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Asignatura: Procesos de Cambio Social Códigos: 715 (Licenciatura en Sociología) 207 (Licenciatura en Antropología Social y Cultural) LECTURAS PARA PREPARAR LA PARTE II.1 DEL PROGRAMA DE LA ASIGNATURA (optativa: puede elegirse alternativamente la parte II.2 o la II.3) Profesor: Álvaro Espina Montero

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Asignatura: Procesos de Cambio Social Códigos: 715 (Licenciatura en Sociología) 207 (Licenciatura en Antropología Social y Cultural)

LECTURAS PARA PREPARAR LA PARTE II.1 DEL PROGRAMA DE LA ASIGNATURA (optativa: puede elegirse alternativamente la parte II.2 o la II.3)

Profesor: Álvaro Espina Montero

SEGUNDA PARTE: UN PROCESO DE MODERNIZACIÓN DE LARGA DURACIÓN: ESPAÑA, EUROPA, OCCIDENTE Y LA GLOBALIZACIÓN (1500-2000).

II.1 EL FRACASO DE ESPAÑA, EL ASCENSO DE OCCIDENTE Y LA VUELTA DEL HIJO PRÓDIGO.

II.1.1 La idea y la práctica imperiales de la Monarquía Hispánica, como factor desencadenante del proceso de selección natural de agentes soberanos.

Texto: Álvaro Espina, “La resistencia a la Monarquía de España y el sistema europeo de estados. Un ensayo de sociología histórica a modo de balance del centenario de Carlos de Gante”, Sistema, nº 164, Septiembre, 2001, pp. 43-67. Disponible en: http://www.ucm.es/centros/cont/descargas/documento6136.pdf (Página 2)

II.1.2 La disponibilidad de recursos extraordinarios, instrumento de acción: el mercado de metales monetizables como primer mercado global.

Texto: Álvaro Espina, “Oro plata y mercurio, nervios de la Monarquía de España”, Revista de Historia Económica, XIX, nº 3, otoño-invierno 2001, pp. 507-538. En: http://www.ucm.es/centros/cont/descargas/documento6137.pdf (Página 27)

II.1.3 Dinero, deuda y finanzas públicas: Una evidencia contrafactual de los límites del poder político.

Texto: Álvaro Espina, “Finanzas, deuda pública y confianza en el gobierno de España bajo los Austrias”, Hacienda Pública Española, nº 156. 1/2001, pp. 97-133. En: http://www.ucm.es/centros/cont/descargas/documento6138.pdf (Página 52)

II.1.4 España 1789-1936: Un modelo antagonista de desarrollo político, económico, social y cultural.

Texto: Álvaro Espina, “De la caída del Antiguo Régimen a la Segunda República: un enfoque neokeynesiano de la economía española”, Sistema, nº 155-156 -monográfico sobre El Legado de Keynes-, abril, 2000, pp. 175-209. Disp. en: http://www.ucm.es/centros/cont/descargas/documento6139.pdf (Página 87)

II.1.5 En busca de una vía inclusiva de convivencia y desarrollo: la vuelta del hijo pródigo.

Texto: Álvaro Espina, “La vuelta del ‘hijo pródigo’ y la integración europea: El Estado de Bienestar español en el camino hacia la Unión Económica y Monetaria”, en Política y sociedad, número monográfico sobre “Política Social y Estado del Bienestar”, vol. 44, nº 2, 2007, pp. 45-67. Disponible en: http://revistas.ucm.es/cps/11308001/articulos/POSO0707230045A.PDF (Página 123)

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INTRODUCCIÓN

Para Douglas North y Robert Thomas1 el Estado-nación es la respuesta racional a la aparición de la economía monetaria y el comercio, como forma eficiente de resolver la necesidad funcional de implantar y garantizar los derechos de propiedad en un espacio económico suprarregional, en orden a producir economías de escala para reducir los costes de transacción (de búsqueda, negociación y seguridad jurídica). Como método de interpretación genético-institucional esta aproximación neoinstitucionalista resulta históricamente más acertada para explicar el caso norteamericano que el de Eurasia, en donde la existencia de organizaciones y autoridades territoriales se remonta a tiempos inmemoriales y ha experimentado múltiples avatares en los que tiene difícil cabida un motor estrictamente racionalista.

Sensu contrario, a comienzos de la edad moderna ya existían en Europa Estados protonacionales2 cuya propensión era, más bien, la de apropiarse mediante coerción del excedente económico producido por los súbditos para poder hacer la guerra y satisfacer su afán de expansión3. Ahora bien, la necesidad de medios para la guerra depende de la intensidad de ésta, de la suerte, de las condiciones naturales, del tipo de economía y de sociedad sobre la que se ejerce el dominio y de las estrategias adoptadas en cada caso por los oponentes. La confrontación hispano-holandesa (y más tarde la de Francia contra Inglaterra y Holanda) constituyó la mejor prueba contra el determinismo al poner de manifiesto que, cuanta menos suerte y ventajas geográficas tuvo el agredido, mayor grado de ingenio hubo de desplegar para defenderse de un Felipe II que se hallaba en la cima de su poder, para superar la ejecución sumarísima de los líderes naturales de la nueva nación desde 1568, en que se inició la rebelión4, para sostener una guerra de ochenta años en la que acabarían imponiéndose a los Austrias y quedándose con parte de su imperio

1 Vid. Douglas C. North y R. P. Thomas, The Rise of The Western World. A new Economic History, Cambridge University Press, 1973.

2 Vid. José Antonio Maravall, Estado Moderno y Mentalidad Social, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 2. Vols., 1972. Vol., I, cap. IV.

3 Vid. Charles Tilly, Coerción, Capital y los Estados Europeos 990-1990, Alianza Universidad, Madrid, 1992.

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4 Vid. C. R. Boxer, The Dutch Seaborne Empire, 1600-1800, Londres, Hutchinson, 1965, cap. 1.

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ultramarino, y para reunir finalmente una flota capaz de llevar a cabo con éxito en 1688 la invasión de Inglaterra -invasión en la que Felipe II había fracasado un siglo antes- uniendo los dos reinos bajo Guillermo III durante catorce años.

Amartya Sen5 ha definido el desarrollo como la libertad para llevar a cabo el tipo de vida que la gente tiene razones para valorar. En ese sentido la libertad es indivisible, no siendo la libertad económica más que una de sus vertientes, materializada parcialmente en la propiedad (o sea, en la libertad de disponer de un bien y de impedir que otros lo disfruten). El valor incalculable del gran experimento histórico europeo consistió en demostrar que la libertad -que incluye, entre otros, los derechos de propiedad- no es sólo un fin en sí mismo, sino también el principal instrumento para impulsar el desarrollo económico y cultural, precisamente porque en última instancia éste no es otra cosa que la profundización y la extensión de la libertad individual, y, por eso mismo, no pudo llevarse a cabo en ausencia de ella.

El fracaso histórico español -como el de los diferentes regímenes totalitarios del siglo XX- es la mejor prueba a contrario de la espléndida idea de Sen. La formación de los Estados nacionales constituyó el prerrequisito político, social e institucional para el desarrollo económico y el cambio social de la Europa Moderna. Este período histórico proporciona abundante evidencia empírica que permite contraponer las prácticas financieras, fiscales y económicas de la Monarquía de España -a título de caso contrafactual- con las de los Estados que tuvieron mayor éxito, para inferir conclusiones bien ilustrativas acerca de la relación entre buen gobierno y desarrollo económico6.

Planteado en términos de sociología histórica, el argumento principal de todo el proceso exige relacionar la resistencia a la concentración de poder en manos de la monarquía austracista con la construcción del sistema político europeo de Estados Nacionales. Esto es lo que planteo en este trabajo, que consta de cinco partes: en la primera se bosqueja el planteamiento estratégico realizado por el Rey Católico y su imprevista potenciación a comienzos del siglo XVI. La segunda da cuenta del giro que experimenta el proyecto de Estado nacional, al trasformarse en otro de Monarquía universal en manos de Carlos de Gante. En la tercera se evalúa el impacto de la guerra sobre el Estado moderno, retomando la idea de Sorokin. La cuarta analiza la paradoja de que la misma intensidad de la capacidad ofensiva alcanzada por el imperio español fuera la que forzó a los Estados nacionales emergentes a realizar un esfuerzo titánico de captación y concentración de recursos en sus manos, que constituye la principal característica de la historia moderna de Europa. En la quinta se analiza el impacto del ingente consumo de recursos necesario para la conservación del poder imperial sobre la defectuosa formación del Estado nacional en España, y sus consecuencias ulteriores. Finalmente, las conclusiones interpretan la destrucción del imperio austracista como el coste que hubo que pagar para poner en pie la arquitectura institucional de la Europa moderna.

5 Vid. Amartya Sen, Development as Freedom, Oxford University Press, 1999.

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6 Vid. Álvaro Espina, “Deuda pública y confianza en el gobierno de España Bajo los Austrias”, Hacienda Pública Española, nº 156-1/2001.

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1.- El planteamiento estratégico del Rey Fernando y los golpes de fortuna

Cipolla7 atribuyó la hegemonía española de los siglos XVI y XVII a una serie de "hechos de fortuna" relacionados con la abundancia de minas de plata en América, con el descubrimiento de la amalgama y con la abundancia de azogue de Almadén. Charles Tilly8 y David Landes9, por su parte, recurren al símil de los países exportadores de petróleo del siglo XX para explicar el esplendor económico de la Península Ibérica en los siglos de oro. Aunque la ocurrencia de aquellos acontecimientos dista mucho de ser casual -como tampoco la grandeza y decadencia de Roma lo eran para Montesquieu10-, es cierto que sin ellos la historia moderna de Europa habría discurrido por cauces bien distintos, ya que, con la tecnología material disponible por entonces y el escaso desarrollo del capitalismo comercial, ninguna de las pequeñas unidades políticas preexistentes en la Europa del siglo XV hubiera sido capaz -por mucho que utilizase la mejor combinación de las técnicas de coerción y cooperación entre el Estado y el capital analizadas por Tilly- de allegar en su interior de motu propio recursos excedentarios suficientes para poner en pie de guerra un ejército mercenario de 150.000 hombres, como el del emperador Carlos V en 155011, ya que al coste estimado por Fernández Álvarez12, el gasto anual de tal ejército -junto a sus formaciones auxiliares- se elevaba a nueve millones de ducados, más de tres veces los ingresos de la Hacienda Real de Castilla en 1554, incluidas las remesas de Indias13.

Y mucho menos imaginable resulta que, en ausencia de tales condiciones un país hubiese sido capaz de sostener cuerpos expedicionarios profesionales todo a lo largo de los vastos campos de batalla europeos durante dilatados períodos de tiempo -hasta duplicar aquella cifra en 163014- siendo así que en la etapa anterior a tales "golpes de fortuna" las principales campañas de la Guerra de Granada se habían hecho con un ejército del orden de 20.000 hombres (entre 6.000 y 10.000 caballeros y entre 10.000 y 16.000 infantes), y sólo en 1491 se había llegado a movilizar a 60.000 hombres para acometer el arranque de la campaña final de esa guerra (de ellos, 50.000 infantes -aproximadamente, un uno por ciento de la población de Castilla-, armados por primera vez con armas de fuego individuales), en lo que constituyó la "última hueste medieval de Castilla", reclutada principalmente bajo el antiguo sistema del servicio de los vasallos en las mesnadas de los grandes nobles y los Maestres de las órdenes militares, pero que ya dispuso de un sistema de conscripción obligatoria dirigida por alcaldes y alguaciles reales, y empleó un complejo 7 Vid. La Odisea de la Plata Española, Crítica, 1999.

8 Vid. Las Revoluciones Europeas 1492-1992, Crítica, Barcelona, 1995, p. 107.

9 Vid. La riqueza y la pobreza de las naciones. Porqué algunas son tan ricas y otras son tan pobres, Crítica, Barcelona, 1999, p. 373.

10 Vid. Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence, Oeuvres, Roger Caillois (ed.). 2 vols., Gallimard (Bibliothèèque de la Pléiade), 1734.

11 El período 1548-1556 registra la máxima resistencia frente al proyecto de monarquía universal de Carlos, tanto en el Imperio como en el resto de Europa y significa el comienzo de su declive.Vid. Alfred Kohler, Carlos V. 1500-1558. Una Biografía, Marcial Pons, Historia, Madrid, 2000, p. 350.

12 Vid. Felipe II y su tiempo, Espasa, Madrid, 1998, p. 69.

13 Ibíd. p. 109.

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14 Vid. Geoffrey Parker, España y los Países Bajos, 1559-1659. Diez Estudios, Rialp, Madrid (trad. de L. Suárez), 1986, p. 133.

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mecanismo de administración fiscal, financiera y de apoyo industrial para la producción del primer gran parque artillero y para la construcción de las máquinas de asedio15.

El límite de la capacidad de movilización militar en ejércitos de conscripción forzosa se encontraba por entonces precisamente en ese entorno, como lo definiría dos siglos y medio más tarde Montesquieu16, para quien

“... la razón por la que nos parece inconcebible la prodigiosa fortuna de los romanos..... [es que] la proporción entre soldados y el resto del pueblo, que hoy es de uno a ciento, podía muy bien allí ser de uno a ocho [o sea, de un ¡12,5 por 100! (inciso de AE)]. Los fundadores de las antiguas repúblicas habían repartido igualitariamente las tierras; sólo esto constituía un pueblo poderoso; ..... esto también era lo que formaba un buen ejército, porque cada individuo tenía el máximo interés en defender a su patria”.

Aquella cifra límite es una buena referencia histórica. Tan sólo tras la revolución inglesa el límite de Montesquieu se elevó durante un breve espacio de tiempo hasta el 5,4 %, proporción alcanzada por los ejércitos movilizados en 1694 por Inglaterra y Holanda en la guerra contra Francia -aliada de los destronados Estuardo- que movilizó, por su parte, al 2,1% de su población17. En 1710, las cifras de Brewer18 arrojan una nómina total de 292.000 personas bajo bandera británica, lo que significa un 2,8% de la población del Reino Unido, peso similar al de Prusia y Suecia, pero superior al de Austria, Francia, Rusia y España en esa época.

Tilly aduce un buen puñado de argumentos para demostrar que la preparación para la guerra a gran escala se encuentra en los orígenes de los Estados nacionales de la Europa moderna, pero no los suficientes para establecer un escenario gradualista en la aparición de los diferentes mecanismos de conformación de la maquinaria estatal. En esencia, este diseño se encontraba ya básicamente pergeñado en el momento en que la nueva infantería de Gonzalo Fernández de Córdoba -los llamados “tercios viejos”- sentó en Ceriñola y Gareñano las bases para la hegemonía española en Italia a finales del siglo XV, mucho antes de que tuvieran lugar los "golpes de fortuna" de Cipolla, y fue obra prácticamente singular del arquitecto de la nación Española: el Rey Fernando II de Aragón y V de Castilla -llamado el Católico.

Este Rey visionario -en quien se inspiró Maquiavelo para retratar al Príncipe del Renacimiento por antonomasia- fue el primero en detectar el doble desplazamiento experimentado por el centro de gravedad europeo, cuyo eje horizontal atravesaba el Mediterráneo desde la antigüedad clásica, para prolongarse después hasta Bagdad, centro altomedieval de irradiación de la cultura y la ciencia durante la larga etapa de casi mil años de islamocentrismo en que esta civilización sirvió como enlace entre la europea y la de los imperios orientales (herederos de la antigüedad clásica). Este eje, a lo largo del cuál se había producido la expansión bajomedieval de la Corona de Aragón, experimentó una primera basculación ortogonal para situarse verticalmente en el centro del mediterráneo, a lo largo de lo que más tarde habría de denominarse el “camino español”, que iba de Génova y

15 Vid. M. A. Ladero Quesada, Castilla y la Conquista de Granada, Granada, 1993.

16 Op. cit., cap. 2.

17 Vid. Tilly (1992), p. 126.

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18 Vid. J. Brewer, The Sinews or Power: War, Money and the English State, 1688-1783, Cambidge, Mass. Harvard University Press, 1990, p. 41.

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Milán a Flandes y Londres, separando al imperio alemán del reino de Francia, y a cuya consolidación como eje de crecimiento urbano no sería ajeno el hecho de que a través de él se produjera la diseminación de la plata americana y el suministro de los ejércitos expedicionarios españoles en Flandes y el centro de Europa. Ese fue también el eje de desplazamiento de los focos de innovación financiera entre los siglos XVI y XVII, antes de atravesar el Atlántico en el siglo XVIII, tras la revolución americana19.

El segundo cambio consistió en un deslizamiento lateral hacia Occidente, desde el Mediterráneo central hacia la fachada Atlántica, espacio que en el norte presenció la sustitución del monopolio de la Hansa por el de los comerciantes flamencos, y en el sur venía concitando la vocación expansiva de Castilla -en competencia creciente con el vecino reino ibérico- desde la reconquista de Algeciras a mediados del siglo anterior20, prefigurada por la colonización de las Islas Canarias y rematada con el descubrimiento y conquista de las Indias Occidentales, que desencadenaron los hechos de fortuna de Cipolla y el consiguiente trasvase de metales preciosos hacia Europa. Además, el Rey había sido el primero en generalizar la iniciativa veneciana de establecer embajadores residentes en los grandes centros de poder europeos a partir de 1480, lo que le permitió diseñar el mejor cuadro de alianzas internacionales -y matrimoniales, en un tiempo en que la dominación política se caracterizaba todavía por el patrimonialismo dinástico21- que prefiguraba ya la hegemonía española del siglo XVI.

2.- La reemergencia del monismo político medieval y sus oponentes

La capacidad de anticipación del Rey Católico en su diseño estratégico y de alianzas dinásticas, junto al azar, hicieron recaer sobre su nieto Carlos, compartido con el emperador Maximiliano I, la condición de rey de España (Carlos I), de los Países Bajos (Carlos II) y Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico (Carlos V), conjunción que había venido siendo rechazada por la tradición del pensamiento político español. El nuevo Emperador era, a su vez, biznieto de Carlos el Temerario, y, como tal, encarnaba la titularidad de un irredento ducado de Borgoña que sintetizaba por aquella época la aspiración a restablecer los ideales caballerescos de la baja Edad Media22, analizada después magistralmente de forma sublimada en El Quijote23.

19 Vid. M. Hart, J. Jonker y J. L. van Zanden (eds.), A Financial History of the Netherlands, Cambridge University Press.1997.

20 Vid Julio Valdeón, Julio, Castilla se abre al Atlántico. De Alfonso X a los Reyes Católicos, Historia de España, n1 10, Historia 16-Temas de hoy, 1995.

21 Fue también Montesquieu (1734, cap. 1) quien definió el proceso de diferenciación entre reyes y reinos, refiriéndose a los primeros reyes de Roma: “en las sociedades nacientes, los jefes de las repúblicas son los que hacen la institución; después, es la institución la que forma los jefes de las repúblicas”. Durante la edad moderna, este proceso se repitió. De modo similar, durante el siglo XIX se produciría la diferenciación progresiva entre empresarios y empresas.

22 Todavía en el torneo celebrado en Bains en 1549 con motivo del viaje de acatamiento del Príncipe Felipe, éste adoptó el seudónimo de Amadís de Gaula. Vid. Kohler (2000), p. 108.

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23 Para Menéndez Pidal el “estilo de naturalidad” en el lenguaje utilizado por Cervantes no consiste en imitar los “usos particulares, sino en sacar de ellos, por selección, tipos universales poéticos” (p. 28). Extendiendo el concepto al contenido y al propósito último de la obra -y no sólo a su lenguaje-, puede aplicarse a El Quijote la idea pidaliana de que “la imitación cervantina es como profunda

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Toda esta herencia genético-patrimonial y cultural, junto a aquellos "golpes de fortuna" económica, condujeron en los comienzos mismos de la edad moderna a la emergencia de un imperio sui géneris, configurado ahora en torno a la Monarquía de España, un espécimen al “que ya se le había pasado su ciclo histórico”24, pero que por entonces constituyó el mecanismo institucional de articulación del complejo tejido de Ciudades-Estado y pequeñas unidades territoriales -lugares privilegiados para el comercio y la concentración de capital- extendidas entre el norte de Italia y el mar Báltico, cuya supervivencia política bajo un régimen de soberanía fragmentada peligraba ante la emergencia de una nueva entidad soberana de tamaño y recursos inusitados hasta entonces: la monarquía de Francia, regida por la casa Valois-D’Orléans, tradicionalmente más centralizadora que la austracista. Al final de la Guerra de los Cien Años la casa Valois mostró ambiciones expansivas en todas las direcciones: hacia el norte (Flandes) hacia el sur (Navarra y Cataluña), hacia el Este (Franco Condado e Italia), y hacia el oeste (Calais). Con ello amenazaba, además, a las dos grandes rutas comerciales continentales que arrancaban en los Países Bajos: la que desembocaba en Lombardía, discurriendo a través del Franco Condado, y la que iba a Venecia, a través de Innsbruck. Estas rutas se habían reabierto al final de la guerra, tras una interrupción de casi dos siglos que había arruinado al sur de Flandes _productor de tejidos populares- y a las ferias de la Champagne, ya que el transporte marítimo era mucho más costoso y sólo los tejidos de alto valor pudieron soportar sus costes25.

No es casual por eso, que la reformulación de la vieja idea de la Monarchia universalis la realizara Mercurino Gattinara, miembro de la pequeña nobleza piamontesa que había hecho su carrera de jurista en Saboya y en el Franco Condado, en donde se había enfrentado con la alta nobleza desde su puesto de Presidente del Parlamento. Tras alcanzar la condición de Gran Canciller del Imperio en 1518, Gattinara diseñó bajo aquel nombre una estructura jurídico-política caracterizada por un "racionalismo antifeudal, orientado, a su vez, hacia la destrucción de la monarquía francesa, para imponer un programa unitario hegemónico contra la estatalidad que se desarrollaba en Europa"26, programa que fue adoptado sin más por el joven emperador, al menos hasta la muerte de su Canciller en 1530. En esencia, el proyecto del piamontés -que coincide con el de Dante, con la peculiaridad de que se circunscribe a la cristiandad- se basa en la idea de que la

teología de la naturaleza” (p. 34), o sea, sociología. Vid. Ramón Menéndez Pidal, “La lengua Castellana en el siglo XVII” (capítulo 1, editado por Diego Catalán), en Historia de la Cultura Española: El siglo del Quijote 1580-1680, páginas 28- y 34, Espasa, 1996. En esa línea, Fancisco Tomás y Valiente atribuyó a Cervantes la primera distinción clara entre “naciones políticas (Francia, Inglaterra y España) y naciones naturales”, con independencia de su régimen jurídico (ya formaran reinos, como Valencia o Aragón, ya principados, como Cataluña, o señoríos como Vizcaya). Vid. su “Prólogo” a La España de Felipe IV, Volumen XXV de la Historia de España fundada por Menéndez Pidal, Espasa, Madrid, 1982, pp. XVIII-XXI. Quizá fuera su impecable convicción pluralista, que Tomás y Valiente había aplicado a la construcción de la nueva España autonómica desde la Presidencia del Tribunal Constitucional, la que irritó a sus asesinos etarras, defensores de un monismo tan fundamentalista como totalitario.

24 Vid. Luis Díez del Corral, El pensamiento político europeo y la Monarquía de España, Revista de Occidente, 1975.

25 Vid. J. H. Munro, “The ‘Low Countries’ Export Trade in Textiles with the Mediterranean Basin, 1200-1600: A Cost-Benefit Analysis of comparative Advantage in Overland and Maritime Trade Routes”, University of Toronto, Department of Economics Working Papers, 99-01, 1999.

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26 Vid. Kohler (2000), p. 120.

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existencia de una soberanía imperial por encima de, pero compatible con, los restantes poderes es la única garantía de paz, justicia y ordenamiento universales27.

El enfrentamiento entre Carlos de Gante y Francisco I Valois por la elección de emperador en junio de 1519 y su coincidencia en la idea de "superar" el pluralismo europeo28 indica que -pese a la oposición crítica de Erasmo de Rotterdam- por esas fechas no existía todavía un proyecto de construcción continental alternativo al que se basaba en el monismo de una única cabeza política29, modelo recuperado de la antigüedad clásica y simétrico al imperio chino, que no había experimentado fragmentación alguna desde la unificación bajo el emperador Tsin Shi Huang Ti (221 A. C.) y el establecimiento de la dinastía Han (205 A.C.). Por eso mismo, en 1519 la elección imperial recayó sobre el candidato entonces más débil, cuando todavía el dinero -el "nervio de las batallas", como escribió Gattinara en su memorial de Dunkerque de 152130-, no había comenzado a fluir con regularidad desde América. Una debilidad manifestada, entre otras cosas, en la incapacidad de aplicar la propuesta del propio Gattinara -incoherente con el resto de su proyecto- de homogeneizar política, jurídica y socialmente a España, los territorios italianos, los Países Bajos y el Sacro Imperio.

Así pues, el conglomerado territorial sobre el que la Casa de Austria ejerció su dominio funcionó siempre al modo de una confederación de reinos bajo la autoridad suprema del emperador, ejercida de forma “flexible y simbiótica”, que permitía a cada royaume conservar sus costumbres e instituciones31. En el ámbito más limitado de la Monarquía de España la homogeneización sólo se llevó a cabo en Castilla32, acelerada tras la derrota de los comuneros, de modo que los Austrias pudieron "emplear la fuerza, mezclada con halagos33, en la zona nuclear castellana, y el tacto y la negociación en las zonas más controvertidas y celosas de sus privilegios, como eran los reinos dependientes de la antigua Corona de Aragón"34, progresivamente especializados en la actividad comercial.

27 Ibíd. p. 94 y ss.

28 Ibíd., p. 60.

29 Vid. Maravall, (1972), I, caps. III-IV.

30 Vid. Kohler (2000), pp. 163-64.

31 Vid. Díez del Corral, Op. Cit. (2ª0 edición, Alianza Universidad, Madrid, 1983), p. 549.

32 Por esta razón cuando el Papa Julio II cedió Navarra al Rey Fernando en 1515, éste decidió incorporarla a la corona de "Castilla, León y Granada" (Vid. Fernández Álvarez, 1998, p.130). Ya en las capitulaciones entre la ciudad de Pamplona y del Duque de Alba (29-VII-1512), el capitán general de España representó “al rey don Fernando y reina doña Juana” -y no a Germana de Foix, reina de Aragón y legítima pretendiente al trono de Navarra-. Y por la misma razón el Rey comunicó a las Cortes de Valladolid de 1515 que la línea sucesoria sería la de los monarcas de Castilla (Vid Luis Suárez Fernández, Fernando el Católico y Navarra, Madrid, Rialp, 1985).

33 Halagos dirigidos principalmente hacia la alta nobleza, a la que se entregó la gobernación virreinal (R. Pérez-Bustamante, El Gobierno del Imperio Español: Los Austrias 1517-1700, Madrid: Comunidad de Madrid, Consejería de Educación. 2000), y estableciendo un cursus honorum en la concesión de la gracia real, al que se accedía a través de la diplomacia y el mando militar. En cambio, la pesada burocracia judicial y administrativa de la monarquía, dirigida desde el Consejo Real, gravitaba sobre los segundones y la baja nobleza, de la que salían los letrados, tras su paso por las Universidades y los Colegios Mayores (Fernández Álvarez, 1998, cap. 2).

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34 Vid. Fernández Álvarez (1998), p. 74.

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Esto es, en los términos del análisis de Tilly35, la casa de Austria empleó en Castilla la "vía intensiva en coerción" y en el resto de sus reinos patrimoniales la "vía intensiva en capital". Frente a este dualismo, su oponente, la casa Valois, contó siempre con la ventaja de disponer de un reino territorialmente compacto y políticamente mucho más homogéneo, una vez desposeídos los últimos grandes feudos, como el de Borbón, por el propio Francisco I, lo que facilitó la adopción de una vía híbrida (de "coerción capitalizada", en la terminología de Tilly), que es la que resultaría a la larga más eficiente para la construcción de los Estados nacionales en Europa.

Las cifras de soldados movilizados desde el segundo decenio del siglo XVI por la nueva dinastía austracista en su lucha por conformar aquella idea utópica sólo admitían parangón en el pasado con las del imperio romano. Al mismo tiempo, los objetivos religiosos de la propia movilización -que constituyen para Díez del Corral el único vínculo de cohesión ideológica entre sus vastos territorios- y la dinámica política imperialista rompían radicalmente con la tendencia apuntada por la interminable serie de enfrentamientos europeos de los cinco siglos precedentes, que señalaba claramente hacia la formación de un sistema de Estados como el imaginado por Francisco de Vitoria en oposición a la idea imperial, sistema basado en el rechazo de la teocracia agustiniana, del universalismo y del imperialismo político medievales y en la "pluralidad de repúblicas, la peculiaridad de sus fines, la relatividad del poder civil, que queda adscrito a cada comunidad, y la particularidad de los príncipes, que poseen una potestad esencialmente limitada a la república de la cual son parte". Para Vitoria estas características del nuevo orden político "se apoyan en la naturaleza y son, en consecuencia, necesarias"36.

Una necesidad iusnaturalista que tendría que imponerse, sin embargo, de forma lenta y traumática, porque, al hacer su aparición en Europa una unidad política con pretensiones de sometimiento del resto de poderes, disponiendo de una capacidad de movilización de recursos prácticamente inexpugnable, lo que sucedió fue que el resto de los actores políticos del continente no se sometió -como había venido sucediendo en China desde tiempo inmemorial- sino que trató de equiparar sus fuerzas a las del emperador borgoñón -y más tarde a las de sus sucesores-, buscando los medios para disputarle la hegemonía o, simplemente, para defender su existencia autónoma y sus libertades tradicionales, empezando por las propias ciudades castellanas, que rechazaron la propuesta imperial y desencadenaron la primera revolución nacional de los tiempos modernos37.

El principal reproche de la Junta Comunera a Carlos era haber aceptado el imperio "sin pedir parecer ni consentimiento de estos Reinos"38. Por eso mismo, su derrota significó la imposibilidad de corregir a partir de entonces "la marcha hacia el absolutismo en la naciente figura del príncipe soberano y en los términos de su ejercicio". El desenlace de la Guerra de las Comunidades (1519-1521) dejó el camino expedito al Emperador para ejercer un poder sin contrapesos en la corona sobre la que ya venía gravitando el peso de la Monarquía. Como escribió López de Gómara, con su derrota "hicieron mayor al Rey de lo que antes era, queriéndole abatir"39. Además, las rentas de las órdenes Militares (los Maestrazgos), que habían sido cedidas de por vida al Rey Fernando en 1487, como contribución del papa Inocencio VIII a la lucha contra el infiel, quedaron incorporadas 35 Op. cit, (1992), cap. 5.

36 Vid. Maravall, Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento, CEPC, 1999, p. 170.

37 Vid. José Antonio Maravall, Las Comunidades de Castilla, Alianza Universidad, 1994.

38 Ibíd., p. 161.

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39 Ibíd., p. 31.

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definitivamente a la corona al conseguir Carlos la dignidad de Gran Maestre en 1523, lo que le convirtió en el mayor señor territorial de la cristiandad y el primero de España por volumen de rentas40.

La cesión fue realizada por el Papa Adriano VI, antiguo preceptor del Emperador, miembro de su Consejo Privado, Regente de Castilla e Inquisidor General de España durante la Revolución de las Comunidades. En el momento de la cesión definitiva, cuando se manifestaba por primera vez el agotamiento financiero de la corte imperial, la entrega se justificó como contribución eclesiástica a la cruzada contra el Turco. Pero la Gran Liga encargada de ejecutarla colaboraba al mismo tiempo con el Emperador en la alianza dirigida poco menos que a desmantelar la monarquía francesa41, de modo que Francisco I podría afirmar más tarde que su alianza con el Sultán Solimán -y la propia agresividad de éste- respondía a la provocación de Carlos V en su intento de implantar la "monarquía universal"42.

3.- La guerra y el Estado Moderno

Pero el gran salto adelante en la capacidad de movilización militar se debió al tesoro americano (del mismo modo que, según la interpretación de Montesquieu, el tesoro de Ptolomeo explica la consolidación del imperio romano bajo Augusto). A partir del momento en que las llegadas de metal se regularizaron, cualquier soberano con pretensiones de desempeñar un papel significativo en el naciente sistema europeo de Estados se vio obligado a superar tal capacidad, lo que convirtió en inviables a las unidades políticas y económicas autónomas incapaces de poner en armas -a título individual, o aliándose con otras-, en caso de conflicto, fuerzas militares por debajo de un umbral mínimo eficiente de entre 300.000 y 400.000 soldados, tamaño que se convirtió en norma y requisito sine qua non para participar en el Sistema, lo que requería sobrevivir a las continuas coyunturas bélicas. La idea la expresó Montesquieu43 con toda claridad: “la experiencia diaria ha demostrado en Europa que un príncipe con un millón de súbditos no puede, sin arruinarse, sostener más de diez mil hombres en armas; por lo tanto, sólo las grandes naciones pueden tener ejércitos”.

Aquella cifra fue, sin embargo, la de efectivos movilizados por ambas partes en la guerra entre Francia y la alianza anglo-holandesa en torno a 170044. Tales cifras sólo fueron accesibles -aunque con carácter excepcional- a los grandes estados nacionales nacientes, cuya aparición y fortalecimiento se vieron impulsados por tal dinámica, en un movimiento de retroacción similar al de los sistemas abiertos en biología. En 1700 el diferencial demográfico de los contendientes se compensó con una mejor financiación, para lo que se creó el Banco de Inglaterra, con tecnología financiera holandesa. A la llegada de la casa Hannover-Windsor al trono, en 1714, Inglaterra contaba ya con un ejército permanente y con 40 En 1544 suponían el diez por ciento de los ingresos totales de la Hacienda de Castilla. En 1598 importaron 295 millones de ducados, más que las del Arzobispado de Toledo, que era el señorío más rentable de España. vid. Fernández Álvarez (1998), pp. 68, 109 y 117.

41 Vid. Kohler (2000), cap. 5.

42 Ibíd., p. 263.

43 Op. cit. (1734), cap. 2.

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44 Vid. Tilly (1992), p. 126.

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la mayor marina del continente. La capacidad británica para movilizar su riqueza en orden a sostener el esfuerzo bélico es atribuida por Brewer45 a la ocurrencia de tres circunstancias: a) un cuerpo representativo con poderes incontestados para establecer impuestos; b) una economía muy comercializada, que facilitó extraordinariamente el ejercicio de la autoridad tributaria, y, c) el desarrollo de las técnicas financieras y presupuestarias, que facilitó el endeudamiento contra ingresos fiscales futuros (esto es, sin disponer del tipo de rentas extractivas que habían engrandecido a España).

El análisis clásico de esta problemática es el de Sorokin46, para quien la guerra no es otra cosa que la desintegración del sistema cristalizado de relaciones de grupos sociales en interacción, que se manifiesta en una explosión de confusión, conflicto y pugna abierta. En su estudio sobre la guerra en Europa desde la edad media hasta el siglo XX sobresale por encima de todo el caso de España, que registró guerras (no batallas) en el 67 % de los años analizados (entre 1401 y 1925), seguida de Polonia, Inglaterra y Francia, con guerras registradas respectivamente en el 58, 56 y 50% de los años analizados (que en estos dos últimos casos se refieren a un período más amplio, iniciado en el año 1101), y de Rusia y Holanda, con el 46 y el 44%47. Con gran diferencia, el mayor salto en la intensidad bélica se registró precisamente en el siglo XVI, que movilizó a lo largo de los cien años a 16,7 millones de personas, frente a 6,9 en el XV y 24,8 en el XVII48. Así pues, si el poderío económico español del siglo XVI fue un hecho derivado de la fortuna, a la fortuna se debería también en buena medida la aparición de los Estados nacionales europeos, que acabarían convirtiéndose en la unidad relevante de la economía y la geopolítica moderna y contemporánea. En cualquier caso, cuando Landes dice que "Europa tuvo suerte, pero la suerte fue sólo un punto de partida"49, no se refiere sin duda a ningún valor pacifista.

Lo que resulta incuestionable es que, en su intento por aplastar al contrario y acumular todo el poder, los principales contendientes de la Europa del siglo XVI llevaron su confrontación hasta la extenuación y el agotamiento de todos los recursos a su alcance, materiales, humanos y hasta espirituales, ya que el emperador llegó a estar dispuesto en la Dieta de Ratisbona de 1541 a aceptar la libertad religiosa y a realizar amplias concesiones para captar a los príncipes protestantes de la futura liga de Smalkalda, a cambio de su apoyo contra Francisco I, que perseguía esa misma alianza, y contra el Turco, cuya alianza con Francia se mantuvo hasta que la amenaza persa en 1545 aconsejó al Sultán aceptar una tregua en el escenario europeo. Ya en 1538 estaba claro que la victoria sobre los otomanos requería tiempo y medios por entonces insuficientes, y que no había victoria total posible para ninguno de los contendientes continentales, como escribía la reina María de Hungría a su hermano, el emperador, aconsejándole: "Salid de España, cruzad Francia, arregladlo todo con el rey, y luego venid a los Países Bajos y a Alemania"50. Pero el conflicto era total y estaba planteado en términos de un juego de suma cero, cuyas vicisitudes comprometían el honor y la reputación de cada parte, además de sus "heredades patrimoniales", de las que el emperador -pero no sus adversarios- disponía sin el menor

45 Op. Cit., p. 41.

46 Pitirim A. Sorokin, Dinámica social y Cultural, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, versión en dos vols., 1962, II, p. 875.

47 Ibíd., p. 906.

48 Ibíd., p. 895. La cifra del siglo XIV, con 3,95 millones de efectivos movilizados, fue ya similar al máximo registrado en el siglo primero A.C., con 3,7 millones (p. 888).

49 Op. cit. (1999), p. 42.

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50 Vid. Kohler, Op. cit (2000), cap. 9.

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control, lo que a medio plazo le otorgaba la ventaja definida por Spencer51, tomada de los tratadistas militares, según la cuál “el éxito de la guerra depende en gran parte de la sumisión a la voluntad del gobernante que levanta ejércitos, reúne fondos y lo regula todo según las necesidades del momento”52.

En ausencia de una solución final, dado el equilibrio de fuerzas existente, se trataba de un conflicto irresoluble. Como, por otra parte, la idea de un juego de suma positiva -a través de la cooperación continental- no llegaría a abrirse paso en Europa hasta la segunda mitad del siglo XX, tras haberse situado el continente al borde de la destrucción total y ante la amenaza del holocausto nuclear, durante el largo interregno de casi quinientos años todas las treguas en aquel estado de confrontación permanente vinieron dictadas tan sólo por la extenuación temporal y el agotamiento de los recursos de los contendientes, y duraron el tiempo imprescindible para recuperar energías y recomponer las alianzas, antes de volver al combate.

Y es que, por contraposición al resto de los continentes y grandes espacios de convivencia humana (China, Rusia, Norteamérica y, con algunos matices, Japón), la peculiaridad europea consistió en la obstinación extrema mostrada por cinco o seis unidades políticas de tamaño intermedio en someter a las demás, o -cuando el fracaso de la Monarquía de España demostró que esta tarea resultaba imposible- en conseguir una hegemonía amplia y duradera sobre el resto. Cada una de las sucesivas estrategias hegemónicas requirió la acumulación previa de recursos proporcionados a las fuerzas reunidas por el resto de los adversarios. El mantenimiento de la hegemonía, una vez alcanzada, exigió un consumo de recursos superior a las rentas obtenidas por el disfrute de tal posición, porque las unidades políticas no hegemónicas se las ingeniaron siempre para llegar a alianzas defensivas contra las dominantes, y la más fuerte de entre estas últimas trató continuamente de emular a la potencia hegemónica, derrocarla y ocupar su lugar, siguiendo en esto una pauta de actuación a la que en otro lugar he calificado como el “Paradigma de Pericles”53. Y es que no en vano el cuadro de valores de la Grecia clásica, recuperado en el Renacimiento, constituyó el fundamento “aretológico” a partir del cual se diseñó el Estado moderno54.

El esfuerzo de búsqueda de los recursos necesarios para ello fue precisamente el principal estímulo para que en los estados nacionales emergentes con menor dotación inicial de recursos se estableciese una colaboración creativa entre el poder político y los representantes de las nuevas fuerzas económicas. De esta manera, en buena medida "el Príncipe fue el protagonista del cambio... el beneficiario de las tensiones internacionales comerciales de los siglos XVI y XVII" y, para lograr su pretensión de soberanía, se vio obligado a apoyarse en la aspiración de las nuevas burguesías comerciales urbanas a disponer de un espacio político de seguridad55.

51 Herbert Spencer, The Man versus the State: with six essays on Government, Society and Freedom, 1884.

52 Ibid. (Traducción al español: Editorial Gongourt, Buenos Aires, 1980), p. 126.

53 Vid. mi trabajo, “El paradigma de Pericles, el ‘teorema de Coase’ y la Unión Europea”, Revista de Occidente, n1 194-195, julio-agosto 1997, pp. 213-231.

54 Idea que he desarrollado ampliamente en “Individuo, Ley, Valor. Fundamentos para una teoría tridimensional de la regulación social”, Hacienda Pública Española, Monografías. Nº 1/1995: Competitividad y Economía del Bienestar, pp. 9-89.

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55 Vid. Maravall (1972), II, pp. 56-57.

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De la eficiencia en tal colaboración acabaría dependiendo el éxito en la estrategia hegemónica de cada una de estas nuevas unidades políticas, de modo que la competencia en materia de innovación institucional y política económica derivada de está búsqueda explica en buena medida el ascenso de Occidente. El mercantilismo, la fisiocracia y la economía política fueron las doctrinas que sintetizaron y orientaron tal colaboración, pero el aspecto crucial fue la edificación de un marco institucional capaz de impulsar la innovación, la iniciativa y el crecimiento económico mediante la aproximación de la rentabilidad privada a la utilidad social, a través del establecimiento y aplicación de los derechos de propiedad56 y de la reducción de los costes de transacción57.

4.- Habsburgo versus Valois, o de cómo el Emperador ayudó a construir Francia

La primera etapa en esta rueda de rivalidades fue la confrontación entre las casas de Habsburgo y de Valois. En el esfuerzo de propaganda para captar la voluntad de los príncipes alemanes en 1535, Francisco I y Carlos V se acusaban mutuamente de ser los desencadenantes del conflicto, 58 pero, como afirmara P. Chaunu, esta cuestión importa poco:

“¿Era la construcción, mitad querer mitad azar, de la gran confederación de las coronas reunidas por la felix uxoribus Austria la que circundaba Francia, o era más bien la confederación habsburguesa la que tendía a establecerse como contrapeso del Reino demasiado grande, demasiado rico y demasiado numeroso?".

Lo que importa en realidad es que, paradójicamente, "al reunir coronas, Estados y Reinos en la periferia del Reino Francorum, bloqueando su extensión geográfica, y al expulsar a Francia de Italia y frenar su crecimiento geográfico... Carlos V casi sirvió mejor a la construcción del Estado indirectamente en Francia, que a la misma empresa, directamente en España"59. Y todo ello por mucho que en la confrontación directa los Habsburgo se impusieran inicialmente a los Valois.

Además, la agresión desencadenada por el César Carlos se consideró siempre libre de todo cálculo racional, siguiendo en esto su conocida máxima según la cual "no es propio de un soberano pensar en dinero cuando se trata de acciones heroicas; en las cuestiones de honor el soberano ha de empeñar su persona y su fortuna"60. Este idealismo tardomedieval de la política imperial se contrapone, como se verá enseguida, al oportunismo que presidió la expansión europea61 y al pragmatismo económico desarrollado con el tiempo por su principal adversario. El estilo imperial fue el de las acometidas de El Quijote contra

56 Vid North y Thomas, cit (1973).

57 Vid. R.C.O. Matthews, "The economics of institutions and the sources of growth", The Economic Journal, diciembre, 1986, pp. 903-918.

58 Vid Kohler (2000), p. 263.

59 Vid P. Chaunu, P., La España de Carlos V, 2 vols.. Península,1976, 11 vol., p. 12-13.

60 Vid. Kohler (2000), p. 203.

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61 Vid. Landes (1999), p. 360.

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los molinos de viento, importados de Flandes por Felipe II, en los que Cervantes simbolizó al indómito pueblo holandés, protagonista de la primera revolución nacional victoriosa.

En ausencia de tal impulso desmesurado, ni el francés ni ningún otro monarca habrían encontrado la legitimidad para endeudarse, primero, hasta las cejas y esquilmar enseguida a sus poblaciones con exacciones monstruosas, que impidieron el avance de la inversión, destruyeron el sistema financiero y terminaron siendo la causa principal a la que cabe atribuir la persistencia del ciclo demográfico maltusiano en Europa durante el siglo XVII. Por lo que se refiere a España, el contador Luis Ortiz ya se hacía eco del déficit de inversiones en su Memorial de 1558: mientras en los restantes reinos de la Monarquía "se tiene por gran negocio facer los ríos navegables....en España es al contrario, que todo se hace sin ingenio, en bestias y carretas, a poder de dineros y costas"62.

La emulación de la conducta del emperador por sus rivales y por los sucesores de unos y otros no encontraría límite hasta 1640-50, cuando el esfuerzo agónico por conseguir el relevo de una hegemonía ya definitivamente deteriorada tuvo la virtud de estimular la primera gran revolución democrática en Inglaterra, y de desencadenar la guerra civil en Francia. En España, el desastre derrocó a Olivares en 1643, cuya saga familiar constituye el mejor ejemplo de la nobleza de espada segundona, entregada al servicio de la monarquía como forma óptima de ascenso social.

Su abuelo Pedro, hermano menor del sexto duque de Medina Sidonia, había ganado el título de primer Conde de Olivares encabezando las huestes que redujeron a los Comuneros en Sevilla, Andújar, Linares y Toledo. Esta subordinación a los objetivos dinásticos del nuevo monarca fue la vía elegida para iniciar la carrera ascendente de la casa emergente. Pedro se casó con la hija de Lope Conchillos, aragonés de ascendencia judía, letrado del Rey Fernando y secretario de Carlos I. Su hijo mayor y heredero del título, Enrique -apodado “el gran papelista”-, fue cortesano de Felipe II, a quien acompañó a Inglaterra para casarse con María Tudor. Herido en San Quintín, fue embajador extraordinario en Francia para el matrimonio de Felipe e Isabel de Valois; embajador en Roma -en donde defendió brutalmente los intereses de Felipe contra su enemigo, el papa Sixto V, aliado de Francia-, y Virrey de Sicilia y de Nápoles, en donde sojuzgó a la gran nobleza local. Se casó con María Pimentel, hija del cuarto Conde de Monterrey. Además del Conde-Duque (cuyo título de primer Duque de San Lúcar la Mayor, con grandeza de España, concedido en 1625, culminó la estrategia de ascenso familiar diseñada por el abuelo cien años antes), la pareja tuvo otra hija, Francisca, casada con el quinto Marqués del Carpio, cuyo heredero y futuro Conde-Duque, don Luis de Haro, sucedería también a aquél en la privanza de Felipe IV63.

Durante el segundo y último decenio de gobierno de Olivares la capacidad de gasto de España -medida aproximadamente a través del volumen de los asientos concertados por la Hacienda de Castilla- duplicó a la del período 1610-1618, mientras que la de Francia fue más del triple con relación a ese mismo período. El mismo año de la caída de Olivares se produjo también la muerte de Luis XIII y Mazarino encabezó el esfuerzo final de Francia para arrebatar la hegemonía a su rival, elevando la capacidad de gasto durante el quinquenio 1643-47 a un nivel entre cuatro y cinco veces el del segundo decenio del siglo64, con el consiguiente agotamiento fiscal de la monarquía cristianísima -como se denominaba

62 Vid. Fernández Álvarez (1998), p. 150.

63 Vid Gregorio Marañón, El Conde Duque de Olivares, Austral.1939.

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64 Vid. J. E. Gelabert, La bolsa del Rey. Rey, reino y fisco en Castilla (1598-1648), Barcelona, Crítica, 1997, p. 383.

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a la francesa-, lo que constituyó el principal factor desencadenante de la sublevación del Parlamento de París y de La Fronda, como señalan las Memorias de su principal instigador -el duque de la Rochefoucauld65-, escritas entre 1643 y 1659, que constituyen el testimonio más directo del grado de descomposición que el enfrentamiento final entre las dos monarquías produjo en Francia durante la minoría de Luis XIV. Los “Fronderos” buscaron la alianza con España, aunque “... conocían la poca fuerza de los españoles, cuán vanas y engañadoras eran sus promesas y hasta qué punto su verdadero interés no era que el príncipe de Condé o el cardenal dirigieran los negocios del Estado, sino solamente fomentar el desorden entre ellos para aprovecharse de sus diferencias”, hasta el punto de que en las negociaciones entre el Marqués de Sillery -en nombre de Condé- y el conde de Fuensaldaña, celebradas en Flandes en 1651 “... para averiguar la ayuda que podría obtener del rey de España, si se veía obligado a hacer la guerra, Fuensaldaña contestó según costumbre habitual de los españoles, y prometiendo en términos generales mucho más de los que razonablemente podía pedírsele, hizo cuanto pudo para comprometer al Príncipe de Condé a tomar las armas”66.

Por el contrario, Mazarino perseguía un objetivo “nacional”, y para alcanzarlo aplicó la máxima 240 de su Breviario, que decía justamente lo contrario de lo que afirmara el césar Carlos un siglo antes:

“Si tu envisages des dépenses exceptionelles, assure-toi au préalable que les fonds nécessaires sont bien à ta disposition. Si besoin est, invente un moyen d’augmenter tes revenues pour ne jamais te retrouver déficitaire. Si, par exemple, tu décides d’investir quatre mille écus pour te constituer une armée d’élite, fais d’abord prélever une taxe sur les jeux, ou sur quelque autre vice du même genre, pour contrebalancer tes dépenses”67.

Eso es lo que había hecho su predecesor Richelieu, cuyas enseñanzas él aprovechaba. Así que, mientras el diseño de su oponente prosperaba, la decadencia amenazaba la propia integridad de la monarquía española, cuyos asientos habían caído por debajo de los del segundo decenio del siglo ya en 1650. La primera señal inequívoca fue la separación de Portugal, aunque no fuera reconocida hasta 1668. Sintomáticamente, el nuevo rey portugués -Juan IV, octavo Duque de Braganza-, estaba casado con Doña Luisa de Guzmán, hija del octavo Duque de Medina Sidonia, que fue, según Marañón, “la verdadera autora de la sublevación”. La nueva reina, provenía de la misma estirpe que el propio Conde-Duque, “soberbia y ávida de poder”, descendiente del Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Ayamonte, “por cuya mente pasó la tentación de hacer un reino independiente en Andalucía”68, como también por la del Duque de Híjar la de independizar Aragón con ayuda francesa, aprovechando la decadencia austracista69.

La consumación de la separación de Portugal, junto a la sublevación de Cataluña -alentada y dirigida militarmente por Francia, que se anexionaría en 1659 la parte de su territorio situada al norte de los Pirineos- y la amenaza de que en su caída la Monarquía de 65 Duque de la Rochefoucauld, Memorias, traducción de C. Rivas Cherif, Calpe, Universal, nº 11-13, 1919, p. 78 y ss.

66 Ibíd., p. 179.

67 Vid Cardinal Mazarin, Breviaire des Politiciens, Arléa, Paris, 1996, p. 79.

68 Marañón, cit. (1939), p. 18. El árbol genealógico de los Guzmán, en J. H. Elliott, El Conde-Duque de Olivares, Crítica, 1990, p. 38.

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69 Henry Kamen, La España de Carlos II, Crítica, Barcelona, 1981, p. 27.

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España pudiese arrastrar con ella a sus rivales aconsejó a unos y otros formalizar la paz (o, más bien, una tregua en su confrontación abierta) a través del Tratado de Westfalia de 1648, que reconoció la independencia de los Países Bajos, y permitió a Francia reducir el gasto al triple del de 1610-18. Por su parte, el éxito del Cardenal Mazarino en la consecución de su objetivo estratégico descompuso también la fuerza de sus oponentes interiores (cuya derrota quedó simbolizada en el destierro del Príncipe Condé en 1652), de modo que en 1660 Luis XIV ya pudo desposar a Mª Teresa de Austria, hija de Felipe IV, siguiendo un diseño del Cardenal para anexionarse el conjunto de la corona derrotada, sabedores unos y otros de que la exclusión de la Infanta y de sus descendientes a la sucesión en el trono de España no era jurídicamente válida70.

5.- Los recursos y los límites del poder

Todo ello trae su causa del hecho de que el diseño imperial de Carlos V no se había satisfecho con la simple utilización de los recursos suministrados por los "golpes de fortuna" de que hablaba Cipolla, sino que éstos se utilizaron siempre como simple base para el apalancamiento financiero, siguiendo con ello el modelo diseñado por su fundador, consistente en hipotecar las rentas futuras a través de asientos, que se convertían después en títulos de deuda pública, o "juros"71. La continuidad de esta dinámica a lo largo de más de siglo y medio ofreció buenas oportunidades para la aparición de un sistema financiero sofisticado, pero la escasez de ahorro y la inseguridad jurídica que imperó en Castilla en esta materia impidió que fueran los españoles quienes actuasen como intermediarios en el proceso. De esta forma la dinastía austracista absorbió el excedente económico generado en Castilla y buena parte de los recursos financieros de todo el continente, recursos que resultaron enseguida insuficientes para mantener el imperio, como comprobó el propio emperador al huir de Innsbruck en 1552. Una huida con la que, según Carande72, el césar trataba de escapar de sus acreedores, y que, según Kohler, fue provocada por el hostigamiento de sus enemigos, los príncipes guerreros de Smalkalda.

En realidad, Antonio Fugger -huido, a su vez, de Augsburgo, su ciudad, tomada el 4 de abril- acompañó al emperador en su fuga precipitada el 18 de abril de 1552, cuando el príncipe Mauricio de Sajonia le dejó escapar (“porque no tenía jaula para pájaro tan grande”), en lo que se supuso fue una conjura entre los príncipes y los propios Austrias de Viena (Fernando y Maximiliano, hermano y sobrino de Carlos). El banquero le adelantó incluso 400.000 ducados cuando unos meses más tarde el emperador decidió recuperar las plazas previamente arrebatadas por Enrique III, tras los acuerdos de Passau del mes de agosto, con los que el viejo emperador inició el último intento de aislar a Francia, separándola de los príncipes alemanes. Pero el crédito estaba ya agotado y el fracaso del sitio de Metz le haría desistir en su lucha contra la Reforma y abdicar el imperio en su hermano Fernando, que sería el encargado de aceptar en la paz de Augsburgo (25-IX-1555)

70 Vid. Kamen (1981), p. 599.

71 He desarrollado este tema en Espina (2001).

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72 Vid. Ramón Carande, El Crédito de Castilla en el precio de la política imperial, Discurso leido ante la Real Academia de la Historia el día 18 de diciembre de 1949.

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el principio de avenencia religiosa (cuyus regio ejus religio), al que el emperador se había negado todavía en Passau, sólo tres años antes73.

Pero aunque los hechos no dan la razón a Carande, su juicio era acertado puesto que, al abrirse en 1554 la Dieta de Augsburgo -la primera que ya no fue dirigida por Carlos, tres años antes de retirarse a Yuste- la deuda pública acumulada superaba los diez millones de ducados, casi tres veces la existente en 1516 (3,6 millones) y más de tres veces los ingresos anuales de la Hacienda castellana (2,9 millones).

