(myron bolitar 04) muerte en el hoyo 18 - harlan coben

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Annotation

El golf, precisamente, no es eldeporte preferido de Myron Bolitar.Pero ahí está: presenciando entrebostezos el Abierto de EstadosUnido. Es el mejor escaparate paraun agente deportivo en busca declientes. Y parece que va a tenersuerte: Linda Coldren, número uno enla lista de ganancias en el circuitoamericano promete contratarle.Antes, sin embargo, tendrá queencontrar a su hijo, que hadesaparecido misteriosamente justo

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cuando el marido de Linda, Jack,parece que va a tener de nuevo laposibilidad de ganar el torneo. Win,para sorpresa de Bolitar, sinembargo, le va a pedir que no acepteel caso. Myron, por una vez, decideignorarle y se lanza a la búsqueda deChad. Muy pronto comprenderá quenunca debió de hacerlo. Descubriráque un mundo de falsas apariencias,estafas, dolor y muerte, pero, sobretodo, obligará a Win a revivir supasado, traumas de la infancia que nose olvidan jamás.

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.

Harlan Coben

MUERTE EN ELHOYO 18

Myron Bolitar 4

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Para los Armstrong,los mejores suegros del mundo,

Jack y Nancy,Molly, Jane, Eliza, Sara, John y

Kate.Gracias por todo, Anne.

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Agradecimientos

Cuando alguien escribe sobreuna actividad con la que disfrutatanto como si lamiese un palo (degolf), necesita que lo ayuden, ymucho. Es por ello que el autorquiere dar las gracias a JamesBradbeer Jr., Peter Roisman, MaggieGriffin, Craig Coben, Larry Coben,Jacob Hoye, Lisa Erbach Vance,Frank Snyder, del grupo de noticiasrec.sports.golf, Knitwit, SparkleHayter, Anita Meyer, todos aquellos

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amantes del golf que me obsequiaroncon sus amenísimos relatos, y, porsupuesto, Dave Bolt. Aunque el Opende Estados Unidos es un torneo real yel campo de golf de Merion existe,todo lo que ocurre en este libro espura ficción. Me he tomado algunaslibertades, pero cualquier posibleerror, como siempre, esresponsabilidad de las personascitadas. El autor no tiene la culpa denada.

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Myron Bolitar examinó con elperiscopio de cartón aquella multitudridículamente ataviada. Trató derecordar la última vez que habíautilizado un periscopio de juguete. Laimagen de los comprobantes decompra de una caja de cerealesCap'n Crunch parpadeó ante sus ojoscomo esas manchas que aparecendespués de mirar hacia el sol y quesuelen producir dolor de cabeza.

A través del reflejo en el

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espejo, Myron observó a un hombrevestido con bombachos (¡bombachos,por el amor de Dios!) que mirabafijamente una minúscula esferablanca. Los espectadoresmurmuraban con entusiasmo. Myroncontuvo un bostezo. El hombre de losbombachos se puso de cuclillas. Losespectadores ridículamente ataviadosintercambiaron codazos antes desumirse en un silencio imponente, alque siguió una quietud absoluta,como si hasta los árboles, losarbustos y las repeinadas briznas dehierba estuvieran conteniendo la

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respiración.Entonces, el hombre de los

bombachos golpeó la esfera blancacon un palo.

El público empezó a comentarel golpe en una jerga indescifrable.El volumen del murmullo aumentó amedida que la bola fue ascendiendo.Algunas palabras se hicieroninteligibles. Luego, frases enteras.«Bonito estilo.» «Espléndido golpe.»«Buen golpe.» «Un estilo realmentebueno.» Enfatizaban la palabra«estilo» como si alguien pudierapensar que se referían a un estilo de

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natación o a un estilo arquitectónico.—Señor Bolitar.Myron apartó el periscopio de

su rostro. Tuvo la tentación de gritar«Arriba periscopio», pero temió quealgún socio del exclusivo Club deGolf de Merion lo considerase unacto de inmadurez. Sobre tododurante la disputa del Open deEstados Unidos. Miró por encima delhombro a un hombre de rostrorubicundo que debía de rondar lossetenta y comentó:

—Vaya pantalones.—¿Disculpe?

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—¿Qué pasa?, ¿tiene miedo deque le atropelle uno de los carroseléctricos?

Los pantalones eran anaranjadosy amarillos, de un tono algo másbrillante que una supenova en elinstante mismo de la explosión. Sinembargo, en aquel hombre apenas sidestacaban. Parecía como si todos sehubiesen levantado aquel díapreguntándose qué indumentariadesentonaría más en el llamadomundo libre. Muchos lucían tonos deverde y anaranjados típicos de losrótulos de neón más vulgares. El

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amarillo y unos tonos púrpurasumamente raros también abundaban,por lo general juntos, en unacombinación de colores queresultaría estrafalaria hasta al equipode animadoras de un instituto delMedio Oeste. Era como si al verserodeada por toda aquella bellezanatural la gente se empeñara en hacercuanto estuviera en su mano paracompensarla. O quizá fuese otra cosala que estaba en juego. Quizá lafealdad de la ropa tuviese un origenmás funcional. Tal vez en los viejostiempos, cuando había animales en

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libertad, los golfistas se vestían deaquella manera para ahuyentar a lasbestias peligrosas.

Era una buena teoría.—Tengo que hablar con usted

—susurró el anciano—. Es urgente.Las mejillas, redondas y

joviales, contradecían a sus ojossuplicantes. De pronto, tomó a Myronpor el brazo.

—Se lo ruego —añadió.—¿De qué se trata? —preguntó

Myron.El hombre movió el cuello

como si la camisa le apretara

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demasiado.—Usted es agente deportivo,

¿verdad? —preguntó.—Sí.—¿Ha venido a captar clientes?Myron entrecerró los ojos.—¿Cómo sabe que no he venido

aquí a presenciar el espectáculocautivador de un puñado de adultosdando un paseo?

El anciano no sonrió, aunque yase sabe que los golfistas no sonfamosos precisamente por su sentidodel humor. Volvió a estirar el cuelloy se aproximó.

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—¿Le dice algo el nombre deJack Coldren? —le preguntó con unronco susurro.

—Por supuesto —respondióMyron.

Si el anciano le hubiese hechola misma pregunta el día anterior,Myron no habría tenido ni idea dequién le hablaba. No era muyaficionado al golf (en realidad, no loera en absoluto), y Jack Coldrenhabía sido un jugador de tercera filadurante los últimos veinte años, perose había convertido en el inesperadolíder tras la primera jornada del

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Open, y ahora, cuando sólo quedabanunos pocos hoyos del segundorecorrido, iba en cabeza con unaextraordinaria ventaja de nuevegolpes.

—Pero ¿por qué me lopregunta? —quiso saber Myron.

—¿Y Linda Coldren? —inquirió el hombre—. ¿Sabe quiénes?

Aquella pregunta era más fácil.Linda Coldren era la esposa de Jacky la mejor golfista de la últimadécada.

—Sí, sé quien es —respondió

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Myron.El hombre se inclinó más hacia

él y repitió el gesto con el cuello.Resultaba francamente molesto,además de contagioso. Myron tuvoque luchar contra el deseo deimitarlo.

—Están metidos en un buen lío—susurró el anciano—. Si los ayuda,tendrá dos nuevos clientes.

—¿De qué clase de lío se trata?El anciano miró alrededor.—Aquí hay demasiada gente —

le dijo—. Venga conmigo.Myron se encogió de hombros.

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No existía ninguna razón que leimpidiera acompañarlo. El ancianoera la única posibilidad de hacernegocio que había descubierto desdeque su amigo y socio Windsor HorneLockwood III (Win, para abreviar) lohabía arrastrado hasta allí contra suvoluntad. Dado que el Open deEstados Unidos se celebraba en elMerion, club al que pertenecía lafamilia Lockwood desde hacíaaproximadamente un millón de años,a Win se le había ocurrido que erauna gran oportunidad para que Myronconsiguiera algún cliente selecto.

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Myron no lo tenía tan claro. A sujuicio, el rasgo principal que lodistinguía de las hordas de agentesque pululaban como cigarras por losverdeantes prados del Club de Golfde Merion era su clara aversión algolf, lo cual con toda probabilidaddistaba mucho de constituir un puntoa su favor a la hora de ofrecer susservicios profesionales.

Myron Bolitar dirigía MBSportsReps, una firma derepresentación de deportistas consede en Park Avenue, Nueva York.El local lo alquilaba a su antiguo

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compañero de cuarto de la facultad,Win, un influyente banquero einversionista cuya rancia yacaudalada familia era propietaria deLockHorne Securities, situada en lamisma Park Avenue de Nueva York.Myron se ocupaba de lasnegociaciones mientras Win, uno delos corredores de bolsa másrespetados del país, se ocupaba delas inversiones y las finanzas. Eltercer miembro del equipo de MB,Esperanza Diaz, se ocupaba de todolo demás. Tres ramas con controles ybalances. Igual que el Gobierno

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estadounidense. De lo más patriótico.Eslogan: «MB SportsReps: los

demás son mariquitas rojos.»Mientras el anciano intentaba

abrirse paso entre el gentío para queMyron pudiera avanzar, varioshombres con chaquetas de esport decolor verde, otro atuendo que suelelucirse en los campos de golf, quizápara confundirse con la hierba, losaludaron en voz baja con frasescomo «Qué tal, Bucky», o «Qué biense te ve, Buckster» o «Buen día parael golf, Buckaroo». Todos ellostenían acento de ricos repipis, con

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esa inflexión gangosa que prefiere«mami» a «mamá» y para la quetanto verano como invierno sonsinónimos de vacaciones. Myronestuvo a punto de criticar quellamaran Bucky a un hombre hecho yderecho, pero cuando uno se llamaMyron..., ya se sabe, más vale noarrojar piedras contra el propiotejado.

Como en cualquier otroacontecimiento deportivo del mundolibre, la zona de juego parecía másuna cartelera gigante que un campode competición. El marcador

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principal lo patrocinaba IBM. Canonrepartía periscopios. Empleados deAmerican Airlines despachaban enlos puestos de comida (unas líneasaéreas manipulando alimentos, ¿aqué lumbrera se le habría ocurrido?).E l v i l l a g e estaba atestado deempresas que aflojaban más de cienmil dólares por cabeza para plantaruna tienda de campaña por unos días,con la finalidad principal deproporcionar a sus ejecutivos unaexcusa para acudir al torneo.Travelers Group, Mass Mutual,Aetna (a los golfistas deben de

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gustarles los seguros), Canon,Heublein. Heublein. ¿Qué diablosera Heublein? Parecía una buenaempresa. Myron probablementehubiese comprado un Heublein dehaber sabido lo que era.

Lo curioso del caso era que, dehecho, el Open de Estados Unidosestaba menos comercializado que lamayor parte de los torneos. Al menostodavía no habían vendido elnombre, como otros torneos, queadoptaban el de sus patrocinadorescon resultados un tanto ridículos.¿Quién podría aspirar a ganar el JC

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Penney Open, o el Michelob Open, osiquiera el Wendy's Three-TourChallenge?

El anciano lo condujo hasta unaparcamiento reservado. Mercedes,Cadillac, limusinas. Myronreconoció el Jaguar de Win. LaAsociación de Golf de EstadosUnidos había colocado hacía poco uncartel en el que podía leerse:

APARCAMIENTO SÓLOPARA SOCIOS.

—Usted es socio del Merion —

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afirmó Myron, siempre tan intuitivo.El anciano transformó su gesto

característico de torcer el cuello enuna especie de asentimiento.

—Mi familia se remonta a losorígenes del club —explicó,exagerando su acento esnob—. Igualque la de su amigo Win.

Myron se detuvo y miró alanciano.

—¿Conoce a Win?El anciano esbozó algo

parecido a una sonrisa y se encogióde hombros. Nada de compromisos.

—Aún no me ha dicho cómo se

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llama —señaló Myron.—Stone Buckwell. Pero todo el

mundo me llama Bucky —respondióel anciano, tendiéndole la mano—.Por lo demás —añadió mientrasMyron se la estrechaba—, soy elpadre de Linda Coldren.

Bucky abrió la portezuela de unCadillac azul celeste al que subieron.Metió la llave en el contacto. En laradio pasaban música ambiental;peor aún, la versión ambiental deRaindrops Keep Falling on MyHead. Myron se apresuró a bajar laventanilla en busca de aire fresco, y

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de algo de ruido que neutralizaraaquella música.

Sólo los socios estabanautorizados a aparcar en los jardinesdel Merion, de modo que salir delrecinto no supuso ningún problema.Torcieron a la derecha al final delsendero de entrada y luego otra vez ala derecha. Bucky, por suerte, apagóla radio. Myron volvió a meter lacabeza dentro del coche.

—¿Qué sabe sobre mi hija y sumarido? —preguntó Bucky.

—Poca cosa —respondióMyron.

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—Usted no es aficionado algolf, ¿verdad, señor Bolitar?

—La verdad es que no.—El golf es un deporte

realmente magnífico —le sentencióel anciano. Luego añadió—: Aunquela palabra «deporte» no le hacejusticia.

—Ajá —asintió Myron.—Es el juego de los príncipes.

—El rostro rubicundo de Buckwellresplandeció levemente; los ojos,muy abiertos, reflejaban elarrobamiento propio de las almasmás devotas. Hablaba en voz baja,

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no sin cierta reverencia—. No haynada comparable. Tú solo contra elcampo. Sin excusas. Sin compañerode equipo. Sin llamadas inoportunas.Es la más pura de las actividades.

—Ajá —repitió Myron.—Mire, no quisiera parecerle grosero,señor Buckwell, pero ¿de qué vatodo esto?

—Llámeme Bucky, por favor.—De acuerdo... Bucky.Buck asintió con aprobación y

dijo:—Tengo entendido que usted y

Windsor Lockwood son algo más que

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meros socios.—¿A qué se refiere?—Creo que hace tiempo que se

conocen. Compartieron habitaciónmientras estudiaban en launiversidad. ¿Me equivoco?

—¿Por qué me pregunta sobreWin?

—El caso es que fui al clubpara intentar dar con él —explicóBucky—. Pero me parece que serámejor así.

—¿Así cómo?—Hablando antes con usted.

Tal vez luego... Bueno, ya veremos.

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Prefiero no crearme demasiadasexpectativas.

Myron asintió.—No tengo ni idea de lo que me

está hablando.Bucky se desvió por un camino

adyacente al campo, el camino de lacasa club. Los golfistas siempre tancreativos.

El campo quedaba a la derecha.A la izquierda se alzaban imponentesmansiones. Un minuto después,Bucky tomó un camino circular. Lacasa era bastante grande y estabaconstruida de un material conocido

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como roca de río. La roca de río eramuy abundante en aquella región, yWin siempre se refería a ella como«la piedra esencial.» La mansiónestaba rodeada por una valla blanca,varios setos de tulipanes y dos arces,uno a cada lado del sendero. En ellado derecho se abría un amplioporche. El coche se detuvo y, por uninstante, ambos permanecieroninmóviles.

—¿De qué va este asunto, señorBuckwell? —le preguntó al finMyron.

—Nos encontramos ante una

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situación muy delicada —dijo elanciano.

—¿Qué clase de situación? —inquirió Myron.

—Prefiero que sea mi hija quiense lo explique. —Bucky sacó la llavedel contacto y se dispuso a abrir lapuerta.

—¿Por qué acude a mí? —quisosaber Myron.

—Nos han dicho que quizápodría ayudarnos.

—¿Quién se lo ha dicho?Buckwell empezó a torcer el

cuello con renovado vigor. Cuando

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por fin recuperó el control de sucabeza, miró a Myron a los ojos ydeclaró:

—La madre de Win.Myron se estremeció. Abrió la

boca, la cerró, esperó. Buckwell seapeó y se dirigió hacia la puerta dela casa. Myron lo siguió diezsegundos después.

—Win no le servirá de nada —le advirtió.

Buckwell asintió.—Por eso he acudido antes a

usted.Recorrieron un camino de

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ladrillos hasta alcanzar la puerta, queestaba entornada. Buckwell laempujó y llamó:

—¡Linda!Linda Coldren estaba de pie

ante el televisor del estudio. Vestíapantalones cortos de color blanco yblusa amarilla sin mangas quedejaban al descubierto unosmiembros ágiles, propios de unaatleta. Era alta, tenía el pelo negro,muy corto, y lucía un bronceado querealzaba sus músculos lisos y largos.De acuerdo con las finas arrugas enlas comisuras de sus labios y sus

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ojos, debía de tener unos treinta ycinco años, tal vez más. Myronintuyó de inmediato por qué se ladisputaban los patrocinadores.Aquella mujer irradiaba un esplendorsalvaje. Su belleza transmitía másfortaleza que delicadeza.

Estaba viendo el torneo portelevisión. Encima del aparato habíafotografías familiares enmarcadas.Dos grandes sofás cubiertos decojines formaban una uve en unrincón. Discreto mobiliario para ungolfista. Nada de putting green, nadade alfombra AstroTurf, nada de esas

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obras de arte de tema golfístico quese hallaban uno o dos escalones pordebajo de la categoría estética de,pongamos por caso, los cuadros detahures jugando a póquer. Ningunagorra con la imagen de un tee y unabola colgada de la cabeza de un alce.

De repente, Linda Coldren losmiró; primero a Myron, conexpresión airada, y luego a su padre.

—Pensaba que ibas a traer aJack —le espetó.

—Todavía no ha terminado elrecorrido.

Linda señaló con la mano el

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televisor.—Ya está en el hoyo dieciocho.

Pensaba que ibas a esperarlo.—He traído al señor Bolitar en

su lugar.—¿A quién?Myron dio un paso al frente y

sonrió.—Soy Myron Bolitar.Linda Coldren le echó un

vistazo y volvió a mirar a su padre.—¿Quién diablos es éste?—Es el hombre de quien me

habló Cissy —repuso Buckwell.—¿Quién es Cissy? —preguntó

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Myron.—La madre de Win.—Oh —exclamó Myron—.

Entiendo.—No pinta nada aquí —dijo

Linda Coldren—. Deshazte de él.—Escucha, Linda. Necesitamos

ayuda.—Pero no la suya.—Él y Win tienen experiencia

en esta clase de cosas.—Win —sentenció ella con

parsimonia— es un psicópata.—Vaya —intervino Myron—,

veo que lo conoce bien.

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Linda Coldren por fin se dignóprestar atención a Myron. Sus ojos,profundos y pardos, se encontraroncon los de él.

—No he hablado con Win desdeque tenía ocho años —dijo ella—.Pero no es preciso saltar por encimade las llamas para saber que el fuegoquema.

Myron asintió.—Bonita analogía.Linda Coldren soltó un bufido

de desaprobación y volvió a mirar asu padre.

—Ya te he dicho que nada de

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policía. Haremos lo que dicen.—Pero si no es policía —

arguyó Bucky.—Y no debías contárselo a

nadie.—Sólo se lo he contado a mi

hermana —protestó Bucky—. Nodirá una palabra.

Myron sintió que volvía aestremecerse.

—Espere un momento —le dijodirigiéndose a Bucky—. ¿Su hermanaes la madre de Win?

—Sí.—Entonces, usted es el tío de

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Win. —Myron miró a Linda Coldren.— Y usted su prima hermana.

Ella lo miró con expresión dedesdén.

—Con tamaña sagacidad —repuso en tono burlón—, me alegratenerlo de nuestra parte. Si aún no leha quedado claro, señor Bolitar,puedo traer una pizarra y dibujarlenuestro árbol genealógico.

—¿Lo haría con varios colores?—preguntó Myron—. Me encantanlos colorines.

Ella hizo una mueca y le dio laespalda. En el televisor, Jack

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Coldren se disponía a dar un putt detres metros y medio. Linda observóatentamente. El golpe fue suave, labola describió un arco y fue a darjusto en el hoyo. La tribuna aplaudiócon entusiasmo moderado. Jackcogió la bola con dos dedos ysaludó. El marcador de IBMcentelleó en la pantalla. Jack Coldreniba en primera posición con unafabulosa ventaja de nueve golpes.

—Pobre cabrón —mascullóLinda Coldren.

Myron guardó silencio. Buckyhizo lo mismo.

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—Ha esperado este momentodurante veintitrés años —prosiguióella—. Y ahora va y lo consigue.

Myron echó un vistazo a Bucky,que lo miró y sacudió la cabeza.

Linda Coldren siguió con losojos fijos en el televisor hasta que sumarido salió en dirección a la casaclub. Entonces dejó escapar unprofundo suspiro y se volvió haciaMyron.

—¿Sabe, señor Bolitar?, Jackjamás ha ganado un torneoprofesional. Lo más cerca que estuvode lograrlo fue cuando empezaba,

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hace ya veintitrés años, con sólodiecinueve. Fue la última vez que secelebró el Open de Estados Unidosen el Merion. Quizá recuerde lostitulares.

La verdad es que no leresultaban del todo desconocidos.Los periódicos de la mañana habíanpublicado algunas crónicas de laépoca.

—Perdió el liderazgo, ¿verdad?—Eso suena a eufemismo, pero

así es —admitió Linda Coldren—. Apartir de entonces su carrera ha sidocualquier cosa menos espectacular.

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Ha habido años en los que nisiquiera ha pasado el corte de unsolo torneo.

—Le ha llevado mucho tiempoenganchar una buena racha —dijoMyron—. En el Open de EstadosUnidos, quiero decir.

Ella lo miró con ciertacuriosidad y se cruzó de brazos.

—Su nombre me suena —dijo—. Usted jugaba a baloncesto,¿verdad?

—Así es.—En la ACC. ¿Carolina del

Norte?

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—Duke —la corrigió.—Eso es, Duke. Ahora lo

recuerdo. Se rompió la rodilla pocodespués de que lo seleccionaran parala NBA.

Myron asintió.—Aquello puso fin a su carrera,

¿no es así?Myron asintió de nuevo.—Tuvo que ser un duro golpe

—agregó ella.Myron no contestó.Ella trató de quitarle

importancia al asunto con un gesto dela mano.

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—Lo que le ha pasado a ustedno es nada comparado con lo que leha ocurrido a Jack —dijo.

—¿Por qué?—Usted se lesionó. No dudo

que le resultase duro, pero al menosno fue culpa suya. Jack llevaba unaventaja de seis golpes en el Open deEstados Unidos, a falta de sólo ochohoyos. ¿Sabe lo que significa eso? Escomo tener una ventaja de diezpuntos cuando sólo queda un minutode juego en el séptimo partido de losplay off de la NBA. Es como fallarun lanzamiento a canasta en el último

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instante y perder el campeonato. Jackno volvió a ser el mismo después deaquello. Creo que aún no lo hasuperado. Desde entonces se hapasado toda la vida esperando laocasión de redimirse. —Se volvióhacia el televisor. El marcadoraparecía de nuevo en la pantalla.Jack Coldren seguía en cabeza connueve golpes—. Si vuelve a perder...

No se tomó la molestia deacabar la frase. Todos guardaronsilencio. Linda mantuvo la vista fijaen el televisor. Bucky estiró elcuello, con los ojos húmedos y el

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rostro tembloroso, al borde delllanto.

—¿Qué ha sucedido, Linda? —preguntó Myron.

—Nuestro hijo —respondió—.Lo han secuestrado.

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—No debería contarle nada deesto —prosiguió Linda Coldren—.Dijo que lo mataría.

—¿Quién lo dijo?Ella respiró profundamente

varias veces, como un niño en lo altode un trampolín. Myron esperó. Lellevó unos segundos, pero por fin dioel paso decisivo.

—Esta mañana he recibido unallamada —explicó. Sus grandes ojosno paraban de moverse—. Un

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hombre me ha dicho que tenía a mihijo y que si llamaba a la policía lomataría.

—¿Le ha dicho algo más?—Sólo que volvería a llamar

para darnos instrucciones.—¿Eso es todo?Asintió con la cabeza.—¿A qué hora ha llamado? —

preguntó Myron.—Serían las nueve, o las nueve

y media.Myron se acercó al televisor y

contempló una de las fotografíasenmarcadas.

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—¿Es un retrato reciente de suhijo?

—Sí.—¿Qué edad tiene?—Dieciséis. Se llama Chad.Myron examinó la fotografía. El

risueño adolescente presentaba losmismos rasgos rollizos de su padre.Llevaba una gorra de béisbol con lavisera hacia atrás, al estilo de loschavales. El palo de golf, queapoyaba con orgullo en el hombro, leconfería el aspecto de un milicianocon la bayoneta calada. Tenía losojos entrecerrados como si se hallara

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de cara al sol. Myron inspeccionó elrostro de Chad como si éste pudieraproporcionarle alguna pista oiluminar su discernimiento. Pero nofue así.

—¿Cuándo se ha percatado dela ausencia de su hijo?

Linda Coldren dirigió unamirada rápida a su padre, y luegoirguió la cabeza, como si sepreparara para que éste le propinaraun cachete.

—Chad lleva dos días fuera —respondió lentamente.

—¿Fuera? —interrogó Myron

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Bolitar, en tono de gran inquisidor.—Sí.—Cuando dice fuera...—Quiero decir exactamente eso

—me interrumpió—. No lo he vistodesde el miércoles.

—¿Y el secuestrador no hatelefoneado hasta el día de hoy?

—Así es.Myron abrió la boca, la cerró,

templó la voz. «Anda con tiento,Myron —pensó—, sé amable, vepaso a paso.»

—¿Usted conocía su paradero?—Supuse que estaría en casa de

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su amigo Matthew —respondióLinda Coldren.

Myron asintió, como si esegesto revelara una brillanteperspicacia. Volvió a asentir ypreguntó:

—¿Se lo dijo Chad?—No.—Así pues —concluyó él,

fingiendo no darle importancia—,estos dos últimos días usted no sabíadónde se encontraba su hijo.

—Acabo de decirle que creíaque estaba en casa de Matthew.

—No llamó a la policía.

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—Claro que no.Myron estuvo a punto de hacerle

otra pregunta complementaria, perola actitud de Linda Coldren le obligóa replantear el discurso. Lindaaprovechó ese instante de indecisión.Se encaminó hacia la cocina con airedistinguido. Myron la siguió. Buckysalió de repente de su estado detrance y fue tras ellos.

—Permítame asegurarme de quehe entendido bien —dijo Myron, quehabía decidido enfocar el asuntodesde un ángulo distinto—. ¿Chad seesfumó antes del torneo?

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—Correcto —respondió ella—.El Open comenzó el jueves. —Abrióla nevera y añadió—: ¿Por qué?¿Acaso es importante?

—Elimina una de las posiblescausas —explicó Myron.

—¿Cuál?—La de alterar los resultados

del torneo —aclaró Myron—. SiChad hubiese desaparecido hoy,cuando su marido va en cabeza de laclasificación, podría conjeturarseque alguien pretende impedir quegane el Open. Pero hace dos días,antes de que el torneo hubiese

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comenzado...—Nadie habría apostado un

centavo por Jack —Linda Coldrenterminó la frase por él—. Tenía unaposibilidad entre cinco mil devencer, y eso en el mejor de loscasos. —Asentía con la cabeza alhablar, como si enfatizara la lógicadel argumento—. ¿Le apetece unalimonada? —preguntó.

—No, gracias.—¿Papá?Bucky negó con la cabeza.

Linda Coldren se inclinó hacia elinterior de la nevera.

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—Muy bien —dijo Myron,haciendo lo posible por mostrarsedespreocupado—. Hemos descartadouna posibilidad. Probemos con otra.

Linda Coldren lo observó. Conuna mano sostenía una jarra de cristalde cuatro litros sin que su antebrazodiera muestras de realizar un granesfuerzo. Myron se debatía buscandola manera de abordar la cuestión, locual no resultaba nada sencillo.Finalmente, se animó a preguntar:

—¿Es posible que su hijo estédetrás de todo esto?

—¿Qué?

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—Se trata de una preguntainevitable —adujo Myron—, dadaslas circunstancias.

Linda dejó la garrafa sobre elmostrador de madera.

—¿Qué diablos pretende decir?¿Cree acaso que Chad está simulandosu propio secuestro?

—No he dicho eso. He dichoque quería comprobar esaposibilidad.

—Lárguese.—Llevaba dos días fuera y

nadie ha avisado a la policía —dijoMyron—. Una conclusión posible es

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que aquí se haya producido algunaclase de tensión. Que Chad ya sehubiese escapado antes.

—O bien —contraatacó LindaColdren, cerrando con fuerza lospuños—, podría sacar la conclusiónde que confiamos en nuestro hijo.Que le otorgamos un grado delibertad acorde con su nivel demadurez y responsabilidad.

Myron dirigió una mirada aBucky, que mantenía la cabeza gacha.

—Si tal es el caso...—Tal es el caso.—Pero dígame, ¿acaso los

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chicos responsables no dicen a suspadres adónde van, para asegurarseasí de que no van a preocuparse envano?

Linda Coldren sacó un vaso delarmario con excesiva delicadeza. Lopuso sobre el mostrador y, mientraslo llenaba lentamente, dijo:

—Chad ha aprendido a ser muyindependiente. Su padre y yo somosjugadores de golf profesionales, locual, voy a serle franca, significa queni él ni yo pasamos mucho tiempo encasa.

—Sus prolongadas ausencias —

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aventuró Myron—, ¿no han dado piea cierta... tirantez?

Linda Coldren negó con lacabeza.

—Todo esto no tiene ningúnsentido.

—Sólo intento...—Mire, señor Bolitar, Chad no

está detrás de esto. De acuerdo, es unadolescente. No es perfecto, comotampoco lo son sus padres, pero esono significa que haya simulado supropio secuestro. Y aun suponiendoque lo hubiese hecho, aunque sé queno es así, pero supongámoslo de

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todos modos, entonces está sano ysalvo y podemos prescindir de usted.Si se trata de un engaño cruel, notardaremos en descubrirlo. Pero simi hijo está en peligro, seguir en esteplan es una pérdida de tiempo que nome puedo permitir.

Myron asintió. La señora sesaldría con la suya.

—Comprendo —dijo.—Bien.—¿Ha telefoneado a su amigo

después de hablar con elsecuestrador? Me refiero al amigo encuya casa pensaba que estaría.

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—Se llama Matthew Squires.Sí, he telefoneado.

—¿Y Matthew tenía idea dedónde puede estar?

—No.—Son amigos íntimos, ¿verdad?—Sí.—Estarán muy unidos.Ella frunció el entrecejo.—Sí, mucho.—¿Matthew llama aquí a

menudo?—Sí. O se comunican por

correo electrónico.—Necesito el número de

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teléfono de Matthew —dijo Myron.—Pero si acabo de decirle que

ya he hablado con él.—Sea complaciente —le rogó

Myron—. Muy bien, ahoraretrocedamos un poco en el tiempo.¿Cuándo vio a Chad por última vez?

—El día en que desapareció.—¿Qué ocurrió?Linda Coldren volvió a fruncir

el entrecejo.—¿Qué pretende decir con eso

de qué ocurrió? Se fue a la escuelade verano. No he vuelto a verlodesde entonces.

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Myron la observaba. Ella secalló y le sostuvo la mirada, se diríaque con demasiada tranquilidad. Allíhabía algo que no encajaba.

—¿Ha telefoneado a la escuelapara saber si fue a clase ese día? —preguntó.

—No se me había ocurrido.Myron miró la hora en su reloj

de pulsera. Viernes. Las cinco de latarde.

—Dudo que todavía hayaalguien allí, pero nada perdemos conintentarlo. ¿Dispone de más de unalínea telefónica?

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—Sí.—No llame por la que utilizó el

secuestrador. No quiero queencuentre la línea ocupada en casode que vuelva a llamar.

Ella asintió.—De acuerdo.—¿Su hijo tiene tarjetas de

crédito, o de cajero automático oalgo por el estilo?

—Sí.—Necesito una lista. Y los

números, si los tiene.Ella volvió a asentir.—Voy a telefonear a un amigo

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—añadió Myron— para ver si puedeinstalar un identificador de llamadasen esta línea, para cuando elsecuestrador vuelva a telefonear. Mefiguro que Chad tendrá ordenador.

—Sí —respondió LindaColdren.

—¿Dónde está?—Arriba, en su habitación.—Voy a traspasar toda la

información que contenga a mioficina a través de su módem. Tengouna ayudante que se llama Esperanza.La estudiará a fondo; tal vezencuentre algo.

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—¿Algo como qué?—Si le soy franco, no tengo la

menor idea. Correo electrónico,servicios de noticias a los que estésuscrito... no sé, cualquier cosa quepueda suponer un indicio. No se tratade un procedimiento muy científico.Hay que comprobar cuanto esté ennuestra mano, y así tal vez demos conalgo.

Linda meditó en ello por uninstante.

—De acuerdo —concedió.—¿Y qué hay de usted, señora

Coldren? ¿Tiene algún enemigo?

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—Soy la jugadora de golfnúmero uno del mundo —declaróella con una sonrisa—. Eso megenera un montón de enemistades.

—¿Alguien a quien crea capazde hacer esto?

—No —respondió—. Nadie.—¿Y su marido? ¿Hay alguien

que deteste lo bastante a su marido?—¿A Jack? —Linda forzó una

risa entre dientes—. Todo el mundoadora a Jack.

—¿Qué quiere decir?Ella se limitó a menear la

cabeza y se desentendió de Myron

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con un ademán.Myron hizo unas cuantas

preguntas más, pero ya le quedabapoco donde hurgar. Pidió permisopara subir a la habitación de Chad, yella lo precedió por las escaleras.

Lo primero que Myron vio trasabrir la puerta del dormitorio deChad fueron los trofeos. Habíamontones. Todos de golf. Todoscoronados por una estatuilla debronce que representaba a un hombreejecutando un swing, con el palo degolf por encima del hombro y lacabeza erguida. Unas veces el

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hombrecillo llevaba una gorra degolf. Otras, el pelo corto y ondulado.Había dos bolsas de golf de piel enel rincón de la derecha, ambasrepletas de palos. Los retratos deJack Nicklaus, Arnold Palmer, SamSnead y Tom Watson cubrían lasparedes. Esparcidos por el suelo,varios ejemplares de Golf Digest.

—¿Chad juega a golf? —preguntó Myron.

Linda Coldren lo miró sin decirpalabra. Myron topó con su fijamirada y asintió solemnemente.

—En ocasiones mis facultades

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deductivas intimidan a ciertaspersonas —explicó.

Casi logró que sonriera.—Procuraré no dejarme

impresionar —dijo ella.Myron dio un paso hacia los

trofeos.—¿Es bueno?—Muy bueno. —Linda se

volvió bruscamente, dando laespalda a la habitación—. ¿Necesitaalgo más?

—Ahora mismo, no.—Estaré abajo.No esperó a que la bendijera.

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Myron entró en la habitación.Comprobó el contestador automáticodel teléfono de Chad. Había tresmensajes. Dos de ellos eran de unachica llamada Becky. A juzgar por loque oyó, se trataba de una buenaamiga. Sólo llamaba para decir,bueno, hola, y ver si quería, bueno,hacer algo aquel fin de semana, yasabes. Ella y Millie y Suze iban a,bueno, se pasarían por el Heritage, ysi le apetecía verlas, bueno, pues yasabes. Myron sonrió. Los tiemposestarían cambiando, pero aquellaspalabras podía haberlas pronunciado

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una muchacha que hubiese ido alcolegio con Myron, con su padre ocon el padre de su padre. Lasgeneraciones pasan por un ciclo. Lamúsica, las películas, el lenguaje, lamoda; todas esas cosas cambian,pero no son más que estímulosexternos. Tanto en el interior de unospantalones con rodilleras como bajoun corte de pelo atrevido, existen losmismos temores, necesidades ysentimientos de inadaptación propiosde la adolescencia.

La última llamada era de unmuchacho llamado Glen. Quería

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saber si a Chad le apetecía jugar agolf en «el Pine» aquel fin desemana, ya que el Merion estaría arebosar por culpa del Open. «Papi—aseguraba a Chad la voz repipi deGlen en la grabación— nosconseguirá hora en el t e e , sinproblemas.»

Ningún mensaje de MatthewSquires, el gran camarada de Chad.

Conectó el ordenador. Windows95. Perfecto. Era el mismo queempleaba Myron. Enseguida se diocuenta de que Chad recibía el correoelectrónico a través de America

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Online. Tanto mejor. Myron pulsóFLASHSESSION. El módemestableció conexión y emitió unbreve chirrido. Una voz dijo:«Bienvenido. Tiene correo.»Docenas de mensajes se fueroncargando automáticamente. La mismavoz dijo: «Adiós.» Myron repasó eldirectorio de direcciones de correoelectrónico y dio con la de MatthewSquires. Echó una ojeada a losmensajes cargados. Ninguno era deMatthew.

Interesante.No descartaba en absoluto la

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posibilidad de que el señor Matthewy Chad estuvieran menos unidos delo que Linda Coldren creía. Tambiénera muy probable que, aunque nofuera así, Matthew no se hubiesepuesto en contacto con su amigodesde el miércoles, a pesar de queéste, según cabía suponer, habíadesaparecido sin previo aviso. Meracasualidad.

En conjunto, resultaba un casointeresante.

Myron descolgó el teléfono deChad y pulsó el botón de rellamada.Después de la cuarta señal se oyó

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una voz grabada en el contestadorautomático: «Has llamado aMatthew. Deja un mensaje si teapetece.»

Myron colgó sin dejar ningúnmensaje. No le apetecía. Hmmm.Matthew era la última persona a laque Chad había llamado. Aquellobien podía ser significativo. O notener nada que ver con nada. Encualquier caso, Myron estaba yendomuy deprisa hacia ninguna parte.

Sirviéndose otra vez delteléfono de Chad, marcó el númerode su oficina. Esperanza contestó tras

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la segunda señal.—MB SportsReps.—Soy yo.La puso al corriente. Ella

escuchó sin interrumpirle.Esperanza Diaz trabajaba en

MB SportsReps desde la fundaciónde la empresa. Diez años atrás,cuando Esperanza sólo teníadieciocho, era la reina de la SundayMorning Cable TV. No, no aparecíaen ningún publirreportaje, aunque suprograma competía con un montón deellos, sobre todo con aquel delaparato de ejercicios abdominales

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que guardaba un parecidoimpresionante con un instrumentomedieval de tortura; en su lugar,Esperanza había sido una luchadoraprofesional conocida como PequeñaPocahontas, la sensual princesaindia. Cubría su ágil y menuda figuracon tan sólo un bikini de ante,Esperanza fue elegida la participantemás popular del campeonato de luchalibre americano durante tres añosconsecutivos. Pese a su éxito, aEsperanza no se le subieron loshumos.

—¿Win tiene madre? —

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preguntó Esperanza con incredulidadcuando Myron puso fin al relato delsecuestro.

—Sí.—Pues mi teoría del engendro

surgido de un huevo diabólico se vaal traste —repuso ella tras una pausa.

—No tienes remedio.—¿Y quién lo tiene? —

respondió Esperanza—. Win me caebien, eso ya lo sabes, pero el chicoes un poco... ¿Cuál es el términopsiquiátrico oficial? ¡Ah, sí! Lelo.

—Pues ese lelo una vez te salvóla vida —observó Myron.

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—Sí, ya, pero imagino querecordarás cómo —repuso ella.

Myron lo recordaba. Uncallejón oscuro. Las certeras balasde Win esparciendo materia griscomo confeti tras un desfile. Típicode él. Eficaz pero excesivo. Comoaplastar un insecto con un martillo dedemolición.

—Como dije antes —continuóella con parsimonia—, un lelo.

Myron deseaba cambiar detema.

—¿Algún recado?—Cerca de un millón, pero

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ninguno urgente. —Hizo una pausa ypreguntó—: ¿La has visto algunavez?

—¿A quién?—A Madonna —le espetó—.

¿A quién va a ser? A la madre deWin.

—Sólo en una ocasión —respondió Myron. Hacía más de diezaños de eso. Él y Win cenaron en elMerion. Win no dirigió la palabra asu madre durante toda la vejada.Pero ella sí le habló. El recuerdohizo que Myron se estremeciera unavez más.

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—¿Ya le has hablado de esteasunto a Win? —preguntó ella.

—No. ¿Qué me aconsejas?Esperanza reflexionó por un

instante.—Hazlo por teléfono —dijo—.

Mantén una buena distancia deseguridad.

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3

Decidieron darse un respiro.Myron seguía en el estudio de

los Coldren en compañía de Lindacuando Esperanza telefoneó. Buckyhabía regresado al Merion en buscade Jack.

—La tarjeta de crédito delchico fue utilizada ayer a las seis ydieciocho de la tarde —notificóEsperanza—. Un reintegro de cientoochenta dólares. En una sucursal delFirst Philadelphia de la calle Porter,

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en la zona sur de Filadelfia.—Gracias.Informaciones de ese tipo no

eran difíciles de obtener. Cualquieraque tuviese el número de la cuentaestaba en condiciones de hacerlo porteléfono; bastaba con fingir ser eltitular. Incluso sin el número,cualquiera que hubiese trabajado enun cuerpo oficial de seguridadtendría los contactos, o los númerosde acceso, o por lo menos losrecursos suficientes para untar a lapersona adecuada. Gracias a lasuperabundancia de tecnología

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disponible, aquello ya no constituíauna tarea excesivamente complicada.La tecnología hacía algo más quedespersonalizar; dejaba tus entrañasal descubierto, te destripaba, tedespojaba de toda pretensión de vidaprivada.

Pulsando las teclas adecuadaspodías averiguarlo casi todo.

—¿Qué ha dicho? —preguntóLinda Coldren.

Él se lo explicó.—Eso no significa

necesariamente lo que está ustedpensando —repuso ella—. El

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secuestrador puede haberlesonsacado el número secreto a Chad.

—Puede —repuso Myron.—Pero usted no lo cree así,

¿verdad?Se encogió de hombros.—Digamos, sencillamente, que

soy bastante escéptico.—¿Por qué?—Por la cantidad, para

empezar. ¿Qué límite tiene asignadoChad?

—Quinientos dólares al día.—En ese caso, ¿a cuento de qué

un secuestrador sacaría sólo ciento

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ochenta dólares?Linda Coldren reflexionó por un

instante.—Si sacara demasiado, quizá

levantaría sospechas.Myron frunció el entrecejo.—Suponiendo que el

secuestrador fuese tan cuidadoso —razonó—, ¿por qué arriesgar tantopor ciento ochenta dólares? Todo elmundo sabe que los cajerosautomáticos están equipados concámaras de seguridad. Todo elmundo sabe, también, que hasta laoperación electrónica más sencilla

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deja un rastro localizable.—Usted no cree que mi hijo

esté en peligro —le dijo ella en tonogélido.

—No he dicho eso. Puede quetodo parezca una cosa y luego resulteser otra. Quizá tenga usted razón. Esmás seguro considerar que se trata deun secuestro real.

—Así pues, ¿cuál va a ser susiguiente paso?

—No estoy seguro. El cajeroautomático estaba en la calle Porterde la zona sur de Filadelfia. ¿AcasoChad frecuenta ese lugar?

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—No —respondió con calmaLinda Coldren—. En realidad, nuncahubiera imaginado que fuera por allí.

—¿Por qué lo dice?—No hay más que tugurios. Es

la parte más sórdida de la ciudad.—¿Tiene un plano? —le pidió

Myron.—En la guantera.—Estupendo. Necesito que me

preste el coche por un rato.—¿Adónde va?—Voy a darme una vuelta por

las inmediaciones de ese cajero.—¿Con qué propósito?

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—No lo sé —admitió Myron—.Tal como le he dicho antes, lainvestigación tiene poco decientífica. Hay qué moverse un poco,pulsar cuatro botones y esperar a quesuceda algo.

Linda Coldren sacó las llavesde un bolsillo.

—Tal vez los secuestradores selo llevaron allí —dijo—. Quizásencuentre su coche o alguna otrapista.

Myron reprimió darse unapalmada en la frente. Un coche,claro. Había olvidado lo más

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elemental. En su mente, ladesaparición de un chaval camino dela escuela evocaba imágenes deautobuses amarillos y caminatas apaso vivo con la cartera repleta delibros. ¿Cómo podía haber pasadopor alto algo tan evidente como elrastro que deja un coche?

Preguntó marca y modelo. UnHonda Accord gris. No podíadecirse que fuese un coche de los quedestacan entre el tráfico. Matrículade Pensilvania 567-AHJ. Llamó aEsperanza y le pasó los datos. Acontinuación le dio a Linda Coldren

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el número de su teléfono móvil.—Llámeme si se produce

alguna novedad.—De acuerdo.—No tardaré en volver —dijo.El trayecto no fue demasiado

largo. Tuvo la impresión de viajar enun instante desde el esplendor verdehasta la inmundicia del hormigón;como cuando en Star Trek cruzan unade aquellas puertas del tiempo.

El cajero automático era deesos a los que se puede acceder sinbajar del coche, y estaba ubicado enlo que sólo la generosidad permitía

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calificar como distrito financiero.Había un montón de cámaras. Ni unacaja atendida por seres humanos.¿Realmente se arriesgaría tanto unsecuestrador? Cabía ponerlo enduda. Myron se preguntó cómopodría hacerse con una copia de lacinta de vídeo sin poner sobre avisoa la policía. Tal vez Win conociese aalguien. Las instituciones bancariassolían mostrarse ansiosas porcooperar con la familia Lockwood.La cuestión era si Win accedería acooperar.

La calle estaba flanqueada por

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almacenes abandonados (o al menosése era el aspecto que ofrecían).Camiones de cinco ejes pasabanzumbando. A Myron le recordaron lamoda de los radiotransmisores queconoció en la infancia. Su padre,como todo el mundo, había compradouno; era un hombre nacido en elbarrio de Flatbush, en Brooklyn, queterminó como propietario de unafábrica de ropa interior en Newark yque vociferaba «corto y cambio alcanal diecinueve» imitando el acentoque había oído en la películaDeliverance. Su padre avanzaba en

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coche por Hobart Gap Road, desdesu casa al Centro ComercialLivingston (un trayecto de unos doskilómetros), preguntado a sus«buenos camaradas» si había rastrode «polis». Myron sonrió alrecordarlo. Ah, losradiotransmisores. Estabaconvencido de que su padre aúndebía de conservar el suyo, guardadoen alguna parte. Probablemente juntoal reproductor de ocho pistas.

A un lado del cajero automáticohabía una gasolinera que ni siquieratenía nombre. Vio coches

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herrumbrosos apoyados sobre pilasde ladrillos a punto dedesmoronarse. Al otro lado, unmugriento motel llamado CourtManor Inn daba la bienvenida a losclientes con un rótulo verde querezaba: 19.99$ LA HORA.

Consejo de viaje de MyronBolitar n.° 83: Es evidente que ustedno se halla ante un establecimientode cinco estrellas ni tampoco de granlujo si éste anuncia a bombo yplatillo tarifas por horas.

Debajo del precio, en letranegra más pequeña, el cartel

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anunciaba: TECHO DE ESPEJO YHABITACIONES TEMÁTICASCON SUPLEMENTO. ¿Habitacionestemáticas? Myron no quería niimaginárselas. En el último renglón,de nuevo en grandes caracteres seleía: PREGUNTE POR EL CLUBDE CLIENTES HABITUALES. Vayapor Dios.

Myron se preguntó si intentarlomerecía la pena, y decidió que porqué no. Lo más probable era que nollegara a ninguna parte, pero si Chadestaba escondido (e incluso si lohabían secuestrado) una casa de citas

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era un lugar tan bueno comocualquier otro para desaparecer.

Entró en el aparcamiento. ElCourt Manor, un edificio de dospisos, era un tugurio de manual. Laescalera y los pasillos exterioreseran de madera carcomida. Losmuros de hormigón carecían deenlucido, por lo que uno corría elriesgo de rasparse las manos si seapoyaba en él. El suelo estabasembrado de restos de mortero. Unamáquina dispensadora de refrescos,desenchufada, custodiaba la puertacomo un guardia real. Myron pasó

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junto a ella y entró.Se había preparado para

encontrarse con el típico vestíbulo decasa de citas, a saber: un neandertalsin afeitar vestido con una camisetasin mangas demasiado estrecha,mascando un palillo, eructando porel exceso de cerveza, sentado tras uncristal blindado. O algo por el estilo.Pero no fue ése el caso. El CourtManor Inn tenía un mostrador alto demadera, detrás del cual un letrero debronce anunciaba: CONCIERGE.Myron procuró que no se le escaparala risa. Detrás del mostrador, un

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hombre elegante de unos treinta añosy cara de niño se cuadró. Llevaba lacamisa impecablemente planchada,el cuello almidonado y corbata negracon un nudo Windsor perfecto.

—¡Buenas tardes, caballero! —exclamó con una sonrisa,dirigiéndose a Myron—. ¡Bienvenidoal Court Manor Inn!

—Hola —dijo Myron.—¿Puedo servirle en algo,

señor?—Eso espero.—¡Espléndido! Me llamo Stuart

Lipwitz. Soy el nuevo director del

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Court Manor Inn. —Miró a Myroncon expectación.

—Enhorabuena.—Vaya, gracias, señor, muy

amable de su parte. Si tiene algunadificultad, si hay algo en el ManorInn que no esté a la altura de susexpectativas, le ruego que me locomunique de inmediato. Me ocuparépersonalmente de arreglarlo. —Amplia sonrisa, pecho henchido—.En el Court Manor garantizamos susatisfacción.

Myron se quedócontemplándolo, a la espera de que

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aquella sonrisa de alto voltajedisminuyera su intensidad; pero nofue así, de modo que decidiómostrarle la fotografía de ChadColdren.

—¿Ha visto a este muchacho?Stuart Lipwitz ni siquiera bajó

la vista. Sin dejar de sonreír, dijo:—Lo siento, señor, pero ¿es

usted de la policía?—No.—Entonces me temo que no

puedo ayudarlo. Lo lamento mucho.—¿Cómo dice?—Tendrá que perdonarme,

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caballero, pero en el Court ManorInn nos enorgullecemos de nuestradiscreción.

—No está metido en ningún lío—dijo Myron—. No soy un detectiveprivado a la caza de un marido infielni nada por el estilo.

La sonrisa no se alteró enabsoluto.

—Lo lamento, señor, pero estoes el Court Manor Inn. Nuestraclientela contrata nuestros serviciospara actividades diversas y confrecuencia prefiere mantenerse en elanonimato. Nuestro deber es respetar

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su voluntad.Myron escrutó el rostro del

hombre en busca de algún signo deafectación. Nada. Todo en élresplandecía. Myron se inclinó sobreel mostrador para inspeccionarle loszapatos. Pulidos como un par deespejos. Llevaba el pelo peinadohacia atrás. La viveza de sus ojosparecía auténtica.

Myron tardó en reaccionar, peropor fin se dio cuenta de lo queaquella situación exigía. Sacó lacartera y extrajo un billete de veintedólares. Lo deslizó por encima del

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mostrador. Stuart Lipwitz lo miró sinmoverse.

—¿Para qué es esto, señor?—Es un regalo —respondió

Myron.Stuart Lipwitz no lo tocó.—A cambio de cierta

información —prosiguió Myron.Sacó un segundo billete y lo sostuvoen el aire—. Hay otro, si lo quiere.

—Caballero, en el Manor CourtInn tenemos una norma: el clienteante todo.

—¿No es ésa la misma normade las prostitutas?

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—¿Cómo dice, señor?—No tiene importancia —

masculló Myron.—Soy el nuevo director del

Court Manor Inn, señor.—Eso ya lo sé.—Además, poseo el diez por

ciento de la empresa.—Su madre debe de ser la

envidia de sus amigas. —La mismasonrisa impertérrita—. En otraspalabras, señor, estoy en esto a largoplazo. Así es como veo el negocio. Alargo plazo. No sólo hoy y mañana,sino el futuro. A largo plazo.

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¿Entiende?—Por supuesto —contestó

Myron categóricamente—. Quieredecir a largo plazo.

Stuart Lipwitz chasqueó losdedos.

—Exactamente. Y nuestro lemaes: hay muchos sitios donde puededisfrutar de su adulterio, peronosotros queremos que lo haga aquí.

Myron esperó un momento.Luego dijo:

—Muy franco.—En el Court Manor Inn

trabajamos de firme para ganarnos su

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confianza, y la confianza no tieneprecio. Cada mañana, al levantarme,me lo repito ante el espejo.

—¿Ese espejo está en el techo?Seguía sonriendo.—Permítame que se lo explique

de otra manera —dijo—. Si elcliente sabe que el Court Manor Innes un lugar seguro donde consumaruna indiscreción, es más probableque regrese. —Se inclinó haciadelante; le brillaban los ojos—. ¿Locomprende?

Myron asintió.—El negocio está en que

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repitan.—Exactamente.—Pero también en las

referencias —agregó Myron—; yasabe—: «Eh, Bob, conozco un sitioestupendo para echar una cana alaire.»

—Veo que lo comprende.—Todo eso me parece muy

bien, Stuart, pero este chaval tienequince años. Quince. —En realidad,Chad tenía ya dieciséis, pero ¡quédemonios!—. Eso va contra la ley.

La sonrisa permanecióimperturbable, pero adquirió un

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cierto matiz de decepción para con elalumno favorito.

—Lo lamento, pero debocomunicarle que no tiene razón,señor; en este estado la edad penal esde catorce años. Y, en segundo lugar,no hay ninguna ley que prohíba queun chaval de quince años alquile unahabitación de motel.

Aquel tipo estaba mareando laperdiz más de la cuenta, pensóMyron. No había motivo paraprolongar la situación si el muchachonunca había estado allí. Así pues, unavez más debía hacer frente a los

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hechos. Lo más probable era queStuart Lipwitz se lo estuvierapasando en grande. Seguro que deordinario se aburría como una ostra.En cualquier caso, pensó Myron, yaiba siendo hora de sacudir un poco elárbol.

—La hay cuando lo agreden ensu motel, Stuart —dijo Myron—. Lahay cuando declara que alguienconsiguió una copia de la llave enrecepción para luego irrumpir en suhabitación. —Vaya farol.

—No tenemos copias de lasllaves —le replicó Lipwitz.

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—Pues de un modo u otro entró.La misma sonrisa. El mismo

tono cortés.—Si tal fuera el caso, señor, la

policía ya estaría aquí.—Ése será mi próximo paso —

amenazó Myron—, si usted nocoopera.

—Y quiere saber si este joven—Lipwitz señaló la fotografía deChad— se alojó aquí.

—Sí.La sonrisa se hizo más radiante.

Myron casi se tuvo que proteger losojos.

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—Pero señor, si lo que usteddice es verdad, este joven estaría encondiciones de declarar por símismo si se alojó aquí, con lo que nome necesitaría para obtener esainformación.

Myron mantuvo el rostroimpasible. El flamante director delCourt Manor Inn había sido más listoque él.

—Así es —reconoció,cambiando de táctica al vuelo—. Dehecho, me consta que estuvo aquí. Noera más que una pregunta rutinaria,como cuando la policía te pregunta

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cómo te llamas aunque lo sepaperfectamente. Sólo para empezar laconversación. Vaya modo deimprovisar.

Stuart Lipwitz empezó aescribir deprisa y sin cuidado en untrozo de papel.

—Aquí tiene el nombre y elnúmero de teléfono del abogado delCourt Manor Inn. Él le ayudará aresolver cualquier problema queusted le plantee.

—Pero ¿qué hay de lo deocuparse personalmente? ¿Qué medice de la satisfacción garantizada?

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—Señor. —El hombre seinclinó hacia delante sin quitarle elojo de encima. Su rostro y su voz notraslucían ni una pizca deimpaciencia—. ¿Puedo ser atrevido?

—Adelante.—No me creo ni una sola

palabra de lo que está diciendo.—Gracias por el atrevimiento

—dijo Myron.—No, gracias a usted, señor. Y

vuelva cuando guste.—¿Otra norma de la casa?—¿Cómo dice?—Nada —respondió Myron—.

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¿Puedo ser atrevido yo, ahora?—Sí.—Le daré un puñetazo muy

fuerte en la cara como no me diga siha visto a este muchacho. —DonImprovisador ya estaba perdiendo lacalma.

La puerta se abrió de par en par.Una pareja abrazada entró dando untraspié. La mujer frotaba sin ningúnpudor la entrepierna del hombre.

—Necesitamos una habitacióncon urgencia —urgió el hombre.

Myron se volvió hacia ellos ydijo:

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—¿Tiene tarjeta de clientehabitual?

—¿Qué?Stuart Lipwitz no perdió la

sonrisa.—Adiós, señor. Que tenga un

buen día —dijo, y volviéndose a lapareja, añadió con una sonrisa aúnmás amplia—: Bienvenidos al CourtManor Inn. Me llamo Stuart Lipwitz.Soy el nuevo director.

Myron salió en busca del coche.En el aparcamiento, suspiróprofundamente y miró hacia atrás.Aquella visita había tenido algo de

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irreal, como una de esasdescripciones de abduccionesalienígenas, aunque sin exploraciónanal. Entró en el coche y marcó elnúmero del teléfono celular de Win.Sólo tenía intención de dejarle unmensaje en el contestador pero, parasorpresa de Myron, Win contestó.

—Diga.—Soy yo —dijo Myron.Silencio. Win aborrecía lo

evidente. «Soy yo» era unaconstrucción gramatical dudosa (enel mejor de los casos) y una absolutapérdida de tiempo. Win hubiera

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adivinado de quién se trataba sólopor la voz. En el caso de que la vozno le hubiera resultado conocida, elhecho de oír «Soy yo» sin duda lehubiera servido de muy poca ayuda.

—Creía que no contestabas lasllamadas telefónicas cuando estabasen el campo —prosiguió Myron.

—Voy a casa a cambiarme deropa —explicó Win—. Luego cenaréen el Merion. —Las personasinfluyentes nunca comían; siemprecenaban—. ¿Te apetece venir?

—¿Por qué no? —respondióMyron.

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—Aguarda un momento.—¿Qué?—¿Vas bien vestido?—No llevo nada de colores

chillones —contestó Myron—.¿Crees que aun así me dejaránentrar?

—Eso ha sido muy gracioso detu parte, Myron. Lo voy a anotar. Encuanto se me pase el ataque de risabuscaré un boli y lo apuntaré. Temoque de tanto reír acabe estampandoel Jaguar contra un poste telefónico.¡Ay de mí! Al menos moriré con elcorazón rebosante de jocosidad.

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Típico de Win.—Tenemos un caso —anunció

Myron.Silencio. Win solía proceder de

ese modo.—Te lo contaré mientras

cenamos.—Hasta entonces —dijo Win

—, no tendré más remedio quesofocar mi creciente emoción yexpectación con una copa de coñac.

Win se hacía querer.No había recorrido más de dos

kilómetros cuando el teléfono móvilsonó. Myron lo conectó.

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Era Bucky.—El secuestrador ha vuelto a

llamar.

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—¿Qué ha dicho? —preguntóMyron.

—Quieren dinero —contestóBucky.

—¿Cuánto?—No lo sé.—¿Qué quiere decir con que no

lo sabe? ¿No han fijado una suma?—Myron estaba desconcertado.

—Creo que no —dijo el viejo.Se oía un ruido de fondo.

—¿Dónde está? —inquirió

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Myron.—Estoy en el Merion. Verá,

Jack contestó la llamada. Todavíaestá conmocionado.

—¿Que Jack contestó?—Sí.—¿El secuestrador llamó a Jack

al Merion?—Sí. Por favor, Myron, ¿puede

volver aquí? Será más fácilexplicárselo en persona.

—Estoy en camino.Condujo desde el sórdido motel

hacia la autopista y de allí al verde.Cantidades desorbitantes de verde.

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Los suburbios de Filadelfia estabanalfombrados con un verde lujurioso,arbustos altos y árboles que dabansombra. Resultaba sorprendente laproximidad (al menos geográfica) delas calles más pobres de Filadelfia.Como en la mayoría de las ciudades,en Filadelfia la segregación eraalarmante. Myron recordó la ocasiónen que había acompañado a Win aver un partido de los Eagles en elVeterans Stadium un par de añosatrás. Pasaron por un una zonaitaliana, una zona polaca, una zonaafroamericana; era como si un

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potente campo magnético invisible(una vez más, como en Star Trek)aislara a cada una de lascomunidades. Parecía una pequeñaYugoslavia.

Myron torció por la avenidaArdmore. El Merion quedaba a unosdos kilómetros. Pensó en Win. Sepreguntó cómo reaccionaría su viejoamigo ante la implicación de sumadre en el caso. Probablemente, nomuy bien. En los años que llevabansiendo amigos, Myron sólo habíaoído que Win mencionara a su madreen una ocasión. Fue durante su

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penúltimo año en Duke. Erancompañeros de habitación, acababande regresar de una fiesta salvaje enel club de estudiantes. Había corridola cerveza. Myron no era lo que sedice un buen bebedor. Se tomaba doscopas y terminaba besando a unatostadora. Él se justificaba apelandoa la genética, pues en su familianadie había aguantado jamás elalcohol.

Win, por el contrario, parecíaque se hubiese destetado conaguardiente. El licor nunca le habíaafectado, pero en aquella fiesta en

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particular el ponche a base debourbon hizo que incluso él setambaleara un poco al caminar. Hastael tercer intento no logró abrir lapuerta de su cuarto.

Myron se desplomó deinmediato sobre la cama. El techodaba vueltas en el sentido contrario alas agujas del reloj a una velocidadescalofriante. Cerró los ojos y sesintió morir. Se agarró a la cama,aterrorizado. Sintió unas náuseasespantosas, se preguntó cuándovomitaría y rezó para que seprodujera de inmediato.

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¡Ah, el encanto de lasborracheras universitarias!

Ambos guardaron silenciodurante un buen rato. Myron dudabasi Win se habría dormido. Quizáshubiera decidido largarse, perderseen la oscuridad de la noche. A lomejor no se había agarrado losuficiente a su cama y la fuerzacentrífuga lo había lanzado por laventana hacia el más allá.

La voz de Win rasgó laoscuridad.

—Échale un vistazo a esto.Una mano dejó caer algo sobre

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el pecho de Myron. Myron searriesgó a soltar una mano de lacama. Hasta allí, todo iba bien.Buscó a tientas hasta que lo encontró;después desplazó el objeto hacia unlugar donde pudiera examinarlo. Unafarola de la calle (los campus estániluminados como árboles deNavidad) derramaba la suficiente luzen la habitación como para darsecuenta de que se trataba de unafotografía. Los colores estabandesvaídos, pero Myron acertó adistinguir lo que parecía unautomóvil caro.

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—¿Es un Rolls-Royce? —preguntó Myron, que no sabía nadade coches.

—Un Bentley Continental FlyingSpur —lo corrigió Win—, de 1962.Un clásico.

—¿Es tuyo?—Sí.La cama seguía dando vueltas

en silencio.—¿Cómo lo conseguiste? —

inquirió Myron.—Me lo regaló un tipo que se

follaba a mi madre.Punto final. Después de aquello,

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Win echó el cerrojo. El muro quelevantó era tan impenetrable comoinaccesible, protegido por un campode minas, un foso y una alambradaelectrificada. Durante los siguientesquince años Win no volvió amencionar a su madre. Ni siguieracuando los paquetes que le mandabacada semestre llegaban a sudormitorio. Ni cuando luego llegarona su oficina el día de su cumpleaños.Ni siquiera cuando la vieron enpersona, diez años atrás.

Un sencillo letrero de oscuramadera anunciaba: MERION GOLF

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CLUB. Nada más. Nada de«Reservado a los socios». Nada de«Somos elitistas y a usted no loqueremos». Nada de «Las minoríasétnicas por la entrada de servicio».No era preciso. Se daba por sentado.

La última partida a tres delOpen había terminado poco antes y lamayor parte del público ya se habíamarchado. El Merion sólo teníacapacidad para diecisiete milpersonas (menos de la mitad de lacapacidad de la mayoría de loscampos), pero, aun así, durante lostorneos aparcar seguía resultando

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trabajoso. Los espectadores se veíanobligados a hacerlo en el vecinoHaverford College y tomar uno delos autobuses que iban y veníanconstantemente.

Al final del camino de entradaun guarda le indicó que se detuviera.

—Vengo a ver a WindsorLockwood —anunció Myron.

El hombre lo invitó a pasar deinmediato.

Bucky corrió a su encuentroantes de que le diera tiempo aaparcar el coche. Se lo veíaavejentado.

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—¿Dónde está Jack? —preguntó Myron.

—En el campo del oeste.—¿Dónde?—En el Merion hay dos campos

—le explicó el anciano, estirando elcuello con su gesto característico—.El del este, que es el más famoso, yel del oeste.

Durante el Open, el del oeste seemplea como campo de prácticas.

—¿Y su yerno está allí?—Sí.—¿Lanzando bolas?—Por supuesto. —Bucky lo

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miró sorprendido—. Siempre se hacedespués de un partido. Todo jugadordel circuito lo sabe. Usted jugaba albaloncesto. ¿No solía practicar suslanzamientos al finalizar losencuentros?

—No.—Bueno, como le decía, el golf

es muy especial. Los jugadoresdeben revisar su juegoinmediatamente después de cadapartida. Aunque hayan jugado bien.Se fijan en los golpes buenos yprocuran explicarse dónde reside elerror de los golpes fallidos. Resumen

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la jornada, vaya.—Entiendo —dijo Myron—.

Hábleme de la llamada delsecuestrador.

—Lo acompañaré hasta dondeestá Jack —repuso Bucky—. Es poraquí.

Recorrieron la calle del hoyodieciocho y luego bajaron por la deldieciséis. El aire olía a hierba reciéncortada y a polen. Había sido unbuen año para el polen en la CostaEste; los alérgicos estaban deparabienes.

—Mire esa hierba alta —indicó

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Bucky con gesto de desaprobación—. Imposible.

Señalaba hacia los prados.Myron no tenía la más remota idea delo que le estaba diciendo, de modoque asintió y siguió caminando.

—La maldita Asociación deGolf quiere este campo para poner alos jugadores de rodillas —mascullóBucky—. Así que dejan crecer lahierba alta a su antojo. Es como jugaren un arrozal, por el amor de Dios.Luego dejan los greens tan peladosque se podría jugar al hockey sobrehielo en ellos.

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Myron permaneció callado. Ysiguieron caminando.

—Éste es uno de los famososhoyos de la cantera —explicó Bucky,más sosegado.

—Ajá —repuso Myron, y pensóque algunas personas hablaban sincesar cuando se ponían nerviosas.

—Cuando los constructores delcampo llegaron al dieciséis, eldiecisiete y el dieciocho —prosiguióBucky, no sin que su voz sonaracomo la de un guía turístico en laCapilla Sixtina—, toparon con unacantera. En lugar de darse por

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vencidos, siguieron avanzando,incorporando la cantera al hoyo.

—¡Santo Dios! —dijo Myronquedamente—, sí que eran valientesen aquel entonces.

Hay quien habla a destajocuando está nervioso. Los hay que seponen sarcásticos.

Llegaron al tee y torcieron a laderecha por Golf House Road. Apesar de que el último grupo habíaterminado de jugar hacía más de unahora, aún quedaba una docena dejugadores realizando lanzamientos.El campo de prácticas. Allí era

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donde los golfistas profesionalescomprobaban la eficacia de losdiferentes tipos de palos. Disponíande una variada gama: palos con lacabeza de madera, palos con lacabeza de metal, y otros a los quellamaban niblicks, wedges y cosaspor el estilo; pero eso era sólo unaparte. Casi todos los profesionalesdel circuito se daban cita en elcampo de prácticas para elaborarestrategias con sus cadis, comprobarel estado del equipo con suspatrocinadores, conversar con loscolegas, fumar un cigarrillo (una

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sorprendente cantidad deprofesionales fumaba sin parar) eincluso hablar con los agentes.

En los ambientes golfísticos, elcampo de prácticas se conocía como«la oficina».

Myron reconoció a GregNorman, y a Nick Faldo. Tambiéndivisó a Tad Crispin, la mejor«joven promesa» desde la apariciónde Jack Nicklaus; en pocas palabras,el cliente soñado. El muchacho teníaveintitrés años, era bien parecido,tranquilo y estaba comprometido conuna mujer muy bonita. Además,

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todavía no tenía agente. Myronprocuró no babearse. Eh, era tanhumano como cualquiera. Al fin y alcabo era agente deportivo, y porende merecedor de ciertaindulgencia.

—¿Dónde está Jack? —preguntó Myron.

—Bajando por ahí —indicóBucky—. Ha preferido practicar asolas.

—¿Cómo ha dado con él elsecuestrador?

—Ha llamado a la centralita delMerion y ha dicho que se trataba de

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una emergencia.—¿Y le han hecho caso?—Sí —respondió Bucky—. De

hecho, fue Chad quien llamó. Dijoque era el hijo de Jack quienhablaba.

Aquello era muy curioso.—¿A qué hora se ha producido

la llamada?—Unos diez minutos antes de

que yo le telefoneara a usted. —Bucky se detuvo y señaló con labarbilla—. Allí está.

Jack Coldren era un pocorechoncho y barrigudo, pero tenía

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unos antebrazos como los de Popeye.El cabello lacio se le revolvía con labrisa, dejando a la vista zonas sinpelo que habían pretendidodisimularse. Golpeó la pelota confuria extraordinaria. Habrá a quienesto le parecerá un poco raro.Acabas de enterarte de que tu hijo hadesaparecido y te vas a lanzarpelotas de golf. Pero Myron locomprendió. Golpear con rabia leservía de consuelo. Cuanto másestrés soportaba Myron, más ansiabajugar al baloncesto. Cada cual tienesus recursos. Hay quien bebe. Quien

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toma drogas. Hay quien prefiere darun largo paseo en coche oenfrascarse en un juego deordenador. Cuando Win necesitabarelajarse, solía ver cintas de vídeode sus propias hazañas sexuales. Asíera Win.

—¿Quién está junto a él? —preguntó Myron.

—Diane Hoffman —contestóBucky—. Es su cadi.

A Myron le constaba que uncadi femenino no era nada fuera de locomún en el circuito profesionalmasculino. Algunos jugadores

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contrataban incluso a sus esposas.Era una forma de ahorrar dinero.

—¿Está al corriente de lasituación?

—Sí. Diane se hallaba presentecuando le avisaron de que tenía unallamada. Están bastante unidos.

—¿Se lo ha dicho a Linda?Bucky asintió con la cabeza.—Le telefoneé de inmediato.

No le importará presentarse ustedmismo, ¿verdad? Me gustaríaregresar al club para comprobarcómo se encuentra.

—Descuide.

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—¿Cómo le aviso si sucedealgo?

—Llámeme al móvil.Bucky lo miró boquiabierto.—Los teléfonos móviles están

prohibidos en el Merion.Como una bula del Papa.—«Me gusta ir contra las

normas» —dijo Myron—. No dejede llamar si es preciso.

Myron se aproximó a ellos.Diane Hoffman estaba erguida, conlos pies separados y los brazoscruzados, atenta al backswing deColdren. Tenía entre los labios un

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cigarrillo casi en posición vertical.No se molestó en echar siquiera unaojeada a Myron. Jack Coldren dio unfuerte golpe y la bola salió disparadahacia las colinas lejanas.

Jack Coldren se volvió, miró aMyron, forzó una sonrisa y lo saludócon una inclinación de cabeza.

—Usted es Myron Bolitar,¿verdad?

—En efecto.Se dieron la mano. Diane

Hoffman seguía estudiando todos ycada uno de los movimientos de sujugador, y frunció el entrecejo como

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si hubiese detectado un defecto en latécnica que empleaba para estrecharla mano.

