©mónica gutiérrez artero - 2020

120

Upload: others

Post on 29-Jun-2022

3 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020
Page 2: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020
Page 3: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

©Mónica Gutiérrez Artero - 2020Registro de la Propiedad Intelectual: B-1959-19ISBN: 9798644480456Diseño de la cubierta y maquetación: ©Javier Morán Pérez – 2020Primera edición mayo 2020

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico,queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los autores del copyright, lareproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos lareprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquilero préstamo públicos.

Page 4: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Todos los personajes y situaciones de esta novela son ficción. Aunque las descripciones y las

anécdotas del Belmond Venice-Simplon Orient Express están documentadas históricamente, elrecorrido ferroviario del servicio ha sido modificado por la autora en función de la historia y nose corresponde con ningún itinerario actual del histórico tren.

Page 5: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

GARE DE L’EST, PARÍS

El trueno hizo vibrar los techos acristalados de la estación. Los cielos de París se derramaban

y había anochecido precipitadamente. La primera vez que las luces de la estación parpadearon,cruzaba apresurada el vestíbulo hacia el andén cinco con la maleta en una mano y el trasportín deHoudini en la otra. Empecé a correr cuando Ángela, que para ser experta en cruasanes y odiar lasdeportivas se le daba bien volar sobre sus tacones, gritó algo incomprensible tres metros pordelante. Nos las habíamos apañado para empaparnos el pelo, el abrigo y los zapatos al salir deltaxi que nos había traído desde el aeropuerto Charles de Gaulle. Las escaleras mecánicas estabana punto a dejarnos a pie de andén cuando la iluminación volvió a parpadear y finalmente se rindió.

Una vez, mi abuela me dijo que no tuviese miedo si a mi alrededor de pronto se hacía laoscuridad porque quien lleva tanta luz en su interior no necesita focos. Si lo hubiese recordado enesos momentos quizás me hubiese sentido menos agobiada, pero la humedad, el exceso deequipaje y los golpes de un cabreadísimo Houdini dentro del trasportín no me hacían sentirexactamente resplandeciente.

—Paciencia Houdini, ya llegamos.—¿Por qué te has traído a la bestia peluda? —Ángela tuvo el detalle de parecer humana,

despeinada y enrojecida, por la carrera.—Es un conejo enano, no puede quedarse solo más de veinticuatro horas y no tenía con quién

dejarlo.—Aprecias de verdad a todos tus amigos y familiares, ¿eh?A oscuras, muerta de frío, de sueño, de hambre y del cansancio de los aeropuertos, me pregunté

por enésima vez por qué me gustaba viajar. Conocer mundo estaba bien, contemplar el patrimonioartístico de otras culturas era un privilegio, pero trasladarse hasta el interesante destino resultaba,en el mejor de los casos, incómodo. A punto de expresar en voz alta mis dudas sobre la buenaintención de Ángela de invitarme a acompañarla, se encendieron las anaranjadas luces deemergencia y me quedé boquiabierta y sin palabras. Comprobé en el panel informativo queaquello no fuese el andén nueve y tres cuartos, y respiré con alivio —no había metido túnica nivarita en el equipaje— al recordar que los vagones del Hogwarts Express no eran azules, de unbrillante azul profundo. El emblema dorado, que representaba a dos leones rampantes de largaslenguas y colas, relucía incluso bajo la deficiente luz.

—Cie Internationale des Wagons-lits et des Grands Express Européens —leí en voz baja.—Bienvenida al Belmond Venice-Simplon Orient Express, mademoiselle —Ángela había

desaparecido y un hombrecillo vestido con casaca y pantalones azules ribeteados de amarillo yuna gorra de plato demasiado grande para su cabecita intentaba arrebatarme la maleta.

—Sigrid Merlo —me presenté sin soltar mi equipaje—, de Moonlight Hoteles.—Mademoiselle Merlo, la estábamos esperando —Pese al disimulado forcejeo con la maleta,

su sonrisa de dientes impecables, bajo un bigotito estilo hormigas-en-fila, no menguó ni un solomilímetro—. Gilberto, Agente de Acompañamiento. A su servicio.

Obvié la rima, recuperé el control de mi maleta con una firme sacudida y retrocedí un par depasos para admirar aquella fabulosa máquina de otros tiempos. La semana anterior, Ángela me

Page 6: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

había entregado un sobre con toda la documentación del viaje y me había dado la enhorabuena.—El presidente me ha escogido para representar a Moonlight en el Summit de este año.—¿Qué es eso?—Nadie sabe exactamente lo que significa Summit y llevamos tantos años llamándolo así que

tampoco nos atrevemos a preguntar sin arriesgarnos a que nos tilden de borregos.Aproximadamente es como una convención anual del sector a la que asisten directores de lasprincipales cadenas hoteleras para debatir y reflexionar sobre cuestiones comunes. También sehace un poquito de promoción y marketing. Que te inviten es muy buena señal para tu imagen demarca y que el presidente te escoja para representar a la cadena, es Bien, con mayúsculas, para tufuturo profesional. Este año, el Summit corre a cargo de los Belmond, se celebra en un viajepromocional de inauguración de la temporada del Orient Express y tú te vienes conmigo.

—¿Nadie más quería ir?Ángela era licenciada en Derecho y había ejercido algunos años la abogacía hasta que su

bufete la escogió para asesorar legalmente a Moonlight Hoteles y ella se quedó prendada de esecomplejo ecosistema que era un hotel. Cursó un master en dirección de empresas, trabajó untiempo mano a mano con uno de los directores de Moonlight y encajó en aquella familiacorporativa como si siempre se hubiese dedicado a la hotelería. Me había explicado alguna vezcómo había progresado hasta llegar a directora de área, pero confieso que me aburría tanto cuandose ponía en plan mira-hasta-dónde-puedes-llegar-si-te-aplicas-como-yo que solía aparentar que laescuchaba mientras pensaba en cualquier otra cosa.

Ángela, que quizás en aquellos momentos se vengaba de mi falta de interés en su carreraprofesional, ignoró mi intervención y tuvo la paciencia de explicarme que el legendario treniniciaba su trigésima quinta temporada desde que se había terminado de restaurar, en 1982, y lacadena Belmond, a la que pertenecía, había propuesto celebrarlo con la organización del Summitde 2019. El gancho era el propio tren, la excusa la convención anual y las veladas intenciones delconsejo de dirección de los Belmond, la caza y captura de un acuerdo comercial beneficioso paralas dayrooms de lujo en las principales capitales en las que efectuaba parada. Los propietarioshoteleros convocados al Summit se habían apresurado a confirmar asistencia y a enviar a sus másencantadores directores y a sus gerentes o adjuntos—una pareja por firma, como en el Arca deNoé—, sabedores de que conocer el tren más lujoso del mundo y sus servicios era una fuente deinspiración a la que resultaba muy difícil resistirse.

La cuestión moral consistía en que, aunque técnicamente yo era la adjunta de Ángela, mequedaban dos telediarios en Moonlight Hoteles. La semana anterior había avisado de que, enquince días laborables, dejaba el lujoso establecimiento de cinco estrellas que la prestigiosacadena poseía en la avenida más elegante de Barcelona porque había aceptado el puesto deconservadora en el departamento de arte funerario griego y romano del Museu d’Història. Elactual señor Casalet —cuarta generación familiar de hoteleros—, propietario de la cadenaMoonlight, era un aficionado coleccionista de arte y quizás por eso pidió a recursos humanos quehiciese la vista gorda con mi doctorado en Historia cuando solicité un puesto de asistente adirección en uno de sus hoteles. Concretamente, en el Moonlight Falls de Passeig de Gràcia, lajoya de la corona de los Casalet en el sur de Europa, supervisado por la indestructible abogada ydirectora general Ángela Llorente, tormento de los recepcionistas, azote de los maître, guardianadel hall e infierno de los subdirectores y demás gerentes. Mi amiga.

—No voy a cambiar de idea —le advertí sospechando alguna ladina maniobra por su parte.Desde que le había informado de mi marcha no había dudado en chantajearme, emocional yfinancieramente, para que cambiase de idea y me quedase en Moonlight con ella—. Ya he firmado

Page 7: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

contrato con el Museu d’Història.—¿Eso que me contaste sobre expoliar los collares de los muertos?—Arte funerario griego y romano. Voy a imaginarme que has preguntado por las momias y sus

ajuares rituales.—Tendrás tiempo de sobra para imaginar lo que quieras mientras finges escuchar las

conferencias durante el viaje.—¿Es un chantaje para que no me marche de Moonlight?—Tómalo como un regalo de despedida.—El puesto de conservadora en el MdH es lo que siempre he deseado hacer, no puedo dejar

escapar esta oportunidad. El trabajo de mi vida.—Bla bla bla. No te escucho, historiadora.—Deberías llevarte a Mauro, el director de Torremolinos, que debe ser muy duro pasar todo el

invierno tropezándote con todas esas sillas de ruedas eléctricas de los abueletes británicoscargando baterías en cada uno de los enchufes del vestíbulo de su hotel. O a cualquiera de losnuevos que ascendieron a directores el año pasado. No es que no te lo agradezca, pero me pareceinjusto para ellos. Me van a odiar.

—Cállate, santurrona. Qué más te da que te odien si nos abandonas. Seguro que te odianprecisamente por eso —Entonces Ángela hizo algo tan natural en ella como el vuelo en losárboles: dejó traslucir un poquito de emoción—. Además de mi adjunta, eres mi amiga, desde quete conozco no te has tomado unas vacaciones, y me apetece mucho disfrutar de este viaje contigo.El presidente me dio carta blanca para escoger acompañante y tú eres una de las empleadas mejorvaloradas este año.

—Porque nadie contesta esos cuestionarios —deduje—. Pensaba que era un viaje de trabajo.—Una palabra más y te sustituyo por Mauro y te mando tu última semana a cargar baterías

eléctricas de abueletes británicos en Torremolinos.—Voy a echarte de menos.—El sarcasmo no te favorece nada. En el andén, Gilberto interpretó mi muda admiración de su tren como una muestra de

desmedido interés histórico. Supongo que esa es una de las características de las historiadoras,nuestro desmedido interés histórico, pero el hombrecillo no tenía por qué conocer mis vicios másinconfesables.

—Cuatro de octubre de 1883 —entonó dramático—, Gare d’Estrasburg, París. Un jovenempresario belga llamado George Nagelmackers veía cómo se cumplía el sueño de su vida. LaCompagnie Internationale des Wagons-Lits inauguraba el primer trayecto del Orient Express, untren de lujo que atravesaba Europa desde Londres hasta Estambul. Cuatro coches y una máquinade carbón…

Estaba a punto de sacarle de su error sobre mi perentoria necesidad de lecciones a aquellashoras tormentosas de la tarde cuando Ángela me gritó desde la puerta de dos vagones másadelante.

—¿Subes o qué? —Incluso desde aquella distancia pude ver cómo ponía los ojos en blanco alpercatarse del apuro del buen Gilberto— ¡Maldición! Deja que el mayordomo te ayude con elequipaje y ven a ver esto. Es increíble.

Me rendí —bastante honorablemente, en mi opinión, pese a mi aspecto de pollo empapado—en la batalla por el asa de la maleta y la confié en manos del Agente de Acompañamiento. Saqué aHoudini del trasportín antes de pasárselo también a Gilberto.

Page 8: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¡Oh, mon dieu! —se apenó el hombre—. ¿Qué le ha pasado a su perro?Como advertencia, apreté a un indignadísimo Houdini contra mi pecho para disuadirlo de

cualquier plan de fuga que tuviese en mente y me apresuré a subir al tren antes de que Ángela seolvidase de que no hacía falta despedirme porque me iba en breve de Moonlight.

—¿De qué charlabas con el mayordomo?—Se llama Gilberto, Agente de Acompañamiento.—¿Por qué rima?—Culpemos a los padres de Gilberto y a los gerentes de Belmond —me encogí de hombros—.

Había iniciado una conferencia histórica sobre los orígenes del tren, pero estoy demasiadocansada, hambrienta y congelada para prestarle atención.

—A ti te gustan las conferencias históricas.—Cuando tengo los pies secos sí.—Te estás aburguesando.—Dijo la señora de los Manolo Blahnik.—¿Has terminado de quejarte?Mientras parloteábamos, Ángela me había hecho atravesar un estrecho pasillo enmoquetado,

franqueado por puertas de madera por un lado y las ventanillas del tren en el otro. Me empujabacon suavidad para que traspasase la unión con el siguiente vagón cuando me asestó su definitivogolpe de efecto:

—Bienvenida al Orient Express, Khaleesi.Sentí que había retrocedido en el tiempo y había entrado en el Reform Club a finales del siglo

XIX: paredes de madera oscura lacada con motivos florales blancos, sofás de cuero en forma deele del mismo tono marrón, sillones y pufs a juego, mesillas con delicadas lámparas de pantallaplisada en tonos crema, ventanillas decimonónicas con sus pálidas cortinas echadas, lailuminación suave y maravillosa de las pequeñas luces de Art Decó… Todo contribuía a crear unaatmósfera cálida, acogedora, elegante y sencilla; un lugar de otros tiempos, de otro siglo, en dondetodo era menos tecnológico y más romántico; un lugar en donde tomarse una copa con PhineasFogg para estudiar con detenimiento mapas amarillentos de lugares inexplorados y notas de Hicsunt dracones limitando los océanos. Se apoderó de mí el deseo de librarme de los zapatos,arrebujarme en una cálida manta —de motivos florales y de colores suaves a juego con lospaneles, a ser posible— y echarme en el enorme sofá a leer a William Harrison Ainsworth conuna taza de chocolate caliente y Houdini dormitando a mis pies. Ángela tenía razón cuando habíainsistido en que necesitaba unas vacaciones.

—Vaya —dije en un derroche de admirada elocuencia.—En la actualidad, es el Belmond Venice-Simplon Orient Express, pero queda muchísimo más

dramático decirle a los pasajeros «Bienvenidos al Orient Express» que no todo ese rollo deVenice-Simplon bla bla bla.

—Es increíble.—Me han indicado que esperemos aquí hasta asegurarse de que nuestros compartimentos están

listos. Pediré que nos traigan algo de comer.Por suerte Ángela ya había salido cuando se me escapó un suspiro aburguesado al hundirme en

el mullido cuero marrón oscuro del sofá y me quité los zapatos mojados y asquerosos. Lacalefacción era perfecta, ni sofocante ni insuficiente, y en el aire flotaba un agradable aroma amaderas nobles y a incienso de musk. Se me fue la mirada a los paneles de flores y las vidrierasde Lalique, cada vez más convencida de que aquel tren era capaz de viajar en el tiempo.

Poco después del regreso de Ángela, un camarero nos sirvió —en una bandeja de plata que no

Page 9: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

hubiese desentonado entre las piezas del ajuar de Catalina la Grande Zarina de todas las Rusias—una humeante crema de bogavante, un montón de miniemparedados de jamón, vino tinto y agua.Pedí unos canónigos sin aliñar para Houdini, que parecía bastante ocupado en explorar el vagón yhacer pis en las esquinas para marcar territorio, y me lancé con entusiasmo a dar buena cuenta dela comida.

—Ah, esto es el paraíso —exhaló Ángela después de cambiar su copa de vino por una de agua.—Es el Orient Express —dije en un intento de convencerme a mí misma de que no estaba

soñando—. Princesas y reinas, primeros ministros, escritores, artistas, espías, celebridades detodo tipo viajaron en estos mismos vagones a lo largo de casi todo el siglo XX, y antes, en lasúltimas décadas del XIX. Agatha Christie, Graham Greene, John Dos Passos, Sidney Lumet,Churchill, Poirot, James Bond…

—¿Ha vuelto Gilberto?—Es un tren legendario.—Casi tanto como esta crema de bogavante y tú no querías venir.Respecto a esa crema había algo que me resultaba sospechoso, pero seguía tan alucinada por

hallarme en aquel sitio de novela que cometí el error de no prestarle la debida atención. Quizásentonces, si lo hubiese hecho, habría bajado a toda prisa del tren.

—No es eso, ya lo hemos discutido. Gracias —añadí— por escogerme a mí.—Quizás cambies de opinión cuando comiencen las charlas del Summit y te encuentres con el

resto de directores y gerentes.—¿Tú ya los conoces?—Solo a dos. Uno mea colonia y al otro estoy segura de que se le aparecieron tres fantasmas

las Navidades pasadas y siguió siendo igual de miserable después de que se largaran —Ángelaalzó su copa de agua en mi dirección—. Por los del MdH, que tienen la suerte de haber contratadoa la mejor historiadora que conozco.

—No sabía que conocieses a más historiadoras.—Bla bla bla.—Por Hercule Poirot —brindé animada con el calorcito del vino y de la comida extendiéndose

desde el estómago al resto de mi cuerpo.—Por 007.—Por las vacaciones.

Page 10: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

PARÍS

Nunca antes había sentido el deseo de escribir mis memorias hasta que vi por vez primera la

Grand Suite Venice Simplon y pensé en dedicarle dos agradecidos capítulos al señor RobertCasalet y a Ángela por hacer posible aquel viaje. Me olvidé del feo y ruidoso mundo en cuantocerré la puerta a mis espaldas y Houdini y yo nos quedamos solos en el silencio de aquel espaciosingular, en el corazón de una estación parisina, a resguardo de la lluvia y la tormenta.

El compartimento privado estaba dividido en dos estancias de paredes de madera lacada,separadas por paneles correderos del mismo material. La primera, amueblada con un enorme sofá,un sillón, dos reposapiés, un mueble-bar y una mesilla con su correspondiente lamparilla, cubiteracon champán y flores. Una cama de tamaño respetable, rematada por un cabecero bellamentelabrado y unos cojines a juego con la tapicería del saloncito precedente, señoreaba el segundoespacio. Los apliques, los espejos, cada uno de los detalles de la decoración eran preciosas obrasde Art Decó que yo no había visto más que en museos y en las ferias de anticuarios de mi ciudad.Junto al interruptor de las luces, había un botón para llamar al mayordomo.

A Houdini le adecué un rinconcito del dormitorio con su dispensador de heno y agua, ycomprobé que no quedaran cables al alcance de sus afilados dientecillos. Tras haber dado cuentade una cantidad sorprendente de canónigos para alguien de su tamaño, parecía feliz con el cambiode aires y brincaba alegre por sus nuevos dominios. Ángela me había recomendado quedescansara un par de horas, hasta la cena, pero que procurase arreglarme «ese nido de pájaros quetienes en la cabeza» no fuese a asustar a la competencia. El resto de hoteleros, que habíanembarcado en Londres, seguían en los mostradores de marketing de la estación, y no nosencontraríamos con ellos hasta la hora de cenar. Me cepillé lo mejor que pude mientras merepetía por enésima vez en lo que iba de año que debería pasar por la peluquería para un buencorte; me puse mi segundo mejor vestido, uno verde de escote redondo con florecillas lilas,estrené medias, y me estiré despreocupada en el sofá para leer el desalentador programa deconferencias de los últimos días.

Día unoDesayuno. Bienvenida.Nuevos tiempos, viejos viajeros. Torpeza tecnológica, accesibilidad y domótica (¿Por qué tus

huéspedes no saben apagar la luz?). Ponencia a cargo de Miles Dorset, IHG.Mesa redonda sobre sostenibilidad: ¡Abajo el plástico! A la búsqueda de la pajita ideal para

sorbetes.Almuerzo.Tiempo Libre.Día dosMi recepcionista es un robot. Cómo sustituir a los recepcionistas por inteligencias

artificiales sin traumatizar al cliente. Ponencia a cargo de Katherine Morland, Hilton

Page 11: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Worldwide.Mesa redonda sobre transfers: ¿Coches voladores para traslados desde el aeropuerto?Almuerzo.Breakfast at hotel o el encarecimiento de los dosificadores de mantequilla. Introducción al

pan injection (rellena tu cruasán de mermelada sin pringarte los dedos). Ponencia a cargo deMaría Luisa Muñoz, Melia.

Día 3¡No en mi turno! Fake news sobre decesos en vacaciones y otra mitología funeraria.

Ponencia a cargo de Sarah Carlisle, Hilton Worldwide. Afortunadamente me interrumpieron unos firmes golpecitos en la puerta y la voz de Gilberto

Agente de Acompañamiento solicitó permiso para abrir. Me esforcé por disimular la expresiónojiplática que me había causado la excéntrica naturaleza de las ponencias del Summit para que elempleado del Belmond no pensara que necesitaba ayuda o gafas.

—¿Todo a su gusto, mademoiselle? ¿Me permite que le sirva una copa de Moët & Chandonpara desearle una feliz estancia a bordo?

Cualquier cosa antes que seguir leyendo aquel decálogo hotelero delirante del siglo XXI.—Gilberto, ¿podría dar instrucciones a sus compañeros para que no toquen el dispensador de

agua y heno del rincón? ¿Y sería posible que la puerta de mi compartimento permaneciese siemprecerrada? Houdini es especialista en fugarse.

—¿Houdini, el mago?—Houdini, mi conejo.—Ah —se iluminó la cara del empleado; parecía aliviado de que no hubiese resultado ser un

perro—. Eso explica las lamentables cositas del compartimento.—Siento lo de las bolitas. Pensé que las había recogido todas. Afortunadamente no huelen, ni

manchan —me justifiqué—. Sobre todo están compuestas por heno… eh… heno prensado.—No se preocupe, mademoiselle. Será un placer cuidar de Houdini, parece très…

sympathique —mintió el hombrecillo con entusiasmo.Todavía me sentía algo culpable por el forcejeo con la maleta, así que ensayé una tímida

sonrisa y le prometí que Houdini no le mordería.—A no ser que le confunda con un cable —le advertí—. ¿Cómo se llamaba aquel hombre que

me comentaba en el andén? ¿Nigelmacker?En parte porque deseaba ser amable con el empleado ferroviario, pero también porque me

había picado la curiosidad sobre la eficiencia de Gilberto versus la de Google —en mi opinión,hasta que el famoso buscador no ofreciese copas de Moët & Chandon seguiría en clara desventaja—, me decidí a poner a prueba los conocimientos del Agente de Acompañamiento sobre aquelmuseo sobre raíles.

—¿Quiere que le explique la historia mientras le preparo la copa y me aseguro de que todo estéen orden, mademoiselle?

Contribuí a la felicidad de Gilberto volviendo a asentir, aunque sabía que me estabaarriesgando a que mi curiosidad histórica me convirtiese en una excéntrica de esas que hablan detumbas egipcias, guillotinas renacentistas y trenes finiseculares en los ascensores.

—Fue en octubre de 1883 —empezó Gilberto mientras atusaba las flores antes de descorcharel champán— cuando el Express d’Orient partió por vez primera de París destino a Giorgiou,Rumanía, con parada en las principales ciudades europeas. Se ponía en marcha el anheladoproyecto de Georges Nagelmackers, propietario de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits,

Page 12: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

de unir las principales capitales de Europa Occidental con las rutas orientales.Resultaba sencillo sumergirse en la historia a través de la melodiosa y entusiasta voz del

Agente de Acompañamiento mientras degustaba a pequeños sorbos una copa de heladísimochampán francés. Houdini se había subido a la cama y, por la inmovilidad de sus bigotes —losconejos no suelen cerrar los ojos para dormir—, parecía estar descabezando un sueñecito. Elseñor Nagelmackers, que con ese apellido bien podría haber sido profesor de CriaturasFantásticas en Hogwarts, había puesto su ingenio a toda máquina para diseñar un medio detransporte singular: un tren de coches cama y vagones restaurante tan confortable y lujoso como elRitz de finales de siglo; un tren a la altura de las extravagancias del zar de Rusia, de traficantes dearmas millonarios, o de artistas veleidosos.

Placer y negocios se combinaban a la perfección a bordo de un tren único en el mundo por sudeslumbrante elegancia y comodidades, además de la promesa de aventuras. El Express d’Orientrecomendaba a sus pasajeros que incluyesen armas de fuego en sus equipajes pues era de lospocos transportes que se atrevían a cruzar los Balcanes en las últimas décadas del siglo XIX.Gilberto Agente de Acompañamiento siguió explicando, con morbosa satisfacción, que en 1891 eltren había sido asaltado en Turquía por unos forajidos que secuestraron a media docena depasajeros tras hacerse con un botín de unas 40.000 libras esterlinas. Por no mencionar la epidemiade cólera que se desató a bordo un año después y que mantuvo al expreso en cuarentena muy cercade Sofía. O la ocasión, ya en 1929, en la que el tren se quedó bloqueado por la nieve, también enTurquía, y los pasajeros tuvieron que sobrevivir a temperaturas por debajo de los 25 gradoscentígrados sin comida ni carbón. En aquel brete vinieron muy bien las armas de fuego y lasgrandes sierras del utilero residente, pues los caballeros, ávidos de aventura, colaboraronsaliendo a cazar y a cortar leña. Fueron buenos años para el Express d’Orient.

Tras el parón inevitable durante la Gran Guerra, el servicio del Orient Express vivió sus añosdorados durante las décadas de los años treinta, cuarenta —con otro paréntesis durante la SegundaGuerra Mundial— y cincuenta del siglo XX. Progresivamente, la Compagnie Internationale desWagons-Lits añadió nuevos destinos y cuidó con especial mimo el lujo a bordo: serviciopersonalizado, restaurantes de alta cocina, compartimentos cada vez más confortables yelegantes… Famosos y personalidades de todo el mundo, incluso los que solo vivían en el papel oen el celuloide, se paseaban por sus hermosos salones. Hasta que el mundo cambió y la viejaEuropa de tiaras monárquicas y oropeles se sumió en una melancólica decadencia. El OrientExpress, inmortalizado por la novela de Agatha Christie, perdió su antiguo esplendor paraconvertirse en un trayecto ferroviario como otro cualquiera. Y en 1977 realizó su últimorecorrido.

El fastuoso tren parecía condenado a convertirse en un hermoso recuerdo hasta que, a finalesdel siglo XX, James Sherwood, un romántico empresario enamorado de la Historia y de lostrenes, compró en subasta dos de los vagones originales de los felices años 20.

—Empezó como un pasatiempo millonario —me explicó Gilberto—, pero se convirtió casi enuna obsesión localizar el resto de vagones. En los catálogos de ingeniería y restauración deBelmond, aparecen indexados con números, pero detrás de cada una de esas cifras hay muchahistoria. No recuerdo la de todos, pero sí las más sonadas, como la del vagón 3.539, quetransportó a las tropas norteamericanas en la Segunda Guerra Mundial; el 3.483, que ocuparon losnazis para repartirse el mundo como un pastel nupcial; el 3.544, que tuvo que rescatarse deLimoges, donde había sido convertido en un burdel; o el 3.425, donde el rey Carol I de Rumaníaagasajaba a sus amantes.

En 1982, después de recorrer casi toda Europa e invertir 17 millones de dólares en la

Page 13: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

adquisición de los catorce vagones vintage originales restantes, el señor Sherwood relanzó elservicio del Orient Express —el primer trayecto había sido Londres-Venecia— como parteintegrante de Belmond, un complejo turístico de gran lujo. Todos los vagones fueroncuidadosamente restaurados respetando los materiales, las técnicas y los diseños originales, bajola supervisión de Gérard Gallet.

Aunque en justicia nadie podría saber en qué estaba pensando James Sherwood cuando segastó más de treinta millones en adquirir y restaurar tan bella reliquia, Gilberto Agente deAcompañamiento opinaba que existía alguna remota relación entre el apellido del empresario y elhogar de aquel otro loco romántico conocido como Robin Hood.

Las aventuras del profesor Nagelmackers, Sherwood y Robin, obraron magia sobre el reloj y

cuando entré —tarde— en el vagón restaurante sentía un poco de complejo de Conejo Blanco.Calmé mi conciencia echándole la culpa al Moët & Chandon y al talento narrativo de GilbertoAgente de Acompañamiento que, por fortuna para mi penoso sentido de la orientación, habíainsistido en acompañarme hasta el Salón Azul.

—En un servicio normal —aclaró antes de abrirme la puerta—, podría escoger entre tresvagones restaurante distintos y llevaríamos cuatro chef a bordo. Pero, habida cuenta de que elSummit necesitaba de espacios de reunión, hemos reconvertido los otros dos en salones para lasconferencias y catering de los descansos, respectivamente. En este viaje, contamos con 54pasajeros y un personal a bordo reducido, así que le recomiendo que ignore el botón para llamaral mayordomo. Me temo que lo más parecido a un mayordomo que podrá encontrar en este inusualtrayecto, soy yo.

El vagón restaurante debía su nombre al color de los pesados cortinajes de terciopelo, losbutacones forrados y la mantelería de las mesas. Quizás porque trataba de eludir la miradareprobadora de Ángela, que me acusaría de impuntual con toda la razón, se me fueron los ojos alos hermosos apliques con forma de tulipanes brillando entre los ventanales y las cortinas, a laslámparas y la marquetería dorada y con motivos florales. Podía imaginarme sin apenas esfuerzolas cenas de duquesas y príncipes, de embajadores y primeros ministros, de celebridades ycontrabandistas, vestidos, peinados y maquillados a la moda de los años veinte, descorchando sintregua botellas de champán y de burdeos, cotilleando, riendo, conspirando, enamorándose...Contemplé admirada los famosos paneles de cristal decorados con las ninfas bailarinas de RenéLalique, tan etéreas y felices. Me sentía a gusto porque viajaba en un museo, uno tan fabuloso quehasta la fecha había escapado incluso a mi imaginación.

Recordaba a Prou y a Lalique como dos de los grandes exponentes de las artes decorativas delos años veinte. Su huella habría de ser imborrable en generaciones posteriores, sobre todo ennuestro siglo, un tiempo en el que los románticos andábamos enfermos de aquel bello modernismo.Gilberto me estaba explicando que los vagones todavía conservaban los paneles de abeduloriginales con marquetería dorada con los que René Prou había recubierto las paredes.

—Solo se ha retocado la pintura en las flores y los encuadres. Y el barniz, por supuesto —meseñaló solícito antes de entrar en el restaurante—. Las lámparas de tulipán de bronce pulido, quedan fama a nuestro tren, también son las suyas, las originales. Los paneles de cristal de las ninfasbailando entre vides, enmarcados en madera de caoba cubana, son diseño y obra de René Lalique,como usted ya sabe. También son suyas las flores serigrafiadas en plata que puede observar haciala mitad del vagón, en ambas paredes. Los paneles de madera, con incrustaciones de caoba ydecoradas con guirnaldas de flores son de Albert Dunn. Quizás le resulten familiares.

—¿De fotografías?

Page 14: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Del Titanic. —Imperturbable a mi expresión de desconcierto, Gilberto no se molestó enaclararme porqué la decoración del trágico transatlántico podría resultarme familiar—. Aunqueprimero diseñó las del Orient Express —puntualizó orgulloso sacudiéndose con su manoenguantada en blanco una imaginaria mota de polvo de la pechera del uniforme antes de inclinarsecortés—. Que disfrute de la cena, mademoiselle.

La que parecía tan impresionada como un iceberg por el modernismo de Prou y de Lalique eraÁngela, que me esperaba en una mesa dispuesta para dos personas con cara de haber tenido díasmás alegres. Me senté frente a ella y desplegué la servilleta mientras le hacía un cumplido ymiraba alrededor con disimulo. Estaba muy guapa con su vestido rojo y el pelo rubio recogido enun moño alto para lucir los largos pendientes de cristal.

—No te gires, pero detrás tienes a los de Marriott, que han enviado a un par de millennials enganchados a sus tablets, y a los Best Western, que si se estiran un poco más se les separará lacabeza del resto del cuerpo —explicó Ángela en voz baja—. En las mesas de delante y a tuizquierda, supongo que son los de IHG, Hilton y Melia.

—¿Los conoces?—A ninguno, pero la mayoría no se han quitado las tarjetas identificativas del acto de

bienvenida de la tarde. Y a las tablets de los millennials casi no les cabe el logo de su cadena delo exagerado del tamaño. Me pagan por ser observadora.

—Te pagan para tener a los clientes felices y al personal controlado.—Ese no es mi trabajo.—Disculpa, me habré expresado mal —rectifiqué con tono burlón—. Te pagan por ser el

cerebro del hotel…—Ahora te escucho.—… porque el alma hace tiempo que la entregaste.—Qué poético.—No he dicho a quién se la entregaste.—Soy abogada, todo el mundo sabe a quién se la entregué.Un camarero uniformado de azul y dorado nos sirvió aperitivos diminutos, seguidos por el

entrante, ensalada de langosta con caviar de arenque moluga. Los ojillos negros del crustáceo memiraron inmisericordes y aparté el precioso bol de cristal tallado con cierta repugnancia. No iba acomerme nada que me mirase así.

—No me has dicho nada de Ed Sheeran —dije señalando con un leve gesto de cabeza haciadelante y a la izquierda.

Ángela se giró sin ningún disimulo para ver de quien estaba hablando.—Es uno de los directores de IHG, aunque por la edad que aparenta hubiese dicho que es el

becario.—Es idéntico a Ed Sheeran.—Después de cenar le pedimos una canción.—He leído el programa del Summit. ¿Tengo que asistir a las conferencias?—Me conformo con que me eches una mano luego en el bar y cada vez que bajemos a la

estación para montar la mesa de marketing y ya está. ¿No vas a comerte la ensalada? Estábuenísima.

—La langosta me mira mal.—Desde que tienes a la bestia peluda estás de un raro…—Puede que me convierta al vegetarianismo.Ángela Llorente, azote de los recepcionistas, terror de los gerentes, pesadilla de los maître,

Page 15: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

legendaria por sus réplicas raudas y fulminantes, apretó los labios y no dijo nada sobre mideclaración de intenciones alimentarias. Ese fue el tercer aviso —la crema de bogavante habíasido el primero y que Ángela cambiase el vino por el agua, el segundo— de que algo altamentecatastrófico estaba ocurriendo y de que haría bien si en esos momentos salía huyendo del tren.Pero tampoco supe verlo.

En el preciso instante en el que el camarero nos servía el pollo a la milanesa, cumpliendo conexactitud el horario de la ruta, el tren se puso suavemente en marcha y abandonó despacio la Garede l’Est. Todo —eso incluía el pollo, la langosta, los millennials y Ed Sheeran— me resultaba tanirreal, que tuve la certeza de estar soñando que viajaba a bordo del Orient Express, en compañíade una panda de hoteleros excéntricos y una directora rubia y desalmada vestida de rojo.

Page 16: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

FRONTERA FRANCESA

Me ahorraré comentar lo fabulosa que era la crema inglesa de los postres, o el justo dulzor de

los petit four que acompañaron el café; aunque bien podría haber sido parte de mi sueño, resultóreal. Ángela remoloneó en la mesa, saludando a aquellos que pasaban a presentarse con mayor omenor espontaneidad y simpatía. Casi todos parecían relajados y de buen humor, pero tambiénrecibimos miradas de calculada precisión de quienes se tomaban muy en serio lo del espionajecomercial y no confraternizar con la competencia.

Habíamos volado temprano desde Barcelona y empezaba a acusar el cansancio, pero Ángelame convenció para que la acompañase a tomar una copa. Con la perspectiva de visitar uno de losvagones más emblemáticos de aquel museo tampoco necesitó insistir demasiado. El encanto deltren residía en ser idéntico al Orient Express de principios de siglo, solo que el señor Sherwoodse las había apañado para que la amortiguación de los vagones Pullman resultase un poquito másconfortable que la del original, sin más concesiones a la modernidad. El equipo de profesionalesde Belmond hacía gala de un trato impecable y se le notaba orgulloso de formar parte de unatripulación en donde todo era elegante y delicado, pero nada ostentoso.

El hermoso vagón del champán restaurado presentaba las paredes forradas de madera lacada yla suave iluminación de apliques de los compartimentos de pasajeros, pero la moqueta y el techoeran de color crema, y las cortinas de las ventanillas, oscuras. Solo estaban encendidas laslamparitas de las mesas del fondo, flanqueando los amplios sofás ocupados por otros cuatropasajeros. Nadie parecía estar atendiendo la barra que los precedía y el negrísimo piano, justo enmedio del vagón, reflejaba toda la melancolía de la vieja Europa de entreguerras. Un hombredelgado y alto, con cara de haber tenido mejores noches en la Scala de Milán o en el Metropolitande Nueva York, tocaba Para Elisa y se las arreglaba bastante bien para que sonase como unamarcha fúnebre.

—Es el bar, pero lo llaman cafetería para disimular —me confesó Ángela acomodándose en labarra. Se había leído una mini guía sobre el Belmond Venice-Simplon Orient Express, aunqueconociéndola quizás solo lo referente al bar, saltándose el resto de capítulos, y le apetecíapresumir de sus conocimientos ahora que Gilberto no se hallaba a la vista. En esos momentos, seencendieron las suaves luces cenitales sobre la barra y un empleado uniformado se hizo cargo dela coctelera—. Cuando el tren funciona con normalidad —siguió mi amiga—, con todos susvagones y pasajeros, creo que se refieren a este sitio como el vagón del champán. Y este esWalter.

Detrás de la barra, de la misma madera lacada y brillante que los paneles de las paredes, elhombre de mediana edad de piel aceitunada, con el uniforme de camareros de abordo, de escasopelo, gafas y mucho encanto se presentó en inglés con un precioso acento italiano.

—Walter va a prepararnos el cóctel más típico del Orient Express: Los doce culpables. Sellama así por…

—Por la novela de Agatha Christie —adiviné.—Por los doce ingredientes secretos de su elaboración —Walter me guiñó un ojo con

calculada seriedad y se ajustó las gafas—. Y por el libro también.

Page 17: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

El cóctel estaba bueno, tan cargado como para tumbar a un elefante al tercer sorbo. Hasta elpiano sonaba más alegre después de haber probado el elixir verdoso del bueno de Walter.

—Es el pianista de Liza Minelli —se inventó Ángela a media voz—. Ella lo abandonó despuésde la inauguración del nuevo Orient Express y desde entonces no ha pronunciado ni una solapalabra.

—Es Guido, nuestro pianista desde hace cinco años. No habla mucho porque es tímido yprefiere no relacionarse con los pasajeros.

—Walter, eres un aguafiestas, le quitas todo el romanticismo a este tren.—Discúlpela, es abogada, no sabe lo que es romanticismo a menos que lo busque en un

diccionario.—¿No es una pasada estar aquí?—¿No te sientes ni un poquito culpable?—¿Por haberte mentido sobre Guido?—Por beber agua con gas en un sitio como este.—Me duele la cabeza —me mintió—. Y si has leído el programa de conferencias entenderás

que prefiera dejar el alcohol para mañana —Apuró su vaso y buscó al barman con la mirada—.Otro doce culpables para mi amiga.

—Para mí no, gracias. Ya me cuesta bastante mantener el equilibrio con el tren en movimientoy todavía tengo que volver a mi camarote.

—Compartimento —me corrigió Walter—. Si quiere un consejo para andar por el tren le darédos: ande como un pato y no se lo tome demasiado en serio.

—Vivo en Barcelona, por allí no tenemos mucha idea de cómo caminan los patos.—Entonces, piense como un pato —sonrió enigmático el barman mientras vaciaba la coctelera

en un par de copas que uno de los millennials de Marriott se había acercado a recoger.—Cortesía del chef —El camarero que nos había atendido durante la cena entró en el vagón

cafetería y puso sobre la barra, frente a nosotras, una bandeja coronada por una tapadera cóncavade plata reluciente como la que ya había admirado en el tentempié de bienvenida. En cuantodesapareció, Ángela tardó menos de dos segundos en levantarla para descubrir qué ocultaba.

—Macarons de pistacho —mascullé entrecerrando los ojos para mirar a Ángela condesconfianza.

—Qué ricos —La abogada ya estaba masticando el primero cuando percibió mi desaprobación—. ¿Qué? No tienen ojos.

—Nada.—Están muy buenos. ¿En qué estás pensando?—En nada.En el chef. Estaba pensando en el chef y en la crema de bogavante de bienvenida y en el pollo

a la milanesa de la cena y en la crema inglesa escandalosamente buena. Pero preferí no decirlo envoz alta, escogí desterrar toda sospecha de mi pensamiento porque la alternativa era demasiadopeligrosa como para tenerla en cuenta. Había sido un día muy largo y estaba cansada.

Me despedí de Walter y de Guido, que tuvo la cortesía de ignorarme entre las notas del Clarode luna más lúgubre de la historia de la música, y le di un beso a Ángela para acallar susprotestas antes de dejarla a solas con mis doce culpables intacto, un cóctel que en manos de unaabogada parecía más una broma que una bebida.

—Qué aburrida eres, Khaleesi —me gritó a modo de despedida—. Nos vemos mañana a lasnueve para desayunar.

—En el vagón azul —puntualizó el bueno de Walter.

Page 18: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Como si fuera a perderse. Esto es un tren, solo puedes andar en línea recta.—Una línea recta no siempre es el camino más fácil —fue lo último que escuché antes de

cerrar la puerta tras de mí. Ningún barman, ni siquiera uno que sirve agua con gas a sus clientes,es inmune a filosofar en voz alta.

Supe que me había perdido cuando llegué al último vagón sin pasar por mi compartimento. Megiré entre bamboleos para deshacer el camino hasta el bar y me di de bruces con Ed Sheeran, queestuvo a punto de hacerme caer.

—Disculpa, debería haber mirado antes de salir, es la falta de costumbre —dijo mientras meayudaba a recuperar el equilibrio con una sola mano porque en la otra sostenía una guitarra.

—Es culpa mía, Ed.—David —rectificó—. David Atwood, como la escritora, así seguro que te acuerdas —dijo

blandiendo la guitarra como si eso lo explicase todo—. Gerente de calidad de los IHG —sepresentó.

—Ya, como la escritora —repetí contemplando al clon de Sheeran—. Yo soy Sigrid Merlo,Moonlight Hoteles. Perdona, no me acostumbro a este bamboleo. Soy incapaz de caminar en línearecta y además no encuentro mi compartimento.

