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Duhau, Emilio (2009) Vida y muerte del espacio público. En: Manuel Rodríguez y Jorge Roze (comp.) Ciudades Latinoamericanas IV: Políticas, acciones, memoria y reconfiguración del espacio urbano. México: Universidad Autónoma de Guerrero – ALAS. Pp. 213‐238 Vida y muerte del espacio público1 Emilio Duhau 1. Espacio público y orden urbano
a llamada crisis del espacio público moderno es un tema que desde los años noventa se ha convertido en una preocupación generalizada para los estudiosos de las grandes ciudades2. La evolución experimentada por los espacios públicos urbanos durante las últimas décadas del Siglo XX y lo que va del presente, constituye uno de
los grandes ejes del debate actual en torno a la ciudad contemporánea. Se trata de un eje que tiende a condensar, por medio de la invocación de lo público y su crisis, la convicción generalizada, entre los estudiosos de la ciudad, de que las transformaciones experimentadas por ésta durante las últimas décadas del Siglo XX habrían implicado un franco retroceso en la vida urbana. Predomina en estas lecturas la idea de pérdida de calidad de los espacios públicos por efecto de procesos de abandono, deterioro, privatización, segregación. La preocupación es grande en la medida en que la crisis de los espacios públicos es vista entrelíneas como una amenaza para la existencia misma de la ciudad como sinónimo de civitas; es decir, de lugar asociado históricamente al surgimiento de la democracia como forma de gobierno (Weber, 1944‐Mumford 1961). Al hablar de crisis del espacio público, es oportuno decirlo desde ahora, se está evocando ‐en formas no siempre explícitas‐ el fantasma de la desintegración urbana, la imposibilidad de "vivir juntos" en las grandes ciudades y la disolución de lo urbano como lugar de encuentro y de intercambio. En las páginas que siguen expondremos nuestra visión3 en torno a la crisis del espacio público, y propondremos una perspectiva [213] pretende matizar el escenario catastrófico delineado por quienes anuncian la muerte del espacio público urbano, para esbozar una lectura de la condición actual de los espacios públicos ‐y su crisis‐ que tome en cuenta algunas de las transformaciones de amplio alcance que han afectado en las últimas décadas las metrópolis contemporáneas. Un conocido texto de Jurgen Habermas (1961) inaugura hacia fines de los años sesenta la reflexión contemporánea sobre la esfera pública entendida como el ámbito en el cual la sociedad civil, constituida precisamente en público, se informa, debate, se constituye en opinión pública y arriba eventualmente a consensos en torno a asuntos de interés general. El propósito de Habermas fue dar cuenta del proceso y las circunstancias en las que, durante los Siglos XVII y XVIII en Europa, se constituye una esfera no estatal en la que los ciudadanos participan, vía la opinión y el debate abiertos, en asuntos previamente considerados como de interés exclusivo del Estado y por consiguiente reservados a la autoridad estatal. En este recuento, la referencia a lugares concretos, por ejemplo los cafés, que adquirieron entonces popularidad precisamente como lugares de encuentro en los cuales se ventilaban estos asuntos, no está asociada a ningún interés específico en relación con los espacios públicos entendidos en un sentido físico y espacial y su papel en la formación de una esfera pública civil en la sociedad moderna4. Lo significativo en cuanto a la relación entre esfera pública y espacios públicos es que tanto la reflexión como los atributos atribuidos a la primera en la filosofía política y la teoría social contemporáneas, resultaron trasladados a los segundos, bajo la forma de la construcción de una suerte de tipo ideal que remite a un conjunto de atributos propios de los espacios públicos de la ciudad moderna, a saber: espacios asignados al uso del público, es decir no reservados a nadie en particular (esto es a individuos específicos o pertenecientes a una determinada categoría, estamento o clase social); de libre acceso ‐sea irrestricto como en el caso de los parques y las calles públicas, sea sujeto a la satisfacción de ciertas condiciones, como el pago de una cuota de entrada (estadios, teatros, cines)‐; donde se admite y además se presenta como rasgo dominante, la copresencia de extraños y por consiguiente todos y cada uno de los copresentes gozan legítimamente del anonimato, es decir del hecho de ser uno más entre un conglomerado de
1 El título de esta ponencia parafrasea el de un famoso libro de Jane Jacobs (1961) a quien debemos un análisis agudo y en muchos aspectos precursor de los procesos que afectan hoy en día la evolución de las grandes ciudades. 2 Una reseña exhaustiva de lo que se ha escrito en las últimas décadas en torno a la crisis y las transformaciones de los espacios públicos en las ciudades contemporáneas, no es el objetivo de este texto. Aquí mencionaremos, en orden cronológico, sólo algunos autores entre los más importantes que han tratado estos temas y que hemos tomado en cuenta en la elaboración de nuestro texto: Jacobs 1961, Sennett 1974, 1990; Harvey, 1989, 2000; Augé, 1992; Sorkin, 1992, Davis, 1992; Mc Kenzie, 1994; Ascher, 1995; Joseph, 1998; García Canclini, 1999; Caldeira, 2000, Soja, 2000; Amándola, 2000; Ghorra‐Gobin, 2001; Bourdin, 2005. 3 El texto en el que se basa esta ponencia será capítulo de un libro en proceso de revisión, de los cuales son coautores Emilio Duhau y Angela Giglia de allí el uso del plural. 4 Tras el camino abierto por Habermas, otros estudiosos continuaron reflexionando y construyendo evidencias en torno a la constitución de tal esfera en general. Entre otras obras deben mencionarse Cohen y Arato (1992) y para el contexto de América Latina Guerra (1998) y Rabotnikof (2005).
