los ninos de la clase especial
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LOS NIÑOS DE LA CLASE ESPECIAL
Miguel Ángel Sánchez de la Guía
Primeras impresiones .......................................................................................... 5
Natalia Vivenco ................................................................................................ 18
Darío Vega ........................................................................................................ 30
Los hermanos Reseña ....................................................................................... 36
Un chico nuevo en clase ................................................................................... 41
Volcamos al pasado (La paliza)........................................................................ 46
Acechando en la noche ..................................................................................... 53
Gonzalo saca las uñas ....................................................................................... 61
Un acto deplorable ............................................................................................ 65
Dejamos un momento a Gonzalo...................................................................... 73
Cambios cruciales ............................................................................................. 82
Rebelión ............................................................................................................ 94
Tras la victoria ................................................................................................ 103
El regreso de los hombres malos .................................................................... 109
Final ................................................................................................................ 115
MALA GENTE QUE CAMINA
Y VA APESATANDO LA TIERRA
ANTONIO MACHADO
PRIMERAS IMPRESIONES
Gonzalo Vivenco, que ahora estaba sentado, observó por enésima vez el poster frente a
él, en donde una sonriente muela con vida propia recorría subida en un pequeño tren las
diferentes estaciones del lavado y aclarado de la boca con el fin de mantenerla limpia y
cuidada.
No se había sentido nervioso cuando conoció la idea de su ingreso en un nuevo colegio,
pues sabía que aquel momento llegaría, al igual que habían llegado otros momentos
como aquel en otros lugares distintos de los cuales, sin él saber la razón, habían tenido
que abandonar.
A causa de los cortos espacios de tiempo que permanecían en un lugar, Gonzalo apenas
había podido hacer amigos, lo cual le había hecho recordar con añoranza a sus primeros
colegas de la clase de primero, los amigos a los cuales adoraba, con los que jugaba y
compartía secretos antes de tener que marcharse a otro lugar, antes de que su padre
muriera.
Había sido en el preciso instante en el que había despertado, en el cual Gonzalo había
comenzado a sentirse nervioso, el frío de aquella mañana de Abril había entrado por la
ventana y había invadido su pequeño dormitorio, todavía nuevo para él, casi
instantáneamente.
--¡Cierra la ventana!—escuchó la voz de su madre tras él.
Gonzalo Vivenco había girado la cabeza de repente.
--Tengo calor—dijo buscando apresuradamente una excusa para quedarse en la cama—
Creo que tengo Fiebre.
Natalia Vivenco se había acercado a su hijo y, tras ponerle la mano en la frente, le
entregó un beso de comprensión.
--Sé que estás nervioso—dijo—Pero tienes que ir a la escuela.
Gonzalo le entregó una mirada de miedo a cambio de aquel beso.
--Ya verás como haces nuevos amigos—le dijo de nuevo su madre.
Gonzalo Vivenco se sentó en la cama en medio de la penumbra de la habitación de
aquel tercero B.
--Para que—se quejó—Siempre que hago nuevos amigos tenemos que marcharnos.
--A lo mejor esta vez no tenemos que irnos—dijo su madre tratando que sus palabras no
sonaran a mentira.
El niño alzó la cabeza desde la cama.
--Si los hombres malos nos encuentran…
No dijo nada más, sabía que aquellas palabras podían despertar recuerdos desagradables
en los dos.
--Quiero cereales de miel para desayunar—dijo para cambiar de tema.
Natalia Vivenco sonrió y acarició la cara de su hijo antes de salir.
Suspiró aburrido bajando la vista hasta el papel de ingreso ahora preso en sus manos y
que había sido rellenado meticulosamente por su madre la noche anterior. Antes de
entrar en aquel edificio en el cual había entrado hacía media hora, cuando se había
soltado de la mano maternal, la cual le había aferrado durante todo el camino a pesar de
su insistencia.
El silencio del pasillo hizo que la pesadez que ya había sentido anteriormente se
instalara sin avisar en su pecho, tragó saliva y utilizó el también familiar método para
deshacerse de aquella molestia: emprender un silbido apagado y casi imperceptible, no
sabía silbar, pero deseaba aprender, por eso en aquellos momentos, para luchar con la
pesadez, lo intentaba hasta que aquella extraña garra que le apretaba el abdomen
desaparecía.
Silbó hasta que le dolieron los labios, miró a su alrededor y comprobó que el pasillo
continuaba vacío, como si él fuera el único alumno de aquel colegio, su nerviosismo
creció y deseó haberse quedado en la cama aquel día, sus manos estaba sudorosas, las
observó sin soltar el ingreso, moviendo los dedos para despedazarlos de la transpiración
pegajosa.
Por fin escuchó unos silenciosos pasos que se aproximaban hacia él.
Por alguna razón, Gonzalo intuyó que aquellos pasos eran peligrosos, y lejos de
tranquilizarse, Gonzalo bajó del banco, cambió el ingreso de mano y, con la absurda
idea en la cabeza de la posibilidad de pasar desapercibido para el sujeto que se
aproximaba, se acercó deprisa al poster de la muela y fingió observar el peculiar viaje
del incisivo.
Una voz ronca llegó hasta él antes que los pasos.
--Chico—escuchó decir--¿Eres tú el chico nuevo?
--Hola—saludó Gonzalo observando al individuo.
El hombre, que parecía más alto al estar de pié junto a él, escondía unos pequeños ojos
marrones tras sus gafas gruesas de pasta que llamaban la atención por la delgadez de su
rostro, que ni siquiera emitió gesto alguno bajo su pelo blancuzco.
--¿Tu eres el nuevo?—preguntó de nuevo con tono seco.
Gonzalo asintió, y por primera vez en aquel día, emitió una sonrisa sincera que fue
apagada de inmediato por el labio arrugado del adulto.
El adulto se agachó sobre él haciendo que apartara la cara, precavido pero no asustado.
La hoja de ingreso fue arrancada de sus manos sudorosas a la vez que la cara del
hombre, aderezada con un perfume pesado y penetrante, pasaba pocos centímetros de su
nariz.
--Ven conmigo—le dijo con el mismo tono frío de antes.
Caminó junto a él por el pasillo, y en dos ocasiones se quedó atrás a causa de su
imperturbable curiosidad, una para observar una vitrina en donde algunos pocos trofeos
eran cubiertos por el polvo y casi ocultaban algunas fotografías de equipos de futbol
que rezaban fechas de antes de haber nacido él, otra para mirar con detenimiento como
la muela que anteriormente le había enseñado, en su viaje ferroviario, las ventajas de
una boca limpia, se había convertido en un semáforo que enseñaba con una sonrisa en la
cara como caminar por la calle sin ser atropellado por un vehículo, y en las dos
ocasiones el profesor se detuvo paciente para separarlo, por lo que Gonzalo decidió no
entretenerse más y mirar a su alrededor tan solo por el rabillo del ojo.
Tras subir dos escaleras, la voz del maestro le llegó resonante a través del pasillo vacío.
--Yo me llamo Don Ezequiel—dijo como si hubiera olvidado pronunciarlo antes.
--Yo soy Gonzalo—contestó él recordando en un flash como su madre le había
enseñado a hacerlo—Encantado de…
Por primera vez Don Ezequiel emitió una sonrisa.
--Lo sé—contestó –Lo he mirado en tu hoja.
Se detuvo en seco, haciendo que Gonzalo retrocediera sorprendido y observara
demasiado cerca la parte trasera de la chaqueta del profesor, verde oscuro con anchos
cuadros color vino.
--Es aquí--dijo.
Empujó una puerta y Gonzalo observó un rostro femenino y pecoso de sorpresa y como
todos los alumnos corrían a su sitio, provocando una estampida de sudaderas de colores
y zapatillas deportivas.
--¿Qué ocurre aquí?—preguntó Don Ezequiel con tono de enfado y empujando a
Gonzalo dentro suavemente.
Nadie respondió, y Don Ezequiel y Gonzalo se quedaron frente a la clase de pié, siendo
observados por miradas de alumnos curiosas.
Por alguna razón Don Ezequiel olvidó el alboroto que en su ausencia había existido y se
puso tras Gonzalo, el cual, sintiendo las manos del profesor sobre sus hombros y al cual
le sumaba el incontrolable sudor de las suyas, ahora más presente que nunca, como una
amenaza, (de algo, no sabía el qué), que estaba a punto de cumplirse, se sintió incapaz
de tomarse cualquier libertad en aquella clase.
--Este chico es Gonzalo Vivenco—dijo Don Ezequiel con un atisbo de alegría en su
profunda voz—Y va a formar parte de la clase de apoyo especial.
Las palabras ―apoyo especial‖ resonaron en la cabeza de Gonzalo como un eco
disidente a sus deseos, pero su madre y él habían luchado contra varios profesores de su
última escuela, profesores que, tras debatir su caso, curiosamente sin la presencia de
Gonzalo y su madre, habían decidido que el alumno Gonzalo Vivenco Bello no estaba
capacitado para formar parte de un aula en donde se ejerciera una educación normal.
Después de aquello, algunos de los niños que tomaba como sus ―amigos‖ adoptaron
otro cariz, procuraban marcharse a casa antes de que él acabara de recoger sus cosas, le
ignoraban en el recreo e incluso, aunque Gonzalo procuraba pensar que eran
imaginaciones suyas, murmuraban con otros compañeros sobre él.
Fue entonces cuando también tomó otro cariz palabras que, hasta ese momento,
Gonzalo había ignorado, palabras como ―tonto‖ ―Falto‖, o la que a él le había llamado
especialmente la atención, ―Retrasado‖.
Había cogido su diccionario en la soledad de la clase y había buscado aquella palabra,
Retrasado.
―Dícese de la persona que posee retraso mental‖
Gonzalo recordó las palabras de aquel psicólogo, ―No está capacitado para formar parte
de una clase normal‖
Cerró el diccionario a la vez que sus compañeros de clase volvían del recreo, actividad a
la que él ya había renunciado, cuando el timbre sonó, anunciando la hora de abandonar
las clases, Gonzalo observó por última vez el aula, su pupitre y la vista del parque que
se observaba a través de la ventana, después se volvió y, llorando, se marchó en silencio
a casa.
Miró a los alumnos, que formaban poco más de cinco y que estaban poco o nada
interesados en él, había tres filas de pupitres en donde abundaban los sitios vacíos, todos
ellos usados o viejos, pero también la clase tenía taras como que un fluorescente no
funcionaba, que la pizarra, una de esas pizarras antiguas que aún eran negras, mostraba
un color grisáceo al haberse agarrado el polvo de tiza a la agrietada superficie, o que el
aula estuviera más apartara del resto de clases, como si no quisieran juntar a aquellos
alumnos con los demás miembros del colegio.
Como si quisieran apartar a los alumnos Retrasados.
Aún así, Gonzalo Vivenco observó a sus futuros compañeros y no logró encontrar en
ellos ningún gesto de ―anormalidad‖ ni defecto alguno.
La fila de la derecha estaba encabezada por la chica pecosa que había mostrado la cara
de asombro a su entrada, ahora esta les ignoraba olímpicamente, derrumbada en su silla,
jugueteaba con los dedos haciendo que su falda de tablas casi tocara el suelo.
--¡Lourdes!—la voz de Don Ezequiel le sobresaltó--¡Siéntate como las señoritas, no
como las leonas!
La muchacha se irguió en su asiento molesta, pero sus ojos verdes, tristemente ocultos
tras sus gruesas gafas de cristales gruesos, ni siquiera le entregaron una mirada de reojo
a Gonzalo.
--Ahora—continuó Don Ezequiel—Como es nuestra costumbre, le recitaremos a
nuestro compañero Gonzalo nuestras reglas.
Su exclamación surgió casi por instinto propio, quizás instinto de supervivencia, pensó
que era si no lo que le había llevado a aquella clase, a aquel colegio y a aquella ciudad,
reglas que él no podía comprender, las reglas de los mayores.
--¿Reglas?
Don Ezequiel clavó una mirada de paciencia en Gonzalo haciendo que él también con
su instinto infantil, mirara hacia arriba.
--Si-- dijo—Reglas, para que haya orden tiene que haber reglas.
Aquella fue la primera señal que hizo que Gonzalo sintiera en su interior un peso
diferente a todos los que había sentido hasta ese momento, un peso en su pecho de niño
que le decía que Don Ezequiel no era alguien de quien pudiera fiarse.
--Reglas—repitió mentalmente, como si quisiera encontrar un sentido a esta palabra.
Se preguntó en qué ―Orden‖ entraba que él estuviera en aquella clase, que unos
maestros hubieran decidido que él, Gonzalo Vivenco Bello, fuera un retrasado y que por
esa razón había que separarle de su amigos y su colegio.
--Esto no pasaría si mi padre estuviera vivo—pensó.
Y, sintiéndose decepcionado de repente, entregó su mirada al suelo.
A la vez que el recital de normas comenzaba, Gonzalo, que había decidido ignorar su
repentina desilusión, pudo observar que un muchacho gordo, cuya cara intentaba igualar
en pecas a la joven que no sabía sentarse, sobresalía por la derecha de la fila, intentando
verle la cara, tras los intentos que querían a la vez ocultarle su acción al profesor,
consiguió cruzar su mirada con él, el resultado fue un cruce de sonrisas que comenzó
Gonzalo y que devolvió el muchacho gordito y pecoso.
Las voces sonaron como una reproducción automática y distante:
―Queda prohibido levantarse sin el permiso del profesor; Queda prohibido ir al servicio
en horario de clase; Queda prohibido hablar en clase sin el permiso del profesor; Queda
prohibido usar otro material diferente al que entrega Don Ezequiel; Queda prohibido
mirar por la ventana en clase‖
Después se hizo un silencio que sorprendió a Gonzalo, el cual sentía las plantas de los
pies dormidas por estar de pié, dejó de sentir las manos de Don Ezequiel en sus
hombros, sonrió para sí, estaba libre, aquel gesto le bastaba para correr hacia su asiento
y ocupar su lugar en aquel ―orden‖.
--¡Espera un momento!—escuchó tras de sí.
Las palabras del profesor sonaron bruscas y dominantes, Gonzalo sintió un sobresalto
en su pecho, junto a la nueva pesadez en su estómago, estas dos sensaciones parecían
haberse aliado contra él.
Giró la cabeza y vio como Don Ezequiel le hacía un gesto para que fuera a su lado, el
hombre, ya sentado en su mesa, abrió su cajón y dejó que el niño viera un bloque de
cuadernos de pasta azul y un manojo de bolígrafos también azules atados con una goma.
--Este será tu material—le dijo—No lo saques nunca de clase.
Observó que la mano del profesor apresaba un cuaderno y un bolígrafo, extendió la
mano, pero no recibió el material.
Gonzalo permaneció de pié mientras Don Ezequiel escribía su nombre en la pasta azul y
se lo entregaba, por fin, se volvió para sentarse.
Caminó entre las mesas y se dejó atraer automáticamente hasta una mesa al lado del
chico gordo, que volvió a sonreírle idénticamente, Gonzalo le devolvió la sonrisa y
esperó, sin mucha ilusión, que aquel niño fuera, a partir de ese momento, algo parecido
a lo que tenía en su hogar, un amigo.
Aquel muchacho con obesidad abrió su cuaderno con la vaga esperanza que, gracias a la
llegara del chico nuevo, al cual parecía caerle bien, Don Ezequiel no pudiera reanudar
su clase o que, por lo menos, se concentrara en lo más importante, los seriales y los
problemas matemáticos.
Observó la letra roja del profesor en la hoja de su cuaderno avisando a su madre de la
absurda manía de su hijo de morder el extremo del bolígrafo, alterando así el ―orden‖
que el magistrado quería mantener con tal empeño.
El aviso no estaba firmado por su madre, en realidad esta ni siquiera lo había visto.
Gregorio Añover, o como todos los profesores que no eran Don Ezequiel le llamaban,
Goyo, o como le conoceremos a partir de ahora, Goyito, hacía aquel día una semana que
había cumplido los nueve años, alcanzando así la edad de Gonzalo. Sentía predilección
por el helado de turrón, que añoraba en invierno y en los espacios de silencio que le
otorgaban las clases. Los ―bollicaos‖ de ambos tipos, las palmeras y los cuernos de
chocolate, amén de cualquier dulce que pudiera poblar el escaparate de la confitería de
su padre, entraban también en sus favoritismos.
El padre de Goyito había abandonado el hogar hacía aquel día una semana y cuatro días,
Tenía una confitería no muy lejos de su casa, pero con eso y con todo Goyito no le veía
desde entonces, el pequeño intuía lo que pasaba, porque aunque se encontrar en una
clase para retrasados, se la llamaba para ―Alumnos especiales‖, pero él sabía que
aquella clase era para retrasados, Goyito no era ni mucho menos tonto, y a ello no
ayudaba que su madre no le hubiera dicho nada sobre donde estaba su padre.
En el momento en el que Gonzalo ocupó su asiento y Don Ezequiel comenzó a escribir
seriales en la pizarra, Goyito recordó el día de su cumpleaños y comenzó a morder su
lapicero por simple manía.
Gonzalo Vivenco comenzó a copiar los seriales, que empezaban desde el más fácil hasta
el más difícil, los cuales les resultaban más complicados.
Solo podía observar la cerviz de Goyito agachada sobre su cuaderno. Giró la cabeza
hacia atrás todo lo que pudo y vio a una chica alta cuyo cuaderno estaba notablemente
más repleto de números y sumas que el suyo, la cinta para el pelo se alzo y recibió una
mirada de automático enfado. Gonzalo volvió la cabeza molesto, pues no sabía que
aquella joven con el pelo rubio y algo pegajoso de una suciedad infantil nunca solía
sonreír a nadie, y menos a un desconocido, no era porque Isabel, que así se llamaba la
niña, fuera una chica triste, si no porque Isabel se sentía triste, que aunque lo padezca no
es lo mismo, Porque aquella niña fue alegre y feliz tiempo atrás, solo que hacía un año y
cinco meses aproximadamente que la pequeña Isabel no podía dejar de sentir una
extraña tristeza.
Isabel, en un principio, no debería haber entrado nunca a la clase de educación especial,
pero la tristeza que acarreaba desde que su padre murió de un infarto hizo que Isabel
dejara, poco a poco y a causa de lo incomprensible que era para ella la marcha de su
padre, que abandonara los estudios de los cuales sus progenitores estaban tan
orgullosos, a eso había que sumarle que, desde la muerte de su padre, su madre
decidiera tumbarse cada día unos minutos en el sofá, intervalo de tiempo que poco a
poco fue creciendo cada vez más, esto a su vez, había hecho que la pequeña Isabel
comenzara, al notar que la ropa y la casa seguían sucias, y que a la hora de la comida
nada ocupara la mesa, que ella misma se iniciara en las labores del hogar a la vez que
intentaba salir de la clase de educación especial a la cual había sido exiliada y en donde
ya le había surgido una amiga, Lourdes, la única chica del grupo que hemos nombrado
que tenía la suerte de haber tenido una infancia tan feliz como revoltosa.
Gonzalo perfiló el tres que acababa de escribir en el cuaderno, emitió una sonrisa que no
dejó mostrar sus dientes al intuir que su resultado estaba correcto, pero su número se
convirtió en un garabato al sobresaltarle el grito de Don Ezequiel.
--¡Gregorio!—sonó la voz grave y casi ronca--¡Cuantas veces te he dicho que no
muerdas el puto lapicero!
Gonzalo no supo bien que le sorprendió más en aquel momento si, la esperada, sorpresa
de descubrir en Don Ezequiel un ser grotesco y peligroso, o la pronunciación, en alto y
con furia, de la palabra puto, término que estaba para él claramente prohibido, junto con
otros de igual sonido, por su madre y demás adultos.
Goyito se quitó el lapicero de los labios, que quedaron entreabiertos y mojados con
sorpresa, y miró al profesor fijamente con un claro miedo en sus pequeños ojos.
--Lo siento—casi susurró—Es que tengo manía…
--¡Qué manía ni que cojones!—le interrumpió Don Ezequiel entregando otra palabra
prohibida— ¡Como te vuelva a ver mordiendo el lapicero te quedarás después de clase!
--Si señor.
Después se hizo un silencio tenso como una goma elástica, que envolvió los pocos
minutos que quedaron hasta que sonó el timbre, no obstante, nadie se atrevió ni siquiera
a levantar la mirada de los seriales hasta que Don Ezequiel recogió sus cosas
tranquilamente y salió del aula.
Goyito miró a su alrededor dejando escapar un suspiro de alivio, intercambió otra
mirada con Gonzalo, esta vez ambas desprovistas de sonrisas.
--Eres un tonto.
Gonzalo giró la cabeza y observó como Isabel se burlaba de Goyito, que la ignoraba lo
mejor que podía.
Gonzalo sintió, ante la amenaza de la chica que no emitía una sonrisa para nada, un
inexplicable deseo de defender al muchacho que podía ser el único amigo que tendría en
aquella clase, no obstante, sentía, aunque nunca lo hubiera reconocido, un miedo
prudente respecto a aquella muchacha, lo cual le llevó a cambiar de tema de la manera
más socorrida posible.
--¿Y qué clase viene ahora?..-- peguntó como al aire.
--Plástica—contestó Goyito aún sin sonreír. Isabel había estado mirándolo sin él
saberlo.
--¿No tienes material?—le preguntó con tono burlón.
--No.
--Déjalo, Isabel—le interrumpió Goyito.
Gonzalo miró a la chica de arriba abajo, después giró la cabeza y observó a Goyito, se
sentía entre fuego cruzado.
--No te preocupes—le dijo su nuevo amigo—No creo que la profesora de Plástica te
diga nada.
--¡Y ni se te ocurra arrancar una hoja del cuaderno de Don Ezequiel!—escuchó de
nuevo la voz de Isabel, haciendo que girara otra vez la cabeza.
Suspiró apurado mientras la puerta se abría y aparecía una mujer joven, de pelo moreno
y aire simpático, que saludó con una sonrisa.
Mientras comenzaba la clase, que fue completada con la entrega de un folio y un
lapicero a Gonzalo, este se dio cuenta de que, además de otros tres alumnos, los cuales
no tomarán partido en esta historia, la chica pecosa con aire triste ni siquiera se había
girado mientras se discutía en la clase, y ahora miraba su cuaderno con aire ausente.
NATALIA VIVENCO
Su marido se llamaba Rodrigo Vivenco, el padre de nuestro protagonista se había
casado con ella hacía aquel día doce años y cinco días, pero para ella la fecha de su
aniversario era un dato tan doloroso interiormente que había aprendido a ignorarla para
sobrevivir. Ella era bastante más joven que su difunto esposo, todavía hacía que miradas
anónimas se giraran cuando se cruzaban con ella escondida tras sus gafas de sol grandes
y su pelo recogido con pañuelo.
