número 6

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P uma Ejemplar gratuito Nº 6 — Julio 2015 @RevVuelaPluma www.revistavuelapluma.com Terror, Poesía, Ciencia ficción, Romance, Fantasía... ¡Número 6! Feliz Aniversario

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Número 6 - Revista VuelaPluma

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Nº 6

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@RevVuelaPlumawww.revistavuelapluma.com

Terror, Poesía, Ciencia ficción, Romance, Fantasía...

¡Número 6!Feliz Aniversario

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¿Escribes?¿Dibujas?

¿Te gusta el arte, la fotografía, el diseño...?

Con nosotros puedes publicar todo lo que quieras,siempre que sea original

No nos importa que seas principiante, amateur o todo un experto

Envía tus trabajos a

[email protected] participa en los siguientes números

Page 3: Número 6

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Revista Vuelapluma

Número 6. Revista bimensualJulio 2015

Quienes somos

Dirección: Noemí C. Castillo (@CapitanaBocazas)

Colaboración: Tanis Barca (@Tanis_Barca) Adrián Moreno (@CaballeroPifias)

Miriam C. Castillo (@MiriCC_21)

Corrección: Tanis Barca, Miriam C.C. y Adrián Moreno

Maquetación: Noemí C. Castillo

Páginas colaboradoras: La Era de las Mariposashttp://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/

Fotografía de la portada: Tao (@QueenAntiope_)

Los principios de VuelaPluma

Este es un ejemplar gratuito, realizado con fines culturales y divulgativos. Queda prohibida su venta o comercialización, o difusión que pueda tener fines comerciales.

Revista VuelaPluma pretende publicar los trabajos escritos, plásticos o fotográficos de artistas tanto principiantes como experimentados, sin dejar fuera ningún estilo ni género.

En esta revista no se publicarán trabajos con derechos de autor registrados, derivados de otras obras ya comercializadas. Es decir, no se publicará ni fanart ni fanfiction.

Todos los trabajos publicados en cualquier número de VuelaPluma pertenecen a sus respectivos autores, cuyos nombres o alias aparecerán junto a él.

Dichos autores no nos ceden sus derechos de autor en ningún momento, si no que nos otorgan el derecho a publicar la obra de forma íntegra y gratuita, en uno o varios números de la revista.

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Introducción

La Silla del Director La Taza

de Café

Más tarde de lo previsto, pero aquí estamos, como siempre, al pie del cañón.Poco a poco vais siendo más los que os animáis a enviar colaboraciones y nosotras estamos cada vez más contentas

de que este proyecto siga creciendo como el primer día, sabemos que ahora en verano es más difícil pero aun así este número hemos tenido muchas colaboraciones de personas nuevas.

Gracias a todos, sobre todo por hacer que hayamos podido llegar hasta nuestro número de aniversario y que sean muchos más.

¡Nos vemos por las redes sociales!

#LaWeb

¡UN AÑO! Increible que haya pa-sado un año desde que publicamos el número uno.

Por un lado tengo la sensación de que pasó hace muchísimo más tiem-po, pero por otra me parece que no llevamos publicado apenas nada.

Bueno, en realidad no llevamos apenas nada, sólo seis números, aun-que cada uno está lleno de ilusión y trabajo duro.

Este último sí que ha sido difícil de sacar. Empecé a trabajar a la vez que tuve algún problema personal que retrasó el tema de la maquetación y se juntó un poco todo, pero al final aquí estamos, espero que seáis capa-ces de perdonar el retraso.

En este número quería hablar de algo que últimamente está siendo muy discutido por internet. Es el tema de los artistas y de pagarles o no por su trabajo.

Yo apoyo, por supuesto, que un artista sea pagado para utilizar su obra en una publicación; entonces ¿por qué en Vuelapluma no paga-mos? Nosotros no ganamos nada de dinero, ni un sólo céntimo con esta publicación. Es una revista hecha por gente amateur, para gente amateur.

Ten, toma una taza de café con hielo. Así, sí, ¿con leche?, ¿azúcar? Ten.

Aquí estamos, en el número 6, el nú-mero del aniversario. Sé que se ha tar-dado más de lo que debería en sacarlo (dificultades personales, nada de lo que los lectores deban preocuparse), pero ya está...

La verdad sea dicha, no creí que lle-garíamos tan lejos, que aguantaríamos un año. Si no hubiéramos tenido tanta acogida y recibido tanto material en cada número, la revista habría caído. Es verdad, suele pasar. En este tipo de cosas es muy importante el feedback y si algo como una revista online no lo recibie-ra, se marchitaría como una planta sin agua. Este año de relatos, poemas y fo-tografías os lo debemos a vosotros, los colaboradores y lectores por estar ahí ayudando a seguir. Pretendemos seguir hasta que no podamos más, hasta que vosotros mismos os canséis, así que es-taremos dando guerra cada dos meses para conseguir vuestras historias e imá-genes.

Os agradecemos de todo corazón el estar ahí, con nosotros, y el que vayáis a estar en el futuro.

Gracias, ¡y feliz verano!Tanis Barca

¿Qué quiere decir amateur? Afi-cionados. No profesionales. Una per-sona que por hobbie escriba o dibuje, que en principio no pretenda sacar dinero con ello, pero que le apetez-ca compartirlo con los demás y verlo publicado en esta revista.

Pedimos colaboraciones de forma voluntaria, si eres amateur y te apete-ce colaborar, para nosotros perfecto. Si eres profesional y quieres que tus trabajos artísticos aparezcan en uno de nuestros números (o más), ¿cómo lo vamos a rechazar?

Con esto quiero decir que, por fa-vor, que nadie se ofenda. No ofrece-mos ‘‘difusión’’ a cambio de vuestras obras para no pagaros. No queremos venderos la moto. Ofrecemos com-partir nuestro arte, siempre y cuando os apetezca, sin pediros nada más a cambio.

De momento no hemos tenido ningún problema con este tema, pero prefiero decirlo claro antes de nada.

Y, por supuesto, no podía faltar agradeceros a todos el haber hecho posible que este número también sal-ga adelante. Espero que lo disfrutéis.

Noe C.C.

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Los colaboradores durante este primer año

¡Gracias a todos!

Irina García Carpena

Eduardo “Korvinian” Corral

Adrián Moreno

Miriam Cambronero

Tanis Barca

Bou

Suzume Mizuno

Ironette

Daniela Castro

Jesús Campos “Nerkin”

Demiurgo 17

MJ Clemente

Alejandro Fernández Márquez

Antonio Ríos Ramírez

Lady Turbalina

Vanesa Domínguez

Germán Poggetti

Martín J. Zubia

Mercedes Sacedo

Noelia Fernández

Pablo Fraile

Andrea “Rengadre” Obregón

Sol

Linda Ravstar

Ana Isabel

Maara Wynter

Niar Pyx

Belén Pérez Marín

Noemí Cambronero

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Poesía

Autora: Sarai Portilla SalgadoTwitter: @SaraiPizarnik

Cafuné

Ella monta en bicicletaPorque las rodillas heridasSon algo incalculablemente humanoY los moratones no son másQue galaxias atrapadas en la piel.

Es de esas que disparan antes de preguntarY que sonríen mientras curan la herida.De las que se cosen los cortesCon hilo dentalPara que las cicatrices huelan a menta.

Ella está enamorada de la lucha y la risa,De nubes grises y del pero,De un poeta que escribe sobre poesía,De la inseguridad de KafkaY quizá de él también.

Odia recogerse el pelo, pero rara vez lo deja suelto,Por si escapa.Odia todo lo que lleva su nombrePero no a sí mismaPorque ambas cargan un mismo peso.

Se despierta cada día tres minutos antesDe que suene “Everyday” de Buddy Holly,Y por tararear “Goin’ faster than a roller coaster”Olvida atrapar el primer rayo.

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Poesía

Su mejor amigo es un cactusPorque su sauce murió de pena,Y pasa las tardes junto a un avisperoPorque cree que los aguijonesLastiman menos que las palabras.

Cuando llora, si te fijas bien,Puedes ver como se abre una brechaEn algún lugar de su cuerpo,Y como la grieta se ensancha.Ahora está en ruinas.

Cuando pasea,Imagina que cruza los pasos de cebraCon el semáforo en llamasPara comprobarSi a los coches les da tiempo a frenar. O no.

Puede escuchar “Copenhague”Setenta veces seguidasY después otras setenta y siete másSin romperse del todo,Pero su canción preferida es la que hace llorar a un poeta.

No tiene pecas, pero sí lunares,Setecientos lunares de una constelación congelada,Septentrional, al norte y perdidaComo Apis, pequeña y débil junto a Perseus,Pero con Bharani alumbrando como ninguna.

Sueña con caminar descalzaPor los cables de la luzMientras él duermeSoñando que ella sueñaCon él.

Se escondeEntre el arsenal de librosQue ha coleccionado en su armarioDesde que aprendió a pasar páginasPero no página.

Cafuné,Sigue encerradaY no la conocesPorque cuando lo intentesSe lanzará al vacío.

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Poesía

Luz

Tu pelo, dorado y etéreo. Tu sonrisa, suavidad carmesí trazando heridas que abrasan mi piel. Tu cuerpo, eterno refugio de un alma maldita, un alma sin dueño, un alma sin reposo ni sustento, un alma quebrada, un alma que agoniza... Acaricio tus níveas manos, protectoras de mi corazón. Busco tu mirada, mi fuente de inspiración. Tus ojos, amantes de mis ojos. Mis labios, susurrando un “te amo”. El amanecer, borrando el pasado...

Asincronía

Llegó la hora. Dijiste que era el momento.

Te acercaste lentamente. Cada paso, la sombra de una tímida duda. Tomaste mi mano y acariciaste mi cabello, tan delicado como siempre. Posaste tu mirada en mis ojos, rozando mi rostro con tus dedos. Detuviste el mun-do en mis labios.

Fui a susurrar un “te quiero”... me besaste con un adiós.

Abismo

Es abismo entre mis manos,

es ausencia en tu mirada,

es amarga la distancia

que separa nuestras almas

Es vacío y es olvido.

Es un sueño,

un suspiro.

Es la duda y es camino.

Autor: Eduardo “Korvinian”

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Poesía

Haikus

Sombras de miedo

sin apenas claridad.

Duro despertar

Falsa traición,

siempre les fue fiel,

perdón no tendrá

Bajo estrellas

en la cumbre la luna.

Es firmamento

Oscuro pozo

sin agua que sacar

un desierto

Rayo divino,

imparte tu justicia

con las tinieblas

Pequeño me veo

por gigantes versados.

Me enseñarán

Suenan susurros

lejos de mi soledad

Esperándome

Serpiente negra,

pesadilla sin final

mata la bondad

Lágrimas tristes

añoran la amistad

que no volverá

Autor: Alejando Fernández Márquez

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EnyaFotógrafa: Tao

Fotografía

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Fotografía

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Catástrofe astrífera

Siempre he tenido un poco de melodía desafinada,

esa nota malsonante en medio de una sinfonía,

el descompás de todos los compases,

el silencio que decidió sonar a destiempo,

la nota que enmudeció ocultándose.

Podría describirme de muchas maneras,

todos los finales inacabados de las historias que nunca escribí,

los pasos en falso que me hicieron creer que llegaría a algún lugar,

o las revoluciones que sigo luchando en el pasado.

Debería hablar también del complejo de sol de mis ojos,

que te iluminan

con la misma facilidad con la que podrían quemarte.

Y es que si te cuelas entre mis pestañas y mis sueños

seguiré tus huellas,

cubriré tus huecos.

Y cuando te vayas,

seguiré persiguiéndote,

por culpa de mi obsesión

de no abandonar a nadie.

Porque es cierto que he dejado atrás muchos más sueños

de los que ahora tengo,

que los miedos se me agolpan a la altura de la garganta

y que por las noches los fantasmas se cuelan entre mis sábanas.

Autora: Maara Wynter

Valiente y cobarde a partes iguales,

vivo en una montaña rusa,

extremos que nunca se cruzan,

polos opuestos que se reclaman.

Soy la tormenta a la que nunca precede la calma,

la pacifista que siempre está en guerra,

en misión suicida

consigo misma.

Y luego está la maldita manía

que tiene mi corazón

de desangrarse

aun cuando ya no tiene heridas.

Siempre tiendo a envolverme con balas desorientadas,

con causas perdidas,

con revolucionarios que pretenden cambiar el mundo

caminando hacia un callejón sin salida.

Llena de despedidas que me guían,

de caminos paralelos que se cruzan

solo para volver a separarse,

una brújula perdida

que a veces, lucha por encontrarse.

Quizá sino funciono bien,

es porque estoy tan rota

que ya no hay forma de arreglarme.

Poesía

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Poesía

Autora: Irina García Carpena

Quiero llover contigo

Necesito buscarte

y que me encuentres.

Vaciar la noche en la habitación,

sudar juntas estrellas.

Pintarte el beso de la luna encima

de ese lunar que me hace temblar.

Darte el calor del sol,

cuando el invierno intimida.

Necesito que necesites

mi necesidad.

Y no buscar cerillas

cuando te estoy entregando mi hoguera.

Ahuyentar fantasmas,

sanar tu ceguera.

Hacer guirnaldas con las telarañas

que se balancean por mi habitación.

Quiero llover contigo en primavera.

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Poesía

Qué vale una rosa

¿Qué vale una rosa?Un cigarro y sus espinas.El humo persiguiendo el adiósque recorre tus costillas.Te debo una canción,me dices.Y tú me debes mis desvelos.Las noches en el paredón,el insomnio y sus duelos.

Hoy lleva mi sueño tu rubor,la marca de tus labios es un dilema.No sé si se llama corazón,la cicatriz que lleva tu lengua.Me besas y me pides perdón,hay palabras que no pesan.El diccionario de tu voz,es un eco que se aleja.

Cuando ríes,todo es lluvia.Cuando lloras,sólo es niebla.Y tiembla el mar con tus abrazos.

Nunca digas beso,si en tu boca todo arde.

Autora: Irina García Carpena

Para ser libre

Para ser afortunado en el amor,primero te tienes que ver en ruinas.Quemarte las manos con el sol,pintar de luz las esquinas.Hundir barcos en el colchón,hablar con tu alma mientras dormías.Colgar deseos por la habitación,bucear en lo oscuro de la agonía.Mirarte a los ojos y pedir perdón,dejar el pasado con su ironía.

Busca en el cajón tu corazón,viste de gracia sus heridas.Aprende la lengua de la emoción,no mates en silencio tu risa.Que la luna se viste de luto,cuando ve una batalla perdida.Cuando cae una estrella y se muere,cuando dices adiós y crees que no puedes.

Hay caminos que son de tiempo,y el tiempo te abre demasiados caminos.La experiencia te enseña a caminar,con dos piedras bailando en tus bolsillos.Una que te recuerde por qué te vas,y otra que no olvide de dónde has venido.

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Poesía

Ahora o Nunca

Si es ahora o nuncaprefiero el nunca,porque el ahoraa veces pasa tan rápidoque antes de que nos demos cuentalo hemos vivido,nos lo hemos arrebatado,nos ha consumido,tan fugazmente,que pareceque nos hemos fundidola eternidaden un sólo segundo.Porque nunca puede ser:nunca más te vayas onunca más me dejes.Como el nunca de las aceras,que se encuentra con mensajes de botellade un mar tan saladocomo amargofue al derramarlo.Como el nunca de tus lágrimas,con siempres encriptados,con memorias tan celosas ybesos tan desgastados.Como el nunca que nunca salió de nuestros labiosy se consumió en nuestros ojosde todas las vecesque nos faltómirarnos.

Autora: Niar Pyx

El nunca de los "para toda la vida"que fluyen sin descanso,malviviendo,entre idas y venidasde balasque sólo buscanhacernossin sentir,sin encontrarnos.El nunca de las nochescon el amanecer arrastras,tan débil,tan humano,tan irresistible,que vivirloes un desafíoal que nunca nos atrevemos a decir"ahora si",y lo dejamos pasarpensando"Nunca ahora,peronunca,no".El sí,pero nunca fuiste suficiente,o necesarioo necesariamente suficientepara no marcharte,cuando lo único que hacía faltapara quedarte era ese: "nunca me faltes"porque el ahora nos pertenece,sólo ahora seré tuyay nunca más de nadie.

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Romance

La mitad del tiempo pensaba "no le mires, no le mires, no le mires". Él nada tenía que ver con mi vida y eso, en parte, me alegraba. Pero ver que él tampoco pensaba en mí, de ninguna de las maneras, me producía un sentimiento menos agradable de lo que quería admitir.

Pensar que nos conocíamos desde hace años, que había sido alguien tan cercano y que de repente no era nada para él...Me chocaba.

Eso pensaba al principio. Tras años, sus motivos, opiniones, conversaciones, pensa-mientos y actitudes me resultaban indiferentes. ¡Había aprendido a vivir sin él de una vez por todas! Ahora ya era capaz de mirarle por un segundo, sin preguntarme al momento siguien-te qué estaría pensando.

Y aquí estábamos. Por casualidades del des-tino, él tumbado y yo mirando su rostro tran-quilo, apacible, relajado. De manera obvia, yo no quería encontrarme con él de 'esa forma', pero así lo había querido el azar.

Porque poner en su testamento a la persona que odiaba era, al parecer, necesario.

Y todas esas preguntas de tiempo atrás ha-bían vuelto de manera definitiva para torturar-me el resto de mis días.

Tortura Eterna

’SENTARÔ KYU’

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Romance

Capítulo 3

Llevaba casi media hora buscando el regalo adecuado para la que sería mi sobrina. Natalia, con un embarazo ya de ocho meses, se acercaba al esperado y tan temido momento: el nacimiento. Lucas me había confesado que estaba bastante nerviosa, preguntándose continuamente si sería buena madre. Yo le dije a Lucas que no había nada de lo que preocuparse y que ambos serían unos padres maravillosos, aunque no pareció tranquilizarse. Él también estaba preocupado.

