vida y muerte del espacio público_duhau

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Duhau, Emilio (2009) Vida y muerte del espacio público. En: Manuel Rodríguez y Jorge Roze (comp.) Ciudades Latinoamericanas IV: Políticas, acciones, memoria y reconfiguración del espacio urbano. México: Universidad Autónoma de Guerrero – ALAS. Pp. 213238 Vida y muerte del espacio público 1 Emilio Duhau 1. Espacio público y orden urbano a llamada crisis del espacio público moderno es un tema que desde los años noventa se ha convertido en una preocupación generalizada para los estudiosos de las grandes ciudades 2 . La evolución experimentada por los espacios públicos urbanos durante las últimas décadas del Siglo XX y lo que va del presente, constituye uno de los grandes ejes del debate actual en torno a la ciudad contemporánea. Se trata de un eje que tiende a condensar, por medio de la invocación de lo público y su crisis, la convicción generalizada, entre los estudiosos de la ciudad, de que las transformaciones experimentadas por ésta durante las últimas décadas del Siglo XX habrían implicado un franco retroceso en la vida urbana. Predomina en estas lecturas la idea de pérdida de calidad de los espacios públicos por efecto de procesos de abandono, deterioro, privatización, segregación. La preocupación es grande en la medida en que la crisis de los espacios públicos es vista entrelíneas como una amenaza para la existencia misma de la ciudad como sinónimo de civitas; es decir, de lugar asociado históricamente al surgimiento de la democracia como forma de gobierno (Weber, 1944Mumford 1961). Al hablar de crisis del espacio público, es oportuno decirlo desde ahora, se está evocando en formas no siempre explícitasel fantasma de la desintegración urbana, la imposibilidad de "vivir juntos" en las grandes ciudades y la disolución de lo urbano como lugar de encuentro y de intercambio. En las páginas que siguen expondremos nuestra visión 3 en torno a la crisis del espacio público, y propondremos una perspectiva [213] pretende matizar el escenario catastrófico delineado por quienes anuncian la muerte del espacio público urbano, para esbozar una lectura de la condición actual de los espacios públicos y su crisisque tome en cuenta algunas de las transformaciones de amplio alcance que han afectado en las últimas décadas las metrópolis contemporáneas. Un conocido texto de Jurgen Habermas (1961) inaugura hacia fines de los años sesenta la reflexión contemporánea sobre la esfera pública entendida como el ámbito en el cual la sociedad civil, constituida precisamente en público, se informa, debate, se constituye en opinión pública y arriba eventualmente a consensos en torno a asuntos de interés general. El propósito de Habermas fue dar cuenta del proceso y las circunstancias en las que, durante los Siglos XVII y XVIII en Europa, se constituye una esfera no estatal en la que los ciudadanos participan, vía la opinión y el debate abiertos, en asuntos previamente considerados como de interés exclusivo del Estado y por consiguiente reservados a la autoridad estatal. En este recuento, la referencia a lugares concretos, por ejemplo los cafés, que adquirieron entonces popularidad precisamente como lugares de encuentro en los cuales se ventilaban estos asuntos, no está asociada a ningún interés específico en relación con los espacios públicos entendidos en un sentido físico y espacial y su papel en la formación de una esfera pública civil en la sociedad moderna 4 . Lo significativo en cuanto a la relación entre esfera pública y espacios públicos es que tanto la reflexión como los atributos atribuidos a la primera en la filosofía política y la teoría social contemporáneas, resultaron trasladados a los segundos, bajo la forma de la construcción de una suerte de tipo ideal que remite a un conjunto de atributos propios de los espacios públicos de la ciudad moderna, a saber: espacios asignados al uso del público, es decir no reservados a nadie en particular (esto es a individuos específicos o pertenecientes a una determinada categoría, estamento o clase social); de libre acceso sea irrestricto como en el caso de los parques y las calles públicas, sea sujeto a la satisfacción de ciertas condiciones, como el pago de una cuota de entrada (estadios, teatros, cines); donde se admite y además se presenta como rasgo dominante, la copresencia de extraños y por consiguiente todos y cada uno de los copresentes gozan legítimamente del anonimato, es decir del hecho de ser uno más entre un conglomerado de 1 El título de esta ponencia parafrasea el de un famoso libro de Jane Jacobs (1961) a quien debemos un análisis agudo y en muchos aspectos precursor de los procesos que afectan hoy en día la evolución de las grandes ciudades. 2 Una reseña exhaustiva de lo que se ha escrito en las últimas décadas en torno a la crisis y las transformaciones de los espacios públicos en las ciudades contemporáneas, no es el objetivo de este texto. Aquí mencionaremos, en orden cronológico, sólo algunos autores entre los más importantes que han tratado estos temas y que hemos tomado en cuenta en la elaboración de nuestro texto: Jacobs 1961, Sennett 1974, 1990; Harvey, 1989, 2000; Augé, 1992; Sorkin, 1992, Davis, 1992; Mc Kenzie, 1994; Ascher, 1995; Joseph, 1998; García Canclini, 1999; Caldeira, 2000, Soja, 2000; Amándola, 2000; GhorraGobin, 2001; Bourdin, 2005. 3 El texto en el que se basa esta ponencia será capítulo de un libro en proceso de revisión, de los cuales son coautores Emilio Duhau y Angela Giglia de allí el uso del plural. 4 Tras el camino abierto por Habermas, otros estudiosos continuaron reflexionando y construyendo evidencias en torno a la constitución de tal esfera en general. Entre otras obras deben mencionarse Cohen y Arato (1992) y para el contexto de América Latina Guerra (1998) y Rabotnikof (2005). L

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Duhau,  Emilio  (2009)  Vida  y muerte  del  espacio  público.  En: Manuel  Rodríguez  y  Jorge  Roze  (comp.)  Ciudades Latinoamericanas  IV:  Políticas,  acciones,  memoria  y  reconfiguración  del  espacio  urbano.  México:  Universidad Autónoma de Guerrero – ALAS. Pp. 213‐238  Vida y muerte del espacio público1 Emilio Duhau  1. Espacio público y orden urbano  

a llamada crisis del espacio público moderno es un tema que desde los años noventa se ha convertido en una preocupación generalizada para  los estudiosos de  las grandes  ciudades2.  La evolución experimentada por  los espacios públicos urbanos durante las últimas décadas del Siglo XX y lo que va del presente, constituye uno de 

los grandes ejes del debate actual en torno a  la ciudad contemporánea. Se trata de un eje que tiende a condensar, por medio de la invocación de lo público y su crisis, la convicción generalizada, entre los estudiosos de la ciudad, de que  las  transformaciones experimentadas por ésta durante  las últimas décadas del Siglo XX habrían  implicado un franco retroceso en la vida urbana. Predomina en estas lecturas la idea de pérdida de calidad de los espacios públicos por efecto de procesos de abandono, deterioro, privatización, segregación. La preocupación es grande en la medida en que la crisis de los espacios públicos es vista entrelíneas como una amenaza para la existencia misma de la ciudad como sinónimo de civitas; es decir, de lugar asociado históricamente al surgimiento de la democracia como forma de gobierno (Weber, 1944‐Mumford 1961). Al hablar de crisis del espacio público, es oportuno decirlo desde ahora, se está evocando ‐en formas no siempre explícitas‐ el fantasma de  la desintegración urbana,  la  imposibilidad de "vivir juntos"  en  las  grandes  ciudades  y  la  disolución  de  lo  urbano  como  lugar  de  encuentro  y  de  intercambio.  En  las páginas  que  siguen  expondremos  nuestra  visión3  en  torno  a  la  crisis  del  espacio  público,  y  propondremos  una perspectiva [213] pretende matizar el escenario catastrófico delineado por quienes anuncian  la muerte del espacio público urbano, para esbozar una  lectura de  la condición actual de  los espacios públicos  ‐y su crisis‐ que  tome en cuenta algunas de  las transformaciones de amplio alcance que han afectado en  las últimas décadas  las metrópolis contemporáneas. Un conocido texto de Jurgen Habermas (1961) inaugura hacia fines de los años sesenta la reflexión contemporánea sobre la esfera pública entendida como el ámbito en el cual la sociedad civil, constituida precisamente en público, se informa, debate, se constituye en opinión pública y arriba eventualmente a consensos en torno a asuntos de interés general. El propósito de Habermas fue dar cuenta del proceso y las circunstancias en las que, durante los Siglos XVII y XVIII en Europa, se constituye una esfera no estatal en  la que  los ciudadanos participan, vía  la opinión y el debate abiertos, en asuntos previamente considerados como de interés exclusivo del Estado y por consiguiente reservados a la  autoridad  estatal.  En  este  recuento,  la  referencia  a  lugares  concretos,  por  ejemplo  los  cafés,  que  adquirieron entonces popularidad precisamente como  lugares de encuentro en  los cuales se ventilaban estos asuntos, no está asociada a ningún interés específico en relación con los espacios públicos entendidos en un sentido físico y espacial y su papel en la formación de una esfera pública civil en la sociedad moderna4. Lo  significativo en cuanto a  la  relación entre esfera pública y espacios públicos es que  tanto  la  reflexión como  los atributos atribuidos a la primera en la filosofía política y la teoría social contemporáneas, resultaron trasladados a los segundos, bajo la forma de la construcción de una suerte de tipo ideal que remite a un conjunto de atributos propios de los espacios públicos de la ciudad moderna, a saber: espacios asignados al uso del público, es decir no reservados a nadie en particular  (esto es a  individuos específicos o pertenecientes a una determinada categoría, estamento o clase  social); de  libre  acceso  ‐sea  irrestricto  como en el  caso de  los parques  y  las  calles públicas,  sea  sujeto  a  la satisfacción de ciertas condiciones, como el pago de una cuota de entrada (estadios, teatros, cines)‐; donde se admite y además se presenta como rasgo dominante, la copresencia de extraños y por consiguiente todos y cada uno de los copresentes  gozan  legítimamente  del  anonimato,  es  decir  del  hecho  de  ser  uno más  entre  un  conglomerado  de 

