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9 revista de la facultad de filosofía y letras E S T U D I O Un encuentro fortuito: estudio comparativo entre Remedios Varo y Silvina Ocampo A fortuitous encounter: comparative study between Remedies Varo and Silvina Ocampo Núria Calafell Sala* Resumen Dos mujeres, dos artistas de frontera, dos maneras distintas —aunque poten- temente vinculadas- de enfrentar la realidad y sus intersticios, este trabajo no sólo nace de la voluntad de desdibujar la frágil línea que separa la pintura de la literatura, sino que pretende hacerlo con el análisis de dos voces singulares dentro del campo artístico latinoamericano: Remedios Varo desde su condición de “exiliada” —primero en Francia, posteriormente en México, donde produce su obra pictórica de mayor relevancia, hasta el punto que ella siempre conside- ró México su verdadera patria—, Silvina Ocampo desde su camuflaje como per- sona y escritora bajo la máscara de los otros que la rodearon —era la hermana menor de Victoria Ocampo, la amiga de Jorge Luis Borges y la compañera de Adolfo Bioy Casares antes de ser simplemente Silvina Ocampo, la narradora de historias originales—, ambas representan un universo todavía por descubrir y reivindicar en los márgenes de la crítica literaria. Abstract Two women, two artists of border, two different ways -although powerfully tie- to face the reality and its interstices, this work not only is born of the will to blur the fragile line that separates the painting of literature, but that tries to do it with the analysis of two singular voices within the Latin American artistic way: Re- medios Varo from her condition of “exiliada” —first in France, later in Mexico, where she produces her pictorical work of greater relevance, until the point that she always considered Mexico her true mother country—, Silvina Ocampo from her camouflage like person and writer under the mask of the other who surroun- ded her —she was the smaller sister of Victoria Ocampo, the friend of Jorge Luis Borges and the companion of Adolfo Bioy Casares before being simply Silvina Ocampo, the narrator of original histories—, both represent a universe still to dis- cover and to vindicate in the margins of the literary critic. Palabras clave: creación, subjetividad, fronteras, bordado, cuerpos Key words: creation, subjectivity, borders, needlework, bodies. *Becaria en régimen de docencia, Universidad Autónoma de Barcelona. Dpto. Filología Española, área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.

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revista de la facultad de filosofía y letras

E S T U D I O

Un encuentro fortuito: estudio comparativo entre Remedios Varo y

Silvina Ocampo

A fortuitous encounter: comparative study between Remedies Varo and Silvina Ocampo

Núria Calafell Sala*

Resumen Dos mujeres, dos artistas de frontera, dos maneras distintas —aunque poten-temente vinculadas- de enfrentar la realidad y sus intersticios, este trabajo no sólo nace de la voluntad de desdibujar la frágil línea que separa la pintura de la literatura, sino que pretende hacerlo con el análisis de dos voces singulares dentro del campo artístico latinoamericano: Remedios Varo desde su condición de “exiliada” —primero en Francia, posteriormente en México, donde produce su obra pictórica de mayor relevancia, hasta el punto que ella siempre conside-ró México su verdadera patria—, Silvina Ocampo desde su camuflaje como per-sona y escritora bajo la máscara de los otros que la rodearon —era la hermana menor de Victoria Ocampo, la amiga de Jorge Luis Borges y la compañera de Adolfo Bioy Casares antes de ser simplemente Silvina Ocampo, la narradora de historias originales—, ambas representan un universo todavía por descubrir y reivindicar en los márgenes de la crítica literaria.

AbstractTwo women, two artists of border, two different ways -although powerfully tie- to face the reality and its interstices, this work not only is born of the will to blur the fragile line that separates the painting of literature, but that tries to do it with the analysis of two singular voices within the Latin American artistic way: Re-medios Varo from her condition of “exiliada” —first in France, later in Mexico, where she produces her pictorical work of greater relevance, until the point that she always considered Mexico her true mother country—, Silvina Ocampo from her camouflage like person and writer under the mask of the other who surroun-ded her —she was the smaller sister of Victoria Ocampo, the friend of Jorge Luis Borges and the companion of Adolfo Bioy Casares before being simply Silvina Ocampo, the narrator of original histories—, both represent a universe still to dis-cover and to vindicate in the margins of the literary critic.

Palabras clave: creación, subjetividad, fronteras, bordado, cuerposKey words: creation, subjectivity, borders, needlework, bodies.

*Becaria en régimen de docencia, Universidad Autónoma de Barcelona. Dpto. Filología Española, área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.