—¿Necesita ayuda, señor?La dependienta me miró inquisitiva, salí de mi ensi-

mismamiento y le contesté apurado.—Estaba mirando, es que verás —cogí un oso de pe-

luche rosado y se lo mostré a la mujer—, todo me gusta y no me puedo decidir.

—Niña, por lo que veo —añadió ella—, ¿qué tal un peluche y un pijamita? Se los están llevando mucho, hay algunos muy monos…

Me dejé llevar por su consejo y compré más bien lo que ella me indicó que lo que yo hubiera comprado, es-tando mucho más conforme así después de todo. No es que yo tuviera un buen criterio a la hora de elegir rega-los, y menos para bebés.

Al día siguiente, debido a mi propia impaciencia, me presenté en el domicilio de la feliz pareja para entregar-les mi regalo. Llamé al timbre y en unos segundos escu-ché al otro lado que venían a abrir, Natalia fue la que apareció tras la puerta frotándose la ya enorme barriga.

—¡Pero bueno! ¿Vienes tú a abrir? Dile a Lucas que te cuide un poco —bromeé.

Mi cuñada puso los ojos en blanco con un gesto diver-tido, fingiendo exasperación.

—Está enfrascado en una interesantísima conversa-ción —hizo los gestos de las comillas con los dedos al decir “interesantísima”—. Cuando se pone a hablar de historia, no para.

—¿Llego en mal momento, entonces?Le mostré sonriente mi regalo envuelto con papel do-

rado, y mi sonrisa se le contagió también a ella.

El hijo predilecto LADY TURBALINA

—Pasa, por supuesto.Me condujo hasta el salón, donde Lucas tomaba un

café con un hombre al que no conocía. Estaban en me-dio de una excitante conversación, porque no paraban de hablar, sobre todo Lucas.

Natalia carraspeó y ambos cesaron el importante de-bate sobre la sociedad romana que se traían entre ma-nos. Por fin Lucas se percató de nuestra presencia y se levantó de un salto.

—¡Vaya, perdona! –mi hermano pareció avergonzado por su falta de atención—. Ya estoy contigo, Rafa. Éste es Miguel, también trabaja en la facultad.

El que hasta ese momento había sido un desconocido se acercó para estrecharme la mano en un gesto agra-dable. Me sorprendió lo alto que era y el rubio de su cabello, era casi platino, y pocas personas por no decir ninguna de las que conocía lucían un pelo así. No sé por qué, me pareció una persona muy tranquila y elegante; desde su ropa sencilla consistente en un vaquero y una camisa blanca, sus gestos, e incluso el color grisáceo de sus ojos, todo me transmitía una extraña tranquilidad.

—Encantado, el hermano de Lucas, ¿no?—Así es.—Te acabo de conocer y lo primero que me ha llama-

do la atención es que no os parecéis en nada —puntuali-zó—. No te lo tomes a mal, sois muy distintos.

—Tranquilo, no me molesta —aclaré mientras todos tomábamos asiento—. Llevan diciéndonos lo mismo du-rante toda la vida.

Entonces me percaté de lo que había encima de la mesa: un oso de peluche idéntico al que yo había com-prado. Lucas me arrebató con rapidez el paquete de las manos mientras yo me maldecía a mí mismo por no ha-ber elegido otro peluche con todos los modelos diferen-tes que había. Sentí como me abochornaba al tiempo que Lucas rompía el envoltorio.

—Muchas gracias por el detalle, Rafa —agradeció Natalia mirando con el ceño fruncido a su pareja, sin duda molesta por la impaciencia de éste.

Por fin Lucas terminó de pelearse con el envoltorio y apareció en contenido, el gracioso peluche y el pijama,

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Romance

los dos rosas. El silencio de perplejidad tan sólo duro unos segundos, después todos estallamos en una carca-jada espontánea.

—¡Ahora tiene un hermano! –se rió Miguel cogiendo los dos peluches y colocándolos juntos sobre la mesa.

—Si no fuera por ese color tan chillón, diría que son como Rafa y yo —añadió Lucas mirándolos enterneci-do.

Natalia miraba ensimismada el pijama, estaba encan-tada con el regalo, y eso me hacía estar más tranquilo.

A partir de ahí la conversación se fue de un tema a otro. Primero hablamos sobre los regalos que habían re-cibido, luego del nombre de la niña y de la facilidad de Lucas para cambiar de opinión cuando apenas quedaba tiempo, de a quién se parecería la niña, y de ahí, a quién nos parecíamos nosotros. Me percaté de que Miguel era una persona que hablaba poco, prefería escuchar, y sin embargo cada vez que hablaba lo hacía con el comenta-rio adecuado.

Al cabo de un rato, Miguel se despidió de nosotros y se marchó, más tarde lo hice yo. Natalia se quedó sen-tada disculpándose por no acompañarme a la puerta, quejándose de los dolores de espalda, y fue Lucas quien me acompañó.

—¿Estás bien?La pregunta me cogió un poco por sorpresa, parecía

llevar algo implícito en tan pocas palabras.—Claro… —se produjo un silencio y Lucas me es-

cudriñó con la mirada, quizás así pensaba averiguar si decía la verdad—. ¿Y tú?

—Muy nervioso pero contento.—Lo harás bien —le animé—. Ningún bebé puede te-

ner unos padres mejores que vosotros.Él asintió, emocionado, y me dio un inesperado abra-

zo. Lo estreché todo lo fuerte que pude, y le escuché susurrar un “gracias”.

Y por fin el momento llegó, mi hermano me avisó un lunes de madrugada, habían acudido al hospital a toda prisa ya que Natalia había roto aguas y tenía unas fuertes contracciones. Me trasladé hasta allí en mi co-

che, dejándolo aparcado un poco lejos por no encontrar aparcamiento, y llegué a toda prisa a la sala de espera, donde Lucas sudaba a mares.

—Papá y mamá estarán a punto de llegar, ya los he avisado —anunció sin yo preguntarle, estaba de los ner-vios y evidentemente aliviado de mi llegada.

En efecto, poco tardaron en llegar nuestros padres, seguidos por los de Natalia. Todos compartíamos el mismo sentimiento de impaciencia. Tras una larga es-pera de ocho horas una enfermera se acercó a nosotros y preguntando quién era el padre, a lo que Lucas casi no atinó a responder. Se le veía tan feliz que sentí cierta envidia, ¿yo sería padre algún día?

Poco a poco, nos fueron llegando los turnos para co-nocer al nuevo integrante de la familia, Natalia.

—¿Natalia como su madre?Miré a esa cosita rosada que dormía plácidamente en

su cuna, se la veía tan pequeña e indefensa que solo sen-tía ganas de protegerla.

—Tu hermano se encabezonó —respondió Natalia, resplandeciente mirando desde la cama a su hija—, de-cía que sólo se podía llamar de una manera, como yo.

—Estoy de acuerdo con él.Pasados unos minutos decidí retirarme para dejar a

los dos disfrutar de un poco de descanso, la noche ha-bía sido muy larga para todos. Caminé por los pasillos del hospital casi en una nube, sintiéndome muy dichoso, quería que la niña creciera ya y poder jugar con ella. Escuché la intensa lluvia del exterior, de la cual no me había percatado hasta ahora, ¿Cuando creciera, le gus-taría a la pequeña Natalia chapotear bajo la lluvia con sus botas de agua?

Salí a la calle, percatándome de que no había llevado paraguas, y es que horas antes el tiempo no parecía ir a empeorar tanto. Caía una buena tromba de agua, con lo que pensé que no iba a parar en breve y mi mejor opción sería ir a toda prisa hasta donde tenía el coche.

—Un… dos… ¡tres!Como si de una carrera se tratase, yo mismo me di el

pistoletazo de salida y corrí bajo la lluvia. Las frías gotas me golpeaban el rostro, pero no me molestaban, es más, me estaba divirtiendo.

—¡Rafael, espera! –alguien me llamó.Me detuve en seco y miré hacia atrás, de donde prove-

nía la voz. Miguel caminaba apresurado hacia mí, bajo

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Romance

un enorme paraguas verde. Me alcanzó y colocó el para-guas sobre ambos, para compartirlo.

—Hola —saludé sorprendido por lo oportuno que había sido—, qué casualidad.

—Te he visto a lo lejos corriendo, y claro, no te iba a dejar así, ¿cómo ibas sin paraguas? ¡Con la que está cayendo!

—Bueno, ni me molesté en mirar el tiempo y salí de casa a toda prisa, el coche lo tengo aparcado unas calles más adelante —sonreí ante la idea de anunciarle la gran notica—. Vengo del hospital, ya soy tío.

—¡Vaya, por eso se te veía tan contento! Tengo que ir luego yo también a hacerles una visita al hospital ¿Cómo sienta ser tío? No tengo hermanos, y soy ade-más el pequeño de mis primos, con lo que no he tenido la oportunidad de vivir este tipo de acontecimientos. El nacimiento de un bebé en la familia… debe de ser, no sé, ¿emocionante?

Pensé en cómo describir lo que estaba sintiendo exac-tamente, porque yo mismo estaba confuso acerca de mis sentimientos.

—Sí, sin duda es emocionante. Pero también me da un poco de miedo, y eso que no es mi hija.

—Los cambios dan miedo, pero también reportan cierto tipo de alegría. Siendo para bien, claro.

Le indiqué dónde tenía aparcado el coche y me llevó hasta allí, yo ya iba empapado pero aún así ir con él bajo el paraguas era reconfortante. Saqué las llaves del coche y lo abrí.

—¿A dónde ibas? Si quieres te acerco en un momento.—Gracias, pero no hace falta, vivo aquí al lado –acla-

ró Miguel—. Bueno, te dejo ya aquí. Otro día nos ve-mos, ¿vale? Te podré localizar fácilmente por tu herma-no, podríamos ir a tomar algo.

Pensé que lo decía por quedar bien, pero luego vi en su expresión que lo decía sinceramente, quería que nos volviéramos a ver. Asentí correspondiendo, y entré en el coche. Desde fuera se despidió con la mano y yo hice lo mismo, aunque no arranqué y me quedé sentado obser-vándolo alejarse mientras me preguntaba qué era exac-tamente lo que tenía aquella persona que hacía que me sintiera tan bien a su lado.

Más adelante mi vida volvió a cambiar, y como dijo él, todos fueron cambios que al principio me aterroriza-ron pero luego me alegré de que hubieran sucedido.

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Ciencia Ficción

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—No vamos a poder cruzar. Joder.

Río se asomó por encima de una roca y lanzó miradas de desconfianza a su alrededor. La luz apenas sí conseguía atrave-sar las densas nubes, pero era suficiente para que los raptores ya no anduvieran cerca. Sin em-bargo, lo que le preocupaba era que las alcanzaran los humanos.

E iban a hacerlo muy pronto: el paso por el Puente de Hierro estaba cortado.

Se trataba de una vieja cons-trucción de más de trescientos metros de largo que en su día había estado unida a los ar-cos que ahora lo sobrepasaban por cientos de gruesos cables de metal. Carcomidos por el tiempo, apenas sí se mante-nían rectos y el puente aguan-taba en pie sólo gracias a sus grandes pilares, lamidos por el Río Contaminado. La corrien-te no era fuerte, pero la acidez corroía todo lo que tocaba y a ella se le ponían los pelos de punta sólo con ver la sucia os-curidad de las aguas.

Y justo en la orilla donde se encontraban Noel y Río, una patrulla de bandidos controlaba el puente, apostados en un viejo búnker.

—¿Piden un peaje? —Seguramente.

Noel se quedó acuclillada, pensando. Río escuchó el graz-nido de un ave a lo lejos.

—El río es demasiado ácido incluso para mí, así que… Nece-sitamos cogerles desprevenidos.

—¿Piensas ir dejando incons-ciente a todo bicho viviente que te encuentres? ¿Te recuerdo que gracias a eso nos persigue un clan de bandidos?

—Si te molesta, imagina que son Soldados.

Río se ruborizó, pero no pudo protestar: sabía tan bien como Noel que no le habría importa-do si hubieran tenido que no-quear Soldados.

—¿Y cómo los sorprende-mos?

Noel la miró de arriba abajo. —Fingiré que te he capturado

y amenazaré con matarte si no me dejan pasar.

Se le secó la boca. —¿Es que quieres empeorar

la imagen de los…? —Calló. Ya era mala de por sí y los bandi-dos no tenían ningún contacto con la justicia, por lo que poco iban a poder hacer incluso si protestaban por la actuación de un Soldado—. ¿Y si se niegan? Ha pasado un día entero. Les habrán informado de quiénes somos y lo que has hecho —añadió acusadoramente.

—Entonces les dispararás a las piernas y yo me encargaré de ellos.

Río se removió en su sitio y echó una ojeada hacia atrás, a

las murallas de Erinna, que se perfilaban en la distancia, tras unas colinas. No quería encon-trarse bajo ningún concepto con los bandidos a los que Noel ha-bía dejado fuera de combate.

—De acuerdo. Más te vale no cagarla.

—No lo haré —aseguró Noel con firmeza.

****

A Noel le sorprendió lo pe-queña que era Río cuando le ro-deó el cuello con un brazo. Noel nunca había cogido en brazos a un niño, no sabía lo que era sostener a alguien que no tuvie-ra su misma constitución, y la única vez que había levantado a Río fue para sacarla deprisa y corriendo de una tienda, por lo que no tuvo tiempo para perca-tarse de lo ligera que era.

¿Cómo se le había pasado por la cabeza usarla de cebo? Alguien como ella colapsaría con un único disparo y prácti-camente la estaba usando de es-cudo…

—¡Quién va!Noel se obligó desterrar sus

preocupaciones. El presente re-clamaba toda su atención.

Cuatro bandidos. Estaban ale-jados del búnker, en medio del paso al Puente. Les apuntaban con los cañones de sus armas. Noel apoyó la pistola contra la sien de Río. Aquel gesto provocó que los humanos vacilaran y se

Soldados de Acero. Capítulo 6Suzume Mizuno

El puente de hierro

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sintió un poco más segura. Jamás lo habría reconocido en voz alta, pero no confiaba en su plan: sólo lo había escogido porque no se le ocurría otro modo. Ahora se arrepentía. Tendría que haber dejado a Río atrás y haberse ade-lantado para matarlos a todos. Habría sido más seguro para am-bas. Comenzaba a comprender por qué no la habían nombrado líder de grupo. No tenía la capa-cidad de decisión de Eva…

Ahora no es el momento. Concéntrate.

—¡Es la puta Soldado! Mierda. Era de esperar que se les hu-

bieran adelantado. Después de todo, habían estado un día es-condidas bajo tierra, esperando a que dejaran de buscarlas por los alrededores. Pero entonces debían estar al tanto de que había dejado fuera de combate a cinco de sus compañeros. A menos que estos hubieran alte-rado el relato de los hechos por orgullo, cosa que también era bastante probable.

—Prepárate —susurró. Río gruñó, intentando estirar-

se un poco más para que no le cortara la respiración.

—Dejadnos pasar y no la ma-taré. Es una de vosotros, ¿no?

Los bandidos intercambiaron miradas entre ellos, sin perder su aplomo. Noel consideraba que su actuación habría sido más creíble si Río llorara o su-plicara, pero dudaba que la mu-chacha estuviera dispuesta a ha-cer algo así. Apretó el abrazo en torno a su cuello, arrancándole un resoplido de sorpresa.

—No lo repetiré. Noel agudizó sus sentidos

hasta el punto de que pudo no-tar los músculos del cuello de Río tensarse contra su brazo. Los humanos se habían queda-do callados. Piernas separadas. Hombros tensos. Las armas casi levantadas.

Van a atacar. Uno de ellos alzó su cañón.

Noel disparó y le arrancó el arma. Río, que había manteni-do las manos cruzadas a la es-palda, como si estuviera mania-tada, detonó su fusil contra las piernas de otro bandido. Noel la soltó y descargó tres veces la pistola para desarmarlos antes de precipitarse al frente.

Se las apañó para alcanzar las cervicales de un bandido con la culata antes de que Río acertara al brazo de la mujer que trataba de atacarla por la espalda. La Soldado respondió aferrando a la mujer por un hombro y lan-zándola contra sus dos compa-ñeros.

Todo se sucedió rápido y en silencio a excepción de un grito ahogado y varios golpes secos. Cuando terminó, Noel se apre-suró a inmovilizar y amordazar a los bandidos; sin duda había más en el búnker y no quería que ninguno diera la alarma antes de que hubieran alcanza-do el Puente. Levantó la vista mientras trabajaba; la ciudad de Nehea no estaba muy lejos, a una hora y media aproxima-damente. Quería creer que les daría tiempo.

Río se arrodilló a su lado y susurró:

—¡Tienen un jeep!

Noel abrió los ojos. Luego apretó las mandíbulas. Eso lo cambiaba todo… Se quitó la mochila y se la entregó a Río.

—Corre y cuida de las bom-bas.

—¿Qué vas a hacer?—Lo que pueda. ¡Ahora, co-

rre!Río le lanzó una mirada irri-

tada, pero obedeció y se despla-zó lo más rápido que le permitió su carga extra. Se había alejado unos metros cuando se detuvo y se volvió:

—Ten cuidado. Noel la observó con sorpresa.

Después asintió con la cabeza. —Lo tendré. No te preocupes

por mí. La chica resopló, como si se

le antojara indignante que asu-miera que se preocupaba por ella, y continuó su camino.

Noel saltó por encima de los cuerpos para deslizarse hacia el búnker. Sentía una cierta calidez en el pecho. Era agradable que se preocuparan por uno. Le gus-taba empezar a experimentar cierto… sentimiento de equipo. ¿O todavía no podía conside-rarse como tal?

