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RASGOS DE ESPIONAJE EN EL MILITANTE CLANDESTINO Ricardo Muñoz Suay E n el transcurso de la preparac10n y tras haber logrado bautizar mi artícu- lo como Rasgos de espionaje en el mi- litante clandestino, comencé a ver cla- ro, quiero decir oscuro, que sin proponérmelo iba a abordar un tema dicil y no porque el armazón de las anotaciones previas me iban acorrando hacia juicios éticos (si es que la ética interviene en este juego del espionaje, siempre literariamente esté- tico), sino porque en vez de ejercer como protago- nista-definidor me iba convirtiendo durante el desa- rrollo de mi silenciosa y privada auto-conversación ante las cuartillas, en un sujeto converso que no iba a hacer otra cosa, como en ecto haré, que inrmar de gunos hechos, dejar en el aire unos indicios, para que ustedes, el respetable (los espías como sabemos son los honorables) respondan a mis du- das, reflexiones y preguntas y oezcan sus solucio- nes según sus entendimientos. Pues sigo todavía sin saber con absoluta certeza si el militante clandes- tino (y en mi caso, en comparación con otros miles y miles de clandestinos no deja de ser de una modestia y de una insignificancia reveladoras), lleva en sí los rasgos del espionaje. En breve: si esos militantes clandestinos, y yo rmando parte de ellos, han sido o imos espías. Y no sobra en este momento recordar que un escritor millonario, autor soviético de novelas poli- cíacas y probablemente . espía, Julián Semionov, pontifica a base de su otra r ortodoxia y declara que el espía «es una persona que traba en el campo ene- migo y que ha de ser sumamente honrada y reves- tida de una gran rtaleza ideológica», definición que a simple vista, sin necesidad analítica, nos rea- firma en nuestra convicción de que los densores del espionaje propio, es decir los densores de un determinado espionaje y no del contrario, son los más mentirosos en ese oficio en el que la mentira es el pasorte de la supervivencia y de la superpoten- cia. Sobre mis años de clandestino, muchos, cerca de treinta, aunque los de más agudización no eron sino veintitrés, en otros papeles y con el título de «Fragmentos de una clandestinidad permanente» ya los he abordado y, en parte, explicado. Y hoy, aquí, no deben volverse a mencionar sino de rma tangenci, ya que partiendo de mi experiencia clandestina, debo reflexionar sobre mi otra repre- sentación paralela, sobre la búsqueda de esos rasgos (no muy convincentes en ocasiones) que no se en- cuentran o pueden localizarse en el militante clan- destino. Y que ustedes van a ser antes que yo, 51 probablemente, quienes podrán emitir respuestas sobre los límites entre una y otra vocación-pro- sión, en ese al filo de la navaja en el que peligra en alguna ocasión sin saberlo o sabiéndolo o ambas cosas a la vez, la vida del artista. Sí quiero destacar de aquel texto en el que narré mis experiencias de militante clandestino algo que para mí -no sé si para mis lectores, si es que los hubo- es de suma importancia (en todo caso Fran- cisco Umbral e concluyente respecto a mi escrito pues dijo con su tradicional rotundidad «Muñoz Suay o la clandestinidad como manera de no ocupar un lugar en el mundo»). Me refiero a que confesé, con tristeza, como última reflexión, que una gran parte de mi vida se había desenvuelto en la clandes- tinidad y que eso me había conducido a una der- mación de la realidad histórica (entre paréntesis, diré que defiendo toda clase de irrealidades y algo más: que nunca es la realidad lo que más me atrae en la creación artística, aunque la pérdida de esa otra realidad contextual, la histórica, sí que es go grave y dermante para todos). Esa lta de estar en la realidad histórica, año tras año, o de alejarse de ella o lo que es peor perder la realidad del entorno, sí juzgo que tiene mucho que ver con ese clandestino que como lo i yo, está obligado a adquirir de vez en cuando otra personali- dad para cruzar onteras y burladeros (y el símil taurino del burladero no es aquí una mera licencia conceptual). El mundo de los espías prosionales y el de los aficionados e, incluso, el menos definido de los clandestinos, parece estar estructurado como el descrito en un texto táncrito que acabo de leer ilus- trativo de una narración borgiana. Dice que «las estructuras ndamentales del Universo, o del mundo terrestre, se manifiestan, como los del ser humano, bajo un doble aspecto: aparente (material) y real (sutil).» Y es en esa versión o subversión, según cómo se mire, donde lo material y lo sutil es apariencia o es reidad, donde se desenvuelven ya no sólo los mi- tos éticos, patrióticos, religiosos, gregarios, sino la propia experiencia que a medida que la expongo sigue sin poderse delimitar, continúa sin poderse atestiguar como definitoria de una modidad del espía (que por cierto en italiano el espía es sustan- tivo menino, la espía, con lo que la definición de una prosión tan antigua como la otra, adquiere unos matices más inquietantes y sutiles). Está claro, ahora sí, que todas estas y las próxi- mas reflexiones que darán pies y ciempiés a mi intervención, no pueden hacerse, sobre todo públi- camente, si no es desde la posición del disidente, converso o herético según quien inquiera. Nadie desde dentro de la clandestinidad o desde la ortodo- xia militante puede -y no sólo por razones secta- rias- coesar (o, como en mi caso, recordar) un pasado tan ambiguo como el de clandestino-espía. Pero en mi caso, aparte de estas razones para mí válidas, existe el propósito de no convertir el relato de mi experiencia en una acusación al estilo del «Yo

