nada clara soler
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‘’no sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas
silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el violento
negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus
focos el ambiente del centro de la ciudad […]. La misma Vía Layetana,
con su suave declive desde la plaza de Urquinaona, donde el
cielo se deslustraba con el color rojo de la luz artificial[…]’’
Andrea, un tanto fascinada aún por las calles de Barcelona, se refugia en ellas después de salir de casa de Ena, su mejor amiga. Tras
intentar encontrar el por qué de estar tan fascinada por Ena y por su perfecta familia, la chica va caminando por estas calles dejándose llevar por los ruidos que se van emitiendo en la ciudad, como las
campanadas, y por la fría y suave brisa de invierno.
‘’Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el
encanto y el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé hacia la oscuridad de las callejas que la rodean.
Nada podía calmar y maravillar mi imaginación como aquella ciudad gótica entre húmedas casas construidas sin estilo en medio de sus venerables
sillares […]’’
Sin pensárselo dos veces, la protagonista fue a visitar la Catedral. Todo esto le parecía sorprendente, por aquella ciudad gótica e
húmeda, rodeada de casas construidas y diseñadas al azar. En un principio construidas sin buscar realmente un fin a los edificios,
pero que con el tiempo habían conseguido transmitir su encanto a todos aquellos que los veían. La Catedral y sus alrededores le transmitían sentimientos románticos y a la vez, tenebrosos. A
veces un poco solitaria por la falta de gente pisando las calles. Después de esta primera impresión, Andrea se asusta con un viejo
grande y miserable que le llamó un poco la atención, aunque después de darle algo de dinero se tranquiliza.
“La Catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo
mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros
resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás de las horas[…]”
Encantada y maravillada, aún, por el increíble aspecto de la Catedral, este sentimiento de paz poco a poco iba habitando más en su interior. Pero esto no duró mucho tiempo, ya que más tarde apareció uno de los amigos de Ena, que en un principio le fastidió
esta ilusión de estar contemplando la Catedral en silencio, absorbiendo todo aquello que le transmitía.
“Se me estaba metiendo en la cabeza la obsesión de seguirle y esta idea me tenía cogida de tal modo, que ni siquiera sabía ya para qué. Luego me enteré de que podíamos haber hecho un camino dos veces más corto. Cruzamos, atravesándolo en parte, el mercado de
San José. Allí nuestros pasos resonaban bajo el techo.[…]”
La chica tiene que pasar por el mercado de San José cuando se dedica a perseguir a Juan, después de enfadarse por no encontrar a Gloria en casa. Cuando él huye de su hogar, Andrea corre hacia él
para vigilarlo y evitar que hiciera alguna tontería, a veces llegando al extremo de locura, que hacía a veces. Cuando pasa por el mercado de San José, el ambiente es inquietante. El negro de la noche viste las calles de miedo y peligro. En el pasillo del mercado resuenan los pasos de una corriendo detrás del otro, y esto le transmite pánico,
quizás porque es como si no quedara nada en vida allí, casi como se imaginaba las cosas después de que Juan encontrara a Gloria si ella no hubiera ido a vigilarlo. También siente algo desagradable por las ratas y los gatos que corren por allí, por la fruta podrida y los restos
de carne y pescado. Siente tristeza y debilidad por las luces amarillentas del mercado. Un cúmulo de sentimientos y sensaciones la invaden mientras sufre por las locuras de Juan, esto sí, todas ellas
provocan angustia y asfixia, cosas negativas en su interior.
“La verdad es que no tuve paciencia para distribuir las treinta pesetas que me quedaron el primer día, en los treinta días del mes. Descubrí en la calle de Tallers un restaurante barato y
cometí la locura de comer allí dos o tres veces. […]”
Durante unos de los primeros días, Andrea decide ir a comer fuera, en un restaurante de Tallers, donde gasta gran parte de sus
pesetas. Más tarde ya no se lo puede permitir y come algunos restos de la casa, un trozo de pan, el caldo… muchas veces se va
a dormir hambrienta. Este lugar le sirve para desconectar de todo aquello que la rodea y le amarga diariamente. Allí disfruta, comiendo, sin oír los gritos
de Juan, los sollozos del niño… El restaurante le parecía diferente a todos los que había ido anteriormente, en este no había el ruido
de toda la gente hablando, y el local en sí era triste y oscuro, aunque a ella le encantaba.