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1. Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección …

Somos un invento siempre, Silvina Ocampo: Encuentros con Silvina Ocampo

Así respondía la poeta y narradora argentina a una de las preguntas realizadas por Noemí Ulla al principio de ese largo diálogo trasformado en libro que son sus Encuentros con Silvina Ocampo. Recordando el valor que cada una de las len-guas aprendidas había tenido para ella —el inglés para el amor, el francés para la amistad y el castellano para la épica—, la autora había concluido con esta re-flexión de sumo interés para las cuestiones que aquí me propongo abordar. En primer lugar, porque afirmar que el ser es producto de un invento supone acti-var una lógica ficcional que no sólo afectará a la constitución del sujeto sino a la de su lenguaje; en segundo lugar, porque permite subvertir el modelo tradicio-nal dicotómico que divide y separa la realidad de la ficción, lo real de lo soñado, en definitiva, la vida de la literatura; y en tercer y último lugar, porque supone recuperar el sentido original del término: inventar no es otra cosa que encontrar, descubrir, sorprender aquellos intersticios que se esconden en el revés del uni-verso. En otras palabras: inventar es despertar a ese mundo de la fantasía donde los límites se diluyen y lo extraordinario convive en igualdad de condiciones con lo ordinario;1 pero es también, y sobre todo, penetrar en la vorágine de la crea-ción donde “[n]o hay principio ni fin, sólo continuación de un primer instante” (Ocampo, Ejércitos de la oscuridad 138) o, lo que es lo mismo, un despertar del va-lor autofágico que toda experiencia literaria parece contener.

En un reciente artículo, Adriana Mancini señalaba la importancia que esta última idea tenía para la comprensión del universo ocampiano: “‘Pliegue sobre pliegue’, en el sentido que Gilles Deleuze da al término, [su proceder] contiene la materia de los cuentos que, como en el barroco, tiende a desbordar todo es-pacio” (Jitrik 238) y, por añadidura, todo tiempo, todo lenguaje e, incluso, todo género. Apenas diez años antes, la también escritora Reina Roffé había notado esta intertextualidad y la había ampliado al ámbito de lo poético, donde his-torias como la de “El pecado mortal” (Las invitadas, 1961) o la escrita por Irene en esa extraña autobiografía que da título a su segundo libro de relatos (Auto-biografía de Irene, 1948) son releídas desde un mismo lugar: aquel que “oculta y muestra, desplaza y condensa los mismos mitos que sus textos en prosa” (Ulla, Invenciones a dos voces 21):

Poeta y cuentista, tanto su poesía como su prosa se articulan en un solo discurso, donde la fantasía ejerce sobre la imagen tópica de la realidad una distorsión que convierte el mundo convencional en otro por el que desfilan, en sostenida comu-nión, el espanto y la maravilla (Roffé 43).

Un único discurso aglutinador, pero también, y sobre todo, la distorsión de una imagen poliédrica sobre la que será posible dibujar distintos recorridos de lectura. Y es que, si bien es cierto que en la literatura ocampiana el peso suele

1. No está de más recordar aquí el estrecho vínculo que la unió a toda una generación de intelectuales dedicados a la renovación de lo fantástico como posibilidad de escritura. Co-autora, junto a su marido Adolfo Bioy Casares y su amigo Jorge Luis Borges de la famosa Antología de la literatura fantástica (1940), con ellos compartirá la idea de que lo fantástico no es tanto un género como un sentimiento asociado al poder de la imaginación y del lenguaje. No en vano el primero de ellos había comenzado el prólogo a la citada antología con estas palabras: “Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras” (Borges, Bioy y Ocampo 9); a las cuales habría que añadir algunas de las opiniones posteriores de su colega Jorge Luis Borges: “La literatura fantástica es la más antigua. Empieza por la mitología, por la cosmogonía, y se llega muy tardíamente a la novela, por ejemplo, o al cuento […]. La literatura es esencialmente fantástica (25).

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recaer sobre el lenguaje y su materialización —tal como afirma en ese cuader-no autotitulado Ejércitos de la oscuridad: “(…) son las palabras las que dan las ideas, las que organizan las ideas” (Ocampo 119); y tal como luego constata en uno de sus “Epigramas” más poéticos: “Dame tus palabras para olvidarme de tu mano” (Ocampo 136)—, no hay que olvidar el potente vínculo que desde muy temprano estableció con otras formas de comunicación, especialmente con la música y la pintura.2 Siendo la primera de ellas una de las principales fuen-tes de inspiración para algunos de sus textos más melódicos —y pienso, sobre todo, en aquellos que recurren al género epistolar (“Carta perdida en un cajón”, por ejemplo, de La furia (1959) o “Carta bajo la cama”, de Las invitadas, 1961) o al monólogo interior (“Visiones”, también de Las invitadas, o “Anotaciones”, de su último libro de cuentos, de 1988, Cornelia frente al espejo)—, es la segunda la que me gustaría destacar aquí, puesto que es gracias a sus conocimientos pic-tóricos que su escritura será resignificada desde una perspectiva otra.