Al decidir continuar con el empeño megalómano de su padre, Felipe II se obligó a consagrar toda su vida al diseño y edificación de un sistema absolutista creando la maquinaria burocrática, legal, fiscal, militar y de toma de decisiones políticas más perfecta conocida hasta entonces -sólo equiparable, quizás, a la de China-, maquinaria dispuesta y concebida para devorar todo tipo de recursos fiscales a su alcance, y en primer lugar los castellanos, con el menor grado de transparencia y control y sin esfuerzo alguno de concertación con la población sometida a exacción, ya que el estado de las finanzas del emperador y de su hijo fue siempre el secreto mejor guardado. Ni siquiera el Consejo de Hacienda conocía todas las deudas, pues, como afirmaba el propio emperador, “tal información se habría convertido en un arma peligrosa en sus manos"74. Sólo los familiares más cercanos estuvieron al corriente de la situación financiera del César, y su hermana María fue la única que se atrevió a recordárselo, señalándole que "V. M. se debe ante todo a sus propios países y súbditos"75. También el príncipe Felipe escuchó las quejas de los labradores castellanos y pidió a su padre que cesara en sus empeños, pero una vez coronado se olvidaría pronto de tales escrúpulos, hasta el punto de que, en palabras del Presidente del Consejo Real: "con su fallecimiento acabó su real persona y justamente su patrimonio real todo" 76.

En 1594 el monto nominal de la deuda documentada en juros ascendía ya casi a sesenta millones de ducados, habiéndose multiplicado por seis en cincuenta años: un aumento doble al experimentado por los ingresos, que se situaban a finales de siglo en diez millones de ducados. El aumento de 57 millones de ducados en el volumen de la deuda pública entre 1504 y 1594 fue casi exactamente igual a la cantidad de metal llegado de América para la corona, que, según Hamilton, ascendió a 57,1 millones de ducados durante esos noventa años. El problema fue que el crédito, contraído, según Carande, con la garantía anticipada de las llegadas del metal americano, no se cancelaba a la llegada de éste, sino que las remesas se utilizaban para consolidar el principal en forma de “juros” -que los financieros distribuían después por toda Castilla, utilizando para ello a los “regatones” castellanos, subordinados financieramente a aquellos77- y se tomaban nuevos préstamos, en una rueda que acabaría convirtiendo en rentistas -por las buenas o a la fuerza- a todos los que disponían de excedente monetario una vez abonadas las exacciones fiscales, cada vez más asfixiantes. De modo que el metal americano sirvió como señuelo para encubrir un proceso descomunal de apalancamiento financiero negativo (una “burbuja”), que a comienzos del siglo XVII se encontraba ya en situación límite: “Las rentas de la Corona en 1610 importaban 15,648 millones de ducados, sobre los cuales existían hipotecas por valor 73 Vid. Fernández Álvarez, Manuel, La España de Carlos V, Historia de España de Ramón Menéndez Pidal, Vol XX, Madrid, Espasa, 1999 (7ª edición), pp. 861 y ss.

74 Vid. Kohler (2000), pp. 141-47.

75 Ibíd. p. 269.

76 Vid. Fernández Álvarez (1998), pp. 71 y 122.

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77 Felipe Ruiz Martín, Pequeño Capitalismo, Gran Capitalismo, Crítica, Barcelona, 1990.

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de 8,509 millones, a lo que hay que agregar cuatro millones que se debían a los genoveses, aparte de las deudas [insatisfechas] de Carlos V y Felipe II, que se estimaban en tres millones”78.

En 1654 las rentas habían subido a 18 millones de ducados y en la proposición real a las Cortes de ese año se indicaba que la deuda ascendía a 120 millones (aunque la capitalización al 5% de los juros situados elevaría ya esa cifra a 128 millones en 1637). Pese a duplicarse los ingresos hasta 1674, (en que ascendieron a 36,75 millones, en moneda de ese año) no por ello había logrado evitarse la bancarrota de 1664, que suprimió todos los juros creados desde 163479. La cifra de intereses de 1637 casi había de duplicarse a finales del reinado de Carlos II (cuadriplicando la de 1598), tras el colapso político y financiero de la monarquía y las sucesivas capitalizaciones de intereses80.

Todo este despropósito fiscal había sido posible porque desde el inicio mismo de la nueva etapa el emperador había tenido buen cuidado de aplastar cualquier intento de contrapeso representativo interno e incluso espiritual: las ciudades de los reinos de Castilla y Valencia, la sublevación de Gante, y el mismo Papa, sometido y humillado por el saco de Roma en 1527 -con el que el César trataba de apropiarse la herencia del mito del poder de la Roma clásica, preludio de la teoría del poder absoluto del siglo siguiente81-. El aparato de represión religiosa y, sobre todo, ideológica y política de la Inquisición82 se encargaría después de prolongar los efectos disuasorios para cualquier actitud de oposición, garantizando la unanimidad de la población en torno a una dogmática religiosa que sería definida en Trento a instancias del propio emperador, y que sirvió como mecanismo de legitimación del sistema autoritario de poder y de los objetivos perseguidos por éste.

De modo que el único dique de contención posible a la demencial aventura del imperio no podía ser ya otro que la derrota a manos de sus adversarios exteriores y/o la descomposición de las bases territoriales de su poder originario, que radicaban en la Península Ibérica. Lo uno y lo otro no se produciría hasta los decenios centrales del siglo XVII, pero, mientras esto llegaba, todos los poderes territoriales agraviados por el puño de hierro de los tercios imperiales se vieron legitimados ante sus súbditos -y ante el derecho natural, tal como lo expuso Vitoria, en vida del propio emperador- y obligados a imitar y mejorar la tecnología estatal de la Monarquía de España con vistas a ponerse a su altura y enfrentársele con probabilidades de éxito. Esto es, la tecnología organizativa de los estados nacionales europeos vino a ser la respuesta a la desplegada inicialmente por aquélla en su esfuerzo agónico por levantar un imperio hegemónico, que ni siquiera se pretendía de este mundo, sino que se definía como sobrenatural, y que impuso a todo aquél que trató de resistirla un esfuerzo sobrehumano, muy superior al suyo, dado lo excepcional de la llegadas de metales monetizables desde América.

78 Vid. J. L. Sureda Carrión, La hacienda castellana y los economistas del siglo XVII, Madrid, CSIC, Instituto “Sancho de Moncada”, 1949, pp. 85.

79 Ibíd. pp. 87, y 114.

80 Vid. Pilar Toboso Sánchez, La deuda pública castellana durante el Antiguo régimen (juros) y su liquidación en el siglo XIX, Instituto de Estudios Fiscales, 1987, p. 172.

81 Vid. André Chastel, El Saco de Roma. 1527, Madrid, Austral,1998, p. 401.

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82 Para Fernández Álvarez (1998), este objetivo de control ideológico-político lo demuestra el hecho de que el cargo de Inquisidor General fuese habitualmente ocupado por un ex Presidente del Consejo Real y que los inquisidores no fuesen teólogos, sino juristas (p. 63).

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Así pues, lo desmesurado de la idea imperial de Carlos V tuvo la virtud de encontrar oponentes a su altura en Europa y desencadenar una reacción que se encuentra en la base de la edificación del sistema europeo de Estados -y del ascenso de Occidente-, por mucho que el estrepitoso fracaso con que se saldó la locura de los Austrias -incapaces de autorrefrenar sus pretensiones omnímodas, al no contar inicialmente con competidores a su altura- no sólo acabó con la dinastía, sino que dejó “paradójicamente a la historia de España como en un remolino marginal"83, que no se resolvería definitivamente hasta 1986. En cierta medida, sin embargo, por lo que luego se vio, esta amenaza tuvo la virtud de desencadenar un proceso de innovación institucional único en la historia, que explica la superioridad económica y política de la civilización occidental, de modo que el esfuerzo puede contemplarse como los costes hundidos del ingente proceso europeo de inversión institucional.

Conclusión

Los historiadores económicos suelen interpretar las fluctuaciones de la riqueza y el bienestar durante los siglos de oro como el fruto de la acción del llamado ciclo maltusiano, o ciclo demográfico antiguo, según el cuál el crecimiento de la población consume más recursos de los que puede producir una economía agraria tradicional, sometida a rendimientos decrecientes, lo que provoca la aparición de los frenos positivos de que hablaba Thomas R. Malthus. En este trabajo, en cambio, sostengo que la relación causa efecto a la hora de explicar la decadencia de la España de los Austrias es más bien del tipo analizado por Amartya Sen84, para quien las hambrunas de antes y de ahora sólo aparecen en contextos de ausencia total de libertades civiles y políticas.

Lo que hoy sabemos permite afirmar que, a la vista de la evolución de las finanzas, la fiscalidad, la política monetaria y la economía real de la España de entonces -en relación a las de Inglaterra y Holanda, únicos países continentales que disfrutaron de ciertas libertades políticas en el siglo XVII- lo que sucedió fue más bien un caso de desplazamiento masivo (al que los economistas denominan hoy crowding out) de los recursos y el crédito privados por un sector público que, además de disponer de la mayor concentración de recursos del planeta, tuvo un comportamiento fiscal confiscatorio. Unos recursos que fueron consumidos las más de las veces, no en crear bienes públicos -cuya carencia constituyó siempre en España el mayor obstáculo para el progreso, según habrían de observar reiterada y unánimemente los visitantes extranjeros y explicaría más tarde Jovellanos en su Informe con todo lujo de detalles-, sino en tratar de conservar su desmesurada área de influencia territorial y en imponer a las gentes que habitaban en todos esos territorios una ortodoxia religiosa legitimadora de su propio poder absoluto e incompatible con la ética moderna que se estaba abriendo camino en el centro de Europa y que había de resultar especialmente incitadora del desarrollo científico y la innovación económica, por contraposición a la quijotesca aventura colectiva de la Monarquía de España, cuyo destino no podía ser otro que “la conciencia exacerbada de fracaso, la frustración melancólica y el desprecio escéptico del mundo, en aras de un ultramundo quimérico y al fin imposible”85. Como rezan las conocidas décimas de La vida es sueño (1636):

83 Vid. Maravall (1999), p. 211.

84 Op. cit., Capítulo 7.

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85 Vid. Fernando de la Flor, La Península metafísica. Arte, Literatura y Pensamiento en la España de la contrareforma, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999.

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“Sueña el rey que es rey, y vive / con este engaño mandando / disponiendo y gobernando; / y este aplauso que recibe /prestado, en el viento escribe... / y en el mundo, en conclusión, / todos sueñan lo que son / aunque ninguno lo entiende./... /que toda la vida es sueño / y los sueños, sueños son”.

Para Menéndez Pidal la fecha en que se escribieron esos versos coincide con el final de la gran literatura barroca, cuya “extravagancia de estilos” trajo su causa de un ambiente general que, en palabras de Paravicino, impulsó a “nuestros españoles [a levantar] tanto el estilo que casi han igualado con el valor la elocuencia, como emparejando las letras con las armas sobre todas las naciones del mundo”. Ese desasosiego (la “inquietud y dinamismo barrroco a que aspira el genio de la historia”, a la que se refiere Menéndez Pidal) encontró precisamente en Calderón a uno de sus mejores cultivadores, el verdadero “genio de la artificiosidad; el grandioso poeta amanerado; el mayor poeta de la desconfianza en la naturaleza y en la realidad”. En toda su obra “la norma de la naturalidad de la lengua común ha perdido todo su valor” signo de que “la naturaleza humana no acierta a guiarse”, pero tal convicción se agudiza durante su segunda etapa, en la que la idea prolifera incluso entre los títulos de sus obras (En esta vida todo es verdad y todo es mentira, de 1659), tras el punto de inflexión de toda la república literaria española a la muerte de Lope -en agosto de 1635- que la llevó a adoptar un “nuevo modo de concebir la vida nacional, más fundado en ideología subjetiva que en éxitos exteriores”. Es entonces cuando Calderón se convierte en el “poeta de la nueva escolástica” a través de sus autos sacramentales (forma a la que reconvierte incluso La Vida es Sueño, en 1673), que constituyen la manera en que el genial dramaturgo sublimó la conciencia aguda de fracaso, redoblada después de los lutos de la corte de 1644-49, de las derrotas militares y la Paz de Westfalia, y cuando su poesía adquiere mayor “grandiosidad teológica”, extremando al mismo tiempo su intelectualismo escolástico, y su lirismo subjetivista86.

Así pues, aunque para don Pedro Calderón de la Barca la ensoñación y el relativismo reflejado en sus versos constituyeran el destino trascendente del hombre, lo que estaba describiendo en realidad era algo bien inmanente, derivado en buena medida de la total falta de transparencia con que había venido actuando la Monarquía en España desde que se abandonaron los mecanismos de autocontrol político y financiero de que se habían dotado los RR.CC. Una vez Carlos V hubo desmantelado cualquier posible oposición al cumplimiento de sus propósitos aplastando a los Comuneros al comienzo de su reinado -con la ayuda de las órdenes militares-, quedó claro que el único instrumento de control efectivo había de ser la amenaza creíble de sublevación abierta de reinos enteros contra la Monarquía o la derrota en los campos de batalla europeos a manos de una variada gama de enemigos, algunos de los cuales trataban de sustituirla en su hegemonía, pero otros intentaban simplemente defenderse de la imposición por parte de la Casa de Austria de una concepción totalitaria de la vida en sociedad. Su derrota en torno a 1640 vendría a coincidir precisamente con la revolución inglesa -que fue la forma que adoptó en este país la sublevación contra un rey que trataba de implantar esa misma forma de absolutismo monárquico87- y con el ascenso de una Holanda independiente y libre, dedicada prioritariamente a la consecución de objetivos de bienestar económico para sus ciudadanos.

86 Vid. Ramón Menéndez Pidal, “La lengua Castellana en el siglo XVII”, cit. (capítulo 2) páginas 108-120.

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87 La revolución siguió inmediatamente a la confiscación por parte de Carlos I en 1640 del oro y los objetos preciosos depositados en custodia en la Torre de Londres. Con este acto destruía la reputación de la casa de acuñación inglesa, a imagen de lo que un siglo antes había comenzado a hacer Carlos V con la Casa de Contratación de Sevilla: Vid. Charles P. Kingleberger, Historia Financiera de Europa, Ed. Crítica, Barcelona, 1988, p. 73 y ss.

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Fue precisamente en Flandes donde había surgido el primer gran intento intelectual de compatibilizar los fines del Estado con los del individuo a través de la obra de Erasmo88 en la segunda década del siglo XVI: una religiosidad sin intermediarios, basada en el desarrollo personal a través de la lectura, en la sociabilidad natural, la autoconfianza humanista, y el culto a la libertad individual, simbolizado en primer lugar en la libre elección como fundamento de la actitud religiosa. La reacción antierasmista tras la coronación de Felipe II y la imposición del dogma de Trento a través del catecismo -administrado mediante un férreo gobierno eclesiástico/temporal, organizado territorialmente en parroquias- constituyeron la señal para estructurar toda la política de la monarquía al modo de una “teleocracia” con fuertes fines propios que se imponen siempre a los del individuo (“la vida y la hacienda son del Rey”, sólo la honra es patrimonio del alma, y ésta de Dios, según el drama barroco), frenando el ascenso -inevitable- de la “nomocracia”, basada en la doctrina del imperio de la ley, el respeto a los fines de los individuos y la formación de la sociedad civil, fundamento de la comunidad política que dará pié a las democracias89.

En Cambio, en la España del XVII el resultado económico de la autonomía en la adopción de objetivos públicos de tipo trascendente fue una población diezmada y una reducción del 25 por ciento en la productividad de la tierra, catástrofes que poco o nada tienen que ver con Malthus. Frente a esta idea de desproporción entre los objetivos de la política de los Austrias y sus recursos efectivos, mayoritaria entre los historiadores, Parker afirma que el diseño de la estrategia de la Monarquía estuvo subordinado a la “disponibilidad de recursos”90. Como en el sistema fiscal castellano la mayoría de los procuradores de las ciudades, que eran quienes daban el consentimiento -las pocas veces que se les pedía- y tenían encomendado oficialmente el control de la fiscalidad de la corona, disfrutaban de exención fiscal, la frase de Parker induce a error, porque sin control efectivo de la fiscalidad los recursos de la corona podían llegar a constituir exacciones confiscatorias, como acabó sucediendo.

A ello habría que añadir la nula transparencia de lo debatido en las reuniones de Cortes, antes de cuyo comienzo se obligaba a sus miembros a jurar que “no dirán ni revelarán a sus ciudades nada de lo que allí se hubiere de tratar”91, y se impedía por todos los medios que los procuradores dieran un simple voto consultivo, pendiente de su ratificación -o voto decisivo- por las ciudades. La monarquía trataba de practicar, naturalmente, un cierto autocontrol -articulado a través de los Consejos- pero se hacía fundamentalmente como medida de prudencia, principio que subyace igualmente a la actitud

88 Las obras de Erasmo aparecieron en las listas de libros prohibidos por la Inquisición de 1551, 1559, 1583 y 1612. Su principal perseguidor fue el Inquisidor General, Fernando Valdés -antes Presidente del Consejo de Castilla, entre 1539 y 1546-. Los autos de fe de 1559, “que desmocharon los focos luteranos de Valladolid y Sevilla” no hicieron distinción entre las prácticas erasmistas, iluministas y luteranas, como venía sucediendo desde 1515. Vid. J. L. Orella Unzúe, “La cultura religiosa y la revolución de las ideas”, en La cultura del Renacimiento, Historia de España Menéndez Pidal, tomo XXI, Madrid, Espasa, 1999.

89 Vid. Victor Pérez Díaz, State and Public Sphere in Spain During the Ancien Regime, ASP Research Paper 19(b)/1998.

90 Op. cit. (1986).

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91 Esta fue la fórmula que se utilizó en las Cortes de 1632, primeras que se reunieron desde 1623.Vid Juan E. Gelabert, Castilla convulsa (1631-1652), Marcial Pons Historia, Madrid 2001, p. 73. Las cortes no se volverían a reunir hasta 1638, para aumentar su frecuencia durante el siguiente decenio, bajo la presión ya casi permanente del derrumbamiento militar de la monarquía y de la amenaza de sublevación generalizada de las provincias y reinos periféricos.

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fiscalmente mucho más considerada hacia la Iglesia, dada la capacidad de la estructura eclesiástica para desestabilizar a la Monarquía, deslegitimándola92.

Así pues, la autodestrucción del sistema austracista de estabilidad y orden europeos liderado por la Monarquía de España fue el precio que hubo que pagar para que nuevas formas de organización política, económica y social pudieran abrirse camino en Europa. El fracaso de España era el prerrequisito para el ascenso de Occidente. Y ello por mucho que esa forma política hubiera sido un espécimen necesario en su tiempo, sin cuya existencia la Europa de los estados-nación no sería lo que hoy es, ya que en muchos casos la identidad y la propia estructura de éstos se formó al amparo de su dominación, que hubiera sido menos flexible en caso de victoria de los Valois. En el caso de los Países Bajos, su propia existencia como entidad independiente resulta inconcebible sin el esfuerzo arquitectónico del emperador Carlos V, que tanto amó aquel país93, aunque no llegase nunca a entender lo que significaba el nuevo ascenso de los sentimientos nacionales94 y no supiera ver que la razón de Estado había pasado a ser la única motivación política de las guerras modernas, como señalaría Saavedra Fajardo poco antes de participar en las negociaciones diplomáticas con que se canceló ese ciclo histórico95.

92 Ibíd., p. 15. Como dice el refrán: “a la fuerza, ahorcan”.

93 Geoffrey Parker, España y la rebelión de Flandes, Nerea, Madrid 1989.

94 Vid. Fernández Álvarez, Carlos V. Un hombre para Europa, Austral, Madrid,1999, p. 287.

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95 Real Academia de la Historia, España. Reflexiones sobre el ser de España, 1998, p. 215.

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Revista Sistema nº 164 (septiembre 2001)

La resistencia a la monarquía de España y el sistea europeo de Estados. Un ensayo de sociología histórica a modo de balance del centenario de Carlos de Gante Alvaro Espina (Página 43-68)

164/SEPTIEMBRE/2001

Índice El Estado en la era de la globalización; Francisco Fernández Marugan 3

Estado y globalización. Regulación de flujos financieros; Marcos Kaplan 13

La resistencia a la monarquía española y el sistema europeo de estados. Un ensayo de sociología histórica a modo de balance del centenario de Carlos de Gante; Alvaro Espina 43

Una guerra civil de tinta: la propaganda republicana y nacionalista en Gran Bretaña durante el conflicto español; Enrique Moradiellos 69

NOTAS

La peligrosa reducción de impuestos de George W. Bush; F. Alfonso Rojas Quintana 99

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Europa: Del mito al logos (Saint-Pierre o la premonición sobre la Unión Europea); Montserrat Nebrera 109

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RESUMEN

La estrategia del Rey Católico para edificar un Estado nacional experimentó un giro radical cuando Carlos de Gante la trasformó en otra de Monarquía Universal a comienzos del siglo XVI. El impacto de la guerra sobre el Estado moderno, estudiado por Sorokin, se analiza aquí bajo la aparente paradoja de que la enorme capacidad ofensiva alcanzada por el imperio español -basada en la plata americana- fue la causa que obligó a los Estados nacionales emergentes a realizar un esfuerzo titánico de captación y concentración de recursos. Esta fue la característica diferenciadora de la historia moderna de Europa. La ingente masa de recursos consumidos en conservar el poder imperial explica la defectuosa formación del Estado nacional en España, de modo que la destrucción del imperio austracista y la dificultad para articular una economía eficiente fueron el coste de poner en pie la arquitectura institucional de la Europa moderna.

PALABRAS CLAVE:

-Estado nacional -Sistema europeo de Estados -Guerra y Estado -Economía y Estado -Sociología histórica

ABSTRACT

The Catholic King's strategy to build a State-nation experienced a radical turn when

Carlos of Gante trasformed it in another of Universal Monarchy at the beginning of the XVI century. The impact of war on modern State, demonstrated by Sorokin, is analyzed here under the apparent paradox that the enormous offensive capacity reached by the Spanish empire -derived of the America’s silver- forced to the emergent national States to carry out a titanic effort of capture and concentration of resources in its hands. This was the differentiating characteristic of the modern history of Europe The enormous mass of resources consumed in conserving the imperial power explains the faulty formation of the national State in Spain, so that the destruction of the Habsburg’s empire and the difficulty to articulate an efficient economy were the cost of erecting the institutional architecture of the modern Europe. KEY WORDS:

-State-nation -Eurpean State-System -War and State -Economy and State -Historic Sociology

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ÁLVARO ESPINA MONTERO es profesor asociado de Sociología y doctor por la Universidad Complutense de Madrid; analista de políticas económicas en el Ministerio de Economía; miembro del Consejo asesor de la Revista Internacional de Trabajo (OIT) y consultor de la OCDE, la OIT y la Unión Europea. Creó y dirigió las colecciones Economía y Sociología del Trabajo, Historia Social, y Clásicos del MTSS. Autor de los libros: Empleo, Democracia y Relaciones Industriales en España (1990), Neocorporatismo, concertación social y democracia (1991); Recursos humanos y política industrial (1992); Hacia una estrategia española de competitividad (1995); Crisis de empresas y sistema concursal (1999).

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Revista de Historia Económica (0212-6109)

2001 - Volumen 19, Numero 3, Otoño-Invierno

NOTA NECROLóGICA HERBERT S. KLEIN: En recuerdo de Manuel Moreno Fraginals......................................................................503 ARTICULOS ALVARO ESPINA MONTERO: Oro, plata y mercurio, nervios de la monarquía de España ............................................... 507 DAVID S. REHER: Producción, precios e integración de los mercados regio nales de grano en la España preindustrial..539 RAFAEL DOBADO Y GUSTAVO MARRERO: Minería, crecimiento económico y costes de la independencia de México ... ... . 573 ÁNGEL CALVO CALVO: Los inicios de las telecomunicaciones en España: el telégrafo . ... ..... ... .............. . ... ... ... ..... . 613 ESMERALDA BALLESTEROS DONCEL Y TOMÁS MARTÍNEZ VARA: La evolución del empleo en el sector ferroviario español,1893-1935...................................................... 637

ÁNGELES PONS BRIAS: Oligopolio y tipos de interés en la Banca española, 1942-1975 ......................................... 679

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ORO, PLATA Y MERCURIO, NERVIOS DE LA MONARQUÍA DE ESPAÑA.

Álvaro Espina MonteroMinisterio de Economía y Hacienda y UCM

RESUMEN

El carácter distintivo de la monarquía española durante toda la edad

moderna fue el dominio de las principales zonas del planeta productoras de plata y mercurio, lo que le proporcionó una ventaja monetaria comparativa prácticamente inexpugnable, especialmente durante el período de siglo y medio que siguió a la introducción del patrón-plata en la China de los Ming, en que la relación bimetálica plata/oro resultó extremadamente favorable para la plata. Esto permitió que el poder imperial descansase sobre una combinación sencilla de políticas extractivas, logísticas y financieras, cuyo indicador privilegiado es el mercado del azogue, que se reconstruye en éste trabajo. ABSTRACT

The distinctive character of the Spanish monarchy all along the modern age was the domination on the main producing zones of silver and mercury in the planet, which provided practically uncontestable a comparative monetary advantage to her, specially during the period of century and a half following the introduction of the silver-standard in the Ming’s China, during which the bimetallic relation was extremely favorable for the silver. This allowed the imperial power to rest on an very simple combination of extractive, logistic and financial policies, whose privileged indicator is the market of the mercury, that reconstructs in this work. Nota de la E.: Fecha de recepción del artículo en la Revista de Historia Económica: enero,

2001. Fecha de aprobación por el Consejo de Redacción: noviembre, 2001. Publicado en: Revista de Historia Económica Año XIX, Otoño-Invierno 2001, Nº 3, pp. 507-538.

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INTRODUCCIÓN. *

El hecho de que durante la primera mitad del siglo XVI España pasase de ser un país de segundo o tercer orden a ser el país más rico y poderoso del mundo fue atribuido por Cipolla (1999) a la sucesión de "golpes de fortuna" que comienza con la conquista, expolio y destrucción de los imperios Azteca (1521) e Inca (1532) por Cortés y Pizarro y culmina con la introducción de la amalgama en México por Bartolomé de Medina en 1554, utilizando para ello el azogue de las minas de Almadén -usufructuadas directamente por el monarca- y con el descubrimiento en 1563 de la mina de cinabrio de Huencavélica, que permitió introducir la amalgama en la de Potosí, situada a 1.200 Km. La apelación al azar para explicar la hegemonía Española había sido popularizada, ya en el siglo XVIII, por el abate Raynal y por Adam Smith. Montesquieu (1734, cap. XVII), por su parte, afirmaba que el descubrimiento de las Indias había producido en Europa la misma revolución que la conquista de Egipto por Augusto y el traslado del tesoro de Ptolomeo a Roma.

Sin embargo, existe una explicación alternativa más acorde con los hechos hoy conocidos. En síntesis, estos hechos indican que a finales del siglo XV el continente europeo se encontraba falto de numerario. Como el final de la Guerra de Cien Años -y de la peste- supuso la recuperación de la demanda agregada europea, tal escasez provocó una caída de precios del orden del 35% en torno a 1450, revalorizando la plata en igual proporción, lo que impulsó la revolución tecnológica experimentada por la producción de metales monetizables en el sur de Alemania y Europa Central.

A ello se unió el hecho sin precedentes de que en torno a 1445 los comerciantes del sur de la China optaran por la “argentización” para defenderse del colapso del sistema monetario y de la hiperinflación, que en 1426 había multiplicado los precios en dinero de papel por 1000 en 50 años (Maddison, 2001, p. 68), lo que desencadenó la explosión del comercio marítimo intercontinental de especies metálicas que sirvió de contrapartida al de las especias. La avidez de plata de sus sistemas monetario y fiscal convirtieron al imperio Chino en una verdadera bomba absorbente de este metal durante los dos siglos siguientes (Flynn y Giráldez, 1996). El ingente aumento de la demanda de plata produjo la aparición de beneficios extraordinarios en el comercio intercontinental de este metal.

Durante el siglo que siguió al cambio monetario chino la extracción de plata en Europa Central se multiplicó por cinco, con una producción total de dos mil toneladas (Munro, 1999b, p. 16). Pese a este descomunal aumento de la producción, el siglo XV continuó siendo deflacionista hasta el final (los precios cayeron en torno a un 30% a lo largo del siglo), y sólo en el tercer decenio del siglo XVI, cuando llegó la riada de metal americano, empezó a registrarse una inflación persistente, aunque moderada.

Las mejoras en las técnicas de laboreo y fundición habían reducido drásticamente el coste de producción lo que, ceteris paribus, debería haber reducido también su valor de mercado, elevando los precios de los restantes productos medidos en plata. Pero lo que ocurrió durante la segunda mitad del siglo XV fue todo lo contrario: la plata aumentó de valor, cayendo los precios-plata. A partir de los años veinte del siglo XVI la tendencia de los precios se invirtió, pero con una intensidad inconmensurable respecto a la magnitud de la producción y de los metales transferidos a Europa: en Castilla la Nueva la inflación -medida en precios/plata- no llegó a superar el dos por ciento anual a medio y largo plazo: ¡así de modesta fue la “revolución de los precios”!. Además, la inflación fue mayor antes de la introducción de la amalgama que después: entre 1501 y 1562 los precios al consumo

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crecieron al 1,87% anual, para desacelerarse hasta el 1,24 % entre 1562 y 1600, y volver a la deflación en el primer tercio del siglo siguiente, durante el que experimentaron una tasa negativa de -0,2% entre 1600 y 1635 (Reher-Ballesteros, 1993). De la relación entre las llegadas acumuladas de metal americano y los precios, representada en coordenadas semilogarítmicas en el gráfico 1, se deduce que entre 1516-20 y 1631-35 la varianza de los promedios quinquenales de estos últimos se explicaría en un 98,6% por la del stock acumulado de oro y plata llegado a Sevilla -como prevé la teoría monetaria- pero la elasticidad logarítmica de los precios castellanos respecto a las entradas acumuladas de metales preciosos sólo fue 0,31 (la duplicación del stock provocó un crecimiento del 31% en los precios).1

Gráfico 1

10

100

1000

0,1

1

10

100

1000

ESC

ALA

-Ln

DE

PREC

IOS

ESC

ALA

-Ln

DE

MET

ALE

S

1501-1505 1526-1530 1551-1555 1576-1580 1601-1605 1626-1630 1651-1655 1676-1680

METALES ACUMULADOS

PRECIOS EN PLATA (R-B)CASTILLA LA NUEVA

Indices de precios y de llegadas: 1601-1625=100

Así pues, la lógica económica avala la tesis de Flynn y Giráldez (2000), según la cual el factor fundamental para explicar conjuntamente la ausencia de inflación durante el siglo XV europeo, la moderación en el crecimiento de los precios durante el siglo XVI, la caída de los precios-plata durante el XVII y el escaso impacto inflacionista de la riada de plata mejicana del XVIII fue el brusco aumento del nivel del comercio intercontinental de plata, porque aproximadamente la mitad de la plata americana no llegó a circular en Europa (gráficos 1 y 4).

En este trabajo no aporto evidencia empírica nueva. Trato simplemente de revisar la explicación tradicional, que atribuye al azar el ascenso de la monarquía de España a la condición de primera potencia universal. O, más bien, pretendo reconfigurar el argumento, haciendo descansar la centralidad de la explicación sobre las consecuencias de la formación del primer mercado global de metales monetizables. En la primera parte del trabajo un sencillo diagrama permite relacionar la explosión de la oferta agregada con la demanda de dinero, explicada esta última por la oferta real, la política militar y la demanda de metal en el mercado asiático.

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La conjunción de estos factores explica la inexpugnable ventaja monetaria comparativa de que disfrutó la monarquía de España durante siglo y medio, apoyada sobre una sencilla, pero muy eficiente, combinación de las políticas mineras de la plata y el cinabrio en América y del azogue en Almadén -que se estudian en la segunda parte-, y en el aprovechamiento de la relación de intercambio bimetálica (oro/plata) entre los dos extremos de Eurasia, que a finales del siglo XVI guardaba, como mínimo, una relación de uno a dos: entre 1:5,5 y 1:7 en China, y entre 1:12,5 a 1:14 en España.2 El imperio sirvió de puente entre esos dos polos del sistema monetario global, lo que dotó de un valor inestimable a Filipinas -con el Galeón de Manila- y a la unión con Portugal, que garantizaba una conexión directa con China por la vía oriental.

Estas políticas se explican por los “empleos” a que iba destinado aquel recurso, el más preciado de los cuales no era económico, sino acrecentar el poder político internacional del monarca. Esto requería ejércitos expedicionarios, cuyas soldadas se pagaban exclusivamente en oro durante el siglo XVI, puesto que sólo a comienzos del XVII los tercios empezaron a admitir plata (Álvarez, 2000, p. 446). En todo caso, el oro fue siempre el “dinero político” por excelencia (Ruiz Martín, 1990) y la mayor parte se traía de Extremo Oriente, a cambio de plata, y como forma de repatriación de los beneficios del comercio intracontinental de los europeos, ya que la producción de oro estimada por Humboldt -y confirmada por TePaske (1998)- sólo representó el 10,2% del valor de los metales preciosos producidos en las colonias americanas de España. En conjunto, durante los siglos XVI y XVII el oro americano no supuso más que el 15% de la producción mundial (ibíd. p. 27).

Como la producción de plata dependía de la de azogue y ésta fue siempre monopolio de la Corona -sin otra posible competencia que la de las minas de Idria y Carintia, controladas por la otra rama de la casa de Austria-, el azogue constituye “el coeficiente del estado económico de la península” (Lang, 1998, p. 27), y su coyuntura productiva refleja, mejor que ningún otro indicador, la evolución de los mercados monetarios mundiales y de las necesidades de financiación de la Monarquía, dada la estabilidad de la relación de productividad entre cantidad de azogue y de plata, y la dependencia del crédito de la monarquía -y, en general, de todo el comercio exterior español y europeo- respecto al saldo en plata de la balanza de comercio con las colonias. La tercera parte pone de manifiesto la continuidad en la política de azogue -y de plata-, como característica distintiva de la España Moderna. Un último epígrafe sintetiza brevemente el argumento y concluye.

1.- LA OFERTA MONETARIA, VARIABLE ENDÓGENA

Frente a la idea de Cipolla acerca de los golpes de fortuna, los trabajos de Matilla Tascón sobre las minas de Almadén indican que la producción de azogue para el beneficio de la plata fue cualquier cosa excepto una variable con comportamiento exógeno, debido al azar. O, más bien, el tránsito por la tenue frontera que separa azar de necesidad fue, en este caso, la lógica del mercado (vid. gráfico 2).3 Por el contrario, aún en ausencia de la “hipótesis china”, la introducción de la amalgama en 1554-1557, cuando los precios en Castilla la Nueva estaban creciendo a ritmo más fuerte -y por tanto, la plata se estaba desvalorizando en términos relativos-, pero coincidiendo con el momento en que el emperador afrontaba sus mayores agobios financieros -y aumentaba la demanda de "dinero político"-, podía considerarse como la mejor prueba de la endogeneidad de la oferta de dinero.

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Gráfico 2

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200

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15601580

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TM. DE AZOGUE BENEFICIADO/AÑO*

MINAS DE ALMADÉNMedias móviles quinquenales centradas

*1560-1583: PUESTO EN SEVILLA; 1583-1643:REMESAS A INDIAS; 1643-1797: PRODUCCIÓN

Ahora bien, en un sistema con moneda metálica de pleno valor intrínseco y acuñación relativamente libre -con costes de transformación e impuesto de señoreaje-, este carácter endógeno debe entenderse en términos relativos, relacionándolo con los costes de producción del metal: esto es, si la rigidez de la oferta de productos consumibles era superior a la de la producción de plata, la posibilidad de obtener un beneficio extraordinario en el mercado del metal consistía precisamente en introducir innovaciones y en mejorar la productividad, respondiendo a la caída relativa de valor de mercado de la plata con un movimiento de tijeras.

El asunto no era especialmente complicado desde el punto de vista técnico, puesto que las propiedades del azogue en el beneficio de la plata se conocían desde los romanos y la técnica de la amalgama ya se venía usando para usos industriales en Alemania -que había alcanzado antes que América el punto de equilibrio entre costes de producción y precios de mercado, y producía cada vez menos plata-, de modo que de lo que se trataba era de adoptar una nueva técnica, no de inventarla. El propio Medina se autocalificaba de broker tecnológico: “Yo soy el que di la industria de cómo se sacase la plata con el azogue” (Matilla, 1, p. 208). Que lo que ocurrió se inserta en la más pura dinámica de mercado lo demuestra la

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carta de los oficiales reales en Nueva España de 31 de diciembre de 1554, en la que se afirmaba:

“Aquí vino hace poco tiempo un Bartolomé de Medina, vecino de Sevilla, que dijo traer consigo a un alemán, al que no dejaron pasar acá, que sabe beneficiar los metales de plata con azogue a gran ventaja de lo que acá se hace y sabe; y de lo que de él tomó ha hecho experiencia, por donde parece sería gran riqueza la venida del alemán si hubiese azogue. Mande V. Mgd. que venga, y se traiga cantidad de azogue, que por cierto se tiene que la renta que acrecentará en un año a V. Mgd. valdrá más de lo que ahora valen seis; y este negocio es de gran calidad...” (Matilla, I, p. 207).

Ante las constantes demandas de fondos llegadas de la corte, la carta de los oficiales de la monarquía indicaba que la nueva técnica podía multiplicar por seis los ingresos de la Hacienda en Nueva España. Se trataba, pues, de un negocio estratégico, puesto que de la cantidad de azogue iba a depender la extracción de plata y de ésta el volumen de los quintos y diezmos reales, única fuente de la que se podía enviar dinero de América al Rey, “ya que todos los demás recursos reales se necesitan para la costa y sustentación de estos reinos” (Matilla, I, p. 207 y ss. y p. 88). En 1557 esos mismos oficiales darían una explicación completa del agotamiento del margen de arbitraje entre el valor de mercado y el coste de explotación de la plata mediante las técnicas tradicionales.:

“.....que venga el alemán u otros alemanes...... por la gran abundancia de metales que tienen [plata] en toda esta tierra... por estar muchos en parte que si no es con azogue no se pueden beneficiar de otra manera, así por falta de montes, como de bastimentos, por la mucha gente, leña y carbón que es necesario para sacarla por fundición; y la ley de los metales no sufre tan grandes gastos, y no se puede sacar por fundición si no es costando más que el valor de la plata que se saca; y con el azogue hácese a gran ventaja” (p. 209).

Esto es: los agentes del rey pensaban que, si no se conseguía desplazar rápidamente la función de producción de la plata (y de oferta de especies metálicas monetizables) hacia la derecha, los rendimientos decrecientes terminarían por frenar la expansión o hacer decaer la producción. La demanda de dinero venía determinada, en el ámbito continental: a) por la oferta agregada de la economía europea, que, al ser predominantemente agraria, soportaba rendimientos fuertemente decrecientes; b) por la demanda directa de “dinero político”, y, c) por la capacidad de canalizar partidas hacia China a través del lucrativo comercio con Oriente. Por su parte, la oferta de dinero actuaba como contrapartida de la demanda agregada real: a) de productos y servicios para consumo e inversión por parte de la población y de las unidades de explotación; b) del saldo de la balanza de comercio con América, y, c) de la demanda de aparato bélico por parte de los monarcas. Todas estas fuentes y empleos resultaban competitivos entre sí.

En el Diagrama la oferta agregada real (que constituye sólo uno de los componentes de la demanda de dinero) se representa mediante una curva con un tramo de rendimientos constantes y otro de rendimientos decrecientes. Siendo P el nivel general de precios y Q la demanda efectiva real, las demandas agregadas nominales en los puntos E y E’ equivalen a las superficies de los rectángulos OAEC y OBE’D, que son directamente proporcionales a la cantidad de numerario disponible (M, o M’) e inversamente proporcionales a la “demanda de saldos de caja” (k o k’). Esta magnitud es la inversa de la velocidad de circulación, de modo que crece con el “efecto riqueza” de Patinkin, como sucedió en España (González-del Hoyo,

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1983), y decrece con el desarrollo del sistema de crédito y la innovación financiera, lo que en el conjunto de Europa se tradujo en una reducción del 50% en el tipo interés durante la primera mitad del siglo XVI (Munro, 1999b, p. 21), mientras en España el tipo de interés de los juros al quitar se reducía sólo en un 37,5% (Espina, 2001b). La baja elasticidad de los precios-plata que se infería del gráfico I no tiene reflejo en el diagrama porque buena parte de la masa monetaria americana (aproximadamente la mitad de la plata registrada, como veremos) no circuló en Europa, sino en China. Y con mayor motivo cabe hablar de la falta de equivalencia entre remesas metálicas y circulación monetaria en España. La fuerte caída de los tipos de interés, sin embargo, indica que la reducción del coste de producción y la mayor velocidad de circulación de la plata -respecto al oro-, así como el desarrollo del crédito, prevalecieron sobre el efecto riqueza, haciendo k’< k, de modo que durante el siglo XVI el crecimiento de la demanda agregada pudo resultar superior al de la oferta monetaria efectiva. Poco se puede decir del siglo XVII, porque el tipo de interés quedó intervenido, la moneda manipulada por el monarca y el mercado financiero destruido (Ibíd.).

2.- LA POLÍTICA INDUSTRIAL Y LA PRODUCCIÓN DE PLATA Y AZOGUE

El método de Medina consistía, según Alonso Barba, en moler o triturar el mineral de plata, humedecerlo, extenderlo en patios enlosetados y mezclarlo con sal común (“magistral”) y azogue (“mercurio”) con la ayuda de caballerías; luego se metía en grandes tinas, en donde la mezcla era apisonada por los indígenas con los pies descalzos, y se lavaba para separar la amalgama de los elementos no metálicos; finalmente, se calentaba la mezcla para evaporar el mercurio, recuperando parte de él, y se retenía la plata, filtrándola entre dos lienzos bien tupidos (1640, f. 56).

No existe una interpretación química moderna de la descripción de Barba. Humboldt (1991, p. 374), pensaba que la mezcla de mineral de plata (Ag) con sal (ClNa) producía cloruro -muriato- de plata (ClAg) , que se amalgamaba directamente con el mercurio. Su descripción olvida que los minerales más abundantes en México -pacos, o colorados (o sea, Cerargirita)- son cloruros de plata. Por eso, el mejor químico de la época de Humboldt, José Garcés, destinaba el muriato de plata a la fundición, mezclándolo con carbonato de sosa natural (CO3Na2), o tequestite (Ibíd., p. 453), para reducir oxígeno, liberar dióxido, formar sal y dejar libre la plata (CO3Na2 + 2ClAg Y 2ClNa + CO2 + O + 2Ag). Medina amalgamaba en frio y al aire. Con las “lamas” de mineral en polvo lavado formaba una torta de barro. El agua para amasarlo contenía, seguramente, grandes cantidades de sosa natural, ya que las corrientes que bajaban de las montañas venían saturadas de ella, hasta el punto de que, según Humboldt, “la llanura central de Asia no es más rica en sosa que México” (Ibíd. pp. 154, 170, 453). Esto es lo que habría permitido a Medina dar con su método por simple prueba y error (“por fortuna”). Si el barro contenía abundante hidróxido sódico (NaOH), al mezclarse con el mineral produciría agua y sal común, la plata quedaría libre para la amalgama y el oxígeno oxidaría las impurezas metálicas (4NaOH + 4ClAg Y 4ClNa + O2 + 2H2O + 4Ag). Esto implica que en la amalgamación por patio se producía sal, aunque, siguiendo la tradición alemana, también se le añadiese en gran cantidad, para que la reacción en medio alcalino evitase la formación de ácido clorhídrico (ClH), como se hace actualmente en la cianuración. Con el tiempo, dependiendo del tipo de mineral, los azogueros aprenderían a regular el proceso (“curtirlo”), añadiendo cal, para “enfriar” la masa, o sulfatos metálicos (a los que denominaron “magistral”), para calentarla (Ibíd, p. 376).

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A la vista del cuadro de acciones y reacciones en los diferentes mercados, hay que concluir que la flexibilidad de la respuesta a la introducción de la amalgama fue impresionante. Las expectativas despertadas tardaron en materializarse por la escasez de azogue tras el incendio de la mina de Almadén, que obligó a importarlo, al menos hasta la regularización del suministro en 1564 (Matilla, I, pp. 212-19), año en que Amador de Cabrera registró también el descubrimiento de la mina de azogue “Descubridora”, en Huencavélica, tras un decenio de intensos esfuerzos por parte de las autoridades virreinales para impulsar la explotación de este mineral (Lohmann, 1949, cap. 1), cuyos precios de mercado aumentaron casi con carácter simultáneo a la difusión de la amalgama. En el arriendo a los Fúcar entre 1547 y 1550 la corona se lo había comprado a 9 o 10 ducados el quintal [de cuatro arrobas, o 46 kilogramos] y lo había vendido a 20. Tras el incendio de 1550, la mina de Almadén había quedado inactiva, pero las cartas de los oficiales de Nueva España aconsejaron acelerar los trabajos de restauración, ya que en 1556 el precio del quintal de azogue había subido a 25 ducados (p. 68). Entre 1557 y 1562 se encargó al gobernador Ambrosio Rótulo el restablecimiento de la producción, mientras el precio de mercado del azogue pasaba desde 32 a más de 85 ducados el quintal en la península (p. 80), lo que aconsejó realizar asientos para importarlo -a precios entre 20 y 25 ducados- e impulsar la explotación de las minas de azogue descubiertas por Enrique Garcés en Perú y Ramírez Dávalos en Quito, entre 1558 y 1559, antes de la adopción del método de la amalgama en las minas de Potosí, que la corona había tratado de impulsar sin éxito desde 1555, pero que sólo se haría imprescindible tras el agotamiento del mineral más rico -la “tacana”- a partir de 1566, para beneficiar de forma rentable los minerales pobres (Lohmann,1949, p. 14-17 y 53).

Los beneficios extraordinarios derivados de esta dinámica aconsejaron declarar el estanco del azogue en 1559. Tras un quinquenio de restauración y explotación directa de la mina de Almadén, durante el que se importó azogue, se celebró el primer asiento con los Fúcar (1563-1572) para acelerar la extracción y garantizar la remisión a gran escala de mineral hacia las Indias. El escaso rendimiento de las minas de Perú y Quito desaconsejó aplicar allí el estanco hasta la Provisión de 5-II-1564 -tras el descubrimiento de Huancavelica- que estableció la regalía de la corona. En 1568 se ordenó al virrey Toledo aplicar en Perú el modelo de asiento suscrito con Fúcar en Almadén (Lohmann, 1949, pp. 29 y 37), pero la medida sólo avanzaría tras el fallo del Consejo de Indias de 14-XI-1571, que concedió a Cabrera la explotación a cambio de entregar a la corona el 66% de sus beneficios en especie (ibíd. p. 51). El momento coincide con la introducción de la amalgama en Potosí por Pedro Fernández de Velasco, que importó el procedimiento desde México, donde había sido fundidor, modificando el método de patio para adaptarlo a las características y la consistencia de la plata y el azogue peruanos, que no habían permitido hasta entonces difundir y generalizar la amalgama, conocida allí desde 1559. Sólo a partir de esta adaptación -reconocida por derecho de patente- se produjo la “resurrección” de Potosí y el “matrimonio” entre su cerro y el de Huencavélica permitió triplicar la producción de plata entre 1571 y 1572 (pp. 53 y ss.)

Durante el primer decenio de asiento en Almadén los Fúcar entregaron 13.100 quintales a un precio convenido entre 25 y 29 ducados -aunque con los intereses de demora subieron a 34,7 (Matilla, I, p. 97)- que se estaban cediendo en 1563 al beneficiario del monopolio de venta -un tal Juan Núñez- al precio de 100 ducados el quintal -si bien en venta directa la corona lo cobraba a 120 (p. 218)-, intermediarios que se resarcían vendiéndolo en Nueva España en almoneda a precios entre 180 y 190 pesos de minas (p. 98). Como el peso de minas o real de a ocho (R.8) equivalía a 272 Maravedís, el precio final se situaba entre 130,6 y 137,8 ducados (de 375 Mavds). Por su parte, a partir de 1571 Huencavélica triplicó su

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producción, aunque ésta no superó los 2.500 quintales/año mientras pudo beneficiarse en “lavaderos” el cinabrio más rico. El bajo conste de producción de este procedimiento redujo la cotización del azogue peruano a 40 pesos en 1573 (Lohmann, p. 57), año en que se suscribió el primer asiento con los mineros “concesionarios”, por el que el Estado iba a adquirir anualmente 1.500 quintales de azogue, a un coste bruto de 51,4 ducados -41,1, una vez descontado el quinto real- (Ibíd. p. 72). La cantidad anual se elevaría a 9.000 quintales en el segundo asiento, suscrito en 1577 (p. 103), que se complementó con otro para portear el azogue hasta Potosí, por el que la corona lo entregaba a 78,3 ducados y los asentistas lo vendían en Potosí a 104 ducados (o 108 y 143,4 pesos-Rs.8, respectivamente) (Ibíd. p. 89).

Gráfico 3

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1551-751576-600

1600-251626-50

1651-751676-700

1701-251726-50

1751-751776-800

DUCADOS/QUINTAL (Izquierda) CANTIDADES (Derecha)

COSTE Y PRODUCCIÓN DEL AZOGUEMEDIA PONDERADA Y REMESAS PUESTAS EN SEVILLA

*SIN COSTE: AÑOS 1665-1684

Quince años antes (el 15 de junio de 1558) el factor de los Fúcar en Nueva España, Cristóbal Réiser, señalaba que el azogue se pagaba allí a 150 ducados (frente a 60 que había venido siendo su precio normal), porque “sin azogue, poca plata se obtiene en las minas” (Carande, 1987, 2, p. 428). Frente a estos precios de venta, en el gráfico 3 se ha estimado la evolución del coste medio de producción del quintal de azogue -incluídos los portes de Almadén a Sevilla, pero no a Indias- para cada cuarto de siglo y las cantidades de azogue entregadas en Sevilla, todo ello a partir de la información recogida por Matilla Tascón.

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CUADRO 1.- PRODUCCIÓN DE AZOGUE PUESTO EN SEVILLA Y COSTE POR PERÍODOS DE VEINTICINCO AÑOS (SIGLOS XVI-XVIII) PERÍODO: XVI-1 XVI-2 XVI-3 XVI-4 XVII-1 XVII-2 XVII-3 XVII-4 XVIII-1 XVIII- 2 XVIII-3 XVIII-4 COSTE/Tm DUCADOS: 151 243 290 354 419 617 812 729 308 286 693 726 REMESAS ALMADÉN-SEVILLA (en Tm.) 25 AÑOS: ---- 262 981 2.748 4.590 3.784 2.727 2.158 5.553 6.656 10.690 18.368

Media anual. i ---- 65,6 54,5 109,9 183,6 151,4 109,1 86,3 222,1 266,2 427,6 765,3

Cte. variación ---- 30,2% 52,3% 33,9% 21,8% 36,4% 29,6% 40,7% 65,8% 69,9% 47,4% 24,2%

En el cuadro 1 se trasladan estas cifras a toneladas métricas. Lo más significativo de estos datos es el movimiento paralelo de costes de extracción y volumen de producción durante los siglos XVI y XVIII, y un movimiento de tijeras durante el siglo XVII que está relacionado con las economías de escala de la producción, dada la relación entre el volumen de la demanda de dinero y la oferta agregada y la interacción entre los mercados monetarios y reales. A partir de mediados del siglo XVI la serie construida en el cuadro 2 por agregación de la producción de azogue de Almadén puesta en Sevilla más la de Huencavélica -recogida por Humboldt en los archivos de la Tesorería (1991, pp. 395-7)- y una vez añadidas las importaciones de Austria, constituye probablemente el mejor indicador de la producción registrada de plata (vid. Matilla II, cap. X), y al mismo tiempo el principal elemento regulador de la misma.

CUADRO 2.- AZOGUE REGISTRADO DISPONIBLE EN INDIAS (en Tm.)

PERÍODO: XVI-2 XVI-3 XVI-4 XVII-1 XVII-2 XVII-3 XVII-4 XVIII-1 XVIII- 2 XVIII-3 XVIII-4 REMESAS A INDIAS 354 981 3.137 5.396 5.826 2.727 2.158 5.553 6.656 10.690 23,336 HUENCAVÉLICA 360 7.390 6.093 4.997 8.295 6.302 4.608 4.878 3.230 3.285 TOTAL EN INDIAS 354 1.341 10.527 11.489 10.822 11.022 8.460 10.161 11.534 13.920 26.621 Media anual. ii 88,6 74,5 421,1 460,7 432,9 440,9 338,4 406,4 461,3 556,8 1.064,8

En efecto, en torno a 1560 don Fernando de Portugal, tesorero de Nueva España, calculaba que de 2.500 quintales de azogue se podrían sacar 2.000 de plata (Matilla, I, pp. 211-236), con una relación de 1,25:1, muy parecida a la estimada por el oidor Moreto en Lima en 1666: 100 quintales de azogue por 81 de plata (Lohmann, p. 354). Para el licenciado Álbaro Alonso Barba, cura párroco de S. Bernardo en Potosí y seguidor de Raimundo Llull,

i Para el 2º cuarto del siglo XVI, sólo los años 1547-50; para el tercer cuarto, se excluyen los años 1551-57, por el incendio de Almadén. No pueden calcularse las desviaciones anuales respecto a la media de los costes por Tm. porque los datos para los cálculos se refieren a períodos de asiento, hasta 1645, y a períodos contables irregulares.

ii Para el 2º y el tercer cuarto del siglo XVI, vid. nota anterior. Las importaciones y las estimaciones de Humboldt sobre la producción de Huencavélica se refieren a períodos irregulares.

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sólo el más diestro beneficiador consumía en el “cajón” (equivalente peruano del patio) “por lo menos, otro tanto azogue como saca de plata” (1640, folio 54). Alejandro de Humboldt (1991, p. 377 y ss.), en su viaje a Nueva España por cuenta de la corona en 1801, consideró que en las minas de Guanajuato -que seguían empleando el método de Medina de la “amalgamación por patio”, como se hacía en todo el continente, se consumían 1.6 Kgs de mercurio por cada Kg de plata producida, ocho veces el mercurio empleado en Sajonia mediante el nuevo método, introducido por Geller y Charpentier, ¡pero mientras en Freiberg se beneficiaban al año 60.000 quintales, en Nueva España eran más de diez millones, y no habría toneles, ni fuerza motriz, ni leña suficientes para copiar el método alemán!. Ya en 1778 Friederic Sonneschmidt, miembro de la expedición científica de Fausto Delhuyar, había intentado introducir en México el método de barriles de Born -a su vez, inspirado en el Tratado de Alonso Barba-, pero obtuvo un rendimiento mínimo y se abandonó (Lang, 1977, p. 42; Castillo-Lang, p. 102, 157).

A estas dificultades objetivas habría que añadir la política de la corona, que impidió la diversificación tecnológica y la innovación productiva para mantener el control fiscal y el sistema burocrático de exacción de rentas: en 1571 se prohibió extraer plata por el método de fundición, y en 1588-89 se prohibió taxativamente el “invento” de los hermanos Corso de Leca -descrito por Alonso Barba- que utilizaba un magistral mezclado con escorias de hierro y reducía a una cuarta parte el consumo de azogue, denegándose toda licencia que solicitase autorización de emplearlo, no obstante lo cuál muchos mineros debieron de hacerlo, lo que explicaría la brusca caída de la demanda de azogue a partir de 1590 (Lohmann, pp. 131-33). Esta política de subordinación de la innovación a la simplicidad fiscal debió de impulsar la aparición de un cierto número de explotaciones no registradas -ni registrables- que fueron pieza básica para el contrabando en la producción de plata, ya que el avance en las técnicas del beneficio del metal -con ahorro de azogue- permitió ampliar paulatinamente el tipo de mineral utilizado, beneficiándose plata en desmontes antiguos, extraída de vetas profundas -con alto coste de manipulación- e incluso reaprovechando “lamas y relaves” (Alonso Barba, f. 54).