1  El  título de esta ponencia parafrasea el de un  famoso  libro de  Jane  Jacobs  (1961) a quien debemos un análisis agudo y en muchos aspectos precursor de los procesos que afectan hoy en día la evolución de las grandes ciudades. 2  Una reseña exhaustiva de  lo que se ha escrito en  las últimas décadas en torno a  la crisis y  las transformaciones de los espacios públicos en las ciudades  contemporáneas,  no  es  el  objetivo  de  este  texto.  Aquí  mencionaremos,  en  orden  cronológico,  sólo  algunos  autores  entre  los  más importantes que han tratado estos temas y que hemos tomado en cuenta en la elaboración de nuestro texto: Jacobs 1961, Sennett 1974, 1990; Harvey, 1989, 2000; Augé, 1992; Sorkin, 1992, Davis, 1992; Mc Kenzie, 1994; Ascher, 1995; Joseph, 1998; García Canclini, 1999; Caldeira, 2000, Soja, 2000; Amándola, 2000; Ghorra‐Gobin, 2001; Bourdin, 2005. 3  El texto en el que se basa esta ponencia será capítulo de un  libro en proceso de revisión, de  los cuales son coautores Emilio Duhau y Angela Giglia de allí el uso del plural. 4  Tras el camino abierto por Habermas, otros estudiosos continuaron reflexionando y construyendo evidencias en torno a la constitución de tal esfera en general. Entre otras obras deben mencionarse Cohen y Arato (1992) y para el contexto de América Latina Guerra (1998) y Rabotnikof (2005). 

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individuos  que  permanecen  juntos  en  un  lugar  o  transitan  al mismo  tiempo  por  él  por  razones  circunstanciales, razones que sólo atañen a cada quien; donde  impera  la condición de  iguales en  la diferencia, es decir donde todos tienen derecho a estar presentes y a ser respetados en su  integridad,  intimidad y anonimato  independientemente [214] de sus características individuales, incluidas edad, sexo, pertenencia étnica, apariencia, etc.; y que, por todo lo anterior,  funcionan  como  lugares  donde  el  citadino‐ciudadano  hace  la  experiencia  de  convivir  pacífica  e igualitariamente con  los otros diferentes, e  incluso está en  la predisposición de disfrutar el eventual encuentro con un extraño o la ocurrencia de lo inesperado5. Desde luego, más allá de los cuestionamientos que, como veremos un poco más adelante, pueden hacerse a este tipo ideal, es claro que la posibilidad siquiera de imaginarlo, depende de un conjunto de condiciones y circunstancias que, efectivamente,  sólo  se  hicieron  presentes  con  el  advenimiento  de  la  sociedad  y  la  ciudad modernas.  Entre  estas condiciones cabe recordar  la de  la  igualdad, si no de derechos políticos, sí de derechos civiles básicos, garantizados por un poder público que detenta el monopolio de la violencia física en nombre de todos; la eliminación de derechos atribuidos en forma exclusiva a determinados grupos (derechos estamentarios, por ejemplo);  la constitución de un conjunto  de  bienes  y  espacios  urbanos  asignados  estatutariamente  al  uso  de  todos  (mobiliario  urbano,  calles, parques,  plazas,  paseos,  medios  de  transporte)  (Sabatier  2002);  y  la  difusión  de  establecimientos  y  locales, destinados  a  servir  a  un  público  anónimo  (tiendas,  restaurantes,  cafés,  teatros,  salas  cinematográficas,  estadios, etcétera).  Todas  estas  condiciones  fueron  dándose  progresivamente  y  con  ritmos  diferenciados,  pero  se  puede afirmar que alcanzaron su madurez en  las principales ciudades europeas y de  los Estados Unidos, entre  la segunda mitad del Siglo XIX y la primera mitad del Siglo XX. Un  interesante recuento histórico realizado para el caso de Hartford, capital del estado de New Haven, EUA, entre 1850  y 1930  (Baldwin, 1999),  registra  tanto  las  ideas  y  las  concepciones morales  y  técnico‐funcionales,  como  los dispositivos  progresivamente  desarrollados  que  condujeron  a  lo  que  el  autor  llama  (y  es  título  de  su  libro)  la domesticación de  la calle: creación y reglamentación del uso de parques públicos, reglamentación de  los horarios y las  condiciones  para  el  desarrollo  de  ciertos  trabajos  que  tienen  como  escenario  la  calle  ‐como  la  venta  de periódicos‐  por  parte  de  niños  y  niñas;  regulación  de  la  prostitución  y  creación  de  una  zona  de  tolerancia; ordenamiento de los coches de alquiler y del comercio en la vía pública; ordenamiento y creación de un sistema de tráfico vehicular, entre otras cosas. El uso del término domesticación no es casual, sino que remite a que los valores que atraviesan las diversas propuestas de reforma y, en gran medida, la moralización de la vida urbana fueron, en el caso  estudiado,  los  valores domésticos,  [215]  correspondientes  a  los  individuos  "ilustrados" pertenecientes  a una clase  media  profesional  y  empresarial,  y  en  particular  al  universo  privado  en  el  que  reinaban  las  mujeres pertenecientes a dichas clases. Es decir, se  trata según este autor de  la proyección a  la esfera del espacio público urbano, de valores morales y, con ello, de  la organización de  la calle y el disciplinamiento de sus usuarios, en parti‐cular los pertenecientes a las clases populares, de acuerdo con dichos valores. Un planteamiento semejante es el que  formula L. Lofland  (1973), apuntando a  la cuestión de  la emergencia en el contexto de la ciudad preindustrial tardía y los inicios de la ciudad industrial, de una pequeña burguesía y unas clases medias que se vieron en la necesidad de coexistir en el espacio público con las entonces llamadas "clases peligrosas", conformadas no por los que podemos considerar como "pobres trabajadores" de la época, sino con aquellos que no estaban todavía afiliados en organizaciones. Una población flotante numerosa, que posteriormente sería absorbida y gestionada mediante la inserción laboral y diversos dispositivos de encuadramiento y control. En tanto que las elites ‐los verdaderamente ricos y poderosos‐ podían evitarse  las molestias, vejámenes y peligros derivados del contacto con  esta  población,  por  medio  de  recursos  privados  (guardias,  carruajes  y  en  última  instancia  evitación  de determinados lugares), este no era el caso de las clases medias. Por ello, de acuerdo con esta autora, más bien debe atribuirse al crecimiento numérico y en poder de estas clases medias, el surgimiento de un orden espacial a través de dispositivos como  la segregación de actividades,  la zonificación,  la policía,  las organizaciones humanitarias (Lofland, 1973: 65). De este modo, el surgimiento de un cierto orden espacial o, de modo más general, un orden urbano que supusiera  la domesticación de  la calle, ya sea por  la  influencia de  las nuevas clases medias, sea como producto de reformas urbanas decididas desde arriba6, no fue el resultado de la voluntad de crear un espacio público democrático, sino del propósito de producir un cierto orden que suponía lograr disciplinar a las clases subalternas y en particular a las entonces llamadas "clases peligrosas". Sin  embargo,  en  los  países  industrializados,  la  propia  democratización  de  las  sociedades  modernas  en  tanto sociedades capitalistas, al posibilitar la afiliación laboral e institucional de virtualmente toda la población, mejorar la 

5  La enumeración de este conjunto de rasgos constituye una síntesis propia de una perspectiva sobre los espacios públicos de la ciudad moderna que es compartida por gran número de autores. Entre otros véase Jacobs, 1961; Sennet, 1974; Young, 1990; Caldeira, 1999; Ghorra‐Gobin, 2001a; Sabatier, 2002. 6  Es el caso de la famosa renovación haussmaniana de París durante la segunda mitad del Siglo XIX, orientada entre otras cosas a facilitar la circulación y el control de las calles por la fuerzas policíacas y el ejército y abrir el camino para la inversión inmobiliaria y nuevas residencias para las elites y las clases medias en las áreas "clareadas" por la apertura de los famosos bulevares. 

