pannenberg, wolfhart - la fe de los apostoles

100
'* ' ] _J apóstoles wolfhart pannenber •'lilJlfirf i.í, : .i.fi,.,i- m . I ' '' ' •Mil mim

Upload: sestao12

Post on 31-Jul-2015

718 views

Category:

Documents


41 download

DESCRIPTION

88yuzu99, sestao12

TRANSCRIPT

Page 1: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

' * • ' ] _ J

apóstoles

wolfhart pannenber •'lilJlfirf i.í,:.i.fi,.,i-m .

I ' '' '

•Mil mim

Page 2: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

ESTUDIOS SIGÚEME 13 WOLFHART PANNENBERG

LA FE DE LOS APOSTÓLES

E D I C I O N E S S I G Ú E M E - S A L A M A N C A 1975

Page 3: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Tradujo Antonio Morey sobre el original alemán Das Glaubensbekenntnis

Cubierta: Luis de liorna

© Wolfhart Vannenberg, 1972 © Ediciones Sigúeme, 1974

Apartado 332 - Salamanca (España)

ISBN 84-301-0628-6

Printed in Spain - Depósito legal: S. 118-1975 Gráficas EUROPA. Sánchez Llevot, 1 - Salamanca, 1975

CONTENIDO

Prólogo 9

Yo creo 13

En Dios 28

El Padre, el todopoderoso, creador del cielo y de la tierra 41

Y en Jesucristo 59

Hijo unigénito de Dios, nuestro Señor 77

Concebido por el Espíritu santo, nacido de la virgen María 88

Que padeció bajo Pondo Pilato, crucificado, muerto y se­pultado 96

Descendido a los infiernos 110

Resucitado al tercer día de entre los muertos, ascendido a los cielos 117

Está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y

vendrá de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos 138

Yo creo en el Espíritu santo 150

Una, santa, católica (cristiana) iglesia. La comunión de los

santos 166

El perdón de los pecados 182

La resurrección de la carne y la vida perdurable 193

Page 4: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Prólogo

La explicación del credo apostólico, ofrecida aquí a una mayor publicidad, fue expuesta varias veces desde 1965 como curso monográfico para alumnos procedentes de todas las facultades. Su finalidad es la meditación de algunos puntos de vista que faciliten la formación de un juicio responsable sobre el contenido de las formulaciones confesionales que muchos cristianos pronuncian también hoy domingo tras domingo. Para ello fue necesario, en primer lugar, dar las informaciones objetivas indispen­sables sobre el sentido original de las formulaciones. El segundo paso consistió en presentar puntos de apoyo para comprender el modo como se presentan los mencionados contenidos del credo en una perspectiva que tenga en cuenta los resultados de la crítica bíblica. Finalmente, se añadieron algunas reflexiones sobre lo que pueden sig­nificar para el cristiano actual estos contenidos en el contexto de los problemas y de las convicciones de la ac­tual comprensión de la realidad.

El texto del credo, cuyos miembros figuran como te­mas de cada uno de los capítulos o apartados, correspon­de a la versión alemana tomada de los escritos confesio­nales luteranos, tal como rige actualmente en muchas iglesias luteranas. No obstante, dado que responde mejor al sentido del texto original latino, en el artículo tercero se habla de comunidad (Gemeinschaft y no Gemeinde)

9

Page 5: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

de los santos y de «una iglesia santa, católica», mientras que la sustitución de «católica» por «cristiana», llevada a cabo por la versión reformada, se indica en paréntesis. La catolicidad de la iglesia no debe considerarse ya, en una época de movimiento ecuménico, como un mero dis­tintivo confesional, sino que debe ser considerada de nue­vo como algo fundamental en la iglesia, sobre todo dado que en ella se fundamenta también la apertura de las comunidades cristianas a toda la humanidad por encima de sus propios limites y fronteras. Vara la versión unita­ria ecuménica del texto alemán del credo apostólico hu­biera tenido que llevar a cabo algunos otros cambios, al menos uno, por razones objetivas: la fórmula antigua «descendido al infierno» dice más y más profundamente que «bajado al remo de la muerte».

El lector informado constatará que he modificado mis posiciones anteriores en algunos puntos. Quiero mencionar expresamente una modificación de más profun­das consecuencias: en mi libro Fundamentos de cristolo-gía1 presenté el rechazo de Jesús por los dirigentes ju­díos de entonces como consecuencia de la crítica de la ley por parte de Jesús y apoyándome en esto constataba que, consecuentemente, la resurrección de Jesús invalida­ba a su vez la ley, lo cual significaba {en principio) el fin de la religión judía. Hoy siento lo que entonces se me imponía como conclusión inevitable. Presuponía de acuer­do con una concepción muy extendida en el protestantis­mo alemán que religión de la ley y religión judía son idénticas. Entretanto he aprendido a distinguir entre am­bas. Creo ver que también para la fe judía el Dios de la historia judía puede estar sobre la ley. Y es que sólo así puede comprenderse la existencia de Jesús como un fenó­meno judío. Es claro que este conocimiento posibilita una mayor apertura para el diálogo entre cristianos y judíos, al captar la amplia base común que abarca los opuestos cristiano-judíos

1 Ediciones Sigúeme, Salamanca 1974.

10

Agradezco a todos que me han animado a elaborar estas clases para hacerlas asequibles a un círculo mayor de lectores y posibilitar su impresión. Antes que a nadie este agradecimiento se lo debo a mi esposa.

WOLFHART PANNENBERG

Munich, enero de 1972.

11

Page 6: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Yo creo

Quien en la primitiva iglesia con las palabras de la hoy llamada profesión apostólica de fe o de sus formas previas datadas desde el siglo segundo decía «yo creo», tenía ya hecha, normalmente, la instrucción preparatoria del bautismo. Cuando el bautizando del siglo segundo a las preguntas, ¿crees en Dios Padre todopoderoso? ¿crees en Cristo Jesús, nuestros salvador? ¿crees en el Espí­ritu santo, la iglesia santa y el perdón de los pecados? respondía por tres veces «yo creo», recibía, en orden a esta triple confesión, el bautismo en el nombre del Dios trinitario, al cual hacen referencia las tres partes de la profesión de fe. La forma originaria de nuestra profesión de fe fue la profesión bautismal de la comu­nidad romana. Al principio tuvo la forma de pregunta-respuesta. A partir del siglo tercero era pronunciado por el neófito de forma seguida. No debemos pensar que era la única profesión de fe que existía en la primitiva iglesia. Hoy día se conocen diversas fórmulas confesionales pare­cidas entre sí, que se han de considerar como confesio­nes bautismales de distintas comunidades locales. Tales fórmulas nos han sido transmitidas a partir del siglo tercero. Incluso se han conservado algunos trozos per­tenecientes a ciertas fórmulas, los cuales son citados por el nuevo testamento y que por tanto podemos pensar que datan del siglo primero. La profesión romana de fe,

13

Page 7: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

y en concreto su forma final en la actual profesión apos­tólica de fe, no constituye, pues, ni mucho menos, la fórmula confesional cristiana más antigua de todas; no es apostólica en el sentido de que fuera formulada tex­tualmente por los mismos discípulos de Jesús. Pero sí que pretende ser apostólica en otro sentido igualmente válido, en el sentido de que constituye un resumen objetivo del mensaje transmitido por los apóstoles. Con esta preten­sión, la profesión bautismal de la comunidad romana ha sido reconocida y aceptada ulteriormente, al menos en el ámbito de la cristiandad occidental. Carlomagno pres­cribió una versión ampliada del texto para los servicios litúrgicos dentro de todo el imperio carolingio, y poste­riormente, en el siglo noveno, esta forma del texto fue asumida también por Roma. Los reformadores reconocie­ron también la profesión apostólica como fundamento de su fe y de este modo vino a parar, junto con las con­fesiones de Nicea y de Atanasio, a los escritos confe­sionales de las iglesias reformadas. En las iglesias or­todoxas del oriente la profesión apostólica no gozó del mismo prestigio. La confesión cristiana que goza allí de más consideración es la del primer concilio ecuménico de Nicea (325), tal como fue repetida y completada por el concilio de Constantinopla del año 381. Las confe­siones apostólicas y de Nicea son las formulaciones de la fe cristiana más ampliamente extendidas y reconoci­das en la cristiandad.

Bautismo, fe y profesión de fe constituyen una uni­dad en el origen del apostolicum. El «yo creo» que se re­pite en cada uno de los tres artículos significa que el que hace la profesión se confía a este Dios: al Padre, al Hijo y al Espíritu. De este modo se vincula a él de forma solemne. Esto se ponía especialmente de relieve en la antigua iglesia por la triple abjuración al diablo, unida a la profesión. En orden a su profesión, el neófito pasa­ba a manos del Dios trinitario por el bautismo apelando al encargo del Jesús resucitado, que por su parte es uno con el Padre.

14

Aunque hoy día no seamos plenamente conscientes de la estrecha conexión entre bautismo y profesión de fe debemos recordar esta relación, pues sólo entonces po­dremos caer er la cuenta del sentido y de la importancia de las dos palabras «yo creo». En este triple «yo creo» se trata, también para el cristiano de hoy, de confiarse, de ponerse en manos de Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu santo.

Pero surge la cuestión: ¿puede el hombre de hoy ho­nesta y sinceramente creer con esta fe? ¿no se ha con­vertido el Dios trinitario en una simple doctrina de la antigüedad cristiana? ¿no nos resultará demasiado di­fícil encontrar aquí la expresión de una realidad fiel y segura, a la que nos podamos entregar con plena con­fianza? Bastante cuestionable se nos ha hecho ya el sim­ple hablar de Dios en el presente. ¿Para qué entonces añadir además una tal expresión de fe con unos conteni­dos tan concretos y objetivos? ¿no podría ser la fe un confiar en el futuro a pesar de todas las desilusiones, a pesar de todo lo deprimente de la vida presente, una confianza que ¿e dirige a lo abierto y no a un enfrente fija­mente determinado? Pero ¿cómo podría una tal fe reen­contrarse en las formulaciones de la profesión apostólica de fe?

De hecho, la fe como acto vital es sinónimo de con­fianza. Y la confianza pertenece a los momentos vitales fundamentales y básicos de toda vida humana. Como tal momento vital se extiende más allá del ámbito de las profesiones cristianas. Sólo la confianza le da espacio su­ficiente al alma para que pueda respirar. Los hombres viven cotidianamente a partir de una confianza totalizante que puede concretizarse como confianza en determinadas circunstancias, en las cuales uno se mueve, en la fide­lidad de las cosas con las que uno trata y, por supuesto, en las personas con las que uno se relaciona. Incluso la persona más desconfiada no puede menos de confiar. Cier­tamente no siempre y en todas partes. Podrá aquí y ahora

15

Page 8: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

negarse a confiar, pero no por mucho tiempo y en todas circunstancias.

La confianza que necesitamos para vivir no se extiende únicamente a determinadas circunstancias, cosas, perso­nas, nos lleva a confiar, más allá de éstas, en lo indeter­minado. La necesidad que tenemos de esta confianza in­determinada como elemento vital se manifiesta especial­mente en las horas de abatimiento, cuando carecemos del ambiente vivificante de dicha confianza. Y, sin embargo, por encima de toda duda y fracaso se eleva siempre y re-novadamente aquella confianza que es el soporte y el sostén de todo hombre mientras vive. De este modo, po­demos decir que por encima de toda confianza condi­cionada que depositamos en las circunstancias, cosas y personas entre las que se mueve nuestra vida, se da una confianza incondicionada y más profunda de la que vivi­mos. Ahora bien, también esta confianza incondicionada, a pesar de toda su apertura e incondicionalidad, es en todo hombre una confianza en algo. Se concentra siempre en una persona o en una cosa. En los primeros tiempos de la infancia esta confianza originaria y primigenia del hombre se vincula al padre y a la madre. Más tarde tiene que librarse de ellos, pero siendo, no obstante, la condi­ción fundamental de la formación de una personalidad sana. En las circunstancias normales de la vida la ma­yoría de los hombres reflexiona poco sobre el fundamento de esta confianza fundamental que constituye el soporte de sus vidas. Normalmente no caemos en la cuenta del objeto de nuestra confianza fundamental hasta que éste no se tambalea o pone en cuestión. Es entonces, cuando nuestra misma vida se pone en peligro, cuando caemos en la cuenta de lo que es el fundamento de nuestra vida.

¿En dónde ponemos en última instancia nuestro co­razón? ¿En qué confiamos en último término? Esta es la cuestión más grave que pueda formularse un hombre. «La fe y la confianza del corazón hace ambas cosas, a Dios y a los ídolos». Esta es una de esas frases de Lutero, pertenecientes a su explicación del primer mandamiento,

16

que nunca se marchitan. Hay que tener presente que nues­tro corazón podemos tenerlo en un lugar muy distinto del que afirmamos u opinamos que es el más alto para nos­otros. No sólo depende de nuestras opciones conscientes dónde confiemos y dónde no. De ahí, que la respuesta a la pregunta, dónde depositamos en último término nues­tra confianza incondicionada, nos sea velada para nosotros y también para los demás. Y, sin embargo, sabemos de nosotros mismos sólo en la medida que permanecemos conscientemente en la resolución de la confianza que es portadora de nuestra vida en su totalidad.

La apertur? e indeterminación de esta confianza fun­damental tenemos que apropiárnosla conscientemente y asumirla con decisión. Esta es la condición para que po­damos ser nosotros mismos, para que alcancemos una identidad en la diversidad de las situaciones en las que se despliega nuestra vida. Con la ampliación y aclara­ción del horizonte de su experiencia, el hombre a medi­da que va creciendo y madurando ha de adquirir una conciencia clara de dónde quiere confiar y dónde no. Ta­les decisiones permanecen revisables, pero en ellas cristali­za una nueva determinación del contenido de esta con­fianza fundamental, que es soporte de la vida. Esto está en conexión con el hecho de que la confianza origi­naria e indeterminada del hombre necesita de un «enfren­te» en quien confiar. Aquí todo depende de la fidelidad de aquél o aquello en que se confía. Confiar significa abandonarse, y abandonarse en un engaño atractivo o en una apariencia seductora es lo mismo que perderse: el fu­turo lo pondrá de manifiesto. Por esto precisamente el profeta Isaías le dijo al rey Ajaz de Judá: si no creéis no seréis firmes (Is 7, 9). Es decir: quien no se haga firme en el imperturbablemente firme, carecerá de toda firmeza y consistencia. Pues todo, fuera del Dios eterno, del Dios de Israel, pasa y lo que pasa no justifica una confianza última e incondicionada.

La fe, pues, no puede darse sin objeto. En el acto de confianza el hombre se abandona literalmente y se

17

Page 9: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

hace firme en la cosa o persona, sobre la que construye. De este modo se hace dependiente de la fidelidad de aque­llo en que confía. De ahí que el hombre, puesto que no puede vivir sin confianza, esté necesitado de que se le muestre el verdaderamente fiel. Para Isaías era el Dios de Israel, y para los primeros cristianos, que pronuncia­ban su triple «yo creo» a las palabras de la profesión ro­mana de fe, el Dios cuyo Hijo había aparecido en la tierra en Jesucristo y está presente por su Espíritu en los que creen en él. El Dios eterno, que ha revelado su amor a los hombres por medio de Jesucristo, les ha ofrecido el fun­damento imperturbable sobre el que el hombre puede construir incondicionalmente.

Por lo demás, hay que decir que este Dios no se nos ha dado tan inequívocamente como las cosas y personas con las que tratamos. Lo cual no es, ciertamente, un des­cubrimiento moderno. Ya en el evangelio de Juan encon­tramos: «A Dios nadie lo ha visto jamás» (1, 18), y el evangelista al afirmar esto se mueve en un terreno com­pletamente velero testamentario. Para el antiguo testa­mento, el hombre mortal perecería irremediablemente an­te la majestad de Dios, si se encontrase con éste cara a cara.

Pero también en el ámbito de las cosas que se pue­den ver, lo visible y palpable no es más que el punto de apoyo y la base de la confianza. Cuando nos abandona­mos confiadamente a cosas o personas, bien podemos de­cir que la confianza se dirige, precisamente, a algo que hay en ellas, pero que aún no es visible y palpable. De ahí, que en toda confianza se halle ya implicada la con­vicción tle que la realidad no consiste únicamente en lo que est¡í presente o es producible visible y palpablemente. En su apertura, que supera todo lo visible, la confianza cuenta siempre con una realidad aún invisible e indispo­nible. Precisamente por esto, la confianza puede también ser defniudada, y también por esto, la confianza y la fe van siempre acompañadas de la duda y su amenaza. Fe

18

y duda no se excluyen, sino que la duda es la sombra que sigue por todas partes a la fe y a la confianza.

Aquí se pone de manifiesto que la confianza cre­yente no se puede separar de que el creyente tenga por verdadero el fundamento de su confianza, su punto de referencia. En la teología moderna se han contrapuesto con frecuencia el acto personal de confianza y la fe como un simple tener por verdad. Esta contraposición contiene un núcleo de verdad, que la fe tiene su núcleo en la confianza y que no consiste en tener por verdadero esto o aquello. Una toma de conciencia meramente teórica no e» aún fe, ni tampoco la aceptación de una serie de noticias discutidas, increíbles para otros como pueden serlo el nacimiento virginal o la ascensión de Jesús o su resurrec­ción misma. Sólo la confianza incondicional en Jesús y en el Dios revelado por él puede llamarse con pleno derecho fe. Pero tal confianza encierra en sí misma un tener por verdad, del cual no puede separarse y sin el cual no pue­de existir.

Un análisis más detallado nos pone de manifiesto en seguida que la fe implica un triple tener por verdad. En primer lugar se trata de los puntos de apoyo visibles en el mundo asequible a los sentidos, puntos en los que se apoya la confianza. En la confesión apostólica son, an­te todo, los acontecimientos de la historia de Jesús enu­merados por el segundo artículo, pero sin olvidar también el mundo de la creación, al que hace referencia el primer artículo. En segundo lugar, basándose en tales puntos de apoyo, la confianza se abandona en la realidad invi­sible, verdadero objeto de la confianza y que se manifies­ta o da a conocer en aquellos puntos de apoyo. En la con­fesión apostólica es la realidad de Dios, de su Hijo eleva­do ahora a la derecha de la majestad divina y del Espíritu santo, que actúa como dimensión profunda y misterio­sa en la vida de la iglesia. En tercer lugar, la confianza hace referencia a aquello que es esperado de la fidelidad de aquel en quien se confía. En la confesión apostólica es

15»

Page 10: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna.

La confianza no puede darse en ninguna de estas fes relaciones sin presuponer la verdad, es decir, la fi­delidad de aquello en que se confía. No puede darse confianza sin la verdad de los puntos de apoyo sobre los cuales se fundamenta. No puede darse sin la fidelidad de la realidad invisible que se da a conocer en ellos y sobre la que construye. No puede tampoco darse sin esperar la llegada de aquello que se espera de la inamovilidad del fundamento en el que se basa el que confía.

La vinculación de la confianza a tales condiciones de verdad aparece en el credo apostólico en que la persona de Dios y la persona de Jesús, confesadas por el creyente, son descritas más detalladamente por una serie de indica­ciones aclaratorias. Así, el Dios al que se dirige la fe es descrito e identificado como el Padre, como todopode­roso y como creador del mundo. El Espíritu santo no es caracterizado más detalladamente en la confesión apostó­lica, pero sí en el concilio Niceno. Allí se dice de él que es el vivificador, que ha hablado por los profetas y qu.e está unido estrechamente con el Padre y el Hijo. Jesucristo es designado en la confesión apostólica Hijo unigénito de Dios y caracterizado por toda la serie de afirmaciones sobre su camino terrenal hasta la resurrección, ascensión, entronización a la derecha de Dios y vuelta para el juicio final. Estas determinaciones más detalladas no son sólo indicaciones destinadas a recordarnos, más o menos pro­visionalmente, la persona de Jesús, sin ningún peso o im­portancia por sí mismas. Todo lo contrario, Jesús para la confesión apostólica es la persona a la que se dirige la fe y esto sólo por el hecho de haber sido crucificado y resu­citado y porque ha de venir de nuevo a juzgar a vivos y muertos.

Estas explicitaciones contienen al mismo tiempo, al caracterizar el objeto de la fe, la razón por la cual el cre­yente pone su confianza en la persona de este Dios, de este Jesús y de este Espíritu. La seguridad con que el

20

creyente confía, precisamente aquí y no en ningún otro sitio, tiene sus motivos en el conocimiento de aquello en que se confía. Tal conocimiento es evidente que per­manecerá incompleto y provisional y por tanto expuesto a la duda, puesto que se refiere en última instancia a una realidad aún invisible, por muy visibles que sean los in­dicios en los que se apoya. Sin embargo, no es posible ninguna confianza sin un juicio provisional, fundado en tales indicios, sobre la credibilidad y fiabilidad de aque­llo sobre lo que se construye. Cuando uno se decide a confiar sin reservas ni condiciones, ya presupone que aquél {o aquello) en quien se abandona es capaz y está dispuesto a proteger toda su existencia como totalidad. Ante la inseguridad de la vida humana y la incertidum-bre sobre la eventual existencia de un sentido de la vida, y ante la necesidad de una confianza en algo, la mayor parte de los hombres, a no ser que prefieran dejarse lle­var por la desesperación en cualquiera de sus formas, están dispuestos a decidirse en alguna parte por una tal confianza a pesar de todas las inseguridades y dudas. Pe­ro, no obstante, son indispensables algunos puntos don­de se apoye la confiabilidad de aquél sobre el que cons­truye el que confía. Así, el creyente cristiano confía en el Padre de Jesucristo porque es el creador de todas las cosas, en Jesucristo porque ha superado la muerte y otorga una comunidad con él, que transciende la misma muerte.

Aquí topamos con las verdaderas dificultades con las que tenemos que habérnoslas hoy día al tratar de justi­ficar nuestra fe según la profesión apostólica de fe y, en general, según la tradición cristiana. Pues los presuntos «hechos» de los cuales se habla allí —especialmente en el segundo articulo, pero también respecto a la realidad de Dios y de la creación del mundo, y en el Niceno res­pecto al Espíritu como origen de toda vida— han dejado de ser hoy algo firme y seguro. En lugar de creer en el Dios trinitario sobre la base de la creación, de la resu­rrección de Jesús y de la acción del Espíritu en la crea-

21

Page 11: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

ción y en los profetas, parece que tendríamos que poder creer en primer lugar la realidad positiva de estos su­puestos hechos. Sólo entonces podrían constituir puntos de apoyo para una confianza en este Dios fundada en ellos. El que el credo apostólico resulte para muchos cristianos de hoy incomprensible y, en alguna de sus formulaciones, incluso enojoso podría muy bien radicar en el hecho de que los hechos salvíficos enumerados en sus artículos parecen estar en contradicción con la reali­dad actual de la experiencia humana, por lo cual más que como expresión o fundamento de la propia fe son experimentados como un impedimento para creer. Uno se encuentra tentado a dejar en paz los enunciados de la profesión de fe y retirarse al acto personal de fe, a la confianza en Jesús y su mensaje de amor, y al Dios anun­ciado por él, que es el amor. Pero para la antigua cris­tiandad el amor de Dios sin la resurrección de los muer­tos hubiera sido una palabra vacía, y la confianza en Jesús hubiera parecido un salto en el vacío, carente de fundamento, si no se hubiera atenido al poder de Dios presente en él y revelado en su resurrección, poder que es el mismo con el que creó cielos y tierra, y con el que habrá de juzgar al universo entero. Si hoy se hacen valer locuciones tan pálidas sobre el amor de Jesús como ex­presión de la fe actual, esto sólo es comprensible porque en ello va siempre implícito lo que las brillantes expre­siones de la ?ntigua cristiandad proclamaron sobre la majestad divina manifestada en Jesús.

Es indiscutible que los enunciados del credo apostó­lico se han hecho, en parte, muy incómodos para la con­ciencia moderna de los cristianos de hoy. Es igualmente indiscutible que algunos de estos enunciados se han he­cho hoy, de una forma u otra, terriblemente cuestiona­bles. Pero carece de sentido abstraer del contenido de estos enunciados y retirarse a un acto de fe, con un con­tenido difuso e indeterminado, dejando en suspenso, por tanto, la verdad de tales enunciados. Y esto carece de sentido precisamente porque en estos enunciados se trata

22

del fundamento, en el que se apoya esta fe, y de su con­tenido. Tampoco es salida asegurar la dudosa verdad de aquellos enunciados por la ciega decisión de creerlos. Tanto si la resolución de creer se torna en garantía de la verdad de aquellos contenidos, sobre los que se apoya la confianza en Jesucristo y en el Dios revelado en él, como si la fe se hace autónoma e independiente frente a ellos, se viene a parar a lo mismo: la fe se fundamenta en ambos casos en el creyente y su decisión de creer, en lugar de hacerlo en el contenido, sobre cuya fiabilidad podría confiar. La fe es rebajada a una obra de autorre-dención cuando es comprendida y exigida en este sentido, es decir, como el salto de una «opción» ciega, que no se ha de fundamentar más. Una fe que no está fundada más allá de sí misma, a partir de aquello en lo que se abandona, queda cogida y aprisionada dentro del propio yo, incapaz de dar frutos. La realidad del Dios, en quien confía la fe cristiana, no se puede tener sin los llamados «hechos», a lot que hace referencia la confesión apostó­lica y por los cuales él se ha identificado como este Dios. Otra cuestión es, si el credo al designar tales hechos ha elegido convenientemente las características distintivas de la divinidad de Dios y los aspectos de la historia de Jesús, en los cuales se ha revelado este Dios. La respues­ta a esta cuestión es cosa de una profundización com­prensiva y crítica, al mismo tiempo, de cada uno de los enunciados del credo. El esfuerzo por comprender y ana­lizar críticamente los enunciados del credo es el único camino de hacer justicia a su importancia para la fe cristiana y a su problemática, así como de afrontar debi­damente las di'das e incertidumbres. El camino no será nunca retirarse a una decisión de fe sólo aparentemente libre de tales dudas y siempre más o menos inmadura o infantil.

Lo que, ciertamente, es cuestionable en principio es si el análisis de los enunciados del credo de cara a en­contrar su verdad, puede llegar a una respuesta definiti­va. ¿Quién podrá dar una respuesta definitiva a cues-

23

Page 12: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

tiones tales como si el Dios anunciado por Jesús ha crea­do el universo, si Jesús ha resucitado de entre los muer­tos y resucitará a los creyentes a una vida imperecedera y si todo esto tiene algo que ver con el Espíritu santo? ¿Quién podrá acabar, verdaderamente, con todas estas cuestiones? Nadie, con tal que, aunque lejanamente, cap­tase la magnitud del asunto en cuestión. Pero para quien trate de cerciorarse del fundamento de su fe cristiana, lo que realmente importa es tanto profundizar en las vie­jas fórmulas del credo, como el que su fondo objetivo se haga accesible, a fin de que pueda surgir la confiada seguridad de que estas fórmulas no son simplemente va­cías, sino que hacen referencia a un contenido objetivo también accesible a nosotros, y esto aun en el caso de que nosotros mismos lo formularíamos de una forma dis­tinta. Si surge esta confiada seguridad en la objetividad de las fórmulas transmitidas en la profesión apostólica de fe, entonces la fe ya puede fiarse de la certeza de su fundamento, sin que esto suponga que tal certeza pueda darse alguna vez completamente libre de dudas. Enton­ces puede presuponer la verdad de su fundamento, aun­que no la comprenda por completo y aunque pueda obs­curecérsele de nuevo por las dudas. Lo que tiene una importancia decisiva es que el creyente nunca pierda de vista que esta verdad presupuesta es dada previamente a su fe; que nunca pretenda garantizarla por una opción de fe. Y se b= de cerciorar continua y renovadamente de esta verdad presupuesta por él. Al menos, ha de po­der tener la confianza en que tal cercioramiento es po­sible y en que en alguna parte se ha llevado a cabo en la iglesia cristiana de un modo imparcial y sincero. Con rigor metodológico esto acontece en la teología. Sólo donde la teología responde rectamente a este imperativo, que es su misión, puede constituirse, a pesar de todas las interpretaciones opuestas, una atmósfera de confian­za en el mensaje cristiano. Tal atmósfera no se da hoy. Y su ausencia se siente dolorosamente, pues sólo en una atmósfera dominada por la confianza en su fundamento

24

puede la fe respirar libremente. Por esto, es hoy más necesario que nunca que también el no teólogo se forme, en la medida de lo posible, un juicio propio en las cues­tiones de la fe

El que la fe viva de la verdad de su fundamento no significa que esté ligada a un determinado estadio del saber. Los resultados a que conduce la investigación de la historia, en la que la fe tiene su fundamento, se re­nuevan continuamente, igual que el conocimiento del significado de esta historia. Esto radica en la provisio-nalidad de todo conocimiento humano. Sin embargo, a pesar de la mutabilidad de sus resultados, la fe no puede prescindir del cercioramiento teológico y de la in­vestigación de la historia, de la cual ha tomado su punto de partida y en la que está contenido su fundamento. La investigación de aquella historia y de la peculiaridad y alcance de su significado permiten conocer, a pesar de la condicionabilidad temporal de su forma respectiva co­rrespondiente a su situación espiritual, si las fórmulas transmitidas de la fe están vacías o, bien, fundadas ob­jetivamente, a pesar de su condicionabilidad temporal, ofreciendo así acceso al punto de apoyo de aquella con­fianza incondicional en la que se abandona la fe, a fin de participar en aquel sobre el que construye. La participa­ción en el acontecimiento salvífico no se alcanza por el conocimiento del objeto de la fe, sino sólo por la fe. Pues sólo en el acto de fe me abandono a mí mismo para hacerme firme en la realidad, en la que confío. En este acto de confianza la fe transciende también su propio punto de partida, abandona igualmente la forma especial de saber sobre su objeto, de la cual partió, y se abre a un conocimiento nuevo y mejor de la verdad, sobre la que construye.

Las fórmulas de la profesión apostólica de fe expre­san, resumidamente, el fundamento de la fe, el cual constituye también su contenido central. Y hacen esto con el lenguaje de su tiempo, lenguaje que ya no puede ser, en todos aspectos, el nuestro. Por esto, no es su-

25

Page 13: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

ficiente recitar el credo apostólico, sino que se ha de profundizar en sus enunciados, cuestionándolos, refle­xionando sobre ellos, analizándolos. Y esto se ha de ha­cer hoy de un modo distinto al de la antigua iglesia. Además, el cristiano actual no llegará siempre al mismo resultado. A pesar de todo, ¿puede seguir pronunciando la confesión de la antigua iglesia como la suya propia?

Responsablemente esto sólo es posible si se puede estar de acuerdo con las intenciones decisivas, que han encontrado su formulación, temporalmente condicionada, en los enunciados del credo. La expresión lingüística y también conceptual de estas intenciones no puede ser siempre y en todas partes expresión de nuestro propio conocimiento actual de la misma cosa. No pocas de las palabras de la profesión apostólica de fe no serían formu­ladas así por la mayor parte de los cristianos actuales. A pesar de todo, podemos recitar el credo en el servicio litúrgico sin deterioro de la sinceridad y honestidad per­sonales, mientras podamos mantener las intenciones de estos enunciados, independientemente de la crítica que podamos hacer de su forma. La profesión apostólica de fe, igual que la de Nicea, es hoy una expresión de la identidad de la cristiandad a través de los cambios de los tiempos y por encima de multitud de diferencias en la compresión de la fe. Al pronunciar la profesión de fe, nos sentimos uno con todos los cristianos, no expresamos sólo nuestra convicción personal. Por esto es suficiente con que compartamos las intenciones de sus enunciados. Si esto es posible, es otra cuestión; cuestión que, cierta­mente, requiere un concienzudo examen. Por esto la in­terpretación, investigación y examen de las confesiones apostólica y de Nicea concierne a cada cristiano, y esto tanto más cuanto más se hayan apoderado de él las du­das sobre los enunciados de la tradición cristiana. El más o menos oscuro malestar o desasosiego que puedan provocar los enunciados de la profesión apostólica de fe no deberían conducir al fácil escapismo de suprimir su uso litúrgico v sustituirlas por otras fórmulas presunta-

26

mente más actuales, pero que ni aun en el mejor de los casos podrían cumplir la función que verdaderamente cumplen las viejas formulaciones del credo, que el cris­tiano particular pueda integrarse por medio de ellas en la comunidad de toda la cristiandad. Pero incluso en lo que concierne al contenido de la fe, no se consigue nada con un cambio de palabras. Más bien, lo que se requiere es una aclaración y una comprensión del contenido de la fe cristiana, que ha encontrado su expresión en las viejas formulaciones del credo. Rechazar estas formula­ciones únicamente por su incomprensibilidad es un sín­toma de falta de formación. Especialmente los sacerdo­tes, que están formados y llamados para explicar la tra­dición de la fe. no deberían aceptar nunca una argumen­tación de este tipo. Su obligación es explicar las formu­laciones transmitidas. Su rechazo sólo sería justificado y responsable, si realmente se mostrara que son simple­mente falsas. Pero la hoy tan extendida incomprensión de las formulaciones del credo no piden su supresión, sino su explicación. Por esto, hoy se debería conceder una especial atención en las iglesias a la interpretación y explicación de los enunciados de la profesión de fe. En­tonces, las comunidades cristianas volverán también a comprender que ¡a profesión apostólica de fe es pronun­ciada en los servicios litúrgicos del domingo como ex­presión de que la comunidad allí reunida se sabe unida, transcendiendo el tiempo, con toda la cristiandad en el contenido esencial de su fe.

27

Page 14: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

En Dios

No hace aún mucho tiempo la existencia de un Dios, el Padre en e1 cielo, era algo completamente evidente para la mayoría de los cristianos. Más aún, no se expe­rimentaba este primer artículo como algo exclusivamente cristiano, sino que en esto uno se sabía solidario con la mayor parte de las personas civilizadas. Las dificultades con la confesión de fe transmitida no comenzaban hasta los enunciados sobre Jesucristo como hijo de Dios y sobre los milagros de su nacimiento y su resurrección de entre los muertos. La fe en Cristo les parecía a muchos un añadido que más bien perturbaba la simple fe en Dios, que el mismo Jesús había enseñado.

Hoy la situación ha girado ciento ochenta grados. Parece que en el mundo ya no queda sitio para Dios. Incluso teólogos hablan de la muerte de Dios. El único punto firme de la tradición cristiana parece ser el hom­bre Jesús con su mensaje de amor.

Hay también teólogos que quieren sustituir la fe en Dios por la fe en Jesús. Esto puede aparecer como una consecuencia valiente de la aparente falta de perspectivas favorables en la lucha por la idea de Dios. La defensa de la idea de Dios puede dar la impresión de una acción de retirada y los teólogos que renuncian a ella parecen arrojar sólo un lastre sobre la comprensión del mundo. ¿No se aliviaría la situación del cristianismo en el mun-

28

do moderno, si se intentara pasar, también en la teo­logía, sin el «vocablo Dios», de tal modo que la teología cristiana tuviera que ver únicamente con la existencia del hombre? ¿No es el mensaje de Jesús sobre el amor in­dependiente de la representación de un Dios? ¿Y no es el amor incondicional, que parte de Jesús, el verdadero corazón del mensaje cristiano? Así suenan las cuestiones que se plantean hoy dentro del cristianismo. La idea de Dios aparece como una costra, más filosófica que otra cosa, que se ha convertido en un impedimento para la fe en la situación actual y que encubre la idea cristiana del amor. La consecuencia es clara, la fe se ha de liberar hoy de esta costra.

Pero las cosas no son tan simples. Sólo quien esté demasiado acostumbrado a mirar a Jesús con ojos cris­tianos puede tener la idea de sustituir la fe en Dios por la fe en Jesús y en su mensaje de amor. Pero ¿por qué deberíamos seguir creyendo en Jesús, si éste fuera sola­mente un hombre como los demás? La fe en Jesús de­pende del convencimiento sobre la presencia de Dios en él. La presencia de Dios en él es lo único que otorga va­lidez universal a la figura de Jesús. Ni siquiera la idea del amor incondicionado puede basarse en sí misma. Sin la idea de Dios de Jesús, el mensaje del amor al prójimo, amigo y enemigo, puede parecer muy fácilmente una exigencia exagerada y desproporcionada. Así, Sigmund Freud condenó la idea del amor como una sobreexigencia del hombre: «Una inflación tan exagerada de amor pue­de únicamente desacreditar su valor, no eliminar la pe­na». En efecto, la ética del amor de Jesús tiene que re­sultar una sobreexigencia para el hombre, si el amor es comprendido, ante todo, no como una realidad divina previa a toda acción humana, sino como exigencia que el hombre ha de llevar a cabo. En ese caso parece mucho más realista que los hombres deban tratarse entre sí con agrado y simpatía, en la medida en que las circunstancias concretas lo hagan posible. Y para esto no habría para qué recurrir a Jesús, al menos no más que a otros mo-

29

Page 15: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

délos y maestros significativos de la humanidad como Sócrates o Confucio.

No es, pues, únicamente una curiosidad histórica que en Jesús el amor al prójimo esté estrechamente unido a su comprensión de Dios, que incluso tenga aquí su raíz. Jesús vivió completamente en la espera de la transfor­mación inmediata del mundo presente, por medio de la cual, Dios traería su reinado y su reino. El Dios que había de venir era para él la realidad que determinaba todo. Vio su presente a la luz del futuro de este Dios. Se sabía enviado por él, y en esta misión inmediatamente anterior al juicio amenazador sobre el mundo reconoció Jesús la expresión del amor salvador de aquel Dios so-brepoderoso. Su propia misión de anunciar el reinado fu­turo de Dios fue para él una prueba de su amor, porque este anuncio podía operar la conversión a tiempo de los pecadores, abriendo en ellos de este modo la esperanza en el reino viniente.

Podemos decir, pues, que en el mensaje de amor de Jesús se trata en primer lugar del amor de Dios, del amor de un Dios que viene a juzgar un mundo, que ha abju­rado de él. Este amor de Dios se da a conocer en la misión de Jesús. Y no ha sido el evangelio de Juan (3, 16) el primero en encontrar el sentido de la misión de Jesús, sino que fue el mismo Jesús el que comprendió este sentido, tal como quedó expresado en las parábolas del hijo pródigo, de la dracma perdida y de la oveja per­dida (Le 15). El amor al prójimo anunciado por Jesús no es otra cosa que participación en la propia acción y actitud de Dios, que está dada previamente a toda acción humana, pero por la cual los hombres se han de dejar captar en su comportamiento. Así, pues, en el anuncio de Jesús el mensaje del amor salvador y perdonador es­tá completamente fundado en la certeza del futuro de Dios. Si quitamos a este Dios del mensaje de Jesús, no hemos hecho más que arrancarle el corazón que le da vida, y lo que queda entonces ni es capaz de explicarlo, ni de dar razón de la forma profética de su aparición,

30

ni de los conflictos que provocó. Sin el Dios de Jesús el mensaje cristiano del amor hubiera perdido el centro, del que viven su fuerza y su credibilidad.

No se puede mantener el mensaje de Jesús sin el Dios de Jesús. Pero ¿cómo podrá resistir el mensaje de Jesús sobre Dios el ataque del ateísmo contra toda re­presentación de Dios?

La figura clave del ateísmo moderno es Ludwig Feu-erbach. Su obra sobre la esencia del cristianismo (1841) fue el momento decisivo de su explicación psicológica de la religión. Sus clases sobre la esencia de la religión no fueron más que una ampliación de su idea fundamental. Todas las corrientes ateístas posteriores de importancia dependen de Feuerbach. Esto vale tanto de Nietzsche como del marxismo y de Freud, así como de Jean Paul Sartre. La explicación de Feuerbach de la religión como ilusión se basa en su distinción entre el género humano y los individuos. Mientras los individuos son limitados y unilaterales y, consecuentemente, finitos, el género es infinito. Todos los límites de la razón, de la fantasía, del amor y de la voluntad de los hombres individuales son suprimidos en el progreso histórico del género humano. Pero los individuos en su limitación y egoísmo se incli­nan a no verse más que a sí mismos. De ahí, que no conozcan la infinitud de la humanidad como una infi­nitud de la misma. Esta infinitud no es, ciertamente, una plenitud esencial de los individuos humanos como tales, pero al no conocerla como propia de la humanidad, los hombres la consideran como un ser completamente dis­tinto del hombre. Así, según Feuerbach, la idea de Dios ha surgido psicológicamente: su ilusión consiste en que los hombres consideran su propia esencia, la plenitud esencial de la humanidad como género, como una esen­cia extraña a ellos. Inversamente, esta esencia divina y extraña es en realidad sólo una proyección de la propia esencia del hombre en un cielo imaginario. Para Feuer­bach la confirmación de esta concepción era el hecho de que Dios es concebido normalmente por analogía con el

31

Page 16: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

hombre y como plenitud de todo aquello a lo cual se cree determinado el hombre, pero que sólo puede ser realizado unilateral y limitadamente en la vida del indi­viduo. El hombre, al considerar su propia esencia hu­mana por una esencia extraña, se enajena a sí mismo. Por la fe en Dios niega la grandeza de su propia esencia humana. Para que el hombre venga a sí mismo tiene que volver a conocer como plenitud esencial de la humanidad misma lo que ha atribuido a una esencia divina, extraña a él. En esta misma línea Nietzsche, Nicolai Hartmann y Sartre han planteado la exigencia de abandonar toda idea de Dios, si es que queremos mantener la libertad del hombre; la libertad humana es incompatible con la fe en Dios. Marx y Freud han desarrollado la idea de Feuer-bach en otra dirección. Marx profundizó en la explica­ción de Feuerbach sobre la proyección religiosa a partir del egoísmo de los individuos. Redujo la autoalienación del hombre descrita por Feuerbach en términos religio­sos a su autoalienación social y económica y la concibió como su expresión. Freud sustituyó al género humano, que según Feuerbach es considerado por los hombres co­mo un ser extraño a ellos, por la figura del padre primi­tivo, que tras su liquidación por los hijos se convirtió en el ideal, ya nunca alcanzable por ninguno de ellos, de la plenitud de poder y del dominio sin límites. En este punto Freud, como Feuerbach, presupone una si­tuación originaria del hombre no religioso. En la con­cepción del origen de la divinidad a partir de los deseos del hombre siguió también a Feuerbach. Sólo en la des­cripción del origen de estos deseos y en la explicación del surgimiento de la ilusión religiosa emprendió sus propios derroteros.

También el hoy tan socorrido tema de la muerte de Dios está relacionado con la crítica de la religión de Feuerbach; al menos fue relacionado con ella por Nietz­sche. No olvidemos que la representación de la muerte de Dios es contradictoria: un Dios, que ahora ya no fuera Dios, nunca podría haber sido verdaderamente Dios.

32

La expresión «muerte de Dios» es sólo una imagen mítica del fin de la ilusión religiosa, del descubrimiento de que las ideas de los hombres sobre Dios no eran más que sueños humanos, reflejos de sí mismos y de sus deseos.

¿Cómo reacciona la teología a la provocación del ateísmo? Los teólogos de la escuela de la teología dia­léctica, especialmente K. Barth y últimamente también H. Gollwitzer, han intentado servirse del ateísmo para elaborar una teología radical de la revelación: Feuerbach ha desenmascarado con toda razón las religiones y la filosofía teísta como obras humanas. En las religiones y en las concepciones teístas de los filósofos el hombre no se encuentra más que consigo mismo. Pero en el men­saje cristiano las cosas son completamente distintas. Este habla únicamente sobre el verdadero Dios. De ahí que la fe cristiana no sea ninguna «religión» en el sentido de Feuerbach.

Sin embargo tal argumentación no puede convencer­nos. ¿No podría cualquier otra religión reivindicar, con todo derecho, una posición de excepción para su Dios? ¿Y no podría cualquier otra religión acabar con las res­tantes de este modo tan fácil, simplemente explicándolas a la Feuerbach, como obras humanas? Nada justifica ser­virse de una doble medida para medir los mismos he­chos. ¿Qué justificación podría encontrar la teología cris­tiana para tratar sobre su concepción de Dios —o la de los escritores bíblicos, o la del mismo Jesús— abstra-yéndola del contexto de las representaciones de otras religiones? Esto presupondría pasar por alto algo que es demasiado claro. Nos referimos a las analogías entre las formas veterotestamentarias y primitivo-cristianas de la idea de Dios y las del entorno religioso, a sus rela­ciones de origen.