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RASGOS DE ESPIONAJE EN EL MILITANTE CLANDESTINO

Ricardo Muñoz Suay

En el transcurso de la preparac10n y tras haber logrado bautizar mi artícu­lo como Rasgos de espionaje en el mi­litante clandestino, comencé a ver cla­

ro, quiero decir oscuro, que sin proponérmelo iba a abordar un tema difícil y no porque el armazón de las anotaciones previas me iban acorralando hacia juicios éticos (si es que la ética interviene en este juego del espionaje, siempre literariamente esté­tico), sino porque en vez de ejercer como protago­nista-definidor me iba convirtiendo durante el desa­rrollo de mi silenciosa y privada auto-conversación ante las cuartillas, en un sujeto converso que no iba a hacer otra cosa, como en efecto haré, que informar de algunos hechos, dejar en el aire unos indicios, para que ustedes, el respetable (los espías como sabemos son los honorables) respondan a mis du­das, reflexiones y preguntas y ofrezcan sus solucio­nes según sus entendimientos. Pues sigo todavía sin saber con absoluta certeza si el militante clandes­tino (y en mi caso, en comparación con otros miles y miles de clandestinos no deja de ser de una modestia y de una insignificancia reveladoras), lleva en sí los rasgos del espionaje. En breve: si esos militantes clandestinos, y yo formando parte de ellos, han sido o fuimos espías.

Y no sobra en este momento recordar que unescritor millonario, autor soviético de novelas poli­cíacas y probablemente . espía, Julián Semionov, pontifica a base de su otrarortodoxia y declara que el espía «es una persona que trabaja en el campo ene­migo y que ha de ser sumamente honrada y reves­tida de una gran fortaleza ideológica», definición que a simple vista, sin necesidad analítica, nos rea­firma en nuestra convicción de que los defensores del espionaje propio, es decir los defensores de un determinado espionaje y no del contrario, son los más mentirosos en ese oficio en el que la mentira es el pasaporte de la supervivencia y de la superpoten­cia.

Sobre mis años de clandestino, muchos, cerca de treinta, aunque los de más agudización no fueron sino veintitrés, en otros papeles y con el título de «Fragmentos de una clandestinidad permanente» ya los he abordado y, en parte, explicado. Y hoy, aquí, no deben volverse a mencionar sino de forma tangencial, ya que partiendo de mi experiencia clandestina, debo reflexionar sobre mi otra repre­sentación paralela, sobre la búsqueda de esos rasgos (no muy convincentes en ocasiones) que no se en­cuentran o pueden localizarse en el militante clan­destino. Y que ustedes van a ser antes que yo,

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probablemente, quienes podrán emitir respuestas sobre los límites entre una y otra vocación-profe­sión, en ese al filo de la navaja en el que peligra en alguna ocasión sin saberlo o sabiéndolo o ambas cosas a la vez, la vida del artista.

