desde sedes de grandes empresas transnacionales o de capital español a una amplia gama de servicios intensivos en conocimiento, empresas logísticas y de transporte, etc.

Pero, junto a la influencia de esos factores externos, también es fundamental considerar la ejercida por toda una serie de factores internos, herederos en unos casos de su trayectoria histórica y resultado en otros de las actuaciones llevadas a cabo en esos años por múltiples actores locales, públicos y privados, con capacidad de influir sobre el desarrollo metropolitano. Por una parte, Madrid, acumuló a lo largo del tiempo un elevado volumen de recursos en forma de capital físico en equipamientos e infraestructuras de calidad, de capital humano altamente cualificado, de capital social traducido en redes empresariales y múltiples organizaciones de la sociedad civil, o de capital intelectual en forma de instituciones culturales, de investigación científica y enseñanza superior, sin olvidar otros atractivos en forma de amenidades y calidad de vida. Al mismo tiempo, aquí se consolidó una coalición de actores que puso el objetivo de crecimiento económico y una visión empresarialista de

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la gestión pública por encima de cualquier otra consideración social o ambiental. En ese ambiente, el gobierno regional evitó aprobar unas Directrices de Ordenación Territorial de ámbito metropolitano que pudieran suponer exigencias de mayor coordinación a los gobiernos locales, así como controles o trabas a una urbanización que apoyó también de forma indirecta con fuertes inversiones en infraestructuras, complementarias de las ejecutadas por el gobierno central (ampliación de la red de metro y metro ligero, desdoblamiento de carreteras en autovías, concesión de autopistas radiales de peaje…). También aprobó de forma general las masivas recalificaciones de suelo urbanizable propuestas por numerosos ayuntamientos, que reforzaban así su financiación y, de paso, favorecieron los intereses de propietarios del suelo, promotores o constructores, dando origen a un elevado número de denuncias por corrupción. En resumen, el apoyo sin fisuras por parte del gobierno regional a todo tipo de medidas liberalizadoras y su sintonía con los intereses de los grandes grupos económicos pretendieron convertir el crecimiento de Madrid en exponente de las publicitadas bondades derivadas de la aplicación de una agenda neoliberal, lo que conviene recordar en momentos como los actuales, con la perspectiva del tiempo transcurrido y la experiencia de lo ocurrido desde entonces para valorar los daños colaterales provocados.

Pero antes de pasar esa página y centrar nuestra atención en lo ocurrido desde 2007, es necesario recordar el impacto que todo lo mencionado tuvo sobre el empleo y el desempleo en esta región metropolitana. También en este aspecto comenzaremos por señalar los logros del periodo, repetidamente destacados por un discurso oficial bastante plano y centrado en la cara más luminosa de la realidad, para recordar luego algunos claroscuros que tienen indudable relación con el mucho más sombrío panorama actual.

4.2. El mercado de trabajo madrileño en los años de crecimiento.

Como resultado del dinamismo económico registrado en ese periodo, la región metropolitana de Madrid vivió lo que algunos juzgaron como una década prodigiosa desde la perspectiva del empleo. Exponente de esa valoración pueden ser afirmaciones como las del entonces consejero de Economía y Empleo del gobierno autonómico, quien en un número monográfico de la revista Economistas dedicado a la región señalaba que “el dinamismo de la economía madrileña ha tenido su mejor reflejo en una creación de empleo sin igual en todo el territorio nacional”, por lo que “esta buena salud del mercado de trabajo madrileño está permitiendo dar empleo no sólo a los trabajadores de la región, sino a buena parte de los de comunidades limítrofes” (Blázquez, 2000: 420). Las grandes cifras correspondientes a la situación laboral en el último trimestre de 1996 y 2006 resumen lo esencial de ese balance (tabla 4.1).

En el transcurso de esa década la población madrileña aumentaba en 857.300 personas (+20,5%) y la población activa lo hizo en algo más de un millón (+45,4%) debido, sobre todo, a la creciente inserción laboral de la mujer, pero también de

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jóvenes que abandonaban los estudios ante las oportunidades de empleo. Pero lo realmente espectacular fue lo ocurrido con la población ocupada, que creció en más de 1,2 millones (+69,6%), lo que representa un volumen desconocido en cualquier periodo anterior y muy por encima del promedio español (+50%). Al finalizar la década, sus tres millones de puestos de trabajo convertían a Madrid en uno de los grandes polos de actividad del continente europeo pero, sobre todo, sorprendía el ritmo de creación de esos años, frente a la relativa moderación que caracterizaba a la mayoría de metrópolis de nuestro entorno.

Tabla 4.1. Evolución del mercado laboral en la región de Madrid, 1996-2006.

Indicadores 1996 (IV-TR) 2006 (IV-TR) Evolución (%)

Población 16 años o más (miles) 4.177,4 5.034,7 20,5

Población activa (miles) 2.229,1 3.241,5 45,4

Tasa de actividad (%) 53,36 64,38 20,6

Población ocupada (miles) 1.787,5 3.031,0 69,6

Tasa de empleo (%) 42,79 60,20 40,7

Ocupados en sector agrario (miles) 20,6 28,1 36,4

Ocupados en industria (miles) 322,0 339,0 5,3

Ocupados en construcción (miles) 160,8 324,8 102,0

Ocupados en servicios (miles) 1.284,1 2.339,1 82,2

Población desempleada (miles) 441,6 210,5 -52,3

Tasa de paro (%) 19,81 6,49 -67,2

Tasa paro mujeres (%) 25,53 8,77 -34,3

Tasa paro inmigrantes (%) - 9,43 -

Tasa paro jóvenes <25 años (%) 48,13 17,36 -63,9

Fuente: INE. Encuesta de Población Activa (IV trimestre).

Este ritmo permitió recuperar algunos retrasos acumulados a lo largo del tiempo y así, por ejemplo, la tasa de actividad (% activos sobre población con más de 16 años) se elevó en once puntos, mientras la tasa de empleo (% ocupados sobre población con más de 16 años) lo hizo en casi dieciocho. En consecuencia, Madrid se aproximó al objetivo de pleno empleo definido para la Unión Europea por la Agenda de Lisboa, aunque sin superar una posición intermedia dentro de sus regiones debido a esas herencias de su reciente pasado (Dolado y Felgueroso, 2007).

Esos altos niveles de actividad y empleo mostraban también significativas diferencias internas, al menos desde una doble perspectiva. Entre la población residente con nacionalidad española, las tasas masculinas se mantuvieron bastante por encima de las femeninas, tanto en actividad (72% y 50%), como en empleo (67% y 46%). A su vez, las tasas correspondientes a la población inmigrante eran bastante

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superiores y con menores diferencias de género, tanto con relación a la actividad (92% y 79%) como al empleo (82% y 71%), mostrando así con claridad las razones de su llegada a la región (Gutiérrez y De Blas, 2007).

Como contrapunto previsible a estas tendencias, la cifra de desempleados retrocedió en 231.300, quedando por debajo de la mitad contabilizada al inicio de la década (-52,3%), con lo que la elevada tasa de paro heredada de la crisis económica con que se inició la década de los noventa se redujo al 6,5% cuando finalizaba ese periodo de bonanza. Esa tasa seguía siendo bastante superior entre los considerados tradicionalmente como grupos de riesgo, tanto mujeres (8,8%), como inmigrantes (9,4%) o jóvenes menores de 25 años (17,4%) pero, en un país con tradicional incapacidad para generar empleo suficiente, tales cifras se valoraban como asumibles en la mayoría de ocasiones.

Esta positiva evolución general de los efectivos laborales se complementó con una redistribución territorial según actividades que supuso cierta jerarquización interna vinculada a una división espacial del trabajo cada vez más evidente en el interior de la región metropolitana (Méndez, Ondátegui y Sánchez Moral, 2007). El movimiento difusor se inició hace ya varias décadas, con el progresivo traslado del empleo industrial hacia localidades cada vez más alejadas en los sectores meridional y oriental de la aglomeración. Alcanzó luego a las actividades logísticas y de distribución comercial en grandes superficies, que ocuparon los numerosos espacios empresariales promovidos junto a los grandes ejes viarios y en las ciudades metropolitanas situadas en un radio de 30 kilómetros en torno a la capital, que hoy actúan como subcentros de empleo, polarizadores de densos flujos diarios de trabajadores (Gallo, Garrido y Vivar, 2010).

Por el contrario, la mayor resistencia de otras actividades (servicios avanzados, finanzas y seguros, sectores creativos, sedes empresariales…) a abandonar la ciudad de Madrid conllevó una paralela revalorización de las áreas próximas a un centro de negocios en expansión, que cuenta con un capital simbólico y unas externalidades derivadas de la proximidad entre firmas que, lejos de desaparecer, no dejaron de reforzarse en estos años. En consecuencia, la ciudad capital aún concentraba un 62,8% del empleo regional en 2006, pero esa capacidad de atracción era ya muy inferior para el empleo industrial que, por ejemplo, para el financiero o el perteneciente a la llamada economía del conocimiento, que integra tanto determinadas actividades industriales (farmacéutica y biotecnología, electrónica e informática, aeronáutica, industrias culturales…) como de servicios (educación e investigación, servicios avanzados a empresas, finanzas, servicios culturales…), que emplean una elevada proporción de profesionales cualificados y realizan gastos en I+D+i superiores al promedio. Si se agrupa a las ciudades metropolitanas en coronas de 10 kilómetros de radio (figura 4.1), se comprueba también que las dos primeras reunían ya casi tres de cada diez empleos (28,7%), quedando apenas un 8,5% en las localizadas a más de 20 kilómetros de la ciudad de Madrid. Pero tales proporciones eran muy superiores en el caso del empleo industrial, mucho más desconcentrado (42,6% y 19,9%

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respectivamente), frente a una situación opuesta en el sector financiero (24,6% y 2,2%) y las actividades intensivas en conocimiento (29,6% y 1,2%).

No obstante, junto al brillo de los indicadores considerados hasta el momento, la evolución del mercado de trabajo madrileño mostró también un lado oscuro relacionado con una serie de elevados costes y contrastes que fueron generalmente ignorados en esos años, pero que permiten considerar la existencia de una crisis antes de la crisis, debido a “las contradictorias consecuencias de un determinado modelo social y urbano” (Observatorio Metropolitano, 2009: 13), del que pueden sintetizarse ahora algunos de sus rasgos más representativos desde el punto de vista laboral.

Figura 4.1. Difusión del empleo en la región metropolitana de Madrid según distancia, 2006 (% total).

Fuente: INE y Tesorería General de la Seguridad Social.

En primer lugar, se produjo una evidente distorsión de la estructura sectorial, con la progresiva hipertrofia de unos servicios que aumentaron en más de un millón su cifra de empleos en sólo una década (+82,2%) y que daban ya empleo al 77,2% de los ocupados en 2006, en contraste con un lento pero constante retroceso de la industria, que apenas ganó 17.000 empleos en un contexto tan expansivo como el de esos años (+5,3%), para quedar reducida al 11,2% de la ocupación total. Pero la novedad más destacada fue el rápido crecimiento del sector de la construcción, que duplicó con creces su cifra de trabajadores (+102,0%) y llegó a representar un volumen laboral similar al de la industria, cuando apenas diez años antes equivalía a la mitad, como reflejo del boom de la construcción residencial y de la inversión pública en grandes infraestructuras de soporte al proceso urbanizador. Se convirtió así en núcleo central de un potente cluster compuesto también por toda una serie de industrias (materiales

Población

Empleo total

Empleo industria

Empleo finanzas

Econ.Conocimiento

50,1

62,8

37,5

73,2

69,2

23,7

20,1

24,5

16,7

26,8

11,9

8,6

18,1

7,9

2,8

5,6

5,4

15,4

1,2

0,5

8,7

3,1

4,5

1

0,7

Ciudad de Madrid Corona 1 Corona 2 Corona 3 Resto RegMetro

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de construcción, carpintería, mobiliario…) y servicios (finanzas, seguros, servicios inmobiliarios…) asociados que se vieron muy afectados por su posterior hundimiento.