Los autores del antiguo y del nuevo testamento, así como los teólogos de la primitiva iglesia, comparten con su entorno el convencimiento de que el hombre ha de contar con la intervención de poderes divinos. Se trata de uno de los presupuestos de su discurso sobre el Dios

33

Page 17: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

de Israel, el Padre de Jesús de Nazaret. Sólo con la afir­mación de que el único Dios verdadero es idéntico con el Dios de Israel llegamos a lo peculiar de la compren­sión bíblica de Dios, y el mensaje de Jesús de la pater­nidad de Dios hace referencia precisamente a este Dios del antiguo testamento. La fe cristiana al creer que el Dios Padre de Jesús de Nazaret es él único Dios verda­dero se sitúa fuera de la historia del Dios de Israel, que ha quedado fijada en los escritos del antiguo testamento, pero ya presuponiendo que la cuestión de la realidad di­vina tiene su sentido. Por esto, cuando el mensaje cris­tiano se dirigió al mundo helénico superando las fron­teras de Israel, pudo empalmar con la pregunta filosófica sobre el Dios «verdadero», sobre la verdadera figura de la realidad divina. La búsqueda filosófica de lo verdade­ramente divino se convirtió en un verdadero aliado de la teología contra las creencias populares politeístas, ya que la filosofíi en sus diversas direcciones y enfoques había llegado al resultado de que sólo puede existir un Dios. El mensaje cristiano mostró su verdad a la con­ciencia del hombre helenista al cumplir los criterios que los filósofos habían formulado como criterios de lo ver­daderamente divino, que sólo puede ser pensado como origen del cosmos.

¿Cuál es la situación actual? ¿la crítica ateísta ha acabado con el convencimiento de una realidad divina, que es fundamento del hombre y su mundo, y cuya ver­dadera figura intentó anunciar la tradición bíblica? Para responder a esta cuestión, lo primero que se ha de hacer es poner en claro el cambio general que ha tenido lugar en el planteamiento filosófico del problema de Dios res­pecto a los sistemas clásicos de la antigüedad y su pro­longación en la patrística y la edad media. Se ha de te­ner presente que esta nueva situación constituye tam­bién el punto de partida del ateísmo moderno. Este cam­bio del problema filosófico de Dios en la edad moderna podría describirse como antropologización de la idea de Dios.

34

La «teología natural» de la antigüedad y de la edad media partía, fundamentalmente, del conocimiento del mundo para concluir después en una razón suprema co­mo origen del orden y de todo movimiento en el mundo. A partir del final de la edad media este acceso a la idea de Dios mostró su vulnerabilidad. Se vio que la cadena de causas que determinan el estado actual del mundo pueden muy bien alcanzar un pasado ilimitado sin que sea necesario llegar a una causa primera. En la sucesión de generaciones, las primeras de ellas ya han sido vícti­mas de la muerte mientras las actuales aún están vivas, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con la totalidad del mundo? No obstante, mientras se consideró necesaria una causa no sólo para el surgimiento, sino también para el mantenimiento de cada estado presente y actual, que­dó en pie la hipótesis de un primer motor. Este conser­varía en su realidad, mientras ésta fuese tal, los efectos dependientes de él hasta el mundo actualmente existente. Pero desde la introducción del principio de inercia se hizo innecesaria cualquier explicación ulterior del man­tenimiento de un cuerpo en un estado concreto, una vez adquirido tal estado. De este modo cayó por tierra el fundamento último de la hipótesis de la causa primera. Todavía Descartes y Newton quisieron asegurarle un puesto a Dios en la imagen de la naturaleza manteniendo la necesidad de un primer impulso para el movimiento planetario. Pero esto ya en su tiempo apareció como el canto del cisne de una representación ya superada. De ahí, que la eliminación de este Dios teísta por la teoría mecánica del movimiento planetario tuviera en sí misma algo de históricamente inevitable.

Prácticamente, pues, la superfluidad de la hipótesis de una causa primera del acontecer natural estaba de­cidida con la introducción del principio de inercia. Esto suponía el aldabonazo a todo intento de llegar a Dios desde el conocimiento de la naturaleza, pero no de toda vía posible a él. En el pensamiento moderno Dios ha sido pensado a partir del hombre en lugar de a partir

15

Page 18: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

del mundo. Desde Nicolás de Cusa, pasando por Descar­tes hasta Kant y Hegel, los filósofos no han dejado de exponer, en nuevos proyectos, que el hombre no puede comprenderse a sí mismo en su subjetividad sin presu­poner una realidad divina. Así, para Descartes la certeza de un mundo real fuera de nosotros se basaba en la exis­tencia de un Dios como causa de él; la idea de este Dios la encontraba el yo en su conciencia, sin que por otra parte pudiese ser su causa. Según Kant, la unidad de la determinación moral del hombre con su existencia como esencia natural sólo era representable bajo el presupuesto de que un poder supremo tuviese en sus manos la ar­monía entre el mérito moral del hombre y el curso ver­dadero de su vida, así como la compensación en el más allá de las discrepancias existentes en este mundo. Este ser supremo tiene que estar caracterizado por su santi­dad moral y al mismo tiempo ha de ser capaz de de­terminar el curso de la naturaleza. Los pensadores del idealismo alemán, siguiendo esta idea, afirmaron que el prodigio de la correspondencia de nuestra subjetividad cognoscitiva y operante con la realidad fuera de nosotros se ha de comprender bajo el presupuesto de un origen común de sujeto y objeto, que es distinto de ambos, pero que los abarca a los dos. Por fin, Hegel sostuvo que el hombre, al experimentar la finitud de todas las cosas —también de sí mismo—•, se eleva sobre sí mismo y su mundo a la idea de una realidad infinita, que asume en sí todo lo finito. Más exactamente: la experiencia de la realidad finita contiene ya en sí misma una elevación a lo infinito; pues sólo se puede pensar algo finito si se sabe ya de la infinitud, porque no se puede pensar nin­gún límite ni nada limitado sin la idea de un más allá de tales límites. Hegel ha interpretado en este senti­do todas las pruebas tradicionales de la existencia de Dios como expresión de la elevación sobre el mundo de lo fi­nito a la idea de lo infinito.

Esta misma problemática puede también comprobarse en las discusiones actuales sobre el hombre. Lo que pasa

36

es que aquí su sentido teológico queda implícito casi siempre, no se le designa, normalmente, con su nombre. Así, W. Schulz ha mostrado que en Heidegger la estruc­tura existencial de la existencia humana está fundada en el ser que supera v abarca esta existencia. Algo parecido puede observarse en la antropología moderna cuando és­ta habla de autotranscendencia o de apertura mundana. Cuando se afirma que el hombre es un ser mundanamen­te abierto lo que propiamente se quiere significar es que el hombre está «abierto» por encima de toda forma de­terminada de su mundo, capaz de su transformación, pero también necesitado de una plenitud que no encuentra en el mundo que tiene a mano. El hombre aparece, pues, en su apertura mundana como dependiente de una reali­dad infinita que le soporta, que transciende la limitación de todo lo mundano y que, por consiguiente, es distinta de todo lo existente mundanamente; de una realidad que es el origen de su libertad, origen de la posible elevación del hombre sobre los circunstanciales límites de su si­tuación.

Sobre el campo de fuerzas creado por estas reflexiones o consideraciones cae la primera y fundamental decisión sobre la crítica atea de la idea de Dios, tal como ha sido desarrollada desde Feuerbach. No obstante, hay que no­tar que no es todavía una prueba de la existencia de Dios la simple comprobación de que la esencia del hombre, la estructura de su subjetividad postula el presupuesto de una realidad divina por encima de él y de toda finitud, fundamento y soporte de todo este mundo de la finitud. Siempre quedaría abierta la posibilidad de que el hombre estuviera naturalmente abocado a una ilusión inevitable para él. Sin embargo, si en lo que es humano del hom­bre se funda la formación de la idea de una realidad divi­na por encima de la realidad del mundo, siempre resultará que la formación de esta idea es también inevitable en el caso de que se tratase de una simple ilusión. Por el con­trario, la argumentación ateísta afirma poder mostrar que la idea de Dios no es más que una ilusión en principio

37

Page 19: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

superable, resultante de la peculiaridad de una fase tran­sitoria del desarrollo de la humanidad. El nervio de esta argumentación es la comprobación de la superfluidad de la temática religiosa para una comprensión adecuada del ser humano. Si se llegase a esta comprobación, hablar de Dios sería completamente superfluo. Ahora bien, si no fuera así, quedaría en pie la contratesis, es decir, que pertenece a lo humano del hombre, tal como nos es cono­cido desde los inicios de la historia de la humanidad, el ser religioso. Con esto, ciertamente, no está todavía pro­bada la realidad y la peculiaridad de un Dios, pero sí queda abierta ia posibilidad y disolubilidad de la hipó­tesis de una realidad divina.

La decisión sobre la realidad de Dios se toma en el contexto más amplio de la experiencia de toda la realidad. Para ello hay que transcender los límites de la argumen­tación meramente antropológica. La afirmación de Dios afirma su poder sobre el mundo y sobre los hombres. Aun cuando, tal como hemos mostrado, la idea de Dios no sea ya deducible del conocimiento del mundo en el con­texto del pensamiento moderno, es decir, aun cuando como idea tenga otro origen, su verdad, no obstante, si­gue dependiendo de la fuerza iluminadora y cargada de sentido, que parte de ella para la totalidad de la experien­cia de la realidad de los hombres. Aquí no se puede de­cidir de una vez para todas si una idea de Dios responde adecuadamente a la experiencia de la realidad. Pues nues­tra experiencia del mundo y de nosotros mismos cambia continuamente. Con nuestras transformaciones están tam­bién implicadas las transformaciones de la conciencia re­ligiosa, los cambios de la historia de las religiones. Esta conexión, también es verdad, no tiene la forma de una dependencia unilateral, como si las transformaciones de la conciencia religiosa fueran únicamente reflejos de las transformaciones de ía experiencia del mundo. Más bien, de lo que se trata en la historia de cada religión es de comprender la realidad, tal como es experimentada histó­ricamente, como determinada por el poder divino, del

38

ijue esa religión sabe a partir de su tradición. Ahora bien, cuando la comprensión de Dios transmitida en una reli­gión no se muestra capaz, a partir de sus propias ca­racterísticas, de asumir una nueva experiencia de la rea­lidad en la comprensión del mundo regido por esta divini­dad, entonces tiene que dejar sitio a una nueva experien­cia de Dios, que satisfaga mejor a esa exigencia. Luchas espirituales y decisiones de tal tipo existen en el centro de la historia de la religión de los pueblos. Esto vale también para h historia del cristianismo y para el Dios de la Biblia. La comprensión de Dios que alcanzó y transmitió el pueblo judío, en la conformación y refor­ma a que le sometió el mensaje y la historia de Jesús, se mostró en el mundo de la antigüedad tardía como supe­rior a todos los dioses de entonces por su fuerza para ilu­minar y profundizar la experiencia de la realidad en su totalidad, tal como imperaba en aquellos tiempos. Hoy día vivimos plenamente una serie de transformaciones radicales de la experiencia de la realidad iniciadas ya hace algunos siglos. Estas transformaciones han partido, en gran parte, de aquel sector de la humanidad más marcado por el cristianismo. Pues bien, el problema que plantean estos cambios es si son integrables o no, a partir de la comprensión del Dios de la tradición cristiana, en la uni­dad de sentido rica en tensiones de una realidad total, que en su totalidad hay que comprender desde este Dios. Sólo la respuesta a esta cuestión decide sobre la realidad del Dios de la tradición cristiana. Y todo hombre cons­ciente y espiritualmente vivo dentro del ámbito de in­fluencia cristiana ha de tomar hoy su propia postura ante estas cuestiones. Ha de ver si confía en que el Dios del cristianismo se mostrará como la realidad que deter­mina todo en la experiencia del mundo de la actualidad, tan cambiada por la ciencia moderna y sus consecuencias.

La discusión sobre la relación del ser humano y la religión constituye, pues, sólo un aspecto parcial. Y en él no puede tomarse ya la decisión positiva sobre la credi­bilidad de la concepción de Dios sostenida por los cris-

39

Page 20: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

cíanos. Pero en este aspecto parcial se toma ya una de­cisión previa, j si ésta es negativa, cualquier discusión posterior sobra.

40

El Padre, el todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Cuando decimos que la realidad infinita, de la que el hombre se siente depender de un modo más o menos claro en su ser humano, se llama Dios, lo que hacemos al mismo tiempo es caracterizarla como un ser personal. No es posible hablar de Dios o de dioses sin que al mis­mo tiempo impliquemos en ello el momento de lo per­sonal, seamos o no expresamente conscientes de ello. Este sentido inevitablemente personal de toda locución sobre dioses o sobre Dios nos ofrece una nueva ocasión para dudar, en principio, sobre el sentido que pueda te­ner cualquier discurso sobre Dios. Pero a diferencia de la argumentación ateísta que partía de Feuerbach, lo que se discute ahora no es la elevación del hombre sobre todo lo finito, él mismo incluido, a la idea de una realidad infinita, sino el carácter personal de esta realidad. No obstante, hay que recordar que la argumentación de Fichte contra la personalidad de Dios fue el punto de partida de la teoría de la religión feuerbachiana, la cual en ciertos aspectos, en concreto, con su tesis de la proyección, puede entenderse como su generalización.

J. G. Fichte afirmó en 1798 que Dios no puede ser pensado como persona sin incurrir en contradicción, por­que la idea de persona incluye en sí misma la de finitud. Como «persona» un ser es siempre pensado frente a otro, frente a una cosa o frente a otras personas. A la idea del

41

Page 21: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

«yo» pertenece esencial e inseparablemente un «tú» y un «ello». Por esta razón parece que ningún yo puede ser­lo todo, siempre tiene otra cosa frente a sí, y así toda persona como persona es limitada por otro, es finita. Hegel en su filosofía de la religión se opuso a esta ar­gumentación sosteniendo que el concepto de persona en que se basa no era adecuado. Según Hegel la persona no tiene su enfrente fuera de sí bajo cualquier respecto, co­mo limitación de su propio ser; más bien la esencia de la persona consiste en estar referido a su enfrente, más aún, exteriorizarse en el enfrente, y así volverse a encontrar a sí mismo en el otro, en la cosa, de la que se sirve el yo, que él elabora y conoce, y en el tú, al cual está ligado el yo en amistad o amor. En esta concepción una persona se reencuentra en el otro en la medida en que se ha en­tregado y abandonado a este otro. Así, pues, en la vida personal la oposición al otro, la finítud, es suprimida, superada. Esto muestra que la persona como persona —según su esencia— no es, precisamente, finita. Esto no se opone a que haya personas finitas, cuando su finitud se deja comprender como limitación de su ser personal. En efecto, la finitud del ser personal humano se muestra en que nosotros no suoeramos la oposición al otro —al ello y al tú— más que en parte, en que sólo en parte po­demos, unirnos con el otro. En este sentido pleno la perso­na sería, si seguimos la concepción de Hegel, infinita. Na­turalmente la personalidad deja de ser entonces una deter­minación que contradiga la infinitud de Dios.

La concepción personal del infinito, que el hombre como hombre siempre divisa de alguna manera, tal como nos la encontramos en las religiones se encuentra muy le­jos de las discusiones filosóficas sobre la personalidad di­vina al estilo de las del idealismo alemán. Ni siquiera po­demos esperar encontrar en todas las religiones un con­cepto expreso oe personalidad. Pero, a pesar de todo, es un distintivo común a todas las religiones, conozcan va­rios dioses o uno solo, que el fundamento último de la experiencia sea experimentado personalmente. Este

42

carácter personal del fundamento de toda realidad está estrechamente relacionado con el hecho de que los po­deres operantes en el acontecer sean experimentados co­mo algo misterioso, como algo no del todo transparente. Nosotros, hombres de hoy, pensamos en los poderes de la naturaleza como algo, al menos en principio, transpa­rente y calculable. Por esto ya no vemos en la natura­leza ningún poder personal en acción, sino únicamente fuerzas mecánicas o análogas a ellas. El hombre es lo único que aún nos queda incalculable e indisponible en el centro último de su ser, y por eso es lo único que va­loramos como persona. Pero la cuestión es si el mundo que nos rodea no es también calculable y disponible sólo en la superifide de los acontecimientos, del mismo mo­do que también el hombre es psicológicamente manipula-ble y calculable en muchos aspectos de su ser. A pesar de tal penetrabilidad superficial, el hombre en la profun­didad de su ser humano nos resulta indisponible. Por mucho conocimiento psicológico que tengamos de él, mientras tratemos con él como con un hombre respetamos el tú en él, su persona. ¿No tendremos que pensar en el fundamento último de todo acontecer en el mundo como algo también indisponible, y por tanto personal, en cuanto que nos determina a nosotros? Sobre esta cues­tión volveremos.

Los hombres experimentaban los poderes que les salían al encuentro como una voluntad interpelante, mientras que en el contacto e intercambio con su mundo se veían confrontados con unos poderes y unas fuerzas incalculables —repetidamente sorprendentes—, que a pesar de su incalculabilidad actuaban no sin cierto plan y sentido, determinando la existencia del hombre. La ex­periencia de la personalidad divina estaría fundada en esta experiencia fundamental del poder, en cuanto permite co­nocer, aunque no de un modo completamente penetrable y claro, una cierta tendencia de su acción sobre los hom­bres y su mundo. A diferencia de otros pueblos, que contaban con una multitud de tales poderes dotados de

43

Page 22: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

voluntad, los israelitas se mantuvieron fieles en todo acontecimiento, y cuanto más tiempo transcurría tanto más fielmente, a la voluntad todopoderosa de un único Dios, del Yahvé del monte Sinaí. Confiaban en que este Dios, que no toleraba a ningún otro junto a sí, estaba sobre todas las cosas. Esta confianza surgió de las ex­periencias que habían tenido de él desde que le habían aceptado. A su vez, los israelitas llegaron al conocimien­to de la omnipotencia de su Dios por la experiencia de que continua y repetidamente acontece algo imprevisible­mente sorprendente. Con esto se quiere decir que este Dios no sólo es el origen del actual orden de las cosas, sino que también se le ha de creer capaz de todo cambio imaginable o inimaginable de dicho orden. Para él nada hay imposible (Jer 32, 17.27). La idea de la omnipotencia divina, en este sentido, es específicamente israelita. Se diferencia sobre todo de la concepción griega de Dios y está algo emparentada con ciertas divinidades sumerias y babilónicas, si bien éstas no eran nunca dioses únicos, Es verdad que en los antecedentes griegos del credo apos­tólico k confesión de la omnipotencia de Dios venía ex­presada por el título griego «pantokrator», que ocasional­mente se aplicaba también a divinidades griegas, como Hermes. Pero la palabra se había hecho familiar desde hacía tiempo dentro de las tradiciones judía y cristiana a través de la traducción griega del antiguo testamento, en la cual la combinación «kyrios pantokrator» reproducía el nombre del Dios veterotestamentario Yahvé Sebaot. Esta traduccióa nos vuelve a poner de relieve que el poder ilimitado de Dios está enraizado en el centro de la fe judía. Resulta, pues, que la designación de la om­nipotencia de Dios en la profesión apostólica de fe expre­sa que el Dios de la tradición y fe cristianas es idéntico con el Dios de Israel. La resurrección de Jesús de entre los muertos había vuelto a mostrar a los cristianos que nada era imposible para él (Rom 4, 24). Ahora bien, en la omnipotencia de Dios estaba ya incluido que él es el creador de todas las cosas. La explanación posterior de la

44

profesión de fe en Dios como el señor de todo el univer­so, como el todopoderoso, por la adición de la indicación expresa de la creación del mundo no hace, pues, más que explicitar lo que ya estaba contenido en la idea de la om­nipotencia. No sólo el mundo visible, la tierra, sino tam­bién el mundo invisible, eí cielo, es su obra, pues sólo así puede ser el todopoderoso.

Pero ahora la voluntad del Dios de Israel, voluntad que dispone de todo libremente, es comprendida por Je­sús como voluntad paternal. Esto no era algo completa­mente nuevo; sm embargo, hasta Jesús no fue puesto en el centro de la comprensión de Dios.

También aquí se presentan en seguida dificultades serias. ¿No es la designación de Dios como padre un reflejo de un orden social patriarcal? ¿Puede entonces esta palabra servir aún como expresión no forzada de nuestra experiencia de Dios en una sociedad condicionada de un modo completamente distinto? Frente a tales cues­tiones, lo primero que hay que observar es que el credo no le hace decir simplemente al neófito que Dios es su pa­dre, habla del padre sin más, es decir, del padre de Je­sús de Nazaret Consecuentemente, lo fundamental aquí no es si la imagen de la paternidad es la expresión más acertada de la relación de Dios con nosotros; sino que el Dios, del que habla la confesión de fe, es identificado por el nombre padre como el Dios de Jesús. De ahí, que tengamos que preguntarnos si en Jesús el nombre de padre expresa adecuadamente la peculiaridad de su com­prensión de Dios.

La designación de divinidades como «padre» se en­cuentra en la mayoría de las religiones. Permanezcamos en el ámbito histórico-religioso más próximo a Israel: el dios lunar babilónico Sin es llamado el padre de los dioses y de los hombres. Algo parecido decían los ugaritas de su dios creador El y los griegos de Zeus. El himno a Zeus del estoico Cleantes ofrece un testimonio clásico de una piedad que se dirige al Dios único como al padre de todo. En el antiguo testamento Yahvé no fue desig-

45

Page 23: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

nado como el «padre» de Israel hasta épocas relativa­mente tardías, en concreto desde el tiempo del exilio (Jer 3, 19; 31, 9). Mucho más antigua es su designación como «padre» del rey (2 Sam 7, 14). Quizá tenga rela­ción con la caída de la monarquía el que la relación pa­terna, que dentro de toda superioridad patriarcal no deja de designar también una proximidad familiar, se exten­diera a todo el pueblo. Antes la paternidad de Yahvé también alcanzaría al pueblo, pero sólo mediatamente, a través de su rey.

En Jesús la idea de la bondad solícita de la paternidad de Dios, que incluye por igual a todo individuo huma­no, pasa a ocupar el centro de su comprensión de Dios. En todo caso, el nombre de padre aplicado a Dios de­signa, en todo el contexto del mensaje de Jesús, de un modo especial la proximidad salvadora de Dios, que por Jesús vuelve a ofrecer una vez más a todos la salvación ante el juicio inminente, y lo que es más, sin condición alguna para todo aquel que se abra al mensaje del futuro próximo de su reinado.

Así, pues, el nombre de padre aplicado a Dios en la boca de Jesús no es sin más el símbolo de Dios de una sociedad estructurada patriarcalmente. Indudablemente que el origen del nombre de padre para el Dios supre­mo pudo muy bien estar vinculado con estructuras patriar­cales sociales, desde el punto de vista de la historia de la religión. Peí o ya en el antiguo testamento y sobre todo en Jesús nos encontramos con modificaciones signifi­cativas de este simbolismo, modificaciones que sólo ellas permiten conocer el sentido específico con que Jesús aplicaba a Dios el nombre de padre. Igualmente son nece­sarias para comprender el sentido del credo al hacer men­ción del Dios de Jesús, a quien confesamos expresando nuestra fe como fe en Dios el Padre. En la boca de Jesús el nombre de padre designa el modo especial como se ha revelado el todopoderoso Dios de Israel, cuya poderosa llegada era esperada para un futuro inmediato, por la pro­pia misión de Jesús: como aquel que quiere salvar a los

46

>....libres del juicio al que se encaminan. Por esto, el nom bre de padre —en este sentido especial— está ligado esencialmente a la bondad misericordiosa de Dios. Esta es la forma como ha sido puesta de manifiesto la reali­dad divina, fundamento y determinante de todo, por Jesús; o mejor, como se ha manifestado a sí misma por Jesús; pues Jesús mismo ha comprendido a Dios como el que estaba actuando en su propia misión.

Pero, ¿en qué medida el Dios paternal de Jesús es la manifestación verdadera y definitiva de la realidad di­vina, con la que se han enfrentado todas las religiones, pe­ro que al mismo tiempo permanece discutida en la historia de la religión hasta nuestros días? La verdad que la tra­dición cristiana pretende para el Dios de Jesús puede de­cidirse para nosotros sólo si el Dios de Jesús es capaz to­davía de iluminar la problemática de nuestra vida actual, si la realidad en que vivimos y que somos nosotros mis­mos se muestra de este modo determinada a partir de él. En este sentido responde Lutero en su explicación del pri­mer artículo de fe en el «Gran Catecismo» a la pregunta sobre el Dios que tiene el cristiano: «Este es mi Dios, en primer lugar el Padre, que ha creado el cielo y la tierra. Fuera de éste ninguna otra cosa tengo yo por Dios, pues fuera de éste no hay ninguno que pudiera crear el cielo y la tierra». Según Lutero, pues, la razón por la cual el Dios cristiano es el único Dios verdadero es que él, el Padre, ha creado todas las cosas y sólo él pudo crearlas. En la explicación de Lutero del primer mandamiento quedaba abierta la cuestión acerca de qué Dios es el Dios verdadero: «... el creer y confiar del corazón hace am­bos, Dios e ídolo. Si la fe y la confianza son correctas, tu Dios también lo es, y a su vez, si tu confianza es falsa y equivocada, también lo es tu Dios». Es indudablemente cierto que cada hombre pone su confianza en alguna parte y tiene allí su Dios («Pero allí donde tú, digo yo, pones y abandonas tu corazón, esto es propiamente tu Dios»). Pero entonces surge inevitablemente la cuestión: ¿dónde está la verdadera confianza que «acierta con el único

47

Page 24: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Dios verdadero y que está puesta únicamente en él»? La respuesta a esta cuestión la da Lutero en la explicación del primer articulo: porque este Dios es el único que pudo crear cielo y tierra, por esto es el verdadero Dios.

No fue Lutero el primero en descubrir esta respuesta. Es la respuesta que se daba desde los inicios de la misión cristiana a los paganos y la de la teología cristiana; más aún, se remonta, incluso, al segundo Isaías que fortificaba 1-t fe de los exiliados indicándoles que su Yahvé era el creador de todas las cosas (Is 40, 27 s.). Pero la iglesia cristiano-pagana y su teología sólo podían reconocer y anunciar al Dios del pueblo de Israel como su propio Dios y el de todos los hombres si reconocía en él al crea­dor de todas las cosas. Por esto, el mensaje cristiano en el mundo de la antigüedad afrontó desde el comienzo la cuestión filosófica de los criterios para la forma verda­dera de lo divino como origen del mundo. El que la teo­logía cristiana tratase de acreditarse con los argumentos de la teología filosófica, se funda en que el Dios bí­blico en su forma cristiana se había de mostrar como el origen verdadeto de todas las cosas, según los criterios de la comprensión filosófica del mundo. Aunque la idea cristiana de Dios no puede derivarse de presupuesto filosófico alguno, sí que puede referirse ulteriormente a tales presupuestos y mostrar su verdad precisamente en que los satisfaga o incluso los supere, es decir, en que exija una revisión del mismo pensamiento filosófico en el terreno de la argumentación filosófica. Con frecuen­cia, el hecho de que la confrontación con la filosofía haya adquirido una importancia tan relevante en el pensa­miento cristiano ha sido valorado negativamente, se ha creído que constituía una prostitución del evangelio. Esto no es así. La experiencia de la realidad en su totalidad es tema de la filosofía, y es precisamente en ese terreno donde el discurso sobre Dios debe dar pruebas del poder de su verdad. La divinidad de Dios significa que él es el origen de todo lo real, que sin él no es nada de lo que es. Esto supone que sin este Dios tampoco puede

48

comprenderse nada real en su profundidad, que a lo más puede describirse superficialmente. De ahí, que en la con­frontación con la filosofía se tenga que mostrar si el Dios afirmado por los cristianos es también el Dios verda­dero.

Indudablemente, la mostración convincente de la di­vinidad de Dios en nuestra experiencia de la existencia tie­ne lugar, por una parte, en nuestra experiencia totalmente personal, en toda clase de conmociones, esperanzas y alegrías que podamos tener, sobre todo en el ámbito de la experiencia moial. Pero si nos limitamos a este estrecho círculo de la vida personal, no es posible encontrar un fundamento universalmente válido, por el cual el Dios bíblico tenga que ser justamente el Dios verdadero. Una decisión a favor o en contra de la fe, basada exclusiva­mente en las experiencias de la propia vida personal, contendrá siempre un elemento emocional, en última instancia, arbitrario. El terreno sobre el cual tiene que dar pruebas la divinidad del Dios de la Biblia no es la es­trechez de la vida personal tomada por sí sola, sino la am­plitud de toda experiencia de la realidad. La experiencia de la vida individual, en especial la experiencia moral de culpa y perdón, no debe ser aislada, sino que tenemos que considerarla en el amplio contexto de la experiencia de la realidad en general, en la cual tenemos parte nos­otros mismos como hombres de nuestro siglo. La expe­riencia personal de la vida individual y su importancia para la validez que la fe pueda tener para el individuo, no debe por eso pasarse por alto o infravalorarse. Se trata de que no sea aislada y abstraída de la vida total del tiempo para convertirse en un ámbito separado de reli­giosidad pietista, donde las puertas y ventanas están fir­memente cerradas a todo lo que ocurre en el mundo. A la unidad de Dios le corresponde sólo la totalidad de la realidad, y ésta considerada como proceso todavía inaca­bado; una totalidad de sentido, en la cual quepan y ocu­pen su lugar todas las experiencias, también las experien­cias negativas de la necesidad, del sufrimiento, de la cul-

49

Page 25: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

pa y del absurdo, puesto que esta totalidad de sen­tido transciende lo que ya es, pero a su vez incluye también en sí lo que es y ha sido. Para el cristianismo ha sido siempre decisivo que el Dios que nos ha libe­rado y redimido por Jesucristo no sea ningún otro que el creador del mundo. Por muy intensas que fueran todas nuestras experiencias de salvación y liberación, en última instancia, no servirían para nada si en ellas no estuviese presente y activo el mismo creador del mundo. No basta con que sea «mi» creador. El camino a seguir no es la ad­quisición de la certeza de que el Dios de mi experiencia personal es el Dios al que tengo que agradecerle todo y por el que he sido creado, para a partir de aquí concluir en la creación del mundo. Se trata precisamente de lo contrario: mientras el Dios cristiano no pueda ser com­prendido como el creador del mundo, mi experiencia per­sonal de total agradecimiento hacia él, puede ser un pia­doso autoengaño. También el piadoso sabe muy bien que este mundo material es la base de su existencia.

Ante la multiplicidad en la totalidad de toda expe­riencia y la limitación de la experiencia de cada hombre particular surge un problema. ¿Es posible, en absoluto, resolver la cuestión de si el Dios bíblico se ha de com­prender como el fundamento y origen de toda la realidad, tal como ésta puede ser experimentada actualmente? ¿Cómo se puede entonces afirmar con Lutero que ningún otro pudo crear el cielo y la tierra? Ciertamente, es una cuestión cuya respuesta, cualesquiera que sea, será siem­pre discutible mientras la historia humana no haya alcan­zado aquella plenitud, que en la esperanza bíblica es de­nominada reino de Dios. Hasta entonces no habrá ninguna respuesta definitiva e incontrovertible a la cuestión acer­ca de la realidad de Dios. Lo inacabado de la historia y la imposibilidad de poner límites a la experiencia de cada uno impiden cualquier otra perspectiva. Pero ¿no pue­den, a pesar de todo, indicarse criterios para una res­puesta, al menos, provisional?

Un camino se nos abre con la siguiente observación:

50

a cada comprensión de Dios corresponde, en la historia de las religiones, una comprensión del mundo completa­mente determinada. No se pueden vincular o relacionar arbitrariamente comprensión del mundo y comprensión de Dios. Una de las funciones de la comprensión de Dios es, ciertamente, que la comprensión del mundo se de­termine a partir de ella. También a la idea bíblica de Dios como Padre todopoderoso corresponde una determina­da comprensión del mundo. Esta es ciertamente varia­ble e inconstante en sus detalles, pero en su carácter fun­damental está fijado por la idea de Dios. Hemos, pues, de preguntarnos si la comprensión bíblica de la realidad —en cuanto es determinada por la idea de Dios como Pa­dre todopoderoso y es liberada de ciertos rasgos tempo­ralmente condicionados y no vinculados esencial y per­manentemente con la idea bíblica de Dios—, si esta com­prensión de la realidad en su carácter fundamental es también válida para nuestra experiencia de la realidad.

La comprensión de la realidad correspondiente a la ¡dea bíblica de Dios puede caracterizarse como una com­prensión histórica. El mundo no es para ella un orden atemporal y eterno, en el cual acontece siempre y repeti­damente lo mismo por mucho que las apariencias cam­bien. Todo lo contrario, siempre está aconteciendo algo nuevo, algo que no ha existido previamente, sin paran­gón en el pasado a pesar de todo parecido entre los he­chos concretos. Esto, siempre y repetidamente nuevo y sorprendente en el acontecer histórico y natural, consti­tuye el elemento característico, a través del cual la com­prensión de Dios como el todopoderoso, para quien nada es imposible como él mismo lo demuestra de conti­nuo, repercute en la comprensión del mundo y de la exis­tencia del hombre. De ahí, que la idea de un orden per­manentemente igual a sí mismo no pueda tener la última palabra a partir de la idea bíblica de Dios. Esto diferen­cia al Dios del antiguo testamento de los dioses de la re­ligión olímpica. Para los griegos los dioses eran «formas de ser», como acertadamente escribió W. F. Otto. En

n

Page 26: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

ellos se manifiesta cada uno de los aspectos del orden ori­ginario del mundo. Sin olvidar que «orden» y «mun­do» son una única palabra en griego. De ahí, que el cosmos pudiese ser pensado en la filosofía griega aun sin dioses personales. Israel, por el contrario, estaba tan marcado por la impresión de la mutabilidad de todas las cosas, desde la omnipotencia de su Dios, que todo orden observable en la sucesión de los hechos no podía ser para él más que una posición contingente de la vo­luntad omnipotente de Dios. Consecuentemente, la to­talidad de la realidad fue comprendida en el antiguo Israel no como un orden atemporal, sino como una su­cesión continua de nuevos acontecimientos, como una historia continua de nuevas acciones de Dios dirigida a un futuro incalculable. Al poner el acento en el aconte­cer continuo y contingente, el pensamiento pudo tam­bién mantener con vigor el carácter personal de Dios en contraste con los dioses griegos.

Una sucesión continuada de acontecimientos casuales, sin embargo, puede despertar serias dudas acerca de la po­sible unidad interna de ese acontecer. En efecto, la con­exión, lo duradero es aquí casual. Pero el Dios todopode­roso era para Israel, al mismo tiempo, el Dios de la alian­za, que ha elegido a Israel y lo ha salvado a través de los aconteceres de la historia, del mismo modo que el Padre de Jesucristo está dispuesto a salvar a los hombres de la catástrofe final y a través de ella. El Dios todopoderoso no «abandona la obra de sus manos». Es fiel, mantenién­dose firme en lo que hizo y quiso una vez. Pero tal fi­delidad acontece de una forma siempre nueva y distinta, de un modo incalculable y sorprendente. A partir del presente nunca se puede predecir lo que subsistirá, durará y permanecerá Por esto, sólo el futuro será lo que de­cida sobre lo que realmente constituye la esencia y el ser de las cosas. Así fundamenta el Dios de la Biblia la continuidad, la unidad de los acontecimientos. Al re­tornar desde el futuro a lo ya acontecido anteriormente, se mantiene firme en ello a su manera. El Dios de Israel

52

retorna siempre, si bien de un modo sorprendente, en 'os inesperados giros de la historia a su voluntad inicial, a sus promesas anunciadas a los israelitas. Y en este re­torno permanente da la unidad de una historia al loco acontecer. Sólo a partir del fin de una conexión de acon­tecimientos se hace visible esta unidad como el hilo rojo que transcurre a lo largo de todos ellos. Sólo a partir del final puede decidirse cuál es el hilo rojo que desemboca en este final. Esta constatación, que por lo demás podría verificarse en toda experiencia histórica, podemos seguir generalizándola ahora: Dios crea el mundo a partir del final último, porque sólo a partir de este final se decide qué son las cosas y los seres, con los que tratamos ac­tualmente. Todos los acontecimientos que sobrevienen en cada momento de la historia, sobrevienen del futuro úl­timo, que es algo así como el «lugar» de la creación di­vina. Correspondientemente, sólo a partir del final úl­timo se revelará el mundo y la voluntad de Dios con el mundo y, por tanto, el mismo Dios. En este sentido, es bien característico que el Dios de Jesucristo sea el Dios cuyo poder y reinado están todavía viniendo, que por consiguiente él mismo es futuro: el futuro último y de­finitivo, el futuro escatológico del mundo. Y sólo a la luz de este futuro último, a la luz del anuncio de la ve­nida de Dios a su reinado se desvela la verdad, el ser de todo lo creado, tal como el mismo Jesús lo interpretaba en sus parábolas.

¿Puede una tal comprensión de la realidad, como his­toria, pretender ser válida también para nosotros? Las cuestiones aquí implicadas no pueden responderse de paso e incidentalmente. Pero aquí sólo podemos explicar­las indicando la dirección, en que pueden ser pensadas y discutidas con plenitud de sentido. Esta dirección o en­foque supone no tratar únicamente de la historia de la humanidad, sino que según la fe bíblica en la creación, la «naturaleza» se habría de considerar también como «his­toria».

La comprensión hoy predominante de la historia de

53

Page 27: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

la humanidad se diferencia de los proyectos históricos de la Biblia en que no es Dios sino el hombre el que hace la historia. Pero ¿no desaparece de este modo toda posi­bilidad de divisar siquiera la unidad de la historia de la humanidad? También los historiadores del antiguo Israel sabían que los hombres actúan en la historia. Pero para ellos en toda acción humana había algo más en juego, algo que supera las intenciones y los hechos de los hombres. ¿No es continua y repetida la experiencia de que los pla­nes humanos sobre la marcha de la historia no desem­bocan en lo proyectado? ¿Y no es precisamente a través de esto como se constituye la conexión más profunda de los acontecimientos? En cualquier caso el hecho es que los historiadores bíblicos sólo podían comprender el ca­mino de la historia observando y teniendo en cuenta el poder operante aquí, en el trasfondo. De ahí, que los da­tos de la historia se les apareciesen, aun contando con la participación activa de los hombres en ella, en última ins­tancia como acciones de Dios. La única unidad de sentido en toda pluralidad del acontecer histórico se les mostraba por la fidelidad y firmeza de Dios en toda contingencia de su acción. Las modernas concepciones de la historia serían impensables sin esta teología bíblica de la historia mantenida después en la tradición bíblica. Pero el lugar de Dios lo ha ocupado ahora la humanidad. La humani­dad, que se realiza a sí misma por los individuos y su comportamiento, es considerada como sujeto creador en la historia. Ahora bien, ¿puede pensarse seriamente en la humanidad como sujeto activo? La representación de la historia como proceso de autoemancipación de la huma­nidad tiene un carácter mitológico. Se basa en una hi-póstasis mitológica del concepto de género humano. Pero éste nunca actúa como tal. Sólo actúa lo concreto, los individuos. El concepto genérico «hombre» no puede asumir la función del Dios operante en la historia. No puede fundamentar la unidad de toda la historia humana. Con esto no está dicho ya, ni mucho menos, cómo se ha de justificar el hablar de Dios como el sujeto que da

54

unidad a la historia de los hombres. Pero sí queda en­marcada la pregunta acerca de la relevancia de la fe bíblica en Dios para nuestra actual comprensión de la realidad, al mismo tiempo que se señalan los límites dentro de los cuales se ha de plantear y discutir.

En lo que concierne a la naturaleza, podemos decir que en los siglos xvui y xix todo parecía indicar que la naturaleza había de concebirse como un sistema inmuta­ble de leyes eternas e inquebrantables. Si esto fuera así, todo cambio temporal, toda aparición y desaparición de acontecimientos y formas particulares en la naturaleza, serían en última instancia completamente accidentales, meras variaciones de unas estructuras siempre iguales a sí mismas. Sin embargo, hoy se habla también de una «historia» de la naturaleza. La imagen científica del mun­do imperante en la actualidad vuelve a estar determinada de nuevo por el punto de vista de la contingencia de cada suceso particular. La contingencia del acontecer, en reali­dad, nunca fue eliminada por la física clásica, sólo fue reprimida, expulsada al trasfondo de la conciencia. Las leyes sólo pueden observarse en sucesos contingentes, como formas de comportamiento relativamente constantes en la corriente de los fenómenos, ninguno de los cuales retorna de forma exactamente igual a las anteriores. El segundo principio de la termodinámica nos ha enseñado recientemente que el proceso del acontecer del universo en su totalidad es irreversible. Pero entonces el mundo como totalidad es un transcurso de fenómenos único e irrepetible en el tiempo, y entonces todas las regularida­des observadas en el acontecer pueden tener lugar úni­camente en la superficie de los hechos. Pero, sobre todo, resulta que entonces las similitudes en los aconteci­mientos, descritas por las formulaciones de las leyes, han surgido en un tiempo determinado, y por consiguiente también las leves de la naturaleza —en cuanto son algo más que fórmulas matemáticas, es decir en cuanto son aplicables a un suceso que tiene lugar en el tiempo— de­penden en su validez del tiempo. La misma constancia

55

Page 28: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

relativa de las formas de transcurrir de los acontecimien­tos naturales resulta entonces un factum contingente. Al­guna vez en el transcurso de la historia de la naturaleza deben haberse insertado en ella por primera vez las regu­laridades, que en adelante gobernarán los acontecimientos respectivos por un tiempo indeterminado. Y con cada clase de fenómenos surgen nuevas formas de transcu­rrir, datos para la formulación de nuevas leyes de la naturaleza, como, por ejemplo, para leyes físicas, que tie­nen su ámbito de aplicación sólo en la biología.

La unidad de una naturaleza así entendida no puede determinarse ya únicamente por las leyes, que rigen en su acontecer. Las leyes, es cierto, expresan una cierta re­gularidad en los acontecimientos: algo parecido se repite continuamente. Sin embargo, esto no acontece nunca en un forma exactamente igual, aunque las diferencias sean tan mínimas que pueden despreciarse para los fines del conocimiento humano. Por consiguiente, la representación de una regularidad perfecta y completa en el acontecer de la naturaleza es una abstracción. Aunque es verdad que se trata de una abstracción muy práctica y útil. Permite a los hombres de una forma insospechada el adquirir y ejercer su dominio sobre la naturaleza. Pero el trans­curso único e irreversible de todo acontecer no puede constituirse en este su carácter único e irrepetible por una ley, porque la repetibilidad pertenece al concepto de ley. Ahora bien, si el transcurso total único e irrepeti­ble (que transcurre una sola vez) tiene como tal una conexión, esta conexión ha de ser de un tipo distinto al de una regularidad expresada en leyes. Para designar esta co­nexión, irrepresentable por una ley, podemos hablar de una historia de la naturaleza. Surge entonces una última dificultad. No conocemos otra historia que la que va vin­culada a una conciencia de la misma. Para nosotros, la conciencia de la historia es la que constituye la conexión específicamente histórica, que permite ver todo lo pre­sente de una forma nueva desde la perspectiva del pa­sado. La conexión de la historia no se da en absoluto sin

56

esa mirada retrospectiva desde un final provisional hacia el pasado. Cualquier unidad mínima del acontecer histó­rico está ya determinada por una forma peculiar de recep­ción de lo acontecido anteriormente. Pero si la naturaleza carece de conciencia, ¿cómo podemos hablar de una his­toria de la naturaleza? En efecto, esto sólo es posible si referimos al hombre toda la sucesión de hechos del cos­mos. También el hombre pertenece a la naturaleza. Mi­rando retrospectivamente desde el hombre y desembo­cando en él resulta la imagen de una historia de la natura­leza. Si la conexión de acontecimientos que se conciencia en este caso es más que una mera ficción, no es cierta­mente el hombre quien fundamenta la unidad de esta conexión, mucho menos aún que en la conexión de la historia de la humanidad. La naturaleza no tiene su uni­dad histórica en sí misma, sino que sólo puede cono­cerse retrospectivamente desde el hombre. Pero su fun-damentación tampoco se encuentra en el hombre. Con esto se plantea la cuestión de si no es el Dios de la Bi­blia, el Dios de la historia, el que fundamenta también la unidad histórica del acontecer de la naturaleza. Quizá pueda fundamentarse en esta dirección, precisamente en el contexto de la actual comprensión de la naturaleza, la reinterpretación del Dios todopoderoso de la Biblia como creador del cielo y de la tierra, del ámbito co­nocido (aclarado por el descubrimiento de las leyes de la naturaleza) y de las profundidades aún desconoci­das del acontecer. Sobre el trasfondo de la contingencia que determina el curso irrepetible de la totalidad del acontecer, las conexiones actualmente expresadas en las leyes de la naturaleza aparecen como expresión de una voluntad divina de persistencia, como expresión de una fidelidad de Dios, que es lo que fundamentalmente nos posibilita una existencia en este mundo. Aquí se nos pa­tentiza también que la unidad de la naturaleza en su conexión, en cuanto es la conexión de una historia, no se nos abre de un modo definitivo más que desde la pers­pectiva del futuro escatológico de Dios. Esta unidad, ya

57

Page 29: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

lo hemos visto, se capta provisionalmente sólo desde atrás, es decir, desde el hombre, cosa que se manifiesta en que es precisamente el hombre quien percibe las leyes del acontecer. Esto ya nos remite a que la creación en su totalidad, así como la historia de la humanidad, en su conexión de sentido sólo es constituida por su res­pectivo fin, al mismo tiempo que nos induce a plan­tearnos la cuestión acerca del fin último como plenitud de su ser.

