síndrome de burnout

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1 Síndrome de Burnout. (Sin voluntad de Crónica) Sobre la gota de sudor que travestida entre lágrimas corre por el rostro del maestro, el bostezo de un alumno de primera fila bizarrea una versión del Grito de Edvard Munch. En lo que va entre dos estrofas de un poema de José Asunción Silva, recuerda el temor juvenil de convertirse en un lugar común. Cuando aún contaba con las fuerzas para devorarse el mundo, mil veces se burló de lo sencillo, bebió las prevenciones de los que creen en los aptos y desarrolló una clasificación propia de todo lo que hay entre la gloria y la pacotilla. De su idea infantil del frio que huele, su padre había edificado la marca de carimba del poeta. De su decisión de llamar con el ampuloso nombre de Cicerón a un gozque que recogió en la calle, su abuelo bordó la maldición de ser político. De su proclividad de escoger lo bello por encima de lo grotesco, su madre respiró los temores de un hijo condenado a ser profesor. Aquella mañana había desayunado poco, porque poco había. El solitario billete de Cinco Mil en su billetera no podía ser gastado, lo necesitaba para en clase hablar sobre lo ignorado a pesar de ser mil veces visto. La rutina del papel moneda que se dobla para formar la copa y el corazón del incestuoso amor entre Silva y Elvira la aprendió en Bogotá de un hombre que no permite se rime la libertad con la mendicidad. Sobre su rostro cae la cal de los desentendidos, sus ojos no alcanzan para traducir del trazo al verso el fragmento del nocturno impreso sobre el escaso valor, le gusta pensar que le guía más la

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Síndrome de Burnout.

(Sin voluntad de Crónica)

Sobre la gota de sudor que travestida entre lágrimas corre por el rostro del

maestro, el bostezo de un alumno de primera fila bizarrea una versión del Grito de

Edvard Munch. En lo que va entre dos estrofas de un poema de José Asunción

Silva, recuerda el temor juvenil de convertirse en un lugar común. Cuando aún

contaba con las fuerzas para devorarse el mundo, mil veces se burló de lo

sencillo, bebió las prevenciones de los que creen en los aptos y desarrolló una

clasificación propia de todo lo que hay entre la gloria y la pacotilla. De su idea

infantil del frio que huele, su padre había edificado la marca de carimba del poeta.

De su decisión de llamar con el ampuloso nombre de Cicerón a un gozque que

recogió en la calle, su abuelo bordó la maldición de ser político. De su proclividad

de escoger lo bello por encima de lo grotesco, su madre respiró los temores de un

hijo condenado a ser profesor. Aquella mañana había desayunado poco, porque

poco había. El solitario billete de Cinco Mil en su billetera no podía ser gastado, lo

necesitaba para en clase hablar sobre lo ignorado a pesar de ser mil veces visto.

La rutina del papel moneda que se dobla para formar la copa y el corazón del

incestuoso amor entre Silva y Elvira la aprendió en Bogotá de un hombre que no

permite se rime la libertad con la mendicidad. Sobre su rostro cae la cal de los

desentendidos, sus ojos no alcanzan para traducir del trazo al verso el fragmento

del nocturno impreso sobre el escaso valor, le gusta pensar que le guía más la

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ilusión que la premonición: “Oh dulce niña pálida, que como un montón de oro de

tu inocencia cándida conservas…”. En una inhalación se cuela la imagen de la

esposa que la noche anterior le preguntaba: ¿Qué tiene que ver la felicidad con

las deudas? El orificio en el pecho de su guayabera, que alguna vez fue lustrosa,

le hace pensar en la única plenitud que hay en su casa: el hartazgo de las polillas.

Una niña del fondo del salón saca un gancho para colgar la ropa y señalándole se

lo pone en la nariz. No sabe si huele a antes o a vacío, la insolencia es celebrada,

el grupo le cobra las culpas del mundo, en la agonía de sus vitalidades intenta

impostar la voz del padre, pero los hijos de cronos están listos para la retaliación.

El haz de un láser camina su frente, mientras uno de cachetes sonrosados de

tanta infelicidad se levanta para cantar:

“Lo único que recuerdo de mi cucho

es que me enseñó a disparar,

cargo en el pecho el cartucho,

que cuando lo encuentre le voy a quemar.

No es que me las dé de a mucho,

pero como un duro puedo cantar:

A mi piel no le entra ni el serrucho,

Mi mamá a golpes no me pudo matar,

Ni sé ni porque a usted lo escucho

Su poeta me hace bostezar,

Si lo enterraron hace mucho,

Ya ni los gusanos se lo tienen que tragar”.