Al mismo tiempo, dentro del sector terciario el mayor crecimiento de puestos de trabajo se produjo en el comercio, la hostelería y los numerosos servicios a la población orientados a satisfacer su creciente nivel de consumo (51% del empleo total), quedando en un plano secundario tanto los servicios empresariales más cualificados como los servicios sociales o la administración pública. La consecuencia fue una productividad prácticamente estancada y bastante inferior a la exigida por una economía metropolitana competitiva, al crecer sobre todo sectores intensivos en mano de obra poco cualificada, con escaso valor añadido, limitados a cubrir la demanda interna y, por tanto, muy dependientes de ella.

En directa relación con lo anterior, los años de crecimiento no supusieron una mejora destacable en la calidad del empleo, sino que la tasa de temporalidad entre los asalariados se mantuvo prácticamente estable y alcanzaba el 29,1% al finalizar 2006. En paralelo, la evolución de los salarios no reflejó un traslado del crecimiento general a la mejora de los niveles de vida de buena parte de la población madrileña. Según datos de la Contabilidad Regional de España que permiten establecer la distribución funcional de la renta disponible, la remuneración de los asalariados representaba un 57,5% del VAB regional al coste de los factores en 1990 y, pese al fuerte aumento de su número, incluso se había reducido ligeramente (56,5%) en 2003 (Martín-Guzmán, Toledo y López Ortega, 2007). Precariedad y bajas retribuciones tuvieron su máximo exponente en los grupos sociolaborales de riesgo (inmigrantes, mujeres, jóvenes y personas poco cualificadas), que en esos años encontraron empleos con cierta facilidad, pero con graves dificultades en cambio para abandonar un círculo vicioso que les mantenía dentro del mercado secundario de trabajo (Méndez, 2008), con notorias dificultades de promoción y estabilización.

Pero la geografía de la precariedad mostró también unos rasgos bastante bien definidos, tal como refleja la distribución de los contratos temporales firmados en la región entre 2005 y 2009 según la localización del empleador y su desigual proporción sobre el total según municipios (figura 4.2). Los valores más elevados correspondieron a municipios de la periferia metropolitana que envuelven tanto a la capital como a las ciudades de la primera corona, formando un arco que sólo excluye a los municipios del sector noroccidental de la aglomeración, con mayor presencia de empresas pertenecientes a sectores intensivos en conocimiento y empleos más cualificados.

Este era el panorama laboral y su reflejo en el territorio en el momento de iniciarse el cambio de tendencia dentro del ciclo económico y hacerse presente una crisis que ha afectado de forma muy acusada desde entonces al mercado de trabajo madrileño en su conjunto, pero de nuevo con importantes diferencias que todo lo comentado hasta este momento pueden ahora ayudar a comprender mejor.

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Figura 4.2. Contratos temporales a tiempo completo en Madrid, 2005-2009.

Fuente: Comunidad de Madrid. Estadísticas del Mercado de Trabajo.

4.3. Madrid, fin de ciclo: de la crisis económica a la crisis urbana.

En el capítulo final de un libro dedicado a analizar las sucesivas crisis financieras que han afectado a diferentes países del mundo en las dos últimas décadas y que culminaron en la Gran Recesión de 2008, Paul Krugman afirma que “la economía mundial se ha convertido en un lugar mucho más peligroso de lo que imaginábamos” (Krugman, 2009: 193). Las grandes metrópolis, convertidas en nodos centrales de esa economía globalizada, se enfrentan también por eso a numerosos riesgos, que crisis como la actual han puesto en evidencia.

Tras un largo periodo de expansión que hizo olvidar a algunos la tendencia cíclica que caracteriza al desarrollo capitalista, ya desde 2007 el agotamiento del modelo de crecimiento español –que se intensificó tras el estallido de la burbuja inmobiliario-financiera en Estados Unidos al año siguiente - provocó un brusco final de ciclo del que aún no se vislumbra la salida. En una primera fase, la crisis financiera

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supuso la restricción del crédito, cerró la fuente de alimentación del desarrollo inmobiliario tanto para los promotores como para los compradores y se tradujo en pérdidas masivas de empleo en la construcción y las actividades industriales o de servicios directamente relacionadas. En una segunda fase, el impacto se difundió al resto del tejido empresarial, con especial gravedad en el caso de las PYMEs y los autónomos, para trasladarse finalmente al consumo interno, mientras la débil capacidad exportadora de la economía española no compensó esa caída. Desde 2010, el fuerte endeudamiento público provocado por la propia crisis al reducirse de forma drástica los ingresos del Estado y mantenerse los gastos, junto a la imposición de una política de austeridad de corte netamente neoliberal por parte de la Comisión Europea y el Banco Central Europeo con el apoyo del Fondo Monetario Internacional (la conocida popularmente como troika), acentuaron la recesión económica.

La región metropolitana de Madrid, como núcleo rector del sistema urbano español y principal exponente de su inserción en el capitalismo global, ha padecido los efectos de esta crisis de manera muy acusada. Utilizando una metáfora bien conocida, lo que parecían sólidas ventajas competitivas se desvanecieron en el aire o, más bien, en la tempestad de una crisis que tuvo una fuente de alimentación en el derrumbe del sistema financiero internacional en 2008, reforzado en el caso de la economía española por el estallido de su propia burbuja inmobiliaria y la paralela debilidad de su economía productiva o del sistema de innovación.

Pero, tal como se ha repetido a lo largo del texto, la interpretación del impacto provocado por las crisis capitalistas en lugares concretos debe ser multiescalar e incluir también la influencia de determinadas características locales que ayudan a comprender su diversa intensidad y duración en función de su diferente vulnerabilidad. En el caso de Madrid, la figura 4.3 propone que la hipertrofia inmobiliaria frente al debilitamiento de su base industrial y la limitada integración del sistema regional de innovación, la excesiva influencia de una inversión exterior que se contrajo con la crisis para luego invertir el sentido de los flujos de capital o el fuerte peso relativo de actividades de servicios al consumo con baja productividad acentuaron su fragilidad ante el impacto recibido. También lo hicieron la elevada precariedad laboral y su negativo efecto sobre la acumulación de capital humano cualificado y estable, junto a la insostenibilidad ambiental de un modelo urbanizador intensivo en el consumo de suelo y otros recursos naturales. Al mismo tiempo, un régimen urbano donde la acción política estuvo alineada con los intereses inmobiliarios y financieros, sin aprobar unas normas básicas de ordenación del territorio que establecieran ciertos controles, se complementó con un discurso post-industrial que justificó el progresivo abandono por el interés hacia las actividades productivas en beneficio de las destinadas al consumo interno, mientras el objetivo de avanzar hacia una sociedad del conocimiento se incorporó a la retórica oficial pero sin apenas actuaciones concretas en esa dirección. La ausencia de un proyecto a escala metropolitana, junto a la frecuente descoordinación entre los diversos niveles de gobierno que actúan en Madrid y una competencia intermunicipal causante de ineficiencias en la gestión del territorio también pueden situarse en la base de esta crisis.

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Figura 4.3. Claves de la crisis en Madrid: una interpretación multiescalar.

CRISIS FINANCIERA INTERNACIONAL

Crédito sector inmobiliario

Crédito resto de empresas

Pérdidasde empleo

Freno del consumo

y del bienestar

CRISISEN MADRID

ESTADO

• Desregulación de mercados(capital, suelo, trabajo…)

• Debilidad de las políticas estructurales <2008 (industrial,tecnológica, energética, I+D…)

• Políticas de austeridad >2010

ESTRATEGIAS DE  ACTORES LOCALES Y GOBERNANZA METROPOLITANA• acción política regional alineada con estrategia inmobiliario‐financiera (bloque hegemónico)• discurso postindustrial y de sociedad del conocimiento vs. modernización productiva• descoordinación de sentido vertical y competencia intermunicipal vs. proyecto compartido

Dependencia de inversión exterior(capital migrante)

Hipertrofia delsector 

inmobiliario

Desindustrialización y presencia de sectores 

vulnerables

Débil capacidad de innovación y baja productividad

Elevada precariedad 

laboral

Insostenibilidadambiental / territorial

UNIÓNEUROPEA

• Agenda neoliberal(Tratado Maastricht)

• Banco Central Europeo• Políticas de austeridadvs. crecimiento/cohesión

Fuente: Elaboración propia.

El resultado es que, transcurridos apenas cinco años, Madrid parece ahora el contrapunto de la etapa anterior ante la ruptura en la tendencia seguida por los indicadores que pretendieron avalar su positiva inserción en la globalización. Como es lógico, en la región metropolitana persisten actividades, grupos sociales y profesionales que han resistido mejor el embate de la recesión y, por tanto, se mantiene cierta ventaja comparativa con otras regiones del país que desde hace muchas décadas estuvieron en peor situación. Pero aunque el discurso oficial hace uso en ocasiones de ese tipo de comparaciones para intentar atenuar la negativa valoración de su gestión de la crisis mediante el recurso al mal de muchos, lo cierto es que un territorio que parecía competir sólo en la liga de las estrellas que integran las grandes metrópolis del mundo, muestra ahora una evolución que en bastantes casos es peor que el promedio de las regiones españolas. Aunque el objetivo central del texto se relaciona con los impactos laborales de la crisis, pueden señalarse brevemente algunos otros rasgos de esa negativa evolución, sus graves consecuencias sociales y sus contradictorios efectos sobre el territorio.

En primer lugar, el fuerte crecimiento poblacional del decenio anterior se ha visto progresivamente atenuado hasta casi detenerse. Los 6,1 millones de habitantes empadronados a 1 de enero de 2007 alcanzan los 6,5 millones cuatro años después,

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con un aumento equivalente al 6,7%, pero las tasas interanuales se han ido reduciendo hasta limitarse a apenas un 0,5% en el último año. La evolución actual hacia un balance migratorio negativo –tanto por el retorno de algunos inmigrantes a sus países de origen como por la emigración de jóvenes españoles- puede invertir la tendencia en los próximos años, con el consiguiente envejecimiento de la pirámide demográfica.

Ese cambio de tendencia resulta indisociable de lo ocurrido con las tasas de crecimiento del PIB regional a precios de mercado, que fueron aún del 6,8% en 2007 y el 3,5% en 2008, para alcanzar valores negativos en 2009 (-2,7%) y mantenerse en niveles próximos al estancamiento en los dos años siguientes (0,1% y 0,9% respectivamente), según datos de la Contabilidad Regional de España. Al cruzar las cifras anuales de producción y población, lo realmente significativo es que desde 2008 el PIB por habitante en Madrid se ha reducido de 30.989 euros de promedio en ese año hasta los 29.731 del año 2011, lo que supone una caída superior (-4,1%) a la padecida en el conjunto de España (de 23.858 a 23.271 euros, un -2,5%) y muestra así una desventaja comparativa desconocida desde hace décadas.

Pero, además de reducirse en promedio, la riqueza disponible se distribuye de forma cada vez más desigual, identificando un creciente déficit de cohesión social asociado al desigual reparto de los costes provocados por la crisis. Así, por ejemplo, si se divide a los ciudadanos de la región metropolitana en cinco estratos en función de su nivel de ingresos, el cociente que mide la desigualdad de rentas entre el primer y último quintil de esa pirámide social era de 5,5 en 2007, pero se elevó hasta 7,8 en 2010, reflejo del desempleo y la precariedad que padece el estrato inferior de la sociedad metropolitana. Al mismo tiempo, según la Red Europea contra la Pobreza, la población en riesgo de pobreza y exclusión, por debajo del 60% de la renta media, se elevó al 18,1% en 2010, casi cuatro puntos por encima de la registrada al inicio de esta etapa. Por su parte, según la Encuesta sobre Personas sin Hogar del INE, la asistencia a los 52 centros de acogida para los sin techo existentes en la región alcanzaba un promedio diario del 89,5% en 2006, pero se elevó al 92,6% en 2010, lo que significa una ocupación casi plena. El progresivo cuestionamiento de una parte de las prestaciones sociales para cumplir el objetivo ahora prioritario de reducción del déficit público por parte de las diferentes administraciones amenaza con ahondar la brecha social en el futuro, de no existir un cambio de rumbo respecto a la deriva iniciada.