—Fíjate en el nombre del vagón. Este es el Zena, el del asesinato de Agatha Christie, elsiguiente es el Ibis, y luego el Perseo. Diría que tú estás en el Minerva, porque los Moonlightestaban con los Marriott y los Hilton. Os vi entrar cuando se fue la luz en la Gare de l’Est.

—¿Has estado hablando con Gilberto?—No he tenido mucho más que hacer desde que salimos de Londres. Hasta mañana no

empiezan las charlas y la promoción en París tampoco ha sido para estresarse. Pero si tienes en lasuite baño con agua caliente y un mosaico de imitación romana en el suelo, estás en el Minervafijo.

Resistiéndome a la tentación de preguntarle si tenía previsto concierto en Barcelona este año,me apoyé contra la ventanilla más cercana para guardar el equilibrio y señalé su guitarra.

—Pareces demasiado optimista para hacerle los coros a Guido.—¿Quién es Guido?—El pianista —preferí guardar silencio sobre la paradoja de saberse el nombre de los vagones

e ignorar el de las personas.—No. Voy a tocar aquí.Lo que yo pensaba que era el último vagón, no lo era del todo. Disimulado entre los paneles de

madera barnizada, el gerente de los IHG me mostró el pequeño mecanismo que abría otra puertamás. Entramos, esta vez sí, en el vagón de cola, que era algo más reducido que los anteriores peroigual de acogedor. La moqueta y la decoración, en tonos beige y tostados, apenas contrastaba conlas paredes bajo la luz suave que proporcionaban dos lamparillas con forma de campanilla sobreuna mesita baja. El único mobiliario, además de esa pequeña mesa, eran dos sofás tapizados enterciopelo de color crema justo en medio del vagón, yuxtapuestos respaldo contra respaldo. Lascortinas claras de las ventanillas estaban descorridas y fuera la oscuridad corría veloz.

—Antiguamente, este era el vagón de los fumadores —me explicó—. Los caballeros quepreferían charlar de política en lugar de jugar al billar, venían aquí con sus cigarros y puros, y consus botellas de bourbon. Me imagino que todo apestaba tanto a tabaco que no pudieron conservarninguna pieza del mobiliario original.

—Me gusta el minimalismo de este sitio. Nuestros ojos se han ganado un descanso de tantafloritura Art Decó. No es que me queje —me apresuré a añadir—, es que esto es tan bonito contan poco…

Page 19: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—No creo que nadie venga por aquí.—¿Por qué?—Porque no se puede fumar a bordo del tren, pero, sobre todo, porque no hay bourbon.Me quité los zapatos y me estiré en uno de los sofás, con la manta y una de las chocolatinas que

me había pasado David. Él se sentó con las piernas cruzadas sobre el otro sofá, dejó una petacaplateada sobre la mesita —«De whisky escocés», me aclaró, «nada de bourbon»— y acunó suguitarra unos segundos antes de ensayar los primeros acordes, para afinar. La acústica, en elpequeño vagón de cola de paredes de madera, con el traqueteo del tren de fondo, se desvelósingularmente bonita. Reclinada junto al improvisado guitarrista en el mullido sofá, me dejé llevarpor una melodía desconocida que más tarde él identificó como una composición propia en la quetodavía estaba trabajando. El suave ruido de banda ancha de la rodadura sobre las vías ponía unbellísimo fondo de contrapunto a las notas del gerente de los IHG. Esa era la magia del Expressd’Orient, en donde encontrarse con Ed Sheeran y su guitarra en el umbral de la media noche eimprovisar un picnic en el vagón fantasma resultaba una casualidad afortunada.

Por primera vez desde que había embarcado, seguramente agotada por la contemplación detanta maravilla, me concedí un momento de total desconexión. Tal vez Ángela tuviese razón yhabía menospreciado la necesidad de unas vacaciones. Preveía incorporarme al museo el lunesposterior a mi último día en el hotel, sin paréntesis ni descansos. Firmar ese codiciadísimocontrato como conservadora en el departamento funerario griego y romano del MdH todavía meparecía increíble, probablemente porque la lista de candidatos habría sido larguísima y carecía decontactos que me recomendasen; por no mencionar que llevaba los dos últimos añosencargándome de la recepción de un hotel de lujo en el que lo más parecido a estudiar un hechohistórico era la excavación arqueológica de los posos en la cafetera del vestíbulo. Cierto que elMoonlight Falls de Passeig de Gràcia poseía una colección de obras de arte admirable, pero noeran ni funerarias, ni griegas, ni romanas, y no había pasado de admirarlas en la distancia de larecepción. El puesto en el museo era como un sueño hecho realidad y a menudo me despertaba alamanecer con la angustia oprimiéndome la garganta y el terrible pensamiento de que habíaolvidado todos mis años de práctica y formación. Temor del todo infundado, porque aunquetrabajar en el hotel no podía considerarse experiencia curricular, en todo este tiempo habíaaprobado el doctorado y terminado un master en restauración de patrimonio arqueológico.

Justificaba mi inquietud con el temor a no dar la talla en el museo y tenía demasiado miedo depararme a pensarlo siquiera. Porque si me detenía, aunque fuera tan solo un instante, toda lamiseria y la confusión del pasado que tan cuidadosamente había barrido bajo la alfombra de miconciencia, se abalanzarían sobre mí para ahogarme con indiferencia cotidiana; como cuandometes toda la ropa a presión en el armario y luego tienes miedo de volverlo a abrir porque sabeslo que pasará cuando lo hagas, pero a la vez te esfuerzas por olvidar la premonición del desastre eintentas sentirte feliz por lo ordenado que parece el resto de la casa. El peligro seguía ahí,escondido tras una crema inglesa y unos macarons de pistacho, justo ahí, en los detalles pequeñose inesperados. Resultaba más sencillo seguir adelante, disfrutar del presente y no preguntarsejamás por la felicidad, ese fantasma engañoso que tan tramposamente había jugado conmigo añosatrás. Incluso entonces, en aquellas vacaciones forzosas en las que me había embarcado Ángela,seguía en movimiento; un traqueteo suave pero constante, casi hipnótico, relajante. La particularpromesa de aquel tren legendario de que todo seguía hacia delante, de que cada vida tenía undestino de llegada, un propósito.

—Bravo —aplaudí cuando David Atwood terminó la canción—. Tocas de maravilla.—Me hubiese gustado dedicarme a la música profesionalmente.

Page 20: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Me fascinan los deseos ajenos. Cuando has perdido casi todo, aprendes que desear es un verboque debe conjugarse con precisión exquisita y no deja de atemorizarme la ligereza con la que lopronuncian algunas personas.

—¿Por qué hablas en pasado?—Porque el puesto en el hotel consume todo mi tiempo… y mis ganas de vivir —Pese a la

carcajada que acompañó su broma, me pareció detectar un poso de desesperación en sus palabras.—Para llegar a gerente de calidad en IHG hace falta talento y entusiasmo, además de

disponibilidad. No creo que hayas perdido todas esas ganas de vivir que dices.Se encogió de hombros, le dio un sorbo a la petaca después de que yo la rechazase —si con los

doce culpables ya me había perdido no quería ni imaginar donde podría acabar con otro trago más—, y rasgueó las cuerdas distraído mientras contestaba.

—Estoy estudiando Periodismo y me pareció que IHG era una buena oportunidad mientrasterminaba la licenciatura. Pero los años pasan rápido y ascendí deprisa mientras mis estudios seestancaban.

—Yo estudié Historia —le expliqué— y solicité un puesto en Moonlight porque pensé quenunca conseguiría aspirar a una carrera profesional en un museo, que era lo que de verdaddeseaba. Casi todos mis compañeros de carrera se dedican a la enseñanza.

—Como Gilberto.—Pero sin uniforme ni tren molón.—¿Te gusta el mundo hotelero?—Lo prefiero a la enseñanza, si lo preguntas por eso. La perspectiva de saber que tienes más

puertas profesionales abiertas hace que… que circule el aire fresco en tu vida. Así que no tejuzgo.

—Por eso estudio periodismo.—¿Para juzgar a los demás?Me reconfortó su risa en aquel espacio reducido y acogedor. Doce culpables aparte, no

recordaba haberme sentido tan relajada en compañía de un desconocido desde… desde nunca. Loachaqué a la extenuación de tantas emociones concentradas en escasos días, a la música, alagradable traqueteo de los vagones Pullman, a los tesoros modernistas restaurados con tantoencanto.

—Todo esto es increíble —Atwood parecía haber adivinado mis pensamientos—. Este tren,que alguien pueda gastarse tanto dinero en un viaje, que esté tocando la guitarra para una chica quese llama Sigrid…Te lo deben haber preguntado un montón de veces, pero…

—Mis padres son rendidos admiradores del Capitán Trueno. Aunque diría que eres un siglodemasiado joven para saber quién es.

—¿Una especie de Thor? ¿Y Sigrid era su valkiria?—Sigrid era una reina. Se merecía protagonizar una saga y no andar siempre de segundona —

Paseé la mirada por la agradable decoración del vagón, por las paredes de inspiración oriental,las ventanillas empañadas y la manta suave bajo mis manos. A veces son los lugares y laspersonas más inesperadas los que nos ayudan a comprender—. Me acabo de dar cuenta de quequizás venga de ahí mi complejo de personaje secundario.

—¿Qué es eso?—Cuando te convences de que no eres la protagonista de tu propia vida, de que no eres más

que un actor de reparto; a menudo prescindible para la trama y soso hasta aburrir.—Tienes nombre de reina —se inclinó en un intento de reverencia—, no creo que seas

secundaria de nada.

Page 21: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Debería estar prohibido filosofar a estas horas de la noche.—Es culpa de este sitio, fuera del tiempo y de la Historia.—El Orient Express. Patrimonio de la Humanidad —pensé en voz alta—. No es un museo

sobre raíles, es un viaje al pasado. Es el pasado. Un pasado esplendoroso y decadente, como lacorte de un rey francés.

—Algún día escribiré una novela sobre esto. Creo que quiero ser escritor.—Mucho más loable que lo de juzgar a la gente.—Mi hermano no piensa lo mismo. Es inspector de hacienda. Está convencido de que si sigo

ese camino solo dejaré de vivir en casa de mis padres cuando me vaya a vivir a la suya.—¿Has escrito algo?—Sí, una novela de quinientas páginas. Una aventura victoriana, steampunk, protagonizada por

un músico que intenta salvar al mundo de una invasión de malvadas termitas. No te rías —protestó—. Es una historia muy trágica.

—¿Se lo comen las termitas?—Peor: le pasé el manuscrito a una editora. Eliminó doscientas páginas, me tachó ciento treinta

y tres en realidad, trescientos ochenta y cuatro adjetivos y me corrigió toda la puntuación de laslíneas de diálogo. Absolutamente todas. Fue como trabajar con Agnes la Chiflada.

—¿En serio?—Sí, los en serio también me los tachó todos.Mi intento de aguantar la risa fracasó estrepitosamente.—Te has quedado sin chocolatinas —me regañó guardándoselas en el bolsillo.—Lo siento.—Bah, no importa. Si uno no es capaz de reírse de sí mismo, ¿qué le queda?—¿El amor propio?—Eso es cosa de reinas, Sigrid.Un par de canciones después me sorprendí a punto de quedarme dormida. El suave balanceo

del tren, el mullido sofá y la agradable calidez de la manta me invitaban a alargar la noche en elantiguo vagón de los fumadores y bebedores de bourbon, pero ya no tenía veinte años para andartentando a la suerte. Me quedé a escuchar otra canción más antes de despedirme de David y ponerrumbo a la que esperase fuese la dirección correcta hacia el vagón Minerva. El pelirrojo measeguró que si volvía a perderme la próxima noche, me guardaría una ración de pastel dechocolate que le habían prometido en cocina. Una sombra de duda cruzó mi ceño de historiadora,pero estaba demasiado cansada como para pensar en nada más que no fuese la tentadora promesade una mullida almohada y el acogedor abrazo de un edredón de plumas.

Page 22: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

LAUSANNE

—Houdini, estate quieto.El conejo gris saltaba alegremente por la cama, usando de vez en cuando mi estómago como

trampolín. La luz se colaba en el compartimento a través de las rendijas de las gruesas cortinas ycuando las aparté me encontré con un hermoso paisaje de montañas nevadas. Faltaban pocosminutos para las ocho de la mañana y no recordaba la última vez que había dormido tanplácidamente. El suave traqueteo del tren casi resultaba hipnótico, perfecto para adormecerme denuevo. Volví a apoyar la cabeza sobre la almohada y me deleité en la contemplación de loshermosos artesonados barnizados del techo.

—¿Te imaginas a sir Winston Churchill despertándose justo aquí? ¿Bebiendo champán yfumando puros sin salir siquiera de la cama? —Houdini se detuvo sobre mi barriga y se me quedómirando con pretendida atención y su mejor cara de me-importa-mucho-lo-que-me-estás-diciendo-humana-que-me-das-de-comer—. Debería haberte llamado Churchill, pequeño monstruo, siemprete sales con la tuya.

Un toc toc firme en la puerta interrumpió mis ensoñaciones y asustó a Houdini, que se escondióbajo la cama con un triple salto mortal.

—Churchill no habría tenido tan lamentable comportamiento —le reñí.—¿Mademoiselle? —preguntó al otro lado de la puerta la voz de Gilberto Agente de

Acompañamiento.Me puse el albornoz sobre el pijama a toda prisa y salí a su encuentro con la intención de

solicitarle un té antes de ir a desayunar. Para mi sorpresa, el gran Gilberto venía acompañado poruna camarera que empujaba un carrito plateado atestado de tazas, teteras humeantes y termos deprometedor aroma.

—Buenos días, mademoiselle Merlo. ¿Té o café?—Té, por favor.El hombrecillo permaneció en el umbral de la puerta, para salvaguardar a la dama en pijama, y

dejó que la camarera dispusiera con magistral encanto la delicada porcelana en la mesita máscercana.

—¿Ha descansado?—He dormido muy bien, gracias.—La primera noche es clave: o se odia o se descansa.—¿Quién podría odiar algo así?—Algunos pasajeros se marean, mademoiselle. En 1920, el presidente de Francia por aquel

entonces, Paul Deschanel, se cayó de uno de los vagones y apareció horas después, en pijama, enla casa de un vigilante de un paso a nivel, a las afueras de París, preguntando dónde estaba.Posteriormente explicó que se encontraba bajo los efectos de un tranquilizante, pero el personalhabía tenido que hacer horas de limpieza extra en sus dependencias, si usted me entiende.

—Se pasó con el champán.—Pobre président.La camarera, que había terminado de servir el té, dejó que Gilberto custodiara su carrito

Page 23: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

mientras se movía por el compartimento doble cambiando las flores mustias por otras nuevas,renovando las botellas de agua y descorriendo cortinas y atándolas con elegantes lazos deterciopelo verde.

—Anoche conseguí perderme —confesé—. En un tren de doce vagones consecutivos.—No es la única anécdota sobre mareos y desorientación en el Orient Express —continuó el

hombrecillo sin desanimarse—. Dicen que en 1902, la espía neerlandesa Mata-Hari consiguiódespistar a los dos agentes prusianos que la perseguían dentro del tren. Y la noche en la queIsadora Duncan entró en el salón azul, con un velo como única vestimenta, muchos caballerosperdieron el oremus.

»En los años treinta, Ferdinand I, zar de Bulgaria, se desorientó tanto que entró en una especiede paranoia bélica. Confundió los golpes de las ruedas del tren sobre los ensambles viejos de lasvías con disparos y se encerró en el baño convencido de que estaba siendo atacado porbandoleros.

—Si no recuerdo mal, ese señor vivía exiliado tras la Primera Guerra Mundial. Quizás tenía elsíndrome de los idus de marzo.

—¿Qué síndrome es ese, mademoiselle?—Obsesionarse con la traición de los más allegados.—Dudo de que los más allegados al zar de Bulgaria fuesen bandoleros.—Cosas más inverosímiles se han visto.—No crea que era tan raro ser asaltado en aquella época. En los primeros trayectos del

Express d’Orient con destino a Constantinopla, muchos caballeros incluían pistolas entre la ropainterior de sus maletas. Y a riesgo de escandalizarla…

—… y de preocuparme; no he traído las sales para los desvanecimientos —musité cerca de lasorejitas de Houdini, que había sido rescatado de debajo de la cama y soportaba con lánguidapaciencia que lo acunase con suavidad.

—… le garantizo que se usaban como defensa y disuasión más a menudo de lo que la compañíaquiso nunca reconocer. En algunos períodos de los años veinte y treinta del siglo pasado tuvo quesuspenderse el servicio hasta Turquía por la belicosidad de los salteadores de trenes.

—¿Cuánto tarda el tren en el recorrido de París a Estambul?—Seis días y cinco noches, mademoiselle. En algunos tramos alcanza los 160 kilómetros por

hora. El recorrido habitual de nuestro Orient Express contemporáneo es Londres-Venecia, pero eloriginal paraba en París, Viena, Budapest, Bucarest y Estambul con variaciones en Estrasburgo,Múnich, Belgrado y Constantinopla. En este trayecto especial en el que nos encontramos ahora,todavía fuera de temporada, paramos en París, Lausanne, Simplon, Milán, Venecia y Viena. Yvolveremos a París por la vía de Innsbruck y Zúrich. Así que tendrá sus seis días con sus cinconoches para disfrutar del tren.

»Es bastante inusual que se siga el recorrido que le he expuesto porque, a pesar de su nombre,el Venice-Simplon Orient Express ya no usa la ruta Simplon a través de Lausanne. Desde 2016atraviesa el Paso del Gotardo, pasando solo por Brenner y Arlberg hacia el norte. Pero el gerentenos dijo que el congreso hotelero se beneficiaría de alargar la experiencia y que por eso esta vezharíamos la excepción de escoger la ruta Simplon.

Con intención de lavarme los dientes antes de tomar el té, dejé a Houdini en su rincón del henoy me asomé al cuarto de baño. La noche anterior, siguiendo los consejos de Ed Sheeran, me habíafijado mejor en los increíbles mosaicos de imitación romana del suelo y en algo más, un pequeñodetalle.

—Gilberto, disculpe, ¿dónde está la ducha?

Page 24: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—No hay duchas ni bañeras en el tren, mademoiselle. Pero tiene agua caliente —se apresuró aañadir cuando vio mi cara de desolación—. Y Belmond ha reservado habitaciones con baño enMilán y Viena por si desean un aseo más… convencional.

—¿Por si deseamos?—El Orient Express es una antigüedad y presume de haber sido restaurado artesanalmente,

respetando todos y cada uno de los detalles de los vagones originales.—No sé por qué llevaban pistolas los primeros pasajeros de este tren —me lamenté en voz

queda en cuanto la camarera y el amable Gilberto Agente de Acompañamiento me dejaron a solasen mi lujoso compartimento sin ducha—, me apuesto cien kilos de canónigos a que después deatravesar media Europa sin asearse les bastaba con levantar los brazos para tumbar al másaguerrido de los bandoleros.

En ese viaje descubrí que el romanticismo de una historiadora del siglo XXI tenía sus límitesprecisos en las dificultades de utilizar una esponja sin ducha.

Encontré a Ángela en el vagón restaurante, sentada ante el portátil, tecleando furiosa con los

ojos entrecerrados detrás de las gafas, como si estuviese escribiendo a su peor enemigo unacitación judicial especialmente rencorosa. Una vez le pregunté cómo una abogada había terminadode directora de hotel de cinco estrellas gran lujo. Me dijo que, teniendo en cuenta lo mucho queShakespeare despreciaba a los letrados, le había ido muy bien en la vida. Poseía una especialhabilidad para contestar solo aquellas cuestiones que le permitían no faltar a la verdad.

—Buenos días —me contestó sin mirarme—. He pedido el desayuno para dos. Deja quetermine esto, un segundo.

Al otro lado del cristal, en el horizonte gris y azulado de las montañas, los pastos verdessalpicados de nieve y de tejados negros pasaban veloces. Me ajusté el chal de lana granate que mehabía puesto sobre el jersey y aprecié una vez más la agradable atmósfera del tren, el familiarvaivén y el ritmo constante del sonido de las ruedas deslizándose veloces sobre los raíles. Parecíaimposible que aquel paisaje hubiese cambiado desde que el Orient Express original lo cruzase porvez postrera.

Ángela acababa de cerrar el portátil cuando el carrito del desayuno, empujado por uncamarero, y David Atwood se detuvieron casi al mismo tiempo junto a nuestra mesa.Disculpándose por la coincidencia, gerente y camarero llegaron a un acuerdo de prioridades —enel que el servicio de desayuno pasó primero a cambio de añadir un café bien cargado para elgerente de los IHG— en cuanto David expresó su deseo de acompañar a las damas si estas notenían nada que objetar. Las damas quizás hubiesen objetado algo si no estuviesen encandiladaspor el brillo de las hermosas bandejas de plata labrada y el embriagador aroma a mantequillacaliente de los cruasanes recién horneados.

Tras las presentaciones, Ángela y Atwood se embarcaron en un extraño intercambio de puyashoteleras sobre los peligros de confraternizar con la competencia mientras el director de IHG yjefe de David, un petimetre con barba y dudosas intenciones, los ignoraba dos mesas más allá.Preferí mi esponjoso cruasán y mi café, servido en una delicadísima tacita de porcelana rosaribeteada en oro, a cualquier conversación. Levanté una de las ya legendarias tapaderas de plata ydescubrí un par de tortillas de aspecto inmejorable. Me serví una para acompañar lo que mequedaba del cruasán de mantequilla y aspiré suspicaz antes de llevarme el tenedor a la boca.

—Lleva trufa —me guiñó un ojo David.Me quedé paralizada en cuanto percibí el sabor de la tortilla.—¿Sigrid? —se preocupó Ángela—. Te has puesto muy pálida.

Page 25: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Como si hubieses visto a un fantasma —corroboró Atwood.—¿Te encuentras bien?Tragué a duras penas el bocado y se me escaparon los cubiertos de las manos, que cayeron con

demasiada fuerza sobre el platillo del desayuno. Me costaba respirar como si la trufa de la tortillame hubiese desencadenado una reacción alérgica. La crema, los macarons de pistacho, elbogavante con aquel cilantro maldito, el toque de la trufa.

—Gilberto me dijo que viajaban con un solo chef para el Summit —me dirigí a Ángela con unhilo de voz.

—Sí, suele haber un turno de dos cocineros —aclaró David—, pero en esta ocasión entendíque se ocuparía uno solo, con no sé cuántas estrellas Michelin. Se solicitaron sus servicios porqueera amigo de uno de los organizadores.

—¿Le ha gustado la tortilla, señora? —los interrumpió el camarero, que había llegado paraescuchar el final de la conversación— Puedo llamar al chef si desea usted felicitarlo, lecomplacerá. Ha estado… casi retirado por un tiempo, y cocinar en el Belmond es complicado, lacocina es muy pequeña, todo un desafío…

—Disculpe —Por entonces no solo debía estar pálida como una aparición shakesperiana querezumase especial inquina contra los abogados sino que además me sentía justo así, como unBanquo angustiado y fantasmal. Me aferré a la última brizna de esperanza de que no pronunciasesu nombre—. ¿Podría decirme quién es el chef?

—Pol Fabregat.Ese nombre.La silla cayó con estrépito en cuanto me puse en pie como un resorte, la respiración

entrecortada, las rodillas flojas y el deseo de teletransportarme de vuelta hacia la cama, en mipiso, bajo mi edredón, y quedarme allí escondida del mundo hasta el fin de los tiempos. Con elcorazón a galope tendido, sentí que una ola de intenso frío me subía despacio desde los pies hastael pecho. Busqué los ojos de Ángela para confirmar la traición. Si no volvía a respirar connormalidad acabaría desmayándome como una de las mademoiselles eduardianas de Gilberto.

—Tú. Lo. Sabías —Noté la sangre agolpándose en mi cara, la quemazón súbita de las mejillas,el calor perlando mi frente de un sudor frío y anegándome el estómago de pánico. A través delensordecedor ritmo de tambor de mis latidos, casi fui capaz de escuchar el clic que hicieron laspiezas al encajar—. Por eso me escogiste para que te acompañase, aunque esté a punto deabandonar Moonlight Hoteles. He sido tan estúpida como para creerme que te importaban misvacaciones o nuestra amistad. Como si no te conociese.

Fue una mirada de desdén, más que de odio —llevaba tantos años entrenándome en el arte deldestierro y del olvido que no había tenido tiempo para ejercitar el del rencor—, con la que lafulminé antes de pasar rauda por su lado y escoger la puerta del vagón que confiaba me llevase devuelta a mi compartimento.

—Él me lo pidió —escuché tras de mí justo antes de salir del restaurante—. ¿Me oyes, Sigrid?Él me lo pidió.

—¿Tan mal está la tortilla? —remató perplejo Ed Sheeran.

Page 26: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

SIMPLON

En marzo, el paso de Simplon conservaba sus colores de invierno; un paisaje blanco con

alguna mancha verde y el azul intenso de las montañas rocosas bajo la luz menguante delanochecer. A la mañana siguiente entraríamos en Italia por el norte, siguiendo la cordillera de losAlpes orientales a lo largo de la frontera con Suiza, en el cantón del Valais, hasta Domodossola,pasando por Iselle. Todo era quietud y nieve allá fuera, en los Alpes del Mischabel y delWeissmies.

—También llamados Alpes del Valais —me ilustró Gilberto Agente de Acompañamiento.—Lo he consultado en mi mapa de la Tierra Media.El empleado había pasado a preguntarme si necesitaba algo y se detuvo a contarme,

inasequible al desaliento, aquella vez en la que el Orient Express se quedó aislado en el paso porculpa de una intensísima nevada, seguida de una pequeña avalancha, que sepultó las vías y uno delos túneles. Los pasajeros organizaban expediciones para cazar —la utilidad de viajar armado enaquellos tiempos, mademoiselle— y recoger leña con la que mantener encendidas las calderas deltren, de las que dependía la calefacción.

No había comido nada desde el desayuno. Sentía que se me abría un agujero en el estómagocada vez que pensaba en pedir algo que hubiese salido de la cocina, de su cocina. Y ademásestaba tan aburrida que incluso había sentido la tentación de asistir a alguna de las charlas delcongreso. Llevaba todo el día encerrada en el compartimento, recogiendo las bolitas de Houdini,admirando a ratos el paisaje, a ratos las fotografías del libro de Art Decó sobre el Orient Expressque me había prestado Gilberto, y bebiendo agua a pequeños sorbos cada vez que me acometíanlos recuerdos y la ansiedad. Si no sucumbía al impulso de salir en busca de Ángela paraestrangularla era porque me distraían tantas visitas al baño por culpa del exceso de agua. Miexamiga había tenido la desfachatez de aporrear la puerta del compartimento en dos ocasiones. Enambas me negué a abrir y le grité que podía largarse a Madagascar.

—La ruta del Orient Express no pasa por Madagascar —intentó sacarme de mi supuesto errorgeográfico al más puro estilo leguleyo—. Como mucho puedes enviarme a Milán, en cuantoatravesemos los Alpes Orientales también llamados…

—¡Cómo me expliques algo más sobre el itinerario de este tren o de los Alpes Valais te juroque me tiro en marcha!

—No seas cobarde, Khaleesi, solo es tu exnovio.—Márchate, examiga.—Yo no tuve nada que ver —Ángela debió captar lo ominoso de su mentira porque se apresuró

a aclarar—. Solo un poquito. Es que es tan guapo, tan encantador y tan convincente —acabó porconfesar—. No llamó por teléfono, vino a verme al Falls. Me dijo que habías salido corriendo laúltima vez que intentó hablar contigo. No voy a explicarte nada sobre la irresponsabilidad dedejar la recepción del hotel de manera tan intempestiva cuando te había dicho que supervisases lasalida del diplomático israelí…

—No me fui a ningún sitio. Me escondí bajo el mostrador en cuanto le vi entrar por la puerta.Me quedé agachada hasta que se fue. Dano le convenció de que ya no trabajaba allí y de que no

Page 27: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

tenía ni idea de a dónde podría haberme ido. Me pregunto cómo supo que estaba en el Falls.—Dano miente fatal. Cuando vino a verme, Pol sabía que seguías con nosotros.—Vete, abogada del diablo. No quiero saber nada ni de ti ni de tu cliente.Si pensaba que Ángela se había dado por vencida es que todavía no la conocía bien. Hizo una

pausa lo suficientemente larga como para hacerme creer que se había largado y luego habló conese tono intimidante, terror de las camareras de piso.

—Ha cambiado, Sigrid. No es el mismo Pol Fabregat que se olvidó de ti a la puerta de un cine.Lo ha pasado mal y solo intenta pedirte disculpas.

—Disculpas aceptadas —dije con lo que me pareció un tono digno de firmeza—. Bajaré deeste tren en la próxima estación en la que nos detengamos y volveré a casa en avión.

—No puedes hacer eso.—Intenta detenerme.—Si no te quedas hasta el final del Summit estás despedida.—Uy, sí, qué miedo.Desde los gritos alpinos histéricos, Ángela no había vuelto por allí y Gilberto, en servicial

actitud desde el umbral, me acababa de dar las buenas noches antes de retirarse a descansar no sinantes insistir sobre la conveniencia de traerme un poco de sopa o lo que se me antojase porque,quizás no me acordaba, pero no había comido nada…

—… desde el desafortunado incidente de la tortilla trufada, mademoiselle. Nuestro chef está asu entera disposición, las veinticuatro horas del día.

—Apuesto a que sí —mascullé fastidiada porque hubiese llegado hasta sus oídos elcatastrófico incidente de la tortilla trufada.

—¿Seguro que no desea nada más?—¿Aparte de salir con vida de una posible avalancha en el Valais Oriental?Había tenido dos años para pasar por todas las fases de duelo prescritas, dos años desde que

le dije adiós a Pol Fabregat. Adiós por última vez, con todo el dolor de mi alma, y él me contestó«te llamo luego». Con el tiempo, entendí que no era mezquindad, tan solo sordera, pues Pol no seescuchaba más que a sí mismo… y a los críticos gastronómicos que le habían otorgado tantasestrellas Michelin como para ponerle su nombre a una constelación entera.

Pasé mi duelo en silencio, prometiéndome que algún día rescataría los recuerdos felices de losdos; la medianoche en la terraza de un rascacielos de Tokyo, la cena bajo la pirámide deMitterrand, en el Louvre, las brochetas de fruta fresquísimas de un atardecer de verano a orillasde un mar color zafiro… Hubo una vez en la que viví con intensidad, apuré cada momento hastalos posos, sabedora de que el reputado chef no tenía más que esos instantes que dedicarme y deque me los concedía como un privilegio. Tras él, no quedó nada. Solo ceniza y viento.

Había aprendido a atesorar las migajas del tiempo que compartimos como quien coleccionaesos fragmentos de cristal pulidos por el mar que solo brillan cuando vuelven al agua. No hubiesecambiado el carpe diem de aquellos minutos por una pareja atenta y dedicada… hasta que mepudo la invisibilidad y el cansancio. Seguía enamorada cuando comprendí que había renunciado auna parte valiosa de mí misma durante los tres años que había pasado junto a Pol. Seguíaenamorada el día en el que me descubrí agotada de un amor en el que solamente me correspondíanlas sobras, por muy suculentas que fuesen.

Me vencieron las horas muertas esperando a que se cerrase la cocina, los plantones a la puertade cines, conciertos o museos porque Pol se había enfrascado en la variación de una receta y se lehabía olvidado la hora; cuando ambos sabíamos que era yo lo que se le olvidaba. La soledad alzóaltísimos muros alrededor de un foso de recelo, se tornó claustrofóbica, me abrumó la certeza de

Page 28: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

que nada importaba excepto las genialidades del chef. Terminé mi master en restauración depatrimonio, aprobé por fin la tesis del doctorado, eterna pendiente, y acepté orgullosa una vacantecomo asistente de dirección de Ángela en el Moonlight Falls de Passeig de Gràcia cuando meapremió la necesidad de pagar la hipoteca. Que no hubiese tenido un trabajo propio, más allá queel de atender los pequeños recados cotidianos del famoso chef durante los tres años que habíamosestado juntos, se me antojaba una de las razones por las que había terminado sintiéndome tan mal.Hasta que comprendí que saberme ignorada, prescindible y vacía no tenía tanto que ver con elsueldo que con la percepción de mí misma. Ángela suele decir que uno de los grandes problemasde este mundo son las expectativas equivocadas que tienen las personas sobre sí mismas. Algúndía le explicaré que uno de los motivos de la infelicidad deriva de las expectativas correctas.

Todo quedó silenciado, gris y deslucido a la sombra gigantesca de Pol, que en esos mismosaños en los que yo terminaba mi formación y escogía un camino de supervivencia, culminó sufama internacional y abrió un restaurante en París y otro en Tokyo. Fue la incomprensión de losamigos, que me miraban con reproche si cometía el desliz de quejarme —¡Imposible! Pol es tanencantador, simpático, buen amigo, parece tan enamorado de ti—, la gota que desbordó el vaso demi desdicha. Me descubrí incapaz de ver lo mismo que los demás, encontraba solo egolatría ysoledad mientras los amigos pronunciaban alegremente eso tan manido y nauseabundo de la parejaperfecta. Comprendí que el brillo social deslumbra lo suficiente como para ocultar cualquiertiniebla, tanto como la torpeza deslustra a las mejores personas.

Cuando alguien a quien amas muere, todos alrededor piensan que tu dolor es legítimo. Teacompañan, te muestran su apoyo y comprensión. Sin embargo, la pena por una relación que serompe suele sufrirse en soledad; se esconde por pudor, por miedo a que le resten importancia o aque cause burla o menosprecio. La sociedad acepta de buen grado las lágrimas por nuestrosmuertos, pero se burla de los llantos de desamor. Ningún dolor es comparable a otro y merecen elmismo respeto. Cada dolor, incluso el que todos ocultamos ahora mismo, debería respetarse en sujusta medida.

Qué difícil resulta explicar por qué ya no queremos estar con una persona cuando las razonessolo son visibles para una misma. Por fortuna, ya casi nadie siente genuino interés porpreguntarnos nada personal y, si alguien comete semejante disparate —seguramente por cortésdespiste— hace tiempo que se le olvidó cómo escuchar. Así que ensayé una respuestaconvencional por si acaso, mientras lograba convencerme de que había roto con Pol por unacuestión de supervivencia, porque la suma de las gotas que me envenenaron despacio, una trasotra, resultaba ridícula si se pronunciaba en voz alta. Cómo explicar la profunda soledad de susabrazos distraídos, de sus besos apresurados, de su perpetua ausencia.

Como sucede con casi todas las tragedias que los historiadores olvidan desenterrar, el dolorcayó despacio en el olvido, hasta que me fue posible respirar de nuevo sin percibir apenas alhipopótamo sentado sobre mi pecho. Renuncié a Pol cansada de ser el juguete olvidado de suvida, ese que se rescata de vez en cuando con ilusión y añoranza y que vuelve a relegarse a laoscuridad en cuanto otros nuevos requieren su atención. Pensé que le amaba más que nunca lanoche en la que me despedí de él para siempre. Decirle adiós, imponerme el exilio de la fugaz islaque habíamos sido él y yo, fue doloroso y sangrante, como extraer una daga del corazón; mortal denecesidad.

Tres años después, me sorprendía la tesitura de saberme encerrada en el tren de Prou, deLalique, de Dunn, a unos cien kilómetros por hora, atravesando los Alpes suizos e italianos, conquien fue uno de los chefs más prometedores de Europa; artífice de constelaciones y verdugo demi esperanza pues nunca, en todo el tiempo transcurrido, fui capaz de encontrar emoción tan pura

Page 29: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

como el vértigo de sus besos. Indelebles en mi memoria, todavía, sus abrazos.

Page 30: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

VALAIS

A medianoche, terriblemente insomne, decidí rendirme a la evidencia de que contar los saltos

de Houdini por encima de la almohada no contribuiría a dormirme y decidí salir de expedición enbusca de comida. Me vestí deprisa, con medias gruesas y un largo vestido de lana gris, me envolvíen un chal granate de diminutas flores rosas y, en el último momento, decidí cambiar las zapatillaspor unos calcetines térmicos antideslizantes. Sigilosa y abrigada, aunque la prodigiosa calefacciónde calderas del Orient Express seguía inmutable al asedio del clima alpino, eché una últimamirada al hermosísimo horizonte nevado bajo la luna creciente, y me dirigí hacia el bar como unninja de tripas rugientes. No conocía los horarios de Walter, pero confiaba en encontrarcacahuetes y pepinillos detrás de la barra.

El vagón del champán resultó mucho más animado de lo que cabría esperar en un tren europeode reputación más o menos intachable a esas horas de la madrugada. Guido, el pianista, tocabaCabaret en mangas de camisa, acompañado por los animados acordes de guitarra de Ed DavidSheeran y los coros, más entusiastas que acertados, de Walter y una señora con una boa de plumasrosas que intercalaba al final de cada estrofa, o cuando le parecía conveniente, un God save theQueen. Estaba a punto de volver por donde había venido, cuando la canción terminó y la señora—que se presentó como Katherine Morland, de los Hilton— me invitó efusiva a que me sentarajunto a ella en el sofá, con una copa de champán en una mano y el extremo de la boa en la otra.Hacía siglos que no veía una copa como esa, baja y ancha, de los años veinte del siglo pasado, niuna boa de plumas rosa o de cualquier otro color. Me distraje pensando en el Gran Gatsby deScott Fitzgerald y David aprovechó esas décimas de segundo para acercar el reposapiés sobre elque se sentaba con un pícaro guiño.

Guido empezó a tocar You are the one, en la versión original de Cole Porter, como si supieseque era una de mis canciones preferidas —los músicos no serían músicos si no leyesen los másoscuros anhelos de nuestros corazones— y Walter me puso en las manos una de esas fabulosascopas vintage.

—Ángela acaba de irse hace un momento a dormir —me dijo la señora de la boa de plumas encuanto David me presentó como parte de la delegación de Moonlight—. Yo termino la última y osdejo, jóvenes.

—No se vaya, señora Morland —suplicó David—. Cantemos otra más. Usted es eternamentejoven.

—En mi corazón —sonrió ella de repente con cierto aire de tristeza—. En la vida real estoycansada y me voy a dormir.

Atravesar el paso del Simplon a bordo del Orient Express se parecía muy poco a la vida real,pero no estaba en condiciones de contradecirla. Le di un sorbo a mi Moët & Chandon a lo Gatsby—qué bien habría encajado en aquel tren el famoso personaje de Fitzgerald— y me atreví a seguirel ritmo de la melodía de Porter con la cabeza, consciente de que hasta las almas másatormentadas por hallarse encerradas en un tren con sus exnovios necesitan relajarse.

En compañía de aquellas personas, aparentemente felices y satisfechas con las cartas que leshabía repartido la vida —al fin y al cabo eran seres privilegiados viajando en un tren de lujo—

Page 31: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

me asaltó la duda de si me estaría convirtiendo en una arpía odiosa y amargada. Probablemente noexistía un solo ser humano en el planeta que no hubiese sufrido una decepción amorosa de algunaíndole, ¿por qué me creía tan especial? ¿Qué derecho tenía a pasearme por aquellos vagones conaires de reina ofendida? Solo me faltaban las flores para dar bastante el pego como una trágicaOfelia. Traedme unas margaritas. Por suerte no lo dije en voz alta, porque Walter podría habérselotomado muy en serio. Y no me convenía beber más con el estómago tan vacío.

Me prometía enmendarme desde ese preciso instante para no terminar convertida en unaexcéntrica de los gatos, sin gatos y con conejo, cuando la puerta del vagón se abrió con un ímpetuque nada bueno podía presagiar y mi decepción, en forma de reputado chef, entró en el bar deWalter. Si la vida hubiese sido justa Guido habría escogido justo ese instante para tocar la marchafúnebre de Chopin, pero tuvo la malvada ocurrencia de preferir The time goes bye, como siconociera los hilos invisibles que, para mi catastrófica desdicha, todavía me ataban al reciénllegado.

—Buenas noches —dijo. Aunque podría haber dicho cualquier otra cosa como Houstontenemos un problema o hemos chocado contra un iceberg porque cuando sus ojos llegaron apuerto en los míos —siempre había tenido la habilidad de anclarse justo así, ignorando cualquierescollo— nada importó excepto ese instante, esa mirada, ese tiempo exacto tan temido. Todo sequedó en suspenso. Excepto el maldito piano.

—God save the queen, gentleman —saludó la señora Morland que, evidentemente, no conocíaa Pol. Se puso en pie con un revuelo de plumas rosas y equilibrio excelso si se tenía en cuenta queel tren no dejaba de traquetear y que acababa de vaciar su sexta copa de Moët & Chandon.

—Pol Fabregat —lo presentó Walter antes de preguntarle si le apetecía tomar algo—, nuestrochef de expedición.

—Nos conocemos —lo interrumpió el maldito cocinero todavía prendido de mis ojos.En las novelas románticas, el reencuentro de los enamorados tras un dilatado tiempo de forzosa

separación se sella con un galope tendido de los corazones, rodillas flojas, desvanecimientos yllanto nervioso. En el Belmond Simplon-Venice Orient Express todo es tan extraordinario que elcorazón y el temple tienden a acostumbrarse a la emoción continua hasta alcanzar una relativa yaparente calma. Me inventé esa teoría sobre la marcha para convencerme de que aunque micorazón hubiese dejado de latir no estaba muerta; los muertos no apuran su copas vintages con tanfingida indiferencia.

Y justo entonces, casi convencida de que no era la calma que precedía a la tempestad, fue elinstante en que el Orient Express escogió para detenerse, en lo más profundo del Valais, a laderiva de una ventisca de nieve.