“Sin embargo, él pareció no darse cuenta, sino que pasó a mi lado en dirección contraria a la que antes había llevado
sin verme. Otra vez llegó a la plaza de la Universidad y ahora
se metió por la calle de Tallers. Por allí no
encontramos a nadie. Los faroles parecían más mortecinos y el pavimento era malo.[…]”
Andrea sigue vigilando a Juan e yendo tras él en cada calle. También pasan por la calle de Tallers, que
también estaba solitaria con su silencio y sus luces apagadas, que sólo transmitían tristeza e indiferencia.
“-Espero que no habrás bajado hacia el puerto por las Ramblas-¿Por qué no?
-Hija mía, hay unas calles en las que si una señorita se metiera alguna vez, perdería para siempre su reputación. Me refiero al
barrio chino… Tú no sabes dónde comienza…[…]”
Durante los primeros días, Andrea aprovecha para salir de esa casa e ir a liberarse por Barcelona.
Algunos días ella huye y va a pasear, contemplando la ciudad que en un principio esperaba que la
sorprendiera. Le gusta ver la ciudad y sus calles, aunque a Angustias no le haga mucha gracia.
“Me desahogué insultándole interiormente. Desde que le había visto en casa de Ena me había parecido necio y feo aquel
muchacho. Cruazamos las Ramblas, conmovidas de animación y de
luces, y subimos de Pelayo hasta la Plaza de la Universidad. Allí
me despedí[…]”
Después de encontrarse con el amigo de Ena, Andrea trata de evitar la conversación con él ya que nunca le
había llamado la atención aquél chico. Mientras va siendo poco simpática con él y sus contestaciones, él insiste en acompañarla a casa y le dice que algún día le llame. Finalmente, después de pasar por las calles
que conducen a su casa, llega allí y consigue deshacerse del chico.
“Caminamos por la calle de Cortes hasta los jardines de la Exposición. Una vez allí me empecé a distraer porque la tarde estaba azul y resplandecía en las cúpulas del palacio y las blancas cascadas de las fuentes. Multitud de flores primaverales cabeceaban al viento,
lo invadían todo con su llama de colores. […]”
Este era otro de los lugares que fascinaba a Andrea. Las fuentes y
las cúpulas embellecían todo aquello. Las flores daban el toque
de vitalidad en medio de una ciudad. En este momento, Gerardo le
pareció un poco más simpático al ver la estatua blanca pintada y que
él lo borrara y a partir de ahí, su relación empezó a mejorar.
“Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció
corto y que para mí se cargaba de belleza. El coche dio la vuelta a la Plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me
conmovió como un grave saludo de bienvenida.[…]”
Describe la llegada de Andrea en Barcelona, mientras va yendo hacia su nueva casa con su familia. Durante este trayecto que se le hace corto, se va enamorando de todo aquello que ve. Con su luz,
con su belleza, con el verde de los árboles, y el silencio que se esconde tras cada persiana de cada casa.
“Cruzamos las Ramblas, conmovidas de animación y de luces, y subimos por la calle de Pelayo hasta la Plaza de la Universidad. Allí me despedí.
-No, no; hasta tu casa.- Eres un imbécil […]”
Volvemos al encuentro con el amigo de Ena, en el que él va persiguiéndola mientras ella trata de hacer lo contrario. Van
siguiendo las calles hasta llegar a Aribau, en casa de Andrea.
“Juan caminaba de prisa, casi corriendo. En los primeros momentos más que verlo lo adiviné a lo lejos. Pensé angustiada que si se le ocurriera tomar un tranvía yo no tendría dinero
para perseguirlo. Llegamos a la plaza de la Universidad cuando el reloj del edificio daba las doce y media. Juan cruzó la
plaza y se quedó parado enfrente de la esquina donde desemboca la Ronda de San Antonio y donde comienza, oscura, la calle de
Tallers.[…]”
Volvemos a la persecución de Juan durante la noche. Andrea trata de que Juan no se de cuenta, pero está atenta a todo lo que hace.
“Así llegué a la calle, hostigada por la incontenible explosión de pena que me hacía correr, aislándome de todo. Así, empujando a los transeúntes, me precipité, calle de
Aribau abajo, hacia la plaza de la Universidad.[…]”
Después de pasar por la situación incómoda de tener que abrir la habitación de Román al saber que Ena estaba allí y suponerse que la situación no iba demasiado bien, las dos chicas se van de la casa
de Aribau huyendo de Román. Ena estaba extraña, le llegó a parecer estúpida a Andrea. Aunque en el fondo estaba triste por no comprender todo aquello,
y angustiada recorrió las calles hasta plaza de la Universidad, aislándose e intentando dejar atrás
todo aquello que acababa de vivir.