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individuos que permanecen juntos en un lugar o transitan al mismo tiempo por él por razones circunstanciales, razones que sólo atañen a cada quien; donde impera la condición de iguales en la diferencia, es decir donde todos tienen derecho a estar presentes y a ser respetados en su integridad, intimidad y anonimato independientemente [214] de sus características individuales, incluidas edad, sexo, pertenencia étnica, apariencia, etc.; y que, por todo lo anterior, funcionan como lugares donde el citadino‐ciudadano hace la experiencia de convivir pacífica e igualitariamente con los otros diferentes, e incluso está en la predisposición de disfrutar el eventual encuentro con un extraño o la ocurrencia de lo inesperado5. Desde luego, más allá de los cuestionamientos que, como veremos un poco más adelante, pueden hacerse a este tipo ideal, es claro que la posibilidad siquiera de imaginarlo, depende de un conjunto de condiciones y circunstancias que, efectivamente, sólo se hicieron presentes con el advenimiento de la sociedad y la ciudad modernas. Entre estas condiciones cabe recordar la de la igualdad, si no de derechos políticos, sí de derechos civiles básicos, garantizados por un poder público que detenta el monopolio de la violencia física en nombre de todos; la eliminación de derechos atribuidos en forma exclusiva a determinados grupos (derechos estamentarios, por ejemplo); la constitución de un conjunto de bienes y espacios urbanos asignados estatutariamente al uso de todos (mobiliario urbano, calles, parques, plazas, paseos, medios de transporte) (Sabatier 2002); y la difusión de establecimientos y locales, destinados a servir a un público anónimo (tiendas, restaurantes, cafés, teatros, salas cinematográficas, estadios, etcétera). Todas estas condiciones fueron dándose progresivamente y con ritmos diferenciados, pero se puede afirmar que alcanzaron su madurez en las principales ciudades europeas y de los Estados Unidos, entre la segunda mitad del Siglo XIX y la primera mitad del Siglo XX. Un interesante recuento histórico realizado para el caso de Hartford, capital del estado de New Haven, EUA, entre 1850 y 1930 (Baldwin, 1999), registra tanto las ideas y las concepciones morales y técnico‐funcionales, como los dispositivos progresivamente desarrollados que condujeron a lo que el autor llama (y es título de su libro) la domesticación de la calle: creación y reglamentación del uso de parques públicos, reglamentación de los horarios y las condiciones para el desarrollo de ciertos trabajos que tienen como escenario la calle ‐como la venta de periódicos‐ por parte de niños y niñas; regulación de la prostitución y creación de una zona de tolerancia; ordenamiento de los coches de alquiler y del comercio en la vía pública; ordenamiento y creación de un sistema de tráfico vehicular, entre otras cosas. El uso del término domesticación no es casual, sino que remite a que los valores que atraviesan las diversas propuestas de reforma y, en gran medida, la moralización de la vida urbana fueron, en el caso estudiado, los valores domésticos, [215] correspondientes a los individuos "ilustrados" pertenecientes a una clase media profesional y empresarial, y en particular al universo privado en el que reinaban las mujeres pertenecientes a dichas clases. Es decir, se trata según este autor de la proyección a la esfera del espacio público urbano, de valores morales y, con ello, de la organización de la calle y el disciplinamiento de sus usuarios, en parti‐cular los pertenecientes a las clases populares, de acuerdo con dichos valores. Un planteamiento semejante es el que formula L. Lofland (1973), apuntando a la cuestión de la emergencia en el contexto de la ciudad preindustrial tardía y los inicios de la ciudad industrial, de una pequeña burguesía y unas clases medias que se vieron en la necesidad de coexistir en el espacio público con las entonces llamadas "clases peligrosas", conformadas no por los que podemos considerar como "pobres trabajadores" de la época, sino con aquellos que no estaban todavía afiliados en organizaciones. Una población flotante numerosa, que posteriormente sería absorbida y gestionada mediante la inserción laboral y diversos dispositivos de encuadramiento y control. En tanto que las elites ‐los verdaderamente ricos y poderosos‐ podían evitarse las molestias, vejámenes y peligros derivados del contacto con esta población, por medio de recursos privados (guardias, carruajes y en última instancia evitación de determinados lugares), este no era el caso de las clases medias. Por ello, de acuerdo con esta autora, más bien debe atribuirse al crecimiento numérico y en poder de estas clases medias, el surgimiento de un orden espacial a través de dispositivos como la segregación de actividades, la zonificación, la policía, las organizaciones humanitarias (Lofland, 1973: 65). De este modo, el surgimiento de un cierto orden espacial o, de modo más general, un orden urbano que supusiera la domesticación de la calle, ya sea por la influencia de las nuevas clases medias, sea como producto de reformas urbanas decididas desde arriba6, no fue el resultado de la voluntad de crear un espacio público democrático, sino del propósito de producir un cierto orden que suponía lograr disciplinar a las clases subalternas y en particular a las entonces llamadas "clases peligrosas". Sin embargo, en los países industrializados, la propia democratización de las sociedades modernas en tanto sociedades capitalistas, al posibilitar la afiliación laboral e institucional de virtualmente toda la población, mejorar la
5 La enumeración de este conjunto de rasgos constituye una síntesis propia de una perspectiva sobre los espacios públicos de la ciudad moderna que es compartida por gran número de autores. Entre otros véase Jacobs, 1961; Sennet, 1974; Young, 1990; Caldeira, 1999; Ghorra‐Gobin, 2001a; Sabatier, 2002. 6 Es el caso de la famosa renovación haussmaniana de París durante la segunda mitad del Siglo XIX, orientada entre otras cosas a facilitar la circulación y el control de las calles por la fuerzas policíacas y el ejército y abrir el camino para la inversión inmobiliaria y nuevas residencias para las elites y las clases medias en las áreas "clareadas" por la apertura de los famosos bulevares.
condición económico‐social de la clase obrera y generar una tendencia a que la gran mayoría de la población contara con ingresos situados en el centro del espectro socioeconómico, y a que las posibilidades y hábitos de consumo fueran semejantes para la gran mayoría de la población, democratizó los espacios públicos. Fueron [216] la relativa homogeneización de la sociedad, la afiliación laboral e institucional generalizada de la población (pleno empleo, escolarización, seguridad social) y el que la pertenencia a la clase obrera ya no equivaliera a vivir en condición de pobreza, los procesos que hicieron posible que, en buena medida, las características del tipo ideal espacio público de la ciudad moderna se hicieran realidad. Pero en condiciones en que la copresencia del otro, la aceptación de la diversidad y la diferencia y de la situación de mutuo anonimato, supusieron una diversidad y unas diferencias limitadas a los muy semejantes entre sí. Tal como lo señala Donzelot (2004: 16), entre los años cincuenta y setenta del Siglo XX la partida parece ganada. La ciudad del mundo industrializado al mismo tiempo que creaba espacios separados (para el caso francés: ciudad central, grandes conjuntos de vivienda social, periferia de vivienda unifamiliar) creó también espacios comunes. De modo que, si bien ciertas ideas y dispositivos asociados centralmente a la ciudad moderna y sus espacios públicos tuvieron su origen en la búsqueda de racionalización y control del espacio urbano y de disciplinamiento y regulación de los usos de la ciudad por parte de las clases subalternas (Salcedo Hansen, 2002), esto no es contradictorio con el hecho de que lo que ahora podemos considerar como ciudad moderna tardía, es decir la ciudad europea de la etapa de la industria fordista y el Estado Benefactor, en particular entre la segunda postguerra e inicios de los años setenta del Siglo XX, se convirtiera en un complejo dispositivo de inclusión con base en la conformación de una esfera socializada de consumo ‐vivienda pública o "social", sistemas públicos de salud y educación, sistemas públicos de transporte colectivo, sistemas de pensiones y de subsidios aplicados de acuerdo con diversas condiciones y circunstancias, equipamientos recreativos localmente gestionados‐ y la expansión y extensión del consumo privado. Más allá de las dificultades para establecer una vinculación unívoca entre la constitución y evolución de una esfera pública y los espacios públicos, es indudable que éstos últimos, en tanto lugares de libre acceso y cuyo uso es compartido por todos bajo condiciones genéricamente igualitarias, han formado parte en la historia de la ciudad moderna, del proceso de constitución de dicha esfera. Y esto en varios sentidos. En primer término en cuanto conjunto de espacios y artefactos urbanos bajo dominio del poder público y asignado al uso de todos. En segundo lugar, en cuanto parte o componente del conjunto de bienes y servicios públicos cuya expansión