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[[[ REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXV, No. 69. Lima-Hanover, 1º Semestre de 2009, pp. 11-31 LEER NO ES CONSUMIR (LA LITERATURA LATINOAMERICANA ANTE LA GLOBALIZACIÓN) Françoise Perus Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM A la memoria de Antonio Cornejo Polar I. La inserción de las literaturas latinoamericanas en la llamada glo- balización puede abordarse desde muchos ángulos. El primero atañe al carácter cada vez más transnacional y monopólico de la industria editorial propiamente dicha, a las formas de promoción y comerciali- zación de los libros, y al fomento de un público idóneo para el sostén de esta “industria” que, como cualquier otra, descansa en la reproducción ampliada del capital invertido en ella, vale decir en la ganancia que proviene de la diferencia entre lo invertido en el proce- so de producción y lo obtenido mediante la comercialización del producto. Abaratar el proceso de producción y asegurar una distri- bución al precio más elevado posible, o lo suficientemente amplia como para que esta ganancia sea lo más sustanciosa posible, no constituyen sino las condiciones más elementales del funcionamien- to de cualquier empresa en una economía de mercado, como la que prevalece hoy en el ámbito latinoamericano, y más allá de él. Ahora bien, aunque no del todo nueva, esta mercantilización del libro ha adquirido en las últimas décadas proporciones y caracterís- ticas cualitativamente distintas, a raíz del desplazamiento de impor- tantísimas franjas de capital –productivo y financiero– hacia lo que suele denominarse hoy como “la cultura”. Gracias a las muchas di- mensiones de la revolución tecnológica ligada a los descubrimientos científicos en el ámbito de la cibernética, hoy la cultura ha dejado en buena medida de descansar en la lectura de libros, revistas y perió- dicos; se ha desplazado hacia otras formas –predominantemente visuales y auditivas– de participación en la creación y recreación del

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXV, No. 69. Lima-Hanover, 1º Semestre de 2009, pp. 11-31

LEER NO ES CONSUMIR (LA LITERATURA LATINOAMERICANA

ANTE LA GLOBALIZACIÓN)

Françoise Perus Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM

A la memoria de Antonio Cornejo Polar

I.

La inserción de las literaturas latinoamericanas en la llamada glo-balización puede abordarse desde muchos ángulos. El primero atañe al carácter cada vez más transnacional y monopólico de la industria editorial propiamente dicha, a las formas de promoción y comerciali-zación de los libros, y al fomento de un público idóneo para el sostén de esta “industria” que, como cualquier otra, descansa en la reproducción ampliada del capital invertido en ella, vale decir en la ganancia que proviene de la diferencia entre lo invertido en el proce-so de producción y lo obtenido mediante la comercialización del producto. Abaratar el proceso de producción y asegurar una distri-bución al precio más elevado posible, o lo suficientemente amplia como para que esta ganancia sea lo más sustanciosa posible, no constituyen sino las condiciones más elementales del funcionamien-to de cualquier empresa en una economía de mercado, como la que prevalece hoy en el ámbito latinoamericano, y más allá de él.

Ahora bien, aunque no del todo nueva, esta mercantilización del libro ha adquirido en las últimas décadas proporciones y caracterís-ticas cualitativamente distintas, a raíz del desplazamiento de impor-tantísimas franjas de capital –productivo y financiero– hacia lo que suele denominarse hoy como “la cultura”. Gracias a las muchas di-mensiones de la revolución tecnológica ligada a los descubrimientos científicos en el ámbito de la cibernética, hoy la cultura ha dejado en buena medida de descansar en la lectura de libros, revistas y perió-dicos; se ha desplazado hacia otras formas –predominantemente visuales y auditivas– de participación en la creación y recreación del

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imaginario social y colectivo, con la consiguiente transformación de las modalidades de constitución de las subjetividades individuales. En efecto, la ampliación desmedida del “campo cultural” ha coloca-do la industria editorial en situación de competir con estas otras mu-chas formas de participación en el “disfrute” de cuantos “bienes” tangibles e intangibles se bautizan hoy de “culturales”. De hecho, todo en el mundo actual es “cultural”, y la misma noción de cultura no hace sino “totalizar” –reunir bajo una misma noción sumamente vaga– los ámbitos más disímiles de la actividad humana y social, los “productos” de estas mismas actividades, y los modos de relacio-narse con ellos. Convertida en equivalente de “lo social” –igualmente carente de definición precisa–, la noción de cultura puede así desig-nar, o aludir lo mismo a los usos y costumbres de los narcotrafican-tes o cualquier otro grupo social previamente recortado y aislado del conjunto de las relaciones de todo tipo en cual se halla inmerso, a los hábitos culinarios de tal o cual región del globo, a las pirámides mexicanas o egipcias –convertidas o no en escenario privilegiado de conciertos gigantescos “al aire libre”–, a la obra pictórica de Frida Kahlo, a los programas televisivos de “Chespirito”, al turismo “ecológico”, a los festivales y ferias de todo tipo –las “del libro” in-clusive–. La lista es infinita, tan infinita como las distintas maneras que tienen los hombres de relacionarse con su entorno natural y so-cial. De ahí los tantos esfuerzos por definir la cultura y sistematizarla, y el notorio fracaso de estos esfuerzos que, o bien permanecen en descripciones fenomenológicas más o menos sugerentes, o bien desembocan en un formalismo abstracto, cuyos conceptos y méto-dos provienen –en el mejor de los casos– de la lingüística, la semio-logía o la “crítica literaria”, en el entendido de que “lo social” no es sino un gran “Texto” inestable y carente de fronteras espaciales y temporales precisas.

En este inmenso mar revuelto, los esfuerzos de la industria edito-rial para mantenerse a flote han sido y siguen siendo de muy diversa índole. Las primeras han sido la diversificación de la producción con el fin de alcanzar “públicos” más amplios, o sea menos “especializa-dos”. Al abrirse a las más diversas formas de materiales impresos, muchas editoriales de referencia han perdido así su perfil, y han de-jado de garantizarles a los lectores deseosos de seguir las orienta-ciones y los debates propios de su campo de interés la calidad y la relevancia de sus publicaciones. Las formas de comercialización y distribución de los libros han seguido un camino similar: no sólo los más diversos títulos han aparecido en los pasillos de las tiendas de autoservicio al lado de los “saldos”, sino que las librerías se volvie-ron ellas mismas una mezcla de “librería”, tienda de autoservicio y

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cafetería destinadas a las más variadas formas de “encuentros” y “presentaciones” de libros, autores y artistas de la más diversa índo-le. En estos espacios generalmente abarrotados, las “novedades” y las “baratas” coexisten y se mueven de un día a otro y de un estante a otro, sin permitir al lector ubicarse en función de sus propias búsquedas: más que de guiarlo, se trata de desorientarlo, solicitarlo de mil maneras y lograr que vaya saliendo sin recordar lo que venía buscando, ni saber lo que compró ni porqué lo compró. Por lo de-más, en esos espacios la atención al público corre por lo general a cargo de empleados –generalmente precarios– que no tienen ni la más mínima idea de lo que venden ni la capacidad para orientar la búsqueda del visitante en el dédalo de la “librería”: las teclas de la mágica pantalla del ordenador suele ser su único recurso. Dicho de otra manera, ha desaparecido por completo la figura del librero ente-rado y culto, capaz de dialogar con su interlocutor y de aconsejarlo en sus intentos de profundizar en sus búsquedas, o de orientarlas en nuevas direcciones; en suma, de guiar al visitante en la vinculación de una lectura con otra y de irse construyendo así “una cultura” en el ámbito específico de su interés.