“Inventé mil trampas para escabullirme, para burlarle.
Algunas veces di un rodeo subiendo hacia la calle Muntaner. Por entonces fue cuando tomé la
costumbre de comer fruta seca por la calle. Algunas noches,
hambrienta, compraba un cucurucho de almendras en el puesto de la
esquina. Me era imposible esperar a llegar a casa para comérmelas… Entonces me seguían siempre dos o
tres chicos descalzos. […]”
Andrea solía encontrarse con un viejo que siempre le decía educadamente ‘Buenos días, señorita’. Al principio le pareció muy educado y extraño por su parte, aunque luego intuyó que lo hacía para engañar de algún modo a la gente y así recibir algo a cambio. Angustias también le conocía. Ella se enfadó porque al final el viejo consiguió las cinco pesetas, y los otros días trataba de evitarlo, pero
sus ojos poseídos podían con ella. Trataba de escapar de todos aquellos que iban detrás de ella pidiendo cualquier cosa por caridad.
No soportaba encontrarse en esta situación porque cada vez que daba dinero era una comida menos para ella, y no es que fuera
sobrada en esto.
“Pons vivía en una casa espléndida al final de la calle Muntaner. Delante de la verja del jardín –tan ciudadano que las flores olían a cera y a cemento- vi una larga hilera de coches. El corazón me empezó a latir de una manera casi dolorosa. Sabía que unos minutos después habría de verme dentro de un mundo alegre e inconsciente.
[…]”
Pons, su pretendiente la invitó a la fiesta. La calle le parecía bonita, con la verja del jardín, las flores, y los coches. Aunque todo esto le hacía latir el corazón cada vez más rápido por acudir a la primera
fiesta de sociedad. Le chocó que le abriera la puerta el criado, y aún más el recibidor con plantas y jarrones. También la madre de Pons, que iba llena de joyas. Aunque todo este ambiente de fuera cambió tras la decepción de la fiesta al encontrarse sola. Cuando salió el
cielo ya era casi negro, no azul. El silencio era aterrador y amenazador. Y todo aquello parecía tan grande en comparación a
ella…
“Me preguntó que si prefería ir al Puerto o al Parque de Montjuich. A mí me daba igual un sitio que otro. Iba callada a su
lado. Cuando cruzábamos las calles él me cogía del brazo. Caminamos por la calle de Cortes hasta los jardines de la
Exposición. […]”
Por la calle de Cortes pasa mientras va a los jardines de la Exposición. Al principio la situación era incómoda, Gerardo seguía
como siempre. Se sentía intimidada, algo extraña y vergonzosa. Por suerte, él hablaba mucho y poco a poco la situación era más natural
y los gestos y la conversación más espontáneas.
“Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis
parientes, con sus plátanos llenos de aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de la respiración de
mil almas detrás de los balcones apagados. Las
ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro.
[…]”
La primera impresión al llegar a la calle Aribau fue buena. Le gustó el verde de los árboles y el silencio que se escondía detrás de cada
casa en la noche, suponiendo el ruido del día. Al principio estaba nerviosa, no creía todo aquello y por un momento se sintió un poco extraña por empezar ‘otra nueva vida’. No recordaba muchas cosas
de allí, todo le parecía nuevo: los escalones, la luz eléctrica… Al llegar, tímida, se decepcionó un poco con el ambiente en que se encontró. Toda aquella gente, que era su familia, le parecía algo
rara.La casa de Aribau era vieja y estaba un poco descuidada, había
telarañas y las luces consistían en una bombilla y en alguna ocasión, alguna lámpara. Al ver todo aquello se arrepiente de haber venido a Barcelona y quiere retroceder, volver a irse, aunque no lo
hace. La situación volvía a ser incómoda y todo aquello le provocaba angustia, iba apareciendo gente de no sé donde, y cada uno tenía
una característica bastante chocante para Andrea. Poco a poco se fue acostumbrando a lo que, en unos días, se
convertiría en el núcleo de su vida.