Page 32: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

ESTACIÓ DE SANTS, BARCELONA

Cinco años y casi cuatro meses atrás.Era la noche antes de Navidad. Un vendaval azotaba la ciudad y barría las nubes para

descubrir un cielo de escasas estrellas y media luna. Corría hacia la estación, la visiónemborronada por las lágrimas, con la maleta en una mano y mi tesis apretada contra el pecho en laotra. Faltaban minutos para que partiese el último tren con destino a Madrid, donde midesperdigada familia se había reunido ese año y me esperaba para cenar.

Pol salía de la estación, recién llegado de Madrid, donde había grabado el especial navideñode un programa de cocina del que todo el mundo hablaba y que yo no había visto nunca porque lashistoriadoras tenemos la lamentable costumbre de ignorar la televisión y admirar las piedras.Acababan de otorgarle su tercera estrella Michelin y en casa de sus padres lo esperaban paracenar.

Al destino no le importa que las historiadoras no sean aficionadas a los programas de cocinade moda.

Quizás por la oscuridad, por las prisas, por el viento que me alborotaba la melena y que leobligaba a entrecerrar los ojos a Pol, por la multitud apresurada abandonando la estacióncargadísima de maletas y regalos, colisionamos. Tropezamos, nos caímos el uno en el otro, nosenredamos entre abrigos y equipajes, y los folios sin encuadernar de mi tesis maldita salieronvolando en brazos del viento del noroeste. Él fue el más rápido de los dos, abandonó todoequipaje y salió a cazar las hojas fugitivas mientras se disculpaba casi a gritos, contra el viento.No fue hasta que volvió sobre sus pasos, con casi la mitad de los folios, cuando se dio cuenta deque me había quedado inmóvil, atrás, junto a las maletas tiradas en la acera gris, sin que meimportara lo más mínimo la fuga de aquellas hojas. Pensé que ni siquiera se merecían un final tanpoético. Meses después, durante una merienda de chocolate a la taza y bizcocho de vainilla, Polhabría de confesarme que en ese momento, bajo la mala iluminación municipal, cuando una ráfagade viento apartó mis largos cabellos castaños y dejó mi cara al descubierto, le impresionó queestuviese llorando.

—Era Navidad, estabas impaciente por salir corriendo y yo no sabía cómo retener un par deminutos más a la mujer más bella del planeta.

Resultó una ironía que ese deseo, justo ese, el de retenerme a su lado, acabase por convertirseen la paradoja de nuestra relación. Pero aquella noche, a las puertas de una estación de tren apunto de cerrar tras las postreras partidas del día, la tesis había salido volando y la chicaprecisaba de consuelo.

—Lo siento —se disculpó de nuevo entregándome las hojas rescatadas—. He conseguido delcapítulo cinco hasta el final. El resto debe andar cerca del Tibidabo.

—No importa.—Lo tienes a buen recaudo en el ordenador —dedujo. Con el tiempo odiaría esa manía suya de

suponer cosas, entonces me resultó solo ligeramente molesta.—Es mi tesis. Y acaban de suspenderme. Así que no importa si sale volando o si se borran

todas las copias en formato digital o si el viento arranca el tejado de la estación y aplasta en su

Page 33: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

caída los capítulos del cinco hasta el final y los entierra bien profundo.—Lo siento. No sé por qué no paro de repetir eso, te juro que me sé más palabras.—No importa.—Sí que importa. Ahora mismo es lo que más te importa, pero mañana lo será un poco menos y

dentro de un año, cuando vuelvas a presentarte ante el tribunal con otra tesis, inmune a los idiotasy a los vendavales, y te conviertas en doctora de…

—Historia.—… Historia, ni te acordarás de esta noche. O tal vez sí, y te dará la risa, porque pensarás en

el tonto que salió a recuperar los capítulos del cinco hasta el final, justo los que más deseabasperder de vista, y que te contó un montón de estupideces sobre el tiempo y la perspectiva.

—Eres muy amable, pero llego tarde a cenar en otra ciudad.—Ah, las historiadoras y el tiempo —Miró dubitativo hacia atrás, de espaldas a la estación,

por dónde se habían perdido los primeros capítulos—. ¿Seguro que no quieres que..?—No.—¿Tan mala es?—El tema es la voluntad de crónica historicista sobre la Gran Guerra europea de El señor de

los anillos, de J. R. R. Tolkien.—Seguro que es apasionante.—Al tribunal de la tesis no se lo ha parecido.Me ajusté la bufanda larguísima de color rojo alrededor del cuello, le deseé feliz solsticio de

invierno casi en un susurro y me marché sin mirar atrás. Justo antes de traspasar las puertasautomáticas del vestíbulo de la estación, tiré a la papelera que me quedaba más a mano los restosde mi trabajo que había rescatado Pol y me limpié las lágrimas. La noche que contenían sus ojoshabría de acompañarme buena parte del trayecto hasta Madrid.

Me llamó una semana después de Reyes. Confesó que había seguido buscando los restos de mi

desafortunada tesis hasta dar con las páginas iniciales de los créditos, donde aparecían mis datosde contacto.

—Pensarás que soy un psicópata —me dijo.—Un poco.—Me gustaría invitarte a comer en mi restaurante, pero allí suelo manejar muchos cuchillos.—Entonces, prefiero no arriesgarme.—Un café —improvisó—. El café se sirve en tazas sin aristas peligrosas y las cucharillas son

pequeñas y poco afiladas.Dudé apenas un segundo, lo justo que necesitó para aventurarse con su mejor argumento.—Me traeré a un amigo, creo que te caerá bien porque tenéis mucho en común. Se llama Tom

—Hizo una pausa dramática—. Tom Holland. Dicen que es historiador.—Me tomas el pelo.—Conocí a su mujer y a sus hijos en Londres cuando cocinaba en uno de los restaurantes de

José Pizarro. Los invité a Barcelona y…—Tom Holland ha estudiado en Cambridge y en Oxford, su ensayo sobre Lord Byron debería

declararse patrimonio de la humanidad. Ha adaptado a Hérodoto, a Tucídides, a Homero, aVirgilio… ¿Ese Tom Holland?

—¿A qué hora paso a buscarte?—Ni de coña pienso darle mi dirección a un psicópata que ya tiene mi teléfono y maneja

cuchillos afilados con asiduidad.

Page 34: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¿Y a un psicópata amigo de Tom Holland? Una semana después, y pese a la circunstancia de los cuchillos, fui a cenar a su restaurante, el

Terramar. Pol cocinó para mí algo tan sencillo y rico como unos macarrones con queso, abrió unabotella de rueda verdejo y adornó con flores la encimera de acero inoxidable sobre la quecomimos, en una cocina que bien podría haber sido la de la nave espacial Enterprise. Habíacerrado el restaurante solo para nosotros y concedido el día libre a todos los empleados. Cuandole pregunté por qué no cenábamos en la sala, sentados a una mesa, me dijo que la ocasión merecíaalgo más especial.

—Este es mi templo y me moría de ganas de estrenarlo contigo.Fue en esa cocina donde nos besamos por vez primera, con el frescor azucarado de la mouse de

limón del postre rondándonos todavía en la memoria. Tenía un contrato de seis meses de recepcionista a media jornada en unas oficinas

multinacionales cuando tomé la decisión de matricularme en Historia. Sabía que si me concedíanla beca y la sumaba a mi lamentable sueldo de trabajos temporales, podría pagarme los estudios.El día en el que salieron las listas de admisión llegué feliz al comedor de la empresa y, exultante,anuncié a todos mi flamante condición de alumna universitaria. Nunca olvidaré que una secretarialetona, quien a menudo se jactaba de andar a la busca y captura de un marido rico pese a que yaposeía uno —pobre e inexplicablemente enamorado de ella—, me replicó si no creía más sensatogastar el dinero de la matrícula en un buen gimnasio. «Así nunca encontrarás un buen partido», medijo. Era demasiado joven como para sentirme en una novela de Barbara Pym o como paraencontrar una respuesta adecuada a semejante jarro de agua fría, así que ignoré la puya y seguíentusiasmada con mis planes historicistas.

Años después, licenciada, con la tesis suspendida y en paro, mientras me zampaba dos racionesde pastel de zanahoria y escuchaba embelesada a Tom Holland contar anécdotas sobre Tucídides,no se me ocurrió que Pol estuviese abriéndome las puertas del mundo tan codiciado por lasecretaria letona. Contra todo pronóstico, su fama y su fortuna jamás tuvieron la oportunidad deincomodarme. Conocí a muchas personas interesantes y a otros tantos imbéciles redomados conlos que nunca habría coincidido de no haber estado saliendo con el prestigioso chef, pero jamássentí tentaciones de cambiar mis ansias de conocimiento e investigación por las del fitness o lacirugía plástica.

Podría haber sido más feliz sin toda aquella vorágine de concursos, entrevistas, viajes yfiestas. Quién sabe. Pero cuando me abandonó el optimismo romántico por el que me había dejadoseducir y decidí huir de nuestra relación, nada de todo eso importó.

Page 35: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

VALAIS

Las últimas notas del piano de Guido se extinguieron a la par que las postreras sacudidas del

tren. Solo cuando se silenció el movimiento, percibimos el aullido del viento que arremolinaba lanieve. Me arrodillé sobre el sofá, vuelta hacia la ventanilla, empeñada en entender qué pasaba alotro lado pese a que la iluminación del compartimento jugaba con el reflejo interior. No habíamucho que ver más allá de la oscuridad, la nieve azulada bajo un cielo de nubes cerradas quetapaban la luna y el azote del viento jugando con los copos.

Ignoré el revuelo a mis espaldas de Walter prometiendo que volvería con información sobrepor qué nos habíamos detenido, y las excusas apresuradas de la señora Morland y David caminode sus respectivos camarotes, de repente todos cansados, sospechosamente ansiosos por dejarnosa solas. Quizás él también se marcharía, quizás nevase en Egipto. Guido también se quedó, porquela quietud no tenía el don de acallarlo por mucho tiempo, y decidió continuar la velada con How Ican remember. Sopesaba las posibilidades de que Ángela mediara por mí en los tribunales sicedía a la tentación de levantarme y estrangular al pianista, cuando sentí que el sofá se hundía y unagradable aroma a algodón limpio instaba a mi estómago a dar saltos mortales como los deHoudini. Pol se había arrodillado a mi lado en lo que esperaba fuese un intento de admirar elpaisaje nocturno. Se había lavado y cambiado después del servicio de cena porque, más allá delagradable olor de su loción de afeitado, no quedaba en él ningún rastro culinario. Mi traicionerocorazón escogió ese instante para emprender el galope tan mencionado en las novelas románticas.

—¿Qué estamos mirando? —Su voz grave y algo ronca, que tan bien recordaba, interrumpió elsilencio entre los dos.

Quizás porque todos habían huido, quizás porque la repentina interrupción del traqueteo deltren sobre los raíles había sido como despertar de un sueño confuso, o porque el valor seencuentra en los momentos más inesperados, decidí que era una estupidez seguir huyendo y megiré despacio para devolverle la mirada. De cerca, los años transcurridos desde la última vez quenos habíamos visto, en las cocinas de su restaurante de Barcelona, entre vapores y entrechocar desartenes, le habían sentado bien. Llevaba el pelo castaño un poco más largo y mucho más canoso,había ganado algunos kilos, que le otorgaban una agradable corpulencia, y era capaz demantenerse tan inmóvil como el Orient Express sobre la nieve, sin tics ni gestos de impacienciapor encontrarse en cualquier otro lugar. Parecía, y eso era lo más asombroso —más que el hechode haber vuelto a encontrarme con él—, sereno y en paz consigo mismo y con el mundo,consciente de que estaba justo donde deseaba sin importarle la llamada de ningún reloj. Mepareció que si el síndrome del Conejo Blanco tenía cura, Pol la había hallado.

—He visto pasar al Yeti —Tuvo el detalle de no parecer incómodo. Al fin y al cabo, habíasido él quien había propiciado aquel encuentro—. ¿No vas a hablarme? —añadió cuando elsilencio entre los dos se alargó.

—¿Qué haces aquí? —contesté en un susurro girándome hacia el paisaje azul del otro lado delcristal. Sabía que era la pregunta equivocada porque plantear tan pronto la correcta me dabavértigo.

—Aceptar un desafío. A bordo no se puede freír absolutamente nada. La cocina es diminuta y

Page 36: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

cualquier tipo de llama está prohibida por alto riesgo de incendio.—Los paneles son de madera —le concedí— y las pinturas y el barniz, muy inflamables.—La restauración del vagón de cocina ha sido tan exacta como en el resto del tren.—¿Cómo cocinas?—Con electricidad y mucha imaginación —su sonrisa era tan encantadora como la recordaba

—. Y con un personal reducido, un solo pinche. Lánguido y flaco como una acelga demasiadohervida. Cuando vi el espacio en el que debía moverme puse esa condición. Me refiero a que noquería tener a muchas personas pisándome los pies —aclaró—, no a que prefiriese un pinche tipoacelga. El horno de carbón ha sido todo un descubrimiento.

En algún momento, Walter había vuelto al bar porque ahora carraspeaba mientras nos tendía unpar de copas de Moët y se apresuraba a recuperar el dominio de su barra.

—Parece que las ráfagas de viento son demasiado fuertes y el conductor prefiere esperar a queamaine un poco la tormenta de nieve. Los meteorólogos dicen que no hay riesgo de aludes ni deque las vías queden sepultadas, pero ha preferido ser prudente antes de cruzar el desfiladero.

—¿Qué dice Gilberto?—¿Mademoiselle? —me guiñó un ojo Walter.—Muy gracioso.—¿Qué le hace pensar que tenga algo que decir sobre por qué se ha detenido el tren?—Porque Gilberto siempre tiene algo que decir cuando se trata de este tren.—Me rindo. Gilberto asegura que en un par de horas volveremos a ponernos en marcha.

Estaremos en Milán a la hora de desayunar.Alcé la copa a lo Gatsby en dirección al barman antes de vaciarla de un trago. Cuando me

sorprendí arrepentida de no haberle pedido la boa de plumas a la señora Morland, supe que elalcohol con el estómago vacío me pasaba factura. Las plumas iban tan bien con las copas y elMoët, con el repaso inmisericorde que Guido, inasequible al desaliento, le estaba dando alrepertorio de Glenn Miller, y con aquel par de ojos tan oscuros…

—Walter, ¿no tendría por ahí unos cacahuetes o unas aceitunas?El barman me miró horrorizado.—¡Cacahuetes!—Espera aquí un par de minutos —me pidió Pol El Encantador poniéndose súbitamente en pie

—. Solo unos minutos. No te vayas, por favor. Vuelvo en seguida. ¡Walter! —casi gritó desde lapuerta—por lo más sagrado de los doce culpables, no deje que se vaya. Apelo a su honor debarman.

—Eso no existe —concluyó el aludido cuando el chef hubo desaparecido de nuestra vista—.Pero, si me permite la indiscreción, señora —se apresuró a añadir cuando adivinó la duda en miactitud—, el caballero parece sinceramente desesperado por explicarse.

—Quizás —suspiré reclinándome en el sofá y recogiendo los pies para ocultar mis lamentablescalcetines—. De lo que no estoy tan segura es de querer escuchar esas explicaciones.

Fiel a su palabra como nunca antes lo había sido, Pol volvió a los pocos minutos cargado conuna bandeja que se apresuró a estabilizar en el regazo de su particular Penélope. Inseguro como uncocinero en prácticas, destapó las viandas junto a un servicio correctísimo y el detalle de unpequeño vasito que contenía unas diminutas violetas flotantes que solo él habría sido capaz deencontrar a bordo de un tren decimonónico varado en la nieve de marzo de los Alpes.

—Bocadillo de queso emmenthal y mini ensalada de hojas de roble, sin rúcula, porque ladetestas, y sin canónigos, que te gustan, pero no me quedan. Juraría que encargué media docena debolsas antes de salir de París.

Page 37: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Lo suficientemente hambrienta y mareada como para rechazar semejante amabilidad, leagradecí con timidez su incursión de medianoche en la cocina y me apresuré a dar el primermordisco al bocadillo para no tener que decir nada más.

—Tomate y aceite —murmuré entrecerrando los ojos.—Como en los lugares civilizados.Entonces se me escapó la pregunta correcta.—¿Por qué me has traído hasta aquí?—Para pedirte que te cases conmigo.—Tu bocadillo es bueno, pero no tanto. Prueba otra vez.—Me cansé de esperar que el destino volviese a juntarnos.—Tú no crees en el destino.—Me costó muchísimo convencer a Ángela de que te invitase a venir después de que me dieses

esquinazo en el hotel.—¿Mucho?—Un menú degustación de cuatro platos y dos postres.—Esa es Ángela, vendiéndose por un plato de lentejas.—Sigrid, no lo planeé —me aseguró serio—. Me enteré por un contacto de que se celebraba el

congreso hotelero a bordo de este tren, pensé en que sería un desafío con el que me apetecíamucho ponerme a prueba y propuse mi candidatura. Me imaginaba que Moonlight Hoteles seríauna de las cadenas que no faltaría al evento, pero no sabía que Ángela estaría a bordo hasta que viel listado de pasajeros. Por eso fui a buscarte al Falls, me pareció una señal. Me di cuenta de quenecesitaba tenerte en un espacio controlado para que no echases a volar.

—¿Una señal de qué?—De que había llegado el momento de volver a verte.—Pese a que sabías que yo no quería que eso sucediera. Pese a que planeaste acorralarme en

esta encerrona. ¿Qué opciones me dejas si no quiero coincidir contigo? —Mastiqué un rato ensilencio antes de seguir—. Ángela dice que has cambiado. A mí no me lo parece. Sigues sinrespetar los deseos de los demás, te lanzas a por lo que quieres sin importarte el resto del mundo.

—Sí.Lo miré con incredulidad, sintiéndome estúpida por haberme metido yo solita en la trampa.—Tú eres lo que quiero, Sigrid. Y el resto del mundo puede irse a tomar viento.Aparté la bandeja a un lado y me puse en pie con toda la dignidad posible después de tanto

Moët y reencuentros indeseados.—Es tarde.Saludé con un movimiento de cabeza a Walter, ignoré al insidioso pianista y su melancólico

repertorio, y abandoné el vagón en uno de los mutis por el foro más dramáticos de mi inexistentecarrera actoral. Mi incipiente futuro como reina ofendida se esfumó en cuanto Pol me detuvoatrapando al vuelo mi mano y tirando de mí para que me girase.

—Sigrid —Toda la emoción del mundo contenida en la voz ronca de sus promesas—, soloquería pedirte disculpas. Te amaba muchísimo y ahora sé que fui incapaz de demostrártelo durantelos tres años que estuvimos juntos. Me porté como el imbécil egoísta que soy, pero si me dejasesexplicarte qué me pasó…

—Preferiría no desenterrar ese tiempo. Disculpas aceptadas.Me solté de su mano y seguí pasillo adelante, pidiéndole a todo el panteón romano no

desmayarme justo entonces. Júpiter apenas me concedió unos segundos de ventaja.—Sigrid —volvió a llamarme el maldito chef Fabregat—. ¿Tan malo fue?

Page 38: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—No —contesté sin volverme para que no viese mis traicioneras lágrimas—. Solo al final,cuando me descubrí odiando a la persona en la que me había convertido.

No puedo decir que los hados del destino escogieran ese instante para reírse de mí porquesospechaba que hacía ya mucho tiempo que venían carcajeándose a gusto de mis torpezas; culpé alveleidoso capricho de la meteorología que los vientos hubiesen amainado lo suficiente como paraque el maquinista decidiese reanudar el viaje. El Belmond Venice-Simplon Orient Express exhalóun profundo suspiro metálico y con una sacudida digna de un seísmo de grado tres, se puso enmarcha haciéndome caer hacia atrás. No llegué a aterrizar en el suelo enmoquetado de azulmedianoche. Lo último que recuerdo fue el abrazo de Pol rescatándome de la caída medio segundoantes de que todo se fundiese a negro.

Page 39: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

MILANO CENTRALE

Me despertó el malestar de la resaca que me había ganado a pulso la noche anterior

rememorando a Gatsby con el estómago vacío. Lo que no parecía nada vacío era mi cerebro, queamenazaba con explotar por la sucesión de espantosas imágenes de Pol. Pol. Pol.

—Nonono…Mi compartimento parecía haber encogido como si Phineas y Ferb hubiesen disparado una

pistola de rayos minimizadores sobre él. La cama apenas era una litera estrecha y el resto delhabitáculo se resumía en las puertas de un armario entreabierto y la cercanía del resto de paredes.Repetí la letanía de noes mentalmente porque pronunciar en voz alta cualquier palabra meacentuaba el espantoso dolor de cabeza y me puse en pie en cuanto se me pasó el mareo. Dicemucho de tu vida que sientas alivio cuando te despiertas y compruebas que sigues vestida con laropa de la noche anterior. Al menos no estaba desnuda —conservaba incluso los calcetinesantideslizantes— y ni se me pasó por la dolorida cabeza que pudiese haberlo estado en ningúnotro momento de la noche, tan aterradora me parecía la perspectiva.

Deseché cualquier romanticismo de mis pensamientos, tozuda como solo una historiadora de laantigüedad puede serlo, y me mordí la lengua cuando confirmé que estaba en la habitación delúnico e inigualable chef de a bordo: los menús y las facturas de los proveedores a su nombre,sobre una pila de delantales pulcramente doblados, se amontonaban en una mesita baja, junto a lalitera. Busqué los zapatos durante un minuto hasta que caí en la cuenta de que la noche anteriorhabía salido descalza de la seguridad de mis aposentos, y estaba a punto de largarme sin miraratrás y como alma que lleva el diablo —siempre había querido utilizar esa expresión— cuando viel pequeño botiquín por la rendija del armario entreabierto.

Los dioses saben que mi voluntad era inocente cuando eché mano del botiquín llevada por lanecesidad acuciante de acallar el martilleo en mi cabeza, o al menos todo lo inocente que puedeser el robo de una aspirina; pero como nada es sencillo en la vida de las historiadoras, no fue enel deseado botiquín en lo que se me concentró la mirada sino en la colección de media docena detubos metálicos de aspecto tecnológico y sofisticado, con una pantallita digital en la que se veíauna cuenta atrás y misteriosos indicadores más, justo por encima de lo que en aquellos momentosde pánico y martilleo me pareció el símbolo de peligro biológico o veneno mortal o atenciónradioactividad espantosa sal pitando de aquí.

En mi precipitación, me llevé todo un blíster de aspirinas y salí al pasillo del tren. Una puertaen cada extremo del vagón y ni la más remota idea de cuál sería la correcta para volver a micompartimento. Despeinada, descalza, resacosa, con diez aspirinas robadas en la mano y elconvencimiento de que anoche me había quedado frita en brazos de un contrabandista de plutonioenriquecido, decidí probar suerte con la puerta de la izquierda. Justo la misma puerta que se abrióde repente para dar paso a Gilberto, Agente de Acompañamiento.

—Buenos días, mademoiselle —pronunció disimulando la sorpresa de encontrarme todavíacon la mano en el pomo de la puerta de Pol — ¿Ha vuelto a perderse?

—Psé.—¿Ha entrado en el compartimento del chef Fabregat? ¿No habrá descubierto la sorpresa?

Page 40: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Psé.—¿Se la ha contado él? ¡Oh là là! Va a ser un gran… ¿cómo se dice? Boom. Una gran

explosión, ya lo creo. Debe usted guardar el secreto.—¿Boom?—Todo por los aires —su sonrisa se extinguió un poco cuando me vio empalidecer todavía

más, una proeza que hasta entonces habría creído imposible—. Pero no se preocupe, no serádentro del tren, podría dañar la delicada restauración que en la década de los ochenta se hizo decada uno de los vagones Pullman que el señor James Sherwood…

—¿Pero a usted le parece bien?—A menudo sería un fastidio. Por el ruido, el humo, ya sabe —Asentí como si charlar por las

mañanas con entusiastas de las bombas fuese parte de mi rutina—. Pero el mundo es tan feo y grisque de vez en cuando viene bien algo de chispa y explosión.

—Y Pol… el chef Fabregat, ¿desde cuándo se dedica a hacerlo saltar todo por los aires?¿Dónde tiene previsto que ocurra? ¿Por qué no ha avisado a nadie?

Gilberto prorrumpió en una breve carcajada nada tranquilizadora y me señaló la puerta de laderecha.

—Es una sorpresa, mademoiselle, no diga nada al resto de pasajeros. Permítame que laacompañe hasta su compartimento, la avisaré diez minutos antes de que nos detengamos en laestación de Milán.

Por el camino, tambaleándome entre vagones y todavía desconcertada, le pregunté por lascopas de champán de Walter para distraerme de mi dolor de cabeza y del horror Fabregat.

—Ah, se refiere a las copas Pompadour —sonrió—. Walter las escogió porque son perfectaspara la medida de carbónico del Moët, pero sobre todo porque son muy abiertas, lo que permitebeber con rapidez, y porque están ligeramente cerradas por los bordes, lo que ayuda a mantener elcontenido en su interior pese a los vaivenes del tren. Una leyenda asegura que la idea del diseñonació por encargo de la esposa de Luis XVI, la reina Maria Antonieta, y que se tomó como modelode fabricación su pecho izquierdo. Sin embargo, los chismes atribuyeron la anécdota al pecho demadame Pompadour, la amante del rey, y por eso acabó por tener ese nombre. La versión menosescandalosa de la historia de esta copa es que la ideó un artesano veneciano, en 1663, por encargodel Duque de Buckingham.

—Las Pompadour me hacen pensar en las fiestas de los años veinte. Puedo imaginarme a JayGatsby y a Daisy Buchanan bailando en el vagón de Walter cada vez que me sirve champán enesas copas.

—Mucho mejor que pensar en Maria Antonieta —me concedió Gilberto.—No crea, me duele tanto la cabeza que ahora mismo no puedo pensar en nadie más. Cuando Gilberto llamó a la puerta de mi compartimento, tres cuartos de hora después, me había

dado tiempo a cambiarme de ropa, peinarme, desayunar —un par de aspirinas incluidas— yestaba casi convencida de que gran parte de lo que había sucedido la noche anterior y aquellamañana no habían sido más que alucinaciones propias del ayuno, el Möet & Chandon, un enormemalentendido por culpa del francés materno del Agente de Acompañamiento y la conmoción dereencontrarme con Pol.

—Gracias, Gilberto, creo que estoy preparada.—¿Se lleva todo su equipaje? ¿Y a su… eh… bicho?—Houdini no es de fiar y no puede quedarse solo.—Estaremos tres horas en Milán, mademoiselle. Belmond ha reservado day rooms en el ME

Page 41: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Milan il Duca, un hotel de lujo en el centro de la ciudad, para que puedan asearse con máscomodidad. Posteriormente, cortesía de Melia Hoteles, todos los huéspedes están invitados albrunch en una de sus hermosas terrazas cubiertas.

—Verá —dudé un instante antes de hacerle la confesión, pero Gilberto Agente de

Acompañamiento había sido tan amable que me sentía culpable por desaparecer sin despedirmede él—, no creo que vuelva al tren después de pasar por el hotel.

—El ME Milan es bonito y cómodo pero me ofendería si usted lo prefiriese a nuestro BelmondSimplon-Venice Orient Express.

—No voy a quedarme en la ciudad. Cogeré un avión de vuelta a Barcelona.—Je suis désolé, mademoiselle —se lamentó echando una mirada desconfiada al trasportín en

el que Houdini se removía y pateaba indignado por su encierro—. Tenía la esperanza de quevolviese con nosotros a París. No solo porque los próximos destinos sean Verona y Venecia,bellísimos y tranquilos en esta época del año —Gilberto hubiese sido un gran guía turístico, sobretodo porque obviaba con mucha elegancia el pequeño detalle de los explosivos en algún punto denuestro viaje—, sino porque además, en esta ocasión, y excepcionalmente, tomaremos la ruta deViena, Insbruck y Zúrich. El trayecto habitual de vuelta nunca es ese… al menos no lo es desdeprincipios del siglo XX, cuando los maquinistas se veían obligados a evitar pasar por losterritorios de Ferdinand I de Bulgaria.

—¿Ese fue el rey que intentó infiltrarse en un harén turco?—No —sonrió admirado por mis conocimientos sobre los ilustres pasajeros de su tren—.

Usted se refiere a Leopoldo II de Bélgica.—Anoche estuve leyendo el libro que me prestó.—Juraría que versaba sobre Art Decó.—René Prou, René Lalique y Albert Dunn —le confirmé—. Pero incluía alguna anécdota sobre

ilustres pasajeros. ¿Por qué el Expreso de Oriente variaba su ruta para evitar territorio búlgaro?—El rey Ferdinand se empeñaba en que le dejasen conducir el tren cada vez que pasaba por

sus dominios.—¿Excedía el límite de alcohol en sangre de la época para manejar maquinaria pesada?—Se empañaba en conducir a velocidades asombrosas —se encogió de hombros el buen

Gilberto—. Encaneció el pelo de más de un maquinista y del equipo de mecánicos de la época. La estación central de Milán no dio tregua a los viajeros del Belmond Simplon-Venice, pues

apenas habíamos dejado a nuestra espalda las marqueterías doradas, los motivos florales y lasninfas, guirlandas y vides modernistas de nuestro extraordinario tren cuando entramos en laburbuja de Art Noveau de una de las estaciones más hermosas de Europa. No se me ocurría unaestación más adecuada para seguir inmersa en el sueño historicista de siglos pasados que ofrecíala experiencia a bordo del Express d’Orient. No tenía un recuerdo especialmente bello de laciudad de Milán de mis visitas anteriores, pero ese día la ciudad me sorprendió por susingularidad; aletargada y soñadora bajo la suave nevada de marzo que caía lánguida, la luz de laciudad había suavizado su habitual apariencia industrial y de negocios.

Gilberto, que había conseguido arrebatarme el equipaje y depositarlo en el portamaletas delflamante autocar que nos esperaba a la puerta de la estación, me confesó, como si de un preciososecreto se tratase, que desde la Piazza Luigi di Savoia hasta la Piazza della de Repubblica, dondese hallaba el hotel, podía calcularse en unos veinte minutos de tranquila caminata.

—Pero —dudé— está nevando.

Page 42: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Apenas, mademoiselle —dijo tendiéndome un enorme paraguas del mismo tono de azul quesu uniforme—. Ha llegado hasta aquí en un tren de leyenda, ¿dejará que la detenga una minuciacomo la climatología?

—Te acompaño, Khaleesi —Ángela, a quien había evitado cuidadosamente en el desayunopidiendo que me lo sirvieran en el compartimento, le tendió su neceser al Agente deAcompañamiento y me miró intentando aparentar la inocencia de la que carecen los abogados—.Si me lo permites.

Abrí el paraguas, acomodé el trasportín de Houdini en un brazo, le ofrecí el otro alinsoportable azote de recepcionistas y arengadora profesional de mozos de equipaje, y seguimoslas detalladas instrucciones de Gilberto para llegar a la Piazza della Repubblica sin perdernos.

—¿Sigues muy enfadada conmigo?Suspiré cual Julieta y hube de reconocer que me resultaba imposible guardarle ningún rencor a

Ángela. A menudo, aquellos que nos conocen bien se extralimitan al disponer de nuestras vidaspero raramente esconden malas intenciones. El mundo está lleno de intenciones perfectas y amigasinoportunas.

—Reconoce que ha sido una jugada muy sucia por tu parte no avisarme de que Pol estabatrabajando en el tren.

—Lo admito, señoría.—¿Qué tiene que decir en su defensa?—No quería hacer este viaje con el director comercial, me da mucha grima.—¿Porque vendería a su esposa y a sus cuatro hijos por un congreso médico de tres días en el

hotel?—Porque me saca de quicio con su mal uso del lenguaje. Hablo en serio —añadió cuando vio

mi cara de extrañeza—, no deja de decir cosas como «firmó el contrato con sus propias manos»¿con qué manos iba a firmarlo sino? ¿con las de Napoleón? O «literalmente, la casa por laventana». Me mata cada vez que utiliza mal ese adverbio que suele ser, literalmente, todas lasveces que sale de su boca.

—Le echaremos la culpa a tu director comercial.—Y a Pol. Pol es muy culpable. Mucho más que yo, no te olvides.—No sé qué quiere —Además de iniciar una guerra nuclear, pensé.—¿Habéis hablado? —Asentí un poco distraída por el recuerdo de los espeluznantes tubos de

su armario—. ¿Y no te lo ha dicho?—No le di oportunidad.Había estado en Milán dos veces con anterioridad, pero nunca me había parecido tan especial

como entonces. Capital de negocios del norte italiano, de gentes apresuradas y arquitecturacontemporánea afeando con su gris cemento los románticos vestigios romanos de su núcleohistórico, con las agujas de su catedral sobresaliendo omnipresentes en el frío skyline, comoturista me resultaba casi indiferente. La ciudad no tenía fácil para deslumbrar a los viajerosprocedentes de los lagos norteños o de la Toscana o de la Roma inmortal. Pero entonces, quizáspor la nieve de marzo, por los suelos mojados y relucientes, bajo un cielo de algodón marengo,con el ruido del tráfico de fondo como un recordatorio de mi ciudad, y la promesa de una duchacaliente y un café recién hecho en uno de los hoteles más originales de Europa, me pareció unbuen lugar de partida.

—Cuando rompí con Pol —dije mientras nos acompasábamos bajo el paraguas del Belmond—, fuiste la única persona de mi entorno que no me recriminó nada. Nunca he entendido por quécualquiera se siente legitimado a dar su opinión sobre las relaciones de los demás. Excepto tú,

Page 43: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

todos se molestaron en explicarme detalladamente por qué me equivocaba al dejar a Pol, sinpreguntarme siquiera mis motivos.

—Quizás no me importara.—Éramos amigas, ¿mi tristeza te resultaba indiferente?—Las personas infelices se concentran mejor en el trabajo —La miré con fijeza hasta estar

segura de que bromeaba—. Supe que salías con Pol Fabregat al poco de conocerte —me explicóal cabo de unos minutos de contemplar los edificios bajos y antiguos que nos rodeaban—. Me lodijo Martí, el portero cotilla del turno de noche. Por aquel entonces Pol ya se había convertido enuna estrella mediática; saber que erais pareja solo aumentó los prejuicios que tenía contra ti.

—¿Porque salía con alguien famoso?—Porque eras historiadora, seguías empeñada en conseguir el doctorado y parecías

sinceramente enamorada de tu profesión. Pensé que no valía la pena invertir tiempo en formarte,que te largarías a la primera oportunidad. Pero cuando supe lo de Pol, le añadí a esa posibilidadque fueses una irresponsable, que faltarías al trabajo a menudo para seguir el ritmo de vida de tunovio famoso.

—Te equivocaste.—Las directoras de hotel nunca se equivocan, toman decisiones creativas.—Me gustaba trabajar en el hotel, me sentía a gusto y todos eran muy amables conmigo…—Me ofendes.—… excepto tú —rectifiqué rápida para hacerla feliz—. Y aunque sospechaba que no sería

más que un contrato temporal, jamás me pasó por la cabeza no dar lo mejor de mí en el Falls.—Lo sé. Hay que ser muy viejuno y muy rancio para pensar que un licenciado en, por ejemplo,

biología, no pueda sentirse a gusto y motivado desempeñando labores de oficina. Son prejuiciosdel siglo pasado anteponer el título universitario al carácter y a las razones particulares de cadapersona, a sus circunstancias y deseos. No somos lo que estudiamos, ni siquiera somos nuestraprofesión.

—Casi pareces humana cuando hablas así.—No se lo cuentes a nadie, por favor.—¿Por qué te has confabulado con Pol para que nos reencontremos? —insistí— Cuando te dije

que había puesto fin a nuestra relación pareciste conforme, casi como si hiciese tiempo queesperases que sucediera, como si pensaras que era algo inevitable y correcto para mí.

—Sigrid, nunca me pareciste feliz con él —soltó con dolorosa sinceridad—. Estaban todosesos fines de semana fabulosos en los que os escapabais a Japón, a París, a la Costa Azul, en losque cenabais en restaurantes pequeñitos y secretos de Barcelona o él te preparaba un picnic y osquedabais en la playa hasta el amanecer. Hablabas de esos momentos con la mirada brillante dequien ha disfrutado de algo especial. Pero no había tardes de domingo —La miré sin comprender—. Todos los momentos que compartías con Pol eran luminosos y excepcionales, pero solo eranmomentos; no una vida. Él dedicaba mucho más tiempo a su carrera, a su pasión por cocinar;convivía con su profesión, no contigo. Citas robadas al tiempo y casi siempre derivadas delinterés de Pol por tantear el mercado de Japón, abrir un restaurante nuevo en París o espiar a uncompetidor en la Costa Azul. Ibas a remolque, seguías su estela.

—Él sí era su profesión.—Interpretaba muy bien el papel de chef portentoso. Me preguntaba cuánto tardarías en

cansarte de no tener diálogo en esa obra.—Me costó tres años descubrirlo ¿Por qué no hablaste conmigo?—Acabas de decirme que no entiendes por qué los demás se creen legitimados para opinar

Page 44: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

sobre las relaciones ajenas.—Te hubiese escuchado.—¿Quieres saber por qué accedí cuando Pol me pidió que te trajese a las conferencias?—Por una comida de cuatro platos y dos postres en su restaurante.—Por eso también —sonrió—. Pocas veces os vi juntos a los dos —siguió al cabo de unos

segundos, porque Ángela sabía jugar bien con las pausas dramáticas—, en la misma habitación,quiero decir. Si no recuerdo mal, un par de fiestas y alguna cena de degustación con amigos yprofesionales del sector. Pero aunque a lo largo de la noche apenas hablabais…

—Pol siempre era el alma de la fiesta, el mejor relaciones públicas de su negocio. No teníatiempo que malgastar conmigo.

—.... aunque apenas os encontrarais durante esas veladas —repitió Ángela—, él sabíaexactamente dónde estabas. Su mirada seguía siempre pendiente de ti.

Cruzamos la Piazza della Repubblica y nos detuvimos en la puerta del hotel, todavía reacias adejar atrás el sutil encanto de los cielos escarchados bajo el paraguas azul.

—Solía decirme que me quería —acepté a media voz—, pero no eran más que palabras.Apenas nos veíamos y cuando estábamos juntos, por muy maravilloso que fuese todo lo que nosrodeaba, siempre parecía estar pensando en cualquier otra cosa que no fuese en nosotros. Megustaría poder explicártelo mejor, pero no sé.

—Hacía planes en voz alta sobre sus inquietudes y proyectos. Pero no se abría, no te contabanada íntimo, nada que no estuviese relacionado con ese futuro profesional.

—Esos planes y proyectos nunca me incluían. Trataban sobre cocinas, restaurantes, creacionesculinarias… nada compartido, nada de los dos. Nunca preguntaba cómo me había ido el día, o eltrabajo en el hotel, o qué deseaba hacer o lo que detestaba o anhelaba. Cuando lo llevaba a casaen coche, se dormía mientras le explicaba algo. Mis padres no llegaron a conocerlo, no teníatiempo para visitas de cortesía. Me cansé de esperar a que terminase su turno en cocinas de mediomundo.

»Esa relación me convirtió en alguien invisible y anodino, en la sombra de una personabrillante sobre la que los focos arrojaban luz. Me convertí en el chófer, en la que esperaba a quese apagasen las luces para llevarle a casa, en quien escuchaba el relato de una vida plena yapasionada. Hasta que me di cuenta de que yo carecía de eso mismo. Cuánto menos escuchaba Polsobre mi vida, más me convencía de que no la tenía; no poseía nada propio que mereciese la penacompartir con él. Comprendí que me había olvidado de vivir y supe que solo me salvaría lejos dePol. Por eso me fui.

—Nunca dejes que nadie te diga que con él perdiste tres años. Estoy convencida de que Pol tequiso, a su manera excéntrica y desordenada. Solo que no fue capaz de abrirse.

—Solo que amaba mucho más su vocación y la atención del público.—Puede —dijo misteriosa apartando la mirada.—Ángela…—¿Sigues empeñada en coger un avión de vuelta a Barcelona después del brunch? —Sopesé

medio segundo mis opciones (seguir en un tren con mi exnovio y su nueva afición de traficar conmateriales peligrosos o volver a la sensación de seguridad de mi edredón de plumas) y asentí—Antes de irte, habla con él. Si te ha hecho venir hasta aquí quiero pensar que la explicaciónmerece la pena.

—Tú sabes lo que quiere contarme.—Me lo imagino.—Y no vas a decírmelo.

Page 45: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Tropecé por casualidad con… un aspecto de su pasado, con la piedra que le hizo tropezar ycaerse. ¿Nunca te has preguntado por qué Pol pasó de ser uno de los cocineros más prestigiosos ycon mayor presencia en los medios de comunicación internacionales a casi desaparecer?

—¿Porque para ser traficante de plutonio empezaba a llamar demasiado la atención?—Ángelame miró con la cara de la niña rubia del gif— Como comprenderás —rectifiqué porque parecertan loca a ojos de una abogada sin escrúpulos me pareció peligroso—, no he sido precisamente loque se dice una seguidora atenta de su carrera desde que rompí con él.

—Ya —Ángela bufó impaciente y me señaló al portero uniformado del ME que venía hacianosotras—. Sigrid —me dijo antes de entrar—, habla con él.

—No le debo nada.—Te lo debes a ti. Cocinar en el Orient Express es el primer encargo importante y más o menos

mediático que Pol acepta desde hace un año. Deja que te explique por qué desapareció, quizás esono te reconcilie con el pasado, pero tal vez te ayude a comprender por qué él se comportó como lohizo pese a quererte.

—¿Porque era un egocéntrico megalómano?—¿Y quién no lo es?—Te sorprendería saber que la mayor parte de la humanidad.—Soy abogada, hace tiempo que la humanidad dejó de sorprenderme.—¿Literalmente?—Con sus propias manos.

