un dia en la vida de ishak butmic

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Jordi Tiñena UN DÍA EN LA VIDA DE ISHAK BUTMIC Título original: Un dia en la vida d’Ishak Butmic. 1998 Copyright © Jordi Tiñena. 1998, 2012 ISBN: 9781301700714 D.L.: T13542012. A Ishak, Zlatko, Alma, Azra, Abzija, Danka, Vesa, Bairo, Ivana, Nevenka, Kemal, David, Adis y todos los otros, víctimas de la barbarie, y del egoísmo y la indiferencia. In memoriam. Nadie recordará a Ishak Butmic cuando atravesó la calle para recoger el último aliento de un niño desconocido y el impacto preciso de una bala desde el otro lado del río segó, inconcluso como una premonición, su acto de generosa civilización. Empieza a hacer frío. Si los árboles no hubieran sido talados para alimentar las estufas el invierno pasado, la ciudad se vería ahora vestida con las galas grises del otoño. Más tristes aún por la desnudez vegetal del suelo, por los remolinos vacíos del aire, llenos sólo de papeles y de polvo. Afuera, más allá de los montes de Bielasnika o de Igman, a pesar de la desolación, se adivina. Son las siete de la mañana y todavía es de noche. Pero Ishak está despierto. Duerme poco. Siempre ha dormido poco. ¡Tantos años trabajando de noche! De aquí a diez minutos dejará la cama. Estos diez minutos que demora el acto de levantarse son un tiempo robado al sueño, un placer inocente, casi infantil, para tener conciencia del bienestar, para fabular ilusiones o para embellecer recuerdos. Entretanto, oye cómo, abajo, la familia Milosic reencuentra los objetos familiares. Le llega el sonido agrietado de un disparo y adivina que proviene del Sheher. Desea que el proyectil haya agujereado algo más algún edificio, pero sabe que es poco probable que el tirador haya fallado y sacude la cabeza con determinación para evitar que ninguna imagen, ya bastante conocida, perturbe estos minutos que son sólo suyos. ¡Bastante largo será el día! Cuando atraviesa la puerta de la escalera, incluso un poco antes porque no hay cristal, un viento frío le empequeñece los ojos y le tensa la piel; se sube el cuello del chaquetón y, muy enganchado a la pared, anda a buen paso en dirección al hospital de Kosevo. Aquí donde vive, lejos del río, casi en el extremo opuesto, no hay peligro. estas son unas calles seguras. Aun así, todos han aprendido a andar deprisa y arrimados a las paredes, y este gesto insólito ha acabado siendo normal. Incluso en la situación más excepcional, tendemos a reducir buena parte de nuestros actos al mecanismo de la rutina, al automatismo del hábito. Es en el gesto cotidiano, en el repetido detalle usual, donde encontramos la seguridad.

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Jordi Tiñena UN DÍA EN LA VIDA DE ISHAK BUTMIC 

  Título original: Un dia en la vida d’Ishak Butmic. 1998 Copyright © Jordi Tiñena. 1998, 2012  ISBN: 9781301700714  D.L.: T‐1354‐2012.      

 

 A  Ishak, Zlatko, Alma, Azra, Abzija, Danka, Vesa, Bairo,  Ivana, Nevenka, Kemal, David, 

Adis y todos los otros, víctimas de la barbarie, y del egoísmo y la indiferencia. In memoriam.  

    Nadie recordará a Ishak Butmic cuando atravesó la calle para recoger el último aliento 

de  un  niño  desconocido  y  el  impacto  preciso  de  una  bala  desde  el  otro  lado  del  río  segó, inconcluso como una premonición, su acto de generosa civilización. 

  Empieza a hacer frío. Si los árboles no hubieran sido talados para alimentar las estufas 

el  invierno pasado,  la ciudad se vería ahora vestida con  las galas grises del otoño. Más tristes aún por la desnudez vegetal del suelo, por los remolinos vacíos del aire, llenos sólo de papeles y de polvo. Afuera, más allá de los montes de Bielasnika o de Igman, a pesar de la desolación, se adivina. 

Son  las siete de  la mañana y todavía es de noche. Pero  Ishak está despierto. Duerme poco. Siempre ha dormido poco.  ¡Tantos años  trabajando de noche! De aquí a diez minutos dejará la cama. Estos diez minutos que demora el acto de levantarse son un tiempo robado al sueño,  un  placer  inocente,  casi  infantil,  para  tener  conciencia  del  bienestar,  para  fabular ilusiones  o  para  embellecer  recuerdos.  Entretanto,  oye  cómo,  abajo,  la  familia  Milosic reencuentra  los objetos  familiares.  Le  llega el  sonido agrietado de un disparo y adivina que proviene del Sheher. Desea que el proyectil haya agujereado algo más algún edificio, pero sabe que es poco probable que el tirador haya fallado y sacude  la cabeza con determinación para evitar que ninguna imagen, ya bastante conocida, perturbe estos minutos que son sólo suyos. ¡Bastante largo será el día! 

Cuando atraviesa la puerta de la escalera, incluso un poco antes porque no hay cristal, un viento frío le empequeñece los ojos y le tensa la piel; se sube el cuello del chaquetón y, muy enganchado a la pared, anda a buen paso en dirección al hospital de Kosevo. Aquí donde vive, lejos del río, casi en el extremo opuesto, no hay peligro. estas son unas calles seguras. Aun así, todos  han  aprendido  a  andar  deprisa  y  arrimados  a  las  paredes,  y  este  gesto  insólito  ha acabado  siendo normal.  Incluso en  la  situación más excepcional,  tendemos a  reducir buena parte de nuestros actos al mecanismo de  la rutina, al automatismo del hábito. Es en el gesto cotidiano, en el repetido detalle usual, donde encontramos la seguridad. 

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Ishak  cojea.  Tiene  la  pierna derecha más  corta que  la  izquierda. De nacimiento. Ha cumplido cuarenta y cinco años y vive solo en el pequeño piso que ha ocupado durante más de quince años con su segunda mujer, ya muerta. No tuvieron hijos y  lo  lamenta. A pesar de  la cojera, pica con firmeza de pies en el suelo buscando un calor que lo ponga por completo en el nuevo día. Ha llegado a la esquina. La presencia de tres grandes contenedores metálicos, como si fueran un baluarte, son una señal que  invita a extremar  las precauciones. Se para y respira profundamente.  En  un  brevísimo  instante,  los músculos  se  le  tensan  como  una  cuerda  de ballesta, convertido en jugador expectante y saeta de vida. Ishak atraviesa la calle corriendo y encogido  con  su paso de  títere  irregular,  la vista  fija y  la  respiración agitada. Ha pasado. Ya está. Desde aquí hasta el hospital puede ir tranquilo. Razonablemente tranquilo. 

Cuando  llega,  Zlatko  ya  lo  está  esperando. Nunca  conseguirá  llegar  antes  que  él. A Zlatko, a  sus  sesenta años, nadie  le  sacará  la manía de  llegar media hora antes allá adonde vaya. 

Zlatko Rondic hace dos años que está en la ciudad. Nació en Grakja, una pequeña aldea cerca del río Sava, al norte del país, y nunca había salido de allí hasta ahora. Antes era leñador. Es alto y corpulento, y lleva un gran bigote blanco que se toca sin descanso con la punta de los dedos de la mano izquierda. Es un gran soñador. ¡Cuántos sueños no ha fabulado sentado en la orilla  del  viejo  Sava  viendo  cómo  se  precipita  a morir,  quilómetros  allá,  en  las  aguas  del Danubio!  Estos  ríos  le  han  llenado  la  imaginación.  ¡Cuántas  veces  pensó  en  acompañarlo! Abandonar  su  rincón y dejarse conducir a Belgrado por  la corriente del Sava y allí,  seguir el curso del Danubio; fundirse en sus aguas para dominar las orillas de Bulgaria y Rumanía hasta caer exhausto ante  las costas de Crimea, en el Mar Negro, el Karadeniz de  los turcos que  los griegos consideraron  inhospitalario. No, Zlatko no ha salido nunca de Grajka y es a través del rumor del Sava que ha sabido de amores y de  tristezas, de  ilusiones y de desesperanzas, de entusiasmos  y de decepciones; que ha  alimentado  su  espíritu  con  canciones  y  fábulas,  con danzas y secretos; que ha  fortalecido su cuerpo en  fiestas y  trabajos. Quizá cuando cumplió dieciocho años, quizá, estuvo a punto de marchar. Quería. Deseaba  llenarse  los ojos con  las imágenes que la fantasía estimulada por los narradores de cuentos le había prometido tantas veces. Pero no pudo ser. Zlatko tuvo que hacerse cargo de su madre y de tres hermanas, y tuvo que renunciar al sueño de ver el Sava ante otros bosques. No se sintió desgraciado, aun así. Sólo triste. Así ha sido su vida: un poco triste. Ahora ya no tiene a nadie en Grakja; pero esto no impide que los odie. Tampoco estaba cuando pasó, y esto le produce una extraña sensación de traición. No habla de ello. 

Zlatko  llegó hace dos años a Sarajevo y era  la primera vez que  iba  tan  lejos. Estaba enfermo y los franceses lo evacuaron con un grupo de niños y una treintena de personas más, necesitadas como él de una atención médica que en Grajka nadie  les podía dar. Después de tres meses de hospitalización consiguió que lo dejaran marchar. Sabe que lleva la muerte con él  y no quiere morir en el hospital. A  Ishak, hace  tres meses que  lo  conoce  y que  recorren juntos las calles. Lo aprecia y es con el único que conversa un poco. Sin Ishak quizá aún no lo sabría. Zlatko apenas sabe leer. 

Aquel día, a media mañana, Ishak fue a buscar su Oslobodenje. Se lo guarda un amigo, que  lo reparte. este es el único periódico que se publica ahora. Por  falta de papel sólo edita tres mil ejemplares y es muy difícil de encontrar. Ishak trabajaba en él y esto le da un pequeño privilegio. Después de comer, si no lo han hecho antes, Zlatko e Ishak buscan un rincón seguro y soleado e Ishak lo lee en voz alta. Aquel día, el nombre de Grakja aparecía en los titulares de la primera página con sobria crueldad. Un titular digno y austero, brutal en la evocación. Zlatko lloró  sin  hacer  ningún  comentario.  Sus  ojos  pequeños,  un mundo  perdido:  la  aldea  había desaparecido  con  todos  sus  habitantes  devorada  por  el  fuego  de  los  chetnics. Ni  una  sola palabra más.  Ishak  sabe  lo que  la breve nota  significa; conoce  los horrores que preceden el acto final de barbarie, como hace siglos, como siempre, protagonizado por el fuego destructor. Sabe que es la manera con que las sanguinarias Águilas Blancas siembran el terror y entierran los  últimos  vestigios  de  la  dignidad  humana.  Pero  para  Ishak,  a  pesar  del  dolor  que  estas 

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ignominias provocan, Grakja es sólo otro de  los nombres que de manera constante, y parece que imparable, van llenando el recuerdo de cómo, una vez más, la brutalidad se convierte en el último  argumento de  la  razón.  El único  efectivo porque  también borra  la memoria. Para Zlatko,  en  cambio,  cada  letra  son  unos  ojos,  unos  gestos,  quizá  una  voz;  cada  espacio  en blanco, un recuerdo; cada silencio, una  imagen. Y el Sava se tiñe de sangre y el olor de carne quemada le apesta la nariz como si estuviera allí, testigo mudo del sacrificio estéril, espectador impotente del  juicio del  inquisidor  infame.  Y  se  subleva  al pensar que  su  río  señala  con  su curso al gran criminal y lo regará generoso. Y maldice su nombre, sí: maldito seas, santo Sava, puesto  que  bajo  tu  invocación  se  perpetra  el  genocidio.  Sí, maldito  seas  si  en  tu  nombre obispos  y popes perdonan  a  los  sicarios de  la  intolerancia  y  santifican  el  exterminio. Como antes. Como  ahora. Como  siempre. Maldición  en  silencio.  Sólo  con  algunas  lágrimas que  le humedecen los ojos y los llenan de luz, de brillos que, en la muerte, ha revivido la evocación. 

