nuevo viaje al pais del viento · sus ojos, acodado en el arranque de la escalera como si estuviera...

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Los Cuadernos de Cine signca pará usted) y le desbarata sin eserzo sus estudiadas representaciones, ya obligándola a abandon su expresión de señorita remilgada, ya descubriéndole su aliento a coñac o sus manos de destripaterrones; siendo como es mucho mejor ac- tor que ella, cosa que demuestra al dejarla plan- tada con cro, negra, Melania y niño y al simular la borrachera la noche dei Ku Klux Klan. Lo mismo que reconoce sus méritos y exclama ¡Qué gran mujer!, es también capaz de imponerse cuando la ocasión lo requiere y obligarla a cumplir sus deberes de esposa o a acudir a la fiesta de Melania, pidiéndole luego disculpas (Estaba muy borracho y trastoado por tus encantos) para llevarle acto seguido la contria poniendo a su hija el nombre de Bonnie en lugar de Eugenia Victoria. Sabe ser agudo y lúcido si Escarlata escucha tras la puerta (En el Sur sólo tenemos algodón, esclavos y arrogancia) y sabe a su vez escuchar sin ser visto cuando Escarlata se suelta la melena melodramática con Ashley, no le im- porta pagar 150 dóles en oro por bailar con ella y sin embgo le niega los 300 que hacen fta pa salvar a Tara y, por fin, aparte de tener amigas tan insustituibles como Belle con las que cambiar im- presiones y consolar reveses, sabe elegir el mo- mento y la rma más oportunos pa proponer m@rimonio o abandonar la escena definitiva- mente. Ni el torpe de Mesala ni nosotros pudimos lle- gar a sospechar, allá cuando Ben-Hur aún no tenía nada que ver con la nostalgia, que el verdadero nombre del príncipe judío era Escarlata. Tuvieron que venir amigos como Rhett Butler a decirnos que las mujeres, excepto Belle, son traidoras, hi- pócritas y crueles para que cayésemos en la cuenta. Algunos, los viejos cinéfilos, cayeron a tiempo; nosotros, un poco tarde y Mesala, nunca. Así se explica la osada equivocación del romano al enentarse a Escarlata con sus mismas armas, condenándola a galeras, encerrdo para siempre a sus dichosas madre y herma e intentando des- cutizarla bajo las· ruedas de su cuádriga; tra- tando de ser en definitiva todavía más cruel, trai- dor e hipócrita que ella y consiguiéndolo con la providencial ayuda de una teja desprendida por casualidad justo encima de la cabeza del procura- dor imperial Valerio Grato. Los viejos cinéfilos, y que el amigo Nacho Gra- cia me perdone, no tuvieron estos problemas y disutan ahora con nostalgia de la enésima repo- sición de la saga sudista; nosotros tardamos algún tiempo en am a Howard Hawks y Mesala, como era de esperar por su error, no tuvo más consuelo que revelarle a Escaata la trágica verdad sobre su madre y hermana... antes de morir vergonzo- samente derrotado en la arena del circo. Tengo aquí delante un album de 216 cromos a todo color de las más destacadas escenas de Ben-Hur, completado el 25 de febrero e de 1961, que hojeo con nostalgia de vez en cuando para no olvidar la lección. 26 NUEVO VIAJE AL PAIS DEL VIENTO José Ignacio Gracia Noriega e on la periodicidad de los monzones, con la erza narrativa del viento, retorna esta vieja saga sudista donde se nombra lo que se llevó el viento en su paso alu- cinado por el viejo y prondo solar del Sur. Se eron con él las fiestas y los trajes brillantes, «Los tres Robles», y muchas milias, todo·lo que amaba Ashley Wilkes, y Tara hubo de ser recons- truida desde las rces de la tierra. «Lo que el viento se llevó», el film más taquillero del mundo, lo que no es poco, ahora se está convirtiendo en el pilar ndamental de la nostalgia. Cuando la cá- ma muestra en un picado a Clark Gable. son- riente y con toda la experiencia del aventurero en sus ojos, acodado en el arranque de la escalera como si estuviera en la barra de un bar, algunos espectadores, los más sensibles, rompen a aplau- dir. Aplauden al viejo y entrañable Gable, al mí- tico Rhett Butler, y a la escera. Pues «Lo que el viento se llevó» es la historia de una escera. En ella (en la de «Los tres Robles») se apoya Gable cuando ve por primera vez a Scarlett O'Hara; por ella sube y baja Sclett dando stitos, rompiendo corazones a jóvenes lechuguinos y provocando las iras de sus novias. En la escalera de Tara, Sclett mata a un merodeador yanky con el revólver que le había proporcionado Butler; y esa es la escalera por la que, subiéndola al regreso de Londres, Clark Gable le pregunta a Sclett, que aguarda en lo alto: «La señora Butler, supongo», y Scarlett, pretendiendo agredie, pierde pie, cae y aborta. Al fin de la escalera hay un crepúsculo rojizo y Scarlett se dice: «Tengo que recuperae. Lo pen- sé mañana». Como en toda historia mítica, los personajes, las situaciones y los objetos, son arquetipos, y por lo tanto, se repiten infinitamente. Thomas Mit- chell, el vio Gerald O'Hara, se desnuca al saltar su caballo una valla, persiguiendo a un capperbat- ger interpretado por Victor Jory, que para colmo había sido capataz de Tara y hombre de conducta moral más que dudosa: ¡un capataz convertido en el nuevo dueño de Tara!, ¿cómo iba a soportar tal onsa la sgre irlandesa de Gerald O'Hara? Y años más tarde, stando otra valla con su poney, muere su nieta y nauaga el matrimonio de Scar- lett y Rhett Butler. En la fiesta más brillante de Atlanta, el capitán Butler, celebrado como un hé- roe porque burlaba el bloqueo nordista para ven- derle a las damas puntillas ancesas mientras los caballeros sudistas, lejos, se aprestaban para ser derrotados en Gettysburg, puja más alto que nadie