Sí quiero destacar de aquel texto en el que narré mis experiencias de militante clandestino algo que para mí -no sé si para mis lectores, si es que los hubo- es de suma importancia (en todo caso Fran­cisco Umbral fue concluyente respecto a mi escrito pues dijo con su tradicional rotundidad «Muñoz Suay o la clandestinidad como manera de no ocupar un lugar en el mundo»). Me refiero a que confesé, con tristeza, como última reflexión, que una gran parte de mi vida se había desenvuelto en la clandes­tinidad y que eso me había conducido a una defor­mación de la realidad histórica ( entre paréntesis, diré que defiendo toda clase de irrealidades y algo más: que nunca es la realidad lo que más me atrae en la creación artística, aunque la pérdida de esa otra realidad contextual, la histórica, sí que es algo grave y deformante para todos).

Esa falta de estar en la realidad histórica, año tras año, o de alejarse de ella o lo que es peor perder la realidad del entorno, sí juzgo que tiene mucho que ver con ese clandestino que como lo fui yo, está obligado a adquirir de vez en cuando otra personali­dad para cruzar fronteras y burladeros (y el símil taurino del burladero no es aquí una mera licencia conceptual).

El mundo de los espías profesionales y el de los aficionados e, incluso, el menos definido de los clandestinos, parece estar estructurado como el descrito en un texto táncrito que acabo de leer ilus­trativo de una narración borgiana. Dice que «las estructuras fundamentales del Universo, o del mundo terrestre, se manifiestan, como los del ser humano, bajo un doble aspecto: aparente (material) y real (sutil).»

Y es en esa versión o subversión, según cómo se mire, donde lo material y lo sutil es apariencia o es realidad, donde se desenvuelven ya no sólo los mi­tos éticos, patrióticos, religiosos, gregarios, sino la propia experiencia que a medida que la expongo sigue sin poderse delimitar, continúa sin poderse atestiguar como definitoria de una modalidad del espía (que por cierto en italiano el espía es sustan­tivo femenino, la espía, con lo que la definición de una profesión tan antigua como la otra, adquiere unos matices más inquietantes y sutiles).

Está claro, ahora sí, que todas estas y las próxi­mas reflexiones que darán pies y ciempiés a mi intervención, no pueden hacerse, sobre todo públi­camente, si no es desde la posición del disidente, converso o herético según quien inquiera. Nadie desde dentro de la clandestinidad o desde la ortodo­xia militante puede -y no sólo por razones secta­rias- confesar (o, como en mi caso, recordar) un pasado tan ambiguo como el de clandestino-espía. Pero en mi caso, aparte de estas razones para mí válidas, existe el propósito de no convertir el relato de mi experiencia en una acusación al estilo del «Yo

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escogí la libertad», por citar un tópico en el género. Las convicciones .resistentes o «de la resistencia» que siempre constituyeron el impulso de mis acier­tos o de mis equívocos ideológicos, siguen en pie, tal vez agrietadas o cubiertas de musgo, pero tan esen­ciales hoy como lo fueron en sus inicios.

Un clandestino político ( comencemos ya por ser concretos) es aquel militante que al margen de la legalidad impuesta (casi siempre, dictatorial, totali­taria, militar) forma parte de la organización di­suelta y reconstruida o de la creada en la ilegalidad. Unos militantes no actúan sino con su apoyo moral o intelectual, otros son activos y entran de lleno ennuestro apartado. Son o bien cuadros (responsa­bles, dirigentes), o bien militantes de base, pero quehan aceptado una u otra misión. Sus métodos, enmuchas ocasiones, son los clásicos de los serviciosde información tradicionales, es decir los del espio­naje. O bien se limitan a informar de algo o dealguien, cuyas importancias pueden ser más o me­nos reales, y así con su información auxiliar, com­pletar el conocimiento socio-político del país. Estáclaro en este punto el hecho de que si los métodos deinformación son idénticos a los de cualquier servicioprofesional, el fin inmediato y siempre indudable esel de la información política y no el de las transfe­rencias de datos, casi siempre guerreros, a una delas superpotencias al uso.

