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Segundo lugar Intervalos

BenjaMín ignacio carteS vaccia

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Benjamín Cartes (Santiago, 1994). Cursó la enseñanza media en un establecimiento educacional de La Reina, para posteriormente ingresar a la carrera de Licenciatura en Medicina en la Universidad de Chile, el año 2012. Actualmente pasa la mayoría de su tiempo realizando prácticas en el Hospital Barros Luco-Trudeau, un centro de atención pública ubicado en la zona sur de la capital; desde ahí busca espacios para, a veces, hacer literatura, timidamente inspirada en Murakami, Danielewski, Coetzee, y algún cuento de Cortázar leído cuando niño.

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Te encontraron boca arriba, derrotado en el asfalto más sincero de Santiago;

es decir, a una altura indescifrable de la Gran Avenida, casi en invierno y bajo un cielo sucio de neón antiguo y tendido eléctrico. Tenías los ojos abiertos, la mitad del cuerpo empapado en orina y el resto decorado con manchas de espuma y otras cuantas de algo más, posiblemente sangre. O quizá vino. La mayoría de los que te vieron optó por creer lo último y, al pasar, te desecharon como otro borracho más, obscenidad de la calle o invocación trivial de aquello que resulta indeseado. Pero solo la mayoría, porque no todos la hicieron así. Cinco muchachos, que entre todos no sumaban un puñado de años, apretaron los frenos y descendieron de sus bicicletas para conocerte. Venían desde más al sur y olían a una tarde de risas largas y cerveza. Algunos habían compartido unos pitos y el viento, que a ratos llegaba desde el norte, los electrocutaba suavemente, volviendo un poco más torpe su forma de moverse ante la escena inesperada. De los más sobrios, uno se agachó hasta quedar a unos centimetros de tu rostro, que brillaba tórpido bajo la luz de una farola mal cuidada. Intentó recorrer con la mirada las manchas que surcaban tu ropa, pero algo lo hizo detenerse de pronto. «Es sangre», observó, como si su deber fuese alertar al resto. «Sale hueón, estái loco», replicaron unas voces que hasta ese momento no habían parecido interesarse demasiado en tu presencia. «Pero es sangre», repitió el primero, en una fonación idéntica a la de antes. De a poco todos se voltearon hacia ti y algunos fueron bajando hasta la altura de tu cuerpo. Desde ahí, en silencio, comprobaron el aire: más allá del olor violento de tu orina, se ocultaba un leve aroma metálico, algo que no tenía mucha relación con el alcohol ni con cualquier variante de desecho. Rápidamente buscaron una herida con los ojos, mientras los más involucrados al mismo tiempo discutian sobre qué diablos te había pasado. «Se mordió la lengua», impuso como de la nada el más joven de los cinco, que se había quedado quizá un poco más lejos. «Mi hermano es epiléptico y estos hueones, cuando tienen los ataques, se mean y se muerden la lengua. Por eso tiene sangre» .De pronto todos lo miraban con aires de algo que podría haber sido lo mismo sospecha que respeto; pero él, sin inmutarse, se acercó más a ti y te desabrochó el primer botón de la camisa como si aquello fuese la obra de un cirujano. «Mi hermano tiene que usar un collar donde dice que es epiléptico», explicó mientras todos lo repasaban, primero a él