Zlatko está agradecido a  Ishak porque  leyó  la noticia y  lo dejó  llorar. Desde entonces habla más con él y le explica historias, alguna vez. Ahora ya no puede explicarlas a nadie, pero hubo un tiempo en que todos escuchaban a Zlatko; un tiempo en que no se celebraba ninguna fiesta  en Grakja o  en  las  aldeas  vecinas  sin  su  concurso.  Sólo  con  su  voz de bajo,  su  gesto escaso  y  su  memoria,  capaz  de  improvisar  con  ingenio  y  de  recitar  los  romances  más conmovedores  de  amor  y  de  guerra  aprendidos  desde  niño  de  boca  de  los  innumerables glosadores y cuentistas trotamundos: turcos, eslovacos, serbios, o moldavos; hasta caucásicos y mongoles,  alguna  vez.  ¡Cómo  se  entusiasmaba  al  recitar  los  hechos  del  voivoda  valaco Basarab al  independizarse del dominio húngaro y su rechazo a ser tributario del Khan de  los Tártaros en el siglo XIV; o con las conquistas del Basileo búlgaro Simeón I, que en el S. IX llegó a las  costas del Adriático!  ¡Y  con qué  firmeza y grandeza épica narraba  los actos del húngaro János  Hunyádi  cuando  en  Belgrado  cerró  las  puertas  a  los  turcos  poco  después  de  que hubieran conquistado Constantinopla! O  los hechos del Gran Turco Soleiman, que  llegó a  las fuentes del Danubio. Ahora  sólo alguna vez  Ishak oye  recitar  las gestas de  los guerreros del pasado. Y es  cuando  se da  cuenta de que  también aquellas historias que  lo han embobado tantos  años  tenían que estar  llenas de  actos brutales que  los  romances no han  recogido. Y piensa  que  así  será  también  como  los  pesme,  los  romanceros  serbios,  recogerán,  quizá  ya están  recogiendo,  las  victorias  chetnik  como  la  de  Grakja.  Pero  no  quiere  pensar.  Y  le  da vergüenza reconocer que, si pudiera, estrangularía a cualquiera de los incendiarios bárbaros de Grakja con sus manos anchas, voz de la rabia inmensa.  

  En  el  otro  extremo  de  la  ciudad,  en  Skenderija,  en  el  segundo  piso  de  un  edificio 

próximo  a  las  instalaciones  olímpicas  que  acogieron  el  hockey  sobre  hielo,  a  no  más  de cuarenta metros de  la  zona dominada por  los  serbios, vive el pequeño Alma. Este niño  con nombre de niña no ha oído la detonación que Ishak ha deseado que agujereara una pared. O quizá un poco, pero no lo bastante para despertarlo; sólo ha provocado que se girara de lado, se tapase bien con la manta y se empotrase en el cuerpo tibio de su madre. Alma, su madre y un hermano más pequeño duermen juntos encima del colchón de la cama de los padres, en el recibidor. este es el espacio más protegido de la vivienda, casi en primera línea del frente; este y la cocina. En el comedor, en el extremo opuesto, abierto por completo a los francotiradores con sus grandes ventanales, no entran; y en las otras habitaciones, con precaución. 

Alma  tiene  el  sueño  agitado,  siempre  asediado  por  la  pesadilla,  y  la  estrechez  del colchón compartido parece provocarle una desazón mayor. Al principio su madre quiso echar un colchón en el pasillo para que durmiera solo, pero, por fortuna, una vecina  la hizo desistir aquel mismo día. 

 — ¿No sabe que los francotiradores tienen miras de visión nocturna?—le dijo. El pasillo, a través de los ojos del comedor, es un campo abierto para un buen tirador, 

es cierto, y cambió de  idea. Pero no  la ha olvidado porque el movimiento nocturno de Alma, todos  los  días,  se  le  hace  insoportable  y  no  la  deja  descansar.  Una  solución  u  otra  ha  de  

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encontrar. ¡Si consiguiera que alguien le colocara una puerta en el pasillo! Podría sacarla de la habitación de Alma. Si  su padre estuviera aquí, ya estaría hecho, pero  su padre, movilizado desde el inicio de la guerra, está en Mostar, quizá vivo. 

Si no hay ninguna explosión cerca, Alma dormirá todavía un par de horas y cuando se despierte se encontrará solo en el colchón del recibidor. Su madre trabaja en el hotel Holiday Inn  y  se  levantará  pronto.  A  él,  ya  lo  deja  solo  en  casa,  pero  su  hermano  es  demasiado pequeño y se lo lleva con ella.  

Alma duerme tranquilo, ahora.   Ishak ha  llegado al hospital con el  frío y  la humedad prendidos del bigote. Zlatko ya 

está  y  lo  recibe  con  una  sonrisa  apenas  insinuada.  Tienen  tiempo  de  tomar  un  café  y  de calentarse un poco  antes de  empezar  el  recorrido de  la muerte.  En  la  calle,  a pesar de  los rastros de la parálisis, la vida de la ciudad va retomando con lentitud el latido. Latido extraño, este, que sufre arritmias y paradas. Vida paradójica, esta, que hace suya la muerte cotidiana. 

Después de  tomar un café  flojo  Ishak y Zlatko salen a  la calle. Al mismo  tiempo que ellos  salen  también  algunas  parejas  más.  Todos  son  voluntarios.  Tienen  un  recorrido establecido y se  lo  intercambian de vez en cuando para romper  la monotonía. Son recorridos fijos por  las zonas que  la experiencia ha demostrado que son  las más peligrosas. Aunque es frecuente, desgraciadamente frecuente, que tengan que desviarse para dirigirse a un punto de la ciudad que parece seguro: la puerta de una panadería, una fuente, un local habilitado como escuela... ¿Quién puede prever la trayectoria de un mortero? Sólo desde las montañas. Y ya lo hacen. 

Echan a andar en silencio. Son las ocho y cuarto de la mañana de un martes de otoño. Y hace frío. 

Zlatko añora el sabor seco del aguardiente de ciruela. Ahora no puede beber por el mal que tiene, pero esto tanto le da. Si lo tuviera a mano volvería a beber hasta perder el sentido. Como siempre. En cualquier caso,  los médicos  le han dicho que ya tendría que estar muerto. Todo  lo que vive y  lo que vivirá es, pues, de propina. Y ha tenido mucha suerte porque no  le duele  demasiado.  Allá  en  el  hospital  había  visto  como  el  dolor  pellizcaba  hasta  la desesperación de desear la muerte a otros enfermos. Con él, en cambio, el mal se ha portado bien, después de todo, porque el dolor es soportable aunque cada vez es más frecuente. Ya le dijeron que sería así.  

Zlatko siempre ha bebido demasiado, lo sabe. Y también sabe que esto no lo ha hecho más  feliz.  Incluso,  cuando  se  atreve  a pensar  en  él,  sabe  que  le  ha  hecho  daño. No  por  la enfermedad,  sólo.  A  pesar  de  ser  un  hombre  apuesto  y  de  su  merecida  fama  de  buen cuentista, no  se ha  casado porque  era un borracho.  Y,  de  joven, un  borracho  con  el  genio irascible y violento. Ahora no tiene nada. La suerte le ha jugado una mala pasada y no sólo le ha quitado el pueblo, le ha quitado también la posibilidad de morir con él. ¿Por qué razón no habría de  beber, pues? Pero no es fácil de encontrar. Tiene que contentarse con algún trago y alguna  cerveza  de  vez  en  cuando.  Tampoco  tendría  que  fumar,  pero  no  sabe  privarse.  El tabaco también es escaso. Zlatko lo consigue gracias a un soldado alemán y prefiere no decir a nadie cómo lo hace. No se tiene demasiado respeto, pero se avergonzaría si los ojos de Ishak lo miraran con desprecio. Y lo mirarían como lo miraban en Grajka. Allí todos sabían que acabaría el día con la conciencia confundida y el cuerpo extraviado. Los últimos años pasaba casi todo el día  con  la  lucidez mortecina  y  el  único  acto  que  podía  esperar  de  sus  vecinos  era  que  lo apartaran a un rincón de la calle si lo encontraban tirado en ella. A pesar de esto, lo que hace ahora lo dignifica un poco. No a sus ojos, que él ya se conoce, pero sí a los de los otros. A los de Ishak.  Si  aquel  día,  cuando  se  arrodilló  a  su  lado  ante  el  cuerpo  sin  vida  de  un  joven desconocido, los ojos de Ishak no lo hubieran iluminado con una mirada llena de respeto y de gratitud como hacía muchos años que no se había sentido mirado, ahora no estaría andando por  las  calles  con  él.  Sabe  que  se  juega  la  vida,  claro;  pero  no  le  importa.  No  es  por 

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generosidad  ni  por  filantropía,  ni  por  ningún  sentimiento  noble  por  lo  que  se  ofrece  a  los emboscados.  Lo  hace  porque  no  la  aprecia,  la  vida,  su  vida;  y  por  Ishak,  que  es  un  buen hombre y lo trata con dignidad. 

Ayer recogieron a ocho personas, dos todavía vivas, abatidas por  los disparos  lejanos de  los  francotiradores. Zlatko ha aprendido de su compañero que si  llegan poco después de que se haya producido el disparo es posible que haya menos posibilidades de que el punto de mira  de  un  fusil  escondido  los  enfile.  Los  francotiradores,  después  de  haber  disparado,  es probable que cambien de posición para no ser localizados por los tiradores de élite del Armija, sobre todo si ya hace rato que están y han disparado alguna vez más. Durante este pequeño intervalo  las parejas que como Ishak y Zlatko han decidido prestar este servicio de socorro, o los transeúntes más osados, tienen una oportunidad. Si, en cambio, llegan más tarde, tal vez el cambio de posición ya se ha producido y el  francotirador puede volver a estar en posición y quién sabe si todavía están en su campo visual. Aun así no se pueden confiar porque a veces el francotirador también se arriesga y permanece en el mismo  lugar para cazar  la asistencia. Es una  lección que hay que aprender muy pronto. Un  juego de azar cruel que no pueden evitar jugar. 

Zlatko siente que  le roncan  las tripas. No ha comido desde ayer al mediodía  la breve ración de un comedor comunitario, pero no tiene hambre; es también un efecto del mal. ¡Qué sarcasmo que  el mal  le  sea provechoso! Desde que  salió del hospital  vive  en una pequeña habitación  compartida  con dos hombres más  en un piso detrás de Correos, en  el  centro,  y malcome en cualquiera de los comedores asistenciales de la ciudad. Un poco de ropa es todo lo que tiene. 

Anda  con  las manos  en  los  bolsillos  y  la  cabeza  gacha,  indiferente  al  espectáculo devastado  de  los  edificios  destripados  y  los  coches  carbonizados  en  medio  de  las  calles maltrechas por los impactos que vienen de las montañas; casi un extraño, circunstancialmente en  este  teatro,  en  este  campo,  en  este  cementerio,  en  este  símbolo macabro.  Él  no  la  ha conocido de otra manera, esta ciudad. No tiene recuerdos. No se le han perdido palabras por sus  esquinas  ni  ha  compartido  emociones  con  sus  rincones  cómplices.  Tampoco  ha  visto circular  los tranvías ni ha podido  llorar  la destrucción del  Instituto de Estudios Orientales y  la pérdida  irreparable de  sus miles de manuscritos árabes,  turcos y persas; no puede  recordar  sentimientos de  incredulidad, de rabia y de  impotencia cuando desde  las montañas, con una decisión memoricida, se bombardeó el edificio una y otra vez hasta que la gran biblioteca de la ciudad  quedó  arrasada, mudo  testigo  de  la  nueva,  vieja,  barbarie.  No  puede  recordar,  ni siquiera, la devastación de su aldea. Sabe que no tiene futuro y ahora empieza a darse cuenta de que  le han quitado el pasado que él creía  suyo, porque empieza a comprender que  sólo puede ser suyo si también es de los otros. 

Ishak  y Zlatko  se han parado en  la esquina del edificio del Museo de  la Revolución, junto a la gran avenida que ahora preside el abismo de la incertidumbre. La Voivode Putnika es uno de los lugares más peligrosos de la ciudad. Se miran e inician sin ganas una conversación trivial que no durará. Se estarán un buen rato si hace falta. Saben que tarde o temprano  los francotiradores se dejarán oír con su juicio arbitrario, obcecado e injusto y aun así inapelable. Un automóvil pasa a toda velocidad; apenas si se ve la cabeza del conductor. Tal vez sólo haya pasado media  hora  cuando  oyen  la  detonación  esperada. Asoman  la  cabeza  y  ven,  a  unos cincuenta metros, el cuerpo de una mujer en el suelo. Ishak sale corriendo, Zlatko lo sigue. Un cojo  y  un  viejo  enfermo  de muerte,  tan  deprisa  como  pueden,  se  acercan  a  la mujer  y  ni siquiera miran si está viva o muerta. No hay tiempo para esto, ahora. Cogen su cuerpo y se lo llevan  hasta  la  primera  esquina  con  el  corazón  encogido  por  el  temor  de  oír  una  segunda detonación. Ya a resguardo, dejan el cuerpo en el suelo y recobran con esfuerzo el aliento. Se acercan algunos curiosos. La mujer es joven y tiene los ojos muy abiertos, casi se diría que no parpadea; también respira agitada, con pequeñas  inspiraciones muy rápidas. Está viva. No se ve ninguna herida y  la ayudan a ponerse en pie. En el umbral de  la coherencia reencontrada, explica que ha tropezado y ha caído un instante antes de que se oyera el disparo. El tropiezo le 

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ha salvado la vida. Ishak sonríe pensando que el francotirador querrá colgarse una medalla que no  le corresponde. Y Zlatko piensa que  la mujer  tiene mucha suerte porque ha esquivado  la bala que  le estaba destinada y ahora no tiene que temer nada, ya. Pasados unos minutos,  la situación  recobra  la  normalidad.  La mujer  vuelve  a  agradecerles  su  acción  y  se  va.  Ishak  y Zlatko permanecen en  la esquina. Hace  frío, pero el sol se adivina por detrás de unas nubes persistentes. 

