los derechos de los animales

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EL FACTOR COMÚN DE ESTA EMOTIVA COLECCIÓN DE CUENTOS DEL ESCRITOR HÉCTOR HIDALGO, RADICA EN EL RESGUARDO Y PROTECCIÓN DE LOS ANIMALES.ASf COMO EN LA INTERACCIÓN DE ESTOS, EN MUCHOS DE LOS CASOS EXPUESTOS, CON LOS SERES HUMANOS EN AQUELLA MUTUA NECESIDAD DE RESPETO,. AMOR Y LIBERTAD QUE LOS LIGA. HÉCTOR HIDALGO ES UN PROLÍFICO AUTOR DE NOVELAS, CUENTOS Y POESÍA INFANTIL. EN EDICIONES SM HA PUBLICADO LAS OBRAS LA MUJER DE GOMA, RECETA PARA ESPANTAR LA TRISTEZA, EL PINO EN LA COLINA Y OTROS CUENTOS, LA LAGUNA DE LOS COIPOS Y CUENTOS MÁGICOS DEL SUR DEL MUNDO. A PARTIR DE 9 AÑOS u

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EL FACTOR COMÚN DE ESTA EMOTIVACOLECCIÓN DE CUENTOS DELESCRITOR HÉCTOR HIDALGO, RADICAEN EL RESGUARDO Y PROTECCIÓNDE LOS ANIMALES.ASf COMO EN LAINTERACCIÓN DE ESTOS, EN MUCHOSDE LOS CASOS EXPUESTOS, CON LOSSERES H U M A N O S E N A Q U E L L AMUTUA NECESIDAD DE RESPETO,.AMOR Y LIBERTAD QUE LOS LIGA.

HÉCTOR HIDALGO ES UN PROLÍFICOAUTOR DE NOVELAS, CUENTOS YPOESÍA INFANTIL. EN EDICIONES SMHA PUBLICADO LAS OBRAS LAMUJER DE GOMA, RECETA PARAESPANTAR LA TRISTEZA, EL PINOEN LA COLINA Y OTROS CUENTOS,LA LAGUNA DE LOS COIPOS YCUENTOS MÁGICOS DEL SUR DELMUNDO.

A PARTIR DE 9 AÑOS

u

Dirección editorial: Rodolfo Hidalgo Caprile

Coordinación editorial: Sergio Tanhnuz Peña

Ilustraciones y cutierta Andrés Jullian© Héctor Hidalgo© Ediciones SM Chile S.A.

Pedro de Valdivia 555. piso 11. Providencia, Santiago.

ISBN: 978-956-264-471-6Depósito legal: N° 163.618Primera edición: agosto de 2007, 2.000 ejemplares.

Impresión: Imprenta Salesianos S.A.General Gana 1486, Santiago

IMPRESO EN CHILE / PR/NTED IN CHILE

No está permitida la reproducción tota! o parcialde este libro, ni su tratamiento informático, ni sutransmisión de ninguna forma o por cualquier medio,ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, porregistro u otros métodos, sin eí permiso previo ypor escrito de los titulares del copyright.

índice

Las toninas

Morgan, un perro callejero

Las muías de Nicolás Palermo

Rebelión en el zoológico

El misterioso caso del piso 21:Notas de un diario de vida

La bruja de los cien gatos

El caballo Manolo

Max y Betsy,

dos ratas de laboratorio

El pavo Jacinto

¡Lhgó el circo!

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Las toninas

Artículo 1:Todos los animales nacen iguales ante lavida y tienen los mismos derechos a ¡a

existencia.

LAS TONINAS saltaban traviesas sobreel lomo del mar encrespado del canalde Chacao y la espuma de las aguasen movimiento acariciaba su piel lisa ybrillante, creándose así la sensación deque estaban hechas de una especie degoma fina y compacta. Se veían muy ele-gantes con su traje oscuro y con toquespardos en la parte ventral. Eran cincotoninas nadando en columna y saltandoal mismo tiempo, como si estuvieranrepresentando un número acrobáticopara una exhibición en un acuario. Lastoninas tomaban todo el aire que lespermitían sus pulmones, ya adaptadosal agua, para íuego zambullirse por unalarga e increíble hora.

¿Cómo lo hacen para no ahogarsesi son mamíferos y no peces? Se podríadecir que son ballenas muy pequeñas,aunque mucho más estilizadas, jugue-tonas, livianas e incomparablementeamistosas: son los delfines chilenos.

A veces, las toninas se acercabantemerariamente a los grandes transbor-dadores que cruzaban desde Pargua aChacao, en el punto de inicio de la granisla de Chiloé. Lo mismo hacían los lobosmarinos, que se consumían mostrandosu lomo redondeado hasta perderse enlas profundidades del mar.

Las gaviotas acechaban tras unabuena pesca y no faltaba la bandada depatos que cruzaba el mar en dirección alas islas, antes de que el escaso verano sefuera de la región. Las toninas vigilabana los cardúmenes de peces pequeñosque zigzagueaban de un punto a otro.Cómo les gustaba agitar las sabrosasmanchas de diminutos peces, que másparecían plumillas balanceadas por elviento que seres en plena actividad desupervivencia, para después regresar a

sus saltos hasta la llegada de la noche enla inmensidad del mar sureño. Ese marincontenible, oscuro, rumoroso y agi-tado como si fuera una sopa hirviendoen una olla gigantesca bajo las estrellas,en un cielo frío y limpio, sólo cubiertocon nubes pasajeras. Qué grata era lavida en esas llanuras de aguas saladasy horizonte cortado por la gran isla deChiloé.

Una noche, cuando las toninas seaprestaban para echar una pestañada,divisaron muy a lo lejos un extraordi-nario resplandor en el cielo. Era comolos fuegos artificiales que lanzan lostransatlánticos en noches festivas. Ellashabían visto tantas veces luminariasparecidas desgranadas en los cielos noc-turnos, en medio de la bulla de los sereshumanos que bailaban en la cubiertade las grandes naves. Pero esta vez noeran esas luces las que creaban formascoloridas en el espacio, sino una lumi-nosidad extraña, como un árbol de luzque desprendía sus ramas encendidas yprovocaba una verdadera conmoción en

quien observaba. Esto ocurría una y otravez, en intermitencias preocupantes.

Con el agudo chillido que las ca-racteriza se comunicaron rápidamentey dos de las cinco amigas toninas par-tieron a investigar el significado de lasmisteriosas luminarias lanzadas al es-pacio en forma tan regular. Entendieronque alguien quería entregar una señal,un mensaje que se comprendiera a ladistancia. ¿Pero, qué sería? Las toninasexploradoras navegaron rápido, comosolo el? as lo suelen hacer. En el trayec-to no se entretuvieron en nada, ibancon sus ojillos prácticamente cerrados,siempre apuntando hacia el torrentede luces que se diseminaba en el cielosolitario con explosiones escandalosas,iluminando grandes paños de mar aúnno conquistado.

En el trayecto se toparon con muchospeces de apariencia bastante extraña.Flotaban sobre la superficie y estabanembadurnados con una sustancia olea-ginosa y pestilente. ¿Acaso estaban anteun misterioso veneno? ¿De dónde pro-

vendría tal daño, inusual en un océanosiempre en paz? Eran cientos los pecesque, presos de esa sustancia oscura ysiniestra, se debatían entre la vida y lamuerte. Algunos ya no se movían. Lastoninas exploradoras emitieron un so-nido, mezcla de chillido y silbido, quese extendió a través de la noche, esanoche tan tenebrosa. ¿Cuánta distanciarecorrieron esos mensajes? ¿Llegarían alresto de las toninas que esperaban noti-cias de sus amigas? Nadie lo supo.

Las toninas exploradoras ahorraronla mayor cantidad de oxígeno que pu-dieron para avanzar bajo los peligrosque avistaron en la superficie. Mediahora o un poco más viajaron bajo el marpara investigar, siempre dirigiéndosehacia el punto desde donde surgían lasluminarias, de las que ya no dudaban desu significado: alguien estaba pidiendoayuda. Cuando ya casi no les quedabaaire en sus pulmones, emergieron paraver qué pasaba y si ya habían llegado adestino. Pero lo único que encontraronen la superficie fue una mancha oscura y

brillante bajo la luz de la luna. Tambiénvieron un enorme barco hundiéndoseirremediablemente y muchos seres hu-manos en botes, alejándose rápidamentedel lugar. Del barco se desprendía unlíquido oscuro y pestilente; era el ve-neno que mataba a los peces. Debíanactuar con la mayor rapidez. Lo que másimportaba era avisar a los demás pecespara que no se acercaran al lugar de lamuerte. Pero cuando quisieron tomaroxígeno para poder nadar en las pro-fundidades, sintieron que sus pulmonesiban a reventar y que estaban nadandoen aguas peligrosas, Con gran esfuerzobajaron a las profundidades y nadaronen dirección contraria. En el caminofueron avisando a los peces y lobos ma-rinos para que retrocedieran, a otros lostrataron de ayudar empujándolos paraque se alejaran; esos peces que apenasaleteaban estaban embadurnados conla sustancia oleaginosa que surgía delbarco. Aspiraron aire y sintieron quetragaban un chorro de agua envenena-da. Bajaron con dificultad y sintieron

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que casi no les quedaban fuerzas paraseguir avanzando, pero debían llegardonde sus amigas toninas y alertarlasdel peligro que les esperaba si seguíannadando por esos lugares. Avanzaroncon gran dificultad, muy juntas, apo-yándose mutuamente. Se sintieronmareadas, con un fuego recorriéndoleslas entrañas, sin fuerzas y, finalmente,se dejaron llevar por la corriente de lasaguas, lentamente, para emerger sinmucho control de sus cuerpos. Al salir ala superficie quisieron emitir por últimavez ese chillido agudo, el que se pudooír, con gran dificultad, en medio de lanoche. Después se quedaron quietassobre la superficie, como tantos pecesmuertos que encontraron en el camino.Cerraron los ojos en espera de lo peor.

Estaban tan débiles que no sintierona tres toninas que las empujaron de nue-vo a las profundidades y las arrastraronfuera del peligro de las aguas envene-nadas. Nadaron con ellas toda la nocherumbo a los canales de las islas delarchipiélago. A la mañana siguiente ya

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estaban las cinco toninas recuperándose,dispuestas a regresar a sus saltos y jue-gos. Esa noche sintieron un gran alivio,pues en el cielo estrellado no divisaronninguna de esas extrañas luces, las queya no asociarían a las fiestas que se da-ban en la cubierta de las grandes navesdonde los seres humanos bailaban condespreocupada alegría.

Morgan, un perro callejero

Articulo 2:Todo animal tiene derecho al respeto.

El hombre, en tanto que espede animal,no puede atribuirse el derecho deexterminar a otros animales o de

explotarlos violando ese derecho. Tiene laobligación de poner sus conocimientos al

servicio de los animales. Todos los animalestienen derecho a la atención, a los cuidados

y a la protección del hombre.

El PERRO MORGAN ladeaba la ca-beza para observar al gordo zapateroremendón. Gemía y movía la cola, peroante el primer murmullo de José, elzapatero, salía disparado a ocultarseen la acera opuesta del taller. Eso sí,lo hacía tan sólo con tres de sus cuatropatas, pues la izquierda delantera eramás corta que el resto, por lo que no lausaba y pretería dejarla colgando. Másde alguien podría haber pensado que la

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cojera había sido producto de un atro-pello, pero no, el perro había nacido así,contrahecho, cojo.

Morgan había sido criado en el glo-rioso barrio Franklin, a muy poca dis-tancia del matadero y de las popularesferias persas o ferias de las pulgas insta-ladas en las cercanías de la calle Biobío,del viejo Santiago centro-sur. Este barrioconvocaba a mucha gente, que llegabapor allí especialmente los fines de se-mana, en busca de objetos usados comorevistas, libros, lámparas de velador abuen precio, discos de vinilo al rescatede recuerdos de años mejores, aparatosde radio a tubos (ideales para adornaruna sala de estar), herramientas para eljardín a un valor más que convenientey cuanto cachureo existe; claro, tambiénarribaban allí por las verduras, las car-nes y el pescado fresco ofrecido en lospuestos típicos del barrio Matadero,,contiguo a la feria persa.

El nombre con que se conocía a Mor-gan se originó una ocasión en que fuea dar un paseo por la plazuela Placer,

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que queda en las cercanías del barrioFranklin. Aquel día, un niño que ju-gaba por allí empezó a llamarlo de unmodo muy distinto (a propósito, nuncalo habían llamado de ninguna manera.Simplemente le decían ¡ándate perro!,para que se hiciera humo):

—Morgan, Morgan, pata de palo,pirata de los siete mares, Morgan. Mor-gan, ven acá —repitió el niño.

Al perro le gustaron esos sonidos,por lo que se acercó al muchacho, dequien recibió de inmediato una cariciasobre el lomo y después un buen pedazode pan.

A partir de aquel día, lo empezarona llamar Pirata Morgan. Pero él no podíasaber que el apelativo "Pirata Morgan"había pertenecido a un famoso pirataaventurero que lucía un vistoso parcheen el ojo. Además del parche, tenía unapata de palo y siempre cargaba un lorosobre su hombro. Todo lo propio delas románticas aventuras de los piratasdueños de los mares existentes. Sinembargo, el perro parecía sentirse muy

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a gusto con tal apelativo, pues era laprimera vez en toda su vida que alguienlo llamaba de un modo específico, ynunca estuvo en su conocimiento queese nombre tuviera relación con su con-dición de perro lisiado... ¿Y qué sabenlos perros de cuanto se les pueda ocurrira las personas respecto de su condición?Como fuera, la gente no se llevaba biencon el perro Morgan, seguramente por-que lo consideraban un típico animalcallejero.