a partir del Siglo XIX, pero sobre todo durante gran parte del Siglo XX, se desarrollaron en asociación con las funciones económicas y sociales del Estado, dando lugar en ciertos casos al conjunto de instituciones y programas conocidos como Estado Benefactor, Estado del Bienestar o Estado Social. En tercer término, en cuanto ámbito, junto con diversas instituciones como la escuela pública, de socialización en valores y hábitos mayoritariamente compartidos y [217] de contacto, copresencia e interacción pacífica, civilizada y, hasta cierto punto igualitaria, entre diferentes grupos y clases sociales. Es por ello que los espacios públicos pueden ser considerados al mismo tiempo expresión y vehículo de la democratización de la vida social. Simétricamente, la pérdida, en diversos grados, de accesibilidad e inclusión de los espacios públicos, indica una evolución en sentido contrario. Cuando se asiste a su creciente segmentación social, a una restricción creciente de sus grados de apertura (tanto material como simbólica) y resultan sujetos a diversas formas de interdicción y exclusión y cuando la jurisdicción pública democráticamente regulada y acotada es sustituida por corporaciones privadas o grupos de ciudadanos en tanto propietarios privados, sin duda la publicidad de los espacios de uso colectivo retrocede en la misma medida. En todo caso, cabe señalar que en el mundo industrializado, los EUA y sus zonas metropolitanas se presentan, durante la etapa de la metrópoli industrial, como un modelo alternativo al europeo, apoyado en mucha mayor medida en el consumo privado, la suburbanización extensiva basada en la vivienda propia adquirida con crédito hipotecario subsidiado y a largo plazo, el automóvil privado, programas federales de vialidades rápidas y confinadas (highways) que permitieron vincular los suburbios con las ciudades centrales y los correspondientes centros de trabajo (Hayden, 2006). Se trató de un modelo en que los espacios públicos cercanos al tipo ideal espacio público moderno correspondieron fundamentalmente a ciertas áreas de las ciudades centrales, pero severamente limitados en su carácter inclusivo e igualitario por los mecanismos de segregación racial y la conformación de guetos, es decir enclaves de las ciudades centrales habitados por minorías raciales excluidas de los derechos propios de los blancos. Por lo demás, tanto en el imaginario como en la realidad estadounidenses, la ciudad moderna es desde muy pronto en el Siglo XX, una ciudad concebida como y caracterizada por la generalización de la circulación en automóvil, el mall y modalidades de zonificación orientadas a segregar el uso residencial de cualesquiera otros usos. Las siguientes reflexiones en torno a "caminar", expresadas a comienzos de los años setenta, por la socióloga estadounidense antes citada, en el contexto de un análisis especializado y por lo demás, de indudable calidad, acerca de la cuestión del orden y la interacción en los espacios públicos urbanos, resulta sumamente ilustrativa de esta temprana evolución: Finalmente, alguna observación debe hacerse acerca de la reducida necesidad de caminar en la ciudad moderna. Esta particular actividad continúa siendo legal (sic), pero el grado en que es aprobada es cuestionable. Como otras necesidades históricas (por ejemplo, cocinar sobre una fogata) se ha convertido en el mundo moderno en una
actividad fundamentalmente recreativa, en la cual se complacen ciertos masoquistas que la cultivan. Aquellas personas que todavía la realizan [218] para ganarse la vida, como carteros, policías de a pie y serenos nocturnos, fre‐cuentemente son castigados con un bajo estatus, paga reducida y la continua amenaza de ser atacados por perros y gente inamistosos (Lofland, 1973: 73, traducción nuestra). Resulta obvio que un párrafo como el anterior sólo pudo haber sido escrito por un individuo cuya socialización como citadino se produjo en contextos donde por ejemplo, la combinación de uso de transporte público/desplazamientos a pie (para llegar al trabajo, hacer alguna compra, ir a un restaurante) o en el espacio de proximidad de la vivienda, se ha convertido en algo totalmente inusual, a pesar de que incluso en ciertas ciudades centrales de los EUA, como Manhattan en Nueva York, continúa siendo algo común todavía hoy. Ahora bien, fuera del mundo industrializado y limitándonos sólo a la ciudad latinoamericana, el tipo ideal sólo se realizó en alguna medida en unos pocos casos en los cuales llegaron a constituirse, hasta cierto punto, las condiciones propias de la ciudad industrial. Buenos Aires se presenta a este respecto probablemente como el caso paradigmático de conformación de una metrópoli en la cual, hacia mediados del Siglo XX, las clases medias y una clase obrera sindicalizada y con salarios relativamente elevados, pasaron a ocupar el centro de la escena social y urbana (Mongin, 2004: 190‐192). En una medida probablemente menor, también otras metrópolis latinoamericanas, como San Pablo y ciudad de México, llegaron a conocer la emergencia de unas clases medias en ascenso numérico y social, así como la conformación de una clase obrera industrial socioeconómicamente integrada vía el proceso de industrialización. Pero en muchos otros casos, probablemente la mayoría, las condiciones de metrópoli/ciudad moderna y conformación de un espacio público urbano democratizado, probablemente nunca llegaron a cristalizar. A comienzos de los años setenta, la misma Lofland (1973) señalaba refiriéndose al paralelo entre Ciudad de Guatemala ‐capital de un país que nunca llegó a experimentar un proceso de industrialización vía la sustitución de importaciones, ni la conformación de un auténtico sistema público de bienestar social‐ y la temprana ciudad industrial europea: Un visitante reciente de Ciudad de Guatemala (donde ‐como en la históricamente ciudad industrial temprana‐ un número masivo de inmigrantes rurales está engrosando el rango de los desempleados) reporta que era imposible ca‐minar por las calles sin estar sujeto a un flujo continuo de ofertas para lavar su auto, bolear sus zapatos, cuidar su auto, y así sucesivamente; e igualmente de un continuo flujo de solicitudes de dinero. Agrega que pronto se encontró sintiéndose irritado por todo este "asalto" a su persona y deseando simplemente tener el derecho a ser dejado tranquilo (comunicación personal). La orgullosa [219] pero indefensa clase media de un período anterior (la temprana ciudad industrial europea) debe haber sentido en gran medida algo semejante (Lofland, 1973: 64, traducción nuestra). En suma, se puede afirmar que la aproximación al tipo ideal "espacio público moderno", ha dependido históricamente de la convergencia de un conjunto de condiciones y no ha sido en sus orígenes el producto de un proyecto de espacio público inclusivo y democrático (Salcedo Hansen, 2002, Harvey, 2006). En lo que respecta a las dimensiones específicamente urbanas, debe destacarse la cuestión estatutaria, o del estatuto jurídico‐formal del espacio público. Nos referimos a la constitución gradual de una esfera o dominio de lo público urbano (Sabatier, 2002) y ‐junto con ella‐ la conformación de lo que podemos denominar un orden reglamentario urbano (Duhau y Giglia, 2004), como conjunto de reglamentos formales, que supuso codificar y reglamentar los usos legítimos de los espacios públicos, lo que implicó establecer horarios, separar usos y en muchos casos simplemente prohibir ciertas actividades en determinados lugares, ya sea confinándolas a otras o simplemente eliminándolas. En el origen del espacio público urbano encontramos una cuestión que sigue siendo central: la cuestión del orden; es decir, de las formas de reglamentación de los usos de la ciudad. El espacio público, aunque nos guste pensarlo como un espacio abierto y libre, en efecto está marcado en su esencia no sólo por la cuestión de la convivencia de sujetos heterogéneos, sino en particular por la cuestión de las normas comunes y de la común aceptación de las normas, sean estas explícitas o implícitas, formales o informales, rígidas o flexibles. Ahora bien, las preocupaciones contemporáneas en torno a la privatización, segregación, deterioro e incluso la desaparición de los espacios públicos sin duda está marcada por el contraste que se observa, en gran medida de modo implícito, entre los rasgos atribuidos, como hemos dicho, a partir de un tipo ideal, al espacio público de la ciudad moderna y la evolución contemporánea de los espacios públicos. Pero esta evolución no puede ser estudiada sin enfocar la mirada sobre los significados y los usos de dichos espacios y sobre las normas ‐explícitas o implícitas, formales o convencionales ‐que hacen posibles o prohíben dichos usos y que legitiman y respaldan o no dichos significados. Comprender la crisis del espacio público implica al mismo tiempo tomar en cuenta el plano de las transformaciones normativas (estatutarias e informales), el de las transformaciones funcionales y el de las representaciones simbólicas7. Asimismo, los cambios en los espacios públicos pueden ser leídos como el [220] resultado de los procesos que afectan al orden urbano. Este
7 Como veremos mejor más adelante, a lo largo de nuestro análisis hemos tratado de tomar en cuenta estos tres niveles y sus imbricaciones.