—Le agradezco mucho que nospreste su ayuda —dijo Jack.

Myron vio la desolación pintadaen el rostro de aquel hombre. Unapalidez enfermiza había sustituido elrubor jubiloso que presentaba trasgolpear el putt en el hoyo dieciocho.Sus ojos reflejaban la sorpresa eincomprensión de un hombre queacaba de recibir su primer puñetazoen la boca del estómago.

—Trató de volver a las pistas

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hace poco, ¿no es cierto? —preguntóJack.

Myron asintió con la cabeza.—Lo vi en las noticias —

agregó Jack—. Un paso atrevido,después de tantos años.

Estaba claro que no sabía pordónde empezar. Myron decidiófacilitarle las cosas.

—Hábleme de la llamada.Jack Coldren desvió la vista

hacia la vasta extensión verde.—¿Está seguro de que es lo más

prudente? —preguntó—. El tipo meha dicho que nada de policías, que

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actuara con normalidad.—Soy un agente deportivo a la

caza de clientes —arguyó Myron—.Que hable conmigo es de lo másnormal.

Coldren lo meditó un momento yasintió. Todavía no le habíapresentado a Diane Hoffman. A ellaparecía traerle sin cuidado. Semantuvo a unos tres metros dedistancia, inmóvil, como una roca.Seguía entrecerrando los ojos consuspicacia; su rostro curtido revelabacansancio. La ceniza del cigarrillohabía alcanzado una longitud

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increíble, que desafiaba la ley de lagravedad.

Llevaba gorra y uno de esoschalecos típicos de los cadis,semejantes a los dorsales reflectantesque se ponen los corredores por lanoche.

—El presidente del club havenido a mi encuentro y me ha dichoen voz baja que tenía una llamadaurgente de mi hijo —explicó Jack—.De modo que he ido a la casa club yme he puesto al aparato. —Guardósilencio y parpadeó varias veces.Respiraba con dificultad. Lucía un

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jersey muy ceñido, amarillo y concuello de pico. Su cuerpo seexpandía bajo el tejido de algodón acada inhalación. Myron esperó—.Era Chad —soltó por fin—. Apenastuvo tiempo de decir «papá» cuandoalguien le arrebató el teléfono.Entonces se puso un hombre con lavoz grave.

—¿Muy grave? —preguntóMyron.

—¿Cómo dice?—Que si la voz era muy grave.—Mucho.—¿Le pareció extraña?

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¿Semejante a la de un autómata,quizá?

—Ahora que lo dice, sí.Un modulador electrónico de

voz, supuso... Myron. Aquellosaparatos podían hacer que BarryWhite cantara como una niña decuatro años. O viceversa. No eradifícil hacerse con uno. Los vendíanen cualquier bazar. El secuestrador olos secuestradores podían ser decualquier sexo. La descripción queLinda y Jack Coldren daban de una«voz masculina» era un datoirrelevante.

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—¿Qué le ha dicho?—Que tenía a mi hijo —

respondió Jack—, y que si llamaba ala policía o a cualquiera por el estiloChad pagaría por ello. Ha dicho queme estarían vigilandoconstantemente. —Enfatizó estedetalle volviendo a mirar alrededor.No se veía a ningún sospechoso alacecho, sólo a Greg Norman, que lossaludó con la mano, sonriente, y lesdedicó un gesto de aprobación. Ungran día, colega.

—¿Qué más? —preguntóMyron.

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—Me ha dicho que queríadinero —respondió Coldren.

—¿Cuánto?—Sólo ha dicho que mucho.

Todavía no estaba seguro de cuánto,pero quería que estuviera preparado.Ha dicho que volvería a llamar.

Myron hizo una mueca.—Pero ¿no le ha dicho cuánto?—No. Sólo ha dicho que sería

una suma importante.—Y que se fuera preparando.—Exacto.Aquello no tenía sentido. ¿Un

secuestrador que no estaba seguro de

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cuánto pedir por el rescate?—¿Puedo serle franco, Jack?Coldren se irguió cuan alto era,

embutido en su chaleco. Tenía elaspecto de lo que algunosconsiderarían como el típicomuchacho encantador. Su rostro eraancho y amable, de rasgos suaves,como de algodón.

—No quiero que me dore lapíldora, Bolitar. Dígame la verdad.

—¿Podría tratarse de una bromade mal gusto?

Jack lanzó una rápida mirada aDiane Hoffman, que hizo un

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movimiento casi imperceptible quebien podía interpretarse como deasentimiento. Volvió a mirar aMyron.

—¿Qué quiere decir?—¿Es posible que Chad esté

detrás de todo esto?Los largos cabellos lacios

cayeron sobre sus ojos movidos porla brisa. Se los apartó con la mano.Su rostro adquirió una expresiónsombría. ¿Reflexionaba, tal vez? Adiferencia de Linda Coldren, la ideano lo puso a la defensiva. Ponderabala posibilidad, aunque quizá lo que

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estaba haciendo era aferrarse a unaalternativa que significaba seguridadpara su hijo.

—Había dos voces distintas —señaló Coldren—. En el teléfono,quiero decir.

—Podía tratarse de unmodulador de voz. —Myron leexplicó lo que era.

Coldren sacudió la cabeza.—No sé qué decir.—¿Se imagina a Chad haciendo

algo así?—No —contestó Coldren—;

¿quién se imaginaría a su propio hijo

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haciendo algo semejante? Estoyprocurando ser imparcial en esteasunto, y no es fácil. Por supuestoque yo tampoco podría creer que elmío hiciera algo así, pero, claro, nosería el primer padre que estáequivocado con respecto a su hijo,¿no es cierto?

«Desde luego», pensó Myron.—¿Chad se ha fugado alguna

otra vez? —preguntó.—No.—¿Han tenido algún problema

familiar que pudiera empujarlo ahacerlo?

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—¿Hasta el punto de fingir supropio secuestro?

—No tiene por qué ser algo tanextremo —aclaró Myron—. Quizásusted o su esposa hicieran algo quelo disgustase.

—No —repuso Jack,súbitamente ausente—. No se meocurre nada. —Levantó la vista. Elsol estaba bajo y ya había perdidointensidad, pero aun así miró aMyron con los ojos entrecerrados,llevándose la mano a la frente amodo de visera. Aquella posturarecordó a Myron la fotografía de

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Chad que había visto en la casa—. Austed se le ha metido algo en lacabeza, ¿verdad? —añadió.

—No exactamente.—Aun así me gustaría oírlo.—¿Hasta qué punto desea ganar

este torneo, Jack?Coldren esbozó una sonrisa.—Usted era deportista, Myron;

puede figurárselo.—Sí —admitió Myron.—Entonces, ¿adónde quiere

llegar?—Su hijo es deportista. Es

probable que él también lo sepa.

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—Sí —dijo Coldren, y agregó—: Aunque sigo sin saber a dóndepretende ir a parar.

—Si alguien quisiera hacerledaño —explicó Myron—, ¿qué mejorque echar a perder su oportunidad deganar el Open?

Jack Coldren, cuyos ojosadquirieron de nuevo la expresión dequien acaba de recibir un puñetazo,dio un paso atrás.

—Sólo se trata de unasuposición —se apresuró a aclararMyron—. No estoy afirmando que suhijo esté haciendo eso...

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—Pero tiene que considerartodas las posibilidades.

—En efecto.Coldren dejó escapar un

suspiro.—Aun suponiendo que lo que

sugiere sea cierto —dijo—, no tienepor qué ser obra de Chad. Cualquierapuede haberlo hecho paradesconcertarme. —Volvió a echar unvistazo a su cadi. Sin dejar demirarla, añadió—: No sería laprimera vez.

—¿Qué quiere decir?Jack Coldren no contestó de

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inmediato. Miró de reojo haciadonde había lanzando las bolas. Allíno parecía haber nada interesante.

—Me figuro que sabe que hacemucho tiempo perdí el Open.

—Sí.Jack permaneció en silencio.—¿Ocurrió algo raro en aquella

ocasión? —inquirió Myron.—Quizá —respondió Jack—.

Ya no sé qué pensar. El caso es quepodría haber alguien que quisierafastidiarme. No tiene por qué ser mihijo.

—Es posible —convino Myron.

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No mencionó que había descartadoen buena medida aquella posibilidaddado que Chad había desaparecidoantes de que Coldren encabezara laclasificación. No había ningúnmotivo para hacerlo en aquelmomento.

Coldren se volvió hacia Myron.—Bucky me comentó algo sobre

una tarjeta bancaria —dijo.—La tarjeta de su hijo fue

empleada anoche. En un cajeroautomático de la calle Porter.

El rostro de Jack seensombreció por un instante.

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—¿En la calle Porter?—Sí —contestó Myron—. En

una sucursal del First PhiladelphiaBank, en la zona sur de Filadelfia.¿Está familiarizado con esa parte dela ciudad?

—No —dijo Coldren. Echó unvistazo a su cadi.

Diane Hoffman seguía como unaestatua. Aún mantenía los brazoscruzados y los pies separados. Laceniza de su cigarrillo ya se habíacaído.

—¿Está seguro?—Por supuesto.

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—La he visitado esta mañana—informó Myron.

—¿Ha descubierto algo? —quiso saber Jack, imperturbable.

—No.Jack Coldren hizo un gesto

señalando detrás de él.—¿Le importa que siga

practicando mientras hablamos?—En absoluto.Jack se puso el guante.—¿Cree que debo jugar

mañana? —preguntó.—La decisión está en sus manos

—opinó Myron—. El secuestrador le

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ha dicho que actuara con normalidad.Si no juega, sin duda levantarásospechas.

Coldren se agachó para poneruna bola en el tee.

—¿Puedo hacerle una pregunta,Myron?

—Claro.—Cuando jugaba al baloncesto,

¿cuánta importancia otorgaba alhecho de ganar?

Curiosa pregunta.—Mucha.Jack asintió como si hubiese

esperado esa respuesta.

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—Un año ganó el campeonatode la NCAA, ¿no es verdad?

—Sí.—Debió de ser algo

extraordinario.Myron no respondió.Jack Coldren escogió un palo y

cerró los dedos en torno al mango.Se puso en posición junto a la bola.Repitió el grácil movimiento dels w i n g . Myron observó la bolaalejarse. Por un momento selimitaron a mirar en silencio a lolejos y contemplar cómo los últimosrayos de sol teñían de púrpura el

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cielo.Coldren se decidió por fin a

hablar.—¿Quiere oír algo

verdaderamente espantoso?Myron se acercó a él. Coldren

tenía los ojos arrasados en lágrimas.—Todavía me importa ganar —

confesó.Myron lo miró. El dolor que

reflejaba su rostro era tan patente quepoco faltó para que le diera unabrazo. Imaginó que podría ver elpasado de aquel hombre plasmado ensus ojos, los años de tormento

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pensando en lo que habría podidolograr, el tener por fin la oportunidadde redimirse, el ver cómo learrebataban esta oportunidad...

—Pero ¿qué clase de hombre esel que sigue pensando en ganar en unmomento como éste? —añadióColdren.

Myron no dijo nada. No conocíala respuesta. O quizá temieraconocerla.

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5

La sede del Club de Golf deMerion era una enorme casa decampo blanca con las contraventanasnegras. La única nota de color laponían los toldos verdes que dabansombra al famoso porche trasero, eincluso ésta desmerecía dado elverdor circundante. Uno esperabaencontrarse con algo que produjerauna mayor impresión, que inclusollegara a intimidar; pero pese atratarse de uno de los clubes de

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campo más exclusivos del país, lasencillez parecía decir: «Esto esMerion. No precisamos más.»

Myron cruzó el sector de losjugadores. Las bolsas de golf estabanalineadas sobre una repisa metálica.La puerta del vestuario de hombresquedaba a su derecha. Una placa debronce recordaba que el Club deGolf Merion había sido declaradolugar de interés histórico. En untablón de anuncios colgaban laslistas con los hándicaps de lossocios. Myron echó un vistazo a losnombres buscando el de Win.

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Hándicap tres. Myron no sabíamucho de golf, pero le constaba queaquello estaba condenadamente bien.

El porche tenía el suelo depiedra; en él se disponían unas dosdocenas de mesas. La legendariazona del comedor no sólo disfrutabade una vista privilegiada sobre elp r i me r t e e ; de hecho, parecíacernirse sobre él. Desde allí, lossocios observaban a los golfistas darel primer golpe con la misma miradaexperta y airada de los senadoresromanos en el Coliseo. Poderososhombres de negocios y líderes

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políticos sucumbían con frecuenciabajo semejante escrutinio. Nisiquiera los profesionales selibraban de ello, pues el comedor delporche se mantenía abierto durante elOpen. Jack Nicklaus, Arnold Palmer,Ben Hogan, Bobby Jones y SamSnead habían tenido que soportar elruido procedente del pequeñorestaurante, el irritante tintineo delcristal y la plata, mezclado de laforma más disonante con el rumoramortiguado del público y los vítoresdistantes.

El porche estaba atestado de

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socios. La mayoría eran hombresentrados en años, coloradotes y bienalimentados. Vestían chaquetas deesport azules y verdes con distintasinsignias. Sus corbatas eranllamativas y la mayor parte de lasveces a rayas. Muchos se cubrían lacabeza con sombreros flexiblesblancos o amarillos. Sombrerosflexibles. Y a Win le habíapreocupado la forma en que Myronfuese vestido.

Myron divisó a Win sentada auna mesa de un rincón rodeada porseis sillas. Estaba solo. Su expresión

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era aun tiempo glacial y serena, todoél emanaba la más absolutatranquilidad. Como un puma queesperara pacientemente a su presa.Al verlo, uno se inclinaba a pensarque el cabello rubio y los hermososrasgos patricios le brindaban unaclara ventaja en la vida. En muchosaspectos, así era; pero en muchosotros, lo estigmatizaban. Todo en suapariencia rezumaba arrogancia,dinero y elitismo. La mayoría de laspersonas no reaccionaba bien anteaquello. Cuando veían a Winexperimentaban una hostilidad

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contenida hacia él. Era imposible noodiarlo de inmediato.

Win estaba acostumbrado. Laspersonas que juzgaban por lasapariencias le traían sin cuidado. Laspersonas que juzgaban por lasapariencias a menudo se llevabansorpresas.

Myron saludó a su viejo amigoy tomó asiento.

—¿Te apetece tomar algo? —dijo Win.

—Claro.—Como pidas un Yoo-Hoo, te

pego un tiro en el ojo derecho.

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—El ojo derecho —repitióMyron, asintiendo—. ¡Qué precisión!

Un camarero que debía de tenercien años apareció como surgido dela nada. Lucía chaqueta y pantalonesverdes; hasta el servicio armonizabacon el entorno, pensó Myron.

—Tomaré un té helado, Henry—dijo Win.

—Para mí, lo mismo —señalóMyron.

—Muy bien, señor Lockwood.Henry se retiró. Win miró

fijamente a Myron.—Cuéntame.

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—Se trata de un secuestro —anunció Myron.

Win enarcó una ceja.—El hijo de uno de los

jugadores ha desaparecido. Lospadres han recibido dos llamadas.

Myron resumió losacontecimientos. Win lo escuchó ensilencio. Cuando Myron huboterminado, dijo:

—Has omitido un detalle.—¿Cuál?—El nombre del jugador.—Jack Coldren —Myron

procuró que su voz sonase firme.

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El rostro de Win no revelónada, pero aun así Myron sintió queuna ráfaga de aire frío le atravesabael corazón.

—Habrás conocido a Linda —dijo Win.

—Sí.—Y sabrás que está

emparentada conmigo.—Sí.—Entonces ya te habrás

imaginado que no voy a intervenir.—No.Win se retrepó en la silla y

juntó las yemas de los dedos.

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—Pues vete haciéndote a laidea.

—Puede que ese crío esté deveras en peligro —arguyó Myron—.Tenemos que ayudarles.

—No —insistió Win—. Yo no.—¿Quieres que lo deje?—Lo que tú hagas es asunto

tuyo.—¿Quieres que lo deje? —

repitió Myron.Llegaron los tés helados. Win

bebió un sorbo con calma. Apartó lavista y tamborileó con un dedo en labarbilla. Era su señal para dar por

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concluido cualquier asunto. Myronsabía que no debía presionarlo.

—Dime, ¿para quién son losdemás asientos? —le preguntó.

—Me estoy trabajando un filónde primera.

—¿Un cliente nuevo?—Para mí, casi seguro. Para ti,

apenas una remota posibilidad.—¿Quiénes?—Tad Crispin.Myron abrió los ojos como

platos.—¿Vamos a cenar con Tad

Crispin?

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—Y también con NormanZuckerman y su última ingénue;bastante atractiva, por cierto.

Norm Zuckerman era elpropietario de Zoom, una de lasmayores empresas de zapatillas yprendas deportivas que había en elpaís. También era una de laspersonas predilectas de Win.

—¿Cómo has establecidocontacto con Crispin? Teníaentendido que actuaba como supropio agente.

—Y así es. —Win asintió—.Pero necesita un asesor financiero.

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A sus treinta y tantos años Winya era considerado casi una leyendaen Wall Street. Que Zuckermanacudiera a él tenía todo el sentido delmundo.

—Lo cierto es que Crispin es unmuchacho bastante sagaz —prosiguióWin—. Por desgracia, cree que losagentes son un hatajo de ladrones conla moral de una prostituta metida enpolítica.

—¿Dijo eso? ¿Una prostitutametida en política?

—No, ésta se me ha ocurrido amí solito. —Win sonrió—. Es

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bastante buena, ¿eh?Myron asintió.—En efecto.—Sea como fuere, los de Zoom

le van detrás como perros falderos.Están a punto de lanzar una nuevalínea de palos y prendas de golf parahombre y quieren los servicios deCrispin.

Tad Crispin iba en segundolugar, a una considerable distanciade Jack Coldren. Myron se preguntócuán contenta estaría Zoom ante laposibilidad de que Coldren laprivara del éxito perseguido. No

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mucho, supuso.—¿Qué te parece la gran

actuación que está teniendo JackColdren? —preguntó Myron—. ¿Teha sorprendido?

Win se encogió de hombros.—Ganar siempre ha sido muy

importante para Jack.—¿Hace mucho que lo conoces?—Sí —respondió Win con

rostro inexpresivo.—¿Lo conocías cuando perdió

aquí siendo un principiante?—Sí.Myron calculó que por entonces

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Win debía de estar en la escuelaelemental.

—Jack Coldren me ha insinuadoque alguien se ocupó de que noganase.

Win soltó un bufido.—Todo eso son cuentos —

masculló.—¿Cuentos?—¿No recuerdas lo que

ocurrió?—No.—Coldren afirma que su cadi le

dio un palo equivocado en el hoyodieciséis —explicó Win—. Pidió un

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hierro del seis y supuestamente elcadi le pasó uno del ocho. La bolacayó cerca. Para ser más exactos, enuna trampa de arena. No logrórecuperarse.

—¿El cadi admitió su error?—No hizo comentario alguno,

que yo sepa.—¿Cómo reaccionó Jack?—Lo despidió.Myron registró aquella

información.—¿Qué fue de él?—No tengo la menor idea —

respondió Win—. No era joven en

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aquel entonces, y de eso hace ya másde veinte años.

—¿Recuerdas cómo sellamaba?

—No. Y con esto doyoficialmente por concluida nuestraconversación.

Antes de que Myron tuvieraocasión de preguntar por qué, unasmanos le taparon los ojos.

—¿Quién soy? —preguntó unavoz que le resultó familiar—. Tedaré un par de pistas: soy listo,guapo y me sobra talento.

—¡Caramba! —exclamó Myron

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—. Antes de la última pista habríapensado que eras Norm Zuckerman.

—¿Y con la pista?Myron se encogió de hombros.—Si hubieses añadido

«adorado por mujeres de todas lasedades», habría pensado que era yo.

Norman Zuckerman soltó unacarcajada. Se inclinó y estampó unsonoro beso en la mejilla de Myron.

—¿Qué tal estás?—Bien, Norm. ¿Y tú?—Más a gusto que un ricachón

en un nuevo coupé de ville.Zuckerman saludó a Win con un

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brioso apretón de manos. Loscomensales miraron extrañados y concierta aversión. Las miradas noacallaron a Norman Zuckerman. ANorman Zuckerman no lo acallaba niun rifle de caza mayor. Por supuesto,en gran parte era mera actuación.Pero se trataba de una actuacióngenuina. El entusiasmo de Norm porcuanto lo rodeaba resultabacontagioso. Era pura energía.

Norm acercó a una mujer jovenque había permanecido detrás de él.

—Permitid que os presente aEsme Fong —dijo—. Es una de mis

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«vices» de márketing. Está a cargode la nueva línea de golf. Es unamujer absolutamente brillante.

La atractiva ingénue.Veintipocos, calculó Myron. EsmeFong era asiática, aunque por susvenas debía de correr alguna gota desangre caucasiana. Era menuda y deojos rasgados. El cabello largo ysedoso parecía un abanico negro conreflejos castaños. Vestía un trajechaqueta beige y medias blancas.Esme saludó con una leve inclinaciónde la cabeza y se aproximó. Secomportaba con la seriedad propia

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de una muchacha atractiva que temeno ser tomada en serio por el merohecho de serlo.

Tendió la mano.—Es un placer conocerlo, señor

Bolitar —dijo resueltamente—.Señor Lockwood.

—¿Verdad que da la mano confirmeza? —preguntó Zuckerman. Sevolvió hacia ella y añadió—: ¿A quéviene tanto «señores»? Éstos sonMyron y Win. Son como de lafamilia, por el amor de Dios. Deacuerdo, Win es quizá demasiadogentil para ser de mi familia. O sea,

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sus antepasados llegaron en elMayflower, mientras que la mayoríade los míos huyó de un pogromo delzar a bordo de un carguero. Pero aunasí somos familia, ¿verdad, Win?

—Desde luego —repuso Win.—Siéntate ya, Esme. Me pones

nervioso con tanta formalidad.Intenta sonreír, por favor. —Zuckerman le mostró cómo hacerlo,señalándose los dientes. Luego sevolvió hacia Myron y abrió lasmanos con gesto implorante—. Dimela verdad, Myron. ¿Qué aspectotengo?

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Norman ya había cumplido lossesenta. Su acostumbrada ropavistosa, acorde con su personalidad,apenas llamaba la atención, pues selo veía pálido y ojeroso; además,llevaba barba de tres días y elcabello despeinado y demasiadolargo.

—Pareces un hippy trasnochado—dijo Myron.

—Es lo que se lleva hoy en día—repuso Norm.

—Pues Tad Crispin no tiene esapinta —ironizó Myron.

—Los golfistas no saben nada

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de modas y tendencias. Cualquierjudío ortodoxo es más audaz en elvestir que un jugador de golf. Tepondré un ejemplo: Dennis Rodmanno es jugador de golf. ¿Sabes quéquieren los golfistas? Lo mismo quehan querido desde los albores de lamercadotecnia deportiva: a ArnoldPalmer. Eso es lo que quieren.Quisieron a Palmer, luego aNicklaus, luego a Watson; siemprebuenos chicos. —Señaló a EsmeFong con el pulgar—. Ha sido Esmequien ha fichado a Crispin. Es suchico.

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Myron la miró.—Buen golpe de efecto —dijo.—Gracias —respondió ella.—Ya veremos lo bueno que

resulta —señaló Zuckerman—. Zoomestá invirtiendo en el golf unacantidad formidable de dinero. Quédigo formidable, enorme, inmensa,gigantesca.

—Monumental —intervinoMyron.

—Descomunal —agregó Win.—Colosal.—Tremenda.—Titánica.

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Win sonrió.—Mastodóntica —remató.—¡Ésa ha estado muy buena! —

exclamó Myron.Zuckerman meneó la cabeza.—Tíos, sois más divertidos que

los Hermanos Marx sin Groucho. Daigual, es una campaña de órdago.Esme la dirige por mí. Línea dehombre y de mujer. Y no tenemossólo a Crispin, ya que Esme haconseguido a la golfista número unodel mundo.

—¿Linda Coldren? —preguntóMyron.

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—¡Caray! —Norm dio unapalmada—. ¡El jugador debaloncesto judío entiende de golf!Por cierto, Myron, ¿qué clase denombre es «Bolitar» para unmiembro de la tribu?

—Se trata de una larga historia—repuso Myron.

—Mejor; en realidad, no meinteresa. Sólo pretendía ser amable.¿Por dónde iba? —Zuckerman cruzólas piernas, se reclinó en la silla,sonrió y echó un vistazo alrededor.Un hombre de tez rubicunda sentadoa una mesa cercana lo miró

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airadamente—. ¡Hola! —exclamóNorm, saludándolo con la mano—.Tiene muy buen aspecto.

El hombre resopló, enfadado, yapartó la mirada.

Norm se encogió de hombros.—Se diría que nunca ha visto a

un judío.—Es muy probable —apostilló

Win.Norm volvió a mirar al hombre

de tez rubicunda.—¡Mire! —gritó Zuckerman,

señalándose la cabeza—. ¡Sincuernos!

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Incluso Win sonrió.Zuckerman volvió a fijar su

atención en Myron.—Veamos, dime, ¿pretendes

firmar con Crispin?—Todavía no lo conozco —

dijo Myron.Zuckerman se llevó la mano al

pecho, fingiéndose sorprendido.—En ese caso, Myron, es una

extraña coincidencia que estés aquícuando nos disponemos a compartirel pan con él. ¿Cómo están lasapuestas? Espera. —Norm hizo unapausa y se puso una mano detrás de

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la oreja—. Me parece que oigo lasintonía de En los límites de larealidad.

Myron rió.—Venga, Myron, cálmate. Estoy

tomándote el pelo. Alegra esa cara,por el amor de Dios. Pero permítemeque sea sincero contigo. No creo queCrispin te necesite, Myron. No esnada personal, pero el chaval ya hafirmado el contrato conmigo. Sinagente. Sin abogado. Se ocupó detodo en persona.

—Y lo timaron —añadió Win.Zuckerman se llevó una mano al

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pecho.—Me ofendes, Win.—Crispin me confió las cifras

—dijo Win—. Myron le habríaconseguido un negocio mucho mejor.

—Aun considerando todo elrespeto que merecen tus siglos deendogamia con la alta sociedad,perdona que te diga que no tienes niidea de lo que estás hablando. Elchaval dejó algo de dinero en cajapara mí, eso es todo. ¿Acaso esdelito que un hombre consigabeneficios? Myron es un tiburón, ¡porDios! Me deja en pelotas cada vez

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que hablamos. Cuando sale de midespacho no me quedan ni loscalzoncillos. Ni siquiera losmuebles. Ni siquiera el despacho.Empiezo con mi hermoso despacho ytermino desnudo en un comedor debeneficencia quién sabe dónde.

Myron miró a Win.—Conmovedor.—Me parte el corazón —dijo

Win.Myron dirigió su atención a

Esme Fong.—¿Estás contenta con la

actuación de Crispin en el Open?

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—Por supuesto —contestó ellacon premura—. Éste es su primergrande, y ocupa el segundo puesto.

Norm Zuckerman puso una manosobre el brazo de la chica.

—Reserva el discurso para losimbéciles de la prensa. Estos dostipos son como de la familia.

Esme Fong se aclaró la voz ydijo:

—Linda Coldren ganó el Opende Estados Unidos hace unassemanas. Saldremos en la televisión,en la radio y en la prensa; ambosestarán en todas partes. Es una línea

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nueva, completamente desconocidapara los aficionados al golf. Estáclaro que el que dos ganadores delOpen anunciaran la nueva línea deZoom sería muy útil para nosotros.

Norm volvió a señalarla con elpulgar.

—¿No es extraordinaria?«Útil.» Bonita palabra. Ambigua.Escucha, Myron, tú sueles leer lasección de deportes, ¿estoy en locierto?

—Desde luego.—¿Cuántos artículos leíste

sobre Crispin antes de que

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comenzara el torneo?—Muchos.—¿Cuánta atención le han

prestado en los dos últimos días?—No mucha.—Por no decir ninguna. No

hacen más que hablar de JackColdren. En dos días ese pobre hijode perra se convertirá en un hombreprodigio de proporciones mesiánicaso en el más lamentable perdedor dela historia del mundo. Piensa en ellopor un instante. La vida entera de unhombre, tanto su pasado como sufuturo, depende de cómo le dé a una

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bola con un palo. De locos, si teparas a pensarlo. ¿Y sabes qué es lopeor de todo?

Myron negó con la cabeza.—¡Que deseo con toda mi alma

que la pifie! Me siento como ungrandísimo cabrón, pero es la puraverdad. Si mi chico reacciona y gana,espera y verás el partido que le sacaEsme. Ya puedo leer los titulares:«El deslumbrante juego del reciénllegado Tad Crispin fuerza la derrotade un veterano.» «La jovenrevelación planta cara a un dobledesafío: Palmer y Nicklaus juntos.»

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¿Sabes lo que eso significaría para ellanzamiento de la nueva línea? —Zuckerman miró a Win y lo señaló—.Dios, ojalá tuviera tu aspecto.Miradlo, por el amor de Dios. ¡Quéguapo!

Win forzó una sonrisa. Varioshombres de tez rubicunda volvieronairados la mirada hacia ellos.Norman los saludó con la mano y,dirigiéndose a Win, dijo:

—La próxima vez que venga mepondré un solideo.

Win rió esta vez a carcajadas.Myron trató de recordar la última vez

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que había visto a su amigo reírse contantas ganas. Hacía mucho tiempo.Norm solía provocar en la gente estetipo de sensaciones.

Esme Fong echó un vistazo a sureloj de pulsera y se puso en pie.

—Sólo he pasado parasaludarlos —explicó—. Ahora he demarcharme.

Los tres hombres se levantaron.Norm dio un sonoro beso en lamejilla a la muchacha.

—Cuídate, Esme, ¿de acuerdo?Nos veremos por la mañana.

—Sí, Norm. —Esme dedicó

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sendas sonrisas remilgadas a Myrony a Win, acompañándolas de unatímida inclinación de la cabeza. Unpoco al estilo de Lady Di, pero conalgo más de sinceridad—. Encantadade conocerlo, Myron. Win.

Se marchó. Los tres hombresvolvieron a sentarse. Win juntó lasyemas de los dedos.

—¿Qué edad tiene? —preguntó.—Veinticinco. Matrícula de

honor en Yale.—Impresionante.—Ni se te ocurra, Win —le

advirtió Norm.

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Win sacudió la cabeza. Desdeluego que no. Los negocios están antetodo. Cuando se trataba del sexoopuesto, Win prefería los finalesrápidos y definitivos.

—Se la robé a esos hijos deperra de Nike —explicó Norm—.Era un pez gordo del departamentode baloncesto. No me malinterpretes.Estaba ganando un montón de pasta,pero se espabiló. Oye, es tal como ledije: en la vida no todo es dinero.¿Sabes a qué me refiero?

Myron se contuvo para no ponerlos ojos en blanco.

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—Además, trabaja como unacondenada. Siempre comprobando yvolviendo a comprobar. De hecho,ahora mismo va a ver a LindaColdren. Han quedado para unamerienda cena o no sé qué zarandajatípica de chicas.

Myron y Win cruzaron unamirada.

—¿Dices que va a casa deLinda Coldren?

—Sí, ¿porqué?—¿Cuándo la ha llamado?—¿Qué quieres decir?—¿Fijaron la cita con mucha

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antelación?—Pero, bueno, ¿tengo pinta de

recepcionista?—Olvídalo.—Olvidado.—Perdonadme un momento —

dijo Myron—. ¿Os importa que hagauna llamada?

—¿Acaso soy tu madre? —Zuckerman hizo ademán deespantarlo—. Anda, ve y llama.

Myron estuvo tentado deemplear su teléfono móvil, perodecidió no enfurecer a los dioses delMerion. Encontró un teléfono público

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en el vestíbulo del vestuario dehombres y marcó el número de losColdren. Utilizó la línea de Chad.Linda Coldren contestó.

—¿Diga?—Sólo quería comprobar si

había sucedido algo más —dijoMyron.

—Pues no —repuso Linda.—¿Sabe que Esme Fong está en

camino?—No he querido cancelar la

cita —explicó Linda Coldren—. Nopienso hacer nada que pueda llamarla atención.

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—Entonces, ¿todo va bien?—Sí —afirmó ella.Myron vio a Tad Crispin

dirigirse hacia la mesa de Win.—¿Ha podido hablar con la

escuela?—No; no había nadie —

contestó Linda—. ¿Qué vamos ahacer ahora?

—No lo sé —reconoció Myron—. Ya hemos conectado elidentificador de llamadas a suteléfono. Si vuelve a llamar, enteoría, tendríamos que poderdescodificar su número.

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—¿Y qué más?—Trataré de hablar con

Matthew Squires, a ver qué mecuenta.

—Ya he hablado con Matthew—repuso Linda con impaciencia—.No sabe nada. ¿Qué más?

—Podría involucrar a lapolicía. Con discreción. No puedohacer mucho más por mi cuenta.

—No —replicó ella confirmeza—. Nada de policías. Jack yyo somos inflexibles en ese punto.

—Tengo amigos en el FBI...—No.

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Recordó su recienteconversación con Win.

—Cuando Jack perdió el Open,¿quién era su cadi?

Ella titubeó.—¿Por qué quiere saberlo? —

preguntó.—Tengo entendido que Jack

culpó al cadi de su fracaso.—En parte, sí.—Y lo despidió.—¿Y qué?—Pues que pregunté por sus

enemigos. ¿Cómo le sentó aquello alcadi?

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—Está hablando de algo quesucedió hace más de veinte años —dijo Linda Coldren—. Aunqueguardara un profundo rencor a Jack,¿por qué iba a esperar tanto tiempo?

—Es la primera vez que elOpen se celebra en el Merion desdeentonces. Quizás esto haya servidopara despertar en él una cóleralatente. No lo sé. Es probable que nohaya nada de esto, pero merece lapena comprobarlo.

Myron oyó que alguien hablabaal otro extremo de la línea. Era lavoz de Jack. Ella le pidió que no

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colgara.Unos instantes después, Jack

Coldren se puso al teléfono. Sin máspreámbulos, inquirió:

—¿Cree que existe unaconexión entre lo que me sucedió amí hace veintitrés años y ladesaparición de Chad?

—No lo sé —respondió Myron.—Pero usted cree...—No sé lo que creo —lo

interrumpió Myron—. Estoyintentando tener controlada lasituación desde todos los ángulos.

Se produjo un silencio

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sepulcral. Luego:—Se llama Lloyd Rennart —le

informó Jack Coldren.—¿Sabe dónde vive?—No. No he vuelto a verlo

desde aquel día.—¿El día en que lo despidió?—Sí.—¿Desde entonces nunca ha

topado con él en el club, en un torneoo en otra parte?

—No —respondió Jack Coldren—. Nunca.

—¿Dónde vivía Rennart enaquella época?

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—En Wayne. Es el pueblovecino.

—¿Qué edad tendría ahora?—Sesenta y ocho —contestó

Jack sin titubear.—Antes de lo ocurrido,

¿estaban muy unidos?—Eso creía yo —dijo Jack en

voz baja—. No en el plano personal.No teníamos trato social. No conocía su familia, ni visité su casa ni nadapor el estilo. Pero en el campo degolf... —hizo una pausa— siemprecreí que estábamos muy unidos.

—¿Por qué haría algo

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semejante? —preguntó Myron—.¿Por qué querría arruinar suposibilidad de vencer?

Myron podía oírle respirar.—Llevo veintitrés años

buscando la respuesta a esa pregunta—contestó al fin Jack con voz ronca.

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6

Myron llamó a Esperanza paradarle el nombre de Lloyd Rennart.Quizá no le costara demasiadolocalizarlo. Una vez más, latecnología moderna simplificaría lascosas. Cualquiera que dispusiese deun módem podía teclear la direcciónwww.switchboard.com, una páginaweb que era como quien dice eldirectorio telefónico del país entero.Si aquella página no daba resultado,había otras. En principio no tenía por

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qué llevar mucho tiempo, siempre ycuando Lloyd Rennart pertenecieratodavía al mundo de los vivos. Encaso contrario..., bueno, tambiénhabía páginas web para eso.

—¿Se lo has dicho a Win? —preguntó Esperanza.

—Sí.—¿Cómo ha reaccionado?—No piensa colaborar.—No me sorprende.—A mí tampoco.—Tú no trabajas bien a solas,

Myron —dijo Esperanza.—No te preocupes —la

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tranquilizó él—. ¿Ansiosa por lagraduación?

Esperanza había asistidodurante seis años a las clasesnocturnas de la facultad de derechode la Universidad de Nueva York. Segraduaba el lunes siguiente.

—Seguramente no iré.—¿Porqué?—No me gustan las ceremonias

—pretextó.El único pariente próximo de

Esperanza, su madre, había fallecidopocos meses antes. Myronsospechaba que la decisión de

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Esperanza tenía más que ver con esamuerte que con la aversión a lasceremonias.

—Vaya, pues yo pienso ir —dijo Myron—. Me sentaré en primerafila. No quiero perder detalle.

Se produjo un silencio.—Ahora viene la parte en que

ahogo el llanto porque le importo aalguien, ¿no es eso? —dijo al caboEsperanza.

Myron negó con la cabeza.—Olvida lo que te he dicho.—No, en serio. ¿Qué se supone

que debería hacer? ¿Derrumbarme

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entre sollozos o limitarme a sorberun poco? O todavía mejor, podríaponerme sólo un poco lacrimosa,como Michael Landon en La casa dela pradera.

—Eres insoportable.—Sólo cuando te pones

condescendiente.—No me pongo

condescendiente. Me importas.Denúnciame si quieres.

—Da igual —dijo ella.—¿Algún recado?—Un millón, aproximadamente,

pero nada que no pueda solucionar

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yo misma de aquí al lunes —respondió Esperanza—. Ah, unacosa.

—¿Qué?—La zorra me ha invitado a

almorzar.«La zorra» era Jessica, de quien

Myron estaba locamente enamorado.Lo que ocurría era que a Esperanzano le caía bien Jessica. Muchos eranlos que daban por sentado que setrataba de una cuestión de celos, deuna especie de atracción latente entreEsperanza y Myron. Pero no era así.Para empezar, a Esperanza le gustaba

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gozar de, digamos, cierta flexibilidaden su vida amorosa. Durante untiempo había estado saliendo con unmuchacho llamado Max, luego conuna mujer llamada Lucy y en esemomento estaba saliendo con otrallamada Hester.

—¿Cuántas veces te he pedidoque no la llames así? —preguntóMyron.

—He perdido la cuenta.—¿Y vas a ir?—Es probable —respondió ella

—. Al fin y al cabo, es una comidagratis. Aunque tenga que mirarla a la

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cara.Colgaron. Myron sonrió. Estaba

un poco sorprendido. Si bien Jessicano correspondía a la animosidad deEsperanza, una cita para almorzarcon la intención de poner punto finala la guerra fría que existía entreambas no era algo que Myronhubiese esperado. Quizás, ahora quevivían juntos, Jess consideraba quehabía llegado el momento de ofrecerun ramo de olivo. Qué diablos.Myron marcó el número de Jessica.

Respondió el contestador. Oyósu voz. Cuando sonó la señal, dijo:

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—¿Jess? Contesta.Lo hizo.—Dios mío, ojalá estuvieras

aquí ahora mismo. —Jessica sabíacómo comenzar una conversación.

—Vaya. —Myron podía verlatumbada en el sofá, con el cable delteléfono enroscado entre los dedos—. ¿Y eso?

—Estoy a punto de tomarme unrespiro de diez minutos.

—¿Diez minutos enteros?—Sí.—¿Y deseas un poco de

estimulación erótica?

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Ella rió.—¿Estás cachondo? —preguntó.—Lo estaré si continúas

hablando de ello...—Quizá deberíamos cambiar de

tema —concedió ella.Pocos meses atrás Myron se

había mudado al apartamento deJessica en el Soho. Para la mayoríade la gente aquello habría supuestoun cambio bastante drástico (mudarsedesde un barrio residencial de NuevaJersey a una de las zonas con másprestigio de Nueva York, iniciar laconvivencia con una mujer a la que

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se ama, etcétera), pero para Myronsemejante cambio tenía que ver conun paso definitivo de la pubertad a laadultez. Había vivido toda la vidacon sus padres en la típica localidadsuburbana de Livingston, NuevaJersey. Toda la vida. Desde quenació hasta los seis años en eldormitorio de arriba, a la derecha.De los seis a los trece en eldormitorio de la izquierda, tambiénarriba. De los trece a los treinta ypico en el sótano.

Después de tanto tiempo, loslazos familiares eran como

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abrazaderas de acero.—Me he enterado de que has

invitado a Esperanza a almorzar —dijo.

—Así es.—¿A qué se debe?—A nada.—¿A nada?—Me cae bien. Me apetece

salir con ella a almorzar. No seasentrometido.

—Supongo que sabes que tedetesta.

—Puedo soportarlo —repusoJessica—. Dime, ¿qué tal el torneo

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de golf?—De lo más raro —respondió

él.—¿Y eso?—Es una historia demasiado

larga para que te la cuente ahora,bombón. ¿Puedo llamarte más tarde?

—Claro. —Contestó ella, y elcabo de una pausa agregó—: ¿Mehas llamado bombón?

Después de colgar, Myronfrunció el entrecejo. Algo no ibabien. Él y Jessica nunca habíanestado tan unidos, su relación nuncahabía sido tan sólida. Vivir juntos

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había sido una decisión acertada y,en última instancia, les había servidopara exorcizar muchos de susdemonios del pasado. Se amaban,tenían en cuenta los sentimientos ynecesidades del otro y casi nuncadiscutían.

Entonces, ¿por qué Myron sesentía como si estuviesen en el bordede un abismo insondable?

Apartó de su mente aquellospensamientos, que no eran sino frutode una imaginación sobreexcitada.Que un barco navegara por aguastranquilas, conjeturó, no significaba

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forzosamente que se dirigiesederecho hacia un iceberg.

Caramba, ¡qué profundo!Cuando regresó a la mesa, Tad

Crispin estaba bebiendo té helado.Win hizo las presentaciones. Crispiniba vestido de amarillo; es decir, contoda la gama de amarillos. Todo enél era amarillo, hasta sus zapatos degolf. Myron tuvo que reprimir unamueca.

Como si estuviera leyéndole lamente, Norm Zuckerman dijo:

—Ésta no es nuestra línea.—Me alegra oírlo —dijo

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Myron.Tad Crispin se puso en pie.—Encantado de conocerlo,

señor.Myron le dedicó una sonrisa

abierta.—Es un verdadero honor, Tad.Su voz destilaba la sinceridad

de, pongamos por caso, eldependiente de una tienda deelectrodomésticos. Ambos seestrecharon la mano. Myron no dejóde sonreír. Crispin empezó amostrarse precavido.

Zuckerman señaló con el pulgar

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a Myron y se inclinó hacia Win.—¿Siempre es tan meloso?Win asintió con la cabeza.—Tendrías que verlo tratar con

mujeres.Todos se sentaron.—No puedo quedarme mucho

rato —anunció Crispin.—Lo comprendemos, Tad —

dijo Zuckerman—. Estás cansado,tienes que concentrarte para mañana.Ve y duerme un poco.

Crispin esbozó una sonrisa ymiró a Win.

—Quiero que lleve mi cuenta

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—declaró.—Yo no «llevo» cuentas —le

corrigió Win—. Me dedico a darconsejos sobre ellas.

—¿Acaso hay diferencia?—Por supuesto, y mucha —

respondió Win—. Tú ejercerás entodo momento el control sobre tudinero. Yo te daré recomendaciones.Directamente a ti. A nadie más. Lasdiscutiremos. Y entonces tú tomarásla decisión final. No compraré,venderé ni negociaré nada sin queestés por completo al corriente deello.

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Crispin asintió con la cabeza.—Me parece muy bien.—Confiaba en que así fuera —

dijo Win—. Por lo que veo, tienesprevisto vigilar de cerca tu dinero.

—Sí.—Sabia decisión. —Win

asintió con la cabeza—. Habrásleído sobre muchos casos dedeportistas que se retiran arruinadospor culpa de administradores sinescrúpulos y demás aprovechados.

—Así es.—Mi trabajo consistirá en

ayudarte a incrementar al máximo tus

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ganancias, ¿de acuerdo?Crispin se inclinó un poco hacia

delante.—De acuerdo.—Muy bien, pues. Mi tarea será

contribuir a aumentar tusoportunidades de inversión con eldinero que hayas ganado. Pero noestaría velando como es debido portus intereses si además no te indicaracómo ganar más.

Crispin entrecerró los ojos.—No sé si le sigo.—Win... —intervino

Zuckerman.

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Win hizo caso omiso de él.—Como tu asesor financiero,

incurriría en negligencia si no tehiciera la siguiente recomendación:necesitas un buen agente.

Crispin desvió la vista haciaMyron, que permaneció inmóvil,sosteniéndole la mirada con firmeza.Se volvió de nuevo hacia Win.

—Me consta que trabaja con elseñor Bolitar —le dijo Crispin.

—Sí y no —repuso Win—. Sicontratas sus servicios, yo no gano niun centavo más. —Hizo una pausa—.Bueno, en realidad no es del todo

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cierto. Si te decides por Myron,ganarás más dinero y porconsiguiente tendré más activos tuyospara invertir. De modo que, en ciertosentido, ganaré más.

—Gracias —dijo Crispin—,pero no estoy interesado.

—La decisión es tuya —concedió Win—, pero permíteme quelo explique un poco mejor.Administro bienes por un valoraproximado de cuatrocientosmillones de dólares. Los clientes deMyron representan menos del trespor ciento del total. No soy

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empleado de MB SportsReps niMyron Bolitar lo es de Lock-HorneSecurities. Tampoco somos socios.Yo no he invertido en su empresa niél en la mía. Myron nunca haindagado, preguntado o comentado lasituación financiera de ninguno demis clientes. Somos absolutamenteindependientes. Salvo por una cosa.

Todos los ojos estaban puestosen Win. Myron, que no era conocidoprecisamente por saber mantener laboca cerrada, no la abrió.

—Soy el asesor financiero detodos y cada uno de sus clientes —

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añadió Win—. ¿Sabes por qué?Crispin negó con la cabeza.—Porque Myron insiste en ello.Crispin parecía algo perplejo.—No lo entiendo. Si no saca

nada a cambio...—No he dicho eso.—¿Cómo...?—Él también fue deportista; ¿lo

sabías?—Algo he oído.—Sabe lo que les ocurre a los

deportistas. Sabe cómo los timan.Cómo despilfarran sus ganancias, sinacabar nunca de aceptar que su

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carrera puede verse truncada en unabrir y cerrar de ojos. De modo queinsiste, fíjate bien, insiste en nohacerse cargo de sus finanzas. Lo hevisto rechazar clientes por estemotivo. Además, insiste en que seayo quien se ocupe de sus fortunas.¿Por qué? Por la misma razón por laque has acudido a mí. Sabe que soyel mejor. Presuntuoso, pero el mejor.Asimismo, Myron insiste en que mevean en persona al menos una vezpor trimestre. No basta con unascuantas llamadas telefónicas. Nobasta con los faxes, el correo

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electrónico y la correspondencia.Insiste en que repase personalmentecada uno de los asientos contables.

Win se reclinó en la silla y juntólas yemas de los dedos. Le encantabaaquel gesto. Le otorgaba cierto airede hombre sabio.

—Myron Bolitar es mi mejoramigo —prosiguió—. Me consta quedaría su vida por mí, y yo haría lomismo por él. Pero si alguna veztuviera el presentimiento de que yono estoy haciendo lo mejor por elinterés de un cliente, se llevaría lacartera sin pensárselo dos veces.

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—Bonito discurso, Win —comentó Norm—. Me ha llegadoaquí —se señaló la barriga.

Win le lanzó una miradaasesina. Norm dejó de sonreír.

—Cerré el trato con el señorZuckerman por mi cuenta —dijoCrispin—. Podría hacer otros.

—No voy a comentar nadasobre el negocio con Zoom —dijoWin—, pero te voy a decir una cosa.Eres un muchacho despierto. Unhombre listo conoce tan bien suscapacidades como sus puntos ñacos,y les otorga la misma importancia.

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Yo, por ejemplo, no sabría cómonegociar un contrato de promoción.Conozco los rudimentos, pero no es alo que me dedico. No soy fontanero.Si se revienta una tubería en mi casa,soy incapaz de arreglarla. Tú eresjugador de golf, uno de los mejoresque he visto en mi vida. Deberíasconcentrarte en el juego.

Tad Crispin bebió un sorbo deté helado. Cruzó las piernas. Hastasus calcetines eran amarillos.

—Le está haciendo muchapublicidad a su amigo —dijo.

—Te equivocas —repuso Win

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—. Sería capaz de asesinar a alguienpor mi amigo, pero en términosfinancieros no le debo nada. Tú, porotra parte, eres mi cliente, y por ellotengo una seria responsabilidadfiscal para contigo. Seamos francos,me has pedido que incremente tusganancias. Te propondré variasposibilidades de inversión. Aunqueésta es la mejor recomendación quepuedo hacerte.

Crispin se volvió hacia Myron.Lo observó de arriba abajo conmirada escrutadora. Myron estuvo apunto de rebuznar para que pudiera

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examinarle la dentadura.—Según parece es usted muy

bueno —le dijo Crispin a Myron.—Lo soy —convino Myron—,

pero no quiero que te lleves de míuna impresión equivocada. No soytan altruista como Win ha dado aentender. No trato de convencer amis clientes de que cuenten con élporque yo sea un tipo fenomenal. Meconsta que el hecho de que seencargue de mis clientes es un valorañadido a los servicios que presto.Contribuye a que estén satisfechos.Ése es el beneficio que obtengo. Sí,

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es cierto que insisto en que misclientes participen en la toma dedecisiones relacionadas con sudinero, pero lo hago para protegertanto sus intereses como os míos.

—¿Y eso?—Me imagino que habrás oído

hablar de mánagers y agentes queroban a los deportistas querepresentan.

—Sí.—¿Sabes a qué se debe en gran

parte?Crispin se encogió de hombros.—A la codicia, supongo.

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Myron ladeó la cabeza en unademán que afirmaba y negaba almismo tiempo.

—La mayor culpable es laapatía. La escasa implicación de losdeportistas. Se vuelven perezosos.Les parece más fácil confiar a ciegasen su agente, y eso es malo. Que elagente pague las facturas, dicen. Queel agente invierta el dinero. Ese tipode cosas. Ahora bien, eso nosucederá jamás en MB SportsReps.Y no será porque yo vigile lasoperaciones, ni porque las vigileWin, sino porque las vigilarás tú

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mismo.—Eso ya lo hago —dijo

Crispin.—Vigilas tu dinero, es cierto,

aunque dudo que vigiles todo lodemás.

Crispin meditó sobre aquellopor unos instantes.

—Le agradezco la charla —dijo—, pero creo que me basto por mímismo.

Myron señaló la cabeza de TadCrispin.

—¿Cuánto ganas por esa gorra?—preguntó.

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—¿Cómo dice?—Llevas una gorra sin ningún

logotipo —explicó Myron—. Para unjugador como tú, eso supone, por lomenos, una pérdida de un cuarto demillón de dólares.

—Pero voy a trabajar con Zoom—arguyó Crispin tras una pausa.

—¿Han adquirido los derechosde la gorra?

—Creo que no.—La parte frontal vale un

cuarto de millón. También podemosvender los laterales, si quieres.Valen menos. Quizás obtendrías en

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total unos cuatrocientos mil dólares.La camiseta ya es harina de otrocostal.

—Eh, aguarda un momento —intervino Zuckerman—. Vestirácamisetas Zoom.

—Muy bien, Norm —dijoMyron—, pero tiene derecho a llevarlogotipos. Uno en el pecho y otro encada manga.

—¿Logotipos? —preguntóCrispin.

—De cualquiera. De Coca-Cola, quizá. De IBM. Incluso deHome Depot.

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—¿Logos en mi camiseta?—Sí. Y dime, ¿qué sueles beber

en el campo?—¿Beber? ¿Mientras juego?—Sí. Es probable que te

consiga un acuerdo con Powerade ocon un fabricante de refrescos. ¿Quéme dices del agua mineral SpringPoland? Podría estar bien. Y luego labolsa. Tienes que negociar un tratopara tu bolsa de golf.

—No lo entiendo.—Eres una cartelera, Tad. Sales

en televisión. Montones deseguidores te ven. Tu gorra, tu

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camiseta, tu bolsa de golf sonsoportes donde fijar anuncios.

—Un momento, un momento —dijo Zuckerman—. Él no puede...

Un teléfono móvil empezó asonar, pero no fue más allá delprimer timbrazo. Myron lodesconectó con una celeridad quehabría desbancado al mismísimoWyatt Earp. Reflejos rápidos.Resultaban de lo más práctico de vezen cuando.

No obstante, aquel breve sonidosuscitó la ira de los socios del clubque se hallaban más cerca. Myron

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echó un vistazo alrededor. Se habíaconvertido en el blanco de variasmiradas afiladas como puñales,incluida la de Win, quien dijo conmordacidad:

—Ve fuera y escóndete dondenadie te vea.

Myron saludó con arrogancia ysalió a toda prisa como si acabara desufrir un colapso en la vejiga.Cuando llegó a una zona segurapróxima al aparcamiento, contestó lallamada.

—Diga.—Oh, Dios mío... —Era Linda

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Coldren.—¿Qué ocurre? —preguntó

Myron, a quien el tono de la voz dela mujer había conmovido.

—Ha vuelto a llamar.—¿Lo ha grabado?—Sí.—Voy vol...—¡No! —gritó ella—. Está

vigilando la casa.—¿Lo ha visto?—No. Pero... No venga. Por

favor.—¿Desde dónde está hablando?—Desde la línea de fax del

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sótano. Oh, por Dios, Myron, tendríaque haberle oído.

—¿Ha salido su número en elidentificador de llamadas?

—Sí.—Démelo.Linda así lo hizo. Myron sacó

una pluma de su cartera y lo anotó enun recibo viejo de Visa.

—¿Está sola?—Jack está aquí, conmigo.—¿Hay alguien más? ¿Qué ha

pasado con Esme Fong?—Está arriba, en el salón.—Muy bien —dijo Myron—.

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Tendría que oír esa llamada.—No cuelgue. Jack está

conectando el contestador. Acercaréel auricular para que pueda oírla.

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7

El magnetófono se puso enmarcha con un chasquido. Myron oyóprimero las llamadas del teléfono. Élsonido era de una claridadsorprendente. Luego oyó a JackColdren:

—¿Diga?—¿Quién es la zorra china?Era un voz grave y amenazante,

manipulada mediante algún sistemaartificial. Hombre o mujer, niño oadulto, podía tratarse de cualquiera.

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—No sé a qué...—¿Intentas joderme, cabrón

hijo de puta? Te empezaré a mandaral maldito mocoso en pedacitos.

—Por favor... —suplicó JackColdren.

—Dije que nada de avisar anadie.

—No lo hemos hecho.—Entonces dime quién es esa

zorra china que acaba de entrar en tucasa.

Silencio.—¿Crees que somos estúpidos,

Jack?

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—Por supuesto que no.—Entonces ¿quién es?—Se llama Esme Fong —

respondió Coldren—. Trabaja en unaempresa de confección. Ha venido afijar las condiciones de un contratode publicidad con mi esposa, eso estodo.

—Y una mierda.—Es la verdad, se lo juro.—No sé, Jack...—No tengo por qué mentirle.—Bueno, Jack, eso todavía está

por ver. Tendrás que pagar por esto.—¿A qué se refiere?

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—Cien mil dólares.Considéralo una penalización.

—¿Por qué?—¿Quieres al chico con vida?

Pues esto te va a costar cien mil más,y...

—Espere un momento. —Coldren se aclaró la garganta.Trataba de recuperar el control sobresí mismo.

—¿Jack?—¿Sí?—Como vuelvas a

interrumpirme le perforaré la polla atu retoño con un tornillo.

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Silencio.—Ten el dinero a punto, Jack.

Cien mil dólares. Te volveré allamar para decirte qué tienes quehacer. ¿Entendido?

—Sí.—Pues no me jodas, Jack. Me

encanta hacer daño a la gente.Un breve silencio anticipó la

estridencia súbita de un chillidoagudo, un chillido que crispaba losnervios y ponía la piel de gallina. Lamano de Myron apretó el teléfono.

La línea se cortó. Se oyó el tonode marcar. Luego, nada.

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Linda Coldren apartó elauricular del altavoz.

—¿Qué vamos a hacer?—Llamar al FBI —respondió

Myron.—¿Ha perdido el juicio?—Creo que es lo mejor.Jack Coldren dijo algo

ininteligible. Linda reapareció en elauricular.

—Definitivamente, no. Sóloqueremos pagar el rescate yrecuperar a nuestro hijo.

No tenía sentido discutir conellos.

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—No hagan nada. Volveré allamar lo antes posible:

Myron cortó la comunicación ymarcó el número de Lisa en NewYork Bell. Era uno de sus contactosdesde los tiempos en que él y Wintrabajaron para el Gobierno.

—Un identificador de llamadasme ha dado un número de Filadelfia—dijo—. ¿Puedes localizarme ladirección?

—Enseguida.Le dio el número. La gente que

ve demasiada televisión cree queesta clase de cosas requiere mucho

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tiempo. Las cosas habían cambiado.El rastro se seguía de modoinstantáneo. Nada de «haz que sigahablando» o cualquier otra forma deretenerlo al aparato. Lo mismosucedía cuando se trataba de dar conla ubicación de un número deteléfono. Cualquier operadora,prácticamente desde cualquier lugar,podía introducir el número en suordenador, o emplear uno de esosdirectorios inversos, y asuntoresuelto. ¡Demonios!, ni siquiera erapreciso contar con una operadora.Los programas de ordenador en CD-

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ROM y las páginas web daban elmismo resultado.

—Es un teléfono público —dijoLisa.

No eran muy buenas noticias,aunque no le sorprendió.

—¿Sabes dónde está?—En el centro comercial Grand

Mercado, en Bala-Cynwyd.—¿Un centro comercial?—Sí.—¿Estás segura?—Eso es lo que pone.—¿En qué sección del centro

comercial?

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—No tengo ni idea. ¿Crees queen el listado pone «entre Sears yVictoria's Secret»?

Aquello carecía de lógica. ¿Uncentro comercial? ¿El secuestradorhabía arrastrado a Chad Coldrenhasta un centro comercial para quechillara por teléfono?

—Gracias, Lisa.Colgó y se volvió hacia el

porche. Win estaba de pie justodetrás de él. Permanecía con losbrazos cruzados y, como siempre, selo veía muy relajado.

—El secuestrador ha llamado

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—dijo Myron.—Eso me ha parecido oír.—Podrías ayudarme a

esclarecer este asunto.—No —repuso Win.—No tiene nada que ver con tu

madre.Win no se inmutó; sin embargo,

algo alteró su mirada.—Cuidado —fue todo lo que

dijo.Myron sacudió la cabeza.—Tengo que irme. Discúlpame

ante los demás.—Has venido aquí en busca de

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clientes —dijo Win—. Antes te hasjustificado con el argumento de quehabías aceptado ayudar a los Coldrencon la esperanza de representarlos.

—Y estás tremendamente cercade conseguir al jugador de golf máscodiciado del mundo. El sentidocomún dicta que te quedes.

—No puedo.Win descruzó los brazos.—¿Harías una cosa por mí? —

preguntó—. Sólo quiero saber siestoy perdiendo el tiempo o no.

Win permaneció inmóvil.—¿Recuerdas que te he contado

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que Chad utilizó su tarjeta bancaria?—Sí.—Consígueme la cinta de la

cámara de seguridad del cajeroautomático —dijo—. Así tal vezdescubra que todo esto no es más queuna broma de mal gusto que nos estágastando Chad.

Win se encaminó hacia elporche.

—Te veré en la casa esta noche.

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8

Myron aparcó en el centrocomercial y consultó la hora en sureloj de pulsera. Las ocho menoscuarto. Había sido un día muy largo yaún era relativamente temprano.Entró por la puerta que daba accesoa la cadena Macy's y de inmediatoencontró uno de esos grandes planosde situación que suele haber en loscentros comerciales. Los teléfonospúblicos venían indicados en azul.Había once en total: dos en la

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entrada sur de la planta baja, otrosdos en la entrada norte de la plantasuperior y siete en la zona derestaurantes.

Los centros comerciales son elgran rasero geográfico de América.Entre las relucientes tiendas enfranquicia y bajo los techosexcesivamente iluminados, Kansas esigual que California y Nueva Jerseyigual que Nevada. No existe otrolugar que sea más genuinamenteamericano. A veces puedenconstatarse pequeñas diferenciasentre las tiendas del interior, pero no

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demasiadas. Athlete's Foot o FootLocker, Rite Aid o CVS, Williams-Sonoma o Pottery Barn, The Gap,Banana Republic u Old Navy (lastres, casualmente, propiedad de lamisma sociedad), Waldenbooks o BDalton, unas pocas zapateríasanónimas, un Radio Shack, unVictoria's Secret, una galería de artecon obras de Gorman, McKnight yBehrens, algunas tiendas de regalos yun par de tiendas de discos; todo elloapiñado alrededor de un enormevestíbulo repleto de cromadoslustrosos con fuentes de oropel,

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mármoles exagerados, esculturashorribles, un puesto de informaciónsin informadores y helechosartificiales.

Frente a una tienda deinstrumentos eléctricos de teclado, undependiente con traje azul marino ysombrero de paja tocaba Muskratl o v e al órgano. Myron tuvo latentación de preguntarle dónde estabaTenille, pero se contuvo. Demasiadoevidente. Tiendas de órganos encentros comerciales... ¿A quién se leocurriría ir a un centro comercial acomprar un órgano?

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Pasó a toda prisa por delante deLimited o de Unlimited o de SeverelyChallenged o de algo por el estilo.Luego frente a Jeans Plus o JeansMinus o Shirts Only o Pants Only oTank Top City, daba igual, puestodas tenían un aspecto muysemejante. En todas trabajabanmontones de adolescentes enjutos ycon cara de aburridos que ordenabanlos estantes con el entusiasmo de uneunuco en una orgía.

Había montones de chavales enedad de instituto que se habíandejado caer por ahí para matar el

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rato. Su aspecto irradiaba unbienestar superlativo. Aun a riesgode parecer un racista a la inversa,tenía la sensación de que todos loschicos blancos eran iguales.Pantalones cortos holgados,camisetas blancas, zapatillas debaloncesto negras de cien dólares sinabrochar, gorra de béisbol con lavisera hacia atrás. Flacos.Desgarbados. Larguiruchos. Pálidoscomo un retrato de Goya, incluso enverano. Sus ojos, de mirada huidiza,reflejaban cierto temor y desazón.

Pasó ante una peluquería

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llamada Snip Away que parecía másuna clínica especializada envasectomías. Los esteticistas eran obien chicas que en otro tiempofrecuentaban el centro comercial, obien tipos que decían llamarse Marioy cuyos padres eran granjeros delMedio Oeste. Había dos clientessentados junto al escaparate, la unahaciéndose la permanente, el otrodecolorándose el pelo. ¿A quiénpodía gustarle aquello? ¿Quiéndeseaba sentarse en un escaparatepara que el mundo entero viera cómole arreglaban el pelo?

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Subió por una escaleramecánica que arrancaba más allá deun jardín de plantas de plástico, endirección a la joya de la corona delcentro comercial: la zona derestaurantes. Estaba bastante vacía,pues el turno de cenas habíaterminado hacía rato. Las zonas derestaurantes constituían el últimobastión del gran crisol americano. Unitaliano, un chino, un japonés, unmexicano, un libanés (o griego), unatienda de delicatessen, un puesto depollos asados, un establecimiento decomida rápida del tipo McDonald's

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(que era el que más públicocongregaba), una heladería y luegoalgún que otro establecimientoexótico cuyos dueños soñaban conestablecer su propia franquicia yconvertirse en el próximo Ray Kroc.Ethiopian Ecstasy. Sven's SwedishMeatballs. Curry Up and Eat.

Myron comprobó los númerosde los siete teléfonos públicos.Estaban todos borrados o tachados,lo cual no era en absolutosorprendente si se tenía en cuenta losmalos tratos de que eran objeto. Sinembargo, no se trataba de un

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problema irresoluble. Sacó suteléfono móvil y marcó el númeroque había registrado el identificadorde llamadas. Uno de los teléfonosempezó a sonar de inmediato.

El del extremo de la derecha.Myron lo descolgó para asegurarse.

—¿Diga?Oyó claramente su voz en su

móvil. Entonces se dijo a sí mismo:—Hola, Myron. Me alegra

oírte, colega.Resolvió dejar de hablar

consigo mismo. La noche era aúndemasiado joven para hacer el tonto

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de aquella forma.Colgó el auricular y echó un

vistazo alrededor. Un grupo dechicas ocupaba una mesa cercana.Estaban sentadas muy juntas,buscando protección como loscoyotes durante la temporada deapareamiento.

De los puestos de comida,Sven's Swedish Meatballs era el quetenía la mejor vista del teléfono.Myron se acercó al local. Había doshombres despachando. Ambos teníanel pelo oscuro, la piel morena y unbigote parecido al de Saddam

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Hussein. En la insignia de uno deellos podía leerse «Mustafa». En ladel otro, «Ahmed».

—¿Quién de ustedes es Sven?—preguntó.

Lo miraron muy serios.Myron les hizo algunas

preguntas acerca del teléfono.Mustafa y Ahmed no fueron de granayuda. Mustafa le espetó quetrabajaba para ganarse la vida y queno se dedicaba a vigilar teléfonos.Ahmed gesticuló y lo maldijo en unalengua extranjera.

—No soy un gran lingüista —

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dijo Myron—, pero eso no me hasonado a sueco.

Le lanzaron miradas mortíferas.—Hasta luego. Se lo pienso

decir a todos mis amigos.Myron se volvió hacia la mesa a

la que estaban sentadas las mujeres.De inmediato apartaron la mirada. Seencaminó hacia ellas. Vigilaban susmovimientos con el rabillo del ojo.Oyó que susurraban:

—¡Oh, Dios mío! ¡Viene haciaaquí!

Se detuvo junto a la mesa. Erancuatro. O tal vez cinco, o puede que

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seis. Resultaba difícil adivinar elnúmero exacto. Estabanentremezcladas formando una solamata confusa de pelo, pintalabiososcuro, uñas largas al estilo Fu-Manchú, pendientes, narices conaretes, humo de cigarrillos, tops muyceñidos, vientres desnudos y globosde chicle.

La que estaba sentada en elcentro fue la primera en levantar lavista. Llevaba el pelo como ElsaLancaster en La novia deFrankenstein y en torno al cuello uncollar tachonado de perro. Las demás

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siguieron su ejemplo.—Vaya, hola —dijo Elsa.Myron probó con una sonrisa

tipo Harrison Ford en A propósito deHenry.

—¿Os importa que os haga unaspreguntitas?

Las chicas se miraron entre sí.Dejaron escapar alguna que otrarisilla nerviosa. Myron advirtió quese estaba ruborizando, aunque notenía demasiado claro el porqué. Laschicas intercambiaron codazos.Ninguna respondía. Myron continuó.

—¿Cuánto tiempo lleváis

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sentadas aquí?—¿Qué es, una especie de

encuesta?—No —respondió Myron.—Mejor. Esas encuestas son un

rollo.—¿Tienes idea de cuánto rato

lleváis aquí? —insistió Myron.—Qué va. Amber, ¿te acuerdas

tú?—Bueno, hemos ido a The Gap

a las cuatro.—Exacto. The Gap. Están de

rebajas.—Por cierto, Trish, me encanta

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la blusa que te has comprado.—¿No es como total, Mindy?—Alucinante.—Ahora son casi las ocho —

dijo Myron—. ¿Habéis estado aquídurante la última hora?

—Este lugar es como nuestrasegunda casa.

—Nadie más se sienta aquí.—Menos una vez que unos

tarados nos lo quisieron quitar.—Muy mal rollo, sí.Se callaron y miraron a Myron,

quien se figuró que la respuesta a supregunta anterior era que sí, de modo

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que siguió desbrozando el terreno.—¿Habéis visto si alguien

utilizaba ese teléfono de ahí?—¿Eres poli?—Como si lo fuera.—A que no.—A que sí.—Eres demasiado guapo para

ser poli.—Ya, como si Johnny Depp no

fuese guapo.—Eso es en la tele, idiota. Y

esto es la vida real. Los polis no songuapos en la vida real.

—Ya, o sea, como que Brad no

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te parece guapo, ¿no? Es tu novio, ¿teacuerdas?

—Como si no lo fuera. Además,no es poli. Alquila uniformes enFlorsheim, o algo así.

—Pero está buenísimo.—Total.—Ultra cachas.—Va detrás de Shari.—¿De Shari?—Odio a esa tía.—Yo también.—Y yo.—No soy policía —dijo Myron.—¿Qué os he dicho?

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—Ya.—Pero se trata de algo muy

importante —prosiguió Myron—. Esun caso de vida o muerte. Necesitosaber si alguna de vosotras recuerdahaber visto a alguien utilizar eseteléfono, el del extremo de laderecha, hace unos tres cuartos dehora.

La que se llamaba Amberempujó la silla hacia atrás.

—¡Apartaos, voy a arrojar laprimera papilla!

—Como el Nazi Sarnoso.—Era un tarado.

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—Tarado total.—Total.—¡Le guiñó un ojo a Amber!—¡Mentira!—¡Para mearse!—Apuesto a que la cerda de

Shari se la habría mamado.—Como mínimo.Risillas nerviosas.—¿Habéis visto a alguien? —

dijo Myron.—Al carapalo.—Grunge total.—Era como, oye, ¿te has lavado

el pelo alguna vez?

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—Como, oye, ¿te compras lacolonia en la gasolinera del pueblo?

Más risillas maliciosas.—¿Me lo podéis describir? —

preguntó Myron.—Tejanos de mercadillo.—Botas de currante.

Definitivamente, no eran Timberland.—Era como una especie de

cabeza rapada de pega... ¿lo captas?—¿Un cabeza rapada de pega?

—repitió Myron.—Como con la cabeza afeitada.

Barba de tres días. Y esa cosatatuada en el brazo.

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—¿Esa cosa? —inquirió Myron.—Ya sabes, esa especie de cruz

rara, como antigua. —Trazó unaespecie de dibujo en el aire con eldedo.

—¿Te refieres a una esvástica?—aventuró Myron.

—Lo que sea. ¿Tengo pinta deprofesora de historia?

—¿Como qué edad tenía?Había dicho «como». Si

permanecía allí por más tiempo,terminaría por perforarse algunaparte del cuerpo.

—Viejo.

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—Como de asilo.—Veinte, como mínimo.—¿Altura? —preguntó Myron

—. ¿Peso?—Metro ochenta.—Sí, como metro ochenta.—Esquelético.—Mucho.—Como sin culo.—Nada.—¿Iba alguien con él? —

preguntó Myron.—Ni hablar.—¿Quién iría con un colgado

como ése?

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—Estuvo solo pegado alteléfono como media hora.

—Le gustaba Mindy.—¡Mentira!—Un momento —dijo Myron—.

¿Estuvo ahí media hora?—No tanto.—Una eternidad.—Un cuarto de hora. Amber es

una exagerada.—Que te jodan, Trish.—¿Algo más? —preguntó

Myron.—El busca.—Eso, el busca. Como si

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alguien fuera a llamar a ese pringado.—Lo puso contra el teléfono.Probablemente, pensó Myron,

no se trataba de un busca, sino de unamicrograbadora. Aquello explicaríael chillido. O un modulador de voz.Venían en cajas pequeñas.