Una tarde, Morgan emprendióuna de sus usuales correrías por elbarrio. Por supuesto que comenzó porla carnicería de don Ramiro y, comosiempre, un duro hueso rebotó sobresu espinazo. En la huida alcanzó aescuchar la acostumbrada frase: "¡Án-date, perro sarnoso!". Pero, a pesardel dolor que el golpe del hueso leprovocó sobre el lomo, Morgan regresóa recogerlo para degustarlo, sin impor-tarle el improperio recibido. Despuésse fue a la plaza para ver jugar a losniños. Uno de ellos, quizás el mismo

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que antes le había dado un trozo depan, lo llamó:

—Morgan, Morgan, Pirata de los Sie-te Mares, ¿quieres un poco de helado?

A Morgan no le gustaban mucholos helados, salvo los de chocolate,pero para no herir los sentimientos delniño, se acercó y cerrando los ojos, conresignación, lamió el asqueroso heladode vainilla.

Después se fue a visitar a su huma-no preferido, aunque fuera el menospopular de todos: José, el zapatero.José era un hombre solitario y famosopor su malhumor. Todo le molestaba ycada cliente nuevo que llegaba con suszapatos para remendar, juraba que novolvería a pisar el taller. Sin embargo,siempre regresaban, pues la pericia deJosé para arreglar zapatos sueltos, conmedias lunas en la planta o descosidosen el empeine, era verdaderamenteincomparable: ¡Si los dejaba como nue-vos!

Era una tarde curiosamente tranqui-la, parecía que no volaba una mosca y.

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por la calle ni siquiera pasaban los au-tomóviles. "Qué extraño que todo estétan quieto", se dijo para sí José enco-giéndose de hombros, ya que si hubierapronunciado alguna palabra se le ha-brían caído las tachuelas que manteníaapretadas en los labios, desde donde laselegía una a una, para después, con uncertero golpe, fijarlas en la suela de loszapatos mandados a remendar.

—Ponerle Morgan a un perro re-sulta muy tonto, porque se están bur-lando de él. Pero como se trata de unanimal callejero, que no posee dueñoreconocido, no merece tener siquieranombre—, refunfuñó José muy malhu-morado, fijando sus ojos cansados enla calle. Allí en la vereda de enfrente, elperro Morgan parado en sus tres patasbuenas, con sus ancas descansando enel suelo y moviendo permanentementela cola, esperaba un mínimo gesto delzapatero.

Pero José no reparó en las señalesamistosas del perro, puesto que ines-peradamente se sintió tan agotado que

dejó caer su cabeza sobre el pecho, comosi le viniera un gran deseo de dormir.Pensó que aquello no era mala idea,que recuperaría fuerzas y así termina-ría antes de que acabara la tarde con lacompostura del calzado, que lo teníatan empeñado. El zapatero sintió tantosueño, que no percibió dolor algunocuando se le soltó el martillo sobre unode sus pies.

El perro comprendió que existía enel ambiente un peligro inminente. Poreso decidió cruzar la calle para ver quéestaba sucediendo. Cuando entró al ta-ller, vio que en el piso reinaba el desor-den más espantoso. Observó al anciano,que estaba tirado en el suelo y respirabaapenas, de un modo muy preocupante,pues de su pecho surgía un ronquidosobrecogedor. El perro presintió que nose trataba de una de sus típicas siestas.Morgan sabía que las personas suelendormitar en los sillones, pero jamás en elsuelo, salvo que les haya pasado algo.

Lo importante era buscar ayuda yrápida, por eso Morgan corrió por la

calle. Lo más difícil sería dar a entendera la gente que el anciano zapatero estabaen peligro. Esto le preocupaba porquenadie lo tomaba en serio y lo único querecibía eran burlas bastante crueles porsu cojera y, lo peor, porque era un perrosin dueño.

El primer intento de comunicacióntuvo lugar en la tienda de verduras yfrutos del país de don Pablo Acevedo,pero de inmediato vio volar una cebollaque casi da en sus costillas. Después,buscando mejor fortuna, se fue a la pe-luquería de la señora Carmen, donde rá-pidamente un escobazo lo ahuyentó sinsiquiera darle la oportunidad de meterla nariz en el salón de los secadores.

¿Y qué tal si iba donde el carnicero?Reconocía que no tenía apetito y si le lan-zaba un hueso no le haría ninguna gracia.Igual, lo intentaría todo por el zapatero.De inmediato sintió un desagradableardor en el lomo, porque el carnicero lehabía dado de lleno sobre su recurridaanatomía. Un hueso cortado con sierraeléctrica, es decir, filudo y dañino, había

caído sobre su cuerpo.Con tantos esfuerzos frustrados y

sintiéndose visiblemente angustiado,el perro se fue a la plazuela Placer. Ahíhallaría a alguien que pudiera auxiliaral zapatero José. En el lugar se encon-tró con varios niños que conversabananimadamente sentados en un escañode hierro. Morgan, decidido, agachólas orejas y esperando la peor de laspedradas sobre su lomo, se acercó a losniños con la intención de pedir ayuda.Cuando el perro pensaba que todo sele estaba pintando con colores difíciles,uno de los niños lo reconoció y lo llamócon simpatía.

—Morgan, ¿qué haces por estos la-dos? ¿Te gustó el helado de vainilla delotro día?

El perro hizo un gesto de asco que elniño no reconoció y después levantó suspatas delanteras y se las restregó paratratar de que le entendiera su mensaje.

—¿Tienes una espina en la pata?¿Quieres que te la saque? —dijo el niño,tratando de adivinar lo que el perro le

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quería comunicar.Cuando el perro vio que nada daba

resultado, se puso boca arriba y estiróuna de las patas que tenía buena, imi-tando con ese gesto a alguien que se estámuriendo...

—¿Quieres que te hagamos cosqui-llas? —le preguntó otro de los niños,muy entretenido con lo que sucedía.Pero eso estaba bastante alejado de loque el animal le quería decir.

—No. Esperen. Morgan nos quierecomunicar algo —insistió el niño del he-lado de vainilla, que se notaba conocíabastante bien al perro.

Entonces, Morgan tomó confianzay le lamió un zapato; después se pusoboca arriba y simuló un ataque, tal vezpensando en !o tonta que era la gente,que nunca entendía nada.

—¿Zapatos? —murmuró el mismoniño con cara de pregunta.

—¿Te pegaron un zapatazo? Tre-menda novedad —dijo otro de los niñossoltando una carcajada.

El perro volvió a lamer un zapato,

esta vez perteneciente al niño que reciénse estaba burlando de él. Enseguida,gimió, agitó ¡a cola e incitó a los niñospara que lo siguieran.

—Estoy seguro de que Morgan nosquiere comunicar algo importante. Sigá-moslo —volvió a la carga el niño del he-lado de vainilla y todos partieron detrásdel perro que, corriendo, se volvía paramirarlos y gemía con teatral agitación.

Los niños cruzaron un par de calleshasta que llegaron a la esquina dondeestaba el taller del zapatero, siempreyendo detrás de Morgan. Cuando elperro se detuvo frente a la puerta deltaller de José y comenzó a aullar comosi fuera un lobo que veía la luna llena,los niños se animaron a cruzar la calle ya entrar al taller. Cuál sería su sorpresacuando encontraron al anciano remen-dón de calzado, tirado en el suelo yemitiendo ronquidos tan extraños cornopreocupantes. Los niños corrieron enbusca de ayuda y no pasó mucho tiempocuando llegó una ambulancia y se llevóal zapatero, mientras el perro Morgan,

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desde una distancia controlada, movíala cola y no se perdía detalle de lo quesucedía.

Pasaron varios días luego de aquelsuceso y Morgan gemía y gemía cercade la puerta del taller de calzado de José,quizás presintiendo lo peor. Hasta queuna mañana, vio que el zapatero Joséabría la puerta del taller y como si nada,reanudaba su trabajo. Feliz, el perrocruzó la calle y sin resistirlo, se acercó alviejo José. No le importó el riesgo de suacción —pues podría ganarse un insultoo un golpe, como era la costumbre—,y no se equivocó, porque el zapatero,sonriendo con amistad, lo llamó paraque se acercara:

—Morgan, Morgan, perdóname pormi estúpida actitud. Supe que me sal-vaste la vida y te lo agradeceré siempre.Ven, no te alejes. ¿Sabrás perdonar a unviejo que comete errores impulsado porla soledad? Mira, como sabía que te en-contraría por acá, rondando como siem-pre, te traje un hueso con un poco decarne y piara mí, un rico pan con queso v

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un termo con café. ¿Desayunemos, Mor-gan? Hoy trabajaré contento y despuéste quiero invitar a mi casa. No es grancosa, pero allá tengo una frazada viejadonde podrás dormir cómodamente y110 en la calle, como acostumbras.

Morgan pareció entender todo sólodistinguiendo los movimientos y gestosdel viejo zapatero. El perro permanecióen el taller por el resto del día escuchan-do las historias de José, quien no parabade hablar y de saludar con desacostum-brada simpatía a su cuéntela. Morgan loesperó pacientemente, porque aquellanoche dormiría por primera vez en unacasa cobijado con una tibia frazada.Entendió que a partir de ese día habíasido invitado a compartir la vida nadamenos que con su humano preferido, elviejo zapatero José.

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Las muías de Nicolás Palermo

Artículo 3:Ningún animal será sometido a malostratos ni a actos crueles. Si es necesaria

la muerte de un animal, ésta debe ser ins-tantánea, indolora y no generadora

de angustia.

BUENAS MULAS tenía Nicolás Pa-lermo. Según él, las mejores de la mon-taña. Tanto las quería que hasta les pusonombres y, según contaba el fantasiosoarriero, los animales entendían todocuanto él les conversaba/Cada cual conlo suyo, ya que las muías estaban obli-gadas a escucharlo y él, como no teníacon quién hablar, siempre metido en lasmontañas, se las arreglaba para tenerlascomo compañeras de su interminableparloteo. La verdad es que gracias a lasmuías el arriero jamás estaba estricta-mente solo. Nicolás Palermo conside-raba que Aurora, Lagartija, Orejandra y

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Chuchoca eran la mejor compañía a laque alguien pudiera aspirar. Y, atención,que tales nombres no estaban puestosal azar. Nada de eso. Todos tenían surazón de ser. Los arrieros tomaban palcocuando escuchaban a don Nico explicarel sentido de los nombres con que bau-tizó a sus queridas muías.

Recordemos lo que sucedió unamañana en la cordillera, cuando unosarrieros amigos le preguntaron sobreel origen de aquellos nombres tan cu-riosos:

—Aurora, mi mulita linda —con-testó Nicolás dirigiéndose a su muíamientras le acariciaba un mechón negroque se le venía a los ojos. Entonces lamuía le regalaba un pequeño rebuzno,tan chiquitito como si fuera un mugidode satisfacción—. A ella, la más bella—continuó Nicolás Palermo—, la llamoasí, porque nació durante la aurora máslimpia y fría de los amaneceres cordi-lleranos.

—¿Y Lagartija? —preguntaron dosarrieros amigos hablando a la vez,

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entretenidos a pesar de que conocíanla respuesta, tantas veces repetida porNicolás.

—¿Acaso no le ven las manchaspardas que tiene sobre el lomo? Son lasmismas de las lagartijas que duermen enlas piedras calientes de los montes.

—¿Y Orejandra? Ese si es un nombreextraño pues, don Nico.

—¿Cómo que extraño? —y le tapabateatralmente las orejas a la muía paraque no se ofendiera—. Ustedes sabenque yo tengo un hijo llamado Alejan-dro, ¿no es así? Y me gusta mucho esenombre. Pues en honor a mi hijo y, porsupuesto, a las largas orejas de mi muía,fue que le puse Orejandra.

Nicolás esperó que los arrieros de-jaran de reír para soltarle las orejas taniargas que poseía la muía, pues de esemodo ella no se enteraría de las bromasque los arrieros hacían a su costa; asíera de delicado Nicolás Palermo con surecua.

—¿Y Chuchoca, don Nico? ¿Y Chu-choca? ¿No me va a decir que ese es un

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nombre digno para una muía? —recla-mó entretenido uno de sus amigos dela montaña.

—Sólo le puse así por chiste. Dígan-me si no es cómica la palabra chuchoca.Cada vez que la pronuncio, no sé porqué me da una tentación de risa. Comoesta muía es tan divertida, tan juguetonay risueña, le puse Chuchoca. Cuando lallamo así y le digo "Chuchoca, Chucho-quita", me vuelve la risa y me celebratodas mis tonteras, pobre inocente.

—¡Vamos niñas que hay que traba-jar!

Y saludando a sus amigos, quienesno dejaban de reír, partió el arrierosilbando alegre, seguido de sus muíasregalonas.