Otra manifestación fundamental de la actual crisis es el hundimiento del mercado inmobiliario, tal como su expansión descontrolada lo fue del periodo anterior. Algunos simples indicadores cuantitativos son buen reflejo del coste que ahora se paga por anteriores excesos (tabla 4.2). Así, por ejemplo, mientras en 2006 el volumen de viviendas terminadas alcanzó las 61.620, apenas fueron 7.320 en 2011 (-88,1%), aunque fue aún mayor la disminución de las iniciadas anualmente (de 51.588 a 5.252, un -89,8%), ante el excedente acumulado y la escasa demanda. La grave dificultad para conseguir un crédito hipotecario por parte de los compradores potenciales

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también redujo su venta desde 108.468 en 2006 a 45.311 en 2011 (-58,2%), pese a una rebaja del precio que en promedio se situó en el 20,4%.

Tabla 4.2. Evolución del mercado inmobiliario en Madrid, 2006-2011.

Años Viviendas iniciadas en

la región

Viviendas terminadas en la región

Viviendas vendidas en

la región

Precio medio vivienda en

la región

Precio medio vivienda en

la capital

2006

2007

2008

2009

2010

2011

51.588

30.540

13.224

4.680

4.716

5.252

61.620

40.008

32.556

25.080

13.332

7.320

108.468

80.116

55.816

57.512

62.800

45.311

2.911,9

3.000,9

2.914,2

2.665,5

2.529,1

2.317,0

3.700,6

3.844,9

3.774,6

3.421,9

3.204,9

2.883,4

Fuente: Ministerio de Fomento.

Una vez más, la crisis inmobiliaria golpeó con más fuerza a los sectores sociales y urbanos más desprotegidos. Por un lado, la venta de viviendas se redujo de forma general, pero esa disminución fue inferior en la capital que en el resto de la aglomeración, pues se mantuvo el atractivo de residir en espacios centrales y bien comunicados por parte de aquellos grupos sociales que menos han padecido la crisis. Por otro, las áreas más valoradas, con viviendas de mayor calidad y precio, accesibles sólo a grupos de población con rentas medias y altas, mostraron también mayor resistencia a la caída de precios.

De este modo, entre diciembre de 2007 y de 2011 el precio medio por metro cuadrado construido cayó tan sólo un 12,1% en San Sebastián de los Reyes, un 14,6% en Alcobendas o un 15,7% en Tres Cantos, ciudades situadas en el sector norte de la aglomeración, mientras en otras del sector occidental como Pozuelo de Alarcón, Las Rozas o Villaviciosa de Odón apenas superó el 20%. Por el contrario en las antiguas ciudades-dormitorio e industriales del sur, como Parla, Móstoles o Getafe, esa caída superó el 35%, alcanzando el 39,6% en el caso de Aranjuez, mientras las ciudades del Corredor del Henares, al este de la capital, se situaron en valores próximos a éstos (30-35%). En la ciudad de Madrid, la caída promedio fue del 22,1%, pero con diferencias entre sus distritos septentrionales y meridionales que oscilaron entre la mitad y casi un 50% más de ese valor de referencia. En otras palabras, quienes tuvieron que hacer un mayor esfuerzo para acceder a una vivienda, pero sus ingresos les empujaron a comprarla en los sectores menos valorados de la capital o de las ciudades metropolitanas, e incluso en las urbanizaciones dispersas situados en los sectores periurbanos situados a varias decenas de kilómetros de Madrid, son ahora los que han padecido una desvalorización mayor de la misma, lo que no afecta a que deban seguir haciendo frente al pago de una hipoteca firmada por un valor de tasación muy superior al actual en el mercado.

Esta situación provoca uno de los efectos más perversos de la crisis económica y que mayor impacto social ha alcanzado, como es el de las ejecuciones hipotecarias

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y los desahucios por impago de la deuda contraída con las entidades financieras (Colau, 2012). Esto afecta tanto a nuevos compradores que accedieron a la vivienda en los años previos al estallido de la burbuja, ante las facilidades concedidas por un sector financiero deseoso de captar nuevos clientes y expandir su negocio y la presión de un mercado en alquiler escaso y con altos precios, como a familias que la adquirieron hace más tiempo, pero en las que el desempleo de larga duración o situaciones de elevada precariedad de sus miembros les enfrenta a lo que la terminología jurídica califica con el expresivo pero cruel término de lanzamiento de su domicilio.

Según los informes periódicos del Consejo General del Poder Judicial, las ejecuciones hipotecarias dictadas en la región metropolitana Madrid desde comienzos de 2007 y hasta finalizar 2011 fueron un total de 37.839 (348.878 en España). Si en 2007 aún fueron solamente 2.808, esa cifra se incrementó con rapidez en los años 2008 (6.495) y 2009 (10.697), con una leve moderación en 2010 (10.294) y 2011 (7.545), a medida que el movimiento ciudadano comenzó a denunciar estos procesos, resistir un número mayor de desahucios y buscar vías alternativas de negociación con algunas entidades acreedoras. Casi la mitad de esas ejecuciones (17.099) se produjeron en la ciudad de Madrid, que casi triplicó el número de las registradas en las otras ciudades españolas donde esta situación registró una mayor gravedad como Valencia (6.286), Sevilla (6.104) o Barcelona (5.780).

Figura 4.4. Evolución de las ejecuciones hipotecarias en la región metropolitana de Madrid, 2007-2011.

Fuente: Consejo General del Poder Judicial y elaboración propia.

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Pero también en este aspecto, los costes de la crisis se cargaron en mayor medida sobre los segmentos más débiles de la sociedad madrileña, localizados en su mayoría en esos núcleos de la periferia metropolitana meridional y oriental mencionados de forma repetida, junto a algunos barrios de la capital con mayor presencia de grupos de riesgo, en especial inmigrantes y jóvenes sin apenas cualificación. De este modo, la distribución territorial de las ejecuciones hipotecarias vuelve a reflejar ese diferente impacto según sectores de la aglomeración (figura 4.4). Así, el mayor volumen se concentró en los municipios del sur (11.041 ejecuciones) y, en menor medida, del este (5.486), mientras resultaron bastante escasas en los del oeste (2.421) y, sobre todo, del norte (1.792). Más allá de una simple curiosidad geográfica, estos datos evidencian que las potenciales bolsas de pobreza y exclusión responden a una lógica socioeconómica, pero también espacial, bastante bien definida, por lo que se necesitarán políticas activas tanto económicas como sociales y territoriales para afrontar de forma eficaz su superación.

4.4. Desempleo en Madrid: dimensiones y nueva segmentación socioespacial.

Todos los periodos de crisis son proclives a la multiplicación de ensayos y estudios en los que se reflexiona sobre los diversos significados del propio concepto o su sentido dentro del proceso de desarrollo del capitalismo, buscando ese objetivo tan hegeliano de encontrar la esencia bajo la apariencia (Jameson, 2011). Pero, más allá de su teorización, la crisis actual aún exige conocer y valorar mejor sus múltiples dimensiones y espacios, para lo que dirigir la mirada hacia el empleo parece apuntar en una de las direcciones más apropiadas para perfilar sus contornos esenciales.

Abordar, por tanto, la crisis en Madrid exige precisar las principales transformaciones producidas en su mercado de trabajo y de qué modo contribuyen a disolver o reforzar unas estructuras sociales, económicas y territoriales heredadas que se ven sometidas hoy a importantes sacudidas que apuntan a una nueva geografía metropolitana más polarizada, aún en construcción. Centrar nuestro objetivo en el desempleo supone, de nuevo, llamar la atención sobre ese fragmentado ejército de lo que Robert Castel (1997) calificó como desafiliados, convertidos en actores y víctimas a la vez de una descomposición de la vida social que Alain Touraine (2010) identifica como resultado de esta situación.

Entre el cuarto trimestre de 2006 y el de 2011, la población activa regional aún aumentó levemente (3,9%) por la incorporación al mercado laboral de mujeres y jóvenes, aunque ya lo hizo en menor medida que la población en edad legal de trabajar, por lo que la tasa de actividad comenzó a reducirse hasta quedar en el 63,8% al finalizar ese periodo (tabla 4.3). Pero lo verdaderamente relevante fue una destrucción de empleos casi constante –si se exceptúan leves oscilaciones estacionales (figura 4.5), que los redujo en casi 300.000, equivalentes a uno de cada diez contabilizados antes de iniciarse la crisis, con lo que la tasa de empleo cayó del 60% al 52% en tan sólo un lustro y esa tendencia ha continuado a lo largo de 2012.

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Tabla 4.3. Evolución del mercado laboral en la región de Madrid, 2006-2011.

Indicadores 2006 (IV-TR) 2011 (IV-TR) Evolución (%)

Población 16 años o más (miles) 5.034,7 5.275,7 4,8

Población activa (miles) 3.241,5 3.366,8 3,9

Tasa de actividad (%) 64,38 63,82 -0,9

Población ocupada (miles) 3.031,0 2.743,4 -9,5

Tasa de empleo (%) 60,20 52,00 -13,6

Ocupados en sector agrario (miles) 28,1 9,2 -67,3

Ocupados en industria (miles) 339,0 278,2 -17,9

Ocupados en construcción (miles) 324,8 137,8 -57,6

Ocupados en servicios (miles) 2.339,1 2.318,3 -0,9

Autónomos (miles) 385,7 318,2 -17,5

Asalariados contrato indefinido (miles) 1.874,8 1.970,9 5,1

Asalariados contrato temporal (miles) 768,5 449,2 -41,5

Población desempleada (miles) 210,5 623,3 196,1

Tasa de paro (%) 6,49 18,51 185,2

Tasa paro mujeres (%) 8,77 17,97 104,9

Tasa paro inmigrantes (%) 9,43 29,00 207,5

Tasa paro jóvenes <25 años (%) 17,36 43,63 151,3

Fuente: INE. Encuesta de Población Activa (IV trimestre).

Ese diverso comportamiento se observa también al considerar el mercado laboral desde otras perspectivas. Se redujo, por ejemplo, de forma significativa la presencia de autónomos, con una pérdida de 67.500 trabajadores (-17,5%), mientras el volumen de asalariados con contrato indefinido incluso se incrementó de forma leve (+5,16%), en contraste con la caída sin paliativos (-41,5%) de quienes tenían un contrato temporal. Pero, frente a la apariencia superficial de que en estos años se estabilizó el empleo, lo que en realidad ocurrió fue que la destrucción de puestos de trabajo se concentró en quienes tenían contratos temporales, acelerándose la rotación laboral y, con ello, la precariedad padecida por muchos trabajadores, enfrentados a circular entre empleos temporales, mal pagados y con escasos derechos, junto a periodos de desempleo cada vez más largos ante la recesión económica.

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Figura 4.5. Evolución de la ocupación y el desempleo en la región metropolitana de Madrid, 2006-2011 (datos trimestrales).

Fuente: INE. Encuesta de Población Activa.