Sin embargo, hay otros militantes clandestinos que por sus actividades y responsabilidades utilizan regularmente o en determinadas situaciones puntua­les métodos más característicos, más tópicos, simi­lares, aunque no tan sofisticados como los actuales, a los de los servicios de espionaje. La utilización de claves en los mensajes enviados al exterior del país dominado por la Dictadura, los enlaces permanentes o improvisados para servir noticias con las que ali­mentar las radios clandestinas, la utilización de ob­jetos convertidos en elementos esenciales paraocultar informes y poderlos exportar o importarindistintamente (y en este sentido las maletas o lasbolsas de viaje con doble fondo representan un pa­pel importante), la simple escritura de un brevetexto con el casi doméstico zumo de limón, las co­municaciones con otros militantes o dirigentes en­carcelados, son algunos de los métodos de trabajomás conocidos y característicos.

Pero hay otro aspecto muy importante en la utili­zación de esas formas de trabajo clandestino. En muchas ocasiones, el militante clandestino (y si es dirigente y viene del exterior clandestinamente con mayor razón y obviamente) debe vivir con los pape­les de identidad falsificados ( documento nacional de identidad, otros carnets -cuantos más mejor-, pa­saporte, por si conviene -casi nunca- convertir al miembro en extranjero, etc., etc. (Recuerdo en este punto que en 1945 tuve tal cantidad de documenta­ción «legal» (entre comillas) a mi nombre (por su­puesto falso) que de improviso me convertí en je­rarca del movimiento, ex-combatiente y casi en ca­ballero mutilado y que gracias a un desconocido ratero que me lo robó en el metro al cabo de muchos

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meses no vi mi detención posterior más agravada y, sobre todo, más complicada. Aquel ratero descono­cido al que maldije durante unos días, un poco des­pués cuando ya me encontraba detenido en los cala­bozos de la Dirección General de Seguridad lo santi­fiqué eternamente).

Estos militantes clandestinos o que ejercen per­manentemente o de vez en cuando la clandestinidad y utilizan métodos de trabajo similares a los tradi­cionales del espionaje, nunca se preguntan o pre­guntan a quiénes sirven con sus actividades clandes­tinas. Está claro que en ellas reconocemos los ras­gos del espionaje, pero debe quedar en claro que los militantes de la ilegal organización política sólo por razones ideológicas o sentimentales, realizan -en muchas ocasiones con heroísmo- esas tareas por­que están identificados u obnubilados religiosa­mente (y esto ya pertenece a otro discurso que no es el que hoy nos reúne aquí), con las tesis, consignas u órdenes de una dirección que siempre en las alturas está sentada a la diestra de nuestro señor-secretario general. Creo que nadie duda de su misión y que nadie titubea en servir a la organización, porque en ella ni se te pide una profesión de espía ni menos se te recuerda los vínculos a un país que no es el tuyo; aunque el nacionalismo o el internacionalismo sean bazas más o menos utilizadas en los programas doc­trinales y en los abecedarios para catacúmenos. La aceptación de una responsabilidad clandestina está en relación con la capacidad de aguante, de miedo, de resignación o de valentía.

Pero hay otro grado u otra manifestación del mili­tante clandestino que sí adquiere hoy, ante nuestras reflexiones en voz alta, otras categorías, otras defi­niciones. Me refiero al militante clandestino que tiene que salir al extranjero -clandestina o legal­mente y ya fuera del alcance de la policía propia (si policía y propia pueden ir de la mano desposada), y se ve en la necesidad o en la obligación de prolongar su viaje, ya con la determinada misión que te exige el paso de una o más fronteras continenta­les.

El militante clandestino en sus actividades en cualquier país occidental y en sus traslados periódi­cos o no a los países del Este (cuyos servicios de seguridad está claro que no se inmiscuyen ni inda­gan pues es norma que determinado compañero a la llegada o a la salida fronterizas te arrope o en otros casos un paraguas de protección te cobije),junto a la utilización de algunos métodos antes referidos a los militantes del interior, debe tomar una serie de me­didas de seguridad que depasan los necesarios y obvios que en el interior del país se toman para evitar la «caída», para burlar la delación o para disipar la sospecha.

El militante clandestino «internacional» ( este in­ternacionalismo lo entrecomillo) tiene que obtener en el Centro preciso la documentación que te con­vierte en otra persona: el pasaporte que un verda­dero «artista» (entre comillas) en mi época te entre­gaba y lo recibías con la absoluta seguridad de que en su manipulación no se había cometido ni el más

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mínimo error (por cierto que ese «artista», del que conservo gratos recuerdos, es hoy, al parecer, el responsable del archivo histórico de la organiza­ción, lo que no deja de ser paradójico e inquietante).