En unos pastizales ubicados entrelas montañas estaban los caballos queél estaba encargado de cuidar. NicolásPalermo permanecería con elios unoscuantos días, para después bajar con latropilla. Lindo trabajo e! suyo y para rea-lizarlo jamás abandonaba a sus muías.Las cargaba con el alimento, la colcho-

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neta, la carpa y todos los utensilios paracocinar, además de los cobertores nece-sarios para acampar por unos días.

Era un viaje como otros, cuya misiónconsistía en cuidar a los caballos paraque se alimentaran a su regalado gusto.Todo marchaba bien aquella mañana.Peñascales solitarios, viento refrescantede la cordillera y cielos limpios, sólovisitados por los cóndores, que desdemuy lejos hacían círculos parsimoniososen medio de ese cielo azul profundo.Era un día perfecto para el viaje. NicolásPalermo, que se sabía todas las rutaspara encaramarse por las montañas,iba tranquilo. Sin embargo, los montessiempre revisten peligros que los arrie-ros jamás podrán sobrellevar fácilmentesi no permanecen atentos a las sorpresasque les pueden deparar esas rutas escar-padas. Tal vez por eso Nicolás previnoa sus muías:

—Eh, muchachas, por aquí hay quepisar con mucho cuidado.

Los animales iban a paso lento porel borde de una profunda garganta. El

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f-\o era estrecho y gredoso, atravesa-

do de vez en cuando por pequeños hilosde agua de vertientes que formabanpeligrosas pozas de barro resbaladizo.Al fondo, el ronquido persistente de unriachuelo anunciaba la profundidad dela quebrada, y alrededor, el canto delos pájaros avivaba esa mañana, que nodebía ser para nada diferente a tantasotras. Porque, según Nicolás Palermo,nada sucedería si se tomaban todas lasprecauciones del caso. Por lo demás, élhabía atravesado tantas veces ese desfi-ladero por el mismo borde y jamás habíapasado algo que pudiera lamentar. Detodas maneras, el arriero le guardaba elmayor de los respetos al lugar.

Pero, en un abrir y cerrar de ojos, lamuía Aurora, que siempre se quedabarezagada, pisó mal y resbaló, arras-trando a las compañeras con las queiba atada. Las demás muías afirmaronlas patas en el suelo pedregoso para noirse montaña abajo con Aurora, mas elcordel se cortó y la muía rodó pesada-mente por el despeñadero. Sus terribles

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rebuznos se escuchaban a través de to-das las montañas circundantes, asimis-mo los gritos destemplados de NicolásPalermo, quien horrorizado miró haciael desfiladero y distinguió muy lejos,abajo, a Aurora agitando sus patas yemitiendo unos terribles rebuznos dedolor. El arriero se tomó la cabeza conambas manos y comprendió que yanada se podía hacer. Jamás podría sacarde allí a su regalona, que debía tenergraves fracturas.

Amarró al resto de sus muías a unespino para que nada les pasara; laspobres estaban aterrorizadas. Ensegui-da anudó un largo cordel al tronco deun robusto roble, se echó la escopeta ala espalda y se deslizó montaña abajo.Cuando llegó junto a la muía Aurora, sepercató de que el animal tenía las patasdelanteras quebradas, que le sangraba labarriga y que sus ojos se habían puestovidriosos.

—Aurorita, Aurorita, no quiero ver-te sufrir. Ya no te podré sacar jamás deeste despeñadero, aunque me ayudaran

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los helicópteros, además, estás todaquebrada y sufriendo.

El animal, muy malherido, se estre-mecía de dolor. Entonces, Nicolás Paler-mo suspiró resignado, tomó la escopetay apuntó, mirando, por supuesto, haciaotro lado, porque le costaba hacersecargo de una decisión tari terrible. Dosdisparos rompieron la quietud de lasmontañas. Los pájaros salieron despa-voridos en vuelo desesperado hacia loscuatro puntos cardinales, y parecía quehasta el río bajaba el tono de su perma-nente ronquido para enterarse de quéestaba sucediendo. Después, el arrierocubrió a su muía con piedras y se quedósentado en el suelo, sin saber cuánto ratoestuvo allí, paralizado y triste. Hastaque decidió subir, afirmándose con elcordel, para emprender en silencio elregreso, pues ya no le quedaban ganasde continuar su camino rumbo a lospastizales de las montañas.

De su casa no lo sacó nadie duranteun buen tiempo. Los arrieros que lofueron a visitar notaron que su amigo

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languidecía por la pena. Si continuabaen tal estado, su propia vida se iría porun despeñadero, tal corno Je ocurrió aAurora. Por lo tanto, había que reani-marlo como fuera.

Y sucedió algo tan oportuno comonecesario. Un día, un arriero amigo deNicolás Palermo liego con la noticia deque una de sus muías había muerto aldar a luz a un pequeño que tenía unamancha amarilla en la frente. Cuandolos demás arrieros escucharon lo queles contaba el amigo, se miraron concomplicidad y tuvieron la misma idea.Esperaron una semana para que el muli-to se afirmara y se lo llevaron, sin decirleni media palabra, a Nicolás Palermo.Aquella vez, el viejo arriero miró al pe-queño mulito y cuando notó que teníauna mancha amarilla en la frente, con unánimo que le brotó tan rápidamente quea todos sorprendió, dijo al animal:

—Te llamarás Jilguero, por lo peque-ño que eres y, quién lo duda, por tu pin-ta amarilla en la frente. Ya, Orejandra,Lagartija y Chuchoca, acerqúense, no

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deben seguir holgazaneando, de ahoraen adelante cuidarán a este mulito quellevaremos a las montañas.

El pequeño Jilguero, al ver a lasmuías corrió donde ellas y permaneciórnuy quieto a su lado, esperando que ledieran de comer. Las muías compren-dieron su gesto, levantaron las orejasy ío empujaron para que las siguiera.Era la hora de la merienda y queríancompartirla con el nuevo miembro delequipo.

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Rebelión en el zoológico

Artículo 4:Todo animal perteneciente a una especiesalvaje, tiene derecho a vivir libre en su

propio ambiente natural, terrestre, aéreo oacuático y a reproducirse. Toda privaciónde libertad, incluso aquella que tenga fines

educativos, es contraria a este derecho.

—tH, cara de mono, acércate —ledijo la jirafa al simio del zoo, inclinandosu largo cuello hacia la jaula vecina.

—¿Por qué no me dejas tranquilo,larguirucha? ¿De qué te sirve tener elcuello tan largo si no hay ningún árbolpara ramonear? Tan sólo mira esos mu-ros de cemento que te rodean.

—Por lo mismo, acércate.El mono se rascó la nuca como solo

é! solía hacerlo y sintió extrnñeza de quela jirafa lo tratara con tanta deferencia,puesto que siempre lo había desprecia-do. Jamás le dirigía siquiera una mira-

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da. Ella no se rebajaba a tanto, muchomenos cuando podía sufrir tortícolis sibajaba demasiado la cabeza.

—Oye, jirafa, ¿te has dado cuenta deque estamos hablando y más encima nosentendemos? Bueno, no es que antes nohabláramos, tú hablabas en jirafín y lostuyos te entendían...

—¡Y tú hablabas en morto-patín, ji, ji,ji, ji, ji! —exclamó la jirafa estremeciendosu cuello con una risa incontrolable.

—Qué chistosa. Pero, ¿por qué es-tamos hablando y nos entendemos contanta claridad?

—Porque hoy ha sucedido algo mági-co. Todos los animales amanecimos ha-blando. Y lo hacemos en un idioma quenos permite entendernos plenamente.Haz la prueba. Dirígete a la serpiente yverás lo que sucede. ¿Te habías imagina-do antes conversando con una serpiente?Vamos, cara de mono, anímate.

—No me digas cara de mono. Estábien, igual lo intentaré y espero rio hacerel ridículo con esto. Buenos días, señoraserpiente.

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—¿Qué tienen de buenos, mata depelos? Me tienen encerrada en esta jaulade vidrio como si yo fuera un pepinilloen vinagre. Pregúntale al león qué opinasobre lo que nos pasa, que ese se cree eljefe de todo.

—¿Es que estás enferma de la cabe-za? ¿Cómo se te ocurre que voy a hablarcon él? ¿Y si se enoja?

—Haz la prueba, yo acabo de con-versar con el famoso león y no me pasónada.

—Don Leo, ¿cómo le va? —se animóa decir e' mono, con timidez.

—Vaya qué pregunta más estúpida.Aquí no le va a nadie. No sabes cómoecho de menos dormitar en una prade-ra. Estoy muerto de calor en este cajónde cemento acompañado de los peoresolores que se te puedan ocurrir, aunquesean míos.

El mono no quiso hacerle otraspreguntas, porque el escándalo quetenían los pájaros casi no le dejaba es-cuchar. Papagayos, choroyes, un pájarodel paraíso, cacatúas, zorzales, diucas,

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canarios de diversas especies y cuantoanimal alado existe, chocaba con deses-peración contra las rejillas de sus jaulas.Con un coro destemplado gritaban:

—¡Queremos salir! ¡Queremos salir!—¿No te lo dije, cara de mono? —

aprovechó para punzar la jirafa—. Cosasmágicas están pasando. Sólo piensa enlo siguiente: ¿A quién se le ocurre hacerun zoológico en un lugar como éste?, ymás encima tenernos encerrados paraque los niños maleducados nos lancenel maní, ¡agh!, que yo tanto detesto. Séque a ti te vuelve loco el famoso maní,pero, ¿dónde se ha visto a una jirafacomiendo tanta cochinada? Inclusocaramelos de menta me han lanzado yhasta un chicle con sabor a sandía. Sobremi delicado lomo han llegado las cosasmás increíbles. Y lo que me peguntotodo el tiempo es cómo se les ocurrióempinar este famoso zoo en un estrechoe incómodo cerro.

Todo esto sucedía una mañana calu-rosa de verano, mientras las focas bus-caban la sombra para no achicharrarse.El oso polar movía la cabeza e incrédulode verse como estaba, optó por cerrar los

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ojos y sumir su cuerpo en el agua. Lascebras sentían sus piernas acalambradasy soñaban con correr, aunque fuera porunos cuantos metros, y lo peor de todo,era que lo único que veían eran rejas ymás rejas.

—¡Queremos salir! ¡Queremos salir!—se agregaron los cocodrilos, ademásde un tímido pudú y hasta los cóndores,con su voz ronca y seca.

Se había desatado una verdadera re-belión en el zoo. Entonces, muy asustado,el mono volvió a la jirafa y le consultó:

—¿Qué pasará con los animales? Seve que están enojadísimos.

—Muy sencillo, cabeza pequeñaque nada entiendes, y eso que todoscomentan que el hombre desciende deti. ¿Sabes?, hoy, antes de que lleguenlos guardias, las visitas y ¡uf!, tambiénel maní, nos fugaremos, ¿te enteras?Entonces... ¿vienes?

—¿De verdad huirán?—Sí. Así es. ¡Nos fugaremos! Rom-

peremos las jaulas y tomaremos la ca-rretera que conduce al mar y cuandollegxiemos allí nos embarcaremos rumboa ]a bella África.

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—¿Al África? ¿Ese lugar donde hayárboles muy altos, lianas para trasladar-se, ríos navegables y mucha fruta paracomer? No es mala idea.

—¡Al África, al África! Aunque tam-bién me conformaría con las selvas ama-zónicas de Brasil —repitió un loro dehermosas plumas tornasoladas, al quesiguieron con la escandalosa protesta loschoroyes, las cacatúas, los papagayos ytambién varias tencas, capaces de imitarcuanto sonido escuchan.

—¡Al África, al África! —contestarontodos los animales, casi a coro.

Fue increíble. Los monos, conside-rados los animales más escurridizos,ágiles y hábiles, se encaramaron porlas rejas y, de un salto, quedaron libresen los pasillos. Después empezaron aabrir todas las jaulas. Nadie supo cómose consiguieron las llaves. Para apurarla liberación le pidieron a los animalesmás fuertes que colaboraran. Por eso loselefantes, los rinocerontes y hasta unhipopótamo, empujaron las rejas hastaque cedieron.

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Muy temprano, durante aquella me-morable mañana de verano, se vio unafila interminable de animales salvajescaminando por una calle que daba di-recto a la carretera de la costa. Por su-puesto que los últimos eran las tortugas,acompañadas de los hipopótamos, quese desplazaban pesadamente, como sipadecieran de pies planos. El más entu-siasta de toda esa caravana era el mono,que corría a campo traviesa adelantán-dose a toda la comparsa de animales.Por el camino no faltaron los caballos yunas gordas vacas que saludaron desdelos potreros; también se vio a una grancantidad de gorriones, conejos y codor-nices de los campos, que acompañarona los animales del zoo dándoles ánimo.El mono, ciego de entusiasmo, no tuvoninguna duda de que estaba viviendo eldía más feliz de su existencia y que, deseguro, también el resto de los animalesexperimentaba el mismo sentimiento.

De pronto, el mono escuchó que al-guien lo llamaba, y esa voz surgió contanta crudeza que pareció que se que-

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r braban miles de vidrios sobre su cabeza,produciendo un estruendo enloquece-dor. Y la voz repetía con molestia:

—¡Eh, cara de mono, acércate! ¡Carade mono, ven, come maní! Cara demono, ¿cómo pmedes ser tan remolón?¡Despierta!

Era un niño, que había interrumpidoel sueño más lindo que jamás un monopudo tener. El simio se acercó al peque-ño, le mostró los dientes, se rascó la ca-beza y tomó los maníes con desgano.