concepto indica para nosotros el conjunto de normas y reglas tanto formales (pertenecientes a algún nivel del orden jurídico) como convencionales, a los que los habitantes de la ciudad recurren, explícita o tácitamente, en el desarrollo de las prácticas relacionadas con los usos y las formas de apropiación de los espacios y bienes públicos o de uso colectivo que, más allá de la vivienda, son los elementos constitutivos de la ciudad. Este orden está siendo afectado por transformaciones importantes tanto en el nivel formal (el del orden reglamentario urbano) como en el plano general de los distintos órdenes urbanos que componen la metrópoli contemporánea. 2. Los espacios públicos antes y después de la crisis Desde 1951, el VIII Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, reunido en la ciudad inglesa de Hoddesdon, dedicado precisamente al espacio público, entonces denominado en Europa como espacio cívico o colectivo, anunciaba ya su crisis. Desde entonces ha transcurrido medio siglo durante el cual no se ha cesado de recordarnos que el espacio público está amenazado o incluso está muerto (Tomas, 2001). Desde comienzos de los años sesenta, aún sin plantear una reflexión general sobre los espacios públicos, el libro de Jane Jacobs (1961), Vida y Muerte de las Grandes Ciudades Americanas (Death and Life ofGreat American Cities), representa un grito de alarma y al mismo tiempo un ataque frontal contra los proyectos de renovación funcionalista que entonces se presentaban, en las ciudades estadounidenses, como la principal amenaza sobre los usos y la vitalidad de los espacios públicos tradicionales como calles, plazas y parques. Y, precisamente, el interés y la preocupación contemporáneos por los espacios públicos, se presenta asociado a un conjunto de circunstancias y procesos que han venido transformando el orden socioespacial en cuyo marco dichos espacios evolucionaron en un sentido inclusivo y se democratizaron. La literatura contemporánea sobre los espacios públicos se presenta atravesada por el contraste entre un antes, en el cual los espacios públicos habrían adquirido unos usos y significados correspondientes al tipo ideal al que hemos hecho referencia, y un ahora en el cual se observarían diversos procesos que implicarían precisamente la reducción de su publicidad; es decir, de su carácter de lugares no sólo asignados al uso de todos sino socialmente inclusivos y efectivamente utilizados y frecuentados por un público socialmente heterogéneo y expresivo del conjunto de las clases y grupos sociales que componen la población urbana. El antes puede ser presentado por ejemplo como sigue:[221] Aunque existen diversos y a veces contradictorios recuentos de la modernidad en las ciudades occidentales, es ampliamente reconocido que la experiencia moderna de la vida pública urbana incluye la primacía y el carácter abierto de las calles; la libre circulación; los encuentros impersonales y anónimos de peatones; el disfrute y la congregación espontáneos en calles y plazas; y la presencia de personas de extracción social diversa, paseando, observando a los demás, mirando vitrinas, comprando, sentadas en los cafés, sumándose a manifestaciones políticas, apropiándose de las calles para sus festividades y celebraciones, y utilizando los espacios especialmente diseñados para la recreación de las masas (paseos, parques, estadios, lugares de exhibición). (Caldeira, 2000: 299, traducción propia) Caldeira, quien se apoya a su vez fundamentalmente en Jacobs (1961) y Young (1990), se preocupa en aclarar que se trata de una imagen que no se corresponde totalmente con ninguna ciudad y que las ciudades modernas siempre han estado marcadas por las desigualdades sociales y la segregación espacial al mismo tiempo que han sido escenario de conflictos sociales y políticos muchas veces violentos. A pesar de lo cual, siempre de acuerdo con esta autora, las ciudades occidentales inspiradas por este modelo han mantenido siempre signos de apertura de la circulación y el consumo, signos que dan sustento al valor positivo atribuido a un espacio público moderno en el cual apertura, indeterminación, fluidez y no eliminación de las diferencias se presentan como una de las mejores expresiones de los ideales de la vida política democrática (Caldeira, 2000: 300‐302). Pese a los gritos de alarma y a las indudables señales de crisis, el espacio público no ha dejado en Europa de preocupar y ocupar, de ser renovado y desarrollado, dando lugar incluso a experiencias que, como la de Barcelona en los años ochenta, han devenido emblemáticas a nivel mundial (Borja y Mutxi, 2003; Tomas, 2001). Si algo salta a la vista para un observador externo proveniente de la ciudad de México, es el extremo cuidado y la multitud de innovaciones de que son objeto, en las ciudades europeas, los espacios públicos, así como de su variedad. Por otro lado, también resulta indudable la intensidad de su uso; una intensidad, que también desde la perspectiva de un observador externo, hace muy difícil llegar a la conclusión de que ya no albergan la condición de anonimato y de aprendizaje de la alteridad que los caracterizó en otro tiempo. ¿Cómo llegar a tal conclusión cuando en metrópolis como Londres, París o Amsterdam, resulta evidente que en ellos convergen, se cruzan y se establecen interacciones circunstanciales bajo el signo evidente del anonimato, entre individuos con diferentes orígenes, nacionales, étnicos, raciales y sociales; y ello no sólo debido a la generalmente [222] abundante presencia de turistas, sino también a la
variada composición de los transeúntes y usuarios locales?8 Es evidente que el diagnóstico sobre el estado actual del espacio público en las ciudades contemporáneas resultará diferente según el punto de partida o de referencia desde el cual se mide la supuesta crisis, o se constata su relativa buena salud. Si es así, nos parece útil, más allá del tipo ideal y más allá de los reclamos en torno a la crisis actual y las bondades de lo que se perdió, detenernos un momento sobre las características de los espacios públicos en las grandes ciudades del Siglo XX antes de que se manifestaran de modo ostensible las transformaciones que en la actualidad son invocadas de modo generalizado como manifestación de la crisis, la privatización o incluso la desaparición del espacio público; es decir, hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado. El tipo ideal del espacio público moderno está asociado a ciertas formas de organización del espacio urbano propias de las ciudades occidentales hasta aproximadamente mediados del Siglo XX. Estas formas son fundamentalmente cinco. La primera corresponde a los centros antiguos, históricos o tradicionales, los cuales hasta mediados del siglo pasado concentraban y en muchos casos concentran todavía, incluso en las grandes metrópolis, un conjunto de actividades, locales y lugares que hacía de ellos punto de convergencia de actividades laborales, recreativas, de consumo y de acceso a servicios especializados para prácticamente el conjunto de los habitantes de una metrópoli. La segunda modalidad es la de las centralidades secundarias, distribuidas en diversos puntos de la ciudad‐metrópoli y que concentraban en una escala menor que el "centro" y con grados menores de especialización, comercios y servicios de proximidad; es decir, aquellos que responden a la satisfacción de necesidades y a la realización de actividades cuya relativa cotidianeidad hacía inadecuados el desplazarse al "centro" para satisfacerlas o llevarlas a cabo. Estas últimas adoptaban y adoptan todavía en muchos casos la característica de concentraciones lineales a lo largo de una avenida o calle comercial9. La tercera modalidad correspondía, en el caso de las grandes ciudades que se desarrollaron siguiendo lo que podríamos llamar el modelo continental europeo, en particular el [223] de la Europa latina, a los barrios o unidades equivalentes, los cuales al mismo tiempo que constituían una unidad de residencia, proporcionaban en muchos casos, y proporcionan todavía en las ciudades centrales, una oferta comercial y recreativa básica (abarrotes, café, panadería, lavandería o tintorería, ferretería, papelería, etc.) y conformaban un espacio de sociabilidad circunscrita a las relaciones con los vecinos espacialmente próximos y a las interacciones circunstanciales resultantes de encuentros a lo largo del itinerario seguido, por ejemplo, para realizar alguna compra o para acceder a los medios de transporte público. La cuarta modalidad es la de los grandes equipamientos públicos destinados a la recreación, particularmente los grandes parques urbanos, concurridos sobre todo durante los fines de semana y que permitían (y permiten todavía), combinar el paseo con la realización de diversas actividades recreativas. Finalmente, la quinta modalidad, consiste en los nodos de circulación y transporte, como las estaciones ferroviarias, de metro y de autobuses, que combinan y hacen posible los flujos y desplazamientos de poblaciones a diferentes escalas, desde los movimientos cotidianos de ida y venida del trabajo, de la periferia al centro, hasta el tránsito internacional de los viajeros de paso. Más allá de estas cinco grandes modalidades