Durante el medio siglo siguiente estas posibilidades no dejaron de aumentar debido a la impresionante mejora de las técnicas metalúrgicas y su adaptación a las condiciones geográficas y a las existencias de mineral peruano.4 Alonso Barba las sintetizó en su Arte de los Metales (1640), atribuyendo al alto contenido de “caparrosa” del mineral más abundante en Perú (una pirita, denominada “negrillo”) tanto el fracaso de los primeros intentos de utilizar la amalgama, como la elevación del rendimiento del azogue utilizando escorias de hierro (f. 52). Su razonamiento para explicar el llamado “beneficio de hierro” resulta perfectamente trasladable a los conceptos de la química y la minería modernas: la caparrosa (kupferashe; en aimara: copaquira) son sulfatos hidratados de cobre o de hierro (vitriolos azul y verde, solubles: SO4Cu @5H2O; SO4Fe @7H2O). Como el “negrillo” es sulfuro de plata (Argentita) con caparrosa, una vez molido, antes de incorporarlo al “cajón” había que lavarlo para eliminar los sulfatos. Además, las piritas se enriquecen agregando limaduras de un metal (hierro o cobre) más activo que el radical del sulfuro (la plata), para que lo sustituya, formando sulfuro de hierro y liberando la plata (2SAg2 + Fe Y S2Fe + 4Ag), que se mezcla con el mercurio en la amalgama. Del mismo modo, cuando durante la amalgama se forma sulfato mercúrico (SO4Hg), el hierro o el cobre sustituyen al mercurio como radical y forman sulfato férrico o de cobre, o sea, caparrosa, liberando de nuevo el mercurio5.

En Huencavélica -como sucedería también más tarde en Nueva España- los agobios fiscales de la corona descompusieron enseguida el mercado, lo que condujo a la aparición de un fluido sistema de contrabando de azogue, ya que, al no cumplir la Tesorería los

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compromisos de anticipo de fondos establecidos en los asientos -ni abonar el resto al hacerse las entregas-, la acumulación de atrasos obligaba a los mineros a dejar de entregar azogue y a venderlo directamente a los defraudadores (“aviadores”) -incluso con pérdidas- para evitar tener que abonar intereses usurarios. El sistema se complementaba con el contrabando de los asentistas porteadores -en ciertos casos miembros de la burocracia virreinal-, que llegaban a suscribir asientos en pérdidas porque el azogue ilegal se compraba una tercera parte más barato que el oficial -y en ocasiones a la tercera parte de su precio- y se vendía en Potosí una tercera parte más caro, por ir destinado a la producción de plata sin pagar el quinto real. Ya a mediados de los años ochenta del siglo XVI se estimó que se transportaban tres mil quintales de azogue de matute al año, equivalentes a la tercera parte de los 9.000 quintales legales (Lohmann, pp. 116-9). La inseguridad en los pagos explica que los mineros no retuviesen los beneficios, que pasaban a los aviadores. Como la prosperidad de esta clase dependía de una actividad irregular, se limitaban a proporcionar financiación usuraria a corto plazo, lo que explica la infrainversión de las explotaciones y su agotamiento prematuro. Sólo tras las reformas de Gálvez, que incentivaron la reinversión en las minas del capital de los hacendados mexicanos y de los comerciantes -una vez perdida la renta monopolista por parte de éstos- la minería de Nueva España rompió el círculo vicioso y experimentó el impresionante boom de finales del siglo XVIII (Castillo-Lang, 1995; Fisher, 1998).

En cualquier caso, aquellas estimaciones casan difícilmente con la de 150.000 toneladas de plata extraídas en el continente durante todo el período colonial realizada por Flynn y Giráldez (1996, p. 314). La información de Matilla sobre la producción de azogue en Almadén, que es la fuente más firme de que se dispone, permite estimar en 58.516 toneladas la cantidad total de azogue producido entre 1547 y 1799 (cuadro 1). A la plata beneficiada con el azogue de Almadén hay que añadir: el tesoro inicial -escasamente significativo- y la extracción de plata por procedimientos anteriores o distintos de la amalgama; el de las minas alemanas de Idria y Carintia -cuyas remesas no superaron las 3.250 Tm. hasta 1645 y sólo se hicieron regulares desde 1785, aportando entre ese año y 1797 en torno a 5.000 Tm.-. Como el total de remesas oficialmente exportadas a América fue algo menos de 67.000 Tm., agregándoles las 49.000 Tm. de azogue de Huencavélica las disponibilidades totales de azogue legal ascendieron a 116.000 Tm. (cuadro 2), cantidad con la que pudieron producirse entre 93.000 toneladas de plata (ratio 1,25:1) y 73.000 (ratio 1,6:1); o sea, una cantidad promedio de 83.000 Tm. La ratio efectiva entre cantidades registradas de azogue y plata debió de encontrarse en ese intervalo, ya que durante el siglo XVIII la relación media oficial entre plata producida y disponibilidades de azogue fue de 1,29, pasando de 1,02 en 1717-1739 a 1,75 en 1779-1796.6

Cipolla (1999, p. 57) admite como cantidad de plata oficialmente extraída en América durante los tres siglos la estimación de unas 82.000 Tm. hecha por Morineau (2000, p. 201, nota 28), quien considera al mismo tiempo que un tercio de esta cifra habría sido reexportada de Europa a China y un sexto enviada allí directamente desde Acapulco (13.667) a cambio de seda, cifra no muy distante de la finalmente propuesta por Flynn y Giráldez (2000, p. 388, nota 8), al admitir un máximo de extracciones directas hacia Oriente de 55 Tm (dos millones de reales de a ocho) al año durante 225 años (12.375 Tm.).

La cifra de envíos a Filipinas equivale al 17% de la producción oficial de plata americana en el siglo XVII. La ruta comercial entre Japón y China la habían abierto los comerciante chinos y Portugueses entre 1560 y 1600 trasvasando anualmente de 34 a 49 Tm. de plata, a cambio de seda (Prakash, 1998, p. 80). A ello se unieron después los Holandeses, que acudieron a las Indias Orientales en busca de especias. Pero el archipiélago indonesio, que disfrutaba del monopolio natural de éstas, no quería plata, sino tejidos indios baratos, de

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modo que se inició un comercio cuadrangular, o, más bien, “browniano” (Landes, 1999). El Galeón de Manila, al diversificar el suministro de plata, vino a completar el negocio de chinos, portugueses (hasta 1639, en que éstos fueron expulsados de Japón) y holandeses, cuya escasa vocación evangelizadora les permitió alzarse con el monopolio europeo del comercio japonés hasta 1853 (Maddison, 2001, p. 85). La renta de este tráfico permitió a la Corona española financiar la guerra contra los holandeses en Oriente (Flynn-Giráldez, 1998). A su vez, la repatriación de beneficios en forma de oro proporcionó el “dinero político” en que se basó el negocio de Lisboa y Amsterdam como centros financieros de los Austrias.

A la plata registrada hay que añadir la estimación de la producción ilegal. Como el azogue extraído de contrabando de Huencavélica pudo ascender a 16.333 Tm., a una tasa de rendimiento medio debió de producir en torno a 11.500 Tm. Suponiendo también un tercio de contrabando en México, la cifra de plata producida pudo ascender a 110.000 Tm. Humboldt estimó una producción total, incluido el contrabando, entre 1492 y 1803 de 118.000 Tm. (4.358,2 millones de pesos Rs.8, o sea, 512,7 millones de marcos, ademas de 493 millones de pesos en oro, equivalentes a 834 Tm.), pero basó sus cálculos sobre la cuantía de la plata quintada, sin aplicar correcciones por las múltiples exenciones existentes, que alcanzaron hasta el 15% (Bernal, 2000, p. 381). La cifra de 110.000 Tm. implica unas exenciones medias del 7%.

En el cuadro 3 esta cifra se distribuye por períodos en función del azogue disponible, suponiendo rendimientos oficiales de 1:1 hasta 1650; de 1,25:1 hasta 1775, y de 1,6:1 en el último cuarto del siglo XVIII. El cuadro refleja también las remesas de plata por período (vid. nota 1).

CUADRO 3.- PRODUCCIÓN DE PLATA AMERICANA SEGÚN AZOGUE

DISPONIBLE. Y remesas de plata de Hamilton-Álvarez Nogal (Tm. y millones de Pesos-Rs.8.)

PERÍODO: XVI-II XVI-III XVI-IV XVII-I XVII-II XVII-III XVII-IV XVIII-I XVIII-II XVIII-III XVIII-IV

PRODUCCIÓN DE PLATA EN AMÉRICA POR PERÍODO EN Tm. 409 1.548 12.154 13.297 12.495 10.180 7.813 9.385 10.653 12.857 19.209 PESOS (MILLS.) 15 57 446 488 459 374 287 344 391 472 705

REMESAS DE PLATA AMERICANA POR PERÍODO PESOS (MILLS.) 9 63 214 219 180 31

PRODUCCIÓN DE PLATA AMÉRICANA EN MEDIAS ANUALES EN Tm. 102 91 486 532 500 407 313 375 426 514 768 PESOS (MILLS.) 4 3 18 20 18 15 11 14 16 19 28

El 62% de la producción oficial pasaba a España (García Baquero, 1996) y el resto entraba directamente en circulación , mientras que la plata de contrabando “se embarcaba subrepticiamente en la Armada y, yendo fuera del registro, eludía el pago de la avería, tanto en la mar del sur como en el Atlántico.7 Finalmente, tampoco entraba en territorio español, por las graves penas que castigaban este tráfico, sino que se alijaba y pasaba directamente a los navíos de mercaderes extranjeros” (Lohmann, p. 245), que abundaban en las inmediaciones de las Azores, o se transfería directamente desde América -vía Brasil, Azores,

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Madeira y Lisboa- a través del sistema de tráfico fraudulento organizado por los portugueses y tolerado por la Corona (Vilar, 1969, p. 110). Es así como se equilibraba la balanza comercial, violando sistemáticamente la prohibición mercantilista de exportación de especies metálicas, incompatible con el desequilibrio en los intercambios.

3.- TRES SIGLOS DE PLATA Y AZOGUE El tesorero de la corona había estimado en 1560 que en Nueva España el precio de

venta del azogue determinaría la entrada en explotación de las minas de plata en razón de su riqueza; al precio de mercado -ganando la corona cincuenta ducados por quintal- sólo podían beneficiarse minerales que contuviesen al menos tres onzas de plata por quintal de tierra (riqueza del 0,19 %); era recomendable, sin embargo, que la corona ganara menos en la venta del azogue y bajase su precio, porque a 80 ducados el quintal de azogue podrían beneficiarse los minerales de dos onzas, y a 60 ducados los de una onza de plata por quintal de tierra (0,063%). Como éstos eran los más abundantes, a 60 ducados el azogue podrían producirse 5.000 quintales (230 Tm.) de plata al año, consumiéndose otros tantos de azogue (porque “cada día se pierde tanto azogue como se saca de plata”). Por eso, la política de bajos precios del azogue fue utilizada como instrumento de fomento, de control fiscal de la producción de plata y como censo de mineros, lo que tuvo que dificultar el contrabando en México, aunque el aumento del rendimiento del azogue y la plata de rescate (producida directamente por los peones, a modo de salario en especie, y no declarada en las cajas reales), encontró la forma de superar los controles. Los virreyes de Nueva España fijaban la cantidad de azogue distribuido en función de la plata registrada mediante una ratio, referida a los rendimientos medios declarados en cada demarcación, que se situaron desde el siglo XVII en torno a una libra de azogue por cada marco de plata (con una relación de 2:1). Como esta medida de fomento incentivaba el fraude -que aumentó fuertemente a partir de 1630- en el siglo XVIII se combinó con una política de reducción de la fiscalidad: se cambió el quinto por el diezmo de la plata a partir de 1730 y se rebajó la del oro hasta el 3% a partir de 1777, lo que incentivó el registro del metal extraído (Lang, 1977, cap. XII; Fisher, 2000, p. 111).

La política de precios del azogue efectivamente practicada en Nueva España con carácter general por la Corona durante los tres siglos siguientes fue la recomendada por don Fernando de Portugal. El objetivo establecido en su carta se superó por primera vez en 1588 (en que se remitieron 6.120 quintales), y las remesas de Sevilla a Indias entre esa fecha y 1645 alcanzaron un promedio anual de 4.692 quintales. Del gráfico 3 se deduce que el segundo cuarto del siglo XVII es el primero que registra una caída de los envíos de azogue a Sevilla, aunque el descenso de la producción de Almadén se suplió con importaciones desde Idria, para aumentar los envíos a América, y sobreexplotando la mina de Huencavélica, que alcanzó en 1643-1645 un máximo de producción de 9.000 quintales/año (de 12.000, contando el contrabando), pero en 1648 la veta de cinabrio de alta ley quedó cortada por una falla de roca caliza que redujo considerablemente la producción de la mina peruana hasta 1743 (Lohmann, p. 335-7), y en 1786 se produjo el derrumbe que la dejó prácticamente inutilizada (Lang, 1986). Obsérvese en todo caso que la contracción del trasvase de azogue hacia América durante la segunda mitad del XVII fue muy inferior a la del tráfico global: si durante la primera mitad del siglo las 11.222 Tm. trasvasadas supusieron el 0,66% del movimiento naval, las 4.885 de la segunda mitad supusieron el 1,66 % del mismo, que se redujo a 313.000 Tm., un 18,4% del registrado durante la primera mitad (García-Baquero, 1999, p. 172), lo

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que se explica en parte por la expedición de 18 “navíos de azogues” y la suspensión de 28 flotas entre 1630 y 1710 (Lang, 1998, pp. 31-2).

Para los gestores de la época estos son años de “escasez de mineral” en Almadén, pero se trata de una escasez relativa, en relación con el precio por quintal pagado por la corona a los Fúcar (29,33 ducados), que no varió desde el asiento de 1615-24, aunque ya en 1625-34 ése había sido el coste medio de producción, que se elevaría fuertemente a partir de 1636. El precio de adquisición por parte del monarca se encontraba determinado por el de venta a los mineros en las Indias, limitado a su vez por la demanda y el precio relativo de la plata en el mercado y por la política de fomento de la producción de plata, que exigía mantener bajos los precios del azogue. Pero la corona disponía de ancho margen y en esta política aparentemente se excedió, hasta el punto de hacer económicamente inviable cualquier nueva inversión en Almadén en un período, como el de comienzos de los años cuarenta del siglo XVII, en que la monarquía soportaba la rebelión general que conduciría a su hundimiento definitivo y Olivares ("tan testarudo que se quebraría antes de doblegarse") buscaba dinero por todas partes (Elliott, 1990, p. 591-2). En realidad, la insuficiencia endémica de azogue durante todo el siglo XVII no se debió a causas técnicas o mineralógicas, sino a la creciente descomposición de las finanzas de la corona, que impidieron mantener un flujo mínimo de inversión, e incluso el gasto corriente de funcionamiento de las minas (Lang, 1998, p86).

Sólo en 1642, tras la quiebra de los Fúcar en vísperas de la caída de Olivares, se accedería a aumentar en un 30% el precio de adquisición, estableciéndolo en 37,33 ducados, con lo que los precios de Almadén quedaron prácticamente equiparados a los de Huencavélica, cuyo asiento de 1645 lo fijó en 35,6 ducados el quintal -una vez deducido el quinto real- reduciendo en 83 reales el coste del asiento de 1630 -que ya había reducido en 32 reales el de asientos anteriores- (Lohmann, pp 285 y 331). Ese es el momento en que la política industrial del azogue adoptó su forma definitiva, pasando Almadén a explotarse directamente por el Consejo de Castilla, con lo que la mina quedó integrada en el conjunto de instrumentos de la política monetaria.

Una vez resuelto aparentemente el problema agente/principal mediante la gestión pública directa, la tensión ejercida sobre la reducción de los costes de producción dio pie en Almadén a la introducción de los “hornos Bustamante”, con los que se consiguió beneficiar minerales pobres, hasta entonces desechados (Matilla, II, p. 89 y ss.). La historia de los hornos empleados en la mina sirve para sintetizar las principales etapas tecnológicas del beneficio del azogue, correlato a su vez, de las vicisitudes del mercado de la plata: hasta el asiento de 1563-72 el metal se había cocido en hornos tradicionales llamados “de jabecas” (Matilla, I, p. 44), de bajo rendimiento y alto consumo de combustible, que se usaron también en Huencavélica, incorporándoseles algunas mejoras en torno a 1590 y a partir de 1609 (Lohmann, pp. 129 y 220). Los Fúcar introdujeron en Almadén ocho hornos de reverberación, de diseño alemán (p. 98), que fueron renovados entre 1609 y 1629 (p. 124), mejorando el rendimiento en un tercio y denominándoseles a partir de entonces “hornos de buitrones”, en los que el mineral se cocía en ollas de barro cerámico (Matilla I, pp. 153-159). Estos hornos se intentaron introducir en Huencavélica, pero no funcionaron (Lohmann, p. 249).

En 1633 Lope de Saavedra Barba presentó un memorial para introducir en Huencavélica hornos de bóveda capaces de descomponer el cinabrio con el oxígeno del aire, recogiendo a continuación los vapores de mercurio en un condensador de aludeles. Tras la etapa de ensayo y experimentación, en 1640 ya había setenta hornos de este tipo funcionando en Huencavélica y en 1641 se reconoció al inventor como derecho de patente el 2% del valor de todo el azogue producido con sus hornos, pero la historia de la percepción por

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sus herederos resultó lastimosa. Un asentista de azogues del lugar -Juan Alonso de Bustamante- viajó a España y propuso en 1646 emplear aquí hornos de cámara algo perfeccionados. En 1648 se le nombró intendente de Almadén e implantó los hornos “de aludeles o de Bustamante”, apropiándose el invento (Lohmann, pp. 295-304 y 372) en el mismo momento en que cambiaban las circunstancias del mercado de la plata y se llegaba a la asfixia financiera de la monarquía y al fin de su hegemonía política.

Pese a que el procedimiento fue reconocido en 1719 como el mejor por la Academia de Ciencias de Paris, entre 1725 y 1737 (precisamente durante la etapa en que el índice de precios se encontraba en su mínimo secular y la plata en el de máximo valor real) se recibieron múltiples propuestas arbitristas -experimentadas, sin éxito- tratando de duplicar el rendimiento del azogue. Se volvió a recibir una nueva propuesta en 1750 y otra en 1780. Finalmente, en 1793 se propuso adoptar el sistema de hornos utilizado en Idria. Seis años más tarde, Humboldt se encargaría de hacer un dictamen experto -en su calidad de Consejero de Minas- sobre las posibilidades de introducir mejoras en el laboreo del azogue y en la práctica de la amalgama por todo el continente americano.

La tónica que dominó todas las políticas relacionadas con el azogue y la plata a lo largo de estos tres siglos fue la continuidad. La relación entre producción de azogue y extracción de plata, así como las recomendaciones sobre política de precios de cesión del azogue a los mineros del siglo XVI, no variaron durante los siglos XVII y XVIII. Durante el siglo XVII en Nueva España el quintal se les vendió normalmente a 60 ducados (82 pesos, 5 temines 9 granos y 13/17 avos) (Matilla 2, p. 393 y ss.). Los intentos de elevar el precio a 107 pesos, en 1637, a 100, en 1675, y a 110, en 1677, fracasaron, y el precio se mantuvo en 60 ducados hasta 1767 (Lang, 1977, p. 241-5). Una real cédula de 24-III-1739 concedió a los mineros de Guatemala la gracia de pagar sólo 30 pesos durante 10 años (o sea, 21,8 ducados) como medida de fomento para que se explotasen las minas de leyes más cortas (de menos de 2 onzas por quintal, con riqueza del 0,13%). Medidas de este tipo (con precios entre 30 y 45 ducados) se aplicaron con carácter selectivo (segmentando el mercado) al menos hasta 1776. En general, el precio a partir de 1760 volvió a ser de 60 ducados (Matilla 2, ibíd.), pero fue bajando hasta 30 ducados (o 41,4 pesos Rs.8) en 1780, arrojando un promedio de 45,5 ducados o 62,7 pesos entre 1762 y1781 (Humboldt, p. 383-4), con resultados óptimos para el fomento de la actividad. En Perú el precio fue de 97 pesos hasta 1787, fecha en que se redujo a 71 (Castillo-Lang, p. 146).

Y es que tras la caída de la demanda china y el derrumbe de la hegemonía imperial -junto al bache demográfico del tercer cuarto del siglo XVII en Castilla y en el resto de Europa- la única etapa de inflexión en las cifras de disponibilidades de azogue en el Nuevo Mundo fue el último cuarto del siglo XVII. La cifra de la primera mitad del siglo XVIII ya volvió a ser similar a la de un siglo antes -aunque la irregularidad de los envíos fue el doble que la de entonces-, para duplicarse prácticamente durante la segunda mitad del mismo, con un último cuarto en que las remesas anuales alcanzaron casi la misma regularidad que a comienzos del siglo XVII (cuadros 1 y 2; gráfico 3). El estímulo para la dinamización de todo el mercado metálico provenía ahora tanto de Oriente, como de Occidente: la triplicación de la población China volvió a ofrecer buenas oportunidades de arbitraje, al aumentar el precio de la plata un 50 % respecto a la relación bimetálica europea durante la primera mitad del siglo (Flynn-Giráldez, 2000, p. 402); las minas japonesas se habían agotado en el siglo anterior, y hasta el propio Japón experimentó escasez de numerario desde comienzos del siglo XVIII (Miyamoto-Shikano, 1998); además, la caída general de precios-plata de los bienes de consumo desde 1650 a 1726 (caída que en España fue del uno por ciento anual) revalorizó la plata en relación a los otros productos. Hasta el último cuarto del

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siglo XVIII no se recuperaría el nivel de precios-plata registrado a mediados del siglo XVII (gráfico 4). Además, en 1668 Japón había prohibido la exportación de plata (y en 1696, la de oro), de modo que la CHIO tuvo que sustituir la saca de metales preciosos japoneses por importaciones desde la metrópoli, que se multiplicaron por tres entre 1660 y 1700, fecha en que sólo el comercio de la CHIO con Bengala absorbía 6,1 Tm. de plata al año (Prakash, 1998, p. 82).

Gráfico 4

0

50

100

150

200

250

1501 1526 1551 1576 1601 1626 1651 1676 1701 1726 1751 1776 1801

PRECIOS-VELLÓN

PRECIOS-PLATACORONA DE CASTILLA*: PRECIOS

Base: 1726-1750=100. PRECIOS-PLATA Y VELLÓN

Nota *: Media geométrica de las dos Castil las y AndaluciaFuente: Hamilton (1934 y 1947). Elaboración propia.

En el último tercio del siglo XVIII la rarefacción del dinero de plata era algo general en toda Eurasia: en España quedó patente por el exceso de demanda de vales reales entre 1780 y 1793 (Espina, 2000, p. 178). En Nápoles se generalizó la utilización de los billetes de los bancos públicos. Enseguida, la Revolución francesa y la nueva etapa de guerras acentuó hasta tal punto la demanda de dinero metálico que las autoridades acabaron por destruir otra vez la moneda fiduciaria, desencadenando la inflación de vales o apoderándose de las reservas metálicas de los bancos (Rosa, 2000, p. 676). Además, la inseguridad bélica debió de aumentar la demanda de plata como moneda refugio, de modo que no es extraño que la producción de este metal -reflejo de la de azogue- experimentase una evolución paralela a la que se infiere de los cuadros 1 y 2 y del gráfico 3, con la peculiaridad de que en los momentos de máxima producción los rendimientos decrecientes de la amalgama achataron las crestas de las curvas, como se observa en el cuadro 3 y en el gráfico 2. Es a partir de 1765 cuando se disparó la producción de Almadén y se decidió finalmente modernizar la mina de azogue de Huencavélica, operación que acabaría con el estrepitoso fracaso de 1786.

La expansión de la segunda mitad del siglo XVIII, sin embargo, no fue impulsada por el arbitraje bimetálico intercontinental, ya que el cambio oro/plata fue en China de 1:15, frente al europeo, situado en 1: 14,5. En este caso, el comercio con extremo Oriente se vio favorecido por el precio y el coste relativo de la plata y los productos que le servían de contrapartida: el té, la porcelana y la seda, cuya demanda creció con la expansión europea. Aparentemente, pues, la recuperación de la credibilidad del bronce como metal monetizable (con mayor velocidad de circulación que la plata) permitió que la demanda china de plata

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monetaria sólo aumentase desde 115 Tm. al año a mediados del siglo XVII -en un contexto de recesión económica y demográfica- a 130 Tm. un siglo después, en etapa de plena expansión. Además, la función de demanda de plata se invirtió y adoptó pendiente positiva, porque su uso pasó a ser selectivo, empleándose sólo en las transacciones comerciales al por mayor (Glahn, 1998, p. 57), y no como valor refugio, para protegerse contra la amenaza de degradación monetaria.

En un contexto como el de la segunda mitad del siglo XVIII, el crecimiento continuado y casi explosivo de la producción de Almadén dio pie a una fuerte dinámica de exploración minera por todo el país y en América -aunque aquí sin resultados rentables (Lang, 1977)-, lo que llevó al descubrimiento y apertura de nuevos pozos -en el propio Almadén, a partir de 1744/46-, a la puesta en plena explotación de la mina de Almadenejos en 1759 o a la reapertura de antiguos pozos cerrados -como sucedió en 1778-. Exigió también mejorar las técnicas de laboreo, con la introducción de nueva tecnología alemana a partir de 1752 -generalizada a partir del incendio de 1755- y la mecanización de las técnicas de desagüe a partir de 1765, que condujeron a estudiar la implantación de la primera “bomba de fuego” (la máquina de vapor de Wilkinson) desde 1779, encargada efectivamente a Inglaterra en 1786, aunque en 1799 todavía no se encontrase en funcionamiento. Esto es, la gestión directa de la política del azogue -que ya estaba permitiendo resolver razonablemente el problema de infrainversión, inherente al sistema de asientos- constituyó un obstáculo para gestionar la innovación, como postula la teoría de los fallos institucionales (Vid. Stiglitz, 1986, pp. 212-228).

La mejor ilustración de la fuerte demanda de plata a finales del siglo XVIII es la evidencia acerca de la necesidad de importar azogue para situarlo en América. La historia efectiva de la importación tras la introducción de la amalgama se había limitado hasta entonces, según Matilla (I, 221-36; II, pp. 395 y ss.) a 2.000 quintales al comienzo de la declaración del estanco del azogue en 1559 -mientras Almadén se recuperaba del incendio- y a los tres asientos suscritos entre 1614 y 1646 con Albertinelli, Oberolz y Balbi para importar azogue de Idria. Estas importaciones permitieron remitir a Indias entre 1581 y 1645 envíos que superaron a la producción de Almadén en 70.391 quintales (3.238 Tm.: cuadros 1 y 2).

Ante la decadencia irreversible de la mina de Huencavélica y la imposibilidad de forzar adicionalmente el crecimiento de la de Almadén -que ya soportaba el mayor peso del suministro- a partir de 1784, la disponibilidad de azogue se reforzó otra vez con importaciones desde Alemania. Antes, la rocambolesca aventura de la importación de azogue chino había permitido descubrir que ya había un precio único mundial en ese mercado y que el negocio no merecía la pena (Matilla, II, pp. 395 y ss.). La vía alemana ya se había experimentado en 1764, vendiéndose el azogue en Nueva España a 63 pesos o 45,7 ducados el quintal. En 1785 José de Gálvez, Ministro de Indias, firmó un contrato por seis años, prorrogable por otros seis, con el Conde Pablo Greppi, de Milán -quien, a su vez, tenía suscrito otro con la Cámara Áulica austríaca, propietaria de las minas de Idria- para suministrar un mínimo de 36.000 y un máximo de 60.000 quintales durante el sexenio (de 8.000 a 12.000 quintales al año), a un precio, descargado en los almacenes de Trocadero de Cádiz, de 38,6 ducados el quintal, que se vendería en América a 60 pesos o 43,5 ducados. De los 12.000 quintales suministrados en 1787, 4.000 (junto con 3.000 de Almadén) se remitieron a Buenos Aires -para suplir el cierre de Huencavélica- y los otros 8.000 (junto a los 10.000 restantes de la producción de Almadén) a Nueva España.

El contrato con Greppi no se prorrogó, sino que en 1791 se firmó una convención entre las cortes española y austríaca por la que ésta suministraría directamente a la primera 6.000

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quintales de azogue al año (ampliables en otros 4.000). La vigencia inicial de aquella convención fue de seis años, prorrogables por otros seis, y el precio convenido el mismo del contrato de Greppi (con un descuento del 3% por pronto pago), pero entregando el mineral en Trieste, que en 1797 fue conquistada por Napoleón, aunque un año después los austríacos habían restablecido la producción y suministraban 10.000 quintales al año. Pero el problema no se encontraba ya en el suministro del mineral, sino en su reexportación a América, dado el bloqueo naval decretado por Inglaterra desde 1796, que no pudo romperse hasta 1800, cuando Almadén producía ya 20.000 quintales de mercurio al año (Humboldt, 1991, p. 383). Desde 1797, sin embargo, la metrópolis había tenido que suspender sus pretensiones de monopolio del comercio con América, que las colonias contemplaban ya como yugo insoportable.

CONCLUSIÓN

La ventaja comparativa proporcionada por los metales americanos, el azogue de Almadén y las oportunidades de arbitraje en el comercio oro/plata con China hicieron económicamente inexpugnable al imperio español hasta que la relación del valor de la plata respecto al del oro quedó igualada en ambos continente en torno a 1640, registrándose con ello un primer episodio de equiparación de precios a escala global. La fecha marca el final de la dinastía Ming -cuyo colapso fue provocado por el derrumbe de las importaciones de plata (Glahn, 1998, p. 52)- y la derrota de los Austrias.

A partir del momento en que cesaron los beneficios extraordinarios de que había disfrutado hasta entonces la Monarquía de España -en su calidad de productor mundial de plata por excelencia- el determinante del mercado monetario internacional habría de ser la relación entre el coste de producción del metal, los precios de los restantes productos y los costes comerciales y de transacción. El coste de sostenimiento del imperio se había venido financiando en gran medida creando activos financieros respaldados por las rentas de monopolio y los beneficios del arbitraje intercontinental (Espina, 2001b). Desaparecido éste, los factores de ventaja tenían que basarse en la competencia financiera y en la habilidad y lo acertado de las estrategias comerciales. Pero la monarquía -incapaz de mantenerse imparcial en la imprescindible función de regulación del sistema de crédito- había destruido con su voracidad las bases del poder financiero castellano y había fiado la victoria comercial a la coerción y el monopolio colonial, más que a la creación de factores de competitividad real basados en la inversión a largo plazo, incompatible con la ausencia de derechos individuales y con la política depredatoria (Olson 2000) practicada por la monarquía (Espina 2001b). De este modo, si al final del siglo XVI la renta per capita española había conseguido converger con la media de la de Europa Occidental, en 1700 era sólo un 88% (algo menos que en 1500) y en 1820 un 86% de aquélla (Maddison, 2001, p. 264).

Porque el monocultivo de aquella ingente ventaja comparativa permitió a la Corona descuidar la creación de verdaderas “ventajas competitivas”, y su agotamiento explica la derrota y subsiguiente subordinación de la monarquía española respecto a su oponente francesa en el siglo XVIII (Espina, 2001a). Pero ni siquiera la alianza casi permanente de las dos ramas de la dinastía Borbón a lo largo del siglo XVIII impediría que una y otra perdieran relevancia a largo plazo, pese a la ayuda que supuso la fuerte recuperación de la capacidad de producción de azogue y plata a partir de 1726 -al reaparecer la bomba absorbente, debido a la explosión demográfica china- y la impresionante expansión de la producción de plata registrada durante la segunda mitad del siglo, tras casi cien años de caída de precios-plata de los productos, que permitieron recuperar la rentabilidad de la producción de especies

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metálicas. La estrategia finalista de dominación territorial extensiva practicada por la dinastía Borbón tuvo menos éxito que la estrategia intensiva anglo-holandesa, en la que el “collar de perlas alrededor del globo” de sus imperios marítimos desempeñó un carácter meramente instrumental para el comercio y el desarrollo de la producción en la metrópoli (Landes, 1999, p. 390). El resultado fue que entre 1500 y 1820 el crecimiento anual medio de la renta per capita en España y Francia (0,13% y 0,16%) fue aproximadamente la mitad que el de Holanda y del Reino Unido (0,28% y 0,27%) (Maddison, 2001, p. 265).

No bastó para remediar la decadencia española el intento final de apelar a la ciencia y la tecnología mineras, con las misiones encomendadas a Jussieu, Bowles, Jorge Juan, Ulloa, Delhuyar, Nordenflicht, o el propio Humboldt. La pretensión de los reformistas ilustrados tuvo sólo un éxito moderado precisamente porque el avance económico necesitaba de fuertes inversiones y éstas sólo podían ser protagonizadas por una clase capitalista autónoma, cuyo ascenso resultaba dificultado por la inseguridad jurídica y el intervencionismo propios del régimen absolutista que, en lugar de amplificar el funcionamiento del mercado, lo obstruían, impidiendo el crecimiento (Olson, 2000).

Cuando estas dificultades se obviaron, como sucedió con el gremio y el Tribunal de la minería de Nueva España, patrocinados por José Gálvez a partir de 1774, surgieron iniciativas de inversión tan impresionantes como las de Veta Vizcaína, en Real del Monte, o la Valenciana, en Guanajuato, fruto principalmente de la reinversión del capital comercial que floreció tras la adopción del libre comercio en 1778. Pero la iniciativa fue tardía y la diversificación productiva no tuvo tiempo de avanzar gran cosa, de modo que entre 1782 y 1796 el 56% del valor de las importaciones americanas hacia Barcelona y Cádiz siguió consistiendo en oro y plata (Fisher, 1998).

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PRECIOS

CANTIDADES

DEM. AG. 1OF. AGR.

DEM. AG. 2

E

E’

A B

C

D

O

OAEC = P·Q = M/kOBE’D = P’·Q’ = M’/k’ Yk’<k

DIAGRAMA

NOTAS Nota *: Agradezco los comentarios y sugerencias de Piero Tedde y David Reher a una versión anterior, mucho más amplia, de este trabajo, y los de tres evaluadores anónimos.

1 Hasta 1620 las cifras de metales son de Hamilton (1934, p. 47). Entre 1621 y 1675, de Álvarez Nogal (1998, pp. 486-487). Los precios de Castilla La Nueva son de Reher y Ballesteros (1993). La producción de plata acumulada se calcula con el mismo método del cuadro 3.

2 La relación española creció constantemente desde un mínimo de 1:10,1 en 1497 a un máximo de 1:15,5 en 1643 (Munro, 1999b). En Oriente, en 1620 la relación china era 1:8 y la japonesa 1:13 (Miyamoto-Shikano, 1998, p. 138).

3 Los datos sobre azogue para construir el gráfico 2 provienen de Matilla Tascón: I (1560-1645), pp. 80, 98, 106-7, 110-11, 121, 122, 137, 171, 182, y II (1646-1799), pp. 97, 104-5 y 354-56. Los de la plata, tanto en éste como en los gráficos 3 y 4, son los del cuadro 3.

4 Potosí está a una altitud de 5.000 metros. La menor presión atmosférica retrasa mucho el proceso químico. La explicación científica sería aportada por Sonneschmidt (Castillo-Lang, pp. 101 y ss.).La modificación del método de Medina para introducirlo en Perú se realizó en 1571 por prueba y error.

5 El sistema peruano del “beneficio de hierro” fue introducido por Gellert en Sajonia y su máxima eficiencia verificada experimentalmente por Gay-Lussac y Humboldt en 1804 (1991, p. 380). El sulfato de mercurio y la sal sólo pueden mezclarse en frio, ya que en caliente producen cloruro mercúrico (“sublimado corrosivo”), muy venenoso: SO4Hg + 2ClNa Y Cl2Hg + SO4Na2.

6 Los períodos de veinte años son los de García-Baquero (1998). Se estima, con este mismo autor (1996), que las remesas suponen un 62% del total de lo producido, al que se le ha restado la producción de oro (TePaske, 1998, tabla 2). Para los cuatro períodos, las ratios fueron: 1,02; 1,2; 1,05, y 1,75. La elevación de la ratio al final del siglo -observada por Humboldt-, es fruto de la política de bajos precios y menor fiscalidad para fomentar la producción y de la más eficiente explotación en Nueva España, fruto de la inversión, que permitió explotar a mayor profundidad, lo que en todas las minas de América significaba menor riqueza mineral Vid. Castillo-Lang, pp. 56-59, 65 y 128-132.

7 Esto sólo hasta 1660, fecha en que las remesas de plata y mercancías americanas dejaron de pagarla, sustituyéndose por contribuciones fijas (Lang, 1998, p. 47).

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Hacienda pública española

Año: 2001 Número: 156-1

El regalo fiscal en la decisión temporal de casarse : Una primera aproximación empírica / Jaime Alonso Carrera, José Carlos Alvarez Villamarín, Xosé Manuel González Martínez, Daniel Miles Touya [Resumen]

9-28

Valoración de la calidad medioambiental : una aplicación del método hedónico para las principales poblaciones asturianas / Celia Bilbao Perol [Resumen]

29-48

Una estimación de las necesidades de gasto de las Comunidades Autónomas / Albert Solé Ollé, Antoni María Castells Oliveres

49-96

Finanzas, deuda pública y confianza en el Gobierno de España bajo los Austrias / Alvaro Espina Montero

97-134

Productividad, capital público y convergencia en las regiones españolas / Manuel Rapún Gárate, Carlos Gil Canaleta, Pedro Pascual Arzoz [Resumen]

135-154

La economía de la preferencia temporal social : El descuento en la evaluación de proyectos públicos / Ramón Barberán Ortí, Angelina Lázaro Alquézar

155-184

Tratamiento fiscal de los factores de riesgo para la salud y del gasto sanitario : revisión y propuestas de reforma / Guillem López Casasnovas, Esther Martínez García, Antoni Durán Sindreu

185-220

Efectos de políticas macroeconómicas en una unión monetaria con distintos grados de rigidez salarial / Carlos de Miguel Palacios, Simón Sosvilla Rivero [Resumen]

221-242

Los determinantes de la localización industrial en el ámbito municipal : la influencia de las variables fiscales / Pablo Lozano Chavarría, María del Carmen Trueba Cortés [Resumen]

243-258

Restricciones en el diseño y aplicación de la reforma tributaria de 1845 : un nuevo enfoque / Rafael Vellejo Pousada [Resumen]

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FINANZAS, DEUDA PÚBLICA Y CONFIANZA EN EL GOBIERNO DE

ESPAÑA BAJO LOS AUSTRIAS

Álvaro Espina

Índice Introducción: la política monetaria actual y la del siglo

XVII. (3)

1.- El mal gobierno y la desconfianza pública hacia la Monarquía de España. (7)

2.- Deuda pública, demanda de dinero y mercados de activos financieros. (14)

3.- El Rey está desnudo, o la quiebra de la economía virtual en el siglo XVII. (21)

Conclusión: la trampa de liquidez y las consecuencias económicas de los Austrias. (27)

Diagrama I (32)

REFERENCIAS (33) GRÁFICOS (36).

Publicado en: HACIENDA PÚBLICA ESPAÑOLA (Nº 156-1/2001, pp. 97-134)

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FINANZAS, DEUDA PÚBLICA Y CONFIANZA EN EL GOBIERNO DE ESPAÑA BAJO LOS AUSTRIAS Autor: Alvaro Espina Montero Dirección General de Política Económica y Defensa de la Competencia RESUMEN

Este trabajo analiza las políticas monetaria, financiera y crediticia de los Austrias españoles como caso de estudio sobre la relación entre las prácticas de gobernabilidad y la eficiencia económica. La abundante evidencia historiográfica disponible permite sintetizar los grandes viciosdel sistema de financiación de la monarquía de los Austrias, introducidos desde el advenimiento de Carlos V, cuya incapacidad para asumir el papel de regulador del sistema de crédito hizo inviable alargo plazo la existencia del mismo en la España de los “siglos de oro”. La total falta de transparenciade la política financiera de la monarquía explica el enorme fallo de un mercado que fue incapaz durante mucho tiempo de contener la dinámica imparable de creación de deuda pública, lo que acabó por descomponer tanto el sistema financiero interior como el del continente. A la larga, la acumulación de evidencia sobre las prácticas de “mal gobierno” destruyeron la confianza financiera en la dinastía, minando su hegemonía política. El proceso final se interpreta en términos de trampa de liquidez, concepto que permite evaluar las consecuencias de esta política sobre la crisis del siglo XVII y la historia económica posterior, ya que el desastre impidió a España participar en la revolución financiera encabezada por Holanda e Inglaterra. Palabras clave: Historia, finanzas públicas, gobernabilidad, confianza, crédito. ABSTRACT

This article analyzes the monetary, financial and credit policies of the Spanish Hapsburg as a case of study on the relation between governance and economic efficiency. The historical evidence allows to synthesize the big vices in the funding of the dynasty from the very beginning, with Charles V, whose disability to assume the role of regulator of the credit system made it unviable in the long run during the “Spain’s golden centuries”. The absolute lack of transparency in the King’s financial practices explains the enormous failure of a market that was unable to stop the dynamics of creation of national debt. This dynamics ended up by destroying both the domestic financial system and that of the continent. Eventually, the accumulation of evidence on the practices of “bad governance” destroyed the financial trust in the dynasty, killing off his political hegemony. The hole process is interpreted in terms of a liquidity trap, concept that allows to assess the consequences of this policy on the 17th century Spain’s crisis, that prevented to the country taking part in the financial revolution headed by Holland and England. Keywords: History, public finance, governance, trust, credit.

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FINANZAS, DEUDA PÚBLICA Y CONFIANZA EN EL GOBIERNO DE

ESPAÑA BAJO LOS AUSTRIAS

Álvaro Espina

Introducción: la política monetaria actual y la del siglo XVII.

La política monetaria moderna persigue tres objetivos: altos niveles de empleo, estabilidad de precios y crecimiento económico. Si la función de demanda de dinero fuese estable, la fijación de la oferta monetaria -que equivale, por definición, a la demanda agregada de productos y de todo tipo de servicios, a los precios vigentes en cada momento- conduciría al establecimiento del precio del dinero (o sea, el tipo de interés) en condiciones de equilibrio, y, viceversa: la fijación del precio del dinero determinaría la cantidad de dinero demandada -y de bienes y servicios ofrecidos, a aquellos precios-, de modo que ambas políticas (la de control de la masa de dinero en circulación y la de fijación del tipo de interés) significarían lo mismo.

En el mercado monetario la demanda de medios de pago por unidad de tiempo viene dada por las cantidades de bienes y servicios intercambiados -incluidos los financieros- multiplicadas por sus precios respectivos, que se corresponde con la magnitud que en términos actuales se denomina PIB a precios corrientes. Para comparar esta cantidad en distintos momentos del tiempo debemos considerar los cambios en las cantidades de productos y multiplicarlos por los de sus precios respectivos (o, cuando hablamos de cantidades agregadas, los cambios en la magnitud del PIB a precios constantes, multiplicados por los cambios en el nivel general de precios del país, medidos a través del deflactor del PIB).

Como los medios de pago disponibles pueden estar inmovilizados o utilizarse varias veces cada año, el PIB (Q) a precios corrientes (P) ha de ser igual a la cantidad de medios de pago en circulación (M) multiplicada por la cantidad de veces que cambian de mano cada año, magnitud a la que se denomina velocidad de circulación (V), que equivale al cociente entre el PIB nominal (P A Q) y la magnitud con que midamos la cantidad de dinero efectivamente utilizado. La necesaria identidad entre estos dos productos es el sencillo punto de partida de la teoría cuantitativa del dinero, a la que se denomina identidad de Fisher (P @ Q = M @ V), reformulada en Cambridge como ecuación de demanda de dinero (M = k @ P @ Q), en donde k incluye la demanda de liquidez.

En la práctica, sin embargo, las cosas son algo más complicadas porque la relación entre la demanda de dinero y la renta no es tan estable como pensaba Irving Fisher (1911), ya que el dinero no es exclusivamente un medio de pago, sino un activo, o -diciéndolo al revés- porque utilizamos como medios de pago activos que tienen valor económico por sí mismos (y no sólo por servir como instrumentos para el intercambio). La estabilidad de la función de demanda de dinero se ve influida, pues, por la definición de los medios de pago empleados por la gente en cada época. En su definición actual más estrecha dinero significa monedas y billetes de curso legal en circulación, o base monetaria (M 0), la mayor parte de los cuales permanece como efectivo en manos del público. Aplicado a la economía del siglo XV-XVI habría que remontarse todavía a una forma de dinero-mercancía de pleno valor intrínseco (el oro y la plata- y también el cobre, mientras circuló al valor de mercado del metal-, a cuya masa en circulación denominaremos especie), puesto

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que la llamada inflación del vellón del siglo XVII significó precisamente el tránsito entre la utilización exclusiva de la especie como base del sistema monetario y la introducción de la moneda fiduciaria, con valor intrínseco distinto del nominal. Más tarde, la modernización económica habría de significar la diferenciación entre instrumentos estrictamente monetarios e instrumentos financieros y, paralelamente, la progresiva reducción de la proporción que representan las formas de “dinero de alta velocidad” (que es el que se utiliza casi exclusivamente como medio de pago) respecto al conjunto de medios de pago utilizados por el público, entre los que figuran diferentes tipos de instrumentos financieros, que se distinguen del dinero strictu sensu por proporcionar una rentabilidad -fija o variable- y porque son utilizados también como activos.

Como los orígenes de este proceso de diferenciación se encuentran en aquella etapa histórica, conviene recordar ciertas definiciones y relaciones funcionales de los sistemas y las políticas monetarias modernas para relacionar cada fenómeno monetario de entonces con el tipo de instrumento utilizado. En la practica monetaria de nuestros días, además de la base monetaria existen cinco tipos de agregados monetarios, cuya definición es la siguiente: la M1 incluye, además de la base monetaria, las cuentas corrientes y los depósitos a la vista; la M2 los depósitos de ahorro; la M3 los depósitos a plazo y otras formas de cesión temporal o participaciones en la propiedad de activos; los ALP incluyen los activos líquidos del público que constituyen un pasivo para el sistema de crédito y para los mercados monetarios; finalmente los ALPF incluyen otros activos financieros de renta fija con elevado grado de liquidez (entre los que se encuentra en primer lugar la deuda pública, considerada como el activo sin riesgo por antonomasia). Por definición, la velocidad de circulación de los agregados monetarios estrechos (aquellos que sólo se utilizan como medio de pago y no tienen una remuneración significativa) es superior a la de los agregados anchos (porque a igual numerador, que no es otro que el PIB nominal, el denominador es menor). Además, la velocidad de circulación de los depósitos se acelera cuando se introducen instrumentos que facilitan su movilización. En nuestro tiempo esto ha sucedido con las tarjetas de crédito o de débito, pero en el siglo XV y XVI la principal innovación financiera fue la introducción de la letra de cambio y la cesión de activos financieros como juros y censos, que estaba permitida, previo trámite declarativo, aunque en ciertos casos -relacionados, generalmente, con títulos de deuda emitidos en contrapartida de expropiaciones de activos realizados por la corona con carácter forzoso, o jerarquizados en razón de sus tenedores- la cesión estaba prohibida.

Hoy sabemos que la estabilidad de la demanda de dinero referida a las magnitudes más estrechas es superior a la de las magnitudes más amplias, lo que guarda relación con el hecho de que, a medida que ampliamos la definición de la cantidad de dinero, entran a formar parte de ella depósitos y activos por los que el público obtiene una remuneración, lo que implica que su demanda se ve afectada por los cambios en los tipos de interés (el coste nominal de mantener liquidez) y por la rentabilidad que se obtiene de tales depósitos y activos (la remuneración nominal por renunciar a disponer de liquidez), cuyo impacto sobre la demanda de dinero guarda también relación con la inflación observada y/o esperada, ya que la evolución de los precios -en conjunción con la de los tipos de interés-, determina el coste y la rentabilidad reales de las posiciones relativas de liquidez del público (esto es, su coste y rentabilidad, medidos en cantidades de bienes y servicios futuros, a diferentes plazos de tiempo). Todo esto se expresa diciendo que el público fija su estrategia de liquidez a la vista del coste de oportunidad de ésta, que se obtiene comparando su rentabilidad y coste reales con la rentabilidad real esperada de los distintos activos disponibles en la economía. Como durante los siglos de oro la especie era una forma ambivalente de medio de pago universal e internacional y un activo financiero de valor variable a lo largo del tiempo, esta falta de diferenciación no deja de complicar el razonamiento monetario aplicado a aquella época.

Los estudios de Ericsson, Hendry y Prestwich (1998) establecen que actualmente la cantidad de dinero efectivamente utilizada por la economías es una variable endógena que depende del abanico de los tipos de interés, y que son los movimientos exógenos de éstos -determinados en

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el corto plazo por la autoridad monetaria y en el largo plazo por el comportamiento de los ahorradores, a la vista de las expectativas de inflación y de la rentabilidad y coste de las diferentes formas de liquidez y tenencia de activos- los que determinan la inflación.

Ciertamente, es muy poco lo que sabemos sobre la función de demanda de dinero en la España de los Austrias, pero resulta claro que en la primera mitad del siglo XVII las tensiones monetarias no aceleraron la inflación en los mercados de productos al por menor (Espina, 1998), que eran los que empleaban mayoritariamente moneda de vellón, sino que los precios crecieron en la corona de Castilla a una tasa anual inferior al 0,9 % -frente a otra del 1,4 % durante el siglo precedente- y los precios de los mercados al por mayor -fijados en plata- se mantuvieron prácticamente estables. Hasta 1596 el sistema de regulación monetaria seguía el modelo hoy denominado de fiat money, en el que el Rey fijaba la composición, la ley y las características de la moneda, monopolizaba su acuñación en las cecas y percibía a cambio una tasa para compensar el coste de fabricación y obtener un beneficio -o señoreaje-, pero eran los particulares los que decidían llevar metal a acuñar -o fundir monedas y vender el metal-, a la vista del precio en el mercado internacional de este último -y de las políticas de envilecimiento de la moneda por los monarcas vecinos, como hacía Francia para atraer plata (Spooner, 1972)-, de la tasa de acuñación y de los precios vigentes en el mercado de productos.

En 1596 Felipe II cambió el régimen y decidió que fuera la monarquía quien fijase a partir de entonces los objetivos cuantitativos de disponibilidades monetarias, y ello no con una finalidad de política económica, sino para aprovechar las nuevas técnicas de acuñación en serie, que permitían abaratar el proceso, con lo que el Rey monopolista podía elevar el señoreaje, además de apropiarse del valor de la moneda acuñada con el metal sobrante, una vez abandonado el régimen de moneda con valor intrínseco1. El problema es que a partir de ese momento el monarca perdió cualquier referencia de mercado acerca de la coherencia de sus objetivos monetarios con las necesidades efectivas de circulante y, como las emisiones seguían un calendario que se concentraba en las coyunturas bélicas y de mayores necesidades de la Hacienda, sometieron al país a una especie de ducha monetaria escocesa (o política brutal de stop & go) que descompuso por completo el funcionamiento de los mercados. Sólo el final de las guerras -y de las ambiciones políticas de la dinastía- permitió acometer el plan de estabilización diseñado por don Juan de Austria y ejecutado por el Duque de Medinaceli durante la minoría de Carlos II, en 1680, por el que se recuperó el valor intrínseco de la moneda de cobre, y su regulación homeostática a través del mercado, que fue continuado en 1686 por el Conde de Oropesa, quien devalúo la moneda de plata en un 20% (redenominando Aescudo” al Areal de a ocho” y valorándolo en diez reales de 34 Mrvds.), realizando así la primera -y última- manipulación de la moneda de plata hecha por los Austrias desde los RR. CC. (Hamilton, 1988, p. 51), con lo que consiguió que la plata volviese a ser llevada por los particulares a las cecas. Al mismo tiempo, el escudo de oro se tarifó en dos escudos de plata, situándolos también en los precios del mercado interno, que venía aplicando una relación bimetálica de 16,5 a 1, frente al entorno europeo, en donde fluctuaba entre 14,8 y 15,4 a 1 (Ibíd. pp. 53-4; vid. una descripción estilizada y un modelo analítico en García del Paso, 2000)

El saldo de este siglo de desconcierto se obtiene al comparar el sistema de fiat money vigente durante el siglo XVI con el que se restableció a finales del XVII, ya que la equivalencia en peso de plata del real de vellón se había reducido a algo más de la mitad, lo que refleja la evolución paralela de los costes de producción de los metales empleados en la acuñación, que, tras la larga etapa de desequilibrio a favor de la plata durante el siglo XVI, consecuencia de la introducción de la amalgama, ya se encontraba al término del siglo próxima al punto de equilibrio y no compensaba los costes de producción a tan gran escala2, de modo que la manipulación del vellón expulsó enseguida a la plata de la circulación.

De hecho, en ausencia de la expansión del vellón, la recesión económica de comienzos de siglo habría sido probablemente mayor de lo que fue, dado que el déficit de la balanza de pagos

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drenaba plata con carácter más o menos permanente, tensionando los precios hacia abajo. Como señaló Sancho de Moncada, la superación de esta restricción habría exigido aumentar el saldo de la balanza de pagos, único vehículo autónomo de creación de liquidez en el interior del país, dada la renuncia tradicional a la capacidad de hacerlo por parte de la corona. En esencia, esta es la explicación de la política mercantilista, que presuponía un resultado de suma cero en el juego de intercambios internacionales, de modo que, una vez asumida la restricción monetaria, la única forma de impulsar el crecimiento en un país individual consistía en practicar políticas de empobrecimiento de los vecinos. Pasar a una política de suma positiva habría exigido elevar, no el saldo, sino el nivel general de los intercambios, que podían haber sido equilibrados, a condición de apoyarse en un crecimiento del producto per capita obtenido mediante una mayor utilización y una asignación más eficiente de los recursos existentes en el interior del país, lo que hubiera requerido un nivel adecuado de inversión. Pero la inversión privada se vio penalizada por los altos tipos de interés derivados de la desastrosa política financiera, y la inversión pública se vio obstaculizada por el ingente consumo de recursos derivado de las guerras para mantener el imperio.

En cualquier caso, hay que tener en cuenta que la base monetaria metálica de finales del siglo XVI venía a ser de 9.000 millones de maravedís y que el stock nominal de vellón en su momento máximo (1641-42) sólo superaba ligeramente los 12.000 millones, habiendo desplazado casi completamente a la plata de la circulación (García del Paso, 2.000, p. 70 y Tabla 1), de modo que el crecimiento de la M0 pudo ser del 30 %. Poco podemos decir del resto de los agregados monetarios estrechos -dado nuestro desconocimiento cuantitativo de los bancos de depósito, y de los ahorros y préstamos privados, documentados mediante censos-, pero lo sabemos casi todo del principal componente de los ALPF de la época, que eran los juros. Y la magnitud de su valor facial era ya en 1598 más del doble de la base monetaria (20.800 millones de Mrvs.); en 1623 se había duplicado (ascendía a 42.000 millones), multiplicándose por cuatro hasta 1687, en que alcanzó la cifra de 83.600 millones. Sin embargo, este tipo de billetes ha recibido hasta ahora una atención muy escasa, desde la perspectiva estrictamente monetaria, en relación a su importancia.