58

Y en Jesucristo

Ya en el primer artículo del credo no se trata única­mente de una idea general y abstracta de Dios, que co­rrespondería a la cuestionabilidad de la existencia hu­mana, sino que ya en este brevísimo enunciado sobre Dios se nos habla del Dios de Jesús (el «Padre») que es el Dios de Israel (el «todopoderoso»). El segundo ar­tículo se dirige al punto central de esta perspectiva de la experiencia de Dios. El Dios del primer artículo es accesible, se revela sólo a través de Jesucristo. En esta medida, el segundo artículo constituye también objetiva­mente el centro de toda la profesión de fe. Esto queda especialmente claro en la designación de Jesús como «úni­co Hijo» de Dios, que marca todas las afirmaciones pos­teriores del segundo artículo. Por esta razón, Karl Barth opinaba que el segundo artículo tendría que figurar pro­piamente al comienzo del credo, a fin de que quedase claro que en la profesión cristiana de fe en Dios se trata del Dios de Jesús y de ningún otro. Ahora bien, esta co­mo prioridad objetiva no significa que la fe en Jesús precediese lógicamente a la fe en Dios y constituyese su fundamento. Más bien lo que ocurre es que entre ambas fes se da una característica relación recíproca. Si esta relación, que por otra parte tampoco puede describirse como un mero círculo, tiene en algún lugar un punto de partida, esto hay que buscarlo histórica y objetivamente

59

Page 30: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

en la idea de Dios. Objetivamente, este punto de par­tida radica en la referibilidad del hombre como hombre, a través de la conciencia de su propia finitud, a una rea­lidad infinita que es su soporte y fundamento, y por consiguiente a la dimensión de la experiencia religiosa. Históricamente, el punto de partida radica en que la realidad infinita, que es soporte de la vida de los hom­bres y de su mundo, ha sido experimentada desde siem­pre como acción de fuerzas divinas en todas las religio­nes de los pueblos. Resulta, pues, que la realidad de Dios es un presupuesto no sólo para Jesús, que vivió como un judío de las tradiciones de Israel, sino también, aun­que de otra forma, para los inicios de la fe israelita en Dios. Tal comprensión presupuesta del poder divino es­tá, sin embargo, marcada y estructurada por las expe­riencias propias de Israel y por las del mismo Jesús. Estas experiencias la han determinado nuevamente de una forma comoletamente específica. Es lo que ya apa­recía cuando hablábamos de Dios el Padre, el todopode­roso. Ahora nos dirigimos a la figura histórica, de la cual ha partido la configuración definitiva de la idea de Dios, tal como nos la encontramos en la profesión apos­tólica de fe, a la figura de Jesús de Nazaret.

Apelar a Jesús de Nazaret es constitutivo para la fe cristiana, precisamente par? la fe cristiana en Dios. Esto lo veremos aún más claramente a lo largo de nuestra reflexión sobre los enunciados de la profesión apostó­lica de fe. Incluso podemos decir que la perspectiva más rica y comprensiva para entender la mutua pertenen­cia de Dios y Jesús la alcanzaremos en la profundización de los enunciados del tercer artículo, es decir, a partir del tema del Espíritu santo.

Pero que la fe en Dios esté íntimamente relacionada con la fe en Jesús, que sólo pueda alcanzarse verdadera­mente en la fe en Jesús, esto ha sido una convicción cristiana desde los comienzos de la historia cristiana. Se trata de algo en lo que difícilmente caemos en la cuenta y que, sin embargo, debemos tener bien presente.

60

Este algo es nada menos que una persona histórica, un contemporáneo de los cesares Augusto y Tiberio, un pa­lestino judío del tiempo que precedió a la catástrofe de la guerra judía del año 70, sea reconocido como criterio de la fe en Dios para todos los tiempos, los que le pre­cedieron y los que le iban a seguir. La extrema vulne­rabilidad de la fe cristiana en comparación con otras re­ligiones radica precisamente en que está fundada en esa persona histórica, y no en su doctrina o en cualquier otra cosa que pudiese ser separada de ella. Esta vulne­rabilidad tiene un doble aspecto: en primer lugar, con­tinua y repetidamente se plantea la cuestión de si aque­llos rasgos que caracterizan la figura y el destino de Jesús y sobre los que se fundamenta la fe cristiana, pue­den ser juzgados también como realidad fáctica e his­tórica. En segundo lugar, cuanto más exactamente se capta la peculiaridad de la situación histórica de Jesús, más difícil resulta comprender cómo esta figura histórica concreta, la figura de un judío palestino del tiempo de Tiberio, con todo el condicionamiento temporal que es­to lleva consigo, pueda convertirse en la clave de la com­prensión de la existencia, y por tanto de la comprensión de Dios, de los hombres que viven en el mundo del si­glo xx, un mundo tan distinto y alejado de aquél. Pero esta vulnerabilidad no es más que el reverso inevitable de aquello que diferencia la religión cristiana de todas las restantes religiones, incluidas la budista y la islá­mica: que está fundada sobre unos sucesos históricos, sobre una figura histórica, y esto no sólo en el sentido de que en ellos se diese la ocasión extrínseca para el surgimiento de la fe cristiana, sino porque en ellos está incluido su contenido esencial. Esto es lo que distingue a la fe cristiana del mundo de la mitología, por muchos elementos míticos que haya podido albergar en sí. Pero precisamente aquí radica la dificultad permanente con la que se ve confrontada la fe cristiana. La dificultad es cómo puede fundamentarse una certeza eterna, una feli­cidad eterna en una figura histórica, en unos sucesos his-

61

Page 31: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

tóricos, cuyo conocimiento en el mejor de los casos no puede alcanzar más que un nivel de probabilidad, y que además, al menos desde el comienzo de la investigación histórica moderna, está en cambio continuo. Se ha de ver y comprender que esta dificultad, construir convic­ciones últimas sobre hechos históricos contingentes, fun­dar una felicidad eterna sobre una historia a la que en el mejor de los casos sólo podemos llegar con probabi­lidad, es un problema fundamental de la fe cristiana. No se puede evadir sin perder la perspectiva de líi rela­ción fundamental a la figura histórica de Jesús. Decimos esto porque la historia del cristianismo conoce de sobra el intento de independizar la fe de las contingencias del conocimiento histórico. Así, Jesús fue concebido y pen­sado como el estímulo histórico para las verdades veni­das al mundo con el cristianismo. O se pensó —-como ocurre todavía hoy de las formas más diversas— en te­ner un acceso especial a la realidad de Jesús en la ex­periencia de la fe, bien porque se creía poder encontrar inmediatamente a Jesús como el resucitado o el ensal­zado, bien porque se era de la opinión de que la expe­riencia de la fe podía mediar un conocimiento histórico especial e independiente de la realidad histórica y fác-tica de Jesús de Nazaret. O, finalmente, se dice que lo que importa no es Jesús como figura histórica, sino la fe en el kerygma cristiano, en el mensaje, cuyo con­tenido esencial consiste en una nueva comprensión de la existencia. Todos estos intentos no son más que meca­nismos de evasión del hecho de que la fe cristiana se basa en la conexión con una figura histórica y en deter­minados sucesos históricos. Evasiones de la vulnerabili­dad que implica el carácter histórico de la fe cristiana. Intentos de asegurar a la fe cristiana contra esta vulne­rabilidad. Pero de este modo lo único que se consigue es abandonar la referencia a Jesús, fundamental para la fe cristiana. Pues Jesús no es ninguna otra cosa que esta persona histórica. Por esto, precisamente, el mensaje primitivo cristiano y los escritos neotestamentarios re-

62

miten continuamente a esta persona histórica, y sobre todo al destino de Jesús, a su crucifixión y resurrección. En el nacimiento de la literatura evangélica aparece una reflexión retroactiva y plenamente consciente sobre el significado del camino terrenal de Jesús. Y no sólo los evangelios, también el mensaje paulino, que parece no hacer apenas uso de estas tradiciones, concentrándose únicamente en la cruz y resurrección, mantiene de este modo la figura histórica e irrepetible de Jesús como fun­damento de la fe. Que el hablar de la resurrección de Jesús como suceso acaecido en su camino histórico, co­mo un acontecimiento sobrevenido al crucificado, su­puestamente una vez, en un determinado tiempo, con­tenga una serie de problemas muy incómodos para nues-pensamiento histórico, es ciertamente algo muy verda­dero. Pero esto no debe ser un impedimento para que tomemos clara conciencia de la intención de los testimo­nios primitivos cristianos al relatar la resurrección de Je­sús como un suceso acontecido una vez en este deter­minado hombre. Hemos de tomar conciencia de ello y al mismo tiempo nos hemos de plantear, al menos, los pro­blemas implicados en dicha perspectiva.

Estos mismos problemas, vinculados con el significa­do fundamental de la figura histórica de Jesús para la fe cristiana, se tratan de evadir cuando se proyecta una imagen de Cristo puramente dogmática e independiente de todo planteamiento histórico. La teología no puede detenerse en sí misma, ni siquiera en las concepciones de Jesús en los diversos escritos neotestamentarios. Ha de preguntar por Jesús mismo remontándose tras los mismos escritos y testimonios neotestamentarios. Ha de llegar a la aparición histórica de Jesús y a su destino, ya que no otra cosa significa que la fe cristiana esté ligada a la figura histórica de Jesús en su irrepetible y única peculiaridad. La cuestión de la peculiaridad de una figura histórica, de los acontecimientos que marcan su camino no puede ser planteada, por otra parte, más que por medio de la investigación y de los métodos histó-

63

Page 32: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

ricos. De lo contrario, no haríamos más que quedarnos en el mito o en la leyenda. La investigación histórica es el único camino posible, si queremos alcanzar un cierto grado de seguridad o probabilidad. El que lleguemos a la medida posible de conocimiento de Jesús es muy im­portante para el cristianismo, pues ésta es la única de­fensa que tiene el creyente contra la posibilidad de que le sea anunciado y predicado como mensaje cristiano al­go que quizá no tenga nada o muy poco que ver con Jesús mismo. Sólo así sabrá el creyente si lo que cree tiene que ver con Jesús.

La investigación actual sobre Jesús, en concreto des­de Ernst Kasemann, en oposición a la teología kerygmá-tica de Bultmann ha vuelto de nuevo a plantearse la cuestión del Tesús histórico, precisamente a partir de tales consideraciones. La fe cristiana tiene que «apoyarse» en Jesús mismo, como ha dicho Gerhard Ebeling. Pero lo que es importante es caer en la cuenta de que no nos está permitido coger únicamente un aspecto, un trozo, de la estructuta objetiva de la historia de Jesús, con lo cual no se hace otra cosa que proyectar después sobre Jesús mismo alguna concepción de la fe cristiana ad­quirida por otros caminos. Hemos de tener en cuenta el fenómeno histórico del hecho y de la historia de Jesús en todo su alcance y, sobre todo, hemos de considerar toda extrafieza y distanciamiento que ante él pueda sen­tir el hombre del siglo xx. Esta es la condición necesaria para que pod-imos preguntarnos con sentido sobre el significado permanente que esta figura pueda tener para nosotros. "•

Esta extrañeza de la figura de Jesús, es decir, el con­dicionamiento general de su mensaje e historia por la espera del fin del mundo como algo inmediato e inmi­nente, con el que había de llegar el reinado de Dios, ha sido puesto de relieve con una fuerza desconocida hasta ahora poi la investigación neotestamentaria de co­mienzos de siglo, especialmente por Johannes Weiss y Albert Schweitzer. Ja exégesis neotestamentaria y la

64

teología dogmática de nuestro siglo no han hecho otra cosa que tratar de evitar las consecuencias de este hecho. No sólo por causa de la incompatibilidad de esta visión con la actual concepción del mundo determinada por las ciencias naturales, sino también porque la expectación de Jesús parece haber sido un error, como lo demuestra el simple hecho de la prolongación de la historia hasta el presente con la consiguiente no llegada del esperado fin del mundo. Es comprensible que a fin de salvar el sig­nificado actual de Jesús se haya intentado tantas veces y de tan variadas formas eliminar o interpretar a su modo este carácter «escatológico» de su mensaje. Sin embargo, los motivos de tales interpretaciones son demasiado trans­parentes. La teología y la piedad cristiana harían mejor si intentaran aprender a vivir con la extrañeza de la fi­gura de Jesús

¿Qué podemos saber sobre Jesús? La investigación histórica ha tenido que dejar de pensar en una biografía de Jesús más o menos completa. En los evangelios no se encuentra, en contra de lo que se creía antes, un relato biográfico coherente. El orden de sucesión, en el que los evangelios relatan la actividad pública de Jesús, carece de valor biográfico. Los evangelios han ido colocando cada uno a su manera las diversas unidades de la tradi­ción, mejor, de las tradiciones, y en cada caso se han regido por criterios teológicos diversos. A pesar de todo, algunos sucesos o contenidos se pueden determinar con probabilidad suficiente y se pueden considerar como his­tóricos: entre ellos se encuentran el bautismo de Jesús por Juan, los rasgos fundamentales de su historia y men­saje, su muerte de cruz en Jerusalén. En un sentido que luego discutiremos, habremos de contar también entre ellos la resurrección de Jesús, o al menos su afirmación por la cristiandad más primitiva.

Según el juicio predominante de los investigadores, una gran parte de las palabras de Jesús transmitidas en los evangelios no procederían del mismo Jesús, sino que supondrían una prolongación legendaria de la tradición

65

Page 33: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

de Jesús. Con todo, aun aceptando esto, los puntos de apoyo a nuestro alcance son suficientes para trazar una imagen del carácter general de la figura de Jesús: fio hay duda de que estaba completamente marcado por la ex­pectación de la proximidad del reinado de Dios, Ante la inminencia del juicio que se aproximaba con el fin del mundo, Jesús llamó a la penitencia, a la conversión a Dios. Pero al mismo tiempo podía asegurar sin reservas la salvación del reino a todo aquel que aceptase su men­saje de la cercanía del reinado de Dios, reconociendo así a Jesús, su mensajero. Y lo mismo podemos decir del que se condujese en sentido inverso: aceptando a Jesús y con él también su mensaje. Jesús podía actuar de este modo porque estaba convencido de que el destino del hombre depende únicamente de su actitud ante el cer­cano reino de Dios. En este punto se fundamenta, pues, la incondicionabilidad, con la que Jesús podía prometer la salvación, y al mismo tiempo ya el mismo Jesús en­contró ahí la mejor expresión del amor del Padre a los hombres. De todo esto resulta que la esperanza escato-lógica y el comportamiento adecuado a ella son para Jesús el único criterio de la participación en la salvación. Esta actitud de Jesús cayó irremisiblemente en abierta contradicción con la religiosidad judía tradicional cen­trada en la ley, que consecuentemente veía en ésta y su cumplimiento el criterio de la futura participación en la salvación. Por esto acabó Jesús por ser repudiado por las autoridades judías y entregado a la muerte. Ahora bien, si un judío se convencía de la fiabilidad del mensaje de Jesús a partir de la resurrección, no le quedaba otra sa­lida que interpretar este acontecimiento como anulación de este repudio y confirmación de Jesús y de su pre­tensión de que la actitud ante él y su mensaje es el lugar exclusivo donde se decide la salvación o perdición fu­turas de los hombres ante Dios.

Presuponiendo que Dios mismo ha confirmado la mi­sión de Jesús por su resurrección, puede comprenderse que Jesús sea afirmado como el criterio de concordancia

66

o no concordancia de los hombres con el viniente reino de Dios. Esto es así porque Jesús no ha hecho otra cosa que poner a los hombres ante la opción a favor o en contra del futuro de Dios mismo. Si el Dios de Jesús es verdaderamente Dios, si a su vez Jesús ha sido confir­mado por el mismo Dios en aquella pretensión de su mensaje, entonces, en efecto, la aceptación o el rechazo del mensaje de Jesús no es otra cosa que la aceptación o el rechazo del mismo Dios. Entonces, fácticamente, la fe en Dios no es posible más que en concordancia con el mensaje de Jesús: o de tal modo que el comportamiento de un hombre corresponda fácticamente a los criterios anunciados por Jesús, o de tal modo que el mensaje de Jesús sea aceptado expresamente. Esto último y, por tan­to, la fe en Jesús en la fe en su mensaje es la forma co­mo Jesús ha llegado a convertirse, explícitamente, en criterio eficaz de todo conocimiento de Dios por el surgi­miento y propagación de una comunidad fundada en la fe en él.

Pero ¿la confianza en el Dios de Jesús y, por tanto, también en el mismo Jesús como el enviado de este Dios sigue siendo hoy una posibilidad responsable para hombres que viven sobre el suelo de una conciencia contemporánea? ¿No es incompatible la expectación de un próximo fin del mundo, de la transformación cósmica de la creación en el ámbito del reinado de Dios, no es incompatible todo esto con una comprensión del mundo orientada a los resultados verificados de las ciencias na­turales? Ademas, ¿no ha sido suficientemente refutada aquella espera de Jesús por el simple hecho de que el fin del mundo está aún por venir? ¿No hemos de in­tentar, por esto, formular el significado de Jesús al mar­gen de esta entusiasta expectación próxima, si es que queremos mantenernos todavía vinculados a él?

A estas preguntas hemos de dar una doble respuesta. En primer lugar, sería autoengañarse pretender que po­demos destilar el núcleo auténtico del mensaje de Jesús despojándolo de su expectación próxima del reino de

67

Page 34: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Dios como inminente transformación del mundo; esta po­sibilidad no es real. Lo que Jesús dijo sobre la presencia del reino de Dios en su propia persona y obra es sólo el reflejo que proyectaba su futuro próximo e inminente. El mensaje de Jesús sobre el amor de Dios tiene su pre­supuesto inmediato en esta inminente proximidad de su poderoso futuro. Y es que el amor de Dios se hizo pal­pable para Jesús en su propia misión de anunciar la pro­ximidad del reino de Dios, pues este anuncio es ofreci­miento de Dios a participar en la salvación de su reino y, sobre todo, porque posibilitaba la promesa de perdón incondicional de Jesús. Este conocimiento del amor de Dios manifestado en la propia misión de Jesús consti­tuye, a su vez, el fundamento de su llamada al amor al prójimo y al perdón incondicional frente a nuestros se­mejantes, cuya medida y criterio es el amor y el perdón recibidos del mismo Dios. Resulta, pues, que todos los contenidos del mensaje de Jesús tienen su último funda­mento en su expectación próxima del reino de Dios; de ahí, que si prescindimos de este horizonte de la expecta­ción próxima, no pueda quedar en pie ninguna palabra, ninguna idea, nada en absoluto, que Jesús manifestara a lo largo de su vida. La fe dejaría entonces de habérse­las con Jesús mismo y en su lugar colocaría una serie de imágenes prefabricadas y luego etiquetadas bajo el nom­bre de Jesús.

En segundo lugar, no se puede admitir sin más ni más que la expectación de Jesús se frustrase. Pues si puede tomarse en serio el mensaje de la resurrección de Jesús de entre los muertos, entonces bien puede afirmar­se que la expectación próxima de Jesús no se cumplió, ciertamente, en el mundo como totalidad, pero sí en su propia persona. Pues «resurrección de los muertos» es, precisamente, la salvación final o, en todo caso, la puerta de entrada en la salvación final de la vida eterna, que esperaba la expectación judía del futuro del reino de Dios. Si este cumplimiento ha tenido lugar ya en Jesús, la plenitud ha llegado, al menos, para su persona. Su

68

pretensión de poder semejante al divino no ha sido en­tonces corroborada por un milagro o prodigio cualquiera, sino por el cumplimiento de la realidad salvífica del reino de Dios esperado por él como algo inminente. Cierta­mente, este cumplimiento no ha tenido lugar más que en él. En cuanto que es así, el cumplimiento se diferen­cia aquí, como de costumbre, de la promesa y la espera. Pero si podemos tomarnos en serio el mensaje de la re­surrección de Jesús, entonces ya no podemos decir sin restricciones que Jesús se engañó. Y entonces, tal como lo expuso el mismo Pablo, la resurrección de Jesús de entre los muertos puede convertirse en prenda y garantía para el resto de la humanidad, garantía de que lo mismo le puede acontecer y le acontecerá a todo aquel que esté ligado a Jesús por la fe, completamente independiente de la cuestión de la eventual duración del mundo.

La relevancia de esta consideración depende por com­pleto del enjuiciamiento de la tradición de la resurrec­ción de Jesús, de la que nos ocuparemos más tarde con detalle. No obstante, podemos decir ahora ya lo siguien­te: después de la muerte de Jesús en la cruz, la fe en él se ha hecho de nuevo posible sólo por su resurrección. Esto vale ya para la primera comunidad, que se consti­tuyó tras los sucesos de Jerusalén, y vale no sólo tam­bién, sino con mayor razón para nosotros que somos posteriores. Los primeros cristianos participaban tam­bién, al fin y al cabo, de la expectación de Jesús. Pero hoy tendríamos que juzgar a Jesús como un entusiasta apocalíptico, cuyo pensamiento estaba informado y ani­mado completamente por una expectación, que desde en­tonces se ha revelado como un error, a no ser que no estuviera en contra el mensaje de la resurrección. Na­turalmente, este mensaje pascual no podemos considerar­lo aislándolo de los acontecimientos que le precedieron. El significado del acontecimiento pascual depende preci­samente de que la resurrección de entre los muertos haya tenido lugar en este hombre concreto con su misión es­pecial. Sin la fuerza y el convencimiento interior con que

69

Page 35: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Jesús ha hablado sobre Dios, lo insólito del aconteci­miento afirmado por el mensaje cristiano de la pascua despertaría un escepticismo aún mayor que el habitual frente al mensaje cristiano en su totalidad. A pesar de todo, queda en pie que, aun contando con toda su pro­blemática propia, sólo el mensaje de la resurrección pue­de dar una respuetsa al problema de la potestad de Je­sús, problema que a nosotros se nos plantea no sólo por la crucifixión sino también por la frustración de la ex­pectación próxima en que vivía Jesús.

Pero bajo el presupuesto de la confirmación del men­saje de Jesús por su resurrección de entre los muertos, también la humanidad actual se vuelve a ver confronta­da con la pretensión de Jesús de que la aceptación o rechazo de su mensaje es la aceptación o rechazo de la proximidad del mismo Dios y de que la fe en Dios no es posible al margen de la profesión de fe en su misión y persona. Es evidente que esto último sólo tiene validez para aquellos que se ven confrontados directamente con el mensaje de Jesús. No significa que sólo el cristiano pue­da tener parte en la salvación de Dios. El mismo Jesús, en sus bienaventuranzas, ha llamado bienaventurados a los que padecen, a los impotentes, a los misericordiosos, a los pacíficos, a los que tienen sed de justicia y padecen por su causa, y esto completamente independiente de su relación personal con él. Quien viva en una situación de este tipo, quien no se deje avasallar por su sufrimiento y su impotencia, quien verdaderamente aspire a una jus­ticia mayor y esté lleno del espíritu de misericordia y de paz, quien viva en esta actitud, confía fácticarnente en Dios, en el Dios anunciado por Jesús: en este sentido el mensaje de Jesús es también criterio de su participa­ción en la salvación de Dios.

Su propia unidad con Dios consiste precisamente en esto, en que Jesús es el criterio de la relación de todos los hombres con Dios, incluidos aquellos que nunca se han encontrado con él. La cristiandad primitiva expresó esta unidad y vinculación de Jesús con Dios y con el

70

asunto de Dios en el mundo por medio de los títulos, que le fue asignando: vio en Jesús al hijo del hombre de la expectación judaica, que debe venir con las nubes del cielo para juzgar el mundo. Vio en él al profeta pro­metido para el fin de los tiempos, así como al siervo de Dios paciente. Y encontró en él al mesías prometido, al hijo de Dios.

La palabra mesías significa «el ungido». Su traduc­ción griega es christos. Esta palabra se encuentra en el texto de la confesión como nombre propio, como parte constitutiva del nombre Jesucristo; cuando esta palabra entra a tomar parte de dicho texto ya hace tiempo que se ha convertido en nombre propio, pero originariamen­te se trataba del título «mesías». Este título se asignaba a los reyes vetcrotestamentarios. El rey era considerado como el ungido de Dios y ya en la época de la monar­quía judaica se despertó la esperanza en un rey futuro, que desempeñaría su función en paz y justicia, y reina­ría en nombre Dios sobre Israel y sobre el mundo en­tero. Sin embargo, esta esperanza no conduce sin solu­ción de continuidad a Jesús. Más bien podemos aceptar con gran probabilidad que Jesús mismo rechazó el título de «mesías», cuando se le aplicó. La forma originaria de la tradición de la confesión de Pedro (Me 8, 27-33) se remonta quizá a un rechazo por parte de Jesús del título de mesías, rechazo todavía más brusco de lo que permite reconocer el texto actual. Al parecer, Jesús mis­mo consideraba como tentación satánica el dejarse hacer portador de las esperanzas nacionales del pueblo judío. Y es que, todo lo contrario, él era el mensajero del rei­nado de Dios como fin cercano de todas formas políticas de este mundo. El pueblo debía convertirse a este fu­turo del reinado de Dios que irrumpía del más allá y dejar de una vez sus esperanzas en una reconstrucción nacional.

Pero aunque Jesús rechazase para sí el título de me­sías, el hecho es que más tarde se le aplicó. ¿Se puede justificar esto? En primer lugar hay que comprender

71

Page 36: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

cómo se vino a parar en ello. Es claro que Jesús fue acusado ante los romanos como agitador político, y como tal fue ejecutado. El motivo y razón de su ejecución fue indicado en su cruz, y éste no fue otro que el que qui­siera ser el «rey de los judíos» (Me 15, 26). La mención de la inscripción de la cruz en los evangelios se vuelve a considerar hoy día por muchos investigadores como noticia o dato histórico. La vinculación expresada en la inscripción entre Jesús y el título de mesías es cierta­mente falsa en cuanto que Jesús, tal como hemos visto, nunca pretendió para sí dicho título. Pero, a pesar de todo, siempre podemos decir que dicha vinculación se convirtió en el destino de Jesús. Ciertamente, que este hecho por sí solo no nos hace comprensible cómo la co­munidad pudo comprender a Jesús como tal mesías, teniendo en cuenta que todos los discípulos conocían bien la actitud de Jesús con respecto a él. Pero a es ..o hay que añadir que después de su resurrección ya no quedaba sitio junto a Jesús, cuya venida era ahora fir­memente esperada por la comunidad, para ningún otro salvador. Por esto, Jesús fue considerado entonces como idéntico a las figuras escatológicas de la expectación ju­día, al hijo del hombre, de cuya venida él mismo había hablado, y al mesías, con el cual contra voluntad había quedado indisolublemente vinculado por su destino. Ahora ya su comunidad podía ver en él al mesías ver­dadero. La expectación mesiánica fue entonces transfor­mada de una esperanza en una plenitud intramundana en la designación de la reconciliación más allá de la muerte y de este mundo de los hombres por Jesús.

La justificación de la designación de Jesús como me­sías, christus, consiste, pues, en que ya no había que es­perar ningún otro salvador, de tal manera que todas las esperanzas salvíficas de los hombres podían ser traslada­das a Jesús, porque sus momentos de verdad habían en­contrado en él su cumplimiento. ¿Debería haberse evita­do la representación mesiánica, supuesto que había sido rechazada abiertamente por el mismo Jesús? La pregunta

72

está justificada. Pero el salvador que esperaba el pueblo judío en la figura del mesías era ahora de hecho Jesús, si bien de una forma distinta de la que se lo habían re­presentado las esperanzas mesiánicas. Una vez que así quedaba superado el peligro, rechazado por Jesús, de una falsa comprensión de su misión inducida por el sím­bolo del título de mesías, podría ahora, inversamente, ser transformado el título de mesías por su aplicación a Jesús, el crucificado y resucitado.

La peculiaridad del título de mesías frente a otros títulos que la comunidad primitiva cristiana aplicó a Je­sús —como hijo del hombre, hijo de David, señor, etc.— consiste en que el concepto mesías podía asumir toda la pluralidad de significados que encerraba Jesús. De­signaba en primer lugar la función futura de Jesús en su segunda venida para el establecimiento definitivo del reino de Dios. Pero, a su vez, podía también referirse a la realidad actual del señor resucitado, que a la derecha de Dios, en lo oculto, reina ya sobre el mundo. La ins­cripción en la cruz posibilitaba, además, vincular la pa­sión de Jesús y sus sufrimientos con su dignidad me­siánica, y de este modo concebir ya al Jesús terreno co­mo mesías. En conexión con el título de mesías se en­cuentran también los elementos de la mediación salvífica y de la filiación divina, que fueron decisivos para la predicación del significado de Jesús en el mundo de la cultura helenística, en la misión a los paganos de la pri­mitiva iglesia. De este modo, el título de mesías pudo transformarse tan ampliamente que acabó por abarcar y asumir la plenitud significativa de la figura de Jesús, de su aparición histórica y de su destino. Por esto, es com­prensible que para los misioneros judíos de la primitiva cristiandad, como por ejemplo Pablo, dicho título se convirtiese en el compendio de todo el mensaje sobre Jesús, precisamente también cuando su predicación su­peraba los ámbitos de la tradición judía y se dirigía a los paganos. Pero para los oyentes paganos de este mensaje, para los que el significado titular de la designación chris-

73

Page 37: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

tus era menos corriente que para los oyentes de sangre judía, christus llegó a convertirse en un constitutivo del nombre de Jesús.

Para terminar hemos de retener un par de cosas: 1. El nombre Cristo designa especialmente el sig­

nificado sal vinco de Jesús. Explícita lo que ya se nos ponía de manifiesto como resultado de nuestra pregunta acerca del Jesús histórico: que él pretendía llevar a cabo la decisión de Dios sobre los hombres, al exigir una de­cisión frente a su mensaje del futuro de Dios, y que fue confirmado en esto por su resurrección de entre los muer­tos, pero de tal modo que en el nombre de Jesús la sal­vación, la futura comunidad con Dios, la participación en la nueva vida aparecida en su resurrección, está abier­ta a todo aquel que crea en Jesús, que deposite su con­fianza en él. Este significado salvífico no le viene a Jesús desde fuera, como si del mismo modo que le ha sido atribuido a él le pudiera haber sido atribuido a cual­quier otra persona. Le pertenece a él, es propio de él, parte de él mismo. Pero esto no se entiende por sí mis­mo cuando hablamos sobre Jesús. La fuerza salvífica que le es inmanente, que sale de él tiene también que ser designada como tal de un modo expreso, tiene que ser nombrada: por esta razón hablamos de Jesucristo. Al confesar que Jesús es el Cristo, decimos que nuestra vida adquiere su sentido a partir de él, que sólo a partir de él se convierte en una totalidad, se hace salva. Esto significa que nuestra existencia considerada en sí misma no es «total» y «salva», aunque el anhelo de todo hom­bre no sea otro que el que su existencia llegue a ser una totalidad. En nuestra vida son muchas las cosas a las que nos lleva nuestra determinación y que sin embargo nunca se alcanzan. Así, muchas cosas iniciadas se inte­rrumpen, y lo que adquiere forma se hace oculto por penuria, pereza o error. En definitiva, todo, incluso la vida más plena y realizada, queda en un fragmento, que en la muerte se detiene como una cuestión abierta. Pero Jesús, por su muerte en la cruz, se nos ha convertido

74

en mediación de la proximidad de Dios, en la que él mismo vivía, incluso en las situaciones más extremas de fracaso en nuestra vida. Esta proximidad no se agota en la plenitud y realización de nuestra vida terrena ni acaba por desaparecer con su fracaso en la muerte. Si es que nuestra existencia puede llegar a ser «salva», esto sólo es posible por medio de una plenitud que transcienda esta vida terrena. Esto no significa huida de este mundo a un más allá de nuestra vida. Más bien, de lo que se trata es, precisamente, de vivir en esta vida de la con­fianza en la totalidad de nuestro ser, totalidad que no está presente en la realidad actual de nuestra vida de un modo inequívoco, sino que sólo se insinúa fragmenta­riamente para aquel que es capaz de ver en el fragmento la totalidad, pero que nos ha sido garantizada y prome­tida por el mensaje de Jesús sobre el futuro del reino de Dios y por su resurrección de entre los muertos. A partir de aquí, las situaciones, vivencias y posibilidades diversas de nuestra vida actual pueden ser vividas y ex­perimentadas también como parte de esta totalidad, la cual no puede ser fundamentada a partir de ellas mismas.

2. Confesar que Jesús es el Cristo no quiere decir solamente que nosotros ponemos nuestra confianza en Jesús, que nue?tra vida puede ser vivida como una tota­lidad, como «salva» a partir de él. La confesión crística expresa, además de esto, la vinculación de la fe cristiana con la historia y las esperanzas del pueblo de Israel. Es­tas esperanzas, tal como acabamos de ver, fueron trans­formadas por Jesús, en primer lugar no sólo porque las rechazó, sino, lo que es más, porque a pesar de ello fue­ron vinculadas entonces con su figura. Al ocurrir esto, el contenido de la representación mesiánica se transfor­mó mucho más profundamente que si, por decir algo, se hubiera transformado la comprensión del Dios de Israel por el mensaje de Jesús. A pesar de todo, queda en pie una continuidad, una conexión, que sólo la apli­cación del título de Cristo a Jesús le permite aparecer con toda su plenitud de sentido, y que fácticamente,

75

Page 38: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

además, sólo ella la ha posibilitado. Aunque el título de Cristo en su aplicación a Jesús adquiriese un nuevo sen­tido, el hecho es que la cristiandad primitiva creía po­der proclamar con él el cumplimiento de la esperanza mesiánica judía por Jesús. Y sólo a la luz de la esperanza mesiánica judfe podía ser percibida y anunciada en toda su plenitud y riqueza la significación salvífica que radi­caba en la figura de Jesús. Al margen de este contexto de expectación y esperanza, probablemente no se habría llegado a concienciar nada esencial de lo que constituye el significado de la figura histórica de Jesús. Bajo este punto de vista pues, también la iglesia cristiana se con­virtió en la heredera de la historia de la fe de Israel y, como tal, tiene que permanecer consciente de tal heren­cia, al menos si quiere conservar en su conciencia la ple­nitud de significado de la figura y de la historia de Jesús.

76

Hijo unigénito de Dios, nuestro Señor

La confesión de Jesús como hijo de Dios resulta hoy para muchos uno de los enunciados más difícilmente accesibles de la tradición eclesial. Precisamente por esto, otros la consideran como el criterio decisivo de la fe ortodoxa. Ambos partidos se representan la filiación di­vina de Jesús al modo de una esencia sobrenatural de Jesús. Sólo se diferencian por el hecho de que uno de los partidos mantiene firmemente esta afirmación, mien­tras que el otro la rechaza o, al menos, la juzga escépti-camente. Encuentra que tal afirmación es una superrele-vación mitológica de la simple humanidad de Jesús. Para este partido, la representación de la filiación imposibilita la comprensión de Jesús como un hombre. Ahora bien, la representación de un ser supraterreno, algo así como disfrazado por la apariencia humana de Jesús, parece ser completamente incomprensible para cualquier con­cepción de la realidad actualmente sostenible.

La verdad es que a una tal consideración escéptica del título primitivo-cristiano «hijo de Dios» no se le puede hacer el reproche de estar completamente alejada de la concepción de la filiación divina, predominante en la tradición cristiana. Todo lo contrario. Más bien, ha­bría que decir que en este respecto acierta considerable­mente. Otra cosa es que responda al sentido originario de la designación de Jesús como hijo de Dios. Aquí am-

77

Page 39: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

bos partidos se equivocan. Los verdaderos motivos, que encontraron su expresión en la aplicación de este título, son pasados por alto cuando la perspectiva se concentra en la representación tradicional indicada de la filiación divina como forma de un modo de ser sobrenatural. Más bien es posible —e incluso lícito desde el punto de vista histórico-exegético— comprender el título «hijo de Dios» como interpretación, precisamente, de la manifestación humana de Jesús. Esta interpretación tuvo su propia his­toria en el cristianismo primitivo. Partiendo de la forma final de los textos neo testamentarios, se pueden recorrer retrospectivamente una serie de estadios que llegan has­ta el mismo Jesús, en la formación del convencimiento cristiano sobre la filiación divina de Jesús. Además, se pueden inferir los motivos que encontraron su expresión en la formulación de que Jesús es el hijo de Dios. Se ve entonces que las transformaciones en la comprensión de esta fórmula no fueron simplemente arbitrarios, sino que se pueden comprender como motivados objetiva­mente, es decir, a partir de la peculiaridad de la figura y de la historia de Jesús, cuyo significado peculiar y úni­co es el verdadero asunto de esta historia de la inter­pretación.

Al principio la designación de Jesús como «hijo» está estrechamente relacionada con la idea de Dios como el Padre. El título de hijo viene a ser entonces algo así co­mo la contrapartida, como el reflejo que la predicación de Jesús sobre Dios como padre proyectaba sobre el mismo predicador. Y es que no era normal ni evidente hablar de Dios como padre con la familiaridad con que lo hacía Jesús. Esta era precisamente una de las carac­terísticas que constituían la peculiaridad de Jesús, y por esto aparecía, incluso para sus discípulos, como un hombre distinto de los restantes; nadie hablaba así sobre Dios. Esto se explícita en los evangelios en una serie de pa­sajes donde es designado simplemente como «el Hijo». Esta designación tiene su explicación más sencilla en el hecho de que Jesús anunciaba a Dios como «el Padre»,

78

de modo que su comunidad le denominaba correspon­dientemente «el Hijo». Otro carácter distinto tiene el título «hijo de Dios», aunque naturalmente la simple designación de Jesús el Hijo le designase también hijo de Dios: así es comprensible el tránsito al título «hijo de Dios». Pero este título era ya entonces tradicional. Se encuentra emparentado con el título mesiánico. En el ceremonial judaico tradicional, parte del cual se con­serva en el salmo 2, se dice que Yahvé habla al rey (al ungido): mi hijo eres tú, hoy te he engendrado (2,7). Al decir esto no se pretende significar un origen corporal del rey a partir de Dios, tal como se decía por ejemplo en los imperios medio y nuevo de Egipto de los reyes con respecto al dios Ra. En el salmo 2 se trata más bien de un acto de adopción: como «hijo» de Yahvé, el rey asume como encargo de Yahvé el dominio de éste sobre el mundo (Sal 2, 8; 110, 1). Estas ideas fueron aplicadas a Jesús en el cristianismo primitivo: Pablo cita en Rom 1, 3 s. una fórmula confesional transmitida hasta él, según la cual Jesús por su resurrección de entre los muer­tos ha sido constituido «hijo de Dios con poder». En este pasaje la resurrección es considerada como el mo­mento temporal del establecimiento de la filiación divina, de su elevación a ella, como momento temporal de la adopción. En otra tradición, bastante más tardía, este momento es trasladado hasta el bautismo de Jesús. Así, según Me 1, 11, las palabras del salmo se oyen en el bau­tismo como una voz del cielo. Aquí, pues, Jesús es consti­tuido como mesías ya al comienzo de su actividad pú­blica. En la leyenda del nacimiento virginal de Jesús nos encontramos con un estadio posterior de este desarrollo: traslada aún más allá el origen de la filiación divina si­tuándolo en el mismo nacimiento de Jesús. Lucas ex­plica expresamente en 1, 35 el título, diciendo que Je­sús fuera de Dios no tenía ningún otro padre humano. El propósito e interés de este proceso de la constitución de una tradición que sitúa cada vez más lejos el origen de la filiación divina de Jesús hay que buscarlo, claramente,

79

Page 40: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

en que debe ser expresado lo siguiente: Jesús fue des­de siempre el enviado por Dios con el reinado, con el ejercicio de su voluntad. Este interés corresponde al he­cho de que la resurrección confirmase la pretensión pre-pascual de Jesús y que, por consiguiente, le legitimase ciertamente con posterioridad, pero también con efica­cia retroactiva.

Así, pues, el título «hijo de Dios» no designaba ori­ginariamente una filiación corpórea, pero tampoco de­signaba a Jesús como un ser divino y sobrenatural: e' rey judío, al que se le llamaba «hijo de Dios», seguía siendo un hombre. En el ámbito de la tradición judía el título designaba únicamente la función de Jesús, su esta­blecimiento para ejercitar el reinado de Dios sobre el mundo, pero no su naturaleza. Sin embargo las cosas eran distintas dentro del ámbito cultural helénico: aquí el tí­tulo «hijo de Dios» se convirtió en la designación de un ser sobrenatural-divino, que se ha «manifestado» en el hombre Jesús pero que es distinto de él. Sobre este ser divino se dice que ha sido «enviado» a la carne para asu­mir una figura humana. Así se expresa el mismo Pablo en Rom 8, 3 y Gal 4, 4. También la profesión apostó­lica de fe entiende, sin ninguna duda, la expresión «hijo de Dios» en este sentido: como un ser divino preexis­tente, es decir, existente ya antes del nacimiento terrenal de Jesús en la eternidad de Dios, un ser divino preexis­tente que en el nacimiento de Jesús ha tomado forma y ser humanos.

Antes de tomar una postura concreta ante esta idea de la preexistencia queremos, primeramente, considerar el matiz especial que da la profesión apostólica de fe a la idea de la filiación divina de Jesús. Llama a Jesús el hi­jo unigénito de Dios. En el nuevo testamento es sólo Juan el que se sirve de esta expresión para designar la relación de Jesús con Dios. Y significa que Jesús es el único hijo de Dios. Fuera de él Dios no ha tenido ningún otro hijo, nadie más que él ha sido investido de su poder, él es el único que ha recibido la misión de ejercer su reinado.

80

Como portador único del reinado de Dios en el mun­do, Jesús es también el mediador de su creación. En la profesión de Nicea la filiación divina de Jesús ha sido relacionada expresamente con la afirmación de que todo ha sido creado por medio de él. Esta idea puede com­prenderse como inferencia de la afirmación de que Jesús, como hijo de Dios, ejerce el reinado de Dios sobre el mundo. No es necesario en absoluto acudir a un ser divino completamente separado del Jesús histórico, que hu­biera ejercido ciertas funciones especiales al comienzo del mundo. Más bien hay que decir que Jesucristo es mediador de la creación del mundo en tanto y en la forma que él puede ser denominado el hijo de Dios. Nosotros hacemos mención aquí de la idea ya aludida ante­riormente de que la creación del mundo acontece desde el fin: entonces a Jesús como mediador de la creación hay que comprenderlo en el sentido que él es el final de todas las cosas, que en él ha aparecido ya el final de to­das las cosas, el final que decide sobre su verdadero ser. Porque él es el que trae el final, por eso todas las cosas están orientadas hacia él, y porque todas las cosas apuntan hacía él, por eso también son a partir de él. Jesús es, por consiguiente, el portador del reinado de Dios sobre el mundo en la medida en que es el centro o, más bien, el final de la historia y de este modo el mediador de la crea­ción. En este enunciado queda expresado el significado, un significado que abarca y da sentido a todo, de lo que ha acontecido en y con Jesús. Esto significa también la expresión que designa a Jesús como el hijo unigénito, único del Padre divino.

Jesús es también el único portador de la revelación de Dios porque es el hijo unigénito de Dios: el Padre no conoce a nadie más que al Hijo y a quien el Hijo se lo quiera manifestar (Mt 11, 27: cf. Jn 14, 6). Por esta ra­zón, también, la revelación de Dios en el sentido pleno del término es una revelación única, la revelación que ha acontecido a través de su Hijo.