Dio las gracias a las chicas yrepartió tarjetas con el número de suteléfono móvil. Una de las chicasincluso la leyó. Hizo una mueca.

—¿De verdad te llamas MyronBolitar?

—Sí.Todas se callaron y lo miraron.

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—Ya sé, ya sé —dijo Myron—.Como increíble.

Iba de regreso hacia el cochecuando lo asaltó un pensamiento. Elsecuestrador del teléfono habíamencionado a la «zorra china». Deun modo u otro se había enterado dela llegada de Esme Fong a la casa.La cuestión era: ¿cómo?

Cabían dos posibilidades. Laprimera, que hubiese un micrófonooculto en la casa.

Era improbable. Si en laresidencia Coldren hubiesemicrófonos ocultos o algún otro

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dispositivo de vigilancia electrónica,el secuestrador también se habríaenterado de la participación deMyron en el asunto.

La segunda, que uno de ellosmontara guardia en la casa.

Aquello parecía lo más lógico.Myron reflexionó unos instantes. Siaproximadamente una hora anteshabía alguien vigilando la casa, erajusto suponer que todavía seguiríaallí, escondido entre los arbustos,encaramado a un árbol o dondefuese. Si Myron conseguíalocalizarlo y seguirlo

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subrepticiamente, quizá lo condujesehasta Chad Coldren.

¿Valía la pena correr el riesgo?Como que totalmente.

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9

Las diez en punto.Myron volvió a dar el nombre

de Win y entró en el recinto delMerion. Buscó el Jaguar de Win,pero no estaba a la vista. Aparcó ycomprobó que no había guardas.Todos estaban apostados en laentrada principal. Aquello facilitabalas cosas.

Cruzó de un salto la cuerdablanca que delimitaba el campo degolf y comenzó a atravesarlo. Ya era

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de noche, pero las luces de las casasque había a los lados del caminopermitían avanzar sin problemas.Pese a su fama, el campo del Merionera diminuto. Desde el aparcamientohasta Golf Course Road, a través dedos calles, había menos de cienmetros.

La humedad flotaba en el aire yMyron no tardó en notar la camisapegajosa. El canto de los grillos eratan monótono como un disco deMariah Carey, aunque menosirritante. La hierba le hacíacosquillas en los tobillos.

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A pesar de su natural aversiónal golf, Myron se sentía como siaquel lugar fuese una especie detierra sagrada y él estuvieracometiendo un sacrilegio al pisarla.Los fantasmas poblaban la noche, talcomo ocurría en cualquier lugar quehubiese dado pie a una leyenda.Myron recordó la vez en que habíaestado a solas en el estadio de losCeltics de Boston. Fue una semanadespués de que éstos le ficharan trasla primera ronda de la selección parala NBA. Clip Arnstein, el míticopresidente de los Celtics, lo había

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presentado a la prensa aquel mismodía. Lo pasó en grande. Entre risas ybromas, los periodistas le dijeron deMyron que sería el próximo LarryBird. Aquella noche, a solas en lafamosa pista del Boston Carden, tuvola vivida impresión de que lasbanderas que conmemoraban loscampeonatos obtenidos por el clubcomenzaban a ondear en el aireinmóvil, dándole la bienvenida ysusurrándole historias del pasado ypromesas del porvenir.

Myron no llegó a jugar un solopartido en aquella pista.

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Aminoró el paso al llegar aGolf House Road y saltó la cuerdablanca. Entonces se agachó detrás deun árbol. Aquello no iba a ser fácil.Ahora bien, tampoco le resultaríasencillo a su presa. En losvecindarios como aquél cualquiercosa sospechosa se detectabaenseguida. Por ejemplo, un automóvilestacionado donde no correspondía.Por eso Myron había dejado su cocheen el aparcamiento del Merion.¿Habría hecho lo mismo elsecuestrador? ¿Tendría el coche enla calle? ¿Lo habría acompañado

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alguien hasta allí?Sin atreverse a ponerse en pie,

salió como una flecha hasta otroárbol. Supuso que debía de tener unaspecto bastante cómico: unindividuo de casi dos metros deestatura y más de ochenta kilos depeso corriendo de un arbusto a otrocomo si fuese un chico jugando alescondite.

Pero ¿qué otra opción tenía?No podía ponerse a caminar

despreocupadamente por la calle. Elsecuestrador podría verlo. El éxitode su plan se basaba en que él

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descubriera al secuestrador antes deque éste lo descubriese a él. ¿Cómohacerlo? Lo cierto es que no tenía niidea. Lo mejor que se le ocurrió fueir estrechando el cerco alrededor dela casa de los Coldren, al acechode..., bueno, de lo que fuera.

Escudriñó los alrededores, enbusca de algún sitio que elsecuestrador pudiera utilizar comopuesto de observación, de un lugarseguro donde esconderse, y desde elcual un hombre provisto de unosprismáticos tuviera una buena visiónde la casa. Nada. Era una noche

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absolutamente apacible y sin viento.Avanzó con sigilo de arbusto en

arbusto, y luego fue acercándose,trazando una espiral, a la casa de losColdren. De pronto cayó en la cuentade que estaba exponiéndosedemasiado, y procuró escondersemejor, confundirse con el entorno.

Se sentía como una especie deguerrero ninja.

Las luces brillaban en lasespaciosas casas de piedra concontraventanas negras. Todas eranimponentes y bastante bonitas;transmitían cierto aire de intimidad

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hogareña.Estaba cada vez más cerca de la

vivienda de los Coldren. Seguía sinver nada, ni un solo coche aparcadoen los caminos. Sudaba a mares.Dios, cuánto deseaba darse unaducha. Se puso en cuclillas y siguióvigilando la casa.

¿Y ahora qué?Esperar. Estar alerta ante

cualquier movimiento. La vigilanciay todo lo que tuviese que ver con ellano eran el fuerte de Myron. Win eraquien solía ocuparse de esas tareas.Tenía la paciencia y la disciplina

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necesarias. Myron ya se estabaimpacientando. Ojalá se hubiesellevado una revista o cualquier otracosa para leer.

Al cabo de tres minutos, lamonotonía se rompió al abrirse lapuerta principal. Myron seincorporó. Esme Fong y LindaColdren aparecieron en el umbral. Sedespidieron. Esme dio a Linda unfirme apretón de manos y se dirigióhacia su coche. Linda Coldren cerróla puerta. Esme Fong puso el cocheen marcha y se fue.

Aquel asunto de la vigilancia

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deparaba una emoción tras otra.Myron se situó detrás de un

arbusto. Había montones de arbustospor allí. Mirara hacia donde mirase,veía arbustos de diversos tamaños yformas. A los ricos de abolengo lesencantaban los arbustos, decidióMyron. Se preguntó si habríandispuesto alguno en la cubierta delMayflower.

Empezó a tener calambres enlas piernas de tanto estar en cuclillas.Las estiró, primero una y luego laotra. La rodilla mala, la que habíapuesto fin a su carrera como jugador

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de baloncesto, empezó a dolerle.Estaba acalorado, pegajoso yentumecido. Ya iba siendo hora delargarse.

Entonces oyó un ruido.Parecía proceder de la puerta

trasera de la casa de los Coldren.Suspiró, se puso en pie haciendocrujir los huesos y la rodeó. Seocultó detrás de un arbusto y asomócon cuidado la cabeza.

Jack Coldren se hallaba en elpatio trasero, con el palo de golfentre las manos, hablandoacaloradamente con su cadi, Diane

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Hoffman. Ninguno de los dos parecíamuy complacido. Myron no podíaoírlos, pero ambos gesticulabancomo posesos.

Estaban discutiendo.Por supuesto, era probable que

aquello no tuviera nada de extraño.Los cadis y los jugadores discutían amenudo. Recordó haber leído queSeve Ballesteros, el antiguo niñoprodigio español, siempre se peleabacon su cadi. Era algo consabido.Pura rutina, un cadi y un jugadorprofesional en plena riña, más aúndurante un torneo tan cargado de

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tensiones como el Open de EstadosUnidos.

Aunque el momento elegido eramuy curioso.

Reflexionemos por un instante.Un hombre recibe una llamadaespantosa de un secuestrador.Presuntamente, oye a su hijo chillarde miedo o de dolor. Un par de horasdespués lo vemos en el patio traserode su casa discutiendo sobre subackswing con su cadi.

¿Tenía sentido todo aquello?Myron resolvió acercarse un

poco más, pero no había forma de

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hacerlo directamente. Deberíarecurrir otra vez a los arbustos,desplazarse hasta un lado de la casay rodearlos por detrás. Se lanzóhacia la izquierda y se arriesgó amirar de nuevo. Seguíanabroncándose. De pronto, DianeHoffman dio un paso hacia Jack y ledio un bofetón.

El sonido rasgó la noche comouna guadaña. Diane Hoffman gritóalgo ininteligible. Myron acertó a oírla palabra «cabrón», pero nada más.Diane arrojó el cigarrillo a los piesde Jack y se fue hecha una furia. Jack

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bajó la vista, meneó lentamente lacabeza y volvió a entrar en la casa.

«Vaya, vaya —pensó Myron—.Habrán tenido alguna dificultad conese backswing.»

Myron permaneció oculto tras elarbusto. Oyó que un coche se poníaen marcha en el camino de entrada.Era el de Diane Hoffman. Por uninstante se preguntó qué pintaba ellaen todo aquello. Era obvio que habíaestado en la casa. ¿Acaso era elmisterioso vigilante? Consideró laposibilidad. La idea apenas estabacomenzando a tomar forma en su

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mente, cuando divisó al hombre.O al menos supuso que se

trataba de un hombre.Era bastante difícil saberlo

desde donde estaba agazapado.Myron no daba crédito a lo que veía.Se había equivocado por completo.El malhechor no había estado ocultoentre los arbustos ni en ningún otrositio por el estilo. Myron observó ensilencio que una figura vestida denegro salía de una ventana del pisosuperior. Para ser más exactos, si lamemoria no le fallaba, de la ventanadel dormitorio de Chad Coldren.

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Vaya, vaya.Myron se agachó. ¿Qué hacer?

Necesitaba de un plan. Sí, un plan.Buena idea. Pero ¿qué plan? ¿Caersobre el intruso? No. Mejor seguirlo.Quizá lo condujese hasta ChadColdren.

Volvió a mirar a hurtadillas. Lafigura vestida de negro había bajadopor un enrejado blanco cubierto dehiedra. Saltó cuando faltaban un parde metros. En cuanto sus pies tocaronel suelo, salió corriendo a todavelocidad.

Estupendo.

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Myron fue tras la figura,procurando mantenerse tan alejadode ella como le fuera posible. Lafigura, no obstante, corría. Aquellohacía que seguirla en silencioresultara bastante complicado. PeroMyron guardó una buena distancia.No quería correr el riesgo de serdescubierto. Además, era bastanteprobable que el intruso tuviese uncoche o que alguien lo recogiera.Apenas circulaban vehículos poraquellas calles. Myron distinguiríacon seguridad el sonido de un motor.

¿Y entonces qué?

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¿Qué haría Myron cuando elintruso subiera al coche? ¿Correr deregreso en busca del suyo? No,aquello no daría resultado. ¿Seguir elcoche a pie? Carecía de sentido. Asípues, ¿qué iba a hacer exactamente?

Buena pregunta.Ojalá Win estuviera allí.El intruso siguió corriendo sin

parar. A Myron empezó a faltarle elaire. Por Dios, pero ¿a quiéndemonios estaba dando caza? ¿ACarl Lewis? Recorrieron otroscuatrocientos metros antes de que lafigura girara abruptamente hacia la

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derecha y se perdiera de vista. Elviraje fue tan rápido que por uninstante Myron creyó haber sidodescubierto. Imposible. Estabademasiado alejado y su presa enningún momento había mirado haciaatrás.

Myron trató de darse aún másprisa, pero la calzada estaba llena degrava. Era imposible correr sin hacerruido. Aun así, tenía que recuperarterreno. Corrió de puntillas, lo cualle confirió el aspecto de unBarishnikov con disentería. Rezópara que nadie lo viera.

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Llegó al cruce. La calle sellamaba Green Acres, lo que lerecordó la antigua serie de televisióndel mismo nombre. La sintoníaempezó a sonar en su cabeza, comosi alguien hubiese pulsado losbotones de un tocadiscos automático.No podía pararla. Eddie Albertconducía un tractor. Eva Gabor abríapaquetes en un ático de Manhattan.Sam Drucker saludaba desde elmostrador de su tienda de artículosdiversos. El señor Haney enganchabalos pulgares a sus tirantes. Arnold, elcerdo, gruñía.

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Sin duda, la humedad estabareblandeciéndole el cerebro.

Myron giró a la derecha y miróhacia delante.

No vio nada.Green Acres era una calle sin

salida bastante corta, a cuyos ladosse alzaban unas cinco casas. Casassuntuosas, o al menos eso supusoMyron. Altísimas cercas de arbustos(y dale con los arbustos) flanqueabanla calle. En los senderos de entradahabía verjas cerradas, de las quefuncionan por control remoto o bienpulsando una combinación en un

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teclado. Myron se detuvo y recorrióla calle con la mirada.

¿Dónde se había metido nuestromuchacho?

Notó que el pulso se leaceleraba. Ni rastro de él. La únicaescapatoria era el bosque que habíaal final de la calle. Debía de habersemetido ahí, pensó Myron, siempre ycuando hubiera tenido la intención dehuir y no la de esconderse entre losarbustos. Al fin y al cabo, cabía laposibilidad de que hubiesedescubierto que lo seguían. Quizáshabía decidido ocultarse, esperar a

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que Myron pasara por su lado ysaltar sobre él.

Aquellas ocurrencias no erannada reconfortantes.

¿Y entonces qué?Myron se lamió el labio

superior cubierto de sudor. Tenía laboca terriblemente reseca. «Ánimo,Myron», se dijo a sí mismo. Medíaun metro noventa y tres y pesabaochenta y dos kilos. Además, eracinturón negro de taekwondo y unluchador bien entrenado. Estaba encondiciones de repeler cualquierataque.

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Salvo si el tipo iba armado.Eso constituía una dificultad

añadida. El entrenamiento y laexperiencia en la lucha cuerpo acuerpo resultaban de gran ayuda,pero no lo hacían a uno inmune a lasbalas. Ni siquiera a Win.Naturalmente, Win no habría sido tanestúpido como para meterse ensemejante lío.

Myron sólo iba armado cuandolo consideraba absolutamentenecesario. Win, en cambio, llevabaen todo momento consigo dospistolas y algún arma blanca.

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Así pues, ¿qué hacer?Miró alrededor, pero no había

muchos lugares donde esconderse.Las cercas de arbustos eranimpenetrables. Sólo quedaba elbosque al final de la calle, peroparecía espeso e inhóspito, y nohabía farolas por allí.

¿Debía internarse en él?No. En el mejor de los casos,

resultaría inútil. No tenía ni idea delo grande que era el bosque, ni dequé dirección seguir, ni de nada. Laprobabilidad de dar con el intrusoera remota. Seguramente había

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decidido esconderse un rato, a laespera de que Myron se largara.

Largarse. Parecía el mejor plan.Myron retrocedió hasta el

principio de Green Acres.Giró a la izquierda, recorrió

unos doscientos metros y se apostódetrás de otro arbusto. Los arbustos yél ya se trataban de tú a tú. A aquéllo bautizó con el nombre de Frank.

Esperó una hora. No apareciónadie.

Estupendo.Por fin se puso en pie, se

despidió de Frank y fue en busca de

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su coche. El malhechor tenía quehaber huido a través del bosque, locual significaba que había previstouna vía de escape o, lo que era másprobable, que conocía a fondo lazona. También podía significar quese trataba de Chad Coldren. O quelos secuestradores sabían muy bienlo que se llevaban entre manos, encuyo caso a esas alturas seguramentese habrían enterado de laparticipación de Myron, así como deque los Coldren habíandesobedecido sus órdenes.

Myron esperaba de todo

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corazón que se tratara de una bromade mal gusto y no de un secuestro,pues de lo contrario lasrepercusiones eran imprevisibles. Sepreguntó cómo reaccionarían lossecuestradores ante lo que acababade hacer. Y mientras proseguía sucamino, recordó la última llamadatelefónica y el sonido angustioso ysobrecogedor del chillido de ChadColdren.

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«Mientras tanto, en lamajestuosa Wayne Manor...»

Aquella voz en off de la serieBatman siempre acudía a la mente deMyron cuando llegaba a la verja dehierro forjado que delimitaba la fincade los Lockwood. En realidad, elhogar de la familia de Win apenasguardaba parecido alguno con la casade Bruce Wayne, aunque irradiaba unaura semejante. Un larguísimocamino serpenteaba desde la entrada

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hasta una imponente mansión depiedra situada en lo alto de la colina.Había grandes extensiones decésped, jardines exuberantes ycolinas frondosas, así como unapiscina, un estanque, una pista detenis, una cuadra y unos cuantosobstáculos para practicar saltos deequitación. Considerada en conjunto,la finca Lockwood era majestuosa yseñorial.

Myron y Win se alojaban en lacasa de invitados, o como gustaballamarla el padre de Win, «elcabañón». Vigas a la vista, suelos de

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madera, chimenea, cocina modernacon un gran mostrador central y salónde billar, por no mencionar cincodormitorios, cuatro cuartos de baño yun aseo. Menuda choza.

Myron procuró poner un pocoen orden los acontecimientos, perosólo daba con una serie de paradojasdel tipo «¿qué fue primero, el huevoo la gallina?». El móvil, porejemplo, era una de ellas. Por unlado, tendría sentido secuestrar aChad Coldren para impedir que JackColdren venciera. Ahora bien, Chadhabía desaparecido antes de que

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comenzara el torneo, lo quesignificaba que el secuestrador era omuy precavido o todo un profeta. Porotro lado, habían pedido cien mildólares de rescate, lo que indicabaque se trataba de un secuestro pordinero. Cien mil dólares era unacantidad significativa, algo escasapara un secuestro, ciertamente, peronada desdeñable por unos pocos díasde trabajo.

De todos modos, si aquello eraun simple secuestro para obtenerdinero de mala manera, el momentoelegido era bien curioso. ¿Por qué

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habían decidido hacerlo durante laépoca del año en que se jugaba elOpen de Estados Unidos? Es más,¿por qué secuestrar a Chad justocuando hacía veintitrés años de laúltima vez que el Open se habíacelebrado en el Merion, y JackColdren tenía la oportunidad deredimirse del mayor fracasodeportivo de su vida?

Demasiada coincidencia.Todo hacía pensar en una broma

de mal gusto cuyo guión sedesarrollaba más o menos así: ChadColdren desaparece antes del torneo

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para fastidiar a su padre. En vista deque eso no da resultado, pues alcontrario de lo previsto papáempieza a ganar, modifica laintención inicial y simula su propiosecuestro. De ser así, cabía suponerque había sido Chad Coldren a quienhabía visto descolgarse de la ventanade su habitación. ¿Quién mejor queél? Chad Coldren conocía la zona.Seguramente sabía cómo atravesar elbosque, o quizás estuviera escondidoen casa de algún amigo que vivía enla calle Green Acres.

Encajaba. Tenía sentido.

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Por supuesto, siempre y cuandoChad tuviese verdadera antipatíahacia su padre. ¿Había alguna pruebade ello? Myron así lo creía. Paraempezar, Chad contaba dieciséisaños de edad. No era una edad fácil.Como prueba resultaba pococonsistente, sin duda, pero era undato que merecía tenerse en cuenta.En segundo lugar, y mucho másimportante, Jack Coldren era elprototipo del padre ausente. Ningúndeportista se ausenta tanto de su casacomo un golfista. Ni los jugadores debaloncesto, ni los de fútbol, ni los de

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béisbol, ni los de hockey. Sólo lostenistas se les acercan. Tanto en eltenis como en el golf, los torneos secelebran a lo largo de todo el año.No existe una llamada «temporada»,como tampoco se da eso de «jugar encasa». Con suerte, un golfista juegaen el campo del club al quepertenece una vez al año.

Por último, y quizá se trate deldato más determinante, Chad habíaestado ausente durante dos días sinque nadie pestañeara siquiera. Másallá del discurso progresista deLinda Coldren sobre niños

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responsables y educación infantilmoderna, la única explicaciónracional de su sangre fría era queaquello ya hubiera ocurrido otrasveces, por lo que no resultabainesperado.

Sin embargo, el guión de labroma de mal gusto tambiénpresentaba fisuras.

Por ejemplo, ¿cómo encajabaaquel tipo «grunge total» del centrocomercial?

En efecto, ahí residía el quid dela cuestión. ¿Qué papel desempeñabael Nazi Sarnoso en todo aquello?

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¿Acaso Chad Coldren contaba con uncómplice? Posiblemente, pero locierto era que aquello no encajababien en un guión que tenía como temala venganza. Aun considerando queChad estuviera detrás del asunto,Myron se cuestionaba hasta quépunto un golfista repipi y ricachónhabría decidido aliarse con un«cabeza rapada de pega» con suesvástica tatuada incluida.

Así pues, ¿de qué maneraquedaba Myron ante todo aquello...?

Perplejo.Al detener el coche junto a la

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casa de invitados, el corazón le dioun vuelco. El Jaguar de Win estabaallí, así como un Chevy Nova verde.

Oh, Dios.Myron bajó lentamente del

coche. Se fijó en la matrícula delNova: desconocida, tal comosuponía. Tragó saliva y se alejó.

Abrió la puerta principal de lacasa y agradeció el súbitoencontronazo con el aireacondicionado. Las luces estabanapagadas. Permaneció un instante depie en el vestíbulo con los ojoscerrados, dejando que el aire fresco

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le acariciara la piel. Un enorme relojde caja hacía tictac.

Myron abrió los ojos y encendióla luz con un gesto rápido.

—Buenas noches.Se volvió hacia la derecha. Win

estaba arrellanado en un sillón depiel de respaldo alto, junto a lachimenea. En la mano tenía una copade coñac.

—¿Estabas sentado ahí aoscuras? —le preguntó Myron.

—Sí.Myron frunció el entrecejo.—Un poco teatral, ¿no te

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parece?Win encendió una lámpara

cercana. Tenía el rostro sonrosado,tal vez por efecto de la bebida.

—¿Te apuntas?—Claro. Vuelvo enseguida.Myron se sirvió un Yoo-Hoo

frío de la nevera y tomó asiento en unsofá, frente a su amigo. Agitó la latay la abrió. Bebieron en silenciodurante un rato. Se oía el tictac delreloj. Unas sombras alargadasreptaban por el suelo formando finoszarcillos semejantes a hebras dehumo. Lástima que estuvieran en

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pleno verano. A un marco comoaquél sólo le faltaba el crepitar de unbuen fuego y tal vez el aullido delviento. El aire acondicionado nocausaba el mismo efecto.

Myron empezaba a sentirse agusto cuando oyó correr el agua delváter. Dirigió a su amigo una miradade interrogación.

—No estoy solo —explicó Win.—Oh. —Myron recompuso su

postura en el sofá—. ¿Una mujer?—Tus dotes adivinatorias nunca

dejarán de asombrarme.—¿La conozco? —preguntó

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Myron.Win negó con la cabeza.—Ni yo la conozco —repuso.Como siempre... Myron miró

fijamente a su amigo.—¿Quieres que hablemos de

ello?—No.—Estoy dispuesto, si quieres

hacerlo.—Sí, ya lo veo.Win hizo girar la copa entre las

manos, apuró su contenido de untrago y alargó el brazo con esfuerzopara coger la botella de cristal.

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Hablaba con cierta dificultad. Myrontrató de recordar la última vez quehabía visto a Win, el vegetariano, elmaestro en varias artes marciales, elmeditador trascendental, el hombretan a gusto y a sus anchas en suentorno social, beber más de lacuenta.

Hacía mucho tiempo.—Me gustaría hacerte una

pregunta sobre golf —dijo Myron.Win asintió, invitándolo a

proseguir.—¿Crees que Jack Coldren se

mantendrá al frente de la

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clasificación hasta el final?Win se sirvió coñac.—Ganará —sentenció.—Pareces muy seguro.—Lo estoy.—¿Por qué?Win se llevó la copa a los

labios y miró por encima del borde.—He visto sus ojos.Myron hizo una mueca.—¿Qué quieres decir? —

preguntó.—El brillo en la mirada. Vuelve

a tenerlo.—Estás de broma, ¿verdad?

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—Tal vez, pero deja que tepregunte una cosa.

—Adelante.—¿Qué diferencia a los grandes

deportistas de los muy buenos? ¿Quélos convierte en ganadores?

—Él talento —repuso Myron—.El entrenamiento. La habilidad.

Win negó con la cabeza.—Vamos, sé que sabes la

respuesta —dijo.—¿Ah, sí?—Sí. Muchos tienen talento y

entrenan. Hay algo más en el arte decrear a un verdadero ganador.

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—¿Ese brillo en la mirada alque te refieres?

—Sí.—No te pondrás ahora a cantar

Eye of the Tiger, ¿verdad? —dijoMyron en tono burlón.

Win irguió la cabeza.—¿Quién cantaba esa canción?El constante juego de las

trivialidades. Win conocía larespuesta, por supuesto.

—Salía en Rocky II, ¿verdad?—En Rocky III —corrigió Win.—¿Es en la que sale Míster T?Win asintió.

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—¿Quién interpretaba...?—Clubber Lange.—Muy bien. Ahora contéstame,

¿quién cantaba la canción?—No me acuerdo.—El nombre del grupo era

Survivor —señaló Win—. Resultairónico teniendo en cuenta lo prontoque desaparecieron del mapa, ¿no?

—Así es —convino Myron—.¿Y en qué consiste esa líneadivisoria, Win? ¿Qué hace a unganador?

Win tomó otro sorbo de coñac.—El deseo —respondió.

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—¿El deseo?—El anhelo.—Ajá.—No tiene nada de

sorprendente —dijo Win—. Piensaen los ojos de Joe DiMaggio. O enlos de Larry Bird. O en los deMichael Jordan. Recuerda lasfotografías de John McEnroe en suscomienzos, o las de Chris Evert.Fíjate en Linda Coldren. —Hizo unapausa—. Mírate en el espejo.

—¿En el espejo? ¿Yo tengo esamirada?

—Cuando estabas en la pista —

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dijo Win despacio—, tus ojos eranlos de un demente.

Se sumieron en un profundosilencio, Myron tomó un trago deYoo-Hoo. El aluminio frío eraagradable al tacto.

—Hablas como si todo esteasunto del deseo fuese algo ajeno a ti—observó Myron.

—Lo es.—Pamplinas.—Soy un buen golfista —

admitió Win—. Rectifico: soy unmuy buen golfista. Jugué bastante enmi juventud. Incluso he ganado algún

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que otro torneo, pero nunca lo hedeseado lo bastante como para subiral siguiente nivel.

—Yo te he visto en el ring —contraatacó Myron—. En combatesde artes marciales. Y a mí meparecías lleno de esa clase de deseo.

—Se trata de algo muy distinto—pretextó Win.

—¿Qué quieres decir?—No considero que los torneos

de artes marciales seancompeticiones deportivas en las queel vencedor se lleva a casa un trofeoque le permite vanagloriarse ante

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colegas y amigos; como tampoco losconsidero competiciones queconduzcan a esa clase de emociónvacía que los más insegurospercibimos como gloria. Para mí, lalucha no es un deporte. Tiene que vercon la supervivencia. Si mepermitiera perder allí —señaló haciaun ring imaginario—, podría acabarperdiendo en la vida real. —Winmiró hacia arriba—. Aunque... —Suvoz de desvaneció.

—¿Aunque? —repitió Myron.—Aunque quizás ya lo hayas

comprendido.

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—Vaya.—Mira, Myron, para mí la

lucha es cuestión de vida o muerte.Ahora bien, los deportistas dequienes estamos hablando se pasande rosca. Cada competición, hasta lamás banal, la contemplan como unacuestión de vida o muerte; y perderes morir.

Myron asintió. No se lo tragaba,pero qué más daba. Que hablase.

—Hay algo que se me escapa—dijo—. Si Jack experimenta esedeseo tan especial, ¿por qué no haganado ni un solo torneo profesional?

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—Lo perdió.—¿El qué, el deseo?—Sí.—¿Cuándo?—Hace veintitrés años.—¿Durante el Open?—Sí —repuso Win—. La

mayoría de los deportistas se vanconsumiendo poco a poco hastaperderlo. Se cansan de jugar o gananlo suficiente como para apagarcualquier hoguera que arda en susentrañas. Pero ése no fue el caso deJack. Su fuego lo extinguió una solaráfaga helada y certera. Casi podías

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verlo. Hace veintitrés años. El hoyodieciséis. La bola fue a parar a latrampa de arena. Sus ojos nunca hanvuelto a ser los mismos.

—Hasta ahora —agregó Myron.—Hasta ahora —convino Win

—. Le ha costado veintitrés años,pero ha vuelto a avivar la llama.

Ambos bebieron. Win dio unsorbo; Myron, un trago largo. Elbatido de chocolate le refrescódeliciosamente la garganta.

—¿Cuánto hace que conoces aJack? —preguntó Myron.

—Cuando nos conocimos yo

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tenía seis años y él quince.—¿Ya se le veía el deseo por

aquel entonces?Win sonrió.—Se habría dejado arrancar un

riñón con una cuchara antes que serderrotado en el campo de golf. —Volvió la mirada hacia Myron—.¿Que si a Jack Coldren se le veía eldeseo? Él era el deseo pordefinición.

—Da la impresión de quellegaste a sentir una gran admiraciónpor él.

—Ajá.

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—¿Y ya no es así?—No.—¿Qué te hizo cambiar de

parecer?—Crecí.—Caray. —Myron se tomó otro

trago de Yoo-Hoo—. Mal asunto.Win rió entre dientes.—No lo entenderías.—Ponme a prueba.Win dejó la copa de coñac

sobre la mesa, se inclinó despaciohacia adelante y preguntó:

—¿Qué tiene de grandiosoganar?

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—¿Cómo dices?—La gente adora a los

vencedores. Los respeta. Los admira;no, los reverencia. Emplea términoscomo «héroe», «coraje» y«perseverancia» para describirlos.Quiere acercarse a ellos y tocarlos.Quiere ser como ellos. —Win abriólos brazos—. Pero ¿por qué? ¿Qué eslo que queremos emular de unganador? ¿La capacidad para rehusarpercatarse de todo aquello que nosea la persecución de unengrandecimiento vano y absurdo?¿La obsesión ególatra por lucir un

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trozo de metal colgando del cuello?¿El estar dispuesto a sacrificarcualquier cosa, incluso personas, convistas a vencer a otro ser humanopara hacerse con una miserableestatuilla? —Alzó la mirada haciaMyron. Su rostro había perdido laserenidad acostumbrada—. ¿Por quéaplaudimos semejante muestra deegoísmo, de egolatría?

—El espíritu competitivo notiene por qué ser tan negativo, Win.Estás hablando de casos extremos.

—Es que a quien admiramosmás es a los radicales. Por su

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naturaleza, lo que tú llamas «espíritucompetitivo» conduce al extremismoy lo destruye todo a su paso.

—No seas simplista, Win.—Es que es así de simple,

amigo mío.Ambos se arrellanaron en sus

respectivos asientos. Myroncontempló las vigas del techo. Alcabo de un rato, dijo:

—No tienes razón.—¿Ah no?Myron no sabía cómo

explicarlo.—Cuando yo jugaba al

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baloncesto —empezó—, quierodecir, cuando puede decirse que memetí de lleno y alcancé el nivel delque hablas, a duras penas pensaba enel marcador. De hecho, apenaspensaba en mis rivales o en vencer anadie. Estaba solo, en la zona. Te vaa parecer estúpido, pero jugarrindiendo al máximo era algosemejante al Zen.

Win asintió con la cabeza.—¿Y cuándo te sentías así?—¿Cómo dices?—¿Cuándo te sentías más Zen,

como dices tú?

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—No te sigo.—¿En los entrenamientos? No.

¿Durante un partido sin importancia ocuando tu equipo llevaba una ventajade treinta puntos? No. Lo que teproducía ese sudoroso estado deNirvana, amigo mío, era lacompetición. El deseo, la imperiosanecesidad de derrotar a un oponentede primera categoría.

Myron abrió la boca parareplicar, pero se contuvo. Elagotamiento estaba empezando avencerlo.

—No estoy seguro de tener una

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respuesta a eso —dijo—. Lo ciertoes que en el fondo me gusta ganar.No sé por qué. También me gustanlos helados. Y tampoco sé por qué.

Win frunció el entrecejo.—Un símil muy acertado —le

dijo categóricamente.—Oye, es tarde.Myron oyó que un coche se

detenía frente a la casa. Unamuchacha rubia entró en la estanciaprocedente de otra habitación ysonrió. Win le devolvió la sonrisa.Ella se inclinó y le besó. Win nuncase mostraba grosero con sus ligues.

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No era de los que las echabanprecipitadamente. No teníainconveniente en que se quedaran apasar la noche, si eso las hacía másfelices. Había quien confundíaaquello con amabilidad o con ciertasensiblería. Craso error. Win dejabaque se quedaran porque significabanmuy poco para él. Nunca le llegabanal corazón. Nunca lo conmovían.Entonces, ¿por qué les permitíapermanecer a su lado?

—Ha llegado mi taxi —anuncióla rubia.

Win sonrió sin ninguna

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expresión.—Lo he pasado bien —agregó

ella.Win permaneció en silencio.—Puedes localizarme a través

de Amanda, si quieres. —La chicamiró a Myron, luego otra vez a Win—. Bueno, ya sabes.

—Sí —dijo Win—. Ya sé.La muchacha, algo azorada, les

dedicó una nueva sonrisa y semarchó.

Myron la observó, procurandoque su rostro no trasluciera susobresalto. ¡Una prostituta! ¡Por

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Dios, era una prostituta! Le constabaque Win había recurrido a ellas en elpasado (a mediados de los ochentasolía encargar comida china delHunan Grill y prostitutas asiáticasdel burdel Noble House para lo quellamaba sus «noches chinas»), pero¿seguir haciéndolo, a estas alturas y asu edad?

Entonces Myron se acordó delChevy Nova y se le heló la sangre.

Se volvió hacia su amigo. Semiraron fijamente.

—No te pongas en planmoralista —dijo Win.

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—Yo no he abierto la boca.—En efecto. —Win se puso en

pie.—¿Adónde vas?—Afuera.Myron notó que el corazón le

latía con fuerza.—¿Te importa que te

acompañe?—Sí.—¿Qué coche te llevas?—Buenas noches, Myron —se

limitó a contestar Win.La mente de Myron trató de

encontrar alguna solución inmediata,

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pero le constaba que sería inútil. Winiba a salir. No habría forma dedetenerlo.

Win se detuvo al llegar a lapuerta y se volvió hacia Myron.

—¿Me permites que te haga unapregunta?

Myron asintió con la cabeza,incapaz de articular palabra.

—¿Fue Linda Coldren quien sepuso en contacto contigo?

—No —respondió Myron.—Entonces, ¿quién?—Tu tío Bucky.Win enarcó una ceja.

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—¿Y quién le recomendónuestros servicios a Bucky?

Myron aguantó la mirada deWin con firmeza, pero no podía dejarde temblar. Win asintió y se volvióhacia la puerta.

—Win.—Vete a dormir, Myron.

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Myron no se fue a dormir. Nisiquiera se molestó en intentarlo.

Se sentó en el sillón de Win eintentó leer, pero no lograbaconcentrarse. Estaba agotado. Seretrepó y esperó. Pasaron las horas.Imágenes inconexas de las posiblesmaniobras subrepticias de Win sedeformaban a su antojo en una densaespuma de oscuro carmesí. Myroncerró los ojos y trató de conjurarlas.

A las tres y media de la

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madrugada oyó que un coche sedetenía. Luego el ruido de la llave enla cerradura y el de la puerta alabrirse. Win entró y miró a Myroncon el semblante desprovisto de todaemoción.

—Buenas noches —dijo.Se marchó. Myron oyó que

cerraba la puerta del dormitorio ydejó escapar un suspiro contenido.Se obligó a ponerse en pie y sedirigió hacia su dormitorio. Searrebujó entre las sábanas, pero elsueño se negaba a hacer acto depresencia. Un miedo oscuro e

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indeterminado le encogía elestómago. Cuando finalmente logróquedarse dormido, la puerta deldormitorio se abrió de golpe.

—¿Todavía estás durmiendo?—preguntó una voz que le resultófamiliar.

Myron tuvo que hacer unesfuerzo para abrir los ojos. Estabaacostumbrado a que Esperanza Diazirrumpiera en su despacho sin llamar,pero no a que lo hiciera dondedormía.

—¿Qué hora es? —refunfuñó.—Las seis y media.

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—¿De la mañana?Esperanza le lanzó una de sus

características miradas feroces. Conun dedo se puso unos mechonessueltos de pelo detrás de la oreja. Supiel morena hacía pensar en crucerospor el Mediterráneo a la luz de laLuna, en aguas claras, te traía laimagen de campesinas con la blusaarremangada y en olivares...

—¿Cómo has llegado hastaaquí? —preguntó.

—Amtrack —respondió ella.Myron aún estaba medio

dormido.

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—¿Y luego qué has hecho?¿Tomar un taxi?

—¿Acaso eres mi agente deviajes? Sí, he tomado un taxi.

—Sólo era una pregunta.—El idiota del conductor me ha

pedido la dirección tres veces.Supongo que no está acostumbrado atraer hispanos a este barrio.

Myron se encogió de hombros.—Lo más probable es que

pensara que eras una sirvienta —dijo.

—¿Con estos zapatos? —Esperanza alzó un pie para que se los

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viera.—Muy bonitos. —Myron se

incorporó como pudo, el cuerpo leimploraba un poco más de sueño—.No es que quiera darle más vueltas altema, pero ¿se puede saberexactamente qué haces aquí?

—He conseguido ciertainformación relativa al cadi.

—¿A Lloyd Rennart?Esperanza asintió.—Está muerto.—Vaya. —Myron no se

esperaba aquello—. No eranecesario que vinieses para

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decírmelo.—Es que hay más.—¿Más?—Las circunstancias que rodean

su muerte son... —se mordió el labioinferior— confusas.

Myron se incorporó un poco.—¿Confusas?—Según parece, Lloyd Rennart

se suicidó hace ocho meses.—¿Cómo?—Ésa es la parte confusa del

asunto. Él y su esposa estaban devacaciones en los Andes peruanos.Una mañana se levantó, escribió una

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breve nota y saltó por un precipicio,o algo así.

—Me tomas el pelo.—No. Todavía no he

conseguido reunir todos los detalles.E l Philadelphia Daily News sólosacó una nota breve al respecto. —Esperanza esbozó una sonrisa—.Según el artículo, todavía no hanencontrado el cadáver.

Myron empezó a despabilarse.—¿Qué?—Por lo visto, Lloyd Rennart

decidió arrojarse al interior de unagarganta inaccesible. Quizás a estas

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alturas ya hayan dado con el cadáver,pero no he encontrado ningún otroartículo sobre el caso. Ninguno delos periódicos locales ha publicadouna nota necrológica.

Myron sacudió la cabeza, con elentrecejo fruncido. No habíacadáver. Las preguntas que acudían asu mente resultaban obvias: ¿eraposible que Lloyd Rennart siguieracon vida? ¿Había simulado su propiamuerte con el fin de fraguar suvenganza? Sonaba un tanto infantil,pero no podía descartarse. En talcaso, ¿por qué había esperado

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veintitrés años? Ciertamente, el Opende Estados Unidos se jugaba en elMerion. Aquello podía reabrir viejasheridas. Pero aun así...

—Qué raro —dijo. Levantó lavista hacia ella—. Podrías habermecontado todo esto por teléfono. Noera preciso que viajaras hasta aquí.

—¿A qué demonios viene tantoalboroto? —le espetó Esperanza—.Me apetecía pasar el fin de semanafuera de la ciudad. Se me ocurrió quever el Open podría resultardivertido. ¿Te importa?

—Sólo era un comentario.

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—¡A veces eres tanentrometido!

—¡De acuerdo, de acuerdo! —Myron levantó las manos en gesto derendición—. Olvida lo dicho.

—Olvidado —dijo ella—. ¿Teimportaría ponerme al corriente de loque ha ocurrido hasta el momento?

Le refirió lo del Nazi Sarnosodel centro comercial y cómo se lehabía escapado el sospechosovestido de negro.

Cuando hubo terminado,Esperanza sacudió la cabeza.

—Por Dios —se lamentó—. Sin

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Win estás perdido.—Hablando de Win —dijo

Myron—, no comentes el caso conél.

—¿Por qué?—Ha reaccionado mal.Ella lo miró atentamente.—¿Cómo de mal?—Anoche salió de ronda.—Creía que había dejado de

hacerlo —dijo ella tras una pausa.—Lo mismo pensaba yo.—¿Estás seguro?—Había un Chevy aparcado en

el camino de entrada —explicó

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Myron—. Anoche salió con él y noregresó hasta las tres y media de lamadrugada.

Win guardaba un puñado deviejos Chevys sin matricular.«Coches disponibles», los llamaba.Rastrearlos era del todo imposible.

—Estás jugando con dosbarajas, Myron —dijo Esperanza envoz baja.

—¿De qué estás hablando?—No puedes pedirle a Win que

lo haga cuando te conviene, y luegocabrearte cuando lo hace por sucuenta.

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—Yo jamás le pido que haga dematón.

—Sí que lo haces. Loinvolucras en acciones violentas.Cuando te conviene, le das riendasuelta, como a un perro. Como sifuese una especie de herramienta a tudisposición.

—No es cierto.—Sí que lo es —replicó ella—.

Cuando Win sale de ronda por lanoche, no hace daño a ningúninocente, ¿verdad?

Myron reflexionó por uninstante.

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—No —admitió.—Entonces, ¿dónde está el

problema? Lo único que pasa es queelige él mismo el culpable en lugarde hacerlo tú.

Myron sacudió la cabeza.—No es lo mismo.—¿Por qué? ¿Sólo porque crees

que eres el único que está capacitadopara tomar decisiones?

—Yo no lo envío a que agreda anadie. Le pido que vigile adeterminadas personas o que mecubra las espaldas.

—No acabo de ver la

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diferencia.—¿Sabes lo que hace en sus

rondas nocturnas, Esperanza?Deambula por los peores barrios.Sus viejos camaradas del FBI ledicen dónde suelen reunirse lostraficantes de drogas, dónde actúanlas redes de pornografía infantil, olas bandas callejeras, y él se da unavuelta por esos sitios repugnantes enlos que ningún poli con un mínimo decordura osaría poner los pies.

—Me recuerda a Batman —dijoEsperanza.

—¿No opinas que eso está mal?

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—Desde luego —respondió ella—, pero no sé si tú piensas lomismo.

—No te entiendo.—Reflexiona —dijo Esperanza

—. Piensa qué es lo que realmente tedisgusta.

Unas pisadas se aproximaron.Win asomó la cabeza. Sonreía comoun artista invitado en los títulos decrédito de Vacaciones en el mar.

—Buenos días a todos —saludócon un buen humor a todas lucesexagerado. Dio un beso a Esperanzaen la mejilla. Lucía el típico atuendo

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de golfista, aunque, a decir verdad,bastante discreto. Camisa Ashworth,gorra de golf y pantalones de pinzascolor azul celeste—. ¿Te quedaráscon nosotros, Esperanza? —preguntóen tono solícito.

Esperanza lo miró, miró aMyron y asintió.

—Maravilloso. Puedesinstalarte en el dormitorio que hay ala izquierda del vestíbulo. —Win sevolvió hacia Myron—. ¿Sabes qué?

—Soy todo oídos —dijoMyron.

—Crispin sigue interesado en

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reunirse contigo. Al parecer, tudesaparición de anoche le causó unaprofunda impresión. —Win esbozóuna sonrisa y se encogió de hombros—. La estrategia del aspirantereticente. Tengo que probarla algunavez.

—¿Tad Crispin? ¿Hablas delauténtico Tad Crispin? —preguntóEsperanza.

—El mismo —confirmó Win, ydirigió a Myron una mirada deaprobación.

—¡Jo!—En efecto —dijo Win—.

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Bueno, tengo que irme. Nos veremosen el Merion. Estaré en la tienda deLock-Horne la mayor parte del día.—Volvió a sonreír—. Ciao. —Sedisponía a marcharse pero de prontose volvió hacia Myron y añadió—:Casi se me olvida. —Le arrojó unacinta de vídeo—. A lo mejor esto teahorra tiempo.

La cinta de vídeo aterrizó en lacama.

—¿Acaso es...?—El vídeo del cajero

automático de la sucursal del FirstPhiladelphia —dijo Win—. Seis

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dieciocho del jueves por la tarde.Tal como solicitaste. —Una sonrisamás, una despedida más—. Quetengáis un buen día.

Esperanza lo observómarcharse.

—Que tengáis un buen día —repitió.

Myron se encogió de hombros.—¿Quién diablos era ese

sujeto? —preguntó Esperanza.—Wink Martindale —dijo

Myron—. Venga. Bajemos y echemosun vistazo a esto.

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12

Linda Coldren abrió la puertaantes de que Myron llamara.

—¿Qué ocurre? —preguntó—.El cansancio se reflejaba en surostro, acentuando los pómulos ya depor sí prominentes. Tenía la miradaperdida y apagada. No habíadormido. La tensión se hacíainsoportable. Era una mujer fuerte eintentaba resistir, pero ladesaparición de su hijo estabahaciendo mella en su ánimo.

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Myron le mostró la cinta.—¿Tiene un reproductor de

vídeo? —preguntó.Visiblemente aturdida, Linda

Coldren lo condujo hasta el mismotelevisor ante el cual la había vistopor primera vez, el día anterior JackColdren surgió de una habitación dela parte de atrás de la casa, con labolsa de golf al hombro. También sele veía cansado. Tenía unasprofundas ojeras. Jack quiso darle labienvenida con una sonrisa, que seextinguió en cuanto la huboesbozado.

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—Hola, Myron.—Hola, Jack.—¿Qué hay de nuevo?Myron introdujo la cinta en el

reproductor de vídeo.—¿Conocen a alguien que viva

en la calle Green Acres?Jack y Linda se miraron.—¿Por qué quiere saberlo? —

inquirió Linda.—Porque anoche estuve

vigilando esta casa. Vi a alguien salirpor una ventana.

—¿Una ventana? —repitió Jack,frunciendo el entrecejo—. ¿Qué

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ventana?—La de su hijo.—¿Y qué tiene eso que ver con

la calle Green Acres? —preguntóLinda tras una pausa.

—Seguí al intruso. Se metió enGreen Acres y desapareció; o entróen una casa o se internó en el bosque.

Linda bajó la cabeza. Jack dioun paso al frente y dijo:

—Los Squires viven en GreenAcres. Me refiero a Matthew, elmejor amigo de Chad.

Myron asintió con la cabeza altiempo que encendía el televisor.

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—Esto es una grabación de lacámara de seguridad del FirstPhiladelphia.

—¿Cómo la ha obtenido? —preguntó Jack.

—Eso es lo de menos.La puerta principal se abrió y

entró Bucky. El anciano, que llevabapantalones a cuadros y un polo verdey amarillo, se aproximó al estudioefectuando sus habitualesestiramientos de cuello.

—¿Qué está pasando aquí? —inquirió.

Nadie contestó.

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—He dicho que...—Mira la pantalla, papá —le

indicó Linda.—Oh —dijo Bucky en voz baja,

acercándose.Myron seleccionó el canal tres y

pulsó el botón de lectura. Todos losojos estaban puestos en la pantalla.Myron ya había visto la cinta. Ahoraestudiaba los rostros de los presentesen busca de reacciones.

En el televisor apareció unaimagen en blanco y negro. Era elcamino de acceso al banco. Se veíadesde arriba y un tanto distorsionado,

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debido al ojo de pez cóncavoempleado para abarcar el mayorespacio posible. No había sonido.Myron había rebobinado la cintahasta el punto exacto. Casi deinmediato, un coche entró en elcampo de visión. La cámara sehallaba en el lado del conductor.

—Es el coche de Chad —musitó Jack Coldren.

Observaron en silencio cómo seabría la ventanilla del coche. Elángulo era un poco raro, picadohacia el coche y desde el punto devista de la máquina, pero no cabía la

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menor duda. Chad Coldren iba alvolante. Se asomó por la ventanilla ymetió su tarjeta en la ranura delcajero automático. Sus dedos semovían sobre los botones como si deun experto mecanógrafo se tratara.

El joven Chad Coldren exhibíauna sonrisa radiante y feliz.

Cuando hubo pulsado el númerosecreto, se arrellanó en el asiento aesperar. Dio la espalda a la cámarapor un instante, volviéndose hacia elasiento del acompañante. Habíaalguien sentado a su lado. Una vezmás, Myron esperó una reacción.

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Linda, Jack y Bucky miraban con losojos entrecerrados, tratando deidentificar el rostro, pero les fueimposible. Cuando Chad por fin sevolvió otra vez hacia la cámara,sonreía. Cogió el dinero y la tarjeta,se acomodó en el asiento, cerró laventanilla y se marchó.

Myron desconectó el vídeo yesperó. El silencio en la habitaciónera absoluto. Linda Coldren levantóla cabeza lentamente. Mantuvo unaexpresión firme, aunque el mentón letemblaba debido a la tensiónacumulada.

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—Había otra persona en elcoche —señaló—. Puede queapuntara a Chad con un arma o...

—¡Ya basta! —gritó Jack—.¿No has visto su cara, Linda? Por elamor de Dios, ¿no te has fijado en sumaldita sonrisa presuntuosa?

—Conozco a mi hijo. No haríaalgo así.

—No lo conoces —replicó Jack—. Admítelo, Linda. Ninguno denosotros dos lo conoce.

—No es lo que parece —insistió ella, hablando más para símisma que para los presentes.

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—¿Ah no? —Jack señaló eltelevisor al tiempo que se leenrojecía el semblante—. ¿Cómodemonios te explicas entonces lo queacabamos de ver, eh? Estabariéndose, Linda. Se lo está pasandoen grande a costa nuestra. —Hizo unapausa, luchando por contenerse—. Acosta mía —se corrigió.

Linda le dedicó una prolongadamirada.

—Ve a jugar, Jack.—Eso es exactamente lo que

pienso hacer. —Jack cogió la bolsa.Sus ojos se encontraron con los de

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Bucky, que permanecía en silencio.Una lágrima rodó por la mejilla delanciano. Jack apartó la mirada y sedirigió hacia la puerta.

—Jack —dijo Myronrequiriendo su atención.

Coldren se detuvo.—Todavía es posible que no

esté pasando lo que parece —dijoMyron.

Jack enarcó las cejas.—¿Qué quiere decir? —

preguntó.—He seguido el rastro de la

llamada que recibió anoche —

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explicó Myron—. Se hizo desde elteléfono público de un centrocomercial.

Les refirió brevemente la visitaal centro comercial Grand Mercado yel descubrimiento del Nazi Sarnoso.El rostro de Linda pasaba de laesperanza a la congoja. Estabaconfusa, y Myron comprendía que asífuese. Quería que su hijo estuviera asalvo, pero, al mismo tiempo, noquería que aquello fuese una bromapesada y cruel. Difícil combinación.

—Está en peligro —dijo Lindaen cuanto hubo terminado—. Esto lo

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demuestra.—Esto no demuestra nada —

replicó Jack Coldren conexasperación—. Los niños de papásuelen perder el tiempo en loscentros comerciales y también les dapor vestirse como punkis. Lo másprobable es que sea un amigo deChad.

Una vez más, Linda miró a sumarido con dureza. Una vez más, ledijo en tono mesurado:

—Ve a jugar, Jack.Jack movió los labios como si

pretendiese añadir algo, pero no lo

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hizo. Sacudió la cabeza, se acomodóla bolsa al hombro y se marchó.Bucky cruzó la habitación y trató deabrazar a su hija, pero ésta se pusotensa con su sola proximidad. Seapartó, escrutando el rostro deMyron.

—Usted también cree que Jackestá fingiendo —afirmó.

—Su explicación tiene sentido.—¿Eso significa que pondrá fin

a la investigación?—No lo sé —repuso Myron.—Siga adelante —dijo ella en

tono perentorio—, y le prometo que

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firmaré con usted.—Linda...—Es por lo que está metido en

esto, ¿verdad? Quiere hacer negociosconmigo. Bien, pues le propongo untrato. Usted continúa con el caso y yofirmo lo que quiera. Tanto si se tratade una broma de mal gusto como sino ¿Sería un buen golpe, ¿no?Ficharía a la jugadora de golfnúmero uno de la clasificaciónmundial.

—Sí —admitió Myron—. Losería.

—Pues manos a la obra. —

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Linda le tendió la mano—. ¿Tratohecho?

Myron mantuvo las manos a loscostados del cuerpo.

—Permítame preguntarle unacosa.

—¿El qué?—¿Por qué está tan segura de

que no se trata de una broma de malgustó?

—¿Me considera ingenua? —preguntó Linda.

—Lo cierto es que no —repusoél—. Sólo quiero saber qué le haceestar tan convencida.

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Linda se volvió.—Papá.Bucky salió de su aturdimiento.—¿Sí?—¿Te importaría dejarnos a

solas por un momento?—Oh —dijo Bucky. Estiró el

cuello—. Sí, claro, de todos modosquería ir al Merion.

—Adelántate, papá. Me reunirécontigo allí.

Cuando estuvieron a solas,Linda Coldren empezó a caminar porla estancia. Myron volvió aasombrarse ante su aspecto, una

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paradójica combinación de belleza,fuerza y una recientementedescubierta delicadeza. Los brazosmusculosos contrastaban con elcuello largo y esbelto. Su miradahasta cierto punto dulce contrastabacon sus duras facciones. Myron habíaoído hablar de bellezas descritascomo «sin fisuras»; la de aquellamujer era todo lo contrario.

—No es que tenga una excelenteintuición femenina ni que crea queuna madre conoce a su hijo mejorque nadie, pero sé que mi hijo está enpeligro. No desaparecería así, sin

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más. No importa lo que puedaparecer, pero no es lo que haocurrido en realidad.

Myron permaneció callado.—No me gusta pedir ayuda. No

es mi estilo depender de terceros,pero ante una situación como ésta...Estoy asustada. No había sentido unmiedo semejante en toda mi vida. Meconsume. Me ahoga. Mi hijo está enpeligro y no puedo hacer nada paraayudarlo. Usted quiere pruebas deque no se trata de una broma de malgusto, y yo no se las puedoproporcionar. Sencillamente, lo sé.

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Le pido, por favor, que me ayude.Myron no estaba muy seguro de

cómo reaccionar. Sus argumentossurgían directamente del corazón, sinpruebas ni evidencias, pero eso noquitaba que su sufrimiento fuese real.

—Veré qué averiguo en casa deMatthew —dijo por fin—. Luego yaveremos qué pasa.

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13

A la luz del día, la calle GreenAcres era aún más imponente. Estabaflanqueada por setos muy espesos deunos tres metros de altura. Myronaparcó el coche ante la verja dehierro forjado y se aproximó alinterfono. Pulsó el botón y esperó.Había varias cámaras de vigilancia.Algunas permanecían fijas. Otraszumbaban al girar lentamente de unlado a otro. Myron constató que lacasa disponía de sensores de

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movimiento, alambre de espinos,dobermans...

Se trataba, sin duda, de unafortaleza bien protegida.

Una voz tan impenetrable comolos arbustos surgió del altavoz.

—¿En qué puedo servirle?—Buenos días —dijo Myron,

mostrando una sonrisa amistosa a lacámara más cercana pero procurandoque no se le confundiera con unvendedor. Hablar a una cámara. Eracomo estar en un programa detelevisión —. Busco a MatthewSquires.

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—¿Cómo se llama, señor? —preguntó la voz tras una pausa.

—Myron Bolitar.—¿El señorito Squires lo

espera?—No. —¿El señorito Squires?—Entonces, ¿no tiene una cita

concertada?¿Una cita concertada con un crío

de dieciséis años? ¿Quién se creíaque era aquel muchacho?

—No, me temo que no.—¿Puedo preguntarle el

propósito de su visita, señor?—Deseo hablar con Matthew

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Squires.—Lamento comunicarle que en

este momento no va a ser posible —repuso la voz.

—¿Puede decirle que se trata dealgo relacionado con Chad Coldren?

Otra pausa. Las cámarasempezaron a efectuar piruetas. Myronmiró alrededor. Todas las lentesapuntaban hacia abajo desde lasalturas, mirándolo fijamente comoalienígenas hostiles o televisores derestaurante barato.

—¿En qué sentido tiene que vereso con el señorito Coldren? —

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preguntó la voz.Myron miró de reojo una de las

cámaras.—¿Puedo saber con quién tengo

el placer de estar tratando?No hubo respuesta.Myron se mantuvo en silencio

por un instante; luego añadió:—Debería decir: soy el gran y

poderoso Oz.—Lo lamento, señor. No se

recibe a nadie sin cita previa. Quetenga un buen día.

—Espere un momento. ¿Oiga?¿Oiga?

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Myron volvió a pulsar el botón.No hubo respuesta. Mantuvo el dedoen él durante varios segundos. Seguíasin haber respuesta. Levantó la vistahacia la cámara y mostró su mejorsonrisa, la de padrazo sencillo yatento. Probó suerte saludando con lamano. Nada. Dio un paso atrás yagitó el brazo con un saludo a lo JackKemp, como quien lanza un balón defútbol americano. Nada.

Permaneció allí un minuto más.Todo aquello le parecía muy extraño.¿Todo aquel dispositivo deseguridad para un muchacho de

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dieciséis años? Algo no acababa deser kosher. Pulsó el botón una vezmás. Al ver que nadie respondía,miró hacia la cámara, apoyó lospulgares en cada oreja, comenzó amover los dedos hacia atrás y haciadelante y sacó la lengua.

Ante la duda, actúa conmadurez.

Una vez en el coche, descolgóel teléfono y marcó el número de suamigo el sheriff Jake Courter.

—Oficina del sheriff.—Hola, Jake. Soy Myron.—Joder. Algo me decía que no

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debía venir en sábado.—Vaya, me ofendes. En serio,

Jake, ¿todavía te conocen como elcampeón de las fuerzas del orden?

El sheriff dejó escapar unsuspiro y preguntó:

—¿Qué cojones quieres,Myron? Sólo he venido paraadelantar trabajo burocrático.

—Quienes velan por la paz y lajusticia no pueden tomarse ni unrespiro, ¿eh Jake?

—Exacto —dijo Jake—. Estasemana he salido a atender docellamadas. ¿Adivinas cuántas fueron

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falsas alarmas?—Trece.—Casi aciertas.Durante más de veinte años,

Jake Courter, un hombre negrobastante corpulento, había sidopolicía en varias de las peoresciudades del país. Detestaba aqueltrabajo y aspiraba a llevar una vidamás tranquila. De modo que dimitiódel cuerpo y se mudó a la pintoresca(léase inocente) ciudad de Reston,Nueva Jersey. En busca de un empleocómodo, presentó su candidatura asheriff. Reston era una villa

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universitaria (léase liberal) y, porconsiguiente, Jake hizo hincapié ensu «negritud» (tal como él decía) yganó con facilidad. «Sencillamenterecurrí al sentimiento de culpa quecaracteriza al hombre blanco», leexplicó a Myron.

—¿Añoras las emociones de lagran ciudad? —preguntó Myron.

—Tanto como añoraría unherpes —le replicó Jake—. Venga,Myron, ya está bien de cumplidos ylisonjas. Soy como un títere en tusmanos, ahora. ¿Qué quieres?

—Estoy en Filadelfia, por el

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Open.—Eso es golf, ¿verdad?—Sí, golf, y me gustaría saber

si has oído hablar de un tal Squires.Se produjo un silencio.—Oh, joder —masculló Jake.—¿Cómo?—¿En qué lío te has metido

ahora?—En ninguno. Sólo que me

sorprende que tenga un dispositivode seguridad tan extraordinario paraproteger su casa...

—¿Y qué coño has ido a haceren su casa?

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—Nada.—Claro —dijo Jake—.

Supongo que sólo pasabas por allí.—Algo parecido.—Y una mierda. —Jake suspiró

—. Qué demonios, ya no es de micompetencia. Reginald Squires, aliasBig Blue.

Myron hizo una mueca.—¿Big Blue?—Oye, todos los gángsteres

necesitan un apodo. A Squires se leconoce como Big Blue. Blue por lode sangre azul.

—Vaya con estos gángsteres —

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dijo Myron—. Lástima que nodemuestren su creatividad ennegocios legales.

—Negocios legales —repitióJake—. No me vengas con tonterías.Squires se hizo con la pasta de sufamilia y recibió una educaciónprivilegiada y toda esa mierda.

—¿Y qué hace en tan malascompañías?

—¿Quieres que te lo diga enpocas palabras? El hijo de puta estáloco de remate. Le divierte hacerdaño a la gente. Un poco como Win.

—Win no se divierte haciendo

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daño a la gente.—Si tú lo dices.—Cuando Win hace daño a

alguien es por un motivo: evitar quereincida, o castigarlo, o lo que sea.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Jake—. Te veo particularmentesusceptible, Myron.

—Ha sido un día muy largo.—Sólo son las nueve de la

mañana.—El tiempo no lo miden sólo

las manecillas del reloj.—¿Quién dijo eso?—Nadie. Me lo acabo de

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inventar.—Deberías plantearte escribir

tarjetas de felicitación.—Dime, ¿en qué anda metido

Squires, Jake?—¿Quieres oír algo curioso?

No estoy seguro. Nadie lo está.Drogas y prostitución; ya sabes, esaclase de mierda..., pero por todo loalto. Nada muy bien organizado, sinembargo. Es más como un juego,¿entiendes? Se mete en cualquiercosa que le parece emocionante yluego se desentiende.

—¿Crees que sería capaz de

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secuestrar a alguien?—Oh, mierda, vuelves a estar

implicado en algo, ¿verdad?—Sólo te he preguntado si a

Squires podría ocurrírsele perpetrarsecuestros.

—Ya. Conforme. Como si fueseuna pregunta hipotética, al estilo de«si un oso caga en el bosque y no haynadie cerca, ¿sigue apestando?».

—Exactamente. ¿Huelen asecuestro sus asuntos?

—Que me aspen si lo sé. Esetipo está completamente loco. Serelaciona con un hatajo de esnobs:

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fiestas aburridas, comida asquerosa,reír chistes que no tienen la menorgracia, charlar con la misma genteaburrida de las mismas tonteríasaburridas y sin sentido...

—Tengo la impresión de quelos admiras enormemente.

—Es sólo una opinión, amigomío. Lo tienen todo, dinero, grandescasas, clubes selectos... y estánmuertos de aburrimiento. Hace queme pregunte si quizá Squires tambiénse siente así, ¿sabes?

—Ja —dijo Myron—. Y Win esel malo de la película, ¿no es eso?

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Jake rió.—Touché. Pero, volviendo a tu

pregunta, no sé si Squires se meteríaen un secuestro. Aunque no mesorprendería.

Myron le dio las gracias y colgóel auricular. Levantó la vista. Allíhabía, como mínimo, una docena decámaras de seguridad.

¿Qué hacer?Por lo que podía deducir, lo

más probable era que en esemomento Chad Coldren estuvieraobservándolo a través de una deaquellas cámaras de seguridad,

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partiéndose de risa. Todo aquelasunto podía no ser más que unejercicio absolutamente fútil. Porsupuesto, Linda Coldren le habíaprometido que contrataría susservicios. Por más que no quisierareconocerlo, la idea no le resultabadel todo desagradable. Consideró laposibilidad y esbozó una sonrisa.Tenía que conseguir arreglárselas dealgún modo para fichar también aTad Crispin...

«Eh, Myron, el muchacho puedeestar corriendo un serio peligro.»

O, lo que era más probable, un

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mocoso malcriado o un adolescenteabandonado (elija usted mismo)estaba haciendo novillos ydivirtiéndose a costa de sus padres.

De modo que la pregunta seguíaen el aire: ¿qué hacer?

Volvió a pensar en la cinta devídeo donde aparecía Chad en elcajero automático. No había entradoen detalles con los Coldren, pero lefastidiaba. ¿Por qué allí? ¿Por qué enaquel cajero automático en concreto?Si el muchacho se había fugado ybuscaba un escondite, habríanecesitado sacar dinero. Hasta ahí

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muy bien, tenía sentido.Ahora bien, ¿por qué hacerlo en

la calle Porter? ¿Por qué no en unbanco más cerca de su casa? Y aúnmás importante: ¿qué se le habíaperdido a Chad Coldren en aquellazona? Allí no había nada. No era unalto entre autopistas ni nada por elestilo. El único lugar de todo elvecindario donde podía necesitardinero en efectivo era el CourtManor Inn. Myron volvió a recordarla actitud del motelierex t raord i na i re , y tuvo unacorazonada.

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Puso el coche en marcha. Podríatratarse de un indicio. Valía la penacomprobarlo.

Por supuesto, Stuart Lipwitzhabía dejado bien claro que no teníala menor intención de hablar. Sinembargo, a Myron se le ocurrió quedisponía de la herramienta adecuadapara hacerle cambiar de opinión.

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14

—¡Sonría!El hombre no sonrió. Puso la

marcha atrás de inmediato y se largó.Myron se encogió de hombros yapartó la cámara. La llevaba colgadaal cuello con una correa y rebotabaligeramente en su pecho. Seaproximó otro coche. Myron volvió alevantar la cámara.

—¡Sonría! —repitió.Otro hombre que se negaba a

sonreír. El sujeto se las ingenió para

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esquivarlo dando marcha atrás.—¡Tímido! —exclamó Myron

—. Es un placer encontrarse congente así en esta era de paparazzi.

No tuvo que esperar mucho.Myron llevaba cinco minutos escasosen la acera de enfrente del CourtManor Inn cuando divisó a StuartLipwitz corriendo hacia él. Iba depunta en blanco: frac gris, corbatínblanco y una insignia con una llavede conserje en la solapa del traje.Como un maître d'hôtel en un BurgerKing. Mientras lo observabaaproximarse, Myron recordó una

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canción de Pink Floyd: Hello, hello,hello, is there anybody out there?David Bowie se sumó: Groundcontrol to Major Tom.

¡Ah, los setenta!—Eh, usted —gritó.—Hola, Stu.En esta ocasión no hubo ninguna

sonrisa.—Esto es propiedad privada —

dijo Stuart Lipwitz, casi sin aliento—. Debo pedirle que se marche.

—Lamento no estar de acuerdo,Stu, pues estoy en una acera pública.Tengo perfecto derecho a

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permanecer aquí.Stuart Lipwitz hizo un gesto de

frustración. Agitó los brazos ydebido al movimiento de losfaldones a Myron le pareció estarante un murciélago.

—No puede quedarse aquí yfotografiar a mis clientes —gimoteóLipwitz.

—¿Clientes? —repitió Myron—. ¿Así es como designas a esosmierdas?

—Voy a llamar a la policía.—¡Qué miedo! Vamos hombre,

no me vengas con ésas.

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—Está interfiriendo en misnegocios.

—Y tú interfieres en los míos.Stuart Lipwitz puso los brazos

en jarras y procuró adoptar unaactitud amenazante.

—Es la última vez que se lopido con amabilidad. Lárguese deaquí.

—Eso no ha sido en absolutoamable.

—¿Cómo?—Has afirmado que era la

última vez que ibas a pedírmelo conamabilidad, ¿y qué has dicho? Que

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me largue. No me lo has pedido porfavor. No has dicho: «Tenga labondad de marcharse.» ¿A eso lollamas amabilidad?

—Ya veo —dijo Lipwitz. Gotasde sudor le perlaban el rostro. Hacíacalor y, al fin y al cabo, llevabapuesto un frac—. Por favor, ¿tendríala gentileza de irse de aquí?

—No. Aunque ahora, por lomenos, has cumplido con tu palabra.

Stuart Lipwitz... respiróprofundamente varias veces.

—Quiere información sobre elchico de la foto, ¿verdad? —

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preguntó.—Veo que lo vas captando.—Y si le digo si estuvo aquí,

¿se marchará?—Por más que me duela

abandonar este pintoresco lugar,saldré como una flecha.

—Eso, señor, se llama chantaje.Myron lo miró.—Te diría que chantaje es una

palabra fea, pero resultaríademasiado trillado. De modo que enlugar de eso, sólo diré que sí.

—Pero... ¡eso va contra la ley!—exclamó Lipwitz, desesperado.

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—¿A diferencia de, pongamospor caso, la prostitución, el tráficode drogas y las demás actividadessórdidas que se llevan a cabo en estehotelucho de mala muerte?

Stuart Lipwitz abrió los ojoscomo platos.

—¿Hotelucho? Esto es el CourtManor Inn, señor. Somos unrespetable...

—Basta ya, Stu. Tengo fotosque hacer.

Llegó otro coche, un Volvo grisal volante del cual iba un hombre deunos cincuenta años impecablemente

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trajeado. La jovencita que ocupaba elasiento del pasajero debía decomprarse la ropa en alguna de lastiendas que habían mencionado laschicas del centro comercial.

Myron sonrió y se inclinó haciala ventanilla.

—Hola, caballero, ¿devacaciones con su hija?

El hombre exhibió la mismaexpresión pasmada que pondría unciervo al ser sorprendido por la luzde los faros de un coche. La jovenprostituta soltó una carcajada.

—¿Has oído, Mel?, ¡cree que

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soy tu hija!Myron levantó la cámara. Stuart

Lipwitz intentó interponerse, peroMyron lo apartó con la mano libre.

—Es el Día del Souvenir en elCourt Manor —dijo Myron—. Puedoestampar la foto en un tazón, si ustedquiere. ¿O prefiere un platodecorativo?

El cincuentón trajeado puso lamarcha atrás. Y se esfumó encuestión de segundos.

Stuart Lipwitz estaba rojo derabia. Myron lo miró.

—Ahora, Stu...

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—Tengo amigos poderosos.—Venga ya, tío.—De acuerdo. —Stuart se

volvió y se alejó hecho una furia porel camino de entrada. El tipo era másduro de pelar de lo que parecía, y locierto era que Myron no queríapasarse todo el día haciendo fotos.Sin embargo, necesitaba una pista, y,además, estaba divirtiéndose.

Myron esperó a que llegaranmás clientes. Se preguntó qué estaríatramando Stu. Alguna accióndesesperada, sin duda. Diez minutosdespués apareció un Audi amarillo

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canario del que se apeó un hombrenegro muy corpulento. Debía de serunos tres centímetros más bajo queMyron, pero tenía el pecho anchocomo un frontón y sus piernassemejaban troncos de secuoya. Semovía con una elasticidad felina;nada que ver con los movimientoslentos y torpes que uno suele asociarcon los sujetos excesivamentemusculosos.

A Myron no le gustó aquello.El hombre llevaba gafas de sol,

una camisa hawaiana roja ypantalones vaqueros cortos. El rasgo

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que más lo caracterizaba era el pelo:peinado con raya a un lado y conabundante brillantina, al estilo NatKing Cole.

Myron le señaló la cabeza.—¿Resulta muy difícil? —

preguntó.—¿El qué? —dijo el hombre—.