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y luego a ti y a tu cuello, con unos ojos de película que empieza o que de pronto parece que estuviese a punto de acabarse. «Quizá él también tenga uno», dijo como concluyendo. Pero tú naturalmente no llevabas ningún collar, ni te habían hablado jamás de que tuvieras epilepsia o algo parecido, ni siquiera otra enfermedad de las menos extravagantes; solo cuando niño el recuerdo de algo así como una sospecha de asma, por una vez que dijeron que te ahogaste en la parcela de un compañero, pero nunca te lo creíste mucho porque te encantaba correr por todas partes y después trabajaste ese verano ayudando en una construcción atiborrada de polvo y nada llegó nunca a ser mucho más que eso. «Qué raro», pensaron todos. Uno de los chicos que se había agachado eventualmente se puso de pie y dio unos pasos que lo alejaron del tumulto. «Hay que llamar a una ambulancia», dijo a los demás, en un tono nervioso pero serio. «Hueón, ni siquiera sabemos si está vivo o muerto», le respondió uno de los que seguía encuclillado al lado tuyo. «Y qué importa, si igual en cualquiera de los dos casos habría que llamar a la ambulancia, ¿o no?», dijo el primero mientras sacaba un celular que se veía más caro que la bicicleta de la que se había bajado hace unos minutos. «Ahora todos los pendejos tienen uno de esos», habrías pensado si hubieses podido verlo. «Y sí, demás», dijo el muchacho que instantes atrás había dudado. «Pero por lo menos podríamos tomarle el pulso. O fijarse bien si está respirando», dijo el más joven, que parecía monopolizarse la sensatez de las ideas. De pronto los cuatro niños te miraban al unísono el abdomen, a la espera de cualquier movimiento que pudiese esclarecer en algo su dilema, mientras el quinto marcaba los números correspondientes y esperaba la voz del otro lado, como apoyándose en el celular. «A ver, esperen», dijo uno que hasta entonces no había emitido una sola palabra. Se sacó los lentes que llevaba puestos y que eran de un corte tan sencillo que a ratos parecían no poder ser sino disfuncionales. Los limpió un poco con la manga del polerón y los puso bajo tu nariz, que en ese momento era poco más que una protrusión helada e inmóvil. Uno de los vidrios se empañó timidamente, para luego desempañarse y volver a empezar en intervalos prolongados. «Está vivo», declararon entonces varias voces, en distintos grados de emoción. «Apura a la ambulancia, hueón», pidió alguien. «Ya, sí. Pero revisen si anda con la billetera o algo por mientras, pa’ saber cómo se llama, por último», dijo el del celular. Los más valientes te metieron la mano en cada bolsillo y hasta te buscaron por dentro de la chaqueta, pero esa noche la billetera la habías dejado en otro lado y contra eso no había mucho más que hacer.

No pudiste escuchar cómo el del celular se deshacía en explicaciones mientras pedía la ambulancia, como si todo aquello, de alguna extraña manera, hubiese

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terminado por ser su culpa; y cada palabra que decía la entregaba un poco fuera de tiempo, un poco fuera de lugar; así de nervioso estaba él y en el fondo así, igual, estaba todo el resto. De todas formas, el muchacho hizo lo que tenía que hacer y la operadora terminó de tranquilizarlo cuando le dijo que una ambulancia ya iba en camino, que lo iban a ayudar en todo lo que les fuera posible. Después —y esto quizás te hubiese causado gracia— uno de los chicos dijo que la habían cagado, que obviamente junto con la ambulancia iban a llegar los pacos y algunos de ellos habían tomado y otros habían fumado; a todos se los notaba y ninguno era mayor de edad. «Quédate tú», le dijo alguien al más joven. «Con suerte tomaste un sorbo y, además, como erí más pendejo, a lo más te van a hueviar un poco y hasta ahí no más». El más joven protestó con fuerza y una o dos voces se levantaron para apoyarlo, aunque débilmente, como si por lástima más que convicción. De todos modos, nada de eso sirvió de mucho y, minutos después, eran cuatro las bicicletas que pedaleaban como una sola, desplazándose hacia el norte a lo largo de la avenida; y una quinta hacía guardia, inmóvil al lado de tu cuerpo lamentable. «Maricones», esgrimió entre dientes el más joven. Pero ya no había posibilidad de que lo hubiesen escuchado. Miró hacia la porción de la calle que se perdía camino al hospital y pensó que aquel viejo edificio —ya no sabía si feliz o tristemente— no debía estar a más de diez cuadras de donde se encontraban él y tú. Apretó con fuerza la barra de fierro que comandaba la bicicleta y sin doblegarse esperó dos minutos que le parecieron terriblemente largos, imposiblemente espesos. De pronto vio las sirenas tomándose la calle desde lejos; las luces azules y rojas rebotando en las ventanas antiguas, en una botella rota sobre el suelo. «Cresta», pensó mientras veía que un carro de policía se asomaba, de a poco, por un costado de la ambulancia. Te observó desde la altura que le confería la bicicleta y, a un solo tiempo, lanzó un suspiro y la media vuelta que lo dejó pedaleando como pocas otras veces lo había hecho, disparado hacia cualquier lugar que no fuera justo esa farola, justo esa vereda sucia que apenas te amortiguaba. Y aunque se moría de miedo, miró por sobre su hombro una última vez observar cómo la ambulancia, al fin, se había detenido al lado tuyo y unos monigotes de blanco y celeste se bajaban de ella, rodeándote con ademanes de prisa y urgencia. No volvió a buscar el carro de policía; pero sí te dirigió una última mirada mientras algo innominable le hacía creer que de golpe ibas a levantarle uno de tus brazos, que después seguro moverías tu mano, delicadamente, como diciendo: «Gracias».