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Eso sí es un poeta, celebra la niña que cada mañana se sienta en el mismo

“pintadero de uñas”. Elvira se encoge de hombros en el billete. El profesor

entiende que en las horas que le cuentan lo que no se vista de estruendo no será

asumido. Ni el timbre del final de la hora podrá acallar las carcajadas. Silba los

filipichines. Camina hacia su escritorio. Levanta el maletín del suelo. Hace un

esfuerzo evidente por hacerse a algo con qué defenderse. Saca un diccionario de

sinónimos e imposta encontrar una palabra: “Revólver: Tote, trueno, Traque

traque, Dumdum, Dragón, Boquifrio”. Reaparece la luz del láser. La arranca de su

frente y la aplasta. El destello se convierte en sangre y cae en el rostro de los

sentados en el fondo del salón. El único grito no es de terror. Recuerda la voz de

un rector que le dijo: “a los pelados hay que tramarlos”- ¿Traumarlos? –No,

tramarlos, güebón”. Le arranca de las manos el celular a uno que nunca sale de su

hogar en FarmCity. Entra a Bing. Busca en su Blog un esbozo de Arte y poética

que escribió antes de que el Magisterio se lo tragara: “La excepción no respeta

calenda, brota por entre las grietas de la rutina, los menos sensibles sólo la

advierten cuando sobre ella florece la tragedia, los proclives al engaño la

confunden con la exageración y los que se presumen poseedores de virtud la

asfixian contra sus egos. Lo memorable no lucha por prevalecer, se dispone sin

temores de extinción, sin la espera por el registro que acaece en muy pocas

ocasiones, duerme en la tranquila facha de lo que se entiende como la nada”. El

estudiante más entrenado para la crueldad lanza la frase que tiene tatuada en la

lengua: “Esas Bobadas”. El profesor señala con dos dedos a la única niña que

desde el principio pareció estar atenta. “Usted, lea ese letrero” -le dice, señalando

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un cuadro de Misión-Visión que comparte pared con la estampa de Santiago

Apóstol: “Esta I. E busca formar seres emprendedores, competentes y

transformadores de su entorno; seres edificados en valore…”. El maestro mueve

la cabeza con violencia en señal de desaprobación. –No, ahí no está escrito eso,

ahí hay un texto que se llama Al Descalzo y dice: “No me digas que no tuviste

tiempo, lo que hizo falta fue voluntad, porque bueno es cartón o buenas son

sobras para hacerse unos patines que sean la envidia del Dios de los pies alados;

¿Qué falta piedad y certeza a mi comentario? Discúlpeme señor, este texto

empezó porque tengo entendido que a usted es al que falta algo, no le sume a su

ya insoportable presencia la altivez propia de los infames. Qué difícil es entre

brutos esgrimir razones, él ha tenido todas las oportunidades, recibió formación en

inventiva, en emprendimiento, en comportamiento, los que son como él lo tuvieron

todo, todo, todo, pero incapaces fueron de entender la autogestión”. La mayoría de

las cabezas ni siquiera se levantan para advertir el extrañamiento. El puño a la

mesa descubre un falso fondo en el que duermen a pierna suelta un par de libros

de texto de castellano. Al sacudirlos, uñas vuelan para clavarse en el techo. De la

lista brota un apellido. –Sr, Rodríguez, lea el título de en la página 63. La

obediencia no es evidencia del entendimiento. –José Asunción Silva, Poeta

Nacional de Colombia (1865-1896). El maestro se da a tararear la melodía que

infantilizó a Los Maderos de San Juan. Piensa en la abuela de los asistentes,

mientras se pone un camisón que tiene pintada una seña en el punto exacto

donde el corazón se bifurca. -¿Cuáles serían sus últimas palabras? Todos sacan

el diccionario y lo abren en las páginas finales de la letra Z. Recomponiendo su

peinado, saca del bolsillo de atrás del pantalón una libreta que tiene en la portada

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la palabra aforismos atravesada por una X. Recuerda una clase de la infancia en

la que le enseñaron a afinar el mentón y la barriga, carraspea, más reclama que

lee: “Una colectividad impuesta entre bagatelas, uniformes, cumplimientos y

obligaciones, se hace de definiciones, de sobreinformación y de olvido, en medio

de realidades que a cada segundo se van a pique y de voces que invitan a

sobreponerse, a superarse, a no encontrar motivos para significar las cicatrices

que sobre la existencia deja lo incesante. La excepción se desdibuja entre la

grandilocuencia de las escatologías de aquello que por gastado no es menos

pirotécnico”. El impacto se confunde con el inicio de alguna canción de moda. Las

aseadoras se apuran, pues en la mañana, temprano, ha de llegar una presencia

que los estudiantes sabrán agradecer: un proyector de video.