Hacía ya mucho tiempo que Rodrigo Vivenco salió de su dormitorio y cruzó el pasillo
hasta la cocina, besó a su mujer en la nuca aprovechando su recién cortado pelo rubio y
cogió la taza de café que esta le había preparado.
--¿No te sientas?—le preguntó su esposa sin mirarle.
--Voy con retraso—comentó él—Y Gonzalo ¿Cómo ha dormido?
La pregunta era a causa de la fiebre que su hijo había parecido la noche anterior.
--No muy bien—contestó la mujer.
--Entonces que se quede en casa.
--No quiere—dijo Natalia Vivenco—Anoche insistió tanto en ir al colegio…
--¿Van a hacer algo especial?
--Dice que hoy van a hacer murales para el día del árbol.
El hombre apuró su café.
--Si está durmiendo no le despierto--dijo---Ya lo veré cuando vuelva.
Natalia Vivenco caminó hasta el pasillo y de asomó al dormitorio, donde su hijo dormía
bajo las mantas.
--Me voy, Natalia—le dijo su marido desde la salida—Si no, no llego.
--Hasta luego, cariño—dijo la mujer.
Rodrigo Vivenco bajó las escaleras del bloque en donde vivía, montó en su coche, sacó
de la guantera su identificación como jefe de línea electrificada de la estación II de
trenes y arrancó el vehículo.
No se despidió de su hijo y no le dio un último beso a su mujer.
El jefe de equipo de línea electrificado, que tenía un puesto por debajo de Rodrigo
Vivenco, empujó con poca fuerza la puerta de la sala de recreo, que quedó entornada, y
bostezó cansado.
--Creía que te habías muerto—escuchó la voz de Rodrigo Vivenco desde algún lado de
la estación.
Miró su alrededor sin sorprenderse, moviendo la cabeza muy despacio sin darse cuenta
de que no veía, cuando lo hizo sacó sus gafas del bolsillo de su chaleco y se las puso
con torpeza, estando a punto de meterse una patilla en un ojo, después, la imagen de
Rodrigo Vivenco sobre una de las catenarias se hizo más clara frente a él.
Bajó las escaleras de hierro para saltar al arcén y después a las vías. Miró a ambos lados
casi por inercia antes de darse cuenta de lo absurdo de sus actos, la estación estaría
cerrada hasta que ellos repararan los fallos en la estación que habían provocado el
temporal.
Rodrigo Vivenco observó a su compañero desde lo alto de la catenaria mientras este
sujetaba inútilmente, ya no estaba subido en ella, una escalera de aluminio.
--Te vas a caer—escuchó la broma de su compañero mientras movía con violencia el
potro.
--Deberías estar aquí ayudándome y no durmiendo.
--No estaba durmiendo—respondió, pero era mentira.
Rodrigo Vivenco se balanceó sobre la barra de hierro, saltó a la escalera y bajó con
decisión.
--Hablo en serio—dijo ya abajo—La próxima vez que te escaquees lo denunciaré al
sindicato, estás avisado.
El individuo le miró muy serio y, queriendo, recordó la antiguas rencillas que había
tenido con aquel hombre que ahora golpeaba su hombro con poca violencia. Ese gesto
no era desconocido para ninguno de sus trabajadores, que sabían que Rodrigo Vivenco
no era un hombre de enfadarse durante mucho tiempo.
No obstante, Luciano era el operario que más contratiempos había tenido con Rodrigo, a
pesar de que este siempre intentaba limar las asperezas entre ambos, incluso cuando el
vaso estuvo a punto de colmarse en la cena de navidad, incidente que en aquel momento
estaba recordando, lo poco que podía recordar a causa de la gran cantidad de alcohol en
su cuerpo aquella noche, Luciano Reseña.
Rodrigo buscaba en su caja de herramientas sin prestarle atención, él apenas recordaba
cuando Luciano se acercó a su mujer, los comentarios banales al princip io e insinuantes
después, la mirada de Luciano al escote y al cuerpo de Natalia.
Tras la consiguiente barbaridad que Luciano le dijo a Natalia, que él recordaba como un
educado piropo, vino el puñetazo de Rodrigo y el derrumbamiento de Luciano, con copa
en la mano incluida, sobre la mesa de los canapés.
Rodrigo se disculpó tras el incidente y Luciano hizo lo mismo con Natalia, colorado por
la vergüenza y el puñetazo y achacando su comportamiento a la bebida y a la presión
del trabajo, y a pesar de que ambos hombres tuvieron que comparecer ante los
directivos y fueron expedientados, Luciano se llevó gran parte de la culpa, todo quedó
en un simple incidente, tan olvidado que incluso Rodrigo había animado a Luciano a
colaborar en la primitiva semanal de la empresa.
--No te pongas tan tonto, Rodri—dijo—Sabes que me hace falta trabajar tanto como a
ti.
--No te preocupes—le dijo—Olvidémoslo y acabemos aquí de una vez.
Le hizo un gesto para que cogiera de los pies de la escalera y comenzaron a caminar por
las vías en silencio, Rodrigo Vivenco con su caja de herramientas en una mano. Ni
siquiera tardaron medio minuto llegar hasta el pórtico de señalización.
Luciano Reseña miró a ambos lados encontrando tan solo la gran serpiente de hierro que
era la vía perdiéndose a lo lejos.
--¿Dónde coño está Ismael?—preguntó.
Rodrigo le entregó una mirada intermitente.
--Le he mandado a que revise los gálibos.
Alzó la mano que sujetaba la llave y señaló a unos diez metros de ellos a la subestación
eléctrica.
--Ves y corta la electricidad del pórtico—le dijo—No me gustaría quedarse ahí arriba
pegado.
Luciano seguía observando a su alrededor.
--¡Luciano!--le sobresaltó la voz de Rodrigo— ¡Despierta de una vez, corre y corta la
corriente!
Luciano comenzó a caminar hacia la estación, pero Rodrigo le detuvo.
--Toma las llaves.
--Está abierta—respondió Luciano de mala gana.
Al mismo tiempo que Luciano Reseña entraba en la subestación eléctrica, Ismael
Jiménez volvía de reparar los gálibos, caminando por la vía con la escalera de aluminio,
mucho menos pesada que la que habían portado Rodrigo y Luciano, sobre el hombro.
--¿Todo bien?—preguntó Rodrigo Vivenco antes de subir por la escalera.
--Los he dejado todos nuevos—bromeó el joven trabajador cuando casi quedaban cinco
metros para llegar a los pies del pórtico.
Rodrigo Vivenco apoyó su mano al lado de su boca para incrementar inútilmente el
sonido de su voz.
--Luciano—grito--¿Has cortado la corriente?
La voz de Luciano salió desde dentro, aunque casi inaudible, descifrable.
--Siiii.
Rodrigo Vivenco sonrió el joven Ismael, que le miraba divertido desde abajo, como si
ambos intercambiaran el mismo pensamiento respecto a su compañero de trabajo.
Terminó de subir las escaleras y se acercó a los paneles luminosos del pórtico.
Fue lo último que hizo.
Natalia Bello dejó caer sobresaltada el vaso al escuchar el sonoro timbre, todavía con la
aspirina en la mano, caminó hasta la entrada del pasillo, apoyada en el quicio, se
escondió tras la pared al sonar este de nuevo. Salió sintiéndose estúpida, pero
caminando despacio hacia la puerta.
Sus movimientos eran lentísimos, deseaba en su interior que Gonzalo hubiera olvidado
que siempre debía golpear tres veces largas y dos cortas sobre la puerta, como habían
quedado convenciéndole de que se trataba de un juego, pero el reloj marcaba aún media
hora para que acabaran las clases.
--¿Quién es?—preguntó.
Una voz sonó desconocida al otro lado de la puerta.
--Traigo una pizza.
Natalia se acercó a la puerta para que pudiera escuchar mejor su voz.
--Yo no he pedido ninguna pizza.
Miró por la mirilla, la cara de un adolescente atacado por el acné, distraído, miraba la
nota pegada en el paquete.
--Es verdad—dijo—Disculpe, señora.
Los pasos del joven sonaron apresurados escaleras arriba.
Natalia Bello se apartó de la puerta y volvió despacio a la cocina, miró los restos del
vaso en el suelo y volvió como hipnotizada al salón, en donde, tras derrumbarse en un
sillón que ya venía con el piso, rompió a llorar.
Cinco días después de que Rodrigo Vivenco perdiera la vida en aquella estación, Natalia
Bello, ya viuda, se presentó en las oficinas de la empresa ferroviaria, vestida de riguroso
luto y acompañada de su abogado, uno joven, barato, inexperto, y de Ismael Jiménez,
que ojeroso, recordaba aún el cuerpo electrocutándose de Rodrigo delante de él.
Al entrar en la sala, las miradas de cuatro hombres le hicieron sentir una furia interior,
todavía creciente.
A parte de Luciano Reseña, supuesto responsable de la muerte de Rodrigo Vivenco por
negligencia, en aquella mesa se encontraban el presidente de la empresa ferroviaria, el
vicepresidente y el representante laboral del sindicato de trabajadores.
Su abogado le apartó la silla para que pudiera sentarse.
--Señora Vivenco—se levantó, no obstante, el presidente—Queremos darle nuestro más
sentido pésame por la muerte de su esposo.
Natalia Bello estrechó sin ganas la mano del hombre, el cual cambió repentinamente de
tono de voz para sentarse de nuevo.
--Bueno—dijo—Veamos como podemos compensarla por lo ocurrido.
Miró unos folios que tenía frente a él y que también poseía el abogado, era un informe
exhaustivo del accidente y de la autopsia de Rodrigo Vivenco.
--Según el informe del forense—dijo tratando que sus palabras no sonaran dolorosas—
Su marido murió electrocutado al disponerse a efectuar una reparación en un pórtico
que portaba electricidad.
Natalia alzó la cabeza para hablar.
--¿Dice en el informe como ocurrió?—preguntó.
--¿Cómo dice?
--Ismael dice que lo vio todo—contestó ella--¿Dice ahí como ocurrió el accidente?
El presidente se quedó congelado unos segundos.
--Si, si--reaccionó después mirando el informe—Aquí dice que Luciano Reseña—
Natalia miró a este—Fue a cortar la corriente, pero que Rodrigo Vivenco se dispuso a
efectuar la maniobra antes de que este lo hiciera.
Ismael Jiménez alzó la cabeza, lo que hizo que los cuatro hombres le miraran e
intercambiaran miradas entre ellos, sabían que iba a desmentir aquello.
--Eso es mentira—dijo no queriendo alzar la voz—Yo mismo escuché como le dijo que
había cortado la corriente desde dentro de la estación.
El abogado inexperto alzó la mano, lo que hizo que Ismael callara.
--Mi cliente sostiene que el señor Luciano Reseña le dijo desde dentro de la cabina que
la corriente estaba quitada, cuando no era verdad.
--No—corrigió Luciano tratando de parecer amistoso—Dije no, lo recuerdo
perfectamente, dije Noooo.
--Eso no te lo crees ni tú.
--¡Sabré yo lo que dije!
--Señores—dijo el vicepresidente, el cual no había hablado hasta ahora—
Tranquilicémonos, que ha muerto un hombre.
Se hizo un tenso silencio en aquella sala, el representante sindical fue el único que tuvo
valor para romperlo quizás por su costumbre a hechos como aquel.
--Señora Vivenco—dijo—Nos haremos cargo de los gastos del entierro de su marido y
le prometo que casos como el de su esposo no volverán a suceder.
La viuda de Vivenco alzó la cabeza muy despacio.
--¿Y de que me vale a mí eso?—preguntó ahora enfadada—Mi marido a muerto.
Enseñó las manos a los presentes, como si aquello pudiera darles a entender algo de lo
que ella sentía.
--Si es verdad que hay un responsable de su muerte, debería pagar por ello.
Todos miraron automáticamente a Luciano Reseña.
--Yo ya les he dicho lo que pasó—se defendió este.
--Señora Vivenco—volvió a decir el defensor del trabajador—Hemos estudiado el
informe y hemos estado en el lugar de los hechos y no creemos…
--¿Cómo?—interrumpió el abogado de Natalia--¿Qué han estado en el lugar de los
hechos sin comunicárselo a mi cliente, o en su defecto a mí, que soy su abogado?
El presidente le miró con enfado.
--Este no es un caso ni mucho menos judicial.
--Por ahora—se levantó el joven letrado—Pero no dude que lo llevaremos a los
tribunales si hace falta hasta que salga un culpable.
Natalia se levantó seguida de Ismael, se dirigieron hacia la puerta, que fue abierta por el
atento abogado.
--Y no esperen que vuelva a trabajar mañana—dijo Ismael antes de salir de la
habitación—Presento mi dimisión.
Natalia llegó hasta el umbral de la puerta y se volvió tan solo un momento para observar
a los cuatro hombres, los cuales tres, el presidente, el vicepresidente y el representante
sindical, salen a partir de ahora de la historia.
Fueron a los tribunales con un resultado a favor de Natalia, Luciano Reseña estuvo seis
meses en prisión por incumplimiento del estatuto laboral del ferrocarril y desembarcó
una indemnización de diez mil euros a Natalia Bello, viuda de Rodrigo Vivenco.
Tras el juicio, Natalia Vivenco, que a partir de ahora será Natalia Bello hasta que
hayamos dado por acabada la historia, volvió a una casa que después de la muerte de su
esposo le estaría grande para siempre.
Gonzalo volvió al colegio una semana después, atendido más de lo normal por los
profesores, pronto volvió a ser el Gonzalo Vivenco, el estudiante que flaqueaba en
matemáticas como los demás.
La sensación que sobrecogió a Natalia Vivenco al leer la primera carta, se quedaría
grabada en ella para siempre.
Era un sobre pequeño, cuadrado, que no parecía muy voluminoso, ya había recibido
antes un sobre así, sobre que cuando fue abierto descubrió una nota advirtiéndole de las
desgracias que podían sucederle si no mandaba cincuenta copias a cincuenta personas
diferentes escritas a mano, la carta acabó en el cubo de la basura, olvidada y
desobedecida, y aunque quince días después tuvo lugar la muerte de su esposo, a aquella
mujer nunca se le ocurrió pensar que era consecuencia de la cadena que había recibido.
Observó el sobre durante unos minutos, sin saber qué hacer, lo tocó, lo palpó, lo aplastó
contra sí mismo para intuir que podía portar, cuando al final se convenció de que era
una estupidez pensar que una carta podía traer desgracias varias decidió abrirla.
Al principio no hizo nada, como si las palabras ―PAGARÁS‖ o ―ESTÁS MUERTA‖ no
significaran nada para ella, después sintió algo de miedo, pero todavía no se deshizo de
la misiva, aún sin saber la razón, la abrió de par en par y observó las palabras, impresas
en rojo y en grande, frunció el ceño, intentando convencerse de que aquella carta no era
más que una broma, no había ni remitente ni receptor, la habrían metido en el buzón sin
más.
Tiró la carta tras romperla por la mitad y quiso no pensar en ello, después su hijo llegó
del colegio con la primera nota de los profesores y el asunto de la carta quedó olvidado.
Tras otra semana más, la segunda carta fue introducida en su buzón, esta vez impresa
con letras más grandes y provocando una sensación más pesada y amenazante dentro de
ella.
Gonzalo subió las escaleras casi corriendo sin recaer en la presencia del hombre que,
enfundado en su gabardina marrón, cerraba la puerta de su piso entregándole una
sonrisa sincera.
Una vez que los números dorados que le decían que se encontraba en el tercero B, se
sentó despacio en el último escalón, miró al último tramo de escaleras que había subido
y bajó la vista hasta sus zapatillas, ató sus cordones con calma y se levantó, tras el fugaz
descanso, más animado.
Golpeó conforme su madre le había ordenado que lo hiciera, sonrió para sí al escuchar
los pasos apresurados de la mujer al otro lado de la puerta.
--Hola mamá—saludó antes de que pudiera ver el rostro de su madre.
Dio dos saltos avanzando una distancia que parecieron enormes en su mirada de niño y
se abalanzó al cuello.
--¿Qué tal el primer día, corazón?
Se despojó de la pesada mochila, que su madre cogió antes de que cayera al suelo, y
avanzó por el pasillo a la vez que se deshacía también del abrigo, que su madre volvió a
coger, esta vez en el suelo del salón.
--¿Qué hay de comer?—preguntó caminando hacia la cocina.
--Lentejas.
Se volvió de repente con una mueca de desagrado, observando a la mujer en la
penumbra que pasaba por la ventana.
--¡Jo mamá!—gimió molesto—Sabes que no me gustan las lentejas.
--Y tú sabes que quiero que comas de todo.
Le empujó hacia la cocina removiendo su pelo rubio y se separó de él al entrar en esta
sin perder la sonrisa.
Gonzalo se sentó en la mesa y la miró desde abajo, sintió como ella le cogía por la
barbilla para besar mejor su mejilla.
--Bueno—dijo Natalia Bello bajando los platos del armario—Aún no me has dicho
cómo te ha ido tu primer día.
Gonzalo observó el plato vacio sobre la mesa.
--Bien—dijo.
--¿Bien?—preguntó su madre dejando un cucharón lleno de lentejas sobre su plato--
¿Qué tal tus profesores?
--No están mal—dijo Gonzalo pensativo, sumido en la masa marrón que era su
comida—Pero me han dicho que Don Ezequiel es de lo peor.
Levantó la vista y abrió los ojos desmesuradamente, como si se dispusiera a dar una
mala noticia.
--¡Tenemos reglas!—dijo tratando de asombrar.
--¿Reglas?—preguntó su madre a la vez que ponía su plato sobre la mesa--¿Cómo que
reglas?
--No podemos levantarnos sin su permiso, ni usar otro material que no sea el que él nos
dé.
--Vaya—dijo la mujer fingiendo asombro.
--¡Y dice tacos!—añadió Gonzalo.
Natalia Vivenco cogió su vaso de agua y miró al vacío.
--Eso sí me parece mal.
Bebió agua, volvió la cabeza hacia su hijo.
--¿Y los demás profesores?—preguntó--¿Cómo son?
Gonzalo Vivenco había devorado ya medio plato de lentejas con gran voracidad a pesar
de haber dicho más de una vez que las detestaba, estaba sumido en la conversación con
su madre.
--Bien—dijo tan solo.
--¿Has hecho ya algún amigo?
Gonzalo se acordó de Goyito, pero no quiso aventurar nada con tan solo unas horas de
clase.
--De momento…No.
--¿Y de deberes?—preguntó de nuevo la mujer--¿Qué te han puesto de deberes?
--Solo terminar los seriales de Don Ezequiel.
--¿Quieres que te ayude?
Gonzalo le entregó una sonrisa como respuesta, su madre volvió a revolverle el pelo
devolviéndole la sonrisa, el niño miró su plato vacio y después giró su mirada hasta la
pequeña ventana, en donde el sol iluminaba el diminuto patio que rodeaba el edificio,
sin saber por qué, de repente echaba de menos a su padre.
DARÍO VEGA
Goyito se tapó la cara con las manos, que a su vez estaban apoyadas en las rodillas, y
gimió de cansancio, cuando levantaba la vista podía ver el luminoso cielo a través de la
ventana, adornado con nubes de un blanco deslumbrante, a eso le sumaba el sonido de
los niños en el patio, que se divertían como si el descanso fuera a durar eternamente.
Miró a su derecha a la vez que un grupo de chicos bastante mayores que le miraban
burlándose, como siempre hacían, de los pequeños.
A pesar de que, si no hubiera estado castigado, se hubiera encontrado, como siempre
había estado, solo en el patio, el estar castigado era para él peor que soportar las burlas
de Isabel y Lourdes o de los demás chicos.
En la oscuridad que la palma de sus manos le prestaba, contó mentalmente los minutos
que podían quedar para que las clases empezaran de nuevo. No tenía reloj, y una vez
que tuvo no supo aprender a entenderlo, lo que le acarreaba muchos problemas para
llegar a tiempo a clase y a otros sitios. No podía moverse de allí al menos que llegara
Don Ezequiel y le levantara el castigo, por lo que cuando empezaran las clases se
enfrentaría cara a cara a los insultos de los demás, las risas e incluso los dedos
señalándole y diciendo ―Mira el gordo, romperá el suelo como siga allí sentado‖ y
demás comentarios de idéntica intención.
Intentó no llorar sin levantar la cara, pero pronto sintió las palmas de las manos
mojadas.
--No llores—se dijo a sí mismo.
Tenía hambre, recordó la imagen de su bocadillo, de la nocilla blanca que tanto a él le
gustaba, en el bolsillo pequeño de su mochila y el llanto intentó incrementarse contra su
voluntad.
La voz de Darío Vega hizo que levantar la cabeza asustado, temiendo que aquella voz
que no sonaba para nada como la de Don Ezequiel, en realidad fuera la de él por culpa
de su inexperto oído de escolar.
--¿Estás castigado?
El profesor portaba sus libros sobre el brazo derecho, vestía, además de unos pantalones
vaqueros y desgastado, su ya por todos conocida americana de pana sobre una camiseta
de manga corta, cosa que ningún alumno había visto en otra persona hasta ese momento
en el que el profesor pasó por primera vez al aula de educación especial.
--Si—asintió Goyito secándose las pocas lágrimas que habían escapado a su dominio.
Darío Vega se agachó a su lado sin dejar que los libros de su regazo se precipitaran al
suelo.
--Pero no debes llorar por eso—le dijo con tono suave—Veamos, quien y por qué te ha
castigado.
--Don Ezequiel—dijo Goyito con su voz ya repuesta—No traje los seriales hechos y me
dijo que me quedara aquí hasta que él dijera.
--Bueno—dijo Darío Vega levantándolo con un brazo, pero suavemente no obstante—
Pues ahora te toca conmigo y quiero que estés en mi clase, y si te dice algo Don
Ezequiel le dices que hable conmigo.
Goyito acabó de limpiarse las lágrimas a la vez que el timbre sonaba, se había librado
de las numerosas burlas de los demás, gracias, como otras tantas veces, de aquel
profesor.
Gonzalo Vivenco entró tras Darío Vega, había estado solo, al igual que Goyito cuando
no estaba castigado, en el patio, sentado en las escaleras de entrada y observando a los
demás niños correr y jugar, pero sin sentir envidia de ellos. Corrió y se sentó en su sitito
al escuchar la voz de Darío Vega.
--Vamos, chicos—dijo el profesor dejando caer sus libros sobre la mesa—Sentados.
Una vez que estaban todos sentados, el profesor apoyó las manos sobre la mesa, estando
de espaldas a esta, y saltó, dejando caer su trasero sobre la tabla verde claro de la mesa
de profesores.
--Hoy vamos a leer un poema muy chulo—dijo en un tono coloquial, que, dado su
aspecto, descrito antes, no llamaba la atención para mal—Que el poeta Antonio
Machado escribió el siglo pasado.
Gonzalo Vivenco sacó su cuaderno nuevo, a estrenar, y preparó un lapicero con la punta
también sin estrenar.