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II

En la víspera del viaje los objetos reposan en silencio, tendidos sobre una cama, quizá demasiado pequeña, pero que siempre está hecha y donde si no se ha dormido bien jamás ha sido culpa de ella. Ahí, cerca del respaldo, una mochila Head de color azul marino guarda un par de mudas de ropa, algunos articulos personales y una radio antigua que la tiene apunto de reventar; más allá, varias bolsas plásticas, marcadas con el logo desgastado de algún supermercado de provincia, encubren unos cuantos alimentos, una toalla y un par de zapatillas livianas, porque allá casi nunca llueve y probablemente los bototos estén de más; también hay una pila de libros —nada demasiado pretensioso; unas novelas de Verne y una colección de cuentos de Asimov— y una torre de casetes que alguna fuerza invisible ha derribado, desparramando sobre el cubrecama cajitas blancas y negras que, con lápiz azul, despliegan hacia el techo de la pieza los nombres del sonido que contienen en secreto; y, al final, casi cayéndose desde la cama al suelo, una rareza que había aparecido como de la nada unas semanas atrás, en una feria nublada de domingo —y por veinte lucas, aunque era plata, ante el impulso no hubo mucho que pensar—: una camiseta celeste con detalles negros, que en el pecho lleva el escudo de la Lazio y en la espalda un gran número nueve, coronado por cinco letras que se ordenan para deletrear: Salas. El hombre recoge la camiseta y se la pone por encima de la ropa que trae puesta de antes; luego se mira a un espejo que reposa contra una de las paredes de la habitación. Apenas le queda. «Pero al Nico le va a quedar grande», piensa. Sin sacársela, sale del dormitorio y entra al diminuto comedor donde lo espera una vieja mesa de madera; sobre ella hay un mapa de Chile, interrumpido a ratos por pequeñas anotaciones hechas con lápiz pasta, un cuaderno cuadriculado con una página a medio escribir, y un portátil marca Compaq de color gris marengo. El hombre se acerca a este último y enciende la pantalla. El ícono de la batería indica un veintiocho por ciento de carga y el del reloj que son pasadas las once de la noche. «Ya es tarde», piensa. «Pero en una de esas». Desplaza su dedo medio con cuidado por la superficie táctil y la presiona con fuerza una vez que el cursor está sobre el ícono de Skype. Tiene un solo contacto y está desconectado. «Es jueves», recuerda de repente. «Seguro lo mandaron a acostar temprano, como mañana tiene clases». Entonces cierra el portátil despacio, como si aquello fuese a quebrarlo. «Todo esto de la distancia es más que una lástima», piensa. Por lo menos el Nico no tiene problemas con los computadores y así pueden hablar un poco más seguido, sin las cuentas abusivas