En el primer epígrafe de este trabajo se describen los principales vicios del sistema de financiación de la monarquía de los Austrias desde el momento mismo del advenimiento de Carlos V y la incapacidad del Rey para asumir su papel como regulador del sistema de crédito, imprescindible para la existencia del mismo a largo plazo. En el segundo se analiza la dinámica imparable de creación de deuda pública y la progresiva descomposición del sistema financiero interior y europeo. En la tercera se examina el proceso que condujo a la destrucción de la confianza financiera en el monarca -y de su hegemonía política-. Las conclusiones interpretan todo el proceso desde la perspectiva monetaria, en términos de una trampa de liquidez, de inspiración keynesiana, y evalúan las consecuencias de todo ello sobre la historia económica posterior.

1.- El mal gobierno3 y la desconfianza pública hacia la Monarquía de España.

No sabemos realmente cuál fue el nivel real de la inflación durante el Antiguo Régimen, sino tan sólo la referida a los precios al consumo, que debió de ser muy inferior a la de los bienes raíces y de lujo -tierras, palacios, catedrales y vajillas- en los que, según Ramón Carande (1987), se acumulaba la riqueza. No hay razón alguna para suponer que la inflación de estos dos grupos de bienes evolucionara en paralelo, ya que los mercados de productos y de factores funcionaban de forma completamente separada, se encontraban fuertemente regulados y sus regulaciones perseguían objetivos no exclusivamente económicos ni coherentes entre sí.

Ciertamente, la falta de transparencia y la imperfección de muchos de estos mercados impide un conocimiento preciso de todo ello, pero si el PER (o relación precio/renta) de la tierra a

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finales del siglo XV hubiera sido diez, equiparable al precio de diez mil por millar al que se emitieron los juros al quitar para financiar la guerra de Granada -cuando este tipo de deuda pública todavía debía de considerarse como activo sin riesgo-, las cifras recogidas en Espina (1999) indican que su precio se habría multiplicado por 4,4 en 1541 y por 10,3 en 1559, volviendo a un múltiplo de 6,3 en 1625. Así pues, como ni siquiera disponemos de evidencia para razonar en términos de un modelo bisectorial -con un sector productor de Abienes útiles”, o productivos, y el otro de Ariqueza”, que es lo que intentaron hacer los fisiócratas, considerando a esta última como Aimproductiva”-, lo más prudente es suspender el juicio acerca de la distribución relativa del impacto de los metales sobre la inflación general4 y partir del supuesto de una inflación dual.

En el pasado, a lo más que se ha llegado es a medir las diferencias entre grupos de precios al consumo (y mucho más raramente, de precios del productor), lo que ha permitido inferir, por ejemplo, la evolución de las relaciones de intercambio entre productos agrarios e industriales en el siglo XVI. Pero para analizar la marcha del nivel general de precios con un propósito más amplio (incorporando el Aefecto riqueza@, para estudiar la demanda global de dinero, considerando a éste no simplemente como un medio de cambio, sino también como un activo, ya sea remunerado o no remunerado5) necesitaríamos contar con índices de precios de un conjunto representativo de los activos relevantes en los mercados patrimoniales alternativos al del propio mercado del dinero, mercados que no funcionan necesariamente bajo las mismas pautas que los de bienes consumibles.

El valor de mercado de los activos en los que se materializa la riqueza (el capital, en un sentido muy amplio) consiste precisamente en la capitalización (valga la redundancia) de su rentabilidad futura prevista. Para medir realmente el coste-oportunidad de mantener liquidez tendríamos que comparar este valor-precio y el del resto de los activos financieros con las expectativas de evolución del poder adquisitivo de la plata (decrecientes a lo largo del siglo XVI, pero estables durante la primera mitad del XVII y crecientes después, hasta bien entrado el siglo XVIII) o del cobre: crecientes en el XVI y desconcertantes en el XVII, aunque generalmente decrecientes hasta la gran devaluación de su valor nominal de 1680, en que éste se redujo a un cuarto de su valor en 1664, que había sido precedida por las de 1628 y 1642, en que se redujo a la mitad (García del Paso, 2.000).

La interacción del mercado de activos inmobiliarios con el mercado de crédito hace surgir la posibilidad de aparición de burbujas inmobiliarias, que tardan tiempo en formarse y, cuando se disuelven bruscamente, su explosión deflacionista no resulta neutral en términos reales, sino que suele provocar una recesión económica más o menos generalizada Aporque los cambios en una variable nominal afectan a la economía real siempre que alguna de las variables nominales presente el menor grado de rigidez y le dé tracción, ofreciendo resistencia al ajuste@ (Krugman, 1999).

En la economía de rentistas del Antiguo Régimen, la inflación inmobiliaria se debía también al papel de valor refugio desempeñado por la tierra a la hora de conservar la riqueza acumulada, en contextos de deterioro del valor de la moneda por la inflación y de desconfianza creciente respecto a los mercados de activos financieros, provocada en España por la serie de ocho bancarrotas -una cada veinte años, primero, y luego una cada diez- que se sucedieron entre 1557 y 1662. Como cada bancarrota acababa inevitablemente inundando el mercado de juros -durante el siglo XVI- y de juros y moneda de cobre de baja calidad -en el XVII- (o de vales reales en el XVIII: vid. Espina, 2000), tanto el mercado de crédito como el sistema monetario acababan tras estas etapas completamente descompuestos, de modo que las burbujas pueden considerarse un mal menor en comparación con la destrucción del capitalismo comercial y financiero, ya que, a la vista de lo ocurrido tras la crisis de la deuda de mediados de los años setenta del siglo XX, hoy sabemos que los países afectados por pánicos financieros (como Iberoamérica) quedan excluidos del mercado durante períodos que ahora se cuentan por decenios y entonces por siglos.

Es bien sabido que, en aras de preservar su papel como emisor de moneda internacional -imprescindible para obtener recursos con que financiar la aventura imperial y girarlos sobre las

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distintas plazas en que se necesitaban- la monarquía española renunció a manipular la moneda durante todo el siglo XVI y buena parte del XVII, financiando su déficit vía empréstitos, cuyo tipo de interés decayó a lo largo del siglo -tanto aquí como en Flandes, en donde a mediados de siglo habían caído a la mitad de los del comienzo, situándose en el 10,5-11% (Munro, 1999, p. 21)- pero cuyas exigencias de afianzamiento por parte de los banqueros (a través de asientos, consignaciones, encomiendas y ventas de oficios, o de la entrega de juros con descuento) crecieron a medida que aumentaba el nivel de apalancamiento y de percepción pública del riesgo sistémico. Refiriéndose a los prestamos conseguidos en Génova para financiar la campaña de Francia de 1544, Carande (1949) afirma:

ASus condiciones fueron, poco más o menos, las de aquellos años, en aquella plaza; más onerosas que las del decenio precedente, pero no las tiránicas que pronto imperarían...... A dos meses fecha del asiento y a poco más de uno del plazo de entrega se le adjudicaban a Grimaldi, sobre la suma anticipada en efectivo (46.500 ducados)... nada menos que 11.000 ducados de guante, más del 23 por ciento del préstamo, en concepto de precio del giro, por hacerse el pago fuera de Génova, mediante letras, y tener que cobrar en una tercera plaza, siempre en distinta moneda@.

Y eso además de contemplarse un interés del catorce por ciento anual en caso de demora en la devolución del principal (p. 33). A modo de represalia indiscriminada, a veces el emperador se liaba la manta a la cabeza, como, por ejemplo, en 1526 y 1535 ordenó a la

A...Casa de Contratación el secuestro de 800.000 ducados, entregando, en concepto de resguardo a los desposeídos mercaderes y a otros titulares de tesoros, privilegios de juro a razón de... un interés muy poco superior al 3 por 100 de las partidas secuestradas@ (p. 36).

O bien cuando el 1 de septiembre de 1575, a petición de las Cortes de Castilla, su hijo Felipe II declaró unilateral y retroactivamente ilegítimos todos los asientos suscritos por él mismo desde el 14 de noviembre de 1.560, (por haber faltado en su estipulación el requerido pie de igualdad entre los contratantes! (Ruiz Martín, 1990, p. 17).

El poder político aparece con toda nitidez en toda esta época como el principal foco de incertidumbre financiera, con la peculiaridad de que las arbitrariedades más inicuas las comete sobre sus propios súbditos. Ahora bien, como toda deuda (un pasivo) tiene como contrapartida un título de crédito (un activo), la bomba absorbente de deuda que fue la monarquía de España funcionó al mismo tiempo como bomba impelente de activos financieros, que dio lugar a la aparición de un incipiente sistema crediticio y financiero, junto con un mercado secundario en el que se cotizaba una gama de activos difícilmente imaginable hasta la etapa de innovación financiera de los años setenta y ochenta de este siglo-con la aparición de los Abonos basura@ y los hedge funds-. Carande (1949) ha explicado la causa de la gran aceptación durante todo el siglo de los juros, activos financieros creados por Juan II, que terminarían siendo la deuda pública consolidada de la corona de Castilla y que conocieron una primera etapa de expansión bajo los RR.CC., ya que con ellos se financió la conquista de Granada y las primeras expediciones ultramarinas:

ASu difusión arraiga a medida que las emisiones de títulos fiduciarios se suceden y la corona tiene que asignar, en su propia fuente, el pago periódico de un interés anual -juro propiamente dicho- situado sobre la cobranza de rentas reales, nominalmente enunciadas en los privilegios representativos de aquella deuda (p. 15).... El prestigio que gozaron fuera de España los ingresos del presupuesto de Castilla, es decir: las garantías ofrecidas por la hacienda del reino a sus acreedores, hizo posible que Carlos V costeara cumplidamente las empresas imperiales (p. 22).... La codicia de los banqueros y la penuria de los monarcas quedaban mutuamente satisfechas siempre que a la real palabra la respaldase la real hacienda. Ambos ingredientes sirvieron de acicate al tipo defectuoso de organización del crédito que culmina en el siglo XVI. Con él se financian interminables y pertinaces guerras, y mientras no surgen formas de empresa de constitución más firme, de base nacional, el destino de los créditos obtenidos y su oneroso precio, comprometen, indistintamente, la solvencia de los príncipes, la de sus acreedores y el bienestar de la comunidad (p. 24).... la colaboración de los banqueros la alcanzó Carlos V vinculándolos a los ingresos de este reino [de Castilla], más atrayentes

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que por su efectiva magnitud, por la sobreestimación dispensada, en primer término, a las remesas de las generosas Indias (p. 26).

Estamos ante un mercado financiero muy imperfecto, que no responde, como se ve, al supuesto de expectativas racionales: sobre unos ingresos de un millón de ducados al año al comienzo del reinado de Carlos V -que se multiplican por tres a lo largo del reinado- el emperador obtuvo crédito por un principal de cuarenta millones en 37 años. Siempre fue crédito a corto plazo:

A....entre dos meses y dos años, porque así lo exigía el origen de los fondos que los banqueros prestaban y las presuntas fechas de recaudación de los ingresos consignados en los asientos, pero desde el principio los pagos se difieren sin cesar y se dilata correlativamente la deuda engendrada en el servicio de intereses..... . Todo ello, que pone trabas al desarrollo del crédito, exalta lo asombroso del caso@.

La dinámica de relación entre la emisión de deuda pública y crédito a lo largo de todo el siglo es bien sencilla: la corona solicita anticipos de los ingresos esperados, bajo la forma de crédito a corto plazo, que se documenta a través del asiento. El asiento es un contrato por el que un particular recauda aquellas rentas por cuenta de la corona. Éste tipo de contrato admite la pignoración para compensar eventuales impagos; esto es: faculta a los acreedores a hacer detracciones sobre las rentas cuya recaudación tienen concertada (p. 37). Si al vencimiento del plazo concertado la corona no disponía de recursos (cosa que, dado el ritmo de crecimiento del déficit, se convirtió en lo natural) la deuda a corto plazo se transformaba en deuda a largo plazo, saldándola mediante la entrega de juros al quitar, que eran títulos de deuda consolidada y amortizable, emitidos bajo una modalidad de contrato cuya forma fue diseñada inicialmente por los RR. CC.:

A...fueron menester muchas cuantías de maravedíes que no se pudo sacar de rentas ordinarias..... por lo que nos hemos visto obligados a conseguir rentas de alcabalas y tercias, dando cada millar de juros a diez mil maravedíes con facultad que podamos quitar dicho juro o cualquier parte de él pagando lo que se ha pagado por él....Por ello Doña María de Toledo nos dio 200.000 maravedíes para nuestra guerra de Granada por las que recibiera anualmente 20.000 maravedíes hasta que se amorticen@ (Toboso, 1987, p. 57, nota 18).

Los juros al quitar se diferenciaban claramente de las mercedes -también denominadas juros, perpetuos o vitalicios- por el hecho de que los juros de deuda eran vendidos en el mercado -frente a las mercedes, que eran donadas-. Se diferenciaban también de los censos consignativos porque éstos eran títulos de renta fija privada (pagaban alcabala por su venta) mientras que aquellos eran un título de renta pública (no pagaban alcabala), que adoptaba la forma de anualidades en concepto de interés por el capital desembolsado. Los juros contaban con una garantía hipotecaría sobre rentas concretas de la corona, que al principio fuero sólo rentas fijas, pero más tarde gravaron también a los servicios votados en cortes -ordinario, extraordinario y millones- pero en este caso la emisión necesitaba el consentimiento de éstas. A las rentas que garantizaban los juros se las denominaba Ael situado@, porque los juros se situaban en la propia fuente de la renta para ser abonados en el lugar correspondiente antes de transferir el residuo a la hacienda real, cuando la renta era superior al situado, en cuyo caso se decía que había Acabimiento@, aunque a finales de siglo XVI prácticamente ninguna de las rentas ordinarias de la corona tenía cabimiento. En tales casos el Rey podía cambiar o mudar el situado, y , aunque teóricamente esta facultad se dirigía a situarlo mejor -y así parece haberse hecho hasta 1546-, más tarde se usó para otorgar privilegios (antelaciones) y a menudo sirvió para lo contrario.

Entre la emisión de títulos de deuda para ser vendidos directamente en los mercados y los emitidos para consolidar el crédito a corto plazo de los banqueros existió un mecanismo mixto consistente en entregar juros como forma de afianzamiento del crédito. Estos juros fueron de dos tipos. Tradicionalmente se habían venido utilizando los llamados juros de garantía o caución, que eran consolidables en caso de impago y situables directamente sobre una renta: situación que podía ser ordinaria y tener pleno valor facial; bien situada, que cotizaba por encima de la par, o incómoda,

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que cotizaba con descuento (a título de ejemplo, Ruiz Martín señala que los juros de la Casa de Contratación cotizaban al 50% a mediados del siglo XVI, después de los primeros secuestros de sus caudales por el Rey). Además, a instancia de los banqueros genoveses y como condición para adelantar caudales al contado, se abrió paso a partir de 1561 un tipo de juros automáticamente amortizables al vencimiento y pago de los créditos, a los que se denominó juros de resguardo, que adoptaron la forma de un préstamo Ade efectos castellanos@, lo que permitió diferenciar a los titulares de los asientos de los de la deuda -titulares estos últimos de juros ordinarios, estando obligados los primeros a pagar los intereses o juros- y a unos y otros de los banqueros del Rey, que operaban como Amanipuladores de los juros@ y a quienes se entregaban juros de resguardo (Ruiz Martín, 1990). La sofisticación de todos estos mecanismos no fue otra cosa que la innovación desarrollada por el incipiente sistema financiero para protegerse contra los incumplimientos, porque toda garantía llegó a ser insuficiente a medida que aumentaba la deuda contraída por los Austrias, cuya palabra no tuvo la menor validez en esta materia (Toboso, 1987, p. 57) y Afue violada tantas veces como la necesidad de dinero político@ les obligó a ello.

Usher situó en el siglo XIII italiano el descubrimiento y la primera etapa de regulación y florecimiento de los bancos de crédito con reserva fraccionaria. La regulación no había evitado la oleada de quiebras bancarias que se inició en Italia en 1341-1346 que, según Cipolla (1994), comenzó el tránsito entre la edad del cántico de las criaturas a la edad de la danza macabra, porque la gran crisis bancaria mediterránea del siglo catorce se adelantó tan sólo un par de años a la primera gran epidemia de peste negra, iniciando con ello una secuencia que vincula inexorablemente desde entonces los colapsos financieros (etapas con escasez de crédito, credit crunch, o mancamento della credenza) al inicio de casi todas las grandes fases de baja cíclica -de tipo maltusiano, hasta el siglo XIX, y del tipo descrito por Schumpeter y Kondratief desde entonces- y a las crisis más profundas y duraderas de la economía real: la descripción por parte de Cipolla de esta crisis, con su impacto en cascada sobre la quiebra de lo más granado de la economía manufacturera y comercial de la época, constituye el mejor precedente del análisis de Furman y Stiglitz (1998) sobre el impacto de la crisis financiera de 1997 en las economías emergentes de Asia, cuyas consecuencias sobre el conjunto de la economía mundial han hecho plantearse por primera vez la necesidad de un sistema de quiebra administrado a escala internacional en el que tenga cabida la insolvencia de los entes soberanos (Miller-Stiglitz, 1999).

Fue precisamente Luis Saravia de la Calle en su Instrucción de Mercaderes de 1544 quien señaló por primera vez directamente que la práctica del crédito basado en la utilización de una parte de los depósitos irregulares (manteniendo sólo reserva fraccionaria) se debía a la coincidencia de intereses entre los monarcas, necesitados de numerario, y los banqueros, que precisaban de autorización real para hacerlo: los grandes banqueros sevillanos de comienzos de siglo XVI precisaron de privilegios concedidos tanto por la ciudad como por el emperador Carlos V. Saravia relacionó la inflación con la fácil creación de dinero por parte de estos banqueros, y ello no sólo por el aumento de la cantidad de dinero en circulación, sino por los elevados intereses que percibían (del 7 al 10%, como en Flandes). De no existir banqueros (logreros, los llamaba) Acada uno trataría con su dinero en lo que pudiese y no en más, y así valdrían las cosas en el justo precio y no se cargarían más de lo que vale al contado@ (citado por Huerta de Soto, 1998).

La teoría completa del sistema bancario la estableció Tomás de Mercado en su suma de Tratos y Contratos de 1571, en donde observaba claramente que esta forma de banca no precisa cobrar comisiones porque con la moneda depositada realiza negocios muy lucrativos. En orden a consolidar la actividad (y para evitar caer en pecado), Mercado recomienda controlar dos parámetros: el coeficiente de reserva fraccionaria (Ano despojar tanto el banco que no puedan pagar luego los libramientos@) y el nivel de riesgo derivado de la calidad de la cartera de créditos (Ano se metan en negocios peligrosos@), elogiando la regulación por la que se prohibió a los banqueros tener

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sus propios negocios particulares -al estilo RUMASA, diríamos hoy-, imputando implícitamente la causa de alzamientos y quiebras a la elevada concentración de riesgo:

A....que de ahora en adelante se atengan a su específico cometido concerniente sólo al dinero...., que no los pueda tener una sola persona, sino que sean dos al menos,... y que antes de ejercer.. den fianzas bastantes@ (Ley 12, tit. 18, libro 5 de la Nueva Recopilación, de 6 de Junio de 1554, citado por Huerta de Soto, 1998)

Esta actividad regulatoria emprendida por la corona en el momento mismo del tránsito entre reinados habría resultado encomiable si no fuera porque toda la política financiera del quinquenio 1552-1556 estuvo dominada por los agobios financieros de la monarquía, descritos magistralmente -y hasta con el debido nivel de suspense- por Ramón Carande en su discurso de ingreso a la Real Academia de la Historia (1949, p. 53 y ss.): como consecuencia de haber agotado su crédito, en 1552 la corona estaba pagando en Génova por el dinero un 7% de prima, más un 15% de giro, más un 15% de intereses intercalarios, y aún así no lo conseguía. Era esto lo que había hecho que en Castilla las letras, que habían venido pagándose al 9-10%, anduviesen al 30-31%, debido al aumento en espiral del riesgo-país en el momento en que el mismo emperador se veía obligado a escapar de Alemania huyendo de sus acreedores.

Se trata del momento en que aparece por primera vez con toda rotundidad la abierta inconsistencia entre el conjunto de políticas que se habían venido practicando. En síntesis y palabras actuales, esta política trataba de mantener un elevado déficit público y un nivel creciente de deuda externa denominada en moneda doméstica no convertible; impedir saldar con transferencias de capital (en forma de saca de metales preciosos) el déficit de la balanza de pagos inherente a tal política, obligando a reinvertir tales fondos en Castilla o convertirlos en demanda de exportaciones, al mismo tiempo que la escasez de fondos para la inversión productiva deterioraba rápidamente la competitividad de las empresas y de los productos interiores . Una pieza esencial de esta política consistió en el anclaje del tipo de cambio de la moneda interna -el real de vellón y la calderilla- a la moneda internacional de plata -el real de a ocho (Cipolla, 1999)-, con lo que se hizo imposible recuperar la competitividad de los productos castellanos a través de la devaluación (ya que una política de tipo de cambio más realista, aunque fuera de todo control, no se aplicaría hasta el siglo XVII). Además, como buena parte de la deuda externa era a corto plazo -como en muchos mercados emergentes antes de la crisis asiática de 1997-, la Hacienda estaba obligada a refinanciar anualmente deuda por dos millones de ducados, mientras los ingresos totales sólo ascendían a uno y medio, lo que ampliaba las fluctuaciones de precios en el mercado del dinero, ya sometido a la incertidumbre creciente de las llegadas de metales de América.

De aquella encrucijada final del reinado del emperador se salió actuando Antonio Fúcar como prestamista de última instancia y liberalizando el monarca la política de control de capitales, autorizando sacas de metal equivalentes al valor de cada operación de refinanciación. Así se sentaron las reglas del juego que iban a regir durante la segunda mitad del siglo. Ese y no otro fue el momento elegido por los dos monarcas -padre e hijo- y la Regente para iniciar la regulación del sistema bancario interior, tratando de aislarlo del resto de la economía, aunque no se pueda distinguir entre la intencionalidad prudencial de la normativa (Ala utilización de los depósitos en forma de préstamos resulta legítima -diría Domingo de Soto en 1556 y, más tarde, Luis de Molina-, siempre y cuando éstos se efectúen de manera prudente@6), y el afán por evitar el contagio hacia la economía real de las sucesivas bancarrotas que el Príncipe -conocedor por el contador Luis Ortiz de las cuentas que le dejaba su padre- sabía inevitables.

Pero la pretensión prudencial iba a resultar fallida debido al nexo inextricable entre un sistema financiero diseñado ad hoc para financiar una política económicamente inconmensurable y un sistema bancario basado en el depósito irregular con reserva fraccionaria, que se vería arrastrado en su capacidad de creación de dinero por las continuas demandas de un poder político que actuaba al mismo tiempo como regulador y deudor, disponiendo de facultades para establecer nuevas

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obligaciones y del poder coactivo para imponer sus pretensiones, en ausencia de toda transparencia y control externos. La falta de diferenciación entre los sistemas bancario y financiero facultó al primero para trasladar el riesgo hacia los depositantes y para recuperar rápidamente sus inversiones, ya que desde 1608 se prohibió el depósito a interés fijo (Toboso, 1987, p. 213).

2.- Deuda pública, demanda de dinero y mercados de activos financieros.

Hasta 1599 la monarquía cumplió con su propósito de garantizar la estabilidad de las monedas, ya que no se habían tocado sus contenidos metálicos ni sus paridades, pero ese año se suprimió la plata y se redujo a la mitad el valor intrínseco de cobre contenido en las monedas de vellón, lo que en términos reales significaba una revaluación del 50% (el metal que antes valía 140 pasó a valer 280 Mrvds.), al mismo tiempo que se emitían 22 millones de ducados de vellón en tan sólo siete años; esto es, tras los arreglos de la deuda de 1598, que debieron dañar gravemente ese mercado y mermar considerablemente la función de medio de cambio que habían llegado a desempeñar los juros, se intentó que el vellón los sustituyese, convirtiéndolo en moneda fiduciaria, de modo que lo que se hacía realmente en cada operación de manipulación era devaluarlo en relación con la moneda de plata, que siguió operando como patrón, aunque sólo se usase en las transacciones mercantiles internacionales y no sirviera como Adinero político@, que requería oro para pagar la soldada de los ejércitos mercenarios (Ruiz Martín, 1990). Mientras estas prácticas se mantuvieron bajo control, la política monetaria implícita en las mismas tuvo la funcionalidad de contrarrestar el efecto deflacionista del drenaje de la moneda de plata, consecuencia del déficit del comercio exterior, y de la progresiva desaceleración de la demanda agregada, derivada del estancamiento demográfico.

Véanse los GRÁFICOS 1, 2, 3 y 4 al final del texto, antes de las notas

Sin embargo, la autocontención de la política monetaria tampoco había de durar mucho tiempo, porque la degradación de la moneda de cobre en 1599 no fue más que el comienzo de una práctica en la que la Hacienda del Rey acabaría siendo experta: como la Alicia de Lewis Carol, el monarca español terminó pensando que la palabra vellón significaba exactamente lo que él deseaba que significase, con lo que destruyó el fenómeno al que Keynes denominaría Aespejismo monetario@, dado que la tosquedad de tales prácticas provocó la afloración de Aexpectativas racionales@ por parte del público, que anticipaban los efectos inflacionistas de cada operación de resello y, al descontar tales efectos, la política monetaria perdió toda capacidad de producir efectos reales, como sucedería también durante el último tercio del siglo XX, tras la utilización abusiva de las políticas expansivas de gestión de la demanda en las que se incurrió durante la segunda posguerra, lo que ha obligado ahora a adoptar políticas monetarias rigurosas.

Naturalmente esto sirvió para que los españoles más avisados entendieran que el crecimiento de la riqueza en la Castilla del XVI y el XVII había llegado a convertirse en virtual porque, al no invertirse los recursos en forma productiva, los valores contables se separaban cada vez más de la productividad que se obtenía realmente de los activos. Y ese carácter virtual llegó a impregnar toda la cultura de la época: ANo parece sino que se hayan querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que vivan fuera de su orden natural@, como afirmaba Martín González de Cellorigo en su Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España, del año 1600 (citado por Maravall, 1981, p. 159). Se trata del mundo de encantamiento que en esas mismas fechas estaba siendo recreado por Cervantes en el Quijote.

El papel de la deuda pública en todo este proceso resultó crucial. Los gráficos 1 y 2 y el cuadro 1 presentan una síntesis de lo que fue el mercado de deuda pública castellana durante el siglo

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XVI. Estos gráficos se basan en la información recogida y analizada por Toboso (1987), de la cual se desprende que -tras el saneamiento y la supresión de mercedes realizada por los RR. CC. en las Cortes de Toledo de 1480, que dejó reducido el servicio total de la deuda castellana al treinta por ciento de los ingresos ordinarios- en 1504 los intereses ascendían a 112,4 millones de maravedís (el 35% de los ingresos ordinarios). A lo largo del siglo XVI esta cantidad se multiplicaría por 15, alcanzando en 1598 la cifra de 1.737,9 millones de maravedises (esto es, pasó de 300.000 a 4,63 millones de ducados de 375 Mrvds., como se observa en el Cuadro 1).

CUADRO 1.- VALOR DE LOS JUROS EN DUCADOS7

RÉDITO DEL VALOR DEL TIPO MEDIO

AÑO SITUADO CAPITAL DE INTERÉS

1504 299.633 2.996.332 10,0 1516 349.608 3.591.669 9,7 1526 497.480 5.229.983 9,5 1548 863.197 9.565.406 9,0 1554 878.211 10.121.172 8,7 1560 1.468.499 17.629.510 8,3 1573 2.751.714 36.314.060 7,6 1594 3.815.631 59.971.643 6,4 1598 4.634285 55.415.135 8,4 1623 5.600.000 112.000.000 5,0 1637 6.418.746 128.374.920 5,0 1667 9.147.241 182.944.820 5,0 1669 9.986.513 199.730.260 5,0 1687 11.149.421 222.988.411 5,0 1714 19.571.469 652.375.779 3,0 1727 19.047.655 634.915.474 3,0 1737 18.432.606 614.420.198 3,0 1755 16.072.571 535.752.373 3,0 1818 3.360.000 114.240.000 2,9 1851 6.923.307 144.704.000 4,8

El gráfico 2 y el cuadro 1 muestran el descenso del tipo de interés medio de la deuda y la intensidad creciente de las emisiones -o, más bien, del aumento medio anual del servicio de la deuda- en once períodos desde antes de la coronación de Carlos V hasta el ajuste realizado tras la cuarta y última bancarrota de Felipe II en 1596-98, antes de la coronación de Felipe III. Puede observarse que también al término del reinado de su padre Felipe II había tenido que realizar un fuerte ajuste financiero, que fue seguido de veinte años de fuerte expansión del crédito durante la etapa de agudización de conflictos del tercer cuarto del siglo, que consumieron crédito a un ritmo enfebrecido. Ritmo que durante el último cuarto descendió sólo en apariencia, a juzgar por el ajuste al que hubo que hacer frente a su muerte, mediante el que afloraron y se regularizaron compromisos encubiertos bajo la forma de crédito a más corto plazo y el desbordamiento del situado en todas las rentas a lo largo del reinado del mal llamado Rey Prudente, ya que a la luz de estas cifras no parece que estuviera adornado de virtudes financieramente prudenciales.

En principio, los intereses de la deuda habían sido fijos, entre el 2,5% y el 10% (en la terminología de la época: de 40.000 a 10.000 Mrvds. el millar). Todos los registros disponibles indican que más del 80% de los juros al quitar se distribuían entre dos clases: la de 20.000 y la de

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14.000 Mrvds. por millar (con tipos del 5 y del 7,14%), mientras que los juros donados eran de 8.000 y 7.000 por millar (14,3% y 12,5%), de modo que en 1545 estos últimos todavía suponían el mayor peso del rédito total de juros (57%), aún cuando, valorando su capital nominal a aquellos tipos, sólo supusieran el 40%, para caer en 1594 a representar un 14 y un 7%, respectivamente (y a un 19% y un 12%, tras los arreglos de 1598, que resultaron más gravosos para la deuda que para las mercedes).

Sólo puede hablarse de deuda pública strictu sensu cuando nos referimos a los juros al quitar, que eran títulos consolidados, amortizables y transferibles, aunque en forma nominativa, sometiéndose la anotación al pago de un mínimo derecho de transmisión.

Sin embargo, para evaluar el monto total de los compromisos financieros de la corona se incluyen también en todas estas estimaciones los juros de heredad, o perpetuos, y los de merced, o vitalicios, que constituían una proporción importante a comienzos de siglo, para decaer después. A finales del siglo XV y comienzos del XVI tanto unos como otros juros valían a 10.000 el millar, esto es, se les imputaba un tipo de interés del 10%. Esto se encuentra bien documentado: a ese tipo redimieron los RR.CC. sus juros de Casamiento en 1480 y vendieron los últimos juros de heredad y los primeros juros al quitar de la guerra de Granada (Toboso, 1987, pp. 53-56). En 1554 el tipo medio de los juros al quitar había caído a 6,25% y el tipo medio total a 8,68%; en 1594, a 5,85 y 6,36, respectivamente, imputando en ambos casos a los juros de heredad el valor medio de los vitalicios, que era de 7.500 por millar (Ibíd. pp. 97 y 135). Calculando a esos tipos de interés el valor nominal teórico de la masa representada por los réditos totales de los juros en 1504 y 1594 la deuda de la corona se habría multiplicado por 20, pasando de 3 a 60 millones de ducados (o de 1,1 a 22,5 miles de millones de Mvds: vid. Gráfico 1 y Cuadro 1), en un momento en que los ingresos totales -incluidos los conseguidos por medidas arbitrarias, que llegaron a hacerse más o menos habituales- no debían superar un año con otro los doce millones de ducados. O sea, el nominal de la deuda habría llegado a multiplicar por cinco los ingresos y el servicio de aquella a representar aproximadamente el 39% de los ingresos de la corona en 1594, aunque en 1598, mediante los arreglos realizados con motivo de la coronación de Felipe III, se redujera al 32%8.

Para evaluar el impacto de estas cargas conviene hacer una comparación con este tipo de situaciones a finales del siglo XX. En su reunión de junio de 1999 los líderes del G7 consideraron que el nivel máximo de ingresos públicos que pueden soportar los países menos desarrollados y más endeudados de la tierra (HIPC=s) se sitúa entre el 10 y el 15% de su PIB, mientras que el nivel máximo admisible para el nominal de la deuda se encuentra entre el 200 y el 250% de los ingresos públicos (Financial Times, 7-VI-1999), lo que significa un entorno entre el 20 y el 37,5% del PIB. Por su parte, en el diseño inicial de la iniciativa HIPC el límite del servicio de la deuda externa como proporción de los ingresos se situaba en el 20%, mientras que el movimiento Jubileo 2.000 pugna por situarlo en el 10% (Ibíd. 16-VI). Domínguez Ortiz (1973, p. 354) estima que a fines del siglo XVI la presión fiscal castellana se situaba precisamente en el centro del entorno delimitado por el G7 (13%), mientras que en el gráfico 2 el nominal de la deuda pública representaba en 1594 el 500% de sus ingresos (22.500 frente a 4.500 millones de Mrvds.), el doble del nivel máximo de la ratio G7 para deuda/ingresos públicos y casi el doble (un 65%) de la ratio deuda/PIB. Así pues, Castilla no hubiera resultado elegible para la iniciativa HIPC, porque su credibilidad financiera relativa se habría situado por debajo de la Uganda actual, primer país en incorporarse a aquella. Aunque el deterioro fiscal del país desde la llegada al trono de Carlos V había sido grande, tampoco hubiera resultado elegible en 1516, cuando el nominal de la deuda suponía ya el 360% de los ingresos (que ascendían a un millón de ducados, o 375 millones de Mrvds.).

Todo hace pensar que la capacidad de carga fiscal de la economía castellana de entonces se encontraba más próxima a la de los países subdesarrollados actuales que a la de los países de la UEM (Flynn-Giráldez, 1996), aunque sólo sea porque el nivel medio del sector público europeo en 1990 rondaba el 50% del PIB, cuatro veces el de la Castilla de entonces. Si no fuera así y

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abriésemos el abanico de la situación sostenible de las finanzas públicas a los criterios definidos por el Tratado de Maastricht, al final del siglo XVI Castilla todavía lo cumpliría razonablemente, ya que su inflación de precios al consumo media (aunque extremadamente variable) había venido siendo durante el último tercio del siglo del 1,24% anual, el volumen de deuda en circulación era sólo ligeramente superior al 60% del PIB y la moneda interior había sido estable desde que en 1552 se rebajara el contenido de plata de la calderilla (para evitar la fuga de la moneda con aleación de cobre y plata).

No resulta fácil pronunciarse acerca del criterio de déficit público, porque el régimen fiscal de entonces no resultaba equiparable al actual, ya que los servicios concedidos por las Cortes -y su consentimiento para emitir moneda y deuda contra los llamados ingresos extraordinarios o servicios- se han convertido actualmente en los presupuestos anuales del Estado. Aparentemente, los ingresos totales de la corona crecieron a una tasa anual del 3% a lo largo del siglo, prácticamente al mismo ritmo que el servicio de la deuda (que actuaba como motor de los ingresos, ya que lo habitual era, como vimos, contraer primero compromisos financieros a corto plazo dando juros en garantía, que se convertirían después en deuda consolidada y se situarían sobre alguna fuente de renta, ya existente o nueva). En síntesis, si el peso de la deuda respecto al PIB llegó a ser del 65% y se había duplicado durante los ochenta años de reinado de los dos primeros Austrias, las necesidades de financiación anuales no financiadas con ingresos corrientes, ordinarios o extraordinarios -equivalentes al crecimiento anual de la deuda- no pudieron superar el 0,5% del PIB. Incluso si todo el crecimiento se imputa al reinado de Felipe II, el límite subiría al 1%, la tercera parte del déficit considerado excesivo por el Tratado de Maastricht.

Pero hay muchas razones para no razonar en términos del Tratado de Maastricht, la primera de ellas es que la regresividad absoluta de la fiscalidad del Antiguo Régimen -abrumadora para los más y nula para los "señores de vasallos"-, hacía recaer la carga exclusivamente sobre los pecheros, lo que favoreció la concentración de patrimonio rural desde finales del siglo XVI, en la que puede considerarse como la primera etapa de concentración de la propiedad rural castellana, a partir del momento en que el "astronómico" servicio de ocho millones de ducados exigido por Felipe II en 1589 para recomponer la Armada Invencible echó a muchos pueblos en manos de los terratenientes, que actuaban como prestamistas, al no poder levantar a su vencimiento las hipotecas con que tuvieron que gravar sus pastos públicos para pagar una derrama cuya recaudación fue exigida en sólo cinco años. Como la medida no fue algo aislado, sino que vino a acumularse a la venta de los baldíos realengos y de las tierras pertenecientes a la corona, -llevada a cabo entre 1580 y 1595- cabe afirmar que la exención fiscal de los hidalgos -junto a la resistencia fiscal de los ricoshombres- y el desajuste presupuestario de los gobiernos sirvieron tradicionalmente en España para concentrar el poder económico en manos de una oligarquía cuyas sucesivas oleadas acabarían superponiéndose en capas, hasta formar el tronco de una pirámide invertida en cuya base nunca dejaría de estar la nobleza titulada.

Los gráficos 1 y 2 muestran que el paroxismo del proceso de endeudamiento durante el siglo XVI se alcanzó a lo largo del reinado de Felipe II, ya que entre 1552 y 1594 el nominal de los juros al quitar creció a una tasa anual del 6%, pese a la caída del tipo de interés. En cambio, si imputamos los ajustes realizados hasta 1560 a los desarreglos originados en el reinado de su padre, como se hace en el gráfico 3, el crecimiento anual del rédito de todos los juros entre 1560 y 1594 habría sido del 2,9%, frente a un 3,3% registrado entre 1516 y 1560. Indudablemente esta insaciable voracidad de gasto de la corona no se explica sin la evolución experimentada, a su vez, por los ingresos obtenidos de América, de modo que puede hablarse del carácter endógeno de la oferta de moneda de plata -alimentada por las excelentes oportunidades de arbitraje proporcionadas por la fuerte demanda de este metal originada en China (Flynn-Giráldez, 1996; Cipolla, 1999)- tanto por razones económicas como derivadas de las necesidades de financiación del esfuerzo bélico, que se situó en el centro mismo de la cadena causa-efecto de los fenómenos inflacionista y monetario. En

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efecto, como señalara Carande y ha documentado Álvarez Nogal (1997), las rentas más apetecidas por los acreedores para garantizar el crédito eran las del tesoro americano que llegaba periódicamente en flotas a la Casa de Contratación de Sevilla (hasta que la incompatibilidad de intereses entre el comercio privado y la corona convirtió en insostenible el mantenimiento de esta forma de organización del tráfico). Por eso no es de extrañar que estas rentas constituyeran la base efectiva para el crédito contraído por la corona a corto plazo a lo largo de todo el siglo XVI, hasta el punto de que la cifra acumulada de metales llegados a Sevilla para la corona entre 1504 y 1594 (23,3 millardos de Mvds) coincide casi exactamente con el aumento del nominal de los juros durante el mismo período (21,4 millardos). La relación todavía es más significativa entre 1546 y 1595, período para el que la cifra acumulada de metal ascendió a 20,8 millardos de maravedíes y la de los juros a 18,9 millones (Gráfico 1).

Y es que el crédito del soberano no tenía otro fundamento que la suposición de solvencia, aunque ésta no se basase en cálculo económico alguno ni se apoyase en la más mínima transparencia en lo relativo a las cuentas de la corona. Eso sí, la contrapartida consistió en que el monarca afianzase sus contratos de crédito comprometiendo las rentas futuras mediante asientos, por mucho que éstos dejasen de tener cabimiento a finales del XVI. Sometidos, pues, a un Arégimen de trampa adelante@, el despropósito financiero consumado por el grupo de banqueros alemanes, genoveses y flamencos más expertos de Europa -de cuya impaciencia ya se burlara el príncipe Felipe diciendo A...que esperar habrían, pues intereses cobraban@ (Carande, 1949, p. 40)- explica que a mediados del siglo XVI los banqueros de la corona española empezaran a perder crédito en el exterior y solicitasen insistentemente autorizaciones de saca (p. 51), que tuvieron que generalizarse a partir de 1566, y, sobre todo, tras la claudicación de Felipe II ante los banqueros genoveses, una vez fracasado el intento de expolio de 1575, que tuvo que resolverse a través del Medio General de 1577, por el que el Rey se vio obligado a tragarse sus propósitos y a reconocer sus compromisos anteriores (Ruiz Martín, 1990, pp. 15-29). En ningún caso, sin embargo, llegó la monarquía a conceder el privilegio de emisión de moneda, ni siquiera cuando el factor general y visitador de los herederos de Marcos y Cristóbal Fúcar, J.J. Holzapfel, solicitó autorización para labrar un millón de ducados en 1630 (Matilla, I, 175-77) como única forma de evitar la suspensión de pagos del banquero favorito de las dos casas de Austria, cosa que acabaría ocurriendo en 1637, año en que Felipe IV suspendió las ejecuciones de los acreedores y puso al banco bajo la dependencia de una Junta administradora.

Todo ello pone de manifiesto que la cantidad de dinero -definido en sentido amplio, para incluir el conjunto de medios de pago en circulación- se comportó también de forma relativamente endógena, satisfaciendo una demanda creciente proveniente tanto del crecimiento económico real como de la política de gasto público deficitario y no productivo. A comienzos del siglo XVI la demanda de deuda era tan elevada que los juros emitidos a finales del siglo XV a 10.000 por millar (con un tipo de interés del 10%) se vendían en el mercado secundario a 14.000 y 16.000 (a un tipo entre el 7 y el 6,5%), de modo que en 1504 la corona ya pudo emitir nuevos juros a 17.500 (6%) (Toboso, 1987, p. 66); la coordinación entre la cotización y el descenso del tipo de interés en las nuevas emisiones permitió que hasta 1566 los juros se colocaron a la par en el mercado secundario. Esto indica que existía espejismo monetario y que la inflación provocada por la expansión de la oferta monetaria reducía los tipos de interés, lo que coincide con lo que pensaba Keynes, frente a la posición de Hayek (1932), quien operaba bajo el supuesto de expectativas racionales y mercados perfectos: Acomo la venta en el mercado secundario de un valor con vencimiento a largo plazo no implica el cumplimiento del contrato y la cuantía de la amortización está dada, el titulo cotizará menos si se espera que descienda el valor de la moneda@. Pero lo que ocurrió durante la primera mitad del siglo XVI fue lo contrario; en cambio, durante la segunda mitad las cosas se complicaron un poco puesto que, mientras las nuevas emisiones siguieron haciéndose a tipos de interés descendentes hasta finales de siglo, en el mercado secundario los títulos se cotizaron con una depreciación creciente (Toboso, 1987, pp. 68 y 81), cayendo su precio y aumentando su rentabilidad

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nominal, fenómeno que estuvo mucho más relacionado con la elevación del nivel de riesgo y la mejor información disponible que con la marcha de la inflación, ya que ésta se estaba desacelerando. Por muy grande que fuera la falta de transparencia, cada vez eran más los que descubrían que el Rey estaba desnudo, y a medida que esto ocurría, la gente abandonaba el mercado. Al final, tuvo que ser el propio monarca quien estableciese el tipo de interés9, imponiendo la colocación de las cantidades de papel no a través del mercado, sino mediante colocaciones forzosas.

Así pues, la cantidad de dinero aumentó también bajo la forma de una enorme cantidad de activos líquidos financieros en manos del público (ALPF), con diferentes grados de liquidez y rentabilidad, para los que sólo tenemos noticia detallada de los títulos públicos, que fueron por sí mismos tan importantes en cuantía como la masa de metales preciosos ingresada por la corona, pero que evidentemente constituyeron tan sólo una pequeña parte de los ALPF (porque no tenemos idea precisa ni estimativa sobre la cuantía que representaban las letras ni los censos consignativos, a no ser por el escándalo que su proliferación producía en los escritos de los economistas). La falta de transparencia en las cuentas públicas, la ausencia de cualquier diferenciación o autonomía -e incluso la superposición expresamente buscada- entre la capacidad coactiva propia del poder político ejecutivo del monarca, su carácter de máxima autoridad como regulador económico, el monopolio de que disfrutaba en la emisión de moneda, y su posición como acreedor singularmente significativo en el mercado del dinero, fueron otros tantos obstáculos para la existencia misma del mercado monetario.

Si podemos seguir hablando de mercado es porque el sistema crediticio acabó quedando en manos de extranjeros, que fueron desplazando paulatinamente a los castellanos como titulares de los asientos, o, lo que viene a ser lo mismo, como creadores del mercado de deuda. Esto pudo servir como paliativo de aquella superposición y someter al Rey a una cierta disciplina, ya que eran ellos los únicos que estaban medianamente a cubierto de la autoridad arbitraria -de ahí que ya Carlos V tratase a sus banqueros con una obsequiosidad que sorprendía a todos-. Esta falta de subordinación concedió a los banqueros foráneos una fuerte ventaja competitiva respecto a los nativos, que hizo fracasar el intento de desplazamiento de aquellos por los castellanos, planteado por las Cortes en 1573-75, al permitir a los genoveses exigir la percepción del beneficio de todas las operaciones financieras a priori, descontando parte del tipo de interés y las comisiones del principal o los derechos de giro en el momento de la concesión del crédito, posición que habría de resultar inexpugnable para sus competidores nativos, a los que en 1597 habían desplazado por completo del sistema de crédito público (Ruiz Martín, 1990). Ya desde mediados del siglo XVI el monarca sólo pudo obtener recursos mediante la entrega como garantía de juros con descuento, o prima negativa (premio o quebranto), de modo que el valor facial de los juros entregados en contrapartida del crédito era siempre un múltiplo del valor del principal, quedando de este modo disfrazada la burbuja financiera en el primer nivel de la cadena de emisión.

3.- El Rey está desnudo, o la quiebra de la economía virtual en el siglo XVII

La dinámica del proceso es la característica de toda economía virtual. Supongamos, por ejemplo, que en la emisión de juros con descuento se aplicaba un múltiplo de dos, cosa que dependía de la situación del mercado (que, como vimos, ya a finales de los años treinta exigía un tipo de interés doble del legalmente autorizado como máximo), del crédito de que disfrutara el monarca en cada momento y del grado de aprieto por el que atravesara, circunstancias que determinaban la capacidad de negociación efectiva de las partes. La operación funcionaba más o menos así: la Hacienda tomaba una cantidad a crédito, pagándola en juros de 20.000 por millar. El acreedor los compraba realmente a 8.000, 10.000 o 14.000 (Toboso, 1987, p. 163), porque recibía títulos por

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valor facial doble del principal del préstamo (para abonarle la comisión y el giro, real o ficticio, este último denominado Acambio seco@) y los vendía a su valor nominal en el mercado, situándolos en las rentas que servían de garantía. Así, en realidad la corona pagaba un cinco por ciento sobre el valor facial pero un diez por ciento de interés sobre el préstamo efectivamente percibido -esto es, en la Asegunda contabilidad@ o economía virtual del monarca el valor real del título no era más que de 10.000, aunque su valor nominal fuera de 20.000 al millar-.

La situación resultaba financieramente explosiva, pero el monarca conservaba en sus manos el poder político absoluto, que es el que a la larga le permitía ir saliendo de apuros, utilizando con profusión sus facultades confiscatorias y el ejercicio arbitrario de todo un catálogo de expedientes que constituye un verdadero Acódigo de malas practicas financieras@. La burbuja se pinchaba periódicamente devaluando los títulos a su valor real, convirtiendo los títulos a plazo fijo en consolidados, suspendiendo el pago de los juros y modificando a voluntad el valor facial de los ya emitidos (crecimiento). Como la cotización de los títulos en el mercado secundario dependía de la calidad de la garantía (las rentas del situado) y de su grado de saneamiento (el cabimiento, o la falta del mismo), el cambio del situado se utilizaba como forma de depreciación encubierta. La arbitrariedad y el incumplimiento de las obligaciones del monarca acabó perturbando gravemente el funcionamiento del mercado secundario.

Cuando esto no fue suficiente, se actuó también sobre el mercado primario: emitiendo empréstitos forzosos, imponiendo la suscripción obligatoria y a tipos de interés discrecionales, o entregando juros a cambio de la confiscación de propiedades. En este caso los juros se emitían a un tipo de interés muy por debajo del de mercado, lo que inflaba indirectamente su valor: al tipo habitual del 3%, el valor ascendía a 33.333 por millar (razón por la que Patiño establecería ese límite durante el siglo siguiente). Generalmente los títulos emitidos en contrapartida del secuestro de propiedad privada comportaban el compromiso de amortización en plazo breve, pero siempre se incumplía. Naturalmente todo esto tenía un límite: el riesgo de expropiación de los metales que llegaban en la flota con destinos privados llegó a hacerse tan elevado que nadie quiso utilizarla y terminó desapareciendo por falta de recaudación del Aimpuesto de avería@- con el que se financiaba-, que llegó a ser del 12% de los valores declarados en 1647 (Álvarez Nogal, 1997, p. 107). Esto es, como no había derecho a voz, en este caso los comerciantes adoptaron la decisión de salida. Pero esta solución no siempre resultaba factible para los súbditos. La discriminación en el trato dado a unos y otros y la pérdida de competitividad que ello representaba para las empresas castellanas la reflejaba Sancho de Moncada (1619), haciéndose eco del sentir general:

AEl tercer daño es el tan lamentado en España, que afana y paga tantos tributos y alcabalas, y millones para los extranjeros, pues de sólo el servicio de millones pasado se dice se les consignaron a seiscientos mil ducados al año de corridos de asientos, y no es mucho, pues dicen que de intereses llevan a veces a ocho, y a veces a doce por 100, y mas de otros diez o doce de cambios, siendo refrán suyo ordinario: Fan no sentir la utile al Re di Spagna. Y como informó a V. Majestad la villa de Medina en el memorial del año 1606, que he referido algunas veces, desde el año de 1569 usaron socorrer al Rey nuestro señor, tomando en resguardo juros, condicionando en los asientos que al tiempo de la paga cumpliesen con volver otros tantos juros, y los que tomaban en resguardo vendían por vidas, y con el dinero que así sacaban hacían el socorro, y al tiempo de la paga buscaban juros incobrables que compraban a ocho y a nueve, y los volvían a su Majestad por todo el valor riguroso. Y reconociendo el Reino este daño, fue la condición veintiuna del ultimo servicio de millones. Que es notorio que la principal causa que tiene a su Majestad y a su Real hacienda en el estado y empeño en que está, es los asientos que se han hecho con extranjeros y hombres de negocios, por los excesivos intereses que de ellos han llevado. Y para que este daño no pase adelante, se pone por condición, que su Majestad se ha de servir en cuanto se pudiere, de no hacer asientos con extranjeros, ni naturales de los Reinos....”

Pedir eso cincuenta años después del intento fallido de Felipe II de prescindir de los genoveses era tanto como pedir al Rey un comportamiento financiero saneado, lo que implicaba abandonar la política de gasto necesaria par sostener el imperio. En caso contrario, había que seguir

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alimentando la economía de burbuja. En 1594 la depreciación media en el mercado secundario de los dos tipos de juros más frecuentes había llegado a ser la siguiente: los de 20.000 el millar cotizaban con un descuento del 20% si estaban situados en el encabezamiento o los maestrazgos y con el 28,5% si se situaban en otras rentas arrendadas; como es lógico, los de 14.000 -más baratos, con un interés del 7,14%- tenían menos descuento: un 7,2 y un 14,3% (valían 12.000 y 13.000 al millar, respectivamente). Por eso, a la muerte de Felipe II la reordenación de la deuda hizo aflorar esa situación reduciendo el valor nominal de los títulos para equipararlo al de mercado, lo que significó una depreciación media del 24%, pasando el valor medio de los juros de 15.700 a 11.900 el millar (y el tipo de interés medio de 6,4 a 8,4%).

Pues bien, lo ocurrido durante el siglo XVI resulta modesto en comparación con lo que quedaba por ver: a la llegada de Felipe III al trono en 1598 los 1,74 millardos de Mrvds. (4,6 millones de ducados) en que había quedado fijado el servicio total de la deuda tras la última bancarrota de su padre significaban aproximadamente la mitad de los ingresos corrientes (que ascendían a 9,7 millones de ducados) y representaban una carga dos veces y media superior al límite inicial establecido por la iniciativa HIPC. El nuevo monarca tuvo que solicitar ya desde las Cortes de 1600 la prórroga del servicio de millones, lo que no impidió la nueva bancarrota en 1607 y el consiguiente arreglo con los banqueros, por el que los tipos de interés de los juros al quitar pasaron del 7,1% al 5% (con un nuevo crecimiento de su precio de 14.000 a 20.000 el millar), situación que iría adquiriendo carácter general entre 1608 y 1621. Este año coincide con el final de su reinado y la coronación de Felipe IV, quien, al prohibir vender los juros a un interés superior al 5%, destruyó de hecho el mercado secundario con carácter irreversible, dado el carácter paroxístico de las emisiones y las manipulaciones de la deuda a partir de entonces.

El nuevo reinado registró una verdadera inundación de juros, que se emitieron masivamente como expediente para salir de las cuatro bancarrotas decretadas por Felipe IV (en 1627, 1647, 1652 y 1662). En paralelo con la desaparición del mercado, esto es lo que explica que el 70% de las emisiones realizadas a partir de 1626 fueran directamente a manos de los asentistas, a los que hubo que entregarles más de 35 millones de ducados de renta de juros de los casi 50 que se emitieron por última vez a lo largo de este reinado. Gelabert (1997, p. 382) ha reconstruido la serie completa de los asientos suscritos entre 1599 y 1650 (excepto para el año 1615), que ofrecen Auna muy exacta réplica de las circunstancias dentro de las cuales se movió efectivamente el gasto de la Hacienda de Castilla@: durante los 21 ejercicios fiscales documentados correspondientes al reinado de Felipe III (1599-1620), el promedio anual de los asientos se elevó a 3,977 millones de ducados. La suma aumentó en un 90% durante los 22 ejercicios transcurridos entre la coronación de Felipe IV y la caída de Olivares en enero de 1643 (1621-1642), en los que la media se situó en 7,574 millones de ducados, período a partir del cual se registraría un descenso paulatino, que redujo de nuevo la magnitud media anual de los asientos a 4,1 millones durante el trienio posterior al Tratado de Westfalia (1648-1650). Al producto líquido de los asientos -que financiaban el gasto anual- hay que añadir el rédito del situado, que se deducía en la fuente de los impuestos, de modo que la sangría fiscal de Castilla debió de situarse a mediados del reinado de Felipe IV como mínimo en 14 millones de ducados al año10, magnitud que todas las fuente sitúan entre el 10 y el 11 % de la Renta Nacional en esa época (Ibíd. p. 296). Ésta debió de rondar, por tanto, los 133,3 millones de ducados y soportaba adicionalmente el diezmo eclesiástico, lo que elevaba el coste de la seguridad material y espiritual de los castellanos a un mínimo del 20% del producto. Y eso sin contar las exacciones señoriales en territorios con jurisdicción laica, indudablemente mayores que en las de realengo, dado el afán que mostraron los pueblos por redimirse.