—Hic hic pronunció agradecido ycomió con desinterés el maní que tantole gustaba en otras oportunidades.

En una jaula contigua, la jirafa, ensilencio, abría con mucha dificultadsus patas para poder recoger del sue-lo una rainita de apio verde y jugoso,pero por más que estiraba su largocuello, no la alcanzaba. Hay que tenerpaciencia de hipopótamo para aguantartodo esto, pareció decir el mono con unpar de hic hic pronunciados con muchadesesperación.

El misterioso caso del piso 21:Notas de un diario de vida

Artículo 5:Todo animal perteneciente a una especieque viva tradicionalmente en el entornodel hombre, tiene derecho a vivir y creceral ritmo y en las condiciones de vida y de

libertad que sean propias de su especie.Toda modificación de dicho ritmo o dichas

condiciones que fuera impuesta por elhombre confines mercantiles, es contraria

a dicho derecho.

Lunes 15 de marzo. 7:15 AMAmigo Diario, te cuento que hoy

muy temprano vi al sujeto portando dosmaletas cubiertas con un paño negro.Es un hombre de piel amarillenta, deedad mediana y escasa estatura, con ojosrasgados,, como los de los orientales. Al-gunos vecinos piensan que es extranjero,pero otros dicen que simplemente es untipo un poco achinado. Pero para el Leo

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y para mí, e] misterioso hombre del piso21 es simplemente el Chino.

El Chino vive un piso más arribaque yo y, sin lugar a dudas, es un tipoextraño y bastante solitario, pues no sele conoce familia alguna ni amistad. Séque algo teje. Se lo he dicho tantas vecesa mi papá, pero él me responde que rneinvento historias policiales porque pasoviendo tele y me dice con malhumorque, por lo demás, debo dejar tranquilaa la gente, que cada persona tiene dere-cho a vivir su vida. En cambio, mi mamáme escucha con atención; estoy segurode que lo hace no porque le preocupeel Chino, sino por su instinto de mamá:ella escucha y evalúa por si hay algúnpeligro para rní. Por eso mi mamá lereprocha al papá diciéndole que siemprehay que escuchar lo que los niños dicen.

Hoy en la mañana me topé con elChino en el ascensor. Yo iba nerviosoporque sabía que abajo me esperaba,con la impaciencia de todas las maña-nas, el furgón escolar de la tía que metransporta. Además, me acompañaba

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' en el ascensor el señor del piso 22, quesale muy temprano porque trabaja enuna comuna apartada. Como es cons-tructor, siempre anda con planos y uncasco; creo que hace poblaciones o algoasí. Es un hombre muy amistoso y suhijo es nada menos que Leo, mi amigodel edificio, de barrio iba a decir. No esamigo de colegio, porque va a otro quele queda más lejos, en Nuñoa. Es que supapá estudió allí y se conoce a todos losprofes. Qué raro que el Leo no se metióal ascensor. Como es más remolón queyo, va a salir corriendo unos minutosmás tárele. Leo es tan parlanchín que aveces lo evito. Cree que se las sabe to-deis y que me la gana en lo imaginativo,aunque mi mamá me consuela y me diceque no hay tipo más fantasioso que yoen todo el universo; ella es tan exagera-da. El Leo tiene una hermana chica. Yo,para molestarlo, le digo que ella no tieneboca porque nunca se la he visto; es quese lo pasa con su chupete. Cuando setoma la sopa, por cada cucharada se sacael chupete, traga y después se lo vuelve

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a poner; luego otra cucharada y se sacael chupete, traga la sopa y así sucesiva-mente; es una pequeña muy divertida.No dejé de mirar las misteriosas maletasdel Chino. Estaban cubiertas con unpaño negro y habría jurado que algo semovía en su interior, pero mejor ri meimagino eso, porque sólo de pensarlome aterrorizo.

Martes 16 de marzo. 18:00 horasAhora escribo porque el Leo me vi-

sitó durante la tarde y me requetejtiróque había escuchado ruidos extraños enla casa del Chino, que eran como mau-llidos y arañazos. Cuando me lo contóabrió tamaños ojos y sus mejillas se lepusieron más rojas de lo acostumbrado.El Leo es un poco gordito, igual quesu padre; parecen clonados, pero contamaños diferentes.

—Esas son ideas tuyas. El Chinodebe haber estado viendo un video deterror o de animales del África —le dijepara tranquilizarlo.

Pero él siguió diciendo que estuvo

un buen rato con la oreja pegada a lapuerta de su departamento. Hasta rneinvitó a que formáramos un Club deDetectives y que nuestra primera misiónfuera descubrir "El misterioso caso delpiso 21"; cosas de mi amigo.

Miércoles 17 de marzo. 20:00 horasEstoy escuchando música. Ya hice

mis tareas. Acabo de terminar una conun tema que me gustó muchísimo:"Animales en extinción". Vaya, vaya,como voy en quinto básico tengo quehacer largos trabajos de investigación.Cómo será cuando esté en sexto. No mequedará tiempo para nada.

Ahora escribo en mi diario purastonteras. A esto se le llama ser un ociososin remedio. Por ejemplo, ahora escriboque ahora escribo. Si parece que mefaltara un tornillo. Mejor dejo espaciopara más tarde, cuando realmente tengaalgo que valga la pena escribir. Veré unrato televisión. Hasta pronto, AmigoDiario...

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El mismo día, pero a las 22 horasDebo escribir sobre dos hechos que

me acaban de suceder. Uno es lo de latele y el otro tiene que ver con el Leo.Empecemos por orden. El primero fueun documental sobre los animales enpeligro de extinción que nos habían re-comendado en el colegio y que darían enla tarde. En África cazan a los elefantes yles sacan el marfil de sus colmillos paradespués venderlo a precios elevadísi-mos. A los loros los traen del trópico, losmantienen enjaulados en los negocios deanimales y los venden como mascotas.Unos tipos están capturando lagartijas,arañas de los montes y ciervos volantespara venderlos en el extranjero. En Chile,el pudú ya casi desapareció del mapa yeso que es el ciervo más pequeño delplaneta y el más tímido también; porlo tanto, deberíamos cuidarlo. Todo esome sirvió para agregarlo a rni carpeta deciencias. En eso estaba cuando tocaronel timbre y de esto se trata el segundohecho. Era el Leo, que liego acompañadode sus típicos ojos desorbitados.

—¿Viste el programa de los animalesen extinción? —me dijo atragantado porsus propias palabras.

—Por supuesto —le contesté—. Esta-ba obligado a hacerlo, me lo recomenda-ron en el colegio; igual me gustó mucho.

Y el Leo insistió:—Estoy seguro de que el Chino es un

traficante de animales. De lo contrario,¿por qué crees que se oyen arañazos ygemidos extraños en su departamento?

Y yo completé, metido en la locurade mi amigo:

—Y las maletas cubiertas con unpaño negro que saca, de vez en cuando,temprano en la mañana; todo es muysospechoso.

El Leo hizo un chasquido con losdedos y agregó:

—Vayamos a investigar, es hora deque actúe el Club de Detectives.

Y salimos en puntillas hacia el pisosuperior. Ambos llevábamos unos vasosque pusimos con sus bocas apegadas ala puerta del departamento del Chinoy por el lado opuesto los conectamos

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a nuestras orejas. Era un truco que mehabía enseñado mi papá y que él hacíacuando fue un chico como yo, hace mu-chísimo, pero muchísimo tiempo. Conlos famosos vasos se escuchaba nítido loque sucedía al interior del departamentodel Chino. De pronto, oímos un repetidoy extraño hic, hic, hic, hic.

—¿Qué es ese sonido? —le preguntéa mi amigo, casi con un susurro.

—Así chillan los monos —me con-testó de inmediato—. ¿Viste que el Chi-no es un traficante de animales?

Los chillidos eran numerosos y senotó que el Chino había comenzado aimpacientarse, porque oímos un tre-mendo grito con el que casi se nos caenlos vasos y que nos dejó zumbando losoídos.

—¡Si no se quedan callados los aga-rrará a palos, oyeron los matas de pelos!—gritó destempladamente el Chinodesde el interior del departamento.Después dijo algo así:

—Iré a comprarles unos plátanos,aunque no sé dónde los voy a encontrar

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a esta hora. ¡Ya, a callarse, granujas!Después se sintió un tintineo de

llaves y a alguien caminando hacia lapuerta y en lo que dura un suspiro,arrancamos. El Leo se fue al piso 22 yyo al 20. Fue como si de pronto nos hu-biéramos esfumado. Ya resguardado enmi casa, me quedé detrás de la puerta,observando por el pecjueño visor quenos protegía de los intrusos que a vecesgolpeaban. Un par de minutos después,vi pasar al Chino con sus tranquitos cor-tos y nerviosos en dirección al ascensor;mientras, la respiración se me agolpabaen la garganta y el corazón me latíacomo condenado.

Amigo Diario, trataré de quedar-me dormido, porque mañana hay quelevantarse temprano. El Leo debe estaren lo mismo, aunque presiento que estanoche será muy larga para ambos.

Jueves 18 de marzo, de madrugadaAmigo Diario, acabo de despertar

de una pesadilla descomunal. Estaba so-ñando con el Chino, que tenía encerrado

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nada menos que al gorila King Kong.Para que no se escapara, martillaba sugigantesca jaula y con un punzón de ace-ro lo empujaba para que se alejara de laportezuela. De pronto, el gorila daba untremendo empellón y la puerta saltabacomo si fuera de cartón. El Chino salíadisparado por el aire y cuando caía per-día el sentido. Entonces el gorila KingKong aprovechaba para arrancar. Sedesprendía por las ventanas de la torrey afirmándose con sus enormes garrasse dejaba caer, piso a piso. Con rapidezllegaba al departamento N° 20, dondeyo vivo. Inmediatamente, el monstruo-so gorila se metía por la ventana de midormitorio y cuando iba agarrarme porun pie, desperté gritando. Lo primeroque vi al abrir los ojos fue a mi mamáen bata y pantuflas.

—Alex, despierta. Tenías una pesa-dilla, ¿Qué estabas soñando? —me dijomi mamá acariciándome el cabello re-vuelto y mojado por la transpiración—.Yo estaba despierta, hijito. Parece que elvecino del piso superior se volvió loco,

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se lo ha llevado martillando y poco an-tes de que viniera a verte se escuchó elteléfono con insistencia. Después oímosque salió de su departamento. Tu papá selevantó para ver qué estaba sucediendoy se encontró con la puerta del depar-tamento del vecino entreabierta. No sequiso meter en el asunto, ni siquieratocó. Regresó refunfuñando que no lodejaban dormir, pero no hizo nada. Túsabes lo cuidadoso que es. Ahora, hijo,vuelve a dormir, que mañana andare-mos todos muy mal, concluyó mi mamácon su típica voz tranquilizadora. Ellaes tan serena que contagia a cualquiera;en cambio, mi papá es todo lo contrario:alaraco, precipitado y explosivo. Peroharto entretenido, porque le gusta ju-gar conmigo. Lo que me extraña es queno se haya metido en el asunto y queno quisiera investigar teniendo ante suvista una puerta entreabierta. Ah, claro,ésa es otra característica de mi papá:cada persona tiene el derecho a vivir comose le ocurra, por lo tanto, hay que respetar laprivacidad de los demás; si parece que loestoy escuchando.

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Jueves 18 de marzo, más tardeEstaba la grande en el edificio. El

Leo me fue a despertar para que ayu-dara a capturar monos. Me contó queuno se metió por una ventana de sudepartamento y que se fue directo ala cama de su hermanita y le quitó elchupete. El llanto de la niña despertó atoda su familia; la pobre pequeña estabaaterrorizada de ver a un mono saltandosobre su cama y saboreando su queridochupete. Había titíes brasileños, monosarañas y un chimpancé parece que depocos meses de vida, por lo pequeño.Los pasillos estaban escandalizados contantas carreras y gritos de la gente. Alpoco rato llegaron los bomberos pararescatar un par de monos que se habíanocultado en el techo del edificio, mien-tras unos carabineros tornaban nota enunas pequeñas croqueras y colocabancintas en la puerta del departamen-to del Chino. El Leo tiene un talentotan grande, que cuando me contó loque había sucedido, me pareció queestaba leyendo una novela con las aven-turas de Sherlock Holmes.

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Cuando nos fuimos al colegio vimosque ya habían llegado los camarógrafosde un canal de televisión; también apare-cieron los fotógrafos de los diarios y losperiodistas estaban haciendo entrevistasa la gente todavía en batas. Mi papá noquiso hablar, yo sabía que estaba arre-pentido por no haber sido más vivo yhaber investigado la razón por la que lapuerta del departamento del Chino esta-ba abierta a las cuatro de la madrugada.Si mi papá la hubiera cerrado o entra-do, se habría transformado en el héroede la jornada. Habría descubierto a losmonos cautivos. Pero no hizo tal cosa.En cambio, el papá del Leo se llegabaa atorar hablando, mientras se peinabapara salir ordenado en las fotografías yen las tomas de los camarógrafos de latele. Yo sabía que mi papá lamentaba suindecisión, eso le pasa por... "tímido"(escribí esa palabra para que no salieratan perjudicado).