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que amarran a los celulares; y con la cámara es posible —por ponerlo de algún modo— verse un rato las caras. Es cierto que ha sido todo un desgaste conseguirse un portátil decente sin pagar más de lo necesario, y mucho más armar la conexión en un pueblo donde ni siquiera la mitad de las casas tiene teléfono, pero dentro de todo ha valido la pena. Incluso se ha reído un par de veces enseñándole a la señora Carmen cómo usar internet. Y, a propósito de ella, los encargos. Se dirige entones hacia el cuaderno que espera inmóvil sobre la mesa. En la hoja visible se puede leer una lista escrita con letra ordenada, grande y manuscrita; hay una o dos faltas de ortografía y un par de movimientos bruscos que denotan los que podrían ser los inicios sutiles de un temblor. En su mayoría se trata de cremas para la piel y remedios para los huesos. «Cosas que solo venden en Santiago», había dicho la señora Carmen. Pero quién sabe. El hombre se aleja de la mesa y abre el segundo cajón de un mueble que se ha vuelto casi imperceptible en la oscuridad del comedor. Saca un fajo de billetes de distintos valores y los organiza en tres pilas que suman diferentes cantidades. Una para pagar la habitación cerca de Estación Central que ha reservado por teléfono unos días atrás; otra para las comidas en general, pero sobre todo para invitar al Nico a ese local de pizzas que le encanta pero al que seguro nunca va con su mamá; y una última con la plata que la señora Carmen le entregó para los encargos. Ella siempre ha sido amable y no vio por qué no hacerle un favor. Después se dirige de regreso al dormitorio e introduce el dinero del alojamiento en un bolsillo pequeño y externo de la mochila azul marino. La plata de los encargos y casi toda la de la comida las mete en su billetera, dejando algo de remanente para un bolsillo interno que ha zurcido él mismo en su pantalón de mezclilla, solo por si acaso. De pronto, se acuerda de los peajes y recorre los pocos cajones de la pieza hasta juntar un puñado de monedas de diverso tamaño y valor. Con eso bastará, piensa. Antes de acostarse despeja la cama de la mochila y las bolsas, los casetes y los libros. Casi se olvida de sacarse la camiseta de la Lazio y doblarla bien antes de dormir. Pero no es la idea llevársela toda arrugada, piensa después. Mientras se saca los zapatos le arroja una última mirada al mapa, apenas visible sobre la mesa del comedor. Serán unas diez, doce horas hasta Santiago. Pero los viernes el Nico se queda al fútbol y eso termina pasadas las cinco, así que con tal de salir muy de madrugada todo estaría bien. Quizás habría tiempo de sobra para las cremas y los remedios. Después de eso, se iría directo a buscarlo al colegio en San Miguel y, como luego de haber jugado uno siempre tiene hambre, pasarían a las pizzas, que no quedaban muy lejos de ahí. Aunque ya deben ser casi las doce, piensa de golpe. Apenas cuatro horas para dormir. Entonces cierra la puerta del dormitorio, apaga la timida luz del velador —la

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única que había estado encendida— y se mete bajo las sábanas con la esperanza de no pensar tanto y dormirse de pronto, sin sobresaltos. Esa noche sueña que atraviesa Chile en un auto de otra época, con su hijo en el asiento del copiloto.

A las cuatro de la mañana del día siguiente, el hombre ya se aleja de la fachada verduzca de su casa y la señora Carmen, que se ha despertado solo un poco más temprano para despedirlo, le dice adiós con el gesto convencional coronándole la mano. Va levantando el polvo mientras cruza los caminos de tierra que conforman la figura de su barrio, atento a cualquier salida que lo encumbre rápido hacia el norte, por la carretera. El auto es un Lada Samara del 92 y la mayoría de las veces es un infierno, pero es mejor que nada y el Yaris —que tampoco era la gran cosa, aunque de todos modos era más que esto— hubo que venderlo poco después de separarse; la idea era aminorar en algo los costos de tanto trámite y en el fondo de tanta estupidez que una vez pagada termina por sentirse tan violentamente innecesaria: los abogados, los psicólogos, el colegio del Nico que por nada en el mundo iba a dejar pasar un día sin cobrarles; y también todo el traslado desde Santiago hasta este pueblo en medio de la nada, donde solo lo esperaban un puñado de recuerdos insignificantes y la casa derruida de los abuelos.