Page 46: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

MILÁN

En nuestro hotel, los días en los que todo se torcía y Ángela emergía, entre vapores de azufre y

corrientes tórridas, de su despacho en el averno para azuzarnos a los perros, teníamos un dicho:no te quejes, al menos no eres GEX. En el ME Melia Il Duca, el Guest Experience Manager(GEX), es decir, el gerente que lidiaba con los huéspedes más quejumbrosos y otros marronesderivados, recibía el etéreo título de Aura Manager. Si no fuese porque estaba a punto de realizaruno de los sueños laborales de mi vida entrando en la plantilla de un museo, reconocí que molabalo suyo contestar «soy Aura Manager» cada vez que me preguntasen a qué me dedicaba.

—¿Y no odias muy fuerte a la humanidad?—Qué va, soy Aura Manager.—Siempre quejándose de todo. Que si el DJ me está mirando, que si la halitosis del

recepcionista no me deja dormir, que a la almohada le faltan dos grados de inclinación paracorresponderse con las recomendaciones de mi espiritual coach sobre pautas armonizadas dedesconexión nocturna…

—Los Aura Manager solucionamos todo eso con un chasquido de dedos, trasmitimosentusiasmo y luz a todo nuestro equipo, creamos ambientes agradables, compartimos nuestracreatividad, optimizamos la experiencia de los clientes en el hotel y en la ciudad, creamosconexión entre huésped y hotel. Y siempre según los valores y la ética de nuestra empresa, con unasonrisa y sin despeinarnos.

—¿Y qué haces con los que se quejan porque no hay earl grey para desayunar?—Recomendarles que vuelvan a la civilización.Recién duchada y perfumada —con un vestido de seda negro de florecillas lilas y la melena

brillante— me dirigía hacia el ascensor para subir a la terraza en donde se celebraba el brunchcuando me llegó el susurro de una triste melodía. Hubiese pasado de largo si no hubiesereconocido, por lo tenebroso de la ejecución, la Sinfonía nº5 de Vivaldi. Solo conocía a unpianista capaz de dotar de tanta tristeza a una pieza tan ligera y alegre.

Atravesé el pasillo de lujosos mármoles y aceradas esquinas, embelesada por el detalle de lasvelas aromáticas encendidas junto a los zócalos que proyectaban dibujos danzantes en las paredes,y ya ni siquiera me preocupó esa perenne sensación de desorientación que me había acompañadodesde el inicio de aquel delirante viaje. Ubicarme en un mapa, en una ciudad o en un edificio deapartamentos no era mi fuerte. A los diez años, cuando me perdí en casa de unos amigos, mispadres me habían hablado seriamente sobre la posibilidad de renunciar a mis aspiraciones de serexploradora cartógrafa; a los doce, tras un confuso episodio al salir del metro relacionado con lamarea humana de las compras navideñas, me disuadieron sobre la idoneidad de la arqueología enel desierto egipcio; y a los quince me compraron mi primer móvil solo porque les tranquilizabamucho el dispositivo de geolocalización integrado. Pero perderme en un tren había contribuido adarme una perspectiva tan pobre de mis capacidades que ni siquiera me sorprendió cuando elpasillo del hotel desembocó en una pared escondida tras un cuadro. Un cuadro grande y espantosode la cara de una chica de mirada febril, seguramente por alguna adicción alucinógena, y losdedos crispados en actitud de estrangulamiento, tal vez indicador de una inconfesable disfunción

Page 47: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

social.Tardé más de lo que jamás reconoceré en voz alta —mis padres ya estaban bastante

preocupados por la enormidad del MdH, mi futura oficina— en darme cuenta de que allí noterminaba el pasillo sino que era posible, y recomendable, doblar la esquina, a la derecha de lachica sociópata del cuadro, y desembocar en otro pasillo breve y escondido, intencionalmente ono, por el juego ilusorio del mármol veteado y la iluminación de las velas. Seguí el laberínticorecorrido guiada por las fúnebres notas del himno más alegre de Vivaldi hasta un pequeño atrio,tan luminoso después de la penumbra de los pasillos que había dejado atrás, que me obligó aentrecerrar los ojos. Bajo un parteluz cenital de hermoso cristal tallado, un elegantísimo piano decola negro ocupaba el centro del coqueto saloncito. Pese a que era imposible que no me hubiesevisto entrar, Guido ni siquiera levantó la mirada de sus manos.

Me quedé un momento allí parada, contemplando el foco de luz tamizada sobre piano ypianista, pensando en lo extraño que a menudo resultaba el mundo. No era más que una pequeñasala de paredes desnudas —por fortuna, habida cuenta del gusto pictórico del decorador deinteriores— en la que la música y una vidriera habían obrado magia. Cualquier cosa, cualquiergesto, incluso los más cotidianos, se vuelven extraordinarios según la luz que los alumbre. Labelleza dependía de hilos tan finos como una nota, un silencio, un cielo cubierto de nubes a travésde un cristal nevado.

Desandaba mis pasos con la sensación de haber irrumpido clandestinamente en la celosaprivacidad del pianista del Orient Express cuando me topé con David Atwood en el vestíbulo.

—¿De dónde has salido?—¿Ves ese pasillo que termina en el cuadro de la chica sociópata? Pues no termina ahí. He

encontrado un piano escondido en el que Guido está tocando alegres melodías.—Cuando dices alegres… —de pronto cayó en la cuenta de algo— ¿Un piano bajo un parteluz?

Gilberto me ha contado su historia.—¿De Guido?—Del piano.—¿Es una historia triste?—Depende.—¿De qué?—De si la toca Guido.La terraza del ME Melia Il Duca no desentonaba con el resto de la lujosa atmósfera interior del

hotel. Amueblada en tonos de madera clara, similares a los de la espectacular recepción, losinvitados al brunch se movían despacio entre estilizados braseros metálicos, árboles frutales yrotundos setos sin flores. Grandes paneles de cristal contribuían a separar casi por completo elcálido espacio del exterior con piscina, pero la iluminación era tan discreta que predominaba esesorprendente gris marengo de unos cielos milaneses que seguía sin recordar. A la ligera nevada lehabía seguido una lluvia fina y persistente cuyo sonido contra los ventanales quedaba amortiguadopor el rumor de las conversaciones de los huéspedes.

David saludó a varias personas, pero Ángela todavía no había subido. Saqueamos el buffet demini gofres salados con ceviche de gamba blanca, pequeñas tarrinas de foie micuit sobre confiturade boletus, ensaladitas de cangrejo ruso y caviar de arenque, como se merecía y nos sentamos enlos sofás beige con nuestros platos sobre las rodillas y una copa de vino blanco muy fresco en lamano. Me pareció que el jefe de Atwood nos echaba una mirada reprobatoria, pero mi compañeroestaba demasiado relajado como para hacerle el menor caso y a mí me faltaba una semana paraabandonar la vida hotelera para que me importase.

Page 48: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

De repente, en esa terraza bellísima, suspendida en un mar gris suave, en compañía de unaextraña versión de Ed Sheeran y con un plato de exquisiteces sobre las rodillas, fui másconsciente que nunca de que solo mi voluntad se interponía para disfrutar del instante. Quizás lafelicidad era un momento cerca del cielo de Milán, a través de la nieve, junto al aroma de azaharde un pequeño naranjo y la promesa de un vino amable y fresco en los labios. Pese a todo el lujo,el diseño y la sofisticación que me rodeaba, de nuevo los pequeños imponderables cotidianos —la nieve, la luz, el aroma de un naranjo— señalaban con delicadeza la entrada propicia de losmomentos felices.

—A finales del siglo pasado —empezó David con visos de una pelirroja Sherezade bajo lamaravillosa luz de la tormenta—, el presidente de una prestigiosa cadena hotelera europea,adquirió algunas propiedades en París para convertirlas en hoteles. Para supervisar las obras,envió a la capital francesa a uno de sus jóvenes directores más prometedores y apasionados. Enuna de las visitas con los arquitectos del proyecto, al presidente se le ocurrió comentar, distraído,que en el vestíbulo de uno de los nuevos hoteles quedaría bien un piano. El joven director,emprendedor y con ganas de agradar a su jefe, no dudó ni un instante en cruzarse medio París enmetro con un puñado de francos en el bolsillo y la dirección de una tienda de instrumentosmusicales en el otro.

»En la tienda, vio un bonito piano negro de media cola, lo midió para comprobar que encajaseen el rincón señalado, y le dijo al dependiente «Ese. No me lo envuelva que me lo llevo puesto».Pagó en efectivo y pidió que lo entregaran lo antes posible en el hotel, todavía en obras y sininaugurar, para sorprender al presidente en su próxima inspección. Pero cuando el propietario dela cadena volvió a visitar el proyecto y se encontró con aquel brillante y enorme piano en mediode su reducido aunque coqueto hall, le pareció que el piano sobraba «¿A quién se le ha ocurridoponer justo aquí un piano? »

»Inasequible al desaliento, el joven emprendedor movió hilos telefónicos hasta descubrir queen uno de los hoteles de la cadena, en Londres, un piano negro de media cola sería más quebienvenido. Llamó al sorprendido dependiente de la tienda de instrumentos parisina, le pidióauxilio para enviar un piano al otro lado del canal «excuse moi, amable Monsieur, soy un guiri enParís con un piano de sobra» y en un periquete lo tuvo camino de la pérfida Albion. Pero, ay, elperiplo supervisor del presidente a esas alturas de la historia lo había llevado hasta Italia yvisitando uno de sus nuevos establecimientos, en Milán, tuvo la súbita inspiración de echarle unamano a su joven director. Entusiasmado por la idea, lo llamó «He encontrado el lugar idóneo paraese piano: bajo una cúpula de cristal, justo en el centro de la luz. Envíamelo a Milán. ¿A que te hequitado un peso de encima? »

»El atribulado y joven director, que a esas alturas se preguntaba por qué no habría hecho casoa sus padres cuando le recomendaron estudiar para dentista cada vez que se despertaba agobiadopor las noches tras soñar que lo aplastaba un piano de media cola, volvió a llamar al todavía másalucinado dependiente de la tienda de instrumentos musicales parisina y, entre los dos, y trasmuchas y poco agradables discusiones con los profesionales de aranceles portuarios, consiguieronrescatar el piano del puerto de Calais y embarcarlo rumbo a costas italianas.

»Gilberto dice que antes de que lo ubicasen en el ME Melia il Duca, donde lo has encontradotú, peregrinó durante unos años por otros hoteles de la cadena en Italia. Y que nadie descarta quehaya perdido definitivamente su romántico carácter itinerante. Me pregunto si el joven directortodavía se acuerda de su piano, o si aquel dependiente de la tienda de París sigue explicando laanécdota a sus clientes con una sonrisa melancólica en los labios: «Una vez entró en la tienda unjoven extranjero y se llevó un piano. Había venido en metro y traía el dinero en efectivo, en los

Page 49: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

bolsillos».—Es una historia curiosa, podrías utilizarla para tu novela.—¿La de las termitas?—Creía que esa la habías descartado después de la revisión de la editora malvada.—No estoy seguro —reflexionó David con la mirada perdida más allá de los ventanales— de

si las novelas son como ese piano, descartado una y otra vez y vuelto a reubicar. A veces, tenemosque perdernos un montón de veces en vestíbulos en los que no encajamos, en fronteras portuarias,en tierra de nadie, en ciudades distintas, hasta encontrar el lugar exacto al que pertenecemos.

—¿Bajo un parteluz? ¿En manos de un pianista triste?—Quien sabe —se encogió de hombros el gerente con alma de poeta— en cuántos lugares

podemos encajar. A veces depende de las circunstancias o de lo mucho que hayamos cambiado. Tulugar idóneo justo ahora no tiene por qué serlo dentro de un año o de seis meses.

—Nada es para siempre.—Excepto el recuerdo de aquellos a los que amamos.Me pareció que estaba a punto de explicarme algo más, que sus palabras llevaban implícitas la

memoria de algo importante, de lo que le rondaba todo el tiempo en la cabeza mientras me contabala historia del piano. Pero Ángela, siempre contraria a cualquier catarsis humana —«La malaconciencia se trae lavadita de casa, que aquí hemos venido a trabajar»— puso fin a cualquierconfidencia interrumpiendo nuestra conversación. No tardó ni cinco segundos en llevarse a Davida la otra punta de la terraza para que le presentara a los de Best Western.

—¿Has dejado a Houdini solo en la habitación? —acerté a preguntarle a su cogote.—Le puse episodios de Bugs Bunny en el portátil antes de salir.A Houdini le interesaban mucho más los cables de conexión del portátil que las imágenes en

movimiento de un conejo famoso en la pantalla, pero como Ángela y David ya habíandesaparecido me quedé con la observación en los labios. Cambié mi copa vacía por otra llena yme acerqué a contemplar las vistas de la ciudad.

—Ángela me ha dicho que te vas.Pol también se había acercado a los ventanales, aunque no miraba el paisaje. Estaba guapo con

el pelo húmedo y ensortijado, en vaqueros, zapatillas deportivas y americana gris.—No te vayas por mi culpa —añadió cuando volví a girarme hacia el cristal.—Eres un engreído si piensas que me marcho por ti. El mundo no gira a tu alrededor.Aunque hubo un tiempo en que esa última frase fue mentira. Habían transcurrido casi dos años

desde que rompimos y aun no estaba del todo segura sobre mis deseos de salir corriendo.Teniendo en cuenta sus recién descubiertas actividades de contrabandista de substanciaspeligrosas, dudé un instante antes de preguntarle si quizás el mundo dejaría de existir en absolutopor su culpa.

—Entonces quédate y que no sea por mí.—Anoche…—Te quedaste dormida —mintió con soltura— y te llevé a mi compartimento porque no sabía

dónde estaba el tuyo.—Encontré una cosa, cuando buscaba aspirinas.—No es lo que piensas.—No sabes lo que pienso.—Que estoy obsesionado con una nueva receta secreta y la llevo apuntada en esos tubos

porque no me fio de la seguridad informática ni de los espías de la competencia.—Pse, algo así. ¿Dónde dormiste tú?

Page 50: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—En el compartimento de al lado. En mi vagón están casi todos vacíos. No te toqué ni un solocalcetín.

—Me imagino lo que te costó superar la tentación.—La lana es tan sexi…—Lo dice el tipo de los delantales de volantes.—Era de mi abuela, tenía valor sentimental y solo me lo puse una vez.—Saliste de la cocina con un delantal de faralaes para hacerte una foto con unos turistas

japoneses.—Eran mayordomos de la corte imperial de Naruhito. Habían venido expresamente para

probar mi salsa de chantarella.—Y ver al cocinero más guapo y genial de Europa con sus volantes.—¿Crees que lo era?—¿Genial?—Guapo.—Siempre has sido ambas cosas —acepté prorrogando la tregua con una casi imperceptible

sonrisa—. No me necesitas para que te lo diga porque siempre has tenido esa certeza.Cogió mi mano y se la llevó al pecho. Su corazón latía indómito y extraordinariamente fuerte.—Me sentí como un estúpido cuando te marchaste.—Te costó un poco entenderlo.—Después de todo, no debía ser tan genial.—Todo el mundo sabe que los medios de comunicación exageran un poco —concedí—. ¿Cómo

está Max? —pregunté para cambiar de tema.—Murió. De viejo.—Lo siento —dije con sinceridad. Sabía lo mucho que quería a ese labrador negro e inquieto,

y aunque yo solo había compartido un par de fines de semana con el perro, lo recordaba concariño. Me pareció demasiado manido decirle que Max había tenido una buena vida cuando mesorprendí pensando en lo solo que se habría sentido el perro sin Pol. Con la vida que llevaba elchef, me imaginé que habría pasado más tiempo al cuidado de familiares y amigos que con suhumano.

—Me arrepiento de no haber estado con él cuando ocurrió —Me pareció que la voz de Pol sequebraba ligeramente por la emoción y me alegré de no haber dicho lo que pensaba sobre lasoledad del pobre Max—. Me arrepiento de tantas cosas que me he metido en una cocina enana a160 kilómetros por hora para empezar de nuevo.

—Quizás te habría salido mejor eso de dejar atrás tu bochornoso pasado si no te hubiesescompinchado con la directora del Falls para meter a tu exnovia en este viaje.

—Sigrid —Me preguntaba si el muy maldito sabía lo mucho que todavía me impresionabacuando pronunciaba mi nombre así, con esa intensidad, esa voz ronca que me inmovilizaba en eltiempo y en el espacio, que me envolvía, me anclaba, me amarraba a puerto con firmeza, a mercedde la tempestad de sus ojos—. En Venecia hay un restaurante, pequeño, sencillo, donde cocinan lamejor pizza de la galaxia. Cena conmigo allí, mañana por la noche. Necesito explicarte qué mepasó, necesito que comprendas. Si después de la cena todavía quieres volver a casa, te prometoque te acompañaré al aeropuerto.

—Tú necesitas —murmuré.—Es que si le doy la vuelta, si reconozco que eres tú quien merece la explicación y no soy yo

quien busca la catarsis siento que te lo pongo fácil para que cierres tras de ti la puerta de lonuestro.

Page 51: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Pensé que había dejado claro que esa puerta hace tiempo que quedó cerrada. Con llave. Norecuerdo dónde estaba esa puerta ni la profundidad del océano en el que tiré la llave que la abría.Después de dos años sin verte ni devolverte las llamadas me sorprende que albergues cualquierduda al respecto.

—Te comportas como si nunca te hubiese querido.—Si alguna certeza poseemos los historiadores es la de que el pasado cambia y se reescribe

según la memoria de quien lo recuerda.—Cena conmigo, Sigrid —otra vez la amarra cogiéndome fuerte por la cintura, anclándome a

la certeza del instante—. Es lo último que te pido.Hubo una vez un joven director de hotel que cruzó París en metro con un puñado de francos en

el bolsillo y la idea de conseguir un piano negro de media cola en el otro. Hubo una vez unpianista triste que cruzó Europa a bordo de un tren legendario y se sentó bajo una cúpula de cristalpara tocar a Vivaldi un día de nieve en Milán. Era el mismo piano y no lo era, era laimprobabilidad de las circunstancias, el azar, la búsqueda de un lugar en el mundo en un instantepreciso; a medio camino entre un pasado en constante movimiento y un presente que recalaba encinco ciudades del Viejo Mundo.

—No me he despedido de Gilberto —asentí con la excusa muriendo entre los labios.

Page 52: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

VERONA

Regresar al Venice-Simplon Orient Express no fue como volver a casa, pero algo en su

iluminación, en sus colores cremosos y suaves, en su viaje al pasado, fue bálsamo para mistribulaciones. Houdini saltó feliz por nuestro compartimento hasta que tuvo la oportunidad deabalanzarse sobre Gilberto para mordisquearle los zapatos.

—Le he traído más canónigos, mademoiselle —explicó el Agente de Acompañamiento dejandola bandeja al alcance del pequeño monstruo peludo—. Y he aprovisionado la cocina con algunasbolsas más.

—Gracias, me olvidé de pedírselas al chef —Me olvidé de decirle muchas otras cosas al chef,entre otras, que no quería cenar con él en Venecia.

—Me alegra que no haya vuelto a Barcelona.—Yo no estaría tan segura de eso.—Vous êtes ici —sonrió Gilberto—. Desde el primer viaje de este tren, en 1883, no hay

testimonios escritos de que nadie lo abandonase a mitad de trayecto.—Excepto para salir de caza de supervivencia, responder al tiroteo de unos forajidos, colarse

en un harén, cortar leña para no morir congelados, huir de un confinamiento por epidemia decólera…

—Ah, me ha estado escuchando —Le devolví una mirada rebosante de orgullo; mis profesoresde Historia, excepto la arpía de arqueología que me robó el sueño de ser como Indiana Jones,podrían haberle confirmado mis dotes de alumna aplicada—. Me refería a que nadie se hamarchado a su casa sin terminar el trayecto.

—Eso es porque en sus casas tampoco tenían ducha.—No logro entender que prefiera las comodidades de un desagüe en condiciones al vagón

Minerva. Jefes de estado, sultanes, reyes, diplomáticos han dormido justo aquí. Comprendería quele pusiera reparos al Perseo…

—¿Asesinaron a alguien?—No, pero fue el coche fúnebre de los funerales de estado de Winston Churchill.—Deberían haberme puesto en el Perseo. Todos los hombres interesantes que conozco están

muertos.—Qué mala suerte, mademoiselle.—No crea, soy historiadora.—Entonces apreciará que su vagón lo estrenasen el príncipe Philip y la princesa Anne en…—No me gustan los monarcas vivos, aunque creo que mi problema de simpatía se extiende a

todos los vivos en general y no solo a los reyes. Pero Philip de Edimburgo a veces tiene buenasfrases, como si hubiese estado tomando el té con Wodehouse y se le hubiese contagiado algo. Trasla coronación de su esposa le preguntó qué dónde había conseguido ese sombrero tan estrambóticoy, una vez, cuando una periodista le preguntó sobre Rusia, declaró que algún día le gustaría volverallí, aunque no demasiado pronto porque esos bastardos habían matado a la mitad de su familia.

—Qué espanto.—El árbol genealógico de ese señor es bastante complicado, sí.

Page 53: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Me refería a sus anécdotas, mademoiselle.Guardé silencio sintiéndome un poco culpable, quizás a Gilberto le entristecía haber

intercambiado nuestros papeles.—No puede ser que en el Orient Express de siglos pasados solo viajasen personajes de la

nobleza y artistas.—Por supuesto que no, era el tren de los millonarios. Hubiese sido muy aburrido sin los

espías, las señoritas de moral distraída o los traficantes.—De eso también tenemos en el siglo XXI —dije recordando los tubos presurizados de la

cabina de Pol. Pensé en preguntarle a Gilberto sobre las inspecciones aduaneras a bordo del treno las probabilidades de encontrarnos con traficantes de materiales radioactivos, pero preferí noconfirmarle el mal estado de mi salud mental hasta que no estuviésemos más cerca de volver acasa.

Dejé a Houdini la noble tarea de entorpecer el arreglo de nuestro compartimento y me fui enbusca de Ángela. El tren acababa de salir de la estación de Milán y no se detendría hasta Verona,en donde los hoteleros tenían prevista una breve presentación de marketing en la estación de laciudad antes de partir hacia Venecia. La alegre pandilla que constituía la crème de la crème delviejo mundo en el noble arte de hospedar a los viajeros con posibles se hallaba en esos momentosen plena efervescencia conferenciante. Así que evité con acierto el vagón azul y vagué por elpasillo en dirección contraria con la firme esperanza de encontrar el bar.

No sé si mis padres estarían demasiado orgullosos de mi expedición en busca de un bar, perome sentí medianamente satisfecha cuando entré en el pequeño compartimento enmoquetado yWalter me saludó contento desde detrás de su barra.

—Pondré otra botella de champán a enfriar —me advirtió.—¿Le parece que tengo algo que celebrar?—Está usted en el Simplon-Venice Orient Express.—Me gustaría contestarle que es un viaje de trabajo, pero me temo que acabo de escabullirme

de las conferencias otra vez.—¿Lo ve? Motivo de celebración —dijo triunfante mientras echaba mano de la champañera

repleta de cubitos de hielo.—Tomaré un té, Walter —lo desilusioné—. Necesito llegar más o menos consciente a la cena

de esta noche.—No se servirá cena a bordo esta noche. Está previsto que los pasajeros monten su… eh… su

parafernalia de publicidad en la estación y más tarde vayan a cenar a la Piazza San Marco. El cheftiene un asunto personal.

Tenía algunas opiniones sobre el asunto personal del chef y me hubiese gustado exponerlas,pero pensé que Walter no tenía la culpa.

—¿Conoce al chef Fabregat? —¿Le cree capaz de traficar con sustancias peligrosas por mediaEuropa? ¿O le ve más del tipo que las reservaría para envenenar a sus comensales?

—Es la primera vez que lo tenemos a bordo, aunque le precede su gran reputación.—Muy pequeña comparada con el tamaño de su ego.—Los genios suelen adolecer de ese desequilibrio. Por cierto, señora Merlo, tendré que avisar

a cocina si le apetece tomar el té, aquí no tengo servicio de infusiones.—Entonces, una cola con hielo, gracias.Walter apenas pudo disimular el doloroso rictus que le provocó mi poca glamurosa petición.

Se vengó sirviéndomela en una de las copas Pompadour.

Page 54: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

El Venice-Simplon Orient Express tardó una hora y veinte minutos en llegar a Verona desdeMilán. Se detuvo con un suave resoplido y un par de sacudidas en la estación Porta Nuova, a lasafueras de la ciudad, en donde el eco de las rencillas entre Montescos y Capuletos inherente a suhistoria formaba parte de su encanto. Como Ángela seguía inmersa en las abominablesconferencias —más tarde supe que una merienda de mini emparedados, cruasanes, ensaimadas ymerengues, regados con café y capuchinos, había contribuido a paliar la tortura y aligerar mi malaconciencia— salí sola al andén con la intención de estirar las piernas y respirar aire fresco.

Dejar las mullidas alfombras, la tapicería repujada en hilos dorados, la suave iluminación delas lámparas de Lalique y sus ninfas, y aparecer en medio de unas vías semicubiertas por uralita,frente a unos vagones grafiteados en colores ácidos, te deja temporalmente desorientada. Pasar delsiglo XIX al XXI en Milán se había amortiguado por la belleza de la estación, la benevolencia desus cielos, el bucólico caer de los copos de nieve y la resaca que excusaba el atontamiento de misneuronas por el reencuentro con mi fantasmal pasado. En Verona nada paliaba una realidad post-industrial de cemento, pinturas underground y pragmatismo arquitectónico. Murmuraba miagradecimiento a Walter y a las copas Pompadour cuando divisé a Ed Sheeran un poco másadelante, en el mismo andén.

—¿Te has escabullido de la conferencia? —le reñí con mi mejor imitación de profesora deHistoria desencantada por no haber rectificado a tiempo y estudiar biblioteconomía ydocumentación.

—No. Espero un paquete de UPS.—¿Un curso por correspondencia para aprender a conducir trenes antiguos? Porque estoy

bastante segura de que si buscamos en Youtube encontraríamos media docena.—No. Es una chorrada. Cuerdas para la guitarra.—¿Haces que UPS te traiga cuerdas al tren? ¿Dónde y cuándo las pediste? Solo vamos a

estar… —reconocí que no tenía ni idea de cuánto tiempo permaneceríamos en la estación deVerona; Gilberto solo me informaba sobre hombres muertos, no sobre el horario en rutaestablecido por los vivos.

—No es tan caro como piensas y mucho más sencillo. El recorrido del Orient Express esinalterable y solo establezco entrega con los mensajeros cuando sé que la parada es superior a unahora, por si se produce algún desajuste en la entrega. Cosa que sucede de vez en cuando. En Parísno me llegaron las púas, así que Verona es mi segunda opción. Debería haberlo intentado enMilán…

—¿Pero por qué? Puedes salir…—¿Y comprar esas cosas? Ni siquiera las necesito. No es por mí, ni por las cuerdas ni las

púas, es por los mensajeros.—Ah, una historia de venganza.—No —se rio—. Mi padre fue mensajero de UPS durante los últimos veinte años de su vida.

Murió hace un par de meses. Un infarto.—Lo siento.—Su muerte ha sido tan repentina que no logro hacerme a la idea. A veces estoy trabajando en

el Intercontinental de Park Lane y bajo al vestíbulo a observar a los clientes. Un perro paseando aun hombre, ambos con idéntica expresión de aburrimiento. O la amabilidad de un recepcionistacon una niña que llora. O una pareja de ancianos tomando el té e ignorándose con cordialidad eluno al otro como si tuviesen la certeza de que les queda por delante todo el tiempo del mundo paraseguir sin hablarse, sin decirse lo mucho que se quieren. O, no sé, unas ovejas tocando el violín. Ypienso «eh, voy a llamar a papá», porque sé que solo él aprecia estos detalles cotidianos. Y estoy

Page 55: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

a punto de darle a la tecla de marcación rápida con su número, el que todavía no he borrado de mimaldito teléfono, y entonces caigo en que nadie va a responder esa llamada.

—A veces —dije después de darle un momento para recomponerse—, siento que echamos demenos, en los momentos más rutinarios, a las personas más extraordinarias. Como si lo mucho queles quisimos hubiese entrelazado nuestras vidas para siempre.

—Quizás deberías ser tú la novelista —Pero no había en su voz ningún rastro de sarcasmo o deburla y en sus ojos encontré una gratitud sincera.

David terminó la chocolatina que mordisqueaba sin convicción, se guardó el envoltorio en elbolsillo y se encogió de hombros. Me sentí un poco culpable por si daba la falsa impresión de queyo también había perdido a alguien muy cercano. Llevaba tanto tiempo disimulando un dolorantiguo que, hasta que no había vuelto a encontrarme con Pol, lo había asumido como una pérdidairreparable. Por millonésima vez, pensé en lo insano de esconder el duelo por una ruptura; aunentonces me vencía la vergüenza, como si el dolor de David fuese más legítimo y verdadero de loque lo fue el mío, aunque ambos hubiésemos perdido a quienes amábamos.

—Todos estamos superando algo que no le contamos a nadie —añadí en un tímido murmullo.—Por favor, no me digas que el tiempo todo lo cura o que una entidad divina se ha llevado a

mi padre porque era su hora. Eres la única persona a bordo que me cae bien, no creo quesoportase hacer el resto del trayecto hablando solo con Gilberto.

—Los cócteles de Walter ayudan.—Pero la música de Guido, no. Parece Schopenhauer después de una mala noche.—No voy a decirte nada de todo eso. Lo del tiempo puede que sirva con romances

desgraciados, pero las personas que amamos son inmortales en nuestro recuerdo. Tu padre nopasará nunca. Aunque eso —añadí deseosa de cambiar el rumbo de la conversación porqueempezaba a odiarme un poco más de lo habitual por ponerme en plan budista con una persona quetodavía me conocía lo insuficiente como para seguir cayéndole bien— no explica lo de losmensajeros.

—Mi padre se quejaba de que su trabajo como repartidor de UPS nunca le llevaba a lugaresinteresantes. Siempre los mismos bloques de pisos, las mismas oficinas, porteros malhumorados,secretarios con problemas de idioma, señoras de la limpieza cansadas, adolescentes idiotizadosabriendo puertas casi idénticas. Sé que le hubiese encantado traer un paquete al Orient Express.

—Y que Gilberto le firmase el albarán.—No sin antes haberle explicado que Mr. Nagelmackers…—…en 1883, tuvo el sueño de unir…—… las principales capitales europeas…—¡Con un servicio de tren singular! —terminamos al unísono.—Es bonito.David me miró sin comprender.—Eso que haces. Lo de los mensajeros.—Ya.—A tu padre le hubiese gustado.—Te diría que tú también eres bonita, Sigrid. Estamos en el Orient Express y todo es romántico

y tú eres guapísima y tienes ese nombre de reina nórdica y yo soy el típico idiota enamoradizo.Pero no cometeré ese error porque ya he caído en la estupidez de acompañar a mi jefe en estashorribles conferencias y promociones y soy un hombre cabal que prefiere acometer lasequivocaciones de una en una —Supuse que se dio cuenta de que me había puesto colorada porquesonrió y tuvo la delicadeza de fingir que no se había dado cuenta—. Y porque he visto cómo te

Page 56: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

mira Pol Fabregat cada vez que os encontráis.—¿Le conoces? —me sorprendí.—Es un cocinero famoso —titubeó. Tomó una bocanada de aire, como si estuviese a punto de

soltarme algo terrible o de sumergirse en el Mar del Norte, no estaba del todo segura, paraarrepentirse en el último segundo y decir algo que me pareció que no era lo que de verdad queríadecirme: —Al menos lo era hace unos años. Lleva un tiempo desaparecido.

—Ojalá hubiese seguido así.Un mensajero de UPS con su característico uniforme de color marrón y logo amarillo se plantó

en medio del andén con cara de cabreo. No parecía precisamente agradecido y feliz deencontrarse en un lugar tan peculiar como la estación central de Verona, ni impresionado porquese le hubiese concedido la oportunidad de contemplar de cerca el legendario Orient Express encontraste con los feísimos vagones mugrientos, con pinta de abandonados y llenos de grafitis, enlas demás vías.

David, con su cara de niño bueno arrepentido y su pelo anaranjado robándole los últimosreflejos del día al tímido sol que se colaba por los ventanales de la estación, debía haberse dadocuenta de la indiferencia del repartidor porque volvió a encogerse de hombros y llamó la atencióndel mensajero con un silbido. El hombre se acercó a grandes zancadas, le pidió que se identificaseantes de tenderle el paquetito, le hizo firmar el albarán electrónico y se largó sin echarle una solamirada al fastuoso tren azul, ni a su dorado escudo con leones rampantes o a la chica de largoscabellos castaños que esperaba a pie del vagón Perseo, el de los funerales de Winston Churchill,con media sonrisa en los labios y muchas ganas de abrazar a un gerente de calidad de IHGterriblemente parecido a Ed Sheeran.

Page 57: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

SANTA LUCÍA

En cuanto dejamos atrás San Giulano, el tren aminoró la velocidad para recorrer los últimos

kilómetros de vía hasta la estación de Santa Lucía, en Venecia, el que probablemente sea uno delos trayectos ferroviarios más singulares de Europa puesto que transcurre sobre el mar Adriático.Puede que el tramo de vías del Ponte della Libertà sea feo y sin gracia, pero sus vistas,consistentes en agua de un profundo azul oscuro alrededor y nada más, son impresionantes. Mar,mar, mar por todas partes; un mar embravecido al anochecer, rizado de infinitas y pequeñas olasribeteadas de plata, el norte del Adriático, la llamada Laguna de Venecia.

Previsora como no suelo ser a menudo, me había vestido y arreglado para salir a cenar, por loque pude quedarme embelesada en la sensación de viajar sobre raíles a través del Adriático. Mehabía decidido por un pantalón gris de raya diplomática y una blusa negra, aunque había tenido laprecaución de esconderla bajo un jersey de lana de mangas acampanadas y escote calado.Gilberto me había advertido sobre la inclemencia de marzo en la Serenísima y había preferido sercauta a la hora de escoger bufanda, botines y mi larguísimo abrigo, tan romántico, que resultabaperfecto tanto para ondear entre las tumbas de Highgate como para desafiar el acqua altaprimaveral de aquella ciudad con tendencia a las inundaciones.

Si no recordaba mal, la construcción del Ponte della Libertà databa de los años treinta delsiglo pasado, por lo que era imposible que el Orient Express original cruzase por allí hastaVenecia en sus primeros viajes. Imaginé a sus ilustres pasajeros desembarcando de un vaporetopara acercarse a comprar postales a la Piazza San Marco mientras el orgulloso tren quedaba atrás,a la espera de su regreso, incapaz de atravesar el Adriático. Tenía que preguntarle a Gilberto.

En cuanto nos detuvimos en Santa Lucia, ayudé a una taciturna Ángela a montar los trípticos ydistribuir el material de marketing de Moonlight alrededor de la mesa que se nos había asignadoen el vestíbulo exterior de la estación. Pese a que el tour promocional de los hoteles se habíaanunciado con anterioridad en cada una de las paradas programadas, pocos venecianos y turistasparecían interesados en la feria de muestras y ofertas. Los autóctonos pasaban diligentes a nuestrolado sin dedicarnos apenas una mirada, enfrascados en las pantallas de sus teléfonos móviles omanteniendo apasionadas conversaciones con ellos —en italiano, pareces apasionado e intensoincluso cuando llamas a la consulta del dentista para concertar una cita; es el privilegio de losúltimos vestigios de la lengua de los emperadores de Occidente—. Los turistas se acercabanesperanzados pero se marchaban con rapidez en cuando se disuadían de que no ofrecíamos mapasgratis de la ciudad o descuentos para pizza y chianti. Los únicos que demostraban genuino interésen nuestras actividades comerciales y publicitarias era la competencia; Best Western y Hiltonmiraban de reojo los folletos sobre nuestro innovador sistema de check-out online, los botellinesde cortesía del mini-bar de nuestras suites de lujo y el programa de sostenibilidad de nuestrasaguas envasadas en tetrabrik.

—Me pregunto a quién enviará Moonlight el año que viene al Summit —reflexionó Ángeladándole un sorbo a un preciosísimo termo con los colores y el anagrama de Belmond.

—Sufres tanto…—Dijo la chica que no ha asistido a ni una sola de las conferencias.

Page 58: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¡Estás bebiendo té!—Otra razón para no volver el año que viene.—¿Por qué tienes té?—Porque no puedo beber alcohol hasta que termine mi jornada laboral y me vaya a cenar con

esos cenutrios.No había visto probar a Ángela ni una sola gota de alcohol en todo el viaje, pero no me atreví a

contradecirla.—Me refiero a que dónde lo has conseguido.—Tengo enchufe en la cocina.—Eres odiosa.—Soy abogada —se encogió de hombros y, en su defensa, debo reconocer que me ofreció el

preciado termo azul. Por si me quedaba alguna duda sobre la injusticia del sistema legal y sussecuaces, reconocí las notas de jengibre del earl grey, con leche y sin azúcar, y todavía estabacaliente.

—¿No vas a preguntarme por qué me he puesto guapa?—Eres guapa.—Soy historiadora.—No cuela.—He aceptado cenar con Pol esta noche.—Lo dices como si el Tribunal de la Haya hubiese dictado sentencia en tu contra.—Ni siquiera sé por qué he aceptado cenar con él.—Sigrid, eres una pelma. Ese hombre ha tenido que encerrarte en un tren para poder hablar

contigo sin que salgas huyendo o te escondas bajo un mostrador. Haz el favor de escucharle yluego lárgate a tu casa y a tu museo y a tu vida tranquila y alejada de cualquier tipo de emociónperturbadora.

—Me gusta mi vida nada perturbadora.—Por eso te irá tan bien en la sección de polvo arqueológico del MdH.—Es el departamento de arte funerario griego y romano.—Lo que sea —Apuró los restos del té y compuso su mejor sonrisa en cuanto se percató de que

una pareja con aspecto de asesinos profesionales se aproximaba a la mesa; él llevaba guantes depiel negra y gabardina, ella gafas de sol y sombrero, los dos acarreaban fundas de violín endonde, muy probablemente, escondían sus armas—. Pero antes de volver a esa vida de amebaemocional tuya pregúntate qué fue tan terrible como para exiliar tu corazón a las blancas y fríasestepas siberianas por siempre jamás.

Tenía una réplica ingeniosa para desmentir mi condición de reina de las nieves pero no me diotiempo a pronunciarla en voz alta porque Ángela ya estaba atendiendo la solicitud de la probablepareja de asesinos profesionales. Me limité a sonreír y a ofrecer a los recién llegados algunostrípticos sobre los servicios de Moonlight Hoteles mientras mi amiga desmentía su legendariafama de dragón furibundo con su inglés melifluo y casi hipnótico. En la pared sur del vestíbulo,perpendicular a nuestra mesa, David y su jefe realizaban casi idéntica coreografía a la quehabíamos desplegado nosotras, solo que con mayor éxito puesto que ya tenían alrededor unpequeño corrillo de público. Descarté hacerle una visita e intenté, sin conseguirlo, prestaratención a los presuntos asesinos.

Perdí el poco interés que me quedaba cuando vi a Pol atravesando la estación procedente delas vías, apenas abrigado con una cazadora oscura que dejaba entrever el cuello de la camisaceleste. El azul siempre había sido su color y parecía inmune al frío. Cuando estábamos juntos, a

Page 59: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

menudo me acusaba de mi tendencia a vestir de negro.—No es que Miércoles Addams no tenga su encanto —me decía muy serio— y tampoco es que

sea un rendido admirador de los unicornios multicromados, pero estarías guapísima de cualquierotro color.

Ni siquiera me había dado cuenta de que tuviese preferencia por vestir de negro hasta que él nolo señaló y me encontré de pie, estupefacta delante de mi armario, contemplando la oscuridad demi ropa: azul tenebroso, granate apesadumbrado, verde ensombrecido y negro, muchísimo negro.Intenté compensarlo con estampados de florecillas hasta que Ángela se hartó de mis lamentos a loLucia de Lammermoor y me espetó con la delicadeza que la caracterizaba:

—Ignora las convenciones y viste como te dé la gana.—Pero el negro denota tristeza. Soy una persona lúgubre, nadie querrá besar a una persona

lúgubre.—Nadie quiere besar a las historiadoras.—Es porque están muy ocupados haciendo cola para besar a las abogadas.—Incluimos el tiempo de espera en nuestras minutas —asintió muy seria.—Incluso la Ofelia de Millais vestía con florecillas y en tonos claros.—Y mira cómo terminó. Oye Khaleesi —añadió casi a regañadientes como cada vez que se le

escapaba esa extraña e intuitiva sabiduría suya que tan bien solía esconder para que no laconfundiesen con un ser humano decente—, el negro no tiene nada de malo. Que estés envuelta enoscuridad solo significa que sigues buscando la luz.

—No todos los que buscan están perdidos —murmuré sin apartar la vista de Pol.—¿Qué es eso? ¿Jane Eyre? —Ángela había despachado a la pareja de asesinos profesionales

y ordenaba un montoncito de folletos sin hacerme demasiado caso.—El señor de los anillos.—Bien, hemos cambiado los desolados páramos de las Brontë por la alegre Comarca de los

Hobbits —Quizás se le había olvidado todo el asunto de Sauron, sus ejércitos de orcos y lasdramáticas batallas de los libros de Tolkien. Como si la naturaleza le enviase una señal alrespecto, una sucesión de relámpagos y truenos abrió los cielos de Venecia y rompió a llover confuerza sobre Santa Lucía—. Oh —suspiró—, de vuelta a los páramos. Por ahí se acerca tu señorDarcy, espero que traiga paraguas.