El primer balance realizado dos años después de terminar el reinado del ultimo Austria guerrero arrojó una cifra de intereses por juros para 1667 superior a los nueve millones de ducados, que, capitalizados al 5% oficial, daban un nominal teórico de 183 millones de deuda pública consolidada. Las cifras del cuadro 1 y de los gráficos 3 y 4 han sido estimadas capitalizando los

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intereses teóricos a ese mismo tipo de interés (y al 3%, las cifras del siglo XVIII). Sin embargo, aquellas cifras monstruosas -que todavía habrían de crecer hasta los 11,1 millones de ducados de intereses consignados en la memoria del Marqués de los Vélez de 1687 (Toboso, 1987, p. 172)- fueron cuadradas a partir de 1676 sin contemplaciones a base de anulaciones o reducciones masivas y de la imposición de esperas -en forma de impuestos sobre los intereses -como la Annata y la media Annata, que significaban simplemente la expropiación de toda la anualidad, o de la mitad de la misma-. Naturalmente, ya no se podía hablar de activos líquidos, porque no lo eran, y su velocidad de circulación había llegado a ser nula. Por eso, desde el acceso al trono de Carlos II no se volverían a emitir juros, que entraron a partir de entonces en una larga fase de liquidación (Ibíd. p. 187). Y como la corona ya no iba a utilizar esa forma de financiación, no le importó incumplir sus compromisos descaradamente: andando el tiempo se llegaría, por ejemplo, a no abonar en 1727 más que 760.000 ducados de intereses (de los 19 millones teóricos), lo que habría equivalido a un nominal (capitalizado al 3%) de 25,3 millones, frente a los 635 millones que se obtienen en el cuadro 1 capitalizando los intereses al tipo oficial.

Esto es, durante el reinado de Felipe IV la carga de los juros se multiplicó casi por cinco. Como puede observarse en el Cuadro 1, la progresión del situado a lo largo del siglo XVII fue vertiginosa: 4,6 millones de ducados en 1598; 5,6 en 1623; 6,4 en 1637; 9,1 en 1667. En 1687 su monto ascendía a 12,3 millones de escudos de a 10 reales (de ellos, 4,1 no tenían cabimiento; esto es, se emitieron sin fondos). Esa cifra equivalía a 11,1 millones de ducados, o sea, 3 veces la cuantía de 1594 (Toboso, 1987, pp. 161-172). A una tasa de descuento del 5% el volumen del servicio de la deuda alcanzado en 1687 se corresponde con un nominal de 223 millones de ducados, casi cuatro veces el de 1594, lo que implica una tasa de crecimiento anual del 1,6 % de la masa de activos financieros en manos del público desde 1598. Como la Renta nacional debió de alcanzar su mínimo en Castilla durante esa misma década (Kamen, 1981, p. 174), el déficit anual medio desde 1594 debío de rondar el 1,5% de la misma y el nominal acumulado situarse en torno al 200 por ciento, tres veces más que la ratio deuda/PIB de 1598. Hacía tiempo que se había superado tanto el criterio de Maastricht para la deuda como el umbral de la Atrampa japonesa@ en la ratio servicio/ingresos. El país se encontraban en situación de quiebra técnica.

Un discurso anónimo dirigido a Carlos II por esas fechas (con posterioridad a 1675, porque no menciona a la Regente) proponía un mecanismo ordenado de liquidación de toda la deuda existente -que estimaba acertadamente en 200 millones de ducados- a través de la pública subasta de quitas, a partir del valor a presente de los títulos. Por tratarse de la primera propuesta formal, perfectamente razonada, de declaración de insolvencia de una entidad soberana en la que la solución de la quiebra se encomienda al mercado, a través de la puja, transcribo a continuación sus principales cláusulas:

ASe ha de notar... que los débitos decretados, los Juros sin cabimiento, y débitos de cuentas finales, o ya finalizadas, o tanteadas, los reputan sus dueños por de brevísimo valor, como fiándolos a los hombres de negocios, para que en lo que hacen, los pague V. Majestad por entero, contentandose por toda la cantidad con un seis, u ocho por ciento, y fiados. Y los Juros que tienen cabimiento, se venden también por una cuarta o quinta parte, y menos aún de todo su valor.@

Frente a las prácticas forzosas de anteriores bancarrotas y arreglos, el autor pide que sea el mercado quien module las quitas, recomendando... Aque sean los mismos acreedores árbitros de graduarse y preferirse a la cobranza de sus créditos; esto es, a poder cobrar prontamente, o a seis meses, o a uno o dos años, a su voluntad.@

La técnica y las garantías formales de la subasta deberían ser bien explícitas, dado que de otro modo no Ase puede conseguir, por el estado presente por otra forma...por el total descrédito o desconfianza general de las bolsas y tesorerías de V. Majestad@:

AQue V. Maj. nombre un Ministro de su Consejo de Castilla, superior a otros que le asistan, a quien den memoriales cerrados los acreedores, por sí o por sus procuradores, con relación de la

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certificación que obtuvieren de su legítimo crédito, haciendo a su voluntad baja a la Real Hacienda, y ofreciéndose a otorgar carta de pago por entero; y el que mayor equidad, y beneficio hiciere a dicha Real Hacienda para el día determinado y señalado (muy con tiempo) por pregones en todos los Reinos, ése entre cobrando primero, otorgando su carta de pago al pie de la certificación que trajere, habiendo dejado los papeles que a ella condujeren donde luego se dirá; y esta paga ha de ser con asistencia de dicho Ministro, que se ha de hallar personalmente para que al acreedor no le tenga menor la costa ni estorbo la cobranza, y sea tan efectiva como se promete y es razón@

El análisis coste/beneficio de esta propuesta, realizada por este más que probable ex contador real o ex-ministro del Consejo de Hacienda11 es bien sencillo:

ASegún, pues, los dichos créditos están hoy de perdidos, tengo por sin duda, que con los primeros diez millones le otorguen a V. Maj. carta de pago y entreguen todos los instrumentos de más de ochenta o cien millones.... de forma que en breves años, como tres, o cuatro... se halle V. Maj. sin débitos algunos, recogidos y finalizados tantos papeles, que se deben becerrar para excusar muchas Contadurías y embarazos, y empezar la real Hacienda, como de nuevo, reducida a breves y claros papeles, y a su antiguo lustre y crédito@

Su condición de antiguo funcionario viene avalada por la de tenedor de juros -dada la práctica de colocación forzosa entre ellos-, lo que le permite aducir su propio interés, y el de otros, como aval de su propuesta, que comportaría un juego de suma positiva para tenedores y corona, pero negativa para los asentistas, únicos que, en ausencia de arreglo, realizaban el arbitraje interpartes:

AQue la equidad, y baja sea tal como insinúo, lo puedo asegurar demás de lo dicho, por muchos acreedores que conozco, y por mi mismo, que soy acreedor de más de 120 mil escudos contra la Real Hacienda, de que hoy quedaría muy gustoso con los 10 mil prontos; siendo así, que si con el tiempo alguna persona de quien yo tenga satisfacción hace algún asiento, y que yo me concierte por algo para cedérselos, sin duda los vendrá a pagar la Real Hacienda por entero; en que se ve claro de cuanto daño son estos créditos a V. Maj. y cuan infructuosos a sus dueños@ (p. 24)

El objeto de esta política no sería otro que el de reducir la presión y el fraude fiscal; consiguiendo

A.. el total alivio de los pueblos, dándoles por libres de las rentas, ajustando las cuentas de los arrendadores administradores a quienes estos efectos y rentas contribuyan. Éstas, han de ser todas la rentas de millones...y que se puede ...satisfacer no sólo a los acreedores de estas rentas, de que se redime a los pueblos; pero a los de todas las demás... y desahogada la Hacienda Real luego que se haya dado satisfacción a los débitos de la corona, se podrá y será razón moderar su precio para mayor alivio de los Reinos, y menos fraudes, conque casi valdrán lo mismo que hoy.@

Finalmente, una vez liberadas de cargas se eliminaría la venalidad, procediendo a anular A...todas las ventas de todos los oficios comprados en las rentas que quedan corrientes, como también los Regimientos, Contadurías, Fieldades, Escribanías del número, y de Cámara, de los Consejos, Chancillerías, Porterías, Varas, Procuraciones, y cualesquiera otros que pertenezcan a la Regalía de V. Maj.@

La propuesta no se limita a la deuda pública contraída directamente por la Corona, sino que se extiende a todas las entidades públicas, como la villa de Madrid, que se han visto arrastradas a la insolvencia Apor socorrer al Rey, careciendo de rentas propias para hacerlo@, ya que:

A...se ha permitido arbitrios en todo aquello que la necesidad ha pensado, por lo cuál la carestía en la Corte es tal que no se puede frecuentar, ni asistir, porque estos arbitrios son tan graves, que redituaron para pagar ocho por ciento de intereses de todas las cantidades que tomó sobre sí para los socorros dichos.....y por los innumerables dispendios que tiene su cobranza, es mucho más, sin comparación, lo que tributan los arbitrios que lo que paga la villa de intereses.@

De lo que se trata aquí también es de realizar un concurso de acreedores, de modo que:

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A...en pocos años llegue a haber una total franqueza; quedar la Villa desembarazada de tanta opresión, así de ocupación como de débitos, y ellos cabalmente pagados; sin que haga (como muchos políticos han querido) quiebra indigna del crédito con que ha procurado mantenerse; sino una tal disposición, que ni en bancos del Norte, Casas de Contratación de Venecia, Génova, u otras partes la haya habido de tanto garbo, que han tenido algún descaecimiento; pues éste es inevitable, por más que desde el año 1636 se hayan bajado estos réditos a cuatro por ciento, que esto mismo explica que la quiebra va llegando lo agravado de la Corte, sin embargo, y que a breves años se seguirá una total ruina de estos créditos sin la franqueza que se desea@.

Aparentemente Madrid pagaba entonces un millón de ducados como servicio de su propia deuda, después de haber reducido el tipo de interés desde el ocho al cuatro por ciento (esto es, su deuda ascendía a un nominal de 25 millones de ducados, algo más de la vigésima parte de la de la corona, aunque descontada ésta última al 5%). Se propone reducir unilateralmente el tipo de interés al uno por ciento y pagar como servicio Aalgo más de 200.000 ducados@ cada año (Aporque los acreedores tengan socorros de que valerse en el ínterin que perciben su caudal@). De lo que se trata es, pues, de decretar una espera indefinida para las tres cuartas partes de lo adeudado, destinando los restantes 800.000 ducados anuales a rescatar el principal mediante puja abierta:

ASe citen todos los acreedores (que aunque muchos, es comprensible, pues acuden a un mismo lugar a cobrar) y el que mayor equidad hiciere por memorial cerrado, ante el Corregidor, Regidor, y Ministro Togado, que han de concurrir a día señalado, ése sea preferido para cobrar su entero crédito; y prosiga de esta suerte la villa cada medio año aligerándose de réditos, pues sólo el primero (aun sin considerar las bajas, que serán considerables) corresponden los 800 mil ducados, a cuatro por ciento de intereses, casi cuarenta mil de intereses@.

Naturalmente, el éxito que se vaticina a la propuesta se debe a que las expectativas de los tenedores de títulos eran mucho perores:

AQue a los acreedores les sea esta disposición de beneficio, es claro, pues éstos hace algunos años que, con muy justa razón, están recelando una total quiebra; porque las cosas de la Villa no se pueden mantener en el estado presente, sin embargo de la reforma hecha; y, aunque se ha excusado, porque no decaiga el crédito, para poder hacer otras asistencias a V. Maj. no las puede ya continuar, con que el caso de la quiebra ha de llegar; y con la forma regular de tales casos nunca se acercará el que cobren los acreedores, para con los cuales es de reparar que los más son del tiempo en que la plata y oro excedió, e igualó, a la mitad de su valor, con que por todas consideraciones, y algunas jurídicas [subrayado en el original], les está muy bien lo dicho, y tanto más cuanto son hoy menores los intereses, que con menos partida los tendrán mayores en otros empleos; además, que en el ínterin que cobran, pueden servirse de estos créditos para afianzar las rentas Reales, sin que se consideren por todo su valor@.

Y, una vez experimentada la propuesta en Madrid, lo recomendable sería articular un procedimiento general de insolvencia para todas las entidades locales:

APero se viene a los ojos inmediatamente, que para mayor alivio de los Reinos mande V. Maj correr lo mismo en todas las ciudades, que por servicios que le han hecho, como ésta de Granada, se hallan en concurso de acreedores; pues con ello cesarán los arbitrios que han impuesto, se logrará la baja de precios, que va explicada en esa corte, y llegará el caso de que aquellos cobren; pues los que tienen cabimiento en sus censos siguen la misma y mayor desesperación para cobrar sus intereses que los de la Real Hacienda, y otros están por ahora sin alguna esperanza, en cuya materia no puede militar de todo la misma norma que se puso en la Villa de Madrid, de dar uno por ciento por entre tantos, porque en ésta no está aun hecho concurso: los impuestos que sus vecinos pagan son mayores y los intereses de los acreedores, que no se reputan aún por tan fallidos como los de las Ciudades; que han de correr como en la Real Hacienda..... y para los acreedores y censalistas milita la misma razón que se insinuó en la villa de Madrid de poder gozar sus créditos, para afianzar las rentas Reales, considerándolos por menos de su valor, según el lugar que tienen en sus concursos@.

Finalmente el autor -que indica Ahaber andado en muchas conferencias en diferentes partes de España, con los Ministros, Religiosos y Políticos@- señala que todos sus interlocutores:

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AConvienen generalmente en que no puede tener forma el desempeño de la Real Hacienda, por ser precisa una total quiebra para ella, en que se faltaría al Real decoro de V. Majestad sin que los doctos puedan hallar salida al cargo tan grande, del grave perjuicio que se seguiría a tantos vasallos, de no darles satisfacción en sus créditos,..... mientras que con estos alivios se podría aspirar a más altas empresas, mejor comercio con las Naciones, aventajar el de las Américas en mero útil de Castilla.... como también el deseo de los Señores Reyes D. Felipe Segundo, Tercero y Cuarto, de los Montes de Piedad; en los cuales libraban con gran fundamento asegurar un próspero estado, sin contingencia.@

En suma, muestro autor recomienda reconocer el estado de quiebra de la Hacienda y actuar en consecuencia para recuperar la confianza del público. Porque ya al subir al trono este último monarca el cabimiento de las rentas fijas estaba superado en 350.000 ducados de renta; a partir de 1626 se habían situado juros sobre los millones; en 1648 se había superado también el cabimiento de los servicios ordinario y extraordinario, y finalmente, en 1687 el situado constituía un 150% del cabimiento, de modo que hubo que buscar nuevas formas de exacción para crear renta gravable. Desde 1625 se habían venido usando los llamados valimientos -o descuentos de una tercera parte de los intereses-; a partir de 1630 los descuentos se usaron regularmente, y después de 1635 se convirtieron en permanentes y se computaron directamente como ingresos de la corona. En ese mismo año se secuestró la mitad de los intereses debidos a los extranjeros y un tercio a los naturales, y a partir de 1637 el secuestro se elevó a la mitad para todos, a título de empréstito forzoso, que rindió 3,2 millones de ducados. Desde entonces y hasta 1676 todos los años se aplicó una Annata, con distintos tipos de descuento, hasta que ese año se convirtió en ingreso permanente de la Corona equivalente al 50% de los intereses de toda la deuda (Media Annata) (Toboso, 1987, pp. 174-178). De hecho, según las estimaciones de Domínguez Ortiz y de Toboso, entre 1687 y 1714 no se debieron pagar más de 3,7 ni menos de 2,7 millones de ducados como rédito de juros al año (Toboso, 1987, p. 187), lo que significa aproximadamente entre un cuarto y un tercio del compromiso nominal, que todavía bajaría al 10% en 1737 (en que se abonaron 1,8 millones: p. 230). Los cálculos realizados durante el siglo XIX, de cara a su liquidación definitiva, ya se harían a partir de los rendimientos efectivos de los juros, tras la actuación de la Junta o Comisión de Examen de Juros.

Conclusión: la trampa de liquidez y las consecuencias económicas de los Austrias. Carande había imputado a la nacionalidad flamenca, originaria de Carlos V, su

despreocupación por los intereses económicos de Castilla: A...cuya hacienda habría de estrujar hasta esquilmar nuestra economía@, de modo que Ano puede sorprender que, teniendo vuelta la espalda a una política de tipo nacional, el precio fuese carísimo@ (1949, pp. 41 y 43). Pero el Conde-Duque de Olivares no le fue a la zaga en una política idiosincrásica cuyos objetivos no podían ser otros que Ala independencia indómita y la propensión a la guerra, sobre todo si con las armas se persigue la unidad de la fe@ (p. 42).

En la actualidad, tras las crisis financieras del año 1929, de la deuda latinoamericana de los años ochenta y las crisis mexicana y asiática de los años noventa del siglo actual, todo este debate lo entendemos mucho mejor a la luz de los análisis del Anuevo keynesianismo@ (Ball-Romer, 1991), cuya escuela considera a las rigideces de precios y salarios más como un síntoma de los fallos subyacentes en el funcionamiento de los mercados financieros y de trabajo que la causa directa de las fluctuaciones económicas (Greenwald-Stiglitz, 1993, p. 39): la causa de que la expansión de la oferta de dinero a través del crédito produzca efectos reales estriba precisamente en la aversión al riesgo de individuos y empresas y en la existencia de mercados de riesgo incompletos. Dado el

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papel crucial desempeñado por el crédito en nuestros siglos de oro, este enfoque arroja nueva luz sobre la interpretación de la etapa más tormentosa de la historia económica de España, que en buena medida condicionó las posibilidades de desarrollo económico ulterior.

Puede decirse que durante la segunda mitad del siglo XVII España se sumergió en una descomunal trampa de liquidez, que esterilizaba cualquier efecto real derivado de las políticas monetaria y de activos financieros, cualquiera que fuese el signo de éstas. Krugman (1999) ha descrito así el efecto de estas políticas en circunstancias normales: Ala pendiente de la curva de oferta de dinero (y de demanda agregada real) se debe a que un precio más bajo eleva el cociente entre cantidad de dinero y precios, lo que reduce los tipos de interés y eleva la inversión y la demanda agregada. En ausencia de ese movimiento autónomo, la política monetaria y financiera expansiva puede elevar también aquel cociente, provocando la elevación subsiguiente de la demanda agregada, a condición de que la reducción de los tipos de interés constituya un estímulo para la inversión@ (subrayado A.E.). El problema del siglo XVII español consistió en que la destrucción del mercado financiero y la pérdida de confianza en el símbolo monetario había conducido a una situación de intereses reales negativos, con expectativas a empeorar, de modo que el tipo de interés nominal resultaba inerte respecto a la inversión y la demanda agregada real (la curva de oferta monetaria era vertical en el entorno relevante).

Desde comienzos de siglo debió de interpretarse que la desaceleración de los precios constituía un desplazamiento hacia la derecha de la curva de oferta agregada real (desde la posición 1 a la 2-3 en el diagrama I) e implicaba un aumento de la demanda de dinero (y no una combinación de menor presión monetaria con descenso de población), así que se decidió saciar esta demanda inundando el mercado de moneda fiduciaria y de deuda (generalmente, de colocación forzosa). Pero como la curva de oferta monetaria (y de demanda agregada) era vertical, lo único que se consiguió fue aumentar la inflación de precios en vellón, sin afectar a la oferta real (la demanda agregada pasó de 1 a 2, elevando los precios medios en vellón, pero el punto de equilibrio siguió en E=). Además, la oferta iba a entrar enseguida en la zona de rendimientos crecientes, y el repliegue de la tierra cultivada habría visto reducir la renta ricardiana y recuperarse los beneficios -y, junto a ellos, la inversión, mejorando la productividad-. En 1680-86, se hizo lo contrario, reduciendo la oferta de dinero (la demanda agregada se desplazó desde la posición 2 a la 3, en un sólo momento, rompiendo expectativas para recuperar credibilidad. Ciertamente, el punto de equilibrio todavía no se movió de E= y la oferta agregada real siguió en 2-3, e incluso siguió desplazándose hacia la derecha, puesto que la caída demográfica aumentaría los rendimientos crecientes, lo que debió de contribuir a agudizar la espiral deflacionista. Pero se consiguió romper la trampa de liquidez keynesiana, que había inutilizado los efectos reales de la política monetaria y financiera durante ochenta años. Y, al restablecer la confianza en la moneda y reestructurar de algún modo el crédito público, las fuerzas de la economía de la oferta se dinamizarían de nuevo durante la fase baja del ciclo maltusiano, permitiendo a la economía comenzar a responder a los estímulos del mercado, que ahora afectaban de nuevo también al sistema monetario, una vez recuperando el régimen de fiat money.

Todo el mundo asociaba los juros con el caos económico que acabó con la hegemonía española. No podía ser de otro modo puesto que estos títulos documentaban el crédito de la corona y éste prácticamente había dejado de existir. Por eso, la historia de los juros a partir de 1700 había de ser un puro intento de librarse de ellos, tratando de limitar los daños para el crédito del régimen que sucedió a la monarquía austracista, cuyo fracaso económico condujo a su sustitución por la dinastía borbónica, que había sido su principal adversaria secular12.

El primer titular de la nueva dinastía, Felipe V, comenzó por repudiar todos los juros Ay otras deudas que no fuesen de rigurosa justicia, como el que se hubiese tomado a los dueños el haber líquido@. El paso subsiguiente consistió en crear en 1715 una Pagaduría General de Juros para elaborar relaciones del papel en circulación, tratar de liquidarlo y centralizar los pagos, aplicando una serie de reducciones que dejaron el haber líquido en un máximo del 43,5%, para los juros

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reservados y en un mínimo del 11,5%, para los juros modernos emitidos después de 1635, todo ello aplicado con excepciones y cierta arbitrariedad, como era costumbre de la Hacienda real, pero siguiendo la orientación general de los tipos de interés en el mercado monetario, aunque nada de esto consiguió evitar la suspensión de pagos de la nueva dinastía en 1739.

Finalmente, en 1748 el ministro de Hacienda, Marqués de la Ensenada, aprovechando la etapa de neutralidad iniciada con el final de la Guerra de sucesión de Austria, dio el último impulso para la liquidación de esta vieja forma de deuda pública creando la Junta o Comisión de Examen de Juros, y en 1749 se anularon todos los juros emitidos en pago de intereses y los provenientes de asientos realizados en especie, pero el examen y la evaluación de la compleja casuística existente se prolongaría a lo largo de todo el siglo y sería objeto de múltiples normas aclaratorias, cuyo único punto de coincidencia con los innumerables memoriales de la época era la idea, aceptada en los reales decretos, de que los hombres de negocios habían sangrado al país y eran los principales causantes de su ruina económica (Ibíd. capítulo VII, passim; p. 235), haciendo de este modo un lavado de la fachada de la Monarquía de los Austrias respecto a sus responsabilidades históricas, y poniendo en la picota demagógicamente a Alos comerciantes@. Canga Argüelles estimó que los intereses de juros subsistentes en 1818 equivalían a 37 millones de reales al año (3,36 millones de ducados) importando un capital de 1.260 millones de reales (114 millones de ducados), lo que implica aplicar un tipo de interés de capitalización del 2,9 %, resultado global al que se llegó después de las sucesivas reducciones a que se vio sometida esta carga durante el siglo XVIII. Cifras muy parecidas a las de Canga (339 millones de pesetas, equivalentes a 1.600 millones de reales y 145 millones de ducados) serían las que habría de reconocer la Ley de 1 agosto 1851, que canceló definitivamente todo tipo de juros, convirtiéndolos en deuda amortizable de 10 clase al 5 % y en deuda interior al 4% (Toboso, 1987, p. 246).

Esta larga problemática histórica no sería explicable sin la movilización a escala continental, por parte de la monarquía austracista, de una forma de dinero que es, por definición, completamente virtual: el dinero creado por el sistema bancario, que alcanzó su plena maduración precisamente durante aquella etapa. Huerta de Soto (1998) -y en general los economistas de la escuela austríaca- imputa a la capacidad conferida a los bancos de crear dinero con reserva fraccionaria la responsabilidad de todos los desarreglos y burbujas financieras de la historia, que no serían otra cosa que la necesidad periódica de subsanar el vicio inicial del sistema bancario, derivado de la superposición en una sola institución de dos funciones radicalmente distintas: la de la custodia de depósitos y la de préstamo.

Se trata indudablemente de una posición extrema, derivada del imperativo teórico de los economistas de esa escuela, que exige razonar en términos de mercados perfectos. En cambio, el supuesto de partida del Anuevo keynesianismo@ consiste precisamente en la existencia de fallos subyacentes en el funcionamiento de los mercados -monetarios y de trabajo-, de modo que las rigideces de precios y salarios son contempladas, más como un síntoma de estas imperfecciones, que como la causa directa de las fluctuaciones económicas (Greenwald-Stiglitz, 1993, p. 39). Pues bien, si la existencia de mercados imperfectos puede predicarse de las economías actuales, con tanto mayor motivo el supuesto resulta aplicable a la de los siglos de oro, dado el estado naciente del mercado, la opacidad de muchos de los movimientos de los agentes y la posición radicalmente asimétrica desempeñada por el monarca en el sistema de crédito.

Durante los primeros años del reinado de Felipe III se abandonó de forma subrepticia y vergonzante el sistema monetario bimetálico de pleno valor intrínseco, en el que la relación del contenido metálico de los dos tipos de monedas debe guardar la misma relación con su valor de mercado, y ambas con el nivel general de precios de los productos, so pena de que una de las monedas sea desplazada por la otra, de acuerdo con la Ley de Gresham. Esta ley se suele formular, erróneamente, mediante el dicho Ala mala moneda expulsa a la buena de la circulación@, que debe sustituirse por este otro: Alo barato expulsa a lo caro si se intercambia al mismo precio@ (Mundell,

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1998). A fines del XVI la plata estaba encareciéndose respecto al cobre, pero la monarquía no quería degradarla por razones de política internacional. Como aumentar la ley del vellón era caro y habría provocado deflación, se decidió envilecer la moneda de cobre, lo que suponía un buen negocio para el Rey, al aumentar la recaudación por señoreaje. Como consecuencia, la plata desapareció por completo de la circulación13 y para sustituirla hubo que multiplicar las emisiones de vellón, pero el abuso generó desconfianza (aunque no demasiada inflación, salvo en la etapa de guerra, a partir de los años cuarenta). Una vez abandonadas la aventuras bélicas, las reformas monetarias de 1680-86 fueron un proceso iterativo de búsqueda de la relación adecuada entre peso, ley y valor de las dos monedas, en relación al nivel general de precios, como afirmaba la teoría monetaria del padre Mariana, formulada en 1605 (García del Paso, 1999 y 2000). A la vista de la inmensa trampa de liquidez en que se había incurrido, la vuelta a la moneda de pleno valor intrínseco en 1686 y la práctica declaración de quiebra de la monarquía en 1687 fueron las dos piezas de una única política de recuperación de la confianza.

Con anterioridad, la inestabilidad de la moneda de vellón se consideró popularmente como algo fatídico, pero los nuevos economistas del siglo XVII -que, según José Antonio Maravall (1981), defendieron una posición que puede calificarse de AKeynesianismo avant la lettre@ (p. 183)- se dieron cuenta enseguida de que lo verdaderamente perjudicial eran las oscilaciones erráticas -los shocks, que rompían las expectativas-, mientras que la disminución de la ley de acuñación de la plata -y el mantenimiento de un equilibrio adecuado con el cobre- terminaría por ser considerada como una simple consecuencia del anterior desequilibrio del poder adquisitivo -y, por tanto, del valor real- entre la moneda española y la de los otros reinos; esto es, como una especie de tipo de cambio flotante que contribuiría a paliar el problema de pérdida de competitividad, como ocurrió efectivamente a finales del siglo XVII.

No estaba ahí el principal problema para nuestros economistas protokeynesianos -aunque se ocupasen de él y propusieran juiciosas medidas para atajarlo-, sino en el mal funcionamiento del sistema de crédito y su progresiva descomposición, a medida que iban quedando minadas las fuentes de ingresos que afianzaban la emisión de juros y se iba formando una descomunal burbuja financiera que acabaría estallando. La repetición del proceso a fines del siglo siguiente -esta vez con los vales reales- acabaría convirtiendo en inviable el crédito en España, lo que dio al traste con cualquier posibilidad de desarrollo económico moderno, hasta que la gran operación de privatización en que consistió la desamortización de la tierra del siglo XIX permitió saldar las viejas deudas y con la nueva regulación liberal se inició la formación de un sistema bancario capitalista, que volvería a hundirse tras el fracaso económico de la oleada de inversiones ferroviarias y no se recuperaría hasta la repatriación de capitales indianos de comienzos de este siglo, la nacionalización de la deuda externa durante la primera guerra mundial y la nueva regulación bancaria de comienzos de los años veinte.

He examinado las vicisitudes de todos esos procesos en Espina (2.000), pero la principal conclusión de lo aquí expuesto es que el atraso económico de España durante la edad contemporánea se explica en buena medida por los obstáculos políticos derivados del mal gobierno durante la edad moderna, aunque sólo a su término apareció en la esfera pública el nexo entre éste y el crecimiento económico, bajo la forma de la divisa de la conspiración de Picornell, de 1795: “Libertad, Igualdad y Abundancia”. Tales obstáculos, sin embargo, retrasaron hasta el siglo XX la aparición y el desarrollo de un sistema financiero eficiente y saneado, capaz de “actuar como el verdadero cerebro de la economía: seleccionando a los utilizadores más eficientes de los recursos ahorrados; monitorizando el uso de los mismos; minimizando el riesgo; proporcionando liquidez, y distribuyendo información” (Stiglitz, 1998). Algo que Holanda supo hacer ya en el siglo XVI, Inglaterra en el XVII y Estados Unidos en el XVIII (Hart et alia, 1997).

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Al contemplar actualmente la secuencia de crisis financieras y bancarias por las que han

atravesado muchos países desde finales de los años setenta (Caprio-Klingebiel, 1996) y las dramáticas consecuencias sobre el crecimiento económico de los ochenta de la crisis de la deuda latinoamericana, por no hablar de las actuales crisis bancarias japonesa o rusa -capaces de bloquear el crecimiento de continentes enteros durante decenios-, entendemos mucho mejor los devastadores efectos que tuvo la crisis española del siglo XVII, con la que se resolvió finalmente una burbuja financiero-monetaria-inmobiliaria-crediticia de dimensiones tanto más voluminosas cuanto que se encontraba ya considerablemente inflada un siglo antes de estallar, cuando Felipe II subió al trono, como se lo indicó sin ambages el contador Luis Ortiz en su conocido Memorándum. Por eso mismo la experiencia española puede servir de ejemplo contrafactual para el diseño de nuevas políticas de desarrollo económico y de los códigos de buenas prácticas y buen Gobierno en que se basa la Nueva Arquitectura Financiera Internacional.

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Gráfico 1

1545 1555 1565 1575 1585 1595 16051,000,000,000

10,000,000,000

100,000,000,000

2.3E+09

1.4E+102.1E+10

3.8E+09

1.4E+102.2E+10

Al quitar

Total

Metales

VALOR NOMINAL DE LOS JUROS (MVS)TASA CRECIMIENTO ANUAL (1552-1594).- AL QUITAR: 6,0%; TOTAL: 5,8%

Precios al quitar (por millar).- 1552:16.100; 1594: 17.100

Gráfico 2

1515 1525 1535 1545 1555 1565 1575 1585 1595 16050

20

40

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Tipo

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Rédito (aumento/año)

Interés (tipo medio:%)

RÉDITO DE LOS JUROS (MVS)NUEVAS EMISIONES AL AÑO, POR PERÍODOS

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Gráfico 3

1515 1545 1575 1605 1635 1665 16950

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Mile

s

Servicio (aumento/año): Esc. Izda.

Tipo medio al quitar (Esc. Dcha.)

CRECIMIENTO DE JUROS SITUADOSNUEVAS EMISIONES AL AÑO POR REINADOS (REALES DE VELLÓN)

Gráfico 4

15011526

15511576

16011626

16511676

17011726

17511776

18011826

18510

1

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1,000

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SERVICIO

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(REALES)

(REALES)

JUROS: NOMINAL Y RÉDITO/AÑOEN MILLONES DE DUCADOS Y DE REALESDE VELLÓN

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NOTAS FINALES

1 En cambio, la retirada de vellón en 1628 y 1642 no fue compensada, mientras que la de 1652 se hizo compensando la reducción de valor con juros al 5% (Hamilton, 1988, p. 43). Aunque Santiago (2000. P. 179) separa las dos medidas y considera que la alternativa fue soportar la deflación o cambiar la moneda de vellón grueso, a su viejo valor, por juros, también desvalorizados.

2 Durante el primer tercio del siglo la explotación de la mina de Almadén -principal instrumento de política monetaria- era ya un negocio ruinoso para Marcos Fúcar, a quien el Rey pagaba 11.000 maravedíes por quintal (de cien libras) de azogue, mientras que en 1637 los gastos de producción se elevaron a 20.397 maravedíes por quintal, lo que acabó arruinando a quien, desde los tiempos de Carlos V, había venido actuando como el banco central de la monarquía. 3 Denomino Amal gobierno@ a la inobservancia de las reglas básicas definidas actualmente a través de los códigos de buenas prácticas que configuran la ANueva Arquitectura Financiera Internacional@. Incurro con ello deliberadamente en un anacronismo, para señalar que utilizo la evidencia de los siglos XV a XVII como contraste de algunas de las propuestas del debate actual. 4 Téngase en cuenta que a niveles moderados de inflación -dados los estándares establecidos en el siglo XX- el impacto de la inclusión de índices de precios de activos sobre el nivel general de precios resulta determinante para predecir la relación entre inflación y masa monetaria: aparentemente el mejor predictor actual de la inflación norteamericana es el construido por J. Carson para el Deutsche Morgan Grenfell que, siguiendo la vieja idea de Irving Fisher, incluye precios al consumo, precios al productor, precios de la propiedad y precios de las acciones, convenientemente ponderados (The Economist, 9-V-1998, p. 87). 5 O, más bien, remunerado implícitamente a través del precio de los bienes actuales (p) medido en bienes futuros, porque Ahacen falta dos nominales para hacer un real@ (Krugman, 1999). Tal remuneración equivale a la cantidad de bienes futuros a la que debemos renunciar para consumir una unidad de bienes actuales, que, con una tasa de interés, i, y con un precio esperado, pe, suponiendo un sólo período de espera, viene dada por la fórmula: (1+i)A(p/pe). 6 En su Tratado de los Cambios de 1597 Luis de Molina llega a pergeñar un mecanismo de medición del riesgo y de imputación de consumo de capital: APecan mortalmente, ... por ejemplo..., si envían tantas mercancías a ultramar que en caso de naufragar la nave, o de que sea apresada por piratas, no les sea posible pagar los depósitos ni aún vendiendo su patrimonio. Y no sólo pecan mortalmente cuando el negocio acaba mal, sino también aunque concluya favorablemente. Y eso por razón del peligro a que se expusieron de causar daño a los depositantes y fiadores que ellos mismos aportaron para los depósitos@ (Citado por Huerta de Soto, 1998). 7 Fuente: En general: Toboso (1987); para 1573, Ruiz Martín (1990. p. 36); Para 1667 y 1669, Sánchez Belén (1996, pp. 87-8); para 1687, Kamen (1981, p. 577). 8 Según Ruiz Martín, tras los arreglos de 1598 el situado absorbía casi la mitad del presupuesto de ingresos (con 9,7 millones de ducados) y el capital de los juros era casi cinco veces el presupuesto de gastos de ese año, que habría ascendido a 11,4 millones (Op. cit. p. 36). Damos crédito a la investigación de Toboso por ser mucho más reciente. De aceptarse la cifra de Ruiz Martín la corona se encontraría próxima a la Atrampa de deuda@ en que se encuentra Japón actualmente, con un servicio de la deuda del 65% de los ingresos fiscales (Asher-Dugger, 2000). 9 A la muerte de Felipe III en 1621, Felipe IV dictó la Pragmática de 26-X-1621 prohibiendo vender juros a más de 20.000 el millar (con interés de 5%), aunque la Real Hacienda los negociaba al 10% (p. 184). La norma estaría vigente hasta que Patiño dictase la de 12 agosto de 1727, estableciendo

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el interés máximo en el 3% (o 33.000 y un tercio por millar; p. 228). 10 Agregando la renta de América y otras rentas, en 1654 se ingresaron 18 millones de ducados. En la proposición real a las Cortes de ese año se decía que la deuda ascendía a 120 millones (aunque sólo el situado de 1637, al 5%, significaba 128 millones). Según Sureda (1949, pp. 87 y 114) en 1674 se ingresaron 36,75 millones, cifra afectada por el desorden monetario de entonces ya que, de ser homogénea con aquella cifra, se habría evitado la bancarrota de 1664. 11 El proponente conoce bien el arreglo de 1661, Aen que no se consiguió el desempeño de la Real Hacienda y sí la pérdida de muchas casas de negocios@, lamenta no tener a mano las contadurías y manifiesta orgullo corporativo por el antiguo lustre del oficio de contador real. 12 El óleo de Henry de Favanne “España ofrece la corona al Duque de Anjou”, pintado en 1704 y conservado en el Museo de Versalles-Trianon, refleja la actitud con que la corte francesa afrontó la sucesión de Carlos II: el cardenal Portocarrero, regente, indica solemnemente a una mujer arrodillada – que representa a España - que entregue la corona al Duque, flanqueado por las flores de Lis y por una bella dama –Francia- que también indica a España quien es su nuevo rey, como lo hace igualmente el personaje mitológico que domina la escena. En el boceto previo –conservado en el Museo de Bellas Artes de Orleans- España estaba de pié. La corte debió de indicar al pintor que la pusiera de rodillas. Con la llegada del nuevo rey, al fondo del cuadro otros personajes mitológicos ahuyentan a los seres malignos que acechaban a la humillada España. 13 De las ocho compañías plateras que en 1615 compraban la plata privada, para acuñarla en la ceca de Sevilla, cinco quebraron antes e 1620 (Hamilton, 1975, p. 44). En 1650 el vellón representaba el 92% del circulante y entre 1650 y 1680, el 95 % (Hamilton, 1988, p.39).

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Revista Sistema (ISSN: 0210-0223)

Nº 155-156, Abril, 2.000

EL LEGADO DE KEYNES

ARTÍCULO: ALVARO ESPINA,

“ De la caída del Antiguo régimen a la II República: un enfoque neokeynesiano de la economía española”

pp. 175-209

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A LA MEMORIA DE MANUEL DE TORRES, ECONOMISTA

ABSTRACT.- El trabajo estudia la pesada hipoteca heredada del Antiguo Régimen por el Estado liberal. La problemática fiscal y financiera que condujo al derrumbe de la Monarquía absoluta condicionó también la política monetaria y de gasto público seguidas por los gobiernos de la Restauración y por la Dictadura de Primo de Rivera. La política de cuentas saneadas y “santo temor al déficit”, criticada por Keynes y defendida por Hayek, tuvo también en España consecuencias gravemente nocivas para el crecimiento económico. Su impacto -así como el proceso institucional de adopción de tales políticas- se evalúan en términos de economía política, señalando los grupos sociales beneficiarios de las mismas. La conclusión retoma el juicio negativo del economista Manuel de Torres sobre la política económica adoptada en España durante los primeros treinta años del siglo, juicio emitido desde una perspectiva abiertamente “keynesiana”. Indice Introducción ................................................................... 2 1.- El derrumbe del Antiguo régimen.......................... 3 2.- La pesada herencia del Antiguo régimen para el crecimiento económico moderno........................... 10 3.- “El santo temor al déficit”, o una aplicación avant la lettre de la política monetaria de Hayek............ 16 4.- La calidad de las instituciones como prerrequisito del mercado.............................................................. 23 Conclusión....................................................................... 27 Notas finales.................................................................... 29

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Introducción

En este trabajo se examina la consistencia de algunas de las ideas de John Maynard Keynes aplicándolas, como él mismo sugirió, al análisis retrospectivo de la economía y la sociedad española. Alarmado por los efectos reales de la política monetaria fuertemente deflacionista practicada por Gran Bretaña al término de la primera Guerra Mundial, complementaria de la vuelta de la libra al patrón otro exigida por la City londinense, que tuvo como contrapartida una grave crisis y una considerable decadencia del poder industrial de Inglaterra, Keynes 1 trató de volver la vista hacia la historia para examinar retrospectivamente las ventajas e inconvenientes de la inflación. Pero el siglo XIX había sido -globalmente considerado- un siglo deflacionista, de modo que tuvo que remontarse a los siglos XVI y XVIII, cuyas series de precios estaban siendo recopiladas en España por E. J. Hamilton 2 y cuyos movimientos coincidían básicamente con los del resto del continente. La correlación entre la suave presión inflacionista de estos dos siglos (excluyendo la etapa final del siglo XVIII, en que la sucesión de guerras dispararon el movimiento de los precios) y la prosperidad económica general acompañada de un fuerte crecimiento demográfico, y, sensu contrario, la correspondencia entre la deflación de precios y el malestar económico y demográfico del siglo XVII llevaron a Maynard Keynes a inferir que el siglo XIX constituía una excepción derivada de la Revolución Industrial y que, en general, una inflación suave y controlada (no superior al dos por ciento anual) es condición necesaria para la prosperidad de los negocios, mientras que el riesgo de deflación inhibe la iniciativa empresarial y resulta nociva para el bienestar general. En dos trabajos paralelos a éste3 he analizado la problemática inflacionista de los últimos cinco siglos y los nexos entre política y economía desde el siglo XV al siglo XVIII. En este trabajo completo el análisis histórico retrospectivo de la hipótesis keynesiana, centrándome precisamente en la etapa que provocó la curiosidad histórica del gran economista: el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. Se excluye, pues, la etapa del mismo durante la que el keynesianismo ha servido de orientación para el diseño de las políticas macroeconómicas, seguida de un movimiento pendular de abandono y olvido que hoy empieza a considerarse precipitado, porque al arrojar el agua sucia que toda teoría produce cuando se la somete al lavado de la práctica, probablemente se ha tirado con ella el bebé que estaba en la bañera (y que no es otra que la fecunda perspectiva neokeynesiana sobre la no neutralidad de la política monetaria). Así pues, no por detenerse el

I Agradezco los comentarios de David Reher, Piero Tedde, José Luis Malo y M.A. Fernández Ordóñez a la primera versión de Espina, A: “Cinco siglos de inflación ....”, op. cit.

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estudio en la etapa que siguió a la gran depresión se dejarán de tener en cuenta al realizar el análisis lo ocurrido en los más de setenta años transcurridos desde que aquellas ideas fueran formuladas, lo que hoy sabemos y nuestras preocupaciones y problemas actuales.

El trabajo consta de cuatro partes: en la primera se estudia la problemática fiscal y financiera que condujo al derrumbe del Antiguo Régimen y que constituyó una pesada hipoteca sobre el crecimiento económico ulterior, aspecto que se analiza en la segunda parte. En la tercera parte se presenta la política monetaria y de gasto público seguidas por los gobiernos de la Restauración y la Dictadura de Primo de Rivera como una aplicación avant la lettre de la política de cuentas saneadas y “santo temor al déficit”, criticada por Keynes y defendida con fervor por Hayek, y se analizan las consecuencias nocivas de estas políticas para el crecimiento económico. En la cuarta parte se evalúa el impacto de las grandes opciones de política económica adoptadas antes de 1931 sobre la capacidad de crecimiento de la economía española y se interpreta el proceso institucional de adopción de tales decisiones en términos de economía política. Finalmente la conclusión retoma el juicio negativo del economista Manuel de Torres sobre la política económica adoptada en España durante los primeros treinta años del siglo, juicio emitido desde una perspectiva abiertamente “keynesiana”.

1.- El derrumbe del Antiguo régimen. El mal gobierno, la inseguridad económica y una fiscalidad arbitraria y flagrantemente

discriminatoria, acompañadas de constantes intervenciones directas de la corona en el mercado de crédito para conseguir fondos violando sus propias normas e incumpliendo sistemáticamente los compromisos adquiridos y la palabra dada a sus banqueros -y destruyendo periódicamente el sistema financiero- habían hecho prácticamente inviable a largo plazo en los antiguos reinos de la corona de Castilla durante la edad moderna cualquier actividad económica de cierta envergadura que no fuese una de las dos formas de inversión realmente seguras todo a lo largo del Antiguo Régimen: la adquisición de tierra y de rentas asociadas a ella, y la ganadería a gran escala y el comercio de la lana, actividades que constituyeron en los reinos de esta Corona la base de sustentación de las economías fisiocrática y mercantilista, respectivamente. Por la primera -complementada a veces con la adquisición de títulos de nobleza y la vinculación de sus patrimonios por medio del mayorazgo- los grandes propietarios conseguían la exención impositiva, que les protegía casi íntegramente contra una fiscalidad generalmente confiscatoria y, parcialmente, contra la ejecución de sus deudas a instancias de sus acreedores4.

Todo esto sucedió con especial intensidad durante la etapa fundacional, bajo la dinastía Austracista, pero mantuvo su inercia durante el siglo XVIII. Es más, la nueva dinastía echó mano desde el mismo día de su llegada de un recurso que hasta entonces se había utilizado con moderación: el establecimiento de censos hipotecarios sobre los bienes y rentas municipales en los términos de realengo y la entrega del capital así obtenido como "donativo forzoso" a la Hacienda real5. Y ello por mucho que la llegada de los Borbones abriese un portillo de luminosidad y de pragmatismo -frente al tenebrismo cultural de la dinastía precedente- en un contraste visible todavía hoy al subir a la tercera planta del Museo del Prado (sin que por ello se emita juicio alguno sobre la calidad de las pinturas). Estas afirmaciones no implican minusvalorar tampoco el hecho de que al término del siglo los ilustrados analizasen cada una de las instituciones y prácticas viciadas e iniciasen en algunos casos una tímida corrección, que no pudo ir muy lejos, sin embargo, dado que la raíz de buena parte de ellas se encontraba en los fundamentos constitutivos del propio Régimen.

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El temor a infringir gravemente esta “constitución no escrita” es probablemente lo que había aconsejado a Floridablanca en 1784 abortar el intento de Cabarrús de establecer la Única Contribución, ideada por Ensenada en 1749 para hacer tributar a todos los vecinos en proporción a sus bienes sin distinción de estamentos 6. Aunque el diseño de los vales reales como nuevo tipo de deuda pública, realizado por el propio Cabarrús, ya se había ensayado en 1780 para financiar la guerra contra Gran Bretaña en apoyo de Estados Unidos y estos nuevos activos financieros habían encontrado gran acogida entre el público y agilizado la circulación monetaria -hasta el punto de que entre 1784 y 1793 se cotizaron por encima de la par, signo de que había demanda de dinero insatisfecha-, la Única habría sido la mejor forma de acabar con el problema de la vieja deuda y de evitar que la financiación sucesiva de las guerras contra Inglaterra y contra la Convención francesa, con la masiva emisión de vales reales que requirieron, terminase desencadenando una nueva oleada de hiperinflación, como la que efectivamente se produjo a finales del siglo, tras saturar el mercado con la emisión de 1.763,5 millones de reales en vales entre 1794 y 1799, cuantía que venía a equivaler al 51 por ciento de los ingresos ordinarios netos de la Hacienda durante ese mismo período, según la estimación de Cuenca Esteban 7, que resulta sensiblemente igual a la media del período 1792-1798 (695,6 millones al año) estimada por Merino 8 y coincide también con la de Fontana de unos ingresos ordinarios de 700 millones anuales durante el período 1814-18209.

La mayoría de los autores esta de acuerdo en que la cuantía de los vales emitidos era pequeña en proporción a la masa de medios de pago en circulación y no influyó gravemente sobre la inflación hasta 1797 10, lo que viene a ratificar el carácter endógeno de la oferta monetaria de pleno contenido metálico que se observa al analizar las series de metales monetizables antes de 180011. Pero todo tiene un límite y ya desde 1794 el Banco Nacional de San Carlos se había considerado incapaz de cumplir su cometido fundacional de mantener el aprecio de los vales. Hubo que crear un fondo de amortización -independiente de la Tesorería General y dotado con recursos propios, para mantener su credibilidad-, pero su efecto desestabilizador resultó evidente a partir de aquella fecha, a la vista de la celeridad con que se depreciaron, ya que la emisión de 1799 hubo que hacerla con un descuento del 50-60% 12, signo evidente de desequilibrio entre oferta y demanda. El desequilibrio ya resultaba alarmante en 1798, razón por la que se había creado la Caja de Amortización -denominada de consolidación a partir de 1800, por razones obvias- y se llegó a dotarla, in extremis, con los recursos procedentes de la desamortización estudiada por Herr 13, que acabaría vendiendo la sexta parte de las propiedades de la Iglesia en Castilla (un 3% del territorio total) allegando ingresos extraordinarios por valor de 1.633 millones de reales hasta 1808.

Esta primera desamortización comenzó por liquidar las fundaciones pías dedicadas a la beneficencia 14 , despojando de autonomía financiera a los servicios sociales tutelados por la Iglesia para hacerlos depender de la solvencia de la Caja de Amortización y, cuando esta dejó de tenerla, del Estado, de modo que “los pobres dolientes pagaron la transición con sus dolores” 15 . La desamortización respondía a la evidencia de que se estaba formando una verdadera burbuja financiera, que estallaría efectivamente en 1800, año en que la cotización de los vales no superó ningún mes el 34% 16 . Tratando de evitarlo, en agosto de 1799 se había suspendido la cotización y en noviembre se había aprobado un servicio extraordinario de 300 millones de reales para cubrir el déficit del año 1800 sin necesidad de emitir más vales. El nuevo servicio había de comprender "a todas las clases sin excepción" lo que, según Artola 17, constituye un caso único en toda la historia del Régimen, pero no debió de aplicarse de ese modo porque en dos años y

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medio sólo se pudo recaudar la mitad de lo previsto y la escasa credibilidad de la medida no evitó el inmediato hundimiento de la cotización de los vales.

Se había llegado a una situación de trampa de liquidez, como había ocurrido dos siglos antes 18 . En este caso, al igual que entonces, el proceso se inició con un desplazamiento de la curva de oferta agregada hacia la izquierda -desde la posición 1 a la 2- como consecuencia del crecimiento de la población y de la aparición de rendimientos decrecientes en el sector agrario. Esto explica la preocupación de los Ilustrados por la política reformista de oferta real (diseñada para tratar de recuperar la posición 1), pero esta política sólo hubiera podido surtir efectos a largo plazo. En el diagrama I la posición 1 de la curva de demanda agregada (que se corresponde con la de oferta monetaria) se dibuja vertical para reflejar la situación creada en torno a 1800, debido a la acumulación de la sobresaturación de medios de pago en circulación y al shock de demanda real derivado de las guerras. El punto de equilibrio pasó de E a E’ y, en ausencia de control, continuaba su ascensión, como corresponde a las situaciones de trampa de liquidez analizadas por Hicks 19, modelo que ha sido recientemente aplicado por Krugman20 al análisis de la crisis japonesa de este último decenio. En aquella ocasión, para drenar liquidez se aplicó un programa de amortización de vales, tratando de que la demanda agregada recuperase la posición 2. Más tarde, la guerra y los desarreglos de la Hacienda expulsaron de la circulación los medios de pago fiduciarios y la interrupción de las llegadas de metal americano provocaron una brutal contracción de la oferta de dinero. Además, con la paz se recuperó la oferta y el punto de equilibrio pasó a la posición E’’. La merma demográfica recuperó el rendimiento de la tierra y, más tarde, la desamortización lo hizo crecer, desplazando la curva de oferta hasta la posición 3, contribuyendo a que la curva de demanda mantuviese su pendiente normal, a medida que se recuperaba el mercado de la deuda pública. A mediados de siglo el punto de equilibrio se situaba en E’’’21.

Las Cortes de Cádiz (13-IX-1912) no repudiaron, sino que decidieron reconocer como Deuda nacional y hacer frente -mediante la Junta del Crédito Público- al gigantesco volumen de deuda acumulado a lo largo de todo el Antiguo régimen y nunca amortizada -así como la emitida durante la Guerra de la Independencia, con excepción del último empréstito de Francia a Carlos IV-, cuya atención consumía la mayor parte de las rentas ordinarias de la monarquía, según la estimación de Canga Argüelles 22. La convalidación de toda esa masa de títulos por deuda al 3% o deuda sin interés -esta última, de admisión obligatoria como medio de pago para la adquisición de bienes nacionales-, iba a hacer de la resistencia fiscal un instrumento de control de la política económica del nuevo régimen por parte de las oligarquías propietarias, al mismo tiempo que la deuda y el desconcierto en el cobro de los impuestos se convertían en los principales obstáculos para la prosperidad 23.

Porque al aceptar constituir al Estado liberal en sucesor legal del Antiguo Régimen, negándole al mismo tiempo recursos suficientes para financiarse con presupuestos equilibrados -como denunciaría Bravo Murillo en 184924-, la nueva oligarquía obligó a los sucesivos gobiernos a privatizar todo tipo de derechos, incluso los que no pertenecían al Estado, como sucedió en 1845 con el intento de enajenar el derecho tradicional de la Mesa Maestral de Calatrava a disfrutar, "...en caso de venderse su aprovechamiento a ganaderos extraños", de la mitad del arriendo de las hierbas de su término, compuesto por 24 municipios de Ciudad Real. Se trataba de los bien conocidos pastos (las “yerbas”) del Valle de Alcudia25, que, después de haber sido regaladas a Godoy, habían sido confiscadas y vuelto a la Administración de los bienes nacionales.

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Los derechos que ahora se vendían consistían exclusivamente en el usufructo de la mitad de los productos del arriendo, pero los adjudicatarios de las partidas más sustanciosas exigieron al Gobierno que les concediese la propiedad de la mitad de los terrenos afectados. El gobierno de

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la época accedió a tales pretensiones porque en buena lógica liberal el usufructo permanente de la renta generada por un activo equivale a la propiedad de éste, y por entonces la protección de la Mesta, que era el objetivo político con el que se había venido justificando el carácter público de estos pastos, era ya un recuerdo borroso. Sin embargo, en 1855 las Cortes anularon esta transacción, sin perjuicio de lo cuál los compradores -principalmente comerciantes madrileños pertenecientes al círculo de negocios de Mendizábal- habrían de aprovechar la desamortización general desencadenada tras la revolución de 1868 -que otorgó al Estado el pleno dominio en propiedad de las tierras concejiles, expropiando a los ayuntamientos- para conseguir que el Gobierno les compensase de aquella frustrada adquisición transfiriéndoles la mitad del importe de los remates. De este modo, la negativa de la nueva oligarquía a pagar impuestos se convirtió en la palanca para catapultar bienes y derechos desamortizados hacia sus propias haciendas y para convertir en definitivamente inviables muchas explotaciones de tamaño pequeño y medio26.