Todo aquello había sido profundamente borroso: ahora le parecía que fue algo así como un sueño largo, o una película extraña en la que alguien le ha cortado, azarosamente, varios pedazos a la cinta. En cualquier caso, el desenlace lo había dejado solo, dando tumbos por una casa y un trabajo y —lo que verdaderamente le parece imperdonable— lejos de quizás lo único que había terminado por tener sentido para él. ¿Un año de mierda? Ponerlo así era poco, pero, por lo menos, el sur le resultaba agradable. Piensa eso cuando por fin toma la carretera y siente del otro lado del parabrisas la madrugada húmeda, vacía de luz pero de algún modo iluminada por la forma serena de los árboles. Sí, el sur en efecto era precioso y, además, en unas cuantas horas será la salida del colegio, el abrazo incómodo y después los regalos, la camiseta que ojalá lo vuelva loco, comer lo que él quiera y conversar sobre todo lo que les ha pasado, que al fin y al cabo estos meses sin verse no pasan en vano, no; pero en realidad el tema no importa mucho, podrían hablar de lo que sea, cualquier cosa con tal de reírse un rato los dos solos y de pronto, de algún modo u otro, todo lo demás habrá valido la pena. «Tiene que ser así», piensa. Ya hacía falta una vuelta de tuerca. Y aquello muy bien podría ser cierto; pero el universo juega con extraños designios y, minutos antes de las cinco de la mañana del viernes, al mismo tiempo que el Lada se esfuerza por domar la curva de una porción inusualmente sinuosa de la carretera, un hermoso

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caballo cimarrón —fina línea blanca sobre el hocico castaño— se arroja desde el verde hacia el gris de la carretera, huyendo de sabrá nadie qué peligro, si real o imaginario. El movimiento repentino obliga al hombre a desviarse, ya sin control, hacia su izquierda; y aunque en el fondo sabe que lo más sensato sería absorber de lleno el choque, un impulso infantil le impide dirigirse a secas contra la silueta súbita del caballo. Aun así el auto se gira e impacta al animal con la parte trasera, emitiendo un sonido sordo y opaco. Después serían los relinchos, las chispas que vuelan sobre la barrera de contención; y el hombre que se apaga lentamente mientras el animal, algo menos herido, regresa al centro de su bosque.

Para cuando despierta los primeros rayos están a punto de romperse. «Ha pasado algo de tiempo, aunque no demasiado», piensa, como si no pudiera evitar sacar cuentas. Se toca el pelo y el rostro, pero no encuentra heridas ni rastros de sangre. Tampoco ve nada raro cuando se mira con cuidado en el retrovisor. Solo un extraño dolor de cabeza. Pasa su mano por la curvatura del volante y percibe como este se ha deformado tras el impacto. «Fui yo», piensa, recorriéndose la frente con la punta de los dedos. Vuelve a revisar en el espejo, pero ahí sigue la misma imagen. De pronto se da cuenta de que el motor del auto sigue andando y ello le parece una especie de milagro. «Podría manejar de vuelta al pueblo o hasta el hospital más cercano», se dice a sí mismo por unos instantes, pero de inmediato comprende que no, que jamás va a lograr convencerse. Observa una última vez su reflejo y siente de golpe la excesiva suerte de haber salido ileso, de que el auto que ya era moribundo haya quedado de pie después del caballo, pero sobre todo de aún estar a tiempo. «Porque aún estoy a tiempo», piensa. Quizás habrá que postergar los encargos o hacerlo esperar un poco a la salida del colegio, pero sin duda puede lograrse. Sí. Y en una vuelta de tuerca se sacude la cefalea, perdiéndose hacia el norte en la sola compañía de un deseo.

III

Por las mañanas, el hospital era un daguerrotipo de la abulia: antes de que el sol hubiese entrado por el hueco triste de una ventana rota, hace mucho que el ánimo ya había salido de los cuerpos, sin siquiera levantar la mano, como quien se despide a la pasada. Aun así, los camilleros resistian suspirando, colapsados entre el ir y venir de los pacientes —esos viajeros desgastados que se desplazan con el cuerpo tendido y una espera interminable que de pronto se les sube por los ojos—;

