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1 Padre, Aquí Estoy Textos presentados por el R. P. Pierre Duvignau S. C . J . TRADUCCIÓN POR EL R. P. MIGUEL MARTINEZ FUERTES S . C. J. © 1962 by Beauchesne et ses Fils © Prêtres du SacréCoeur de Jésus de Bétharram I N D I C E El tercer prodigio El secreto de la felicidad Los caminos de Dios La mayor soberanía La gran desgracia de los hombres Luz y sombra La voluntad de beneplácito La segunda voluntad La hora divina EL TERCER PRODIGIO Entre los posibles caminos para ir a Dios, Miguel Garicoï ts opta instintivamente por el más alto, hacia el que convergen los demás, el camino abierto por el Verbo encarnado, cuando se ofreció a su Padre con estas palabras: aquí estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad (Heb. 10, 7). "Entró en la carrera con este gran acto que no interrumpió jamás. Desde ese momento, estuvo siempre en estado de víctima, anonadado ante Dios, no haciendo nada por sí mismo, actuando siempre con el espíritu de Dios, constantemente entregado a las órdenes de Dios para hacer y sufrir todo lo que El quiera" (D.S., p. 40). Adherirse, como Cristo, a la voluntad del Padre, entregarse sin tardanza, sin reserva, sin volverse atrás, únicamente por amor, tal fue el ideal que tempranamente se le reveló al Santo de Betharram. Le consagró toda su vida y no dejó de proponerlo a todos los que querían caminar con él tras las huellas del Sagrado Corazón. LA VÍA DIRECTA. ¿Cuál es el camino más corto para ir al cielo? La conformidad con la voluntad de Dios. La conformidad con la voluntad de Dios es una disposición permanente de nuestra alma para hacer y sufrir todo lo que Dios quiere que haga y sufra. ¡Qué excelente es! El mayor prodigio [nunca realizado fue]: la unión del Verbo con la naturaleza humana que adoramos en el HombreDios; el segundo, la unión de la maternidad con la virginidad más pura. Después de estos dos prodigios, el mayor, el más agradable a Dios y útil al hombre, la unión de nuestra voluntad a la de Dios: 1El triunfo de la gracia: por ella, nuestra alma se convierte en el jardín, el templo, el santuario en donde la santa Trinidad viene a establecer su morada;

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Padre, Aquí Estoy Textos presentados por el

R. P. Pierre Duvignau S. C. J. TRADUCCIÓN POR EL

R. P. MIGUEL MARTINEZ FUERTES S. C. J.

© 1962 by Beauchesne et ses Fils © Prêtres du SacréCoeur de Jésus de Bétharram I N D I C E

El tercer prodigio El secreto de la felicidad Los caminos de Dios La mayor soberanía La gran desgracia de los hombres Luz y sombra La voluntad de beneplácito La segunda voluntad La hora divina

EL TERCER PRODIGIO Entre los posibles caminos para ir a Dios, Miguel Garicoï ts opta instintivamente por el más alto, hacia el que convergen los demás, el camino abierto por el Verbo encarnado, cuando se ofreció a su Padre con estas palabras: aquí estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad (Heb. 10, 7). "Entró en la carrera con este gran acto que no interrumpió jamás. Desde ese momento, estuvo siempre en estado de víctima, anonadado ante Dios, no haciendo nada por sí mismo, actuando siempre con el espíritu de Dios, constantemente entregado a las órdenes de Dios para hacer y sufrir todo lo que El quiera" (D.S., p. 40). Adherirse, como Cristo, a la voluntad del Padre, entregarse sin tardanza, sin reserva, sin volverse atrás, únicamente por amor, tal fue el ideal que tempranamente se le reveló al Santo de Betharram. Le consagró toda su vida y no dejó de proponerlo a todos los que querían caminar con él tras las huellas del Sagrado Corazón. LA VÍA DIRECTA. ¿Cuál es el camino más corto para ir al cielo? La conformidad con la voluntad de Dios. La conformidad con la voluntad de Dios es una disposición permanente de nuestra alma para hacer y sufrir todo lo que Dios quiere que haga y sufra. ¡Qué excelente es! El mayor prodigio [nunca realizado fue]: la unión del Verbo con la naturaleza humana que adoramos en el HombreDios; el segundo, la unión de la maternidad con la virginidad más pura. Después de estos dos prodigios, el mayor, el más agradable a Dios y útil al hombre, la unión de nuestra voluntad a la de Dios: 1El triunfo de la gracia: por ella, nuestra alma se convierte en el jardín, el templo, el santuario en donde la santa Trinidad viene a establecer su morada;

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El sacrificio más perfecto y agradable a Dios. En los demás, ofrecéis vuestros bienes; aquí, os ofrecéis vosotros mismos. En los sacrificios ofrecemos lo que ya pertenece al Señor; aquí, lo que nos es dejado, nuestro libre albedrío. Esta conformidad encierra todas las virtudes: eo sanctiores, quo prius, quo Christo similiores, quo diligentiores. LA LEY DEL AMOR. La perfección religiosa consiste en la caridad. ¿Cuál es la prueba más sólida y la menos equívoca de la caridad? La conformidad en todo con la voluntad de Dios; hacer de ello el objeto de todas nuestras empresas: querer lo que Dios quiere, como lo quiere, porque lo quiere. La mayor elevación del hombre es aquélla por la que participamos en la naturaleza divina (2P, 1, 4). Es el don que sobrepasa todos los dones, por el que somos verdaderamente los hijos de Dios. Esta sublime dignidad nos obliga a no volver, por una conducta degenerada, a nuestra antigua bajeza, a no vivir una vida animal, terrestre, a responder a la dignidad de nuestra regeneración, de nuestra adopción, a imitar a nuestro Padre del cielo, a amar lo que El ama, a no diferir de sentimiento con El en nada, a llevar una vida digna de El. ¿En qué consiste esta vida? En conocer la grandeza y la bondad infinitas de Dios, nuestra bajeza y nuestra maldad, en amar a Dios y en odiarnos a nosotros mismos, en someternos no sólo a El, sino a toda criatura por amor de El; en renunciar totalmente a nuestra voluntad propia, para no seguir sino la suya y, por sobre todo, en hacer todo esto por respeto y amor a El, más que por otro motivo, porque El quiere y merece el amor de sus criaturas. Ahí tenemos esta ley de amor que el Espíritu Santo graba en el alma de los justos, esta abnegación de sí mismo tan recomendada por nuestro Señor, este yugo tan dulce, esta carga tan ligera, esta perfecta obediencia que nuestro divino Maestro nos ha enseñado siempre con sus palabras y ejemplos. ESTE MOTIVO ES GRANDE. La mejor, la más fácil y al mismo tiempo la más perfecta de todas las acciones que encierran a las demás, es la que nuestro Señor se propuso cuando dijo: "Padre, aquí estoy, para hacer tu voluntad" (Heb. 10, 7). Propongámonos, pues, a ejemplo de nuestro Señor, hacer todas nuestras acciones para cumplir la voluntad de Dios. Esta intención nos haría evitar tantas faltas, nos enriquecería con tantos bienes, nos volvería tan útiles a nosotros mismos y a nuestro prójimo. Nos haría capaces de las mayores cosas. Dios se dignó amarnos y honrarnos de tantas formas. El recuerdo de tanto amor, de tanto honor que Dios se dignó prodigarnos excitará en nosotros el deseo de amarlo a nuestra vez. Este motivo es grande, perfecto, meritorio y ventajoso. Es cumplir el fin de nuestra creación: haciendo así la voluntad de Dios, lo alabamos, lo reverenciamos, lo servimos y, en fin, nos salvamos. Es ejecutar lo que literalmente nos dice san Pablo: "ya comáis, ya hagáis algo, hacedlo todo para gloria de Dios (1Cor. 10, 31). Es echar fuera de nuestras acciones la voluntad propia que Dios no puede sufrir (Is. 58, 3). Es santificar todas nuestras acciones, es presentar, a la mirada de Dios, obras llenas. ¡Qué desgracia, qué crimen para nosotros si, pudiendo ganar tanto sin salir de nuestra posición, sin hacer otra cosa que lo que hacemos cada día, nos encontramos con las manos vacías cuando comparezcamos en el tribunal de Dios! Esta intención incluye las demás intenciones, porque es la adorable voluntad de Dios que exige de nosotros, en la ocasión, las virtudes particulares. Proponiéndonos la voluntad de Dios, del deseo agradable de Dios, que es la más perfecta, nos proponemos todas las intenciones particulares que son el objeto de la voluntad de Dios. LA AUTENTICA DEVOCIÓN. La más noble empresa que pueda existir, es la de llegar a la cumbre de la perfección evangélica y de unirse a Dios de forma a ser un mismo espíritu con El. Todos estamos obligados a trabajar en realizar este designio, es una continuación de nuestra salvación en la participación de la naturaleza divina. "Debemos glorificar y llevar a Dios en nuestro cuerpo" (1Cor. 6, 19). Hay que saber, pues, en qué consiste la verdadera vida espiritual.

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Unos la hacen consistir en la multiplicidad de oraciones; otros, en el gran número de obras exteriores destinadas a la gloria de Dios o al alivio del prójimo; algunos la ponen en los deseos continuos de realizar su salvación; algunos, en grandes austeridades. ¿Se puede afirmar que eso es abuso? No, todo eso es bueno; es, incluso, necesario. Pero se equivoca quien ve en ello lo esencial de la verdadera piedad. La verdadera piedad, la que nos santifica, la que nos consagra enteramente a Dios, consiste en hacer todo lo que Dios desea de nosotros. Dios mío, concédenos entender bien y gustar una cosa tan sencilla [en el] Espíritu Santo. Sin lo cual, nos engañamos groseramente. La devoción perfecta consiste en hacer lo que Dios quiere de nosotros, precisamente como lo quiere, en los tiempos, lugares y circunstancias en que nos encontramos. [Hagamos] los movimientos que queramos y las obras famosas que nos agraden, sólo nos pagará por hacer la voluntad del soberano maestro. El empleado doméstico o el obrero que nos sirve haría maravillas en nuestra casa; si no hace lo que deseamos, no le tendremos nada en cuenta sus acciones y nos quejaremos con razón de que nos sirve mal. La entrega perfecta (dévouement), de donde a la devoción le viene el nombre, quiere que todavía hagamos la voluntad de Dios con amor. Dios gusta de que se le dé con alegría y, en todo lo que El prescribe, es siempre el corazón lo que pide. Un tal maestro merece bien que nos sintamos felices de ser suyos. Y es necesario que esa entrega perfecta se sostenga constantemente y por igual, en todo lugar y siempre, [incluso] en aquello que nos choca, que contraría nuestros puntos de vista, nuestras inclinaciones, nuestros proyectos; y que nos encuentre dispuestos a dar todo nuestro bien, nuestra fortuna, nuestro tiempo, nuestra libertad. Estar en esta disposición y pasar a los efectos, es tener una verdadera devoción. Pero como a menudo la voluntad de Dios se nos esconde, hay todavía un paso que hacer en la renuncia, es cumplir [esa voluntad] por obediencia, una obediencia ciega, pero sabia en su ceguera. [Es la] condición impuesta a todos los hombres: el más lúcido de ellos, el más apropiado para acercar las almas a Dios y llevarlas a El, debe ser él mismo conducido. TRAS LOS PASOS DE JESÚS. Uno de los principales efectos del amor es hacer que los que se aman no tengan entre sí sino una misma voluntad. De ahí se sigue que cuanto más se ame a Dios, más se esté conforme con su voluntad y que, recíprocamente, cuanto más íntima sea esta conformidad, tanto más perfecto será el amor. La prueba del amor son las obras. Cuanto más cuestan a la naturaleza tanto más marcan con amor. San Juan, al querer explicar cómo Dios amó a los hombres, dijo que El entregó a su Hijo único (Jn. 3, 16); y nuestro Señor dice, hablando del amor que tenía para con el Padre: "A fin de que el mundo sepa que yo amo a mi Padre y que hago siempre lo que me manda, levantaos, vámonos... a la muerte" (Jn. 14, 31). San Pablo, desde el primer momento de su conversión, se muestra perfectamente dispuesto y sumiso a todo lo que Dios quiera: "Señor, ¿qué queréis que haga? (Hech. 19, 6). ¡Qué breve palabra, pero llena, viva, eficaz y digna de toda estima y de toda recompensa! Sólo encierra dos palabras, pero lo dice todo: "todo lo que Dios quiere que haga y sufra". Sale del fondo del corazón y jamás Pablo se ha salido de ella en su conducta. Es digna de recibirse en todos los estados y en todas las condiciones, principalmente por los religiosos. Encierra una perfecta forma de vida, de tal modo que si llegáramos a este punto de perfección, no nos quedaría nada por desear. Samuel nos brinda un ejemplo parecido. Su palabra es la misma que la de san Pablo: "Aquí estoy, Señor, habla, que tu siervo escucha" (Sam. 3, 10). Feliz el alma que no desea sino conocer y hacer lo que Dios quiere. Si en alguna parte, en la tierra, hay que encontrar esta felicidad, es sin duda entre los religiosos. La voluntad de Dios les es manifiesta. Dios mismo les habla por medio de sus superiores, les habla por su regla, los ilumina y los mueve interiormente y les enseña por estas luces y mociones que quiere de ellos. "Felices somos, Israel, porque Dios nos reveló lo que le agrada" (Bar. 4, 4). Sólo nos queda poner mano a la obra sin tardanza y hacer perfectamente lo que Dios quiere.

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FIAT. El punto de partida de la santificación es la conformidad con la voluntad de Dios. La más alta santidad [está] en la más perfecta conformidad con la voluntad de Dios. Haec est voluntas Dei, sanctificatio vestra (1Tes. 4, 3). Porque la plenitud de la fe es la caridad y el principal efecto de la caridad es identificar nuestra voluntad y la de Dios. La gran pala bra es, pues: FIAT VOLUNTAS DEI. Es el grito de paz que salió de todos los héroes cristianos, el lema de todos los justos de todos los tiempos. EL SECRETO DE LA FELICIDAD El cumplimiento de la voluntad de Dios hace al hombre perfecto. Le da también la felicidad, incluso en este mundo, en cuanto es posible. No se puede ser feliz sin abandonarse en la conducción de la Providencia era uno de los temas favoritos del santo. "Nuestra felicidad está ahí, decía ahí tenemos que buscarla". Si existen tan pocos que la encuentran, es porque los hombres cuentan con sí mismos, en vez de unirse a Dios: "Hacer depender la felicidad de las cosas temporales es un error profundo". Con Dios, al contrario, "se es feliz en todas partes... incluso en la cárcel, incluso mismo al pie del cadalso (D.S., 63). Ahí está el gran secreto. Sabiduría y bondad, dignidad y nobleza, alegría y seguridad: todos estos componentes de una vida feliz residen en el ajuste de nuestra voluntad a la adorable y muy sabia voluntad de Dios. Es lo que muestran los textos que vamos a leer. VERDADERA SABIDURÍA, VERDADERA FELICIDAD.¿Quién es en este mundo el hombre sabio y feliz? El que es bastante dueño de sí mismo para ordenar a sus impulsos desordenados, bastante fuerte contra los acontecimientos exteriores para verlos sin miedo ni abatimiento. Todas nuestras penas, todas nuestras miserias vienen por el hecho de que nuestra voluntad sufre el imperio de las pasiones o resiste en vano a los avatares de la vida. Somos o esclavos de nosotros mismos o víctimas de lo que nos rodea. Nuestras pasiones nos hacen llevar cadenas, los reveses de la vida nos colman de amargura. La sabiduría humana consiste en la fuerza de alma por la que triunfamos de esos enemigos. ¿Qué diferencia hay entre la sabiduría humana y la cristiana? El cristiano va más lejos que el hombre sabio. Su sumisión a Dios es más fácil y perfecta por el hecho de que se deriva principalmente de su respeto y amor por la voluntad de Dios, cuyo corazón penetra el Espíritu Santo. El cristiano, en vez de buscar su fuerza en su carácter, en el fondo de su ser y no ver en sus desgracias más que accidentes inevitables, reconoce que él mismo no puede sino perecer. Luego, levantándose tanto más alto que siente más su desamparo, ve a Dios infinitamente sabio, infinitamente bueno, que dispuso todo en favor nuestro y que dirige todo. El cristiano somete su voluntad y su razón a la razón y voluntad divinas, Es, desde entonces, un hijo dócil a las órdenes de su padre, es un soldado que espera de su [jefe] disposiciones de combate y se contenta con guardar el puesto en donde se le colocó. Quejas y murmuraciones se desvanecen y se establece la paz en el corazón. Otros, a su alrededor, se indignan y desesperan. Para él, nada acontece por casualidad, a contra tiempo. Dios ha previsto y querido todo; no queda sino obedecer. No sólo se somete a la voluntad de Dios, sino que la suya no difiere de la de Dios. La caridad, unida a la fe, opera esta dulce conformidad. Las órdenes de Dios, más que seguirlas, se adelanta por el ardor de sus deseos. No acepta las pruebas como un mal necesario; no llama a nada malo, excepto al pecado, porque en todo considera a Dios mismo y a su Hijo, cuya gracia no lo abandonará jamás.