Y resalto con especial interés esta palabra, porque no es sólo que su escri-tura despliegue un intenso diálogo con variados modos de expresión, sino que lo hace con una voluntad clara de trasgresión y ruptura: poblar su universo de costureras, pantaloneras o diseñadoras que dominan los parámetros de la tela y la saben esgrimir como lenguaje de reivindicación; reseguir las huellas de un amor místico, exagerado y mortal que pone en contacto ambas partes y las ri-diculiza; o desarticular las falacias que (re)construyen una identidad susten-tada en el vacío, cualquier instrumento será válido para la superación de todo límite o limitación.

Desde aquí, pienso que es posible establecer un sutil pero potente víncu-lo entre esta polifacética autora y una de las artistas más peculiares del arte hispánico: la pintora catalano-mexicana Remedios Varo, aunque en su caso la operación intertextual sea inversamente proporcional a la de Silvina Ocampo: inversamente, porque el objetivo ya no es encerrar todas las letras para dibujar una cara,3 sino combinar todos los detalles, colores, técnicas y figuras para na-rrar una historia, hasta el punto de que se puede afirmar, con Juliana González, que “[s]u pintura tiene esa cualidad especial de conllevar un significado “filo-sófico”, y no sólo artístico; un contenido “literario”, y no sólo plástico” (34);4 y proporcional, porque el arranque es el mismo: el predominio otorgado a la ima-ginación y a la fantasía como órganos de conocimiento y creación.5

Ella también, como su contemporánea, tejerá a su alrededor una red de co-nexiones que le permitirán sacudir y perforar esa barra que divide y separa la

2. Alumna de Giorgio de Chirico y afín a la estética de Piranesi, con ellos compartirá una visión exaltada de lo artificial por encima de lo natural y el gusto por ciertos contrastes: la luz y la sombra, Eros y Thánatos, la vida y la muerte.

3. Me estoy refiriendo aquí a uno de los versos de su extenso poema Invenciones del recuerdo: “Pero dibujar una cara encerraba para ella / todas las letras” (Ocampo 56).

4. Por otro lado, no hay que olvidar su trabajo escritural: autora de algunas narraciones —como la titulada “Un impor-tante secreto”, donde se narra la historia de una mujer condenada a muerte por poseer la verdad absoluta, o su “Receta para provocar sueños eróticos”—, y del pseudo-ensayo Homo rodans (1970), en el que se burla del discurso científico presentando al Homo Rodans y a un paraguas como los primeros eslabones perdidos en la cadena evolutiva, tenía por costumbre acompañar sus pinturas con anotaciones de carácter descriptivo —así en “Mimetismo” (ver “Apéndice”)— o poético —tal como muestran sus poemas dedicados al “Tríptico” (ver “Apéndice”)—.

5. No obstante, pienso que hay también algunas diferencias importantes. Por un lado, el objetivo marcado por cada una de ellas para aprehender su obra: mientras en la argentina se percibe un deseo de comunicación con el exterior —“Escribo— anota en un artículo- para que otra gente descubra lo que les debería gustar, y a veces para que descubran lo que a mí me gusta. Escribo para no olvidar lo más importante del mundo: la amistad y el amor, la sabiduría y el arte” (Ocampo, “¿Qué quedará de nosotros?” 7); en Remedios Varo se aprecia “(…) el anhelo de trascender hacia un conocimiento superior” (Martín 27) que la situará muy por encima de sí misma y de sus seguidores. Por otro lado, y derivado de aquí, el uso de un tono específico para ambas: así, lo que en Silvina Ocampo se revela ironía cruel, en la pintora se descubrirá como sublimación.

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materia del espíritu, el exterior del interior, la vida animal de la vegetal, el hom-bre de sus objetos, en definitiva, los dos principios básicos: “el de la tierra, la madre, el fuego, la tradición, la fe, inamovible y sólido; [y] el del padre, dinámi-co, ventoso, inquisitivo, acuático, anticlerical, imaginativo” (Andrade 8). Movi-da por la misma idea de continuidad —o, en las acertadas palabras de su amiga Juliana González, de “predeterminación causal” (36)—, sus pinturas ponen de manifiesto la problemática de esa búsqueda del “primer instante” al que aludía Silvina Ocampo en uno de los “Epigramas” citado al inicio de este trabajo. De ahí la importancia que el viaje como significante metafórico adquirirá en sus obras posteriores; y, junto a él, los hilos que enlazan una realidad polisémica; los más variopintos objetos que permiten movilidad por tierra, mar y aire; e incluso los personajes en estado de constante apertura corporal.6