La fundamentación teológica transcurre siguiendo la

81

Page 41: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

ruta inversa: desde el punto de vista objetivo, mejor, desde el punto de vista como son las cosas en sí mismas la revelación de Dios en Jesús, así como su unicidad está fundamentada en que Jesús es el Hijo unigénito; pero para nosotros, para nuestro conocimiento ocurre inversa­mente, decir que Jesús es el hijo único de Dios es sólo ex­presión del hecho de la revelación divina en él. Hay cier­tamente muchas y muy diversas automanifestaciones de la realidad divina, con las que está siempre relacionada la vida humana. Los hombres no sólo presuponen en la rea­lización de su existencia esta realidad fundante de su ser y del ser del mundo, sino que además siempre tienen que tratar con ella de una forma o de otra. En tal contacto permanente la realidad divina se manifiesta a los hom­bres de muy diversas maneras, y la historia de las reli­giones está llena de huellas de esto. Pero tales mani­festaciones tienen la mayor parte de las veces algo de provisional, pueden ser sustituidas por otras experien­cias nuevas de la misma realidad. Precisamente por esto, carecen de la definitividad de la autorrevelación divina. Aun allí donde aparecen con la pretensión de verdad única y definitiva, pierden de nuevo este carácter por la nueva experiencia de Dios que les sustituye. Pero el men­saje de Jesús sobre Dios tiene definitividad de una ma­nera absolutamente peculiar, a saber, no sólo porque se asegure que sea definitiva, sino a partir de la peculiaridad de su contenido, ya que Jesús anunciaba que para los hombres todo depende de una sola cosa, de que con­fíen en el futuro de Dios. Por esto su mensaje no es superable por ningún futuro de automanifestación divina. Por esto Jesús podía anticipar la última decisión de Dios sobre los hombres según el comportamiento de éstos an­te su propio mensaje, anuciarles el juicio de Dios o su perdón. Precisamente por pretender para sí tal potestad última, «escatológica», provocó el escándalo que acabó por llevarle a la crucifixión, pero para sus discípulos fue confirmado en su poder por el mismo Dios a través de la resurrección de entre los muertos, es decir, por la apa-

82

rición de la realidad última y definitiva de la vida que procede de Dios en él mismo. En esta definitividad, por consiguiente, por causa de su carácter escatológico, es Jesús en el sentido anteriormente descrito la revelación de Dios. Teniendo esto en cuenta podemos apropiarnos ahora la comprensión de la fórmula primitívo-cristiana, que Jesús es simplemente el «hijo» del Dios, al que lla­maba el Padre. Pues al anunciar el futuro de Dios como lo único decisivo para la salvación de cada hombre, el futuro de Dios accedía como reinado dondequiera encon­trase acogida su mensaje. Por esto Jesús con su anuncio del futuro de Dios, con su predicación y su praxis del amor de Dios ? los hombres, fundadas en aquél, es el re­presentante de1 futuro de Dios entre los hombres, y ha sido confirmado en ello definitivamente por Dios por su resurrección de entre los muertos. Como portador de la automanifestación definitiva de Dios, el cual anticipa ya la decisión última sobre los hombres y sobre el mundo a partir de la potestad de esta misión, Jesús puede valer también para nosotros como «el Hijo», el hijo único de este Padre. Pero al hacer esto será bueno que seamos bien conscientes del carácter figurado o metafórico de este modo de hablar. La fórmula «hijo de Dios» no hace re­ferencia originariamente a un origen corpóreo sobrenatu­ral de Jesús. Sirve para interpretar la relación que a través de su misión y de su historia llegó a alcanzar con el Dios anunciado por él. La expresión gráfica «hijo», sobre todo si pensamos en su origen veterotestamentario, re­sulta extraordinariamente comprensible y adecuada para esto. Quizá nosotros no la elegiríamos inmediatamente como expresión de nuestra propia experiencia, del mismo modo que tampoco vendríamos a parar al nombre de padre para Dios. Pero tampoco nos encontramos de he­cho ante una tal elección, como si no se hubiera encontra­do aún ninguna expresión para la figura de Jesús en la historia de la fe cristiana y los cristianos actuales tuvie­ran que comenzar ahora desde cero. Sería una ilusión ac­tuar como si se pudiera comenzar ahora desde cero. Ca-

83

Page 42: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

da cristiano actual entra a tomar parte en una historia de la fe en Cristo, que esencialmente es también historia de la interpretación de la figura de Jesús. Esto no quie­re decir que tenga que despojarse por eso de todo espíritu crítico, pero como cristiano por muy crítica que sea su actitud se ha de comportar frente a la tradición como quien sabe que ya ha entrado a tomar parte de ella. Por esto no puede pasar por alto ni que Jesús habló sobre Dios como el Padre, ni que la comunidad a la luz de este hecho comprendió a Jesús como «el Hijo». Este paso pa­rece objetivamente justificado incluso para un análisis crítico actual. Aunque también es cierto que la figura de Jesús como el «Hijo» se presenta ante dicha compren­sión actual bajo un horizonte distinto que el de los pri­meros cristianos. El hecho de que este título ya en el primitivo cristianismo pertenezca a la interpretación de la figura e historia de Jesús adquiere en nuestra com­prensión actual un significado fundamental para el senti­do del título mismo. La inserción de los actuales cristia­nos en la histotia de la tradición significa también, por el mismo hecho de serlo, el relacionar lo transmitido con el presente, con lo cual la historia misma se convierte en una dimensión de la experiencia presente. Esto queda de manifiesto en este caso en que algo así como un hijo de Dios ha dejado ya de ser para nosotros una figura plau­sible del mundo supraterreno y divino, de tal modo que nos es accesible únicamente en el contexto de la interpre­tación de la realidad humana de Jesús.

Jesús, como el revelador de Dios, es «el Hijo», perte­neciendo así tan estrechamente a nuestro saber sobre la divinidad de Dios, que no podemos psnsar ya adecuada­mente la divinidad de Dios prescindiendo de Jesús. Y es que el futuro de Dios llega a la realidad actual por Je­sús. A través de su misión muestra Dios su amor, que constituye su esencia y su ser. En la medida que esto es así, Jesús pertenece inseparablemente a la divinidad del Dios eterno, aunque este Jesús no haya entrado a tomar

84

parte en el proceso del mundo y de la nistoria de la hu­manidad más que tardíamente en el tiempo.

Esta pertenencia del hombre Jesús a la divinidad eter­na de Dios nos lleva a \ idea de la preexistencia de Jesús como el hijo de Dios, idea que ya se encuentra en el mismo Pablo (Rom 8, 3; Gal 4, 4). Si realmente nos tomamos con toda seriedad el que Jesús, como aquel por medio del cual Dios se ha revelado, pertenezca al ser mis­mo de Dios, entonces hay que admitir que Jesús, bajo este aspecto de su unidad con Dios, como Hijo, ya existiría antes de hacerse hombre, antes de su nacimiento humano. La afirmación de la preexistencia de Jesús como hijo de Dios no es otra cosa que una consecuencia de la unidad de Jesús con Dios mismo en su revelación. En ella está incluida la unidad de ser de Jesús con Dios. De lo contrario, Dios en su revelación en Jesús no se hubiera revelado como él mismo. Pero la unidad de ser de Jesús con Dios significa participación de este hombre, sí, de este hombre, en la eternidad de Dios, aunque él como hombre no sea eterno, sino que como todos nosotros haya nacido en el tiempo.

F,l que Jesús, como el hijo de Dios, pertenezca al ser mismo de Dios ha sido también expresado por medio del título «Señor». Esta designación es el contenido de una de las fórmulas confesionales más antiguas, que ha conservado la tradición cristiana. Así escribe Pablo en 1 Cor 12, 3: «Nadie puede decir: ' J e s u s es el Señor', fuera del Espíritu santo». La palabra señor, kyrios, ha­bía sido -empleada en la traducción griega del antiguo testamento para transcribir el nombre veterotestamenta-rio de Dios Yahvé cuya pronunciación siempre evitaba el judío piadoso. Es muy posible que ya antes de la pas­cua fuese llamado «el señor» en el sentido más banal de fórmula de cortesía. Más tarde esta costumbre se fu­sionó en cualquier caso con el sentido más denso de la palabra «señor» como transcripción del nombre de Dios ya que ambas significaciones son expresadas en griego con la misma palabra kyrios. Considerando las cosas en sí

85

Page 43: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

mismas, este proceso así como el tratamiento, resultante de él, de Jesús como Señor en el sentido de la divinidad estaba justificado por el hecho de que Jesús, como en­viado escatológico, como revelador de Dios, es el hijo de Dios y de este modo es uno con Dios. El título de kyrios expresaba por primera vez en la historia del cristianismo primitivo esta unidad de un modo decidido y rotundo, con mayor claridad incluso que el título de hijo de Dios. Al fin y al cabo, este último según la tradi­ción judía contenía todavía la idea de una subordinación a Dios. La función de una representación del reinado de Dios sobre la tierra no tenía por qué romper necesaria­mente los límites de la creaturidad. Sólo en el ámbito helenístico el hijo de Dios es comprendido como un ser divino. Con todo, esta comprensión se encuentra ya, como hemos dicho, en el mismo Pablo. Hasta aquí la idea de la filiación divina de Jesús no entra en estrecho contacto con aquella unidad con Dios expresada por el título Se­ñor. También esta evolución habrá de considerarse ob­jetivamente justificada, si se tiene en cuenta que la fi­liación divina de Jesús sirve como expresión de la auto-manifestación de Dios por Jesús, la cual incluye en sí misma el momento de la unidad de ser por su definiti-vidad.

Como resultado podemos constatar, pues, que la pro­fesión de fe en Jesucristo como el Señor por su contenido está estrechamente emparentada con la fe en él como el hijo de Dios. Ambas afirmaciones en el matiz que en ellas se acentúa lingüísticamente, tal como éste aparece inmediatamente, se relacionan inversamente con el sig­nificado diferente, que cada una de ellas aporta de su co­rrespondiente origen en la historia de la tradición. In­mediatamente concebido el título «hijo de Dios» desig­na, en primer lugar y expresamente, la relación de Jesús a Dios, al Padre, sólo implícitamente su relación con el mundo. Inversamente, el título señor, kyrios, parece in­dicar, en primer lugar, esta relación con el mundo, mien­tras que la unidad de Jesús con Dios, su relación con

86

Dios está incluida en el título sólo implícitamente y ha de ser extraída y elaborada por una reflexión sobre el sentido que le es propio a partir de su origen. Pero, en este sentido, la profesión apostólica de fe parece haber recogido ya ambos títulos al decir que Jesús es hijo uni­génito de Dios, pero también nuestro Señor. De este mo­do, describe por una parte la relación de Jesús con Dios, y por otra su relación hacia nosotros y hacia el mundo fundada en aquélla.

Jesús como «nuestro Señor» tuvo que enfrentarse en la fe de la iglesia primitiva con toda variedad de «seño­res» que conocía el mundo helenístico; por una parte, allí se encontraban los emperadores romanos, que en griego eran designados por el título de kyrios, por otra, las di­vinidades de los cultos mistéricos. Frente a todos ellos, Jesucristo fue anunciado y predicado como el Señor ver­dadero, como el verdadero Señor del mundo. Todo de­bía serle somendo. Por esto, la misión de la iglesia se encuentra, especialmente, bajo el signo de la dignidad del Señor por parte de Jesús. Y, por esto, el título señor designa desde la primitiva cristiandad la pretensión de la predicación cristiana a la verdad universal y total, la cual se manifiesta como tal verdad por el hecho de ser capaz de asumir en sí misma toda otra verdad.

87

Page 44: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Concebido por el Espíritu santo, nacido de la virgen María

En la profesión bautismal romana del siglo tercero se puede leer aún esta fórmula; nacido del Espíritu san­to y de la virgen María. Ambos miembros de la fórmu­la se encontraban uno junto a otro, coordinados, jnien-tras que en la forma actual se contrapone lo que viene de Dios (concebido por el Espíritu santo) y lo que viene del hombre (nacido de la virgen María). El sentido por lo demás, es el mismo: la existencia de Jesús es a partir de Dios, del Espíritu santo, está divinamente fundada y, sin embargo, ha nacido al mismo tiempo de María de una forma verdaderamente humana. Es curioso y digno de notar que ya en los primeros siglos de la iglesia el na­cimiento virginal era signo de la verdadera humanidad de Jesús, en oposición a los gnósticos que no querían recono­cer ningún nacimiento verdaderamente humano del re­dentor, y, o bien le atribuían un cuerpo simplemente apa­rente, o bien lo pensaban unido con el hombre de un modo igualmente aparente. Tanto en una como en otra concepción se expresaba la misma opinión, que el Dios inmutable e impasible no podía unirse verdaderamente con un hombre nacido en el tiempo, mudable, capaz de padecer, en definitiva, mortal. La profesión de fe, con los padres de la iglesia «antignó^ticos» del siglo segundo, acentúa por el contrario que el mismo hijo de Dios fue parido por la virgen María. La virginidad de este nacimien-

88

to no se acentúa tan fuertemente como suele ocurrir hoy, precisamente cuando más molestos o desasosegados nos en­contramos ante ello. La virginidad del nacimiento resulta­ba completamente natural: el que Jesús como hijo de Dios no hubiera nacido como el resto de los hombres, tenía que parecerle algo muy plausible al hombre medio de la era helenística. Los mitos paganos relataban también el origen divino de hombres importantes y de grandes héroes. Así, se referían a Perseo y Hércules como hijos de Zeus. Por otra parte, no se entiende cómo Jesús iba a ir a la zaga de las grandes figuras del viejo Israel, que habían sido elegidas «desde el momento del nacimiento», tal como se nos cuenta de Sansón (Jue 13, 5), Jeremías (1, 5) y el siervo de Dios (Is 49, 5). Y ¿no había anunciado Isaías que el mesías nacería de una virgen? Así, al menos, podía leerse en la traducción griega del antiguo testamento (Is 7, 14 LXX, cit Mt 1, 23)

Hoy, por el contrario, la afirmación de un nacimiento virginal de Jesús parece implicar una seria limitación a su completa humanidad. No acaba de entenderse por qué Jesús como hijo de Dios debía venir al mundo de un modo distinto del habitual. Pero, sobre todo, a la tradi­ción del nacimiento virginal de Jesús se oponen serias dificultades históricas, y puesto que el contenido de tal tradición es un acontecimiento pasado y bien concreto, tales dificultades históricas no pueden soslayarse pres­cindiendo simplemente de ellas.

La tradición del nacimiento virginal de Jesús aparece sólo en un par de escritos neotestamentarios, en concreto, en Lucas y en Mateo. Pablo y Juan se han exteriorizado de un modo más o menos claro en la dirección opuesta: Pablo dice del hijo de Dios (Gal 4, 4) que ha nacido de mujer y ha actuado bajo la ley. De este modo pretende expresar la igualdad de Jesús con los restantes hombres, mientras que la tradición del nacimento virginal de Jesús pretende decirnos precisamente todo lo contrario. Lo que verdaderamente tiene un peso importante es que Pablo conoce con toda seguridad la representación de un

89

Page 45: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

nacimiento milagroso. La menciona en un contexto en el que se habla del nacimiento de Isaac de Sara (Gal 4, 23.27.29), contexto en el cual lejos de aplicarla a Jesús, la refiere en sentido alegórico a los cristianos como here­deros de la promesa (Gal 4, 28). Si tales indicaciones hacen muy improbable que Pablo llegase a conocer la idea de un nacimiento virginal de Jesús, en el evangelio de Juan se encuentra un giro, que quizá tenga que entender­se, incluso, como una alusión polémica a la tradición del nacimiento virginal de Jesús. Jn 1, 13 dice hablando de los cristianos en general que no nacieron «de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios», y esto lo dice justo inmediatamente antes del versículo sobre la encarnación de la Palabra (1, 14).

De los dos textos de Lucas y Mateo, los dos únicos que transmiten la historia del nacimiento virginal de Je­sús, Le 1, 26-38 es el más antiguo. El punto de arranque de este relato es el pasaje (1, 35) donde se nos dice que Jesús debe ser llamado hijo de Dios por haber sido crea­do de María a través del Espíritu creador del mismo Dios. Esta frase nos ofrece la clave para comprender todo el relato. Este no sería otra cosa que una descripción o explicación gráfica del título «hijo de Dios». El relato debe fundamentar por qué Jesús es llamado el hijo de Dios. Ahora bien, puesto que este título está mucho más difundido en la tradición primitivo-cristiana que la histo­ria del nacimiento virginal de Jesús, y puesto que en otros textos ya se dan otras fundamentaciones del mis­mo al remontarlo a la resurrección o al bautismo de Jesús, nuestra historia puede ser valorada o juzgada únicamente como una explicación ulterior del título procedente de otras fuentes. A tales relatos se les suele llamar «leyen­das» (o sagas) etiológicas, ya que su finalidad o motivo no es otra que explicar cómo se ha venido a parar a una situación dada, cuál es su aitia, su causa. La situación dada, que constituye el objeto concreto de la explicación, es en este caso, como ya hemos dicho, la aplicación del título «hijo de Dios» a Jesús. Así, pues, la investigación

90

a fondo de la tradición en su forma más antigua nos pro­porciona, al reconocer su punto de partida y su finalidad, el argumento más fuerte contra su Habilidad histórica.

Resulta, por consiguiente, que el nacimiento virginal no es más que una leyenda. En este caso podemos afir­marlo con absoluta seguridad porque el texto transmiti­do nos facilita con toda exactitud el motivo del surgimien­to legendario de la tradición. Esto distingue de un modo radical la historia del nacimiento virginal de las tradicio­nes de la resurrección, con las cuales ha sido compara­da frecuentemente. El mismo Karl Barth ha hablado de ambos milagros o prodigios como del comienzo y el fin de la historia de Jesús. Tal comparación está, por comple­to, fuera de lugar. Naturalmente, que se pueden encon­trar también elementos legendarios en las tradiciones de la resurrección. Pero en ellos no se puede constatar en ninguna parte el motivo, del cual ha surgido toda la tra­dición, cosa que ocurre en el nacimiento virginal. El des­arrollo de la tradición de la resurrección, tomada como totalidad y por muchos elementos legendarios añadidos que contenga, no es comprensible más que desde los puntos de partida históricos, que constituyen su conte­nido. Por el contrario, la tradición del nacimiento virgi­nal, en su totalidad, ha surgido, manifiestamente, con la única finalidad de explicar el título «hijo de Dios», tí­tulo que, por otra parte, dicha tradición encuentra como algo ya dado previamente. Esto es, al menos, lo que nos dice expresamente la versión más antigua del texto. Una constatación semejante, en lo que respecta al origen de la fe cristiana pascual, no ha sido intentada jamás, ni si­quiera por los críticos más radicales. Y es que la tradi­ción pascual no ofrece ningún punto de apoyo para una tal explicación. Esta es la diferencia fundamental en la forma de ambas tradiciones y en el proceso de su trans­misión. Correlativamente, nos encontramos con una dife­rencia fundamental en lo que concierne a su signifi­cación para la fe cristiana y su mensaje: parece claro que en el antiguo cristianismo se ha dado un mensaje

91

Page 46: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

cristiano sin la idea del nacimiento virginal de Jesús, y hasta podría ser que con un rechazo expreso del mismo. Pero nunca, aun remontándonos a los primeros inicios, se ha dado un mensaje cristiano, que no tuviera su centro en el anuncio de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Aquí nos encontramos con el fundamento y so­porte de todo el anuncio cristiano, mientras que la histo­ria del nacimiento virginal no es más que un fenómeno secundario y marginal.

Pero no debemos pararnos aquí. Hemos de ahondar aún más en el motivo de esta leyenda. Ya hemos visto que su finalidad es explicar el título «hijo de Dios». Pe­ro puesto que la leyenda tiene sus raíces en el ámbito judeo-cristiano, más exactamente en un cristianismo de origen judío muv marcado por las tradiciones helenísticas, apenas podemos admitir que los que relataron por pri­mera vez esta aclaración del título «hijo de Dios» no su­pieran nada del antiguo significado de este título, sig­nificado que no exigía de ninguna manera un nacimiento sobrenatural. De ahí que hayamos de contar con que los primeros, que hablaron de un nacimiento virginal de Jesús, tenían lf intención, y una intención bien conscien­te, de ofrecernos una nueva interpretación de su filiación divina. Esto quiere decir que el motivo teológico del re­lato radica en situar la filiación divina en el comienzo mismo de la existencia de Jesús. Jesús no ha llegado a cer hijo de Dios desde su resurrección, tampoco desde su bautismo por Juan, sino que lo ha sido desde su mismo comienzo. No obstante, a pesar de todo lo que llevamos dicho sobre el carácter legendario del relato del naci­miento virginal, hemos de saber valorar el momento de verdad en esta intención teológica. El motivo, es decir, el que Jesús haya sido desde su comienzo el hijo de Dios, está plenamente justificado precisamente a partir de su re­surrección. La razón es que ésta no sólo es la confirmación de su mensaje prepascual. La resurrección de Jesús signi­ficaba también la confirmación de la pretensión para su propia persona, pretensión que iba inevitablemente vincu-

92

lada a su mensaje. Esto supone que la resurrección es una confirmación que se remonta retroactivamente al origen mismo de esta persona.

Como dijimos anteriormente, este motivo teológico condujo a la idea de la preexistencia de Jesús. La resurrec­ción de Jesús crucificado confirma a éste en su unidad con Dios y esto significa: Jesús es en su misión y en su persona uno con la eternidad de Dios, incluso también antes de su nacimiento humano.

La idea de la preexistencia fue vinculada posterior­mente con el nacimiento virginal en el marco de la re­presentación de la encarnación del hijo de Dios preexis­tente. La idea de la encarnación resume de forma con­cluyeme lo que los cristianos han de decir, a la luz de la resurrección, sobre la presencia de Dios en la persona de Jesús de Nazaret. La fe encarnatoria se encuentra, incluso, en conexión con el mensaje de Jesús; pues Jesús mismo habló de una presencia del Dios viniente en su propia aparición, en su propia palabra y en su propia acción. La fe en la encarnación es la forma, en que esta convic­ción de la presencia de Dios en Jesús ha encontrado su formulación definitiva en la comunidad cristiana. En esto, la fe en la encarnación de Dios en Jesús corresponde tam­bién a la verdadera intención de la historia del nacimien­to. Igual que ésta, la profesión de fe en la encarnación confiesa que Jesús era desde el comienzo el hijo de Dios y que es en persona hijo de Dios. A pesar de todo, la idea de la encarnación se encuentra en contradicción con la explicación, que pretende dar la tradición del naci­miento virgina1 de Jesús para la filiación divina, expli­cación que es el motivo del surgimiento de esta leyenda: si Jesús fuera hijo de Dios por el hecho de haber sido creado por Dios en María, entonces no podría haber si­do ya hijo de Dios en el sentido de la preexistencia. La explicación de la filiación divina de Jesús en el sentido de su preexistencia y la que se basa en la representación de su nacimento virginal se contradicen mutuamente. En este conflicto debemos reconocerle un mayor peso obje-

93

Page 47: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

tivo a la idea de la preexistencia. Pensemos en que el acontecimiento de la resurrección no es lo que hace a Je­sús hijo de Dios, en el sentido de que no lo fuera hasta dicho acontecimiento. Más bien, el sentido de la resurrec­ción es el de confirmación de la misión prepascual de Je­sús. Esta misión, sin embargo, no se puede separar de la persona de Jesús, sino que fundamenta su potestad di­vina. Esto supone, a su vez, que la filiación divina de Jesús no comenzó con su bautismo, el inicio de su misión pública, sino que caracteriza a su persona desde el co­mienzo de su existencia. Pero como filiación divina en el sentido de la unidad con la esencia de Dios no puede fun­damentarse tampoco con el nacimiento de Jesús, sino que tiene que ser pensado como participando de la eternidad de Dios, tal como es expresado en la idea de la preexis­tencia.

¿Cómo podría, dado este estado de cosas, el cristiano de hoy pronunciar el «concebido por el Espíritu santo, nacido de la virgen María» como su propia profesión de fe? ¿No nos dicen todas estas consideraciones que dicha expresión ya no puede ser nuestra confesión? No obstan­te, se ha puesto también de manifiesto que este cristiano de hoy puede seguir afirmando la intención, de la cual surgió la historia del nacimiento virginal de Jesús, aun cuando esta intención haya transcendido su propia ex­presión, tal como quedó configurada en la leyenda del nacimiento, y haya apuntado hacia la idea de la pree­xistencia de la filiación divina de Jesús en la esencia eter­na de Dios. El cristiano de hoy puede compartir, además, las intenciones por las cuales fue asumida esta fórmula en la profesión de fe. En primer lugar, se trataba de dejar bien asentado que el hijo de Dios es idéntico con el hombre histórico Jesús de Nazaret. Dios no se confor­maba con hab'lar entre los hombres bajo un disfraz hu­mano, que luego podía quitárselo a su gusto y capricho. En Jesucristo Dios se ha vinculado de un modo definitivo con los hombres, y de este modo con la humanidad. En segundo lugar, esto significa que Jesús no se convirtió

94

en hijo de Dios en un momento concreto de su his­toria, sino que ha sido y es, en su persona, desde el co­mienzo este hijo único de Dios, el mediador del rei­nado de Dios para la humanidad. Desde esta perspectiva, la fórmula del nacimiento virginal de Jesús expresa la de­finí tividad de la revelación de Dios en Jesús, de la vincu­lación de Dios con este hombre y, a través de él, con la humanidad. Es evidente que la mayoría de los cristianos buscarían hoy, para esta intención, si de ellos dependie­se, una expresión bien distinta de la que se les ofrece a través de la historia del nacimiento virginal de Jesús. Pe­ro esto no es decisivo cuando entramos a tomar parte en la confesión de otros. Entonces es suficiente el acuerdo y la identificación en la intención; no es necesario que la expresión elegida sea la que podríamos llamar nuestra. La intención justifica el asumir la confesión como expre­sión de la fe de la iglesia, no sólo la del presente, sino la que llega hasta sus comienzos. La alternativa no sería en­tonces un cambio de esta formulación por separado, sino de toda la profesión de fe. Ahora bien, es esta profesión de fe, y esta profesión sólo en su forma clásica, la que se ha convertido y es signo de la unidad de la cristiandad a través de la historia. Este valor significativo fundamenta su función litúrgica insustituible en la iglesia actual.

95

Page 48: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Que padeció bajo Poncio Pilato, crucificado, muerto y sepultado

Llama la atención el modo como el credo apostólico conserva todos y cada uno de los detalles de la pasión de Jesús: la mención del gobernador romano Poncio Pilato alude a que la pasión de Jesús tuvo lugar en plena publi­cidad, a la luz de lo históricamente constatable. A conti­nuación son enumerados cuidadosamente cada uno de los estadios del acontecimiento: crucificado, muerto y se­pultado. En todo ello se pone un acento especial en resal­tar que la crucifixión de Jesús acabó con su muerte y que esta muerte fue sellada con su sepultura. Pues precisa­mente la muerte del mismísimo hijo de Dios, tan discu­tida por los enemigos gnósticos de la iglesia, es lo que garantiza a los cristianos la superación de la muerte. Sólo por el cuidado con que son mencionadas la muerte y la sepultura de Jesús junto a su crucifixión, puede sospe­charse la interpretación de la muerte de Jesús en el texto de la profesión de fe. Por lo demás, en este pasaje está caracterizada con una sobriedad asombrosa. La sucesión de los acontecimientos es lo único que se menciona ex­presamente. Ni una palabra, por el contrario, se nos dice acerca de las distintas interpretaciones primitivas de la muerte de Jesús. Falta la vieja idea, que muy probable­mente se remonta al mismo Jesús (Le 13, 33 y 34 s.), de que Jesús tenía que padecer el destino de todos los pro­fetas. El credo no dke ni una palabra sobre la necesidad

%

divina de la muerte de Jesús, tal como se mantiene a par­tir de la prueba escriturística. Esta idea había sido des­arrollada en muy diversas direcciones dentro de los escri­tos de la primitiva iglesia. Así, se encuentra en el cristia­nismo primitivo la comprensión de la pasión y muerte de Jesús como expiación. La tradición de la última cena ha­bla de la sangre derramada «por muchos» (Me 14, 24) o «por nosotros» (Le 22, 20). En otros pasajes se encuen­tran interpretaciones de la muerte de Jesús como pago del rescate por nuestros pecados (Me 10, 45), como sacri­ficio expiatorio en sentido cúltico (Rom 3, 25 y en la car­ta a los Hebreos), como sacrificio de alianza, que sella la nueva alianza de Dios con los hombres (1 Cor 11, 25; Le 32, 20). Todas estas imágenes, tomadas de la prueba escri-turística veteroiestamentaria de la necesidad divina de la muerte de Jesús, contienen la idea de que su muerte tuvo un sentido vicario, de que fue en nuestro lugar. Esta idea se expresa también en el apostólico, si bien sólo de un modo indirecto. Tal referencia indirecta está contenida en la acentuación especial que se pone en la muerte y en la sepultura de Jesús.

No es fácil llegar a tener una idea clara del sentido en que se le puede atribuir un significado vicario a la muerte de Jesús. Para llegar a adquirirla se debe partir de la siguiente cuestión: ¿Cómo se relacionan la prisión y condena de Jesús con la peculiaridad de su mensaje y de su misión? Resulta muy improbable que Jesús em­prendiese su última marcha hacia Jerusalén con la inten­ción de buscar precisamente su muerte, tal como los evan­gelios tratan de presentárnoslo, especialmente, a través de las predicciones de la pasión. Según el juicio de la mayoría de los exegetas actuales, éstas no son palabras auténticas de Jesús. En ellas debemos ver, más bien, la expresión de la previsión de los acontecimientos atribuida a Jesús por la comunidad posterior. Frente a esto, se ha de mantener que tales acontecimientos tuvieron el carác­ter de unos sucesos que sobrevinieron de un modo ver­daderamente imprevisible. No se puede decir que fueran

97

Page 49: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

buscados y arrancados por el mismo Jesús. No obstante, hay que aceptar como una hipótesis muy probable que Jesús contase con la posibilidad real de un fin catastró­fico para su subida a Jerusalén. No olvidemos, a este res­pecto, que Jesús vivió el fin del Bautista y que conocía bien toda la tradición judía de la pasión de los profetas. Pero, a pesar de todo, no debe buscarse el sentido de la ida a Jerusalén en la intención de un autosacrifício de Jesús planeado por él ya de antemano. Más bien, todo parece indicar que tal sentido fuera el de hacer que los judíos optasen de una vez en la capital del reino a favor o en contra de su mensaje. ¿Cómo debería entenderse, por otra parte, un sacrificio de Jesús preparado intencionada­mente por él mismo? ¿con qué finalidad concreta debe­ría ofrecerse tal sacrificio? La idea de que la muerte de Jesús expía los pecados del mundo es una interpretación ulterior del acontecimiento y no un efecto provocado intencionadamente por Jesús.

Es poco lo que sabemos con seguridad acerca de la sucesión de los hechos del proceso. Al parecer, Jesús se hizo sospechoso a los romanos como incitador de revuel­tas. Tal como consta en la inscripción de la cruz, fue cru­cificado como alborotador y pretendiente a mesías. El delito de revuelta o alboroto representaba con toda se­guridad una calumnia, pues Jesús no sólo no pretendió para sí el título de mesías, sino que lo rechazó expresa­mente. ¿Cómo se llegó entonces a la inscripción de la cruz? Ocasionalmente ha sido puesto en duda, aunque ciertamente sin motivos suficientes, el que las autoridades judías tuvieran su parte en esto y el que tuviera lugar un interrogatorio ante el sanedrín antes de la entrega a Pi-lato. Si las autoridades judías no hubieran tenido parte, hubieran podido y debido defender a Jesús contra una acusación tan fuera de sitio. Pero, ¿por qué motivos se vio llevada a meterse en el asunto dicha autoridad judía y por qué fue entregado Jesús al juicio del gobernador ba­jo falsas acusaciones? No es fácil, ni mucho menos, res­ponder a tales cuestiones. Quizá se pensaban las auto-

98

ridades judías que, dada la ascendencia de Jesús entre el pueblo, de no intervenir podían ellas mismas hacerse sos­pechosas de intenciones rebeldes. En todo caso había que añadir a esto que ya existía, por otros motivos, un con­flicto abierto entre Jesús y los guardianes de la tradi­ción judía. La pretensión de poder que implicaba y expre­saba la totalidad de la existencia de Jesús, pretensión que ponía al mismo Jesús por encima de la ley, tenía que aparecer como una verdadera blasfemia para aquellos judíos, que juzgaban su acción y su palabra desde fuera, sin dejarse coger en absoluto por la fuerza de su mensaje del reino de Dios. El concepto de blasfemia era entonces, al parecer, tan amplio que cualquier roce con la autoridad divina de la ley era considerado como tal. En este sentido, el «pero yo os digo» que contraponía Jesús a las senten­cias de la ley en las antítesis del sermón de la montaña tenía que ser comprendido como blasfemia, del mismo modo que unas palabras de Jesús contra la permanencia duradera del templo, palabras que quizá provocaron la intervención del sanedrín. Sin embargo, la autoridad ju­día no mandó apedrear a Jesús, sino que lo entregó a los romanos bajo el peso de falsas acusaciones, para que fueran ellos los que lo condenasen. Esto puede deberse a que los romanos se habían reservado a la sazón —cosa que en cualquier caso es dudoso—• los procesos que pu­diesen desembocar en la pena capital, o bien se explica simplemente por el hecho de que las autoridades judías querían evitar a toda costa el levantamiento de los se­guidores de Jesús. En todo caso, el motivo verdadero y más profundo, que condujo el proceso, condena y ajusticia­miento de Jesús debe buscarse en el conflicto entre él y las autoridades judías. Este conflicto vino provocado, como dijimos, por el carácter total de la existencia de Jesús y queda perfectamente descrito por la acusación de blasfemia, En este sentido hay que decir que los repre­sentantes judíos no se condujeron movidos por senti­mientos individuales reprobables. Al repudiar a Jesús y cooperar a su condena actuaron como representantes

99

Page 50: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

de la tradición israelita y del pueblo judío. Por otra parte, al actuar así, tampoco actuaron sin más en nombre* de la verdadera eleccxón y vocación de este pueblo: su legiti­mación para hablar y actuar por el pueblo de Israel, ele­gido por Dios, no puede dejar de sentirse cuestionada por el hecho de que el mismo Dios de Israel se declarase P° r

la resurrección de Jesús a favor de la pretensión, cc,n que se había presentado el anuncio de Jesús del reino próximo de Dios; una pretensión que podía aparecer para u n ju­dío consciente de la tradición y en la situación de ambi­güedad prepascual como una auténtica blasfemia poí causa del escaso respeto de Jesús a la ley.

No es fácil responder a la cuestión acerca del grado de compromiso con que los dirigentes judíos de aquel tiempo tomaron parte en el proceso de Jesús. No tís fácil porque a pesar de que han pasado casi veinte siglos desde entonces sigue sin poderse afrontar la cuestión con espíri­tu sereno e imparcial. Y es que durante estos veinte siglos los cristianos no han hecho más que acumular enemistad hacia los judíos por causa del deicidio que le ha sido atri­buido a la totalidad del pueblo judío. La espantosa his­toria de esta enemistad cristiana hacia los judíos ha sido favorecida por un error de la iglesia paganocristian^- Esta cargó al pueblo judío, exclusivamente y en contraposición al resto de la humanidad, con la culpa de la muerte de Jesús, cuando lo correcto hubiese sido reconocer ¿il pue­blo judío, en su participación en el proceso, como repre­sentante de toda la humanidad. De este modo y cc>n una mentalidad muy poco cristiana, se liberaba a la parte no judía de la humanidad de una pesada carga a base de culpar al pueblo judío, con lo cual se disolvía la solidari­dad de los cristianos con el pueblo de la elección de Dios, elección a la que el mismo Pablo había seguido otorgan­do gran importancia. El rompimiento de esta solidaridad con el pueblo judío por causa de la cruz de Cristo puede muy bien considerarse la condición previa decisiva" de la enemistad crist;ana hacia los judíos. Dicha enemistad que­dó perfectamente reflejada en la concepción tao poco

100

bíblica, según la cual Dios habría repudiado definitiva­mente al pueblo de Israel por causa de la crucifixión de Jesús, le habría sustraído la elección de Abrahán y se la habría otorgado a la iglesia como al nuevo Israel. Este enfoque, que durante tanto tiempo ha enrarecido las re­laciones entre ciistianos y judíos fue revisado en 1948 en Amsterdam en la primera asamblea general del consejo ecuménico. Dicha asamblea exhorta a que en la enseñanza cristiana deban «presentarse los sucesos que condujeron a la crucifixión de un modo tal, que no recaiga sobre el pueblo judío de hoy una responsabilidad, que le concier­ne a la humanidad como totalidad y no a una taza o co­munidad». De un modo parecido, la declaración del se­gundo concilio Vaticano sobre las relaciones de la iglesia con el pueblo judío se opone de un modo claro a que los judíos sean considerados «como repudiados o condenados por Dios».

No basta, sin embargo, con restaurar la solidaridad rota con el pueblo judío ante la cruz de Cristo, cruz de Cristo que según Ef 2, 14-16 no habría hecho más que reconciliar paganos y judíos. Para el diálogo presente en­tre cristianos v judíos es también muy importante que el pueblo judío no se identifique como totalidad y para siempre con el comportamiento concreto, que tuvieron entonces sus autoridades oficiales. Por esto se nos dice en la declaración del segundo concilio Vaticano: «Aun­que las autoridades judías junto con sus partidarios ins­taran a la muerte de Cristo, no por eso se puede hacer recaer la carga de los sucesos de su pasión ni sobre to­dos los judíos vivientes a la sazón ni sobre los judíos de hoy». Con todo, se ha de tener presente que esta afirmación está herha desde el punto de vista exclusivo de la responsabilidad individual. Por consiguiente, des­carga a individuos particulares de aquel tiempo y de ge­neraciones posteriores pertenecientes al pueblo judío de la responsabilidad de la muerte de Jesús. No obstante, no se toma postura expresa ante lo que es la cuestión fundamental para la concepción tradicional; a saber, en

101

Page 51: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

qué medida actuaron en nombre del pueblo judío las autoridades judias que tomaron parte en el proceso de Jesús. Punto que es, precisamente, el fundamental y de­cisivo. Por una parte —como veremos más exactamen­te —•, tiene gran importancia el hecho de que las autori­dades judías de entonces tomaran parte en el proceso de Jesús no sólo como individuos sino como represen­tantes oficiales del pueblo judío. Es importante porque de ello depende que el efecto vicario de su muerte val­ga no sólo para jueces, sino también para todo el pueblo y, por encima de él, para toda la humanidad, cosa que puede aplicarse también y correspondientemente para la participación de Pilato como representante de Roma, y no sólo de Roma sino del poder estatal. Por otra parte, a la luz de la resurrección de Jesús queda totalmente socavado no sólo el derecho a juzgarle, sino también la legitimación de sus jueces judíos para emitir un juicio sobre él en nombre del pueblo elegido. Sin que por esto sufra menoscabo alguno el significado vicario de la muer­te de Jesús para el pueblo judío y por tanto para la humanidad elegida por Dios, de este modo queda anula­da la legitimación de los jueces de Jesús para emitir de­finitivamente su juicio sobre él como voz de la auténti­ca herencia de Israel y, así, de la tradición constitutiva para el pueblo judío. La elección del pueblo judío se muestra, más bien, a través de la resurrección de Jesús, la cual nos lo revela como unido al Dios, que lo ha re­sucitado contra el juicio de sus jueces y al que antes ha anunciado como el Dios del reino futuro. A partir de aquí y a la luz del acontecimiento pascual se les abre, precisamente también a los judíos, la posibilidad de re­visar el juicio emitido una vez sobre Jesús como no justo y, además, como no definitivamente pronunciado en representación legítima del elegido pueblo de Dios. Y esto independientemente de que una tal revisión ten­ga lugar expresamente dentro de la fe cristiana pascual, o bien a partir de una comprensión mejor de la tradición judía. De este modo, la posibilidad de una revisión del

102

juicio judio sobre Jesús tendría sus repercusiones sobre la comprensión del mismo pueblo de Dios y no se re­duciría a fundamentar una postura de excepción para de­terminados individuos particulares.

Todas estas reflexiones presuponen ya el sentido vi­cario de la muerte de Jesús. Este sentido se funda en que bajo la perspectiva pascual todo lo acontecido an­teriormente queda expuesto a una luz nueva y distinta. Por la resurrección, el mismo Dios se declara a favor de la pretensión de Jesús, una pretensión que con ante­rioridad podía parecer blasfema a cualquier judío fiel a la ley, por cuanto suponía la contraposición de Jesús a la autoridad de Moisés. A partir de la resurrección se han cambiado las tornas de los participantes en el su­ceso: ahora los que aparecen como blasfemos son los que han condenado a Jesús como blasfemo. Este es el efecto de la confesión de Dios a su favor por la resurrec­ción. Así, en sentido estricto, Jesús ha muerto por ellos, en su lugar —por el crimen de blasfemia, que sus jueces le habían imputado a través de su juicio. Ahora bien, estos jueces no trataron sólo como individuos aislados, sino como representantes oficiales de su pueblo. Precisa­mente por esto, la fuerza vicaria de la muerte de Jesús se extiende más allá de su círculo y alcanza a todo el pueblo, más aún, no sólo a éste, sino a toda la huma­nidad, puesto que el pueblo judío como pueblo elegido de Dios representa a toda la humanidad ante Dios. En este hecho objetivo se ha de ver el fundamento histórico de la afirmación cristiana de la fuerza vicaria de la muerte de Jesús.

De un modo similar, la resurrección de Jesús arroja también su luz sobre la participación de Pilato, lo que es igual que decir de Roma y de los intereses del poder político representados en el mundo de entonces por Ro­ma. ¿Qué nos dice esta luz acerca de la participación de estos poderes en la muerte de Jesús? En el trasfondo de todo ello se encuentra el conflicto entre el mensaje de Jesús y las pretensiones del poder político. Este conflicto

103

Page 52: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

no hay que situarlo, con toda seguridad, en la acusación hecha a Jesús de abrigar intenciones de un levantamien­to nacional judío contra las fuerzas de ocupación roma­nas. Donde realmente estaba el problema era en que el anuncio de Jesús sobre la proximidad del reino de Dios y su autoridad exclusiva para los hombres socavaba muy seriamente los fundamentos espirituales del imperio ro­mano. Esto lo experimentaron, en los siglos siguientes, los emperadores, que se encontraron repetidas veces con abundantes cristianos que se negaban a ofrecerles culto y veneración divinos. El reinado de Dios, entendido en el sentido exclusivo de Jesús, priva a todo orden políti­co de su pretensión absoluta frente a los hombies, que viven bajo su dominio. La radicalidad de esta oposición se suavizó después de Constantino por medio de la vieja concepción, ahora obligada, del poder imperial como imagen y representación terrena del reinado de Dios. Por el contrario, en la cruz de Cristo se manifestó esta oposición con toda su crudeza y radicalidad. A la luz de la manifestación de poder divino de la resurrección de Jesús aparece —aunque este rasgo fuera suprimido muy pronto por la tradición cristiana por intereses apologé­ticos— el acto de su condena precisamente como aquel crimen laesae majestatis, por razón del cual el procura­dor romano había hecho ajusticiar al presunto o supuesto revolucionario Jesús. Evidentemente, la autoridad vio­lada aquí es la de Dios y no la del emperador romano. En la cruz de Cristo se patentiza, pues, la tendencia que tiene todo poder político a violar la autoridad y la ma­jestad de Dios, una tendencia que se torna operante allí donde el poder político se asume una vinculabilidad ab­soluta. Al mismo tiempo, la resurrección del crucificado hace bien patente que los hombres no tienen por qué sentirse vinculados en conciencia a tales pretensiones, cosa que, por lo demás, quedó bien clara en la resisten­cia de los primeros cristianos contra el culto al empera­dor. Por la resurrección del crucificado, el individuo es­tá liberado de toda vinculabilidad absoluta a los que ha-

204

cen valer su autoridad y poder en la sociedad. Pero tam­poco se puede decir que el poder político sea únicamen­te condenado. Es cierto que queda humillado por la au­toridad superior de Dios, que ha dado la vuelta a su juicio al íesucitar al crucificado, pero no es menos cierto que, a su vez, esta resurrección supone también su libe­ración, siempre con la condición de que acepte esta hu­millación. Pues también hay que hablar en este sentido de una función vicaria de la muerte de Cristo. El hom­bre de estado Pilato incurrió él mismo por motivo de su juicio sobre Jesús y ante Dios en la pena de lesa ma­jestad que le fue imputada a Jesús. Esto es lo que im­plica la resurrección de Jesús en la medida en que pone de manifiesto que su condena fue injusta. Desde este punto de vista, es cierto, por lo demás, que el motivo de la vicariedad queda vinculado al reconocimiento del Dios de Israel, activo y operante en la resurrección de Jesús, como el Dios único de todos los hombres. Con otras palabras, dicho motivo adquiere toda su relevan­cia sólo 'i través de la analogía de la vicariedad, que se revela por la luz de la resurrección en la relación de Jesús con sus jueces judíos. Y es que no se puede ha­blar simp'emente de vicariedad por el hecho de que otro cargue con la culpa en la que uno mismo ha incurrido. El desasiré sería aún mucho mayor, más funesto, si de este modo no se liquidara la propia pena, no se borrara la culpa Tal significado vicario implica el característico trastrueque de justos y culpables en el proceso de Jesús sólo por ti hecho de que según su mensaje la confianza en él como mensajero del reinado de Dios encierra el perdón áz todos los pecados. Por esto puede decirse que su muerte no sólo ha cargado sobre sí, sino que también ha borrado la pena de blasfemia para aquellos que creen en él. En el gran día de la reconciliación del antiguo Israel, el sumo sacerdote por ordenación graciosa de Dios estaba autorizado para cargar al macho cabrío con los pecados del pueblo. Soltado después el macho cabrío, se encamMiaba hacia el desierto donde se adentraba con

105

Page 53: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

la culpa del pueblo, que quedaba liberado de ella. A imagen de' macho cabrío, Dios ha hecho de Jesús, como canta la liturgia eucarística, el cordero que ha llevado los pecados del mundo.