¿Se refiere al pelo?Myron asintió con la cabeza.—Mantenerlo liso de esa forma,

quiero decir.—No, no mucho. Una vez a la

semana voy a ver a un tío que sellama Ray. Tiene una vieja barbería,

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de esas con el anuncio giratorio en lapuerta y todo lo demás. —La sonrisadel hombre era casi melancólica—.Ray se ocupa de cuidar mi pelo.También me da un afeitado. Contoallas calientes y todo eso. —Seacarició la cara para subrayar suspalabras.

—Parece suave —dijo Myron.—Gracias, es muy amable de su

parte. Cuidar mi aspecto me relaja,¿sabe? Creo que es importante paraaliviar el estrés.

Myron asintió con la cabeza.—Entiendo...

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—Si quiere le paso el númerode Ray. Podría pasarse un día porallí y comprobarlo por usted mismo.

—Tal vez lo haga —dijo Myron—. ¿Por qué no?

El hombre se aproximó.—Al parecer nos hallamos ante

una situación delicada, señor Bolitar.—¿Cómo te has enterado de mi

nombre?El grandullón se encogió de

hombros. Myron tuvo la impresión deque lo estaba midiendo con la miradaa través de las gafas de sol. Myrontambién lo estaba haciendo. Ambos

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intentaban ser cuidadosos.—Le agradecería mucho que se

marchara —dijo el hombre con sumaeducación.

—Me temo que no puedohacerlo —le repuso Myron—.Aunque me lo pidas con tantaamabilidad.

El hombre asintió con la cabezay se mantuvo a una distanciaprudencial.

—Veamos si somos capaces desolucionar esto, ¿de acuerdo? —dijo.

—De acuerdo —contestóMyron.

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—Tengo un trabajo que hacer,señor Bolitar. Eso puedecomprenderlo, ¿verdad?

—Desde luego que puedo —respondió Myron.

—Y lo hace.—Así es.El hombre se quitó las gafas de

sol y las metió en el bolsillo de lacamisa.

—Mire, tanto usted como yosabemos que no somos adversariosfáciles. Si llegamos a las manos, nosé cuál de los dos ganará.

—Ganaré yo —fanfarroneó

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Myron—. El bien siempre triunfasobre el mal.

El hombre sonrió.—En este vecindario, no.—Buena observación —admitió

Myron.—Tampoco estoy muy seguro

de que valga la pena intentaraveriguarlo. Creo que tanto ustedcomo yo ya no tenemos necesidad dedemostrar que somos unos tiposduros.

Myron asintió con la cabeza.—Ya estamos creciditos para

eso.

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—Exacto.—Así pues —prosiguió Myron

—, parece que hemos llegado a unpunto muerto.

—Eso parece —convino elhombre—. Sin embargo, yo podríasacar un arma y dispararle.

Myron negó con la cabeza.—No lo harías por semejante

tontería. Piensa en las consecuencias.—Sí. Suponía que no iba a

picar, pero tenía que intentarlo.Nunca se sabe.

—Eres todo un profesional —dijo Myron—. Habría sido una

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negligencia no hacer la prueba. Esmás, creo que incluso me hubierasentido defraudado.

—Me alegra que lo entienda.—Por cierto —señaló Myron

—, ¿no eres demasiado bueno comopara trabajar en este antro?

—No diré que no esté deacuerdo.

El hombre se acercó más aMyron, quien notó que se le tensabanlos músculos; un agradableescalofrío de anticipación lofortaleció.

—Tiene pinta de saber mantener

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la boca cerrada —agregó el hombre.Myron guardó silencio, dándole

así a entender que tenía razón.—El chaval de la foto estuvo

aquí —confirmó el hombre.—¿Cuándo?—Es todo cuanto puedo

informarle. Estoy siendo muygeneroso, señor Bolitar. Queríasaber si el chaval había estado aquí,y la respuesta es que sí.

—Muy amable —dijo Myron.—Sólo trato de simplificar las

cosas. Mire, ambos sabemos queLipwitz es un estúpido. Se comporta

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como si esta pocilga fuese elWaldorf Astoria, pero a las personasque vienen aquí no les gusta nadaesto. Lo que quieren es serinvisibles. Ni siquiera quieren versea sí mismos, ¿entiende a qué merefiero?

Myron asintió con la cabeza.—De modo que le hago un

regalito. El chaval de la foto estuvoaquí.

—¿Y sigue aquí?—No me provoque, señor

Bolitar.—Sólo dime eso.

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—No pasó aquí más que unanoche. —El hombre abrió los brazos—. Y ahora dígame una cosa, señorBolitar: ¿me estoy portando bien conusted?

—Muy bien.El hombre asintió con la cabeza.—Pues ahora es su turno.—Supongo que no querrás

decirme para quién trabajas.El hombre hizo una mueca.—Encantado de conocerlo,

señor Bolitar.—Lo mismo digo.Se dieron la mano. Myron subió

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al coche y se marchó.Ya casi había llegado al Merion

cuando sonó el móvil. Lo descolgó ycontestó.

—¿Eres, esto, como Myron?Una de las chicas del centro

comercial.—Hola, sí. De hecho soy

Myron, no sólo como él.—¿Eh?—Da igual. ¿Qué pasa?—El tarado ese que, bueno,

como que lo buscabas anoche...—¿Sí?—Está aquí, en el centro

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comercial.—¿Dónde exactamente?—En la zona de restaurantes.

Está haciendo cola en elMcDonald's.

Myron hizo girar el coche enredondo y pisó a fondo el acelerador.

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15

El Nazi Sarnoso seguía allí.Estaba solo, sentado a una

mesa, engullendo una hamburguesacomo si lo hubiera agredidopersonalmente. Las chicas teníanrazón. «Sarnoso» era la palabra quemejor lo definía. Pretendía dar laimagen del típico tipo duro sinafeitar, pero una falta evidente detestosterona le confería un aspectomucho más próximo al de un faquiradolescente. Llevaba una gorra de

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béisbol negra con una calcomanía deuna calavera y dos fémures cruzados.La andrajosa camiseta blancaarremangada dejaba al descubiertounos brazos lechosos y delgados, unode ellos con una esvástica tatuada.Aquel muchacho era demasiadomayorcito para andar con taldespiste.

El Nazi Sarnoso volvió a hincarel diente con rencor. La pandilla deasiduas estaba allí. Lo señalabancomo si Myron aún no se hubieseenterado de a qué tipo se referían.Myron se llevó un dedo a los labios

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para indicarles que pararan. Leobedecieron, y para compensar suerror fingieron que charlaban a gritoscomo quien no quiere la cosa,lanzando hacia ellos miradas tanpretendidamente furtivas queresultaban de lo más obvio. Myronapartó la vista.

El Nazi Sarnoso terminó suhamburguesa y se puso de pie. Talcomo le habían anunciado, el tipo eramuy flaco. Las chicas estaban en locierto: no tenía culo, a menos que eltejano fuese enormemente holgadopara él. Cada pocos pasos, el

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Sarnoso hacía una pausa para subirselos pantalones. Myron sospechó quehabía un poco de cada.

Lo siguió y salieron al solabrasador. Hacía un calor de mildemonios. Myron echó de menos casicon nostalgia el omnipresente aireacondicionado del centro comercial.El Sarnoso se pavoneabatranquilamente por el aparcamiento.Sin duda se dirigía hacia su coche.Myron se encaminó hacia el suyo,dispuesto a seguirlo. Subió a su FordTaurus y puso en marcha el motor.

Avanzó lentamente por el

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aparcamiento hasta divisar alSarnoso camino de la última hilerade coches. Sólo había dos vehículosestacionados allí. Uno era. unCadillac Seville plateado. El otro,una camioneta con ruedasdescomunales, una calcomanía de labandera confederada y las palabrasMALO HASTA LA MÉDULApintadas en un lado.

Echando mano de la pericia quele habían dado tantos años comoinvestigador, Myron dedujo que lacamioneta sería probablemente elvehículo del Sarnoso. Naturalmente:

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abrió la puerta y subió de un salto.Asombroso. A veces, las facultadesdeductivas de Myron rayaban en lopsíquico.

Seguir de cerca a la camionetano constituía ninguna proeza. Elvehículo destacaba como el atuendode un golfista en medio de unmonasterio; además, el sospechosono conducía a gran velocidad.Circularon durante cerca de mediahora. Myron no tenía ni idea de haciadónde se dirigían, aunque en lalejanía reconoció el VeteransStadium. Había ido allí varias veces

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con Win a ver jugar a los Eagles.Win siempre tenía asientos en lalínea de las cincuenta yardas, gradainferior. Como se trataba de unestadio antiguo, los «lujosos» palcosde tribuna del Veterans quedabandemasiado altos; a Win no leinteresaban. Prefería sentarse con lasmasas. Era un gran tipo.

Unas tres manzanas antes delestadio, el Sarnoso dobló unaesquina. Aparcó bruscamente y saliódel coche a toda velocidad. Myronvolvió a considerar la posibilidad deavisar a Win para que le cubriera las

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espaldas, pero no tenía sentido, puesWin se encontraba en el Merion y suteléfono seguramente estaríadesconectado. Se preguntó otra vezqué habría ocurrido la noche anteriory recordó las acusaciones que lehabía hecho Esperanza aquellamisma mañana. Quizá tuviese razón.Quizás él fuese, al menos en parte,responsable del comportamiento deWin. Pero ésa no era la cuestión. Enrealidad, lo que le preocupaba aEsperanza estaba bastante más claro:

A Myron, en el fondo, le traíasin cuidado.

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Lees la prensa, ves lostelediarios, ves lo que Myron havisto y tu fe fundamental en el serhumano empieza a parecerte unexceso de candidez. Aquello era loque le carcomía las entrañas: no quelo que hacía Win le produjeraaversión, sino que, en realidad, leimportara gran cosa.

Win tenía un modo muyparticular de ver el mundo en blancoy negro; durante los últimos años,Myron había ido advirtiendo que suspropias zonas grises se estabanvolviendo más oscuras, y no le

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gustaba. No le gustaba el cambio quese estaba produciendo en él a raíz dela experiencia de ver al hombreejerciendo violencia sobre los de sumisma especie. Intentaba aferrarse asus viejos principios, pero la cuerdaque lo sostenía se estaba volviendocada vez más resbaladiza. ¿Por quéresistía, entonces? ¿Se debía a unacreencia honesta en esos valores, oacaso era que prefería serreconocido como un hombre deprincipios?

Ya no sabía qué pensar.Tendría que haber ido armado.

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Había sido un estúpido al no hacerlo.Aunque de todos modos no seguíamás que a un andrajoso. Por supuestoque cualquiera podía matarlo de unbalazo, pero ¿qué elección tenía?¿Debía llamar a la policía? Sería unpoco exagerado teniendo en cuenta lainformación de que disponía.¿Volver más tarde con un arma defuego? Para entonces el Sarnoso yase habría largado, junto con ChadColdren.

No, tenía que seguir adelante,proceder con la máxima cautela.

Myron no estaba seguro de qué

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era lo que debía hacer. Detuvo elcoche al final de la manzana y seapeó. En la calle se apiñaban unosedificios de ladrillo no muy altos quépresentaban todos un aspecto similar.Aquélla debía de haber sido una zonaresidencial muy agradable, peroahora tenía el aspecto de un hombreque ha perdido el empleo y las ganasde asearse. Se respiraba el mismoaire de soledad y deterioro queemana de un jardín abandonado.

El Sarnoso se metió en uncallejón. Myron fue tras él. Montonesde bolsas de basura. Montones de

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tubos de escape oxidados. Cuatropiernas sobresalían del armazón deuna nevera. Myron oyó ronquidos. Alfondo del callejón, el Sarnoso torcióa la derecha. Myron lo siguió concautela. El tipo había entrado en unedificio que parecía abandonado poruna puerta de emergencia. No teníapomo ni nada por el estilo, pero sóloestaba entornada. Myron la empujócon las puntas de los dedos y la abriódespacio.

En cuanto hubo atravesado elumbral oyó un grito estremecedor. ElSarnoso estaba justo delante de él.

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Algo venía girando hacia el rostro deMyron. La rapidez de reflejos fue susalvación. Myron se agachó justo atiempo y la barra de hierro sólo legolpeó un omóplato. Una brevepunzada de dolor le recorrió todo elbrazo. Myron cayó al suelo. Rodópor la superficie de hormigón yvolvió a ponerse en pie.

Eran tres. Todos armados conpalancas y barras de hierro. Todoscon la cabeza rapada y esvásticastatuadas. Parecían secuelas de lamisma espantosa película. El NaziSarnoso era el cabecilla. El

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Prisionero en el Planeta del NaziSarnoso (a la izquierda de éste)esbozaba una sonrisa idiota. El queestaba a su derecha (el Fugitivo delPlaneta del Nazi Sarnoso) semostraba algo más asustado. Elflanco más débil, pensó Myron.

—¿Cambiando una rueda? —preguntó Myron.

—Vamos a hacerte polvo —dijo el Nazi Sarnoso, golpeandocontra la palma de una mano la barrade hierro que sostenía con la otra.

—Tranquilízate —trató decalmarlo Myron.

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—¿Por qué cojones me estássiguiendo, mamón?

—¿Yo?—Sí, tú. ¿Por qué cojones me

sigues?—¿Quién dice que te estoy

siguiendo?—¿Te crees que soy un jodido

imbécil o qué? —preguntó el NaziSarnoso, que pareció desconcertadopor un segundo.

—No, creo que eres el señorMensa.

—¿El señor qué?—Se está quedando contigo, tío

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—intervino el Prisionero.—Sí —convino el Fugitivo—.

Te está tomando el pelo.El Sarnoso pareció de pronto

fuera de sí.—¿Eso es lo que quieres,

mamón? ¿Quieres quedarte conmigo?¿Te crees que soy gilipollas?

—¿Podemos cambiar de tema,por favor? —dijo Myron.

—Vamos a joderlo un poco.Vamos a partirle el culo —dijo elPrisionero.

A Myron le consolaba que almenos no fuesen luchadores

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experimentados, pero también sabíaque tres hombres armados derrotabanal más pintado si les hacía frente asolas. Además, advirtió que teníanpinta de estar colocados. No parabande aspirar y frotarse la nariz.

En una palabra: coca. O nieve.O farlopa. Elija usted mismo.

Lo mejor que podía hacerMyron era despistarlos y atacar.Sería arriesgado. Había que sacarlosde sus casillas, hacer zozobrar su yade por sí frágil equilibrio. Ahorabien, al mismo tiempo debíacontrolar la situación, saber cuándo

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aflojar un poco. Un delicadomalabarismo que exigía a MyronBolitar, el as de la cuerda floja,actuar muy por encima del públicosin el beneficio de una red deseguridad.

Una vez más el Sarnosopreguntó:

—¿Por qué cojones me hasestado siguiendo, mamón?

—Quizá porque me gustas —lerespondió Myron—. Aunque notengas culo.

El Prisionero soltó una risilla.—Oye, tío, vamos a joderlo.

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Vamos a joderlo bien jodido.Myron les lanzó una de sus

miradas de tío duro y dijo entredientes:

—Yo de ti no lo intentaría.—¿Ah, no? —replicó el

Sarnoso—. Dame una sola buenarazón para que no te jodamos. Dameuna buena razón para que no te rompatodas las putas costillas con estabarra.

—Antes me has preguntado sicreía que eras gilipollas —dijoMyron.

—Sí. ¿Y qué?

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—¿Crees que soy yo elgilipollas? ¿Crees que alguien quequisiera joderte sería tan imbécilcomo para seguirte hasta aquí dentro,sabiendo lo que iba a pasar?

Aquello los calmó por unmomento.

—Te he seguido para ponerte aprueba —añadió Myron.

—¿Qué cojones dices?—Trabajo para cierta gente. No

voy a dar nombres. —En gran parte,pensó Myron, porque no tenía la másremota idea de lo que estabadiciendo—. Digamos, sencillamente,

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que se dedican a un negociorelacionado con algo que soléisfrecuentar.

—¿Frecuentar?Más frotarse la nariz.—Frecuentar —repitió Myron

—. Repetir un acto a menudo oacudir con frecuencia a un lugar.Acostumbrar. Repetir. Menudear.

—¿Qué?Dios mío.—Mi jefe —prosiguió Myron—

necesita que alguien se encargue decierta zona. Alguien nuevo. Alguienque quiera sacarse un diez por ciento

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de las ventas y todo el material gratisque quiera.

Los ojos les hicieron chiribitas.—¿Has oído eso, tío? —le dijo

al Sarnoso uno de sus compinches.—Sí. Lo he oído.—Mierda, Eddie no nos pasa

una puta comisión —añadió elPrisionero —. El tío es un jodidoagarrado. —Señaló a Myron con labarra—. Mira lo viejo que es estetío. Fijo que curra para una peña conpasta.

—Fijo —convino el Fugitivo.El Sarnoso parecía desconfiar,

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entrecerraba los ojos con expresiónaviesa.

—¿Cómo nos has encontrado?Myron se encogió de hombros.—He hecho correr la voz.—¿Así que sólo me seguías

para poder ponerme a prueba?—Exacto.—Apareciste por el centro

comercial y decidiste seguirme, ¿eh?—Algo así.El Sarnoso sonrió. Miró al

Fugitivo y al Prisionero. Asió conmás fuerza la barra de hierro. «Malaseñal», pensó Myron.

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—Entonces, ¿cómo coño es queanoche preguntaste por mí, eh?¿Cómo es que te interesaba tanto lallamada que hice? —insistió elSarnoso, acercándose más. Echabachispas por los ojos.

Myron levantó una mano.—La respuesta es sencilla —

dijo.Los otros tres titubearon. Myron

aprovechó el momento. El pie saliódisparado como un pistón, asestandoun golpe certero en la rodilla delFugitivo, que estaba desprevenido.Myron echó a correr.

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—¡A por él!Lo persiguieron, pero a Myron

le dio tiempo a cerrar de un portazola puerta para incendios y a sujetarlacon el hombro. Quería saber si era«lo bastante macho como habríadicho su amigo del Court Manor,ponerse a prueba con ellos, perosabía que podría resultar peligroso,ya que ellos iban armados y él no.

Cuando Myron llegó a laentrada del callejón, sólo les sacabauna ventaja de unos diez metros. Sepreguntó si le daría tiempo a abrir laportezuela del coche y subirse a él.

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No le quedaba otra elección. Teníaque intentarlo.

Asió la manija y abrió la puertade par en par. Ya estaba entrandocuando una barra de hierro le golpeóel hombro. Sintió un dolorlancinante. Se arrojó al interior delcoche e intentó cerrar la puerta, perouna mano la agarró. Myron tiró conmás fuerza.

La ventanilla del lado delconductor estalló.

El cristal se rompió en milpedazos salpicándole la cara. Myrondio una patada a través de la

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ventanilla y notó que golpeaba lacara de alguien con el talón. Lapuerta cedió. Ya tenía la llave puestaen el contacto. Mientras la hacíagirar, reventó la otra ventanilla. ElSarnoso se asomó, ciego de ira.

—¡Hijo de puta, vas a morir!Vio que la barra volvía a

dirigirse hacia su rostro. Myronextendió la mano y paró el golpe.Alguien le asestó un puñetazo por laespalda en el cogote. Al instante,sintió que todo el cuello se leentumecía. Puso la marcha atrás yapretó a fondo el acelerador para

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salir de allí a toda velocidad. ElSarnoso intentó meterse en el cochepor la ventanilla rota. Myron leasestó un codazo en la nariz que leobligó a soltarse. Se dio un buengolpe contra el asfalto, pero se pusoen pie de un salto. El problema deenfrentarse con adictos a la coca esque a menudo son inmunes al dolor.

Los tres hombres corrieron trasla camioneta, pero Myron les habíasacado una buena ventaja. La batallahabía terminado.

Por el momento.

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16

Myron llamó por teléfono y dioel número de matrícula de lacamioneta, pero no sirvió de nada.Hacía cuatro años que ese númerohabía sido retirado de la circulación.

El Sarnoso debía de haberarrancado la matrícula a cualquierotro coche en algún vertedero o algopor el estilo. Nada fuera de locomún. El delincuente menosexperimentado sabe que para nodejar rastro es imprescindible

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sustituir las matrículas del vehículoque se emplea para cometer el delito.

Rodeó la manzana y registró elinterior del edificio en busca depistas. Jeringuillas, latas de cervezaaplastadas y bolsas vacías deDoritos yacían esparcidas por elsuelo de hormigón. También había uncubo de basura vacío. Myron sacudióla cabeza. El solo hecho de sertraficante de drogas ya eradespreciable, pero ¿tenían que vivira la fuerza entre la mierda?

Inspeccionó el lugar un ratomás. El edificio estaba abandonado y

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medio quemado. No se veía a nadie,ni nada que pudiese servir de pista.

Perfecto. Entonces, ¿quésignificaba todo aquello? ¿Que lostres coqueras eran lossecuestradores? A Myron le costabatrabajo imaginárselo. Los coquerosdesvalijan casas, asaltan a la genteen los callejones, atacan con barrasde hierro, pero no suelen planearsecuestros tan complicados.

Ahora bien, por otra parte,¿hasta qué punto era tan complicadoaquel secuestro? Las dos primerasveces que el secuestrador había

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llamado, ni siquiera sabía cuántodinero quería por el rescate. ¿Noresultaba un poco extraño? ¿Eraposible que todo aquello fuese obrade un hatajo de coqueros sarnosossalidos de madre?

Myron subió al coche y sedirigió a casa de Win. Éste tenía unmontón de coches. Cambiaría el suyopor otro que no tuviera lasventanillas destrozadas. El dolorparecía remitir. Uno o dosmoretones, pero nada roto. Porsuerte, ningún golpe le habíaalcanzado de lleno.

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Barajó diversas posibilidades yse las ingenió para idear un guión delos hechos bastante decente. Por unarazón u otra al parecer Chad Coldrenhabía decidido alquilar unahabitación en el Court Manor Inn.Quizá para pasar un buen rato conuna chica. Quizá para comprar algode droga. Quizá porque le agradabala extraordinaria amabilidad delservicio. Lo que fuere. Según lacámara de seguridad del banco, Chadhabía sacado dinero en efectivo deun cajero automático de la zona.Luego se había registrado en el hotel

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para pasar la noche. O una hora. O loque fuere.

Una vez en el Court Manor Inn,algo salió mal. Por más que StuLipwitz lo negara, el Court Manorera un antro de lo más sórdidoregentado por gente sumamentesospechosa. No resultaba difícilmeterse en líos en semejante lugar.Quizá Chad Coldren habíapretendido comprar drogas alSarnoso. Quizás había presenciadoun crimen. Quizás había hablado másde la cuenta y algún desaprensivo sehabía percatado de que pertenecía a

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una familia acaudalada. En cualquiercaso los caminos de Chad Coldren yde la cuadrilla del Nazi Sarnoso sehabían cruzado. El resultado habíasido un secuestro.

En cierto modo, encajaba.Aquélla era la clave: en cierto

modo.En la carretera, camino del

Merion, Myron se dedicó a desinflarsu propio guión mediante unoscuantos pinchazos estratégicos. Antetodo, el momento elegido. Myronestaba convencido de que elsecuestro guardaba alguna relación

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con el hecho de que Jack volviera aintervenir en el Open de EstadosUnidos y de que fuera precisamenteen el Merion. No obstante, en elguión que protagonizaba el Sarnosoel momento elegido debía leersecomo mera coincidencia. Muy bien,quizá Myron podría aceptarla comotal. Sin embargo, ¿cómo se habíaenterado el Nazi Sarnoso (apostadojunto a un teléfono público del centrocomercial) de que Esme Fong estabaen casa de los Coldren? ¿Cómoencajaba en el argumento el hombreque se había descolgado desde la

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ventana para luego desaparecer enGreen Acres (sujeto que Myron habíadado por sentado que era MatthewSquires o Chad Coldren)? ¿Estaba elbien custodiado Matthew Squiresrelacionado con los coquerossarnosos? ¿O era pura coincidenciaque el hombre de la ventanadesapareciese por Green Acres?

El globo de aquel guión sedeshinchaba por momentos.

Cuando Myron llegó al Merion,Jack Coldren se hallaba en el hoyocatorce. Su pareja de la jornada eranada más y nada menos que Tad

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Crispin. Aunque no había de quésorprenderse. El primer y el segundoclasificado solían constituir la parejafinal del día.

El juego de Jack seguía siendoimpecable, aunque no espectacular.Sólo había perdido un golpe deventaja, por lo que mantenía unaconfortable distancia de ocho golpesrespecto de Tad Crispin. Myronanduvo con dificultad hasta el greendel catorce. Green, aquella palabraotra vez. Pensé en lo que significaba:verde. Estaba del color verde hastalas narices. La hierba y los árboles

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eran verdes, por supuesto, perotambién las carpas, los voladizos, losmarcadores, las numerosas torres yandamios de la televisión; todo erade un verde exuberante quearmonizaba con el pintoresco entornonatural, a excepción de los cartelesde los patrocinadores, que eran tansutiles como los rótulos luminosos delos hoteles de Las Vegas. Aunque, nonos engañemos, los patrocinadorespagaban el salario de Myron, demodo que habría resultado hipócritaquejarse.

—Myron, cariño mío, mueve el

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culo y ven aquí.Norm Zuckerman le hacía señas

de que se acercara agitando el brazocon vehemencia. Esme Fong seencontraba a su lado.

—Hola, Norm —saludó Myron—. Hola, Esme.

—Hola, Myron —dijo Esme.Iba vestida un poco más informal,aunque seguía aferrada a su maletíncomo si fuese una especie detalismán.

Norm dejó caer su manazasobre el hombro dolorido de Myrony dijo:

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—Dime la verdad sólo laverdad y nada más que la verdad, ¿deacuerdo?

—La verdad —respondióMyron.

—Muy gracioso. Dime tan sólouna cosa: ¿me consideras un hombrejusto? La verdad. ¿Crees que soy unhombre justo?

—Bastante —concedió Myron.—Muy justo, ¿no es cierto? Soy

un hombre muy justo.—No te pases.—De acuerdo —dijo Norm—,

como quieras. Dejémoslo en justo.

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Me parece bien, lo acepto. —Miró aEsme Fong—. No olvides que Myrones mi adversario, mi peor enemigo.Siempre estamos en bandos opuestos.Sin embargo, está dispuesto areconocer que soy un hombre justo.¿Ha quedado claro?

Esme puso los ojos en blanco.—Sí, Norm, pero estás

predicando ante conversos. Ya te hedicho que estaba de acuerdo contigoen este...

—¡So! —dijo Norm, como sirefrenara a un caballo fogoso—. Parael carro un momento. Me interesa la

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opinión de Myron. La cuestión es lasiguiente: he comprado una bolsa degolf. Sólo una. Quiero ver qué tal meva. Me ha costado quince mil por unaño.

Comprar una bolsa de golfsignificaba en gran medida lo queparecía. Norm Zuckerman habíapagado los derechos para anunciarseen una. En otras palabras: la bolsallevaría estampado un logo de Zoom.La mayor parte de las bolsas de golflucían anuncios de las grandesempresas del sector, como Ping,Titleist, Golden Bear y otras por el

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estilo; pero cada vez más a menudoempresas que no tenían nada que vercon el golf se valían de ellas paraanunciarse. McDonald's, porejemplo, o colchones Spring-Air.Hasta Pennzoil. Pennzoil. Como sialguien que asistiera a un torneo degolf se pudiera ver afectado por unlogo de Pennzoil y saliera de allí conla idea de comprar una lata de aceite.

—¿Y bien?—Pues, ¡mírala! —Norm señaló

a un cadi—. O sea, ¡sencillamentemírala!

—Es lo que estoy haciendo.

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—Dime, Myron, ¿ves algúnlogo de Zoom?

El cadi sostenía una bolsa degolf. Como todas las bolsas, llevabacolgadas en la parte superior unastoallas que se empleaban paralimpiar los palos.

—Puedes contestar en voz alta,Myron —añadió Norm Zuckermancon el sonsonete de un profesor deprimaria—. Di simplemente «no». Sies pedir demasiado de tu exiguovocabulario, puedes limitarte amenear a cabeza, así. —Le mostrócómo hacerlo.

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—Está debajo de la toalla —dijo Myron.

Norm se llevó una mano a laoreja.

—¿Cómo dices?—El logo está debajo de la

toalla.—¡Debajo de la toalla! —

exclamó Norm. Varios espectadoresse volvieron y lo miraron conexpresión airada—. ¡Cuántosbeneficios me proporciona eso!Cuando filmo un anuncio para latelevisión, ¿qué bien me haría quecolgaran una toalla delante de la

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cámara? Cuando pago a todos esosnecios una cantidad astronómica dedólares para que se pongan miszapatillas, ¿de qué me serviría que seenvolvieran los pies con toallas? Sitodas las vallas que me pertenecenestuvieran cubiertas con enormestoallas...

—Me hago una idea, Norm.—Pues eso, que no estoy

pagando quince mil dólares para queun cadi idiota tape mi logo. De modoque me acerco al cadi idiota y lepido amablemente que aparte latoalla de mi logo, y el hijo de puta

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me mira así, Myron, como si fuese unpedazo de mierda. Como si fuese unjudío del gueto que se caga en losgentiles.

Myron echó un vistazo a Esme,que sonrió y se encogió de hombros.

—Ha sido un placer verte,Norm —dijo Myron.

—¿Qué? ¿Crees que no tengorazón?

—Comprendo tu punto de vista.—Pues dime, si se tratara de tu

cliente, ¿qué harías?—Asegurarme de que el cadi

mantuviera el logo a la vista.

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—Exactamente. —Norm volvióa apoyar una mano en el hombro deMyron, bajó la cabeza y añadió envoz baja—: Oye, ¿qué está pasandoentre tú y el golf, Myron?

—¿A qué te refieres?—No eres golfista ni tienes

ningún cliente que lo sea. De prontote veo acosando a Tad Crispin, yahora me entero de que frecuentas alos Coldren.

—¿Quién te ha dicho eso?—Corre el rumor. Soy un

hombre con acceso a los canales deinformación más sorprendentes. Así

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que dime: ¿a qué viene este repentinointerés por el golf?

—Soy agente deportivo, Norm.Me dedico a representar deportistas,y los jugadores de golf lo son.

—De acuerdo, pero ¿qué pasacon los Coldren?

—No acabo de entenderte.—Oye, Jack y Linda son una

gente encantadora. Bienrelacionados, no sé si sabes quéquiero decir.

—No sé qué quieres decir.—LBA representa a Linda

Coldren. Nadie deja a LBA, y lo

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sabes. Son demasiado importantes.Jack... bien, no ha hecho nada hastala fecha, ni siquiera se hapreocupado de tener agente. Demodo que lo que intento comprenderes por qué de pronto a los Coldrenles interesa tanto exhibirse en tucompañía.

—¿Por qué quierescomprenderlo?

Norm se llevó una mano alpecho.

—¿Que por qué quierocomprenderlo?

—Sí, ¿por qué te importa tanto?

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—¿Por qué? —repitió Norm,esta vez con incredulidad—. Voy adecirte por qué. Por ti, Myron. Teestimo, lo sabes bien. Somoshermanos. Miembros de la tribu.Sólo quiero lo mejor para ti. Juro porDios que hablo en serio. Si algunavez necesitaras recomendación, te ladaría, lo sabes bien.

—Ajá —Myron distaba muchode estar convencido—. Así pues,¿dónde está el problema?

Norm levantó las manos.—¿Quién dice que exista un

problema? ¿Acaso he dicho que

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hubiera algún problema? ¿Hepronunciado la palabra «problema»?Sólo soy curioso, eso es todo. Formaparte de mi naturaleza. Voy por ahíhaciendo un montón de preguntas.Meto la nariz donde no me llaman.Es parte de mi carácter.

—Ajá —repitió Myron. Dirigióla vista hacia Esme Fong, que estabademasiado lejos para oír de quéhablaban. Ella se encogió dehombros. Trabajar para NormanZuckerman conllevaba encoger loshombros con mucha frecuencia.Aunque aquello era parte de la

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técnica de Norm, constituía suversión particular del policía buenoy el policía malo. Él se presentabacomo un sujeto excéntrico, cuando nototalmente irracional, mientras que suayudante (siempre joven, brillante,atractiva) ofrecía un sosiego al quela gente se asía como a unsalvavidas.

Norm le dio un codazo y señalóa Esme con un ademán de la cabeza.

—Es guapa, ¿eh? Sobre todopara tratarse de una tía de Yale. ¿Tehas fijado en la gente que sematricula en esa universidad? No me

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sorprende que los llamen losBulldogs.

—Tú siempre tan progresista,Norm.

—No me jodas, Myron. Soyviejo, y por lo tanto se me permitemostrarme insensible. En un hombremayor, la insensibilidad resultaentrañable. Un cascarrabiasentrañable, así es como lo llaman.Por cierto, creo que Esme sólo esmitad y mitad.

—¿Mitad y mitad?—China —aclaró Norm—. O

japonesa. O lo que sea. Creo que

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también es medio blanca. ¿Tú quéopinas?

—Hasta la vista, Norm.—Bueno, como quieras. Me da

igual. Pero dime, Myron, ¿cómo haslogrado conquistar a los Coldren?¿Te los ha presentado Win?

—Adiós, Norm.Myron siguió su camino,

deteniéndose un momento paraobservar el dr i v e de un golfista.Intentó seguir el recorrido de la bola.Fue inútil. La perdió de vista casi deinmediato. Aquello, a decir verdad,no tenía por qué constituir una

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sorpresa (al fin y al cabo, se tratabade una minúscula esfera blancacubriendo a un promedio deaproximadamente doscientoskilómetros por hora una distancia devarios cientos de metros), sólo queMyron parecía ser la única personaque, pese a prestar atención, no habíaaprendido a realizar aquella proezaoftálmica de proporcioneshalconianas. Golfistas. La mayoríano acertaba a leer los carteles queindicaban la salida de la autopista, yen cambio era capaz de seguir latrayectoria de una pelota de golf a

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través de varios sistemas solares.No cabía la menor duda: el golf

era un deporte muy extraño.El campo estaba atestado de

aficionados, aunque, a juicio deMyron, «aficionados» no era unapalabra que los describiera conexactitud. «Feligreses» resultaba másacertada. Un arrobamiento constanteflotaba en los campos de golf; losojos abiertos como platos y unaactitud acallada y respetuosa. Cadavez que un jugador golpeaba lapelota, el alivio del públicoalcanzaba proporciones casi

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orgásmicas. La gente clamaba sudicha y exhortaba a la bola con elardor de los concursantes de Elprecio justo: «¡Corre!; ¡Para!;¡Gira!; ¡Entra!; ¡Enseña los dientes!;¡Rueda!; ¡Deprisa!; ¡Baja!; ¡Sube!»,casi como un agresivo instructor demambo. Se lamentaban ante un snaphook, u n wicked slice o un babiedp u t t ; ante un césped blando, uncésped duro o un green irregular;cada vez que la bola salía de la callee iba a parar a la maleza, a losárboles o a las trampas de arena.Daban muestras de admiración ante

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un jugador entregado, un driveimponente o un hoyo en uno. Dirigíanmiradas airadas al que sugería en vozalta que un determinado tee-shotconvertía a un jugador determinadoen un «paleto», y acusaban a otro degolpear la bola «con el bolso»cuando no alcanzaba el hoyo.

Myron sacudió la cabeza. Todoslos deportes tienen su jergaparticular, pero la empleada para elgolf era una especie de r a p pararicos.

Sin embargo, en un día comoaquél (el sol brillaba, el cielo era de

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un azul inmaculado y la brisaveraniega olía como el cabello deuna amante) Myron se sintió máspróximo a la cofradía del golf. Seimaginaba el campo libre deespectadores, la paz y latranquilidad, el mismo aura queempujó a los monjes budistas hastasus retiros en las cumbres de lasmontañas, la hierba verde que elmismísimo Dios desearía pisardescalzo. No es que Myron pensaraen convertirse (era un descreído deproporciones heréticas), pero almenos entrevió, por un breve

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instante, por qué aquel juegoatrapaba y engullía por completo atanta gente.

Cuando llegó al hoyo catorce,Jack Coldren se estaba poniendo enposición para efectuar un putt decuatro metros y medio. DianeHoffman sacó el asta del hoyo. Encasi todos los campos del mundo, elasta tenía un banderín en el extremosuperior. Ahora bien, aquello, en elMerion, no bastaba. En lugar delbanderín, el asta estaba rematada conuna cesta de mimbre. Nadie sabíapor qué. Win le había contado una

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historia según la cual los antiguosescoceses que inventaron el golfsolían llevar el almuerzo en cestascolgadas de palos que luegoempleaban para señalar los hoyos,pero Myron tenía la sospecha de queaquella historia tenía más decreencia popular que de realidad.Como quiera que fuese, los sociosdel Merion veneraban aquellascestas de mimbre colgadas de unpalo. Golfistas.

Myron intentó aproximarse aJack Coldren para ver el «brillo enla mirada» que había mencionado

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Win. A pesar de sus protestas, Myronsabía perfectamente lo que Win habíaquerido decir la noche anteriorcuando se refirió a los intangiblesque separaban el talento en bruto dela grandeza efectiva: deseo, corazón,perseverancia... Win había aludido aellos como si representaran el mal.No era así; de hecho, era todo locontrarío, y Win debería saberlomejor que nadie. Parafraseando, auna riesgo de abusar, una famosa citapolítica: el extremismo, si persiguela excelencia, deja de ser un vicio.

Jack Coldren presentaba una

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expresión relajada, despreocupada ydistante. Sólo había una explicaciónpara aquello: Jack se las habíaingeniado para alcanzar, contraviento y marea, la zona sagrada,aquel espacio tranquilo en el que notenían cabida ni público ni día depaga ni campo famoso ni hoyosiguiente ni presión agotadora nicontrincante hostil ni esposa númerouno del mundo ni hijo secuestrado.La zona de Jack era un espaciorestringido que sólo comprendía suclub, una pequeña bola y un hoyo.Todo lo demás se desvanecía como

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una secuencia onírica se desvaneceen una película.

Myron advirtió que estaba anteJack Coldren en su estado más puro.El Jack Coldren golfista. Un hombreque deseaba ganar. Que lonecesitaba. Myron lo comprendió. Éltambién había estado allí (su zonaconsistía en una pelota grandeanaranjada y un aro metálico) y unaparte de sí mismo permanecería parasiempre atrapada en aquel mundo.Resultaba agradable estar ahí. Era,en muchos aspectos, el mejor lugardonde uno podía estar. Win se

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equivocaba. Ganar no era un objetivomenospreciable. Era una meta noble.Jack había encajado los golpes quele había asestado la vida. Se habíaesforzado y había luchado. Se habíavisto vapuleado y vituperado. Sinembargo allí estaba, con la cabezabien alta, camino de la redención. ¿Acuántas personas se les brindabasemejante oportunidad? ¿A cuántaspersonas se les presentaba realmentela ocasión de sentir aquella emoción,de morar aunque sólo fuerabrevemente en tan sublime altiplano,de sacudir el corazón y los sueños

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con tamaña pasión inextinguible?Jack Coldren lanzó el putt.

Myron se sorprendió de sí mismocuando se dio cuenta de que estabaprestando atención a la trayectoriaprecisa de la bola hacia el hoyo,sumándose al arrebato colectivo quecon tanto ardor arrastraba a hordasde espectadores a losacontecimientos deportivos. Contuvoel aliento y notó que una lágrima sele escurría por la mejilla cuando labola cayó dentro. Un birdie. DianeHoffman cerró el puño y lo blandióen el aire. La ventaja volvía a ser de

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nueve golpes.Jack levantó la vista hacia el

público. Agradeció los aplausosllevándose la mano al sombrero,aunque no veía nada. Seguía en lazona. Luchaba por permanecer allí.Por un instante, sus ojos se cruzaroncon los de Myron, que sencillamenteasintió, sin pretender enviarleninguna señal que lo devolviera a larealidad. «Quédate en tu zona»,pensó Myron. En la zona, un hijo nosabotea adrede el sueño máspreciado de su padre.

Myron se encaminó hacia el

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village. Los campeonatos de golfestablecían una jerarquía sinprecedentes entre el públicoasistente. Es cierto que en la mayoríade los terrenos de juego solía haberdistintas categorías; determinadosespectadores tenían mejoreslocalidades que otros, por supuesto,y los escogidos podían acceder apalcos de tribuna e incluso a losasientos situados junto al campo. Noobstante, en esos casos bastaba conque uno entregara la entrada alacomodador y ocupara su sitio. En elgolf, en cambio, uno exhibía su pase

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durante todo el día. El público conentrada general (léase: los siervos)solía llevar una vulgar etiquetaadhesiva pegada a la camisa. Losdemás llevaban una tarjeta deplástico colgada al cuello medianteuna cadena metálica. Lospatrocinadores (léase: los señoresfeudales) lucían tarjetas rojas,plateadas o doradas, en función de lacantidad de dinero que hubiesengastado sus respectivas empresas.También había pases diferentes paralos familiares y amigos de losjugadores, para los socios del club,

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para los directivos e incluso para losagentes deportivos de ciertacategoría. Y las distintas tarjetasdaban acceso a distintos lugares. Porejemplo, para entrar en el villagehabía que llevar una tarjeta de color;pero se necesitaba una dorada paraacceder a una de las tiendas másexclusivas, las que estabanestratégicamente instaladas en lo altode las colinas, como los cuarteles deuna vieja película de guerra.

E l village no era más que unahilera de carpas, cada una de ellaspatrocinada por una gran empresa u

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otra. El objetivo teórico de gastarcomo mínimo cien mil dólares enalquilar una tienda durante cuatrodías era impresionar a los clientes yaparecer en los medios decomunicación. La verdad, sinembargo, era que las tiendas servíanpara que los peces gordos de laempresa asistiesen al torneo gratis.Era cierto que se invitaba a unmontón de clientes importantes, peroMyron también se había percatado deque los principales directivos de laempresa siempre se las ingeniabanpara aparecer por allí. Y el alquiler

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de cien mil dólares era sólo elcomienzo, ya que la tarifa no incluíala comida, las bebidas ni el servicio,por no mencionar los vuelos enprimera clase, las suites en hotelesde lujo, las limusinas, etcétera, paralos peces gordos y sus invitados.

Myron dio su nombre a laencantadora recepcionista de latienda de Lock-Horne. Win aún nohabía llegado; Esperanza estaba enun rincón, sentada a la mesa.

—Tienes un aspecto asqueroso—le dijo ella a modo de saludo.

—Quizá, pero tengo suerte de

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encontrarme fatal.—¿Qué te ha pasado?—Me han atacado tres coqueros

nazis armados con barras de hierro.Esperanza enarcó una ceja.—¿Sólo tres?Aquella mujer siempre estaba

de broma. Myron le describió lapelea y el modo en que habíaescapado por los pelos. Cuando huboterminado, Esperanza sacudió lacabeza y dijo:

—Eres un desastre.—Me pondré bien,

tranquilízate.

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—He encontrado a la esposa deLloyd Rennart. Es artista o algo así,vive en la costa de Nueva Jersey.

—¿Hay algún indicio sobre elcuerpo de Lloyd Rennart?

—He comprobado las páginasweb del NVI y de Treemaker —dijoEsperanza—. No se ha expedidoningún certificado de defunción.

Myron la miró.—Bromeas.—No. Aunque puede que aún no

se haya publicado en la red. Lasdemás oficinas están cerradas hastael lunes. Además, que no se haya

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expedido quizá no signifique nada.—¿Por qué no? —preguntó él.—Una persona debe llevar

desaparecida cierto tiempo antes deque se la declare oficialmentefallecida —explicó Esperanza—. Nosé cuánto, cinco años o algo así. Perolo que a menudo sucede es que losparientes más cercanos presentan unainstancia con vistas a reclamar elseguro y los bienes del supuestofinado. Ahora bien, Lloyd Rennart sesuicidó.

—De modo que no hay seguroque valga —dijo Myron.

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—Exacto. Y suponiendo queRennart y su esposa hubiesentramado juntos todo el tinglado,tampoco habría ninguna necesidad deforzar las cosas.

Myron asintió con la cabeza.Tenía sentido, pero no dejaba de serotra fastidiosa cutícula inflamada quepedía a gritos una manicura.

—¿Quieres beber algo? —preguntó.

Esperanza negó con la cabeza.—Vuelvo enseguida —dijo

Myron, y fue a servirse un Yoo-Hoo.Win se había asegurado de que la

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tienda de Lock-Horne estuviera bienabastecida. En un rincón, un monitorde televisión mostraba laclasificación del torneo. Jackacababa de terminar el hoyo quince.Tanto él como Crispin habíanconseguido el par. A menos que sedesmoronara de repente, Jack iba alograr una enorme ventaja en elrecorrido final del día siguiente.

Cuando Myron se hubo sentadode nuevo a la mesa, Esperanza dijo:

—Me gustaría comentarte algo.—Dispara.—Es sobre mi graduación.

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—De acuerdo.—Llevas tiempo eludiendo el

tema.—Pero ¿qué dices?, si soy yo el

pesado que quiere asistir a tugraduación, ¿recuerdas?

—No me refiero a eso. —Esperanza comenzó a juguetear conel envoltorio de una pajita—. Estoyhablando de lo que ocurrirá despuésde que me gradúe. Pronto seré unaabogada con todas las de la ley. Misfunciones en la empresa deberíancambiar.

Myron asintió.

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—Estoy de acuerdo.—Para empezar, me gustaría

tener mi propio despacho.—No disponemos de espacio.—La sala de reuniones es

demasiado grande —contraatacó ella—. Se puede utilizar parte de eseespacio y otro poco de la sala deespera. No será un despacho muygrande, pero me bastará.

Myron asintió lentamente.—Podemos estudiarlo.—Para mí es importante,

Myron.—Conforme. Parece viable.

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—En segundo lugar, no quieroun aumento.

—¿No?—Eso es.—Curiosa técnica de

negociación, Esperanza, pero me hasconvencido. Aunque me hubieraencantado concederte un aumento, teprometo que no recibirás ni uncentavo más. Me doy por vencido.

—Ya lo estás haciendo otra vez.—¿Haciendo el qué?—Tomarme el pelo cuando

hablo en serio. A ti no te gustan loscambios, Myron. Me consta. Por eso

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has vivido con tus padres hasta hacepocos meses. Por eso sigues conJessica aunque deberías haberteolvidado de ella hace años.

—Hazme un favor —le dijo élcon cansancio—. Ahórrame tupsicoanálisis de aficionada; ¿loharás?

—Sólo expongo los hechos. Note gustan los cambios.

—¿Y a quién le gustan?Además, quiero a Jessica. Lo sabesmuy bien.

—De acuerdo, la quieres —concedió Esperanza para zanjar el

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asunto—. Tienes razón, no deberíahaber mencionado el tema.

—Bien. ¿Hemos terminado?—No. —Esperanza dejó de

jugar con el envoltorio de la pajita.Cruzó las piernas, puso las manos enel regazo y añadió—: No me resultafácil hablar de esto.

—¿Prefieres que lo dejemospara otra ocasión?

Ella puso los ojos en blanco.—No, no quiero dejarlo para

otra ocasión. Quiero que meescuches. Que me escuches deverdad.

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Myron permaneció callado.—La razón por la que no quiero

un aumento —prosiguió Esperanza—es que no quiero trabajar para otros.Mi padre trabajó toda su vida comoempleado para todo tipo demamones. Mi madre se pasó la suyalimpiando casas ajenas. —Hizo unapausa, tragó saliva y respiró hondo—. No quiero que me pase lo mismo.No quiero pasarme la vidatrabajando para nadie.

—¿Ni para mí?—Para nadie, ¿entiendes? —

Esperanza sacudió la cabeza—.

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Joder, cuando quieres eres un pocoduro de entendederas.

—Pues no veo a dónde quieresir a parar con todo esto.

—Quiero ser socia —declaróella.

—¿De MB SportsReps? —preguntó Myron tras hacer unamueca.

—No, de AT&T. Pues claro quede MB.

—Pero es que se llama MB —dijo Myron—. Eme de Myron. Be deBolitar. Tú te llamas Esperanza Diaz.No puedo ponerle MBED. ¿Qué

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clase de nombre sería ése?Ella lo miró antes de responder.—Ya lo estás haciendo otra vez.

Estoy intentando mantener unaconversación seria.

—¿Ahora? Eliges precisamenteel momento en que acaban degolpearme con una barra de hierro enla cabeza...

—En el hombro.—Da igual. Mira, ya sabes

cuánto significas para mí...—Esto no tiene nada que ver

con nuestra amistad —lo interrumpióEsperanza—. En este momento no me

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importa lo que yo pueda significarpara ti. Me importa lo que significopara MB SportsReps.

—Significas mucho para MB.Mucho más de lo que te imaginas.

—¿Pero?—Pero nada. Sólo que me has

cogido desprevenido. Acaba deagredirme una banda de neonazis.Eso produce extrañas alteraciones enla psique de las personas como yo.Además, estoy procurando resolverun posible caso de secuestro. Séperfectamente que las cosas han décambiar. Tenía planeado traspasarte

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más responsabilidades, permitir quete hicieras cargo de másnegociaciones, contratar a alguienmás. Pero establecer una sociedad...Eso es harina de otro costal.

—¿Así pues? —insistió ella,inasequible al desaliento.

—Me gustaría meditarlo,sencillamente. ¿Cómo tienes previstoconvertirte en socia? ¿Quéporcentaje quieres? ¿Piensascomprar acciones o invertirás horasde trabajo? Hay un montón deaspectos sobre los que discutir, y nocreo que éste sea el momento más

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indicado para hacerlo.—Muy bien. —Esperanza se

puso en pie—. Voy a dar una vueltapor el sector reservado a losjugadores, a ver si charlo un rato conalguna esposa.

—Buena idea.—Hasta luego —dijo ella, y se

volvió para marcharse.—Esperanza.Lo miró.—No te has enfadado, ¿verdad?

—le preguntó él.—No me he enfadado.—Encontraremos una solución.

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Esperanza asintió.—Muy bien.—No olvides que hemos

quedado con Tad Crispin una horadespués de que finalice el recorrido.En el sector de los jugadores.

—¿Quieres que asista a lareunión?

—Sí.—De acuerdo —repuso ella, y

se marchó.Myron se arrellanó en el asiento

y la observó alejarse. Fantástico.Justo lo que necesitaba. Que la mejoramiga con que contaba se convirtiera

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en su socia no podía dar buenresultado. El dinero echaba a perderlas relaciones personales; era ley devida, así de simple. Su padre y su tío(que eran los hermanos más unidosque cupiera imaginar) lo habíanintentado, con resultadosdesastrosos. Su padre terminó porcomprar la parte del tío Morris, yestuvieron cuatro años sin dirigirsela palabra. Myron y Win se habíanesforzado por mantener sus negociosseparados al tiempo que compartíanlos mismos intereses y objetivos. Deese modo no había interferencias

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profesionales ni dinero que repartir.Con Esperanza todo había ido deperlas, pero se debía a que surelación siempre había respetado elorden jerárquico: él era el jefe y ellala empleada. Sus respectivasfunciones estaban bien definidas. Sinembargo, la comprendía. Esperanzamerecía aquella oportunidad. Se lahabía ganado a pulso. No sólo erauna empleada importante de MB,sino que formaba parte de laempresa.

Entonces, ¿qué hacer?Agitó el contenido de la lata de

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Yoo-Hoo a la espera de que se leocurriera una idea. Por fortuna, suspensamientos aguardaronemboscados hasta que alguien le dioun golpecito en el hombro.

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17

—Hola.Myron se volvió. Era Linda

Coldren. Llevaba un pañuelo a lacabeza y gafas de sol. Parecía GretaGarbo hacia 1984. Abrió el bolso.

—He desviado el teléfono decasa a éste —susurró, señalando elteléfono móvil que guardaba en elbolso—. ¿Le importa que me siente?

—Por favor —le invitó Myron.Linda tomó asiento frente a él.

Las gafas de sol eran grandes, pero

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no impidieron que Myron entrevierauna sospechosa sombra rojizaalrededor de sus ojos. La nariztambién presentaba el aspecto dehaber sido frotada por un exceso depañuelos de papel.

—¿Alguna novedad? —preguntó.

Myron le relató su encuentrocon los nazis. Ella hizo unas cuantaspreguntas complementarias. Laparadoja la atormentaba una vez más:deseaba que su hijo estuviera asalvo, pero al mismo tiempo noquería que todo aquello fuese

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simplemente una broma de mal gusto.—Sigo pensando que

deberíamos ponernos en contacto conlos federales —dijo Myron—. Puedohacerlo con discreción.

Ella negó con la cabeza.—Es demasiado arriesgado.—También lo es seguir así.Linda Coldren volvió a negar

con la cabeza y se recostó en la silla.Permanecieron callados un rato.Linda miraba fijamente por encimadel hombro de Myron.

—Cuando Chad nació, me retirécasi dos años —dijo al fin—. ¿Lo

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sabía?—No —respondió Myron.—El golf femenino... —

masculló Linda—. Estaba en mimejor momento, era la mejorjugadora del mundo, y, sin embargo,no recuerda haber leído nada alrespecto.

—No me interesa mucho el golf—se excusó Myron.

—Sí, ya —replicó ella con unresoplido—. Si Jack Nicklaus sehubiese retirado durante dos años,seguro que se habría enterado.

Myron asintió. La verdad era

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que estaba en lo cierto.—¿Le resultó duro regresar? —

preguntó.—¿Lo dice por lo que

representaba volver a jugar o portener que separarme de mi hijo?

—Por las dos cosas.Linda respiró hondo y meditó la

respuesta.—Echaba de menos jugar —

contestó al cabo—. No tiene idea decuánto. Recuperé el primer puesto dela clasificación en un par de meses.En cuanto a Chad..., bueno, todavíaera un bebé. Contraté a una niñera

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que viajaba con nosotros.—¿Cuánto duró esa situación?—Hasta que Chad cumplió tres

años. Entonces me di cuenta de queno podía seguir llevándolo de aquípara allá. No era conveniente paraél. Un niño necesita ciertaestabilidad. De modo que tuve queelegir.

Se hizo el silencio.—No me malinterprete —

prosiguió—. No siento lástima de mímisma y me alegra que a las mujeresse nos brinden oportunidades. Perolo que no te dicen es que cuando

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tienes opciones se te viene encima elsentimiento de culpabilidad.

—¿A qué tipo de culpabilidadse refiere?

—Culpabilidad de madre, lapeor de todas. El remordimiento esconstante. Te obsesiona en sueños.Te señala con un dedo acusador.Cada golpe preciso con el palo degolf me recordaba que habíaabandonado a mi hijo. En cuantopodía cogía un avión para volver acasa. Me perdí algunos torneos quetenía verdaderas ganas de jugar. Meesforcé enormemente para

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compatibilizar mi carrera profesionalcon mi maternidad, y cada día quepasaba me sentía como unasinvergüenza egoísta. —Miró aMyron—. ¿Me comprende?

—Sí, creo que sí.—Pero en realidad no comparte

mi punto de vista.—Claro que sí.Linda Coldren le dedicó una

mirada cargada de escepticismo.—Si hubiese sido una madre

corriente, ¿habría sospechado tanpronto que Chad estaba detrás deesto? ¿Acaso el hecho de que me

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considere una madre despreocupadano ha influido en sus ideas?

—Madre despreocupada, no —la corrigió Myron—. Padresdespreocupados.

—Es lo mismo.—No. Usted ganaba más dinero

que su esposo. Si alguien tenía quequedarse en casa, debería haber sidoJack.

Linda sonrió.—¿No estamos pasándonos de

políticamente correctos?—No necesariamente. Quizá

sólo estemos siendo prácticos.

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—No es tan sencillo, Myron.Jack adora a su hijo. Durante losaños en que ni siquiera se clasificabapara los torneos del circuitopermanecía en casa con él. Peroenfrentémonos a los hechos: nosguste o no, la madre es quien soportaesa carga.

—Que así sea no lo hace másjusto.

—Tampoco tiene por qué anularmi propia iniciativa. Como he dicho,tuve ocasión de elegir. Si pudieravolver a empezar, volvería a jugar enel circuito profesional.

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—Y volvería a sentirseculpable.

Linda asintió.—La elección y la culpa van de

la mano —dijo—. Son inseparables.Myron bebió un sorbo de su

Yoo-Hoo.—Dice que Jack pasaba

temporadas en casa...—Sí —repuso ella—. Cuando

no superaba los cortes.—¿Los cortes?—Las eliminatorias —aclaró

Linda—. Cada año, los cientoveinticinco jugadores que más dinero

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ganan obtienen automáticamente sutarjeta para el Circuito de la PGA.Siempre hay un par más que laconsiguen a través de suspatrocinadores. El resto estáobligado a superar los cortes; esdecir, las eliminatorias. Si no lohacen, no juegan.

—¿Se decide todo en un solotorneo?

—Exacto —repuso ella.«Menuda tensión», pensó

Myron.—Así pues, cuando Jack no

pasaba los cortes, ¿se quedaba en

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casa durante todo el año?Linda asintió con la cabeza.—¿Qué tal se llevaban Chad y

Jack? —preguntó Myron.—Chad veneraba a su padre —

contestó Linda.—¿Y ahora?Ella desvió la mirada. Myron

creyó advertir una expresión dedolor en su rostro.

—Ahora Chad es mayor y sepregunta por qué su padre pierde unay otra vez. Ya no sé lo que piensa.Pero Jack es un buen hombre. Seesfuerza muchísimo. Tiene que

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entender lo que le ocurrió, Myron.Perder el Open de aquel modo...quizá le parezca melodramático enexceso, pero mató algo en su interior.Ni siquiera tener un hijo le devolvióla confianza en sí mismo.

—No tendría que haberleafectado tanto —opinó Myron, quecreyó oír el eco de la voz de Win ensus palabras—. Sólo era un torneomás.

—Usted jugó en muchospartidos importantes —dijo ella—.¿Alguna vez echó a perder unavictoria como lo hizo Jack?

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—No.—Yo tampoco.Dos hombres canosos que

lucían sendos pañuelos verdes alcuello se abrieron paso hasta el bufé.Se inclinaron sobre cada una de lasespecialidades y fruncieron elentrecejo como si las fuentesestuvieran llenas de hormigas. Aunasí, llenaron abundantemente susplatos.

—Hay algo más —anuncióLinda.

Myron esperó.Ella se ajustó las gafas y apoyó

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las manos sobre la mesa.—Jack y yo hace años que no

estamos... juntos.Al ver que no continuaba,

Myron dijo:—Pero siguen casados.—Sí.Quería preguntarle por qué,

pero habría sido una obviedad.—Soy un recordatorio constante

de sus fracasos —prosiguió ella—.A un hombre no le resulta fácilasumirlo. Se supone que somoscompañeros de viaje, pero yo poseolo que Jack más ansia. —Se dio un

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golpecito en la cabeza—. Quécurioso...

—¿El qué?—Jamás he tolerado la

mediocridad en el campo de golf. Sinembargo, he permitido que presidierami vida privada. ¿No le pareceextraño?

Myron se encogió de hombros.Linda parecía irradiar infelicidad,como si se tratara de una fiebreextrema. Había levantado la vista ysonreía. Aquella sonrisa lo estabaembriagando, incluso podría llegar apartirle el corazón. Se sorprendió

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deseando inclinarse y abrazar aLinda Coldren. Lo dominaba unimpulso casi incontrolable deestrecharla contra su cuerpo y sentirla caricia de sus cabellos en la cara.Trató de recordar la última vez quehabía experimentado semejantesensación por una mujer que no fueseJessica; no se le ocurrió ningunarespuesta.

—Hábleme de usted —le pidióLinda de súbito.

El cambio de tema losorprendió desprevenido.

—Es muy aburrido —respondió

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Myron, sacudiendo la cabeza.—Lo dudo mucho —dijo ella en

tono jocoso—. Vamos, hombre. Medistraerá.

Myron volvió a menear lacabeza.

—Sé que por poco se convierteen jugador profesional de baloncesto—añadió Linda—. Sé que se lesionóuna rodilla. Sé que estudió derechoen Harvard. Y sé que intentó volver alas pistas hace unos meses. ¿Quierellenar los espacios en blanco?

—Lo ha resumido bastante bien.—No lo creo, Myron. Tía Cissy

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no nos aconsejó que le pidiéramosayuda porque juegue bien albaloncesto.

—Trabajé un tiempo para elGobierno.

—¿Con Win?—Sí.—¿Haciendo qué?Myron negó otra vez con la

cabeza.—¿Alto secreto? —aventuró

ella.—Algo por el estilo.—Y es novio de Jessica Culver.—Sí.

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—Me gustan sus libros.Él asintió.—¿Está enamorado? —preguntó

Linda.—Mucho.—¿Qué quiere?—¿Que qué quiero?—De la vida. ¿Cuál es su

sueño?Myron sonrió.—Lo dice en broma, ¿verdad?—Sólo voy al grano —repuso

Linda mirándolo fijamente—. Seasincero conmigo, Myron; ¿qué es loque más desea en el mundo?

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Myron notó que se sonrojaba.—Quiero casarme con Jessica

—le contestó—. Quiero mudarme alas afueras y formar una familia.

Linda se echó hacia atrás en lasilla, como dándose por satisfecha.

—¿De veras?—Sí.—¿Como sus padres?—Sí.Ella sonrió.—Eso está muy bien.—Es sencillo —dijo él.—No todos estamos hechos

para llevar una vida sencilla —

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señaló Linda—, aunque eso sea loque en el fondo deseemos.

Myron asintió.—Muy profundo, Linda. No sé

qué ha querido decir, pero ha sonadomuy profundo.

—Yo tampoco lo sé. —Lindarió. Su risa era grave y gutural, y aMyron le gustó—. Dígame dóndeconoció a Win.

—En el primer curso de lafacultad —contestó Myron.

—No lo he visto desde quetenía ocho años. —Linda Coldrentomó un trago de su agua con gas—.

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Por entonces yo tenía quince, y yahacía un año que salía con Jack, locrea o no. Por cierto, ¿sabía que Winadoraba a Jack?

—No —respondió Myron.—Pues es verdad. Lo seguía a

todas partes. Y Jack podía llegar aser insoportable en aquella época.Intimidaba con amenazas a los demáschicos. Era endiabladamentemalicioso. A veces, incluso cruel.

—¿Y usted se enamoró de élpese a ello?

—Tenía quince años —dijoLinda, como si eso lo explicara todo.

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Y quizás así fuese.—¿Cómo era Win de niño? —

preguntó Myron.Ella volvió a sonreír; el gesto

acentuó las arrugas de las comisurasde los labios y los ojos.

—Le gustaría poder comprendersu personalidad, ¿no?

—Mera curiosidad —dijoMyron, pero sintió cómo la verdadque encerraban sus palabras leaguijoneaba. Deseó poder retirar lapregunta. Ya era demasiado tarde.

—Win nunca fue un niño feliz.Siempre estaba —Linda buscó la

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palabra adecuada— aislado, eso es.No sé cómo expresarlo. No es quefuera alocado ni desabrido niagresivo ni nada por el estilo, perohabía algo en él que no era normal.Siempre, incluso de niño, tenía esapeculiar habilidad para mostrarseindiferente.

Myron asintió. Sabía muy bien aqué se refería.

—Tía Cissy también es así.—¿Se refiere a la madre de

Win?Linda asintió.—Esa mujer es puro hielo

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cuando se lo propone. Hasta conWin. Se comporta como si noexistiera.

—Imagino que alguna vezhablará de él —aventuró Myron—.Con su padre, por lo menos.

Linda negó con la cabeza.—Cuando la tía Cissy le dijo a

mi padre que se pusiera en contactocon Win, fue la primera vez en añosque lo llamó por su nombre.

Myron guardó silencio. Otra vezla pregunta obvia flotaba en el airesin ser formulada: ¿qué habíaocurrido entre Win y su madre? Pero

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Myron no iba a pronunciarla.Aquella conversación ya habíallegado demasiado lejos. Preguntarconstituiría una traiciónimperdonable; si Win quería que seenterara, ya se lo contaría él mismo.

Pasó el tiempo sin que ningunode los dos se percatara. Siguieroncharlando, en especial acerca deChad y de la clase de hijo que era.Jack se había mantenido firme yconservaba la muy considerableventaja de ocho golpes. Si cometíaalgún error, sería peor que veintitrésaños atrás.

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La tienda comenzó a vaciarse,pero Myron y Linda se quedaronconversando un rato más. Unasensación de intimidad empezó aembargarlo; le costaba trabajorespirar cuando la miraba. Cerró losojos un instante. Se dio cuenta deque, en realidad, no estabasucediendo nada. Si había algunaclase de atracción, se tratabasimplemente del clásico caso de«síndrome de compasión hacia ladamisela afligida», y no habíasentimiento menos políticamentecorrecto, por no decir primitivo, que

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ése.El público se había marchado

ya. Durante un buen rato no apareciónadie. En un momento determinado,Win asomó la cabeza por la puertade la tienda. Al verlos juntos, enarcóuna ceja y se escabulló.

Myron miró la hora en su relojde pulsera.

—Debo irme. Tengo una cita.—¿Con quién?—Tad Crispin.—¿Aquí, en el Merion?—Sí.—¿Cree que le llevará mucho

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rato?—No.Ella empezó a juguetear con su

alianza.—¿Le importa que lo espere?

—preguntó—. Quizá podamos cenarjuntos. —Se quitó las gafas. Teníalos ojos hinchados, pero su miradaera clara y firme.

—De acuerdo —respondióMyron.

Al cabo de unos minutos seencontró con Esperanza en la sededel club.

—¿Qué pasa? —preguntó

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Myron al ver que le dedicaba unamueca.

—¿Estás pensando en Jessica?—preguntó ella con suspicacia.

—No, ¿porqué?—Porque pones esa cara

repugnante de mocoso con mal deamores. Ya sabes. Esa que me daganas de vomitar en tus zapatos.

—Vamos —dijo él—. TadCrispin nos espera.

La reunión finalizó sin que sellegara a ningún acuerdo. Noobstante, cada vez estaban más cercade alcanzarlo.

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—Menudo contrato ha firmadocon Zoom —le dijo Esperanza—. Esun fiasco de marca mayor.

—Lo sé.—A Crispin le gustas.—Ya veremos qué pasa —

repuso Myron.Se excusó y regresó

presurosamente a la tienda. LindaColdren ocupaba el mismo asiento,dándole la espalda, y mantenía lamisma actitud regia.

—¿Linda?—Está anocheciendo —dijo

ella en voz baja—. A Chad no le

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gusta la oscuridad. Sé que ya hacumplido los dieciséis, pero por siacaso todavía dejo encendida la luzdel recibidor.

Myron permaneció inmóvil.Cuando Linda se volvió, él sintió quealgo se le clavaba en el corazón alver su sonrisa por primera vez.

—Cuando Chad era pequeño —continuó ella— siempre llevabaconsigo a todas partes un palo degolf de plástico rojo y una bolaWiffle. Es curioso. Cuando ahorapienso en él, así es como lo veo. Conese pequeño palo rojo. Hacía mucho

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tiempo que no me lo imaginaba deesa manera. Ya está hecho todo unhombre, pero desde que hadesaparecido sólo se me presenta laimagen de aquel niño alegregolpeando bolas de golf en el patiotrasero.

Myron asintió y tendió una manohacia ella.

—Vámonos —dijo conamabilidad.

Linda se puso de pie.Caminaron juntos en silencio. Elcielo nocturno brillaba tanto queparecía estar mojado. Myron deseó

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darle la mano, pero no lo hizo.Cuando llegaron al coche, Lindadesbloqueó las cerraduras con unmando a distancia. Luego abrió lapuerta mientras Myron empezaba arodear el vehículo hacia el lado delpasajero. Se detuvo en seco.

El sobre estaba encima delasiento del conductor.

Durante varios segundosninguno de los dos se movió. Elsobre era de papel manila, lobastante grande para una fotografíade veinte por veinticinco. Era planosalvo en la parte central, algo

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abultada.Linda Coldren levantó la vista

hacia Myron, que se agachó y levantóel sobre por los bordes. Había algoescrito en el reverso, con letrasmayúsculas:

LE ADVERTÍ QUE NO PIDIERAAYUDA

AHORA CHAD PAGA EL PRECIODE SU ERROR

SI VUELVE A CONTRARIARNOSSERÁ MUCHO PEOR

Myron sintió que el miedo le

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atenazaba el pecho. Se incorporólentamente y tocó con un solo nudillola parte abultada del sobre. Parecíaarcilla. Con mucho cuidado, rasgó elcierre, puso el sobre boca abajo ydejó caer el contenido sobre elasiento del coche.

Un dedo amputado rebotó dosveces antes de posarsedefinitivamente.

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Myron abrió los ojos de par enpar, incapaz de articular palabra. Loinvadió un terror en estado puro.Empezó a temblar y se le entumeciótodo el cuerpo. Bajó la vista hacia lanota que aún sostenía en la mano.Una voz interior le decía: «Es culpatuya, Myron. Es culpa tuya.»

Se volvió hacia Linda Coldren.Permanecía boquiabierta, con losojos muy abiertos.

Myron intentó acercarse, pero

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ella se tambaleó como un boxeadorque ya no es capaz de recobrarfuerzas durante la cuenta atrás.

—Debemos avisar a alguiencuanto antes —consiguió balbucearMyron—. Tengo amigos en el FBI.

—No —repuso ella con vozfirme.

—Linda, escúcheme...—Lea la nota.—Pero...—Lea la nota —repitió ella.

Bajó la cabeza con expresión torva—. Usted queda al margen de esto,Myron. Desde ahora mismo.

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—No sabe con qué se enfrenta.—¿Ah no? —Linda levantó la

cabeza con gesto agresivo y añadió—: Me enfrento a un psicópata sinescrúpulos, la clase de monstruo quemutila ante la menor provocación. —Se acercó al coche—. Le ha cortadoun dedo a mi hijo sólo porque hehablado con usted. ¿Qué cree quehará si desobedezco de nuevo susórdenes?

A Myron le daba vueltas lacabeza.

—Linda, pagar el rescate nogarantiza...

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—Eso ya lo sé.—Pero... —Myron se sentía

confuso, y entonces soltó algosumamente estúpido—. Ni siquierasabe si el dedo es suyo.

Ella bajó la mirada. Con unamano, contuvo un sollozo. Con laotra, acarició el dedo amorosamente,sin rastro de repulsa en el semblante.

—Se equivoca —dijo Linda envoz baja—. Sé que lo es.

—Puede que ya esté muerto.—En ese caso, no importa lo

que haga, ¿no le parece?Myron prefirió no añadir nada

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más. Ya había dicho suficientestonterías. Sólo necesitaba unosinstantes para reponerse, paradecidir cuál debía ser el pasosiguiente.

«Es culpa tuya, Myron. Es culpatuya.»

Intentó apartar aquellospensamientos de su mente. Al fin y alcabo, había pasado por peoressituaciones. Había visto cadáveres,se había enfrentado a personasindeseadas, había atrapado yentregado asesinos a la justicia. Sólonecesitaba...

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«Siempre con la ayuda de Win,Myron. Nunca por tu cuenta.»

Linda Coldren sostenía el dedo.A pesar de las lágrimas que rodabanpor sus mejillas, su rostropermanecía impasible.

—Adiós, Myron.—Linda...—No voy a desobedecer otra

vez.—Tenemos que analizar los

hechos...Ella negó con la cabeza.—No debimos haberle avisado.Con el dedo amputado de su

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hijo entre las manos, como si fueseun pollito, Linda Coldren subió alcoche. Depositó con cuidado el dedoy puso el coche en marcha. Actoseguido accionó el cambio demarchas y se fue.