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SOY BASTANTE RICO. La mayor felicidad del hombre en la tierra es tener una conformidad perfecta con la voluntad de Dios. Establecerse en ella es poseer el reino de Dios, es decir, la bienaventuranza de los santos en este mundo, la justicia, la paz, la alegría en el Espíritu Santo. Poner todo nuestro contento en el beneplácito de Dios, en la convicción de que todo viene de El y que su voluntad se cumple en todo lo que nos acontece de más molesto, hace que, prefiriendo su voluntad a la nuestra, los sufrimientos y las penas se conviertan en alegría; y nuestra amargura, en dulzura. Ya no más miedo. Desprecios y humillaciones, desgracias y reveses de fortuna, nada puede alterar nuestra paz, nuestra felicidad. Encontramos aquí una fuente de serenidad y de alegría que se revela en nuestra conducta. Es tan verdad esto que todo les va bien a quienes aman a Dios (Rom. 8, 28) y que el justo jamás será afligido, aunque le ocurra cualquier cosa (Prov. 12, 21). Feliz quien busca el único bien que incluye a los demás, el bien soberano y universal. Es suficiente, basta. "Tu gracia y tu amor, Dios mío, y soy bastante rico" (san Ignacio). Me bastáis: lo demás no es más que vanidad y aflicción de espíritu (Ecle. 1, 14). Nuestro corazón está sin descanso, hasta que descanse en Ti (san Agustín). Tengamos como principio hacer lo que podamos, lo que dependa de nosotros, y abandonemos el resto a la divina Providencia, no queriendo más que lo que Dios quiere. Cualquier contrariedad que suceda al justo, no se entristecerá; pero los malos tendrán el corazón penetrado por la aflicción. Sólo el pecado aflige al hombre justo. No sentir la desgracia es casi imposible para el hombre; pero no soportarla, es indigno del hombre. El justo es intrépido como el león y no teme nada (Prov. 28, 1). Sobreabunda en alegría. Renunciar a los bienes, es el inicio de la perfección. Filósofos paganos han tenido ese coraje. Pero sufrir uno mismo, darse a Dios, es lo propio de los cristianos y, en el fondo, Dios no pide otra cosa: "Hijo mío, dame tu corazón (Prov. 23, 26). Querer en todo y en todas partes lo que Dios quiere, ahí está el gran secreto para llegar a la felicidad. Nada es dejado al azar, todo ocurre como Dios lo ha dispuesto. La conformidad con la voluntad divina produce ese verdadero y completo abandono en Dios, cuya tan alta idea nos dan los santos, que Dios encuentra tan agradable en su servidor, de quien está escrito: "El Señor se buscó un hombre según su corazón" (1 Sam. 13, 14). Y, de hecho, David era tan sumiso, que repetía sin cesar: "Mi corazón está preparado, Señor, mi corazón está preparado" (Sal. 107, 1). NUESTROS TÍTULOS DE NOBLEZA. Hay tres bienes que el hombre puede adquirir y que acostumbra a desear: el honor y la dignidad, los placeres y la alegría, la utilidad y la comodidad. El medio, pues, de adquirir estas tres clases de bienes es hacer en todo la voluntad de Dios(1). En cuanto al honor y a la dignidad, es la palabra expresa de la Verdad eterna: "El que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, es para mí, hermano, hermana y madre " (Mt. 12, 50). Palabras que tendrían que estar profundamente grabadas en el alma de cada uno de nosotros, dichas por el Hijo de Dios, que no sabría ni engañarse ni engañarnos. Mientras instruía a la muchedumbre, la envidia de los fariseos interrumpió a nuestro Señor y le dijo: "Aquí están tu madre y tus hermanos que preguntan por ti". Pero Jesús, queriendo mostrar en esta ocasión la dignidad de los que obedecen a la palabra y a la voluntad de Dios, responde, extendiendo la mano sobre los discípulos: "Mi madre y mis hermanos aquí están. El que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre". Admirable poder del cumplimiento de la voluntad de Dios: nos alza al sublime honor de ser los parientes de Jesucristo.

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Ser siervo fiel de Dios y pasar por tal, es 1 algo muy grande. Dios gustó de honrar a Job con este título, cuando dijo: "Id a encontrar a mi siervo Job" (Job 42, 78), y a Moisés (Num. 12, 78) y a David (Ez. 34, 2324). Haciendo la voluntad de Dios fue que estos santos hombres merecieron obtener este título. Ser amigo de Jesús es grande y honorable. ¿Cómo llegar a esta divina familiaridad y ser los amigos de Dios? Haciendo su voluntad. Nuestro Señor lo dijo él mismo: "Seréis mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn. 15, 14). Ser esposa de Jesucristo es todavía más grande y glorioso. Un alma, pues, es honrada con esta cualidad cuando hace abnegación de su voluntad propia y cumple la voluntad de Dios. Servidor de Dios, amigo de Dios, esposa de Dios, ¡qué asombrosa dignidad! [Sin embargo], es todavía más ser hermano y madre de Jesucristo. Y a tales honores alza el cumplimiento de la voluntad divina. "El que hace la voluntad de mi Padre, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre", dice Jesucristo. Estas palabras no son una exageración, nuestro Señor las pronunció sencilla y verdaderamente... y quiere que las tomemos en el mismo sentido y creamos piadosamente que el Hijo de Dios tiene realmente como hermano, hermana y madre a quien hace la voluntad de su Padre. Lo tiene por hermano y lo ama con un amor filial ... Ser, según la carne, el hermano de Jesucristo, ¡qué dignidad! ¡qué alta estima no vamos a tener para con la Virgen, porque engendró a Jesucristo! Pues bien, podemos alcanzar fácilmente este parentesco, esta consanguinidad: hagamos constantemente en todo la voluntad de Dios. LA LECCIÓN DEL PARAÍSO. El segundo bien que los hombres desean hacer es el placer y la alegría, el descanso y la seguridad. Ahí está, pues, el fruto especial del cumplimiento de la voluntad de Dios. ¡Cómo! [dirá alguien] ¿renunciar a sí mismo, no seguir en nada su voluntad propia, hacer en todo la voluntad de otro, es cosa agradable? Se diría, a primera vista, que es una paradoja, algo increíble. Sin embargo, nada más verdadero. El ejemplo de los bienaventurados en el cielo demuestra manifiestamente que es la verdad misma. ¿Quién tiene menos voluntad propia que los bienaventurados? Sin embargo, ¿quién goza de mayor alegría y mayores verdaderos placeres? Nada impide, nada turba la gloria de los ángeles, porque hacen, según el profeta, "la palabra de Dios", es decir, la voluntad de Dios. En efecto, la hacen con una alegría y un placer indecibles, maravillosamente deseosos de escuchar su voz y atentos a la primera seña de su voluntad. Está, pues, muy lejos de que la abnegación de la voluntad propia y el cumplimiento de la voluntad divina sean algo incómodo, fastidioso y lleno de amargura. Al contrario, es la alegría más pura, al llenar de delicias no sólo las almas que están ya en el cielo, sino también las que están aún en este mundo. Es lo que atestigua el Profeta real, apoyado en su propia experiencia: "¡Qué bueno es Dios, Israel, para los que tienen un corazón recto!" (Sal. 72, 1). "¡Qué bueno, qué dulce, qué agradable, repite David, resulta a aquéllos cuyos sentimientos para con Dios son rectos y sinceros!" (Sal. 96, 11). ¿Quiénes son ésos? Los que indiscutiblemente buscan y hacen en todo la voluntad de Dios, los que conducen, dice san Agustín, su corazón según la voluntad de Dios, los que quieren lo que Dios quiere. Así había creado Dios al hombre en la rectitud: el corazón y la voluntad de Adán, al salir de las manos de Dios, sólo tenían en vista la voluntad de Dios.; y, mientras permaneció en ese estado de rectitud, ¡de qué delicias, de qué paz, de qué alegría no gozó! Pero enseguida que se desvió de la voluntad de Dios, fue despojado de todas esas delicias y abrumado de angustias y dolores. MAS DULCE QUE LA MIEL. Cuanto más se acerca uno al fuego, más calor tiene; cuanto más se acerca uno a la luz, recibe más luz. Si nos unimos a Dios, que es la dulzura y la suavidad mismas, nos llenamos de alegría y dulzura. Nos unimos, pues, enteramente a Dios y somos un mismo

1 En todo el desarrollo que sigue, nuestro autor se inspira en una obra latina, Incitamenta religiosorum, del P. Georges Schedelich, S.J., editada en Colonia en 1711. Este autor compuso cuatro series de Exhortaciones para los religiosos, con treinta exhortaciones por serie. Nuestro santo se ha inspirado ampliamente para sus instrucciones a la comunidad. El pasaje imitado aquí pertenece a la segunda serie, pp. 139145.

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espíritu con El, si hacemos en todo su voluntad: "El que se une a Dios es un mismo espíritu con El (1Cor. 6, 17). La unidad de espíritu con Dios, en el hombre que tiene el corazón en lo alto, es la perfección misma de la voluntad, cuando quiere lo que Dios quiere. Sucede, entonces, entre Dios y el hombre, lo que la Escritura dice de Joatán y de David: "El alma de Jonatán quedó prendada del alma de David" (1Sam. 18, 1). Ya que Dios es la suavidad misma, hay que concluir que, unirnos a El por el cumplimiento de su voluntad, es atraer sobre nosotros un río de delicias y de paz. Nuestro Señor nos explica esta alegría espiritual por medio de una comparación clara: "Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre" (Jn. 4, 34). Hacer la voluntad de Dios es, pues, no un alimento cualquiera sino exquisito, lleno de suavidad. Había saboreado la dulzura de este alimento este hombre con el corazón como el de Dios (David), había experimentado tantas delicias haciendo la voluntad de Dios que decía: "¡Qué sabrosas son para mí tus palabras! ¡Más dulces que la miel en mi boca! (Sal. 118, 103). TRAS LAS HUELLAS DE LOS SANTOS. Si es dulce cumplir la voluntad de Dios que nos obliga so pena de pecado, esta voluntad es sencillamente buena (Rom. 12, 2). ¡qué será si añadimos a ello el cumplimiento de esta voluntad de predilección, que es tan perfecta como las órdenes que nuestros superiores nos manifiestan o como nos sugieren las inspiraciones del Espíritu Santo! ¡Qué ejemplos, como apoyo de ayuda, en esos hombres que, no siguiendo en nada su voluntad propia, vivieron siempre contentos y en la alegría! San Francisco Javier no tenía otro empeño que abdicar de su voluntad propia y conformarla a la divina. Por eso, terminaba todas sus oraciones con estas palabras de san Pablo: "Señor, ¿qué quieres que haga?" Este santo, camino de Macao, estaba contento de alegría, al punto de que, teniendo los pies destrozados por las zarzas y las piedras, no sentía ningún dolor. Así, según el relato del historiador de su vida, estaba ordinariamente [colmado] de tantas delicias espirituales que, no pudiendo contenerlas, gritaba: "Basta, Señor, basta", rogando, de esta manera a Dios, que atemperara la abundancia y la violencia de estas delicias. Con este mismo sentimiento, santa María Magdalena de Pazzi, dirigiéndose a sus hermanas, les decía: "¿No veis qué suavidad encierra esta sola palabra, la voluntad divina? Es tan grande que ninguna palabra humana sabría explicarla". "Su cumplimiento dice san Efrén , cuando el hombre es conducido por otra voluntad más que por la de Dios, encierra toda ella una alegría divina". CONTRAPRUEBA. Sin el cumplimiento de la voluntad divina, no se puede esperar ni alegría, ni tranquilidad, ni verdadera seguridad. Porque si nuestro amor se extiende a todo lo creado que, siendo tan frágil e inconstante, fácilmente nos abandona, es necesario que toda nuestra alegría se cambie dentro de nosotros en tristeza y hastío pues tal es la condición de todas las cosas perecederas que nos afligen cuando se van mucho más de lo nos alegran cuando están presentes. Sólo posee una alegría constante quien se conforma con la voluntad de Dios: "Que el que quiera alegrarse con seguridad dice san Agustín se alegre en Aquél que no puede perecer." (Enar. in ps. 84). LOS CAMINOS DE DIOS El plan divino se nos presenta en un clarooscuro que pone a prueba tanto nuestra fe como nuestro amor. Dios se disfraza a menudo bajo las más modestas apariencias; no merece menos nuestra sumisión. El creyente, instruido por el evangelio, no duda en reconocerlo. Sabe que, hoy como ayer, la Providencia prefiere los medios humildes a los brillantes y, parecido a los Magos postrados ante el Niño cuyas apariencias sólo ofrecían a la vista a un pequeño judío, descubre la voluntad divina hasta en sus manifestaciones más secretas. San Miguel guardó siempre una fe absoluta en la Providencia. "Con Dios decía menos claro se ve tanto más se anda con seguridad. Nada más sabio, más seguro, de más provecho que echarse a ciegas en esas contradicciones aparentes y en esas tinieblas divinas" (D.S., p. 204).

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Citaba muy a gusto el ejemplo de Abraham. LUZ EN LAS TINIEBLAS. Abraham hubiera podido decirse: "He aquí una tentación del demonio". Pero no, creyó y, a la voz de Dios, se puso en camino. ¿Perdió algo por abandonarse ciega y generosamente en las manos del Creador? Al contrario, mereció la gloria ante el cielo y la tierra. ¿Qué lo hizo andar tan recto y resueltamente, sin dudar ni reflexionar, con tanta seguridad, a través de tantos sacrificios? La ley interior de amor, una sencillez de corazón que le mostraba la divina voluntad. Desde que la conoció, la cumplió, sin ir ni a derecha ni a izquierda, sin tardanza, sin reserva, pero también sin obstinación, dispuesto a hacer todo por obedecer a Dios. En su camino, su hijo le pregunta: "Padre, aquí está la leña y el fuego, pero ¿dónde está la víctima? ¡Dios proveerá, hijo mío! Continuaron el camino. Luego, al momento de asestar el golpe, un ángel detiene al patriarca. Este obedece al instante. Ninguna terquedad. ¡Qué alma cristiana! ¡qué alma religiosa! Y, sin embargo, no tenía como nosotros tantos testimonios infalibles de la Escritura (D.S., p. 204). DIOS SE REBAJA A NUESTRO NIVEL.¿Qué es esta Providencia a la que es tan útil abandonarse? Es la bondad, la sabiduría, el poder de Dios que actúan concertadamente para llevar al hombre al fin dichoso a que está destinado. Su ley es la más razonable y sabia, la más amable y dulce, muy digna de nuestra estima y amor. Dios nos ha colmado de bienes y nos ha prometido aún mayores. ¡Cómo nos amó en la creación y en la redención! 2 Cuando la ley natural, que había grabado en los corazones se borró, [El] la grabó en tablas de piedra...Da un rey a ese pueblo que no quiere más que su gobierno inmediato... Se presta, se acomoda a la debilidad de su criatura; la sigue, por así decir, en su indignidad y, desde ahí, le presenta los restos de salvación que aún es capaz de captar, para salvarla. Es lo que se ve sobre todo, cuando Dios, semejante a una madre que se rebaja al nivel de su hijo, al ver el corazón del hombre y el hombre entero hecho carne, baja hasta el lodo de nuestra carne y se hace carne como él, para alzar al hombre hasta Dios: Verbum caro factum est. Si Dios quiso tener esta conducta con nosotros, es por un efecto admirable de bondad. Quiso ser servido, no por esclavos, sino por sujetos queridos, por hijos bien nacidos. Dijo a santa Catalina de Siena y ella lo consignó en sus escritos que, según expresión de un Papa, 'exhalan el perfume de una doctrina divina': "Nada ocurre sino por voluntad de Dios. Dios hace siempre lo que es mejor según las leyes de su sabiduría. También hace lo que es más útil según su bondad y amor por nosotros". Qué consolación para el alma, en cada dificultad, si verdaderamente cree y si se dice a sí misma: "Mi buen Pastor me conoce. Quien conoce a la muerte más cruel a ese Hijo muy querido. ¡Dios mío, me habéis amado tanto! ¡Dios mío, habéis hecho tanto para haceros amar por mí! Habéis deseado tanto, deseáis tanto que os ame. Aquí estoy, Señor, aquí estoy. Mi corazón está preparado, no me niego a nada para probaros mi amor. ¿Qué queréis que haga? ¡Aquí estoy!" todo, me conoce. Actúa conmigo como El sabe y debe actuar, con tanta sabiduría y previsión como lo pide el caso. Me resigno, pues, a su Providencia". Veamos a Quién dio su vida por nosotros y, si no somos como piedras, devolvamos amor por amor.