Ya con el pasaporte en tu poder (y para unos si tenían suerte les correspondía filiaciones hispano­americanas, lo, que evitaba los fallos lingüísticos que cometían los que estaban obligados a viajar con pasaportes que no tenían nada que ver con la lengua materna) debías tomar una serie de medidas de se­guridad supletorias: como la eliminación de etique­tas en la ropa, como la adquisición de maletas y otr«>s productos no indígenas, etc. Y la más engq­rrosa y necesaria precaución: saber falsificar de memoria (tras ejercicios casi escolares) la firma del suplantado, lo que según la caligrafía de la misma era más o menos dificil.

Ya con el pasaporte, comenzabas un periplo más o menos largo, más o menos arriesgado. Hay rasgos-e incido en este aspecto por ser determinante en miexposición- que deben coincidir con los métodosdel espía tradicional, partiendo de ese tan esencialde la doble personalidad legal. Me refiero a esaimposibilidad de escribir notas personales, que en elmilitante culto o escribidor era una tentación peli­grosa pero que te acosaba con frecuencia por esedeseo de dejar constancia escrita de una impresiónliteraria o de una contemplación artística. Ya nodigamos, la prohibición para el viajero de caer en lastentaciones coleccionistas (sellos, monedas, etique­tas o simplemente cualquier indicación hotelera,restauradora o transportista). Sobre todo, al regre­sar a tu país, las medidas de seguridad se intensifi­caban y más de un militante clandestino tuvo queexponer sus maletas a la inspección «aduanera»(entre comillas) de compañeros vigilantes y respon­sabilizados en toda clase de coberturas. En esteapartado, en más de una ocasión, la guía de unmuseo o de una exposición o de una ciudad, eranmotivo de una censura tajante que, como es lógico,tenía toda la razón de existir.

La soledad -o las soledades- es otro de los rasgos que creo que hacen coincidir al espía profesional con el militante clandestino. En más de un viaje, al ir de una nación a otra, el tener que esperar en una ciudad intermedia ( siempre la ciudad intermedia en­tre el Este y el Oeste era imprescindible para que el viaje tuviera toda clase de roturas) provoca una sensación de soledad a veces inquietante, siempre mezclada con la otra sensación -en ocasiones nada equivocada- de ser espiado o seguido. Esa soledad, por otra parte, que en más de una ocasión podía por desgracia romperse en la calle o en un hotel o en un avión si vislumbrabas a una persona conocida que bien amiga o enemiga tenías que evitar a toda costa.

Lorenzo Díaz ha escrito con acierto que «el espía es el único ciudadano que no puede hacer exhibición de un «role», como diría un sociólogo mid-cult, por lo tanto no puede disfrutar de las suculentas plusva­lías que generan algunas prácticas sociales.» En el militante clandestino los rasgos de espionaje le muti­lan, encima y además, y por completo la plusvalía de

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las observaciones estéticas, le prohfben, totalmente, confesar al amigo o a la mujer las excelencias artfsti­cas de una �iudad como Praga o Viena, le frena la lengua que tiende a describir las excelencias de una gastronomía, de un vino o de una pintura contem­plada en Dresde o en Amsterdam. O el grato re­c�erdo de un Hotel de viajeros, que en occidente siempre tenían un nombre reconocido pero que en el Este nunca en sus fachadas figuraban rótulos indi­cadores.