  Azra Hodzbo todavía no ha conseguido parar el temblor compulsivo de su cuerpo. Es 

ahora cuando está asustada, muy asustada. Cuando ha caído, no. Sí, claro que iba con miedo: cuando tienes que pasar por  la avenida tienes siempre; pero era un miedo como si no  fuera suyo. Cuando ha atravesado aquellos metros de acera al descubierto lo ha hecho sabiendo que se jugaba la vida, pero no lo sentía; ha pasado corriendo y agachada, y ha tropezado con una baldosa desnivelada; ha oído el chasquido, sí, pero la misma caída y el golpe en la rodilla la han distraído y no ha sido consciente de lo que pasaba. Hasta que aquellos dos hombres no la han sacado de allí, no se ha dado cuenta de que le habían disparado. Ahora no puede contener el temblor ni los llantos y siente profundos escalofríos; ha tenido que pararse y apoya la espalda contra la pared. 

Azra tiene veintiocho años y  los hombres  la encuentran atractiva. Su voz,  lo sabe. Es maestra de una escuela que ha continuado abierta hasta hace unos días. Ahora  la escuela es un montón de escombros. Por suerte, el bombardeo fue un domingo y no había nadie. Hasta que encuentren un emplazamiento seguro para retomar las clases y se acondicione un poco, si se encuentra, pasarán algunos días. Es como si fueran unas pequeñas vacaciones. Pero no  lo son aunque tenga todo el día libre. ¿Qué puede hacer? ¿En qué puede ocupar un tiempo que no  quiere  y  que  le  ha  sido  ofrecido  tan  ominosamente?  ¿Tiene  alguna  oportunidad  de dedicarlo  a  ninguna  otra  cosa  que  no  sea  dejarlo  pasar  escondida  en  algún  lugar,  en  una cotidianidad  que  rechaza?  Pequeños  trabajos,  algunos  encargos  y  algunas  lecturas,  quizá, siempre aplazadas, llenarán estos días vacíos.  

Esta mañana se ha  levantado con  la  idea fija de que recibiría carta de su marido, por eso ha salido tan temprano. Hace meses, muchos, que no tiene ninguna noticia y sabe que los martes es el día que  llega el correo a  la sede del antiguo mando central del HVO, el Consejo Croata de Defensa del ejército bosnio del  cual dependía  la unidad en que estaba destinado Drazen. Hace ocho meses que no lo ve.  

Azra y Drazen se conocieron en Split, donde coincidieron durante la celebración de los Juegos  Interuniversitarios.  Azra  participaba  con  el  equipo  femenino  de  natación  de  su universidad  y Drazen,  con el  equipo de baloncesto de  la de  Zagreb. Después de un  año de cartearse y de verse durante las vacaciones, Drazen, acabada la licenciatura de económicas, se trasladó a la ciudad. Se casaron a los dos años, cuando ella acabó los estudios, muy poco antes de que todo empezara.  

Azra,  todavía  apoyada  en  la  pared,  recuerda  ahora  el  viaje  que  hicieron  a Venecia. Sabía que le gustaría y le gustó. Era imposible que no le gustara; la había visto tantas veces en la pantalla cuadrada del televisor, había leído tantas cosas, la había rodeado tanto de un aura romántica… Incluso la belleza de su muerte anunciada, tragada con gran lentitud por las aguas del Mediterráneo. Sus aguas  le dieron vida y sus aguas se  la quitarán. esta es  la  imagen que Azra  prefiere  tener  de  Venecia,  romántica,  con  el  romanticismo  falso  y  dulce  de  los enamorados, y literaria: señorial y decadente, triste y sugerente, evocadora; de canales vacíos, calles silenciosas y aristócratas en el último  instante de su pasada grandeza. Sin embargo, no fue esta  la Venecia que conoció. La vio  llena de gente, con  los canales sucios, ruidosa y hasta sofocante. Pero le gustó. Claro que le gustó. Y eso que no tenían dinero y tuvieron que estar en un  camping  muy  lejos  de  los  hoteles  junto  a  los  canales.  Estuvieron  en  septiembre  y coincidieron con la celebración de la Regata Histórica. este es su primer recuerdo de la ciudad. Azra se perdió en aquella aglomeración de gentes venidas de todas partes para presenciar el 

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desfile de las góndolas engalanadas de época. Y en medio de los signos más notorios de vida, cuando  todos  los  sentidos  se  excitan  para  coger  el  imparable  alud  de  estímulos,  cuando colores, voces, olores, gestos y contactos llaman a nuestro cuerpo y lo retan, Azra se quedó en un  rincón  llorando,  llorando  de  pena  y  de  decepción  porque  no  había  imaginado  que  una celebración festiva pudiera quitarle su sueño veneciano. Pasaron una semana y Azra, a pesar de que nunca encontró  la  imagen de su sueño adolescente, acabó por rendirse a  los canales sucios y a la grandeza de su belleza.  

Ahora es un recuerdo dulce de su vida compartida con el soldado Drazen. La  evocación  absurda  de  los  días  pasados  en  Venecia  ha  conseguido  aflojarle  la 

tensión. Se siente mejor. También ha dejado de llorar. Se recoge el pelo, largo y muy rubio, con una goma, sacude el polvo del abrigo y se limpia las rodillas. Le duele la rodilla izquierda, tiene un moratón. Del golpe. No puede quitarse de la cabeza que ahora podría estar muerta. 

  Zlatko e Ishak todavía están en la esquina adonde han llevado a Azra. Zlatko escupe y 

enciende un cigarrillo. Ishak saca la nariz a la avenida desierta y mira los tranvías carbonizados que están varados en medio. Sacude la cabeza y dice: 

—Con  este  tranvía—señala  uno—iba  a  buscar  a mi mujer  antes  de  casarnos.  Hace muchos  años.  Lo  conducía mi  amigo Mirko, un  serbio de Macedonia.  Si no hubiera muerto antes, no  les perdonaría  lo que han hecho con su  tranvía—. Mueve  la cabeza y añade—: Un tranvía que no se mueve, esto es esta ciudad, esto somos nosotros, ahora. 

Zlatko asiente sin pensar mientras expulsa el humo por la nariz.   Azra  vuelve  a  andar. Drazen  la quiere. Cuando  vuelva  tendrán hijos.  Esto  ya  lo han 

hablado  hace  tiempo  y  están  de  acuerdo.  Como mínimo,  tres.  Las  cosas  irán  bien.  Por  un momento  se  siente  ridícula y mira a  su alrededor como  si alguien pudiera estar oyendo  sus pensamientos. Quizá se avergüenza un poco: ¡qué boba! ¡Qué cosas de pensar cuando lo único importante ahora es que vuelva Drazen! Y encontrar un  trozo de madera para quemar en  la estufa o conseguir un puñado de arroz para hervir. Y el agua. Siempre el agua. Pero, ¿por qué no va a hacer planes? También este desbarajuste se acabará y habrá que volver a empezar. Y tendrán hijos y se comprarán un coche y de vez en cuando podrán ir de vacaciones al Adriático como antes, o más lejos, quizá. ¿Por qué no? 

Azra, si no fuera por la terquedad destructora de los hechos, todavía se negaría a creer que esto pueda estar pasando. Fue, como muchos, muchísimos otros en la ciudad, de los que pensaron que nunca  sería posible un  asedio  como este; de  los que  se negaron a  creer que podrían ser cazados a sangre fría desde las montañas o desde las casas del sector ocupado; de los que, después, cuando tuvieron que rendirse al doloroso reconocimiento de  la realidad, se obstinaron  con  la  fuerza  de  la  honradez  y  la  fe  en  los  valores  aprendidos  a  pensar  que  la comunidad internacional frenaría la reaparición en Europa de la negra cara del autoritarismo y el genocidio. Y es de las que se niega a creer que se hayan cometido los actos más brutales de barbarie  y mantiene  la  ilusión de que algunos,  los más abyectos,  los más  crueles,  sean una invención de la propaganda. Azra no quiere perder la fe en la dignidad humana ni la esperanza en un futuro decente. En el rincón más profundo de su cuerpo, aun así, sospecha que todo es cierto. 

Cuando  llega a  la que  fue  la sede del mando central de  la VHO, ya hay mucha gente esperando. Vienen, como ella, con la esperanza de saber que, al menos en una fecha que sólo puede fijar la carta, los suyos estaban vivos. Hacen cola bien arrimados a la pared porque este es un lugar poco tranquilo y no son infrecuentes los bombardeos, aunque esta puerta de atrás, por donde reparten las cartas, es más segura que la fachada principal del edificio. 

Azra ha estado más de una hora en la cola. Ahora va con las manos vacías. Drazen no habrá tenido tiempo de escribir, piensa; o quizá ha habido dificultades para recoger el correo y 

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llevarlo a la ciudad. ¡Son tan difíciles las cosas sencillas, ahora! Se engaña con toda la fuerza de su  voluntad. No quiere pensar que pueda estar muerto.  Se niega a pensarlo a pesar de  los meses de silencio. Puede estar preso también, como ella, y ni el correo puede salir. Sabe que es posible. ¿Por qué, pues, tendría que pensar en ninguna otra cosa? 

Hoy  tiene que  ir  a buscar  agua.  Pero  antes  irá  a  comprar pan.  Ella  siempre  va  a  la panadería del señor Ceric aunque  le queda un poco  lejos de casa. Ante el establecimiento, el socavón mal tapado que causó un obús hace un mes. Azra, aunque no sabe si es verdad, ha oído decir que una bomba nunca cae en el mismo lugar donde ha caído otra y por eso viene a la   panadería del señor Ceric. Además, en  la cola siempre encuentra a  la señora Meduserjac, que la hace reír. Es una mujer mayor. De joven fue actriz, habla mucho y siempre está de buen humor. A Azra,  le dice  cosas divertidas  y  agradables. Puede pasar un buen  rato,  ahora que tiene todo el tiempo libre. 

Cuando vuelva Drazen lo primero que harán será ir a bailar. A Azra le gusta mucho y es una de las cosas que encuentra más a faltar; de las pequeñas cosas que echa de menos.  

La señora Meduserjac no está hoy y nadie sabe que  le haya pasado nada malo. Quizá vendrá más tarde o ha tenido que hacer algún encargo lejos de aquí. Azra compra el pan, para ella y para  su madre. Ahora  se  lo  llevará. Su madre es muy mayor y casi no  sale de casa. A pesar de que está sola, no ha querido ir a vivir con ninguno de los cinco hijos que viven en la ciudad ni con los dos que están fuera. Azra es la pequeña. 