La constatación de esa expansión registrada por el mercado secundario de trabajo la ofrecen los datos del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) sobre la contratación registrada en estos mismos años. La cifra total de contratos firmados en Madrid desde el inicio de 2007 y hasta finalizar 2011 fue de 9,8 millones, con un máximo en 2007 (2,5 millones), un mínimo en 2009 (1,7 millones) y una estabilización en torno a esa cifra desde entonces. Pero si en el año de inicio de la crisis los contratos temporales ya representaban cuatro de cada cinco firmados (80,7%), ésta ejerció una presión a la baja sobre la capacidad negociadora de los asalariados y unas estrategias de corto plazo entre las empresas, por lo que la proporción alcanzó ya el 86,4% del total en el año 2011.

No obstante, el aspecto que centra nuestra atención es el del desempleo que, según la información obtenida de la EPA, casi se triplicó en Madrid durante el último lustro (+196,1%), pasando de 210.500 a 623.300 el número de desempleados, con una línea evolutiva que puede considerarse la imagen especular de la seguida por la ocupación (figura 4.5). De este modo, la tasa de paro volvió a situarse en el 18,5% al finalizar 2011, lo que en valores relativos resulta aún algo inferior a la existente en 1996 (vid. tabla 4.1) pero, al haber crecido en más de un millón de personas la población activa en estos años, el volumen total de personas sin empleo remunerado alcanza ahora niveles sin precedentes. Los dramas humanos no conocen de porcentajes, promedios y otros conceptos estadísticos más sofisticados, por lo que la verdadera dimensión del problema no se precisa al comparar las tasas, sino cuando

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se comprueba que 2011 finalizó en Madrid con 182.000 desempleados más que 1996, o que el 46,1% de quienes buscan empleo son ya parados de larga duración, pues llevan entre uno y dos años en esa búsqueda infructuosa (145.900,) o incluso superaron ya ese tiempo (141.700).

De nuevo la crisis afectó mucho más a unos que a otros grupos sociales desde esta perspectiva, por lo que la tasa de paro alcanza el 29,0% entre los inmigrantes y hasta el 43,6% entre los jóvenes madrileños con menos de 25 años. Por el contrario, en esta ocasión el aumento proporcional fue algo inferior entre las mujeres, que ahora muestran una tasa (18,0%) ligeramente inferior al promedio debido a que la crisis del empleo afectó más en sus primeros años a actividades altamente masculinizadas como la construcción y algunas industrias auxiliares. No obstante, su progresivo contagio a numerosos servicios y, sobre todo, al empleo público en educación, sanidad y servicios sociales desde 2011 amenaza con transformar esta situación en el futuro inmediato8.

Más moderadas resultan, en cambio, las cifras de incremento correspondientes al paro registrado mensualmente en las oficinas públicas de empleo que elabora el SEPE, que eran muy similares a las de la EPA al finalizar 2006 (211.558 parados) y se mantuvieron próximas en los tres años siguientes, pero desde 2010 quedan bastante por debajo, al aumentar los parados de larga duración que dejan de recibir prestaciones y, con ello, la obligatoriedad de registrarse, así como los desanimados que abandonan la búsqueda de empleo o buscan vías alternativas de acceso al trabajo en la informalidad. Pese a que los inscritos en esas oficinas de empleo tampoco han dejado de aumentar, al finalizar el año 2011 se contabilizaban en la región metropolitana de Madrid 488.709 parados, lo que supone un 131% de aumento respecto a la situación de cinco años atrás y también en este caso supone un aumento bastante superior al promedio español (119%).

Respecto a su evolución por sectores (tabla 4.4), con esta fuente se confirma que su crecimiento fue máximo en la construcción (+254,5%), mientras en el caso de la industria aumentó con rapidez hasta 2009 y se estabilizó desde entonces. Por el contrario, los servicios tuvieron un mejor comportamiento inicial pero han seguido destruyendo empleo hasta hoy, por lo que su tasa de aumento en el lustro (+118,5%) es ya superior a la del sector manufacturero (+106,7%), lo que debería suponer de nuevo una llamada de atención para los discursos post-industriales dominantes en Madrid desde hace al menos dos décadas. También creció con fuerza (+126,3%) el paro que registran demandantes de empleo sin actividad anterior, exponente de las graves dificultades de inserción laboral a que se enfrentan hoy muchos jóvenes, cualquiera que sea su nivel de formación.

                                                            8 En el conjunto de España, según datos del INE el empleo público alcanzó un nivel máximo en el tercer trimestre de 2011 (3.220,6 miles), para caer desde entonces hasta los 2.991,7 miles un año después, lo que supone un retroceso superior al 7% en tan sólo un año, reflejo del asalto al Estado de Bienestar que imponen los recetarios neoliberales con la justificación de un endeudamiento público que en España fue consecuencia y no causa de la crisis. 

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Tabla 4.4. Evolución del paro registrado según actividades, 2006-2011.

Sectores de actividad

IV-TR

2006

IV-TR

2007

IV-TR 2008

IV-TR 2009

IV-TR 2010

IV-TR 2011

Evolución 2006-11(%)

Agricultura Industria Construcción Servicios Sin activ.previa

1.955 19.645 21.218

158.938 9.802

2.26018.86929.129

170.0888.804

2.51126.44061.080

242.25313.049

2.35841.14882.621

309.72316.079

2.95139.05974.154

324.92220.842

3.471 40.615 75.222

347.215 22.186

77,5106,7254,5118,5126,3

Total Región 211.558 229.150 345.333 451.929 461.928 488.709 131,0

Ciudad Madrid

Resto región

%ciudad/región

103.021

108.537

48,7

109.678

119.472

47,9

159.791

185.542

46,3

208.056

243.873

46,0

212.352

249.576

45,9

222.103

266.606

45,4

115,6

145,6

-

Fuente: SEPE.

Dentro de la aglomeración metropolitana, hace ya décadas se definió un contraste entre los municipios que desde la capital se localizan en los sectores del norte y del oeste, asiento de clases medias y altas, frente a las grandes ciudades dormitorio o industriales del sur y del este. La masiva llegada de inmigrantes en la última década afectó a todos los sectores metropolitanos, pero en mayor medida a estos últimos, por contar con un parque inmobiliario de menor calidad y precios más asequibles. El crecimiento acelerado de la periferia metropolitana añadió un nuevo contraste a ese esquema dual sin duda simplista, pero expresivo de una divisoria socioespacial muy marcada, que se resiste a desaparecer.

Hacia los municipios periurbanos situados ya a varias decenas de kilómetros de la capital se desplazaron, sobre todo, familias jóvenes, pero mientras en dirección a las urbanizaciones de los municipios próximos a la sierra del Guadarrama lo hicieron aquellos grupos sociales emergentes y de mayores ingresos, que elegían ambientes de baja densidad y cierta calidad, hacia la periferia meridional, la comarca de las Vegas o del Henares lo hicieron, sobre todo, quienes se veían empujados por un mercado inmobiliario que localizaba ahí sus promociones más asequibles. Como los datos del SEPE localizan a los desempleados que acuden a sus oficinas por su lugar de residencia, ese doble movimiento difusor, con un contenido social bastante diferente, tiene también su reflejo en las cifras actuales de paro sobre la población residente de edad potencialmente activa (figura 4.6).

Los niveles más elevados de paro corresponden hoy a aquellos municipios con mayor presencia de los dos grupos de riesgo mencionados (inmigrantes y jóvenes con baja cualificación e ingresos), situados en los tres vértices del triángulo provincial, con excepción de una Sierra Norte muy envejecida. Especial intensidad se alcanza en núcleos de pequeño tamaño pero rápido crecimiento reciente, situados siempre al sur de la capital, con máximos en Morata de Tajuña (16,7%), Humanes de Madrid (15,7%), Colmenar de Oreja (15,6%) o El Álamo (15,4%), junto a algunas ciudades más grandes como Parla (16,4%) o Navalcarnero (14,4%).

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En el otro extremo de la escala, los municipios con niveles de paro que no representan ni la mitad de los anteriores se localizan de forma muy mayoritaria en las urbanizaciones de alta calidad y precio situadas al oeste, donde residen profesionales de alta cualificación, cuadros medios y, en suma, segmentos bien posicionados en la pirámide sociolaboral madrileña. Municipios próximos a la autovía de La Coruña (A-6) como Torrelodones (5,8%), Pozuelo de Alarcón (6,1%), Boadilla del Monte (6,3%), Villaviciosa de Odón (6,7%), Las Rozas (6,8%) o Majadahonda (7,0%) ocupan las primeras posiciones, junto a algún otro septentrional como la nueva ciudad de Tres Cantos (6,4%).

Figura 4.6. Paro registrado sobre población en edad activa en la región metropolitana de Madrid, diciembre 2011 (%).

Fuente: SEPE y elaboración propia.

Aunque la crisis actual es de amplio espectro y ha afectado a la práctica totalidad de actividades, grupos socioprofesionales y espacios urbanos, lo ocurrido en estos cinco años ha venido a ahondar esos contrastes heredados. El reflejo cartográfico del aumento reciente registrado por el paro a escala local (figura 4.7)

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resulta a primera vista más complejo, pues la presencia de pequeños pueblos periféricos donde modestos incrementos en cifras absolutas suponen elevados valores porcentuales complica la imagen final.

Pero una mirada atenta confirma que, de nuevo, los niveles más moderados correspondieron a municipios occidentales ya mencionados (Villaviciosa de Odón, Torrelodones, Pozuelo de Alarcón…), acompañados ahora por algunos suroccidentales que ampliaron la presencia de clases medias a medida que mejoraban su accesibilidad y centralidad relativas (Alcorcón, Móstoles). El deterioro de la situación laboral tuvo, en cambio, sus tintes más oscuros en numerosos municipios situados en el cuadrante sureste de la aglomeración, donde se alcanzaron incluso tasas superiores al 300% (Campo Real, Arroyomolinos, Paracuellos de Jarama) o muy próximas (San Martín de la Vega, Loeches, Morata de Tajuña…).

Figura 4.7. Evolución del paro registrado en la región metropolitana de Madrid, 2006-2011 (%).

Fuente: SEPE y elaboración propia.

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La comparación de lo ocurrido en las principales ciudades metropolitanas madrileñas según el sector en que se ubican (tabla 4.5) pone en evidencia esas regularidades, aunque también cierta complejidad sólo comprensible en estudios a escala local capaces de superar los simples datos numéricos para incorporar otro tipo de aproximaciones de carácter cualitativo.

Tabla 4.5. Crecimiento e importancia del paro registrado en las principales ciudades de la región metropolitana de Madrid.

Sector Metropolitano

Municipio Evolución del paro 2006-2011 (%)

Paro/población edad activa, 2011 (%)

Norte Alcobendas S.Sebastián Reyes Tres Cantos

137,99145,69111,10

9,30 10,01

6,40 Oeste Majadahonda

Pozuelo de Alarcón Las Rozas Boadilla del Monte Villaviciosa de Odón

120,06101,74114,95124,94

88,66

7,03 6,06 6,83 6,29 6,73

Este Alcalá de Henares Torrejón de Ardoz Arganda del Rey Coslada Rivas-Vaciamadrid S.Fernando de Henares

130,19162,47230,76114,62196,22135,44

12,97 13,82 13,90 10,04

8,77 10,99

Sur Alcorcón Fuenlabrada Getafe Leganés Móstoles Parla Valdemoro Aranjuez Pinto

101,47134,28122,39122,66104,28212,90149,66144,52188,56

12,06 13,67 12,10 13,13 12,75 16,37 12,82 13,12 12,88

Ciudad de Madrid 115,59 10,20

Fuente: SEPE.

Al utilizar el municipio como unidad espacial de análisis, la ciudad de Madrid queda en posición intermedia cuando se considera su nivel actual de paro (10,2%) y con una evolución reciente tan sólo algo mejor que el conjunto de la región (+115,6%). Pero si se aproxima el foco y se cambia la escala de análisis, se comprueba que estamos en presencia de un verdadero mosaico social, que ha respondido también de forma heterogénea a la destrucción de empleos, pero en donde de nuevo puede encontrarse cierto orden bajo el caos aparente que ofrecen los datos por distritos o, en su interior, por barrios.