“Entrar en la calle de Aribau era como entrar ya en mi casa. El mismo vigilante del día de mi llegada a la ciudad me abrió la puerta. Y la abuelita, como
entonces, salió a recibirme helada de frío. Todos los demás se habían
acostado […]”
Andrea llega tras encontrarse al amigo de Ena. Empezaba a acostumbrarse a esa casa y hasta el vigilante, como los otros
habitantes de la casa, le sonaban a algo familiar. En este momento es como la salvación de la molestia que le causaba aquél chico.
Desde la casa se oían cosas de la calle, como el sonido de un tren lejano y nostálgico.
Es entonces cuando Andrea decide que no comerá en casa.
“Sin pensarlo, me puse el abrigo y eché a correr escaleras abajo detrás de Juan.
Corrí en su persecución como si en ello me fuera la vida. Asustada. Viendo acercarse los faroles y las gentes a mis ojos como estampas confusas. La noche era tibia pero cargada de humedad. Una luz blanca iluminaba mágicamente las ramas cargadas de verde tierno del último árbol de la calle de
Aribau. […]”
Tras la llegada de Juan y los nervios que la familia ocultó para que él no notara que Gloria no estaba allí, Juan lo descubre. El hombre exasperado salió de la casa diciendo cosas bastante violentas que
asustaban a los otros familiares, quienes poco a poco se iban acostumbrando a estas situaciones. La abuela le pidió a Andrea que fuera detrás de Juan para vigilar que locuras podría llegar a hacer,
estaba ‘un poco mal de la cabeza’.
“Otra vez me empezaba a parecer fastidioso. Fuimos
hacia Miramar y nos acordamos en la terraza del Restaurante para ver el Mediterráneo, que
en el crepúsculo tenía reflejos de color de vino.
[…]”
Durante la cita siente un olor de comida del Restaurante que despierta su hambre de nuevo. Estaba cansada y sin querer sus
ojos se dirigían a las mesas en las que podían sentarse para comer. Pero Gerardo la apartó.
“El gran puerto parecía pequeño bajo nuestras miradas, que lo
abarcaban a vista de pájaro. En las dársenas salían a la superficie los esqueletos
oxidados de los buques hundidos en la guerra.[…]”
Durante la cita con Gerardo también fueron al puerto. Todo aquello le parecía asombroso. Se sentían pequeños y a la vez amos del
mundo.Aunque poco a poco se volvió en una situación incómoda, ya que en estos momentos, Andrea y Gerardo empezaron a vivir sus primeros momentos juntos. Se besaron; su primer beso. Luego ella le dijo que
no le quería, no se sentía a gusto.
“Bajé por las Ramblas hasta el puerto. A cada instante me
reblandecía el recuerdo de Ena, tanto cariño me inspiraba. Su misma madre me había asegurado
su estimación. Ella, tan querida y radiante, me admiraba
y me estimaba a mi.[…]“
Andrea estaba susceptible por los problemas con Ena y otros. Así que se fue a dar un paseo hacia el puerto. Allí empezó a pensar en muchas cosas, incluso a recordar. Pensaba si realmente significaba
algo para Ena, aunque le hubieran dicho, pero ¿era realmente verdad?. Sentía el olor de todas las cosas del puerto, se dejaba
conquistar por el mar. Andrea se sentía vencida, vacía y triste.
“Santa María del Mar apareció en mis ojos adornada de un singular
encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas, enfrente. Pons me dejó su
sombrero, sonriendo al ver que lo torcía para ponérmelo. Luego entramos. La nave resultaba
grande y fresca y rezaban en ella unas cuantas beatas.[…]”
Una vez entró con Pons a verla, estaba encantada con la perfección de Santa María del Mar. Todo aquello era grande, fresco, parecía poesía. Estaba entusiasmada y una vez más,
Barcelona era belleza.
“Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien
olientes, rojos y blancos. Veía mi entusiasmo, con ojos cargados de alegría. Luego me guió hasta
la calle de Montcada, donde tenía su estudio Guíxols.
Entramos por un portalón ancho donde campeaba un escudo de
piedra. En el patio, un caballo comía tranquilamente, uncido a un carro, y picoteaban gallinas produciendo una impresión de
paz. […]”
Como dice la cita, aquello le transmitía paz. Andrea se fijó mucho en todos los detalles de allí. Allí conoció otro grupo de amigos. El
estudio tenia mucha luz, era grande y había muchas obras en la pared. Aquello estaba lleno de verdadero arte. Más tarde pasó más
tiempo allí, compartiendo otras cosas con todos ellos.