2 El santo se mostraba en extremo sensible a esta bondad de Dios. Nos quedan fragmentos sueltos de meditación en donde se palpa la llama que devoraba su corazón: "¡Ver a Dios, amarlo, complacerlo, serle agradable en la región de los vivos, durante toda la eternidad! ¡Qué felicidad! ¡Es mi último fin! Dios me amó tanto que le complació hacerse amar por mí. Me creó, me conserva a cada instante; me dio a su Hijo, me rescató entregando

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EL SABIO Y EL INSENSATO. Cuando no se tiene religión o se la olvida, uno sustituye sus propias luces por las de Dios, lo [cual] es ofender a su sabiduría; se prefiere la propia satisfacción a la de Dios; se busca otra felicidad; se apoya uno en sus propias fuerzas, en su propio trabajo, su propia ingeniosidad, independientemente de la ayuda de arriba, lo [cual] es atentar contra su poder. ¡Qué desgracia! ¿Estará, pues, obligado a ceder Dios? Ciertamente que no. Mientras que el verdadero fiel será bien conducido, estará contento, tranquilo; el enemigo de la Providencia sólo encontrará en sus luces tinieblas y ceguera; en su felicidad, turbaciones; en sus proyectos mejor concertados, decepciones. ¡Temamos su desgracia!... ¡Viva, pues, la Providencia, que es la única que no sabría engañarnos en sus puntos de vista y en sus proyectos! Que aparte de encima de nosotros lo que puede perjudicarnos y nos lleve hacia todo lo que es para ventaja nuestra. Anatema a todo pensamiento, a todo sentimiento que venga a turbar los puntos de vista que son para nosotros los órganos de la Providencia y los primeros intérpretes de los proyectos y voluntades de Dios. [Hay que] seguirlos con una delicadeza virginal, sin demora, sin reserva y sin vuelta atrás" 3. Dios mío, ¿por qué los hombres no siguen constantemente este método? Los guiaría más segura y felizmente que la mayor sabiduría y prudencia humanas del mundo. Entre los que se guían por sus propias luces, hay quienes tienen éxito. Y parecen humanamente contentos. Pero, ¿están siempre contentos como lo parecen? ¿Cómo puede ser feliz y estar contento un religioso? ¿Cómo puede prometerse tener éxito ante Dios cuando no puede decirse a sí mismo: "Yo estoy en donde Dios me quiere, hago lo que El quiere? ¿Se puede tener paz cuando se ha resistido a Dios? No, Dios lo dijo, este oráculo debe cumplirse (Job 9, 4). La desgracia de esta gente no procede sólo de la turbación de su conciencia. Existe otra cosa, su ambición, sus pretensiones ¿Cómo los hace desgraciados su ambición? Haciéndoles desear más de lo que deben y emprender más, mucho más de lo que pueden. Sus fuerzas no bastan para la grandeza de sus planes, de sus empresas. También se ven forzados a no llevar nada a buen término. ¡Qué horrible pesar para hombres vacíos que creen poder llegar a todo! O bien, para dar abasto a las dificultades que se crean, dejan a Dios y los deberes que unen a Dios... ¿Puede haber en esto felicidad sólida alguna? SCIO CUI CREDIDI.[Al contrario], la Providencia irá a desenterrar al [obediente] en el reducto en que su humildad y dependencia lo tenían relegado. Si tiene [que mostrar] paciencia, si se encuentra algunas veces por debajo de su trabajo, puede decir: "Sé donde Dios me quiere. Si sufre, es que lo quiere y, puesto que lo quiere, sé a quién hice depositario de mis planes, de mis trabajos, de mi paciencia (2Tim. 1, 2). Sé por quién sufro (Sal. 43, 22). ¡Aquí está, pues, siempre feliz, siempre contento, siempre bendecido por Dios! Mientras que el hombre independiente está siempre agitado, siempre desgraciado, siempre maldito de Dios (Jer. 17, 5). La caña en que se apoyó se rompió y, con sus astillas, le causa heridas mortales. Así también, ¡qué esterilidad y qué de caídas! Dios mío, ¿puede aplaudirse uno cuando es conducido a la ceguera por sus propias luces tan defectuosas, a la turbación, por sus pasiones y amor propio, a los golpes formidables de la justicia de Dios, por su confianza en sus propias fuerzas? Vivamos y muramos en donde Dios quiere. Es el medio de vivir inocente y morir tranquilo, con idea de serlo. Te deseo ambos. [Sin eso], después de comenzar bien, uno acaba miserablemente. Como Saúl, que quiere rendir a Dios un culto a su manera, contra las órdenes de Samuel. Como Acab que quiere ejercer la virtud de misericordia violando la orden de Dios, y que es maldecido por Dios (1R. 20, 42). Como aquel solitario que, después de pasar 50 años en el desierto, se echa a un pozo y, sacado medio muerto, persiste en su idea, por falta de discernir la voluntad de Dios de entre las ilusiones de Satanás transfigurado en ángel de luz. 3 En estos pasajes que se dirigen especialmente a religiosos, nuestro autor, aun siendo personal, se inspira del P.Judde, S.J. Obras espirituales, Perisse, Lyon 1834, 4ª ed. t. 5, pp 437443.

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DIOS ELIGE LOS MEDIOS HUMILDES. La acción de la Providencia [se manifiesta] en el cumplimiento de sus preceptos. Se puede seguirla en la bajeza y en la humildad, al revés de la sabiduría humana, eligiendo, como los más sólidos fundamentos de sus obras, la abnegación y el anonadamiento. El poder de la verdadera caridad, que abraza a Dios primero y al prójimo después, ¿quién lo conoce? Los mismos que no la desdeñan y quieren practicarla, desconocen su naturaleza y su fuerza. A menudo, creen útil disfrazarla bajo camuflajes de invenciones modernas, de explayarla y complicarla con toda clase de apoyos humanos que no tienden más que a desnaturalizarla y debilitarla (1). Nada grande tiene grandes comienzos, ni comienzos sabiamente combinados. No se encontrará ninguna excepción a esta ley. De ahí la consecuencia inquebrantable de que ninguna obra grande y real, sabría estar fundada, a priori, en medios fijos,escritos, pues los hombres mismos, [que serán] los instrumentos sucesivos del proyecto concebido o puesto en ejecución, ignoran completamente lo que llegará a ser y que el crecimiento insensible es el verdadero signo de la 4 duración [en las obras de Dios] 5. ¡Qué de vocaciones erradas, qué de apostasías, qué de obras divinas arruinadas, abandonadas, por ignorar esto! ¡Qué de mentiras aceptadas, incluso piadosamente, por realidades! ¡Qué de realidades rechazadas como mentiras! ¡Qué de existencias, cuántos medios ofrecidos al servicio de la vanidad! ¡Y eso por el espíritu de saber, por la habilidad, por la entrega total! Quid meditati sunt inania? 6 ¡Qué lección, Dios mío, me dais ahí! Nada faltaba, todo estaba previsto, discutido, escrito, todo faltó. Nada faltaba del elemento humano, pero el elemento divino, no estaba... [Para] reconocer este elemento divino, tenga el alma cuidado de conservar su vista limpia y su voluntad sumisa alas menores indicaciones [de la gracia]. A Dios, sin demora, sin reserva y sin vuelta atrás, por amor por El. LAS LECCIONES DEL EVANGELIO. La Providencia no procede por magníficos avances y soberbias proclamaciones: no hace charlatanerismo. Empieza por un pequeño pesebre; un caminito estrecho y aún sin salida; nadas insignificantes, que parecen no llegar a nada. Luego, todo eso se anda y anda aún, lentamente, silenciosamente, durante treinta años en Nazaret. Y luego, el grano de mostaza se convierte en un árbol grande. Igualmente aún, la Providencia da indicaciones generales, vagas, como a los Magos. ¿Dónde van? No saben nada. Pero van. Vidimus stellam, hemos visto la estrella. Es cierto, no hay que abandonar las indicaciones, incluso vagas de la Providencia: hay que seguirlas con celo y perseverancia, seguirlas hasta que la estrella se detenga: Invenimus Messiam, hemos encontrado al Mesías (Jn. 1, 41) Y El, es la roca. Quien habita en El, queda de pie 7. ¡Qué vivacidad de fe en los Magos! Encuentran a un niño reducido a una gran pobreza: no titubean nada para adorarlo... Todo parece conspirar para quebrantar la fe de los Magos: el estado de abyección en que ven a Jesús, el miedo que se tiene a que sea reconocido por Herodes, el aviso que

4 San Miguel no desconoce la utilidad de los medios humanos. Al contrario, quería que se los buscase y emplease con sumo cuidado. Pero, semejante en esto al cura de Ars, desconfiaba instintivamente de los medios espectaculares y, en todo caso, exigía que se los sometiese a la voluntad de Dios. 5 Encontramos aquí un eco de Joseph de Maistre, Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas, Prefacio. San Miguel pensaba, sin duda también, en las obras fundadas por san Vicente de Paúl. 6 ¿Por qué meditaron vanos proyectos? Todas estas alegaciones, en conferencia, eran resaltadas con ejemplos concretos. 7 D.S., p. 184. Había él mismo recibido esta consigna de Monseñor d'Astros, cuando la primera intención de fundar la Congregación. "Empiece la obra, le había dicho el prelado, y sin adelantarse a la Providencia sígala en todas sus indicaciones con generosidad y perseverancia" (Bourdenne, op. cit. p. 62). Tomó esta recomendación como una orden que inspiró toda su vida. No desconocía uno de sus modelos preferidos, san Vicente de Paúl, que había actuado siempre de la misma manera.

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reciben de volver en secreto a su país... Adoran los proyectos de Dios sin quererlos penetrar. Adoremos, amemos, obedezcamos. Dios tiene sus miras. ¡Adelante! [Luego], salvar a Jesús por medio de la huída. ¿Dónde está el poder de Dios? El cielo quiere confundir hoy a la sabiduría humana... Dejar su país, ir a una tierra extranjera, en donde estará sin ayuda, sin consolación por parte de los hombres; no saber cuánto tiempo tendrá que pasar; las penas y peligros de un tan largo viaje... ¡Qué de razones para expresar repugnancia, [al menos] alguna extrañeza! José no piensa más que en obedecer. Suceda lo que suceda, Dios tiene sus miras. ¡Adelante! Sin tardanza, la noche misma, emprende, con Jesús y María, el camino que le señala el cielo. ¡Dios lo quiere! Basta para obedecerle los ojos cerrados, para recibir de sus manos las más rudas cruces. Jesús, María y José quedan en Egipto hasta que el Señor ordena salir y, por estar en medio de las abominaciones de la idolatría, no dejan, por eso, de estar con Dios. A veces, se queja uno de su estado, de su empleo y se imagina que no sabría muy bien servir a Dios ahí. ¡Peligrosa ilusión! El lugar en donde podemos mejor santificarnos es aquel en donde Dios nos quiere. Es su gracia que nos santifica: sabe proporcionarla a los diversos estados y a los diversos empleos en donde nos pone. Tal se salva en medio de la corrupción del mundo, y se hubiera perdido en un monasterio 8. LA MAYOR SOBERANÍA "¡Dios todo, yo nada!" proclamaba san Miguel en una de sus conferencias; y sacaba en seguida la conclusión práctica: "¡Dios en su sitio, yo en el mío!" La meditación asidua de los atributos de Dios lo tenía en continuo sentimiento de adoración. Reconocer la grandeza de Dios, someterse a su poder, alabar su bondad, discernir su mano soberana que dirige y dispone de todos los seres y de todos los acontecimientos conformemente a las miras superiores de su sabiduría, para el mayor bien de los elegidos, tales son las condiciones fundamentales para entrar en el plan de la Providencia y realizar la verdadera conformidad de nuestra voluntad con la de Dios. LOS VERDADEROS ADORADORES.[Debemos] adorar a Dios en verdad, reconocer en El la más alta soberanía y en nosotros la más profunda dependencia. Nuestro Dios. Para esto, es necesario que creamos que El es: perfecto, incomprensible y superior a todo lo que podemos pensar de más grande... Es un abismo impenetrable: nos perdemos en El, suprimimos todos nuestros pensamientos, nos contentamos con admirar de lejos una tan alta majestad, nos dejamos como absorber por la grandeza de su gloria. Esto, esto es adorarlo: ahí está la verdadera idea. He aquí el ídolo: confesando la incomprensibilidad de su naturaleza, casi todos quieren comprenderla en sus pensamientos y designios en lo que les toca. Piden razón, murmuran, se irritan incluso, si esos designios no son conformes a [sus] ideas, a [sus] gustos, a [sus] fantasías... [Sin embargo], lo que repugna a nuestra mente enferma concuerda con una razón superior, que debemos adorar y no intentar comprenderla: la razón quiere que reverenciemos lo incomprensible. Nuestro Maestro.[Dios es] absoluto soberano: "Todos mis consejos se mantendrán y todas mis voluntades se cumplirán" (Is. 46, 10). ¿Cómo le rezan, [pues], los hombres?... Llenos de sus pensamientos. No para entrar humildemente en el orden de sus designios, sino para hacerlo entrar en sus sentimientos, prometiéndole, con esta condición, servirlo bien. Es desconocer al soberano Maestro. Es verdad que se dice: "¡Hágase tu voluntad!" Vana fórmula que termina nuestras oraciones, como su seguro servidor nuestras cartas. En efecto, ¿salimos de la oración más tranquilos, más resignados, más fervientes para con la ley de Dios? Al contrario, más enardecidos por los propios intereses. Y si

8 cf. Lallement. Reflexiones morales sobre el Nuevo Testamento, t. 1, p. 13.

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las cosas se tornan en contra de nuestros deseos, no se nos ve, no, con las respetuosas quejas maduradas a los pies de Dios, sino con repugnancias y murmuraciones. Rezáis a un ídolo del que pretendéis hacer lo que queréis, y no al Dios verdadero, que debe hacer de ti lo que quiere. Rezad para excitaros a querer lo que Dios quiere y no para llevar a Dios a querer lo que vosotros queréis 9. Nuestro Padre.[Dios es] bienhechor: su poder supremo sobre nosotros está fundado en su bondad que lo llevó a darnos el ser, que lo inclina a conservárnoslo, que lo llevará a perfeccionarnos y, por consiguiente, a hacernos felices. Hay que considerarlo como infinitamente bueno, bienhechor, ávido de darse; no quejarnos porque nos rehúsa algún bien. Cuando no obtenemos [lo que pedimos], debemos creer que no es un bien verdadero o que no estamos dispuestos a recibirlo. ¿QUIEN ES SEMEJANTE A TI, SEÑOR? El hombre es creado para alabar, reverenciar y servir a Dios. El hombre: solo razonable de entre todas las criaturas, solo dotado de inteligencia y libertad para elegir y abrazar lo que quiera: el más noble de todos los [seres] visibles, la obra maestra del todo poder de Dios, de su sabiduría y de su amor infinitos... es creado: sacado de la nada. No se ha hecho a sí mismo; es Dios quien lo ha hecho. ¡Qué dependencia: nada por sí mismo! Pero rica y feliz dependencia: todo por Dios, a quo bona cuncta procedunt 10. El hombre, todo el hombre, luego yo mismo... ¡Aquí estoy, soberano Maestro! ¡Aquí estoy, anonadado y hecho obediente a Ti, mi Dios y Señor! Viernes de la 3ª semana de Cuaresma. El santo meditó mucho, anotó y propuso a los demás estos profundos pensamientos para alabar, reverenciar y servir a Dios: Alabarlo: reconocer y publicar sus perfecciones admirables. Todo nos lleva a ello. Reverenciarlo, dándole un culto exterior e interior; acordándose de su presencia en todo tiempo y lugar; temiéndole: es el principio de la sabiduría; respetándolo: es la base del culto y del honor que se le debe; teniendo confianza en El y amándole. El temor y el respeto dan testimonio de su grandeza, la confianza publica su poder y el amor honra a su bondad. Nuestro respeto para con Dios debe ir hasta la adoración: vivo sentimiento del alma que se anonada ante su TODO; culto mudo, pero expresivo y agradable a Dios. Cuando la adoración prorrumpe en palabras de fuego, se convierte en el culto de la alabanza. Si a ello añadimos el culto de la acción o del servicio, entonces, todo en nosotros glorifica al Maestro y dice: ¿quién es semejante a Ti, Señor? ENSÉÑAME A HACER TU VOLUNTAD. De estos tres deberes [alabar. reverenciar, servir], el primero es el más fácil, el segundo, no es demasiado difícil; el tercero encuentra inmensas dificultades en nuestra naturaleza viciada por el pecado. Sin duda, el servicio de Dios, es la gloria, la felicidad del hombre. La voluntad divina es siempre buena, perfecta en sí misma y, para la criatura, siempre deseable. Sin embargo, es tal nuestra ceguera que raramente la conocemos con claridad; y nuestra malicia es tal que cuando incluso conocemos bien esta voluntad adorable y tan buena, nuestra voluntad rechaza a menudo cumplirla... El hombre sólo quiere depender de sí mismo. Posee una libertad desordenada, una equivocada independencia. Ahí está la fuente de todo mal; como todo, la felicidad del hombre es servir a Dios y hacer su voluntad. Digamos, pues, con insistencia: "Señor, ¿qué quieres que yo haga? Enséñame tu voluntad". De estos tres deberes, el que merece de nuestra parte la más seria atención es el de servir a Dios, hacer su voluntad. Primero, porque encuentra en nosotros grandes dificultades; luego, porque el servicio de Dios es de cada instante y sin interrupción. No podemos hacer continuamente actos de 9 Todo este pasaje traduce una inspiración en Bossuet, Sermón sobre el culto debido a Dios. 10 De quien procede todo bien.