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condición económico‐social de la clase obrera y generar una tendencia a que la gran mayoría de la población contara con  ingresos  situados  en  el  centro del  espectro  socioeconómico,  y  a que  las posibilidades  y hábitos de  consumo fueran semejantes para  la gran mayoría de  la población, democratizó  los espacios públicos. Fueron [216]  la relativa homogeneización  de  la  sociedad,  la  afiliación  laboral  e  institucional  generalizada  de  la  población  (pleno  empleo, escolarización, seguridad social) y el que  la pertenencia a  la clase obrera ya no equivaliera a vivir en condición de pobreza, los procesos que hicieron posible que, en buena medida, las características del tipo ideal espacio público de la  ciudad moderna  se  hicieran  realidad.  Pero  en  condiciones  en  que  la  copresencia  del  otro,  la  aceptación  de  la diversidad  y  la  diferencia  y  de  la  situación  de mutuo  anonimato,  supusieron  una  diversidad  y  unas  diferencias limitadas a  los muy semejantes entre sí. Tal como  lo señala Donzelot (2004: 16), entre  los años cincuenta y setenta del Siglo XX  la partida parece ganada.  La  ciudad del mundo  industrializado al mismo  tiempo que  creaba espacios separados  (para  el  caso  francés:  ciudad  central,  grandes  conjuntos  de  vivienda  social,  periferia  de  vivienda unifamiliar)  creó  también  espacios  comunes.  De  modo  que,  si  bien  ciertas  ideas  y  dispositivos  asociados centralmente a  la ciudad moderna y  sus espacios públicos  tuvieron  su origen en  la búsqueda de  racionalización y control  del  espacio  urbano  y  de  disciplinamiento  y  regulación  de  los  usos  de  la  ciudad  por  parte  de  las  clases subalternas (Salcedo Hansen, 2002), esto no es contradictorio con el hecho de que lo que ahora podemos considerar como ciudad moderna tardía, es decir la ciudad europea de la etapa de la industria fordista y el Estado Benefactor, en particular  entre  la  segunda  postguerra  e  inicios  de  los  años  setenta  del  Siglo  XX,  se  convirtiera  en  un  complejo dispositivo  de  inclusión  con  base  en  la  conformación  de  una  esfera  socializada  de  consumo  ‐vivienda  pública  o "social", sistemas públicos de salud y educación, sistemas públicos de transporte colectivo, sistemas de pensiones y de subsidios aplicados de acuerdo con diversas condiciones y circunstancias, equipamientos recreativos  localmente gestionados‐ y la expansión y extensión del consumo privado. Más allá de  las dificultades para establecer una vinculación unívoca entre  la constitución y evolución de una esfera pública  y  los  espacios  públicos,  es  indudable  que  éstos  últimos,  en  tanto  lugares  de  libre  acceso  y  cuyo  uso  es compartido por  todos bajo  condiciones genéricamente  igualitarias, han  formado parte en  la historia de  la  ciudad moderna,  del  proceso  de  constitución  de  dicha  esfera.  Y  esto  en  varios  sentidos.  En  primer  término  en  cuanto conjunto de espacios y artefactos urbanos bajo dominio del poder público y asignado al uso de todos. En segundo lugar, en cuanto parte o componente del conjunto de bienes y servicios públicos cuya expansión a partir del Siglo XIX, pero  sobre  todo  durante  gran  parte  del  Siglo  XX,  se  desarrollaron  en  asociación  con  las  funciones  económicas  y sociales del Estado, dando  lugar en ciertos casos al conjunto de  instituciones y programas conocidos como Estado Benefactor,  Estado  del  Bienestar  o  Estado  Social.  En  tercer  término,  en  cuanto  ámbito,  junto  con  diversas instituciones como la escuela pública, de socialización en valores y hábitos mayoritariamente compartidos y [217] de contacto,  copresencia  e  interacción  pacífica,  civilizada  y,  hasta  cierto  punto  igualitaria,  entre  diferentes  grupos  y clases sociales. Es por ello que los espacios públicos pueden ser considerados al mismo tiempo expresión y vehículo de  la democratización de  la vida social. Simétricamente,  la pérdida, en diversos grados, de accesibilidad e  inclusión de  los espacios públicos,  indica una evolución en sentido contrario. Cuando se asiste a su creciente segmentación social, a una  restricción  creciente de  sus grados de apertura  (tanto material  como  simbólica) y  resultan  sujetos a diversas formas de interdicción y exclusión y cuando la jurisdicción pública democráticamente regulada y acotada es sustituida por corporaciones privadas o grupos de ciudadanos en tanto propietarios privados, sin duda la publicidad de los espacios de uso colectivo retrocede en la misma medida. En  todo  caso,  cabe  señalar  que  en  el mundo  industrializado,  los  EUA  y  sus  zonas metropolitanas  se  presentan, durante  la  etapa  de  la metrópoli  industrial,  como  un modelo  alternativo  al  europeo,  apoyado  en mucha mayor medida  en  el  consumo  privado,  la  suburbanización  extensiva  basada  en  la  vivienda  propia  adquirida  con  crédito hipotecario subsidiado y a largo plazo, el automóvil privado, programas federales de vialidades rápidas y confinadas (highways)  que  permitieron  vincular  los  suburbios  con  las  ciudades  centrales  y  los  correspondientes  centros  de trabajo  (Hayden, 2006). Se  trató de un modelo en que  los espacios públicos cercanos al  tipo  ideal espacio público moderno correspondieron fundamentalmente a ciertas áreas de  las ciudades centrales, pero severamente  limitados en su carácter inclusivo e igualitario por los mecanismos de segregación racial y la conformación de guetos, es decir enclaves de las ciudades centrales habitados por minorías raciales excluidas de los derechos propios de los blancos. Por lo demás, tanto en el imaginario como en la realidad estadounidenses, la ciudad moderna es desde muy pronto en el Siglo XX, una ciudad concebida como y caracterizada por  la generalización de  la circulación en automóvil, el mall y modalidades de zonificación orientadas a segregar el uso residencial de cualesquiera otros usos. Las siguientes reflexiones en torno a "caminar", expresadas a comienzos de los años setenta, por la socióloga estadounidense antes citada, en el contexto de un análisis especializado y por  lo demás, de  indudable calidad, acerca de  la cuestión del orden y la interacción en los espacios públicos urbanos, resulta sumamente ilustrativa de esta temprana evolución: Finalmente, alguna observación debe hacerse acerca de  la  reducida necesidad de  caminar en  la  ciudad moderna. Esta particular actividad continúa siendo  legal  (sic), pero el grado en que es aprobada es cuestionable. Como otras necesidades  históricas  (por  ejemplo,  cocinar  sobre  una  fogata)  se  ha  convertido  en  el mundo moderno  en  una 

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actividad  fundamentalmente  recreativa,  en  la  cual  se  complacen  ciertos  masoquistas  que  la  cultivan.  Aquellas personas que todavía la realizan [218] para ganarse la vida, como carteros, policías de a pie y serenos nocturnos, fre‐cuentemente son castigados con un bajo estatus, paga reducida y la continua amenaza de ser atacados por perros y gente inamistosos (Lofland, 1973: 73, traducción nuestra). Resulta obvio que un párrafo como el anterior sólo pudo haber sido escrito por un individuo cuya socialización como citadino se produjo en contextos donde por ejemplo, la combinación de uso de transporte público/desplazamientos a pie (para llegar al trabajo, hacer alguna compra, ir a un restaurante) o en el espacio de proximidad de la vivienda, se ha  convertido en algo  totalmente  inusual, a pesar de que  incluso en  ciertas ciudades centrales de  los EUA,  como Manhattan en Nueva York, continúa siendo algo común todavía hoy. Ahora bien,  fuera del mundo  industrializado y  limitándonos  sólo a  la ciudad  latinoamericana, el  tipo  ideal  sólo  se realizó en alguna medida en unos pocos casos en los cuales llegaron a constituirse, hasta cierto punto, las condiciones propias de la ciudad industrial. Buenos Aires se presenta a este respecto probablemente como el caso paradigmático de  conformación de una metrópoli  en  la  cual, hacia mediados del  Siglo XX,  las  clases medias  y una  clase obrera sindicalizada y con salarios relativamente elevados, pasaron a ocupar el centro de la escena social y urbana (Mongin, 2004: 190‐192). En una medida probablemente menor, también otras metrópolis latinoamericanas, como San Pablo y ciudad de México, llegaron a conocer la emergencia de unas clases medias en ascenso numérico y social, así como la conformación de una clase obrera industrial socioeconómicamente integrada vía el proceso de industrialización. Pero en muchos otros casos, probablemente la mayoría, las condiciones de metrópoli/ciudad moderna y conformación de un  espacio  público  urbano  democratizado,  probablemente  nunca  llegaron  a  cristalizar.  A  comienzos  de  los  años setenta, la misma Lofland (1973) señalaba refiriéndose al paralelo entre Ciudad de Guatemala ‐capital de un país que nunca llegó a experimentar un proceso de industrialización vía la sustitución de importaciones, ni la conformación de un auténtico sistema público de bienestar social‐ y la temprana ciudad industrial europea:  Un visitante  reciente de Ciudad de Guatemala  (donde  ‐como en  la históricamente  ciudad  industrial  temprana‐ un número masivo de inmigrantes rurales está engrosando el rango de los desempleados) reporta que era imposible ca‐minar por  las calles sin estar sujeto a un flujo continuo de ofertas para  lavar su auto, bolear sus zapatos, cuidar su auto, y así sucesivamente; e igualmente de un continuo flujo de solicitudes de dinero. Agrega que pronto se encontró sintiéndose  irritado por  todo  este  "asalto"  a  su persona  y deseando  simplemente  tener  el derecho  a  ser  dejado tranquilo  (comunicación  personal).  La  orgullosa  [219]  pero  indefensa  clase  media  de  un  período  anterior  (la temprana  ciudad  industrial  europea)  debe  haber  sentido  en  gran  medida  algo  semejante  (Lofland,  1973:  64, traducción nuestra).  En  suma,  se  puede  afirmar  que  la  aproximación  al  tipo  ideal  "espacio  público  moderno",  ha  dependido históricamente de  la convergencia de un conjunto de condiciones y no ha sido en sus orígenes el producto de un proyecto de espacio público inclusivo y democrático (Salcedo Hansen, 2002, Harvey, 2006). En lo que respecta a las dimensiones  específicamente  urbanas,  debe  destacarse  la  cuestión  estatutaria,  o  del  estatuto  jurídico‐formal  del espacio público. Nos  referimos  a  la  constitución  gradual de una esfera o dominio de  lo público urbano  (Sabatier, 2002) y  ‐junto con ella‐  la conformación de  lo que podemos denominar un orden  reglamentario urbano  (Duhau y Giglia, 2004), como conjunto de reglamentos formales, que supuso codificar y reglamentar los usos legítimos de los espacios públicos,  lo que  implicó establecer horarios, separar usos y en muchos casos simplemente prohibir ciertas actividades en determinados lugares, ya sea confinándolas a otras o simplemente eliminándolas. En el origen del espacio público urbano encontramos una cuestión que sigue siendo central: la cuestión del orden; es decir, de las formas de reglamentación de los usos de la ciudad. El espacio público, aunque nos guste pensarlo como un espacio abierto y libre, en efecto está marcado en su esencia no sólo por la cuestión de la convivencia de sujetos heterogéneos, sino en particular por  la cuestión de  las normas comunes y de  la común aceptación de  las normas, sean  estas  explícitas  o  implícitas,  formales  o  informales,  rígidas  o  flexibles.  Ahora  bien,  las  preocupaciones contemporáneas en torno a la privatización, segregación, deterioro e incluso la desaparición de los espacios públicos sin  duda  está  marcada  por  el  contraste  que  se  observa,  en  gran  medida  de  modo  implícito,  entre  los  rasgos atribuidos,  como hemos dicho,  a partir de un  tipo  ideal,  al  espacio público  de  la  ciudad moderna  y  la  evolución contemporánea de los espacios públicos. Pero esta evolución no puede ser estudiada sin enfocar la mirada sobre los significados y los usos de dichos espacios y sobre las normas ‐explícitas o implícitas, formales o convencionales ‐que hacen posibles o prohíben dichos usos y que legitiman y respaldan o no dichos significados. Comprender la crisis del espacio público implica al mismo tiempo tomar en cuenta el plano de las transformaciones normativas (estatutarias e informales), el de las transformaciones funcionales y el de las representaciones simbólicas7. Asimismo, los cambios en los espacios públicos pueden ser  leídos como el [220] resultado de  los procesos que afectan al orden urbano. Este 