2. … de una máquina de coser y un paraguas …

(…) hilos de muerte, hilos de vida, hilos de tiempo. La trama se teje y se desteje: irreal lo que llamamos vida, irreal lo que llamamos muerte —sólo es real la tela,

Octavio Paz: “Apariciones y desapariciones de Remedios Varo”

En su estudio comparativo de la obra artística de Maruja Mallo, Ángeles Santos y Remedios Varo, Mª Alejandra Zanetta apunta a los distintos significados que, según ella, tendría el acto de tejer en la obra de la catalano-mexicana: habién-dolo incorporado como parte de su trabajo cotidiano —pues ella misma tejía su ropa y sus diseños— y considerándolo elemento sustancial en su reconstruc-ción subjetiva e individual, en su pintura

(…) alude a varias cosas: primero al desplazamiento de la mujer y sus aportes cul-turales del centro hacia los márgenes de la cultura en las sociedades patriarcales, segundo al acto de rebeldía ante el intento de domesticación de la mujer y tercero a la importancia de recuperar el lugar que le corresponde a la mujer tanto en el pla-no cultural como en el social (173)

Si bien coincido en los significados aportados por la autora del ensayo, lo cier-to es que difiero de su interpretación última, entre otras cosas porque son muy pocas las representaciones femeninas en comparación con las que juegan con la ambivalencia y la androginia: en “Les feuilles mortes (Las hojas muertas)” (1956) (fig. 1), un personaje femenino que recuerda a la propia autora en sus rasgos fí-sicos da forma a una madeja que extrae del corazón abierto de lo que parece ser un maniquí o una sombra. Apenas cinco años más tarde, sin embargo, esta mis-ma definición genérica empieza a difuminarse en las figuras un poco ambiguas que protagonizan “Bordando el manto celeste” (1961). La atmósfera oscura, así como los rostros inexpresivos de las mismas y la existencia hierática de un indi-viduo enmascarado, conducen a pensar que todas ellas están siendo obligadas a realizar su tarea, y a pesar de ello no se destaca ningún gesto de rebelión más allá del encuentro de una de ellas con el amado para planear la huida final.7

6. Que muchos de estos aspectos están a su vez interrelacionados, da cuenta Juliana González en su artículo ya citado: “Lo principal son los viajes y los viajeros; todo es tránsito, paso, camino, vuelo, navegación, exploración, aventura, misteriosos desplazamientos y “llamadas”. El primordial “conducto” es el río, los canales internos de “la ciudad espiral”, los mares lejanos; a veces, también la tierra y sus áridos caminos, a veces, la nieve. Y “vehículo” puede ser cualquier cosa: sobre todo las propias “vestiduras”” (36).

7. Una lectura interesante es la que aporta Janet A. Kaplan en su artículo “Encantamientos domésticos: la subversión en la cocina”: “En Bordando el manto terrestre, el arte del bordado se transforma en un acto divino de creación. Mientras aprenden a bordar, esa gentil habilidad doméstica, largo tiempo utilizada como instrumento de aculturación en la

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En este sentido, pienso que las posibilidades de la revuelta no están en el acto del bordado en sí, sino en las infinitas conexiones que los hilos van tejien-do entre los personajes, y entre éstos y el exterior. Piénsese, por ejemplo, en un cuadro como “Tres destinos” (1956) (fig.2), en el que se representa la unión simbólica de tres hombres vestidos de monjes, separados cada uno de ellos por una torre que les impide verse o conocerse; o en otro menos conocido, titulado expresamente “Premonición” (1953) (fig.3), donde una inmensa rueda de hilo que llega hasta el cielo va fabricando las mismas vestiduras para cuatro perso-najes que no sólo quedan ligados entre sí, sino que son envueltos en una inde-finición que no deja lugar para la originalidad.

No obstante, lo que en este cuadro es todavía un esbozo se convierte en crí-tica explícita en “Tailleur pour dames” (1957) (fig.4), donde los pequeños de-talles que rodean a los protagonistas —una mujer flanqueada por dos dobles de sí misma que reproducen sus mismas actitudes, una sombra que se alarga por toda la espalda del sastre, la llegada de otra mujer en un vestido móvil, o simplemente la creación de unas vestiduras que apenas dan espacio a que las piernas se muevan con libertad— ponen de manifiesto la falsedad de un siste-ma, el de la moda, que ha destruido la esencia intimista y personal del oficio.8

No es de extrañar, por eso, que en uno de sus escritos describa la situación con grandes dosis de ironía y humor:

(…) un modelo es para viaje, muy práctico, en forma de barco por detrás, al llegar ante una extensión de agua se deja caer de espaldas, detrás de la cabeza está el ti-món que se maneja tirando de las cintas que van hasta el pecho y de las que cuelga una brújula, todo ello sirve también de adorno, en tierra firme rueda y las solapas sirven de pequeñas velas, así como el bastón en el que hay una vela enrollada que se despliega, el modelo sentado es para ir a esos coctel-party en donde no cabe un alfiler y no se [sic] sabe uno ni dónde poner su vaso ni menos sentarse, el tejido del echarpe es de una sustancia milagrosa que se endurece a voluntad y sirve de asiento, el modelo de la derecha es para viuda, es de un tejido efervescente, como el champagne, tiene un bolsillito para llevar el frasco de veneno, termina en una cola de reptil muy favorecedora. El sastre tiene la cara dibujada en forma de tije-ras, su sombra es tan rebelde que hay que sujetarla al techo con un alfiler. La cliente que contempla los modelos se despliega en dos personas más porque no sabe cuál de los tres modelos elegir y las repeticiones de ella, a cada lado y algo transparen-tes, representan la duda en que se encuentra (en Kaplan, Viajes inesperados 100-101).

En su ensayo sobre El intercambio simbólico y la muerte, Jean Baudrillard se-ñalaba la importancia que en occidente había adquirido el discurso de la moda, en tanto que emblema de un código ávido por romper, progresar e innovar. De naturaleza estética y espectacular, su tendencia a sistematizar todos los signos y a reproducirlos en masa —pues su forma “(…) ya no es producida según sus propias determinaciones, sino a partir del propio modelo; es decir, que no es ja-más producida sino siempre e inmediatamente reproducida” (Baudrillard 106)— le otorgará un poder transgresivo poco habitual, centrado tanto en el deseo de supresión de todo sentido como en la búsqueda de un significante puro que, en su esencia, “no significa nada” (Baudrillard, 1980: 110): “Con la simulación,

feminidad más dócil, las colegialas secuestradas en una torre se han convertido en creadoras del mundo. Escondidas entre los pliegues del tejido terrestre, bordan una cosmología alternativa y subversiva para lo cual extraen lecciones e hilo de una vasija que burbujea de secretos” (38-39).

8. Parece que es éste y no los anteriormente expuestos por Mª Alejandra Zanetta el que le interesa rescatar a la pintora. Como ya advirtiera Janet Kaplan en su artículo “Remedios Varo y la iconografía de la vivencia femenina: “el rechazo al padre””: “La invocación de las acciones tópicas de la vida femenina dentro de su dominio doméstico, devaluado y frecuentemente trivializado, conduce a Remedios Varo a elegir imágenes de la vida cotidiana de una mujer tradicional: tejer, hacer punto, remendar, cocinar, alimentar y bordar, y los convierte en ejes de su obra” (60).

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los signos no hacen más que segregar lo real y el referencial como un super-signo, así como la moda no hace más que segregar, inventar la desnudez como supersigno del vestido” (Baudrillard 110).

Esto explicaría por qué entre el vestido y el cuerpo se produce una suerte de intercambio vacío que obliga al primero a perder su estatus de máscara pura y al segundo a redefinirse desde la falta, la ocultación o la desviación: “La moda en realidad comienza con esta división del cuerpo rechazado y expresado de modo alusivo, y es ella también la que la elimina en la simulación de la desnu-dez, en la desnudez como modelo de simulación del cuerpo” (Baudrillard 112). En-tre uno y otro, la distancia que media entre un aprendizaje de socialización y la construcción de una identidad en constante progreso de transformación. Por eso: “Cuerpo y vestido son tan indisociables como cuerpo y yo: nuestra identi-dad, por lo tanto, mantiene una estrecha relación con nuestra indumentaria ha-bitada por nuestro cuerpo… o con nuestro cuerpo habitado por nuestro traje, nuestro cuerpo vestido de cuerpo en definitiva” (Torras 216). Propongo amputar la palabra identidad por un derivado más abstracto como identificación y con-cluir: en la puesta en contacto del cuerpo con el vestido la socialización del su-jeto se desarticula en una especie de ritual repetitivo y performativo —tal como ejemplifican esos dobles de “Tailleur pour dames”—, al mismo tiempo que des-plaza su identidad hacia una suerte de identificación que permea los distintos estadios de una individualidad: quién soy, quién quiero ser, quién piensan los otros que soy, en definitiva, quién quieren los otros que sea.