—Eso es de Austen.—Te apuesto lo que quieras a que las Brontë también usaban paraguas.—Me refería al personaje.—Qué guapo y alto y seriecísimo parece cruzando la estación con esas zancadas tan

masculinas. Me pregunto qué estará pensando.—Probablemente en la receta de los macarons de pistacho.—Una vez, cuando estaba trabajando en Londres, en el Moonlight Rises de Piccadilly,

acogimos una de las subastas de Sotherby’s por no sé qué problema de goteras en sus edificios. Unfragmento de un manuscrito de Shakespeare alcanzó una cifra tan astronómica que pensé que seríaun precio justo por media docena de esos macarons de pistacho.

—Shakespeare odiaba a los abogados.—Nunca compartiré mis macarons con él.—Ángela —saludó Pol con una inclinación de cabeza tras plantarse ante nuestra mesa—.

Mademoiselle…—¿Por qué llevas esas espantosas botas de agua?

Page 60: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Porque es marzo y esto es Venecia. Ya lo verás. ¿Lista?Me abroché el abrigo, le di una vuelta a mi larguísima bufanda de color cereza y acepté su

brazo evitando mirar atrás para despedirme de Ángela, pues estaba segura de que de alguna formase estaría mofando de mí y mis prejuicios de ameba emocional. Puede que me refugiase en ciertasolemnidad, pero es que en aquellos precisos momentos, a punto de salir de Santa Lucía bajo lalluvia torrencial junto a aquel hombre de férreas intenciones, me sentía como si nada fuese firmebajo mis pies. Toda la distancia y el meticuloso ejercicio de olvido de aquellos últimos años paraenterrar los pedazos que quedaban de mi corazón temblaban peligrosamente. Me aferraba fuerte ala estúpida idea de que si conseguía mantenerme enfurruñada y reticente lograría permanecer máso menos indemne bajo el asedio de Pol.

En el umbral de la estación, nos detuvimos apenas un momento antes de salir a la tormenta. Elseñor Rochester no había olvidado el paraguas.

Page 61: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

RIALTO

Caminar bajo la tormenta en una noche fría de marzo no solo es romántico a la auténtica manera

de la pandilla de Villa Diodati, también tiene la ventaja de que te evita conversar con tu exnovio.Apenas me fijé en las estrechas calles y los casi desbordados canales de Venecia, envuelta por laclemente penumbra de su alumbrado público, el fragor de los truenos surcando el cielo,apresurados bajo el mismo paraguas. Pol, a un ritmo endemoniado, me llevaba casi en volandas,quizás convencido de que solo así lograría salvarme de las dentelladas del frío de aquellaprimavera recién estrenada.

Cruzamos el primer puente sobre el Canal Grande, dejando atrás la estación y la Chiesa degliScalzi en dirección a la Piazza Campo San Giacomo. Al igual que me sucedía con Milán, habíavisitado Venecia anteriormente, pero siempre en verano, agobiada por el húmedo calor y lasmiríadas de turistas vomitadas por los cruceros de moda. Era muy difícil resistirse a la belleza dela Serenísima, y atravesarla a todo correr en una noche de tormenta le otorgaba un halo deurgencia y de tenebroso misterio que en absoluto la desmerecía. El exigente ritmo de las zancadasde Pol pronto nos acercó al Puente de Rialto, el más antiguo de los cuatro que cruzan el GranCanal. Diseñado en piedra por el arquitecto Antonio da Ponte a finales del siglo XVI, parasustituir a sus antecesores de madera que las mareas se habían llevado consigo en más de unaocasión, tenía cierta luminiscencia bajo la noche sin estrellas.

A pie del Rialto, Pol me tendió el paraguas y, en una magnífica demostración de por quéllevaba aquellas espantosas botas, me cogió en brazos para continuar por la totalmente anegadaRiva del Vin, a orillas de un Gran Canal que llamaba inmisericorde y en plena noche a las puertaselevadas de las casas junto al mercado. Ninguno de los dos pronunció palabra, quizás porquesentirme contra su cuerpo me había dejado sin el poco aliento que me quedaba tras correr por lascalles de Venecia o quizás porque el estruendo de la lluvia arreciando sobre nosotros se hubiesellevado cualquier otro sonido que no fuese el de la tempestad. Apreté la palma de la mano que mequedaba libre contra su pecho y atribuí al retumbar de los cielos venecianos el latido que sentí enlos dedos.

No me había dado cuenta de que cerraba los ojos, reclinada la cabeza sobre la clavícula delportentoso chef de las botas de agua, hasta que me dejó sobre mis pies en el zaguán de lo que mepareció una casa particular. Salió a recibirnos un italiano bajito y redondo, cuya mirada tristedesmentía una sonrisa sincera.

—Benvenuto. Benevenuti i due —exclamó arrebatándome el paraguas de las manos mientrasnos empujaba hacia el interior del pequeño restaurante.

Nos acompañó hasta una pequeña mesa, justo al otro extremo de la entrada del comedor, juntoa una ventana de forma ojival que desordenó mis archivos históricos. La vista era tan hermosadesde los cristales, empañados por la diferencia de temperatura con el exterior, que perdoné laimitación gótica para disfrutar del paisaje. Un par de góndolas amarradas se mecían sobre el GranCanal y, al otro lado de las aguas negras acuchilladas por la lluvia aun furiosa, se adivinaba

Page 62: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

apenas la pálida cúpula de San Marcos. Incluso borroso, iluminado de vez en cuando por losrelámpagos, la ausencia de skyline de Venecia seguía siendo un consuelo para el viajero cansadodel acero y el hormigón del siglo XXI.

Pol me ayudó a deshacerme del abrigo mientras nuestro anfitrión se lanzaba a un entusiastamonólogo en su idioma del que apenas entendí una palabra. Una vez, una amiga filóloga meexplicó que el veneciano o véneto era una lengua romance, que también se hablaba en regiones deArgentina, Croacia, Brasil, México y Eslovenia, con cierta similitud al catalán. Pensé que sereferiría a la lengua escrita porque en su expresión oral no era capaz de entender ni mediapalabra.

—Discúlpame un minuto —me pidió Pol antes de salir tras el tragicómico personaje y sugalimatías interminable—. Vuelvo en seguida.

Me quedé sola en el pequeño comedor de mesas redondas y manteles rojísimos, espantando elpensamiento de que empezaba a ser una costumbre que el chef Fabregat me abandonase con lapromesa de volver en un minuto. La silla de enea, comodísima, crujía agradablemente al más levemovimiento y envolvía con mimo las lumbares y la espalda. Las paredes de piedra, sin estucar,lucían salpicadas de pequeños estantes con botellitas de diferentes colores, quizás de cristal demurano, aperos de labranza y fotos de campesinos orondos, bigotudos y melancólicos. En la paredperpendicular a mi mesa, una robusta chimenea ardía y crepitaba con entusiasmo, responsable dela agradable calidez del lugar y, junto a las velas de color lavanda, de la singular iluminación dellocal. Me quité los botines de tacón, empapados pese al caballeroso gesto del señor Rochester decargarme en brazos, y me sentí en paz con el mundo.

Al otro lado de mi ventana falso-gótico el temporal seguía su curso como en una exquisitarepresentación de Macbeth. A través del juego de luces y espejos sobre el cristal podía ver elreflejo de la escena que se desarrollaba a mis espaldas, medio escondida por la columna quedebía anteceder a la cocina del restaurante; Pol acababa de entregarle los tubos radioactivos alitaliano que nos había recibido en la puerta. Solté una palabrota muy poco romántica y menosgótica, y estaba planteándome confiarme a la tormenta y a mi cuestionable orientación para salirde allí como alma que lleva el diablo de vuelta a la estación de Santa Lucía cuando Pol volvió,dejó sus lamentables botazas junto a la chimenea, y se sentó al otro lado de la mesita; el cabellohúmedo y despeinado, en mangas de camisa, sus increíbles ojos oscuros buscando de nuevoamarre en los míos. La literatura rara vez presentaba tan atractivos a los villanos de la historia.Descarté mis planes de salir huyendo. De todas formas no habría sido capaz de encontrar elcamino de vuelta y ni siquiera sabía dónde habían ido a parar mi abrigo y el paraguas.

—¿Estás bien?—Sé lo del boom —le solté a bocajarro. Me miró con una expresión bastante convincente de

no saber de qué le estaba hablando—. La sorpresa. Me lo dijo Gilberto.—Ese hombre es incapaz de guardar un secreto cuando una chica guapa se le cruza por el

camino —sonrió con lo que me pareció alivio al entender a qué me estaba refiriendo.—Pero Venecia es patrimonio de la humanidad ¿Vas a dejar que ese hombre… —cogí la carta

que me tendía e intenté poner en orden mis pensamientos. Ni siquiera sabía por dónde empezar apreguntarle por los tubos o si debía llamar a la policía—. Te he visto pasarle la… mercancía.

—¿Sabes lo que contienen?—Sí. No. Me lo imagino.—Es trufa blanca. Conservada a temperatura y humedad constantes desde que me la entregaron

en París. No estaba seguro de que pudiese cruzar los controles del aeropuerto con ese tipo dehongos en caso de que inspeccionasen mi equipaje —me explicó—. Por eso se las he traído en

Page 63: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

tren.—Trufa blanca.—¿Qué pensabas que era?—Trufa blanca.Asentí despacito para no dar demasiadas pistas, me apunté que tenía una conversación

pendiente con Gilberto sobre las cosas que hacen boom por sorpresa y los misterios de lagramática francesa, e intenté concentrarme de nuevo en la lectura de la carta. Debía estar mástrastornada de lo habitual para pensar en serio que un exnovio cocinero se había pasado alcontrabando de explosivos.

—¿Seguro que esto es un restaurante? —pregunté a media voz.—¿Qué otra cosa podría ser?—No sé. El comedor de este señor melancólico, posible descendiente de Rigoletto y asesino

de sus cinco esposas, la cámara secreta de un nido de gondolieri masónicos, la guarida de lamafia veneciana…

Con la que te dedicas a traficar trufas blancas, pensé.—Es el restaurante de mi amigo Tolo. Soltero y no descendiente de Rigoletto, sin ficha

policial, y cocina las mejores pizzas de todo el Véneto. A veces le hago el favor de enviarlealgunos ingredientes de alta calidad difíciles de conseguir si no conoces a los intermediariosadecuados.

Eché una mirada nerviosa a la carta, pero no lograba concentrarme lo suficiente como paraentender nada de lo que leía. Que la iluminación fuese la de las velas y la chimenea y queestuviese escrita en veneciano quizás también tuvieron algo que ver al respecto. Pol ni siquiera semolestaba en disimular que la estaba leyendo.

—¿Qué vas a pedir? —le pregunté, nerviosa.—Que te cases conmigo.—Pues es un inconveniente porque he decidido odiarte por toda la eternidad.Había olvidado lo mucho que me gustaba su risa, su voz ronca y baja cuando hablaba conmigo,

tan estentórea disparando órdenes en su cocina. Bajé la mirada por si todavía era capaz de leermelos pensamientos que delataban mis ojos, y no supe qué decir. Pol resultaba imponente encualquier circunstancia, sobre todo después de tanto tiempo, después de haberle echado tanto demenos.

Llenamos el incómodo silencio charlando un poco sobre Ángela, sobre Gilberto, Guido yWalter, sobre Pierre, su pinche torpe y desmañado, una pequeña catástrofe delgaducha y pálidagolpeándose contra todo en la estrecha cocina del Orient Express, lo mucho que David se parecíaa Ed Sheeran y que me gustaría escucharle tocar alguna de sus canciones porque seguro que lohacía de maravilla.

—Me cae muy bien —le confesé.A Pol se le escapó un gruñido gutural y malhumorado.—Tendré que envenenarle.Después de lo del tráfico de trufas con la mafia veneciana no estaba segura de si bromeaba.Tras dejar la elección de la cena en manos de mi prodigioso chef, que seguía pareciendo

imponente incluso en calcetines, el italiano de ojos tristes y sonrisa voluntariosa no tardó enservirnos un par de pizzas, pan de ajo caliente con mantequilla y una botella de chianti oscuro yespeso como la sangre. Pol sirvió dos copas y se hizo el despistado cuando fue evidente que norespondería a su brindis. Demasiado parecido a escenas de tiempos pasados, cuando cenábamosjuntos en sitios secretísimos, escogidos por su originalidad o por una especialidad culinaria

Page 64: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

concreta de prodigiosa elaboración. Evitaba cuidadosamente cualquier familiaridad entre esemomento en Venecia y aquel pasado que tanto me había esforzado en enterrar.

Miré desolada mi pizza, demasiado verde para resultar deliciosa.—Me habías dicho que era la mejor pizza de Venecia.—Pruébala.—No veo más que alcaparras y rúcula por todas partes —me quejé para disimular que

empezaba a sentirme a gusto pese a todo; relajada en aquella silla tan cómoda, en la calidez delpequeño restaurante de la chimenea y las velas, de los manteles color cereza, como mi bufanda,junto a la ventana ojival que daba a un Gran Canal desbordado, casi terrible.

—Una vez me dijiste —pronunció el hombre de los ojos negros que me había llevado envolandas hasta allí— que si me empeñaba en ver alcaparras y rúcula en todas partes me pasaríandesapercibidos el resto de ingredientes.

—Jamás dije semejante estupidez.—Quizás no fuesen alcaparras y rúcula, pero la metáfora era algo parecido.—Qué odiosa era entonces.—Eras perfecta. Como ahora.—Me gustaría pensar que ya no soy la misma persona.—En esencia sí lo eres. Aunque sonríes menos —añadió casi para sí mismo.—Si tú has cambiado, deberías concederle a los demás el beneficio de la duda cuando te dicen

que también ellos lo han hecho.—No puedo permitirme pensar siquiera que ya no seas la Sigrid a la que he echado de menos

cada minuto de estos dos años.Allá vamos, pensé, aquí tendrá lugar la batalla contra el olvido y el tiempo. Y no estaba nada

segura de lo fuertes que serían mis defensas.—Aquella Sigrid estaba anulada por ti. No era más que el chófer que te llevaba a casa cuando

te sentías tan agotado que ni siquiera podías conducir.—¿Me quedaba dormido en el coche?—En el transcurso de una conversación —asentí.—Eso no significaba que me aburrieras o que no me importase lo que me decías.—Me había presentado por segunda vez a la defensa de mi tesis. Te di margen. Dos o tres

semanas. Me cansé de esperar que me preguntases por el resultado. Te estaba contando que habíaaprobado, que por fin era doctora en Historia y que podía optar a un puesto de docente en lafacultad cuando me extrañó tu silencio. Te habías quedado frito.

—¿Roncaba?—Probablemente —Di otro sorbo a mi chianti antes de continuar—. Puede que estuvieses

cansado; trabajabas muchísimas horas en la cocina, madrugabas para ir a la lonja, al mercado,viajabas dos veces por semana para grabar aquel programa de televisión… Pero cada vez que teolvidabas de mí, de interesarte por lo que para mí era importante, cada vez que te dormías cuandote hablaba, no podía dejar de pensar lo insignificante que debía parecerte.

—Tú me escuchabas siempre cuando fantaseaba sobre mis planes profesionales, te contaba misfracasos y mis pequeños logros. Y yo solo era un imbécil que tomaba cocaína y antidepresivospara aguantar esas jornadas maratonianas que tan bien recuerdas.

Pol guardó silencio, atento al dilatarse de mis pupilas, pendiente de cómo desaparecía derepente el color que la chimenea había subido a mis mejillas. Esperó paciente a que sus palabrasse abriesen camino en mi cerebro, impregnaran mi conciencia e iluminasen cada recodo de nuestropasado. Debió haberle costado mucho confesar su secreto, y lo primero que pensé fue que estaba

Page 65: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

siendo valiente, como si haber atravesado media Europa en un tren histórico esperando elmomento de soltarle semejante bomba a su exnovia hubiese sido pan comido. Un chef y pancomido, qué metáfora tan pobre.

Todas las piezas, cada fragmento, cada recuerdo desagradable, cada abandono, en rápidasucesión, empezaron a encajar en mi memoria con una precisión insoportable.

Page 66: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

VENECIA

Pol Fabregat, el gran chef prodigioso, imparable, omnipotente, hacedor de milagros culinarios,

joven promesa de la cocina internacional, mezcló cocaína con antidepresivos. Durante más de dosaños. La idiota de su novia nunca llegó a sospechar nada. Ese podría haber sido el resumen, endolorosos titulares.

—Por eso me dormía de repente. Me daba el bajón y ahí me quedaba, en tu coche, en tu sofá,donde estuviese. Y solía ser contigo porque al fin de mi jornada laboral caía exhausto. Lo mástriste es que cuando por fin volvía con la persona que más me importaba en el mundo, mi cerebrose desconectaba.

—Tú eras la persona que más te importaba en el mundo.—Pues para importarme tanto me estaba destruyendo con entusiasmo.Fue mi turno de guardar silencio. Le di un mordisco a la pizza —que estaba deliciosa una vez

apartabas toda esa rúcula y las dichosas alcaparras— y me concedí un par de sorbos de chianti deventaja. Pese a tener la mirada perdida en la oscuridad del otro lado del cristal, notaba los ojos dePol pendientes de cada uno de mis gestos. La tormenta remitía afuera y se encrespaba en miinterior.

Vi su alivio cuando por fin reuní el coraje suficiente para volverlo a mirar de frente. Meesforzaba en que no se me escapase ningún juicio apresurado, ningún reproche todavía. Estaba allíe iba a escucharle, se lo había ganado. Tampoco es que supiera qué decir, su confesión me habíacogido desprevenida. Podría haber imaginado casi cualquier cosa, incluso que tuviese cincoamantes distintas al mismo tiempo, pero lo de los estupefacientes me había dejado fuera de juego.Siempre fui una rata de biblioteca, había crecido ajena a todo ese mundo de drogas y rock’n rollque había sobrevivido al cambio de siglo. Me pasé la adolescencia en la biblioteca, en el cine,tomando batidos de chocolate y fresa con mis amigas; y luego viajando siempre que podía, demuseo en museo, recorriendo las ruinas de civilizaciones desaparecidas, imaginando sus vidas,sus muertes, cayendo derrotada en la cama del hotel a las diez de la noche. Tenía treinta años y nisiquiera me había fumado un cigarrillo. Lo más parecido a perder el control por sustanciasalteradoras de la conciencia había sido la noche anterior, cuando caí noqueada por el champán, elayuno y los nervios del reencuentro en el pasillo del Orient Express. Sonaba más glamuroso de loque parecía.

—¿Qué te pasó? —susurré al fin.—Lo quería todo, Sigrid. El prestigio, la fama, las estrellas Michelin, el reconocimiento de la

crítica y el público. Y lo quería solo si era capaz de merecerlo. No hubiese soportado ser unimpostor, un charlatán, un gurú del postureo de esos que corren por las redes sociales. Me lo iba aganar con esfuerzo y disciplina.

Ese era Pol, un perfeccionista incansable. Llegaba el primero y se iba el último, controlabatodo lo que se freía, cocía, asaba, glaseaba y congelaba en su cocina. Quizás porque nunca sequejó de verse sobrepasado, de no poder con su alma, no se me ocurrió excusar su errático

Page 67: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

comportamiento conmigo precisamente por esa circunstancia. Si no me andaba con cuidado, a lasorpresa de su confesión acabaría añadiendo un sentimiento de culpabilidad y remordimiento queno estaba del todo segura merecer.

Pol empezó a consumir cocaína un par de veces a la semana, por sugerencia de un colega chef,para aguantar las horas más duras en los fogones, organizando los dos servicios diarios delTerramar, su primer restaurante, la niña de sus ojos, el que le había concedido fama y honores yhabía abierto el camino para su aventura internacional. Después fueron las noches de empalmeporque venía de Madrid, de grabar los programas, y a veces se iba directo a Mercabarna, con losproveedores. Las entrevistas, la presión mediática, el deseo y la ambición. Se decía que era solopara aguantar el tirón, que el año siguiente sería más tranquilo, que tendría una posición máscómoda y desahogada, menos competencia, y podría relajarse, dejar la coca y las pastillas.Visitaba a un psiquiatra por las recetas de fluoxetina, un potente inhibidor de recaptación de laserotonina que le ayudaba a contrarrestar la montaña rusa de la cocaína.

Se convencía a sí mismo de que pronto nos iríamos de vacaciones un mes entero, a relajarnosen cualquier playa, lejos de la vorágine en la que se habían convertido sus días. Dejaría atrás todala química y cualquier necesidad, dormiría, descansaría, se tumbaría al sol. Entonces surgía unnuevo y joven chef, talentoso y atrevido, en Viena o en Tokio o en París, y de nuevo se sentíaobligado a demostrar que seguía siendo más genial que ningún otro. En algún momento de laextenuación en la que se habían convertido sus días, los compañeros de profesión, nuevos yconsolidados talentos, dejaron de ser fuente de aprendizaje e inspiración para convertirse endespiadada competencia a sus ojos.

—Lo eras, Pol. Eras un gran cocinero. Y parecías tan seguro de ti mismo… siempre. No teníasnada que demostrar a los demás, era imposible no verte. Brillabas.

—No supe lo miserable que me sentía hasta que una noche me desperté entre temblores ysudores, desorientado, febril, dispuesto a salir corriendo para abrir el restaurante. Pero eraincapaz de recordar qué restaurante era el que me estaba esperando. No sabía si tenía que ir alTerramar, a Madrid, a Japón, a París o a Londres. Era incapaz de concentrarme y me asusté. Habíatenido ataques de pánico con anterioridad…

—No puedo creerlo. Nunca me contaste…—Te mantuve al margen. También en esto. Quería protegerte o protegerme, ya no lo sé. Tener

un lugar al que volver, un lugar en el que refugiarme si todo se caía a pedazos. Tú eras ese lugar.Creo que es de lo único que no me arrepiento, ahorrarte toda aquella época de pesadilla.

—Si me hubieses explicado cómo te sentías…—Habrías hecho lo que hicieron mis padres. Los llamé a las cinco de la madrugada, llorando,

enloquecido. Vinieron a casa y les conté todo: lo de la coca y las pastillas, la presión, el caos y lalocura. Les dije que ya no estabas conmigo, que te habías ido. Hacía tres meses que me habíasdejado y todavía no lo sabían.

—Seguías llamándome.—No te reprocho que no quisieras hablar conmigo.Fui capaz de confesarle que moría en cada una de esas llamadas a las que jamás respondí.

Entonces ya sabía, sin lugar a dudas, que si me rendía y le escuchaba, volvería a dejarlo entrar enmi vida. Había algo delicado y tristísimo en agonizar despacio lejos de la persona a la queamabas, la tentación de creer que la desesperación es hermosa. Solo me mantuvo en pie unavoluntad pendiente de un fino hilo y la certeza de que necesitaba esa distancia para aprender aquererme. Me había perdido a la sombra de Pol, una sombra que estaba resultando ser mucho mástenebrosa de lo que imaginaba.

Page 68: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—No es ningún reproche —aclaró malinterpretando mi silencio—. Sé bien lo que te hice.—¿Sabes qué es lo peor de todo? Que tú no me hiciste nada. Fui yo la que se fue tornando

invisible, supeditando toda mi agenda a la tuya, recogiendo las miguitas de tu tiempo, de tudisponibilidad.

—No digas eso —murmuró enlazando sus dedos con los míos por encima de la mesa. El gesto,tan inesperado, me sorprendió lo suficiente como para quedarme quieta en sus manos. Aquellasmanos fuertes, callosas, ágiles, de cocinero inclemente—. Fue mi estúpida actitud contigo la quete convenció de que no me importabas lo suficiente. Me costó desintoxicación y terapia recuperarun cerebro sin agujeros con el que entender todo lo que había perdido y la destrucción que habíacausado, no solo a mí mismo sino a mi alrededor. Mi familia, mis empleados, mis amigos… tú.Sobre todo tú, que lo eras todo. Os mentía a diario, os obviaba, os sacrificaba en aras de miegolatría, del ansia y de la ambición, pensando que tendría tiempo más tarde para pediros perdón,para dedicaros más tiempo el mes siguiente, el trimestre próximo, el año que viene. Si no mehubiese parado mi salud deteriorada…

Me desasí de sus manos, temerosa de que me faltase la fuerza de voluntad para hacerlo siseguía un minuto más confiada en ellas. Cálidas y fuertes, habían despertado la memoria de suscaricias en mi piel, del espejismo acogedor que evocaron en mí en otro tiempo, no tan lejano porolvidado. Esas manos, preludio de un abrazo que habría sido como volver a casa.

—Pero tus padres… —carraspeé intentado retomar el hilo de mis desordenados pensamientos— ¿Cómo pude estar tan ciega? No tenía ni idea. Eras imparable, soberbio, seguro de ti mismo,encantador, eficiente… una apisonadora que pasaba por encima de cualquier obstáculo que seinterpusiera entre lo que deseabas y tu voluntad de acero.

—Todos escondemos algo que se pudre despacio en nuestro interior —Se echó hacia atrás enla silla, las manos dolorosamente vacías sobre la mesa, como si acabase de dejar ir contra suvoluntad algo valioso—. Depende de lo grave que sea la mentira, las consecuencias pueden ser unmal día o un tsunami que ponga en peligro tu vida y la de aquellos a quienes amas. Si es quetodavía te queda alguien lo suficientemente cerca.

Los padres de Pol escucharon a su hijo y lo ingresaron en una clínica de desintoxicación, enEstados Unidos, a las afueras de Boston, para alejarlo de los medios de comunicación y delescándalo. El Terramar siguió funcionando bajo las órdenes del segundo cocinero e informaron alagente de Pol para que cancelase todos los programas, entrevistas y actos sociales agendados paralos próximos meses. La productora de televisión fue comprensiva en extremo, seguramente porquePol había hecho buenos amigos allí con su encanto habitual, y porque a nadie le interesaba unabomba de relojería a punto de estallar con los programas infantiles de Navidad a la vuelta de laesquina.

—Cuando salí del centro de Boston había roto con mi adicción a los fármacos legales eilegales que consumía, pero mi cerebro y mi conciencia seguían hechos puré. Mi hermano merecomendó terapia con una psiquiatra amiga suya, que además de ser una excelente profesional sehabía mudado a un pueblecito de Ourense tras casarse con un chico de allí. Esconderme fue unabuena solución, no solo me mantenía alejado de la opinión pública sino que me daba tiempo pararecuperar una vida tranquila y recomponerme sin prisas. Cuando mi psiquiatra me dio el altamédica, acepté una plaza en un master de la escuela de cocina de Heikki en Helsinki.

—¿Quién es Heikki?—Ni idea. Lo importante es que necesitaba pasar desapercibido un tiempo más.—¿Y pensabas que en Finlandia no te reconocerían?—Cuando llevas gorro, bufanda y cinco kilos de ropa térmica envolviendo cada parte de tu

Page 69: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

cuerpo es difícil incluso que te reconozca tu madre.—Lo siento.Negó con la cabeza e intentó atrapar de nuevo mis manos, pero esta vez estaba preparada y las

enlacé alrededor de la copa de chianti como si fuese una taza de chocolate caliente en medio deuna tormenta de nieve.

—Siento no habértelo contado antes —Quizás fuese la penumbra de las velas, o el chisporroteode la chimenea a sus espaldas, o que Pol seguía siendo el hombre más atractivo del planeta, peroel estómago se me contrajo (y no fue culpa de la rúcula ni de las alcaparras porque juro que lashabía apartado todas en el plato) cuando volvió a clavar sus ojos en los míos en ese gesto tan suyode confiarse al pairo de cualquier tempestad—. Te hice sentir como si no importases.

—Tuve parte de culpa, por enamorarme de un chef famoso. Hasta los párvulos saben que noson de fiar.

—En todo este tiempo…—No lo digas, por favor —se me escapó rápido, en un susurro, reflejo involuntario del miedo.—… no ha habido ni un solo día en el que no pensase en ti.—No te escucho, Pol Fabregat —Intenté sonreír para rebajar la intensidad de sus palabras, de

su mirada—. Privilegio de historiadora dar solo crédito al testimonio de los que murieron ensiglos pasados.

—Podrías considerarme muerto en aquella época porque apenas existía. Me odiaba tanto a mímismo por tantos motivos que necesitaría cinco cenas al menos para detallártelos todos.

—Puedo imaginarlos, seguramente se parecen mucho a los motivos por los que te detestaba yo—bromeé.

—Por ser encantador e ingenioso, supongo.—Sí —le concedí—. Por eso también.—Y guapo.—Muy guapo.—¿Y qué me dices de mi crema de bogavante? ¿Y de los macarons de pistacho?—Debería haber saltado del tren entonces, cuando me sirvieron la crema. Sabía que la habías

cocinado tú y me empeñé en achacarlo a la nostalgia.—¿Me echabas de menos?—El tren todavía estaba parado, en la estación de París —seguí hablando rápido para evitar

responderle—. Y nadie le da ese toque ahumado a la crema de bogavante como tú. Luego fue elpollo a la milanesa y después la crema inglesa y los macarons. Pero entonces ya era tarde,cruzábamos el paso del Simplon a toda velocidad y el Moët…

—Sigrid.—¿Por qué me haces esa pregunta?—Porque sigo enamorado de ti.—¿Qué es lo que quieres, Pol Fabregat? Conspiras con Ángela para embarcarme en este viaje

de fantasía, dices que necesitas hablar conmigo, que todo ha cambiado, me explicas qué pasó yesperas que yo… Esperas… No sé qué esperas. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres de mí?

—Que me perdones —Tragó saliva antes de seguir y bajó la voz a casi un susurro—. Que memires a los ojos y me digas que no tengo ninguna esperanza de que volvamos a estar juntos. Queme digas que me comprendes. Que ahora comprendes que fui yo quien destruyó lo nuestro, que túsiempre fuiste más que suficiente, excepcional. Que comprendes que fui yo quien se equivocó, quesolo intentaba mantenerte a salvo de mí.

—¿Por qué?

Page 70: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Porque nadie ama lo que no comprende.Abrí la boca para responder, pero nada salió entre mis labios aparte de una bocanada de aire

que vació mis pulmones y empañó mi copa. Noté cómo las lágrimas corrían rápidas por mismejillas, llevándose a su paso, con tranquila suavidad, toda la tensión de aquellos últimos días.Llorar era un alivio.

—No puedes pedirme eso —dije al fin.—No tengo derecho a pedirte nada. Teníamos algo único, algo que no pasa todos los días, y yo

lo despedacé hasta que no quedó nada reconocible. Pero, mírame, aquí estoy Sigrid, todavíairremediable y perdidamente enamorado de ti, pidiéndote una segunda oportunidad. ¿Sabescuántas veces repetí la receta de los macarons hasta que salió bien?

—Salió más que bien, es exquisita.—Cincuenta y siete veces.—Siempre fuiste un hombre paciente.—No te estoy pidiendo cincuenta siete oportunidades. Solo una, no necesito más.—Ahora estás siendo arrogante.—Sigrid…—Vámonos. No parece que vaya a dejar de llover nuncajamás y no quiero perder el tren de

vuelta —Me puse en pie con tanto ímpetu que casi tiré la silla. Rodeé la mesa y me paré indecisacamino de la puerta del restaurante. Hubiese sido un golpe dramático estupendo si no hubiesetenido que volver para recuperar mis botines y calzarme.

Me limpié las lágrimas de un manotazo, segura de que el suelo se estaba resquebrajando bajomis pies y de que no tardaría en caerme por el precipicio. Sin paracaídas, sin alas, sin voluntadalguna. Solo quien ha amado alguna vez sin reservas sabe lo que es el vértigo. Hubiese dadocualquier cosa por reírme de mí misma en esos momentos, pero el sentido del humor es como laesperanza; se desvanece a traición.

Por el rabillo del ojo, me pareció que Pol apuraba la copa de chianti y evitaba mirarme. Se fueen busca de su buen amigo Rigoletto para saldar la cuenta y recuperar los abrigos. No tardó envolver acompañado del italiano, que se deshizo en lo que supuse que eran amables cumplidos ybuenos deseos sobre mi salud, y nos acompañó hasta la puerta de su pequeño paraíso particular.Cuando la puerta se cerró, nos quedamos solos bajo el dintel de la casa, contemplando en silenciola cortina de lluvia que nos separaba del canal.

A través del abrigo, sentí a Pol contra la espalda, rodeándome con ambos brazos. Inmóvil yrígida, refugiada en aquel cuerpo que tan bien había conocido un día, cerré los ojos y anhelé queel tiempo se detuviera. Deseaba abandonarme, incluso aferrada todavía a las últimas hilachas derazón que me quedaban, deseaba quedarme allí, entre sus brazos. Noté su beso en la coronilla, sucabeza inclinada sobre la mía, su perfil buscando mi mejilla, y su voz, ronca y terrible,despertando el vértigo en mis entrañas, susurrándome al oído.

—Sigrid, no hay tren en este mundo que no espere por ti.

Page 71: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

SANTA LUCIA

Regresamos despacio, amparados por el enorme paraguas de Pol, como una metáfora extraña

sobre el resguardo y la protección bajo los cielos inclementes de Venecia. Durante todo el camino,no dejó de hablarme; su voz desafiando a la lluvia con serenidad y entereza. No estaba allíporque se hubiese dado cuenta de repente, como si de una revelación espiritual se tratase, de todolo que había perdido. Siempre había sabido lo que tenía, lo afortunado que era, y aun así sedestruyó sistemática y concienzudamente.

—Y empecé por la única persona que podría haberme salvado de mí mismo. Empecé adestruirme por ti.

—Hablas de mí como si fuese una fuerza de la naturaleza y por entonces me recuerdo como unapálida sombra del famoso chef.

—Todo lo que creé en aquellos años llevaba tu nombre y tu esencia. Estabas siempre en mipensamiento.

—Eso era porque solías hallarte a kilómetros de distancia. Incluso las raras veces en las quenos escapábamos a solas, la mitad de los dos seguía lejos.

—Seguramente me estaba preguntando qué sería de mí cuando al fin descubrieses que salíascon un imbécil y me dieses pasaporte.

—Tardé algunos años en darme cuenta, nunca se me ha dado bien calar a las personas.Llegamos a la estación de Santa Lucía en lo que me pareció un suspiro. Atravesamos el

vestíbulo, casi desierto por la avanzada hora, y salimos al andén. El Venice-Simplon OrientExpress reposaba magnífico bajo la lluvia, con su azul profundo brillando por el agua y lailuminación de las vías a la intemperie, los dorados y sus leones rampantes, emblema de losoropeles de un tiempo no tan remoto, destellando con la intermitencia de los relámpagos. Latormenta arreciaba cuando Pol tiró de mi mano para ayudarme a subir al vagón Minerva. Nos lashabíamos arreglado para empaparnos desde la coronilla hasta la punta de los pies pese alparaguas.

Apenas entramos, Gilberto apareció a la carrera para arrebatarnos los abrigos —no fuésemos amojar las preciadas alfombras de su tren— y se las apañó con su habilidad acostumbrada paraatribularnos con su charla incesante, de manera que logró llevárselos sin que acertásemos aoponer resistencia. Antes de que pudiese darme cuenta, estábamos solos frente a la que esperabafuese la puerta de mi compartimento.

Pol estaba tan cerca de mí, en el estrecho pasillo de delicados apliques florales y lamparillascon forma de tulipán, que podía sentir el calor de su cuerpo. Se pasó una mano por el peloalborotado, oscurecido por la lluvia, y desafió las leyes espacio temporales acercándose todavíamás. Me apoyé contra la puerta y contuve la respiración cuando sentí su mano apartándome unmechón de cabellos de la frente.

—Tuve la suerte de pescarte en un raro naufragio —dijo despacio, buscando mi mirada, lamano de nuevo inquieta, acariciando mi mejilla con la excusa de apartar una gota de agua que de

Page 72: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

haber estado ahí se habría evaporado por el calor de su tacto—, solo eso explica que te rindiesesa mi oscuridad. ¿Recuerdas la noche en la que nos conocimos?

—Acababa de suspender la exposición de mi tesis —contesté en voz baja—. Estabaconvencida de que era el fin del mundo. Hinc sunt dracones.

—Y tropezaste con el dragón.—Me dijiste «esto también pasará».—¿Y no te dio una primera pista de lo imbécil que era?—Eres muchas cosas —susurré despacio, el tiempo aletargado por la tormenta de fondo—,

pero ninguna de ellas es imbécil.—La otra noche, dijiste que odiabas la persona en la que te habías convertido cuando

estábamos juntos.—Algunas veces soñaba que te perseguía durante horas y cuando al fin lograba alcanzarte,

cuando apenas rozaba con la punta de los dedos tu camisa, me despertaba; cansada, abatida ydesesperanzada.

—Solo estabas tomando aliento, Sigrid, recuperándote de un pequeño contratiempo. Aprobastela tesis, conseguiste una beca para tu master y ese empleo en Moonlight Falls.

—Lo dices como si fuese el premio Nobel.—Fue mejor que eso, pagabas tu hipoteca, viajabas, seguías adelante.Pensé en todas las personas tristes que había conocido, en todos los que se habían quedado

atrapados en un pasado esplendoroso, incapaces de pasar página. Cuando llegas a cierta edad,puedes recomponer los pedazos y aprender a reconocerte en el espejo o hundirte. Por en el lobbyde Moonlight Falls había visto pasar cantidad de personas sin luz, opacas, con el brillo de lamirada empañado. Una asistente de dirección jamás pregunta por la tristeza de sus huéspedes; lareconoce como un náufrago reconoce a otro. Todo depende del empeño que se ponga en seguirnadando.

—Ángela me ha dicho que te vas al MdH.La mención del MdH me despertó del estado hipnótico en el que me había sumido su voz ronca

pronunciando hechizos antiguos. Aparté cualquier rastro de miedo, como se apartan las telarañascon la mano, y acerté a abrir la puerta para quedarme en el umbral disimulando la euforia de nohaberme equivocado de compartimento. Que Pol me hubiese hecho entrar en el Minerva habíasido de gran ayuda, pero no pensaba reconocérselo por el momento.

—¿Qué vas a hacer tú? —dije contenta de rebajar la intensidad del momento que habíamostenido en el pasillo. Después de nuestra conversación en el restaurante temía que mi cerebroestuviese a punto de derretirse como la mantequilla leonesa que Pol usaba para sus cruasanes.

—Quiero volver a los fogones del Terramar, pero con calma. Voy a probar con una cocina deproximidad y las recetas tradicionales que heredé de mi abuela materna. Quiero vivir despacio.

—A estas alturas de siglo no conozco a nadie que viva despacio.—Lo intentaré.—¿Y el resto de restaurantes? ¿Japón, Londres, París?—De momento, los gestionan mis padres con ayuda de los chefs locales, pero seguramente los

traspasaré.—Suena sensato, pero…—Sigrid, no te muevas —Pol se había puesto rígido de repente— y no te asustes. Tengo una

rata enorme mordisqueándome las botas.Me agaché con rapidez y rescaté a Houdini de entre los pies de alguien tan acostumbrado a

manejar cuchillos en espacios reducidos. Lo reñí por el mal gusto de comerse la goma de unas

Page 73: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

botas de agua tan feas y el pequeño y peludo lagoforme se acurrucó bastante satisfecho entre misbrazos después de darme un par de lametones en la nariz como muestra de alegre bienvenida.

—¿La rata es amiga tuya?Ah, qué daño había hecho Disney y su Ratatouille entre las filas de cocineros del mundo.—Es un conejo —lo acaricié entre las orejitas y Houdini entrecerró sus bonitos ojazos negros,

relajado y ajeno a la maldad de un chef que insistía en confundirlo con un roedor.—¿Por qué viajas con un conejo?—Tú te has traído a Pierre y nadie te juzga.Aproveché el desconcierto de Pol para dar un paso atrás y soltarle un «buenas noches, gracias

por la cena» apresurado antes de cerrarle la puerta en las narices. Tenía demasiado reciente lasensación de la proximidad de su cuerpo contra el mío, el rastro de calor de sus manos firmessobre la mejilla, entrelazando mis dedos, como para arriesgarme a que la despedida nocturna sealargase ni un segundo más. La providencial glotonería de Houdini me había salvado de tener algode lo que arrepentirme a la mañana siguiente. Necesitaba escuchar mis pensamientos a solas o,mejor aun, eliminar cualquier rastro de los mismos, sin la perturbadora presencia de Pol y suspromesas de redención y segundas oportunidades.

—Nada importa excepto este momento, aquí y ahora —había dicho en el restaurante—. Y tú,Sigrid, tú al otro lado de esta mesa de mantel rojo, con toda esa pizza enfriándose en nuestrosplatos, con el montoncito de rúcula a un lado, y la luz de las velas danzando en el verde de tusojos.

Había estado a punto de desmayarme tres veces antes del postre.—Buenas noches —escuché al otro lado de la puerta.No había transcurrido ni cinco minutos cuando un chico delgaducho con cara de acelga a medio

hervir, y el convencimiento de llamarse Pierre y ser el pinche de Pol, se presentó en micompartimento con la ofrenda de una canastilla de juncos entrelazados llena de canónigos frescos.

—De parte del chef Fabregat, señora.

Page 74: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

ALPES AUSTRÍACOS

Todos deberíamos tener a alguien que se alegrase de vernos de vuelta al hogar. Yo no estaba en

casa y Houdini no era, exactamente, alguien para nadie más que para mí, pero volver a micompartimento doble en el Minerva, con los pies mojados y una tristeza antigua como el mundolloviendo sobre las ruinas de lo que en otro tiempo fue mi corazón, tuvo mucho de regreso alhogar. Feliz de tenerme de regreso, Houdini corría a mi alrededor y me mordisqueaba los dedosde los pies mientras me ponía el pijama y realizaba despacio mis rutinas nocturnas. En cuanto memetí en la cama y apoyé la espalda contra los cojines, con el libro de Art Decó de Gilberto sobreel regazo, no tardó ni medio segundo en subirse él también. Satisfecho, inspeccionó el suave ycálido edredón antes de acurrucarse plácido en mi costado. Entrecerró los ojos y me concedió elprivilegio de acariciarle la adorable cabecita.