Tales .eflexiones presuponen que entre los hombres puede d?rse algo así como vicariedad, y que ésta es par­ticularmente posible en el ámbito de la culpa humana. Tal posibilidad ha sido repetidas veces cuestionada por los críticos Je la doctrina eclesial de la vicariedad, especial­mente desde los socinianos de los siglos xvi y xvn. Los ataques han ido dirigidos siempre contra la posibilidad de una vcariedad en el ámbito de la culpa moral. Una deuda en dinero, por ejemplo, sí que puede liquidarla otro por mí; «pero una culpa moral, si no la expía aquel que la ha contraído, no se expía en absoluto» (D. F. Strauss) Fausto Sozzini opinaba que Dios cometería una injusticia si castigara a un inocente por los culpables, y esto sobre todo porque los culpables se encuentran igual­mente en sus manos. Esn- argumento carece de valor frente a la argumentación que hemos seguido hasta aho­ra, puesto que la ausencia de culpa de Jesús respecto a la acusación de blasfemia no queda probada y decidida hasta la resurrección. Pero es que, además, el concepto individualista de culpa, que subyace a esta crítica, es muy cuestionable. El carácter social de la existencia hu­mana es base y fundamento de que cada individuo al actuar contraiga unas responsabilidades, que se extiendan más o menos a otros. Cada uno está implicado con su hacer en la comunidad, en que vive, y participa al mis­mo tiempo en la acción de los restantes. Así, en la vida social, la vicariedad es un fenómeno general. La misma división del trabajo en que está estructurada la vida pro­fesional tiene un carácter vicario. El que ejerce una pro­fesión responde en su ejercicio de la totalidad, a la que sirve, y al mismo tiempo está necesitado de las activida­des específicas, a las que se dedican los otros. El que individuos concretos o grupos parciales puedan cargarse vicariamente por una totalidad con ciertos resultados de

106

comportamientos buenos o malos, es algo que se experi­menta precisamente en tiempos críticos. El pueblo ale­mán lo sabe perfectamente. El hecho de que fueran ex­pulsados sus habitantes de las provincias orientales y que Alemania fuera dividida, condujo a que las partes del pueblo alemán tuvieran que soportar las consecuen­cias de la guerra según medidas bien diferentes. Mucho de lo que le sobreviene a una comunidad como totalidad, repercute de un modo especial en individuos o partes de la misma, que representan toda la sociedad en tal si­tuación. El individualismo de la responsabilidad ética no puede sustraerse nunca por completo a tales implicacio­nes, sin perder la conexión con la realidad de la vida hu­mana. E, inversamente, sóío podemos preguntarnos con sentido acerca del significac'o vicario de la muerte de Je­sús bajo el presupuesto del significado general de la vica­riedad en la vida colectiva de los hombres. Sin este fe­nómeno universal en la vida humana, la doctrina de la fuerza representativa de la muerte de Cristo sería una afirmación vacía de sentido.

La fuerza representativo de la muerte de Jesús, co­mo se deduce de estas reflexiones, es aplicable en primer lugar al pueblo de Dios, Israel. Pero debe tenerse en cuenta la circunstancia de que Israel fue elegido por Dios vicariamente en nombre de toda la humanidad. Este hecho y el que Pilato participase en la crucifixión de Jesús nos hacen caer en la cuenta de que la muerte de Jesús tiene un significado vicario no sólo para Israel sino para todos los hombres. Por lo demás, la validez universal del significado salvífico de la muerte de Jesús va unida a que todos los hombres participen en su vida de aquella contradicción ante Dios, que se manifiesta en la condena de Jesús por sus jueces. De ahí, que Pa­blo haya podido decir que la universalidad del pecado de los hombres sea la condición de la significación sal-vífica de la cruz de Jesús para todos los hombres. Por­que todos los hombres han pecado, porque todos viven de un modo existencialmente constitutivo en la blasfe-

107

Page 54: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

mia, modo de vida que ha alcanzado su máxima expre­sión en el repudio de Jesús como blasfemo por los jefes del mismo pueblo elegido por Dios, por eso, Jesús ha cargado vicariamente con la pena de la blasfemia no sólo por el pueblo judío, sino por todos los hombres. La universalidad del pecado posibilita la universalidad de la salvación de la redención (Rom 11, 32; 3, 21 s.). De este modo, el repudio de Jesús por su pueblo se ha convertido según decreto •' voluntad de Dios en la re­conciliación del mundo (Rom 11, 15). Para Pablo esto no era sólo una afirmación abstracta y universal, era una verdadera fuerza operante en la historia y transfor­madora del mundo. Pues el rechazo de Jesús en nom­bre de la ley derogó la ley y posibilitó, así, el mensaje paulino del acceso a la salvación a través de Jesús sin la ley.

Es evidente que la fuer?a representativa de la muerte de Jesús no puede significar ni significa que, por el hecho de que haya muerto por nosotros, nosotros ya no tenga­mos que morir. Significa simplemente que, en adelante, ya nadie tiene que morir solo, sino que precisamente en la muerte puede constituir una comunidad con la muerte de Jesús. Esta comunidad de nuestro morir humano con la muerte de Jesús es el contenido básico y fundamental del significado vicario de su muerte. Por el hecho de que Jesús asuma nuestra muerte en la suya, se trans­forma el carácter de nuestro morir. En la comunidad con Tesús, éste pierde su carácter desesperado y es superado por la vida, que ha aparcado ya en la resurrección de Jesús. Jesús ha borrado de una vez para siempre, ha acabado con la muerte de: blasfemo, del excluido de toda comunidad con Dios. Tal separación de Dios, del origen de toda vida, es, en definitiva, la verdadera se­riedad de la muerte, al menos si entendemos la muerte, como lo hacía Pablo, como sello de la autocerrazón del hombre ante el origen divino de la vida. Pero, desde la muerte de Jesús, nadie tiene que volver a morir esta muerte. Basta con que se viva y se muera en comunidad

con Jesús, confiando en él. En comunidad con la muerte de Jesús, a la cual ha seguido la confirmación de Jesús por el mismo Dios, nuestra muerte pierde su sentido trágico y se convierte en _ma muerte en esperanza.

108

Page 55: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Descendido a los infiernos

La mención del descenso de Jesús a los inflemos es una de las partes más tardías de la profesión apostólica de fe. En la confesión bautismal de la comunidad roma­na, que se remonta hasta el siglo segundo, no se men­ciona aún en absoluto el descenso de Cristo. Hasta el siglo cuarto no se introduce este descenso de Cristo, pre­cisamente entre la sepultura y la resurrección. De este modo, no cabe duda, se pretendía una descripción más detallada y extensa del destino mortal de Jesús: Jesús no ha tenido que soportar únicamente el aspecto cor­póreo de la muerte, ha tenido que cargar también con lo que la muerte significa para el aspecto personal del hom­bre como destino merecido por el pecado, es decir, con la muerte como exclusión y separación de Dios y de su salvación.

Esta significación de la muerte de Jesús fue puesta ya de relieve al hablar de los acontecimientos de la cru­cifixión y muerte de Jesús. En cualquier caso, Jesús mu­rió como un repudiado por las autoridades religiosas de su pueblo. Esto tenía que significar para él, como judío, que Dios mismo le repudiaba y rechazaba, aunque por otra parte se sabía enviado por este mismo Dios y re­presentante de él. Precisamente por esto, porque Jesús había anunciado como ningún otro la proximidad de Dios, tenía que tocarle en lo más profundo de su ser el

110

rechazo de que había sido objeto en nombre de este mis­mo Dios.

Es cierto que la muerte sella en todos los hombres la separación de Dios, esa separación que constituye la verdadera esencia de la existencia fracasada, del pecado, de la autocerrazón del hombre. El hombre se separa del origen de toda vida al cerrarse en sí mismo y centrarse alrededor de sí. La muerte no hace más que poner esto de manifiesto, exponerlo a la luz. Pero, ¿quién experi­menta esto a la hora de la muerte? ¿Para la mirada del que sobrevive no es lo que más impresiona, precisamen­te, la banalidad que tan frecuentemente caracteriza el morir de los hombres? Justamente en nuestros días, ya apenas se da una preparación para la muerte, preparación que ocupaba un lugar tan central en el medioevo cris­tiano. Mientras se pueda, la mayoría de los hombres apartan sus miradas de nuestro destino mortal. Metemos a nuestros enfermos y moribundos bajo las frías paredes de las clínicas. E incluso el mismo moribundo queda sus­traído, casi siempre, de la oscura profundidad de ía muer­te humana por su sufrimiento o por una perturbación de su conciencia. Esta oscura profundidad de la muerte hu­mana se expresa solamente cuando la muerte es experi­mentada como exclusión de Dios, y esto sólo puede ocu­rrir en la medida en que alguien se sepa en la proximi­dad de Dios o sepa de ella. Ahora bien, la antigua dog­mática afirmaba que el sufrimiento principal del infierno consistía en ser plenamente conscientes de la exclusión de la proximidad de Dios. Aquí radican las razones ob­jetivas de la interpretación que hace Lutero del descenso de Cristo a los infiernos, interpretación que se centra en el sufrimiento moral, en el tormento espiritual que tuvo que experimentar el vocero de la proximidad y cercanía de Dios, el cual se sabía en su conciencia vinculado por Dios a la autoridad de la tradición judía, la misma auto­ridad por la cual había sido rechazado.

La representación del infierno es ciertamente fan­tástica sobre todo si consideramos la serie de detalles

111

Page 56: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

particulares, que han pasado a ocupar un lugar en mul­titud de cuadros sobre el juicio final. El valor documen­tal de los cuadros de los sufrimientos del infierno ha de juzgarse como bastante insuficiente, precisamente por­que el rasgo fundamental, la exclusión de la comunidad con el Dios vivo, no aparece en absoluto en los mismos. Y es este rasgo fundamental de la representación del in­fierno el único que debe mantener la teología. El resto son añadidos de una fantasía cruel y horrorosa de los que dicha teología debe liberarse. De hecho, el infierno no sería otra cosa que el ser excluido de la cercanía de Dios a pesar de una clara conciencia de la misma. Esto significa que la cuestión acerca del «lugar» del infierno se basa en un tipo de representación inadecuada y superada ya hoy día. Ni el cielo ni el infierno tienen cabida en las coordenadas espacio-temporales del mundo de la ex­periencia humana de la naturaleza. Sin embargo, tam­poco se trata únicamente de una descripción gráfica de la experiencia moral. Lutero ha unido el sufrimiento mo­ral del crucificado con la tradición de su descenso a los infiernos. Ahora bien, esto no significa que la experiencia moral de nuestra vida presente fuera la única realidad que corresponde a la representación del infierno. Puesto que la mayoría de los hombres no viven en la experiencia de la cercanía de Dios, característica fundamental de la existencia de Jesús, tampoco les dirá nada la experiencia del infierno, ya que ésta presupone precisamente el saber de la proximidad de Dios. No obstante, no se elude esta experiencia por el simple hecho de retirar la mirada de ella. A esto, precisamente, hace referencia la idea de un juicio de los muertos, idea de la que nos ocuparemos más adelante.

Una de las notas características de la peculiaridad de Jesús es haber experimentado la realidad del infierno en su conciencia ya en su misma muerte terrena. La cone­xión entre conciencia moral y experiencia del infierno no es un fenómeno humano que aparezca del mismo modo en todas partes. Normalmente no hace su aparición en

112

la vivencia habitual y corriente de los hombres. Como acabamos de decir, es una característica de la especial situación de la experiencia de la muerte de Jesús.

La historia de la teología, sin embargo, ha mantenido repetidamente una interpretación del descenso de Jesús a los infiernos, que difiere, al menos aparentemente, de la interpretación que hemos venido ofreciendo a lo largo de estas líneas. Dicha interpretación entiende el descenso a los infiernos como expresión del triunfo de Jesús y no de su sufrimiento. El descenso de Jesús a los infiernos es representado como una marcha triunfal. Esto es lo que nos ha ofrecido con frecuencia el arte cristiano: al Cristo resucitado, que triunfa en el infierno sobre el diablo y que libera de sus llamas a Adán y Eva, primeros padres del género humano. Una concepción muy parecida se encuentra ya en el nuevo testamento en el único pasaje, donde se nos habla clara y detalladamente del descenso de Cristo al reino de los muertos. En la primera carta de Pedro se nos dice que Cristo «en el espíritu fue tam­bién a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiem­po incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el arca» (3, 19 s.). Ta­les «espíritus» se refieren, igual que en el resto de la literatura judaica, a las «sombras» de hombres desobe­dientes ya muertos. Por otra parte así nos lo confirma un pasaje posterior de la misma carta (4, 6) donde se escribe que «hasta a los muertos se ha anunciado la buena nue­va». El anuncio del evangelio por el mismo Jesús en el mundo de los muertos no puede tener otro sentido que el de una predicación de conversión. Esto significa, en­tonces, que los que ya habían muerto son alcanzados igualmente por el mensaje cristiano. La salvación del juicio futuro a través de Jesús está abierta a los que en su vida mortal no pudieron conocer a Jesús o el men­saje cristiano. Los intérpretes cristianos procuraron sua­vizar, ya en los primeros tiempos eclesiales, el absoluto atrevimiento de esta idea. Por eso repiten hasta la sa­ciedad que la predicación de Jesús en el reino de los

113

Page 57: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

muertos iba dirigida solamente a los justos del antiguo Israel o, en general, a todos los hombres que habían sido justos en su vida sobre la tierra. El hecho es, sin embargo, que la primera carta de Pedro va más allá, sin alguna duda. La tendencia, aquí incoada, hacia una com­prensión universalista de la salvación encuentra su má­xima expresión en la idea de que Cristo ha salvado del mundo de los infiernos también a Adán, es decir, al hombre como tal. Tal idea se encuentra, por lo demás, en Orígenes y ocupa un puesto relevante en muchas de las representaciones pictóricas del descenso de Cristo a los infiernos.

¿Qué relación guarda esta interpretación del descenso de Jesús con la primera, que lo concebía como una des­cripción del sufrimiento de Jesús? Ambas representa­ciones, al parecer, se excluyen mutuamente. No obstante, ambas tienen una cosa en común: ambas son interpreta­ciones de la muerte de Jesús. Y en esto están estrecha­mente implicadas. Pues, por su muerte en el abandono de Dios, Jesús superó el abandono divino de la muerte para todos los hombres que están unidos a él. El signi­ficado vicario de la muerte de Jesús queda expresado en la representación de su victoria sobre los infiernos. La cruz de Jesús adquiere esta significación sólo a la luz de su resurrección. De ahí, que fuera plenamente coherente atribuir el descenso a los infiernos al resucitado, y esto aunque se tratase del significado de su cruz. Ciertamente, la alternativa, si fue el resucitado o el crucificado el que descendió a los infiernos, alternativa que fue una cues­tión discutida entre la dogmática de los antiguos refor­mados y la de los antiguos luteranos, se nos antoja hoy como algo propio de un modo de pensar que identifica la imagen con la cosa misma.

La primera carta de Pedro, al describir la victoria de Je­sús sobre el infierno según la imagen de la predicación mi­sionera primitivo-cristiana como predicación de conver­sión, expresa el alcance universal de la vicariedad acon­tecida en la cruz de Jesús, la universalidad de la salva-

114

ción que nos ha sido mediada de este modo. Con fre­cuencia se ha planteado la siguiente cuestión: Dios no se ha revelado definitivamente más que en Jesús, sólo en Jesús se ha manifestado la salvación a los hombres; aho­ra bien, si esto es así, ¿qué ha sido de todos aquellos hombres que vivieron antes de Jesús, y qué ocurrirá con todos aquellos que nunca llegarán a tener un contacto con el mensaje cristiano? ¿Qué será, finalmente, de los hombres que oyeron el mensaje cristiano, pero que —qui­zá por culpa de los mismos cristianos encargados de su anuncio— no llegaron a alcanzar su verdad? ¿Están to­dos estos hombres destinados a la condenación? ¿Per­manecen eternamente excluidos de la cercanía de Dios que nos ha sido abierta a todos a través de Jesús?

A estas amenazantes cuestiones la fe cristiana puede responder con una negativa. Este y no otro es el sentido de la fórmula del descenso de Cristo a los infiernos. Lo que no sabemos es si este sentido estuvo en la inten­ción consciente de los que introdujeron dicha fórmula en la profesión de fe. Pero, en cualquier caso, connota este sentido a partir de su origen neotestamentario. Lo que ha acontecido en Jesús para la humanidad tiene va­lidez también para los hombres que no han llegado a entrar en contacto ni con él ni con el mensaje sobre él. Y lo mismo puede decirse de aquellos a los que nunca se les ha manifestado la verdad de su figura y de su histo­ria. A pesar de todo, la vida de estos hombres puede ser referida a la revelación de Dios manifestada en Jesús de una manera que nos queda oculta a nosotros y también a ellos mismos. Así, pues, lo acontecido en Jesús tiene que valer también para los hombres, sobre los cuales habló Jesús en sus bienaventuranzas aun sin saberlo ellos. Ta­les hombres, completamente independiente de su encuen­tro con Jesús, únicamente por motivo de su situación o de su comportamiento no tienen ninguna otra esperanza en sus vidas que el Dios, cuya cercanía, cuyo reino pró­ximo anunció Jesús.

De este modo, de un modo, pues, inescrutable para

22J5

Page 58: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

ellos mismos y para nosotros, los hombres que nunca han conocido a Jesús están relacionados con él y con el Dios anunciado por él a través de la conexión de la humanidad y de su propia historia. Y esta relación sig­nifica también para ellos salvación o juicio. Por lo de­más, está claro que una seguridad, una garantía de su salvación no la tenemos. La salvación le está garantizada únicamente a quien tiene expresamente comunidad con Jesús, y en esta comunidad la esperanza de superar la muerte con Jesús. Pero la salvación manifestada en Jesús puede alcanzar también a todos los demás hombres muer­tos antes de la llegada de Jesús al mundo, si bien, como hemos dicho, de un modo desconocido para nosotros. Hemos de esforzarnos, pues, por llegar a captar en este universalismo de la fe salvífica el sentido de la profesión cristiana de fe en la superación del reino de la muerte, en el descenso de Jesucristo al infierno. Una vez captado este sentido, no podremos menos de lamentar el que precisamente este artículo de la profesión apostólica de fe encuentra en nuestro tiempo tanta incomprensión y tanto rechazo.

116

Resucitado al tercer día de entre los muertos, ascendido a los cielos

En la resurrección de Jesús se trata tiistóricamente de un suceso, del cual ha partido la historia del cristianis­mo. En particular, el acontecimiento pascual constituye el punto de partida de la historia de la fe en Cristo. Y este punto de partida es al mismo tiempo el fundamento objetivo permanente de esta fe y de su confesión. En este caso, origen histórico y fundamento objetivo son una y la misma cosa.

Ya el que Jesús sea el mesías prometido de Israel, el Cristo, sólo pudo ser afirmado en vista de la confirma­ción de su misión por la resurrección del crucificado. Por esto y sólo por esto, Jesús, el repudiado por Israel, se nos muestra como el hijo único de Dios, como Se­ñor nuestro y de todo el universo. Sólo a partir de la re­surrección de Jesús puede hablarse con fundamento de una encarnación de Dios en su persona. La doctrina de la encarnación desarrolla solamente lo que la resurrección de Jesús significa retroactivamente para la totalidad de su existencia y de su persona. Y, finalmente, sólo también a la luz de la resurrección de Jesús, su muerte adquiere el sentido de la reconciliación de la humanidad, reconci­liación consumada vicariamente. Si Jesús no hubiera sido resucitado de la muerte, no podríamos atribuir ningún significado salvífico a su muerte, pues ésta podría signifi­car simplemente el fracaso de su misión. Los mismos

117

Page 59: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

enunciados siguientes de la profesión de fe, que tratan sobre Jesucristo, tienen su fundamento objetivo en el acontecimiento pascual: tanto la confesión de la eleva­ción de Jesús a la derecha de Dios, a la participación en el poder de Dios, como la espera de la vuelta de Jesús para el juicio final se han de comprender como consecuencias del hecho de su resurrección de entre los muertos.

En la resurrección de Jesús nos encontramos, pues, con el fundamento que sostiene a la fe cristiana. Si se desmorona, cae por tierra todo lo que confiesa la fe cris­tiana. Naturalmente, esto no puede significar que el acon­tecimiento de la resurrección, tomado por sí solo, tuviera esta importancia decisiva y fundamental. Como tal, hay que verlo dentro del contexto de la existencia histórica de Jesús, con la cual constituye una unidad. Y al hacerlo fundamenta de nuevo este contexto, al hacer que aparezca bajo una luz completamente nueva, en la medida en que trae la confirmación definitiva de la existencia de Jesús y de su incomparable pretensión de poder, bajo la luz de los últimos tiempos, si bien aún no como ruptura de la historia de la humanidad por el juicio divino. Por una parte, la resurrección de Jesús está unida, hacia atrás, con la existencia terrena de Jesús, por otra parte —hacia el futuro—, con la espera escatológica del juicio y de la transformación de todas las cosas. Todas estas reali­dades, conexionadas entre sí, quedan caracterizadas de ese modo que es único y exclusivo de la fe cristiana sólo por la luz que arroja sobre ellas la resurrección de Jesús; la conexión entre tales acontecimientos es la que les con­fiere la resurrección de Jesús

Planteémosnos ahora la siguiente pregunta: ¿qué es lo que debe haber acontecido cuando hablamos de la re­surrección de Jesús de entre los muertos?

Sin duda, que lo primero que se nos ocurre es pensar en la reanimación de un muerto, en su vuelta a la vida. Pero una tal representación no es correcta. En la resurrec­ción de Jesús no se trata de una vuelta a la vida que

118

conocemos, sino de la transformación en una vida nueva y completamente distinta. Esta distinción es decisiva para la comprensión del mensaje cristiano de la pascua, así como de la esperanza cristiana de la resurrección.

Un indicio de esto nos da ya la misma estructura lin­güística del término «resucitar» o «ser resucitado de en­tre los muertos». Considerada esta estructura, vemos que se trata de una metáfora: al muerto le debe sobrevenir al­go que sea análogo a lo que ocurre cuando uno se des­pierta y se levanta. El acontecimiento inaudito e impre­sentable en su verdadera realidad, que es esperado como futuro para los muertos, es representado metafórica­mente según la analogía del fenómeno cotidiano del des­pertar del sueño.

Si se observa la estructura metafórica de la repre­sentación de una resurrección de los muertos, queda ve­dada la idea de una reanimación como contenido ade­cuado de tal afirmación. Sobre la reanimación de un muerto se podría hablar de un modo absolutamente di­recto y no metafórico. Para esto no haría falta recurrir al lenguaje metafórico de la fe en la resurrección. Se ha de tratar de una transformación en una realidad comple­tamente desconocida para nosotros. Sólo entonces se haría inevitable la metáfora, siempre en el caso de que debiera hablarse de tal realidad. Esta realidad como tal no la conocemos; no pertenece en absoluto a la serie de sucesos que aparecen repetidamente en nuestra vida coti­diana.

Pablo nos ha expresado de un modo completamente inequívoco que para él «resurrección de entre los muer­tos»» no significa la vuelta a la vida terrena, sino una transformación en la vida nueva de un cuerpo nuevo. En 1 Cor 15, 35-56, Pablo trata expresamente esta cues­tión. En dicho pasaje se pregunta cómo se ha de pensar la realidad corpórea de los resucitados de la muerte. Y para él resulta algo indiscutible y fuera de duda el que el cuerpo futuro será un cuerpo distinto del actual, será otro cuerpo, en concreto, no será un cuerpo carnal, sinc

229

Page 60: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

—como Pablo se expresa— un «cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 43 s.). Con esto, Pablo no se refiere a un espíritu incorpóreo en un sentido más o menos próximo a la tra­dición platónica. «Espíritu» de Dios es, en el sentido de Pablo, el origen creador de toda vida, y un cuerpo espiri­tual es un ser vivo que no está separado de este origen —cosa que ocurre con nosotros en nuestra existencia ac­tual-— sino que permanece unido a él de tal manera que ninguna muerte puede acabar con esta vida. Pablo des­cribe la relación del cuerpo espiritual imperecedero con el cuerpo carnal actual y pasajero como transformación radical: «Os digo esto, hermanos: La carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos; ni la corrup­ción hereda la incorrupción» (v. 50). Por otra parte, aquella «transformación» le sobrevendrá al cuerpo actual mortal, a éste y a ningún otro: «En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (v. 53). Así, pues, por una parte, la transformación de lo corrup­tible y perecedero en un cuerpo «espiritual» será tan ra­dical que no permanecerá nada sin transformarse. Por otra parte, sin embargo, esta transformación tendrá lu­gar en el mismo cuerpo terreno y actual y, por tanto, se encontrará en conexión con nuestra existencia actual. Es decir, que no debe ser creado nada que venga a ocupar el lugar de nuestro cuerpo actual y presente.

Estas reflexiones de Pablo no tienen una validez ex­clusiva para la resurrección de Jesús. Pueden aplicarse y de hecho son aplicadas por él a la resurrección que han de esperar los cristianos. Y es sabido que según él am­bas están estrechamente vinculadas. La resurrección de Jesús, según Pablo, fundamenta la esperanza de los cris­tianos en su resurrección. Para él todo radica en que los cristianos lleguen a ser partícipes de la realidad que ya ha aparecido en Jesucristo. Por consiguiente, Pablo tam­poco pudo haber entendido la resurrección de Jesús co­mo una simple reanimación de su cadáver. La resurrec­ción de Jesús significaba igualmente una transformación

220

radical. Esto tiene una importancia especial, por cuanto la primera carta a los Corintios nos proporciona el único rela­to de la resurrección de Jesús hecho por un hombre que llegó a ver al mismo resucitado. Todos los restantes relatos neotestamentarios han pasado por muchas manos antes de adquirir ¡a forma en que nos han sido transmitidos. Las palabras de Pablo sobre la realidad de la resurrección son Ifrs únicas que nos han llegado de un testigo directo. Aho­ra bien, según todo lo que hemos ido sopesando hasta aquí, la aparición de Cristo a Pablo tuvo que ser de tales características, que no pudo tener nada que ver con el encuentro con un cadáver vuelto a la vida. De lo contra­rio, Pablo no hubiese podido hablar de la resurrección como de hecho lo hace, como de una transformación. Ne­cesariamente tuvo que salirle al encuentro una realidad de unas características totalmente distintas a las de la vida terrena.

De todo ello se deduce: se tiene que distinguir con i oda radicalidad entre la resurrección de los muertos de la esperanza cristiana en el futuro y de la fe pascual y las «resurrecciones» de muertos, de las que se nos habla oca­sionalmente en la literatura antigua, e incluso de las que según el relato de los mismos evangelios, efectuó Jesús a lo largo de su vida pública, en concreto la del joven de Naím (Le 7) o la de Lázaro (Jn 11). Al margen por com­pleto de la credibilidad de tales relatos más o menos tar­díos y legendarios, puede considerarse como cierto que tales relatos hacen mención de unos acontecimientos bien distintos de aquellos a los que se referían los testigos de la resurrección de Jesús y la esperanza futura de los pri­mitivos cristianos. En Lázaro y en el joven de Naím, como punto culminante de la actividad milagrosa atri­buida a Jesús, se trata única y exclusivamente de una vuelta transitoria y provisional de un muerto a esta vida. Ni por un momento se les pudo ocurrir a los evan­gelistas que alguno de aquellos resucitados por Jesús dejarían de morir tarde o temprano. Su reanimación pa­sajera es sólo un signo de aquella realidad, que ha apa-

121

Page 61: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

recido ya en la resurrección de Jesús y que es objeto de la esperanza cristiana. Pero aquí se trata de una vida completamente distinta, de una vida incorruptible e im­perecedera, a la que ninguna muerte podrá imponerle su ley. Se trata de una vida que, en todo caso, tiene que ser radicalmente distinta de la vida de los organismos aue nos es conocida.

Si nos preguntamos, ulteriormente, de dónde ha to­mado Pablo su representación de la forma de la vida de la resurrección, entonces ya no basta con hacer referen­cia a la aparición de Jesús resucitado. Se ha de tener presente que Pablo se encuentra ya dentro de la tradi­ción judaica, más antigua de una resurrección de los muertos, sea para todos los hombres, sea únicamente para los justos. Tal espera encontró su expresión privi­legiada en los llamados escritos apocalípticos, surgidos en el judaismo del tiempo pérsico, tras el retorno del txilio babilónico, sobre todo en los dos siglos anteriores a la llegada de Cristo. Los inicios de esta literatura están representados en el canon del antiguo testamento por Is 24-26 y por el libro de Daniel. Otros escritos apocalíp­ticos, en parte apenas más recientes, como el libro de Enoc, que por su parte constituye una colección de di­versas obras del género, no fueron recogidos ya en el canon veterotestamentario. El movimiento farisaico de los tiempos de Jesús compartió bastantes puntos de vis­ta con esta literatura, cuya interpretación y ordenación sigue siendo hoy día un problema muy debatido. Esto vale particularmente de la espera de una resurrección de los muertos.

La expectación apocalíptica de una futura resurrec­ción de los muertos —en conexión con la representa­ción de un juicio divino del mundo— ha sido influida, quizá, por representaciones muy similares de origen pér­sico. No obstante, esto no debe llevarnos a pensar que tal expectación sea un elemento extraño a la fe judía procedente de influencias ajenas a ella. Más bien se trata de la respuesta a una cuestión surgida en el seno de la

122

misma tradición judía; tal cuestión es el del cumpli­miento de la justicia de Dios en el individuo. La corres­pondencia entre comportamiento y destino en la vida de los hombres, correspondencia en la cual se muestra la justicia de Dios, no se manifiesta en la vida de los individuos particulares, exigiendo por esta razón una compensación en el más allá, al menos si se debe cumplir en cada individuo. Sin embargo, la resurrección de los muertos no es entendida generalmente al modo de la interpretación paulina, es decir, como la misma realidad salvífica. La interpretación habitual comprende la resu­rrección de los muertos como la puerta de entrada para unos a la gloria, para otros al juicio y la pena eterna. De todos modos, es importante constatar que al parecer la expectación de la resurrección fue vinculada muy pronto a la idea de una transformación. En particular, se trata de la transformación de los justos resucitados a una gloria mayor, tal como la que poseen los ángeles o las estrellas en el cielo. Unas reflexiones más precisas y exactas sobre el proceso mismo de esta transformación, tales como las de 1 Cor 15, se encuentran, por lo de­más, por vez primera en los escritos apocalípticos del primer siglo cristiano, es decir, en escritos contemporá neos de Pablo.

Parece que también el mismo Jesús fue de la opinión de una transformación en conexión con la resurrección. Según Me 12, 25, Jesús responde a la pregunta acerca de la vida de los resucitados, que le formularon los sadu-ceos, que por su parte no creían en la resurrección de este modo: serán como los ángeles en el cielo, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido. Le 20, 36 añade: «ni pueden ya morir». En cualquier caso, el sentido que tie­ne aquí la expresión tradicional «como los ángeles» es que se trata de un tipo de existencia completamente nue­va respecto a la terrena, de un modo p trecido a la forma de expresarse Pablo cuando habla de un «cuerpo espiri­tual». Así, pues, tanto Jesús como Pablo se encontraban con sus representaciones sobre la forma de vida de los re-

123

Page 62: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

sucitados de la muerte en una tradición completamente determinada de la teología judía.

La esperanza de la resurrección de los muertos, tal como queda formulada en los escritos apocalípticos, le ofreció a Pablo, antes que ninguna otra cosa, la posibili­dad de designar y caracterizar como una realidad del ti­po de la vida de la resurrección el acontecimiento es­pecial experimentado por él y por otros discípulos de Jesús. De abí que Pablo haya hablado de la posibilidad de una resurrección de los muertos como presupuesto pa­ra el reconocimiento de la resurrección de Jesús: «Por­que si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó» (1 Cor 15, 16). Por otra parte, el suceso de la resurrec­ción de Jesús repercute a su vez en la resurrección uni­versal de los muertos: no sólo ha consolidado esta espe ranza, ha garantizado también a los unidos con Jesús, aue ellos no dejarán de tomar parte en el futuro de la vida que ya se ha manifestado en Jesús resucitado. Pablo ha desarrollado en esta línea su idea de una esperanza en la resurrección específicamente cristiana a partir de sus consideraciones en su primera a los Tesalonicenses sobre la participación salvífica de aquellos cristianos, que ya habían muerto antes de la vuelta de Cristo tan inmi­nentemente esperada y, sin embargo, tan demorada (1 Tes 4, 13 s.). En cuanto se dirigía a la resurrección de lodos, la expectación judía de la resurrección no había sido una expectación específicamente salvífica. Para los unos debía abrir el acceso a la salvación, para los otros significaba el camino abierto al juicio. Pero en la medida, en que la resurrección tenía ya un valor de realidad salvífica, no les estaba prometida a todos sino sólo a los justos. En cualquier caso, permanecía abierta la cuestión de quién participaría en la salvación de una nueva vida con Dios. Mientras esta cuestión hallaba respuesta en la tradición judía por el mantenimiento de la ley, para los cristianos Jesús se convertía en el criterio de salvación. La resurrección de Jesús garantiza a aquellos que están unidos a él por la fe, que también ellos serán partícipes

124

de la vida manifestada ya en Jesús. En Pablo queda bien claro que aquí la espera de la resurrección es ya esperanza salvífica. De este modo, aunque la esperanza específicamente cristiana de la resurrección esté funda­mentada en la comunidad con el crucificado y resucitado, presupone, no obstante, la verdad de la espera de una resurrección de los muertos, presupuesto que comparte con la tradición judía. Este presupuesto se encuentra igualmente en el fundamento del mensaje de la resurrec­ción de Jesús.

El juicio histórico que nos podamos formar hoy sobre la tradición cristiana pascual depende también, y no me­nos, de que la credibilidad del mensaje de la resurrec­ción de Jesús esté en estrecha conexión con la cuestión general de si se ha de contar con una resurrección de los muertos. Supongamos que se parte del presupuesto de que los muertos permanecen muertos, de que la muer­te es el fin absoluto y de que jamás podrá ocurrir algo así como una resurrección de la muerte (entiéndase como se entienda). ¿Qué significaría esto para la fe pascual? Desde luego, entonces se encontraría con un prejuicio tan fuerte contra su verdad, que se haría imposible una valoración digna y exacta de los testimonios respecto a su significación e importancia para el juicio total, cosa que por lo demás es la obligación y la noble tarea del historiador. Sólo si tiene sentido en sí y es pensable en el contexto de una comprensión actual de la realidad del hombre la tal espera general de una resurrección futura de todos los hombres o, en todo caso, de los justos, sólo entonces puede ser sopesada y tomada en conside-t ación la posibilidad de un acontecimiento de las carac­terísticas del acontecimiento que constituye el centro del mensaje cristiano. Sólo sobre la base de una conciencia de posibilidad, que no esté cerrada por principio en este sentido, puede plantearse la cuestión de la resurrección ele Jesús como una cuestión históricamente seria e im­portante. ¿Constituye un cuerpo extraño la idea de una resurrección de los muertos en el contexto de los elemen-

125

Page 63: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

tos que nos son hoy conocidos sobre la realidad del hom­bre y de las condiciones de su autocomprensión? ¿Está, por el contrario, en íntima relación con las condiciones constitutivas de la situación del hombre? Precisamente, •\ partir del pensamiento antropológico actual, tan mar­cado por el punto de vista de la corporeidad de la situa­ción humana, la idea de una resurrección de los muertos podría ser considerada más seriamente que en otras épo­cas como un motivo de autocomprensión humana ade­cuado a la situación del hombre. Por lo demás, una tal relevancia positiva de la idea de una resurrección de los muertos puede entenderse y afirmarse sólo a condición de que se tenga plena conciencia de su carácter metafó­rico. La idea de la resurrección de los muertos, en el contexto de la vivencia humana, tiene que permanecer un cuerpo extraño para quien vea en ella una especie de saber sobrenatural sobre un futuro del hombre oculto a toda experiencia humana. Sólo en su peculiaridad como metáfora puede ser comprendida como expresión de la situación del hombre en su autocomp<-ensión. Es cierto, por lo demás, que la forma normal de hacernos cons­cientes de las cuestiones últimas de nuestra existencia es la forma de las imágenes y de las metáforas, y de ninguna manen es indiferente en qué imágenes tratamos de expresar el sentido o lo vacuidad de nuestra vida. La utilización de un lenguaje metafórico no quiere decir, sin embargo, que no se trata de una realidad para el que lo utiliza. Más concretamente diríamos que se trata para él de una realidad, cuyo carácter extraño y desconocido postula para ella un lenguaje metafórico

Una de las peculiaridades que distingue al hombre del resto de los animales es el que tenga conocimiento de la inevitabilidad de la propia muerte. Es igualmente esencial para el hombre el que, por encima de estos límites de su existencia, se pregunte acerca de una ple­nitud y cumplimiento de su determinación humana, que en la vida individual no llegan a realizarse, en el mejor de los casos, más que fragmentariamente. El conocimien-

126

to de los límites provoca su superación, más aún, sin él es absolutamente imposible. No obstante, es posible re­vocar esta superación de los límites de la muerte, que siempre tiene lugar mentalmente, por el veredicto de que en esta dirección no hay nada a conseguir, a no ser pura charlatanería sin sentido y sin fin. Pero sin pre­guntarnos acerca de una plenitud que transcienda la muerte, la vida del más aquí de la muerte tampoco ten­dría un sentido. Por el contrario, a la luz de una espe­ranza que transcienda la muerte, nuestra vida sobre la tierra se presenta como fragmento de una totalidad ma­yor, aunque todavía oculta en el misterio. Evidentemente que seguimos sin saber qué nos espera al otro lado de la muerte, una dimensión de la realidad que permanece oculta a nuestra experiencia presente. Y, sin embargo, siempre ha habido hombres que han intentado una y otra vez hacerse una representación de ello, a fin de cerciorarse de su determinación humana, la cual no pue­de encontrar su plenitud en la finitud de esta nuestra vida real.

Una tal representación de lo que nos es absolutamen­te oculto no podemos formárnosla más que por analogía c'e lo que nos es conocido. Esto puede acontecer de las formas más diversas. En nuestra tradición cultural nos encontramos con la fe griega en la inmortalidad y con la esperanza bíblica en la resurrección. Ambas son dos for­mas distintas de expresar una misma experiencia funda­mental y ambas están de hecho confrontadas mutuamen­te, aunque en la historia de la escatología cristiana pue­dan hallarse también combinadas. Frente a la idea de la inmortalidad del alma, que precisamente hasta el siglo pasado era considerada como demostrable racionalmente, la idea bíblica de una resurrección de los muertos puede parecer hoy más adecuada y más sobria. Más sobria por­que, con la limitación a la metáfora del despertar del sueño, guarda mejor la distancia de todo aquello que se encuentre más allá de la muerte. Se trata de una dis­tancia que excluye toda pretensión de un conocimiento

227

Page 64: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

directo. La doctrina de la inmortalidad afirmaba tal co­nocimiento, pero, a pesar de ello, no podía dar cuentas de tal pretensión más que por medio de una autonomía ilusoria de la vida anímica respecto a sus condiciones corpóreas. La idea de una resurrección de los muertos, precisamente en este punto, responde mejor a nuestros conocimientos actuales, porque dentro del carácter me­tafórico de su lenguaje mantiene la unidad de lo cor­póreo y de lo espiritual, unidad sin la cual nos resulta imposible representarnos hoy la vida humana. Así, pues, la idea de una resurrección de los muertos es especial­mente adecuada como expresión de la cuestión acerca de la determinación del hombre más allá de la muerte, una cuestión que es inevitable para una clara autocon-ciencia del hombre ante la muerte. La inevitabilidad de esta cuestión para todo el que se plantee la relevancia de la propia muerte para su autocompresión, no ofrece ninguna garantía para la realidad de una vida, que su­pere la muerte. Pero mantiene abierta la conciencia para que el misterio de la vida supere aquel conocimiento actual.

Sólo bajo el presupuesto de una tal actitud general ante la realidad de la vida tiene sentido el problema de la resurrección de Jesús como problema histórico. Y, por otra parte, sólo en este caso dicha cuestión no queda ya desfigurada por prejuicios. Entonces ya no queda por in­vestigar otra cosa que si los acontecimientos, que sobre­vinieron sobre los apóstoles y que constituyeron el ori­gen de su misión, dejan margen para una interpretación mejor y más adecuada para nuestra comprensión de la realidad y de la historia que la ofrecida por el lenguaje metafórico de la espera de la resurrección. O bien, si tal lenguaje sigue siendo la expresión más acertada para la realidad, a la que hacen referencia dichos aconteci­mientos sobrevenidos sobre los apóstoles.

Nos hemos de hacer perfectamente conscientes de la inevitabilidad y de la posibilidad objetiva de la cuestión histórica de la resurrección de Jesús. Es inevitable la

128

cuestión histórica si queremos comprender la historia del origen del cristianismo. Pero también para los cristianos es ineludible que se formen un juicio histórico sobre la resurrección de Jesús, porque nosotros ya no podemos cerciorarnos directamente de la realidad actual y presente del resucitado. A nosotros no nos queda más posibilidad que creerla, pero creerla únicamente sobre el fundamen­to del testimonio de la primera cristiandad, testimonio que, por su parte, debe ser analizado en su credibilidad.

La historia de la ascensión de Jesús, que nos relata Lucas, nos dice precisamente que no tenemos ninguna experiencia directa de la realidad del resucitado. Tras el tiempo de sus apariciones a los apóstoles, el resucitado se ha alejado de su comunidad hasta su vuelta al fin de los tiempos. La tradición primitivo-cristiana más antigua veía la resurrección y la ascensión muy estrechamente ligadas. La resurrección de Jesús como tal coincidía para los testigos más antiguos con su ascensión «a los cielos», al ámbito oculto de Dios. Pero en lo fundamental estos testigos más primitivos, especialmente Pablo, son de la misma opinión que Lucas: la serie de las apariciones fundamentales del resucitado ha llegado a su fin, para Pablo en concreto ha llegado a su fin con la aparición a él. Jesús ya no volverá hasta su venida de los últimos tiempos. En el tiempo intermedio no hay ningún en­cuentro directo con el resucitado, sólo la palabra de sus apóstoles. Estos testimonian que Jesús no ha permanecido en la muerte, sino que fue resucitado. Si este testimo­nio es creíble, entonces podemos estar también verdadera­mente seguros de que él vive y actúa en el presente, de que, especialmente por el anuncio de su resurrección ya acontecida, la realidad de este acontecimiento, como una realidad que se ha adentrado en el presente, es operante. Pero tal convencimiento puede fundarse únicamente en la noticia de que Jesús no permaneció entonces en la muerte. Sin esta noticia, todas las afirmaciones más o me­nos solemnes emitidas desde los pulpitos sobre la vida actual de Jesús quedarían reducidas a simple exageración

129

Page 65: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

sentimental y a palabrería vacía. El convencimiento de que Jesús vive también actualmente como el resucitado depende de la credibilidad de esta noticia.