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Page 1: NUEVO VIAJE AL PAIS DEL VIENTO · sus ojos, acodado en el arranque de la escalera como si estuviera en la barra de un bar, algunos espectadores, los más sensibles, rompen a aplau

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significa pará usted) y le desbarata sin esfuerzo sus estudiadas representaciones, ya obligándola a abandonar su expresión de señorita remilgada, ya descubriéndole su aliento a coñac o sus manos de destripaterrones; siendo como es mucho mejor ac­tor que ella, cosa que demuestra al dejarla plan­tada con carro, negra, Melania y niño y al simular la borrachera la noche dei Ku Klux Klan. Lo mismo que reconoce sus méritos y exclama ¡Qué gran mujer!, es también capaz de imponerse cuando la ocasión lo requiere y obligarla a cumplir sus deberes de esposa o a acudir a la fiesta de Melania, pidiéndole luego disculpas (Estaba muy borracho y trastornado por tus encantos) para llevarle acto seguido la contraria poniendo a su hija el nombre de Bonnie en lugar de Eugenia Victoria. Sabe ser agudo y lúcido si Escarlata escucha tras la puerta (En el Sur sólo tenemos algodón, esclavos y arrogancia) y sabe a su vez escuchar sin ser visto cuando Escarlata se suelta la melena melodramática con Ashley, no le im­porta pagar 150 dólares en oro por bailar con ella y sin embargo le niega los 300 que hacen falta para salvar a Tara y, por fin, aparte de tener amigas tan insustituibles como Belle con las que cambiar im­presiones y consolar reveses, sabe elegir el mo­mento y la forma más oportunos para proponer matrimonio o abandonar la escena definitiva­mente.