--¿Y tú quien eres?—preguntó Darío Vega haciendo que Gonzalo alzara la cabeza
sorprendido.
Miró a ambos lados, como queriendo comprobar si en verdad era a él a quien se dirigía,
todos le miraban curiosos, como si aquello fuera una prueba que tuviera que pasar.
--Yo…-comenzó a decir.
--No tengas vergüenza—dijo Darío Vega dejándose caer al suelo—Que aquí somos
todos amigos.
--Mi nombre es Gonzalo—dijo rápidamente, como si quisiera quitarse un peso de
encima.
--Muy bien, Gonzalo—respondió Darío Vega--¿Quieres hacernos a todos el favor de
repartir el poema?
Sacó de algún lado, Gonzalo no pudo verlo bien, un pequeño taco de folios, que le
tendió a la vez que él se levantaba.
Fue repartiendo el poema sin mirar de que se trataba, aunque nunca le había interesado
especialmente la poesía, cuando hubo acabado volvió a su sitio con el último folio, que
sería ya suyo para siempre, y se sentó pensando que Goyito le había entregado una
sonrisa e Isabel una mueca de burla.
--Muy bien—dijo Darío Vega--¿Hay alguien que quiera salir aquí a leer el poema?
Miró a ambos lados de la clase, esperando a que algún alumno tuviera el atrevimiento
de salir.
--¿Por qué no tú, Lourdes?—preguntó el profesor mirando a la tímida chica de pecas—
A ti se te da bien leer.
La chica se encogió de hombros y saltó de su silla, se encaminó entre los pupitres
permitiendo que Gonzalo la viera bien por primera vez.
Cuando ya estaba frente a todos, se puso muy recta, con las piernas juntas, y el poema
casi pegado a la cara.
--―Recuerdo Infantil‖—leyó.
Gonzalo leyó el folio en donde, con letra de ordenador de un tamaño algo grande, estaba
impreso el poema.
--―Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian…‖
Lourdes leyó el poema sin ningún error, después, aplaudida por el pro fesor, volvió a su
sitio con un paso mucho más animado que antes, como si el haber leído aquel poema le
hubiera resultado divertido o incluso revitalizador.
--Muy bien, chicos—dijo Darío Vega saltando de la mesa y volviéndose hacia la
pizarra—Este poema es del señor Don Antonio Machado…
Escribió en la pizarra el nombre del poeta y las fechas de su nacimiento y su muerte,
después se volvió hacia los chicos y comenzó a hablar.
Durante todo el camino de vuelta a casa, Gonzalo Vivenco leyó varias veces el poema,
intentando memorizar algo, llegó a un semáforo todavía con el folio frente a la cara,
como si aquellas palabras fueran para él alguna nueva droga de la que no pudiera
librarse, de repente una mano lo paró en seco y tuvo que apartar la vista de la hoja para
averiguar de quien se trataba.
Un hombre alto, vestido de gabardina marrón, le había puesto la mano en el pecho.
--Cuidado chaval—le dijo—El semáforo está en rojo.
Gonzalo Vivenco sonrió amablemente.
--Lo siento—dijo—Gracias por avisármelo.
El hombre se puso a su lado, mirando al frente, observando, al igual que Gonzalo hacía,
su reflejo en la luna del local abandonado de enfrente.
--¿Eres nuevo en la ciudad?—escuchó de nuevo la voz del hombre.
Alzó la mirada y observó el rostro sonriente del individuo a medio metro sobre él, de
improviso, como si estuviera programado, una antigua lección de su madre le vino a la
cabeza, no debía hablar con aquel caballero, pues no lo conoc ía de nada, y los
desconocidos podían resultar en ocasiones, bastantes ocasiones, peligrosos.
Miró al frente sintiendo un repentino miedo, centrando su vista en su reflejo en el cristal
de enfrente, sin atreverse ni siquiera a observar al hombre en aquel cristal, a su lado,
mirándole sonriendo de vez en cuando.
El hombrecillo rojo que habitaba en el semáforo se esfumó a tiempo que Gonzalo
saltaba literalmente a la calzada y comenzaba a correr, las palabras ―Espera, chaval‖
resonaron en su oído hasta que subió las escaleras, franqueaba al vecino sonriente, que
salía de su piso a la misma hora que él llegaba, y llamaba a la puerta con sus toques ya
conocidos.
--¿Qué ocurre?—preguntó su madre al ver qué pasaba de ella directamente.
Gonzalo corrió a la cocina aún con el poema en la mano, que se había arrugado al fuerte
agarre que había producido en él el miedo, y llenó una vaso de agua hasta arriba,
después llenó otro, ambos los tragó con un ansia sorprendente.
Miró a su madre, que le miraba preocupada en el quicio de la puerta.
--Nada—respondió—Solo que tengo sed.
Se dio cuenta de que no se había desprendido de su mochila ni de su abrigo, al hacerlo,
su madre se apresuró a coger ambos, y, casi por instinto, cogió el folio que su hijo tenía
aferrado.
Mientras Gonzalo se sentaba en la mesa de la cocina, su madre volvió leyendo el
poema.
--Es una poesía que me ha dado el profesor de lenguaje—dijo Gonzalo mirando al
vacío.
--De Antonio Machado—corroboró la mujer todavía de pié.
--Si.
--¿Y qué tal es ese profesor?—le preguntó Natalia sentándose a su lado.
--Mmmm…--pensó Gonzalo—No se parece a Don Ezequiel.
--¿Quieres merendar?
Gonzalo saltó de la silla y corrió hasta el sofá.
--Pero viendo la tele.
--¿Y los deberes?—se levantó su madre.
--Los haré después, lo prometo.
Cuando ya se había sentado en el sofá, recordó que se había dejado el poema en la
cocina, volvió corriendo y lo cogió, llevándolo a su lado de regreso al comedor.
LOS HERMANOS RESEÑA
Hacía algo más de tres años que Luciano Reseña había abandonado su celda de la cárcel
Poligonal y acudido, por orden del guarda, a la sala de visitas.
Ni siquiera se sorprendió al encontrar allí a un hombre no mucho más alto que él, con el
pelo negro, que empezaba a caerse de su cabeza, y adornando su boca con un cigarrillo
apagado, fue aquello, tan solo, lo que le llamó la atención, lo señaló rápidamente con la
mano mientras se sentaba.
--Aquí no me dejan fumar—se quejó el tipo.
Alrededor suyo, los demás presos apenas podían verse, estaban ocultos en los abrazos y
los besos que sus familiares, las conversaciones animadas y algunas lágrimas de
añoranza, en cambio él tan solo tenía al hombre allí sentado, que tonteaba con su
cigarrillo apagado.
Era diferente en los demás módulos, donde guardaban a los asesinos de primer y
segundo grado, a los atracadores con agravante de asesinato y a los violadores, allí los
familiares estaban separados por una mampara trasparente e irrompible, en su caso, a él
le habían condenado por negligencia en el trabajo, podía considerarse afortunado.
--No hacía falta que vinieras—dijo Luciano apoyando los brazos sobre la mesa—Tan
solo me queda un mes para salir.
El hombre se quitó el cigarro de la boca como si estuviera encendido.
--¿Qué piensas hacer cuando salgas?--preguntó.
--No lo sé—contestó Luciano echándose para atrás en su silla—Con esta mierda nadie
querrá darme trabajo…
--Por eso no te preocupes—le interrumpió su visitante—Yo te daré trabajo, eres mi
hermano y debo…quiero darte trabajo.
Luciano Reseña miró con disimulo a su alrededor, abarcando con el rabillo de su ojo al
guarda que había tras él.
--Entonces no sé a qué te refieres—dijo.
El tipo estiró los brazos como sorprendido.
--Pues a qué me voy a referir, hermano—se quejó—A la tía esa que te metió aquí.
Luciano agachó la cabeza de repente.
--Baja la voz, gilipollas.
El hombre se agachó haciendo que su caras quedaran muy juntas, fue eso lo que hizo
que el guarda se acercara a ellos y simplemente les observara más atentamente, los dos
hombres volvieron a su posición original dándose por aludidos de la advertencia.
--Aquí no podemos hablar de eso—dijo Luciano casi en un susurro.
--No te preocupes—respondió su hermano también en voz baja—Yo tengo pensado
algo, al menos para advertir a esa zorra.
--Haz lo que te parezca—respondió Luciano—Yo estoy aquí metido, nadie podrá
echarme la culpa de nada.
El tipo se levantó, no se despidieron, tan solo se miraron fijamente antes de que este
saliera, conforme fue abandonando la lúgubre prisión, encendió su ansiado cigarro.
Caminó casi un kilómetro sin poder dejar de darle vueltas a la cabeza, abandonó el
polígono y llegó a un solitario parque, donde unos chicos de nacionalidad
centroamericana fumaban y bebían de una litrona, recayó en la cabina telefónica a la
que habían profanado con grafitis y roto los cristales, todos ellos pulverizados en mil
pedazos y esparcidos por el suelo.
Estaba lejos de ninguna parte, pero toda precaución se le hacía poca. Avanzó con
decisión y entró en la cabina, Descolgó e introdujo sin pensar dos monedas, lo que hizo,
por miedo a que su dinero fuera engullido por el aparato, que sacara rápida y torpemente
del bolsillo de su abrigo un papel verduzco y arrugado, lo extendió sobre la bandeja sin
preocuparse de apartar algunos cristales que habían ido allí a parar y marcó el número
de la hoja de la guía telefónica con decisión, apretando mucho los dedos en las teclas.
Después de dos toques, una voz femenina respondió.
--¿Diga?
--¿Es la señora Natalia Vivenco?
--Si—respondió la voz—Soy yo.
En esos momentos se quedó congelado, como si el sonido de aquella voz, femenina y
suave, voz que no escuchaba desde hacía años, le hubiera tranquilizado de tal manera
que no pudiera cumplir su cometido, de repente repasó mentalmente los pasos que había
seguido hasta llegar a ese momento y ese lugar.
--¿Diga?—preguntó de nuevo la voz.
Lo soltó todo de golpe, como si las palabras le quemaran en la boca.
--Zorra, puta, te vamos a matar…
Colgó el teléfono y prácticamente saltó de la cabina, caminó apresuradamente, como si
se alejara de la escena del crimen más dantesco, subió al primer autobús que encontró,
que casualmente había parado a su paso, y se sentó respirando entrecortadamente.
Miles de frases sin sentido anidaban en su cabeza…
“Ha sido un milagro encontrar un autobús parado, la ocasión perfecta para huir, que
aquella mujer de voz suave nunca podía culparlo de nada, ya estaba hecho, que
alivio…ya podían tener esa voz las prostitutas del local del…”
Aquello había sido más difícil que enviar las primeras cartas. Aquello no era escribir
con rotulador en un folio ni echar el sobre al buzón de un piso, aquello implicaba su
voz, algo que le hacía sentir más cerca de la mujer que esperaba al otro lado del hilo y
que seguramente…
--Mierda—pensó—Seguramente esa mujer no tiene culpa de nada…Tan solo ha perdido
a su marido por culpa del inútil de mi hermano…
Se levantó al sentir el frenazo del autobús chocando con las personas que viajaban de
pié, también saltó al suelo, como lo había hecho al salir de la mancillada cabina, y
caminó, aún sabiendo que todavía estaba muy lejos de ningún sitio, caminó sin levantar
la mirada del suelo.
No fue a casa, si no que se adentró en el concluido bar al que siempre acudía. La
soledad de su casa le habría hecho pensar y, quizás, tener remordimientos sobre sus
actos, aquella cafetería, además de refugiarse mentalmente en los movimientos y
conversaciones de los demás clientes, era la cafetería a donde siempre acudía desde que
era joven. El camarero se acercó a él sonriente, pidió un café y, alzando la voz para que
quedara claro, preguntó la hora, el mozo, después de mirar el reloj de la pared, se la dijo
amablemente.
--Perfecto—pensó.
El reloj de la pared, retrasado media hora desde hacía años, le podía ayudar en el caso
de que aquella mujer dijera algo sobre las llamadas, el reloj, el camarero, y los demás
aficionados al café y la cerveza, podían ser una buena coartada.
--Lo que sería perfecto—pensó—Sería contratar a alguien que no tuviera reparos en
enviar esas cartas o hacer esas llamadas, porque yo…
Su hermano pensó al otro lado de la línea mientras él acababa su tercer café.
--Muy bien—dijo Luciano—De todas formas, es mejor que no nos relacionen con esa…
--hubo una interferencia—He conocido a alguien aquí, saldrá dentro de tres meses.
--¿Tres meses?
--Si, es mejor contar con tiempo, dice que hace cualquier cosa por dinero, ni siquiera
tiene a donde ir, me ha parecido un poco caro pero…
--¡Un momento!—le interrumpió el hombre alzando la voz por encima del gentío--¿Qué
es exactamente lo que le has dicho a ese tipo que haga?
--Lo normal, llamarla un par de veces a la semana, seguirla por la calle o incluso,
siempre que no le pillen, amenazarla cuando se encuentren a solas…
Pensó un momento, sin disimular su preocupación con una mueca.
--No le he dicho que le escriba anónimos de esos porque no sabe escribir…--continuó
Luciano Reseña al otro lado.
--¿Y hasta cuándo va a estar…?
--Supongo que hasta se vaya de la ciudad…--hubo una pausa—Perdona Jaime, me dicen
que tengo que colgar.
--Adiós.
Colgó y salió del bar, estuvo dando vueltas a la manzana hasta que tuvo valor para
volver a la soledad de su casa, esa soledad que aquella noche no dejó de carcomerle la
conciencia.
UN CHICO NUEVO EN CLASE
Cuando la puerta de la clase se abrió y Gonzalo Vivenco observó con sorpresa al chico
nuevo, pensó que aquel chaval también sufriría el discurso de reglas y las miradas
curiosas de los alumnos de la clase especial, pero no fue así, tan solo entró aferrado por
los hombros, conocía de sobra aquella sensación, por Don Ezequiel.
El profesor había recibido al joven una hora después de que sonara el timbre, venía
escoltado por dos policías locales, pues aquella mañana debía de haber ingresado en la
clase de educación especial, pero Eduardo no lo creía conveniente, y aprovechando la
poca atención que sus padres mostraban en él había decidido no asistir, después de todo,
y como se había dicho a sí mismo aquella mañana: ―A nadie le gusta que le tomen por
tonto y lo metan en una clase de tontos‖.
La policía lo había encontrado, después de las pertinentes llamada realizadas por Don
Ezequiel, director del centro y responsable de los alumnos en el mismo instante en el
cual entraban por la puerta, fumando en un parque, y lo había llevado a la escuela, en
donde, tras sentarlo en la silla del despacho de Don Ezequiel, estaría a salvo.
Lo acompañó por el pasillo apresado de un brazo, sin decir palabra alguna, cuando la
puerta se abrió y la profesora de artes plásticas giró la cabeza, haciendo que su pelo
cobrizo de veintimuchos años, una edad que no le había permitido perder su belleza
femenina, ondeó ligeramente como en un anuncio de champú, Don Ezequiel emitió una
sonrisa que resultó claramente ridícula.
--Buenos días—saludó.
La profesora miró al chico nuevo y, como movida por un instinto maternal, le arregló la
solapa de la cazadora vaquera que los policías le había deformado, aquello hizo que se
ganara el respeto del joven, un respeto que era difícil de ganar, pero por alguna
casualidad en aquel momento, Clara Berlanga, profesora de artes plástica y psicóloga,
tuvo el detalle de arreglar el cuello de la cazadora favorita del joven, y gracias a ese
gesto se libraría de las diabluras del chico.
--¿Y este chico quién es?—preguntó sonriendo al muchacho.
--Se llama Eduardo Menéndez—dijo Don Ezequiel como si describiera a un espécimen.
La profesora cogió un folio de su mesa, se lo entregó junto con un lapicero y señaló el
sitio más apartado de la clase, curiosamente el que Eduardo había deseado al entrar en
clase.
--Siéntate ahí y dibuja algo, lo que quieras.
El muchacho caminó entre los pupitres ignorando las miradas curiosas de lo demás
alumnos.
--Vamos, chicos—dijo la profesora dando unas palmas—Seguid con lo vuestro.
Solo entonces se volvió hacia Don Ezequiel.
--No es una buena pieza—le dijo el director.
Clara Berlanga miró al joven, que dibujaba sumido en sus pensamientos.
--No creo que sea muy peligroso—dijo medio bromeando.
Don Ezequiel se dispuso a salir de la clase, no sin antes otear con disimulo el cuerpo
bajo, relleno, pero joven y con su pelo de anuncio de champú, de la profesora.
Clara volvió a su mesa y observó a sus alumnos por encima del libro, después bajó la
guardia confiada, toda la clase quedó en silencio.
Gonzalo caminó entre los adoquines que llevaban hasta las escaleras de entrada y
observó a Goyito saludarle desde arriba de estas, a pesar de que el descanso estaba ya
avanzado, el chico seguía devorando su bocadillo.
--¿Qué haces?--preguntó subiendo los escalones.
--Aquí—respondió Goyito encogiéndose de hombros.
Se sentó a su lado y miró a los demás correr y jugar delante de él.
--¿Eres nuevo en la ciudad?—escuchó la voz del chico.
--Si.
--¿Has venido aquí con tus padres?
Fue la edad de Gonzalo lo que hizo que no deparada en lo estúp ido de la pregunta.
--No—contestó mirándole—Solo con mi madre.
Goyito, debido también a sus años, uno menos que Gonzalo, no recayó en la posibilidad
de que el padre de su amigo estuviera muerto.
--Mi padre también se fue un día y no volvió—dijo—Se separaron.
A pesar de que se había sentido algo cortado a causa de la respuesta, tampoco había
crecido lo suficiente para saber si debía contar aquello.
--No se han separado—dijo Gonzalo con algo de tristeza—Mi papá murió.
Esta vez la vergüenza de Goyito fue bastante mayor.
--Lo siento mucho—contestó al igual que Gonzalo se presentaba, conforme le habían
enseñado sus padres.
--No pasa nada.
Estuvieron un rato en silencio, ambos sin saber que decir, fue Goyito el primero que se
dio cuenta de la presencia del chico nuevo, que había llegado caminando hasta un lugar
en el patio frente a ellos.
--¿Es ese el chico nuevo?—preguntó frunciendo los ojos causa del sol.
--Si—dijo Gonzalo alzando la vista—Es Eduardo.
Dijo su nombre como el que pronuncia el nombre de un conocido o una persona de
confianza, aquello hizo que Goyito, confiado y creyendo que su racha para hacer
amigos, que había empezado con Gonzalo, no había acabado todavía, se levantó
animado.
--Vamos a hablar con él—dijo sonriendo.
La sonrisa de Goyito, que hacía que sus hoyuelos se volvieran de un colorado suave,
contagió a su vez a Gonzalo.
Bajaron la escalera casi corriendo y caminaron animadamente hacia él, Eduardo alzó la
vista y les miró seriamente.
--Hola—saludó Goyito—Ti eres Eduardo, ¿Verdad?
Gonzalo apenas pudo ver como Eduardo entregaba una sonora bofetada a Goyito antes
de que el puño del chico le golpeara en el estómago. Cerró los ojos en un gemido de
dolor a la vez que todo el aire escapaba de sus pulmones, se derrumbó en el suelo
mientras escuchaba el llanto de Goyito, un llanto infantil y ruidoso.
--Se lo diremos a Don Ezequiel—le escuchó decir entre llantos.
Los pasos de Eduardo se alejaron despacio, Gonzalo entreabrió los ojos y pudo ver al
chico sonriendo y mirándoles mientras se alejaba, no supo muy bien que fue lo que
sintió en ese momento, una sensación parecida a la que sintió cuando su madre le dijo
que su padre ya no volvería, odio.
Don Ezequiel se acercó a los chavales, ya más calmados y menos doloridos, y les miró
desde arriba, Gonzalo y Goyito, sentados en las escaleras le miraron con unos rostros
casi idénticos.
--¿Estáis bien?—preguntó el profesor, no obstante sin mostrar siquiera un tono amable.
--Si—contestó Gonzalo.
A parte del dolor que todavía sentía en la boca del estómago, se sentía indignado y
avergonzado, Don Ezequiel se incorporó y se disponía a marcharse cuando se volvió
solo un poco al escuchar la voz de Goyito, todavía sumida en el llanto.
--¿Le va a castigar?
--Claro—dijo el hombre secamente.
Aquello no les alivió ni siquiera un poco, y una nueva sensación, la impotencia, les
sobrevino a ambos.
Gonzalo miró a Goyito a la vez que el timbre les avisaba del regreso a las clases y supo
que sentía lo mismo que él.
--Es un imbécil—dijo.
Intentaba aliviarle, o puede que aliviarse él mismo, callados, subieron las escaleras
hacia el edificio.
VOLVAMOS AL PASADO (LA PALIZA)
El incesante ruido del viejo congelador y la humedad de los estrechos pasillos, hacían
que los productos no entregaran la confianza que debían entregar a los compradores,
esto hacía que muchas personas hubieran dejado radicalmente de acudir aquel pequeño
multiprecio y haberse decantado por grandes superficies, en donde la calidad era
sinónimo de voluptuosidad. Para Natalia Vivenco, una mujer que a partir de la muerte
de su esposo y hasta que ella no encontrara un trabajo tenía que mantenerse ella y su
hijo, aquel economato era una salvación.
Natalia, caminó sumida entre los pocos peatones que se atrevían a habitar la calle
aquella mañana de invierno, en donde los termómetros mantenían su mercurio rojizo
entre los cero y los dos grados de temperatura, cuando llegó a la puerta del pequeño
economato la empujó sin fuerza, agarrotada por el frío.
Saludó al chico que se hallaba detrás de la caja, que había ocupado el puesto del padre
mientras este colocaba tarareando los cartones de leche entera en el armario del fondo.
Caminó entre los pasillos tranquilamente, sabiendo que tenía tiempo de sobra y
aprovechando el poco, el establecimiento carecía de calefacción, pero reconfortante
calor del comercio.
La primera vez que se cruzó él ni siquiera le miró, tan solo sintió su presencia como se
siente la presencia de una persona que camina a tu lado por la calle, sumida en su rutina
y prescindible en la de uno mismo. Después, al girar otro pasillo, observó sin mucho
afán que, a pesar de los dos dueños del local, tan solo estaban ellos.
Se cruzaron en un pasillo, haciendo que sus cestas de plástico verde estuvieran a punto
de chocar, Natalia le entregó una sonrisa de amable saludo y el tipo le hizo un ademán
con la cabeza.
No se le veía la cara, que sumándole la actitud cabizbaja del individuo, estaba envuelta
en una bufanda y tapada con una gorra madrileña, este misterioso aspecto hizo que el
dependiente, conforme fue llegando a la caja, borró como por instinto su sonrisa de
chico adolescente y cobró las dos latas de albóndigas sin mirarle, cuando el tipo ya
había franqueado la caja, la sonrisa volvió a mostrarse al ver el rostro sonriente de
Natalia.