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Viernes 19 de marzo. 20:00 horasMe fue muy bien en el trabajo de

ciencias. Lo entregué y, además, metocó exponerlo ante mis compañeros.La profesora me puso la nota máxima,es decir, un siete; valoró especialmentemi vivida disertación. Mis compañerosme aplaudieron cuando se enteraron delo del tráfico de animales, de que yo lohabía visto y de que había ayudado acapturar monitos. Ahora, los animalitosdeben estar en el zoológico, pero nadase ha sabido. Cuando la policía entró asu departamento se topó con un lugarprácticamente sin muebles, lleno dejaulas y con una fetidez que golpeabael rostro.

Amigo Diario, con el Leo, nuestrospadres y mis compañeros de curso,decidimos preparar cartas que envia-remos al zoológico, a la prensa y a lasautoridades que corresponda para quedevuelvan a los monos a su lugar deorigen. Haremos una gran campaña yno descansaremos hasta ver que se loslleven a la selva brasileña, donde segu-ramente está su hogar.

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Oye, Diario, ahora te dejo porqueya se ha hecho tarde y mañana iré alzoológico con el Leo a ver a los monos.¿Te digo un secreto? A los monitos lescontaremos lo que estamos haciendopor ellos. Sé que comprenderán.

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La bruja de los cien gatos

Artículo 6:Todo animal que el hombre ha escogidocomo compañero, tiene derecho a que laduración de su vida sea conforme a sulongevidad natural. El abandono de unanimal es un acto cruel y degradante.

—V-UCHITO, cuchito. Ven, acércate.Eso es, que nadie te hará daño —dijoRosalía afirmando el paraguas con unamano para que no se lo llevara el viento.Con la otra frotó los dedos para atraer algato mojado que, acurrucado en el din-tel de una ventana, se protegía de! tem-poral que arreciaba sobre la ciudad.

Era un gato de pelo largo, de esosque cuando están mojados se achicanconsiderablemente, como Silvestre, elque persigue a Piolín. Tenía los ojillosasustados y se estremecía de frío; de vezen cuando gemía con desconsuelo.

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—¿Por qué te echaron de casa? ¿Oserá que nunca has tenido una? ¿Acasote lanzaron a la calle por viejo? Si estaúltima es tu respuesta, debes saber quemi especialidad consiste en proteger alos gatos viejos. Quizás ya no tienes unhogar, es decir, que eres uno de esostípicos gatos vagabundos que, escapa-dos de sus casas, sienten hambre y searrepienten de haberlo hecho. Si todoesto ha sucedido, eres candidato a quete acoja. No te arranques. No creas queno me preocupo por ti; para que sepas,he recogido carnadas completas de gatosabandonados; cómo no voy a reparar entu desgracia. Agradece que te topasteconmigo, porque la gente ya no tiene co-razón para con ustedes. Gatito, no sabesla sorpresa que te tengo si te vienes con-migo. Vamos, no seas tan tonto y acérca-te. Para que lo vayas entendiendo, porde pronto te ofrezco el mejor albergue dela ciudad y, por añadidura, la compañíade los más simpáticos amigos. Además,lo debo reconocer, te necesito más de loque te imaginas... Ya lo entenderás a su

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debido tiempo...El gato la escuchó con teatral aten-

ción para después contestarle con untiritón tan fuerte que hizo que el aguaen su cuerpo salpicara, como si fuerauna de esas regaderas que mojan elpasto. Después emitió un maullido te-rrible, capaz de partirle el alma a quienlo escuchara. Claro que tal posibilidadera bastante improbable en una tardenegra de lluvias interminables, cuandolas calles están comprensiblemente de-soladas.

—Pobrecito, si te vas conmigo verásque se te acabarán las miserias en unabrir y cerrar de ojos. Debes entenderque para mí también esto es beneficioso.No creas que no te valoro, mi inayordedicación va dirigida a ustedes. Gatitomojado, ¿sabes?, eres muy importante,de verdad, gracias a ti muy pronto suce-derán cosas inexplicables. No te puedoadelantar más por ahora, pero te asegu-ro que serán extraordinarias. Entonces...¿Nos vamos, querido michino?

Rosalía era una mujer extraña,

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¡quién lo dudaba! Bastante solitaria,huidiza, poco se comunicaba con lasdemás personas y se notaba más en-vejecida de lo que correspondía a suedad: cincuenta y cinco años. Según losvecinos, estaba un poco trastornada.Así lo creían, porque hablaba sola o conlos gatos que rescataba del abandono yechaba en su gran bolso tejido, del quejamás se desprendía.

Para los niños, ella era la Bruja de losCien Gatos. ¿Por qué este sobrenombretan sugerente? Curiosa la historia deesta Rosalía: la mujer más fanática delos felinos de que se tenga memoria y lamejor costurera del barrio, A propósitode su labor de costurera, ella no permitíaque nadie entrara a su enorme casonay hacía los trabajos a domicilio. Por lodemás, por su fama de mujer extraña,nadie se atrevía a visitarla en su hogar.

Con los años, pocos se acordabande la familia de Rosalía, salvo los abue-los del barrio, quienes a veces hacíancomentarios acerca del esplendor de lacasa de los Aragón Serrano y Villame-

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diana. Según los relatos que aparecíande vez en cuando, en la vieja casonahabía vivido Rosamel Aragón, un famo-so médico cirujano y su señora esposa,doña Manuela Serrano y Villamediana,mujer de sangre española, de antiguafamilia proveniente de la calurosa yandaluza Málaga. Los Aragón Serra-no y Villamediana siempre estuvieronacompañados de su única heredera, lapequeña Rosalía, niña muy mimada, ala que rodearon de cariño y de cuantocapricho quisiera.

Volvamos al origen del amor queRosalía le prodigaba a los gatos. Secomentaba que la afición que les teníahabía nacido un día en que su padre,que tanto la consentía, le había regaladopara su cumpleaños un simpático felino..El gatito de marras era tan felpudo ysuave como el más fino de los peluches.Y a partir de aquel momento a la niñaRosalía le gustaron tanto los gatos queempezó a inventar los argumentos másrebuscados para que se los regalaran.En fin, la mimada Rosalía pedía un

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gatito en todas las situaciones que sele ocurrían y que tenían importanciapara su vida. Por ejemplo, lo hizo parasu onomástico, en Navidad, cuando sele cayó el primer diente, para el Día delNiño, cuando se sacó una nota excelenteen matemática, la vez que estuvo muyresfriada y, por supuesto, para cada unode sus cumpleaños. El papá, que vivíaen permanente chochera con su niñitaadorada, llegaba impostergablementecon un nuevo gato, siempre muy justi-ficado.

Rosalía no se casó cuando tuvo laoportunidad de hacerlo. Nadie sabe porqué no lo hizo. Algunos opinaban quefue porque las hijas únicas se quedansolteronas para cuidar a sus padres.Otros, que había sido porque jamás seinteresó en los varones del barrio. Losmás venenosos dijeron que no se habíacasado porque los famosos varones delbarrio no se interesaron en ella. Opina-ban que habían desistido por la desme-sura de la nariz de Rosalía, porque eratan loquilla por los gatos, porque no

salía jamás del enorme caserón dondevivía, en fin, por tantas cosas... y ¡quéchismosa era la gente!

Mientras tanto, Rosalía aprendiócon su madre el arte de la costura ypermaneció en su casa por siempre,incluso después del fallecimiento desus ancianos padres. A partir de aquelmomento se volcó con pasión y enteradedicación al cuidado y protección deestos misteriosos felinos.

—Te llamaré Pellejín, lo hago conmucho cariño, créeme y también pen-sando en tu apariencia desvalida, alverte tan empapado —le dijo al gatomojado que por fin apañó entre susmanos y echó en el bolso tejido.

Los gatos son muy silenciosos. Ni si-quiera se les escuchan sus pasos cuandorecorren una casa. Se lo pasan durmien-do y observan las cosas por el rabillo delojo. Pero entre ellos quizás qué se dicen.Era lo que Rosalía anhelaba saber. Poreso les conversaba permanentemente;claro, sin resultado concreto, porquejamás obtuvo de ellos una respuesta

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racional, cuando mucho un típico yrutinario miau o un ronroneo que nadaespecífico explicaba.

Pellejín hizo un viaje muy cómodoen el interior del gran bolso tejido deRosalía. Muchos olores difusos de gatosvagabundos como él encontró allí den-tro, pero no protestó, ya que ese lugar,que se balanceaba al ritmo de los pasosde la mujer, era un verdadero paraísocomparado con las pellejerías por lasque había pasado. Hablando de pelle-jerías, le hizo gracia el nombre que lehabía puesto la mujer. Pellejín, vaya, ¡siestaba calcado para él!

Rosalía cerró el paraguas y con cier-ta dificultad abrió la verja que conducíaa un jardín en semiabandono que se veíamucho más triste en invierno. Porquecuando regresaba la primavera, la ma-leza crecía hasta alturas insospechadasy todo parecía una selva inexpugnable,salvo por el estremecimiento y los sacu-dones que los gatos provocaban con suscarreras alocadas en el pasto hirsuto.

—Pellejín, te debo contar algo que

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pronto sucederá; lo hago para que note asustes. Una vez que entremos a lacasa, y cuando nadie nos esté espiandodesde la calle, sucederá un hecho másmágico que brujeril. Te lo digo porquelos molestosos niños del barrio se burlande mí, diciéndome "La Bruja de los CienGatos". Y me llaman así desde un díaen que, para que me dejaran tranquila,les dije, ante su insistencia, que yo teníamuchos gatos y que cuando llegara a loscien, estaría en condiciones de conversarcon estos y ya no necesitaría hablar conniños molestos y mal educados comoellos. Y capaz que eso suceda, amigoPellejín. Ya te estarás imaginando quénúmero tienes entre mi flamante familiagatuna.

Pellejín escuchó con atención lo quele decía esa mujer tan extravagante. Perocuando un gato tiene hambre, frío y másencima está empapado, sus oídos estándispuestos a escuchar cualquier cosa,aunque sea una barbaridad, si eso leresuelve problemas tan críticos. Aunquele parecía que su protectora era bastante

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rara, se dejó llevar por su suerte. Cuan-do Pellejín entró en el caserón no pudocreer lo que le estaba sucediendo. Nuncase imaginó ver tantos gatos reunidos yhasta a algunos conocidos. Al primeroque vio fue a su buen amigo Mostachón,que bajaba lentamente por una largaescala de caracol.

—Pero si es mi buen amigo, este...¿cómo te llamaba? Claro, ahora me acuer-do. Yo te decía "Gato", porque eras elmas vagabundo de todos nosotros. Mejordicho, el rey de los vagabundos y quienjamás conoció casa donde descansar susescuálidos huesos, pobre amigo Gato—dijo Mostachón con aire engreído.

—Eso era antes, Mostachón —seapresuró a contestar Rosalía para bajarlelos humos, mientras, dejaba el paraguasabierto y colgado cíe la varilla de la cor-tina del baño para que estilara y se seca-ra—, porque desde hoy este es el hogarde Pellejín.

Mostachón dio un tremendo saltoy se asombró al comprender con todaclaridad las palabras de doña Rosalía,

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la mujer más buena que existía en elplaneta, según la opinión generalizadadel mundo gatuno. ¡Ella estaba hablan-do y él le entendía absolutamente todolo que decía! No hay misterio en quelos gatos se entiendan, pero sí en quelas palabras de Rosalía se desgranaranclaras y precisas en sus oídos.

—Porque a quien llamabas despec-tivamente "Gato", ahora debes decirlePellejín. Esto te lo digo para que nosvayamos entendiendo —agregó Rosalíacon orgullo y firmeza.

—Juá, juá, juá —rió burlonamenteuna elegante gata angora—. Qué nom-bre más adecuado para un gato tan des-tartalado —agregó estirando sus orejasaristocráticas. Después dio uri respingode sorpresa al comprobar que hablaba yque lograba comunicarse con Rosalía.

—No se burlen de nuestro bueno dePellejín, porque gracias a él podemosentendernos —comentó Rosalía senten-ciosa y con más misterio que nunca.

Nadie podría haber adivinadopor qué le brillaban tanto los ojos a laenigmática Rosalía. Podrían postularse

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cuatro alternativas para explicar tanextraño brillo:

1. Locura2. Magia3. Brujería4. Todas las anteriores

Pero lo que sucedía era más fuerteque cualquier intento de explicación,simplemente había que asumirlo, es-pecialmente, porque se precipitabanhechos increíbles. Por ejemplo, se es-cuchó desde el descanso de la escalaa cinco gatos pardos con el lomo conmanchas irregulares, quienes cantarona coro:

—Michimichimau, qué alegría,con el gato mojado ya somos cien,porque en la casa de doña Rosalíaha llegado el vagabundo de Pellejín!

Pellejín se lamió una patita parasacarse otro poco de agua. También sedio un sacudón y ahí sí que saltaronlas gotas por todas partes, salpican-

do a diestra y siniestra a cuanto gatoestaba cerca.

—Epa, ten más cuidado. ¿Es quenadie te ha enseñado modales? —lereprochó la gata angora, que había sidoapenas untada por un par de minúscu-las gotas de agua.

—Lo siento, gatita. ¿Cómo te llamas?—preguntó, amistoso, Pellejín.

—Milena —contestó la gata angorarápidamente, para que jamás se olvidarade un nombre tan bello como el suyo.

—Milena, qué lindo nombre tienes.Vengo de la lluvia y tú estás aquí al calorde la estufa. Tú sabes que hace un par dedías con sus noches que llueve y llueveen la ciudad... toda esa agua ha caídosobre mi lomo.