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y todos ellos en conjunto daban a luz los movimientos frenéticos de una coreografía sorpresivamente diligente, entorpecida solo por la presencia inoportuna de alguno de los estudiantes, que se había detenido como siempre en el lugar equivocado, quizá para atrapar un respiro o tal vez sólo para desilusionarse un poco más de los doctores que no guardan en su mundo —tan elevado— el tiempo necesario para hablar de camilleros y pacientes, ni menos respirar o ponderar la etiología esquiva de las desilusiones. Así era la mayoría de las veces. Sin embargo, esa mañana el tiempo había decidido desacelerarse un poco y, en medio de la calma inesperada, un cúmulo de doctores y estudiantes se cristalizaba, algo incómodamente, en torno a uno de los negatoscopios. Un doctor, de unos cuarenta años o menos y que al parecer cumplía una suerte de rol pedagógico, dispuso una serie de radiografías contra la luz blanca del aparato. «¿Alguien podría decirme, con un grado de seguridad decente, de qué se trata esto?» preguntó en voz alta, mientras con una pluma de marca apuntaba los contornos de un escáner de cerebro. El alumnado se limitó a guardar silencio. «Tú», dijo el doctor, arrojando la palabra hacia uno de los estudiantes más viejos, «¿cómo se llama esto, aquí?» especificó mientras dirigía su pluma hacia una incipiente mancha blanca que coronaba el cráneo de la imagen con una silueta biconvexa. «Eso es un hematoma epidural» respondió el alumno luego de un instante. «Es producto de una hemorragia intracraneal». De pronto, todos lo miraban. El doctor frunció un poco el ceño y le pregunto si acaso estaba seguro de ello. «Sí, creo» dijo el alumno, como si algo repentinamente lo hubiese avergonzado. El docente entornó los ojos y lanzó un suspiro. «Sí», dijo, «en efecto, esta imagen corresponde a un hematoma epidural, y esta mancha blanca de acá no es otra cosa que la sangre que se ha ido acumulando dentro del cráneo del paciente, producto de lo que creemos puede ser una ruptura de la arteria meníngea media. Ahora, ¿quién sabría decirme la causa más probable de esta eventual ruptura de la arteria?». La pregunta del doctor recorrió los rostros en una sola y violenta pasada. «Un golpe en la cabeza», aventuró uno de los más jóvenes que estaba ahí presente. El docente se restringió a devolverle una mirada severa. «Un traumatismo craneano», corrigió una compañera del mismo año. El doctor se giró hacia donde estaba ella y le dijo, sin felicitarla, que sí, que efectivamente aquello era lo más probable. Parecía disponerse a proseguir con el interrogatorio cuando otra voz, más pequeña, se le interpuso. «¿Pero cuál es la historia, en concreto, de este paciente?», se había atrevido a preguntar la muchacha, interrumpiéndolo. El doctor, algo sorprendido, levantó una mirada breve, aunque terminó por dirigirla hacia nadie en especial. «No sabemos», respondió después, mientras daba la espalda a los alumnos para observar una vez más las imágenes.