  Ishak  y  Zlatko  hace  un momento  que  han  echado  a  andar.  Hace mucho  frío  para 

estarse quieto  tanto  tiempo.  Y  suerte que  Ishak  lleva unas buenas botas.  Se  las quitó  a un muerto antes de  llevarlo al depósito. Sabe que hizo mal porque,  seguramente,  la  familia  las habría querido, pero, ¡qué demonios!, a nadie se le puede pedir más, le parece. Le iban bien y las  cambió por  sus  zapatos  viejos.  Sólo  lo  sabe  Zlatko. Ahora,  a pesar del  rumor  leve de  la conciencia,  se  alegra  de  llevar  unas  buenas  botas.  Se  alejan  de  la  avenida,  saben  que  han empezado a bombardear más al este y, aunque no sea su zona, deciden acercarse. Su sector está muy tranquilo, hoy. Pasan ante  la redacción del periódico e  Ishak decide entrar: trabajó aquí casi veinte años antes de que la guerra lo echara. En los talleres. Ahora todos están en el sótano, el único lugar seguro del edificio oval que había ocupado hasta el último piso, cuando trabajaban cerca de tres mil personas y editaban casi un millón de ejemplares entre las muchas revistas de  todo  tipo y  los  setenta mil del Oslobodenje. Ahora,  sin papel ni energía para  las máquinas, apenas  llegan a  los  tres mil y viven bajo  la amenaza de  tener que reducir  todavía más  la  tirada. O cerrar.  Ishak saluda a  los antiguos compañeros y mira  las máquinas; explica algunas cosas a Zlatko, que abre los ojos con curiosidad. Le gusta el olor a tinta y disolventes. Los  invitan a tomar  té y escuchan  los pequeños comentarios de  los  trabajadores. Aquí abajo todo parece casi normal. Sólo el lejano rumor del bombardeo, más al este, recuerda la guerra. Esto y  la sensación de provisionalidad con qué  todo ocupa su  lugar. Ahora  ríen sin  reservas: alguien ha explicado un chiste de animales; es tan estúpido que hace mucha gracia. Zlatko, ya con algo más de confianza, pregunta si no habrá alguien que tenga un trago de aguardiente. Pero  nadie  se  lo  ofrece.  Dicen  que  ya  querrían  poderle  dar,  sonriendo.  Ishak  sabe  que  es mentira y que algunos de ellos guardan en su armario. Aun así comprende que sean egoístas y calla. Al fin y al cabo, a Zlatko lo acaban de conocer y el aguardiente no es mercancía fácil de conseguir, hoy, sin dinero. Si tienes dinero, sí. Si tienes, puedes encontrar de todo. De todo. La negativa,  a pesar de  las  sonrisas, ha  creado un  ambiente un poco  tenso;  todos  son buenas personas y no se sienten a gusto con su mentira, que saben no creída. Ishak también se siente incómodo, por  los otros, y decide  irse. Salen prometiendo que pasarán alguna vez a verlos. A pesar del convencionalismo de la despedida, son sinceros. 

Suerte que hace sol.   

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Azra quiere  llegar a casa. A pesar de su natural confiado y optimista, no puede evitar que el silencio de Drazen le cause desasosiego. Y tiene miedo que sea un mal presagio. Quiere llegar a casa porque allí, con el trabajo que tiene no pensará. Tiene mucha ropa por coser. Y después de comer va a casa de una vecina a aprender a hacer punto. Ya hace tiempo que va: desde que ha empezado a anochecer pronto y hace frío, la escuela sólo abría las mañanas. Es una buena manera de pasar la tarde. Y útil.  

Cuando está a punto de entrar en  la escalera vienen  Ishak y Zlatko por  la otra acera. Pero  no  los  ve.  Y  si  los  hubiera  visto  tampoco  los  habría  reconocido.  Estaba  demasiado trastornada para  fijarse. A otros  les pasa  todo  lo contrario y el mismo  trastorno hace que  la cara de  Ishak  les quede grabada en el recuerdo para siempre. ¿Quién sabe por qué? Azra no los reconocería. Ishak, sí y da un suave codazo a su compañero para que se dé cuenta de que aquella que ven a lo lejos, a punto de entrar en una escalera, es la mujer que han arrastrado a primera hora. La ha reconocido por el abrigo verde y el pañuelo estampado. Cojea un poco, pero va a buen paso. Todo el mundo corre en esta ciudad. 

Zlatko la ha mirado sólo un momento porque el otro lado de la calle atrae su atención.   Con algo más de precaución no le habría pasado por alto aquella sombra inmóvil y en 

apariencia frágil del cañón de fusil que se esconde en el portal, pero está demasiado obcecado en el movimiento repentino que  le ha parecido ver al final de  la calle. Con  los ojos fijos en  la esquina, con el cuerpo enganchado a  la pared,  la pistola a punto, todo él en tensión, avanza muy despacio, agachado. Lleva las rodillas peladas y la izquierda le duele y cojea un poco. No se ha dado cuenta de que del portal de la otra acera, ante el cual acaba de pasar, ha salido a la calle, cauteloso, un cañón de fusil, y lo sorprende que le dispare con un grito imperioso. ¡Estás muerto! Alma  se deja caer en el  suelo con un gesto de decepción:  siempre  lo matan casi al principio. 

Después de asegurarse de que Alma ya no  juega, el cañón vuelve a esconderse en el mismo portal para esperar a que pase otro niño; este  tiene alma de emboscado, a él no  lo matarán. Alma, en cambio, es  imprudente y no sabe esperar. Ahora se aburrirá mientras  los otros  todavía  juegan.  Lo  peor  es  esto,  que  lo  han  matado;  porque  si  lo  hubieran  hecho prisionero  podría  jugar  un  rato  más  mientras  lo  llevaran  al  campo  y  lo  torturaran.  Pero Mejmed es un burro, allí escondido y matando, y por su culpa ahora Alma está muerto, aquí sentado en el  suelo, mirándose  las  rodillas peladas  y  su pistola de plástico,  como un bobo, mientras los otros todavía se persiguen y se matan. 

  Ni Azra ni  Ishak saben que el francotirador que  le ha disparado cuando atravesaba  la 

Voivode Putnika, pasado el quiosco, se llama Srojan Moljevic. Sólo es algo más mayor que ella y pueden haber coincidido en algún  lugar, antes. Quién sabe si no han bailado  juntos alguna vez.  Es  seguro,  aun  así,  que  pasearon  por  las mismas  calles  y  compartieron  programas  de televisión e ilusiones adolescentes; e incluso, quizá, compañeros o amigos. 

Srojan  piensa  que  esta mañana  ha matado  a  una mujer  joven.  Primero  la  ha  visto escondida detrás del contenedor de la esquina, medio agachada, y ha sabido que pasaría antes de que ella misma tomara  la decisión después de dudar. Entre el contenedor y el tranvía hay un  pequeño  espacio  de  cinco metros.  Si  eres  buen  tirador  te  sobran  cuatro.  Y  él  lo  es. Ha apuntado antes de que saliera, por el  lugar exacto donde ha aparecido  la cabeza de  la mujer instantes después, por donde sabía que aparecería. Y no se ha equivocado. La ha seguido un segundo con  la mira telescópica y ha disparado. La ha visto caer. Uno más. Y ya son muchos. Pero no los cuenta. Y tampoco se siente feliz. Lo hace porque tiene que hacerlo. Es un soldado y se lo repite cada vez que tiene que apretar el gatillo. Aun así, cada día le cuesta más porque, aunque  tengan  razón,  y  la  tienen,  la  tensión  le  va  resultando  insoportable.  Ahora  ya  es imposible volver atrás, pero se le hace difícil recordar cómo empezó. 

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Srojan ha vivido siempre en la ciudad con sus padres y antes de que lo reclutaran era mecánico  de  automóviles  y  soñaba  con  tener  un  taller  propio.  Ahora  maldice  a  los musulmanes por su fundamentalismo insensato. Si no hubieran querido instaurar el califato de los  Balcanes,  aprovechando  el  desmantelamiento  de  la  federación  bajo  la  excusa  de  la independencia,  nada  de  esto  habría  pasado  y  ahora  él,  en  lugar  de  esconderse  como  un depredador obstinado, quizá tendría un taller propio. Siempre habían vivido  juntos, ¿por qué tenían  que  querer  someterlos  a  los  preceptos  del  Corán?  Tampoco  entiende  el  rechazo europeo. Al fin y al cabo, será gracias a  los hombres como él que se evitará un país  islámico títere de Teherán en Europa. Y Jasminka. Él la quería. Y, en cambio, cualquier día puede tenerla en su punto de mira. Pero en los momentos claves hay que elegir. Y él ha elegido la patria. 

Después de disparar contra Azra y verla caer, Srojan se ha arrastrado hasta  la puerta de  la habitación y, desde allí, siempre con  la mejilla enganchada al pavimento, ha buscado  la salida del piso. Está en  territorio  seguro, pero hay que extremar  las precauciones porque al otro  lado hay una unidad destinada exclusivamente a  cazar a  los hombres  como él. Esto  lo hace importante. Sabe que lo odian, pero también está seguro de que, cuando hayan ganado, los  suyos  lo  respetarán:  un  combatiente  del  pueblo  celeste. No  entiende  por  qué  cuentan tantas mentiras sobre ellos. Claro que ya lo avisaron que los musulmanes recorren a los actos más brutales para  ganarse  la piedad de  Europa.  Le han  explicado que  fueron  ellos quienes destruyeron la gran biblioteca del Centro de Estudios Orientales para atizar el odio contra los serbios y que no pocas veces han presentado los cuerpos mutilados de combatientes serbios, víctimas de su crueldad torturadora, como prueba de la barbarie de su pueblo. Ya sabe que la propaganda es un arma más y no de las menos importantes. Se lo han explicado. 

Srojan no fue reclutado inmediatamente. Al principio se mantuvo al margen. Nunca se había  interesado demasiado por  la política. Mientras  la  guerra no  irrumpió  en  la  ciudad,  la ignoraba. Sí, oía algunas cosas y sabía que en Croacia primero y después en Bosnia, los serbios reclamaban sus derechos en los nuevos estados, o algo así. No le interesaba y todavía menos porque su padre, un excombatiente de  la segunda gran guerra, se exaltaba con  las noticias y no  lo dejaba descansar. Su padre es un defensor  inflexible de  la política de Milan Martic y de Karadzic. Todavía  recordaba el genocidio nazi  contra  los  serbios perpetrado por  los ustacha croatas  de  Ante  Palevic  y  era  este  recuerdo  el  que  legitimaba,  decía  él,  la  política  de autodefensa avanzada. Del mismo modo que despreciaba a los musulmanes y se enorgullecía de  haber  pertenecido  a  las  escuadras monárquicas  y  anticomunistas  de Mihailovic,  fieles  a Pedro  II y al gobierno exiliado en  Londres, y de haber participado, en enero de 1943, en  la limpieza de  los territorios de  la orilla derecha del Drina, en que quemaron todos  los pueblos musulmanes y ajusticiaron a sus habitantes. Su padre se marchó al sector de Karadzic cuando empezó el asedio de  la ciudad. Y poco después comprendió que su padre  tenía razón, como había pensado siempre. Aun así, tiene ganas de que todo acabe pronto y está convencido de que su acción, a pesar de que es más difícil de entender que la de los soldados en el campo de batalla, esto ya se lo han explicado y lo entiende, es tan importante o más: porque desmoraliza al enemigo. En la guerra, todo cambia, ¿por qué no tenían que cambiar los sentimientos y los valores, también? Aquello que en tiempo de paz podría ser considerado un crimen horrible y abyecto, ¿no es un mal necesario cuando hablan las armas? Una guerra siempre causa víctimas civiles e inocentes. ¿O no las causaron los bombardeos aliados sobre las ciudades alemanas en la segunda gran guerra, o  las  tropas americanas en Vietnam? O  todavía más  recientemente, ¿no eran víctimas  inocentes  los ciudadanos de  Irak? Su guerra no es ninguna excepción. Y  lo que él hace, ¿no es más selectivo, más inocuo que los bombardeos indiscriminados? Por otro lado él sabe que su pueblo ha  intentado por todos  los medios hacer entender a  los otros  los terribles males que  su  ambición podía  causar. No  se  siente  responsable.  ¡Que  sus muertos caigan en la conciencia de los imanes! Su acción sólo puede acelerar el advenimiento de la paz. esta es  su misión.  Sabe que en  la prensa  internacional  lo  tratan de  asesino  y esta  vulgar e interesada demagogia  lo exaspera. Y suerte que sabe que esta es  la opinión de  los gobiernos para impedir una Serbia fuerte en los Balcanes, pero no la de los pueblos, que ven con buenos 

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ojos  la nueva cruzada. Y acepta con orgullo el destino de su pueblo de cerrar el paso de  los turcos  a  Europa,  hoy  como  siempre.  Y  todavía  le  da más  rabia  que  lo  presenten  como  un psicópata sanguinario que mata por placer. Porque no experimenta ninguno. Lo hace porque lo  tiene que hacer, pero no  le gusta. Al  contrario de  lo que dice  la propaganda enemiga,  le cuesta;  le  es un  esfuerzo.  Y  si pudiera  lo dejaría porque  ahora  ya no  consigue descansar  y duerme poco por culpa de esta maldita guerra. Y sabe también que no tiene más futuro que la victoria y está convencido de que, si  lo cogieran, su vida no valdría más que un dínar y que entre ser un héroe o un criminal de guerra sólo está el color de la bandera que se izará al final sobre  la  ciudad. Y  se pregunta  todos  los días por qué no  la asaltan de una vez,  si  tienen  la fuerza para hacerlo. 