7  Como veremos mejor más adelante, a lo largo de nuestro análisis hemos tratado de tomar en cuenta estos tres niveles y sus imbricaciones. 

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concepto indica para nosotros el conjunto de normas y reglas tanto formales (pertenecientes a algún nivel del orden jurídico) como convencionales, a los que los habitantes de la ciudad recurren, explícita o tácitamente, en el desarrollo de  las prácticas  relacionadas con  los usos y  las  formas de apropiación de  los espacios y bienes públicos o de uso colectivo que, más allá de la vivienda, son los elementos constitutivos de la ciudad. Este orden está siendo afectado por  transformaciones  importantes  tanto en el nivel  formal  (el del orden  reglamentario urbano)  como en el plano general de los distintos órdenes urbanos que componen la metrópoli contemporánea.  2. Los espacios públicos antes y después de la crisis  Desde 1951, el VIII Congreso  Internacional de Arquitectura Moderna,  reunido en  la ciudad  inglesa de Hoddesdon, dedicado  precisamente  al  espacio  público,  entonces  denominado  en  Europa  como  espacio  cívico  o  colectivo, anunciaba ya su crisis. Desde entonces ha transcurrido medio siglo durante el cual no se ha cesado de recordarnos que el espacio público está amenazado o incluso está muerto (Tomas, 2001). Desde comienzos de los años sesenta, aún sin plantear una reflexión general sobre  los espacios públicos, el  libro de Jane Jacobs (1961), Vida y Muerte de las Grandes Ciudades Americanas (Death and Life ofGreat American Cities), representa un grito de alarma y al mismo tiempo  un  ataque  frontal  contra  los  proyectos  de  renovación  funcionalista  que  entonces  se  presentaban,  en  las ciudades  estadounidenses,  como  la  principal  amenaza  sobre  los  usos  y  la  vitalidad  de  los  espacios  públicos tradicionales como calles, plazas y parques. Y, precisamente, el  interés y  la preocupación contemporáneos por  los espacios públicos, se presenta asociado a un conjunto de circunstancias y procesos que han venido transformando el orden socioespacial en cuyo marco dichos espacios evolucionaron en un sentido inclusivo y se democratizaron. La literatura contemporánea sobre los espacios públicos se presenta atravesada por el contraste entre un antes, en el cual  los espacios públicos habrían adquirido unos usos y  significados  correspondientes al  tipo  ideal al que hemos hecho referencia, y un ahora en el cual se observarían diversos procesos que implicarían precisamente la reducción de su publicidad; es decir, de su carácter de lugares no sólo asignados al uso de todos sino socialmente  inclusivos y efectivamente utilizados  y  frecuentados por un público  socialmente heterogéneo  y  expresivo del  conjunto de  las clases  y  grupos  sociales  que  componen  la  población  urbana.  El  antes  puede  ser  presentado  por  ejemplo  como sigue:[221]  Aunque  existen  diversos  y  a  veces  contradictorios  recuentos  de  la modernidad  en  las  ciudades  occidentales,  es ampliamente  reconocido  que  la  experiencia moderna  de  la  vida  pública  urbana  incluye  la  primacía  y  el  carácter abierto  de  las  calles;  la  libre  circulación;  los  encuentros  impersonales  y  anónimos  de  peatones;  el  disfrute  y  la congregación  espontáneos  en  calles  y  plazas;  y  la  presencia  de  personas  de  extracción  social  diversa,  paseando, observando a los demás, mirando vitrinas, comprando, sentadas en los cafés, sumándose a manifestaciones políticas, apropiándose de  las calles para sus festividades y celebraciones, y utilizando  los espacios especialmente diseñados para  la recreación de  las masas  (paseos, parques, estadios,  lugares de exhibición).  (Caldeira, 2000: 299, traducción propia)  Caldeira, quien se apoya a su vez fundamentalmente en Jacobs (1961) y Young (1990), se preocupa en aclarar que se trata de una  imagen que no se corresponde  totalmente con ninguna ciudad y que  las ciudades modernas siempre han  estado  marcadas  por  las  desigualdades  sociales  y  la  segregación  espacial  al  mismo  tiempo  que  han  sido escenario de conflictos sociales y políticos muchas veces violentos. A pesar de lo cual, siempre de acuerdo con esta autora,  las  ciudades  occidentales  inspiradas  por  este modelo  han mantenido  siempre  signos  de  apertura  de  la circulación y el consumo, signos que dan sustento al valor positivo atribuido a un espacio público moderno en el cual apertura,  indeterminación,  fluidez  y  no  eliminación  de  las  diferencias  se  presentan  como  una  de  las  mejores expresiones de los ideales de la vida política democrática (Caldeira, 2000: 300‐302). Pese  a  los  gritos  de  alarma  y  a  las  indudables  señales  de  crisis,  el  espacio  público  no  ha  dejado  en  Europa  de preocupar y ocupar, de ser renovado y desarrollado, dando lugar incluso a experiencias que, como la de Barcelona en los años ochenta, han devenido emblemáticas a nivel mundial (Borja y Mutxi, 2003; Tomas, 2001). Si algo salta a  la vista  para  un  observador  externo  proveniente  de  la  ciudad  de México,  es  el  extremo  cuidado  y  la multitud  de innovaciones de que son objeto, en  las ciudades europeas,  los espacios públicos, así como de su variedad. Por otro lado,  también  resulta  indudable  la  intensidad de  su uso; una  intensidad, que  también desde  la perspectiva de un observador externo, hace muy difícil  llegar a  la conclusión de que ya no albergan  la condición de anonimato y de aprendizaje de  la alteridad que  los caracterizó en otro tiempo. ¿Cómo  llegar a tal conclusión cuando en metrópolis como Londres, París o Amsterdam, resulta evidente que en ellos convergen, se cruzan y se establecen interacciones circunstanciales bajo el signo evidente del anonimato, entre individuos con diferentes orígenes, nacionales, étnicos, raciales y sociales; y ello no sólo debido a la generalmente [222] abundante presencia de turistas, sino también a la 