Como resultado de una trayectoria histórica que cristalizó desde hace siglo y medio, con el inicio de la industrialización y la instalación de las estaciones ferroviarias

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de pasajeros o mercancías al sur del recinto histórico (Príncipe Pío, Imperial, Peñuelas, Delicias, Atocha), en la ciudad de Madrid se construyó una divisoria social muy marcada entre los barrios populares y obreros del sur y del este frente a los de clases medias y altas que, desde el Ensanche decimonónico, se extendieron hacia el norte y el oeste. El comportamiento laboral de los veintiún distritos madrileños ante la crisis aún mantiene muchos rasgos identificables con esa divisoria.

Si atendemos al volumen total de paro, los distritos de Puente de Vallecas (23.537), Carabanchel (20.770) y Latina (18.241), todos ellos en la periferia sur de la capital, se sitúan en cabeza y concentran más de una cuarta parte (27,8%) del total registrado en diciembre de 2011, proporción que asciende a casi la mitad (46,4%) si se añaden los distritos contiguos de Usera, Villaverde, Villa de Vallecas y Vicálvaro. En este flanco sur y sureste del tejido urbano se localizan también los niveles más altos de desempleo en relación a sus residentes en edad activa, pero la situación se agravó de manera considerable desde el estallido de la crisis. Las tasas de crecimiento registradas por Villa de Vallecas (+247,5%), Vicálvaro (+177,2%) o Villaverde (+157,1%) fueron también las más elevadas, tal como también ocurrió en anteriores crisis.

Por el contrario, el paro registrado en los distritos del Ensanche burgués construido en la segunda mitad del siglo XIX como Retiro (5.914), Salamanca (6.988) o Chamberí (7.174), junto al de Chamartín (6.264), que también se sitúa en una margen del eje central de negocios de la capital identificado con el paseo de la Castellana, alcanza los niveles más bajos. Y son esos mismos distritos los que registraron los ritmos de incremento menores en la ciudad, con tasas situadas entre el 66,3% de Retiro y el 78,9% de Chamberí. En otras palabras, podría afirmarse que la crisis acentúa de manera significativa una dualidad entre dos ciudades que coexisten en el interior de la ciudad de Madrid y que casi tres décadas de políticas de reequilibrio territorial emprendidas por los sucesivos gobiernos locales –más eficaces unas y puramente cosméticas otras- no han logrado apenas atenuar.

Pero esa frontera intangible se ve matizada y en parte desdibujada por la permanencia en los sectores urbanos más valorados de algunos enclaves de vivienda popular correspondientes a los antiguos núcleos de extrarradio que crecieron en torno a las vías de salida de la ciudad hace ahora un siglo (Cuatro Caminos, Tetuán, prosperidad, Guindalera, Ventas del Espíritu Santo…) y algunos pueblos englobados en el proceso de crecimiento (Fuencarral, Hortaleza, Canillas, Barajas, Canillejas…). Esos enclaves han conocido importantes transformaciones internas en las diferentes fases de desarrollo de la capital y vivieron una rápida sustitución de población en los años de la inmigración masiva, pues muchos de los recién llegados alquilaron o adquirieron viviendas de baja calidad en ellos, así como en otras áreas de similar origen localizadas en la mitad sur de la ciudad (Puente de Vallecas, Usera, General Ricardos, Puerta del Ángel, Villaverde, Carabanchel, Vicálvaro…) y en sectores del distrito Centro (barrio de Embajadores). Su reflejo en los actuales mapas del desempleo correspondientes a los 128 barrios en que se divide administrativamente la ciudad aún resulta muy significativo (figura 4.8).

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El paro registrado sobre los residentes en edad activa sigue siendo fiel reflejo de esa dicotomía norte-sur y ahora también centro-periferia de la que sólo quedan al margen algunos barrios occidentales de Tetuán y Canillas, o el de Embajadores, en pleno centro de la ciudad (denominación administrativa que corresponde en esencial al popularmente conocido como barrio de Lavapiés, el de mayor densidad y diversidad de población inmigrante). Por su parte, la distribución de las tasas de crecimiento en la crisis vuelve a mostrar mayor complejidad, pero también en este aspecto los valores más altos se registraron en barrios meridionales como el Casco Histórico de Vallecas (+324,2%), o San Cristóbal en Villaverde (+244,2%), seguidos por otros orientales como Rejas, en San Blas (+216,0%) o Valdelafuentes, en Hortaleza (+206,3%)9. Niveles de aumento también superiores al 180% correspondieron también a algunos de esos núcleos de extrarradio o antiguos pueblos en Fuencarral (barrio de Valverde), Tetuán (Berruguete), Vicálvaro (Ambroz) o Villaverde (San Andrés, Los Rosales), además de Legazpi, en el antiguo distrito ferroviario de Arganzuela. Frente a esa concentración espacial de los daños producidos, el centro de negocios y residencial que de norte a sur atraviesa la ciudad y la sucesión de barrios situados en la margen oriental del eje Castellana-Recoletos-Prado, así como su prolongación en dirección al aeropuesto fueron los menos afectado por la pérdida de empleos entre sus residentes. Esos valores alcanzaron su nivel mínimo en los barrios de Nueva España (+44,0%) e Hispanoamérica (+48,1%) en Chamartín, la Alameda de Osuna en Barajas (+45,6%), la Atalaya en Ciudad Lineal (+51,1%) o los Jerónimos en Retiro (+53,0%).

En resumen, Madrid se ha convertido en un buen exponente de la creciente vulnerabilidad de las grandes áreas urbanas en el marco de un capitalismo global guiado por principios neoliberales que acentúan la competencia entre territorios, al tiempo que someten su evolución a las presiones de un capital financiero e inmobiliario guiado por la búsqueda de altas rentabilidades a corto plazo, con una creciente movilidad y escasos controles. Una aglomeración metropolitana que parecía ejemplificar las virtudes de ese modelo se ha convertido, en apenas cinco años, en víctima de un agudo declive, sin que se atisbe por el momento una estrategia definida de recuperación. Se plantea así la necesidad de revisar un concepto de competitividad urbana que la ortodoxia económica dominante asocia tan sólo con un alto crecimiento, una creciente inserción en la economía global y una imagen atractiva para inversores, empresas y talentos, ignorando su sostenibilidad social y ambiental a medio o largo plazo.

Se constata también la necesidad de observar las dinámicas urbanas desde una perspectiva multiescalar, para comprender así de forma más adecuada las verdaderas dimensiones de una crisis cuyos negativos efectos se distribuyen de forma muy desigual pero nada aleatoria, provocando impactos localizados de especial gravedad que sólo una aproximación a la escala local en que se desenvuelve la vida de la mayoría de ciudadanos permite identificar. El desempleo es, sin duda, uno de los

                                                            9 La tasa de crecimiento más alta correspondió al barrio de El Goloso, en el distrito de Fuencarral-El Pardo (+546,5%), que apenas contaba con población residente al inicio de la crisis. 

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más importantes y situar lo ocurrido en España dentro del contexto internacional supone una aproximación inicial útil para llamar la atención sobre su particular intensidad. Pero sólo al aplicar el zoom de nuestro objetivo se descubre que las grandes cifras del paro corresponden, en gran medida, a actividades, grupos sociales y espacios bastante definidos, sobre los que se concentran los efectos más negativos del proceso, se generan mayores riesgos y se hacen más necesarias acciones para enfrentar y, en lo posible, revertir la actual situación.

Figura 4.8. Parados sobre población en edad activa, 2011 y evolución del paro registrado en los barrios de la ciudad, 2006-2011(%).

Fuente: SEPE y elaboración propia.

La crisis que padecemos tiene múltiples dimensiones y escalas, por lo que la perspectiva geográfica puede ayudar a conocer mejor sus características, comprender algunas claves de la diferente vulnerabilidad de los territorios y contribuir a la definición de políticas anti-crisis más eficaces. Aunque en los últimos años esas medidas se centran, sobre todo, en cuestiones financieras que se negocian en instancias bastante alejadas de los ciudadanos e, incluso, de sus representantes, las ciudades necesitan definir nuevas estrategias de recuperación, por el momento muy escasas, que complementen las adoptadas en otras instituciones y se adecúen mejor a las

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necesidades y posibilidades específicas, así como a las demandas expresadas por sus ciudadanos a través de cauces de representación que también es preciso ampliar y renovar. Sobre las respuestas locales a la crisis, que no ignoran las responsabilidades de los actores públicos y privados que operan en ámbitos estatales o supraestatales, pueden apuntarse algunas ideas en el último capítulo del itinerario seguido en este texto.

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CAPÍTULO 5. ESTRATEGIAS DE RESILIENCIA URBANA FRENTE A LA CRISIS.

Una vez analizado el desigual impacto territorial de la crisis a partir de un indicador tan expresivo como el desempleo, así como la utilidad de considerar diferentes escalas espaciales, tanto para descubrir contradicciones apenas visibles cuando sólo se utiliza una de ellas como para interpretar mejor las diferencias observables, parece conveniente finalizar el recorrido con algunas consideraciones sobre el reto a que se enfrentan la sociedad y los territorios para superar la actual situación.

Tal como afirma Stiglitz (2010: 454), “es seguro que las cosas van a cambiar a causa de la crisis. El regreso al mundo anterior a la crisis queda excluido”. Mantener, por tanto, la expectativa de que, tras un desajuste transitorio, el sistema tenderá a recobrar un imaginario equilibrio y todo volverá a ser como antes resulta ilusorio, pues los sistemas sociales y los territorios están en una constante transformación, que es ajena a cualquier equilibrio estático. A su vez, perpetuar una lógica financiera sin apenas controles, o recrear las condiciones que puedan alimentar una nueva burbuja inmobiliaria supondría sentar las bases para una posterior crisis.

Se necesitan por ello respuestas proactivas y no sólo defensivas frente a la crisis y el desempleo masivo, que exigirán acuerdos en el plano internacional y, particularmente, en el de la Unión Europea que pongan freno a los excesos de un hipercapitalismo de perfil neoliberal e incapaz de autorregularse. También políticas activas del gobierno español y los gobiernos autonómicos capaces de recuperar la senda del crecimiento y la generación de empleo, reorientar el sistema productivo para hacerle más intensivo en conocimiento, recuperar cierta capacidad de apoyar actividades y empresas estratégicas en esta nueva fase de desarrollo, o favorecer un empleo de mayor calidad.

Pero, en la perspectiva multiescalar aquí propuesta, deberían incluirse también acciones concretas desde las ciudades, bien adaptadas a los problemas y potencialidades específicas de cada una de ellas, que complementen y diversifiquen las anteriores. Sin duda los ajustes presupuestarios actuales plantean graves limitaciones a la actuación de los gobiernos de proximidad, a lo que se suma cierta desorientación sobre las alternativas existentes, base para afrontar proyectos de futuro compartidos por la mayoría. Por todo ello, muchas ciudades aún no se han planteado estrategias que acompañen las adoptadas en instancias de gobierno superiores, pese a que cada una deberá reconstruir su propia trayectoria y reinventarse en cierta medida para encontrar una salida después de la crisis. No es objetivo de estas páginas proponer una batería pormenorizada de medidas anticrisis de carácter genérico a abordar desde el ámbito local, contradictorias incluso con el carácter específico que deberían tener para adecuarse a las características y problemas de cada ciudad. Pero sí pueden proponerse algunas reflexiones generales para un debate al que deberán enfrentarse muchas de ellas en su futuro inmediato.