de espacios públicos, hasta mediados del Siglo XX el espacio estatutariamente público es prácticamente todo el espacio urbano con excepción de la vivienda y otros edificaciones destinados a usos privados (oficinas, fábricas). El uso de la interacción social en estos diferentes tipos de espacios públicos ha estado organizada siempre, al igual que los de las modalidades actuales de espacios de uso público bajo control privado, como los centros comerciales, por un conjunto básico de actividades o funciones urbanas: consumo (o dicho de otro modo, compra de bienes y servicios); recreación, a su vez en gran medida ‐aunque no totalmente‐ vinculada al consumo; trabajo, movilidad, educación y las correspondientes modalidades de movilidad cotidiana asociadas a todas y cada una de estas actividades. Tal como lo mostró hace ya casi cinco décadas Jane Jacobs (1961) el uso de los espacios estatutariamente públicos depende en gran medida de la presencia y mezcla de locales que los circundan y las correspondientes actividades (incluidas la de residir) asociadas a tales locales (oficinas, tiendas, talleres, restaurantes, bares, cafés, oficinas públicas, servicios, mercados). En la medida que buena parte de estos locales y las actividades que en ellos se desarrollan, conforman espacios estatutariamente de dominio privado, pero de uso público, y que el propio uso de los espacios públicos depende entonces en grados diversos de locales privados pero de uso público o al menos de concurrencia de un cierto público, como sería el caso de consultorios médicos y despachos de notarios y abogados, la animación y lo que ocurre en los espacios estatutariamente públicos siempre ha dependido en gran medida de lo que ocurre con los locales y espacios privados que lo circundan. [224] A este respecto, la importancia del café, o de sus equivalentes en distintos países y ciudades, deriva precisamente del
8 Esto es algo que la perspectiva escandalizada de muchos investigadores críticos estadounidenses, frente al carácter excluyente en los EUA de los procesos de renovación de áreas urbanas en decadencia y su conversión en espacios de uso públicos especializados, segregados y consagrados al consumo, parece ignorar. Véase entre muchos otros: Defilippis, 1997; Flusty, 2001; Lloyd, 2002; MacLeod y Ward, 2002; Mitchell y Staeheli (2006). 9 Son perfectamente observables todavía en una metrópoli como Londres, donde con la excepción precisamente del área definida como "Londres Central", cada una de las localidades de las que está compuesta, cuenta con un área, generalmente una o dos calles, que concentra uno o más templos de culto, varios restaurantes, uno o más pubs, una tienda de autoservicio, lavandería, tienda de periódicos y revistas, una o más agencias inmobiliarias, lavandería, gimnasio, etc.
hecho de que se trata de un tipo de local que permite a un costo que puede reducirse precisamente al precio de "un café", una multiplicidad de actividades y facilita lo que podríamos denominar como la realización de "escalas" o "paradas" entre diversas actividades y travesías urbanas. En un café o alguno de sus equivalentes, es posible realizar encuentros y concertar citas, observar lo que acontece en derredor, leer el periódico o una revista o incluso un libro, descansar un rato, "hacer un alto en el camino", "hacer tiempo" e incluso, cuando se trata de uno del cual se es habitué o parroquiano, o a veces sin necesidad de serlo, enfrascarse en distintas conversaciones con otros habitués, el propietario del local y el personal que trabaja en el mismo. Es decir, el café en cuanto local, establecimiento, servicio y lugar, no sólo implica en sí mismo el desarrollo de ciertas actividades típicamente urbanas, sino que facilita la realización de otras y el tránsito por y el uso de la ciudad en cuanto conjunto de espacios públicos. Se podría afirmar incluso sin temor a exagerar, que la vitalidad de los espacios estatutariamente públicos, es expresada en una medida considerable por la mayor o menor presencia del café o sus equivalentes. No porque los cafés por sí mismos garanticen o determinen tal vitalidad, sino porque su difusión resulta un claro testimonio de la vigencia de los espacios públicos circundantes en cuanto, precisamente, espacios públicos. Podríamos extendernos mucho más sobre el análisis de un lugar como el café, sus significados y sus usos, pero lo que importa destacar aquí es que se trata de un tipo de local‐institución que ilustra en alto grado la profunda imbricación que ha existido y existe todavía en muchas ciudades, o al menos en muchas ciudades centrales, entre los espacios estatutariamente públicos, sus significados y usos, y la mezcla de locales y actividades que no sólo los circundan sino que lo constituyen como tal incluso tratándose de áreas destinadas a un uso fundamentalmente recreativo como jardines y plazas e incluso parques10. El personaje emblemático de esta experiencia moderna de la vida pública urbana, es el bien conocido flâneur, figura social del París de mediados del Siglo XIX, invocada por el poeta francés Charles Baudelaire y recuperada por el filósofo Walter Benjamin en su crítica de la ilustración y la modernidad (Benjamín, 1983) y a partir de él, imaginada como personaje paradigmático de la ciudad moderna, sus pasajes comerciales y [225] sus espacios públicos. En efecto, si adoptamos una definición de flâneur como un caminante que ostenta la figura de un caballero elegantemente vestido, un dandy, que a falta de otros compromisos y actividades, vaga ocioso por las calles de la gran ciudad, observando en tesitura distante el escenario urbano y a los otros tran‐seúntes con los que se cruza, a quienes no conoce y seguramente jamás volverá a ver, "abandonándose a la impresión y el espectáculo del momento" (Le Robert Micro, flâner; 1998: 562), podríamos arribar fácilmente a dos conclusiones. En primer término, que en cuanto tipo social, es decir en cuanto dandy, burgués elegante que "mata" el tiempo paseando por las calles de la gran ciudad, el flâneur ya no existe. Y, en segundo término, que junto con él ha desaparecido el medio, es decir el contexto urbano mediante el cual y en el cual presentaba y representaba su figura. Un contexto que además de ser ilustrado por los pasajes comerciales del Siglo XIX, tiene sin duda en las aceras y su uso intensivo su lugar por excelencia. Tanto el café como el flâneur sirven como metáforas del modo en que se relaciona lo público y lo privado en términos de los usos y significados del espacio público de la ciudad moderna en cuanto tipo ideal. Ahora bien, es muy importante tener en cuenta, que en la realidad la vitalidad de los espacios estatutariamente públicos no necesariamente ha supuesto ni supone actualmente la copresencia y la interacción habitual en un pie de igualdad de los diferentes, sea como sea que se definan las diferencias (por género, edad, clase social, etnia, raza, etc.). Desde luego, es posible además afirmar, como lo hace por ejemplo un geógrafo neomarxista como David Harvey, que el París en el que emergió la figura del flâneur, el de los grandes boulevares del Segundo Imperio, implicó poner en marcha un proceso de aburguesamiento del centro de la ciudad, que supuso dar forma a un tipo de espacio público que reflejara esplendor imperial, seguridad y prosperidad burguesa. Un espacio del cual el pobre debía ser excluido y en el cual el café, espacio comercial excluyente, y el boulevard, espacio público, formaron un todo simbiótico (Harvey, 2006: 21). Es decir, si el flâneur, o para el caso en general el público burgués usuario de los cafés, podía eventualmente estar expuesto a la mirada del pobre, tal como ocurre, a través de los cristales de un café, en el poema en prosa de Baudelaire "Les yeux des pauvres" traído a colación por el autor de referencia, esto no quería decir que el encuentro estuviera exento de problemas. Una situación que es puesta de manifiesto en este poema por medio del desencuentro de perspectivas en una pareja, en la cual el hombre manifiesta haberse sentido conmovido por las miradas de un trío conformado por un hombre y dos niños, vestidos en harapos, y un poco avergonzado por los vasos y botellas desplegados sobre la mesa, "más grandes que nuestra sed", en tanto que la mujer le dice: "¡Esas gentes que están allí me resultan insoportables con sus ojos abiertos como portones! ¿No podría pedirle al maître que los aleje de aquí? (Baudelaire, 2003: 135‐137, traducción propia). [226] El aburguesamiento del París de los bou levares, es contrapuesto por Harvey y por Richard Sennet (1974) a quien el
10 Jardines, plazas y en cierta medida parques urbanos, como puede constatarlo cualquiera que se tome el trabajo de realizar una mínima observación intencionada y como también lo mostró hace décadas Jane Jacobs (1961), pueden en ciertos casos no convocar a nadie, cuando están rodeados exclusivamente por residencias unifamiliares en un contexto suburbano, o sólo para usos muy específicos (por ejemplo "hacer ejercicio"), o pueden ser objeto de un uso intensivo por parte de un público más o menos heterogéneo, a lo largo de muchas horas, cuando están rodeados de, o incorporan, diferentes locales y actividades que convocan un público.