“-¿Adónde quieres que te lleve? – me preguntó al entrar en Barcelona
-A la calle de Moncada, si haces el favor. Me condujo hasta allí, silencioso. En la puerta del viejo palacio donde tenía su estudio Guíxols nos despedimos. En
aquel momento llegaba también Iturdiaga. Noté que Jaime y él se hacían un frío saludo. […]”
Después de verse con Jaime y hablar de la relación con Ena, se fue a Moncada. Jaime y Iturdiaga se conocían. Decía que Jaime era un ser despreciable. Iba entablando amistad con todos los diferentes
personajes que andaban por allí.
“Me acordé repentinamente del estudio de Guíxols y entré en la calle de Moncada. El majestuoso patio con su escalera ruinosa de piedra labrada estaba igual que siempre. Un carro volcado
conservaba restos de su carga de alfalfa.[…]”
Antes de irse, Andrea pasó por Moncada y el estudio. Todo el aspecto exterior seguía como siempre. Pero dentro no, ya
no iban tanto como antes. Sin querer Andrea llegó alli, dejándose llevar por sus recuerdos y por lo que había vivido con ellos. Allí se sentía protegida, un lugar donde podía estar
tranquila. Había vivido mucho allí, quizás más de lo que se pensaba.
“Cruzamos las Ramblas, conmovidas de animación y de luces, y subimos por la calle de Pelayo hasta la Plaza de
la Universidad. Allí me despedí.-No, no; hasta tu casa.- Eres un imbécil […]”
Nos encontramos de nuevo en el momento en que el amigo de Ena la acompaña hasta su casa. Siguen la trayectoria hasta llegar a Aribau, tan
sólo nombra Pelayo.
“Empecé a caminar, a caminar.. Barcelona se había quedado
infinitamente vacía. El calor de julio era espantoso. Atravesé los
alrededores del cerrado y solitario mercado del Borne. Las
calles estaban manchadas de frutas maduras y de paja. Algunos
caballos, sujetos a sus carros, coceaban. […]”
Antes de irse con el padre de Ena, quien le parecía simpático, Andrea empezó a caminar rodeada por el calor de julio, queriendo rodear todo Barcelona antes de abandonarla. Todo estaba vacío. Las calles del mercado del Borne estaban manchadas. Se oían
algunos caballos coceando. Es entonces cuando un recuerdo le viene en mente y va al estudio de Guíxols.
‘’La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que
llegábamos con tres horas de retraso.[…]’’
Andrea llegó a Barcelona con la ilusión de encontrarse con una magnífica ciudad y con la idea de empezar una vida nueva. Llegó a medianoche, y el viaje le pareció una
aventura. Se sentía libre, y después del largo viaje miraba con una sonrisa la estación de Francia. Hacía un olor especial, se oía el rumor de la gente, las luces (como las del resto
de Barcelona) eran tristes, cosa que le provocaba un agrado. Aquello era como un sueño, Barcelona era una maravilla para ella.
‘’Me detuve en medio de la Vía Layetana y miré hacia el alto
edificio en cuyo último piso vivía mi amiga. No se traslucía la luz detrás de las persianas cerradas, aunque aún quedaban, cuando yo
salí, algunas personas reunidas, y, dentro, las confortables
habitaciones estarían iluminadas. […]’’
Al salir de la casa, se sentía libre y suelta, sin miedo. Sentía calor y ni siquiera sentía gravedad bajo sus
pies. Miró el piso donde había estado y recordó que todo esto había
despertado sentimientos y emociones en su interior. Allí podía escaparse de las pesadillas de su casa, estaba feliz por aquellas cosas buenas que se le presentaban. Quizás empezaba a ver
esperanza en todo esto.
“Cuando subíamos por la Vía Layetana, yo no tuve más remedio que mirar hacia la casa de Ena, recordando a mi amiga y las
extrañas palabras que me había dicho Jaime para ella. Estaba pensando así, cuando la vi
aparecer realmente delante de mis ojos. Iba cogida del brazo de su padre. Hacían los dos una pareja espléndida, tan guapos y
elegantes resultaban. Ella también me había visto y me
sonreía. Sin duda volvían hacia su casa. […]”
Esta vez miraba hacia la casa de Ena tristemente. Recordaba como habían cambiado las cosas, con Jaime y con ella misma. Sentía
melancolía. Fue entonces cuando apareció Ena, tras tener una corta conversación con ella, volvió a irse decepcionada, angustiada, por la
frialdad en que Ena siguió tratándola después de lo que habían vivido, después de lo que significaban la una para la otra.