--Señora Vivenco—dijo mientras el sonido de la puerta sustituía la inexistente
despedida del desconocido--¿Qué tal todo?
--Bien—respondió ella—Gracias Samuel.
El chico introdujo las cosas de la mujer en una bolsa y se la entregó, como era su
política solo con las mujeres guapas, tras una breve despedida, la puerta volvió a sonar.
Natalia Vivenco caminó cincuenta metros antes de llegar al primer semáforo sumido en
unos pensamientos tan rutinarios como inocentes, haciendo planes para el resto del día,
pensando que preparar para la comida y recordando la colada abandonada en el cesto de
mimbre, al lado de la lavadora.
No hizo ningún gesto de sobresalto al sentir como estiraban de ella desde detrás, quizás
porque el frío había mermado los poco reflejos que una mujer adulta que no practicara
ningún deporte y no tuviera ninguna especialidad, tan solo se dejó manejar hasta que
pudo ver el rostro, tapado casi por completo, del hombre del supermercado.
En una milésima de segundos, aunque sintiendo poco a poco el miedo crecer en su
interior, pensó en varias posibilidades, ninguna relacionada con las amenazas que había
estado recibiendo, la primera posibilidad fue que ella se hubiera dejado algo olvidado en
la tienda, y aquel hombre hubiera corrido hasta alcanzarla para devolvérsela
amablemente, esta posibilidad hubiera sido acertada de no ser porque ella misma le
había visto abandonar el establecimiento delante de e lla, la segunda posibilidad era si
cabía más disparatada, que aquel caballero la hubiera visto en el supermercado y, por
alguna razón, vestía de negro sobre negro, sin maquillar y despeinada, se hubiera
sentido atraído por ella, queriendo decirle algo, o invitarla a un café, al verla en ese
semáforo.
Las posibilidades se esfumaron como lo que eran, absurdas posibilidades, cuando algo
metálico y romo chocó contra su cara, no obstante, creyó escuchar un sonido
plastificado, pero todavía podía sentir las bolsas colgando de su mano.
Quedó sentada en el suelo, sintiendo como debajo de su mano su ojo se hinchaba
paulatinamente, lanzó un gemido de dolor mientras observaba a su atacante con el ojo
sano, el hombre de negro balanceaba la bolsa mirándola fijamente.
--¿Qué hace?—dijo en un gemido inaudible.
Un nuevo golpe en un lateral de la cabeza, la tumbó de nuevo. El sujeto se acercó a ella
y la miró desde arriba mientras Natalia sentía su sangre caliente resbalar por su cara.
Sintió un golpe en el estómago, la bota del agresor salió de su vientre haciendo que la
bolsa que usaba como arma se tambaleara. Intentó escapar de la única manera que su
cuerpo asaltado le dejaba, arrastrándose por el suelo, pero la bota del individuo entró
otra vez en su estómago, arrebatándole toda la respiración de su cuerpo.
Cuando la bota se dispuso a golpearla otra vez, consiguió detenerla con las manos,
sintiendo como su dedo se quebraba ante el acero recubierto de piel y haciendo que
gritara de dolor.
--¡Por favor!—pidió entre sollozos--¡Le daré todo el dinero que tengo, pero no me
pegue más!
Un nuevo golpe de bolsa hizo que casi perdiera la consciencia, lanzándola contra el
suelo y sintiendo el asfalto golpeando con violencia su parietal derecho y haciendo,
curiosamente, que su ojo morado se resintiera.
Rompió a llorar amargamente, encogida en el suelo y retorciéndose de dolor, el tipo se
agachó solo un poco sobre ella, la única ocasión que más cerca estuvo de aquel medio
rostro oculto por una bufanda y una gorra.
--Hijo puta—gimió Natalia en el suelo.
El tipo se incorporó, pareció fruncir el ceño bajo su tela protectora y golpeó con la
planta del pié la cara de la muchacha.
--¿Hijo puta?—gritó--¿Hijo puta?
Fue una voz, un ―alto‖ lo que hizo que el tipo se volviera todavía con el pié levantado,
girada la cabeza y, sin asegurarse siquiera de si pasaba algún coche por la calzada,
saliera corriendo para desaparecer calle abajo con una extraña rapidez.
Solo su voz se escuchó alejándose.
--Vete de la ciudad, Cacho Puta.
Intentó incorporarse, pero quedó sentada en el suelo, apoyándose con su mano sana
mientras los pasos del viandante que había dado el alto se acercaban a ella, buscó su
bolsa de la compra, arrebatada de su mano en algún momento de la paliza que ella no
consiguió recordar ni siquiera mucho tiempo después, alejada de ella permanecía casi en
medio de la calle, con la mitad de sus productos esparcidos por el asfalto gris y gélido, y
siendo rozada cuando los coches pasaban a su lado.
Las manos de Samuel, que quería devolverle una lata que, efectivamente, se había
quedado abandonada en el supermercado, la sostuvieron como pudo cuando por fin
perdió el conocimiento.
El agente apoyó su mano en el revólver al ver a la mujer sentada en la cama, que, ya
algo repuesta de sus heridas, miraba por la ventana del hospital, como si aquel arma
fuera a protegerle de la siempre desagradable y amarga visión de una mujer sufriendo o
que haya sufrido.
El otro agente, que no vestía de uniforme dado su rango, se había presentado como
comisario, se había sentado al lado de la cama, cogiendo con confianza una silla para
visitas.
--¿Cuándo podré ver a mi hijo?—preguntó Natalia Vivenco con voz rota y sufrida.
El comisario bajó su libreta y golpeó con deliberación en ella con su lapicero.
--Le diré que pase—dijo levantándose y haciéndole un gesto a su compañero, el cual
salió de la habitación instantáneamente.
--Si recuerda algo más—dijo sacando una tarjeta de su americana y dejándola sobre la
mesa.
Caminó dos pasos hacia la puerta y se volvió despacio.
--Siento mucho lo que le ha ocurrido—dijo—Le prometo que encontraremos al que le
hizo daño.
Natalia Vivenco asintió, a pesar de que el comisario ya se había vuelto para salir.
Gonzalo Vivenco caminó delante del agente hasta llegar a la puerta que, abierta, dejaba
ver el cuerpo de su madre, vestido con el camisón azul del hospital y con el dedo
entablillado y el ojo oculto bajo una gasa, y la cabeza parcialmente vendada. Se quedó
parado frente a ella.
El agente había desaparecido por el pasillo como lo había hecho horas antes el hombre
que la había atacado, a Gonzalo no lo había recogido nadie cuando e l timbre había
sonado, tras esperar un par de horas, el director del centro, un director mucho anterior a
Don Ezequiel, y mucho más generoso que él, salió del edificio, franqueando el patio
despacio y mirando al suelo, no buscó las palabras apropiadas a pesar de que su carrera
incluía tratar con niños todos los días, tan solo le dijo, y Gonzalo lo recordó durante
mucho tiempo que ―Le han pegado a tu madre, ven, te llevaré al hospital‖
Gonzalo frunció el ceño, saltó del banco en donde estaba sentado y caminó a su lado,
después subió al Opel corsa rojo del hombre y esperó a que este arrancara. No habló en
todo el camino, las palabas ―Le han pegado a tu madre‖ resonaban en su cabeza
incesantemente, más que nada porque él pensaba que a las personas mayores no les
pegaban, a él sí, le habían pegado muchas veces, y como ser humano que era, y eso
conllevaba unos sentimientos que eran sensibles, se había intentado defender muchas
veces, con mayor o menor suerte, pero a las personas mayores no les pegaban, volvían
tarde de trabajar, fumaban o incluso, en el peor de los casos, se morían, como le había
pasado a su padre, pero nunca había conocido a una persona mayor que a la que la
hubieran pegado.
Mientras reflexionaba sobre este tema, quiso llorar, la presión de su pecho era tan fuerte
como el día que supo que su padre ya no volvería de trabajar, en ese momento creyó que
también su madre no volvería a recogerle del colegio y, ante la pasividad del profesor,
que ni siquiera se dignó a entregarle unas palabras de apoyo en medio del tráfico,
rompió a llorar como el niño que era.
Natalia alargó su brazo sano y mostró una sonrisa lo más alegre posible.
--¿No vas a darme un abrazo?—preguntó.
Tan solo entonces Gonzalo caminó con rapidez hacia la cama, pero subió despacio a
ella, siendo consciente de las lesiones de su madre a pesar de ser un niño, y la abrazó
fuertemente, escondió la cabeza en el pecho de su madre y rompió a llorar
ruidosamente. El agente que había desaparecido por el pasillo y volvía de tomar café,
escuchó el llanto de Gonzalo, infantil y ruidoso, que mojaba sin piedad el pijama azul
de su madre, se quedó parado en silencio, para adentrarse apresuradamente en el lavabo
y poniendo como improvisada excusa que el café le había bajado muy deprisa.
ACECHANDO EN LA NOCHE
Eduardo no les miraba, y a pesar de que Goyito ni siquiera se atrevía a volver la cabeza
hacia el asiento del chico, Gonzalo le observaba enfadado.
--Deberíamos decirle algo—protestó—No es justo que nos trate así.
Goyito le miró tan solo un instante, estaba dibujando en una hoja de su cuaderno, por
supuesto no el cuaderno de la clase de Don Ezequiel, una especie de cerdo comiendo en
un bosque.
--Déjalo—dijo—O nos pegará otra vez.
Gonzalo le miró dibujar, callado, y tuvo la impresión de que aquel acto, el hecho de
plasmar algo en un papel, calmaba o consolaba a su amigo.
--¿Te gusta dibujar?—le preguntó.
Goyito levantó la cabeza y miró a ambos lados, como si buscase la voz que le había
preguntado, en realidad quería que nadie se enterada de su afición, sobre todo Isabel,
que por suerte ahora estaba bastante ocupada hablando con Lourdes, apoyada en su
mesa descaradamente.
--Si—contestó—Pero no se lo digas a nadie, porque me dirán que dibujar es de niñas.
Gonzalo frunció el ceño, nunca, y aunque su vida era todavía relativamente corta, había
oído que hacer un dibujo fuera algo más propio de las niñas que de los varones, ya que,
a pesar de lo poco que sabía de arte, no conseguía recordar ningún pintor que fuera
mujer.
Un grito que asomó por la puerta interrumpió sus pensamientos, fue como un golpe
grave en la superficie del aire, algo que hizo que se formara un repentino silencio y que
cada uno de los confiados alumnos que había en aquella clase corriera a su asiento con
el corazón sobresaltado.
Ese choque ambiental solo podía deberse a Don Ezequiel.
--¡A sentarse todo el mundo! ¡Coño!
Gonzalo plantó el culo en su silla, la que, por suerte, estaba casi a su lado, y centró la
vista en la pizarra, temiendo encontrarse con la mirada del profesor y, por alguna razón
que ni siquiera podía imaginarse, despertar su furia.
--¡Vamos Isabel!—gritó el profesor mientras, la muchacha volvía a su pupitre--
¡Siempre te tengo que encontrar con Lourdes hablando!
Tiró su cartera sobre la mesa y observó la clase con una panorámica iracunda.
--¡Me tenéis arto!
Ningún chaval supo si se dirigía a toda la clase o todavía estaba hablándoles a las
chicas, pero el momento de silencio siguiente hizo que se corroborada la intuición
general.
--¡Vamos!—gritó con mucha más fuerza— ¡Sacad los cuadernos!
Gonzalo sacó su cuaderno y lo dejó abierto sobre la mesa, suspirando aliviado por haber
hecho algo que no había hecho desde hacía varios días, los seriales que Don Ezequiel
les mandaba de deberes.
El profesor empezó a caminar entre las filas, mirando con mirada seria los cuadernos de
los alumnos, sacudiendo un bolígrafo contra la palma de su mano, como si de un garrote
se tratara.
Lo único que podía pensar Gonzalo era que su suerte se hubiera alargado y que Do n
Ezequiel pasara por su lado sin pararse, sin detectar los, posiblemente bastantes, fallos
que pudieran tener su trabajo de cálculo.
No fue así, tras pasar de largo dos pasos, Don Ezequiel se detuvo haciendo que los ojos
de Gonzalo se agrandaran y retrocedió sin volverse.
--¡Vivenco!—dijo con su frialdad característica--¡Esos número más rectos!
Y siguió caminando, no por mucho rato, pues, sin dejar que Gonzalo respirara hondo su
por su salvación, se detuvo en seco al ver el cuaderno de Isabel.
--¿Cómo?—pregunto con un enfado creciente--¿No has hecho los seriales?
Isabel no era un chica que se considerada cobarde, los mayores nunca le habían hecho
temer por nada, y tan solo podía recordar una vez en su vida que había temido por algo,
aquella vez que, al igual que Gonzalo, supo que su padre no iba a volver de trabajar,
pero en esta situación, que es la que nos interesa ahora mismo, ni siquiera temía por el
castigo que Don Ezequiel pudiera infringirle.
--No señor—respondió.
La tarde anterior Isabel, en vez de ocuparse de las labores del hogar que su madre, la
cual, desconociendo que a los menores no podían venderles alcohol, le pidió que le
comprara una botella de whisky, había como siempre descuidado, y decidió salir a jugar
ante la petición de Lourdes.
Sabía que no haría los deberes, que llegaría casi de noche y que tendría que cenar un
improvisado bocadillo y hacer la cama para después deshacerla y acostarse, pero no le
importaba, hacía meses que no jugaba con su amiga, que no jugaba como la niña que
era.
Cuando llegó pasó directamente hacia la cocina sin mirar al bulto que dormía en el sofá,
sabía que aquel bulto estaría allí mañana, cenó en la cocina, con el televisor puesto y
esquivando el telediario y los programas para adultos, que no causaban en ella interés
alguno, y subió agotada a su dormitorio, al cruzar por el pasillo observó la cama de sus
padres, abandonada y fría, para meterse en su cuarto sin dejar que surgiera algún mal
pensamiento.
--¿Y eso te parece bonito?—preguntó Don Ezequiel--¿Presentarte en mi clase sin hacer
los deberes?
--No señor.
Don Ezequiel se irguió y frunció el ceño, estaban siendo observados por toda la clase,
que, algunos sintiendo un leve deseo morboso, se preparaban para el castigo, la bronca
o, en el peor de los casos, la bofetada, pero Don Ezequiel ya estaba más calmado y, por
suerte, Isabel era uno de los pocos miembros que no solían fallar con los deberes.
--Te perdono esta vez por ser la primera—dijo casi en un susurro—Pero que no vuelva a
pasar.
--No señor—respondió Isabel como si fuera un disco rayado.
Don Ezequiel siguió avanzando despacio, observando los cuadernos bajo su cabeza, por
suerte Lourdes había hecho los seriales, metiéndose en la cama cuando ya pasaban la
una de la madrugada y sacrificando los deberes de los demás profesores, porque si tenía
que enfadar a alguien prefería que fuera cualquiera de los demás profesores antes que a
Don Ezequiel.
El profesor pasó por su lado y se detuvo en seco, siendo observado por la joven, que
alzó sus pupilas bajo sus gafas de pasta, las de cristal las rompía siempre y sus padres
decidieron que esas serían más resistentes.
Las cuentas estaban hechas y además, correctamente, lo que hizo que Don Ezequiel
doblara el labio hacia abajo, recordando por un segundo la tarde anterior.
El bar estaba casi vacío, no sin razón, ya que entre la dudosa higiene del establecimiento
y la dudosa reputación del barman, hacía ya meses que no entraba nadie, salvo algunos
viejos amigos entre los que Don Ezequiel, que en este corto intervalo será Ezequiel a
secas, tenía el placer de encontrarse.
--Ponme otra—dijo mientras una vieja canción, que había sonado varias veces en toda la
tarde comenzaba de nuevo.
El camarero se volvió limpiando inútilmente un vaso, el trapo con el que flotaba el
cristal estaba más sucio que este.
--Ya llevas mucho, Ezequiel—dijo sin dejar caer el cigarrillo de la comisura de sus
labios—Deberías irte a casa.
--La parienta no me espera—bromeó el profesor con el paladar patinando.
El camarero, que sabía que aquel hombre nunca había estado casado y que agradecía
todo comentario o broma que se acercara mínimamente al machismo con una copa
gratis, por supuesto tan solo a los conocidos que se dignaban a pasar por ahí, puso sobre
la barra el vaso que estaba limpiando y lo llenó de whisky, que Ezequiel bebió sin ni
siquiera observar el cristal ennegrecido.
Lo tragó de una vez, al bajar la cabeza fue cuando vio las dos figuras de niña caminando
por la calle.
Saltó despacio de su silla, consciente de que sus funciones ya no eran las mismas que
cuando había entrado en el garito, y caminó tambaleándose hacia la puerta.
A pesar de que la noche empezaba hacerse notar, y las farolas se acababan de encender
iluminando fantasmagóricamente lo que quedaba del día, a pesar de que su cabeza, en
un atisbo de ebriedad pensó en qué diantres hacían dos chicas de unos doce años
caminando solas a aquellas horas de la noche, supo al instante que aquellas dos
muchachas iban a su clase.
Lourdes portaba una bolsa transparente llena de gominolas que, sabiendo como
sabemos la situación doméstica de Isabel, habría pagado ella, Isabel caminaba a su lado
y, para sorpresa de Ezequiel, reía a mandíbula batiente, salían de un economato en
donde un anciano, que les resultaba a las niñas muy simpático, tenía introducido en
cajas de plástico trasparentes toda clase de ―chucherías‖ y caramelos, allí acudían
siempre a comprar, ya que resultaba relativamente cerca de la casa de Lourdes.
Don Ezequiel, que ahora ha vuelto a tener el don, al dejar aquel bar y caminar a unos
diez metros de las niñas, podía escuchar retazos de la conversación de las dos jóvenes,
tan solo interrumpidas por el sonido insidioso de algún vehículo.
--Quédate a dormir en mi casa—dijo Lourdes cruzando hacia un estrecho callejón.
Isabel saltó un charco del suelo haciendo que su cuerpo se balanceara, amenazante para
Don Ezequiel, que al verla se escondió torpemente, aún dominado por el alcohol.
--No puedo—dijo—He dejado a mi madre en el sofá y…
Isabel no tenía una buena escusa, y aunque le hubiera encantado quedarse en casa de su
amiga a dormir, le hubiera encantado incluso quedarse a vivir con ella, pero ya se sentía
culpable dejando sola a su madre, aunque ella nunca lo hubiera reconocido.
Las muchachas se separaron, haciendo que los pensamientos de Don Ezequie l se
dispersaran por la acera por sí solos, eran como trozos de un puzle, como los charcos
que encontraba por su camino, así se ahorraba el pensar en serio lo que deseaba, algún
día, quizás nunca, puede que esa misma noche…hacer.
--Una niña sola no debería caminar por estos lugares… si alguien coge y le hace algo…
Este pensamiento le llevó a pensar automáticamente en Clara por la sencilla razón de
que poseía estudios de psicología. Se detuvo en seco, imaginándose como
automáticamente en su cabeza lo que, si la suerte le sonreía, podía hacer aquella
noche…con esa niña.
Una excitación le sobrevino cuando la menor dobló confiadamente la esquina, siendo
tragara por la oscuridad, el pensamiento, con una voz casi desconocida, trató de
convencerle, comprendió que aquel pensamiento no era suyo, y una idea estúpida, pero
que le ayudó a continuar pensando, se hizo en su cabeza, estaba poseído por algo que no
era él.
--Cuando pasen algunos años ni siquiera lo recordará—dijo.
Casi corrió hacia el callejón, pero solo se encontró con la oscuridad que la noche,
sorprendentemente rápido, había formado, se detuvo, titubeó, y se puso de cuclillas.
Isabel apareció de nuevo, moviendo su falda de tablas conforme caminaba, con paso
rápido, distraída en algún pensamiento alegre, si los tenía.
--¿A qué edad pierden ahora la virginidad las niñas?—pensó Don Ezequiel mientras
comenzaba a caminar animado.
Su corazón era un sonido molesto en su pecho en aquella callejuela.
--No corras--escuchó la voz del demonio que le había poseído—Isabel es habladora,
tiene mal genio, sin duda se lo contará a alguien, y te meterán en la cárcel, se acabó el
ejercer. En cambio Lourdes…
Se detuvo para coger aliento, apoyándose en sus rodillas.
Escuchó una voz desconocida de mujer.
--¿Qué haces a estas horas tu sola, Isabel?
Al alzar la vista vio como una agente de policía se acercaba a la niña y apoyaba la mano
en su hombro, la joven le respondía con una sonrisa tímida.
--Voy a casa.
--Estos no son horas para que camines por ahí ¿Quieres que te acompañe?
--No—dijo Don Ezequiel con un fastidio general.
--De acuerdo—respondió Isabel.
Las dos mujeres se alejaron por la calle, dejándole sumido y cansado en la oscuridad.
--Tranquilo—se escuchó pensar—Mañana ninguna de las dos tendrán los deberes
hechos, Lourdes se quedará castigada, tu despacho…tiene llave…Es una chica tímida,
fácil de atemorizar o incluso convencer para…
Salió del callejón, miró a ambos lados y comenzó a caminar cansado hacia casa, mañana
estaría de mal humor, resacoso y cansado, cuando llegó a casa abrió la puerta del bloque
de pisos sin ascensor y subió hasta el tercero, la puerta de su apartamento crujió
miserablemente cuando la abrió.
--…Para que no diga nada.
GONZALO SACA LAS UÑAS
Aquel día el sol había sorprendido enormemente con un tímido pero acogedor calor,
como anunciando el suceso que Gonzalo Vivenco iba a protagonizar en el patio de la
escuela.
Goyito estaba a su lado, también sorprendentemente, había acabado su bocadillo antes
de tiempo, aunque Gonzalo no sabía, ni nunca lo sabrá, ya que es un hecho sin
importancia, que la noche anterior la madre de Goyito había sido descubierto su
particular ―alijo‖ de gominolas y chocolate blanco, por lo que, como castigo, se había
quedado sin cenar.
A pesar del desayuno, que a causa de dicho castigo había sido abundante, Goyito sentía
más hambre de lo normal, por eso había devorado su bocadillo de fiambre de pavo.
Eduardo, cabizbajo y enfurruñado solo él sabía con quién o qué, caminaba por el patio
sin dignarse siquiera a la común y necesaria acción que todo niño siente de hacer
amigos.
--Voy a decirle algo.
La voz de Gonzalo sacó a Goyito de sus pensamientos, que no eran más que el plan de
un nuevo dibujo de una casa en una negra tormenta con una rayo amarillo fosforitos,
estaba pensando ―Quedará muy chulo con el amarillo fosforito‖ cuando la voz de su
amigo se metió por medio.,
--No seas tonto—le respondió tras dos segundos de desorientación—Te pegará otra vez.