Ciertamente, los sitios de Internet dedicados a la venta de libros han buscado suplir esta ausencia, con sugerencias como “Los que han comprado este libro, también compraron...”, y sigue la presen-tación de carátulas de obras de autores o temas afines que no se pueden ojear, ni siquiera para examinar el índice. La compra es pri-mera..., y el vínculo supuesto entre un libro y otro corre a cargo de un mítico “público lector”, o de algún “consejero en ventas”. Sea lo que fuere, este anónimo sistema de comercialización del libro no al-canza sino una porción muy reducida de los lectores potenciales, y no concierne al “público en general”, enfrentado a las formas de comercialización antes mencionadas. A éstas se suman desde luego la “promoción” periódica, y más o menos efímera, de determinados autores y obras, con todos los recursos mediáticos al alcance, la multiplicación de “presentaciones”, las “lecturas en voz alta”, los festivales y las ferias masivas que, en asociación con un turismo también calificado de “cultural”, contribuyen a reforzar la concepción de la vida social y cultural no sólo como un ritual colectivo sino tam-bién y ante todo como un espectáculo masivo, dentro del cual la re-lación con el libro y la lectura deviene en un asunto mucho más público que propiamente personal y privado.

La tendencia cada vez más generalizada a la mercantilización de los “productos” y “bienes” culturales no se limita, así pues, a conver-tir los libros en pretextos para la realización de una ganancia que, como tal –y en medio de una acelerada competencia y un proceso

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de concentración transnacional cada vez más marcada–, ha de bus-car ampliarse a toda costa. La lógica que consiste en trastocar la re-lación entre una demanda socialmente definida y regulada y la oferta que se ajusta a ella, poniendo por delante una oferta regida por la ganancia, no sólo crea una plétora de “bienes” y “productos” a la deriva y en busca de los “nichos” de mercado en donde “realizarse”. También transforma de modo radical las condiciones de su produc-ción y la índole de los productos, y modifica no menos profunda-mente la relación del usuario con el “producto”: oscurece por com-pleto los aspectos sociales del proceso de “producción” –incluida la dimensión individual de la actividad creadora desplegada por el au-tor del libro–, subordinando la disposición del lector respecto del “objeto” que llega a sus manos a las pautas inducidas por la merca-dotecnia, las modalidades de la comercialización y el, o los discur-sos que le presentan esta relación como su propia “libertad” –individual– de “elegir” y “disfrutar” a su gusto y antojo. Al hacer caso omiso tanto del carácter social de la producción de aquellos “bie-nes” como de los dispositivos que rigen las formas de la relación con ellos, esta supuesta libertad individual –sin asidero ni constreñimien-tos aparentes– empalma con lo que, por otra parte y gracias al impe-rio de los medios masivos de comunicación, se presenta cada vez más como la conversión del conjunto de la vida social –su dimensión política inclusive– en un espectáculo, en el cual cada quien está lla-mado a “participar” en los rituales estatuidos con su opinión y su sensibilidad “propias”. Contribuye al desmantelamiento insidioso de las concepciones heredadas de la vida en sociedad, con sus solida-ridades y sus contradicciones, sus instituciones y sus formas de or-ganización, sus obligaciones y sus responsabilidades, tanto indivi-duales como colectivas. Y participa también en la suplantación de estas concepciones y de los instrumentos de análisis forjados en el tiempo y de consonancia con ellas –sin duda sujetos a debate– por una representación dramatizada de la vida individual, social y políti-ca1; representación dramatizada dentro de la cual ha dejado de tener relevancia la distinción entre la realidad y la ficción (si es que no también entre verdad y mentira), para dejar lugar a la imagen, la ima-gen visual desde luego, pero también la percepción sensible, la ima-ginación, –la auto-imagen y la imagen del “otro”–, a la que acompa-ña un discurso mediático que, al duplicarla, la acota e inmoviliza, co-artando así cualquier posibilidad de distanciamiento reflexivo y auto-rreflexivo.

II.

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La tendencia general esbozada aquí no es del todo nueva, ni concierne al ámbito latinoamericano en particular. Ya había sido se-ñalada en la posguerra por la Escuela de Frankfurt, en relación pri-mero con el ascenso del fascismo en Alemania, y luego con las ulte-riores transformaciones de la cultura de los países “centrales”, Euro-pa occidental y EE.UU. en particular. Sin duda, los esfuerzos por do-cumentar los efectos de la expansión del fenómeno de masificación de la cultura en las “periferias”, y por analizar sus particularidades en sociedades marcadas por una herencia colonial que modifica en muchos aspectos las modalidades de esta expansión, tienen gran relevancia, tanto como los que buscan destacar y sistematizar las respuestas “alternativas” a esta lógica predominante. Sin embargo, no son éstos los propósitos de las reflexiones que siguen, circunscri-tas al ámbito concreto de la lectura. Más allá de la documentación precisa acerca de la estructura de mercados y públicos, de sus dife-renciaciones y sus efectos en la índole de los “productos” puestos en circulación a escala local o planetaria, o de las encuestas acerca del volumen, las preferencias y las modalidades en el consumo de “bienes simbólicos” por parte de tal o cual sector social, es preciso buscar también formas de análisis que ayuden a salir de la lógica mercantil en la cual el libro y el público lector se hallan hoy inmersos. El primer paso para ello pasa a mi juicio por el intento de recuperar y potenciar una memoria histórica y cultural dentro de la cual tanto las obras artísticas como las modalidades de lectura asociadas a ellas, vuelven inoperante cualquier analogía con la actual noción de “con-sumo”2.