En realidad, los revolucionarios doceañistas y del trienio liberal renunciaron interesadamente a utilizar el margen de maniobra que proporcionaba en este terreno el cambio de régimen, siguiendo con ello voluntariamente el paso dado por la Constitución de Bayona, que había reconocido solemnemente los vales y empréstitos anteriores como “deuda nacional”27. La única excepción a este amplio margen de decisión no utilizado era la deuda exterior. Ésta había empezado a contraerse y a cotizar en Holanda desde 1778, y en 1801, tras sucesivas renovaciones, se limitaba a 36 millones de reales. A partir de 1803 hubo que ampliar las apelaciones al crédito exterior para pagar al Tesoro público de Francia el subsidio de neutralidad de cuatro millones de francos mensuales (16 millones de reales) impuesto por Napoleón 28. La Guerra de la Independencia fue financiada básicamente por las colonias americanas 29. La pérdida de la renta colonial -estimada por Fontana 30 en 225 millones de reales anuales 31- vendría a agudizar la insuficiencia secular de los ingresos y dio lugar en 1817 al nuevo intento de implantar la “única contribución” por parte de Garay, intento que fracasaría como todos los anteriores y abocaría a la “quiebra” del régimen -en el doble sentido que le da Fontana 32 a este término.

Además de agudizar la crisis fiscal, la pérdida de las colonias del continente americano planteó un gravísimo problema de balanza de pagos, ya que el desequilibrio tradicional de la balanza comercial había venido saldándose exportando 275 millones de reales anuales en plata importada de América 33, de modo que hasta que no se produjo el ajuste comercial el desequilibrio hubo que saldarlo reduciendo la cantidad de efectivo en circulación en el interior del país con el consiguiente efecto deflacionista, lo que convirtió a la deuda exterior en un recurso estratégico que en 1823 alcanzó los 2.500 millones de reales. El fracaso del intento de Fernando VII de repudiar la parte de la deuda externa contraída durante el trienio liberal se encargaría de demostrar la vulnerabilidad financiera del Estado -absoluto o liberal- fuera de sus propias fronteras: como afirmó López Ballesteros en 1824 "el reconocimiento de las deudas del Estado es imprescindible para que éste pueda funcionar y acudir de nuevo al crédito si las circunstancias así lo exigen"34.

Un opúsculo de 1829, remitido a informe del Consejo de Estado, proponía un plan para la solución del problema de la deuda35 que prefiguraba el modelo efectivamente adoptado más tarde, con algunas variantes, cuya comparación con la reforma finalmente aplicada permite evaluar las diferencias entre el enfoque dado a la cuestión en el ocaso del régimen Antiguo y en el alba del Liberal: la estimación del monto total de deuda en circulación era de diez mil millones de reales, similar a la de Canga Argüelles, cuantía que ha sido ratificada por las investigaciones

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de Fontana y Artola 36, y que resulta coherente -habida cuenta de las emisiones ulteriores- con la que finalmente resultaría convalidada en 1851. Oviedo proponía canjear toda esta masa de títulos de diferentes clases por sólo dos: una con interés del 2,5% (que afectaría a deuda por un valor de dos mil millones de reales, coincidentes básicamente con los 1,9 millones en vales emitidos por Carlos IV), y otra "sin interés", pero que habría de percibir uno del 1,25% (lo que implicaba una quita media del 50% para este tipo de deuda), constituida por los ocho mil millones de reales restantes. El servicio de la nueva deuda ascendería, pues a 150 millones anuales pagados en intereses. Oviedo aducía el ejemplo de los Países Bajos para proponer aquellos tipos de interés. La idea de inscribir la "Deuda Real Española Consolidada" en un "Gran Libro" provenía de Nápoles y la de la inembargabilidad, de Francia, de modo que la propuesta pretendía ser una síntesis de lo que se estilaba en la Europa de la Reacción. El opúsculo comienza afirmando: "Todos los Estados de Europa han liquidado totalmente su deuda desde la paz de 1814" y con el arreglo se propone conseguir "la cooperación de ciertas clases que en el día acaso se creerán perjudicadas". Esta doctrina fue asumida sin remilgos por el régimen liberal.

El plan de Oviedo declaraba también la inembargabilidad de las inscripciones de la deuda resultante de la convalidación y combinaba este incentivo general para la adquisición de la misma -contrario a la filosofía del nuevo Código de Comercio- con una curiosa forma de desvinculación de patrimonios y conservación de mayorazgos que consistía en poner en circulación los bienes vinculados convirtiendo las tres cuartas partes del valor vendido en deuda convalidada inscrita a nombre de la vinculación. Esta idea había aparecido por primera en el Informe de Jovellanos37, en el que se proponía animar a los dueños de propiedades vinculadas a venderlas e imponer el producto en fondos públicos38. Uno de los cuatro decretos desamortizadores del 19 de septiembre de 1798 había concedido por primera vez con carácter general "permiso y facultad a los mayorazgos para enajenar los bienes afectos a vinculaciones, siempre que colocasen todos sus productos, con un interés del 3%, en la Caja de Amortización de Vales creada por decreto de 27-I-179839, medida que se había tratado de impulsar en enero de 1799 “concediéndoles el favor de guardar ‘por vía de premio’ la octava parte del dinero recibido, reconociendo la Caja la cantidad entera como deuda legítima de la corona y pagando el 3% sobre esta suma, aunque sólo recibiera las 7/8 partes, con lo que aumentaba, en efecto, el interés sobre el dinero recibido del 3 al 3,4%”. La medida había suscitado la oposición de Godoy y de algunos miembros del Consejo de Castilla, que consideraron "indecorosa" para las vinculaciones esta forma de estímulo40 .

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GRÁFICO 1-A

GRÁFICO 1-B

4250 4500 4750 5000 5250 5500 575050

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159516251655

1695

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17951820

1850

M iles

CASTILLA: POBLACIÓN Y PRECIOSPRECIOS-PLA TA : medias móviles (33) centradas (BA SE: 1620-79=100)

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GRÁFICO 2

14 16 18 20 22 24 2650

100

150

200

250

1858 1890 1910

19201930 1936

MILLONES DE PERSONAS

ICV: BASE: 1913=100

POBLACIÓN E ICV EN ESPAÑA

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50100150200250300350

Índi

ces:

181

8=10

0

1752 1818 1908 1922 1930

SEMBRADA CULTIVADA

CALORÍAS POR HECTÁREA

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Además, Godoy no mostró gran confianza en la solvencia del régimen, ya que temía que "los que hubiesen enajenado con aquel destino sus bienes vinculados, arriesgasen su subsistencia en los azares que podía correr la deuda pública"41. Precisamente a guisa de remedio para esta eventual amenaza de encogimiento del patrimonio vinculado, Oviedo proponía en su nuevo plan reforzar el mayorazgo, autorizando a vincular bienes de libre disposición, previamente convertidos en deuda, por un monto no superior a 100.000 reales de renta anual (erga omnes: en vinculaciones nuevas, o agregadas a las existentes), de modo que el mecanismo permitiera integrar al nuevo patriciado en el viejo estamento, que es lo contrario de lo que enseguida harían los liberales.Antes de la vuelta de éstos al poder, López Ballesteros trató de realizar la cuadratura del círculo, en un último intento de resolver el problema de la deuda sin acudir a la reforma fiscal, volviendo a crear la Caja de Amortización. Ésta no cumpliría todos los objetivos que le fueron marcados, pero sí consiguió recuperar la confianza de los acreedores, de modo que la experiencia sirvió de ejemplo para la creación en 1836 de una Junta de Liquidación de la Deuda Pública que, tras las nuevas emisiones de títulos para financiar la Primera guerra carlista, reconoció hasta 1839 deuda interior por un monto total de 11.300 millones de reales (con unos intereses de 300, el doble de lo propuesto por Oviedo diez años antes).

Su actividad dio paso a una etapa de capitalización y liquidación que concluiría con la ley de Bravo Murillo de 1-VIII-1851. Esta Ley implicaba en realidad el reconocimiento de la insolvencia del Estado, al establecer unilateralmente un arreglo por el que, al mismo tiempo que se unificaba toda la deuda, sin distinguir entre interior y exterior, en dos grandes clases (perpetua y amortizable), se aplicaban reducciones que, en el caso de la deuda externa, imponían quitas de intereses entre el 40 y el 50% y esperas de hasta 19 años. Pese a las protestas que tales quebrantos levantaron en las principales plazas europeas, la decisión de cancelar la deuda amortizable -poniendo a disposición de la Junta todos los frutos de la desamortización de las fincas y derechos del Estado y de los bienes de propios de los pueblos- recuperó el crédito público, reanimó automáticamente la Bolsa de Madrid y restableció parcialmente la confianza de los financieros extranjeros, como enseguida se pondría de manifiesto con las inversiones en el ferrocarril. La operación de conversión y regularización se completaría en 1869-70, reforzándola con la última oleada de la desamortización42.

2.- La pesada herencia del Antiguo régimen para el crecimiento económico moderno. Puede decirse que la Revolución liberal española conservó buena parte de los estigmas

sociológicos del Antiguo Régimen, al llevarse a efecto expropiando el dominio útil sobre la tierra de los campesinos y los municipios para convertir las viejas rentas en propiedad mediante una simple convalidación de títulos, realizada por ley en 1837, sin distinguir -porque en muchos casos resultaban indistinguibles- las rentas territoriales de las señoriales, por mucho que estas últimas hubiesen quedado abolidas por las Cortes de Cádiz.

Es cierto que la desvinculación de los mayorazgos, iniciada con la ley de 11-IX-1820, y la substitución de los viejos censos por las nuevas obligaciones mercantiles, realizada a través del nuevo Código de Comercio en 1829, privó a la nobleza del privilegio que los deudores titulares del patrimonio inmobiliario habían venido disfrutando frente a los acreedores titulares del capital prestado43 y que tal cambio desencadenó un proceso de ajuste en el que la práctica totalidad de las grandes casas nobiliarias hubieron de desgajar parte de sus antiguos estados y

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venderlos para liquidar sus deudas o repartirlos entre sus acreedores. Pero el proceso fue extraordinariamente considerado: en 1841 se permitió realizar la desvinculación en dos fases (por mitades), y la primera no comenzaría efectivamente hasta finales de los años sesenta. Las ventas o cesiones masivas de patrimonio (al amparo estas últimas del concurso de acreedores voluntario preventivo de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881) sirvieron para sanear los estados financieros de la nobleza, que se había endeudado alegremente aprovechando la inflación de crédito de finales del XVIII y había experimentado graves crisis de iliquidez (y, en menor grado, de insolvencia) tras las expropiaciones del período bonapartista, la abolición de las rentas señoriales, la caída de precios agrarios del primer tercio del siglo XIX y la renuencia de los campesinos a pagar rentas territoriales hasta la década moderada.

La lentitud del proceso permitió a la nobleza diseñar confortablemente sus estrategias de conservación patrimonial a lo largo de todo el siglo. En el caso paradigmático de la casa Alba, la segunda fase del desmantelamiento no se materializaría hasta después de 1890 44. Aunque casas como las de Osuna y Medinaceli no pudieran escapar a la quiebra, las principales beneficiarias de la misma fueron otras casas nobiliarias45 y las que implementaron bien sus estrategias -realizando la desvinculación en el transcurso de dos generaciones- salieron bastante bien libradas: la de Alba cedió inmuebles por valor de cuarenta millones de reales -de los 133 en que se habían valorado los bienes raíces desvinculados del mayorazgo- por convenio con sus acreedores firmado en mayo de 1872, en el que los activos fueron valorados al 90% de su precio de tasación, tras haberse intentado la venta judicial y constatado que el mercado de tierras se encontraba paralizado en ese momento46.

La conexión entre propiedad inmobiliaria y poder político bajo el liberalismo produjo la inmediata integración en la nueva oligarquía censitaria de la nobleza titulada, estamento que contaba al final del Antiguo régimen con un censo total de 250 títulos, cifra que se incrementaría en otros cien hasta el final de la Primera Guerra Mundial 47. Esta integración pareció transmitir a la nueva oligarquía la ancestral aversión de la nobleza hacia la fiscalidad, ya que a lo largo de todo el siglo XIX había de negársele al nuevo Estado liberal una financiación mínimamente decorosa, tratando quizás de heredar así la situación de que había disfrutado la nobleza en el Antiguo Régimen y poniendo en práctica la estrategia de bloqueo ya ensayada durante el siglo XVIII para impedir el establecimiento de la Única Contribución.

Además, el programa de desamortización diseñado por los ilustrados, en el que la privatización de la tierra se dirigía a conseguir el objetivo de mejorar su productividad -y, sólo como consecuencia de ella, los ingresos de la Hacienda- quedó subordinado a una estrategia (explícita o, más bien, implícita) de concentración del poder económico, olvidando el objetivo último, como tan acertadamente señalara Álvaro Flórez Estrada, cuyo programa -inspirado en el Informe de Jovellanos, que proponía ceder en censo enfitéutico las tierras desamortizadas de la Iglesia (§182) y de los estados señoriales (§213)- habría de ser reivindicado por Canalejas 48 en 1902, justamente al término del proceso desamortizador, en el momento de proceder a la revisión de la vieja ortodoxia liberal de minimización del Estado, que le había dado cobijo ideológico. Tal estrategia supuso un cierto avance hacia la maximización del excedente agrario pero no optimizó la productividad del trabajo ni el producto per capita, ya que para conseguir esto último la desamortización tendría que haberse planteado como una verdadera reforma agraria, propósito que no entró -ni por asomo- entre los objetivos de los que la realizaron49.

Como desde 1803 se habían derogado las restricciones que impedían anteriormente a los compradores realizar desahucios y cambios en los contratos de arrendamiento preexistentes y se

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les había otorgado "libertad absoluta para hacer de ellos lo que [tuviesen] por más conveniente"50 , la consecuencia inmediata de la desamortización fue un desplazamiento de la población anteriormente ocupada en las actividades agrarias mucho más rápido que la formación de una demanda de trabajo alternativa, debido a la lentitud del proceso de acumulación de capital productivo en los sectores secundario y terciario, lo que provocó miseria, desempleo y emigración 51, dado que a este desequilibrio vino a unirse el aumento de la oferta de trabajo derivada del crecimiento demográfico, una vez superadas las crisis maltusianas. Los dos primeros censos que permiten analizar estos movimientos son los de 1877 y 1887: en esos diez años la población total creció un 5,6% (931.000 personas) mientras que la población activa agraria se redujo un 3,8% (190.000 personas) y la del resto de los sectores sólo aumentó un 1,4% (29.000 personas).

Las cosas debieron de suceder en un primer momento de acuerdo con el diagrama II (dibujado siguiendo la síntesis de Kaldor52 sobre la teoría de la renta de Ricardo): al final del siglo XVIII la presión demográfica había aumentado la superficie cultivada y disminuido la productividad de la tierra hasta maximizar la renta y eliminar el beneficio; la desamortización permitió concentrar la renta y el beneficio en las mismas manos, de modo que, frente a la tradicional confrontación de estrategias maximizadoras, los nuevos propietarios burgueses estaban interesados en aumentar indistintamente la suma de renta y beneficios; la conversión en dehesas o en cultivos extensivos mediante la explotación directa de tierras anteriormente arrendadas permitió elevar la renta y disminuir el coeficiente de trabajo por unidad de tierra como consecuencia de una mezcla menos intensiva de cultivos (lo que en el diagrama se expresa comprimiendo en una tercera parte el volumen medio de salario contratado por hectárea de tierra, de OS a OQ, y reduciendo en un 29% la superficie de tierra cultivada, lo que sin duda es una exageración, sólo justificada por la viualidad gráfica).

La desamortización no fracasó en el objetivo de mejorar la productividad de la tierra dedicada a actividades agrarias; antes al contrario. Según nuestro diagrama ésta debió de aumentar desde T’C hasta TB (un 44%); lo que sucedió efectivamente puede observarse en el gráfico 2: la cantidad de calorías producidas por cada hectárea de tierra sembrada se multiplicó por algo más de dos a lo largo del siglo desamortizador y por más de dos y medio, si nos referimos a la tierra efectivamente cultivada, como consecuencia del empleo de nuevos fertilizantes y formas de rotación más eficaces. De hecho, al desaparecer el problema de divergencia de incentivos entre agente y principal, típico de la explotación tradicional, el aprovechamiento a corto plazo de la fertilidad acumulada mediante la roturación de montes - primero- y la reinversión de los beneficios -a más largo plazo- debió de permitir desplazar hacia arriba y hacia la derecha las curvas de productividad, de modo que al final del siglo el coeficiente de trabajo empleado por hectárea y la superficie sembrada pudieron volver a aumentar -hasta recuperar e incluso volver a superar las magnitudes OS y OT’, respectivamente- manteniendo o superando las productividades marginal y media del diagrama en el punto T. Y esto parece que es lo que ocurrió realmente: en 1900 la población activa agraria había vuelto a crecer en un 7,3% (355.000 personas) superando en 164.000 personas a la de 1877. De la superficie dedicada a usos agrarios sólo sabemos que creció a lo largo del siglo, que en 1900 era casi el 39,40% del total y que en 1930 había crecido hasta el 48,2%, de modo que resulta verosímil suponer que ya estuviese creciendo en el último tercio del siglo XIX.

En todo caso, lo que debió de aumentar desproporcionadamente es el producto excedente, que, según nuestro diagrama, tan sólo durante la primera fase -sin contemplar el ulterior

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desplazamiento de la curva debido a las mejoras tecnológicas y a la mejor capitalización, ni la extensión de cultivos subsiguiente- habría pasado de la superficie SECD a la QRBS’ (con un aumento del 52%) contribuyendo a facilitar el tránsito desde el régimen maltusiano, con feedback negativo en la relación entre precios y población -que se había registrado hasta finales del siglo XVIII (gráfico 1.A)-, a la nueva dinámica que se observa en los gráficos 1.A y 1.B, caracterizada por la ausencia de relación entre ambas variables. Se trata, sin embargo, de un tránsito considerablemente complejo que afecta a las dos partes del binomio población-recursos.

Muñoz Pradas 53 ha estudiado la conexión a corto plazo entre los precios y las principales variables demográficas y realizado una comparación entre esta dinámica durante el Antiguo régimen y la del siglo XIX en Cataluña, que probablemente resulta trasladable al conjunto de España, aunque con un cierto retraso, dado el adelanto de la revolución industrial en Cataluña y el mejor acceso de la periferia al grano importado. Este trabajo demuestra que la transición demográfica del siglo XIX se inició en Cataluña substituyendo los frenos positivos (la mortalidad) por frenos preventivos (la fecundidad y la nupcialidad) como mecanismo de ajuste entre la población y los recursos. Esta es la primera vertiente de la transición, lo que implica que en el nuevo régimen demográfico las principales variables endógenas son la nupcialidad y la fecundidad, y la principal variable exógena los recursos disponibles (la población se adapta a los recursos con carácter preventivo, sin presionar sobre los precios de los alimentos), mientras que en el régimen antiguo aquellas funcionaban como variables exógenas -junto al medio geográfico- y la mortalidad y los recursos como variables endógenas (el excedente demográfico se eliminaba cuando se superaban los recursos disponibles, lo que se manifestaba en fuertes tensiones de precios de los alimentos). En el caso de España este nuevo equilibrio se tradujo en un crecimiento demográfico considerablemente lento a lo largo del siglo XIX (con una tasa del 0,5% anual, frente a un 1,2% en el Reino Unido), que aumentaría durante los tres primeros decenios del siglo XX hasta una tasa de 0,8%.

Morineau 54 considera que la conexión causal entre revolución agrícola y transición demográfica es poco menos que un mito cuando se descontextualiza el caso inglés y se pretende aplicarlo como modelo al área mediterránea, ya que el censo agrícola de 1840 indica que el rendimiento medio por hectárea cultivada en Francia fue de 12,7 hectolitros (9,5 quintales) de trigo, lo que implica un factor 6 de multiplicación de la simiente, que se sitúa en el punto inferior del orden de fluctuaciones del factor simiente estimadas por Slicher van Bath para la zona que incluye a Francia, España e Italia entre los siglos XVII y XIX (de 6 a 7). Estas cifras no habrían de aumentar excesivamente durante los cien años siguientes, ya que en 1930-39 el rendimiento se situó en 15,4 quintales/Ha. y el factor simiente en 7,5. Además, los rendimientos de 1840 son sensiblemente parecidos a los de los períodos de rendimiento máximo en las primeras mitades de los siglos XV a XVII y durante las alzas cíclicas desde comienzos del siglo XVIII, que disminuían periódicamente durante las etapas de fuerte presión demográfica, debido a una explotación más intensiva y/o llevada a cabo mediante roturaciones temporales de tierras marginales, de modo que en realidad sólo podría hablarse de revolución agrícola en Francia a partir del quinquenio 1960-1965 (cuando se duplicaron los indicadores de 1930-39), casi siglo y medio después de iniciarse la transición demográfica, coincidiendo con la Revolución55.

Lo que resulta más significativo es la separación profunda y persistente entre los rendimientos de las regiones situadas al nordeste de las situadas al suroeste de una línea imaginaria que uniera las ciudades de Les Sables d'Olone -en la costa atlántica, al sur de Nantes- y Longwi -en la frontera con Luxemburgo- (incluyendo a Alsacia y Lorena en el primer grupo):

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mientras que en el norte algunos departamentos obtenían en 1840 rendimientos de más de 20 hectolitros por Ha. (próximos a los que se asocian con la revolución agrícola en Inglaterra, Holanda y Bélgica), más de la mitad de los departamentos situados en la zona suroeste rendía menos de 12 hectolitros, con algunos, como Lot-et-Garonne, que registraban rendimientos de 6,8 hectolitros por hectárea. Aunque no pueda hablarse de determinismo geográfico, parece evidente que las condiciones climatológicas y del medio son si cabe más duras y estrictas en el conjunto de la península ibérica que las de la amplia zona francesa situada al suroeste de la mencionada línea.

Pues bien, los datos recogidos por el GEHR 56 permiten afirmar que la productividad media por Hectárea de superficie agraria dedicada al cultivo de trigo en España entre 1891 y 1900 era de 7,4 Qm.. (9,9 Hl.) y en 1930 se había elevado a 9,357 Qm.. (12,4 Hl.), sensiblemente igual a la de la zona de referencia francesa un siglo antes y, si esta zona experimentó la misma progresión del conjunto durante el siglo siguiente, los rendimientos españoles se situarían en los años treinta un 23% por debajo de los de la mitad suroeste de Francia. Como se observa en el gráfico 3 -en el que todos los datos son medias móviles decenales-, la progresión más rápida de los rendimientos se produjo durante el decenio 1895-1905, año este último en que ya se situaron en 9 Qm.. /Ha. (12 Hl.), debiéndose el crecimiento de la producción hasta 1930 fundamentalmente al aumento de la superficie utilizada: entre 1895 y 1905 el rendimiento creció un 22% y la superficie un 10%; en cambio entre 1905 y 1930 el rendimiento sólo creció un 3% y la superficie un 22%; en conjunto, entre 1895 y 1930 la producción de trigo creció un 65% (un 25% el rendimiento y un 32% la superficie).

Así pues, si la revolución agrícola no precedió, sino que siguió, al cambio demográfico en Francia (lo que podría extenderse a toda la zona mediterránea), y si, como ha demostrado Fogel58 el 85% del descenso de la mortalidad registrado en Francia entre 1785 y 1870 no se debió a otra cosa que a una mejor alimentación ¿cómo se explica la superación del techo maltusiano, que había venido deteniendo periódicamente durante siglos el crecimiento de la población, y el rápido crecimiento del siglo XIX? La respuesta en general no es otra que la del aumento de los intercambios comerciales. En el caso francés, este nexo adquirió la máxima visibilidad durante el primer año de aplicación del tratado franco-británico de comercio de 1860 (vigente formalmente hasta 1881 y de facto hasta 1892), en que la importación francesa de granos pasó de 22 millones de francos en 1860 a 360 en 1861 y a 158 en 1862, para caer a 5,3 en 1863, todo ello en relación inversa a la magnitud de las cosechas de trigo en el país. Este Tratado es el que introdujo por primera vez la cláusula de nación más favorecida y -aunque no fue nada en absoluto parecido al régimen de libertad de comercio establecido en Inglaterra desde 1825- es considerado como el mecanismo desencadenante del sistema internacional de comercio, ya que fue seguido de otros con Bélgica, Prusia -extendido en 1862 al Zollverein- Italia, Suiza, Suecia, Noruega, Meckllenburgo, España (en 1865), Holanda, Austria, Portugal y los Estados Pontificios. A mediados de la década, EE.UU. era el único socio comercial relevante al que Francia aplicaba la tarifa arancelaria general. El Tratado aceptaba la importación libre de derechos de las materias primas y de la práctica totalidad de los productos alimenticios (manteniendo una tarifa muy baja para los cereales) y vino a sustituir el régimen prohibicionista de intercambios anterior por otro moderadamente proteccionista, que redujo los aranceles del 80% de las importaciones francesas en cinco años hasta un máximo del 25%, afectando a todos los productos manufacturados y reduciendo más los aranceles de la maquinaria que los de las manufacturas textiles, dado que los costes de transporte de la época ya establecían una protección natural del orden del 30% para el equipo más pesado59, que se reduciría a la mitad entre 1870 y 1910.

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O'Rourke et alia 60 han estudiado el proceso de convergencia de las ratios salarios/renta de la tierra entre el viejo y el nuevo mundo derivado de la formación del sistema internacional de comercio. Su estudio demuestra con carácter general que la ratio norteamericana -que había sido muy elevada hasta 1870, por causa de la dotación relativa de factores, con escasez de trabajo y abundancia de tierra libre- se redujo a la mitad entre ese año y 1913 (y algo parecido sucedió en Argentina), mientras que las ratios europeas se dispararon: se multiplicaron por 5,5 en Irlanda, por 2,7 en Inglaterra y por 2,3 en los países nórdicos. El estudio demuestra que la intensidad de la convergencia dependió del nivel de liberalización del comercio exterior en cada país, ya que, frente a las cifras anteriores, pertenecientes a países "escasamente proteccionistas", en Francia la ratio se multiplicó por 2,0 y en Alemania por 1,4. La palanca que impulsó la convergencia de los precios de los factores fue la convergencia de los precios de las mercancías, provocada por el avance del comercio internacional. La evidencia empírica aportada en este trabajo viene a ratificar las conclusiones a las que llegaron Heckscher y Ohlin entre 1919 y 1924 -basadas en la observación de lo ocurrido durante el medio siglo precedente- según las cuales un régimen abierto de intercambios tiende a la ecualización de los precios de los productos porque impulsa la especialización comercial de los países en los productos que hacen mayor utilización de los factores de los que están mejor dotados, lo que en términos relativos aumenta su demanda -y su precio-, al mismo tiempo que reduce la demanda -y el precio- de los factores más escasos. En los países menos proteccionistas de Europa los precios de los factores escasos (tierra y primeras materias) se abarataron y los de los más abundantes se encarecieron (el trabajo, el capital y el beneficio de los empresarios). Esto lo observó Ohlin en relación a la invasión europea de grano proveniente de ultramar, que “aumentó el precio de la tierra en Australia y lo redujo en Europa, al mismo tiempo que permitió moderar los salarios australianos y elevar los europeos”, y cambiar la estructura de la producción agropecuaria desde actividades productoras a consumidoras de granos -como sucedió en Dinamarca-. Es así como se desencadenó el proceso de convergencia de la productividad del trabajo y de la renta per capita que -pese a la interrupción de los años treinta y cuarenta del siglo XX, por causa de la vuelta al proteccionismo- continuaría a lo largo de todo el siglo entre el grupo de países que más tarde constituirían la OCDE.

España es el único país de los estudiados en este trabajo que no se incorporó al proceso de convergencia y en el que la ratio se redujo (hasta un 66%, al comparar 1913 con 1870). La anomalía se debió, precisamente, al nivel de protección arancelaria, que en 1913 era el más elevado del conjunto de países estudiado por O’Rourke et alia: el 43% para el trigo y el 34% para las manufacturas. Y algo parecido cabe decir de la escasa participación de España en el proceso de integración de los mercados financieros -visible ya en 1890- que permitió reducir los tipos de interés en los países importadores de capital y aumentarlo en los exportadores61. El país quedó apeado del avance global por la conjunción de intereses de la oligarquía terrateniente y los industriales de la periferia. Estos últimos supieron medir la amenaza de la escisión nacionalista para dar pretexto al gran giro proteccionista exigido por los grandes propietarios de tierras frente a la invasión de grano ultramarino: de hecho, la aplicación práctica del Acuerdo de comercio Hispano-Francés de 1865 hubo de esperar a la adopción del Arancel Figuerola de 1869 -cuya base quinta preveía la entrada en vigor progresiva- y al proyecto de acuerdo bilateral de 1882. Sin embargo, la agitación desencadenada en Cataluña por el Fomento de la Producción Nacional, de Bosh y Labrús, abortó este intento de apertura y, en convergencia con la Liga Vizcaína de Productores, de Pablo de Alzola -inspirado éste por la “alianza del centeno y el hierro”, patrocinada por Bismarck-, impidió el acuerdo comercial con Gran Bretaña de 1885 y cualquier otro avance, para acabar imponiendo el Arancel ultraproteccionista de 1906.

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Que la ratio española salario/renta de la tierra no se modificase lo más mínimo antes de la Gran Guerra constituye un excelente indicador de la posición relativa de los asalariados y los propietarios de tierras durante la etapa de la Restauración, por mucho que la retórica proteccionista tomase siempre a la defensa del trabajo nacional como primer pretexto para la protección. A ello vendría a unirse enseguida el proceso de cartelización de toda la producción que acompañó al sistema proteccionista y que haría pagar la ineficiencia productiva con la expropiación del excedente del consumidor. Cambó trataría de racionalizar el arancel de 1922 apelando a la necesidad de reservar el mercado nacional para conseguir economías de escala 62, pero el umbral mínimo para aprovecharlas venía a ser cuatro veces el tamaño del mercado español 63, aunque estas estimaciones no fuesen accesibles en aquella época y las motivaciones para adoptar una u otra política tuviesen que ser otras.

Naturalmente, la adopción de una política económica de mercados abiertos y con fuertes niveles de competencia sólo se adoptó allí donde la élite dirigente compartía una ética que, no por ser obstinadamente individualista, dejaba de primar las realizaciones y el avance colectivos, al seleccionar y ratificar como legítimos un conjunto de medios para la consecución del beneficio económico que obligaba a optimizar la producción y la tecnología y a transferir valor hacia el consumidor. En cambio “todo el sistema de principios éticos difundidos por la tradición anticompetencia en España -que, como ha escrito Fraile, se apoyó siempre en la ortodoxia católica, desde Balmes y Donoso Cortés hasta la Doctrina Social de la Iglesia- ayudó a solidificar la creencia en la desventaja moral del mercado frente a la intervención, y a promover, por tanto, su rechazo colectivo”64. Se trata de una ética fundada en la piedad compasiva, pero que nunca reparó en la ineficiencia colectiva de los medios empleados para acumular poder económico y rentas.

3.- “El santo temor al déficit”, o una aplicación avant la lettre de la política monetaria de Hayek. Volviendo a la relación entre población y precios del gráfico 1 (A yB), la ausencia de

inflación a lo largo de todo el siglo XIX no se debió exclusivamente a la superación de la restricción maltusiana y a la nueva dinámica población/recursos. Estos son los factores reales, pero vinieron a combinarse con una política monetaria y financiera cuyos objetivos habrían de subordinarse a la estrategia de concentración de riqueza en manos de la nueva oligarquía. En efecto, durante el primer tercio del siglo la deflación fue provocada por la interrupción de la llegada desde América de metal monetizable, al mismo tiempo que se amortizaban títulos de deuda (aunque se emitiera deuda exterior). Como desde finales del siglo XVIII estos títulos se habían convertido en medios de pago habituales -con la excepción del comercio minorista y del pago de salarios y pensiones del Estado-, el esfuerzo por estabilizar y apreciar el valor de la deuda en esta primera etapa del siglo constituyó en realidad una forma de política monetaria restrictiva que drenaba liquidez en el mercado del dinero, acentuando con ello la deflación y la recesión. Posteriormente, la clasificación y convalidación de la deuda antigua, iniciada por las Cortes de Cádiz y ultimada en 1851 (aunque la parte que se declaró diferida sólo se haría efectiva a partir de 1870), no solucionó el problema central que atenazaba al crédito público65, pero debió de tener el efecto no perseguido de producir la entrada paulatina en circulación de una masa de medios de pago que anteriormente habían llegado a caer en desuso. En 1850, que es cuando comienza la serie de Comín66, la deuda pública total en circulación ascendía a 3.900 millones de

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pesetas, de los que 1.567 eran deuda exterior y 2.333 interior (9.332 reales), lo que implica que desde 1839 se había reducido en un 17,5%. Hasta 1861 continuó reduciéndose, pero la caída de casi 500 millones es imputable sobre todo a la deuda externa (que ascendía ese año a 1.138 millones de ptas.), ya que la reducción a la mitad de la deuda interior amortizable (que era de 586 millones en 1861), se vio compensada por un crecimiento similar de la deuda perpetua (que ascendía a 1.782). A partir de ese año, el objetivo de estabilización pareció conseguido y se inició una nueva etapa de crecimiento, tímido al principio pero incontenible después: la cifra de 1861 se duplicó cada siete años, hasta alcanzar un nuevo máximo de 14.300 millones de ptas. en 1878, situación insostenible que daría lugar a un nuevo arreglo: el de Camacho de 1882, que vino a confirmar el carácter incalificable (“de la más oprobiosa naturaleza”) de la deuda española en las bolsas europeas 67.

Pero en el interior era otra cosa porque, aunque de cotización muy volátil, la deuda era prácticamente el único activo disponible en las bolsas españolas y se admitía por su valor facial en las subastas desamortizadoras, de modo que jugaba un papel crucial como activo líquido financiero en manos del público. Para evaluar su importancia, piénsese que en 1865-66 su cuantía triplicaba la del conjunto de la oferta monetaria (M1), que era de 1.510 millones de pesetas. Esta última no se duplicaría hasta 1900, en que alcanzó la cifra de 3.250 Mptas. (Ibíd. pp. 143 y 147), equivalente a la cuarta parte de la deuda en circulación ese año. De modo que en términos de política monetaria hasta 1861 la paulatina apreciación de valor de los títulos significó, de facto, un aumento de la masa de medios de pago efectivos, y esta apreciación relativa estuvo relacionada a lo largo de todo el siglo con el grado de cumplimiento de los programas de saneamiento presupuestario -periódicamente interrumpidos por los gastos de guerra- y por la capacidad de los gobiernos para pagar los intereses o respaldar los títulos en circulación con activos que les sirviesen de contrapartida. En síntesis, a lo largo del siglo XIX el valor total efectivo de la deuda en cada momento -distinto de su valor facial- debió de comportarse homeostáticamente respecto al cuerpo de la economía: a la hora de suministrar liquidez al público, la reducción del gasto presupuestario y el rigor de la política monetaria se habrían visto compensadas por la revalorización proporcional de la deuda en el mercado (o sea, con un descenso en su rendimiento), consecuencia de la activación periódica de la desamortización y la privatización de bienes, derechos, actividades y servicios; y viceversa: el aumento del déficit, financiado con nuevas emisiones, habría depreciado el valor efectivo de la masa de medios de pago en circulación, dosificando este valor, como sucede en un sistema abierto con retroacción negativa68. Además esta forma de financiar los gastos del Estado -con la contrapartida de proporcionar una forma fácil de colocación de capitales- generó un volumen de rentas por pago de intereses que durante los últimos años del siglo XIX y comienzos del siguiente fue similar en cuantía -e incluso superior algunos años- a la nómina total de gastos del Estado en sueldos y salarios, constituyendo desde mediados del siglo pasado hasta 1935 la segunda partida en importancia del presupuesto.

El objetivo de esta estrategia fiscal, monetaria y financiera no era otro que el de facilitar la concentración de la propiedad de los activos del país en manos de la nueva oligarquía. El manejo del problema de la deuda garantizaba un flujo constante de oferta de tierras desamortizadas, que llegó al mercado regularmente a lo largo de todo el siglo, evitando la formación de burbujas inmobiliarias, ya que a las ventas de bienes nacionales habría que añadir el dinamismo en los intercambios de tierras desvinculadas. Por sí sola, la desamortización debió de afectar al 14% del territorio nacional69, dividiéndose el valor de los remates casi por mitades entre las dos partes del siglo, con una concentración máxima de las ventas en los períodos 1836-

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1849 y 1859-1867, según las estimaciones de Nadal 70. En lo que se refiere a los precios, parece descartable que las tierras se malvendiesen. Herr 71 calculó que en las desamortizaciones realizadas hasta 1808 el promedio de los precios vino a multiplicar por diecisiete el rendimiento bruto -sin deducir gastos- obtenido en 1793 (y por 30 el rendimiento de 1750), lo que significa unos tipos brutos de capitalización del 6% (del 3% respecto a 1750). A la misma conclusión llegan Gómez Oliver y González Molina72 respecto a los precios de los remates en las subastas de bienes nacionales durante todo el siglo XIX, que estuvo determinado por la capitalización de la renta a los tipos de interés usuales en el mercado. Esto se aplica también a los remates pagados con títulos, descontando en ambos casos para realizar los cálculos el efecto de la depreciación de la deuda. Sensu contrario, esto demuestra también que los títulos de la deuda siempre tuvieron un activo inmobiliario que respaldó efectivamente su valor de cotización; esto es, el mercado primario de la deuda (minorista) pudo ser ruinoso, pero el secundario (mayorista) constituyó siempre una lucrativa forma de inversión inmobiliaria. Y la oligarquía española -censitaria o caciquil- del siglo XIX y del primer tercio del XX fue fundamentalmente una clase de propietarios de fincas -rústicas o urbanas- y de cortadores de cupón: según Ceballos Teresi 73 la inversión de capitales entre 1901 y 1930 ascendió en España a 61.077 millones de pesetas (descontando las hipotecas, para evitar doble contabilización), más del 60% de las cuales se destinaron a propiedad inmobiliaria (34,9%) y a valores públicos (25,6%), y tan sólo un 28,4% a inversión en sociedades (con un 11,1% invertido en seguros y en el crecimiento de las cuentas de ahorro).

En una sociedad gobernada por este género de animal spirits, la inflación fue siempre vista como el peor de los males. Prácticamente el único punto de coincidencia entre los políticos y los ministros de Hacienda de todos los partidos dinásticos en materia de política económica consistió en la necesidad de preservar por encima de todo la estabilidad de precios y la cotización de la moneda. La peculiaridad monetaria española consistió en adoptar tempranamente -aunque de forma vergonzante- un sistema monetario con patrón fiduciario desde la creación de la peseta en 1868 -o más bien desde el abandono del patrón oro en 1873 y la emisión en exclusiva de billetes por el Banco de España a partir de 1874-.

Lo paradójico fue que la mayor flexibilidad de este sistema no se utilizó para estimular el desarrollo, sino que la política monetaria fue siempre extraordinariamente restrictiva: entre 1865 y 1900 la oferta monetaria sólo creció a una tasa anual del 2,2%, muy inferior a la de los países más adelantados 74, encorsetando el crecimiento económico, de modo que el país tuvo que soportar todos los inconvenientes de no pertenecer a uno de los dos grandes sistemas monetarios -la Unión Monetaria Latina y el patrón oro- pero no aprovechó ninguna de sus ventajas. El resultado fue que, partiendo de niveles muy bajos, el PIB creciera entre 1873 y 1930 a una tasa anual del 1,1% 75 y la renta per capita a otra del 0,5% (y la población al 0,6%). Las crisis de confianza exterior interrumpían periódicamente el suministro de crédito y el déficit crónico de la balanza abocaba a la devaluación, pero ésta no servía para relanzar el comercio exterior, sino que se combatía con denuedo utilizando una mezcla de políticas que parecían extraídas de un manual de keynesianismo, sólo que haciendo en cada caso lo contrario de lo prescrito, frenando con ello el crecimiento.

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Ptas/Fco (Dcha.)

Tipo de cambio medioDesviación paridad-oro y Ptas/Franco

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Fcos/Pta (Izda.)Deuda (Dcha.)

Peseta y deuda interiorCotizaciones en la bolsa de Madrid

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Deuda y Tipo de cambio Cotización Deuda perpetua y Libra/Pta

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1895 1900 1905 1910 1915 1920 1925 1930

Qm./Ha. (Izda.)

Mill. Has. (dcha)

España: cultivo de trigoRendimiento y superficie agraria

Nota: medias móviles decenales centradas

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Tipo de cambio Franco y Libra respecto a Peseta

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Perpetua interior 4%

Cotización: Amortizable 5%

Cot

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Rentabilidad P. I. 4% Rentabilidad Amort. 5%

Deuda del EstadoCotización en la Bolsa de Madrid y rentabilidad

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Villaverde combatió la caída de los cambios y de la cotización de la deuda que siguió a la Guerra de Cuba con un presupuesto de consolidación para el año 1900, cerrado con superávit, y con un empréstito de liquidación de la deuda interior, que quedaría cubierto 24,7 veces, señal de que había demanda monetaria insatisfecha (para la deuda exterior se ofreció su conversión voluntaria en deuda perpetua interior, y pudo canjearse con un 10% de bonificación). Su plan de estabilización era creíble porque iba acompañado de una política tendente a reimplantar el patrón oro para recuperar el tipo de cambio de la peseta y, aunque los sinsabores provocados por la lucha para implantar esta política draconiana acabaron con su vida en 1905, el gobierno Echegaray la continuaría, proclamando el consenso bipartidista en torno al “santo temor al déficit” y avanzando en el camino hacia la consecución de la paridad monetaria y la circulación oro de la peseta, que Ceballos Teresi 76 celebraba y consideraba inminente en el verano de 1914, a la vista de la evolución reflejada en el gráfico 4.

La apreciación fuerte de la peseta respecto a las principales monedas se consiguió en 1906 -debido sobre todo, según Ceballos 77, a la conversión de deuda exterior en pesetas para evitar el estampillado, o afidávit, que obligaba a identificar al titular-, lo que catapultó la cotización de la deuda perpetua interior hacia un techo histórico (gráfico 5) entre 1909 y 1912 que obligó a adoptar el arancel Salvador -que se denominó del hambre-. Los políticos regeneracionistas pensaban que era necesario un cirujano de hierro para ejecutar la “política conveniente”, porque se trataba -como suele suceder en estos casos- de una política al mismo tiempo impopular, por lo costoso, e inadecuada por sus efectos.

La economía política de la España de la Restauración y el primer tercio del siglo XX no ha sido analizada, en mi opinión, evaluando el tipo de intereses que salieron mejor librados con los resultados de la aplicación de la política económica, con relación a los que hubieran producido otras políticas accesibles a los policy-makers del momento. Como alternativa a la efectivamente adoptada no podemos apelar, desde lo que hoy sabemos, a una política económica keynesiana avant la lettre -por extemporánea-, sino al abanico de posibilidades que estaban al alcance de cualquier observador medianamente avisado sin más que leer la prensa de los países vecinos. Pues bien, el gráfico 6 ilustra la abierta divergencia entre las políticas monetarias y de tipo de cambio adoptadas por Francia y Gran Bretaña al término de la Gran Guerra: la política inglesa, dictada por la City, era apropiada para un país exportador de capitales, con una industria manufacturera que ostentaba todavía el máximo nivel de competitividad exterior y que practicaría una política librecambista hasta la Gran depresión.

Dejando a un lado el caso alemán -cuyas peculiares características y el pago de las “reparaciones” condujeron a la hiperinflación de la posguerra- Francia financió la reconstrucción apelando al banco emisor y practicando una política monetaria muy laxa, que implicaba la depreciación del franco, pero fomentaba las exportaciones y contenía las importaciones, aunque con ello se perjudicase a los rentistas, al caer la cotización de los valores franceses. Cuando el franco se estabilizó en 1926 había perdido un 80% de su valor de preguerra, lo que viene a medir la cuantía de las pérdidas en que incurrieron las clases medias francesas, representadas por el radical-socialismo, que, sin embargo, supieron asumir el golpe con un grado razonable de estoicismo cuando les fue propuesto por el gobierno burgués de Poincaré.78

La política española eligió la opción inglesa. La fuerte inyección de liquidez derivada del superávit de la balanza durante la guerra elevó considerablemente todos los agregados monetarios entre 1914 y 1920, y con ellos el nivel general de precios, lo que se tradujo en una fuerte depreciación de la peseta con respecto a la libra -aunque no con respecto a las monedas

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continentales- y de la cotización de la deuda perpetua interior, que ascendía ese año a 9.593 millones de pesetas (obsérvese en el gráfico 7 la estrecha relación entre los movimientos de estas dos cotizaciones a partir de la guerra). La depreciación de la deuda interior española fue de un 11% entre 1914 y 1921, año en que la caída se detuvo, habiendo perdido un 21% respecto a su nivel máximo de 1909, lo que suponía el 7,7% de la renta y el 0,9% de la riqueza nacionales estimadas por Ceballos Teresi para el año 1919 (I, p. 511-512). Esto es lo que resultaba insoportable para las clases dirigentes españolas -incluido el financiero Cambó, que actuaría enseguida como Ministro de Hacienda, tratando de alcanzar una síntesis de políticas corporativistas, empezando por el arancel que lleva su nombre-. La política monetaria adoptada se dirigía obsesivamente a drenar liquidez y a recuperar en lo posible los precios y el valor de los títulos de preguerra, pero tuvo que contentarse con estabilizar unos y otros, ya que el enrarecimiento de la liquidez -que se tradujo en un crecimiento anormal de la velocidad del dinero (M1 )79 - provocó recesión, paralización de la industria y la construcción y un fuerte conflicto social, que Primo de Rivera aprovechó para tomar el poder, tratando de imitar el tipo de políticas prometidas en Italia por Mussolini (aunque éste llegase al Gobierno, también en 1923, a través de las urnas, no mediante el pronunciamiento militar).

En materia monetaria y de deuda pública, la política fascista italiana consistió en la adopción del patrón oro y en una drástica revalorización de la deuda, de modo que este país fue el único en Europa que acompañó a Inglaterra en la vuelta al patrón oro, pero mientras en este último caso con ello se lograba preservar el poderío exterior de la City, en el caso italiano de lo que se trataba era de devolver a las capas medias el poder financiero interior, erosionado por la inflación. Calvo Sotelo aplicaría el mismo programa en España, aunque el Informe de la Comisión presidida por Flores de Lemus y el miedo al déficit de la balanza de pagos evitasen la adopción del patrón oro, pero la cotización de la libra aumentó de nuevo y la deuda perpetua casi llegó a recuperar en 1928 el nivel de 1914 (se apreció un 10% desde 1921). Cabe afirmar, pues en España, como Maier 80 lo ha hecho para la Italia del primer Mussolini, que el estado corporativo de Primo de Rivera fortaleció el poder financiero de las capas preindustriales, en el mismo momento en que Alemania y Francia transferían este poderío desde las viejas capas medias a las nuevas oligarquías industriales. El propio Flores de Lemus se encargaría de explicar ante la Asamblea Nacional de la dictadura la arquitectura del juego de composición de intereses que todo ello implicaba, tratando de racionalizar un puzzle en el que encajaban perfectamente un patrón oro asumido de forma vergonzante -al estilo de las políticas actuales de currency board- y el arancel ultraproteccionista. Como él mismo afirmaba: “El Gobierno no se va a quebrar mucho la cabeza para saber cual es la opinión de la Asamblea: vamos a hacer un arancel proteccionista. La cosa es tan clara que, aun echando a reñir todos los intereses económicos, no se puede oscurecer” 81. En realidad, no se trataba de otra cosa que de la traducción española del tipo de acuerdos corporativos formulados por Mussolini en 1925 bajo el slogan de la "alianza de la siega y el hierro"82.

Así pues, los políticos españoles del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX habían entendido muy bien algo sobre lo que Keynes no había reflexionado demasiado -porque la política estrictamente financiera no le interesaba, ya que estaba sumergido en el problema del crecimiento y en las fluctuaciones de la actividad económica real- cuando publicó A Treatise on Money, en 1930. Algo que Hayek utilizaría ampliamente en su polémica contra la escuela de Cambridge, denunciando la incapacidad de Keynes para entender que no existía inconsistencia alguna entre la correlación extraordinariamente ajustada observada por Gibson durante un período de más de cien años entre los tipos de interés -medidos por la rentabilidad de la deuda

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inglesa consolidada-, el nivel de precios -medidos por el índice de precios al por mayor- y el teorema de Fisher 83 sobre la relación entre el tipo de interés y la apreciación o depreciación del valor de la moneda: mientras para Keynes la evidencia de Gibson corroboraba su teoría, para Hayek -y para el propio Fisher- esa era la mejor prueba del teorema, ya que “en el caso de un valor con vencimiento a largo plazo, la venta antes de la fecha de vencimiento no implica el cumplimiento del contrato...; por el contrario, .. como la cuantía del último pago está dada, el comprador ofrecerá naturalmente menos [cotización por el título] si espera que descienda el valor de la moneda”84. Ciertamente, se trata de las reglas que rigen el comportamiento financiero: en el gráfico 8 se observa adicionalmente que en el caso español a la deuda perpetua emitida al 4% se le exigió en determinados períodos una rentabilidad superior a la de la amortizable emitida al 5% en 1900, como consecuencia de la evaluación del mayor riesgo de impago. La diferencia entre los enfoques de estos dos grandes economistas estriba en que mientras uno, Keynes, estaba interesado sobre todo en el empleo y el crecimiento (y sólo en esa medida estudiaba los mercados monetarios), el otro, Hayek, lo estaba en la observación distanciada de los comportamientos del mercado monetario. La experiencia acumulada desde entonces ha obligado a sopesar de forma equilibrada ambas perspectivas: de ahí la grandeza del debate sostenido por las dos escuelas. Solow 85 sintetiza la posición neokeynesiana actual afirmando que una política monetaria responsable está obligada a explorar cuál pueda ser la tasa de desempleo neutral o natural de la economía, y a hacerlo a tientas, abandonando cualquier dogmatismo, empleando el método de prueba y error y persiguiendo dar el máximo impulso al crecimiento, sin comprometer por ello un grado razonable de estabilidad de precios; estabilidad que ha sido definida por Paul Volcker como “una situación en la que la gente corriente no tiene expectativas de crecimientos de precios al hacer sus inversiones y tomar decisiones sobre su vida” 86.

En cambio, cuando en enero de 1931 el Gobierno Berenguer anunció la convocatoria de Cortes y la propuesta de estabilizar por ley la cotización de la peseta -precisamente en el momento de cambio más bajo respecto a la libra, antes de que ésta abandonase el patrón oro para combatir la depresión- los círculos financieros de Madrid, representados por Ceballos, se afirmaban dispuestos a “acudir prestamente y en todos los alcances y actividades asequibles a nuestros medios de todo género, y en todas partes, a impedir que llegue a consumarse, que pueda tener efectividad ese intento desaforado inoportuno e ineficaz de la estabilización legal de la peseta, cuyos preliminares ya producen sonrojos de intervenciones de extranjería en cosa de tan suprema característica de soberanía e independencia nacional como es la moneda, cuyo corte o alteración por el mismo Estado constituiría la mayor calamidad pública de nuestra época y el impulso más decisivo de la ruina y el aniquilamiento del país” 87. En cambio, el objetivo propuesto por Ceballos en el mes de mayo a la naciente República consistía en “ir patrióticamente a la restitución a la vida práctica, en tiempo y sazón, de nuestra vigente Ley de Moneda de 1868, con exclusión absoluta de ese diabólico exotismo de la estabilización legal... que no se implantará jamás, ...porque equivaldría a tanto como a decretar o legislar el poder público la revolución social en España 88. La obra de Ceballos constituye un verdadero manual de economía aplicada -inspirada en la escuela austriaca- para la España del primer tercio de siglo y es la mejor síntesis -y la más influyente- de la ortodoxia de la política económica prevaleciente en la época: no sorprende que su público fueran los lectores de “El Financiero”, del que era director.

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4.- La calidad de las instituciones como prerrequisito del mercado. El funcionamiento del mercado se basa en primer lugar en la existencia de un grado

razonable de certeza en el cumplimiento de las obligaciones voluntariamente asumidas por cada una de las partes en sus “tratos y contratos”, como afirmaba Tomás de Mercado en uno de los primeros manuales con que contó la biblioteca de los economistas españoles. El segundo prerrequisito consiste en la existencia de un conjunto de reglas mínimas: la delimitación clara de los derechos de propiedad y la seguridad en el disfrute de la misma; la posibilidad de exigir el cumplimiento de las obligaciones a un coste y esfuerzo razonables; procedimientos de extinción de las mismas en caso de incumplimiento; un grado mínimo de transparencia sobre los derechos y las obligaciones que afectan a los participantes en el mercado.... etc. etc. La base mínima para todo ello es que la existencia de estas reglas sea explícita, que todos los participantes las conozcan o tengan acceso fácil a ellas y que todos las respeten, por voluntad propia o porque existen medios para obligar a hacerlo. Sin esa confianza mínima y ese conjunto de reglas básicas los intercambios de mercado no pueden desarrollarse 89. Incluso bajo los supuestos del modelo puro de funcionamiento del mercado neoclásico -el definido por Arrow y Debreu-, la existencia misma de éste depende en última instancia de que no todos los agentes actúan impulsados por la motivación de la maximización de la utilidad individual y orientados por el mecanismo de los precios. Arrow es quien ha definido mejor esta restricción fundacional:

“Los sistemas de propiedad no son autónomos, sino que dependen en su definición de toda una constelación de procedimientos legales, civiles y penales. La evolución de la legalidad tampoco puede ser contemplada como algo derivado del sistema de precios. Los jueces y la policía deben ser remunerados, pero el sistema mismo desaparecería si estos agentes tuvieran que estar vendiendo en cada momento sus servicios y decisiones. De modo que la definición de los derechos de propiedad basados en el sistema de precios depende precisamente de la no universalidad del sistema de precios y de propiedad privada... El sistema de precios no es universal, y probablemente en un sentido profundo no puede serlo. En la medida en que es un sistema incompleto debe estar complementado por un contrato social implícito o explícito” 90.

Pues bien, el panorama que acabamos de examinar -y , con mucho mayor motivo, el de los llamados siglos de oro de la monarquía de España 91- constituye probablemente la mejor prueba contrafactual de estas aseveraciones. Allí, el monarca era el máximo exponente de la autoridad política, del que emanaba la Ley, por mucho que ésta se hiciese con la ayuda del Consejo y, más raramente, con el consentimiento de las Cortes 92. En su nombre se impartía la justicia, incluso la que había sido delegada en los señores, convertidos, a su vez, en jueces y parte interesada. Pero el monarca actuaba también como un agente más en el mercado financiero, persiguiendo la obtención de la máxima utilidad para la consecución de sus propios fines y renunciando al papel de garante máximo del cumplimiento de las obligaciones de los particulares. Al hacer dejación de unos atributos y obligaciones públicas en los que resultaba insustituible, la monarquía de los Austrias se convirtió en el principal obstáculo para el desarrollo económico de Castilla. El abuso de su posición ambivalente, actuando en el mercado y sobre el mercado, acabó por destruir el sistema financiero español y dejó malparadas las finanzas continentales. Y como el sector financiero y bancario actúa como “el verdadero cerebro de las economías, seleccionando a los utilizadores más eficientes de los recursos ahorrados; monitorizando el uso de los mismos; minimizando el riesgo; proporcionando liquidez, y distribuyendo información” 93, su destrucción retrasó en más de un siglo el proceso de

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crecimiento económico europeo y, especialmente, el español. Si la amenaza creíble de quiebra es para 94 uno de los fundamentos del funcionamiento del mercado y la parte más delicada del mismo, la implicación personal de la autoridad política en el sistema financiero conducía a un círculo vicioso ya en tiempos del emperador pues, como afirmaba Carande95:

“¿Quién medianamente informado siquiera se atreverá a poner cortapisas a las deudas del emperador?; ¿quién pretenderá cerrar el balance de aquella hacienda endeudada y empeñada, como el mismo Emperador con patetismo la califica en las cartas que dirige a su hijo”.