¡Concéntrate! Todos los búnkers tenían una

estructura básica similar, de modo que podía imaginarse que el jeep estaba cerca de la entra-da, sobre todo si Río lo había

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visto sin acercarse demasiado. Lo ideal sería poder robarlo, pero, si no era posible, destro-zaría las ruedas y escaparía.

Se pegó a la pared exterior y la fue rodeando lentamente, di-rigiéndose a la entrada con la pistola recargada. Le pareció escuchar voces y se concentró. Sí. Era difícil distinguirlas por las máscaras y el eco, pero al menos podía contar a cinco per-sonas distintas.

Justo cuando estaba a punto de alcanzar la entrada escuchó a un bandido que, riendo, se aproximaba:

—…¡ya voy! ¡Ni que fuera a venir nadie! Coño, esto es una mierda.

Se apoyó contra la jamba de la puerta con una larga escopeta al hombro y aguantó la respira-ción. Aguardó un largo minuto, pero no dio la impresión de que el humano fuera a salir. Aun así, no podía arriesgarse. Tras mi-rar a su alrededor. se agachó sin despegar la espalda de la pared hasta que fue capaz de coger unas piedras. Retrocedió hasta que pudo situarse tras una pi-lastra. Allí lanzó una y se escon-dió. Esperó tanto que creyó que el humano no había escuchado nada, o que era demasiado vago para ir a comprobar el origen del sonido. Ya estaba preparan-do una piedra más grande cuan-do escuchó sus pasos.

Sin hacer ruido. Lo importan-te es no hacer ruido.

Las botas del humano hacían crujir la tierra bajo sus suelas a medida que se acercaba más y más. Pronto pudo escuchar la respiración estertórea de su máscara. En el instante en que su sombra se proyectó sobre el suelo, Noel saltó. No le dio tiempo a gritar. Antes de que se derrumbara lo cogió en brazos

y lo dejó a salvo de las miradas de sus compañeros. De paso comprobó la munición que lle-vaba; Río tenía un arma pareci-da, quizás le sirviera. Se guardó un par de cartuchos y regresó a su puesto con aplomo. Esta vez se asomó, cuidándose para que no la vieran.

Tal y como había imaginado, el jeep no estaba muy lejos. Era un modelo bastante antiguo en comparación a los que se usa-ban en Athal y parecía que le habían tenido que añadir unas cuantas piezas. Pero podía ser-vir.

Otro vistazo y registró las po-siciones de los siete bandidos.

Tendría que limitarse a rom-per las ruedas, ¿verdad? Su suerte no iba a durar siempre…

****

Río jadeaba por el esfuerzo. Nunca había imaginado que la mochila de Noel pesaría tanto: siempre caminaba tan rápido, dejándola atrás, que parecía que tuviera alas en los pies. Todavía no había recorrido ni un cuarto del puente. ¿Cómo era posible que…?

Escuchó unos disparos. Se giró con los nervios a flor de piel.

¡Estúpida! ¡Cómo dejas que te coj…!

Antes de que pudiera termi-nar la frase, un jeep salió dispa-

rado marcha atrás del búnker. Vio varias figuras se asomaron a las puertas y dispararon mien-tras el coche derrapaba y se di-rigía hacia el puente.

¡Lo ha conseguido!El jeep derrapó unos metros y,

por un momento, Río temió que le hubieran pinchado una rue-da. Pero Noel consiguió enfilar.

Justo entonces, Río escuchó otro motor. Desde el otro lado del puente se acercaba otro jeep.

¡Maldita sea, tenían otro puesto de vigilancia!

Noel frenó a su lado y abrió la puerta de una patada.

—¡Sube!Río metió las bombas y lue-

go saltó al interior. El acelerón de Noel estuvo a punto de lan-zarla a los asientos posteriores. Casi no tuvo tiempo de cerrar la puerta.

—¿Qué hacemos? —tosió, sin aliento.

—¡Dispara a las ruedas!Al principio Río no compren-

dió a qué se refería, pero, por suerte, reaccionó rápido y abrió una ventanilla agujereada por las balas. Fusil en mano, asomó la parte superior de su cuerpo. El viento la empujó hacia atrás y tuvo que emplear toda la fuer-za de sus abdominales para mantenerse recta, rechinando los dientes por el esfuerzo.

—¡Vamos, vamos, vamos! —siseó. El otro jeep se acercaba a toda velocidad y, justo cuando comenzaba a conseguir enfocar las ruedas, otro tirador se aso-mó por una ventana. Una bala le rozó un hombro. Aferró el fu-sil y volvió a apuntar. Disparó y falló—. ¡Joder! ¡VAMOS!

Una nueva bala le acertó en el borde de la máscara y de pron-to Noel dio un volantazo hacia

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la derecha, tan fuerte que creyó que saldría volando. Cuando consiguió recolocarse, el co-che enemigo estaba a menos de veinte metros. No se lo pensó y apretó el gatillo.

La una de las ruedas delante-ras del jeep explotó. El conduc-tor perdió el control y derrapó. Noel se lanzó hacia la izquier-da. Río notó una mano que la cogía por el cinturón y la metió dentro del jeep, con tanta brus-quedad que se golpeó la cabeza. El coche contrario pasó a po-cos centímetros de distancia. Si Noel no la hubiera arrastrado al interior, la habría partido en dos.

Noel miró por el retrovisor; los enemigos habían frenado. Sonrió de lado.

—Bien hecho. Todavía viendo las estrellas

por culpa del golpe, no pudo menos que devolverle el gesto. Consiguió sentarse y se pasó una mano por el hombro don-de le había acertado la bala. Los guantes se le tiñeron de sangre. Le ardía el brazo pero, al me-nos, no parecía ser una herida muy profunda.

—Estás loca —comentó al fi-nal—. ¿Cómo se te ocurrió ro-bar el coche? Aunque bueno, lo habríamos necesitado ya que…

—Río —interrumpió Noel. La chica pegó un respingo. Nunca se habían llamado mutuamen-te por el nombre—. Vas a tener que seguir conduciendo tú.

—¿Qué…?Noel estaba pálida. Bajó los

ojos y vio el agujero de bala en el costado.

—¡Oh, mierda!Pegaron un bote cuando el

jeep dejó atrás el Puente de Hie-rro. Los bandidos que monta-ban guardia al final del mismo estaban levantando una apre-surada barricada, pero tuvieron que arrojarse a los lados para no ser arrollados. Río masculló todo tipo de maldiciones cuan-do Noel frenó y la dejó pasar por encima para cambiarle el si-tio. La Soldado no emitió ni una queja, pero se le marcaron los músculos del cuello. Le fue ex-plicando paso por paso lo que tenía que hacer con paciencia y no protestó cuando Río dio marcha atrás en vez de arrancar. Por suerte para ella, no resultó muy difícil conducir, aunque se llevó por delante un par de ar-bustos quebradizos.

—Oh, joder. ¿Por qué tuviste que arriesgarte tanto? ¡Vamos a parar!

—No. —Noel la sujetó con sorprendente firmeza para que no apartara las manos del vo-lante. Estaba intentando dete-ner la hemorragia del costado, pero también tenía un balazo en el omóplato y todo el respaldo del asiento estaba empapado en sangre oscura—. Hay que ale-jarse, hay que llegar… a la ciu-dad.

—¡Pero te estás desangrando!

—Tengo dos balas dentro del cuerpo. Necesito que me las sa-quen.

—¡¿Y tú eres una Soldado?! ¡Coño, creía que teníais un cuerpo de acero! —chilló Río, acelerando.

Noel sonrió con cansancio. —Sí, pero no estaba prepa-

rada para que tuvieran balas como las que nosotros usamos contra los raptores… Ha sido un… grave error de cálculo por mi parte.

Río se quedó de piedra: las balas para raptores estallaban en el interior del cuerpo.

—¡Ni se te ocurra morirte, eh! ¿Me oyes? ¡Ah, joder! —chilló cuando la carretera realizó un enmarcado meandro—. ¡Coño, qué mal funciona esto! Noel, coge mi mochila y… y ponte algo de anestesia. ¡No, espera, no lo hagas, porque entonces te desmayarás! —De reojo vio que Noel parecía un fantasma y el corazón se le encogió. En es-pecial cuando la joven Soldado comenzó a cabecear—. ¡No, no, no! ¡No te duermas! ¡No pienso cargar con tu estúpida muerte!

—No me voy a morir… Es sólo… que he perdido sangre… —Su voz se escuchaba cada vez más baja.

—¡Y una mierda, te estás mu-riendo!

¡No, ni de coña!Pisó tan fuerte el acelerador

que temió romper la palanca. ¡No voy a dejar que otra per-

sona muera frente a mis narices! ¡Ni en broma!

Trató de secarse las lágrimas, pero no fue capaz, por lo que

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apretó los dientes y derrapó con violencia, subiendo por la coli-na que llevaba a los muros de la ciudad.

****

Sabía que la estaban apun-tando con rifles desde las torres, pero no se preocupó por recibir un tiro cuando frenó y salió del jeep, gritando socorro. Rodeó el coche y sacó a rastras a Noel. Las rodillas se doblaron bajo su peso y estuvo a punto de caer varias veces. No supo cómo se las apañó para pasarse uno de sus brazos por los hombros y levantarla unos centímetros del suelo, resoplando de puro es-fuerzo. Ignorando el sordo do-lor del hombro, la arrastró ha-cia la puerta, que comenzaba a entreabrirse. Varios guardias ar-mados salieron y la apuntaron con las armas.

—¡Por favor! —exclamó—. ¡Se está muriendo! ¡Necesito ayuda!

Tras mirarse entre sí, dos personas se adelantaron. Río ya estaba suspirando de alivio cuando una de ellas, una mujer, frenó en seco y espetó:

—¡Es una Soldado!Su compañero también se de-

tuvo. Río gimió y trató de reco-locarla mejor, pero simplemente no podía con ella. Era demasia-do. Aun así, se negó a soltarla.

—¡Da igual que sea una Sol-dado! ¡Yo no lo soy y os pido ayuda! ¡Por favor!

Nadie más iba a morir frente a ella.

Nadie. La pareja intercambió una

mirada. Cuando sus compañe-ros preguntaron qué sucedía, la mujer respondió:

—¡Trae a una Soldado heri-da! ¡No te muevas! —le ordenó cuando Río trató de avanzar hacia ella—. ¿Tú has visto la cantidad de sangre que ha per-dido? ¡Esa tía está muerta!

—¡Lo estará a menos que me dejéis llevarla a un médico!

—¿Un médico? —resopló el hombre—. ¡Nadie en su sano juicio atendería a una Solda-do!—escupió—. ¿Qué estás ha-ciendo con esta, eh?

Río experimentó un golpe de vértigo.

Ella habría hecho lo mismo. Ella habría reaccionado igual.

La rabia la sacudió de los pies a la cabeza. No. No podía ser que por unos imbéciles como aquellos Noel fuera a morir.

—¡¡Los Soldados os mandan comida y agua!! —chilló—. ¡¿Creéis que no se enterarán si dejáis morir a una de los suyos aquí?!

Debió haber imaginado que sólo conseguiría herir su orgu-llo, pero no estaba pensando con claridad. Lo único que tenía claro era que a cada segundo que pasaba, Noel se acercaba un paso más a la muerte. Y que esos hijos de puta no le permi-tían salvarla.

—No queremos Soldados aquí.

—No vamos a gastar medici-nas en ella.

Y yo soy así. Yo soy así. —¡Es una persona y se está

muriendo! —chilló Río, con la voz quebrada y al borde de las lágrimas.

¡Estaban luchando por aca-

bar con los raptores! ¡Habían estado a punto de morir dos ve-ces y ni siquiera habían rozado la Frontera! ¿Y todo para que Noel ni siquiera pudiera activar las bombas? ¿Todo por esos ca-brones?

¡No! —¡Haré lo que sea! —supli-

có Río, avanzando. Los guar-dias habían retrocedido, pero no parecían completamente convencidos sobre si debían o no volver al interior de la ciu-dad—. ¡Por favor! ¡Por favor, por favor! ¡Tengo armas! ¡Ten-go munición! ¡Puedo venderla! ¡Llamad a un médico y decidle que le pagaré lo que quiera! ¡El jeep! ¡Venderé el jeep! —rugió, desesperada.

Tropezó y cayó de rodillas, tosiendo con fuerza.

—Por favor…No la dejéis morir. No soportaría otra muerte.—De acuerdo.—Río levantó

la cabeza con el corazón encogi-do en un puño—. Pero tendrás que buscar tú un médico.

Apretó las mandíbulas. Que-rían quedarse con el jeep. Si lo vendía, no le quedaría nada con lo que regatear con los médicos. Pero al menos le permitirían entrar. De modo que consintió, pero se negó a entregarlo hasta que hubiera encontrado un lu-gar donde dejar a Noel. A gritos y tras prometer varias muni-ciones, consiguió que la ayuda-ran a subir a Noel de nuevo al coche y uno de los guardias se puso en el asiento del conductor e introdujo el jeep en la ciudad.

Abrazándola con fuerza y con la mano cerrada sobre la mochi-la en la que habían guardado las bombas, Río rezaba para que la Soldado aguantara. Le había dejado caer una y otra vez que

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sería ella la que llegaría al Nido, que Río no sobreviviría. No podía ser que ahora cayera por una tontería así.

No podía ser que la mataran unos humanos.

No, no. No. —Ni se te ocurra palmarla

—siseó, bajando los ojos hacia Noel. Jamás pensó que la chica parecía tan joven, tan… delica-da. No era así como debía ser. La imagen que tenía de ella era de una mujer odiosa, fuerte, que se volvía para darle la mano, humillándola al recordarle lo débil que era. Los ojos comen-zaron a arderle—. No te mue-ras. No te mueras.

»No te mueras.

****

Noel abrió los parpados. Ha-bía muy poca luz. Respiró con timidez, titubeante. Olía a cerra-do. Al llenarse el pecho de aire, pequeños latigazos de dolor su-bieron por su costado y su espal-da. En seguida acusó la sensa-ción de estar sucia. Tosió. Luego procedió a probar a mover los dedos de manos y pies, sintién-dose aliviada al comprobar que respondían sin problemas.

Estaba tumbada en una cama, cubierta por un par de mantas, en una habitación pequeña y limpia. Un conducto de respira-ción se abría en el techo y bom-beaba suaves corrientes de aire.

Con un pie todavía en el mun-do de los sueños, se llevó una mano a la frente, ignorando una punzada de dolor: no tenía fiebre.

Poco a poco, comenzó a recordar. Había entrado al búnker y había comprobado que las puertas del jeep estaban

abiertas. Había sido demasiada tentación. Y entonces la vieron. La sacaron del jeep y tuvo que pelear con saña para liberarse. Después dispararon y…

—¿Río? —preguntó con la voz ronca.

¿Cuántos días han pasado? Los bandidos la habrían ma-

tado, al menos a ella, si las hu-bieran alcanzado. Eso signifi-caba que la chica se las había apañado para trasladarla a un lugar seguro, a territorio de los homo sapiens… Pero, ¿dónde estaba?

Escuchó unos pasos y la única puerta de la habitación se abrió.

—¡Vaya! Qué bien que hayas despertado, ¿cómo te encuen-tras? —Una mujer entrada en años, a la que las ropas le que-daban ridículamente anchas, se acercó a ella con una sonrisa. Llevaba unas vendas en las ma-nos huesudas.

Noel se quedó mirándola con el ceño fruncido. No fue hasta que ella se agachó y pudo oler su aliento que cayó en la cuen-ta de que era la primera vez que veía a un humano sin máscara.

—Me duelen las heridas —respondió—. Y me siento pesa-da.

—Eso es normal. Nos cos-tó varias horas sacarte todos los fragmentos de metralla y te hemos cosido de arriba aba-jo; siento que te duela todavía, pero no sabíamos la cantidad de calmantes que podíamos su-ministrarte siendo una Soldado. Ahora te aumentaré la dosis.

Noel asintió con la cabeza. —Gracias. Disculpe, ¿dónde

está mi compañera?

—¿La chiquita? —La mujer sonrió—. La he mandado a co-mer. No se separaba de ti y decía que si te habíamos tocado algún circuito nos mataría. —Arqueó las cejas con diversión e indig-nación a partes iguales; Noel no supo si se debía a la sorpresa de que alguien se preocupara por un Soldado, a que Río creyera que podían hacer mal su traba-jo o a que asumiera que estaba compuesta por circuitos como si se tratara de un robot.

La mujer no dejó de parlotear mientras le tomaba la tempera-tura, comprobaba sus constan-tes y le explicaba detalles de la operación. Parecía que había costado reunir a médicos capa-ces y dispuestos a salvar la vida de un Soldado. Algunos afirma-ron que si un bandido le había disparado, sus motivos tendría.

Pero a Noel no le importa-ron esas minucias, sino saber que Río se había plantado a las puertas de la ciudad y que había gritado hasta quedarse ronca para que la dejaran pasar con la Soldado a cuestas.

—Por lo que me han contado, era una imagen digna de verse: casi no podía levantarte del sue-lo.

La doctora le hizo unas cuan-tas preguntas acerca de la fi-bra de sus músculos, que tanto trabajo les habían dado para abrirse paso y sacar la bala. Noel respondió con serenidad a sus preguntas, aunque sin ex-playarse, reprimiendo la impa-ciencia. Quería levantarse e ir a ver cómo se encontraba Río. Y preguntar por las bombas. Pero se mordió los labios; no que-ría llamar la atención sobre su equipaje.

Tuvo que aguantar casi una hora hasta que la puerta se abrió de nuevo.

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La reconoció por su fisono-mía. Y por los ojos marrones, llenos de vida. Fue una visión muy fugaz porque, al ver que estaba despierta, la chica pegó un brinco y se escondió tras la puerta.

—¿Qué haces, chiqui? —rió la mujer.