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variada composición de los transeúntes y usuarios locales?8 Es evidente que el diagnóstico sobre el estado actual del espacio público en  las ciudades contemporáneas resultará diferente según el punto de partida o de referencia desde el cual se mide la supuesta crisis, o se constata su relativa buena salud. Si es así, nos parece útil, más allá del tipo ideal y más allá de los reclamos en torno a la crisis actual y las bondades  de  lo  que  se  perdió,  detenernos  un momento  sobre  las  características  de  los  espacios  públicos  en  las grandes  ciudades  del  Siglo  XX  antes  de  que  se manifestaran  de modo  ostensible  las  transformaciones  que  en  la actualidad  son  invocadas  de  modo  generalizado  como  manifestación  de  la  crisis,  la  privatización  o  incluso  la desaparición del espacio público; es decir, hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado. El tipo ideal del espacio público moderno está asociado a ciertas formas de organización del espacio urbano propias de  las  ciudades occidentales hasta aproximadamente mediados del Siglo XX. Estas  formas  son  fundamentalmente cinco. La primera corresponde a  los centros antiguos, históricos o tradicionales,  los cuales hasta mediados del siglo pasado  concentraban  y  en muchos  casos  concentran  todavía,  incluso  en  las  grandes metrópolis,  un  conjunto  de actividades,  locales  y  lugares  que  hacía  de  ellos  punto  de  convergencia  de  actividades  laborales,  recreativas,  de consumo y de acceso a servicios especializados para prácticamente el conjunto de  los habitantes de una metrópoli. La segunda modalidad es la de las centralidades secundarias, distribuidas en diversos puntos de la ciudad‐metrópoli y que  concentraban  en  una  escala menor  que  el  "centro"  y  con  grados menores  de  especialización,  comercios  y servicios  de  proximidad;  es  decir,  aquellos  que  responden  a  la  satisfacción  de  necesidades  y  a  la  realización  de actividades cuya  relativa cotidianeidad hacía  inadecuados el desplazarse al "centro" para satisfacerlas o  llevarlas a cabo. Estas últimas adoptaban y adoptan todavía en muchos casos  la característica de concentraciones  lineales a  lo largo de una avenida o calle comercial9. La tercera modalidad correspondía, en el caso de las grandes ciudades que se desarrollaron siguiendo lo que podríamos llamar el modelo continental europeo, en particular el [223] de la Europa latina, a  los barrios o unidades equivalentes,  los cuales al mismo tiempo que constituían una unidad de residencia, proporcionaban en muchos casos, y proporcionan todavía en las ciudades centrales, una oferta comercial y recreativa básica  (abarrotes, café, panadería,  lavandería o  tintorería,  ferretería, papelería, etc.) y conformaban un espacio de sociabilidad circunscrita a las relaciones con los vecinos espacialmente próximos y a las interacciones circunstanciales resultantes de encuentros a lo largo del itinerario seguido, por ejemplo, para realizar alguna compra o para acceder a los medios de transporte público. La cuarta modalidad es  la de  los grandes equipamientos públicos destinados a  la recreación, particularmente los grandes parques urbanos, concurridos sobre todo durante los fines de semana y que permitían (y permiten todavía), combinar el paseo con la realización de diversas actividades recreativas. Finalmente, la quinta modalidad, consiste en los nodos de circulación y transporte, como las estaciones ferroviarias, de metro y de autobuses, que combinan y hacen posible los flujos y desplazamientos de poblaciones a diferentes escalas, desde los movimientos cotidianos de ida y venida del trabajo, de la periferia al centro, hasta el tránsito internacional de los viajeros de paso. Más  allá  de  estas  cinco  grandes  modalidades  de  espacios  públicos,  hasta  mediados  del  Siglo  XX  el  espacio estatutariamente público es prácticamente todo el espacio urbano con excepción de la vivienda y otros edificaciones destinados a usos privados  (oficinas,  fábricas). El uso de  la  interacción social en estos diferentes  tipos de espacios públicos ha estado organizada siempre, al igual que los de las modalidades actuales de espacios de uso público bajo control privado, como los centros comerciales, por un conjunto básico de actividades o funciones urbanas: consumo (o dicho de otro modo, compra de bienes y servicios); recreación, a su vez en gran medida ‐aunque no totalmente‐ vinculada  al  consumo;  trabajo, movilidad,  educación  y  las  correspondientes modalidades  de movilidad  cotidiana asociadas a todas y cada una de estas actividades. Tal como lo mostró hace ya casi cinco décadas Jane Jacobs (1961) el uso de los espacios estatutariamente públicos depende en gran medida de la presencia y mezcla de locales que los circundan  y  las  correspondientes  actividades  (incluidas  la  de  residir)  asociadas  a  tales  locales  (oficinas,  tiendas, talleres,  restaurantes, bares, cafés, oficinas públicas,  servicios, mercados). En  la medida que buena parte de estos locales y las actividades que en ellos se desarrollan, conforman espacios estatutariamente de dominio privado, pero de uso público, y que el propio uso de los espacios públicos depende entonces en grados diversos de locales privados pero de uso público o al menos de concurrencia de un cierto público, como sería el caso de consultorios médicos y despachos de notarios y abogados, la animación y lo que ocurre en los espacios estatutariamente públicos siempre ha dependido en gran medida de lo que ocurre con los locales y espacios privados que lo circundan. [224] A este respecto, la importancia del café, o de sus equivalentes en distintos países y ciudades, deriva precisamente del 

8  Esto es algo que la perspectiva escandalizada de muchos investigadores críticos estadounidenses, frente al carácter excluyente en los EUA de los procesos de renovación de áreas urbanas en decadencia y su conversión en espacios de uso públicos especializados, segregados y consagrados al consumo, parece ignorar. Véase entre muchos otros: Defilippis, 1997; Flusty, 2001; Lloyd, 2002; MacLeod y Ward, 2002; Mitchell y Staeheli (2006). 9  Son perfectamente observables todavía en una metrópoli como Londres, donde con  la excepción precisamente del área definida como "Londres Central", cada una de las localidades de las que está compuesta, cuenta con un área, generalmente una o dos calles, que concentra uno o más templos de  culto,  varios  restaurantes,  uno  o más  pubs,  una  tienda  de  autoservicio,  lavandería,  tienda  de  periódicos  y  revistas,  una  o más  agencias inmobiliarias, lavandería, gimnasio, etc. 

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hecho de que se trata de un tipo de local que permite a un costo que puede reducirse precisamente al precio de "un café", una multiplicidad  de  actividades  y  facilita  lo  que podríamos denominar  como  la  realización de  "escalas" o "paradas" entre diversas actividades y travesías urbanas. En un café o alguno de sus equivalentes, es posible realizar encuentros y concertar citas, observar lo que acontece en derredor, leer el periódico o una revista o incluso un libro, descansar un  rato, "hacer un alto en el camino", "hacer  tiempo" e  incluso, cuando  se  trata de uno del cual  se es habitué o parroquiano, o a veces sin necesidad de serlo, enfrascarse en distintas conversaciones con otros habitués, el propietario del  local  y  el personal que  trabaja  en  el mismo.  Es decir,  el  café  en  cuanto  local,  establecimiento, servicio y lugar, no sólo implica en sí mismo el desarrollo de ciertas actividades típicamente urbanas, sino que facilita la  realización de otras y el  tránsito por y el uso de  la  ciudad en  cuanto  conjunto de espacios públicos.  Se podría afirmar incluso sin temor a exagerar, que la vitalidad de los espacios estatutariamente públicos, es expresada en una medida considerable por la mayor o menor presencia del café o sus equivalentes. No porque los cafés por sí mismos garanticen  o  determinen  tal  vitalidad,  sino  porque  su  difusión  resulta  un  claro  testimonio  de  la  vigencia  de  los espacios públicos circundantes en cuanto, precisamente, espacios públicos. Podríamos extendernos mucho más sobre el análisis de un lugar como el café, sus significados y sus usos, pero lo que importa destacar aquí es que se trata de un tipo de local‐institución que ilustra en alto grado la profunda imbricación que ha existido y existe todavía en muchas ciudades, o al menos en muchas ciudades centrales, entre  los espacios estatutariamente públicos, sus significados y usos, y la mezcla de locales y actividades que no sólo los circundan sino que  lo  constituyen  como  tal  incluso  tratándose de áreas destinadas a un uso  fundamentalmente  recreativo  como jardines  y  plazas  e  incluso  parques10.  El  personaje  emblemático  de  esta  experiencia moderna  de  la  vida  pública urbana, es el bien conocido flâneur, figura social del París de mediados del Siglo XIX,  invocada por el poeta francés Charles  Baudelaire  y  recuperada  por  el  filósofo Walter  Benjamin  en  su  crítica  de  la  ilustración  y  la modernidad (Benjamín,  1983)  y  a  partir  de  él,  imaginada  como  personaje  paradigmático  de  la  ciudad moderna,  sus  pasajes comerciales y [225] sus espacios públicos. En efecto, si adoptamos una definición de flâneur como un caminante que ostenta  la figura de un caballero elegantemente vestido, un dandy, que a falta de otros compromisos y actividades, vaga ocioso por  las calles de  la gran ciudad, observando en tesitura distante el escenario urbano y a  los otros tran‐seúntes  con  los  que  se  cruza,  a  quienes  no  conoce  y  seguramente  jamás  volverá  a  ver,  "abandonándose  a  la impresión y el espectáculo del momento" (Le Robert Micro, flâner; 1998: 562), podríamos arribar fácilmente a dos conclusiones. En primer término, que en cuanto tipo social, es decir en cuanto dandy, burgués elegante que "mata" el tiempo paseando por las calles de la gran ciudad, el flâneur ya no existe. Y, en segundo término, que junto con él ha desaparecido el medio, es decir el contexto urbano mediante el cual y en el cual presentaba y representaba su figura. Un contexto que además de ser ilustrado por los pasajes comerciales del Siglo XIX, tiene sin duda en las aceras y su uso intensivo su lugar por excelencia. Tanto el café como el flâneur sirven como metáforas del modo en que se relaciona lo público y lo privado en términos de los usos y significados del espacio público de la ciudad moderna en cuanto  tipo  ideal. Ahora bien, es muy  importante  tener en cuenta, que en  la  realidad  la vitalidad de  los espacios estatutariamente  públicos  no  necesariamente  ha  supuesto  ni  supone  actualmente  la  copresencia  y  la  interacción habitual en un pie de igualdad de los diferentes, sea como sea que se definan las diferencias (por género, edad, clase social, etnia, raza, etc.). Desde luego, es posible además afirmar, como lo hace por ejemplo un geógrafo neomarxista como David Harvey, que el París en el que emergió la figura del flâneur, el de los grandes boulevares del Segundo Imperio, implicó poner en marcha un proceso de aburguesamiento del centro de la ciudad, que supuso dar forma a un tipo de espacio público que reflejara esplendor imperial, seguridad y prosperidad burguesa. Un espacio del cual el pobre debía ser excluido y en el cual el café, espacio comercial excluyente, y el boulevard, espacio público, formaron un todo simbiótico (Harvey, 2006:  21).  Es  decir,  si  el  flâneur,  o  para  el  caso  en  general  el  público  burgués  usuario  de  los  cafés,  podía eventualmente  estar expuesto  a  la mirada del pobre,  tal  como ocurre,  a  través de  los  cristales de un  café, en el poema en prosa de Baudelaire "Les yeux des pauvres"  traído a colación por el autor de referencia, esto no quería decir que el encuentro estuviera exento de problemas. Una situación que es puesta de manifiesto en este poema por medio del desencuentro de perspectivas en una pareja, en la cual el hombre manifiesta haberse sentido conmovido por las miradas de un trío conformado por un hombre y dos niños, vestidos en harapos, y un poco avergonzado por los vasos y botellas desplegados sobre la mesa, "más grandes que nuestra sed", en tanto que la mujer le dice: "¡Esas gentes que están allí me resultan  insoportables con sus ojos abiertos como portones! ¿No podría pedirle al maître que los aleje de aquí? (Baudelaire, 2003: 135‐137, traducción propia). [226] El aburguesamiento del París de los bou levares, es contrapuesto por Harvey y por Richard Sennet (1974) a quien el 