Se ha  instalado en otro edificio desocupado. Desde  la ventana bate una cincuentena de metros de dos calles porque se ha situado ante una esquina. Está algo más lejos que antes, pero aun así el lugar es bueno. Ya ha estado otras veces y esto lo hace muy peligroso porque debe  de  estar  vigilado.  Tendrá  que  tener  cuidado.  Recula  y  se  sitúa  en  el  centro  de  la habitación, en una zona de sombra. Es difícil que  lo vean, ahora, pero ha perdido ángulo y el campo  de  visión  se  ha  reducido  casi  a  la mitad. No  tiene  prisa.  Tarde  o  temprano  pasará alguien. Es como jugar a la ruleta rusa con los que pasan. Él es algo así como el destino. esta es una  idea que  lo complace. Alguna vez ha  tenido encañonada alguna persona y  la ha dejado pasar. Por el placer supremo de decidir. ¿Qué haría si pasara Jasminka? Una vez le pareció que corría  ante  él  y  con  la mira  la  siguió unos diez metros,  al menos,  sin  saber qué hacer.  Por suerte, casi a punto de desaparecer de su campo visual, la joven giró la cabeza y Srojan vio que no era ella; el pañuelo de la cabeza y la manera de andar lo habían engañado. Disparó. Un solo tiro, eficaz. ¿Qué haría si pasara ella? Seguramente,  la abatiría. ¿Merece clemencia? Debe de  odiarlo. Jasminka fue la única razón por la que Srojan tardara tanto en incorporarse a la lucha de su pueblo. Es cierto que no  lo entendía mucho ni  le  interesaba  la política, pero él siempre ha sabido que entre todos  los pueblos que habitaban este territorio, el suyo era el único que tenía derecho a hacerlo. Sin Jasminka habría hecho como su padre y se habría  incorporado a los  milicianos  chetniks  de  Ratzo  Mladic  cuando  todo  empezó.  Él,  sin  embargo,  quería  a Jasminka. Pero   cuando  la guerra  llegó a  la ciudad  tuvo que  tomar una decisión. Y  la  tomó. Jasminka  se  quedó  al  otro  lado.  Una  renegada,  una  traidora,  esto  es  lo  que  es.  No  lo  ha querido entender y  se empeña en  compartir  la vida  con  los  turcos. Si pasara, ahora que ha podido  ir odiándola en estos meses,  la abatiría. Una puta que debe de follar como una perra con los turcos. He aquí en que se ha convertido Jasminka. Y, no obstante, su recuerdo, sus ojos sonrientes,  son  una  sombra  que  Srojan  no  puede  apartar  de  su  pensamiento.  Y  a  veces, cuando se siente más solo, piensa que, aunque ganen, él también habrá perdido. 

  Ishak  y  Zlatko  están  cansados  y  se  sientan  junto  a  la  estufa  encendida  del  café  de 

Milanovic. Vuelven a sus calles después de haber ayudado a trasladar unos heridos. Han caído dos  obuses  junto  a  una  fuente. No  ha muerto  nadie. Ha  habido  suerte.  Se  han  sacado  los guantes y se calientan las manos. El café está lleno de hombres mayores que hablan y juegan a cartas. Aquí casi todo el mundo vive ya de la ayuda internacional.  

El  café de Milanovic es un  local  tradicional. Todos  lo  recuerdan  siempre  aquí, en  la planta baja de esta fachada redonda, con los grandes ventanales abiertos a la plaza. Ahora los ventanales están cubiertos con plásticos y maderas, y por  fuera está  forrado con una buena pila  de  sacos  terreros.  Esto  hace  obligada  una  penumbra  densa,  adentro. Mejor,  así  no  se puede ver demasiado su deterioro.  Ishak y su mujer venían a merendar  los domingos por  la tarde. Desde el noviazgo. El café de Milanovic tenía la mejor pastelería de la ciudad. A su mujer le gustaba  tomar  chocolate  con bizcocho de  canela. Él prefería el  café y unos pastelillos de cabello de ángel y miel, muy dulces. Su mujer murió hace cinco años de un cáncer que se la fue comiendo por dentro y a la chita callando hasta que el dolor la postró en la cama. Y entonces la devoró en seis meses y la puso en brazos de Azrail, el ángel. 

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  Srojan sabe que Sarajevo tendrá que ser diferente, pero a pesar del odio no se puede 

imaginar cómo será esta ciudad sin los minaretes de las mezquitas.  El  francotirador mira el reloj. Hace rato que está aquí y no ha pasado nadie. Sólo un 

coche a toda velocidad. Lo ha pillado distraído y no ha tenido tiempo de reaccionar. Los coches son difíciles, pero no imposibles. Srojan ha cazado tres. Es lógico que pase poca gente por aquí. Todos saben que esta esquina es uno de los lugares más peligrosos. Intuye que unos ojos están batiendo  la  zona donde está, pero no  lo pueden ver, aunque  saben que está. Y  sonríe. Hay demasiada  quietud  y  se  aburre.  Tendrán  que  dejar  descansar  esta  esquina  una  temporada para que  la gente recupere un poco  la confianza y vuelva a pasar. Ahora empieza a ser inútil, estar. Sólo  las explosiones espaciadas de  las granadas de mortero, ahora en el  centro de  la ciudad, rompen la monotonía de la espera. Con un trapo limpia el arma. Esta noche limpiará el alma. En el comedor de casa siempre había habido un viejo máuser colgado y su padre le había enseñado des de niño a desmontarlo. Siempre a punto. Srojan  lo  limpiaba con minuciosidad todas las semanas de todos los meses de todos los años. 

De repente concentra la atención. Le ha parecido que se movía alguien en la calle de la izquierda. Ahora no lo puede ver: hay dos camiones quemados que tapan la acera. No apunta, aún. Tiene  tiempo. Si está, hasta que  llegue a  la esquina y desaparezca  tendrá que  recorrer unos treinta metros, y diez están desprotegidos por completo. Si es tan imprudente de dejarse ver  lo abatirá sin dificultad. No hay ninguna prisa. Ahora  lo ve. Es un hombre con un anorak verde; lleva una bolsa de mano de tela gris. Ha salido de detrás del camión y ha corrido hasta que ha podido refugiarse de nuevo, ahora tras un contenedor. 

  A Vesa Kreso le duele el pecho. Le cuesta correr. Fuma mucho y, sobre todo, está muy 

gordo. Pero no tiene más remedio que exponerse. Detrás del contenedor recupera el aliento y descansa un poco. Se ha dejado caer al suelo. Sólo le quedan unos diez metros y habrá pasado la parte más difícil. Es consciente de que pueden dispararle. Aquí han matado a muchos. No es ningún héroe ni ningún  imprudente,  pero no ha  tenido  elección.  Tiene que pasar hoy,  a  la fuerza. 

Srojan deja el trapo. Vesa se  levanta con esfuerzo. Srojan  introduce el cargador en el arma, una carabina alemana de precisión de doce disparos con mira telescópica. Vesa se ajusta los pantalones a la cintura, un poco arriba, y se pone la bolsa de mano bajo el brazo bien sujeta con  la mano y  la aprieta con firmeza contra el pecho. Srojan se pone  la carabina en  la cara y ajusta la mira. Vesa saca un poco la cabeza y mira; ya sabe que es inútil y que se expone, pero quién sabe, a veces ver un pequeño reflejo a lo lejos te salva la vida. Srojan se concentra y con el dedo mima el gatillo. Vesa  se  concentra  y  con el dedo  roza  la bolsa de mano.  Srojan no piensa, mira el  lugar por donde  lo espera. Vesa no piensa, mira con atención el  lugar adonde quiere  llegar y  sale  corriendo; no  siente nada,  se ha hecho un  silencio  infinito,  sabe que es lento, se ahoga. Srojan  lo sigue sin dificultad. La cabeza de Vesa  llena  la mira de Srojan, uno, dos, tres, cuatro segundos. 

  A pesar del  ruido de  conversaciones, gritos,  risas  y discusiones,  la detonación  se ha 

oído nítida, pero apenas ha causado una leve indecisión en los clientes del café de Milanovic. Un  disparo  no  es  nada  excepcional.  Sin  embargo  los  ojos  de  Zlatko  y  de  Ishak  se  han encontrado. Y se han  levantado y se han separado con pesar de  la estufa. Se ha oído cerca y adivinan el lugar exacto. Un cojo y un viejo enfermo de muerte se acercan a la esquina donde los espera la figura inmóvil de Vesa, agarrado aún a la bolsa de mano bajo el brazo. 

Ishak  hace  algunos  meses  que  se  ocupa  en  esto.  Porque  quiere.  Desde  que  lo despidieron del periódico, sin familia y sin ninguna ocupación, se sentía  inútil con todo el día 

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vacío.  Pero  no  lo  decidió  por  eso,  al  menos  no  la  primera  vez.  La  primera  vez  fue  por generosidad.  Iba a buscar agua y oyó un disparo.  Ishak, como todos, corrió a esconderse. En medio de  la calle yacía una  joven. El francotirador  la había tocado, pero sólo  la había herido; gemía débilmente y pedía ayuda. Ishak tardó un rato en decidirse; un rato que le pareció muy largo, aunque en realidad fue muy corto. Y fue el único. Desde entonces, primero solo y ahora con Zlatko,  lo hace  todos  los días como  si  fuera su  trabajo. Hacen  lo que pueden:  retiran el cuerpo del lugar donde está, avisan al hospital o paran un coche, si hay alguno, y lo llevan; lo identifican  e  intentan  avisar  a  la  familia...  Lo  que  pueden,  un  cojo  y  un  viejo  enfermo  de muerte. 

  Vesa Kreso ya no volverá a soldar. Ni nadie volverá a oír gruñir la puerta metálica de su 

pequeño  taller  de  cerrajero,  minúsculo  y  escaso  de  todo  menos  de  trabajo,  pero imprescindible en estos días en esta ciudad, y suficiente para que Vesa y su familia hayan ido saliendo adelante incluso algo mejor que la mayoría de familias de ahora y aquí: hoy reponer el  culo a una olla agujereada, mañana  construir una pequeña  carretilla para  transportar  los bidones de agua. 

Vesa  Kreso  fue  calderero.  Primero,  de  joven,  en  una  empresa  de  montajes  y construcciones industriales. Se ganaba más que en otros trabajos, pero tenía que ir de un lugar a otro. Vesa atravesó de cabo a rabo el país. Después, cansado de rodar, entró en el taller de una empresa del sector químico. Una de las más importantes del país. La empresa cerró hace un año por carencia de materias primas, antes subvencionadas al cien por cien por el estado e importadas de Italia, y Vesa se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de abrir el taller debajo de casa, en un pequeño local vacío, en la pequeña tienda de los Kroponic, que habían marchado al principio  de la guerra. Poca cosa: cuatro herramientas prestadas del taller de  la empresa y desechos arrancados al abandono en cualquier rincón; desechos útiles en un mundo en que todo vuelve a ser útil y nada se tira. 

Vesa tenía dos hijos y a  la mayor  la quería, aunque pocas veces  la había tratado con mucho afecto. Él creía que  la disciplina  lo era  todo en  la educación de  los hijos. Y, por otro lado, tampoco habría sabido mostrarse tierno. No le habían enseñado. Al pequeño, en cambio, no  lo quería. Y no porque no fuera hijo suyo. Esto  lo había aceptado. No habría podido decir que no  le había  costado, pero presumía  con orgullo de que  lo había  acogido  con  la mayor buena voluntad. Cuando nació el pequeño ya supo que no era hijo suyo. Vesa sabía contar. Él había estado tres meses en Eslavonia, en la construcción de una fábrica de polietileno. Pero no dijo nada y aceptó  la explicación de  su mujer de un niño prematuro contra  la evidencia del tiempo  y  de  sus  tres  kilos  y  quinientos  gramos.  Los  dos  sabían  que  lo  sabía,  pero  nunca hablaron de ello. Aun así, no es por eso que no  lo quería. Era por su crueldad. Era malo. No liante, alborotado o travieso: malo. Y no fue hasta que aceptó que era así y no lo podía querer que dijo a su mujer que sabía que no era hijo suyo pero que no era por eso que no lo quería. Esto  fue  cuando  tenía  cuatro  años  y  le  gustaba  hacer  daño  a  la  niña.  Y  no  eran  bromas  o juegos.  Quería  hacerle  daño:  la  arañaba,  le  pegaba  y  aprovechaba  cualquier  ocasión  para maltratarla. Y  cuando ya  fue mayor y  tuvo más  fuerza que ella, Vesa  tuvo miedo. Entonces vivían  a Brcko,  en una  casa pequeña  de planta baja  con huerto. Había una balsa donde  se bañaban  los  niños  en  verano  hasta  que  Vesa  tuvo miedo.  Tuvo miedo  de  que  el  pequeño ahogara a su hija porque antes la había atado a una silla y la había quemado con un mechero, y dijo  que  no  sabía  por  qué  lo  había  hecho;  quizá  para  verle  los  ojos;  o  quizá  para  que  le suplicara  que  la  dejara.  No  lo  sabía,  en  realidad.  Vesa  se  desesperaba  porque  no  podía entender que  fuera  tan  cruel. Y  le pegó. Ya  lo  creo que  le pegó. Pero no  sirvió de nada. El pequeño seguía maltratando a  la niña. Sin embargo tuvieron suerte porque nunca pasó nada irreparable. Después, cuando cumplió quince años, los ignoró a todos. Mejor. Dejó la escuela y se fue. Ni Vesa ni su mujer han sabido nunca de él; ni ganas. Pero lo han sospechado siempre. Nada decente. Aun así, no era infrecuente que la policía los visitara. Más tarde, a los diecisiete 

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años  lo encerraron en  la cárcel: había matado a un hombre de una cuchillada en una pelea. Todavía estaría pudriéndose entre  rejas  si  la guerra,  con  su odioso  sarcasmo, no  lo hubiera sacado de allí. La última vez que Vesa  lo vio  iba armado y era guardaespaldas de uno de  los mafiosos  que  se  enriquecen  con  el mercado  negro  de  la  Avenida  del Mariscal  Tito.  ¡Qué soberbia ironía que sea este el lugar del mercadeo más indigno! 