Los demás gatos miraron a la gataangora con notorio enfado, sobre todo alverla-tan egoísta. Eran tantos los gatosque se fueron juntando en el salón, queno se sabía de dónde aparecían. Habíatres sobre un sillón de felpa, cuatroinstalados sobre una repisa, una veinte-na dormitando alrededor de la estufa y

otra treintena bajando por la escala parainvestigar a qué se debía tal escándalo.En un rincón, cerca de la ventana, habíauna carnada con cinco gatitos negrosde orejas blancas; dos gatas gordas ysatisfechas de la vida se paseaban cercade la otra ventana, tratando de saltarsobre el dintel para observar desde allíel jardín mojado, pero no se atrevían detan gordas que estaban.

Rosalía se quedó observando conorgullo a su gran familia gatuna. Traba-jaba para ella, se lo pasaba comprandoalimentos y leche, cuánta leche, cajas ymás cajas; si había pocilios por todaspartes.

—Ahora, a cenar —anunció conentusiasmo Rosalía y se fue a la cocinapara regresar muy pronto con un gransaco con alimento en forma de pescadi-tos. Lo fue repartiendo a través de unagran cantidad de tiestos diseminadospor el salón y los gatos corrieron a losdistintos lugares donde la mujer depo-sitó la comida. Era divertido ver a todoslos gatos cabeza gacha, comiendo con

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las colas paradas y balanceándolas comosi fueran matamoscas.

—Pellejín —llamó la gata angoracon su voz aterciopelada y cuidadosa-mente delicada, casi coqueta.

—Dime, Milena —le contestó Pelle-jín, que ahora se veía más gordo con supelambre seca.

—¿Me perdonas por mis tonteras?—agregó la gata entornando los ojos.

—Claro que te perdono. Si estoyfeliz con tantos amigos juntos.

Rosalía escuchó a Pellejín y sonriócon emoción. De pronto, los cinco ga-tos pardos y de manchas en el lomoestiraron la cabeza y como si fueranlobos mirando la luna, comenzaron lasiguiente serenata:

—Michimichimau, qué alegría,¡Hurra por doña Rosalía, la gentil;por ella somos una gran familia,sin olvidarnos de Pellejín!

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El caballo Manolo

Artículo 7:Todo animal de trabajo tiene derecho a

una limitación razonable del tiempoe intensidad del trabajo, a una

alimentación reparadora y al reposo.

EL CABALLO MANOLO llegaba ala feria muy temprano, arrastrandoel carretón cargado hasta el tope concebollas, lechugas, tomates, coliflores,repollos, acelgas, zapallos, y porotosverdes y granados. De vez en cuando,el caballo se resbalaba en el pavimentomojado, haciendo restallar las herra-duras. Entonces, para afirmarse y paraque no se le volcara la pesada carga,abría un poco sus cuatro patas, pero deinmediato sentía un latigazo sobre ellomo con el que el conductor parecíadecirle Man o/o, pon más cuidado con lo quehaces, que si vuelcas el carretón me dejarásen la ruina.

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A esa hora de la mañana, algunos fe-riantes se hacían bromas y tomaban café,mientras que otros armaban ordenada-mente sus puestos de verduras, frutas,papas y abarrotes. Todavía faltaba paraque llegaran los vecinos con sus bolsasde género y los carritos recubiertoscon mallas de alambre a comprar losalimentos para sus hogares. De pronto,se escucharon los primeros sones delorganillo interpretando un valsecito an-tiguo. El vendedor de sandías y melonesse quedó un momento detenido, comopelícula en pausa, y después suspiróprofundo por no se sabe qué recuerdosque le trajo la música.

Unos perros ladraron al mono dechaqueta roja, que rápidamente buscórefugio en el hombro del organillero.Cuando eso sucedió, el caballo Manoloparó sus largas orejas peludas y perma-neció tenso, pues no le simpatizaban paranada esos animales, que cada vez querecorría las calles salían a su encuentroladrándole y tratando de mordisquearlelos tobillos. El caballo Manolo prefirió

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ignorarlos y concentrarse en los sonesdel organillo, que después interpretóuna alegre canción mexicana. Pronto lamelodía fue apagada por los gritos de losvecinos que ya habían iniciado el reco-rrido por la feria y por las voces de losferiantes anunciando sus productos.

El lugar se tornó muy entretenidocon tanta gente comprando, cosa que alcaballo Manolo poco le interesaba. Supreocupación era otra. Estiró un pocolas patas, que tenía acalambradas por lainactividad, intentando capturar unashojas de lechuga abandonadas en el sue-lo. No las podía alcanzar porque estabaatado al tronco de un árbol. Tampocotenía mucha movilidad, porque apartede la cuerda en los costados, llevabasujetas dos varas que sostenían el ca-rretón. Entonces bufó molesto, agachóla cabeza y esperó las largas horas quefaltaban para que concluyera la feria.Ni siquiera podía alimentarse. Cómole habría gustado saborear esa lechugasituada a pocos centímetros y que nopodía alcanzar.

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Cuando terminó la feria, volvierona cargarlo con las verduras que no sevendieron. A esa hora de media tarde,el caballo Manolo sentía sed y hambre,mucha hambre. Nadie se había acorda-do de darle un poco de pasto, a nadiese le había ocurrido pasarle esas jugo-sas hojas de lechuga que tanto empeñohabía hecho por alcanzar, porque nadienunca pensaba en él. Salvo cuandoechaban toda la verdura en el carretón,después de un par de huascazos, conlo que señalaban que debía emprenderel regreso, que era largo y trabajoso,siempre igual.

Cuando ya estaban en la casa delhombre que lo golpeaba con la huasca,este, después de guardar las verduras, lodejaba amarrado a un poste en un sitioen semiabandono y le echaba un pocode pasto para que, como buen caballoque era, se alimentara. Allí permanecíahasta que muy temprano, en el siguienteamanecer, el hombre, sencillo y silencio-so, extrañamente silencioso comparadocon los que veía a menudo en la feria, le

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ajustaba a los costados de su lomo lasvaras del carretón, ya cargado hasta eltope con verduras y partían a otro ba-rrio, a otra feria.

El hombre tenía una familia numero-sa. El caballo Manolo jamás logró sabercuántos eran los hijos de su amo, sólo¡os divisaba de lejos. "No se acerquen alcaballo, que los puede patear", advertíala mamá a los niños y ellos, desde ciertadistancia, lo observaban con un dejo detemor.

Una mañana, el caballo escuchó enla feria que alguien llamaba al hombresilencioso: "Don Manolo, don Manolo,qué lindo es su caballo, ¿por qué no leda un poco de agua? Don Manolo, tomeeste lavatorio con agua, que el caballodebe tener sed". El caballo Manolo ladeóun poco la cabeza y reconoció a la mujerque vendía papas al lado del puesto delhombre silencioso. El caballo sabía quela mujer siempre lo observaba amarradoal árbol. El hombre silencioso agradeciósólo con un gesto. Era tan parco paratodo. Si ni siquiera ofrecía a viva voz sus

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verduras corno lo hacían los demás, losque llegaban casi al escándalo con susgritos. Entonces el hombre se acercó aManolo, le acomodó el lavatorio lleno deagua fresca y le hizo un inesperado cari-ño en el lomo. Después se alejó sin decirmedia palabra, pero enseguida regresócon un par de deliciosas lechugas y selas colocó muy cerca para que el caballolas alcanzara y se las comiera.

El hombre y el caballo llevaban mu-chos años juntos, por lo que se esperabaque tuvieran una buena comunicación,pero no era así.

Sin embargo, tras el episodio del la-vatorio con agua y las hojas de lechuga,todo cambió.

Lo que más le gustó al caballo Ma-nolo fue que el hombre silencioso lehubiera acariciado el lomo por primeravez en toda su vida, además de queambos tenían el mismo nombre. Ahora,presentía que el hombre silencioso deuna vez por todas lo iba a tratar mejor.A veces los hombres son más torpes quecrueles y no se dan cuenta de los tratos

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que le deben dar a los caballos comoél, pensó Manolo; no en vano le habíapuesto su mismo nombre, algo no dichohabía en este silencioso vendedor deverduras. Entonces, al caballo Manolo lemejoró el humor y se entretuvo mirandoal mono de chaqueta roja, que tomabaunos papelitos de la suerte mientras elorganillero comenzaba su primer valse-cito de la mañana.

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Max y Betsy,dos ratas de laboratorio

Artículo 8:La experimentación animal que implique

un sufrimiento físico o psicológico esincompatible con los derechos del animal,tanto si se trata de experimentos médicos,

científicos, comerciales, corno toda otraforma de experimentación. Las técnicas

alternativas deben ser utilizadasy desarrolladas.

NUNCA COMPRENDIÓ con claridadque su hogar fuera una caja de vidrio yque pequeños reflectores le iluminaranel lomo cada vez que se asomaba porentre los cartones y trozos de génerodonde dormía. Tampoco le agradabaque de vez en cuando le pincharan unmuslo y que por tal causa le subiera tan-to la temperatura, para después sentirese curioso desgano y mucho sueño.Reconocía que le daban alimento, pero

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era tan raro y sabía tan mal. Se moríapor tener la oportunidad de roer unbuen trozo de madera para así desgastarsus dientes. Como se puede apreciar, suvida era bastante rutinaria, poco agra-dable y lo que es peor, parecía no tenerposibilidades de cambiar.

Hasta que un día todo fue distinto,pues repentinamente llegó a su hogar—si es que se podía llamar de ese modoa la caja rectangular de vidrio dondevivía— una ratita blanca con pequeñasmanchas pardas en el lomo. Cuandoella vio a Max, que así se llamaba el ha-bitante de ese lugar, se asustó mucho,por lo que se ocultó bajo un montón detrapos.

—¿Por qué te asustas conmigo?¿Qué te he hecho? Si tan sólo soy unratón blanco como tú,- salvo las manchasque tengo en las orejas y que mi cola esun poco más gris que la tuya —le dijoMax para tranquilizarla.

—Es que no sé lo que me puedepasar aquí. Yo vivía en una colonia denumerosas ratas blancas. Eramos tantas

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y cómo nos gustaba jugar en el aserrínde nuestra casa. Nadie nos molestó pormucho tiempo hasta que hoy en la ma-ñana, un hombre que vestía un delantalblanco y que ocultaba su rostro tras unpaño del mismo color, me tomó dellomo con su enorme mano enguantada,me echó en una pequeña caja y así heviajado no sé por dónde durante granparte del día, hasta que me descargaronen esta caja de vidrio y me encontré con-tigo. ¿Cómo no me iba a asustar?

—Tranquila, nada te haré. Si somosde los mismos.

—¿Pero, por qué tienes los muslos tanpinchados y te falta el pelo del lomo?

—¡Oh, no es nada! Aunque deboestar enfermo, porque desde hace algúntiempo me pinchan y me echan algoque me hace dormir —contestó Max,bostezando ostensiblemente.

—Me preocupa lo que me dices,porque si tú vives aquí y te pinchan,capaz que a mí me hayan traído para lomismo —dijo la ratita blanca levantandolas orejas con preocupación.

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—No lo creo. Ya te conté que haceneso porque parece que estoy enfermo.No es tu caso. A mí me dicen Max, ¿y ati, cómo te llaman, ratita?

—A mí me llaman MX-12. Es unnombre muy extraño, ¿no lo crees? Perotodos los de mi casa eran MX, aunquele agregaban a cada uno números dis-tintos.

—Ten paciencia que ya te pondránun nombre más bonito. Cuando yo re-cién llegué acá me decían MR-4. Recuer-do que en aquel tiempo yo estaba sanoy jugaba todo el día. Parece que cuandoenfermé se encariñaron conmigo y meapodaron Max. Discúlpame, no quieroseguir hablando, me siento muy débily lo único que me importa por ahora esdormir; lo siento.

—Está bien, no te preocupes por mí.Te cuidaré mientras duermes. Pero miracómo tienes la piel, si parece que se tecayera a pedazos, pobrecito.

MX-12 era una ratita muy activa ysimpática. Después de que Max se dur-mió se dedicó a recorrer el rectángulo

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de vidrio. Se metió en el interior de unarueda que giraba en la medida que ellase desplazaba. Era un juego nuevo y leresultaba muy divertido. De tanto jugar,se cansó y con algún esfuerzo se zafó dela rueda y se recostó sobre un montónde virutas. Cuando no pudo ver-cer elsueño, cerró los ojos con cierta dificultad,porque un foco la localizó y le iluminó elrostro. A pesar de que tenía los ojos cerra-dos, percibió una luminosidad molesta.Quiso saber qué estaba sucediendo y conmucho esfuerzo abrió los ojos de nuevoy encandilándose, apenas pudo distin-guir la figura gigantesca de un hombrevestido de blanco, de lentes gruesos conmarco negro y un paño que le embozabael rostro desde la nariz hasta el mentón.Era un hombre muy parecido al queantes la había atrapado en la colonia dere-.tas y la había descargado dentro de lacasa de Max. Pero tenía tanto sueño quevolvió a cerrar los ojos y no le importólo que le pudiera suceder. Entonces, sele mezclaron las cosas y no supo que elextraño la tomó por el lomo con su mano

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enguantada y la depositó sobre una ba-lanza. Después, le revisó los dientes, letocó la pancita, le examinó las pupilas yella forzó los ojos, abriéndolos para cola-borar, mientras él anotaba en una tablillade apuntes. Enseguida, el hombre tornóde una mesa de metal una enorme jerin-ga, succionó un líquido azulino desde unpequeño frasco y se lo inyectó sin mása MX-12. La ratita dio un brinco por eldolor y chilló hasta más no poder. Pocoa poco sintió que le faltaban las fuerzasy se durmió pesadamente. Antes, ensu estado de somnolencia, escuchó queun hombre repetía: "Todo va bien conMX-12. Pulso normal, buena sangre, notiene complicaciones de salud, la dosisproporcionada ha sido la adecuada. Deahora en adelante se llamará Belsy, ¿quéles parece?". Después, escuchó un parde carcajadas que se fueron perdiendocomo si hubieran sido descargadas enun cordón montañoso y el eco se hubieraido debilitando entre las quebradas has-ta desaparecer completamente en unainmensidad desconocida.