10  Jardines,  plazas  y  en  cierta medida  parques  urbanos,  como  puede  constatarlo  cualquiera  que  se  tome  el  trabajo  de  realizar  una mínima observación  intencionada y como también  lo mostró hace décadas Jane Jacobs (1961), pueden en ciertos casos no convocar a nadie, cuando están rodeados  exclusivamente  por  residencias  unifamiliares  en  un  contexto  suburbano,  o  sólo  para  usos  muy  específicos  (por  ejemplo  "hacer ejercicio"), o pueden ser objeto de un uso intensivo por parte de un público más o menos heterogéneo, a lo largo de muchas horas, cuando están rodeados de, o incorporan, diferentes locales y actividades que convocan un público. 

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primero cita, al París anterior donde en los diferentes niveles de un mismo edificio era común que habitaran familias de diferentes condiciones sociales y en el cual no sólo eran esperables los encuentros entre gentes pertenecientes a diferentes  condiciones  sociales  sino  que  tales  encuentros  eran  valorados  como  parte  de  la  experiencia  urbana (Harvey,  2006:  22).  De  acuerdo  con  Sennet  esta mezcla  habitual  y  esperada  de  gentes  de  distintas  condiciones sociales,  que  habría  sido  propia  del  París  prehaussmaniano,  fue  reducida mediante  diseño  precisamente  por  la renovación haussmaniana de esta ciudad durante las décadas de 1850 y 1860. Se trató según este autor de estable‐cer  una  ecología  de  los  barrios  concebida  como  una  ecología  de  las  clases  sociales,  erigiendo  de  este  modo, metafóricamente hablando, un muro tanto entre  los ciudadanos como en  la ciudad misma  (Sennet, 1974:145‐148, citado por Harvey, 2006: 22). Pero si el extinguido flâneur, en realidad es una figura que representa bajo un modo burgués al paseante anónimo, que no es en absoluto representativo del citadino común y corriente, y además tuvo como escena una modernidad urbana que de acuerdo con autores como Harvey y Sennet generó un espacio público excluyente, cabe preguntarse cuándo y dónde ha existido un espacio público urbano efectivamente  inclusivo de  las diferencias y desigualdades sociales. Paradójicamente,  la  segregación  socioespacial  que  Harvey  observa  como  un  resultado  del moderno  urbanismo haussmaniano, es  invocada, nostálgicamente por quienes podríamos considerar sus seguidores californianos como algo digno de ser rescatado en la medida en que hacía "legible el orden social en el espacio urbano" (Sorkin, 1992a). En  efecto,  en  contraste  con  los  rasgos  atribuidos  al  espacio  público moderno,  el  diagnóstico más  extremo  de  la evolución  contemporánea  de  los  espacios  estatutariamente  públicos  anuncia  su  desaparición  y  se  vincula  a  la evolución experimentada por los espacios metropolitanos o megalopolitanos en los EUA. El argumento es doble. Por una parte,  Sorkin  retoma en  cierta  forma  la perspectiva difundida en décadas previas de  la  sustitución de  la esfera pública por  los medios de comunicación, en el sentido de que  las computadoras,  las tarjetas de crédito,  los teléfonos  y  faxes  (a  la  lista  desde  luego  agregaríamos  hoy  la  internet)  como  instrumentos  de  una  instantánea  y artificial adyacencia, están eliminando la proximidad real que constituye el cemento histórico de la ciudad. Por otra, esta evanescencia del espacio, se expresa en el surgimiento de una ciudad sin geografía, o postmetrópolis,  lo que equivale a una no ciudad, o peor a una anticiudad. Esta anticiudad se manifiesta en el conjunto de artefactos que diversos autores consideran actualmente como expresión de la globalización: rascacielos cableados (hoy se les llama "inteligentes") implantados al pie de una supercarretera; enormes centros comerciales [227] anclados por las grandes cadenas departamentales y rodeados por enjambres de automóviles; hoteles aislados en sus plataformas e iguales en todas  partes;  áreas  históricas  y mercados‐festival  revitalizados  bajo  un mismo modelo;  dispersos  e  interminables suburbios sin ciudades; antenas parabólicas  (Sorkin, 1992: xi). Todo esto, continúa el razonamiento, al  igual que  la televisión, elimina cualquier particularidad y signo de identidad, conforma territorios indiferenciados que constituyen un  reino de no  lugares. En  contraposición  con  la  ciudad histórica moderna, que hacía  legible  el orden  social por medio  de  la  forma  urbana,  esta  ciudad  sin  geografía,  en  la  que  cual  cualquier  cosa  va  junto  con  cualquier  otra, manipula  y  oculta  este  orden,  liberándolo  de  las  relaciones  espaciales  por  medio  de  las  comunicaciones  y  la movilidad. Esta ciudad sin geografía presenta según Sorkin tres características principales. La primera es la dilución de cualquier relación estable con  la geografía  física y cultural  local;  los elementos que  la componen pueden estar en cualquier parte, tanto en medio del campo como en el centro de una localidad. La segunda, es la obsesión con la seguridad, lo que  implica  la multiplicación de  formas de  control  y  vigilancia por medios electrónicos  y un  conjunto  variado de dispositivos físicos que definen nuevas formas de segregación ‐ciudades suburbanas de clase media (edgecities según la  terminología que popularizó Garreau  (1992) que emergen al margen de  los antiguos  centros urbanos; enclaves para  los ricos; áreas gentrificadas; el capullo protector que circunda el globo, envolviendo al viajero de negocios al tiempo que arriba al mismo aeropuerto, hotel y edificio de oficinas; la red de sistemas de circulación subterránea y aérea que en ciertas ciudades de  los EUA y Canadá permite a  los consumidores y empleados de oficina circular de modo seguro y climatizado atravesando sin entrar en contacto con ella, la ciudad que está allá "afuera". La tercera es el hecho de que la ciudad sin geografía es un simulacro, basado en la evocación por distintos medios de lo que no es, es decir, la ciudad histórica.  3. De la crisis del espacio público a la lectura del orden metropolitano  Llegados a este punto, el lector se habrá percatado de que las visiones del espacio público se prestan fácilmente para afirmar todo y lo contrario de todo11. Es por eso que quisiéramos aquí proponer una lectura que, en lugar de añorar o, peor aún, mitificar un pasado perdido que en  realidad nunca existió,  intenta más bien  leer  la  llamada crisis del espacio público como el resultado de una disociación [228] entre el espacio estatutariamente público y las actividades  11  Esto es así porque quienes escriben tienden a generalizar, y a exagerar, a partir de la observación ‐no siempre en profundidad‐ del tipo de ciudad que tienen más cerca, o que mejor conocen. El lector puede fácilmente adivinar que detrás del epíteto de postmetrópolis se esconde Los Ángeles, y que cuando se piensa en la ciudad moderna, ésta tiende a asemejarse mucho a París, etc. 