Un buen ejemplo de esto último lo ofrece Silvina Ocampo en dos de sus re-latos más emblemáticos: “El vestido de terciopelo” (La furia, 1959) y “Las ves-tiduras peligrosas” (Los días de la noche, 1970), protagonizados respectivamente por una modista y una pantalonera que, desde un dominio total del lenguaje de la tela y de sus componentes, pondrán de manifiesto los problemas de una realidad conflictiva en la que el enfrentamiento entre las distintas esferas de po-der y de comportamiento —social, cultural, genérico— se resolverá gracias al vestido y a su triple naturaleza: marginal —en el sentido de habitar en el mar-gen o frontera de sí mismo y con respecto a todos aquellos elementos con los que establece algún tipo de relación—; escrituraria —en tanto que es él quien permite la adscripción a los roles dictados por la comunidad—; y epitáfica, al reflejar en su superficie las marcas de la falacia identitaria.

El gesto de Artemia, la co-protagonista del segundo de los cuentos aquí mencionados, de buscar nuevos matices para su persona en un afuera goberna-do por la mirada de los otros es, en este sentido, reveladora. En primer lugar, porque subvierte el mito platónico del conocimiento de uno mismo: a medida que avanza en sus salidas nocturnas, va constatando la imposibilidad de encon-trar luz alguna para su propósito, por lo que tanto ella como el lector tienen la sensación de estar hundiéndose rápidamente en una oscuridad densa y profun-da. En segundo lugar, porque al plantear una dialéctica entre el entramado so-cial —erigido sobre la diferencia y la separación: entre hombres y mujeres, entre el exterior y el interior, entre lo público y lo privado— y un individuo concreto, ilumina todas y cada una de las grietas por las que ambas partes se desangran.

Así, cuando Artemia decide traspasar la barrera de lo doméstico designado a la mujer y adentrarse en el espacio masculino de la calle para que unos pocos pueden verla y admirarla, únicamente podrá valerse de unos vestidos que, en vez de esconder el cuerpo que habita debajo, lo expongan de manera descarna-da e incluso obscena: con el primero de ellos “[p]arecía una reina, sino hubie-

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ra sido por los pechos, que con pezón y todo se veían como en una compotera, dentro del escote” (Ocampo, Los días… 48); con el segundo “(…) se complacía frente al espejo, viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuer-po, que se transparentaba a través de la gasa” (Ocampo, Los días… 49); y, fi-nalmente, con el tercero, “[a]l moverse todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto” (Ocampo, Los días… 50). Lo que debía ta-par destapa, no sólo dejando entrever el cuerpo propio sino presentando uno nuevo, más exagerado y exuberante que se ofrece a modo de sacrificio duran-te la noche, es decir, en el momento de explosión de los deseos más profundos.

Ahora bien, si se tiene presente que el cuerpo es ese espacio en el que tiene cabida el mundo del afuera, también es cierto que puede leerse como una pá-gina en blanco sobre la que se inscriben sentimientos, emociones, heridas y tensiones, individuales o ajenas. Los vestidos que Artemia dibuja y que Régu-la/Piluca transforma en tela vienen a cumplir esa segunda función simbólica, puesto que ellos son la palabra que la mujer levanta9 contra todos aquellos que han querido ningunearla para decirles que su moral no pasa por la represión, sino por el cuerpo y sus virtudes, por aquello que desde siempre ha sido tach-ado como lo otro, mantenido a la sombra, encorsetado. Por eso, en uno de los pocos diálogos que mantiene con su costurera le espeta: “¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo, acaso?” (Ocampo, Los días… 49). Del vestido al cuerpo, del cuerpo a la desnudez, el juego combinatorio toma posi-ciones y se descubre como el único posible para enfrentar el chirriante papel de Artemia en sociedad.

Ello quizá explique la importancia que como contrapunto tiene la figura de Régula/Piluca, cuya imagen de la mujer que hace del hogar y del trabajo dos símbolos de la feminidad tradicional —“Una habitación con sus utensilios de trabajo no parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada” (Ocam-po, Los días… 47)— es, por sí sola, tanto o más peligrosa que la violencia de los jóvenes. Como personaje antagónico frente a Artemia, establece una relación de contrastes en todos los niveles: si para esta última lo importante es mani-festar la mentira identitaria dándose a ver a través de sus vestidos, saliendo a un exterior que no le pertenece y que incluso le está vetado, para la primera lo fundamental es quedarse en casa trabajando, puesto que su propia experien-cia como pantalonera antes de entrar al servicio de Artemia le demuestra que el afuera está marcado con el signo del peligro:

Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender con alfileres sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en la entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la pri-mera vez me dijo:-Tome un poco más, vamos- con aire puerco.[…]Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los al-fileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada

9. Aunque no me detendré en este aspecto, cabe destacar la lectura artística que se deriva de aquí: Artemia es la creadora de sus vestidos y ello la hace excepcional y singular, pero también molesta. Con sus dibujos transgrede un campo que desde siempre ha estado gobernado por la figura masculina, de manera que su historia puede entenderse como una ejemplificación de lo que sucede a quien perfora los límites establecidos a través de su libertad creadora.