Desde la perspectiva latinoamericana actual –que es la que nos ocupa–, la recuperación de esta memoria literaria no es tarea fácil, por varias razones: primero, por cuanto ésta como cualquier otra forma de memoria es discontinua, heterogénea y conflictiva, si es que no también traumática y represora; luego, por cuanto ella misma es tributaria de las relaciones cambiantes y en extremo complejas en torno a las cuales se han venido configurando sus objetos; y por último, por cuanto viene cifrada en lenguajes sumamente diversos, lo que plantea la espinosa cuestión del establecimiento de las fronteras entre lo que ha entenderse por literatura, por diferencia respecto de otros lenguajes sociales. A continuación, intentaré circunscribir esta problemática empezando por el final, y dando un rodeo, puesto que la noción de literatura a la que nos venimos enfrentando en América Latina sigue siendo tributaria de la de otras latitudes.

La definición de la literatura por su carácter “artístico” resulta a todas luces insuficiente, por cuanto las concepciones de lo artístico son históricas y variables, y, además, la constitución histórica del

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acervo a partir del cual se ha venido configurando lo que seguimos entendiendo por literatura latinoamericana comprende un sinnúmero de textos cuyo propósito no era predominantemente estético, como es el caso, entre otros, de la Crónicas, los relatos de viaje o las di-versas modalidades del testimonio. Así mismo, la noción de ficción que hasta no hace mucho servía para distinguir las narraciones lite-rarias de otras, resulta hoy demasiado estrecha, o demasiado am-plia. De tal suerte que, ante lo “todo literario” hoy en boga y el des-dibujo de las fronteras entre textos literarios y no literarios, estable-cer estas fronteras plantea no pocas dificultades. Estas últimas, sin embargo, no son insalvables, puesto que ningún corpus ni ninguna tradición son casilleros establecidos de una vez por todas: uno y otra suponen criterios de selección y organización, que guardan es-trecha relación con el lugar y el papel asignados a la literatura y sus herencias en la sociedad y la cultura de que se trate. Por ser la me-moria que trae consigo la noción de literatura, lo que pretendo traer a colación ante la disolución actual de esta noción en un todo “tex-tual” indiferenciado, es ubicar la problemática a partir de la conside-ración moderna de la literatura, no como écart respecto de una su-puesta norma común más o menos homogénea, sino como lenguaje “de segundo grado”3. Esta concepción implica que, cualesquiera hayan sido sus propósitos y su forma de organización intrínseca, los textos que hemos venido considerando como literarios no consisten tan sólo en enunciados basados en alguna “lengua natural”. Ficticios o no, estos textos de índole muy diversa establecen con los enun-ciados y los lenguajes “vivos” –hablados o escritos– respecto de los cuales se erigen como tales, relaciones específicas y sumamente complejas que no se reducen a cuestiones de forma, al menos en el sentido tradicional de esta noción. Atañen a la formalización de las relaciones que, en el plano de la composición y el estilo, el sujeto de la enunciación va tejiendo con los enunciados y los lenguajes de otros, sean éstos contemporáneos o no. Por lo tanto, estos textos inscriben en su propio seno el problema de la relación con la alteri-dad y se erigen y definen a sí mismos en y por esta relación. Cuales-quiera sean los “otros” implicados, las modalidades de esta relación son desde luego sumamente variables y en extremo complejas, pero permiten definir una problemática medular para la comprensión de los vínculos entre literatura y cultura.

Para la recuperación y la potenciación de las herencias de la literatura latinoamericana ante los presentes estragos de la llamada globalización –hoy por cierto bastante maltrecha–, la elección de es-ta perspectiva de análisis presenta varias ventajas. Permite –o de-bería permitir– acoger y reorganizar en torno a un eje comprensivo

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todos aquellos textos, sumamente dispares en cuento a su género, su composición y su estilo, que integraban hasta no hace mucho el corpus de la literatura latinoamericana, de la Conquista para acá. Es-ta perspectiva conceptual abre así mismo la posibilidad de dejar de reducir las relaciones entre todas estas obras a una sucesión cro-nológica, y la de ir tejiendo vínculos de doble sentido entre sus muy diversas maneras de abordar y formalizar sus relaciones con unos “otros”, no por disímiles y cambiantes menos problemáticos4. Al co-locar la alteridad, las modalidades concretas de formalización de la representación, la convocación o la negación del, o los otro(s) en el centro de la problemática junto con los lazos que tejen entre sí tex-tos pertenecientes a tiempos, espacios y géneros disímiles, esta misma perspectiva conceptual convierte la literatura en caja de re-sonancia y memoria cultural; devuelve al pasado su dimensión frag-mentaria, discontinua, abierta e inestable; cancela la concepción de éste como tiempo prescrito y superado, sin conexión viva con el presente; y restaura la apertura conjunta de este último hacia la his-toria pasada por un lado, y el devenir de la cultura por el otro.

Abordada desde la perspectiva de las diversas modalidades de inserción de la alteridad en el marco de prácticas discursivas diver-sas, esta conjunción de historia y memoria desemboca también y necesariamente en las formas de constitución de las entidades sub-jetivas en sus relaciones mutuas y con el mundo, y permite devolver a la literatura su papel activo en el devenir de la cultura. En efecto, la literatura no se limita a hacernos recordar e imaginar lo nunca visto ni oído, a traerlo al presente y a “traducirlo” al lenguaje propio. Tam-bién pone de manifiesto los límites de estas “traducciones”, de estas equivalencias, estas similitudes o estas analogías, y resalta así las distancias insalvables aunque siempre renovadas entre el lenguaje –o mejor dicho los lenguajes– y la realidad de lo real, entendida ésta como lo que, por muy distintas vías, se puede conocer acerca del mundo, acerca del otro y los otros, y acerca de uno mismo5. Al unir y separar entre sí las más variadas modalidades de formalización de la relación con la alteridad –la de los textos inclusive–, estos límites y estas distancias confieren a estas formalizaciones en una herencia problemática, que demanda del lector otras disposiciones respecto de lo que lee. Antes que su identificación subjetiva con tal o cual as-pecto del mundo narrado, requiere de él la disposición para enfren-tarse a lo desconocido y ajeno: para compenetrarse con las modali-dades de la voz enunciativa –sus modos de representar al otro, de convocarlo, de permitirle o negarle la posibilidad de una voz propia–; para ubicar las tensiones entre el enunciado y su enunciación; y para

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tomar distancia respecto de la propuesta de mundo en la que se vio involucrado durante el proceso de la lectura.