¿Cómo podemos formarnos un juicio sobre la credi­bilidad de la noticia de que Jesús no ha permanecido en la muerte, sino que se ha aparecido vivo a sus discí­pulos poco después de su muerte y sepultura? Pues bien, dicha noticia remite a determinados sucesos, que debieron haber tenido lugar en un determinado tiempo1, aparicio­nes del Jesús anteriormente muerto y sepultado y el ha­llazgo de su tumba vacía. El análisis crítico de tales afir­maciones se puede llevar a cabo sólo y exclusivamente con los medios de la investigación científica. No hay nin­gún otro camino para analizar afirmaciones sobre hechos que al parecer no han acontecido más que un vez. Los métodos de la investigación científica han sido desarro­llados, precisamente, para el análisis de tal tipo de afir­maciones, y cualquier punto de vista; que sea útil v apro­piado para un tal análisis, sería corroborado, justamente de este modo, como parte constitutiva del instrumental de la investigación científica.

Es verdad que nunca debemos dejar de insistir en que en cada juicio histórico está comprometida toda la expe­riencia de sí mismo y del mundo del que emite tal juicio.

1 La profesión de fe habla de una resurrección de Jesús «al tercer día». Esta indicación cronológica se remonta a Pablo, que en 1 Cor 15, 4 nos transmite que Jesús fue resucitado «al tercer día según las Escrituras» (cf. también Hech. 10, 40). La referencia a las Escrituras ha hecho conjeturar repetidamente que la indica­ción cronológica transmitida tiene relación con una cita del antiguo testamento. Esto supuesto, parece que la más probable es Os 6, 2: «Dentro de dos días nos dará la vida, y al tercer día nos levan­tará y en su presencia viviremos». Estas palabras fueron referidas también en el judaismo a la resurrección final de los muertos, por lo cual todo parece estar a favor de su aplicación a la tradición cristiana pascual. No obstante, el influjo de la prueba escriturística primitivo-cristiana en la tradición de la resurrección de Jesús «al tercer día» no excluye necesariamente, el que en las experiencias pascuales de los primeros cristianos hubiese un motivo histórico, que dentro de la perspectiva de «las escrituras» pudiese leerse de este modo. En este sentido, se ha pensado especialmente en el mo­mento cronológico del descubrimiento de la tumba vacía de Jesús.

130

Su influjo será tanto mayor cuanto más extraordinario sea el suceso afirmado por otros y puesto ante él en cues­tión. Lo que éste o aquel historiador tiene en absoluto por posible, depende, en última instancia, de su imagen de la realidad y del modo como asume los aspectos de las cien­cias —desde la física hasta la antropología y la sociolo­gía— en esta imagen. La precomprensión respecto al ám­bito de posibilidades determina y limita a menudo, en principio, el juicio del historiador sobre el suceso concre­to. Esto resulta especialmente claro en una cuestión tan extraordinaria y poco corriente como la resurrección de Jesús. Ya para la misma cristiandad primitiva se trataba de un acontecimiento muy alejado de la cotidianidad. En principio fue comprendido como el comienzo del fin, co­mo irrupción de la relidad escatológica del reino de Dios que pronto iba a alcanzar a todos los hombres. Sin em­bargo, a medida que el tiempo transcurría sin que nada sucediese, los cristianos primitivos llegaron a comprender que la resurrección de Jesús era, por de pronto, una irrupción singularmente permanente de la relidad de los últimos tiempos, y esta experiencia, a su vez, configuró profundamente el horizonte de la espera apocalíptica del fin.

Ahora bien, ¿puede una persona cuya misión sea en­juiciar históricamente contar con que afirmaciones histó­ricas de este tipo sean una realidad? ¿Puede contar con la irrupción de una realidad escatológica, con una configu­ración distinta a la del resto de los acontecimientos histó­ricos, la cual se basa en una transformación radical del mundo presente? ¿Puede considerar la posibilidad de que una tal realidad escatólica se haga notar ya anticipa­damente y sea completamente operante en medio de nuestro mundo?

¿Por qué no ha de poder contar con algo así el his­toriador, cuya misión es informarse críticamente del pasa­do? Si las ideas de un fin de todas las cosas y de una resurrección de los muertos se fundan coherentemente por otras vías, ¿por qué no deben entrar a tomar parte

131

Page 66: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

en la conciencia de la realidad del historiador, tal como es el caso con los datos físicos, biológicos, sociológicos y psicológicos? ¿Por qué no ha de considerar seriamente la posibilidad de que esta relidad escatológica se haga notar ya anticipadamente, siempre, claro está, contando con que sólo podemos hablar de ella en metáforas y con que si­gue siendo para nosotros una incógnita en lo que con­cierne a su peculiaridad? ¿Quién afirma que sólo puede acontecer lo que nos es ya completamente comprensible en su naturaleza? ¿No es ya nuestra realidad cotidiana mucho más compleja y pluridimensional que lo que pre­tende una imagen de la realidad tan vacía y desposeída de misterio?

Se oye decir con frecuencia que un historiador que contara con tal tipo de posibilidades, entraría en con­flicto con las ciencias naturales. Curiosamente, a los que menos se les ocurre plantear tal objeción es a los físicos. Al parecer, entre ellos domina aún una concepción dogmática de las ciencias naturales, que estas mismas han abandonado ya hace tiempo.

Las ciencias de la naturaleza tratan de constatar y describir regularidades en los hechos dados. No decretan qué es lo que debe ser considerado en absoluto como dado. En cualquier caso, admiten conclusiones o inferen­cias sobre lo que se pueda o se deba contar como suce­sos. Los horizontes del futuro no están determinados de ningún modo por las ciencias de la naturaleza. Incluso de cara a la prehistoria de la tierra y del cosmos se pueden sacar conclusiones a partir de leyes de la naturaleza ac­tualmente conocidas. Tales conclusiones, eso sí, se han de confirmar o rechazar por medio de puntos de apoyo empíricos adecuados. Pero lo que no se puede hacer sin más por este método es proceder inversamente, conclu­yendo algo sobre la posibilidad o imposibilidad de un suceso concreto garantizado por otras vías distintas. Si está en contradicción con otras hipótesis bien fundamen­tadas, lo menos que puede pasar es que se formule una sospecha contra su credibilidad. El único camino para de-

132

cidir sobre la validez de tal sospecha es entonces la inves­tigación histórica de la afirmación transmitida. Lo único que se excluye es que algún suceso particular se tenga que comprender como rompimiento de las leyes de la naturaleza de lo contrario válidas. Y es que esto acabaría con el concepto de ley natural, con su universalidad, nota constitutiva del concepto. Por el contrario, es absoluta­mente imaginable que, sin detrimento de la validez de las leyes naturales conocidas, nos encontremos en un caso particular con un suceso, que parezca escaparse de tales leyes por el hecho de que en él hayan entrado a tomar parte algunos factores desconocidos. Por lo demás, es claro que tanto menos hemos de contar con ello, cuanto más se asemeje el suceso afirmado a los procesos corrien­tes. De ahí, que un hecho como la reanimación de un ca­dáver después de transcurrir un período de tiempo muy limitado haya de ser considerado como algo extremada­mente improbable. En la resurrección de Jesús, sin em­bargo, no tenemos ni siquiera puntos de apoyo para un juicio de este tipo, ya que aquí se afirma un aconteci­miento, cuyo término se encuentra en un ámbito que normalmente es completamente inaccesible a la experien­cia humana. Es decir, por la misma razón por la que no podemos hablar de él más que metafóricamente o, en cualquier caso, con un lenguaje imposible de controlar y garantizar empíricamente.

Las ciencias naturales no pueden ser, pues, la última instancia decisoria sobre la posibilidad o imposibilidad de la resurrección de Jesús. Con todo, es un hecho que se deposita continuamente esta capacidad decisoria en manos de la ciencia natural, lo cual no deja de ser per­fectamente comprensible si tenemos en cuenta que la actual imagen del mundo está muy marcada por la ima­gen de la física clásica y especialmente por su compren­sión de una naturaleza regida por unas leyes fijamente establecidas. Es cierto que la misma ciencia es hoy ple­namente consciente de que sus fórmulas no agotan la descripción de la realidad de la naturaleza, sino que se

133

Page 67: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

circunscriben a un aspecto de la misma bien determina­do, en concreto, al de la regularidad expresada por dichas leyes. Pero hoy no tenemos ningún modelo de la reali­dad que tenga en cuenta los aspectos de la contingencia del acontecer olvidados por las ciencias, que sea capaz de vincular dicha contingencia con la regularidad de la na­turaleza, así como con la historicidad de la vida, del hombre y de la ciencia misma. Y esto sin que por ello pudiera renunciar a una validez universal sólo aproxima­damente comparable a la de las ciencias de la naturaleza. De ahí que sea completamente comprensible la inclina­ción a tomar dogmáticamente como descripción funda­mental de la realidad los resultados generalizados, y por tanto simplificados, de las ciencias naturales. Esto con­duce a la formación de unas representaciones que con­ciben de un modo similar todo acontecimiento, sin dejar ningún margen de posibilidad a lo que se salga nota­blemente de lo corriente. No obstante es posible y de­seable, al menos si queremos proceder con circunspec­ción y prudencia, evitar tales conclusiones precipitadas.

Para el historiador esto significa que en su enjuicia­miento del pasado debe evitar una actitud que le lleve por principio a rechazar como posible cualquier aconte­cimiento, que no corresponda al curso corriente y com­prensible de las cosas. Por otra parte, y esto es evidente, tampoco puede aceptar lo que se le transmita sin antes haberlo sometido a un examen crítico. Más bien, hay que decir que en principio es muy razonable mostrar una buena medida de escepticismo frente a los relatos sobre muertos vueltos a la vida. Afirmaciones de este tipo, co­mo es sabido, no son nada excepcionales en la literatura antigua. Nos las encontramos también fuera de los escri­tos bíblicos, si bien en una forma distinta de representa­ción. En muchos casos tales relatos llevan la marca pal­pable e incuestionable de lo legendario. Y, por consi­guiente, frente a las tradiciones cristianas la postura co­rrecta será la crítica. Es decir, que tales tradiciones de­berán ser analizadas para ver si en ellas se han deposi-

134

tado algunas huellas, que hablen de un origen legendario o, al menos, de una configuración legendaria. Se habrá de investigar, además, si en los relatos existen huellas, que sugieran la presencia en las apariciones del resucita­do de alucinaciones en el sentido estrictamente psiquiá­trico del concepto. Tales posibilidades y cuestiones se deben sopesar seriamente. No obstante, el historiador deberá también mantenerse abierto y deberá tener presen­te que no pocas cosas de las que acontecen no son comple­tamente explicables por medio de las reglas del acon­tecer normal, que nos son conocidas. En particular quien sea consciente de que la cuestión acerca de la verdadera realidad de la, existencia humana puede encontrar pro­visionalmente su respuesta sólo en las imágenes escatoló-gicas, estará abierto a la posibilidad de que esta realidad se dé a conocer en el acontecimiento investigado por él.

No es éste el lugar para llevar a cabo una tal investi­gación de las diversas tradiciones neotestamentarias acer­ca de la resurrección de Jesús. Se puede, no obstante, ofrecer un pequeño resumen de la actual situación de las investigaciones sobre el tema: las tradiciones de la resurrección de Jesús contienen sin duda alguna elemen­tos legendarios. Pero no puede comprobarse que en su totalidad sean una formación legendaria. El contenido de las tradiciones habla más bien contra tal hipótesis, sobre todo en lo que concierne a los relatos de las apa­riciones, y también, aunque en este caso la cuestión es más debatida, en lo concerniente a la tradición de la tumba vacía de Jesús. A esto hay que añadir que, hasta ahora, todos los intentos de explicar las apariciones del resucitado como alucinaciones han fracasado. Los puntos de apoyo requeridos para ello faltan o son insuficientes. Ante este estado de cosas es, naturalmente, posible abs­tenerse de emitir un juicio sobre el tipo de sucesos, que subyacen a las tradiciones de la resurrección de Jesús. Pero de este modo se renuncia a la posibilidad de com­prender el origen del cristianismo. El planteamiento de la problemática pascual es inevitable, si uno se plantea

135

Page 68: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

la cuestión del origen del cristianismo, y esto no sólo como una cuestión acerca de lo que creían los primeros cristianos, sino en el sentido de formarse un juicio acerca de lo que constituye el fundamento verdadero de la his­toria de los inicios del cristianismo. Esto es, precisamen­te, lo que muestran los intentos de evadirse de esta pro­blemática. En todo este asunto resulta totalmente defen­dible la opinión que sostiene que, tras una consideración crítica de la tradición primitivo-cristiana de la resurrec­ción de Jesús, la descripción del acontecimiento en el lenguaje de la esperanza escatológica sigue siendo la más plausible frente a todas las restantes explicaciones. No se podía decir que tal juicio sea irrefutable. La cuestión no está históricamente decidida, ni es decisible en el fentido que fuera superflua cualquier discusión posterior. Pero incluso ante un cuidadoso y detallado examen de las tradiciones primitivo-cristianas puede, no obstante, justificarse que Jesús haya resucitado. Como ya hemos dicho, un enunciado así implica a su vez una pretensión histórica, por cuanto de este modo es afirmado un deter­minado acontecimiento pasado, exponiéndose con tal afir­mación al análisis y al examen histórico. Pero también puede ser designado como un enunciado histórico en el sentido de que puede mantenerse frente a un tal aná­lisis. Esto no significa, sin embargo, que se haya llegado a una decisión definitiva e irrefutable sobre el asunto. Cosa que, por lo demás, tampoco es siempre posible en los juicios sobre cuestiones históricas. De todos modos, la afirmación de que Jesús haya resucitado de entre los muertos sigue siendo particularmente discutible porque atañe profundamente a las cuestiones fundamentales de la comprensión de la realidad. Esta permanente cuestio-nabilidad de la resurrección de Jesús no tiene que in­quietar a los cristianos. Ni siquiera tienen que extrañarse de ello. ¿Puede esperarse otra cosa, siendo que el futuro último de Dios ha hecho que se anticipase la vida nueva, revelada en Jesús, como realidad universal de la nueva humanidad de Dios? Aquel horizonte universal de ex-

136

periencia, en el cual puede ordenarse la resurrección de Jesús en el sentido de una uniformidad con toda la res­tante realidad humana, no será fundamentado hasta la plenitud escatológica de todas las cosas. De ahí que la cristiandad tenga que contar con que el enunciado funda­mental de su fe permanezca discutible. Pero ni es absur­do ni carece de fundamentación. Si no pudieran aducirse argumentos en favor de su credibilidad, la afirmación <'Jesús ha resucitado» sería expresión de un subjetivismo irresponsable o de una fe autoritaria ciega. Pero el asun­to clave del cristianismo no descansa sobre unos pies tan débiles. Más bien, la pretensión histórica implicada en la afirmación de la resurrección de Jesús es también defendible en el contexto de la experiencia actual de la realidad. La distancia del mundo actual del futuro es-catológico de Dios no excluye que éste se haya mani­festado verdaderamente en nuestro mundo presente. En esto se ha basado en todos los tiempos la fe cristiana en la encarnación.

137

Page 69: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y vendrá de nuevo a

juzgar a los vivos y a los muertos

Aquí tenemos que tratar conjuntamente de nuevo dos enunciados del credo por causa de su íntima relación, del mismo modo que antes hicimos con los enunciados sobre la resurrección y la ascensión de Jesús. El motivo es diferente. Respecto a la resurrección y a la ascensión se puso de relieve que ambos enunciados están fundados originariamente en un único e idéntico suceso, porque la resurrección de Jesús fue concebida, incluso originaria­mente, como marcha desde la tumba hacia Dios. De ahí que las apariciones del resucitado fueran experimentadas como acontecimientos sobrevenidos del cielo. La dife­renciación temporal entre resurrección y ascensión pare­ce que no tuvo lugar hasta una fase bastante avanzada de la primitiva tradición cristiana, en concreto en la teología de Lucas (hacia el final del siglo primero). Y, como tal, es una consecuencia de la mayor acentuación de la corporeidad quasi-terrenal de las apariciones del resucitado: éstas empezaron a ser consideradas como en­cuentros que tenían lugar sobre la tierra. Pero al ser consideradas las apariciones pascuales como encuentros terrenales, no quedaba otra salida que concebir la des­aparición de Jesús sobre la tierra como un suceso com­plementario y particular. De este modo se formó el re lato de la ascensión.

En la relación entr£ estar sentado a la derecha de

138

Dios y la segunda venida para el juicio no se trata ya de dos aspectos íntimamente relacionados de un único suceso, como es el caso en la resurrección y la ascensión. Ahora se trata de la función cósmica del resucitado y, por consiguiente, del desarrollo posterior del significado del acontecimiento pascual para la persona de Jesús en su relación al mundo. Aquí ambos enunciados, el de la venida para el juicio y el de estar sentado a la derecha de Dios, se encuentran en una relación consecutiva. La segunda venida del resucitado como juez es el enunciado fundante; por el contrario, la confesión de que Jesús ejerce ya actualmente el dominio sobre la creación a la derecha de Dios constituye una consecuencia de lo an­terior. La relación objetiva entre ambos enunciados, así como la que existe dentro de la historia de la tradición, no coincide, pues, con el orden en que están en el texto del credo. La enumeración en éste se basa simplemente en la (presunta) consecución temporal de los aconteci­mientos relatados: la enumeración de los datos de la vida terrena y de la muerte de Jesús es seguida por los enunciados sobre su vida presente y, después, por los de su futuro. Ya se vio anteriormente que en algunos casos los enunciados del credo apostólico tendrían que orde­narse de un modo distinto, si se antepusiesen los enun­ciados fundantes objetivamente y desde el punto de vista de la historia de la tradición, y se mencionasen después los que hubieran surgido a partir de ellos a lo largo de la historia de la tradición primitivo-cristiana. En este sentido, la resurrección de Jesús tendría que colocarse completamente al comienzo, incluso antes de hacer men­ción alguna a su dignidad crística, y estrechamente vincu­lado al de la resurrección debería seguir el enunciado so­bre la segunda venida: sólo entonces debería hacerse men­ción del título de Cristo y del reinado actual de Cristo a la derecha de Dios, a continuación vendrían los enun­ciados sobre su preexistencia (como la del hijo unigénito) y encarnación y, finalmente, los que conciernen a su pa­sión y muerte vicarias. La confesión de la segunda venida

139

Page 70: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

de Cristo se encuentra, pues, objetivamente muy vincu­lada a su resurrección y constituye juntamente con ella el fundamento común de todos los enunciados teológicos ulteriores sobre Jesús.

¿Cómo se llegó, en concreto, a la espera de la segun­da venida de Cristo? La representación de un juez divi­no, que vendrá del cielo al fin del mundo, tiene su ori­gen en la época precristiana. En su base se encuentra la representación de un juicio de los muertos, la cual se halla en otras muchas religiones, incluso independiente­mente de la idea de un fin del mundo. La relación entre el juicio de los muertos y la espera de un fin del mundo se encuentra en el judaismo, pero también en la religión pérsica. En el judaismo el juez escatológico es el hijo del hombre. La designación hijo del hombre se halla ya en Ezequiel, y justamente como tratamiento dado por Dios al profeta (por ejemplo, Ez 2, 1 s.). En este contexto significa simplemente «hombre», y en concreto el hom­bre en su concreción singular. Al hablar así Dios al pro­feta, se dirige a él no en el carácter único e irrepetible de su ser personal, tampoco como portador de un mi­nisterio o como miembro de un pueblo, sino como crea-tura: «Tú hombre». Cuando Daniel vio venir en una visión nocturna a una figura humana «como un hijo del hombre» con las nubes del cielo (7, 13), se trataba sim­plemente de un símbolo del carácter humano del reino de Dios al fin de la historia, del mismo modo que las figuras animales citadas anteriormente simbolizaban los otros reinos sucesivos del mundo. En el apocalipsis de Enoc este «hombre» o hijo del hombre, que trae el rei­no de Dios de los últimos tiempos, fue concebido, sin embargo, como una figura individual concreta, cuya fun­ción principal será el juicio de los últimos tiempos. El «hombre» o hijo del hombre es ahora el juez escatoló­gico que desciende de Dios con las nubes del cielo, y esta figura de la expectación judía fue identificada con Jesús por la comunidad primitivo-cristiana en la espera de la segunda venida de Jesús para el juicio final. ¿Cómo

140

se vino a parar a esta fusión de Jesús con la figura del futuro juez del mundo, del hijo de Dios? ¿Podemos lle­gar a alguna conclusión acerca de los motivos de esta identificación?

El mismo Jesús, igual que Juan Bautista antes que él, habló muy probablemente acerca de un juicio futuro del hijo del hombre. Las palabras de Jesús transmitidas en los evangelios y que hablan de esta figura forman diver­sos grupos, entre los cuales al menos algunas de las palabras que hacen referencia al hijo del hombre como futuro juez universal, podrían muy bien ser auténticas. Y es que en ellas Jesús distingue de sí mismo al hijo del hombre como una persona diferente: «Por todo el que se declare por mí ante los hombres, también el hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios» (Le 12, 8; cf. también 9, 26 y Me 8, 38). La comuni­dad postpascual hubiera formulado estas expresiones de una forma diferente; para ella Jesús y el hijo del hom­bre eran ya una misma cosa. Esto es lo que nos indica también la versión de Mateo de las mismas palabras: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (10, 32). A diferencia de la versión lucana, aquí se encuentra repetido el yo de Jesús. Esto es la ex­presión de la identificación de Jesús con el hijo del hom­bre llevada a cabo por la comunidad primitivo-cristiana. Por el contrario, Jesús pudo haber hablado sobre el hijo del hombre diferenciándolo de sí mismo, pero al mismo tiempo anunciando una confirmación de su propio men­saje y de su comportamiento por el juicio futuro del hijo del hombre. Tras la pascua, para la comunidad cris­tiana desapareció la distinción anteriormente inevitable entre el hombre terrenal Jesús y el juez universal que había de venir del cielo en el futuro. Jesús se había convertido por su resurrección en una figura celeste, del mismo modo que lo era el hijo del hombre según la representación judaica. Así, sin quererlo, la función del resucitado llegó a fusionarse de tal modo con la del hijo

141

Page 71: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

del hombre como juez futuro del universo, que la co­munidad pudo reconocer en el mismo Jesús al esperado hijo del hombre. Quizá ya algunos de sus discípulos en las apariciones pascuales vieron a Jesús precisamente co­mo el hijo del hombre. Y es que las apariciones se han de pensar como sucesos venidos del cielo. En cualquier caso, la aparición de Jesús desde el cielo tuvo que dar la impresión de ser algo tan estrechamente relacionado con la imagen del hijo del hombre, que debía venir so­bre las nubes del cielo, que apenas debió ser posible distinguirlas, sobre todo si tenemos presente que el jui­cio universal no se podía separar del establecimiento de­finitivo del reinado de Dios. El mismo Jesús había vin­culado su mensaje con la figura del hijo del hombre, de cuyo juicio esperaba su confirmación. Después de la pas­cua ya no sólo se pensó la función futura del hijo del hombre en correspondencia a la figura de Jesús, sino que ambas figuras llegaron a ser idénticas.

¿Sigue teniendo todo esto algún interés para nos­otros? La figura del hijo del hombre quedó debilitada en seguida en la tradición cristiana. En la iglesia cristiano-pagana permaneció, ciertamente, vinculada la segunda ve­nida de Jesús con el juicio universal, pero del hijo del hombre no se hablaba en ella en absoluto. Por otra parte, se hablaba de Jesús como el hombre nuevo, segundo, que supera los pecados del primero y que lleva a su plenitud la determinación del hombre. Así podía leerse ya en Rom 5 y 1 Cor 15. La revelación del hombre nuevo se vincu­laba aquí todavía con la resurrección de Jesús, pero ya no con el juicio universal, tal como era el caso en la tradición judía del hijo del hombre. Ahora bien, la idea de que la humanidad del hombre, su determinación co­mo hombre ha sido realizada en la figura de Jesús —en su doctrina, su pasión y en la superación de la muerte por él— sigue siendo fundamental para toda fe cristiana actual. Pero a esta convicción pertenece también el que Jesús constituye el criterio de la verdadera humanidad en nuestra vida. El es el criterio nuestro y de todos los

142

hombres. El es la medida de todos, sean cristianos o no. Esto es lo que significa la espera de la venida de Cristo como juez universal. Se dirige a un futuro que supera los límites de la vida presente, porque el curso de este mundo está caracterizado por la suerte de los sin Dios, por el reinado de las situaciones y de las formas de comportamiento que se burlan de la humanidad del hom­bre y por el sufrimiento sin culpa. Frente a ello, la es­pera de la nueva venida de Jesús como juez universal funda la certeza del criterio con el cual el cristiano se opone a la presión de las relaciones dominantes y a las tendencias del correspondiente espíritu epocal.

El acontecimiento pascual sigue siendo hoy el funda­mento de esta certeza. Tras el aparente fracaso de la misión de Jesús en la cruz y después de dispersarse sus partidarios, Dios se declaró a favor de Jesús por su re­surrección y confirmó así la pretensión de su mensaje, según el cual la salvación o perdición de los hombres depende únicamente de su actitud ante el futuro de Dios y, de este modo, también de su actitud ante Jesús. La definitividad de esta pretensión de Jesús es certificada por la manifestación en él mismo de la realidad defini­tiva del hombre nuevo, de la resurrección de los muertos, Aquí se encuentra ya la razón por la cual Jesús es el criterio último, el juez universal, que ejerce su función con la autoridad del mismo Dios. Quien repudie a Jesús y su mensaje, queda ya juzgado por la palabra de Jesús: «La palabra que yo he hablado, ésa le condenará el úl­timo día» (Jn 12, 48).

Ai ser ahora Jesús una misma cosa con eí futuro juez universal, su juicio ha dejado de estar reservado únicamente al futuro. De un modo oculto tiene lugar ya actualmente. Pero no se manifestará plenamente hasta la llegada total del reino de Dios con la resurrección de los muertos y la renovación de la creación. El juicio sobre el mundo, el cual coincidirá con la venida definitiva del reino de Dios, traerá el desvelamiento de todo aquello, que ya se decide ocultamente en la actualidad. También

143

Page 72: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

los cristianos se dirigen hacia ese juicio, y muchos, que aparentemente no cuentan entre ellos, participarán bajo la luz de la plenitud en el reinado de Dios y en su nue­va vida, mientras que otros, que se denominan cristia­nos, se verán separados de Jesús cuando tengan que encontrarse con la verdad sobre ellos mismos ante la determinación del hombre revelada en Jesús (cf. Mt 25, 31-44). No obstante, sigue siendo un motivo de con­fianza cristiana el que el juez futuro no sea otro que Jesús, en quien se sostiene ya ahora la fe cristiana. Pues quien lo acepta, ya está salvado para la eternidad: «El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5, 24).

Con estas consideraciones hemos andado un camino similar al recorrido por la historia primitivo-cristiana de la tradición, que partiendo de la espera de la nueva ve­nida de Jesús como juez universal y rey escatológico del reino de Dios, llegó al convencimiento de que este acon­tecimiento futuro de la venida de Jesús manifestará lo que ahora ya es realidad en lo oculto.

El enunciado sobre el estar sentado del resucitado a la derecha de Dios trata precisamente sobre la realidad ya actual en lo oculto, que se manifestará en la nueva venida de Jesús. Este enunciado alude a las palabras del Salmo 10, 1: «Oráculo de Yahvé a mi señor: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el es­trado de tus pies». Estas palabras hay que entenderlas como si el salmista le repitiese al rey de Jerusalén una palabra de Dios. De este modo, Yahvé le promete al rey el reinado del mundo de un modo parecido a lo que ocurre también en Sal 2, 8 s. El mismo Dios pondrá sus enemigos a sus pies. El poderío prometido al rey queda expresado especialmente en la invitación a sen­tarse a la derecha de Dios. La derecha del rey en el antiguo oriente estaba reservada al que estuviese más próximo a su poder y lo ejercitase en su nombre. Por consiguiente, si Dios le dice al rey de Jerusalén: «Siénta-

144

te a mi derecha», no hace otra cosa que investirle de la facultad de ejercer su propio dominio universal.

En el cristianismo primitivo estas palabras le fueron aplicadas a Jesús. Fueron interpretadas como palabras dirigidas por Dios al mismo Jesús. Quizá, esta interpre­tación encontró un punto de apoyo en el texto de Sal 110, 1, exactamente en la indicación, Dios (el Señor) ha hablado «a mi Señor». Desde el momento en que la comunidad comenzó a designar a Jesús como «el Se­ñor», independientemente del sentido que se le asignase a esta denominación, debió resultar muy fácil que le refiriese las palabras del salmo 110. Más probable es, sin embargo, que la fe mesiánica fuese el punto de par­tida de la interpretación crística del salmo. Ya la expec­tación judía había referido este salmo al mesías veni­dero. Caso de encontrarse aquí la ocasión de la aplica­ción del pasaje sálmico a Jesús, esto presupone que la comunidad cristiana esperaba ya de nuevo a Jesús no sólo como hijo del hombre, sino también como mesías, no sólo como juez escatológico, sino también como rey de los futuros tiempos salvíficos. Esta expectación es­taba ocasionada, como ya pusimos de manifiesto anterior­mente, por la inscripción de la cruz, que designaba a Jesús como mesías. Pero la razón más profunda de la identificación de Jesús con el esperado mesías habría que buscarla fundamentalmente en que tras la resurrec­ción de Jesús y su fusión con el futuro hijo del hom­bre, ya no quedaba ninguna otra figura salvífica fuera de él, en quien pudiese encontrar cumplimiento la ex­pectación mesiánica. El paso ulterior hacia la representa­ción de la sede a la derecha de Dios consiste entonces en que el reinado universal futuro del mesías fue com­prendido como realidad ya actual en el cielo. Lo único que ocurrirá en el futuro es que se manifestará sobre la tierra lo que es ahora realidad en la eternidad de Dios Esto corresponde a la concepción general judía sobre los acontecimientos de los últimos tiempos: en los últimos tiempos se revelará sobre la tierra, lo que ahora es ya

145

Page 73: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

realidad en el cielo, es decir, en la eternidad de Dios. En este sentido, viene prácticamente dado el paso de la esperanza en Jesús como el futuro señor mesiánico a la confesión de que actualmente reina ya en lo oculto. No por esto, el reinado actual de Cristo hace superfluo el futuro, ya que precisamente tiene que manifestarse aún en la tierra y, por consiguiente, tiene que imponerse aún, lo que ahora sólo es realidad en la inescrutabilidad de Dios.

No se debe comprender, pues, el «estar sentado a la derecha de Dios» como un enunciado espacial sobre el lugar donde se encuentra actualmente el resucitado. Nues­tras medidas espaciales no son adecuadas para expresar el carácter peculiar de la realidad de la resurrección. Podemos hacernos una idea clara del alcance de las con­secuencias de esta cuestión, si pensamos que la com­prensión espacial de la elevación de Cristo a la derecha de Dios fue uno de los motivos de la disputa eucarística entre reformados y luteranos en el siglo xvi. Si el cuer­po del resucitado se encuentra espacialmente (localiter) a la derecha de Dios en el cielo, entonces, opinaba Zwin-glio, no puede estar simultáneamente en la tierra sobre nuestros altares. Lutero se opuso con toda razón a la representación espacial contenida en esta argumentación y puso de manifiesto que este enunciado dice únicamente que el resucitado ha sido elevado a participar en la om­nipotencia de Dios, a ejercer el dominio divino sobre la creación.

La fundamentación más breve de la profesión de fe en el reinado de Cristo consiste, por consiguiente, en la referencia a la unidad de Jesús con Dios. Esta unidad encierra en sí misma que Jesús participa en todo lo que pertenece a la divinidad de Dios, también en su omnipo­tencia. El camino seguido por el primitivo cristianismo hasta llegar al enunciado confesional del reinado de Cris­to fue tan complicado por el simple y único hecho de que el conocimiento de la unidad de Jesús con Dios no fue más que la conclusión última deducida de la refle-

146

xión sobre el significado de su resurrección de entre los muertos, sin que fuera algo que pudiera ser presupuesto inicialmente. De la unidad de Jesús con Dios resulta también que el reinado de Cristo no tendrá ningún fin, tal como añade expresamente la profesión de fe de Ni-cea al enunciado de la segunda venida de Cristo como juez universal con el apoyo de Le 1, 33. El reino de Cristo es idéntico con el reino de Dios, ningún estado intermedio, que tuviera que ser sustituido o suplantado finalmente por el reino de Dios. Sólo en apariencia in­sinúa algo parecido Pablo en 1 Cor 15, 28, cuando dice que al final, cuando todo le haya sido sometido al Hijo, él mismo se someterá al Padre, a fin de que Dios sea todo en todo. Con estas palabras no se pretende signi­ficar ningún tipo de sucesión entre reino de Cristo y reino de Dios, como si la duración del reino de Cristo fuera limitada. Más bien, el único sentido del reinado de Cristo es someter todas las cosas al reinado de Dios, al reino de Dios. Esto mismo es lo que constituía ya el contenido del mensaje del Jesús terrenal: este mensaje está completamente lleno de la proximidad del reino de Dios y la urgente amonestación es invitación a abrirse a esta proximidad.

Con esto queda ya insinuado cómo se ha de entender el reinado de Cristo, qué es lo que constituye propia­mente su contenido: el reinado de Cristo llega a su ple­nitud al mediar a todos los hombres —y con ellos toda la creación {Rom 8, 21 s.)— a la inmediatez de Dios, en colocarlos en una relación de filiación respecto a Dios, es decir, en la misma relación con Dios, que fue ya rea­lidad en la misma existencia de Jesús. En este sentido se puede decir con Lutero, que el reinado de Cristo se realiza actualmente a través del anuncio del evangelio, en la unión de los oyentes del evangelio con Jesús a través de la fe. Por medio de la fe, el bautismo y la eucaristía los oyentes del evangelio de Cristo son un uno con Jesús, y de este modo son introducidos en su propia relación con Dios, en su filiación. Aquí se pone de ma-

247

Page 74: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

nifiesto como verdadero fin y meta del reinado de Dios la superación de la oposición entre dominantes y domi­nados, la participación en la gloria del mismo Dios. El reinado y dominio de Dios no es un fin en sí mismo. Tiene su sentido y su finalidad en el amor, que eleva al dominado a sí mismo y lo capacita a la libertad.

El reinado de Cristo no se limita a la iglesia como un ámbito aparte dentro del mundo de los hombres y de su historia, sino que se erige a través del anuncio de la iglesia sobre toda la humanidad. Todo el mundo es lla­mado a través de Jesús y del mensaje de su iglesia, fun­dado en él, a la relación con Dios, su creador, a la que ha sido llamado. Por esto no se debe equiparar la iglesia con el reino de Cristo. La creación de Dios es todo el universo. Por esto mismo, es todo el mundo el que hace referencia a Dios, el que necesita de Dios, el cual nunca deja de recrearlo, de llevar su creación a la plenitud. Y porque todas las cosas están ordenadas a Dios, por esto mismo lo están a Jesús; pues Jesús no hizo otra cosa que recordarle al mundo que todo se lo debe a su crea­dor, que su creador es también su futuro. De ahí que todas las cosas y todos los hombres, tanto da si lo saben y lo quieren o no, estén sometidos al reinado de Cristo; lo están porque son crea turas de Dios. En este sentido, el reinado universal de Cristo «a la derecha de Dios» es objetivamente idéntico con la afirmación de que es el mediador de la creación —el «Hijo unigénito»—. Pe­ro este reinado de Cristo, que tiene su fundamento en su completa entrega al Padre y al asunto de su reino vi­niente, está aún oculto en el mundo presente, tan oculto como el mismo futuro del reinado de Dios. Sólo los cristianos lo confiesan ya actualmente. Pero esta confe­sión debería ser algo más que un simple mover los la­bios. La confesión del reinado de Cristo no es creíble, si no determina el comportamiento de los cristianos. Im­plica inmediatamente la praxis de la fe y del amor, que a su vez fundan la esperanza y viven de ella. Pero a la praxis de la confesión del aún oculto reinado de Cristo

148

le pertenece también su anuncio a todo el mundo, en correspondencia a la universalidad del reinado de Dios y de su Cristo. La ocultación fáctica del reinado de Cristo en el mundo actual no debe, además, impedir que los cristianos vivan ahora ya públicamente este reinado, colaborando en las tareas de la sociedad humana. El ca­rácter oculto del reinado de Cristo no debe expresarse so­lamente en el rechazo y en las dificultades con que tropie­za el mensaje cristiano, también se ha de mostra en el ca­rácter provisional de la comprensión del significado de lo acontecido en la historia de Jesús por parte de los mismos cristianos, en que es diversa y heterogénea, al mismo tiempo que superable por una comprensión mejor. Del mismo modo, toda acción de los cristianos, realizada como respuesta al reinado de Dios, permanece siempre provisio­nal y mejorable. Pues nosotros no vivimos aún en la reali­dad definitiva, que se ha revelado ya en Jesucristo. Vivi­mos de la fe en ella en un conocimiento y una acción siem­pre provisionales, que en el mejor de los casos corres­ponden sólo provisionalmente al reinado de Cristo. Nues­tro conocimiento de lo acontecido en Jesús y de su sig­nificado permanece mejorable y corregible. Por esto tam­bién lo son el anuncio cristiano y la acción de los cris­tianos. Este es el motivo por el cual ambas cosas —el anuncio y la acción de los cristianos— encuentran con­tradicción en este mundo, y una contradicción que desde luego siempre está al menos parcialmente justificada. En cuanto esto es así, el reinado de Cristo no está tampoco revelado aún en la iglesia, ni en el conocimiento, ni en la acción de los cristianos, ni en la figura de la iglesia. Por esto la comunidad de los cristianos está todavía en­torpecida por oposiciones en la comprensión de la fe y en el comportamiento, oposiciones que amenazan con desgarrar la unidad de la iglesia. El reinado de Cristo no está abierto tampoco en la iglesia a los ojos que ven en lo visible, está abierto sólo a la fe que confiesa a Jesús sobre el fundamento de lo que ya ha acontecido en él, pero aún no en nosotros.

149

Page 75: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Yo creo en el Espíritu santo

La confesión del Espíritu santo no es hoy una de las cuestiones más debatidas de la tradición cristiana. Desde luego, que el motivo de esto no hay que buscarlo en un acuerdo general de la fe cristiana en este punto. La razón radica más bien en que la expresión Espíritu santo se ha tornado particularmente incomprensible, lo cual hace que cada uno se desentienda de ella y la deje en paz. Si al pronunciarla se piensa en la realidad de lo espiritual en general, entonces uno se enreda en seguida en las cuestiones referentes a la problemática del ser es­piritual. Así, por ejemplo, surge la cuestión de si todo lo espiritual es manifestación vital del ser consciente, siendo ésta su única razón de ser, o si, por el contrario, al considerar la conciencia como función de la existencia material, corpórea, lo espiritual no es una realidad inde­pendiente de aquellas condiciones materiales de vida. Por otra parte, todo intento de comprender el Espíritu santo dentro de este enmarque se ve expuesto a la objeción de confundir el espíritu de Dios con el espíritu humano y sus creaciones culturales. Pero, ¿qué es entonces el es­píritu de Dios? ¿Dónde se nos hace experimentable? ¿Debemos entender que son la iglesia y su predicación en el mundo la realidad donde nos encontramos con el Espíritu santo? De este modo puede significarse que la realidad de la iglesia no se agota en su aspecto de institu­i d

ción humana con unos ministerios formados y soportados por hombres y con una historia con frecuencia dema­siado humana. Lo cual supone que en la predicación no acontece únicamente una palabra humana, en las acciones sacramentales una acción humana, en la experiencia de la fe de los cristianos una experiencia humana. Y sin em­bargo, ¿en qué consiste ese plus de realidad? Se suele de­cir, que esto es precisamente la realidad divina del Espí­ritu santo. Pero ¿dónde se hace experimentable esta realidad de carácter tan peculiar? ¿O cómo puede funda­mentarse la afirmación de que en la iglesia, en contra de las apariencias, no nos encontramos únicamente con insti­tuciones y conductas humanas, sino con la realidad divi­na del Espíritu santo? Si se nos responde diciendo que así lo afirma la autoridad de la misma iglesia y su predi­cación, entonces se plantea la cuestión de la fundamen-tación de esta autoridad en este caso, en lo que respecta a esta afirmación, al mismo tiempo que se despierta la sospecha de si no se tratará de una autoglorificación y autodivínización de la iglesia. Pero si se hace referencia al nuevo testamento, el cual habla del Espíritu divino co­mo realidad determinante en la vida de la iglesia, resul­ta que hay que aclarar qué es lo que quisieron significar Pablo o la epístola a los efesios con una tal descripción, qué razones tenían para mantener tal opinión y sí estas ra­zones siguen teniendo poder de convicción para nosotros o si se han de considerar como temporalmente condicio­nadas y superadas. Si oímos decir que en los escritos neotestamentarios el Espíritu está relacionado con el Cristo resucitado y con su presencia permanente y ope­rante en su comunidad, surge igualmente la cuestión del fundamento de una tal presencia, además de que habría que dar respuesta al porqué de la designación de la misma con el concepto de espíritu, y en concreto espíritu de Dios. Es decir, que si no queremos tranquilizarnos con el recurso a ciertas autoridades depositando en ellas la garantía de la comprensión de lo incomprensible, no tenemos otra salida que remontarnos a la cuestión siguien-

151

Page 76: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

te: ¿qué significa propiamente la expresión «Espíritu santo» y cómo se fundamenta objetivamente su uso? Este es el único modo de alcanzar una seguridad suficiente acerca de si esta palabra es algo más que una palabra vacía y sin contenido.

La profesión de fe del concilio de Constantinopla (381) añadió una serie de enunciados explicativos a la mención del Espíritu santo, a la cual se había limitado el símbolo de Nicea (325). En primer lugar, el Espíritu santo es designado como «el que vivifica», a continua­ción se describe desde distintos puntos de vista su unidad con el Padre y el Hijo, finalmente se menciona que ha­bía hablado por los profetas. La primera de estas deter­minaciones es también objetivamente la primera: el Es­píritu santo es el origen de la vida, el origen de toda vida.