Gonzalo giró la cabeza hacia Eduardo, que le daba patadas a una pequeña piedra con las
manos metidas en los bolsillos.
--Pero en injusto—se quejó.
Goyito le miró y se encogió de hombros, lo cual a Gonzalo, le enfadó, no fue un enfado
muy grande, ni siquiera culpó a su amigo de temerle a Eduardo, se enfadó con la
situación, con la situación en general, porque, aunque no hubiera sabido explicarlo con
sus palabras infantiles, sabía que ese hecho tan solo era la simiente que brotaba y hacía
que una mujer fuera agredida en un futuro con una bolsa llena de latas en un semáforo,
por eso quería, sentía que debía, detener a Eduardo.
--No seas así—le recriminó—No puedes ser un cobarde toda tu vida.
Goyito le miró, pero era una persona que no sabía enfadarse, al menos en serio, en ese
momento se sintió mal consigo mismo.
--Lo siento—dijo.
Gonzalo se levantó del escalón en donde estaba sentado junto a su amigo y se dirigió
con decisión hacia Eduardo.
El chico levantó la vista al verlo llegar, pero no cambió su cara en enfado, le servía la
que siempre tenía.
--¿Qué quieres?—preguntó furioso--¿Quieres que te dé otro puñetazo?
Gonzalo se detuvo, pero después caminó hasta ponerse casi frente a él.
--Solo quería decirte que no voy a permitir que me pegues más—dijo.
Nada más pronunciar sus palabras, estas les parecieron estúpidas.
--¿Y qué vas a hacerme?—le preguntó Eduardo con sarcasmo.
Gonzalo dudó tan solo un segundo.
--Me defenderé.
--¿A sí?
Sintió la mano de Eduardo empujando su pecho.
--¡No me toques!
Le golpeó el brazo con fuerza, lo cual pareció enfadar mucho más a Eduardo, que se
retiró, titubeó un instante, y corrió hacia él.
Se enzarzaron en un manojo de uñas y ropa infantil que rodaba por el suelo, que pronto
se vio rodeado de estudiantes curiosos y que, desconociendo, por supuesto, el lado serio
de la violencia, se divertía con esa riña.
Goyito miró el alboroto con ojos aterrados e instantáneamente corrió a buscar ayuda,
por supuesto, no acudió a Don Ezequiel, sino a Darío Vega, que estaba con la profesora
de artes plásticas, y ambos acudieron al lugar.
Goyito nunca hubiera imaginado que la situación se hubiera tornado con clara ventaja
para su amigo, al cual se imaginaba sufriendo bajo los puños del macarra, pero cuando
lograron espantar a los alumnos curiosos, Isabel y Lourdes entre ellos, vieron como
Gonzalo estaba encima de Eduardo, el cual intentaba cubrirse de los golpes de este,
llorando como el niño que en realidad era bajo toda esa actitud de rebelde, lloraba en
silencio, porque no quería que nadie se enterada, pero lloraba.
Gonzalo, en ese momento, no le estaba pegando a Eduardo, es más, si en aquel instante
hubiera abierto los ojos que tenía apretados con furia, se hubiera levantado de encima de
aquel pecho y se hubiera disculpado con el chico, pero en ese momento pegaba a aquel
hombre del semáforo que agredió a su madre y que hizo que sintiera tanto enfado con el
mundo, a ese hombre y a otros que después habían hecho que se fueran a otro lugar, y
pegaba sobre todo al hecho, que él desconocía por completo, que le había arrebatado a
su padre años atrás.
Cuando los separaron los llevaron al despacho de Clara Berlanga, la cual, como ya
sabemos, era psicóloga además de profesora de plástica, para que hablaran los tres largo
y tendido. Los dos chicos se sentaron frente a la mesa de la profesora, en silencio, tenía
sangre en una ceja y un arañazo en la mejilla, pero lo que más le dolía era el orgullo, o
lo que él sentía como orgullo. Gonzalo miraba al suelo, estaba arrepentido.
--¿Por qué le has pegado?—le preguntó Clara Berlanga enfadada.
Gonzalo alzó la cabeza.
--Él nos pegó Goyito y a mí el otro día—dijo.
Sus palabras le sonaron estúpidas.
--Y por eso te has vengado—dijo la profesora.
Gonzalo digirió las palabras y estas fueron como una revelación, de repente se sintió
como si el hombre que había pegado a su madre fuera él, como si hubiera portado una
bolsa llena de latas y con ella hubiera golpeado la cara de Eduardo.
Sin importarle quien estuviera delante, rompió a llorar.
--Lo siento—lloriqueó.
Clara se inclinó y puso una mano sobre su hombro.
--No te preocupes—dijo—Que no ha pasado nada, hacéis las paces y punto.
--Pos claro—se quejó Eduardo.
Clara le miró.
--Y tú—dijo--¿Por qué le pegaste a él y a Goyito?
Eduardo abrió la boca, pero de esta no surgieron las palabras, miró a Gonzalo llorar, con
la cabeza agachada, se sentía como perdido en un bosque, pero fue la mirada de Clara,
la generosa y profunda mirada de aquella mujer, la que le hizo pensar.
--No lo sé—respondió a punto de llorar.
Y era cierto, no sabía porque siempre estaba enfadado.
UN ACTO DEPLORABLE
No le sorprendió el sonido de la cisterna, sabía que el cuerpo del profesor era puntual
como un reloj, y tras las dos primeras clases se encaminaba hacia los lavabos con aire
apresurado, la americana desabrochada y el ABC bajo su brazo derecho.
Se había estado lavando las manos mientras le esperaba, no quería que aquel tema
trascendiera más de lo debido, a pesar de que le parecía no grave, sino gravísimo.
Don Ezequiel abrió la puerta del retrete mientras doblada despacio su periódico, tan solo
le miró un instante mientras decidía en el último instante el lavarse las manos, cosa que
hizo no porque Darío Vega estuviera frente a él, si no porque las puntas de sus dedos se
habían tornado negras al continuo contacto con el diario.
--Hola—saludó sin mirarle.
Darío Vega se secó las manos por enésima vez y tampoco le miró cuando se dignó a
hablarle, lo hizo tranquilamente, queriendo que él, al escuchar sus pausadas palabras,
también permaneciera sereno.
--Que sepas que Clara me ha dicho lo que has hecho—dijo—Y que si decide
denunciarte la apoyaré en todo lo que pueda.
Don Ezequiel no permaneció sereno, sino impasible, estoico, seguro de sí mismo, lo
cual a Darío Vega, que sabía que no era por el tono de sus palabras, le molestó.
--No me digas—dijo mientras tiraba el trozo de papel con el que se había secado las
manos al cubo de basura.
--Hablo completamente en serio—dijo Darío Vega alzando el tono de su voz—
Pensamos apelar al consejo escolar.
Don Ezequiel soltó el periódico sobre el lavabo con paciencia y se acercó a él, no
obstante, se apoyó en el frío mármol, como si estuviera con un amigo.
--Te he caído mal desde que me viste—dijo--¿Verdad, Darío?
El profesor de literatura le miró fijamente.
--Tu actitud nunca ha sido muy admirable—respondió.
Se inclinó sobre el lavabo y perdió su mirada en el redondel de hierro por el cual el agua
se perdía para siempre.
--Y ahora haces esto…--dijo pensativo--… ¿En que estabas pensando, Ezequiel?
No hubo respuesta, Don Ezequiel no quería responder porque sabía que le habría
causado muchos más problemas, que en aquel instante tan solo pensaba en la noche que
siguió a la indefensa Isabel a su casa y se durmió sin haber cumplido sus expectativas,
ese pensamiento le había perseguido constantemente hasta el instante en que Clara
Berlanga había entrado inocentemente en la sala de profesores, en donde él resolvía
afanosamente su crucigrama, aquella inocente profesora, que cargada con su carpeta
buscaba nuevos folios para que sus alumnos hicieran nuevos dibujos, era en realidad, e n
la cabeza de Don Ezequiel, la pequeña e indefensa Isabel, pero ahora había crecido
espectacularmente.
La situación le sonreía, no había ningún profesor cerca, las persianas estaban bajadas y
los folios habían sido colocados por decisión unánime en el cajón de abajo del fichero,
hecho que, en aquellos momentos de maldad, pensó podía servirle en su defensa.
Hasta el momento en que la profesora dejó caer la carpeta al suelo, más bien se escurrió
de entre sus brazos, y salió corriendo, lo que ocurrió le parec ió una película, pero una
película en la que él había tenido la suerte de ser el protagonista, y era una película
subida de tono.
Se acercó a ella, que estaba dándole la espalda, de pié frente al archivador, sabía que en
cualquier momento se agacharía a por los folios y que la tela de sus pantalones negros
se tensaría por el trasero, así que solo procuraría estar en la dirección que aquel cuerpo.
Y lo estuvo, Clara Berlanga se inclinó y sintió la entrepierna cubierta por el pantalón de
hilo de Don Ezequiel, se incorporó asustada, al volver la cabeza observó el rostro del
hombre, sonriente y pletórico. Por un momento no quiso pensar nada malo, quizás
aquello fuera una equivocación, quizás el profesor se hubiera acercado a ella por algún
otro motivo y ella, casualmente, se hubiera agachado en aquel momento.
Pero Don Ezequiel no se disculpaba, y continuaba allí, sonriente.
En lo que a la mujer le pareció una fracción de segundo el hombre dio un paso hacia
ella, lo que le hizo retroceder, el pensamiento de que quizás el hombre quisiera algo del
archivador se esfumó como si fuera niebla, pues estaba claro lo que quería.
--¿Qué hace?—preguntó nerviosa.
--No te hagas la tonta—dijo el profesor—Que me he dado cuenta de que me tiras los
tejos.
Lo siguiente que ocurrió, ocurrió tan precipitadamente que apenas duró medio minuto,
por eso está narrado también deprisa.
Don Ezequiel buscó los pechos de Cara, pero ella interpuso su carpeta entre su busto y
las manos del hombre, así que este decidió bajar la mano y optar por la otra opción,
--No me digas que no te gusta, joder—dijo en algún momento del abuso.
--No, déjame en paz, cerdo—le respondió ella.
Apenas sus dedos alcanzaron la entrepierna de la mujer cuando esta dejó caer la
carpeta, que golpeó la mano el hombre con el canto, y abandonó la clase.
Después, ya solo, sonrió para sí, estaba claro que se estaba haciendo la difícil, pero la
hora de salida llegaría y estaba seguro de que en la calle sería otra. Cogió la carpeta y
las puso sobre la mesa riendo débilmente, queriendo ante todo tener aquella amabilidad,
salió cerrando la puerta tras él, mientras caminaba por el pasillo ni siquiera pensó en
arrepentirse, tan solo se dijo a sí mismo que quizás hubiera sido mejor agarrarla de una
vez por la cintura, para que su insistencia hubiera acabado dando sus frutos.
--El truco está en insistir—se dijo a sí mismo.
Ahora recordaba los hechos como una hazaña de la cual no tardaría en presumir en
aquel antro que frecuentaba.
--No es para tanto—dijo secamente—Si me han dicho que salió llorando por el pasillo
y todo…
Rió débilmente ante la mirada seria de Darío.
--Yo no me río—le interrumpió este—Esto es muy serio, puedes ir a la cárcel.
--Era una broma—se apresuró a corregir Don Ezequiel—Nadie va a la cárcel por una
broma, y menos a juicio.
Darío Vega miró a su alrededor con paciencia.
--No fue una broma y lo sabes—le dijo con enfado—Y pienso ayudar en lo que pueda
para que no vuelvas a pisar una escuela en tu vida.
Don Ezequiel frunció el ceño y cambió de actitud.
--Muy bien—dijo mientras Darío Vega abandonaba el lavabo—Veremos si los
hombres del consejo escolar y los hombres del gobierno piensan igual.
Destacó la palabra ―Hombres‖ pronunciándola despacio, de ahí que estén en negrita.
Después salió él también del lavabo, no creyendo necesario coger el periódico ya
manoseado.
Clara Berlanga no asistió a clase aquella semana con la versión oficial de que estaba
pasando por una de las muchas gripes que abundaban aquel año. Los tres primeros días
la sustituyó, para suerte de los alumnos, Darío Vega, quien propuso que cada alumno
hiciera un dibujo para la ausente profesora, él dio su palabra de que se los haría llegar,
por lo que sumó responsabilidad y, porque no decirlo, cariño a los dibujos, todos
dibujaron aquel día como nunca lo habían hecho, es más, hablando, como lo hacían lo
Clara Berlanga en un tono aceptable de voz mientras Darío Vega preparaba una de sus
muchas clases de literatura.
Todo cambió los dos siguientes días, cuando Darío Vega se ausentó y fue Don Ezequiel
quien sustituyó a la profesora.
La situación en la clase se vio afectada quizás por costumbre o quizás porque pensaron
que Don Ezequiel olvidaría las normas de su clase, ya que aquella no era su clase.
Cuando Don Ezequiel abrió la puerta, tan solo dos alumnos le miraron, pero no cesaron
en su conversación hasta que el hombre entró dando un portazo y tiró su cartera sobre la
mesa, por suerte los dibujos que le habían preparado para Clara estaban seguros en el
segundo cajón.
Todos callaron expectantes mientras el profesor borró la pizarra con furia.
--¡Escucharme!—gritó dejando caer el borrador sobre la bandeja llena de tiza en polvo,
que rebotó y cayó al suelo.
--¡Aquí se cumplirán mis reglas! ¡Y el que no las cumpla ya sabe lo que le espera!
Muchos alumnos fruncieron el ceño, otros arrugaron el labio, pensando que la libertad
que les hubiera otorgado cualquier otro profesor que hubiera entrado por aquella puerta
se había desvanecido, pensaron que sería fácil comportarse hasta que se marchara, como
lo hacían en su clase, pero para nada se les ocurrió pensar ¿Cómo podían saberlo? Que
aquel día Don Ezequiel estaba más enfadado que nunca.
Cuando muchos de los chicos sacaban despreocupados sus blocks de dibujo, Gonzalo
incluido, Don Ezequiel repitió un no constante que fue creciendo conforme las miradas
asustadas se clavaban en él.
--¡De eso nada!—terminó diciendo--¡Sacad vuestro cuaderno de cálculo!
Todos susurraron una queja inentendible y casi todos los blocks de dibujo volvieron a
quedar enfundados en la cartera por las mismas manos que los abrían y los adornaban
con fantasiosos dibujos, Isabel intentó salvar algo del naufragio idealista que se acababa
de producir.
--No estamos en clase de matemáticas—dijo en un tono prudente.
Don Ezequiel la miró fijamente, pero no consiguió lo que quería, que la joven bajara la
vista asustada, en su lugar se encontró con la mirada impertérrita de la niña.
--¡Yo digo aquí de que es la clase!
Isabel siguió mirándole, su mesa estaba vacía, no había sacado su block de dibujo pero
se negaba a sacar su cuaderno de cálculo.
--Pero estamos en clase de plástica—insistió.
--Es verdad.
La voz de Lourdes sorprendió a todos, la niña que casi nunca hablaba había abandonado
su conocido silencio para defender a su amiga, todos se miraron entre sí, como si
tomaran una decisión conjunta, si Lourdes había roto su silencio, todos debían
defenderla, pues aquello merecía la pena, no era un dibujo más, no era simplemente
plasmar líneas y rellenarlas con color en una hoja de papel de modo que tomara alguna
forma conocida, no era eso, era simplemente el poner cada cosa en su lugar, y aquella
hora no era la hora en que Don Ezequiel podía dominarles ni castigarles, era la hora de
artes plásticas, por cierto, aunque los niños no lo sabían, una hora que le había sido
arrebatara a la profesora por precisamente aquel profesor, que había abusado de ella, (Si
los niños lo hubieran sabido, se habrían impuesto mucho más en aquella situación).
Aquella hora no era la de Don Ezequiel, no le pertenecía.
Una oleada de gritos invadió la clase, en la que Gonzalo sonrió a la vez que se quejaba,
sintiendo en su interior una unidad que no había sentido nunca, alguna había creído
apreciarla, creciendo en su interior, pero sentirla plenamente, nuca.
Un golpe en la mesa no hizo que se callaran, dos tampoco, Don Ezequiel miró a su
alrededor perdido, sintiendo miedo de aquellos niños por primera vez, sabiendo que
estaba fuera de su terreno, se sentía entre furioso e indefenso.
Abrió el primer cajón mientras el sudor de la frente se enfriaba, pero en él no estaba la
solución a su problema, cualquiera que él pensara que era.
El segundo cajón hizo que algunos chicos, lo que habían caído en el inesperado peligro,
callaran, pero la prole seguía revolucionada. Don Ezequiel apartó los dibujos con la
mano que había quedado libre al abrir el cajón, cuando observó ―Para la señorita clara‖
y ―Recupérate‖ con letra infantil, los agarró con rabia, sin miedo a arrugarlos o
romperlos.
--¿Es esto lo que queréis?—preguntó.
Mientras pronunciaba esas palabras, los primeros pedazos de dibujos comenzaron a caer
por el suelo, como una nieve gruesa de colores, todos los niños callaron, Goyito vio
como su vaca que pastaba sonriente frente a una granja se desmembraba, Gonzalo
observó como el semáforo que dirigía el tráfico se partía por la mitad, Isabel
simplemente perdió de vista su corazón de multicolor y Lourdes rompió a llorar
silenciosamente cuando su familia se separó por toda la clase, incluso Eduardo, el cual
recordemos, respetaba a Clara desde que esta reparó su cazadora con una sonrisa, bajó
la mirada furioso mientras su motocicleta se esfumaba.
Don Ezequiel se quedó frente a ellos, mirándolos mientras respiraba hondo, sudoroso,
silbaba a la vez que exhalaba a causa de su fatiga crónica a causa de un asma que
pareció de pequeño, supo en un instante que aquella era la oportunidad que esperaba y
que además, en ese momento lo vio claro, se merecía después de tanto penar, y no se
conformaría con el segundo plato, quería el primero.
--Isabel Hernández—dijo—Después de las clases quiero verte en mi despacho, y ni se te
ocurra faltar o acudir a otro profesor para librarte.
Isabel asintió sin decir nada, se sintió defraudada y enfadada, no por quedarse castigada,
sino por dos cosas, la primera el haber tenido que observar como el corazón que con
tanto ahínco, lo había estado dibujando hasta sentir un molesto dolor en la muñeca,
había acabado convertido en trozos por el suelo, y segundo, el tener que volver a casa
demasiado tarde para poder hacer los deberes, la colada y la cena.
Don Ezequiel miró a los demás alumnos algo más calmado.
--Y ahora si queréis haced otro estúpido dibujo.
Y abandonó la clase, dejando atrás los restos de un naufragio que tardó mucho tiempo
en ser borrado por la marea.
DEJEMOS UN MOMENTO A GONZALO
Isabel abrió la puerta de su casa un día antes de que Don Ezequiel rompiera su corazón
de colores en mil pedazos, sin ni siquiera intuía que el día siguiente se convertiría en
quizás el peor de su vida, a parte de aquel en el cual perdió a su padre.
Su madre dormía en el sofá, la observó atentamente al pasar, tumbada boca arriba y con
la mano derecha abandonada en el vacío que existía entre la consola de cristal y el sofá.
A veces cuando entraba y la encontraba durmiendo Isabel se acercaba a ella y observaba
atentamente el lento abultamiento de su pecho, temía como la niña que era que su madre
muriera mientras ella estaba perdiendo el tiempo en la escuela, la cual no podía dejar
porque sabía perfectamente lo que ocurriría, Isabel no era tonta y sabía que la policía
vendría a por ella para llevarla al colegio, pero este propósito quedaría casi olvidado al
ver que la madre y única responsable de la niña estaba en el sofá, borracha como una
cuba, por suerte, la mujer solo solía manchar alrededor de su cuerpo abatido, y si salía la
ocasión de ir al baño, alrededor del retrete, y solo según los grados de la melopea,
aquello le restaría gravedad al asunto.
Llevaba en la mano las cartas que habían llegado esta mañana, las contó deprisa
mientras las pasaba como si fueran naipes, eran cinco y cuatro de ellas facturas, la otra
era simplemente publicidad sobre una empresa de alquiler de coches que no se había
enterado de que el destinatario de la carta estaba muerto hacía ya años.
Leyó el nombre despacio, como si fue la primera vez que lo hacía, como si Carlos
Hernández no fuera para ella más que uno de los muchos nombres desconocidos que
habitaban el mundo, la tiró directamente a la basura
Las facturas se pagaban, de momento, con el dinero que Carlos Hernández había dejado
a su viuda e hija, que era bastante, ya que su seguro de vida, extrañamente asociado a un
vendedor de seguros, era bastante cuantioso.
Pero Isabel era lo suficientemente mayor para saber que el dinero acabaría
desapareciendo y que llegaría un momento en que tendría, sabía que su madre no haría
nada, hacer algo para ponerle remedio.
Era bastante joven para trabajar, pero podía cuidar de niños y ayudar a vivir a gente
mayor, miró a su madre, ella en cierto modo ella serviría como experiencia.
La mujer se movió dejando escapar un gemido de molestia, Isabel caminó hacia el sofá,
dejó las cartas sobre la consola se cristal y se sentó en un pico de esta, ignorando la
botella de vodka vacía y los cigarrillos amontonados en el cenicero.
La mujer abrió los ojos solo un poco para verla.
--¿Ya has llegado?—preguntó con voz ronca.
--Si—respondió Isabel casi susurrando.
Su madre se sentó con torpeza en el sofá apartando la manta que la cubría hasta la
cintura, no llevaba puesta la falda, las cicatrices de su pierna parecieron ser por unos
segundos lo que más destacaba en aquella habitación, parte de un círculo marcado en el
muslo, rosado, solo ella podía saber que aquella marca era de un volante de un coche
que una vez patinó en una carretera helada agravada por el estado en embriaguez de su
conductora, dese aquel día no volvió a conducir, ni siquiera volvió a salir de casa.
--¿Qué tal el día?—preguntó.
--Bien.
Al día siguiente respondería lo mismo.
Puso la mano sobre su frente y la bajó hasta la mejilla.
--Hoy estás menos caliente—comentó.
La mujer se quedó mirándola muy quieta, lo que hizo que Isabel, creyendo que iba a
decirle algo, la mirara también.
--Te pareces tanto a tu padre…
La niña bajó la cabeza sin cambiar su gesto.
--Iré haciendo al cena—dijo levantándose de la consola.
Goyito abrió la puerta de su cuarto y saltó literalmente sobre la cama, que crujió al peso,
llevaba en la mano un block de dibujo sin estrenar que había suplicado a su madre un
día antes, sus clores permanecían siempre en la mesita de noche, porque a pesar de lo
que le habían dicho sus padres él pintaba mucho más cómodo sobre la cama.