Destaco, de mi modesta y limitada experiencia, un �iaje que para asistir a una reunión tuve que realizar. Lo destaco como demostrativa (literaria­mente hoy) de una experiencia abierta. Mi partida con el nuevo pasaporte fue desde Parfs y con un C?�pañero no español convine la estrategia del viaJe. Desde cerca de Orly él siempre me antecede­ria en las esperas, en las aduanas, en la escalerilla de los aviones, en las salas de tránsito de Francoforte, pues mi destino era Berlin y desde alli la Alemania del Este. Recuerdo ese viaje porque como el muro berlinés ya estaba en funciones había que salir a pie del aeropuerto de Tempelhof y con la maleta en mano meterse en una determinada y cercana esta­ción de metro para recorrer kilómetros y kilómetros subterráneos y salir en otra estación ya en la Alema­nia del Este. Recuerdo que, como en tantas otras ocasiones y en otras ciudades de paso, mi pasaporte era retenido por el policfa de turno y dada la lentitud del examen te dabas cuenta de que había sido foto­grafiado. Poco después no dejé de descubrir con facilidad que alguien -que por su falta de precaución debía vigilar a los sospechosos de martera harta rudimentaria y convencido él y su servicio de la poca entidad del viajero- me seguía por las calles adyacentes al aeropuerto, hasta la misma boca del metro, en la que, sospecho, el relevo debía ser au­t?mático. Pero, al otro lado del recorrido, ya en tierra donde se respiraba «libremente» (el respiro libre entrecomillado que hoy hago no era entonces sino un respiro verdaderamente consolador), la si­lueta de una mujer, compañera alemana, cuyo nom­bre (por supuesto supuesto) todos conocfamos y admirábamos, nos atendía con las mejillas dispues­tas a re�ibir el_beso y nos conducía a otros lugares, aotras distancias. El recuerdo de esa mujer, tan buena y cariñosa recepcionista, me lleva a copiar ahora unas lineas que Domingo Pastor Petit inserta en un práctico «Diccionario del espionaje» (p. 101): «A petición mía -escribe Dermer- el profesor Fuchs me contó algo de sus costumbres cotidianas. Está casado ( conoció a su esposa después de su regreso a Alemania), no tiene hijos y vive en una casa de su propiedad en Dresde. » Aclararé que el profesor aludido es el célebre espía Emil-Julian Klaus Fuchs y que su esposa es o era nuestro querido y estimado ángel guardián de Berlin, que siempre nos recibía con ·admirable profesionalidad.

Estas_ incidencias, que incluso pueden represen­tar un cierto papel protagonista, más o menos cons­ciente, en las relaciones internacionales dependien­tes de los servicios de información, se alejan de los

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tonos serios, graves y dramáticos y entran de lleno en el escenario del sainete y de la farsa. Es lo que me sucedi� �ace a�o� en un descanso de mi trabajo y en plena VlSlta tunstica a un célebre palacio versallesco cercano al Báltico. En aquella visita, improvisada por tener que esperar un vuelo que se había retra­sado, cuando iba visitando el espléndido museo, al entrar en una de sus salas, me ví sorprendido por la reac�ión de una vieja mujer, responsable de la vigi­lancia de aquella sección y al mismo tiempo limpia­d?ra de la misma. Ffsicamente pertenecía a la tradi­�10nal e�tampa de la campesina rusa. Aquella mu­Jer, al oir que yo me expresaba en español, se aba­lanzó sobre mí, me abrazó y mientras le cafan unas lágrima� �ro,nunciaba palabras en ruso. La «peribo­che», mi mterprete que me acompañaba, trataba de calmarla pero no me decía nada. Ante mi insisten­cia, cada vez más sorprendido y convencido de que aq?ella mujer podía ser la viuda de un tanquista o av�ad?r soviético muerto en la guerra civil española, la mterprete, tras vacilar y con muchas dudas se decidió informarme que aquella mujer al descubrir que yo era español quería saber si yo era de Madrid Y si cono�ía «al capitán Martínez» . Mi sorpresa dejó paso a mi estupor: aquella campesina recordaba a un capitán Martínez de la División Azul que en contraste con los soldados alemanes, había tenido un comportamiento cariñoso en la aldea. Anécdota que si bie� se aleja del fondo de nuestro problema, nos aproxima de nuevo a esa zona claroscura en la que los contactos humanos de vez en cuando, y por fortuna, deshacen los esquemas sociopoliticos al uso y al abuso.