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Cuando la ratita despertó, se encon-tró de nuevo en la caja de vidrio y cercade ella había abundante comida. Vio queMax todavía dormía y notó que su respi-ración era convulsiva, como si estuvieraobstruida. La ratita no resistió más y lodespertó, pues presentía que el ratoncitotenía una terrible pesadilla; además, leinteresaba despertarlo porque le queríacontar lo que le había sucedido reciente-mente. Lo remeció y le dijo:

—Max, despierta, ya has dormido de-masiado. Mira cuánta comida tenemos.

—Hola, MX-12. No tengo hambre,discúlpame, quisiera seguir durmiendo,es que me siento muy mal —le contestó elratón Max y volvió a recostar su cabezaen el suelo.

—Te sentirás mejor si comes. Vamos,anímate —insistió la ratita blanca.

—MX-12, hazlo tú, que después yoir,e alimentaré, una vez que despierte deltodo. Ah, cuánto sueño tengo.

—Oye, no me llames más con esehorrible nombre de MX-12, ahora mepuedes decir Betsy, ¿te gusta?

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Cuando Max escuchó el nuevo nom-bre de la ratita se sobresaltó y abriendolos ojos con desmesura le preguntó quéle había pasado. La ratita le contó lo quepudo y le dijo que no estaba tan segurade si todo había sido sueño o realidad.Aunque de lo que realmente estaba se-gura era de que la habían llamado con elbeüo nombre de Betsy.

—¿Betsy? Es un nombre muy lindo,pero... ¿cómo te sientes?

Cuando Max dijo esto se levantó condificultad y se acercó a la ratita Betsy paraescuchar mejor su respuesta:

—Estoy un poco cansada y con algode sueño; lo más curioso es que reciénme había despertado y ya quiero volvera dormir, algo muy parecido a lo que ati te pasa,

—¿Qué más, Betsy?,. ¿qué más?—Me duele un poco una pierna.

Como si me hubieran pinchado. ¿Sabes,amigo Max? Creo que es buena ideadormir un momento. Yo te acompañaré,después comemos.

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Los ratoncitos de laboratorio sequedaron completamente dormidos, unojunto al otro, casi ovillándose, como sicon aquel gesto se aprestaran a descansarmejor y dormir y dormir. Por eso no su-pieron que ai poco rato, el mismo hombrede los lentes grandes y marco negro, quese embozaba el rostro con un paño blan-co, los había tomado a ambos y los habíavuelto a pinchar. Esta vez fue algo queles provocó todavía más sueno. Despxiés,el hombre estuvo largo rato observandounas muestras en el microscopio, mien-tras que a los ratoncitos los regresó a lamadriguera de vidrio. Ellos dormíana pesar de tanto traslado y pinchazos,inocentes frente a los afanes de los sereshumanos y hasta del transcurso de suspropias vidas.

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El pavo Jacinto

Artículo 9:Cuando un animal es criado para la

alimentación debe ser nutrido,instalado y transportado, así como

sacrificado, sin que de ello resulte para élmotivo de ansiedad o dolor.

ESTABA CLARO que los animales dela granja no lo querían y que por esopermanentemente lo expulsaban delcorral. La razón era muy misteriosa parael pavo Jacinto. Tanto era el rechazo queprovocaba, que llegó a pensar que todose debía a que los pavos estaban conde-nados a no ser aceptados por los demásanimales. Era muy notoria la antipatíaque despertaba en el corral. ¿Y por quésucedía todo aquello?

Ojalá Jacinto lo supiera. Eso sí, po-día hacer una lista de los muchos casosde persecución que había sufrido. Porejemplo, jamás le faltaba el picotazo del

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pato de cuello blanco sobre el lomo o, lopeor, el ataque de los gansos, que graz-naban y abrían las alas con escándalopara asestarle certeros picotazos. En-tonces, el gordo pavo corría con enormedificultad para refugiarse detrás de unsauce que descolgaba sus ramas hastacasi topar el suelo. Mientras tanto, lasgallinas abanicaban sus cortas alas parareunir a sus polluelos y apartarlos de unlugar tan agitado.

De tanto pensar en su problema, undía Jacinto descubrió que los que máslo castigaban eran los plumíferos simi-lares a él. Es decir, las aves de corral, yaque a otros que se jactaban de sentirselibres, como los zorzales, los gorriones,las tencas, las diucas y hasta los chin-eóles y jilgueros que de vez en cuandoasomaban por allí, les era indiferentelo que sucedía en el corral. Tampocodemostraban antipatía los caballos, lasvacas ni los burros. Seguramente, ellostendrían sus propios problemas, porqueni siquiera se le acercaban.

—Jacinto, Jacinto, ¿qué te han he-

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cho, compañero? Que pille a alguno deustedes castigando a Jacinto. Lo quepasa es que son todos unos envidiosos—amenazó el granjero blandiendo unamano al aire en un gesto que demostra-ba su enojo.

jacinto observaba desde el saucetodo cuanto estaba sucediendo y leparecía muy confuso. Descubrió quelas demás aves del corral no perdíandetalle de lo que a él le pasaba y cómono, si siempre lo estaban persiguiendo.También reparó en que el granjero lollamaba permanentemente, más que alos otros animales, con la intención dealimentarlo. ¿Cómo no iba a aceptar losdeliciosos granos que el hombre le lan-zaba mientras mantenía a raya al restode las aves, que se retorcían de rabiapor no poder disfrutar del alimento tanagradable que recibía el pavo Jacinto?

Durante las tardes de diciembre,las aves del corral comenzaron a ex-perimentar mucho calor. Por eso se lopasaban con el pico estirado o enterrán-dolo en las bateas con agua fresca; ya

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nadie resistía las altas temperaturas deese verano. Pero el calor no era lo únicoque les preocupaba. La experiencia lesayudó a recordar que todos los años enesa misma temporada los seres huma-nos se comportaban de un modo muyextraño. Por ejemplo, andaban de muybuen humor, escuchaban canciones quehablaban de pinos acicalados con lucesde colores, los niños escribían largascartas pidiendo regalos a un ancianode barba blanca, botas negras y vistosotraje rojo. Se vivía una tradición queprovenía de países muy lejanos, dondedurante aquella misma temporada, lejosde hacer calor, la nieve lo cubría todocon su frío manto blanco. Eso lo sabíanlas aves de boca del gato, que como sepasaba en la casa de los seres humanos,veía televisión y escuchaba conversa-ciones permanentemente. A Jacinto leredoblaron la alimentación, aunqueesto no produjo ninguna sorpresa a losanimales del ga!Uñero.

De pronto, el pato de cuello blan-co, que se lo pasaba chapoteando en el

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agua de un pequeño estanque, recordóalgo que hizo que se le pusieran lasplumas de punta. Un año antes hubootro pavo, que desapareció justo en laépoca en que empezó a hacer ese calory en que la gente se volvía loca prepa-rando fiestas y ornamentando pinos conluces de colores. El pato, muy asustado,se fue a los gallineros y con quien pri-mero habló fue con el señor Gallo, quecomprendió todo rápidamente, por loque alertó a sus gallinas, a los pollitosy especialmente a los gansos para quecorrieran la voz. En el corral se escuchóun terrible grito de espanto: "¡Se acercala Navidad!" Sabían que para esa fechacualquiera de ellos podía ser víctimade una cena de Nochebuena. Claro, losúnicos que podían estar a salvo eran elseñor Gallo, los pollitos, el pavo real,que se sentía el adorno del corral y lasgallinas ponedoras, que por sus ricosnuevos no las tocaba nadie. Pero el pri-mero que caería sería el pavo Jacinto.El pato de cuello blanco lo vio todo tanclaramente que gritó:

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—¡El pavo Jacinto, el pavo Jacinto!Su grito resonó con escándalo en

los oídos de todos los animales, los que,sin excepción, experimentaron muchavergüenza. Ahora se explicaban todoslos privilegios y cuidados brindados alpobre pavo. ¡Lo estaban engordandopara la cena de Navidad!

—¡Hay que salvar al pavo Jacinto!¡Hay que salvar al pavo Jacinto! —caca-reó o quiquiriqueó, si se pudiera decir,autoritario el señor Gallo y de inmediatotodo el corral se puso en guardia y enacción.

Las gallinas, con santa pacienciapicotearon la base de las rejas que pro-tegían los corrales. Los gansos se pu-sieron en guardia y prometieron atacara quienquiera que osara acercarse alcorral. El trabajo de las gallinas parecíainútil, pues sus picotazos no le hacíanmella al suelo duro que rodeaba lasrejas; el granjero había instalado unpequeño muro de cemento para quelos perros no escarbaran y así evitabaque se comieran a las gallinas. Por eso

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decidieron pedir ayuda a los caballos,que comprendieron rápidamente losaprietos por los que pasaban las aves y,especialmente, el pobre pavo Jacinto.

Mientras, el pavo Jacinto observabaa cierta distancia a las aves del corral,que parecían enloquecer. Aparte de an-dar corriendo de un lado para otro, lomás inexplicable de toda esa locura eraque ahora lo miraban con una sospecho-sa simpatía y hasta le brindaban dulcessonrisas, ¡incluso lo hacían los gansos,que siempre eran tan agresivos! Sin re-sistirlo más, el pavo Jacinto se acercó alpato de cuello blanco y le preguntó porqué tanto alboroto.

—Es por la Navidad, amigo pavo,y la Navidad es lo peor que le puedesuceder a un pavo como tú.

Muy inocente, el pavo insistió:—¿Acaso la Navidad es una peste

para los pavos como yo?—¡Nada menos que la peor peste

para un pavo! —exclamó el pato decuello blanco y se fue aleteando paraapurar al caballo, que se acercaba a las

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rejas con una parsimonia que exaspera-ba a cualquiera.

¿Entonces la Navidad es la pestepara los míos?, pensó con preocupa-ción el pavo Jacinto. ¿Me contagiarécon algo? ¿Qué será de mí? Eso se pre-guntaba cuando escuchó un estrépitoen las rejas. El caballo había dado unpar de coces a la alambrada, dejandoun orificio por donde podía salir singrandes dificultades cualquier ave queasí lo quisiera.

Y el pato de cuello blanco aprovechópara acercarse de nuevo al pavo:

—Pavo Jacinto, debes huir antes deque sea demasiado tarde. En un par deciías llegará la Navidad y para entoncesno tendrás escapatoria.

—¿Me lo dices por la peste del pavo7

—preguntó con inocencia Jacinto.—Si así le quieres llamar a la Navi-

dad, allá tú. Pero, apresúrate, huye alcampo, que allá encontrarás alimentos.Tendrás a mano muchas semillas y teaseguro que allí nadie te hará daño.Amigo pavo, quién lo diría, por primera

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vez serás libre. Espera, ¿sabes?, yo teacompañaré, porque capaz que los sereshumanos piensen que "a falta de pavobuenos son los patos".

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Quétienen que ver los seres humanos contodo esto?, no los ofendas que ellos sonmuy buenos conmigo; de lo contrario,no me habrían alimentado del modocomo lo han hecho hasta ahora,

—¿Cómo puedes ser tan pavo?—Pero si soy un pavo, ¿qué otra cosa

quieres que sea?—Ya, basta, que me exasperas, hu-

yamos de una vez por todas. No hagasque pierda la paciencia.

—Pero echaré de menos a todo elcorral, aunque se hayan portado tanmezquinos conmigo; son mi única fa-milia.

—Olvídalo, pavo. Verás que en elcampo tendremos otros amigos.

El pato de cuello blanco y el pavoacinto salieron por el orificio y todas

las aves del corral los despidieron conentusiastas vivas. Se pavoneaba el pavo

jacinto por el camino; nunca pensóque sería tan popular. Y el pato pata-leaba con algunos problemas sobre lasuperficie dura del suelo, pues estabaacostumbrado a los charcos, a las aguasdel pequeño estanque donde bracea-ba a su antojo durante todo el día detodos los días. Caminaron durante unconsiderable tiempo por el campo y elpavo Jacinto siempre esperó con muchapaciencia al pato.