Ni el torpe de Mesala ni nosotros pudimos lle­gar a sospechar, allá cuando Ben-Hur aún no tenía nada que ver con la nostalgia, que el verdadero nombre del príncipe judío era Escarlata. Tuvieron que venir amigos como Rhett Butler a decirnos que las mujeres, excepto Belle, son traidoras, hi­pócritas y crueles para que cayésemos en la cuenta. Algunos, los viejos cinéfilos, cayeron a tiempo; nosotros, un poco tarde y Mesala, nunca. Así se explica la osada equivocación del romano al enfrentarse a Escarlata con sus mismas armas, condenándola a galeras, encerrando para siempre a sus dichosas madre y hermana e intentando des­cuartizarla bajo las· ruedas de su cuádriga; tra­tando de ser en definitiva todavía más cruel, trai­dor e hipócrita que ella y consiguiéndolo con la providencial ayuda de una teja desprendida por casualidad justo encima de la cabeza del procura­dor imperial Valerio Grato.

Los viejos cinéfilos, y que el amigo Nacho Gra­cia me perdone, no tuvieron estos problemas y disfrutan ahora con nostalgia de la enésima repo­sición de la saga sudista; nosotros tardamos algún tiempo en amar a Howard Hawks y Mesala, como era de esperar por su error, no tuvo más consuelo que revelarle a Escarlata la trágica verdad sobre su madre y hermana ... antes de morir vergonzo­samente derrotado en la arena del circo.

Tengo aquí delante un album de 216 cromos a todo color de las más destacadas escenas de Ben-Hur, completado el 25 de febrero e de 1961, que hojeo con nostalgia de vez en cuando para no olvidar la lección.

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NUEVO VIAJE AL PAIS DEL VIENTO

José Ignacio Gracia Noriega

e on la periodicidad de los monzones, con la fuerza narrativa del viento, retorna esta vieja saga sudista donde se nombra lo que se llevó el viento en su paso alu­

cinado por el viejo y profundo solar del Sur. Se fueron con él las fiestas y los trajes brillantes, «Los tres Robles», y muchas familias, todo·lo que amaba Ashley Wilkes, y Tara hubo de ser recons­truida desde las raíces de la tierra. «Lo que el viento se llevó», el film más taquillero del mundo, lo que no es poco, ahora se está convirtiendo en el pilar fundamental de la nostalgia. Cuando la cá­mara muestra en un picado a Clark Gable. son­riente y con toda la experiencia del aventurero en sus ojos, acodado en el arranque de la escalera como si estuviera en la barra de un bar, algunos espectadores, los más sensibles, rompen a aplau­dir. Aplauden al viejo y entrañable Gable, al mí­tico Rhett Butler, y a la escalera. Pues «Lo que el viento se llevó» es la historia de una escalera. En ella (en la de «Los tres Robles») se apoya Gable cuando ve por primera vez a Scarlett O'Hara; por ella sube y baja Scarlett dando saltitos, rompiendo corazones a jóvenes lechuguinos y provocando las iras de sus novias. En la escalera de Tara, Scarlett mata a un merodeador yanky con el revólver que le había proporcionado Butler; y esa es la escalera por la que, subiéndola al regreso de Londres, Clark Gable le pregunta a Scarlett, que aguarda en lo alto: «La señora Butler, supongo», y Scarlett, pretendiendo agredirle, pierde pie, cae y aborta. Al final de la escalera hay un crepúsculo rojizo y Scarlett se dice: «Tengo que recuperarle. Lo pen­saré mañana».

Como en toda historia mítica, los personajes, las situaciones y los objetos, son arquetipos, y por lo tanto, se repiten infinitamente. Thomas Mit­chell, el viejo Gerald O'Hara, se desnuca al saltar su caballo una valla, persiguiendo a un capperbat­ger interpretado por Victor Jory, que para colmo había sido capataz de Tara y hombre de conducta moral más que dudosa: ¡un capataz convertido en el nuevo dueño de Tara!, ¿cómo iba a soportar tal ofensa la sangre irlandesa de Gerald O'Hara? Y años más tarde, saltando otra valla con su poney, muere su nieta y naufraga el matrimonio de Scar­lett y Rhett Butler. En la fiesta más brillante de Atlanta, el capitán Butler, celebrado como un hé­roe porque burlaba el bloqueo nordista para ven­derle a las damas puntillas francesas mientras los caballeros sudistas, lejos, se aprestaban para ser derrotados en Gettysburg, puja más alto que nadie