La otra tardó en responder. Cuando lo hizo abrió la puer-ta de golpe, sonrojada y con los labios muy apretados, y entró dando largas zancadas.

Río no era atractiva. Tenía una nariz demasiado curva, la piel pálida y cubierta de man-chas. Carecía de mandíbula fir-me y se le marcaban demasiado los pómulos, dándole un aire enfermizo. Noel se dio cuenta de que se había acostumbra-do a darle una cara que no le pertenecía, similar a los de los Soldados, y la realidad le resul-tó impactante. Río rehuyó su mirada.

—¿Estás bien?Pero la voz seguía siendo la

misma. Noel alzó las comisuras de

los labios. —Gracias a ti. Tras un silencio, la médico

recogió sus cosas, le dio una palmada a Río en el hombro y comentó que volvería en un rato con la comida. Las dos se quedaron escuchando cómo sus pasos desaparecían en la distan-cia. Una vez Noel estuvo segu-ra de que no había nadie en los alrededores, bajó la voz y pre-guntó:

—¿Y las bom…?—Están a salvo. Las he guar-

dado en mi cuarto. Voy cada

poco tiempo a ver que todo si-gue en su sitio y he cerrado con llave.

Noel se relajó y se dejó hun-dir en las almohadas. Le resul-taban incómodamente mullidas en comparación a la dureza a las que siempre había estado acostumbrada. Y no olían de-masiado bien. Pero no se quejó. En vez de ello miró a Río, hasta que la chica, nerviosa, se apartó el pajizo pelo de la cara y se sen-tó a su lado.

—¿Cómo estás? —Duele, pero no es un ma-

lestar constante. En unos pocos días deberíamos poder mar-charnos.

Río sonrió. —Menos mal, creía que pon-

drías por delante de todo la misión y te querrías ir tal cual ahora mismo.

—No soy estúpida. —Arqueó una ceja—. Hasta yo me doy cuenta de que en este estado no puedo hacer demasiado.

—Fantástico. —¿Y tú como te encuentras?Río se encogió de hombros. —A mí no me pasó nada y

sólo he estado esperando todo este tiempo. —Noel se fijó en las orejas que le rodeaban los ojos, pero decidió no comentar nada—. Tardaron un día entero en operarte. Estaba convencida de que para entonces ya estarías cadáver. Además, no pudieron hacerte una transfusión de san-gre porque no sabían cómo te afectaría.

¿Qué piensan que somos? ¿Una especie diferente?

Como si le hubiera leído el pensamiento, Río torció la boca y dijo:

—Creo que sólo era una ex-cusa. Más de una persona me

ha preguntado porqué viajo contigo y que porqué no había dejado que te murieras.

Noel no se sintió herida, sólo asombrada por lo insidiosos que podían ser los humanos contra alguien a quien ni siquie-ra conocían.

—¿Y qué respondiste? —Que se metieran sus pre-

guntas por el culo y me dejaran en paz.

Noel sonrió. Por algún mo-tivo, el malhumor de Río le resultaba refrescante. Cuando le rugió el estómago, la chica se fue sin decir nada y regresó poco después con una bandeja, un plato de guiso de patatas y algo de carne, agua y un par de pastillas, comentando que esa médico estaba obsesionada con hacerle preguntas sobre los Sol-dados.

—Siento la mala calidad de esto —dijo mientras le ponía la bandeja sobre las piernas—. La desinfección del agua quita mu-cho el sabor a las cosas.

—Y nosotros hacemos co-mida artificial. No me importa el sabor de las cosas —aseveró Noel, irguiéndose para poder dar cuenta de la comida que, para empezar, se le antojó esca-sa. Sin embargo, no pidió más; sólo había que echar un vistazo a Río, o a la médico, para imagi-nar su insuficiencia alimentaria. Estaba claro que en las ciudades humanas no es que sobrara co-mida—. ¿Qué fue del jeep?

—Lo tuve que… Lo tuve que vender —reconoció Río, aver-gonzada.

—¿Para que me atendieran? —dedujo.

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La chica meneó la cabeza y masculló:

—Para que nos dejaran entrar. Para que te atendieran les di la gasolina. —Esbozó una sonrisa satisfecha—. Nunca dije a esos cabrones que les daría el jeep con combustible. —Se regodeó unos instantes y luego la miró de reojo. Se le hundieron los hombros de nuevo—. Decían que costaría mucho material y que… bueno… Es que te esta-bas muriendo…

—Te lo agradezco. Te debo la vida.

—Ya me lo devolverás. Aun-que no creas que voy a acabar agujereada como tú. —Le dedi-có una sonrisa agresiva. Luego se incorporó con un bostezo—. Bueno, me alegra que estés ente-ra. Ahora, con tu permiso, voy a echar una cabezada. Vendré a verte en cuanto me despierte.

En el umbral de la puerta, Río se volvió.

—¿Quieres que pida que te traigan algo?

—No hace falta. —Vale. Y… oye, Noel. —¿Sí?—Estuvo guay. Pero no vuel-

vas a hacer algo así. Las cosas no merecen la pena si te mueres por el camino.

Fue como si le hubieran dado una puñalada en el pecho. Noel parpadeó varias veces en un in-tento de controlar sus emocio-nes.

—De acuerdo —dijo con un hilillo de voz.

Río sonrió con tristeza y se marchó. Noel se recostó en las almohadas y se contempló una mano. Le quedaban algunas he-ridas de la pelea, que ya estaban cicatrizando. Pero si Río hubie-ra decidido no cargar con ella,

todo se habría acabado ahí. Ni siquiera recordaba haberse que-dado inconsciente. Contuvo a duras penas un estremecimiento de angustia.

Había sido una estúpida. Por su culpa casi morían las dos. Por no haber sabido calcular bien, por haber sido demasiado ambiciosa, por haber creído que podría enfrentarse a los huma-nos y salir indemne.

Pero estaba viva gracias a Río. Y Río, que debería estar irri-

tada por su ineptitud, que debe-ría haber reaccionado a gritos, abandonándola de acuerdo al sentido común…

De pronto la visión se le em-borronó y, avergonzada, se secó las lágrimas.

Nunca nadie le había dicho que su vida venía primero.

****

Abel se incorporó sobre los cadáveres sin dedicarles ni una mirada. Había perdido el ras-tro de sus objetivos cuando entraron en Erinna, si bien no le había costado deducir que intentarían atravesar el río. Sin embargo, cuando lo cruzó, es-quivando las patrullas de ban-didos, no encontró huellas de ningún tipo. De modo que re-gresó a Erinna y escuchó a es-condidas las conversaciones de los bandidos, que buscaban sin cesar a las dos muchachas. Sor-prendentemente, la Soldado se había dejado encontrar y había tenido que dejar fuera de com-bate a varios homo sapiens, sin llegado a matarlos. Abel consi-

deró aquello un fallo garrafal: debería haberlos eliminado y, después, escondido sus cuerpos. Sin embargo, tuvo que recono-cer que quizás había actuado con cierta inteligencia cuando le llegó el rumor de que habían cruzado el Puente. Probable-mente habían dejado creer a los bandidos que habían escapado para ganar tiempo…

Pero Abel necesitaba prue-bas. De modo que se encaminó al Puente de Hierro. Cuando lo recibieron con disparos, decidió que sólo necesitaba un homo sapiens para responder a sus preguntas. No le costó más de diez minutos sonsacarle cómo las habían perdido en el último segundo. Después lo degolló para acabar con su sufrimiento.

Abel no sentía rencor contra los bandidos. Habían actuado con lógica, de acuerdo a sus propias leyes. Si hubieran aca-bado con Noel, le habrían aho-rrado trabajo.

Ahora, en cambio, tendría que vigilar Nehea de cerca. Sa-lió del búnker y echó un vista-zo hacia el noreste, donde una barrera oscura interrumpía el horizonte. La Frontera Negra aguardaba en la distancia.

Se preguntó si la Soldado con-seguiría llegar.

Continuará...

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Reflexión

Lo siento, todo fue mi culpa

MANUELA GUISANTES

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‘Es preciosa’ fueron las primeras palabras que me di-jiste cuando nos conocimos. Realmente, no me las dijiste a la cara, te vi murmurarlas cuando nuestras miradas se cruzaron. A partir de aquí, sentí que algo bueno se aproximaba, mi corazón palpitaba, las mariposas apa-recían y el aroma a amor invadió todo a nuestro alre-dedor…

Te acercaste a mí, te presentaste muy amablemente. Recuerdo que me preguntaste qué estaba leyendo y re-sultó ser el mismo libro que llevabas encima, porque también ibas a sentarte a leer en el mismo parque, en el mismo banco en el que estaba yo sentada, escuchando las risas de los niños mientras jugaban, la brisa acari-ciando las páginas y nuestras sonrisas se cruzaban, al igual que las miradas y las palabras.

Empezamos a hablar y, sorprendentemente, tenías los mismos gustos que yo y todo se volvía color rosa a nuestras espaldas, una música alegre hacía un crescendo, cada vez más y más y más fuerte, con la misma fuerza con la que mi cariño hacia ti nos embarcaba en un viaje utópico rumbo a las estrellas.

¿Demasiado perfecto, verdad? Lo fue más aún cuando te vi en la puerta de mi casa para recogerme para ir a cenar… Nuestra primera cita. Estabas tan guapo, bien vestido, dulce, coqueto, atrayente… Ah, cómo olvidar aquel restaurante tan bonito, con música en directo y una deliciosa cena a la luz de las velas…

Los días pasaron, seguimos quedando, todos los días, hasta que a los meses me pediste que fuese oficial.

Empezamos a vivir juntos, cada día era distinto al an-terior, todo era felicidad plena, y como era de esperar, ocurrió lo que tenía que pasar: me pediste matrimonio. A partir de aquí, llegaron todas las cosas que me decía mamá cuando era pequeña y soñaba con casarme con ‘mi príncipe azul’, sobre cómo debería comportarse una prin-cesa, cuidando de mis seres queridos, siendo un ejemplo a seguir, además de más cosas que no sabía que ocurrirían.

Recuerdo que me decías que pasaba demasiado tiem-po pegada al móvil y que pasaba de ti, que querías que estuviese más atenta a ti. Quiero pedirte perdón por ello, sabes perfectamente que soy muy despistada y que no me doy cuenta.

También quiero disculparme por todas esas cosas que te disgustan de mí. Pedirte perdón por no contestar a la mayoría de tus llamadas, aunque por más que te diga que no me doy cuenta porque tengo el móvil en silencio o estoy ocupada, que no te responda no significa que esté haciendo cosas que no son, ¿vale? Que siempre mal piensas todo.

Quiero pedirte perdón por mi forma de vestir; que sí, que para ti mis pantalones son muy cortos, pero para mí no lo son, son de un largo apropiado, igual que mi maquillaje, que no me pinto como una furcia. Esas pa-ranoias de que voy enseñando demasiado y que busco provocar a tus amigos… eso es lo último que haría en mi vida. Esos celos irracionales… Me matan por dentro, porque no tienen causa de existir.

Odio tener que discutir contigo por estas cosas tan estúpidas, principalmente por la forma en la que acaba-mos. Esto no era así antes, sé que he tenido que fallar en algo, y creo que sé a qué vino todo esto. En realidad es culpa de ambos, aún así, no quiero perder lo que tanto he cuidado por ambos.

Sé que no te gusta que te conteste, pero peor eres tú cuando no me contestas, principalmente porque no lo haces como debe ser. Sé que me lo busco, soy imbécil, una niñata como bien me dices cuando te enfadas, que no estoy acostumbrada a que me quieran. Lo siento, todo fue mi culpa.

No es tu culpa. Eso no era amor.

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Reflexión

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¡Corre, corre! ¡No mires atrás!Solo escuchaba una voz gritándole que debía huir,

que no debía pensar en el pasado, solo tener ojos para el futuro, porque el presente se marchitaba cada vez más según avanzaba cada paso.

Sudores fríos, náuseas, respiración agitada, latidos martilleándole las sienes, la adrenalina ascendía, la eu-foria la abarcaba, una risa floja estallando desde su pe-cho, la cálida roja resbalándose entre sus dedos, la cual provenía de una fuente inerte.

Había pasado mucho tiempo pensándolo, ansiándo-lo; tantos años de sufrimiento no podían continuar, ne-cesitaba liberarse de una maldita vez.

¡Corre!

MANUELA GUISANTES

Manuela es una futura guionista, que nos envía varios relatos para colaborar en VuelaPluma. Dos de ellos son estos que podéis leer aquí: ¡Corre! y Lo siento, todo fue mi culpa. Este último es un guión literario de un corto-metraje que realizó este año y que ella califica como "denuncia social". Si queréis ver el resultado, podéis visitar este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=ZlHOi9KuNZk

Además, en su canal también podéis ver otros de sus vídeos como cortometrajes o resúmenes de excursiones por España o el extranjero: https://www.youtube.com/user/PinkyLittleH

Otro sitio donde podéis visitarla es en su blog (https://lasidasdefreedrefly.wordpress.com/), donde publica tex-tos literarios, críticas, fotografías, etc.

En el apartado de Fantasía también encontraréis el preámbulo y capítulo primero de su historia Mariposas de Arena, que seguiremos publicando en los próximos números junto con otros de sus relatos.

¡Esperamos que os guste su trabajo!

Miradas, burlas, complejos. Ella no quería ser así. Llevaba mucho tiempo huyendo de sí misma, por ello, decidió cortar de raíz.

La energía se escapaba, el arrepentimiento llegaba, los buenos momentos acaparaban su mente; recordó aquel día en que jugaba al pilla-pilla y alguien le decía: ‘¡Co-rre, corre! ¡No mires atrás!’.

Yaciendo sobre el césped, un cuchillo se resbalaba de su mano, al igual que su cálida roja por la muñeca. Ha-bía cometido un error. Ya no había marcha atrás.

¡Visítame!

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Barras y estrellasTanis Barca

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Baile de máscarasJA

SEGUNDA PARTE

MAARA WYNTER

Había hecho todo lo posible por no ir al baile de más-caras que se celebraba aquella noche, pero ninguna de esas cosas había resultado una excusa válida para su padre.

Su padre. Tan duro, tan poco permisivo, tan poco ca-riñoso, tan exigente. Su padre. Al que sólo le importaban las apariencias. Su padre. Del que sólo conocía voces y mano dura.

Desde que su madre había muerto varios años atrás, Nate no conocía una palabra amable o un gesto de cariño. Se le había olvidado como era sentir la calidez de un abrazo o, incluso, como formar una sonrisa en su cara. Ya no se permitía a sí mismo sentir. Por nada ni por nadie. Después de muchas lágrimas quemándole la cara y el corazón se prometió a sí mismo que no dejaría a nadie entrar en su vida. Y así lo había hecho hasta entonces. Manejaba su vida, controlándola a su antojo. Guiándose por decenas de ojos de distintos colores y al compás de otros tantos labios pintados de carmín. Haciendo todo suyo, pero sin pertenecer a nadie.

Pocas veces pensaba en esto, por si acaso el pequeño rasgo de humanidad que quedaba en él se enfadaba y le abandonaba.

Pero de camino al baile sus pensamientos no dejaban de vagar entre culpas y chicas sin nombre. Entre caricias vacías que no llegaban a ninguna parte. En besos roba-dos mucho después de medianoche. En todo aquello que nunca quiso pero que acabó siendo...

Menos mal que por una vez su padre le interrumpió en el momento justo para no acabar de volverse loco. Habían llegado. Sólo serían unas horas rodeado de miles de personas cubiertas por un antifaz, para disfrazarse de quienes querían ser y serlo, aunque solo fuese por una noche del año.

Nada más entrar en aquella sala inmensa, Nate se di-rigió a unas sillas perdidas de la multitud. No quería bailar. No quería hablar con nadie. No esa noche.

Intentó buscar algo que llamase su atención, pero no encontró nada. Paseó su mirada azul por todos los ros-tros escondidos, pero ninguno captó su mirada más de un segundo.

Las horas le parecían eternas. El cuerpo empezaba a dolerle de estar en la misma posición durante unos po-cos minutos. Y no había nada que le hiciese mantenerse despierto. Fijó sus ojos en un punto alejado del gran sa-lón. Intentó parar la primera cabezada, contra la segun-da no pudo hacer nada...

... Y se encontró bailando. En la misma sala. Con las mismas personas con el rostro cubierto. En lo primero que se fijó fue en la música. No era la misma música burlesca que había estado escuchando momentos antes. Los violines que sonaban ahora parecía que los tocaba el mismísimo diablo, hasta tal punto que sería capaz de venderle su alma por sólo oír sonar una nota más.

La gente. Bailaban con tanta gracia que parecía que iban a echar a volar de un momento a otro. Parecían maniquíes perfectos que estaban diseñados sólo para eso.

Nate empezó a sentirse desconcertado. Pero entonces la música se acabó. Eso significaba cambiar de pareja por lo que tenía entendido. Asique se dispuso a hacerlo, pero en el último segundo decidió mirar lo que aún no se había detenido a mirar. A la chica con la que estaba bailando.

Parecía sacada de un cuento de esos que su madre le leía cuando era pequeño. Se había quedado muy quieta cuando él la había mirado y parecía que sus ojos ver-des iban a convertirse en mil pequeños cristales de un momento a otro. Le miraba fijamente, asustada, frágil. Había algo en ella que le impulsaba a protegerla, a abra-zarla. Había algo en ella que hacía que no pudiese de-jarla de mirar. Pero tenía que hacerlo, la música había parado.

Se obligó a separar sus manos del cuerpo de la chica, y sus ojos, de aquel verde esperanza que había acaparado toda su atención. Y se dio media vuelta para seguir el

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baile con cualquier otra pareja, aun dándose cuenta de que la chica, se había quedado allí, parada, sin poder moverse.