Con la hija tuvo más suerte. Ella le dio alegrías, al menos. No era muy lista y tampoco continuó sus estudios. Se hizo peluquera porque lo que le gustaba era jugar con muñecas, pero era buena chica y cariñosa. Y todavía de muy mayor se dejaba mimar por su madre, que así se hacía la ilusión de alargar su niñez. ¡Y que mayor se ha hecho, dios mío! La niña era obediente, responsable y trabajadora, aunque  le gustaba hablar mucho, demasiado, decía Vesa. Y no se olvidaba del día de su aniversario ni de regalarle una botella de agua de colonia. 

  Ishak  y  Zlatko  sólo  han  tenido  una  leve  vacilación  antes  de  doblar  la  esquina  y 

ofrecerse  a  la  amplitud  de  la  calle  donde  yace  el  cuerpo  inmóvil  de  Vesa  Kreso, mecánico calderero.  Está muerto  y  ha  quedado  en  una  posición  de muñeco  roto,  grotesca,  que  la tragedia dignifica. Cuando Ishak, con la dificultad que le es propia, se ha arrodillado junto a su cuerpo,  ya  sabía  que  nadie  lo  apuntaba.  Si  el  francotirador  se  hubiera  esperado,  ahora  ya estaría muerto. Tienen unos minutos. Pero pocos. De una ojeada ha sabido que no había nada que hacer. Después se ha puesto en pie y con la ayuda de Zlatko lo han arrastrado como han podido hasta que han quedado a resguardo. Ya con más calma, mientras Ishak reencuentra la respiración  (¡cómo  pesa  el  tío!),  Zlatko, más  fuerte,  se  agacha  y  revuelve  los  bolsillos  del muerto:  unas  llaves,  algunas  monedas,  un  bolígrafo,  unos  cuantos  papeles  estrujados  y escritos con una  letra clara y redonda, una cartera vieja, un pañuelo de cuadros, una  tuerca pequeña y un muelle, un paquete de tabaco y un mechero. Está todo amontonado en el suelo. Ishak  coge  la  cartera  y  la  examina. Mira  la  identificación  y  trata  de  situar mentalmente  su dirección. Está bastante  lejos de aquí. No  irán. Ya  lo harán  las autoridades. Dejan el cuerpo bien colocado en el suelo y le tapan la cara con el pañuelo a cuadros; le han doblado los brazos encima del pecho: tres veces hasta que han conseguido que se aguantaran. Y se encaminan a la  policía:  entregarán  la  cartera  e  informarán  del  lugar  donde  han  dejado  el  cuerpo.  Pesa demasiado y vive demasiado  lejos para que hagan nada más por él. Descanse en paz. ¿Qué debía de hacer por aquí? Debía de saber de sobras que aquella era una calle peligrosa. ¿Por qué quería pasar? 

Ishak se da cuenta de la estupidez de su pensamiento. ¿Es que un ciudadano europeo no puede ir al rincón que quiera de su ciudad? O, también con más propiedad, ¿es que hay a ningún  rincón  seguro  en  esta  ciudad  europea?  Ishak mueve  la  cabeza.  La  presencia  de  un vehículo blindado inmóvil en medio de la calle es la respuesta a sus preguntas. Su inmovilidad lo acusa. Estos vehículos blancos de  las Naciones Unidas  salpican con  su  impotencia  toda  la ciudad donde miles de Vesa son abatidos con  impunidad, encerrados como en una plaza de toros española, como en un campo de fútbol chileno, como en un gueto polaco. 

  Vesa Kreso no los veía, estos vehículos blancos. Como otros muchos, convencido en su 

ingenuidad,  los  recibió con alegría y confianza, convencido de que  traían con ellos el  fin del asedio;  después  se  acostumbró  a  verlos,  todavía  con  esperanza,  hasta  que  su  inmovilidad forzada lo convenció de que no estaban para protegerlo. Entonces los dejó de ver después de un tiempo de mirarlos con rencor y rabia. Esta mañana Vesa ha tenido que pasar junto a este y ha  tenido que oír el  sonido extraño de  la  lengua  con que  tres  soldados aburridos  se hacían bromas mientras esperaban que acabara  su  turno de  servicio. Pero ni  los ha visto ni  los ha oído. A Vesa  lo único que  lo preocupaba esta mañana era conseguir una pieza que  le hacía falta  para  remendar  una  estufa  y  para  conseguirla  tenía  que  dejar  la  posición  segura  del blindado y atravesar aquella maldita calle. 

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Si  Vesa  se  hubiera  podido  ver  habría  reconocido  la  escena.  Seguro.  Vesa  era muy aficionado al cine, a las películas de guerra sobre todo, y no habría dejado de notar el parecido de  la escena que protagonizaba sin saberlo con  las  imágenes de Corazones de acero, cuando un partisano abate al odiado coronel Humboldt, jefe local de la Gestapo. Una ironía, si queréis, porque Vesa era un mecánico calderero asustado en lugar de un coronel despótico y cruel, y el emboscado no es ningún liberador. Y porque Vesa, acabada la escena, no se ha levantado sino que han  tenido que arrastrarlo  Ishak y Zlatko. Muerto. Sí, Vesa habría notado el parecido y habría podido recordar que hace casi dos años que no puede ir al cine porque las bombas y el odio ya no están en la pantalla. 

  El estallido repentino de  las granadas de mortero y de  los obuses de  la artillería que 

domina  la ciudad desde  las montañas añade un nuevo elemento a  la normalidad ciudadana. Están batiendo  la  zona donde  se encuentra el  cuartel  central de  la Armija  y el  centro de  la ciudad. El ataque dura casi media hora y se interrumpe de repente, igual que había empezado. Ishak y Zlatko están demasiado lejos, ahora, para hacer nada. Pueden imaginar,  sin embargo, lo que podrían ver. Ya lo han visto otras veces. Han escuchado en silencio el bombardeo.  

Ishak  se mira  las botas y  se deja engañar por  la  sensación de  seguridad que  le dan. Siempre ha sido muy exigente con los zapatos. Un hombre bien calzado puede presentarse en todas partes, suele decir. Y lo cree. Cree que lo que distingue a un señor de un desgraciado son los zapatos. Buenos, en buen estado y, sobre todo, siempre limpios. Esto es todo. Las personas importantes  siempre  miran  los  zapatos  de  la  gente  con  quien  hablan,  piensa.  Ahora,  en cambio, debe de admitir el estado de excepcionalidad, pero aun así procura ir lo más decente que puede.  Y  todavía más desde que  la  fortuna  le puso  al  alcance estas botas  casi nuevas. Zlatko, en cambio, nunca se ha preocupado de limpiar el calzado, aunque cuando se arreglaba le gustaba  ir  limpio y tenía unos zapatos un poco estrechos a  los que sacaba brillo su madre. Zlatko piensa que, al contrario que las botas, los zapatos siempre son estrechos. 

  —No te atreves, porque eres un cobarde. Un mierda cagado de miedo. Tendrías que ir 

con tu hermano al hotel. El  que  ha  hablado  así  es  un  niño  de  doce  años.  Su  voz  está  cargada  de  desprecio 

sincero. De verdad que no lo entiende. Cuando se han cansado de jugar a la guerra han estado un buen  rato sin saber qué hacer, charlando, hasta que él ha propuesto un nuevo  juego. Es muy divertido, ya han jugado otras veces, pero hoy hay tres niños que no quieren jugar. Alma es uno de ellos y es el que ha hablado por todos. 

—Es una tontería. Es demasiado peligroso. —Tú eres imbécil. ¡Es por eso que queremos jugar! ¿Cómo hacerle entender a un cobarde que es el peligro lo que lo hace divertido? ¡Jugar 

a  ser  blanco  de  un  francotirador! Acercarse  a  la  gran  avenida  y  correr  diez,  veinte,  treinta metros  desafiando  la  presencia  de  una mira  telescópica;  correr  agachado,  haciendo  eses; pararse de golpe y  retomar el paso casi al mismo  tiempo; vencer al emboscado. Alma es un cagado que todavía no ha aprendido que el único futuro posible aquí es  la muerte y por eso todavía tiene miedo. 

No  se ponen de acuerdo  y mientras el grupo  se dirige hacia  la avenida, Alma y dos niños más deciden ir al mercado. Allí siempre hay movimiento. 

Si Alma, el niño con nombre de niña, fuera de otro modo, se habría peleado con aquel niño, pero Alma, a pesar de que es fuerte y decidido cuando conviene, es prudente, pacífico y educado, y siempre ha evitado  las discusiones y  las peleas; un niño dócil, buen compañero y obediente. 

  

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Los  transeúntes  que  pasan  junto  al  cuerpo  exánime  de  Vesa  apenas  lo miran.  Son pocos,  van  deprisa  y  ya  están  acostumbrados. No  al  horror,  que  a  esto  no  se  acostumbra nadie, pero sí a sus manifestaciones. Es difícil de decir, pero el cuerpo de un muerto en la calle no sorprende a nadie. Ya casi ni conmueve. 

Bastante  lejos  de  él,  su mujer  arrastra  cansada  un  carrito  cargado  de  bidones  de plástico  llenos  de  agua,  uno  de  los  símbolos  de  esta  ciudad. Una  operación  casi  cotidiana. Desde que ha salido de casa hasta que deja el carrito en el taller de su marido pasan unas dos horas,  consumidas por  completo en  la  fuente,  en  la  cola. Encuentra  la puerta  cerrada  y no puede evitar un gesto de disgusto: ahora  tendrá que sentarse en el peldaño de  la entrada y esperarlo.  Ya  debería  de  estar  aquí,  piensa,  pero  no  se  pone  nerviosa;  sólo  se  siente contrariada porque tiene mucho trabajo en casa y tiene que quedarse aquí velando el agua. 

Vesa,  la mujer y  la hija viven en un piso de  la casa en que  tiene el  taller. Es un piso pequeño, pero está bien encarado al sol y hace poco  frío; sólo  tiene dos habitaciones: en  la pequeña  dormía  la  chica;  el  chico,  mientras  estuvo,  dormía  en  el  comedor  en  un  sofá convertible. Ahora la chica duerme en el sofá porque en su habitación han puesto ocho jaulas para criar conejos y gallinas. Normalmente es la chica la encargada de los animales y también la de traer el agua, pero hoy ha tenido que salir muy pronto porque tenía que ir a recoger un paquete de ayuda al centro de distribución. En el último había  latas de conserva de pescado, sobres de puré deshidratado de patata, tres mantas y unas cuantas velas. Poca cosa, es cierto, pero imprescindible. 

La mujer  de  Vesa  bosteza  aburrida.  Hace media  hora  que  espera.  Ha  pasado  una vecina y se ha parado a charlar un poco; no mucho porque hace frío y  la calle no es un buen lugar para estar. La mujer de Vesa no sabe si es musulmana, como ella, pero podría ser; claro que  también podría  ser que no  lo  fuera. A pesar de que  lo  sabe de algunos de  sus vecinos, nunca  lo  ha  preguntado  a  nadie,  ni  nadie  se  lo  ha  preguntado.  ¿Por  qué  habrían  de preguntarlo? Aunque sabe que ahora, en su descuartizado y sangriento país, hay quien hace depender  la  vida  de  esta  pregunta.  No  sabe,  en  cambio,  que  a  su  marido  no  se  lo  han preguntado para morir. 