Extendió una línea gris cruzando la hoja, pues ya había pensado de camino a casa lo que
iba a pintar, que era exactamente una gran carrera de coches, aunque sabía, y le daba
una rabia enorme, que el resultado de sus esfuerzos no se parecería en nada a lo que
había imaginado.
De camino a casa se había detenido frente al escaparate de una imprenta, donde, entre
diccionarios y plumieres, había unas acuarelas de lata de color blanco, abiertas y
enseñando sus ocho colores en ocho círculos, y con un pincel barato en medio. Para
Goyito aquello fue como un flechazo, y desde aquel instante deseó aquellas acuarelas,
aquello duró un segundo, sabía perfectamente que su madre no iba a comprárselas de no
ser porque las necesitara, su padre en cambio, era más benevolente, pero ahora su padre
no estaba, hacía dos semanas que no lo veía y cada vez la ausencia se hacía más pesada.
Cuando abandonó el escaparate vio a Eduardo a cinco metros de él y su corazón le dio
un vuelco, estuvo a punto de volverse y salir corriendo, dar la vuelta a la manzana y
volver por otra calle, pero el muchacho tan solo le miró y cruzó la calle, alejándose de
él, Goyito no sabía que estaba preocupado por la profesora Clara.
Este hecho hizo que corriera hasta casa, abriera la puerta del bloque y entrara en el
ascensor.
El pesado y caliente olor hizo que supiera que su madre había vuelto a hacer acelgas,
fastidiado, caminó por el pasillo hasta su habitación y allí se deshizo del abrigo y la
mochila, se derrumbó boca abajo en la cama, con la luz apagada.
Estaba pensando en tantas cosas a la vez que no notó que su madre entró en el cuarto, se
sentó en la cama y le golpeó el trasero de forma cariñosa. Era una mujer rolliza, y en el
pasado había sido exageradamente gorda, pero se había puesto una estricta dieta con la
que había perdido los suficientes kilos para que un desconocido se fijara en ella. No era
un hombre guapo, ni siquiera tenía atractivo, pero al menos suplía el abandono que
sentía respecto a su esposo, después de verse dos veces con él en un fluido restaurante,
nunca tuvo con él nada más que eso, dos comidas llenas de conversación, pues aquella
mujer no se sentía tan atraída por aquel hombre para darle algo más que conversación,
ocurrió lo que se suele conocer como casualidad del destino, porque que Gregorio
González pasara con la furgoneta de reparto por delante de aquel restaurante, incluso sin
ser siquiera la ruta que seguía, fue una casualidad, influida por una tubería que había
reventado en la calle por la que solía pasar.
--Vamos a cenar—dijo--¿Estas despierto?
Goyito levantó la cabeza y la miró, se sonrieron.
--¿Qué tal el día?
--Mal—respondió el chico.
Saltó de la cama y salieron de la habitación.
--Don Ezequiel ha venido a clases de plástica y nos ha roto los dibujos.
La mujer frunció el ceño.
--Nunca me ha gustado ese tipo—dijo.
Goyito se sentó a la mesa y observó delante de él las acelgas, humeantes y verdes.
--No quiero acelgas—dijo.
Su madre se sentó delante de él, y la mirada del niño se inclinó lentamente hacia el
asiento vacío.
--Si quieres acelgas—dijo la mujer con tono tajante—Son muy sanas, así que te las vas
a comer.
Goyito no apartó la mirada del sitio vacío, esta permaneció calvada allí durante unos
segundos más, como si esperada en su mente de niño que su padre apareciera y lo
ocupara.
--Hoy he visto unas acuarelas ―muy chulas‖—dijo después, removiendo las acelgas con
el tenedor—En la imprenta de aquí en frente.
Su madre no respondió, desde que su padre se había marchado todas las comidas y las
cenas eran así, silenciosas como un entierro, ya no escuchaban cómo su padre había
discutido con el propietario del Kebad, mientras Goyito y su madre se reían,
imaginándose la situación, ni como se quejaba el hombre de los locos que había
―conduciendo por ahí‖.
--Mama—dijo Goyito.
La mujer levantó la cabeza.
--¿Sí?
--Te digo que he visto unas acuarelas ―muy chulas‖—repitió el niño.
--Ya tienes pinturas—le interrumpió la mujer.
--Pero nos son acuarelas, son ceras y lapiceros.
--¿Y qué más quieres?, con eso ya puedes pintar.
--Pero no es lo mismo…
--Termínate las acelgas.
Goyito observó de nuevo las acelgas, verdes y oscuras, humeantes y malolientes para él,
sin ni siquiera ningún color lo suficientemente vivo para poder ser pintado, para poder
cogerlo y utilizarlo en un bonito dibujo.
Si Goyito hubiera sabido cómo iba a reaccionar su madre, no hubiera dicho, aunque lo
más seguro es que lo hubiera pensado, esas palabras en alto.
--¿Que has dicho?—preguntó su madre.
Goyito levantó la cabeza y, como si de un examen visual se tratara, examinó el gesto de
la mujer, frente arrugada pero cuello tenso, los ojos lo suficientemente abiertos para
mostrar las venillas rojas de la parte blanca, si, sin duda estaba enfadada.
--¿Qué?—dijo desorientado.
--¿Que que has dicho?
Goyito no comprendía, y puede que no lo comprendiera hasta pasado mucho tiempo,
por qué su madre se enfadó con él por decir aquello. Solo cuando la mujer se levantó y
avanzó hacia él respondió, con cuidado pero con confianza, pues que él supiera no había
dicho nada malo.
--Que papá si me dejaría…--susurró.
La mujer se inclinó sobre él, su rostro decía que su enfado, lejos de desaparecer, había
crecido.
--Papá no está—dijo tajantemente—Se ha ido, nos ha abandonado.
Goyito se quedó petrificado, con la boca a medio cerrar y trocitos de acelgas alrededor
de ella, su madre lo cogió por los brazos y lo sacudió.
--¿Me oyes?—gritó--¡No está, nos ha abandonado, no va a volver!
Goyito rompió a llorar.
--¡Por qué!—gritó--¡Por qué!
En cuanto se sintió libre de las manos de su madre echó a correr por el pasillo hasta su
habitación, no le siguió, la mujer se quedó sentada en la mesa de la cocina y, como él,
comenzó a llorar.
Eduardo bajó la calle, casi nocturna, mirando al suelo, pensativo, aunque todos habían
sentido la repentina gripe de la señorita Clara Berlanga, él la había visto hacía dos días y
no parecía para nada griposa, es más, recordaba perfectamente su rostro, que para él era
espléndido y luminoso. Aunque no sabía la situación de la profesora, podría ser que
hubiera estado expuesta a bajas temperaturas, como por ejemplo, imaginó Eduardo en
su mente, que a pesar de no dar un palo al agua en el colegio, esta gozaba de una gran
imaginación, que hubiera entrado en una cámara frigorífica cuando había ido al
supermercado, para ayudar al carnicero a buscar lo que quería comprar, dada su
amabilidad y su entrega. Dobló la esquina queriendo buscar otra explicación para la
ausencia de la profesora.
Un coche pasó a toda velocidad, casi rozando el maltratado bordillo de la acera.
--Pudiera ser que se hubiera mojado repentinamente—pensó Eduardo—Si un coche
hubiera pasado a toda velocidad, como el que acaba de pasar, sobre un charco en la
calzada, y le hubiera mojado esos vaqueros azules que le sientan tan bien.
Esa hipótesis le parecía más aceptable que la anterior.
Hacía casi un mes que casualmente, en aquel barrio, la había visto caminar con sus
libros y su bloc de dibujo hasta un portal, le vio casi de reojo y le saludo sonriendo,
entregándole la misma sonrisa de confianza que le entregó el mismo día.
Dobló la esquina y corrió durante casi dos minutos, no lo hacía sin motivo, el portal de
Clara estaba en aquella dirección.
La luz amarilla del portal salía de la fachada como la de un túnel, Eduardo cruzó la calle
y se sentó en uno de los bancos de en frente, mirando al edificio. Estaba dispuesto a
esperar el tiempo que fuera necesario para verla.
En ese banco comenzó a divagar, lo hizo absortamente, sin ni siquiera mirar su reloj y
pensando que cuando volviera a casa debía enfrentarse a su madre y a su padrastro.
Divagaba, pero sin mala intención, pues su mente, a pesar de ser una mente que se
aproximaba sin remedio hacia la pubertad, no era una mente que pudiera, o quisiera,
confabular nada sexual, a diferencia de la de Don Ezequiel.
Clara Berlanga, su profesora de plástica, aquel día había llegado con el mismo jersey de
cuello alto y los mismos vaqueros que cuando él entró en aquella clase, se levantó de su
asiento animadamente.
--¡Muy bien, chicos!—dijo dando una insonora palmada—Vamos, enseñad vuestros
dibujos.
Todos exponían sus dibujos sobre la mesa, sonrientes, ya que Clara Berlanga era la
mejor profesora del mundo, y había ido a parar a aquella clase precisamente, como si
fuera el destino que los había unido.
Tras despreciar, con el carisma que la caracterizaba los demás dibujos, llegó al suyo, al
de Eduardo, lo observó detenidamente y le entregó una sonrisa que casi hizo que el
joven se levantara y la besara apasionadamente.
Eduardo había dibujado precisamente a su profesora, el rostro de Clara Berlanga había
sido plasmado con lapicero, cuidando minuciosamente todas las sombras, los detalles, la
asombrosa sonrisa de la joven.
Después, toda la clase quedaría desierta al ser interrumpida por el timbre, pero él se
quedaría, él le diría que la quería y ella, dado que su amor fuera correspondido, le
besaría enamorada, y vivirían juntos y felices y él la protegería y jamás se sentiría
solo…
--¡Es ella!
Saltó del banco clavando la mirada en una ventana del grisáceo piso, una silueta se
había entrometido armoniosamente en sus quiméricas divagaciones, era ella, no había
duda, la profesora Clara Berlanga había aparecido a través del cristal, llevaba puesta una
camiseta de manga larga, no llevaba pantalones, pero ese detalle quedó ignorado
completamente por el joven, que se quedó ensimismado los tres segundos que la joven
tardó en correr las cortinas con el rostro, despeinado y bello, y sobre todo sano, de la
mujer, ya que era todavía joven, como ya hemos dicho, para recaer en detalles sexuales.
Saltó el banco y comenzó a caminar rápidamente, pensando en por qué, ya que a él le
parecía que estaba completamente sana, había faltado una semana a clase.
Cuando llegó a casa, sus padres ya estaban acostados, comió algo frío de la nevera y se
metió él también en la cama, soñando inocentemente con la profesora.
CAMBIOS CRUCIALES
La biblioteca del colegio apenas era visitada por los alumnos, a pesar de que el colegio,
sobre todo las clases de los alumnos más pequeños, había fomentado tanto la lectura
hasta el límite de ser premiado por ello por el gobierno provincial. Si un alumno entraba
en la biblioteca, cuya puerta estaba abierta de par en par todo el día y hasta una hora y
media después de las clases, primero se hubiera encontrado con la joven que, tras
estudiar ciencias bibliotecarias, había sido contratada por la dirección del colegio, no
creo que haga falta decir por qué todos los días Don Ezequiel se hallaba en la biblioteca
para ―Echar una mano‖ y así poder observar a la veinteañera que vestía vaqueros de
cintura baja y camisetas escotadas.
Si un alumno entraba en la biblioteca y, tras firmar en la hoja de asistencia, se
aventuraba a coger uno de los muchos libros de los muchos estantes de la sala, debía
enfrentarse a la mesa donde se prestaban los libros, allí, Don Ezequiel cogía el ejemplar
y, simplemente, decidía si era o no apropiado para que el alumno lo leyera. Por esta
razón, los alumnos habían dejado de acudir a la biblioteca.
Don Ezequiel observó por encima de sus notas a la joven que, sin prestar la menor
atención a nada, se hallaba leyendo ensimismada.
Había dejado de preparar su clase para mañana hacía casi media hora, a su lado, el libro
de ―Principios matemáticos de la filosofía natural‖ descansaba ab ierto, completamente
ignorado.
No dejaba de pensar en la hora en que Isabel entró por su puerta y estuvo con él,
castigada, su mente lo repetía una y otra vez, como el jugador que, tras perder millones,
gana una pequeña suma de dinero que le hace seguir jugando, solo que él no
consideraba mínimo y pobre aquel encuentro, para él había sido un encuentro
formidable.
Miró a la bibliotecaria, la cual le sonrió para volver a su lectura.
Don Ezequiel se levantó y fingió ir a buscar un libro, volvió la cabeza y observó la
franja que dejaba libre su camiseta, el trozo de braguita que asomaba al exterior incauto.
Sonrió para sí, le parecía curioso que a pesar de todo el tiempo que había intentado tener
con aquella muchacha lo que había tenido el día anterior con Isabel, nunca había
conseguido ni siquiera acariciar alguna parte de su cuerpo, lo cual le llevó a recordar el
encuentro, ahora lejano, eclipsado por el placer del día anterior, con Clara Berlanga.
--Hace frío—comentó.
La joven ni siquiera le miró.
Volvió a su sitio sin acordarse de coger un libro para disimular, se sentó y observó la
puerta abierta, el patio vacío, como ofreciéndole una oportunidad.
--Si al menos cerrásemos la puerta.
La joven levantó la cabeza de su libro.
--¿Y si viene un alumno?
--No lo hará—sentenció Don Ezequiel con aire animado.
Se levantó, dispuesto a cerrarla.
--Entórnala—pidió la joven.
El profesor la miró y sonrió, su pensamiento recorrió un millón de posibilidades
mientras entornaba la puerta, como que de todos modos ningún alumno vendría y como
la posibilidad de un encontronazo rápido y fugaz, pero intenso, con la joven.
Caminó hacia la mesa de la joven y se sentó frente a ella, en la silla destinada a los
alumnos.
--¿Qué lees?—preguntó.
La joven irguió su libro y Don Ezequiel leyó el título.
--―Cumbres borrascosas‖-, vaya, yo lo leí cuando tenía tu edad.
--No sabía que le gustaran ese tipo de lecturas—dijo la joven dejando caer el tomo sobre
la mesa.
Era mentira, el profesor nunca había leído ese libro.
Miró un segundo al escote de la joven, se sintió incómodo en su silla, levantó la cabeza
y los ojos verdes de la muchacha le sonrieron, un rayo fugaz pasó por su mente, aquel
era el momento, sin duda la sonrisa de la joven era una clara señal para que se lanzara.
--Si no—pensó--¿A santo de qué me ha sonreído de esa forma?
Levantó el brazo y la chica le miró, su rostro reflejó una clara preocupación por las
intenciones, que ella veía claramente, de aquel tipo, miró por encima del hombro del
profesor y pareció como si presenciara un milagro.
--¡Pasa!
Giró la cabeza con rapidez, enfadado, queriendo saber quién era el que había osado
interrumpir sus planes.
Gonzalo Vivenco estaba de pié tras ellos, con una mirada infantil.
--Quiero buscar un libro—dijo.
La chica se levantó y caminó hacia él con tal rapidez que Don Ezequiel comprendió que
quería escapar de él.
--Si necesitas ayuda dímelo—le dijo mientras, tras agacharse, se ayudaba a quitarse el
abultado abrigo y la mochila para dejarla sobre una mesa—Puedes sentarte a leer donde
quieras.
Gonzalo sonrió mientras sus ojos, que no podían ayudar por mucho que quisieran a su
mente para comprender lo que en verdad Don Ezequiel había ido a hacer allí,
comenzaron a buscar la sección de poesía.
La primera impresión que Gonzalo tuvo de la biblioteca, no había estado nunca en una,
fue de pequeñez, miró a su alrededor ante la cantidad de libros que descansaban en los
estantes y simplemente pensó en marcharse, pues supuso que buscar un libro de
Antonio Machado en aquella cantidad de libros sería como poco dificilísimo.
Pero vio como la joven bibliotecaria se acercaba a él con una sonrisa y le ayudaba a
despojarse de su abrigo y su mochila y decidió que al menos debería intentarlo.
No le fue difícil encontrar la sección de poesía, ya que todas estaban debidamente
etiquetadas, se aproximó a ella viendo por el rabillo del ojo como Don Ezequiel volvía a
su mesa enfurruñado, se sentaba delante de su libro y agachaba la cabeza fingiendo leer.
Gonzalo Vivenco siguió con el dedo los lomos de los diferentes libros, todos ellos a
medio usar, tan solo pudo ver que había dos que parecían nuevos, y otro que te nía el
lomo casi despegado por el uso, el estante se terminó, chocando su dedo con la tabla, y
no había encontrado lo que buscaba, se quedó parado y tardó casi un minuto en
descubrir que abajo había otro estante idéntico al anterior, se agachó y repitió el
ejercicio anterior, esta vez más despacio, y repitiendo en voz baja los nombres de los
poetas españoles, cuando leyó en un susurro Antonio Machado, su corazón pareció
brincar dentro de su pecho, su respiración se aceleró y cogió el libro como el arq ueólogo
que encuentra un buscado y ansiado tesoro.
Cogió el grueso tomo y lo llevó hacia una de las mesas, se sentó frente a él, palpó la
cubierta, antigua y dura, de un color marrón, con las puntas achatadas por el uso, en ella
leyó, grabado en pan de oro. ―ANTONIO MACHADO‖ ―SOLEDADES‖.
Lo abrió, leyó un poema, después otro, leyó varios, todos le encantaron a pesar de que
nunca supo muy bien lo que significaban, después, sin poder borrar la sonrisa de su
cara, se dirigió al mostrador de recepción.
La joven chica bibliotecaria que había estado a punto sufrir las impertinencias de Don
Ezequiel cogió el libro esbozando la misma sonrisa que le había entregado al verlo
pasar.
--Antonio Machado—leyó—Muy bien.
Se dispuso a buscar la hoja del libro en el fichero cuando escuchó la voz de Don
Ezequiel, esta vez sin el curioso temblor que ella no sabía, era debida a la excitación
lasciva del profesor.
--Déjalo, Inma—dijo---No va a cogerlo.
La mirada de la chica era una réplica femenina de la de Gonzalo, que alzó la cabeza
para encontrarse al profesor a su lado, de pie, con las gafas puestas y una mirada de
desaprobación.
--¿Cómo?—solo atinó a preguntar.
--Como que Antonio Machado no es un poeta para niños.
Gonzalo sintió como la derrota le fue surgiendo en el pecho y se le agarró en la
garganta, formando un llanto que no atinaba a salir, entonces creyó comprender.
Aquella era la razón por la que los chicos no entraban en la biblioteca.
--Venga, Ezequiel—dijo la joven—No creo que pase nada.
--Por si pasa—concluyó Don Ezequiel con su voz tajante—Luego me vienen a mí los
padres diciendo que si fue que si vino…
Le arrebató el libro a la joven y volvió a su sitio.
Gonzalo cogió su mochila y su abrigo, muy despacio, no se puso ninguna de las dos
cosas, creía que si aguantaba un segundo más allí rompería a llorar, sino que caminó por
el patio con ellas hasta salir del recinto, después volvió a casa cabizbajo y se sentó en la
escalera del bloque de pisos, dando la espalda a su puerta, entonces rompió a llorar
como el niño que era.
Don Ezequiel salió del bar mucho más borracho de lo habitual, lo que hizo que no viera
el coche negro aparcado en un lado de la calle. No vio al hombre que bajó de este, y por
supuesto, no vio como se acercaba a él.
Su mente estaba demasiado ebria para conjugar las fugaces posibilidades que podría
conjugar en medio de la confusión, a diferencia de la mente de Natalia Bello había
hecho un segundo antes de ser atacada por la bolsa.
Estaba tan borracho que ni siquiera atendió a la voz que, amigablemente, le llamaba,
solo se volvió cuando una mano tocó su hombro.
--¿Quién es usted?
Delante de él, un hombre alto, le observaba detenidamente, el pelo negro de su cabeza
empezaba a desaparecer, lo que hacía que esta pareciera ovalada a la escueta luz del
callejón.
Su mano derecha, que todavía estaba sobre el hombro de Don Ezequiel, era alargada y
huesuda, carente de vello, el profesor la miró y primera vez conjugó una teoría. A pesar
de que el alcohol todavía martirizaba su cabeza, la hipótesis de que, veremos las
palabras que usó en ese momento, su ―Aventura con Isabel Hernández habrá traído
problemas, y eso que le dije a la renacuaja que no abriera la boca si no quería que su
madre se enterara de la clase de alumna que era, puede que se lo haya dicho a algún
conocido, porque esa cría no tiene padre, aunque puestos a pensar puede que sea algún
estúpido que quería adelantárseme y ahora esta celoso…‖
--¿Quién es usted?—volvió a preguntar.
El individuo ni siquiera se inmutó, la mano, que estaba hecha a apretar bolsas de
plástico contra su palma, bolsas que habían guardado botes que habían golpeado un
rostro femenino tiempo atrás, no se movió ni un milímetro de su hombro.
--Suba al coche—dijo señalando con la mano libre el vehículo oscuro.
--Déjeme en paz—se quejó Don Ezequiel.
En ese momento su teoría no solo volvió a su cabeza, si no que cobró vida propia y
pareció alumbrarle como la luz de la farola.
--Yo no le hice nada malo a esa cría—se quejó intentando zafarse de la mano—Fue ella,
se comportó mal en clase, debía de darle un escarmiento.
En el segundo que siguió a aquellas palabras se vio de repente reducido, con el aliento
del desconocido calentando su nuca.
--Entre en el puto coche—le dijo.
Le obligaron a la fuerza, la puerta del vehículo se abrió de repente surgiendo de ella un
Jaime Reseña mucho más endeble y casi desorientado, mirando a todos lados por si
alguien les descubría, cuando lograron meter el profesor en el coche, se aseguró de que
nadie les había seguido y subió delante para conducir.
--¡Que quieren!—se volvió a quejar Don Ezequiel—Ya les he dicho que…
Un puñetazo se hundió en su vientre.
El vehículo arrancó a gran velocidad, dejando una rodada negra en el asfalto que todo el
mundo ignoraría al día siguiente.
--Ezequiel Fragua—le llamó el desconocido—Queremos que nos haga un favor.
Don Ezequiel le miró a través de sus ojos llorosos, apretándose el vientre y buscando la
respiración que le habían robado.
--¿Quiénes son ustedes?—preguntó de nuevo.
--Eso no importa—dijo el desconocido—Tan solo queremos saber la dirección de uno
de sus alumnos.
Don Ezequiel levantó la cabeza sorprendido por la petición, hasta el mismo instante en
el que aquel hombre le dijo lo que quería, estaba completamente seguro que aquel
puñetazo en su vientre y aquel ―secuestro‖ se debía a su comportamiento, o bien con
Clara Berlanga, que perfectamente podía haber hablado con algún amigo o incluso su
pareja para que le diera un escarmiento, o bien con la joven Isabel, que de igual manera
podía haber puesto el grito en el cielo por aquel, volvemos a sus palabras ― Desliz sin
importancia, si total, ahora pierden la virginidad casi a esa edad…o antes‖
--¿Qué alumno?—preguntó sintiendo un imprevisible valor.