Este rasgo, el más fundamental de la idea bíblica del Espíritu, se nos ha hecho hoy tan extraño, que esta ex-trañeza ya no provoca ni siquiera intranquilidad. Los as­pectos acentuados en la doctrina del Espíritu santo han favorecido también, cuando menos, una concepción muy empobrecida del mismo en la teología, y esto desde hace tiempo y de un modo progresivo. El Espíritu santo era considerado, ante todo, como principio de lo sobrenatural, en primer lugar, del conocimiento sobrenatural de la fe. Las tradiciones cristianas se fueron haciendo cada vez más incomprensibles para los hombres a lo largo de la mo­dernidad. Esto es un hecho sabido. Pues bien, la parte cristiana tenía siempre una explicación para ello: no hay que esperar nada distinto, pues las verdades de fe no son comprensibles ni siquiera para la razón, su com­prensión es cosa del Espíritu santo. De este modo, el Espíritu santo se fue convirtiendo en una dimensión cada vez más misteriosa, por la cual debía ser garantizado o legitimado lo que de otro modo parecía incomprensible, o incluso absurdo. En realidad esta situación no comenzó a crearse hasta la edad moderna. En la iglesia antigua y también en la medieval los enunciados de la fe cristiana

152

convencían por su contenido. Sólo cuando en la edad mo­derna el cristianismo fue reducido a posiciones defensi­vas, esta necesidad se convirtió en una virtud de la fe, compensando con la referencia al Espíritu santo la falta de poder de convicción de la predicación cristiana. ¿No ha sido éste un recurso demasiado fácil para eludir las objeciones planteadas a la verdad del mensaje cristiano? ¿Y no se ha abusado de la doctrina cristiana del Espíritu santo al mismo tiempo que se provocaba su descrédito, al servirse de ella como de una hoja de parra encubridora de la desnudez de la tradición cristiana frente a los pro­blemas planteados por el pensamiento crítico de la mo­dernidad? En todo este asunto es de una importancia se­cundaria si tal apelación al Espíritu santo acontecía en interés de la iglesia institucional o en el de la piedad in­dividual. Su sentido era siempre el mismo, servirse del Espíritu santo a fin de inmunizar las doctrinas trans­mitidas contra el espíritu crítico de la modernidad, sin exponerse a los riesgos de una confrontación objetiva con los problemas críticos. Por otra parte, servía para dar la conciencia de una seguridad sobrenatural a la experiencia piadosa cristiana, independientemente de la plausibilidad de su contenido, que entre tanto iba perdiendo paulati­namente su fundamento. No obstante, ambos motivos —el interés por el apuntalamiento de la autoridad y el de la experiencia piadosa por una seguridad absoluta, de un modo que no puede garantizar la búsqueda de motivos de credibilidad humanos— se unieron mutuamente en una fe autoritaria formal. Pero ésta, bajo las condiciones creadas por la modernidad, ya no está garantizada por el poder objetivo de las instituciones eclesiales, sino que encuentra su base en su opuesto aparente, es decir, en la arbitrariedad subjetivista con que la necesidad irracional de seguridad absoluta, incapaz de tolerar dentro de sí duda alguna, se entrega a ésta o aquella pretensión de autoridad absoluta. La necesidad irracional de una tal certeza absoluta de lo creído se ha convertido en un la­tente suelo abonado para actitudes autoritarias y fanatis-

153

Page 77: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

nios cuyos contenidos han dado pruebas considerablemente sorprendentes de ser intercambiables. Ha llegado ya la hora de ver los peligros y errores a que conduce esta ne­cesidad de seguridad. Este impulso hacia la seguridad objetiva, que sólo puede satisfacerse por la fe autoritaria, debe distinguirse de la certeza fiducial de la fe, que con­siste en la totalidad del compromiso de la propia existen­cia en el mismo acto de confianza, pero que no puede ha­cer de la credibilidad teorética del contenido de la fe una certeza teorética absoluta. El que el contenido de la fe per­manezca expuesto a dudas pertenece a la situación de la iglesia «peregrinante», que no ha alcanzado aún su pleni­tud final. Es parte de la provisionalidad de la existencia cristiana. Ser consecuente con ello exige darse por satis­fecho con la plausibilidad racional de lo transmitido, la cual será siempre una plausibilidad condicional. Exige el no querer forzar esta situación con pretensiones de una certeza sobrenatural absoluta. Pertenece a la situación de la fe exponer su mismo contenido, contenido que es creído, a la experiencia del futuro, que es esperado por el creyente como futuro de Dios. Esto hace que los cris­tianos sean capaces de dialogar. Estos no tienen necesidad de encapsularse en sus propias convicciones subjetivas absolutizándolas como efectos del Espíritu santo. Precisa­mente la conciencia de la provisionalidad de su convic­ción de fe y su apertura al futuro de Dios podrían ser ex­presión de la presencia del espíritu de Dios.

El subjetivismo espiritual, para el cual la apelación al Espíritu debe garantizar la certeza absoluta de la propia experiencia de otro modo inalcanzable, tiene su origen en los «entusiastas» de los tiempos de la reforma y en sus herederos pietistas. En aquellos tiempos de lo que se tra­taba era de la interioridad de la fe frente a una autoridad magisterial externa. Aquí radica también el elemento de verdad del subjetivismo espiritual, que por esta razón ha influido profundamente, y no por casualidad, en el pansa-miento moderno hasta el idealismo alemán del siglo xix. Por el contrario, no puede invocar a Lutero en su nom-

154

bre. Pues éste subordinó el espíritu a la letra. Sólo por la palabra externa del mensaje de Cristo será concebido el recto espíritu, y éste no añade nada a este mensaje. Para Lutero la palabra de la Biblia y la palabra de la predicación tenían su verdad en sí mismas, aunque por supuesto no todos quieran ver esta verdad. Para ello debe tener lugar una iluminación a fin de que la verdad de la palabra del mensaje de Cristo irradie en cada caso particular. Esta verdad tiene que actuar interiormente en cada uno y superar los prejuicios fuertemente arraigados en su alma. Esta iluminación es el efecto de la acción del Espíritu, que brota de la palabra. Pero para Lutero la palabra de la Escritura seguía siendo, en sí misma, la portadora de su verdad. Puede decirse que para Lutero no había una historia neutral, sobre la que tenía que sobrevenir como algo complementario una actitud del oyente, la cual a su vez tuviera que ser fundamentada por un principio complementario, el Espíritu santo, dado que el contenido del mensaje no podía ser su fundamen­to. Esta concepción no llegó a dominar en el panorama teológico hasta el siglo pasado. Y esta concepción del Espíritu santo como una especie de clave interpretativa sobrenatural de un mensaje cristiano que ya se había he­cho incomprensible es la que hizo olvidar, como hemos dicho, la amplitud originaria de la operatividad del Es­píritu en el sentido de la Biblia y de la tradición cristia­na. Ante la fuerza de aquélla, ésta tuvo que ceder y ocupar posiciones de retaguardia.

En el antiguo testamento el Espíritu no era de ningu­na manera, al menos en primer lugar, una fuente de cono­cimientos sobrenaturales, era sobre todo la fuente y el origen de toda vida. En este contexto la representación del Espíritu está estrechamente ligada al viento, al aire y al aliento. El salmo 104 es, quizá, el pasaje que describe más impresionantemente la acción vivificante del espíritu de Dios. Hablando de la dependencia de las creaturas de Yahvé, su creador, dicho salmo dice:

155

Page 78: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Escondes tu rostro y se espantan, les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo; envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra (Sal 104, 29 s.).

Y tras el relato más primitivo de la creación, en el segundo capítulo de la Biblia, el hombre formado de la tierra es vivificado por la acción del aliento de Dios so­bre él (Gen 2, 7). La misma concepción fundamental está en el trasfondo del relato de la creación del escrito sacerdotal, el cual se inicia diciendo que el caos es puesto en movimiento por el viento del Espíritu divino. A partir de esta acción general del Espíritu divino como origen de toda vida hay que comprender igualmente los efectos ex­traordinarios (carismáticos) que le son atribuidos al espí­ritu de Dios en casos particulares: se trata entonces de capacidades y efectos especiales y desacostumbrados, que requieren una medida especial de fuerza vital, una acción especial del espíritu creador de Dios. Este es el caso del héroe, del profeta, y también del cantor y del artista. En todos y en cada uno de estos casos, los hombres se las tienen que haber con un efecto especial del mismo poder, el cual es el origen de toda vida.

Frente a tales ideas bíblicas, no cabe mayor claridad acerca de lo alejada que se encuentra nuestra teología ac­tual de una doctrina del Espíritu santo que correspondie­se a la amplitud y riqueza de los enunciados bíblicos sobre el Espíritu. Parece evidente que para que ésta fuera po­sible se requiriría una penetración teológica en los fenó­menos de la vida de carácter biológico. Pero ¿qué sentido podría tener hablar de un origen «espiritual» de toda la vida en relación a los fenómenos vitales investigados y explorados por la biología? Tendría que poder mostrarse que es indispensable el hablar sobre el espíritu de Dios para comprender los fenómenos vitales. Sólo de este modo podría tomarse en serio la tarea de una teoría teológica sobre el Espíritu santo de un modo que correspondiese a

156

la amplitud de las tradiciones bíblicas. Las dificultades que llevaría consigo una tarea de tal envergadura son evidentes si tenemos en cuenta la perspectiva que nos ofrece la actual ciencia de la vida. La ciencia biológica comprende los fenómenos vitales inmanentemente, como funciones de las células vivas. Por el contrario, en el pensamiento israelita antiguo el origen de la vida fue concebido como un poder vital transcendente a los orga­nismos y a los seres vivientes. Justamente por esto se trata de ello al hablar del espíritu de Dios.

Pero ¿esta manifiesta oposición en la comprensión de los fenómenos vitales no puede cubrirse, en verdad, por ningún tipo de analogía? Según la concepción actual los organismos vivos ¿no son bajo ningún aspecto dependien­tes de una realidad que los transciende, y dependientes concretamente en lo que respecta a su propio acto vital? Es claro que existen tales dependencias. Cada organismo necesita para el ejercicio de su vida de un mundo ambien­tal apropiado, en el que pueda alimentarse, desarrollarse y reproducirse. Tales mundos ambientes circundantes no están firmemente cerrados en sí mismos. Están estructu­rados no sólo espacial, sino también temporalmente. Al comportarse un organismo vivo con respecto a su mundo ambiental, se comporta al mismo tiempo respecto al futuro del cumplimiento y transformación de su propia exis­tencia y destino. El momento temporal se torna verdade­ramente relevante, cuando los ambientes de las especies son relacionados con el proceso de su evolución. Así, cada organismo vive más allá de lo que ya es. La apertura mundana típicamente humana no constituye más que un estadio de esta autotranscendencia de toda vida. Y la esencia extática de toda experiencia espiritual constituye a su vez una modificación ulterior de esta situación fun­damental, por la cual todo lo vivo alcanza la presencia de su ejercicio vital por una superación de sí mismo. La inspiración artística, la iluminación repentina por medio de una invisión largamente buscada o sorprendentemen­te acaecida, el impulso de un querer moral capaz de elevar

157

Page 79: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

y de vincular a los individuos, en todo ello debería uno reconocer entonces formas especiales de manifestarse la autotranscendencia peculiar de todo lo vivo. Lo que es vivenciado de una forma especial en estas formas supre­mas de experiencia espiritual debería ser concebido co­mo característica de toda vida: todo lo vivo vive por par­ticipación en una realidad que lo transciende, que por su apertura hacia adelante se sustrae de cualquier fixismo y cerrazón. A partir de tales consideraciones, quizá padría abrirse un nuevo acceso a la esencia de lo espiritual: el espíritu no debería ser comprendido entonces a partir de la conciencia y de la subjetividad de la autoconciencia, sino que, todo lo contrario, la conciencia aparecería como expresión de un estadio especial de la participación de un organismo vivo en la realidad espiritual, que es operante en la autotranscendencia de todo lo vivo. Unos primeros intentos, todavía muy iniciales, de una comprensión de la vida, así orientada, en el horizonte del espíritu se encuen­tran en Teilhard de Chardin. No obstante, tales intentos están muy marcados todavía por la identificación tradi­cional de espíritu y conciencia. Puede afirmarse que nece­sitan de un largo período de corrección y de profundiza-ción teorética y empírica, antes de que pueda hablarse de una base sólida para la —aquí solamente insinuada como posibilidad— concepción de la vida en el horizonte del espíritu, concepción que podría asumir las intenciones de la visión veterotestamentaria de la vida y el espíritu bajo las condiciones de la moderna investigación biológica de los fenómenos vitales, ofreciendo también de este modo un horizonte de comprensión para una teoría teológica del Espíritu santo.

En el contexto de las concepciones veterotestamenta-rias de la vida y el espíritu se hace comprensible lo que significa que, según la expectación israelita, el espíritu de Dios deba ser especialmente operante en los últimos tiempos. Según Is 11, 2 el mesías no sólo será llevado por el Espíritu, sino que éste permanecerá en él, descan­sará sobre él. El segundo Isaías le promete al rey y a todo

158

el pueblo que en los últimos tiempos el espíritu de Dios les será otorgado de una forma nueva. Algo parecido puede leerse en Ezequiel {36, 27). Zacarías en su última visión nocturna llegó incluso a ver venir al espíritu de Dios sobre todos los pueblos: los vientos como carros llevan al espíritu de Dios en las cuatro direcciones ce­lestes sobre toda la tierra (Zac 6, 1-8). Finalmente tam­bién el profeta Joel promete que el espíritu de Dios será derramado sobre «toda carne» en los últimos tiempos Jo 3, 1 s.). Y esta profecía Lucas la ha visto cumplida en la primitiva cristiandad por el acontecimiento pente-costal (Hech 2, 17 s.). En todos estos pasajes veterotesta-mentarios el espíritu de Dios es comprendido como fuer­za vital y no en primer lugar como fuente de unos cono­cimientos de otra suerte inalcanzables. Esto no significa, claro está, que la sabiduría y el conocimiento no sean alcanzados también por el espíritu de Dios. Pero cuando se habla de esto no se considera como algo fuera de lo común, algo sobrenatural; pues lo correspondiente vale también para toda manifestación vital en general. Cual­quier manifestación vital es en su peculiaridad una mani­festación especial del espíritu de Dios.

Para Israel la diferencia entre la acción futura y esca-tológica del Espíritu y la presente consistía en que en los últimos tiempos el Espíritu sería derramado, repo­saría sobre los hombres. Brevemente: en que les sería apropiado por completo y definitivamente. Estrechamen­te relacionada con esto se halla la afirmación de que la vida de los últimos tiempos tiene que ser una vida dis­tinta y mucho más intensa que la vida que ahora vivimos. La vida actual es mortal porque los hombres no han permanecido unidos en ella con el origen de toda vida, con el espíritu de Dios. Aquel origen permanece externo a la vida actual. Esta se ha separado de su origen. De ahí que pueda suceder que los hombres sean portados por el Espíritu como crea turas, pero que éste no les haya sido entregado de un modo que pueda decirse que les ha sido apropiado internamente, entregado duraderamente.

159

Page 80: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

La concepción veterotestamentaria del espíritu de Dios como fuerza y pod^t vital nos permite comprender la estrecha conexión, que existe para el primitivo cristia­nismo entre el Espíritu y la nueva realidad vital mani­festada en la resurrección de Jesús, realidad en la que los cristianos esperan también, y en la que incluso partici­pan ahora ya inicialmente, en la medida en que están unidos a Jesús. El Espíritu que es el origen de toda vida es también el único origen de la vida nueva de la resu­rrección de los muertos. No es ninguna casualidad que según Pablo Jesús haya sido resucitado por el Espíritu (Rom 1, 4; 8, 2.11). Pero Jo que es más aún: el principio vivificante del espíritu de Dios no sólo ha creado la vida de la resurrección, sino que permanece también unido a ella. A diferencia de la vida actual y terrena la vida del resucitado se encuentra totalmente penetrada por el Es­píritu como origen credor de la vida. Esto corresponde de un modo realmente llamativo a la expectación israelita-judía, según la cual el espíritu de Dios permanecerá sobre los hombres en los últimos tiempos. Nos encontramos, pues, con una formulación importante y muy pregnante y de ninguna manera, como a veces se ha dicho, vaga y desdibujada, cuando Pablo en 1 Cor 15, 44 s. habla de un cuerpo espiritual {soma pneumatikon) para describir la peculiaridad específica de la vida de la resurrección. Lo que se quiere significar con tal expresión es una vida, que permanece unida al erigen divino de toda vida, una vida que por tanto está libre de la muerte, que es imperecede­ra (15, 52 s.). El hombre segundo y último no es sólo «alma viva», es el mismo Espíritu vivificador (15, 45). Así, pues, realidad de la resurrección y Espíritu santo se pertenecen mutuamente de un modo inseparable.

Por haber aparecido ya la nueva e imperecedera vida de la resurrección en Jesús, por eso el espíritu de Dios está también presente por él en los hombres. Por eso mis­mo, todos los enunciados paulinos con contenido teoló­gico sobre el Espíritu están referidos a Cristo, tienen con­figuración cristológica. Algo parecido ocurre con Juan

260

(14, 26; 16, 31 s.). Sólo en relación con el resucitado, sólo en el contexto de la nueva vida manifestada ya en Cristo, puede hablarse apropiadamente sobre el espíritu de Dios. Donde se dé, del modo que sea, una relación vital con el resucitado, allí está también el Espíritu. Por esto se pertenecen mutuamente Cristo y el Espíritu en ambos sentidos. De ahí que cuando uno escucha el men­saje de la resurrección de Jesús, se encuentre ya en el ám­bito de influencia del Espíritu. Y quien cree en el mensaje de la resurrección de Jesús ha recibido ya de este modo el Espíritu, el cual garantiza al creyente su propia resurrec­ción futura de la muerte, porque ha resucitado ya a Jesús: «Y si habita en vosotros el Espíritu del que resucitó a Je­sús de entre los muertos, el que resucitó de entre los muer­tos al Cristo Jesús dará la vida también a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros». El Espí­ritu vive en los cristianos por el mensaje de Jesús resucita­do y por la fe en este mensaje. Quien acepta el mensaje del resucitado, quien cree que la realidad manifestada ya en Jesucristo le será participada a él igual que a todos los que están unidos con Jesús, ése ha recibido ya con este men­saje al mismo Espíritu santo. Está ya cierto y seguro de la vida nueva. En su autocomprensión ha dejado ya de estar sometido a la muerte y se encuentra ya más allá de la propia muerte. En su pensar y en su hacer está libre del destino mortal de toda existencia humana. La muerte, ciertamente, cuestiona todo; todos los valores y medidas de la vida humana se convierten en nada ante su destino mortal. Sólo la esperanza de una vida más allá de la muer­te echa por tierra esta realidad aniquiladora. Aquí radica la serenidad específicamente cristiana ante la nada de la vida, así como la posibilidad fundada de un modo espe­cíficamente cristiano de distanciarse de la propia autoce-rrazón para abandonarse en el propio comportamiento a la acción del amor de Dios. Así, el Espíritu es la primacía de la salvación futura (Rom 8, 23), la experiencia antici­pada de la vida nueva, una experiencia, que hace antici­padamente vivo lo futuro en la esperanza y en la confian-

161

Page 81: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

za creyente, ahora ya, en la existencia presente, a pesar de estar abocada a la muerte.

La referencia del Espíritu al futuro de Dios da a la vida en el Espíritu un carácter prof ético. Donde actúa el Espíritu, allí todo hace referencia al cumplimiento fu­turo de la determinación humana en una vida nueva. De ahí que el credo niceno-constantinopolitano destaque con toda razón la conexión del Espíritu con la profecía. En él se identifica al Espíritu como «el que habló por los profetas». Esta mención se refiere ante todo a los profe­tas veterotestamentarios volviendo a insistir de este mo­do en la conexión de la fe cristiana con la historia del Dios de Israel. En la palabra de aquellos profetas anti­cipaba ya su acción la realidad del espíritu de Dios, la cual se había de revelar en el futuro, mucho antes de que se manifestase en Jesús. Al testimoniar los profetas el futuro del cumplimiento, el Espíritu hablaba por ellos. Y lo mismo podría decirse también del don de la profecía en la primitiva iglesia. Y en este sentido toda la vida y pala­bra cristianas en el Espíritu tienen un rasgo profetice En este sentido habría de comprenderse también la acción creadora del Espíritu como origen de todo, ya de la vida presente, a partir del futuro. El Espíritu da a todas las creaturas su futuro, y precisamente de este modo las vi­vifica. Por la fe en Jesús está activo el Espíritu en los cristianos: por la confianza de que Jesús mantendrá la comunidad prometida con quien le confiese. La presencia del Espíritu en los cristianos se exterioriza en la con­fianza de que la realidad vital manifestada ya en Jesu­cristo se revelará también en ellos; por la fe y la espe­ranza está, pues, presente ahora ya el Espíritu en los cristianos. El Espíritu es la certeza de la vinculación con Jesús y su vida superadora de la muerte, una certeza que no tiene carácter teorético, sino que es certeza fidu­cial. El Espíritu abre también a la comunidad con Dios a través de la comunidad con Jesús: los cristianos son «hijos de Dios» en la medida en que están llenos de su Espíritu (Gal 4, 6; Rom 8, 14). Porque el Espíritu ma-

162

nifestado en Jesús, y manifestado como poderoso, es el espíritu de Dios, por esto une con el mismo Dios al unir con Jesús. El hace a los creyentes «hijos de Dios», del mismo modo que Jesús era hijo de Dios, pero por par­ticipación en Jesús y por mediación de su mensaje. Por esto mismo, el Espíritu fundamenta también la misión de los cristianos en el mundo, en correspondencia a la misión del mismo Jesús.

El Espíritu es la realidad presente de Dios, la forma de la presencia del Dios de Jesús, cuyo poder y cuyo reino han de venir, están viniendo, pero que en la misión de Jesús han venido ya a nosotros. Jesús anunció a Dios como el Dios viniente, como el Dios del reino futuro. De este modo puso todo en su futuro, lo cual a su vez supone que el futuro de Dios se convirtió para sus dis­cípulos en una realidad ya presente; pues tal futuro llegó a ser el poder ilimitadamente determinante del presente. En principio la comunidad de Jesús experimentó las apa­riciones del resucitado como la irrupción del futuro de Dios, como la aparición de su reino. La historia les en­señó, no obstante, que la presencia de Dios en Jesús se restringía primeramente a este hombre solo. En él había venido al mundo de los hombres el Dios futuro, por una única vez, en una historia que ahora permanecía ya ce­rrada. Pero no dejó vacía y solitaria a su comunidad ante la continuidad de la historia. El Dios de Jesús se hizo presente a ella en la experiencia del Espíritu, con el cual el creador ya es presente a sus creaturas a través del aliento vital, que ellas le deben. De este modo el Espí­ritu divino se hace presente a las creaturas sólo en la ex­periencia extática de la inspiración del futuro cumpli­miento de la existencia, con conciencia clara en la ins­piración profética y en la vida y en la obra de Jesús para la actualización presente del futuro prometido. Pero en la comunidad cristiana se hace presente por mediación de una historia pasada, por la historia de Jesús, la cual de tal modo está llena por el espíritu del Dios futuro, que su anuncio otorga la participación en la presencia de

163

Page 82: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Dios hecha ya una vez acontecimiento en dicha historia. La presencia del Espíritu para la comunidad cristiana no está mediada únicamente por la intuición inmediata del futuro, sino por el pasado de Jesús. Por esto el Espíritu le ha sido entregado en propiedad permanente, por esto es derramado en el corazón de los cristianos a través de la fe y de la esperanza, pues se trata del presente del futuro de Dios ya acontecido en la historia de Jesús. Sobre ella dirige su mirada retrospectiva la comunidad cristiana. Pero puesto que el Espíritu es la forma de pre­sencia del Dios viniente y ya venido en Jesucristo, su presencia en los creyentes no encuentra aún su plenitud y cumplimiento en la fe y en la esperanza, sino en el amor que vive de aquéllas. Con el ánimo y el coraje de la fe que supera todo lo existente, dirigido por la espe­ranza para aquel a quien ella se dirige, el amor, en la medida en que está descubierto en el cristianismo desde Jesús, es amor creador, virtud dadivosa, como dijo bella­mente Nietzsche, sin saber que de este modo describía la peculiaridad del amor entendido cristianamente. El amor es creador en la medida en que es independiente de las preferencias previas del amado, porque él mismo crea lo que ama. Así, el amor del buen samaritano es amor creador, que se dirige al necesitado que no es ya su pró­jimo, sino que se convierte en prójimo para él a través de la disponibilidad del samaritano (Le 10, 36 s.). Pero tal amor no es sólo la acción del amante. En él el amante se experimenta elevado por encima de sí mismo. Este rasgo extático es común a otras formas de vida espiritual, a la inspiración artística y al efecto fascinante de algunos conocimientos. El distintivo del amor consiste en que eleva a los hombres por encima de sí mismos llevándolos a participar en el ser eterno del mismo Dios. El amante participa en la dinámica creadora del amor divino. Pues como amor creador el Dios del futuro se dirige al mundo y está presente en él como en un mundo que aunque creado espera su plenitud de él. Pero el amor divino encuentra su plenitud y cumplimiento en que el futuro

164

de Dios no sólo está por venir sino que ya ha venido, tal como ha acontecido en la historia de Jesucristo. Así, en el acontecimiento del amor están unidos el futuro de Dios y el pasado de su venida ya acontecida, y brotan­do de esta unión dicho amor se hace presencia viva. El amor pone de manifiesto que en la acción del Espíritu el mismo Dios está presente, el Dios que es amor. Por esto, la antigua cristiandad pudo ver y comprender que el Espíritu santo es uno con el Padre y con el Hijo en la unidad de una única realidad divina. En el Espíritu que sale del resucitado y que es mediado por la predi­cación cristiana está presente el mismo Dios anunciado por Jesús como Padre del reino futuro y hecho presente en Jesús como el «Hijo» a través de este testimonio. De ahí que la ampliación constantinopolitana del credo de Nicea (381) diga del Espíritu que es una misma y única esencia con el Padre y con el Hijo y que ha de ser adorado y venerado a una con ellos. Las tres figuras del Padre, del Hijo y del Espíritu santo están unidas inse­parablemente en la unidad del amor divino. El futuro del Dios que viene está presente por el Espíritu del amor, el cual como plenitud del ser divino es y permanece accesible para los hombres a través de la obra y de la historia de Jesús.

165

Page 83: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Una, santa, católica (cristiana) iglesia.

La comunión de los santos

La confesión apostólica de fe pertenece a los textos confesionales de estructura trinitaria de la antigua cris­tiandad. Sus enunciados están ordenados según las tres figuras del Dios del amor revelado por Jesucristo. El neófito confesaba la fe de la iglesia con las palabras del credo. Hoy día el cristiano, al renovar esta confesión en el servicio litúrgico, no sólo repite determinados enun­ciados de la tradición cristiana, sino que con ellos con­fiesa también la realidad personal del Dios trinitario en el mismo sentido en que lo hacemos cuando confesamos nuestra fe en alguien: a través de esta confesión vincu­lamos nuestro destino al suyo. Y esto lo hacemos no por potestad propia, sino como reactualización de la con­fesión de Dios a la humanidad, tal como ha tomado cuerpo en la historia de Jesucristo y nos ha sido apro­piada por mediación de la iglesia con el bautismo. Esta estructuración trinitaria de los enunciados confesionales se remonta en último término al mandato bautismal de Mateo (Mt 28, 19) y lo importante es que articula de­bidamente este sentido personal de la confesión. De ahí que se haya impuesto con toda justicia teológica frente a las restantes formulaciones de la fe de la primitiva cris­tiandad estructuradas de distinta forma. De Egipto y de Etiopía nos han sido transmitidas otras fórmulas confe­sionales estructuradas en cinco partes, las cuales se re-

166

montan a una profesión de fe del Asia menor del siglo segundo y que junto al Padre, al Hijo y al Espíritu nom­bran la iglesia así como el perdón de los pecados directa­mente vinculado al acto del bautismo o la esperanza cristiana de la resurrección de los muertos. La confesión bautismal de la comunidad romana del siglo tercero, que posteriormente fue ampliada a la forma actual de la con­fesión apostólica, no ha descuidado estos contenidos de la fe en favor de lo que podía parecer una concentra­ción trinitaria, sino que los ha asumido en su texto y los ha insertado en el artículo tercero, dentro de la confe­sión del Espíritu santo. De este modo queda expresada la pertenencia al ámbito del Espíritu de la iglesia, del perdón de los pecados recibido en el bautismo y de la esperanza cristiana, si bien en todos estos enunciados se trata de unos temas de la tradición confesional origina­riamente autónomos.

La ordenación dentro del artículo tercero significa pa­ra la confesión de la iglesia que las estructuras reales de lo iglesia a la luz de su determinación divina se con­vierten en objeto de la confesión de fe como ámbito del Espíritu que brota de Jesucristo y es derramado sobre los creyentes. De ahí que el catecismo romano de 1564 en su versión del credo apostólico distinguiera con toda razón la confesión eclesial como un credo ecclesiam de la confesión inmediatamente precedente de la fe «en» el Espíritu santo {credo in Spiritum Sanctum). El cris­tiano no cree «en» la iglesia (en el sentido de un credere in), del mismo modo que cree en Dios en su triple rea­lidad como Padre, Hijo y Espíritu santo. Pero él con­fiesa su fe en la iglesia a pesar de sus faltas y precarie­dades: confiesa su fe en la iglesia como campo de acción del espíritu de Cristo.

Esta perspectiva se expresa ya en el predicado más antiguo, del siglo segundo, que los textos confesionales asocian a la mención de la iglesia: la santidad de la igle­sia expresa y caracteriza su diferenciación del mundo profano, su pertenencia a Dios y a su acción en el mundo.

167

Page 84: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Según la tradición bíblica santo es todo lo que pertenece a la esfera divina, todo lo que elegido por Dios le perte­nece. En correspondencia a la fe encarnatoria cristiana, santidad no significa separación del mundo, más bien habría que decir que en medio del mundo la iglesia está «consagrada» a Dios y su venida.

Estrechamente relacionada y vinculada con la santi­dad de la iglesia se encuentra su unidad, especialmente destacada por el credo de Nicea y por otras fórmulas confesionales griegas del siglo cuarto. La unidad de to­dos los cristianos en la iglesia una no consiste en algo así como una meta en sí deseable, pero cuya realización pudiera relegarse a un futuro indeterminado sin temor a perjudicar a la cristiandad. Muy lejos de esta concepción, la iglesia no se realiza plenamente sin la unidad de todos los cristianos. Su santidad como iglesia de un único Dios y de un único Señor Jesucristo exige incondicionalmente su unidad. Hay que reconocer que frente a las divisiones confesionales de la cristiandad existe una flagrante opo­sición entre la forma de hablar sobre la iglesia de la confesión apostólica y las relaciones actualmente exis­tentes en la organización eclesial. Esto no significa que la verdadera iglesia sea invisible y viva únicamente en los corazones de los fieles. Es constitutivo esencial de la iglesia cristiana como comunidad del Dios hecho carne el tomar forma corpórea en formas institucionales. Y pa­ra adquirir tales formas la cristiandad ha luchado sin tre­gua a lo largo de su historia. Ha habido épocas en que tal intento se ha logrado de una manera más satisfacto­ria que en otras, en las cuales el ser de la iglesia y el del amor divino operante en su comunidad han quedado oscurecidos para los hombres por culpa de divisiones en­tre los cristianos o por otras tergiversaciones del com­portamiento cristiano. La oposición entre la unidad de la iglesia confesada en el credo y las divisiones que de hecho existen en la cristiandad muestra que la iglesia de la fe se ha encarnado de una forma muy precaria en el estado actual de las instituciones eclesiales y que requie-

168

re una representación más clara, transparente y apropiada de la comunidad de todos los cristianos, meta en última instancia de los grandes movimientos ecuménicos del pre­sente.

Mutuamente implicada con la unidad de la iglesia se encuentra su universalidad, su catolicidad. Esta palabra griega significa universalidad, y los protestantes deberían poder confesar también la universalidad de la iglesia. Dentro de la sociedad, la iglesia es, ciertamente, una ins­titución particular y concreta junto a otras organizacio­nes de la sociedad, y entre sus miembros no cuenta más que una parte de los hombres. No obstante, es decisivo que en su fáctica particularidad esté abierta a las nece­sidades y al destino de toda la humanidad en las múl­tiples dimensiones de sus ámbitos vitales. La universali­dad de la iglesia empuja a las iglesias existentes a mirar por encima de los límites de una estrecha eclesialidad, más aún, a superar las estrecheces nacionales, racistas y clasistas y a dirigir su mirada a toda la humanidad, vi­viendo al servicio de la paz y de la justicia entre los hombres. El concepto de la iglesia católica y universal se remonta hasta el siglo segundo y entró a tomar parte en las antiguas confesiones eclesiales en el siglo cuarto. Se ha de lamentar que en los escritos confesionales pro­testantes del siglo xvi fuese suprimido este predicado de la iglesia en las traducciones de los credos apostólico y niceno, siendo sustituido por la expresión «iglesia cris­tiana». Todavía hoy siguen pronunciándose las profesio­nes de fe en esta forma en muchos servicios litúrgicos. Sin embargo, la iglesia necesita objetivamente, hoy no menos que en otras épocas más primitivas, de la pers­pectiva universal como criterio de su autocomprensión. Hay que ir más allá de la unidad ecuménica de los cris­tianos y dirigir la mirada a la totalidad de la humanidad, auténtico objeto de la voluntad reconciliadora de Dios.

Sólo como iglesia católica y universal puede la iglesia cristiana ser también apostólica, apostólica en el sentido del cuarto predicado y criterio señalado en el credo de

169

Page 85: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

Nicea. En el credo apostólico no es mencionado expresa­mente. La misión de los apóstoles estaba dirigida a toda la humanidad en nombre del Dios uno de todos los hom­bres, el cual envió a los apóstoles con su misión. Por es­te motivo, la universalidad de la iglesia y la fidelidad a su misión apostólica se pertenecen mutuamente. El ca­rácter apostólico de la iglesia no depende de que —como 10 han creído muchas generaciones de cristianos— la si­tuación y los modos de pensar del tiempo apostólico sean mantenidos por ella con las menores modificaciones po­sibles. Los cambios son inevitables en el curso progre­sivo de la historia. Lo decisivo es que la iglesia se man­tenga fiel a la misión de los apostóles dirigida a toda la humanidad y que la prosiga. Esta misión no puede aban­donarse en manos de las misiones entre los paganos co­mo una tarea especial, sino que debe ser algo que pene­tre en todas las manifestaciones vitales de la iglesia. De la misión cristiana a la humanidad parte una dinámica transformadora tanto del «mundo» como de la iglesia. De este modo, identidad permanente y transformación de la iglesia están unidas en el acontecimiento de su misión.

Los cuatro «atributos» clásicos de la iglesia —santi­dad, unidad, catolicidad y apostolicidad—• no son propie­dades de una institución existente con una esencia ya perfectamente constituida, sino criterios de un movi­miento misionero en el cual la iglesia trata de realizar 11 esencia que es su determinación. Pero ¿puede decirse que la esencia peculiar y característica está perfectamente descrita por esos criterios? ¿No presuponemos ya más bien un algo que según su determinación debe ser san­to, uno, universal y conforme a su misión apostólica? Ya en los primeros tiempos de la iglesia se experimentó la necesidad de una determinación más precisa y detallada del concepto de iglesia. Este es el sentido que tienen en la confesión apostólica las palabras añadidas «comunión de los santos». Estas palabras complementarias nos las encontramos por vez primera en Servia hacia finales del siglo cuarto, después su uso se hizo corriente en las Ga-

170

lias hasta que finalmente fueron tomadas también en Roma y añadidas a la profesión de fe bautismal. Sobre su sentido se han hecho muchas cabalas en tiempos más recientes. Dos son las posibilidades interpretativas que se nos ofrecen

En las iglesias protestantes, desde el siglo xvi, pre­domina la concepción de que los santos, cuya comunión es mencionada, son los cristianos de acuerdo con el len­guaje del nuevo testamento (Rom 1, 7; 1 Cor 1, 2; Ef 1, 1; Flp 1, 1; Col 1, 2). Así, pues, comunión de los santos significa comunión de los cristianos, y por con­siguiente en el credo apostólico el concepto de iglesia está caracterizado por el hecho de que los cristianos cons­tituyen una comunión entre sí. Correspondientemente, la determinación fundamental del concepto de iglesia en la confesión de Augsburgo (1530) dice que la iglesia es la congregación de los fieles (congregado fidelium). En el artículo siguiente de la misma confesión se habla también de la iglesia como «congregación de todos los fieles y santos».

El sentido originario de la expresión «comunión de los santos» apunta, sin embargo, en otra dirección. Ori­ginariamente no significaba congregación de fieles a fin de constituir una comunión entre ellos. Por una parte hacía referencia a la comunión con los santos mártires que ya participan en el cielo de la salvación divina, ga­rantizando así la futura participación de todos los cris­tianos en la salvación. Por otra parte, la fórmula era en­tendida en el sentido de participación en los sancta, es decir, en los sacramentos que unen a los cristianos con la salvación eterna. Ante esto, lo primero en que debemos pensar es en la eucaristía, que constituía el punto cen­tral de la vida litúrgica de la iglesia antigua. Estas dos interpretaciones de la referencia a los «santos», como indicación de los mártires y de los sacramentos, deben ser consideradas igualmente originarias. El complemento «comunión de los santos» designa, pues, a la iglesia co­mo la institución en la que se tiene participación en los

171

Page 86: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

misterios divinos que median la salvación y comunión con los mártires que gozan ya de la salvación. La am­pliación de este último significado personal de la com-munio sanctorum a todos los cristianos, tal como quedó expresada en la comprensión eclesial de la reforma, es una formación posterior comprensible como síntesis de la fórmula confesional y de la caracterización paulina de todos los cristianos como «santos por vocación».

No obstante, la idea de la participación en lo santo en el sentido sacramental no ha desaparecido por com­pleto en la comprensión eclesial de la reforma. La con­fesión de Augsburgo no se contenta con caracterizar a la iglesia como congregación de los santos (o de los fie­les), sino que prosigue: «entre los cuales el evangelio es puramente predicado y los santos sacramentos son dis­tribuidos por el evangelio». Por la predicación del evan­gelio y la distribución de los sacramentos acontece en el sentido reformatorio precisamente aquello de lo que se trataba en la antigua fórmula de la «participación en lo santo»: la participación de los fieles en la salvación. Y es que el verdadero sentido de la comunión sacramental es la participación en el mismo Jesucristo, la cual es me­diada por la eucaristía así como por el bautismo. Y quien está unido a Cristo tiene la esperanza de participar en la salvación manifestada en su resurrección de entre los muertos. Según la comprensión reformatoria la deter­minación de la iglesia es también la mediación a los hom­bres de la comunión con Cristo y de la salvación revela­da en él. Para esto sirven tanto los sacramentos como la predicación. En esto la reforma está de acuerdo con la antigua iglesia. Lo que llama la atención es que en las formulaciones de la confesión de Augsburgo a diferencia del credo apostólico sólo sea nombrada expresamente la predicación, junto a o, más bien, antes que los sacramen­tos. En este punto puede verse palpablemente que las igle­sias de la reforma se comprenden de una forma especial como iglesias de la palabra. Por otra parte, no hay que olvidar igualmente que en las confesiones eclesiales an-

172

tiguas, donde —en el caso de serlo— sólo se menciona­ban los sacramentos, el concepto del mismo era muy dis­tinto del de ahora. Hasta bien entrada la edad media el sacramento no abarcaba únicamente determinados ritos eclesiales; todo el contenido de la fe podía ser resumido por medio del concepto de los sacramentos, de los «di­vinos misterios». En el mismo siglo xn Hugo de San Víctor escribió una dogmática bajo el título: «Sobre los misterios de la fe cristiana» (De sacramentis christianae fidei). Los ritos de la iglesia aparecen en dicho tratado situados en el contexto de los misterios histórico-salvífi-cos, a través de los cuales Dios ha llevado a cabo la sal­vación y la redención del género humano. La participa­ción en lo santo significa, por consiguiente, participación en los divinos misterios salvíficos, que se han hecho acce­sibles a la humanidad por medio de Jesucristo, y cuyo verdadero sentido es la comunión con él mismo y a través de él con Dios.

Todas estas consideraciones a propósito de la «comu­nión con los santos» nos permiten comprender la iglesia, ante todo, como comunidad con Cristo, cuya mediación se debe a la predicación y a las acciones eclesiales, que garantizan a cada individuo la comunidad con Jesucristo. A esta comprensión cristiana común de la iglesia como mediadora de la participación en Cristo le fue añadida por los reformadores su caracterización como congregado fidelium. Tal caracterización lleva consigo un acento es­pecíficamente protestante: la iglesia no está constituida en primer lugar por los obispos y por los restantes mi­nisterios, sino que su centro de gravedad se encuentra en la congregación de los creyentes. Su base es el sacerdocio universal de los fieles. Esto no quiere decir que según la comprensión luterana no tenga también necesidad del ministerio, es decir, del ministerio de la predicación ins­tituido por Dios a fin de congregar la comunidad de los creyentes (CA v), tal como acontece desde el tiempo de los apóstoles. Sólo de este modo puede surgir la fe. El sentido y la función del ministerio es la mediación de la

173

Page 87: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

comunión de Cristo, y a través de la comunión con Cristo los creyentes se constituyen a su vez en comunidad en­tre ellos. Comunión con Cristo y comunidad de los fieles entre sí son dos caras de la misma moneda.

Con la relación intercambiable de la comunión con Cristo y la comunidad de los cristianos entre sí queda caracterizada la esencia más íntima de la iglesia. No obs­tante, tal caracterización sigue siendo ambigua en el sen­tido de que puede ser interpretada como religiosidad sen­timental, privada y alejada del mundo. Esto es posible mientras no se explicite el horizonte que constituía el trasfondo del mensaje y de la obra de Jesús, y que por tanto debe ser también el de la comunidad con Cristo. Este es el horizonte del futuro de Dios, la espera del reino de Dios viniente. De este modo se pone de relieve el sentido originario de la palabra iglesia {ekklesia), así como su conexión con la idea veterotestamentaria de la comunidad elegida por Dios, objeto de sus promesas (1 Re 8, 55). La autodesignación de la comunidad primitivo-cristiana como ekklesia expresa su autocomprensión como heredera de las promesas de Israel. Se sabía a sí misma como comunidad escatológica de Dios. Como tal tiene la razón de su existencia en la espera de la venida defi­nitiva de Dios, en el anuncio del reinado de Dios vinien­te y su irrupción con Jesús como el mesías de Dios. Sólo en este horizonte puede describirse adecuadamente lo que significa iglesia como comunión con Cristo y participación en lo santo.

La iglesia no es el reino de Dios. Este es más bien el futuro de la iglesia así como del mundo. Es cierto que la iglesia desde Agustín ha sido equiparada al reino de Cristo, empalmando con la espera judeo-cristiana de un reino milenario del mesías anterior a la llegada del fin y del reino de Dios. Esta representación milenaria fue pu­rificada por Agustín de todo dramatismo asociado a la idea del fin al equiparar el reino mesiánico a la iglesia. Sin embargo, esta equiparación no es menos problemáti­ca: pues reino de Dios y reino de Cristo no pueden se-

174

pararse, y ambos designan el futuro, a cuyo encuentro se encamina la misma iglesia. A pesar de todo, el futuro de Cristo como señor de la iglesia determina ya su pre­sente. En el anuncio de la iglesia se hace presente efec­tivamente el reinado de Cristo. Pues el reinado de Cristo no puede tener ningún otro fin que su acción terrena, la cual consistía en llamar a los hombres al reinado de Dios, en proclamar la venida del reinado de Dios. Por la continuación de esta misión de Jesucristo en el anun­cio crístico de la iglesia, el reinado de Cristo se muestra presente en ella. Y, no obstante, la comunidad de los cristianos en sus formas de vida históricamente concre­tas no es idéntica con el reino de Cristo. El reino de Dios y de su Cristo es mayor que la iglesia.

Como el reino de Dios es el futuro tanto de la iglesia como del mundo, la iglesia en la espera del rei­nado de Dios es completamente equiparable a la sociedad humana y a todo el mundo de los hombres. La relevancia de la sociedad para la autocomprensión de la iglesia se encuentra fundamentada en su referencia al futuro del reino de Dios. De ahí que la participación en lo santo no se consiga por una postura de huida ante el mundo y de retirada a la esfera religiosa privada, abandonando de este modo el mundo social a él mismo.

La espera de un futuro reinado de Dios, que sustitui­rá a la serie de los reinos mundanos y acabará con ellos, se formó en el antiguo Israel en conexión con la espe­ranza de un futuro reino de paz, en el que debían reinar la justicia y la humanidad. Por esto el futuro reino de Dios está simbolizado en el libro de Daniel por la figura de un hombre, en lugar de las fieras que caracterizan la esencia de los antiguos reinos mundanos orientales. Aho­ra bien, la iglesia como comunidad escatológica es la multitud de los hombres que viven unidos ya ahora en espera del futuro de Dios para la humanidad. La relación de la iglesia a Jesucristo pertenece también dentro de este horizonte a la esperanza del reino de Dios. Pues Jesús ha llegado a constituirse en origen de la iglesia

175

Page 88: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

por el anuncio de la confianza incondicional en el futuro del reino de Dios como condición única, exclusiva y su­ficiente de la salvación final. La iglesia cristiana prolonga la historia de la comunidad israelita-judía, en cuanto ésta estaba imbuida también por la esperanza del futuro de Dios y de su reino, como una comunidad de hombres que son alentados por Jesús a una confianza incondicio­nal en el futuro del reinado de Dios. Sólo que esta es­peranza, por Jesús, se ha convertido en el fundamento único y plenamente suficiente de la relación con Dios. De este modo son superados y rotos los límites de la comunidad del pueblo israelita: la pertenencia a la iglesia ya no depende de las tradiciones israelitas particulares sino de la esperanza en el futuro reinado de Dios, según fue anunciada por Jesús y es determinante del presente a través de él en el Espíritu del amor. Por esto la iglesia es el pueblo de Dios de todos los pueblos. En la histo­ria del cristianismo esto ha sido comprendido frecuente­mente y con funestas consecuencias en oposición a la elección de Israel, como si ésta quedara liquidada. Sin embargo, en Pablo se nos dice expresamente que Dios no ha rechazado a su pueblo (Rom 11, 1). La iglesia cris­tiana es el nuevo pueblo de Dios, pero no en oposición a Israel. Más bien ha sido injertada en el olivo de Israel (Rom 11, 17 s.). Pero a través de la iglesia de Cristo la historia de la elección de Israel ha sido ampliada a toda la humanidad.