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para elegir pareja, y señala a una encantadora viudita que de luto y haciendo colecta para los pobres soldados, seguía los pasos de baile tras el mostrador, a la mismísima Scarlett O'Hara, por otro nombre Vivian Leigh. En otro film, «La es­clava libre», de Raoul Walsh, Clark Gable tam­bién pujaría por encima de todos -otra vez en oro­y se llevaría a Yvonne de Cario. Por el mismo procedimiento, y con similar altura, el Señor de Tarredo se compraría el edificio que hoy es la fábrica de cañones de Trubia, ofreciéndose a pa-

su nieto la leyenda de su país; a su velatorio, cuando murió a los cien años, acudió William Faulkner con una botella de whisky.

Faulkner fue el gran creador del Sur, del mismo modo que «Lo que el viento se llevó» es su gran película. Siempre hubo inclinaciones sudistas en el cine americano, desde «El nacimiento de una na­ción» a «Los implacables» o «La esclava libre», ambas interpretadas por Clark Gable, o «El rey del tabaco», «Débil es la carne», «El árbol de la vida», en la que Edward Dmytryk no logra igualar

Entre marido y marido de Escarlata, Rhett aprovecha la ocasión y se declara.

garlo en el acto en «oro, plata, cobre o trigo». Rex Harrison y Maureen O'Hara repetirían los amores desgraciados del aventurero y la señorita con aga­llas en «Débil es la carne» de John M. Stahl, donde el hijo de ambos muere al rodar por la escalera. Y Mammy, la gorda y gruñona Mammy que conocía la etiqueta de los blancos mejor que ellos mismos, reaparecerá diez años más tarde, igual de Mammy y con la misma voz, en aquella otra inolvidable, romántica, exaltada y violenta saga sudista, «Duelo al Sol», de King Vidor. Mammy Caroline Barr (1840-1940), «que nació en la esclavitud y profesó a mi familia una fidelidad desinteresada y sin límites, y a mi niñez una in­mensa veneración y amor», según consta en la dedicatoria de «Desciende, Moisés», fue nodriza de William Faulkner, conoció al coronel Falkner, el autor de «La rosa roja del Sur», y transmitió a

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a «Lo que el viento se llevó», o aquella curiosa película de propaganda bélica realizada cien años después, «Camino de Santa Fe», de Michael Cur­tiz, donde Van Heflin era yanky, abolicionista y malo.

Los sudistas son lós argentinos de N orteamé­rica, y decir N ew Orleans vale tanto como decir Buenos Aires. Por ello produjeron una literatura muy peculiar: William Styron, Flannery O'Con­nor, Carson McCullers, Tennessee Williams, el primer Trumao Capote ... No podemos decir que sea, en rigor, literatura europea ni que se parezca en nada a ella; pero tampoco se parece a la nor­teamericana. Por ello no debe escandalizar a ilus­trados analfabetos que «Lo que el viento se llevó» sea «El Gatopardo» norteamericano; o mejor di­cho, al revés: «El Gatopardo» es «Lo que el viento se llevó» europeo. Las escenas iniciales de

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« Lo que el viento se llevó», seguramente dirigidas por Cukor, tienen el tono que décadas más tarde Visconti daría a su película, y el baile filmado por Visconti no es mejor que el de «Lo que el viento se llevó», simplemente es más retórico.

Al comienzo de «Lo que el viento se llevó» aparece un cartel donde se lee que «los del Sur eran gentes románticas, que cultivaban el algodón, rendían culto a las leyes del honor, y tenían escla­vos». Una película con letrero al comienzo, inme­diatamente después del casting, a modo de intro­ducción histórico-geográfica, jamás podía ser mala. Aquellos letreros estaban redactados en ge­nuino estilo épico. El cine americano fue grande también por sus letreros y no digamos nada de aquellos mapas ocupando el plano de los que de pronto surgía un tren e inmediatamente veíamos a Mark Twain dando conferencias. En «Lo que el viento se llevó» las elipsis son incluso más plásti­cas. La niña despierta en la noche, acude presu­roso Clark Gable, que debía venir de la ópera, y al fondo, a través de la ventana, se recorta la silueta del Big Ben. Es otro procedimiento para indicar que se ha hecho un viaje.