--Gonzalo Vivenco.
Don Ezequiel giró la cabeza y vio como la ciudad se había convertido en un millón de
haces de luces y sombras. Tan solo se preguntó una vez por qué aquellos individuos
querían el expediente de Vivenco, su mente, casi entrenada para ello, le entregó una
posibilidad, todavía remota, de sacar partido, un partido que, por supuesto, tenía que ver
con el sexo, de aquella situación.
--¿Y yo que gano?—preguntó.
El individuo se inclinó sobre él y puso una mano sobre su hombro, haciendo que el
valor que sentía se esfumara, aquel tipo no era ni una indefensa profesora ni una alumna
asustada, la mano del hombre apretó su hombro, haciendo que sintiera un dolor agudo.
--Gana en salud—dijo el tipo—Y gana que nadie se entere de su vicio con sus alumnas.
Don Ezequiel le miró fijamente, pero le dolía demasiado el hombro para sorprenderse
del comentario.
--De acuerdo—se apresuró a decir—Pero no se lo digan a nadie, lo haré, lo haré…
El tipo lo agarró por la chaqueta y abrió la puerta, pero el coche seguía en marcha, a
gran velocidad, Don Ezequiel miró horrorizado la calzada borrosa.
--¡No por favor, no!—suplicó.
Pero sus gritos no podían oírse, los oídos de sus secuestradores estaban protegidos por
el interior del vehículo, amén de sus conciencias, que eran simplemente algo ínfimo,
casi inexistentes en lo que serían sus almas.
Cuando el individuo volvió a meterlo en el vehículo comprobó que estaba llorando,
lanzó una carcajada, cuando lo habían seguido hasta el bar ni siquiera daba la impresión
de ser un hombre asustadizo.
--Vaya un llorica.
El coche se detuvo en seco y le empujaron hacia fuera, cayó de bruces en un charco.
--Ya te llamaremos—dijo el tipo desde dentro del coche.
Don Ezequiel intentó ponerse de pié, no pudo, se volvió solo un poco y observó el brillo
de la carrocería negra en la oscuridad del callejón, los ojos del hombre también
brillaban como los de un lobo en medio de la espesura del bosque.
--Espero que algún día te follen a ti—dijo el atacante antes de cerrar la puerta.
Aquel fue el único gesto de humanidad, al menos mientras dure este relato, que tuvo el
hombre que compró haría un año varios botes de albóndigas para atacar a Natalia Bello.
Cuando emprendieron el camino de nuevo, Jaime Reseña le miró a través del retrovisor,
su mirada emanaba culpabilidad.
--No me mires así—le dijo el sicario—Hay que hacerlo, y punto.
--No es necesario—se quejó Reseña—Esa mujer ya se fue de Madrid, ¿Hasta cuando
tiene que pagar?
--Hasta que tu hermano deje de pagarme a mí--contestó el individuo—Y mientras lo
haga, yo haré mi trabajo.
Eduardo subió las escaleras del colegio apresuradamente, no llegaba tarde, ya que nadie
podía llegar tarde a clase en sábado, las aulas estaban vacías, el ambiente resaltaba
notoriamente tras el apabullamiento de la rutina diaria, y tan solo algunos profesores se
dejaban caer por ahí, los que tenían trabajo pendiente o los que su vida no les daba algo
más interesante que hacer.
Eduardo, en su mente pro púber, había trazado un plan sencillo, tras ver a Clara
Berlanga llegar el viernes anterior a última hora sabía que tenía que verla.
Por su, ya de sobra conocida por nosotros inocencia, quería verla en el sentido de estar
con ella, dibujando cualquier cosa, repasando cualquier apunte, o incluso haciendo las
cuentas de cálculo que él tanto odiaba, con tal de hacerlas con ella a su lado.
Entró en el edificio saludando cordialmente al bedel, que a pesar de ser sábado no se
sorprendió, sabía que muchos alumnos acudían a clases de apoyo y, tras ver a Eduardo
acudir de brazos de la policía aquel día, menos aún.
Subió las escaleras con el corazón latiéndole compulsivamente, saltando los escalones
de dos en dos, repasando en su cabeza cada movimiento, con ayuda de una suerte que
aún no conocía.
--¡Hola Eduardo!—le diría Clara volviéndose con soltura.
--Hola, profesora Clara, veo que ya ha vuelto.
--Si, Eduardo, ya estoy aquí otra vez. ¿Qué te trae por aquí?
--Vengo a por mí block de dibujo, se me olvidó ayer.
Había sido abandonado adrede en el cajón de su pupitre.
--No hacía falta que vinieras a por él, si a mí no me importa…
--Ya, pero en casa me aburría…
En ese instante, apelaría a la buena voluntad de la profesora para concluir su plan.
--Si te aburres en casa, puedes venir conmigo a la sala de profesores y dibujar algo.
Eduardo la miraría, sonreiría, y diría que sí.
Subió las últimas escaleras, no había rastro de Clara, por lo que frunció el ceño
enfadado y sintiendo cómo todo el castillo que había construido en el aire se
derrumbaba.
Durante la bajada, la ilusión se tornó en prudencia, no quería dar explicaciones sobre
qué había ido a hacer allí, a pesar de que tenía la excusa del block olvidado, a ningún
profesor.
Terminó un tramo de escaleras cuando unas voces llegaron hasta él, apagadas y graves a
través del pasillo.
Se escondió como pudo, en la jamba de una puerta de una clase a la que le quedaba
mucho por asistir, para su mala suerte, los pasos se detuvieron a tres me tros escasos de
él.
Se pegó a la pared y procuró respirar despacio, como si formara parte de la pared, como
si no estuviera allí.
--Te lo digo para que tengas cuidado, ya que está mucho en la biblioteca contigo.
Era la voz de Darío Vega, hablaba cordialmente y con su tono de voz, amigable y suave,
tanto que Eduardo estuvo a punto de salir, pero lo pensó mejor al escuchar una voz de
mujer.
--Pues ya que lo dices el otro día estaba algo raro—dijo la joven bibliotecaria—Por un
momento tuve la sensación…No sé.
--¿Cómo si quisiera hacerte algo?
--Si, no sé cómo explicarlo, pero de repente no me sentí muy segura con él.
--Pues mantén la distancia, Clara está muy afectada por eso, si no llega a salir corriendo
no sé que le hubiera hecho.
Esas palabras hicieron que algo saltara dentro de él, un resorte instintivo, algo le había
pasado a Clara, no supo el qué ni quien, pero algo en su interior, algo que no había
experimentado hasta ese momento, le dijo que no podía ser otro que Don Ezequiel.
--Es que me cuesta creerlo—dijo la chica—Parece un hombre tan decente y…
--De decente nada—se apresuró a decir Darío Vega—Que intentó aprovecharse de
Clara, sé que suena mal, pero fue lo que hizo, por eso ella no ha venido esta semana, ha
necesitado días para recuperarse del susto, además, tiene miedo, imagina que la vuelve a
acorralar y que no hay nadie para impedirlo.
No quiso oír nada más, salió corriendo hacia la escalera, tan solo mirando por el rabillo
del ojo a los mayores, que por suerte no parecieron verle.
Salió corriendo también del recinto, y corrió sin parar hasta un parque cercano, en el
cual, sentado en un banco, apretó tanto las uñas contra las palmas de su mano hasta que
se hizo daño.
Curiosamente, en ese mismo banco había llorado en silencio Isabel la tarde anterior, tras
convertirse en una de las víctimas de los abusos de Don Ezequiel.
REBELIÓN
Por primera vez en mucho tiempo, la clase estaba en completo silencio, no era un
silencio normal, no era infantil, ni inocente, ni obligado era un silencio casi sepulcral, a
pesar de que ningún alumno sabía nada sobre lo que había ocurrido referente a Isabel o
Clara Berlanga, como una precognición de que algo iba a suceder, de que un globo se
había hinchado paulatinamente en aquel aula y que reventaría muy pronto.
Isabel miraba callada su cuaderno azul, observando cómo hipnotizada los ser iales
inacabados, aquellos seriales que tan bien se le habían dado la tarde anterior y que
habían quedado interrumpidos por la mano insidiosa y reptante de Don Ezequiel, una
mano que había tocado su rodilla sin previo aviso, y que había reptado por su pierna,
bajo su falda, como el reptil que Don Ezequiel era, lo que ocurrió después no podía
recordarlo sin sentir nauseas, odio y miedo. Aguantó el llanto, que a pesar de haber
salido libre y silencioso en el banco de aquel parque, seguía apretando su pecho como si
fuera la mano del mismo Don Ezequiel.
Eduardo guardaba silencio observando el horizonte por la ventana, pensando en la
profesora Clara, no era un chico que pensara en sus actos, se había enfrentado a
contrincantes de su edad sin pensar siquiera en su fuerza o su situación, no había tenido
miedo, pero ahora lo tenía, sabía que ―debía‖ defender a la profesora Clara, como el
soldado que debe defender a su amada del villano, pero tenía miedo, miedo de las
consecuencias, y aunque él no sabía explicarlo, miedo a que Clara sufriera más por su
culpa.
Gonzalo no había pronunciado palabra alguna por la razón, que él consideraba de suma
importancia, de la prohibición de coger prestado el libro de Antonio Machado que él
había observado con los ojos muy abiertos, ya no tenía ganas de llorar, pero se sentía
abatido a pesar de que ya había pensado en suplicar a su madre que le comprara un libro
del poeta.
Goyito pensaba una y otra vez en las palabras de su madre la tarde anterior, aquella
mañana se había despertado él solo por primera vez en mucho tiempo, y cuando había
salido a la cocina, su madre ya estaba preparándole el desayuno, no se dirigieron la
palabra en todo lo que duró el desayuno, ninguno de los dos quería hablar, pero ninguno
de los dos estaba enfadado con el otro, ambos eran demasiado cobardes para hablar de
ello, pero no se odiaban por eso. Ahora dibujaba en silencio una jirafa en medio de una
selva, también había un león, pero Goyito ya había planeado que fueran amigos y
simplemente se estaban sentados, en paz y concordia.
Los demás alumnos también guardaban silencio, las razones, al no interesarnos,
quedarán ocultas.
Don Ezequiel abrió la puerta procurando olvidar como había entregado el expediente
de Gonzalo Vivenco a los desconocidos, a través de la ventana de su despacho y con las
manos temblorosas. No se trataba de negarse, personalmente a él no le importaba lo más
mínimo lo que a Gonzalo Vivenco o a sus familiares, (no sabía que el padre de Gonzalo
había muerto, pues solo procuraba comprobar la familia de las alumnas que a él
personalmente le interesaban) le sucedieran, pero se sentía indignado y humillado, pues
nunca creyó que flaqueara ante algo así, podían dársela a cualquiera, pero a él no, a Don
Ezequiel Fragua Cantizano no, NUNCA.
Entró en clase y tan solo le lanzó una sonrisa fugaz a Isabel, que agachó la cabeza
atemorizada, sonrió para sí, todavía quedaba alguien que le temía, una tímida excitación
le poseyó.
--Así me gusta que estéis, calladitos—dijo soltando la cartera sobre la mesa.
Se volvió y escribió en la pizarra ―Tablas de multiplicar‖, la queja general no se
escuchó, pero estuvo allí.
--Muy bien—dijo volviendo a su asiento—Ahora os sacaré aquí al azar, al más mínimo
fallo os quedareis castigados para repasarlas.
Isabel lanzó un gemido que tan solo escuchó ella, el llanto estaba a punto de salir
liberado como el agua sale despedida cuando la presa que la contiene revienta.
--Primero Lourdes—dijo Don Ezequiel.
La niña abandonó su asiento y salió delante de toda la clase, era lista, y aunque no lo
haya sido, Isabel estaba demasiado dolida y humillada para preocuparse de su amiga,
había llegado al límite en el cual tan solo importaba la seguridad misma.
Lourdes recitó despacio la tabla del dos, la del cinco y la del seis, sin dudar siquiera en
ninguno de los resultados.
--Seis por ocho cuarenta y ocho, seis por nueve, cincuenta y cuatro y seis por diez
sesenta.
Don Ezequiel miró la lista de alumnos a pesar de que ya sabía a quién iba a elegir, tan
solo miró por encima del folio y volvió a emitir la misma sonrisa de antes.
--Isabelita—dijo burlonamente—Ven aquí a mi lado.
La niña salió despacio de su pupitre, sin dejar de sentir el llanto doloroso en su pecho, el
labio le temblaba a causa de saber que hiciera lo que hiciera estaba condenada. Las
imágenes de la tarde de ayer se repitieron de nuevo, y una voz en su cabeza le dijo
―Huye‖, ―Huye y cuéntaselo todo a Darío Vega‖
Se puso delante de toda la clase, que la observaba sin ni siquiera prever la tormenta que
estaba a punto de desencadenarse.
--No te vayas tan lejos—dijo Don Ezequiel—Ven aquí, a mi lado. ¿O es que tienes
miedo de algo?
Isabel lanzó un nuevo gemido, esta vez escuchado e ignorado por la primera fila de la
clase.
Una vez se había puesto al lado de la mesa, toda su percepción cambió, como el
indefenso animal que parece sentir el peligro de un próximo terremoto, la presencia de
Don Ezequiel se hizo más notoria, como si una sierra afilada amenazara con
despedazarla.
Sintió la mano del profesor en su espalda, sobre su blusa blanca perfectamente
planchada por ella después de que él la hubiera arrugado tan lasciva e imperfectamente.
Tembló de pánico.
--Algo dificilillo—dijo el profesor—La tabla del ocho.
Isabel se dispuso a abrir la boca, pero el llanto hizo que la cerrara de nuevo, miró a la
clase, prestándole atención, sus pensamientos eran tan solo divagaciones envueltas en el
miedo más atroz, por primera vez en su vida, la presencia de algo más grande y más
poderoso que ella le hizo tanta falta como el respirar.
--Dios mío, protégeme—susurró.
Miró a Don Ezequiel.
--Estamos esperando.
--Ocho por uno…ocho, ocho por dos… dieciséis…
Gonzalo la miraba expectante, quizás fuera el único que había notado algo en la voz de
la joven, algo que no iba bien, y así era, Gonzalo sentía en ese momento la misma
sensación que sintió cuando estaba subido a aquel coche, de camino al hospital, cuando
habían atacado a su madre, no sabía por qué, pero la sentía, y eso no le gustaba.
Goyito la miraba con aburrimiento.
--Ocho por cinco…cuarenta
Eduardo la ignoraba, sumido en el problema de la señorita Clara. Lourdes la miraba,
aliviada por haber acertado las tablas, no podía culparla, no sabía nada de aquello, se
arrepintió de no habérselo dicho, a ella, a su mejor amiga.
--Ocho por nueve… ochenta y una.
¡Ocho por nueve no era ochenta y una!
Don Ezequiel estuvo a punto de lanzar una carcajada, pero se contuvo, se arrellanó en
su asiento y suspiró con alivió, como el que había ganado un combate.
--Bueno—dijo—Pues ya sabes, esta tarde en mi despacho.
Isabel miró a la clase, que tan solo dejaba caer comentarios como ―Vaya, ya lleva cinco
días seguidos castigada‖ o ―Va a batir un record, que tonta‖. A ver qué por supuesto
nadie iba a defenderla ni siquiera a levantar la voz en su nombre, dejó que el llanto la
abatiera, que rompiera la presa que había construido y que inundara toda su vida, como
la niña que era y que siempre había sido, indefensa e incrédula, rompió a llorar.
Lloró, y lo hizo de tal manera que toda la clase creyó que le había pasado algo, algo
físico, algunos alumnos buscaron algún resto de sangre por el suelo, otros se levantaron,
dispuestos a llamar a la enfermera o incluso al médico, pero Don Ezequiel, viendo como
su presa se escapaba, se levantó apresuradamente, cogiéndola por los hombros.
--No pasa nada—dijo en voz alta—Tan solo se ha puesto nerviosa.
Isabel sintió el tacto de las manos del profesor en ella y se sacudió violentamente, como
si estuviera ardiendo, todos lanzaron un grito de sorpresa mientras la alumna se
arrastraba por el suelo hacia un rincón.
Su voz era histérica.
--¡No me toques, no me toques cacho cabrón!
Aquella fue la primera ―palabra prohibida por los adultos‖ que Isabel dijo en su vida.
Lourdes se levantó corriendo y se acercó a ella, se agachó a su lado, Don Ezequiel las
observaba furioso, no pensaba dejar que nadie frustrara sus planes, la clase había
empezado a hablar sin parar, aunque nadie sabía que decir.
Lourdes acarició el pelo lacio de su amiga.
--¿Por qué lloras, Isabel?—preguntó.
La niña alzó la cabeza de entré sus brazos y gritó con furia, estaba deseando soltarlo,
solo cuando lo hizo el llanto comenzó a desaparecer.
--¡Usted me hizo daño!—gritó--¡Usted es malo! ¡Me hace daño!
Leemos aquí la palabra ―malo‖ porque la joven Isabel no conocía ninguna otra en su
lenguaje mermado de niña. Más tarde, conocería palabras que le resultarían horribles,
pero necesarias, pera describir lo que el profesor le había hecho.
Toda la clase quedó en silencio, observando la escena contrariada, Gonzalo sintió como
la sensación del coche se hacía tan real que casi podía palparla en aquella aula.
Eduardo no tardó en comprender la situación y ató cabos, pero tardó en reaccionar.
--¿Qué dices niña?—preguntó sorprendido Ezequiel (Que ya no tendrá Don nunca
más)—No digas tonterías.
Pensó rápido, como buen estratega y soldado, pues pensaba que debía vencer a aquella
criatura que lloraba desconsolada en el suelo de su clase.
--Venga—dijo animadamente—Ven a mi despacho y te tranquilizarás.
La mano de Lourdes no dudo en clavarse en su brazo cuando se agachó, la mejor amiga
siempre había estado ahí.
--¡No la toques!—gritó--¡Que le has hecho!
--Eso, no la toque.
Ezequiel se volvió contrariado, la voz de Goyito le sorprendió, era como la de un
desconocido, pues el chico obeso nunca había gritado tanto, pero en ese momento el
niño se sentía valiente, Isabel había dado el paso y él la había seguido, le gritaba a
Ezequiel, pero también a su madre y a su padre, le gritaba al mundo entero.
Eduardo miró a su compañero y entonces reaccionó, se levantó, haciendo que todos le
miraran, el caballero andante debía defender a su amada.
--¡También le hizo daño a la profesora Clara!—gritó--¡Intentó violarla!
Eduardo si conocía palabras como aquella, pero en ese momento ningún alumno se
preocupó en pensar en ella, todos sabían, por alguna razón, lo que significaba, pero
hubiera sido imposible pedirles que describieran el acto con palabras.
Gonzalo también se levantó, al igual que el resto de los alumnos, Ezequiel se incorporó
apretando el arañazo de Lourdes con la mano.
--¡Sentaos Coño!--gritó enfurecido.
Todos se miraron entre sí, ninguno tenía un concepto muy acertado de lo que era la
violencia, por lo que era difícil que todos se encararan con el profesor a golpes y
arañazos, fue el inocente de Goyito, que renunciando a su hambre, sacó su almuerzo y
lo lanzó con rabia hacia Ezequiel, la manzana que su madre le había metido por su dieta
le golpeó en la cara, haciendo que se tambaleara estúpidamente.
Eduardo fue el siguiente, casi al mismo tiempo que Gonzalo.
Una lluvia de sándwich y papeles de platilla convertidos en bolas golpeó al profesor,
que se protegió con las manos inútilmente, pues un rastro de tomate se quedó en su
mejilla.
No vio venir la avalancha de alumnos enfurecidos hacia él, tan solo sintió como lo
tiraban el suelo y miles de manos inocentes le golpeaban, no le hacían daño, pero la
humillación comenzaba a florecer de nuevo.
--Sacad a Isabel de aquí—dijo Eduardo.
Gonzalo se volvió hacia él, Goyito sudaba por todos los poros de su cuerpo.
--¿Y tú?—preguntó.
--Ahora voy, venga marchaos.
Todos los alumnos salieron, Lourdes y Goyito sujetando a Isabel, que todavía lloraba,
pero aliviada ante el camino que habían tomado los acontecimientos.
Ezequiel se arrodilló en el suelo, una rodilla le dolería para el resto de su vida, alzó la
cabeza y vio el rostro enfurecido de Eduardo.
--Y tú qué—dijo queriendo parecer valeroso.
Eduardo sentía una rabia interior, y desde el momento en el que se habían quedado a
solas, solo pensaba en pegar a aquel individuo, el no tenía nueve o diez años como los
demás chicos, él sabía lo que era la violencia y podía ejecutarla, pero sabía que la
profesora Clara no lo hubiera aceptado, y por eso decidió que no iba a pegarle, por
mucho mal que hubiera hecho y porque sabía que existía un escarmiento para las
personas como él.
--Vas a ir a la cárcel—dijo.
Dos Ezequiel se levantó, apoyándose en la mesa.
--A la cárcel—repitió—Ya, sin pruebas, la palabra de una niñata contra la mía, la de un
profesor.
Eduardo frunció el ceño, furioso.
--No te librarás de esta—dijo—También sé lo que le hiciste a la profesora Clara.
--Tu palabra no vale—dijo el profesor.
--Pero la nuestra sí.
Mucho antes de volverse Eduardo supo de quién era aquella voz, sonrió y se volvió
despacio, como si quisiera ver a Clara Berlanga de aquella forma tan especial después
de mucho tiempo, ella estaba en el quicio de la puerta, junto con Darío Vega.
Gonzalo, al igual que los demás chicos, ya estaban en el parque, habían sentado a Isabel
en un banco, y Lourdes le sujetaba la mano a su lado.
Isabel alzó la cabeza, miró a su alrededor y por primera vez en mucho tiempo sonrió
completamente sincera, paradójicamente fue en ese momento en el que comenzó a ser
de nuevo la niña que sonreía casi siempre, todavía quedaba mucho camino para eso,
pero este era sin duda un comienzo.
--Muchas gracias, chicos—dijo.
Todos se miraron y sonrieron, Gonzalo miró como Eduardo ya llegaba, sonriendo
también, le golpeó amistosamente en el hombro, Goyito fue a su lado, se sentaron en el
suelo, alrededor de las dos chicas, sin decir nada, sabían que no necesitaban hacerlo.
Gonzalo miró hacia el horizonte naranja y sintió una sensación de tranquilidad que no
sentía desde hacía muchísimo tiempo, además, aunque no sabía describirlo muy bien,
tuvo una sensación que le decía que serían amigos para siempre.