Como comunidad de los que esperan con Jesús el futuro de Dios y viven su vida presente a partir de esta espera, la iglesia es el inicio de una nueva humanidad que alcanza ahora ya la determinación del hombre de cara al futuro de Dios y de su voluntad amorosa y que la representa para todos los hombres. Así, la iglesia está referida al reino de Dios que está por venir: el reino de Dios no es la iglesia, sino el futuro de la iglesia y de toda la humanidad. Pero la iglesia es la comunidad de los que esperan ahora ya el reino de Dios por causa de Jesús y viven de esta espera. Por consiguiente, también

176

la determinación esencial de la iglesia como comunión con Cristo tiene su lugar en el horizonte de la esperanza del reino de Dios. La comunión con Cristo es errónea­mente entendida cuando se la concibe como meta de un piadoso egoísmo salvífico y alejado del mundo. El olvido del horizonte del reino de Dios en la comprensión de la iglesia como comunidad con y en Cristo hace que se desarrolle la piedad estrecha de una asociación mistérica apartada del mundo, de una unión dedicada al cultivo común de necesidades religiosas o de un establecimiento clerical que reparte salvación. La estrechez de los asun­tos intraeclesiales puede ser superada únicamente por la perspectiva del futuro del reino de Dios. Este es el único medio adecuado para que la iglesia conciencie su signifi­cación para el mundo y para la humanidad. No hay que pensar que dentro de esta perspectiva las cuestiones de la configuración social y política de la vida social de los hombres sean las que menos le interesen a la iglesia; pues la esperanza en el reino de Dios se dirige desde los inicios veterotestamentarios a la paz y a la justicia y, por tanto, a una convivencia verdaderamente humana de los hombres. La iglesia, pues, nunca puede desinteresar­se, dentro del ámbito de su acción histórica, de las cues­tiones del orden jurídico y del orden socio-político de la sociedad. Por el contrario, se esforzará continuamente por ver cómo van tomando forma real en el orden ju­rídico de la sociedad actual algunos rasgos de la deter­minación futura del hombre, que encontrará su plenitud y cumplimiento en el futuro reino de Dios.

La perspectiva del futuro reino de Dios impedirá, por lo demás, que la iglesia tome por definitiva cualquier for­ma de vida de la sociedad o de los individuos. Para ella toda nueva conquista positiva tendrá el carácter de un estadio provisional que llegado su tiempo habrá de aban­donarse de nuevo. Con otras palabras, el reino de Dios implica que no haya nada que esté libre de la amenaza de los peligros del retroceso y de la decadencia. El curso de estas ideas nos conduce retrospectivamente al criterio

277

Page 89: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

de la santidad de la iglesia, el cual ahora, en el horizonte de la esperanza en el reino de Dios, adquiere un sentido completamente nuevo.

La santidad de la iglesia, tal como quedó claro ante­riormente, designa su unión con Dios y sus cosas en el mundo. Santo no significa «moralmente irreprochable» sino más bien «separado». Dios es santo en su separación del mundo, en la inalcanzable transcendencia de su liber­tad frente al mundo. El amor de Dios es amor santo porque procede de la libertad de Dios y lleva a los hom­bres, a los que se dirige, del mundo a la comunidad con el Dios santo. La iglesia es santa porque está separada del mundo existente y unida al futuro de Dios y de su reino. La conciencia de la provisionalidad de todo lo exis­tente, también en todas las formas de vida cristiana, es el reverso de este enfoque hacia el futuro de Dios. Por otra parte, a la vista de la peculiaridad de la santi­dad del Dios bíblico, la santidad de la iglesia no puede significar separación del mundo; pues el Dios de la Bi­blia es santo en su amor, en la venida de su reino a este mundo y para este mundo. De ahí que la santidad de la iglesia alcance su plenitud en el amor cristiano. Pero pre­cisamente éste va unido a la conciencia de la provisio­nalidad de toda realidad finita encontrando de este modo la fuerza para la renovación creadora. La iglesia tiene que hacerse consciente de la provisionalidad de todo lo finito en primer lugar en lo que respecta a sí misma, a sus formas concretas, a su orden y a su doctrina. La san­tidad de la iglesia incluye la necesidad de su reforma continua y renovada, reforma no como marcha atrás des­de lo que ha llegado a adquirir realidad a través del pro­ceso histórico hacia formas iniciales del cristianismo his­tórico, sino como renovación bajo la perspectiva del fu­turo del reinado de Dios, el cual nos ha sido ya revelado a través del mensaje y de la historia de Jesús.

Una mirada retrospectiva sobre la historia de la igle­sia nos ofrece unos signos de su santidad muy equívocos y desfigurados. Con excesiva frecuencia nos encontramos

178

con que esta historia se caracteriza, por una parte, por la imagen de una iglesia que se aparta del mundo de una forma casi siempre absolutamente estéril, por otra, por la de una institución que se establece en el mundo con un orden y una doctrina, que en lugar de recordarle al mundo su provisionalidad y temporalidad están es­tructurados casi diríamos que para la eternidad. Pero, sobre todo, la iglesia se ha servido demasiado frecuente­mente de los métodos y de las formas del poder humano, incluida la violencia sangrienta. Además se ha visto re­petidamente comprometida al ayudar, consciente o in­conscientemente, al establecimiento de unas situaciones indignas del hombre por el fomento y cultivo de una pie­dad privada y ajena a los problemas del mundo. La san­tidad de la iglesia aparece sólo donde el impulso creador del amor se une a la conciencia de la provisionalidad y perentoriedad de todo lo terreno de cara al futuro del reinado de Dios.

La provisionalidad del mundo presente constituye también el único fundamento de la existencia de la igle­sia junto al orden estatal y social de la convivencia hu­mana. La nueva Jerusalén del reinado de Dios escato-lógico no necesitará ningún tipo de institución, ningún templo. Pues entonces la vida se realizará bajo la luz de la presencia inmediata de Dios. Por el contrario, en el mundo presente, la determinación del hombre a la co­munión con Dios necesita de otra institución especial que asuma tal determinación, ya que la vida del hombre está aún alienada de su determinación divina. Por con­siguiente, la necesidad de una institución especial de ca­rácter religioso se sigue solamente de que en la vida so­cial no se haya realizado aún la determinación del hom­bre. En este punto la fe cristiana coincide con la crítica de la religión de Marx. La iglesia les recuerda a los hom­bres su determinación humana, como determinación que transciende la provisionalidad de la realidad presente, y les media la participación en la salvación definitiva en medio de un presente alienado de su propia provisionali-

179

Page 90: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

dad si es que quiere recordarle a la sociedad su provisio-nalidad de un modo creíble y al mismo tiempo mantener abierto el acceso de los hombres al futuro de Dios por medio de la comunión con Jesús.

También los criterios de la misión apostólica de la iglesia, su unidad y su universalidad, tienen su fundamen­to objetivo en el futuro salvífico del reinado de Dios abierto ya por Jesucristo. Y es que la misión de los após­toles, la cual es el fundamento de la misión apostólica permanente de la iglesia, se basa en que el futuro sal­vífico de toda la humanidad se ha revelado ya en la his­toria de Jesús y especialmente en su resurrección de en­tre los muertos. De ahí que la misión de la iglesia se dirija a todos los hombres, de ahí que la universalidad sea un criterio de su propia existencia. Ahora bien, la iglesia nunca se realiza plenamente en su catolicidad, siempre se encuentra en camino hacia la plena realización de su determinación universal. No obstante, su figura concreta puede ser expresión de esta determinación y así ser ya católica. Esta determinación quedará plasmada so­bre todo en la unidad de los cristianos. Mientras la cris­tiandad permanezca dividida, la iglesia en la pluralidad de iglesias sólo puede representar de un modo imperfecto y desfigurado, y no sin culpa, la determinación común de la humanidad en correspondencia a la unidad de Dios y de Cristo y al Espíritu unificador del amor. Sólo como la una y la universal puede la iglesia preservar su santi­dad, su unión con el único Dios y Señor de todos los hombres. Es evidente que también puede reencontrarse en la unidad por la reflexión sobre su santidad: las di­ferencias de las comunidades cristianas en cuanto distan-ciadoras y separadoras sólo pueden perderse si se sacan todas las consecuencias para la autocomprensión de las iglesias de la provísíonalidad del orden y de la doctrina eclesiales frente al futuro del reinado de Dios y del único señor Jesucristo y frente a la unión en el Espíritu del amor divino. Este es el único camino posible hacia una colaboración y reconocimiento creciente y mutuo de las

180

iglesias, el único camino realista hacia la formación de una nueva unidad de los cristianos sin uniformidad. Para que este reconocimiento mutuo sea posible sin la des­trucción de la confesión de la verdad una de Dios se requieren varias condiciones. Debe comprender la fide­lidad al pasado cristiano, a la iglesia de los mártires; debe poder entender y justificar como provisional la plu­ralidad de formas del conocimiento de la fe y de modali­dades de vida a partir de la misma unidad de la verdad; finalmente, los diversos conocimientos y formas de la única esperanza y de la única fe han de ser captados por los cristianos no en lo que tienen de diferenciador, sino como caminos diversos hacia la participación común en lo santo, en la verdad salvífica del Dios uno.

181

Page 91: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

El perdón de los pecados

La consecuencia lógica de que la comunión de los santos se haya de comprender en principio como parti­cipación en lo santo es que dicha fórmula se encuentre internamente relacionada con el perdón de los pecados. Pues el perdón de los pecados designa la participación en la salvación cristiana. En todo caso es la consecuencia in­mediata para la vida de los creyentes de la cercanía de Dios mediada por Jesucristo y de la plenitud total —la salvación— de la determinación humana que lleva con­sigo dicha cercanía. En el perdón de los pecados se trata en realidad del efecto presente de la salvación de Dios manifestada en Jesucristo sobre la vida de los hombres vinculados a él. Por el contrario, las palabras finales del credo apostólico —resurrección de la carne y la vida per­durable— designan la participación salvífica futura, ya plena, a la que remite el perdón de los pecados.

Así, pues, participación en lo santo (en las cosas san­tas), perdón de los pecados y esperanza cristiana, en el futuro se halla en estrecha relación. El perdón de los pe­cados en este contexto es la expresión negativa de la comunión con Dios en la fe mediada a través de Jesús, la cual es descrita como participación en lo santo y en la que se funda la esperanza en la vida eterna de la re­surrección de los muertos. El don salvífico positivo de los cristianos es la participación en la vida de Dios re-

182

velada en Jesucristo por el Espíritu del amor. Perdón de los pecados significa liberación de todo aquello que nos separa de Dios y, de este modo, de una vida plena y libre. Pero por ninguna otra cosa están los hombres tan profundamente separados de Dios como por la autoce-rrazón y autorreferencia de sus vidas, situación que que­da sellada por su destino mortal. Tal situación no se su­pera por el hecho de que los individuos se asocien en comunidades, pues tales asociaciones, por una parte, sus­tituyen el egoísmo de los individuos por el de los grupos y, por otra, siempre quedan marcadas por contradiccio­nes entre individuos y grupos, las cuales desembocan nor­malmente en que algunos individuos se sirven del inte­rés común a fin de imponer los propios intereses con menoscabo de los restantes. De ahí que las formas de comunidad humana permanezcan entramadas en la dia­léctica del egoísmo y autocerrazón de los individuos. Esta dialéctica sería superada únicamente en una comu­nidad de hombres bajo el signo de la verdad de Dios, libre de toda arbitrariedad humana, en la cual sería su­perada también, por esto mismo, la oposición entre in­dividuo y comunidad. No obstante, la historia de la igle­sia cristiana nos muestra bien a las claras las limitacio­nes que también en este ámbito llevan consigo las condi­ciones actuales de la existencia humana, su autocerrazón y su perentoriedad mortal. Con el egoísmo viene dado el destino mortal. De ahí que sean inseparables perdón de los pecados y esperanza en una vida nueva en comu­nión con Dios. Y ambas cosas les son mediadas a los creyentes por su vinculación con Jesucristo.

Este es el sentido del bautismo cristiano. Para la cris­tiandad antigua el perdón de los pecados estaba estrecha­mente relacionado con el acto del bautismo. La vincula­ción entre comunión de los santos y perdón de los pe­cados tiene aquí una referencia institucional bien concre­ta. El bautismo une al neófito con Cristo, más exacta­mente con la muerte de Cristo, de modo que el bauti­zado muere a su propia vida pecadora para abrirse a la

183

Page 92: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

esperanza en la nueva vida de la resurrección de los muertos manifestaba ya en Cristo. Con la mención del perdón de los pecados y de la resurrección de los muer­tos la confesión apostólica, ya al final, dirige su mirada al sentido y a la fuerza del acontecimiento bautismal, al cual se va aproximando el neófito mientras pronuncia la confesión bautismal. En este momento se expresa la oca­sión actual de toda la confesión. En otros textos confe­sionales de la primitiva iglesia aparece esto más clara­mente al ser unidos expresamente el perdón de los pe­cados y el bautismo. Muchas confesiones bautismales grie­gas así como el credo niceno-constantinopolitano del 381 hablan, por ejemplo, de «un bautismo para el perdón de los pecados». El que aquí se destaque la irrepetibilidad del bautismo, recuerda la concepción cristiana más pri­mitiva de la irrepetibilidad del perdón de los pecados. La ligazón exclusiva de la liberación de los pecados al bautismo condujo a la mala costumbre de trasladar con frecuencia el bautismo al momento más próximo posible del fin de la vida, todo ello con la finalidad de aminorar el peligro de una recaída irremediable en el pecado. En contrapartida, esta concepción del bautismo confirió tam­bién al acto bautismal la seriedad y la profundidad de un viraje completo y total de la existencia. A partir del siglo tercero fue imponiéndose la concepción de la posi­bilidad de una «segunda penitencia» para bautizados re­caídos en el pecado. Sin embargo, en principio tal po­sibilidad rigió sólo en casos excepcionales. Con todo, la costumbre del bautismo de los niños y las irradiaciones pedagógico-populares del examen de conciencia monacal a partir de la alta edad media tuvieron como consecuen­cia que el perdón de los pecados fuese independizándose de su unión original con el bautismo y que la penitencia repetida y el perdón en el contexto de la institución de la confesión de oído se convirtiesen en algo normal den­tro de la vida cristiana. Incluso la reforma y el pietismo, que tan considerablemente ha marcado la religiosidad protestante hasta la actualidad, se encuentran dentro del

184

ámbito de influencia de esta mentalidad penitencial de origen medieval.

El proceso de separación y de independización del perdón de los pecados respecto al bautismo ha contri­buido a oscurecer la íntima relación entre perdón y es­peranza en la resurrección. Apenas es perceptible hoy día que en el pecado y en su perdón están en juego la muerte y la vida. Esto le era perfectamente claro a la cristiandad primitiva en el acontecimiento del bautismo; pues sólo por el hecho de que el bautizado muera —uni­do a la cruz de Cristo— a su propia vida, es merecedor por el bautismo del perdón de los pecados junto con la esperanza de la vida nueva aparecida en la resurrección de Cristo. A pesar de todo, la iglesia obró rectamente al no limitar el perdón de los pecados al acto irrepetible del bautismo; pues, ciertamente, el morir con Cristo pue­de simbolizarse anticipadamente en un acto, pero, no obstante, se prolonga a través de todo el caminar de la vida mortal hasta la hora de la muerte. Pero, aun siendo así, sigue siendo decisivo para la comprensión cristiana de la salvación que el perdón de los pecados como con­tenido de la piedad cristiana no sea aislado de la es­peranza en la resurrección garantizada por la comunión con Cristo. Separados de ella, pecado y perdón de los pecados se convierten en dos tópicos de una piedad mo-ralísticamente circunscrita a una lucha contra la ley. La estrechez de este tipo de religiosidad consiste en que la experiencia de la culpa se convierte en el tema central de la vida en general y en que el perdón adquiere la categoría de un fin en sí mismo en lugar de ser un sim­ple tránsito hacia una vida nueva, a la que libera y ani­ma. El significado del perdón de los pecados no es pre­cisamente algo convincente y comprensible por sí mismo. Un cristianismo orientado a la problemática del pecado y de la culpa ha topado en la época moderna, y de un modo creciente, con la incomprensión y la desconfianza de los que no se sienten pecadores y, consecuentemente, no creen tener necesidad del mensaje del perdón de los

185

Page 93: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

pecados. El número de estos hombres es creciente al haber perdido la moral tradicional su evidencia y validez en la conciencia del presente. ¿Se ha de comenzar por llevar a estos hombres al convencimiento de la vincula-bilidad de una exigencia moral a fin de que ante una hermenéutica «radical» de esta exigencia moral se sien­tan como pecadores conscientes y necesitados de perdón? Una tal interpretación del mensaje cristiano aparece como estrecha, forzada, corta de miras y poco convincente. No alcanza la problemática elemental de la vida de los hom­bres, sino que se ve obligada a crear artificialmente una serie de problemas con el fin de poder recomendar en­tonces su solución. Por esto, la moral cristiana y esa religiosidad no menos cristiana que no hace más que dar vueltas alrededor del pecado y del perdón pudieron ser valoradas por Nietzsche como enemigas de la vida. El significado positivo para la vida del mensaje cristiano del perdón sólo puede ser concienciado si se pone de relieve su relación con la problemática fundamental de la vida, problemática que es de carácter premoral. La cuestión vital fundamental y básica está planteada por la inevitabilidad de la muerte, la cual amenaza la vida con el sentimiento de vacuidad ante el destino mortal de toda obra y pensamiento humanos. Sólo sobre el trasfondo del destino mortal aparece el profundo con­tenido del mensaje cristiano sobre el pecado y la culpa; pues tal mensaje interpreta el destino mortal de nuestra existencia como resultado de nuestro egoísmo. En la me­dida en que anhelamos alcanzar nuestra plenitud existen-cial por medio del enriquecimiento de nuestro yo, todo se acaba con su fin, todo permanece vacío o insatisfecho, incluso el propio yo. Pecado significa haber errado y equivocado la fuente de la vida en nuestra búsqueda de vida. Y este error no significa más que cada hombre as­pira a la plenitud de su vida por el enriquecimiento del yo aislado y separado de los demás y de Dios. Ahora bien, si Dios es el origen de la vida y la vida misma, su separación y aislamiento no pueden conducir más que

186

al fracaso de esa plenitud vital anhelada y deseada. Su consecuencia inmediata se muestra en el destino mortal de la existencia humana. Así el pecado aparece como un elemento estructural fundamental de la constitución de la existencia humana. Se trata en primer lugar del enfo­que fallido de nuestra existencia en su totalidad y no de errores y fallos particulares, los cuales en su concre­ción serían, más bien, únicamente la expresión de aque­lla actitud básica. Un tipo de consideración moralista aisla tales culpas concretas y las juzga como fundamen­talmente evitables, suponiendo que la naturaleza del hom­bre es presuntamente buena. En todo este asunto tiene una importancia secundaria si la evitación de tales erro­res y faltas se deposita en manos de los individuos o se espera de la transformación de las relaciones sociales, a fin de descargar a los individuos de sus consecuencias negativas. En la perspectiva cristiana tales actitudes fa­llidas y faltas concretas ni se dramatizan ni se bagateli-zan, sino que son vistas como expresión de una situación totalizante de la vida humana, la cual es superable, aun­que esté mucho más profundamente arraigada en la cons­titución del ser humano de lo que piensan los que es­peran su erradicación por un cambio de las estructuras sociales en toda su profundidad.

El concepto del perdón de los pecados adquiere un sentido completamente nuevo si el pecado como aisla­miento de Dios es considerado bajo la perspectiva del destino mortal de la existencia humana. Entonces perdón de los pecados significa el quedar capacitados para espe­rar más allá de la muerte en una vida en comunión con Dios. Una tal esperanza liberadora ha de repercutir tam­bién en la vida presente. En este sentido, el aspecto ético queda salvaguardado. No es indiferente lo que cambie en el comportamiento de los hombres y en su vida social. Pero el asunto de la humanidad como tal no es aban­donado en manos de la acción moral. Felizmente, las cosas no son de tal manera que la humanidad del hombre dependa absolutamente del éxito y el logro de deter-

187

Page 94: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

minados valores morales. Más bien hay que decir que, por su parte, la acción y la conciencia morales presupo­nen siempre esta humanidad del hombre, que es objeto de la temática religiosa. En esta dimensión, y no en la de un moralismo abstracto, está el sentido y el alcance del lenguaje cristiano sobre el pecado y su perdón, aquí radica su fundamento. Su conciencia sólo podremos re­cuperarla si ponemos de manifiesto la conexión de pe­cado y perdón de los pecados con la cuestión acerca de la vida y la muerte.

Los orígenes del mensaje cristiano del perdón de los pecados hay que buscarlos en el horizonte de estas cues­tiones. Cuando Jesús le prometía a un hombre el perdón de sus pecados, lo que le decía era que tendría parte en la salvación del futuro reinado de Dios, y por tanto también en la vida nueva de la resurrección de los muer­tos. Jesús podía prometerlo porque sabía que la confian­za en el futuro de Dios, la orientación decidida hacia la venida de su reinado es todo lo que Dios exige del hom­bre. Quien construye sobre el futuro de Dios, puede estar cierto de la salvación. Nada le puede separar ya del Dios vivo. Desde ese momento está superado todo lo que hasta entonces le ha podido separar de Dios. Quien acepte el mensaje de la cercanía del reino de Dios ha recibido ya el perdón de sus pecados. Quien acepte a Jesús como el vocero del reinado de Dios se halla ya libre del peso y el lastre de un pasado que le cierra el futuro de la vida. Así, pues, el perdón de los pecados es la consecuencia de la confianza en el futuro del Dios vivo. Es la aurora de la salvación futura, la luz que el futuro de la salvación de Dios arroja sobre la vida pre­sente. De este modo, abre ahora ya la libertad de un nuevo comienzo y de una nueva percepción del pasado no menos que del presente. El perdón de los pecados dona la libertad para la afirmación plena y total del ins­tante presente, de lo cual sólo es capaz quien puede es­tar seguro de un futuro pleno.

Si la libertad sólo puede ser un don recibido a través

188

del perdón de los pecados, la consecuencia inmediata es clara: el hombre no es libre desde sí mismo. Esto últi­mo es lo que se presupone cuando se acepta sin más que el autodesarrollo libre del individuo es una posibilidad de la libertad actualmente realizable. Y no sólo entonces. Se presupone igualmente cuando se pone en manos del hombre la tarea de su autoliberación. Autoliberación por emancipación, es decir, por ruptura de todas las atadu­ras que impiden la libertad, es una exigencia con sentido sólo si el hombre es ya libre en sí mismo y sólo es im­pedido en el ejercicio de su libertad por la situación des­favorable de las circunstancias externas. Si el hombre fuera en sí mismo libre de este modo, despliegue vital y fáctico de todas sus capacidades y necesidades tendría que ser considerado como una exigencia y un derecho del desarrollo de la libertad, cosa que es frecuente hoy día, y los diversos intereses del desarrollo personal de­berían tratarse como en principio perfectamente equipa­rables. Sin embargo, la experiencia nos enseña que las necesidades de autodesarrollo de los distintos hombres no sólo chocan frecuentemente entre sí, sino que tam­bién, con no menos frecuencia, facilitan sólo un subro­gado de la satisfacción anhelada y esperada, y no raras veces les impiden a los hombres la posibilidad de una vida verdaderamente llena. Ahora bien, si los caminos que los hombres siguen en su búsqueda de autorrealiza-ción, están tan frecuentemente abocados al error —y no otra cosa significa la palabra pecado—•, no queda otra salida que pensar que no se encuentran todavía en po­sesión de la verdadera libertad. La verdadera libertad tiene que sernos donada primeramente y abrírsenos des­de fuera en contraposición a sus presuntas necesidades del instante y a todo lo que ellas son ya desde sí mismas. Este es el gran problema no ya de la situación espiritual del presente sino de toda la modernidad: si el hombre es ya libre desde sí mismo o si tiene que ser liberado primero de sí mismo para participar de la verdadera li­bertad. Esto último es lo que confiesa la fe cristiana

189

Page 95: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

cuando confiesa el perdón de los pecados. Esto es tam­bién lo que constituye el centro de la doctrina de la jus­tificación de los reformadores del siglo xvi, que el hom­bre no es libre por sí mismo sino que consigue la liber­tad sólo por la fe en la promesa de Dios. Pero para la reforma lo que constituía el contenido de la promesa li­beradora era el perdón de los pecados. Así, la doctrina de la justificación de la reforma dice que el hombre sólo alcanza la libertad por medio de la confianza en la pro­mesa del perdón de los pecados hecha en Cristo. Se trata de una libertad que libera también al hombre de sí mis­mo para su verdadera identidad, porque ésta se encuen­tra fundada, más allá de nosotros mismos {extra nos), en Dios y en su revelación por Jesucristo. Con esta tesis central de su doctrina de la justificación por la fe en la promesa de Dios, la reforma se opone a determinadas tendencias, ya presentes entonces, de la autocomprensión moderna, según las cuales el hombre es ya libre desde sí mismo. No obstante, no por esto se encuentra en opo­sición a la comprensión de la libertad de la edad moder­na en general. La certeza divina de la fe de la justifica­ción ha constituido, más bien, el impulso más fuerte para la libertad individual frente al poder de las convicciones socialmente sancionadas. De este modo, la doctrina de la justificación llegó a abrir nuevos derroteros tanto para la historia de la libertad política como para la crítica de la tradición, la cual en la ilustración se dirigió contra las inconfesadas pretensiones de poder y autoridad, pre­cisamente también de la tradición cristiana y de las igle­sias. Cuando en este proceso la certeza de Dios de la, por su parte aún muy vinculada a la tradición, fe de la justificación fue sustituida y suplantada por la de un conocimiento «natural» de Dios, al margen de la disputa entre las confesiones, como fundamento de la autocerte-za de la razón, pudo finalmente aparecer esta certeza de Dios como simple proyección del hombre. Fue entonces cuando ya no pudo fundamentarse la libertad en la rea­lidad divina dada previamente al hombre y que tiene

190

que liberarle a fin de alcanzar su propia libertad huma­na. Pero, con esto, el principio mismo de la libertad tiene que acabar por aparecer como un principio arbitra­rio, sin verdad absoluta. Al margen de su fundamenta-ción religiosa en una liberación del hombre para su li­bertad, la libertad coincide con la arbitrariedad de los individuos, con la libertad que se tiene ya presuntamen­te cuando sólo caen por tierra los límites externos de su uso. Sin embargo, la ausencia de límites de la arbi­trariedad no formada tiene que desprestigiar el principio de la libertad en general. Frente a ello, la fundamenta-ción de la libertad a partir de la certeza divina del per­dón de los pecados sigue siendo, al menos en nuestro ámbito cultural, un fermento indispensable para el man­tenimiento de una sociedad favorable a la libertad. Tal fermento sigue siendo operante también a través de sus formas manifestativas secularizadas, mientras su origen religioso permanezca vivo.

Rectamente comprendida, pues, a la confesión cris­tiana del perdón de los pecados le ha sido confiada el mantenimiento de la verdadera libertad y con ello el de la humanidad del hombre. Esto sólo es posible por­que la libertad de la fe no le distancia al hombre de sí mismo sino que lo conduce a su determinación. Con todo, también es verdad, que la confesión del propio pe­cado significa distanciamiento de sí mismo. Sin embargo, éste es sólo un aspecto de su significado. La confesión del propio pecado es siempre, al mismo tiempo, confe­sión a favor de uno mismo, expresión de la disponibili­dad a aceptar la responsabilidad de sí. Vistas así las co­sas, la conciencia cristiana del pecado no tiene por qué ser expresión de una autonegación y de una enemistad hacia la vida. Por el contrario, puede comprenderse co­mo una afirmación de la vida de cara a su desfiguración. Ya la misma confesión del pecado aparece así como un acto de libertad; pues la verdadera libertad es libertad responsable: sólo en la aceptación de la propia respon­sabilidad se hace un hombre idéntico consigo mismo.

191

Page 96: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

De ahí que se tome como criterio de libertad el grado de disponibilidad a saberse responsable de sí mismo, y no sólo de sí mismo sino también del ámbito vital en que uno se desenvuelve, de todo lo que en él acontece o deja de acontecer; pues el hombre es él mismo no como un individuo aislado, sino como miembro de su sociedad y de la humanidad. Alcanza identidad consigo mismo en la medida en que busca la culpa de los fallos y faltas de su círculo vital no sólo en los demás sino en sí mismo. En esto se identifica con su ámbito vital y to­ma para sí la tarea de su reforma. En este sentido, la confesión del pecado no es ninguna expresión de carencia de libertad, la cual no es superada más que por el perdón. La ausencia de libertad se exterioriza, más bien, en la represión y en la negación de la propia culpa y corres­ponsabilidad. Ver la culpa con ojos propios —a no ser que sea expresión de la más extrema desesperación de sí mismo— es sólo posible en la confianza del perdón y testimonia, por esto, la libertad para sí mismo, la cual es liberada por el perdón de los pecados.

192

La resurrección de la carne y la vida perdurable

El perdón de los pecados designa el efecto salvífico presente del bautismo y de la «participación en lo santo», por el contrario, la resurrección de la carne designa su plenitud futura. Los bautizados en la cruz de Cristo y unidos en su muerte con su cruz tienen a través de la comunión con Cristo la esperanza de participar también en el futuro en la nueva vida de la resurrección de los muertos, la cual ha aparecido ya en él y da ahora ya a los bautizados la fuerza para vivir una nueva vida a partir de la fe y de la esperanza (Rom 6, 4 s.). El per­dón de los pecados y la vida en fe, esperanza y amor a partir de la fuerza del Espíritu santo es el inicio presente de la vida futura en comunión con Dios, a cuya plenitud se dirige la esperanza cristiana de la resurrección de la carne.

Ya hemos tratado anteriormente, al hacerlo sobre la resurrección de Jesús, sobre la espera de una resurrec­ción de los muertos. No es cuestión de repetir ahora lo que ya dijimos allí sobre el sentido de la esperanza cris­tiana de la resurrección, sobre su relevancia humana uni­versal como respuesta a la cuestión de la totalidad de la existencia humana sin solución a este lado de la muerte, sobre su diferencia de la fe helénica en la inmortalidad del alma. La oposición a la idea griega de una vida más allá de la muerte como prolongación de la vida de un

193

Page 97: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

alma separada del cuerpo queda expresada en la acentua­ción especial de la formulación del credo, que habla de una resurrección de la carne. Algunas tradiciones confe­sionales de la antigua iglesia agudizan aún más este ma­tiz y hablan expresamente de la resurrección de ésta, es decir, de esta actual y perecedera carne. Esto correspon­dería a aquellas palabras de Pablo, «es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor 15, 53). La acentuación de la identidad de la carne, sin perjuicio, claro está, de su transformación, va dirigida contra la representación platónica de un nuevo nacimien­to del alma en otro cuerpo. Afirma que la identidad del hombre depende de la irrepetibilidad de su existencia corpórea. De ahí que la confesión de la identidad de la materia de la «carne» dé la impresión de una dureza, que en el mundo helenístico tuvo que sonar ya a bar­barie, a pesar de que entonces aún no se sabía que la materia orgánica se renueva varias veces incluso durante el tiempo de vida de los individuos.

No obstante, la acentuación de la identidad material no excluyó por completo la idea de una inmortalidad del alma. El pensamiento cristiano por lo general ha vincu­lado, más bien, ambas representaciones, en sí hetero­géneas, de la inmortalidad del alma y de la resurrección de la carne. La explicación de este hecho radica en que la resurrección de los muertos era representada exclusi­vamente como un suceso en el transcurso horizontal del tiempo. Ahora bien, puesto que la resurrección no era esperada inmediatamente después de la muerte de cada individuo particular, sino que según la tradición cris­tiana debía acontecer para todos los hombres simultánea­mente al fin del mundo y de la historia presentes, se planteó la cuestión de la existencia del individuo en el intermedio entre el momento de la muerte y el de la futura resurrección universal de los muertos. Para llenar el tiempo transcurrido entre la vida presente y la futura resurrección de los muertos se ofrecía como solución na-

194

da desdeñable la representación de la inmortalidad del alma. La continuidad ofrecida por la duración del alma pareció indispensable para garantizar la identidad perso­nal de la vida futura con la actual y perecedera. Y esto aun cuando la existencia del alma separada del cuerpo no se consideraba como existencia humana plena, ya que para el pensamiento cristiano desde sus comienzos es constitutiva del ser humano la unidad de cuerpo y alma. De cara a la problemática de la identidad personal del hombre entre su muerte y la futura resurrección uni­versal y de cara al significado de la identidad personal para la responsabilidad del hombre ante el juicio final de Dios es perfectamente comprensible que la iglesia católica-romana desde 1513 condene como herética la aceptación de la mortalidad del alma y considere como dogma vinculante su inmortalidad. A pesar de todo, es dudoso que la identidad personal del hombre y su res­ponsabilidad ante el juicio de Dios más allá de la muerte dependa de la aceptación —tan difícil de conjugar con los actuales conocimientos del hombre— de un alma in­dependiente del cuerpo y capaz, por eso mismo, de so­brevivir a su muerte. En todo caso, por medio de esta hipótesis no se consigue en absoluto un mejor nivel de comprensión del enunciado de la confesión apostólica, según el cual no sólo debe participar en la resurrección futura el cuerpo presente, sino su materia, su carne. La identidad de nuestra «carne» actual con la futura reali­dad de la resurrección permanece completamente irre-presentable mientras mantengamos la sucesión lineal del tiempo. Por el contrario, una comprensión más profunda del tiempo permite satisfacer también los intereses teo­lógicos que fundamentan objetivamente la aceptación de la representación de la inmortalidad del alma en el cris­tianismo.

Según la concepción apocalíptica del tiempo del pri­mitivo cristianismo, lo que se revelará en el futuro so­bre la tierra se encuentra ya oculto en Dios («en el cielo»). Esta era la lógica que condujo de la identificación del

29.5

Page 98: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

resucitado con el futuro mesías y juez universal al con­vencimiento de su reinado universal a la derecha del Padre, reinado ya actual aunque todavía oculto. La mis­ma lógica vale para la esperanza cristiana de la resurrec­ción de los muertos. La futura resurrección de los muer­tos revelará lo que constituye ahora ya el misterio de la historia de nuestra vida para el Dios eterno presente a nuestras vidas. A partir de esta interpenetración pe­culiar de tiempo y eternidad se hacen comprensibles aque­llas palabras tan extrañas del evangelio de Juan, según las cuales quien cree en el Hijo tiene ya la vida eterna. Así, el evangelista pone en boca de Cristo las siguientes palabras: «el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5, 24). El futuro de la plenitud final es ya presente de un modo oculto; de ahí, que ahora ya pueda caer la última de­cisión en el encuentro con Jesús. Esto no quiere decir que según Juan esta decisión no fuera cosa del futuro. Pero de un modo oculto, como futura, es ya presente. Por eso puede el Cristo joanneo dejar en la frase siguien­te que presente y futuro se penetren mutuamente de un modo verdaderamente paradójico: «llega la hora (ya es­tamos en ella) (!) en que los muertos oirán (!) la voz del hijo de Dios, y los que la oigan vivirán» (5, 25). De un modo similar, en Colosenses la participación de los bautizados en la resurrección de Cristo, que según Pablo es aún cosa del futuro, es ya presente (Col 2, 12). No obstante, puede discutirse si aquí existe una oposi­ción objetiva con Pablo (Rom 6, 5 y 8), pues según Colosenses la participación de los cristianos en la resu­rrección de los muertos es realidad ya presente sólo en lo oculto de Dios: «porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis glo­riosos con él» (3, 3 s.). Este entramado de tiempo y eternidad puede comprenderse de modo que lo ya exis­tente en la eternidad de Dios sea independiente de que

196

se revele o no en el futuro. Entonces se pensaría la eternidad y con ella a Dios de un modo intemporal, y entonces lo que acontece o no acontece en el tiempo ca­recería de significado para la eternidad, pues entonces ya tendría consistencia en la eternidad todo lo que en el tiempo es aún futuro. Una tal concepción de la eternidad no es compatible con la fe cristiana, pues en este caso o el curso del tiempo mundano con todos sus detalles incluido todo lo malo y absurdo estaría determinado por Dios desde la eternidad o toda la historia de la humani­dad y por tanto también la encarnación carecería de im­portancia y significado para la eternidad de Dios. Pero el cristianismo se basa en la fe en que toda esta historia temporal tiene un significado decisivo para el mismo Dios. De ahí que el entramado de tiempo y eternidad haya de concebirse, más bien, como si la eternidad del mismo Dios dependiera todavía del futuro del mundo. La revelación futura del reinado de Dios no sólo revela lo que ya está firme incluso sin este acontecimiento. Más bien, sólo ella decide definitivamente que Dios era desde la eternidad la realidad determinante de todo. A partir del futuro de Dios puede afirmarse, pues, con Juan y Colosenses que el creyente en lo oculto de Dios tiene ya ahora vida eterna, participación en la resurrec­ción de Jesús. Lo cual significa a su vez que la conti­nuidad de nuestra vida actual con la vida futura de la resurrección de los muertos no debe buscarse en la línea de la continuidad del transcurso del tiempo, sino en lo oculto del Dios eterno, cuyo futuro está ya ahora pre­sente en nuestra vida. En esta dimensión profunda de nuestra vida presente se encuentra ya la verdad sobre esta vida —para juicio o salvación—, la cual verdad, sin embargo, se decide aún sólo en el curso de nuestra vida. De ahí que, inversamente, la vida futura pueda ser com­prendida como materialmente idéntica con la presente; pues el contenido de este futuro será lo que llena la profunda dimensión de nuestra vida presente, ahora to­davía oculta para nosotros. Naturalmente, esto será tal

197

Page 99: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

como aparece a la luz del futuro de Dios, el cual está y se mantiene presente en todas las cosas de un modo oculto y eterno. En este sentido, el enunciado de la re­surrección de la carne hay que entenderlo literalmente: es efectivamente la misma carne, es toda la extensión de nuestra vida presente, que en contraposición a su determinación humana perecerá en el juicio de Dios o será eternizada y glorificada por participación en su eter­nidad y en su gloria. Pero tal transformación de nuestra vida mortal no significa rigidez momificada. Este sería el caso si la eternidad se concibiese como ausencia de tiempo. Pero la confesión apostólica habla en un añadido a la esperanza de la resurrección de los muertos, tomado del oriente cristiano, de una vida eterna y perdurable que espera a los resucitados de la muerte. La confesión niceno-constantinopolitana habla en este lugar de la vida del mundo futuro, haciendo entrever, por consiguiente, la mutua implicación entre vida eterna y futuro de Dios. Al mismo tiempo se hace notar la diversidad respecto a ía vida presente. La vida deí mundo futuro no es la vuelta y la prolongación sin fin de la vida actual en la misma línea temporal, sino que desarrollará su propia dinámica a través de un crecimiento en profundidad de nuestra vida presente.

El tránsito de nuestra vida mortal actual a la vida futura del mundo futuro, es decir, la resurrección de los muertos, fue esperado por la antigua cristiandad como un suceso que alcanza a todos los hombres en común y que tendrá lugar al fin de nuestra historia y de nuestro mundo. Na es concebido como un acontecimiento que sobrevendrá sobre cada individuo particular inmediata­mente después de su muerte, o en cualquier otro mo­mento. La salvación del individuo, la totalidad de su existencia fragmentarizada por la desgracia, la propia cul­pa y la muerte, así como la determinación de la humani­dad son unificadas en la representación de una resurrec­ción común de los muertos al final de la historia del mundo presente. Esto queda expresado igualmente en

198

la conexión de la resurrección universal de los muertos con el juicio final y la revelación plena del reino de Dios, que llevará a su cumplimiento la determinación social de la humanidad. La espera de la resurrección de los muer­tos tenía, ciertamente, que ver desde sus mismos oríge­nes con la problemática vital del individuo, con la cues­tión de su participación en los bienes salvíficos que les habían sido prometidos al pueblo elegido y a la huma­nidad. La cuestión de la concesión de la justicia de Dios en la vida del individuo hizo aparecer la idea de una compensación transcendente del balance negativo de la vida presente. El que a pesar de todo la resurrección de los muertos y su juicio fuesen pensados como un acon­tecimiento que sobrevenía a todos los individuos en co­mún siendo al mismo tiempo el acto de aparición del reinado de Dios al fin de los tiempos, vincula la pleni­tud de la determinación humana del individuo con la de todos los individuos y con la de la sociedad humana.

Esta vinculación se perdió con la secularización de la escatología cristiana desde eí siglo xvm. La meta de una sociedad perfecta en paz y justicia, de una sociedad sin clases y sin dominio de unos hombres sobre otros se convirtió en un programa realizable por los hombres bajo las condiciones del mundo presente. Sin embargo, esta moderna fe en el futuro no tiene ninguna respuesta válida a la cuestión de la participación de los individuos de anteriores generaciones en la realización futura de la humanidad en una sociedad perfecta del futuro. En esto se pone de manifiesto la cuestionable disposición de los movimientos revolucionarios de la modernidad a sacri­ficar la felicidad del individuo por un futuro presunta­mente mejor de la humanidad: como si la humanidad no estuviese compuesta de individuos, y no sólo de hom­bres de una sociedad futura sin relaciones de poder. La humanidad pensada en contraposición a la suma de sus individuos es sólo una abstracción cruel. La negación de los individuos implicada en esta abstracción muestra muy concretamente su inhumanidad allí donde tales représen­

l a

Page 100: Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

taciones se convierten en realidad política. La plenitud de la determinación humana de la humanidad puede pen­sarse solamente como plenitud común de la determina­ción humana de todos los individuos de la humanidad. Este es precisamente el caso en la doctrina cristiana clá­sica de la resurrección común de todos los muertos, que coincide con la llegada del reinado de Dios: sin resu­rrección común y universal de los muertos y juicio final y, por consiguiente, sin participación de todos los indi­viduos, ningún reino de Dios, ninguna plenitud de la hu­manidad. Este criterio es apropiado e indispensable para no dejarse llevar por eJ abuso de la idea de una huma­nidad plena y realizada al servicio del establecimiento de unas metas políticas. Esto acontece al desvelar el ca­rácter inhumano de tales profecías, cuya aparición nor­malmente tiene lugar en nombre de la humanidad. Por otra parte, de la idea del futuro reino de Dios en paz y justicia parten de continuo impulsos encaminados a la renovación de la vida política y social. Pues al fin y al cabo en la esperanza en el reinado de Dios está en juego la plenitud de la determinación social del hombre. De ahí que la presencia del futuro reino de Dios en la mi­sión de Jesús y en la fe en Jesús como el mesías del fu­turo reino de Dios no puedan darse sin repercusiones sociales. Por la misma razón por la que no puede dejar de tenerla una autocomprensión de la iglesia que se orien­te al futuro del reino de Dios. No obstante, no carece de importancia que Jesús con su mensaje de la cercanía del reinado de Dios se dirigiese al individuo y no apareciese como un reformador social o político. Este rasgo no es sólo una consecuencia temporalmente condicionada de la espera próxima del fin del mundo. El rechazo de Jesús del título mesiánico, tan marcado políticamente, contie­ne la afirmación, permanente en su significado, de que no hay ninguna aproximación directa al reino de Dios a través de reformas y cambios políticos, sino inversamente sólo repercusiones sociales de la confianza religiosa en su proximidad y en su poder determinante sobre el pre-

200

senté. La vinculación de la plenitud del reino de Dios con la resurrección universal de los muertos recuerda que toda renovación política de la sociedad inspirada en la esperanza escatológica puede realizar sólo una analogía del orden pacífico del reino de Dios. El grado en que esto sea alcanzable depende de la medida en que el or­den político y social posibilite a sus miembros la reali­zación de su determinación individual, la cual no tiene que ser idéntica con la satisfacción de todas las necesi­dades experimentadas subjetivamente. Pero el grado de humanidad de una sociedad se mide también por la liber­tad interna de sus relaciones con el pasado de la huma­nidad y del propio estado. Incluso la vida individual no está sólo entretejida en el presente de su sociedad, tam­bién lo está en la historia en la que tiene su profundidad. Pues el reino de Dios abarca así como las futuras, tam­bién las pasadas generaciones de la humanidad, y la es­peranza del reino futuro de Dios espera la salvación no sólo para la última generación, sino que se dirige a la transfiguración de todas las épocas de la historia de la humanidad por medio del fuego del juicio divino, el cual no es distinto de la luz de la gloria de Dios.

201