Lo siguiente que pudo ver, después de varias vueltas absurdas al compás de esa melodía, que era mucho peor que la anterior, fue el vestido ondeando al viento de la noche mientras aquella chica se perdía en medio de la oscuridad.

Tuvo el impulso de salir corriendo, de ir con ella allá donde se estuviese dirigiendo, pero se resultó demasiado absurdo a sí mismo.

"¿Quién es ella?" Era lo único que podía pensar Nate, mientras cambiaba de pareja sin darse cuenta y escu-chaba los sonidos alejados de las canciones que sus pies seguían obedeciendo el ritmo de las notas. Mientras no dejaba de mirar en la dirección en la que ella había des-aparecido.

Y justo después de uno de los giros inesperados que dio una melodía, la volvió a ver. Estaba a punto de vol-ver a entrar. Sin pensarlo Nate empezó a cruzar el gran salón para poder volver a bailar con ella. Para volver a ver esos ojos de nuevo. Pero… espera. ¿Estaba llorando? Nate sintió un nudo que le quemaba la garganta y sin casi darse cuenta apresuró el paso aún más. Sólo quería llegar hasta ella, y le faltaba muy poco, muy poco...

... Un puntapié mal disimulado a la altura del empeine le despertó, encontrándose de frente con la mueca enfa-dada de su padre. "¡Maldita sea!" pensó, y se levantó para al menos, demostrarle a su padre que enmendaría su error.

Aún estaba adormilado, por lo que decidió que se-ría mejor pasear a lo largo del salón mientras intentaba dejar de pensar en ese sueño que tan real le había pare-cido. Intentó centrarse en la música, en el baile, en esas personas, en todo lo que le rodeaba. Y de pronto se dio cuenta de que la pared centrar de la habitación estaba pintada, como si de un cuadro se tratase. Se acercó por curiosidad para contemplarlo hasta que la cabeza le de-jase de dar vueltas.

Era un cuadro que representaba un baile de máscaras como en el que estaba él, y en la misma sala. Un cuadro en el que la gente le resultaba sospechosamente familiar. Fue recorriendo la larga pared hasta llegar a una esqui-na.

"No puede ser..." se repitió así mismo una y otra vez mientras mantenía la mirada fija en aquella chica apo-yada en la ventana. Aquella chica de la que sólo conocía sus ojos y su boca. Aquella chica que no podría olvidar jamás. Esa, que parecía estar pidiéndole ayuda, mirán-dole desde ese pequeño rincón que cualquier pintor le había dedicado.

La dueña de cada uno de sus sueños. La única que tendría algo de él eternamente.

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Sueño de medianocheCAPÍTULO 5

LADY TURBALINA

El anciano búho respiraba con dificultad y pese a estar durmiendo no descansaba, sino que realizaba un esfuerzo tremendo para recibir el aire en sus pulmones. Midnight se inclinó sobre su padre y lo llamó dulcemente para que despertara.

—Papá, soy yo… estoy aquí.Los grandes y amarillentos ojos se

abrieron lentamente, mostrando ali-vio al reencontrarse con su hijo.

—¡Midnight, has vuelto! –repen-tinamente le sobrevino una enfer-miza tos, pero se forzó a continuar hablando—. ¡Cof, cof…! No estoy enfadado contigo, hijo, al contrario, soy tan feliz de verte otra vez… Sa-bía que volverías, que era sólo una estupidez…

Ahora que lo recordaba todo con más tranquilidad, sí que le parecía una temeridad la aventura que ha-bía emprendido él sólo, la discusión que mantuvieron él y su padre fue el detonante de la decisión repen-tina. No soportaba ver a su proge-nitor consumido día tras día por la enfermedad y mirando el horizonte anhelando ese “algo” tan lejano, mirando la brújula que apuntaba al sur y deseando ir a buscar lo que él llamaba su destino pero sin mover ni un dedo para ir tras él. No importa-ba cuántas veces le preguntara qué era lo que había en aquella ciudad que fuera de tan suma importancia para él, nunca le respondía, ¿para qué había elaborado la brújula si no era para buscarlo? ¿Para torturarse?

Así que aquel día no lo resistió más y decidió que sería la última vez que volvería a hacer la pregunta de siempre, “¿qué es lo que tanto año-ras, papá?” y tras el mismo silencio desquiciante como respuesta, robó la brújula y él mismo fue a buscar-lo. Él deseaba encontrar aquello que su padre mismo le ocultaba, así que comprobó con gran entusiasmo que la brújula le indicaba el cami-no hacia Kernel Bhanu que le había mostrado anteriormente a su padre cuando la sostenía entre sus manos. Poco después de emprender su es-capada, otros búhos salieron en su busca para recuperar el tan preciado tesoro de su pueblo, obligándolo a acelerar el vuelo hacia la ciudad y provocando su inevitable aterrizaje en el balcón de aquel chico enfermi-zo, Edgar. Midnight creía en el desti-no, y por tanto, nada de lo sucedido era casualidad.

—He estado con los humanos, papá. Un muchacho me dio cobijo, no son como creen los demás… No todos –añadió, sabía perfectamente lo que la dichosa criada opinaba de ellos—. He encontrado lo que bus-cabas, papá.

El rostro del anciano se iluminó, ¿acaso sería cierto?

—¿Estaba allí…?¿La encontraste?El joven apenas escuchó a su pa-

dre y entusiasmado empezó a hablar sin parar.

—He conocido a Edgar, es hijo de un respetado médico, él te curará. La tecnología que tienen es impre-sionante, hay muchas máquinas —en realidad no sabía explicar cómo eran todos los aparatos tan útiles que había visto sin resumirlos en “máquinas”—. Edgar es un humano bondadoso, si le explico tu situación y le pedimos ayuda, él lo entenderá y hablará con el médico ¡Él tiene la cura!

Dawn, el padre de Midnight, bajó la mirada. Si había albergado un poco de esperanza, la había perdido en ese momento. Le quedaba poco tiempo de vida pero a su parecer no tenía nada de lo que arrepen-tirse, la había vivido dignamente y había tenido una vida plena, si tan sólo pudiera volver a verla antes de morir…

. . .

El viento azotaba su rostro mien-tras dejaba tras de sí Kernel Bhanu. Más de un curioso le había observa-do extrañado durante su larga cami-nata por el distrito norte ya que no era muy normal ver a un muchacho de su edad caminando sólo hacia las murallas exteriores. Nadie iba allí, ¿quién iba a estar interesado en de-jar su seguro hogar y adentrarse en el bosque? Los oficiales que encon-tró en la muralla le hicieron varias

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advertencias y trataron de conven-cerle para no abandonar la ciudad e incluso se ofrecieron a llevarlo de nuevo a casa. Les dio las gracias por su amabilidad y les explicó que ha-bía algo que tenía que hacer en el norte, y tras un intercambio de mi-radas dudosas entre ambos oficiales decidieron dejarle pasar.

Poco a poco se adentró en el bos-que, y el viento pasó de embestirle con fuerza a apenas acariciarle las mejillas. En cambio, las ramas de los árboles que había sobre Edgar reso-naban y crujían balanceadas por el temporal, esperaba que no lloviera porque mientras no lo hiciera al me-nos del viento estaría resguardado entre la frondosidad del entorno.

Brújula en mano, seguía el cami-no que le indicaba esta. Se paró en seco al oír algo moviéndose en las copas de los árboles, miró hacia arri-ba pero no vio nada aunque estaba seguro de no haberlo imaginado. Conforme más se adentraba, más observado se sentía, algo o alguien cada vez estaba más cerca y lo perci-bía; aceleró la marcha y tropezó con una enorme raíz, por suerte recupe-ró el equilibrio, pero la brújula cayó al suelo.

—¡Mierda! —se dijo rezando para que no estuviera rota.

Se agachó para recogerla y jus-to escuchó un aleteo y una sombra pasó sobre él, una pluma marrón con destellos carmesí descendió al suelo junto a él. Por puro instinto alzó la mirada lentamente y se encontró a una hermosa búho que lo observaba desde las ramas más altas, sus ojos le miraban fijamente, y sin duda lo que más llamaba su atención era la brú-jula. Su gesto era de claro disgusto, y antes de desaparecer de nuevo entre las ramas dijo algo que obviamente el muchacho no pudo entender.

. . .

Dos días habían transcurrido des-de su llegada y ya estaba irritado, era consciente de que tenía un ca-rácter fuerte pero la actitud de los que le rodeaban no ayudaba preci-samente. Sky le indicó el lugar de la nueva aldea, que estaba en plena construcción, y fue hasta allí ayu-dando a avanzar en algunos tramos a su padre. Desde el primer momen-to todo fueron miradas suspicaces y cuchicheos, al joven búho le entriste-ció comprobar que nadie se alegra-ba de su llegada ni le había echado de menos. O eso pensaba, hasta que Wood, el búho real, se presentó en su cabaña con la alegría dibujada en el rostro.

—Creí que se burlaban de mí cuando me contaron que habías vuelto —los ambarinos ojos de am-bos se cruzaron, y Wood se abalanzó en un efusivo abrazo—. ¡No vuelvas a hacerlo nunca más, jamás!

Como búho real que era, Wood era considerablemente más alto que Midnight y más fornido. Era curioso que aunque aparentaban la misma edad, Wood se la doblaba, era una de las características de los búhos reales que los hacía tan diferentes al resto: una larga longevidad y una sorprendente resistencia contra en envejecimiento.

—Es agradable comprobar que al menos me queda un buen amigo —comentó Midnight casi en un susu-rro, sintiendo aún el calor del abrazo fraternal—, siento no haberte avisa-do de mi llegada, ha sido todo un poco… precipitado.

—Hablando de amigos —prosi-guió Wood, ésta vez con preocupa-ción—, tu padre me ha dicho lo de ese amigo tuyo… el humano, ¿crees que es una buena idea? Quiero decir, ¿piensas pedirle las medicinas, llevar a tu padre a esa ciudad?

El más joven se apartó del otro nuevamente irritado, ojalá todos de-jasen de ser tan desconfiados.

—Se llama Edgar, y creo que es la mejor idea que he podido tener.

—¿Te has molestado? —se con-testó a sí mismo —es obvio que sí. Déjame que te diga que, pese a que suene a tópico, poco se puede pedir de los humanos, te engañará. Ellos son así.

—¿Cómo? —espetó Midnigh, aho-ra más indignado—. ¡Sólo voy a pe-dirle unas medicinas o un tratamien-to, algo! ¿Y engañarme Edgar para hacerme daño? Déjame que te diga que ese niño es inofensivo, puedo ha-cerle perfectamente yo más daño a él que él a mí. Y no considero estar ha-ciendo algo erróneo, si socorrer a mi padre significa pedirle un favor a un humano, lo haré sin dudarlo.

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—Puedes pedirle ayuda al huma-no —objetó—, otra cosa muy distin-ta es que te la pueda dar. A tu padre no le queda mucho tiempo…

Era la cruda realidad, Midnight abrió la boca con intención de pro-testar pero calló, ya que sabía per-fectamente que Wood llevaba razón. Escuchó pasos tras de sí, Wood ha-bía dejado la puerta abierta y al-guien había entrado sin importarle mucho si interrumpía una conversa-ción ajena y obviando que esa no era su vivienda.

—¡Eres un mentiroso! ¿Eso lo has aprendido de los humanos o ya se te daba bien mentir antes de vivir con uno de ellos?

La expresión de Sky no era difí-cil de interpretar, estaba totalmente furiosa.

—¿Qué? —preguntó Wood igno-rante de a qué se refería la mujer—. ¿Mentiroso por qué?

—He visto al humano en el bos-que, llevaba la brújula, ¿cómo has podido dársela? ¿Acaso te has vuel-to loco?

—Estoy seguro de que Midnight tendría sus motivos —el propio Midnight se sorprendió de la rápi-da defensa de su amigo—, déjalo en paz, Sky. Siempre tienes una excusa para atacarle.

Después de todo, Wood podría no ser tan cerrado como los demás. Se percató de que antes él mismo era como los demás, recelando de los humanos continuamente y pensan-do que no podía haber nada bueno en ellos, ahora se avergonzaba.

—¿Edgar está en el bosque?Como de costumbre, Sky le res-

pondió malhumorada, con un breve “sí” cargado de antipatía.

—Será mejor que vayas a buscarle —sugirió Wood—, este lugar no es seguro para un humano.

Y menos aún lo era para un hu-mano enfermizo, así que verdadera-mente no hacía falta que Wood se lo

dijera, Midnight sabía que tenía que ir al encuentro de Edgar inmediata-mente.

Sin esperar un segundo más, salió de la cabaña y se puso en camino rumbo al sur, por donde debería es-tar Edgar. Sin decir nada, Wood le acompañó. Su serena presencia le hacía sentirse más tranquilo y nue-vamente pensó que en el pasado se había equivocado en muchas cosas, en realidad nunca había estado del todo solo.

. . .

Se desplazaba lentamente entre los árboles, empezaba a estar fatigado y necesitaba descansar. Pronto encon-tró el lugar adecuado: un luminoso claro en medio del bosque. El paisaje le parecía idílico, sacado de un sue-ño. Se aproximó al viejo tocón de un árbol, que se encontraba en el lugar perfecto entre sol y sombra, y se dejó caer abatido. Aprovechó para tomar algo de comer y de beber, unas galle-tas que llevaba y un poco de agua, y poco a poco calló dormido.

En el sueño volvía a ver un cadá-ver recostado sobre una cama, y ta-pado con las mismas sábanas grises con las que había soñado. El sueño era casi idéntico excepto porque a su lado Edgar sentía otra presencia, era la presencia de alguien que, como él, contemplaba horrorizado a la per-sona que yacía inerte. Algo cambió de repente, fue extraño pero dejó de sentir miedo y tristeza, su acompa-ñante le tomó de la mano y la escena cambió; Ya no estaba allí el espanto-so cuerpo, ahora contemplaba a lo lejos a dos niños jugando con el que

pensó que debía de ser su padre.—No pensé que volvería a verte

tan pronto.La voz no procedía del sueño, lo

llamaba desde el otro lado y lo de-volvió a la realidad.

Abrió los ojos y lo encontró ante sí. El ángel que había creído ver cuando se conocieron no tenía nada que ver con el ángel que con-templaba ahora. El sol brillaba a su espalda, y sus haces luminosos le otorgaban un aura etérea. Sólo que no era un ser celestial, perfecto; Era un búho con muchas imperfecciones que aún así había llegado a ser un buen amigo.

—Te estaba buscando, Midnight.

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Enya 2Fotógrafa: Tao

¡Saludad todos a Enya, propietaria del culete de nuestraportada de este número! Sus dueños son Tao y Xexu, y a pesar de tener sólotres meses ya es enorme, un adorable terremoto lleno de energía.¡Esperamos más fotos suyas para poder ver cómo va creciendo!

Fotografía

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Aymara no le dio tiempo a Lulurel para reaccionar. La recién nacida se metió entre el gentío que rodeaba el trayecto de la Reina Inaria hacia los comercios de ropa, siguiendo a ésta. Algo la impulsaba a seguir a la mo-narca, como una especie de encanto. Lulurel pocos segundos después la imitó y siguió a su protegida. No le entusiasmaba la idea de encontrarse con la reina, pero debía estar en todo momento con Aymara y asegurarse de que no dijera nada que pudiera poner-las en un aprieto a causa de su desco-nocimiento sobre Olvenemory.

Aymara entró inmediatamente des-pués que la reina y observó atentamente la escena. Al igual que había sucedido en el exterior de la tienda, en su inte-rior, los duendes y hadas abrían paso a Inaria, dejando de forma tajante lo que estuvieran haciendo. Todos realizaban una elegante reverencia, al paso de la majestad, agachando la cabeza y el tor-so levemente. La monarca se acercó al regente de aquel comercio y comenzó a charlar sobre un encargo que quería hacer, cuando Aymara notó que alguien tiraba de ella hacia atrás en dirección al exterior de la tienda. Lulurel luchaba para encontrar un camino entre la mul-titud congregada y, a la vez, arrastrar a Aymara hacia fuera, lo más lejos de la reina. Cerca de la puerta, Aymara se percató de que era Lulurel quien tiraba de ella, agitó el brazo para zafarse de su madrina.

—¡Para, Lulurel! ¡¿Qué haces?! —preguntó atónita Aymara— ¡Me estás haciendo daño! —exclamó mientras se frotaba el brazo. La joven hada ha-bía levantado tanto la voz que toda la atención de los presentes allí pasó de la monarca a ellas.

—Aymara, te dije que iríamos pri-mero a la zona central este. Ya habrá tiempo luego para esto… —según iba pronunciando cada palabra, Lulurel

OlvenemoryCAPÍTULO 1: TIERRA DE HADAS - PARTE 2

ALEJANDO FERNÁNDEZ MÁRQUEZ

bajaba más el tono de su voz, sobre todo de cara al final, donde se calló de seco al observar que la Reina Inaria se aproximaba a ellas. Aymara dio cuen-ta de que Lulurel observaba algo y se dio media vuelta para encontrarse de cara con la reina. Tan de cerca la monarca parecía una hermosa escultu-ra, con una piel brillante, clara y lisa como el mármol. La joven hada estaba maravillada con aquella visión.

—Buenos días, Lulurel. Esta joven tan encantadora debe ser Aymara, tu protegida, ¿no es así? —preguntó Inaria. Su voz era igual de majestuosa que ella, de tono altivo, que provoca-ba una extraña sensación de admira-ción y verdadero respeto.

Lulurel asintió bajando la mirada, avergonzada por la escena que acaba de provocar y atraer la atención de la reina.

—Estuve preocupada, ya que se me informó de un nacimiento un tanto… especial —añadió, mirando de reojo a Aymara—. Por suerte no veo nada por lo que tenga que preocuparme, ¿ver-dad, Lulurel? Es decir, no hay contra-tiempos, ni nada que deba saber. ¿Es-toy en lo cierto?