Ciertamente, estas disposiciones no son innatas y necesitan ser educadas. Sin embargo, aun cuando esta educación por la vía de la frecuentación asidua y reflexiva de los textos pudiera parecer ardua –tanto más cuanto que se erige a contrapelo de las identificaciones reactivas que promueven las distintas modalidades del discurso me-diático–, tampoco su puesta en práctica difiere fundamentalmente de lo que cada quien experimenta, más o menos espontánea e irre-flexivamente, en sus intercambios verbales sociales y cotidianos; ello, desde luego, suponiendo que sigue tratándose de “intercam-bios”, de reconocimiento y aceptación genuina del otro como “otro” –semejante aunque distinto–, y de confrontación en torno a la diluci-dación y valoración en común de un mismo “objeto” problemático. No por considerarse en común, esta dilucidación y esta valoración suponen la anulación de las divergencias, ni mucho menos la fusión de las “identidades” respectivas: antes que de “fusión”, se trata de que cada “sujeto” pueda profundizar en sus propias evaluaciones, modificarlas o apuntalarlas mejor y salir enriquecido del encuentro propiciado. Dialogar con los textos no difiere sustancialmente del diálogo con un “otro”, presente y vivo: pone en escena las condicio-nes, las posibilidades y las imposibilidades del diálogo social y cultu-ral, y devuelve al lector a sí mismo –a su propia sensibilidad, sus propias percepciones, y su propia intelección del mundo y del otro–, invitándolo a la reflexión y la autorreflexión.

III.

Las historias de la literatura –la de la literatura latinoamericana como la de otras latitudes– se llevan a cabo entre finales del siglo XIX y la primera mitad del Siglo XX. Se suele afirmar que guardan es-trecha relación con la constitución de la nación o del Estado-nación, lo que lleva a asociar la configuración del legado constituido por los textos seleccionados y destinados a propiciar una serie de referen-cias históricas y culturales comunes con la forja de una “identidad nacional”. La relación estrecha entre proyectos de orden político, por un lado, y pedagógico, ideológico y cultural, por el otro lado, permi-ten entender, al menos hasta cierto punto, el sesgo particular de es-tos “grandes relatos nacionales”, basados conjuntamente en una sucesión cronológica, en una periodización política y en una con-cepción evolutiva del desenvolvimiento de la literatura y la cultura. Esta relación justifica así mismo modalidades de lectura orientadas hacia los contenidos, la consideración de éstos desde la perspectiva de la resolución ideal de los conflictos planteados, y de lo “literario”

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como “estilo”, sea éste el de la “época” o el del autor. Desde este punto de vista, la literatura es considerada ante todo a la vez como “reflejo” de una realidad dada, o como “expresión” de una sensibili-dad o una perspectiva ideológico-estética también dadas. Pertenece plenamente a su tiempo, y tiende así a permanecer anclada en las condiciones históricas que la hicieron posible.

Ahora bien, los “proyectos nacionales” que se asocian a la confi-guración de estas historias literarias no son los mismos para Europa y América Latina. En la mayoría de los países europeos –Francia en particular, cuyas historias literarias sirvieron en buena medida de “modelo” para la elaboración de sus homólogas latinoamericanas–, la organización y la sistematización del legado histórico-literario res-ponde a la necesidad de socializarlo y ponerlo al alcance de una ba-se social ampliada por la generalización del sistema de educación promovida por la asunción de la República. De circunscrita al ámbito letrado de una aristocracia culta, enlazada luego con una burguesía en ascenso que pugna en buena medida con ella –en el ámbito de la cultura como en otros–, este legado antes compartido en el ámbito de salones y cenáculos cercanos al poder político pasa entonces a ser de “dominio público” –no sin reacciones ni controversias de todo tipo–, gracias a la generalización de la enseñanza. Por lo mismo, es preciso no sólo ordenarlo y sistematizarlo, sino también enseñar a leerlo; esto es a orientarse y relacionarse adecuadamente con él. A este proyecto republicano responden tanto los muchos debates ide-ológicos y estéticos de finales del XIX y principios del XX, como los deslindes siempre problemáticos entre textos y lenguajes –u objetos de pensamiento– sumamente dispares: el nacimiento de las “disci-plinas” humanísticas y sociales –las diferenciaciones entre ellas– no es ajeno a este proyecto de democratización de la enseñanza, en cuyo marco surge también la noción moderna de literatura. Esta no-ción, sin embargo, no llega –ni podía llegar– a aislar una “esencia”: pone más bien de manifiesto el carácter problemático de la literatu-ra. Pese a que ésta busca definirse “en sí misma”, no deja nunca de cuestionar las fronteras que la separan de, y la unen a las disciplinas de las que procura deslindarse. En otras palabras, por ser ésta una noción histórica, no podía –ni puede– desvincularse ni de su propia memoria ni el contexto social y cultural que le confieren sustancia concreta. De ahí el carácter reflexivo y autorreflexivo que fue inscri-biendo en su propio seno como uno de sus rasgos definitorios. El posterior estrechamiento de la noción de literatura hasta su identifi-cación con la ficción –e incluso con formas específicas de ficción que se cuestionan a sí mismas desde la propia escritura– forma par-

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te de este proceso, no exento de contradicciones ni de callejones sin salida.

En esta perspectiva, la actual reapertura del campo de “lo litera-rio” –el desdibujo de sus fronteras respecto de otras disciplinas humanísticas y sociales, ellas mismas cada vez más desdibujadas–, bien pudiera aparecer como un movimiento de “regreso a los oríge-nes”, destinado a sustraer a la literatura del ámbito “elitista” en el que se había venido confinando. No faltan incluso quienes ven en esta reapertura de fronteras un proceso “democratizador”, capaz de sustraer la literatura a las imposiciones de un Estado tachado de “autoritario” y de “liberar” a los lectores de los constreñimientos del sistema de enseñanza. Esta concepción, sin embargo, pasa por alto la memoria histórica de la noción, junto con el nuevo contexto social y cultural de su expansión ilimitada. Respecto de lo segundo, ya he señalado el imperio de las “leyes” del mercado en el funcionamiento de lo que los medios masivos hacen pasar por “cultura”, y las moda-lidades de la relación que promueven con los “bienes culturales”, el libro entre otros. Sin embargo, hace falta destacar también los as-pectos correlacionados de este funcionamiento respecto de la me-moria histórica de la noción de literatura, en particular en lo que toca al desvanecimiento de la conciencia de la existencia de un legado, a la impugnación de las tradiciones que venían organizando la trasmi-sión del mismo, y a la pérdida correlativa de la herencia “crítica”, re-flexiva y autorreflexiva, que venía asociada con esta misma memoria.