primero cita, al París anterior donde en los diferentes niveles de un mismo edificio era común que habitaran familias de diferentes condiciones sociales y en el cual no sólo eran esperables los encuentros entre gentes pertenecientes a diferentes condiciones sociales sino que tales encuentros eran valorados como parte de la experiencia urbana (Harvey, 2006: 22). De acuerdo con Sennet esta mezcla habitual y esperada de gentes de distintas condiciones sociales, que habría sido propia del París prehaussmaniano, fue reducida mediante diseño precisamente por la renovación haussmaniana de esta ciudad durante las décadas de 1850 y 1860. Se trató según este autor de estable‐cer una ecología de los barrios concebida como una ecología de las clases sociales, erigiendo de este modo, metafóricamente hablando, un muro tanto entre los ciudadanos como en la ciudad misma (Sennet, 1974:145‐148, citado por Harvey, 2006: 22). Pero si el extinguido flâneur, en realidad es una figura que representa bajo un modo burgués al paseante anónimo, que no es en absoluto representativo del citadino común y corriente, y además tuvo como escena una modernidad urbana que de acuerdo con autores como Harvey y Sennet generó un espacio público excluyente, cabe preguntarse cuándo y dónde ha existido un espacio público urbano efectivamente inclusivo de las diferencias y desigualdades sociales. Paradójicamente, la segregación socioespacial que Harvey observa como un resultado del moderno urbanismo haussmaniano, es invocada, nostálgicamente por quienes podríamos considerar sus seguidores californianos como algo digno de ser rescatado en la medida en que hacía "legible el orden social en el espacio urbano" (Sorkin, 1992a). En efecto, en contraste con los rasgos atribuidos al espacio público moderno, el diagnóstico más extremo de la evolución contemporánea de los espacios estatutariamente públicos anuncia su desaparición y se vincula a la evolución experimentada por los espacios metropolitanos o megalopolitanos en los EUA. El argumento es doble. Por una parte, Sorkin retoma en cierta forma la perspectiva difundida en décadas previas de la sustitución de la esfera pública por los medios de comunicación, en el sentido de que las computadoras, las tarjetas de crédito, los teléfonos y faxes (a la lista desde luego agregaríamos hoy la internet) como instrumentos de una instantánea y artificial adyacencia, están eliminando la proximidad real que constituye el cemento histórico de la ciudad. Por otra, esta evanescencia del espacio, se expresa en el surgimiento de una ciudad sin geografía, o postmetrópolis, lo que equivale a una no ciudad, o peor a una anticiudad. Esta anticiudad se manifiesta en el conjunto de artefactos que diversos autores consideran actualmente como expresión de la globalización: rascacielos cableados (hoy se les llama "inteligentes") implantados al pie de una supercarretera; enormes centros comerciales [227] anclados por las grandes cadenas departamentales y rodeados por enjambres de automóviles; hoteles aislados en sus plataformas e iguales en todas partes; áreas históricas y mercados‐festival revitalizados bajo un mismo modelo; dispersos e interminables suburbios sin ciudades; antenas parabólicas (Sorkin, 1992: xi). Todo esto, continúa el razonamiento, al igual que la televisión, elimina cualquier particularidad y signo de identidad, conforma territorios indiferenciados que constituyen un reino de no lugares. En contraposición con la ciudad histórica moderna, que hacía legible el orden social por medio de la forma urbana, esta ciudad sin geografía, en la que cual cualquier cosa va junto con cualquier otra, manipula y oculta este orden, liberándolo de las relaciones espaciales por medio de las comunicaciones y la movilidad. Esta ciudad sin geografía presenta según Sorkin tres características principales. La primera es la dilución de cualquier relación estable con la geografía física y cultural local; los elementos que la componen pueden estar en cualquier parte, tanto en medio del campo como en el centro de una localidad. La segunda, es la obsesión con la seguridad, lo que implica la multiplicación de formas de control y vigilancia por medios electrónicos y un conjunto variado de dispositivos físicos que definen nuevas formas de segregación ‐ciudades suburbanas de clase media (edgecities según la terminología que popularizó Garreau (1992) que emergen al margen de los antiguos centros urbanos; enclaves para los ricos; áreas gentrificadas; el capullo protector que circunda el globo, envolviendo al viajero de negocios al tiempo que arriba al mismo aeropuerto, hotel y edificio de oficinas; la red de sistemas de circulación subterránea y aérea que en ciertas ciudades de los EUA y Canadá permite a los consumidores y empleados de oficina circular de modo seguro y climatizado atravesando sin entrar en contacto con ella, la ciudad que está allá "afuera". La tercera es el hecho de que la ciudad sin geografía es un simulacro, basado en la evocación por distintos medios de lo que no es, es decir, la ciudad histórica. 3. De la crisis del espacio público a la lectura del orden metropolitano Llegados a este punto, el lector se habrá percatado de que las visiones del espacio público se prestan fácilmente para afirmar todo y lo contrario de todo11. Es por eso que quisiéramos aquí proponer una lectura que, en lugar de añorar o, peor aún, mitificar un pasado perdido que en realidad nunca existió, intenta más bien leer la llamada crisis del espacio público como el resultado de una disociación [228] entre el espacio estatutariamente público y las actividades 11 Esto es así porque quienes escriben tienden a generalizar, y a exagerar, a partir de la observación ‐no siempre en profundidad‐ del tipo de ciudad que tienen más cerca, o que mejor conocen. El lector puede fácilmente adivinar que detrás del epíteto de postmetrópolis se esconde Los Ángeles, y que cuando se piensa en la ciudad moderna, ésta tiende a asemejarse mucho a París, etc.