—Sí, majestad, todo está en orden —respondió inmediatamente—. Úni-camente fue mi excesiva preocupación lo que convirtió un hecho ordinario en algo que no era —dijo totalmente arrepentida—. No volverá a suceder, lo prometo.

—Claro que no va a volver a pasar —dijo Inaria, pasando su atención a Aymara—. Por lo que tengo entendido, eres un hada de luz —la reina estudia-ba de arriba a abajo a la joven—. ¿Sa-bes lo que eso significa?

—No, majestad —respondió since-ramente Aymara—. Me dijeron que brillo a veces, pero no comprendo lo que es.

—Por lo que veo Lulurel aún no te ha explicado lo que eres —su tono altivo mostró decepción por momen-tos—. Las hadas de luz sois un miste-rio a día de hoy, realmente no sabemos mucho de lo que podéis llegar a hacer, pero, además de brillar a voluntad, te-neis una capacidad de percepción so-bre la naturaleza muy intensa.

—Percepción sobre la naturaleza… —repitió Aymara.

—Majestad, pensaba explicárselo cuando llegase la caída del sol a los valles de flores. Pensé que cuando hi-ciera germinar su hogar sería más sen-cillo que lo entendiese —dijo Lulurel, excusándose.

—Ya veo...—contestó la reina—. Aún así sabes lo importante que es que a las hadas de luz se les explique pron-to lo que pueden hacer. Pueden vol-verse inestables al no comprender su percepción —Inaria ser percató de que sus palabras asustaban a Aymara—. Tranquila, querida. Tu ya sabes lo que puedes hacer, solo tienes que aprender a canalizar este poder tan maravilloso. Además, por suerte, no eres la única hada de luz que hay en Olvenemory. Mañana convocaré a dos de ellas para que te visiten y te ayuden a compren-der cómo eres.

—Os lo agradezco, majestad —dijo Aymara, mucho más tranquila.

—Majestad, sois realmente genero-sa —añadió Lulurel.

—Es lo de menos, teniendo en cuen-ta que tu no puedes ayudarla con ello

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—respondió Inaria, abriéndose paso entre las dos hadas hacia la salida de la tienda. Se giró levemente hacia ellas—. Bien, con esto hemos acabado aquí —dijo, emprendiendo de nuevo la marcha, cuando de nuevo se volvió hacia Lulurel—. Lulurel, espero que la próxima vez no te pongas tan nerviosa cuando me veas, no me como a nadie —añadió, mientras se alejaba riéndo-se.

Lulurel se quedó momentáneamen-te pálida, pero volvió en sí cuando notó la mano de Aymara en su hom-bro. La joven parecía realmente feliz tras el encuentro con la reina. Lulurel se percató de que el brazo de su prote-gida estaba aún rojo.

—Aymara… Siento lo de antes, no quería hacerte daño —dijo mientras le cogía el brazo—. Volvamos al Árbol Celeste.

—No pasa nada, Lulurel, estoy bien —dijo, apartando el brazo—. Aunque no entiendo por qué te comportaste así. ¿Te da miedo la reina?

—No es que me de miedo, es que... —Lulurel alzó la vista para compro-bar que la reina ya se había marchado de la zona— Hace años metí la pata con la realeza, sobre todo con la reina. Desde entonces siempre intento evi-tarlos para no tener que vivir una si-tuación embarazosa —dijo en un tono triste y arrepentido.

—¿Qué fue lo pasó?—No quiero hablar de ello, Ayma-

ra, nunca más. De hecho la situación de hoy no debería haber ocurrido, los reyes me pidieron que hiciéramos como si nunca hubiera pasado lo que sucedió —Lulurel miró a Aymara a los ojos—. No vuelvas a preguntarme jamás por esto, ¿de acuerdo?

—Está bien, Lulurel. Yo también haré como que nunca ha sucedido nada de esto —respondió Aymara, algo incómoda por la situación. Por segundos se hizo un silencio embara-zoso entre las dos hadas—. ¿Conti-nuamos con el trayecto por Olvene-mory? —dijo Aymara al fin.

—Sí, deberíamos seguir —dijo al-zando el vuelo—. Vayamos a la zona central este. Allí se encuentra el tercer árbol gigante de Olvenemory, el Árbol Amarillo.

—¿Qué hay allí, Lulurel?—Bueno, la zona del Árbol Ama-

rillo es distinta a las demás. La del Árbol Celeste podría decirse que es la zona de trabajo, la del Árbol Rojo la de comercios y la del Árbol Amarillo es la zona de ocio —concretó Lulurel.

—¿Y qué se hace aquí? —preguntó confusa Aymara, que nunca había par-ticipado en ningún tipo de ocio.

—Pues es la zona que tenemos en Olvenemory para relajarnos y disfru-tar entre el bullicio de otros duendes y hadas —explicó Lulurel mientras re-corrían la zona y le señalaba cada lu-gar—. Aquí se encuentra la biblioteca, la cual sería buena idea que visitaras más adelante, aprenderás muchas co-sas de Olvenemory. Allí, en la base el Árbol Amarillo se encuentra el taller de pintura y ascendiendo en su interior, en cada planta, hay diferentes grupos de artistas. Mis favoritos son los gru-pos teatrales.

—¿Y se dedican a ello?—Claro, de hecho la plaza de esta

zona se utiliza para representaciones, espectáculos de todo tipo y festejos —dijo Lulurel animada. El disgusto del encuentro con Inaria se había ido pa-sando poco a poco—. Dentro de poco terminará la segunda etapa de la esta-ción del Sol y se celebrará un festival por todo lo alto. Habrá todo tipo de juegos y funciones.

—Entonces… ¿también son vo-caciones de las hadas? —preguntó Aymara—. Me refiero a ser artistas, como los que están de esta zona —aclaró viendo que Lulurel no entendía a qué se refería.

—Oh, por supuesto que sí, aunque muchos de los duendes y hadas que actúan y preparan espectáculos solo se dedican a ello en estaciones concretas para los festivales —dijo Lulurel—. El resto del tiempo se dedican a su voca-

ción auténtica, otros en cambio descu-bren su vocación en algún tipo de arte.

—Supongo que mañana también veremos esta zona de nuevo para que descubra cuál será mi vocación, ¿ver-dad?

—Sí, pero no tengas prisa, las cosas llegan en su momento —dijo Lulurel, acariciándole el pelo a Aymara de for-ma maternal—. Puede que te tires días o semanas hasta que descubras lo que verdaderamente se te da bien. Hay al-gunos habitantes en Olvenemory que han llegado a estar un año entero pro-bando varios trabajos distintos hasta dar con el suyo —añadió restándole peso al asunto que tanto le preocupa-ba a la joven hada—. Yo misma estuve tres meses dando palos de ciego de un lado a otro de Olvenemory intentando encontrar mi lugar.

—Creo que debería tomármelo con calma… —suspiró Aymara.

—No te preocupes, ya lo descubri-rás.

—Lulurel, ¿podemos descansar un poco? Me siento agotada.

—Claro, querida —respondió Lulu-rel, dándose cuenta que no había re-parado en que Aymara apenas acaba de recuperarse de su nacimiento y aún no estaba acostumbrada a volar tanto tiempo de seguido—. Vamos a sentar-nos en una hoja hasta que recuperes el aliento.

—Gracias, Lulurel.—Podrías empezar a llamarme

Lulu, mis amigos me llaman así.—Está bien, Lulu —dijo Aymara

sonriendo.—Mejor así —Lulurel se tumbó so-

bre la hoja en la que se habían senta-do—. Yo también descansaré un poco, no me vendrá mal. Pero en cuanto estemos listas, seguiremos hacia los valles. Aún queda mucha Olvenemory por conocer.

—Estoy deseándolo —dijo Aymara, imitando a su amiga y tumbandose so-bre la hoja, disfrutando de una agra-dable brisa de la estación del Sol.

Continuará...

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Fantasía

Preámbulo

Estudiar. Eso era lo que había hecho Daniela toda la tarde y toda la noche del domingo. Repasar y mirar lo que ya se había estudiado, aprendiendo y memorizando las páginas de aquel dichoso libro gastado por las manos de una adolescente vergonzosa que se dedicaba a subrayar casi todas las lí-neas del temario. La mañana siguiente sería el día del examen, en el que de-bería demostrar que había gastado su tiempo en adquirir conocimientos que tal vez sí, tal vez no, le fuesen útiles en el futuro; además de entregar cinco trabajos de investigación, traducción y desarrollo de otras asignaturas. El es-trés típico que le ataca a uno al final de cualquier evaluación, eso era lo que sentían ella y sus compañeros de clase, o mejor dicho, aquellos que realmen-te trabajan en sacar el curso adelante. El único día que pudo escapar de este agobio semanal fue el viernes, cuando vieron una película en la casa de Án-gel.

Estaba agotada y somnolienta. Ya eran las doce menos cuarto de la no-che y necesitaba una ducha de esas que te ayudan a despejar la mente. Cerró el libro suavemente y se levan-tó de la cama vecina a la suya, bue-no, en realidad, lo que ella solía lla-mar habitación. Al ser la casa un poco pequeña, decidió independizarse de la habitación de su hermano peque-ño, trasladándose así al ático, el cual adaptó como una especie de habita-ción, repleto de LED y pósters, dos camas individuales por si alguna ami-ga se quedaba a dormir, además de un pequeño balcón en la otra punta del ático, por donde entraba un agradable olor a dehesa de primavera.

Recogió los apuntes que andaban desordenados por la cama y el suelo, el

Mariposas de ArenaMANUELA GUISANTES

libro recién cerrado y el gran desorden de subrayadores que invadía la mesilla más cercana a la cama. Abrió la puerta del suelo y bajó por la pequeña pero segura escalera, atravesó el pasillo de la segunda planta con sumo cuidado, evitando provocar ruido con sus pe-queños pasos, hasta llegar al cuarto de baño. Se duchó, dejando que el agua templada resbalara por su cuerpo, li-berando espacio en su mente, para em-pezar con las típicas reflexiones bajo el agua; se colocó un pijama limpio azul cielo y regresó a su curiosa habitación. Apagó las pequeñas luces una a una, se tumbó en su cama, se arropó, cerró los ojos y empezó a soñar durante mu-cho tiempo.

Capítulo 1

Abrió los ojos sobresaltada al es-cuchar la alarma del móvil, colocado debajo de su almohada. Estaba tum-bada de lado, mirando hacia la pared, y empezó a percibir cómo sus ojos se adaptaban a una tenue luz roja en la penumbra. Se giró para ver de dónde procedía aquella luz y permaneció pe-trificada por unos segundos al obser-var aquello.

Había una pared, pero no una cual-quiera: era transparente, pero de color de un rojo eléctrico, con luz propia. Acercó su mano para tocar este ele-mento desconocido que acababa de aparecer de manera inesperada en un día cotidiano de su vida. Al tocarlo, se produjeron ondas en su superficie, y se extrañó porque esperaba algo más duro que resultó ser blando; era un muro fino de gelatina y, por el color, de fresa.

Sin pensárselo dos veces, introdu-jo su mano, percibiendo una textura blanda, y fría y siguió avanzando con

el brazo y el resto del cuerpo. Cuando lo atravesó, se encontró en una pecera de refresco de fresa. Menciono pece-ra, porque su habitación parecía eso, cuando de la nada, emergieron peces de gominola de las paredes. No se asustó al ver a estos seres nadando por el ático, y nadó con ellos. Era extraño nadar en refresco; se sentía húmeda y a la vez pegajosa, y efervescente por las burbujas de gas que ascendían des-de el suelo y estallaban ligeramente al tocar el techo.

Se acercó a uno de los coloridos pe-ces para averiguar su curiosa textura y se le escapó un grito insonoro. El pez le había sonreído. Esto no sería malo si no le hubiera mostrado miles de dientes como agujas y una evidente intención de atacarla. Daniela nadó lo más rápido que pudo hasta llegar al balcón, donde saltó sin pensarlo fuera de este, cayendo al vacío.

Tras haber pasado cinco segundos cayendo por una estancia oscura y sin final, con el corazón en la boca, ate-rrizó sobre una especie de nube que amortiguó su caída. Esta se desvaneció en cuanto puso un pie fuera de ella. No sabía qué hacer, porque si se daba la vuelta, iba a ser devorada por las pirañas de gominola, pero allí, real-mente no había nada.

Con los pies temblorosos, empezó a andar hacia delante, con miedo de caer de nuevo al vacío. Después de haberle perdido el miedo a esta idea, escuchó cómo algo se acercaba a gran veloci-dad por detrás. Se dio la vuelta rápi-damente y las pirañas nadaban hacia ella, abriendo sus fauces carnívoras. Daniela se horrorizó al ver aquello y corrió, ya sin temor a caer, en direc-ción contraria. Una luz de esperanza iluminó su rostro cuando avistó una puerta a lo lejos. Corrió con todas sus ganas hasta llegar a esta, abriéndola y entrando al nuevo escenario de aquel

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Fantasía

día donde todo era totalmente irreal.Se recostó en la puerta sobre su es-

palda, escuchando y sintiendo las pi-rañas que se estampaban contra ella al otro lado. Cuando esto cesó, resbaló poco a poco hasta sentarse en el suelo, hecho de losetas de mármol blanco, tan frío como los restos de nieve que se quedan pegados en la cara cuando te lanzan una bola de nieve; se abra-zó a sus rodillas y empezó a llorar a lágrima viva. No podía creer lo que acababa de ocurrir. Aquello no podía ser real, posiblemente era un juego de su mente. Permaneció así durante un tiempo, hasta que logró calmarse y pudo recuperar la compostura.

Sentada aún en el suelo, levantó la vista para saber qué era lo siguiente que le esperaba. Se extrañó al ver un lugar tan tranquilo e iluminado, un poco desconcertante después de la persecución de animales dulces con dientes puntiagudos y después de huir a través del vacío espacio. En aquel momento se hallaba en un cuarto de baño. No mediría más de nueve me-tros cuadrados. A su izquierda se en-contraba el lavabo, con un gran espe-jo; al frente de este, la taza del váter; al fondo, una ducha de mamparas transparentes; las paredes no resplan-decían tanto como el suelo, ya que sus baldosas eran de un tono ocre, pareci-do a la arena de las dunas del desierto del Sáhara. Junto al lavabo, sobre la encimera, había una toalla roja y, por lo que parecía, prendas de vestir.

Daniela se incorporó del suelo y se colocó frente al espejo. Allí observó su pijama, mojado por el refresco, teñido de color morado donde antes había un precioso azul cielo gastado. Aquel pija-ma era su preferido, a pesar de que ya le estaba un poco ajustado porque ha-bía pasado tiempo desde que lo tenía. Empezó a desnudarse y dejó el pijama dentro del lavabo. Como solía hacer de rutina, examinó su físico en busca de alguna peca, lunar o grano de la adolescencia. Tenía un aspecto desali-ñado y nervioso, o mejor dicho, tem-bloroso. Se quitó el coletero que había

usado antes para ducharse en casa, de-jando suelto su pelo castaño claro al-borotado, con mechones pegados a su sien y frente. Se ajustó el coletero en la muñeca a modo de pulsera. Se apartó el cabello de la cara y se tropezó con aquellos ojos almendrados que había heredado de su abuela, que eran de un azul grisáceo, de los cuales ya quedaba poco azul, como los de ella. Se frotó el ojo derecho con su dedo índice y sintió sus frondosas pestañas. Después, pasó este dedo por sus finas cejas, iguales al tono de su cabello. Acarició su na-riz pequeña y fina, acabando la cari-cia en sus labios carnosos. Enjugó las lágrimas que caían por capricho de sus ojos y resbalaban en sus mejillas pobladas de pecas. Observó su consti-tución, atlética pero a la vez delicada y delgada, que le confería un aspecto levemente frágil. Se colocó de perfil y contempló su marca de nacimiento en el torso, al nivel de su ombligo; se tra-taba de un triángulo vacío, sin rellenar por el color más oscuro de la marca. Recogió su pelo entre las manos y lo exprimió, mientras veía caer chorritos de refresco rojo. Se giró y entró a la ducha donde permaneció debajo del agua caliente, relajándose y pensando que aquello era un sueño, que pron-to se despertaría y se prepararía para acudir al instituto.

Se enjabonó el cuerpo y se lavó el cabello con el champú que encontró allí. Salió de la ducha y se secó el cuer-po con la toalla roja que la esperaba sobre la encimera del lavabo. Procedió a vestirse con la ropa que tenía ahí: unos vaqueros pitillo azul oscuro, una camiseta sin mangas gris y una suda-dera verde militar. Bajó la vista a sus

pies, vestidos con unos calcetines ne-gros que encontró junto a la ropa in-terior. Como si fuera un instinto, miró detrás de la puerta y se topó con unas botas militares negras. Recordó que ella tenía la costumbre de dejar los za-patos tras la puerta siempre que se iba a duchar.

Se los colocó en sus pequeños pies y ató los cordones. Volvió a mirarse en el espejo para ver su nueva indumenta-ria. Le agradó lo que veía, hasta que se percató de su cabello limpio y mojado. Sorprendida, apareció un viento pro-cedente del techo que le secó el pelo y lo dejó peinado como solía llevarlo normalmente, suelto y con el flequillo que le caía de lado.

Sonrió y alzó la vista para descubrir de dónde procedía aquella brisa seca-dora, pero su sonrisa se desmoronó y exhaló un nuevo grito de terror al ver aquello: una enorme boca pegada al techo, con los labios pintados de rojo. Imaginó que eran pertenecientes a una mujer. El grito ensordecedor se cortó porque la boca la había succionado.

Continuará...