En efecto, las relaciones de un “público” enfrentado al “libre con-sumo” de mercancías –eufemísticamente bautizadas de “bienes cul-turales”– se distingue fundamentalmente del que venían formando las instituciones educativas públicas, ligadas al Estado republicano6. Tan mal que bien, estas instituciones habían logrado convertir al le-gado cultural en su conjunto, y al literario en particular, en un bien público sujeto a toda clase de debates, tanto dentro de ellas como en el marco de lo que se podía definir, siguiendo en esto a Bourdieu, como el “campo literario”7. El “público” actual en cambio se halla en buena medida desprovisto de referencias estables y de instrumentos conceptuales que le permitan elaborar reflexivamente su relación, ya no con un legado y sus tradiciones, sino con unos “objetos” pulveri-zados y desconectados entre sí. Ciertamente, no han desaparecido las instituciones educativas ni su afán formativo. Sin embargo, a na-die escapa su actual debilitamiento –en particular en el ámbito de las Humanidades– ni la profunda crisis de “identidad” que aqueja a las disciplinas humanísticas y sociales. La privatización insidiosa de una enseñanza cada vez más requerida por “el mercado”, por un lado, y el sometimiento de la población escolar al imperio de la industria

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mediática, por el otro lado, no son ajenos a esta crisis de “identi-dad”: promueven de hecho todas las modalidades del “disfrute” y de identificación subjetiva con la imagen –en toda la extensión de la pa-labra–, en contra de cualquier aprendizaje de una disciplina intelec-tual y del esfuerzo que supone la formación para la reflexión crítica y creativa; como si éstos fueran adversos a cualquier “satisfacción” y no brindaran a la sensibilidad y al intelecto la posibilidad de “goces” mayores y más duraderos. Un imaginario “líquido”8 tiende así a re-emplazar el trabajo de distinción y elaboración subjetiva de los con-flictos entre lo real y su representación en y por el lenguaje –o mejor dicho, los lenguajes–, con la consiguiente deriva hacia la cristaliza-ción de “identidades” enclaustradas, incapaces de concebir la alteri-dad más allá de la diferencia. Estas identidades diferenciales –y los “derechos” de cada una de ellas a afirmarse en su “diferencia”– ocupan así todo el espacio de “lo social”, al que definen sin referen-cia a ninguna sociedad concreta, ni a las dimensiones propiamente políticas –y no simplemente jurídicas– de su organización y sus orientaciones. El “mercado” y sus “leyes” pueden así aparecer como naturales –curiosamente tan “libres” como inexorables–, tanto como las catástrofes humanas y sociales hoy a la vista de todos que son capaces de engendrar, al margen supuesto de cualquier acción y responsabilidad humanas.

El desplazamiento de importantes franjas del capital productivo y financiero hacia la industria “cultural” y la consiguiente inscripción de los “bienes” producidos o reapropiados dentro de una lógica mer-cantil no es, con todo, el único factor que contribuye a la transfor-mación de las relaciones del público lector con la literatura. A ello se suma el apoyo directo o indirecto del Estado que, al renunciar a su papel de custodio e impulsor de la cultura entendida como bien público, contribuye no sólo a poner éste a disposición del capital privado, nacional o no, sino también a fomentar las mismas relacio-nes que su mercantilización requiere. De donde se sigue la tendencia al desmantelamiento, a la pulverización y a la depredación del lega-do de las generaciones anteriores, que va perdiendo así una de sus funciones primordiales: la de mantener la cohesión social, histórica y cultural, colocando en el centro de la reflexión cultural la cuestión de la alteridad del pasado –de los pasados–. Alteridad que constituye la condición necesaria, aunque no suficiente, para el despliegue de la capacidad de los lectores a la hora de interrogar el presente. La par-ticipación del Estado en este proceso de desmantelamiento de las herencias literarias y culturales se pone de manifiesto en las políticas que empujan al desplazamiento de la educación artística –el estudio formal de la lengua y la literatura– hacia entidades culturales descen-

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tralizadas, cuya labor se orienta hacia la promoción y la difusión mercantil de los libros y la adecuación insidiosa del público lector a estos fines. La oposición, orquestada desde los medios privados, entre la “academia”, insistentemente señalada como el lugar de la esclerosis y el tedio, por un lado, y el “libre disfrute” de los “bienes simbólicos” supuestamente a disposición de todos, por el otro lado, no hace sino reforzar esta misma tendencia.

Ahora bien, frente a la marginación insidiosa de la que es objeto, no cabe duda de que la “academia” –esto es, la educación formal– ha entrado en una crisis que no atañe tan sólo al cuestionamiento de su legitimidad. Entraña también una profunda duda acerca de sus propios saberes, sus instrumentos y sus modos de hacer; vale decir, acerca de la existencia de la disciplina como tal. Estas dudas no son desde luego totalmente nuevas, y hasta podría decirse que son in-herentes al desenvolvimiento de cualquier disciplina. Con todo, sin pretender hacer aquí una historia de la teoría y la crítica literarias, pueden destacarse, en este desenvolvimiento, algunas encrucijadas decisivas que merecen especial atención. He señalado ya la cuestión de la “autonomía” de la literatura y el “campo literario” y la doble di-mensión de esta supuesta “autonomía”9: la búsqueda de una defini-ción de la literatura en y por sí misma, y los renovados deslindes que este afán autonomista conlleva respecto de otros lenguajes, letrados o no. Al perder de vista esta doble dimensión de la redefinición de su inserción en la historia y la cultura, parte al menos de la literatura en-filó por callejones sin salida, y se enfrascó así en no pocos debates estériles, que terminaron efectivamente por confinarla en ámbitos “elitistas”, y por reducirla a pugnas de campanarios por el control del “campo literario” y sus beneficios. Relegadas en los márgenes, las “sub-”, las “para-” y las “contra-” literaturas atestiguan de este es-trechamiento de la noción de literatura y su pérdida de contacto con el público lector, al mismo tiempo que de los intentos por romper con esta coraza10.

Pero tampoco fueron éstos los únicos efectos de esta pérdida de horizonte histórico y cultural. Al centrar la cuestión de la autonomía en “el lenguaje” –comprendido sobre el “modelo” saussureano de la lengua por oposición al habla descartado del objeto de análisis idea-do por el lingüista ginebrino–, las extrapolaciones indebidas de los conceptos y métodos de esta lingüística al ámbito de la teoría y la crítica literarias desembocaron en distintas variantes de un formalis-mo y un objetivismo abstractos y estériles. Éstos no sólo convirtieron los textos en formas sin sustancia, sino que abrieron la puerta a la ilusión de que dichas formas pudieran comprenderse al margen de toda referencia “exterior”, trátese de los referentes, de los sujetos