Cuando se hizo la noche acamparona la orilla de una vega, lugar ideal paraun pato, aunque incómodo para unpavo, pero el que dirigía la exploraciónera el pato de cuello blanco y eso lo ex-plicaba todo, Después se recostaron enla hierba para descansar, contemplandoel cielo estrellado. De pronto, en el con-fín del universo se cruzó una estrellafugaz. El pato de cuello blanco apuntóal cielo con una de sus alas y le dijo alpavo Jacinto:

—Mira el cielo pavo Jacinto, québello está. Oh, ¿viste la estrella fugaz?Es como el lucero de Belén. ¡Ya es No-

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chebuena! Es el momento en que el hijode Dios va a nacer y en todo el mundoreinará la paz y el amor. Amigo pavo,mañana será Navidad y eso sí es grancosa, porque mirada desde la libertadde este lugar es más simpática, inclusopara nosotros que somos animales, puesestamos lejos de los seres humanos.

El pavo Jacinto, al escuchar la pala-bra Navidad cerró los ojos aterrorizadoy no quiso observar la bella luminariaque surcaba el cielo aquella noche deverano, tan serena y transparente.

—No temas, amigo, que aquí en lalibertad del campo la Navidad jamásserá un peligro para ti. Y te puedo ase-gurar que no hay cosa más bella que laNavidad; lo que pasa es que los sereshumanos la afean con sus tonteras, peroaquí nada nos pasará.

El pavo Jacinto no entendió nadade lo que le decía el pato de cuelloblanco. Nunca comprendía nada. Eramás inocente que un sorbo de aguacristalina proveniente de una fuentede los montes. Por eso, tal vez, el pavo

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Jacinto cerró los ojos y se durmió conmucha rapidez. También reconocióque se sentía muy bien allí, que todole agradaba, que la brisa fresca de lanoche acariciaba sus plumas, que losgrillos cantaban verdaderas cancionesde cuna, que el cielo era un enjambrede luces titilantes, como esos pinos delos que hablaban los seres humanos yque adornaban sus casas. Además, sabíaque mientras él descansara, un pato decuello blanco velaría su sueño y que lavida le ofrecería una nueva aventura apartir del próximo día. Nada menos quedesde un día que era nombrado con esapalabra tan llena de magia: Navidad.Una palabra que siempre le resultaríauna mezcla de secretos agrados y detemores incomprensibles.

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¡Llegó el circo!

Artículo 10:Ningún animal debe ser explotado paraesparcimiento del hombre. Las exhibicio-nes de animales y los espectáculos que sesirvan de animales son incompatibles con

la dignidad del animal.

LOS NIÑOS salieron a la calle alertadospor el ruido de los altoparlantes. No erapara menos, pues el Circo de Animalesde los Hermanos Temple había llega-do al pueblo. Era un circo asombroso,donde los números más atractivos losproporcionaban, naturalmente, losanimales. Ellos se lucían mucho másque los trapecistas, los malabaristas,los magos, los fakires comefuegos y losinfaltables payasos; por algo era el me-jor circo de animales del que se tuvieraconocimiento.

Uno de los artistas que más usabaanimales era el Mago Halabí. Memo-rables eran sus números en los que de

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su sombrero de copa salían palomas yde los bolsillos de su elegante frac apa-recían conejos blancos; también de sumaletín surgían las serpientes, que seelevaban al compás de una flauta.

Por otra parte, los trapecistas se des-plazaban de una punta a otra usandocuerdas tensadas; con sus saltos casi to-paban la parte superior de la carpa, lan-zándose de un punto a otro sin perder elequilibrio. Lo más novedoso del númeroera que lanzaban al mono Chispitas,un tití brasileño que vestía una mayade color amarillo y que prácticamentevolaba por el aire, y se desplazaba deun balancín a otro como si estuvieraen plena selva amazónica. Los payasosdisfrazaban a un chimpancé y le coloca-ban una nariz de pelota de color rojo yun traje marinero, además de un gorroamarrado al cuello. Eso estaba bien paralos payasos, pero para el mono no tan-to, puesto que recibía la mayoría de losgolpes, que siempre dolían un poco, pormás que fueran de mentira y despuésfuera compensado con los aplausos del

respetable público.Los payasos montaban un caballo

poni al que le ponían bototos; el públicocreía que era muy chistoso ver al animaldar zancadas dificultosas en la pista delcirco. Mientras, los perros saltaban a tra-vés de aros de fuego, las focas jugabanfútbol; ios leones se encaramaban sobrepisos de hierro y brincaban pasandopor rodelas adornadas con banderillasde distintos colores; varios burros re-buznaban cada vez que escuchaban elsonido de una trompeta; ¡unas tortugascompetían en velocidad con indiferentescaracoles!; los payasos, teatralmente, seacostaban con pijamas, roncando rui-dosamente al lado de unos lirones; losloros cantaban óperas de Verdi, y losmonos bebían café a la vez que leíanel diario usando gruesas gafas y fuma-ban copiosamente, atosigándose con elhumo, lo que hacía que la gente rierade buena gana. Así era el Gran Circo deAnimales de los Hermanos Temple; enotras palabras: ¡Un circo sensacional deanimales artistas!

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Cada vez que el circo llegaba alpueblo, la gente agotaba las entradas.Por supuesto que a las funciones jamásfaltaban Daniel ni sus amigos, puescuando se hablaba de animales allá es-taban ellos.

En una ocasión, Daniel entendió quealgo no andaba bien en el circo. Todosurgió a raíz de su especial cariño porlos caballos. Al niño nunca le simpatizóque a los ponis les pusieran bototos. Sibien todos reían con esa ocurrencia, aél le parecía una crueldad, pero no selo confesó a nadie para no recibir unaburla por causa de sus sentimientos.En la actuación, un poni caminaba conbastante dificultad y hacía lo imposiblepor zafarse del ridículo calzado; mien-tras tanto, los payasos le golpeaban lasancas para que apurara el tranco. Unpayaso que estaba vestido de vaquerodisparaba en todas direcciones con suspistolas a fogueo. Después, el caballitolevantaba las orejas y abría los ojos ate-rrorizado; el pobre animal caminaba contanta dificultad en esos ridículos boto-

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tos, que provocaba la risa descontroladade todo el público.

Al día siguiente, cuando todavía noempezaba la función, Daniel decidióinvestigar y ver cómo se encontrabael pobre poni. Se metió entremediode los camiones que trasladaban a losanimales. Por los ruidos descubrió quea algunos no sólo los trasladaban enesos grandes vehículos, sino que per-manecían allí, en la oscuridad y conpoquísimo aire. La gente del circo no sedaba el trabajo de mantenerlos afuera.Cuando Daniel oyó el relincho del poni,se arrastró con suma cautela por entrelas ruedas de uno de los camiones. Allíestaba el animal con el domador queel día anterior regalaba sonrisas, hacíareverencias y lucía un impecable trajedorado, largos mostachos y unas botéisrelucientes que le llegaban casi a la ro-dilla. Pero ahora vestía jeans gastadosy una polera sucia, a palos obligaba alponi a hacer reverencias y a levantar suspatas delanteras, Daniel quiso salir endefensa del pequeño caballo, pero no

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se atrevió por temor a que el hombretambién lo castigara a él.

Atardecía cuando regresó a su casa.Su papá llegó comentando que en elpueblo esperaban con entusiasmo laúltima función del famoso Circo deAnimales de los Hermanos Temple.Nadie quería perderse el espectáculo.Tampoco lo haría Daniel; sería su últimaoportunidad para ver actuar al caballoponí. Pasaría un año hasta que pudierareencontrarse con él. El niño le rogó asu papá que le comprara un boleto y laverdad es que su petición no resultó tantrabajosa, porque a Daniel lo mimabanmuchísimo.

Era una típica tarde de domingo depleno verano. Una de esas tardes dora-das, de cielo limpio y fresca brisa conolor a jazmín. El mejor momento parair al circo, como pensaron Daniel y susamigos.

—Señoras y señores, respetablepúblico —anunció el animador vestidocon elegante frac y botas de brillantecharol—. El Gran Circo de Animales de

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los Hermanos Temple tiene el agradode presentar ante ustedes a la increíbleElefanta Micaela, capaz de subirse enun diminuto taburete y levantar suslivianos pies de bailarina para realizarunos pasos de El lago de los cisnes, delcompositor ruso Tchaikovsky.

La elefanta Micaela salió a la pistamuy acicalada con un cintillo colorrosado que terminaba en una coquetaroseta, luciendo en sus patas delanterasalegres pulseras de cuentecillas mul-ticolores. E! público aplaudió a rabiary algunos rieron por el detalle del cin-tillo y la roseta. La verdad es que eranmuchos, pero muchos kilos de elefantetratando de subir al minúsculo taburetey a la mayoría esa escena le provocabauna mezcla de suspenso y diversión.Todos estaban pendientes de la caídadel animal, para después soltar unadesfachatada carcajada. Más divertidose puso todo cuando entraron a la pistados payasos vestidos de enfermeros.Uno afirmaba un enorme botiquín,notoriamente construido con plumavit

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y el otro, llevaba una tremenda caja depomada que decía en su etiqueta "An-ticaídas". Era una caja tan grande queapenas se la podía. El público comenzóa aguantar la risa y no quiso hacer rui-do cuando supo que la elefanta debíasaltar desde su estrecho taburete a otrode base tan mezquina como el anterior.Se escuchó un redoble de tambores almismo tiempo que la elefanta Micaelapareció temblar al mirar el pequeñotaburete donde debía saltar.

¿Cómo llegar allí sin caerse? ¿Quégracia tenía todo eso? ¿Por qué la gentese divertía mirando situaciones ridicu-las de los animales?, pensó Daniel. Porsegunda vez vio las cosas de diferentemodo. A los animales los castigan paraadiestrarlos, concluyó en silencio, imagi-nando cuánto habría sufrido la elefantaMicaela para poder enfrentar un númerotan difícil como aquel. Mientras se hacíaesas preguntas, recordó al pequeño ponitratando de sobrellevar sin errores elensayo antes de la función.

Pero algo estaba pasando con la ele-fanta Micaela, pues se negaba a subir al

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primer taburete, tal vez temiendo queno podría llegar al segundo. Se quedósin que nadie la pudiera sacar de ese es-tado, por más que retumbaran los tam-bores. Como nada de lo anunciado porel animador resultaba, la gente comenzóa impacientarse y se escuchó un buuuhen todo el circo. Las pifias en contra de laelefanta fueron tantas, que ei domadory el maestro de ceremonias se hicieronun gesto significativo y alguien fue abuscar un palo con un punzón de ace-ro. El domador lo tomó y se acercó a laelefanta Micaela. Le acarició una piernay con mucho disimulo le dio un punta-zo en las costillas; el dolor provocadole hizo estirar la trompa y levantar suspesadas patas. De inmediato se reanudóel teatral redoble de tambores. Cuandotodavía la elefanta tenía sus patas en elaire, el domador, con mucha rapi dez, lepuso el taburete justo abajo, para quelas descansara ahí. Pero faltaba lo másdifícil. ¿Cómo hacer que con otro saltoencaramara su pesado cuerpo sobrela mínima superficie y permanecieraallí todo el tiempo necesario? La gente

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no respiraba debido al interés de veral animal cumplir con un número tandifícil. Entonces el domador se pusodetrás de la elefanta y con un certerogolpe le punzó el trasero. La punta delfierro traspasó la dura piel del animaly la elefanta Micaela dio un brinco, lo-grando sostenerse en el taburete con supesado cuerpo estremecido, buscandoequilibrios imposibles. Después, todopareció paralizarse. Como si la vida sehubiera interrumpido. Daniel sufría ensu asiento y no participaba de esa entre-tención. La elefanta Micaela, instaladaen el taburete, se estremecía tratando deno perder el equilibrio.

—Señoras y señores, respetable pú-blico. Ahora, nuestra querida Micaelahará la operación más difícil. Esto seráincreíble, ya lo verán. Les aseguro queesta actuación debería figurar como unrécord Guinness. Pongan mucha aten-ción, que Micaela pasará de este tabure-te al otro, aún más pequeño. Será comosi una montaña se equilibrara sobre lapunta de una aguja, ¡esto se los digo sin.ninguna exageración!

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El público aplaudió enfervorizado laocurrencia del animador, pero el redoblede tambores acalló los aplausos. Mien-tras, la elefanta Micaela, a duras penas,permanecía sobre el primer taburete. Loque venía para ella era una operacióndificilísima. Se notaba por sus ademanesque no se atrevía ni quería pasar al otrotaburete.

De pronto, el domador le dio unferoz puntazo en las nalgas para que seanimara a pasar al segundo taburete. Almismo tiempo que se escuchaba el gritode Daniel, la elefanta Micaela perdía elequilibrio y caía pesadamente al suelo.El público, asombrado, no sabía si mirara la elefanta, que se debatía en la pistasin poder pararse o a Daniel, que llorabacon desconsuelo. El niño salió del lugary corrió en dirección a su casa, pero enel camino alcanzó a escuchar por losaltoparlantes muchos aplausos y la vozdel domador, que casi gritaba para ha-cerse oír:

—¡Para olvidar las penas nada me-jor que el sano humor de los payasos!

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¿Han visto alguna vez un caballo conbototos?

La gente le respondió con una sono-ra carcajada. Ahora le va a tocar al poní,pensó Daniel y se le apretó el pecho conuna tristeza muy grande.

Eso sucedió durante una tarde deverano como lo puede ser cualquier tar-de de un típico domingo de vacaciones,una de esas tardes soñolientas donde lasplantas de los jardines se ven lustrosas,recién regadas y se percibe el inconfun-dible aroma del jazmín.

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