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alabanza y de respeto, pero podemos y debemos continuamente servir a Dios. Este deber se extiende a todos los momentos de nuestra vida, incluso a los de nuestro sueño, incluso al de nuestra muerte. CORDE MAGNO. Servir [a Dios], es conservarse en dependencia absoluta de su voluntad en todo. En todas partes y siempre lo que Dios quiere, como lo quiere, porque lo quiere. Así, observar sus mandamientos, los deberes particulares de nuestro estado, de nuestro empleo... Cuando no se ha hecho aún elección de un estado de vida y que se puede hacer libremente, [hay que]: redoblar de celo por cumplir nuestros deberes actuales; renunciar a toda afección desordenada; disponerse a la más perfecta imitación de nuestro Señor; rezar; examinar y exponer a quien corresponde; obedecer, [en fin], sin tardanza, sin reserva y sin vuelta atrás, por amor, corde magno et animo volenti et alacri 11. San Miguel recurrió siempre a este método que había compuesto y hecho aprobar por la Santa Sede. Distribuía los folletos a sus dirigidos ya fuera para el estudio de su vocación, ya fuera para cualquier decisión importante. Se encuentra una ilustración típica del método en la siguiente carta dirigida a un joven desde hacía mucho tiempo inquieto sobre el sentido de su vida: Querido amigo: ... Te ha pasado ya mucho tiempo para hacer elección de estado de vida. Encontrarás sólo seguridad y felicidad en una vocación divina conocida y aceptada, sea cual fuere. Toma, pues, una determinación para tu futuro según las reglas que te di en un pequeño impreso. Si tus ocupaciones no te permiten hacer reglamentariamente un retiro espiritual, tómate, en donde estás, un determinado tiempo durante el cual: 1º Redoblarás de celo por cumplir bien los deberes de tu estado de vida actual; 2º Renunciarás a toda idea, a toda afección nociva o sencillamente desordenada; aunque, por otra parte fuere buena, no sería sino para perderte; ¿Quién de nosotros se ocupa seriamente de la voluntad de Dios? En vano se nos predica tan amenudo... que nuestro único negocio en este mundo es conocer la voluntad de Dios, cumplirla y salvarnos por este medio. ¿Pensamos todavía en esta verdad fundamental. Verdaderos viajeros en la tierra, ¿conocemos el final de nuestro viaje y la ruta que a El conduce?... Sí, hermanos, lo digo con dolor, con una especie de pavor: la mayor parte de los hombres viven en una ignorancia profunda de la voluntad de 3º Te dispondrás a la más perfecta imitación de nuestro Señor Jesucristo; porque el mundo es un calvario, la cruz está en todas partes, hay que llevarla con coraje y constancia; 4º Rezarás mucho a Dios para que te haga conocer su santa voluntad sobre tu porvenir; sólo El sabe a qué te destina, sólo El puede hacértelo conocer; es, pues, a El sólo al que hay que rezar, delante de El sólo debes examinar en favor o en contra del matrimonio, en favor o en contra del estado de soltero junto a tus padres a quienes ayudas, a quienes sostienes hasta la muerte o, en fin, los motivos de abrazar la vida de comunidad religiosa; 5º Lo que experimentes en esa oración y en ese examen, lo expondrás a un director espiritual competente; 6º Por último, aceptarás su decisión como la voluntad de Dios, sin demora, sin reserva, sin vuelta atrás, más bien por amor a esta voluntad adorable que por otro motivo... (Carta 164). Dios...

11 Con un corazón grande y un espíritu generoso y rápido. En esta enumeración un poco seca, se reconocen los siete puntos de su método para conocer la voluntad de Dios, inspirado él mismo del método de elección que predomina en los Ejercicios de san Ignacio. Por otro lado, se palpa la influencia del fundamento ignaciano en todo el pasaje.

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O ALTITUDO. ¡Oh profundidad de la riqueza divina! ¡Qué impenetrables son los designios de Dios e insondables sus caminos! (Rom. 11, 33). [Lo que impactaba] al Apóstol era la conducta misericordiosa y justa que Dios ha tenido para con los judíos y griegos, haciendo que la incredulidad de los unos sirva a la conversión de los otros y la vocación de éstos al retorno y a la conversión de aquellos; no llamando y no salvando a nadie más que por misericordia; no rechazando ni condenando a nadie más que con justicia; disponiendo de tal manera las cosas que todo contribuya al cumplimiento de sus designios y a la manifestación de sus atributos. Si esta profundidad nos humilla, es también muy consolador para nosotros saber que es una profundidad de riqueza, un tesoro de gracias. Dios me esconde los móviles de su conducta; pero con la seguridad de que está lleno de misericordia y que lo hace en proporción también a la debilidad y a los desórdenes de mis ideas y de mis sentimientos. No conozco los pensamientos de Dios, pero sé que no pueden ser sino sabios, justos, santos y ventajosos para mí. Eso me basta. [Atrás] la herejía y la impiedad que se erigen en contra de la justicia y la bondad de Dios y que quisieran hacerme tomar las tinieblas del error por la oscuridad del misterio. EL HOMBRE OLVIDA. El hombre dice M. de Maistre olvida que es dependiente; para el mundo de la moral; sólo recuerda su libertad. Olvida que, para el mundo de la moral, no puede pasarse de Dios de quien proclama, a cada instante, la necesidad que de El se tiene en el mundo físico. El hombre dice san Agustín contento con el encanto de la libertad, quiere usarla como dueño absoluto e independiente de Dios. Según estos dos grandes hombres, ahí está la unión de la filosofía con la teología. Satanás había hecho lo mismo. Le encantó la libertad sin concupiscencia, adornada con todos los dones de la gracia; cayó y, al caer, arrastró al hombre en su caída: cecidit et, unde cecidit inde dejecit 12. EL SECRETO DEL PADRE.¡Qué diferente es la conducta de Dios de los pensamientos del hombre! Jesús sube al cielo, no a la vista de todos, sino sólo ante 500 discípulos aproximadamente. Quiere que los demás crean en la palabra de esos discípulos a quienes soberanamente desprecian. Da a esos discípulos todas las cualidades necesarias para persuadir a la gente sincera y no prevenida y ninguna de las que atrae la consideración de quienes poseen el espíritu del mundo. La humildad y la rectitud de corazón son el camino hacia la fe. [Tenemos] que creer, adorar, preferir los designios de Dios a los nuestros, despreciar la curiosidad, esperar apaciblemente la ejecución de los planes de Dios: "A vosotros no os toca saber el tiempo y el momento que el Padre ha fijado en su poder" (Hech. 1, 7). Pero nuestro espíritu [es] estrecho y temerario: de ahí, la oscuridad. DIOS PIENSA EN MI. Es justo y razonable someterse a las órdenes de la Providencia, dejarse guiar en todo por ella... Nuestros superiores, a nuestro respecto, son ciertamente los órganos de la Providencia. Que todos se persuadan firmemente de que tienen que dejarse llevar por la Providencia bajo las órdenes de los superiores. ¿[Sería] permitido al hombre situarse según su fantasía y erigirse en el árbitro de su suerte? ¿De qué se trata? De depender o no de Dios. Ubicarse así según la voluntad de cada uno es salir del rango que la Providencia nos había señalado. Es cierto que Dios me cuida en el camino al que me llama. Dios quiere salvarme. Es sabio, me ama, se comprometió con palabra, promesa y juramentos tantas veces reiterados a querernos y hacernos el bien. El honor de ser los aliados del Verbo encarnado y el título de nuestra adopción hablan muy alto a favor nuestro junto a El. Bastaría nuestra sola confianza en su misericordia para inspirarle los sentimientos más tiernos, segú n la palabra: "Que tu misericordia, Señor, nos sea manifestada en la medida que ponemos en Ti nuestra esperanza (Sal. 32, 22).

12 S. Agustín, serm. 163, nº 8, P.L. 38, 893.

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Mis faltas podrían haberla un tanto enfriado. Dios no te castigará, quizás, pero te castigará siempre como un padre: "Volveos a mí, dice el Señor, y os recibiré" (Jer. 3, 1). No me sorprende, pues, cuando, llenos de los sentimientos respetuosos a cerca de la bondad de un Dios en quien ponemos toda confianza, un Javier estuvo dispuesto a irse a las Indias al menor signo de su superior y a volver de la misma manera, no obstante el gran bien que hacía allí y no encontrar aparentemente a nadie para reemplazarlo dignamente; no me sorprende cuando predicadores se han exiliado para ser ecónomos; o doctores se han hecho catequistas de niños; o antiguos superiores se han prestado, si lo hacía falta, a realizar oficios de empleados domésticos... Sólo me extrañaría que estos ejemplos nos extrañasen porque, en fin, ¿puede pedir menos el motivo de la resignación y de la sumisión a la Providencia? Pues, ¿de dónde vienen, casualmente, nuestras inquietudes, incertidumbres, turbaciones inconsideradas sino de que, quizás, nunca ha calado en nosotros este motivo? Pues, ante una verdadera sumisión a la Providencia, ¿qué vienen a ser todas las objeciones del amor propio y de la sabiduría humana que nos hacen hacer tantos extravíos? LAS BURRAS DE SAÚL. Ejemplos, hallamos muchos en la Sagrada Escritura, en donde la Providencia aparece ostensiblemente. Las burras de Cis, padre de Saúl, se pierden y Cis manda a su hijo a buscarlas. Saúl toma un sirviente consigo; los dos buscan inútilmente y, como Saúl quiere volver por temor a que su padre se apene por su causa, el sirviente que lo acompañaba le dice: "Hay, en este pueblo vecino, un hombre de Dios que es muy famoso. Vayamos a su encuentro, quizás nos aclare el asunto que nos ha traído hasta aquí". Cuando estuvieron en su presencia, el Señor dijo a Samuel: "Aquí está el hombre del que te había hablado: éste es quien debe reinar sobre mi pueblo" (Sam. 9, 318). ¡Qué diferentes son las miras y los pensamientos de Dios y los de los hombres! Cis envía a Saúl por animales que se habían perdido, Dios lo envía a Samuel para consagrarlo como rey. A menudo, ¡qué de proyectos tan alejados de los designios de Dios! Pero Dios dirige de tal forma las cosas para su cumplimiento que sabe hacer servir aquéllas que parecen no tener ninguna relación y convierte en medios hasta los mismos obstáculos. Esta Providencia particular se manifiesta en la historia de Ester en los mínimos detalles: medios para liberar al pueblo judío de la cruel sentencia de Asuero, para instalar a Ester en el trono en vez de Vasti porque, siendo judía, intercedería por su pueblo al que Amán había jurado destruír; descubrimiento, por parte de Mardoqueo, de una conjura por la cual el rey no pudo dormir en absoluto, etc. Job veía así los acontecimientos y las personas en Dios. Sus amigos lo ultrajan de la forma más terrible. Para él, después de hacer todo para instruírlos, tiene paciencia, no comete ningún pecado. Veía en todo la voluntad de Dios. Así, por sus oraciones, el Señor apaciguó la ira que Job resentía contra sus amigos. José no sufre ningún daño, ni de sus hermanos, ni de la mujer de Putifar, porque él mismo no busca la ruina de ellos. Al contrario, todo eso sólo servirá para ensalzarlo. El P. De Place, hablando del exilio y de la persecución de los jesuítas, decía sólo esto: "Dios tiene sus intenciones". Pues bien, en este estado de amor y de entrega perfecta a la voluntad divina escondida bajo apariencias incluso mortales, debemos buscar la alegría, la paz, el bien y el éxito. La práctica de esta regla haría la felicidad del instituto. Obedeceríamos porque veríamos la voluntad de Dios; obedeceríamos con respeto y aamor. Los hijos serían sumisos a los padres, los vicarios a sus párrocos, los sacerdotes a sus obispos, todos al soberano Pontífice, a la Iglesia, a los gobiernos. Desgraciadamente, no amamos a Dios como es debido. Para ver la voluntad de Dios hay que amar. El amor es clarividente; ve todo, comprende todo, prevé, adivina. San Francisco Javier, desde el fondo de las Indias, adivina las voluntades de san Ignacio, sus intenciones, sus planes... Pero no entiendo nada de la conducta de mis superiores ¿Comprendía Abraham que por el sacrificio de su hijo podría llegar a ser padre de todas las naciones? ¿Comprendía José que la persecución, el exilio, la prisión lo llevarían a ser primer ministro de Egipto? ¿Sabía Saúl que, yendo a buscar las

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burras, encontraría una corona? ¿Sabía Mardoqueo que el furor de Amán recaería en la cabeza de aquel favorito y así confirmar la liberación del pueblo judío?... LA GRAN DESGRACIA DE LOS HOMBRES Vagón descarrilado que corre a la catástrofe; barco sin timón que se quiebra contra escollos. Tal es, según san Miguel, el hombre que ha roto el lazo de la sumisión a la voluntad de Dios. El pecado opera esta ruptura. Si tenemos el sentido de la majestad infinita de Dios, el pecado se nos presenta con sus verdaderas dimensiones. El pecado es una elección de la voluntad que se inscribe en contra del plan divino, una preferencia monstruosa dada al hombre sobre Dios, a la nada sobre el ser, a Barrabás sobre Jesucristo. Es la más odiosa de las rebeliones y, para el hombre, el único mal que temer. LAMENTABLE NAUFRAGIO. La prueba más convincente y sensible de que Dios es nuestro fin último y nuestra soberana y perfecta felicidad, es que, alejándonos de El por el pecado, llegamos a ser desgraciados. Así lo has ordenado, Señor, y la sentencia se cumple todos los días: que todo espíritu que se desajusta separándose de Ti, encuentra su castigo en sí mismo. La mayor desgracia del hombre es separarse de Dios y querer sustraerse a las leyes de su Providencia; porque, renunciando a la Providencia adorable, el hombre queda o sin gobierno o abandonado a su propia conducta, origen infalible de todos los males; dejando a Dios, obliga a su vez a Dios a dejarlo y a retirarle la protección paternal que la felicidad toda de los justos en la tierra; por ahí se priva de la más dulce o, mejor, de la única consolación que puede tener en ciertas adversidades en donde la sola fe en la Providencia podría sostenerlo; por último, no queriendo depender de Dios a través de una sumisión libre y voluntaria, depende por una sumisión forzada y que, rehusando ubicarse bajo una ley de amor, no puede evitar estar sujeto a las leyes más duras de una rigurosa justicia. Barco azotado por los vientos y las tempestades, bien equipado, sin embargo y provisto de todo lo demás, pero sin timón: tal es el hombre en el transcurso del mundo, cuando no tiene a Dios como regla de conducta... Señor, Tú eres mi Maestro; pongo todo entre tus manos. EL CLAMOR DEL PECADO. Cuando pecamos, preferimos nuestra voluntad a la de Dios; le quitamos a Dios su derecho. El derecho de Dios es que hagamos su voluntad antes que la nuestra. Derogamos, pues, el derecho de Dios cuando preferimos nuestra voluntad a la suya, y ahí está el pecado. El pecado es un movimiento de la voluntad humana contra la voluntad de Dios. Pero la malicia del pecado, no encontrando asidero en Dios a quien ataca, deja necesariamente todo su veneno en aquel que lo comete. Como la tierra que, al alzarse sus nubes contra el sol, no le quita nada de su luz y se cubre tan sólo de tinieblas, así mismo el pecador, al resistirse locamente contra Dios, sólo tiene fuerza contra sí mismo y no puede más que destruirse 13. Todo pecador es enemigo de sí mismo y corrompe el más preciado bien de la naturaleza razonable, la inocencia. De ahí se concluye que el pecado, en sí mismo, es el mayor y más extremo de todos los males: mayor que todos los enfermedades corporales puesto que es un veneno fatal para la vida del alma; mayor que todas las enfermedades que atacan a nuestro espíritu, puesto que es un mal que corrompe nuestra conciencia y nos hace perder el buen uso de la razón, el empleo legítimo de la libertad y la pureza de la conciencia.

13 Imágenes sacadas de Bossuet, de quien se inspira todo este pasaje: 4º Sermón para la Circuncisión y Sermón para el 3er. domingo de adviento, passim.