El tren se puso en marcha después del tradicional silbato, como si fuese una película en blancoy negro y la heroína estuviese a punto de emprender un viaje trascendental. Gilberto me habíaexplicado que el silbato no era más que un truco de atrezo, como su reloj de bolsillo o la pajaritade Walter, otro detalle de antaño que respetaba la resurrección del tren más lujoso de Europa yque encantaba a los pasajeros. Aparté las cortinas para contemplar el paisaje mientras adquiríavelocidad, pero afuera estaba demasiado oscuro. Atrás quedaban las luces flotantes de laSerenísima.

Calentita y temporalmente a salvo del mundo, me dejé mecer por el rítmico golpeteo del metalsobre las vías, segura de que pese al agotamiento emocional aquella noche me costaría dormir.Puse jazz suave en el móvil y abrí mi libro con la atención dividida entre la negrura de laventanilla y las carantoñas de Houdini. El resto podía esperar.

—¡Voy a entrar y voy armada con chocolate y nubecitas! —gritó Ángela al otro lado de lapuerta del compartimento. Houdini hizo el esfuerzo de levantar una oreja, pero siguió medioadormilado—. ¡Mejor ven a abrirme, que con la bandeja no puedo!

A Ángela se la podía acusar de muchas cosas, pero de que le importase lo que nadie pensara deella al verla atravesar medio tren en pantuflas y pijama, con una bandeja —probablemente robadade las cocinas— llena hasta los topes con un termo de chocolate caliente, tazas, bizcochos,galletas y nubes de azúcar, no era una de ellas.

—Hazme sitio, bestia peluda —A Houdini, que no tenía nada en común con un recepcionista, leimpresionó lo suficiente la orden de la directora de Moonlight Falls como para mover otra orejita.Me conmovió su mirada de indignación cuando lo bajé al suelo para que Ángela pudieseacomodarse en la cama sin aplastarlo, con la bandeja entre las dos. El aroma del cacao invadió lahabitación en cuanto lo sirvió en las tazas y se quedó flotando como un hechizo de media noche. Eltren ganaba velocidad dejando atrás el Adriático para dirigirse veloz hacia las montañasaustríacas. Desayunaríamos en Viena.

Supe que había transcurrido demasiado tiempo desde que disfruté por última vez de una taza dechocolate caliente y espeso cuando noté la calidez y la consistente dulzura amarga del cacaoreconfortándome por dentro.

—¿Qué es esa música espantosa?

Page 75: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Jazz. A Houdini le gusta.—Nunca encontrarás novia, monstruo peludo.Por toda respuesta, el aludido volvió a subir de un salto a la cama y se hizo una bola en mi

regazo, teniendo especial cuidado en que Ángela quedase del lado de su indignado culito.—¿Cómo ha ido la cena?—Intensa. ¿Tú sabías…?—Sí.—¿Desde cuándo?—Me encontré con los padres de Pol hace unos meses y me lo contaron al mismo tiempo que se

las arreglaban para preguntarme unas ochocientas veces por ti. Deduje que era un intento muy maldisimulado de convertirme en alcahueta de su hijo.

—No me lo contaste.—Me habías dejado bastante claro que no tenías ningún interés en Pol y me cabreó la tentativa

de sus padres. Aunque me pareció…—¿Qué?Ángela se encogió de hombros y masticó despacio medio bizcocho antes de contestar.—No lo sé. Pero al cabo de un par de semanas, Pol se presentó en el Falls, buscándote. Mi

encuentro con sus padres puso en marcha todo esto. Me puso sensiblera darme cuenta de que nadietendría nunca conmigo un gesto de genuino cariño, así de generoso y desinteresado. A veces tengomiedo de estar volviéndome humana o algo parecido.

—Tranquila —dije añadiendo más nubecitas a mi taza—. Aunque si me dices que fue una señaldel destino pensaré que antes de venir con el chocolate has estado bebiendo un montón de doceculpables con Walter.

—¿Cómo te crees que he podido aguantar una cena de dos horas con toda la panda hotelera? —mintió sin disimulo.

—Ha sido muy extraño. Estaba ahí, sentada frente a él en la diminuta mesa de una pequeñapizzería, escuchándole, y no podía evitar la sensación de que me estaba contando la vida de otrapersona. De pronto he tenido otra perspectiva de la misma historia, una historia que pensaba queya había dejado atrás.

—Hay cosas que nunca dejamos atrás —reflexionó Ángela—. Las adornamos con el recuerdo,las superamos, aprendemos de ellas, las sufrimos, las tememos, las atesoramos… pero nunca sequedan atrás —Masticó pensativa su bizcocho bañado en chocolate antes de volver a hablar—. Site sirve de consuelo, yo tampoco sospeché nunca nada.

—Gracias.—¿Por qué?—Por no decirme «te lo advertí, maldita imbécil».—¿Te sientes culpable?—Un poco.—Es más sencillo culpar al otro cuando una relación no funciona. Yo lo hago continuamente.No importaba lo malo que hubiese sido el día o lo confusa que me sintiera o las pésimas

perspectivas de la semana, Ángela siempre me robaba una sonrisa.—Me pregunto si sabes qué es la mala conciencia —la apunté con mi taza humeante.—¿Una asignatura obligatoria en primero de Historia?—¿Cómo lo haces?—¿El qué?—Mantener siempre esa serenidad, saber lo que es correcto en cada momento, no equivocarte

Page 76: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

en ninguna de tus decisiones.—Leo a menudo a Dostoievski.—¿Crimen y castigo?—Es como estar en la oficina —Asintió—. Oye, Khaleesi, siento desilusionarte pero quizás

sea un pelín menos perfecta de lo que parezco.—¿Las apariencias engañan?—En mi caso no —Se comió otro bizcocho, apuró su taza y me señaló con una nube de color

rosa—. Todos tenemos un espantoso secreto a punto de salir a luz.—Pero tú…—A veces me canso de ser tan perfecta y me gustaría ser la que se desmelena, la que se

emborracha y se sube a bailar flamenco sobre la mesa durante una de las cenas del Summit. Aveces, quiero ser la que se toma un año sabático y se pierde en Nueva Zelanda, la que deja para eldía siguiente el montón de trabajo acumulado, la que se queda en la cama un día, solo un día,porque la ha vencido el desánimo y hace demasiado frío ahí afuera. A veces deseo ser la queencaja siempre, en cualquier sitio, la que nadie mira con lupa cada vez que dice o hace algo, a laque se le perdona cualquier desliz o error porque, pobrecilla, es maja y una equivocación la tienecualquiera.

Paró en seco su enumeración, quizás arrepentida de haber explotado. Tenía la sensación de quedurante todo el viaje había estado ocultándome algo, algo además del exnovio cocinero dispuestoa volver a mi vida. Estaba a punto de preguntarle qué es lo que de verdad quería confesarmecuando Ángela atajó el intento:

—No me hagas caso. Es culpa de este chocolate tan bueno.El momento había pasado y vi cómo se cerraba de nuevo la brecha, todo volvía a su cauce y las

montañas se acercaban en la noche. El Terror de los Subdirectores volvía a ser todo fachadaperfecta y ninguna queja al respecto. Tenía razón, a Ángela nunca le perdonábamos nada. Habíapuesto el listón tan alto que acabábamos por medirla con la más injusta de las varas. A menudo, unextendidísimo complejo de inferioridad provocaba una mirada de temor —primer escalón delodio— sobre las personas seguras y decididas como mi amiga. Yo, que sabía que detrás de todaesa apariencia sarcástica había un ser humano generoso, comprendía que pese a su enormeresistencia a la estupidez se sintiese herida, harta y cansada de todo eso.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté señalando la bandeja de las delicias para extinguir elmelancólico silencio que se había colado en el compartimento—. Me han dicho que el chef estabaocupadísimo esta noche.

—He tenido que batirme en duelo con un tal Pierre, un francés larguirucho, compinche delmaestro Fabregat, que no soltaba la bandeja ni con la promesa de devolverla a tiempo para eldesayuno de mañana.

A tiempo. Cuántas cosas a destiempo, a tiempo, por un tiempo, sin tiempo, a contratiempo… ElConejo Blanco de Alicia llegando tarde a todas partes, consultando su reloj de bolsillo para salircorriendo después. La relatividad del concepto para quienes esperaban o desesperaban y otra vezese cambio de punto de vista. Como sucedía con la Historia, la realidad y el tiempo cambiabansegún la perspectiva de quienes lo estuviesen contando. «Nadie ama lo que no comprende» habíadicho Pol.

—Todo este tiempo convencida de que nunca fui suficiente para Pol y resulta que, de los dos,era él quién no estaba entero.

—A menudo nos creemos el centro del universo, ya lo ves. Nos atribuimos la razón delcomportamiento de los otros. Pensamos que somos insuficientes, que hemos hecho algo mal,

Page 77: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

cuando alguien nos aleja. Y quizás solo nos están protegiendo de un mal mayor.—Pero a menudo es así, Ángela. Si no asumimos nuestras responsabilidades nunca

aprenderemos nada. No deberíamos culpar siempre a los demás de lo que nos ocurre.—¿Qué has aprendido de los años que estuviste con Pol?Era una buena pregunta que todavía no estaba segura de poder contestar, así que me encogí de

hombros y dije lo primero que me pasó por la cabeza.—A estar sola.—Ese es un principio excelente.—A sentirme culpable.—Ese no lo es tanto.—Por eso me fui.—¿Y por qué ha vuelto él?—Quiere que comprenda qué pasó en realidad —«Quiere que le ame», pensé—. Piensa que no

podré perdonarle si no entiendo qué ocurrió entre los dos.—¿Y lo has hecho?—No estoy segura de que necesite perdonar nada. Cuando estábamos juntos, me odiaba a mí

misma, no a él.—Entonces deberías hacer el ejercicio de perdonarte a ti misma, como ha hecho Pol. Por

quedarte a su lado pese a que sentías que esa relación era poco saludable, porque tu bajaautoestima te convenció de que eso era a lo máximo que podías aspirar, de que era lo único quemerecía una persona tan poco interesante como tú.

—Pero no lo acepté, rompí con Pol.—¿Después de cuánto tiempo?Otra vez el tiempo, dijo el Conejo Blanco. Tic tac. Tiempo para perdonar, para restañar las

heridas, para comprender y sanar. Qué difícil es explicar una relación o una ruptura por cosas tanpequeñas que se hacen grandes con el desgaste y el uso. Es más sencillo decir que te marchasteporque ya no le amabas o porque te traicionó o porque eráis incompatibles. La suma de un millónde detalles acumulados que construye un castillo de soledad es demasiado invisible para que losdemás la comprendan.

—Jamás pensé que tuviese tanta fuerza de voluntad para alejarme de Pol —confesé tras apurarmi chocolate—. Pasé un duelo en toda regla. Me mataría pensar que durante todo ese tiempo élnunca dejó de quererme.

—Porque crees que eso te convertiría en la mala de la historia. Te equivocas —sentencióÁngela con esa seguridad aplastante que a menudo la hacía tan antipática—. No hay buenos nimalos, solo un par de idiotas, pero ¿acaso no lo son todos los enamorados?

—¿Qué voy a hacer, Ángela? —me queje muy bajito.—Volver a casa. Mucho tiempo después de que Ángela se hubiese ido con su fachada impecable, su sapiencia

del lado oscuro y esa pizca de misterio sin resolver que siempre la rondaba, Houdini y yocontinuamos insomnes.

Page 78: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

FRONTERA AUSTRÍACA

Al amanecer atravesamos los Alpes austríacos y dejamos atrás el río Drava, caudaloso con los

primeros deshielos de una primavera recién estrenada, en dirección nordeste, hacia Viena. Habíaprogramado la alarma del móvil a las ocho, pero me quedé un rato más en la cama, contemplandoel horizonte rosa y gris de un día que no terminaba de romper. Me arrodillé sobre el colchón,envuelta entre las mantas, junto a la ventana por el puro placer de contemplar los vagones traseroscada vez que las vías describían una suave curva. Sinuoso, el elegante tren serpenteaba veloz.

Me aseé lo mejor que pude en el diminuto cuarto de baño de mi compartimento, acariciandocon los pies descalzos el hermoso mosaico del suelo, y me vestí mientras tarareaba melodías deRohan. No había dormido demasiado, pero un poco antes del amanecer conseguí reconciliarmecon mis recuerdos y concederme el beneficio de la duda. El mundo está lleno de intencionesperfectas y los dioses saben que las mías lo eran cuando decidí seguir adelante sin Pol.

Descubrí junto a la puerta un pequeño plano de situación del tren, desperdicié dos minutos demi vida intentando ubicar, en vano, los diferentes vagones que conocía, y decidí que de todasformas me aventuraría a salir del compartimento para desayunar. Los hados quisieron que mecruzara con Gilberto justo cuando cerraba la puerta a mis espaldas indecisa sobre la dirección quedebía tomar.

—Bon jour, mademoiselle —exclamó alegre el hombrecillo con su impecable uniforme azulribeteado de oro—. Está usted tres magnifique vestida de rojo, como Audrey Tatou para Chanel.

Probablemente lo único que tenía en común con la actriz era que ambas pertenecíamos algénero humano, aunque tampoco estaba muy segura de eso en el caso de Audrey. Supuse que elbuen Gilberto se refería al anuncio que Tatou rodó para Chanel en el Orient Express.

—¿La conoció?—Por desgracia no, el personal no estaba de servicio cuando se filmó el spot. Ni tampoco, más

recientemente, cuando el señor Kenneth Branagh rodó la adaptación de la novela de AgathaChristie, en el invierno de 2016. Los equipos de filmación solicitan los permisos con años deantelación y Belmond suele concederlos fuera de temporada y para tres o cuatro vagonessolamente. Desde septiembre hasta marzo, casi todos los Pullman van pasando por cochera parasu restauración y cuidado.

—Me imagino que no existe una productora que no sueñe con rodar en el Orient Express.—No hay nada más romántico, mademoiselle —afirmó muy serio el Agente de

Acompañamiento—. Una de las apariciones del tren en la gran pantalla que más me gusta es en lapelícula de Drácula que dirigió Francis Ford Coppola. El Express d’Orient aparece magnífico,cruzando los Cárpatos, con el Danubio a sus pies y todo el terciopelo rojo del vagón Stuartluciendo tan bien en pantalla. Un vagón de historia ciertamente agridulce, si me lo permite, puesen él firmó Hitler el armisticio de Francia en 1940; sin duda un endemoniado gesto simbólico deldictador pues allí mismo, pero en 1918, Alemania había rubricado su derrota y aceptado el fin dela Primera Guerra Mundial.

»También se rodaron en 1962 algunas escenas con Sean Connery, para Desde Rusia con amor,aunque por entonces yo ni siquiera había nacido. Lo que sí recuerdo es cuando un equipo técnico

Page 79: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

de cerebritos informáticos estuvo todo un mes paseándose por cada uno de los vagones con suscachivaches raros. Pensaba que alguien había llamado a los cazafantasmas, pero luego resultó queestaban escaneando los escenarios para el videojuego de El profesor Layton y la Caja dePandora.

De repente, allí parada escuchando las anécdotas de los rodajes que recordaba Gilberto, me dicuenta de que el acompasado traqueteo apenas afectaba mi equilibrio. Me había acostumbrado aviajar en el Express d’Orient y, por primera vez desde que embarqué en París, supe que, pasase loque pasase a partir de aquella mañana, recordaría con cariño y nostalgia esos días extraños através de los raíles del viejo continente. No importa lo mucho que se ría de nosotros o lo torpesque le parezcamos, si la vida te invita a bailar síguele la corriente.

—Mademoiselle —me advirtió Gilberto cuando observó que me dirigía al vagón anterior trasrecomendarme que no llegase tarde al desayuno—, le petit déjeuner es en el restaurante dorado,con una demostración de dispensadores de mantequilla —Le miré con cara de no saber de qué meestaba hablando—. Se lo comento porque quizás quiera ir a desayunar.

—Sí.—Debería ir en la otra dirección, hacia atrás.—Claro.—No tiene pérdida, mademoiselle.—Le dijo Ariadna a Teseo… —pero cuando estaba a punto de abandonar el vagón me acordé

de algo—. Gilberto, disculpe. ¿Recuerda lo de la sorpresa del chef Fabregat? ¿Lo de laexplosión?

—Boom —sonrió extasiado.—Sí, boom. Debe haber algún malentendido porque los tubos… porque no creo que el chef…—Sí, sí, mademoiselle. Usted guarde el secreto, por favor —dijo antes de desaparecer por el

otro extremo del vagón. Para cuando encontré el restaurante dorado —llamado así por los artesonados del techo y para

diferenciarlo del azul, del Stuart y del vagón del champán—, todos los pasajeros ya se hallabanallí, desayunando frente a dos máquinas, grandes y blancas, de luces azules fosforescentes, comoun puñado de acólitos contemplando por vez primera una brillante representación de su deidad.

—Si pulsamos este botón de aquí —decía una mujer rubia muy entusiasmada que Ángela mehabía señalado como una de las directoras de los Melia— sale la porción de mantequilla. Decuatro centímetros de circunferencia exactos y a 15 grados centígrados, que es la temperaturaperfecta para untarla.

Toda la concurrencia estalló en un arrebatado aplauso, excepto David que me hacía señas paraque me sentase a su lado. Dudé en si pedirle matrimonio entonces o en el descanso cuando caí enla cuenta de que me había estado guardando el sitio y tenía una taza de café humeante y aromáticapreparada para mí. Dos mesas más allá, la rubia cabeza de Ángela destacaba entre los dosencantadores directores de Melia, que ya habían terminado su parte en la demostración y dadopaso al siguiente conferenciante, así que supuse que no le importaría que yo tambiénconfraternizara con la competencia.

—¿Es una conferencia sobre mantequilla? —le pregunté tras zamparme el primer bollo decanela. Reconocí con una punzada en el estómago la receta de Pol, pero yo estaba demasiadohambrienta y el bollo demasiado delicioso como para hacerme la dura.

—Sobre sostenibilidad —me contestó en voz baja—. Con la máquina se elimina todo elplástico de las porciones individuales además de facilitar el proceso de untar la mantequilla.

Page 80: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¿Y la otra máquina?—Esa te va a encantar —dijo algo impresionado por la cantidad de bollos que era capaz de

zamparme mientras hablábamos—. Es para rellenar los cruasanes de mermelada, de cremapastelera, de chocolate o de lo que quieras.

—A Pol le parecería espantoso —se me escapó.David hizo una mueca de dolor y simuló que se clavaba el cuchillo en el corazón.—Es el cuchillo de la mantequilla —bromeé—, le quita romanticismo al gesto.—Podría batirme en duelo con el chef Fabregat, si fuese necesario.—No lo es.—Anoche no viniste al bar. Te perdiste la magnífica interpretación de Moonlight Serenade &

zombis de Guido.Ángela se giró con una cara de malas pulgas que habría intimidado al mismísimo Rasputín y se

llevó el índice a los labios con tanta energía que puso en peligro el precario moño de la directorade los Melia.

—¿Lo acompañaste a la guitarra? —susurré en cuanto se dio la vuelta.—Oh, sí. Había bebido muchísimo.—¿Tú o Guido?—Guido no bebe desde que la absenta se declaró ilegal en 1854.—Siento habérmelo perdido —Mientras lo decía supe que no era verdad. No hubiese

cambiado por nada el paseo por las calles de Venecia, llevada casi en volandas por el señorRochester y su paraguas gigante, bajo una lluvia torrencial; el pequeño restaurante misterioso, consu chimenea y sus mesas de manteles encarnados, Pol descalzo, con el pelo húmedo y ensortijado,cruzando el desierto que nos distanciaba para cogerme de la mano…

Me encontré con la mirada anhelante de David y me sentí tan culpable como los personajes delOrient Express de Agatha Christie.

—Esta noche me paso —le prometí.—Será la última noche a bordo.Una punzada de tristeza me encogió el estómago.—Yo tampoco quiero que termine este viaje —dijo David interpretando correctamente mi

expresión melancólica—. Me ayuda a pensar.—¿Sobre tu próxima novela?—Sobre cómo complicarle la vida a los repartidores de UPS.—El Belmond Venice-Simplon es un hotel sobre raíles, unas vacaciones de lujo y maravilla —

reflexioné en voz alta—. Pero creo que también es un impasse, un lugar de espera, tierra de nadie.¿De qué manera podría ser esto parte de nuestra vida? Se escapa a la geografía y al tiempo.

—Pues entonces —dijo después de pensarlo un poco—, que sea parte de nuestros sueños.Tanteé la posibilidad de que el reencuentro con Pol no fuese más que un sueño, pero lo

descarté en seguida: solía despertarme rápido de tamañas pesadillas.

Page 81: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

VIENA

Esta vez bajé del tren ligera de equipaje y de ánimo. Avisé a Gilberto de que no iría en el

minibús del Summit porque prefería visitar el Museo de Historia Natural antes de ir al hotel paraducharme y almorzar. Me vendría bien estar a solas en un espacio de gran amplitud y techos altospara quitarme la sensación de encajonamiento del tren.

—En nuestros recorridos oficiales de temporada, contamos a bordo con un especialista ensalud que supervisa el ejercicio físico de los pasajeros —me había explicado el Agente deAcompañamiento cuando le comenté mis principios claustrofóbicos.

—¿Un entrenador personal? —Una pena que los hoteleros no hayan pensado en incluirlo en este viaje.—Tuvieron que escoger entre la máquina de mantequilla y el entrenador —bromeó el

hombrecillo del bigote estilo hormigas en fila.Gilberto me entregó una tarjeta con la dirección del hotel, me advirtió de que contaba con un

total de cuatro horas antes de que el tren partiese en dirección a Innsbruck, y me hizo esperarmientras se aseguraba de que había taxis a la puerta de la estación. Miré a ambos lados del andén,temerosa de que David o Pol apareciesen para truncar mis planes de fuga en solitario. Habíaesperado a que saliesen todos los asistentes del Summit y embarcasen en el minibús antes deaventurarme a bajar del tren y me sentía un poco agente secreto en misión clandestina. Por eso mesobresalté cuando Ángela me gritó por la espalda.

—¿Qué haces aquí? Vas a perder el bus.—Mademoiselle, su taxi la espera —El siempre oportuno y querido Gilberto.—¿Otra vez con la historia de volver a casa? ¿Dónde está el pequeño monstruo peludo?—Cuidaré bien del cobaya —aseguró el Agente de Acompañamiento—. No se preocupe.—Es un conejo.—Très bien —sonrió volviendo a su querido tren—. Disfrute, mademoiselle.—Antes de ir al hotel, quiero pasar por el Museo de Historia Natural de la ciudad.—¿Es ese sitio donde tienen pedruscos y animales disecados?—Más o menos.—Mira que eres rara, Khaleesi. Te acompaño.Estaba a punto de asegurarle que no hacía falta, que volviese al autobús con los demás, cuando

algo en su expresión, en sus profundas ojeras y en el rictus de cansancio y duda de su boca medisuadió. Asentí en silencio y nos fuimos juntas, con nuestros respectivos bolsos y neceseres enbusca del taxi que Gilberto había dispuesto para recogernos.

Los dos palacios neorenacentistas gemelos que albergan, respectivamente, el Museo deHistoria Natural y el Museo de Historia del Arte de Viena, fueron edificados al mismo tiempo,entre 1871 y 1891, separados por la plaza de María Teresa. Se construyeron para albergar lasgigantescas colecciones de los Habsburgo: unos 25 millones de especímenes y casi 30 millones deminerales, artefactos y obras de arte diversas. El taxi nos dejó junto al impresionante monumentode la emperatriz que daba nombre a la plaza, bajo un cielo azul escarchado, a la fría intemperie deViena en marzo. Contemplamos intimidadas los hermosos palacios blancos delimitando el espacio

Page 82: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

y Ángela preguntó cuál de ellos era el zoo disecado.—Acerquémonos a uno cualquiera hasta que podamos leer el rótulo —sugerí.—¿Tú cuál crees que es el que quieres visitar?—Ese —señalé al azar.Ángela me cogió del brazo y echó a andar en dirección opuesta, hacia el otro palacio. No la

culpé, a esas alturas de nuestra amistad ya estaba más que prevenida sobre mi pésimo sentido dela orientación y mi torpeza geográfica.

Recorrimos la planta inferior en silencio y a buen ritmo, deteniéndonos curiosas cada vez que

un ejemplar nos llamaba la atención. Caminar sobre los suelos de madera flotante, bajo losenormes esqueletos de cetáceos, me sumergió en el decadente romanticismo de aquellos gabinetesde curiosidades victorianos a los que siempre me recordaban los Museos de Historia Natural. Elde Barcelona había ocupado durante muchos años el Palau dels Tres Dracs, la bellísimaconstrucción modernista en los jardines de la Ciutadella que Lluís Domènech i Montaner habíaerigido en 1887 como el pabellón restaurante de la Exposición Universal de 1888. Me encantabavisitar la colección de zoología que albergaba el palacio, sobre todo en las tardes invernales,cuando la oscuridad y las tormentas ocasionales ponían la guinda del misterio a un lugar ya de porsí maravilloso y decimonónico. Su penumbra, sus suelos de madera que crujían al caminar sobreellos, las vitrinas antiquísimas, el encanto de sus polvorientos tarjetones con informacióntrasnochada y tan romántica de calamares gigantes, muestras recogidas por el Beagle o leonesapolillados, me enamoraba. Una fantasía gótico modernista que desgraciadamente se diluyó en lasinstalaciones futuristas —cemento, leads y paneles digitales— del nuevo museo cuando fuetrasladado al Fórum en 2010. Solo había visitado la colección una vez desde que había cambiadode sede; me produjo tal tristeza el contraste del estado decadente de muchas de las piezas —porno mencionar su amontonamiento indiscriminado y sin gracia en espantosas cárceles demetacrilato— con su nuevo entorno digital, que preferí conservar la memoria del encanto de suubicación originaria, en el Palau dels Tres Dracs. El de Viena me resultó un agradable eco delantiguo Museo Natural de Historia de mi ciudad.

Dejé a Ángela en el piso superior, con los meteoritos, y me sumergí en el Mesozoico,caminando despacio sobre la madera crujiente por entre dinosaurios enormes, de garrasescalofriantes y letales mandíbulas, fósiles y rarezas extintas, que finalizaban con la aparición delas primeras obras de arte prehistóricas. Me reencontré con Ángela justo ahí, al final de mirecorrido meditabundo que tanta serenidad me había aportado, frente a la pequeña figurilla de laVenus de Willendorf. Mi amiga la miraba con una expresión que me hizo dudar de su cordura.

—Qué espanto —susurró angustiada.—Es una venus paleolítica, de hace unos 30.000 años. Representa…Ángela se echó a llorar con desconsuelo. Pese a sus esfuerzos por controlarse, sus sollozos

resonaban terribles bajo los altos techos de piedra y molduras blancas decoradas con escudos. Laabracé, segura de que me apartaría con algún exabrupto, y para mi sorpresa no solo me devolvióel abrazo sino que me retuvo hasta asegurarse de que mi abrigo quedaba bien empapado enlágrimas. Le propuse subir a la cafetería, porque apenas estaba iluminada —ninguna pena resistela inclemencia de los fluorescentes— y seguía desierta durante la mañana de un día laborable.Paró de llorar cuando le puse delante una infusión de camomila. No estaba segura de que la magiade una galleta de avena con pepitas de chocolate venciese el desconsuelo de una directora, peroprobé suerte.

—Estoy embarazada.

Page 83: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¿Como la Venus de Willendorf? —pregunté como una estúpida. Eso explicaba por qué habíaestado tan rara y por qué no había probado ni una sola gota de alcohol durante todo el viaje, perono tenía ni idea sobre qué se le dice a una abogada que dirige uno de los hoteles más lujosos deEuropa con mano de hierro cuando te suelta semejante bomba.

—Solo que no tardaré 30.000 millones de años en dar a luz.—Son 30.000 años, sin los millones, y tampoco es exacto.—¡Por todos los dioses! ¿Eso es todo lo que vas a decirme?—No sé qué decirte.—Pues lo normal, yo qué sé. Pregúntame quién es el padre, dónde tenía el cerebro cuando

sucedió o si me inquieta que cuando el bebé cumpla once años aparezca un sabueso del infiernoque desate sus poderes malignos.

Como no se me había ocurrido ni una sola de esas cuestiones, me reconfortó que lashistoriadoras no fuésemos lo que suele llamarse una persona normal. De todas formas, el anunciode Ángela me había cogido tan desprevenida que seguía sin saber qué decir. Me alivió verlamordisquear la galleta de chocolate y que no estallase en llamas.

—¿Quieres contármelo?—Yo qué sé, Khaleesi —se encogió de hombros—. Digo yo que en unos meses te habrías dado

cuenta tú sola.—Que sea despistada y que mi sentido de orientación deje algo que desear…—Te pierdes en el tren. Dudo de todos tus sentidos, excepto del de la orientación; ese estoy

segura de que naciste sin él.—Ja-ja.—Dame algo de tiempo —ensayó una sonrisa triste—. Te lo contaré todo cuando me vea capaz

de hacerlo sin que me dé un ataque de histeria. Lo tenía bien planificado, pero una cosa es lateoría y otra es sentir dentro de ti los resultados. En unos meses cumplo cuarenta años, deseabaser madre. Pero ya sabes que no se me dan bien las relaciones románticas y el estúpido relojbiológico no hacía más que tic-tac-tic-tac, cada vez más fuerte. Así que tuve una aventura conalguien del trabajo. No te asustes no es ninguno de tus compañeros, ni Literalmente ni el directorcomercial. Te lo prometo. Tampoco es alguien casado. Pero no tenemos una relación de parejaconvencional, ni nos apetece, y ahora mismo no quiero hablar de eso.

Ángela me explicó que sus amigas y conocidas habían sido madres durante los dos últimosaños o estaban a punto de serlo. Hasta entonces, ella se había sentido a salvo de cualquier deseoreproductor, incluso profesaba una secreta admiración por el Club Darwin, un grupo de científicosy famosillos que creían que el mejor legado que podían ofrecer al Planeta era la extinción de lahumanidad por el simple procedimiento de negarse a tener hijos. En esencia, Ángela había sidouna entusiasta partidaria de ignorar los instintos reproductivos hasta que empezó a relacionarsecon bebés.

—Olían bien —Se había terminado la galleta y la infusión, y se bebía a pequeños sorbos miespantoso café con leche descafeinado—. Me los ponían entre los brazos y se me cortocircuitabael cerebro. No podía dejar de imaginarme envejeciendo sola en un piso muy elegante lleno degatos y geranios, y en la cabeza me resonaba una voz en off terrorífica que entonaba eslóganesfatídicos como «Nadie te recordará cuando hayas muerto», «Tu legado se perderá contigo»,«Egoísta hasta el final», «Petit bateau, petit bateau».

Siempre he pensado que los adultos no cambian demasiado. La experiencia, el aprendizaje, lostropiezos… cada tramo del camino conforma el carácter y las convicciones. No es que meengañase la fachada de abogada dura y desalmada de Ángela, pero me resultaba difícil entender

Page 84: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

que una persona con una perspectiva tan real y poco esperanzadora sobre sus semejantes hubiesedecidido ser madre. No siempre comprendemos las elecciones de nuestros amigos, pero eso nonos impide seguir queriéndolos.

—¿Qué significa todo eso? —pregunté.—¿Lo de los gatos y los geranios o lo de la voz en off?—Petit bateau.—Es una línea de diseño de moda para bebés. Cuando mis amigas empezaron a tener hijos, les

regalaba ropa de Petit bateau. Tengo la tarjeta VIP —dijo con orgullo después de terminarse loque quedaba en la taza—. ¿Crees que estoy loca?

—¿Qué importa lo que piense? Hace un rato me has dicho que soy anormal.—Pero de una manera muy educada y encantadora.—¿Quieres tener ese bebé?—Es lo que más deseo en el mundo, después de seguir leyendo a Dostoievski.—Entonces todo está bien, Ángela.—Es que ha sido tan rápido... Un día estaba tomando la decisión de ser madre y a la semana

siguiente me quedaban solo nueve meses para serlo. Tengo casi cuarenta años, mis ovarios no sonexactamente un vergel fecundo, así que pensé que tardaría un tiempo en quedarme embarazada.Pero aquí estoy, siguiéndote por este museo siniestro…

—No es siniestro, es romántico y extraordinario.—… y lúgubre…—Misterioso.—… y robándote tu asqueroso descafeinado y contando un montón de tonterías con tal de

aplazar el momento de confesar que tengo miedo.Le pasé otro pañuelo de papel y me encogí de hombros. Todo se reducía a eso; el amor movía

el mundo y el miedo se dedicaba a ponerle palos bajo las ruedas.—Serías más rara que yo si no lo tuvieses. ¿Cuándo has sabido que te renovarían la tarjeta VIP

de Petit bateau?—Me compré una prueba de embarazo en Venecia. Lo sospechaba desde hace unas semanas

pero no me atrevía a confirmarlo.—Anoche, cuando viniste a verme con el chocolate…—Ya lo sabía.—¿Por qué no me dijiste nada?—Porque anoche hablábamos de Pol. Mi primogénito es educado, no va a monopolizar la

conversación cuando su madre quiere saberlo todo sobre el señor Rochester y su románticahistoria persiguiendo a Sigrid, la historiadora anormal.

—Ángela.—No me interrumpas.—Has dicho madre.Rompió a llorar de nuevo.—¿Serás su madrina?—Es que me da mucho miedo el sabueso del averno ese.—No creo que aparezca hasta que cumpla once años y tampoco es que vaya a llamarla Sigrid

ni nada de eso, en caso de que sea niña.—De acuerdo.—¿Te importa si no te cuento nada más por el momento y recupero mi rol de amiga perfecta

aunque una pizca malvada? Todavía no he decidido qué haré respecto a mi carrera profesional. No

Page 85: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

estoy segura de cómo compaginaré mi trabajo con lo de tener un bebé en casa. Supongo que tendréque reajustar mis horarios y mi cerebro, pero hasta entonces prefiero seguir siendo desalmada unpoco más.

Prácticamente Ángela vivía en el Falls, pero preferí no decirle lo optimista que me parecía laexpresión «reajustar horarios»; lidiar con el embarazo y la voz en off terrorífica ya eran suficientecastigo para un solo ser humano como para cargarla además con otras preocupaciones.

Page 86: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

NASCHMARKT

Tras regresar al siglo XXI para ducharnos, cambiarnos de ropa y secarnos el pelo en una

fabulosa day room del hotel boutique Sans Souci, dejé a una recuperada Ángela a las puertas delVeranda Restaurant, donde ya estaba dispuesto el buffet del Summit. Me había ofrecido a llevarnuestras bolsas al minibús que nos devolvería al tren.

—¿Todo bien? —le pregunté antes de separarnos. Lucía un aspecto radiante con su traje de trespiezas de raya diplomática y camisa de seda esmeralda. Se había maquillado y su media melenarubia le enmarcaba la piel suave y sonrosada de la cara. Apenas se le notaban los ojos hinchadospor el llanto.

—Sobreviviré.—Harás más que eso —le prometí. Me hubiese gustado darle un abrazo, pero Ángela era

alérgica y esa misma mañana ya había tolerado uno.—Es curioso —dijo como si hubiese estado meditando la cuestión desde que habíamos

hablado en el museo—, toda mi vida adulta pensando que lo que más deseaba en el mundo era eléxito profesional y resulta que debajo de toda esa ambición no había más que vacío. Estoycansada de llegar a casa y encontrarla vacía.

—¿Se lo has dicho a tu madre?—Estará encantada, como si lo viera. Siempre ha sido una hippie avergonzada por las

aspiraciones burguesas de su hija. Cuando le dije que estudiaría Derecho intentó exorcizarme conun rito budista.

La alegría que iluminó la mirada de Ángela cuando le mencioné a su madre me pareció ladefinición más hermosa de familia que jamás había visto. Sentí que había sido injusta al tomarmecon tanta extrañeza el cambio de opinión de mi amiga sobre la maternidad, me había olvidado delo importante que era para ella la relación con su madre, la seguridad, el apoyo, el amor ycomplicidad que su madre había aportado siempre a su vida. Me pregunté si se daba cuenta de queno le hacía falta tener a nadie en casa cuando volvía por las noches del trabajo mientras siguiesecontando con su familia.

Fuera del Sans Souci, los cielos de Viena permanecían inmutablemente azules y sin nubes. Dejé

los equipajes a cargo del conductor del autobús y me abroché el abrigo gris disgustada porhaberme dejado la bufanda en el tren.

—Ven conmigo.Pol había aparecido de la nada para cogerme de la mano y tirar de mí hacia el taxi que

esperaba a la puerta del hotel. Su pinche de cocina nos seguía muy serio y concentrado, como sitomar nota de cada uno de los gestos del gran chef resultase determinante para su aprendizaje.Protesté un poquito, más por la sorpresa del asalto que porque tuviese algo interesante que hacer;no me apetecía volver al almuerzo del Summit, todavía quedaba casi hora y media para estirar laspiernas antes de regresar al acogedor, pero reducido, seno del Orient Express y, después de lacatarsis, seguro que Ángela se las arreglaba mejor sin mí.

No se me había olvidado lo bien que olía Pol en las distancias cortas, esa agradable frescura

Page 87: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

de ropa recién lavada y su loción de afeitado. Cuando acerté a soltarme de su mano, casihabíamos llegado a destino, que resultó ser el Naschmarkt, el mercado más pintoresco de laciudad. El señor Rochester no había parado de hablar en el taxi sobre las provisiones quenecesitaba para la última cena a bordo del tren que clausuraría el Summit y la celebración delaniversario de la trigésimo quinta temporada de las rutas ferroviarias vintage de los Belmond.

—Y necesito más canónigos —añadió mirándome con media sonrisa socarrona— si quiero quemis botas sigan más o menos intactas.

—Son las botas más espantosas que he visto nunca.—Los mordisquitos de tu rata no las han mejorado, precisamente.—Houdini es un conejo.—Es una plaga que devora todos mis canónigos. Tu Monsieur Gilberto entra en la cocina a

hurtadillas, cada vez que sabe que no estoy, para llevárselos.—Yo compraré los canónigos.—Eres preciosa incluso cuando te enfurruñas.—No estoy enfurruñada.—Pero sí preciosa.—Vas a hacer que Pierre se sonroje.—¿Quién es Pierre?El aludido salió del taxi tras su jefe y se internó con nosotros entre los puestos del Naschmarkt

sin replicar. Probablemente no entendía ni media palabra de lo que estábamos diciendo, pero mequedó la duda de si protestaría en caso de que hubiésemos hablado en otro idioma. Delgado,pálido y desgarbado, el pinche-acelga del chef Fabregat parecía ajeno a nada que no fuese tomarnota mental de cada una de las elecciones alimentarias de su ídolo culinario. Me distrajeintentando recordar a algún cocinero que fuese tan delgado como Pierre, medio consciente de quePol volvía a llevarme de la mano con una naturalidad que resultaba alarmante.

—Prueba esto —Pol se había detenido en un puesto de fruta escarchada y frutos secos y,después de intercambiar algunos saludos con los propietarios, me ofrecía una sospechosa bolitaverde del puñadito que le habían dado.

—¡Arg! ¡Es wasabi!—Cacahuetes con miel recubiertos de wasabi.—Asqueroso.—Siempre has sido muy reacia a aceptar nuevos sabores.—No hagas eso. Hablarme como si todavía me conocieras —le aclaré—, como si no hubiese

cambiado nada entre nosotros.Fue entonces cuando la cólera, que había reprimido y disfrazado durante todo ese tiempo, subió

deprisa y explotó, derramándose en mi interior como la lava de un volcán. Eché a andar, furiosa,entre puestos de verduras y emparedados, frutas y fideos, un mosaico de colores y apetitososaromas que pasaban borrosos mientras huía hacia delante para escapar de mí misma. No entendíapor qué me había reencontrado con Pol, justo cuando todo estaba en orden, cuando me sentíatranquila y centrada. No entendía qué derecho tenía el maldito chef Fabregat a darme unasexplicaciones que nadie le había pedido.

Comprendí que al fin me habían alcanzado mis sentimientos, largamente reprimidos, guardadoscon cuidado en los cajones más recónditos de mi interior. La austeridad emocional de la ameba,de la que me acusaba Ángela, se había resquebrajado hasta caer en pedazos. La proximidad de Polme dolía a flor de piel. Pero lo que de verdad me atrapó, y no tardó demasiado en conseguirlo, fueel señor Rochester que, con sus largas zancadas, se puso a mi altura en un parpadeo y caminó

Page 88: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

junto a mí simulando no haberse dado cuenta del estallido. Perspicaz como siempre, no se atrevióa tocarme, pero eso no impidió que otra vez yo me descubriese incapaz de pensar en nada que nofuese —oh, maldición— la caricia de sus manos.

—No te atrevas a disculparte —le advertí entre dientes.—Sigrid —dijo despacio, con su maravillosa voz ronca, casi en un susurro—, te echo tanto de

menos que me duele.—Consulta a tu cardiólogo —Quizás la malignidad de Ángela empezaba a ser contagiosa.—Sigrid…—¡Por todos los dioses! ¡Deja de pronunciar así mi nombre! —Me detuve porque se me había

terminado el mercado, porque había llegado al final de las paradas, porque no sabía a dónde ir, yporque me sentía tan frágil y desamparada que me hubiese puesto a llorar.

—¿Cómo?—Como si fuese solo tuyo —Estaba tan guapo con esa sonrisa torcida que casi había empezado

a ponerme de puntillas para borrársela, de pura rabia, con un beso cuando me di cuenta de labarbaridad que estaba pensando—. Yo qué sé —me rendí—. No digo más que tonterías cuandoestoy contigo.

Escuché la voz de Ángela en mi cabeza apuntando que las tonterías las decía siempre y encompañía de cualquiera.