Myron se dirigió hacia suautomóvil. Permaneció variosminutos sentado, respirandoprofundamente y procurandoserenarse. Había estudiado artesmarciales desde que Win le hablaradel tae kwon do en su primer año deuniversidad. La meditación era parte

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importante de lo que habíanaprendido, y, sin embargo, Myronnunca acabó de entender losprincipios básicos. Su mente tendía aperderse en divagaciones. Intentóponer en práctica las reglas máselementales. Cerró los ojos. Aspiródespacio por la nariz, haciendo bajarel aire de modo que sólo el vientrese dilatara. Soltó el aire por la boca,más despacio aún, vaciando lospulmones por completo.

«Muy bien —se dijo a sí mismo—, ¿cuál será el próximo paso?»

La primera respuesta que

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emergió a la superficie fue la máselemental: rendirse. «Abandonaaunque te cueste. Date cuenta: noestás ni mucho menos en tu ambiente.En realidad, nunca trabajaste paralos federales. Sólo acompañabas aWin. Te has metido donde no debíasy a un chico de dieciséis años le hacostado un dedo, si no más. Tal comodijo Esperanza, sin Win estásperdido. Aprende la lección yabandona el caso.»

¿Y luego qué? ¿Dejar que losColdren hicieran frente a aquellacrisis por sí mismos?

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De haberlo hecho así, ChadColdren seguiría teniendo diezdedos.

Aquella idea hizo que algo sedesmoronara en su fuero interno.Abrió los ojos. El corazón empezó amartillear de nuevo. No podía llamara los Coldren. No podía llamar a losfederales. Si seguía investigando porsu cuenta la vida de Chad Coldren severía en peligro.

Puso el coche en marcha,tratando aún de mantener la calma.Tenía que ser frío y analítico. Teníaque descubrir alguna pista en aquel

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último acontecimiento. Aunque fuesepor un instante. Olvidar el horror.Olvidar el hecho de que quizá sehabía equivocado. Autoconvencersede que el dedo no era más que unindicio. Sólo un indicio...

Uno: el lugar donde había sidodepositado el sobre era sospechoso.Dentro del coche cerrado de LindaColdren (sí, estaba cerrado; Lindahabía utilizado el control remotopara abrirlo). ¿Cómo había llegadohasta allí? ¿El secuestrador habíaforzado el vehículo? Era unaposibilidad, pero ¿cómo habría

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podido hacer algo así en elaparcamiento del Merion? ¿Nadie lohabía descubierto? Probablemente.¿Acaso Chad Coldren tenía una llavey el secuestrador la había empleado?Era una hipótesis interesante, pero nopodría confirmarla hasta que hablasecon Linda, lo cual era imposible.

Estaba en un callejón sin salida.Al menos por el momento.

Dos: había más de una personainvolucrada en el secuestro. No serequerían grandes dotes deductivaspara darse cuenta. Para empezar,estaba el Nazi Sarnoso. La llamada

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telefónica desde el centro comercial,así como su comportamientoposterior, demostraba que estabaimplicado en el asunto. No obstante,no había forma de que un sujetocomo el Sarnoso se colara en elMerion y depositara a escondidas elsobre en el coche de Linda Coldrensin levantar sospechas. Y muchomenos durante el Open de EstadosUnidos. La nota, además, advertía alos Coldren que no volvieran a«contrariarlos». Contrariar. Noparecía una palabra que pudierahaber utilizado el Sarnoso.

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Hasta aquí perfecto. ¿Qué más?Tres: los secuestradores eran a

un mismo tiempo depravados yestúpidos. Lo de depravadosresultaba obvio; lo de estúpidos,quizá no tanto. Sin embargo, habíaque considerar los hechos. Porejemplo, exigir un rescatedesorbitado al inicio del fin desemana, sabiendo que los bancos noabrían hasta el lunes, ¿acasorevelaba inteligencia? No sabercuánto pedir las dos primeras vecesque habían llamado, ¿acaso noresultaba extraño? Y, por último,

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¿constituía un acto de prudencia yprofesionalidad amputar el dedo deun muchacho sólo porque sus padreshan conversado con un agentedeportivo? La verdad es que no teníaningún sentido.

A no ser, claro, que lossecuestradores ya supieran queMyron era algo más que un meroagente deportivo.

Sin embargo, ¿cómo podíansaberlo?

Myron enfiló el largo camino deentrada de la casa de Win. Alguien, alo lejos, sacaba caballos del establo.

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Mientras se aproximaba a la casa deinvitados, Win apareció en elumbral. Myron detuvo el coche y seapeó.

—¿Qué tal ha ido tu entrevistacon Tad Crispin? —preguntó Win.

Myron avanzó presuroso haciaél.

—Le han cortado un dedo —repuso entre dientes—. Lossecuestradores. Le han cortado undedo a Chad Coldren. Lo han dejadoen el coche de Linda.

La expresión de Win no sealteró.

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—¿Lo has descubierto antes odespués de tu entrevista con TadCrispin?

Myron se quedó perplejo antesemejante pregunta.

—Después.Win asintió lentamente con la

cabeza.—Entonces mi primera pregunta

sigue en pie. ¿Qué tal ha ido tuentrevista con Tad Crispin?

Myron retrocedió como si lehubiesen dado una bofetada.

—Por todos los santos —dijocon un tono casi reverente—. No

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hablarás en serio.—Lo que le ocurra a esa familia

no me atañe. Lo que se refiere a tusacuerdos comerciales con TadCrispin, sí.

Myron sacudió la cabeza,estupefacto.

—Me parece increíble quepuedas llegar a mostrarte tan frío...

—Oh, venga.—¿Venga qué?—Hay tragedias mucho peores

en este mundo que la de un chavalque pierde un dedo. La gente muere,Myron. Las inundaciones borran del

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mapa pueblos enteros. Los hombreshacen cosas espantosas a los niñostodos los días. —Win hizo una pausa—. Por ejemplo, ¿has leído elperiódico de la tarde?

—¿Por qué te vas por lasramas?

—Sólo intento que locomprendas —prosiguió Win convoz demasiado lenta y comedida—.Los Coldren no significan nada paramí, no más que un desconocidocualquiera, y tal vez menos. Elperiódico está llenó de desgraciasque me afectan de modo más

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personal. Por ejemplo... —Calló ymiró fijamente a Myron a los ojos.

—Por ejemplo, ¿qué? —preguntó Myron.

—Han surgido novedades en elcaso de Kevin Morris —repuso Win—. ¿Estás familiarizado con elasunto?

Myron negó con la cabeza.—Dos niños de siete años,

Billy Waters y Tyrone Duffy,faltaban de sus hogares desde hacíacasi tres semanas. Desaparecieronmientras regresaban de la escuela acasa en bicicleta. La policía

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interrogó a un tal Kevin Morris, unhombre con un largo historial deperversiones múltiples, incluidosabusos sexuales a menores. Lehabían visto merodear por losalrededores del colegio. Pero elseñor Morris contaba con unabogado muy listo. No había ningunaprueba física y a pesar de que laspruebas circunstanciales eranbastante convincentes, pues las bicisde los chicos fueron halladas en unvertedero próximo a la casa delseñor Morris, éste fue puesto enlibertad.

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Myron sintió que el frío leoprimía el corazón.

—¿Y en qué consiste lanovedad, Win?

—Anoche la policía recibiócierta información.

—¿A qué hora?—Muy tarde —repuso Win, y

tras una pausa añadió—: Segúnparece, alguien fue testigo de cómoKevin Morris enterraba los cuerposjunto a un camino que atraviesa elbosque, no lejos de Lancaster. Lapolicía los desenterró de madrugada.¿Sabes lo que encontraron?

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Myron volvió a negar con lacabeza, le daba miedo abrir la boca.

—Tanto Billy Waters comoTyrone Duffy estaban muertos.Habían abusado sexualmente de ellosy los habían mutilado de tal formaque los medios de comunicación nohan osado hablar de ello. La policíaha encontrado suficientes pruebas enel lugar como para arrestar a KevinMorris. Huellas dactilares en unescalpelo. Bolsas de plástico igualesa las que Morris tenía en la cocina.Tienen muestras de semen, que segúnel examen preliminar coinciden con

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el hallado en los chicos.Myron pestañeó.—Es bastante probable que el

señor Morris sea condenado —concluyó Win.

—¿Qué se sabe de la personaque llamó para informar? ¿Actuarácomo testigo?

—Lo curioso —dijo Win— esque llamó desde un teléfono públicoy no dio su nombre. Al parecer nadiesabe de quién se trata.

—¿Y la policía ha arrestado aKevin Morris?

—Sí.

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—Me sorprende que no lomataras —le dijo Myron.

—Entonces es que en realidadno me conoces.

Un caballo relinchó. Win sevolvió y contempló al magníficoanimal. Algo extraño le oscureció elsemblante por un segundo; unsentimiento de pérdida, tal vez.

—¿Qué te hizo, Win?Win siguió con la mirada

perdida en la distancia. Ambossabían a quién se refería Myron.

—¿Qué te hizo para que leguardes tanto rencor?

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—No te pases con lashipérboles, Myron. No soy tansimple. Mi madre no es la únicaresponsable de mi forma de ser. Unhombre no es fruto de un únicoincidente, y disto mucho de estarloco, tal como antes has sugerido.Como todo ser humano, elijo mispropias batallas. Lucho un poco, talvez más que la mayoría, ynormalmente en el bando adecuado.He luchado por Billy Waters yTyrone Duffy, pero no tengo el menordeseo de luchar por los Coldren. Ésaes mi elección. Tú, como mi amigo

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más íntimo, deberías respetar eso.No deberías aguijonearme nihacerme sentir culpable por el hechode que no me implique en una batallaen la que no me interesa participar.

Myron no estaba seguro de loque debía decir. Se asustaba cuandono comprendía la fría lógica de Win.

—Win.Win apartó la vista del caballo.

Miró a Myron, que agregó:—Estoy en apuros. Necesito

que me ayudes.La voz de Win se tornó de

repente amable; en su rostro reflejó

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algo parecido a la aflicción.—Si fuese cierto, sabes bien

que estaría contigo. Pero no estás enningún apuro del que no puedas salircon facilidad. Da marcha atrás,Myron. Tienes la opción de poner fina tu compromiso. Arrastrarme a estocontra mi voluntad, haciendosemejante uso de nuestra amistad,está mal. Abandona, por una vez.

—Sabes que no puedo hacerlo.Win asintió y se dirigió hacia su

coche.—Como he dicho antes, cada

cual elige su propia batalla.

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Cuando Myron entró en la casa

de invitados, Esperanza estabagritando:

—¡Bancarrota! ¡Pierde un turno!¡Bancarrota!

Myron se le acercó por detrás.Estaba viendo La rueda de lafortuna.

—¡Esta mujer es tan codiciosa!—exclamó ella, indicando la pantalla—. Ha ganado más de seis mildólares y sigue apostando. Me poneenferma.

La ruleta se detuvo, señalando

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la reluciente casilla de los mildólares. La mujer pidió una B. Habíados. Esperanza gimió.

—Has vuelto pronto —observó—. Pensaba que salías a cenar conLinda Coldren.

—He cambiado de planes.Ella por fin se volvió y lo miró

a los ojos.—¿Qué ha pasado?Myron se lo contó. Esperanza

fue palideciendo a medida queescuchaba.

—Necesitas a Win —dijocuando Myron terminó.

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—No piensa colaborar.—Tienes que tragarte ese

estúpido orgullo masculino ypedírselo. Ruégaselo si es necesario.

—Acabo de hacer ambas cosas.Ha sido inútil.

En la televisión, la mujerinsaciable seguía tentando a lasuerte. Aquello siempredesconcertaba a Myron. ¿Por qué losconcursantes que a todas lucesconocían la solución delrompecabezas seguíanarriesgándose? ¿Para gastar dinero?¿Para asegurarse de que sus

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oponentes también conocían larespuesta?

—Sin embargo —dijo—, túestás aquí.

Esperanza lo miró.—¿Y?Él sabía cuál era la auténtica

razón por la que Esperanza habíaacudido allí sin demora. Por teléfonole había dicho que no trabajaba bienestando sola. Aquellas palabrasrevelaban mucho sobre el verdaderomotivo por el cual había huido de laGran Manzana.

—¿Me quieres ayudar? —

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preguntó Myron.La mujer de la televisión se

inclinó hacia delante, hizo girar larueda y empezó a aplaudir y achillar.

«¡Vamos, vamos, otros mil!»Sus contrincantes también

aplaudían, como si deseasen que sesaliera con la suya. Era increíble.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Esperanza.

—Te lo explicaré por elcamino. Si me quieres acompañar.

Ambos observaron cómo larueda perdía velocidad. La cámara

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se desplazó para ofrecer un primerplano. La flecha se situó finalmentesobre la palabra BANCARROTA. Elpúblico gimió. La mujer mantuvo lasonrisa, pero ahora presentaba elaspecto de alguien que acaba derecibir un puñetazo en la boca delestómago.

—Eso es un presagio —comentó Esperanza.

—¿Bueno o malo? —seinterrogó Myron.

—Ya lo veremos.

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19

Las chicas seguían en la mismamesa de la zona de bares yrestaurantes del centro comercial.Resultaba asombroso. El cielosoleado y el gorjeo de los pájarosinvitaban a disfrutar de los largosdías de verano al aire libre. Loscolegios estaban cerrados y, sinembargo, montones de adolescentesperdían el tiempo encerrados en unaversión magnificada de la típicacafetería de centro docente,

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lamentándose del día en que tendríanque regresar al colegio.

Myron sacudió la cabeza.Reprobaba la actitud de losadolescentes, signo inequívoco dejuventud desaprovechada. Pronto lesestaría gritando que espabilaran.

En cuanto entró en la zona derestaurantes, todas las chicas delgrupo se volvieron hacia él. Eracomo si tuvieran detectores depersonas conocidas en cada una delas entradas del recinto. Myron notitubeó. Forzando una expresión lomás severa posible, avanzó decidido

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hacia ellas. Mientras se acercaba,estudió sus rostros. Al fin y al cabo,no eran más que adolescentes. Laculpable, Myron estaba seguro, sedelataría.

Y así fue. Casi al instante.Era la que había sido el blanco

de las bromas del día anterior, dequien se habían mofado por ser ladestinataria de una sonrisa delSarnoso. Missy, Messy o algo por elestilo. Todo encajaba. El Sarnoso nohabía seguido el rastro de Myron. Lehabían pasado la información. Lohabían planeado todo. Por eso él

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sabía que Myron había estadohaciendo preguntas sobre él. Así seexplicaba la aparente coincidenciafortuita de que el Nazi Sarnosoestuviese vagando por la zona derestaurantes hasta que aparecióMyron.

Le habían tendido una trampa.La del cabello a lo Elsa

Lancaster levantó la cara y preguntóen tono prepotente:

—¿Qué pasa?—Aquel tío intentó matarme —

espetó Myron.Un montón de gritos de

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asombro. La emoción encendió susrostros. Para la mayoría de ellas,aquello era como un programa detelevisión en vivo y en directo. SóloMissy, Messy o como se llamasepermaneció inmóvil como una roca.

—Aunque no hay de quépreocuparse —prosiguió Myron—.Estamos a punto de pillarlo. En unpar de horas estará bajo arresto. Enestos momentos, la policía lo estábuscando. Sólo quería daros lasgracias por vuestra cooperación.

—Pensaba que no eras policía—dijo Missy o Messy.

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—Voy de incógnito —repusoMyron.

—Oh. Vaya. Cielos.—¡Joder!—¡Jo!—Qué alucinante.—¿Vamos a salir en tele?—¿En las noticias de las seis?—Ese tío de Canal Cuatro es

todo una monada, ¿sabes?—Tengo el pelo hecho un asco.—Qué va, Amber. El mío sí que

está horroroso.Myron se aclaró la garganta.—Estamos a punto de resolver

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el caso. Sólo hay algo que aún notenemos: el cómplice.

Myron esperó a que una de ellasdijera, «¿Cómplice?», pero ningunalo hizo.

—Alguien de este centrocomercial ayudó a ese desgraciado adar conmigo —añadió.

—¿Aquí?—¿En nuestro centro

comercial?—Imposible.—Ni hablar.Pronunciaban las palabras

«centro comercial» con la misma

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devoción con la que otras personaspronuncian la palabra «sinagoga».

—¿Alguien ayudó a ese tarado?—¿En nuestro centro

comercial?—¡Jo!—No me lo puedo creer.—Pues créetelo —dijo Myron

—. De hecho, es posible que elcómplice esté aquí ahora mismo,vigilándonos.

Volvieron la cabeza en todasdirecciones. Hasta Missy o Messy selas ingenió para aparentar sorpresa,aunque su interpretación resultó poco

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inspirada.Myron había mostrado el palo.

Ahora iba a probar con la zanahoria.—Veréis, chicas, quiero que

mantengáis los ojos y los oídos bienabiertos. Pescaremos al cómplice.No hay la menor duda. Los tíos comoél siempre hablan. Pero si elcómplice no era más que undesgraciado... —Observó sus rostrosinexpresivos y prosiguió—: Si ella,pongamos por caso, no sabía conquién estaba tratando y decidierainformarme enseguida, antes de quelos polis la pillen, pues bueno,

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seguramente podría ayudarla aquedar al margen. De lo contrario,quizá le acusasen de intento deasesinato.

Nada. Myron lo había previsto.Missy o Messy jamás lo admitiríadelante de sus amigas. La cárceldaba mucho miedo, pero ella era unaadolescente y representaba poco másque una cerilla mojada ante el fuegode las miradas de «los suyos».

—Hasta la vista. —Myron sedirigió al otro extremo de la zona derestaurantes. Se apoyó contra unacolumna, apostado en el camino que

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iba de la mesa de las chicas a losaseos. Esperó, convencido de queMissy o Messy se excusaría e iría asu encuentro. Y así fue. Tras unoscinco minutos, se puso de pie y echóa andar hacia él. Myron esbozó unasonrisa. Pensó que quizás hubieraestado bien ser profesor de instituto.Modelar mentes jóvenes, intentarcambiar vidas para mejorarlas.

Missy o Messy torció endirección a la salida, alejándose deMyron.

¡Maldición!Myron corrió tras ella, con una

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sonrisa de oreja a oreja.—¡Mindy! —De pronto recordó

su nombre.Ella se volvió, pero no dijo

nada.Él puso voz melosa y trató de

mostrarse comprensivo.—Cualquier cosa que me

cuentes será confidencial —en tonoamable—. Si estás metida en esto...

—Déjame en paz, ¿vale? Yo noestoy metida en nada.

Lo apartó y pasó apresurada pordelante de Foot Locker y Athlete'sFoot, dos tiendas que Myron siempre

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había creído que eran la misma, alteregos si se quiere, del mismo modoque nunca se ven a Batman y a BruceWayne en la misma habitación.

Myron la observó alejarse. Nose había derrumbado, y debía admitirque le sorprendía. Asintió y el plande apoyo se puso en marcha. Mindyseguía huyendo, volviéndose a mirarcada dos por tres para asegurarse deque Myron no la seguía. Y no lohacía.

Mindy, sin embargo, no sepercató de la atractiva mujer hispanavestida con pantalón vaquero que

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tenía pocos metros a su izquierda.

Mindy encontró un teléfonopúblico junto a una tienda de discosque presentaba el mismo aspecto quetodas las tiendas de discos de loscentros comerciales. Echó un vistazoalrededor, metió una moneda en laranura y marcó un número. Su dedoacababa de pulsar el séptimo dígitocuando una mano menuda le pasó porencima del hombro y colgó elteléfono.

Giró sobre sí misma y vio aEsperanza.

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—¡Eh!—Suelta ese teléfono —

masculló Esperanza.—¡Eh!—Exacto, eh. Ahora suelta el

teléfono.—¿Tú quién coño eres?—Suelta el teléfono —repitió

Esperanza—, o te lo meteré por lanariz.

Desconcertada, Mindyobedeció. Pocos segundos despuésapareció Myron. Miró a Esperanza ypreguntó:

—¿Por la nariz?

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Ella se encogió de hombros.—No puedes hacer esto —

exclamó Mindy.—¿Hacer el qué? —inquirió

Myron.—Obligarme a colgar el

teléfono —respondió Mindy,confusa.

—Ninguna ley me lo impide —replicó Myron. Se volvió haciaEsperanza—. ¿Sabes si hay algunaley que lo impida?

—¿Que impida colgar unteléfono? —Esperanza negócategóricamente con la cabeza—.

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No, señor.—Ya ves, no estoy

quebrantando la ley. Sin embargo, síque existe una ley contra loscómplices de los criminales. Es undelito grave por el que se va a parara la cárcel.

—Yo no he ayudado a nadie,tío.

Myron se volvió haciaEsperanza.

—¿Tienes el número?Esperanza asintió y se lo dio.—Veamos de quién es.Una vez más, la era cibernética

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hacía que aquella tarea fuese unanimiedad. Cualquiera podía comprarun programa de ordenador en latienda de informática de su barrio oentrar en determinadas páginas webcomo Biz, teclear el número y, voila,se obtenían el nombre y la direccióncorrespondientes.

Esperanza utilizó su teléfonomóvil para marcar el númeropersonal de la nueva recepcionistade MB SportsReps. Se llamaba,oportunamente, Big Cyndi. Con unmetro noventa y ocho de estatura ymás de ciento treinta kilos de peso,

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Big Cyndi había sido luchadoraprofesional bajo el apodo de BigChief Mama, compañera de cartel deE s p e r a nza Pequeña PocahontasDiaz. En el cuadrilátero Big Cyndilucía un maquillaje estrafalario, elpelo muy corto y de punta, camisetasceñidas que realzaban sumusculatura, y una espantosa miradaferoz y sarcástica y en la boca ungruñido permanente. En la vida real,la verdad sea dicha, era exactamenteigual.

Esperanza le dio el número aCyndi en español.

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—Eh, oye, yo me largo de aquí—dijo Mindy.

Myron la agarró del brazo.—Lo dudo.—¡Eh! No puedes retenerme,

tío.Myron no la soltó.—Gritaré que me estás violando

—insistió la chica.Myron puso los ojos en blanco.—Sí. Junto a un teléfono

público de un centro comercial, aplena luz de los fluorescentes y encompañía de mi novia.

Mindy miró a Esperanza.

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—¿Es tu novia?—Sí.Esperanza se puso a silbar

cierta melodía romántica.—Pero no puedes hacer que me

quede contigo.—No lo entiendo, Mindy.

Pareces una buena chica. —Aunquellevaba puestos unos leotardosnegros, sandalias de tacón, un toprojo y lo que parecía un collar deperro al cuello—. ¿Me estásdiciendo que ese tío merece que temetan en la cárcel? Trafica condrogas, Mindy. Ha intentado

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matarme.Esperanza colgó el auricular.—Es un bar que se llama Parker

Inn.—¿Sabes dónde está? —le

preguntó Myron a Mindy.—Sí.—Pues vamos.Mindy se resistió.—Suéltame —dijo, arrastrando

la última e.—Esto no es ningún juego,

Mindy. Has colaborado con un tipoque ha intentado matarme.

—Porque tú lo digas.

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—¿Cómo?Mindy cruzó los brazos en

actitud amenazante, masticandochicle.

—O sea, ¿cómo sé que no erestú el malo, eh?

—¿Cómo dices?—Tú, ayer, como que te

presentas, ¿vale?, todo misterio y tal,¿vale? No tienes identificación ninada. ¿Cómo sé que no vas a porTito? ¿Cómo sé que no eres otrotraficante que quiere quitarle suterritorio?

—¿Tito? —repitió Myron,

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mirando a Esperanza—. ¿Un neonazique se llama Tito?

Esperanza se encogió dehombros.

—Sus amigos no lo llaman Tito—continuó Mindy—. Es una pasadade largo, ¿captas? Así que lo llamanTit.

Myron y Esperanza se miraron ysacudieron la cabeza. Demasiadofácil.

—No estoy tomándote el pelo,Mindy —dijo Myron despacio—.Tito es un sujeto peligroso. Puedeque esté implicado en el secuestro y

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mutilación de un chico que debe detener más o menos tu edad. Alguienle cortó un dedo al chico y se loenvió a su madre.

—Oh, eso es como bestial —Mindy hizo una mueca.

—Ayúdame —le pidió Myron.—¿Eres poli?—No —respondió Myron—.

Sólo intento salvar a ese muchacho.—Entonces, largo —dijo la

chica—. No me necesitas.—Me gustaría que nos

acompañaras.—¿Por qué?

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—Para que no se te ocurraavisar a Tito.

—No lo haré.Myron negó con la cabeza.—Además, sabes cómo llegar al

Parker Inn. Eso nos ahorrará tiempo.—Ni hablar. No pienso ir

contigo.—Si no lo haces —la amenazó

Myron—, le contaré a Amber, aTrish y a las demás todo lo que séacerca de tu nuevo novio.

—¡No es mi novio! —exclamóMindy—. Sólo hemos salido un parde veces.

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Myron sonrió.—Pues mentiré. Les diré que ya

te has acostado con él.—¡No es verdad! Esto es como

injusto.Myron se encogió de hombros.Mindy intentó mostrarse

amenazadora. No duró mucho.—Vale, vale, voy con vosotros.

—Señaló a Myron con el dedo—.Pero no quiero que Tit me vea,¿vale? Me quedaré en el coche.

—Trato hecho —aceptó Myron.El siguiente paso era dar caza a

un hombre llamado Tit. Y luego,

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¿qué?

El Parker Inn era el clásico barde currantes y moteros racistas. Elaparcamiento estaba abarrotado defurgonetas y motos. A través de lapuerta, que se abría sin cesar, se oíamúsica country. Varios hombres congorras de béisbol usaban una pareddel edificio como urinario. De vez encuando uno se volvía y meabaencima de su vecino, suscitando unasarta de palabrotas y carcajadas.

En el coche, aparcado al otrolado de la calle, Myron miró a

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Mindy.—¿Sueles venir a este antro?Ella se encogió de hombros.—Habré venido como un par de

veces. En busca de emociones, ya meentiendes...

Myron asintió.—¿Por qué no te rocías con

gasolina y enciendes una cerilla?—Vete a la mierda, ¿vale? Qué

pasa, tío, ¿ahora resulta que eres mipadre?

Él levantó las manos. Lamuchacha tenía razón. No era asuntosuyo.

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—¿Ves la furgoneta de Tito?Myron no conseguía llamarlo

Tit. Tal vez lo hiciese si teníaocasión de conocerlo mejor.

Mindy recorrió el aparcamientocon la mirada.

—No.—¿Sabes dónde vive?—No.Myron sacudió la cabeza.—Trafica con drogas, lleva una

esvástica tatuada y no tiene culo.Pero, claro, lo que pasa es que, en elfondo, Tito tiene un gran corazón.

—Vete a tomar por el culo,

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¿vale? —masculló Mindy.Myron volvió a levantar las

manos. Los tres se recostaron en susrespectivos asientos y observaron.No pasaba nada.

Mindy dejó escapar un profundosuspiro.

—Oye, tío, ya está bien; quieroirme a casa.

—Tengo una idea —intervinoEsperanza.

—¿Cuál? —preguntó Myron.Esperanza se sacó la camisa de

los pantalones vaqueros y se anudóel faldón por encima del obligo. Su

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vientre era plano y moreno. Luego sedesabrochó varios botones hastaconseguir un atrevido escote quedejaba a la vista los bordes delsujetador. Myron advirtió que eranegro. Finalmente hizo girar elretrovisor y empezó a aplicarsemontones de maquillaje. Se ahuecóun poco el pelo y enrolló la vuelta delos pantalones. Cuando huboterminado, dedicó una sonrisa aMyron.

—¿Qué tal estoy? —preguntó.—¿Piensas meterte ahí dentro

con ese aspecto? —dijo él, que por

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un instante sintió que le temblabanlas rodillas.

—Así es como viste todo elmundo ahí.

—Pero no a todo el mundo lequeda como a ti —observó.

—Vaya. —Esperanza sonrió—.Un piropo.

—Quiero decir que pareces unabailarina de West Side Story —repuso Myron, y añadió—: Si teconviertes en mi socia, no te vistasasí para asistir a los consejos deadministración.

—Trato hecho —aceptó

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Esperanza—. ¿Puedo irme ya?—Primero llámame al móvil.

Quiero estar seguro de oír todo loque sucede.

Ella asintió y marcó el número.Él contestó. Comprobaron laconexión.

—No te hagas la heroína —agregó Myron—. Limítate aaveriguar si está ahí. Si ves que se teescapa de las manos, sal corriendo.

—De acuerdo.—Deberíamos tener una palabra

clave. Algo que puedas decir si menecesitas.

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Esperanza asintió, fingiendotomárselo en serio.

—Si pronuncio la frase«eyaculación precoz», significa quequiero que entres corriendo.

—No te lo tomes a broma. —Myron abrió la guantera y sacó unapistola. Esta vez no lo pillaríandesprevenido—. Ahora, vete.

Esperanza se apeó y cruzó lacalle. Un Corvette negro trucado sedetuvo a su lado. Un gorila cubiertode cadenas de oro aceleró el motor ysacó la cabeza por la ventanilla,dirigió una sonrisa a Esperanza y

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volvió a pisar el pedal del gas.Esperanza miró el coche, y luego alconductor.

—He oído decir que la tienescorta —soltó.

El gorila se largó. Esperanza seencogió de hombros y se despidió deMyron con la mano. No era una frasemuy original, pero nunca fallaba.

—Por Dios, me encanta estamujer —le dijo Myron.

—Es como total —convinoMindy—. Ojalá tuviera su pinta.

—Deberías desear ser comoella —señaló él.

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—¿Qué diferencia hay? Seguroque le va como de puta madre,¿verdad?

Esperanza entró en el ParkerInn. Lo primero que la impactó fue elhedor, una penetrante combinaciónde olor a vómito y sudor rancio, sóloque peor. Arrugó la nariz y seadentró en el local. El entarimadoestaba cubierto de serrín. Laslámparas estilo Tiffany de pega quecolgaban del techo derramaban sobrelas mesas de billar una luz sórdida ymortecina. Entre los clientes había eldoble de hombres que de mujeres.

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Todo el mundo iba horriblementevestido.

Esperanza echó un vistazo a lasala y, hablando en voz alta para queMyron la oyera a través del teléfono,dijo:

—Aquí hay un centenar de tíosque encajan con tu descripción. Escomo pedirme que encuentre unimplante de silicona en un club destrip-tease.

Myron tenía el micrófono delteléfono desconectado, pero ellahabría apostado a que se estabapartiendo de risa. Un implante de

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silicona en un club de strip-tease.«No está mal —pensó—. Nada mal.»

¿Y ahora qué?Los clientes no dejaban de

mirarla, pero estaba acostumbrada aeso. Pasaron tres segundos antes deque se le acercara un hombre.Llevaba la barba larga y enredada,llena de restos de comida. Le dedicóuna sonrisa desdentada y la miró dearriba abajo con absoluto descaro.

—Tengo una lengua fantástica—dijo el tipo.

—Es posible, pero te faltanunos cuantos dientes. —Esperanza lo

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hizo a un lado y se encaminó hacia labarra.

Dos segundos después, un tío sele acercó de un salto. Llevaba unsombrero de vaquero. Un sombrerode vaquero en Filadelfia... Algo noencajaba.

—Hola, preciosa, ¿no teconozco?

Esperanza asintió.—Otra frase como ésa —dijo

—, y comienzo a desnudarme.El vaquero celebró su

ocurrencia con un grito, como sifuese lo más divertido que había

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oído en la vida.—No, pequeña, no lo digo para

ligar contigo. Lo digo en serio... —Su voz pareció quebrarse—.¡Pequeña Pocahontas! ¡La princesaindia! Eres Pequeña Pocahontas,¿verdad? No lo niegues, cariño.¡Eres tú! ¡No me lo puedo creer!

Myron debía de estarpasándoselo en grande.

—Encantada de conocerte —dijo Esperanza—. Me alegra que teacuerdes de mí.

—Joder, Bobby, echa un vistazoa esto. ¡Es Pequeña Pocahontas! ¿Te

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acuerdas? ¿La pequeña arpíacalentorra de la lucha libre?

—¿Dónde está? —Otro tipo seacercó, con los ojos como platos,borracho y contento—. ¡Joder, tienesrazón! ¡Es ella!

—Gracias por acordaros de mí,colegas —dijo ella—, pero...

—Me acuerdo de una vez queluchaste contra Tatiana la HuskySiberiana. ¿Te acuerdas? Joder, seme puso tan dura que por pocoreviento los pantalones con la polla.

Esperanza consideró que debíarecordar ese pequeño dato para

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cuando escribiera sus memorias.Un camarero enorme vino a su

encuentro. Parecía salido deldesplegable de una revista demoteros. Extra corpulento y extrapavoroso. Tenía el pelo largo, unalarga cicatriz en el rostro y losbrazos cubiertos de tatuajes deserpientes. Lanzó una mirada feroz alos dos hombres, que se marcharon alinstante. Entonces volvió los ojosEsperanza.

—¿Quién cojones eres tú,encanto? —le preguntó.

—¿Es una nueva manera de

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preguntar a un cliente qué quierebeber?

—No. —El tipo la miró dearriba abajo. Apoyó los enormesbrazos sobre el mostrador y añadió—: Eres demasiado guapa para serde la pasma, y también demasiadoguapa para venir a ligar a este antro.

—Gracias, hombre —dijoEsperanza—. ¿Y tú quién eres, si sepuede saber?

—Hal. Soy el dueño de esto.—Hola, Hal.—Hola. Ahora dime, ¿qué

demonios quieres?

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—Intento pillar algo de hierba—respondió ella.

—Ya —dijo Hal, meneando lacabeza—. Deberías ir a Spic City abuscar eso. A comprárselo a uno delos tuyos, y no te ofendas. —Seinclinó, acercándose todavía más aella, que no pudo evitar preguntarsesi haría buena pareja con Big Cyndi,a quien le gustaban los moteroscachas—. Vamos al grano, preciosa.¿Qué quieres?

Esperanza decidió probar la víadirecta.

—Estoy buscando a un pedazo

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de escoria llamado Tito. La gente lollama Tit. Flaco, cabeza rapada...

—Sí, sí, a lo mejor lo conozco.¿Cuánto?

—Cincuenta dólares.Hal soltó una risotada.—¿Pretendes que traicione a un

cliente por cincuenta pavos?—Cien.—Ciento cincuenta. Ese saco de

mierda me debe dinero.—Trato hecho —dijo ella.—Enséñame la guita.Esperanza sacó los billetes de

su monedero. Hal fue a tomarlos,

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pero ella los retiró a tiempo.—Tú primero —dijo.—No sé dónde vive —repuso

Hal—. Viene por aquí todas lasnoches, menos los miércoles y lossábados, con una panda de maricasque van a paso de ganso.

—¿Por qué los miércoles ysábados? —preguntó ella.

—¿Cómo cojones quieres quelo sepa? Noche de bingo y misa devíspera, a lo mejor. O a lo mejor sela cascan en grupo y se ponen a gritar«¡Hail, Hitler!» como idiotasmientras se corren. ¿Cómo coño voy

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a saberlo?—¿Cuál es su verdadero

nombre?—Ni idea.Esperanza miró alrededor.—¿Alguno de estos muchachos

lo conoce?—No creo —contestó Hal—.

Tit siempre viene con la mismapanda de mamones, y se van juntos.Nunca hablan con nadie. Estáprohibido.

—Me parece que no te gustamucho.

—Es un punki imbécil. Todos lo

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son. Gilipollas que echan la culpa detodo al hecho de ser mutacionesgenéticas de otras personas.

—¿Y por qué los dejasfrecuentar tu local, entonces?

—Porque, a diferencia de ellos,yo sí sé que estamos en EstadosUnidos, donde puedes hacer lo quequieras. Todo el mundo esbienvenido aquí. Blancos, negros,hispanos, orientales... Hasta losestúpidos punkis.

Esperanza esbozó una sonrisa.A veces se encuentra gente toleranteen los lugares más insospechados.

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—¿Qué más puedes decirme?—Eso es todo lo que sé. Hoy es

sábado. Mañana estarán aquí.—Estupendo —dijo Esperanza.

Partió los billetes en dos—. Te daréla otra mitad mañana.

Hal alargó una manaza y leatenazó un antebrazo. Su miradaadoptó un matiz agresivo.

—No te pases de lista, monada—dijo entre dientes—. Si grito «todavuestra» te tengo tendida boca arribaencima de una mesa de billar encinco segundos. Me das los cientocincuenta ahora. Luego rompes otros

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cien por la mitad para que mantengala boca cerrada. ¿Lo captas?

A Esperanza el corazón le latíacon tanta fuerza que estaba a punto desalírsele del pecho.

—Lo capto —respondió, y letendió la otra mitad de los billetes.Luego sacó otro de cien, lo rompió yse lo entregó.

—Lárgate, dulzura. Pitando —masculló el motero.

No tuvo que pedírselo dosveces.

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20

No podía hacerse nada más poraquella noche. Acercarse a la fincade los Squires podía resultararriesgado en el mejor de los casos.Tampoco era aconsejable llamar porteléfono o establecer otro tipo decontacto con los Coldren, y parecíademasiado tarde para intentarlocalizar a la viuda de LloydRennart. Por último, y quizá lo másimportante, Myron estaba exhausto.

Así pues, pasó la velada en la

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casa para invitados con los dosmejores amigos que tenía en elmundo. Myron, Win y Esperanzaestaban tumbados, cada uno en unabutaca. Vestían pantalón corto ycamiseta y descansaban entremullidos cojines. Myron bebiódemasiado Yoo-Hoo; Esperanzabebió demasiada Coca-Cola light;Win bebió casi la suficiente cervezaBrooklyn. Había galletas saladas,ganchitos de maíz y pizza. Las lucesestaban apagadas. El televisor depantalla gigante, encendido. Winhabía grabado hacía poco un montón

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de episodios de La extraña pareja.Iban ya por el cuarto, y sin parar. Lomejor de esa serie, decidió Myron,era su consistencia. No había ningúnepisodio flojo. ¿Cuántos programaspodían presumir de lo mismo?

Myron dio un bocado a un trozode pizza. Necesitaba aquello. Desdeque los Coldren habían entrado en suvida, apenas había pegado ojo.Sentía el cerebro reseco y losnervios hechos trizas. Sentado encompañía de Win y Esperanza,Myron disfrutaba de momentos deverdadera satisfacción.

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—Sencillamente, no es cierto—sentenció Win.

—Ni hablar —dijo Esperanza,dejando caer un ganchito de maíz.

—Os aseguro que sí —insistióMyron—. Jack Klugman llevapeluquín.

La voz de Win fue tajante:—Oscar Madison jamás lo

haría. —El tono de Win fue tajante—. Jamás. Felix, tal vez, pero¿Oscar? Imposible.

—Pues eso es un peluquín —porfió Myron.

—Te confundes con el episodio

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anterior —señaló Esperanza—.Donde sale Howard Cosell.

—Sí, eso es —convino Win,haciendo chasquear los dedos—.Howard Cosell llevaba peluquín.

Myron levantó la vista al techo,exasperado.

—No me confundo con HowardCosell. Sé distinguir a HowardCosell de Jack Klugman. Creedme.Klugman lleva peluquín.

—¿Dónde está la raya? —lodesafió Win, señalando la pantalla—. No veo ninguna raya ni cambiode color ni nada. Y suelo ser muy

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bueno detectando rayas.—Yo tampoco la veo —dijo

Esperanza, mirando la pantalla conlos ojos entrecerrados.

—Somos dos contra uno —apuntó Win.

—Muy bien —dijo Myron—.No me creáis.

—Salía con su propio pelo enQuincy —observó Esperanza.

—No —repuso Myron—; noera suyo.

—Dos contra uno —repitió Win—. Gana la mayoría.

—Muy bien —repitió Myron—.

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Allá vosotros y vuestra ignorancia.En la pantalla, Felix era el

cabecilla de un grupo llamado Felixy sus Sofisticatos. Interpretaban untema muy rítmico, que resultabapegadizo.

—¿Qué te hace estar tan segurode que lleva peluca? —preguntóEsperanza.

—En los límites de la realidad—le respondió Myron.

—¿Cómo dices?—En los límites de la realidad.

Jack Klugman salía en dos episodios.—Ah, sí —intervino Win—.

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Esperad, no me lo digáis, a ver si meacuerdo. —Hizo una pausa, dándosegolpecitos en los labios con el dedoíndice—. Había uno con el niño Kip,interpretado por... —Calló, aunqueconocía la respuesta. La convivenciacon sus amigos consistía en uninterminable juego de trivialidades.

—Bill Mummy —dijoEsperanza.

Win asintió.—Cuyo papel más famoso fue...—Will Robinson —dijo

Es pe r a nza — . Perdidos en elespacio.

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—¿Te acuerdas de JudyRobinson? —Win suspiró—. Todauna belleza terrícola, ¿no?

—Con excepción de su ropa —objetó Esperanza—. ¿Jerseys deterciopelo para un viaje espacial? ¿Aquién se le ocurriría?

—Y no podemos olvidar aldoctor Zachery Smith —agregó Win—. El primer personaje gay de unaserie de televisión.

—Intrigante, conspirador,cobarde, con un toque de pedofilia—dijo Esperanza, sacudiendo lacabeza—. Hizo que el movimiento de

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liberación homosexual retrocedieraveinte años.

Win se sirvió otra porción depizza. La caja era blanca con letrasrojas y verdes y la típica caricaturade un chef orondo atusándose un finobigote con las puntas de los dedos.En la caja podía leerse (y esto esabsolutamente cierto): «Nosotrosponemos la pizza. Usted, el resto.»

—No recuerdo otro capítulo deEn los límites de la realidad en laque aparezca el señor Klugman —dijo Win.

—Fue en el episodio del

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jugador de billar —le informó Myron—. También salía Jonathan Winters.

—Ah, sí. —Win asintió conexpresión grave—. Ahora meacuerdo. El fantasma de JonathanWinters juega a billar con elpersonaje del señor Klugman.

—Respuesta acertada.—¿Y qué tienen que ver esos

dos episodios de En los límites de larealidad con el pelo del señorKlugman?

—¿Los tienes en vídeo?Win hizo una pausa.—Me parece que sí. Grabé la

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última reposición. Seguro queencontramos al menos uno de esosepisodios.

—Busquémoslos —propusoMyron.

Estuvieron por lo menos veinteminutos inspeccionando la enormecolección de vídeos hasta que por finencontraron el episodio dondeaparecía Bill Mummy. Win lo metióen el reproductor y volvió ainstalarse en su butaca. Lo miraronen silencio.

—Que me parta un rayo —espetó Esperanza pocos segundos

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después.Jack Klugman apareció en

blanco y negro gritando «Kip», elnombre de su hijo muerto; sus gritosatormentados perseguían la imagende una tierna aparición del pasado.La escena resultaba bastanteconmovedora, aunque tampoco esque viniera al caso. El elementoclave, por supuesto, residía en que, apesar de que aquel episodio era unosdiez años anterior al de La extrañapareja, Jack Klugman aparecíaprácticamente calvo.

Win meneó la cabeza.

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—Eres bueno —susurró—.Condenadamente bueno. —Miró aMyron—. Me siento humillado antetu presencia.

—No te lo tomes mal —dijoMyron—. Cada cual es bueno en losuyo.

La conversación no fue más alláde aquella indirecta.

Rieron. Bromearon. Nadiemencionó el secuestro ni a losColdren; nadie habló de negocios nide asuntos de dinero ni de fichar aTad Crispin ni del dedo amputadodel chico de dieciséis años.

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Win fue el primero en quedarsedormido. Luego Esperanza. Myronintentó hablar por teléfono conJessica, pero no la encontró. No sesorprendió. Jessica a menudo dormíamal. Dar un paseo, según ella, larelajaba. Oyó su voz en elcontestador y sintió como si sehundiera algo en su interior. Despuésde la señal, dejó un mensaje:

—Te quiero —dijo—. Y tequerré siempre.

Colgó el auricular. Gateó hastael sofá y se tapó con una colcha hastael cuello.

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A la mañana siguiente, cuandoMyron llegó al Merion, se preguntópor un instante si Linda Coldren lehabría contado a Jack lo del dedoamputado. Lo había hecho. En eltercer hoyo, Jack ya había perdidotres golpes de ventaja. Estaba pálidoy tenía los hombros hundidos.

Win frunció el entrecejo.—Supongo que debe de estar

preocupado por lo del dedo.—Tú siempre tan sensible —

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ironizó Myron.—No me imaginaba que Jack se

iba a venir abajo de esta manera.—Win, el secuestrador le ha

cortado un dedo a su hijo. Acualquiera en su lugar le costaríaconcentrarse.

—Supongo. —Win no parecíamuy convencido. Se volvió y seencaminó hacia la calle—. ¿Crispinte ha mostrado las cifras de sucontrato con Zoom?

—Sí —respondió Myron.—¿Y?—Y lo han timado.

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Win asintió con la cabeza.—No puedes hacer gran cosa al

respecto.—Puedo hacer mucho —replicó

Myron—. Puedo renegociar.—Crispin ha firmado un trato

—señaló Win.—¿Y qué?—Por favor, no me digas que

quieres que se retracte.—No he dicho que quiera que

se retracte, sino que quierorenegociar.

—Renegociar —repitió Winentre dientes. Siguió andando con

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dificultad calle arriba—. ¿Por qué undeportista con una actuaciónmediocre nunca renegocia? ¿Por quéun jugador que tiene una malatemporada nunca revisa su contrato ala baja?

—Buena observación —admitióMyron—. Pero, mira, resulta que mitrabajo consiste en conseguir todo eldinero que pueda para mi cliente.

—Y al diablo la ética.—Vaya, ¿de dónde sacas eso?

Puede que eche mano de subterfugioslegales, pero siempre me atengo a lasnormas.

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—Hablas como un abogadocriminalista —dijo Win.

—Eso ha sido un golpe bajo —señaló Myron.

El público se iba poniendo alcorriente del drama que se estabadesarrollando de forma alarmante. Laexperiencia era parecida apresenciar cómo se estrellaba uncoche a cámara lenta. Existía algoterrorífico y a la vez excitante en ladesgracia de un semejante. Uno sequedaba boquiabierto, se preguntabacómo terminaría todo, casi deseandoque la colisión tuviera consecuencias

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fatales. Jack Coldren agonizabalentamente. Su corazón se deshacíacomo un puñado de hojas secasestrujadas. Todos presenciaban loque ocurría. Y querían quecontinuase.

En el quinto hoyo, Myron y Winse encontraron con Norm Zuckermany Esme Fong. Ambos estaban alborde de un ataque de nervios, sobretodo Esme, pero había quecomprender que para ella habíamucho en juego. En el octavo hoyopresenciaron cómo Jack fallaba unputt muy fácil. Golpe tras golpe, la

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ventaja se fue reduciendo, pasandode insuperable a cómoda, y decómoda a exigua.

En el hoyo nueve, Jack se lasingenió para controlar un poco lahemorragia. Seguía jugando mal,pero cuando sólo quedaban treshoyos por jugar, aún mantenía unaventaja de dos golpes. Tad Crispinejercía una fuerte presión, pero aunasí sería preciso que Jack Coldrenmetiese la pata hasta la rodilla paraque Tad ganara.

Y eso es precisamente lo queocurrió.

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El hoyo dieciséis. El mismoobstáculo que había echado portierra los sueños de Jack veintitrésaños antes. Ambos hombresempezaron bien, pues cada uno deellos envió su pelota al centro de lacalle. Pero en el segundo golpe deJack se produjo el desastre. Pegódemasiado arriba y la bola fue aparar al rough.

El público quedó sin aliento.Myron observaba horrorizado. Jackhabía vuelto a hacer algoinconcebible. Por segunda vez.

Norm Zuckerman le propinó un

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codazo a Myron.—Creo que me he meado en los

pantalones —le balbuceó—. Lo juropor Dios. Vamos, compruébalo por timismo.

—Tu palabra me basta, Norm.Myron se volvió hacia Esme

Fong, que dijo con picardía:—Yo también.Aunque su propuesta era más

seductora, Myron no cayó en latentación.

Jack Coldren apenas sireaccionó. No agitaba una banderablanca, pero daba la impresión de

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estar haciéndolo.Tad Crispin sacó provecho de

aquel error. Efectuó un buen golpe deaproximación. Sólo tenía que acertarun putt de dos metros y medio paraponerse en cabeza. Mientras el jovenTad se situaba junto a la pelota, en latribuna se produjo un silenciosobrecogedor; no era sólo el público,era como si el tráfico de losalrededores, los aviones en el cielo yhasta la hierba, los árboles y elmismísimo campo se hubieran aliadocontra Jack Coldren.

La presión era tremenda, y Tad

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Crispin respondía con grandeza.Cuando la bola cayó en el hoyo,

no se produjo el consabido aplausoeducado propio del golf. El públicoestalló como el Vesubio en Losúltimos días de Pompeya. El sonidose encrespó como una potente ola,acogiendo con entusiasmo al jovenrecién llegado y expulsando alveterano agonizante. Era como sitodo el mundo hubiese deseadoaquello. Todos querían coronar aTad Crispin y decapitar a JackColdren. El joven apuesto contra elveterano avejentado, como si se

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tratara de un equivalente golfista delos debates Nixon-Kennedy.

—Nunca he visto nada igual —comentó alguien.

—Se ha acojonado —reconocióotro.

Myron miró a Win. Aquello eralo peor que podía decirse de undeportista. Carecer de talento,pifiarla o tener un mal día eraaceptable, pero acojonarse, jamás.Quienes se acojonaban erancobardes. Hasta su hombría se poníaen entredicho.

Al menos así lo creía Myron.

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Divisó a Linda Coldren en unatribuna cubierta que dominaba elhoyo dieciocho. Llevaba gafas de soly una gorra de béisbol calada hastalas orejas. Myron la miró. Linda nole devolvió la mirada. Su expresiónrevelaba un evidente estado deconfusión, como si estuvieraresolviendo un problema dematemáticas o tratando de recordarel nombre de alguien que le resultarafamiliar. Algo en aquella expresiónperturbó a Myron. Permaneció en sulugar esperando que le hiciera algunaseña. Pero no lo hizo.

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Tad Crispin se plantó en elúltimo hoyo con un golpe de ventaja.Los demás golfistas habían terminadode jugar, y muchos estabancongregados en torno al green deldieciocho para contemplar el actofinal del mayor fracaso de la historiadel golf.

—El hoyo dieciocho es deciento ochenta y tres, por cuatro —dijo Win, en plan especialista—. Elt e e está en la cantera. Hay quegolpear colina arriba, un trayecto deciento ochenta y tres metros.

—Ya veo —repuso Myron sin

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entender palabra.Tad fue el primero en jugar. Al

parecer su d r i v e fue bueno. Elpúblico le dedicó el consabidoaplauso educado. Llegó el turno deJack Coldren. La bola subió másalto, desafiando a los elementos.

—Excelente golpe —señalóWin.

Myron se volvió hacia EsmeFong.

—¿Qué pasa si terminanempatados? ¿Muerte súbita?

Esme negó con la cabeza.—En otros torneos sí; pero en el

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Open, no. Ambos jugadores tendríanque volver mañana y hacer de nuevotodo el recorrido.

—¿Los dieciocho hoyos?—Sí.El segundo golpe de Tad llevó

la bola muy cerca del green.—Buen golpe —comentó Win

—. Lo deja bien situado para el par.Jack sacó un hierro y se

aproximó a la pelota.Win miró a Myron y sonrió.—¿Reconoces eso?Myron entrecerró los ojos. Lo

invadió una sensación de déjà vu. No

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era aficionado al golf, pero desdedonde se encontraban, incluso élreconoció aquel rincón. Win tenía lafotografía en la estantería de sudespacho. Ben Hogan había estadoexactamente en el mismo lugar que enese momento ocupaba Jack Coldren.En 1950, más o menos. Hoganrealizó el famoso golpe que loconvirtió en campeón del Open.

Mientras Jack ensayaba suswing, Myron no pudo evitar cavilaracerca de la posibilidad de queresurgieran viejos fantasmas.

—Se enfrenta a una tarea casi

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imposible —dictaminó Win.—¿Porqué?—Hoy el banderín está detrás

de aquella enorme trampa de arena.Jack ejecutó un tiro largo hacia

e l green. Lo alcanzó, pero tal comoWin acababa de predecir, seguíaestando a más de seis metros dedistancia. Tad Crispin dio su tercergolpe, un toque preciso que dejó lapelota a quince centímetros del hoyo.Tad la golpeó ligeramente yconsiguió el par. Aquello significabaque Jack no tenía ninguna posibilidadde ganar según el reglamento. Todo

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lo que podía hacer era forzar unempate. Siempre y cuandoconsiguiera aquel putt.

—Un putt de seis metros setenta—susurró Win con expresión ceñuda—. Imposible.

Había dicho seis metros setenta,no seis metros y medio o dos metros.Win era capaz de determinar ladistancia exacta con sólo echar unvistazo, e incluso a más de cincuentametros de distancia. Golfistas. Verpara creer.

Jack Coldren avanzó hasta elgreen. Se agachó, recogió su bola,

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puso una marca, recogió la marca,volvió a poner la bola exactamenteen el mismo sitio. Myron sacudió conla cabeza. Golfistas.

Daba la impresión de que Jackestuviese muy lejos, como siefectuara el putt desde Nueva Jersey.Piensen en ello. Se encontraba a seismetros setenta de un hoyo de diezcentímetros de diámetro. Saquen lacalculadora. Hagan números.

Myron, Win, Esme y Normesperaban. Aquello era el fin. Elgolpe de gracia. El momento en queel torero clava por fin el largo y fino

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estoque.No obstante, mientras Jack

estudiaba la superficie del greenpara calcular la trayectoria de lapelota, pareció tener lugar unaespecie de metamorfosis. Sus rasgoscarnosos se endurecieron. Los ojosse concentraron, se aceraron y,aunque probablemente se tratara dela imaginación de Myron, éste creyóadvertir en sus ojos la mirada de quele había hablado Win. Myron volvióla vista atrás. Linda Coldren tambiénhabía advertido el cambio. Por unbreve instante, permitió que su

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atención se desviara y sus ojosbuscaron los de Myron, como siprecisara una confirmación. Antes deque él pudiera hacer algo más queencontrar su mirada, ella apartó lavista.

Jack Coldren se tomó su tiempo.Escrutó el green desde diversosángulos. Se puso en cuclillas,apuntando hacia delante con el palocomo suelen hacer los golfistas.Conversó con Diane Hoffman duranteun buen rato y a continuación sedirigió hacia la pelota sin el menortitubeo. El palo retrocedió como un

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metrónomo y, al descender, besó labola.

La minúscula esfera blanca quetransportaba todos los sueños deJack Coldren trazó un arco hacia elhoyo, como un águila buscando supresa. En la mente de Myron nohabía espacio para la duda. Laatracción era casi magnética. Fueronunos segundos que parecieroninterminables. La pelota cayó en elhoyo. Por un instante reinó elsilencio, y, acto seguido, se produjoun nuevo estallido, fruto deldesconcierto más que del regocijo.

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Myron se sorprendió a sí mismoaplaudiendo con frenesí.

Jack lo había logrado. Habíaconseguido empatar.

Por encima de los gritos yaplausos de la multitud, se oyó aNorm Zuckerman decir:

—Es fantástico, Esme. Mañanatodo el mundo estará pendiente. Lacobertura de los medios seráincreíble.

—Sólo si gana Tad —señalóEsme.

—¿Qué quieres decir?—¿Qué pasará si Tad pierde?

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—Si obtuviese el segundopuesto no estaría nada mal —dijoNorm—. En cualquier caso, lasituación sería igual a la de estamañana, antes de que ocurriera todoesto. No ganaríamos, pero tampocoperderíamos.

Esme Fong sacudió la cabeza.—Si Tad pierde ahora, no

quedará en segundo lugar —dijo—.Será un perdedor, sin más. Se habrámedido con un jugador famoso porsus fracasos y habrá perdido.

—Te preocupas demasiado,Esme —dijo Norm en tono de burla,

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aunque ya no se mostraba tan jovialcomo antes.

El público comenzó adispersarse. Jack Coldren no sehabía movido del lugar. Sosteníatodavía su putter. No parecía darmuestras de alegría. Permanecióinmóvil, incluso cuando DianeHoffman le dio unas palmadas en laespalda. Sus rasgos volvieron aperder intensidad, sus ojos estabanmás vidriosos que nunca. Era comosi el esfuerzo que había supuestoaquel único golpe hubiese agotadotodas sus reservas de energía, karma,

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fuerza e impulso vital.O quizá, se dijo Myron, hubiera

algo más en juego. Algo más oscuro.Tal vez aquel último instante demagia había proporcionado a Jack unnuevo punto de vista, una nuevaclarividencia sobre la relativaimportancia que revestía a largoplazo aquel torneo. Todos los demásveían en él a un hombre que acababade lograr el putt más importante desu vida. Ahora bien, lo que JackColdren veía era a un hombre queestaba solo, preguntándose quéimportancia tenía en el fondo todo

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aquello y si su único hijo seguía convida.

Linda Coldren apareció en elborde del g r e e n . Trataba demostrarse contenta mientras seacercaba a su marido y lo besaba. Unequipo de televisión iba tras ella.Los flashes centellearon. Unreportero deportivo se unió a ellos,micrófono en mano. Linda y Jack selas ingeniaron para sonreír.

Sin embargo, detrás de aquellassonrisas, Linda se mostrabaprecavida y Jack estaba a todas lucesaterrorizado.

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22

Esperanza propuso un plan.—La viuda de Lloyd Rennart se

llama Francine. Es artista.—¿De qué clase?—No lo sé. Pintora, escultora,

¿qué más da?—Sólo era curiosidad.

Continúa.—La he llamado y le he dicho

que eras reportero del Coastal Star.Es un periódico de la zona de SpringLake. Estás preparando un artículo

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sobre el estilo de vida de variosartistas locales.

Myron asintió. Era un buen plan.La gente no suele rechazar laoportunidad de ser entrevistada sieso ayuda a promocionar suactividad.

Win ya había hecho arreglar lasventanas del coche de Myron, quienno tenía ni idea de cómo lo habíaconseguido. Los ricos, ya se sabe,son diferentes. El trayecto duróaproximadamente dos horas. Eran lasocho de la tarde del sábado. Al díasiguiente Linda y Jack Coldren

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entregarían el dinero del rescate,¿Cómo lo harían? ¿Se reunirían en unlugar público? ¿Habría un mediador?Por enésima vez, Myron se preguntócómo les estaría yendo a Linda, Jacky Chad. Se imaginaba el aspecto quedebía de presentar el rostro juvenil ydespreocupado de Chad mientras lecortaban el dedo. Se preguntaba si elsecuestrador habría empleado uncuchillo afilado, una cuchilla decarnicero, un hacha, una sierra...

Se preguntaba qué se sentiría.Francine Rennart no vivía en

Spring Lake, sino en Spring Lake

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Heights. Había una gran diferencia.Spring Lake se hallaba a orillas delocéano Atlántico y era una localidadcostera tan hermosa como cabíaesperar. Había mucho sol, muy pocoscrímenes y casi ninguna etniaminoritaria. Esto último, sinembargo, constituía un problema. Laespléndida localidad recibía elapodo de la Irlandesa. Esosignificaba que no había buenosrestaurantes. Ni uno solo. La ideaque los lugareños tenían de la hautecuisine consistía en que la comida sesirviera en platos en lugar de en

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canastas. Si a alguien le apetecíaalgo exótico, iba a una tienda decomida china para llevar cuyoecléctico menú incluía delicadezastan exóticas como el pollo chowmein, y, para los más aventureros, elpollo lo mein. Ése era el problemade muchas de aquellas poblaciones.Necesitaban unos cuantos judíos, ogays, o lo que fuera para salpimentarla existencia, para añadir un poco deteatro y un par de clubes nocturnosinteresantes.

Sólo es una opinión personal.Si Spring Lake era una película

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antigua, Spring Lake Heights era laotra cara de la moneda. No se tratabade un barrio bajo ni nada por elestilo. La zona donde vivían losRennart era una especie deurbanización de casas prefabricadas,a medio camino entre loscampamentos de caravanas y lascolonias de pisos construidos endesnivel de finales de los sesenta.Genuino sabor americano.

Myron llamó a la puerta. Unamujer que supuso era FrancineRennart abrió la mosquitera. Susonrisa impostada estaba sombreada

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por el gancho intimidador que teníapor nariz. Tenía el pelo castaño y sinbrillo, completamente desordenado,como si acabara de quitarse los rulosy no hubiese tenido tiempo depeinarse.

—Hola —la saludó Myron.—Usted debe de ser del

Coastal Star.—En efecto —Myron le tendió

la mano—. Soy Bernie Worley.—Se presenta usted en un

momento muy oportuno —dijoFrancine—. Acabo de inaugurar unaexposición.

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Entre el mobiliario del salón nohabía nada de plástico, aunquedebería haberlo habido. El sofá erade un verde descolorido. La butacareclinable (una Barca Loungegenuina) era marrón y estaba llena dedesgarrones remendados con cintaaislante. El televisor tenía la antenaencima y una pared estaba cubiertacon una colección de platos queMyron había visto anunciada enParade.

—Mi estudio está en la partetrasera —indicó ella.

Francine Rennart lo condujo

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hasta un espacioso anexo situadodespués de la cocina. Era unahabitación de paredes blancas conmuy pocos muebles. En medio habíaun sofá con un muelle a la vista, unasilla de cocina apoyada contra él yuna alfombra enrollada. Una especiede manta cubría un objeto de formatriangular. Cuatro papeleras decuarto de baño se alineaban junto ala pared del fondo, Myron supusoque debido a las goteras.

Francine Rennart no lo invitó atomar asiento, sino que permaneciójunto a él en el umbral y preguntó:

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—¿Qué le parece?Myron sonrió, se hallaba

atrapado en una encrucijada. No eratan estúpido como para preguntar«¿Qué me parece el qué?», perotampoco lo bastante listo como parasaber a qué. demonios se refería. Demodo que se quedó callado, con unasonrisa similar a la que exhiben lospresentadores de televisión trasanunciar una pausa para lapublicidad.

—¿Le gusta? —insistióFrancine Rennart.

—Ajá —repuso Myron sin

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dejar de sonreír.—Ya sé que no está al alcance

de todo el mundo.—Hmmm —fue todo lo que

consiguió expresar él.Ella le escrutó el rostro un

instante. Él mantuvo la sonrisa idiota.—Usted no sabe nada sobre

instalaciones, ¿no es verdad?Myron se encogió de hombros.—Me ha pillado. —Cambió de

táctica al vuelo—. Verá, lo queocurre es que no suelo hacer crónicasde este tipo. Soy periodistadeportivo. Ése es mi fuerte. —Su

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fuerte. Nótese la genuina jerga dereportero—. Pero Tanya, o sea mijefa, necesitaba que alguien redactaraun artículo sobre estilos de vida, ycuando Jennifer llamó diciendo queestaba enferma, bueno, me tocó a mí.Es un reportaje sobre varios artistaslocales: pintores, escultores... —Nose le ocurría ninguna otra clase deartista, de modo que no siguió—. Enfin, quizá pueda usted explicarme unpoco lo que hace.

—Mi obra es sobre espacios yconceptos. Consiste en crear estadosde ánimo.

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Myron asintió.—Entiendo.—No es arte per se, en el

sentido clásico. Va más allá. Es elpaso siguiente en el procesoevolutivo del arte.

—Entiendo —repitió Myron.—Todo cuanto hay en esta

exposición sirve a un propósito. Ellugar donde he colocado el sofá. Latextura de la moqueta. El color de lasparedes. La forma en que el sol entrapor las ventanas... La combinaciónde estos elementos crea un ambienteespecífico.

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Myron hizo un ademán haciala... obra de arte.

—¿Y cómo vende algo de estascaracterísticas?

—No se vende —respondióella.

—¿Cómo dice?—El arte no tiene nada que ver

con el dinero, señor Worley. Losverdaderos artistas no asignan unvalor monetario a su obra. Sólo losmercenarios lo hacen.

Sí, como Miguel Ángel y DaVinci, menudos mercenarios.

—¿Qué hace entonces con esto?

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—inquirió él—. Quiero decir, ¿selimita a guardarlo en esta habitación,sin más?

—No. Introduzco cambios.Monto otras piezas. Creo algo nuevo.

—¿Y qué pasará con ésta?Ella sacudió la cabeza.—El arte no tiene nada que ver

con la permanencia. La vida estransitoria. ¿Por qué no va a serlotambién el arte?

De modo que era eso.—¿Tiene nombre esta clase de

arte?—Instalación. Aunque no me

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gustan nada las etiquetas.—¿Cuánto hace que se dedica

a... al arte de las instalaciones?—Llevo dos años trabajando en

mi doctorado en el New York ArtInstitute.

Myron procuró no mostrar susobresalto.

—¿Asiste a clases para haceresto?

—Sí. Tienen un programa muyselectivo.

Claro, pensó Myron, como uncurso de reparación de vídeos ytelevisores de esos que anuncian en

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las revistas.Por fin regresaron a la sala de

estar. Myron se sentó en el sofá. Concuidado, pues quizá también fueseuna obra de arte. Esperó a que ella leofreciera una galleta, u otra obra dearte con forma de galleta.

—No acaba de comprenderlo,¿verdad?

Myron se encogió de hombros.—Quizá si añadiera una mesa

de póquer y unos tahúres.Francine Rennart soltó una

carcajada.—No estaría nada mal —dijo.

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—Si me lo permite, ¿podríamoscambiar de tema? —propuso Myron—. ¿Qué le parece si hacemos algosobre Francine Rennart, la persona?

Ella se mostró un tantoprecavida, pero dijo:

—De acuerdo, pregunte.—¿Está casada?—No. —Su voz sonó como un

portazo.—¿Divorciada?—No.Al reportero Bolitar le

encantaban los entrevistadoslocuaces.

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—Entiendo —dijo—. En esecaso supongo que no tendrá hijos.

—Tengo un hijo.—¿Qué edad tiene?—Diecisiete. Se llama Larry.Un año mayor que Chad

Coldren. Interesante.—¿Larry Rennart?—Sí.—¿Dónde estudia?—Aquí mismo, en el instituto

Manasquan. Está en el último curso.—Estupendo. —Myron se

arriesgó y dio un mordisco a unagalleta—. Tal vez podría

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entrevistarlo, también.—¿A mi hijo?—Claro. Sería interesante

incorporar alguna cita del hijopródigo hablando de lo orgulloso queestá de su madre, de cómo la apoyaen lo que hace, esa clase de cosas.—El reportero Bolitar resultabapatético.

—No está en casa.—Vaya.Esperó a que le diera más

detalles, pero no lo hizo.—¿Dónde está Larry? —

preguntó Myron—. ¿Vive con su

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padre?—Su padre está muerto.Por fin. Myron supo disimular

con maestría.—Caray, lo siento. No he...

Quiero decir, es usted tan joven. Nose me ha ocurrido la posibilidad de...—El reportero Bolitar se mostrabaaturrullado.

—No se preocupe —dijoFrancine Rennart.

—Le pido que me disculpe.—Está bien.—¿Hace tiempo que enviudó?Ella ladeó la cabeza.

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—¿Por qué lo pregunta?—Antecedentes.—¿Antecedentes?—Sí. Me parece esencial para

comprender a Francine Rennart, laartista. Deseo explorar cómo haafectado la viudez a su persona y a suarte. —El reportero Bolitardemuestra sus tablas.

—Hace poco que soy viuda.Myron señaló hacia el...

estudio.—Así pues, cuando creó esa

obra, ¿condicionó la muerte de sumarido el resultado final? Me refiero

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al color de las papeleras o la formade enrollar esa alfombra.

—No, lo cierto es que no.—¿Cómo murió su marido?—¿A santo de qué...?—Una vez más, lo considero

importante para asimilar el contenidode su obra. ¿Fue un accidente, porejemplo? La clase de muerte que noshace reflexionar sobre la volubilidaddel destino. ¿Una enfermedad larga?Ver sufrir a un ser querido...

—Se suicidó.Myron fingió sorprenderse.—Lo lamento mucho —dijo.

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Ella empezó a ponerse a todasluces nerviosa. Mientras Myron laobservaba, sintió una horriblepunzada en el corazón. «Afloja —sedijo—. Deja de centrarte sólo enChad Coldren y recuerda que estamujer también ha sufrido. Estuvocasada con ese hombre. Lo amó,vivió con él, construyeron juntos unavida y le dio un hijo.»

Y después de todo eso, prefirióponer fin a su vida en lugar depasarla junto a ella.

Myron tragó saliva. Jugar deaquel modo con el dolor de un ser

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humano era, en el mejor de los casos,una injusticia. Menospreciar la laborartística de aquella mujer porque nola entendía era cruel. Myron no segustaba mucho en aquel momento.Por un instante pensó que debíamarcharse, pues las posibilidades deque aquello tuviera algo que ver conel caso eran muy remotas, pero, porotra parte, tampoco podía olvidarsesin más de un chico de dieciséis añosal que le habían amputado un dedo.

—¿Estuvieron casados muchotiempo?

—Casi veinte años —respondió

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ella en voz baja.—No quisiera entrometerme,

pero ¿cómo se llamaba?—Lloyd Rennart.Myron entrecerró los ojos como

quien trata de recordar algo.—¿Por qué me suena ese

nombre?Francine Rennart se encogió de

hombros.—Era copropietario de un bar

en Neptune City. El RustyNail.—Claro —dijo Myron—.

Ahora caigo. Pasaba mucho tiempoallí, ¿verdad?

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—Sí.—Dios mío, si yo lo conocía.

Lloyd Rennart. Ahora me acuerdo.Había enseñado golf, ¿verdad?Estuvo en el circuito durante untiempo.

Francine Rennart frunció elentrecejo.

—¿Cómo lo sabe?—Por el Rusty Nail. Soy un

gran aficionado al golf. Comojugador soy una calamidad, pero sigoel golf como otros siguen la Biblia.—Estaba dejando de hacer pie, peroquizá llegase a alguna parte—. Su

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marido fue cadi de Jack Coldren,¿verdad? Hace mucho tiempo.Recuerdo que lo comentamos.

Ella tragó saliva con dificultad.—¿Qué le contó?—¿Contar?—Sobre su época como cadi.—Oh, poca cosa. Solíamos

charlar de nuestros jugadoresfavoritos, Nicklaus, Trevino, Palmer,o de los grandes campos; sobre tododel Merion.

—No.—¿Perdón?—Lloyd nunca hablaba de golf

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—dijo ella con voz firme.El reportero Bolitar se cubre de

gloria.Francine Rennart lo miró de

soslayo.—No puede ser de la compañía

de seguros. Ni siquiera hereclamado... —Reflexionó por uninstante—. Espere un momento. Meha dicho que era periodistadeportivo. Por eso está aquí. JackColdren vuelve al ruedo y usted estápreparando un artículo sobre su vida.

Myron negó con la cabeza. Sesintió avergonzado. «Ya basta»,

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pensó. Respiró hondo varias veces ydijo:

—No.—Entonces ¿quién es?—Me llamo Myron Bolitar. Soy

agente deportivo.—¿Qué quiere de mí? —

preguntó ella, desconcertada.Myron buscó las palabras

adecuadas, pero todas le parecíaninsuficientes.

—No estoy seguro.Probablemente nada; ha sido unapérdida de tiempo absurda. Tienerazón. Jack Coldren ha regresado al

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circuito, pero es como si..., como siel pasado lo persiguiera. A él y a sufamilia les están pasando cosasterribles. Y se me ocurrió...