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Lo más digno de odio en el pecado no es ni la debilidad que lo produce, ni la vergüenza que lo rodea, ni el suplicio horroroso que lo sigue de cerca; pero es lo que merece ese suplicio, es decir, el desarreglo, la iniquidad, la fealdad, la malicia misma del pecado. Esa malicia, que lo hace tan digno de execración, viene de que el hombre, sometido por su naturaleza, debe estar sumiso por su elección a la voluntad divina. Debe unirse a ella con todo su corazón, porque es lo que le hace justo, recto, virtuoso. Cuando peca, hay rebelión contra Dios y odio a sí mismo. El pecado, en el corazón del hombre, es un tumor pestilente, que lo devora, y una mancha infecta que lo desfigura. Es un espectáculo horroroso a los ojos de Dios; es un clamor terrible en los oídos de Dios. Y ese espectáculo causa la aversión de Dios, y ese clamor exige venganza. Pero el clamor de la sangre de Jesucristo produce la misericordia. USURPACIÓN CRIMINAL. Nada más ignorado hoy día que el reino de Dios en el mundo. Estoy verdaderamente asustado cuando veo casi en todas partes cuánto se lo substituido formal y oficialmente por el reino del hombre. A parte del pequeñísimo grupo de quienes el apóstol dice : Justus autem meus ex fide vivit 14, la gente más honesta considera actualmente a la humanidad como el fin de todo. Sólo consideran al mejor en tanto se refiere a ella, de tal forma que las palabras importantes por las que se define Dios mismo: ego sum alpha et omega, principium et finis 15, en realidad la humanidad las usurpa y se aplica a sí misma. Sin duda, esto es un gran crimen y también una gran desgracia, ya que este culpable sistema, del cual no nos damos cuenta, es lo que en nuestros días empequeñece todas las concepciones, rebaja todos los sentimientos, encierra todas las artes en el sensualismo, hace bajar a todos los talentos hasta las esferas de los intereses groseros y reduce a todas las virtudes al bienestar presente. ¿Cómo hombres que no saben sentir la acción divina en lo que ocurre ante sus ojos, no sabrían discernirla en los acontecimientos del pasado? ¿Cómo quienes desconocen la mano de la Providencia bajo la cual y por la cual viven, serían capaces de verla en la historia? ¿Y cómo, acostumbrados a reconocer a su alrededor sólo una política que exige todo al genio humano, se acostumbrarían a ver, en la vida de los pueblos, sólo el juego natural y los azares inevitables de las pasiones y de los cálculos de la humanidad? UNA NADA REBELDE. Lo que más debe llamar la atención de nuestro espíritu es nuestro propio conocimiento. Conocerse a sí mismo es hacerse justicia; es estimarse precisamente en lo que uno es por sí mismo; es verse como Dios nos ve. ¿Qué ve Dios en nosotros mismos? Nada más que nada. Sólo nos pertenece eso. Lo demás viene de Dios y debemos atribuírselo. Y además, ¿no tenemos la grande, la inmensa equivocación de alterar, de hacer irreconocible el bien que tenemos de Dios? El bien que tenemos de Dios es nuestra alma y nuestro cuerpo. El alma es capaz de conocer y amar a Dios y encontrar su felicidad en conocerlo y amarlo, destinada a ello, sin faltarle nada, teniendo todo por eso... ¿Está así nuestra alma? ¡Qué cambiada y desconocida está! Y el cuerpo que debiera ser un compañero fiel y obediente para el alma, ¿qué es hoy? ¿Qué hemos hecho de él? Un infiel, un pérfido, un rebelde. Dios mío, ¿qué soy? Por mí mismo, nada. Pero salido de tus manos, coronado de honor y de gloria, con un alma capaz de conocerte, amarte y servirte y, por este medio, llegar a verte, amarte y gozar de tu felicidad eterna: un alma hecha a tu imagen y semejanza; un alma unida a este cuerpo inmortal e incorruptible, que era su compañero fiel y obediente... Ahí está lo que yo era, espiritual hasta en la carne, a la cabeza de la creación visible que Tú sometiste a mi dominio y con todas sus riquezas a mi disposición, para ayudarme a servirte y a salvarme... ¿Qué llegué a ser por el pecado? 14 El justo vive por la fe (Heb. 10, 38) 15 Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin (Ap. 1, 8).

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¿DONDE RESIDE EL MAL? Todo mal reside en la voluntad del hombre. Ahí está el verdadero obstáculo a la perfección. La voluntad pone un velo a los ojos del alma y le impide ver. El ojo tiene que estar vacío de todo color para ver todos los colores. Así el ojo interior debe estar vacío de toda voluntad, como de toda repugnancia, si quiere contemplar con pureza y con fruto las cosas eternas y divinas. En el hombre hay varias voluntades y cada una tiene su modo particular. Hay que renunciar totalmente a la voluntad, como dice el Señor: "No he venido para hacer mi voluntad, sino la de mi Padre celestial" (Jn. 6, 38). Mientras conservemos nuestra voluntad propia, no saborearemos la verdadera felicidad, ya que sólo consiste en un abandono y resignación perfectos. El hombre pierde su voluntad propia cuando siente su bajeza. La voluntad es una columna en que se apoyan nuestros desórdenes. Si pudiéramos derribarla, todas las paredes caerían con ella. Cuanto menos se estima el hombre, tanto menos tiene voluntad propia; y, con esta disposición, siempre es humilde 16. LO PEOR QUE HAY.[El hombre debe] ofrecer toda su voluntad y toda su libertad, para que Dios disponga de su persona y de todo lo que tiene según su muy santa voluntad. [Es la] disposición absolutamente requerida para emprender todo lo que es según el orden de la Providencia y en el camino de la obediencia. Si de nosotros depende, ningún adelanto. Pero una vez la obra de Dios iniciada, una vez dentro del camino señalado y abierto por el poder de Dios, adelante, corde magno et animo volenti 17. ¿Qué temer? El Señor está con nosotros, como un guerrero valiente (Jer. 20,11). Sin esta determinación valiente sólo hay esterilidad y ruinas: "Los hijos de Efraín, arqueros hábiles, volvieron la espalda en el día del combate" (Sal. 77, 9). Es lo que sucede muy a menudo entre los fieles, incluso entre los sacerdotes. Pero lo que de peor hay, no es que uno afloje, tenga disposiciones contrarias; sino que se justifiquen ciertas acciones y disposiciones, que se quiera tener razón contra el Evangelio. ¡No hay remedio contra semejantes tinieblas! ALIMENTOS TERRESTRES. La mayor preocupación de muchos hombres en la tierra, es procurarse, para sí y los suyos, con qué alimentarse y vestirse. Es la explicación de los trabajos diarios de los obreros, los negocios de los comerciantes, los estudios de los abogados, los sudores de los trabajadores, los peligros de los militares, las súplicas de los mendigos. El fin que se propone esa gente es la subsistencia de sus cuerpos, la manutención de su familia, el pan de cada día. Incluso las personas religiosas, aunque hayan renunciado voluntariamente a los bienes temporales, aunque hayan abrazado la pobreza evangélica, ¿no son a menudo empujados, como a pesar suyo, tras la búsqueda de esas cosas con más cuidado que no lo permite su santa profesión? Los superiores de comunidad principalmente, cuántos cuidados, insomnios para procurar lo necesario en los años de escasez 18. ¡Pobres religiosos! escuchad, pues, al Señor: "Descárgate de tu preocupación en el Señor, porque será tu sostén" (Sal. 54, 23). "En el día del desastre no tendrán que enrojecer; en el día del hambre tendrán de qué saciarse" (Sal. 36, 19). "Buscad primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura" (Mt. 6, 33). Lo decía san Bernardo a sus religiosos, recomendándoles el ejemplo de los antiguos monjes y reprochando a algunos, un pequeño grupo, lo poco que se parecían a esos modelos: "os parecéis muy mal a vuestras raíces, arbolitos, aplastados, nudosos ¡Qué santa es la raíz! ¿Qué se ve digno de ella en vuestras ramas? (2) ¿De qué nos sirve tener paredes de las iglesias y de las casas llenos de estatuas de los santos si, en nuestros trabajos, en nuestros sufrimientos, en nuestra vida, no hay nada

16 Ver Juan Tauler, 2º Serm. 13er. domingo después de la Trinidad. 17 Con un gran corazón y un espíritu decidido. 18 Alusión muy probable a preocupaciones que el santo había conocido él mismo en los años de penuria extrema en que había habido muy grandes dificultades para alimentar a la Comunidad.

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que se parezca a la de ellos, si huimos de la fatiga, si odiamos el sufrimiento, si llevamos una vida de dejadez? LUZ Y SOMBRA Todo, bien y mal, está mezclado en este mundo. El corazón del hombre es un abismo; su voluntad, un campo cerrado en donde, vicio y virtud, se confrontan en un combate perpetuo. En la sociedad, santos y criminales se codean, más o menos anegados en la muchedumbre de los mediocres. ¿Cómo se las arregla la Providencia? Sobre todo, ¿cómo podemos descubrirla? El santo pone en nuestra mano el hilo de Ariana, para evolucionar seguramente en esta complejidad. Gracias a él, ahí en donde muchos tropiezan, se escandalizan y no saben ver en el mundo más que lo absurdo, el puede permanecer el juicio en estado de rectitud, la confianza inalterada y la voluntad filialmente sumisa al Padre, cuya sabiduría conduce todo. EL MEDIO INFALIBLE. El primer motivo de nuestra sumisión a Dios es la excelencia de su naturaleza. Dios es infinitamente superior al hombre y es su soberano Dueño. El Profeta, reconociendo ese motivo de la profunda sumisión a Dios y penetrado de admiración, dice: "¿Mi alma no será sumisa a su Dios? pues El es mi Dios" (Sal. 61, 2). Como si dijera: "¿Cómo puede ser que Dios, que sobrepasa infinitamente en perfección a toda perfección de la naturaleza, no sea su dueño, mientras que yo, que en la naturaleza no soy más que un grado superior a los animales, soy, sin embargo, su dueño? Si confiamos al Señor el cuidado de todo lo que nos concierne, si ponemos en El todas nuestras esperanzas, si buscamos en primer lugar el reino de Dios, nada nos faltará. Todos nuestros bienes y toda nuestra prosperidad dependen de la voluntad divina. "La bendición de Dios hace ricos a los hombres, la fatiga que nos damos no añade nada" (Prov. 10, 22). Sólo los bienes que Dios concede en sus bendiciones son fruto de la justicia, de los esfuerzos dirigidos por la piedad, que procuran una alegría verdaderamente pura. Las demás riquezas, que no pueden considerarse como bendiciones de Dios, están llenas de un sentimiento de amargura, que atormenta a quien las posee. Todo bien, toda prosperidad, todo progreso depende de la bendición divina. Lo prueba la inutilidad de los esfuerzos de Pedro y de sus compañeros durante toda la noche, y la gran cantidad de peces que pescaron fue cuando, a la voz del Señor, lanzaron sus redes. ¡Qué de hombres en el mundo, que trabajan día y noche, tienen, sin embargo, dificultad en ganar el pan de cada día! ¿Por qué? Les falta la bendición de Dios. ¡Qué de comunidades, familias ricas e ilustres, ciudades opulentas han sido reducidas a la indigencia! Les faltó la bendición de Dios. Nosotros mismos, nos ocupamos de la mañana a la tarde, nos desgastamos, nos agotamos; los misioneros que componen, aprenden, discursean; los profesores que enseñan; los hermanos legos que cumplen su oficio en los trabajos manuales. Y ¡Dios mío! a menudo con tan poco provecho para las almas, los alumnos, con tan pocas ventajas temporales. ¿Queréis saber la causa? No está presente la bendición de Dios. Es la única que enriquece bajo todos los aspectos. DIOS, FIEL A SU PROMESA. El Señor enseñó el secreto desde el principio a sus discípulos y a los primeros cristianos (Mt. 6, 33). Si buscamos el reino de Dios y su justicia, preferentemente a todos los bienes del mundo, con celo y asiduidad, la bendición de Dios descenderá siempre sobre nosotros y, todo lo que es necesario al cuidado del cuerpo, se añadirá, no como recompensa, porque la recompensa, en toda su integridad, nos espera en el cielo, sino como por añadidura. Pues Dios es tan bueno que, de alguna manera, está asociado y como obligado con nosotros por su promesa.

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Dios, ante todo, exige y quiere que le seamos sumisos y le sirvamos, le confiemos sólo a El el cuidado de todas las demás necesidades corporales, con una confianza segura que, en lo que se necesita para la atención del cuerpo, El proveerá paternal y libremente. Dios se mostró siempre fiel a esta promesa y, ciertamente, siguió el mismo método que los Patriarcas, y los Padres del Antiguo Testamento Abraham, Isaac y los demás, que buscaron en primer lugar el reino de Dios y alcanzaron la bendición divina. Los apóstoles y los discípulos del Señor buscaron igualmente el reino de Dios y, aunque no cuidaron para nada de las cosas temporales, nada les faltó al respecto. [Lo mismo] los fundadores de Ordenes religiosas, obtuvieron la bendición divina ¡Qué extensas tierras, qué abundantes beneficios otorgó Dios, por ejemplo, a la Orden de san Benito! Un monarca francés decía del santo abad Mauro: "Este monje hizo más adquisiciones con su breviario que mis antepasados con la espada"19. EL BORDADO DIVINO. La Providencia dirige todo en el mundo. En la ejecución de los designios emplea medios que parecen ser los más opuestos. Los mismos impíos, que la niegan, la sirven a pesar suyo. A menudo nos quejamos del bien que nos hace y murmuramos de las ventajas que nos ofrece. Dios borda en la tela de nuestras mentes un magnífico bordado. Levantad la vista, veréis el revés de la obra que sólo os brinda una gran confusión. Pero cuando se os conceda contemplar el trabajo desde una posición superior, lo veréis tal cual es y, entonces, os sorprenderá y os admirará al ver hoy lo que vuestra ignorancia se atreve a censurar. Mientras tanto, adoremos la Providencia suprema; bendigámosla por lo que se digna mostrarnos; respetémosla en lo que le place escondernos... El cuidado de nuestra conservación está ya ordenado y está prohibido inquietarse. Opongamos a ese vicio peligrosos la confianza en la Providencia que vela por nuestras necesidades. Deberes que encierra esta confianza: Reconocer que todos los bienes, temporales y espirituales, provienen sólo de Dios; no afligirnos por los que nos faltan; no atormentarnos por los me dios a proveer a nuestra subsistencia; trabajar para socorrer nuestras necesidades y abandonarnos en la Providencia. PROCESO A LA PROVIDENCIA.¿Por qué [se dice]si la Providencia existe, el justo es más desgraciado en general que el malo? En general el justo no es más desgraciado que el malo. Ambos, como hombres, están sujetos a todos los males de la humanidad. Y el justo no es desgraciado porque es justo, como el malo no es feliz porque es malo. Pero esta igualdad [se insiste] , ¿no es ofensiva a la Providencia? No. Al estar el mundo gobernado por leyes generales, Dios no está obligado a suspenderlas en favor del justo y contra el malo. ¿Habéis oído alguna vez a un militar quejarse de que en la guerra los golpes sólo caigan sobre los buenos? Las balas no eligen a nadie. Los males de la vida son en general como los de la guerra para los militares. Si cada acción virtuosa se pagara con cierta ventaja temporal, el acto, no teniendo nada de sobrenatural, no podría merecer ninguna recompensa [para Dios]. Por otra parte, en el supuesto de que, en virtud de una ley divina, la mano del ladrón se tuviera que cortar en el momento de cometer el robo, habría que abstenerse de robar, como se abstiene uno de poner la mano debajo del hacha del carnicero. El orden moral desaparecería totalmente. Para ajustar este orden a las leyes de la justicia, es necesario y basta que la virtud sea recompensada y el crimen castigado incluso temporalmente, pero no siempre ni inmediatamente. Es necesario que el mayor conjunto de felicidad, aun temporal, se atribuya a la virtud y el mayor conjunto de desgracia se asigne al vicio, pero el individuo no estaría seguro de nada. Es lo que está establecido. De ordinario, la justicia humana castiga al malo. Descubre y atrapa muy a menudo al culpable... De este modo se ve que el justo, en general, es más feliz que el malo.

19 Ver Schedelich, op. cit. Prima Pars, p. 4.

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Pero los tribunales se equivocan. Las excepciones no tambalean la regla. Un tribunal homicida por presión o interés es raro. Que perezca un inocente es una desgracia como otra cualquiera. Que un culpable escape, es una excepción de la misma índole. Lo cierto es que los culpables no engañan con grandes diferencias a la justicia tan a menudo como se piensa, si se atiende a las precauciones que toman para esconderse. Además, a quien consideramos como culpable, puede no serlo. Como es posible que un hombre enviado al cadalso por un crimen que no ha cometido, lo haya merecido por otro absolutamente desconocido. Lo cual reduce aún más el número de excepciones... Pasemos a las enfermedades. Si sacáramos del mundo la intemperancia en todos los órdenes: gula, impureza, cólera, pereza, etc., alejaríamos a la mayor parte de las enfermedades. Un apologista sostiene que todas las enfermedades tienen su origen inmediato o mediato en algún vicio proscrito por el Evangelio, que esta ley santa contiene lo mismo la medicina del cuerpo que del alma. Cuanto más virtuoso es el hombre, tanto más está al abrigo de las enfermedades. Bacon se fijó en la cantidad de santos, monjes sobre todo y solitarios, a quienes Dios favoreció con una larga vida. La observación contraria no es menos impactante20. Planteemos este principio incontestable: que los vicios morales pueden aumentar el número y la intensidad de las enfermedades hasta un punto que no es posible precisar y, recíprocamente, el imperio del mal físico puede restringirse por la virtud hasta límites imposibles de fijar. ¿Se necesita algo más para justificar la Providencia incluso en el orden temporal? JUEGO DEL CRIMEN Y LA VIRTUD. El hombre razonable ensalza las ventajas de la virtud; el corrupto, las del crimen. No hay contradicción en esto. ¡Qué bueno es el Dios de Israel! (Sal. 72, 1). En este salmo David empieza, en un arranque de amor, por condenar las dudas, las tentaciones contra la Providencia que el hombre débil experimenta. Luego de ese hermoso movimiento, confiesa sin pena esas tentaciones. Luego, abjura de todos los sofismas del espíritu. [Al final], no sabe qué amar: "Quid mihi est in caelo"? (¿Quién hay para mí en el cielo sino Tú?). Ese es nuestro maestro y modelo. Pero el crimen, [se objeta], tiene éxitos en la adquisición de riquezas, honores, etc. En primer lugar, ¿son bienes reales? Y después, ¿no se puede mostrar la inocencia durmiendo en paz al lado del bandido empedernido? Por otro lado, ¿qué queremos? ¿que el inocente sea impasible? ¿que la lluvia no lo moje? ¿que, si se olvida de cerrar la puerta, un ángel detenga al ladrón y le impida llevarse sus bienes? Se insiste tanto en las desgracias del inocente contra la Providencia. ¿Dónde está, pues, la inocencia? ¿Quién puede preciarse de ser justo? Examinemos el mal que está en nosotros y palidezcamos al echar una mirada valiente al fondo del abismo: el número de transgresiones, su malicia, las noticias de crímenes: complicidad, consejos, ejemplo, aprobación... ¡Terribles palabras! [Pasemos al] examen de nuestras virtudes: el pequeño número, la falsedad, la inconstancia. Sondeemos las bases de las virtudes: ¿las ha determinado la voluntad divina o el prejuicio? Una acción nos rebela bastante menos por ser mala que por vergonzosa... Sin victoria sobre nosotros mismos [no hay virtudes]. Lo que nada nos cuesta nada vale.