—Me gusta cuando estás conmigo —dijo el pérfido chef Fabregat.—Deberíamos volver.—Es lo que intento decirte desde hace cuatro días.—Estoy hablando de regresar al tren o al hotel o donde sea.—Yo no.—No puedo, Pol. Lo siento.—¿De qué tienes miedo?—La primera vez no salió demasiado bien.—Pero ahora soy más sabio.—¿Y por qué sigues siendo igual de insistente?—Porque cocino mucho mejor.—Qué razonamiento más absurdo.—Si te digo la verdad, temo que salgas otra vez corriendo.—Se nos ha terminado el mercado —No sé qué otra cosa podría haber dicho en lugar de salir

corriendo y confirmar sus sospechas.Dimos la vuelta sobre nuestros pasos y Pol le dictó instrucciones a su pinche para que

comprara algunas cosas. Lo acompañé en silencio hasta una parada de frutas, donde se hizo conmanzanas rojísimas, naranjas y las primeras cerezas de la temporada. Me dio a probar algunas,pero me fastidió encontrarlas insípidas; una fruta tan bonita y perfecta como la cereza siempredebería estar a la altura de las expectativas que prometía. Cargó a Pierre con todas las bolsas encuanto se reunió con nosotros y nos encaminamos a la salida por el extremo opuesto del mercado.

—Por si tienes miedo de que vuelva a recaer… en líos, quiero que sepas que sigo yendo aterapia, no lo voy a dejar en mucho tiempo —Pol retomó la conversación como si no hubieseexistido paréntesis alguno, como si hubiese continuado dialogando en su cabeza contra mi tercosilencio—. Jamás te pediría que salieses conmigo si no estuviese bien.

Quizás porque ya me estaba arrepintiendo de haberle contestado con tanta crueldad momentosantes, me desarmó su honestidad, que tan bien conocía.

—Lo sé.

Page 89: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¿De qué tienes miedo, Sigrid? —volvió a preguntarme al cabo de un momento, como sihubiese estado descartando uno a uno todos los motivos imaginarios que me impidiesen confiar ensus promesas y no encontrase ningún otro.

—No lo entiendes —Notaba el nudo en la garganta y la sensación angustiosa de quien intentarespirar bajo el agua—. Alejarme de ti fue una de las cosas más difíciles que he hecho nunca. Eldía en el que te dije adiós pensé que moriría y he tenido que aprender a vivir de nuevo desdeentonces. Me hablas como si no tuviese corazón y lo único que intento es encontrar la valentíanecesaria para salvaguardar los pedazos que me quedan.

Pol se detuvo y me rodeó con un brazo hasta obligarme a mirarle de frente. Su mano se posócon delicadeza en mi mejilla fría y sus ojos volvieron a incendiar el puerto de los míos.

—Ahora mismo —pronunció muy serio, el aroma tenue de la fruta en su aliento—, solo hay doscosas seguras en el universo, Sigrid Merlo: que estas cerezas no valen un pimiento y que voy aganarme tu confianza.

Me reí entre lágrimas y negué con la cabeza, sin argumentos, sin resistencia alguna. Las manosde Pol eran lo único que me sostenía bajo el cielo inclemente de Viena, esas manos fuertes,callosas, acostumbradas al fuego, a moldear pasiones. Si la piel tiene memoria, la mía,traicionera, había empezado a anhelar la suya desde que nos habíamos reencontrado.

Volvimos a la estación en silencio, bajo la atenta mirada de acelga de un desconcertado Pierre.

Page 90: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

SALZBURGO

La vida, como Twitter, debería tener un modo oscuro. Se nos cansan los ojos de tanto brillo, de

tanta pantalla y tanta claridad, y es solo en la noche, al amparo del silencio, la soledad y lasombra, cuando somos capaces de proporcionar a nuestros pensamientos el contraste necesariopara encontrar un poco de luz.

Pol seguía deslumbrándome con su presencia, su actitud valiente y honesta, sus manoscreadoras de mundos propios, su voz capaz de volver realidad cada palabra. Su cariño, sucalidez, seguía reciente en mi memoria y se avivaba como ascuas candentes al soplo de suproximidad. Necesitaba comprobar si de nuevo me perdía en la alargada sombra que proyectaba osi todo este tiempo sin él y la comprensión reciente de su pasado me habrían dado la perspectivasuficiente como para situarnos uno junto al otro en igualdad de condiciones. No se trataba solo desi confiaba en él lo suficiente —probablemente eso ya había sucedido— sino de si confiaba en mímisma y en mi recuperada autoestima.

Habíamos salido de Viena con las primeras nubes anaranjadas del atardecer, tomandodirección sudoeste, hacia Innsbruck. Cruzaríamos Salzburgo sin paradas, por uno de los pasosferroviarios más antiguos de los Alpes septentrionales. Apenas se habían perdido de vista losúltimos vestigios de civilización y habían aparecido las montañas nevadas y los bosquesoscurísimos de abetos, dedaleras y helechos. Corríamos paralelos al parque natural deBerchtesgaden, y por la noche atravesaríamos los bosques de Sonnenberg hasta llegar a Innsbruck.No habría más paradas de day rooms en hotel hasta París porque, cuando cayese, esa sería laúltima noche a bordo del Venice-Simplon Orient Express. Una nostalgia espesa como el terciopelome empujó fuera del compartimento y me hizo buscar compañía en las conferencias del Summit.Ángela me obligó a sentarme a su lado y no me dejó escaparme de cotilleos con David.

Para compensar, El Azote de los Maîtres accedió a que compartiésemos mesa con David y sujefe en el vagón azul, donde cenamos con el temprano horario europeo y todo el despliegue degala que se merecía la despedida y la celebración del trigésimo quinto aniversario del fabulosotren. Picoteé distraída cada uno de los platos, con la atención dividida entre la agradable charlade mi Ed Sheeran particular y un paisaje veloz que se sumía despacio en las sombras de una nochede esplendorosa luna llena.

—Me preocupa la obsesión tecnológica de los Marriott —El director de los IHG, serio,reservado y de mirada torva, mejoraba sensiblemente con un par de copas de vino; aunque todavíano había decidido quién debía tomarse esas dos copas, si él, sus contertulios o todos sinexcepción—. ¿Es posible que sustituyan a su personal de recepción por inteligencias artificiales?

—Ojalá —suspiró Ángela. Como solo tomaba zumo de pomelo, parecía terriblemente aburridacon las observaciones del jefe de David.

—No lo dirá en serio —se sorprendió el hombre—. ¿Qué romanticismo ofrece una inteligenciaartificial?

—¡Romanticismo! Los huéspedes no buscan romanticismo cuando se hospedan en nuestroshoteles, sino eficiencia.

—Pero muchos vienen a descansar —intervino David— y de vacaciones. Y, también, para

Page 91: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

romper con la rutina, hacer algo distinto, explorar. La aventura es romántica.—Como viajar en este tren —le apoyé—, que Belmond ha convertido en un hotel de lujo sobre

raíles. No tendría ni la mitad de encanto si lo condujese un ordenador o si en lugar de a Gilbertotuviésemos, no sé, una máquina expendedora de toallas.

—A Gilberto lo veo más como una pantalla interactiva de la Wikipedia que como una máquinaexpendedora.

Al aperitivo de tartar de atún con pastel de mango, le había seguido una crema de faisán convermicelli de vegetales y un plato principal de mero sobre arroz cremoso de plancton, bogavante yteja de parmesano, todo regado con vino blanco y champán. Tras el brindis en honor a Belmond,propuesto por los pelotas del Best Western, y después de desearle al Venice-Simplon otras treintay cinco temporadas más, el camarero retiró los sorbetes de lima y sirvió el postre. Nada me habíasorprendido demasiado en la sucesión de platos del menú, pues seguía familiarizada con lasmanías culinarias del chef Fabregat —me entristeció pensar en los motivos por los que no habíapodido innovar en los últimos años—, hasta que tuve delante el plato amarillo con un pequeño,redondo y perfecto, pastel de color dorado rematado por dos cerezas caramelizadas y adornadocon hojas de chocolate negro.

—Disculpe —El jefe de David llamó al camarero y le señaló su pastelillo—. ¿Qué es?—Es un bizcocho esponjoso de canela y vainilla, relleno de una crema especial, receta secreta

del chef Fabregat —explicó el orgulloso empleado de los Belmond—. Una creación original parala cena de aniversario del Express d’Orient.

—Hágale llegar nuestras felicitaciones, por favor —intervino Ángela, que ya se había zampadomedio postre y hacía caso omiso de mi mirada fulminadora.

—De su parte, señora…—Merlo —mintió descaradamente la abogada.—Le diré que le han encantado los pastelillos Sigrid.David, que en esos momentos bebía de su copa, estuvo a punto de perecer atragantado por un

ataque de tos explosiva que le hizo escupir vino hasta por la nariz. Por fortuna, me salpicó lablusa, lo que me permitió bajar la cabeza y parecer muy concentrada en limpiarme con laservilleta. Hubiese preferido utilizarla para borrar la estúpida sonrisa de la cara de Ángela antesde bajarme en marcha del tren y agitarla en señal de despedida, pero la vergüenza me habíadesconectado temporalmente el cerebro.

—La señora no se llama Merlo —le expliqué al camarero mientras me ponía en pie con la caraardiendo—, se apellida Llorente. Y dígale al chef Fabregat que el nombre de su postre espretencioso y ridículo.

—¿De parte de la señora Llorente?—No, de la señora Merlo.—Pensé que había dicho…—Yo soy Merlo —aclaré— y ella, Llorente.—¿A la señora Merlo no le gusta el postre? —se lamentó el camarero.—No lo he probado, pero esa no es la cuestión.—Dele el recado, de parte de Merlo —intervino la malvada abogada disimulando la

carcajada.—¿Que el pastelillo le ha encantado?—Ese es el de Llorente —insistí.—El de las dos —dijo Ángela.—Los pastelillos son una delicia —intervino el director de los IHG.

Page 92: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¿Y usted quién es? —El camarero parecía a punto de echarse a llorar.—No tomaré café, gracias —me excusé poniéndome en pie y dispuesta a irme todo lo lejos que

me lo permitiesen los doce vagones del Orient Express.—Sigrid, no te enfades.—Pensé que Sigrid era el pastelillo —escuché murmurar al jefe de David justo antes de

abandonar el restaurante.—¡Sigrid! —Sheeran, más o menos recuperado de la explosión tipo geiser de su nariz, me

siguió hasta el vagón contiguo. Me detuve en el pasillo a que me diese alcance, pero simulé estarmuy interesada en el paisaje de las ventanillas para evitar tener que mirarlo a la cara—. Oye, nohay de qué avergonzarse. A mí me parece un gesto muy bonito —dijo cuando estuvo a mi lado.

—A mí me parece pitorreo.—Quizás te considere su musa.—Ed…—David.—David, las musas no creen en Pol Fabregat.—Al revés.—Como mi vida.Al fin nos miramos a los ojos, él desconcertado, yo enfadada, y estaba a punto de decirme algo

más cuando el tren frenó de golpe haciéndonos perder el equilibrio. Me resbalaron las manos alintentar apoyarme en el cristal de la ventanilla y aterricé sobre el trasero con un golpe y ningunaelegancia. Solté una palabrota entre dientes.

—¡Lo que faltaba!Fue David quien empezó a reírse, primero un par de carcajadas y un resoplido, después

imparable, con una risa tan sincera y fresca que me desdibujó el ceño y se me contagió. Ya queseguía en el suelo, me rendí y opté por dejarme caer bocarriba hasta quedar totalmente estirada,mirando el hermoso techo de volutas labradas. Seguí riéndome hasta que me lagrimearon los ojosy se me olvidó el estúpido enfado. David se sentó a mi lado, con la espalda apoyada en la pared yme señaló con la cabeza.

—Solo necesitabas un cambio de perspectiva.—Si conoces a alguien tan idiota como para montar un drama por viajar a bordo de un tren de

lujo e indignarse porque le ponen su nombre a un postre, preséntamelo que le pediré un autógrafo.—Sigrid —pronunció en voz baja al cabo de un de momento—, el idiota soy yo. Por no haberte

propuesto que nos fugáramos en Milán. Y… por no haberte contado algo que…Me incorporé sobre un codo y me encontré con su mirada triste y su sonrisa de buena persona.

Ángela escogió el momento en el que iba a contestarle para irrumpir en el vagón y plantarse conlos brazos en jarras frente a nuestros zapatos.

—Te acompaño a la suite —dijo sin dar muestras de sorpresa por encontrarnos despatarradospor el suelo. Esperó a que me incorporase, me cogió de la mano y siguió atravesando el pasilloarrastrándome tras ella en la que seguro que sería la dirección correcta porque, conociéndola, nose habría equivocado ni una sola vez desde 1998. David se quedó allí sentado, con el airemeditabundo y melancólico de los poetas abandonados.

—Hablamos luego —casi le grité por encima del hombro mientras era secuestrada—. ¿Por quése ha detenido el tren?—le pregunté a Ángela cuando llegamos al Minerva.

—No sé qué del programa de festejos.—¿El Orient Express puede pararse así, en medio de la nada, sin que nos embista otro tren o lo

que sea que pasa cuando se ignoran los horarios ferroviarios?

Page 93: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—No seas plasta, es la celebración del trigésimo no sé qué aniversario desde que volvió ainaugurarse la ruta del Venice-Simplon. Ponte guapa que hay que celebrarlo.

—Ya me he puesto elegante para cenar.Ángela me miró escéptica y señaló las manchas de mi blusa. Estaba pálida y ojerosa y me

pareció que la mano le temblaba un poco.—¿No vas a decirme nada sobre Ed Sheeran?—No deberías retozar con él sobre la moqueta, a Gilberto le cuesta veinte minutos diarios

mantenerla así de limpia.—No estábamos retozando.—Khaleesi, hazme dos favores: deja de sentirte culpable por todo. Sheeran es bastante

mayorcito como para darse cuenta de que no estás flirteando con él. Además, no me parece de losque se les rompe el corazón al primer intento.

—¿Y el segundo?—Pues si te empeñas en rompérselo…—Me refiero a cuál es el segundo favor que quieres que te haga.—Que vayas a cambiarte, nos vemos en la barra de Walter en cinco minutos —se impacientó

—. Pide champán.—¿Y los doce culpables?—Tendré que absolverlos —me guiñó un ojo antes de desaparecer tras la puerta del

compartimento contiguo—. Solo zumo de pomelo para mí —se lamentó.

Page 94: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

BOSQUES DE SONNENBERG

Acababa de ponerme mi vestido de lana gris, tan largo que el remate de los dobladillos casi

rozaba el suelo, y me había soltado el pelo del descuidado moño en el que me lo había recogidopara la cena, cuando escuché que llamaban a la puerta. Abrí distraída, mientras intentaba recordardónde había guardado los zapatos de tacón, convencida de que era Gilberto.

—Rápido. Ponte esto y ven.No era Gilberto. Era el señor Rochester con sus espantosas botas y mucha prisa. Antes de que

me diese tiempo a decirle dónde podía irse con sus prisas y sus pastelillos, me había sentado enuna de las butacas color crema y me estaba calzando, con rapidez asombrosa, unas botas muyparecidas a las suyas.

—Qué versión tan horrible de Cenicienta.Tiró de mí para ponerme en pie y ya tenía mi abrigo gris marengo a medio poner cuando le dije

que podía vestirme sola, gracias. Por toda respuesta, me agarró de la mano y salió corriendo. Nome quedó más remedio que seguirle mientras encontraba a tientas la otra manga del abrigo eintroducía el brazo que me quedaba libre. Cuando saltamos del tren, bajo un cielo nocturnoestrellado que teñía la nieve a nuestros pies de un extraño y bello color azul, se me olvidócualquier objeción. Sonaban las notas de una canción porque Pol se había detenido frente al vagóndel champán, que tenía la puerta abierta. David, sentado con su guitarra en el peldaño superior,empezó a cantar. Las notas tristísimas de Guido al piano, como un contrapunto lúgubre yextrañamente hermoso, lo acompañaban.

I found a love for meDarling, just dive right in and follow my leadWell, I found a girl, beautiful and sweetOh, I never knew you were the someone waiting for me… Busqué la mirada de David cuando solté la carcajada al reconocer la canción de Ed Sheeran y

él se encogió de hombros con una sonrisa tímida. Cantaba muy bien.—Si me permites… —Pol inclinó la cabeza en un saludo formal que hubiese sido la envidia de

cualquier gentleman de la Regencia, me abrochó los botones del abrigo, me enlazó por la cinturae iniciamos los primeros pasos de un baile lento sobre la nieve de Salzburgo. Y no importaron lasbotazas horribles y pesadas, ni el viento escarchado de finales de marzo. Solo la noche, el bosquey aquel maravilloso tren azul de dorados leones rampantes como parte de un paisaje irrepetible eneste siglo; solo los brazos de Pol sujetándome con firmeza, guiándome despacio para dibujarinfinitos en la nieve al compás de la versión más romántica de Perfect que jamás se ha escuchadoen los Alpes.

But darling, just kiss me slow, your heart is all I ownAnd in your eyes you're holding mineBaby, I'm dancing in the dark with you between my arms

Page 95: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Barefoot on the grass, listening to our favorite song Todo se detuvo alrededor, incluso la noche. Cesó el viento, silenciando el murmullo de los

árboles cercanos, y las estrellas se empañaron en el cielo tras una gasa de nubes. Seguimosbailando, en la quietud de los bosques de Sonnenberg, ajenos a nada que no fuese aquella canción,el cálido resplandor del tren derramándose por sus ventanillas de otro siglo. Pol apretado contramí, como un náufrago a su tabla flotante, la firmeza de sus manos en mi espalda y su paso firmeguiándonos a los dos. Se separó apenas un centímetro para encontrarse con mis ojos, con misonrisa, y los primeros copos de nieve se posaron suaves sobre nosotros.

Nevaba. A orillas de un bosque, a resguardo del Express d’Orient, bajo las estrellas veladas,la nieve envolvía nuestro abrazo.

When you said you looked a mess, I whispered underneath my breathBut you heard it, darling, you look perfect tonight Podríamos haber seguido bailando durante una semana, pero David terminó la canción y el

ritmo del hechizo cambió cuando inició una nueva melodía. Pol se había parado y yo seguía entresus brazos, arropada por su cuerpo grande y confortable de cocinero impaciente. Inclinado sobremí, estábamos tan cerca que las nubecillas de nuestros alientos se mezclaban.

—Para mí, eres perfecta siempre.—¿Cómo tus macarons de pistacho?—Como tú, Sigrid. No podría compararte a nada más.—Esto —dije mirando alrededor, temerosa de soltarme de su abrazo— es el gesto más bonito

que has tenido nunca.—¿Más que cuando volamos a París solo para cenar en aquella boutique tan excéntrica?—Eso que tiene usted a su espalda, Monsieur, es el Orient Express. No hay comida en París

que se le compare.—¿Más que ponerle tu nombre a un postre?—Eso me ha molestado. Te agradecería que no lo hicieses.—¿Por qué?—No tengo nombre de pastelito.—Tu nombre es lo único que me ha mantenido en pie durante las peores noches —confesó de

pronto—. Sigrid… ¿Cómo puedo demostrarte todo lo que te he echado de menos?—Nunca me has mentido —suspiré en voz tan baja que pensé que no me habría escuchado.—Nunca he tenido miedo de que lo pensaras, solo de que no me creyeses cuando te contaba la

verdad.—¿Por qué dices eso?—Porque, pese a todo, te he fallado. No tengo ninguna excusa para eso.—No necesitas ninguna, Pol Fabregat. Nunca la has necesitado. Debería haber confiado más en

mí misma y haberte hecho las preguntas correctas. Te conozco lo suficiente como para saber quehabrías sido honesto.

—No puedo borrar mis errores, solo aprender lo suficiente para no repetirlos.—Cometeremos otros, Pol.—Entonces, mi vida, ¿me harías el honor de equivocarte conmigo?Supe que iba a besarme incluso antes de que terminase de hacerme la pregunta, pero fui incapaz

de moverme. Cerré los ojos y me quedé allí, en la nieve, con las manos apoyadas en su pecho y la

Page 96: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

nariz fría un pelín alzada, esperando el encuentro de sus labios. Hundió una de sus manos en mipelo y sentí la otra acunando mi mejilla en un gesto de cariño tan suyo que me hizo retroceder altiempo en el que todo estaba bien si estábamos juntos. Dibujó con el pulgar mis labios antes dehundir su boca en ellos y ya no hubo noche, ni frío, ni estrellas, ni nada que no fuese ese beso alque me entregué sin reservas.

Una ola de silbidos, aplausos y vítores procedentes de los pasajeros del tren, que pese al fríose asomaban felices por las ventanillas abiertas de sus respectivos vagones, silenció cualquierremordimiento que pudiese pasarme en esos momentos por la cabeza y tuvo la virtud dedevolverme color y calor a las mejillas. Si no me caí de culo sobre la nieve fue porque Pol mesostenía imperturbable.

—Qué corte, ¿por qué están todos ahí parados?Pol saludó a la concurrencia con otra de sus estupendas reverencias de cabeza y volvió a

abrazarme, despreocupado. Estaba a punto de decirme algo cuando el cielo se iluminó con lascoloridas flores de los fuegos artificiales y las explosiones retumbaron contra el silencio de losbosques y las montañas. El inesperado espectáculo tuvo la virtud de desviar la atención de nuestropúblico, que se apresuró a abandonar las ventanillas para correr a asomarse por el lado opuestodel tren, desde donde tendrían una mejor visión de la pirotecnia.

—Estaban del lado equivocado —se rio—. Gilberto los avisó de que tenían una sorpresafuera, con tan mala suerte de que se toparon con nosotros.

—¿Una sorpresa?—Los fuegos artificiales. Forman parte de los festejos del aniversario por la temporada

trigésimo quinta del Belmond Venice-Simplon Orient Express. Gilberto le pidió a Pierre que losguardase en su compartimento para que estuviesen a salvo, pero como no nos fiábamos mucho desus hábitos fumadores clandestinos, me los llevé al mío.

—Ese era el boom —dije con cierto alivio. Después de todo, Pol no se había convertido enartificiero del MI5 o contrabandista de plutonio, Gilberto se refería a la pirotecnia que ahoradesplegaba toda su colorida luz en el cielo nocturno.

Nos quedamos unos minutos más allí parados, cogidos de la mano, disfrutando del espectáculo,hasta que Pol se inclinó a besarme de nuevo y le alarmó la temperatura de mis labios.

—Vamos dentro —decidió—. Voy a prepararte un chocolate.—¿Con nubecitas?—Con canela.—Y bizcochos.—Melindros.Se me escapó un suspiro de amor verdadero que hizo reír al señor Rochester.—Si hubieses suspirado así mientras te besaba…—Lo he hecho.—No te he oído.—Mentalmente.—Tus preferencias han quedado claras, Sigrid, no te molestes.—Es que has dicho melindros.En el bar, Guido tocaba Unchained melody para sí mismo mientras media docena de pasajeros,

en diferentes grados de intoxicación alcohólica a juzgar por las copas vacías sobre las mesitas,seguían el espectáculo de los fuegos artificiales de pie ante las ventanillas a resguardo del frío.David había dejado la guitarra sobre uno de los sofás y charlaba con Walter acodado a su barra.Fueron los únicos que se percataron de que el prestigioso chef entraba de la mano de una

Page 97: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

acompañante despeinada, de abrigo gris larguísimo y botas de soldado victoriano.—Buenas noches —nos saludó Walter con la coctelera preparada— ¿Qué van a tomar?—¡Treize pièces d'argent! —De repente, salido de la nada, Pierre, la acelga de Pol, se echó

sobre nosotros hecho una furia, con la cara tan roja como una remolacha, arengándonos en suidioma materno a una velocidad por palabras apabullante. —¡Traître! N'embrasse pas son chef…

Me pareció que Pol, cuyo francés era mucho más sólido que el mío, se sentía tan perplejo comoyo. Aunque no estaba segura de si su sorpresa se debía al enloquecido asalto de su pinche o a quealguien a quien había tildado de vegetal mostrase tal grado de apasionamiento.

—Walter, ¿qué tal su francés? —Se me ocurrió pedir ayuda.—Una decepción; se marchó hace tres meses con un becario italiano de Erasmus y me dejó

solo con los gastos del alquiler.—Pierre, por favor —intervino Pol—, tranquilízate y explícamelo todo desde el principio y

más despacio.—Esa… mujer —eso lo hubiese entendido incluso aunque no hubiese estado apuntándome de

muy malas maneras— es una traidora. No confíe en ella. La sorprendí con su cómplice —Entonces señaló a David, que se agarró a su guitarra por si necesitaba tener un arma defensiva amano— en Verona enviando un informe por mensajería UPS —aquí volví a perder el hilo de laconversación porque el muy ladino bajó el tono de voz y aumentó la velocidad de sus frases.Busqué la mirada de David, pero me pareció menos confuso y más culpable de lo que me hubieseatrevido a esperar.

Walter, que seguía la escena con entusiasmo, me sirvió champán en una de sus copasPompadour sin quitar los ojos de los protagonistas. Decidí acercarme a su barra de caobareluciente, junto a un sospechosamente cada vez más abochornado David, y dejar que cocinero ypinche se las arreglasen.

—A la salud de Mata-hari —bromeó el barman.—¿Qué está diciendo?—Cree que usted es una especie de espía de la alta cuisine y cómplice del señor Atwood.—¿Por qué habría de pensar tal cosa? —me giré hacia David y lo encontré más culpable que el

cóctel de Walter.—Mejor me voy —susurró apresurado mientras se ponía precipitadamente en pie todavía

aferrado a su guitarra.—¿David?—Ya hablaremos —me dedicó una fugaz mirada triste antes de salir corriendo hacia la puerta

del vagón—. ¡Lo siento! —se escuchó antes de que se esfumara.—Ahora le está pidiendo al chef Fabregat que no vuelva a besarla —me aclaró Walter, ajeno al

drama del guitarrista a la fuga.—¿Por qué?—La versión oficial es que resulta feo, aunque en mi opinión muy sexi, besar a las espías de la

alta cuisine. La extraoficial es que Pierre está enamorado hasta las trancas de su chef.—¿Dónde iba Ed Sheeran con tanta prisa? —preguntó Ángela. No me había dado cuenta de que

estaba en el bar hasta que no se sentó a mi lado con su zumo de pomelo y ese brillo que se leponía siempre en los ojos cuando atisbaba un drama inminente alrededor—. ¿Quién estáenamorado de tu chef?

—Pierre.—¿La acelga?—Remolacha —apuntó Walter sin perder el entusiasmo.

Page 98: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Ángela volvió a echar una ojeada a la pareja de cocineros que seguía discutiendo en voz bajaapenas a medio metro de nosotros y asintió conforme.

—Cierto, su apasionamiento es más propio de una hortaliza. Quién lo hubiese dicho… ¿Y porqué se ha asustado Atwood? ¿También está enamorado de Pol?

—Parece culpable —opinó Walter con su bonito acento italiano—, pero de un delito distinto.—No sé qué tiene el chef Fabregat que os vuelve tarumba a todos —reflexionó Ángela

mirándome con intención pese a que había utilizado el plural—. O será la proximidad de todosesos bosques tan espesos, que os entra complejo de Caperucita y el lobo.

—A mí no me mire —aunque el barman se giró de espaldas con la excusa de poner en frío otrabotella de champán escuché perfectamente cómo terminaba su frase—, yo aullaría si me lopidiese.

Pol, que había aguantado el torrente de acusaciones de su pinche con un estoicismo envidiable,dio por zanjada la conversación acompañando a Pierre hasta la puerta del vagón y despidiéndolocon unos golpecitos en la espalda. Cuando se giró hacia nosotros, una arruga vertical, como nuncaantes le había visto, le cruzaba el ceño.

—¿Qué te ha dicho?—Está convencido de que te has acercado a mí para espiarme.—Qué absurdo —intervino Ángela—, en todo caso, sería al revés.—¿La señora también cocina? —se extrañó Walter.—Con resultados dudosos. Pero me refería a que es el chef Fabregat quien tiene interés en

acercarse, mucho, a la señora.—Oh sí, lo hemos visto hace un rato por la ventana —me guiñó un ojo el dichoso barman.En ese momento, el resto de pasajeros del vagón irrumpieron en un entusiasta aplauso que

esperé que se debiese al fin de los fuegos artificiales y no a lo que acababa de decir Walter. Unarisueña Katherine Morland, mucho más comedida sin boa de plumas, se unió a nuestro grupitojunto a la barra. Guido, ajeno a cualquier jolgorio, acometió los primeros compases de lo que mepareció alguna especie de réquiem.

—¡Qué aniversario más extraordinario! —exclamó satisfecha la señora Morland.—No lo sabe usted bien —Walter, encantado con el drama de los cocineros, le dio la razón y

otra copa de Moët a la directora de los Hilton.—¿Por qué está bebiendo eso, querida? —interpeló su homónima a Ángela.—He renunciado al alcohol.—¿Resaca?—Embarazo.—Siento haberle preguntado, entonces.—No ha sido una pregunta embarazosa, señora Morland —aclaró Walter, acostumbrado a las

trampas del inglés—. Me parece que la señora Llorente quiere decir que está encinta.—God save the Queen! —exclamó la Morland—. ¡Enhorabuena, querida!Aproveché la efusividad entre las directoras, probablemente consecuencia de una elevada tasa

de alcohol en sangre (en el caso de la británica) y de hormonas revolucionadas (en el caso deÁngela), para llevarme a Pol a un rinconcito penumbroso del bar. Walter nos dedicó una miradatriste cuando nos alejamos de su radio de escucha, pero Guido ni siquiera pestañeó cuandopasamos por delante de su piano.

—No entiendo nada —le dije cuando estuvimos lejos de oídos indiscretos—. Parecespreocupado y culpable a partes iguales, y me da miedo preguntarte por qué —suspiré.

—Pierre dice que David Atwood y tú le habéis pasado a un mensajero de UPS un informe

Page 99: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

sobre mi cocina a bordo de estos días.—Te diría que es una estupidez, pero en Verona David llamó a un mensajero.—¿Para entregarle el informe?—Porque había comprado unas cuerdas de guitarra.—Sigrid…—Si una idea tan descabellada como que David y yo somos espías culinarios te preocupa es

porque hay algo más que no me estás contando —Esperé que se riera de Pierre y su brote depsicosis, que le achacase al tren que hubiese sugestionado la imaginación de su ayudante, quedisipara todos mis temores borrando esa línea de su ceño e hiciese alguna broma al respecto. Perono pasó nada de eso. Pol guardó un misterioso silencio que cayó sobre mí como un jarro de aguahelada. Di un paso atrás y después otro sin que hiciese ademán de retenerme. Apenas veinteminutos antes había estado entre sus brazos.

—No sé cómo…—Voy a hablar con David —dije con un hilo de voz.—Sí —bajó la mirada a la alfombra dorada del compartimento y allí la dejó—. Será lo mejor.Guido tocaba, de maravilla, La marcha imperial de Star Wars cuando salí del vagón más

desorientada de lo habitual, con la cabeza convertida en un hervidero de preguntas y suposiciones,a cual más alocada. Entonces el tren se puso en marcha con una firme sacudida y fueron mis pieslos que trastabillaron.

—Mademoiselle —sonrió Gilberto sujetándome amablemente por un codo—, ¿le ha gustado lasorpresa? ¡Booom! Très magnifique. ¿Qué le ha parecido?

—Un alivio —murmuré. Aunque de poco me había servido: si bien acababa de descartar unatrama de traficantes de explosivos, ahora me tocaba lidiar con otra de espionaje. Aquel tren estabaponiendo a prueba mi capacidad de asombro a unos niveles como nunca antes habíaexperimentado—. ¿Sería tan amable de indicarme el compartimento del señor Atwood, por favor?

El hombrecillo asintió y me indicó que lo siguiese pasillo adelante.—Llegaremos a Innsbruck un poco después de la media noche —me informó—. Ha sido una

gran idea parar justo a medio camino, lejos de las luces de la ciudad.Así era justo como me sentía, lejos de cualquier luz.

Page 100: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

INNSBRUCK

David Atwood no estaba en su compartimento, pero sabía dónde podría encontrarlo. Con el

tren en marcha, le aseguré a Gilberto que me sentía bastante segura de llegar hasta el vagón decola sin ayuda y nos dimos las buenas noches antes de separarnos. No tuve ninguna dificultad enlocalizar el panel corredero que disimulaba la última puerta y entré en el antiguo vagón defumadores sin llamar. David rasgueaba pensativo su guitarra desde el mismo sofá que habíaocupado la última vez que los dos habíamos estado allí, al principio del viaje. Me tendió unamanta, del mismo color crema de la tapicería, cuando me senté en el otro sofá. Me quité lasbotazas, apoyé la espalda en el extremo y estiré las piernas a lo largo del mueble antes dearroparme, de manera que David y yo pudiésemos mirarnos de frente con los respaldos entre losdos.

—¿Has estado espiando al chef Fabregat?—Más o menos.—Intento imaginar por qué, pero se me ocurren tantas ideas disparatadas que no logro

decidirme por ninguna.—Lo siento, Sigrid. Estuve a punto de explicártelo todo en Milán y luego en Verona.—Todo lo que me contaste sobre tu padre, sobre el servicio de mensajería, cuando me

preguntaste sobre Pol… ¿Era mentira?—No te he contado ninguna mentira desde que te conozco.—Pero tampoco me has dicho la verdad.—No tiene mucho sentido estar espiando a alguien sin su consentimiento y avisar a las

personas de su entorno.—No iba a chivarme.—Suena peor de lo que es.—¿Por qué no me lo cuentas?—Porque contar la verdad siempre es más difícil. Y porque no sé por dónde empezar.—Dice Gilberto que no pararemos hasta Zúrich y eso será por la mañana.—¿Conoces la revista Bread & Wine? —Le dije que me sonaba de cuando salía con Pol y él

asintió antes de continuar—. Es una de las revistas gastronómicas más relevantes de Europa, todoslos críticos, catadores, chefs, someliers, etc. de moda escriben artículos para Bread o son objetode esos artículos. Está bajo el sello British Royal Warrant, lo que significa…

—Que es proveedor de la casa real británica, lo sé.—Se rumorea que el chef real llamó al director de Bread & Wine y le dio a entender que la

reina estaba sopesando algunos nombres para que elaboraran el menú de un evento familiar muyimportante que tendría lugar el año que viene en palacio. Una celebración muy importante —repitió David con intención de remarcar lo que quería decirme.

—¿Una boda real?—Puede —sonrió misterioso.—Pero es improbable que Pol estuviese en la lista de la reina; hace un par de años o más que

está desaparecido.

Page 101: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Lo estaba hasta que apareció a bordo del viaje de aniversario del Orient Express. Nadaescapa a la atenta mirada gastronómica de Bread & Wine. La vuelta del chef Fabregat en un eventotan concreto pero significativo les llamó la atención.

—¿El regreso a los fogones de un joven cocinero que llevaba dos años perfeccionando sutécnica en secreto o algo así?

—Algo así. No sé exactamente qué puso en marcha la maquinaria, lo que sé es que llamaron aljefe de mi jefe en IHG y me encargaron un informe pormenorizado sobre cada uno de los menúsque se sirvieran a bordo durante este viaje.

—¿Por qué a ti? No eres crítico gastronómico.—No hay un solo crítico en este viaje, Sigrid, pero yo era el único periodista… o casi

periodista. Creo que lo que buscaban era un reportaje sobre los motivos de la vuelta de Fabregat,pero como la reina, o su cocinero real, mostró interés por su trabajo, las instrucciones que mellegaron eran algo confusas al respecto. Aunque te prometo que no he enviado todavía ningúninforme y que el paquete de Verona contenía cuerdas para la guitarra. Ya viste que no le entreguénada al mensajero. No sé por qué ese pinche francés piensa que no soy capaz de enviar undocumento por correo electrónico.

—¿Pero cómo supo Pierre que estabas trabajando para Bread & Wine?—Porque yo se lo dije. Me pasé por la cocina del tren para hablar con el chef Fabregat, pero

había salido.—Venecia —suspiré.—Sí, fue esa noche. Al principio Pierre no quería hablar conmigo, pero le dije que era

corresponsal especial de Bread & Wine, solté algunos nombres y credenciales, y su actitud serelajó. Pocos pinches de su categoría han tenido la oportunidad de salir en Bread. Me enseñó lacocina, bueno no hay mucho que ver, es diminuta, me explicó cómo se las arreglaban para no freírabsolutamente nada y para no pisarse mutuamente en un espacio tan reducido y varias anécdotasmás. Parecía entusiasmado con su trabajo junto al chef, así que seguí haciéndole preguntas hastaque empezó a arrugar la nariz.

—¿Por qué?—Porque mis preguntas derivaron hacia temas más personales sobre el chef.—Querías saber por qué había desaparecido en la cumbre de su carrera.—Exacto. Entonces cayó en la cuenta de que quizás había sido demasiado confiado, que quizás

yo no era quien decía ser. Le pareció mal que indagara en la vida personal de su ídolo, me acusóde trabajar para la competencia y acabó por echarme de la cocina de muy malas maneras.

—¿Qué competencia?—¿El chef Ramsey? Yo qué sé. No entiendo ni un rábano de cocina.—¿Y qué has escrito en los informes para Bread?—He detallado cada uno de los menús que se han servido durante el viaje, con mis

impresiones y las de mi jefe. No he puesto ni media palabra sobre los pastelillos con tu nombre, telo juro.

—Qué gracioso.—No es broma.—Pierre nos acompañó al Naschmarkt cuando estuvimos en Viena. Se dio cuenta de que Pol y

yo habíamos intimado y se montó la película de que yo trabajaba para ti pasándote informaciónpersonal de su adorado chef.

—Que habéis intimado nos ha quedado bastante claro a todos después del bailecito bajo lanieve.

Page 102: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Tú hiciste de celestina con tu guitarra y la canción y esa carita de Ed Sheeran que no ha rotonunca un plato.

—Pol me lo pidió. Es muy difícil decirle que no a ese hombre.—A mí me lo vas a contar.—Te lanza esa mirada con carga de profundidad, la media sonrisa y esa voz ronca que pone en

peligro mi heterosexualidad…—Ay, David… menudo lío.—Siento si te he causado algún prejuicio en tu relación con Pol. Iré a hablar con él ahora

mismo si quieres.—Es que no lo sé. No sé si esto no ha sido más que un malentendido o una señal para que salga

corriendo sin mirar a atrás en cuando el tren se detenga en París. La historia que me une, o medesune, a Pol es larga y complicada. ¿Tú crees que tiene alguna posibilidad de que la casa realbritánica lo llame para trabajar en ese evento familiar?

—Si Bread & Wine lo tiene en el punto de mira da por hecho que está a punto de volver almundo de las celebrities.

Pol me había dicho que tenía intención de cerrar todos los restaurantes excepto el Terramar,que deseaba volver a la cocina tradicional de su abuela materna, a la cocina de proximidad y parapocos comensales. Me había expresado su deseo de seguir en el anonimato, de ejercer suprofesión sin estrellas Michelin ni programas televisivos, sin viajes, ni giras, ni entrevistas. Y yome lo había creído. Sin embargo, me parecía que la revelación de Pierre sobre Bread & Wine nolo había sorprendido lo suficiente. Quizás estaba viendo fantasmas —cosa harto probable en untren abarrotado de ellos— donde no había más que casualidad.

—Me voy a dormir antes de que me estalle la cabeza de tanto pensar.—¿No vas a hablar con Fabregat?—Estoy cansada.—Te da miedo lo que tenga que decirte.—Me da más miedo lo que no me dice.—¿El qué?—Que la posibilidad de ir a trabajar a Londres no haya sido ninguna sorpresa —Salí de debajo

de la manta, me calcé las botazas victorianas y me puse en pie—. Buenas noches, David. Procurano meterte en más líos en lo que queda de viaje.

—Quedan menos de veinticuatro horas para llegar a París, no veo en qué más podría meter lapata.

—Ah, no tientes al destino. Desde el último vagón es sencillo encontrar el Minerva, no tienes más que andar en línea recta

en el sentido de la marcha del tren. Eso y que sentado en el suelo, con la espalda apoyada en lapuerta de mi compartimento y en calcetines negros, el chef de a bordo esperaba mi regreso. Medejé caer a su lado con un suspiro de cansancio, tan cerca que podía sentir su calor incluso através del abrigo.

—Tus botas son espantosas.—Me pregunto cómo habré acabado dentro de ellas.—Hace un momento me he comportado como un idiota.—Una mala noche la tiene cualquiera. Vengo de hablar con David Atwood. Bread & Wine le

encargó un informe sobre ti cuando supieron que serías el chef del trigésimo quinto aniversariodel Belmond Simplon-Venice Orient Express. Pero todavía no lo ha enviado y yo no tengo nada

Page 103: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

que ver con eso. Así que Pierre tenía razón a medias.—Pierre ha leído demasiado a John Grisham —dijo al fin. Adiviné una sonrisa en el tono de

sus palabras, pero también cansancio. Tal vez estuviese a punto de rendirse, buscando la forma dedespedirse definitivamente. No sé por qué pensé semejante estupidez; alguien con la sorprendentevoluntad de atravesar el corazón de Europa en el Express d’Orient con el único fin de recuperarun amor perdido posee los suficientes recursos, tesón e imaginación, como para no detenerse tancerca de París.

—No te ha sorprendido el interés del Bread & Wine.—Me lo he tomado con calma. Es una revista…—Proveedora de la casa real británica —lo interrumpí—. David dice que corren rumores de

que Buckingham está buscando cocinero para un sarao familiar. Jamás pensé que pronunciaríasemejante frase.

—Pierre también me ha dado a entender algo semejante.—¿Vas a trabajar para Su Majestad la Reina Elizabeth II?—Puede que mi reputación de idiota me preceda en palacio.Mi sonrisa tuvo el efecto de relajar visiblemente la línea de su espalda y su cuello. Soltó el

aire que parecía haber estado reteniendo desde que me había visto aparecer al otro lado delpasillo, me envolvió en medio abrazo y me besó en la mejilla.