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«Lo trajeron la noche del viernes», aclaró: «alguien lo encontró tirado en medio de la calle y llamó a una ambulancia. Al parecer había estado convulsionando, pero lo cierto es que a causa de su estado ni siquiera hemos conseguido identificarlo». Algunos estudiantes comentaron la situación en voz baja. «Ya, pero alguna idea habrán de tener, ¿no?», insistió de golpe la alumna, algo envalentonada. El doctor cerró los ojos por un instante y, sin darse vuelta, preguntó si acaso alguien sabía lo que era un intervalo de lucidez. Se oyeron algunos murmullos, pero nadie supo emitir una respuesta. «Bueno», dijo entonces el docente, mientras se volvía hacia sus pupilos con cierta parsimonia, «si bien se trata de algo que no suele presentarse en más de un tercio de los casos de hematoma epidural, el intervalo de lucidez es considerado una suerte de evento, digamos, clásico, de este». Los estudiantes se acercaron un poco más, como para escuchar con atención o pretender hacerlo. «En palabras sencillas», continuó el doctor, «lo que ocurre es que el paciente recibe un impacto inicial (mientras pronunciaba la palabra impacto, golpeó la placa con la tapa de su pluma, evocando el clac característico) que gatilla en él un proceso hemorrágico al interior del cráneo, ¿me siguen?». Unos cuantos alumnos movieron la cabeza en señal de asentimiento. «Ahora», prosiguió, «antes de que la cantidad de sangre acumulada producto de la hemorragia sea suficiente para comprimir el cerebro y, por tanto, causar manifestaciones neurológicas, transcurso que puede tomar hasta varias horas, el paciente suele ser capaz de continuar desplazándose por lo largo y ancho de su vida cotidiana, exento de problemas; después de eso, sin embargo, puede pasarle casi cualquier cosa». Los estudiantes habían vuelto a acercarse, situándose inapropiadamente cerca unos de otros, del doctor y de las placas. En la primera fila estaba la muchacha de las preguntas, quien no parecía del todo satisfecha con la exposición, a pesar de que probablemente todavía no había terminado. «Profesor», intervino con una voz algo más segura que las otras veces, «aún así no me queda tan claro qué es lo que nos quiere decir con todo esto». La mayoría de los ojos reposó violentamente sobre ella. «Me refiero a cómo es que eso del intervalo de lucidez se relaciona con la historia del paciente», aclaró, «o más bien con la historia que le falta». El doctor sacó de un tirón la placa del negatoscopio y se dirigió, ya malhumorado, hacia su alumna. «Lo que quiero decir, doctora, es que no solo nos ha sido imposible sacarle una historia al paciente, debido al hecho difícilmente despreciable de que este no escucha ni habla, sino que además lo escaso que sí sabemos de él, las circunstancias, el lugar y la hora donde fue encontrado, nos sirve de poco y nada, puesto que el evento que seguramente gatilló todo esto puede haberse, sin problemas, consumado horas, hasta días antes de que nosotros interviniéramos; así las cosas, por lo que usted

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y yo sabemos, bien podría este hombre haberse tropezado en la escalera de su casa o haber sido atropellado por un camión, incluso lo pudo haber aplastado un elefante». Algunos de los más jóvenes intentaron soltar la risa, pero el doctor la cortó de inmediato. «Y como la veo tan interesada», continuó diciendo mientras le extendía la placa con las imágenes a la muchacha, «le propongo que lo examine con sus propios ojos y elucide su historia lo mejor que pueda, porque la espero completa y revisada para la visita de mañana. El paciente está en neurología, en la cama diecisiete» sentenció, mientras ante las miradas de pasmo desplegaba una breve retirada, sin entregar a nadie el lujo de una despedida. Después de eso la nube se disipó rápidamente; solo la joven estudiante, envuelta en un gesto a caballo entre la tristeza y la premura, se dirigió hacia el sector de neurología, a la segunda sala de hombres, a buscarte.

Y por supuesto que ahí estabas, inconsciente y casi deshecho sobre la cama. Tenías el cuerpo amarrado a una serie de tubos y cables que parecía que nadie iba a descifrar jamás; y como te habían rapado para la operación se hacía algo difícil reconocerte, del mismo modo que ya casi no podía sentirse que todavía respirabas. «Está en coma», había dicho el interno a cargo de la sala a la muchacha que se disponía a examinarte. Antes de ella, varios se habían entretenido contigo: primero los que intentaron despertarte o hacerte reaccionar, naturalmente sin conseguirlo; después aquellos que te vieron como una oportunidad o quizá un objeto de algo que decidieron llamar aprendizaje y, de acuerdo a eso, te manosearon y auscultaron como si fueras una caja llena de secretos; eventualmente, los bromistas de rigor, que excusados en una coraza —supuestamente necesaria, inexorablemente triste— te utilizaron para matar, a tus expensas, su más silvestre aburrimiento. Sin embargo, la muchacha te trató con respeto. Te hubiese gustado su forma sencilla y diligente. Exploraba tu cuerpo en un silencio casi religioso, sin que pareciese escapársele un solo detalle; y aunque estaba ahí acatando órdenes, cuando se concentró para escuchar el ruido submarino que evocaba tu corazón cada vez que latia, no pudo evitar imaginarse una bestia herida y solemne, librando la última pelea en un mar terriblemente profundo. Después pensó en el futuro, en las cosas tristes de esta tierra larga y pasajera. Y, por un momento irrecuperable, fueron un cuadro hermoso, tú y ella, coronados los dos por un pequeño marco que llevaba inscrito el número diecisiete, para que todos supieran sin la sombra de una duda en cuál de esos lechos habías venido a apagarte.