20 En otro lado, a propósito de la penitencia, el santo se pregunta: ¿Se complace entonces Dios en ver sufrir? Responde: "El ayuno es un medio de debilitar y domar las pasiones, de elevar el alma, etc. Los sufrimientos sirven para ejercitar la virtud y la fuerza del alma. No es, pues, supersticioso pensar que el ayuno es lo mismo un medio de penitencia que un remedio contra la rienda suelta de las pasiones. Y así como no acusamos en absoluto de crueldad a un médico que prescribe abstinencia y remedios a un enfermo, Dios tampoco es cruel cuando manda ayunar. Objeción: ¿No es nocivo para la salud? ¿No impide cumplir nuestros deberes? Respuesta: ¡Hay menos viejos en la trapa que entre los voluptuosos del mundo! ¿Se llama más a menudo a los médicos para curar las enfermedades contraídas por el ayuno que para tratar las enfermedades originadas en la intemperancia? Los golosos, ¿cumplen mejor sus deberes que los sobrios? Los pobres campesinos viven ordinariamente de su producción lechera, de frutas y de legumbres: ¿son menos robustos y más propensos a las enfermedades? ¿Viven menos?

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Saquemos de nuestras miserables virtudes lo que hace al temperamento, al honor, a la opinión, al orgullo, a la impotencia y a las circunstancias. ¿Qué nos queda? "No existe hombre justo en la tierra que haga el bien sin pecar nunca (Ecle. 7, 20). Supongamos a un justo abrumado de males. ¿Quién tiene derecho a quejarse? Aparentemente es [él], el justo, el que sufre. Jamás sucederá esto. [Ved] a Perpetua, san Ignacio, mártir, san Andrés... Cosa extraña: el que se queja de los sufrimientos de la virtud es el crimen. Oraciones, ofrendas, sacrificios voluntarios, ¿por qué deteneros en insolentes blasfemias?... Todo mal es un castigo. Por lo tanto ningún mal es necesario pues puede prevenirse. [Incluso] después de cometerlo, se puede aún prevenir el castigo: primero, por el mérito del culpable; en segundo lugar, por sus oraciones o las de sus amigos. Tanto en el orden superior como en el temporal, hay que razonar sobre el poder de obtener gracias y prevenir los males. [¿Podríamos justificar también] las oraciones contra el rayo, el granizo, la langosta? ¿Por qué no? ¿Por qué las leyes de la naturaleza no se combinarían con la oración? El fatalista dice: "Lo que tiene que ocurrir ocurre y sólo ocurre lo que tiene que ocurrir". Pero el sentido común dice: "Si rezas, tal cosa que debía ocurrir, no ocurrirá. En la tierra, la acción de los seres libres se combina frecuentemente con las leyes materiales de la naturaleza. Ved de cuántas maneras influimos en la reproducción de animales y plantas. Por ejemplo, según que el hombre exista o no, el injerto es o no es una ley de la naturaleza. Sufrimos porque lo merecemos. Los males de esta vida son expiaciones por nuestras debilidades, pruebas para las virtudes, objetos de nuestros triunfos. A unos pocos días de tribulación [debe suceder] eterna felicidad 21. LA VOLUNTAD DE BENEPLÁCITO La voluntad de Dios se nos ofrece bajo dos formas: la voluntad de Dios que realiza por sí misma y la que quiere realizar por nuestro intermedio. La primera nos viene toda hecha, ya sea directamente por Dios, ya sea por medio de los agentes de que se sirve: requiere nuestra aceptación, que se expresa generalmente en el "Fiat voluntas Dei" (Hágase la voluntad de Dios). La segunda se nos propone para ser realizada. Dios nos la hace ver y nos encarga de cumplirla; nosotros mismos seremos sus agentes. A ésta corresponde también una fórmula muy arraigada en el corazón del santo, la fórmula del Sagrado Corazón al entrar en el mundo: "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Heb. 10, 7). Este "Ecce venio" lo repitió san Miguel Garicoï ts incansablemente toda su vida. Distingue perfectamente las dos voluntades que estima por igual necesarias y preconiza la alianza estrecha del "fiat" (hágase) y del "faciam" (haré): la obediencia responde al segundo; el abandono, el primero. Los dos están estrechamente entremezclados en las páginas precedentes. Aquí, insiste más en el "fiat", o abandono en la voluntad de beneplácito. LA DOBLE VOLUNTAD DE DIOS. Se debe, con los teólogos, distinguir en Dios dos voluntades: una "de signo", por la cual Dios manda, prohíbe, permite, aconseja, hace algo. Manifiesta esta voluntad en las leyes, los preceptos [y en los consejos]. La otra se llama voluntad de beneplácito: aquélla por la que quiere que algo suceda de tal manera, ya sea que ponga en ella alguna condición, como cuando quiere la salvación del hombre si éste no pone obstáculo a ello; ya sea sin condición, como cuando quiere que subsista el orden en el universo, como lo estableció en su infinita sabiduría. Nadie puede resistir a esta [segunda] voluntad de Dios; no admite ni oposición ni control; nos lo dice El mismo en Isaías (46, 1011): "Mi plan se cumplirá, ejecutaré todas mis voluntades... Lo que dije, ejecutaré; lo que concebí, lo realizaré". 21 Se palpa en todo este capítulo que el autor leyó a Joseph de Maistre y lo recuerda. Véase Tardes de San Petersburgo, 1º y 3er. diálogos.

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Considerada en general, [la conformidad con la voluntad de Dios] consiste en seguir la voluntad divina en lo que prescribe y aceptar las que ordena. La primera se llama conformidad activa; la segunda, conformidad pasiva. Ambas llevan a querer todo lo que Dios quiere, como lo quiere y, sobre todo, porque lo quiere 22. 1º La conformidad activa se ejerce en lo que depende de nosotros, sometido a nuestra libertad y disposición. Se ejercita en la obediencia general a la voluntad divina, ya sea afirmativa ya sea negativa. En cuanto a la voluntad afirmativa, hay que querer siempre y hacer todo lo que Dios quiere, ya sea al mandar o al aconsejar; y hay que tener el querer como Dios lo quiere, de la misma manera que lo quiere y, sobre todo, porque lo quiere, sólo por motivo de su beneplácito. En cuanto a la voluntad negativa, no hay que querer ni hacer nada que Dios no quiera ya sea prohibiendo o disuadiendo; de tal manera que no se quiera jamás ningún pecado venial deliberado, ni infracción a alguna regla, ni ninguna imperfección voluntaria, ni resistencia alguna a la gracia. 2º La conformidad pasiva a la voluntad de Dios que permite o actúa, se ejercita en lo que no depende de nuestra voluntad [Se practica], en general, a través de la resignación y, en particular, por la aceptación y la sumisión. La resignación concierne propiamente a lo futuro, a lo incierto o, al menos, a lo desconocido. Hace que nos abandonemos completamente en Dios y en los superiores que ocupan su lugar en todo, plenamente, con prontitud y constancia, excluyendo por entero toda acción, deseo, pensamiento contrarios a la voluntad de Dios. La aceptación o sumisión concierne a lo presente o pasado, determinado y conocido. Aceptamos la voluntad de Dios plena, pronta y constantemente recibiéndola y sufriéndola con toda paciencia, ecuanimidad y alegría, mostrando esa [disposición] por medio del silencio, de una aprobación explícita o, incluso, por la alabanza y la acción de gracias, a ejemplo del santo Job23. MI CORAZÓN ESTA ALERTA."Mi corazón está alerta, Dios mío. mi corazón está alerta (Sal. 107, 2). ¿Por qué la repetición? El profeta quiso mostrarnos: 1º la constancia y la firmeza de su resolución a hacer en todo la voluntad de Dios. Como si dijera: "Mi corazón está alerta, Dios mío, y dispuesto de tal forma a seguir tu voluntad, a obedecer en todo al menor signo de la divina voluntad que ningún respeto humano, ni dificultad, ni adversidad llegará a impedirme conformarme por entero a ella". Esta total conformidad exige dos cosas: hacer lo que Dios quiere, sufrir lo que Dios quiere. En efecto, tales fueron el espíritu y la intención de ese profeta tan sometido a Dios: "Mi corazón está alerta, Dios mío, para hacer todo lo que queráis que haga; mi corazón está alerta para sufrir todo lo que quieras que sufra. EN LA LEY, NO BAJO LA LEY.¿Por qué debe someterse el hombre a la voluntad divina? Por el soberano dominio de Dios sobre nosotros, por el inefable beneficio de la redención; por nuestro interés, porque nada en el mundo nos conviene mejor que hacer la voluntad de Dios.

22 En la exposición siguiente, el autor sigue a Petitdidier, de quien utiliza no sólo la doctrina sino la terminología especial: 21ª Conderación, Práctica de la conformidad de nuestra voluntad a la divina. 23 El silencio de la paciencia, la aprobación de la sumisión, la alabanza y el abandono; con tituyen los tres grados de perfección de la conformidad. El santo lo repetía a menudo y se inspiraba de buena gana en san Bernardo que atribuía el primer grado al temor, el segundo a la esperanza y el tercero al amor: "El temor del Señor es el principio de la sabiduría, la esperanza está en el medio y la caridad es la plenitud... El que comienza por el temor, sufre la cruz de Cristo con paciencia; el que avanza, con confianza; el que se abrasa en el amor, abraza los sufrimientos con amor" (san Bernardo, Panegírico de san Andrés, n. 5). San Miguel insistía a sus hermanos para hacerles subir al grado de amor que, según él, se identifica con el tercer grado de humildad de san Ignacio: "Por falta de esta disposición, decía, uno se inquieta, por falta de abandono para dar a cada cosa su lugar: a lo necesario, el primer lugar; a lo demás, una atención, un cuidado según las reglas, con abandono", etc. (Conferencia del 25 de julio de 1862). "Como María al pie de Jesús, decía también. No se preocupa del bien o del mal que se dice de ella. Ama, olvida, se abandona. Pero Dios no la olvida... Lo mismo con nosot ros. Ahí está la historia..." (ib.).

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Jesucristo dijo: "Quien haga la voluntad de mi Padre que está en el cielo, será mi hermano, hermana y madre" (Mt. 12, 50). [Por ahí] quiere comprometernos a llevar buenamente un yugo que no sabríamos sacarnos de encima, a amar nuestras cadenas para que nos sean más livianas y para tener ocasión de recompensar nuestra obediencia. [En efecto], la cuestión es saber si vale más tener mérito junto a El con una obediencia indispensable que acarrearnos su ira por una resistencia inútil; si vale más que nuestro corazón esté en la ley o bajo la ley; si vale más vincularse a ella como servidores celosos, amigos complacientes, o estar unidos a ella como esclavos; en una palabra, si vale más hacer la voluntad de Dios como en el cielo o como en el infierno. ¿Se puede dudar? No. Así que no hay más que confirmarnos en [nuestros] sentimientos, antes que inspirarnos otros nuevos. El hombre tiene que obedecer a Dios, nadie lo duda. ¿Por qué, pues, esas murmuraciones? Quien se opone es el corazón, no la razón. Nos parece que la conducta de Dios no nos favorece aunque estemos persuadidos de que es justa. Quien se queja y llora, ¿está menos obligado, aunque actúe a pesar suyo, a someterse a las órdenes de los jefes? ¡Qué locura rezagarse en las obligaciones en vez de lanzarse hacia ellas con generosidad! ¡Qué error, qué locura, quejarse de su condición porque nos sucede algo desagradable! Sufrir lo que es de condición mortal, no turbarse por lo que no podemos evitar. Para nosotros, obedecer a Dios es la libertad. LO QUE HAY QUE QUERER. La voluntad debe querer lo que Dios quiere que quiera. No debe, [necesariamente], conformarse con el objeto material de la voluntad de Dios. Así Dios quería destruir Sodoma, Abraham no lo quería. Dios quería que el hijo adulterino de David muriese, David no lo quería. Dios no quería que su Hijo viniera [antes del tiempo previsto], lo profetas querían que viniera antes. Dios quería abandonar a los judíos y conceder sus favores a los gentiles, pero san Pablo tenía tanta pena que quería ser anatema. En fin, es tan cierto que Dios puede pedirme lo que quiera, como que [ordenó] a Abraham a inmolarle su hijo... No estamos obligados a querer lo que sólo sucede por concesión divina; aún más, estamos obligados a no querer ciertas cosas semejantes, por ejemplo, los pecados. Lo que no es pecado [para nosotros, pero ocurre por causa de los pecados de los demás], estamos obligados: a) a quererlo de forma [sin embargo] a poder desear que no suceda; b) a descartarlo, en la medida que depende de nosotros, por ejemplo las matanzas y saqueos de ciudades... Vale más, sin embargo, me parece, decir en esas circunstancias: "Señor, Tú eres justo y tus mandatos son rectos (Sal. 118, 137). ¿DIOS AUTOR DEL MAL? Para someternos a la voluntad de Dios, [hay] que convencernos mucho de estas dos verdades: 1º que la voluntad de Dios tiende a hacernos eternamente felices y nuestra sumisión a esa voluntad nos hace ya felices en esta vida; 2º que, fuera del pecado, nada nos sucede en la tierra sin que Dios lo quie ra. ¿Y las injusticias? También. "No tendrías autoridad alguna para actuar contra mí si Dios no te dejara" (Jn. 19, 11). Es verdad de fe que Dios conduce los acontecimientos de los cuales nos quejamos. Todo ocurre en el mundo, excepto el pecado, por voluntad de Dios: "Bien y mal, vida y muerte, pobreza y riqueza, todo viene del Señor" (Ecle. 11, 14). Dios quiere real y positivamente los males de la naturaleza que no tienen relación con el pecado: hambre, sed, enfermedad, sufrimiento. Lo mismo quiere, en realidad y positivamente, las penas del pecado. En una palabra, Dios quiere las penas y los males de la naturaleza y, en cuanto al pecado, lo permite por justas razones. De todo esto se deduce que todo lo que llamamos mal depende de la voluntad de Dios. Debemos penetrarnos bien de esta enseñanza unánime de la teología, que la voluntad divina es la causa primera de todos los males, excepto del pecado.