—No puedo irme a trabajar a Londres. ¿Cómo voy a demostrarte que esta vez va a ser distintoentre los dos si me largo al otro lado del Canal a la primera oportunidad que surge? La semanaque viene empiezas a trabajar en el museo, no puedo pedirte que lo dejes para venir conmigo a…

—No tienes que demostrarme nada, Pol. No quiero que nuestra relación empiece como si fueseuna prueba para ti. Y tampoco deberías adelantar acontecimientos.

—Disculpa, no he escuchado nada más aparte de nuestra relación empiece.Se le escapó media sonrisa, quizás por primera vez seguro de su victoria. Me apoyé en su

pecho buscando algo de espacio entre los dos antes de morirme de amor por culpa de esos dosojos oscuros que me miraban con tanto cariño, y me di cuenta de hacía casi una hora y media deque ya había tomado mi decisión.

Nada y todo había cambiado en la última hora y media; quizás porque cuando me había besadodespués de bailar —fuera, en la nieve, al pie de los Alpes y a orillas de un bosque sombrío— sehabía derrumbado la última muralla de mi resistencia o, quizás, porque por fin había aceptado queseguía echándole de menos. Valiente, generoso y terco, supe que Pol también era sincero cuandodecía que esta vez iba a por todas. Porque si había algo que tenía el deber de reconocerle es quenunca me había mentido.

Veía en sus ojos oscuros al mismo Pol del que una vez me despedí pensando que sería parasiempre porque seguía creyendo que las personas no eran capaces de cambiar. Yo había enterradotodo, sin discernir entre lo resplandeciente y lo que dolía, bajo mil capas de olvido. Y todo lo queera Pol, con sus luces y sombras, había vuelto a mí en aquel abrazo, aquel beso, en la nieve.Quizás no merecía la pena correr el riesgo de tropezar otra vez con la misma piedra, pero mivoluntad flaqueaba y me estaba empezando a importar un pimiento tanta duda y tanta filosofía.Nadie pasa indemne por la vida, excepto las amebas. Puede que Pol no hubiese cambiado tantocomo creía, que a la mínima oportunidad se marchase sin mirar atrás, pero si algo tenía seguro esque yo sí lo había hecho, yo sí había cambiado. Sabía que si eso sucedía, si el chef Fabregatvolvía a ningunearme, a desaparecer, a relegar lo nuestro a un quinto plano, esta vez estabapreparada para darme cuenta al primer signo y plantarle cara. Ya no era la actriz secundaria denadie, la chica del doctorado suspendido y los trabajos de supervivencia. Todo eso se había

Page 104: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

quedado atrás cuando rompí con Pol. Ahora era una mujer a punto de estrenar un trabajovocacional y abrir la puerta a una vida distinta. Una vida que pensaba disfrutar con plenitud y sinengaños. Una segunda oportunidad.

—Ve a cocinar para la reina si te lo pide. Yo estaré esperándote cuando vuelvas.Y en el mismo momento en el que lo dije en voz alta supe que era verdad, sin reservas. Que ya

no me preocupaba ninguna ausencia pues Pol no volvería a ser el motivo de mi felicidad o midesgracia, sino la persona con la que compartiría mis propios momentos felices y también lostristes.

—Ni loco voy a dejarte sola en el MhH, con todos esos arqueólogos y conservadores degafitas sexis y seductoras chaquetas con coderas.

—Seguro que ninguno sería capaz de levantarme en volandas para cruzar las calles medioinundadas de Venecia.

—Eso es porque no van calzados adecuadamente.—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?—Cuando te fuiste del bar, Ángela tuvo la delicadeza de darme a entender que estaba obrando

equivocadamente.—No sé con quién hablaste, pero si tuvo la delicadeza no fue Ángela.—Me gritó que era un imbécil y un engreído —reconoció—. Y que si pensaba que todas las

personas de este tren tenían algún interés en la cantidad de trufa que mezclaba en mis tortillas o enel número de veces que pestañeaba es que necesitaba volver a pasar por rehabilitación.

—Esa sí que es Ángela.—Le pregunté a Gilberto por ti, pero parecía vacilante sobre donde se hallaba mademoiselle

debido a «su pequeño inconveniente con la orientación».—¿Eso te ha dicho?—Es un poco exagerado. Nunca te perderías en un tren.Preferí no contradecirle, sobre todo porque me apetecía muchísimo más que volviese a

besarme. Le tendí las manos para que me ayudase a levantarme y me esforcé en no ponerme arecitar a Shakespeare.

—Por tu reacción después de hablar con Pierre, he creído que había algo que no me contabas—lo reñí en cuanto recuperé el hilo de mis pensamientos. Se me daba fatal simular que estabaenfadada, pero era eso o ponerme a recitar la escena del balcón de Romeo y Julieta y cruzar losdedos para que no estuviese pensando en decirme buenas noches de verdad—. No parecíassorprendido de que alguien te estuviese espiando.

—Cuando Pierre me lo ha contado todo, he temido que tú pensaras que estaba planeando irme aLondres, que te había mentido, que era consciente de que tenía esa posibilidad a mi abasto. Y noes cierto, fui del todo sincero con lo de quedarme en Barcelona con el Terramar. Esos son misplanes.

—¿Y no se te ha ocurrido que con tu enigmática reacción yo pudiese interpretar que te habíascreído que era una espía? ¿Qué me había acercado a ti solo para ayudar a David?

—Si Atwood es capaz de convencerte para estar conmigo seré su más rendido admirador.—Qué estupidez.—¿Más estupidez que ponerle tu nombre a un pastelito?—No tanto —Ignoré su resoplido de risa y continué en el mismo tono grave—. Podrías haberte

perdido por los pasillos del tren.—No creo que vuelva a perderme nunca más —me contradijo apretando mi mano en la suya

medio segundo antes de besarme.

Page 105: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¿Quieres entrar? —decidí deprisa, antes de que la sangre me volviese al cerebro y fuesecapaz de pensar en las consecuencias.

—¿Sin chocolate?—Podré resistirlo.—¿Y David Copperfield?—Lamentablemente, no recuerdo la opinión del señor Dickens al respecto.—Me refiero al minigato.—Se llama Houdini y es un conejo. No corres ningún peligro ahora que te has desprendido de

esas botas tuyas. Lo que me recuerda… —me descalcé y las dejé a un lado, junto a la puerta,reacia a que entrasen en mi suite maravillosa y con la esperanza de que por la mañana hubiesendesaparecido.

—Viajas con un conejo.—Houdini tiene brotes del hongo E. cuniculi. Deja de comer y beber por el dolor intestinal que

le provoca el ataque y hay que llevarlo rápido al veterinario porque un animal tan pequeño sedeshidrata en seguida. Por eso prefiero que viaje conmigo —le expliqué—. Lo adopté cuandotenía cuatro meses. Iban a sacrificarlo porque pensaban que el hongo había dañado sus riñones ynadie se hacía cargo económico de las pruebas médicas para comprobarlo.

—Lo salvaste.—No lo sé. Los conejos no deberían vivir en una jaula.—Sigue vivo, lo salvaste —Hizo una pausa, como si estuviese tomando aliento—. Sigrid.—¿Qué?—Estoy aquí, hablándote de conejos mientras recupero el aliento, porque si entro ahí no solo

voy a besarte.Me solté de sus manos y le abrí la puerta para que me precediese en el compartimento.—Pasa, Pol Fabregat. Espero que estés hablando bailar.—No exactamente.

Page 106: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

ZÚRICH

Me despertó la luz de la mañana colándose entre las cortinas color crema junto a la cama.

Llevaba puesta la parte de arriba del pijama y una sonrisa estúpida e insensata. Houdini seguíadormido sobre el sofá, acurrucado entre los pliegues de mi abrigo gris, y no había rastro algunodel señor Rochester. Si mi móvil no se había vuelto loco al amparo de tanta montaña y de tantatormenta de nieve, eran casi las diez de la mañana. Había dormido tan profundamente que no sabíasi el tren había efectuado la parada en Zúrich, además de la de Innsbruck, o si ya habríamoscruzado la frontera francesa. Oportuno como de costumbre, Gilberto se anunció en la puerta consus golpecitos enérgicos.

—¿Le apetece desayunar en la cama, mademoiselle?Habida cuenta de que no llevaba puesto nada más que mi ropa interior de cintura para abajo y

me moría de hambre, asentí con entusiasmo. El Agente de Acompañamiento tardó lo que mepareció una eternidad en volver acompañado por una camarera. Mientras el hombrecillo sequedaba en la antesala ocupado con las cortinas, la amable señora me acercó una sofisticadabandeja con patas —adecuadísima para las damas eduardianas indispuestas—, y me sirvió café,cruasanes de mantequilla y mermelada de frambuesas, tostadas y un bol gigante de macedonia.

—Los canónigos son para el… petit animal.—Gracias. ¿Sería tan amable de ponérselos ahí, junto al dispensador de agua?Houdini se lanzó a desayunar en cuanto olisqueó el festín y nuestra encantadora camarera dio

un salto atrás por precaución.—Vienen con esta nota —dijo tendiéndomela algo insegura—. De parte del chef Fabregat.«Houdini, bestia peluda, este es el principio de una larga amistad. Cerraré con llave todos

los zapateros de casa y recogeré cualquier cable que quede al alcance de tus dientecillos. Nosharemos compañía mientras esperamos a que nuestra Sigrid regrese del museo. Como ofrendade buena voluntad, disfruta de mis últimos canónigos y besa a la bella dama de mi parte.

Pol»Incapaz de borrar la estúpida sonrisa que se me prendió en los labios, guardé la nota dentro del

libro de Art Decó, que Gilberto finalmente me había regalado, y lejos de las ansias devoradorasde Houdini. La discreción del Agente de Acompañamiento le impedía preguntar, pero en fondotenía la terrible sospecha de que conocía con exactitud qué me había acontecido durante cada unade las jornadas en el Orient Express, incluso en los lapsos de tiempo en los que había andadoperdida. Poco debía escaparse a su atenta mirada en aquel tren del que tan orgulloso se sentíaparte.

—Gilberto, ¿dónde estamos?—A punto de recalar en Zúrich —contestó desde el umbral de la puerta mientras la camarera

cambiaba las flores del jarrón y las toallas del baño—. Será una parada corta. Esta noche dormiráen París, mademoiselle.

—Me da pena que se termine el viaje.—Ah, se lo advertí —sonrió bajo su bigotito francés de fila de hormigas—. Nadie escapa al

hechizo de este tren, es imposible salir indemne de tanta belleza.

Page 107: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Es especial —reconocí con un cruasán a medio comer en una mano y la taza de café en laotra—. Uno tiene la sensación de haber viajado atrás en el tiempo cuando se sube a bordo.

—Los buenos y viejos tiempos.—Como historiadora negaré haber dicho esto si usted me lo pregunta, pero no todos los

tiempos pasados fueron mejores. A menudo, el pasado no es más que eso, un compendio demomentos felices, tristes y equivocados, que contemplamos con nostalgia y embellecemos.

—¿Todavía está hablando del tren? —Me guiñó un ojo.—Puede que no —sonreí—. Anoche cerré una ventana de mi pasado que había quedado

abierta, y tengo muchas ganas de empezar un nuevo camino.—Nuevos caminos con viejos amigos —Nada escapaba a la perspicaz mirada de aquel

hombrecillo.—¿Cree que soy demasiado conservadora?—Creo que es usted única, mademoiselle, y lo que decida será lo correcto. Aunque si se

equivoca no tiene más que aprender del error y rectificar la ruta.—Puede que tenga miedo o que no sea el momento de decidir o ambas cosas a la vez.—O ninguna —Consultó su reloj de bolsillo con ese gesto tan teatral que lo caracterizaba y

anunció que quedaban diez minutos para la próxima parada—. ¿Bajará en Zúrich para estirar laspiernas?

—No será necesario. Me temo que esta noche he aprendido a volar. Ángela me señaló los restos de su desayuno cuando la visité en su compartimento.—Me lo ha traído el chef en persona —me dijo con retintín—. No dejó de sonreír como un

sociópata ni cuando le expliqué pormenorizadamente lo que pensaba de su asquerosa dieta alta encalcio especial para embarazadas. Justo como tú ahora.

—No estoy sonriendo.—Claro que sí. El gato de Cheshire a tu lado parece Guido el pianista.—Voy a echarlo de menos incluso a él.—De nada.—¿Qué?—Sé que estás deseando darme las gracias por traerte al Summit de tu vida: el privilegio de

viajar en el Orient Express, la oportunidad de resolver conflictos que envenenaban tu pasado, lamáquina de mantequilla y la rellenadora de cruasanes, la emoción de tomar nota de todo lo quedigo para cuando te pida que escribas mis memorias…

—Gracias.—De nada —repitió muy satisfecha de sí misma—. ¿No vas a explicarme qué pasó anoche?

Soy una pobre abstemia forzosa y futura madre soltera, está claro que a partir de ahora lo másemocionante de mi vida será que me expliques qué pasa en la tuya.

—Voy a encargarme de los ajuares funerarios de gente que murió hace miles de años, ¿qué tehace suponer que mi vida será más emocionante que la tuya?

—Que estás estúpida y felizmente enamorada.—Tú también lo estarás.Nos miramos las dos con lágrimas en los ojos, emocionadas como adolescentes y algo

avergonzadas por distintos motivos. Ángela, seguramente preocupada por su reputación, carraspeóy disimuló el momento de debilidad frunciendo el ceño como si temiese en gran medida por misalud mental.

—¿Qué te ha hecho cambiar de idea? La última vez que hablamos de Pol parecías muy

Page 108: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

partidaria del celibato y de seguir con tu aburrida vida sin sobresaltos.—Sigo siendo partidaria de la vida tranquila.—Pero a tomar viento lo del celibato —Ángela recibió mi carcajada con una inclinación de

cabeza y se explicó mejor—. Tenías miedo, Khaleesi, pero has decidido ser valiente.—Tenía miedo de que Pol volviese a romperme el corazón, pero anoche me di cuenta de que lo

que me daba todavía más miedo era no tener ningún corazón que pudiese romper. Hay muchasprobabilidades de que todo sea un desastre entre los dos, de que pese a la química y al cariño nisiquiera seamos compatibles, de que Pol recaiga en sus problemas de adicción (al trabajo o a losestupefacientes o a ambas cosas a la vez), de que yo vuelva a convertirme en ameba, de queHoudini se coma el libro de las recetas de su abuela, de que...

—Basta. Ya me hago una idea. Ser valiente no significa no tener miedo, sino que has decididoseguir adelante pese a ser muy consciente de todo lo que puede salir mal. ¿Seguro que no quieresescribir mis memorias? Acabas de demostrarme que tienes una imaginación prodigiosa parapronosticar desgracias.

—Prefiero el museo, gracias.—Me abandonas por unas momias antiguas como el arca de Noé.—No te vas a librar de mí tan fácilmente. Pienso estar ahí cuando nazca tu bebé y hasta que se

matricule en la universidad.—Más te vale estar cuando ensucie sus primeros pañales.—Ni lo sueñes.—Anda y ve a buscar a ese director pelirrojo de los IHG para que deje de hacerse ilusiones

contigo.—Hace tres capitales europeas que dejó de hacerse ilusiones.Ángela me dijo que Pol le había explicado el episodio de espionaje cuando le había traído el

desayuno.—Porque si fuese por ti, lo leería antes en los diarios —se quejó—. Pídele el teléfono a David

Atwood, si las cosas te van mal con el cocinero un espía de la reina siempre resulta emocionante.—¡Ángela!—Hacéis buena pareja.—No es verdad. Es músico, gerente de calidad de los IHG, estudiante de periodismo, aspirante

a novelista…—¡Arg, escritor! Qué lamentable ocupación.—Es un gran chico, pero creo que anda un poco perdido.—Hasta que te encontró —Se rio Ángela—. Además, no tienes ningún derecho a juzgar a Ed

Sheeran con tanta dureza por su desorientación vital. Como si tú no anduvieras perdida durante lamayor parte del tiempo…

—¿Sabe el señor Rochester que estás ejerciendo de abogada del diablo?—Solo te ponía a prueba.—No sé por qué te quiero tanto.—Yo tampoco, Khaleesi, pero no perdamos la esperanza.

Page 109: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

FRONTERA FRANCESA

Porque toda regla tiene su excepción, porque siempre queda el poso de la esperanza, porque

incluso el Sombrerero Loco daba acertados consejos de vez en cuando, encontré la cocina delVenice-Simplon Orient Express al primer intento. Me la había imaginado pequeña, por supuesto,pero aun así me sorprendió su angostura. Nada de marquetería floreada ni ninfas, nada de mullidasalfombras y moquetas, nada de mobiliario cómodo y forrado de terciopelo para aquel vagón.Aquello era la cocina. Una cocina moderna, según los estándares europeos de principios del sigloXX, y lujosa como la de la mansión de un rico terrateniente inglés una década antes de la GranGuerra, pero en versión miniatura. Y pese a que la mayoría de estantes, armarios, compartimentosy superficies parecían de acero inoxidable, las paredes del vagón seguían siendo de maderaestucada y barnizada; de ahí la prohibición de freír nada en el Express d’Orient.

Aquel vagón Pullman estaba dividido en dos mitades y una de ellas la ocupaba por entero loque supuse que era la cámara frigorífica de la que solo podía ver, al fondo, su puerta de cajafuerte. La otra mitad era la cocina en sí misma, un pasillo de dos metros y poco más de ancho condos hileras de estructuras metálicas a ambos lados, contra las ventanillas del tren. Sartenes yutensilios de cocina colgaban por doquier y se balanceaban con el —ya tan familiar— traqueteode nuestro avance. Había identificado un horno y un lavavajillas empotrados en el extremo másalejado de la puerta cuando Pierre La Acelga me asustó saliéndome al paso de repente. Habíaestado escondido, agachado fuera de mi vista bajo uno de los armarios metálicos, y saltó comouno de esos muñecos diabólicos de las cajas sorpresa con resorte para plantarse con los brazos enjarras delante de mí, tapándome toda visión de la cocina.

—No puede estar aquí —me soltó muy serio en un francés tan cerrado que tuve que imaginarmás que entender lo que intentaba decirme—. Nadie puede entrar en la cocina.

—Estoy buscando al chef Fabregat.El delgado y pálido cocinero barrió el espacio a su alrededor con un gesto breve de su

esquelética mano con la intención de poner en evidencia lo estúpido que resultaba que yo no fuesecapaz de ver a una persona en un espacio rectangular tan reducido.

—¿Y cree que lo tengo escondido en el horno?—¡Que se pare el mundo! —estalló la voz grave y profunda que tan bien conocía a mis

espaldas— ¿Has hecho un chiste, Pierre?La acelga francesa enrojeció como un pimiento, murmuró alguna excusa ininteligible y, para mi

estupor, corrió a meterse en la cámara frigorífica. Antes de que pudiese girarme, Pol me envolvióen su abrazo de oso y hundió la nariz justo detrás de mi oreja izquierda. Me pareció entender unbuenosdíasquébienhueles justo antes que me desabrochase los dos primeros botones de la blusapara dejar al descubierto un paso en la piel, entre el cuello y el hombro, que besar con minuciosaconcentración.

—Tu pinche acaba de entrar en la cámara frigorífica.—Mmmm.—Se le ha cerrado la puerta.—Mmmm.

Page 110: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—¿A qué temperatura se congela la verdura francesa?—No sé.—¿Servirás sorbete de acelga de postre a mediodía?—No es tan sencillo deshacerse de un incordio del calibre de Pierre —Me escapé de su abrazo

y lo miré con reproche. Me pareció que se quedaba muy triste cuando volví a abrocharme lacamisa—. Está bien —concedió a regañadientes—. Lo sacaré de ahí… dentro de un momento.

Rescatado Pierre y enviado de expedición por el tren con la peregrina misión de pelearse con

el Maître para recuperar cuantas bandejas de plata fuese posible, Pol me enseñó la cocina y meexplicó, orgulloso, sus peculiaridades.

—Los servicios se emplatan ahí —Señaló la superficie lisa y metálica más grande—, y lapreparación en crudo allí. He cocinado para cincuenta personas y emplatado para veinticinco a lavez y casi enloquezco por la falta de espacio. No sé cómo lo logran los chef del Venice-Simploncon el pasaje completo.

»No importa lo poco que ocupe Pierre, he tropezado con él cada cinco minutos de todas lashoras que hemos trabajado aquí. Me golpeaba la cabeza con las sartenes y las ollas que ves ahícolgadas, y las espinillas con el horno. Echaba de menos mi soplete de flambear y acabé porllevar la sal y la pimienta en los bolsillos del delantal para disponer de más espacio de trabajo.Las ventanillas no pueden bajarse y cuando el calor y los humos se volvían insoportables yabríamos la puerta, siempre aparecía uno de los camareros a explicarnos la conveniencia deguardar le secret de l’artiste.

—¿Qué es eso?—Una excusa para que los humos de cocina se queden en la cocina.—¿Cuál ha sido el mayor reto de este viaje?—Hacerte el amor.—Me refería a aquí, en la cocina —me reí.—Vida mía, por mucho que me tiente, no creo que pudiésemos hacerlo aquí sin rompernos la

crisma —Me guiñó un ojo y se encogió de hombros cuando solté un resoplido y negué con lacabeza. Recolocó un par de cuchillos en su madera y alineó las alineadísimas espumaderascolgantes que tenía más a mano—. Trabajar aquí, con tan pocos medios, en un espacio tanpequeño y anticuado, me ha recordado que la clave está en el principio, en las manos. Ladiferencia entre la mediocridad y la excelencia no es aquello que tenemos sino lo que somos.

—El talento y la emoción —Me miró sin comprender e intenté explicarme mejor—. Para hacerbien las cosas es necesario experiencia y formación, pero es el talento, el don que tenemos cadauno de nosotros, lo que se nos da bien, lo que marca la diferencia. Y la motivación, la pasión porhacerlo.

—A menudo son los mediocres los que triunfan. Mentirosos, vendehúmos, se hacen famosospisando a los demás, copiando y falsificando a los que de verdad saben pero callan porque estánocupados aprendiendo, ejerciendo, mejorando. Conozco a muchos chefs de renombrada reputaciónque no serían capaces de cocinar ni un lenguado para cinco en estas condiciones. Y también a unpar que han robado algunas de mis recetas para hacerlas pasar como suyas mientras he estadofuera de circulación.

—Las malas personas nunca serán excelentes profesionales. Por mucho que sepan, o quecopien, les faltará empatía. En un trabajo tan creativo como el tuyo, en el arte, es la emoción loque trasmite la autenticidad. Todos esos infraseres no reconocerían una emoción sincera ni aunquese la plantases en las narices sobre un plato blanco.

Page 111: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Pero son esas malas personas las que a menudo triunfan.—¿Y eso te preocupa? Estoy segura de que las recetas que te han copiado no saben ni la mitad

de bien que cuando las cocinas tú. Su fama es temporal. Maquiavelo decía que todos pueden verlo que pareces, pero muy pocos saben lo que eres. Sin embargo, el tiempo pone a cada uno en susitio.

—Con el tiempo los demás saben qué eres —terminó mi reflexión.Negó ligeramente con la cabeza y se me quedó mirando como si hiciese una eternidad que no

nos veíamos. Me gustó la posición relajada de su cuerpo, su actitud calmada. Zanjé la distanciaque nos separaba en un par de pasos y deposité un beso suave y breve en sus labios.

—¿Qué planes tienes para nosotros, chef Fabregat?—Ni uno solo, te lo prometo.—Ese es un buen principio.—Ah, aquí está, mademoiselle —nos interrumpió Gilberto asomándose a la cocina pero sin

traspasar el umbral de su puerta—. Quizás prefiera pasar un minuto por el vagón del champánantes de dirigirse a su compartimento para hacer las maletas. En media hora llegaremos a París.

—Me da miedo preguntar por qué piensa que debería pasar por el vagón del champán.—Por cortesía de Belmond, Walter ofrece un pequeño coctel de despedida —me aclaró—. La

mitad de los pasajeros termina el trayecto en París, no seguirán con nosotros hasta Londres. Hevenido a buscarla por si… eh… por si le resultaba adecuado…

—Para que no me pierda otra vez.—Usted lo ha dicho, mademoiselle.—Yo la acompaño, Gilberto —se ofreció Pol. Esperó hasta que el hombrecillo se hubo

retirado con media reverencia para ofrecerme su brazo e invitarme a seguirlo—. Me pregunto sisabe que lo de mademoiselle es casi una ofensa a estas alturas del siglo XXI. Tampoco entiendo sise sigue refiriendo al estado civil de la persona o a su edad.

—Creo que Gilberto es un enamorado de este tren y que lleva su mademoiselle con la mismapasión con la que consulta su reloj de bolsillo o su silbato de jefe de estación. No es más queatrezo para mantener la ilusión del Express d’Orient original.

—Una tarde de especial desesperación en esta cocina, perdí la paciencia y mandé a Pierre a sucompartimento mientras tiraba dos kilos de ratauille y volvía a empezar la receta desde elprincipio. Gilberto, con su especial don de la ubicuidad, se quedó en la puerta de la cocina y meexplicó la invención del sándwich y por qué este tren había contribuido a darlo a conocer porEuropa y Turquía.

—Históricamente se acepta que tuvo su origen a mediados del siglo XVIII, cuando el británicoJohn Montagu, IV conde de Sandwich, para no dejar colgada la partida de cartas en la que estabainmerso, le pidió a un lacayo que le pusiese la carne entre dos pedazos de pan de manera quepudiese comerla con facilidad con una sola mano. A partir de entonces, parece ser que la gentepedía «lo de Sandwich» y así se quedó el nombre. ¿Pero qué tiene que ver con el Orient Express?

—¿Has visto las dimensiones de la cocina? Gilberto dice que lo primero que se añadió a lacarta de a bordo fueron los sándwiches, por su preparación rápida, sencilla y de ingredientes queapenas necesitaban cocción o que podían aprovechar con cierta elegancia las sobras de lo que sehabía cocinado la noche anterior. Los jefes de estación solían recibir un apetitoso sándwich comocortesía cada vez que el Express d’Orient recalaba en sus vías. Y pronto las cafeterías de lasestaciones en las que paraba el tren pusieron en su carta los famosos y, en la época, distinguidosbocadillos. De ahí que la costumbre del sándwich se extendiera por Europa y Turquía.

—Tu ratatuille era deliciosa.

Page 112: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—La historia de Gilberto me distrajo del malhumor y la impaciencia, puso la música de fondoque necesitaba para que me relajase y todo volviese a fluir en la cocina.

Por alguna oscura razón, Guido había decidido que interpretar al piano la marcha fúnebre de

Chopin era la manera más adecuada de despedirse de todos nosotros. Por suerte o por desgracia,el bullicio en el vagón del champán era tal que probablemente yo fui la única en darse cuenta.

—Pol —lo detuve un momento antes de acercarnos a la barra de Walter—, tengo queconfesarte algo que no me he atrevido a decirte antes —Me miró un poco asustado, pero asintiócon la cabeza—. Creo que soy vegetariana.

—¿Lo crees? ¿Cómo se cree en el Hada de los Dientes o en Santa Claus?—Más bien como se cree en las consecuencias de no hacer la declaración de la renta —Me

encogí de hombros.—Está bien.—Es que desde que Houdini es parte de mi familia…—Está bien, Sigrid. Lo entiendo y lo respeto, pero tendré que cambiar todo el menú de nuestro

banquete de bodas.—No va a haber ningún banquete de bodas, listillo.—Ya. También decías hace cinco días que habías jurado odiarme por toda la eternidad.—Quizás no haya cambiado de opinión.—Yo no lo he hecho —susurró con esa voz capaz de hacer temblar una montaña—, sigo

enamorado de ti.Así de sencillo. Estaba enamorado de mí, como lo había estado seis años atrás, cuando se

tropezó conmigo en la Estació de Sants y mi tesis salió volando, cuando me invitó a tomarchocolate con Tom Holland, cuando estrenó la cocina del Terramar en una cena para dos. Yo notenía ninguna garantía de que esta vez fuese diferente, pero estaba dispuesta a arriesgarme. Quizásporque también estaba enamorada, pero, sobre todo, porque había conseguido reconciliarmeconmigo misma y con el recuerdo que tenía de los dos.

—Mi contrato con Belmond incluye una semana más y había planeado... Oye, ven conmigo aLondres.

Puse las manos sobre sus antebrazos y le busqué la mirada hasta asegurarme de quecomprendía que estaba hablando en serio y que todo estaba bien entre nosotros.

—No pasa nada —dije bajando la voz—. En una semana estaremos juntos en casa y te contaréminuciosamente todos los detalles de mi nuevo trabajo hasta que caigas dormido de puroaburrimiento.

—Prométemelo.—Prometido.—¡Dejad de besaros, insensatos! —gritó Ángela desde la barra en cuanto nos vio en el otro

extremo del vagón—. Y venid aquí de una vez. Si el señor Nothingmothers levantase la cabeza…— Georges Nagelmackers —la corrigió Walter sin dejar de agitar su coctelera con los doce

culpables. Nos sentamos junto al Azote de los Recepcionistas y le preguntamos cómo seencontraba.

—Con ganas de llegar a casa y quitarme estos zapatos.Miré alrededor, a todos los hoteleros del Summit relajados, en amistosa conversación con sus

rivales. Incluso los millennials de Marriott habían dejado sus tablets y sonreían con las animadasanécdotas de sus colegas; teniendo en cuenta la brecha generacional entre ellos y el resto de losdirectores, era más probable que estuviesen siendo educados que no que entendiesen dichas

Page 113: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

anécdotas. Acepté la copa, a lo Gastby, de Moët, me acerqué a brindar con la simpatiquísimaseñora Morland y le pregunté por su boa rosa. Me parecía que habían transcurrido meses desdeaquella noche en la que el Venice-Simplon se detuvo a medio camino de ningún lugar en los Alpesy todos huyeron de aquel mismo compartimento para dejarme a solas con Pol. Me giré hacia labarra y lo vi conversando con Ángela y Walter.

Solo me faltaba descalzarme. Yo ya había llegado a casa.

Page 114: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

GARE DE L’EST, PARÍS

Pese a la escasa luz eléctrica del andén de la estación de París, el azul oscuro del tren brillaba

soberbio. Bajé del Minerva con el trasportín de Houdini y caminé despacio hasta donde elpersonal del Venice-Simplon Orient Express había formado una breve fila y se despedía de lospasajeros. Orgullosos, impecablemente uniformados con los colores de su tren, estrechaban manosy deseaban un feliz regreso, a pie del segundo vagón, aquel que lucía el emblema dorado de losleones rampantes.

—Cie Internationale des Wagons-lits et des Grands Express Europeens —leí en voz baja, taly como hice la primera vez que lo vi en la Gare de l’Est de París. Sentía que había pasado unavida entera desde entonces. Aunque mi naturaleza siguiese intacta, me habían cambiado losrecuerdos y había recuperado la emoción, tanto largo tiempo atrás perdida en el fondo de la Cajade Pandora. Me sentía una Sigrid más completa, reconciliada con todo lo extraño y maravillosoque había en el mundo.

En abril, el Venice-Simplon estacionaría en esa misma vía con todos sus vagones operativos.El grupito de empleados del Belmond tendría la apariencia de un pequeño ejército sonriente.Subirían a bordo casi doscientos pasajeros y cuatro chefs harían turnos en la diminuta cocina dePol para agasajarlos a lo largo de la ruta oficial. Se le añadirían coches-cama y dos salonesadicionales —volverían los 17 vagones oficiales—, y Walter prepararía doce culpables hasta elamanecer con las sombrías melodías de Guido de fondo. Esperaba que alguien tuviese el aciertode combinar las fabulosas copas de champán de borde bajo con una boa de plumas. Deberíanavisarlo en su página web.

Ángela y los encantadores directores de Melia ya se habían despedido de Gilberto y suscompañeros, y charlaban con Pol un poco apartados del grupo principal, junto al carrito de losequipajes. Houdini y yo llegábamos tarde a la despedida, seguramente porque nos había costadoabandonar nuestra fabulosa suite. Cuánta nostalgia en tan poco tiempo. Había vivido momentos degran intensidad en ese tren que atesoraría para siempre.

—Sigrid —Escuché mi nombre por encima de la cabeza y miré desorientada a mi alrededor.Me costó un poco localizar a David Atwood asomado a una de las ventanillas del vagón que meflanqueaba. Era el Zena, el del asesinato de Agatha Christie.

—Sigues hasta Londres —afirmé innecesariamente; David vivía en Londres.—No tiene tanto glamur. Atravesar el eurotúnel y Calais —me aclaró—. Parte del trayecto lo

haremos en autocar.—Lo dices para que no me dé tanta pena marcharme ahora.—Y porque es verdad. Sin ti, no tendrá ni la mitad de encanto.—¿No sales? —pregunté sin saber muy bien qué contestar a eso—. ¿A recoger algún paquete

de UPS?—El último repartidor no parecía muy emocionado.—No te rindas.—No pienso hacerlo. Ángela me ha dado tu teléfono y acabo de enviarte un mensaje de

whatsapp para que tengas el mío. Me ha dicho que me llamarías si las cosas no salen bien con el

Page 115: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

chef.—No me tomes el pelo —me reí. David me tendió la mano y se la estreché, más emocionada

de lo que quería admitir. Me gustaba aquel hombre pelirrojo con cara de buena persona e interesesdispares, su optimismo contagioso y la tristeza de su mirada por la pérdida reciente—. Envíameun ejemplar de tu novela cuando la publiques.

—¿La de las termitas?—La de este viaje.—No es mala idea —admitió—, aunque antes debería terminar mis estudios de periodismo.—¿Vas a enviar el informe a los de Bread & Wine?—En cuanto llegue a Londres. Me parece justo que sepan que Pol Fabregat ha estado a la altura

de la leyenda de este tren.Correspondí a su solemne inclinación de cabeza con una amplia sonrisa. De verdad que lo

echaría de menos.—¿Seguirás en IHG?—Probablemente. Pocas profesiones tan románticas como las nuestras.Estaba a punto de echarme a llorar. No quería despedirme así de él, no después de nuestra

noche de guitarra, chocolatinas y manta en el vagón de los fumadores, no después de nuestrascharlas y brindis, de las confidencias compartidas. Nunca me había sentido tan a gusto con undesconocido, nunca me había apetecido llamar amigo a alguien con tanta rapidez. Me hubiesegustado conocerlo más y no quería dejarlo allí, asomado a la ventanilla con cara triste y unapretón de manos muy inglés de despedida.

Miré alrededor e improvisé; dejé a Houdini en el suelo, arrastré uno de los carritos deequipajes hasta pegarlo al lateral del Zena, y trepé por las maletas hasta que mi cabeza quedó a laaltura de la de David.

—Cuídate —le dije antes de besarlo en los labios—. Decide de una vez a qué quieresdedicarle toda tu pasión y llama para contármelo.

—¡Sigrid! —La voz de advertencia de Pol me llegó casi al mismo tiempo que sentí sus brazossosteniéndome con firmeza. Me bajó en volandas de mi torre de maletas y me regañó por laimprudencia—. Podrías haberte hecho daño.

—Me estaba… —Me giré hacia la ventanilla del Zena, pero David Atwood ya habíadesaparecido—… despidiendo —susurré. Si Pol había visto cómo me despedía, no dijo nada alrespecto.

—Gilberto te está buscando —Recogió el trasportín de Houdini del suelo y me lo tendió—. Yovuelvo enseguida. Espérame por favor —Estaba imponente con su abrigo negro, sus vaqueros y,afortunadamente, ni rastro de las terribles botas.

Me acerqué al equipo de empleados del Venice-Simplon que nos había acompañado en elSummit y les agradecí todas las comodidades y detalles del viaje. Seguían llevando los guantesblancos del uniforme y me pareció que, por ese motivo, el acto de estrecharles la mano se volvíatodavía más impersonal.

—Espero que volvamos a verla a bordo muy pronto, señora —me deseó Walter con un guiño.—Me encantan sus copas Gatsby, ¿se lo había dicho? —Le expliqué a qué me refería y

prorrumpió en carcajadas.—Normalmente los pasajeros me dicen eso mismo de los doce culpables o del Moët &

Chandon. Es la primera vez que elogian las copas Pompadour.—Los doce culpables también son una pasada —Eché un vistazo rápido a nuestro alrededor y

le pregunté por el pianista.

Page 116: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

—Guido está en el vagón del champán, tocando.—Ah, como los músicos del Titanic.—Pero en versión dramática.—¿Más dramática que la historia de unos músicos que se hundieron con su barco mientras

tocaban sobre una cubierta atestada de aterrorizados pasajeros intentando salvarse en losinsuficientes botes salvavidas?

—Ya conoce a Guido. No le gustan las despedidas.—Entonces no le diga adiós de mi parte.—Hasta la vista, querrá decir —insistió el barman—. Vuelva pronto.Gilberto, sonriente bajo su bigotito de hormigas, retuvo mi mano entre las suyas cuando llegué

a su altura. Lo había dejado para el final porque era una de las personas que menos me apetecíaperder de vista. Recordaba nuestro primer encuentro, justo en ese mismo andén de la Gare del’Est: él intentando despojarme de mi equipaje, al tiempo que me presentaba el tren, y yo aferradaa Houdini y a mi maleta con muchas ganas de quitarme los zapatos mojados por la lluvia. Suamabilidad, sus anécdotas y su peculiar sentido del humor me habían acompañado durante todo unviaje, que no habría sido ni la mitad de divertido sin él.

Lo abracé con sincero cariño cuando soltó mi mano.—Mademoiselle —me riñó devolviéndome el abrazo—, va a conseguir que me emocione.—Usted me emociona. Este tren, este viaje extraordinario, no es nada sin usted, sin sus

anécdotas y su reloj de bolsillo. Muchísimas gracias por obrar esta magia.—Vuelva pronto —sonrió feliz— y traiga a su Houdini. Quizás por nuestro próximo

aniversario… o por el suyo. Acuérdese de nosotros cuando tenga algo que celebrar. Y no sepreocupe por el chef Fabregat —añadió con un brillo pícaro en esa mirada a la que pocas cosasse le pasaban por alto—, es impaciente pero honesto, como los buenos vinos.

—Gilberto —se me ocurrió antes de separarme de él—, hágame un favor.—Lo que desee, mademoiselle.—Si encuentra las botas de agua del chef Fabregat, láncelas por la ventanilla del tren con todas

sus fuerzas.—Khaleesi —me gritó Ángela desde las escaleras mecánicas—, os espero arriba con el

equipaje. No tardes, que el avión no espera.—¿Es cosa mía o está más mandona que nunca? —Pol había vuelto con una caja misteriosa.

Me cogió de la mano y me apartó del tren y de su personal.—Serán las hormonas —Me mordí la lengua antes de desvelar nada más, no estaba segura de

cuánto le había confesado Ángela durante el desayuno—. ¿Qué es esta caja?—Macarons de pistacho. Puedes compartirlos en el avión con la mandona.—Ni de coña. Se los comería todos.—Mantenlos lejos de Houdini. He leído que a los conejos les sienta muy mal el azúcar.—¿Te has informado sobre los hábitos alimentarios de los conejos?—Es que quiero pedirle a uno que se venga a vivir conmigo.—Pol…Acunó mi mejilla en la mano que le quedaba libre y se inclinó levemente sobre mí para

besarme.—Ve a Londres —susurré muy despacio—. Estaré esperándote —Y sellé mi promesa entre sus

labios.Miré por encima de su hombro el hermoso tren azul oscuro de leones dorados y me pareció

más irreal que nunca. Aquel era el final del trayecto, pero no porque estuviese varado en la

Page 117: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

estación y yo ya fuera camino de casa sino porque, como una vez me dijo mi abuela, las segundasoportunidades empiezan cuando se da por cerrada la primera equivocación.

FIN

Page 118: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

AGRADECIMIENTOS

Esta novela está en deuda con todos los periodistas, novelistas, viajeros e historiadores que un díatuvieron la feliz ocurrencia de poner por escrito sus anécdotas sobre el Orient Express. Pero sobretodo está en deuda con las anécdotas y la simpatía de Marisa y Carlos, dos encantadoresprofesionales de la hotelería que me ayudaron a entender la magia de los Aura Manager, lospianos ambulantes y las máquinas dispensadoras de mantequilla. Gracias, Marisa, por asesorarmey señalar todos mis disparates. Muchísimas gracias a los dos por vuestra paciencia, vuestrainspiración y vuestra amistad.

Page 119: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

BIBLIOGRAFÍA DE CONSULTA

ABOUT, Edmond: Orient Express. De Pontoise a Estambul (2018)DOS PASSOS, John: Orient Express (1927)GREENE, Graham: Tren a Estambul (1932)GREENE, Graham: Viajes con mi tía (1969)KESSEL, Joseph: Wagon-lit (1932)LÓPEZ, Mariano: El arte de viajar en el tren más famoso del mundo: de Londres a Venecia en elOrient Express (2008)WIESENTHAL, Mauricio: La belle époque del Orient Express (1979)

Page 120: ©Mónica Gutiérrez Artero - 2020

Sobre la autora

Mónica Gutiérrez Artero nació y vive en Barcelona. Licenciada en Periodismo por la UniversitatAutònoma de Barcelona, y en Historia por la Universitat de Barcelona, su carrera profesionaltranscurre en el ámbito de la comunicación y la enseñanza. Puedes saber más de ella en su páginapersonal monicagutierrezartero.com o en redes sociales (@Monicaserendipia).

Otras novelas de la autora:Cuéntame una noctalia (Amazon, 2012)Un hotel en ninguna parte (Amazon, 2014)El noviembre de Kate (Roca editorial, 2016)La librería del señor Livingstone (Amazon, 2017)Todos los veranos del mundo (Roca editorial, julio 2018)El invierno más oscuro (Amazon, 2018) (con seudónimo)