“No encontré a mi amiga. Me dijeron que era el santo de su abuelo y que pasaría
todo el día en la gran torre que el viejo señor tenia en la Bonanova. Al
oír esto me invadió una extraña exaltación; me pareció necesario
encontrar a Ena a toda costa. Hablar con ella en seguida. Atravesé Barcelona en un tranvía. Me acuerdo de que hacía
una mañana maravillosa. Todos los jardines de la Bonanova estaban cargados de flores y su belleza
apretaba mi espíritu demasiado cargado también. […]”
Pensando en la amistad de Ena, sentía cariño, angustia y miedo por todos aquellos cambios. Sufría por los sueños de su amiga, y
también por los suyos. Estaba encantadísima de los momentos que había compartido con ella. Fue cuando iba a decirle a Ena que tenía
que vigilar con Román, pero no tuvo suficiente coraje.
“Despacio, fui hacia los alegres bares y restaurantes de la Barceloneta. En los días de sol dan, azules o blancos, su nota marinera y alegre. Algunos tienen terrazas donde personas con buen apetito comen arroz y mariscos, estimulados por cálidos y
coloreados olores de verano que llegan desde las playas o de las dársenas del puerto. […]”
Después de ir al puerto se fue a comer algo en la Barceloneta. Le gustaban las terrazas, las personas que comían allí y el calor y los olores que llegaban desde la
playa o el puerto. Parecía que tenía que llegar una tormenta. Tenía la sensación de que delante suyo se
abrirían nuevos horizontes. Sentía anhelo. Estaba muy pensativa
“Empezaron a pasar autos. Subió un tranvía atestado de gente. La gran vía Diagonal cruzaba delante de mis ojos
con sus paseos, sus palmeras, sus bancos. En uno de estos bancos me encontré sentada,
al cabo, en una actitud estúpida. Rendida y dolorida como si hubiera hecho un gran
esfuerzo. […]”
Estaba sentada en un banco sintiéndose realmente mal. Sentía que de nada valía su esfuerzo, se sentía espectadora de la vida, como si
su función aquí fuera ver las cosas pasar por delante de sus ojos. Sentía miedo. Su mundo era inestable. Sentía rabia, impotencia,
tanta que hasta llegó a llorar. Todo le parecía indiferente. Y con las lágrimas lavó su alma, ahogó sus problemas. Quería pasar página, no quería recordar aquello que acababa con su alegría. Creía que en el fondo estos problemas no merecían tanta preocupación, en
otras ocasiones se había sentido peor. En la Gran Vía Diagonal había mucha gente, se sentía como una
más, pequeña y perdida.
“Efectivamente, lo pasamos bien y nos reímos mucho. Con Ena cualquier asunto cobraba interés y animación. Yo le conté las
historias de Iturdiaga y de mis nuevos amigos. Desde el Tibidabo, detrás de Barcelona, se veía el mar. Los pinos corrían en una manada espesa y fragante montaña abajo, extendiéndose en grandes bosques hasta que la ciudad empezaba. Lo verde la envolvía, abrazándola. […]”
Quedaron con Ena y los momentos a su lado eran mágicos. Desde allí se veía todo Barcelona. En un principio se enfadaron y no se sintieron bien, por el tema de Román.
Allí hablaron mucho sobre ellas y lo que les inquietaba. Y después de los pequeños conflictos entre ellas, las cosas volvieron a su lugar. Se perdonaron y las dos, al fin y al
cabo, sabían que eran mejores amigas. Al final una alegría les invadió por recuperar cosas que se estaban perdiendo.
NADA, Carmen LaforetEditorial del Grupo Planeta
Ediciones Destino, S. A., 2009Avinguda Diagonal, 662, 6ª planta. 08034
Barcelona (España)
# Foto Barceloneta: http://www.rafazaragoza.com/wp-content/uploads/2008/01/BARCELONETA%205.jpg
http://www.barcelona-tourist-guide.com/image-files/albums/beach-barceloneta/images/beach-barceloneta-13_jpg.jpg
# Foto Gran Vía Diagonal: http://d9ptcxk3xvglv.cloudfront.net/77b808851883f2edce7bd8b6ba637440
# Foto Bonanova:http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/9/9a/Carrer_de_Mandri.jpg