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concretos de enunciación, o de los contextos históricos y las refe-rencias culturales de los que se apropia el texto. El desplazamiento de la problemática del sentido hacia un lector confrontado, no a la alteridad de la obra y su forma concreta sino a un artefacto ante el cual es libre de desplegar su propia imaginación y sus propias aso-ciaciones, ha desembocado de hecho en un individualismo subjetivo que no representa sino la otra cara del objetivismo abstracto11. Apuntaladas luego por simplificaciones abusivas de la llamada Teor-ía de la Recepción alemana12, estas concepciones han contribuido al aislamiento de parte de la tradición letrada y preparado el terreno para la legitimación de las modalidades de lectura “consumistas” hoy imperantes: al tergiversar el problema medular de la forma, con-tribuyeron a confinar parte de la literatura en estrechos círculos “eli-tistas”, y abrieron la puerta a la disolución de las formas artísticas y sus herencias históricas en el imaginario líquido que hoy recibe el nombre de “cultura”. No es de extrañar entonces que sean estas mismas concepciones “literarias” las que sirven hoy de “modelos” para los distintos análisis de “lo social” entendido como “Texto”, o como conjunción de “pequeños relatos” –individuales o de grupos–, que no alcanzan a dar cuenta de la alteridad sino bajo la forma de la diferencia, sea ésta de “clase”, de “etnia” o de “sexo”, cuando no simplemente de “espacio” o de “tiempo”. Basada en la operación lógica más elemental –la binaria–, la diferencia, o la colección de rasgos diferenciales atribuidos a un “objeto” cualquiera, animado o no, no es constitutiva de ninguna “identidad”, ni mucho menos da cuenta de las operaciones sumamente complejas que posibilitan la asunción de un “yo” ante un “otro”, semejante aunque fundamen-talmente distinto. “Diferencias” tienen las mercancías para el con-sumidor, mientras que el “yo” y el “otro” se configuran mutuamente dentro y a partir la cultura que los nutre13.

IV.

En este esbozo de las tendencias y las contradicciones que rigen actualmente la existencia de la literatura en el marco de una “globali-zación” cuyo porvenir aparece hoy bastante incierto, latinoamerica-nos y latinoamericanistas habrán podido ubicar –al menos así espe-ro– algunas cuestiones tanto generales como particulares, que ata-ñen al lugar y papel de la literatura en la cultura. En adelante, me propongo retomar esta problemática desde una perspectiva más propiamente latinoamericana, distinguiéndola de otros particularis-mos y procurando destacar algunas herencias propias que pudieran reabrir discusiones pendientes y fortalecer perspectivas de análisis ya planteadas.

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La Conquista y su herencia colonial, por un lado, y las formas particulares de constitución de los Estados nacionales durante los siglos XIX y XX, por el otro lado, constituyen hechos históricos insos-layables, que confieren su sello particular a la cultura latinoamerica-na. Aun cuando estos hechos atestiguan de la inserción del subcon-tinente en la historia del mundo occidental de la cual América Latina forma parte, señalan también el carácter conflictivo de esta inser-ción, y las distinciones que, respecto de otros procesos, cabe intro-ducir en el análisis de los que siguieron a la Independencia. Ante la necesidad de redefinir las formas de articulación de las muy diferen-tes regiones del territorio en torno al Estado nacional en formación, por un lado, y de éste y aquellas con los polos más dinámicos y mo-dernos de la economía mundial, por el otro lado, la Conquista y la Colonia aparecieron inicialmente como lastre por superar. La conflic-tividad señalada presenta por lo tanto una doble articulación: con la heterogeneidad interna por un lado, y con los polos externos de atracción, por el otro lado. Esta doble articulación conflictiva, a la que se suman los desplazamientos de los polos hegemónicos y la no coincidencia entre los polos de atracción económica y los de atrac-ción cultural, marca hasta hoy los procesos históricos latinoamerica-nos, pese a los últimos intentos por disolver esta heterogeneidad conflictiva14 en la noción vaga de globalización, con sus “diferencias” locales. Una y otras no representan sino la última transfiguración de la aprehensión de conflictos seculares nunca propiamente resueltos. Los “lugares ideológicos” –las dicotomías– a los que estos renova-dos conflictos han dado lugar son ya de sobra conocidos: civiliza-ción vs. barbarie, atraso vs. progreso, modernidad vs. inmovilismo, etc.. Quedan también a la vista las pugnas irresueltas entre “conser-vadores”, “liberales” y “populistas” que atraviesan estos dos siglos de vida independiente, lo mismo que las discontinuidades que han propiciado las pasajeras “resoluciones” de estos conflictos políticos. En ausencia de proyectos propiamente republicanos, la “democracia liberal” sigue haciendo hoy las veces de formas de organización so-cial y política republicanas; de ahí que en estos tiempos de globali-zación neoliberal, de llamado al debilitamiento de los poderes del Estado y de mercantilización de la cultura, las heterogeneidades y los conflictos acumulados revistan la forma predilecta de la “diferen-cia”, con todo y sus interminables reciclajes.

Ahora bien, desde el punto de vista de la literatura y su relación con la cultura, cabe destacar no sólo la permanencia de cierta plura-lidad lingüística –el predominio del español junto a la pervivencia de varios idiomas de origen prehispánico–, sino también la heterogenei-dad de lenguajes y normas relativas al uso de estos mismos lengua-

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jes, hablados o escritos; heterogeneidad que por lo demás no coin-cide con una estratificación estricta de los sectores sociales, y que desde este punto de vista presenta no pocas “anomalías” debido a procesos sumamente desiguales de sedimentación de algunos o de “contaminación” entre varios de ellos. En este marco, los renovados deslindes entre los lenguajes “vivos”, vigentes en los muy diversos intercambios verbales concretos, y los lenguajes escritos y “cultos” no atañen tan sólo a la diferenciación respecto del español metropo-litano escrito con la que han tenido que bregar la poesía, la narrativa, e incluso el “ensayo” hispanoamericanos. Conciernen también al mantenimiento o al restablecimiento de los nexos entre los lenguajes vivos y la paulatina y renovada concreción de formas escritas y cul-tas propiamente hispanoamericanas. Las dificultades en este ámbito no son tan sólo del orden del léxico, la sintaxis, o la fonética y su re-presentación diferenciada dentro de la forma culta: estriban en la ca-pacidad de las formas y los lenguajes vivos para nutrir y modificar la tradición culta, dejando de aparecer en ella como elementos, lengua-jes o formas extraños. En otras palabras, se trata de que esta multi-plicidad de lenguajes y formas, separados entre sí en el ámbito so-cial, dejen de concebirse como “diferencias”, para integrarse como alteridades, activas y plenas, en las relaciones que el “yo”, autoriza-do por la tradición letrada, mantiene –y ha de seguir manteniendo– con la voz viva de estos “otros”. Antes que disolver la heterogenei-dad conflictiva en discursos homogeneizantes, el asunto estriba en la objetivación de la misma dentro de formas concretas y vivas: en que éstas vuelvan a poner en movimiento y traigan al presente las realidades y las memorias sedimentadas en esta pluralidad de len-guajes y formas de intercambio social-verbal, que estructuras y pro-cesos sociales han tendido a mantener aisladas y separadas entre sí. El asunto no radica tanto en la multiplicación de las “diferencias” cuanto en las renovadas modalidades de formalización artística de las posibilidades e imposibilidades del dialogismo intra e intercultural, que plantean las herencias históricas del subcontinente americano, su legado “literario” inclusive15.