de la vida cotidiana, en el sentido de que estas últimas cada vez menos se realizan en el espacio público. Nos parece que esta definición tiene la ventaja de poner al centro del razonamiento los cambios que ocurren en la experiencia de la metrópolis (y los usos del espacio urbano) y al mismo tiempo permite incluir una casuística muy amplia de fenómenos en los cuales se combinan de diferentes formas espacios y actores privados y públicos. La disociación entre espacios públicos y prácticas urbanas ha sido un proceso paulatino y de largo alcance, del cual hoy en día podemos observar en las grandes metrópolis todas sus consecuencias plenamente desplegadas. Desde nuestro punto de vista esta disociación es un fenómeno típicamente metropolitano, y no puede ser entendida sin tomar en cuenta en su conjunto el orden metropolitano. De hecho, esta disociación es una de las manifestaciones de la crisis del orden reglamentario urbano y una de las principales transformaciones del orden metropolitano actual. Para concluir este texto propondremos en sus términos generales el tema de la disociación entre espacios públicos y practicas urbanas. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de disociación entre el espacio estatutariamente público y las prácticas cotidianas? Estamos aludiendo a la imposibilidad de realizar ese conjunto de prácticas heterogéneas que combinan de diferente manera la dimensión privada con la pública mediante el tránsito a pie por un espacio estatutariamente público. La muerte del flâneur es un resultado de esta imposibilidad. La realización de esas prácticas en las condiciones actuales de muchas metrópolis se ha vuelto más compleja o imposible para una buena parte de las poblaciones metropolitanas. Pero hay algo más. Para muchos habitantes de enormes aglomeraciones metropolitanas, como es el caso de la ciudad de México, esta posibilidad constituye una experiencia o bien desconocida, o bien no deseable y por lo tanto no buscada y deliberadamente evitada. Lo que era antes el espacio estatutariamente público, como elemento organizador de la ciudad y de la experiencia urbana, es hoy en gran medida o bien un conjunto de espacios de circulación entre dos puntos (vivienda‐lugar de trabajo, vivienda‐centro comercial, por ejemplo), o bien un acervo de espacios especializados a los cuales hay que "ir", porque ya no constituyen el tejido conectivo y omnipresente de la ciudad. Al contrario, estos espacios se han convertido en lugares donde se pone en escena la condición de anonimato y, habría que ver en qué medida, la copresencia de los (socialmente) diferentes. Hoy, en muchas ciudades, ambas cosas, para un peatón transeúnte, son posibles casi exclusivamente en dos tipos de lugares, los espacios privados de uso público, como los centros comerciales y lo que queda de la ciudad moderna que sin embargo, es importante recordarlo, en ciertos casos puede abarcar el conjunto de la ciudad central de una aglomeración metropolitana, [229] como sería París y otras ciudades europeas. Cabe señalar que esta disociación se inició tempranamente en el Siglo XX, para porciones significativas de la población urbana, en las ciudades estadounidenses, con la suburbanización masiva de viviendas apoyada en el automóvil privado y en las autopistas, y la concentración de las actividades de consumo y recreación en los centros comerciales, los cuales sustituyeron en los suburbios como lugares de concentración del comercio y los servicios a la calle principal (main street) de las localidades intraurbanas o vecindarios tradicionales (Fishman, 1987; Zukin, 1995; Hayden, 2006). Para comprender la disociación entre espacios público y prácticas urbanas hay que tomar en cuenta que el orden metropolitano (la forma de producir y organizar espacialmente la metrópoli) ha evolucionado en las últimas décadas con base en dos lógicas paralelas y en muchos casos complementarias: privatización y especialización. Se trata de la privatización de los espacios de uso público y de la segmentación social del público o más bien de los públicos congregados en diferentes lugares, que resulta de que, por una parte los lugares frecuentados por las clases medias y acomodadas, serían ahora sobre todo lugares de propiedad y gestión privadas o, al menos, aquellos donde el público asistente es (socialmente) filtrado tanto por mecanismos de autoexclusión, derivados del hecho de sentirse fuera de lugar debido al modo de vestir, la apariencia física y los hábitos y niveles de consumo, o lisa y llanamente mediante la aplicación de dispositivos explícitos de exclusión aplicados a ciertas categorías sociales ‐mendigos, homeless, vende‐dores ambulantes‐ (Defilippis, 1997; Flusty, 2001; Ghorra‐Gobin, 2001; Mitchell y Staeheli, 2006). Y, por la otra, que gran parte de los espacios estatutariamente públicos, o bien resultarían en la práctica en lugares sólo frecuentados por los pobres o más en general ‐las clases trabajadoras o "populares"‐ o en el límite, grupos marginales; o bien adquirirían las características de enclaves de minorías étnicas y frecuentados entonces, como sería el caso en ciudades como Los Ángeles, casi exclusivamente por población perteneciente a alguna de estas minorías (Cruz, 2001; Da Costa Gomes, 2001; Murray 2004). Una primera acepción de la idea de privatización de los espacios públicos hace referencia a la proliferación de equipamientos destinados al uso público pero estatutariamente de propiedad privada y por consiguiente sujetos en principio a fines, usos y reglas de comportamiento definidos y asignados por sus propietarios. El ejemplo más claro de este tipo de equipamientos son los centros comerciales y los llamados parques recreativos o temáticos. La idea de privatización en estos casos hace referencia al hecho de que concentran en un área bajo control privado, actividades ‐comprar, pasear, tomar un café, asistir a un espectáculo, ir al cine, comer en un restaurante‐ que tradicionalmente, o más bien en la ciudad moderna, están vinculadas al uso de espacios estatutariamente públicos.[230] Piénsese por ejemplo, en cómo se realiza habitualmente una o varias de estas actividades al transitar por una calle o avenida en las que se encuentran alineadas tiendas, restaurantes, cines, cafés, viviendas, oficinas, despachos,
consultorios (en los pisos superiores), etc. Al igual que en un centro comercial, los propósitos que animan a cada uno de los transeúntes pueden ser muy diversos, pero la diferencia fundamental radica en que mientras se transita o se ingresa a un edificio o local situado en una calle, un centro comercial no es un lugar por el cual se pueda transitar en el sentido de atravesarlo para ir a otro lugar, se trata más bien por definición de un lugar al que hay que ir, al que se tiene que entrar y del que se tiene que salir, y donde las entrada y salidas son concebidas como barreras en las que se realiza un control del público‐clientela. En un centro comercial, si bien la diversidad de locales que alberga hace posibles distintas actividades, incluida la de simplemente pasear sin comprar o consumir nada, de todos modos implica la segregación de ciertas funciones y actividades. No se transita por un centro comercial para ir a otra parte, para ingresar a la propia vivienda o para acudir a una cita con el dentista, ni se hace un alto para tomar un café como escala entre la salida del trabajo y el regreso al domicilio. Una segunda acepción de la idea de privatización de espacios públicos es la de cierre, clausura, vigilancia y control privados de espacios estatutariamente públicos. En muchas ciudades latinoamericanas (Cfr. Cabrales Barajas, 2002), incluida desde luego la ciudad de México, se ha vuelto un hecho bastante común el cierre y control del acceso por parte de organizaciones vecinales de calles en áreas en las que domina el uso habitacional y en las que el tránsito vehicular "de paso" es derivado hacia alguna vialidad principal. En estos casos el argumento comúnmente esgrimido es la "seguridad", pero como veremos más adelante, en realidad la invocación de este término encierra significados complejos. Dentro de esta misma acepción pueden incluirse la difusión en las ciudades estadounidenses de una multiplicidad de prácticas y dispositivos que implican desde las restricciones al uso público de playas, estanques y lagos impuestas por residentes acomodados en diversas ciudades ‐Los Angeles y Long Island, por ejemplo (Law, 2006: 82)‐; el cierre, rediseño y vigilancia de parques y plazas públicas por entidades privadas (Turner, 2002; Low, 2006; Mitchell y Staeheli, 2006). Así, desde la lógica de la gestión privada, los espacios estatutariamente públicos han sido progresivamente convertidos sea en lugares especializados o temáticos, en gran medida renovados o reconstruidos y gestionados por el capital privado. En los EUA, desde los años setenta múltiples procesos de renovación de áreas centrales, antiguas calles comerciales, áreas portuarias o ribereñas (waterfronts) y antiguos mercados bajo la modalidad de "desarrollos de interés comercial" (Bussiness Inter est Developments