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de la vida cotidiana, en el sentido de que estas últimas cada vez menos se realizan en el espacio público. Nos parece que esta definición tiene  la ventaja de poner al centro del razonamiento  los cambios que ocurren en  la experiencia de  la metrópolis  (y  los usos del espacio urbano) y al mismo  tiempo permite  incluir una  casuística muy amplia de fenómenos en los cuales se combinan de diferentes formas espacios y actores privados y públicos. La disociación entre espacios públicos y prácticas urbanas ha sido un proceso paulatino y de  largo alcance, del cual hoy en día podemos observar en  las grandes metrópolis  todas sus consecuencias plenamente desplegadas. Desde nuestro punto de vista esta disociación es un  fenómeno  típicamente metropolitano, y no puede ser entendida sin tomar en cuenta en su conjunto el orden metropolitano. De hecho, esta disociación es una de las manifestaciones de la crisis del orden reglamentario urbano y una de  las principales transformaciones del orden metropolitano actual. Para concluir este texto propondremos en sus términos generales el tema de la disociación entre espacios públicos y practicas urbanas. ¿A  qué  nos  referimos  cuando  hablamos  de  disociación  entre  el  espacio  estatutariamente  público  y  las  prácticas cotidianas? Estamos aludiendo a  la  imposibilidad de realizar ese conjunto de prácticas heterogéneas que combinan de diferente manera la dimensión privada con la pública mediante el tránsito a pie por un espacio estatutariamente público.  La  muerte  del  flâneur  es  un  resultado  de  esta  imposibilidad.  La  realización  de  esas  prácticas  en  las condiciones  actuales de muchas metrópolis  se ha  vuelto más  compleja o  imposible para una buena parte de  las poblaciones  metropolitanas.  Pero  hay  algo  más.  Para  muchos  habitantes  de  enormes  aglomeraciones metropolitanas,  como  es  el  caso  de  la  ciudad  de  México,  esta  posibilidad  constituye  una  experiencia  o  bien desconocida, o bien no deseable y por  lo tanto no buscada y deliberadamente evitada. Lo que era antes el espacio estatutariamente  público,  como  elemento  organizador  de  la  ciudad  y  de  la  experiencia  urbana,  es  hoy  en  gran medida o bien un conjunto de espacios de circulación entre dos puntos  (vivienda‐lugar de trabajo, vivienda‐centro comercial,  por  ejemplo),  o  bien  un  acervo  de  espacios  especializados  a  los  cuales  hay  que  "ir",  porque  ya  no constituyen el tejido conectivo y omnipresente de la ciudad. Al contrario, estos espacios se han convertido en lugares donde  se  pone  en  escena  la  condición  de  anonimato  y,  habría  que  ver  en  qué medida,  la  copresencia  de  los (socialmente)  diferentes.  Hoy,  en muchas  ciudades,  ambas  cosas,  para  un  peatón  transeúnte,  son  posibles  casi exclusivamente en dos tipos de lugares, los espacios privados de uso público, como los centros comerciales y lo que queda de la ciudad moderna que sin embargo, es importante recordarlo, en ciertos casos puede abarcar el conjunto de  la  ciudad  central de una aglomeración metropolitana,  [229]  como  sería París y otras  ciudades europeas. Cabe señalar que esta disociación  se  inició  tempranamente en el Siglo XX, para porciones  significativas de  la población urbana,  en  las  ciudades  estadounidenses,  con  la  suburbanización masiva  de  viviendas  apoyada  en  el  automóvil privado y en las autopistas, y la concentración de las actividades de consumo y recreación en los centros comerciales, los cuales sustituyeron en los suburbios como lugares de concentración del comercio y los servicios a la calle principal (main street) de las localidades intraurbanas o vecindarios tradicionales (Fishman, 1987; Zukin, 1995; Hayden, 2006). Para comprender  la disociación entre espacios público y prácticas urbanas hay que  tomar en cuenta que el orden metropolitano (la forma de producir y organizar espacialmente la metrópoli) ha evolucionado en las últimas décadas con base en dos lógicas paralelas y en muchos casos complementarias: privatización y especialización. Se trata de la privatización  de  los  espacios  de  uso  público  y  de  la  segmentación  social  del  público  o más  bien  de  los  públicos congregados en diferentes lugares, que resulta de que, por una parte los lugares frecuentados por las clases medias y acomodadas, serían ahora sobre todo lugares de propiedad y gestión privadas o, al menos, aquellos donde el público asistente es (socialmente) filtrado tanto por mecanismos de autoexclusión, derivados del hecho de sentirse fuera de lugar debido al modo de vestir, la apariencia física y los hábitos y niveles de consumo, o lisa y llanamente mediante la aplicación de dispositivos explícitos de exclusión aplicados a ciertas categorías sociales ‐mendigos, homeless, vende‐dores ambulantes‐ (Defilippis, 1997; Flusty, 2001; Ghorra‐Gobin, 2001; Mitchell y Staeheli, 2006). Y, por  la otra, que gran parte de  los espacios estatutariamente públicos, o bien resultarían en  la práctica en  lugares sólo frecuentados por  los pobres o más en general  ‐las  clases  trabajadoras o  "populares"‐ o en el  límite, grupos marginales; o bien adquirirían  las  características  de  enclaves  de minorías  étnicas  y  frecuentados  entonces,  como  sería  el  caso  en ciudades como Los Ángeles, casi exclusivamente por población perteneciente a alguna de estas minorías (Cruz, 2001; Da Costa Gomes, 2001; Murray 2004). Una  primera  acepción  de  la  idea  de  privatización  de  los  espacios  públicos  hace  referencia  a  la  proliferación  de equipamientos destinados al uso público pero estatutariamente de propiedad privada y por consiguiente sujetos en principio a fines, usos y reglas de comportamiento definidos y asignados por sus propietarios. El ejemplo más claro de este tipo de equipamientos son los centros comerciales y los llamados parques recreativos o temáticos. La idea de privatización en estos casos hace referencia al hecho de que concentran en un área bajo control privado, actividades ‐comprar, pasear, tomar un café, asistir a un espectáculo, ir al cine, comer en un restaurante‐ que tradicionalmente, o más bien en la ciudad moderna, están vinculadas al uso de espacios estatutariamente públicos.[230] Piénsese por ejemplo, en cómo se realiza habitualmente una o varias de estas actividades al transitar por una calle o avenida  en  las  que  se  encuentran  alineadas  tiendas,  restaurantes,  cines,  cafés,  viviendas,  oficinas,  despachos, 