TRAS LA VICTORIA
El femenino, infantil y pequeño reloj de pulsera de Isabel marcaba las once de la noche,
pero por primera vez en su vida, la hora era lo que menos le importaba. Tras comprobar
que en la biblioteca no conocería la solución a sus dudas, por su edad no podía entrar en
la sala de adultos, en donde libros detallados si podían haberla ayudado, se introdujo en
una grande aunque pequeña librería del centro, allí, al fondo de un apartado pasillo, tan
solo había podido investigar un poco sobre lo que le importaba.
Cuando abrió la puerta, su madre ni siquiera reaccionó ante la presencia de su hija, e
Isabel, como otras tantas veces, creyó que por fin ese sería el día en que su madre se
hubiera muerto, bajó la cabeza llena de rabia, tenía que morirse precisamente en aquel
momento, en aquella situación de su vida.
La mujer lanzó un gruñido y giró la cabeza, cuando la vio extendió el brazo muy
lentamente.
--¿Ya estás aquí?—peguntó--¿Qué hora es?
--Tarde—respondió ella.
La mujer ni siquiera se molestó en mirar el reloj y comprobar la hora, giró la cabeza
hacia su posición inicial, con la nariz pegada al respaldo del sofá, emitiendo el mismo
gemido.
--Mama—dijo Isabel apoyando una mano en su brazo—Me ha pasado algo en el
colegio.
La mente de la mujer, que en parte alcoholizada en parte violentada para olvidar todo
rastro de pasado, a pesar de que ello conllevara lo que pasó en ese mismo momento, que
como esta solo recibía palabras sueltas, no pudo entender el mensaje completo de su
propia hija.
--Tu estudia—solo supo decir—Y hazte lista.
--No lo entiendes, mama—se apresuró a decir Isabel—Un profesor me ha hecho daño,
quiero decírtelo porque no sé qué hacer, necesito tu ayuda.
La mujer entonces la miró, tan atentamente que Isabel creyó que la había comprendido.
--Si te has metido en problemas en el colegio—dijo intentando inútilmente parecer
seria—Deberás quedarte castigada.
Isabel arrugó el labio, miró a su alrededor, como buscando una solución, pero solo
encontró botellas vacías de vodka y ceniceros a rebosar, estalló en llanto, no como lo
había hecho en clase aquella tarde, si no en silencio, con un llanto más apaciguado, la
tormenta en su interior había pasado y ahora tan solo quedaban pequeños chubascos
restos de la rabia contenida.
--¡Ya me he quedado castigada!—dijo sin ni siquiera pensar sus palabras--¡Y han
abusado de mí!
La mujer abrió los ojos todo lo que pudo, pero muy lentamente.
--No lo entiendes—continuó Isabel entre llantos—¡No sé qué hacer!
Intentó golpearla, pero lo hizo al aire, su fuerza de niña y sus ojos borrosos no le
ayudaron a ―defenderse‖ contra el nihilismo de su madre.
--¡Llevas ahí tumbada mucho tiempo!—continuó gritando--¡Y para una vez que te
necesito!
Se sentó de golpe sobre la consola de cristal, que tembló bajo su trasero.
--¡Me hago cargo de todo para que no nos…!
Su madre se sentó en el sofá con gran dificultad, pero se quedó paralizada, mirándola en
silencio.
--Para que no nos separen…--concluyó la niña.
La mujer suspiró, se acomodó en el sofá y meneó la cabeza, como si examinara la
negatividad de los hechos.
--Desde que tu padre se fue no sé qué hacer contigo.
Isabel la miró petrificada, se abalanzó sobre ella y la sacudió por los brazos, lo hizo
débilmente, pero para su madre, que estaba borracha, eran fuertes y molestas.
--¡Papá ha muerto!—gritó entre sollozos--¡Papá ha muerto y tu eres una alcohólica!
¡Despierta de una vez, estamos solas!
La mujer había comenzado a decir algo mientras su hija la sacudía, la niña se detuvo de
golpe y escuchó las palabras desalentadas de la mujer.
--Ya lo sé, ya lo sé…
Isabel se aferró a ella y comenzó de nuevo a llorar…
--Perdóname, mama—gimió—Por favor, perdóname.
Sus palabras fueron desapareciendo entre el llanto, sintió los brazos de su madre
queriendo abrazarla, su aliento con olor al vodka que yacía derramado sobre la
alfombra.
--Isabel—la escuchó decir—Hija mía, no pasará nada, todo irá bien.
Isabel aplastó la cara contra el pelo de su madre, un pelo sucio, lacio, mal cuidado,
parecido al suyo, olía mal, pero en ese momento el olor fue para ella lo mejor de todo.
Estaba sucio, olía mal, era el pelo de su madre.
Goyito subió corriendo las escaleras, deseoso de contar en su casa lo ocurrido, como el
soldado que llega de la batalla tras una guerra ganada.
Su mochila se balanceaba en su espalda y esta hacía que el niño se cansara más de lo
debido, más aún con el abrigo marrón que le daba un calor que hac ía que sintiera las
axilas mojadas.
Sabía que llegaba muy tarde, y que seguramente a su madre no le importaría lo más
mínimo la razón de su tardanza, se iría a la cama sin cenar otra vez, pero no le
importaba, Don Ezequiel había caído, Eduardo les había contado lo que Darío Vega le
había dicho, y Don Ezequiel no volvería a dar clases nunca más, en ningún colegio.
Entró apresuradamente en casa y dejó caer la mochila y el abrigo en el recibidor.
--¡Mama!—gritó mientras corría por el pasillo--¡No te vas a creer lo que ha pasado en
clase!
Su madre salió del comedor y por un momento creyó que estaba enfadada, pero su
rostro no tenía las señales que le decían que estaba enfadada, en vez de eso creyó que su
cara reflejaba preocupación.
--¡Goyito!—dijo agachándose para recibirlo--¡Dónde has estado!
El niño se abrazó a su madre.
--¡En el parque, mamá, no sabes lo que ha pasado, Don Ezequiel ya no es profesor!
La mujer se levantó y le cogió de la mano, tirando de él hasta el salón.
--Tengo una sorpresa para ti—dijo.
El niño abrió la boca exageradamente.
--¡Las acuarelas!—dijo.
--No, no son las acuarelas, es algo mejor.
Goyito borró la sonrisa de su cara, pues para él no había nada mejor que aquellas
acuarelas de lata blanca, por un momento pensó que todo era perfecto, no vería nunca
más a Don Ezequiel y tenía sus acuarelas.
--Jo—dijo.
El salón estaba en penumbra, solo la lámpara de pié lo iluminaba, Goyito no reparó al
principio en la figura que estaba sentada en el sillón de su padre, y cuando lo hizo
retrocedió un paso asustado, sobre la mesa había una copa de coñac vacía, como la que
tomaba su padre, pero aquello no parecía su padre, parecía otra persona.
La figura se inclinó para levantarse y Goyito estuvo entonces seguro.
--¡Don Ezequiel!—pensó.
Por alguna razón el profesor venía a por él, quizás porque fue el que empezó la
―lapidación‖ de papeles albal sobre el profesor.
El sujeto por fin se levantó, la luz de la lámpara le golpeó la cara y Goyito cayó en lo
equivocado que había estado.
--¡Papá!
Se abalanzó sobre el hombre y casi le hizo caer, este lo alzó abrazándolo también y
Goyito comprendió que ya no necesitaba aquellas acuarelas si su padre había vuelto y
que aquello, unido a la derrota de Don Ezequiel, era lo mejor que le había pasado en su
corta vida.
La voz de la profesora Clara Berlanga le llegó desde lejos, pero fue para él como si una
luz hubiera iluminado la oscura calle en donde la profesora vivía.
Se volvió sobresaltado y la vio caminando hacia él.
--Profesora…--no supo que decir.
La joven maestra se acercó a él sosteniendo su block de dibujo y su estuche de tela.
--No me llames profesora—dijo—Me llamo Clara.
Eduardo enrojeció por primera vez en su vida.
--¿Se encuentra bien?—preguntó.
Clara puso una mano sobre su hombro.
--Muy bien, gracias.
Comenzó a caminar y el chico lo hizo a su lado.
--Ha sido muy valiente por vuestra parte defender a Isabel—dijo Clara—Y además me
han dicho que tú me has defendido.
Eduardo volvió a enrojecer, si cabía, más que antes.
--Yo tan solo…--comenzó a decir--…Escuché que le había hecho algo y no quería…No
sabía…--y acabó diciendo torpemente—Me daba rabia…
Se detuvieron, habían llegado a la puerta de la profesora, la mano de la profesora
acarició la cara del muchacho.
--Eres un buen chico—le dijo.
Eduardo ardió en deseos de decirle que la quería, pero a pesar de su juventud sabía que
aquello era un amor imposible.
--¿Qué pasara con Don Ezequiel?—preguntó no obstante.
--No lo sé—respondió ella—Pero lo que sí es seguro es que no volverá a enseñar en
ningún colegio.
Volvió a cambiar de tema.
--En fin, muchas gracias otra vez por lo que hiciste.
Sonrió tontamente, una sonrisa que a Eduardo le pareció maravillosa.
--Supongo que eres como mi caballero andante, o algo así—rió Clara antes de cruzar la
calle—Buenas noches, Eduardo.
Y se marchó, introduciéndose en su portal.
Eduardo caminó despacio hacia casa, sonriendo y, a veces, riéndose él solo.
Había vencido al villano y defendido el honor de su dama, estaba pletórico, quizás fue
por esto por lo que a partir de ese momento no volvió a faltar a clase.
EL REGRESO DE LOS HOMBRES MALOS
Horas antes, Gonzalo entró en su portal como nunca lo había hecho, dio un salto para
subir las escaleras, que abatió con sus pequeñas piernas de niño, mientras subía, ansioso
por contarle a su madre la victoria sin precedentes que había tenido lugar en el aula de
educación especial, ni siquiera se imaginaba los acontecimientos que estaban a punto de
sucederle a él y su madre.
Dio un último salto, intentando inútilmente alcanzar el techo, gritó eufórico, la puerta de
su casa estaba abierta y no pensó que algo malo pasaba, solo empujó la puerta para
pasar.
--¡Mama!—comenzó a decir--¡Escucha lo que ha ocurrido…!
La imagen que vio la congeló la sangre y las palabras, en el salón de su casa, su madre
estaba sentada en una silla, un hombre desconocido le apuntaba con una pistola, la
imagen de la pistola hizo que temblara de absoluto miedo, pues, aunque tan solo había
visto pistolas en la televisión, la relación de aquel aparato con la misma muerte se hizo
latente inmediatamente.
--Entra, chico—le dijo el tipo sin dejar de apuntar a su madre.
La orden de su madre fue atacada al instante.
--¡Corre Gonzalo, huye!
Gonzalo Vivenco quiso correr, pero al volverse y comenzar la huída, sintió como algo
alto y oscuro le detenía, su cara chocó contra el jersey negro de un adulto, que le
sostuvo con violencia por los brazos, alzó la cabeza y se encontró por primera vez con
Luciano Reseña.
--Tú no te vas de aquí—le dijo.
Al igual que Isabel había sentido la inminente amenaza del peligro en una persona,
Gonzalo lo sintió en aquel momento como nunca lo había sentido, y al sentirlo, su
instinto de supervivencia, que todos tenemos muy oculto y que solo sale en
determinadas ocasiones, le hizo patalear, gritar, morder y arañar todo lo que pudo, pero
le fue inútil, la aparición de otro individuo, que no era otro que Jaime Reseña, contra el
que ya no podía luchar, hicieron que mermara en su intento por zafarse.
Le ataron a una silla a la derecha de su madre, tras esto, el desconocido sicario se sentó
en el sofá con una tranquilidad pasmosa y los hermanos Reseña se quedaron
mirándolos.
--¿Qué es lo que quieren?—preguntó Natalia Vivenco.
Su voz sonaba aterrada, y Gonzalo nunca la había escuchado de esa forma.
Estaba a punto de llorar, no comprendía por qué aquellos hombres les habían atado a él
y a su madre, pero, en ese momento, dados los acontecimientos que habían ocurrido,
solo podía pensar en una venganza de Don Ezequiel.
Pero, ¿Por qué querría Don Ezequiel vengarse de él? ¿No sería más lógico que la tomara
con Isabel, que era la culpable de que todos nos hayamos rebelado contra él?
--Quiero que sufras como yo—dijo Luciano Reseña.
Golpeó la cara de Natalia Vivenco con el puño, haciendo que Gonzalo se revolviera
furioso en su silla.
--Mama—la llamó.
--No pasa nada, cielo—intentó tranquilizarle su madre.
Jaime Reseña estaba visiblemente nervioso, caminaba de un lado a otro, se acercaba
espacio a la ventana para ver si veían alguien, se acercó por detrás de su hermano y le
puso la mano sobre el hombro.
--Tranquilo, Luciano—dijo.
--Déjame—se sacudió este.
El labio de Natalia Vivenco comenzó a sangrar al igual que sus ojos comenzaron a
llorar histéricamente.
--¡Por favor!—suplicó entre llantos--¡No nos hagan nada! ¡Le daré todo mi dinero, lo
que quieran, pero por favor, no nos hagan daño!
--¿Puedes devolverme los años que pasé en prisión?—le preguntó Luciano.
Natalia agachó la cabeza.
--¡Responde!
--No.
Golpeó de nuevo la mejilla de la mujer, esta vez con la mano abierta.
--Pero mi marido está muerto por tu culpa—dijo la mujer con valentía.
Luciano Reseña alzó mano para golpearla otra vez, pero por alguna razón se contuvo.
Gonzalo movía las manos, sintiendo la cuerda apretando sus muñecas, por suerte para
él, Jaime Reseña, el cual sudaba como un pollo ante el peligro de que saliera todo mal,
no había pensado en que las muñecas de un niño son finas y hábiles.
--Que se joda tu marido.
--¡Jódete tu, asesino!
Luciano volvió a golpear la cara de la mujer, que gritó de dolor.
--¡Que le den por culo!—gritó
El sicario llegó con las manos llenas de joyas, las enseñó sin sonreír y las guardó en el
bolsillo.
--Son falsas—dijo Natalia.
--Lo sé—contestó el tipo—Pero aquí lo importante es que la policía crea lo que no es.
En ese momento Natalia Vivenco supo que la conclusión de los planes de aquellos
hombres se saldaría con su muerte y la de su hijo, en ese momento lo importante era
para ella salvar la vida de este, pasase lo que le pasase a ella.
--¡Por favor!—pidió--¡Soltar al niño! ¡Solo es un niño!
Luciano Reseña volvió a sentir la mano de su hermano en su hombro.
--Luciano—dijo este—Déjalo ir, solo es un crío.
Se volvió furioso hacia él, apretando los puños, como si fuera a pegarle si surgía la
posibilidad.
--¡No me digas lo que tengo que hacer!—gritó, y bajó el tono—Aquí o hacemos las
cosas bien o nada.
Se volvió hacia Natalia Vivenco.
--No soy tan tonto—dijo—Para no saber que el puto crío irá a la policía.
Para ese momento las flacas y flexibles muñecas de Gonzalo ya habían aflojado
suficientemente la cuerda, movió las manos despacio, era lo bastante mayor para saber
que si le veían volverían a atarle, esta vez más fuerte.
Desataron a Natalia Vivenco, pero solo de las cuerdas que la sujetaban a la silla,
continuaba atada, cuando se levantó recibió un nuevo golpe de Luciano Reseña, y cayó
al suelo, acto que fue como una señal para que Gonzalo saliera en defensa de su madre.
--¡Hijo puta!—gritó lanzándose contra el hombre.
Nunca supo por que usó aquellas palabras, palabras que su madre le había repetido
miles de veces que eran feas y por eso molestaban, pero supuso que por ese mismo
motivo asustaría al hombre y este se marcharía.
No fue así, Jaime Reseña, tras recibir una orden de su hermano, le cogió y le sujetó con
fuerza.
Luciano Reseña se reía con maldad mientras el sicario había cogido a su madre.
--Vamos a darle por culo—escuchó en algún lugar del salón.
Se resistió todo lo que pudo hasta que Luciano Reseña lo tiró contra el suelo y puso la
suela de su zapato sobre su cara, gimió de dolor.
--¡No pasa nada, cielo!—escuchó la voz de su madre—Todo irá bien.
No lo creyó, seguía intentando moverse, pero el zapato del hombre aprisionaba cada vez
más su cara, el daño que sentía era horrible.
Escuchó una serie de ruidos que no supo identificar.
--¡No por favor!—escuchó la voz de su madre.
--¡Mamá!
La voz desconocida llegó lejana, como si fuera una llamada que alguien lanza desde el
otro lado de la calle, al principio no puso identificar la voz a pesar que era de sobra
conocida por él.
--¡Alto policía!
Luciano Reseña se volvió sobresaltado, olvidando su control sobre Gonzalo, fue un
error, este se levantó y se lanzó contra él, lo tiró al suelo, al igual que había pasado con
Don Ezequiel, ahora solo Ezequiel, en la clase aquella tarde, fue hacia el que sujetaba a
su madre contra la mesa del comedor, pero el desconocido le detuvo de un golpe con la
mano abierta en la cara, mientras caía vio una imagen que nunca olvidaría, fue como la
imagen de una pesadilla a pesar de que ella significaba el final de todo aquello. El pecho
de Luciano Reseña fue atravesado por una certera bala, matándolo al instante, después,
otro disparo dio en el pecho del sicario, que cayó al suelo malherido, Jaime Reseña se
tiró al suelo y comenzó a llorar, pidiendo que no dispararan.
Gonzalo corrió hacia su madre mientras varios hombres vestidos de negro aparecían de
improviso para reducir al sicario y al Reseña que quedaba con vida.
Gonzalo desató a su madre y se abrazaron con fuerza.
--Todo ha terminado—dijo la mujer—No pasa nada, todo ha terminado.
La voz conocida se acercó a ellos por detrás.
--¿Están bien?
Gonzalo giró la cabeza, emitió una sonrisa achatada por el miedo y solo entonces
rompió a llorar.
FINAL
Gonzalo Vivenco estaba sentado en el sofá, pensativo, ya no tenía miedo, pues sabía
que los hombres malos se habían ido, no sabía si para siempre, pero si por algún tiempo,
esperaba que mucho.
Su madre vino hacia él, sonreía como había sonreído él al ver la cara de Darío Vega tras
de sí, empuñando un arma salvadora, a pesar de que su cara había sido martirizada.
Se agachó frente a él y acarició su pelo revuelto.
--¿Estás bien, campeón?—le preguntó.
Gonzalo asintió sonriente.
--Has sido un chico muy valiente—le dijo su madre—Estoy orgullosa de ti.
Una lágrima calló por la mejilla del chico.
--Hey—escuchó la voz de su madre—No quiero que llores. ¿Vale? Ya no llores más.
El niño asintió tímidamente, su madre le besó la frente y se levantó ante la llamada de
Darío Vega.
--Ahora vuelvo—dijo.
Y se levantó despacio.
Tras un momento, Darío Vega se sentó a su lado, al principio no recayó en presencia,
solo cuando este puso una mano sobre su hombro le miró y sonrió sorprendido.
--¿Cómo estás Gonzalo?
Gonzalo volvió a asentir como hacía un rato.
--¿Es usted policía?—preguntó.
Darío Vega asintió sonriente.
--No lo sabía--contestó Gonzalo.
--Ese era el plan—dijo el hombre—Que no lo supieras.
--¿Por qué?
--Para protegerte a ti y a tu madre.
Gonzalo no dijo nada más, estaba demasiado cansado para sentir curiosidad.
--Quiero darte una cosa—escuchó de nuevo la voz de su ―Profesor‖
Volvió la cabeza, el hombre sostenía algo entre las manos.
--Es su libro de Antonio Machado—dijo.
--Quiero que lo tengas tú.
Gonzalo frunció el ceño, emocionado.
--No puedo aceptarlo, es suyo.
--Sí, es mío—dijo Darío Vega—Y ahora quiero que sea tuyo, Inma me contó lo que
ocurrió en la biblioteca, no quiero que te quedes sin leer a nuestro poeta favorito.
Gonzalo cogió el libro y recordó el problema de Isabel con Ezequiel, se volvió
rápidamente hacia él, como si fuera de vital importancia, había caído en la cuenta de
que si Darío Vega era policía podía ayudar a su amiga.
--Don Ezequiel…—comenzó a decir.
--Lo sé, Gonzalo—el interrumpió el hombre—Don Ezequiel hizo daño a Isabel, pero ya
no volverá a hacerle daño, ni a ella ni a nadie, te lo prometo, y nadie volverá a haceros
daño a ti y a tu madre.
Gonzalo sonrió mucho más efusivamente que antes, Darío Vega le revolvió el pelo con
la mano y atendió, como su madre había hecho, la llamada de un agente inferior.
Gonzalo, mientras los agentes abandonaban poco a poco su casa, se fue quedando
profundamente dormido en el sofá.
Se despertó en su cama, tapado con una manta, supuso sonriente que su madre le había
trasladado allí desde el sofá. Caminó adormecido por la casa, en su cabeza, los
acontecimientos que había vivido parecían ahora lejanos y borrosos, como fruto de un
sueño. Recayó en que todas las ventanas de la casa habían sido abiertas por primera vez
desde que llegaron allí, habían sido abiertas por su madre, sabía que los hombres malos
no volverían, que todo había acabado, aunque todavía sentía algo de miedo sin saber
muy bien la razón.
Encontró a su madre durmiendo en su cama, se había dado una ducha y a Gonzalo le
pareció, a pesar de tener el ojo morado y el labio partido, radiante, su cara mostraba una
sonrisa que hacía tiempo no veía, una sonrisa que le decía sin palabras que todo iría bien
a partir de ahora.
Se tumbó a su lado y cerró los ojos, no tardó en sentir el abrazo de su madre, caliente y
tierno, durmieron durante horas profundamente.
Después de estos acontecimientos que hemos conocido, poco queda ya que contar sobre
Gonzalo Vivenco y sus amigos, lo que les ocurrió a partir de aquel día poco importa, no
es que carezca de importancia, pero es de suponer que Gonzalo creció feliz con su
madre, que más adelante, por ejemplo, podían haberse mudado a una casa más grande
gracias al trabajo de ella, puede que Gonzalo se convirtiera en policía, o en poeta, o en
profesor de literatura, o en lo que él quisiera. Suponemos que Isabel creció si cabía
todavía más feliz gracias a la atención psicológica de Clara Berlanga, directora del
colegio, que su madre superó la muerte de su esposo y su alcoholemia, que Goyito se
convirtió en un gran dibujante y que sus padres, después de hablarlo largo y tendido,
nunca más se separaron.
Suponemos también que Eduardo encontró a una chica que no era Clara Berlanga, pero
que la quiso todavía más que a ella, y suponemos, puestos a suponer, que Lourdes
continuó siendo tan feliz como lo había sido siempre.
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