—¿Qué se le ocurrió? —leespetó ella—. ¿Que Lloyd habíaregresado de entre los muertos paravengarse?

—¿Quería vengarse?—Lo que sucedió en el Merion

pasó hace mucho tiempo. Antes deque yo lo conociera.

—¿Llegó a superarlo?Tras reflexionar por unos

segundos, Francine Rennart dijo:

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—Le llevó mucho tiempo. Lloydno pudo encontrar empleo en elmundillo del golf después de loocurrido. Jack Coldren seguía siendoun niño mimado y nadie queríacontrariarlo. Lloyd perdió a todossus amigos. Empezó a beber más dela cuenta. —Titubeó—. Tuvo unaccidente.

Myron guardó silencio mientrasFrancine respiraba hondo.

—Perdió el control de su coche.—Su voz parecía la de un autómata—. Chocó contra otro coche. EnNarberth. Cerca de donde vivía

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entonces. —Se detuvo y lo miró—.Su primera esposa murió en el acto.

Myron sintió un escalofrío.—No lo sabía —dijo en voz

baja.—Fue hace mucho tiempo,

señor Bolitar. Nos conocimos pocodespués. Nos enamoramos. Dejó debeber y compró aquel bar. Ya sé queparece extraño. Un alcohólicopropietario de un bar. Pero a él ledio resultado. También compramosesta casa. Yo creía..., creía que todoiba bien.

Myron esperó un poco.

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Entonces preguntó:—¿Su marido le dio a Jack

Coldren el palo equivocado apropósito?

La pregunta no pareciósorprenderla. Jugueteó con losbotones de la blusa y se tomó sutiempo antes de responder.

—La verdad es que no lo sé.Nunca hablaba de ese incidente. Nisiquiera conmigo. Sin embargo,había algo ahí. Quizá fuera culpa, nolo sé. —Se alisó la falda con ambasmanos—. Pero todo esto esirrelevante, señor Bolitar. Aunque

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Lloyd hubiera guardado rencor aJack, ahora está muerto.

Myron trató de encontrar unamanera delicada de preguntarlo, perono se le ocurrió ninguna.

—¿Encontraron su cadáver,señora Rennart?

Aquellas palabras la golpearoncomo un puñetazo en el bajo vientre.

—Era..., era una grieta muyprofunda —dijo ella con vozentrecortada—. No había modo de...La policía dijo que no podían enviara nadie allí abajo. Era demasiadopeligroso. Pero no es posible que

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Lloyd sobreviviera. Escribió unanota. Dejó su ropa. Aún conservo supasaporte...

Myron asintió.—Naturalmente —dijo—. Lo

entiendo.Pero mientras se dirigía hacia la

puerta, tuvo la seguridad de no estarentendiendo absolutamente nada.

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23

Tito, el Nazi Sarnoso, noaparecía por el Parker Inn.

Myron aguardaba sentado en sucoche al otro lado de la calle. Comode costumbre, detestaba lavigilancia. En aquella ocasión, sinembargo no hubo lugar para elaburrimiento: la expresión de dolorde Francine Rennart no dejaba deatormentarlo. Se preguntaba quéefectos tendría a largo plazo aquellavisita. Hasta ese día la mujer había

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hecho frente a su aflicción enprivado, había mantenido enterradossus demonios particulares. De prontose había presentado él para removerla tierra firme. Había procuradoconsolarla, pero, al fin y al cabo,¿qué podía decirle él?

Hora de cierre. Ni rastro deTito. En cambio, sus dos compinches(el Prisionero y el Fugitivo) llegarona las diez y media. A la una de lamadrugada salieron juntos. ElFugitivo llevaba muletas: sin dudaeran las secuelas, Myron estabaseguro, de la patada que le había

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propinado en la rodilla. Myronsonrió. Era una victoria modesta,pero cada cual se conforma con loque puede.

El Prisionero iba tomado delbrazo de una chica con todo elaspecto de ser la clase de mujer quese rendía a los encantos de un cabezarapada cubierto de tatuajes.

Ambos hombres hicieron un altopara orinar contra la pared del local.El Prisionero no soltó a su chica nipor un instante. Dios Santo. Habíanmeado tantos hombres en aquel muroque Myron se preguntó si habría

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lavabos en el interior del local. Losdos hombres se separaron. ElPrisionero subió a un Ford Mustangpor el lado del pasajero. Conducía lachica. El Fugitivo llegó cojeandohasta su motocicleta y ató las muletascon unas correas a un lado. Losvehículos partieron en direccionesopuestas.

Myron decidió seguir alFugitivo. Ante la duda, mejordecidirse por el lisiado.

Se mantuvo a buena distancia,maniobrando con suma cautela. Valíamás perder el rastro que arriesgarse

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a ser descubierto. No obstante, lapersecución no duró mucho. Tresmanzanas más abajo, el Fugitivoaparcó y se metió en lo que un díahabía sido una casa. Las paredesestaban desconchadas. Uno de lospilares del porche delantero se habíadesplomado, de modo que parecíaque un gigante hubiese partido en dosel alero del tejado, Los cristales delas dos ventanas del primer pisoestaban rotas. La única razón posiblede que aquel tugurio no hubiese sidoexpropiado era que al inspector delayuntamiento le hubiese entrado un

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ataque de risa tan grande que lehubiera impedido redactar elrequerimiento judicialcorrespondiente.

Bien, ¿y ahora qué?Esperó durante una hora a que

pasara algo. No pasó nada. Habíavisto encenderse y apagarse la luz deuno de los dormitorios. Aquello fuetodo. Tuvo la sensación de estarperdiendo lastimosamente el tiempo.

¿Que debía hacer?No conocía la respuesta. De

modo que cambió de pregunta.¿Qué haría Win en su lugar?

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Sin duda sopesaría los riesgos.Win se daría cuenta de que lasituación era desesperada, de quealguien le había cortado un dedo a unmuchacho de dieciséis años y que lomás importante era rescatar a éstecuanto antes.

Myron asintió. Había llegado elmomento de actuar como Win.

Se apeó. Asegurándose de noser visto. Rodeó la casa. El patiotrasero estaba sumido en laoscuridad. Atravesó una zonacubierta de maleza, tropezó con unadoquín, después con un rastrillo y

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finalmente con la tapadera de uncubo de basura. Se golpeó laespinilla dos veces; tuvo quemorderse el labio inferior para nosoltar una maldición.

La puerta trasera estabaentablada con listones de maderacontrachapada. La ventana de laizquierda, sin embargo, estabaabierta. Myron se asomó al interior.La oscuridad era total. Se encaramócon cuidado y entró en la cocina.

El olor a podrido era espantoso.Oyó un zumbido de moscas. Por uninstante, temió tropezar con un

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cadáver, pero aquel hedor eradiferente, más próximo al de uncontenedor de basura. Inspeccionólas demás habitaciones, andando depuntillas, evitando pisar lasnumerosas partes de suelo en las queel entarimado había desaparecido. Nirastro de un muchacho de dieciséisaños maniatado al que le faltase undedo. Myron siguió la pista de unosronquidos hasta el cuarto en el quehabía visto luz un rato antes. ElFugitivo estaba acostado boca arriba.Dormido. Confiado.

Aquello iba a cambiar muy

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pronto.Myron dio un salto y descargó

todo su peso sobre la rodilla maladel Fugitivo. Éste abrió los ojoscomo platos y soltó un grito, queMyron acalló de inmediato de unpuñetazo en la boca, para acontinuación sentarse a horcajadassobre él y hundirle el cañón de lapistola en la mejilla.

—Vuelve a gritar y eres hombremuerto —masculló Myron.

El Fugitivo permaneció con losojos muy abiertos. De la boca lechorreaba un hilillo de sangre. No

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gritó. A pesar de todo, Myron estabadecepcionado consigo mismo.¿Vuelve a gritar y eres hombremuerto? ¿No se le había podidoocurrir algo menos convencional?

—¿Dónde está Chad Coldren?—preguntó.

—¿Quién?Myron metió a la fuerza el

cañón de la pistola en la bocaensangrentada del Fugitivo,rompiéndole algún que otro diente yprovocándole una arcada.

El Fugitivo guardó silencio. Eraun tipo valiente. O quizá, sólo quizá,

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no podía hablar porque Myron estabahundiéndole el cañón de la pistolahasta la garganta. «Afloja un poco,Bolitar.» Sin alterar un ápice aseveridad de su expresión, Myronsacó despacio el cañón.

—¿Dónde está Chad Coldren?El Fugitivo jadeó e intentó

recobrar el aliento.—Lo juro por Dios, no sé de

qué me habla.—Dame una mano.—¿Qué?—Dame una mano.El Fugitivo levantó una mano.

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Myron agarró la muñeca, la hizogirar y dio un tirón al dedo corazón.Lo dobló hacia dentro y lo aplastócontra la palma. El chico arqueó laespalda a causa del dolor.

—No necesito un cuchillo —dijo Myron—. Puedo triturarlo ydejarlo hecho astillas.

—No sé de qué me habla —balbuceó el Fugitivo—. ¡Lo juro!

Myron apretó un poco más. Noquería partirle el dedo. El Fugitivovolvió a arquear la espalda. «Sonríeun poco —pensó Myron—. Así escomo lo hace Win. Apenas esboza

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una leve sonrisa. Quieres que tuvíctima piense que eres capaz decualquier cosa, que eres frío como untémpano, que hasta puede quedisfrutes con lo que haces. Ahorabien, no quieres que piense que estásloco de remate, fuera de control, queeres un chiflado dispuesto a hacerledaño haga lo que haga. Hay queexplotar ese punto medio.»

—Por favor...—¿Dónde está Chad Coldren?—Oye, yo estaba allí cuando te

atacó, ¿vale? Tit me dijo que medaría cien dólares, pero no conozco a

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ningún Chad Coldren.—¿Dónde está Tit?—En su choza, supongo. No lo

sé.¿Choza? El neonazi empleaba

una jerga callejera anticuada. Ironíasde la vida.

—¿Tito no suele quedar convosotros en el Parker Inn?

—Sí, pero hoy no ha aparecido.—¿Tenía que ir?—Supongo. Aunque tampoco es

que hubiésemos quedado.Myron asintió.—¿Dónde vive?

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—Mountainside Drive. Al finalde la calle. La tercera casa a laizquierda después de la curva.

—Como me estés mintiendo,volveré aquí y te arrancaré los ojos.

—No miento. MountainsideDrive.

Myron señaló con el cañón dela pistola el tatuaje de la esvástica.

—¿Por qué llevas eso?—¿El qué?—La esvástica, imbécil.—Porque estoy orgulloso de mi

raza, por eso.—¿Te gustaría meter a todos los

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judíos en cámaras de gas y matar atodos los negros?

—No vamos de ese palo. —Había más seguridad en la voz delFugitivo; tenía el tema bien estudiado—. Estamos a favor del hombreblanco. No queremos que nosinvadan los negros. No queremos quenos pisoteen los judíos.

Myron asintió.—Te comunico que en estos

momentos tienes a un judío encimade ti —dijo. En la vida, intentasobtener satisfacción de donde puedes—. ¿Sabes qué es la cinta aislante?

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—Sí.—¡Caramba! Y yo que pensaba

que todos los neonazis erais idiotas.¿Dónde la tienes?

El Fugitivo entrecerró los ojos,como si en efecto estuvierapensando.

—No tengo.—Qué lástima. Pensaba atarte

con ella, para que no pudieras avisara Tito. Pero si no tienes, tendré quedispararte en las rodillas.

—¡Espera!Myron empleó casi todo el

rollo.

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Tito estaba sentado al volante

de su camioneta. Muerto.Había recibido dos disparos en

la cabeza, probablemente aquemarropa. Un espectáculo de lomás sangriento. Le habían destrozadola cabeza.

Pobre Tito. Sin cabeza y sinculo. Myron no rió. Una vez más sedio cuenta de que el humor negro noera su fuerte.

Conservó la calma,probablemente porque seguíaactuando como Win. No había luces

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encendidas en la casa. Las llaves deTito seguían puestas en el contacto.Myron las extrajo y abrió la puertaprincipal. Inspeccionó la casa yconfirmó lo que ya había supuesto:allí no había nadie.

¿Y ahora qué?Haciendo caso omiso de la

sangre y la materia gris, Myronregresó a la camioneta y efectuó unminucioso registro. Desde luego,aquello no era lo suyo. Myron volvióa pensar cómo lo haría Win. No eramás que protoplasma, se dijo. Sólohemoglobina, plaquetas, enzimas y

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otras sustancias que le habíanenseñado en las clases de biologíadel instituto y que ya había olvidado.El bloqueo mental dio suficienteresultado como para permitirlehurgar a tientas debajo de losasientos y en las hendiduras de latapicería. Sus dedos tropezaron conmontones de mugre. Bocadillosresecos. Envoltorios de Wendy's.Migajas de distintas formas ytamaños.

Uñas cortadas.Myron contempló el cuerpo sin

vida del Sarnoso y sacudió la

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cabeza. Demasiado tarde para unareprimenda, pero qué demonios.

Entonces dio con el tesoro.Un anillo de oro. Tenía grabada

una insignia de golf en la parteexterior y «C.B.C.» en el interior.Chad Buckwell Coldren.

Eureka.El primer pensamiento de

Myron fue que Chad Coldren habíatenido la astucia de quitárselo ydepositarlo allí a modo de indicio.Como en una película. El muchachoenviaba un mensaje. Si Myronhubiese interpretado su papel

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correctamente, habría negado con lacabeza, lanzado el anillo al aire ymurmurando: «Chico listo.»

Sin embargo, el pensamientoque lo asaltó fue descorazonador.

El dedo amputado que habíanhallado en el coche de Linda Coldrenera un anular.

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24

¿Qué hacer?¿Ponerse en contacto con la

policía? ¿Efectuar una llamadaanónima? ¿Qué?

Myron no tenía la menor idea.Ante todo, había que pensar en ChadColdren. ¿Qué riesgo supondría parael muchacho que avisara a lapolicía?

Ni idea.Menudo lío. Se suponía que ya

estaba fuera de aquel asunto, o que

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debería estarlo. Sin embargo, lascircunstancias habían cambiado y nopodía ignorarlas. ¿Cómo debía actuarante el hallazgo de un cadáver? Y¿qué debía hacer con el Fugitivo?Myron no podía abandonarlomaniatado y amordazado. ¿Y sivomitaba y moría asfixiado? ¡Por elamor de Dios!

«De acuerdo, Myron, piensa. Enprimer lugar, no debes (repite, nodebes) llamar a la policía. Tarde otemprano alguien descubrirá elcadáver. Quizá si efectuaras unallamada anónima desde un teléfono

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público... podría dar resultado.Pero... parece mentira que no sepasque la policía graba todas lasllamadas que recibe. Tendrían tu vozgrabada. Tal vez podríasmodificarla, hablar con unaentonación más grave, añadir unacento o algo así. Espera, cuelga elauricular. Piensa en lo que hasucedido en la última hora y analizalos hechos.»

Sin una razón convincente,Myron había entrado por la fuerza enla casa de un hombre, lo habíaagredido físicamente, amenazándolo

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de la forma más terrible, y lo habíadejado atado y amordazado, todoello para averiguar el paradero deTito. Poco después de ese incidente,la policía recibía una llamadaanónima y al cabo de un ratoencontraba a Tito muerto en sucamioneta.

¿Quién iba a ser el principalsospechoso?

Myron Bolitar, agente deportivode los desgraciados sin remedio.

Maldita sea.Entonces, ¿qué? No importaba

lo que Myron hiciera a aquellas

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alturas; tanto si llamaba como si no,sospecharían de él. Interrogarían alFugitivo. Les hablaría de Myron yéste sería señalado como el presuntoasesino. Sólo había que detenerse apensarlo un instante para caer en lacuenta de que se trataba de unaecuación muy simple.

De modo que la pregunta aúnseguía en pie. ¿Qué hacer?

No podía preocuparse por lasconclusiones que sacase la policía.Tampoco podía preocuparse de símismo. Debía centrarse en ChadColdren. ¿Qué sería lo mejor para

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él? Era difícil saberlo. La apuestamás segura, por supuesto, consistíaen echar tierra al asunto, intentar quesu participación pasara inadvertida.

De acuerdo, muy bien, teníasentido.

De modo que la respuesta erano denunciarlo. Dejar el cadáverdonde estaba. Volver a poner elanillo en la hendidura del asiento porsi más adelante la policía lonecesitaba como prueba. Bien,aquello parecía un buen plan;suponía la mejor forma de garantizarla seguridad del muchacho así como

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de satisfacer los deseos de losColdren.

Entonces, ¿qué hacer con elFugitivo?

Myron regresó en coche a lacasa de éste. Lo encontró en elmismo sitio donde lo había dejado:encima de la cama, atado de pies ymanos y amordazado con cintaaislante de color gris. Parecía mediomuerto. Myron lo sacudió. El chicoreaccionó. Estaba pálido. Myron learrancó la mordaza.

Al Fugitivo le vinieron unascuantas arcadas.

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—Tengo un hombre fuera —mintió Myron, mientras seguíaarrancando cinta—. Si ve que teapartas de esta ventana, te aseguroque lamentarás haber nacido. ¿Meentiendes?

El Fugitivo asintió, temeroso.Lamentarás haber nacido. Dios

mío.En la casa no había teléfono, de

modo que no tenía que preocuparsepor eso. Tras unas cuantas severasadvertencias más, ligeramentesazonadas con tópicos del tipo «antesde que haya acabado contigo, me

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rogarás que te mate», dejó al neonazia solas, temblando como una hoja.

Fuera no había nadie. Myronsubió a su coche y se preguntó unavez más qué estarían haciendo losColdren. ¿Habría llamado ya elsecuestrador? ¿Les habría dadoinstrucciones? ¿Cómo afectaba lamuerte de Tito al desarrollo de losacontecimientos? ¿Habría sufridoChad una nueva mutilación o habríalogrado escapar? Quizá se hubieraapoderado del arma y hubiesedisparado contra alguien.

Quizás. Aunque no era

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probable. Más bien, algo habíasalido mal. Alguien había perdido elcontrol. Alguien se había vuelto loco.

Tenía que prevenir a losColdren.

Sí, Linda Coldren le había dadoinstrucciones muy precisas de que semantuviera al margen, pero lo habíahecho antes de que él encontrase uncadáver. ¿Cómo iba a quedarsecruzado de brazos dejándolos aciegas? Alguien le había cortado undedo a su hijo. Alguien habíaasesinado a uno de lossecuestradores. Un «simple»

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secuestro, si es que tal cosa existía,se había salido de madre. La sangrehabía corrido gratuitamente.

Tenía que avisarles. Tenía queestablecer contacto con los Coldren yponerlos al corriente de todo lo quehabía descubierto.

Pero ¿cómo?Enfiló Golf House Road. Era

muy tarde, casi las dos de la mañana.No habría nadie despierto. Myronapagó los faros del coche y avanzódespacio y en silencio. Deslizó elcoche hasta el pasaje que separabauna casa de otra; si por casualidad

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alguno de los ocupantes estabadespierto y miraba por la ventana,podría creer que el coche pertenecíaa una visita de los vecinos. Se apeó ycaminó lentamente hacia la casa delos Coldren.

Ocultándose aquí y allá, Myronse fue aproximando. Sabía, porsupuesto, que no era posible que losColdren estuviesen durmiendo. Jackquizás hubiese hecho un intentosimbólico, pero Linda ni siquiera sehabría sentado. Sin embargo, dadaslas circunstancias aquello no teníademasiada importancia.

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¿Cómo establecería contactocon ellos?

No podía llamar por teléfono.No podía acercarse y golpear lapuerta. Y no podía lanzar piedrascontra la ventana, como elpretendiente de una mala comediaromántica. Así pues, ¿en quésituación se encontraba?

Perdido.Avanzó de arbusto en arbusto,

acercándose poco a poco hacia lacasa de los Coldren, con cuidado deno ser visto. No tenía la menor ideade lo que iba a hacer, pero cuando

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estuvo lo bastante cerca como paradetectar una luz encendida en elestudio se le ocurrió una idea.

Una nota.Sí, escribiría una nota,

contándoles su descubrimiento,advirtiéndoles que anduvieran consumo cuidado, ofreciendo de nuevosus servicios. Pero ¿cómo haríallegar la nota hasta la casa? Podríahacer un avión de papel con la nota ymandarla volando. Ah, claro, con lashabilidades mecánicas de Myron, sinduda daría resultado. Myron Bolitar,el hermano Wright judío. ¿Qué más?

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¿Atar la nota a una piedra, tal vez?¿Y entonces qué? ¿Romper el cristalde una ventana?

Dio la casualidad que no tuvoque hacer ninguna de esas cosas.

Oyó un ruido a su derecha.Pisadas. En la calle. A las dos de lamañana.

Myron corrió a zambullirse denuevo tras un arbusto. Las pisadas seacercaban más deprisa. Corría.

Permaneció agachado. Por uninstante creyó que el corazón se lesaldría de la boca. Las pisadas seoyeron cada vez más fuertes y de

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súbito se detuvieron. Myron miró ahurtadillas entre las ramas delarbusto. Otros setos le tapaban lavisión.

Contuvo el aliento y esperó.Las pisadas reanudaron su

marcha. Más despacio ahora. Sinprisa. Con despreocupación. Comodando un paseo. Myron asomó lacabeza. Nada. Se puso en cuclillas.Se fue irguiendo lentamente, a pesarde las protestas de la rodillalesionada. Venció al dolor. Sus ojosalcanzaron las hojas altas delarbusto. Myron se asomó y por fin

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vio quién era.Linda Coldren.Llevaba un chándal azul y

zapatillas de deporte. ¿Habría salidoa correr? No parecía el momento másindicado. Aunque nunca se sabía.Jack golpeaba bolas de golf. Myronlanzaba una pelota naranja contra unaro de metal. Quizás a Linda legustaba correr de madrugada.

Aunque le parecía bastanteimprobable.

Se acercaba al final del caminode entrada. Myron tenía que llamarsu atención. Levantó una piedra del

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suelo y la lanzó a ras de tierra haciaella. Linda se detuvo y miróalrededor en actitud de alerta. Myronarrojó otra piedra. Ella miró hacia elarbusto. Myron le hizo señas con unamano. Dios, cuánta sutileza. Si Lindase había sentido lo bastante seguracomo para abandonar la casa, si alsecuestrador no le había importadoque saliera a dar un paseo nocturno,aproximarse a un arbusto tampocodebería ser motivo de alarma. No erauna buena argumentación lógica, peroya empezaba a hacerse tarde.

Si no había salido a correr, ¿qué

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hacía Linda en la calle a esas horas?A no ser...A no ser que hubiera salido a

pagar el rescate.Sin embargo, el fin de semana

no había terminado y los bancos aúnestaban cerrados. No podía haberreunido cien mil dólares sin ir antesa un banco. Lo había dejado bienclaro, ¿no era así?

Linda Coldren se acercódespacio al arbusto.

Cuando estuvo a unos tresmetros, Myron asomó la cabeza.

Linda dio un respingo.

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—Lárguese de aquí —susurróentre dientes.

Él no perdió el tiempo.—He encontrado muerto al tipo

del teléfono público —le dijo en vozbaja—. Dos disparos en la cabeza.El anillo de Chad estaba en su coche.Pero ni rastro del muchacho.

—¡Lárguese!—Sólo quería prevenirla. Tenga

cuidado. Este juego va en serio.Linda miró nuevamente

alrededor, asintió y se volvió.—¿Cuándo es el intercambio?

—preguntó Myron—. Y ¿dónde está

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Jack? Asegúrese de ver a Chad consus propios ojos antes de entregarnada.

Suponiendo que Linda lo oyera,no dio ninguna muestra de ello.Enfiló deprisa el camino hacia laentrada de la casa, abrió la puerta yentró.

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Win abrió la puerta deldormitorio.

—Tienes visita.Myron no levantó la cabeza de

la almohada. Ya no lo desconcertabaque los amigos no llamaran antes deentrar.

—¿Quién es?—Agentes de la ley —dijo Win.—¿Polis?—Sí.—¿De uniforme?

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—Sí.—¿Tienes idea de lo que

quieren?—Lo siento, pero la verdad es

que no. Mejor baja a averiguarlo porti mismo.

Myron se frotó los ojos paraespabilarse y se vistió a toda prisa.Se calzó unos mocasines náuticos sincalcetines. Muy al estilo de Win.

Se cepilló los dientes, más portener buen aliento que por la saluddental a largo plazo, y decidiócalarse una gorra de béisbol en lugarde perder tiempo mojándose la

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cabeza. Le encantaba aquella gorra.Se la había regalado Jessica.

Los dos uniformados esperabancon paciencia policial en la sala deestar. Eran jóvenes y rebosabansalud.

—¿El señor Bolitar? —preguntó el más alto.

—Sí.—Le agradeceríamos que nos

acompañara.—¿Adónde?—El detective Corbett se lo

explicará cuando lleguemos.—¿No puede darme una pista?

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—Preferiríamos no hacerlo,señor.

Myron se encogió de hombros.—En ese caso, andando.Se sentó en la parte trasera del

coche patrulla. Los dos uniformadosocuparon los asientos delanteros.Circularon a bastante velocidad perosin conectar la sirena. El teléfonomóvil de Myron sonó.

—¿Os importa si contesto lallamada?

—Por supuesto que no, señor —respondió el policía alto.

—Muy amable. —Myron pulsó

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la tecla de conexión—. ¿Diga?—¿Está solo? —Era Linda

Coldren.—No.—No le diga a nadie que soy

yo. ¿Puede venir lo antes posible? Esurgente.

—¿Cómo que no puedenentregarlo hasta el jueves?

—Yo tampoco puedo hablarahora. Venga cuanto antes. Y no diganada hasta que me haya visto. Porfavor. Confíe en mí. —Linda colgó elauricular.

—Muy bien, pero entonces

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prefiero que pongan rosquillas gratis.¿Entendido?

Myron desconectó el teléfonocelular. Miró por la ventanilla. Laruta que habían tomado los polis leresultaba en extremo conocida. Erala misma que seguía él para ir alMerion. Al llegar a la entrada delclub en la avenida Ardmore, Myronvio varios coches de policía yunidades móviles de la televisión.

—¡Maldita sea! —masculló elpolicía más alto.

—Ya sabías que no tardarían enenterarse —señaló su compañero.

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—Es un notición —convino elalto.

—¿No podéis adelantarmealgo?

El poli más bajo se volvió haciaMyron.

—No, señor. —Mirónuevamente al frente.

—Estupendo —dijo Myron,aunque aquello le daba mala espina.

El coche patrulla avanzó sinaminorar la marcha ante el cerco dela prensa. Los reporteros se apiñabancontra las ventanillas, escrutando elinterior del vehículo. Varios flashes

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centellearon ante el rostro de Myron.Un policía les abrió el paso. Losperiodistas se fueron apartando delcoche. Llegaron al aparcamiento delclub. En las proximidades había porlo menos una docena de coches depolicía, con y sin distintivos.

—Venga conmigo, por favor —dijo el uniformado más alto.

Myron obedeció. Recorrieron lacalle del hoyo dieciocho. Un nutridodestacamento de agentes caminabacon la cabeza gacha, recogiendotrozos de Dios sabe qué ymetiéndolos en bolsitas de plástico.

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Era evidente que algo iba mal.Al llegar a lo alto de la colina,

Myron divisó a varias docenas depolicías formando un círculoperfecto en la famosa cantera.Algunos sacaban fotografías.Fotografías de la escena del crimen.Otros estaban agachados. Cuandouno de ellos se puso en pie, Myron lovio.

Le flaquearon las piernas.—Oh, no...En medio de la cantera,

tumbado en el famoso obstáculo quele había costado el torneo veintitrés

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años atrás, yacía el cuerpo exánimede Jack Coldren.

Los policías lo observaron,analizando su reacción. Myron noreveló nada.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Espere aquí, por favor.El poli más alto descendió por

la colina; el más bajo permaneciójunto a Myron. El alto intercambióunas cuantas palabras con un hombrevestido de paisano que Myron supusodebía de ser el detective Corbett.Corbett echó un vistazo hacia donde

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Myron se encontraba mientras elagente le hablaba. Hizo una seña conla cabeza al poli más bajo.

—Sígame, por favor.Todavía aturdido, Myron

avanzó con paso vacilante hacia lacantera. No quitaba los ojos delcadáver. La sangre coaguladaenvolvía la cabeza de Jack como side un peluquín se tratara. El cuerpose encontraba en una postura quenunca habría adoptado por sí mismo.Oh, Dios. Pobre tipo.

Corbett lo saludó con un efusivoapretón de manos.

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—Muchas gracias por venir,señor Bolitar. Soy el detectiveCorbett.

Myron asintió sin salir de suasombro.

—¿Qué ha pasado?—Un empleado de

mantenimiento lo ha encontrado a lasseis de esta mañana.

—¿Le han disparado?Corbett esbozó una sonrisa.

Tenía aproximadamente la edad deMyron y era menudo para ser policía.No sólo menudo, pues hay muchospolis menudos, sino enclenque. Lucía

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una gabardina al estilo Colombo.«De ver demasiada televisión»,pensó Myron.

—No quisiera resultar groseroni nada por el estilo —dijo Corbett—, pero, si no le importa, laspreguntas las haré yo.

Myron echó un vistazo alcadáver. No salía de su asombro.Jack muerto. ¿Por qué? ¿Qué habíaocurrido? ¿Debido a qué la policíahabía decidido interrogarle?

—¿Dónde está la señoraColdren? —preguntó Myron.

Corbett miró a los dos agentes y

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luego a Myron.—¿Por qué quiere saberlo?—Quiero asegurarme de que

está sana y salva.—Muy bien, pues —dijo

Corbett, cruzándose de brazos—, enese caso, tendría que haberpreguntado «¿Cómo está la señoraColdren?», o «¿Está bien la señoraColdren?», en lugar de «¿Dónde estála señora Coldren?». Es decir, sirealmente le interesa saber cómoestá.

Myron miró fijamente a Corbettpor espacio de varios segundos.

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—Veo que es usted muyperspicaz —dijo al cabo.

—No hay motivo para ponersesarcástico, señor Bolitar. Es sólo queparece estar muy preocupado porella.

—Lo estoy.—¿Son amigos?—Sí.—¿Amigos íntimos?—¿Cómo dice?—Una vez más, no quisiera

mostrarme grosero ni nada por elestilo —dijo Corbett—, perodígame, ¿ha recibido usted..., ya

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sabe, sus favores?—¿Ha perdido el juicio?—¿Eso es un sí?Corbett pretendía hacerle

perder la calma. Myron conocía a laperfección las reglas del juego. Seríauna estupidez caer en la trampa.

—La respuesta es no. No hemostenido contacto sexual de ningunaclase.

—¿En serio? Qué raro.Quería que Myron picara, pero

éste no lo complació.—Verá, un par de testigos los

vieron juntos en varias ocasiones

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durante los últimos días. La mayorparte de las veces en una tienda delvillage. Pasaron varias horas a solas,hablando muy arrimados. ¿Seguroque no están enrollados?

—No —repuso Myron.—Que no están enrollados, o

que no...—No, no estamos enrollados ni

nada por el estilo.—Ajá, ya veo. —Corbett

simuló que rumiaba sobre aquel dato—. ¿Dónde estuvo anoche, señorBolitar?

—¿Soy sospechoso, detective?

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—Sólo estamos charlandoamistosamente, señor Bolitar. Eso estodo.

—¿Sabe a qué hora aproximadase produjo la muerte? —preguntóMyron.

Corbett le dedicó otra de suscínicas sonrisas.

—Una vez más, no tengo lamenor intención de resultar obtuso ogrosero —dijo—, pero ahora mismopreferiría concentrarme en usted. —Su voz adquirió un tono másautoritario—. ¿Dónde estuvoanoche?

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Myron recordó la recientellamada de Linda a su teléfonomóvil. Sin duda la policía ya lahabría interrogado. ¿Les habríacontado lo del secuestro?Probablemente no. En cualquiercaso, él no era quién paramencionarlo., No sabía cómo estabanlas cosas. No podía arriesgarse adecir algo que estuviera fuera delugar; la seguridad de Chad estaba enjuego. Lo mejor sería largarse de allícuanto antes.

—Me gustaría ver a la señoraColdren.

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—¿Por qué?—Para asegurarme de que se

encuentra bien.—Muy amable de su parte,

señor Bolitar, y muy noble, pero megustaría que contestara a mi pregunta.

—Antes quiero ver a la señoraColdren.

Corbett entornó los ojos en elmás puro estilo policial.

—¿Se niega a responder a mispreguntas?

—No, pero ahora mismoconsidero prioritario velar por elbienestar de mi futura cliente.

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—¿Cliente?—La señora Coldren y yo

hemos estado discutiendo laposibilidad de que firme un contratocon MB SportsReps.

—Entiendo —dijo Corbett,frotándose la barbilla—. Esoexplicaría el rato que estuvieronjuntos en la tienda.

—Contestaré a sus preguntasdespués, detective. Ahora preferiríacomprobar cómo se encuentra laseñora Coldren.

—Se encuentra bien, señorBolitar.

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—Me gustaría comprobarlopersonalmente.

—¿No se fía de mí?—No es eso, pero si voy a ser

el agente de la señora Coldren, antetodo tengo que estar a su disposición.

Corbett sacudió la cabeza yenarcó las cejas.

—¿Qué intenta ocultar, señorBolitar?

—¿Puedo irme ya?—No está arrestado —dijo

Corbett—. De hecho —se volvióhacia los dos agentes—, hagan elfavor de escoltar al señor Bolitar

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hasta la residencia de los Coldren.Asegúrense de que nadie lo molestapor el camino.

Myron sonrió.—Gracias, detective.—No hay de qué —repuso

Corbett, y mientras se alejaba gritó—: Ah, una cosa más. —Definitivamente, aquel hombre habíavisto demasiados capítulos deColombo—. Esa llamada que acabade recibir en el coche patrulla, ¿nosería de la señora Coldren?

Myron no dijo nada.—No importa. Ya lo

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comprobaremos. —Corbett imitó elsaludo de Colombo—. Que pase unbuen día.

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Frente a la casa de los Coldrenhabía otros cuatro coches patrulla.Myron caminó hasta la puerta, ya sinla compañía de los agentes, y llamó.Abrió una mujer negra a quien Myronno conocía.

—Bonita gorra —dijo la mujer—. Pase.

La mujer tendría unos cincuentaaños y lucía un traje chaqueta decorte impecable. El cutis de colorcafé se veía curtido y ajado. Su

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expresión era de cansancio yaburrimiento.

—Soy Victoria Wilson —sepresentó.

—Myron Bolitar.—Sí, ya lo sé.—¿Hay alguien más en casa?—Sólo Linda.—¿Puedo verla?Victoria Wilson asintió con

parsimonia; Myron tuvo la impresiónde que se estaba reprimiendo unbostezo.

—Antes tal vez deberíamoshablar —dijo.

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—¿Es usted de la policía? —preguntó Myron.

—Al contrario —contestó ella—. Soy la abogada de la señoraColdren.

—A eso llamo yo ir deprisa.—Permítame que vaya

directamente al grano —dijo VictoriaWilson en tono monótono, semejanteal de las camareras de cafeteríacuando cantan los platos del día aúltima hora de un segundo turno. —La policía cree que la señoraColdren ha asesinado a su marido.También cree que usted está

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implicado de un modo u otro.Myron la miró.—Está de broma, ¿verdad?—¿Tengo aspecto de bromista,

señor Bolitar? —La mujer hizo unapausa y añadió—: Linda no cuentacon una coartada sólida para lanoche de ayer. ¿La tiene usted?

—Pues lo cierto es que no.—Veamos, voy a contarle lo

que la policía ha averiguado hastaahora —dijo Victoria Wilson conexpresión de hastío—. En primerlugar, cuentan con un testigo, unempleado de mantenimiento que vio

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a Jack Coldren entrar en el Merionhacia la una de la mañana. El mismotestigo también vio a Linda Coldrenhacer otro tanto treinta minutos mástarde y abandonar el club pocodespués; pero Jack Coldren novolvió a salir de allí.

—Eso no significa...—En segundo lugar —lo

interrumpió—, anoche, hacia las dosde la madrugada, la policía recibióaviso de que su coche, señor Bolitar,estaba aparcado en Golf HouseRoad. La policía se pregunta quéhacía usted en un lugar tan extraño a

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tan extraña hora.—¿Cómo sabe todo eso? —

preguntó Myron.—Tengo buenos contactos en la

policía —respondió con la mismavoz monocorde—. ¿Puedo continuar?

—Por favor.—En tercer lugar, Jack Coldren

había contratado a un abogadoespecialista en divorcios. De hecho,había iniciado el proceso derecopilar documentos con vistas apresentar una demanda.

—¿Linda lo sabía?—No, aunque una de las

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alegaciones presentadas por el señorColdren hace referencia a unainfidelidad reciente de su esposa.

Myron se llevó las manos alpecho.

—A mí no me mire.—Señor Bolitar.—Dígame.—Sólo estoy exponiendo

hechos, y le agradecería que no meinterrumpiera. En cuarto lugar, variostestigos aseguran que el sábado,durante el Open, usted y la señoraColdren dieron muestras de ser algomás que amigos.

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Myron aguardó. Victoria Wilsonpermaneció en silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó él.—No, pero es cuanto necesita

saber por ahora.—Vi a Linda por primera vez el

viernes.—¿Está en condiciones de

demostrarlo?—Bucky puede atestiguarlo. Él

nos presentó.Victoria Wilson dejó escapar un

profundo suspiro.—El padre de Linda Coldren —

dijo—. Un testigo perfecto, de lo más

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imparcial.—Vivo en Nueva York.—Que está a menos de dos

horas en Amtrack desde Filadelfia.Siga.

—Tengo novia. Jessica Culver.Vivo con ella.

—Y me dirá que ningún hombreha engañado jamás a su mujer.

Myron sacudió la cabeza.—¿Acaso sugiere...?—Nada —lo interrumpió la

abogada en el mismo tonomonocorde—. No sugieroabsolutamente nada. Le digo lo que

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piensa la policía, que Linda mató aJack. La razón por la que hay tantosagentes rodeando esta casa es quequieren asegurarse de que no nosllevamos nada antes de que hayanexpedido la orden de registro. Handejado más claro que el agua que enesta ocasión no quieren a ningúnKardashian.

Kardashian. Como en el caso deO. J. Simpson. Aquel hombre cambióel léxico jurídico para siempre.

—Pero... —Myron volvió amenear la cabeza—. Esto es ridículo.¿Dónde está Linda?

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—Arriba. He dicho a la policíaque se siente demasiado afligidacomo para hablar con ellos en estemomento.

—Linda no debería sersospechosa de nada. En cuanto lehaya contado toda la historia,comprenderá a qué me refiero.

Victoria Wilson contuvo unbostezo.

—Me ha contado toda lahistoria.

—¿Hasta lo del...?—Secuestro —Victoria Wilson

acabó la frase por él—. Sí.

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—Bueno, ¿y no cree que esto laexonera?

—No.Myron se mostró perplejo.—¿La policía está al corriente

de lo del secuestro?—Por supuesto que no. No

vamos a decir nada, de momento.—Pero en cuanto se enteren, se

centrarán en eso. Comprenderán queLinda no podía estar involucrada.

Victoria Wilson le dio laespalda.

—Subamos.—¿No está de acuerdo?

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Ella no contestó. Empezaron asubir por la escalera.

—Usted es abogado —dijoVictoria.

No sonó como una preguntapero, incluso así, Myron repuso:

—No ejerzo.—Pero lo admitieron en el

colegio de abogados.—En Nueva York.—Con eso basta. Quiero que

sea asesor jurídico en este caso.Puedo conseguirle una dispensa deinmediato.

—No me dedico al derecho

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penal —objetó Myron.—Da igual. Sólo quiero que

actúe como procurador de la señoraColdren.

Myron asintió.—Comprendo; de ese modo no

podré testificar, y cuanto me seadicho será secreto profesional.

—Muy inteligente de su parte.—La abogada se detuvo junto a lapuerta de un dormitorio y se apoyócontra la pared—. Entre. Yoesperaré aquí fuera.

Myron llamó con los nudillos yentró. Linda estaba de pie frente a la

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ventana, mirando hacia el patiotrasero de su casa.

—Linda.No se volvió.—Estoy pasando una mala

semana, Myron. —Se rió. No fue unarisa alegre.

—¿Está bien? —preguntó.—¿Yo? Mejor que nunca.

Gracias por preguntar.Myron dio un paso hacia ella,

sin saber qué decir.—¿Han llamado los

secuestradores para pedir el rescate?—Anoche —contestó Linda—.

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Jack habló con ellos.—¿Qué dijeron?—No lo sé. Después de la

llamada salió hecho una furia. No mecontó nada.

Myron trató de imaginarse laescena. Suena el teléfono. Jackcontesta. Sale disparado sin darexplicaciones. No podía decirse queencajara muy bien.

—¿Ha vuelto a tener noticias deellos? —inquirió.

—No, todavía no.Myron asintió, a pesar de que

ella seguía dándole la espalda.

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—Y entonces ¿qué hizo?—¿Hacer?—Anoche. Después de que Jack

se largara de ese modo.—Esperé un rato a que se

calmara —respondió Linda,cruzando los brazos sobre el pecho—. Al ver que no regresaba, salí ensu busca.

—Fue al Merion —dijo él.—Sí. A Jack le gusta pasear por

el campo, para pensar y estar a solas.—¿Llegó a verlo?—No. Sólo eché un vistazo.

Luego regresé aquí. Entonces fue

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cuando me encontré con usted.—Y Jack no regresó —señaló

Myron.Sin dejar de darle la espalda,

Linda Coldren sacudió la cabeza.—¿Qué le ha hecho pensar que

fue así, Myron? ¿El cadáver en lacantera?

—Sólo pretendía ayudar.Linda se volvió. Tenía los ojos

enrojecidos y parecía muy cansada.Su rostro revelaba un cansancioevidente. Incluso así, su belleza eraincreíble.

—Es que necesito desahogarme

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con alguien. —Se encogió dehombros, y esbozó una amargasonrisa—. Y usted está aquí.

Myron deseaba acercarse a ella,pero se contuvo.

—¿Ha estado despierta toda lanoche?

Ella asintió.—He estado de pie aquí mismo,

esperando a que Jack regresara.Cuando la policía llamó a la puerta,pensé que sería por Chad. Quizá loque voy a decirle le parezca horrible,pero cuando me han contado lo deJack, me he sentido casi aliviada.

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Sonó el teléfono.Linda se volvió, sobresaltada.

Miró a Myron, que dijo:—Probablemente sea la prensa.Linda negó con la cabeza.—Por esta línea no. —Se

acercó al teléfono, pulsó el botóniluminado y descolgó el auricular—.Diga.

Contestó una voz. Linda sequedó boquiabierta y sofocó unsollozo llevándose una mano a laboca. Las lágrimas le inundaron losojos. La puerta se abrió de golpe.Victoria Wilson entró en la

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habitación con el aspecto de un osoal que han despertado de su siesta.

Linda los miró.—Es Chad —dijo—. Está en

libertad.

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27

Victoria Wilson tomó el mandode inmediato.

—Iremos nosotros a recogerlo—decidió ella—. Mientras, no dejesde hablar con él.

Linda empezó a negar con lacabeza.

—Pero yo quiero...—Confía en mí, cariño. Si

acudes, todos esos polis yperiodistas te seguirán. Myron y yo,en cambio, podemos despistarlos si

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es preciso. No quiero que la policíahable con tu hijo antes que yo. Demodo que te quedas aquí y mantienesla boca cerrada. Si la policía sepresenta con una orden, los dejasentrar, pero, pase lo que pase, nodices nada. ¿Entendido?

Linda asintió.—Bien, ¿dónde está?—En la calle Porter.—Perfecto, dile que la tía

Victoria va para allá. Nosocuparemos de él.

Linda la tomó del brazo, conexpresión de súplica.

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—¿Lo traerás aquí?—Por el momento no, cariño —

respondió la abogada con voz deaburrimiento—. La policía lo vería,y eso no nos conviene. Haríandemasiadas preguntas. No tardarásen reencontrarte con él. —Se volvióy echó a andar hacia la puerta.

Con aquella mujer no se podíadiscutir.

Una vez en el coche, Myronpreguntó:

—¿De qué conoce a Linda?—Mis padres fueron sirvientes

de los Buckwell y los Lockwood —

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contestó—. Me crié en sus fincas.—Y en algún momento del

camino ingresó en la facultad dederecho.

La abogada frunció el entrecejo.—¿Piensa escribir mi

biografía?—Sólo pregunto.—¿Por qué? ¿Le sorprende que

una mujer negra de mediana edad seencargue de los asuntos legales deuna acaudalada familia de blancos?

—Francamente, sí —admitióMyron.

—No me sorprende, pero ahora

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no hay tiempo para eso. ¿Tienealguna pregunta importante quehacer?

—Sí —respondió Myron, queera quien conducía—. ¿Qué es lo queno me ha contado?

—Nada que necesite saber.—Soy procurador en este caso.

Tengo que saberlo todo.—Más adelante. Ahora

centrémonos en el muchacho.Otra vez aquel tono monocorde

que imposibilitaba toda discusión.—¿Está segura de que lo que

hacemos es lo correcto? Me refiero a

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no informar a la policía sobre elsecuestro.

—Siempre podemos contárselomás tarde —repuso Victoria Wilson—. Éste es el error que comete lamayor parte de los abogados. Creenque tienen que contarlo todo cuantoantes, pero eso puede resultarperjudicial. Siempre se está a tiempode hablar.

—No sé si estoy muy deacuerdo.

—Mire, Myron, si en algúnmomento necesitamos a un experto ennegociar contratos sobre zapatillas

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deportivas le otorgaré el mando,pero mientras sigamos haciendofrente a un caso criminal, permita quesea yo quien tome las decisiones, ¿deacuerdo?

—La policía quiereinterrogarme.

—No tiene por qué decir nada.Está en su derecho. No puedenobligarlo.

—A no ser que me manden unacitación.

—Ni siquiera en ese caso.Usted es el procurador de LindaColdren.

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Myron sacudió la cabeza.—Eso sólo es válido a partir

del momento en que me pidió queejerciese como tal, pero tienenderecho a preguntarme lo que quieransobre lo que haya sucedido antes.

—Se equivoca. —VictoriaWilson suspiró—. Cuando LindaColdren solicitó su ayuda porprimera vez, ya sabía que era unabogado colegiado. Por consiguiente,todo cuanto le haya dicho está sujetoa esa relación que establecieron.

Myron no pudo reprimir unasonrisa.

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—Lleva usted las cosas muylejos.

—Es así, sencillamente. Noimporta lo que usted quiera hacer;moral y legalmente no estáautorizado a hablar con nadie.

Sin duda, era una excelenteabogada.

Myron pisó el acelerador.Nadie los seguía; la policía y losperiodistas se habían quedado en lacasa. Todas las emisoras hablabandel caso. Los locutores repetían unay otra vez la única declaración queLinda Coldren había hecho: «Todos

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estamos muy tristes por esta tragedia.Les pido encarecidamente querespeten nuestro dolor.»

—¿Redactó usted esadeclaración? —preguntó Myron.

—No. Lo hizo Linda antes deque yo llegara a su casa.

—¿Por qué?—Supuso que de ese modo se

quitaría a los periodistas de encima.Ahora ya sabe cómo van estas cosas.

Enfilaron la calle Porter. Myronmiró hacia ambas aceras.

—Allí —indicó VictoriaWilson.

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Myron lo vio. Chad Coldrenestaba acurrucado en el suelo. Seguíasosteniendo el auricular del teléfonocon una mano, pero no hablaba. Laotra mano presentaba un abultadovendaje. Myron se sintió mareado.Se detuvieron junto al muchacho, quetenía la mirada perdida al frente.

La expresión de indiferenciaabandonó por unos instantes el rostrode Victoria Wilson, que dijo:

—Ya me ocupo yo.Bajó del coche y se aproximó al

chico. Se agachó y lo tomó entre susbrazos. Le quitó el auricular de las

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manos, dijo algo y colgó. Luegoayudó a Chad a ponerse en pie,mientras le acariciaba el pelo y lesusurraba palabras de consuelo.Ocuparon el asiento trasero. Chadapoyó la cabeza en el hombro deVictoria, que trataba de aliviarlo yacallarlo. A una señal de la abogada,Myron arrancó el coche.

Chad no dijo nada durante todoel trayecto. Nadie le pidió que lohiciera. Victoria le dio a Myron ladirección del edificio de su oficina,en Bryn Mawr. Allí tenía también suconsulta Henry Lane, médico de los

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Coldren y viejo amigo de la familia.El doctor deshizo el vendaje de Chady examinó al muchacho mientrasMyron y Victoria esperaban en otrahabitación. Myron caminaba de unlado a otro. Victoria hojeaba unarevista.

—Deberíamos llevarlo a unhospital —opinó Myron.

—El doctor Lane decidirá si esnecesario. —Victoria bostezó y pasóuna página.

Myron trató de asimilar losúltimos acontecimientos. Entre lasacusaciones de la policía y la

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reaparición de Chad sano y salvo,casi se había olvidado de JackColdren. Jack había muerto. A Myronle resultaba casi imposiblecomprenderlo. No podía pasar poralto la ironía del asunto: el hombrepor fin tenía la oportunidad deredimirse y terminó muerto en elmismo obstáculo que había alteradosu vida por completo veintitrés añosatrás.

El doctor Lane apareció en elumbral.

—Chad ya está mejor —anunció—. Puede hablar y está lúcido.

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—¿Cómo sigue su mano? —preguntó Myron.

—Tendrá que vérsela unespecialista, pero no hay infección ninada por el estilo.

Victoria Wilson se puso en pie.—Me gustaría hablarle.Lane asintió.—Mi deber es pedirle que sea

benévola con él, Victoria, aunque séque no me va a hacer ningún caso.

Su boca se arqueó levemente.No fue una sonrisa ni nada por elestilo, pero transmitió una enormehumanidad.

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—Tendrá que quedarse aquífuera, Henry. Puede que la policía lepregunte qué ha oído.

El médico volvió a asentir.—Me hago cargo.Victoria miró a Myron.—Deje que hable yo.—De acuerdo.Cuando Myron y Victoria

entraron en la habitación, Chadestaba contemplando su manovendada como si esperara que eldedo amputado fuera a brotar de unmomento a otro.

—Hola Chad.

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Levantó la vista muy despacio.Tenía los ojos arrasados en lágrimas.Myron recordó lo que Linda le habíacontado a propósito de la pasión delmuchacho por el golf. Otro sueñohecho pedazos. El chico aún no losabía, pero a partir de aquelmomento él y Myron iban a ser almasgemelas.

—¿Quién es usted? —preguntóChad a Myron.

—Es un amigo —intervinoVictoria Wilson. Incluso con elchico, su tono era de absolutaindiferencia—. Se llama Myron

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Bolitar.—Quiero ver a mis padres, tía

Vee.Victoria se sentó delante de él.—Han ocurrido muchas cosas,

Chad. No te lo voy a contar todoahora. Tienes que confiar en mí, ¿deacuerdo?

Chad asintió.—Necesito que me digas qué te

ha sucedido añadió la abogada—.Todo. Desde el principio.

—Un hombre se metió en micoche —dijo Chad.

—¿Iba solo?

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—Sí.—Adelante. Dime qué pasó.—Yo estaba en un semáforo, y

aquel tío abrió la puerta del lado delacompañante y subió al coche.Llevaba un pasamontañas y me pusouna pistola en la cara. Me dijo quesiguiera conduciendo.

—Muy bien. ¿Qué día fue eso?—El jueves.—¿Dónde estabas la noche del

miércoles?—En casa de mi amigo Matt.—¿Matthew Squires?—Sí.

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—De acuerdo, muy bien. —Victoria Wilson miraba fijamente alchico—. Ahora dime, ¿dónde estabascuando ese hombre se metió en tucoche?

—A un par de manzanas delinstituto.

—¿Todo esto pasó antes odespués de asistir a clase?

—Después. Iba de camino acasa.

Myron guardaba silencio. Sepreguntaba a santo de qué mentía elmuchacho.

—¿Dónde te llevó ese hombre?

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—Me dijo que rodease lamanzana. Nos detuvimos en unaparcamiento que hay por allí.Entonces me puso algo en la cabeza.Un saco de arpillera o algo así. Medijo que me tumbara en el asiento deatrás y entonces se puso al volante.Luego sólo sé que estuve en unahabitación. Me obligaba a llevar elsaco en la cabeza todo el rato, asíque no pude ver nada.

—¿No llegaste a verle la cara?—No.—¿Seguro que era un hombre?

¿Podría haber sido una mujer?

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—Le oí hablar varias veces.Era un hombre. Al menos, uno deellos lo era.

—¿Había más de uno?Chad asintió.—El día que me hizo esto... —

Levantó la mano vendada. Su rostrorevelaba una pasmosa perplejidad.Miró al frente con los ojosempañados—. Llevaba ese saco dearpillera en la cabeza. Tenía lasmanos atadas a la espalda. —Su voz,ahora, era tan monocorde como la deVictoria—. El saco me picabamucho. Me tenía que rascar las

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mejillas con los hombros. Da igual,el hombre vino y me quitó lasligaduras. Entonces me asió la manoy la puso sobre la mesa. No dijonada. No me avisó. Todo pasó en uninstante. El tío puso mi mano en lamesa. No vi nada. Sólo oí un golpe.Luego tuve una sensación muyextraña. Al principio no me dolía.No sabía qué pasaba. Entonces notéalgo húmedo y caliente. La sangre,supongo. El dolor apareció unossegundos después. Me desmayé. Aldespertar, tenía la mano vendada.Las punzadas eran espantosas. Seguía

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con la cabeza metida en ese saco dearpillera. Entró alguien. Me dio unaspastillas que aliviaron un poco eldolor. Entonces oí voces. Dos. Mepareció que discutían.

Chad Coldren se calló como sile faltara el aliento. Myron miró aVictoria Wilson. Ella no se acercó aconsolar al muchacho.

—¿Las dos voces eran dehombre?

—En realidad, una parecía demujer, pero no presté muchaatención. No estoy seguro.

Chad volvió a mirarse el

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vendaje.—No hay mucho que contar, tía

Vee. Estuve así unos días. Nisiquiera sé cuántos. Me alimentabana base de pizza y refrescos. Un díatrajeron un teléfono. Me hicieronllamar al Merion y preguntar porpapá.

La llamada al Merion en la quese pedía el rescate, pensó Myron. Lasegunda llamada de lossecuestradores.

—También me hicieron gritar.—¿Te hicieron gritar?—Vino ese tío. Me dijo que

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chillara y que lo hiciera como si meestuviera haciendo daño. Si no loobedecía, me haría chillar de verdad.Así que estuve chillando como diezminutos, hasta que quedó satisfecho.

El chillido de la llamada desdeel centro comercial, pensó Myron,cuando Tito había pedido los cienmil dólares.

—Eso es más o menos todo, tíaVee.

—¿Cómo te escapaste? —preguntó Victoria.

—No me escapé. Me hansoltado. Hace un rato alguien me ha

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conducido hasta un coche. Todavíallevaba el saco de arpillera en lacabeza. Hemos circulado un rato.Entonces el coche se ha detenido.Alguien ha abierto la puerta y me hadado un empujón. Y ya está.

Victoria y Myron se miraron.Ella asintió despacio. Myron supusoque eso significaba que era su turno.

—Está mintiendo.—¿Qué? —dijo Chad.Myron se volvió hacia el

muchacho.—Estás mintiendo, Chad, y lo

que es peor, la policía se dará cuenta

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de que mientes.—¿Qué está diciendo? —Los

ojos del muchacho buscaron los deVictoria—. ¿Quién es este tío?

—Utilizaste tu tarjeta bancaria alas seis horas y dieciocho minutos dela tarde del jueves, en la calle Porter—dijo Myron.

Chad abrió los ojos comoplatos.

—No fui yo. Fue el hijo de putaque me secuestró. La sacó de micartera...

—Tenemos el vídeo, Chad.El muchacho abrió la boca, sin

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articular palabra.—Me obligó —balbuceó...—He visto la cinta, Chad. Se te

ve encantado, incluso sonríes. Noibas solo. También sé que pasaste lanoche en el motel de mala muerte quehay junto al banco.

Chad bajó la cabeza.—¿Chad? —dijo Victoria. No

parecía nada contenta—. Mírame,muchacho.

Chad levantó los ojoslentamente.

—¿Por qué me mientes? —lepreguntó la abogada.

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—No tiene nada que ver con loque ha sucedido, tía Vee.

El rostro de la mujer se mantuvoimpasible.

—Empieza a hablar, Chad.Ahora mismo.

El muchacho volvió a bajar lacabeza, contemplando la manovendada.

—Ocurrió todo tal y como lo hecontado, sólo que el hombre no sesubió al coche. Llamó a la puerta demi cuarto en ese motel. Entró con unapistola. Todo lo demás es la puraverdad.

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—¿Cuándo fue eso?—El viernes por la mañana.—¿Y por qué me has mentido,

entonces?—Lo prometí —exclamó—.

Quería mantenerla al margen de todoesto.

—¿A quién? —preguntóVictoria.

Chad Coldren se mostrósorprendido.

—¿No lo sabes?—La cinta la tengo yo —aclaró

Myron—, todavía no se la heenseñado.

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—Tía Vee, tienes quemantenerla al margen. Podría serfatal para ella.

—Cariño, escúchame conmucha atención. Me parece muy bienque intentes proteger a tu novia, peroahora no tengo tiempo para eso.

Chad miró a Myron y luego aVictoria.

—Quiero ver a mi madre, porfavor.

—Ya la verás, cariño. Muypronto —dijo ella—. Pero antestienes que contarme quién es esachica.

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—Le prometí que lo mantendríaen secreto.

—Si puedo evitar que sunombre salga a la luz, lo haré.

—No puedo, tía Vee.—Olvídelo, Victoria —

intervino Myron—. Si no nos lo dice,podemos ver la cinta juntos yponernos directamente en contactocon la chica. Aunque es probable quela policía la encuentre antes. Ellostambién tienen una copia de la cinta,y seguro que no se preocuparán tantopor sus sentimientos.

—No lo comprenden —dijo

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Chad, mirando alternativamente aVictoria Wilson y a Myron—. Se loprometí. Puede meterse en un líotremendo.

—Hablaremos con sus padres,si es preciso —señaló Victoria—.Haremos cuanto podamos.

—¿Con sus padres? —Chad semostró desconcertado—. No mepreocupan sus padres. Ya esmayorcita... —Se le quebró la voz.

—¿Con quién estabas, Chad?—Juré no decirlo nunca, tía

Vee.—Muy bien —dijo Myron—, no

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perdamos más tiempo con esto,Victoria. Dejémoslo en manos de lapolicía.

—¡No! —Chad bajó la vista—.Ella no tiene nada que ver con esto,¿vale? Estábamos juntos. Salió unmomento de la habitación y entoncesese hombre me secuestró. No fueculpa suya.

Victoria adelantó su silla.—¿Quién es, Chad?Habló despacio y a

regañadientes, pero sus palabras seentendieron con toda claridad.

—Su nombres es Esme Fong —

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repuso el muchacho a regañadientes—. Trabaja en una empresa llamadaZoom.

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Todo comenzaba a cobrarsentido de manera espantosa.

Myron no esperó a que le dieranpermiso. Salió del despacho y enfilóel pasillo hecho una furia. Habíallegado el momento de enfrentarsecon Esme.

Un nuevo guión tomaba formaen la mente de Myron. Esme Fongconoce a Chad Coldren mientrasnegocia el contrato de Zoom con lamadre de éste. Lo seduce. ¿Por qué?

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Tal vez por mera diversión. Encualquier caso, no tenía importancia.

Chad pasa la noche delmiércoles con su amigo Matthew.Entonces, el jueves, se encuentra conEsme para una cita romántica en elCourt Manor Inn. Sacan dinero enefectivo en un cajero automático. Lopasan bien. Y luego las cosascambian de cariz.

Esme Fong no sólo ha fichado aLinda Coldren, sino que se las haingeniado para hacerse con TadCrispin, el niño prodigio. Tad estájugando maravillosamente bien en su

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primer Open. Tras el primerrecorrido ocupa el segundo puesto dela clasificación. Asombroso. Granpublicidad. Ahora bien, si Tadconsiguiera vencer (si lograra salvarla gigantesca ventaja que ostenta elveterano que va en cabeza), lairrupción de Zoom en el negocio delgolf tendría una repercusiónextraordinaria que supondríamillones de dólares.

Millones.Y Esme tenía al hijo del líder

del torneo delante de ella.Así pues, ¿qué hace la

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ambiciosa Esme Fong? Contrata aTito para que secuestre al chico.Nada complicado. Sólo pretende queJack se desconcentre. Qué pierda laventaja que ha obtenido. ¿Y quémejor para ello que secuestrar a suhijo?

Todo parecía encajar.Myron centró su atención en

algunos de los aspectos másdesconcertantes del caso. En primerlugar, el hecho de que no exigieran elrescate de inmediato cobraba sentidode repente. Esme Fong no era expertaen aquellas lides. No quería recibir

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un pago, pues eso no haría más quecomplicar las cosas, así que lasprimeras llamadas resultan algoextrañas. Se olvida de pedir elrescate. En segundo lugar, Myronrecordó la llamada de Tito apropósito de la «zorra china».¿Cómo se había enterado de queEsme estaba allí? Muy simple: Esmese lo había dicho para queatemorizase a los Coldren y losconvenciese así de que estabanvigilándolos.

Sí. Encajaba. Todo había ido deacuerdo con los planes de Esme

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Fong. Salvo por una cosa.Jack seguía jugando bien.Mantuvo una ventaja

insuperable a lo largo de todo elrecorrido siguiente. El secuestroquizá lo había aturdido un poco, perohabía recuperado la calma. Suventaja seguía siendo enorme. Seimponía una acción más drástica.

Myron entró en el ascensor ybajó hasta el vestíbulo de la plantabaja. Se preguntaba cómo habríasucedido. Quizás había sido idea deTito. Quizá por esa razón Chad habíaoído dos voces que discutían. En

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cualquier caso, alguien habíadecidido hacer algo que garantizarael final del buen juego de Jack.

Cortarle un dedo a Chad.Le gustara o no (fuese idea suya

o de Tito), Esme Fong sacó provechode ello. Tenía las llaves del coche deLinda. No le resultaría difícil. Sólotenía que abrir la portezuela y dejarcaer el sobre en el asiento. A ella leresultaría de lo mas fácil. Noparecería sospechosa. ¿Quién iba areparar en una atractiva joven queabría un coche con una llave?

El dedo amputado de Chad

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cumplió su cometido. El juego déJack perdió brillantez. Tad Crispinse creció. Era todo cuanto ella podíadesear. No obstante, Jack todavíatenía un as en la manga. Se lasingenió para efectuar un gran putt enel hoyo dieciocho, forzando elempate. Aquello fue una pesadillapara Esme. No podía asumir elriesgo de que Tad Crispin perdieraante Jack, el gran acojonado, en unduelo cuerpo a cuerpo.

Perder suponía el desastre.Perder les costaría millones.

Quizás el hundimiento de toda la

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campaña.Todo encajaba, ¡y cómo!Pensándolo bien, ¿acaso Myron

no había oído a Esme expresar estepunto de vista a Norm Zuckerman?Una vez atrapada, ¿tan difícilresultaba suponer que había decididoir un poco más lejos, que habíallamado a Jack por teléfono la nocheanterior, que lo había citado en elcampo, que había insistido en queacudiera solo si quería volver a ver asu hijo con vida?

Una vez muerto Jack, ya nohabía razón para seguir reteniendo al

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muchacho, de modo que lo liberó.Las puertas del ascensor se

abrieron. Myron salió. De acuerdo,había cabos sueltos. No obstante, trasenfrentarse a Esme tal vez leresultara más fácil atarlos. Empujó lapuerta de cristal y se encaminó haciael aparcamiento. Había una fila detaxis esperando junto a la salida. Seencontraba a medio camino del cochecuando oyó una voz que gritaba sunombre, obligándole a detenerse.

—¡Myron!Un aguzado escalofrío le

atravesó el corazón. Aquella voz

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sólo la había oído una vez. Hacíadiez años. En el Merion.

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No se esperaba aquello.—Veo que ha conocido a

Victoria —dijo Cissy Lockwood.Myron trató de asentir, pero no

lo consiguió.—La he llamado en cuanto

Bucky me ha informado delasesinato. Sabía que nos iba a ser degran ayuda. No conozco mejorabogado que Victoria. Pregúntele aWin sobre ella.

Intentó asentir de nuevo. Esta

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vez consiguió efectuar un ligeromovimiento.

La madre de Win dio un paso alfrente.

—Me agradaría hablar conusted en privado, Myron.

—No es un buen momento,señora Lockwood.

—No, ya me lo figuro. Aun así,sólo será un momento.

—Tengo que irme, en serio.Era una mujer muy guapa. Tenía

el cabello rubio ceniza con mechasgrises y el mismo porte regio de susobrina Linda. El rostro de

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porcelana, no obstante, se lo habíatransmitido casi calcado a Win. Elparecido era casi sobrenatural.

Ella dio otro paso al frente, sinquitarle los ojos de encima. Ibavestida de un modo un tanto peculiar.Llevaba una holgada camisa dehombre por fuera de unos pantaloneselásticos. Su aspecto no dejó desorprender a Myron, pero en aquelmomento tenía preocupaciones másserias que la moda.

—Es acerca de Win —dijo ella.Myron sacudió la cabeza.—Entonces no es asunto mío.

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—No le falta razón, pero eso nolo hace inmune a la responsabilidad,¿me equivoco? Win es su amigo. Meconsidero afortunada al saber que mihijo tiene un amigo que se preocupapor él como usted lo hace.

Myron no respondió.—Sé bastante sobre usted,

Myron. Hace años que mis detectivesprivados no pierden de vista a Win.Ha sido mi forma de estar cerca deél. Por supuesto, Win lo sabe. Nuncaha dicho nada, pero no es posibleocultarle algo así a Win, ¿verdad?

—No, no es posible —repuso

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Myron.—Se aloja en la finca

Lockwood —prosiguió ella—, en lacasa para invitados.

Él asintió.—¿Ha visto alguna vez los

establos? —añadió Cissy Lockwood.—Sólo de lejos —contestó

Myron.Sonrió con la sonrisa de Win.—¿Nunca ha entrado? —

inquirió ella con una sonrisa que aMyron le recordó la de Win.

—No.—No me sorprende. Win ya no

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monta a caballo. Antes le encantaba.Incluso más que el golf.

—Señora Lockwood...—Llámeme Cissy, por favor.—Lo cierto es que me incomoda

mucho oír lo que me cuenta.—Y a mí me incomoda

contárselo —replicó ella con tonoáspero—. Pero tengo que hacerlo.

—A Win no le gustará que lohaga —insistió Myron.

—Es una verdadera lástima,pero Win no puede salirse siemprecon la suya. Debí darme cuenta hacemucho tiempo. De niño se negaba a

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verme, y nunca lo forcé a que lohiciese. Escuché el consejo de losexpertos, quienes sostenían que mihijo volvería a mí, que obligarlo aque me viera resultaríacontraproducente. Pero no conocían aWin. Para cuando dejé de hacerlescaso, ya era demasiado tarde.Tampoco es que importase, pues nohabría cambiado nada.

Silencio.Todo en Cissy Lockwood

irradiaba orgullo y soberbia, perohabía algo que la inquietaba.Flexionaba los dedos como si

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estuviera conteniendo el deseo decerrar los puños. A Myron se le hizoun nudo en el estómago. Sabía lo quesucedería a continuación, y no teníani idea de qué hacer al respecto.

—La historia es muy simple —prosiguió ella con voz casimelancólica. Había apartado los ojosde Myron. Dirigía la vista haciaalgún lugar remoto que Myron noosaba imaginar siquiera—. Win teníaocho años. Yo contaba entoncesveintisiete. Me casé joven. No fui ala universidad. Tampoco es quetuviera elección. Mi padre me dijo lo

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que tenía que hacer. Sólo contabacon una amiga, una sola persona en laque confiar, Victoria, que siguesiendo mi amiga más querida, algoparecido a lo que usted significa paraWin. —Hizo una mueca de dolor.Cerró los ojos.

—Señora Lockwood.Ella sacudió la cabeza. Abrió

los ojos despacio.—Me estoy desviando del tema

que nos incumbe —dijo, recobrandoel aliento—. Le ruego que meperdone. No he venido a contarle lahistoria de mi vida, sino sólo un

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incidente. Así es que, si me lopermite, iré al grano. —Dejó escaparun profundo suspiro y prosiguió—:Jack Coldren me dijo que se llevabaa Win para darle una clase de golf,pero no lo hizo. O quizá terminaronantes de lo previsto. Como quieraque sea, Win no estaba con Jack, sinocon su padre. Por una razón u otra,Win y su padre terminaron por ir alos establos. Yo estaba allí cuandoentraron. No estaba sola. Para sermás exactos, estaba con el instructorde hípica de Win.

Se detuvo. Myron esperó.

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—¿Es preciso que entre endetalles?

Myron negó con la cabeza.—Ningún niño debería ver

jamás lo que Win vio aquel día. Y loque es peor, ningún niño debería verla cara de su padre en talescircunstancias —dijo ella. Laslágrimas comenzaron a rodar por susmejillas—. Hay más que contar, porsupuesto, pero no lo haré ahora. Elcaso es que Win no ha vuelto ahablarme desde entonces. Tampocoha perdonado jamás a su padre. Sí, asu padre. Usted pensará que me odia

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y que quiere a Windsor, pero no esasí. También culpa a su padre.Considera que su padre fue débil,que permitió que aquello sucediera.Pura tontería, pero así es como es.

Myron negó con la cabeza. Noquería oír más. Deseaba salircorriendo en busca de Win, abrazar asu amigo, ayudarlo a olvidar.Recordó la expresión absorta de Winal observar los establos la mañanaanterior.

Dios mío, Win.—¿Por qué me cuenta esto? —

preguntó Myron, con voz más aguda

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de lo que hubiese deseado.—Porque me estoy muriendo —

respondió ella.Myron se desplomó contra un

coche. Sintió que se le partía elcorazón.

—Una vez más, permítame quesea directa —agregó ella conexcesiva serenidad—. Es el hígado.Tiene once centímetros de diámetro.El abdomen se me está hinchandoporque no me funcionan ni el hígadoni los riñones. —Aquello explicabasu atuendo, la camisa holgada sinremeter y los pantalones elásticos—.

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No estamos hablando de meses. Escuestión de semanas. Tal vez menos.

—Hay tratamientos —aventuróMyron con escasa convicción.

Ella se limitó a descartar lasugerencia con un ademán de lamano.

—No soy una insensata. No mehago ilusiones de celebrar unaemotiva reunión con mi hijo.Conozco a Win y eso no ocurrirá,pero en este asunto quedan cosas porresolver. Una vez que yo hayamuerto, ya no tendrá ocasión dereconciliarse, ni conmigo ni consigo

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mismo. Será demasiado tarde. No séqué hará con esta oportunidad que sele presenta. Probablemente nada.Pero quiero que lo sepa y que decidapor sí mismo. Es la última carta quele queda, Myron. No creo que laaproveche, pero debería hacerlo. —Dicho esto, se volvió y se fue.

Myron la observó alejarse.Cuando la perdió de vista, paró untaxi.