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consultorios (en los pisos superiores), etc. Al igual que en un centro comercial, los propósitos que animan a cada uno de los transeúntes pueden ser muy diversos, pero la diferencia fundamental radica en que mientras se transita o se ingresa a un edificio o local situado en una calle, un centro comercial no es un lugar por el cual se pueda transitar en el sentido de atravesarlo para ir a otro lugar, se trata más bien por definición de un lugar al que hay que ir, al que se tiene que entrar y del que se tiene que salir, y donde las entrada y salidas son concebidas como barreras en las que se realiza un control del público‐clientela. En un centro comercial, si bien  la diversidad de  locales que alberga hace posibles  distintas  actividades,  incluida  la  de  simplemente  pasear  sin  comprar  o  consumir  nada,  de  todos modos implica la segregación de ciertas funciones y actividades. No se transita por un centro comercial para ir a otra parte, para ingresar a la propia vivienda o para acudir a una cita con el dentista, ni se hace un alto para tomar un café como escala entre la salida del trabajo y el regreso al domicilio. Una segunda acepción de la idea de privatización de espacios públicos es la de cierre, clausura, vigilancia y control privados de espacios estatutariamente públicos. En muchas ciudades latinoamericanas (Cfr. Cabrales Barajas, 2002), incluida desde  luego  la ciudad de México, se ha vuelto un hecho bastante común el cierre y control del acceso por parte de organizaciones vecinales de calles en áreas en  las que domina el uso habitacional y en  las que el tránsito vehicular "de paso" es derivado hacia alguna vialidad principal. En estos casos el argumento comúnmente esgrimido es la "seguridad", pero como veremos más adelante, en realidad la invocación de este término encierra significados complejos. Dentro  de  esta misma  acepción  pueden  incluirse  la  difusión  en  las  ciudades  estadounidenses  de  una multiplicidad de prácticas y dispositivos que  implican desde  las  restricciones al uso público de playas, estanques y lagos impuestas por residentes acomodados en diversas ciudades ‐Los Angeles y Long Island, por ejemplo (Law, 2006: 82)‐; el cierre,  rediseño y vigilancia de parques y plazas públicas por entidades privadas  (Turner, 2002; Low, 2006; Mitchell y Staeheli, 2006). Así, desde la lógica de la gestión privada, los espacios estatutariamente públicos han sido progresivamente convertidos sea en lugares especializados o temáticos, en gran medida renovados o reconstruidos y gestionados por el capital privado. En  los EUA, desde  los años  setenta múltiples procesos de  renovación de áreas centrales,  antiguas  calles  comerciales,  áreas  portuarias  o  ribereñas  (waterfronts)  y  antiguos  mercados  bajo  la modalidad de "desarrollos de interés comercial" (Bussiness Inter est Developments conocidos bajo la sigla BID), han convertido a gran número  [231] de estos  lugares en espacios especializados de  consumo y  recreación  (Mitchell  y Staeheli, 2006). Se  trata de un modelo común en que  la historia y el carácter  típico de estos  lugares, que  invocan modos de  vida urbana  ya desaparecidos  y  los orígenes  y actividades  fundadores de  las  respectivas  ciudades,  son escenificados mediante  la  restauración arquitectónica,  los elementos que  integran  la decoración y  la presencia de tiendas  temáticas.  De  acuerdo  con  la  generalidad  de  los  analistas,  que  además  normalmente  los  consideran simulacros, es decir sustitutos que evocan el carácter y  las  formas de vida que estos  lugares alguna vez tuvieron y albergaron, se trata de espacios que han sido destinados a un público específico, constituido fundamentalmente de individuos blancos de  clase media  acomodada,  y una  sociabilidad  y  animación basadas  en  formas de  consumo  y recreación  sofisticadas. Lo que ha  ido de  la mano  con  su depuración  social, vía  tanto  los propios mecanismos del mercado como la aplicación de dispositivos de control y vigilancia privados destinados a filtrar el público asistente, en particular el tipo de personajes invocados mediante calificativos tales como loiters (vagabundos o vagos) y homeless (individuos sin domicilio fijo). Planteado en nuestros propios términos, se trata de espacios de uso público que han sido sujetos a diferentes grados de privatización y que han sido despojados de la diversidad de usos y de asistentes que sería propia, de acuerdo con estos analistas, de los espacios realmente públicos (ver nota 7). Una tercera acepción hace referencia a la apropiación o control ejercido por grupos específicos sobre  lugares que pueden o no permanecer físicamente abiertos y formalmente como estatutariamente públicos, pero en los cuales los grados de apertura, libertad de circulación, congregación de un público socialmente heterogéneo y diversidad de usos, son limitados al ser apropiados en función de distintas formas de aprovechamiento privado (da Costa Gomes: 2001), por una parte como consistentes tanto en formas de apropiación de los espacios públicos para el desarrollo de las  actividades  y  la  economía  informal  ‐vendedores  ambulantes,  cuidadores  de  automóviles,  prestadores  de pequeños  servicios  en  la  vía  pública‐;  como  por  propietarios  de  inmuebles  y  grupos  vecinales  con  apoyo  en  el discurso  de  la  seguridad  (dispositivos  que  ocupan  parte  de  la  acera  para  cercar  la  entrada  a  edificios  de departamentos, barreras que impiden el libre tránsito en calles destinadas a la circulación local, entre otros); y otras múltiples  formas  de  invasión  y  apropiación  de  espacios  públicos.  Por  otra,  como  la  afirmación  de  identidades territoriales basadas en un discurso de la diferencia y traducidas en el control de un territorio que es definido como propio  y  excluyente.  Da  Costa  Gómez menciona  entre  otros,  los  casos  de  las  bandas  de  jóvenes  que  disputan determinados territorios; de  los traficantes que  imponen su control y su  ley sobre  las favelas;  los grupos religiosos que se apropian de determinadas plazas. [232] La  cuarta  acepción  corresponde  a  la  producción  y  organización  del  hábitat,  a  diferentes  escalas,  como  hábitat privado, cuyo uso es restringido a los residentes. Amplios  sectores  de  las  clases  medias  y  altas  se  autosegregan  por  medio  de  enclaves  residenciales  cerrados, incorporando en ellos equipamientos de consumo y recreativos de uso exclusivo de los residentes en dichos enclaves; 

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o aun sin recurrir a la clausura física a través de muros y barreras, al desarrollo de dispositivos de vigilancia y control destinados a mantener alejados a quienes son ajenos al  lugar y no "tienen nada que hacer allí"12. El primero y más evidente  efecto  del  hábitat  cerrado  en  relación  con  el  espacio  público  consiste  en  la  eliminación  del  espacio  de proximidad como espacio público y del conjunto de  los bienes de uso colectivo como bienes públicos. Este hecho primordial se relaciona con un conjunto de efectos en cascada. En primer término, y tanto más cuanto mayor sea su escala, el hábitat cerrado, dado su carácter  introspectivo, se separa del medio circundante. En segundo  lugar, esta separación  implica  que  la  conectividad  y  la  accesibilidad  se  convierten  en  cuestiones  centrales  que  desplazan  el interés por  lo que se encuentra en  las  inmediaciones de  la vivienda; en  la medida que el condominio, conjunto o desarrollo cerrado autoproduce su propio ambiente, puede prescindir del exterior inmediato. Para sus habitantes la relación con el exterior en general, pasa a ser definida por los itinerarios y tiempos requeridos para acceder ‐normal‐mente en automóvil‐ a los lugares que interesan. En tercer lugar, la gestión del hábitat se independiza de la gestión local y urbana, salvo por lo que se refiere a la vinculación con la infraestructura general. Por último, por definición el hábitat  cerrado  rompe  la  continuidad  del  tejido  urbano  y  por  consiguiente  de  las  vías  de  circulación  o  bien simplemente  carece  de  vinculación  espacial  con  dicho  tejido.  Desde  luego  este  efecto  es  tanto más  importante cuanto mayor el tamaño de la urbanización o conjunto de que se trate. En conjunto, según muchos autores, estaríamos frente a una tendencia generalizada a la homogeneización social de los  lugares y equipamientos de uso público. Pero, por mucho que el hábitat cerrado  interiorice áreas recreativas y equipamientos, nunca podrá suministrar el conjunto de  los elementos que constituyen  la ciudad o para el caso, el espacio metropolitano, y puede existir en la medida que éstos existen y que su vinculación con ellos está resuelta de una u otra forma. Por ello, en el límite es un tipo de hábitat no sustentable, para utilizar un término en [233] boga. Y podemos suponer que su auge y difusión encontrará seguramente un punto de  inflexión derivado de sus  límites y contradicciones  intrínsecas.  Pero  entre  tanto,  ¿cuáles  son  los  factores  que  determinan  su  atractivo  y,  por  el momento,  su  difusión  creciente,  particularmente  en  ciertas metrópolis  y  regiones metropolitanas?  Esta misma pregunta puede hacerse para el caso de los centros comerciales, de los parques temáticos y de los centros históricos depurados.  El  problema  de  la  creciente  privatización  y  especialización  de  los  espacios  urbanos  es  sintetizado eficazmente  por  Jerome  Monnet  a  propósito  de  los  enclaves  residenciales:  "¿Cómo  se  maneja  la  tensión contradictoria entre  los procesos de encerramiento que tenderían a fragmentar  la ciudad en espacios con  intereses diferentes y  las  lógicas de  la  interdependencia, que obligan a mantener relaciones entre estos espacios?"  (Monnet 2006: 5). En general, los lugares que resultan de la disociación de los espacios públicos y las prácticas urbanas se constituyen cada día más como micromundos regidos por reglas propias. Por  lo tanto no son fáciles de usar sin adiestramiento previo.  En  el mejor  de  los  casos  cada  vez más  se  asemejan  a  sistemas  expertos  cuyo  funcionamiento  hay  que aprender,  desde  los  procedimientos  de  entrada  y  salida  (tickets,  plumas,  registros,  controles,  etc.)  hasta  el conocimiento de  lo que se puede o no se puede hacer en su  interior. En este sentido estos nuevos espacios, juntos con nuevas reglas, generan también nuevas prácticas urbanas que es preciso investigar. En el peor de los casos corren el riesgo de explotar (o de  la  implosión) por efecto de su propia  lógica. Ejemplos de estos riesgos de son  los costos crecientes de los sistemas de seguridad interna, cuya eficacia deja mucho que desear, y los crecientes problemas de movilidad que se generan a nivel metropolitano. Que  se quiera o no,  son estos  lugares  los que están  sustituyendo el espacio público moderno.  La  cuestión de  su funcionamiento  y  de  su  viabilidad  implica  entender  cuáles  reglas  formales  o  informales  los  hacen  existir  y reproducirse,  en  cuáles  criterios  se  basan  quienes  los  construyen  y  quienes  los  usan,  cuáles  practicas  urbanas hospedan. Cabe decir, en principio, que se trata de espacios distintos y que sus lógicas tienen que ser estudiadas en sí mismas,  pero  también  en  relación  con  las  otras.  Además  si  pensamos  en  conjunto  en  estas  distintas  formas  de privatización,  podemos  constatar  que  con  algunas  excepciones,  ni  presentan  una  difusión  universal  ni necesariamente poseen el mismo significado en distintos contextos urbanos. [234]  Referencias bibliográficas  

12  La difusión del hábitat cerrado no constituye un fenómeno que se difunde en todas las metrópolis ni se corresponde con las metrópolis globales. Es importante y creciente en metrópolis que como México, San Pablo y Buenos Aires, revistan según diversas clasificaciones en el segundo o tercer rango de las ciudades "globales" y prácticamente inexistente en metrópolis como Tokio o París que son invariablemente ubicadas en la cima de tales clasificaciones (Janoschka y Glasze, 2003). Para una panorámica sobre los enclaves cerrados en América Latina véase los volúmenes coordinados por Giglia (2001), Cabrales Barajas (2002), Capron (2006); para los EUA, McKenzie, 1994. 

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