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Un primer criterio a considerar es la complementariedad entre las medidas a corto plazo, destinadas a atender aquellos sectores en riesgo que han sido más golpeados por la crisis, y las medidas a medio/largo plazo, dirigidas a transformar el modelo de desarrollo para hacerlo más inteligente, sostenible y equitativo. Respecto a las primeras, se necesitan acciones urgentes de estímulo a la actividad económica, junto a otras de apoyo y asistencia a quienes se enfrentan a situaciones de pobreza y exclusión muchas veces ligadas al desempleo de larga duración. Pero son las acciones a más largo plazo las que plantean un mayor reto y suscitan interrogantes sobre cómo poner en marcha un proceso de recuperación, con qué objetivos y a partir de qué tipo de recursos. Todo este tipo de cuestiones se relacionan con el emergente concepto de resiliencia territorial, aplicado tanto a escala regional (Pyke, Dawley y Tomaney, 2010; Lang, 2011) como en el plano urbano (Méndez, 2012) y que guarda una relación directa con los procesos de crecimiento y crisis aquí abordados (Martin, 2012).

5.1. De la crisis a la resiliencia urbana.

El ámbito de los estudios urbanos ha sido bastante proclive en los últimos tiempos a la incorporación de metáforas que intentan describir algunas de sus principales transformaciones y pueden aportar imágenes expresivas para lograrlo, pero también a menudo cierta confusión al ser utilizadas con significados no coincidentes por distintos autores.

El de resiliencia es un concepto polivalente que, en su definición originaria dentro de la física de materiales, significa la capacidad de un material elástico que recibe un impacto para absorber y almacenar energía de deformación sin llegar a romperse y recuperando luego su estructura y forma originales, tal como la define el Diccionario de la Real Academia Española. Difundido el concepto a los estudios sobre ecología, identifica la capacidad de ciertos sistemas ambientales y organismos para ser menos vulnerables, o para resistir y responder a condiciones especialmente adversas (Folke, 2006). Pero el ámbito de difusión más próximo al que aquí se considera ha sido el de los estudios sociales y, en particular, el de la Psicología, donde hace ya más de tres décadas se incorporó para interpretar las posibles razones por las que individuos enfrentados a situaciones traumáticas muestran comportamientos dispares que afectan de modo directo su desarrollo personal posterior (Cyrulnik et al., 2004). Resulta expresiva en ese sentido la definición de Forés y Grané (2010: 25), para quienes “es la capacidad de un grupo o persona de afrontar, sobreponerse a las adversidades y resurgir fortalecido o transformado”, lo que supone continuar su proceso de desarrollo a pesar de haberse enfrentado a sucesos desestabilizadores.

Esto supone reconocer que ante el riesgo y la adversidad graves a que podemos vernos sometidos en el transcurso de nuestra historia personal o colectiva, todos somos vulnerables en distinto grado. Pero que también existen determinadas características, ambientes y estrategias que pueden favorecer o dificultar respuestas de adaptación positiva tras una crisis. No se trata, pues, de una cualidad inherente y

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permanente, sino que exige un trabajo consciente para movilizar determinados recursos, tomar decisiones y emprender acciones que no siempre se verán acompañadas por el éxito. Pero también es importante precisar que resiliencia es algo diferente a resistencia, pues supone la capacidad de reconstruir el rumbo a partir de una ruptura sin la pretensión de mantener todo igual o recuperar una supuesta estabilidad perdida, sino que la adaptación positiva a las nuevas condiciones implica necesariamente un proceso de aprendizaje junto a cierto grado de adaptabilidad y, en consecuencia, de transformación (Lecomte, 2010).

Trasladado a los estudios sobre ciudades en estos dos o tres últimos años, el concepto de resiliencia urbana puede definirse como la capacidad de adaptación positiva que muestran algunas ciudades que se enfrentaron a adversidades graves derivadas de acontecimientos o procesos externos en su origen, pero que se vieron reforzados por ciertas debilidades internas, para resurgir fortalecidas a partir de una estrategia de transformación. Tal como recuerda Polèse (2010), si bien en ocasiones esas adversidades corresponden a catástrofes puntuales, de origen natural o humano, son también frecuentes –y de especial interés en este caso- las derivadas de crisis sistémicas como la actual, causantes de un prolongado declive que cuestionó sus funciones, deterioró las condiciones de vida de muchos de sus habitantes y planteó graves incertidumbres sobre su viabilidad futura.

Así, por ejemplo, si se analiza la evolución seguida por diferentes ciudades de tradición minera o industrial que padecieron con intensidad la crisis del fordismo hace ya tres o cuatro décadas, se comprueban sus dificultades para lograr una revitalización que tan sólo algunas parecen haber conseguido tras superar el lastre de ciertas características heredadas. En parte eliminándolas, pero en otras ocasiones transformándolas para dotarlas de una nueva funcionalidad, al tiempo que ponían en marcha estrategias de carácter innovador, tanto en el plano económico o tecnológico como social y de la gestión urbana, en busca de alternativas también novedosas para recuperar cierto dinamismo (Sánchez Moral, Méndez y Prada, 2012).

Esa capacidad de recuperación se consigue tras un proceso de trabajo colectivo y continuado en el tiempo, con efectos no que a menudo no son inmediatos y sólo se harán visibles a medio o largo plazo, lo que justifica que no resulte una cualidad inherente a todas las ciudades. Por el contrario, se alcanzará sólo en aquellas que, lleven a cabo un diagnóstico realista sobre sus debilidades y potencialidades, así como sobre la situación del entorno, importante para saber lo que debe y puede cambiarse, así como las limitaciones para hacerlo. A partir de ahí, se concretará en aquellas que sean capaces de diseñar un proyecto de futuro creíble y compartido por una parte significativa de los actores locales, movilizar recursos materiales e inmateriales disponibles, emprender acciones para superar bloqueos heredados y explorar nuevas respuestas ante la crisis.

Así entendida, la resiliencia urbana no puede basarse sólo en la ayuda externa ni en actitudes meramente asistencialistas, sino que exigirá combinar políticas de apoyo generadas en instancias superiores con iniciativas locales, en esa perspectiva

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multiescalar ya reiterada. Tampoco puede ignorar el pasado de la ciudad, sino que debe aprender de lo ocurrido, mantener aquellos rasgos de identidad que, renovados, sigan siendo viables, e incorporar otros mejor adaptados al nuevo contexto, lo que supone cierta capacidad para reinventarse, pero también para ser crítico con la simple importación de modelos de éxito en otros lugares pero poco adaptados a su realidad y posibilidades. No existirá, en definitiva, una única vía para avanzar en el objetivo de ser una ciudad resiliente, ni se trata de un logro que, una vez alcanzado, resulte duradero, por lo que cada ciudad deberá explorar entre alternativas posibles y mantener un esfuerzo de adaptación a un entorno cambiante, pues una misma ciudad enfrentada a sucesivas crisis a lo largo del tiempo puede ofrecer respuestas muy distintas en cada momento.

Una última precisión útil es la que se deriva de la imagen propuesta por Vanistendael (1998) en la construcción de lo que calificó como la casa de la resiliencia, trasladada ahora al hecho urbano. En ella, lo primero que se necesita es disponer de los recursos materiales para satisfacer las necesidades básicas, lo que equivaldría a los cimientos de la edificación. Sobre ellos, el piso principal está representado por la existencia de una red de relaciones que permita poner en marcha proyectos para lograr la renovación, por lo que la buena inserción del individuo en diversos tipos de redes sociales se considera fundamental. Finalmente, en la planta superior se sitúan los diferentes tipos de competencias y aptitudes que pueden facilitar un mayor éxito de las estrategias adaptativas y son complemento necesario a lo anterior: conocimiento, iniciativa, flexibilidad, capacidad de fijar objetivos realistas y de comunicación, espíritu crítico para valorar opciones, etc.

Pero, una vez definida con cierta precisión e identificados sus principales rasgos, las dos preguntas fundamentales que inevitablemente surgen son la de por qué algunas ciudades enfrentadas a una crisis de graves proporciones han demostrado en el pasado mayor capacidad de resiliencia que otras y en qué medida las claves explicativas que se identifiquen a partir del estudio de casos concretos pueden servir también para hacer frente a la crisis actual. Aunque son cuestiones de suficiente calado como para pretender resolverlas aquí con solvencia, pueden proponerse algunas respuestas para un debate colectivo que está en buena medida aún por hacer entre los actores sociales, económicos y políticos, así como entre la ciudadanía.

5.2. Precondiciones para la resiliencia urbana.

No ha transcurrido aún el tiempo suficiente que permita analizar la diversa capacidad de las ciudades para transformarse de forma positiva y superar el declive generado por la crisis presente, por lo que interpretar las condiciones que pueden hacerlo posible exige echar mano de experiencias pasadas que, al producirse en un contexto distinto al actual, deben ser tomadas como simple orientación. Pero esa mirada al pasado reciente de algunas ciudades para aprender de él nunca es ingenua, sino que centrará siempre más la atención en unos aspectos que en otros,

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jerarquizando también la importancia de los diversos factores interpretativos en relación con una perspectiva teórica determinada, ya sea explícita o implícita.

En este caso, la interpretación que sigue resulta coherente con algunas propuestas realizadas desde los enfoques relacionales y neoinstitucionales que entienden el territorio como construcción social (Sunley, 2008; MacKinnon et al., 2009), al tiempo que con las perspectivas evolucionistas que destacan la importancia de la trayectoria seguida por cada lugar para explicar los comportamientos de sus actores (Boschma y Martin, 2007), siempre en el marco impuesto por la lógica capitalista y las soluciones espaciales (Harvey, 2001) características de sus diferentes fases de desarrollo. Con estas bases de partida, en la comprensión de por qué algunas ciudades sumidas en el declive tras una crisis han demostrado en décadas pasadas mayor capacidad de resiliencia, pueden proponerse tres causas principales que se complementan entre sí: (i) la influencia de la trayectoria histórica y las estructuras heredadas; (ii) la respuesta de los actores locales, la construcción de redes y el liderazgo ejercido por el gobierno local; (iii) la búsqueda de una buena inserción exterior de la ciudad.

• Trayectoria urbana y herencias.

Los procesos sociales tienen un carácter evolutivo y, por tanto, las herencias del pasado pueden provocar inercias y respuestas subóptimas en bastantes casos, que cuestionan la racionalidad de determinadas decisiones individuales o colectivas tomadas en la actualidad, pues circunstancias que las condicionaron en otros momentos pueden seguir haciéndolo en el presente aunque la situación haya cambiado. Un argumento similar puede aplicarse a la evolución de las ciudades, que, en el marco de procesos generales que afectan a todas, siguen trayectorias específicas en donde las decisiones y acciones que se toman hoy se ven aún condicionadas por una acumulación de decisiones pasadas, acontecimientos o simples accidentes históricos, que pueden seguir haciéndose presentes durante generaciones. En tal sentido, las respuestas que puedan producirse en un momento determinado nunca surgen en el vacío, sino en contextos estructurales e institucionales preexistentes y ese es un punto de partida, ahora identificado con el concepto de path dependence (Martin y Simmie, 2008), que debe tenerse en cuenta al considerar su diversa capacidad de resiliencia frente a la crisis que ahora enfrentan.

Por una parte, las ciudades heredan un stock de recursos materiales cuyo volumen y características –muy diferentes según los casos- condicionan su evolución. Su dotación en capital físico en forma de infraestructuras y equipamientos, de capital productivo en forma de empresas, o de capital humano con ciertos niveles formativos y de cualificación son tres de los más citados. Especial importancia suele concederse a la estructura económica y el tipo de especialización funcional, que generan múltiples relaciones de dependencia difíciles de cambiar (vínculos interempresariales, demanda de servicios, saber hacer de los trabajadores, estructura sociolaboral, etc.). En el caso de numerosas ciudades en declive la crisis de los sectores en que se basaba la economía local fue el origen del cambio de tendencia y, por ello, el reto a menudo se

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plantea entre la voluntad política de transformar esa estructura, sustituyendo actividades ya poco competitivas como la construcción, por otras con mejores expectativas, frente a la imposibilidad de provocar una metamorfosis rápida. La recuperación debería, por tanto, plantearse la sustitución de algunas actividades heredadas y una mayor diversificación económica, pero apostando al mismo tiempo por la permanencia de otras actividades vinculadas a la trayectoria local, capaces de renovarse para ser viables y competitivas en la nueva etapa.