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y que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado (Ocampo, Los días… 46).

Más allá del tono empleado por la narradora, irónico y humorístico a un mismo tiempo, lo que me interesa destacar aquí es la importancia de un suceso que funciona como espejo de la narración primera: Régula/Piluca es sutilmente atacada por un miembro del otro sexo y cuando decide defenderse choca con la incomprensión y el desprecio de aquellas que forman parte de su colectivo, en una escena que en definitiva recuerda la experiencia de Artemia.

Por otro lado, como narradora que cuenta y domina los hilos que tejen y destejen la tela/historia, crea y destruye por medio de una narración que parti-cipa de lo velado y lo develado: es muy significativo que de ella tengamos al-gún dato de su pasado y de Artemia sea todo difuso e incomprensible. Se podría pensar, con Ana Silvia Galán, que “Régula, la reglada estructura de lo visible, un andamiaje hecho de principios, anhela lo prohibido y […] proyecta hacia la figura de Artemia el oscuro objeto que reprime” (60), esto es, su sexualidad, su erotismo, su feminidad. De hecho, ella también juega a probarse otras másca-ras —un nombre que sustituya el explícito Régula por el más simpático Piluca- con las que encubrir(se), descubrir(se) y relacionarse: cuando sus diferencias con Artemia se hagan evidentes, ésta la llamara por su nombre real, provocan-do así un desajuste que afectará a sus capacidades de comprensión (“—No me entiende, Régula./—Llámeme Piluca y no se enoje”, Ocampo, Los días… 50), y que desembocará en la muerte violenta de su señora.

En la cuarta y última salida de Artemia el proceso de inscripción genérico añadirá un nuevo agente, la escritura:

Si el género —identitario- se construye en gran medida a partir de la tela, también se constituye como efecto de escritura, en tanto la palabra y el deseo del Otro impri-mirán las marcas que inscribirán al sujeto en un lugar determinado, adscribiéndo-lo simultáneamente a una definición genérica (Ostrov 27)

En efecto, Régula/Piluca ejercerá su poder como narradora al escribir so-bre el cuerpo de la mujer sus propios códigos de conducta: retomando su anti-guo oficio de pantalonera —oficio que, por lo demás, la vincula estrechamente al universo masculino de la época— hace que Artemia pase por un proceso de travestismo que anule por completo todos aquellos atributos femeninos que tan celosamente había intentado sacar a la luz y que hablaban de un deseo de ser mujer excepcional y singular: “Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pan-talón oscuro y camisa de hombre. Una vestimenta sobria, que nadie podía co-piarle, porque todas las jóvenes la llevaban” (Ocampo, Los días… 51). De esta manera, al reprimir su deseo y su forma de exponerlo, la conduce a una muerte en la que el cuerpo sufrirá una brutal metamorfosis y se convertirá en un cuer-po basura, desgarrado y abyecto a causa de la violación con la que los jóvenes la castigan por querer invadir un rol que no es el suyo, y por dejar en el cami-no aquello que realmente le es propio: un cuerpo que, en su desnudez, destapa su sobresignificación como simulacro y espectáculo social.

Un significado distinto, aunque ligado al anterior, es el que se reserva para el vestido en el primero de los relatos. Aprovechándose de la naturaleza ambi-valente de una tela específica —el terciopelo que aparece en el título—, y de su capacidad de fluctuar entre espacios enfrentados —“Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el

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otro” (Ocampo, La furia 145) opina la narradora; y poco después Cornelia Ca-talplina añade: “Sentir su suavidad en mi mano, me atrae aunque a veces me repugne” (Ocampo, La furia 145)— el cuento refiere, de un lado, la problemática de una identidad que se verá constreñida por el vestido y los códigos externos que este marca; y del otro, el odio soterrado y mortal que marca las relaciones entre una burguesía pretendidamente chic y la clase trabajadora.

Cornelia Catalpina es el fiel reflejo de ese estamento adinerado que, a dife-rencia de Artemia, no explota sus posibilidades creativas sino que se abandona a una contemplación casi sacrílega del objeto en cuestión: “El “dragón de len-tejuelas negro”, un exceso cursi para el sobrio vestido de terciopelo, es el que venga implacable —retorciéndose hasta asfixiarla— la cursilería de la ociosa señora de Ayacucho” (Jitrik 246), apunta Adriana Mancini en el artículo ya ci-tado; a lo que se podría añadir que, sin embargo, no es el único: el hecho de que Casilda sea la manipuladora principal de la tela permitirá que sobre ésta se imprima el signo de un nuevo trazo que escriba la historia de una venganza.