Mientras  lo esperan, Vesa yace  inmóvil con  la cara  tapada por el pañuelo a cuadros que  Ishak y Zlatko  le han puesto con pudor. Le han quitado el anorak verde, todavía en muy buen estado. Y quien  lo ha hecho ha tenido  la delicadeza de dejarle otra vez  la cara tapada y las manos dobladas sobre el pecho. No siempre es así. Quizá todavía le quitarán los zapatos y el  cinturón  de  los  pantalones,  si  tardan  mucho  en  llevárselo.  La  bolsa  también  ha desaparecido. Y el reloj. No le quitarán nada más. Si estuviera en una calle menos concurrida o ya fuera de noche quizá sí que alguien se atrevería a sacarle la camisa y el pantalón, pero aquí y a  la  luz del día nadie osará desnudar el cadáver. Todavía. En cualquier caso, esto no pasará porque ahora se para cerca de él una ambulancia. 

  La ambulancia ha salido del hospital de Kosevo poco después de recibir el aviso de  la 

policía. Tiene que recoger a un muerto. Habitualmente, este trabajo lo hacen otros vehículos y las  ambulancias  se  reservan  para  el  transporte  de  heridos  que  deben  ser  atendidos.  A  los muertos,  les da  igual  ir en una ambulancia que en una furgoneta. Pero hoy una casualidad  la convertirá  por  unos momentos  en  un  coche  fúnebre.  Hoy  tienen  que  llevar  el  vehículo  al mecánico: tiene un palier que pica desde hace tiempo y ya no aguantará mucho, y el muerto y el lugar a donde tienen que llevarla están en el trayecto que, de todos modos, tiene que hacer. Aprovechará el viaje, pues. 

La  ambulancia  es  muy  vieja.  Ya  la  habían  retirado  del  servicio  y  estaba  en  un descampado a la espera del desguace definitivo. La necesidad ha hecho que la hayan vuelto a utilizar: una  reparación de urgencia y una capa  rápida de pintura que apenas ha conseguido disimular el estado  lamentable de su carrocería. Tiene más de doscientos mil quiilómetros y está tan mal equipada que apenas es una cosa más que un transporte, pero todavía ayuda a 

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salvar algunas vidas. Aun así, no ha salido indemne de su último servicio. Los agujeros limpios, siete u ocho, sobre la chapa y uno sobre el parabrisas son el testigo inapelable de la barbarie: tampoco  las ambulancias están a resguardo de  los emboscados. Su aspecto contrasta con  las ambulancias  blindadas  de  las  Fuerzas  de  Protección  de  las  Naciones  Unidas:  fortalezas potentes y bien equipadas. Y, sin embargo, muy inútiles, a pesar de sus servicios. 

El  conductor  de  la  ambulancia  desde  hace  poco más  de  ocho meses  es  Bairo,  un arquitecto. Ahora no tiene trabajo, pero cuando todo acabe, tendrá. Y mucho. Un sarcasmo. Y una tristeza.  

Bairo está casado y tiene una hija, pero no están con él. Pudieron salir de  la ciudad y del  país  bajo  la  protección  de  los  cascos  azules.  Son  parte  del  numeroso  contingente  de refugiados bosnios diseminados por toda Europa. Desde su marcha sólo ha recibido una carta. Él ha enviado cuatro a través de periodistas, pero no sabe si han llegado a su mujer. Están en España,  en  un  pueblo  de  Cataluña  llamado  Cornudella.  Y  deben  de  haberse  adaptado,  a  la fuerza. Su mujer es médico y la niña es un sol. 

La  ambulancia  recoge  una  veintena  de  heridos  todos  los  días.  Ha  visto  todos  los horrores.    Y  a  Bairo,  aunque  también  sonríe,  le  será  difícil  volver  a  hacerlo  confiado  como antes.  

Ayer bombardearon otra vez  con  intensidad el  centro de  la  ciudad  con granadas de mortero  desde  las  montañas.  Y  una  granada  entró  en  la  escuela,  a  pesar  del  muro  de protección; apenas hay un espacio de un metro y fue a colarse por allí. Murieron dos niños y hubo veinticuatro heridos. Rabia. Dolor. Impotencia. La ambulancia fue una de las primeras en llegar. También acudieron dos ambulancias blindadas con cascos azules que bajan  la cabeza para  no  leer  en  los  ojos  de  todos  el mudo  y  doloroso  reproche,  que  no  es  para  ellos.  La ambulancia de Bairo se llevó a Tina, una niña de origen serbio con la metralla empotrada a la espalda. Tina acababa de dibujar un sol risueño. 

Después  de  recoger  el  cuerpo  exánime  de  Vesa,  la  ambulancia  se  ha  dirigido renqueante al depósito antes de  ir al taller. El palier debe de estar a punto de romperse por completo: el repique es vivo, intenso y enervador, rítmico. Bairo se agacha tanto como puede y aprieta el acelerador a fondo. esta es una plaza peligrosa: muy grande y desprotegida. Puedes ser cazado casi desde cualquier lugar porque al otro lado están los barrios controlados por los chetniks. Apenas ha empezado  a  atravesarla el palier ha  cedido  y  la  ambulancia  se detiene bruscamente:  la  rueda  ha  quedado  trabada.  Bairo  no  puede  controlar  el  vehículo.  La ambulancia queda como un trasto más en medio de la calzada. 

¡Mierda! ¿Y ahora qué? Bairo, encogido en el asiento, intenta encontrar una salida a la situación imprevista. Lo 

más prudente es no hacer nada, permanecer donde está  y dejar pasar  las horas hasta que oscurezca; entonces  saldrá de  la ambulancia. Ahora  sería una  temeridad. Debe permanecer  inmóvil; si se mueve, acabará por ofrecer un blanco  fácil. Con suerte,  tal vez no haya nadie, ahora,  que  lo  vigile,  nadie  que  haya  visto  parar  en  seco  la  ambulancia.  Pero  no  puede arriesgarse.  Está  incómodo.  Muy  despacio,  procura  pasar  al  habitáculo  de  atrás  por  la ventanilla  interior. Aunque está el cadáver, es más amplio. Después de una maniobra tímida, no se atreve: para conseguirlo tendría que incorporarse un poco y esta podría ser la diferencia entre  la muerte o  la  vida. Por otro  lado,  la  compañía de Vesa no es ningún  aliciente.  Se  le ocurre que, si  lo han visto, podrían  jugar al blanco con él. Si disparan contra  los que corren, ¿por qué no tendrían que hacerlo contra su ambulancia? Parece abandonada, como el par de automóviles y el camión. La única diferencia es que todavía no  la han devorado  las  llamas. Y que está él. 

Bairo reniega. Si no hubiera hecho el pequeño rodeo para recoger el cadáver de Vesa, la  ambulancia  no  se  habría  averiado  precisamente  en medio  de  la  plaza,  donde  no  tiene ninguna posibilidad. 

No  es  la  primera  vez  que  esta  ambulancia  se  avería.  Hace  dos  meses,  Bairo  no consiguió ponerla en marcha. Llevaba a una mujer a quien una granada había amputado una 

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pierna y se desangraba sin remedio. Nunca este trasto ha encarnado tan bien el drama de toda la ciudad. 

Bairo, echado en una posición incómoda en el asiento de delante, parece que se relaja. Levanta  los  ojos  y  ve  el  cielo. Un  acto  intrascendente,  si  queréis;  pero  Bairo  hacía mucho tiempo que no miraba el cielo, que no veía correr las nubes de formas caprichosas empujadas por el viento; estas mismas nubes que han atravesado el Adriático después de contemplar las orillas  del Mediterráneo  y  de  observar  las  suaves  extensiones  de  viñas  y  olivares  que  él imagina en el paisaje donde ve a su mujer y a su hija, allá, bien lejos, en un pequeño pueblo de un extremo de Europa. Y Bairo llora y se siente desgraciado. 

En medio de  la plaza desierta,  la  ambulancia parada, de un  blanco  sucio, parece  la osamenta de una ballena que hubiera quedado atrapada en una playa inmensa después de la retirada repentina e imprevista del agua.  

No muy lejos de aquí se levantan los edificios mutilados de lo que no hace mucho fue un complejo olímpico. Uno de ellos es obra de Bairo; una construcción de formas redondas con materiales  exteriores  fríos; orientada  al  sol,  su  fachada  redondeada  era un  inmenso  espejo irisado para recoger ávido la luz y el calor. ¡Qué sarcasmo más cruel que por donde tenía que entrar  la  vida  penetrara  la muerte,  que  aquellos  cristales  se  convirtieran  en  un  escaparate desprotegido ofrecido a los francotiradores! 

Bairo mueve la cabeza muy despacio e  intenta desentumecer su cuerpo quieto. Tiene frío.  La  inmovilidad  forzada,  ahora,  después  de  la  evocación  de  los  suyos,  le  va  resultando intolerable. Aun así, el miedo es todavía más fuerte que la incomodidad. Y él no es de carácter nervioso.  Puede  estarse  quieto,  se  repite.  En  cuanto  anochezca,  saldrá.  Entretanto,  intenta encontrar algún hilo de pensamiento que lo aleje de aquí. 

 Ishak y Zlatko pasean de nuevo por su zona. Ahora hace menos  frío, si  te mueves. A 

Ishak,  que  es muy  observador,  hace  sólo  un  rato  le  ha  parecido  que  el  anorak  verde  del hombre gordo que han matado lo llevaba una mujer mayor. Se lo ha comentado a Zlatko, que ha reído. 

—Buen observador estás hecho, tú. ¿No hay otros anoraks verdes, en la ciudad? —No  seas  tonto—ha  contestado—. No  te  lo  diría  si  no me  lo  hubiera  parecido  de 

verdad. Porque... Tanto da, dejémoslo—ha querido despertar su curiosidad. Ishak ha encogido los hombros en un gesto forzado, pero elocuente, a la vez que tensaba los labios y parpadeaba expresivamente. 

—No, no; ahora di—Zlatko se ha puesto ante él y lo sujeta por el brazo—. ¿Crees que soy burro? 

Como  Ishak pensaba, Zlatko se ha puesto a  la defensiva. Zlatko desconfía de  todo el mundo, al principio, y siempre piensa que lo quieren engañar. Ahora insistirá como si le fuera la vida en  la respuesta. No es que tenga curiosidad, sino que no soporta  la  idea de que Ishak renuncia a explicárselo porque lo cree incapaz de entenderlo. 

A  Ishak tampoco  le  importa nada, esto. Sólo  lo ha hecho porque  lo ha molestado un poco que Zlatko  lo  tomara por  tonto con su observación estúpida. Ahora se  lo explicará con dos  palabras;  le  dirá  que  el  anorak  lleva  un  pequeño  parche  de  tela,  no  exactamente  del mismo color, en la manga izquierda y que por eso le ha parecido que era el mismo. Después se mira las botas, y piensa que tendría que callar, pero puesto que hace rato que no dicen nada y tiene ganas de charlar se queja de  los robos y  le explica que una vez  lo asaltaron en  la calle; que fue casi a la entrada de la escalera, cuando volvían él y su mujer del cine, a media noche, y que un individuo con una navaja le quitó el reloj y la cartera, y a su mujer, los pendientes. Y sin darse cuenta se encuentra hablando de cómo se ha vuelto de insegura la ciudad, que cada vez hay más rateros y ya no se puede  ir tranquilo por  la calle por miedo a que te roben. Y Zlatko asiente—ya lo puedes decir—y pide más energía de la policía con los delincuentes. Ninguno de los dos se da cuenta de que la conversación es de hace tres años. 

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El paso repentino de un vehículo blindado de las fuerzas de protección interrumpe su conversación.  En  la  parte  de  atrás,  agarrado  precariamente,  con  el  cuerpo  a  punto  de descolgarse, desafiando  las balas perdidas, burlando a  la muerte, hay un niño de unos diez años que ríe.  

 —No tiene miedo—dice Zlatko.  —O tiene tanto—añade Ishak—que es insensible. Quizá ya ha llegado a la conclusión 

de que tarde o temprano tendrá que morir aquí, que no crecerá y es inútil intentar protegerse. A diferencia de  los adultos, que  incluso en el último  instante esperan un milagro que 

los salve del holocausto. Como Bairo.   Quizá está exagerando. Ya hace un buen  rato que está aquí y ha oído pasar algunos 

vehículos y nadie les ha disparado; por las aceras también habrán pasado algunos peatones. En realidad no  tiene ningún  indicio de que pueda haber un  francotirador emboscado. Quizá  se equivoca y no hace más que dar tiempo a que  llegue alguno. Tal vez debería salir ahora, ser más decidido. Faltan todavía muchas horas para que el sol se ponga. 