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Es un efecto de su sabiduría aplicada a gobernarnos. Todo lo que nos ocurre debe convertirse en ventaja nuestra; pues todo gobierno justo y reglamentario tiene por finalidad la felicidad de los súbditos. Luego todos los males que Dios nos envía son útiles. ¡Bendito sea Dios por medio de nuestras cruces!... ¿Confiamos en un médico y rechazaríamos a Dios, creeríamos entender mejor de nuestros intereses? "No sabéis lo que pedís" (Mt. 20, 22). Hágase tu voluntad, Señor, y despréciese la mía. [Digámoslo] con amor. Un Dios que nos creó, cuyos numerosos beneficios y sin medida sobrepasan los deseos y los pensamientos, ¿se inclinaría a perjudicarnos, a permitir que nos perjudiquen? No creo que esto le agrade a Dios. Pensemos, pues, en quién es el autor de nuestras aflicciones. ¿El? ¿Podría [El] querer algo fuera de nuestra felicidad?... Alejandro bebe la copa de su médico, ¿y nosotros rechazaríamos el cáliz? "El cáliz que me ofrece el Padre, ¿voy a dejar de beberlo? Atrás, Satanás" (Jn. 18, 11). Todo, pues, proviene de arriba, todo es efecto particular de la disposición de la divina Providencia. Consideremos que todo lo que así nos sucede de la mano de Dios, nos lo envía para nuestro bien y son verdaderos favores para nosotros. No contentos [con admitir] esas verdades especulativamente, [tengamos] una creencia fuerte, viva, de modo a recibir todo como si Dios nos las presentara inmediatamente en persona. Igualmente, ¿no es digno de respeto, amor y sumisión cuando nos presenta algo a través de las causas segundas? Dios nos gobierna, nada nos falta (Sal. 22, 1). Es nuestra ley y salvación. Sea por siempre bendito. Confianza filial en la paternal Providencia de Dios sobre nosotros: paternal, más que maternal. Cuando recibáis una desgracia, en vez de quejaros de los hombres, [id] a los pies de Jesucristo: "Tu voluntad y no la mía" (Lc. 22, 42). ¡QUE LUZ! He aquí un principio católico que se encuentra en cantidad de cartas de san Agustín y que confirman todas las teologías del mundo: que todas las pruebas que Dios mismo o por intermedio de los seres nos envía, tienen un solo fin: afianzar y desarrollar los dones de Dios en nosotros. ¡Qué luz! ¡Qué norma de conducta en esta verdad! ¡Qué principio para resolver casos de conciencia! Ahí está el partido que tenemos que sacar del mal que está en nosotros y a nuestro alrededor: ayudarnos y valernos para afianzar y desarrollar en nosotros los dones de Dios. Consecuencia práctica de esta verdad fundamental es que debemos aceptar todo de la mano de Dios e identificar tan completamente nuestra voluntad a la suya que nos cuidemos bien de atribuir cualquier cosa al azar, a la suerte eso sería una quimera indigna de sobrevivir al paganismo a ninguna causa segunda; lo que nos conduciría a vanas quejas, estériles y funestas, sobre todo en una comunidad; como éstas: "Esto no me ocurriría si tal o cual no me lo hubiese deseado, si no fuera por esto o lo otro, etc." IDEAS FALSAS. Más que a sugestiones paganas y satánicas, que son la peste de las comunidades, debemos escuchar al lenguaje de la ciencia y de la teología: Dios hizo todo. Todos los bienes y males de la vida provienen de El solo. La mayor parte de la gente se hace, en esta materia, ideas muy erradas. Mucho se persuaden de que los males en que los hombres no tienen ninguna participación, como inundaciones, hambre, peste y otros parecidos, nos vienen de Dios aunque para ello se sirva ordinariamente de causas segundas necesarias. Pero, en cuanto a los males que nos envía por intermedio de las causas libres, los males que tienen origen en la malicia humana, como calumnias, fraudes, etc., se acostumbra a considerarlos como no venidos de Dios, sino [sólo] de la perversidad de los hombres. No se percibe que Dios se sirve de su maldad y defectos para ejercitar y formar a sus elegidos. Si Dios, que ama la justicia y aborrece la iniquidad (Sal. 44,m 8), es el autor de todo el mal de naturaleza y castigo, ordenándolo, produciéndolo y, permitiendo el mal de culpa, Dios saca el bien del mismo mal. Oportet haereses esse (Es necesario que haya herejes). Es el plan providencial: en todas partes [hay] mezcla de buenos y malos, incluso en la Iglesia. Se olvida que eso está en los designios de Dios.

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Hay quienes se enfadan por ello, querrían arrancar lo que es providencial, útil a los planes de Dios. A ésos Jesús responde: "Dejad crecer la cizaña, no sea que con ella arranquéis el trigo bueno" (Mt. 13, 30). UN EJEMPLO. Alguien me quita injustamente un bien mío, la reputación, la libertad; heme aquí condenado a las galeras. ¿Viene de Dios la conducta de esa persona? Por cierto que no viene de Dios. Sí, Dios es el autor de todo lo que de real hay en esa conducta. El ha gestado el proyecto y lo ha realizado; y todo esto estaba en su derecho. En lo que respecta al pecado que hay en esa conducta, no se puede imputar ni a Dios ni a mí. Sólo ese hombre es culpable, y Dios permitió la culpabilidad por muy buenas razones 24. Lo mismo ocurre con los demás pecados. Dios ama la justicia y aborrece la iniquidad (Sal. 44, 8). No es menos una verdad incontestable que todo el mal del pecado25, sea cual fuere su causa segunda, viene de Dios por disposición de su adorable Providencia. Dios instruye a los buenos por medio de los malos. ¿"Sucede una desgracia en una ciudad, sin que Dios sea el autor?" (Am. 3, 4) MALA LÓGICA.[Podría decirse]: Si así es con todos los males que nos ocurren, ¿por qué recurrir a los remedios? ¿Por qué luchar contra los enemigos y recibir más bien, a ejemplo de un ilustre obispo, todos los males con estas palabras: "Salve, azote de Dios" 26. La guerra, la enfermedad, nos vienen de Dios; es incontestable. Pero no hay que sacar de este principio, como consecuencia: "pues dejemos libre curso a la enfermedad, etc." El deber de recibir el mal como venido de Dios se conjuga perfectamente con el deber de combatirlo. Aceptándolo con toda la sumisión que pide la voluntad de Dios, puedo y debo usar remedios contra la enfermedad, como se puede y se debe rechazar una guerra injusta: vim vi repellere (rechazar la fuerza con la fuerza). Se puede y se debe, pues, aceptar y rechazar la misma cosa, y siempre porque Dios lo quiere. "¿No es menos sorprendente que Dios haga de los malos los instrumentos de su sabiduría, de su justicia y de su bondad?" ¿Y no se sirve de los demonios mismos para llevar a cabo sus designios? Ocurre, dice san Gregorio, por disposición admirable de la caridad divina, que allí mismo en donde el enemigo de la salvación busca ocasión para perdernos, el autor misericordioso de nuestra naturaleza encuentra manera de instruirnos y salvarnos. De Saúl se lee: "El espíritu maligno del Señor se apoderó de él" (1 Sam. 18, 10). Pero, ¿cómo podría ser un espíritu maligno, si venía de Dios? El texto sagrado lo explica: "El espíritu de Dios se retiró de Saúl y el espíritu del mal lo atormentaba por orden del Señor" (1 Sam. 16, 14). LA RECTITUD DEL CORAZÓN. La diferencia entre quienes tienen el corazón recto y quienes no lo tienen, está en que los primeros atribuyen a una justa voluntad de Dios las pruebas y

24 El santo insiste justamente en la causalidad primera que corresponde a Dios en todo acontecimiento, sea cual fuere, porque nos inclinamos a perderla de vista y a considerar tan sólo, y sobre todo en lo que nos contraría y nos hiere, la causa segunda. Esta, es verdad, existe, y el pecador tiene toda la responsabilidad ante la justicia divina. Por lo demás, cuando se dice que Dios permite el desorden, el pecado, no significa absolutamente que lo aprueba. Al contrario, le horroriza, lo prohíbe; amenaza al pecador; lo castiga. Para Dios, permitir el mal, es sólo impedirlo por causas superiores. Pero una vez hecho el desorden, Dios quiere positivamente utilizar todas las consecuencias por el bien de quienes lo padecen. Es lo que resalta en estos pasajes. En cuanto al acto mismo del pecado, lo que tiene de positivo proviene de la causalidad divina; pero el desorden del pecado es imputable sólo al pecador. 25 Se trata de las consecuencias que provienen del pecado. 26 San Lobo, obispo de Troyes, saludó así a Atila, se dice cuando se presentó a las puertas de la ciudad; y el rey de los Hunos, en contra de su costumbre, ordenó a sus hordas perdonarla .

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humillaciones que les suceden; mientras que los demás pretenden sufrir injustamente los males de que está llenos: "O Dios no existe dicen o es injusto, o no conduce las cosas humanas y no se ocupa para nada de ellas". Son otros tantos propósitos impíos, [responde] san Agustín. La rectitud del corazón consiste en decir en medio de los acontecimientos más desagradables: "El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea su santo nombre" (Job 1, 21). Y nunca: "Es el demonio, es tal..." Para un hijo de Dios, querer vivir sin aflicción, es querer ser desheredado. Dios castiga a todo hombre del que se digna ser el Padre. A su mismo Hijo único no eximió de castigo, aunque sí de pecado. Seguramente Dios, que es la bondad infinita, no permitirá jamás tantos pecados si no tuviera en cuenta un gran bien, nuestra salvación. Por eso, Dios permitió que los hermanos de José ejercieron contra él su venganza. Pero cuántas ventajas resultaron, no sólo para él, sino para toda su familia y para sus mismos enemigos. Dios permitió que David, a pesar de su inocencia, fuera acribillado de injurias y de malos tratos por parte de Saúl, pero era para el mayor bien de David y de todo el pueblo. El inocente Daniel... Y [Dios permitió] el deicida mismo para salvación y felicidad de todos los hombres. La conducta de Dios eleva los caracteres, forma, ejercita y pone de manifiesto a los elegidos, multiplica las ocasiones de combatir, afianza los ánimos, acrecienta los méritos, embellece las coronas. En los permisos que Dios otorga a cada día [a los malos], la Providencia es admirable. Sacar el bien del mismo bien, es natural. Pero que el bien salga del mal, es la obra de Dios. A mar tranquila, no hay piloto malo. No hace mucha habilidad, en efecto, para alcanzar el puerto cercano, cuando es propicio el viento, la nave está bien aparejada, el mar tranquilo, los marineros experimentados. Pero cuando los vientos se desencadenan, los mástiles se rompen, la tempestad ruge, los piratas están cerca, los marineros espantados, la noche oscura y que, sin embargo, la nave entra en el puerto, ¡qué triunfo para el piloto que realizó la maniobra! LA SEGUNDA VOLUNTAD A veces, Dios, usando con nosotros su autoridad soberana, ordena; otras, sólo aconseja y solicita nuestra libertad. Pero para el alma que ama, el consejo de Dios es ya una orden. El santo estaba tan convencido, que gustaba repetir: "El amor verdadero no calcula, diciendo: ¿Puedo ir hasta ahí sin ofensa grave o, incluso, sin pecar? El beneplácito, el simple deseo bastan al amor. Va a lo más seguro, para no desagradar, para complacer más perfectamente al único objeto de sus afectos" (D.S.). Con tal ejercicio, el alma adquiere una intuición penetrante para discernir los menores signos de la voluntad de Dios y, a penas la reconoce, se entrega a ella, siguiendo la fórmula puesta perfectamente a punto por san Miguel, "sin demora, pero sin precipitación; sin reserva, pero sin prodigalidad; sin reserva, pero sin prodigalidad; sin vuelta atrás, pero sin testarudez". De ese modo, el alma está segura de dar a Dios lo mejor de su amor. ESPÍRITU DE OBEDIENCIA. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. No se trata aquí de la voluntad absoluta de Dios que tiene siempre su efecto: debemos siempre aceptarla con resignación y alegría. Se trata, más bien, de aquélla por la cual Dios nos señala lo que quiere que hagamos. El sentido de esta petición es, pues: Señor, concédenos conformarnos a tus órdenes y deseos, tanto en la acción como en el sufrimiento. Aunque es verdad que todas las cosas creadas son diferentes en sí mismas, sin embargo, respecto a nosotros y en casos particulares, tenemos que evitar muchas de ellas; como hay otras que la ley divina, nuestro empleo, la justicia, la caridad nos obligan a conservar y de las cuales estamos [obligados] cuidar. Estos últimos bienes son, pues, bienes para nosotros, como los primeros son males y no podemos ser indiferentes ante ninguno de los dos. En donde Dios prohíbe o manda algo,

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es para nosotros un riguroso deber de querer lo que el soberano Señor quiere, en cuanto depende de nuestra voluntad. Se trata aquí, no de la inclinación, sino de la disposición del alma, de la determinación de la voluntad para no preferir, en lo que a nosotros concierne, ni las riquezas a la pobreza, ni los honores a los desprecios, persuadidos de que si agrada al Señor enviarnos adversidades, serán para nosotros la mejor ocasión de rendir a Dios, de una manera excelente, el triple deber de alabanza, respeto, servicio y, por consiguiente, asegurar nuestra salvación. LA LEY DE DIOS. Hay que cumplir los mandamientos, porque Dios es el autor: 1º los grabó en todos los corazones, dándonos la ley natural que nos hace percibir la diferencia entre el bien y el mal, entre lo honesto y lo que no lo es, entre lo justo y lo injusto; 2º los renovó e hizo revivir, dándonos la ley escrita; 3º los explicó y confirmó por su Hijo nuestro Señor. El Decálogo es la voluntad de Dios y la regla del hombre. La idea precisa de la religión consiste en el sometimiento del hombre entero al autor de su ser. Es necesario, pues, que se aplique sin cesar a conocer y a meditar la voluntad del Creador, para someterse a ella sin ninguna reserva. Gran extravío es querer salvarse y contribuir a la salvación de los demás reemplazando la voluntad de Dios por la propia. Conocer y hacer la voluntad de Dios y no hacer más que la voluntad de Dios, [tal es la ley del cristiano]; presentar a los demás la voluntad de Dios y no presentar más que la voluntad de Dios, es lo que tiene que hacer el sacerdote. INTENCIÓN PURA. Hay que corregir nuestro entendimiento de sus vicios, para que, renunciando a las ideas propias, se someta por entero a la sabiduría divina, de cualquier manera que se haga conocer. Hay que corregir los vicios de nuestra voluntad, para que, a las inclinaciones personales, se conforme totalmente a la voluntad de Dios. Aquí hay que evitar una muy peligrosa ilusión; tanto más peligrosa cuando el objeto de los deseos es, en sí, mejor. Consiste en que nuestra naturaleza, siempre ávida de placer, nos lleva, incluso con ardor, a lo que Dios ordena, no sólo en vistas a obedecer a Dios, sino a causa de un cierto placer que encontramos en hacerlo. Debemos evitar escollo tan peligroso y acostumbrarnos a no hacer nada, a no querer nada sino según la impresión del Espíritu divino y con una intención muy pura de honrar a Dios que quiere ser no sólo el principio sino también el fin último de todas las acciones. Para conocer y hacer la voluntad de Dios, hay que disponerse uno mismo. Para hacer conocer la voluntad de Dios hay que disponer a los demás a la imitación de nuestro Señor. La palabra disponer, ¡qué no abarca! Se extiende hasta esas búsquedas de la oración, hasta ese primer germen de la vocación, que el confesor debe ayudar a hacer resaltar, a conocer, casi a nacer. Una vez descubierta la voluntad divina, [no se debe] descuidar nada para responder al llamado de Dios. Sin demora, pero, sin embargo, [observar] los plazos providenciales; sin reserva para sí, pero con las reservas que Dios quiere. Desde el instante de su divina concepción, Jesucristo se lanza, como un gigante, en la carrera que tenía que recorrer: exultavit ut gigas ad currendam viam (sale contento como un gigante a recorrer su camino (Sal. 18, 6). Desde ese momento, exclama: "Aquí estoy". Sin embargo, permanece nueve meses en el seno de su Madre, treinta años en Nazaret, antes de predicar el evangelio y morir por nuestra salvación. Espera, para cumplir el beneplácito del Padre y, después, muere, cuando le place al Padre amado, cuyo beneplácito es el motivo de todo lo que hacer. EL SIGNO DE UNA ALMA SUMISA. Tiene que [tener]:

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1º Una voluntad inocente, sin defecto, porque Dios es la pureza misma; no puede soportar mancha alguna: sin apegarse a nada, a ninguna criatura, de manera a no querer hacer de ella el sacrificio, en el caso de que Dios lo exigiera o que mostrara el deseo. 2º Una voluntad fuerte, para poder decir, cuando la adversidad se abate sobre nosotros: "Bendito sea Dios". Adelante. Dios lo quiere. Es el Señor y el Maestro: que haga lo que le parezca bueno a sus ojos, como El lo entiende" (1 Sam. 3, 18). 3º Una voluntad alegre, porque la voluntad de Dios es muy justa y muy amable. El heliotropo ofrece al observador un fenómeno maravilloso: sigue los movimientos del sol, incluso con un cielo nublado. De noche, cierra la corola y parece, hasta la vuelta del sol, rodearse de un velo de tristeza. Amar sólo a Dios en todo tiempo: "sucedió tan sólo lo que a Dios le agradó. Bendito sea su santo nombre". 4º Una voluntad pronta, ardiente: así es el carácter de un verdadero amor. 5º Una voluntad fecunda en deseos: sumisión filial, solícita: "Sí, pues lo queréis". COMO INTERPRETAR ESTE SIGNO. Sabemos que somos sumisos a la voluntad de Dios: 1º Si deseamos hacer todo según la voluntad de Dios y no emprendemos nada sin pedir su gracia. ¡Es tan prudente recurrir a la sabiduría divina y no contar con la propia! 2º [Si sabemos] no sólo aceptar sin protestar las aflicciones que se presentan y desearlas también cuando nos dejan; porque Dios está mucho más cerca de los que sufren que de los que ven sus deseos satisfechos. Tener en honor ser elegidos para puestos peligrosos, en donde haya que sufrir mucho. El hombre sólo se forja cuando está frente a la adversidad. 3º [Si alimentamos] la mayor desconfianza para con nosotros mismos; virtud enteramente cristiana, que atribuye todos los éxitos al poder y a la bondad de Dios: "nada para mí, todo en Aquel que me conforta". Soberana confianza en Dios. 4º [Si sabemos] guardar un generoso silencio y emprender, para gloria de Dios, las cosas más difíciles: "Fiado en mi Dios, asalto la muralla" (Sal. 17, 30). ESPERAR CONTRA TODA ESPERANZA. Conocer, apreciar, abrazar y consagrar a Dios nuestra debilidad, enfermedad, impotencia, presentando al mismo tiempo a su misericordia los pecados con que nuestra alma fue manchada, es tan importante para nosotros. Somos instrumentos inútiles, que sólo tienen fuerza por la mano que los ayuda. Y, por eso, confesando nuestra debilidad, debemos atrevernos a decir que somos todopoderosos (2 Cor. 12, 10). Debemos creer en el éxito de nuestros trabajos; que nuestra palabra persuadirá porque no es persuasiva (1 Cor. 2, 4); que triunfaremos en los combates porque nos despreciarán, nos perseguirán, degollarán, como ovejas destinadas a la muerte; que gobernaremos bien a las personas confiadas a nuestra conducción, porque no sabemos y no podemos más que servirlas a todas (1 Cor. 9, 19, 22). [Nuestro Modelo]: Jesús agonizante, tan mal secundado por sus mejores amigos, dejado por sus apóstoles, entregado por su Padre a la muerte, aceptando todo eso, reconociendo en ello la mayor gloria de Dios y el mayor bien de los hombres, sin la menor duda ni sombra de desánimo, exponiendo sólo, en cuanto era conveniente, todo lo que experimentaba de angustia. Así, en nuestras peticiones providenciales, [tenemos] que guardarnos de pedir cambios, etc. Al contrario, debemos reconocer los designios de Dios en donde está y aceptarlos con amor, sobre todo en la cruz. Una vez más, ¡qué importante es esta doctrina! ¿De dónde procede que, tan a menudo predicada por nuestro Señor, sea tan poco conocida y gustada? EN LOS BRAZOS DE DIOS. No lo que quiero yo sino lo que quieres Tú... Es el camino seguido por nuestro Señor y los santos. Lo más seguro es andar por él.