Cuatro directores, William Cameron Menzies (que figura como responsable de los efectos espe­ciales), Sam Wood, George Cukor y Víctor Fle­ming, que la firma, avalan la teoría de que Ho­mero no pudo ser un solo poeta sino varios; quie­nes opinan que el autor de «La Iliada» y «La Odisea» es la misma persona, han de ser los mis­mos que dicen que el autor de «Lo que el viento se llevó» es David O. Selznick. Sea obra de Selz­nick o de Fleming, la solidez de esta película es incuestionable. Hay algunos momentos que tienen un aire a Cukor, pero el tono general sitúa a la película más allá de sus realizadores.

«Lo que el viento se llevó» es una película de amor, pero no tan romántica (entendiendo, por otra parte, "romántica", en un sentido absoluta­mente impropio aunque popularizado) como mu­chas personas que la vieron apresuradamente puedan pensar. Narra la historia de dos grandes amores no correspondidos: una mujer fuerte y sin escrúpulos, Scarlett O'Hara, se enamora de un señorito bien educado, Ashley Wilkes, quien a su vez contrae matrimonio con la acaramelada y cursi Melania Hamilton. Un visitante de Charles­ton, según el casting, Rhett Butler, todo un carác-

. ter, irónico, escéptico, y lúcido ( «¿Pero cómo van a ganar la guerra los del Sur si no tienen fábricas de cañones?»), avalado por un pasado tormen­toso, comete la debilidad de enamorarse de Scar­lett. Pero no se enamora incondicionalmente: cuando Scarlett acude a él para pedirle unos dóla­res con que salvar Tara, Butler, de quien se rumo­reaba que se había quedado, como por descuido, con el tesoro de la Confederación, le contesta que no, pues tiene su dinero en Liverpool y si los yankis se enteran, se lo confiscan. Y no se piense que Clark Gable era un actor tacaño, a la manera de John Wayne, que pagaba a escote, o de Gary

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Cooper y James Stewart, que eran austeros; fue, de toda la historia del cine que valga la pena recordar, el actor que gastó en la pantalla más dinero y con mayor elegancia. El coronel nordista, su carcelero en la película a la que nos venimos refiriendo, comenta durante una partida de poker, a propósito de él: «¿Cómo se puede ser severo con un hombre que pierde dinero tan desinteresa­damente?». Acaso por esta esplendidez, y porque era cínico y tenía un inagotable sentido del humor, y no hacía falta hablar de su pasado para que el espectador supiera que lo tenía, gozó fama de actor mediocre en épocas en que la pedantería estimaba a actores adustos. Desde luego, Clark Gable nunca hubiera podido interpretar «Ladrón de bicicletas» o «Asignatura pendiente», pero como sensatamente recuerda Orson Welles a pro­pósito de sí mismo, en el teatro medieval había actores que hacían papeles de rey y otros de es­clavo. A Orson Welles y a Clark Gable les tocó hacer de reyes: rey sonriente y bonachón de cuento de hadas y de Hollywood lo fue Clark Gable en su madurez, cuando lamentaba humorís­ticamente no tener veinte años menos para hacerle la corte a Grace Kelly durante el rodaje de «Mo­gambo», y diez más tarde, durante el rodaje de « Vidas rebeldes», le recordaba, paternalmente, a Marilyn Monroe, que un buen profesional ha de estar en el plató a la hora en punto.

Experto, sabio, desencantado y muy rico, Rhett Butler, que asistió a la Guerra de Secesión como un testigo escéptico, traficando con sedas france­sas y descorchando champán (era, además, un sólido bebedor de coñac), no precisaba de Scar­lett: era Scarlett quien necesitaba su dinero para salvar su otro amor, la tierra roja de Tara. Butler, de aquella, tenía una amiga de toda la vida, una prostituta realmente maravillosa. Es ésta, junto con Melania, el único personaje bondadoso del film, y lo que la distinguía de Melania es que lo que hacía, lo hacía por convicción, no por educa­ción.