Bairo no sabe qué hacer. A pesar de sus esfuerzos, no consigue pensar en nada con la mínima intensidad para que lo distraiga. Y además, empieza a asaltarlo una ridícula sensación de  imbécil por estarse allí dentro con el cadáver del calderero. Siempre  le ha costado mucho tomar decisiones. Lo sabe. Lo saben todos los que lo conocen: Bairo el indeciso. Bairo quizá sí, quizá no. Pero no lo puede superar. Y esto que le ha costado más de una decepción. Una vez le ofrecieron  un  trabajo  muy  bueno,  mejor  remunerado  que  el  que  tenía  y  bastante  más atractivo.  El  único  inconveniente  era  que  tenía  que  dejar  la  ciudad  y  trasladarse  cerca  de Belgrado. Pero no fue capaz de decidirse y no respondió. Su mujer se enfadó mucho. Se enojó porque no había decidido y le prometió que era la última vez que no intervenía y que a partir de entonces ella le diría qué pensaba y lo forzaría a tomar una decisión. ¡Menos mal! 

Más que el miedo, la vacilación, la indecisión lo mantiene absurdamente paralizado en el interior del vehículo. 

  Danka Jovic ha tenido que robar. Por primera vez en su vida ha robado. Se ha tragado 

la tortura de  los principios, ha enterrado en el olvido voluntario, necesario, todos  los códigos de conducta aprendidos durante años y respetados desde que se recuerda y ha podido vencer la vergüenza de su acto, que sabe  innoble y  la envilece ante sus ojos. No  intenta  justificarse. Sólo procura no pensar. 

Danka Jovic tiene sesenta y siete años y siempre ha vivido procurando no transgredir los principios del cristianismo en que fue educada. Vive sola. Su marido murió hace seis años y sus  hijos,  tres  chicos,  están  todos  en  el  frente.  Danka  y  su marido  eran  profesores  de  la universidad;  ella de  física,  él de  filosofía;  y  los dos,  apasionados por  los  libros.  Lectores  sin reposo y  coleccionistas,  reunieron una  importante biblioteca que  serpenteaba por  todas  las paredes de la casa. Y gracias a la biblioteca ha sobrevivido todo el invierno: los libros, mojados y  dejados  secar,  endurecidos,  son  un  buen  combustible  para  alimentar  la  estufa.  Aquél, quemar  los  libros,  fue  su  primer  acto  de  supervivencia. Hoy,  robarle  el  anorak  verde  a  un cadáver,  el  segundo.  Los  dos  a  regañadientes,  los  dos  envilecedores  y  los  dos  necesarios. Ahora se encuentra mejor: el calor le va devolviendo la calma y la tranquiliza aunque se siente avergonzada.  Ya no dejará de  sentirse  avergonzada  a pesar de que  sabe que no  es  suya  la culpa de su vergüenza. 

Danka, no obstante este sentimiento  íntimo, no se ha dejado abatir por  la situación: sería  la auténtica victoria de  los bárbaros, piensa. Y en medio de  la desolación de sus calles y del abandono y la suciedad forzada a que los ha degradado el odio, reencuentra la dignidad y  la firmeza en  la defensa de unos valores nobles en que cree. También podría encontrar, y no tendría que esforzarse, la marca de la ignominia con que han sido abandonados por los vecinos 

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europeos  y  la  vergüenza  cómplice  de  las  declaraciones  grandilocuentes  con  que  cubren  su interesada inacción. Y lo sabe y no es que quiera ignorarlo. Sólo es que prefiere no pensar. 

Danka  siempre  ha  sido  muy  exigente  porque  su  padre,  un  hombre  de  sólidas convicciones, la educó en la idea de que sólo el comportamiento éticamente justo, legalidad a parte,  da  sentido  a  nuestra  presencia  en  el mundo.  Y  es  en  esto  en  lo  único  que  ha  sido intransigente. Y desea con sinceridad no dejar de serlo. 

Hoy, cuando ha encontrado el cuerpo de Vesa tendido en el suelo, iba a ver su sobrina. Va todos  los días. Quiere ser astrónoma. Mientras dure este paréntesis, Danka se desplazará cada mañana a casa de su hermana para que su sobrina no tenga que interrumpir los estudios. Más o menos. Tarde o temprano esto se acabará,  la universidad volverá a funcionar y  la vida tendrá que volver a  la normalidad. La chica no  tiene que perder el  tiempo y  todo  tiene que parecer  tan  normal  como  sea  posible.  Esto  piensa Danka. Un  engaño.  Y  aunque  tiene  que hacer más de media hora de camino, en estos días bastante expuesto, ya hace poco más de un año que Danka guía a su sobrina.  

—Lo hago porque quiero. Y bien a gusto—insiste cada vez que su hermana hace alguna observación sobre el esfuerzo y el peligro a que se somete—. Lo hago—remacha—, porque me gusta enseñar y me gusta poder volver a hacerlo, y porque quiero a la niña y esta es mi manera de oponerme a los chetniks y a lo que encarnan. Y porque, mujer, ¿qué quieres que haga sola? Así me distraigo un poco y puedo hablar con vosotras todos los días. 

Salvo  porque  Danka  Jovic  no  ha  necesitado  nunca,  ni  lo  necesita  ahora,  buscarse distracciones para matar el rato, en lo que dice es sincera. 

Hoy ha llegado más tarde y su hermana la recibe nerviosa, preocupada. No ha pasado nada, la tranquiliza. Explica que ha tenido que pararse y esconderse unos tres cuartos de hora debido a los bombardeos. 

—  ¡Mira  que  eres  burra!—la  regaña  cariñosamente  su  hermana,  que  se  va tranquilizando—.  Ya  lo  sé  que  han  vuelto  a  bombardear:  ¡Es  por  eso  que  estaba  inquieta, Danka! 

—Tu madre—Danka busca ahora  la  complicidad de  la  sobrina—siempre ha  sido una exagerada;  a menudo,  hasta  histriónica.  Pero  hay  que  perdonárselo—ríen  tía  y  sobrina—, porque ha sido bastante lista para esconder su carácter melodramático bajo la justificación del arte—y Danka hace el  gesto de  Icnea,  con el  rostro  levantado,  imponente, desafiando  a  su asesino. 

La hermana es escenógrafa, aunque hace mucho tiempo que no trabaja. Antes  las  clases  las  hacían  en  el  comedor,  que mira  a  la  calle  y  es  soleado  por  la 

mañana. Ahora, en cambio, han tenido que recluirse en la habitación de atrás. No es que haya pasado nada, pero estaban demasiado a  la vista y han  tenido miedo. Quién  sabe,  cualquier día... Pero han salido perdiendo: la habitación donde han instalado la universidad es pequeña y oscura, y, en esta época, fría. Y fea. 

Danka no sólo instruye a su sobrina, aquí. Es posible, además, que esta no sea la tarea más  importante  que  hace.  Y  ella  lo  sabe.  Sólo  estando,  viniendo,  su  presencia  diaria  da  la sensación indispensable de vida a su hermana y a su sobrina. Sin ella, quién sabe... Su hermana tiene  una  personalidad  inestable  y  una  tendencia  incontrolada  a  la  desesperanza  y  al desaliento que el conflicto y la inactividad profesional han acentuado y han provocado que se haya refugiado en una actividad inusual e inútil, obsesionada en los trabajos domésticos. Sola, se dejaría morir. Pero basta con que Danka venga todos los días para que ella se haga la ilusión de normalidad, tan falsa como la ilusión de una paz próxima y tan cierta como su desesperanza abatida, como la guerra. Pero al menos puede refunfuñar. Como mínimo, entra dos veces en la habitación y las estorba. Lo hace para sentirse parte de la vida. 

— ¡Qué poco aseado que lo tenéis todo! Si no fuera por mí, pronto no sabríais donde están las cosas. Levanta los brazos, Danka. ¿Que no ves que tengo que quitar el polvo? 

Todavía entrará otra vez para traer el té.  —Venga, dejadlo todo. Bebedlo ahora que está muy caliente. 

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Danka y su sobrina aceptan el juego. Desde  la  pequeña  habitación  interior,  mientras  tía  y  sobrina  intentan  que  las 

ecuaciones borren por unas horas el presente, oyen el  ruido  lejano de  las explosiones en el centro de la ciudad. Danka y su sobrina se miran y Danka no puede dejar de pensar, al ver los ojos opacos de su sobrina, en el brillo que deberían tener. Y en ella misma: también en sus ojos tristes. No ahora, que ahora su tristeza no conmueve a nadie, sino cuando tendrían que haber reído como los de su sobrina, que todo el mundo dice que se le parece tanto. Estos ojos azules que siempre parecen asustados, que parecen emprender un vuelo huidizo. 

Cuando Danka tenía  la edad de su sobrina, quizá unos pocos años menos, también  la violencia  de  los  soberbios  le  apagó  los  ojos.  Entonces  venía  de  otro  lugar  y  vestía  otro uniforme,  pero  era  la  misma  intransigencia  ignorante  y  orgullosa,  criminal.  En  los  años cuarenta, Danka vivía en Zagreb, donde había nacido. Su padre era de una pequeña ciudad de Bosnia,  ya  fronteriza  con  Croacia,  y  había  estudiado medicina  en  la  universidad  de  Zagreb, donde  conoció  a  su  madre,  que  provenía  de  un  pequeño  pueblo  de  la  costa  dálmata. Licenciados los dos, decidieron permanecer en la ciudad. 

Danka recuerda con afecto su niñez, en especial  los días de mercado alrededor de  la catedral, y los domingos, cuando iba con sus padres a misa y su madre, a la salida, le compraba en uno de las carretones ambulantes una mazorca de maíz que saboreaba con la fruición de la gula  infantil.  Su padre no  entraba  en  la  iglesia. No  creía. Pero nunca  impidió que  su mujer educara a  las hijas en el cristianismo. Después de misa paseaban un rato por el centro de  la ciudad y poco antes de comer entraban en un bar de la gran plaza. Y en verano se sentaban en la terraza y veían pasar los tranvías.  

Zagreb  fue  su  ciudad  hasta  que  vio  desfilar  con  paso  impresionante, marcial,  a  los alemanes por sus calles y descubrió que, de repente, había dejado de ser suya. Y no porque ella  lo  hubiera  decidido  así.  Aunque  lo  que  recuerda  con más  pesar  y  vergüenza  son  los uniformes  de  sus  vecinos,  cómo  recibieron  con  alegría  a  las  tropas  de  Hitler  y  cómo  se uniformaron  con entusiasmo para  imponer el odio y  la muerte;  cómo de pronto vecinos de siempre eran golpeados primero y deportados después. Y cómo muchos tuvieron que perderlo todo  para  no  perder  la  vida.  Y  descubrió  atónita  y  horrorizada  que  el  único motivo  de  la delación y la brutalidad de los ustachas croatas, aliados de los nazis, era ser judío, o musulmán, o gitano, o rechazar la ignominia del nazismo. Y, también, en una venganza secular, ser serbio. 

A Danka Jovic  le costó muchos años perdonarlos. Tanto, que se avergonzó de vivir en Zagreb  y,  acabada  la  guerra,  ya  no  volvió.  Era  una manera,  sabe  que  pueril,  inútil  y  hasta injusta para la memoria de los miles de sus ciudadanos que no compartieron estos actos y se opusieron; sabe que es injusta con la ciudad y sus gentes, pero es una manera muy personal y simbólica de rehusar el odio que se había instalado. Y le costó perdonarlos. No por ella: Danka es  fuerte y  soportó aquellos años con más entereza de  la que  se  le podía exigir; del mismo modo que, después de  la guerra,  rehízo  sus actos, a pesar de  la muerte de  los padres y de tener que hacerse cargo de su hermana, más pequeña y más débil. No es por ella que  le ha costado perdonarlos. Y ahora se da cuenta de que no los tendría que haber perdonado porque lo han  vuelto  a hacer;  visten otros uniformes, enarbolan banderas de otros  colores, hablan lenguas distintas y persiguen otras gentes. Pero son los mismos. Y también nosotros lo hemos vuelto a hacer: hemos dejado que  lo volvieran a hacer. Es por eso que  le costó perdonarlos: porque le habían quitado la dignidad. A todos nos la habían quitado. Y ahora nos la vuelven a quitar. Pero ahora ya no los perdonará. Desconfía de la justicia y sabe, porque ya lo ha vivido, que  cuando  todo  acabe,  la  mayoría  de  los  bárbaros  de  hoy  volverán  a  ser  personas respetables. Y que  la  lluvia del olvido caerá con rapidez para ahogar el recuerdo. Ahora sabe que el único grado de civilización conseguido a  lo  largo de  los siglos es que a  los bárbaros no les guste verse así en el espejo, acabados los tiempos de impunidad. Muy poco, si se mira bien.