Este deslinde respecto de quienes propugnan una apertura indis-criminada del “campo literario”, supuestamente confinado en el círculo de las “élites” de una “ciudad letrada” heredada de la Con-quista y la Colonia16, llama algunas consideraciones complementa-rias. Independientemente de las generalizaciones a menudo abusi-vas –o al menos bastante discutibles del libro de Ángel Rama al que acabo de aludir–, me parece necesario puntualizar que tal “confina-miento” de las letras hispanoamericanas en semejante ámbito no proviene tanto de la estrechez de miras de los “letrados”, cuanto de

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las limitaciones y las discontinuidades de los procesos de alfabetiza-ción y escolarización en la mayoría de los países del subcontinente. Lo que resulta más o menos evidente para la época colonial –pese a la labor de algunos sectores eclesiásticos–, lo es también para la época posindependentista, no exenta de notables retrocesos hasta el día de hoy. Ni el Estado liberal –más oligárquico que democrático– que no sin sobresaltos logró implantarse en la mayoría de los países latinoamericanos hacia finales del siglo XIX, ni los regímenes “popu-listas” que se hicieron cargo de las insalvables contradicciones en las que quedaron atrapados los regímenes liberales, –y luego las dic-taduras de todo pelo–, han dado lugar al establecimiento de institu-ciones y formas de gobierno propiamente republicanas. Desde el punto de vista que nos ocupa, ello implica que el legado de las di-versas tradiciones literarias no ha llegado nunca a convertirse en un bien propiamente público, pese a las importantes controversias de las que fue objeto hasta los años ochenta, aproximadamente. En éstas, la labor de acopio y sistematización de este legado –generalmente llevado a cabo con base en conceptos y métodos pro-venientes de la tradición europea– no dejó de desempeñar un papel de primer orden, lo mismo que la propuesta de organización e inter-pretación comprensivas de este mismo legado por parte de Pedro Henríquez Ureña, basadas en la idea de un progresivo “mestizaje” social y cultural17.

Hoy, estas controversias –debilitadas frente al embate globaliza-dor, mercantilista y desmemoriado– merecerían ser reconsideradas con atención, en particular por los usos laxos de los que son objeto algunas de las nociones y categorías elaboradas entonces por el propio Rama, por Antonio Candido o Antonio Cornejo Polar, entre otros muchos: la “ciudad letrada”, la “heterogeneidad cultural” o la “transculturación narrativa” andan por ahí más como medios de ad-jetivación de sustancias nebulosas que como categorías analíticas, pero poca mención se hace –pongamos por caso– de las “ideas fue-ra de lugar” de Roberto Schwartz18. ¿No estará la globalización me-diática –con su formidable capacidad de disolución de los objetos de pensamiento y de “recuperación” de nociones y conceptos para su propia legitimación– transformando también en “ideas fuera de lugar” a estos esfuerzos de dilucidación de realidades históricas y concretas? Tratándose no sólo de la transmisión del legado cultural y literario heredado, sino también de la consideración y la lectura de textos actuales, estas controversias –explícitas o encubiertas y no tan lejanas– merecerían sin duda reactualizarse, con el objeto de que todo nuestro pasado y su cultura no se nos vuelvan de pronto meras “fantasmagorías”19.

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Volviendo entonces a la “ciudad letrada”, de las condiciones concretas del ejercicio de su “oficio” por parte de los “letrados” y de la no plena socialización de su legado, no se desprende –como lo sugiere Rama– que éstos no hayan hecho sino servir al poder, a las ideologías dominantes y a un “racionalismo cartesiano” (¡anterior al mismo nacimiento de Descartes ¡), empeñados en conculcar la ge-nuina “imaginación” americana, depositaria de formas de pensa-miento “mágico-mítico” capaces de socavar el “racionalismo occi-dental” (¡Ni “Occidente” es Descartes, ni éste es la filosofía occiden-tal, ni siquiera si se le anexa la gramática de Port Royal!)20. Tanto la dicotomía planteada como las generalizaciones en las que descan-san los razonamientos de Rama son a todas luces abusivas; tanto más cuanto que la problemática del “otro” –real o imaginario, “seme-jante” o no– ha estado inscrita en la literatura americana desde sus inicios: desde el mismo Descubrimiento, con la Conquista y la domi-nación colonial, lo mismo que en las guerras de Independencia y los más de dos siglos de conflictiva vida “republicana”. Y no sólo por cuanto todo conflicto supone la existencia de alguien designado y valorado positiva o negativamente como “otro”: en otro nivel, la misma posibilidad de decir “yo” en el marco de cierta cultura –o en las encrucijadas entre dos o varias de ellas– entraña la presuposición de un “otro”, sea éste el objeto de pensamiento mismo o la presen-cia de algún “otro”, silenciado y reducido a imagen o convidado a tomar parte con voz propia en la configuración del objeto de pensa-miento. De modo que, si bien histórica y socialmente estructuras y procesos van definiendo desigualdades y diferencias, los lugares y las formas del “yo” y “el otro” no son ni lugares fijos ni esencias in-mutables. Tampoco se reducen a una mera cuestión de “punto de vista” (¿quién y desde dónde está hablando?): las modalidades del “yo” y el “otro” son relacionales y descansan en formas culturales, no por sedimentadas menos problemáticas.

Respecto de estas formas, haría falta examinar las figuraciones de los muchos “otros” de la cultura latinoamericana, seguirles las huellas, y preguntarse por sus transfiguraciones. Estas indagaciones no revelarían tan sólo las tendencias a inmovilizarlos y convertirlos en imágenes estereotipadas –trátese del indígena desprovisto de alma y devenido luego “mágico-mítico, o de un Occidente prestigio-so por alcanzar o cartesianamente moderno por denostar–. Mostrar-ía también la frecuente reversibilidad de las posiciones asumidas por el “yo” de la enunciación; y sobre todo la notable inestabilidad de este “yo”: no sólo éste suele traspasar en uno y otro sentido las “fronteras”, reales o imaginarias, con las que viene pugnando y so-cavar así las imágenes sedimentadas del “otro” a las que recoge y

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remueve; muestra también la dificultad que tiene para concebir a es-te “otro” como un semejante y permitirle así asumirse como una voz autónoma y plena –tan válida y autorizada como la suya– ante el ob-jeto por dilucidar. De ahí la marcada dificultad de este “yo” escindido para asumirse plenamente como sujeto “universalizante” en el marco de una cultura ella misma profundamente fragmentada21.