Al mismo tiempo, las trayectorias de desarrollo de las ciudades también se asocian a otros rasgos menos tangibles, pero no por ello menos importantes ni difíciles de cambiar, como son las instituciones (valores y comportamientos colectivos, normas, organizaciones), junto a unos estilos de gobierno y gestión de los asuntos locales que también constituyen una seña de identidad que tiende a pervivir. Transformar, por ejemplo, una cultura local en donde las decisiones estratégicas se tomaban tradicionalmente por unos pocos, en favor de otra más participativa, o un ambiente conflictivo de intereses encontrados y fuerte individualismo por otro de colaboración ante la adversidad colectiva puede exigir tanto esfuerzo para buscar cauces de diálogo entre los interlocutores sociales como la inversión en infraestructuras, educación o desarrollo tecnológico. Por tanto, el cambio de las bases materiales de la ciudad exigirá en paralelo un esfuerzo de adaptación en las estructuras institucionales de soporte para resultar eficaz.

En consecuencia, aunque el pasado de las ciudades no determina su futuro, sí influye de modo significativo sobre las debilidades o potencialidades acumuladas. En el caso de las aquejadas por procesos de declive, ese balance resultó negativo en un determinado momento histórico y ahora es necesario revertirlo, para lo que resultan imprescindibles los actores locales.

• Respuestas de los actores, gobernanza local y liderazgo.

Enfrentadas a una situación de crisis, las ciudades pueden abandonarse a su suerte, reaccionar de forma defensiva a las presiones externas o confiar en soluciones procedentes de instancias superiores. Pero también pueden plantearse respuestas más proactivas, surgidas de la decisión y la acción de diferentes personas e instituciones a las que cabe calificar como actores locales, denominación genérica que incluye desde instituciones públicas a representantes del ámbito empresarial y de la sociedad civil, con desigual importancia según los casos.

Cuanto mayor sea la densidad de actores implicados y mayores los recursos de que dispongan (financieros, humanos, de conocimiento, de influencia, etc.), cabe suponer que mayor será también la posibilidad de hacer frente a la situación, adaptándose y reinventándose con el fin de recuperar la senda del desarrollo perdida. Para lograrlo, habrán de utilizar como base aquellos recursos específicos disponibles en la ciudad, construidos socialmente en el tiempo y capaces de dotarla de cierta identidad, para ponerlos en valor y utilizarlos en una estrategia de revitalización (Albertos et al., 2004). Son sin duda importantes los recursos tangibles en forma de empresas, infraestructuras, equipamientos o patrimonio inmobiliario, pero en la

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actualidad suele hacerse más hincapié en ciertas capacidades localizadas menos tangibles, como el capital humano (población formada y trabajadores cualificados), el cultural (patrimonio material e inmaterial, identidad y compromiso local), el social (presencia de redes de colaboración con fines diversos basadas en relaciones de confianza) o el intelectual (instituciones de formación especializada y de I+D+i).

Pero si la presencia de actores locales públicos y privados comprometidos con la búsqueda de soluciones es importante, no lo será menos que, además de las estrategias aplicadas por cada uno de ellos en defensa de sus objetivos e intereses, en la ciudad también se generen relaciones densas y estables de colaboración para poner en práctica tanto una reflexión conjunta que pueda derivar en un proyecto de futuro, como actuaciones y proyectos destinados a la promover la resiliencia (Caravaca y González, 2009).

En primer lugar, para reforzar la competitividad económica de la ciudad se considera útil la construcción de redes de cooperación –formalizada o informal- entre un número significativo de sus empresas, que supongan la formación de clusters integrados en donde se reducen los costes de transacción en el intercambio de información y conocimiento tácito al compartir trabajo en común, aumentando la eficiencia colectiva y las posibilidades de crear ambientes innovadores (Camagni y Maillat eds., 2006). Pero igualmente necesaria será la construcción de redes sociales entre ciudadanos, o entre instituciones públicas y privadas que a su proximidad espacial unen la derivada de códigos y lenguajes comunes, con objeto de poner en marcha iniciativas de signo muy diverso (empresariales, culturales, políticas, solidarias, de ocio, etc.). Como recuerda Wolfe (2010: 143), “esta dimensión cívica del capital social es particularmente sensible a la distancia geográfica” y exige relaciones cara a cara poco formalizadas, que pueden generar cierto sentido de comunidad e identidad necesario para abordar cualquier estrategia compartida de superación del declive.

Esta debería ser también la base de una gobernanza local verdaderamente participativa, que implique la concertación entre diversos actores no sólo en la reflexión y la propuesta de estrategias, sino también en la toma de decisiones, acumulando recursos y dotando de mayor legitimidad a esas decisiones colectivas (Pascual y Godás eds., 2010). No obstante, aunque en los ejemplos de ciudades que padecieron un declive y han sido capaces de renovarse y recuperar cierto dinamismo es habitual encontrar esas estructuras de concertación, conviene evitar una imagen demasiado ingenua que asocie ambos aspectos de forma lineal, ignorando las relaciones de poder y los posibles conflictos que están también presentes en bastantes de esas experiencias.

Por una parte, estas formas de gestión en que interactúan los sectores público, privado y civil, pueden favorecer sin duda la puesta en marcha de estrategias de resiliencia, pero ese efecto no está en absoluto garantizado cuando la presencia de relaciones de poder desequilibradas y la defensa de intereses contrapuestos entre los integrantes de las coaliciones locales pueden conllevar cierto déficit democrático

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(Swyngedouw, 2005). En un extremo están aquellas redes locales que funcionan “a la sombra de la jerarquía” (Jessop, 1997: 575), bajo el dominio de formas tradicionales de autoridad en donde la participación de los actores sociales se limita al asesoramiento o el debate y sirve para legitimar las decisiones de gobierno, pero sin capacidad real de influencia. En el extremo opuesto, este discurso sirve a veces de justificación para externalizar segmentos crecientes de la gestión urbana desde el sector público al privado, tal como postulan las tesis neoliberales, al tiempo que se definen coaliciones locales de crecimiento donde los grandes grupos económicos ejercen su influencia y sitúan los objetivos de competitividad por encima de cualquier otra consideración en la agenda y las prioridades de la gestión local. En esos casos, la consecuencia es que “se detrae más poder político del alcance de los representantes democráticamente elegidos” (Pike, Rodríguez-Pose y Tomaney, 2011: 200) y, por tanto, las decisiones estratégicas quedan en manos de unas élites locales sin apenas control ciudadano efectivo, mientras quedan al margen aquellos sectores sociales más afectados por la crisis, pero menos organizados o con menores recursos.

Un último aspecto a destacar es la importancia del liderazgo que sean capaces ejercer los gobiernos locales, tanto para desencadenar y gestionar las iniciativas de revitalización como para ejercer de agentes catalizadores, al tejer vínculos y mediar entre los restantes actores presentes en la ciudad, con culturas e intereses a menudo no coincidentes y sin ninguna experiencia previa de colaboración. Según un estudio realizado para las ciudades medias británicas por la Work Foundation, ese liderazgo, basado en su credibilidad y autoridad, será un instrumento útil para impulsar la recuperación, lo que concede al sector público un protagonismo y una responsabilidad innegables en toda salida de una crisis (Clayton y Morris, 2010).

• Inserción exterior y relaciones multiescalares.

Al considerar los procesos de crisis y el posterior declive de determinadas ciudades es habitual prestar especial atención a los factores externos a la propia ciudad, que en esta ocasión sitúan al sistema financiero, la actividad inmobiliaria y la desregulación impulsada por el neoliberalismo como indudables protagonistas. Pero, al mismo tiempo, algunas visiones de la resiliencia urbana y de cómo conseguir que las ciudades se recuperen del shock padecido en estos años resultan demasiado localistas o autocentradas, al limitar su atención de forma casi exclusiva al papel de los actores, los recursos o las redes internas.

Se olvida así ese otro plano de análisis que corresponde a las relaciones que las ciudades tejen con el exterior –cada vez más densas y de ámbito a menudo global- que pueden ser una oportunidad para transformar la situación heredada y promover la innovación económica y social o, por el contrario, dificultar ese proceso ante la creciente influencia de lógicas ajenas, de grupos económicos y de instituciones internacionales cuyas decisiones generan impactos directos difíciles de controlar y que aumentan la vulnerabilidad de numerosas ciudades. En ese sentido, lo que sí parece evidente es que el objetivo neoliberal de lograr una mayor apertura a la globalización a cualquier precio no sólo no asegura un mayor éxito de las ciudades, sino que puede

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aumentar su vulnerabilidad ante su elevada dependencia de capitales, mercancías o decisiones ajenos, sobre los que apenas tendrá capacidad de influir si se codifica el contexto externo. En consecuencia, además de demandar lo que Rodrick (2011: 271) define como “una globalización en sus cabales”, que evite al menos en parte muchos de los excesos cometidos en estos años, será necesario evitar una inserción internacional de la ciudad demasiado sometida a ese tipo de riesgos y conseguir que pueda funcionar como un sistema que, aunque en ningún caso pueda pretenderse autosuficiente, mantenga una relación más equilibrada con el exterior.

Pero, tal como se ha argumentado desde el inicio, no se puede abordar la crisis urbana y las estrategias de resiliencia a partir del simple y repetido binomio local-global. Por el contrario, en esa necesaria perspectiva multiescalar sigue siendo importante la consideración del Estado y de sus políticas, cuyo frecuente debilitamiento en las últimas décadas ha hecho precisamente más frágiles a muchas ciudades, así como a diferentes empresas, sectores económicos y grupos sociales. Al tratar de la resiliencia individual o comunitaria, ya Forés y Grané (2010: 116) alertaron de que a veces este concepto se ha utilizado de forma sesgada, convirtiéndole en “una magnífica excusa y una excelente justificación teórica para reducir e incluso eliminar toda política social”, porque “las personas son resilientes o no lo son”, para recordar a continuación que ”este enfoque desvirtuado de la resiliencia es peligroso porque puede significar la carencia de solidaridad social”.

En ese sentido, la ausencia de Estado hará más difícil la recuperación de aquellas ciudades –y, desde luego, aquellos ciudadanos- que se enfrentan a la actual crisis desde una situación de mayor debilidad, si no pueden contar con el apoyo de políticas destinadas a renovar su base productiva, generar empleos, mejorar sus infraestructuras, sus niveles educativos, o la calidad de vida de sus ciudadanos, más allá de las estrategias que puedan promoverse desde los ámbitos locales.

En definitiva, reivindicar el significado de las escalas espaciales y de la realidad local para conocer, comprender y actuar frente a la crisis no supone necesariamente ni caer en localismos que ignoren la importancia de los procesos y los condicionamientos estructurales, ni eximir al Estado y sus diferentes niveles de llevar a cabo políticas activas que sean capaces de recuperar el crecimiento y el empleo, fomentar la innovación, elevar el nivel de cohesión o construir un territorio más sostenible. Por el contrario, se trata de añadir una dimensión complementaria, también en lo que se refiere a posibles estrategias de actuación orientadas a esa regeneración y viables desde las ciudades.