—¿Adónde vamos?Dio al conductor la dirección

donde se hospedaba Esme Fong. Searrellanó en el asiento y miró por la

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ventanilla. La ciudad se deslizó,borrosa y muda, ante sus ojos.

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Cuando consideró que la voz nolo traicionaría, Myron llamó a Winpor el teléfono móvil.

Tras un breve saludo, Win dijo:—Qué desagradable lo de Jack.—Según tengo entendido, había

sido tu amigo.Win se aclaró la garganta.—Myron.—¿Qué?—No sabes nada. Recuérdalo.No le faltaba razón.

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—¿Podemos cenar juntos estanoche?

—Por supuesto —respondióWin tras titubear por un instante.

—En el cabañón. A las seis ymedia.

—Estupendo.Win colgó el auricular. Myron

trató de apartarlo de su mente. Teníaotras cosas de las que preocuparse.

Esme Fong estaba ante laentrada del hotel Omni, en la esquinade la calle Chestnut y la Cuatro.Lucía traje chaqueta y mediasblancas. Miraba a un lado y a otro y

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no paraba de retorcerse las manos.Myron se apeó del taxi.—¿Por qué me esperas aquí

fuera? —preguntó.—Tú querías que habláramos en

privado —respondió Esme—. Normestá arriba.

—¿Compartís habitación?—No, tenemos suites contiguas.Myron asintió. La casa de citas

cobraba más sentido, ahora.—Poca intimidad, ¿eh?—Sí. —Le dedicó una sonrisa

indecisa, una vez más al estilo delady Di —. Pero estoy bien. Me gusta

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Norm.—No lo dudo.—¿De qué va esto, Myron?—¿Te has enterado de lo de

Jack Coldren?—Por supuesto. Norm y yo nos

hemos quedado de piedra.Myron asintió.—Vamos —dijo—, caminemos

un poco.Echaron a andar por la calle

Cuatro. Myron tuvo la tentación depermanecer en la Chestnut, perohacerlo habría supuesto pasar pordelante de Independence Hall y eso

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habría resultado demasiado tópicopara su gusto. Sin embargo, la calleCuatro atravesaba el distritocolonial. Montones de ladrillos.Aceras de ladrillo, tapias y vallas deladrillo, edificios de ladrillocargados de historia, todos iguales.Giraron a la derecha para entrar en elparque donde se levantaba el SecondBank of the United States. Había unaplaca con el retrato del primerpresidente de la institución, uno delos antepasados de Win. Myronbuscó algún parecido con éste; no loencontró.

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—He intentado hablar conLinda —dijo Esme—, pero comunicatodo el rato.

—¿Has probado con la línea deChad?

El rostro de Esme seensombreció por una fracción desegundo.

—¿La línea de Chad?—Tiene su propio teléfono en la

casa —explicó él—. Suponía que losabrías.

—¿Por qué iba a saberlo?Myron se encogió de hombros.—Creía que conocías a Chad.

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—Así es —admitió ella, concautela—. Quiero decir que heestado en su casa unas cuantas veces.

—Ajá. ¿Y cuándo viste a Chadpor última vez?

Esme se llevó una mano almentón.

—Me parece que no estabacuando fui el viernes por la noche —dijo—. La verdad es que no lo sé.Unas semanas, quizá.

Myron emitió varios chasquidosde desaprobación.

—Respuesta incorrecta.—¿Perdón?

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—No lo entiendo, Esme.—¿El qué?Myron le siguió caminando,

Esme lo seguía de cerca.—¿Cuántos años tienes —

preguntó él—, veinticuatro?—Veinticinco.—Eres lista, las cosas te van

bien, eres atractiva, pero unadolescente... ¿A santo de qué?

Esme se detuvo.—¿De qué estás hablando?—¿De verdad no lo sabes?—No tengo la menor idea.Myron la miró fijamente a los

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ojos.—Tú. Chad Coldren. El Court

Manor Inn. ¿Me sigues?—No.—Venga ya.—¿Te lo ha dicho Chad?—Esme...—Miente, Myron. Dios mío, ya

sabes cómo son los chicos de suedad. ¿Cómo has podido creer algosemejante?

—Está grabado, Esme.Su expresión se alteró de golpe.—¿Qué?—Parasteis en el cajero

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automático que está junto al motel,¿recuerdas? Hay cámaras. Tu imagenaparece con nitidez.

Era un farol, pero un farolcondenadamente bueno. Esme se fuederrumbando poco a poco. Miróalrededor y se desplomó en unbanco. Se volvió hacia un edificiocolonial cubierto de andamios. Losandamios, pensó Myron, arruinabanel efecto, como el pelo en las axilasde una mujer bella. No debería tenerimportancia, pero para él la tenía.

—Por favor, no se lo digas aNorm —le rogó ella con voz distante

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—. Por favor, no lo hagas.Myron no dijo nada.—Fui una estúpida, me consta

—añadió Esme—, pero eso nodebería costarme el empleo.

Myron tomó asiento a su lado.—Cuéntame lo que pasó.Ella lo miró.—¿Por qué? ¿Acaso es asunto

tuyo?—Tengo mis motivos.—¿Qué motivos? —La voz de

Esme denotaba nerviosismo ahora—.Mira, no estoy orgullosa de lo que hehecho, pero tú no eres el guardián de

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mi conciencia.—Muy bien. Entonces se lo

preguntaré a Norm. Quizás él meayude.

—¿Ayudarte a qué? No loentiendo. ¿Por qué me haces esto?

—Lo que necesito sonrespuestas. No tengo tiempo paraexplicaciones.

—¿Qué quieres que te diga?¿Que fui una estúpida? Lo fui. Podríadecirte que me sentía sola en un lugarhermoso. Que me pareció unmuchacho dulce y atractivo y supuseque a su edad no tendría miedo de

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contagios ni de compromisos. Ahorabien, en resumidas cuentas, eso nocambia mucho las cosas. Meequivoqué y lo lamento, ¿deacuerdo?

—¿Cuándo viste a Chad porúltima vez?

—¿Por qué vuelves apreguntármelo? —insistió Esme.

—Limítate a contestar a mispreguntas o se lo digo todo a Norm,te lo juro.

Ella escrutó su rostro. Él pusosu cara más impenetrable, la quehabía aprendido de los polis duros

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de verdad y de los cobradores depeaje de la autopista de NuevaJersey. Segundos después, ellaconfesó:

—En aquel motel.—¿El Court Manor Inn?—Como se llame. No recuerdo

el nombre.—¿Qué día fue eso? —preguntó

Myron.Reflexionó un momento.—El viernes por la mañana.

Chad aún dormía.—¿Has vuelto a verlo o a

hablar con él desde entonces?

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—No.—¿No hicisteis planes para

volver a veros?—No, lo cierto es que no —

admitió ella en tono de desdicha—.Pensé que el chico sólo buscaba unpoco de diversión, pero una vez allíme di cuenta de que se podíaenamorar. No contaba con aquello. Adecir verdad, me preocupó.

—¿El qué, exactamente?—Que se lo contara a su madre.

Chad juró que no lo haría, pero¿quién sabía de lo que era capaz dehacer si yo hería sus sentimientos?

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Me alivió no volver a tener noticiassuyas.

Myron buscaba en su rostroalguna señal de que estabamintiendo. Pero no encontró ninguna.Eso no significaba, sin embargo, queno existieran.

Esme cruzó las piernas.—Sigo sin comprender por qué

me preguntas todo esto. —Lo meditóun momento y de pronto se leiluminaron los ojos. Se volvió haciaMyron—. ¿Tiene algo que ver con elasesinato de Jack?

Myron no respondió.

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—Dios mío. —Su voz parecíaun graznido—. No puede ser quecreas que Chad está implicado.

Myron esperó un instante. Todoo nada.

—No —dijo—, pero no estoytan seguro de que no lo estés tú.

—¿Qué? —exclamó ella,confusa.

—Creo que secuestraste a Chad.—¿Has perdido el juicio?

¿Secuestrarlo? Fue absolutamente demutuo acuerdo. Chad se moría deganas, créeme. De acuerdo, es muyjoven, pero ¿acaso piensas que me lo

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llevé a ese motel a punta de pistola?—No me refiero a eso —dijo

Myron.—Entonces, ¿a qué diablos te

refieres? —preguntó Esme,desconcertada.

—Al salir del motel el viernes,¿adónde fuiste?

—Al Merion. Me viste allí,¿recuerdas?

—¿Qué me dices de anoche?¿Dónde estuviste?

—Aquí.—¿En tu suite?—Sí.

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—¿Desde qué hora?—Desde las ocho en adelante.—¿Alguien puede confirmarlo?—¿Por qué voy a necesitar que

alguien lo confirme? —espetó.Myron volvió a poner su

expresión impenetrable, ni siquierael aire podía atravesarla. Esmesuspiró.

—Estuve con Norm hastamedianoche. Trabajando.

—¿Y después?—Me acosté.—¿El portero de noche del

hotel puede verificar que no saliste

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de tu suite después de medianoche?—Supongo que sí. Se llama

Miguel. Es muy amable.Miguel. Le pediría a Esperanza

que se encargara de seguir aquellapista. Si la coartada de Esme eraverificable, el guión de Myron se ibaal traste.

—¿Quién más estaba alcorriente de lo tuyo con ChadColdren?

—Nadie —contestó ella—. Almenos, yo no se lo he contado anadie.

—¿Qué hay de Chad? ¿Se lo ha

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contado a alguien?—En principio, da la impresión

de que te lo ha contado a ti —señalóEsme con mordacidad—. Puede quese lo haya contado a alguien más, nolo sé.

Myron reflexionó. La figura quevio salir por la ventana deldormitorio de Chad. MatthewSquires. Myron recordó sus años deadolescencia. Si hubiera conseguidoacostarse con una mujer adulta tanguapa como Esme Fong, se habríamuerto de ganas de contárselo aalguien, y nadie mejor que su amigo

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más íntimo.Una vez más el círculo se

estrechaba en torno al hijo de losSquires.

—¿Dónde estarás si necesitoponerme en contacto contigo? —preguntó Myron.

Esme se metió la mano en unbolsillo y sacó una tarjeta.

—El número de mi teléfonomóvil está aquí apuntado.

—Hasta la vista, Esme.—Myron.Se volvió hacia ella.—¿Piensas decírselo a Norm?

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Parecía que lo único que lapreocupaba fuera por su reputación ysu empleo, no el que se hubieracometido un asesinato. ¿O acaso noera más que una forma inteligente dedistraerlo? No había forma desaberlo.

—No —dijo—. No se lo diré.Al menos, por ahora.

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La Academia Episcopal. Elalma mater de la educación de Win.

Esperanza había pasado arecogerlo por el hotel donde sehospedaba Esme Fong y lo habíallevado hasta allí. Aparcó al otrolado de la calle, se volvió hacia él ypreguntó:

—¿Y ahora qué?—No lo sé. Matthew Squires

está ahí dentro. Podemos esperar a lahora del almuerzo y entonces intentar

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entrar.—Es un plan condenadamente

malo —dijo Esperanza.—¿Tienes alguna idea mejor?—Podemos entrar ahora mismo

si fingimos que somos un matrimonioque busca colegio para sus hijos.

—¿Crees que dará resultado?—preguntó Myron tras reflexionarunos segundos.

—Siempre será mejor quequedarse aquí de brazos cruzados.

—Ah, antes de que se meolvide. Quiero que compruebes lacoartada de Esme. Es el portero de

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noche del hotel, se llama Miguel.—Miguel —repitió ella—. Me

lo pides porque soy hispana,¿verdad?

—En gran parte, sí.A ella le traía sin cuidado.—He llamado a Perú esta

mañana. He hablado con uncomisario de allí. Dice que LloydRennart se suicidó.

—¿Qué hay del cadáver?—El acantilado se llama la

Garganta del Diablo. Nuncaencuentran los cuerpos. Por lo visto,es bastante frecuente que se

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produzcan suicidios en ese lugar.—Estupendo. ¿Crees que

podrías recabar más informaciónsobre Rennart?

—¿Como qué?—Cómo compró el bar de

Neptune, cómo compró la casa deSpring Lake Heights. Cosas así.

—¿Por qué quieres esos datos?—Lloyd Rennart era el cadi de

un golfista novato. Eso no producemucha pasta, que digamos. Quizá lellovió algo del cielo después de queJack perdiera el Open.

Esperanza entendió a dónde

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quería ir a parar.—¿Crees que alguien pagó a

Rennart para que hiciera perderadrede a Coldren?

—No —respondió Myron—,pero creo que cabe la posibilidad.

—No será fácil rastrear eso.—Inténtalo, al menos. Además,

Rennart sufrió un accidente de cochemuy grave hace veinte años, enNarbeth. Es una pequeña localidadque está cerca de aquí. Su primeraesposa murió en la colisión. Mira aver qué puedes averiguar.

Esperanza frunció el entrecejo.

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—¿Como qué?—Como si iba bebido, si hubo

cargos contra él, si falleció algunaotra víctima.

—¿Porqué?—Tal vez alguien se fastidió.

Quizá la familia de su primeraesposa deseaba vengarse.

—¿Y entonces, qué? —insistióEsperanza—. Esperan veinte años,siguen a Lloyd Rennart hasta Perú, loarrojan por un precipicio, regresan,secuestran a Chad Coldren, matan aJack Coldren... ¿Captas mi punto devista?

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Myron asintió.—Y no te falta razón. Sin

embargo, sigo queriendo averiguarcuanto sea posible sobre LloydRennart. Creo que hay una conexiónen algún punto. Sólo tenemos quedescubrir dónde.

—No acabo de verlo claro —dijo Esperanza. Se echó el cabellohacia atrás—. Yo sigo pensando queEsme Fong es un sospechoso muchomejor.

—De acuerdo; pero aun así megustaría que lo investigaras.Averigua lo que puedas. También

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está el hijo, Larry Rennart, dediecisiete años. A ver si averiguasqué ha sido de él.

Esperanza se encogió dehombros.

—Será una pérdida de tiempo,pero tú mandas. —Hizo un ademánseñalando el colegio—. ¿Quieresentrar ahora?

—Claro.Antes de que se apearan, unos

nudillos gigantescos golpearonsuavemente la ventanilla del coche.El ruido sobresaltó a Myron, que sevolvió: el musculoso hombre negro

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enorme con el pelo a lo Nat KingCole, el del Court Manor Inn, lomiraba con una sonrisa. Nat le indicócon un gesto que bajara la ventanilla.Myron obedeció.

—Hombre, me alegraencontrarte otra vez —dijo a modode saludo—. Al final no me diste elnúmero de tu barbero.

El hombre negro se rió entredientes. Formó un marco con susmanazas, juntó los pulgares y tendiólos brazos, acercándolos yalejándolos de su rostro como suelenhacer los directores de cine.

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—¿Usted con un corte así, señorBolitar? —dijo el hombre al tiempoque negaba con la cabeza—. No sépor qué no acabo de imaginármelo.—Se inclinó y tendió la mano aEsperanza por delante de Myron.

—Me llamo Carl.—Esperanza —dijo ella, y le

estrechó la mano.—Sí, ya lo sé.Esperanza lo miró con los ojos

entrecerrados.—Creo que te conozco. —

Chasqueó los dedos—. Mosambo, elAsesino Keniano.

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Carl sonrió.—Me alegra ver que la Pequeña

Pocahontas me recuerda.—¿El Asesino Keniano?—Carl era luchador profesional

—le explicó Esperanza—. Una vezestuvimos juntos en el ring. Fue enBoston, ¿verdad?

Carl subió al asiento trasero delcoche. Se inclinó hacia delante, demodo que su cabeza quedó entre elhombro derecho de Esperanza y elizquierdo de Myron.

—En el Centro Cívico deHartford —dijo.

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—En el equipo mixto —apostilló Esperanza.

—Exacto —convino Carl conuna amplia sonrisa—. Hazme unfavor, Esperanza, pon el coche enmarcha. Sigue recto hasta el tercersemáforo.

—¿Te importaría decirnos quéestá pasando? —preguntó Myron.

—Claro, señor Bolitar. ¿Ve elcoche que tenemos detrás?

Myron miró por el espejoretrovisor.

—¿El que ocupan esos dosgorilas?

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—Sí. Vienen conmigo, y sonmala gente, Myron. Ya sabes que loschavales de hoy en día son muyviolentos. Se supone que nosotrostres debemos escoltaros hasta undestino desconocido. De hecho, sesupone que ahora mismo os estoyapuntando con una pistola, pero, quédemonios, somos amigos, ¿verdad?No es necesario, tal como yo lo veo.Así que arranque y todo recto, señorBolitar. Esos dos gorilas nosseguirán.

—Antes de arrancar —dijoMyron—, ¿te importa que dejemos ir

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a Esperanza?Carl rió entre dientes.—Sería un poco sexista, ¿no le

parece?—¿Cómo dices?—Si Esperanza fuese un

hombre, como, pongamos, su amigoWin, ¿habría tenido el mismo gestode cortesía?

—Tal vez —respondió Myron,pero hasta Esperanza sacudió lacabeza.

—No lo creo, señor Bolitar, yconfíe en mí: sería un paso en falso.Esos gamberros de ahí atrás querrían

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saber qué está pasando. La veríansalir del coche y, ya sabe, tienenganas de acción... Les encanta hacerdaño a la gente. Sobre todo a lasmujeres. Y quizás, y que quede claroque digo quizás, Esperanza sea unaespecie de póliza de seguro. Siestamos solos puede que ustedintente hacer algo estúpido; encambio, si Esperanza se queda connosotros es probable que se sientamenos inclinado a hacerlo.

Esperanza miró a Myron; al verque asentía, puso el coche en marcha.

—Gira a la izquierda en el

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tercer semáforo —le indicó Carl.—Dime una cosa —dijo Myron

—. ¿Reginald Squires está tanchalado como dicen?

Todavía inclinado haciadelante, Carl se volvió haciaEsperanza.

—¿Se supone que debeadmirarme su aguda capacidad derazonamiento deductivo?

—Sí —contestó Esperanza—.De lo contrario, se llevará undisgusto terrible.

—Lo suponía. Y para contestara su pregunta, señor Bolitar, le diré

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que Squires no está chalado; cuandotoma su medicación, claro.

—Muy reconfortante —observóMyron.

La pareja de gorilas no sedespegó de su coche en los quinceminutos que duró el trayecto. Myronno se sorprendió cuando Carl le dijoa Esperanza que entrara en la calleGreen Acres. Al aproximarse a laentrada principal de la casa, la verjade hierro se abrió con un chirrido.Recorrieron el sinuoso sendero deentrada a través del espeso bosquede la finca. Después de algo más de

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quinientos metros, llegaron a un claroen el que se alzaba un edificiogrande, rectangular y sin el menoratractivo, como el gimnasio de uninstituto.

La única entrada que Myronacertó a ver era una puerta de garaje.Como si obedeciera a una señaconvenida, la puerta empezó aabrirse hacia arriba. Carl le indicó aEsperanza que entrase. Cuando sehubieron internado lo bastante, Carlle ordenó que aparcara y apagara elmotor. El coche de los gorilas entrótras ellos e hizo lo mismo.

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La puerta del garaje volvió abajar, y el lugar quedó sumido en lamás absoluta oscuridad.

—Entrégueme su pistola, señorBolitar —dijo Carl.

Myron no pudo por menos deobedecer.

—Baje del coche.—Pero es que tengo miedo a la

oscuridad —bromeó Myron.—Tú también, Esperanza —

agregó Carl.Se apearon los tres, así como

los dos gorilas que los habíanseguido. Sus pasos resonaban sobre

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el suelo de hormigón, indicándole aMyron que se hallaban en unahabitación muy grande. Las luces delinterior de los cochesproporcionaban algo de claridad,pero ésta duró muy poco. Myron nollegó a distinguir nada antes de quese cerraran las puertas. Rodeó elautomóvil y encontró a Esperanza,que le tomó ambas manos.Permanecieron quietos y a laexpectativa.

De pronto, la luz de un reflectorles dio directamente en la cara.Myron cerró los ojos con fuerza. Se

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llevó una mano al rostro y fueabriéndolos poco a poco,parpadeando. Había un hombre depie ante la luz brillante. Su cuerpoproyectaba una sombra gigantescasobre la pared que había detrás de él.El efecto le recordó el símbolo delmurciélago de Batman.

—Nadie oirá sus gritos —lesadvirtió Carl.

—¿Esa frase no es de unapelícula? —preguntó Myron—.Aunque creo que la frase era: «Nadieos oirá gritar», pero tal vez meequivoque.

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De pronto, resonó una voz.—Ha muerto gente en esta

habitación —dijo—. Me llamoReginald Squires. Responderá atodas mis preguntas o usted y suamiga serán los siguientes.

Myron miró a Carl, cuyo rostroera la viva imagen del estoicismo.Myron se volvió de nuevo hacia laluz.

—Usted es rico, ¿verdad?—Muy rico —lo corrigió el

otro.—En ese caso podría haber

contratado a un guionista mejor —

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añadió Myron, y echó un vistazo aCarl, que negó levemente con lacabeza. Uno de los dos gorilas dio unpaso al frente. Bajo la luz delreflector, Myron observó la sonrisapsicótica de aquel hombre. Notó quetodos sus músculos se tensaban yesperó.

El gorila levantó el puño y lodescargó contra la cabeza de Myron,pero éste se agachó y el golpe erró elblanco. Mientras el puño pasaba antesus narices, Myron agarró la muñecadel gorila, puso el antebrazo contrael omóplato de éste y tiró de la

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articulación en una dirección en laque se suponía que no debíadoblarse. El gorila hincó una rodillaen tierra. Myron presionó un pocomás. El otro intentaba soltarse.Myron le dio un rodillazo directo enla nariz. Se oyó un crujido. Myronnotó que el cartílago nasal del tipocedía y se abría en abanico.

El otro gorila desenfundó lapistola y apuntó a Myron.

—¡Alto! —gritó Squires.Myron soltó a su presa, que

cayó al suelo.—Pagará por esto, señor

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Bolitar. —A Squires le gustaba quesu voz resonara con fuerza—.Robert.

—Sí, señor Squires —dijo elgorila de la pistola.

—Pega a la chica. Fuerte.—Sí, señor Squires.—¡Eh, pégame a mí! —gritó

Myron—. Soy yo quien se ha pasadode listo.

—Y éste es su castigo —dijoSquires con calma—. Pégale a lachica, Robert. Ahora mismo.

El tal Robert avanzó haciaEsperanza.

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—Señor Squires —intervinoCarl.

—Dime, Carl.Carl dio un paso hacia la luz.—Permítame que yo lo haga.—Pensaba que no era tu estilo,

Carl.—No lo es, señor Squires, pero

Robert puede hacerle un dañoirreparable.

—Esa es mi intención.—No, señor..., perdón, quiero

decir que dejará marcas o le romperáalgo. Usted sólo quiere que le duela,y yo soy experto en eso.

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—Lo sé, Carl. Por eso te pagolo que te pago.

—Entonces déjeme hacer mitrabajo. Puedo golpearla sin que lequeden marcas o lesionespermanentes. Sé controlarme.Conozco los puntos clave.

Squires lo consideró por uninstante.

—¿Le dolerá mucho? —preguntó al cabo—. ¿Le dolerámucho?

—Sí, si es lo que usted quiere.—Carl se mostraba reticente peroresuelto.

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—Sí, es lo que quiero.Carl avanzó hacia Esperanza.

Myron intentó interponerse en sucamino, pero Robert le hundió elcañón de la pistola en el cuello. Nopodía hacer nada. Lanzó una miradade furiosa advertencia a Carl.

—No lo hagas —le dijo.Carl no le hizo ningún caso. Se

plantó delante de Esperanza, que lomiraba desafiante, y sin máspreámbulo le asestó un puñetazo enel vientre.

La fuerza del golpe levantó aEsperanza del suelo. Soltó un

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quejido y se dobló por la cintura.Cayó de rodillas al suelo. Se hizo unovillo buscando protección, con laboca muy abierta, tratando derecobrar el aliento. Carl lacontempló sin emoción. Luego miró aMyron, que masculló:

—Hijo de puta.—Ha sido sólo culpa suya,

señor Bolitar —replicó Carl.Esperanza comenzó a

arrastrarse. Seguía sin poderrespirar. Myron se sentía furioso.Dio un paso hacia ella, pero Robenvolvió a detenerlo apretando con

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mayor fuerza el cañón de la pistolacontra su cuello.

—Ahora me escuchará, ¿no esasí, señor Bolitar? —intervinonuevamente Squires...

Myron respiraba con fuerza,intentando controlar su ira. Todo suser clamaba venganza. Observó ensilencio a Esperanza retorcerse en elsuelo. Poco después ella se lasarregló para ponerse a gatas. Teníala cabeza gacha y jadeaba. Se oyóuna arcada. Luego otra.

Aquel sonido llamó la atenciónde Myron.

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Había algo en aquel sonido...Myron hizo memoria. Había algoextrañamente familiar en aquellasituación, en la forma en que se habíadoblado y rodaba por el suelo, comosi ya lo hubiese visto antes. Pero eraimposible. ¿Cuándo habría...? Depronto dio con la respuesta.

En el ring.«Dios mío —pensó Myron—.

¡Está fingiendo!»Myron miró de reojo a Carl.

Había un esbozo de sonrisa en surostro.

Vaya hijo de puta. ¡Era un farol!

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Reginald Squires se aclaró lagarganta.

—Hace días que vienedemostrando un interés malsano pormi hijo, señor Bolitar —prosiguiócon voz atronadora—. ¿Acaso es unaespecie de pervertido?

Myron estuvo a punto de soltarotra agudeza, pero se tragó laspalabras.

—No.—Entonces dígame qué quiere

de él.Myron miró hacia la luz

entornando los ojos. Seguía sin poder

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ver más que la silueta desdibujada deSquires. ¿Qué era lo mejor que podíadecirle? Sin duda, el tío estaba locode atar, así que, ¿cómo debía jugarsus cartas?

—Imagino que se habráenterado del asesinato de JackColdren —dijo Myron.

—Por supuesto.—Trabajo en el caso.—¿Pretende descubrir quién

asesinó a Jack Coldren?—Sí.—Pero a Jack lo mataron

anoche —señaló Squires—, y usted

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preguntó por mi hijo el sábado.—Es una larga historia —dijo

Myron.La sombra de Squires se

encogió de hombros.—Tenemos todo el tiempo del

mundo.¿Por qué sabía Myron que iba a

decir aquello?Como no tenía nada que perder,

Myron le refirió a Squires cuantosabía sobre el secuestro de Chad. Ocasi todo. Insistió varias veces enque el secuestro propiamente dichohabía tenido lugar en el Court Manor

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Inn. Tenía una razón para ello,relacionada con el egocentrismo.Reginald Squires reaccionó de formaprevisible.

—¿Me está diciendo —gritó—que secuestraron a Chad Coldren enmi motel?

Su motel. Myron se lo habíafigurado. Eso explicaba la presenciade Carl.

—Exacto —dijo Myron.—Carl.—Sí, señor Squires.—¿Sabías algo sobre este

secuestro?

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—No, señor Squires.—Bien, habrá que hacer algo al

respecto —señaló Squires—. Nadiehace algo así en mi territorio. ¿Meoyes? Nadie.

Aquel tío había vistodemasiadas películas de gángsteres.

—Quienquiera que lo hayahecho, es hombre muerto —añadió—. ¿Me oye? Los quiero muertos.¡Muertos! ¿Comprende lo que estoydiciendo, señor Bolitar?

—Muertos —dijo Myron,asintiendo.

La sombra de Squires lo señaló

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con un dedo.—Encuéntrelo para mí.

Descubra quién hizo esto y entoncesllámeme. Yo me haré cargo. ¿Locomprende, señor Bolitar?

—Lo llamo. Usted se encarga.—Ahora, váyase. Encuentre a

ese miserable cabrón.—Eso está hecho, señor Squires

—dijo Myron—, pero el caso es quenecesito ayuda.

—¿Qué clase de ayuda?—Con su permiso, me gustaría

hablar con su hijo Matthew. Necesitoaveriguar qué sabe sobre este asunto.

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—¿Qué le hace pensar que élestá al corriente de algo?

—Es el mejor amigo de Chad.Puede que haya oído o visto algo. Nolo sé, señor Squires, pero megustaría comprobarlo.

Se produjo un breve silencio.—Hágalo —dijo Squires al

cabo—. Carl lo acompañará deregreso al colegio. Matthew hablarásin ninguna traba con usted.

—Gracias, señor Squires.La luz se apagó, sumiéndolos de

nuevo en una densa oscuridad. Myrontanteó el camino hasta la puerta del

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coche. Esperanza, que seguía«recobrándose», se las ingenió parahacer lo mismo. También Carl. Lostres subieron al coche.

Myron se volvió y miró a Carl,que se encogió de hombros y dijo:

—Imagino que olvidó tomar lamedicación.

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—Chad me dijo que se habíaligado a una tía mucho mayor que él.

—¿Te dijo cómo se llamaba?—preguntó Myron.

—Qué va —respondió MatthewSquires—. Sólo me dijo que era parafardar.

—¿Para fardar?—Ya sabes; era china.Dios mío.Myron estaba sentado frente a

Matthew Squires. El chaval era de

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cuidado... Llevaba el pelo largo yestropajoso, con raya en medio, yhasta los hombros. Tenía la carapicada de viruelas. Medía más de unmetro ochenta y debía de pesar unoscincuenta y cinco kilos. Myron sepreguntó cómo habría sido paraaquel chico crecer al lado de unpadre como el suyo.

Carl estaba a su derecha.Esperanza había tomado un taxi parair a comprobar la coartada de EsmeFong y seguir hurgando en el pasadode Lloyd Rennart.

—¿Te dijo Chad dónde se

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encontraba con ella?—Claro; ese antro es como la

guarida de mi viejo.—¿Sabía Chad que tu padre es

el dueño del Court Manor?—Qué va. Como que no

hablamos del dinero de papá ni nadapor el estilo. No es legal, ¿sabes aqué me refiero?

Myron y Carl cambiaron unamirada. Los dos se compadecían dela juventud de hoy en día.

—¿Fuiste con él al CourtManor?

—Ni hablar. Fui más tarde. Ya

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sabes, me imaginé que el tío querríasalir de marcha después de pasárseloen grande. Como para celebrarlo.

—¿A qué hora fuiste al CourtManor?

—A las diez y media o las once,más o menos.

—¿Viste a Chad?—Qué va. Las cosas se

pusieron como raras enseguida. Notuve ocasión.

—¿Qué quieres decir con«como raras»?

Matthew Squires titubeó. Carlse inclinó hacia él.

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—Adelante, Matthew. Tu padrequiere que le cuentes todo lo quesepas.

El muchacho asintió.—Vale. Cuando metí mi

Mercedes en el aparcamiento, vi alviejo de Chad.

Myron sintió náuseas derepente.

—¿Te refieres a Jack Coldren?¿Viste a Jack Coldren? ¿En el CourtManor Inn?

Squires asintió.—Estaba ahí, sentado en el

coche —dijo Matthew—. Al lado del

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Honda de Chad. Se lo veía hechopolvo. Yo no quería líos, así que melas piré.

Myron procuró no mostrarsedesconcertado. Jack Coldren en elCourt Manor Inn. Su hijo en unahabitación follando con Esme Fong.La noche anterior a que Chad fuesesecuestrado.

¿Qué diablos estaba pasando?—El viernes por la noche —

prosiguió Myron—, vi que alguiensalía por la ventana de la habitaciónde Chad. ¿Eras tú?

—Sí.

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—¿Te importa decirme quéhacías allí?

—Quería saber si Chad estabaen casa. Así es como lo hacemos.Trepo hasta su ventana. Como hacíaVinny con Doogie Howser. ¿Teacuerdas de esa serie?

Myron asintió. La recordaba, locual no dejaba de ser lamentable.

No había mucho más quesonsacar al joven Matthew. Cuandoterminaron, Carl acompañó a Myronhasta su coche.

—Todo esto es muy raro —musitó.

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—Desde luego.—¿Llamará cuando descubra

algo?—Sí. —Myron no se tomó la

molestia de decirle que Tito yaestaba muerto—. Buen golpe, porcierto. Me refiero al puñetazo fingidoque le diste a Esperanza.

Carl sonrió.—Somos profesionales. Me

disgusta que se haya dado cuenta.—Si no hubiese visto a

Esperanza en el ring no lo habríanotado. Buen trabajo, Carl, muybueno. Puedes estar orgulloso.

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—Gracias.Carl le tendió la mano. Myron

se la estrechó. Subió al coche yarrancó. ¿A dónde debía dirigirseahora?

De regreso a casa de losColdren, supuso.

Seguía sintiendo vértigo a causade la última revelación: JackColdren había estado en el CourtManor Inn. Había visto el coche desu hijo aparcado allí. ¿Cómo diablosencajaba aquello? ¿Jack Coldrenhabía seguido a Chad? Tal vez.¿Estaba allí por pura casualidad? Era

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improbable. Entonces, ¿qué otrasopciones quedaban? ¿A santo de quéiba Jack Coldren a seguir a su hijo?Y ¿desde dónde lo había seguido?¿Desde la casa de los Squires?¿Tenía sentido? Primero el tipo juegaen el Open, realiza un excelenteprimer recorrido, y luego se plantafrente a la finca de los Squires aesperar a que salga su hijo.

Imposible.«Para el carro, Myron —se dijo

—. Supón que Jack Coldren no hayaseguido a su hijo. Supón que hayaseguido a Esme Fong.»

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Algo en su cerebro hizo clic.Quizá Jack Coldren también

hubiese tenido una aventura conEsme Fong. Su matrimonio iba a laruina. Esme Fong era un tantoretorcida. Si había seducido a unadolescente, ¿qué le impedía seducira su padre? Aunque, en cualquiercaso, ¿qué sentido tendría? ¿AcasoJack estaba acechándola? ¿Habíadescubierto de un modo u otro laaventura amorosa de su hijo?

Y la pregunta más importante:¿qué relación tenía todo aquello conel secuestro de Chad y el asesinato

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de Jack?Llegó a casa de los Coldren.

Habían podido mantener a raya a losperiodistas, pero había por lo menosuna docena de policías. Estabansacando cajas de cartón. Tal y comoVictoria Wilson había temido, lapolicía había obtenido una orden deregistro.

Myron aparcó a la vuelta de laesquina y se dirigió caminando haciala entrada. La cadi de Jack, DianeHoffman, estaba sentada a solas en elbordillo, al otro lado de la calle.Recordó la última vez que la había

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visto en casa de los Coldren; habíasido en el patio trasero, discutiendocon Jack. También cayó en la cuentade que había sido una de las pocaspersonas que sabían lo del secuestro;¿acaso no había estado presentecuando Myron habló del asunto porprimera vez con Jack, en el campo deprácticas?

Tenía que mantener unaconversación con ella.

Diane Hoffman fumaba uncigarrillo. Varias colillas a sus piesindicaban que llevaba bastantetiempo apostada allí. Myron se

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aproximó.—Hola —la saludó—. Nos

conocimos el otro día.Ella levantó la vista, dio una

profunda calada a su cigarrillo ysoltó el humo con fuerza.

—Lo recuerdo. —Su voz ásperasonaba como unos neumáticos viejossobre una calzada pedregosa.

—La acompaño en elsentimiento —dijo Myron—. Usted yJack debían de estar muy unidos.

—Sí —respondió Diane trasotra calada.

—La del golfista y su cadi tiene

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que ser una relación muy estrecha.Diane lo miró fijamente,

entornando los ojos con suspicacia.—Sí —repuso.—Casi como marido y mujer, o

como socios en un negocio.—Algo por el estilo.—¿Nunca discutían?Diane se echó a reír, hasta que

una tos seca interrumpió suscarcajadas. Cuando recobró el habla,preguntó:

—¿Por qué diablos quieresaberlo?

—Porque los vi discutir.

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—¿Qué?—El viernes por la noche.

Estaban en el patio trasero. Usted loinsultó y arrojó el cigarrillo muydisgustada.

—¿Es usted una especie deSherlock Holmes, señor Bolitar? —preguntó ella con una sonrisa.

—No. Sólo le hago unapregunta.

—Y yo puedo decirle que seocupe de sus jodidos asuntos,¿verdad?

—Verdad.—Muy bien. Entonces ya sabe a

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qué atenerse. —La sonrisa seensanchó. No era una sonrisaparticularmente dulce—. Pero antes,para ahorrarle tiempo, le voy a decirquién mató a Jack. Y también quiénsecuestró al chico, si quiere.

—Soy todo oídos.—Esa zorra de ahí dentro. —

Señaló hacia la casa con el pulgar—.La misma que le ha sorbido el seso.

—A mí no me ha sorbido elseso nadie —repuso Myron.

Diane Hoffman rió consarcasmo.

—Claro.

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—¿Qué le hace estar tan segurade que fue Linda Coldren?

—La conozco.—Eso no es una gran respuesta,

que digamos.—Pues mala suerte. Lo hizo su

novia. ¿Quiere saber por quédiscutíamos Jack y yo? Se lo voy adecir. Le dije que era un gilipollas sino informaba a la policía delsecuestro. Me dijo que él y Lindapensaban que era lo mejor. —Otrarisa sarcástica—. Él y Linda...,joder.

Myron la observaba. Algo

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seguía sin encajar.—¿Cree que fue idea de Linda

no llamar a la policía?—Ha dado en el clavo. Ella

raptó al chico. Todo era un granmontaje.

—¿Por qué haría algosemejante?

—Pregúnteselo a ella. Tal vezse lo cuente.

—Se lo pregunto a usted.Diane sacudió la cabeza.—No le será tan fácil. Ya le he

dicho quién lo hizo. Con eso basta,¿no le parece?

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Era el momento de enfocar elasunto desde otro ángulo.

—¿Durante cuánto tiempo hasido cadi de Jack? —preguntó.

—Un año.—¿Por qué la eligió Jack?—Podría haber elegido a

cualquiera. Jack no escuchaba a loscadis desde el incidente con el viejoLloyd Rennart.

—¿Conoció a Lloyd Rennart?—No.—Entonces, ¿por qué la

contrató Jack?Ella no contestó.

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—¿Se acostaban juntos usted yél?

Diane Hoffman volvió a reír ytoser. Con ganas.

—¡Pero qué dice! —Máscarcajadas—. ¿Con Jack?

Alguien lo llamó por su nombre.Se volvió en redondo. Era VictoriaWilson. Parecía adormilada comosiempre, pero le hacía señas conpremura. Bucky estaba a su lado.Daba la impresión de que la primeracorriente de aire se lo llevaríavolando.

—Más vale que vaya —dijo

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Diane en tono de sorna—. Creo quesu novia va a necesitar ayuda.

Él le dedicó una última miraday se encaminó hacia la casa. Antes deque hubiese avanzado tres pasos, eldetective Corbett le dio alcance.

—Necesito hablar con usted,Bolitar.

Myron pasó rozándolo.—Enseguida.Cuando llegó junto a Victoria

Wilson, ésta dijo:—No hable con los polis. Es

más, váyase a casa de Win y no semueva de allí.

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—Me encanta recibir órdenes—ironizó Myron.

—Lamento herir su dignidadmasculina —dijo en un tono quehacía patente que le importaba uncomino—, pero sé lo que hago.

—¿La policía ha encontrado eldedo?

Victoria Wilson se cruzó debrazos.

—Sí.—¿Y?—Y nada.Myron miró a Bucky, que apartó

la vista. Volvió a dirigir su atención

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hacia Victoria Wilson.—¿No han hecho preguntas?—Han preguntado y nos hemos

negado a responder.—Pero el dedo podría

exonerarla.Victoria Wilson suspiró y le dio

la espalda.—Váyase a casa, Myron. Lo

llamaré si surge alguna novedad.

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33

Había llegado la hora deenfrentarse a Win.

Mientras conducía, Myronensayó distintas formas de plantear elasunto. Ninguna le parecía laapropiada, aunque lo cierto es que noimportaba demasiado. Win era suamigo. Llegado el momento, Myronle transmitiría el mensaje y él haríalo que tuviera que hacer.

La cuestión más delicada, noobstante, era si el mensaje debía

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llegar a su destinatario o no. Myronsabía que la represión es perniciosa,pero ¿acaso alguien deseabarealmente correr el riesgo de liberarla rabia contenida de Win?

Sonó el teléfono móvil. Myroncontestó. Era Tad Crispin.

—Necesito que me ayude —dijo Tad.

—¿Qué ocurre?—La prensa me está

presionando para que haga unadeclaración. No estoy muy seguro delo que debo decir.

—Nada —dijo Myron—. No

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digas nada.—Sí, de acuerdo, pero no es tan

fácil. Learner Shelton, elcomisionado de la Asociación deGolf, me ha llamado dos veces.Quiere organizar una gran ceremoniade entrega de premios mañana.Nombrarme campeón del Open. Nosé bien qué debo hacer.

«Chico listo —pensó Myron—.Sabe que si maneja mal este asuntopuede salir muy perjudicado.»

—Tad.—¿Sí?—¿Me estás contratando?

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Los negocios seguían siendo losnegocios. El trabajo de agente notenía nada que ver con la caridad.

—Sí, Myron, está contratado.—Muy bien, pues entonces

presta atención. Antes habrá queresolver una serie de detalles, comoporcentajes y esa clase de cosas; ensu mayor parte, pura rutina. —Elsecuestro, la amputación demiembros, el asesinato, nada impedíaal todopoderoso agente tratar deganarse el pan—. Mientras tanto, nodigas nada. Mandaré un coche arecogerte dentro de dos horas. El

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chófer te avisará por teléfono antesde llegar. Métete directamente en elcoche y no abras la boca. Te griten loque te griten los periodistas tú guardasilencio. No sonrías ni saludes.Muéstrate alterado, adusto. Acabande asesinar a un hombre, y eso tieneque afectarte de algún modo. Elconductor te traerá a la finca de Win.Una vez que estés aquí, discutiremosla estrategia a seguir.

—Gracias, Myron.—No, Tad, gracias a ti.Sacar provecho de un asesinato.

Myron no se había sentido tan como

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un agente de verdad en toda su vida.

Los periodistas habíanacampado a la entrada de la finca deWin.

—He contratado guardasadicionales para la velada —explicóWin, con una copa vacía de coñac enla mano—. Si alguien se acerca a laverja, he dado instrucciones dedisparar a matar.

—Te lo agradezco.Win le dedicó una rápida

inclinación de la cabeza y sirvió otracopa de Grand Marnier. Myron fue a

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buscarse una lata de Yoo-Hoo a lanevera. Después, ambos se sentaron.

—Ha telefoneado Jessica —dijo Win.

—¿Aquí?—Sí.—¿Por qué no me ha llamado al

móvil?—Quería hablar conmigo —

contestó Win.—Vaya. —Myron agitó el Yoo-

Hoo, tal como aconsejaba la lata—.¿Sobre qué?

—Estaba preocupada por ti —repuso Win.

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—¿Por qué?—En primer lugar, sostiene que

le dejaste un mensaje muy enigmáticoen el contestador.

—¿Te ha explicado lo que ledije?

—No. Sólo que tu voz sonabatensa.

—Le dije que la quería. Quesiempre la querría.

Win tomó un sorbo y asintiócomo si aquello lo explicara todo.

—¿Qué pasa? —preguntóMyron.

—Nada —contestó Win.

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—No, dímelo. ¿Qué pasa?Win dejó la copa y juntó las

yemas de los dedos.—¿A quién tratabas de

convencer? —inquirió—. ¿A ella o ati?

—¿Qué diablos significa esto?—Nada —respondió Win,

cerrando los puños.—Tú sabes cuánto quiero a

Jessica —replicó Myron.—En efecto —convino Win.—Sabes por lo que he pasado

para recuperarla.—En efecto.

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—Sigo sin comprenderlo. —Myron sacudió la cabeza—. ¿Por esote ha llamado Jessica? ¿Porque mivoz le pareció tensa?

—Bueno, no del todo. Se habíaenterado del asesinato de JackColdren. Es normal que estuviesepreocupada. Me ha pedido que tecubriera las espaldas.

—¿Qué le has contestado?—Que no.Silencio. Win alzó la copa.

Hizo girar el líquido e inhalóprofundamente su aroma.

—Dime, ¿de qué querías que

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habláramos?—Hoy me he encontrado con tu

madre.Win dio un sorbo con

parsimonia. Dejó que el líquidocorriera por su lengua mientrasestudiaba el fondo de la copa.Después de tragar, dijo:

—Haz como si la sorpresa mehubiese dejado boquiabierto.

—Quería que te diera unmensaje.

Win esbozó una sonrisa.—Supongo que mi querida

mamá te ha contado lo que sucedió.

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—Sí.La sonrisa se hizo más abierta.—Así que ahora ya lo sabes

todo, ¿eh, Myron?—No.—Oh, vamos, vamos, no seas

tan benevolente conmigo. Regálameun poco de esa psicología barata quetanto te gusta. Un niño de ocho añospresenciando cómo su madre gruñíaa cuatro patas con otro hombre; sinduda eso me marcó emocionalmente.¿Acaso no podríamos seguir laevolución de mi personalidad desdeentonces hasta hoy, descubrir lo que

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he llegado a ser? ¿Acaso ese ruinepisodio no explica por qué trato alas mujeres de la forma en que lohago, por qué he construido unabarrera entre yo y mis emociones,por qué elijo los puños cuando otroseligen las palabras? Vamos, Myron.Seguro que has considerado todoesto y más... Desembucha. Estoyseguro de que será muy edificante.

Myron esperó un momento.—No estoy aquí para analizarte,

Win.—¿No?—No.

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—En ese caso —repuso Win entono gélido— borra esa expresión depiedad de tu rostro.

—No es piedad —replicóMyron—. Es preocupación.

—Vamos, hombre.—Puede que sucediera hace

veinticinco años, pero tuvo quedolerte. Quizá no haya modificado tuconducta. Quizás hubieras terminadosiendo exactamente la misma personaque eres ahora, pero eso no significaque no te doliera.

Win levantó la copa. Estabavacía. Se sirvió más coñac.

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—Ya no tengo más ganas dediscutir sobre esto —dijo—. Ahoraya sabes por qué no quiero tenernada que ver con Jack Coldren ni conmi madre. Cambiemos de tema.

—Queda pendiente el asunto delmensaje —señaló Myron.

—Ah, sí, el mensaje. Estásenterado, si no me equivoco, de quemi querida mamá sigue enviándomeregalos por mi cumpleaños y en lasfiestas señaladas.

Myron asintió. Nunca lo habíancomentado, pero estaba al corriente.

—Los devuelvo sin abrir —

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añadió Win. Tomó otro sorbo—. Meparece que haré lo mismo con estemensaje.

—Se está muriendo, Win.Cáncer. Le queda una semana, quizádos.

—Ya lo sé.Myron se echó hacia atrás en la

butaca. Tenía la garganta reseca.—¿Eso es todo lo que tenías

que decirme? —preguntó Win.—Ella quería que supieras que

tienes una última oportunidad paraarreglar las cosas —dijo Myron.

—La verdad es que en eso lleva

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razón. Cuando haya muerto, charlarnos va a resultar imposible.

Myron ya no sabía cómoconvencerlo.

—No espera una granreconciliación, pero si haycuestiones que necesitas resolver...—Myron dejó la frase sin concluir.Estaba siendo redundante y obvio.Win detestaba aquello.

—¿Eso es todo? —preguntóWin—. ¿Ése es tu gran mensaje?

Myron asintió.—Pues muy bien. Voy a

encargar comida china. Espero que te

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apetezca.Win se levantó de su asiento y

se dirigió hacia la cocina.—Afirmas que aquello no te

cambió —apuntó Myron—, perodime una cosa: antes de aquel día,¿la querías?

El rostro de Win eraimpenetrable.

—¿Quién dice que no la quieraahora?

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34

El chófer condujo a Tad Crispina través de la puerta trasera.

Win y Myron estaban viendo latelevisión. Pasaron un anuncio deScope. Unos cónyuges acostados sedespertaban y volvían la cabeza conrepugnancia. «¿Mal aliento matinal?»—informaba una voz en off—.Necesitas Scope. Scope elimina elmal aliento matinal.

—Tanto como el hábito delavarse los dientes —observó

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Myron.Win asintió. Myron abrió la

puerta y condujo a Tad hasta la salade estar. Tad tomó asiento en un sofáfrente a Myron y Win. Miróalrededor, buscando quizás algúnlugar donde posar la vista, pero notuvo la suerte de hallarlo. Sonrió casisin atreverse a hacerlo.

—¿Te apetece tomar algo? —preguntó Win.

—No, gracias. —Otra sonrisainsegura.

Myron se inclinó hacia delante.—Tad, háblanos de la llamada

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que efectuó Learner Shelton.El muchacho se lanzó de

cabeza.—Me ha dicho que quería

felicitarme por mi victoria. Que laAsociación de Golf me habíadeclarado oficialmente vencedor delOpen. —Tad se detuvo, como si poralgún motivo se sintiese confuso.Ganar el Open de Estados Unidos eraun sueño hecho realidad.

—¿Qué más te ha dicho?—Celebrará una rueda de

prensa mañana por la tarde —repusoCrispin—, en el Merion. Me

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entregarán el trofeo y un cheque detrescientos sesenta mil dólares.

Myron no perdió el tiempo.—Ante todo, diremos a los

medios de comunicación que tú no teconsideras ganador campeón delOpen. Si ellos deciden darte esetítulo, estupendo. Si la Asociación deGolf quiere llamarte «campeón»,estupendo. Tú, sin embargo,consideras que el torneo terminó enempate. La muerte no deberíaarrebatarle a Jack Coldren sumagnífica actuación ni su derecho altítulo. Terminó en empate, y empate

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sigue siendo. Desde tu posiciónventajosa, consideras que soiscovencedores. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí —contestó Tad,indeciso.

—Bien, luego está el asunto delcheque. Si insisten en entregarteíntegro el premio, tendrás que donarla parte de Jack a la beneficencia.

—En favor de las víctimas de laviolencia —añadió Win.

Myron asintió.—Eso estaría bien. Algo contra

la violencia...—Un momento —lo interrumpió

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Tad. Se frotaba las palmas de lasmanos en los muslos—. ¿Pretendenque regale ciento ochenta mildólares?

—Habrá que descontar losimpuestos —dijo Win—. Eso reducela suma a la mitad.

—Y será una miseriacomparado con la propagandafavorable que obtendrás —agregóMyron.

—Pero estaba remontando —insistió Tad—. Habría vencido.

Myron se acercó un poco más aél.

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—Eres deportista, Tad. Erescompetitivo y estás muy seguro de timismo. Eso está bien, ¡qué diablos,es fantástico! Pero no esrecomendable en este caso... Elasesinato de Jack trasciende elámbito de lo deportivo. Para lamayoría de la gente será la primeravez que oiga hablar de Tad Crispin.Queremos que todo el mundo vea enti a un tipo simpático, ¿no es eso? Auna persona decente, modesta y dignade confianza. Si ahora nos jactamosde lo buen golfista que eres, sihacemos hincapié en tu éxito más que

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en la tragedia, la gente pensará queeres un tipo sin escrúpulos, y teconvertirás en un ejemplo más de lafalta de ética de la que hacen galatantos deportistas en la actualidad.¿Entiendes lo que trato de decirte?

Tad asintió.—Creo que sí.—Tenemos que presentarte al

público bajo una luz determinada.Debemos controlar la situación en lamedida de lo posible.

—Entonces, ¿concederemosentrevistas? —preguntó Tad.

—Muy pocas.

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—Pero si deseamospublicidad...

—Debemos ser muy cuidadososen este sentido —señaló Myron—.Esta historia es ya de por sí tanimportante que lo último quenecesitamos es hacerle excesivapropaganda. Quiero que te muestresreservado y serio, Tad. Verás,tenemos que mantener el equilibrioadecuado. Si aceptamos todas lasentrevistas que nos propongan,parecerá que estemos sacandoprovecho del asesinato de Jack.

—Desastroso —apostilló Win.

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—Exacto. Lo que queremos escontrolar el flujo de información.Alimentar a la prensa con pequeñosbocados. Nada más.

—Quizás una entrevista —dijoWin— en la que aparezcasterriblemente contrito.

—Con Bob Costas, quizá.—O incluso Barbara Walters.—Y no anunciaremos tu

generoso donativo.—Correcto, nada de rueda de

prensa. Eres demasiado cabal parasemejante fanfarronada.

Aquello desconcertó a Tad.

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—¿Cómo se supone queobtendremos buena prensa si no loanunciamos?

—Lo filtraremos —dijo Myron—. Haremos que alguien de lainstitución benéfica en cuestión se locuente a un reportero entrometido,por ejemplo, o algo por el estilo. Laclave es que Tad Crispin debe ser untipo demasiado modesto como paraandar haciendo publicidad de suspropias obras de caridad. ¿Captascuál es nuestro propósito?

El asentimiento de Tad fue, estavez, algo más entusiasta. Se iba

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animando. Myron se sentía como unsinvergüenza. Maestro tejedor, otromás de los títulos que deben ostentarlos agentes deportivos de hoy en día.Ser agente no siempre era loable. Aveces tenías que ensuciarte un pocolas manos y la reputación. No es quea Myron le gustara hacerlo, peroestaba más que dispuesto cuando sedaba el caso. Los medios decomunicación presentarían loshechos de una forma; él lospresentaría de otra. A pesar de todo,no se sentiría peor que un hipócritaestratega político después de un

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debate. Aunque la verdad es que eradifícil caer más bajo.

Discutieron diversospormenores durante un rato más. Tadcomenzó a mostrarse inquieto denuevo.

Volvía a frotar las palmascontra el pantalón. Cuando Win seausentó por un momento de lahabitación, susurró:

—He visto en el telediario quees el abogado de Linda Coldren.

—Uno de ellos.—¿También es su agente?—Tal vez —dijo Myron—.

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¿Por qué?—Entonces también es abogado,

¿verdad? ¿Estudió en la facultad dederecho y todo lo demás?

Myron no estaba muy seguro deque le gustara el terreno que lehacían pisar.

—Sí.—En ese caso, también puedo

contratarlo como abogado, ¿verdad?No sólo como agente.

Definitivamente no le gustabanada el terreno que pisaba.

—¿Por qué ibas a precisar túlos servicios de un abogado, Tad?

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—No digo que lo necesite, perosi así fuera...

—Todo lo que quieras decirmees confidencial —le informó Myron.

Tad Crispin se puso en pie.Extendió los brazos y tomó entre lasmanos un palo de golf imaginario.Realizó un swing. Los golfistas sonlos únicos deportistas que hacen esaclase de cosas. A Myron, porejemplo, nunca se le habría ocurridodetenerse frente a los escaparates delas tiendas para estudiar el reflejo desu lanzamiento en la luna de cristal.

Golfistas.

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—Me sorprende que no estéenterado a estas alturas —dijo Taddespacio.

No obstante, el hormigueo queMyron empezó a sentir en la boca delestómago le auguraba que quizá sí loestaba.

—¿Que no esté enterado de qué,Tad?

Tad efectuó otro swing. Detuvoel movimiento para estudiar subackswing. Entonces, de pronto, unaexpresión de pánico apareció en surostro. Arrojó el palo imaginario alsuelo.

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—Sólo ha sido un par de veces—dijo en tono vacilante—. No fuenada trascendente, en realidad.Quiero decir que nos conocimosmientras filmábamos esos anunciospara Zoom. —Lanzó a Myron unamirada de súplica—. Usted la havisto, Myron. Quiero decir, ya sé quetiene veinte años más que yo, pero esmuy atractiva... Me dijo que sumatrimonio se estaba viniendoabajo...

Myron no oyó el resto deldiscurso; se sentía demasiadoaturdido para ello. Tad Crispin y

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Linda Coldren. Parecía imposible y,sin embargo, tenía sentido. Unhombre joven sucumbe a los encantosde una mujer atractiva mucho mayorque él. La belleza madura atrapadaen un matrimonio sin amor se evadeen los brazos de un apuesto atleta. Laverdad es que no había en ello nadacensurable.

Tad proseguía con su monólogo.Myron lo interrumpió.

—¿Jack lo descubrió?—No lo sé —respondió Tad—,

pero creo que es posible.—¿Qué te hace pensar eso?

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—La forma en que secomportaba. Hicimos dos recorridosjuntos. Ya sé que éramoscontrincantes y que pretendíaintimidarme, pero aun así tengo laimpresión de que estaba enterado.

Myron hundió la cara entre lasmanos. Aquello le revolvía elestómago.

Myron tuvo que hacer unesfuerzo para no echarse a reír.

—¿Cree que saldrá a la luz? —preguntó Tad.

Myron tuvo que hacer unesfuerzo para no echarse a reír.

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Aquello iba a convertirse en una delas mayores noticias del año. Losmedios de comunicación seabalanzarían como buitres sobre lacarroña.

—No lo sé, Tad.—¿Qué vamos a hacer?—Confiar en que no trascienda.Tad estaba asustado.—¿Y si trasciende? —Tad

estaba visiblemente asustado.Myron se volvió hacia él. Tad

Crispin era tan jodidamente joven...La mayoría de los muchachos de suedad todavía andaba gastando

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bromas alegremente en los clubes deestudiantes. Y si uno se paraba apensarlo, ¿qué había hecho Tad enrealidad que fuese tan malo?¿Acostarse con una mujer maduraque por alguna extraña razón seguíaempeñada en conservar unmatrimonio a todas luces fracasado?No podía decirse que fueseantinatural. Myron trató deimaginarse a sí mismo con la edad deTad. Si una mujer madura tanatractiva como Linda Coldrenhubiese querido ligar con él, ¿habríasabido resistirse?

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Probablemente no; ni entoncesni ahora.

Pero ¿qué pasaba con LindaColdren? ¿Por qué esa obsesión porun matrimonio que ya estaba muerto?¿Por convicciones religiosas? Erapoco probable. ¿Por su hijo? Elchico tenía ya dieciséis años. Quizá;no le resultara fácil una separación,pero lo soportaría.

—Myron, ¿qué pasará si laprensa lo descubre?

De pronto, Myron ya no pensabaen los periodistas, sino en la policía.Pensaba en Victoria Wilson y en la

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duda razonable. Lo más seguro eraque Linda Coldren le hubiesecontado a su as de la abogacía elromance con Tad Crispin.

¿A quién declaraban vencedordel Open ahora que Jack Coldrenestaba muerto?

¿A quién podía preocuparleperder frente a un reputadoacojonado delante de un públicomasivo?

¿Quién tenía los mismosmotivos para matar a Jack Coldrenque antes Myron había atribuido aEsme Fong?

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¿Quién corría el riesgo de vermanchada su intachable reputaciónpor un divorcio de los Coldren,sobre todo si Jack sacaba a relucir lainfidelidad de su esposa?

¿Quién tenía un aventuraamorosa con la viuda del muerto?

La respuesta a todas aquellaspreguntas estaba sentada delante deél.

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35

Tad Crispin se marchó pocodespués.

Myron y Win se instalaron en elsofá. Pusieron Broadway DannyRose, una de las obras maestras másinfravaloradas de Woody Allen.Menudo peliculón.

Durante la escena en la que Miaarrastra a Woody a visitar a lapitonisa, llegó Esperanza.

Se llevó una mano a la boca ytosió.

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—No quisiera parecer pedanteni pretenciosa —ella comenzó,haciendo una soberbia imitación deWoody. Tenía su mismo tempo, lasmismas técnicas para demorar eldiscurso. Gesticulaba como él, poníaacento de Nueva York; era su mejorpersonaje—, pero poseo ciertainformación que tal vez os resulteinteresante.

Myron levantó la vista. Win noapartó los ojos del televisor.

—He localizado al hombre quevendió el bar a Lloyd Rennart haceveinte años —dijo ella, volviendo a

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su voz habitual—. Rennart pagó enefectivo. Siete mil dólares. Tambiénhe investigado la casa de SpringLake Heights. La compró pocodespués por veintiún mil dólares. Sinhipoteca.

—Eso es mucho dinero para uncadi caído en desgracia —opinóMyron.

—Sí, señor. Y para hacer lascosas más interesantes si cabe,tampoco he hallado ningún indicio deque trabajara o pagara impuestosentre la fecha en que Jack Coldren lodespidió y la de la adquisición del

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bar Rusty Nail.—Tal vez recibió una herencia.—Me inclino a dudarlo —

repuso Esperanza—. He conseguidoremontarme hasta 1971 y no heencontrado ningún rastro deimpuestos hereditarios.

Myron miró a Win.—¿Qué te parece?Win seguía mirando fijamente la

pantalla.—No os estoy escuchando.—Es verdad, me había

olvidado. —Myron volvió a mirar aEsperanza—. ¿Algo más?

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—La coartada de Esme Fong sesostiene. He hablado con Miguel. Nosalió del hotel.

—¿Es fiable?—Sí, creo que sí.Una menos.—¿Algo más?—Por ahora, no. Aunque he

hablado con la redacción delperiódico local de Narbeth.Conservan los números atrasados enun almacén. Mañana iré a revisarlos,a ver qué averiguo sobre el accidentede coche.

Esperanza se agenció una caja

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de comida preparada y un par depalillos en la cocina y se desplomópesadamente en un sillón. Un matónmafioso acababa de llamar a Woody«cabeza de queso». Woody comentóque no tenía la menor idea de quésignificaba aquello, pero que estabaconvencido de que no presagiabanada bueno. Ah, menudo es Woody.

Tras diez minutos de La últimanoche de Boris Grushenko, pocodespués de que Woody se preguntaracómo era posible que el viejoNahampkin fuese más joven que eljoven Nahampkin, el agotamiento se

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apoderó de Myron. Cayó dormido enel sofá. Durmió profundamente, sinsoñar, sin moverse; como siexperimentara una interminable caídaa un pozo sin fondo.

Despertó a las ocho y media. Eltelevisor estaba apagado. Un relojdio la hora. Alguien lo había cubiertocon un edredón mientras dormía.Win, lo más seguro. Se asomó a losdemás dormitorios. Win y Esperanzahabían salido.

Se duchó, se vistió y se tomó uncafé. Sonó el teléfono. Myrondescolgó y contestó.

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—¿Diga?Era Victoria Wilson. Seguía

sonando aburrida.—Han arrestado a Linda.

Myron encontró a Victoria en la

sala de espera destinada a losabogados.

—¿Cómo se encuentra?—Bien —respondió ella—.

Anoche llevé a Chad a casa. Eso laalegró.

—¿Dónde está ahora?—En una celda» esperando a

que la hagan comparecer. La

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veremos en unos minutos.—¿Qué pruebas tienen?—Bastantes, a decir verdad —

contestó Victoria. Parecía casiimpresionada—. En primer lugar, alguarda que la vio entrar y salir delcampo de golf a la hora delasesinato. A excepción de Jack, novio que nadie más llegase o semarchara en toda la noche.

—Eso no implica que nadie lohiciera. Es un terreno enorme.

—Ciertamente, pero desde supunto de vista eso proporciona aLinda la oportunidad de cometer el

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asesinato. En segundo lugar, hallaronpelos y fibras en el cuerpo de Jack,así como esparcidos por la escenadel crimen, que los análisispreliminares vinculan a Linda.Naturalmente, no debería resultarnosdifícil desacreditar esta prueba. Jackera su marido; es lógico que tuvierapelo y fibras de su mujer en elcuerpo, y pudo diseminarlas élmismo por la escena.

—Además, ella nos ha dichoque acudió al campo de golf en buscade Jack —añadió Myron.

—Pero eso no podemos

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decírselo a ellos.—¿Por qué?—Porque, ahora mismo, no

decimos ni admitimos nada.Myron se encogió de hombros.

No tenía mayor importancia.—¿Qué más?—Jack poseía una pistola del

calibre veintidós. La policía laencontró anoche en una zona debosque situada entre la residencia delos Coldren y el Merion.

—¿Estaba allí, sin más?—No. Estaba enterrada, y todo

indica que llevaba poco tiempo allí.

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La localizaron con un detector demetales.

—¿Están seguros de que se tratade la pistola de Jack?

Victoria asintió.—El número de serie coincide.

La policía ha efectuado de inmediatoun examen balístico. Es el arma delcrimen.

A Myron se le heló la sangre.—¿Huellas dactilares? —

preguntó.Victoria Wilson negó con la

cabeza.—Limpia.

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—¿Piensan someter a Linda auna prueba de pólvora? —preguntóél, aludiendo al análisis de las manosde los sospechosos que efectuaba lapolicía para ver si hay en éstosquemaduras microscópicas.

—Ya hace unos cuantos días —dijo Victoria—, y lo más probable esque dé negativo.

—¿Le ha indicado que serestregara las manos?

—Sí.—Entonces usted piensa que lo

hizo.—Por favor, no diga eso —

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repuso ella. Su tono no perdió unápice de serenidad.

Tenía razón, pero aquelloempezaba a tener muy mal aspecto.

—¿Hay algo más? —preguntó.—La policía encontró el

detector de llamadas que usted lesproporcionó todavía conectado alteléfono. Naturalmente, les haparecido muy curioso que losColdren consideraran necesariograbar todas las llamadas recibidas.

—¿Han encontrado alguna cintade las conversaciones con elsecuestrador?

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—Sólo una en la que elsecuestrador llama «zorra china» a laseñorita Fong y exige cien mildólares. Y para responder a sus dospróximas preguntas, le diré que no,no hemos dado más detalles sobre elsecuestro, y que sí, están cabreados.

Myron reflexionó por unosinstantes. Había algo que noencajaba.

—¿Sólo encontraron esa cinta?—Así es.—Pero si la máquina siguió

conectada —señaló Myron, ceñudo—, tendría que haber registrado la

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última llamada del secuestrador, laque hizo que Jack saliese hecho unafuria de su casa rumbo al Merion.

Victoria Wilson lo mirófijamente.

—La policía no ha encontradomás cintas, ni en la casa ni en elcuerpo de Jack; en ninguna parte.

De nuevo se le heló la sangre enlas venas. La implicación era obvia:la explicación más razonable de queno hubiera otra cinta era que no habíahabido otra llamada. Linda Coldrense la había inventado. Si le hubiesecontado su versión de los hechos a la

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policía, la ausencia de dicha cinta sehabría considerado unacontradicción. Por suerte para ella,la primera decisión de VictoriaWilson había sido no permitirle abrirla boca al respecto.

Aquella mujer era muycompetente.

—¿Puede conseguirme unacopia de la cinta que ha descubiertola policía? —preguntó Myron.

Victoria Wilson asintió.—Aún hay más —dijo.Myron casi temía oírlo.—Pensemos por un momento en

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el dedo amputado y en lascircunstancias en que fue hallado —continuó Victoria—. Lo encontróusted en el coche de Linda dentro deun sobre de papel manila.

Myron asintió.—Esa clase de sobres sólo se

venden en Staples. El texto fueescrito con un bolígrafo rojo Flair.Hace tres semanas, Linda Coldrenvisitó Staples. Según un recibohallado ayer en su casa, adquirióbastante material de oficina,incluyendo una caja de sobres papelmanila Staples y un bolígrafo rojo

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Flair.Myron no daba crédito a lo que

estaba oyendo.—La parte positiva del asunto

es que el grafólogo no ha podidodeterminar si el texto del sobre esobra de Linda —añadió Victoria.

Myron estaba cayendo en lacuenta de algo más. Linda lo habíaesperado en el Merion. Fueron juntoshasta el coche. Encontraron el dedojuntos. El fiscal del distrito secebaría en aquel detalle. ¿Por quéhabía esperado a Myron? Larespuesta, afirmaría el fiscal, era

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evidente: necesitaba un testigo.Había metido el dedo en su propiocoche, sin duda podía hacerlo sinlevantar sospechas, y necesitaba quealguien estuviera con ella alencontrarlo.

Y ahí entraba en escena MyronBolitar, el inocentón de turno.

Por supuesto, Victoria Wilsonlo había arreglado todocuidadosamente para que el fiscalnunca llegara a enterarse de aqueldato. Myron era abogado de Linda.No podía hablar de ello. Nadie losabría jamás.

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Sí, aquella mujer eracompetente, salvo por un detalle.

—El dedo amputado —exclamóMyron—. ¿Quién va a creer que unamadre sea capaz de cortar un dedo asu propio hijo?

Victoria consultó la hora en sureloj de pulsera.

—Vayamos a hablar con Linda.—No, espere un momento. Es la

segunda vez que elude esta cuestión.¿Qué es lo que todavía no me hadicho?

Ella se colgó el bolso delhombro.

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—Vamos —dijo.—Eh, me estoy empezando a

cansar de ir dando tumbos.Victoria Wilson asintió

lentamente, pero no dijo palabra nidejó de caminar. Myron la siguióhasta la sala de interrogatorios.Linda Coldren ya estaba allí.Llevaba puesto el mono naranjachillón propio de las reclusas. Lehabían esposado las manos. Miró aMyron con ojos inexpresivos. Nohubo saludos ni abrazos.

Sin más preámbulo, Victoriadijo:

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—Myron quiere saber por quéno creo que el dedo amputado puedaayudarnos.

Linda se volvió hacia él.Esbozó una sonrisa triste y repuso:

—Supongo que escomprensible.

—¿Qué diantre está pasandoaquí? —exclamó Myron—. Quierocreer que no le cortó un dedo a supropio hijo.

—No lo hice —dijo Linda—.En ese sentido es cierto.

—¿Qué quiere decir, en esesentido?

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—He dicho que no le corté undedo a mi hijo —continuó—, peroresulta que Chad no es hijo mío.

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36

Myron la miró azorado.—Soy estéril —explicó Linda.

Pronunció aquellas palabras consuma naturalidad, pero el dolor querevelaban sus ojos era tan vivo ydescarnado que Myron estuvo apunto de venirse abajo—. Se da lacircunstancia de que mis ovarios noproducen óvulos, pero, aun así, Jackquería tener un hijo biológico.

—¿Contrataron a una madre dealquiler? —preguntó Myron.

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Linda miró a Victoria.—Sí —respondió—, aunque no

abiertamente.—Todo se hizo de manera

escrupulosamente legal —intervinoVictoria.

—¿Se encargó usted del asunto?—quiso saber Myron.

—Hice el papeleo, sí. Laadopción fue completamente legal.

—Deseábamos guardar elsecreto —dijo Linda—. Por eso meretiré temporalmente del circuito. Lamadre biológica no tenía que saberquiénes éramos.

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Myron sintió que algo hacía clicdentro de su cabeza.

—Pero lo descubrió.—Sí.Otro clic.—Es Diane Hoffman, ¿verdad?Linda estaba demasiado agotada

para sorprenderse.—¿Cómo lo ha sabido?—Digamos que por deducción.

—¿Qué otra razón podía tener Jackpara contratar a Diane Hoffman comocadi? ¿Por qué si no le habíamolestado tanto la forma en quehabían llevado el secuestro?—.

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¿Cómo dio con ustedes?Fue Victoria quien contestó.—Como he dicho, todo se

realizó legalmente. Con las nuevasleyes no resultó difícil hacerlo.

Otro clic.—Por eso no podía divorciarse

de Jack. Él era el padre biológico.Habría ganado la batalla por lacustodia.

Linda asintió.—¿Chad está enterado? —

añadió Myron.—No —contestó Linda.—Por lo menos, que usted sepa

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—señaló Myron.—¿Qué?—No lo sabe a ciencia cierta,

pero tal vez lo haya descubierto. Talvez Jack se lo contó. O Diane. A lomejor así es como empezó todo esteembrollo.

Victoria se cruzó de brazos.—No lo veo muy claro, Myron.