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IV

El hombre y su hijo se despiden en un abrazo que pareciese haberlos convertido en piedra. Inmóviles, se hablan en silencio mientras pasan a su alrededor las imágenes del día sencillo que compartieron: la espera a la salida del colegio, el saludo tenso resolviéndose de a poco en alguna conversación mundana, en la inevitable incursión hacia las preguntas más triviales —qué tal el clima y los estudios, así que hoy no marcaste goles pero sí diste una asistencia que te dejó satisfecho— pero que en realidad ocultaban el deseo temeroso de comprenderse, de levantar como fuera los puentes necesarios; después, en el auto, el diálogo más relajado, la sorpresa de la camiseta celeste y ahí, al ver la cara que puso el hijo, la felicidad excepcional de las expectativas que se cumplen por completo; y, ya casi al final, mientras se hacía de noche, la comida que compartieron en ese lugar que tanto le encanta, el que queda a pocas cuadras de su casa —cierto que a la pizza hubo que sacarle los pedacitos de tomate y algunas otras cosas, todo por una petición mañosa que el Nico levantó en el último momento—, pero qué gusto había sido verlo acabársela con fruición, descansando solo para soltar alguna anécdota o una carcajada, siempre con esa forma de expresarse tan cargada de simpleza y que llenaba de calma el espacio del restaurante. Pero todo eso había sido antes; ahora lo que toca es volver a separarse. El hombre y su hijo desarman pieza por pieza el abrazo que un momento atrás habían construido; y, al mismo tiempo, prometen volver a verse pronto. Tal vez uno de los días siguientes. Después de eso, el niño se pierde en la oscuridad de su casa, rodeado de una tristeza que aun así resulta visible; el hombre se ve algo más compuesto, pero lo cierto es que todo el camino desde San Miguel hasta la pensión en Estación Central se lo pasa navegando una suerte de espesa y oscura nostalgia. «Está más alto, más grande» piensa. «Eso significa que me estoy perdiendo de algo». Y mientras se estaciona en una calle mal iluminada y estrecha, aledaña a la pensión, lo invade la angustia al imaginar qué otras cosas se podría llegar a perder. Quizás, por ahora, eso no es lo que más importa, concluye en la lucidez de un instante y vuelve a pensar en la camiseta celeste, en las historias que se contaron, en las risas que se paseaban rebotando por las paredes del restaurante. Y una alegría que rara vez lo visita se instala de pronto en el centro de su cuerpo.

Está a solo unos metros de la pensión cuando, casi por reflejo, se revisa el bolsillo del pantalón y comprueba que falta su billetera. En la pizzería, recuerda. Calcula que todavía está a tiempo y se dirige de regreso al auto; intenta hacerlo arrancar

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un par de veces, pero pronto entiende que el motor se ha rendido y ya no hay caso. Entonces despliega una sonrisa algo triste y decide que está bien, que por otro lado ya ha recibido una suerte más que suficiente. Pasa varios minutos en el paradero, esperando en vano cualquier micro que lo acerque de vuelta a San Miguel. Finalmente se sube a un taxi que paga con el poco dinero que traía en el bolsillo interno, el que había zurcido en su pantalón; aun así, solo le alcanza para quedar varias calles más abajo de la esquina en la que se encuentra el restaurante. «La verdad es que no es molestia», piensa, mientras se baja del auto y se despide del taxista con un gesto; y por un breve instante, protegido por la luz exótica de los días verdaderamente buenos, todo ha valido la pena y no, nada podría ser una molestia: ni los preparativos tediosos que ha debido realizar antes del viaje, ni los obstáculos imponderables que encontró más adelante; ni la brisa helada que a ratos se pasea por la calle, ni este mareo extraño que lo invade de repente. «Nada de eso importa», piensa, mientras se echa a andar calle abajo por la Gran Avenida.

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