Frente a la indiferencia egoísta y egocéntrica de la señora —“¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras…” (Ocampo, La furia 144)—, ella esgrimirá el poder de trasformar el vestido en un sudario que la ahogue hasta matarla: el mismo sentimiento que experimenta la narradora —“(…) sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguan-tadas” (Ocampo, La furia 146)— anuncia su traspaso a la ricachona: “La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil” (Ocampo, La furia 147). El vestido, ahora conver-tido en arma letal gracias a las manos de Casilda, se ha adherido tanto al cuer-po que ha acabado por engullirlo y destrozarlo.

Una última vuelca de tuerca: ¿no es posible entrever en la configuración del sujeto variano y ocampiano —tan ambiguo, tan esencialmente vacío— “(…) esa familiaridad de las mujeres con su cuerpo intenso y huidizo” (Clément y Kriste-va 53) confrontado con la abyección y, muy especialmente, con la nada? Es más: ¿no es acaso comparable a la figura melancólica que, alegoría en mano, retoma esta misma nada y la rehace, en un doble movimiento de placer y muerte (Kris-teva 87-89)? Recuérdense, a modo de ejemplo, aquellas telas en las que un perso-naje aparece embozado (“Locomoción acuática”, de 1960, y “Mujer saliendo del psicoanalista”, de 1961, son quizá las más representativas) (fig.5 y 6)10, o aque-llas otras en las que el cuerpo del protagonista se abre y revela en su interior un mundo cosmogónicamente nuevo (“La creación de las aves”, de 1958) (fig.7).

Asimismo, retómense algunos de los personajes emblemáticos de la escri-tora: la propia Artemia, pero también Irene —autorrepresentada como una me-lancólica en su autobiografía (Ocampo, 1970: 130)—, o la sibila del cuento con el mismo título (La furia) y la bruja de “La muñeca” (Los días de la noche), todas ellas poseedoras de un don que las excluye, al mismo tiempo que las recoloca en un lugar de resistencia que hace de su individualidad —y, en menor medida, de su corporalidad— un campo de denuncia desde el cual iniciar la revuelta.

Y, por último, léanse a la luz de la definición pizarnikiana del sujeto melan-cólico propuesta en ese extraño pero bello ensayo que es La Condesa Sangrienta:

10. No se olvide que etimológicamente la palabra mística es una traducción de mystikos, que en griego antiguo hacía referencia a las ceremonias de las religiones mistéricas de iniciación. Derivado del verbo myo, cuyo significado se ex-presa a través de la clausura de los sentidos corporales (“cerrar la boca y los ojos”), “mística” se acabaría identificando con el misterio.

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Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un rit-mo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya “la farsa que todos tenemos que representar” (Pizarnik 50)

En el juego de contrastes, el sujeto melancólico experimenta una escisión completa que revela la naturaleza paradójica de su persona: descubriendo el lado mortífero de su yo —simbolizado en ese lento caer de las gotas de agua “cayendo de tanto en tanto”—, se lanza a la búsqueda de una unidad que, en el caso de Remedios Varo y Silvina Ocampo, sólo podrá darse a un nivel cósmico.

Apéndice

Mimetismo“Esa señora quedó tanto rato pensativa e inmóvil que se está transformando en sillón, la carne se le ha puesto igual que la tela del sillón y las ma-nos y pies ya son de madera torneada, los mue-bles se aburren y el sillón le muerde a la mesa, la silla del fondo investiga lo que contiene el cajón, el gato que salió a cazar, sufre susto y asombro al regreso cuando ve la transformación” (en Ka-plan, Viajes inesperados 159).

Hacia la torre“Las muchachas salen de su casa-colmenar para ir al trabajo. Están guardadas por los pájaros para que ninguna se pueda fugar. Tienen la mi-rada como hipnotizada, llevan sus agujas de te-jer como manubrio. Sólo la muchacha del primer término se resiste a la hipnosis” (Varo 8).

Bordando el manto terrestre“Bajo las órdenes del Gran Maestro, bordan el manto terrestre, mares, montañas y seres vivos. Sólo la muchacha ha tejido una trampa en la que se le ve junto a su bienamado” (Varo 8).

La huida“Como consecuencia de una trampa consigue fu-garse con su amado y se encaminan en un vehí-culo especial, a través de un desierto, hacia una gruta” (Varo 8).

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