Al cabo de los años, muchos, ahora en esta re­v_uelt'.1 del camino en la que recuerdo algunas expe­riencias para convencer o convencerme de que sí, e� �fecto, se encuentran rasgos de espionaje en el milltante clandestino, debo echar mano, no para ahuy¼ntar problemas ideológicos que no creo que los tenga, pues conservo dudas por fortuna pero también algunas fuertes convicciones, sino para reafirmar que por lo menos algunos ex-clandestinos hemos recobrado la lucidez suficiente para juzgar el papel del espía profesional, debo echar mano re­pito, de un párrafo del escritor-ex espía Le Carré que en «El topo» hace decir a Smiley en la conver­sación con su eterno enemigo el soviético Karla lo siguiente: «Oiga, no tardaremos en ser viejos, /los dos hemos empleado nuestras vidas en descubrir las recíprocas debilidades de nuestros sistemas; com­prendo las debilidades de nuestros sistemas; com­prendo las debilidades de los valores del Este igual que usted comprende los de los valores del Oeste. Tengo la seguridad de que tanto usted como yo hemos experimentado ad nauseam las satisfaccio­nes técnicas de esta desdichada guerra. Pero, ahora, los de su propio bando se disponen a fusilarlo. ¿No cree usted que ha llegado el momento de reconocer qu� su bando vale tan poco como el mío? Le dije: «Oiga, en nuestro oficio sólo tenemos una visión negativa. En este sentido, ninguno de los dos tiene un lugar al que ir. En nuestra juventud los dos nos sentíamos atraídos por las grandes visiones ... »

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Tal vez hoy las grandes visiones de los espías estén concentradas en esos ingenios-satélites que como los 1.220 soviéticos, contabilizados por los norteamericanos (la cifra de estos la desconozco), pueblan los espacios y van eliminando uno a uno a los espías románticos, a esos espías literarios de Le Carré, de Graham Greene o de tantos otros gran­des cuentistas. Se satelizan los espías de la C.I.A. y del K.G.B. Todavía no los nativos guardia civi­les, tradicionales criaturas del Duque de Ahu­mada.

Por eso creo que Camilo José Cela en su reciente y sugerente artículo sobre los «espías perfectos e imperfectos», se ve superado por la tecnificación y la inhumanización actuales (y aquí la humanidad está referida al ser viviente y no a la ética de la profesión) y cae en la nostalgia literaria cuando es­cribe que «la literatura o, mejor dicho, la paralitera­tura al uso, ha ayudado no poco a dignificar ese papel. Tanto aireando la compleja paranoia del fo­rastero en tierra extraña como enumerando con todo detalle la parafernalia de los magníficos inven­tos al servicio de una escucha quizá menos arries­gada, pero sin duda más elegante y moderna, el retrato se ha ampliado lo suficiente como para dar holgada cabida a todas las aspiraciones».

Mi experiencia de ex-clandestino, teñida en al­guna ocasión por los rasgos del espionaje, me per­mite simbolizar nuestra actividad estructural en esa simple y ahuecada muñeca rusa, llamada «matrio­chka», pues no en balde me la hice traer por fin por un amigo auténtico turista, ya que yo nunca la pude importar directamente. Ahora, al descubrir la pri­mera muñeca, la exterior, pienso que simboliza la Gran Organización-Iglesia, que la segunda muñeca representá las clandestinidades, que la tercera es la acompañante-ideología, que la cuarta es la que te conduce con rasgos de espionaje a la quinta y última que como un diminuto embrión simboliza nada me­nos que a una de esas dos superpotencias que se sirven de profesionales, de aficionados y de partidarios para sus avances y para sus retrocesos. Y al fin de cuentas a cada uno su muñeca correspondiente ...

BIBLIOGRAFIA UTILIZADA

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Cela, Camilo J.: «Espías perfectos e imperfectos» («El País», 23-7-1983).

Chamorro, Eduardo: «Espía en la sombra» («Cambio 16», 25-12-1977).

Danielou, Alaín: «El secreto de los Tantras» (Prefacio a «El Congreso del Mundo» de J. L. Borges. Editorial Franco María Ricci. Milán, 1982).

Díaz, Lorenzo: «El mito del espía» («Cartelera Turia», 23-5-1983).

Le Carré, John: «El Topo» (Ed. Noguer. Barcelona, 1974). Muñoz Suay, R.: «Fragmentos de una clandestinidad perma­

nente» («Tiempo de Historia», julio-agosto, 1982). Pastor Petit: «Diccionario del espionaje» (Ed. Plaza y Janés.

Barcelona, 1971). Semprum, Jorge: «Autobiografía de Federico Sánchez» (Ed.

Planeta. Barcelona, 1977). Umbral, Francisco: «Tiempo de historia» («El País», 5-7-

1982).

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