conocidos bajo la sigla BID), han convertido a gran número [231] de estos lugares en espacios especializados de consumo y recreación (Mitchell y Staeheli, 2006). Se trata de un modelo común en que la historia y el carácter típico de estos lugares, que invocan modos de vida urbana ya desaparecidos y los orígenes y actividades fundadores de las respectivas ciudades, son escenificados mediante la restauración arquitectónica, los elementos que integran la decoración y la presencia de tiendas temáticas. De acuerdo con la generalidad de los analistas, que además normalmente los consideran simulacros, es decir sustitutos que evocan el carácter y las formas de vida que estos lugares alguna vez tuvieron y albergaron, se trata de espacios que han sido destinados a un público específico, constituido fundamentalmente de individuos blancos de clase media acomodada, y una sociabilidad y animación basadas en formas de consumo y recreación sofisticadas. Lo que ha ido de la mano con su depuración social, vía tanto los propios mecanismos del mercado como la aplicación de dispositivos de control y vigilancia privados destinados a filtrar el público asistente, en particular el tipo de personajes invocados mediante calificativos tales como loiters (vagabundos o vagos) y homeless (individuos sin domicilio fijo). Planteado en nuestros propios términos, se trata de espacios de uso público que han sido sujetos a diferentes grados de privatización y que han sido despojados de la diversidad de usos y de asistentes que sería propia, de acuerdo con estos analistas, de los espacios realmente públicos (ver nota 7). Una tercera acepción hace referencia a la apropiación o control ejercido por grupos específicos sobre lugares que pueden o no permanecer físicamente abiertos y formalmente como estatutariamente públicos, pero en los cuales los grados de apertura, libertad de circulación, congregación de un público socialmente heterogéneo y diversidad de usos, son limitados al ser apropiados en función de distintas formas de aprovechamiento privado (da Costa Gomes: 2001), por una parte como consistentes tanto en formas de apropiación de los espacios públicos para el desarrollo de las actividades y la economía informal ‐vendedores ambulantes, cuidadores de automóviles, prestadores de pequeños servicios en la vía pública‐; como por propietarios de inmuebles y grupos vecinales con apoyo en el discurso de la seguridad (dispositivos que ocupan parte de la acera para cercar la entrada a edificios de departamentos, barreras que impiden el libre tránsito en calles destinadas a la circulación local, entre otros); y otras múltiples formas de invasión y apropiación de espacios públicos. Por otra, como la afirmación de identidades territoriales basadas en un discurso de la diferencia y traducidas en el control de un territorio que es definido como propio y excluyente. Da Costa Gómez menciona entre otros, los casos de las bandas de jóvenes que disputan determinados territorios; de los traficantes que imponen su control y su ley sobre las favelas; los grupos religiosos que se apropian de determinadas plazas. [232] La cuarta acepción corresponde a la producción y organización del hábitat, a diferentes escalas, como hábitat privado, cuyo uso es restringido a los residentes. Amplios sectores de las clases medias y altas se autosegregan por medio de enclaves residenciales cerrados, incorporando en ellos equipamientos de consumo y recreativos de uso exclusivo de los residentes en dichos enclaves;
o aun sin recurrir a la clausura física a través de muros y barreras, al desarrollo de dispositivos de vigilancia y control destinados a mantener alejados a quienes son ajenos al lugar y no "tienen nada que hacer allí"12. El primero y más evidente efecto del hábitat cerrado en relación con el espacio público consiste en la eliminación del espacio de proximidad como espacio público y del conjunto de los bienes de uso colectivo como bienes públicos. Este hecho primordial se relaciona con un conjunto de efectos en cascada. En primer término, y tanto más cuanto mayor sea su escala, el hábitat cerrado, dado su carácter introspectivo, se separa del medio circundante. En segundo lugar, esta separación implica que la conectividad y la accesibilidad se convierten en cuestiones centrales que desplazan el interés por lo que se encuentra en las inmediaciones de la vivienda; en la medida que el condominio, conjunto o desarrollo cerrado autoproduce su propio ambiente, puede prescindir del exterior inmediato. Para sus habitantes la relación con el exterior en general, pasa a ser definida por los itinerarios y tiempos requeridos para acceder ‐normal‐mente en automóvil‐ a los lugares que interesan. En tercer lugar, la gestión del hábitat se independiza de la gestión local y urbana, salvo por lo que se refiere a la vinculación con la infraestructura general. Por último, por definición el hábitat cerrado rompe la continuidad del tejido urbano y por consiguiente de las vías de circulación o bien simplemente carece de vinculación espacial con dicho tejido. Desde luego este efecto es tanto más importante cuanto mayor el tamaño de la urbanización o conjunto de que se trate. En conjunto, según muchos autores, estaríamos frente a una tendencia generalizada a la homogeneización social de los lugares y equipamientos de uso público. Pero, por mucho que el hábitat cerrado interiorice áreas recreativas y equipamientos, nunca podrá suministrar el conjunto de los elementos que constituyen la ciudad o para el caso, el espacio metropolitano, y puede existir en la medida que éstos existen y que su vinculación con ellos está resuelta de una u otra forma. Por ello, en el límite es un tipo de hábitat no sustentable, para utilizar un término en [233] boga. Y podemos suponer que su auge y difusión encontrará seguramente un punto de inflexión derivado de sus límites y contradicciones intrínsecas. Pero entre tanto, ¿cuáles son los factores que determinan su atractivo y, por el momento, su difusión creciente, particularmente en ciertas metrópolis y regiones metropolitanas? Esta misma pregunta puede hacerse para el caso de los centros comerciales, de los parques temáticos y de los centros históricos depurados. El problema de la creciente privatización y especialización de los espacios urbanos es sintetizado eficazmente por Jerome Monnet a propósito de los enclaves residenciales: "¿Cómo se maneja la tensión contradictoria entre los procesos de encerramiento que tenderían a fragmentar la ciudad en espacios con intereses diferentes y las lógicas de la interdependencia, que obligan a mantener relaciones entre estos espacios?" (Monnet 2006: 5). En general, los lugares que resultan de la disociación de los espacios públicos y las prácticas urbanas se constituyen cada día más como micromundos regidos por reglas propias. Por lo tanto no son fáciles de usar sin adiestramiento previo. En el mejor de los casos cada vez más se asemejan a sistemas expertos cuyo funcionamiento hay que aprender, desde los procedimientos de entrada y salida (tickets, plumas, registros, controles, etc.) hasta el conocimiento de lo que se puede o no se puede hacer en su interior. En este sentido estos nuevos espacios, juntos con nuevas reglas, generan también nuevas prácticas urbanas que es preciso investigar. En el peor de los casos corren el riesgo de explotar (o de la implosión) por efecto de su propia lógica. Ejemplos de estos riesgos de son los costos crecientes de los sistemas de seguridad interna, cuya eficacia deja mucho que desear, y los crecientes problemas de movilidad que se generan a nivel metropolitano. Que se quiera o no, son estos lugares los que están sustituyendo el espacio público moderno. La cuestión de su funcionamiento y de su viabilidad implica entender cuáles reglas formales o informales los hacen existir y reproducirse, en cuáles criterios se basan quienes los construyen y quienes los usan, cuáles practicas urbanas hospedan. Cabe decir, en principio, que se trata de espacios distintos y que sus lógicas tienen que ser estudiadas en sí mismas, pero también en relación con las otras. Además si pensamos en conjunto en estas distintas formas de privatización, podemos constatar que con algunas excepciones, ni presentan una difusión universal ni necesariamente poseen el mismo significado en distintos contextos urbanos. [234] Referencias bibliográficas
12 La difusión del hábitat cerrado no constituye un fenómeno que se difunde en todas las metrópolis ni se corresponde con las metrópolis globales. Es importante y creciente en metrópolis que como México, San Pablo y Buenos Aires, revistan según diversas clasificaciones en el segundo o tercer rango de las ciudades "globales" y prácticamente inexistente en metrópolis como Tokio o París que son invariablemente ubicadas en la cima de tales clasificaciones (Janoschka y Glasze, 2003). Para una panorámica sobre los enclaves cerrados en América Latina véase los volúmenes coordinados por Giglia (2001), Cabrales Barajas (2002), Capron (2006); para los EUA, McKenzie, 1994.
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