En parte, este tipo de problemas no empieza a resolverse realmente hasta nuestros días, ya que es ahora, tras la crisis de los mercados emergentes y de las economías en transición, cuando se ha puesto de manifiesto la necesidad de poner en práctica una supervisión bancaria y financiera capaz de evaluar la solvencia de los acreedores soberanos -incluidos aquellos que disfrutan de mayor presencia en el escenario internacional- y de actuar en consecuencia. Hasta ahora, ni siquiera el acuerdo de Basilea de 1988, por el que se regula el consumo de capital bancario en cada tipo de crédito internacional, preveía su aplicación en caso de que el prestatario fuera un Estado soberano de la OCDE, y la moratoria parcial del servicio de los bonos Brady anunciada por Ecuador el 26-IX-1999 es la primera suspensión unilateral de pagos internacionales de un país soberano aceptada por el FMI que no interrumpe el flujo de financiación exterior, a condición de que el país entable una negociación “de buena fe” con sus acreedores.

Pero sin pretender soluciones perfectas, la quiebra del Antiguo Régimen y la Revolución liberal dio pie en buena parte de los países que hoy componen la OCDE al abandono de las viejas prácticas y a la edificación de sistemas institucionales y de política económica que, impulsando la iniciativa y el éxito individuales, obligaban a perseguirlo proporcionando a cambio bienestar al mayor número, como afirmaba la doctrina utilitarista.

En cambio, la estrategia continuista de las Cortes de Cádiz en materia de deuda y la avaricia fiscal del liberalismo decimonónico español -en conjunción con la opción subóptima de desamortización- redujeron considerablemente el margen de maniobra en la adopción de las decisiones estratégicas de la política económica a lo largo de todo el siglo (especialmente las políticas bancaria, de transportes y minera), que estuvieron generalmente hipotecadas por la insuficiencia fiscal y por la necesidad de contraer y/o renovar periódicamente empréstitos exteriores, ya que los frutos del programa de privatizaciones (que, además de incluir la desamortización de la tierra y de los restantes derechos patrimoniales de todo tipo de corporaciones, incorporó más tarde el derecho a la explotación del subsuelo) no alcanzaron para hacer frente al peso del pasado y para financiar al mismo tiempo las inversiones en infraestructuras, sin las que la movilización del excedente agrario no hubiera resultado económicamente viable, y mucho menos para financiar un sistema mínimamente solvente de formación de capital humano.

El lento proceso de crecimiento económico a lo largo del siglo XIX se explica en buena medida porque la inadecuada provisión de bienes públicos situaba a España en el cuadrante inferior de la curva de Laffer 96, y la falta de correspondencia entre actividad privada y dotación de externalidades constituyó el más serio límite para el propio crecimiento de los bienes privados. El estudio comparativo de Tedde 97 indica claramente la anomalía española (acompañada de Italia) en esta materia: antes de la Gran Guerra el único concepto en que el gasto público (medido en libras por habitante) resultaba equiparable al de los otros grandes países de Europa es el servicio de la deuda, cuyo crecimiento fue similar al del conjunto de las

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obligaciones del Estado, que se duplicó entre 1901 y 1930. En Instrucción pública era la cuarta parte del de Inglaterra y la tercera del de Alemania y Francia -aunque entre 1901 y 1930 se multiplicó por 11- y en fomento de la producción se gastaba menos de la décima parte que Francia. En infraestructuras, durante la segunda mitad del XIX el mayor esfuerzo fue hacia el ferrocarril: Artola estima que en el decenio de los sesenta las compañías ferroviarias consumían por sí solas el 50% del presupuesto de Fomento98, de modo que se llegó a 1901 con un desequilibrio heredado que consistía en que frente a 13.186 Km. de red ferroviaria (incluidos los de vía estrecha) sólo había 45.653 de carreteras (incluidas las vecinales), lo que arroja una exigua ratio de 3,5 Km. de carretera por uno de ferrocarril. El desequilibrio trató de superarse durante el primer tercio del siglo XX, aunque el intento tuvo escaso éxito, ya que en 1930 la ratio sólo había subido a 4,6 (16.700 Km. de FF.CC. por 77.500 de carreteras), porque hasta 1930 la hipoteca ferroviaria siguió pesando sobre el presupuesto.

Ciertamente, en esta materia no cabe hablar de insuficiencia de oferta de bienes públicos, sino de todo lo contrario y de inadecuación entre la variedad de bienes públicos ofrecidos y los demandados. Es aquí donde se puso de manifiesto más claramente la falta de autonomía en la toma de decisiones estratégicas. Esta falta de autonomía había conducido a mediados del siglo XIX a un exceso de anticipación, que acabaría provocando un enorme desequilibrio entre el crecimiento del ferrocarril -que es tan sólo uno de los sectores suministradores de "capital fijo social" (CSF), cuya eficiencia exige además un adecuado complemente de inversión en carreteras 99- y el de las "actividades directamente productivas", sectores que compiten por el uso del capital con armas desiguales. Esta competencia la ganó en España el ferrocarril, hasta el punto de que nuestro caso constituye, según Tortella 100, un ejemplo paradigmático del modelo pendular de desarrollo económico enunciado por Hirschman 101. El problema es que este modelo de desarrollo, liderado por el sector CSF, no contaba apenas con enlaces en España y sí en Francia: la producción francesa de acero, que había avanzado muy lentamente hasta 1850, multiplicó por cuatro su producción en los veinte años siguientes, hasta alcanzar los cuatro millones de Tm.102, y la Societé des Batignolles encontró en España una de sus primeras áreas de internacionalización durante los años sesenta 103. Probablemente la alternativa óptima no consistía en adoptar el modelo de ferrocarril público del centro y el norte de Europa -para el que España todavía no estaba preparada industrialmente- sino el modelo liberal anglosajón. Pero, ya que decidió adoptarse el modelo francés, al menos debería haberse aprendido de la experiencia del país vecino y evitado incurrir en sus mismos errores, planificando y controlando el proceso, limitando las garantías de rentabilidad ofrecidas a las empresas y marcando los ritmos de las concesiones y las restricciones para maximizar la aparición de enlaces. Esto es lo que trató de hacerse en Francia, en donde hasta 1880 lo habitual fue la congestión del tráfico y el exceso de demanda de transporte, y, tras la crisis financiera de 1882 -seguida de la Convención entre el Estado francés y los ferrocarriles, de 1883- se obligó a éstos a economizar al máximo en la construcción y a asumir por sí mismos el riesgo de sobreinversión, en relación al volumen de tráfico 104.

Los agobios del crédito público obligaron a adoptar un modelo de financiación de infraestructuras parecido al que se conoce actualmente como “alemán” o de “peaje en sombra”, cediendo la financiación, la construcción y la gestión a un grupo de compañías privadas por acciones cuyos principales accionistas controlaban también a los principales suministradores de material ferroviario -hasta el punto de que el ferrocarril español constituyó durante todo el siglo XIX una especie de enclave de la industria siderometalúrgica francesa-. Además, los primeros ferrocarriles se financiaron inmovilizando a muy largo plazo los depósitos a la vista de un

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sistema bancario incipiente que había sido regulado entre 1855 y 1856, al mismo tiempo que la normativa específica de sociedades ferroviarias, y que contaba con dos ramales: los bancos de emisión y los de inversión, denominados sociedades de crédito. El abuso del privilegio de emisión y las alegrías ferroviarias harían sucumbir al sistema bancario emergente al cabo de diez años, presa del primer movimiento de pánico, al no haber mantenido coeficientes de reserva adecuados ni contar con el apoyo de un prestamista de última instancia, ni de la doctrina a aplicar en tales casos. Esta doctrina sólo se encontraría disponible en realidad a partir de 1873, tras la publicación de Lombard Street por W. Bagehot105, de modo que la crisis financiera de los años sesenta y el credit crunch subsiguiente vendrían a agravar el problema del trade-off entre los sectores CFS y ADP: entre 1855 y 1890 la inversión ferroviaria total ascendió a 3.750 millones de ptas. algo menos de la mitad de las cuales provenían del interior, y el resto era inversión extranjera 106.

La contrapartida del exceso de inmovilización de capital en que se incurrió fue su escasa eficiencia, traducida en bajos rendimientos y en la necesidad constante de subvenciones. Porque, contra el criterio liberal de José María Orense -que abogó por el modelo angloamericano, con concesiones a perpetuidad de las líneas y plena responsabilidad de las compañías en la gestión del negocio- la ley de febrero de 1850 había descartado la opción belga de ferrocarriles públicos y adoptado la francesa, mixta, en la que el Estado se reservaba la tutela y se comprometía a asegurar el interés de los capitales invertidos, mientras que los particulares financiaban, construían y gestionaban. El Partido progresista exigió someter las concesiones a un plan general, que obligase a examinar en cada caso la consistencia de cada proyecto con relación a la planificación de necesidades previamente establecida 107, aunque los moderados preferían dejar el tema abierto. La Ley definitiva, de junio de 1855, adoptó formalmente la propuesta progresista: declaró el ferrocarril servicio público; las tarifas máximas las fijaba el Estado; las concesiones habrían de otorgarse por ley y las líneas se subastaban y se concedían generalmente al postor que pedía menos subvenciones y garantizaba la máxima celeridad en la puesta en funcionamiento. Pero los criterios que prevalecieron en la aplicación de la Ley fueron realmente los moderados de la Unión Liberal, lo que permitió a los políticos del turno pujar -con la mayor inconsciencia hacia el futuro, sin la menor consideración hacia la relación entre coste y beneficio, y para mayor alegría de los constructores y suministradores- por llevar el ferrocarril hasta el último rincón, jugando con las concesiones como un instrumento más del sistema clientelar y caciquil de compra de voluntades 108. Además, el procedimiento de concesión 109 facilitaba la utilización de la influencia política en la fase inicial, de negociación con los poderes locales de las expropiaciones y el tendido, y en la lucrativa fase de la construcción, para ceder las líneas a las grandes compañías tan pronto comenzaba la explotación y se demostraba que el negocio resultaba financieramente inviable, sistema que alimentaba la corrupción política bajo la apariencia del negocio más benemérito del momento. En suma, la principal diferencia entre el ferrocarril español y el de Estados Unidos fue que aquí nunca se reconoció la quiebra del negocio originario, quiebra que dio lugar en ultramar a los pánicos financieros de 1857 y 1873, que obligaron a los grandes bancos de negocios -y especialmente a John Pierpont Morgan- a dirigir la reestructuración financiera subsiguiente para sanear sus balances y darles una nueva oportunidad (fresh start), libres ya del peso del pasado 110. Como se ve, la posición de los keynesianos ingleses (y la de Milton Friedman) en la “controversia de Cambridge” sobre la teoría del capital 111, había tenido una aplicación temprana en Estados Unidos.

Aquí no: aquí el capital de las Compañías ferroviarias se trató al estilo neoclásico (como si se tratase de masilla permanentemente moldeable y recuperable) y figuró siempre intacto,

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hasta la última peseta del capital invertido -incluidos los 350,5 millones de pesetas invertidos oficialmente por el Estado hasta 1901 a título de subvenciones de capital, que significaban el 11,8% del total y que encubrían en realidad unas aportaciones que sólo hasta 1867 Tortella 112 estima próximas al 50% del capital desembolsado-, cuyos dividendos -modestos pero regulares- se pagaron siempre religiosamente y cuyo principal, tras la quiebra de los años treinta, acabaría siendo expropiado, nacionalizado e indemnizado a su “justo precio” tras la guerra civil, para constituir la RENFE, que por una ley de 1943 pagó las acciones y obligaciones de las Cías. a precios por encima de su cotización en el mercado 113. Y mientras llegaba este momento, sus valores -así como las obligaciones ferroviarias con las que el Estado financió buena parte de las subvenciones- vinieron a engrosar la masa de títulos de renta cuasi-fija que pesaba en la balanza que presionó siempre en favor de una política monetaria y fiscal de cuentas saneadas -aunque se consiguiesen utilizando el régimen de trampa adelante, del que hablaba Carande refiriéndose a Carlos V- y de apreciación del tipo de cambio de la divisa.

Conclusión La alternativa obvia a la política monetaria restrictiva que se siguió en España hasta la

llegada de la II República era la combinación de una política tributaria razonable, una política monetaria libre de cualquier obsesión por el tipo de cambio y la liberalización progresiva del comercio exterior. El ejemplo lo teníamos ahí al lado: una combinación de políticas como ésta es la que permitió a Francia disfrutar de un crecimiento de la renta por habitante incomparablemente superior al español -y al italiano-, como señala Gabriel Tortella 114 utilizando las estimaciones de Prados. Esa alternativa no habría dañado los intereses de los sectores industriales, antes al contrario, ya que la cotización libre de la peseta en el mercado habría proporcionado un nivel de protección efectiva tan considerable como la del arancel, pero modulada en razón de la competitividad alcanzada en cada momento; habría impulsado la exportación y abaratado los precios de los factores de producción y de los productos alimenticios importados, lo que habría tenido consecuencias también favorables sobre el nivel de vida obrero, y suavizado la exigencia de subidas salariales. En cambio, la vía adoptada en España hizo que el peso del sector exterior en la economía española resultase exiguo y que su volumen -medido en Tm.- tan sólo se multiplicase por 1,3 entre 1901 y 1930 115, año en que no representaba más que un 25% del valor de la Renta Nacional 116.

Si no se siguió esa alternativa fue pura y simplemente porque habría perjudicado los intereses de las clases rentistas, cuya influencia sobre el sistema político era ampliamente mayoritaria, aunque cabe preguntarse por qué no se discutió, ni siquiera llegó a presentarse formalmente. Que yo sepa, la única crítica económicamente bien fundada y sólidamente argumentada a la política económica ortodoxa vigente hasta entonces fue la del joven Manuel de Torres 117, para quien “la intervención oficial, ayudada por una situación favorable de la balanza de pagos, hizo descender rápidamente el cambio -de la libra- y el resultado lógico fue la crisis arrocera [de 1927]”. Además, en la medida en que el descenso del nivel exterior de precios prosiguiera -fruto de las políticas contractivas de los gobiernos de entreguerras, y especialmente la británica, denunciada por Keynes como responsable de la crisis de 1929 y de la recesión subsiguiente- Torres anunciaba que en España “toda acción que se emprenda para rebajar rápidamente el cambio ha de afectar gravemente a la coyuntura agrícola”118. Pero el propio autor se quejaba de que ni siquiera en la Conferencia Nacional Arrocera de 1927 se fuera consciente del problema y que “las conclusiones estuvieran en oposición manifiesta a los supuestos en que

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debieran descansar”, ya que se consideraba que la única solución habría de venir de una elevación del consumo interior, mientras Torres estimaba que para que el mercado nacional absorbiera el excedente de arroz, el consumo per capita habría de crecer en un 40%, lo que sólo resultaba factible con una caída del precio de proporciones formidables 119. El freno a la actividad exportadora derivado de la política oficial de tipo de cambio se veía complementado por el carácter extraordinariamente restrictivo de “la política del descuento seguida por el Banco de España a partir de 1922, y muy singularmente desde 1925. En estos años el Banco restringe los descuentos en extraordinaria proporción y, operándose los descuentos a través de las cuentas corrientes, se reduce el movimiento de las cuentas en mayor medida que los saldos medios, por la sencilla razón de que las cantidades descontadas salen inmediatamente del Banco. Efecto natural de lo anterior es la reducción de la velocidad de circulación, reducción que no responde a la actividad de los negocios, sino a la política del Banco” 120. Finalmente, Torres proponía en el último capítulo de su obrita una estrategia, alternativa a la corporativista, para conseguir la prosperidad de la clase obrera valenciana basada en este caso en el avance económico y en la pujanza del comercio y la industria de la provincia, receta que obviamente era aplicable a toda España.

Probablemente la respuesta a la pregunta sobre los fundamentos de la política económica y financiera de la Restauración -continuación de la que, de un modo u otro, se había venido desarrollando desde la Ilustración- es que la mezcla corporativista de políticas que se ofreció a unos y otros resultaba más confortable que la política alternativa para el escaso número de agentes que tenían voz en el estrecho mundo de la política liberal dinástica. Un bloque que incluía, por definición, a los poderes locales, a los que a cambio de los bienes desamortizados se les había entregado deuda, y que a partir de la Gran guerra trató de incluir en aquella síntesis, a través de los tímidos ensayos de reforma social, los intereses del todavía escaso numero de trabajadores industriales que ya disponía de un empleo. El problema fue que -como predice la teoría keynesiana sobre la no neutralidad de la política monetaria121 - el proyecto resultó de nula ambición de cara al crecimiento de la riqueza, el empleo y el bienestar de la mayoría. Cuando se hizo posible el debate abierto, a partir del advenimiento de la democracia en 1931, la preferencia obvia por el tipo de política defendida por el “keynesiano” Manuel de Torres se vio lastrada en su aplicación porque esta alternativa había quedado temporalmente anulada: la depresión había provocado el colapso de los intercambios internacionales y la vuelta al proteccionismo, empezando por Inglaterra, con el beneplácito del propio Keynes. Y cuando esta política volvió a recuperar su viabilidad, España todavía se encontraba sumergida en el modelo político diseñado por Alfredo Rocco para Mussolini a mediados de los años veinte. Habría que esperar a 1959 para que las ideas de Torres comenzasen a abrirse camino de nuevo, aunque tortuosamente, hasta su plena recuperación a partir de 1978.

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NOTAS FINALES

1 Vid. Robert Skidelsky, John Maynard Keynes, Hopes Betrayed 1883-1920, Macmillan, Londres, 1983, (aunque la edición citada aquí es la de Penguin, 1994), y John Maynard Keynes, The Economist as Savior 1920-1937, Allen Lane, The Penguin Press, 1992. 2 Vid. Earl J. Hamilton, El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650, Nueva York 1934 (la edición citada aquí es la de Ariel, 1975). 3 Vid. A. Espina, Cinco siglos de inflación en España (1501-1998). Un ensayo de reconstrucción y de interpretación gráfica, D. G. de Política Económica y Defensa de la Competencia, Unidad de Apoyo (Análisis estratégico), Documento de trabajo nº 280798, 1998, versión revisada. También “Oro, plata y mercurio, nervios de la Monarquía de España”, Revista de Historia Económica, XIX, nº 3, otoño-invierno 2001, pp. 507-538. 4 Vid. Espina, “Finanzas, deuda pública y confianza en el gobierno de España bajo los Austrias”, Hacienda Pública Española, nº 156. 1/2001, pp. 97-133. 5 En el caso de la ciudad de Toledo el principal de estos censos ascendía a 5,3 millones de reales entre 1761 y 1823. Los prestamistas eran la iglesia (49%), los nobles (40%) y el propio Estado (11%). Vid. L. Lorente, L., Poder y miseria. Oligarcas y Campesinos en la España Señorial, 1760-1868, Eudema, Madrid, 1994. 6 Vid. J. M. Donézar, "Introducción" y "Frente a la Unica Contribución, el triunfo de la contribución indirecta", en J. M. Donézar y M. Pérez Ledesma (eds.): Antiguo Régimen y liberalismo. Homenaje a Miguel Artola. 2. Economía y Sociedad, Alianza editorial-ediciones UAM., 1995, pp. 15-24 y 123-134 7 Vid. Pedro Tedde de Lorca, "Crisis del Estado y Deuda Pública a comienzos del siglo XIX", en Hacienda Pública Española, nº 108-109, Homenaje a D. Ramón Carande, 1987, pp. 169-198 (p. 169-172). 8 Vid. Carlos Marichal, “Beneficios y costes fiscales del colonialismo: las remesas americanans a España, 1680-1814", Revista de Historia Económica, año XV, 1997, nº 3, otoño-invierno, pp. 475-506 (p. 493). 9 Vid. Josep Fontana Lázaro, La Quiebra de la Monarquía Absoluta, Ariel, 1971, p. 297. 10 Vid. E. H. White, "¿Fueron inflacionarias las finanzas estatales en el siglo XVIII? Una nueva interpretación de los Vales Reales", Revista de Historia Económica, nº 3, 1987. 11 Vid. Espina, “Oro, plata y mercurio, nervios de la Monarquía de España”, cit. 12 Vid. P. Toboso Sánchez, El arreglo de la deuda de los liberales: Problemas e instituciones, en J. M. Donézar y M. Pérez Ledesma (eds.): Antiguo Régimen y liberalismo, op. cit. , p. 346. 13 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen: Crisis fiscal y desamortización bajo Carlos IV", Moneda y Crédito nº 118, septiembre 1971, pp. 37-100. 14 Ibíd., p. 47. 15 Ibíd, p. 97. 16 Vid. Pedro Tedde de Lorca, "Crisis del Estado y Deuda Pública..., cit. , p. 180. La cotización mensual de los vales entre 1782 y 1808 proviene de la información proporcionada

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-a modo de auditoría- por la Administración española a la francesa tras la invasión, con la que Napoleón quiso salvar a Fernando VII, su mejor aliado, de la bancarrota (Vid. Herr, “Hacia el derrumbe...”, cit, p. 94). En 1808 la deuda pública total ascendía a 7.475 millones de reales, un 25% de los cuales eran vales reales y 400 millones deuda exterior (Vid. Tedde, "Crisis del Estado y Deuda Pública..., cit., p. 173. 17 Vid. Miguel Artola, Miguel, La Hacienda del Antiguo Régimen, Alianza, 1982, pp. 406-409) 18 Vid. Espina, “Finanzas, deuda pública y confianza en el gobierno de España bajo los Austrias”, cit. 19 Vid. Sir J. R. Hicks, “Mr. Keynes and the ‘Classics’: A Suggested Interpretation”, Econometrica, vol. 5, abril, 1937, pp. 147-159. 20 Vid. P. Krugman, P.,”Can Deflation be Prevented?”, http://web.mit.edu/krugman/www/, 1999. 21 Para los precios en Castilla, vid. gráfico 1.A. 22 Vid. P. Toboso Sánchez, El arreglo de la deuda de los liberales...op. cit., p. 346. 23 Vid. J. M. Donézar, "Introducción", cit., p.20. 24 "Reformada la Hacienda, será cuando habrá crédito y podrán hacerse sin dificultad los empréstitos, si convinieren, para obras reproductivas". (Vid. Toboso, op. cit., p. 351). 25 Vid. Espina, “Finanzas, deuda pública y confianza en el gobierno de España bajo los Austrias”, cit. 26 En Rentería los principales beneficiarios de la desamortización fueron los pequeños compradores: entre 1810 y 1862 el número de caseríos pasó de 80 a 171, pero los antiguos colonos y pequeños propietarios perjudicados (un tercio de las familias) pasaron a nutrir las filas de la insurrección carlista de 1833-39. Vid. J. R. Cruz Mundet, "Enajenación de bienes concejiles y régimen liberal en Guipúzcoa, en Donézar-Pérez Ledesma (eds)., cit. pp. 73-80. 27 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen.., pp. 94-97. Para Herr fue una paradoja que José Bonaparte salvase el crédito del Estado echando mano de las propiedades del clero y que la Junta Central, actuando en nombre de Fernando VII, fuera quien protegiese a la Iglesia de sufrir nuevos despojos. 28 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen.., op. cit., p. 82. Tedde, p. 190. 29 Vid. Carlos Marichal, “Beneficios y costes fiscales del colonialismo...., op. cit. 30 Vid. Josep Fontana Lázaro, "Colapso y transformación del comercio exterior español entre 1792 y 1827", Moneda y Crédito, nº 115, diciembre 1970, pp. 3-23. 31 Durante el último quinquenio de regularidad marítima (1792-1797) las remesas de Indias ascendieron anualmente a 169 millones de reales y los ingresos ordinarios peninsulares a 543, constituyendo aquellos casi la tercera parte (31%) de éstos (Vid. Marichal, “Beneficios y costes..., cit., p. 493. 32 Vid. Fontana, La Quiebra.... cit. 33 Vid. Fontana, "Colapso y transformación....”, cit. 34 Vid. Toboso, El arreglo de la deuda de los liberales.., op. cit., p. 348. 35 Vid. M. M. de Oviedo, Plan para la Consolidación y Amortización de la Deuda Real

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Española, Madrid, librería del Miyar, 1829, 11 pp. (En la cubierta del ejemplar que se conserva en la biblioteca del M. de Hacienda [R.11275] figura anotado a mano: "De la biblioteca de D. Diego Marín Capdebila. Está presentado al Gobierno, y pasado a informe del Consejo de Estado”). 36 Vid. Pedro Tedde de Lorca, "Crisis del Estado y Deuda Pública..., cit. , p.173. 37 Gaspar Melchor de Jovellanos, Informe de la S.E. de Madrid al R. y S. Consejo de Castilla en el Expediente de Ley Agraria, 1795, Citado por la Nueva edición, Imprenta I. de la Sancha, Madrid, 1820 (facsímil: MAPA; 1994). 38 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen.., op. cit. p. 46. 39 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen, op. cit. , p. 48, y Tedde, 1987, p. 175). 40 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen..., op. cit., pp. 51-52 y 97. 41 Ibíd., p. 180. 42 Vid. Toboso, El arreglo de la deuda de los liberales.., op. cit. 43 Vid. E. Fernández de Pinedo, E., "Del censo a la obligación: modificaciones en el crédito rural antes de la primera guerra carlista en el País Vasco", en Historia Agraria de la España Contemporánea, Barcelona, vol. I., 1984. 44 Vid. M. Jesús Baz Vicente, "Endeudamiento y desvinculación de los mayorazgos de la Casa de Alba en la España Liberal”, en Donézar-Pérez Ledesma (eds.), cit., pp. 25-42. 45 Vid. F. Sánchez Marrollo, F., "La revolución liberal y la consolidación de los patrimonios nobiliarios", p. 664, en Donézar-Pérez Ledesma, (eds), Antiguo Régimen..., cit. pp. 655-671. 46 Vid. Baz, "Endeudamiento y desvinculación... cit., p. 38. 47 Vid. J. Pro, "Aristócratas en tiempos de Revolución", gráfico I, en Donézar-Pérez Ledesma (eds), Antiguo Régimen, cit. pp. 615-630. 48 Vid. Jose Canalejas Méndez, “ Discurso Preliminar en A. Builla”, A. Posada y L. Morote, El Instituto de Trabajo. Datos para la historia de la reforma social en España, 1902, edición facsímil, MTSS, 1986. 49 Vid. J. García Pérez, “Revolución liberal y propiedad de la tierra. Una aproximación al impacto de las desamortizaciones en la España del siglo XIX (1836-1900)”, en Donézar-Pérez Ledesma (eds.), Antiguo régimen... cit. (pp. 151-168),p. 166 . 50 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen..., cit., p. 53. 51 Vid. L. Lorente, L., Poder y miseria.....cit. 52 Vid. Nicholas Kaldor, “Alternative Thories of Distribution”, Review or Economic Studies, vol. XXIII-2, 1955. 53 Vid. F. Muñoz Pradas, "Indice de Precios y dinámica demográfica en Cataluña (1600-1850), Revista de Historia Económica, XV, nº2, 1997, pp. 507-544. 54 Vid. Michel Morineau, "Was There an Agricultural Revolution in XVIII-Century France?", en Rondo Cameron (ed.), Essays in French Economic History, American Economic Association-R. D. Irwin, Homewood, Illinois, pp. 170-182. 55 Vid. Jacques Dupâquier, “ French Population in the 17th and 18th Centuries", en Cameron

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(ed.), Essays in French Economic History...., cit, pp. 150-169. 56 Vid. Albert Carreras, (Coord.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX-XX, Fundación Banco Exterior, 1989, pp. 106-108. 57 El informe del Banco Mundial de 1962 constató que el rendimiento medio por Ha. durante el período 1954-58 fue de 9,7 Qm, casi igual que en 1930. Sólo Logroño (con 17,3 Qm. y 23 Hl.) alcanzaba en esta fecha un rendimiento superior al francés de 1930-39 y al de la revolución agrícola. Por encima de 13 Qm. sólo estaban Álava, Gerona, Córdoba y Segovia: Vid. Banco Mundial (1962), Informe del Banco Internacional de Reconsrucción y Fomento. El desarrollo económico de España, Documentación Económica nº 35, cuadro D. 5, p. 458. 58 Vid. Robert Fogel, “New Findigs on Secular Trends in Nutrition and Mortality. Some Implications for Population Theory”, en M. Rosen y Oded Stark (eds.), The Handbook of Populatin and Family Economics, Vol. 1.A, Amsterdam, North Holland, 1997. 59 Vid. Marcel Rist, "A French Experiment with Free Trade: The Treaty of 1860", en Cameron (ed.), Essays in French Economic History...., cit, pp. 286-314. 60 Vid. K. H. O’Rourke, A. M. Taylor y J. G. Williamson (1996), “Factor Price Convergence in the Late Nineteenth Century”, International Economic Review, vol. 37, nº 3, agosto, pp. 499-530. 61 Ibid., pp. 503-505. 62 Vid. Pedro Fraile Balbín, La Retórica contra la Competencia en España (1875-1975), Fundación Argentaria-Visor, 1998. 63 Vid. Albert Carreras, “La industrialización: una perspectiva a largo plazo”, Papeles de Economía Española, nº 73, pp. 35-60, 1997 (p. 55). 64 Ibíd., p. 211. 65 Vid. Toboso, El arreglo de la deuda de los liberales.., op. cit., p. 347. 66 Vid. Carreras, (Coord.), Estadísticas históricas de España, cit. p. 447. 67 Vid. Gabriel Tortella, El desarrollo de la España contemporánea. Historia económica de los siglos XIX y XX, Alianza Universidad, 1994, Textos, p. 161 y ss. 68 Xavier Tafunell ofrece una comparación entre los rendimientos medios de la deuda perpetua interior española y la de Francia, Italia y Gran Bretaña (1857-1899). Vid. Carreras, (Coord.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX-XX, cit., p. 473. 69 Vid. García Pérez, “Revolución liberal..., cit. p. 156. 70 Vid. Jordi Nadal, El Fracaso de la Revolución Industrial en España. 1814-1913, Ariel, Barcelona, 1970. 71 Vid. Richard Herr, "Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen..., cit., pp. 77-79. 72 Vid. M. Gómez Oliver y M. González Molina, “Crisis fiscal y mercado de tierras. A propósito de la desamortización de Godoy en Andalucía”, en Donézar y Pérez Ledesma (eds.), Antiguo Régimen..., cit., pp. 199-222. 73 Vid. Jose Ceballos Teresi (1931-1933), La realidad económica y financiera de España en los treinta años del presente siglo, El Financiero, VIII tomos. Madrid 1931-1933, vol. VII, p. 419. 74 Vid. Tortella, El desarrollo de la España contemporánea..., cit., pp. 137-149. 75 Tomando como indicador del PIB el promedio entre las series estimadas por Carreras y Prados

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de la Escosura. Vid. Leandro Prados de la Escosura, Spain’s Gross Domestic Product, 1850-1993: Quantitative Conjunctures, Universidad Carlos III, Working papers 95-05 y 95-06 (Appendix)., 1995, Table E-i: series RTVLPE58 y RTCAR58. 76 Vid. Ceballos Teresi, La realidad económica y financiera de España....., cit., vol. I, p. 458. 77 Vid. Ceballos Teresi, La realidad económica y financiera de España....., cit., vol. I, p. 193. 78 Vid. Charles E. Maier, La refundación de la Europa burguesa, MTSS, colección Historia social, Madrid (de la cuarta edición revisada en Inglés, de 1981), p. 456 y ss. 79 Vid. Gabriel Tortella, Los orígenes del capitalismo en España..... Op. Cit. p. 326 y ss. 80 Vid. Maier, La Refundación......, op. cit., caps. VI y VIII. 81 Para las características de esta política corporativista, vid. A. Espina, (comp.), Concertación Social, Neocorporatismo y Democracia, MTSS, 1991, pp. 13-50. El discurso de Flores se reprodujo en “Sobre el problema Económico de España. Un debate en la Asamblea Nacional”, ICE, Agosto, 1962, pp. 100-102. 82 Vid. Maier, La Refundación......, op. cit., p. 682. 83 Vid. Irving Fisher, Purchasing Power of Money, 1911 (reimpreso en 1985: Kelley, N.Y.). 84 Vid. F. A. Hayek, “Reflections on the Pure Theory of Money of Mr. J. M. Keynes; 2ª parte”, Económica, vol. 12, nº 35, febrero, 1932, en The Collected Works of F.A. Hayek, vol 9: Contra Keynes and Cambridge, editado por B. Caldwell, The University of Chicago Press, 1995, p. 191. 85 Vid. Robert Solow y John B. Taylor, “Inflation, Unemployment, and Monetary Policy”, MIT Press, 1999. 86 Vid. R. Alcaly , “He’s Got the Whole World in His Hands”, The New York Review of Books, vol. XLVI, nº 15, octubre 1999, pp.35-39. 87 Vid. Ceballos Teresi, La realidad económica y financiera de España....., cit., vol. I, p. 13. 88 Vid. Ceballos Teresi, La realidad económica y financiera de España....., cit., vol. III, p. 10. 89 Joseph Stiglitz, “Whither Reform? Ten Years of the Transition”, Keynote Addres, Annual Bank Conference on Development Economics, 28-30 abril, 1999: http://www.worldbank.org /knoledge/ 90 Vid. Kenneth Arrow, “Gifts and Exchanges”, Philosophy and Public Affairs, 1 (4), pp. 343-362., 1972, citado en Stiglitz: “Whither Reform?...., op. cit. 91 Vid. Espina, “Finanzas, deuda pública y confianza en el gobierno de España bajo los Austrias”, cit. 92 Vid. Miguel Artola, La monarquía de España, Alianza, 1999. 93 Vid. Joseph Stiglitz, “More Instruments and Broader Goals. Moving Toward the Post-Washington Consensus” The 1998 Wider Annual Lecture (Helsinki), 7 de enero 1998, accesible en http://www.worldbank.org/knoledge/ 94 Vid Stiglitz, “Wither Reform..”, op. cit. 95 Vid. Ramón Carande, El Crédito de Castilla en el precio de la política imperial, Discurso leido ante la real Academia de la Historia el día 18 de diciembre de 1949, p. 34.

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96 Vid. Joseph Stiglitz, La Economía del sector Público, 1986, versión española de A. Bosch, editor, 1ª ed, 1988, p. 149. 97 Vid. Pedro Tedde de Lorca, “El gasto público en España, 1875-1906: un análisis comparativo con las economías europeas”, en P. Martín Aceña y L. Prados de la Escosura, La Nueva Historia Económica en España, Tecnos, 1985, pp. 233-261. 98 Vid. F. Comin, P. Martín Aceña, M. Muñoz y Javier V. Olivares, 150 años de Historia de los Ferrocarriles Españoles, 2 vols., Fundación de los Ferrocarriles Españoles-Anaya, 1998, I, p. 94. 99 En 1861 se invirtieron en carreteras 43,6 millones de pesetas. Fue un año máximo, ya que la cifra no volvería a alcanzarse hasta los años ochenta. Pero en 1876 el Estado había gastado en FF.CC. 900 millones (45 al año, desde 1856). (Vid Comín-Martín Aceña: 150 años de Historia....., op. cit., vol. I, pp. 64 y 100). No sorprende que cuando las líneas entraron en funcionamiento no tuvieran gran cosa que transportar. 100 Vid. Gabriel Tortella, Los orígenes del capitalismo en España. Banca, industria y ferrocarriles en el siglo XIX, Tecnos, 1973. 101 Vid. Albert Hirschman, The Strategy of Economic Development, Yale University Press, 1958 (versión española en FCE, México, 1961). 102 Vid. Claude Fohlen, "The Industrial Revolution in France", en Rondo Cameron (ed.), Essays in French Economic History .... , op. Cit. pp. 201-225 (p. 211). 103 Vid. Caron, François, "French Railroad Investment, 1850-1914, en Cameron (ed), Essays in French Economic History...., op. cit., pp. 315-340, (p. 327). 104 Ibíd., pp. 322-28. 105 Vid. Walter Bagehot, Lombard Street: A description of Money Market, Londres, William Clowes & Sons, 1873. 106 Vid Comín-Martín Aceña: 150 años de Historia....., op. cit., vol. I, p. 66. 107 Ibíd. 108 Véanse las evaluaciones finales de todo el proceso realizadas en los años treinta por Jaume Carner e Indalecio Prieto en Comín-Martín Aceña: 150 años de Historia....., op. cit., vol. I, p. 311 y ss. 109 Ibíd, p. 57. 110 Vid. J. Strouse, J., Morgan: American Financier, Random House, abril, 1999. 111 Vid. Quarterly Journal of Economics (1966), Paradoxes in Capital Theory: A Symposium, vol. LXXX, nº 4, noviembre, 1966. Para la posición de Friedman, vid. Friedman, Milton , “The Role of Monetary Policy”, American Economic Review, vol. LXVIII, nº 1, marzo, 1968, pp. 1-17. 112 Vid. Gabriel Tortella, Los orígenes del capitalismo en España..... Op. Cit. 113 Vid Comín-Martín Aceña: 150 años de Historia....., op. cit., vol. II, p. 32 y ss. 114 Vid. Tortella, El desarrollo de la España contemporánea..., cit., p. 198. 115 Vid. Ceballos Teresi, La realidad económica y financiera de España....., cit., vol. VII. 116 Vid. Tortella, El desarrollo de la España contemporánea..., cit., p. 308. 117 Vid. Manuel de Torres, Una contribución al estudio de la Economía Valenciana, Editorial

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“Diario de Valencia”, 1930, 127 pp. (p. 75). 118 Ibíd. p. 69. 119 Ibíd pp. 71-72. 120 Ibíd p. 83. 121 Vid. Ball, L. y D. Romer, “Real Rigidities and the Nonneutrality of Money”, en G. Mankiew y D. Romer, New Keysesian Economics: vol. 1, Imperfect conmpetition and Sticky Prices; vol 2, Coordination Failures and Real Reigidities, MIT press. 1991 (vol. 1, pp. 59-86).

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POLITICASOCIEDAD

Revista cuatrimestral de Ciencias SocialesFacultad de Ciencias Políticas y Sociología. Universidad Complutense

PresidenteFrancisco Aldecoa Luzárraga

DirectorRamón Ramos Torre

Consejo de RedacciónVíctor Abreu Fernández, Rafael Bañón Martínez, Cecilia Castaño Collado, M.ª Isabel Castaño García, Juan José Castillo Alonso, María Cátedra Tomás,Eduardo Crespo Suárez, Rafael Cruz Martínez, María González Encinar,Jesús Leal Maldonado, Lorenzo Navarrete Moreno, Laureano Pérez Latorre,Fernando Valdés dal Ré

SecretariaCarmen Pérez Hernando

Estado del Bienestar y Política SocialVol. 44 - N.° 2 (2007)

ARTÍCULOS

Olga SalidoPresentación

Gosta Esping-AndersenUn nuevo equilibrio de bienestar

Luis Moreno y Amparo SerranoEuropeización del Bienestar y activación

Álvaro EspinaLa vuelta del “hijo pródigo”: El Estado de Bienestar español

en el camino hacia la Unión Económica y MonetariaGregorio Rodríguez Cabrero

La protección social de la dependencia en España. Unmodelo sui generis de desarrollo de los derechos sociales

Sebastián SarasaPensiones de jubilación en España: reformas recientes y

algunas consecuencias sobre el riesgo de pobrezaOlga Salido y Luis Moreno

Bienestar y políticas familiares en EspañaAna Arriba y Begoña Pérez

La última red de protección social en España: prestacionesasistenciales y su activación

Carlos García SerranoLas políticas del mercado de trabajo: Desempleo y

activación laboral

Vicente MarbánTercer Sector, Estado de bienestar y política social

Francisco Javier MorenoInmigración y Estado de bienestar en España

Eloísa del PinoLas actitudes de los ciudadanos y la reforma del Estado de

bienestar en España

VARIOS

Manuel Martínez NicolásAgitación en el campo. Nueve ideas para la investigación

sobre Comunicación Política en España

Juan Carlos AlútizEl problema de la estabilidad normativa en la filosofía

política de John Rawls

RECENSIONES

Mª Teresa Palomo, Mª Jesús Miranda y Cristina VegaDelitos y fronteras. Mujeres extranjeras en prisión,

Elixabete Imaz

Rafael FeitoOtra escuela es posible,

Marta García Lastra

SUSCRIPCIONESESPAÑA

Suscripción individual: 27.00 tSuscripción institucional: 33.00 tNúmero suelto: 15.00 t

EUROPASuscripción individual: 36.00 tSuscripción institucional: 39.00 tNúmero suelto: 18.00 t

RESTO DEL MUNDOSuscripción individual: 45.00 tSuscripción institucional: 54.00 tNúmero suelto: 21.00 t

POLITICA Y SOCIEDAD 44-2 4/12/07 12:02 Página 1

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LA VUELTA DEL ‘HIJO PRÓDIGO’: El Estado de Bienestar español en el camino hacia la Unión Económica y Monetaria

Álvaro Espina#

Resumen: El primer epígrafe de este trabajo presenta de forma panorámica la política social practicada antes de la democracia española. El segundo analiza la política social neocorporatista en la que se apoyó la transición democrática. El tercero se ocupa de la ruptura de esta última, que coincidió con la Adhesión a la CE y con la etapa preparatoria del Mercado interior y del Espacio Económico Europeo. El cuarto epígrafe estudia el contexto de “neocorporatismo competitivo” y de cooperación reforzada en que se desarrolló la marcha hacia la Unión Económica y Monetaria Europea, que comenzó enseguida a aplicar un programa de benchmarking, orientado a generalizar y hacer sostenibles las políticas sociales consideradas como “mejores prácticas” dentro del continente. Las conclusiones sintetizan las vicisitudes de todo este proceso, que culminó con la implantación del Euro, en el que las aspiraciones de integración europea de la población española actuaron como motor para la edificación del Estado de bienestar.

Abstract: The first part of this work presents the social policies practised before the Spanish democracy. The second one analyzes the neocorporatist policies applied during the democratic transition. The third one deals with the break of these practices, which coincided with the Adhesion to the CE and with the preparatory stage of the Single Market and of the European Economic Space. The fourth part studies the context of “competitive neocorporatism” and of reinforced cooperation in the path towards the Economic and Monetary Union (EMU). The EMU applied from its beginnings a program of benchmarking directed to generalize and to make sustainable the social policies considered as the “best practices” within the continent. The conclusions of the article synthesize the vicissitudes of all this process, which culminated with the introduction of the Euro. In this process the aspirations of European integration of the Spanish population worked as an engine for the building of the Welfare State.

Palabras clave: Estado de Bienestar, Neocorporatismo, Europa social, Transición democrática, Política económica.

Keywords: Welfare State, Neocorporatism, EMU social policy, Democratic transition, Economic policy.

Sumario: Introducción; 1.- La política social antes de la transición democrática española; 2.- De la transición democrática española al Mercado Único Europeo: del corporativismo franquista al neocorporatismo; 3.- Del “corporatismo defensivo” al “corporatismo competitivo”; 4.- Hacia un Estado de bienestar universalista y sostenible en España: la coordinación de políticas sociales en la UE; Conclusión

Publicado en: Política y Sociedad, número monográfico sobre “Política Social y Estado del Bienestar”, vol. 44 N° 2, 2007, pp. 45-67. 1

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Introducción: Según el esquema funcionalista de Parsons-Smellser (1956) el sistema social se compone de cuatro grandes subsistemas -político, económico, jurídico y cultural-, cada uno de los cuales cumple un imperativo funcional esencial. Distintas ciencias sociales han identificado tres modelos históricos de diferenciación funcional. Por ejemplo, al analizar las estrategias históricas para ampliar los derechos de voto, hasta llegar al sufragio universal, se han aislado tres tipos ideales de instituciones políticas: el Anglosajón, el Latino y el Alemán o nórdico (Colomer, 2001).

Estos tres modelos de sistema político se corresponden grosso modo con los “tres mundos del Estado de Bienestar” de Titmus (1974) y Esping Andersen (1990): el minimalista-residual británico, y el de aseguramiento continental, subdividido, a su vez, este último en un tipo latino, que conservó largo tiempo su corporativismo original, y otro alemán-nórdico, que avanzó rápidamente hacia la universalización. El subsistema de bienestar social no forma parte del sistema cuatripartito de Parsons porque, en puridad, sólo se formó en la Europa continental (Freeman, 1995), especializándose en el imperativo de cohesión social. Pero las características de esos tres “mundos” se corresponden casi perfectamente con los rasgos diferenciales en la formación de los tres modelos de comportamiento político y los correspondientes subsistemas económico, legal y cultural o de valores.

El proceso político de modernización de España se incluye incuestionablemente dentro del modelo latino de diferenciación funcional, en el que las oligarquías tradicionales -antiliberales y antidemocráticas- resistieron los cambios hasta que el sistema se derrumbó y la oposición revolucionaria amplió de repente el electorado, mayoritariamente analfabeto. Éste se vio periódicamente capturado por mensajes políticos mesiánicos, cuya aplicación produjo caos, dando lugar a movimientos pendulares en el proceso de edificación del nuevo sistema social, siguiendo el modelo de “desarrollo antagonista” descrito por Hirschman (1992).

Puede decirse incluso que el español es el caso latino extremo, precisamente porque su desarrollo se llevó a cabo en régimen de aislamiento. Tras la “herida de la modernidad, que la separó de la Ilustración y de Europa”, España no reconoció su fracaso histórico hasta la llamada generación de 1898, ni contó con un proyecto de reconstrucción nacional, modernización y europeización hasta la generación de 1914 (Lamo, 2001), que Ortega sintetizó, afirmando: “Europa no es sólo una negación [del problema de España]; es un principio de agresión metodológica a la torpeza nacional” (Gray, 1989). Pero su programa quedó interrumpido abruptamente por la Guerra Civil, que constituye la mejor prueba de la ineficiencia -medida en términos de utilidad social- de la estrategia política latina (Colomer, 2001).

También en la esfera económica España constituye la mejor prueba de la ineficiencia del modelo latino. Al final de las guerras napoleónicas, en 1820, la renta per capita española equivalía aproximadamente al 82% de la media del conjunto de Europa Occidental; en 1870 se situaba en el 70% y en 1913 en el 65%. El mínimo se alcanzó en 1950, con una renta per capita equivalente al 52% del nivel medio europeo (Maddison, 2001, p. 264). Los ciento treinta años de decadencia económica fueron consecuencia del aislamiento económico.

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SALDO RELATIVO

TRES ETAPAS

APERTURA COMERCIAL

GRÁFICO 1: APERTURA (% PIB) Y SALDO COMERCIO EXTERIOR

El gráfico 1 sintetiza la evolución de las tres grandes etapas del comercio exterior español durante los últimos 150 años. Durante el primer período se registró una modesta apertura, que terminó a finales del siglo XIX, impidiendo al país beneficiarse de la primera etapa de la internacionalización de la economía occidental registrado entre 1870 y 1929. (Espina, 2000). El período 1900-1960, supuso una fuerte regresión del peso de los intercambios respecto al PIB, que se vio agudizada durante el decenio bélico de 1935/45. La dinámica de apertura se recuperó a partir de 1959 y no experimentó una fuerte aceleración hasta el último decenio del siglo XX. Por lo que se refiere a los desequilibrios de la balanza comercial, se observan igualmente tres etapas, viéndose interrumpidas las dos primeras por el déficit que afloró al término de la Gran guerra y por el brusco hundimiento de comienzos de los años sesenta, en que el déficit llegó a equivaler a la mitad del volumen de intercambios. Por el contrario, la última etapa, que coincide con el proceso de apertura de los últimos cuarenta años del siglo XX, se ha visto acompañada por una disminución paulatina del tamaño relativo del déficit, experimentando bruscas fluctuaciones cíclicas. Finalmente, al término del primer quinquenio del nuevo siglo el déficit suponía el dieciocho por ciento del volumen de unos intercambios que habían experimentado un crecimiento de ese mismo orden durante el último decenio del siglo anterior.

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ESPAÑA: ESCALA LOG. REINO UN.: ESC. LOG.

GRÁFICO 2: SALARIOS REALES EN ESPAÑA Y REINO UNIDOREIN. UN.: OBREROS. ESPAÑA: CRECIMIENTO 1850-1906: TEXTIL; 1906-64: FERROCARRIL; SALARIOS 1965-2005: INDUSTRIA.

El modelo latino de desarrollo político y social es consecuente con la desmesurada duración de la etapa clásica de desarrollo económico, durante la cual el estancamiento de los ingresos agrarios en torno al nivel de subsistencia frenó, a través de la 3

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emigración campo/ciudad, el crecimiento de los salarios industriales (Lewis, 1954). En el gráfico 2 puede observarse la evolución comparada de los salarios reales industriales en España e Inglaterra1 desde 1850, fecha en la que Inglaterra superó su etapa clásica. Las líneas del gráfico, dibujadas en escala logarítmica, muestran que mientras en Inglaterra los salarios reales crecieron prácticamente a una tasa constante del 1,5% anual durante 155 años, en España –que lo hizo a otra del 1,2% a lo largo del mismo período- se mantuvieron constantes hasta la primera guerra mundial y sólo crecieron de forma sostenida -partiendo de niveles mínimos- entre 1950 y 2005, a una tasa anual del 3,35%, mientras Inglaterra lo hacía a otra del 2,05%. Esto es, la etapa clásica española duró, al menos, cien años más que la inglesa.

El trabajo se estructura en cuatro epígrafes. El primero presenta de forma panorámica la política social practicada antes de la democracia. El segundo analiza la política social neocorporatista en la que se apoyó la transición democrática. El tercero se ocupa de la ruptura de esta última, que coincidió precisamente con la Adhesión a la CE y con la etapa preparatoria del Mercado interior y del Espacio Económico Europeo. El cuarto epígrafe estudia el contexto de “neocorporatismo competitivo” y de cooperación reforzada en que se desarrolló la marcha hacia la Unión Económica y Monetaria Europea, que comenzó enseguida a aplicar un programa de benchmarking, orientado a generalizar y hacer sostenibles las políticas sociales consideradas como “mejores prácticas” dentro del continente. Las conclusiones del proceso que culminó con la implantación del Euro sintetizan el argumento central del trabajo.

1.- La política social antes de la transición democrática española. En el año 1920, en medio de un grave clima de atentados sociales, se creó la Comisión Mixta del Comercio de Barcelona para regularizar el procedimiento de negociación colectiva de salarios a nivel supraempresarial, dado el pequeño tamaño de la mayoría de las empresas de ese sector. La Comisión estableció un Comité Paritario y una Comisión Mixta -presidida por un magistrado-, a la que se le reconocieron en octubre de 1922 atribuciones jurisdiccionales, propias de un verdadero “jurado mixto” (Soto, 1989). Este fue el origen de la negociación y la autorregulación colectiva del mercado de trabajo en España.

Al amparo de la norma de 1922, durante los primeros años de la Dictadura se multiplicó la creación de Comités Paritarios para resolver conflictos en las áreas más afectadas o especialmente sensibles, como ferrocarriles y otros servicios públicos. El proceso se generalizó formalmente en 1926 al crearse la Organización Corporativa Nacional, importada de la Italia fascista, que estableció la intervención obligatoria del Estado para imponer el contrato colectivo -por oficios, y para los mercados de trabajo sectoriales-, sustituyendo a los sindicatos por un tinglado de Comités Paritarios, Comisiones Mixtas y Consejos de Corporación, siendo el Ministerio de Trabajo quien designaba a los “representantes de la producción”.

La experiencia anterior a 1923 sería institucionalizada con carácter general por la República a través de la Ley de Jurados Mixtos de Trabajo, de 1931, que mantuvo la estructura básica de los Comités Paritarios, normalizando la elección de los representantes patronales y de los obreros asociados, formando censos obreros2, exigiendo la elección unánime de los presidentes y dotando a los Jurados de una burocracia administrativa mínima. Se les atribuyeron también amplias facultades de 4

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regulación colectiva de las condiciones de trabajo, a través de la negociación de Bases de Trabajo; de prevención, mediación, conciliación y arbitraje, así como de inspección y control del cumplimiento de la legalidad laboral.

El escaso número de bases adoptadas durante la Dictadura (104) -al igual que algunos contratos colectivos anteriores- quedaron convalidadas por la negociación colectiva desarrollada durante la República. En 1934 había 506 Jurados Mixtos constituidos en toda España y se encontraban en vigor 1.863 bases de trabajo, y otras 298 se encontraban en elaboración, de modo que a mediados del decenio se había articulado un sistema casi universal de regulación colectiva (con unas 2.500 bases de trabajo), utilizando para ello una combinación de bases de alcance nacional, con otras delimitadas por el ámbito geográfico de actuación de cada jurado (provincial o local), además de los contratos colectivos de trabajo. La Ley preveía que los acuerdos establecieran un período mínimo de vigencia no superior a tres años y, en ausencia de denuncia, una prorroga automática por el mismo plazo de vigencia estipulado inicialmente (Ibíd., pp. 405-409).

Por lo que se refiere a la Seguridad Social, la intervención efectiva del Estado en materia de jubilación se inició con la creación del Instituto Nacional de Previsión (INP), el 27-II-1908, que aplicó, primero, una política de fomento -o “libertad subsidiada”- subvencionando el coste del seguro de vejez mediante bonificaciones del Estado sobre las cuotas voluntarias de las empresas. La obligatoriedad de afiliación al Seguro de Retiro Obrero se estableció en marzo de 1919, y se hizo efectiva por el reglamento de 23-I-1921. El seguro de vejez cubría a todos los asalariados privados -menos al servicio doméstico- con ingresos anuales inferiores a 4.000 pesetas, límite que se situaba algo por encima del salario medio anual del obrero ferroviario (3.400 pesetas en 1921) y casi duplicaba al salario medio industrial (2.100 pesetas).

El aseguramiento se hizo bajo el régimen de capitalización colectiva, que otorgaba una pensión de una peseta diaria a partir de los 65 años (400 pesetas al año, a partir de 1924). Las cotizaciones correspondían con carácter general a la empresa (13 pesetas al mes por obrero), pudiendo optar el obrero por el sistema de mejoras, cotizando adicionalmente, al menos, una peseta al mes (que el Estado subvencionaba con igual cantidad), para acceder al seguro de invalidez (en ausencia de ellos, el único riesgo cubierto era la invalidez derivada de accidente de trabajo), junto a otras mejoras. En 1933 los afiliados al régimen obligatorio de retiro obrero del INP sumaban 4,8 millones (un 57% de la población ocupada).

La vuelta a la política corporativista de inspiración fascista aplicada por el régimen de Franco durante los años cuarenta y buena parte de los cincuenta suprimió por completo la negociación colectiva, avocando el Estado directamente la competencia de regulación del mercado de trabajo. Durante los primeros veinte años del régimen ésta consistió en un conjunto de "Ordenanzas de Trabajo" que sintetizaron por grandes sectores las Bases de Trabajo de 1935, eliminando toda relación con la negociación colectiva y reafirmando la autoridad patronal y la disciplina laboral. Al mismo tiempo, tanto los salarios nominales como las peculiaridades de la organización del trabajo y las categorías profesionales quedaron congeladas en el tiempo.

En cambio, durante su última etapa el franquismo adoptó una política abiertamente conservadora pero perfectamente homologable en su contenido material a las dos grandes estrategias practicadas por la derecha política en el continente europeo para

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neutralizar el conflicto social: la bismarckiana y la gaullista. Frente al carácter minimalista y universalista de la seguridad social anglosajona, la estrategia bismarkiana implantó desde el Estado mecanismos de previsión social complementaria estructurados a partir de instituciones corporativistas, a las que en España se denominó Mutualidades laborales, creadas en 1946 para complementar el seguro obligatorio de vejez e invalidez (SOVI), heredado de la etapa anterior, que había quedado devorado por la inflación.