Estas observaciones –por fuerza generales, aunque cimentadas en diversas lecturas, mías y de otros, todavía dispersas y faltas de la sistematización conceptual que le permitiera incidir en la problemáti-ca de conjunto aquí planteada– atañen a la literatura y la cultura: a las relaciones entre ambas, a las concepciones de una y otra ante la globalización mercantil imperante y a los muchos lugares ideológi-cos que ésta pregona, confundiendo los ámbitos de análisis y los conceptos. Buscan, por ahora, llamar la atención acerca de la pérdi-da de memoria a la que se nos convida, y poner a los lectores en alerta ante la tergiversación de la cuestión del “otro” y su disolución en la multiplicación de unas “diferencias” que pasan por alto el asun-to medular de la asunción de la alteridad en la forja de las identida-des, tanto personales como culturales. Lo queramos o no, esta cuestión no es aquí de orden puramente ontológico: se halla inscrita en la historia y la memoria de América Latina, y con ella han venido bregando la literatura y la cultura del subcontinente, desde el Des-cubrimiento y la Conquista hasta nuestros días. De modo que el examen atento de las formas concretas, sumamente variadas y complejas, que ha asumido en las letras americanas sigue siendo un tema de reflexión tan relevante como imprescindible. Por lo demás, de ser consecuentes con nuestras propias herencias, acaso podría-mos contribuir también a remover no pocas “evidencias” de la crítica literaria y cultural que hemos admitido sin mayor examen, y contri-buir con voz propia a los debates de los que esta crítica es hoy el centro.

NOTAS:

1. Sobre este punto, remitimos a Jacques Rancière, La partage du sensible. Esthétique et politique. Paris: La Fabrique, 2000; y Aux bords du politique. Pa-ris: La Fabrique, 1998 y Paris, Gallimard, 2004.

2. Para una crítica de la “cultura” en la era de la comunicación de masas, ver Da-ny-Robert Dufour, El arte de reducir cabezas. Sobre la servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo total, Bs. Aires, Piados, 2007; y del mismo autor, Locura y democracia. Ensayo sobre la forma unaria. México: F.C.E., 2002.

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3. La noción de “lenguaje de segundo grado”sintetiza los planteamientos de Yuri

Lotman, en Estructura del texto artístico, Madrid Istmo, 1988, y los de M.M. Bajtín expuestos en particular en “El problema de los géneros discursivos”, en Estética de la creación verbal. México: Siglo XXI, 1982. Aunque el sistema conceptual de estos dos autores difieren en la medida en que Lotman se orienta hacia una semiótica de la cultura basada en la trascodificación, y el de Bajtín hacia una concepción dialógica de los enunciados, ambos distinguen entre los textos o los enunciados en “lengua natural” y los lenguajes de se-gundo grado, o los “sistemas modelizantes secundarios”, entre ellos la litera-tura. Estas orientaciones conceptuales divergentes no son sin embargo in-compatibles entre sí, y cada uno de ellos tiene su ámbito de pertinencia. En la presente exposición nos apoyamos ante todo, sin desarrollarla, en la concep-ción bajtiniana del dialogismo.

4. Un notable ejemplo de estas posibilidades puede hallarse en la obra de Anto-nio Cornejo Polar, y en particular en su último libro, Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural de las literaturas andinas. Lima: Editorial Horizonte, 1994.

5. Tomo esta noción de “realidad de lo real” del libro de Pierre Campion, La réa-lité du réel. Essai sur les raisons de la littérature. Presses Universitaires de Rennes, 2003.

6. He abordado este problema en el ensayo dedicado al libro de Pascale Casa-nova, La República mundial de las Letras. Ver Françoise Perus, “La literatura latinoamericana ante La República mundial de las Letras”, en América Latina y la “literatura mundial”, Ignacio M. Sánchez Prado, ed., Pittsbugh: IILI, 2006. Col. Biblioteca de América.

7. La noción de “campo literario” pertenece a Pierre Bourdieu. Ver al respecto Las reglas del arte. Barcelona: Anagrama, 1995. Es también la que utiliza Pas-cale Casanova en La República mundial de las Letras. Barcelona: Anagrama, 2001.

8. Con esta noción remito al libro de Zigmunt Bauman, La modernidad líquida, Bs. Aires, F.C.E., 1999.

9. Para la cuestión de la “autonomía” y el contexto de la elaboración de la no-ción, ver Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, op. cit.

10. Bernard Mouralis, Les contrelittératures. Paris: Presses Universitaires de Fran-ce, 1978.

11. Para una definición y una crítica del objectivismo abstracto y del individualis-mo subjectivista en su relación con las concepciones del lenguaje, se puede consultar Valentín N. Voloshinov, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje. Bs. Aires: Nueva Visión, 1976.

12. Una buena exposición de las diferentes corrientes de la llamada Teoría de la Recepción alemana puede encontrarse en la antología de Dietrich Rall, En busca del texto,Teoría de la recepción literaria. México: UNAM, 3ª. Ed. 2007.

13. Para la distinción entre “otredad” y “alteridad”, remitimos a Marilia Amorim, Dialogisme et altérité dans les sciences humaine. Paris: L’Harmattan, 1996; y a Jean-Pierre Lebrun, La perversión ordinaire. Vivre ensemble sans autrui. Paris: Denoël, 2007.

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14. La noción de “heterogeneidad conflictiva” proviene de la obra de Antonio Cor-

nejo Polar, quien habla más concretamente de “totalidad heterogénea y con-flictiva”. La noción de “totalidad” la refiere tanto a la sociedad concreta como a los sistemas literarios en conflicto, e incluso a la forma concreta del texto considerado. Se trata de una categoría teórico-metodológica, y no de un a priori teórico.

15. Para un mayor desarrollo de este último punto, remito a otro trabajo mío, inti-tulado “Posibilidades e imposibilidades del dialogismo socio-cultural en la lite-ratura latinoamericana”, en Tópicos del Seminario, México, BUAP, en prensa.

16. Ángel Rama, La ciudad letrada, Hannover, Ediciones del Norte, 1984. 17. Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispánica.

México: F.C.E., 1949. 18. Roberto Schwarz, Misplaced Ideas. Essays on Brazilian Culture, Londres:

Verso, 1992. 19. La noción proviene de Jacques Rancière, Le partage du sensible, op. cit. 20. A. Rama, La ciudad letrada, op. cit. 21. Marilia Amorim, op. cit.

BIBLIOGRAFÍA:

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