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¿Cómo seguirlo, nosotros, tan débiles? Hagamos lo posible, pero corde magno et animo volenti (con un corazón grande y un espíritu valiente) Dios no se fija tanto en las obras como en la intención, en el modo. [Debemos], pues, abandonarnos a la conducción de Dios, sin demora, sin reserva; desear que haga en nosotros todo lo que le plazca y estemos seguros que restablecerá el orden que hemos alterado... Sí, echémonos con valentía en los brazos de Aquél con quien los defectos son incompatibles, que nos ama más de lo que nos amamos. Nos amaba cuando éramos sus enemigos, en medio de nuestra rebeldía y desobediencia. ¡Y nos rehusaría lo necesario cuando acatamos sus órdenes y todas sus voluntades! ¡O abandonarse enteramente a Dios! ¡O ser todo de Dios! LA HORA DIVINA Toda alma debe tener su Viernes Santo. Llega un momento en la vida en el que el cristiano tiene que dar su medida: es la hora del Calvario. Cualquier nombre de esta prueba, cruz, persecución, enfermedad. desobediencia interior, etc., nuestra respuesta es, para Dios, el criterio decisivo por el que juzga nuestra fidelidad. Por su lado, el enemigo, busca aprovechar la ocasión en que el alma se debate presionada para alejarla de Dios. Entonces, es el momento de refugiarse en El. A ejemplo del divino Maestro, el discípulo perfecto de Cristo, cuando todo lo abandona en este mundo, que Dios mismo se calla, que toca la hora del "Consumatum est", sólo no tiene dice el santo más que "entregarse a Dios": "in manus tuas, Domine, commendo spíritum meum" (en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu). FUERA DE AQUÍ, MENTIROSO Y HOMICIDA. Busco refugio junto al Señor. ¿Por qué repetirme?: "Escapa como pájaro al monte, que los malos tensan el arco, ajustan la saeta a la cuerda para disparar en la sombra contra el honrado? (Sal. 10, 12). La tentación está en todas partes y me dices: " Deja este lugar y vete a donde no haya tentación" ¿Dios todopoderoso no está también en todas partes? Su ayuda también está en todas partes. Fuera de aquí, pues, mentiroso y homicida: confío en Dios. Porque en el camino de la justicia se encuentran trampas por todos los sitios, ¿habría que abandonar la tentación? ¿No se podrá más tener un corazón recto? ¿Habrá que o bien huir de los hombres e ir a una montaña inaccesible o bien ceder ante la costumbre, la tentación? Hay un término medio: esperar en Dios y perseverar. Es mi decisión. De este modo no iré a la montaña inaccesible y no abandonaré el camino de la justicia. Es verdad, Dios mío, que los malos destruyen tu ley tan perfecta, tus consejos, tus planes. No sólo devuelven bien por mal, sino que actúan mal para hacer el bien, calumniando, persiguiendo. ¿Qué les hizo el justo? Su odio es un odio gratuito, sin razón, contra toda razón. Pero eres el Dios grande, a quien todo está sometido, a quien nada se esconde, que ves todo perfectamente. No puede sucederme nada sin que lo sepas y lo permitas. ¡Qué consuelo para mí! Creen amarse y muy mal se aman. Amarse así, es odiarse pues es granjearse horrorosos castigos en el otro mundo e, incluso, en el presente. ¡Qué diferente es la suerte del justo! DISPOSICIÓN REINA, SENTIMIENTO REY. Existe una peligrosa tentación a la que está expuesta la débil humanidad en todos sus estamentos sociales. Consiste en pensamientos y peticiones continuas, a través de los [cuales] el demonio trata de seducirnos, desanimarnos o, al menos, turbarnos.

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Cuántos se preguntan continuamente: "¿Qué diremos, qué haremos?" Jesucristo desea que vivamos y muramos en paz. "No os inquietéis", nos dice. Después de su venida, la paz es disfrutada por los hombres de buena voluntad... Desgraciadamente, reina entre los hombres una enfermedad universal: la preocupación por lo que no les concierne. Ahí está el triste patrimonio, como el mal inherente a la humanidad decaída. Es una gran puerta abierta al enemigo; por eso, inflige los mayores estragos en las almas, se apodera de los espíritus para hacerlos a su imagen; y, a menudo, por nonadas, consigue aplastar a los hombres más fuertes. ¿Qué hacer contra esta peligrosa tentación? ¿Despreciarla? Está bien. Sin embargo, contra ciertas tentaciones, la huída positiva es necesaria.¿Se trata de un peligro para la fe o la pureza? Hay que huir positivamente. La indolencia, la inmovilidad, es la ruina. Aquí, lo mismo: aunque es bueno despreciar las preocupaciones inútiles, es ventajoso responder con una palabra positiva. ¡Suceda lo que Dios quiera! Así, se está en el orden. Fuera de todo esto, es el desorden: imaginaciones vanas, ideas vacías, vida de sueños inspirados por Satanás. Es el puente por el que se introduce en el alma. Después cambia esta imaginación en manía; desde ese momento, posee como una cadena para arrastrarla al infierno. Más inteligente era santa Felicidad a quien decían en prisión: "Si los dolores del parto, efecto de la naturaleza, no los toleras, ¿cómo soportarás los tormentos exquisitos de los hombres? Ahora, respondía la santa, soy yo quien sufre; sufro la condición ordinaria de las madres. Mañana, otro sufrirá en mí y conmigo; entonces esto será mi fuerza". Sin preocupación, pues: ayudarse para ser ayudado por Dios, esperando más de El que de sí, pero empleando cuidadosamente todos los medios que está en el orden de la Providencia. Así hace el Santo Padre. ¡Qué calma, qué paz, en medio de todos esos leones rugientes! Redobla de celo por sus obligaciones cotidianas y luego espera en paz: ¡suceda lo que Dios quiera! Si esta disposición fuera reina, si este sentimiento fuera rey, seríamos pacíficos, felices ya en esta vida y exhalando felicidad alrededor nuestro. Seríamos, en los brazos del Padre celeste, verdaderos hijos, haciendo nuestro deber en la medida y de la manera que quiere... Los que acumuláis ciencia sobre ciencia, no os dais cuenta, pues, de la gran lección escrita en las entrañas mismas de la historia, a saber, que no hay más que una cosa que hacer, la voluntad de Dios en todo, en cualquier sitio, siempre, con prontitud, con alegría y que ahí está la única fuente de la paz y del bien27. EL MODELO PERFECTO. Cuando el Señor Dijo: "Aquí estoy", ¿qué aceptó? La muerte. ¿Qué esperaba el Señor al final de su vida? Una ignominiosa muerte. ¿Perdió de vista alguna vez este hecho? Jamás. Estaba siempre presente ante sus ojos. ¿A qué lo llamaba el mandato del Padre? A la muerte. ¿A qué estaba supeditada la salvación de los hombres? A la muerte ¿Desconocía alguna circunstancia de la Pasión? Ninguna. Y, sin embargo, la contempla con tranquilidad, y la afronta con firmeza. Les anuncia los oprobios con que será saciado, como un hecho sencillo. Lo hizo varias veces. FRENTE A NUESTRA CRUZ. Hay que sufrir en todas las posiciones. La cruz [está] en todas partes: ley eterna, necesaria. Por mucho que la esquivemos, es la que salva. Todos la poseen, pero algunos a pesar suyo, nolentes, otros, volentes [de buena gana]. Para los primeros, méritos nulos, doble suplicio y, luego, el infierno. Los demás, felices, contentos, en medio mismo de las espinas. Si hubiera que temer algo, quejarse de algo, sería el no tener grandes cruces. ¿Por qué quejarse, pues, de las pequeñas cruces de su posición? Es algo reprobable. Ejemplo, el mal ladrón: la cruz sólo le sirve para atormentarlo horriblemente, quizás a desesperarlo, a precipitarlo al infierno... A menos que no se haya arrepentido antes del último suspiro.

27 Bourdenne, op. cit. pp. 463465.

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¿De dónde proviene que la cruz sea tan pesada para algunos? No tienen el espíritu que vivifica. La cruz de Jesús no es pesada, Jesús no aplasta a los suyos: "Mi yugo es llevadero y mi carga ligera" (Mt. 11, 30). Ved a Inés, a Rosa de Viterbo, ¿cómo contemplan la cruz, esos niños de 12 años? ¿Y nosotros? La letra nos mata, el espíritu no nos vivifica. ¿Francisco Javier decía: "¡Basta!", al llevar la cruz? No. Decía: "¡Todavía más!" Nos forjamos las más groseras ilusiones. Que la voluntad de Dios nos colme de beneficios, está muy bien. Pero que nos castigue, ya no vemos la voluntad de Dios y nos oponemos. Como si fuera a sus espaldas y fuera de sus decretos que los hombres podrían perjudicarnos e, incluso, encarnizarse por perdernos. ¡Qué ceguera la nuestra! ¿Ocurre algo en el mundo entero, excepto el pecado, sin que Dios sea la causa y el origen primero? ¿Quién dice que se haya hecho algo sin que Dios lo ordenara? ¿Acaso los males y los bienes no salen de la boca del Altísimo? ¿Por qué el hombre protesta en la vida, si sufre por sus pecados? (Thren., 3739). La antigüedad imaginó la fábula de los gigantes que trataron de destronar a los dioses. Realmente, ¿quiénes son los agresores imprudentes que no cesan de quejarse de los males que son no sólo permitidos sino enviados por Dios? ¿Por qué, sólo de entre las criaturas, el hombre lanza el grito de rebelión y rehúsa suscribir el orden establecido por Dios? ¿A dónde pueden llevar las protestas y rebeliones? Comprendamos, pues, que todos los males provienen de Dios. El nos envía todas las pruebas, todos los castigos. Tal es la voluntad divina, a la que debemos conformar la nuestra. EL BIEN DE LA ENFERMEDAD. La enfermedad, como la salud, es un don de Dios. Dios nos la envía para probarnos y corregirnos; para hacernos conocer nuestra debilidad y despojarnos de nosotros mismos; para desprendernos también de las cosas de la tierra y de los placeres de los sentidos; para moderar nuestras pasiones y disminuir las fuerzas de nuestro gran enemigo, la carne; para recordarnos que estamos en este mundo, en el exilio, que el cielo es nuestra verdadera patria y para alcanzar las demás ventajas que nos da ella, cuando la recibimos como un don de Dios. Por eso, el sabio dice que una enfermedad grave hace al alma sobria (Eccl. 31, 2). Por consiguiente, hay que agradecer a Dios por la enfermedad como por la salud. Es un fuego que nos hará perder la herrumbre, si somos de hierro; y servirá para acrisolarnos, si somos de oro, decía un antiguo Padre del desierto. Agradecer a Dios las enfermedades que nos envía es consecuencia de una gran virtud y consumada piedad. Job tuvo más mérito por su sumisión a la voluntad divina en las aflicciones que por las demás obras buenas que hizo en la prosperidad. Es más perfección soportar con paciencia las adversidades que dedicarse con fervor a obras de bien: porque Dios no te necesita ni me necesita para producir en su Iglesia el fruto que desea: "Dije al Señor: 'Eres mi Dios y no necesitas mis bie nes, mis obras de bien (Sal. 15, 2). Debemos atribuir a Dios el éxito bueno o malo de los remedios en las enfermedades; y si nos dejan sin médicos ni remedios, no desesperar por eso de nuestra salud. [En fin], cuando el médico no sepa nuestro mal, o no lo haya tratado bien, o que los enfermos no hayan ejecutado bien sus recetas, debemos atribuir todo a la voluntad de Dios, cuidarnos de quejarnos, de quejarnos de cualquier cosa; creer que Dios quiso servirse de ello para realizar sus voluntades sobre nosotros; recibir, pues, la enfermedad de su misma mano; es efecto, puro efecto de su Providencia respecto a nosotros. La misma conducta se impone en las calamidades públicas. [Según] santo Tomás, es así como los bienaventurados se conforman en todo con la voluntad de Dios... No podemos tener más santa disposición que la de querer, como los santos, lo que Dios quiere, porque lo quiere, como lo quiere. Tal es, pues, la práctica a seguir respecto a todos los bienes temporales. PRIVACIÓN ESPIRITUAL. Lo mismo debemos actuar [respecto a] los bienes espirituales y sobrenaturales. Está permitido desearlos. Podemos, debemos, incluso, pedir a Dios los bienes espirituales; y, cuando le agrada enviárnoslos, hay que recibirlos con acción de gracias. Pero si, deteniéndonos en lo que tienen de sensible, los deseamos o amamos tan sólo por la satisfacción

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única y por la dulzura que el alma encuentra en ellos, sería entonces un deseo condenable y un desorden del amor propio. Limitarse al placer que encontramos en los dones de Dios, incluso sobrenaturales, en la práctica de las virtudes más perfectas, es reprensible, como es reprensible comer por el solo placer de comer, y hay mucho más peligro en el primer caso que en el segundo. Esto nos enseña lo peligroso y sutil que es el amor propio, pues se desliza incluso en las cosas más santas. ¿Cómo comportarse en lo desagradable y en la aridez? Conocernos a nosotros mismos, nuestra dureza, insensibilidad, angustia, necesidad de recurrir a Dios. Rezar y continuar el camino, con total abandono en la divina Providencia, en todo y para todo, para el alma y el cuerpo. No faltar en nada de lo que de nosotros depende. Si nos toca fallar, no desanimarnos. Decir: "Dios mío, ten piedad de mí". Hacer con prontitud lo que depende de nosotros para levantarnos de nuevo. Redoblar de coraje para hacer la voluntad de Dios, por amor a El. Como el profeta, cuando decía: "Y yo me alegraré con el Señor, gozando de su victoria. Todos mis miembros proclamarán: Señor, ¿quién como Tú?" (Sal. 34, 910). No nos deje mos llevar por la tristeza, la pena, la turbación; y tampoco faltemos a la conformidad con la voluntad divina. Al contrario, paciencia y confianza en Dios: "Tu voluntad, Señor, y no la mía". No descuidar nada, no desconcertarse por nada. IN MANUS TUAS, DOMINE. El amor de Dios para con sus elegidos se mide [por] los sufrimientos que les concede en esta vida porque así los hace más conformes a Jesucristo. Cuanto más aumentan las luces de los santos tanto más los llena de amor y los hace más sensibles a los intereses de Dios y a los desórdenes del mundo. De alguna manera los eleva a lo alto como para mejor quebrarlos. Así la santísima Virgen: pertransivit gladius (una espada la traspasó). No se trata de hacer mucho, sino de hacer lo que Dios quiere. Es el método de hacer mucho haciendo poco y, a menudo, no haciendo aparentemente nada. Así Cristo, durante treinta años, y Juan Bautista durante mucho tiempo también, se prepararon para hacer algunas predicaciones, contenidas en unas pocas páginas. Sin embargo, estas palabras han resonado en el universo entero desde hace dieciocho siglos. Aunque la causa por la que Dios nos aflige se nos esconda, no podrá ser más que justa y ventajosa para nosotros. Por consiguiente, adorar los juicios de Dios con una profunda humildad y creer que , ya que el Señor nos gobierna, nada nos sucederá que no se torne en ventaja nuestra. Lo que nos debe ayudar a soportar, con absoluta resignación, todas las aflicciones que nos envía, es el recuerdo de nuestros pecados. Digamos con Azarías: "Hemos pecado, hemos merecido todas las calamidades que han caído sobre nosotros" (Dan. 3, 28); y con el ladrón en la cruz: "Lo nuestro es justo, nos dan nuestro merecido" (Lc. 23, 41). [Repitamos] con Job: "Pequé y torcí el derecho; pero Dios no me ha dado mi merecido" (Job 33, 27); y con san Agustín: "Quema, Señor, corta, no me perdones en esta vida, para que me perdones en la eternidad". Entonces, siempre: Dios lo quiere, lo ordena, lo hace, lo envía. Bendito sea Dios. Adelante, con paciencia y alegría. Suceda lo que Dios quiera. http://www.betharram.org/espanol/textos/padre_aqui.htm