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Emitió un gemido de dolor y todo su cuerpo se estreme-ció al comenzar a despertar. La sangre se abrió paso por sus venas con lentitud, arrancándole un débil quejido. Trató de aspirar una bocanada de aire, pero se dio cuenta de que el pecho le pesaba, que sus pulmones parecían atrofiados y no conseguía llenarlos. Luchó contra la sensación de ahogo, trató de manotear, de llevarse las manos al cuello, pero ni siquiera fue capaz de mover los dedos. La cabeza le latía al ritmo de su pulso, lento y pesado. Su respiración se atran-caba, era temblorosa, sibilante.

Abrió los ojos. La luz le hizo daño y gimió una vez más. Escuchó una maldición con una tonalidad demasiado gra-ve para ser su propia voz. Su visión comenzó a definirse y encontró que, sobre ella, había un hombre joven, atractivo, de rasgos equilibrados, que tenía los labios rojos como si se los hubiera estado mordiendo.

No le gustaron sus ojos. Le miraban con miedo y rechazo. Abrió la boca e intentó pedir agua, porque la garganta se

había convertido en puro esparto, pero sólo se le escapó un graznido. Mareada, resistió las arcadas. Un latigazo de do-lor le ascendió por la columna y se arqueó con un sollozo silencioso. Con la visión anegada por las lágrimas, miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? Era un lugar horrible, grande, de piedra, lleno de polvo y agujeros. La única ventana pare-cía medio derruida y…

El joven se movió y ella lo siguió con la mirada. Se quedó desconcertada al ver que se estaba subiendo, muy apurado, los pantalones. Cuando intentó levantarse sobre los codos, se dio cuenta de que el desconocido no era el único que se encontraba medio desnudo.

Reconoció aquel traje blanco, uno de sus favoritos, a pe-sar estar cubierto de polvo y desgarrado por la zona del pecho. La falda estaba subida hasta la cintura. La sangre se le subió a la cabeza. El joven comenzó a farfullar algo, pero ella no le escuchó. Le zumbaban los oídos, todo le daba vueltas.

Sus padres jamás habrían permitido que alguien así en-trara en su cuarto. Sus padres nunca la habrían dejado en un sitio así, ruinoso y destruido. Y a ella nunca podría ha-berle pasado algo así. Nunca. ¡Nunca!

«¡¿Quién eres?! ¡Qué haces aquí, por qué me has hecho esto!»

Intentó gritar, pero le sobrevino un ataque de tos. El chi-co terminó de vestirse, se ató la espada al cinto y pareció recobrar la compostura.

—No te asustes, no te voy a hacer daño. Dime, ¿eres de verdad la princesa?

Abrió y cerró la boca. Su último recuerdo, antes de esa negrura eterna, la asaltó. Se quedó sin aire.

Luego comenzó a chillar.

****

Desde pequeña supo que estaba maldita. Sus padres decidieron contárselo a los cinco años, si bien no fue has-ta que cumplió los catorce cuando le confesaron que le aguardaba un sueño de cien años. Así pues, casi desde que tuvo uso de conciencia, comprendió que debía mantenerse alejada de los desconocidos y, sobre todo, de los husos. Nunca aprendió a tejer y su madre siempre encargaba los mejores vestidos de ciudades alejadas de la capital, para no arriesgarse a que se cruzara alguna vez con una rueca. No le importó demasiado. Tenía muchas otras cosas que hacer y con las que ocupar su tiempo, ya que le dieron todo lo que podía desear. Jamás la regañaron por sus tra-vesuras, como faltar a clases privadas o no obedecer las órdenes de sus tutores. La gente decía que era una niña encantadora y se le perdonaba todo. En parte, tenía que dar las gracias a sus hadas madrinas. Inteligencia, modes-tia, humildad, gracia, belleza, una bonita voz… Por suer-te, nadie le había pedido que no tuviera un chispazo de maldad infantil o que no aprovechara sus dones. Enton-ces no habría sido inteligente, ¿no? Todos aquellos regalos mágicos, así como el conocimiento público de que estaba maldita, le regalaron una vida fácil aunque, a veces, era muy aburrida.

Al menos hasta que cumplió los catorce años y conoció la versión completa de su nacimiento.

Su madre se sentó a su lado y tomó una de sus pequeñas manos. La acariciaba, sin duda recordando el tamaño que tenía cuando era un bebé, y a la princesa le sorprendió ver que se le escapaba una lágrima.

—No te hemos contado toda la verdad, cariño. ¿Recuer-das la maldición?

SUZUME MIZUNO

Cien años después

Fantasía

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—Claro, madre, pero, ¿por qué lloráis? Me mantengo alejada de cualquier instrumento de hilado. ¡No hay nada que temer!

—Ay… Me gustaría tanto no decírtelo pero… No habrá día en que no me arrepienta de haber sido tan estúpida. Deberíamos haber invitado a todas las hadas…—Su madre suspiró—. El hada que te maldijo, mi amor, no sólo profe-tizó que te pincharías el dedo con un huso y que dormirías cien años. Dijo que… que te sucedería cuando cumplieras los quince.

Su madre nunca se lo había dicho porque quería que tu-viera una vida normal, la princesa no necesitaba que se lo dijeran para saberlo. Esa noche, sin embargo, sintió que la habían golpeado con un mazo.

Le quedaba un único año. Al principio dio por sentado que era estúpido dejarse

llevar por el pánico. Se suponía que no había husos cerca y, además, sus padres pretendían encerrarla el día de su cumpleaños para que no pudiera hacerse daño. Después tuvo que reconocer que era difícil confiar en un argumen-to tan simple. Al fin y al cabo, estaban hablando de ma-gia, y era demasiado inteligente como para imaginar que no iba a sucederle tal desgracia sólo porque hubiera unos cuantos guardias en su puerta. De repente se volvió mu-cho más consciente del mundo que le rodeaba, del cantar de los pájaros, del olor que la despertaba poco antes de que le trajeran el desayuno, del frufrú de sus trajes favo-ritos, de las risas de sus doncellas cuando comentaban los últimos cotilleos, del agradable calor que desprendían sus padres cuando la abrazaban.

Todo, absolutamente todo, comenzó a corromperse, a perderse, a volverse falso porque, no importaba cuánto se esforzara por fingir que las cosas estaban bien, las miradas de reojo, los gestos de compasión o de miedo, las risas se-cas, los largos silencios la perseguían allá a donde fuera.

Hasta sus padres dejaron de suponer un consuelo, pues estaban demasiado desesperados como para conseguir apo-yarla como merecía.

Poco antes del día de su cumpleaños, se sentó en la cáma-ra de su padre y preguntó:

—Si ocurre… ¿Qué será de mí? ¿De vosotros?

Había hablado con otras hadas y sabía que su cuerpo no envejecería, que quedaría aislado durante cien años prote-gido por el hechizo. Lo cual significaba que despertaría sin más, como si nada hubiera ocurrido, pero, ah, nada volve-ría a ser igual.

—Haremos lo imposible para que estén preparados para recibirte, mi niña. Será nuestro legado. No estarás sola, te lo prometo —dijo el rey con la voz tomada.

Jamás se sintió tan aislada, tan al borde de un precipicio insalvable...

Aquel día se despertó mareada. Algo latía en sus venas, alejaba los sonidos, los olores y las sensaciones. Se sentía hinchada, enferma, y sin fuerzas. A pesar de ello, poco an-tes de que llegara el amanecer, salió de su cama, se puso unos zapatos de franela para no hacer ruido, y trató de salir de la habitación sin despertar a sus doncellas. Esa pulsación le indicaba que tenía que irse, ya, cuanto antes, sin falta. Cuando se encontró que la puerta estaba cerrada, apoyó la oreja con suavidad contra la madera y escuchó las respi-raciones de los soldados al otro lado. Sonrió sin pensarlo. Sólo tenía que ir por otro lado. Trabajó con sus sábanas con ahínco, abotargada, mientras una parte de su concien-cia se sorprendía porque sus doncellas no se despertaran. Pronto cantarían los primeros gallos. Debía darse prisa.

Su parte racional le susurró al oído que era una locura descolgarse con unas cuantas sábanas por la ventana pero, aun así, lo hizo, y algo impidió que estas se rajaran. Sus piernas, poco acostumbradas al ejercicio físico, le permitie-ron bajar sin demasiados contratiempos y aunque se hirió las palmas al soportar su peso, apenas sí experimentó un chispazo de dolor.

«Así que esto es la magia».Sabía a dónde tenía que dirigirse y lo que pasaría cuando

encontrara lo que buscara, pero no le importaba. No en ese estado. Lo único que debía hacer era encontrar el huso y una parte de ella, esa que la impulsaba a moverse pasara lo que pasara, sabía dónde estaba.

El castillo comenzaba a despertar, sí, pero nadie había imaginado que la princesa se pasearía por los pasillos en camisón, de modo que no le prestaron atención. Sólo tuvo que evitar sus aposentos y a los guardias que hacían fila frente al mismo, para alcanzar la vieja torre.

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Allí le estaba esperando el huso, afilado a la luz del ama-necer. La mujer que aguardaba, sentada en un taburete. Ja-más había visto a alguien tan digno, tan hermoso.

—Te estaba esperando, querida. Recordaba haber pensado que tendría que haberse des-

pedido de sus padres, pero no importaba porque ya estaba extendiendo la mano y…

****

La punta de la espada arrancaba chillidos a las piedras. Arañaba su superficie una y otra vez, con pequeños y tem-blorosos impulsos. A su paso dejaba un rastro de sangre oscura cada vez más débil.

Su risa resonó en los pasillos vacíos, en las habitaciones derruidas e hizo escapar a alguna que otra rata, cuyas pa-titas repicaban con fuerza contra el suelo. No había más que polvo, ventanales rotos, por los que se colaban pálidos rayos de sol, y piedra fría. Un hipido. La risa volvió a re-sonar con más fuerza, tanto que era difícil distinguirla de un llanto.

Todavía sentía la resistencia de la carne en las manos y el chasquido del hueso resonando en sus oídos. Revivió el gorgoteo de la garganta de aquel hombre mientras la mira-ba con ojos ciegos, abiertos como platos. Vio una vez más el hilo de sangre que se le escapó por la comisura de los labios, escuchó el golpe sordo de su cuerpo al derrumbarse y quedar cubierto de polvo. Todo, todo se repetía una y otra vez en su cabeza y le producía un indescriptible placer. El suficiente, al menos, para ignorar el dolor que sentía al caminar, el desgarro que creía notar por medio de horribles punzadas, la sangre resbalando por sus muslos.

Para ella había sido como dormir un poco de más. To-davía recordaba el olor del pan del desayuno, los suspiros de sus doncellas mientras remoloneaban en la cama. La hierba bajo sus pies cuando descendió de la torre.

Su rostro se desencajó y la princesa emitió un alarido mudo.

No quedaba nada, nada, nada. Nada excepto polvo, ro-cas y recuerdos.

Tragó aire. —¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¡QUE ALGUIEN ME

CONTESTE! —rugió, apoyándose contra el arco de una puerta cuya madera prácticamente había desaparecido.

No tenía fuerzas para seguir caminando. No tenía ni idea de qué había sucedido para que aban-

donaran el Castillo, para que la dejaran atrás. No sabía nada.

Excepto que todo era culpa del Hada.

Recordaba su sonrisa, la satisfacción que brilló en sus ojos cuando abrió la puerta de la torre.

«Te estaba esperando, querida».Se mordió el labio inferior hasta hacerse sangre y el do-

lor, el rencor, la espolearon. Se obligó a levantarse y a cami-nar. Rumió para sus adentros mientras arrastraba la espada del violador detrás de sí y pensó en que quería hacer daño al Hada. Quería hacerla chillar. Destriparla, cortarle los de-dos de los pies y las manos, sacarle los ojos y obligarla a comérselos.

Entonces recordó que las Hadas odiaban el hierro. Miró la espada y dejó de caminar.

Su vida ya no tenía sentido. Su reino había desaparecido, el tiempo se había llevado a sus padres, a sus familiares, a sus amigos, a sus sirvientes. Pensó, con rencor, en que sus padres le habían prometido que habría gente esperándola.

Sí, quedaba una persona... No, un ser.La princesa pensó y pensó. Entre medias dormitó, afe-

rrada a la espada, en un rincón polvoriento. Se despertó tosiendo, atosigada por las pesadillas, cuando ya era de no-che y descubrió que estaba famélica. Buscó por el castillo, pero no encontró nada para comer y ni se le pasó por la cabeza intentar cazar a una rata. Se le revolvía todo de solo pensarlo. Se dijo que si había aguantado cien años sin co-mer, un día más no supondría ninguna diferencia y regresó a sus viejos aposentos. Allí encontró el cuerpo del joven desconocido. Sin pudor, sin pensar que era un hombre, sino solo un trozo de carne, le arrancó la ropa y se la puso. También indagó por los alrededores y, satisfecha, encontró la que debía de ser su armadura. Amanecía cuando, por fin, tras muchos esfuerzos, había conseguido ponérsela. Sudaba y tenía las delicadas manos destrozadas, pero no le impor-taba. Sólo podía pensar en una cosa. Se incorporó, tropezó y cayó al suelo. El estrépito fue ensordecedor. Conteniendo las lágrimas, se incorporó. Al menos ya había dejado de sangrar. La armadura pesaba un quintal, si bien sabía que terminaría por acostumbrarse y que debía aprender cuanto antes a moverse con ella.

La iba a necesitar. Empezó a bajar una vez más las escaleras, esta vez con

la conciencia de que no iba a regresar. También de que no pensaba dejarse matar hasta que hubiera atravesado el co-razón de ese monstruo con su espada. Con la mirada fija en el frente, los labios blancos y el rostro ardiendo de rabia, siseó:

—Vas a arrepentirte de haberme dejado viva. Sus pasos se perdieron en la oscuridad de la torre, acom-

pañados de una risa oscura, hueca, desesperada.

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Paisaje embarradoFotógrafa: Miriam C.C.

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La Corte de las HadasEscritor sin Pluma

Cuento

Desde pequeños tenemos miedo a la oscuridad, a una ha-bitación sin luz, a sombras extrañas, a dormir solos. Vamos creciendo, hasta que sólo nos parecen tonterías infantiles. Sin embargo, ese recuerdo de desamparo nunca se olvida del todo.

En lo que pocas veces pensamos es en que la oscuridad, la verdadera oscuridad, se encuentra dentro de nosotros y no hay luz artificial capaz de iluminarla.

La historia que me dispongo a contaros tiene que ver con ese tipo de oscuridad y la forma en la que la protagonista consiguió deshacerse de ella.

Sucedió hace no mucho tiempo, en uno de esos pueblos que no aparecen en los mapas. Allí, vivía Eva, una niña que como tantos antes, temía a la oscuridad. Pero no era una más, su caso era especial. En palabras de sus padres: “Ya era mayor para tener miedo de esas tonterías” y la verdad era que ya contaba con doce años.

Sus padres, comprensivos al principio, dejaban una luz encendida, pero eso no podía ser así siempre. Por eso, cuan-do faltaban solo unas semanas para que cumpliera trece años, decidieron que no podía continuar así y se negaron a dejar la luz encendida. Ellos estaban seguros de que tras unos días sin luz, comprendería que no había nada malo y dejaría de tener miedo. Por desgracia, no fue así.

Eva pasó las primeras noches de ese verano llorando. En silencio, por supuesto. No quería molestar a sus padres ni preocuparlos con “tonterías de niños”.

Al día siguiente, poco después de que anocheciera, se en-contraba en el jardín trasero de su casa: había decidido que la mejor manera de superarlo era ponerse a prueba. Pero por mucho que lo intentaba, no conseguía alejarse más allá del haz de luz que proyectaba la ventana del salón.

Esa noche, escuchó un ruido entre los arbustos que la rodeaban. Ya era tarde, y la luz del salón solo alumbraba una pequeña parte del césped. Eva, se acercó hasta el límite de la luz e hizo un esfuerzo para ver qué sucedía… No ha-bía nada, solo hojas. “Habrá sido el viento” se dijo, y más

tranquila volvió al centro de la luz. Allí decidió que ya era hora de irse a la cama y que había sido muy valiente acer-cándose a ese ruido.

Volvió al salón y anunció a sus padres que se iba a la cama, que estaba cansada. Le dieron un beso de buenas no-ches y la vieron subir a su cuarto, orgullosos de que final-mente su hija hubiera superado ese miedo. Eva se puso el pi-jama y se recostó en la cama, apagando poco después la luz. Cerró los ojos con fuerza e intentó dormir. Un suave crujido de madera le hizo abrir los ojos de par en par, los cerró rápidamente. “Es sólo la madera, la madera de los muebles. Tranquila” se dijo a sí misma. “Aunque el suelo también es de madera…Y si alguien o algo estuviera…” El corazón le comenzó a latir más deprisa y volvió a abrir los ojos bus-cando alguna luz tranquilizadora. Con mano temblorosa buscó en la cabecera de la cama y de inmediato brilló la lámpara mostrando que la habitación estaba ocupada por un tremendo… vacío. No había nada ni nadie que pudiera turbar su sueño. ¿Qué se esperaba? Es más, si encendía la luz y había algo ahí ¿Qué le diría? ¿Le lanzaría un peligroso peluche? Eva suspiró, apagó la luz, molesta y cerró de nuevo los ojos.

Cuando ya casi estaba dormida, un nuevo crujido la puso alerta. “Tranquila, no hay nada.” Y apretó con fuerza sus ojos envolviéndose en la manta de su cama. “Tranquila, no hay nada” se volvió a repetir”. Aunque esta vez había sonado muy cerca…”No, NO y ¡NO! No hay nada. Nada” Continuaba repitiéndose una y otra vez, incluso continuó después de que unas pequeñas y delicadas lágrimas resba-laran por su suave piel y acabaran en su pelo negro, como la oscuridad.

Y así pasaba los días, uno tras otro, temiendo que llegara la hora de irse a dormir.