La Ley de bases de la seguridad social de 1963 entró en vigor en enero de 1967 y estableció un sistema público de seguros sociales, con un régimen general y una docena de regímenes especiales, de gestión relativamente integrada, adoptando como principio general el sistema de reparto. El tipo de cotización era del 10% a cargo de la empresa y del 4% a cargo del trabajador. Las bases tarifadas anuales las fijaba el gobierno entre el 50% y el 100% del salario medio industrial. Las cotizaciones resultaron enseguida radicalmente insuficientes: sólo cuatro años más tarde, en 1971, hubo que adoptar una “Ley de Financiación y Perfeccionamiento”, que amplió tanto las cotizaciones como las prestaciones económicas del Régimen General, pero éstas muy por encima de aquéllas, lo que comprometía gravemente el equilibrio financiero del sistema en el futuro, pero elevaba con carácter inmediato los incentivos para afiliarse y los ingresos actuales, que era lo que al Régimen le interesaba para ir sobreviviendo.

La segunda estrategia era de origen francés, y se inspiró en el gaullismo. Consistió en hacer jugar al Estado un papel protagonista en la regulación erga omnes del mercado de trabajo, minimizando la autorregulación colectiva, mucho más flexible y gradualista, ya que ésta última impulsaba el protagonismo de los sindicatos, que el régimen trataba de evitar, aunque sin conseguirlo. De hecho, en 1962 comenzó a generalizarse la negociación colectiva (autorizada por Ley desde 1958) y en 1965 ya se habían suscrito 4.736 convenios que afectaban a ocho millones de trabajadores (Mateos, 1997, p. 49). El cambio en las relaciones industriales significó también aumento del conflicto y, pese al carácter férreo de la normativa electoral del sindicato “vertical” y a la persecución de la oposición sindical, esta se fortaleció rápidamente. La constitución estable de “comisiones obreras”, a partir de las elecciones sindicales de 1966, permitió plantear nuevas demandas de cambio institucional, enfrentadas al “ideal de la perfecta armonía” defendido por el Régimen (Maravall, 1970).

En el ámbito internacional, esta política se planteó como un “toma y daca”, ofreciendo concesiones materiales a cambio de libertad. Para dotar de credibilidad a su estrategia bifronte, el franquismo no dudó en hacer cuantas concesiones fueron necesarias para presentarse ante la OIT a la vanguardia de las “realizaciones sociales”, hasta el punto de que en 1977 España era el país con mayor número de convenios ratificados -excepto los que exigían democracia. A cambio, el Régimen consiguió evitar la condena abierta de la OIT y suscribir el 29 de junio de 1970 el Acuerdo de Comercio Preferencial España-CEE, a lo que no fue ajeno el hecho de que la implantación del nuevo sistema de seguridad social en 1967 significó durante el decenio siguiente crecimientos de las cotizaciones sociales superiores en más de un punto al crecimiento de los salarios, cuyos crecimientos anuales -impulsados, a su vez, por la mayor autonomía negociadora de los representantes sindicales- se situaron 7,6 puntos por encima del IPC. Todo ello debió de contribuir a despejar el miedo ancestral en el Mercado Común a la práctica del “dumping social” por parte de los estados miembros y de sus socios comerciales.

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2.- De la transición democrática española al Mercado Único Europeo: del corporativismo franquista al neocorporatismo.

En el ámbito de las políticas sociales la democracia significó el tránsito desde el corporativismo franquista al neocorporatismo democrático (Espina, 1991a), sistema que había venido siendo practicado durante la posguerra con carácter ocasional en toda la Europa democrática en momentos de crisis y cambio estructural (Flanagan et alia, 1983), y con carácter habitual desde la depresión de los años treinta por casi todos los pequeños países de la EFTA con economías abiertas (Kaztenstein, 1984, 1985). El principal problema para realizar la transición entre una y otra política era que los agentes colectivos democráticos o no existían -por el lado patronal- o eran ilegales y minoritarios, tras más de treinta y cinco años de clandestinidad sindical.

Pero acogiéndose al derecho de asociación sindical de la ley 19/1977, en el verano de 1977 se constituyó CEOE, combinando nuevas iniciativas asociativas con la experiencia y los recursos adquiridos bajo la cobertura de los sindicatos verticales (Martínez-Pardo, 1985). Y lo mismo hicieron los sindicatos democráticos, aprovechando las elecciones sindicales celebradas entre enero y febrero de 1978, que ganaron CCOO, con el 38% de los representantes, y UGT, con el 31%.

La primera tarea a la que tuvieron que hacer frente los representantes recién elegidos -y los sindicatos que resultaron mayoritarios- era renovar los 2.000 convenios que vencían ese mismo año. Con anterioridad, la adaptación de la negociación salarial al nuevo contexto de políticas fiscales y monetarias responsables y antiinflacionistas consensuadas durante la transición democrática había requerido la mediación de todos los partidos políticos constituyentes a través de la Pactos de la Moncloa, de 25-X-1977, que comprometieron a los agentes sociales a negociar la masa salarial global de las empresas sobre una banda de crecimiento entre el 20 y el 22%, mientras que la tasa de inflación al consumo en diciembre de 1977 había sido del 26,4%, inaugurando con ello un nuevo modelo de negociación que sería el que habría de consolidarse durante los dos últimos decenios del siglo, dando lugar a la aparición de una “nueva curva de Phillips” (Galí y López Salido, 2001). Esto exigió romper con la dinámica anterior de negociación salarial, cuyas expectativas de inflación y de crecimiento de la productividad se alineaban respecto al período inmediatamente anterior y se acumulaban, lo que resultaba esencialmente inflacionista. El nuevo modelo significaba apostar por una inflación futura inferior, sin presuponer elevados crecimientos de la productividad, lo que a la larga permitiría a las empresas desacelerar el crecimiento de ésta y comenzar a crear empleo (Espina, 1991b).

Hasta bien entrado 1978 no se dispuso de un mapa estable de agentes sociales democráticos apto para asumir la nueva negociación colectiva. El problema era que en entre 1975 y 1979 los salarios reales de la industria habían seguido creciendo a una tasa anual del 7,8% (gráfico 3), hasta situarse en el 76,7% de la productividad del trabajo, ratio que equivale a la proporción que representan los salarios respecto al coste total (CLU: gráfico 4). Como también estaban creciendo a fuerte ritmo los costes unitarios de las materias primas y de la energía, el excedente empresarial se hundió, lo que paralizó la inversión, reduciendo en más de cinco puntos su participación en el PIB3. El crecimiento de éste entre 1975 y 1979 sólo fue del 1,9% anual y la tasa absoluta de empleo respecto a la población mayor de 15 años descendió 4,5 puntos, dada la necesidad de elevar la productividad en las empresas para poder

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soportar el crecimiento de los salarios (gráfico 3). Pero esto arrastró a una caída de la productividad del capital del 5 %, (gráfico 4) bloqueando la propensión a invertir. De acuerdo con la teoría de la acción colectiva de Mancur Olson (1995), la caída de la tasa de ocupación en 4,5 puntos durante ese cuatrienio –y la de ocho puntos adicionales durante el sexenio siguiente, en que la productividad del capital se redujo otro 2,4%- tendría que haber hecho reaccionar a todos los agentes sociales titulares de intereses laborales suficientemente amplios como para internalizar ese malestar. Sin embargo, sólo UGT admitió suscribir una política de pactos sociales de tipo neocorporatista.

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GRÁFICO 4: CLU INDUSTRIAL REAL, EMPLEO Y RATIO PIB/CAPITAL

Esto se debió a que durante la última etapa del franquismo y la primera etapa democrática CCOO canalizó principalmente las aspiraciones de los trabajadores de los mercados internos de trabajo de las grandes empresas fordistas (los insiders, por excelencia), cuyos intereses laborales se encontraban estratégicamente situados y bien protegidos por una normativa de seguridad en el empleo extremadamente garantista, que culminó con la Ley 16/1976, de 8 de abril -con la cual se blindaron por completo los contratos de trabajo-, cuya rigidez se transmitió en parte al Estatuto de los Trabajadores, de 1980, lo que contribuyó a alimentar el espejismo de que el Estado podía garantizar el empleo individual de los trabajadores ya contratados –especialmente en las grandes empresas- y que éstos no estaban sujetos al riesgo de desempleo, inherente a la economía de mercado. En cambio, UGT, que no disponía de tal ventaja, trataba de penetrar en las PYMES -que se veían directamente afectadas por la crisis del empleo- y todavía no había adquirido una posición distintiva en el sistema democrático 8

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de relaciones industriales. Esta situación de competencia funcional entre dos sindicatos con trayectorias y estrategias claramente diferentes actuó como desencadenante del proceso de concertación social que tuvo lugar entre 1979 y 1986. Un proceso que, al asumir el nuevo esquema de negociación colectiva, permitiría desacelerar el crecimiento de los CLU nominales desde una tasa anual del 17,1% a otra del 6,9%, reduciendo la conflictividad registrada en 1986 al 14% de la de 1979 (Espina, 1991b).

La concertación se abrió con un pacto entre UGT y la CEOE (Acuerdo Básico Interconfederal) por el que se acordaban las líneas básicas del Estatuto de los Trabajadores, seguido de otro (el Acuerdo Marco Interconfederal: AMI) que trataba de enmarcar la negociación colectiva para el período 1980-1981 y que habría de incorporarse efectivamente a la práctica totalidad de los nuevos convenios colectivos. En las elecciones sindicales de 1982 UGT -que había dirigido toda esta etapa de renovación democrática de la negociación colectiva, orientada por acuerdos neocorporatistas- desplazó a CCOO como primera fuerza sindical (con el 36,7% de electos, frente a 33,4% de CCOO) (Domínguez, 1988), posiciones que se verían todavía superadas por las elecciones de 1986, celebradas tras la aplicación de un nuevo acuerdo (AES), que sirvió para ordenar la negociación colectiva de 1985 y 1986, introducir flexibilidad en la regulación de los contratos temporales y articular la reconversión industrial.

En lo relativo a la Seguridad Social, la transición política significó romper con el sistema de seguros sociales corporativistas, que habían venido siendo gestionados por las mutualidades laborales, creando entre 1978 y 1980 una Tesorería General única y cuatro grandes órganos gestores especializados: el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS), el Instituto Nacional de Salud (INSALUD), el Instituto Nacional de Empleo (INEM), y el Instituto Nacional de Servicios Sociales (INSERSO). Estos son los cimientos institucionales del sistema universalista de seguridad social que habría de conformarse paso a paso a lo largo del último cuarto del siglo XX, participando los agentes sociales más representativos en el proceso a través de los grandes acuerdos de concertación y de su presencia –proporcional a su representatividad- en los Consejos ejecutivos de los entes gestores.

En 1982 una Comisión ad hoc remitió al Parlamento un Libro Verde sobre la crisis financiera de la Seguridad Social constatando: a) la existencia de amplios colectivos de población sin protección contra la vejez; b) el abuso de la protección -especialmente a través de la incapacidad y la invalidez- por parte de los colectivos mejor situados en el mercado de trabajo; c) el incumplimiento de la obligación de cotizar y la manipulación de la misma para hacer fraude de ley, elevando de forma ficticia la cotización durante el período inmediatamente anterior a la jubilación; d) la utilización de la seguridad social para resolver indebidamente problemas de crisis industrial, y, e) la confusión contable en las fuentes de financiación.

Para contener el problema, se elevaron los topes máximos de cotización, aproximándolos a los salarios reales; se corrigió el crecimiento de la invalidez; se redujo a la mitad el número de regímenes especiales, y se homogeneizaron las prestaciones. Finalmente, la ley 26/1985 estableció un mejor equilibrio entre cotizaciones y prestaciones, al elevar progresivamente de dos a ocho los años de cotización que sirven de base para el cálculo de la pensión y de 10 a 15 años el período mínimo de cotización para tener derecho a pensión contributiva. Al mismo tiempo, se

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estableció la revalorización automática anual de las pensiones de acuerdo con el IPC y la mejora paulatina de las pensiones mínimas, hasta igualarlas al salario mínimo. Con la nueva Ley la tasa efectiva de sustitución para una carrera laboral completa se situó en el 90% respecto al último salario (Barrada, 1992, cuadro 1), mientras que la tasa alemana era del 53%.

Paradójicamente, pese a los buenos resultados alcanzados en todos los órdenes durante el primer sexenio de concertación social, ésta quedó interrumpida en 1986, coincidiendo precisamente con el ingreso de España en la CE. No se trató de una interrupción momentánea, sino de un cambio de estrategia sindical consciente y firme, ya que la dinámica de acuerdos neocorporatistas no volvería a recuperarse hasta después de la crisis de 1992-94, tras el cambio prácticamente completo de las estructuras dirigentes de los dos grandes sindicatos. En otros trabajos he relacionado el vuelco de estrategias sindicales de 1986 con factores coyunturales, relacionados con la rápida expansión de finales de los ochenta4, y con cambios estructurales de más largo alcance, relacionados con la diferenciación entre el papel de los sindicatos y los partidos políticos de izquierda en el modelo latino de modernización social (Espina, 1999). Además, UGT compartía ahora con CCOO la posición de representante de los insiders, derivada de sus pasadas victorias electorales, y una estrategia de unidad de acción sindical se prestaba a minimizar los riesgos de ser considerada el sindicato gubernamental.

A ello habría que añadir la exigencia -por parte del Gobierno- de proceder a reequilibrar el conjunto de las políticas sociales, para corregir las consecuencias asimétricas sobre el sistema de bienestar social de la política de concertación practicada hasta entonces –que, en el contexto de estrechez de las finanzas públicas, había dejado escaso hueco –al margen de la universalización de las políticas de salud y educación- para las políticas de gasto no vinculadas a la participación en el mercado de trabajo. Estos "efectos secundarios" pueden sintetizarse en la aparición o el agravamiento de seis grandes síntomas de segmentación social, cuya etiología desbordaba con mucho el marco de las relaciones industriales (Recio, 1991), pero que la política neocorporatista estaba contribuyendo a reforzar (Pérez Díaz, 1998). 1) segmentación por razón de sexo y edad; 2) segmentación por razón del status contractual; 3) segmentación en el acceso a los beneficios del sistema de seguridad social; 4) segmentación de la protección en razón del status ocupacional; 5) segmentación geográfica, y, 6) segmentación sectorial y esclerosis empresarial5.

3.- Del “corporatismo defensivo” al “corporatismo competitivo”

La ruptura de la concertación social española se vio condicionada, además, por el clima de temor al “dumping social” existente en vísperas del Mercado Único en el seno de la Confederación Europea de sindicatos (CES) y de algunos Estados miembros con larga tradición en la materia. (Bean et alia, 1998, pp. 5 y ss.). El ingreso de los países ibéricos -con salarios obviamente más bajos que la media comunitaria, dados sus niveles de renta per capita y de desempleo- desencadenó de nuevo el debate, hasta el punto de que Francia -con el apoyo de la CES- trató de llevar el compromiso de armonización de los salarios mínimos y los niveles de protección a la Carta Social Europea, rechazada por el Reino Unido a finales de 1989. España exigió, como condición para aprobar la Carta por once Estados, que la armonización de los salarios y los niveles de protección social quedasen fuera de las competencias comunitarias, de

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modo que cualquier avance europeo en esas materias tuviese que ser aprobado por unanimidad o alcanzado a través de la cooperación voluntaria.

Enfrentados al impacto del aumento de competencia derivado de la inminente constitución del mercado interior sin contar con suficientes garantías institucionales (Crouch, 2000), el miedo se había apoderado de las organizaciones sindicales en los grandes países centrales, cuyo sistema de relaciones industriales no contaba con instrumentos neocorporatistas para llevar a cabo una acción concertada, hasta el punto de que buena parte de los sindicatos alemanes amenazaban con rechazar el Acta Única (Markovits y Otto, 1991), pese al relanzamiento del diálogo social llevado a cabo por Jacques Delors y a la aparición de una “coalición pro-armonización”, fraguada entre la propia CES y la mayoría socialdemócrata y cristiana del Parlamento Europeo, que sirvió para lanzar el debate sobre “la dimensión social del mercado interior” (Visser, 2000: 443).

En realidad, pues, la escalada reivindicativa de los sindicatos españoles puede analizarse como parte de una estrategia defensiva con la que la CES trató de asegurar la estabilidad de los intercambios comerciales a la llegada del Mercado Único, cuando todavía se dudaba si éste significaría competencia entre países por reducir los derechos sociales (Visser, 2000, p. 440)6. Pero la pieza clave de esta política no era sindical, sino monetaria. Los países fundadores del Mercado Común esperaban que los socios recién llegados observasen la disciplina del Sistema Monetario Europeo (SME), que se planteó como requisito sine qua non para participar en la marcha hacia el Euro y la Unión Económica y Monetaria (UEM). Aunque el debate efectivo sobre la UEM no se lanzó hasta 1989 -diez años después de la creación del SME-, se trataba de una política diseñada a comienzos de los setenta, ya que en octubre de 1972 la cumbre de París había decidido iniciar el avance hacia la Unión Económica y Monetaria, que debía culminar en 1980 (Rey, 1971). La crisis económica había retrasado el proceso veinte años, lo que dio lugar a que España pudiese participar en él de pleno derecho, ingresando voluntariamente en el SME, en junio del mismo año 1989, con lo que renunciaba a la política de cambio para hacer frente a los shocks de comercio exterior.

Como consecuencia de la nueva estrategia de la CES, durante el trienio 1990-93 los sindicatos españoles aplicaron políticas salariales agresivas que desembocarían en inflación, grave pérdida de competitividad, déficit exterior, ruptura del SME y en una nueva crisis del empleo en 1992-1994 (gráficos 3 y 4). Ésta fue rápida y brutal: entre 1991 y 1994 se perdió casi un millón de empleos y la tasa de ocupación de la población mayor de 15 años volvió a caer 3,3 puntos, situándose en su mínimo histórico del 39,3%. Sin embargo, el colchón de flexibilidad de la contratación temporal -aún a costa de agudizar la segmentación- permitió una respuesta rápida de las empresas y evitó que la crisis se convirtiera en un largo proceso de desgaste, como había ocurrido entre 1975 y 1985, de modo que el tejido empresarial saldría fortalecido de la crisis y su capacidad de crecimiento se vería revitalizada entre 1995 y 1999 por la reducción en casi siete puntos de los tipos de interés que acompañó a la marcha hacia el Euro, con el consiguiente abaratamiento del capital –lo que permitiría enseguida elevar la intensidad de capital de la economía, para ganar competitividad-. Como la relación capital/trabajo (gráfico 3) se había multiplicado en España por 2,2 entre 1974 y 1994 (Espina, 1997a), la escasa disponibilidad y el elevado coste del capital había sido el principal factor limitativo para el crecimiento del empleo, al exigir a todo proyecto de inversión una tasa de rentabilidad esperada muy superior a la vigente en el resto de la CE. En cambio, 11

134

la superación de tal limitación permitió, ya en 1995, al sector privado aumentar su empleo en 200.000 puestos de trabajo, aunque basado todavía en contratos temporales (gráfico 5).

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5

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5

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15

92% 88% 84% 79% 74% 69% 65% 63% 61% 62% 61% 59% 61% 61% 63%64%

65% 65% 66% 66% 65% 65%8% 12% 16% 21% 26% 31% 35% 37% 39% 38% 39% 41% 39% 39% 37%

36%35% 35% 34% 34% 35%

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19841985 1986 1987 1988 19891990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005

CONTRATOS INDEFINIDOS CONTRATOS TEMPORALES TOTAL SECTOR PRIVADO

GRÁFICO 5: EMPLEADOS EN EL SECTOR PRIVADO 1984-2005TOTAL SEGÚN TIPO DE CONTRATO. BARRAS: VALORES ABSOLUTOS; RÓTULOS: VALORES RELATIVOS. MEDIA ANUAL

En 1994, se había adoptado una reforma de la regulación laboral que perseguía cuatro objetivos: a) introducir flexibilidad para la extinción de los contratos ordinarios, manteniendo fuertes garantías de tutela judicial de los despidos; b) simplificar las modalidades de contratación para fomentar la estabilidad en el empleo, introduciendo el contrato de aprendizaje; c) eliminar el monopolio del INEM para contratar trabajadores, y, d) devolver a la negociación colectiva facultades de autorregulación en materias anteriormente fijadas por la Ley.

La gravedad de la crisis de 1992-94 hizo desaparecer los temores al dumping social e impulsó un cambio radical en las políticas de la Unión Europea, que adoptaría enseguida el empleo -en lugar de los salarios y la protección- como la principal prioridad de su política social (Fina, 1999; Visser, 2000, p. 448), y la defensa de la concurrencia y la eliminación de las barreras de entrada, como principal instrumento de mejora de la competitividad externa (Dolado et alia, 2001). En este cambio influyó la cultura aportada por los nuevos socios tras la ampliación de 1995, cuyas políticas de negociación salarial se coordinaban con las políticas de equilibrio macroeconómico para mantener la competitividad (Danthine y Hunt, 1994).

En España, la crisis de comienzos de los noventa desencadenó una reacción en el seno de los interlocutores sindicales que se inició dos años antes de las elecciones generales de 1996, aunque sólo alcanzó plena notoriedad tras la llegada del nuevo gobierno en el verano de ese año, de modo que el giro estratégico de los sindicatos permitió que la política social de pactos neocorporatistas acabase siendo practicada -con distinto grado de regularidad e interrupciones- por todos los gobiernos de la democracia. Entre los factores que contribuyeron al cambio de estrategias sindicales está el fracaso relativo de los dos mayores sindicatos en las grandes empresas en las elecciones sindicales de 1994-95. Este fracaso significaba pérdida de audiencia sindical en el segmento estratégico de la producción (precisamente entre los insiders, cuya representación se disputaban las dos grandes centrales) y entre los contratados temporales, lo que contribuyó a que los congresos celebrados por UGT y CCOO a finales de 1995 y comienzos de 1996 desplazasen de sus puestos a todos los dirigentes sindicales que

12

135

habían dirigido la estrategia de confrontación del período precedente (Espina, 1999). Enseguida, los electores retirarían también su confianza a los dirigentes políticos.

Tras la reforma no consensuada de 1994, la nueva etapa de concertación del quinquenio 1996-2000 permitió introducir mayor flexibilidad contractual, aligerando las barreras de salida del empleo para los insiders y reduciendo las de entrada para los outsiders; se limitó también la contratación temporal y se mejoró la articulación y la cobertura de la negociación colectiva; además, los sindicatos aceptaron que algunas recomendaciones del Pacto de Toledo, suscrito entre partidos políticos, se incorporasen a la Ley de reforma de la Seguridad Social ( Ley 27 de 997)7.

A la vista del funcionamiento armonioso de las relaciones industriales desde el giro de mediados de los años noventa, de sus efectos favorables sobre el crecimiento, el empleo y la segmentación, puede extenderse a esta nueva etapa de la concertación social española el calificativo de “corporatismo competitivo”, observado por Rhodes (2000) en las prácticas de algunos países como estrategia de aproximación a la UEM. Porque la nueva línea de acción fue fruto incuestionablemente de una reflexión estratégica acerca de las nuevas restricciones para el empleo que iban a emanar de la constitución de la Unión Económica y Monetaria y de la globalización (Espina, 1999), de modo que no resulta exagerado afirmar que los sindicatos asumieron efectivamente desde entonces la negociación de intereses generales -y no sólo los de sus afiliados, como sucediera entre 1988 y 1994-, aunque el equilibrio entre unos y otros se incline todavía hacia los insiders (Polavieja, 2003).

La adopción del “Pacto de estabilidad y empleo”, en la cumbre de Amsterdam de junio de 1997, y de la “Estrategia europea del empleo” (EEE), en la de Luxemburgo de noviembre del mismo año, iniciaron la puesta en práctica de dos nuevos artículos del Tratado Constitutivo de la Unión Europea: El Art. 128, que obliga a la Unión a adoptar una estrategia común de empleo8, y el Art. 99, según el cual la política económica de los Estados miembros es una cuestión de interés común para la UE, y la coordinación de las mismas -realizada a través de las Broad Economic Policy Guidelines: BEPG’s (Grandes Orientaciones de Política Económica: GOPEs) - exige tomar en consideración los nexos entre las políticas de empleo e inclusión social y la sostenibilidad de los sistemas de pensiones, con sus grandes implicaciones económicas y presupuestarias9.

El denominado “enfoque de Luxemburgo” articuló la EEE sobre cuatro grandes pilares o paquetes de políticas dirigidas a fomentar la empleabilidad, la iniciativa empresarial, la adaptabilidad de las empresas y los recursos humanos, y la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. A partir de las EEE el Consejo aprobó unas Employment Guidelines: EG (Orientaciones de empleo: OE), de carácter general, y unas orientaciones específicas para cada país, sobre cuya base se han venido elaborando a partir de 1998 los Planes Nacionales de Empleo, de carácter anual. Además, la Cumbre de Lisboa estableció el objetivo de alcanzar el pleno empleo en Europa en 2010, lo que implica dar prioridad a las reformas del mercado de trabajo y a la política de crecimiento económico, frente al objetivo de estabilidad de precios, considerado prioritario durante los años noventa.10

Para ser efectivos, sin embargo, los planes de empleo no podían implicar solo a los poderes públicos, ya que desde los años ochenta los factores que determinan la creación de empleo en las empresas son menos de tipo macroeconómico que microeconómico (Hall, 1986), y sobre estos últimos tiene mayor incidencia la negociación colectiva y la

13

136

acción concertada de los agentes sociales que las políticas públicas. La reemergencia de las políticas neocorporatistas a finales del pasado decenio, observadas por Schmitter y Grote (1997), tiene que ver precisamente con esta constatación, cada vez más evidente, como corrobora la evolución del empleo en España desde 1995.

Es más, puede decirse que la generalización de pautas de “corporatismo competitivo” en el comportamiento sindical (Rhodes, 2000) constituye el prerrequisito para adoptar una política monetaria beligerante en el control del ciclo económico y la consecución del pleno empleo, que sólo podrán evitar choques asimétricos y contracciones periódicas de la producción, los precios y el empleo si se ven acompañadas por políticas salariales responsables (Martin, 2000), dada la fuerte regulación de los mercados de trabajo europeos (Espina 2005).

En España la compatibilidad entre desinflación y fuerte crecimiento se explica por la aparición de una “nueva curva de Phillips” (Galí y López-Salido, 2001), en la que la inflación es resultado de la combinación aditiva de las expectativas de inflación y el crecimiento de los costes marginales reales. Esto es, del mismo modo que las expectativas de inflación neutralizan los efectos reales de la política monetaria -al hacer flotar en paralelo a todas las variables (Krugmann, 1999)-, su capacidad para dar tracción a las variables que tiran del crecimiento sólo puede recuperarse sujetando conscientemente la inflación salarial mediante acuerdos neocorporatistas en favor del empleo. Esa es la razón de que la opción política por entrar en el Euro no tuviera en España los efectos negativos sobre el desempleo que habían vaticinado algunos analistas (Blanchard y Jimeno, 1999), sino más bien efectos contrarios, al eliminar la restricción de capital a la que se veía sometida la economía, como consecuencia de la escasez de ahorro interno (Espina, 2004a), con la contrapartida, eso sí, de un aumento del déficit exterior, consecuencia de las condiciones monetarias y de financiación enormemente favorables de que disfruta la economía española desde la aparición del Euro (gráfico 1).

De lo que se trata durante este primer decenio del siglo XXI –una vez superada con éxito la etapa de plena integración Europea y de consolidación de la UEM-, es de conjuntar empleo, crecimiento y estabilidad de precios, optimizando la mezcla de políticas macroeconómicas (especialmente fiscales y monetarias), con las políticas de reforma regulatoria y de liberalización de mercados de factores y de productos, y con la actuación microeconómica en el mercado de trabajo y de recursos humanos. Cabe esperar, pues, en el futuro una homogeneidad creciente en la política de crecimiento y empleo aplicada en toda la Unión y en los Estados, adaptada lógicamente a las circunstancias nacionales, pero apoyada en un sistema común de monitorización y orientada por el ejercicio de benchmarking respecto a las mejores prácticas observadas en el continente. Además, el establecimiento de objetivos de empleo convergentes en el largo plazo equivale a fijar también de forma implícita objetivos de convergencia en el crecimiento económico, puesto que las diferencias de productividad por persona empleada entre los Estados miembros de la UE son menores que las diferencias de renta per capita, cuya convergencia está prevista para España en 2010.

14

137

4.- Hacia un Estado de bienestar universalista y sostenible en España: la coordinación de políticas sociales en la UE. El empleo no es sólo un objetivo per se de la política social, sino que constituye, además, la clave de bóveda para la sostenibilidad del conjunto del sistema de bienestar. Esto es algo bien establecido con carácter general en todos los países de la OCDE, cuyos sistemas de bienestar social se construyeron bajo el presupuesto del crecimiento económico y pleno empleo y no resultan sostenibles sin él, especialmente de cara al proceso de envejecimiento futuro (Visco, 2001). En el caso de España esta relación es igualmente cierta, aunque las mismas razones tengan aquí peculiaridades significativas.

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10%

20%

30%

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10%

20%

30%

8,09,5 9,4 10,4 11,2 10,6

5,25,0 5,1

6,4 6,1 5,63,43,4 3,8

4,8 4,74,52,6

3,0 3,2

4,2 3,12,520,4

22,0 22,4

26,524,4

1980 1982 1984 1986 1988 1990 1992 1994 1996 1998 2000

PENSIONES

SALUD

EDUCACION

OTROS

DESEMPLEO

TOTAL

GRÁFICO 6: ESPAÑA. GASTO PÚBLICO EN BIENESTAR (% PIB)Contabilidad Nacional, base 1995

En el gráfico 6 se observa el impacto de la desaceleración del crecimiento de comienzos de los noventa sobre la ratio que representa el gasto público en bienestar respecto al PIB (medido según el sistema SEEPROS): incluyendo la educación, en 1993 esta ratio alcanzó un máximo histórico del 28,5%, que se explica por la coincidencia de la recesión de ese año con el momento de máxima presión demográfica sobre el gasto educativo y con el fuerte repunte de los gastos de desempleo, por mucho que la generosidad del sistema de protección de desempleo disminuyera en 1994 (OCDE, 2001), para recuperar los incentivos a la búsqueda de empleo. La fuerte caída del gasto relativo en bienestar -que se situó en el 24,4% del PIB en 2000, nivel similar al de comienzos del decenio- se explica en parte por el fuerte ritmo de crecimiento del PIB y del empleo durante el último quinquenio del siglo -con el consiguiente descenso del desempleo-, por la reducción en dos décimas del PIB de los gastos educativos y por la llegada a la edad de jubilación de las generaciones nacidas durante la guerra, que permitió contener el gasto destinado a pensiones de vejez, invalidez y supervivencia que pasaron del 9,7% del PIB en 1996 al 9,3% en 2000 (sistema SEEPROS).

En términos comparativos, el gráfico 7 muestra que España era en 1995 uno de los países de la UE que gastaba una menor proporción de su PIB en bienestar social. Paradójicamente, esto no significa que el sistema sea poco generoso con sus beneficiarios, ni que su sostenibilidad esté garantizada a largo plazo, en ausencia de importantes reformas. Más bien sucedía –y sucede- lo contrario: es bastante generoso con los que acceden al sistema, pero éstos son todavía pocos. Lo probable es un fuerte avance futuro de la proporción de población protegida, además de un envejecimiento de la población, que resultará más grave que el de los países circundantes (EU, 2000:

15

138

32), aunque sus principales efectos -y los más difíciles de afrontar- aparecerán bastante más tarde, lo que puede facilitar la adopción de medidas anticipativas para prevenir sus consecuencias futuras.

0

10

20

30

40

50

14,3 13,9 15,1 13,8 12,4 11,414

5,7

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10,614,7

1714,5

7,4 6,3 5,68,6

5,7 6,4

8,5

6,6

5,55,9

8,3 7,3

6,1

6,57,6

6,4

5,1 5,36,5 4,5

3,7 4,8

5,8

4,7

4,54,3

4,6 5,3

5,4

6,66,6

4,6

3,23,0

6,12,9

2,7

4,2

3,1

3,43,2

3,7 5,2

6,1

4,53,5

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2,5

3,73,4

2,94,4

3,832 32

3832

26 27

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2428 29

34 34

24

3741

31

% D

EL P

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UE-15 BÉLG DINA ALEM GREC ESPA FRAN IRLA ITALI LUXE HOLA AUST PORT FINL SUE R.UN.

PENSIONES

SALUD

EDUCACIÓN

OTRAS

DESEMPLEO

TOTAL

GRÁFICO 7: GASTO PÚBLICO EN BIENESTAR (1995: % PIB)SIN RÓTULO: MENOS DEL 2,5%

El horizonte demográfico que se vislumbraba en 2001 para el medio siglo subsiguiente –antes del revulsivo que supuso la reciente oleada inmigratoria- se sintetiza en el gráfico 8, que recoge tres escenarios sobre el cociente entre la población en edad laboral (entre 16 y 64 años) y la población en edad de jubilación -o ratio de capacidad- que era a comienzos de siglo de cuatro personas11. Si no se introdujeran cambios en la edad de jubilación, la ratio se situaría en 1,7 al final del período (proyección 1, o Base). Retrasando cinco años la jubilación, la ratio final sería 2,4 (proyecciones 2 y 3, o media y máxima, que solo difieren de la proyección base en la pauta temporal de introducción de un eventual retraso en la edad de jubilación). En los gráficos 9 y 10 se presentan los resultados de tres escenarios para el cociente empleados/pensionistas. De no hacer nada, la evolución más probable para la población de nacionalidad española sería la que se deducía de la proyección base, que implicaría pasar de 1.890 a 1.150 ocupados por cada mil pensionistas (de todo tipo, no solo de jubilación), de modo que, en media, cada ocupado tendría que pagar el 90% de una pensión. En el escenario más optimista, en 2050 habrá 1.500 empleados por pensionista, cada uno de los cuales debería pagar dos tercios de una pensión.

1,5

2

2,5

3

3,5

4

4,5

2000 2005 2010 2015 2020 2025 2030 2035 2040 2045 2050

MÁXIMA 3

MEDIA 2

BASE 1

GRÁFICO 8: ESPAÑA: RATIOS DE CAPACIDAD PROYECTADASRATIO: POBLACIÓN EN EDADES ACTIVAS / POBLACION EN EDADES DE JUBILACIÓN

16

139

Nótese que la población empleada en el punto de partida de esta proyección ya no se corresponde con la de la serie de ocupados que ofrece el INE porque los sucesivos cambios metodológicos, poblacionales y de definición de los diferentes colectivos introducidos en la encuesta de Población Activa (EPA) han elevado la ratio inicial desde 1.890 a 2.041 empleados por pensionista, pero haciendo esta salvedad (e introduciendo el correspondiente escalón), las tendencias detectadas en la proyección siguen vigentes –aunque referidas exclusivamente a la población española.

Siendo E el empleo, P el número de pensionistas, w el salario medio, p la pensión media y t el tipo de cotización, la condición de equilibrio a lo largo del tiempo bajo un sistema de reparto consiste en la igualdad entre cotizaciones y gasto en pensiones:

[1] E · w · t = P · p → E / P = ( 1 / t ) · ( p / w )

O sea, la ratio de capacidad ( E / P ) debe ser en cada momento igual al inverso del tipo de cotización multiplicado por la tasa de sustitución ( p / w ) de la pensión respecto al salario. En nuestra hipótesis-base la caída de la primera en un 39% tendría que compensarse por un descenso similar de la tasa de sustitución pensión/salario, por una elevación del 65% en el tipo de cotización (para reducir su inversa en aquella misma proporción), o por una combinación de ambas medidas. La hipótesis más optimista implicaba un descenso de la ratio de capacidad del 18%, que podría reequilibrarse con una reducción de la misma magnitud de la tasa de sustitución o con un aumento del 17% en las cuotas (o mitad y mitad). En ausencia de reformas, la OCDE indicaba en 2001 que el gasto en pensiones pasaría de un 9,4% del PIB, en 2000, a un 17,4%, en 2050. La EU (2000) elevaba la cifra al 17,7%, situando a España en el nivel máximo de la Unión Europea. Las estimaciones ulteriores ratifican esas tendencias.

7

10,5

14

17,5

21

7

10,5

14

17,5

21

MIL

LON

ES

MIL

LON

ES

2000 2005 2010 2015 2020 2025 2030 2035 2040 2045 2050

EMPL. 1

EMPL. 2

EMPL. 3

PENS. 1

PENS. 2

PENS. 3

GRÁFICO 9: PROYECCIONES DE EMPLEO Y PENSIONES

Sin embargo, los años transcurridos desde aquella proyección han presenciado la aparición de dos fenómenos que ofrecen la apariencia de dejar sin efecto aquellas previsiones: la llegada a la edad de jubilación de las generaciones mermadas de la guerra civil y la primera posguerra y el mayor flujo relativo de inmigración recibido en tan breve período de tiempo por un país europeo. La consecuencia es que la ratio de capacidad real ha aumentado en un 18% (mientras que las proyecciones del gráfico 10 solo vaticinaban un aumento del 4%). Pero se trata de una “sorpresa” que no desdibuja los problemas de sostenibilidad, porque los inmigrantes recién llegados están generando sus propios derechos a pensiones futuras –cuya portabilidad habrá que garantizar- y, por mucho que las proyecciones actuales del INE estimen una llegada masiva de 17

140

inmigrantes en los próximos decenios, los desequilibrios a largo y muy largo plazo detectados en nuestro sistema de pensiones siguen siendo de orden similar al dibujado en los gráficos 8 a 10.12

1,1

1,3

1,5

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1,9

2,1

2000 2005 2010 2015 2020 2025 2030 2035 2040 2045 2050

MÁXIMA 3

MEDIA 2

BASE 1

GRÁFICO 10: RATIOS EMPLEO / PENSIONES

Una reforma sistemática y equilibrada del sistema de pensiones es imprescindible no solo para hacer que resulte sostenible a largo plazo, sino para poder hacer frente también a otras políticas de protección social que previsiblemente experimentarán fuertes crecimientos en el futuro porque actualmente son carenciales, e incluso prácticamente inexistentes -como sucede con la política de ayuda a la familia, lo que incide negativamente sobre la fecundidad-. En 1998 el gasto sanitario público equivalía en España al 5,8% del PIB, según el sistema SEEPROS, mientras que la media de la OCDE (2001, cuadro 15) se situaba en el 6,1%. Las proyecciones disponibles estiman el crecimiento de este gasto -derivado tan sólo del impacto del envejecimiento demográfico- en una horquilla centrada en torno a 1,5 puntos de PIB. La memoria económica de la Ley de Dependencia, aprobada en 2006, prevé pasar de una gasto situado actualmente en torno al 0,33% del PIB a una cifra en torno al 1%.

Otros aumentos imprescindibles deberán destinarse a dotar los servicios de atención a la tercera edad, a los niños y a los enfermos, ya que sin descargar a las familias -y especialmente a las mujeres- de esta responsabilidad la fecundidad no se recuperará ni será posible compatibilizar actividad y vida laboral para alcanzar las tasas de actividad y de empleo utilizadas en las proyecciones a las que venimos refiriéndonos, lo que agravaría el problema de sostenibilidad de todo el sistema de bienestar, además de violar flagrantemente el principio de igualdad –y los objetivos sociales incorporados a la Ley de Igualdad-. Como elemento de cierre de todo el Estado de bienestar cabe hablar del conjunto de políticas denominadas “última red de protección social”, o “malla de seguridad”, cuyo diseño y aplicación requiere máxima coordinación entre todas las instituciones del sistema.13

Por otra parte, el previsible descenso del gasto relativo en protección al desempleo -a medida que se alcanza el pleno empleo- no liberará esos recursos para otras funciones de bienestar, sino que deberán utilizarse para rediseñar cuidadosamente las políticas activas de mercado de trabajo –cuyo peso es relativamente reducido en España-, a falta de las cuales no se alcanzará ni mantendrá el pleno empleo y se resentiría el crecimiento a largo plazo, como viene señalando la OCDE desde 2001 y ponen de manifiesto los informes de la Comisión Europea y los estudios de la OCDE. 18

141

En lo que se refiere a la coordinación de las políticas de bienestar social dentro de la Unión Europea, el esquema de funcionamiento es ya muy similar al de las políticas de empleo. A mediados de los noventa resultaba evidente que los problemas de sostenibilidad derivados del horizonte demográfico eran comunes al conjunto de los sistemas de seguridad social del continente -y, especialmente, de los sistemas de pensiones-. Ya entonces consideré recomendable llevar a cabo en este ámbito reformas coordinadas basadas en ejercicios de benchmarking (Espina, 1996a, 1996b). En aquel momento tal propuesta resultaba prematura, porque subsistían todavía grandes heterogeneidades entre los “tres mundos” del Estado de bienestar tipificados por Esping Andersen (1990). Holzmann (2004) se atreve ahora a lanzar la propuesta de adoptar una estrategia para diseñar e implantar un sistema coordinado de pensiones en Europa, sin que la idea resulte estrafalaria, hasta tal punto ha avanzado el proceso de convergencia registrado durante el último decenio.

Probablemente la clave de bóveda de este avance sea el aumento del acervo de conocimiento derivado del análisis de la transformación experimentada por el Estado de Bienestar sueco tras la crisis de comienzos de los años noventa, que dio lugar a la experiencia más acabada de reforma integral que conocemos, actuando, además sobre el sistema universalista por antonomasia del Estado de bienestar (Freeman et alia, 1997; Esping Andersen, 1999). Precisamente a partir de esta reforma, los Consejos Europeos de Estocolmo (III-2001) y Goteburgo (VI-2001) decidieron acometer de forma coordinada la adaptación de los sistemas de pensiones europeos al proceso de envejecimiento de la población bajo tres principios orientadores -protección adecuada, sostenibilidad financiera, y adaptabilidad a las nuevas necesidades sociales- mediante el denominado “Método abierto de coordinación y vigilancia de las políticas de pensiones” (Espina, 2004b, diagrama II), que ya viene aplicándose a los principales ámbitos de las políticas de protección social. Unas políticas que deben hacer frente a la evidencia de que el contexto de globalización acelerada –que no dispone todavía de regulación adecuada (Stiglitz, 2006)- está obligando a las empresas a externalizar al máximo la política social, (Visser, 2000), y a los sistemas nacionales de protección a asegurar su portabilidad. La redefinición de los sistemas de pensiones para pasar desde la modalidad de “beneficios definidos” a otra de “contribuciones definidas” -y la adopción de sistemas de cómputo basados en cuentas individuales- son las mejores prácticas en esa dirección (Hollzman y Palmer, 2006).

Conclusión Puede decirse, pues, que el final del franquismo constituyó la señal de salida para que España iniciase la vuelta hacia la casa común europea, de la que había permanecido relativamente distanciada a lo largo de buena parte de la historia moderna y contemporánea, ya que el intento de integración protagonizado por las generaciones de 1914 y 1927 quedó roto tras la guerra civil, que significó la vuelta a un aislamiento recalcitrante, tanto en lo político como en lo económico y en la política social practicada, “que vinieron a confirmar la excepcionalidad de España como un país singular” (Lamo 2001). En su intento por romper aquel cerco, recibir aceptación internacional y asfixiar la demanda interna de libertades, el tardo-franquismo había aplicado una política social absolutamente demagógica, tratando con ello de calmar el miedo del capitalismo europeo al “dumping social” inherente a la ausencia de democracia. La estrategia dio al Régimen buenos resultados, permitiéndole ocupar

19

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una plaza en el Consejo de la OIT y firmar el acuerdo preferencial de 1970 con el Mercado Común. De esta forma el gobierno pudo acelerar la apertura comercial y el Régimen sobrevivir incólume hasta la muerte de Franco.

La transición democrática recibió como herencia una inflación salarial galopante, una espiral incontenible de desempleo -que la rigidez regulatoria convertía en irreversible- y unas finanzas de la seguridad social con plazo de caducidad extremadamente breve. La primera pudo atajarse aplicando ininterrumpidamente entre 1977 y 1986 una política de rentas consensuada. En cambio, la segunda exigió una reforma sustancial ya en 1985, que desencadenó la interrupción de la concertación entre 1986 y 1996, porque en el intercambio político neocorporatista practicando hasta 1986 los sindicatos habían considerado el mantenimiento de la rigidez regulatoria del mercado de trabajo y de los parámetros excesivamente generosos de protección social -insostenibles, en realidad, a corto plazo- como la contrapartida a su colaboración con la política de desinflación.

La adhesión de España a la CE significó el abandono definitivo de la tendencia aislacionista secular, la culminación de la “vuelta del hijo pródigo” a la casa común europea -consumando con ello el programa de modernización de 1914 (Lamo, 2001)- y un abanico de políticas que coinciden formalmente en la voluntad de abandonar el “modelo latino de desarrollo” y el capitalismo de tipo clientelar, para pasar a otro que en su diseño explícito y en las políticas de bienestar social resulta más próximo al “modelo centro-nórdico”, con fuerte fragmentación del poder y tendencia hacia el consenso, pero en su política económica y en el funcionamiento práctico de los procesos de decisión política ha resultado más parecido al modelo anglosajón, de mercado y con elevada concentración de poder, que al germano, o capitalismo social de mercado. Bien es verdad, que tal concentración de poder resulta decreciente porque las áreas sobre las que se ejerce se reducen a medida que se “devuelve” a las Comunidades Autónomas el poder político y administrativo (Heywood, 1998, p. 118). En este sentido, la regionalización de las políticas de servicios sociales -que no afecta a las prestaciones económicas de la Seguridad social ni a la regulación del mercado de trabajo y de los derechos sociales básicos- plantea numerosos problemas de eficiencia y equidad en el acceso y la calidad de la prestación territorial de tales servicios (Rico et alia, 1998).

En materia de políticas sociales y Sistema de Bienestar los quince años transcurridos -grosso modo- entre el ingreso de España y la aparición de la Unión Económica y Monetaria –período examinado específicamente en este trabajo- pueden subdividirse en dos mitades bien diferenciadas: hasta 1993 el período transitorio de integración y la marcha hacia el mercado único suscitaron prevención y susceptibilidad por parte de “los diez” respecto al recién llegado, cuyo bajo nivel relativo de protección social se consideró como un instrumento de competencia desleal y “dumping social”, y no como la consecuencia lógica del desnivel en la renta per capita y su elevada tasa de desempleo. Durante este período la influencia de la Adhesión sobre la política social -y económica- fue negativa y contribuyó a agravar la crisis de comienzos de los noventa, estimulando comportamientos sindicales irresponsables, con renuncia a coordinar las demandas sociales -la devolution, a que se refiere Olson (1995).

La experiencia española durante esa fase avala la conclusión de Blanchflower (2001) con relación a los 23 países europeos con economías en transición, según la cual disponer desde el comienzo de la transición de elevados niveles de garantismo en el

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mercado de trabajo y en el sistema de protección social para los ya empleados dificulta el crecimiento del empleo y agrava el problema de desempleo. A su vez, la comparación entre las experiencias de España y Portugal tras quince años de integración muestra que el exceso de rigidez regulatoria obligó a una reestructuración excesivamente rápida de muchas áreas de actividad económica en España, con el consiguiente aumento del desempleo y de los gastos sociales, que frenaron el crecimiento y deterioraron el nivel de bienestar (Jimeno et alia, 2000).

En cambio, la marcha hacia la Unión Económica y Monetaria a partir del Tratado de Maastricht (1992) invirtió el tipo de preocupaciones y la estrategia de preparación para la adopción del Euro situó en primer plano la estabilidad de precios y la sostenibilidad a largo plazo de las cuentas públicas -muy sensibles al nivel de empleo y a las amenazas del declive demográfico-. Además, la ampliación a quince miembros a mediados de los noventa familiarizó al conjunto de la Unión con políticas laborales neocorporatistas y políticas de protección social plenamente universalistas, así como con experiencias recientes de reforma integral del Estado de bienestar. Todo ello ha permitido diseñar instrumentos para analizar las peculiaridades institucionales y evaluar las perspectivas a largo plazo de cada sistema de protección y sus planes de reforma. Éstos se elaboran y aplican de forma coordinada, contando con orientaciones comunes derivadas de las mejores prácticas disponibles, de entre una gama amplia y diversificada de experiencias.14 Por contraposición a la primera, puede afirmarse que en esta segunda etapa ha emergido un clima de comunalidad y responsabilidad parcialmente compartida, que previsiblemente se mantendrá en el futuro.

En este sentido, la Unión se encontraba ya a finales del siglo pasado en disposición de ofrecer un acervo común y una práctica de cooperación en materia de Política social que está resultando sumamente válida para orientar a los países que se incorporaron tras la ampliación a 25 miembros en mayo de 2004 –y que lo será también previsiblemente tras la ampliación a 27 Estados en enero de 2007-, cuyas economías están completando todavía su transición al régimen de mercado. Estos países ya se beneficiaron del nuevo bagaje a la hora de realizar las simulaciones sobre el impacto de su adhesión y el examen conjunto de su derecho derivado durante el proceso de negociación, como lo habían hecho España y Portugal entre 1982 y 1985, con la peculiaridad de que, en el caso de los nuevos socios, el análisis del sistema jurídico es todavía más enriquecedor, al haberse interrumpido durante tanto tiempo en ellos la tradición legislativa y la práctica jurisdiccional liberal, sin la cual no pueden aparecer mercados para asignar los activos de manera eficiente (Stiglitz, 1999).

Finalmente, no es exagerado afirmar que en la medida en que la Unión avance en el fortalecimiento -y sea contemplada como garante de permanencia y sostenibilidad- de sistemas bien coordinados de bienestar social universalista en sus Estados Miembros, emergerá y se fortalecerá también el sentido de pertenencia a una nueva comunidad entre los ciudadanos europeos, ya que la idea de ciudadanía no es otra cosa que la manifestación de lazos privilegiados y permanentes de solidaridad entre miembros de un grupo social, establecidos y reafirmados tradicionalmente a lo largo de dilatadas historias de vida en común. Pero, como reza un antiguo proverbio de los judíos españoles (sefarditas), “lo que puede el tiempo también lo puede la razón” (Scholem, 1987). Además, la persistencia de un sentido de pertenencia exclusivista a un Estado nación se debe, según Dahrendorf (1990), a que “éste ha seguido siendo virtualmente el depositario de los derechos humanos fundamentales”. Ahora bien, los derechos sociales 21

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fundamentales constituyen ya para los europeos un componente fundamental de los derechos humanos “... que son una forma abstracta de solidaridad, que sustituye a las antiguas” (Habermas, 1997). Así pues, la política social común es el mejor camino para avanzar hacia los EE UU de Europa (Espina, 1997b).

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NOTAS: # Este artículo es una versión en español (actualizada y desarrollada) del trabajo presentado a la Conferencia:“From Isolation to Integration: 15 Years of Spanish and Portuguese Membership in Europe”, Minda the Gunzburg Center for Europen Studies, Harvard University, 2-3, Noviembre, 2001. La versión original, en inglés, se encuentra disponible en la página web: http://www.ucm.es/info/socio1/textos/pDF/The%20Spains%20Welfare%20state1.pdf 1 Salarios reales del obrero manual en Inglaterra (Scholliers-Zamagni, 1995), extrapolados hasta 2005 con las tasas de crecimiento anual de European Economy (marzo-abril, 2001 y sucesivas ediciones). En general, para una explicación del contenido y las fuentes de los gráficos, vid. Espina (2001). Siguiendo la misma metodología, en la versión aquí presentada (reescrita en 2006-07), he actualizado la mayoría de los gráficos hasta 2005.

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2 El 31-XII-1933 el censo del Ministerio de Trabajo incluía 10.470 sociedades obreras con 1.181.253 asociados; 4.642 sociedades patronales con 267.067 socios (con 2.842.431 trabajadores), y 765 grandes empresas (con 315.864 trabajadores) con derecho electoral (González-Rothwoss, 1934, p. 1.720. 3 Durante el decenio 1974-1984 la inversión en capital fijo paso del 29% al 19% del PIB. En 1979 era del 22%, nivel que no se recuperaría hasta 1988 (Fuentes, 1988, p. 49). 4 Según el Secretario de Organización de UGT, J. A. Saracíbar la concertación se rompió para ajustar la actuación sindical a la recuperación económica: “Las Razones que se quieren ocultar” (El País, 13-XII-1988). 5Para un análisis de estos seis procesos de segmentación, vid. Espina (2001, pp. 36-40). 6 J. A. Saracíbar, declaró ante el VI congreso de la CES (Estocolmo, 9/13-X-1988): “El mayor peligro que tenemos ante nosotros es que la UEM se haga a costa de los derechos de los trabajadores, reduciendo las conquistas de los países más desarrollados y condenando al dumping social a los países más pobres de la CE (Claridad, nº 25-26, mayo-agosto 1988, p. 149).

7 Para una síntesis del Pacto de Toledo y una propuesta de aplicación de sus conclusiones, a la vista de los estudios y diagnósticos disponibles ya en 1995, vid. Espina (1996a). Para una evaluación de las reformas del mercado de trabajo de 1994 y 1997, vid. Malo y Toharia (1997). Para un análisis del impacto de la reforma sobre de 1997 sobre la descentralización de la negociación colectiva, vid. Espina (2001). Entre 1996 y 2006 las sucesivas reformas del sistema de pensiones derivadas del pacto de Toledo han contado con acuerdo sindical. 8 Vease Espina (2004b, pág. 17 Diagrama I). 9 Ibíd., p. 18, Diagrama II. En este DT se revisa en profundidad la problemática del Estado de bienestar europeo a comienzos del siglo XXI. Véase el informe conjunto sobre las políticas de inclusión en la Unión Europea para 2006 en: http://ec.europa.eu/employment_social/social_inclusion/docs/2006/sec2006_410_en.pdf 10 Para un análisis en profundidad y una evaluación de esta estrategia, véase Espina (2005). 11 Obsérvese que las previsiones que siguen pueden aplicarse íntegramente a la situación observable en 2007, con la peculiaridad de que, en lugar de referirnos a la población total y a sus diferentes desagregaciones (ahora engrosadas por la población inmigrante) nos estaríamos refiriendo a la población española de origen. De hecho, el padrón municipal, que permite distinguir entre una y otra, indica que las proyecciones realizadas en 2001 se aproximan mucho a la realidad de la “población de nacionalidad española”. 12 Para una estimación reciente, véase Díaz-Giménez, y Díaz-Saavedra (2006), que confirma en rasgos generales las proyecciones de 2001, empleando, sin embargo, una metodología mucho más compleja y datos actualizados. 13 Para su configuración paso a paso y un balance de la situación actual, véanse Moreno (2000 y 2006). 14 Las “Directrices Integradas para el Crecimiento y el Empleo”, derivadas de la segunda renovación de la Estrategia Europea de Empleo (EEE), cubren el período 2005-2008. Para la participación española en el método abierto de coordinación europea de la reforma de los sistemas de pensiones, véase Millán (2005). La estrategia de Lisboa (2000) desencadenó también un proceso de protección e inclusión social, con indicadores y objetivos comunes a alcanzar en 2010, planes nacionales anuales e informes periódicos de seguimiento –nacionales y conjuntos-. El último plan español es el PNAin IV (2006). El último informe conjunto de la Comisión es el: {COM(2006) 62 final}.Véase la página Web: http://ec.europa.eu/employment_social/social_inclusion/index_en.htm.

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