5.3. Algunas estrategias para la revitalización de las ciudades en crisis.

La resiliencia supone aprender del pasado y apoyarse, sobre todo, en los recursos locales disponibles, pero también renovarlos y aumentar el volumen de otros que se consideran hoy estratégicos. Eso exige que las ciudades que han padecido una crisis generen nuevos discursos, integradores y movilizadores, capaces de definir objetivos de futuro. Pero, sobre todo, pongan en marcha estrategias para avanzar de

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nuevo en su desarrollo que puedan ser consideradas innovadoras por su contenido y que, además de impulsar una nueva etapa de crecimiento económico y generación de empleo, también atiendan otros aspectos afectados de forma negativa por el proceso de crisis. Aunque superar los efectos de la crisis exigirá la acción concertada de diferentes instancias del Estado multinivel (gobierno central, autonómicos, locales…) y de otros actores sociales, aquí se limitará la atención a aquellas estrategias para las que los gobiernos locales cuentan con competencias que las hacen viables, más allá de que la disponibilidad de recursos económicos las haga o no factibles en un momento determinado.

Si se vuelve la vista hacia las estrategias de dinamización aplicadas por algunas ciudades que se enfrentaron a este tipo de situaciones en décadas pasadas, la variedad es la norma. Pero suelen destacar aquellos casos en que se invirtieron elevados recursos en grandes infraestructuras o en megaproyectos relacionados con sectores considerados estratégicos (centros financieros y de negocios, parques científicos y tecnológicos, grandes equipamientos culturales, etc.), que a menudo buscaron también renovar la propia imagen urbana para atraer a inversores, turistas y talentos, con resultados muy desiguales y con escaso impacto sobre la mayoría de los ciudadanos (Swyngedouw, Moulaert y Rodríguez, 2002).

Frente a planteamientos demasiado selectivos y elitistas, que ignoran las múltiples dimensiones del desarrollo y el hecho de que la crisis golpea a múltiples actividades económicas, grupos sociolaborales y sectores urbanos, una estrategia de resiliencia más inclusiva y diversificada debería atender, al menos, a cuatro aspectos interrelacionados (figura 5.1). Aunque la importancia que deba otorgarse a cada uno de ellos es lógico que varíe según el impacto específico de la crisis en cada ciudad y las prioridades que definan los actores locales, pueden enumerarse algunas de esas posibles actuaciones.

Están, en primer lugar, las destinadas a revitalizar la economía local y generar nuevo empleo mediante políticas de promoción que son el punto de partida necesario para poner en marcha una dinámica positiva. Puede resultar útil en ese sentido llegar a identificar –a partir del análisis y del acuerdo entre los principales actores locales implicados- los sectores que pueden resultar estratégicos para la ciudad por su capacidad competitiva, la generación de empleo directo o sus posibles efectos multiplicadores sobre otras actividades. A partir de ahí, el asesoramiento a nuevos emprendedores y pequeñas empresas, tanto para su puesta en marcha como para gestionar mejoras técnicas, abrir mercados exteriores, etc., la atracción de empresas foráneas mediante una oferta de suelo e inmuebles bien adaptados a las demandas existentes y una buena calidad de vida, o el apoyo a programas destinados a mejorar la calidad del empleo local y el clima de relaciones laborales pueden ser algunas de las acciones a considerar.

A éstas deberían sumarse las destinadas a promover la innovación en el tejido empresarial de la localidad, cualquiera que sea el tipo de actividad que se considere. En el ámbito de la formación, más allá de la que es competencia de otras instancias

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superiores cobran especial importancia aquellos programas orientados a jóvenes sin cualificación o al reciclaje de personas desempleadas que buscan adecuarse a la solución de las demandas específicas de las empresas locales, lo que supone perfiles de especialización definidos que deberían ser definidos entre los diversos implicados (gobiernos, sindicatos, empresas, centros formativos), negociando también formas de inserción laboral. La promoción de espacios para albergar empresas innovadoras y profesionales creativos es otro ámbito de especial importancia, que puede adoptar formas muy diversas según las posibilidades de cada ciudad. Aquí se incluyen desde viveros para alojar de forma temporal iniciativas innovadoras, hasta centros de empresas, centros tecnológicos sectoriales destinados a ofrecer servicios a las PYMEs, parques científicos y tecnológicos capaces de integrar en proporciones variables investigación, innovación, transferencia de conocimiento y producción, o lo que ahora se definen como fábricas de creación, que reutilizan antiguos inmuebles industriales o portuarios para alojar autónomos y microempresas ligados a la llamada economía creativa.

Figura 5.1. Principales estrategias locales para la resiliencia urbana.

ESTRATEGIASDE

RESILIENCIA URBANA

REFORZAMIENTO DEL SISTEMA LOCAL

• Apoyo al desarrollo de redes locales(foros, mesas, pactos…)

• Proyecto de ciudad: planes estratégicos• Promoción de clusters locales• Políticas de inserción exterior• Control ciudadano en gestión…

CALIDAD DE VIDA YSOSTENIBILIDAD

• Atención a colectivos sociales en riesgo de exclusión

• Renovación de áreas deterioradas• Regeneración de calidad ambiental

• Políticas de vivienda social• Mejora de espacios públicos…

PROMOCIÓN ECONÓMICAY DEL EMPLEO

• Apoyo a nuevos sectores estratégicos• Promoción del empleo de calidad•Asesoramiento a emprendedores/PYMEs• Inversión pública en infraestructuras• Políticas de suelo empresarial…

PROMOCIÓN DELA INNOVACIÓN

• Programas de formación para el empleo• Apoyo a iniciativas creativas• Promoción de espacios para innovación

(viveros, CEIs, fábricas de creación…)• Renovación de sectores tradicionales…

Fuente: Elaboración propia.

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Ya se ha señalado que la superación de la crisis exigirá una respuesta colectiva, por lo que aquellos lugares con ciudadanos más organizados y con redes de colaboración más activas y numerosas que puedan promover formas de innovación social se encontrarán mejor posicionadas para lograrlo. En ese sentido, todas las iniciativas que refuercen la articulación sistémica del tejido social y empresarial de la ciudad (creación de foros estables de discusión y concertación entre los principales interlocutores sociales, apoyo a la formación de clusters locales que refuercen los vínculos entre empresas de un mismo sector, elaboración de planes estratégicos o de presupuestos participativos, etc.) pueden ser valoradas, en principio, de forma positiva. También lo serán aquellas otras que favorezcan la inserción exterior de la ciudad o un mejor conocimiento de sus recursos y potencialidades, ya se trate de participar en redes de ciudades, en programas internacionales o en diferentes tipos de eventos que refuercen las actuaciones de marketing urbano.

Pero una estrategia de resiliencia sería incompleta si no se consideran acciones en materia de mejora de la calidad de vida y la sostenibilidad, a menudo cuestionadas por la propia crisis. Aquí se incluyen las medidas para atender a aquellos grupos sociales más afectados por riesgo de exclusión (parados de larga duración, jóvenes sin cualificación que abandonaron el proceso educativo para acceder a un empleo en los años del crecimiento, familias desahuciadas, etc.), así como un replanteamiento de las políticas de vivienda social que considere la reutilización del parque inmobiliario existente. Pero también aquellas otras orientadas a transformar la gestión del territorio, que pueden incluir desde la recalificación para otro tipo de usos de grandes paquetes de suelo calificado en su día como urbanizable, la renovación de áreas deterioradas o abandonadas por la crisis inmobiliaria, la aprobación de planes que recuperen el modelo de ciudad compacta frente a la urbanización masiva de las dos últimas décadas, que propongan usos del agua y otros recursos naturales más sostenibles, etc.

. . . . . . . .

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Mucho se ha escrito y debatido sobre las estrategias necesarias para enfrentar la crisis financiera y la recesión económica en la Unión Europea o en España, convertidas en el principal reto colectivo y componente central de un debate político que parece lejos aún de encontrar una solución eficaz y equitativa a partes iguales. Queda, en cambio, mucho por hacer aún para que podamos conocer y comprender qué está pasando con nuestras ciudades en estos últimos años, en qué medida se están viendo afectadas y transformadas por la propia crisis, cómo están respondiendo y qué tipo de actuaciones podrían ayudar en el futuro a recuperar en ellas una economía más próspera, un empleo más abundante y de mayor calidad, un Estado de Bienestar que cumpla sus expectativas, o una sociedad con menos tensiones que las existentes en la actualidad.

Con ese objetivo, las páginas anteriores han intentado proponer un argumento interpretativo cuyas ideas básicas quedan resumidas en el esquema adjunto

CRISIS ESTRUCTURALY EFECTO PAÍS

VULNERABILIDADTERRITORIAL

DECLIVEURBANO

NUEVO MARCOREGULATORIO

ACTORES YESTRATEGIAS LOCALES

RESILIENCIAURBANA

El proceso de crisis estructural que enfrentó el capitalismo en torno al año 2008 –acentuado en algunos países como España por las características de su modelo de crecimiento- puso en marcha una espiral recesiva que, en principio, afectó a todo tipo de ciudades pero que ha acentuado sus efectos en aquellas que presentaban una mayor vulnerabilidad. Son, por ello, las que se enfrentan a un proceso de declive que ya se prolonga durante un lustro y que tiene su reflejo en múltiples indicadores entre los que aquí se eligió por su especial importancia económica y social el desempleo.

El resto actual al que se enfrentan ahora numerosas ciudades españolas es el de superar la crisis mediante estrategias destinadas a fortalecer su resiliencia, lo que significa revitalizar su economía y su capacidad para generar de nuevo empleo, atender de modo especial a los sectores sociales y urbanos más afectados por la actual situación, así como promover una urbanización más sostenible en el marco de una nueva cultura del territorio. Tal como ya ocurrió en el pasado, construir ciudades resilientes exigirá un esfuerzo de diferentes actores locales para generar formas de gobernanza regidas por principios y finalidades diferentes a los de la ciudad neoliberal,

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que aprovechen los recursos específicos heredados de su trayectoria pasada e inviertan en crear nuevas capacidades hoy estratégicas aplicando políticas anti-crisis que rompan con el asfixiante nudo que impone la actual austeridad presupuestaria, convertida en objetivo hegemónico al que todo se sacrifica.

Péro para lograrlo será también necesario renovar el marco regulatorio que ha caracterizado el proceso de globalización de las últimas décadas, reactivar la gobernanza europea y revisar sus prioridades, además de reorientar las políticas públicas que aplican el gobierno central y los autonómicos, pues sin ese ambiente externo las iniciativas locales, allí donde surjan, tendrán muy difícil prosperar. Se trata, pues, de llamar la atención sobre la importancia de la dimensión local para describir e interpretar mejor la crisis incorporando una escala de análisis bastante ignorada, pero también para enfrentar de modo más eficaz, aunque sin caer en localismos excesivos, carentes de sentido en un mundo tan conectado e interdependiente como el actual.

Hace ahora una década, para finalizar la presentación de uno de sus libros, Immanuel Wallerstein (2003: 29) afirmaba que “todos estamos involucrados en una tarea triple: la tarea intelectual de analizar crítica y sobriamente la realidad; la tarea moral de decidir los valores a los que en estos momentos debemos dar prioridad; y la tarea política de decidir la forma en la que más nos vale contribuir inmediatamente a que el mundo emerja de la caótica crisis estructural de nuestro sistema-mundo capitalista hacia otro sistema-mundo diferente que sea sensiblemente mejor y no sensiblemente peor que el actual”.

En tiempos como los actuales, las ciencias sociales se enfrentan más que nunca a la necesidad de mantener su carácter científico por el rigor de su metodología o su capacidad de argumentación teórica, pero también de justificar su carácter social por atender a aquellas cuestiones relevantes que están en el centro de las preocupaciones ciudadanas. Un programa de investigación sobre las diversas escalas de la crisis, que analice sus desiguales impactos territoriales, intente comprender las razones que los provocan, aprenda de aquellos lugares que se enfrentan a ella de manera más eficaz y equitativa, para proponer finalmente posibles estrategias de salida complementarias a las que deben surgir en otras instancias, puede aspirar a hacer una contribución a ese múltiple reto. El libro ha pretendido explorar las posibilidades que ofrece esa ruta, pero la mayor parte del camino está aún por hacer y sólo un esfuerzo colectivo conseguirá avanzar en él de forma significativa.

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