Pero en la vida de Rhett Butler se interfiere Scarlett O'Hara y el capitán deja de llevar una vida apacible. A sabiendas del riesgo, Butler in­siste en su acoso a Scarlett. Ambos son inteligen­tes, fuertes y egoístas; pero el capitán, además, se ha enamorado. El, que dejó transcurrir la guerra y el derrumbamiento del Sur bajo su mirada irónica, no será capaz de permanecer impasible ante Scar­lett. En una secuencia está a punto de librarse de ella, en un carro sobre un puente, mientras atrás ardía Atlanta. Butler, repentinamente, parece que considera su situación dentro de aquel carro, con Melania postrada por el parto, su hijo recién na­cido, una negrita mentecata y Scarlett algo ner­viosa, y las deja en la estacada con la disculpa más increíble de la cinematografía universal: que, al co.mprobar la pérdida irremediable del Sur, de­cide luchar por él, cosa que no hizo durante toda la guerra, alegando que ama las causas perdidas,

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como si no supiera desde el principio que el Sur terminaría perdiendo la guerra.

Scarlett O'Hara tardará toda la película en lle­gar a ser como Rhett, pero siempre va varias etapas detrás. Cuando ella llega a ser enérgica y práctica, Butler ya es un hombre tolerante. En su juventud había sido un modelo de coquetería, re­sumiendo todas las características de la especie: se movía de un lugar a otro, se hacía notar, daba bofetadas (cuatro a lo largo de la proyección), era bulliciosa, podía ligar de dos en dos, y jamás tenía

Quien sí es irresoluto es Ashley. Fue un ha­llazgo confiarle ese papel a Leslie Howard y per­mitirle que se moviera como si estuviera en el teatro durante toda la película. Ashley Wilkes, aunque estuvo en la guerra, es un héroe bajo pala� bra de honor, inepto para otra cosa que no fuera recordar el pasado esplendor de su mundo. Fue tanta desgracia para Scarlett enamorarse de él como para Butler enamorarse de ella. Que yo sepa, no hay una sola escena del film en que Rhett Butler le dirija la palabra.

Otro baile más, y la reputación de la viuda Escarlata quedará perdida para siempre.

pañuelos, lo que es rasgo definitivo del carácter de las coquetas. Las mujeres sensatas la aborrecían: India le tenía un odio africano, y la única que parecía disculparla era precisamente la más ame­nazada, la pobre Melania, aunque vaya a saberse si tanta bondad no tendría algo de hipocresía. Pues Melania, a su manera, también era fuerte, ya que fue capaz de leer «David Coppeifield» a un grupo de mujeres atemorizadas la noche de la fundación del Ku Klux Klan, en la que Rhett Butler, sin que le fuera nada en aquel asunto, más para impresionar a las damas, logró convencer al patilludo Ward Bond de que los que venían de matar negros llegaban de consumir alcohol y mu­jeres, empeñando su palabra de caballero, y la esposa del médico revela que no era tan íntegra como parecía al preguntarle a su marido cómo estaba decorado por dentro el prostíbulo.

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Desde luego, los O'Hara eran de mejor pasta que los Wilkes. Gerald O'Hara nunca llega a darse por vencido, y en sus momentos de máxima deca­dencia, pretendía negociar bonos del Sur, que eran algo así como belarminos en zona nacional. Siempre decía: «Kathy Scarlett, esto hemos de consultárselo a la señora O'Hara», aunque la se­ñora O'Hara hubiera muerto. También Scarlett se proponía pensar sus cosas el día siguiente, aun cuando supiera qué decisión iba a tomar. Thomas Mitchell conocía bien a su hija, sabía, bajo el roble legendario, en un crepúsculo rojizo, fotografiado por Ernest Haller y con un fondo de nubes y de música de Max Steiner, que el verdadero amor de Scarlett era la tierra. El país del viento, de tierra roja, se llama Tara; era territorio de irlandeses.