Supongamos que Chad lo averiguara.¿Cómo habría desembocado eso enel secuestro de Chad y el asesinatode Jack?

Myron sacudió la cabeza. Erauna buena pregunta.

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—Todavía no lo sé. Necesitotiempo para reflexionar. ¿La policíasabe todo esto?

—¿Lo de la adopción? Sí.Ahora empezaba a tener sentido.—Esto proporciona un motivo a

la acusación. Dirán que la demandade divorcio de Jack preocupaba aLinda. Que lo mató para no separarsede su hijo.

Victoria Wilson asintió.—Y el hecho de que Linda no

sea la madre biológica puede actuaren dos sentidos: o bien amaba tanto asu hijo que mató a Jack para

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conservarlo, o bien, puesto que Chadno era carne de su carne, no tuvoreparos en cortarle un dedo.

—Sea como fuere, el hallazgodel dedo no nos ayuda.

Victoria asintió. No dijo «qué ledecía yo», pero fue como si lohiciese.

—¿Me permiten decir una cosa?—intervino Linda. Se volvieron y lamiraron—. Yo no quería a Jack. Selo dije sin rodeos, Myron. Si hubieratenido la intención de matarlo no lehabría dicho algo así...

Myron asintió. Aquello tenía

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sentido.—Pero quiero mucho a mi hijo

—añadió Linda—, y digo mi hijo,más que a mi propia vida. Queparezca más verosímil que lo mutiléporque soy una madre adoptiva enlugar de biológica resulta enfermizoy grotesco. Quiero a Chad tanto comocualquier madre pueda querer a suhijo. —Hizo una pausa y respiróhondo—. Sólo me interesaba que losupieran.

—Lo sabemos —dijo Victoria—. Sentémonos. —Cuando hubieronocupado sus respectivas sillas,

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prosiguió—: Sé que todavía espronto, pero me gustaría comenzar apensar sobre la duda razonable. Elcaso presentará fisuras. Measeguraré de sacarles partido, perome gustaría oír alguna teoríaalternativa sobre lo que sucedió.

—En otras palabras —dijoMyron—, otros sospechosos.

—Eso es exactamente lo quequiero decir.

—Bueno, creo que tieneescondido un as en la manga, ¿no esasí?

Victoria asintió.

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—Así es.—Tad Crispin, ¿verdad?Esta vez, Linda se mostró

sorprendida. Victoria permanecióimpávida.

—Sí, es sospechoso.—Anoche el muchacho contrató

mis servicios como agente —dijoMyron—. Hablar acerca de élconstituye para mí un conflicto deintereses.

—En ese caso, no hablemos deél.

—No sé si con eso bastará.—Entonces deberá renunciar a

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él como cliente —señaló Victoria—.Linda lo contrató antes. Sucompromiso con ella prevalece. Siconsidera que hay conflicto, tieneque llamar al señor Crispin y decirleque no puede representarlo.

Estaba atrapado, y ella lo sabía.—Hablemos de otros

sospechosos —propuso Myron.Victoria asintió. Había ganado

la batalla.—Adelante.—En primer lugar tenemos a

Esme Fong.Myron las puso al corriente de

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todos los motivos que la convertíanen una buena sospechosa. Una vezmás, Victoria se mostró adormilada;Linda, en cambio, reveló un instintocasi homicida.

—¿Que sedujo a mi hijo? —gritó—. ¿La muy zorra vino a mi casay sedujo a mi hijo?

—Eso parece.—No me lo puedo creer. ¿Por

eso estaba Chad en ese sucio motel?—Sí.—De acuerdo —dijo Victoria

—. Me gusta. Esme Fong tienemotivos y medios. Era una de las

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pocas personas que sabían dóndeestaba Chad.

—También tiene una coartada—agregó Myron.

—Pero no es muy buena. Seguroque hay otras formas de entrar y salirdel hotel en que se aloja. Tambiénpudo disfrazarse o escabullirsemientras Miguel iba al cuarto debaño. Me satisface. ¿A quién mástenemos?

—A Lloyd Rennart.—¿Quién es?—El antiguo cadi de Jack —

explicó Myron—. El que le hizo

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perder el Open.Victoria frunció el entrecejo.—¿Por qué sospecha de él?—Por el momento elegido. Jack

regresa al escenario de su mayorfracaso y de pronto ocurre todo esto.No puede ser coincidencia. Eldespido arruinó la vida de Rennart.Terminó alcohólico. Mató a suesposa en un accidente de automóvil.

—¿Qué? —exclamó Linda.—Poco después del Open,

Lloyd tuvo un accidente de coche.Iba completamente borracho. Sumujer murió en el acto.

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—¿La conocías? —le preguntóVictoria a Linda.

—No llegamos a conocer a sufamilia —respondió ella—. Dehecho, creo que nunca vi a Lloyd másque en nuestra casa y en el campo degolf.

Victoria se retrepó en su silla.—Sigo sin ver qué lo convierte

en sospechoso...—Rennart ansiaba venganza.

Esperó veintitrés años para tomarla.Victoria sacudió la cabeza.—Admito que es llevar las

cosas un poco lejos —añadió Myron.

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—¿Un poco? Es ridículo.¿Conoce el paradero actual de LloydRennart?

—Eso ya es más complicado.—¿A qué se refiere?—Puede que se haya suicidado

—respondió él.Victoria miró a Linda, luego a

Myron.—¿Tendría la bondad de ser

más explícito?—El cuerpo no ha aparecido —

dijo Myron—, pero todo el mundocree que se arrojó a un precipicio enPerú.

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—Oh, no... —susurró Linda convoz quejumbrosa.

—¿Qué pasa? —preguntóVictoria.

—Recibimos una postal desdePerú.

—¿Quién la recibió?—Iba dirigida a Jack, pero no

estaba firmada. Llegó el otoñoanterior, o quizás ya fuese invierno.

Myron notó que se le acelerabael pulso. El otoño o inviernoanteriores. Más o menos cuandoLloyd supuestamente saltó al vacío.

—¿Qué decía?

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—Sólo había una palabraescrita —respondió Linda—:«Perdón.»

Se hizo el silencio.—Eso no parece el mensaje de

un hombre que busca venganza —dijo Victoria al fin.

—No —convino Myron.Recordó lo que Esperanza habíadescubierto sobre el dinero queRennart había utilizado para comprarsu casa y el bar. Aquella postalconfirmaba lo que venía sospechandodesde el principio: Jack había sidovíctima de sabotaje—. Pero también

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significa que lo que ocurrió haceveintitrés años no fue casualidad.

—¿Y eso en qué nos favorece?—preguntó Victoria.

—Alguien pagó a Rennart paraque Jack perdiera el Open.Quienquiera que lo hiciese tenía unmotivo.

—Quizá para matar a Rennart—contraatacó Victoria—, pero no aJack.

Buena observación. ¿O quizá notanto? Veintitrés años atrás alguienodiaba lo bastante a Jack como paratratar de impedir que ganara el Open.

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Tal vez aquel odio no se habíaextinguido. O quizá Jack habíadescubierto la verdad y, porconsiguiente, había que hacerlecallar. En cualquier caso, merecía lapena considerarlo.

—No quiero escarbar en elpasado —añadió Victoria—. Esopuede acabar de liar las cosas.

—Pensé que le gustaban lascomplicaciones; no olvide que sontierra abonada para la dudarazonable.

—La duda razonable me gusta—contestó Victoria—, pero no lo

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desconocido. Investigue a EsmeFong. Investigue a la familia Squires.Investigue lo que sea, peromanténgase apartado del pasado,Myron. Nunca se sabe lo que unopuede encontrar en él.

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37

Myron llamó por el teléfono delcoche.

—¿Señora Rennart? Soy MyronBolitar.

—Dígame, señor Bolitar.—Le prometí que iría

llamándola periódicamente paramantenerla informada.

—¿Ha descubierto algo nuevo?Myron se preguntó cómo

proceder.—Sobre su marido, no. De

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momento nada indica que la muertede Lloyd no fuese un suicidio.

—Entiendo.Silencio.—Entonces ¿por qué me llama,

señor Bolitar?—¿Se ha enterado ya del

asesinato de Jack Coldren?—Claro —respondió Francine

Rennart—. Sale en todos los canales.No sospechará de Lloyd...

—No —dijo Myron—, perosegún la esposa de Jack, Lloyd leenvió una postal desde Perú. Justoantes de su muerte.

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—Entiendo. ¿Qué decía?—Sólo había una palabra

escrita: «Perdón.» Sin firma.Tras una breve pausa, Francine

Rennart dijo:—Lloyd está muerto, señor

Bolitar. Jack Coldren también. Dejeque descansen en paz.

—No pretendo perjudicar lareputación de su marido, peroempieza a estar claro que alguienobligó a Lloyd a sabotear a Jack oque le pagaron por hacerlo.

—¿Y quiere que yo le ayude ademostrarlo?

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—Quienquiera que fuese puedeque haya asesinado a Jack y mutiladoa su hijo. Su marido le mandó unapostal a Jack pidiendo su perdón.Con el debido respeto, señoraRennart, ¿no cree que Lloyd querríaque me ayudara?

Otra pausa.—¿Qué quiere de mí, señor

Bolitar? —dijo ella al cabo—. No sénada sobre lo que ocurrió.

—Soy consciente de ello señoraRennart, pero quizá conserva papelesviejos de Lloyd. ¿Llevaba él undiario, tal vez? ¿Algo que nos pueda

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dar una pista?—No escribía ningún diario.—Pero puede que haya alguna

otra cosa. —«Sé amable, Myron;avanza con pies de plomo»—. SiLloyd obtuvo una compensación —bonito eufemismo para hablar desoborno—, puede que haya recibosbancarios, cartas o algún otrodocumento.

—Guardo unas cajas en elsótano —dijo ella—. Fotos viejas yalgunos papeles, quizá... Pero nocreo que haya ningún extracto decuenta. —Dejó de hablar por un

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instante. Myron mantuvo el auricularpegado a la oreja—. Lloyd siempretenía dinero en efectivo —prosiguióen voz baja—. Lo cierto es que nuncale pregunté de dónde lo habíasacado.

Myron se humedeció los labios.—Señora Rennart, ¿me

permitiría echar un vistazo a esascajas?

—Esta noche —accedió—.Venga esta noche.

Esperanza todavía no habíaregresado al cabañón. Myronacababa de sentarse a descansar

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cuando sonó el intercomunicador.—¿Si?El guarda que vigilaba la verja

principal habló con una dicciónperfecta.

—Señor, han venido a verle uncaballero y una joven dama. Afirmanque no pertenecen a ningún medio decomunicación.

—¿Le han dado el nombre?—El caballero dice que se

llama Carl.—Déjelos pasar.Myron salió a recibirlos y

observó al Audi amarillo canario

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avanzar por el sendero de entrada.Carl aparcó el coche y se apeó.Llevaba el pelo recién planchado.Una muchacha negra que no debía detener más de veinte años salió por lapuerta del acompañante. Mirabaalrededor con ojos como platos.

Carl se volvió hacia losestablos y se protegió los ojos con sumanaza. Una amazona ataviada contodos los atributos cabalgaba por unaespecie de pista de obstáculos.

—¿Eso es lo que llaman carrerade obstáculos? —preguntó.

—Me has pillado —dijo

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Myron.Carl siguió observando. La

amazona desmontó. Se desabrochó elcasco negro y dio unas palmadas alcaballo. Carl dijo:

—No se ve a muchos hermanosvestidos así —comentó Carl.

—¿Y qué me dices de lospalafreneros de librea?

—Buena salida —observó Carlentre risas—. No ha sido fantástica,pero no ha estado mal.

No le faltaba razón.—¿Has venido a tomar

lecciones de hípica?

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—Me parece que no, señorBolitar —respondió Carl—. Lepresento a Kiana. Creo que puedesernos de ayuda.

—¿Sernos?—Usted y yo estamos juntos en

esto, señor Bolitar. —Carl sonrió—.A mí me toca el papel de negrosimpático.

Myron sacudió con la cabeza.—No.—¿Cómo dice?—El negro simpático siempre

termina muerto. Y a menudo alprincipio de la película...

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Aquello acalló a Carl por unosinstantes.

—Maldita sea, lo habíaolvidado —dijo al cabo.

Myron se encogió de hombros,como diciendo «qué le vamos ahacer».

—Dime, ¿quién es ella?—Kiana trabaja de camarera en

el Court Manor Inn.Myron la miró. Todavía estaba

lo bastante lejos como para no oír loque hablaban.

—¿Qué edad tiene?—¿Por qué lo pregunta?

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Myron se encogió de hombros.—Por curiosidad. Parece muy

joven.—Tiene dieciséis años, y ¿sabe

qué, señor Bolitar? No es madresoltera, no vive de los subsidios y noes yonqui.

—No he dicho que lo fuera.—Ajá. Espero que toda esa

mierda racista no haya hecho mellaen usted.

—Oye, Carl, hazme un favor,reserva tu conferencia sobresensibilización racial para otro díamenos ajetreado. ¿Qué es lo que sabe

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esta chica?Carl se volvió hacia ella y le

hizo una seña de que se aproximara.Kiana obedeció.

—Le mostré esta foto —Carl leentregó a Myron una instantánea deJack Coldren— y recordó haberlovisto en el Court Manor.

Myron echó una ojeada a lafotografía y luego miró a Kiana.

—¿Viste a este hombre en elmotel?

—Sí. —Su voz firme y potenteno casaba con su edad. Dieciséisaños. Tenía la misma edad que Chad.

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Costaba creerlo.—¿Recuerdas cuándo?—La semana pasada. Lo vi dos

veces.—¿Dos veces?—Sí.—¿Eso fue el jueves o el

viernes?—No. —Kiana hacía gala de un

gran aplomo: ni se frotaba las manos,ni taconeaba, ni desviaba la mirada—. Fue el lunes o el martes. Elmiércoles como muy tarde.

Myron asimiló aquel dato. Jackhabía estado dos veces en el Court

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Manor antes que su hijo. ¿Por qué?La razón resultaba bastante obvia: siel matrimonio estaba acabado paraLinda, probablemente lo estuviesetambién para Jack. Él también tendríasus relaciones extramatrimoniales.Quizás aquello era lo que habíapresenciado Matthew Squires. QuizáJack había acudido a su propia cita yhabía descubierto el coche de suhijo. Parecía encajar...

Ahora bien, no dejaba de seruna enorme casualidad. ¿Padre e hijoterminan en el mismo antro y almismo tiempo? Cosas más raras se

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habían visto, pero ¿cuántasprobabilidades había?

Myron hizo un ademánseñalando la fotografía de Jack.

—¿Iba solo?Kiana sonrió.—El Court Manor no suele

alquilar habitaciones a clientessolitarios.

—¿Viste con quién estaba?—Sólo por un instante. El tío de

la foto entró a inscribirse. Su colegase quedó en el coche.

—Pero ¿llegaste a verla?Kiana lanzó una mirada a Carl,

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luego a Myron.—A verlo.—¿Cómo dices?—El tío de la fotografía no vino

al motel con una mujer —explicó.Aquello fue como un cubo de

agua fría para Myron. Miró a Carl,que asintió. Otro clic. El matrimoniosin amor. Había comprendido porqué Linda Coldren se aferraba a él:tenía miedo de perder la custodia desu hijo; pero ¿qué razones tenía Jack?¿Por qué no la había abandonado?De pronto el motivo se le hizotransparente: estar casado con una

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mujer atractiva que viajaba sin cesarconstituía una tapadera perfecta.Recordó la reacción de DianeHoffman al preguntarle si era amantede Jack, la forma en que sonrió ydijo: «¿Con el viejo Jack?»

Porque el viejo Jack erahomosexual.

Myron volvió a centrar suatención en Kiana.

—¿Podrías describir al hombreque lo acompañaba?

—Mayor, de unos cincuenta osesenta años. Blanco. Pelo oscurobastante largo y barba espesa. Es

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cuanto puedo decirle.Myron no necesitaba más.Las piezas comenzaban a

encajar. Todavía no estaba resuelto,ni mucho menos, pero de prontohabía dado un salto cualitativo haciala resolución del rompecabezas.

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38

Carl se acababa de ir cuandollegó Esperanza.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Myron.

Esperanza le tendió la fotocopiade un recorte de periódico atrasado.

—Lee esto.El titular rezaba: ACCIDENTE

MORTAL«Vaya economía de palabras»,

pensó Myron. Siguió leyendo.

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El señor Lloyd Rennart, deDarby Place n.° 27, estrelló suautomóvil contra un coche aparcadoen la calle South Dean cerca delcruce con Coddington Terrace. Elseñor Rennart pasó a disposiciónjudicial por ser sospecho deconducir en estado de ebriedad. Losheridos fueron trasladados al CentroMédico St. Elizabeth, donde LucilleRennart, esposa del señor LloydRennart, ingresó cadáver. La fechadel funeral todavía no se ha fijado.

Myron releyó el párrafo dos

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veces. —«Los heridos fuerontrasladados» —leyó en voz alta—.Como si hubiera más de uno.

Esperanza asintió.—¿Quién más resultó herido?—No lo sé. No volvió a

publicarse nada sobre el accidente.—¿Nada sobre el arresto, la

acusación o el juicio?—Nada. O al menos no lo he

encontrado. No se volvía amencionar a ninguno de los Rennart.También he intentado obtenerinformación en el St. Elizabeth, perose han negado a facilitármela. Según

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dicen, la relación del hospital consus pacientes es confidencial. Detodos modos, no creo que susordenadores puedan remontarse a losaños setenta.

Myron sacudió la cabeza.—Todo esto es muy extraño —

opinó.—Me he cruzado con Carl —

dijo Esperanza—. ¿Qué quería?—Ha venido con una camarera

del Court Manor. Adivina con quiénse lo montaba Jack Coldren por lastardes.

—Con Tanya Harding.

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—Caliente, caliente. Con NormZuckerman.

—No me sorprende —dijoEsperanza—. Al menos lo de Norm.Piénsalo. No está casado. No tienefamilia. Siempre aparece en públicoacompañado de bellas jovencitas.

—Para cubrir las apariencias—apuntó Myron.

—Exacto. Como su barba. Purocamuflaje. Norm está al frente de ungran negocio de prendas deportivas.Que se descubriera suhomosexualidad podría perjudicarle.

—Por consiguiente —prosiguió

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Myron—, si saliera a la luz públicaque es homosexual...

—Le haría mucho daño —dijoEsperanza.

—¿Es eso motivo para unasesinato?

—Por supuesto. Hay millonesde dólares y la reputación de unhombre en juego. La gente mata pormucho menos.

Myron meditó acerca de ello.—Pero ¿cómo sucedió?

Supongamos que Chad y Jack seencuentran por casualidad en elCourt Manor. Supongamos que Chad

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adivina lo que están haciendo Jack yNorm. Quizá se lo cuenta a Esme,que trabaja para Norm. Quizás ella yNorm...

—¿Qué? —lo interrumpióEsperanza—. ¿Secuestran al chico, lecortan un dedo y lo sueltan?

—Tienes razón, no encaja —convino Myron—. Sin embargo, noshallamos cada vez más cerca.

—Pues yo no estoy tan segura.Veamos. Podría ser Esme Fong.Podría ser Norm Zuckerman. Podríaser Tad Crispin. Podría ser LloydRennart, si sigue con vida. Podrían

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ser su esposa o su hijo. Podría serMatthew Squires o su padre, oambos. O podría ser un plan tramadopor una combinación de todos ellos.La familia Rennart, quizás, o Norm yEsme. También podría ser LindaColdren; al fin y al cabo el arma delcrimen es la pistola que había en sucasa, por no hablar de los sobres y elbolígrafo.

—No lo sé. —Myron meneó lacabeza. Tras una pausa, añadió—:Pero creo que acabas de dar en elclavo.

—¿Cómo?

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—Acceso. Quienquiera quematase a Jack y cortara el dedo deChad tenía acceso a la casa de losColdren. Si excluimos unallanamiento de morada, que, enprincipio, no lo hubo, ¿quién pudohacerse con la pistola, el sobre y elbolígrafo?

Esperanza apenas dudó.—Linda Coldren, Jack Coldren

y quizás el chico Squires, ya quetanto le gusta trepar a las ventanas.—Hizo una pausa—. Creo que estántodos.

—De acuerdo, muy bien. Ahora

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demos otro paso. ¿Quién sabía queChad Coldren estaba en el CourtManor Inn? Quiero decir,quienquiera que lo secuestrara teníaque saber dónde hallarlo, ¿correcto?

—Correcto. Veamos, Jack otravez, Esme Fong, Norm Zuckerman,Matthew Squires otra vez. Joder,Myron, este método esextraordinario.

—¿Qué nombres figuran en lasdos listas?

—Jack y Matthew Squires, ycreo que podemos tachar el nombrede Jack, puesto que es la víctima.

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A pesar de la ironía, Myron sequedó pensando. Recordó suconversación con Win. ¿Hasta dóndesería capaz de llegar Jack paragarantizar su victoria? Win habíadicho que nada lo detendría.¿Tendría razón?

Esperanza chasqueó los dedos asólo un palmo de su cara.

—Eh, Myron.—¿Qué?—He dicho que podemos

eliminar a Jack Coldren. Los muertosrara vez entierran armas homicidasen los bosques.

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Aquello tenía sentido.—Entonces nos queda Matthew

Squires —dijo Myron—, y no creoque sea nuestro chico.

—Yo tampoco —convinoEsperanza—, pero estamosolvidándonos de alguien, alguien quesabía dónde estaba Chad Coldren yque podía acceder libremente alarma, los sobres y el bolígrafo.

—¿Quién?—Chad Coldren.—¿Crees que se amputó el dedo

a sí mismo?Esperanza se encogió de

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hombros.—¿Qué ha sido de tu vieja

teoría según la cual el secuestro erauna broma de mal gusto que se habíasalido de madre. Piénsalo. Quizás ély Tito tuvieron algunas diferencias.Quizá fue Chad quien mató a Tito.

Myron consideró aquellaposibilidad. Pensó en Jack. Pensó enEsme. Pensó en Lloyd Rennart.Luego negó con la cabeza.

—Esto no nos conduce aninguna parte. Sherlock Holmesadvertía que nunca debeargumentarse sin contar con todos los

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hechos porque entonces tergiversaslos hechos para que se ajusten a tusargumentos en lugar de hacer queéstos se ajusten a aquéllos.

—Eso nunca nos había detenidohasta la fecha —señaló Esperanza.

—Buena observación. —Myronmiró la hora en su reloj de pulsera—.Tengo que ir a ver a FrancineRennart.

—La esposa del cadi.—Sí.Esperanza se puso a olisquear.—¿Qué pasa? —preguntó

Myron.

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Volvió a inhalar sonoramente.—Me huelo una absoluta

pérdida de tiempo —le contestó.Su olfato se equivocaba.

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39

Victoria Wilson llamó alteléfono del coche. Myron sepreguntó cómo se las arreglaba lagente antes de que se inventaran losteléfonos inalámbricos.

Seguramente dispondrían demucho más tiempo para disfrutar.

—La policía ha encontrado elcuerpo de su amigo neonazi —anunció—. Se apellida Mariscal.

—¿Tito Mariscal? —Myronfrunció el entrecejo—. Por favor,

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dígame que se trata de una broma.—No estoy para bromas,

Myron.No cabía la menor duda al

respecto.—¿La policía tiene algún

indicio que lo vincule a este asunto?—preguntó Myron.

—Para nada.—Supongo que asesinado con

un arma de fuego.—De acuerdo con la

investigación preliminar, sí. El señorMariscal recibió dos disparos abocajarro en la cabeza, efectuados

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con un treinta y ocho.—¿Un treinta y ocho? A Jack lo

mataron con un veintidós.—Sí, Myron, ya lo sé.—Lo que quiere decir que a

Jack Coldren y a Tito Mariscal losmataron con armas distintas.

Victoria dejó escapar un suspirode hastío.

—Me cuesta creer que no segane la vida como experto enbalística.

Siempre tan sabihonda. Ahorabien, este nuevo hallazgo dejabafuera una serie de hipótesis. Si dos

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armas distintas habían matado a JackColdren y a Tito Mariscal,¿significaba que los asesinos erandos? ¿Había sido el asesino lobastante listo como para emplear dosarmas diferentes? ¿O acaso se habíadeshecho del treinta y ocho despuésde matar a Tito y, por consiguiente,se vio obligado a utilizar el veintidóscon Jack? Por otra parte, ¿qué clasede mente retorcida pone por nombrea un crío Tito Mariscal? Ya erabastante horrible ir por la vida conun nombre de pila como Myron. Pero¿Tito Mariscal? No le sorprendía

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que el chico hubiese terminadosiendo un neonazi. Seguramenteempezó como un virulentoanticomunista.

—He llamado por otra razón,Myron —agregó Victoria,interrumpiendo sus pensamientos.

—Vaya.—¿Le pasó el mensaje a Win?—Lo organizó usted, ¿verdad?

Le dijo que yo estaba allí.—Por favor, conteste a mi

pregunta.—Sí, le di el mensaje.—¿Qué dijo él?

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—Le di el mensaje —repitióMyron—, pero eso no significa quetenga la obligación de redactarle uninforme sobre la reacción de miamigo.

—Está empeorando, Myron.—Lo lamento.—¿Dónde se encuentra ahora?

—preguntó Victoria.—Acabo de entrar en la

autopista de Nueva Jersey. Voycamino de casa de Lloyd Rennart.

—Creía haberle dicho queolvidara esa línea de investigación.

—Lo hizo.

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Se produjo un silencio.—Adiós, Myron —dijo ella, y

colgó el auricular.Myron suspiró. De pronto sintió

una tremenda nostalgia de lostiempos en los que no existían losteléfonos inalámbricos. Mantener uncontacto físico con un semejanteestaba empezando a convertirse enuna verdadera proeza.

Una hora más tarde, Myronaparcó frente al modesto hogar de losRennart. Llamó a la puerta. La señoraRennart abrió de inmediato. Estudiósu rostro durante unos segundos que

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se hicieron eternos. Ninguno de losdos habló. Ni una bienvenida, ni unsaludo.

—Lo veo cansado —dijo ellapor fin.

—Lo estoy.—¿Es cierto que Lloyd envió

esa postal?—Sí.Respondió automáticamente,

pero de pronto Myron se preguntó side verdad lo habría hecho. A la vistade los acontecimientos, Linda nohacía más que evaluar la capacidadde Myron para interpretar un papel

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protagonista en aquella historia. Ladesaparición de la cinta que conteníala grabación de la última llamadatelefónica era un ejemplo de ello. Deser cierto que el secuestrador habíallamado a Jack poco antes de sumuerte, ¿dónde se encontraba la cintade la llamada? Quizá tal llamadajamás se hubiese producido. Tal vezLinda había mentido acerca de ella.Tal vez mentía también acerca de lapostal. Tal vez mentía acerca detodo. Quizá lo que ocurría,sencillamente, era que Myron estabasiendo «semiseducido», como el

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macho dominado por sus hormonasde una de esas secuelas vulgares einclasificables de Fuego en elcuerpo, que sólo se estrenan envídeo y cuyas protagonistasfemeninas se llaman Shannon oTawny.

No era una idea agradable.Francine Rennart lo condujo en

silencio hasta un lóbrego sótano.Cuando llegaron al pie de lasescaleras, alzó el brazo y encendióuna de esas bombillas que cuelgandesnudas del techo y que hacenpensar en la película Psicosis. La

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estancia era puro cemento. Había uncalentador de agua, una caldera, unalavadora, una secadora y varias cajasde trastos de distintos tamaños,formas y materiales. En el suelo,delante de él, había cuatro cajasalineadas.

—Ahí están sus cosas —indicóFrancine Rennart sin bajar la vista.

—Gracias.Aunque lo había intentado, no

había conseguido revisar las cajas.—Estaré arriba —dijo.Myron la observó subir por las

escaleras. Entonces se volvió hacia

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las cajas y se puso en cuclillas. Lascajas estaban cerradas con cinta deembalar. Sacó su navaja multiusos yrasgó la cinta.

La primera caja conteníarecuerdos de su paso por el mundodel golf: diplomas, trofeos y viejostees. Había una bola de golf montadasobre un pedestal de madera con unaplaca oxidada que rezaba:

HOYO EN UNO - HOYO 15 DEHICKORY PARK

17 DE ENERO DE 1972

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Myron se preguntó cómo habríasido la vida para Lloyd en aquellatranquila y vivificante tarde de golf.Se preguntó cuántas veces habríarevivido mentalmente el golpe,sentado a solas en su Barca-Lounge,tratando de sentir de nuevo el mangodel palo entre las manos, la tensiónde los hombros al echar los brazoshacia atrás, el golpe limpio y potente,la trayectoria flotante de la bola.

En la segunda caja, Myron hallóel título de bachiller de Lloyd y elanuario de la Universidad dePensilvania. En él aparecía la

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fotografía de un equipo de golf.Lloyd Rennart había sido su capitán.Myron acarició con el dedo una granP de fieltro del equipo universitariode Lloyd. Había una carta derecomendación de su entrenador degolf en la universidad. Las palabras«futuro brillante» llamaron laatención de Myron. Futuro brillante.Aquel entrenador quizá tuvieramucha capacidad para motivar a susmuchachos, pero como adivinodejaba mucho que desear.

Lo primero que salió de latercera caja fue una fotografía de

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Lloyd en Corea. Era un retrato degrupo, informal, que mostraba a unadocena de muchachos con traje defaena desabrochados y los brazoscolgados del cuello dé loscamaradas. Muchas sonrisas, enapariencia alegres. Lloyd se veíamás delgado, pero Myron no detectónada sombrío en su mirada.

Dejó caer la fotografía. No seoía a Betty Buckley cantandoMemory de fondo, pero habría sidolo apropiado. Aquellas cajascontenían toda una vida, una vida quea pesar de sus experiencias, sueños,

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deseos y esperanzas había elegidoterminar consigo misma.

Del fondo de la caja Myronextrajo un álbum de boda. El pan deoro descolorido se leía: «Myron yLucille, 17 de Noviembre de 1968,Ahora y siempre.» Más ironía. Latapa de piel artificial presentabamanchas circulares pegajosas, sinduda huellas de vasos. Allí estaba elprimer matrimonio de Lloyd,pulcramente envuelto y empaquetadoen el fondo de una caja.

Myron estuvo a punto de dejarel álbum a un lado cuando la

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curiosidad lo venció. Se sentó en elsuelo con las piernas separadas,como un crío con una colecciónnueva de cromos de béisbol. Puso elálbum sobre en el suelo de hormigóny lo abrió. El lomo emitió un crujidoa causa de los años que llevabacerrado.

Cuando Myron vio la primerafotografía, a punto estuvo de soltar ungrito.

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40

Myron pisaba a fondo elacelerador.

En la calle Chestnut, junto a laCuatro está prohibido aparcar, peroaquello no le hizo titubear. Antes deque el coche se detuviera porcompleto, Myron ya se había apeado,haciendo caso omiso del coro decláxones que acababa de provocar.Cruzó con premura el vestíbulo delOmni y se metió en el primerascensor abierto que encontró.

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Cuando llegó al último piso, buscó elnúmero de la habitación y llamó confuerza.

Norm Zuckerman abrió lapuerta.

—Bubbe —dijo con una ampliasonrisa—. Qué sorpresa tanagradable.

—¿Puedo pasar?—¿Tú? Por supuesto, querido,

faltaría más.Myron lo había apartado de un

empujón y ya estaba dentro. El salónde la suite era, para emplear la jergadel folleto del hotel, espacioso y de

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elegante mobiliario. Esme Fongestaba sentada en un sofá. Levantó lavista hacia Myron con expresión decarnero degollado. Carteles, pruebasde imprenta, anuncios y demásparafernalia publicitaria caían encascada de la mesita de café yalfombraban el suelo. Myronentrevió retratos ampliados de TadCrispin y Linda Coldren. Habíalogotipos de Zoom por todas partes.

—Estábamos planeandoestrategias de promoción —explicóNorm—, aunque, oye, podemostomarnos un respiro, ¿verdad, Esme?

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Esme asintió con la cabeza.Norm se acercó al mueble-bar.—¿Quieres tomar algo, Myron?

No creo que haya Yoo-Hoo por aquí,pero seguro que...

—No quiero nada —lointerrumpió Myron.

—Caray, Myron, cálmate —dijoNorm—. ¿Qué mosca te ha picado?

—He venido a prevenirte,Norm.

—¿A prevenirme de qué?—No me gusta hacer esto. En lo

que a mí respecta, tu vida amorosadebería ser un asunto personal, pero

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no es tan sencillo. Al menos, noahora. Saldrá a la luz, Norm, y lolamento.

Norm Zuckerman permanecióinmóvil. Abrió la boca como quienva a protestar, pero cambió de idea.

—¿Cómo te has enterado?—Estuviste con Jack en el Court

Manor Inn. Una camarera os vio.Norm miró a Esme, que

mantenía la cabeza erguida. Sevolvió otra vez hacia Myron.

—¿Sabes lo que ocurrirá sicorre la voz de que soy gay?

—No puedo hacer nada, Norm.

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—Yo soy mi empresa, Myron.Zoom se dedica a la moda, la imageny el deporte, y resulta que estecolectivo es el más descaradamentehomofóbico del planeta. Lapercepción lo es todo en estenegocio. Si averiguan que soy gay,¿sabes qué ocurrirá? Pues que Zoomse irá a la mierda.

—No estoy tan seguro de quesea así —alegó Myron— pero, encualquier caso, no puede hacersenada.

—¿Lo sabe la policía? —preguntó Norm.

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—No, aún no.—En ese caso, ¿por qué tiene

que hacerse público? No fue más queuna cana al aire, por el amor deDios. De acuerdo, me cité con Jack.Nos gustábamos. Ambos teníamosmucho que perder si no lomanteníamos en secreto. Eso es todo.No tiene nada que ver con suasesinato.

Myron miró de reojo a Esme,que le rogaba silencio con la mirada.

—Por desgracia —dijo Myron—, creo que sí tiene que ver.

—¿Eso crees? ¿Te dispones a

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destruirme valiéndote de unasuposición?

—Lo lamento.—¿No puedo hacerte cambiar

de parecer?—Me temo que no.Norm se alejó del mueble bar y

se desplomó en una silla. Hundió elrostro en las palmas de sus manos ydeslizó los dedos hacia el cuello,hundiéndolos en su cabellera.

—Me he pasado toda la vidamintiendo, Myron —comenzó—.Pasé mi infancia en Poloniafingiendo que no era judío. ¿Puedes

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creerlo? Yo, Norm Zuckerman,fingiendo ser un gentil holgazán. Perosobreviví. Vine aquí y me he pasadomi vida adulta fingiendo ser máshombre que nadie, una especie deCasanova, el típico tío que siemprelleva una chica guapa colgada delbrazo. Te acostumbras a mentir,Myron. Resulta más fácil, ¿entiendeslo que quiero decir? La mentira seconvierte en una especie de segundarealidad.

—Lo siento, Norm.Norm respiró hondo y esbozó

una sonrisa de hastío.

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—Quizá sea para bien —dijo—. Mira a Dennis Rodman. Va porahí de travestido, y no le ha pasadonada, no he hecho ningún mal,¿verdad?

—No. Tienes razón.Norm Zuckerman levantó los

ojos hacia Myron.—Oye, en cuanto llegué a este

país, me convertí en el judío máspanfletario que hayas visto jamás.¿No es cierto? Dime la verdad, ¿soyo no soy el judío más panfletario quehas conocido?

—Vaya si lo eres —dijo Myron.

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—Puedes apostar tu flacotrasero a que lo soy. Y cuandocomencé, todo el mundo me decíaque no me pusiera tanto en evidencia.No seas tan judío, me decían. Tanétnico. Nunca serás aceptado. —Elrostro de Norm revelaba genuinaesperanza—. Quizá pueda hacer lomismo. Volver a dar la cara,¿entiendes lo que digo?

—Sí, lo entiendo —respondióMyron en voz baja y preguntó—:¿Quién más sabía lo tuyo con Jack?

—¿Cómo?—¿Se lo contaste a alguien?

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—No, claro que no.Myron hizo un ademán hacia

Esme.—¿Qué me dices de una de esas

novias que llevas del brazo? ¿Quéme dices de alguien queprácticamente vive contigo? ¿No lehabría resultado de lo más fácildescubrirlo?

Norm se encogió de hombros.—Supongo que sí. Cuando estás

tan unido a alguien terminasconfiando en él. Bajas la guardia. Demodo que tal vez lo supiera. Pero¿qué más da?

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Myron miró a Esme.—¿Prefieres contárselo tú?—No sé de qué me estás

hablando —repuso Esme conabsoluta calma.

—¿Contarme el qué?Myron no apartó sus ojos de los

de ella.—Me preguntaba por qué

habías seducido a un chico dedieciséis años. No memalinterpretes. Tu actuación mereceun fuerte aplauso, con toda esaverborrea sobre la soledad y lotierno que era Chad y su falta de

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prejuicios. Era de lo más elocuente,pero aun así me sonó hueca.

—¿De qué demonios estáshablando, Myron? —intervino Norm.

Myron hizo caso omiso de él.—Y luego estaba el asunto de

esa coincidencia tan extraordinaria—prosiguió dirigiéndose a Esme—.Tú y Chad aparecéis en el mismomotel al mismo tiempo que Jack yNorm. Demasiado extraño. No me lopude tragar. Aunque, claro, tú y yosabemos que no fue meracoincidencia. Tú lo planeaste así.

—¿Qué planeó? —quiso saber

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Norm—. Myron, ¿puedes decirmeque diablos está pasando?

—Norm, me explicaste queEsme trabajaba en la campaña debaloncesto de Nike —dijo Myron—.Que dejó ese empleo para unirse a tuequipo.

—¿Y qué?—¿Aceptó un salario inferior?—Un poco. —Norm se encogió

de hombros—. No mucho.—¿Cuándo se incorporó a Zoom

exactamente?—No lo sé.—¿Dentro de los últimos ocho

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meses?Norm meditó por unos instantes.—Sí, ¿y qué?—Esme sedujo a Chad Coldren.

Se citaron en el Court Manor Inn,pero no lo llevó allí en busca de sexoo porque se sintiera sola. Llevarloallí formaba parte de una encerrona.

—¿Qué clase de encerrona?—Quería que Chad viera a su

padre con otro hombre.—¿Qué?—Quería hundir a Jack. No fue

una coincidencia. Esme conocía tushábitos. Se enteró de tu aventura con

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Jack, de modo que se las ingeniópara que el chico viera qué clase dehombre era su padre en realidad.

Esme guardaba silencio.—Dime una cosa, Norm —

añadió Myron—. ¿Jack y tú teníaisque veros el jueves por la noche?

—Sí —respondió Norm.—¿Qué ocurrió?—Jack me llamó para cancelar

la cita. Cuando llegó alaparcamiento, se asustó. Me dijo quehabía un coche conocido.

—Más que conocido —dijoMyron—. Era el de su hijo. Se fue

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antes de que Chad tuviera ocasión deverlo; —Se puso en pie y se acercó aEsme—. Ya casi puedo reconstruirlodesde el principio —le dijo—. Jackera el líder del Open. Chad estabaallí, delante de tus narices. Así quesecuestraste a Chad paradesconcentrar a Jack. Ocurrió tal ycomo me lo imaginaba, sólo que seme escapó tu verdadero motivo. ¿Porqué secuestrar a Chad? ¿Por quédeseabas vengarte de Jack Coldren?Sí, el dinero era parte del motivo. Sí,querías que la nueva campaña deZoom fuese un éxito. Sí, sabías que si

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Tad Crispin ganaba el Open teproclamarían el genio mundial de lamercadotecnia. Todo eso estaba enjuego, pero, claro, no explicaba porqué habías llevado a Chad al CourtManor Inn antes, repito, antes de queJack encabezara la clasificación deltorneo.

Norm suspiró.—Dínoslo tú, Myron. ¿Qué

razón podía tener Esme para desearhacer daño a Jack?

Myron metió la mano en elbolsillo y sacó una vieja fotografía.La primera página del álbum de

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boda. Lloyd y Lucille Rennart.Sonrientes. Felices. De pie el uno allado del otro. Lloyd de esmoquin.Lucille sosteniendo un ramo deflores, deslumbrante en su vestidoblanco. Pero aquello no era lo quehabía conmocionado a Myron hastala médula. Lo que le habíaimpresionado no tenía nada que vercon lo que Lucille llevaba o sostenía;se trataba más bien de lo que era.

Lucille Rennart era asiática.—Lloyd Rennart era tu padre —

afirmó Myron—. Tú ibas en el cocheel día en que se estrelló contra un

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automóvil aparcado. Tu madremurió. A ti también te ingresaron enel hospital.

Esme permanecía inmóvil, perosu respiración se hizo entrecortada.

—No estoy seguro de lo quepasó luego —prosiguió Myron—.Supongo que tu padre tocó fondo. Eraalcohólico. Acababa de matar a sumujer. Se sentiría acabado e inútil.Así que tal vez comprendió que nopodía ocuparse de ti. O de que no temerecía. O quizá llegó a alguna clasede acuerdo con la familia de tumadre. A cambio de no presentar

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cargos, Lloyd renunciaría a tucustodia. No sé lo que ocurrió, peroa ti terminó criándote la familia de tumadre. Cuando Lloyd hubo rehechosu vida es probable que consideraraque no estaba bien arrancarte de tunuevo hogar. O quizá temiese que suhija no aceptaría al padre que habíasido responsable de la muerte de sumadre. Como quiera que fuese, Lloydguardó silencio. No le habló de ti nisiquiera a su segunda esposa.

Las lágrimas rodaban por lasmejillas de Esme Fong. Myrontambién tenía ganas de llorar.

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—¿Me equivocó en algo, Esme?—Ni siquiera sé de qué estás

hablando.—Aparecerán documentos —

señaló Myron—. El certificado denacimiento, por descontado. Esprobable que haya papeles de tuadopción. A la policía no le llevarámucho tiempo seguir las pistas. —Levantó la fotografía y continuó, envoz baja—. El parecido entre tú y tumadre será más que suficiente.

Esme seguía derramandolágrimas, pero no lloraba. Nada desollozos. Nada de temblores. Sólo

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lágrimas.—Puede que Lloyd Rennart

fuese mi padre —le dijo al fin Esme—, pero sigues sin poder demostrarlo demás. El resto es pura conjetura.

—No, Esme. En cuanto lapolicía confirme vuestro parentesco,el resto vendrá rodado. Chad les diráque fuiste tú quien sugirió tomar unahabitación en el Court Manor Inn.Investigarán con más detenimiento lamuerte de Tito. Hallarán algunaconexión. Fibras. Cabellos. Todaslas piezas encajarán. Aunque hayalgo que quisiera preguntarte.

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Ella no se inmutó.—¿Por qué le cortaste el dedo a

Chad? —preguntó Myron.De pronto, Esme salió

corriendo. Myron se abalanzó paracortarle el paso, sin éxito. Ella no seprecipitó hacia la salida, sino haciael dormitorio. Su dormitorio. Myronsaltó por encima del sofá y corrió ala habitación, pero llegó demasiadotarde.

Esme Fong empuñaba unapistola. Apuntaba al pecho de Myron,que al ver sus ojos comprendió queno habría confesión alguna, ninguna

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explicación, nada de charla. Estabadispuesta a disparar.

—No te molestes —dijo Myron.—¿Cómo?Sacó su teléfono móvil y se lo

tendió.—Es para ti.Esme permaneció inmóvil por

unos instantes. Luego, sin bajar elarma, alargó el brazo y tomó elteléfono. Se lo llevó al oído. Myronpercibió con claridad que una vozdecía:

—Soy el detective Alan Corbettdel Departamento de Policía de

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Filadelfia. Estamos al otro lado de lapuerta y hemos oído cuanto se hadicho ahí dentro. Baje el arma.

Esme miró a Myron. Seguíaapuntándole al pecho. Myron notabalas gotas de sudor resbalándole porla espalda. Mirar el cañón de unarma es como contemplar el negroabismo de la muerte. Sólo ves elcañón, sólo el cañón, como sicreciera hasta adquirir unasdimensiones imposibles,preparándose para engullirte entero.

—Sería una estupidez —dijoMyron.

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Ella asintió y bajó el arma.—Y también inútil.La pistola cayó al suelo. La

puerta se abrió de golpe. Entró unenjambre de policías.

Myron bajó la vista hacia elarma.

—Un treinta y ocho —dijodirigiéndose a Esme—. ¿Es lapistola con la que mataste a Tito?

La expresión de su rostro le diola respuesta. El examen balísticosería concluyente. Estaba a merceddel ministerio fiscal.

—Tito estaba loco —dijo Esme

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—. Le cortó el dedo al muchacho.Empezó a exigir dinero. Tienes quecreerme.

Myron asintió de forma evasiva.Ella ensayaba su defensa, pero poralguna razón a Myron le pareció quedecía la verdad.

Corbett le puso las esposas.Esme se apresuró a concluir su

alegato.—Jack Coldren destruyó a mi

familia. Arruinó la vida de mi padrey mató a mi madre. ¿Y todo por qué?Mi padre no hizo nada malo.

—Sí —repuso Myron—, lo

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hizo.—Se equivocó al sacar el palo

de la bolsa, si hay que creer lo quedecía Jack Coldren. Cometió unerror. Fue un accidente. ¿Tenía quepagar tan alto precio?

Myron no dijo nada. No habíasido un error. Tampoco un accidente.Y Myron ignoraba qué precio tendríaque haber pagado Lloyd.

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La policía registraba lahabitación. Corbett tenía preguntasque hacerle, pero Myron no estaba dehumor. Se largó aprovechando laprimera distracción del detective.Acudió sin dilación a la comisaríadonde Linda Coldren estaba a puntode ser puesta en libertad. Subió porlos escalones de tres en tres, con elaspecto de un atleta ensayando eltriple salto.

Victoria Wilson casi le sonrió,

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por increíble que pudiera parecer.—Linda saldrá enseguida.—¿Me ha traído la cinta que le

pedí?—¿Se refiere a la de la

conversación telefónica entre Jack yel secuestrador?

—Sí.—La he traído, pero ¿por

qué...?—Démela, por favor —la

interrumpió Myron.Ella advirtió algo en su tono de

voz. Sin más dilación, rebuscó en elbolso y se la entregó.

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—¿Le importa que acompañe aLinda de vuelta a casa? —preguntóMyron dirigiéndose a Victoria.

—Creo que tal vez sea unabuena idea —contestó la abogadatras considerarlo por un instante.

Salió un policía.—Está lista para marcharse —

anunció.Victoria se disponía a volverse

cuando Myron dijo:—Supongo que se equivocó

sobre lo de hurgar en el pasado.Precisamente el pasado ha sido lasalvación de nuestra cliente.

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Victoria lo miró fijamente a losojos.

—Ha ocurrido lo que le dije —comenzó—. Uno nunca sabe lo queva a encontrar.

Ambos esperaban a que el otroapartara la vista. Ninguno de los doslo hizo hasta que la puerta que teníandetrás se abrió.

Linda iba otra vez vestida consus ropas. Sus primeros pasos fueronindecisos, como si hubiesepermanecido encerrada a oscuras yno estuviese segura de que sus ojosfueran a soportar la luz repentina.

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Una amplia sonrisa iluminó su rostroen cuanto vio a Victoria. Seabrazaron. Linda hundió la cara en elhombro de Victoria y se dejó meceren sus brazos. Cuando se separaron,se volvió hacia Myron y lo abrazó.Myron cerró los ojos y sintió que losmúsculos se le relajaban. Olió elperfume de sus cabellos y notó lamaravillosa piel de su mejilla contrasu cuello. El abrazo se prolongó porun momento, casi como si estuvieranbailando, retrasando su separación,ambos tal vez un poco asustados.

Victoria tosió y se despidió.

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Gracias al policía que les abría paso,Myron y Linda llegaron hasta elcoche sin que apenas losimportunaran los periodistas. Seabrocharon el cinturón de seguridaden silencio.

—Gracias —dijo ella.Myron no contestó. Puso el

coche en marcha. Durante un rato nopronunciaron palabra. Myronencendió el aire acondicionado.

—Aquí está pasando algo,¿verdad? —preguntó ella.

—No lo sé. Estabas preocupadapor tu hijo. Quizás eso fue todo.

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Su expresión le confirmó que nose lo creía.

—¿Y qué me dices de ti? —inquirió Linda—. ¿No sentiste nada?

—Creo que sí —reconoció él—, pero puede que en parte tambiénfuese miedo.

—¿Miedo de qué?—De Jessica.—No me digas que eres el

típico tío que tiene miedo acomprometerse.

—Todo lo contrario. Lo que measusta es lo mucho que la amo. Measusta constatar hasta qué punto

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deseo ese compromiso.—Entonces, ¿cuál es el

problema?—Jessica me abandonó una vez.

No quiero volver a verme expuestode ese modo.

Linda asintió.—Entonces ¿crees que eso fue

lo que pasó? ¿Que tuviste miedo aser abandonado?

—No lo sé.—Yo sentí algo —prosiguió

Linda—. Por primera vez en muchotiempo. No me malinterpretes. Hetenido aventuras, como con Tad, pero

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no es lo mismo. —Lo miró—. Mesentía a gusto.

Myron no dijo nada.—No me lo estás poniendo nada

fácil —observó Linda.—Tenemos otras cosas de las

que hablar.—¿Como qué?—¿Victoria te ha puesto al

corriente acerca de Esme Fong?—Sí.—No sé si recordarás que

cuenta con una sólida coartada parael asesinato de Jack.

—¿El portero de noche de un

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gran hotel como el Omni? Dudomucho que eso resista un examen enprofundidad.

—No estés tan segura —dijoMyron.

—¿Por qué?Myron no respondió. Se volvió

hacia ella y dijo:—¿Sabes lo que siempre me

preocupó, Linda?—No. ¿El qué?—Las llamadas pidiendo el

rescate.—¿Qué pasa con ellas?—La primera se efectuó la

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mañana del secuestro. Contestaste tú.Los secuestradores te dijeron quetenían a tu hijo, pero no exigieronnada. Eso siempre me parecióextraño, ¿a ti no?

—Supongo que sí.—Ahora comprendo por qué

actuaron como lo hicieron, peroentonces no sabíamos cuál era elmotivo real del secuestro.

—No lo entiendo.—Esme Fong secuestró a Chad

porque quería vengarse de Jack.Quería que perdiera el torneo.¿Cómo? Bueno, primero pensé que

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había secuestrado a Chad para ponernervioso a Jack. Para hacerle perderla concentración. Quería asegurarsede que Jack perdiera. Ése fue elrescate que pretendía al principio.Pero la llamada del rescate llegódemasiado tarde. Jack ya estaba en elcampo y contestaste tú.

Linda asintió.—Creo que empiezo a entender

lo que estás diciendo. Ellanecesitaba hablar directamente conJack.

—Ella o Tito, pero has dado enel clavo. Por eso telefonearon a Jack

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al Merion. ¿Recuerdas la segundallamada, la que Jack recibió alterminar el recorrido?

—Por supuesto.—Fue entonces cuando pidieron

el rescate —señaló Myron—. Elsecuestrador dijo a Jack, simple yllanamente, que o empezaba a perder,o su hijo moriría.

—Espera un momento —lointerrumpió Linda—. Según Jack, nohabían pedido ningún rescate. Ledijeron que estuviera preparado parapagar una suma considerable y quevolverían a llamar.

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—Jack mintió.—Pero... —Linda hizo una

pausa—. ¿Por qué?—No quería que nosotros, en

concreto tú, supiéramos la verdad.Linda sacudió la cabeza.—No lo entiendo.Myron sacó la cinta que le había

dado Victoria.—Quizás esto te ayude a

entenderlo.Introdujo la cinta en el

radiocassette. Hubo unos momentosde silencio. Entonces se oyó la vozde Jack, como si estuviera hablando

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desde el más allá.

—¿Diga?—¿Quién es la zorra china?—No sé a qué...—¿Intentas joderme, cabrón?

Te empezaré a mandar al malditomocoso en pedacitos.

—Por favor...

—¿A qué viene esto? —Lindaparecía un tanto molesta.

—Espera un segundo. Ahoraviene la parte que me interesa.

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—Se llama Esme Fong.Trabaja en una empresa de ropadeportiva. Ha venido a fijar lascondiciones de un contrato con miesposa, eso es todo.

—Y un cuerno.—Es la verdad, se lo juro.—No sé, Jack...—No tengo por qué mentirle.—Bueno, Jack, eso todavía está

por ver. Tendrás que pagar poresto.

—¿Qué quiere decir?—Cien mil dólares.

Considéralo una penalización.

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—¿Por qué?

Myron pulsó el botón de paro.—¿Has oído eso?—¿El qué?—«Considéralo una

penalización.» Más claro, échaleagua.

—¿Ah, sí?—No era una petición de

rescate. Era una penalización.—Se trata de un secuestrador,

Myron. Es probable que no esté muyfamiliarizado con la semántica.

—«Cien mil dólares» —repitió

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Myron—. «Considéralo unapenalización.» Como si ya hubiesenpedido el rescate. Como si los cienmil dólares fuesen algo que hubieradecidido añadir. ¿Y qué me dices dela reacción de Jack? El secuestradorle pide cien mil dólares. Cabesuponer que se mostraría de acuerdo,pero en cambio le pregunta «¿Porqué?». Una vez más, porque es algoañadido a lo que ya le han pedido.Ahora escucha esto.

Myron pulsó el botón dereproducción.

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—Que te jodan. ¿Quieres alchico con vida? Esto te va a costarcien mil más. Y esto se...

—Espere un momento.

Myron volvió a pulsar el botónde paro.

—«Esto te va a costar cien milmás» —repitió—. Más. Ésa es lapalabra clave. Más. Es, otra vez,como si se tratara de algo nuevo.Como si antes de esta llamada elprecio hubiese sido otro. Y entoncesJack lo interrumpe. El secuestradordice «Y esto se...» cuando Jack lo

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interrumpe. ¿Por qué? Porque Jackno quiere que termine la frase. Sabíaque nosotros estábamos escuchando.«Y esto se añade a lo demás.»Apuesto lo que sea a que iba a deciralgo así: «Y esto se añade a lapetición anterior.» O bien: «Esto seañade a que pierdas el torneo.»

Linda lo miró.—Sigo sin comprenderlo. ¿Por

qué iba Jack a ocultarnos lo que lehabían pedido?

—Porque Jack no teníaintenciones de satisfacer su demanda.

Aquello la paralizó.

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—¿Qué?—Deseaba ganar a toda costa.

Más aún, necesitaba ganar. Tenía quehacerlo. Pero si tú descubrías laverdad, tú que tantas veces y contanta facilidad habías ganado, jamáslo comprenderías. Era suoportunidad de redimirse, Linda. Suoportunidad de retroceder veintitrésaños y dar sentido a su vida. ¿Hastaqué punto deseaba ganar, Linda?Dímelo tú. ¿Qué habría estadodispuesto a sacrificar?

—A su propio hijo, no —lerespondió ella—. Es verdad que Jack

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necesitaba ganar, pero no hasta elpunto de poner en peligro la vida desu hijo.

—Creo que él no lo veía así.Mira los hechos a través del cristalrosa del deseo. Los hombres ven loque quieren ver, Linda. Lo que tienenque ver. Cuando os mostré a ti y aJack la cinta de vídeo del cajeroautomático, cada uno de vosotros vioalgo distinto. Tú no querías creer quetu hijo fuera capaz de hacer algosemejante, de modo que buscasteexplicaciones que se opusieran a loque parecía evidente. Jack hizo lo

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contrario. Quería creer que su hijoestaba detrás de todo aquello, que setrataba de una broma de pésimogusto. De ese modo podría seguiresforzándose al máximo en ganar. Ysi por azar estaba equivocado, siChad en efecto había sidosecuestrado, quienes lo habían hechoprobablemente se estuvieranmarcando un farol. No llegarían asalirse con la suya. Dicho de otromodo, Jack hizo lo que tenía quehacer: racionalizó el peligro paraahuyentarlo.

—¿Crees que el deseo de ganar

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lo obnubiló hasta tal extremo?—Todos albergábamos dudas

después de ver la cinta. Incluso tú.¿Crees que le costó mucho ir un pasomás allá?

—De acuerdo —dijo Linda—,supongamos que me lo trago. Aun asísigo sin ver la relación que tiene contodo lo demás.

—Ten un poco más depaciencia conmigo, ¿de acuerdo?Volvamos al momento en que osenseñé la cinta del banco. Estamosen tu casa. Os enseño la cinta. Jacksale hecho una furia. Está disgustado,

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por supuesto, pero sigue jugando lobastante bien como para mantener suventaja. Esto enoja a Esme. Susamenazas no surten efecto. Se dacuenta de que tiene que aumentar elenvite.

—Y decide cortarle el dedo aChad.

—Probablemente fue cosa deTito, aunque, de todos modos, estoahora no es relevante. El hecho esque le cortan el dedo y que Esmequiere utilizarlo para demostrarle aJack que va en serio.

—Así que lo mete en mi coche y

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lo encontramos.—No —respondió Myron.—¿Qué?—Jack lo encontró primero.—¿En mi coche?Myron negó con la cabeza.—Recuerda que en el llavero de

Chad están las llaves del coche deJack además de las del tuyo. A Esmelo que le interesa es amenazar a Jack,no a ti. Así que deja el dedo en elcoche de Jack. Él lo encuentra. Sequeda conmocionado, naturalmente,pero ha llevado la mentirademasiado lejos. Si la verdad saliera

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a relucir, tú nunca se lo perdonarías,ni Chad tampoco. Y el torneo habríaterminado para él. Tiene quedeshacerse del dedo. De modo que lomete en un sobre y escribe una nota.¿Te acuerdas? «Le advertí que nopidiera ayuda.» ¿No te das cuenta?Es la distracción perfecta. No sólodesvía la atención de su persona,sino que, de paso, se deshace de mí.

Linda se mordió el labioinferior.

—Eso explicaría lo del sobre yel bolígrafo —dijo—. Yo comprétodos esos artículos de papelería.

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Jack debía de llevar parte de ellos ensu maletín.

—Exacto, y aquí es donde lascosas toman un cariz realmenteinteresante.

Linda enarcó una ceja.—¿Más interesante aún?—Aguarda un momento. Es

domingo por la mañana. Jack sedispone a iniciar el último recorridocon una ventaja insuperable. Mayorde la que tenía veintitrés años atrás.Perder ahora supondría protagonizarel fracaso más sonado de los analesdel golf. Su nombre sería para

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siempre sinónimo de acojonado, queera el calificativo que Jack másdetestaba en este mundo. Ahora bien,por otra parte, Jack tampoco era unogro. Amaba a su hijo. Le constabaque el secuestro no era una bromapesada. Es muy probable que sesintiera aturdido y no supiese quéhacer. Finalmente, tomó unadecisión: perdería el torneo.

Linda no dijo nada.—Golpe tras golpe, fuimos

testigos de su agonía. Wincomprende mucho mejor que yo ellado destructivo del anhelo de ganar.

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Además, se había percatado de queJack volvía a estar encendido por elentusiasmo, que volvía a sentir lavieja necesidad de vencer. Pero, apesar de todo, Jack siguió tratandode perder. No se hundió porcompleto. Si lo hubiera hecho, habríalevantado sospechas. Así queempezó a fallar golpes, poco a poco.Hasta que en la cantera cometióadrede un error garrafal y perdió suventaja.

»Ahora bien, ten en cuenta loque estaba pasando por su cabeza.Jack estaba luchando contra todo lo

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que constituía su ser. Dicen que unhombre no puede ahogarse a símismo. Aunque hacerlo supongasalvar la vida de su hijo, no puedemantenerse bajo el agua hasta que leestallan los pulmones. No creo queeso sea muy distinto de lo que Jackse había propuesto hacer. Estabadejándose matar, literalmente. Sucordura se estaba desgarrando, comolos pedazos de tierra levantados aldar un mal golpe con el palo. En elgreen del dieciocho, el instinto desupervivencia tomó el control de lasituación. Quizás empezó a

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racionalizar de nuevo, aunque lo másprobable es que no pudiera evitarlo.Pero ambos constatamos sutransformación, Linda. Vimos cómose le transfiguraba el rostro en elhoyo dieciocho. Jack efectuó aquelputt genial y consiguió empatar.

—Sí, lo vi cambiar —susurróLinda. Se retrepó en el asiento ysoltó un suspiro prolongado—. AEsme Fong debió de entrarle elpánico, en ese momento.

—Sí.—Jack no le dejaba elección.

Tenía que matarlo.

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Myron negó con la cabeza.—No.—Es la única explicación —

Linda volvió a mostrarsedesconcertada—. Tú mismo acabasde decir que estaba desesperada.Quería vengar a su padre y, por otraparte, temía lo que pudiese pasar siTad Crispin perdía. Tenía quematarlo.

—Sin embargo, hay un pequeñoproblema —señaló Myron.

—¿Cuál?—Telefoneó a tu casa aquella

noche.

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—Claro —repuso Linda— parafijar la cita en el campo. Seguro quele dijo a Jack que fuera solo, y queprocurase que yo no me enterara.

—No —dijo Myron—. No fueeso precisamente lo que ocurrió.

—¿Cómo?—Si hubiese ocurrido así —

observó él—, tendríamos lagrabación de la llamada.

Linda le miró como si noentendiese.

—Esme Fong llamó a tu casa —añadió Myron—. Esta parte esverdad. Apuesto a que lo único que

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hizo fue amenazarlo una vez más,darle a entender que iba en serio.Jack probablemente le suplicó que loperdonase. No lo sé. Supongo quenunca lo sabré. Pero apostaríacualquier cosa a que antes de colgarprometió a Esme o a quien estuvieraal otro lado que perdería al díasiguiente.

—¿Y eso que tiene que ver conque se grabara o no la llamada?

—Jack estaba pasando por uninfierno —prosiguió Myron—.Soportaba una presión brutal. Esprobable que se hallase al borde de

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un colapso nervioso. De modo quesalió disparado de casa, tal comodijiste, y terminó buscando solaz ensu rincón predilecto: el campo degolf del Merion. ¿Fue hasta allí sólopara meditar? No lo sé. ¿Se llevó elarma consigo, contemplando, quizá,la posibilidad de suicidarse? Unavez más, lo ignoro. Pero lo que sí sées que la grabadora seguía conectadaa vuestro teléfono. La policía loconfirmó. Así que, ¿dónde fue aparar la grabación de la últimaconversación?

El tono de voz de Linda se

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tornó, de repente, mucho máscomedido.

—No lo sé.—Sí que lo sabes, Linda.Ella lo miró de reojo.—Puede que Jack olvidara que

la llamada se había grabado —continuó Myron—, pero tú no.Cuando salió corriendo de la casa,bajaste al sótano. Escuchaste la cintay te enteraste de todo. Nada de lo queestoy contándote es nuevo para ti.Sabías por qué habían secuestrado atu hijo. Sabías lo que había hechoJack. Sabías adónde le gustaba ir

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cuando daba un paseo. Y sabías quetenías que detenerlo...

Myron esperó. Pasó de largo lasalida, tomó la siguiente, cambió desentido y volvió a entrar en laautopista. Llegaron al desvíocorrecto y accionó el intermitente.

—Jack tenía la pistola —explicó Linda con pretendidaserenidad—. Yo ni siquiera sabíadónde la guardaba.

Myron asintió levemente,tratando de alentarla en silencio.

—Tienes razón —continuó ella—, al escuchar la cinta me di cuenta

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de que no podía confiar en Jack. Éltambién lo sabía. A pesar de laamenaza de muerte que pesaba sobresu hijo, había bordado aquel putt enel dieciocho. Fui al campo en subusca. Me enfrenté a él. Se echó allorar. Me dijo que intentaría perder,pero... —Titubeó, sopesó suspalabras—. Ese ejemplo del ahogadoque acabas de poner, ése era Jack.

Myron procuró tragar saliva,pero tenía la garganta demasiadoreseca.

—Jack quería suicidarse, y yosabía que tenía que hacerlo. Había

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escuchado la cinta. Había oído lasamenazas. Y no me cabía la menorduda: si Jack ganaba, Chad moriría.Además había otra cosa. —Miró aMyron.

—¿El qué? —preguntó él.—Sabía que Jack ganaría. El

brillo especial en los ojos del quehabía hablado Win, ¿recuerdas? Jacklo tenía otra vez, sólo que ahora sehabía convertido en un infierno queni siquiera él mismo podía controlar.

—Así que le disparaste —dijoMyron.

—Nos peleamos por el arma.

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Quería herirlo. Herirlo de gravedad.Si seguía jugando los secuestradoresretendrían a Chad indefinidamente.Estaba muy asustada. La voz delteléfono parecía desesperada. PeroJack no me entregó el arma, ni me laarrebató. Fue muy extraño. Laagarraba y me miraba. Era casi comosi estuviera esperando. Así que puseel dedo en el gatillo y apreté. —Suvoz sonaba con toda claridad ahora—. No se disparó por accidente. Miintención era herirlo de gravedad, nomatarlo; pero disparé. Disparé parasalvar a mi hijo. Y Jack terminó

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muerto.—Entonces regresaste a casa —

dijo Myron tras una pausa—.Enterraste el arma, me viste entre losarbustos y, una vez en tu casa,borraste la cinta.

—Sí.—Y por eso comunicaste esa

declaración tan pronto a la prensa.La policía quería mantenerlo ensilencio, pero para ti eraimprescindible que el caso se hicierapúblico. Querías que lossecuestradores supieran que Jackhabía muerto para que liberaran a

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Chad.—Se trataba de mi marido o mi

hijo —dijo Linda. Se volvió hacia ély preguntó—: ¿Qué habrías hecho túen mi lugar?

—No lo sé, aunque no creo quele hubiese disparado.

—¿No lo crees? —repitió ella,y soltó una carcajada—. Afirmas queJack estaba bajo presión, pero ¿quéme dices de mí? No había dormido,tenía los nervios destrozados, mesentía confusa y no había pasadotanto miedo en toda mi vida. Y tediré más: me enfurecía el que Jack

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hubiese sacrificado la posibilidad deque nuestro hijo practicara el juegoque tanto amábamos. No contaba conel lujo de la ignorancia, Myron. Lavida de mi hijo pendía de un hilo.Sólo tuve tiempo de reaccionar.

Enfilaron la avenida Ardmore ypasaron en silencio por delante delMerion. Ambos contemplaron através de la ventanilla el sinuoso marverde del campo, salpicado aquí yallí por la blancura inmaculada delas trampas de arena.

Myron tuvo que reconocer queconstituía un panorama magnífico.

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—¿Piensas contarlo? —preguntó Linda, aun conociendo cuálsería la respuesta.

—Soy tu abogado —respondióMyron—. No puedo hablar.

—¿Y si no fueras mi abogado?—No importaría. Victoria

seguiría estando en condiciones deofrecer una duda suficientementerazonable como para ganar el caso.

—No me refiero a eso.—Ya lo sé —fue todo cuanto

dijo Myron.Ella esperaba una respuesta que

no obtuvo.

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—Sé que te dará igual —señalóLinda—, pero lo que te he dichoantes es cierto. Mis sentimientoshacia ti eran verdaderos.

Ninguno de los dos volvió ahablar. Myron aparcó en el senderode entrada. La policía mantuvoalejados a los periodistas. Chadestaba fuera, esperando. Sonrió a sumadre y corrió hacia ella. Lindaabrió la puerta del coche y se apeó.Quizá se abrazaron, pero Myron nolo vio, pues ya daba marcha atráshacia la calle.

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42

Victoria abrió la puerta.—En el dormitorio. Sígame.—¿Cómo se encuentra? —

preguntó Myron.—Ha dormido mucho, y creo

que el dolor todavía es soportable.Tenemos una enfermera y un gota agota de morfina a punto para cuandosea preciso.

La decoración era mucho mássencilla y menos ostentosa de lo queMyron había esperado. Muebles y

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cojines de colores lisos. Paredesblancas. Librerías de pino conrecuerdos de las vacaciones pasadasen Asia y África. Victoria le habíacontado que a Cissy Lockwood leencantaba viajar.

Se detuvieron ante el umbral deldormitorio. Myron miró dentro. Lamadre de Win yacía en la cama.Parecía agotada. Apoyaba la cabezaen la almohada como si le pesarademasiado para mantenerla erguida.Llevaba una bolsa de sueroconectada al brazo. Miró a Myron yesbozó una sonrisa condescendiente.

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Myron sonrió a su vez. De reojo, vioque Victoria indicaba a la enfermeraque abandonara la habitación. Laenfermera se puso en pie y pasó porsu lado. Myron entró. La puerta secerró a sus espaldas.

Myron se acercó a la cama. Laanciana respiraba con dificultad,como si algo la estuvieraestrangulando lentamente. Myron nosabía qué decir. Había visto lamuerte de cerca en otras ocasiones,pero habían sido muertes rápidas,violentas, en las que el impulso vitalera arrancado de una vez. Esto era

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distinto. Estaba contemplando laagonía de un ser humano, cuyavitalidad se extinguía gota a gotacomo el suero de la bolsa; el brillode los ojos se iba extinguiendo deforma casi imperceptible.

Ella alzó una mano, la posó enla de Myron y la apretó con un vigorsorprendente. No estaba esqueléticani pálida. Dadas las circunstancias,incluso podía decirse que tenía buenaspecto.

—Ya lo sabe —susurró.Myron asintió.—¿Y eso? —preguntó ella con

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una sonrisa.—Un montón de detalles —

explicó Myron—. El deseo deVictoria de que no hurgara en elturbio pasado de Jack. Su excesivadespreocupación al comentar queaquel día Win tenía que haber estadojugando a golf con Jack. Pero sobretodo fue Win. Cuando le conténuestra conversación me dijo queahora ya me daba por enterado depor qué no quería saber nada deusted ni de Jack. De usted, podíacomprenderlo. Pero ¿qué tenía contraJack?

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Cissy Lockwood cerró los ojospor un instante.

—Jack arruinó mi vida —dijo—. Soy consciente de que no era másque un adolescente gastando unabroma pesada. Se deshizo enexcusas. Me dijo que no se habíadado cuenta de que mi marido seencontraba en la finca. Arguyó queestaba convencido de que oiría cómose acercaba Win y que meescondería. Todo fue una travesura,dijo. Nada más. Pero eso no lo hacíamenos responsable. Perdí a mi hijopara siempre por culpa de lo que

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hizo. Tenía que arrostrar lasconsecuencias.

Myron asintió.—De modo que sobornó a

Lloyd Rennart para que perjudicara aJack en el Open.

—Sí. Fue un castigoinadecuado, habida cuenta de lo quehizo a mi familia, pero fue lo mejorque se me ocurrió.

La puerta del dormitorio seabrió y Win entró. Myron notó que laanciana le soltaba la mano ycomenzaba a sollozar. Myron notitubeó ni se despidió. Salió y cerró

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la puerta.

Murió tres días después. Win laacompañó hasta el final. Cuandoexhaló el último suspiro y su rostrose congeló en una exangüe máscaramortuoria, Win apareció en elpasillo.

Myron se puso en pie y aguardó.Win lo miró con el semblante sereno,tranquilo.

—No quería que muriera sola—susurró.

Myron asintió. Procuró dejar detemblar.

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—Voy a dar un paseo —dijoWin.

—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó Myron.

Win se detuvo.—A decir verdad, sí.—Pide lo que quieras.Aquel día jugaron treinta y seis

hoyos en el Merion. Y otros treinta yseis al día siguiente. Al tercer día,Myron empezó a encontrarle el gusto.

Fin

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