De nuevo, en una de esas noches que se sentaba en el jardín, volvió a escuchar un ruido tras los arbustos. Esta vez ya estaba preparada, se colocó al final de la luz y dijo con fuerza ante el insistente arbusto que se movía. “¿Quién anda ahí? Sal o llamaré a mis padres” El arbusto se quedó

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Cuento

inmóvil unos segundos y tras una sacudida no volvió a mo-verse. Eva estaba segura de que aquello que había estado ahí, hacía solo unos instantes, ya no estaba. Contuvo el impulso de asegurarse. Decepcionada consigo misma, subió a su dormitorio sabiendo la noche que le esperaba.

Volvía a ser de noche. Estaba en el jardín jugando, cuan-do su pelota resbaló y se alejó cayendo a los pies de un arbusto. Se acercó cautelosa, cogió la pelota y temblando volvió a la luz, que se apagó. Sorprendida, ahogó un grito y salió corriendo hacia la puerta. Agarró el pomo y girándolo intentó entrar en casa, pero la puerta no se habría.

¿Estaba cerrada? No podía ser. Cerca suya pudo escuchar como la pelota comenzaba a votar ella sola. “Plaf, plaf, plaf” Giró sobre sí misma atemorizada. No podía ver nada, pero sí oír como unas sombras se deslizaban lenta-mente por el suelo. Una le rozó la rodilla. Se apartó inme-diatamente.

Eva comenzó a correr, pero ¿A dónde iría? La puerta de casa estaba cerrada y la de la calle normalmente también ¿La habría cerrado su padre después de cenar? Esa era su única oportunidad. Salió corriendo sin reparar en las sombras que se enganchaban en su pelo y en sus piernas, hasta que llegó a la puerta y tiró de ella. ¡Estaba abierta! Estaría a salvo en sólo unos segundos. Fuera, a la luz de las farolas. Atravesó la puerta, pero se chocó de bruces con una sombra. Una sombra negra y espesa. Gritó. Y se despertó sana y salva en su cama. Solo un segundo tardó en darse cuenta de que su cuarto se-guía a oscuras, solo un segundo más tardó en llegar su madre, preocupada, a consolarla.

Pasó una semana en la que volvieron a ponerle una luz, para que durmiera tranquila. Eva se lo agradeció pero se prometió a sí misma, que antes de cumplir los trece ya no temería a la oscuridad. Le quedaba menos de una semana.

Su madre, preocupada, por el malestar de su hija habló con la madre de una de sus amigas que le invitó a comer a su casa. Fue una tarde maravillosa, que le subió mucho el ánimo. Como su amiga sólo vivía a un par de calles, su ma-dre le había dado permiso para volver andando, con la con-dición de que tuviera mucho cuidado y no se retrasase. Pero el tiempo vuela cuando te los pasas bien ¿verdad? No se dio cuenta de que se hacía tarde y no fue hasta que vio que empezaba a oscurecer cuando se marchó precipitadamente.

El camino se hacía largo a sus pequeños pies. “¿Estaba tan lejos cuando le llevó su madre esa mañana?” No le so-naba a ver tardado más de diez minutos, ni siquiera le so-naban las casas que la miraban desde los lados de las calles, que por cierto, cada vez se encontraban más espaciadas. Al fin vio una señal que sí le sonaba, recordaba verla siempre

que iba al colegio. Era una señal azul con una especie de faro. Así que solo tenía que seguir andando hacia adelante.

Hacia la oscuridad. ¿Qué pasaba en este tramo? ¿Por qué no había luz? Sin

duda esa señal tenía algo que ver. De haberlo sabido, no habría pedido a su madre que la dejara volver sola. Ya era tarde para arrepentirse, tenía que atravesarla.

Un paso, dos, tres… No parecía tan dificil…Según avanzaba, cada vez le era más complicado ver sus

propios zapatos. Temblando, siguió andando cada vez más despacio hasta que se quedó quieta y se sentó sollozando, en el suelo. No podía ser… Estaba tan cerca… Ya casi veía la primera farola de su calle. Intentó levantarse, lo consi-guió. Dio un paso. La luz del fondo parpadeó. Algo se acer-caba. Volvió a caer al suelo.

—No…no… —se repetía a sí misma.—¡Eh! ¿Te pasa algo? ¿Estás bien? — le preguntó una

voz—Odio la—a oscu—ridad— Le respondió ella balbu-

ceando. —¿La oscuridad? pero la oscuridad no puede hacerte

daño— se extrañó el chico. —Cuando ella reina eres libre y puedes ver cosas que de otra forma no podrías ni imagi-nar.—le aseguró él.— ¿Cómo puedes odiar eso?

—Pero… No hay luz… Está todo oscuro —le insistió ella—¿Cómo que está todo oscuro? ¿Y qué pasa con las ha-

das? Llenan la noche con su luz y nos protegen. –afirmó totalmente convencido

—¿Hadas? ¿No eres ya mayor para creer en esas cosas? —le reprendió ella.

—Y me lo dice alguien con miedo a la oscuridad… —se rió él—. Nunca has visto un hada ¿verdad? Las niñitas mie-dosas no se atreven a buscarlas en la noche, por eso ningu-na disfruta de sus maravillosos bailes bajo la luna.—Ven, te acompañaré a casa —le propuso ofreciéndole una mano.

—Mi madre siempre dice que no vaya con desconocidos.—¿La misma madre que deja que su querida hija vaya

sola en la oscuridad? —le preguntó jocoso—. No soy un desconocido, Eva. Soy Luis. Veo que no me has reconoci-do—dijo un poco molesto.

Lo conocía. Era uno de los chicos del campamento de Verano. Creía recordar que era uno o dos años mayor, a lo mejor incluso tres. En la oscuridad casi no distinguía su

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Cuento

cara, pero la tenía nítidamente grabada en la retina. Sobre todo su mirada.

Luis suspiró: — Te… Te propongo un trato —le dijo titubeante—. Yo

te enseño donde realizan las hadas su corte y tú… Harás algo a cambio.

—¿El qué? –preguntó desconfiada.—Tranquila, será algo muy sencillo —aseguró.—Me estás asustando –le confesó la chica.—Vaya, parece que todo te da miedo.—Eso no es cierto —aseguró enfadada.—Pues demuéstramelo y ven conmigo.Eva se levantó poco a poco buscando la figura de su in-

terlocutor en la penumbra. —Ven —dijo Luis ofreciéndole la mano. Ella la extendió con desconfianza pero cuando el chico la

agarró con fuerza, se tranquilizó. Su mano estaba caliente y era reconfortante. Así, los dos juntos, se adentraron en la oscuridad del bosque.

—Aquí es —dijo el chico cuando llegaron a un claro con un pequeño riachuelo—. Seguro que no falta mucho para que aparezcan. Siéntate aquí conmigo.

La muchacha obedeció, pero no dejaba de pensar en que la oscuridad les rodeaba y encima tenía frío. Cansada, sol-tó la mano del chico e intentó darse calor frotándose los brazos.

—¿Tienes frío? —le preguntó preocupado. Sin esperar respuesta se colocó a su espalda y la abrazó. Eva dio un respingo sorprendida.

—Tranquila, ya queda poco. El miedo había casi desaparecido, sustituido por el ner-

viosismo que le producía la cercanía de Luis. El claro se estaba llenando rápidamente de lucecitas titilantes que re-voloteaban.

—Ahí están –le susurró al oído—. Ves, yo tenía razón. —No puede ser… ¿Son hadas de verdad? —le preguntó

incrédula.

—Claro, ellas te protegerán de la oscuridad si tú pro-teges su secreto. Siempre estarán ocultas, pero si prestas atención podrás verlas. Aunque creas que no están ahí. Si hay oscuridad, ellas estarán para que no tengas miedo.

Eva estaba sorprendida, en su vida habría pensado que las hadas realmente existieran, de hecho, aun viéndolas cla-ramente le costaba creérselo.

—Gracias, Luis.—De nada… Eva, pero ahora me debes algo —le recordó

deshaciendo su abrazo— Dime, pero no sé si…—Tranquila —le cortó—. ¿Crees que podrás volver a

casa sola?—Sí, creo recordar el camino. —Bien, sólo quiero que cierres los ojos, cuentes hasta

quince mentalmente y luego los abras. No lo hagas antes, pase lo que pase. O las hadas no te protegerán. Promételo.

La chica accedió, sorprendida por lo sencillo de la pe-tición. Era lo mínimo que podía hacer después de todo. Cerró los ojos y notó cómo el chico se ponía de pie. Volvía a sentir el frío.

“1,2…” Oía su respiración, entrecortada ahora, cada vez más cerca.

”…4, 5...” Tras escuchar una inspiración un poco más fuerte que el resto notó como el chico le sujetaba la cabeza con delicadeza y la besaba suavemente

“…7…8…9… 10…” El chico se separó y quedó todo en silencio.

“15.” La chica abrió los ojos y lo buscó. Había desapa-recido. Sólo quedaban las hadas. Una de ellas se posó en su mano. Eva la miró detenidamente. Era una luciérnaga. Agitó la mano y se fue revoloteando, pero ya no le importa-ba. Luis le había hecho ver su estupidez ¿No creía en hadas pero sí tenía miedo a la oscuridad?

Regresó al camino y regresó a casa, pero no volvió a tener miedo. A partir de esa noche dejaría de soñar con sombras que la agarraban y lo haría con el primer día de campamento, en el que volvería a ver a Luis.

Puedes visitar el blog de Escritor sin Pluma en:

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Hoë y ChuletasNoe C.C.

Ilustración

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El poema de TominoAdrián Moreno Castro

Terror

Lisa llevaba escondida en el des-cansillo del sótano cerca de diez mi-nutos, intentando deshacerse de su hermana mayor, Jane, quien la bus-caba a gritos por la casa. Llevaban solas tres días, ya que los padres de ambas se habían ido de viaje y ha-bían dejado a Jane al cargo. “Ya eres suficientemente mayor para respon-sabilizarte de tu hermana pequeña”, había oído Lisa decir a su madre. A sus casi diez años ella no se sen-tía niña, sino una chica muy mayor para su corta estatura. Sin embargo, el resto del mundo parecía estar en desacuerdo con ella.

Así pues no había nadie a quien recurrir cuando a Jane se le ocurría una nueva manera de convertir la vida de Lisa en un infierno, cosa que ocurría muy a menudo. No era una persona cruel, no en un sentido de brutalidad, pero nunca veía donde estaba el límite de las bromas y eso había tenido consecuencias otras ve-ces. Y más tratándose de su hermana pequeña, que podía ser muy impre-sionable.

—¡Lisa! ¡Vamos, sal! ¡Si seguro que no pasa nada!

A través de las franjas de madera de la puerta, Lisa podía ver a su her-mana enarbolando una hoja de papel recién impresa. En ella estaba escrito un poema japonés que Jane había encontrado en internet titulado “El infierno de Tomino”. Se trataba, al parecer, de un antiguo texto que des-

cribía la muerte y caída al infierno de una chica. No sería para tanto si todas las páginas que su herma na le había enseñado entusiasmada no subrayaran que el texto nunca debía leerse en voz alta, y menos aún en ja-ponés, ya que sobre el poema pesaba una terrible maldición que provoca-ría, si no la muerte del lector, la de un ser querido cercano.

Jane quería que lo leyeran juntas, claro. Y no aceptaba un “no” por respuesta.

Ante la expectativa de tener que escuchar el poema, Lisa había echa-do a correr. No quería estar cerca si a su hermana se le ocurría leerlo en voz alta, no fuera a ser que la mal-dición le cayera también a ella. Pero Jane no veía aquello divertido. No tenía nada de gracioso hacerlo sola.

—¿Es qué no vas a protegerme si pasa algo?

“¿Y quién me protege de ti?”, dijo para sí misma Lisa quien, apoyada en la pared de piedra, esperaba a que su hermana se alejara de allí. Quizá si esperaba un rato allí terminaría por aburrirse…

—¡LISA! ¡Ahí estás!El rostro regordete de Jane la ob-

servaba con una sonrisa maliciosa. Lisa dio un respingo, asustada. No esperaba que la encontrara tan rá-pido. Cuando su hermana empezó a forcejear la puerta, la niña no pensó en ello. Bajó las escaleras y se refu-gió en la oscuridad del sótano, junto a unas cajas, donde se quedó muy quieta. Era cuestión de tiempo que Jane la encontrara, aunque a ella nunca le había hecho mucha gracia

entrar allí. ¿Y si la dejaba en paz?Eso no iba a pasar. Jane abrió la

puerta y, desde el descansillo, obser-vó. La luz de la bombilla colgando sobre su cabeza caía en cono sobre su cabello, aunque apenas iluminaba escaleras abajo. Sujetaba el folio del poema con la mano derecha.

—¿Prefieres oírlo ahí? Pues tú misma.

Y empezó a leer.

ane wa chi wo haku, imoto wa hihaku [Su hermana mayor vomitó sangre, su hermana menor vomitó fuego],

kawaii tomino wa tama wo haku [y la bella Tomino vomitó esquirlas de vidrio].

Lisa se tapó los oídos. No sabía por qué, pero había algo en aquellas palabras que la hacía estremecerse, como si una cosa fina y afilada la pinchara por dentro. La voz de Jane comenzó a volverse ronca según avanzaba. La chica se llevó la mano al cuello y empezó a frotarse. Lisa observó sus gestos y se dio cuenta de que le dolía. Sin embargo, no paraba de leer.

nakeyo, uguisu, hayashi no ame ni [Llora, ruiseñor, por el bosque llu-vioso]

imouto koishi to koe ga giri [él grita que extraña a su hermana pe-queña].

Hecha un ovillo, Lisa se apreta-ba contra las cajas, paralizada. Por más que apretaba las manos contra las orejas, las palabras de Jane pa-

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TerrorDado que es el número de aniversario, el texto va acompañado del tema que utilicé en mi

primer relato, “Meeting Charlotte” de la película Frágiles. El compositor es Roque Baños. Recomiendo el uso de cascos (a todo volumen) para un mejor efecto.

Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=G7N1_-01R-g&feature=youtu.be

recían escurrirse por sus oídos hasta su cerebro. No comprendía nada del japonés pero, ya fuera por sugestión o porque realmente el poema tuvie-ra un poder oscuro, sentía un inten-so calor a su alrededor, como si la temperatura hubiera subido varios grados en pocos segundos. El am-biente resultaba denso y asfixiante, y a Lisa le costaba respirar. Observó a su hermana, cuya voz se enrarecía cada vez más. Sin embargo, lo que más llamó la atención de la pequeña es que los ojos de su hermana, fijos en el papel, estaban extraordinaria-mente abiertos, parecía que iban a salirse de sus órbitas. Daba la impre-sión de que Jane quería mirar a otro lado, pero le resultaba imposible.

Tenía que parar. Debía parar aho-ra mismo. Algo estaba pasando, algo aterrador.

—¡Jane, basta! ¡Para, por favor!

akai tomehari date niwa sasanu [no voy a perforarlas con la aguja roja],

kawaii tomino no mejirushini [en el hito de la bella Tomino].

Y acabó. Jane levantó la mirada del papel, como ida. Tenía los labios resecos y agrietados, y sus ojos se perdían en la oscuridad, buscando a su hermana. Aquella sonrisa mali-ciosa había desaparecido de su ros-tro, remplazada por un gesto de… ¿súplica?

Desde su escondite, Lisa miraba a Jane cuando una figura surgió detrás de ella, una especie de sombra con forma humana. La chica mayor no se dio cuenta de aquello hasta que sintió una mano fría y fina que se

posaba sobre su hombro, asiéndola con fuerza. Jane, al girarse, no pudo siquiera gritar. Su mente se quedó en blanco al ver aquel ser, algo que qui-zá en algún momento fue una mu-jer, de una delgadez extrema y pelo largo oscuro. Sus manos y pies pa-recían anormalmente largos en con-traste con el resto de su cuerpo. Y lo que más llamaba la atención era sus ojos, enormes y ovalados, que pare-cían ocupar buena parte de su ros-tro. Cuando Jane y aquella aparición cruzaron sus miradas, la joven sintió como algo desconectaba dentro de ella y cayó al suelo, inconsciente.

Lisa, tras las cajas, podía ver toda la escena. Quería gritar, gritar como no había gritado en su vida, pero no podía. Parecía haber perdido el control sobre su propio cuerpo. Solo podía quedarse ahí, paralizada, re-zando por que la aparición no perci-biera su presencia. Ni siquiera pensó en la seguridad de Jane, o en que el poema fuera real, o en nada que pu-diera asemejarse a un pensamiento racional.

Lo único que en lo que pensaba era “no quiero morir”.

La mujer pasó sobre el cuerpo de Jane y observó la oscuridad. Lisa podía ver aquellos gigantescos ojos buscando, sintiéndola en aquel es-pacio. La criatura sabía que había alguien más allí. Podía verla. Esos horribles ojos la estaban mirando directamente.

Movida por un estado cercano a la locura, Lisa habló:

—¿Tomino?

El ser miró directamente hacia ella y esbozó una sonrisa escalo-friante. Lisa comenzó a verlo todo borroso. El ambiente era asfixiante y cada respiración resultaba todo un logro. La pequeña se apoyó en una caja. No quería desmayarse. No como Jane.

Lo último que vio antes de caer fue a la criatura dirigir la mano al interruptor.

Y apagar la luz del sótano.

Si alguien está interesado en la traducción al castellano o en leer el poema entero, encontrará mil traducciones por internet (como esta: http://enteringtheotherside.blogspot.com.es/2013/02/el-infierno-de-tomino.html). Por supuesto, no me hago responsable de lo que pueda pasar al desdichado lector =)

¿Un vistazo a la aparición? Entra aquí: http://i.ytimg.com/vi/9LfgHHCwGts/hqdefault.jpg

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¡Aquí termina nuestro Número 6!

Esperamos que te haya gustado.

Y recuerda puedes publicar todo lo que quieras,siempre que sea original

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